libro al gran queso argentino salud (1ra mitad)

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AL GRAN QUESO ARGENTINO SALUD SOBERANÍA ALIMENTARIA = SOBERANÍA NACIONAL DANIEL LLANO 1

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Al Gran Queso Argentino Salud. Retenciones y renta agraria: cuando comenzamos a discutir en serio nuestra soberanía nacional. Escrito por Daniel Llano.

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AL GRAN QUESO ARGENTINO SALUD

SOBERANÍA ALIMENTARIA = SOBERANÍA NACIONAL

DANIEL LLANO

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“Con la verdad no ofendo ni temo” (José Gervasio de Artigas)

“La Tierra ofrece lo suficiente como para satisfacer lo que cada hombre necesita, pero no para lo que cada hombre codicia” (Mahatma Gandhi)

"Castíguese a los negros, y a los villanos, para que no se pierda el valor del ejemplo, pero hónrese a la gente de bien y de bienes, sin exigirle que pague las deudas contraídas, que renuncie a la venganza, que enmiende el odio y, corriendo pleitos, por no poderse evitar del todo, vengan embrollos, trapacerías, apelaciones, pragmáticas, amaños y evasivas, para que venza tarde quien por justa justicia debiera vencer pronto, para que tarde pierda quien debiera perder de inmediato. Y, entre tanto, se van ordeñando las ubres de la buena leche que es el dinero, requesón precioso, supremo queso... (José Saramago, "Memorial del convento")

“La verdad dicha a tiempo suele ser un cascotazo tosco, pero con mayores posibilidades de impactar o al menos raspar al destinatario. Las verdades de prolijos y tardíos cantos rodados, suelen dejar al receptor fuera de alcance” (Carlos Carossini)

“Las estadísticas son como las bikinis: muestran mucho pero ocultan lo esencial”  (Aaron Levenstein)

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INTRODUCCIÓN

Si la Argentina fuese un país petrolero por excelencia, semejante a los de Medio Oriente, probablemente el contexto mundial de hoy y la idéntica historia de injusticias y atropellos, nos llevarían a un nivel de efervescencia social muy similar al que allí se observa.

Son pueblos que luchan por recuperar poder. En esos territorios, el poder surge de la apropiación de la mayor renta nacional –los hidrocarburos– coto de caza para los poderes dominantes locales y para los mercaderes globales que colonizaron primero, invadieron correctivamente después e inventaron finalmente la herramienta de dominación más rapaz y sigilosa: las finanzas especulativas.

Esto comenzó en los 70, con la crisis de los petrodólares: primero salieron a venderlos a precio irrisorio, como haría cualquier almacenero al que se le llenan los estantes de perecederas zanahorias. Los banqueros son eso: almaceneros que venden vil metal. Después se dieron cuenta de que era una herramienta poderosa para doblegar la cerviz de toda la caterva de países revoltosos que habían comenzado a creerse independientes después de las oleadas populares de los 60 y los 70.

Según las estimaciones más prudentes de los economistas, alrededor del 70% del manejo financiero de los fabulosos ingresos que recibieron los países de la OPEP, tras la cuadruplicación del precio del crudo, como producto del embargo petrolero del 73, quedó en manos de la banca norteamericana. Esto, en el contexto de la duplicación del consumo de combustible en los EE.UU. Entre el 45 y el 74. Esos excedentes financieros fueron la base de los empréstitos que se planearon y repartieron en la América militarizada bajo la protección de la Doctrina de Seguridad Nacional.

Fue entonces, a partir del manejo indiscriminado de tasas y máquinas de imprimir billetes verdes, que surgió el neocolonialismo financiero. Un leninista se apresuraría a decir “última etapa del capitalismo salvaje”. Está por verse, éste es un muerto varias veces enterrado que goza de muy buena salud.

Un neocolonialismo basado en la usura más descarada y cruel, ahora a nivel global. Consiguieron casi 40 años de sigilo. Un sigilo que recién hoy

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comienza a quebrarse. Que fue puesto en evidencia primero por el estruendo de australes cacerolas, ya iniciado el Siglo XXI. Y que ahora comienza a quebrarse en las soleadas plazas de Europa.

Algunos denominan a este modelo como “economía neoliberal”, que es como llamar tenedor al tridente del diablo. En realidad, se trata de un neocolonialismo financiero de la usura. Antes lo aplicaban en los países a dominar. Hoy éstos se resisten, y se les vuelve en contra cuando utilizan de cobayos a sus propios carenciados.

Esa usura nos endeudó artificialmente, de la mano de sus sicarios locales. Y se cobró esa deuda con patrimonio primero público, después privado. Hoy todo aquello que pueda denominarse Gran Negocio en territorio nacional, nos ha sido expropiado. Si la Argentina fuese un país petrolero por excelencia, la avidez por combustible barato –necesario a la industrialización insensata del consumismo– nos hubiera dejado sólo arena, después de robarnos nuestra mayor renta nacional.

La gran renta en la Argentina son los alimentos. Ese es el Gran Queso que desató todas nuestras guerras y enfrentamientos intestinos. Ayer las grandes extensiones para alimentar a los bucaneros, sin importar su bandera. Después aceptamos un destino de granero mundial, en la nueva distribución del trabajo para fogonear el despegue industrial en otras geografías y para tapar los baches de hambruna causados por las guerras comerciales del primer mundo.

Pero siempre con una autóctona clase social dominante, que hacía su egoísta juego propio y que mataba, desaparecía o exiliaba sin preocuparse por lo que opinaran en los países centrales. Desprecio que era devuelto con la misma moneda, excluyendo a la Argentina de todas las agendas de importancia –fuimos simples peones en el ajedrez internacional, y el peón no opina– excepto cuando los díscolos apetitos locales se permitían vender granos a los soviéticos en pleno bloqueo, o recuperar territorio nacional colonizado para perpetuarse.

Las luchas del pueblo argentino desde 1810, bajos las banderas o la intensidad que asumieran, se dieron para recuperar dignidad y soberanía. Cualquiera fuera su compromiso ideológico, estas expresiones fueron reprimidas sólo y exclusivamente cuando incomodaron o afectaron a los autoelegidos dueños del Gran Queso. Desde el asesinato de Moreno,

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pasando por el exilio de San Martín, la Patagonia Rebelde, el Grito de Alcorta, el Golpe del 55 y toda su saga, hasta desembocar en la represión más feroz y selectiva de toda América latina.

Como a otros pueblos hermanos, sometidos para apropiarse de sus hidrocarburos, hoy nos amenaza el contexto mundial. La población global se duplicó en pocas décadas. El poder adquisitivo del multitudinario Oriente aumentó a ritmo veloz. Miles de millones de personas quieren comer, y –en lo posible– hacerlo bien. Con el mismo ritmo irreversible, los grupos de producción y los centros financieros han afianzado su concentración y la apuesta por la extinción de toda competencia emergente, mientras continúan con proyectos extractivos que agotan los recursos naturales del planeta y agobian cada vez más pueblos.

La demanda mundial de alimentos y agua se incrementa a un ritmo exponencial tres veces superior al de los hidrocarburos, e incluso crece más rápido que la población mundial. Fuertes mercados demandantes como China e India han incrementado cuatro veces su capacidad de consumo per cápita. En suma, los alimentos y el agua comienzan a implicar una mayor más presión para algunos gobiernos que el propio petróleo, en una clara tendencia creciente. Por otro lado, mientras la eventual escasez de combustibles fósiles se podría corregir con fuentes alternativas de energía, la de comestibles solo se corrige con más alimentos.

Como plaga de langostas, los dueños de los agronegocios planetarios –también propietarios o socios en los negocios financieros, petroleros, armamentistas y casi todo lo demás– se lanzan sobre las grandes superficies de tierra cultivable que quedan en el mundo. Los grandes propietarios locales, hasta hace poco sumidos en un bucólico paisaje, apenas interrumpido por la necesidad de arrasar o silenciar opositores, se despiertan como socios preferidos de un poder cosmopolita que los cautiva con entusiasmo cholulo.

Fuerza de choque de este neocolonialismo financiero, sirven de máscara y son funcionales a la política descarada de comprar tierras y voluntades, aplicada por aquellos que generaron esa ecuménica capacidad adquisitiva robándole a los demás. Embarran la cancha, se lamentan por lo errores de gula que les hicieron perder guardias pretorianas, recurren a las pocas

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armas que les quedan: la inflación inflada, el periodismo mercenario, la confusión ideológica, la politiquería.

Nada de eso consigue frenar el reclamo de la historia. Por las rendijas de cada debate, se cuela el tufillo de un Gran Queso con aroma a rancio que, como siempre, pretenden escamotear.

Ahora es tarde. Se despertaron los “ratones”…

Esta obra pretende sintetizar las luchas del pasado, el debate y las incertidumbres del presente. Pero, primordialmente, busca revelar nuevos instrumentos para luchar y alcanzar una patria con independencia económica, socialmente justa y políticamente soberana.

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LA SUPUESTA CAÍDA DEL NEOCOLONIALISMO FINANCIERO

Hoy se habla mucho de que la crisis en los países llamados centrales (en realidad neocoloniales para este autor) comenzó con el salvataje estatal a entidades financieras que habían repartido indiscriminadamente créditos, sin corroborar la solvencia de los beneficiarios, proceso parecido al endeudamiento de los países menos desarrollados –otro eufemismo, que utilizaremos por comodidad– que obligó a ajustes en Europa con sus visibles consecuencias sociales, y que en Estados Unidos, después de una primera apertura de su Ejecutivo a la propuesta del FMI de socializar ese ajuste, se decidió dar un portazo y plantar un rotundo no.

Pero todo había comenzado bastante antes. Hace 40 años que el capitalismo financiero comenzó a dominar el escenario mundial, con controles internacionales más bien escasos, cuando no directamente nulos. El enorme excedente obtenido en operaciones de mercado o financieras en todo el mundo, como en los 70 con los petrodólares, se fue repitiendo en el tiempo en sus colocaciones usurarias, y volvió a alojarse en la banca más concentrada como la mecha que hizo estallar el sistema, esta vez hacia adentro.

Esos grupos económicos concentrados necesitaban reproducir su capital, y esta vez la interconexión electrónica entre bancas y mercados, así como las operaciones cada vez más sofisticadas que se ofrecen a los inversores, permitieron que se expandieran herramientas financieras de todo tipo. La última fueron los bonos hipotecarios en EE.UU. hoy ya mundialmente conocidos como subprimes, término que en realidad significa que son de alto riesgo y con baja probabilidad de cobro.

La burbuja estalló porque la clave de estas operaciones fueron bancos de inversión que no operan con depósitos de ciudadanos comunes, sino como intermediarios de gobiernos, fondos de inversión (entre ellos los que operan con el agro) o empresas que buscaban dinero. Mucho menos regulados que la banca comercial, ese descontrol llegó a un punto en que muchos deudores dejaron de pagar las hipotecas por el aumento de las tasas, o por desempleo, y esos bancos no pudieron cubrir sus compromisos. Su rentabilidad dependía de capitales que no tenían respaldo real sino eventual, lo cual llevó a que se cortase su cadena de pagos y se hundieran sus acciones.

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Sólo quedaron en pie Goldman Sachs y Morgan Stanley en Estados Unidos, que de ahora en más deberán funcionar sólo como bancos minoristas. Desaparecieron, entre los más conocidos, Bear Stearns y la caja de ahorros WaMu que fue adquirida por J.P.Morgan y Chase. Lehman también quebró y una parte fue adquirida por el banco japonés Nomura. Merrill Lynch, quizás la más conocida, fue comprada por el Bank of America tras la quiebra, así como Wachovia que pasó al Citibank. También cayeron casi 200 hedge funds muy especulativos, término con el que se refiere a fondos de inversión poco regulados, caracterizados por estrategias arriesgadas y poco convencionales, que en Europa no despertaron el interés de los medios de comunicación hasta 1992, cuando los ataques especulativos casi provocaron el colapso del Sistema Monetario Europeo.

Por lo pronto, en el Primer Mundo miles de personas tienen sus viviendas y sus ahorros en peligro. Algunos no han dudado en llamarlo “el crimen perfecto”, donde hay pocos que ganaron mucho y muchos que lo perdieron todo. Los ladrones de guantes blancos habían cometido el timo más grande de la historia de la humanidad, y a muchos les salió perfecto. Los ciudadanos sólo escucharon dislates al solicitar que se intervinieran las cuentas de esos individuos y se confiscaran sus bienes, para dar ejemplo de honestidad a los ciudadanos al quitarles toda posibilidad de insistir en sus turbios negocios. Tal parece que el gobierno de los Estados Unidos se olvidó de aquello que escribió el filosofo británico Spencer: “El resultado final de proteger a los hombres de los efectos de la imprudencia, es llenar el mundo de imprudentes”.

Mediante una operación de rescate, el gobierno norteamericano ayudó a sostener algunas de estas operaciones e intervino a los bancos hipotecarios Fannie Mae, Freddie Mac y AIG Seguros. En Europa se intervinieron, entre otros bancos, el alemán Hypo Real Estate, el belga-holandés Fortis, el británico B&B que en parte fue adquirido por el español Santander, el islandés Glitnir y el franco-belga Dexia. Unos meses antes había sido estatizado el británico Northern Rock, y el HSBC echó a 1.100 empleados.

Este estallido afectó de manera inusitada a la economía real de estos países y a otros mercados. En Estados Unidos se produjo una virtual recesión, ya que allí casi todos los ciudadanos operan con la Bolsa. Su mercado financiero interno es enorme, y esta crisis acentuaría todavía más el ya menguado consumo interno y el desempleo respecto de años anteriores.

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Este consumo es responsable por el 70 % del PBI norteamericano, y como la economía de EE.UU. representa más de un cuarto de la mundial, el impacto global es muy marcado.

EE.UU. y Europa importaron menos, y como locomotoras del comercio internacional junto con China, en el 2009 los países que les venden vieron bajar los precios de productos como la soja de Argentina, los minerales del área andina o las propias manufacturas chinas. Por la globalización de los bancos en problemas y de los instrumentos que operaban, también se observa un enorme impacto a nivel financiero.

Las medidas instrumentadas, comparadas con la cifra de productos derivados o especulativos que estaría en torno a los 63 billones de dólares, resultaron mínimas a pesar de comprometer varios erarios públicos y diversas políticas sociales, y sólo calmaron al mercado por un tiempo. Lo que comienza a surgir cada vez más como necesidad, es que esto no se soluciona salvando a algunas instituciones y a algunos de sus clientes, sino con soluciones de fondo a través de una mayor regulación internacional y un mayor equilibrio en los ingresos

Las reuniones en el FMI y el Banco Mundial se sucedían, dejando la sensación de que existían grandes diferencias entre los países sobre la mejor manera de impulsar la economía mundial. Esas diferencias no dejaban de señalar consensos. Uno de ellos en el sentido de que los países que impulsaron programas expansivos del gasto estuvieron en lo correcto.

El ganador del Premio Nobel de Economía 2001, Joseph Stiglitz, fue uno de los primeros en denunciar que el exceso de liquidez de la economía de Estados Unidos sería fuente de perturbaciones globales. Hoy afirma que la banca mundial aún tiene problemas, al no recuperar su actividad crediticia. Sus argumentaciones demuestran que los mercados suelen ser imperfectos, y por ende necesitan ser regulados.

Mucho antes de 2009, fue uno de los primeros en anunciar la crisis que condujo a la recesión por los abusos en el sector financiero norteamericano y europeo. Stiglitz, profesor de la universidad de Columbia en Nueva York, es escéptico ante las posibilidades de una verdadera reactivación, y su libro "Caída libre" lleva meses dentro de las listas de los más vendidos en una gran cantidad de países.

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Fue uno de los pocos economistas de reconocimiento mundial que defendió la expansión de gasto público en contra del ajuste, y además advirtió sobre problemas en la demanda agregada mundial y acerca de la falsa premisa de plantear que China forma parte del problema por su controvertida moneda. Se mostró de acuerdo en que China necesita ajustar su tasa de cambio en forma ordenada, pero que eso no va a solucionar los problemas que existen, mientras la gran liquidez norteamericana haga que los mercados emergentes paguen las consecuencias a través de sus tasas de cambio. Ante esta situación, Stiglitz plantea que será necesario que esos países intervengan activamente –a través de mecanismos como controles de capital, impuestos, compras de divisas u otros– para evitar asumir el costo de la inestabilidad actual.

Estados Unidos busca salir de la crisis a través de un aumento en sus exportaciones, y lo hace mediante una devaluación del dólar, lo cual crea resistencia en otros países por resultar excesivo y por incrementar –por ejemplo– el valor del yen o del real en poco tiempo, en forma preocupante para las economías japonesa y brasileña.

Esto, además, sólo permitió una débil recuperación de la economía mundial. El desempleo en Estados Unidos y Europa demuestra que no hay generación de puestos de trabajo. Los bancos siguen con problemas muy serios y no han podido recuperar su actividad crediticia, mientras la demanda global está resentida. La expectativa de que los estímulos de shock serían suficientes para reactivar el sector privado de EEUU y la UE no se cumplió. Mientras tanto, China, India, Rusia y América Latina siguen creciendo a tasas elevadas, pero no suficientes en el contexto de la economía mundial como para reemplazar la ausencia de crecimiento en EEUU o Europa.

La inquietud de largo plazo es que ese desacoplamiento persista, arrastrando a los emergentes. Para Stiglitz, tan pesimista en otros planos, la visión en este caso es de optimismo ya que plantea que tarde o temprano habrá un nuevo acoplamiento, porque no es posible que puedan convivir dos realidades tan contradictorias. Sin embargo, se pregunta si –cuando eso ocurra– el ritmo será el mismo que muestran hoy las naciones industrializadas, o si habrán emprendido las reformas estructurales que permitirían ir más rápido, como otorgar impulso a la demanda agregada a través de políticas fiscales o, a largo plazo, aumentar la tasa de ahorro.

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También plantea que el sector financiero debe asignar sus recursos más eficientemente, con el fin de que los capitales lleguen a las pequeñas y medianas empresas. Otro tema a solucionar para el premio Nobel, es que el sector energético sigue teniendo una gran dependencia de combustibles fósiles, que además se utilizan de manera poco eficiente.

Con tasas de interés en un nivel sumamente bajo, la economía de Estados Unidos tendrá cómo financiarse y los países endeudados verán bajar los intereses, mientras que en Europa se observan realidades distintas. Alemania tiene herramientas para capear la crisis, pero otros países como España, Portugal, Grecia o Irlanda no las tienen. Las soluciones son diferentes para cada caso, y las de Estados Unidos o Alemania son relativamente fáciles, pero los países que resignaron a la Unión sus mercados nacionales, no tienen espacio para una expansión adicional de gastos e inversiones sin que se tomen medidas de fondo. Lo que no saben es cómo hacerlo sin salirse del universo del euro.

En este marco, y a pesar de todo, América Latina como región se sigue beneficiando con el auge en los precios de los productos básicos. La preocupación, sustentada en hechos del pasado, es cómo enfrentar la volatilidad que normalmente acompaña estas situaciones, invirtiendo adecuadamente los recursos obtenidos y tratando de prevenir la apreciación excesiva de los tipos de cambio. Esto exige políticas económicas proactivas y equilibradas que aseguren, por ejemplo, que el dinero no se aplique solamente a la asistencia social o al sector de la vivienda, sino a mejorar la productividad. Un gran avance han sido los controles de capital, que a pesar de no ser instrumentos perfectos –ya que deben ser acompañados por medidas tributarias o cambiarias, sobre todo cuando el ingreso de divisas es muy grande– ayudan a estabilizar el flujo de capitales, en especial los de corto plazo.

Pero volvamos al marco global, donde las predicciones tropiezan con lo extremadamente original de la situación. Los países industrializados están haciendo muy poco en cuanto a políticas expansivas del gasto, como las aplicadas por Keynes en EEUU durante la crisis de la década del 30. Frente a esto, muchos ciudadanos de ese mundo tienen muy pocas razones para ser optimistas para los próximos dos años, o hasta que los sectores más ricos perciban que la austeridad no funciona y ensayen otras estrategias. Pero nadie parece confiar en que la actual política monetaria de Estados Unidos

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varíe, lo cual puede llegar a crear problemas a futuro en las economías emergentes que han tenido éxito, a causa de la modificación de las tasas de cambio.

Los países relativamente menos industrializados y productores de commodities tienen una posición ventajosa en las actuales circunstancias, porque pueden adoptar políticas sin el escrutinio que existía sobre sus economías, que ahora se vuelve hacia los grandes, con los avatares observados, como la renuencia de EEUU, la insistencia del FMI en que no sea solamente Europa la variable de ajuste y las derivaciones policiales que ha tenido el caso Strauss Kahn. De haberlo sabido, más de un país atosigado por el Fondo tendría que haber metido preso por abusador a algunos de los virreyes que asolaron nuestras costas.

Se deberán buscar y afianzar caminos de crecimiento endógeno, a la vez que –cada vez más– se reorientan las exportaciones hacia los mercados más dinámicos y los nuevos emergentes, aparte de los del BRIC (Brasil, Rusia, India y China). Pero sobre esto hablaremos más adelante.

Mientras tanto, algunos se apresuran ya a anunciar el derrumbe del sistema capitalista. No hay que olvidar su enorme capacidad de sobrevivencia ya demostrada, y mucho menos ignorar que esas economías cuentan con verdaderos expertos en trasladar las crisis hacia afuera. O, en caso de emergencia, encontrar rápidamente una amenaza a los sagrados intereses norteamericanos que justifique –sólo ante su hipócrita mirada, claro–intervenir militarmente. De todas maneras, sea por endeudamiento, propiedad de patrimonio local o relaciones comerciales, todo indica que por ahora, cuanto menor importancia se tenga en la agenda norteamericana, mejor. Estados Unidos sigue manejando los tiempos y las respuestas globales a la crisis. Pero lo que se ha aplicado hasta hoy –tanto allí como en la Unión Europea– son sólo medidas correctivas que no desactivan las condiciones de base que llevaron a la crisis. Fue hacia la especulación y no a la creación de nuevos empleos hacia donde se direccionó el grueso de los billones de dólares transferidos por esos gobiernos al sector privado.

Los fondos de inversión sobrevivientes se fortalecieron. Las bolsas subieron de nuevo, sin sustento en la economía real, mientras el petróleo sufre saltos exagerados para después caer. Ni los incrementos de costos, ni la escasez o exceso de la demanda o la oferta, ni siquiera las perspectivas

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de crecimiento justifican dichos espasmos. Si las reglas de juego no han cambiado, resulta claro que se están conformando nuevas burbujas que –de no estar preparados– podrían golpear a América latina. Tomando en cuenta nuestra dependencia hacia los recursos naturales y respecto de los precios internacionales que se fijan extra regionalmente, junto a una nueva vulnerabilidad al haber ingresado nuestros commodities a los movimientos especulativos del capital transnacional, el debilitamiento del dólar puede golpearnos en el largo plazo.

Si sigue bajando, resultará difícil apuntalarlo. El banco central de los Estados Unidos recoge los beneficios de emitir sin límites. Nadie sabe ya el volumen de la masa dineraria con esa denominación que circula por el mundo, o que está guardada en cajas fuertes, cajeros de seguridad o en los tradicionales colchones. Nadie se atreve por ahora a apostar una corrida contra el dólar, pero –de producirse– sería de dimensiones apocalípticas.

Por ahora, el resto del mundo se ocupa de que siga siendo la moneda casi universal de cambio, mientras la Fed (Reserva Federal norteamericana que funciona como banco central) ni siquiera tiene que hacer la pantomima de que está defendiendo el valor de su moneda. Hasta la propiedad china sobre más de un 40 % de los bonos externos de EUA, que surge como un rasgo de fortaleza, termina metiendo en este pastel al poderoso país oriental. Existen pocos estudios sobre la utilización de la moneda como instrumento de dominación, por la desmedida capacidad de liquidez que otorga y por la capacidad superlativa que brinda de endeudar al resto en beneficio propio. A eso es lo que denominamos neocolonialismo financiero, cuyas primeras fases se escribieron con la abundancia de petrodólares en los años 70, y el consiguiente descubrimiento de los poderes centrales acerca del enorme potencial de sojuzgamiento que encierra transformarse en usureros internacionales.

Suele plantearse que la hegemonía del dólar está cuestionada y podría transformarse en el punto débil de la supremacía de Estados Unidos. Algunas izquierdas aseguran el pronto advenimiento de “la crisis terminal del imperio”. Estados Unidos está administrando la crisis, decide quién se salva y quien no puertas adentro, y qué países incautos serán los patos de la boda. Lehman Brothers y Bear Stearns, nombres emblemáticos del sistema financiero estadounidense, se dejaron caer porque golpearían a Alemania y Francia, trasladándoles parte de los costos de la crisis interna. Después de

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un intento de rebelión, esos gobiernos asistieron mansamente a la reunión del Grupo de los 20 en diciembre de 2008, cuyo anfitrión fue Estados Unidos, donde se decidieron mayores regulaciones al sistema financiero pero en manos de los organismos que controla Estados Unidos, el Banco Mundial y el FMI, concentrando aún más su capacidad regulatoria sobre la economía mundial.

Lo que sí puede augurarse es que las reglas de juego no han cambiado ni cambiarán en el mediano plazo. No están sentadas las bases para un nuevo Breton Woods que intente ponerle el collar al gato retobado del neocolonialismo financiero. Estados Unidos seguirá dictando las pautas políticas globales e intentando trasladar sus costos hacia el resto del mundo.

En este marco, nada más correcto que instrumentar políticas de intercambio regional o inter regional a través de nominaciones no atadas al signo dólar. Hoy resulta necesario contar con una estructura financiera que sirva de base para la soberanía monetaria y financiera. Es un escudo para enfrentar la próxima etapa de la crisis, que será muy agresiva con Latinoamérica. Esto no significa blindar nuestras economías, cerrándolas al intercambio, sino abrirlas a quienes compartan una misma visión respecto de un nuevo orden monetario internacional, y que quieran dejar de ser rehenes de la “maquinita de imprimir verdes” que ataca como un virus la producción y el empleo.

El Banco del Sur es una de esas herramientas, como entidad financiera para el desarrollo cuyas prioridades sean la soberanía alimentaria y energética, el financiamiento de las economías nacionales y el aliento a la construcción de infraestructura integradora de los países que componen el subcontinente. Pero ese entramado de inversiones e infraestructura debe llenar sus espacios con inteligencia para el desarrollo, así como impulsar una base crítica de investigación en ciencia y tecnología aplicadas. Como región, sólo esas políticas nos permitirán reubicarnos con ventaja en la nueva división internacional del trabajo que palpablemente se avecina.

Porque ya resulta evidente que la anterior comienza a desmantelarse, a partir de la caída de la premisas que primaron durante la década del ’90 bajo las recetas del Consenso de Washington, que impulsaban la liberalización del movimiento de capitales, la apertura comercial y la

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privatización de las empresas públicas. Los organismos internacionales y sus voceros locales alentaban las inversiones extranjeras, pero protegiéndolas de los “riesgos de la inestabilidad política e institucional inherente a  los países emergentes”. Esa es una de las herramientas del neocolonialismo financiero que es preciso atender para desmantelar cualquier tipo de nuevas políticas intervencionistas. No existen los fantasmas, pero que los hay…

El modelo económico implantado en nuestros países se demostró incapaz de generar las divisas necesarias para su sostenimiento, y la permanente búsqueda del equilibrio en la balanza de pagos junto con el mantenimiento de la convertibilidad implicó que la Argentina se tornara dependiente del ingreso de capital extranjero. Se firmaron indiscriminadamente tratados bilaterales de promoción y protección de inversiones (TBI) y de adhesión al Convenio del Centro Internacional de Arreglos de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI). Diez años después de la firma de esos acuerdos, no se incrementó la inversión y en cambio el Estado argentino afrontaba en el CIADI más de treinta demandas por supuesto incumplimiento, luego del derrumbe del régimen de convertibilidad.

Las ideas de dos expertos argentinos en derecho internacional, Carlos Calvo y Luis María Drago, recobran vigencia. Frente al planteo de Estados Unidos y Europa, que intervenían en nombre de la “protección diplomática” de sus connacionales, la Doctrina Drago fue elaborada por el canciller argentino que le dio su nombre, ante el bloqueo naval –bajo el pretexto del cobrar deudas– impuesto a Venezuela en 1902 por parte de Alemania, Gran Bretaña e Italia. La Doctrina Drago rechazaba el empleo de la fuerza o la ocupación territorial como medio para obligar a un Estado a pagar sus deudas públicas.

Por su parte, Carlos Calvo sostuvo que los Estados soberanos deben permanecer libres de cualquier forma de interferencia por parte de otros Estados, mientras que los inversores extranjeros tienen la obligación de recurrir a tribunales locales sin pedir la protección e intervención diplomática de su país de origen. La Doctrina Calvo está consagrada en distintos documentos internacionales y en las constituciones de varios países latinoamericanos.

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En 1965, el Banco Mundial elaboró el Convenio de Washington que dio origen al CIADI. Los estados latinoamericanos se opusieron en forma unánime, pero muchos gobiernos obsecuentes signaron luego el Consenso de Washington y pasaron a formar parte del CIADI, con la excepción de Brasil, Cuba, Haití, México y la República Dominicana. Abandonando su posición histórica, la Argentina firmó su adhesión en 1991, la cual fue ratificada por el Congreso en 1994 mediante la ley 24.353. El reconocimiento de este tribunal extranjero abrió la puerta a la firma de TBI con más de cincuenta países del mundo, colocando a la Argentina en el grupo de países que más tratados de este tipo firmaron (cincuenta y cuatro TBI vigentes) junto con España y Suecia.

Las demandas ante los tribunales del CIADI son sólo el primer eslabón en la cadena de presiones para mejorar la posición de renegociación en los contratos de las empresas privatizadas. Además de fallar sistemáticamente a favor de las empresas, el CIADI tiene como árbitros a los propios abogados de esas empresas. Cualquier ciudadano de un país contratante puede llevar a un Estado al arbitraje, aunque sólo tenga el 1% de las acciones en la empresa litigante.

Esas firmas son inconstitucionales, incumplen con la obligación de agotar la instancia administrativa y judicial local, y las empresas pueden invocar perjuicios causados por la devaluación, cuando la fijación del valor de la moneda es una atribución soberana del Estado, que no genera derechos en favor de nadie. Los Estados Unidos, por ejemplo, no debieron indemnizar al resto del mundo cuando abandonaron el patrón oro.

La mayoría de los TBI tenían un plazo de duración por diez años, y en casi todos los casos ese plazo ya se venció. Pero se prorrogan automáticamente hasta que el Estado argentino, a través del Congreso, los denuncie. Peor aún, en la mayoría de los tratados firmados existe una cláusula por la cual, aun cuando sean denunciados o pierdan vigencia, las inversiones realizadas seguirán amparadas durante diez a quince años posteriores a la denuncia.

Los TBI, por su parte, también tienen una cláusula de retiro. Se trata del artículo 71, donde se señala que “todo Estado contratante podrá denunciar este convenio mediante notificación escrita dirigida al depositario. La denuncia producirá efecto seis meses después de recibida dicha notificación”.

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El CIADI y los TBI ya han demostrado con largueza que no son herramientas para el desarrollo, sino instrumentos de extorsión. Tal como lo han hecho los gobiernos de Bolivia, Nicaragua, Ecuador y Venezuela, es hora de que el Congreso Nacional se decida a denunciarlos. Nadie puede garantizar hoy qué características adoptará en el futuro la inevitable prolongación de una crisis que no ha sido modificada en sus causas profundas. Y ante esta realidad, todos los recaudos son pocos.

El Premio Nobel de la Paz no le sirvió a Barak Obama para forjar una imagen que reconstruya ante el mundo el liderazgo creíble de la mayor potencia de la tierra. Obama pronunció un sugestivo discurso en El Cairo, en el que no se retractó de la política de su país, no abandonó a sus aliados permanentes y no reconoció la barbarie que desató durante décadas en Medio Oriente, a pesar de reconocer retóricamente los derechos de los palestinos. Poco después, el Departamento de Estado dio su voto al levantamiento de la sanción de la Organización de Estados Americanos a Cuba, también cosmético.

La continuidad de las políticas del poder central es evidente, y habrá que estar atentos al surgimiento de instrumentos novedosos

El discurso corporativo, como en tantos tramos de nuestra historia, resulta trivial ante estas amenazas. Desde el 2003 las empresas capitalistas resucitaron en la Argentina, en casi todas las ramas de producción. El modelo fue sencillo, utilizando una paridad cambiaria competitiva, manteniendo los superávit gemelos y la obra pública para promover el consumo interno. Seguramente son insuficientes a futuro, pero nunca se los podrá tildar de anticapitalistas.

En la economía mundial, el centro y la periferia están redefiniendo sus roles. Las empresas de los países centrales trasladaron sus operaciones intensivas en mano de obra hacia la periferia, para recomponer una tasa de ganancias que estaba cayendo en sus propios países. Esto generó un resultado inesperado, porque la periferia comenzó a mostrar una creciente participación en el incremento del PIB mundial.

En una primera instancia, ese aprovechamiento de los bajos salarios en la periferia garantizó que las transnacionales se pudieran expandir y desarrollar segmentos de la producción allí donde los costos fueran menores. Se profundizaba así la división internacional del trabajo, porque

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esas empresas mantenían la acumulación de excedentes, y una vez que esa ganancia extraordinaria se veía disminuida por competidores que adoptaran la misma estrategia, las empresas se relocalizaban en otros destinos donde los salarios fueran aún más bajos.

Este proceso fue posible gracias a la existencia de un marco global homogéneo destinado a facilitar el despliegue del capital trasnacional sin trabas. Se impulsaron medidas orientadas a la eliminación de barreras aduaneras en los países en desarrollo, la reducción o directamente la eliminación de interferencias estatales sobre la actividad de las empresas multinacionales y una política económica orientada a permitir la instalación del capital extranjero con vistas a un crecimiento a través de las exportaciones.

Los organismos internacionales planteaban que esa inserción de la periferia en las redes empresariales permitiría a muchos países un mayor crecimiento por la incorporación de tecnologías avanzadas en un proceso comandado por las trasnacionales. A su vez, la experiencia de éstas en los mercados facilitaría el crecimiento.

Dichas premisas fueron la base para ejercer presiones durante la década de los ’80, por las cuales muchos países periféricos accedieron a las medidas de reformas impulsadas desde el centro. En ese marco, una industrialización nacional con apoyo estatal no tenía sentido, ya que serían las propias fuerzas del mercado las que la concretarían.

A pesar de ello, en ciertas regiones el eje de la división del trabajo se orientó a la industria manufacturera, bajo la necesidad de incorporar nuevas tecnologías y hacer fuertes adaptaciones para reducir costos, lo cual implicó una fuerte intervención estatal. Una fuerte promoción de políticas gubernamentales se orientó a apoyar el capital de origen local o de origen público para lograr una innovación tecnológica autóctona. Los estados del Este de Asia que se destacaron por su crecimiento, aplicaron políticas estatales activas de desarrollo y condicionaron la participación del capital extranjero.

Estas estrategias, para nada de acuerdo con las de los organismos internacionales, les otorgaron a esos países la posibilidad de competir con el centro, generando incluso un entramado regional sobre el cual se sustentaron. Apostaron al desarrollo científico nacional, el mantenimiento

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de tasas de cambio competitivas, políticas de control para la inversión extranjera y de acumulación de reservas. Las tasas de crecimiento de esos países no se debieron al libre mercado, y sólo pueden explicarse por la presencia de estados con fuertes políticas de desarrollo que lograron incrementar una contribución cada vez mayor al PIB mundial.

Como vimos, la crisis que atraviesan los países del centro capitalista tiene larga data. El intento de aplicar soluciones transitorias surge de la insistencia en estas políticas invasivas, como única solución para enfrentar la reducción de su participación en el PIB mundial por la emergencia de competidores fuertes. En América del Sur, el mayor impacto de esta primera etapa la crisis ha transcurrido casi sin sobresaltos. Esto sucede precisamente por el nuevo lugar que nuestra América ocupa en la economía mundial.

Las crisis cíclicas del capital internacional nos habían colocado históricamente como receptores pasivos de sus impactos. Durante la crisis de la década del 30, nuestra inserción como economía capitalista dependiente proveedora de materias primas, se articulaba sobre un modelo de acumulación basado en la exportación de bienes agrícolas y su impacto en la distribución interna de los ingresos. Las crisis de las dos Guerras Mundiales representaron la emergencia de un nuevo modelo, por el cual se logró desarrollar una industrialización sustitutiva de importaciones forzada por las circunstancias, pero todavía subordinada a la dinámica de acumulación de los países centrales. Los trabajadores ganaron protagonismo en la distribución del ingreso, pero bajo un patrón desarrollista en el que la gran burguesía, en particular transnacional, consolidó su peso estructural. Este proceso se extendió hasta fines de la década del ´60.

En los años ’70, una nueva crisis mundial del capitalismo dio origen a la larga transición del modelo al que la mayoría denomina neoliberal. La reestructuración del capital local y su inserción en el ciclo internacional se debió apoyar en sangrientas dictaduras militares, y luego en los regímenes de democracia restringida de los ’80 y ’90 que terminaron de consolidar nuevos patrones de desarrollo, basados en el saqueo de las riquezas naturales y la sobreexplotación del trabajo.

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Esas condicionantes, por su intrínseca inviabilidad política, económica y social, estallaron en la Argentina en el 2001. América del Sur atraviesa desde entonces la primera década de conformación de un nuevo modelo de desarrollo, con matices, tropiezos y dificultades de suma gravedad originadas en las condicionantes surgidas de varias décadas de vaciamiento. Pero que comienzan a tornarla semejante al modelo de aquellos países que se insertan de manera novedosa en la economía mundial.

El proceso de ofensiva sobre los trabajadores del mundo fue contemporáneo al surgimiento de nuevos espacios en la periferia, que ganaron peso en el ciclo global del capital, en particular China e India. Pese al fuerte impacto que tuvo el estallido de la burbuja especulativa durante el 2008-2009, que no dejó afuera a los commodities, la sostenida acumulación de capital en el Asia permitió que los países sudamericanos atravesaran sin grandes sobresaltos el primer escalón de esta crisis. El proceso de acumulación asiático muestra una demanda creciente de bienes ligados a los agronegocios, necesarios para apuntalar esas economías. Los términos de intercambio han favorecido a países de nuestra región, favoreciendo un modelo extractivo y rentista de desarrollo capitalista. En los últimos cinco años el crecimiento en los países de América latina y el Caribe ha superado el 8 % anual, mientras que en las economías centrales literalmente se ha estancado.

Esto ha creado la aparente paradoja de una crisis profunda en el centro y una situación de bonanza relativa en la periferia. Pero la crisis actual del centro capitalista comenzó precisamente en la periferia una década atrás, aunque condujo a resultados en los países centrales muy diferentes a los que antes se podían observar.

La intervención de los estados centrales sigue respondiendo a parámetros neoliberales como ajuste fiscal, reforma jubilatoria, reducción de empleos y salarios. En cambio, en América del Sur se observan cambios progresivos en la forma de actuación del Estado, apoyados en un proceso de resistencia y reorganización popular a través de nuevos movimientos sociales. En el centro, el horizonte es más oscuro, porque a pesar de la movilización popular de los últimos meses, los sectores dominantes continúan imponiendo una agenda sin matices.

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El neocolonialismo financiero, ideología dogmática y excluyente, pretendió borrar las ideas de aquellos economistas que advirtieron las consecuencias negativas de las políticas económicas predominantes desde fines de la década de 1970. Una relectura de John Maynard Keynes, quizás el economista liberal más lúcido del siglo XX, dejaría sin argumentos a algunos de quienes hoy pretenden aplicar sus premisas, aunque en lo concreto sólo alcancen el nivel de retórica vacía. Sus conceptos, escritos en las décadas del 20 y del 30 del siglo XX, parecen de extrema actualidad.

Keynes, analizando la coyuntura económica que le tocó vivir y enfrentar, pronosticó con mucha antelación –al igual que Stiglitz en nuestros días– el estallido de la crisis más profunda del capitalismo que se había experimentado hasta entonces. Sus artículos periodísticos y ensayos anteriores al desastre fueron recolectados en “Essays in Persuasion”, libro al que el propio economista confesó que debería haber llamado de otro modo, porque no logró persuadir a tiempo a nadie. Allí propuso extraer enseñanzas del pasado, criticando la confianza ciega en los mercados y defendiendo la intervención reguladora del Estado. También analizó el fenómeno de un creciente endeudamiento externo, criticando al oro como patrón monetario por considerarlo “una reliquia bárbara”. Pero quizás su mayor aporte fue comparar las diferencias entre un proceso inflacionario y una deflación con alta desocupación, demostrando las consecuencias negativas de un presupuesto equilibrado en medio de la recesión.

No fue escuchado a tiempo por sus contemporáneos. Pero una vez que la debacle se enseñoreó de la economía mundial, este economista británico fue convocado por el Ejecutivo norteamericano para que aplicara su “Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero” como política de gobierno. Tuvo una influencia decisiva en la salida de la crisis, mediante políticas que vale la pena analizar en relación con nuestra política económica actual.

Una de ellas se refiere a la tasa de cambio. “Suponiendo que no haya más que una sola moneda exterior –decía Keynes–, se puede afirmar que la tasa, a través de la cual una moneda nacional se cambiará contra las moneda del resto del mundo, depende, bajo ciertas reservas, de la relación entre el nivel de precios interior y el nivel de precios exterior. Se deduce de ello que el cambio no puede ser estable más que si el nivel de precios interior y exterior permanecen estables en su conjunto”. Se oponía a un tipo de

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cambio mantenido artificialmente, como había ocurrido cuando Gran Bretaña retornó al patrón oro, política que consideraba nefasta para la competitividad de los productos británicos. Sería redundante mencionar las similitudes con las políticas autóctonas de las décadas que van de mediados de los 70 hasta los albores del siglo XXI.

Utilizando palabras de extrema dureza para el discurso teórico de su época, Keynes enfrentó los proyectos presupuestarios que su país quería aplicar para enfrentar la recesión: “La estupidez y la injusticia se encuentran a lo largo de todo el presupuesto y del proyecto de ley sobre la economía británica. Que las energías morales y el entusiasmo de numerosas personas se dejen engañar por esto, constituye una tragedia. Para hacer frente a los peligros de la hora, los objetivos de una política nacional deberían ser ante todo  mejorar nuestra balanza comercial y en seguida poner el rendimiento de la fiscalidad a nivel de los gastos normales de funcionamiento inscriptos en el presupuesto”.

En plena crisis, planteaba que no se debería de ninguna manera afectar los ingresos de las personas menos favorecidas. Y denunciaba que los ingresos de los más ricos habían sido reducidos a través de distintos impuestos entre un 2,5% y un 3,5%, mientras los maestros y profesores sufrían una reducción del 15%, lo que afectaría el consumo y aumentaría la desocupación. “Es una cosa monstruosa –añadía– elegir entre todos a este sector social e imponerle un sacrificio particular, simplemente porque se encuentra  integrado por empleados del Estado”.

Keynes proponía en cambio que los más ricos soportaran una merma en sus ingresos, financiando con esos recursos a los empleados estatales sin afectar salarios o despedir personal. Frente a la disyuntiva principal que se planteaba en una economía en crisis sobre ahorrar o gastar, planteó que “la mejor estimación que puedo conjeturar es que toda vez que se economizan cinco shillings (antigua moneda inglesa) se priva a un hombre de trabajo durante una jornada. Por el contrario, todas las veces que se compran mercancías se contribuye a multiplicar los empleos ofrecidos a los trabajadores, con la reserva de que las mercancías compradas deben ser británicas y fabricadas aquí si se quiere una mejora de la situación de empleo en el país. Lo que nos hace falta no es apretarnos el cinturón sino actuar, comprar cosas, crear cosas”.

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El economista británico entendía que las previsiones pesimistas –tanto de los consumidores como de las empresas– deprimen la coyuntura, por un exceso de prudencia que refuerza la recesión. Según su exitoso punto de vista, sólo el gasto público permite romper este círculo vicioso. “Tomemos un caso límite –decía–, supongamos que economizamos la totalidad de nuestros ingresos y dejamos completamente de gastar. Entonces, todo el mundo estaría desempleado y pronto no tendríamos más ingresos para gastar. Es imposible hacer retornar los desocupados al trabajo negándose a producir cosas y cultivando la pasividad. Por el contrario, la actividad de cualquier naturaleza es el único medio de poner de nuevo en movimiento las ruedas del progreso económico y la creación de riquezas”.

Las medidas adoptadas en los países centrales para enfrentar la peor crisis de los últimos 80 años nada tienen de keynesianas. Procuran preservar el poder económico del capital financiero más concentrado como núcleo dominante del capitalismo mundial, y se niegan a reformular el modelo de poder político y económico internacional.

Nada cambian las tibias medidas regulatorias adoptadas ni el salvataje a los bancos, porque siguen irresolutas las causas que originaron la crisis. El caso de la Unión Europea es una demostración de que, sin enfrentar ese trasfondo, la crisis se profundizará aún más. Los EEUU persisten en su dinámica interna, sin hacerse cargo de la falta de controles que llevaron a una extrema liberalidad en el otorgamiento de créditos dejando de evaluar la capacidad de repago de los deudores hipotecarios. En la deuda de los países, siempre queda algo para expropiar si se presenta una cesación de pagos, pero a los ahorristas individuales arruinados ya no se les puede quitar nada.

El aparato que se benefició de esa operatoria, con firmes lazos hacia todas las ramas de la economía norteamericana, especialmente la armamentista, percibió ganancias espectaculares a través de la inversión con propósitos especulativos. Y continúa en el poder. La burbuja que estalló con Bush hijo en la presidencia, apenas mereció que le destinara quince minutos de oratoria para referirse a la crisis que le heredaba al primer presidente negro de Norteamérica. No hacían falta muchas palabras, porque el esquema de poder profundo en Estados Unidos permanece.

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Para tener una idea de la dimensión de esos negocios, basta recurrir a un informe del Chicago Board of Trade (el CBOT, establecido en 1848, es la más antigua entidad en opciones cambistas, con más de 3.600 miembros en todo el mundo) en el cual se señala que el monto total del mercado de derivados alcanzaba a principios de 2009 los 480 billones de dólares, suma equivalente a ocho veces el PBI del planeta. O sea, ocho medidas de economía virtual que debían ser sostenidas por una sola medida de economía real. La famosa burbuja adquiría así dimensiones planetarias. De ese total, integrado por varios instrumentos financieros, se destacaba el credit default swap. Los Swaps de incumplimiento crediticio son los instrumentos más modernos de Wall Street, y constituyen un contrato bilateral entre un comprador que se compromete a realizar una serie de pagos en el tiempo (primas) y un vendedor que se compromete a cubrir parte o el total del crédito asegurado en caso de que éste no sea cancelado. Los CDS se utilizan en el aseguramiento de grandes corporaciones, de paquetes de referencia crediticia (CDO) o de bonos de deuda soberana. El informe del CBOT señala que en el 2000 los swaps tenían un mercado de un billón de dólares, que pasó a 60 billones hacia fines de 2008, equivalente por sí sólo al PBI de la totalidad de los países del planeta.

Se culpó a la falta de regulación y control estatal sobre el negocio financiero por la extensión y profundidad de la crisis, pero los estados centrales también tuvieron responsabilidad al proponer modelos que generaban una insuficiente demanda agregada a causa de la injusta distribución interna del ingreso, con incremento de la pobreza y del desempleo. Arteramente, el punto focal se colocó en la magnitud del crédito en relación a la solvencia del deudor, y no en la ausencia de un modelo que incluyera consumidores con trabajo y adecuado poder de compra.

Sin incremento del consumo no existe demanda efectiva, hasta un punto en que toda economía capitalista comienza a mostrar los límites del supuesto “crecimiento constante”, inclusive en una norteamericana que contaba con la moneda aceptada mundialmente que siempre le permitió cubrir sus millonarios y sistemáticos déficits fiscales y de comercio exterior, mediante la exportación de sus crisis al resto del mundo.

Esta facilidad es la que la diferencia de la Unión Europea, y le permite sortear el ajuste y seguir alimentando de liquidez al sistema financiero.

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También le permite resistirse a las presiones del FMI para que comparta los costos con Europa. De allí la popularidad de Strauss Kahn, hasta hace poco al frente del Fondo y candidato privilegiado a la presidencia de Francia. Quizás allí también se encuentren las razones del sonado caso de abuso sexual –en Estados Unidos, claro– que lo llevó a renunciar al FMI y también a enfrentar la posibilidad de retirarse de la campaña presidencial. Otra vez, no existen los fantasmas, pero…

En cambio, el Departamento del Tesoro y la Reserva Federal aportaron 3,3 billones del erario público de todos los norteamericanos para comprar los llamados activos tóxicos, así como para otorgar facilidades, préstamos directos y aportes de capital a entidades financieras, a empresas y fondos de garantía para préstamos interbancarios.

