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1 ANTOLOGÍA LITERARIA LITERATURA 4to. año A Prof. Díaz Sunico, Mora

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ANTOLOGÍA LITERARIA

LITERATURA 4to. año A

Prof. Díaz Sunico, Mora

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INDICE BLOQUE 1 – Introducción al análisis literario Sin textos literarios (ver anexo teórico) BLOQUE 2 – Cosmovisión mítica

• “A las puertas del Olimpo”, versión de Beatriz Fernández y Alicia Stacco. p. 7

• Popol Vuh, anónimo (fragmento) p. 8 • “Los enamorados”, versión de Liliana Cinetto de una leyenda mexicana p. 11 • “Las barbas del ñire”, leyenda mapuche p. 14 • Buenos Aires es leyenda. Mitos urbanos de una ciudad misteriosa, de Guillermo Barrantes y Víctor Coviello (Selección) p. 16 • “Orfeo y Eurídice”, mito griego p. 21 • “Orfeo por su mujer”, de Francisco de Quevedo p. 22 • “La estatua de sal”, de Leopoldo Lugones p. 23

BLOQUE 3 – Cosmovisión épica

• “El embudo de la muerte”, de Franco Vaccarini p. 28 • “La casa de Asterión”, de Jorge Luis Borges p. 30 • “Emma Zunz”, de Jorge Luis Borges p. 32

BLOQUE 4 – Cosmovisión trágica

• “La intrusa”, de Jorge Luis Borges p. 37 ANEXO

• “Marionetas S.A.”, de Ray Bradbury p. 41 • “Después del almuerzo”, de Julio Cortázar p. 46

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BLOQUE 1 COSMOVISIÓN MÍTICA1

• “A las puertas del Olimpo”, versión de Beatriz Fernández y Alicia Stacco. • Popol Vuh, anónimo (fragmento) • “Los enamorados”, versión de Liliana Cinetto (versión de una leyenda de México) • “Las barbas del ñire”, leyenda mapuche • Buenos Aires es leyenda. Mitos urbanos de una ciudad misteriosa, de Guillermo Barrantes

y Víctor Coviello (Selección) “El falso médico” “El último taxi”

• “Orfeo y Eurídice”, mito griego • “Orfeo por su mujer”, de Francisco de Quevedo • “La estatua de sal”, de Leopoldo Lugones

1 Los textos escaneados que se presentan en este bloque pertenecen al libro Literatura IV, de la Serie Saberes Clave de Editorial Santillana, y al libro de Guillermo Barrantes y Víctor Coviello, Buenos Aires es leyenda. Mitos urbanos de una ciudad misteriosa, de Editorial Planeta.

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A las puertas del Olimpo (en Dioses, héroes y heroínas. Historias de la mitología griega) Versión de Beatriz Fernández y Alicia Stacco

Para los griegos las cosas empezaron así… Al principio, todo estaba revuelto: el agua no corría, las tierras no eran sólidas, en fin,

reinaba Caos (que en griego quiere decir “la boca del abismo”). De Caos nacieron la Noche y la Oscuridad, que lo destronaron y engendraron a Éter (el aire luminoso de las alturas) y al Día. De ellos nacieron la Tierra y el Mar.

Por aquellos tiempos también existía Eros (el amor), un poder tan antiguo como Caos, pero que impulsaba a la unión y a la creación. Con su fuerza, Eros engendró la vida en la Tierra, hasta entonces desierta, y florecieron las plantas, crecieron los animales, se poblaron las aguas y el Cielo lo abrazó todo.

De la unión entre el Cielo y la Tierra nacieron doce titanes enormes y fortísimos, tres Cíclopes (que se llamaban así porque tenían un solo ojo, ubicado en medio de la frente) y tres Gigantes. El Cielo, temeroso de la fuerza de sus hijos, fue encerrándolos a medida que nacían en el abismo del Tártaro.

Finalmente, la Tierra, como buena madre, decidió liberarlos y el menor de los Titanes, Cronos (el Tiempo), eliminó a su padre, ocupó su lugar y comenzó a reinar junto a sus hermanos.

Cierta vez, Eros convocó a los hijos de un Titán, llamados Prometeo y Epimeteo, y les pidió que modelaran un ser capaz de dominar a todos los animales que poblaban la Tierra.

Prometeo tomó arcilla húmeda y modeló figuras con forma semejante a la de los dioses. Eros les infundió con su soplo el espíritu de la vida, y así nacieron las personas.

Prometeo quedó tan encantado con las criaturas recién creadas que quiso ofrecerles algo que las hiciera mucho más parecidas a los dioses. Entonces, robó una chispa del fuego sagrado y se la regaló, para que tuvieran dominio sobre el fuego.

Ese atrevimiento de Prometeo irritó mucho a los dioses, quienes para vengarse crearon a una mujer hermosísima, a la que llamaron Pandora. A ella le regalaron un cofre y le ordenaron que jamás intentara abrirlo. Pandora aceptó la condición y se convirtió en la feliz esposa de Epimeteo. Durante un tiempo vivieron muy contentos; pero, como bien habían previsto los dioses, Pandora no pudo contener su curiosidad y abrió el cofre, del que comenzaron a salir toda clase de males, enfermedades y crímenes, que se esparcieron por el mundo. Solo la Esperanza quedó en el fondo de la caja. Así fue como la maldad y las pasiones se fueron adueñando de los hombres. La Tierra se empapó de sangre y la Buena Fe, la Justicia y el Pudor la abandonaron y volaron hacia el Cielo. Viendo esto, los dioses consideraron que la raza de los hombres no debía sobrevivir y desbordaron las aguas del Cielo y de la Tierra; tierra y mar se confundieron y solo logró sobrevivir una pareja. Un hombre, Deucalión, y su esposa Pirra, considerados justos y piadosos. Ambos se mantuvieron a bordo de una débil barca y, cuando las aguas descendieron, lloraron sobre la tierra desierta rogando piedad a los dioses. Entonces escucharon una voz poderosa que les decía estas palabras: “Velad vuestros ojos y tirad hacia atrás los huesos de vuestra abuela”.

Después del desconcierto del principio, se pusieron a meditar y comprendieron que su abuela era la Tierra, y que los huesos de la Tierra eran las piedras. Entusiasmados, comenzaron a caminar arrojando, a cada paso, una piedra hacia atrás. De las piedras que arrojaba Pirra nacían mujeres y de las que tiraba Deucalión surgían hombres. Así se repobló la Tierra después del tremendo diluvio.

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ORFEO Y EURÍDICE (mito griego)

Cuentan los mitos que, en la época en que dioses y seres fabulosos poblaban la tierra, vivía en Grecia un joven llamado Orfeo, que solía entonar hermosísimos cantos acompañado por su lira. Su música era tan hermosa que, cuando sonaba, las fieras del bosque se acercaban a lamerle los pies y hasta las turbulentas aguas de los ríos se desviaban de su cauce para poder escuchar aquellos sones maravillosos.

Un día en que Orfeo se encontraba en el corazón del bosque tañendo su lira, descubrió entre las ramas de un lejano arbusto a una joven ninfa que, medio oculta, escuchaba embelesada. Orfeo dejó a un lado su lira y se acercó a contemplar a aquel ser cuya hermosura y discreción no eran igualadas por ningún otro.

- Hermosa ninfa de los bosques –dijo Orfeo-, si mi música es de tu agrado, abandona tu escondite y acércate a escuchar lo que mi humilde lira tiene que decirte.

La joven ninfa, llamada Eurídice, dudó unos segundos, pero finalmente se acercó a Orfeo y se sentó junto a él. Entonces Orfeo compuso para ella la más bella canción de amor que se había oído nunca en aquellos bosques. Y pocos días después se celebraban en aquel mismo lugar las bodas entre Orfeo y Eurídice.

