los 7 guerreros de la luz etnakiel
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Los
7 Guerreros
De La Luz: Etnakiel
Portada del Libro “Los 7 Guerreros
de la Luz: Etnakiel”, obra del pintor
paiteño Joao Aponte.
Introducción
Desde que era un niño he querido escribir una historia fascinante que me hiciera soñar y
que hiciera soñar a los demás, siempre me llamó la atención este tipo de cosas, soy un poco
curioso porque me atraen las profecías, leyendas e historias que tengan algún tipo de
misterio como “Los 7 Guerreros de la Luz” que es una fusión entre lo mítico y lo
verdadero, esa mezcla de razas y guerreros que habitaron al mundo durante las épocas más
gloriosas, es una resurrección de todas mis fantasías, es algo que a veces no puedo
describir, sé cómo hacerlo pero cuando intento escribirlo me olvido de todo, creo que lo
que uno piensa jamás se debe escribir, sino decir.
Lamentablemente también pienso que la mayoría de las “leyendas” de este joven mundo
son realidad.
MARTIN LEANDRO AMAYA CAMACHO.
(Protegido bajo Derechos de Autor) Creador: Martín Leandro Amaya Camacho Nacionalidad:
Perú E-mail: [email protected] Ocupación: Estudiante actual de Ciencias de la
Comunicación en la Universidad Nacional de Piura y escritor. Si está interesado en una posible
edición y publicación física o virtual contactarse directamente con el autor, vía E-mail.
A Cristina Isabel Rosales, el libro que le debía y
prometí terminar.
Capítulo I
Y enviará sus ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán a sus elegidos, de los cuatro vientos,
desde un extremo del cielo hasta el otro. Mateo 24, 31.
“…Y se escuchará en cada esquina del mundo el llanto de las trompetas celestiales,
Y de cada cielo caerán inmensas rocas de fuego,
Y seguirán cayendo aún incluso cuando el sol se haya ido
y la oscuridad reine”
La frágil balsa hecha de palillos flota tranquila en el mar, se deja llevar y traer por
las corrientes ultramarinas, las olas no aparecen, el agua es cristalina y las
gaviotas graznan ruidosamente, de vez en vez se sumergen velozmente de
cabeza para atrapar algún pez, irrumpen en el agua con una rapidez mortal que
divierte al viejo que hasta ahora tan sólo desenrolla apaciblemente su cordel,
dejando que la red haga el resto del trabajo.
El sol quema fuerte, los vientos son favorables y no hay señales de peligro, en
todas las direcciones no se divisa nada. Los cardúmenes de peces rozan los pies
del anciano que ahora hunde parte de su cuerpo en el mar sin la mayor
preocupación, sin duda es buen día para la pesca. En el pueblo su familia espera
ansiosa su llegada, él lo sabe. Desenrolla el cordel, parece que un pez ha picado,
jala con todas sus fuerzas pero no puede atraerlo a la superficie, se empeña y un
ligero viento helado le paraliza el cuerpo, es extraño que en esta estación de
verano y a esta latitud existan estas brisas tan fuertes. No toma la menor atención,
el pez aún sigue allí, se esfuerza pero no lo logra, el viejo se entusiasma
pensando que es un gran ejemplar. Las olas comienzan a nacer, rompen cada vez
más fuerte, el hombre no se da cuenta de eso. La luz solar de pronto es ocultada
por unos extraños nubarrones, la sombra llama la atención del pescador que
rendido decide dejar ir a su presa, las olas están más fuertes, se admira por como
ha podido cambiar tan rápidamente el clima, decide partir, jala la red, pero una
rara sensación le hace mirar los cielos. La boca se le abre de par en par, su saliva
viscosa se escapa en finos hilillos, estupefacto mira aquel jinete negro que resurge
de entre las nubes y recuerda las leyendas del viejo mundo, susurra despacio lo
que de niño escuchó de los labios del Inmortal. Las olas ahora amenazan con
romper su frágil embarcación que se bambolea de un lado para otro, el viento
sopla, azota la vela y las corrientes parecen jalarla con más fuerza hacia las
profundidades. Cuando se siente morir escucha lejanos los relinchos y el chocar
de los cascos de miles de caballos, es un ejército, miles de legiones se avecinan.