Mientras, en la Unión Europea están descubriendo las pocas bondades de asociarse tan íntimamente, casi de manera carnal, a los Estados Unidos. Los países miembros de este espacio no tienen entre sí la suficiente integración política ni económica para aplicar políticas diferenciadas, y además muestran grandes contrastes en cuanto a productividad e inflación. Para colmo de males, al estar sometidos al euro, firmaron una cláusula que no les permite devaluar, con lo cual han perdido autonomía monetaria y cambiaria.

Claro que los gobiernos europeos no son ingenuas víctimas. También allí se aplicó el modelo financiero especulativo, con parecidas liberalidades e incluso con participación activa del capital norteamericano. El gobierno de Grecia, cuya debacle se repitió después en España, Portugal, Islandia, Irlanda y el Este europeo, buscó también sostener el sistema financiero pero además con un ajuste paralelo que restringió el consumo popular y la inversión productiva. Los resultados muestran las escasas posibilidades de superar la crisis que existen utilizando ese mecanismo. Es más, algunos analistas señalan que estos países se verán obligados a abandonar el euro.

La creciente reacción de los movimientos populares espontáneos, bastante poco activos hasta ahora en el Primer Mundo, señalan otro límite a la liberalidad cuando se ahondan los efectos del ajuste y se agotan los subsidios a la desocupación, que son significativos pero con plazos limitados. El panorama a futuro es muy difícil de predecir. Tampoco hay que descartar la eventual reacción del gran capital, que ha recurrido a la

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guerra para enfrentar y superar las crisis de 1905 y la del crack del ‘29. En un mundo de vertiginoso desarrollo científico y tecnológico, pero a la vez con agotamiento de fuentes de energía y algunas materias primas, la avidez por garantizarse nuevas fuentes de aprovisionamiento quizás no conozca límites.

Un capital excedente y casi ocioso que busca recuperar su nivel de ganancias, es muy mal consejero. En las condiciones actuales parece difícil imaginar conflictos de envergadura mundial, pero –a la vista de lo que ocurre en Oriente Medio– no se debería desestimar la repetición de conflictos locales o regionales que respondan a necesidades similares.

Frente a esta realidad, toma un sentido mucho más profundo la lucha participativa y la unidad de todos los sectores nacionales, porque la posibilidad cierta de alcanzar resultados benéficos en forma pacífica, reside precisamente en la fortaleza interna y en la claridad política para generarla.

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DÓLAR, FMI Y DESPUÉS…

El denominado consenso de Washington –que orientó la política económica de países en vías de desarrollo durante décadas– ya es historia. “Los efectos de la crisis han sido tan devastadores que todo lo que ha defendido el Fondo Monetario Internacional durante los últimos 30 años ha dado una gran vuelta de campana”. No son palabras de un émulo del Che Guevara, ni siquiera de un presidente de los países emergentes que enfrentaron las políticas recesivas del FMI. Se trata de declaraciones del mismísimo y hasta hace poco director gerente del FMI, el francés Dominique Strauss-Kahn (DSK, como lo llaman sus amigos).

Poco antes de su obligada renuncia a causa de un turbio affaire sexual, DSK había hecho público su convencimiento de que las teorías liberales que guiaron a la economía mundial durante los últimos 30 años merecían una profunda revisión, pues hoy resultan obsoletas. “La eficiencia del libre mercado ha quedado destruida, por lo que el Consenso de Washington ya es historia”, aseguró Strauss-Kahn, al reflexionar ante un grupo de estudiantes, en la universidad George Washington de la capital estadounidense sobre las lecciones aprendidas de la crisis financiera iniciada en el año 2008.

Bajo el Consenso de Washington se promovieron las políticas económicas que priorizaron los precios por sobre el empleo y la economía real. Para ese Consenso, la austeridad, la liberalización de los mercados, las privatizaciones, la reducción del gasto público y la desregulación financiera constituía las herramientas principales para eliminar la inflación, preservar el tipo de cambio, incrementar la tasa de crecimiento de la productividad y crear puestos de trabajo estables. Pero todo eso se derrumbó con la crisis.

El énfasis puesto en las políticas monetarias descuidó totalmente a la economía real, facilitando una globalización que se encargó de destruir empleo en todo el mundo, con consecuencias que se pagan hoy y que se seguirán pagando durante años. Después de destruir la capacidad productiva de varias naciones, y tras el colapso de la economía mundial iniciado en el 2008 que aún depara serias caídas, el FMI comenzó a considerar como necesario que el Estado ejerza un papel más relevante y controle los excesos del mercado, o sea los abusos de la banca vía lavados de dinero, fraudes financieros y estafas piramidales. “Al designar un nuevo

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marco macroeconómico para el nuevo mundo, el péndulo oscilará del mercado al Estado, y de aquello relativamente simple a algo relativamente más complejo”, señaló Strauss-Kahn. Y afirmó que “hoy resulta claro que la política monetaria debe ir más allá que la simple estabilidad de precios, dado que debe velar por la estabilidad financiera global”, dando cuenta de los abusos desmedidos del sistema financiero que –mediante acciones delictivas y la inexistencia total de auténticos mecanismos reguladores–generó la actual situación de estancamiento en el centro.

No faltó la ambigüedad que caracteriza a todo aquel que se postula a la presidencia de un país central, como Strauss-Kahn en Francia. Esto lo llevó a señalar: “Por favor, no me malinterpreten: la globalización dio buenos resultados y sacó a centenares de millones de la pobreza, pero la crisis y sus consecuencias han alterado fundamentalmente nuestra percepción y hoy necesitamos una globalización más justa, una globalización con rostro humano”. Strauss-Kahn no entró en mayores detalles acerca de los millones de personas que se incorporaron al círculo de la pobreza producto de las mismas políticas que el FMI defendió desde los años 80.

Pero las palabras de DSK permiten dar cuenta del nivel de descalabro en que hoy se encuentra la economía mundial: “la economía se encuentra desequilibrada entre países y al interior de los países. Hay mucha incertidumbre y también hay numerosos cisnes negros nadando en el lago de la economía global. En general, la situación económica mundial es muy frágil y desigual, acosada por una gran incertidumbre”.

Como guardián del sistema financiero internacional, el FMI cumplió su rol en las tres décadas doradas de la economía mundial, que sucumbieron con la crisis petrolera de los años 70 y el fin de Bretton Woods. Desde entonces, el orden monetario que se apoderó del mundo dio origen al mayor desorden financiero de la historia, que está culminando con el destape de los más monstruosos fraudes, engaños y abusos sobre los que se tenga registro en la trayectoria del sistema financiero mundial. Que finalmente un representante de esa cúpula de poder mundial señale que dichas políticas propagan la desigualdad y deben revisarse, sonó como una explosión en los oídos de sus iguales.

Un nuevo aniversario del origen del caos financiero que arrastró al mundo al desempleo global es enmarcado hoy por las movilizaciones espontáneas

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en Europa. El abandono del patrón oro está estrechamente ligado al desempleo masivo que viven hoy los países industrializados. Desde esa fecha, el dólar fue lo más parecido al oro, y todas las naciones trataron de mantener un equilibrio constante entre sus exportaciones e importaciones de bienes con esa divisa como guía. La mayoría de los países trató de generar alternativas para exportar más de lo que se importaba, de manera que se pudiesen acumular reservas, siempre en dólares.

A diferencia del resto del mundo, Estados Unidos jamás se preocupó demasiado por mantener un equilibrio entre sus exportaciones e importaciones. Según el Acuerdo de Bretton Woods, podía pagar sus déficits de intercambio imprimiendo y enviando más dólares a sus acreedores. Hasta hace muy poco, esto era algo que al resto del mundo poco le importó, ya que los dólares constituían una línea de crédito seductora que permitía acceder al gran casino del mercado. Pocos tomaron en cuenta que esta dinámica tendría un límite.

Las más de 20.000 toneladas de oro que Estados Unidos tenía al término de la Segunda Guerra Mundial, fueron mermando a medida que otros países, especialmente Francia, insistían en canjear sus dólares por oro. Esta situación hizo crisis en 1970, con dos fenómenos no esperados por el gobierno de Estados Unidos. Uno fue tocar el techo de su producción interna de petróleo, situación que obligó a importarlo. Otro fue el resultado adverso en la guerra de Vietnam, cuando los gastos militares desmesurados desataron la movilización interna. Estos dos fenómenos arrasaron con las reservas de oro de Estados Unidos, y el país caminó al borde de la quiebra. La ventaja que tenía para disimular su bancarrota era clara, seguía siendo el dueño de la imprenta de dólares.

En los primeros meses de 1971, Henry Hazlitt y Paul Samuelson recomendaron al gobierno de Richard Nixon que devaluase fuertemente el dólar, ya que era necesario aumentar el número de dólares que se necesitaban para obtener una onza de oro del Tesoro de Estados Unidos. Pero Nixon no tomó en cuenta este consejo, y en cambio siguió las indicaciones de Milton Friedman, quien le sugirió la idea de dejar flotar libremente al dólar y eliminar su convertibilidad en oro, dado que la divisa internacional valía por el propio respaldo que ofrecía el gobierno de Estados Unidos, locomotora económica mundial. Así fue como, el 15 de

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agosto de 1971, Richard Nixon declaró la inconvertibilidad del dólar en oro, y terminó de manera unilateral con el acuerdo de Bretón Woods.

Desde entonces, el comercio mundial se basó en los dólares que imprimía el tesoro de Estados Unidos, que sin su respaldo en oro no fue más que dinero fiduciario, es decir simples papeles. Si hasta entonces el comercio internacional tenía validez al estar respaldado en oro, desde ese momento comenzó a depender de una moneda fiduciaria, producida por la mayor imprenta del mundo. La consecuencia de esa desastrosa decisión fue que todos los países comenzaron a acumular dólares, expandiendo el crédito de Estados Unidos que avanzó sin freno y sin las restricciones impuestas por Bretón Woods. El resto del mundo se vio obligado a acumular reservas en dólares y esas reservas tenían que ser siempre crecientes, porque ante la mínima señal de que las reservas de un país caían, los especuladores monetarios atacaban su moneda, incluso hasta destruirla por las fuertes devaluaciones que debía experimentar.

El flujo creciente de dólares impulsó la expansión del crédito mundial, que sólo detuvo su marcha en agosto del 2007, tras agotar todas las instancias mediante las que la élite de la banca internacional forzó mecanismos para obtener mayores ganancias ampliando el crédito. Ese mismo crédito que fue liberado de la restricción de pagar las cuentas internacionales en oro, y que produjo el boom comercial de Estados Unidos.

Hasta los años 70, un país pobre como China no tenía ninguna injerencia en el comercio mundial, porque vendía poco y compraba poco al resto del mundo. La globalización de los años 80, facilitada por esta ampliación de dinero falso, permitió a las empresas la búsqueda de mano de obra barata. Al instalar sus fábricas en China, se produjo el comienzo de un proceso de desindustrialización en Estados Unidos que luego se trasladó a Europa, destruyendo gran cantidad de empleo en los países industrializados hasta transformarse en un camino sin retorno.

Dominique Strauss-Kahn cometió el pecado capital de anunciar que el rey estaba desnudo, cuando señaló tibiamente que ya no era imposible en el largo plazo mantener un sistema monetario internacional dominado por el dólar, y que resultaba aconsejable generar en paralelo múltiples monedas de reserva. Caminar hacia el futuro con una multi-moneda (DEG), en lugar del sistema actual que tenemos de moneda única, quitaría al dólar su papel

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de moneda de reserva. Los denominados DEG podían desempeñar ese papel aunque se tratara de un enfoque difícil a nivel técnico, según Strauss Khan. Los Derechos Especiales de Giro (DEG) son la unidad de cuenta del Fondo, cuyo valor se determina cada día según los tipos de cambio de las cuatro principales monedas de reserva (dólar, euro, yen y libra).

Ya en marzo de 2009, China había ofrecido jugar un papel más importante en el sistema monetario internacional, que consideraba demasiado centrado en el dólar. Unos días antes de la reunión del G-20 de ese año, Zhou Xiaochuan, gobernador del Banco Central de China, había publicado un ensayo en el que acusó indirectamente a los EEUU de ser responsable de la crisis que se extendía por todo el mundo, solicitando la adopción de una moneda de reserva internacional que reemplazara al dólar y el establecimiento de un sistema bajo los auspicios del Fondo Monetario Internacional (FMI). Coincidiendo con Strauss Kahn, Zhou Xiaochuan planteó “considerar los mecanismos para otorgar un mayor papel a los DEG”, que mostraban potencial para convertirse en moneda de reserva supranacional.

Según los datos publicados a finales de 2009 por el Fondo Monetario Internacional, las reservas oficiales de divisas en dólares a nivel mundial alcanzaron los 7.520 billones al final del segundo trimestre de ese año, descendiendo a 7.180 al final del tercer trimestre. Los datos del FMI mostraban también que las reservas en dólares representaron el 61,65% de las reservas asignadas, contra 62,82% del trimestre anterior, mientras que la cuota del euro había aumentado del 27,42% al 27,75%.

Resultaba claro que el dólar comenzaba a perder la carrera contra otras monedas desde el rompimiento de los acuerdos de Bretton Woods que le permitieron transformarse en divisa internacional, y a los Estados Unidos cumplir un rol hegemónico en el concierto mundial, lo cual le exigía una conducta responsable que jamás tuvo. El informe del FMI no era otra cosa que plantear el abandono del dólar como divisa internacional para crear una divisa estilo “Bancor”, esa propuesta keynesiana de los años 40 que no fue considerada debido al triunfalismo estadounidense tras la segunda guerra mundial. Estados Unidos pretendió hacerle creer al mundo entero que el dólar podría cumplir con las condiciones que exigía el patrón oro para una globalización sostenible. Pero no fue así.

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La actual crisis deviene de esa trasgresión que se produjo a principios de los años 70, que abandonó los patrones de la gobernabilidad para dejar al sistema a merced del neoliberalismo a ultranza. Ahora, es el propio FMI quien señala la necesidad urgente de cambiar al dólar como moneda de reserva, y aplicar una unidad monetaria que refleje las condiciones reales del comercio internacional.

La acumulación sin precedentes de los actuales desequilibrios en cuenta corriente junto a la volatilidad de los enormes flujos de capital especulativo que cruzan las fronteras sin barrera alguna, conllevan una fuerte acumulación de divisas en algunos países y profundos déficit en otros, implantado el actual entorno caótico donde el gran perdedor ha sido el capitalismo productivo. En los últimos años, la acumulación de reservas ha alcanzado el 13% del PIB mundial, triplicando los niveles existentes en el año 2000, y gran parte de estas reservas se concentra en dólares de Estados Unidos, país que se acerca a un nivel de deuda del 400 % de su PIB. Esta es la situación altamente preocupante que explica el actual estancamiento de la primera economía del planeta, consumidora del 50% del PIB mundial, y que amenaza con provocar una nueva recesión global.

El informe del FMI recupera en cierta forma la propuesta original de Keynes, quien propuso al Bancor como divisa internacional. Ese mix de monedas –como señalamos– es equivalente a los actuales Derechos Especiales de Giro, DEG, que han comenzado a sonar como la divisa comercial que se impondrá en los próximos años, aunque su valor está estrechamente vinculado a monedas nacionales, y cualquier fenómeno que las afecte impactaría también en los DEG. Actualmente, esos derechos especiales se componen de una canasta en la cual el dólar de Estados Unidos tienen una ponderación del 44%, el euro un 34%, el yen un 11% y la libra esterlina un porcentaje similar al yen. Por ahora no incluyen otras monedas emergentes, como el yuan chino o el real brasileño, lo que constituye una clara desventaja y una vuelta a los mismos errores del sistema dólar.

La verdad es que los DEG resultan inadecuados en el mediano plazo, ya que deben volver a convertirse en una moneda nacional antes de ser utilizados, y esto limita su eficacia. El propio informe del FMI reconoce que el uso de los DEG es sólo una pequeña maniobra coyuntural para atenuar el negativo impacto del dólar estadounidense como moneda de

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reserva mundial, e insta a la adopción de una unidad monetaria verdaderamente internacional.

Crear una verdadera divisa mundial, independiente de las monedas de los países, es algo que sin duda creará muchos conflictos de intereses. Brasil y la Argentina lo han conseguido bilateralmente, y esa medida demostró sus efectos benéficos al contrarrestar los efectos perniciosos de la crisis en el intercambio. Pero en el caso de los países desarrollados, podría desatar una verdadera batalla para determinar quién se queda con la mayor parte de esa torta. Por menores o iguales razones las potencias mundiales discutieron temas similares a través de la boca de los cañones. Claro que antes no existía Internet, y las tropas, plenas de sentimientos patrióticos, acudían cantando a los frentes de batalla.

Lo único cierto es que el actual sistema tiene agujeros de tamaño global, y la preocupación ya no pasa solamente por cómo avanzar, sino simplemente por cómo salir de semejante atolladero. Sólo el debate y la información seria podrían indicar una dirección de salida, pero –a la luz de lo que sucedió con Strauss Kahn– no es dable esperar que dichas materias primas abunden en el futuro. De hecho, el propio informe del FMI, que ya lleva un tiempo desde su publicación, no ha merecido ningún análisis serio por parte de los gobiernos más poderosos y mucho menos de la comprometida prensa especializada.

La detención de Dominique Strauss-Kahn en Nueva York, acusado de agresión sexual a una camarera del hotel en el que se alojaba, se dio en el peor momento para Europa, justo cuando regresaba para coordinar la reunión del Eurogrupo que debatiría la ayuda a Grecia, Portugal e Irlanda.

La situación de la deuda de estos países es muy tensa, no sólo porque el FMI les prestó grandes cantidades de dinero y en esos momentos quedaba descabezado, sino porque algunos gobiernos están poniendo nuevas condiciones para que se concedan las ayudas. Algunos analistas europeos afirman que estos hechos podrían desencadenar una nueva crisis, como la que ocurrió en octubre de 2008 cuando Lehman Brothers quebró, mientras no se tomen decisiones en el seno de la Unión Europea acerca de lo que se debe hacer con los países rescatados, si seguir sosteniéndolos con ayudas periódicas o reestructurar sus deudas de raíz, con los enormes costos que ello implicaría.

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El director gerente del FMI fue detenido en Nueva York y obligado a descender del avión que lo trasladaría a Berlín –ciertamente territorio extranjero para las leyes internacionales– donde debía reunirse con Angela Merkel para informarle que el próximo rescate a Grecia tendría un bajo costo para Alemania, que el euro se mantendría firme y robusto y que había que disponerse a encontrar soluciones para la crisis casi terminal que vive el dólar como divisa internacional. Strauss-Kahn no pudo llegar a la cita con la Canciller germana, y pasó de ocupar una habitación de 3.000 dólares la noche en un hotel de Manhattan, a pernoctar en una fría celda en el corazón de Harlem, donde son recluidos los acusados por delitos sexuales.

Pocos se preguntaron qué hacía Strauss-Kahn en Nueva York, si la sede del FMI está en Washington. Tampoco nadie se interesó en responder hasta el momento a este interrogante, muy ligado a las reuniones secretas entre la Reserva Federal de Nueva York y el director del FMI para el reciclaje de la deuda de Estados Unidos, que este año alcanzó el techo de 14,3 billones de dólares aceptado por el Congreso de los EEUU. En pocas palabras, Estados Unidos no puede seguir endeudándose porque sus propias leyes internas lo prohíben. Otro escollo para la estrategia de patear todo hacia adelante, que parece ser la impronta cada vez menos secreta del gobierno de Barak Obama.

Pero algo trascendió. De acuerdo con el diseño desarrollado por el FMI en conjunto con los dos gobiernos más poderosos de la Unión Europea, Alemania y Francia en ese orden, el tratamiento especial que debería tener esa deuda obligaba a Estados Unidos a desplegar un alto esfuerzo y desprenderse de su rol hegemónico en el sistema financiero internacional. Strauss-Kahn fue la primera autoridad de una institución con sede en Washington en plantear que el dólar no cumplía como divisa mundial, y se puso al frente de los intentos por diluir esa hegemonía.

Hoy más que nunca resulta claro que el dólar es el problema que dificulta la recuperación económica mundial, ya que se trata de una divisa poco confiable como producto del excesivo endeudamiento de la primera economía del planeta. Esa deuda pública de Estados Unidos comenzó a tener un vertiginoso ascenso en los años 80, y pese a una ralentización en los 90, volvió a aumentar dramáticamente de 5,7 billones de dólares en enero de 2001 a casi el doble a finales de 2008, por 10,7 billones de dólares. Nada de eso sirvió como freno o por lo menos de alerta, y a fines

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de abril del 2011 la deuda trepó a 14,3 billones de dólares, alcanzando el 98 % del PIB de ese país y despertando por fin al Congreso norteamericano.

Para tener una idea acabada de semejante despropósito, basta señalar que los 3,6 billones de dólares añadidos a la deuda nacional de Estados Unidos desde fines de 2008, constituyen más del doble del valor de mercado de toda la fabricación de su sector privado en el año 2009, por 1,56 billón dólares, o tres veces más que el valor de mercado de los gastos en profesionales, científicos y servicios técnicos de ese año por 1,1 billón de dólares. Si se mide según el monto gastado en bienes no duraderos, 722 mil millones dólares, la relación es cinco veces mayor. Sólo los intereses pagados sobre la deuda federal en los primeros seis meses del último ejercicio, entre octubre del 2010 y abril del 2011, llegan a 245 mil millones dólares, cifra que equivale a más del 40 % de todo el gasto del sector privado de la construcción estadounidense en 2009, que alcanzó los 578 mil millones de dólares.

A la irresponsabilidad manifiesta en el manejo de una deuda descontrolada, se agrega que Estados Unidos es el mayor consumidor de petróleo del mundo. Cuando el crudo llegó a un valor de 95 dólares por barril, el gasto se elevó a 600 mil millones de dólares anuales. Eso también se sostuvo con los dólares que se imprimieron sin respaldo real.

El FMI comenzó a trabajar en la desmonetización selectiva del dólar de Estados Unidos con el objetivo de que el dólar fuera una moneda sólo para uso interno en Estados Unidos, otorgando el papel de nueva moneda de reserva a un tipo de cambio que resultara favorable para ese dólar interno, pero que gravaría a los tenedores externos de esa divisa. De esta forma se depreciarían las deudas en dólares, favoreciendo las acreencias de los ciudadanos y las corporaciones estadounidenses, mientras que la inflación derivada de estas políticas ayudaría a enmascarar esa amortización en el tiempo. El único costo que se le requería a los Estados Unidos era compartir la hegemonía monetaria con otras divisas.

Desde diciembre de 2009, Strauss-Kahn hizo públicas sus iniciativas de utilizar dinero nuevo para los intercambios internacionales, y en el momento de su detención había desarrollado una ingeniería a partir de los DEG por valor de 100.000 millones de dólares. Esta propuesta fue rechazada por los países con superávit, como China, India y los países

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petroleros o agroproductores. El empeoramiento de la situación en la periferia europea obligó a Strauss-Kahn a abandonar el tema hasta que se discutiera en la cumbre de Davos.

En los círculos áulicos de la economía europea se comentó que un nuevo plan estaba listo para ser presentado, aprovechando el rescate de Grecia, pero todo pasó a ser parte del pasado tras la detención de DSK, que no sólo hundió por ahora la idea de la desdolarizar el mundo, sino que también desacreditó al FMI justo cuando comenzaba a gozar de amplio reconocimiento por sus nuevas propuestas. Nadie se atreve a especular sobre la veracidad de las acusaciones que lo llevaron a la cárcel, pero aún ciertos medios norteamericanos hicieron notar que la detención de Strauss-Kahn es muy similar a la que afectó al gobernador y fiscal de Nueva York Eliot Spitzer, quien cayera en una trampa de prostitución en marzo de 2008 tras procesar a varias empresas de Wall Street por realizar fraudes en la bolsa de valores, inflar artificialmente los precios y por colusión en prácticas depredadoras. Pero así como la detención de Spitzer no pudo evitar el colapso financiero que se inició a las pocas semanas con la quiebra de Bearn Stearn, la detención de Strauss-Kahn quizás tampoco pueda frenar la inminente fractura del actual sistema financiero y de algunas de las economías que de él dependen.

Los parlamentarios estadounidenses se han negado hasta ahora a ampliar el límite máximo de deuda autorizado por el Congreso, un techo de 14,29 billones de dólares, barrera más allá de la cual el Estado no puede incrementar su endeudamiento. El Gobierno de Obama ha insistido en vano ante el Congreso sobre la necesidad de aumentar ese techo: "Si los inversores mundiales piensan que el crédito y la buena fe de EEUU no está respaldada, si piensan que podemos renegar de nuestros compromisos crediticios, todo el sistema financiero podría colapsarse", dijo el presidente, y agregó que "podríamos padecer una recesión aún peor que la que hemos padecido, una crisis financiera peor que la que hemos pasado".

La cuestión divide a los parlamentarios. Los republicanos exigen –en palabras del presidente de la Cámara de Representantes, John Boehner– que antes se proceda a ahorrar miles de millones, algo que los demócratas consideran peligroso. Por su parte, el Tesoro afirma que podrá permanecer por debajo del límite hasta agosto del 2011 mediante ajustes contables. "Dado que el Congreso aún no ha actuado, hemos puesto en marcha una

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serie de medidas extraordinarias que le darán un poco más de tiempo para elevar el techo de la deuda", aseguró el secretario del Tesoro, Timothy Geithner.

Al momento de escribir estas líneas, resulta imposible prever lo que ocurriría si Estados Unidos no pudiera responder por su deuda. La gravedad de este tema es precisamente la razón por la que muchos analistas piensan que esto no llegará a producirse. Si sucediera, “sería el equivalente financiero a una bomba nuclear", como explicó Aaron Kohli, especialista en bonos del Tesoro en Nomuro Securities.

“En cuanto a los rendimientos, son más bajos de lo que estaban hace un mes, así que el mercado está actuando como si no hubiera problema alguno”, aclaró Scott Atkinson, del portal financiero Briefing.com. Para David Wyss, economista jefe de la agencia de calificación Standard and Poor's (S&P), “no hay ningún peligro manifiesto de falta de pago”, ya que según su opinión el Tesoro norteamericano puede seguir funcionando hasta agosto, dando tiempo a los miembros del Congreso para ponerse de acuerdo, y además el Gobierno colocaría la cuestión de la deuda entre sus máximas prioridades en caso de situación crítica.

El presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke, advirtió el peligro de “no elevar el límite de la deuda en un plazo razonable”, y declaró ante una comisión del Senado que mantener el actual límite de la deuda provocaría “como mínimo un aumento de los tipos de interés, lo que empeorará el déficit”.

Nada de esto constituye una solución de fondo. La cadena de sucesos es cada vez más elocuente. Tras convertirse en la potencia económica dominante después de la segunda guerra mundial, obteniendo una clara ventaja por el uso de su propia moneda en el comercio mundial, Estados Unidos abusó de ella y se colocó al borde de la quiebra.

Si nos desprendemos de preconceptos e ideologismos, se podría llegar a decir que no caben dudas acerca de que el libre comercio puede ser provechoso para toda la humanidad, y que resulta beneficioso poder comprar mercancías a precios convenientes practicando un intercambio equilibrado. Todo el mundo puede beneficiarse de una práctica que induce a cada país a producir aquello en lo que tiene ventajas comparativas. Pero esta doctrina tan atractiva tiene una falla de origen, porque fue concebida

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para un mundo donde el medio de pago era el oro. El patrón oro obligaba a mantener equilibrios estructurales en el comercio, y bajo su impronta todo país que quería comprar, también debía vender, tal como lo indica La Ley de Say en su premisa de que “se debe ofrecer para demandar”. Bajo el patrón oro, no era posible vender a un país que no comprara, y el comercio se equilibraba naturalmente por esta restricción. A principios del siglo pasado, Colombia y México podían exportar café a Alemania porque este país, a su vez, le vendía maquinaria a los primeros. Independientemente de otros criterios que deben ser considerados, como aquellos que obligaban a unos países a ser proveedores de materias primas mientras otros vendían maquinarias, cada operación denominada en oro producía como resultado un equilibrio basado en la propia realidad económica de cada país, y como esto era central en las relaciones entre países, bastaba una pequeña cantidad de oro para ajustarlo.

Por esta misma razón, Estados Unidos vendía y compraba muy poco a China. Los chinos eran pobres y carecían de poder de compra, y aunque los productos chinos eran baratos, Estados Unidos no podía comprar demasiado porque China tampoco podía adquirir los productos de Estados Unidos. El comercio entre China y Estados Unidos estaba equilibrado por la necesidad de pagar el saldo de sus transacciones en oro, donde el balance era un imperativo que no dejaba resquicios a ninguna posibilidad de desequilibrio estructural.

El libre comercio bajo el patrón oro también permitía que la mayoría de las transacciones no precisara de movimientos en oro para cerrar el intercambio. Los bienes se intercambian por otros bienes, y sólo los pequeños saldos se liquidaban en oro, limitando el comercio internacional a un volumen de compras recíprocas entre las partes. Por ejemplo, las sedas chinas pagaban las importaciones de maquinaria estadounidense, y viceversa.

Cuando Richard Nixon eliminó la convertibilidad del dólar en oro, todo cambió. Las transacciones se pudieron pagar en dólares y Estados Unidos se vio liberado para imprimir la cantidad de dólares que quisiera. Así fue como, desde los años 70, Estados Unidos comenzó a comprar grandes cantidades de productos de Japón, mientras los japoneses se felicitaban por vender sin necesidad de comprar, situación que hubiera resultado inviable bajo el patrón oro. Todo lo que no era imposible se hizo perfectamente

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permisible bajo el marco monetario del dólar, y de esta forma los japoneses se convirtieron en gigantescos productores y transformaron a su isla en una formidable fábrica, a la vez que acumulaban enormes reservas con los dólares que enviaba Estados Unidos para pagar sus productos. Ese fue el inicio de los enormes desequilibrios estructurales que hoy eclosionan, en un proceso que tendió a la progresiva desindustrialización de Estados Unidos.

Los efectos no tardaron en hacerse sentir. Desde los años 30, mediante los trabajos pioneros de Jenkins y Sworykin, la fabricación de televisores se hizo fuerte en Estados Unidos con marcas como Westinghouse, Philco y Motorola. Pero después de los años 70, serían superadas por la Japan Victor Company (JVC) y por Sony. Lo mismo sucedió en la industria del acero, cuando el abandono del patrón oro permitió a los japoneses vender sin necesidad de comprar, y el resultado fue que muchas industrias de Estados Unidos cerraron. El caso de la industria automotriz fue emblemático, transformando a la otrora poderosa ciudad de Detroit en un casco vacío

Esos desequilibrios estructurales de balanza de pagos fueron camuflados inicialmente por el acceso al crédito a gran escala que facilitó Washington, expansión que se produjo a medida que se destruían puestos de trabajo en la industria. El desempeño del sector financiero camuflaba el estancamiento, al estimular las importaciones procedentes de Asia, lo que llevó a que –en términos reales– los trabajadores estadounidenses no han tenido ningún aumento en sus ingresos desde 1970.

Un verdadero ejército de economistas, encabezados por Milton Friedman, impulsó la eliminación del patrón oro y el auge de la expansión del crédito y el consumo, asegurando que los desequilibrios estructurales eran en realidad transitorios. Nunca se preocuparon por las consecuencias del consumo desenfrenado que lo llevaría a absorber la mitad del PIB mundial y a acumular una deuda cuatro veces más grande que su propio PIB. Quienes avisaron que aquella enorme ventaja adquirida por Estados Unidos de comprar en el mundo con su propia moneda inflada podía convertirse en la causa de la destrucción industrial y el desempleo masivo, fueron aplastados y silenciados por el ritmo de crecimiento.

Pero, igual a lo que sucedió en la Argentina de los 90, la expansión del crédito se ha terminado y en su lugar sólo hay contracción y falta de

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liquidez. Los desequilibrios estructurales y el desempleo masivo adquieren mayor relevancia cada día, y los antiguos gurúes del endeudamiento no saben ya qué proponer para aumentar el empleo y potenciar una demanda que impulse la reactivación económica. Es imposible que lo hagan, a menos que cambie el staff permanente de la administración norteamericana, incapacitado de origen para enfrentar una corrección de estos desequilibrios, lo cual requiere nada menos que revertir el proceso de la globalización financiera y volver a industrializar y crear empleo genuino fronteras adentro.

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LA CRISIS DE LAS POLÍTICAS HEGEMÓNICAS

Al observar los mecanismos y recursos políticos, biotecnológicos, comerciales e incluso militares que maneja el conglomerado de empresas que conforman el neocolonialismo financiero, un somero análisis permite determinar que quedan pocas áreas por fuera de ese órganon que todavía no hayan sido contempladas. Y el aspecto ambiental no es precisamente una de ellas.

Desde hace un par de décadas, y con más fuerza en los últimos años, el reclamo ecologista ha ganado cada vez más adeptos en el mundo. Ahora bien, muchas de las entidades que marcan rumbos a nivel mundial en esta área, resultan por lo menos sospechosas, no por el conglomerado de personas bien intencionadas que forman parte de ellas, y que luchan honestamente en varios frentes. Lo que preocupa es saber cómo han sido conformadas, y de qué manera se manejan en determinados rubros sobre los cuales la ingenuidad militante ni siquiera está informada.

Tan profundamente se enraizaron los valores medioambientales en la población, que noticias escandalosas denunciando las actividades criminales de instituciones ambientales –como el Proyecto Lock, el Proyecto Stronghold y la participación del Wild World Foundation en el tráfico de marfil– pasaron inadvertidas. Cuanto más se desarrolla el movimiento ambientalista, más problemas medioambientales aparecen. Políticos y hombres de Estado hablan de ecología, pero el deterioro ambiental continúa.

“No importa lo que es verdad, sólo cuenta lo que la gente cree que es verdad”  decía Paul Watson, cofundador de Greenpeace, en un acto de sinceridad profunda. Mientras se combate la pesca de la ballena, se rodean con cordones humanos centrales atómicas y se desempetrola pingüinos, otro aspecto –quizá el más importantes– como es la destrucción de manifestaciones humanas, queda relegado al olvido. El medio ambiente también está compuesto por seres humanos, no sólo por pajaritos. Pero algunos parecen querer arrogarse –como en las finanzas– qué hacer con los territorios del mundo emergente.

Durante un debate en la universidad de Washington en Estados Unidos le preguntaron a Cristovão Buarque, ex gobernador del Distrito Federal del Brasil y por entonces (año 2000) presidente de la Comisión de la ONU

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“Universidad para la Paz” qué pensaba sobre la internacionalización de la Amazonia, pidiéndole que diera su respuesta desde el punto de vista de la humanidad y no como ciudadano brasileño. Buarque, quien después fuera ministro de Lula da Silva, le contestó (aunque en Internet le adjudican estas palabras al cantante Chico Buarque), que como brasileño estaba en contra de la internacionalización de la Amazonia, ya que “por más que nuestros gobiernos no cuiden debidamente ese patrimonio, es nuestro”. Pero como humanista, ante el riesgo de la degradación ambiental de la Amazonia, podía aprobar su internacionalización si también se aplicaba este mecanismo a todo lo demás que es de importancia para la humanidad.

Si la Amazonia, desde una ética humanista y ambiental, debe ser internacionalizada, Buarque planteó que también se internacionalicen las reservas de petróleo del mundo entero, ya que es tan importante para el bienestar de la humanidad como la Amazonia, y a pesar de eso los dueños de las reservas detentan el derecho de aumentar o disminuir la extracción de petróleo, y subir o no su precio. De la misma forma –agregó– el capital financiero de los países ricos debería ser internacionalizado, ya que la Amazonia es una reserva para todos los seres humanos, que no se debería quemar solamente por la voluntad de algunos de sus actuales dueños o de un país. Quemar la Amazonia –aseguró– es tan grave como el desempleo provocado por las decisiones arbitrarias de los especuladores globales, y no se debería permitir que las reservas financieras sirvan para quemar países enteros en la voluptuosidad de la especulación. También propuso la internacionalización de los grandes museos como el Louvre, ya que no se debería dejar que el patrimonio cultural mundial sea manipulado por un solo propietario.

Durante ese encuentro, las Naciones Unidas estaban realizando el Foro del Milenio, del cual algunos presidentes tuvieron dificultades para participar. Por eso, Buarque planteó que la sede de las Naciones Unidas también debía ser internacionalizada para evitar que un país se arrogara quién participa y quién no de las reuniones de la ONU.

Y redoblando la apuesta, Buarque planteó que si EEUU quiere internacionalizar la Amazonia, que se hiciera lo mismo con los arsenales nucleares, porque ya demostraron que son capaces de usar esas armas, provocando una destrucción miles de veces mayor que las lamentables quemas realizadas en los bosques del Brasil.

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E informó que los George Bush, por entonces candidato a la presidencia de los Estados Unidos, había defendido la idea de internacionalizar las reservas forestales del mundo a cambio de deudas. Propuso en cambio canjear deuda para garantizar que cada niño del mundo tuviera posibilidad de comer y de ir a la escuela, internacionalizando a la infancia mediante una asignación universal por niño sin importar en qué país nació. “Cuando los dirigentes del mundo –aseveró Buarque– traten a los niños pobres del mundo como Patrimonio de la Humanidad, no permitan que trabajen cuando deberían estudiar y que mueran cuando deberían vivir, estaré de acuerdo en internacionalizar la Amazonia”.

El ambientalismo en los países centrales parece estar preocupado por lo que sucede debajo del Ecuador, pero muy poco por los descomunales basureros que están dejando allí el consumismo y los combustibles fósiles. Nada de lo que plantean ambientalmente, ni siquiera los bonos de carbono, es ingenuo.

Esto ocurre en el continente africano. WWF fue la institución fundacional del movimiento ambientalista, y es la organización con más presencia en África, muy especialmente en reservas y parques naturales. Los fundadores y miembros selectos del WWF son de la nobleza, militares y financieros relacionados con los intereses políticos y económicos de grupos de poder europeos extendidos en todo el mundo. Ya desde su fundación, WWF tuvo el apoyo de la corona británica. Una de las instituciones ligadas a WWF es la Sociedad Geográfica Real, que patrocinó las expediciones coloniales de David Livingstone y estaba formada por miembros como Sir Francis Galton, padre de la eugenesia y la biometría racial. También la Sociedad Zoológica de Londres, fundada por el virrey de la India, Sir Stamford Raffles, de la cual el príncipe Philip fue presidente. El objetivo inicial de esta institución fue asegurar la presencia imperial en áreas estratégicas.

Tanto la población europea como la estadounidense comenzaron a ser instruidas en el ambientalismo como una doctrina salvacionista, siempre dentro del materialismo capitalista y vinculada a teorías neomalthusianas y profecías catastrofistas más o menos científicas. Mientras tanto, miembros de WWF y otras instituciones vinculadas al ambientalismo fundaron en 1968  el Club de Roma, ente privado que tiene como objetivo “trabajar para la investigación y solución de los problemas medioambientales”. Dos de los fundadores del ese Club, Maurice Strong y Alexander King, permiten seguir el rastro de la posterior fundación de instituciones como Sierra

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Club, Earth First (Tierra Primero), Greenpeace, Amigos de la Tierra y muchas otras. Strong fue director de la primera Oficina del Medioambiente para la ONU, y cabeza visible de la Cumbre de la Tierra de Rio de Janeiro en 1992.

Los imperios modernos europeos y norteamericano son la fuerza política más poderosa y devastadora de la historia. Comparados con ellos, los romanos parecen mansos boy scouts. Dicho poder se ha construido primero mediante la explotación colonial mundial, y luego con un refinado sistema de dependencia económica, a través de corporaciones transnacionales que explotan recursos y poblaciones de las antiguas colonias, prolongando su dominio y aumentando su poder con transformaciones políticas, sociales y económicas que se amoldaban a su agenda. Finalmente, a través de un entramado que hemos dado en llamar “neocolonialismo financiero”, que consiste en el sencillo método de la vieja usura: endeudar de tal manera a países y empresas hasta un punto en que, insolventes, deban entregar su patrimonio para cubrir el préstamo.

Nada de esto tiene que ver con pueblos o Estados. Por sobre ellos campea un único imperio con un único interés: el lucro. Para alcanzarlo sin incómodas molestias, el mejor mecanismo que han encontrado es el embrutecimiento de la población, a través de una colonización cultural cada vez más sofisticada en sus instrumentos.

Hechas estas acotaciones, volvamos a ocuparnos del África como ejemplo del accionar de estas instituciones. En el caso particular de ese continente, el proceso de devastarlo siguió tres etapas, primero se lo invadió y se establecieron colonias gobernadas por diferentes coronas y repúblicas europeas. En 1885, todo el continente africano estaba repartido entre el Reino Unido, Francia, Bélgica, Holanda, Alemania, España, Portugal e Italia. A fines del siglo XIX, el imperio inglés era el máximo poder controlador de ese inmenso territorio.

La segunda etapa del plan imperial sobre África fue la transición desde gobiernos coloniales a gobiernos controlados vía presidentes títeres, que inauguraron naciones ajenas a las diferencias culturales y étnicas. Las grandes corporaciones mineras, petroleras, químicas, farmacéuticas, textiles, así como inversiones y posesiones de las mismas élites europeas, permanecieron en estos nuevos estados más allá de algunos conatos de

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nacionalización. Todas esas corporaciones están relacionadas con casas reales europeas y grandes grupos bancarios angloamericanos como Riotinto, N.M. Rothschild, Angloamerican, Monsanto, Minorco, De Beers, ICI, Unilever, Barclays, Shell y Lonrho. Esta última (London Rhodesian) posee 636 filiales dispersas en todos los países africanos, y es el mayor productor de comida industrializada, el mayor productor de tejidos y el mayor distribuidor de vehículos en África.

Después del control económico, la tercera etapa del proceso fue hacer de África un continuo escenario de enfrentamientos y guerras. Los diversos pueblos africanos, financieramente dependientes y fracturados socialmente, se endeudaron constantemente y fueron obligados a pagar utilizando como moneda de cambio el derecho a explotar sus recursos por parte de las corporaciones. Pero para eso, era necesario que la idea de soberanía de esos gobiernos apuntara hacia sus propios hermanos de otras etnias, y no hacia otro lado. Los diferendos por límites y las expulsiones de poblaciones enteras en territorios de interés de las trasnacionales pasaron a ser la tónica.

La última etapa requería entonces, además del control financiero, una presencia logística de control territorial e incluso una fuerza militar en el mismo continente africano que arbitrara en beneficios de los explotadores. Oficialmente, una nación extranjera no puede operar dentro de un estado soberano, pero un organismo supranacional como la ONU sí. En muchos estados africanos se observa la presencia de ejércitos de cascos azules, nutridos por los propios ejércitos europeos. Un organismo gubernamental europeo tampoco puede controlar territorialmente el continente, pero –en el caso del África– una serie de incontables organizaciones no gubernamentales se encargan de ello. Ahí es donde entra en acción el movimiento ambientalista.

Nada menos que un 8% del continente africano está bajo régimen de parque, reserva o espacio protegido, extensión equivalente a tres veces el territorio de Francia, o –para tomar un ejemplo más cercano– a siete veces el de la provincia de Buenos Aires. Estos territorios están administrados y controlados por plataformas medioambientales de la ONU y organismos como WWF. Muchos de esos parques están ubicados en fronteras estatales y lugares geoestratégicos, donde se observan actividades de guerrillas, tráfico de armas y drogas, o caza furtiva. El control estratégico de estos parques y reservas por la llamada “comunidad internacional” tiene

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injerencia en aspectos tan diversos como flujos migratorios, movimientos de refugiados y de las milicias que generan periódicos conflictos bélicos, casi siempre rentables para los intereses de las empresas concentradas.

El control territorial de las áreas fronterizas estratégicas muestra su mejor ejemplo en Ruanda. Más del 20% de su territorio son parques y reservas en las fronteras con Uganda y el Congo (ex Zaire). El conflicto étnico en la zona es histórico. El RPF (Frente Patriótico Ruandés) se armó en el estado títere de Uganda e invadió Ruanda en 1990, integrado por miembros del ERN (Ejército de Resistencia Nacional) y financiado por el programa conjunto IMET, del ejército británico y del norteamericano, con armamento de fabricación israelí. La invasión se llevó a cabo por los parques Gorilla, Akagera y Volcanes, todos ellos pasos fronterizos donde se realizan programas de protección del gorila y administrados por la WWF.Ya en 1994, el ejército ruandés fue armado y financiado por la inteligencia francesa, denuncia realizada por Joan Casoliva y Joan Carrero en su libro “El África de los grandes lagos”; mientras el RPF volvía a ser armado y entrenado en Uganda por fuerzas británico-norteamericanas.

La británica Linda Melvern, autora del libro "Un Pueblo traicionado: el papel de Occidente en el genocidio de Ruanda”, denunció que mientras se armaba a los dos bandos con fondos de ayuda internacional, el diplomático norteamericano Henry Kissinger visitó la zona a finales de 1993 en “misión diplomática”. Meses después de su visita, Ruanda sería escenario de los genocidios más salvajes y rápidos de los que se tienen registro. Como señala Melvern, el RPF volvió a avanzar sobre Ruanda a través del parque natural Akagera, administrado por WWF.

Nada de lo que allí sucedió tuvo sentido; pero sí se constataron datos significativos: las tropas de ambos bandos usaban las mismas armas, principalmente el rifle de asalto AK 47; todas consumían crack, sustancia imposible de conseguir antes en la zona; y todas las tropas se sirvieron, tanto en la huida como en la invasión, de los parques naturales administrados por plataformas medioambientales de la ONU y el WWF. El resultado fue el genocidio de 800.000 personas en tres meses, la violación sistemática de todas las mujeres tutsis (y muchísimas hutus), y el trauma y mutilación psíquica de toda una generación.

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Las sociedades europeas quedaron temporalmente conmocionadas, cuestionando la utilidad de las tropas de la ONU y preguntándose retóricamente “cómo esto fue posible”. La hipocresía europea se preguntaba “por qué los cascos azules no estaban cuando comenzaron las matanzas”, en vez de cuestionarse por qué estaban allí durante los años anteriores. Las tropas del UNAMIR, contingente de 2.539 soldados, tuvieron 10 bajas mientras morían 800.000 personas.

Ruanda posee un gran potencial mineral, especialmente en oro, que hoy está siendo explotado por corporaciones mineras europeas al igual que en Tanzania, Uganda, Burundi y otros países que sufrieron conmociones similares, y la WWF continúa con sus planes de protección de animales en los parques naturales de todos esos países. Todos ellos están endeudados hasta el tuétano después de esas guerras fratricidas y descabelladas. Todos, para pagar esos empréstitos destinados mayoritariamente a la compra de pertrechos bélicos, están abriendo sus ricos recursos naturales a la explotación indiscriminada.

Es cierto que el modelo de explotación africano ha sido y es desmesuradamente más cruento que el aplicado en nuestras tierras. Pero lo que importa a efectos de este análisis no es un fixture de violencia, sino desentrañar mecanismos de dominación.

El Informe Planeta Vivo 2010 fue elaborado por la WWF y “documenta el estado cambiante de la biodiversidad, los ecosistemas y el consumo de recursos naturales de la humanidad, explorando las implicaciones futuras de estos cambios para la salud, la riqueza y el bienestar”. Los indicadores que utiliza el Informe son el Índice Planeta Vivo (IPV) que mide la salud de los ecosistemas; la Huella Ecológica y Huella Hídrica, que miden la demanda de la humanidad sobre los recursos naturales; y los Indicadores de Servicios Ecosistémicos sobre almacenamiento terrestre de carbono y suministro de agua dulce. El Informe Planeta Vivo 2010 se lanzó en Bristol (Reino Unido), con una transmisión simultánea desde Manila, Filipinas y Quito (Ecuador) en la que Yolanda Kakabadse –presidenta de WWF– habló en vivo junto con Vicente Pérez (miembro del Consejo, desde Manila), el director general de WWF Internacional, Jim Leape, y un prestigioso panel que incluyó al profesor Chris Palmer, reconocido productor de películas sobre vida silvestre, y a Nick Ross, periodista y miembro del UK Committee on the Public Understanding of Science.

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Según datos de ese Informe la Argentina se ubica entre los diez países que concentran más del 60% de la capacidad territorial de proveer servicios ambientales de importancia global, como la producción de alimentos y la captación de CO2. En el Año Internacional de la Biodiversidad, este Informe documentó los cambios en la diversidad biológica, los ecosistemas y el consumo de los recursos naturales, con cifras que manifiestan el deterioro que está sufriendo el medio ambiente.