La felicidad y el amor llenaron los días de la joven pareja. Pero los hados, que todo lo truecan, vinieron a cruzarse en su camino. Y una mañana en que Eurídice paseaba por un verde prado, una serpiente vino a morder el delicado talón de la ninfa depositando en él la semilla de la muerte. Así fue como Eurídice murió apenas unos meses después de haber celebrado sus bodas.

Al enterarse de la muerte de su amada, Orfeo cayó presa de la desesperación. Lleno de dolor decidió descender a las profundidades infernales para suplicar que permitieran a Eurídice volver a la vida.

Aunque el camino a los infiernos era largo y estaba lleno de dificultades, Orfeo consiguió llegar hasta el borde de la laguna Estigia, cuyas aguas separan el reino de la luz del reino de las tinieblas. Allí entonó un canto tan triste y tan melodioso que conmovió al mismísimo Caronte, el barquero encargado de transportar las almas de los difuntos hasta la otra orilla de la laguna.

Orfeo atravesó en la barca de Caronte las aguas que ningún ser vivo puede cruzar. Y una vez en el reino de las tinieblas, se presentó ante Hades, dios de las profundidades infernales y, acompañado de su lira, pronunció estas palabras:

- ¡Oh, señor de las tinieblas! Héme aquí, en vuestros dominios, para suplicaros que resucitéis a mi esposa Eurídice y me permitáis llevarla conmigo. Yo os prometo que cuando nuestra vida termine, volveremos para siempre a este lugar.

La música y las palabras de Orfeo eran tan conmovedoras que consiguieron paralizar las penas de los castigados a sufrir eternamente. Y lograron también ablandar el corazón de Hades, quien, por un instante, sintió que sus ojos se le humedecían.

- Joven Orfeo –dijo Hades-, hasta aquí habían llegado noticias de la excelencia de tu música; pero nunca hasta tu llegada se habían escuchado en este lugar sones tan turbadores como los que se desprenden de tu lira. Por eso, te concedo el don que solicitas, aunque con una condición.

- ¡Oh, poderoso Hades! –exclamó Orfeo-. Haré cualquier cosa que me pidáis con tal de recuperar a mi amadísima esposa.

- Pues bien –continuó Hades-, tu adorada Eurídice seguirá tus pasos hasta que hayáis abandonado el reino de las tinieblas. Sólo entonces podrás mirarla. Si intentas verla antes de atravesar la laguna Estigia, la perderás para siempre.

- Así se hará –aseguró el músico. Y Orfeo inició el camino de vuelta hacia el mundo de la luz. Durante largo tiempo Orfeo

caminó por sombríos senderos y oscuros caminos habitados por la penumbra. En sus oídos

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retumbaba el silencio. Ni el más leve ruido delataba la proximidad de su amada. Y en su cabeza resonaban las palabras de Plutón: “Si intentas verla antes de atravesar la laguna de Estigia, la perderás para siempre”.

Por fin, Orfeo divisó la laguna. Allí estaba Caronte con su barca y, al otro lado, la vida y la felicidad en compañía de Eurídice. ¿O acaso Eurídice no estaba allí y sólo se trataba de un sueño? Orfeo dudó por un momento y, lleno de impaciencia, giró la cabeza para comprobar si Eurídice le seguía. Y en ese mismo momento vio cómo su amada se convertía en una columna de humo que él trató inútilmente de apresar entre sus brazos mientras gritaba preso de la desesperación:

- Eurídice, Eurídice... Orfeo lloró y suplicó perdón a los dioses por su falta de confianza, pero sólo el silencio

respondió a sus súplicas. Y, según cuentan el mito, Orfeo, triste y lleno de dolor, se retiró a un monte donde pasó el resto de su vida sin más compañía que su lira y las fieras que se acercaban a escuchar los melancólicos cantos compuestos en recuerdo de su amada. Orfeo por su mujer Francisco de Quevedo

Orfeo por su mujer cuentan que bajó al Infierno;

y por su mujer no pudo bajar a otra parte Orfeo.

Dicen que bajó cantando; y por sin duda lo tengo;

pues, en tanto que iba viudo, cantaría de contento.

Montañas, riscos y piedras su armonía iban siguiendo;

y si cantara muy mal, le sucediera lo mesmo.

Cesó el penar en llegando

y en escuchando su intento: que pena no deja a nadie

quien es casado tan necio.

Al fin pudo con la voz persuadir los sordos reinos: aunque el darle a su mujer

fue más castigo que premio.

Diéronsela lastimados; pero con ley se la dieron que la lleve y no la mire:

ambos muy duros preceptos.

Iba él delante guiando, al subir; porque es muy cierto que, al bajar, son las mujeres

las que nos conducen, ciegos.

Volvió la cabeza el triste: si fue adrede, fue bien hecho;

si acaso, pues la perdió, acertó esta vez por yerro.

Esta conseja nos dice

que si en algún casamiento se acierta, ha de ser errando,

como errarse por aciertos.

Dichoso es cualquier casado que una vez queda soltero;

mas de una mujer dos veces, es ya de la dicha extremo.

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La estatua de sal (en Las fuerzas extrañas, 1906) Leopoldo Lugones

He aquí cómo refirió el peregrino la verdadera historia del monje Sosistrato: Quien no ha pasado alguna vez por el monasterio de San Sabas, diga que no conoce la

desolación. Imaginaos un antiquísimo edificio situado sobre el Jordán, cuyas aguas saturadas de arena amarillenta, se deslizan ya casi agotadas hacia el Mar Muerto, por entre bosquecillos de terebintos y manzanos de Sodoma. En toda aquella comarca no hay más que una palmera cuya copa sobrepasa los muros del monasterio. Una soledad infinita, sólo turbada de tarde en tarde por el paso de algunos nómadas que trasladan sus rebaños; un silencio colosal que parece bajar de las montañas cuya eminencia amuralla el horizonte. Cuando sopla el viento del desierto, llueve arena impalpable; cuando el viento es del lago, todas las plantas quedan cubiertas de sal. El ocaso y la aurora se confunden en una misma tristeza. Sólo aquellos que deben expiar grandes crímenes, arrostran semejantes soledades. En el convento se puede oír misa y comulgar. Los monjes que no son ya más que cinco, y todos por lo menos sexagenarios, ofrecen al peregrino una modesta colación de dátiles fritos, uvas, aguas del río y algunas veces vino de palmera. Jamás salen del monasterio, aunque las tribus vecinas los respetan porque son buenos médicos. Cuando muere alguno, le sepultan en las cuevas que hay debajo a la orilla del río, entre las rocas. En esas cuevas anidan ahora parejas de palomas azules, amigas del convento; antes, hace ya muchos años, habitaron en ellas los primeros anacoretas, uno de los cuales fue el monje Sosistrato cuya historia he prometido contaros. Ayúdeme nuestra Señora del Carmelo y vosotros escuchad con atención. Lo que vais a oír me lo refirió palabra por palabra el hermano Porfirio, que ahora está sepultado en una de las cuevas de San Sabas, donde acabó su santa vida a los ochenta años en la virtud y la penitencia. Dios le haya acogido en su gracia. Amén.

Sosistrato era un monje armenio, que había resuelto pasar su vida en la soledad con varios

jóvenes compañeros suyos de vida mundana, recién convertidos a la religión del crucificado. Pertenecía, pues, a la fuerte raza de los estilitas. Después de largo vagar por el desierto, encontraron un día las cavernas de que os he hablado y se instalaron en ellas. El agua del Jordán, los frutos de una pequeña hortaliza que cultivaban en común, bastaban para llenar sus necesidades. Pasaban los días orando y meditando. De aquellas grutas surgían columnas de plegarias, que contenían con su esfuerzo la vacilante bóveda de los cielos próxima a desplomarse sobre los pecados del mundo. El sacrificio de aquellos desterrados, que ofrecían diariamente la maceración de sus carnes y la pena de sus ayunos a la justa ira de Dios, para aplacarla, evitó muchas pestes, guerras y terremotos. Esto no lo saben los impíos que ríen con ligereza de las penitencias de los cenobitas. Y sin embargo, los sacrificios y oraciones de los justos son las claves del techo del universo.