Capas azules, rojas, amarillas y blancas logra divisar a lo lejos. Las lanzas y
espadas opacan el brillo del sol y es fácil reconocer que las leyendas se están
cumpliendo, ya moribundo susurra la extraña maldición que insistentemente
narraban los viejos: “Y del cielo ha de nacer el ultimo de los últimos, llamado el
ángel oscuro, portador de la llave que abrirá para siempre las puertas del tártaro y
desatará a las bestias que han de devorar horrendamente a los desterrados hijos
del omnipotente, y será así durante mil años tal castigo hasta que sean
despertados los hermanos de la espada y la Lanza”
El recuerdo resuena insistentemente en su mente, se le ha nublado un poco la
vista, suspira y se deja llevar por el viento y las mareas, hay tanto movimiento pero
aún siente como el sonido va poseyendo cada partícula de su cuerpo y resignado
se dibuja una cruz en la frente, una cruz de agua como el elemento de aquel ángel
que pronto tras las anchurosas habitaciones celestiales hará su magnífica
aparición. Reconoce con satisfacción que el mar acaricia su cuerpo, antes de su
muerte logra ver como el estandarte del legendario Ángel de la Muerte ondea libre,
motivado por los grandes soplidos del viento, él es, es el magnífico asesino de
demonios, el gran torturador y el hibrido del paraíso, Azrael.
El pobre anciano, que aún no interpreta su tan próxima y rápida desaparición, en
un intento de lucidez piensa en los desdichados que sufrirán la cólera de los
oscuros y siente compasión por sus hijos, llora e intenta luchar contra su fatal
destino, pero ya es demasiado tarde, el canto de la primera trompeta se escucha
lejano, va despacio pero sube cada vez más hasta hacerse ensordecedor, hasta
romper los horizontes.
Cuando su cuerpo se dirige hacia los abismos azules la vista va nublándosele, el
sol ya es un pequeño punto, un halito de vida le alcanza para escuchar el rugido
infernal del legendario Leviatán, ya no logra sentir el dolor de ser devorado por las
alimañas luciferinas, está muerto.
En la superficie las olas revientan alborotadas, en los cielos el ejército marcha con
paso uniforme, el orden es claramente clasificable, delante con estandarte negro
de águila roja marcha el ángel de alas oscuras, perfil espartano y rasgos fieros,
cabellos quebrados y azabaches, piel blanca como la nieve de las montañas de
oriente. Gallardo caballero que cabalga sobre un corcel soberbio que camina
dando saltos, lleva lanza en el brazo, va vestido en oro, la armadura es hermosa,
fundida en los volcanes olímpicos, la coraza sobresale y se muestra esplendida
ante todos, en el centro de ella está grabada una enorme balanza que pesa la
justicia de los hombres, es enorme y tiene un mango que sostiene dos grandes
tazones en los que se mide la bondad o maldad de las almas, brilla como si tuviera
vida propia y fuera independiente de todo aquel armatoste, aquel brillo que
despide es enceguecedor como el del mismo sol. Alrededor de la balanza,
cubriendo casi todo el pecho, se asoman perfectamente tallados los rostros de los
ajusticiados, están apretujados, casi incómodos y con gestos confusos, algunos
alegres, otros tristes, otros con los ojos llenos de furia. Los bordes están
custodiados por gruesas líneas negras que bajan desde los hombros hasta la
cintura. Y allí van a encontrarse con la falda de malla, hecha de plata, pálida como
el brillo lunar, pero tan fuerte que ni los rayos de Zeus podrían destruirla.
Azrael, el cuarto arcángel que custodia el trono de Dios, general de 40 legiones y
gran luchador contra la oscuridad. No siente, no teme, jamás retrocede ante el
enemigo que lo acecha de cerca, su espíritu esta maldito porque es un hibrido,
tiene la espada manchada de sangre pero aun así es un ser de luz, diferente al
resto de sus hermanos, admirado entre los suyos y temido por los demonios, ni
Damensel el hijo de Lucifer desearía tener frente a tan fiero soldado. Dios le
entregó la llave de los infiernos después de la gran batalla celestial, aquella donde
los dioses se masacraron entre ellos y al terminar los grandes vencedores
grabaron estas historias en enormes libros de viento que fueron repartidos en
cada rincón del inescrutable universo.
Al ser expulsada la bestia y encerrada en los abismos, Azrael fue el encargado de
custodiar la puerta de la montaña prohibida hasta el fin de las eras, el día en que
el rey rojo seria liberado. Desde ese momento los demonios le esperan, anhelan
su pronta venida con ansias de venganza.