Según el Informe, en 2007 –últimos datos disponibles– el indicador que mide la demanda de la humanidad sobre los recursos naturales excedió en un 50% la capacidad de la tierra de reponer los recursos naturales consumidos y absorber desechos como el CO2, producidos por la actividad humana. Esto se debe, principalmente, a la huella de carbono, que aumentó 11 veces desde 1961 y más de la tercera parte desde 1998. Así, la gente utilizó el equivalente a 1.5 planetas en 2007 para sostener sus actividades, y se estima que para 2030 se necesitará la capacidad de 2 planetas para absorber los desechos de CO2 y mantener el consumo de recursos naturales. Nada se dice sobre los desechos orgánicos en buen estado, ni sobre qué parte de la humanidad es responsable de esa demanda y de ese derroche.

En este contexto, la Argentina cumple para la WWF un rol primordial. Se encuentra 9º dentro de los 10 países que totalizan más del 60% de la capacidad de la tierra de producir estos recursos y proveer servicios ambientales, junto con Brasil, China, Estados Unidos, Rusia, India, Canadá, Australia, Indonesia y Francia.

En la actualidad, los “servicios ambientales” que brinda la Argentina exceden largamente nuestras necesidades de consumo interno. En este sentido, nuestros recursos naturales, a partir de las exportaciones de commodities (por ejemplo, pesca o agricultura), se destinan mayormente a alimentar regiones distantes del planeta como la Unión Europea o China. En un contexto futuro de recursos limitados, nuestro país pasa a tener un “rol estratégico” según la organización Vida Silvestre.

Pero las exportaciones de productos agrícolas y de la pesca, sumadas al impacto que tiene el consumo interno, generan ya una presión importante sobre los recursos naturales argentinos. El Informe analiza la situación de los bosques y de los recursos pesqueros globales. Con respecto a los

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bosques, sostiene que se perdieron 13 millones de hectáreas por año entre 2000 y 2010 a nivel mundial (datos FAO), lo que equivale a cuatro veces la superficie total de bosques existente en la Argentina. En nuestro caso específico, según datos de la Secretaria de Medio Ambiente de la Nación, entre 2002 y 2006 se perdieron 300.000 hectáreas de bosques por año, equivalentes a 15 veces la ciudad de Buenos Aires, con más del 1% de tasa anual de deforestación, lo que nos coloca por encima del promedio mundial.

El Informe de la WWF también incluye la situación crítica de la pesca. El 70% de los stocks pesqueros marinos comerciales está amenazado. En nuestro país, durante los últimos 20 años se perdió el 80% de la población de merluza, nuestro principal recurso pesquero. O sea que ese destino de “reserva estratégica” se da contradictoriamente de patadas con nuestra verdadera capacidad de dotar de alimentos al mundo sin afectar nuestros recursos naturales, y sobre todo nuestra capacidad futura de brindar alimentos sanos y variados a nuestra propia población.

El indicador utilizado en el Informe denominado Índice Planeta Vivo (IPV) mide la salud de los ecosistemas mediante un análisis de las tendencias de cerca de 8.000 poblaciones de especies de vertebrados. De acuerdo al IPV, la biodiversidad disminuyó un 30% entre 1970 y 2007 a nivel global. La terrestre se redujo cerca del 25%; la marina disminuyó un 24% y la de agua dulce cayó un 35%. El IPV Neotropical, que incluye a Latinoamérica, se redujo un 55%, principalmente por los cambios en el uso de la tierra.

Al comparar el IPV según el nivel de ingresos de los países, en los países con ingresos altos aumentó 5% entre 1970 y 2007, mientras que en los países con ingresos medios y bajos disminuyó 25% y 58%, respectivamente en el mismo período. Ante esto, la WWF argumentó que “mientras los países desarrollados están tomando conciencia e invirtiendo esfuerzos en la conservación de sus recursos naturales, los países en desarrollo se ven en la necesidad de aprovecharlos al límite de su capacidad”. Lo paradójico de la cuestión, por decirlo de algún modo, es que estos recursos son consumidos mayoritariamente en los países desarrollados, y las empresas que los explotan tan indiscriminadamente también tienen sus casas matrices allí (o en algún paraíso fiscal, si les resulta más conveniente o se ven amenazadas por las duras leyes antitrust del Primer Mundo).

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Según el Informe mencionado, las amenazas principales para la biodiversidad originadas por la demanda humana son la pérdida de ecosistemas como producto de la deforestación, su alteración y fragmentación, la sobreexplotación de poblaciones de especies silvestres, la contaminación, el cambio climático y las especies invasoras. Estas demandas son satisfechas por unos pocos sectores clave, como agricultura, silvicultura, pesquería, minería, industria, agua y energía. Por supuesto, todas ellas generalmente en manos de corporaciones del primer mundo.

El nivel de impacto que tienen estos factores sobre la biodiversidad, para la WWF depende de tres aspectos: el número total de consumidores, la cantidad consumida por persona y la eficiencia con la que los recursos naturales son convertidos en bienes y servicios. Y propone “la creación de nuevas áreas protegidas, junto al manejo efectivo de las ya existentes, como herramientas clave que integren la conservación de la biodiversidad con el uso sostenible, y puedan proveer servicios ambientales para satisfacer las necesidades humanas y ayudar para adaptarse mejor a los efectos del cambio climático”. Es decir, áreas de reserva estratégica. Los habitantes del Atlántico Norte siempre se han mostrado ahorrativos y previsores con los recursos ajenos.

En octubre del 2010 se desarrolló en Japón una nueva reunión de la Convención de Diversidad Biológica en la que diversos países, incluida la Argentina, renovaron el compromiso de proteger al menos el 10% de sus superficies terrestres y marinas. Nunca como antes había existido tanta preocupación ambiental en los países desarrollados.

Estas preocupaciones ambientales se enmarcan en la relativa pérdida de hegemonía por parte del modelo dominante, sumido en una crisis económica que todavía no ha dado fin, con desocupación, endeudamiento y déficit gigantescos que acotan su rol activo de gendarme mundial. Su debilitada efectividad en la creación de amenazas –que siempre terminan beneficiándolo– convive con un poderoso e intacto aparato militar en un escenario global donde la emergencia de una nueva potencia económica es vista con preocupación competitiva. China ya ocupa el segundo lugar del ranking mundial, y sus mecanismos de relacionamiento con el resto del mundo, a pesar de su hermeticidad, generalmente no condicen en un ciento por ciento con los aplicados históricamente por los países hasta hoy centrales.

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En América latina en general, y en Argentina en particular, la presencia china no se reduce a disputas de precios del subcapital comercial aplicado a la distribución minorista, ni al rol de comprador de commodities generalmente destinados a cubrir la demanda interna de China, incrementada por el éxodo del campo a la ciudad o la alimentación de animales de granja.

Un informe publicado por la CEPAL en 2010, señala que la potencia asiática se convirtió en una de las fuentes principales de Inversión Extranjera Directa (IED) en América latina, tercera detrás de Estados Unidos y los Países Bajos, con un flujo de poco más de 15 mil millones de dólares. Argentina recibió 5.550 millones de dólares, ocupando el segundo lugar en el subcontinente, detrás de Brasil que recibió 9.563 millones. En el resto de países se invirtió en forma muy exigua.

Esto sucedió en un estrecho margen de tiempo. En el 2009 habían sido sólo 225 millones. El salto a 15 mil millones en 2010 implica un incremento de casi 67 veces. Para el 2011, los anuncios de inversión en etapa de desarrollo sumarán a la región 23 mil millones de dólares más en inversiones. Un caso similar se observa en África, donde las inversiones chinas superan ampliamente a las desplegadas en conjunto por las antiguas potencias coloniales y los Estados Unidos.

El despegue de las inversiones directas chinas coincide con la caída de los tradicionales flujos mundiales de inversión, como resultado de la crisis financiera que impacta de lleno a los países desarrollados, pero que se superó rápidamente en un país asiático que además es hoy el principal exportador mundial. La gran capacidad financiera de las empresas chinas como resultado de estos factores, cuenta además con el apoyo del Estado a través de una estrategia nacional de desarrollo, que incluye oferta de crédito subsidiado hasta un 70 % de la inversión total para empresas que inviertan en el exterior en áreas prioritarias, especialmente para la adquisición de recursos naturales escasos en China.

Es en este marco donde debe analizarse la “preocupación” del ambientalismo del mundo desarrollado y sus desvelos por la “preservación”, frente a la amenaza de los flujos de inversión directa china. En el Cono Sur, resulta claro que la potencia asiática busca asegurar su provisión de materias primas, fundamentalmente minerales (29,5 %),

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productos oleaginosos (44,7 %) e hidrocarburos (25,8 %), mientras –como potencia emergente en esta era del capital– sus exportaciones hacia la región se concentran en productos manufacturados. En el caso argentino, los porotos de soja representan el 46 % de nuestras ventas totales a China.

Se incrementa la demanda, aumentan los precios. Es el viejo carrousel de la inflación. En este sentido, el colosal crecimiento en los precios de los commodities que se había producido por el desembarco de la especulación financiera, es un fenómeno que ahora también incluye a China como responsable, al haberse transformado en el principal demandante de esos insumos. Es decir que satisfacer la demanda global será un campo de batalla más que interesante de aquí en más. Las razones que explican la inversión directa o el sometimiento financiero surgen de una misma necesidad, que es asegurarse la provisión en el largo plazo.

Y no estamos hablando de pequeñeces. Según la CEPAL, entre 2000 y 2009 la China fue responsable del 63 % de incremento en el consumo de aceite de soja y del 46 % del aumento en la demanda de petróleo. En el caso del cobre, la demanda China compensó por sí sola la caída que se produjo en el resto del mundo. Esto explica por qué el 61 % de las adquisiciones chinas en el extranjero se concentraran en empresas productoras de materias primas, en energía y en minería.

En el 2010, y fuera de las IED mencionadas, las principales inversiones chinas en la Argentina se orientaron al sector hidrocarburos. Sinopec –una de las cuatro petroleras estatales que controlan el mercado chino junto a CNOOC, la Corporación Nacional del Petróleo y Sinochem– adquirió el 100 % de Occidental Argentina en 2.450 millones de dólares, firma que pertenecía a la estadounidense Oxy. En algún momento se dijo que CNOOC compraría YPF, pero después la estatal china invirtió 6.600 millones de dólares para comprar el 50 % de Bridas, del Grupo Bulgheroni, por 3.100 millones y el 100 % de Pan American Energy por 3.500 millones, empresa que estaba en poder de British Petroleum. Son 8.550 millones de dólares, la mayor inversión en el sector de hidrocarburos argentinos desde que la española Repsol adquirió la estatal Yacimientos Petrolíferos Fiscales.

En el sector agrícola también se han observado proyectos de inversión, aunque ninguno se ha concretado hasta ahora, excepto la oferta de la

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provincia china de Heilongjiang que expresó su intención de invertir 100 millones de dólares en Río Negro para la producción de soja de exportación. Habrá que ver cómo afecta esta propuesta la nueva legislación sobre la propiedad de tierras para extranjeros ponga coto a un proyecto provincial cuya redacción parece surgida de la década del ’90. Ya volveremos sobre este tema, por ahora lo que importa es señalar que el ambientalismo occidental parece comenzar a enfrentarse al expansionismo económico asiático, y resulta necesario que en ese choque de elefantes no terminen despanzurradas las hormigas.

Más allá de las preocupaciones ambientalistas de la WWF, la Argentina –junto con Brasil– comienza a despertar y a tomar responsabilidades propias sobre el propio territorio. No se trata de proponer políticas de un nacionalismo exacerbado en cuanto a las inversiones directas de otros países. Como vimos en el caso del África, para utilizar un ejemplo espeluznante, todo depende de intenciones y mecanismos. El flujo inversor chino, a pesar de no estar orientado a la compra de tierras, acentúa en nuestro país un modelo de inserción internacional que nos asigna el rol de proveedores de un reducido número de materias primas, productos con escaso valor agregado local y cuya exportación implica un efecto multiplicador –no así tributario– bastante escaso sobre la economía nacional si lo tomamos como parámetro para dimensionar un verdadero y definitivo despegue nacional.

Este panorama, por supuesto, no cae bajo la responsabilidad de China. Forzando la rienda, tampoco es responsabilidad de los grupos financieros que especulan con commodities. O de las transnacionales que manejan nuestro mercado exportador. Nunca la culpa es de los piratas, sino de los que les dejaron abierta la puerta trasera del fuerte. Transformar la alta demanda de recursos naturales en una palanca para el desarrollo nacional es la llave pendiente para una planificación de largo plazo de nuestra economía, y pasa necesariamente por un serio debate sobre el modelo de país que queremos.

Los impactos de esta nueva realidad mundial son variados y complejos. Al ojo avizor sobre supuestas políticas de preservación ambiental que esconden otros interesas, debe sumarse el necesario análisis de los montos y la radicación de la inversión externa. Un nuevo elemento que se suma a este marco es el del precio de la tierra. Es necesario definir qué queremos

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preservar, hasta dónde, pero también qué queremos sembrar, qué tipo de inversión resulta conveniente para los intereses nacionales, e incluir en esta compleja ecuación un aspecto principal: en manos de quiénes estará la tierra. La cómoda situación de países productores de commodities como el nuestro, gracias al aumento de los precios internacionales, arrastra también hacia arriba el precio de un insumo básico como la tierra. En este marco, cabe preguntarse cuánta inversión mediana o pequeña de origen nacional quedará fuera de juego en esta carrera ascendente de los valores inmobiliarios rurales.

Dentro de la zona maicera y sojera, el precio de la hectárea pasó de 4.000 dólares en el año 2000 a casi de 15.000 dólares en el 2011, últimos datos recabados por un estudio de la Bolsa de Comercio de Rosario. Es cierto que la moneda estadounidense se ha depreciado, pero al tomar como referencia la segunda moneda en importancia, el euro, el incremento real ha sido de un 121% aproximadamente. En tanto, el valor de la tierra aplicada a otros cultivos no se ha incrementado en el mismo nivel. Según el mencionado informe, en la zona triguera la hectárea está en 6.000 dólares; en la zona de invernada llega 7.500 dólares y en la zona de cría es de 2.500 dólares.

El informe muestra también que la siembra de cereales y oleaginosas ha crecido de 26 millones de hectáreas en la campaña 2000/01, a 31 millones en 2009/2010, con un incremento de 16,7% y se calcula en 35.5 millones las hectáreas cultivadas para 2010/2011. Dentro de estas cifras, la participación de la soja en el total sembrado se incrementó. La porción de esta oleaginosa fue del 39,95% durante el período 2000/01, pero en el 2009/10 llegó al 58,86 %.

El precio del bien final, también llamado de primer orden, determina el precio del bien de orden superior a través de la teoría de la imputación, como alguna vez señalaron los economistas de la vieja Escuela Austriaca, Carl Menger y Eugen von Bawerk. De este modo, el precio de la tierra depende, fundamentalmente, del precio del bien producido en ella. Esto se puede entender si tomamos en cuenta el precio que tenía la soja en el 2000/01 con un valor FOB de 160 dólares la tonelada, mientras que en tiempos recientes ha tocado los 500 dólares o más.

En este marco se inscribe el pedido de la FAO a nuestro país para dotar de más alimentos al mundo. Argentina superó la meta de las 100 millones de

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toneladas y apunta en esta década, a través del Plan Estratégico Agroalimentario y Agroindustrial, alcanzar las 160 millones, según previsiones del ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca de la Nación. Queda por ver en qué tierras y a qué valores inmobiliarios –es decir, quienes podrán comprarlas– se generará ese plus del 60 %.

El titular de Agricultura, Julián Domínguez, junto al ministro de Economía Amado Boudou, se reunió con el ministro de Agricultura de Francia, Bruno Le Maire, en el "Taller de Trabajo G 20 sobre Commodities" realizado recientemente en Buenos Aires, para lograr un diálogo responsable en torno a la producción de alimentos

El objetivo es producir con más desarrollo, más tecnología y más inclusión, con metas compartidas a nivel global para lograr un proceso genuino de crecimiento y desarrollo. Un cambio en el paradigma de intercambio, que favorece a los países que producen alimentos, ha colocado por primera vez en la mesa de negociaciones la seguridad alimentaria. La Argentina, junto con Brasil, Paraguay y Uruguay producen en conjunto 300 millones de toneladas de oleaginosas, lo cual garantiza la alimentación de 1.200 millones de personas. Pero la cuestión de fondo es quiénes se apropian de esos beneficios. El objetivo de los países productores –como el nuestro– apunta a incorporar conocimiento mediante una transferencia tecnológica al servicio del desarrollo agroalimentario para dotar de alimentos al mundo, pero que a la vez permita generar valor agregado en origen.

La Cumbre del Grupo de los 20, realizada en Corea, fue así el escenario de una “guerra de divisas”. Las potencias centrales, en especial Estados Unidos, presionan a los países en desarrollo para que revalúen sus monedas, según ellos para mejorar la competitividad, aumentar las exportaciones y reactivar rápidamente la producción y el empleo. O sea, terminar con la “odiosa discordancia” que se observa entre el déficit de las naciones ricas y el superávit de las periféricas. Una vez más, el planteo de que los emergentes paguemos, mediante recetas que buscan transferirnos el costo de la crisis.

El canciller Héctor Timerman, pocas horas después de aterrizar en el aeropuerto internacional de Incheon, fue tajante: “El superávit y las reservas internacionales argentinas son garantía de estabilidad y no se van a supeditar a los intereses de otros países”. La Argentina comparte su

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posición con las naciones que integran el BRIC (Brasil, Rusia, India y China, que además concentran una enorme porción de la población mundial), junto a algunos países petroleros y con el resto de los emergentes.

El otro frente, por primera vez en la historia del capitalismo, muestra más desacuerdos que solidaridades. La política monetaria expansiva de los Estados Unidos genera baches casi insalvables, y complica sobremanera a los países europeos, que a su vez tienen diferencias profundas al interior de la Unión. La “crisis de alcoba” del FMI no es ajena a estos desaguisados. Pero como decimos en otro capítulo, esto no constituye un argumento de peso para decretar la muerte del capitalismo salvaje. Ya ha demostrado su capacidad de supervivencia en crisis similares, y las potencias mundiales suelen cerrar filas cuando se trata de disciplinar al resto del mundo. La amenaza que utilizarán esta vez, es un mayor proteccionismo comercial.

El debate entre los jefes de Estado se llevó a cabo en el Coex, el gran centro de convenciones de Seúl que incluye un complejo de 119 mil metros cuadrados con comercios, cines, discotecas, un acuario y salas de videojuegos. El sistema de seguridad ocupó 50 mil policías y el ejército estuvo en alerta máxima para evitar atentados y controlar las manifestaciones de grupos antiglobalización.

Cristina Fernández de Kirchner presidió una mesa redonda sobre finanzas en la Cumbre de Negocios que se desarrolló paralelamente al encuentro de los presidentes, donde disertó sobre regulación financiera y apoyo a la economía global ante líderes empresarios. Se reunió con el primer ministro de Canadá y ya por la noche asistió, junto al resto de los presidentes de las naciones del G-20, a la cena de honor ofrecida por el primer mandatario surcoreano, Lee Myung-bak. Luego se realizaron las sesiones plenarias de la Cumbre, donde estuvo acompañada por el canciller Héctor Timerman, el ministro de Economía, Amado Boudou, y el embajador argentino en Washington, Alfredo Chiaradía.

En la agenda del G-20 figuraba la reforma del Fondo Monetario Internacional (FMI), sobre la que avanzaron los ministros de economía en su reunión anterior a la cumbre, la seguridad financiera internacional, la ayuda a los países más pobres y el cambio climático, pero las tensiones por

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el valor de las monedas y el consecuente peligro de una guerra comercial dominaron la escena.

El último informe de perspectivas económicas del FMI señaló que las naciones desarrolladas tienen excedentes de producción que no podrán colocar en sus mercados. Si bien las proyecciones indican que la economía mundial crecería en el 2011 cerca de un 4 % en promedio, los países emergentes promediarán un 6 % contra un 2 % de los industrializados, tasa que no les sirve a las potencias para revertir sus altos índices de desempleo para impulsar el consumo. El objetivo de Estados Unidos es incrementar las exportaciones hacia los países que crecen a mayor ritmo, devaluando el dólar como camino más corto para mejorar sus ventas. Pero tampoco alcanza con eso, porque paralelamente es necesario que el resto de las monedas se fortalezcan, ya que los tipos de cambio son valores relativos.

China se resiste a revaluar el yuan para no ver afectada su competitividad, seguir creciendo a tasas altas y mantenerse como el mayor exportador del mundo. La misma postura mantiene el resto de países emergentes, que desean mantener sus fuertes superávits. En la reunión previa de ministros de Economía del G-20, el secretario del Tesoro estadounidense Timothy Geithner propuso limitar los superávits y déficits de cuenta corriente con el objetivo de atenuar los desequilibrios globales, y propuso un tope de 4 % que debería estar vigente en 2015. La mayoría de los países del grupo descartó poner límites cuantitativos. Incluso Alemania se diferenció de Estados Unidos, porque tiene un superávit de cuenta corriente que no fue alcanzado como consecuencia de su política cambiaria, sino por la mayor eficiencia y productividad de sus empresas. Sin embargo, los alemanes coinciden con el gobierno estadounidense en pedirle a China que revalúe el yuan.

Estados Unidos, de manera inconsulta, comenzó a inundar de dólares la plaza financiera mundial, intentando que su moneda se deprecie en términos relativos y les permita acelerar su reactivación. A eso apunta la decisión de la Reserva Federal de comprar bonos soberanos por un monto de 600 mil millones de dólares, que además se utiliza como represalia a la política comercial china, país que tiene la mayor parte de sus reservas en dólares.

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El peligro latente es que la “guerra de divisas” se transforme en una “guerra comercial”. Esta carrera por tratar de tener la moneda más débil podría derivar en la aplicación de medidas proteccionistas que restrinjan los intercambios comerciales, como señaló la Organización Mundial del Comercio, invitada a participar de las reuniones del G-20. Ya existen antecedentes inmediatos. A fines de setiembre del 2010 la Cámara de Representantes de Estados Unidos dio media sanción a un proyecto de ley para imponer barreras a productos de países con monedas devaluadas.

Durante la crisis de la década de 1930, Estados Unidos ya había aplicado mecanismos similares, fijando aranceles extraordinarios que afectaron el comercio mundial y a su vez generaron represalias de otros países. Por el momento se trata sólo de amenazas, pero cada vez que asoma un indicador negativo en los factores mencionados, resurge la posibilidad de una recaída y las posiciones se endurecen. Pero la situación no es la misma que en los años 30. Por primera vez y en bloque, los países emergentes mantienen posiciones firmes y han declarado que no están dispuestos a ser quienes paguen nuevamente el costo de la crisis.

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¿CRISIS ALIMENTARIA O CRISIS DE LA USURA?

Recientemente, el multifacético pensador Alejandro Dolina señaló que "en menos de un mes tuvimos una beatificación, el casamiento de un príncipe y la ejecución de un moro: bienvenidos a la Edad Media”. La humorada juega con el absurdo, pero también es cierto que después de un tsunami con accidente nuclear, los levantamientos populares en Oriente Medio con bombardeos de la OTAN incluidos y las sentadas multitudinarias en Europa, en el mundo sigue aumentando el número de hambrientos hasta un punto que deja a las hambrunas de la Edad Media como datos casi anecdóticos. De hecho, desde mediados del año 2010 los precios de los alimentos no han dejado de crecer, hasta alcanzar valores récord en 2011. El punto de combustión se originó con la disminución de las cosechas de cereales en algunos países exportadores, como ha ocurrido en nuestro país a causa de las sequías, lo cual desembocó en una reducción de la oferta que impulsó el incremento de los precios. Para garantizar su propio abastecimiento y poder defenderse del aumento, varias naciones productoras limitaron sus exportaciones y redujeron más aún la oferta, generando tensión y alzas en el mercado, y con esto dejaron a merced de los poderosos un argumento central para la defensa de sus intereses.

A mediados de febrero del 2011, el Banco Mundial dio a conocer sus primeros análisis sobre los impactos sociales causados por el incremento de precios en los alimentos, anunciando que para este año el número de hambrientos en el mundo podría crecer en 75 millones, hasta rondar los mil millones (un sexto de la población mundial), a la vez que aumentaría en 44 millones el número de personas afectadas por la pobreza extrema. De esta forma entra en zona de grave riesgo el primero de los Objetivos del Milenio, por el cual los países signatarios se comprometían a reducir el porcentaje de personas hambrientas a la mitad.

El presente y el futuro no auguran desempeños que favorezcan el optimismo. La Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) –según datos de su “Índice para los Precios de los Alimentos”– señaló que durante ese mismo mes de febrero del 2011 se alcanzó el record en los precios, constituyendo el octavo mes seguido con una tendencia claramente orientada al alza. Los últimos índices de marzo y abril mantuvieron esa dinámica y perpetúan esta situación a pesar de una

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ligera reducción en los precios, ya que continúan 36% más altos que los valores de un año atrás.

La cuestión es qué tipo de lógica se aplica para diagnosticar un mismo problema. A efectos de ese análisis, existen tres estamentos en la cadena comercial alimentaria mundial. El primero está compuesto por los países exportadores que comercian sus cosechas en el mercado internacional. Ese mercado es el segundo estamento, ya que se maneja bajo una matriz diferenciada de los países productores, unos venden y otros adquieren. Y el tercer estamento son las naciones netamente importadoras, que no poseen producción propia suficiente para atender su mercado interno. Cada uno de estos estamentos se maneja, entonces, bajo lógicas diferenciadas.

Los organismos internacionales plantean, con matices, que la lógica imperante debería ser la del impacto humano, que debe hacer prevalecer el acceso de las personas al consumo, anteponiéndolo a cualquier otra premisa. Pero entre quienes producen y quienes consumen impera, por ahora, la lógica del mercado que antepone el interés de los poderosos, al plantear un universo totalmente libre de ataduras y obstáculos para que “la mano invisible reparta en forma justa y equitativa”. El problema es que la crisis de los precios tiene su origen precisamente en esas “manos visibles” del mercado, cuyas operaciones bursátiles terminaron transformando a los precios de los alimentos en un factor socialmente discriminatorio a nivel mundial.

Para esa lógica del mercado que se ha impuesto durante las últimas décadas e intenta perpetuarse a través de medidas gatopardistas (cambiar algo para que nada cambie), la causa del incremento de precios tiene su origen en los países exportadores y en los importadores, es decir en el resto de la humanidad exceptuando a los mentores y beneficiarios del “libre cambio”. Y en tal sentido reclaman ajustes y cambios que dejen al mercado como un ente intocable. Hoy ya es sólo materia del idealismo ingenuo pensar que el libre mercado puede auto regularse filantrópicamente. Para los pragmáticos del mercado, en cambio, lo único que importa son los balances con lucros crecientes, caiga quien caiga. Probablemente las discusiones en la ONU, el G 20 y otros foros se extienda sin solución de continuidad, tomando en cuenta el poder de veto y la capacidad discriminatoria que poseen los que más aportan a sus presupuestos.

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Ernesto Laclau, teórico político argentino y profesor de la Universidad de Essex en Gran Bretaña, donde ocupa la cátedra de Teoría Política y dirige los programas sobre ideología y análisis del discurso, escribió el libro “Hegemonía y Estrategia Socialista” junto con Chantal Mouffé. Su pensamiento es descrito como post marxista, ya que trata de unir a la clase obrera con los nuevos movimientos sociales, rechazando el determinismo económico marxista sobre la lucha de clases como antagonismo crucial en la sociedad, e impulsando en cambio la democracia como vehículo esencial de un pluralismo en el que todos los antagonismos puedan ser expresados. En su opinión, "una sociedad sin antagonismos es imposible, por lo que la sociedad plena no existe", y resulta quimérico pensar en el fin de la historia como cierre de lo social.

Dentro de ese pluralismo necesario, como señala Laclau, si uno participa en ámbitos para nada plurales debe tener en claro cuáles son las reglas de juego que los rigen. En este marco, poco o nada cabe esperar de instituciones donde prima el criterio del libre mercado, impuesto además por una minoría, y surge como necesaria y urgente la apertura de nuevos ámbitos. Desde este punto de vista, difícilmente el orden mundial imperante y sus instituciones actuales logren alcanzar soluciones que se encaminen a frenar los abusos del mortífero eslabón mercantilista de la cadena.

La conformación de nuevos bloques deberá asentarse en un análisis abierto y democrático del problema de los alimentos a nivel mundial. Quienes plantean que existe un desequilibro entre la oferta y la demanda de alimentos, o dicho de otra manera, que el problema es que los países productores generan menos alimentos que los necesarios y a precios más caros, mientras que los importadores consumen cada vez más y empujan así los precios hacia arriba, dejan de lado el verdadero papel que está jugando el mercado, que intenta reducir su responsabilidad en el alza de los precios argumentando que son elevados sólo porque la oferta es menor a la demanda.

Los cálculos de la FAO para este período 2010-2011 prevén que el balance mundial entre producción y consumo –sólo para cereales– arrojará un déficit de 43,1 millones de toneladas. Sin embargo, si se analizan las reservas disponibles –que rondan los 483 millones de toneladas– surge un dato contrastante que indica que con esas reservas se puede hacer frente no

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una, sino once veces al déficit estimado. Durante la última década, esta relación entre producción, reservas y consumo incluso había mostrado un menor equilibrio que el hoy vigente, pero los precios nunca habían ascendido tanto como lo observado entre 2008 y la actualidad. Entre el 2003 y el 2004 las reservas sólo cubrían seis veces el déficit existente, pero los precios estuvieron 50 % más bajos que los observados en el presente.

En una demostración de hasta qué punto son confiables los análisis de las instituciones presionadas por los países más poderosos, en una muestra acabada de cinismo. En setiembre de 2010, la propia FAO afirmaba que “no hay indicios de una crisis alimentaria mundial” y que “el suministro y la demanda mundial de cereales se presentan suficientemente equilibrados, con una previsión para la producción mundial de cereales para este año que se sitúa en 2.239 millones de toneladas, que es tan sólo un 1 % menor que en el pasado año y la tercera mayor registrada hasta hoy”.

Cabe preguntarse por qué ese discurso medido y optimista se volvió de un dramatismo desgarrador dos meses después, con la edición del informe “Perspectivas Alimentarias” en el que se informaba sobre “déficits imprevistos de producción debidos a fenómenos meteorológicos que influyeron negativamente en las perspectivas para el suministro mundial de cereales”, cuantificando la nueva cantidad en 2.216 millones de toneladas, frente a las calculadas en 2.239 de septiembre. En pocas semanas se pasó del optimismo y la mesura al alarmismo total por sólo 23 millones de toneladas, que constituyen menos del 1% de la producción mundial.

Ese 1% de ninguna manera podría provocar tal desbarajuste de precios. Pero la argumentación sirvió para que –en una resolución del mes de febrero del 2011– el Parlamento Europeo afirmara que “en la actualidad el suministro total mundial de alimentos no es insuficiente (…) son más bien la inaccesibilidad de los mismos y sus elevados precios los factores que privan a muchas personas de la seguridad alimentaria”. A pesar de esta manifestación de los congresistas europeos, muchos gobiernos no señalaron a ningún culpable pero dejaron flotar la sospecha de que semejantes maniobras serían una estrategia de los países productores. Así lo harían saber en las tratativas posteriores del G 20.

Lo cierto –más allá del manejo antojadizo de los datos– es que la crisis no surge de la escasez sino que se origina en un incremento de los precios que

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drena la accesibilidad a los alimentos. Y también es cierto que este aumento no surge del desequilibrio generado por menor oferta y mayor demanda, dado que las reservas mundiales aumentaron. Por lo tanto, alguien es adjudicatario de la mayor y quizás única responsabilidad por estos incrementos en los precios, independientemente de los países productores y los consumidores, y está distorsionando gravemente los precios a través de la especulación. Esos responsables representan a lo más granado del libre mercado y las finanzas especulativas mundiales, y según la Eurocámara son los causantes de por lo menos el 50% de los incrementos en los precios.

Hay dos tipos de especuladores. Un espacio está constituido por fondos de inversiones, de pensiones, de coberturas sociales o similares, que compran y venden contratos a futuro captando beneficios en cualquiera de las transacciones, independientemente de que estos contratos se concreten después. Pero también juegan un papel importante los intermediarios, que tampoco se privan de operar con contratos a futuro, entre los que se destacan las transnacionales agroexportadoras como Cargill, Monsanto y otras, que manejan grandes cantidades de productos alimenticios que les permiten influir en la oferta, dada su capacidad de almacenar grandes cantidades. Este poder desmedido desequilibra el mercado mundial, ya que les confiere una desproporcionada y descontrolada capacidad para desabastecer el mercado y forzar la subida de los precios.

Si se aplicara la lógica humanista propugnada por la FAO, no cabe duda que se debería actuar sobre estos elementos destructivos para evitar que se siga incrementando el número de hambrientos en el mundo. Pero como ya lo experimentamos en carne propia, bajo la lógica del mercado deben ser los demás quienes se ajusten a sus reglas. La sobreexplotación es la norma, y sus ganancias el credo. Dentro de ese esquema, los países productores deberemos entregar al mercado más alimentos y a menor precio, para que la sacrosanta autorregulación tienda hacia equilibrios siempre prometidos y nunca alcanzados. No importa que esto favorezca a especuladores de todo pelaje, tampoco que existan pueblos famélicos, ni siquiera que haya alimentos suficientes como para que todos se beneficien y nadie salga lastimado.

En esta centrífuga repartija de culpas, no podían quedar afuera los pueblos de China o India, que cada vez comen más y mejor y por eso también son

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culpables de desequilibrar la balanza. Tampoco en este caso sirve de nada que la FAO –en noviembre del 2010– haya calculado que el consumo humano de cereales estimado para el 2011 crecería sólo un 7,10 % respecto al del 2005, mientras el consumo de cereales para piensos de alimentación animal apenas rozaría el 2,24 %. En ese mismo documento se señala que la producción mundial de cereales ofertada en el 2011 será un 8,10 % superior a la de 2005. Por tanto, los incrementos en los consumos de cereales para consumo humano o animal se demuestran porcentualmente armónicos y proporcionales al crecimiento de la producción, no sólo tomando como referencia los datos acelerados por la crisis, sino los que van desde el 2005 al 2011. Para el ciclo actual, ese consumo integrado rondará los 1.820 millones de toneladas en la demanda, mientras que se prevé una producción global ofertada de 2.216 millones de toneladas. Es decir que, si las transacciones no estuvieran viciadas de especulación, alimentar a todos los seres humanos y a los animales de granja del planeta aún dejaría un excedente de 396 millones de toneladas.

“Verás que todo el mentira, verás que nada es amor, que al mundo nada le importa... ¡yira!... ¡yira!...”, escribía Enrique Santos Discépolo justo en 1930, cuando una crisis de proporciones semejantes a la actual desnudaba una vez más que la usura internacional es la verdadera causante del los desequilibrios mundiales. La demanda de cereales es producto de la especulación y el acaparamiento. Y si no se les pone freno, continuarán sin pausa y sin escrúpulos generando hambre y desigualdad. Apetitos de lucro desmedido ahora también impulsados por otros consumos ajenos a la alimentación. La crisis en los países productores de petróleo, junto al atraso en lograr combustibles alternativos a partir del hidrógeno o la electricidad, empuja al alza el negocio de los biocombustibles. Para 2011 se estima que se desviarán 433 millones de toneladas desde la alimentación hacia este uso, lo que sí supone un aumento significativo del 44 % respecto a los datos del 2005. Si se incrementa esta tendencia, los 396 millones de toneladas sobrantes desaparecen y además generan un déficit de 37 millones de toneladas.

Señalar a los países netamente productores y a aquellos con altísima demanda como causa de la crisis, es una completa falsedad. Los propios datos para el período 2005/2010 así lo señalan. Justificar el tenue desequilibrio por debilidades en la oferta para atender la creciente demanda

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es sólo un argumento falaz para confundir a la opinión pública mundial. Mientras se acusa al consumo asiático y a los países productores como el nuestro, se libra de culpas a los especuladores y al consumo sideral de los automóviles europeos y norteamericanos. Bajo esta impronta, el sistema económico global basado en el libre mercado se desentiende de su responsabilidad en la crisis alimentaria, y apunta a afectar o directamente destruir los procesos de generación de riqueza y desarrollo que hoy se verifican en los países emergentes.

Pero estos nuevos intentos de colonización informativa y cultural no terminan allí. Ya resulta clara en los foros internacionales dominados por los países centrales la intención de acusar a los países exportadores e importadores de actuar especulativamente, dado que durante los primeros meses de la crisis los primeros limitaron sus exportaciones y los segundos compraron grandes partidas de alimentos, ambos con el objetivo común y legítimo de garantizar el suministro de alimentos para sus poblaciones. Para algunos organismos y para los expertos rentados por el aparato académico dominante, este comportamiento estranguló aún más la ecuación entre la oferta y la demanda. Resulta paradójico que los adalides del comercio libre, justamente esos inversionistas que especulan en el mercado con total impunidad, se adjudiquen hoy el papel de fiscales morales para criticar a gobiernos que no poseen ningún tipo de amparo ni respaldo similar al que cuentan como bagaje las finanzas internacionales. Se trata de actores que compran y venden libremente en el mismo mercado que ellos pretenden dominar vía finanzas. Los emergentes juegan así en una cancha donde siempre son visitantes, y además donde “los otros” nombran a los árbitros.

Volviendo a Laclau, e insistiendo en la necesidad de conformar nuevos foros mundiales para la discusión democrática de esta problemática, cabe señalar que la FAO publicó en enero del 2011 una nota de prensa en la que explicó sus actuaciones durante la escalada de precios al inicio de la crisis en el año 2010. Sin sonrojarse, sus mentores hicieron saber que “la FAO entró en ese momento en contacto con los diferentes países exportadores, con la intención de evitar un fenómeno de contagio tras las restricciones a la exportación de trigo anunciadas por Rusia y lo consiguió, excepto en el caso de Ucrania, país en el que al menos logró retrasar la decisión durante varios meses”. Una manera suave de presentar la sugerencia más dura que se les hiciera a los países importadores a través del documento “Guide for

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policy and programmatic actions at country level to address high food prices”, presionando para que aplicaran medidas económicas y comerciales regresivas para reducir el precio de los alimentos en sus territorios, como la eliminación de subvenciones directas, incentivos fiscales, reducción de impuestos como el IVA o reducción de aranceles. La FAO organizó seminarios para impulsar estas sugerencias, y llegó a pedir que esos estados revisen sus opciones legislativas para incorporar estas medidas. Evidentemente, tuvieron alta aquiescencia por parte de un buen grupo de legisladores argentinos, que se apresuraron a proponer cambios encaminados a preservar las groseras ganancias de los inversores financieros, intentando que sean costeadas por el Estado a través de la reducción de sus ingresos y poniendo en riesgo la financiación de programas sociales, a la vez que se incrementaba el endeudamiento. No existe en cambio documento alguno en que la FAO u otro organismo internacional haya propuesto frenar la sangría especuladora de las instituciones financieras.

Los países que cultivan sus propios alimentos no necesitan adquirirlos en el mercado. Ese problema lo tienen aquellos países que han deprimido su propia producción nacional de alimentos, aprovechándose del modelo agroexportador instaurado en la periferia para surtir al supermercado global, y que ahora obligadamente debe adquirir en ese mercado bajo condiciones cada vez menos favorables. Olivier De Schutter, relator de la ONU sobre el derecho a la alimentación, en una reciente entrevista señaló que “algunos países africanos se han beneficiado en 2010 gracias a cosechas relativamente buenas, y no afrontan riesgos inmediatos (…) Los países que importan la mayor parte de la comida que necesitan son más vulnerables, y esta dependencia de los mercados internacionales es muy peligrosa”. El peligro tiene un origen bastante claro, y reside en los mecanismos que han propiciado el abandono de la soberanía alimentaria en los países centrales, a quienes les resultaba más conveniente subsidiar su insuficiente producción interna mientras compraban a precios muy baratos el resto de lo que necesitaban.

Fueron organismos como el Banco Mundial los que presionaron a las naciones menos desarrolladas para que se transformaran en polos agroexportadores, incluso ahogando su propia agricultura campesina y destruyendo el entramado de pequeñas y medianas empresas

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agroalimentarias. La desaparición de aranceles bajo la lógica del mercado también facilitó que los excedentes alimentarios subsidiados de Estados Unidos penetraran en países pobres, aniquilando su producción local y transformándolos en dependientes de las importaciones. Y no sólo en países pobres, si se toma el caso de España que en el 2006 aprobó una reforma que reducía considerablemente su producción de azúcar por entonces de 500.000 toneladas anuales para cubrir un consumo interno de 1,3 millones de toneladas. En lugar de legislar en favor de una agricultura sostenible que garantizara dicho suministro interno, generando a la vez empleo y desarrollo rural, España acató sin chistar la disminución llevando hoy a ese país a depender exclusivamente de las importaciones y dejándolo sujeto a los precios internaciones.

Este verdadero complot no se agota en los mecanismos enunciados. La solución del problema se agudiza al analizar el punto de partida desde donde hoy están tratando de negociar un mayor equilibrio los países exportadores y los emergentes consumidores. La liberalización del mercado agrícola les quitó a los gobiernos su función de legislar y controlar según sus intereses nacionales, dejando el manejo de las cadenas alimentarias en manos de las grandes empresas, causando el despoblamiento del campo al destruir las pequeñas y medianas economías agrícolas y enajenando la producción, el estoqueo y la comercialización de los alimentos. Sin alternativas en cada uno de esos “agujeros negros”, se mantendrá la dependencia hacia unas pocas transnacionales que manejan y especulan con el comercio agrícola mundial, y que reducen la capacidad de maniobra soberana por parte de los afectados.

Resulta ya de una claridad meridiana que la crisis actual no es un fenómeno coyuntural, sino que se trata de un malaventurado contexto que se fue construyendo durante décadas, impactando en numerosos países que permitieron la preeminencia de políticas liberales ortodoxas impuestas a través del chantaje, cuando no mediante la utilización de conflictos armados. Bajo este modelo, los países agricultores no fueron los mayores beneficiarios del alza internacional de los precios. Es falsa la aseveración de que los elevados precios de los alimentos repercuten en los países agricultores, al permitirles percibir mejores precios por sus cosechas. La agricultura para la exportación, en las diferentes fases de la cadena agroalimentaria –como semillas, insumos, intermediación, distribución,

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transformación y transporte–, se concentra en manos de oligopolios que determinan las condiciones para todas esas fases de la conformación de valor, y por tanto establecen precios de compra, en algunos casos sin control político alguno que pongan límites al abuso.

No hace falta restringir este análisis a países como el nuestro, donde resulta más que evidente esa concentración. También se observa este fenómeno en países desarrollados con menor protagonismo en el poder mundial. Podemos mencionar, para seguir en la misma tónica, el caso de España, donde el saqueo se puede observar a través del Índice de Precios en Origen y Destino de los Alimentos. Según cálculos de la coordinadora agraria llamada COAG, realizados en conjunto con las organizaciones de consumidores UCE y CEACCU y publicados en un estudio de abril de 2011, los cultivos españoles –en promedio– multiplican un 505 % su valor en su tránsito desde el agricultor hasta el consumidor, y en algunos casos se llega al 761 % de incremento. Para la COAG, “una vez más los datos evidencian que la distribución mueve los hilos de la cadena agroalimentaria a su antojo, independientemente de la evolución de los precios en el campo, e impone condiciones desde arriba para salvaguardar sus márgenes, manteniendo o incluso elevando los precios en épocas de mayor consumo”. Denunciaron que esta situación es tan desequilibrada, que los agricultores españoles en muchos casos no llegan siquiera a negociar un precio de venta, sino que entregan su producción para percibir en plazos impuestos por los intermediarios una pequeña retribución, que muchas veces no cubre ni siquiera los costos de producción. Esto ocurre en el Primer Mundo.

La propia Comisión Europea de comercio se vio obligada a reconocer la existencia de “una serie de graves problemas en la cadena de abastecimiento, como el abuso de poder de compra dominante”. El ya mencionado Parlamento Europeo, asumiendo cada vez más su saludable rol de representante de los pueblos de ese continente, dejó claro –en la ya mencionada Resolución de febrero del 2011– que “el alza de precios de los productos alimenticios no se traduce automáticamente en un incremento de las rentas de los agricultores, debido sobre todo a la velocidad con que aumentan los costes de los insumos agrícolas (…) el porcentaje de la renta de los agricultores procedente de la cadena alimentaria ha disminuido considerablemente, mientras que los beneficios de las transformaciones y los minoristas han experimentado un aumento constante”.

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La respuesta ante estas contundentes evidencias no se caracteriza por su imaginación y desprendimiento, mucho menos por la autocrítica. Lo único que se puede deducir de la lectura de los documentos presentados sin rubor en los foros internacionales, es que se deben liberalizar aún más los mercados agrícolas. Una síntesis acabada de estas posturas puede obtenerse de la lectura de un artículo publicado en enero del 2011, en el cual el ex director de la FAO Jacques Diouf afirma que “las medidas sanitarias y fitosanitarias unilaterales, así como los obstáculos técnicos al comercio, suponen un freno para las exportaciones y, en particular, para los países en desarrollo. Se debe llegar a un consenso en las negociaciones ya demasiado largas de la Organización Mundial del Comercio (OMC) para poner fin a la distorsión de los mercados y a las medidas comerciales restrictivas para el comercio, que agravan los desequilibrios entre la oferta y la demanda”. Esta desvergonzada postura hace oídos sordos a las contundentes evidencias de que ese desequilibrio realmente no es causado por la oferta y la demanda. Una vez más debemos recurrir a Olivier De Schutter para desactivar esta campaña. El relator de la ONU sobre Derecho a la Alimentación, basado en datos incontrastables, asegura que “hay escasez localizada en regiones donde las cosechas han sido bajas o han sufrido desastres naturales, por conflictos o donde las rutas de comunicación son muy pobres. Pero producimos lo suficiente como para alimentar al mundo. Si los mercados funcionasen bien y la gente tuviera la capacidad adquisitiva para comprar la comida disponible, no habría hambre. El hambre es un problema político”.

No hay nada que permita apostar por la lógica del mercado bajo un modelo agrario basado en el libre comercio y en la exportación concentrada en pocas manos, en detrimento de uno que garantice la seguridad y la soberanía alimentaria de los pueblos. De Schutter indica al respecto que “ni los pequeños agricultores se benefician de los altos precios, porque están en el eslabón de la cadena más débil, ni los consumidores por la baja de los precios, porque las empresas importadoras o los pequeños comercios los trasladan al mercado”.

Fomentar entre las naciones el abandono del auto abastecimiento en alimentos y la dependencia excluyente hacia un mercado identificado por su voracidad perversa, no resulta ya viable. A nivel internacional, se observa una reacción cada vez más sostenida y amplia para frenar o limitar

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la capacidad de fijar precios de compra y venta que imponen las distribuidoras y las intermediadoras concentradas. Las experiencias padecidas demuestran que, por más que se desregule y se abran las fronteras, siempre son ellas las mayores beneficiarias.

Otra de las banderas agitadas por quienes pretenden esconder lo evidente, es que los países productores no han aumentado su inversión para la producción vía endeudamiento, cerrándose tozudamente al ingreso de la generosa oferta de crédito disponible. O sea que tampoco en este plano están satisfechos, y siguen ofreciendo la usura como camino para continuar apropiándose de los resortes económicos del mundo entero. El problema no es la cantidad de fondos disponibles, sino las condiciones leoninas para obtener accesibilidad a los mismos. También en este caso ha quedado demostrado que las operaciones financieras no apuntalan la justicia social ni la coherencia.

Según el Parlamento Europeo, “al menos el 30 % de todos los alimentos producidos en el mundo se despilfarra en varios puntos de la cadena alimentaria” controlada por unos pocos, por la cual los alimentos recorren largas distancias para transformarse en productos envasados a comercializar. Es cierto que, tomando en cuenta el incremento de la población mundial, será preciso en el futuro plantearse un aumento en la producción, sin dejar de lado medidas controvertidas como el control de la natalidad, bajo el riesgo de que la raza humana arrase con el planeta. Pero una mayor inversión en la producción bajo los parámetros actuales no constituye ninguna garantía para solucionar ese problema, y sólo podría serlo si el protagonista activo es el pequeño y mediano sector agricultor y campesino, que genera alimentos para las comunidades locales de manera sostenible y accesible.