Al cabo de treinta años de austeridad y silencio, Sosistrato y sus compañeros habían alcanzado la santidad. El demonio, vencido, aullaba de impotencia bajo el pie de los santos monjes. Estos fueron acabando sus vidas uno tras otro, hasta que al fin Sosistrato se quedó solo. Estaba muy viejo, muy pequeñito. Se había vuelto casi transparente. Oraba arrodillado quince horas diarias, y tenía revelaciones. Dos palomas amigas traíanle cada tarde algunos granos de granada y se los daban a comer con el pico. Nada más que de eso vivía; en cambio olía bien como un jazminero por la tarde. Cada año, el viernes doloroso, encontraba al despertar, en la cabecera de su lecho de ramas, una copa de oro llena de vino y un pan con cuyas especies comulgaba absorbiéndose en éxtasis inefables. Jamás se le ocurrió pensar de dónde vendría aquello, pues bien sabía que el señor Jesús puede hacerlo. Y aguardando con unción perfecta el día de su ascensión a la bienaventuranza, continuaba soportando sus años. Desde hacía más de cincuenta, ningún caminante había pasado por allí.

Pero una mañana, mientras el monje rezaba con sus palomas, éstas asustadas de pronto, echaron a volar abandonándole. Un peregrino acababa de llegar a la entrada de la caverna.

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Sosistrato, después de saludarle con santas palabras, le invitó a reposar indicándole un cántaro de agua fresca. El desconocido bebió con ansia como si estuviese anonadado de fatiga; y después de consumir un puñado de frutas secas que extrajo de su alforja, oró en compañía del monje.

Transcurrieron siete días. El caminante refirió su peregrinación desde Cesarea a las orillas del Mar Muerto, terminando la narración con una historia que preocupó a Sosistrato.

-He visto los cadáveres de las ciudades malditas -dijo una noche a su huésped-. He mirado humear el mar como una hornalla, y he contemplado lleno de espanto a la mujer de sal, la castigada esposa de Lot. La mujer está viva, hermano mío, y yo la he escuchado gemir y la he visto sudar al sol del mediodía.

-Cosa parecida cuenta Juvencus en su tratado De Sodoma -dijo en voz baja Sosistrato. -Sí, conozco el pasaje -añadió el peregrino-. Algo más definitivo hay en él todavía; y de ello resulta que la esposa de Lot ha seguido siendo fisiológicamente mujer. Yo he pensado que sería obra de caridad libertarla de su condena…

-Es la justicia de Dios -exclamó el solitario. -¿No vino Cristo a redimir también con su sacrificio los pecados del antiguo mundo? -replicó

suavemente el viajero que parecía docto en letras sagradas-. ¿Acaso el bautismo no lava igualmente el pecado contra la Ley que el pecado contra el Evangelio?…

Después de estas palabras, ambos se entregaron al sueño. Fue aquélla la última noche que pasaron juntos. Al siguiente día el desconocido partió, llevando consigo la bendición de Sosistrato, y no necesito deciros que, a pesar de sus buenas apariencias, aquel fingido peregrino era Satán en persona.

El proyecto del maligno fue sutil. Una preocupación tenaz asaltó desde aquella noche el espíritu del santo. ¡Bautizar la estatua de sal, liberar de su suplicio aquel espíritu encadenado! La caridad lo exigía, la razón argumentaba. En esta lucha transcurrieron meses, hasta que por fin el monje tuvo una visión. Un ángel se le apareció en sueños y le ordenó ejecutar el acto.

Sosistrato oró y ayunó tres días, y en la mañana del cuarto, apoyándose en su bordón de acacia, tomó, costeando el Jordán, la senda del Mar Muerto. La jornada no era larga, pero sus piernas cansadas apenas podían sostenerle. Así marchó durante dos días. Las fieles palomas continuaban alimentándole como de ordinario, y él rezaba mucho, profundamente, pues aquella resolución afligíale en extremo. Por fin, cuando sus pies iban a faltarle, las montañas se abrieron y el lago apareció.

Los esqueletos de las ciudades destruidas iban poco a poco desvaneciéndose. Algunas piedras quemadas, era todo lo que restaba ya: trozos de arcos, hileras de adobes carcomidos por la sal y cimentados en betún… El monje reparó apenas en semejantes restos, que procuró evitar a fin de que sus pies no se manchasen a su contacto. De repente, todo su viejo cuerpo tembló. Acababa de advertir hacia el sur, fuera ya de los escombros, en un recodo de las montañas desde el cual apenas se los percibía, la silueta de la estatua.

Bajo su manto petrificado que el tiempo había roído, era larga y fina como un fantasma. El sol brillaba con límpida incandescencia, calcinando las rocas, haciendo espejear la capa salobre que cubría las hojas de los terebintos. Aquellos arbustos, bajo la reverberación meridiana, parecían de plata. En el cielo no había una sola nube. Las aguas amargas dormían en su característica inmovilidad. Cuando el viento soplaba, podía escucharse en ellas, decían los peregrinos, cómo se lamentaban los espectros de las ciudades.

Sosistrato se aproximó a la estatua. El viajero había dicho verdad. Una humedad tibia cubría su rostro. Aquellos ojos blancos, aquellos labios blancos, estaban completamente inmóviles bajo la invasión de la piedra, en el sueño de sus siglos. Ni un indicio de vida salía de aquella roca. ¡El sol la quemaba con tenacidad implacable, siempre igual desde hacía miles de años, y sin embargo, esa efigie estaba viva puesto que sudaba! Semejante sueño resumía el misterio de los espantos bíblicos. La cólera de Jehová había pasado sobre aquel ser, espantosa amalgama de carne y de peñasco. ¿No era temeridad el intento de turbar ese sueño? ¿No caería el pecado de la mujer maldita sobre el insensato que procuraba redimirla? Despertar el misterio es una locura criminal, tal vez una

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tentación del infierno. Sosistrato, lleno de congoja, se arrodilló a orar en la sombra de un bosquecillo…

Cómo se verificó el acto, no os lo voy a decir. Sabed únicamente que cuando el agua sacramental cayó sobre la estatua, la sal se disolvió lentamente, y a los ojos del solitario apareció una mujer, vieja como la eternidad, envuelta en andrajos terribles, de una lividez de ceniza, flaca y temblorosa, llena de siglos. El monje que había visto al demonio sin miedo, sintió el pavor de aquella aparición. Era el pueblo réprobo lo que se levantaba en ella. ¡Esos ojos vieron la combustión de los azufres llovidos por la cólera divina sobre la ignominia de las ciudades; esos andrajos estaban tejidos con el pelo de los camellos de Lot; esos pies hollaron las cenizas del incendio del Eterno! Y la espantosa mujer le habló con su voz antigua.

Ya no recordaba nada. Sólo una vaga visión del incendio, una sensación tenebrosa despertada a la vista de aquel mar. Su alma estaba vestida de confusión. Había dormido mucho, un sueño negro como el sepulcro. Sufría sin saber por qué, en aquella sumersión de pesadilla. Ese monje acababa de salvarla. Lo sentía. Era lo único claro en su visión reciente. Y el mar… el incendio… la catástrofe… las ciudades ardidas… todo aquello se desvanecía en una clarividente visión de muerte. Iba a morir. Estaba salvada, pues. ¡Y era el monje quien la había salvado!