Azrael ha mirado, escudriñado tras la niebla aquella montaña que se yergue
orgullosa, retando al cielo de manera soberbia. Cuna del mal y fortaleza de los
engendros más terribles que el universo ha de guardar. El cielo está tupido por
nubes espesas, el sol no brilla con la misma intensidad de hace unos instantes. El
viento es el que golpea fuerte los rostros de cada ángel y los estandartes se
mueven con furia dejándose llevar por los silbos del dios etéreo. Ya están las
espadas y arcos listos para ser utilizados en combate. Avanza primero el
grandioso ángel, las alas negras se escapan tras la capa dorada, el caballo
fabuloso resopla y una estela gris se dibuja tras el paso de sus cascos. El ejército
de la Luz se vuelve fantástico acompañado por el brillo solar, todos caminan
parejos, el gesto solemne de aquella marcha hace que el tiempo se detenga. Las
bestias relinchan y las trompetas siguen bramando, gritando fuerte el fin de los
días.
Los hombres están a punto de convertirse en los dioses caminantes que desde
tiempos inmemoriales con gran esperanza han aguardado. Resurgirán de las
entrañas del tiempo para levantar la espada contra aquellos nocturnos que
amenazan con la destrucción. Después que el postrer ángel abra las grandes
puertas, los hombres estarán permitidos para luchar la última de las batallas, la
cruzada que ha de cerrar el libro de las leyendas.
I. LES VI VENIR
Y enviará sus ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán a sus elegidos, de los cuatro vientos,
desde un extremo del cielo hasta el otro. Mateo 24, 31.
Un hilillo de baba se desprende del hocico, cae sobre el mar y se pierde en aquella
inmensidad, un resoplido viene a rebotar contra el viento. Unas leves pataditas del jinete
le hacen avanzar apresuradamente, sus crines saltan con prisa, con tanta rapidez que van
despeinándose y alborotándose hasta darle un aspecto cómico. La bestia siente que pisa
las nubes, disfruta al hundirse en ellas y corre cada vez más rápido. Tras ella vienen
cientos de ángeles, consciente de esto ha tomado celosamente la delantera, aunque su
vista es ciega y sufre una miopía severa logra ver con asombro la gran montaña que se
acerca cada vez más, la fascinación hace que se pare en dos patas y relinche con todas
sus fuerzas, el Ángel que va montado encima de ella tiene que hacer un esfuerzo para no
caerse, la tranquiliza sobándole el fino pelaje, la yegua puede oler el hediondo aroma de
la carne chamuscándose tras esa extraña montaña.
Son débiles ya los rayos de luz que logran colarse por entre las nubes. Las gaviotas van
huyendo hacia el norte, en bandadas se alejan de la costa, vuelan presurosas para no ser
sorprendidas por el anochecer. Se escucha lejano y triste su trinar. Abajo las olas del mar
han bajado su furia y el anciano ha terminado por hundirse, se ha muerto con las manos
extendidas y tiene en el rostro un gesto patético como pidiendo clemencia, lleva aún los
ojos abiertos con el ultimo recuerdo grabado en sus pupilas, una cardumen de peces lo
acecha de cerca, ya habrán olido el olor a carne humana los tiburones y tintoreras, es
cuestión de tiempo que el viejo sea devorado hasta desaparecer.
La primera bola de fuego se desprende de los cielos, baja con una velocidad
sorprendente, rasga el firmamento y por un momento la iluminación hace que todo
parezca el amanecer. Ninguno de los ángeles voltea a mirar, sólo sienten el gas pasar
muy cerca de sus cuerpos. Cuando la gran roca impacta contra el mar grandes olas
vuelven a nacer, parece un gran foco hundiéndose de manera vertiginosa en los abisales
abismos marítimos. La balsa ha desaparecido por completo, no queda rastro de ella. En el
pueblo nadie ha advertido la caída de esta estrella, aun ignoran la muerte de su patriarca.