De la manera en que fue estructurado el modelo agroexportador, sujeto a una extrema liberalidad comercial, está demostrado que de poco sirve aumentar la inversión y la producción mientras la tierra esté cada vez más concentrada en manos de terratenientes e inversores que no producen alimentos propiamente dichos, sino materias primas para la exportación sujetas a los atropellos ejercidos por los especuladores y las transnacionales que controlan las semillas, los insumos, la comercialización, la transformación, los precios de compra y de venta y otras variables. De hecho en algunos países del amplio Sur, desde hace años han crecido

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vertiginosamente las hectáreas acaparadas por inversores que, una vez dominados los mercados, ahora van por la tierra, que es lo único que no poseen en proporciones concentradas. Ya señalamos que después de la debacle de las “subprimes”, el negocio agrícola ha pasado a transformarse en un objetivo central para los especuladores, ya que en estos momentos no hay prácticamente ningún otro segmento en el cual invertir cuya demanda real sea tan contundente. Por la crisis, puede llegar a decrecer la demanda de automóviles, de tiempos compartidos y hasta de servicios no esenciales, pero nadie puede dejar de comer. En este marco, los agroinversores no juegan a la rayuela y ya se disponen a implementar regadíos modernos para el cultivo extensivo, la utilización de maquinaria cada vez más tecnificada, mejores canales para el transporte y toda una parafernalia de agroquímicos y cultivos transgénicos que no se detiene ante ingenuas barreras que impiden contaminar el medio ambiente. Como hizo la United Fruit con sus bananeras, por mencionar un caso emblemático, estos inversores no dudarán en abandonar esas tierras cuando se acabe su fertilidad, y en cambio utilizarán sus siderales ganancias en la búsqueda y obtención de nuevos territorios a arrasar. Y en caso de escasez de combustibles, como se anuncia, jamás se plantearán producir alimentos a precios accesibles, sino que sembrarán para producir biodiesel.

Pero sigamos desentrañando el nudo de las argumentaciones que, adaptadas al uso interno, no dejan de aparecer en el discurso de políticos y comunicadores locales. A mediados del siglo XX la agricultura se mecanizó, se incorporaron semillas mejoradas y productos químicos para un proceso que permitió el aumento de la producción, proceso al cual se denominó “revolución verde”. Pero esta “revolución” no logró reducir el hambre, porque no soluciona el problema de la accesibilidad a los alimentos. Una evidente contradicción que no resulta un obstáculo para que nuestros cipayos clamen por una segunda “revolución verde”, ahora encabezada por las semillas transgénicas. La justificación es la habitual, y propone incrementar la producción para paliar el desequilibrio de la oferta y la demanda. Pero a estas alturas, la bien intencionada “revolución verde” inicial perdió el rumbo, y se dirige hacia un modelo ecológicamente insostenible que contamina el medio ambiente. Los efectos negativos y los fracasos de los cultivos transgénicos están documentados en otro capítulo, pero cabe señalar que en la actualidad sólo tienen aceptación bajo el modelo de la agricultura industrial mecanizada y con vocación exportadora,

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fuertemente dependiente del cada vez más declinante y costoso petróleo. Los agroquímicos y las semillas transgénicas no son más que ingredientes de un costoso “paquete tecnológico” que quieren obligarnos a comprar, dejándonos como rehenes de las pocas transnacionales que manejan este negocio. Nuevamente es necesario recurrir a las voces discordantes que surgen desde las mismas entrañas del Primer Mundo para poner un poco de luz en este asunto. En diciembre del 2010, el ya a estas alturas heroico De Schutter publicó un informe en el que se identificaba como un militante de la agroecología como modelo ambientalmente sostenible y socialmente justo. Y para desmitificar la supuesta superioridad productiva de los cultivos extensivos, realizó un detallado informe sobre experiencias de agriculturas ecológicas que lograron mejores producciones que las convencionales. En ese trabajo afirma que “la propagación de prácticas agroecológicas puede aumentar al mismo tiempo la productividad agrícola y la seguridad alimentaria, mejorar los ingresos y los medios de sustento de la población rural y contener e invertir la tendencia a la pérdida de especies así como la erosión genética”. No resulta extraño que tanto los foros internacionales como la gran prensa mundial hayan silenciado este testimonio, a pesar del prestigio mundial de quien lo emite, porque son precisamente sus bondades sociales y ambientales las que dificultan su propagación. El modelo agroecológico cuestiona desde sus mismas bases a la lógica del mercado, a la vez que demuestra cómo está armado el sistema que enriquece a unos pocos gracias a las penurias de la mayoría.

Finalmente, nos ocuparemos de los mercados de futuros, que no son la causa única de los desfasajes en los precios pero sí un mecanismo que los favorece. Estos mercados son espacios donde se maximizan los beneficios de un número muy reducido de actores, integrados tanto en el capital financiero como productivo, mediante una especulación ahora favorecida por la volatilidad de los precios. La propuesta de los países centrales en cuanto a regular este sistema no hace más que legitimarlo, asegurando su permanencia.

Resultan muy claros los ejemplos. En diferentes momentos de la historia se ha evitado precisamente recurrir a los derivados financieros para cubrir riesgos. En la India por ejemplo, este uso de opciones que había sido instaurado durante la época colonial, fue prohibido entre 1956 y 1995 y permitió resultados positivos para un país demográficamente explosivo,

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que además no consume carne vacuna por razones de credo. Por el otro lado, la mayoría de los países africanos no se ha resistido a utilizar mercados de futuros –con excepción de África del Sur, Marruecos, Egipto y Túnez– todos ellos con un volumen de transacciones poco considerable y concentrado en los derivados de divisas. En todos los casos en que se implementaron mercados de futuros en el sector de los commodities alimentarios en África, como en Kenya, Nigeria, Ghana, Costa de Marfil y Uganda, el intento por desarrollarse a través de ese mecanismo no sólo no alcanzó ningún éxito, sino que terminó por perjudicarlos.

Históricamente, en lugar de los mercados a futuro para limitar los riesgos, se han aplicado exitosamente mecanismos de control de precios como en el caso de la Política Agrícola Comunitaria Europea (PAC) hasta 1992 y de la “Farm Bill” en Estados Unidos. En otras latitudes, como respuesta a los cambios en las condiciones naturales de producción y ante la fluctuación de los precios, los países agricultores han recurrido a la diversificación de las especies y variedades cultivadas. Hoy resulta evidente que –antes que mecanismos de mercado– es necesario preservar y desarrollar la diversificación y la versatilidad de los agrosistemas.

Resulta también evidente que en la esfera de decisión G 20 y otros foros similares no se han logrado –o no se ha querido– identificar con claridad las contradicciones inherentes a la crisis alimentaria, y tampoco se ha concedido espacio para escuchar el testimonio de los principales afectados. Es por eso que los pequeños productores del Sur y el Norte debieron recurrir a foros alternativos para denunciar que la liberalización de la agricultura y del poder de la agroindustria no sólo no garantiza la seguridad alimentaria, sino que además afecta en forma dramática la soberanía alimentaria de muchos países que están perdiendo progresivamente su autosuficiencia. Los gobiernos de países emergentes, que primero tomaron con cierta condescendencia estos foros alternativos, percibiéndolos como un conglomerado variopinto de posiciones progresistas “a la violeta”, hoy en día están comenzando a tomar muy en cuenta las investigaciones y los datos que de allí comenzaron a surgir con un volumen y una profundidad inusitados.

En el barullo de la crisis, y bajo el imperio de la confusión generalizada que promueven los grandes medios de comunicación íntimamente ligados al aparato concentrado de la agroexportación, tienden a borronearse

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propuestas verdaderamente urgentes, como la producción a escala local, la agricultura agroecológica, el consumo de proximidad y una participación democrática en la definición de las políticas agrícolas. Para desactivar la potencia creciente de estas posturas, se recurre a su calificación como un planteo de gauchitos nostálgicos, poco eficaces y sin capacidad alguna de financiación, mientras paralelamente se aplican todas las herramientas del mercado para hacer realidad esa acusación.

También se ocultan metódicamente todos los estudios, y mucho más las verificaciones palpables, de que la aplicación de nuevos mecanismos sustentables es no sólo correcta en lo ambiental, sino además mucho más efectiva en cuanto al desarrollo endógeno con justicia social. Hoy la gran prensa bate el parche de los “eficaces y tecnificados” sistemas concentrados de agroexportación, mientras nada dice sobre experiencias más que exitosas que comienzan a surgir y permanecer en el mundo. Una muestra son los medios de comunicación brasileños, que han ocultado prolija y sistemáticamente el nuevo modelo agroproductor basado en los pequeños campesinos y los trabajadores rurales. Lo que no han logrado esconder es el efecto contundente en la accesibilidad a la canasta básica lograda por el pueblo brasileño, que encierra el secreto de la altísima popularidad de Lula da Silva al dejar su segundo mandato, rondando un 80% de imagen positiva.

Tal vez sea hora de copiar e nivel mundial una de las herramientas que Lula aplicó para lograr este desempeño, y que fue la eliminación de intermediaciones distorsivas a partir del manejo de una base de datos en tiempo real, que permitió la colocación de productos en tiempo y forma allí donde hacía más falta. Cuando uno lee que el principal proveedor de trigo de Egipto es Francia, no puede menos que preguntarse cuántos países necesitados de alimentos estarán dispuestos a pagar precios razonables a nuevos colectivos de producción en otros países, donde los precios sean manejados por esos mismos productores. Una especia de esquema “del productor al consumidor” que en muchos de nuestros países apenas mueven las agujas de la comercialización interna, pero que –aplicado a nivel global y con alta participación de los estados involucrados– podría servir para terminar de una vez con estas hipocresías globales, donde el valor de la tonelada de alimentos que se les paga a quienes las generan no es el mismo que se les cobra a quienes las consumen.

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Les herramientas de actuación están, las posibilidades técnicas y el material humano ya no escasean y por el contrario comienzan a sobreabundar. Tal pareciera que lo único que hace falta es la determinante decisión política de los jefes de gobierno en países emergentes vendedores y exportadores de alimentos. Una nueva cumbre que no se realice bajo el mandato, las reglas, normas y caprichos de entidades minadas y polucionadas por décadas de prácticas de neocolonialismo financiero.

Un último par de preguntas: ¿quién le adjudicó y por qué el papel de máximo árbitro en el rubro alimentos a nivel mundial a Wall Street? ¿No teníamos suficiente con la Bolsa de Cereales de Chicago, de la que además ya era hora de librarse?

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ECONOMÍA REAL VS. ESPECULACIÓN: LA BATALLA GLOBAL

Todos esos embates mencionados en el capítulo anterior, al igual que en el Fondo Monetario Internacional, parecen estar despertando cierta reacción en la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO). O por lo menos en parte de su equipo, si nos atenemos a la comparación con el FMI, donde es poco probable que el grueso de sus funcionarios compartan las veleidades reformistas del defenestrado Strauss Kahn. Pero volvamos a la FAO. Este organismo ha anunciado recientemente su objetivo de implementar un nuevo proyecto destinado a producir más alimentos para una población creciente y de manera sostenible en el medio ambiente. Esta propuesta fue publicada en el libro "Ahorrar para crecer" presentado en junio del 2011, en el cual se explica que la novedosa iniciativa pretende seguir la senda marcada por “Revolución Verde”, obra publicada en la década de los 60 que –según la FAO– “salvó a mil millones de personas del hambre y produjo alimentos más que suficientes para una población mundial que se duplicó, pasando de 3.000 a 6.000 millones entre 1960 y 2000”. Por ahora, no se hace mención alguna sobre quiénes aprovecharon esa revolución en beneficio propio, ya tampoco sobre sus fracasos para cumplir con las metas de reducción del hambre propuestas por la propia FAO hace más de 40 años.

La propuesta está dirigida a los países en desarrollo, y solicita a sus gobiernos que “ayuden a las familias campesinas de bajos ingresos a ahorrar en los costes de producción y a crear sistemas agroecológicos saludables, para maximizar los rendimientos y dedicar sus ahorros a salud y educación”. La FAO apuesta ahora por técnicas de conservación que “minimizan el uso del arado y la labranza, preservando de este modo la estructura del suelo” y sistemas de riego de precisión que permitan “aumentar la producción por cada gota de agua utilizada y agregar de forma precisa fertilizantes que pueden duplicar la cantidad de nutrientes absorbidos”. Y agrega que “otro de los elementos clave que ayudan a mejorar una producción agrícola sostenible es el manejo de plagas mediante técnicas que minimizan la necesidad de pesticidas”.

La FAO –en una sorprendente sintonía con los foros mundiales alternativos que hasta hace poco denostaba– informa que estos métodos permiten no sólo que los cultivos se adapten al cambio climático y se logre además producir más alimentos, sino también reducir la necesidad de agua de los

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cultivos en un 30 % y los costes de la energía en hasta un 60 %, incrementando en algunos casos los rendimientos hasta seis veces, según ensayos con maíz realizados recientemente en África meridional. Y concluye que, para afrontar el crecimiento de la población de forma sostenible, es necesario realizar “un cambio desde el actual modelo homogéneo hacia sistemas agrícolas con uso intensivo del conocimiento y que se adapten a lugares específicos”.

Poco antes del lanzamiento de esta nueva propuesta de la FAO, en mayo del 2011, ministros del Grupo de los 20 (G 20) se reunían en Buenos Aires para debatir la volatilidad de los precios de los commodities, especialmente en alimentos y energía. El G 20 es un foro de 19 países más la Unión Europea que reúne regularmente desde 1999 a jefes de Estado, gobernadores de bancos centrales y ministros de finanzas. Está constituido por siete de los países más industrializados (G-7: Estados Unidos, Alemania, Canadá, Japón, Italia, Reino Unido, Francia), más Rusia (G-7+1 o G-8), más otros once países recientemente industrializados de todas las regiones del mundo, y la Unión Europea como bloque económico. Brasil y la Argentina son los únicos países de América del Sur que lo integran. Este foro de cooperación y consulta entre los países se ocupa de temas relacionados con el sistema financiero internacional, y además revisa y promueve discusiones sobre aspectos relacionados con los países industrializados y las economías emergentes, con el objetivo de mantener la estabilidad financiera internacional y de encargarse de problemas que superen el ámbito de acción de otras organizaciones de menor jerarquía. No se aclara en sus ítems si la FAO está considerada dentro de esa categoría

Durante la reunión de trabajo de ministros de Economía y Finanzas y de Agricultura del G 20 en Buenos Aires, sobre los volátiles precios en productos primarios, el debate se centró en dos claras posturas: aquellos países que buscan limitar o controlar los precios de los mercados oferentes de commodities, y los que pretenden una mayor regulación sobre los instrumentos financieros que subyacen detrás de esos aumentos.

En el primer caso se enrola Francia como mayor exponente, afirmando que la causa del incremento son los desequilibrios entre oferta y demanda, mientras que la Argentina lidera el grupo de países que adjudican la responsabilidad del problema a la especulación. Durante el debate fueron

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presentados documentos por parte de la presentación argentina, el Fondo Monetario (FMI) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID).

El equipo de finanzas argentino presentó además estudios evidenciando la existencia de operaciones denominadas “over the counter”, que tienen la característica de ser inmunes a las regulaciones existentes. En cuanto a materias primas se realizó un largo análisis, mediante el cual se resaltó que los productos agrícolas fueron los primeros en negociarse a través de contratos a futuro, método de mercadeo que permite tanto al productor como al comprador cubrirse ante la incertidumbre por malas cosechas. Esta investigación argentina evidenció que los mercados a futuro ahora también incluyen minerales, aceites y porciones de otras mercancías y servicios. Y demostró que esa cobertura a futuro lentamente se fue transformando en los últimos años –en particular tras el estallido de la burbuja de las hipotecas subprimes– adquiriendo cada vez más volatilidad como derivado financiero, hasta comenzar a impactar en el precio de su activo subyacente. Por esta razón, se ha transformado en un arma de doble filo. Mientras algunos lo utilizan para cubrirse de riesgos, otros especulan y se benefician con esa volatilidad.

Por su parte, el FMI concluyó en su presentación que “la tasa de crecimiento de la demanda global es la clave determinante de la dramáticas fluctuaciones”, afirmación que intentó respaldar en base a una serie de digresiones sobre el mercado de petróleo. El organismo afirmó que “el exceso de liquidez, asociado a las bajas tasas de interés mundiales, tienden a magnificar las oscilaciones en los precios como producto de los desbalances entre oferta y demanda”, y asegura que “el impacto no necesariamente implica especulación financiera”. En la misma línea operó el BID, vinculando el tema con cuestiones de mediano y largo plazo y oponiéndose a la aplicación de retenciones y subsidios para la actividad. “Nosotros argumentamos que el factor dominante en el largo plazo es la demanda asiática, porque la industrialización de China e India incrementa los precios de los commodities”, señaló el estudio del BID preparado para el encuentro de Buenos Aires.

Pero la FAO (Food and Agriculture Organization) de la ONU, por primera vez presentó resultados que se contraponen con esa visión, afirmando que carece de respaldo el argumento basado en que el aumento en la volatilidad en los precios proviene de la mayor demanda. Y demostró que el

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incremento en el consumo global del grano que más avanzó –el maíz– fue inferior a un 2 %, mientras que el resto de los cultivos incluso se retrajo. “El volumen total de granos que se comercia en los mercados mundiales ha caído actualmente”, explicó la economista india Jayati Ghosh, y agregó que aun cuando la oferta se retrajo en un 4,3 %, ese pequeño desbalance no basta para explicar tanta volatilidad. Es por eso que la propuesta que impulsó la Argentina junto con otros países productores busca poner el foco en la operación con derivados.

El documento que presentó el Banco Central de la República Argentina (BCRA) advertía que “la actividad especulativa es un elemento que afecta la dinámica de corto plazo de los precios de los commodities, pero no así en el largo plazo, por eso lo que pretendemos es que se establezca el grado de relación entre el mercado físico y el financiero”. El equipo técnico de la Secretaría de Finanzas, como ejemplo de esa discusión, tomó el caso de las operaciones OTC, como se las denomina en la jerga financiera. Son contratos bilaterales en los que se pacta la manera de liquidar cada instrumento, que generalmente se realiza entre un banco de inversión y un cliente, o entre dos entidades financieras. Debido a que las empresas que cotizan no cumplen con los requisitos que los organismos bursátiles disponen para operar, estos contratos no se negocian en mercados organizados. No obstante, los precios resultantes de estas negociaciones sirven como guía en el mercado y han tenido un fuerte crecimiento al reemplazar otros tipos de operaciones, y muestran una creciente influencia en la economía global.

En medio de esa reunión, se produjo una “mesa chica” que reunió a los ministros argentinos de Economía, Amado Boudou, y de Agricultura, Julián Domínguez, con el titular de la cartera de Agricultura de Francia, Bruno Le Maire, país que ostenta la presidencia del G 20. Significó de alguna manera privilegiar la importancia de nuestro país como interlocutor en representación del grupo de emergentes que forman parte del G 20 además de la Argentina (Corea del Sur, Australia, Brasil, China, India, Indonesia, México, Arabia Saudita, Turquía y Sudáfrica). El tema central fue el alza de los alimentos que está generando presiones inflacionarias y tensiones sociales por la caída del poder adquisitivo de la población, y que fue uno de los disparadores de las revueltas populares en las naciones árabes. Como uno de los principales proveedores de ese mercado, los

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países centrales liderados por Francia e instituciones multilaterales intentan que la Argentina asuma responsabilidades que supuestamente derivarían de sus políticas respecto de los alimentos, planteando la necesidad de regular los precios y eliminar restricciones al comercio internacional, como serían los cupos de exportación y las retenciones. Esta posición, como gran parte de las iniciativas que impulsan las potencias del G 20, fue contestada por los ministros definiéndola como una política orientada a proteger a los grandes operadores del sistema financiero global, y mencionaron que –más allá de líneas discursivas y maquillajes en normas regulatorias impulsadas por el G 20 y el FMI– el funcionamiento de las finanzas internacionales no se ha alterado y continúa siendo el principal perturbador de la estabilidad de las economías en el mundo, especialmente en el mercado de alimentos.

Si bien existe una mayor demanda de commodities agropecuarios por la irrupción de China e India y por la producción de biocombustibles, los estudios argentinos demuestran que el fuerte incremento de los precios no tiene su origen en deficiencias en la oferta, que ha registrado un desempeño claramente ascendente, acompañando –como lo señalan los estudios de la India– el incremento del consumo casi a la par, sólo con pequeños déficits puntuales. Pero la oferta y la demanda equilibradas en términos reales se contraponen con una tensión generada por cambios estructurales en las finanzas, que explican el ciclo alcista de los granos. Es este incremento de las ganancias especulativas el que está generando una situación de inestabilidad social y poniendo en riesgo la soberanía alimentaria de muchos países, justamente motivado por un frenesí que los países dominantes del G 20 no tienen la menor intención de afectar.

Esta operatoria es evidentemente la causante de la agudización de los desequilibrios globales, que en el tema de los alimentos se traduce en un mayor porcentaje de población padeciendo hambre en el mundo. Lo que sucede hoy con el incremento en los precios de las materias primas como cuestión derivada de los flujos financieros, surgió claramente –e incluso con fecha de largada– cuando se produjo la intervención de los bancos de inversión de Wall Street en ese mercado. En 1991, la banca Goldman Sachs diseñó un nuevo producto de inversión denominado “derivados financieros", que consistió en un índice que reunía a 24 productos básicos, desde metales preciosos y energía hasta café, cacao, carne, maíz, soja y trigo. Ese fue el puntapié inicial, pero durante una década ese índice no fue

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un vehículo de especulación desenfrenada porque los financistas estaban de fiesta con las acciones de las puntocom, con la deuda de los países periféricos y con los créditos hipotecarios (subprimes). En 1999 la Commodities Futures Trading Commission abrió las puertas para pasar de las hipotecas a los commodities, al desregular los mercados de futuros, y desde ese momento las bancas pudieron apostar en los mercados de granos, plaza que hasta ese momento era un reducto sólo accesible para operadores vinculados con la producción o la comercialización de granos.

El mercado de futuros de granos se instaló después de la Guerra Civil en Estados Unidos con el objetivo de proteger a los agricultores de los riesgos inherentes a esa actividad, además de buscar estabilidad en los precios de los alimentos. A lo largo de su historia, en ese mercado intervinieron los productores y el resto de los protagonistas de la cadena, incluyendo al vendedor final de los alimentos, así como operadores que se dedican a comprar y vender granos. El problema es que poco a poco también comenzaron a participar especuladores, que no producen ni consumen ni les interesa comprar y vender el producto físico, y su meta es simplemente comprar barato y vender a un precio lo más alto posible. La intervención de esos especuladores no tradicionales es lo que generó un movimiento más intenso en ese mercado, cuyo punto máximo hasta entonces había sido la Bolsa de Chicago, desde hace muchas décadas rectora en el dictado de precios para el mercado mundial de alimentos.

La irrupción de la banca de inversión de Wall Street en esa plaza incorporó un integrante de peso que alteró su funcionamiento, porque los nuevos índices que se diseñaron considerando a las materias primas como activos subyacentes, resultan claramente ajenas a la operatoria de comprar y vender granos, transformando en una inversión a los productos básicos que antes era exclusiva competencia de especialistas del sector. Para esta opción financiera altamente especulativa, dejaron de importar la magnitud de las cosechas, los stocks de intervención, las condiciones climáticas de cada región, así como las existencias o los requerimientos de la demanda. Los financistas comenzaron a realimentar con más fondos el ciclo alcista, defendiendo sus propias posiciones mediante las crecientes apuestas realizadas en esos índices.

Así comenzó la timba, algo que conocemos muy bien en la Argentina, con subas artificiales que generaron inflación por su impacto en el incremento

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del precio de los alimentos A diferencia de los activos bursátiles tradicionales, la evolución del giro de ese negocio reflejó una intensidad diabólica: desde el 2000 ha aumentado en 50 veces la inversión en fondos basados en índices de productos básicos, hasta llegar en el 2003 a que estos mercados de futuros contabilizaran un volumen de 13 mil millones de dólares. Pero eso no era nada comparado con lo que vendría, ya que en un solo mes del 2008 –julio– alcanzarían los 318 mil millones de dólares, salto impresionante que fue motorizado por la crisis financiera global, cuando las bancas sobrevivientes gracias al salvataje dispuesto por los Estados Unidos y Europa –luego de provocar un desquicio con otros activos como los subprimes hipotecarios –volcaron sus excedentes al negocio de los commodities. Desde entonces, la inflación de los alimentos es una de las características de la economía mundial, y fue el ahorro de los pueblos de Norteamérica y de la Unión Europea –a través de las arcas públicas de sus gobiernos– el que pasó a engrosar este nuevo y desmesurado casino global de la usura.

Entre 2005 y 2008 el precio mundial de los alimentos aumentó un 80 %, y luego del shock por la caída de Lehman Brothers y otros delincuentes financieros, siguió incrementándose hasta alcanzar récords históricos en el primer trimestre del 2011, según el relevamiento realizado por la FAO. El índice de Goldman Sachs para 24 productos primarios ya no es el único que cotiza, porque el menú diseñado por las bancas de inversión está integrado ahora por otros 220 índices de todo tipo de materias primas. El especialista estadounidense Frederick Kaufman explicó en su artículo “Cómo Goldman Sachs causó la presente crisis alimentaria”, que esta configuración del mercado ha generado que la oferta de alimentos del mundo –de ahora en más– no sólo deberá enfrentarse a las tradicionales limitaciones por una merma de la oferta o aumentos en la demanda de alimentos, sino que también tendrá como referencia obligada y desequilibrante a “este espurio mecanismo de alza artificial de los precios de los granos creado por la banca de inversión”.

De esta forma se ha consolidado un círculo perverso idéntico al que se había creado con la burbuja hipotecaria. Parece increíble la falta de reacción de los gobiernos de países desarrollados ante la evidencia de un nuevo ciclo de economía artificial, que terminará por impactar una vez más de forma sumamente dramática en la economía real. De la misma manera

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en que, cuanto más aumenta el precio de las viviendas hipotecadas, más dinero ganaban los banqueros y más inflación se generaba, hoy sucede que cuando más se incrementa el precio de los alimentos más dinero embolsan las financieras y aumenta la inflación mundial. El problema es que ahora no se trata de gente perdiendo su casa, su terreno o su chacra. Hoy estamos hablando de poblaciones enteras que comienzan a sufrir hambrunas, y de niños desnutridos que mueren por causas totalmente atendibles. En este marco, no resulta ingenuo el reclamo de la FAO por una agricultura sustentable. El problema es que –hasta ahora– no se pasa del nivel declamatorio. En los últimos capítulos de este libro intentaremos, por lo menos en el caso de nuestra patria, superar el “deberíamos” y el “tendríamos que” por el “así se hace”. Aunque la bota de potro no es para cualquiera, trataremos de no morir por un juanete infectado.

Pero volvamos a esta perversa dinámica de poder que ha comenzado a desplegar el sistema financiero global, ante la cual sólo la decisión coordinada de los países del G 20 podría lograr que se comience a ordenar ese verdadero “desastre anunciado” provocado por los banqueros. La situación no resiste el más mínimo análisis. No sabemos qué pasos de ballet habrá ejecutado el ministro francés en su reunión a puertas cerradas con los nuestros, pero esta es una verdad de Perogrullo. Si nadie se anima a ponerle el cascabel a la gran rata de las finanzas internacionales, no habrá queso para los ratoncillos. Más temprano que tarde esta situación hará eclosión, y las manifestaciones de Egipto pasarán a ser pacíficas reuniones de viandantes al lado de lo que comenzará a suceder en algunos países incapacitados de comprar el pan al precio que lo ponen los especuladores.

No queda otra. Por más que bajemos las retenciones y los cupos, por más que ampliemos nuestras fronteras agropecuarias mediante el uso de agroquímicos y hormonas de crecimiento animal, los precios seguirán subiendo. Como ocurrió con los edificios hipotecados: mucho ladrillo, mucha ganancia, pero pocos ciudadanos con capacidad de comprar bajo ese sistema de encarecimiento artificioso. Los líderes de las grandes potencias son los únicos con la suficiente capacidad política para enfrentar esta situación, mediante la aplicación de mayores regulaciones y con firmeza indelegable para exigir transparencia en los mercados. No es fácil, de las cien empresas más grandes del mundo –incluyendo estados enteros entre ellas– 51 ya son grupos privados.

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Además, el mundo produce alimentos suficientes para todos, pero esa dinámica ha producido que en los últimos 20 años consumiéramos un tercio del total de los recursos naturales disponibles. El mundo es finito, pero a este paso se hará cada vez más finito. La ecuación, en términos relativos, es sencilla: o los gobiernos de los países más poderosos continúan subordinados a esta alianza con la banca, que mantiene en zozobra incluso a sus propias economías, o tendemos a un mundo más racional.

Por primera vez la FAO ha lanzado un grito de alerta, que merece ser arrancado de los aburridos foros internacionales para transformarlo en bandera. Lo paradójico es que los demás organismos multilaterales callen ante el despropósito especulativo que amenaza el equilibrio alimentario mundial, a la vez que sus propios equipos técnicos publican trabajos que se dan de patadas con esa postura.

En este reino de la hipocresía, un informe recientemente publicado por el Banco Mundial (BM) señala que durante el último año “los precios de los alimentos han subido un 36%, fenómeno que está afectando a las naciones menos desarrolladas y amenaza con aumentar la pobreza en el mundo”. Para pasar inmediatamente a ubicar las causas del problema en las crisis políticas en Medio Oriente y África del Norte, por las presiones que han generado sobre el precio del petróleo, que aumentó un 21% en lo que va del año 2011. Los parámetros del BM indican que, por cada aumento de 10% en el petróleo, los alimentos suben un 2,7%. El problema es que ese porcentaje se amplifica para las economías familiares de los más pobres, que suelen invertir hasta un 70% de sus presupuestos en alimentación, por lo que cualquier subida de precios agrava enormemente su situación.

La última edición del Reporte de Precios de Alimentos de ese organismo multilateral afirma que por cada diez puntos que aumenten los precios de la comida, diez millones de personas descenderán a la línea de pobreza extrema, aquellas que hoy disponen solamente de US$ 1,25 por día para subsistir. En sintonía con ese informe, la portavoz del BM Alejandra Viveros aseguró en un programa de la BBC que “esto ha causado que existan más personas pobres y que las que ya son pobres sufran mucho más, porque tradicionalmente las familias sin muchos recursos gastan la mayor parte de sus ingresos en comida”.

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En el último año se estima que unas 44 millones de personas han sido arrojadas a la pobreza por los aumentos de precios, que nuevamente se están aproximando a los fabulosos niveles registrados durante la crisis alimentaria de 2008. El maíz ha experimentado un 74% de aumento; el trigo un 69%; la soja el 36% y el azúcar un 21%. Estos son los productos que más alzas de precios han registrado, pero en muchos países también experimentaron una gran inflación los vegetales, las frutas y los aceites. Robert Zoellick, presidente Banco Mundial, afirmó que “debemos poner en primer lugar el acceso a la comida, protegiendo a los pobres y vulnerables que gastan la mayor parte de su dinero en adquirirla”. Nada dijo sobre la contundente y más que visible responsabilidad de los especuladores en ese incremento.

Siguiendo la tesis de que es el incremento en el precio del petróleo, a causa de las rebeliones populares en Oriente medio, una de las razones principales de los aumentos que se registran básicamente en la agricultura y menos en la ganadería, queda demostrada su falacia cuando observamos que la segunda es una actividad en la que el consumo de energía es menor. Siguiendo con esta línea del reporte del BM, aunque señala al precio del petróleo como el principal responsable de los incrementos, también estima que los desastres naturales y el mal clima, expresiones vinculadas al cambio climático, han contribuido con el fenómeno. En el caso del maíz, menciona que la producción de biocombustibles –como etanol– distrae parte de las cosechas y presiona los suministros, y por tanto incide en los precios. Y asegura que, por regiones, en los países petroleros de África y Medio Oriente se observan las economías más impactadas, aunque en América Latina los grandes productores agrícolas como México, Brasil y Argentina también padecen el fenómeno.

Los voceros del BM multiplican sus voces para dar sustento a esa teoría. Gustavo Arcía, asesor de ese organismo en temas del desarrollo, realizó el cálculo de que “una familia con un ingreso de 2 a 3 dólares diarios gasta entre el 60% a 70% en alimentos, y como consecuencia de la crisis decayó la calidad de lo que esos pobres consumen, generando un gran problema de desnutrición paulatina para los más vulnerables del hogar, que son los recién nacidos y lactantes”. Arcía destaca que los rubros con más inflación son precisamente los que consumen las poblaciones más pobres, que por

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causa de la estrechez económica ya han reducido su ingesta de carnes, lácteos y vegetales.

Seguidamente, aseguró que “el BM está trabajando con estos países para que puedan mantener su capacidad de crear programas de asistencia a las poblaciones más vulnerables, y además estamos aumentando la inversión en agricultura y en el manejo de cambio climático”. En ese marco, el organismo multilateral recomendó a los gobiernos que crearan políticas para reducir las presiones sobre los mercados de alimentos, mediante una reducción de las cuotas establecidas para la incorporación de biocombustibles, medida que se debería aplicar cuando los precios de los cultivos superen cierto precio, y además recomendó que se retiren las restricciones a las exportaciones de granos que imponen algunas naciones.

A estos confusos y contradictorios analistas habría que hacerles leer un chiste que transitó profusamente los caminos de Internet. Cuentan que una vez llegó a un pueblo un señor bien vestido, se instaló en el único hotel y puso un aviso en el periódico local anunciando que estaba dispuesto a comprar monos por U$S 10 cada uno. El bosque estaba lleno de monos, y los campesinos salieron a cazarlos. Como había prometido, ese hombre compró cientos de monos a U$S 10. Al poco tiempo quedaban muy pocos monos, difíciles de cazar, y los campesinos perdieron interés. Entonces el hombre ofreció U$S 20 por cada mono, y los campesinos corrieron otra vez al bosque. Nuevamente fueron mermando los monos, y el hombre elevó la oferta a U$S 25. Los campesinos cazaron los pocos monos que quedaban hasta que fue casi imposible encontrar uno. Llegado a este punto, el hombre ofreció U$S 50 por cada mono, e informó que –como tenia negocios que atender en la ciudad– dejaría a cargo de su ayudante el negocio. Una vez que  viajó, su ayudante les dijo a los campesinos que tenía una jaula llena con miles de los monos que su jefe compró, pero que éste no sabía ya cuántos eran, y los ofreció a U$S 35 cada uno para que pudieran venderlos a U$S 50 cuando su jefe regresara.

Los campesinos juntaron sus ahorros, compraron los miles de monos que había en la jaula y esperaron el regreso del jefe. Desde ese día, no volvieron a ver al ayudante ni al jefe. Lo único que vieron fue una jaula llena de inútiles monos que habían comprado con los ahorros de toda su vida. Esta es una sencilla manera de tener una noción muy clara de cómo funcionan el Mercado de Valores, la Bolsa y Wall Street.

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Esta doctrina económica que hizo del mundo un lugar cada vez más injusto, y por lo tanto más inseguro y violento, ha tenido en América latina sus primeras expresiones, hoy en clara decadencia. Lo importante es que ahora se están enterando en el resto del planeta. Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía y ex economista en jefe del Banco Mundial, afirmó que “la crisis de Wall Street es al fundamentalismo de mercado lo que la caída del Muro de Berlín fue para el comunismo”. El economista estadounidense Paul Krugman, columnista estrella del New York Times y flamante Nobel de economía, aseguró que EEUU “se ha convertido en una república bananera pero con armas atómicas, estamos gobernados por un conjunto de inoperantes y chiflados”. John McCain, candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos, aseguró que “el problema es que ya no tenemos confianza en las instituciones”.

El rey no sólo está desnudo, sino que además está chapoteando en el barro. Un mismo discurso comienza a ocupar las primeras planas de los medios bien intencionados, y las mismas palabras surgen en las disertaciones de los presidentes de países emergentes y en los foros económicos de mayor prestigio. Sólo los organismos multilaterales –como el BM o el FMI post Strauss Kahn y los gobiernos de los países poderosos– siguen utilizando un relato cuya ceguera se niega a establecer la reciprocidad en las relaciones internacionales. No se puede ignorar que estas firmes posturas harán que paguemos algunos de los efectos de la crisis, como la posible reducción de la demanda de alimentos por parte de EEUU y Europa. Pero a diferencia de esas economías aquejadas por el mismo mal que la nuestra hace poco más de una década, las cuentas nacionales y regionales están firmemente asentadas en la economía real. No podemos, a pesar de las amenazas y las presiones, hacernos cargo de las fallas estructurales de un sistema injusto, a la vez que desperdiciamos una oportunidad inédita para seguir avanzando en el camino del desarrollo autónomo.

El terror mediático trata de instalar la idea de que, si nos resistimos, “se cae todo”. Como si la depreciación de las propiedades en Miami, bajando de un millón a quinientos mil dólares, impactaran directamente en nuestros bolsillos. Nuevamente se intenta imponer un pensamiento similar al TINA (There Is No Alternative) de Margareth Thatcher, que a través del Consenso de Washington tuvo un efecto destructor para la economía mundial. Lo que les importa es sostener un cadáver, la mano invisible del

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mercado, sin relativizar una teoría liberal cuyo único objetivo es la acumulación de poder y lucro.

La explosión social de diciembre de 2001 en la Argentina, país que había sido un discípulo modelo del FMI durante décadas, resulta hoy el hito clave que logró anticipar la inviabilidad de las políticas del neocolonialismo financiero. Así lo afirman Stiglitz y Krugman. Pocos saben que ya lo había anunciado magistralmente Rodolfo Walsh en la carta abierta que le costó la vida, a un año de implementadas las políticas neoliberales de Martínez de Hoz. Al igual que las medidas postreras de Cavallo y de la Rua en el 2001, el rescate financiero de los gobiernos de Estados Unidos y la Unión Europea –contrariando años de arenga en contra de la intervención estatal en la economía– utilizó el dinero de los contribuyentes para salvar a los bancos, mientras los ejecutivos de las empresas en bancarrota embolsaban botines millonarios.

Para quienes anuncian contagios, cabe señalar que la Bolsa de Valores de Buenos Aires tiene escasa vinculación con el mundo de la producción, el de la economía real. No ocurre lo mismo en Estados Unidos y Europa. La mayor Bolsa argentina además mueve por día cantidades insignificantes, si las comparamos con la timba internacional, una ruleta sofisticada y exclusiva para quienes manejan cifras siderales obtenidas del drenaje de divisas en los países sojuzgados y de la credulidad interna de los solicitantes de créditos del –cada vez más amenazado en su status– primer mundo.

El sistema global ya no es el mismo que el del siglo XX, y exige un replanteo del rol arbitral de los estados en la economía. Los mercados financieros han fallado, y los gobiernos también. Pero son imprescindibles, lo cual no deja alternativas: se precisan nuevos contratos sociales entre los ciudadanos y el poder.

El papel del Estado se está transformando en un tema fundamental para la economía mundial del siglo XXI. Pero las rémoras del pensamiento único hacen que palabras como socializar, democratizar o nacionalizar todavía contengan una carga negativa en lo conceptual para el imaginario social, lo cual torna difícil el abordaje de estos nuevos problemas. Herbert Simon obtuvo el Premio Nobel de Economía en 1978 por su análisis revolucionario sobre el funcionamiento real de las empresas modernas,

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señalando que las diferencias entre el capitalismo moderno y las empresas estatales se había exagerado intencionadamente. En ambos casos, se trabaja por cuenta ajena y las estructuras de incentivos que se emplean para motivar a los directivos y a los trabajadores son las mismas. O sea que, en sus propias palabras, “la mayoría de los productores son empleados, no propietarios de las empresas, y considerando esto desde la teoría económica clásica, no tienen ninguna razón para maximizar los beneficios de las empresas, salvo en la medida en que los propietarios sean capaces de incluirlos en ellas”. Y agregó que “no hay diferencias, en este sentido, entre las empresas con afán de lucro, las organizaciones que no lo tienen y las organizaciones burocráticas”, ya que todas tienen exactamente el mismo problema para hacer que los empleados trabajen para alcanzar los objetivos de la organización. Y aseguró que “no hay razón, a priori, para que sea más fácil o más difícil producir esa motivación en organizaciones orientadas a maximizar los beneficios. que en organizaciones cuyos fines son otros”.

El modelo de capitalismo del siglo XX no es aplicable ya al siglo XXI. La mayor parte de las grandes empresas no tienen un solo propietario, sino innumerables accionistas. La principal diferencia es que los propietarios, en última instancia los “accionistas”, en un caso son ciudadanos que operan a través de diferentes órganos públicos, y en el otro operan a través de intermediarios financieros, como son los fondos de pensiones y mutuales, sobre las cuales generalmente tienen escaso control. Lo mismo sucede con las cuentas públicas, donde generalmente la única herramienta de control es el voto.

El problema radica entonces en aquellos espacios que poseen una capacidad desequilibrante para orientar hacia una u otra dirección esos recursos, sea en estamentos gubernativos como en el entramado de finanzas y producción/comercialización que ha surgido en esta última etapa. No es entonces un problema de eficiencia, sino de interés común y defensa de las mayorías despojadas de poder. Si el problema fuera la eficiencia, existen ejemplos de empresas eficientes e ineficientes tanto en el sector público como en el privado. Las grandes acererías de Corea del Sur y de Taiwán son propiedad del Estado y fueron más eficientes que las estadounidenses, que son privadas. Uno de los sectores en el cual Estados Unidos todavía es líder es en la educación superior, y justamente todas sus universidades de primer nivel son estatales o sin afán de lucro.

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La crisis actual provocó una intervención sin precedentes del Gobierno estadounidense en la economía. Muchos de los que tradicionalmente fueron los mayores críticos del intervencionismo del Estado –y especialmente en cuanto a que concediera créditos masivos– guardaron un silencio más que sospechoso. Para otros, el masivo rescate de los bancos por parte de Bush y posteriormente por Obama fue una traición a los principios del establishment norteamericano, aunque en realidad se trató de una simple expansión –aunque más grande– de políticas con más de medio siglo que apuntaron al establecimiento de un Estado corporativo con una extensa red de protección para las empresas, al mismo tiempo que se debilitaba la protección social para el común de la población. Y en este sentido, jamás existieron diferencias –más que de grado– entre demócratas y republicanos. La continuación de las políticas de rescate de Bush por parte de Obama así lo demuestra.

Hasta hace muy poco resultaba surrealista plantear que la poderos industria petrolera, gracias a sus beneficios aparentemente ilimitados, podría llegar a recurrir a la ayuda gubernamental en EEUU. Pero no fue así, y en medio de la crisis recibió generosas ayudas fiscales. El sector minero también recibió y recibe miles de millones en subvenciones encubiertas, al extraer en forma gratuita mineral en terrenos bajo propiedad del Estado. En 2008 y 2009, los sectores del automóvil y de las finanzas engrosaron la ya larga lista de los subvencionados, y muchas de las industrias más exitosas de Estados Unidos se benefician de la ayuda del Gobierno, especialmente la orientada a la guerra. Las subvenciones recibidas durante años por las empresas estadounidenses suman cientos de miles de millones de dólares, pero esas cantidades empalidecen al compararlas con las que se concedieron al sector financiero. Ya en la historia se vieron casos de generosos rescates a los bancos, pero el actual es el más masivo y suma por sí solo la totalidad de fondos a valores promedio de todos los anteriores.

Mientras se les exige a los países productores que desactiven aún más cupos y retenciones que les permiten capear con cierta holgura la crisis causada desde el mismo centro del tsunami financiero, afectando a la población de menores recursos porque encarece la canasta básica, los señores de las finanzas y lo centros de poder político han procedido a efectuar una de las redistribuciones más importantes de riqueza que se han producido en la historia, y además en el período más corto. El único caso

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de este tipo en la historia de la humanidad relativamente más desequilibrante ha sido la privatización de los activos estatales en Rusia después de la caída del muro. Los efectos han sido los mismos. Dejar entronizadas a verdadera mafias que se apoderan del esfuerzo de los pueblos.

Después de ese caso, después de los cacerolazos en Argentina, poco restaba ya para demostrar que Adam Smith había cometido una soberana equivocación al plantear que la mano invisible de los mercados nos conduciría hacia un destino de bienestar para las sociedades del mundo. Ningún partidario de Adam Smith se puede atrever ya a afirmar que el sistema hacia el cual ha evolucionado los Estados Unidos es eficiente, justo y una herramienta para alcanzar el bienestar de la sociedad.

Durante los últimos 35 años, diversos economistas han logrado una mejor comprensión de que los mercados funcionan bien dependiendo de los incentivos que se apliquen. Hasta hace unas décadas, aun dentro del descarnado capitalismo estadounidense, se procuraba que los incentivos estatales coincidieran con los beneficios sociales. Pero esto ha cambiado, y hoy existe una larga lista de ejemplos en los que los mercados fallan –y por tanto los incentivos sociales y los privados no coinciden– y por tanto han sido el origen de buena parte de las crisis más importantes en los últimos tiempos. La lista incluye enormes cantidades como recompensa a monopolios, gastos superfluos y fallas en la asignación, además de verdaderos agujeros negros en la información.

Es una ironía del debate político actual que la hasta hace poco distraída “izquierda europea” y los “demócratas liberales” en EEUU hayan tenido que tomar un papel activo a la hora de plantear que los mercados funcionen, solicitando la aprobación y aplicación de leyes antitrust para garantizar la competencia, solicitando la publicidad de datos e impulsando leyes para intentar regular y de alguna manera contener la contaminación del sector financiero, para limitar las consecuencias de la crisis. La derecha, impertérrita, afirma que sólo hace falta garantizar los derechos de propiedad y aplicar los contratos.

Pero el problema es que se ha perdido la noción exacta sobre la definición y el alcance de los derechos de propiedad, ya que ese concepto se ha transformado en una especie de derecho a hacer absolutamente todo lo que

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a las empresas les plazca, desde poseer inmensas extensiones de tierra hasta contaminar el agua subterránea, pasando por la explotación indiscriminada de todo lo que quede dentro de esos límites, sean árboles, minerales, animales o plantas de soja.

Hoy este derecho de propiedad casi medieval extiende sus tentáculos hasta abarcar casi todo. Y el conocimiento no escapa de este abrazo. Hay bienes que el mercado nunca suministrará espontáneamente en cantidades suficientes, y esto incluye especialmente bienes públicos de cuyos beneficios puede gozar toda la sociedad. Entre esos bienes públicos se encuentran ciertas innovaciones esenciales. Thomas Jefferson, tercer presidente estadounidense, ya en los orígenes de “la primera y más grande democracia” enfrentó el debate de quienes planteaban la propiedad privada sobre esas innovaciones, decretando que el conocimiento es como una vela, y cuando una vela enciende otra vela su propia luz no disminuye. De ello se dedujeron una serie de políticas que impedían restringir el uso del conocimiento, porque tal actitud resultaba ineficiente.

Pero la evolución del capitalismo se dirigió después hacia otros rumbos. Hoy los costos de las restricciones son especialmente altos en el caso de la ciencia básica. En los países centrales –un virus que han querido traspasarnos– la divulgación del conocimiento para el bien común tiende a dejar de ser gratuita, y el Estado ha dejado de asumir su responsabilidad en financiar su producción. Algunos de los mayores éxitos de los Estados Unidos se deben a la investigación sufragada por el Gobierno, generalmente en universidades estatales o sin afán de lucro, desde internet hasta la biotecnología moderna. Pero los Bill Gates, los Cargill y los Monsanto que se mueven en esas aguas no tardaron en desplegar todas las herramientas a su alcance para intentar privatizarlos.

Estados Unidos pretende olvidar, casi enterrar su propia historia. En el siglo XIX, el Gobierno tuvo un papel fundamental en los notables progresos de la agricultura, así como en las telecomunicaciones, instalando la primera línea telegráfica entre Baltimore y Washington. El Gobierno desempeñó incluso un importante papel en las innovaciones sociales, a través de programas que extendieron la propiedad de la vivienda y de la tierra, sin permitir jamás prácticas de explotación similares a las que han protagonizado los actuales manejos privados.

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Al alentar la innovación en el sector privado, restringiendo el uso del conocimiento mediante el sistema de patentes, lograron aumentar los beneficios privados pero disminuyeron los beneficios sociales. Cualquier sistema de patentes bien diseñado debería apuntar a generar equilibrio, creando incentivos para la innovación pero sin restringir indebidamente el empleo del conocimiento. El régimen de propiedad intelectual que hoy se observa en los países centrales es la ausencia de medios efectivos para evitar las consecuencias de que lo que prevalece no son innovaciones que mejoren el bienestar o la eficiencia de la economía, sino el temor a que esas innovaciones puedan imitarse fácilmente y dejen de generar beneficios privados. Técnicamente, las hipotecas basura y las comisiones abusivas por el uso de tarjetas de crédito fueron “innovaciones”, pero su resultado no fue el bienestar general, sino permitir enormes beneficios a los grupos concentrados.

De este modo, el foco de atención se puso en la magnitud del crédito relacionada con la solvencia del deudor, y no en la necesidad de generar una sociedad de consumidores con trabajo y suficiente poder de compra. Como se sabe, sin consumo, sin suficiente demanda efectiva en relación con lo invertido en cuanto a capacidad productiva, genera un punto en el que toda economía capitalista encuentra barreras para su funcionamiento normal. Esta es la ley básica que se está dejando de lado dentro de la mecánica de echar culpas por los altos precios de los alimentos a los países productores, ante la cual la FAO ha dado muestras de querer reaccionar, aunque tibiamente por ahora, mientras el FMI y el BM la reconocen en los papeles pero reniegan de dichas certezas en los hechos.