Sosistrato temblaba, formidable. Una llama roja incendiaba sus pupilas. El pasado acababa de desvanecerse en él, como si el viento de fuego hubiera barrido su alma. Y sólo este convencimiento ocupaba su conciencia: ¡la mujer de Lot estaba allí! El sol descendía hacia las montañas. Púrpuras de incendio manchaban el horizonte. Los días trágicos revivían en aquel aparato de llamaradas. Era como una resurrección del castigo, reflejándose por segunda vez sobre las aguas del lago amargo. Sosistrato acababa de retroceder en los siglos. Recordaba. Había sido actor en la catástrofe. Y esa mujer… ¡esa mujer le era conocida!

Entonces un ansia espantosa le quemó las carnes. Su lengua habló, dirigiéndose a la espectral resucitada:

-Mujer, respóndeme una sola palabra. -Habla… pregunta… -¿Responderás? -Sí, habla; ¡me has salvado! Los ojos del anacoreta brillaron, como si en ellos se concentrase el resplandor que

incendiaba las montañas. –Mujer, dime qué viste cuando tu rostro se volvió para mirar. Una voz anudada de angustia, le respondió: -Oh, no… ¡Por Elohim, no quieras saberlo! -¡Dime qué viste! -No… no… ¡Sería el abismo! -Yo quiero el abismo. -Es la muerte… -¡Dime qué viste! -¡No puedo… no quiero! -Yo te he salvado. -No… no… El sol acababa de ponerse. -¡Habla! La mujer se aproximó. Su voz parecía cubierta de polvo; se apagaba, se crepusculizaba,

agonizando. -¡Por las cenizas de tus padres!… -¡Habla!

Entonces aquel espectro aproximó su boca al oído del cenobita, y dijo una palabra. Y Sosistrato, fulminado, anonadado, sin arrojar un grito, cayó muerto. Roguemos a Dios por su alma.

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BLOQUE 2COSMOVISIÓN ÉPICA

• “El embudo de la muerte”, de Franco Vaccarini2 • “La casa de Asterión”, de Jorge Luis Borges • “Emma Zunz”, de Jorge Luis Borges

2 El presente texto ha sido extraído del libro Literatura IV, de la Serie Saberes Clave de Editorial Santillana

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LA CASA DE ASTERIÓN (en El Aleph, 1949) Jorge Luis Borges

Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión. APOLODORO: Biblioteca, III, I.

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito)3 están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios, pero si la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida). Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó en el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.

El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos. Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocaremos en otro patio o bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás como el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos. No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el

3 (Nota del autor) El original dice catorce, pero sobran motivos para creer inferir que, en boca de Asterión, el número catorce vale por infinitos.

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intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol la enorme casa, pero ya no me acuerdo. Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanza todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Como será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo? El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre. -¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.

A Marta Mosquera Eastman

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EMMA ZUNZ (en El Aleph, 1949) Jorge Luis Borges

El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguánuna carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.

Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente.

Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue asucuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.

En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal.

Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.

No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.

El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills,

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donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.

Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde?

Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.

¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Pardójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.

Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer - ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz. La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.

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Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.

Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra.

Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado («He vengado a mi padre y no me podrán castigar...»), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.

Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté...

La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.

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BLOQUE 3 LA MIRADA TRÁGICA

• “La intrusa”, de Jorge Luis Borges

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La Intrusa (en El informe de Brodie, 1970) Jorge Luis Borges

Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.

En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas dormían en catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hojas corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe y ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.

Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Malquistarse con uno era contar con dos enemigos.

Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristián llevó a vivir con él a Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la lucía en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la mirara, para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida.

Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristián. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos.

Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado al palenque En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y venía con el mate en la mano. Cristián le dijo a Eduardo:

-Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, usala. El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía

qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.

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Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.

Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injurió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristián.

La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la había dispuesto.

Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenía, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y serían las once de la noche cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristián cobró la suma y la dividió después con el otro.

En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la mañana (que también era una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristián se fue a Morón; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristián le dijo:

-De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano. Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba con

Cristián; Eduardo espoleó al overo para no verlos. Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían

cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande -¡quién sabe qué rigores y qué peligros habían compartido!- y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que habían traído la discordia.

El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristián uncía los bueyes. Cristián le dijo:

-Vení, tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargué; aprovechemos la fresca.

El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.

Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro: -A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede

aquí con suS pilchas, ya no hará más perjuicios. Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro círculo: la mujer tristemente

sacrificada y la obligación de olvidarla.

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ANEXO ACTIVIDADES EXTRA

• “Marionetas S.A.”, de Ray Bradbury • “Después del almuerzo”, de Julio Cortázar

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Marionetas S.A. (en El hombre ilustrado, 1951) Ray Bradbury

Caminaban lentamente por la calle, a eso de las diez de la noche, hablando con tranquilidad. No tenían más de treinta y cinco años. Estaban muy serios.

-Pero ¿por qué tan temprano? -dijo Smith. -Porque sí -dijo Braling. -Tu primera salida en todos estos años y te vuelves a casa a las diez. -Nervios, supongo. -Me pregunto cómo te las habrás ingeniado. Durante diez años he tratado de sacarte a

beber una copa. Y hoy, la primera noche, quieres volver enseguida. -No tengo que abusar de mi suerte -dijo Braling. -Pero, ¿qué has hecho? ¿Le has dado un somnífero a tu mujer? -No. Eso sería inmoral. Ya verás. Doblaron la esquina. -De veras, Braling, odio tener que decírtelo, pero has tenido mucha paciencia con ella. Tu

matrimonio ha sido terrible. -Yo no diría eso. -Nadie ignora cómo consiguió casarse contigo. Allá, en 1979, cuando ibas a salir para Río. -Querido Río. Tantos proyectos y nunca llegué a ir. -Y cómo ella se desgarró la ropa, y se desordenó el cabello, y te amenazó con llamar a la

policía si no te casabas con ella. -Siempre fue un poco nerviosa, Smith, entiéndelo. -Había algo más. Tú no la querías. Se lo dijiste, ¿no es así? -En eso siempre fui muy firme. -Pero sin embargo te casaste. -Tenía que pensar en mi empleo, y también en mi madre, y en mi padre. Una cosa así hubiese

terminado con ellos. -Y han pasado diez años. -Sí -dijo Braling, mirándolo serenamente con sus ojos grises-. Pero creo que todo va a

cambiar. Mira. Braling sacó un largo billete azul. -¿Cómo? ¡Un billete para Río! ¡El cohete del jueves! -Sí, al fin voy a hacer mi viaje. -¡Es maravilloso! Te lo mereces de veras. Pero, ¿y tu mujer, no se opondrá? ¿No te hará una

escena? Braling sonrió nerviosamente. -No sabe que me voy. Volveré de Río de Janeiro dentro de un mes y nadie habrá notado mi

ausencia, excepto tú. Smith suspiró. -Me gustaría ir contigo. -Pobre Smith, tu matrimonio no ha sido precisamente un lecho de rosas, ¿eh? -No, exactamente. Casado con una mujer que todo lo exagera. Es decir, después de diez

años de matrimonio, ya no esperas que tu mujer se te siente en las rodillas dos horas todas las noches; ni que te llame al trabajo doce veces al día, ni que te hable en media lengua. Y parece como si en este último mes se hubiese puesto todavía peor. Me pregunto si no será una simple.

-Ah, Smith, siempre el mismo conservador. Bueno, llegamos a mi casa. ¿Quieres conocer mi secreto? ¿Cómo pude salir esta noche?

-Me gustaría saberlo.

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-Mira allá arriba -dijo Braling. Los dos hombres se quedaron mirando el aire oscuro. En una ventana del segundo piso

apareció una sombra. Un hombre de treinta y cinco años, de sienes canosas, ojos tristes y grises y bigote minúsculo se asomó y miró hacia abajo.