El jinete señala con la espada el pueblo que ha de destruir, hay una mujer observándole
desde las orillas de la playa, luce aturdida por su descubrimiento, lleva parada ahí mucho
tiempo sin sentir el frio del mar, su mirada está perdida y fascinada ante ese espectáculo
inusual, aunque a pesar de toda esa estupefacción hay algo en su actitud que denota
indiferencia, como si estuviera esperándolos desde hace mucho tiempo, como si viviera
enterada de todo lo que estaba a punto de pasar. Ahora ha ladeado la cabeza y sin previo
aviso se echa a correr, se tropieza y de pronto un chiquillo que salió de entre las arenas
va presuroso, como un perro a su dueño, siguiendo los pasos apurados de esta
misteriosa mujer. Quizá, puede que sea ella, murmura Azrael, se rasca las barbas ralas al
mismo tiempo que chasquea los dientes y un poco incomodo agita sus grandes alas que
al instante generan un remolino atemorizador que provoca la confusión en sus
seguidores, no saben si seguir la marcha o detenerse a pesar de las órdenes dadas. Al
final los generales ordenan el cese de movimiento, hay algo que ha incomodado al
vengador, debe haber sido muy grave para que perturbe el carácter estoico del ente
divino. Las sombras que van tras él se detienen confundidas pero aún siguen dando gritos
lastimeros. Los coros angelicales paran súbitamente su cabalgar, los estandartes ondean
enloquecidos, motivados por ese viento nacido de las belicosas alas del arcángel. Ya son
rojos, ya son azules, verdes o amarillos, se combinan y parece un mar de colores. Son
miles los batallones que esperan la reacción de Azrael. Eran todos aquellos necesarios
para abrir la puerta infernal que estaba guardada tras las montañas de aquel puerto, quien
sabia que terribles secretos se encontraban encarcelados en el seno de esa tierra maldita.
Un viento súbito hace bailar la capa blanca que al instante cubre las infinitudes que la
vista no puede alcanzar, es tan enorme que podría cubrir buena parte del mar. El yelmo le
parece ligero y sus enormes cornamentas no impiden para nada que se deleite a sus
anchas viendo a esa montaña que se asoma tras del pueblo, ese monte perdido que
guarda una de las puertas para llegar a los infiernos., frente a él se avecina la fabulosa
puerta del infierno y siente como la emoción le embarga casi en su totalidad. Sus ojos
brillan como dos incandescentes atalayas, se asoman venciendo las sombras del universo
y traspasando la calma del lento anochecer. Una risa enorme nace de pronto de sus
entrañas. A lo lejos, encerrados en el tártaro los demonios sienten su venir, se regocijan,
maldicen y ansían su pronta libertad. Azrael les oye, calma inmundos, pronto han de ser
liberados.
Un olor a brisa, a red y a pescado fresco invade las narices de los lugareños. Sólo el
graznido de las gaviotas interrumpe la siesta que religiosamente a las 6 de la tarde todos
disfrutan. Se escuchan jadeos, bostezos y las hamacas giran de un lado a otro. Los
perritos escarban y escarban la tierra, mientras que los chiquillos corren de un lado a otro
gozando de su vitalidad pueril, indiferentes al sueño de sus ancestros. El muelle que se
interna en el mar ahora luce solitario y nostálgico, a esa hora ni un alma camina por allí,
sólo existen las cubetas abandonadas, coloreando el camino y dándole un aroma de
putrefacción por las vísceras marinas que guardan en su interior. Las maderitas del
puente están mojadas por las gotas que salpican de las olas que mueren al estrellarse
contra el muro de rocas que protegen al pueblo. Todo luce calmado. Algunas mujeres ya
van desperezándose, listas para preparar la comida, echan el pescado más grande, las
yucas y papas más robustas en esas ollas negras que vomitan humo a montones. Un
olorcito de comida se filtra e interna en el sueño de los varones, el estomago comienza a
revolverse avisando que ya es hora de comer, pero nadie tiene fuerzas para levantarse.
Allá a lo lejos se escucha el chillar de las gaviotas, marchándose a los aposentos que
hasta ahora nadie ha podido descubrir.
El cielo del norte va pariendo extrañas nubes, negras como la boca de una bestia feroz.
Cargadas de agua van posándose por sobre las cabezas de los hombres, no tienen forma
pues no han sido creadas para purificar sino para destruir todo lo que encuentren a su
paso. Tic, tic, suena la primera gota que al estrellarse contra la arena seca del pueblo,
pero naufraga en las soledades áridas de la costa, y ahí nomás terminan los intentos de
lluvia. Allá en el muelle las olas aún siguen rompiendo furiosas contra las rocas y las
gotitas ya han llenado toda la superficie del puente, parece una tarde normal, pero hay
algo de raro en toda esa calma de cementerio.