Y todo esto realizado en base al poderío de una moneda que aún sigue siendo unidad de cuenta y de reserva internacional, permitiendo a EEUU cubrir sus multimillonarios y sistemáticos déficits fiscales y de comercio exterior. Esa potestad se transformó en la herramienta para exportar sus crisis al resto del mundo, a diferencia de los países de la Unión Europea, permitiéndole sortear ajustes y alimentando la irracional liquidez del sistema financiero, que hoy se intentan mantener a costa del sacrificio –una vez más– de los países productores. Nuevamente la economía real debería arrodillarse ante la especulación. El Departamento del Tesoro y la Reserva Federal aportaron 3,3 billones para la compra de activos tóxicos, así como el otorgamiento de facilidades y préstamos directos y aportes de capital a

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entidades financieras y a empresas, así como garantías para préstamos interbancarios. Por primera vez, la utilización de fondos públicos aportados por todo un pueblo está comenzando a mostrar sus límites.

Los habituales socios y beneficiarios de esta dinámica, bajo condiciones diferentes cuando ha tocado techo la política de emitir dólares sin respaldo real, ya no muestran una suficiente integración política ni económica en sus propios países, y comienzan a surgir importantes diferencias de productividad y de ritmos de inflación, además sometidos en Europa a la gran restricción por haber adoptado el euro, ya que no pueden devaluar de la misma manera que lo está haciendo EEUU, perdiendo autonomía en sus políticas monetarias y cambiarias.

Sin posibilidad de emisión, el hecho de que también en esas naciones se haya desarrollado el negocio financiero especulativo, incluso con la participación de entidades de capital norteamericano y con parecidas liberalidades, hoy los convierte en rehenes de un Banco Central extranjero. Entre los países de la UE, el más paradigmático fue el caso de Grecia, cuya debacle se propagó después a España, Italia, Portugal, Islandia, Irlanda y el Este europeo. En la UE el “remedio” instrumentado se intentó también asentar sobre el criterio de sostener –como en EEUU– al sistema financiero, pero con el agravante de que para hacerlo se debieron aplicar ajustes, restringiendo el consumo popular y la inversión reproductiva con efectos perniciosos que se han desplegando ahora hacia toda Europa.

Los costos de seguir el mandato norteamericano, en lugar de plantar batalla en defensa de la economía real, ya no dejan dudas respecto de las posibilidades de superar la crisis por esa vía. Hoy más de uno de estos países se enfrenta a la disyuntiva de abandonar el euro como moneda, y asumir los costos de salirse de la timba que –en muchos casos– se van a asemejar a lo que debió pagar la castigada Argentina. Pero es que el sistema, si se continúan con estas políticas regresivas, no tiene perspectiva alguna de alcanzar un funcionamiento positivo y sostenible.

Más allá de la potencia política que logren, el principal freno lo constituye la reacción de las movilizaciones populares. Una población europea bastante poco activa hasta el presente, salvo excepciones, ha comenzado a reaccionar. Pero todavía queda mucho por ver, ya que cabe interrogarse qué sucederá cuando se ahonden los efectos de los ajustes en marcha y se vayan

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agotando los subsidios a la desocupación. Se abre aquí un panorama imposible de predecir, ya que la crisis necesariamente se relacionará con sucesos políticos en otras partes del mundo.

La decisión de proteger la economía real frente a la especulativa está en la base de esos conflictos, que prometen generar remezones nunca vistos ni tan amplios como los que se avecinan. El gran capital, ni siquiera hay que dudarlo, no permanecerá impávido. En un mundo de vertiginoso desarrollo científico y tecnológico, con agotamiento de determinadas materias primas y fuentes de energía, la avidez por garantizar nuevas fuentes de aprovisionamiento y la necesidad de incrementar la demanda agregada frente a un capital excedente –y ahora casi ocioso– buscarán recuperar el nivel de sus tasas de ganancias. No se debería descartarse el riesgo de guerras, medio al cual recurrió el gran capital para enfrentar y superar la crisis de 1905, así como la que sobrevino después del crack del ’29 o por la debacle económica de la República de Weimar, que dio origen al nazismo y a la Segunda Guerra Mundial.

Pero –como ya dijimos– en esas épocas los pueblos marchaban cantando al frente de batalla. En las condiciones actuales de creciente conciencia social, difícilmente surjan conflictos de envergadura mundial, pero no se debería desestimar la aparición y repetición de conflictos locales o regionales que respondan a una necesidad similar.

Por eso vale resaltar el valor de lo político, de la lucha y la unidad tras los objetivos del campo popular, con base en la integración entre países con un mismo destino, asumiendo la conciencia de que en nuestras manos está la posibilidad de torcer a nuestro favor los conflictos del presente y los que se avecinan.

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CHINA, EL NUEVO PODER

La batalla global entre economía real y ficticia o financiera, tiene además un nuevo protagonista. La cada vez más notoria presencia de China en África comenzó hace unos años a generar un debate abierto, fundamentado en las características específicas de esa actuación, que ahora se está haciendo extensiva a todo el mundo por el desembarco de gigante asiático en otras regiones y países, del cual nuestra Argentina no ha quedado exenta. Conviene analizar sus particularidades, para estar preparados y saber aprovechar en nuestro beneficio un fenómeno de particularidades muy similares a las que se dieron cuando llegamos a ser “granero del mundo”. Claro que apostando a tener y mantener una dirigencia política muy distinta a las de la Generación del 80.

Pero vayamos por partes, analizando primero los antecedentes de este nuevo fenómeno. A grandes rasgos, dos fueron las posturas imperantes respecto a esa primera actuación China en África. Unos consideraban que el gigante asiático es la versión neocolonial de un explotador ávido de recursos naturales, e incluso lo han tildado de imperialista. Otros vieron en esto la posibilidad para incidir en el desarrollo de los países africanos, debido a la doctrina del desarrollo pacífico que pauta las relaciones internacionales chinas. Algunos alertaron sobre la ética de la intervención económica china, pragmática en extremo, que cerraba tratos con regímenes considerados corruptos, nada escrupulosos con los derechos humanos y proclives a permitir daños al medio ambiente. Otros señalaron consecuencias a largo plazo por la dependencia africana hacia las exportaciones del gigante asiático, lo que podría provocar el fenómeno económico “dutch disease” (enfermedad holandesa).

En economía –ya hablaremos más en extenso sobre esto en otro capítulo– la “enfermedad holandesa” es un concepto que explica la relación entre el aumento de la explotación de los recursos naturales y una disminución en el sector manufacturero. El aumento en los ingresos por recursos naturales –o por flujos de ayuda externa– hará una moneda más fuerte comparada con las de otras naciones. Ese tipo de cambio permite comprar más barato a los otros países, por lo cual el sector manufacturero interno se vuelve menos competitivo . El término fue acuñado por The Economist para describir el declive del sector manufacturero en los Países Bajos después del descubrimiento de grandes reservas de gas natural en 1959 .

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Consecuencias aparte, la relación África-China se da en un marco de relaciones marcado por la doctrina del desarrollo pacífico, o “heping fazhan”, articulada por la República popular de China desde el 2005 y basada en un concepto confuciano de armonía, adaptado a las relaciones exteriores, como un nuevo concepto de seguridad que considera al beneficio mutuo como base para la seguridad global. Esta doctrina se basa en cinco principios: respeto a la soberanía e integridad territorial, no agresión, no interferencia en los asuntos internos del otro, igualdad y beneficio mutuo y coexistencia pacífica. China busca caracterizarse como potencia emergente pero a la vez como poder no amenazante, eminentemente colaborativo y responsable de su papel en el mundo.

La base económica es clave para entender esa relación geopolítica. Las cifras señalan un crecimiento de esa relación, pero aún pequeño y dispar entre las partes. Las exportaciones de África representan el 3% del comercio exterior chino, y las inversiones chinas en África son sólo el 10% del total de las realizadas en todo el mundo. Asimismo, las inversiones chinas representan sólo el 3,27% del total de inversión extranjera directa en África. Pero los datos apuntan un crecimiento rápido. La inversión china en África ha pasado de 10 millones de dólares en el 2000 a 1.180 en 2005. El volumen del comercio bilateral en 2005 era de 55.500 millones de dólares, cinco veces y media superior al de 2001 y dieciocho veces superior al de 1995. En el 2004, la República Popular de China se convertía en el tercer socio comercial de África detrás de EE.UU. y Francia.

Asimismo, se incrementó el valor de lo que China extrae del continente respecto a lo que los africanos le compran. Las importaciones africanas desde China eran de 4.205 millones de dólares y las exportaciones chinas desde África de 4.916 millones en promedio desde 1993 a 2004. Según datos de la United Nations Conference on Trade and Development (UNCTAD), para el 2005 África ya importaba de China bienes de consumo por un 16% en textiles, un 14% en zapatos y ropa, un 8% en vehículos y un 8% en equipos de telecomunicaciones. La moneda de cambio para hacerlo son recursos mineros, básicamente petróleo, que en el 2006 suponía el 71% de las exportaciones africanas hacia China; el hierro ocupaba el 13%; madera el 2%; piedras preciosas el 3% y el algodón un 4,2% para ese año. Queda claro que el objetivo de China son las materias primas básicas para

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el mantenimiento de su crecimiento, junto al desarrollo de un mercado africano donde colocar productos.

China ve en África un proveedor petrolífero de primer orden. Ese 71% de exportaciones africanas es en crudo, con el cual los países productores africanos cubren parte de las necesidades de abastecimiento del gigante asiático y son ejemplo de las formas del posicionamiento chino en la geoestrategia global del petróleo. China ya es el segundo consumidor mundial y debe importar más del 50%. Se estima una necesidad de importar crudo de 10,9 millones de bdp para el año 2025. Hasta el 2003 el 60% de las remesas de petróleo hacia China provenía de Oriente Medio, pero la conflictividad en esa zona ha llevado a este país a buscar otras fuentes.

África era un campo relativamente nuevo y poco explorado, y en el 2005 ya suponía el 30% de las importaciones de crudo de China. Algunos analistas apuntan que la participación china en el mercado del petróleo africano se debe relativizar, puesto que aún es baja en comparación a las operaciones de otros países. Además, las importaciones chinas de petróleo africano han crecido nueve veces, pero se concentran en unos pocos Estados donde China no ha encontrado competencia, porque en su mayoría se trataba de explotaciones rechazadas por consideraciones técnicas, políticas o económicas.

Esas exportaciones de petróleo africano van asociadas a inversiones en extracción, distribución y refinado. Dadas las escasas capacidades en esas áreas de los países productores, China utiliza sus tres principales empresas del sector: China Petrochemical Corporation (Sinopec), China National Petroleum Corporation (CNPC) y China Offsshore Oil Corporation (CNOOC). Esta relación abarca diversos países del continente negro –especialmente en prospección– para Argelia, Angola, Congo, Gabón, Mali y Sudan. En compra de crudo sólo cuatro países son principales proveedores de China: Angola representa el 45%; Sudán el 18%, República del Congo, 14% y Guinea Ecuatorial 9%, todos ellos ejemplo de la ambivalente actuación china, sometida al pragmatismo en pos del preciado oro negro.

En Sudán, las cuantiosas inversiones chinas en refinerías y construcción de infraestructura están vinculadas con la movilidad del petróleo. A cambio de

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explotar ese petróleo, China había ignorado en principio las advertencias de la comunidad internacional contra el régimen de Omar al Bachir, acusado del genocidio de Darfur por el Tribunal Penal Internacional. A cambio, el régimen sudanés protegía las inversiones chinas, mientras desplazaba poblaciones próximas a esos proyectos. El principio que sustentó esta actuación fue la no injerencia en los asuntos internos de otros estados. Sin embargo, estas posiciones cambiaron y la diplomacia china aproximó a las partes tratando de mejorar su imagen internacional en el año de celebración de los Juegos Olímpicos. Cabe añadir que de las operaciones petrolíferas chinas en Sudán participan terceros que también niegan complicidad con el régimen, como la firma Greater Nile Petroleum Operating Company (GNOC) donde CNPC es el principal accionista junto con la empresa malaya Petronas, la sudanesa Sudapet y la ONGC Videsh de la India. Desde los 80, el exterminio indiscriminado de opositores al régimen sudanés también había incluido denuncias contra operadores petrolíferos como las canadienses Arakis Energy Corp y Talisman Energy Inc., la sueca Lundin Oil Company o la estadounidense Chevron, todas ejemplo de la falta de escrúpulos de las multinacionales petrolíferas.

En Angola, principal proveedor africano de petróleo hacia China, la necesidad de infraestructura extractiva provocó que el gobierno chino aplicase ayuda en la antigua colonia portuguesa, devastada tras años de guerra civil. Mediante créditos con garantía para la extracción petrolífera e inversiones y asistencia al desarrollo, valoradas en 12.000 millones de dólares, se apuntó en principio a la reconstrucción de país. En contrapartida, se desplazaron soldados angoleños hacia Cabinda, donde se concentra el 60% del petróleo del país. Esa actividad ha sido denunciada por Human Right Watch por detenciones y torturas a la población civil.

La necesidad de producir y movilizar este recurso requiere de infraestructura. La extracción y refinado de gas en Argelia se desarrolla mediante cooperación técnico científica, y se suma a esto la construcción de la primera refinería de petróleo en Chad, la construcción del oleoducto de Camerún y las prospecciones off shore en la República del Congo y en Etiopía, así como la donación de ayuda china tras el tsunami de 2004 a Somalia, a cuenta de prospecciones en un territorio donde además hay uranio.

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Las demás materias primas susceptibles de interés chino en África, dados los altos niveles de consumo que tiene el gigante asiático, en muchos casos van asociadas a una cierta voracidad explotadora junto con problemas medioambientales, así como un bajo nivel de respeto en cuanto a derechos laborales por parte de las empresas locales asociadas. Uno de esos ejemplos es la mina de hierro de Belinga en Gabón –una de las últimas grandes explotaciones de hierro del planeta– bajo la concesión de Sino Steel Co. y China National Machinery and Equipment Import and Export Corporation (CEMEC) como empresa encargada de desarrollar un ferrocarril que permita la extracción del mineral, a cambio de la absoluta libertad de operar con respecto al medio ambiente. En la explotación de las minas de cobre de Zambia, en un 60% de China Non Ferrous Metal Industries, la oposición ha documentado escasa seguridad laboral y se generaron protestas. Los pronunciamientos antichinos llegaron a mediatizar las elecciones en ese país. Casos similares se pueden observar en la República Democrática del Congo, donde empresas chinas como Colec, Feza Mining o Nanjing Hanrui Cobalt Co Ltd se hicieron con la propiedad de la mayoría de las minas. En este caso, el interés chino no es sólo la necesidad de obtener el producto, sino la voluntad de mantener el monopolio internacional de la venta de polvo de cobalto, usado por numerosas multinacionales de la electrónica.

En cuanto a madera, una masiva explotación de maderas por parte concesionarias chinas en Gabón pone en peligro este recurso. La apetencia por este producto surge de las restricciones en China para la extracción. La amplia utilización de esta materia prima en ese país ha llevado incluso a extracciones ilegales en Camerún, Guinea Ecuatorial, Liberia y Mozambique, donde se ha denunciado a empresas chinas por operar en forma encubierta para extraer enormes volúmenes de madera difícil de reponer, consolidando algo que ya empieza a ser conocido como el “take away” chino. Algunas empresas han tomado el ejemplo de la creciente popularidad de las franquicias utilizadas para entregar alimentos “listos para llevar” (take away) de los restaurantes norteamericanos, para operar con asociadas que preparan el paquete a exportar sin injerencia visible del comprador y financista.

Evidentemente, son estos casos los que tienen mayor impacto en los análisis de organismos de control y en a prensa. Pero si bien esa parte

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negativa existe y es difícil desconocerla, hay que señalar que el crecimiento comercial chino-africano significa una oportunidad para los países africanos participantes, ya no sólo por la exportación de determinados productos –especialmente alimentos, recursos minerales y energéticos– sino por la importación de bienes de consumo producidos en China que permiten activar un mercado regional africano aún pequeño y débil. Asimismo, la ayuda técnica asociada a las inversiones permite la generación de ofertas laborales incluso inéditas, como en el caso de Etiopía, a través de una joint venture entre la Etiope Tacase Hydropower Station y la China Hydropower Joint group para la gestión de agua en ese país y para la construcción de una carretera por parte de la China Road and Bridge Corporation (CRBC). Ambos proyectos generan mano de obra en cantidades significativas, y están sufragados en un tercio por China.

Una vez más, las cuestiones de soberanía dependen fundamentalmente de aspectos políticos intrínsecos a los países que se abren a la sinergia entre dos mercados, uno en auge y otros en construcción. Esa situación, para resultar beneficiosa para ambos lados, no debe obviar la agresividad comercial china y su famoso “guante de seda”, utilizado en relaciones diplomáticas supuestamente consensuadas. La “mano invisible” del modelo neoliberal es reemplazada por una “ayuda para el desarrollo” que debe ser analizada caso por caso, para evitar que sirva de enmascaramiento de la voracidad en cuanto a materias primas por un lado, y una agresiva política de colocación de productos chinos por otro. Ambas sustentan el crecimiento económico y el nuevo posicionamiento en la geopolítica mundial del gigante asiático.

Desde hace un par de décadas Occidente asiste estupefacto a una realidad que genera inquietud, y que ha centrado la atención de la diplomacia y los analistas internacionales. La creciente proyección china en las tierras de África ha desplegado en los últimos años medios novedosos para ganar una posición de predominio, con capacidad de negociación muy elevada a partir de potentes lazos diplomáticos y una estrategia de expansión comercial e in-versiones en grandes proyectos de desarrollo. Las potencias occidentales se dividen al respecto entre el asombro ante esa influencia y el temor ante futuros conflictos internacionales en la lucha por explotar los recursos naturales de África.

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En 20 años China será la potencia económica más grande del mundo, y ha encontrado la llave de entrada a un continente llamado a abastecer su ingente necesidad de recursos naturales. China, en la actualidad, mantiene excelentes relaciones con la mayoría de los 53 estados africanos. Antes de la celebración de la Cumbre de Beijing del Foro de Cooperación China-África en 2006, el portavoz del Ministerio chino de Relaciones Exteriores, Liu Jianchao, dijo que ésta iba a ser la convención internacional más grande que jamás se había llevado a cabo en China, dato que demuestra las dimensiones de esta apuesta de los asiáticos.

La presencia china en África ha cambiado la perspectiva internacional de buena parte de los países africanos, que en una década se convirtieron en socios comerciales de primer orden, interpretando el interés de China como una excelente oportunidad para alcanzar una menor dependencia respecto de los países occidentales. Este hecho originó una carrera en la diplomacia internacional, que algunos ya comparan con la guerra fría. Este gran cambio se apoya en la alternativa real de que China rompa con los límites comerciales derivados de las restricciones arancelarias que Europa y EEUU venían aplicando, supuestamente para alcanzar respeto a los derechos humanos. Esta condición de inversión occidental se hacía precisamente para países cuyos gobiernos extremadamente corruptos habían surgido de los manejos y políticos de las grandes transnacionales para continuar dominando el continente tras el proceso de independencia de sus países. Es por esta razón que hay que manejar con mucho cuidado toda información sobre China proveniente de los medios afines a estos centros de poder. Como ya vimos, lo ambiental tampoco era ajeno a ese control “preservacionista” de recursos a explotar en el futuro. En pocas palabras, la irrupción de China hizo saltar en pedazos tamaña hipocresía.

Lo cierto es que la inversión y la ayuda chinas se han traducido en medidas altamente populares para varios países africanos, puesto que –como ya vimos– Beijing nunca pregunta sobre las características de los gobiernos con los que firma tratados. Además, esas relaciones no se limitan al comercio, ya que los jefes de estado africanos buscan una alternativa al liberalismo americano, y cada vez están más atraídos por la revolución industrial china como modelo para políticas de desarrollo. Consideran a la superpotencia emergente como un contrapeso frente a la hegemonía de

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Estados Unidos y sus aliados europeos, además de contar con apoyo por el creciente peso diplomático chino en los organismos internacionales.

Lo cierto es que la presencia de este país genera muchas dudas sobre el modelo de desarrollo y crecimiento que puede ofrecer, pero no sólo en los países centrales. China es permeable a cierta impunidad ante la violación de derechos humanos mientras no influya en sus acuerdos comerciales. Desde el punto de vista del desarrollo industrial, el desembarco chino ha llevado a levantar barreras. China ingresó a la Organización Mundial del Comercio (OMC) después de convertirse en una superpotencia exportadora en serie y a bajo costo, lo cual resta oportunidades a la competencia de otros países en desarrollo. En el caso de la industria africana, especialmente en el sector textil, ha provocado un enorme retroceso en los planes africanos de industrialización.

El interés de China por África surgió en principio de su imperiosa necesidad de abrir mercados para colocar su enorme volumen de producción, pero a la vez este gigante económico necesita abastecerse de recursos naturales para mantener su desempeño, con una creciente dependencia china de la importación de materias primas crudas. En este aspecto la competencia con EEUU y Europa es descarnada, y en ese marco la conexión entre China y África se ha convertido en el primer paso para ganar preeminencia, a partir del aprovechamiento de los alimentos, minerales e hidrocarburos africanos. Las potencias occidentales, promotoras de todos los regímenes totalitarios de éste y otros continentes, ahora visten el ropaje de los derechos humanos y denuncian a China como dispuesta a ignorar las mismas normas internacionales y principios dispuestos para su cumplimiento que terminaron languideciendo en el Consejo de Seguridad de la ONU cada vez que los intereses de Occidente se vieron amenazados.

Cierto es que China ha ignorado el boicot internacional sobre el régimen militar de Birmania con el fin de asegurarse recursos petrolíferos, y ha apoyado al régimen de Sudán acusado del ya mencionado genocidio en Darfur. En este país se ha construido una vasta de red de enormes represas, supuestamente sin consultar a los pobladores afectados. La ONG Red Internacional de Ríos, con sede en Estados Unidos, señaló que la planta de Merowe construida por compañías chinas en Sudán estaba desplazando a 70.000 personas desde el fértil valle del río Nilo hacia el desierto de Nubia.

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Alí As-kouri, líder de la comunidad vecina a la represa de Merowe, advirtió sobre “los proyectos que no atienden las necesidades de las poblaciones afectadas y que exacerbarán los conflictos sociales y la desintegración”, denunciando además que las autoridades sudanesas habían reprimido con violencia manifestaciones pacíficas contra el proyecto. Sudán representa un parámetro sobre los cuestionamientos que China enfrenta en África, y ha sido criticada por su falta de esfuerzos por lograr la paz en un país asolado por la guerra. China –como miembro del Consejo de Seguridad de la ONU con poder de veto, al igual que las antiguamente criticadas potencias mundiales– bloqueó el envío de cascos azules a esa región, aunque después, a diferencia de sus pares, impulsó el diálogo.

La política china de no injerencia en los asuntos internos de los estados está cambiando ante las voces de líderes, intelectuales y grupos occidentales de derechos humanos, que han advertido los riesgos de estrechar lazos con Beijing. Desde África, han respondido a esos reprochen recordando el apoyo occidental a regímenes como el de Guinea Ecuatorial, Sierra Leona y tantos otros originados en la apetencia por recursos estratégicos. En general, los diversos gobiernos africanos, democráticos o autoritarios, ven a China como un socio rico que –a pesar de ello– los trata de manera igualitaria. Como explica Wenran Jiang, experto en relaciones sino-africanas de la Universidad de Alberta, Canadá, en países arrasados por guerras recientes como Angola o Ruanda, las empresas chinas lideran la reconstrucción con bajos costos, rapidez y buena calidad en productos, tecnología y servicios prácticamente imposibles de batir.

Las advertencias de Occidente son interpretadas como sumamente cínicas y oportunistas, aunque muchos analistas africanos no dejan de señalar el avance de China como una cuestión no exenta de peligros. Así el nigeriano Toyin Falola, advirtió sobre estas cuestiones en lo que se refiere a la relación de bilateralismo entre China y África, que podría minar las instituciones regionales y continentales debido a la aplicación de nuevas divisiones producidas por estas nuevas tácticas de conquista de proveedores y mercados. La desproporción existente señala que los países africanos son demasiado pequeños para negociar con un gigante que además continúa utilizando el modelo de la economía capitalista, prescindiendo de las políticas atenuadas –y en muchos casos divergentes respecto de esa impronta– aplicadas hacia el interior de su territorio.

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Esto no es nuevo. Los historiadores del socialismo señalan que –ya en el encuentro de países realizado en Argelia a inicios de los años 60– el Che Guevara había criticado tempranamente a las dos potencias rojas de ese momento, China y la URSS, por relacionarse con países del Tercer Mundo de la misma manera que lo hacían Europa y EEUU. Incluso planteó que seguir adjudicando a nuestros países el rol de proveedores de materia prima barata, les impedía estructuralmente alcanzar un desarrollo equilibrado. Algunos analistas arriesgan incluso que ese planteo fue la causal de que el Che decidiera explorar otros rumbos, ante la falta de acuerdo sobre este tópico con la dirigencia cubana.

Lo cierto es que las relaciones de China con el resto de los países se circunscriben a un ámbito bilateral para cada gobierno africano, y entre empresas chinas y gobiernos africanos en base a cada acuerdo alcanzado. A todas luces este sistema de relaciones no tiene nada de “socialista”, y constituye un desafío de enormes proporciones en cuanto a la necesidad de crecimiento y refuerzo de la sociedad civil en África, y el respeto por la decisión política de las mayorías. Por ahora, estas preocupaciones se observan exclusivamente en organizaciones que trabajan por el desarrollo en África, mientras que China no pone objeciones y sigue avanzando sobre antiguas potestades occidentales. Precisamente en la cumbre del 2006 en Beijing, se vieron grandes esfuerzos para alcanzar una posición china de relevancia en la industria petrolífera de Angola, hasta entonces dominada por EEUU, y por conquistar las exportaciones de petróleo de Guinea Bissau ganándole de mano a acuerdos con países occidentales.

En la década de los 90 el comercio entre el país en desarrollo más grande del mundo y el continente con más países subdesarrollados creció un 700% y China, como dijimos, se ha convertido en el tercer socio comercial de África, detrás de Estados Unidos y Francia, pero amenaza con sobrepasarlas muy pronto.

Lesotho Jennifer Brea, autora del blog AfricaBeat, trabaja en Beijing y estudia el fenómeno de la presencia china en ese continente. En una entrevista para la BBC del 2007, señaló que los grandes medios ignoran la increíble variedad de intereses y de perspectivas chinas en África, concentrando la atención mediática sólo en las posiciones privilegiadas que adquieren las grandes empresas chinas. Y documenta la llegada de pequeños comerciantes, mano de obra no cualificada e incluso granjeros

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del interior de China. La población china que se traslada a África en este clima de inversión, acuerdos bilaterales, proyección de empresas chinas e intercambio comercial, incluye empresas del país asiático que han llevado sus propios trabajadores. Estos obreros viven aislados en campamentos ubicados en las afueras de las ciudades. Muchas empresas chinas utilizan su propia mano de obra y no contratan trabajadores africanos, frenando la demanda laboral local e impidiendo el traspaso de conocimientos. China se ha defendido argumentando que la mayoría de la mano de obra africana no tiene especialización. Lo cierto es que el desempleo hoy se ha incrementado relativamente en el país asiático, impulsando este fenómeno que además busca justificarse en la dificultad de no hablar el mismo idioma y en las consecuencias devastadoras del SIDA, que ha mermado un elevado porcentaje de varones africanos en edad de trabajar. Sin embargo, las razones del trasvase poblacional de China a África responden más que nada al saturado volumen de población del país asiático. Los comerciantes y trabajadores chinos encuestados responden de manera sencilla: “en China hay mucha gente y en África no”, por lo cual para ellos todo constituye una oportunidad allí. El mismo argumento podría realizar cualquiera de los nuevos inmigrantes chinos a tierras argentinas.

Otro dato a tener en cuenta es la comparación entre el sueldo promedio que percibe un trabajador chino en su país y el que recibe en África. Los sueldos que pagan allí las empresas chinas a su personal están por debajo de lo que pagan otras compañías internacionales, pero un obrero chino puede cobrar en promedio un 300% más de lo que recibiría en su país por el mismo trabajo. La mayoría de los chinos que emigran lo hacen a través de programas de su gobierno o como trabajadores de grandes empresas estatales, y una vez que finalizan los contratos se observa una creciente tendencia a permanecer en el lugar. En un seminario universitario organizado a finales de 2006 en Sudáfrica, país donde reside la comunidad china más numerosa, se calculó la existencia de 750 mil inmigrantes chinos en todo el continente. Por su parte, la asociación para la amistad entre los pueblos chino y africano calcula que 500 mil chinos viven en África. Sólo en 2009 se calcula que unos 75 mil chinos pobres emigraron –junto con técnicos y empresarios– a diversos países africanos para trabajar en la construcción o en la manufactura, y 15 mil de ellos laboran en Egipto en talleres clandestinos de ropa que luego venden en las calles, sumándose a un verdadero ejército de miles de chinos, emigrados de los polos no

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industrializados del norte de ese país para instalarse en el Norte del continente. En árabe se los conoce como shanta sini –chinos-bolsa– por los fardos que cargan en la espalda. Las áridas regiones del noroeste de China presentan un retraso económico y social de décadas en comparación con las florecientes provincias costeras y los polos urbanos del centro del país, y el gobierno chino fomenta abiertamente estos procesos migratorios.

Para la dirigencia china, y particularmente para su presidente Hu Jintao, la inmigración se ha convertido en parte de la solución para reducir la presión demográfica, el sobrecalentamiento económico y la contaminación. “En China tenemos 600 ríos, de los cuales 400 están muertos por la contaminación” declaraba amparado en el anonimato un científico al diario francés Le Figaro, y agregaba que “no saldremos adelante si no enviamos 300 millones de personas al África”. Un testimonio como éste da mucho que pensar a quienes habitamos países con grandes extensiones y baja población.

La presencia de intereses y población china ha generado algún rechazo de sectores locales. La BBC expuso el caso de Zambia, cuyo candidato a la presidencia en 2006, Michael Sata, prometió deshacerse de indios, libaneses y chinos que “le están robando trabajo a nuestra población”. Sata tenía su base política en una región en que las empresas chinas controlan gran parte de las minas, donde una explosión mató a 75 trabajadores zambios. Por primera vez un sentimiento anti chino era utilizado como arma electoral, aunque este candidato no logró ganar las elecciones. En 2006 también se dio el primer atentado anti chino. Un coche bomba explotó cerca de la refinería de petróleo del Delta nigeriano, para advertir al gobierno chino que no continuara expandiéndose en la región. Inicialmente, el punto de vista mayoritario de las poblaciones locales africanas ante la llegada de empresas chinas fue saludarlas como alternativas para la creación de puestos de trabajo. El problema es que los africanos no se están beneficiando tanto como deberían, y están comenzando a echarle la culpa a sus propios gobiernos por no exigir mejores condiciones y por no proteger y crear un sistema de garantías laborales.

Desde su incorporación al Banco Africano de Desarrollo en 1985, China se ha transformado en uno de sus accionistas más importante. Empujada por sus crecientes necesidades energéticas y de materia prima, Beijing invirtió entre 2002 y 2007 millones de dólares en varias naciones africanas. A fines

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de 2006, las inversiones chinas en África alcanzaban los 11.700 millones de dólares en un amplio espectro que incluye industria, comercio, transporte y agricultura. Según el Banco, el comercio bilateral se elevaba a 55 mil millones de dólares en 2006, cuatro veces más que en 2000, y Beijing anunció que pretende aumentar el volumen comercial a 100 mil millones de dólares para el año 2020. El comercio bilateral entre las dos regiones se ha multiplicado por 50 entre 1980 y 2005, y se ha quintuplicado entre 2000 y 2006. Casi un millar de empresas chinas están radicadas en suelo africano, y en el 2007 China se acercó al lugar de Francia como segundo socio comercial de África. Según algunos datos del 2010, ya habría conseguido superarla.

Lo que sucede es que las cifras aplicadas son tan diversas, veloces y complejas que resulta difícil seguirles la pista en su totalidad. China hoy construye represas en Congo, Sudán y Etiopía, ayuda a Egipto para relanzar su programa civil de energía nuclear y equipa a toda África con redes inalámbricas y fibra óptica. Miles de africanos hablan o aprenden chino y la competencia china ha roto el monopolio occidental, sumando además porciones de mercado antes en manos libanesas e indias, a través de relaciones bilaterales con la mayoría de los estados africanos. Jefes de Estado y ministros de 49 países de la región asistieron al cuarto Foro de Cooperación China-África que se celebró el 9 y 10 de noviembre de 2009 en la ciudad egipcia de Sharm El Sheikh. Una semana después, el gobierno de Beijing certificaba una inversión por 8 mil millones de dólares de empresas chinas en Zimbabwe, país gobernado por Robert Mugabe, un presidente fuertemente apoyado por Occidente que ha estado en el poder desde 1980.

En teoría, los países africanos mantienen un régimen igualitario de exportaciones-importaciones, pero en los últimos años se ha verificado un incremento de lo que China extrae del continente respecto de lo que África le compra. Ya hemos visto algunas cifras, pero vale la pena resaltar que el acuerdo establecido para garantizar equilibrio de balanza se apoya en los recursos naturales, fundamentalmente mineros y en especial en petróleo, contra la adquisición de bienes industrializados. Según un estudio del Instituto Sudafricano de Asuntos Internacionales, el 83% de las exportaciones africanas a China en 2007 fueron de petróleo. El comercio bilateral también se ha disparado en los últimos años, multiplicándose por

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10 a un ritmo vertiginoso. En 2008, el comercio superó los 106 mil millones de dólares, 45% más que en 2007, según datos de la oficina de Aduanas de China. Sólo en el primer semestre de 2009 se han invertido 60 mil millones de dólares en los sectores del petróleo y de la minería del continente.

Siguiendo esta dinámica de inversiones, China ya es la mayor fuente de inversión extranjera directa en África, según un informe publicado por la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD) y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Algunas empresas como Huawei, el mayor proveedor de servicios de telecomunicaciones de China, se destaca en el contexto africano como la principal proveedora de servicios de banda ancha, con negocios desde Egipto hasta Sudáfrica. El impulso de las inversiones chinas fue propiciado inicialmente por generosos paquetes de préstamos y asistencia. Beijing canceló 1.400 millones de dólares en deuda y anunció un alivió adicional de más de 1.300 millones de dólares para varios países.

China ha desplegado también una clara política de cooperación e inversión bajo múltiples formas, que incluyen donación de recursos financieros, préstamos con tasas preferenciales de bancos nacionales chinos y proyectos de empresas con créditos que incluyen la formación de cuadros locales. Esta relación de aparente beneficio mutuo está desembocando, sin embargo, en una penetración cada vez mayor de productos chinos en el continente, y comienza a mostrar serios impactos en las economías africanas en aquellos casos donde la producción local no puede competir con los bajos precios de las mercancías chinas. Algunos gobiernos muestran ya su preocupación por la reducción de sus ya limitadas oportunidades de ofrecer empleo, y por el aumento de la dependencia africana respecto del capital chino.

Pero estas señales negativas se diluyen por ahora en un balance geopolítico que de momento favorece la inversión china, bajo un modelo que surge como alternativa a la más que condicionada cooperación occidental. Esto, a su vez, fortalece aún más la presencia china en el ámbito internacional, a pesar de representar la continuidad de un modelo de crecimiento que actúa al margen de la democracia y el respeto por los derechos humanos, basado en una supuesta no intromisión en la soberanía de los estados, precisamente en un continente donde la corrupción es estructural en el sistema político.

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Lo cierto es que la emergencia del modelo chino en África confirma que el modelo occidental no es el único con posibilidades a nivel regional, y que le ha surgido una fuerte competencia que se alinea mejor con los intereses de los gobiernos locales. Si a esto sumamos que desde las democracias occidentales se levantan límites a la inversión y se exigen condicionamientos de desarrollo democrático y protección de derechos, el modelo chino evidentemente lleva las de ganar. Lo que está por verse es si será capaz de generar un desarrollo sostenible que favorezca a las poblaciones africanas y que no sólo las despoje de sus riquezas naturales, porque de esta manera África sólo estaría perpetuando su ancestral e inducida dependencia respecto de potencias externas.

Un dato publicado en momentos en que se escribe este libro viene a confirmar la manera en que China se dispone consumar su conquista del África. Beijing ofreció 60 mil millones de dólares –en plena crisis global– para controlar las materias primas del continente. Aprovechando la debilidad occidental, el gobierno chino ofreció esa cifra –a erogar en sólo seis meses– para controlar el acceso al petróleo africano, competiendo directamente en feudos occidentales como Nigeria o Ghana y contra grandes multinacionales como ExxonMobil y Shell. El patrón de inversiones de la Chináfrica, como la conocen los expertos, solía concentrarse en lugares más complicados o en guerra permanente, pero la crisis económica ha generado un gran cambio. Ahora China pretende conquistar también los feudos occidentales, ha comprado la petrolera suiza Addax Petroleum que controla pozos petroleros en Nigeria, Gabón y Camerún, y ha presentado un proyecto para construir un oleoducto en Kenia que permita sacar el petróleo de Sudán. Pero además ha adquirido derechos petroleros y de uranio en Níger –hasta ahora, prácticamente una colonia francesa– y aspira a trabajar junto a la británica Tullow Oil en el gran yacimiento descubierto en el Lago Alberto, en la muy prooccidental Uganda, además de asegurarse nuevas explotaciones de cobre en Zambia.

Las dos apuestas más espectaculares para incrementar marcadamente el 30% del crudo que hoy importa China y procede de África, pasan por competir mediante una operación cifrada en U$S 30 mil millones por 16 licencias en Nigeria –el quinto proveedor petrolero de Estados Unidos– controladas hasta ahora por Shell, ExxonMobil y Chevron. En Ghana –bastión prooccidental del continente– ha logrado que las autoridades

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bloqueen un acuerdo para que ExxonMobil explote un gran yacimiento al que también aspira la empresa china CNOOC. Todas operaciones que, en total, suman más de 60 mil millones de dólares en momentos en el que las empresas occidentales tratan desesperadamente de contener sus gastos.

Pero a pesar de la alarma que despierta el desembarco chino en tantas y tan diversas cuencas petrolíferas y el clamor por nuevas energías renovables para subsanar la “avanzada amarilla”, en el futuro de los países consumidores no se espera que las energías alternativas sean las que muestren una etapa de esplendor en los próximos años. Según las estimaciones de la Agencia Internacional de Energía (AIE), lo que se avecina es una edad de oro del gas, un recurso no renovable que algún día se acabará. De acuerdo con datos ofrecidos por esa Agencia, para el año 2035 la demanda de gas se ampliará de tal manera que cubrirá el 25% de los requerimientos, contra un 21% actual. El uso creciente de gas natural como el más limpio de los combustibles fósiles, además de ser más barato que el resto, podría llevar al retroceso de otras fuentes, inclusive la nuclear, especialmente después del accidente de Fukushima.

Una vez más, China será la razón para explicar ese crecimiento mundial. La demanda de gas en ese país podría crecer en el 2035 al nivel de toda la demanda actual de la Unión Europea. Para mantener esa demanda con precios competitivos, la producción de gas debería aumentar en 1.800 billones de metros cúbicos, lo que supone triplicar la actual producción de gas ruso, por ejemplo. Según la IAE, en el futuro el gas natural y el gas líquido (GNL) desempeñarán el papel más preponderante en el contexto energético global, ya que las reservas de gas actuales servirían para asegurar suministros por otros 75 años. Por el lado de la oferta, los recursos son importantes y bien repartidos geográficamente, asegura la IAE, una rama de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE). Pero el gas, aunque sea la energía fósil más limpia, sigue siendo una energía fósil que emite gases de efecto invernadero y podría hacer aumentar la temperatura en más de 3,5 grados. Pero más allá de esto, el dato sirve para dimensionar la estremecedora dinámica de crecimiento del gigante asiático, que ya se proyecta 30 años hacia adelante.

Newsweek ha reconocido que “el ganador de la crisis económica global es China, mientras Occidente sigue a la defensiva sin poder competir con un país que nuevamente crecerá este año por encima del 8%, y que utiliza la

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crisis para dar su gran salto hacia delante”. “China rebusca en los escombros de la economía global con la esperanza de acelerar su propio ascenso”, certificó The Economist. Para lograrlo, cuenta con 2,3 billones de dólares en reservas. Nadie tiene tantos dólares disponibles, y el África subsahariana es la primera avanzadilla para pelear por la hegemonía mundial. “La apuesta china parece más geopolítica que económica”, opinó Paul Isbell, responsable del Área de Energía del Real Instituto Elcano, pero subrayó que los efectos no serán necesariamente negativos, al recalcar que “si China penetra más en África y logra aumentar la producción petrolera global, aunque sea marginalmente, puede resultar positivo ya que la mayor parte de ese flujo no va a China, sino al mercado mundial”. En opinión de Isbell, el ascenso chino en el continente africano “sólo es una amenaza si pensamos que va a ser necesario competir geopolíticamente en el futuro, lo cual sería un desastre para todos”. Y concluye diciendo que “el único camino es la cooperación y una apuesta conjunta por energías limpias”.

Son buenos deseos de organismos radicados en países hasta ahora para nada preocupados por ese tipo de energías, y que además están sospechados de ocultar información sobre el desarrollo del hidrógeno como combustible limpio, ya que su amplia accesibilidad derrumbaría el poderío de muchas transnacionales y democratizaría el acceso a la energía, como planteó en forma pionera Jeremy Rifkin en su libro “La Era del Hidrógeno”. En ese sentido, Rifkin asegura que el día que se comience a utilizar hidrógeno como combustible, se producirá un fenómeno de democratización de la energía similar al que se produjo en la información con la irrupción de Internet.

Por ahora, lo cierto es que el déficit energético de China se acentuará aún más en los próximos años si mantiene su ritmo de crecimiento. Su principal fuente de energía sigue siendo el carbón, pero en una década ha pasado de necesitar 4,2 millones de barriles diarios de crudo a 8 millones, lo que le ha convertido en el segundo consumidor mundial, con estimaciones para el 2020 de al menos 11millones, a pesar de la creciente supremacía del gas en su base de industrialización.

África, el último territorio con grandes reservas todavía no adjudicadas, ha cobrado aún mayor importancia en la medida en que muchas potencias petroleras han sobrepasado el llamado peak oil, el temido momento en que lo que está en sus actuales pozos en explotación es menos de lo que se ha

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extraído. La nueva fase de la inversión china en África se integra así a una ola global de adquisición de energía y recursos naturales, como subrayan casi todos los analistas. Frente a la crisis y por las condiciones que ofrece China, con muchos acuerdos firmados “debajo de las públicas mesas de negociación”, este país se ha transformado en un socio muy requerido en muchos lugares, y en algunos casos ha sido presentado incluso como un salvador, como ocurrió recientemente en Guinea.

En diciembre de 2008, un golpe de Estado tomó el poder en Guinea-Conakry. Pese al aislamiento diplomático, el nuevo régimen de Moussa David Camara logró un acuerdo con China. Los detalles nunca se conocieron, pero superaría los 7 mil millones de dólares a cambio del acceso a las minas de bauxita, de la cual ese país posee la mayor reserva mundial, además de contar con oro y diamantes. China se defiende de no preguntar por los derechos humanos diciendo que tampoco suele hacerlo Occidente. Otra Guinea, la Ecuatorial, ex colonia española, lo demuestra. Allí, la estadounidense ExxonMobil y la china CNOOC se reparten el crudo con otras multinacionales sin prestar atención a los abusos de Teodoro Obiang, que acaba de cumplir 30 años en el poder.

Patrick Heller, investigador de Revenue Watch, think tank con base en Nueva York especializado en seguir el rastro del petróleo, opinó que “en principio, que el petróleo se lo lleven China o las multinacionales occidentales no es ni mejor ni peor, en ambos casos hay que estar siempre muy atentos para que exista transparencia y que los acuerdos reviertan en favor de las comunidades locales, lo que no suele ocurrir en ninguno de los casos”. Inicialmente, afirma Heller, las inversiones chinas estaban “vinculadas a un paquete mucho más amplio, que incluía la construcción de infraestructuras, lo que exigía un doble seguimiento para fiscalizar los acuerdos y garantizar la rendición de cuentas, pero en esta nueva fase esos paquetes integrados ya son una rareza”.

John Ghazvinian, autor de “Untapped -The scramble for Africa's oil” sobre la carrera por el petróleo en ese continente, opina que las empresas chinas aún están en la fase de ganar experiencia y aprender de las occidentales, pero con la mirada puesta en competir pronto con ellas. En su opinión, la batalla por Nigeria beneficiará aún a las multinacionales occidentales. “Nigeria utiliza ahora la opción china para sacarles más dinero”, augura Ghazvinian, pero muchos analistas ya se han apresurado a contestarle que

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esto aún no se sabe con certeza. En lo que a futuro ya nadie duda, es que en los siguientes rounds la favorita será China.

PATENTE DE CORSO

Otro de los aspectos sobresalientes de la verdadera batalla campal que se ha desatado a nivel global por la apropiación de recursos, incluyendo suelos, el manejo de inversiones y la cooperación o la penetración tecnológica junto con nuevas y agresivas políticas comerciales, es el de las patentes. En este caso, de manera mucho más sigilosa que las demás actividades, y que en muchos casos roza lo cinematográfico al incluir a los nuevos James Bond del siglo XXI, tan claramente proimperialistas como ese elegante espía.

Recientemente se aprobó en Chile un acuerdo relativo a modificar el Convenio Internacional para la Protección de las Obtenciones Vegetales (UPOV 91). Uno de los factores decisivos para hacerlo fue que Chile forma parte  de Acuerdos Bilaterales con Estados Unidos. Este tipo de acuerdos, también conocidos como  Tratados de Libre Comercio (TLC), implican peligros que no se observan en los acuerdos multilaterales, especialmente porque los primeros incluyen a países con posiciones muy asimétricas. En esos casos siempre se termina condicionando a los países más débiles, especialmente en el marco de la propiedad intelectual, elevando el nivel de protección local para éstas a cambio de inversiones y servicios por parte del país dominante.

Entre los senadores chilenos esta inquietud surgió un poco tarde, ya que recién la hicieron manifiesta después de haber sido firmado el convenio. Algunos de ellos se dieron cuenta tardíamente de que hubiera sido necesario debatir previamente con mayor profundidad, antes de ceder a las presiones políticas que se aplicaron para lograr una apresurada votación adhiriendo al UPOV 91. Esta ley  acerca de los “Derechos de Obtentor sobre nuevas variedades vegetales” derogaba la Ley No. 19342 de 1994, que  regulaba esos derechos conforme a la versión anterior de la UPOV, la correspondiente al Acta de 1978, a la que sí había adherido la Argentina, y por la cual nuestra Ley de Semillas Nº 20.247  introduce el concepto de protección de creaciones fitogenéticas a través del derecho del obtentor.

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Las diferencias fundamentales entre la UPOV 78 y la UPOV 91 son varias. La primera fija el derecho del agricultor –denominado derecho al uso propio– a guardar los granos obtenidos de su cosecha para volver a sembrarlos, sin obligación de pagar regalías por la semilla reservada. También permite que terceros puedan realizar actividades de mejoramiento vegetal sobre variedades previamente protegidas.  La UPOV 91, en cambio, impone fuertes restricciones para impedir la práctica del derecho al uso propio, y también limita el acceso a la variedad optimizada para nuevos trabajos de mejoramiento vegetal.

De esta manera, las corporaciones agrobiotecnológicas han logrado en Chile eliminar cualquier tipo de excepción a su protección,  aumentando su control sobre ese mercado y avanzando  hacia un  modelo muy similar al del patentamiento industrial. Esta apertura permite la liberación amplia de transgénicos para ser utilizados en el mercado mediante un conjunto de regulaciones, con importantes consecuencias ambientales y sociales. Pero, aún más grave, permite la apropiación de una biodiversidad agrícola que incluye variedades silvestres chilenas, ya que el nuevo proyecto de ley establece un registro para variedades híbridas y transgénicas, pero también nativas.

El peligro reside en que los senadores chilenos han descubierto con preocupación que esa consideración de variedades encierra el riesgo de considerar  como nueva una especie no inscripta ni comercializada, lo cual deja expuesta a la apropiación privada mucha diversidad botánica con escaso desarrollo en sus cultivos, o comercializada de manera informal o de baja escala. También desprotege a las innovaciones alcanzadas en el ámbito académico, desarrolladas en forma experimental y al alcance de cualquiera, a través de trabajos publicados sin la necesaria protección bajo derechos de autoría. El mismo riesgo encierra para aquellas experimentaciones realizadas a través de los diversos institutos estatales de tecnología agraria y agroindustrial.