-Pero, cómo, ¡eres tú! -gritó Smith. -¡Chist! ¡No tan alto! Braling agitó una mano. El hombre respondió con un ademán y desapareció. -Me he vuelto loco -dijo Smith. -Espera un momento. Los hombres esperaron. Se abrió la puerta de calle y el alto caballero de los finos bigotes y

los ojos tristes salió cortésmente a recibirlos. -Hola, Braling -dijo. -Hola, Braling -dijo Braling. Eran idénticos. Smith abría los ojos. -¿Es tu hermano gemelo? No sabía que… -No, no -dijo Braling serenamente-. Inclínate. Pon el oído en el pecho de Braling Dos. Smith

titubeó un instante y al fin se inclinó y apoyó la cabeza en las impasibles costillas. Tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic.

-¡Oh, no! ¡No puede ser! -Es. -Déjame escuchar de nuevo. Tlc-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic. Smith dio un paso atrás y parpadeó,

asombrado. Extendió una mano y tocó los brazos tibios y las mejillas del muñeco. -¿Dónde lo conseguiste? -¿No está bien hecho? -Es increíble. ¿Dónde? -Dale al señor tu tarjeta, Braling Dos. Braling Dos movió los dedos como un prestidigitador y sacó una tarjeta blanca.

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-No -dijo Smith. -Sí -dijo Braling. -Claro que sí -dijo Braling Dos. -¿Desde cuándo lo tienes? -Desde hace un mes. Lo guardo en el sótano, en el cajón de las herramientas. Mi mujer

nunca baja, y sólo yo tengo la llave del cajón. Esta noche dije que salía a comprar unos cigarros. Bajé al sótano, saqué a Braling Dos de su encierro, y lo mandé arriba, para que acompañara a mi mujer, mientras yo iba a verte, Smith.

-¡Maravilloso! ¡Hasta huele como tú! ¡Perfume de Bond Street y tabaco Melachrinos! -Quizás me preocupe por minucias, pero creo que me comporto correctamente. Al fin y al

cabo mi mujer me necesita a mí. Y esta marioneta es igual a mí, hasta el último detalle. He estado en casa toda la noche. Estaré en casa con ella todo el mes próximo. Mientras tanto otro caballero paseará al fin por Río. Diez años esperando ese viaje. Y cuando yo vuelva de Río, Braling Dos volverá a su cajón. Smith reflexionó un minuto o dos.

-¿Y seguirá marchando solo durante todo ese mes? -preguntó al fin.

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-Y durante seis meses, si fuese necesario. Puede hacer cualquier cosa -comer, dormir, transpirar cualquier cosa, y de un modo totalmente natural. Cuidarás muy bien a mi mujer, ¿no es cierto, Braling Dos?

-Su mujer es encantadora -dijo Braling Dos-. Estoy tomándole cariño. Smith se estremeció. -¿Y desde cuándo funciona Marionetas, S. A.? -Secretamente, desde hace dos años. -Podría yo… quiero decir, sería posible… -Smith tomó a su amigo por el codo-. ¿Me dirías

dónde puedo conseguir un robot, una marioneta, para mí? Me darás la dirección, ¿no es cierto? -Aquí la tienes. Smith tomó la tarjeta y la hizo girar entre los dedos. -Gracias -dijo-. No sabes lo que esto significa. Un pequeño respiro. Una noche, una vez al

mes… Mi mujer me quiere tanto que no me deja salir ni una hora. Yo también la quiero mucho, pero recuerda el viejo poema: «El amor volará si lo dejas; el amor volará si lo atas.» Sólo deseo que ella afloje un poco su abrazo.

-Tienes suerte, después de todo. Tu mujer te quiere. La mía me odia. No es tan sencillo. -Oh, Nettie me quiere locamente. Mi tarea consistirá en que me quiera cómodamente. -Buena suerte, Smith. No dejes de venir mientras estoy en Río. Mi mujer se extrañará si

desaparecieras de pronto. Tienes que tratar a Braling Dos, aquí presente, lo mismo que a mí. -Tienes razón. Adiós. Y gracias. Smith se fue, sonriendo, calle abajo. Braling y Braling Dos se encaminaron hacia la casa. Ya

en el ómnibus, Smith examinó la tarjeta silbando suavemente.

Se ruega al señor cliente que no hable de su compra. Aunque ha sido presentado al Congreso un proyecto para legalizar Marionetas, S. A., la ley pena aún el uso de los robots.

-Bueno -dijo Smith.

Se le sacará al cliente un molde del cuerpo y una muestra del color de los ojos, labios, cabellos, piel, etc. El cliente deberá esperar dos meses a que su modelo esté terminado.

No es tanto, pensó Smith. De aquí a dos meses mis costillas podrán descansar al fin de los

apretujones diarios. De aquí a dos meses mi mano se curará de esta presión incesante. De aquí a dos meses mi aplastado labio inferior recobrará su tamaño normal. No quiero parecer ingrato, pero… Smith dio vuelta la tarjeta.

Marionetas, S. A. funciona desde hace dos años. Se enorgullece de poseer una larga lista de satisfechos clientes. Nuestro lema es «Nada de ataduras.» Dirección: 43 South Wesley.

El ómnibus se detuvo. Smith descendió, y caminó hasta su casa diciéndose a sí mismo:

Nettie y yo tenemos quince mil dólares en el banco. Podría sacar unos ocho mil con la excusa de un negocio. La marioneta me devolverá el dinero, y con intereses. Nettie nunca lo sabrá.

Abrió la puerta de su casa y poco después entraba en el dormitorio. Allí estaba Nettie, pálida, gorda, y serenamente dormida.

-Querida Nettie. -Al ver en la semioscuridad ese rostro inocente, Smith se sintió aplastado, casi, por los remordimientos-. Si estuvieses despierta me asfixiarías con tus besos y me hablarías al oído. Me haces sentir, realmente, como un criminal. Has sido una esposa tan cariñosa y tan buena. A veces me cuesta creer que te hayas casado conmigo, y no con Bud

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Chapman, aquel que tanto te gustaba. Y en este último mes has estado todavía más enamorada que antes.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. Sintió de pronto deseos de besarla, de confesarle su amor, de hacer pedazos la tarjeta, de olvidarse de todo el asunto. Pero al adelantarse hacia Nettie sintió que la mano le dolía y que las costillas se le quejaban. Se detuvo, con ojos desolados, y volvió la cabeza. Salió de la alcoba y atravesó las habitaciones oscuras. Entró canturreando en la biblioteca, abrió uno de los cajones del escritorio, y sacó la libreta de cheques.

-Sólo ocho mil dólares -dijo-. No más. -Se detuvo-. Un momento. Hojeó febrilmente la libreta.

-¡Pero cómo! -gritó-. ¡Faltan diez mil dólares! -Se incorporó de un salto-. ¡Sólo quedan cinco mil!

¿Qué ha hecho Nettie? ¿Qué ha hecho con ese dinero? ¿Más sombreros, más vestidos, más perfumes? ¡Ya sé! ¡Ha comprado aquella casita a orillas del Hudson de la que ha estado hablando durante tantos meses! Se precipitó hacia el dormitorio, virtuosamente indignado. ¿Qué era eso de disponer así del dinero? Se inclinó sobre su mujer.

-¡Nettie! -gritó-. ¡Nettie, despierta! Nettie no se movió. -¡Qué has hecho con mi dinero! -rugió Smith. Nettie se agitó, ligeramente. La luz de la calle brillaba en sus hermosas mejillas. A Nettie le

pasaba algo. El corazón de Smith latía con violencia. Se le secó la boca. Se estremeció. Se le aflojaron las rodillas.

-¡Nettie, Nettie! -dijo-. ¿Qué has hecho con mi dinero? Y en seguida, esa idea horrible. Y luego el terror y la soledad. Y luego el infierno, y la

desilusión. Smith se inclinó hacia ella, más y más, hasta que su oreja febril descansó, firmemente, irrevocablemente, sobre el pecho redondo y rosado.