Una mujer advierte que el humo de las ollas es arrojado con fuerza por un extraño viento
que ha nacido junto a esas nubes, no se impacienta mucho, pues son normales los
bruscos cambios de temperatura en esas tierras. La mujer se acomoda los cabellos y
prosigue con su tarea, pero un vago pensamiento le invade la mente, podría ser cierto que
los últimos días ya estén viniendo, tantas cosas que pasan ahora en el mundo que quizá
lo que repetían con tanto afán sus abuelitos se vaya a cumplir. Dio un enorme suspiro y
sin pensarlo comenzó a caminar hacia la playa, sentía como las huellas se le iban
perdiendo en la arena fría, a estas horas era razonable caminar porque en la tarde todo
eso ardía como las llamas del tártaro. Mientras más se acercaba para tocar al dios azul,
sentía que iba perdiéndose. Al llegar hacia el mar sintió como la espuma le besaba
cálidamente de forma amigable sus descalzos y maltratados pies. Percibiendo como el
frio de las aguas le recorría se sintió libre, apartada de la corrupción del mundo. Pero ella
siempre había sido una simple mujer, sometida a los designios de su esposo y dedicada a
criar a su pequeño e inquieto hijo, entonces de dónde habían nacido esos pensamientos
tan raros y llenos de emancipación, caviló un momento y poco a poco la mirada se le
perdió en esa línea que se une entre el cielo y el mar, en sus ojos acuosos existía una
tristeza infinita que ella no podía identificar, de un momento a otro una nostalgia le había
invadido, asaltado sin apenas dejarle tiempo para defenderse. Pero qué podía
impacientarle tanto, quizá la razón de presentir la muerte ya cercana. El ruido intenso que
causaban los chiquillos jugando a las escondidas la desconcentró un poco de sus
pensamientos, entre esos vástagos que corrían por allí, reconoció a su hijo, era tan
menudito pero con el espíritu fuerte de su padre, sintió como que el corazón se le ablandó
y una amplia sonrisa se dibujaba ya en su rostro. Lo observó y cuando el chiquillo percibió
la aguda mirada de su madre le hizo fuertes adioses con las manos, volvió a sonreír pero
la ráfaga de un presentimiento desconocido le hizo voltear nuevamente hacia allá donde
el sol iba terminando de ocultarse, sin siquiera una señal su pecho parecía explotar por
tanta angustia que no sabría reconocer de donde venia, esforzó un poco las pupilas para
ver mejor, ladeo la cabeza y puso las manos en la cintura, parecía ver algo, si algo había
allí. Un leve gritito nació de su garganta, reconoció que ahí había algo extraño, se
persignó y fue corriendo a despertar a su esposo, mientras sus pies chapoteaban en el
agua, que sin saber cómo ya le estaba besando las rodillas.
Los pies se le enredaban en la desesperada carrera, iba pálida, sus antiguas facciones
habían desaparecido y en su cara solo iba dibujada la angustia de los miserables que se
enfrentan a la destrucción. Las demás mujeres del pueblo la veían pasar pero nadie se
atrevió a preguntarle nada, un leve temor también iba invadiendo, impregnándose en sus
almas. El chiquillo había visto correr desesperadamente a su madre, también sintió algo o
por puro instinto se precipitó aceleradamente hacia su casa. El polvo que había dejado el
paso de la mujer se levantaba imponente azuzado por el viento. A pesar que ya
anochecía aún podían divisarse las colinas que protegían al pueblo. Quizá los animalillos
también ya habían huido. ¡Levántate, levántate! fueron los gritos que interrumpieron la
siesta del marido. Mecánicamente todos los hombres fueron despegando los flojerientos
ojos y estos tardaron mucho en acostumbrarse a la oscuridad. Unos leves bostezos
recorrieron el pequeño pueblo. La mujer miraba con desesperación al marido que aún no
terminaba de desperezarse. El hombre la miró con cierta molestia y reconoció a su
costado al chiquillo que estaba igual de desconcertado que él, no había advertido en qué
momento ambos habían llegado. La mujer le rogaba, le jalaba las ropas y lo dirigía hacia
afuera para que descubra lo que a ella le había sido revelado. A duras penas y
acomodándose la camisa salió al umbral de su puerta, los vecinos ya habían rodeado su
casa y muchos cuchicheaban, presumían hipótesis, pero en la mirada de todos existía un
miedo genuino, inexplicable para él. De pronto todos se quedaron quietos, un vientecito
fue colándose en las casitas, un silbido espectral les puso los pelos de punta, su hijo se
refugiaba y apretaba tan fuerte de sus piernas que le causó cierto dolor pero no lo apartó,
tan sólo lo miró con ternura y notó que su mujer seguía señalándole el horizonte. Ahora
todos estaban perdidos mirando hacia allí siguiendo la ruta que el dedo de su esposa
insistentemente les señalaba, pero él no podía divisar nada, tan sólo sentía como el viento
pasaba susurrando despacito esas leyendas que han rondado al mundo desde los albores
de su creación. Sentía como se escurría tímido y silencioso por las rendijas que se abren
en las paredes enclenques de las chozas, dando la impresión de no querer ser percibido.