El tema es muy amplio y complejo, pero desnuda un nuevo avance de las corporaciones transnacionales a través de la fijación de normativas, tanto internacionales como nacionales, que las favorecen para desarrollar sus estrategias invasiva. En nuestro país esta situación es más difusa, en tanto nos hemos negado a asignar los mismos tratados multilaterales que Chile, pero es necesario prestar atención al desarrollo de estas nuevas estrategias

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para que no nos tomen desprevenidos. En nuestro caso, podríamos asistir en un lapso no muy lejano a intentos legislativos para incluir modificaciones en nuestra Ley de Semillas, que buscarían eliminar el derecho al uso propio. Una operatoria que, a grandes rasgos, tendría como objetivo hacernos abandonar la UPOV 78 para embarcarnos en la UPOV 91. Las relaciones en este campo son muy desiguales, y la mayoría de los casos en que se produjeron conflictos por la propiedad intelectual y el derecho al uso de técnicas y avances se resolvieron a favor del poderío económico de las multinacionales. Hace unas décadas, frente a circunstancias como éstas se solía acusar permanentemente al Japón, hasta que los japoneses se transformaron en una potencia industrial y comenzaron a producir su propia tecnología. Fue entonces cuando también ellos tuvieron que comenzar a cuidarse del espionaje.

Uno de los más recientes y sonados casos de espionaje industrial tuvo como protagonista a Xiang Dong Yu, un ingeniero que trabajaba para la empresa Ford en Estados Unidos y que fue condenado por haber vendido tecnología y know how secreto a empresas automotrices de su país. Por su lado, el gobierno chino se quejó de que Fiat y la multinacional minera Río Tinto les había pirateado información estratégica y tecnología. Nadie fue preso en ese caso.

Cuando se comenzó a hablar de la globalización, hace pocos años, el economista argentino Aldo Ferrer advirtió en forma pionera sobre los peligros que encerraba la velocidad con que comenzaba a circular la información, y los efectos que este fenómeno podría tener en cuanto a la protección de la inteligencia nacional. Ferrer afirmaba que ese proceso había comenzado con el descubrimiento de América, hito histórico que permitió a Europa apropiarse de técnicas y productos de uso milenario en el Nuevo Continente, por los cuales jamás pagó derechos.

Pero para obtener una idea acabada de la importancia política y económica de la apropiación de conocimientos, resulta necesario bucear en tiempos aún más pretéritos. En términos históricos, los chinos han sido los más afectados por el robo de conocimientos. A través de los siglos, los países occidentales les han pirateado inventos como la brújula, la pólvora, el papel y la porcelana. Uno de los casos más antiguos de espionaje técnico que se conocen, y que también tuvo a los chinos como víctimas, se registró en el año 550 de nuestra era. El poder romano decaía en Occidente, pero los

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bizantinos se mostraban muy activos. Toda la seda que se consumía en Occidente venía de la China a través de Bizancio, pero resultaba sumamente cara por el costo del transporte y las dificultades que había que enfrentar para traerla. Bizancio envió espías para robar el secreto de los chinos. Disfrazados como monjes predicadores, estos espías recorrieron China siglos antes que desembarcara Marco Polo, y lograron contrabandear huevos del gusano de seda, semillas y hojas de morera escondidas en el hueco de inocentes bastones de caña.

La colonización que emprendieron los europeos entre los siglos XV y XIX, desde Colón hasta el capitán Cook, les permitió conocer e incluir en su dieta una enorme variedad de vegetales. La papa, el tomate, el maíz, el tabaco, el café y otros cultivos generaron una gran demanda en las metrópolis e impulsaron el surgimiento de emprendimientos productivos en las colonias, pero siempre bajo la premisa de que el valor agregado quedara en mano de los conquistadores. También los árabes de la península ibérica aportaron los suyo, e incluso si nos remontamos a las Cruzadas encontramos casos de este tipo, ya que esas expediciones permitieron copiar el molino de viento y conocer el uso de las especias como aderezo o conservante.

Los imperios coloniales –como España y Portugal en nuestro continente, proceso excelsamente relatado por Eduardo Galeano en “Las Venas Abiertas de América Latina”, así como Francia, Holanda e Inglaterra en África– comenzaron a capitalizarse a causa de que lograron el monopolio en ciertos productos estratégicos, mientras comenzaban a espiarse mutuamente para apoderarse de los negocios de la competencia y robarse mercados entre sí. Muchas de las transacciones diplomáticas de aquella época tienen su origen en concesiones parciales que se realizaron para intentar retener colonias con mejores perspectivas económicas. Los franceses entregaron sus posesiones de Canadá para poder seguir explotando la producción azucarera de isla de Guadalupe. Del mismo modo, los holandeses cedieron Manhattan a los ingleses para conservar a cambio la Isla de Banda y su producción de especias. Uno de los casos más sonados y cercanos, fue la entrega por parte del declinante imperio español traspasando a manos del portugués todo el actual Sur del Brasil –los estados de Paraná, Santa Catarina y Rio Grande do Sul– a cambio de la

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base militar de la Colonia del Sacramento, en el Uruguay de hoy, que controlaba la navegación de los ríos de la Plata y Uruguay.

El hombre clave para la ruptura de la hegemonía española y portuguesa en el comercio marítimo fue el espía holandés Jan Huyghens van Linschoten (1536-1611), quien se ganó la confianza del obispo de Goa hasta llegar a ser su secretario, cargo que aprovechó para copiar las cartas náuticas portuguesas que señalaban el camino al Oriente a través del estrecho de Sonda. De ese robo nacieron las Compañías de Indias Orientales inglesa y holandesa, que pronto quebraron el monopolio portugués. Huyghens también copió  el libro de García da Orta sobre drogas y plantas medicinales de la India. No resulta extraño que en la actualidad un poderoso banco holandés otorgue un premio que lleva el nombre de este espía, otorgado a quienes impulsen importantes contribuciones al comercio internacional.

Pero lo que importa señalar –desde la perspectiva actual– es que nunca se trabajó improvisadamente. Los colonialistas siempre tuvieron muy clara la importancia del conocimiento técnico para sojuzgar territorios y mantener o impulsar su hegemonía. Muy tempranamente comenzaron a aplicar inversiones de largo plazo. Ya en 1631, cuando la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales puso al príncipe Mauricio de Nassau al frente de sus posesiones al norte del Brasil, lo envió acompañado por medio centenar de científicos que fundaron un observatorio astronómico, un zoológico y un jardín botánico. Los ingleses no se quedaron atrás, y en Oxford también se construyó un moderno y amplio vivero, en el cual llegó a desempeñar funciones el filósofo John Locke, padre de la teoría política moderna, que no despreciaba quehaceres más empíricos como la clasificación de plantas.

El militar francés Charles de la Condamine desembarcó en América a mediados del siglo XVIII, al mando de una expedición cuyo objetivo era medir el meridiano terrestre, información vital para la náutica de la época. Pero como en muchos otros casos, esta incursión encerraba segundas intenciones. Después de cumplir con su tarea de agrimensor, emprendió una exploración del Amazonas gracias a la cual llegaron a Europa las primeras noticias sobre las propiedades del curare, la quinina y el caucho.

El robo de tecnología y de genética sigue siendo un próspero negocio en nuestros tiempos, a pesar de toda la parafernalia que rodea al uso de

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patentes, convenios, royalties y derechos de transferencia. Pero en aquellas épocas nada de esto existía, y esa liberalidad extrema permitió un despegue tecnológico que extiende sus consecuencias hasta la actualidad. Cualquier recurso era lícito para desarrollar negocios y arruinar a los competidores.

La East Indies Company ofreció una recompensa para quien lograra apoderarse de los secretos sobre la cría de la cochinilla, insecto que en México se utilizaba como colorante textil. Cuando se conoció el árbol del pan, se pensó que su fruto sería el alimento más barato para los esclavos africanos que trabajaban en las plantaciones. En 1788 la West Indies fletó el Bounty hacia Tahití para hacerse de retoños. Su capitán era un déspota llamado William Bligh, como aprendimos en la famosa película con Charles Laughton. Los marineros se amotinaron y tiraron al mar más de tres mil arbolitos, desertando para quedarse a vivir con los nativos. Pero Bligh se repuso, volvió con una escolta militar y logró entregar a la West Indies otras mil doscientas plantas.

En Jamaica, los ingleses capturaron un barco francés para apoderarse de plantas de canela, mango y nuez moscada. El botánico Archibald Menzies llevó a Inglaterra la araucaria, después de cenar con el gobernador español de Chile y guardar en sus bolsillos cinco semillas que adornaban el postre. Más exitosos aún fueron los espías holandeses que llevaron a Java el cultivo de café, rompiendo con el monopolio árabe.

Nada es nuevo bajo el sol, cuando es el apetito del lucro el que preside las acciones de los hombres. Pero en esa época, como bien señala Ferrer, todo era más lento y dificultoso. Además, todavía se ignoraba la existencia del genoma y la biodiversidad era el software más cotizado. La investigación botánica equivalía a lo que hoy es tecnología de punta, y los laboratorios ponían el acento en los viveros y jardines botánicos para apropiarse de variedades con criterio industrial.

Basta mencionar que en 1829, en pleno inicio de la revolución industrial, las conferencias botánicas del profesor Bigelow en la Universidad de Harvard se titulaban “Elementos de la tecnología”. El valor estratégico que le asignaba a la botánica residía en que se trataba de una ciencia aplicada al desarrollo de la agricultura en gran escala, lo que llevó a fundar enormes y variados centros de investigación. Toda esa etapa de la historia muestra un dinámico tráfico de semillas, casi siempre en forma clandestina. La

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botánica, elevada a la categoría de política de Estado, incluso estuvo incorporada a los blasones nobiliarios, entre los que se contó como pionero el escudo del conquistador Sebastián Elcano, que ostentaba la efigie de dos reyes malayos rodeados por ramos de canela, nuez moscada y clavo de olor.

Los holandeses, a pesar de las pequeñas dimensiones de su territorio, son quizás el caso más emblemático de esta apropiación en beneficio propio. La Compañía de Indias fue creada por armadores que fletaban barcos hacia todos los puntos del planeta en busca de mercaderías, financiados por el tesoro de las ciudades holandesas. Un caso representativo de esta estrategia fue el de la burguesía que gobernaba la ciudad de Leiden, que realizó un plebiscito para decidir si dejaba de pagar ciertos impuestos por diez años, o si se destinaban esos fondos recaudados a crear y sostener una universidad que permitiera aprovechar los beneficios de las variedades descubiertas en las colonias de África y América. Optaron por la universidad, y su jardín botánico se transformó en una poderosa fuente de conocimiento. Desde allí se difundió el cultivo del tulipán, hoy flor emblemática de ese país y además origen de un impresionante negocio para los holandeses, que ha logrado sostenerse más allá de pasajeras modas.

También se dieron numerosos casos de transferencias entre colonias. Uno de los objetivos que los ingleses se propusieron en la India fue aclimatar plantas americanas. Fue así como Clemens Markham llevó a esas tierras la quinina, aunque no tuvo la misma suerte con el caucho, porque la docena de plantas de Hevea Brasiliensis que llegaron a Inglaterra se secaron. El caucho era un fabuloso negocio en Brasil, y había permitido que sus “barones” acumularan fortunas, levantaran lujosas mansiones y un teatro de ópera en Manaos. No tenían competencia en el mundo entero. El robo de semillas del árbol del caucho era delito en Brasil. Markham encargó ese cometido al colono inglés Henry Wickham (1846-1928), radicado en Santarem sobre la confluencia entre el Amazonas y el Tapajoz. Wickham envió a indígenas a acopiar semillas de Hevea, ofreciéndoles diez libras por cada mil pepitas, y logró juntar 70 mil que secó y escondió en canastos. El contrabando hacia Inglaterra se realizó a través del vapor turístico Amazonia, que hacía su viaje inaugural. Las simientes llegaron a manos del botánico J. D. Hooker, uno de los grandes amigos de Darwin, que las sembró en Kew Gardens. Aunque sólo un 3,75 % germinó, fueron

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suficientes para llevar el árbol del caucho a Malasia, Indonesia e India. En poco tiempo, las eficientes plantaciones británicas, organizadas con criterios industriales, llevaron a la ruina a los caucheros brasileños.

El ejemplo bizantino demuestra que el espionaje técnico precedió en varios siglos a la industria, un fenómeno relativamente más reciente. Pero esta mecánica comenzó a hacerse más habitual a partir de los inicios del capitalismo, desarrollo para el cual el espionaje desempeñó un rol de relevante importancia. Siguiendo esa doctrina, los Estados Unidos han sido alumnos avanzados de Bizancio en el Nuevo Mundo. El propio Thomas Jefferson contrabandeó semillas de arroz italiano para las plantaciones del sur de su país, y también pagó a contrabandistas para obtener semillas de cáñamo, material que entonces se utilizaba para hacer sogas. A fines del siglo XIX, muchos yanquis visitaban las fábricas inglesas y copiaban los productos británicos, lo cual les permitió levantar sus propias industrias en Rhode Island y Massachusetts.

Un caso en nuestras tierras fue el de las misiones asignadas al Beagle, el buque que traía a Darwin como científico investigador, cuya tarea fue realizar un relevamiento de recursos vegetales como maderas, cereales, legumbres, frutas y bebidas, incluyendo el mate, que Darwin se acostumbró a tomar durante su estadía en Buenos Aires.

Todo el poder colonial y neocolonial se construyó  sobre la base del poderío militar y los avances en la apropiación de tecnología, incorporando semillas o desarrollando técnicas que permitían injertos de plantas para aclimatarlas en sus colonias y emprender su explotación a gran escala. Conquistadores primero, exploradores después, científicos más tarde, nunca dejaron de estar al servicio del interés político y económico de los países centrales, cuyos gobiernos no dudaron en financiarlos ampliamente para lograr obtener conocimientos útiles.

Toda esta larga introducción es para demostrar los cuidados con los que hay que moverse en el resbaladizo territorio de las patentes y las protecciones para las obtenciones vegetales. No sólo porque les permiten a los poderosos imponer condiciones, sino también porque operan sigilosamente dentro de nuestro espacio nacional, aprovechándose del silenciamiento que aplican los grandes medios sobre los avances en investigación, intentando dejarlos en la nebulosa del desconocimiento

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público para favorecer estas aviesas intenciones. Un caso emblemático en la Argentina es el de los edulcorantes vegetales no calóricos. También para este caso necesitamos explayarnos introductoriamente.

Entre los productos emblemáticos surgidos de las multinacionales químicas y farmacéuticas, que en muchos casos esconden ataques contra la salud, surgieron los endulzantes artificiales para reemplazar el uso del azúcar. No todos los edulcorantes son dañinos, pero uno de ellos, por los antecedentes de la droga con que está elaborado, es un verdadero peligro para diabéticos, mujeres embarazadas, niños y consumidores en general. A mediados de la década del 70, el laboratorio Searle realizó casualmente un descubrimiento, el aspartamo, que de inmediato fue puesto a consideración de la FDA (Food and Drugs Agency), agencia gubernamental norteamericana para el control de fármacos y alimentos. Una vez más –como en el caso del glifosato, que analizaremos más adelante– el permiso no se hizo esperar, y el edulcorante comenzó a ser comercializado bajo los nombres de Nutrasweet y Equalsweet.

Durante los primeros años, Searle no logró obtener la aprobación de la FDA debido a diversos estudios que encontraron serias anomalías en el aspartamo. Hasta que apareció Monsanto –compañía famosa por hacer negocios en desmedro de la salud– que logró destrabar tan incómoda situación. La FDA había recibido informes señalando que el aspartamo podía inducir tumores cerebrales, lo cual fue confirmado en 1981 por un equipo de la FDA integrado por científicos independientes. Pruebas realizadas en ratas mostraban que sus cerebros quedaban literalmente agujereados. La FDA revocó la licencia provisoria, pero en 1985 Monsanto compró la firma Searle, que pasó a ser su subsidiaria. Uno de los directores ejecutivos de Searle fue Donald Rumsfeld, implicado en el meneado manejo de un medicamento para combatir la gripe aviar. Este personaje escaló posiciones hasta llegar a ser el titular de Defensa en la administración Bush, con los resultados conocidos.

El gigante químico-farmacéutico logró que el entonces presidente Ronald Reagan despidiera al comisionado de la FDA y nombrara otro en su lugar. La decisión de revocar la licencia del aspartamo fue levantada. Esta sustancia no quedó limitada a su uso como edulcorante, ya que fue incorporada también a bebidas gaseosas como “Diet Coca” y “Diet Pepsi”,

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a gomas de mascar, tabletas, alimentos secos y varios productos más de consumo masivo.

El aspartamo está compuesto por metanol, ácido aspártico y fenilalanina, y se descompone rápidamente a partir de una temperatura de 30 grados centígrados. El metanol es un veneno metabólico que se descompone en formaldehído y ácido fórmico. Por su parte la fenilalanina se descompone en DKP, agente que causa tumores cerebrales. Ya en 1994, y sólo en sus primeros meses, el gobierno norteamericano había contabilizado miles de quejas por efectos adversos del aspartamo. El 75% de todas las quejas se registró en el Sistema de Monitoreo de Reacciones Adversas, y estas reacciones adversas sugieren que el aspartamo es una fuerte neurotoxina.

Hubo muchas declaraciones de médicos ante comisiones del Congreso norteamericano, denunciando que el uso continuado y sostenido de aspartamo cambia la química del cerebro, además de ocasionar graves problemas neurológicos. Algunos neurocirujanos informaron que al remover tumores cerebrales encontraron altos niveles de aspartamo. El Dr. H. J. Roberts, especialista en diabetes y experto a nivel mundial en envenenamiento con aspartamo –autor del libro “Defensa contra el Alzheimer - Un proyecto racional de prevención”– denunció la manera en que el consumo de aspartamo está multiplicando esa enfermedad en Estados Unidos.

En 1977 dos abogados del Departamento de Justicia, Sam Skinner y William Conlon, fueron designados fiscales en las acusaciones al laboratorio Searle de haber suministrado pruebas fraudulentas en los análisis sobre el Nutrasweet. En poco tiempo, ambos fueron comprados y se pasaron al equipo de la defensa de la empresa. David Kessler, otro ex comisionado de la FDA que dio su aprobación general al Nutrasweet, se retiró cuando comenzaron a hacerse muchas preguntas sobre su cuenta bancaria.

A fines de la década de 1980, investigadores del célebre Instituto Tecnológico de Massachussets (MIT) analizaron a 80 personas que sufrían ataques cerebrales después de comer o beber habitualmente productos que contenían altas proporciones de aspartamo. El Instituto Comunitario de Nutrición (CNI) del MIT declaró que “esos 80 casos requieren que la FDA remueva de manera expeditiva el producto del mercado”. Nada sucedió.

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No es la primera vez que en la FDA –que supuestamente debe velar por la salud de los ciudadanos norteamericanos– sucedían casos similares. Las investigaciones independientes convocadas fueron rápidamente archivadas cada vez que debía primar la lógica de las ganancias siderales de los grupos concentrados. En el caso del aspartamo, el nuevo director de la FDA nombrado por Reagan, Arthur Hayes, designó una Junta de investigación que también recomendó no aprobar la sustancia. Hayes desconoció esa decisión y aprobó el uso del aspartamo. Al poco tiempo, dejó su cargo para ocupar un alto puesto en la consultora Burton-Marsteller, encargada de lavar la cara de Searle, Monsanto y otras compañías por el estilo.

Monsanto realizó un fabuloso aporte monetario para la campaña a la presidencia de George W. Bush. Varios de los funcionarios de ese equipo presidencial estaban ligados a multinacionales. La Dra. Virginia Weldon era a fines de los ’90 vicepresidente de Monsanto y, según informó entonces el diario “St. Louis Post Dispacht”, también candidata a ocupar el cargo de comisionado en la FDA. El “Chemical and Engineering News” señalaba en esa época que “si Weldon consigue ser nombrada, Monsanto pondrá a su ex vicepresidente a cargo de bendecir docenas de productos químicos y endulzantes. Uno de esos productos nuevos es el Nutrasweet 2000, a la espera de ser aprobado”. Al parecer la Dra. Weldon no accedió finalmente a ningún cargo en la FDA, pero lo cierto es que el Nutrasweet en todas sus versiones circula libremente por todo el mundo.

En este marco existe un caso paradigmático, que nos toda muy de cerca. Cuando se redescubrió la Stevia, planta originaria del Paraguay y el nordeste argentino, un eficaz edulcorante sin efectos nocivos por tratarse de un producto natural, la FDA –haciéndose eco de las sugerencias de las multinacionales del sector– prohibió su comercialización en Estados Unidos. Finalmente, luego de algunas protestas de consumidores del producto, se permitió su entrada al país pero sólo como aditivo o como “producto cosmético”.

Todo esto cambió cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) aprobó el consumo de cualquiera de los siete principios activos edulcorantes no calóricos de la Strevia Rebaudiana Bertoni. Canadá ya lo estaba utilizando como aditivo para alimentos exportados a EEUU. La unión Europea se hizo eco de los informes de la OMS, y en sintonía con ese organismo de la ONU aprobó la stevia. Los grandes laboratorios

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comenzaron a tomar nota de que se enfrentaban a un enemigo de importancia, o a una gigantesca oportunidad de negocios. Depende desde donde se mirara.

Este edulcorante no sólo está libre de calorías, sino que además se produce a partir de una extracción natural de sus componentes, altamente solubles en agua. Entre sus principios activos, el más abundante es el steviósido, sobre el cual se han descubierto propiedades que –muy por el contrario del aspartamo– tienen efectos benéficos para los diabéticos. Las hojas de la stevia o “kaá heé” –yerba dulce en lengua indígena guaraní– contienen habitualmente un promedio de 12 % de steviósido, y proporciones menores de Rebaudiósido A (4 %), Rebaudiósido B (1 %, el más parecido al azúcar) junto con otros cuatro principios activos en proporciones no aprovechables.

Japón hace muchos años que utiliza exclusivamente este edulcorante, introducido por colonos de ese origen que comenzaron a cultivarlo en el Paraguay. Hoy China es su principal proveedor y el máximo productor mundial, seguido muy lejos por Paraguay, y con cultivos incipientes en nuestro país.

Las transnacionales, especialmente Cargill, rápidamente se lanzaron a la conquista. Pero sobrevino un pequeño problema. El abundante steviosido tiene un sabor levemente almizcleño, aceptado por los paladares japoneses, pero que no pasó las pruebas de consumo en occidente. El Rebaudiósido A, hasta ese momento despreciado por sus bajos porcentajes en hoja pero con un sabor muy similar al del azúcar, pasó a ocupar un lugar importante en la agenda de Cargill, para muchos investigadores hoy en asociación no declarada con The Coca Cola Company. Se impulsaron foros en todo el mundo, a la búsqueda de piratear toda información que permitiera incrementar la presencia del RebA. Varios de esos congresos se realizaron en Paraguay, país que ha logrado desarrollar entre sus productores una variedad con mayor contenido de ese componente. El problema para la transnacional es que ese mercado oferente ya está ocupado por Japón.

Sin embargo, fue a través de ese foro que en el año 2008 la empresa detectó una experiencia genética en la provincia de Misiones, que batía todos los récords en cuanto a lograr plantas con mayor contenido de RebA, incluso invirtiendo la proporción de las mejores plantas conocidas hasta entonces. La variedad desarrollada por la Agencia para el Desarrollo ARCentral de

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esa provincia argentina, a partir de investigaciones del ingeniero químico Nicolás Kolb, profesor de la Universidad Nacional de Misiones, mostraba porcentajes de hasta un 17 % de Reb A, contra un 4 % de steviósido.

Cargill desembarcó en Misiones, comenzó a implantar pequeñas propiedades a partir de convenios similares a los de otros cultivos –sobre cuyas formas contractuales no vale la pena extenderse, son por todos conocidas– y sin antecedentes en la materia comenzó a reproducir plantas de alta calidad. El problema surgió cuando la multinacional, no sin sorpresa, descubrió que esa variedad estaba incluida en el Registro de Cultivares de la Comisión Nacional de Semillas de la Argentina.

Por otro lado, realizó un fracasado intento por cooptar a los productores relacionados con la ARcentral, reunidos en la Federación de Cooperativas Productoras de Alimentos de Misiones (FeCoPAM), tratando de comprarles hoja seca a partir de plantas provistas por el INTA en convenio con esa agencia, y ofreciendo pagos que doblaban los de ese programa. Los productores, curtidos en estas lides a partir de su experiencia con el tabaco, preguntaron cuánto les iban a costar los plantines cuando debieran reponerlos al tercer año de cosecha. Ninguno recibió respuesta. Cada plantín cuesta $ 1,35, y en media hectárea pueden implantarse 40 mil.

Más allá de estas lides, lo que importa señalar es cómo una empresa de estas características puede comenzar a operar en nuestro país aprovechándose del desconocimiento generalizado –una vez más– de investigaciones y desarrollos netamente nacionales, y apuntando a un negocio multimillonario. En poco tiempo, la stevia reemplazará con ventajas al aspartamo y otros edulcorantes químicos en todo el mundo. De hecho, Coca Cola ya está realizando experiencias en tal sentido.

El Programa Stevia de Misiones permite la posibilidad de transformarse en un esquema colectivo para todas las provincias del Norte Grande argentino, y abre la posibilidad concreta de recuperar el mercado nacional de edulcorantes no calóricos. Tanto el INTA como diversos organismos nacionales están trabajando en sus inicios, pero los tiempos apremian cuando en el horizonte aparecen las velas de ciertos piratas. Como se sabe, la culpa nunca es de ellos, sino de quienes le dejan abierta la puerta de atrás.

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En función del alto interés que puede alcanzar para el desarrollo económico y la protección de la salud en nuestro país, es de importancia estratégica impulsar de manera integral la implementación de cultivos de esta hierba regional, así como su industrialización para la obtención de edulcorantes de alto poder edulcorante, 400 veces más dulce que el azúcar de caña en el caso del Rebaudiósido A. Tiene nulo contenido calórico, y como dijimos fue recientemente aprobado por la OMS en sus variantes de steviósido y rebaudiósido A. Al ser la stevia una hierba autóctona de la región, la Argentina cuenta con las mejores condiciones agronómicas –tipo de tierra, clima y régimen pluvial– para obtener óptimos rendimientos agrícolas con alta rentabilidad para el pequeño agricultor. Es importante hacer notar que todo el programa está basado en conocimientos y tecnologías desarrolladas localmente, lo que posiciona al emprendimiento en las mejores condiciones para lograr un objetivo de distribución social del ingreso.

Profesionales de la Facultad de Ciencias Exactas, Químicas y Naturales de la Universidad Nacional de Misiones, tras 12 años de investigación, han logrado desarrollar –mediante mejoramiento genético– variedades de stevia con alto contenido total de edulcorante y alta proporción de Rebaudiósido A, componente de mejor precio y mayores propiedades edulcorantes. Estas variedades muestran ventajas sobre las mejores plantas desarrolladas en China, Japón y Canadá, estas últimas protegidas por patentes de EEUU, lo cual posiciona el producto argentino a nivel mundial.

En la estación experimental del INTA de Cerro Azul, Misiones, se ha desarrollado una metodología para la producción de plantines necesarios para la implantación de los cultivos agrícolas, que –en forma económicamente viable– han logrado mantener las características notables de esas variedades de Stevia mejorada. Esta metodología implica la utilización de técnicas biotecnológicas de micro propagación in-vitro, para implementar huertos de producción de semillas a ser utilizadas en la producción en gran escala de plantines en almácigos. Esta etapa del programa se encuentra ya en alto grado de avance.

Los mismos profesionales de la Facultad de Ciencias Exactas Químicas y Naturales de la UNaM han desarrollado también un proceso de producción para la extracción y purificación de los edulcorantes de la Stevia, obteniendo un producto de alta pureza y calidad comparable a los mejores del mercado, y con un notable rendimiento. Este proceso, además del

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ahorro que implica al evitar la compra de tecnología o el pago de royalties en el exterior, presenta la característica de que todo el equipamiento necesario para la implementación de plantas industriales, así como todos los insumos necesarios para su funcionamiento, son de origen nacional.

La concreción con éxito de este Programa, mediante la utilización de alta tecnología desarrollada en la región y recursos humanos locales, trae aparejados importantes beneficios para la provincia y el país. El cultivo de la Stevia por pequeños agricultores en las zonas más postergadas, implicaría una importante fuente de ingreso y lograría la permanencia de los mismos en las chacras, evitando su éxodo a las ciudades. Se considera que la producción de una hectárea de Stevia genera ingresos suficientes para satisfacer holgadamente las necesidades de un grupo familiar, sin incluir la participación en la venta del edulcorante elaborado, con lo cual se llegaría a duplicar largamente ese ingreso.

La instalación de plantas industriales para la producción de edulcorantes de Stevia, utilizando –como ya señalamos– equipamiento nacional e insumos para su funcionamiento de origen regional y nacional, generaría una importante fuente de trabajo para toda la región norteña. A diferencia de otros edulcorantes de origen químico, de patente extranjera y poca necesidad de personal, esta alternativa incluye a miles de colonos y numerosos trabajadores industriales.

El cultivo de stevia, por sus características, coincide con el área geográfica y con las condiciones climáticas aptas para el cultivo del tabaco, permitiendo una alternativa de amplio espectro de aplicación al integrar a familias agrarias tabacaleras de todo el Norte Argentino, justamente cuando a nivel mundial y nacional esta producción comienza a encontrar barreras.

El edulcorante elaborado, de alto valor agregado y alto precio dada la creciente demanda regional y mundial a partir de su alta calidad –basada en una alta proporción de Rebaudiosido A– estaría en condiciones de constituirse en un importante rubro de exportación para el país, además de permitir la recuperación del mercado nacional para productores locales, si se aplicaran trabas al ingreso de productos químicos extranjeros, que además de ser perniciosos poseen patente vencida y por tanto no implicarían mayores conflictos.

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Por otro lado, ante el creciente mercado nacional de edulcorantes de alto poder, dominado actualmente por no más de seis productos, todos ellos sintéticos y bajo fórmula importada, la incorporación de este edulcorante natural de fabricación nacional presenta una ventaja adicional para el país al sustituir importación de productos de alto precio. Para poder competir con ventaja con los productos importados, el carácter de “natural” no es suficiente, si bien es una característica apreciada por los consumidores. También se debe ofrecer una “calidad del sabor dulce” y un precio minorista comparables a los demás productos. En el caso de los edulcorantes de Stevia, esta calidad y precio se obtienen justamente aumentando la proporción de Rebaudiosido A. Técnicamente, el Programa de Misiones está en condiciones de propagar las técnicas de elaboración del mejor edulcorante natural de stevia, dada la materia prima a ser utilizada con un contenido promedio del 12% de Rebaudiosido A en hoja seca, lo cual permite competir con ventaja en el mercado a precio internacional e incluso en el nacional al mismo precio que los químicos, en tanto se trabaje con un alto componente de subsidio por parte del Estado. La propiedad del programa, sus insumos y equipamientos –en manos de una agencia integrada entre otros por el Estado provincial, facultades de la Universidad de Misiones y en sociedad con el INTA– permitiría hacerlo extensivo solidariamente a otras provincias.

Las palabras sobran. La patente de corso (del latín cursus, «carrera») era un documento entregado por los monarcas europeos, por el cual su propietario tenía permiso para atacar barcos y poblaciones de naciones enemigas, y en algunos casos ponía bajo bandera y convertía a estos piratas en parte de la marina de dichos reinados. Cargill, Monsanto, Coca Cola y otras por el estilo han obtenido con largueza patentes de este tipo. Sería bueno que no se las entregáramos nosotros. No resulta confiable que ataquen posiciones enemigas, como lo hacían los corsarios para los monarcas europeos. Lo más probable es que se vuelvan contra nosotros, como le sucedió al libertador José de San Martín en el Perú con Thomas Cochrane, a quien llamaba “el lord filibustero”. Después de lograr que lo nombraran al frente de la naciente Armada Chilena, este súbdito británico comandó el convoy que trasladó a las tropas patriotas desde Valparaíso hasta El Callao. Cuando comprobó que San Martín no le permitiría saquear las ciudades liberadas, se apropió de varias naves y bloqueó El Callao, se robó tesoros

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encomendados a su custodia y recién se replegó cuando supo que otra flota al mando de Bouchardo venía a socorrer a los patriotas.

BIOTECNOLOGÍA Y AGROTÓXICOS

Hace quince años, la soja transgénica y el uso de glifosato fueron aprobados en nuestro país mediante un trámite excesivamente rápido, sobre la base de estudios realizados por la propia empresa que los había creado: Monsanto. En solamente 81 días se autorizó el uso de procesos y agrotóxicos mediante un resumido expediente de 146 páginas, que durante mucho tiempo permaneció ajeno a cualquier tipo de controversia.

El glifosato contiene en su fórmula casi los mismos componentes que el tristemente célebre Agente Naranja de la guerra de Vietnam, está prohibido en los EEUU y se usa para fumigar campos clandestinos de coca en Colombia. La dioxina es un elemento potencialmente cancerígeno del Agente y –cuando se comprobaron sus efectos– promovió un juicio histórico de los veteranos de Vietnam contra Monsanto y Dow Chemical, con resarcimientos por casi 100 millones de dólares.

En dos ocasiones la Agencia de Protección Ambiental (EPA) de los Estados Unidos ha detectado falsificaciones deliberadas en resultados de las pruebas realizadas por laboratorios de investigación, contratados por Monsanto para estudiar los efectos del glifosato. En el primer incidente, involucrando a “`Industria Biotest Laboratories”, la cuestión bordeó el surrealismo cuando un revisor del EPA declaró –después de una investigación sobre “falsificación de datos de rutina”– que era “difícil de creer la integridad científica de los estudios cuando se dice que tomaron muestras de los úteros de conejos machos”. En el segundo incidente sobre falsificación de resultados, ocurrido en 1991, el propietario del laboratorio Craven Labs –que había realizado estudios de productos para 262 empresas, entre ellas los plaguicidas de Monsanto– fue acusado por 20 cargos de falsificación de resultados y condenado a cinco años de prisión más una multa de 50 mil dólares, mientras el laboratorio fue multado en 15,5 millones de dólares y se le ordenó pagar 3,7 millones en concepto de restitución.

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Felipe Solá, secretario de Agricultura en marzo de 1996, aprobó –mediante resolución Nº 167– el expediente de Monsanto y permitió así una rápida y profunda reformulación en la estructura agropecuaria argentina. En el 56 % de la superficie cultivada de nuestro país se utilizan hoy alrededor de 200 millones de litros de glifosato. Esa autorización para la producción y comercialización de la soja transgénica con uso de glifosato, no incluyó estudios oficiales sobre efectos en humanos y en el ambiente. Al aceptar como válidos los informes presentados por la propia empresa interesada, se definió una apertura sobre bases incompletas y tendenciosas. Quince años después, por primera vez, científicos de distintas disciplinas pudieron analizar el expediente y estudiar las pruebas sobre la supuesta inocuidad del cultivo.

En la foja Nº 1 del informe presentado el 3 de enero de 1996, el entonces subsecretario de Alimentos de la Secretaría de Agricultura, Félix Manuel Cirio, le informaba al presidente del Instituto de Sanidad y Calidad Vegetal, Carlos Lehmacher, que la Comisión Nacional Asesora de Biotecnología Agropecuaria (CoNaBiA) consideraba que la bioseguridad agropecuaria no estaría amenazada por la comercialización de la semilla, sin adjuntar informe oficial alguno y sí una copia de la documentación presentada por Monsanto ante la Administración de Alimentos y Drogas (FDA) de Estados Unidos, 106 carillas en inglés fechadas en 1994, con carátula de la empresa. En foja Nº 135 se autoriza sin mayores trámites la producción y comercialización de la semilla y de los productos y subproductos derivados de ésta, provenientes de la soja tolerante al herbicida glifosato.

Entre 2004 y 2007 se llevó adelante un trabajo coordinado por el médico Alejandro Oliva, junto con su equipo del Hospital Italiano de Rosario, el Centro de Investigaciones en Biodiversidad y Ambiente (Ecosur), la Federación Agraria y con el apoyo de la Universidad Nacional de Rosario y el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA). La investigación abarcó seis pueblos de la Pampa Húmeda, confirmando la vinculación directa entre cáncer, malformaciones y problemas reproductivos con el uso y la exposición a contaminantes ambientales, entre ellos los agrotóxicos. Oliva señaló que la aprobación del glifosato se había hecho sobre la base del informe oficial de Monsanto presentado a la FDA,

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realizado por investigadores afines a esa empresa y sin haber traducido el documento o solicitado dictámenes de expertos nacionales.

A inicios del 2009, el Ejecutivo emitió un decreto creando la Comisión Nacional de Investigación sobre Agroquímicos, que seis meses después presentó el informe “Evaluación de la información científica vinculada al glifosato en su incidencia sobre la salud y el ambiente” y planteó la necesidad de investigar sus efectos.

Norma Sánchez, profesora titular de la Facultad de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de la Plata (UNLP) e investigadora independiente del Conicet, fue una de las primeras científicas en analizar la supuesta inocuidad del glifosato. Según su parecer técnico el expediente de aprobación es tendencioso, arbitrario y poco científico, ya que sus resultados se apoyan en puntos de extrema importancia –como los tests ecotoxicológicos– sólo en reportes técnicos de Monsanto o sobre trabajos científicos de profesionales que pertenecen al grupo de investigación de esa empresa.

Esta docente de la cátedra Ecología de Plagas de la UNLP, señaló también que está totalmente demostrado hoy que la ausencia de aparición de malezas resistentes al glifosato y la nula toxicidad en vertebrados es falsa, y presentó un listado de investigaciones que desmienten a Monsanto. Lo que se cuestiona es que la soja transgénica forma parte de un paquete tecnológico que conlleva el uso obligado de glifosato en grandes cantidades, y aunque la soja resulte inocua, no se analiza qué sucede con el glifosato utilizado para producirla. La investigadora solicitó que la CoNaBiA revalúe la solicitud de permiso a través de estudios multidisciplinarios específicos, con aplicación del enfoque precautorio, criterios técnicos y en base a conocimientos científicos independientes de la empresa.

Oscar Scremin, decano de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional de Rosario (UNR) en 1976, debió exiliarse y hoy es profesor e investigador especialista en neurofisiología en la Universidad de California (Estados Unidos). Esta especialidad estudia las afecciones que sufre el sistema nervioso central como consecuencia del contacto con plaguicidas. Scremin precisó que Monsanto se limita a describir estudios sobre la proteína que produce el gen de su patente a través de un número reducido

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de análisis, limitados a unas pocas semanas de administración en animales, y con métodos crudos como peso del animal, peso de órganos y sobrevida. Al analizar el expediente de 146 páginas que liberó el cultivo de soja modificada en laboratorio y el uso masivo de glifosato, señaló que no contiene una sola palabra referida a la toxicidad del glifosato necesario para obtener las ventajas de resistencia de la soja, ni sobre la vulnerabilidad de las demás plantas a este herbicida. Tampoco contiene referencias sobre la reducción de la biodiversidad que se produce, como de hecho se ha demostrado. Y agrega que una decisión de tales dimensiones no puede omitir el perjuicio ecológico y los efectos sobre la salud humana de herbicidas e insecticidas que son utilizados en conjunción con la soja.

En abril de 2009, el diario Página 12 dio a conocer las irregularidades administrativas de la Resolución Nº 167 del año 96, violando los procedimientos administrativos vigentes y dejando sin respuesta serios cuestionamientos de instancias técnicas, además de no haberse realizado los análisis pertinentes.

Más grave aún, en foja 113 del 26 de enero del 96, el director de Calidad Vegetal del Iascav, Juan Carlos Batista, solicitó a Monsanto información sobre las consideraciones efectuadas por el FDA, reiterando el pedido en febrero y en marzo de ese año. Batista envió también un fax al Departamento Agrícola de la embajada de Estados Unidos, solicitando información sobre su inocuidad como alimento. No hubo respuesta. Poco después, el secretario de Agricultura, Felipe Solá, firmaba la resolución 167 que autorizó la producción y comercialización de soja transgénica tolerante a glifosato.

El Laboratorio de Embriología Molecular de la Universidad Nacional del Nordeste (UNNE), comenzó a recibir a mediados de la década de los 90 casos de malformaciones, datos de fetos muertos y abortos espontáneos, todos provenientes de zonas con uso masivo de agroquímicos. Las historias clínicas muestran una directa relación entre el aumento de uso de agroquímicos y esos casos. Se analizó la genética de los padres y se confirmó que los cromosomas no presentaban problemas, por lo cual el origen de estos casos era exógeno.

Raúl Horacio Lucero, a cargo de ese Laboratorio de Embriología Molecular de la UNNE, señaló que en Resolución 167 sólo se hace referencia al

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herbicida glifosato en la página 14, donde se habla de una extremadamente baja toxicidad para mamíferos, aves y peces, sin evaluar detalladamente un herbicida que impide germinar a esta semilla sin la ayuda protectora del glifosato. La palabra bioseguridad implica evaluar el impacto de todo aquello que modifique el escenario por la entrada de una nueva tecnología. Estados Unidos clasificó al glifosato como categoría E, sin evidencias de efectos cancerígenos en humanos, y fueron aceptados los criterios de la Agencia de Protección Ambiental (EPA) norteamericana, sin injerencia directa de aquellos organismos que tienen potestades en las políticas ambientales nacionales. La clasificación estadounidense se realizó en base al informe Williams, basado en un estudio nunca publicado del Environment Health Laboratory perteneciente a Monsanto. La misma EPA explicitó que sus conclusiones no debían tomarse como definitivas, ya que el glifosato podía ser cancerígeno bajo determinadas circunstancias.

Rubens Onofre Nodari, biólogo molecular, profesor titular de Postgrado en Recursos Genéticos Vegetales e investigador del Centro de Biotecnología de la Universidad Federal de Santa Catarina (Brasil) señaló la falta de independencia de nuestros estados al tomar como propios los informes empresariales. Llamó la atención acerca de que la propia FDA, a pesar del informe de la EPA, nunca solicitó estudios completos e independientes, dando curso al expediente sin fundamentos científicos. Y denunció la ausencia de referencias en cuanto al riesgo para el medio ambiente o la salud humana, señalando que la comunidad científica de la última década ha demostrado los efectos del glifosato en la biodiversidad, especialmente acuática, y la vinculación entre herbicidas y cánceres.

La Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA) de Estados Unidos nunca aprobó como seguro ningún alimento transgénico. Lo que se implementó en la década del 90 fue el concepto de “equivalencia sustancial”, por el cual se determina que un producto modificado en laboratorio como la soja no necesita pruebas específicas de seguridad. Pero la equivalencia sustancial es un concepto determinado por factores políticos, no es científico ni fue adoptado por la Justicia. Los organismos estatales toman como referencia la similitud de composición, e infieren que la seguridad alimentaria es sustancialmente equivalente. Con esa misma comparación, la carne de vaca loca puede parecer tan segura como la carne

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de animales sanos, porque ambos tienen similitud en la composición química

Hace quince años se planteaba la posible proliferación de malezas resistentes a los agroquímicos. La mayoría de los ingenieros agrónomos y biotecnólogos relacionados con laboratorios e institutos vinculados a empresas, indicaron sin respaldo científico alguno que eso no podría suceder. En la actualidad existe una decena de malezas resistentes al glifosato, lo cual implica el uso de más herbicida, con más efectos secundarios y mayores costos.

Lo cierto es que el cultivo que más impacto generó en los modos agrarios de producción en la Argentina fue liberado en el país utilizando un informe desarrollado por la propia empresa interesada. El Estado argentino comienza a plantearse recuperar su responsabilidad de controlar el bien común, y esto afectará a los interesados en que este cuestionado producto continúe llegando al mercado y siga generando lucros desmedidos.

Los argentinos consumimos poca soja como alimento. Pero como vemos, cuando se intenta reducir el debate a la soja transgénica sólo como alimento, lo que está intentando ocultarse es el paquete que la acompaña. En ese caso, dicha producción cae en el mismo modelo por el cual el mundo desarrollado ha estado trasladando toda “producción sucia” fuera de sus fronteras, sea agropecuaria o industrial.

Recientemente, la revista especializada Chemical Research in Toxicology (Investigación Química en Toxicología) de Estados Unidos, reconocida en el ámbito científico internacional, ha publicado un estudio del Dr. Andrés Carrasco, profesor de Embriología de la UBA, investigador principal del Conicet y Director del Laboratorio de Embriología Molecular, que refiere el efecto teratogénico del glifosato en embriones. Según este trabajo, el glifosato produce malformaciones neuronales, intestinales y cardíacas en embriones, aun en dosis mucho más bajas que las utilizadas en la agricultura.

Las empresas dedicadas a los agronegocios y las entidades vinculadas al paquete tecnológico del herbicida total glifosato de Monsanto, no tardaron en aplicar presiones descalificatorias, que llegaron a la agresión física contra Carrasco y su grupo de investigadores en La Leonesa, provincia del Chaco. Esto se llevó a cabo para intentar frenar los estudios de Carrasco

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sobre poblaciones fumigadas. La agresión despertó la inmediata solidaridad de científicos y técnicos, especialmente del Instituto Nacional de Tecnología Industrial, INTI. El hecho fue también repudiado por la legislatura provincial y por Amnistía Internacional.

Pero no fue lo único que aconteció. A partir de esa publicación en abril del 2009, Andrés Carrasco fue acusado de mentiroso en campañas mediáticas que aseguraban la inexistencia de sus estudios, fue acosado telefónicamente e incluso algunos abogados de la Cámara de Fertilizantes (Casafe) irrumpieron en su laboratorio y amenazaron a sus colaboradores. Su obra fue censurada en la Feria del Libro, donde sus autoridades no le permitieron dar una charla sobre las consecuencias de los agroquímicos, mientras se agitaba el paño de la discordia por una supuesta prohibición a disertar contra el escritor Vargas Llosa. Cabe hoy preguntarse si no se trató de una operación mediática, meneando un caso para ocultar otro más peligroso para los intereses de las transnacionales, en la que “pisaron el palito” muchos medios.

En La Leonesa, localidad de 10 mil habitantes a 60 kilómetros de Resistencia, desde hace siete años la población viene denunciando el efecto sanitario de los agroquímicos utilizados en las plantaciones de arroz y soja, tales como glifosato, endosulfán, metamidofos, piclorán y clopirifos, entre otros. Las estadísticas oficiales del gobierno del Chaco confirman que –en sólo una década– se triplicaron los casos de cáncer en niños, mientras que aumentaron un 400 % las malformaciones en recién nacidos.

Carrasco fue presidente del Conicet y es uno de los científicos más importante del país. En 1984 descubrió los genes Hox, reguladores del desarrollo embrionario, es reconocido a nivel mundial y publica habitualmente artículos en las revistas científicas Cell y Nature, las publicaciones más prestigiosas del ámbito académico mundial. Sus aportes no sólo le atrajeron enemigos entre las empresas del agro y los medios de comunicación, ya que también señaló la hipocresía de buena parte del mundo científico sobre las consecuencias de los agrotóxicos, dejando que el modelo agrícola utilice agroquímicos sobre los cuales no se realizaron estudios a pesar de existir amplia bibliografía al respecto. En sus declaraciones mencionó a otros investigadores que han alertado sobre el tema, como Gilles-Eric Seralini de la Universidad de Caen, Francia; Robert Belle, director de la Estación Biológica del Centro Nacional de

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Investigación Social de Roscoff en Francia; y Rick Relyea de la Universidad de Pittsburg, en Estados Unidos.

En un hecho inédito para nuestro ámbito científico, más de 300 investigadores, decanos de facultades nacionales, organizaciones sociales y referentes de los derechos humanos publicaron una carta titulada “Voces de alerta”, apoyando a Carrasco y denunciando que el discurso de políticos, funcionarios, comunicadores y mediadores contratados por las corporaciones económicas defiende el desarrollo sustentable del modelo sojero, legitimado por ciertos actores universitarios y científicos pagados por las transnacionales, sin mayores análisis sobre los efectos del glifosato en la aparición de leucemias, malformaciones embrionarias y abortos espontáneos.

En algunas localidades, a partir de investigaciones de destacados investigadores sobre los efectos de este herbicida, la Justicia inhabilitó su uso cerca de poblaciones. En marzo del 2010, la Cámara de Apelaciones en lo Civil y Comercial de Santa Fe limitó la utilización de agroquímicos a un radio de 800 metros en torno de la localidad de San Jorge, donde se recibieron numerosas denuncias, y exigió que el Estado demuestre que el líquido es inocuo para la salud. Médicos de todo el país denuncian que en las zonas donde se fumiga con glifosato aumentaron hasta cuatro veces los casos de malformaciones, abortos, cáncer y leucemia en niños y jóvenes, Sus efectos fueron advertidos al utilizar el agroquímico en las cantidades recomendadas por sus fabricantes, pero también aparecieron en embriones expuestos a dosis hasta 1.500 veces inferiores a las usadas en los campos de soja.