-¡Nettie! -gritó. Tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic. Mientras Smith se alejaba por la avenida, internándose en la noche, Braling y Braling. Los

dos se volvieron hacia la puerta de la casa. -Me alegra que él también pueda ser feliz -dijo Braling. -Sí -dijo Braling Dos distraídamente. -Bueno, ha llegado la hora del cajón, Braling Dos. -Precisamente quería hablarle de eso -dijo el otro Braling mientras entraban en la casa- . El

sótano. No me gusta. No me gusta ese cajón. -Trataré de hacerlo un poco más cómodo. -Las marionetas están hechas para andar, no para quedarse quietas. ¿Le gustaría pasarse las

horas metido en un cajón? -Bueno… -No le gustaría nada. Sigo funcionando. No hay modo de pararme. Estoy perfectamente

vivo y tengo sentimientos. -Esta vez sólo será por unos días. Saldré para Río y entonces podrás salir del cajón. Podrás

vivir arriba. Braling Dos se mostró irritado. -Y cuando usted regrese de sus vacaciones, volveré al cajón. -No me dijeron que iba a vérmelas con un modelo difícil. -Nos conocen poco -dijo Braling Dos-. Somos muy nuevos. Y sensitivos. No me gusta nada

imaginarlo al sol, riéndose, mientras yo me quedo aquí pasando frío. -Pero he deseado ese viaje toda mi vida -dijo Braling serenamente.

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Cerró los ojos y vio el mar y las montañas y las arenas amarillas. El ruido de las olas le acunaba la mente. El sol le acariciaba los hombros desnudos. El vino era magnífico.

-Yo nunca podré ir a Río -dijo el otro-. ¿Ha pensado en eso? -No, yo… -Y algo más. Su esposa. -¿Qué pasa con ella? -preguntó Braling alejándose hacia la puerta del sótano. -La aprecio mucho. Braling se pasó nerviosamente la lengua por los labios. -Me alegra que te guste. -Parece que usted no me entiende. Creo que… estoy enamorado de ella. Braling dio un paso adelante y se detuvo. -¿Estás qué? -Y he estado pensando -dijo Braling Dos- qué hermoso sería ir a Río, y yo que nunca podré

ir… Y he pensado en su esposa y… creo que podríamos ser muy felices, los dos, yo y ella. -M-m-muy bien. -Braling caminó haciéndose el distraído hacia la puerta del sótano-. Espera un momento, ¿quieres? tengo que llamar por teléfono. Braling Dos frunció el ceño. -¿A quién? -Nada importante. -¿A Marionetas, Sociedad Anónima? ¿Para decirles que vengan a buscarme? -No, no… ¡Nada de eso! Braling corrió hacia la puerta. Unas manos de hierro lo tomaron por los brazos. -¡No se escape! -¡Suéltame! -No. -¿Te aconsejo mi mujer hacer esto? -No. -¿Sospechó algo? ¿Habló contigo? ¿Está enterada? Braling se puso a gritar. Una mano le tapó la boca. -No lo sabrá nunca, ¿me entiende? No lo sabrá nunca. Braling se debatió. -Ella tiene que haber sospechado. ¡Tiene que haber influido en ti! -Voy a encerrarlo en el cajón. Luego perderé la llave y compraré otro billete para Río, para

su esposa. -¡Un momento, un momento! ¡Espera! No te apresures. Hablemos con tranquilidad. -Adiós, Braling. Braling se endureció. -¿Qué quieres decir con «adiós»? Diez minutos más tarde, la señora Braling abrió los ojos. Se llevó la mano a la mejilla.

Alguien la había besado. Se estremeció y alzó la vista. -Cómo… No lo hacías desde hace años -murmuró. -Ya arreglaremos eso -dijo alguien.

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Después del almuerzo (en Final del juego, 1964) Julio Cortázar

Después del almuerzo yo hubiera querido quedarme en mi cuarto leyendo, pero papá y mamá vinieron casi en seguida a decirme que esa tarde tenía que llevarlo de paseo.

Lo primero que contesté fue que no, que lo llevara otro, que por favor me dejaran estudiar en mi cuarto. Iba a decirles otras cosas, explicarles por qué no me gustaba tener que salir con él, pero papá dio un paso adelante y se puso a mirarme en esa forma que no puedo resistir, me clava los ojos y yo siento que se me van entrando cada vez más hondo en la cara, hasta que estoy a punto de gritar y tengo que darme vuelta y contestar que sí, que claro, en seguida. Mamá en esos casos no dice nada y no me mira, pero se queda un poco atrás con las dos manos juntas, y yo le veo el pelo gris que le cae sobre la frente y tengo que darme vuelta y contestar que sí, que claro, en seguida. Entonces se fueron sin decir nada más y yo empecé a vestirme, con el único consuelo de que iba a estrenar unos zapatos amarillos que brillaban y brillaban.

Cuando salí de mi cuarto eran las dos, y tía Encarnación dijo que podía ir a buscarlo a la pieza del fondo, donde siempre le gusta meterse por la tarde. Tía Encarnación debía darse cuenta de que yo estaba desesperado por tener que salir con él, porque me pasó la mano por la cabeza y después se agachó y me dio un beso en la frente. Sentí que me ponía algo en el bolsillo.

-Para que te compres alguna cosa -me dijo al oído-. Y no te olvides de darle un poco, es preferible.

Yo la besé en la mejilla, más contento, y pasé delante de la puerta de la sala donde estaban papá y mamá jugando a las damas. Creo que les dije hasta luego, alguna cosa así, y después saqué el billete de cinco pesos para alisarlo bien y guardarlo en mi cartera donde ya había otro billete de un peso y monedas.

Lo encontré en un rincón del cuarto, lo agarré lo mejor que pude y salimos por el patio hasta la puerta que daba al jardín de adelante. Una o dos veces sentí la tentación de soltarlo, volver adentro y decirles a papá y mamá que él no quería venir conmigo, pero estaba seguro de que acabarían por traerlo y obligarme a ir con él hasta la puerta de calle. Nunca me habían pedido que lo llevara al centro, era injusto que me lo pidieran porque sabían muy bien que la única vez que me habían obligado a pasearlo por la vereda había ocurrido esa cosa horrible con el gato de los Álvarez. Me parecía estar viendo todavía la cara del vigilante hablando con papá en la puerta, y después papá sirviendo dos vasos de caña, y mamá llorando en su cuarto. Era injusto que me lo pidieran.

Por la mañana había llovido y las veredas de Buenos Aires están cada vez más rotas, apenas se puede andar sin meter los pies en algún charco. Yo hacía lo posible para cruzar por las partes más secas y no mojarme los zapatos nuevos, pero en seguida vi que a él le gustaba meterse en el agua, y tuve que tironear con todas mis fuerzas para obligarlo a ir de mi lado. A pesar de eso consiguió acercarse a un sitio donde había una baldosa un poco más hundida que las otras, y cuando me di cuenta ya estaba completamente empapado y tenía hojas secas por todas partes. Tuve que pararme, limpiarlo, y todo el tiempo sentía que los vecinos estaban mirando desde los jardines, sin decir nada pero mirando. No quiero mentir, en realidad no me importaba tanto que nos miraran (que lo miraran a él, y a mí que lo llevaba de paseo); lo peor era estar ahí parado, con un pañuelo que se iba mojando y llenando de manchas de barro y pedazos de hojas secas, teniendo que sujetarlo al mismo tiempo para que no volviera a acercarse al charco. Además yo estoy acostumbrado a andar por las calles con las manos en los bolsillos del pantalón, silbando o mascando chicle, o leyendo las historietas mientras con la parte de abajo de los ojos voy adivinando las baldosas de las veredas que conozco perfectamente desde mi casa hasta el tranvía, de modo que sé cuándo paso delante de la casa de la Tita o cuándo voy a llegar a la esquina de Carabobo. Y ahora no podía hacer nada de eso y

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el pañuelo me empezaba a mojar el forro del bolsillo y sentía la humedad en la pierna, era como para no creer en tanta mala suerte junta.