Es una pequeña brisa, casi nadie la siente pero aún así refresca su rostro que sin saber
le da la bienvenida. Por la modestia de la llegada, sus relatos no son oídos por ninguno de
los hombres. El dios transparente silba, revuela el polvo y ahora ya es ruidoso, está
furioso y azota los techitos de las casas como agudizando su mensaje. El cielo se torna
amarillento aún más que antes, como volviendo unas horas e ignorando que estaba por
anochecer, quizá tan sólo habían pasado unos minutos y la angustia colectiva les había
convertido en horas. Todo el pueblo está con la mirada fija hacia allí donde sólo se asoma
la corona del sol, están presenciado su muerte, ven como se agita gallardo, enfrentando
una batalla ya perdida ante el vasto mar que lo devorará sin miramientos.
El lento anochecer se acompaña de la fuerte ventisca que rápidamente se va convirtiendo
en una gran lluvia que baña la tierra de fatalidades, mensajera de cataclismos que los
Amenoi traen de las lejanías, de los confines del mundo. Se van haciendo de rato en rato
más ensordecedores esos sonidos cargados de destrucción. El sol ha terminado de
ocultarse y una oscuridad cerrada se abre paso en esos parajes. No hay ni siquiera una
sola estrella, ni el pálido brillo de la luna baña las costas del pueblo. Los hombres no se
pueden distinguir los rostros, algo en ellos comienza a impacientarse mientras sienten el
agua recorrer su cuerpo, todos están empapados y en el suelo comienzan a formarse
gruesas capas de barro. El viento tímido que invadía sus chozitas ahora está convertido
en un fuerte temporal, pareciera que los techos van a desprenderse repentinamente de
los palos que le sostienen. Los chiquillos lloran, los perros ladran y uno que otro lugareño
se anima a profetizar algo que aturde a los más jóvenes. Pero aún así el pueblo yace
calmo entre su silencio y pecados. A pesar de los extraños sucesos pareciera una noche
y un momento normal en aquel asentamiento olvidado por la civilización. Los niños ahora
berrean como olvidando su miedo de hace unos instantes, las olas del mar están
creciendo más y más, en los rostros de los marineros se va dibujando cierta
preocupación, los botecitos son zangoloteados a placer por las azoradas aguas. Uno que
otro se pierde de la mirada aguda de los hombres, que ya acostumbrados los ojos pueden
divisar perfectamente sus embarcaciones. De pronto sin avisar, el temporal se convierte
en una tormenta furiosa, enorme. Rayos y truenos invaden el cielo, surge una iluminación
y las facciones de todos han cambiado. Que está pasando. Pareciera que los sonidos del
infierno se están desatando todos juntos en aquella comarca. Un extraño tropel se
escucha en ese horizonte apretujado por la oscuridad, qué podría ser, ahora los
pobladores retroceden asustados hacia esas casitas, algunas ya sin techo. Se esconden
temerosos pensando que el castigo divino va a caer sobre ellos. No, no podría ser cierto.
No ha habido señales, susurra un anciano encorvado, envuelto en harapos sucios y
grasientos. Se escarba el rostro con unas uñas largas, mugrosas y va auscultando el
cielo, sus ojitos de pronto se salen tanto que parece van a saltar de sus orbitas. Afina el
oído y reconoce claro, nítido el lento y fatídico cabalgar del caballero de la muerte.