La utilización del glifosato modifica una sustancia que regula la morfología de los embriones de los seres vivos, llamada ácido retinoico, que al aumentar su nivel adecuado afecta la formación fetal en los vertebrados. Existe una estrecha relación entre el glifosato y las alteraciones en el mecanismo genético de los cuerpos en formación, provocando falta de cierre del cráneo, hidrocefalia, mielomeningocele y malformaciones de todo tipo que pueden derivar en otras patologías. Está comprobado que el glifosato –al atravesar la barrera placentaria y aumentar en cuatro o cinco veces el ácido retinoico– produce malformaciones en el embrión, pero también está asociado al aumento significativo de casos de leucemia en chicos menores de 15 años, entre otros trastornos.

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En la actualidad, otro grupo de científicos realiza investigaciones similares en la Universidad Nacional del Litoral, donde se evidenció que los efectos del glifosato incluyen problemas respiratorios, daños al sistema nervioso central y destrucción de glóbulos rojos en humanos, así como la muerte de las células nerviosas que el insecticida cipermetrina, de amplio uso en nuestro país, provoca en los anfibios.

El glifosato es un herbicida de principio activo que bloquea la actividad de una enzima sin la cual los vegetales mueren, y se utiliza para controlar malezas que compiten con los cultivos de soja en recursos vitales como la luz, el agua y los nutrientes. En la siembra de soja, está íntimamente ligado a una variedad genéticamente modificada en 1996, resistente a este agrotóxico. Esto significó un fuerte avance en el control de malezas resistentes como el sorgo de alepo y el gramón, permitiendo incorporar más hectáreas a la agricultura por reemplazo de otros herbicidas, con reducción de costos de producción y crecimiento de la cosecha a niveles muy altos. La marca comercial más famosa es el Roundup, de la compañía Monsanto, que también comercializa la semilla de soja resistente al agroquímico. Otras empresas que producen glifosato son Syngenta, Atanor, Dupont y Bayer, entre otras. El químico se utiliza también en la producción de arroz.

En 2009, se incrementó en el mundo la cantidad de hectáreas sembradas con soja, que pasaron de 125 a 134 millones, un 7 % más respecto de 2008. En nuestro país, según los últimos datos, hay 20 millones de hectáreas en producción de soja para las que se utilizan 200 millones de litros de glifosato autorizados por el SENASA, aplicados por medio de aviones fumigadores en campos de algodón, soja y maíz. La exportación de estos dos últimos en 2010 alcanzó las 60 millones de toneladas, récord de producción y de ingresos fiscales.

El agroquímico permanece durante extensos períodos en el ambiente, y puede desplazarse a largas distancias arrastrado por el viento o el agua. Se rocía vía aérea o terrestre sobre los campos, y lo único que crece allí es la soja transgénica. Pero a pesar de que el resto de los vegetales absorbe el veneno y muere en pocos días, han comenzado a aparecer malezas resistentes.

La publicidad de las grandes empresas clasifica al glifosato como inofensivo para al hombre, escamoteando sus comprobados efectos sobre

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embriones o como agente cancerígeno. El modelo agrícola basado en el paquete tecnológico de OGM (Organismos Genéticamente Modificados) se aplica sin evaluación crítica, sin normas rigurosas y sin información adecuada acerca del impacto de las dosis subletales sobre la salud humana y el medio ambiente.

La investigación que lleva la firma del equipo científico de Carrasco, señala que durante la última década varios países de América latina iniciaron estudios sobre las consecuencias ambientales del uso de herbicidas y pesticidas, y en Paraguay un estudio epidemiológico en mujeres expuestas durante el embarazo a los herbicidas confirmó 52 casos de malformaciones. Y remarca que en la Argentina existen antecedentes que debieron llamar la atención de los organismos de control, por el hallazgo de patologías en familias que viven cerca de donde se rocían los herbicidas. El trabajo del Laboratorio de Embriología de la UBA hace especial hincapié en el “principio precautorio” de la Ley Nacional del Ambiente, que insta a tomar medidas protectoras toda vez que existan posibilidades de perjuicio ambiental y sanitario. Carrasco cuestiona que “a pesar de todas las pruebas reportadas en la literatura científica y las observaciones clínicas en el campo, no se ha activado el principio de precaución con el fin de establecer la profundidad del impacto sobre la salud humana producida por herbicidas en la agricultura basados en OGM”, y puso su investigación a disposición de las autoridades del Conicet y de los ministerios de Salud y de Ciencia.

La alta demanda de alimentos a nivel mundial impulsa incluir áreas más amplias y con mayores rindes por hectárea, pero por otro lado reclama políticas de largo plazo para preservar esos recursos. A las grandes empresas transnacionales sólo les interesa la primera parte de este enunciado. A la población mundial, y a quienes deben mediar en todo proceso, como los gobiernos, comienza a preocuparles el segundo.

La batalla no es menor, ni se circunscribe al ámbito nacional. La lenta decadencia de la economía basada en los petroquímicos, así como la de los fármacos, aunque por causas diferentes, producen el advenimiento de industrias basadas en los productos vegetales, bautizadas biotecnológicas. La Argentina se encuentra en una situación privilegiada como productora de moléculas funcionales que se presume escasearán en poco tiempo. Para aprovechar esa oportunidad, deberemos estar preparados en cuanto a

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conocimientos sobre el potencial de las nuevas tecnologías emergentes, como para alcanzar capacidad en dar valor a los constituyentes de diversas matrices vegetales nativas o exóticas. De no hacerlo, indefectiblemente nos quedaremos atrás, incluso de otras naciones de América del Sur que están aplicando amplios recursos en tecnologías emergentes de extracción, como Colombia, Ecuador, Perú, Chile y Brasil, que apuestan fuertemente a la I+D en todo el proceso productivo, incluyendo variedades, selección “grano por grano” de semillas, así como abonos y máquinas cosechadoras sin impacto ambiental.

Ya nadie discute la importancia que tiene hoy la biotecnología. Lo que está en debate es a quiénes sirve. La extracción por medio de solventes en estado supercrítico (EFS) es algo relativamente nuevo, los alemanes lo comenzaron a desarrollar a mediados de los 80’. Sus resultados fueron un éxito, pues se probó que goza de todas las cualidades buscadas y nunca encontradas en las tecnologías convencionales dedicadas a la extracción de sustancias contenidas en semillas, hojas, etc. La EFS es económica, no daña a la naturaleza, trabaja a muy bajas temperaturas y no produce alteraciones termoquímicas a los productos que se extraen. Al ser sumamente selectiva, permite trabajar de una manera totalmente diferente a todo lo hecho hasta ahora, pues permite fraccionar varios productos de valor contenidos en la matriz vegetal, y además extraer cada uno de ellos libres de contaminantes. Hoy ya ha dejado de ser un proceso experimental, ya que existen muchas fábricas con esta tecnología en Alemania, Suiza, Austria, España y EEUU.

Esta tecnología puede producir una revolución en un país como el nuestro, pleno de productos con potencialidad, desde plantas cultivadas hasta nativas de monte. De existir una planta industrial de estas características en el país, se podrían estudiar las posibilidades de desarrollo local para diversas variedades vegetales. Sería la primera en el país y una de las primeras de Sudamérica. Por ejemplo para algunas oleaginosas, como la chía del Noroeste argentino, la EFS permite extraer directamente el Omega 3, valorizando el producto, proceso que aún no se observa en el mercado local. La aplicación de estas nuevas tecnologías permitiría poder pagar a los productores de materia prima valores muy altos.

Durante un largo período de cinco siglos, las naciones avanzadas de Europa y después los Estados Unidos, ejercieron el monopolio de la ciencia y la

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tecnología y, consecuentemente, el dominio de la industria y de las redes globales. Pero desde las últimas décadas del siglo XX, la incorporación masiva de la ciencia y la tecnología en el sistema económico y social de China han transformando al país y su posición en el orden mundial. Su creciente protagonismo en las producciones manufactureras de frontera está poniendo fin al monopolio ejercido sobre la tecnología y la industria por las economías avanzadas de Occidente.

El surgimiento de nuevas economías avanzadas en Oriente se inició con el despegue inicial de Japón, y luego de los tigres asiáticos (Corea del Sur, Taiwán, Hong Kong y Singapur), conjunto de países que representa el 5% de la población mundial, pero que en conjunto con China, y la India constituyen el 25%, transformando así a la cuenca Asia-Pacífico en un polo de desarrollo sumamente competitivo con el del Atlántico Norte.

China es la protagonista de un nuevo reparto de poder mundial, con todas sus consecuencias en la organización y dinámica del sistema internacional. Uno de los principales efectos es la valorización de la producción primaria, por la incorporación de centenares de millones de seres humanos a la producción vinculada con la economía mundial, por ese aumento de la demanda de alimentos y materias primas.

El superávit en los pagos internacionales de China ha permitido la acumulación de sus reservas en 2,5 billones de dólares, equivalentes al 50% de las reservas internacionales del resto del mundo. Gran parte de esas reservas chinas se han invertido en financiar el déficit de pagos internacionales de los Estados Unidos, así como su expansión crediticia. El sistema financiero occidental funciona como un gran imán, con autonomía respecto de la economía real y de las políticas públicas regulatorias.

Estos desequilibrios macroeconómicos del sistema global, caracterizados por el déficit de los pagos externos de los Estados Unidos y el superávit de Alemania, Japón y China, incrementaron la expansión de la liquidez internacional y generaron especulación en los mercados financieros internacionales, régimen que colapsó con la crisis inaugurada a fines del 2007. Las políticas económicas de las economías avanzadas han demostrado ser incapaces de organizar un sistema ordenado y estable de relaciones internacionales, que frenara desbordes especulativos en los mercados financieros. Las respuestas a la crisis global por el grupo

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reducido de las mayores economías del mundo no alcanzan para resolver los problemas planteados.

La evolución de la economía global en el futuro cercano dependerá de la capacidad de China para dinamizar su absorción interna, vía el aumento del consumo, y no como hasta ahora por las inversiones públicas. En cuanto a Estados Unidos, dependerá de si logra cerrar la brecha abierta entre su insuficiencia de ahorro y el déficit de sus pagos internacionales. En Alemania y Japón, dependerá de expandir la demanda agregada vía el consumo interno y la inversión, y no como hasta ahora, que se basa en las exportaciones. Es decir que estos cambios de rumbo implicarían la sustitución del paradigma neoliberal dominante por la prioridad del pleno empleo y la redistribución del ingreso, algo no previsible por ahora. La estrategia ortodoxa de ajuste asumida en la Unión Europea frente a la crisis de sus países más vulnerables, atados al régimen comunitario y al euro, no está transitando en ese sentido.

Como vemos, las principales economías del mundo buscan respuestas ortodoxas para responde al “efecto China” y a los desequilibrios globales del neocolonialismo financiero, lo cual incluye como armada de desembarco insignia el uso de agroquímicos para grandes extensiones. Mientras, en los países periféricos el debate comienza a incorporar datos de esa realidad. El “efecto” China implica una oportunidad y un desafío. La oportunidad consiste en valorizar nuestros recursos naturales para aprovechar la expansión del mercado mundial con nuestra oferta de alimentos y productos primarios. El desafío implica salir progresivamente del modelo que impulsa hoy la incorporación indiscriminada de nuevas áreas, mediante grandes inversiones privadas y el uso de agrotóxicos pero sin bajar nuestra productividad, a la vez que se reduce la relación bilateral que implica el intercambio de productos primarios argentinos por manufacturas o capitales extranjeros.

La ecuación no es fácil. En tal sentido, la observación de la presidenta durante su visita a China, acerca de que la relación bilateral debe ser entre socios y no entre clientes, deberá darse entre economías nacionales autónomas y soberanas. En la Argentina, como en China, es indispensable la integración nacional de las cadenas de valor, así como la formación de estructuras productivas diversificadas y complejas, capaces de gestionar el conocimiento y de establecer con el resto del mundo relaciones no

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subordinadas. La Argentina deberá administrar su comercio exterior y la eventual recepción de inversiones extranjeras en el marco de la expansión equilibrada del valor agregado de sus exportaciones, aprovechando al máximo las condiciones actuales en el orden mundial. Y en se marco, las políticas de largo plazo no pueden ignorar los efectos perniciosos de modelos basados en el uso de agrotóxicos, ni la presión que ejercen para transformar a grandes áreas del mundo en zonas de monocultivo.

En 1930, el Tratado Roca-Runciman cedió la autonomía de nuestra política económica a cambio de mercados para nuestra producción primaria, con el pretexto de darnos prioridad en un mundo de entre guerras necesitado de alimentos. Como si la elección de alternativas estuviera en manos de quienes necesitaban imperiosamente esos alimentos, y no de quienes los producían. La industria nacional debió resignar impulso a causa de esas políticas, dejando de aprovechar una situación sumamente favorable para apropiarse del mercado interno y para integrar un inmenso espacio territorial que nos permitiera proyectarnos hacia al resto del mundo.

Hoy resulta cada vez más claro que el uso de agrotóxicos, la ampliación indiscriminada y sin criterios ambientales y humanos de nuestra superficie cultivada, así como el manejo por parte de transnacionales del grueso de los agronegocios argentinos, se ubican como problema central en el debate de la Argentina que queremos construir.

La primera mentira sobre la que se basa ese avance es que la propiedad de la tierra es inmutable. En nuestro país esta idea está tan acendrada que jamás nadie la puso en entredicho. Es el único país en el mundo donde jamás existieron procesos de racionalización de la tenencia a nivel nacional, y mucho menos provincial. La única modalidad aceptada de mutación en la propiedad es la compraventa, asignando al suelo un valor de mercadería y no de uso,  y dejando librada a los más pudientes la potestad de enseñorearse  en un aspecto tan  sensible  durante 200 años,  sin oposición estructural alguna.

No hace falta una reforma agraria –por lo menos por ahora– para comenzar a revertir tal despropósito. El Gobierno Federal brasileño  ha pasado a ser en los últimos años el mayor adquiriente de tierras en ese país. Tan poco impacto tuvo ese gasto en el presupuesto nacional, que nadie se ocupó de

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hacer barullo mediático en torno a este asunto. Una manera inteligente  y eficaz de comenzar a hacer reformas.

En nuestro país, el valor de la tierra en las áreas a ocupar es todavía muy barato, precisamente porque los gobiernos anteriores las dejaron abandonadas y crecientemente incomunicadas. Un enorme barbecho a la espera de que los concentrados de siempre vayan a por él, como lo están haciendo. Independientemente de una Ley de Tierras, sobre la que trataremos más adelante, el Estado nacional fácilmente puede detectar qué áreas de gran potencial por regadío o por extensión de infraestructura son viables de ser adquiridas, para ampliar con productores agropecuarios y cooperativas agroindustriales nuestras fronteras agropecuarias. Los chinos lo están haciendo en Rio Negro. Pero para hacer soja. El resto de las zonas semiáridas es enorme: resulta urgente hacer un estudio sobre en manos de quiénes están, para comprender por qué tantos extranjeros están comprando desierto. Lo mismo para los grandes latifundios improductivos, sin mejoras, apartados de vías y rutas. Y si se decide comprar desde el Estado, jamás avisarles dónde ni por qué se hará. Debería ser una decisión secreta al más alto nivel gubernamental, para  no avivar a los oportunistas de siempre, que compran sabiendo dónde se extenderá la red de infraestructura para aprovechar el salto en la valuación que darán sus propiedades. Evidentemente, ése es el blanco elegido para seguir desarrollando la agricultura extensiva agrotóxica en nuestro país.

Para lograrlo, sus sicarios no dudan en atacar a nuestros científicos más preclaros en cuanto a su capacidad y conciencia nacional, con la connivencia de muchos matriculados locales de mentalidad colonizada. Evidentemente, otro de los grandes aspectos a tratar para avanzar en un proyecto nacional –además de la propiedad de la tierra y la creciente necesidad de mantenerla ambientalmente sana– surge de enfrentar la expropiación de los espacios de educación y de pensamiento por parte de las elites. Y cuando se habla de educación de elite no se trata sólo de educación ambiental, ingeniería de procesos o capacitación para cuadros de reproducción del modelo dominante. La educación como tal abarca muchos más ámbitos, como el de extremar calidad en lo técnico dentro de las áreas terciarias, por ejemplo.

A partir de la verdadera expropiación de esos espacios educativos, se produjo una merma en la calidad de la educación pública de primer nivel,

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que impactó de lleno en los segmentos populares. Asimismo, los modelos estructuralistas aplicados al nivel medio enajenaron esa educación como herramienta de cambio, a alejarla de a realidad sobre la que debería haber brindado bases de inserción al estudiantado. La técnica terciaria casi desapareció y poco cabe agregar sobre la educación universitaria, con el desfinanciamiento durante 50 años de las entidades públicas y la proliferación de las privadas, inaccesibles para la gran mayoría de los sectores populares, y excluyendo cada vez más a los medios.

Sobre ese vaciamiento intencionado se intentan montar hoy los argumentos que plantean la incapacidad de trabajadores y productores para administrar nuevas formas sociales de explotación y nuevas áreas, señalando que los negocios son demasiado importantes para la vida económica de la Nación como para entregar esos resortes a colectivos de personas con bajo nivel educativo, y menos si son rurales.

Para dar sustento a esta argumentación, no dudan en recurrir a referencias históricas como lo acontecido a nivel mundial con Rusia, Cuba o Nicaragua. El fantasma de la reforma agraria despierta alegatos en contra de cualquier política de desapropiación de industrias o áreas rurales. Y hace hincapié en las segundas, mencionando que en esos países se entregaron al espacio popular enormes áreas productivas agropecuarias que resultaron un fracaso.

Esto es –en general– muy cierto. Pero esa argumentación escamotea el debate central sobre la propiedad concentrada, pretendiendo utilizar como refutación experiencias fracasadas, sin analizarlas en lo más mínimo. El problema de esas políticas es que expropiaron sin tener preparada antes una alternativa, y además hicieron permanecer en manos del Estado, y administrados por ineficaces burócratas gubernamentales, resortes sensibles de la economía. Es decir que, en el fondo, capitalistas y comunistas han coincido en restarle toda capacidad de auto administración a los sectores populares, básicamente con el mismo argumento: su bajo nivel educativo. Lo que en realidad surge como coincidencia profunda es que previamente hubo una expropiación de la educación y de la capacitación, y que sobre esa base se generaron experiencias latifundista e incluso minifundistas destinadas al fracaso.

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Lo que no muestran son los casos exitosos, donde se solucionó este problema mediante una visión integral a través la cual se entregaron democráticamente los medios de producción a colectivos, que se capacitaron a la vez que trabajaban esos espacios recuperados para la producción popular y nacional. En diversos países se han verificado las primeras experiencias verdaderamente exitosas de auto administración y autonomía productiva, administradas por colectivos compuestos muchas veces por gente de extracción muy humilde, que no llega a tener completo el nivel de primaria en educación. En ninguna de ellas se utilizan transgénicos que necesiten la ayuda de agrotóxicos.

El mito de las “grandes especializaciones” plantea que quien no maneje un cúmulo de herramientas teóricas no puede hacerse cargo de determinados medios de producción. Si esto fuese así, el Movimiento de los Sin Tierra, que demuestra nichos de producción de altísima calidad mediante numerosas experiencias en Brasil, no debería existir.

Cuando hablamos de transgénicos y agroquímicos, haciendo un parangón histórico, estamos hablando de lo mismo que se ha criticado a las transnacionales de los hidrocarburos: su explotación a escala es tan cara, que fue quedando cada vez más lejos de las posibilidades financieras de los países pobres con reservas. Al transformar casi toda nuestra producción en súper-extensiva y transgénica dependiente de agroquímicos, están operando de la misma manera que lo hicieron para el caso del petróleo y otros minerales. Si la Argentina fuese un país petrolero, en la actualidad estaría quizás viviendo conflictos similares a los que castigan la región de Oriente Medio. El origen de los mismos es la apropiación espuria de la fuente de mayor renta de esos países –los hidrocarburos– por parte de las transnacionales y sus ineludibles socios locales, lo cual está en el origen del levantamiento popular ante tanto desfalco y tanta injusticia distributiva.

Haciendo un ejercicio de elemental lógica política, podríamos decir que el petróleo argentino son sus grandes riquezas agropecuarias. Una simple mirada a los 200 años de nuestra historia, demuestra que las batallas y los encontronazos estuvieron teñidos siempre por esa definición central: quién se apropió de la mayor renta nacional. El contrabando porteño, la campaña del desierto, la entrega de latifundios, el ingreso de textiles y otros rubros en desmedro de la industria nacional, las levas gauchas, la matanza de obreros y peones, la explotación de recursos naturales hasta su

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agotamiento, el desmantelamiento o la desapropiación de las plantas productoras de alimentos, así como el unitarismo que tiñó toda esta saga, no fueron más que manifestaciones de ese trasfondo: quién se comió y se sigue comiendo el gran queso argentino. En este sentido, las retenciones no significan más que un primer avance de justicia tributaria, sin poner aún como eje del debate nacional la cuestión central de que soberanía alimentaria equivale a soberanía nacional, y de que esa soberanía se deberá construir sin agroquímicos o perecer.

No seamos ingenuos, ni cometamos el error de siempre: colocar el carro delante de los caballos. Es cierto que 200 años de injusticias, concentración y bandidaje ameritarían, para muchos espíritus efervescentes, la consigna de “reforma agraria ya”. Pero la reforma agraria no es una ley, ni siquiera el fruto de la toma del poder por las armas, metodología por demás descartada hoy a la luz de los magros resultados obtenidos y de las escasas y frustradas experiencias impulsadas en el rubro. La reforma es un proceso. No se trata simplemente de impulsar el minifundio, entregando tierras a campesinos, productores o –mejor todavía– a cooperativas o federaciones; si no y antes que nada, de saber qué se va a hacer con esa tierra.

Es más, si tomamos como ejemplo alguno de los procesos en este sentido que se han dado en el mundo, ni siquiera habría que comenzar por la propiedad de la tierra. Si no se logra una visión integral de inclusión y sustentabilidad, la mayoría de las veces es inviable promover la agricultura, la ganadería o la silvicultura popular.

Si no se tienen previamente resueltos aspectos como el significativo aumento– hasta diríamos estratégico– de la escala, una logística adecuada, mecanización, comercialización garantizada a través de redes asociadas de comercios minoristas, fidelidad al proceso vía entrega de subsidios e insumos estratégicos en comodato y no en propiedad (excluyendo la tierra), marcas colectivas, calidad del producto y – sobre todo – distribución justa de la renta obtenida, estas experiencias están destinadas al fracaso o, en el mejor de los casos, a un largo y bucólico proceso de extinción por inanición.

Trasladar artificialmente contingentes de campesinos, ocupar tierras o estatizarlas, desafectar propiedad pública, y – muy especialmente – intentar suplantar rápidamente modos de producción capitalistas (por más

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obsoletos, injustos y hasta esclavistas que resulten) por colectivos populares sin previo entrenamiento, capacitación y conciencia de ser parte protagónica de un plan, es la mejor manera de que cambie algo para que nada cambie.

El gatopardismo es la herramienta menos aconsejable, cuando se trata de una reivindicación tan sentida y asentada en nuestra historia como la justicia distributiva a partir de la apropiación de la renta agropecuaria. Una correcta guerra de guerrillas pasa por definir cuáles son las debilidades del enemigo, por dónde pasan sus líneas de suministro y cuáles son los objetivos a atacar que – con mayor eficacia – le resten poder y autonomía. Las redes de comercios barriales, los productos naturales o fruto de procesos con escasez de químicos, la reducción de costos mediante procesos cooperativos, la marcada disminución de flete y la flexibilización de procesos mediante tecnología aplicada, son algunos de los frentes que hasta hoy poco se han explorado. En general, se les entrega pertrechos y munición a contingentes de desarrapados y mal entrenados y se los manda al frente de guerra en desordenadas formaciones de combate. La despiadada mecánica capitalista, tal como afirma Lester Thurow -–rector del MIT– en su libro “La guerra del siglo XXI”, se parece más al esclavismo que a la democracia y no tarda en devorárselos, o los relega a la periferia del mercado.

Hoy en día, y gracias a la chatura reivindicativa obligatoria a la que nos condujeron el autoritarismo, la falsa democracia y el terrorismo de Estado, las primeras ofensivas para recuperar terreno perdido en el marco de la mayor gesta nacional –quién se queda con “el gran queso” y para qué– se les aparece a algunos cipayos y en determinados momentos como una desmesura poco elegante, como un exabrupto populista o, en el mejor de los casos, como actitudes extemporáneas que “sería mejor estudiar en detalle antes de instrumentarlas”. Si es posible, durante cincuenta años más.

Sin embargo, analizadas a la luz de cómo manejan soberanamente otros países sus espacios agropecuarios y silvícolas, resistiendo cada vez más el modelo agrotóxico y desarrollando biotecnología de punta propia, queda claro que se trata simplemente de medidas de orden menor, y no de fondo. No hay que dejarse confundir por el barullo mediático que ejecutan quienes se saben afectados a futuro por el avance de estas políticas. Dan la batalla

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en los frentes menores, porque saben que hay muchas más que dar en los estratégicos.

Ejemplos simples: en Brasil no existe la doble renta del campo, es decir la coexistencia de un productor y un arrendatario viviendo de la misma unidad productiva. Todo el Medio Oeste americano, gran productor de alimentos, se basa en unidades de producción que en raros casos alcanzan las dimensiones de latifundio, y se orientan más hacia lo que se denomina “farmers”. Las unidades de producción europeas, con una gran mayoría que no supera las cinco hectáreas, han logrado depender cada vez menos de los subsidios estatales para resistir el ingreso de alimentos de bajo costo provenientes del exterior, a partir del agregado de tecnología, la selección de nichos para productos de alto valor y la formación de consorcios productivos para alcanzar volúmenes exportables.

Menuda sorpresa se llevarían aquí algunas de las corporaciones extranjeras, latifundistas retrógrados y sociedades anónimas disfrazadas de cooperativas, si el gobierno nacional sólo amagara con replicar estas modalidades primermundistas. Pero en el largo plazo, al calor de una democracia –que difícilmente decaerá en las próximas décadas– y la inevitable discusión sobre el reparto que abre al poder reclamar sin que nos amordacen, maten, encarcelen o exilien, más temprano que tarde llevará a que estos aspectos comiencen a ser debatidos.

Es sabido que ningún empresario o grupo empresarial está dispuesto voluntariamente a aportar al erario público. Más bien al contrario, se tiende a retacear información al respecto para achicar los egresos y aumentar el lucro. Algunos de estos sectores poseen, además, mucha influencia o intereses directos en la gran prensa, lo que les permite batir el parche – a veces más fuerte que los propios peronistas – para intentar convencer al resto de la ciudadanía de que están aportando todo lo que deben y que cualquier aumento de alícuotas sería un abuso.

Es el Estado el gran “transparentador” de esta situación, el encargado de definir claramente cuánto produce y cuánto gana cada sector, además de definir la manera en que se produce y el responsable de tender a la justicia impositiva. Si el Estado desaparece como mediador, la tendencia natural de las empresas capitalistas apuntará naturalmente a retacear tributos, a robar genomas, a seguir incorporando áreas productivas de manera

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indiscriminada y a continuar fumigando con glifosato y otros engendros. A esto, además, hay que sumarle la impronta aplicada en el país durante las últimas décadas, que tendió a gravar el consumo y liberar la riqueza. Por lo tanto, el Estado no sólo debería ser el máximo garante en cuanto a tornar nítidas las responsabilidades fiscales de cada sector, sino también el gran revisionista histórico en la materia. Sobre todo en la más reciente, cuando nos hicieron aprobar venenos sin siquiera tomarse el trabajo de traducir las recetas del inglés al castellano. Tamaña colonización.

Esa colonización cultural funciona apoyada en presupuestos asentados en el inconsciente colectivo, manipulados constantemente sobre la base de datos falsos. De esta manera, en las coyunturas adversas a los intereses del poder concentrado de las corporaciones –sean mediáticas, industriales, agrarias o financieras, ya que están inevitablemente entrelazadas– mediante lemas sencillos y contundentes despiertan en la sociedad –y muy especialmente en la diversidad de sectores medios que leen diarios, escuchan noticieros o miran TV– movimientos de rechazo o aceptación sin el menor respaldo de un análisis consciente y activo.

Tal fue la mecánica utilizada por la dictadura ante la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), que por primera vez planteaba tardíamente en nuestro territorio la preocupación internacional por el genocidio. Luego de una campaña de desinformación, que restaba entidad a la Comisión y planteaba su visita como una injerencia en los asuntos internos del país, se lanzaron a la calle decenas de miles de pegatinas con el lema “Los argentinos somos derechos y humanos”. Como si la CIDH viniera a cuestionar el sentir profundo del pueblo argentino, y no a investigar las barbaridades y tropelías de una dictadura sangrienta.

Con el mismo esquema de lavado masivo de cerebros, se desarrolló durante 2009 la campaña para legitimar el reclamo de la Mesa de Enlace, que intentaba limar la capacidad del gobierno nacional para cobrar impuestos a los grandes productores agropecuarios. Mediante un bombardeo mediático constante, los medios corporativos lograron que un espectro de los sectores medios terminara identificándose con una campaña destinada a escamotear recursos. Hoy, a la luz de las investigaciones de la AFIP, sabemos que esas retenciones fueron aplicadas sólo a una parte de la producción. La evasión impositiva es de varios miles de millones de pesos. Es dinero que en su mayoría se va afuera. Es decir que no paga tributo, mermando

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sustancialmente el superávit fiscal y, con ello, la capacidad estatal de realizar obras y brindar servicios.

Lanzar miles de pegatinas que rezaban “Todos somos el campo”, en este sentido, no se diferencia en nada de la otra campaña aplicada por la dictadura. Los mismos intereses están detrás de ambas. El mismo mecanismo es utilizado, intentando transformar a esas capas medias en enemigas de sus propios intereses.

Profundizando un poco más, y a la luz de la escasa suerte que tuvo la producción nacional bajo las políticas neoliberales (que de liberales no tuvieron nada), podríamos decir que hasta la propia Mesa de Enlace –que no incluye a las trasnacionales de los agronegocios– al retacear su aporte impositivo en realidad sufre también de colonización cultural.

Los subsidios, la creciente infraestructura de transporte y las condiciones macroeconómicas que la favorecen, surgen de un superávit fiscal al que se niegan a aportar. Sin la defensa del Estado, y está demostrado en el pasado reciente, terminan siendo presa fácil del poder económico concentrado. El desembarco de las transnacionales en la Argentina, la indiscriminada compra o anexión vía contratos de tierras, y el poder que detentan sobre la logística y la comercialización, son fruto de la decadencia de una burguesía nacional agropecuaria. Al agitar banderas de no injerencia estatal, lo que favorecen es la vigencia del mercado como rector de la vida y hacienda de los argentinos. Un mar plagado de tiburones, donde ellos son sólo cornalitos con destino cierto de almuerzo con mantel blanco, hacia el cual caminan con una vincha en la frente que reza “Todos somos agentes naranja”.

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DESEMBARCO CHINO EN LA ARGENTINA

La pérdida de hegemonía del imperio financiero dominante, hasta hoy sumido en una crisis económica gigantesca, con desocupación, endeudamiento superlativo y déficit permanente, sólo destaca ya como un gendarme mundial con eficacia decreciente en cuanto a la creación de falsos conflictos. Pero conserva un aparato militar –el más poderoso del mundo– que permanece intacto. Y además cuenta, como vimos, con un enorme “aparato del continuismo disfrazado” que juega con nuestras necesidades de seguir exportando a estos muy altos niveles, para lo cual debemos seguir incorporando tierras al modelo latifundista por extensión o por arrendamiento, y además utilizando agroquímicos.

El principal problema de ese poder tradicional es que ahora se ve obligado a convivir en el escenario global con la emergencia de una nueva potencia económica, que ocupa el segundo lugar en el ranking mundial y que muestra una dinámica que en pocos años sepultará todos los liderazgos actuales. China, por su capacidad de competir, ya es vista con creciente preocupación por los analistas de los llamados –hasta ahora– países centrales.

El problema, relacionando este capítulo con el anterior, es que en muchos casos las prácticas de este nuevo actor no difieren de los anteriores, por ejemplo en el uso de transgénicos, biogenética y agrotóxicos –la propia China nos exporta parte del glifosato que utilizamos– en forma creciente. Pero reducir el análisis a estos aspectos, criticables por cierto, sin incluir información amplia para aportar al rico debate que está se abriendo sobre el “expansionismo chino”, nos haría perder de vista las oportunidades y desventajas concretas a enfrentar.

Ya vimos a manera en que dentro de los 53 países del África el desembarco de China comenzó a desequilibrar el poderío de las potencias neocoloniales en el área hidrocarburos y metales, y el riquísimo debate en cuanto a las características de este relacionamiento entre un continente pobre y la que hoy es ya segunda potencia mundial. En América latina en general, y en Argentina en particular, la presencia china ha dejado de ser un fenómeno limitado a disputas por precios de subcapital comercial aplicados a la distribución minorista, o por desequilibrios en una balanza de intercambio entre commodities y productos elaborados, porque también comienza a

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desbordar su papel de simple compradora de alimentos destinados a nutrir animales de granja, y cada vez se orienta más a atender al consumo humano debido a una demanda exponencialmente incrementada por el éxodo del campo hacia la ciudad.

Según un informe difundido por la CEPAL, en el año 2010 la potencia asiática se convirtió en una de las fuentes principales de Inversión Extranjera Directa (IED) en América latina, con un flujo de más de 15 mil millones de dólares, tercera detrás de Estados Unidos y los Países Bajos. Argentina, con una recepción de 5.550 millones de dólares, ocupó el segundo lugar detrás de Brasil –que recibió 9.563 millones– como destino en el subcontinente, un fenómeno absolutamente contemporáneo. Estos 15 mil millones del 2010 contrastan con los 255 del 2009, y para el 2011 se sumarán a la región 23 mil millones de dólares adicionales, el grueso de ellos destinados a cubrir anuncios de inversión que se encuentran en etapa de desarrollo.

El despegue de la inversión directa china coincide con la caída de los flujos mundiales de inversiones de países afectados por la crisis financiera, cuyas condiciones leoninas de financiamiento son además resistidas en todo el continente. China, a pesar de sufrir los efectos de la crisis, logró superarlos rápidamente y mantenerse como el principal exportador mundial. Ambos factores le otorgan a sus empresas una gran capacidad financiera, apoyada fuertemente por el Estado en el marco de una estrategia nacional de desarrollo. Ya en el año 2004 el Gobierno chino anunció un plan de créditos subsidiados hasta el 70 % de la inversión total, para firmas que invirtieran en el exterior en áreas prioritarias, especialmente para la adquisición de recursos naturales escasos en ese país.

Los flujos de inversión hacia el Cono Sur demuestran que la potencia asiática busca prioritariamente asegurarse la provisión de materias primas, aplicando para ello no sólo inversiones directas sino además haciendo valer su creciente poderío en el comercio bilateral. Las exportaciones chinas a la región se concentran en productos manufacturados, en tanto que las importaciones son de materias primas, fundamentalmente minerales (29,5 %), productos oleaginosos (44,7 %) e hidrocarburos. En el caso argentino los porotos de soja representan el 46 % de las ventas.

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Los aumentos en los precios de los commodities, fenómeno del que a demanda China es una de las principales causas, junto con la creciente especulación financiera, explican la inversión directa china procurando asegurarse provisión de largo plazo. Siempre de acuerdo con la CEPAL, “entre 2000 y 2009, ese país fue responsable del 63 % del crecimiento en el consumo de aceite de soja y del 46 % de aumento en la demanda de petróleo. En el caso del cobre, el crecimiento de su demanda compensó por sí sola la caída en el resto del mundo”. Esto explica que el 61 % de las mayores adquisiciones de la nación asiática en el extranjero se concentraran en empresas productoras de materias primas, en energía y minería.

Bajo una estrategia de largo plazo y manteniendo un bajo perfil, poco a poco China está logrando que la Argentina dependa de sus importaciones de soja, a la vez que gana espacio en el dominio de recursos claves en un país que evidentemente resulta estratégico para ellos. Analizando este proceso desde el punto de vista de China, se observa que sus empresas distribuidoras buscan en el resto del mundo, vía inversión directa, una “integración hacia atrás”. En la integración vertical hacia atrás, una compañía crea subsidiarias que producen algunos de los materiales utilizados en la fabricación de sus productos. Por ejemplo, una compañía automovilística puede poseer una empresa de neumáticos, una de vidrio y una de metal. El control de estas subsidiarias se justifica para crear un suministro estable de materiales y asegurar una calidad constante en el producto final. Para lograrlo, las empresas chinas utilizan una estrategia de fusiones y adquisiciones, todo para poder enfrentar al aumento del consumo doméstico.

Este proceso de desembarco no tiene nada que ver con el que experimentó la propia China, cuando permitió la entrada de las trasnacionales para luego apropiarse de muchas tecnologías, expulsando después a varias de ellas. Hoy este modelo está intentando ser copiado por Vietnam, pero no cuenta con la enorme capacidad de mano de obra barata que les permitió a los chinos aplicar esa “toma de yudo”, y además las transnacionales ya se despabilaron sobre esta estratagema y toman recaudos.

Por otro lado, hay que tomar en cuenta que –a diferencia de otros países que directamente no tienen posibilidad de seguir sosteniendo una política alimentaria de bajo costo– en China el interior agrario todavía soportará por

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unos años parte de la altísima demanda. El costo interno chino sigue siendo uno de los más bajos del mundo, gracias a sus políticas de ahorro y a medidas estatales que permiten sostener una gran capacidad adquisitiva interna, mecanizar progresivamente el campo y consorciar a sus pequeños productores rurales para lograr escala. No resultan tan importantes la cotización del yuan o la migración interna, en tanto la relación ingresos-costo de vida se mantenga equilibrada. Por poner un ejemplo burdo –por la diferencia de tamaño– pero efectivo, se observa allí una relación similar a la mantenida entre precios e ingresos en la Argentina en los últimos años. Aunque con una gran diferencia: los chinos no aplican prioritariamente en su propio territorio el cultivo extensivo con agroquímicos, sino el modelo de consorciación en red de sus minifundios, con un creciente cuidado ambiental que se está colocando lentamente a la delantera en el mundo entero. Las tasas de crecimiento, sobre esta ecuación, siguen situándose en torno al 10 % anual.

Además, todavía quedan millones de personas pobres a incluir en el mercado laboral y de consumo de China. Si en este momento se cerraran todas las posibilidades de comerciar con el resto del mundo, a causa de una crisis descomunal y según cálculos de las autoridades chinas, ese país continuaría creciendo entre un 5 y un 6 % anual a causa de la gigantesca inclusión social que llevan adelante. Esta situación, que fue una de las razones por las cuales las empresas transnacionales en determinado momento eligieron a China para trasladar sus plantas fabriles, aprovechando un costo de mano de obra muy barato, todavía demorará en mostrar mudanzas mientras existan en el mundo proveedores de materia prima a granel sin valor agregado. Pero además, el precio de los alimentos en China es relativamente barato, porque los están produciendo a costos nacionales diversos colectivos de producción de canasta básica. No hay inflación artificial impulsada por expectativas empresariales espurias, el proceso está transparentado y además China en general no produce alimentos para exportar, y por ello los precios internacionales al alza impactan menos en su canasta. El problema de la alimentación de su pueblo es entonces, para el centralizado gobierno chino, una cuestión de largo plazo a resolver desde ahora, como acostumbran: con 20 años de antelación.

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Razones de más para que nosotros, como país donde los alimentos constituyen un segmento tan sensible, crucial y estratégico de nuestra economía, debamos ponernos a trabajar en un análisis sobre estos parámetros y otras alternativas de demanda, para desarrollar políticas hacia el interior de la Argentina. La relación con China, sin urgencias, permite pensar con tranquilidad pero sin pausa en políticas que nos permitan ser socios de su crecimiento, exportando cada vez más productos con valor agregado para equilibrar el intercambio, no en cuanto a montos, donde resulta bastante nivelado, sino en cuanto a calidad de productos. La ecuación de exportar solamente commodities a cambio de productos industrializados no cerró hace 100 años, ni lo hará ahora.

No es imposible de lograr, si se utilizan políticas inteligentes para manejar en beneficio propio las inversiones extranjeras. Paradójicamente, después del cada vez más aperturista Estados Unidos, el segundo receptor mundial de inversiones extranjeras directas es la supuestamente blindada República Popular China. Un país con uno de cada cinco de los habitantes del planeta que viene creciendo en forma ininterrumpida desde 1979 a una tasa promedio del 9 % anual. Justamente desde el año en que se decidió abrir controladamente la economía, contradiciendo los preceptos comunistas ortodoxos de Mao Tsé Tung que habían llevado a la hambruna. En los últimos diez años, China ha logrado duplicar el ingreso per cápita de su población, lo cual a Gran Bretaña le llevó sesenta años en el marco de la Revolución Industrial. O sea que las enormes inversiones externas –bien controladas por políticas estatales– no afectaron la inclusión social ni la nacionalización de su industria que hoy observamos.

Pero en ese mismo crecimiento descomunal radica el mayor problema para el gigante asiático que, a pesar de poder mantener sus ritmos de inclusión mediante la compra de alimentos baratos, ya comienza a analizar que en dos décadas –como ya dijimos– podría entrar en estado de emergencia por la futura falta de tierras cultivables. Con 10% de la superficie agrícola útil, el país debe alimentar al 20 % de la población mundial. Por lo tanto los chinos, pero también los rusos, brasileños, japoneses, coreanos del sur e incluso países del Cercano Oriente se han embarcado en la actual conquista a gran escala de espacios agrícolas. Una carrera por la tierra a la que ahora se suman las multinacionales y los fondos de inversión. Entre los favoritos de estos clientes, África (con Etiopía, Sudán y Mozambique a la cabeza) es

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el continente que más vende. En Asia, los tres principales compradores fueron Indonesia, Filipinas y Australia. Más recientemente, los chinos orientaron sus compras hacia Canadá, cuyas tierras se encuentran entre las más baratas de los países industrializados, y resultan en promedio 10 veces más bajas que en otros países occidentales.

Un análisis serio de por qué la apertura controlada de la economía les permitió crecer de esta manera, y cómo van a encarar el futuro a partir de las incógnitas de hoy, no puede dejar de lado –algo similar, aunque con matices, a lo que sucedió en Brasil– la continuidad del modelo que la rige. La civilización china ha estado gobernada por una elite y unida por un mismo sistema político desde la postguerra. Desde entonces, la Cortina de Bambú (émulo oriental de la Cortina de Hierro que separaba Europa de la Unión Soviética) produjo que la civilización occidental y la china vivieran en paralelo y con cierta independencia recíproca. Dos modelos en contraste, uno supuestamente apuntando a favorecer las aspiraciones e ideales de los individuos, y el otro basado en la armonía colectiva. Dos experiencias muy diferentes de entramado social, por las cuales una población –similar en número a toda la europea– se desarrolló bajo un sólo sistema cultural y de gobierno. Occidente, en cambio, mostró un mosaico de soberanías, culturas y modelos que aún hoy implican situaciones de convivencia muchas veces incompatibles, como la que se observa hoy entre países de la Unión Europea. Espacios que a su vez coexisten ya con verdaderos bloques culturales en alza, como India con 800 millones de habitantes, o Rusia y Brasil que bordean los 200 millones cada una. Este complejo y apasionante momento de la historia es el que se ha dado en llamar globalización.

China ha preservado su unidad a través de un sistema fuertemente regulado, donde las reformas jamás perdieron de vista la conservación de esa unidad. La satisfacción de las necesidades crecientes de ese pueblo, principalmente el abastecimiento de alimentos, situación compleja hace cuatro décadas, fue adecuadamente resuelta en ese marco. Cinco años antes de la apertura de 1979, un millón de chinos moría de hambre en pleno siglo XX. Den Xiao Peng fue sacado de la cárcel y comenzó a liderar el combate contra las antiguas resistencias a la modernización, abriendo relativamente la economía china. No lo hizo por presión externa, sino guiado por una conciencia clara de que la extraordinaria revolución tecnológica que

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comenzaba a impulsar una globalización entonces naciente, constituía un instrumento indispensable para alcanzar objetivos de progreso.

El producto bruto interno de China comenzó a crecer a esos promedios, motorizado por la audaz decisión de movilizar el aparato productivo dentro de un equilibrio entre las fuerzas de su propio mercado y el capital occidental. Este incremento inusitado es el que colocó a China y la región de Asia-Pacífico en una posición de creciente significación estratégica para el mundo, pero muy especialmente para América del Sur y para la Argentina en particular. La región Asia-Pacífico constituye ya para nosotros uno de los destinos principales de nuestras exportaciones, y lo seguirá siendo cada vez más en los próximos años. La democracia restaurada deberá ampliar y aumentar nuestros vínculos comerciales con la República Popular China y su zona de influencia.

Pero para que esta gran puerta que abre la nueva política de relacionamiento internacional se transforme en ventajosa, las empresas argentinas tienen un rol a jugar. Si se reducen a vender ante la menor oferta ventajosa que reciben, en lugar de asociarse, lo que estarán haciendo es desnacionalizar nuestro espectro productivo. El panorama ya no es el mismo que en los 90, cuando se vendía o se fenecía ahogado por una política cambiaria y una competencia importada demoledoras. Puede resultar mucho más rentable y sostenido el negocio de invertir en conjunto a largo plazo que liquidar las joyas de la abuela, cuando la nona en realidad goza hoy de muy buena salud.

Además, esta oportunidad no está restringida a las grandes empresas con presencia internacional. La enorme variedad de empresas chinas, con escasa presencia de concentradas, excepto en algunos rubros, y generalmente con alta presencia del Estado, propone un desafío particularmente interesante para la enorme cantidad de empresas argentinas, pequeñas y medianas, que enfrentaron con éxito la dura prueba de adaptarse a las nuevas condiciones de la competencia. Las experiencias asociativas están demostrando además que no resultaron ciertos los anuncios agoreros de algunos analistas ortodoxos, augurando que las empresas argentinas no podrían atender la magnitud del comercio chino ya que supondría demandas irresolubles por un problema de escala, a partir de que el otro lado de la ecuación es un mercado de 1.400 millones de personas. Quienes así pontifican no conocen la realidad china. Habría que

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pedirles que, fuera de las empresas estatales, nombren dos transnacionales chinas similares a las norteamericanas, europeas o japonesas. No lograrán hacerlo, porque los nichos de mercado se ocupan a partir de firmas consorciadas, y como las empresas chinas –generalmente bajo alguna forma de organización colectiva– tienen distintas dimensiones, pero jamás desproporcionadas como las transnacionales occidentales, lo que se observa es un entramado de joint ventures internas para lanzarse en conjunto a conquistar mercados externos, íntimamente asociadas a la investigación en las universidades estatales chinas. Un enorme y fértil campo de posibilidades.

Las progresivas reformas chinas también otorgaron creciente autonomía a las provincias y las regiones para encarar negocios propios en el exterior, y una muestra de ello es que varios de los ejemplos de inversión directa en nuestras tierras son convenios con provincias chinas. Esos cambios internos en China seguirán desplegando una flexibilidad y una adaptabilidad cada vez mayores, dentro de un modelo que encierra oportunidades verdaderamente extraordinarias. Si una empresa se piensa como subsidiaria, lo será. Si un nicho se autoestima incompetente, así sucederá.

Una muestra de que todo es posible es la recuperación estatal de la cuenca algodonera del Chaco, instalando una hilandería y trabajando a futuro en diseño y fabricación de ropa. En ese marco, incluir a empresas mixtas chinas en la recuperación de grandes áreas semidesértica, para sembrar algodón en pequeñas parcelas atendidas por agricultores asociados a la histórica UCAL (Unión de Cooperativas Algodoneras del Chaco), con participación de esas cooperativas en los ingresos finales por hilandería y vestimenta, acerca los famosos y atemorizantes “costos chinos de producción” a los cada vez más competitivos “costos argentinos”, siempre y cuando se apliquen imaginación e ingenio.

Por delante sólo hay espacios a conquistar. En 1999, de los 504 mil millones de dólares de comercio exterior chino, la Argentina sólo participaba con 1.500 millones. Ese comercio bilateral creció 700 % durante la última década, a pesar de las dificultades generadas por medidas proteccionistas que aplicaron ambos países en diferentes oportunidades. Que ciertamente se repetirán, como corresponde a una dinámica ágil y compleja. Y que también serán agitadas como bandera de negatividad por los afectados a causa de esta apertura de alternativas.

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De acuerdo con datos del Ministerio de Economía, el intercambio comercial con China en el año 2000 era de apenas dos mil millones de dólares, 500 millones más que un año antes. Pero para el 2010 esa cifra saltó hasta 13.858 millones de dólares. Hace una década, Argentina le vendía a China productos por un valor de apenas 796 mil dólares, pero al cierre del año pasado exportó a ese país artículos por un total de 6.180 millones de dólares y China fue el segundo destino de nuestras exportaciones. El gigante asiático, en tanto, nos vendió durante 2010 productos por 7.678 millones de dólares, lo que contrasta fuertemente con los 1.157 millones de dólares registrados en 2000, ya que equivale a un aumento de más del 600 %. Ese desequilibrio de casi 1.500 millones es el que hay que intentar cubrir crecientemente con productos elaborados.