A esa hora el tranvía viene bastante vacío, y yo rogaba que pudiéramos sentarnos en el mismo asiento, poniéndolo a él del lado de la ventanilla para que molestara menos. No es que se mueva demasiado, pero a la gente le molesta lo mismo y yo comprendo. Por eso me afligí al subir, porque el tranvía estaba casi lleno y no había ningún asiento doble desocupado. El viaje era demasiado largo para quedarnos en la plataforma, el guarda me hubiera mandado que me sentara y lo pusiera en alguna parte; así que lo hice entrar en seguida y lo llevé hasta un asiento del medio donde una señora ocupaba el lado de la ventanilla. Lo mejor hubiera sido sentarse detrás de él para vigilarlo, pero el tranvía estaba lleno y tuve que seguir adelante y sentarme bastante más lejos. Los pasajeros no se fijaban mucho, a esa hora la gente va haciendo la digestión y está medio dormida con los barquinazos del tranvía. Lo malo fue que el guarda se paró al lado del asiento donde yo lo había instalado, golpeando con una moneda en el fierro de la máquina de los boletos, y yo tuve que darme vuelta y hacerle señas de que viniera a cobrarme a mí, mostrándole la plata para que comprendiera que tenía que darme dos boletos, pero el guarda era uno de esos chinazos que están viendo las cosas y no quieren entender, dale con la moneda golpeando contra la máquina. Me tuve que levantar (y ahora dos o tres pasajeros me miraban) y acercarme al otro asiento. «Dos boletos», le dije. Cortó uno, me miró un momento, y después me alcanzó el boleto y miró para abajo, medio de reojo. «Dos, por favor», repetí, seguro de que todo el tranvía ya estaba enterado. El chinazo cortó el otro boleto y me lo dio, iba a decirme algo pero yo le alcancé la plata y me volví en dos trancos a mi asiento, sin mirar para atrás. Lo peor era que a cada momento tenía que darme vuelta para ver si seguía quieto en el asiento de atrás, y con eso iba llamando la atención de algunos pasajeros. Primero decidí que sólo me daría vuelta al pasar cada esquina, pero las cuadras me parecían terriblemente largas y a cada momento tenía miedo de oír alguna exclamación o un grito, como cuando el gato de los Álvarez. Entonces me puse a contar hasta diez, igual que en las peleas, y eso venía a ser más o menos media cuadra. Al llegar a diez me daba vuelta disimuladamente, por ejemplo arreglándome el cuello de la camisa o metiendo la mano en el bolsillo del saco, cualquier cosa que diera la impresión de un tic nervioso o algo así.

Como a las ocho cuadras no sé por qué me pareció que la señora que iba del lado de la ventanilla se iba a bajar. Eso era lo peor, porque le iba a decir algo para que la dejara pasar, y cuando él no se diera cuenta o no quisiera darse cuenta, a lo mejor la señora se enojaba y quería pasar a la fuerza, pero yo sabía lo que iba a ocurrir en ese caso y estaba con los nervios de punta, de manera que empecé a mirar para atrás antes de llegar a cada esquina, y en una de esas me pareció que la señora estaba ya a punto de levantarse, y hubiera jurado que le decía algo porque miraba de su lado y yo creo que movía la boca. Justo en ese momento una vieja gorda se levantó de uno de los asientos cerca del mío y empezó a andar por el pasillo, y yo iba detrás queriendo empujarla, darle una patada en las piernas para que se apurara y me dejara llegar al asiento donde la señora había agarrado una canasta o algo en el suelo y ya se levantaba para salir. Al final creo que la empujé, la oí que protestaba, no sé cómo llegué al lado del asiento y conseguí sacarlo a tiempo para que la señora pudiera bajarse en la esquina. Entonces lo puse contra la ventanilla y me senté a su lado, tan feliz aunque cuatro o cinco idiotas me estuvieran mirando desde los asientos de adelante y desde la plataforma donde a lo mejor el chinazo les había dicho alguna cosa.

Ya andábamos por el Once, y afuera se veía un sol precioso y las calles estaban secas. A esa hora si yo hubiera viajado solo me habría largado del tranvía para seguir a pie hasta el centro, para mí no es nada ir a pie desde el Once a Plaza de Mayo, una vez que me tomé el tiempo le puse justo treinta y dos minutos, claro que corriendo de a ratos y sobre todo al final. Pero ahora en cambio tenía que ocuparme de la ventanilla, que un día alguien había contado que era capaz de abrir de golpe la ventanilla y tirarse afuera, nada más que por el gusto de

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hacerlo, como tantos otros gustos que nadie se explicaba. Una o dos veces me pareció que estaba a punto de levantar la ventanilla, y tuve que pasar el brazo por detrás y sujetarla por el marco. A lo mejor eran cosas mías, tampoco quiero asegurar que estuviera por levantar la ventanilla y tirarse. Por ejemplo, cuando lo del inspector me olvidé completamente del asunto y sin embargo no se tiró. El inspector era un tipo alto y flaco que apareció por la plataforma delantera y se puso a marcar los boletos con ese aire amable que tienen algunos inspectores. Cuando llegó a mi asiento le alcancé los dos boletos y él marcó uno, miró para abajo, después miró el otro boleto, lo fue a marcar y se quedó con el boleto metido en la ranura de la pinza, y todo el tiempo yo rogaba que lo marcara de una vez y me lo devolviera, me parecía que la gente del tranvía nos estaba mirando cada vez más. Al final lo marcó encogiéndose de hombros, me devolvió los dos boletos, y en la plataforma de atrás oí que alguien soltaba una carcajada, pero naturalmente no quise darme vuelta, volví a pasar el brazo y sujeté la ventanilla, haciendo como que no veía más al inspector y a todos los otros. En Sarmiento y Libertad se empezó a bajar la gente, y cuando llegamos a Florida ya no había casi nadie. Esperé hasta San Martín y lo hice salir por la plataforma delantera, porque no quería pasar al lado del chinazo que a lo mejor me decía alguna cosa.

A mí me gusta mucho la Plaza de Mayo, cuando me hablan del centro pienso en seguida en la Plaza de Mayo. Me gusta por las palomas, por la Casa de Gobierno y porque trae tantos recuerdos de historia, de las bombas que cayeron cuando hubo revolución, y los caudillos que habían dicho que iban a atar sus caballos en la Pirámide. Hay maniseros y tipos que venden cosas, en seguida se encuentra un banco vacío y si uno quiere puede seguir un poco más y al rato llega al puerto y ve los barcos y los guinches. Por eso pensé que lo mejor era llevarlo a la Plaza de Mayo, lejos de los autos y los colectivos, y sentarnos un rato ahí hasta que fuera hora de ir volviendo a casa. Pero cuando bajamos del tranvía y empezamos a andar por San Martín sentí como un mareo, de golpe me daba cuenta de que me había cansado terriblemente, casi una hora de viaje y todo el tiempo teniendo que mirar hacia atrás, hacerme el que no veía que nos estaban mirando, y después el guarda con los boletos, y la señora que se iba a bajar, y el inspector. Me hubiera gustado tanto poder entrar en una lechería y pedir un helado o un vaso de leche, pero estaba seguro de que no iba a poder, que me iba a arrepentir si lo hacía entrar en un local cualquiera donde la gente estaría sentada y tendría más tiempo para mirarnos. En la calle la gente se cruza y cada uno sigue viaje, sobre todo en San Martín que está lleno de bancos y oficinas y todo el mundo anda apurado con portafolios debajo del brazo. Así que seguimos hasta la esquina de Cangallo, y entonces cuando íbamos pasando delante de las vidrieras de Peuser que estaban llenas de tinteros y cosas preciosas, sentí que él no quería seguir, se hacía cada vez más pesado y por más que yo tiraba (tratando de no llamar la atención) casi no podía caminar y al final tuve que pararme delante de la última vidriera, haciéndome el que miraba los juegos de escritorio repujados en cuero. A lo mejor estaba un poco cansado, a lo mejor no era un capricho. Total, estar ahí parados no tenía nada de malo, pero igual no me gustaba porque la gente que pasaba tenía más tiempo para fijarse, y dos o tres veces me di cuenta de que alguien le hacía algún comentario a otro, o se pegaban con el codo para llamarse la atención. Al final no pude más y lo agarré otra vez, haciéndome el que caminaba con naturalidad, pero cada paso me costaba como en esos sueños en que uno tiene unos zapatos que pesan toneladas y apenas puede despegarse del suelo. A la larga conseguí que se le pasara el capricho de quedarse ahí parado, y seguimos por San Martín hasta la esquina de la Plaza de Mayo. Ahora la cosa era cruzar, porque a él no le gusta cruzar una calle. Es capaz de abrir la ventanilla del tranvía y tirarse, pero no le gusta cruzar la calle. Lo malo es que para llegar a la Plaza de Mayo hay que cruzar siempre alguna calle con mucho tráfico, en Cangallo y Bartolomé Mitre no había sido tan difícil, pero ahora yo estaba a punto de renunciar, me pesaba terriblemente en la mano, y dos veces que el tráfico se paró y los que estaban a nuestro lado en el cordón de la vereda empezaron a cruzar la calle, me di cuenta de que no

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íbamos a poder llegar al otro lado porque se plantaría justo en la mitad, y entonces preferí seguir esperando hasta que se decidiera. Y claro, el del puesto de revistas de la esquina ya estaba mirando cada vez más, y le decía algo a un pibe de mi edad que hacía muecas y le contestaba qué sé yo, y los autos seguían pasando y se paraban y volvían a pasar, y nosotros ahí plantados. En una de esas se iba a acercar el vigilante, eso era lo peor que nos podía suceder porque los vigilantes son muy buenos y por eso meten la pata, se ponen a hacer preguntas, averiguan si uno anda perdido, y de golpe a él le puede dar uno de sus caprichos y yo no sé en lo que termina la cosa. Cuanto más pensaba más me afligía, y al final tuve miedo de veras, casi como ganas de vomitar, lo juro, y en un momento en que paró el tráfico lo agarré bien y cerré los ojos y tiré para adelante doblándome casi en dos, y cuando estuvimos en la Plaza lo solté, seguí dando unos pasos solo, y después volví para atrás y hubiera querido que se muriera, que ya estuviera muerto, o que papá y mamá estuvieran muertos, y yo también al fin y al cabo, que todos estuvieran muertos y enterrados menos tía Encarnación.

Pero esas cosas se pasan en seguida, vimos que había un banco muy lindo completamente vacío, y yo lo sujeté sin tironearlo y fuimos a ponernos en ese banco y a mirar las palomas que por suerte no se dejan acabar como los gatos. Compré manises y caramelos, le fui dando de las dos cosas y estábamos bastante bien con ese sol que hay por la tarde en la Plaza de Mayo y la gente que va de un lado a otro. Yo no sé en qué momento me vino la idea de abandonarlo ahí; lo único que me acuerdo es que estaba pelándole un maní y pensando al mismo tiempo que si me hacía el que iba a tirarles algo a las palomas que andaban más lejos, sería facilísimo dar la vuelta a la pirámide y perderlo de vista. Me parece que en ese momento no pensaba en volver a casa ni en la cara de papá y mamá, porque si lo hubiera pensado no habría hecho esa pavada. Debe ser muy difícil abarcar todo al mismo tiempo como hacen los sabios y los historiadores, yo pensé solamente que lo podía abandonar ahí y andar solo por el centro con las manos en los bolsillos, y comprarme una revista o entrar a tomar un helado en alguna parte antes de volver a casa. Le seguí dando manises un rato pero ya estaba decidido, y en una de esas me hice el que me levantaba para estirar las piernas y vi que no le importaba si seguía a su lado o me iba a darle manises a las palomas. Les empecé a tirar lo que me quedaba, y las palomas me andaban por todos lados, hasta que se me acabó el maní y se cansaron. Desde la otra punta de la plaza apenas se veía el banco; fue cosa de un momento cruzar a la Casa Rosada donde siempre hay dos granaderos de guardia, y por el costado me largué hasta el Paseo Colón, esa calle donde mamá dice que no deben ir los niños solos. Ya por costumbre me daba vuelta a cada momento pero era imposible que me siguiera, lo más que quería estar haciendo sería revolcarse alrededor del banco hasta que se acercara alguna señora de la beneficencia o algún vigilante.

No me acuerdo muy bien de lo que pasó en ese rato en que yo andaba por el Paseo Colón que es una avenida como cualquier otra. En una de esas yo estaba sentado en una vidriera baja de una casa de importaciones y exportaciones, y entonces me empezó a doler el estómago, no como cuando uno tiene que ir en seguida al baño, era más arriba, en el estómago verdadero, como si se me retorciera poco a poco; y yo quería respirar y me costaba, entonces tenía que quedarme quieto y esperar que se pasara el calambre, y delante de mí se veía como una mancha verde y puntitos que bailaban, y la cara de papá, al final era solamente la cara de papá porque yo había cerrado los ojos, me parece, y en medio de la mancha verde estaba la cara de papá. Al rato pude respirar mejor, y unos muchachos me miraron un momento y uno le dijo al otro que yo estaba descompuesto, pero yo moví la cabeza y dije que no era nada, que siempre me daban calambres, pero se me pasaban en seguida. Uno dijo que si yo quería que fuera a buscar un vaso de agua, y el otro me aconsejó que me secara la frente porque estaba sudando. Yo me sonreí y dije que ya estaba bien, y me puse a caminar para que se fueran y me dejaran solo. Era cierto que estaba sudando porque me caía el agua por las cejas y una gota salada me entró en un ojo, y entonces saqué el pañuelo y me lo pasé por la cara y sentí un

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arañazo en el labio, y cuando miré era una hoja seca pegada en el pañuelo que me había arañado la boca.

No sé cuánto tardé en llegar otra vez a la Plaza de Mayo. A la mitad de la subida me caí, pero volví a levantarme antes que nadie se diera cuenta, y crucé a la carrera entre todos los autos que pasaban por delante de la Casa Rosada. Desde lejos vi que no se había movido del banco, pero seguí corriendo y corriendo hasta llegar al banco, y me tiré como muerto mientras las palomas salían volando asustadas y la gente se daba vuelta con ese aire que toman para mirar a los chicos que corren, como si fuera un pecado. Después de un rato lo limpié un poco y dije que teníamos que volver a casa. Lo dije para oírme yo mismo y sentirme todavía más contento, porque con él lo único que servía era agarrarlo bien y llevarlo, las palabras no las escuchaba o se hacía el que no las escuchaba. Por suerte esta vez no se encaprichó al cruzar las calles, y el tranvía estaba casi vacío al comienzo del recorrido, así que lo puse en el primer asiento y me senté al lado y no me di vuelta ni una sola vez en todo el viaje, ni siquiera al bajarnos: la última cuadra la hicimos muy despacio, él queriendo meterse en los charcos y yo luchando para que pasara por las baldosas secas. Pero no me importaba, no me importaba nada. Pensaba todo el tiempo: «Lo abandoné», lo miraba y pensaba: «Lo abandoné», y aunque no me había olvidado del Paseo Colón me sentía tan bien, casi orgulloso. A lo mejor otra vez… No era fácil, pero a lo mejor… Quién sabe con qué ojos me mirarían papá y mamá cuando me vieran llegar con él de la mano. Claro que estarían contentos de que yo lo hubiera llevado a pasear al centro, los padres siempre están contentos de esas cosas; pero no sé por qué en ese momento se me daba por pensar que también a veces papá y mamá sacaban el pañuelo para secarse, y que también en el pañuelo había una hoja seca que les lastimaba la cara.

FIN