Fuentes del Ministerio de Economía reconocieron, en un reportaje al diario mexicano Notimex, que uno de los problemas que dificulta el intercambio es que la Argentina sigue vendiendo productos primarios y no ha diversificado su oferta, mientras que China sí exporta productos manufacturados. Por eso es que la mayoría de los envíos de nuestro país hacia la potencia asiática se concentran, en un 84 %, en porotos de soja, aceite crudo de petróleo y aceite de soja en bruto. El resto de los productos argentinos son minerales de cobre y sus concentrados, cueros y pieles bovinas secas, invertebrados acuáticos, cueros y pieles de bovino húmedos, aceite de girasol en bruto y tubos de acero sin costura. Por el contrario, China nos vende motocicletas, glifosato (sí, ese agroquímico), máquinas automáticas de procesamiento de datos, aparatos de grabación y reproducción de imagen y sonido, videocámaras, placas madre, tubos catódicos para televisión y –algo interesante– partes de maquinarias. Como dijimos, con las actuales cifras de intercambio comercial, China se ha colocado como el segundo socio comercial de Argentina, representando el 10 % de las exportaciones y el 13 % de las importaciones.

Esto se suma al dato ya mencionado de que nuestro país fue el año pasado el segundo destino de inversiones chinas, detrás de Brasil, con un monto que varía entre 5.500 millones de dólares para las directas, pero que se amplía a 8.500 si se incluyen las de largo y mediando plazo ya acordadas. El fenómeno de la influencia económica china en la región es absolutamente nuevo, porque las inversiones del país asiático en el 2009

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para Sudamérica eran de apenas 255 millones de dólares, y de hecho directamente inexistentes hace una década.

La Embajada de China en Buenos Aires informó que en la actualidad operan aquí 25 empresas de ese origen, y que las principales inversiones se refieren –coincidiendo con los datos ya referidos– al sector de hidrocarburos, telecomunicaciones y, en un nivel menor aunque creciente, inversiones agropecuarias.

Pese al auge comercial y el incremento inusitado de las inversiones, la relación bilateral ha sufrido vaivenes. Cuando el presidente chino Hu Jintao visitó Buenos Aires en 2004, su entonces colega Néstor Kirchner anunció inversiones chinas por 20 mil millones de dólares. Según el informe oficial, los capitales chinos iban a servir para mejorar los ferrocarriles urbanos y de carga, poner en marcha obras de infraestructura y vivienda, explotación de hidrocarburos y comunicaciones satelitales, pero los recursos no llegaron como paquete integral de un año para el otro y comenzaron a demorarse, como detallaremos más adelante. No se explicitó si esto respondía a medidas proteccionistas argentinas, pero no sería extraño a la luz de lo que sucedió en el 2010, cuando hubo una fuerte confrontación entre ambos países y China suspendió durante seis meses la importación de aceite de soja, argumentando que los productores argentinos se excedían en la utilización del solvente hexano. El viceministro de Comercio de China, Jiang Yaoping, defendió en esa oportunidad esa decisión y denunció "la creciente tendencia de Argentina a imponer medidas proteccionistas a los productos chinos”. El Gobierno nacional respondió que “el único objetivo de la política de aplicación de las medidas antidumping es la defensa del trabajo, en aquellos casos donde se ha comprobado fehacientemente el daño y la competencia desleal a la industria".

Las relaciones no dejarán de ser complejas, tomando en cuenta la diferencia de tamaño entre nuestros mercados, las crecientes necesidades chinas de alimentos y su renuencia a ofrecer “gratis” acuerdos tecnológicos ventajosos. Sin embargo, la inventiva argentina está comenzando a dar muestras de que sigue viva. Existe un amplio campo para otros productos de cierta complejidad industrial, más allá de los siderúrgicos y agroindustriales como lanas, oleaginosas, granos y cueros terminados, que ya hemos comenzado a exportar. Por otra parte, el gobierno chino aspira a dar un lugar destacado a los negocios con el Mercosur, como bisagra de la

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expansión de su comercio hacia América Latina, y –a diferencia de otras potencias con las que nos hemos relacionado en el pasado– los líderes chinos han demostrado su capacidad de sostener a largo plazo las decisiones estratégicas y los compromisos surgidos de su línea política.

En tal sentido, cabe destacar la inauguración del puente virtual de comercialización electrónica con firma digital entre los dos países, cuya primera operación se realizó a través del Banco de la Nación, abriendo nuevas oportunidades para nuestras pequeñas y medianas empresas, que de este modo pueden interactuar con sus equivalentes en China en forma bilingüe, en tiempo real y con una alta economía de costos en sus transacciones.

Pero no todos son canales y facilitaciones estatales. Para consolidar negocios con China las empresas privadas o de economía social deberán adquirir capacidad de adaptación para comprender las características del mercado chino. Una estructura que poco tiene que ver con las tradicionales de otros países, por la complejidad de su entramado que incluye capitales mixtos estatales, privados y de colectivos sociales. Esto implica no sólo aplicar criterios específicos de mercadeo, sino además una capacidad muy alta para aprovechar –a partir de proyectos de exportación– otros desarrollos asociativos orientados a negocios comunes y joint ventures entre nuestra región y China.

Otros países lo están haciendo, y con éxito. Entre ellos, el más destacado es Australia, muy semejante a la Argentina en cuanto a productos líderes de exportación, especialmente en aquellos que se envían a China. Los vínculos estrechos que se han gestado con nuestro gobierno, revitalizados por el intercambio de visitas, se desarrollan además en un contexto de profundas reformas en la gran nación asiática, con su trascendente incorporación a la Organización Mundial de Comercio, y tienden un ancho puente de oportunidades para la Argentina y sus empresas más resueltas, cualquiera sea su tamaño y capacidad de producción.

En diciembre de 2010 se llevó a cabo el "Seminario Empresarial sobre oportunidades de Negocios, Comercio e Inversiones entre Argentina y China", organizado por la Secretaría de Comercio y Relaciones Económicas Internacionales de la Cancillería, para profundizar la integración a través de convenios de cooperación técnica y transferencia de

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tecnologías en materia de agricultura, agroindustria, biotecnología, ganadería, pesca, transporte ferroviario, energía, minería y turismo, entre otros. Dicho Seminario contó con la presencia de funcionarios y representantes de empresas chinas, de empresarios argentinos que comentaron casos exitosos de negocios en el mercado chino, así como gobernadores y funcionarios argentinos que hablaron sobre oportunidades de negocios que se están llevando a cabo.

El Secretario de Minería, Jorge Mayoral, informó sobre el expertise de China en la construcción de infraestructura y mejora de ferrocarriles, así como la novedad de la exportación de hierro a China por parte del complejo de Sierra Grande, en la que Metallurgical Corporation of China Ltd. (MCC) controla el 70% del capital accionario También señaló la importancia de la explotación en el país de cobre, plata y sales de potasio para recomponer el estado de los suelos así como de litio, del que nuestro país cuenta con el 22 % del total mundial, y junto con Bolivia y Chile alcanza el 90 % de dicho mineral destinado a fabricar baterías de celulares y de computadoras.

Este desembarco minero, sujeto a un debate bastante dinámico en los últimos meses, también abarca a La Rioja donde el gobierno provincial estimula el desarrollo minero “con énfasis en el trato del medio ambiente, en lo que dicha provincia pretende ser pionera”. El reciente acuerdo de exploración en minas de oro suscripto con la empresa china Shandong Gold acordó el pago de 15 % de regalías a favor de dicha provincia, un porcentaje que toma en cuenta la inversión de riesgo que dicho negocio representa.

En Río Negro, una de las inversiones chinas más criticadas recientemente, el gobierno provincial busca un cambio en su matriz energética, que reemplace el uso de combustibles fósiles por biocombustibles. Las inversiones chinas apuntan aquí al potencial de explotación de los valles irrigables rionegrinos para la producción agroalimentaria y de oleaginosas para agrodiesel, un área ubicada a 200 km de la dársena de aguas profundas de San Antonio. Este puerto está actualmente con capacidad ociosa, y también se aplicará allí financiamiento chino en un ferroducto que vaya hasta los valles. Este acuerdo de cooperación está suscripto con una empresa estatal china de la provincia de Heilongjiang para producción, financiamiento, comercio, industria, turismo, cultura y logística que

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propone inversiones por U$S 100 millones, y prevé proyectos en los valles de Colonia Josefa, Negro Muerto, Guardia Mitre, Margen Norte y la Japonesa para experimentar cultivos con alta tecnología, la constitución de un fideicomiso con un capital inicial de U$S 20 millones y la cooperación en la iniciativa privada del mencionado puerto.

Otro usufructo compartido sobre el que se informó en esa oportunidad, será el del yacimiento de hierro de Sierra Grande, el mayor del país con 96 km de túneles a refuncionalizar y con reservas de 200 millones de toneladas probadas y otras 200 probables. La inversión china de capitales de la Metalurgical Group Corporation (MCC) rondará los U$S 80 millones. En San Juan, MCC –una de las empresas más grandes del mundo en el sector– también realiza inversiones para extraer oro y plata en el departamento de Iglesias.

La delegación de Corrientes, por su parte, expuso en dicho seminario sobre los recursos naturales de esa provincia y el potencial de explotación de los mismos, destacando la ubicación geográfica estratégica de esa provincia al limitar con Brasil, Paraguay y Uruguay. Además del acuerdo con Río Negro para producir soja en 300.000 hectáreas irrigadas, la estatal de Heilonjiang negocia pactos similares con esta provincia para invertir en la producción de arroz, trigo y girasol, entre otros productos. Corrientes posee condiciones muy favorables para el cultivo de arroz, con abundante agua dulce y tierras bajas ociosas. El embajador chino ante Argentina, Zeng Gang, apuntó a tres proyectos concretos allí, que incluyen además de arroz, el fomento de la actividad forestal para la fabricación de papel e inversiones en infraestructura.

Corrientes es hoy un núcleo industrial de base forestal, cuyo ritmo de crecimiento en superficie de bosques implantados es el mayor de la Argentina (40.000 has/año), contando actualmente con más de 450.000 has. implantadas. La producción anual es de ocho millones de toneladas y se destina principalmente al mercado interno, siendo exportable sólo una pequeña porción y con poco valor agregado. Se planea allí la instalación de una planta de pasta celulosa con una inversión de U$S 100 millones, con capacidad para procesar 5 millones de toneladas anuales en Ituzaingó. El suministro de energía se prevé que será producido con biomasa en la misma planta, trasladando el excedente hacia la red de distribución nacional. La planta empleará 200 personas en forma directa, generando

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12.000 puestos de empleo en otros eslabones de la cadena foresto industrial como fábrica de papel, de cartón, de envases y otros productos derivados.

Las obras complementarias incluyen la construcción de ferrovías en el tramo Gobernador Virasoro-Ituzaingó con una inversión de U$S 130 millones, la construcción del puerto de Ituzaingó con hidrovía de canalización por U$S 15 millones. Asimismo, se informó que el proyecto prevé conectarse al corredor bioceánico ferroviario que recorre el Norte Grande argentino, y requerirá del segundo puente ferroautomotor sobre el río Paraná, entre las ciudades de Resistencia y Corrientes, para conectarse al ferrocarril Belgrano Norte.

La representación de la provincia del Chaco puso especial énfasis en esa localización estratégica de la provincia como nodo integrador del Corredor Bioceánico del Mercosur y eje comercial de la Hidrovía Paraná-Paraguay. También se refirió a las facilidades para la locación o cesión en comodato de bienes bajo dominio del Estado hasta cuatro años. A la disponibilidad de tierras para la producción, agregaron que el cultivo chaqueño de algodón ocupa el primer puesto nacional, con el 58,7% del total, y que el arroz y el girasol se ubican en el tercer puesto. El gobierno de esa provincia apunta a generar diversas fábricas de vestimenta, son diseño propio, y está reformulando la educación terciaria local para orientarla a ese rubro. Con una producción de cereales y oleaginosas de 2.8 millones de toneladas, la empresa Bioenergy biodiesel se ha radicado en la provincia para fabricar equipos de producción de ese combustible a partir de aceites vegetales.

La delegación de Tucumán se refirió a las oportunidades locales de inversión y a las exportaciones de productos tucumanos hacia China, que incluyen soja, aceites esenciales, jugo concentrado y cáscara deshidratada de limón, frutillas congeladas y golosinas, todo aún en baja escala. Esta provincia se propone ofrecer oportunidades de inversión a China para agregado de valor a las producciones primarias, en infraestructura hidroeléctrica, cogeneración en la actividad azucarera para elaborar bioetanol, generación solar y transporte ferroviario.

Respecto a las inversiones en infraestructura hidroeléctrica, están en marcha proyectos de inversión en Gastona-Medina con 15 presas de derivación y 4 centrales hidroeléctricas por U$S 500 millones; y otros tres complejos con inversiones menores En cogeneración de energía a partir de

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la actividad azucarera, la potencia a instalar en producción de vapor y energía eléctrica tiene una inversión estimada de U$S 300 millones, y otra de 100 millones asociada a la utilización de la vinaza. Por generación solar, la inversión estimada supera los U$S 100 millones. En cuanto a infraestructura de transporte ferroviario, un convenio rubricado con China Nacional Machinery & Equipment Import & Export Corporation (CMEC) buscará rehabilitar el Ferrocarril Belgrano Cargas en tres etapas, con un monto final de aproximadamente U$S 10 mil millones, proyecto que por sí solo explicaría la mitad de los 20 mil millones anunciados en 2004.

Entre los empresarios argentinos que asistieron al Seminario se encontraban el Grupo Chemo, Bridas Group y CCM-Pony.

El Grupo Chemo se ha asociado con empresas chinas para producir y vender productos en el gran país asiático, donde cuenta con un laboratorio de principios activos propio, una planta química con participación china del 15 % y una planta biotecnológica con un 40 % propio. Refiriéndose a la evolución del mercado farmacéutico interno chino, informaron que en el año 2005 se verificaron U$S 12,8 billones de movimiento, en 2010 dicha suma ascendió a 30 billones, con un crecimiento anual de más del 20 %, lo cual señala el crecimiento exponencial de nichos de oportunidades en este rubro. Con respecto a los costos energéticos, señalaron que no hay diferencias significativas con Argentina, y la contratación laboral sólo en los casos de personal no calificado muestra costos mucho más económicos que aquí, mientras que el personal profesional tiene contrataciones similares a las europeas y superiores a las Argentina en muchos casos. La jornada laboral legal de China son ocho horas, con alta protección del trabajador y las horas extras son difíciles de conseguir. Las vacaciones son de quince días anuales después de cinco años de actividad, más catorce días no hábiles festivos anuales. En lo que respecta al medio ambiente, los representantes de Chemo destacaron la preocupación de los chinos por su cuidado. Como sugerencia a quienes quieran operar en China, sugirieron como importante contar con una buena relación con las autoridades del partido comunista, ya que su influencia es decisiva.

El Grupo Bridas, por su parte, hizo referencia a la empresa Bridas Corporation como una asociación estratégica de largo plazo, participada en partes iguales por las compañías Bridas Energy Holding y la sociedad china CNOOC International Ltd. En este sentido, se mencionó la reciente

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adquisición del 100 % de Pan American Energy por parte de Bridas Corporation, explicando que Bridas ya contaba con el 40 % pero con la transferencia de 60 % por parte de British Petroleum pasó a ser única propietaria. Esta nueva empresa chino-argentina analizaba en diciembre del 2010 negocios en Libia, Argelia y Afganistán, lugares que se han tornado muy complicados en los últimos meses para los intereses norteamericanos.

El Grupo GGM-Pony expuso sobre la actividad de esta empresa en China, subrayando que su gobierno tiene credibilidad dentro del empresariado chino, sobre todo en el área de infraestructura para mejorar la productividad. La textil GGM invierte U$S 20 millones en una fábrica de Las Flores y comenzará a vender zapatillas Pony argentinas a las filiales de Pony en China y Corea. Ya exporta 15% de su producción a Brasil, Uruguay y Paraguay. Este año producirá 1,6 millones de pares, pero a partir de las nuevas inversiones llegará a 8,4 millones en 2015. La marca Pony es de origen estadounidense, pero ahora tiene dueños chinos y adquirió aquí en remate judicial tres fábricas de la ex Gatic, vendiendo dos de ellas a la brasileña Vulcabras en 2007.

Los representantes chinos de Minera Sierra Grande S.A., sobre la que ya habían hecho referencia as autoridades provinciales que participaron del seminario, agregaron que la mina se empezó a construir en el año 1972 y se puso paulatinamente en producción desde comienzos del año 1979, con una capacidad de producción de 3,5 millón de toneladas de mineral crudo por año, una tonelada y media de concentrado y 2 millones de toneladas de pellet, siendo el emprendimiento minero más grande de la Argentina. En el año 2006, MCC asumió el control administrativo y operacional de la mina con el objetivo de restaurarla, teniendo en cuenta los requerimientos del mercado de productos ferrosos. MCC renovó la totalidad de los equipos móviles de explotación bajo mina, restauró los equipos de separación magnética en la planta de concentración y dejó como estaba la pelletización para producir sólo concentrado magnético, con el objetivo de recuperar producción hasta alcanzar 2,8 millones de toneladas de crudo y 1,2 de concentrado. El destino del concentrado será abastecer tanto al mercado nacional como externo, y en el futuro se prevé disponer de la planta de pelletización y otras instalaciones conexas, con una inversión total de U$S 120 millones para adquisición de nuevos equipos, acueducto para retorno del agua, reparaciones de viviendas del personal propio, exploración del

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yacimiento y modernización de muelles, de los cuales hasta el momento se han invertido ya U$S 85 millones. Según los empresarios de Minera Sierra Grande ésta es la primera industria real que China desarrolla en Argentina, y para ellos resulta primordial que esta experiencia piloto resulte exitosa, ya que “el gobierno chino tiene grandes intenciones de colaborar en el desarrollo de la industria minera argentina con futuras inversiones en otras áreas de su territorio, un área aún incipiente ya que el 75% de las reservas minerales que se encuentran mayormente en la Cordillera de los Andes aún no han sido exploradas”. Con relación al personal empleado, MCC informó que se formó un equipo de trabajo conjunto con 80 trabajadores de origen chino calificados y 340 empleados locales. En cuanto al medio ambiente, el discurso no difiere del de otras empresas del ramo de todo el mundo, y explicaron que “MCC no aplica la lógica de sacrificar el ambiente en beneficio de la explotación de los recursos minerales, sino que por el contrario busca desarrollar un modelo de minería orientado a la protección de esos recursos”, ya que esa empresa “dirige sus esfuerzos a que su proyecto de inversión promueva el desarrollo social y beneficie a la población de cada localidad”. Todo esto, también como siempre, dependerá del rigor y la continuidad de los controles provinciales y nacionales en cada materia, algo que ciertamente no ha sido una característica constitutiva de la Argentina en el pasado, y que habrá que recuperar con decisión.

Por su parte, en el Seminario se informó que la Compañía Nacional China de Importación & Exportación de Máquinas y Equipos (CMEC, estatal) desarrollará en nuestro país un proyecto de rehabilitación de ferrocarriles de cargas. CMEC es una empresa fundada en 1978 que se especializa en contratos de obras internacionales y exportaciones de plantas completas. Desde 1996 es líder mundial en proyectos de EPC de ingeniería aplicada (Engineering Procurement and Construction), o empresas “llave en mano”, y está clasificada entre las 200 mejores contratistas internacionales, exportando a más de 60 países plantas para las áreas de energía, ferrocarriles, carreteras, navegación, minería, metalurgia, y maquinaria en general para industria ligera, textil, de alimentación, construcción, telecomunicaciones, radio y televisión entre otras.

Los representantes de CMEC efectuaron allí la presentación del Proyecto de Rehabilitación del Ferrocarril Belgrano Cargas para una red ferroviaria con una longitud de 7.347 km, la más extensa del país en un área que

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produce el 45% del PIB nacional y el 78% del volumen de exportaciones. Este ferrocarril se encuentra en mal estado, y la mayor parte de sus tramos no resultan funcionales, y como consecuencia muchos productos agrícolas del Noroeste y Centro Norte sólo pueden exportarse utilizando carreteras. Los tramos a rehabilitar son Timbúes-Avia Terai y Barranqueras-Salta, aunque serán prioritarios los tramos Socompa-Barranqueras y Avia Tera-Rosario como un paso entre océanos que constituye la parte más importante en lo económico y estratégico de este ferrocarril. El proyecto de la primera fase fue incorporado en el Decreto 1683/2005 sobre promoción del ferrocarril nacional como clave para la recuperación económica argentina. Luego de esta rehabilitación, el ferrocarril refaccionado admitirá una carga anual de 6 a 8 millones de toneladas, muy superior a la actual de sólo un millón, y buscará transportar productos agrícolas como soja, maíz y minerales, además de cemento y fertilizantes. Esta primera fase incluye 1.400 km de vías, financiada por el Banco Desarrollo de China. CMEC se encargará del diseño del proyecto y del suministro e instalación de equipos en un plazo de cuatro años. En julio de 2010 se firmaron el Contrato del Proyecto con la Secretaría de Transporte de la Nación, un Convenio de Cooperación entre el Ministerio de Planificación y CMEC, el Banco de Desarrollo de China (CBD) y SINOSURE, institución financiera orientada a proyectos de estructura organizativa, que recluta equipos internacionales de alta calidad profesional para fomentar la cultura del aprendizaje conjunto.

En este marco de potenciar instrumentos y oportunidades para el comercio bilateral, el Banco de Inversión y Comercio Exterior (BICE) informó sobre el desarrollo de inversiones de largo plazo y de proyectos estratégicos. El BICE, institución pública nacional, firmó un convenio de cooperación técnica con el Banco de Desarrollo de China (CDB) y financia proyectos de largo plazo de hasta 10 años, mediante administración fiduciaria de grandes obras de infraestructura vinculadas al Ministerio de Planificación Federal. El trabajo conjunto entre el BICE y el CDB se lleva a cabo desde hace cuatro años, financiando también proyectos de inversión de pymes argentinas y negocios vinculados al cambio de la matriz energética del país. El convenio incluye dos préstamos de 30 millones de dólares cada uno para el financiamiento de proyectos de inversión y exportaciones, ya utilizados y con vistas a ampliarse.

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Pero no es sólo en el área de la cooperación financiera estatal donde se verifican movimientos. El ICBC (Industrial and Commercial Bank of China), el mayor banco chino y la mayor entidad mundial por capitalización de mercado y administración de depósitos, se apresta a desembarcar en Argentina. Hace poco oficializó una oferta para quedarse con la operación argentina del Standard Bank, entidad heredera del BankBoston controlada por capitales sudafricanos (75%) en sociedad con las familias Werthein (La Caja, Telecom) y Sielecki (Laboratorios Elea y Fénix), poseedoras del cuarto restante del capital social. Desde el Standard Bank prefirieron no hablar del tema. Hace unos meses desmintieron oficialmente estar evaluando vender su operatoria en el país y presentaron como prueba un ambicioso plan de expansión, con la apertura de 40 nuevas sucursales. Los sondeos del ICBC habían incluido en 2009 al Itaú y el Santander. Lo cierto es que el ICBC es desde octubre del 2007 dueño del 20,1% del Standard Bank de Sudáfrica, casa matriz a la que responde la filial local, la mayor compra extranjera hecha por un banco comercial chino. De concretarse esta operación, ambos grupos cumplirían sus principales objetivos. El Standard Bank pretende volver a ser dominante en su mercado de origen, liderazgo seriamente amenazado por el NEDBank, y esta venta sería una alternativa para financiar esa meta. El ICBC, por su parte, busca acompañar la avanzada que los capitales chinos han tenido en nuestro país y en la región. Además de los U$S 8.500 millones en inversiones básicamente petroleras, se observan ahora crecientes apuestas en lechería, minería y agro. Semejantes operaciones necesitan del acompañamiento de un agente financiero.

Otras inversiones chinas en Argentina recientemente informadas incluyen operaciones vinculadas a la exploración, producción y desarrollo de petróleo y gas. La empresa China Petrochemical en 2010 adquirió las operaciones locales de Occidental Petroleum por U$S 2.450 millones.

Hay además inversiones en Salta y Jujuy, donde tres empresas chinas participan de tareas de prospección de cobre, oro, plata y litio. En Córdoba y Santa Fe, tres joint ventures ensamblan motos fabricadas en China. En Buenos Aires la empresa Hutchison Whampoa tiene una concesión en el puerto, y junto con otros grupos tienen interés en tareas de dragado en el nuevo proyecto portuario en La Plata. En Tierra del Fuego, cuatro empresas chinas formaron joint ventures con grupos locales para producir productos

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electrónicos, y otros grupos han invertido U$S 600 millones para la industrialización de gas natural y para construir una planta de fertilizantes en base a urea.

La importancia de la inversión china en nuestro país, por un lado, implica confianza en el desempeño de nuestra economía en momentos en que –en general– los países occidentales se muestran renuentes a invertir debido al oneroso régimen impositivo nacional y a las regulaciones provinciales. Como las empresas chinas pueden arriesgar a más largo plazo, debido al gran apoyo estatal que tienen y el acceso a créditos muy accesibles, pueden apuntar por ejemplo a las reservas offshore de petróleo y gas potencialmente abundantes de la Argentina, cuya inversión en exploración ha estado refrenada por los controles de precios. China es probablemente el único país que realmente puede comprar hoy en ése área dentro de la Argentina, debido a la política de precios que tiene. Las grandes reservas de gas recientemente descubiertas en Neuquén incrementaron el interés de China. En Tierra del Fuego la asiática Tierra del Fuego Energía y Química invertirá U$S 600 millones en una planta de gas natural.

Los proyectos e inversiones de este país asiático en la Argentina incluyen, además de los ya mencionados, la explotación de tabaco en Salta y Tucumán, así como la compra de supermercados especialmente en Tucumán y San Luis, pero incluyendo a casi la totalidad de las provincias. En Mendoza, la empresa china TianBao PV radicará una planta para fabricar paneles de energía solar, y en Neuquén desarrollará proyectos de energía eólica, solar y geotérmica. En Formosa buscan genética bovina argentina y hay compromisos de llevar animales, tecnología y técnicos al sur de China para brindar know-how. Tienen negocios de industria forestal y retail en Chaco, además de la ya mencionada intención de explotar tierras fiscales para producir trigo, girasol y biodiesel.

En Misiones desarrollarán negocios en forestación, producción maderera, hoteles y supermercados. En Entre Ríos intentan invertir en aceite, cítricos, ganado vacuno y porcino. En Santiago del Estero buscan comprar biodiesel, aceite de soja y harina proteica, y proyectan invertir en hidrocarburos, minería y explotación maderera además de supermercados. En Córdoba compran ganado vacuno y porcino, cítricos, y buscan elaborar aceites y biocombustibles. En La Pampa, al igual que en Buenos Aires, adquieren supermercados, ganado vacuno y porcino, soja, aceites y cítricos.

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En Santa Fe apuntan al sector ganadero, cítricos, elaboración de aceites y biocombustibles, además de comprar cereales, soja y aceite de soja, y es quizás la provincia donde más resistencia enfrentan por parte del gobierno local, que había denunciado el propósito oculto de apropiarse de grandes extensiones de áreas cultivables, previamente al anuncio de tratamiento de la Ley de Tierras.

Las perspectivas de inversión para 2011, según la Cancillería argentina, incluyen una agenda orientada a la promoción de la inversión directa y al trabajo conjunto con las provincias para identificación, análisis y promoción de proyectos productivos. Algunos están vinculados al sector vitivinícola, la biotecnología, la industria indumentaria y el calzado, el cine, maquinaria agrícola, productos farmacéuticos, productos lácteos y equipos y bienes para la salud humana. La promoción de negocios con China incluye desarrollo de transporte automotor, no automotor y autopartes, así como distintas maquinarias, aparatos, artefactos mecánicos y sus partes.

China y Argentina refuerzan poco a poco y de forma inexorable sus lazos económicos, aprovechando la complementariedad de sus economías y el afán de Pekín por aumentar su influencia en un país que considera clave en Latinoamérica. Pese a las disputas comerciales, los dos países parecen “condenados a entenderse” dada la potencialidad de negocios a desarrollar. China busca materias primas y oportunidades de negocios, mientras Argentina requiere clientela para sus formidables reservas, así como financiación para impulsar y mejorar su precaria infraestructura. En términos estrictamente comerciales, las relaciones entre los dos países se han visto lastradas por el hecho de que Argentina es uno de los países que más medidas antidumping aplica al gigante asiático. Pocos analistas dudan ya de que la medida de limitar las compras de aceite fue en realidad una represalia por las disputas comerciales planteadas por Buenos Aires ante la Organización Mundial del Comercio (OMC). Pese a la riña comercial, las autoridades chinas han remarcado la complementariedad de ambas economías, señalando al sector agropecuario como el de mayor potencial de entendimiento. Para bajar el precio de nuestros productos agrícolas, Pekín ha accedido a financiar la mejora de la red de transporte, incluyendo puertos e infraestructura en general, lo cual impactará fuertemente en los fletes. El mencionado compromiso del gobierno chino de invertir 10 mil

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millones de dólares para restaurar y modernizar el ferrocarril Belgrano, que conecta a Buenos Aires con 13 de las 23 provincias argentinas y atraviesa las principales zonas de producción de soja del país, es quizás la mejor muestra de esa decisión. La inversión incorpora la compra de trenes y distinto material ferroviario, además de la construcción del subterráneo de Córdoba y la ampliación del de la capital argentina. La magnitud del proyecto, sin embargo, avanza lentamente porque esas grandes inversiones chinas solicitan garantías.

En 2004, cuando se anunció un ambicioso plan de inversiones por 20.000 millones de dólares para los siguientes 10 años, el intercambio comercial entre Argentina y China no alcanzaba los 4.000 millones de dólares, y mostraba un cómodo superávit para nuestro país. Desde entonces, el volumen de comercio se triplicó, pero ahora es la Argentina la que registra déficit. Evidentemente, este incremento señala la necesidad creciente de China en cuanto a materias primas, además de su voluntad de exigir “garantías” desde esa posición dominante para invertir en infraestructura.

Resumiendo lo hasta aquí detallado, podemos decir que –salvando las diferencias mencionadas respecto de la naturaleza de las empresas chinas en comparación con las occidentales– esta situación planteada nos coloca ante un dilema similar al que caracterizaba la composición del comercio bilateral de la Argentina de 1910. Hace un siglo, los barcos zarpaban de Buenos Aires hacia Inglaterra cargados de carne y trigo, regresando con telas, maquinaria para industria liviana y productos suntuarios. Hoy, los barcos con destino a China llevan mayoritariamente porotos de soja y regresan con maquinarias, químicos y productos industriales.

Las crecientes inversiones directas chinas dirigidas a los recursos naturales como petróleo y gas, minería, fertilizantes y molienda de granos se produce a expensas de la presencia de Estados Unidos, el principal protagonista comercial y de negocios hasta hace pocos años en la región. La participación norteamericana en el comercio exterior regional se ha reducido en la última década, conforme aumentaba el peso de China y otras economías emergentes, como informa la CEPAL. En Brasil, donde capitales chinos están construyendo un puerto colosal de 2.000 millones de dólares para embarcar granos y petróleo hacia su país, la ofensiva china está comenzando a despertar oposición.  El ex ministro de Economía Antônio Delfim Netto se lamentó recientemente de que “los chinos

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compraron África y ahora están intentando comprar Brasil”, en referencia a las adquisiciones de tierras por parte de empresas chinas. Hace dos años, el ya mencionado director general de la FAO Jacques Diouf, advirtió que las compras de tierras en África “puede estar creando una forma de neocolonialismo”. Pero ninguno de estos dos exponentes de la apertura de mercados argumenta desde una posición imparcial.

Sin embargo, las dimensiones y alcances del fenómeno ameritan un análisis profundo. Las cuantiosas inversiones chinas en el mundo, incluyendo la Argentina, involucran un control de enormes áreas ya poco comparable al de cualquier otro país inversionista. Siguen una lógica de Estado y están subordinadas a una estrategia de desarrollo de largo plazo. Razón de más para diseñar una política propia. Si bien no resulta conveniente analizar las inversiones directas bajo conceptos chauvinistas, lo cierto es que el flujo inversor chino acentúa el patrón de inserción internacional de nuestro país como proveedor de un reducido número de materias primas, productos generalmente con escaso valor agregado local y cuya producción tiene un efecto multiplicador casi nulo sobre nuestra economía, excepto el de incrementar ingresos por retenciones. La infraestructura que se desarrolle en paralelo, vía inversión directa, así como las formas de producción interna, deberían tener un fuerte agregado integrador hacia adentro –similar al que aplicó la propia China cuando inició su apertura al mundo en 1979–como para que este desembarco resulte beneficioso en el mediano y el largo plazo. Como vimos, mucha de las decisiones e inversión, a pesar del “riesgo país” argentino, pueden ser enmarcadas en esa caracterización. Pero el problema es que nuestra matriz no es la misma que la de China en los 70, y harán falta muchísimas reformas para que funcione de la misma manera.

Este problema no es exclusivo de la relación con China, sino que implica la necesaria gestión de una planificación a largo plazo para la economía local. Nada menos que el histórico debate sobre qué modelo de país queremos construir a futuro. Si trasladamos hacia el interior del país un análisis similar al que se efectúa sobre el esquema por el cual nos hemos definido históricamente como país explotado, la paradoja puede llegar a ser muy fuerte. Desde la vuelta de Obligado, pasando por la Patagonia Rebelde y hasta llegar a las políticas de entrega de Martínez de Hoz y sus herederos, la impronta fue el atraso y la exclusión de la Argentina para que siguiera funcionando –al igual que sus hermanas en desgracia del mundo entero–

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como neta exportadora de materias primas baratas, a precio vil y ahora con el agravante de que son las mismas trasnacionales las que desembarcan por todo. Materia prima barata, con escaso o directamente sin valor agregado local. Estas son las diferencias que globalmente resultaron en países privilegiados y países relegados.

Ese esquema, como no podía ser de otro modo, se reprodujo hacia el interior de nuestros países. La suplantación de importaciones y el nacimiento de burguesías nacionales a partir de las crisis cíclicas del capitalismo mundial, incluyendo guerras, favorecieron la modalidad interna de regiones productoras de materias primas baratas, luego industrializadas o con agregado de valor de algún tipo de servicio, fuera del lugar de origen de las mismas. Incluso el esquema impositivo fue armado de manera concomitante a ese esquema. Es lo que sucede hoy con el impuesto al valor agregado, IVA. Como ese valor agregado se hace generalmente en las áreas de mayor desarrollo y concentración poblacional, el resto del país queda totalmente fuera de sus beneficios directos, excepto los coparticipables. A su vez, al estar volcado en mayor medida como crédito fiscal en el mismo lugar donde se agrega valor, esto genera mayor necesidad de mano de obra, favoreciendo el flujo poblacional negativo y desequilibrado que caracterizó a todos nuestros países.

El resultado fue la creación de modelos macrocefálicos. Durante décadas hemos escuchando que somos un país centralista y desbalanceado, con tanta frecuencia que ha pasado casi a ser un lugar común que, por repetitivo, pierde sentido y densidad. Hemos hecho muy poco para solucionarlo y es una de las cuestiones pendientes para la construcción del nuevo modelo de país que necesitamos. Tal vez el estigma más visible y doloroso como resultante de las políticas concentradoras, sea el de la violencia urbana. Habitar en las grandes urbes hoy implica –sobre todo en algunos barrios– casi perder la proporción de lo que significa calidad básica de vida. El nivel de violencia, el hacinamiento y la falta de oportunidades por la masividad de la competencia, van menguando los beneficios históricos que surgían de una mayor cercanía a los espacios geográficos más ricos.

La integración y la solidaridad interna es la solución. Descentralizar el país implica tener regiones equilibradas entre sí y manejables estratégicamente, que además respondan a la nueva impronta migratoria interna de la

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Argentina. Estamos asistiendo a un reflujo migratorio interno, por el cual las ciudades con menos de 50 mil habitantes crecen más rápido que las de hasta 500 mil y éstas, a su vez, más rápido que las de más de 500 mil habitantes. Interesante fenómeno, tal vez ligado a oportunidades crecientes en lo ocupacional, o a intentos de búsqueda por alcanzar una mejor calidad de vida, sobre todo en el aspecto seguridad. También por una mayor justicia distributiva del presupuesto nacional, a través de obras y una coparticipación que –aún con mucho por andar todavía– marca niveles de justicia territorial superiores al pasado.

Por primera vez en nuestra historia, se está verificando una tendencia de madurez intrínseca del pueblo, expresaba en buscar la paz, la tranquilidad y un lugar digno para vivir fuera de las grandes urbes. Y esa búsqueda está íntimamente ligada a los nuevos agregados de valor –que a su vez generan nuevos servicios– en el interior del país. Nos debemos una estrategia nacional que ordene y torne eficaces estas improntas. Desde lo tributario, desde la infraestructura, la aplicación de fondos y la definición de innovación en la producción, hasta las inversiones externas que se realicen. En todos esos aspectos y muchos más, que es necesario sistematizar participativamente, se deben proponer canales para concretar esas alternativas, pero sobre todo en un aspecto que pareciera fundamental: la necesaria autonomía de reposición laboral a través de un consumo al alcance de todos. En definitiva, lo que permitió a las primeras comunidades de seres humanos sobrevivir y perpetuarse, crear cultura y desarrollarse. Y lo que explica, más que ningún otro factor, el poderío actual de China.

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BRASIL, ESPEJISMO Y CERTEZAS

La necesaria madurez de nuestro modelo de país a construir, enfrenta amenazas y oportunidades provenientes de cada vez más diversos espacios. A la impronta de las transnacionales y los pooles de siembra, al influjo de la especulación financiera en alimentos y a las voluminosas compras e inversiones chinas, se suma la creciente participación brasileña en nuestro mercado.

Algo está cambiando a nivel continental. Aquellos que digan lo contrario, o tienen la miopía propia de quienes están volando en la onda expansiva de la deflagración y –debido a las leyes de la relatividad– piensan que están inmóviles, o utilizan los anteojos bifocales del poder concentrado: un foco dirigido hacia el vademécum de los “argumentos oscuros para embarrar la cancha”, y el otro orientado hacia el marcado engrosamiento de la propia billetera, índice convincente si los hay. El resto, como decía el general Perón, son como hojas arrastradas por el viento de la ingenuidad y la falta de información, cuando no la distorsión alevosa de la misma.

Hechas estas salvedades, podemos aproximarnos –o al menos intentarlo – a uno de los aspectos más vidriosos sobre los que se habla o escribe hoy, después del “factor China”, que es nuestra relación con Brasil. Pocos han advertido que, en el fárrago de información que se vuelca sobre nosotros a diario, este asunto aparece con la misma frecuencia en todos los medios, sean del color político que sean. Desde calificarnos de ilusos por engancharnos como furgón de cola del hermano país, hasta las banderas desplegadas del panamericanismo rampante, hay para elegir.

Pasemos a las cuestiones concretas. Los dos mayores productores de soja y de carne del mundo acaban de acordar una estrategia comercial conjunta para vender agroalimentos a China y a otros mercados como India, Corea y Japón. Argentina y Brasil establecieron una alianza que constituirá la mayor economía agrícola del mundo, aspecto en el que coincidieron el por entonces ministro de Agricultura de Lula, Wagner Rossi, y su par argentino Julián Domínguez. El objetivo central de este acuerdo es la conformación de una estrategia comercial que permita a ambos países negociar con mayor poder en el mercado mundial comprador de cereales, carnes, soja y sus derivados. Y además con una moneda de intercambio propia por fuera del dólar, que permita mejorar la integración de bienes transables.

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Ya había quedado muy claro que China es una excelente negociadora comercial, y que si competíamos entre nosotros el precio siempre caía. A partir de este acuerdo, los precios resultarán sostenibles y ambos países se beneficiarán. Verdad.

Matices: qué cuota le tocará a cada uno. Pero, al igual que el cambiante color del mar, esto es dialéctico y dependerá de las acciones solidarias o competitivas que cada uno desarrolle con mayor o menor astucia.

Después de aseverado este punto, debemos analizar la amplia gama de posiciones al respecto. Una ha sido que “tenemos que dejar de competir, porque juntos somos muy fuertes”. No se puede dejar de competir cuando apuntamos a producciones similares. El problema a afrontar es la proporción de fortaleza que adquiriremos, si será equilibrada o tenderá a otorgar validez al argumento de que “la aspiración imperial de Brasil terminó y la carrera la ganaron ellos, ahora necesitamos un bloque y eso va a generar mejores precios para todos”. Entre mercado común y pretensiones imperiales hay una larga distancia. El imperio jamás reparte con justicia. Una relación donde reconozcamos el mayor volumen y dinámica de la vecina economía, y ajustemos nuestras políticas cambiarias, comerciales y productivas para que esa locomotora nos beneficie en lugar de perjudicarnos, es otra cosa.

El acuerdo firmado apunta a coordinar acciones regionales para mejorar el acceso conjunto a los mercados externos, y a la vez garantizar la seguridad alimentaria. Dos aspectos sumamente importantes, el primero por lo ya enunciado, y la seguridad alimentaria porque es precisamente el amplio y complicado camino, lleno de baches, que hace a nuestra soberanía y por el que intenta transitar la propuesta de este libro.

En este caso, tanto la apertura controlada que llevó adelante Fernando Henrique Cardoso –tan diferente de la nuestra– como la enorme dinámica soberana desplegada después por Lula da Silva en este sector, poseen herramientas puntuales y políticas muy amplias de cuya observación podemos aprender mucho. La proporción de casi diez a uno en entramados productivos de alimentos, la porción de mercado recuperada de manos de las concentradas, las leyes sobre uso social del suelo, la reforma agraria, la ausencia de doble renta a partir de la inexistencia del arrendamiento, así como las políticas de inclusión social a partir de emprendimientos de

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economía social de escala, son algunos de los elementos sumamente aprovechables que deberían formar parte de convenios.

El marco está dado, y además de los puntos prioritarios contemplados, como la integración productiva y de agregado de valor, la sustentabilidad económica en el sector agropecuario, la transferencia tecnológica apuntando a la apertura de nuevos mercados y el análisis estratégico de escenarios futuros, deberían estudiarse convenios complementarios para incluir la transferencia de las mejores experiencias operativas y tecnológicas para el desarrollo económico de los segmentos medio y bajo del sector agropecuario.

En cuanto al acuerdo, quizás la parte más sobresaliente es la que apunta a salir en conjunto a conquistar nuevos mercados con productos que tengan mayor valor agregado en origen. En este sentido, se informó que la clave será conformar paquetes tecnológicos vinculados de productos biológicos, para satisfacer la demanda de países que necesitan alimentos. Es en este aspecto donde mostramos un relativo atraso, y en el cual Brasil lleva una delantera que es preciso achicar.

Los volúmenes en productos a granel, con escaso valor agregado, muestran desempeños diferentes en uno y otro lado de la frontera. La industrialización del Brasil, a partir de una política de Estado que atravesó todas sus administraciones desde el golpe de 1964, sin distinción de banderías, ciertamente lo colocó en una posición ventajosa para el agregado de valor en origen. En nuestro país, por el contrario, esa industria tendió a desaparecer o fue absorbida por las transnacionales, exclusivamente para sentar una cabecera de playa estable en nuestro mercado interno, a la vez que se desplegaba una verdadera transformación de nuestro agro para convertirlo en netamente agroexportador de commodities, con muy escaso o nulo valor agregado en origen.

Esta sí es una carrera donde deberemos correr muy rápido, no para tratar de alcanzar al Brasil –que territorial y poblacionalmente es varias veces más grande– pero sí para evitar transformarnos en una economía subsidiaria acotada a proveer materia prima barata. Esto es verdad, y hace falta ocuparse de ello. Hay intención manifiesta de avanzar en ese rumbo, la soledad del poder necesita que se le acerquen propuestas y caminos viables y sustentables. Hay que ponerse a trabajar.

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El primer paso es la información. Nadie se asocia a alguien que no conoce. En este sentido, las viejas hipótesis de conflicto, los miedos ocultos al “poderío imperial” del Brasil, las mutuas envidias y los celos no confesados, así como la clara competencia entre nuestras análogas economías –salvando la escala y no incluyendo al fútbol, fuente de conflictos permanentes– han llevado a que muchos supuestos analistas se manejen más por sensaciones térmicas o análisis de verano, que por datos concretos e investigaciones sobre el terreno. En este caso es necesario hacer una salvedad, y saludar a varios cuadros intermedios –que no nombraré aquí por no estar autorizado a hacerlo– de los ministerios nacionales argentinos de Desarrollo Social, Economía e Industria, Trabajo y Agricultura y otros pertenecientes al INTA, el INTI y el Conicet que –en forma pionera– están recorriendo o estudiando experiencias de economía social de escala en el país hermano. Que esta semilla fructifique en frondosos árboles.

El ascenso de nuestros vecinos es un dato incontrastable. Hoy es un país más rico, más estable y más justo que hace tres décadas. Su despegue, en parte, obedece a una tendencia mundial hacia el ascenso de países-continente como el propio Brasil, Rusia, India y China, a los que hoy se denomina “emergentes” y que no por nada conforman el BRIC (siglas de los cuatro países), polo de poder cuyos integrantes han logrado progresar en casi todos los aspectos y se han instalado como potencias intermedias, liderando sus respectivas subregiones como locomotoras del crecimiento económico.

Sin embargo, el ascenso de Brasil no se explica solamente por esa ley global no escrita que prefigura el progreso de estos cuatro megapaíses a partir de su tamaño y su mercado interno de consumo. La clave del éxito, en el caso particular del Brasil, tiene además otros orígenes.

Los militares brasileños respetaron los lineamientos fundamentales del modelo desarrollista iniciado por Getulio Vargas en 1930, mientras que en la Argentina la propuesta gemela impulsada por Juan Perón fue demonizada hasta el grotesco. Los tibios intentos desarrollistas de las transiciones por todos conocidas fueron aquí demolidos sistemáticamente. En nuestro territorio, las dictaduras combinaron una represión salvaje y creciente con medidas draconianas para instrumentar un modelo de signo contrario al de los gobiernos populares. En Brasil, a pesar de transitar

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también por rasgos de la reforma neoliberal, no se alteraron los lineamientos esenciales del Estado Novo ni se abrieron indiscriminadamente las puertas al neocolonialismo financiero.

Resulta sintomático que mientras Martínez de Hoz se dedicaba a desmontar los últimos instrumentos que habían sobrevivido desde 1955, afectando desde la posesión de tierras hasta el control del comercio exterior, pasando por la desprotección laboral en el ámbito rural, sus pares brasileños apostaban a algunas reformas visionarias, como el impuesto a los latifundios improductivos. Fue sobre esa base que luego se verificaría el boom de los biocombustibles. Los latifundistas se vieron obligados a plantar, y lo hicieron –por supuesto– en aquellos rubros de mayor demanda, menor inversión y mayores posibilidades de explotación laboral. La caña de azúcar fue la prima donna entre esas opciones.

Justo cuando se producía la crisis del petróleo en los 70, varias universidades –apoyadas fuertemente por el Estado– habían logrado desarrollar la alconafta, un mix de combustibles a partir de hidrocarburos y etanol. La industria automotriz se reconvirtió, adecuando varios tipos de automóviles a este consumo, y la crisis resultó llevadera para un enorme país casi sin extracción de petróleo en esa época. Es más, ese ahorro y las acertadas inversiones aplicadas a la prospección de la plataforma marítima, transformaron hace poco al Brasil en uno de los mayores productores de hidrocarburos del continente. Y bajo una empresa estatal: Petrobras.

En la Argentina, el vaciamiento programado y artero de YPF concluía en los 90 con su escandalosa privatización. Poco antes, la fantástica imprevisión golpista nos había llevado a perder buena parte de nuestra plataforma submarina a manos de los ingleses, con la ampliación del “área de exclusión” en torno a Malvinas, donde ciertamente existe un potencial petrolero que evidentemente no se incluye bajo la etiqueta de “kelper” para el decadente –aunque todavía molesto– poderío británico. Argentina se achicaba a ojos vista. Mientras, del otro lado de la frontera los resultados económicos no bajaban de la calificación de buenos, y muchas veces rozaban la excelencia. Entre 1969 y 1973, los años del después llamado “milagro brasileño”, todavía bajo la dictadura, ese país creció a un promedio del 11,2% anual.

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Las diferencias en el desempeño económico, a pesar de que por entonces allí también campaba por sus fueros la teoría del derrame, ciertamente permitieron una progresiva inclusión social que, aunque condicionada, reflejaba profundas diferencias con lo que ocurría de este lado de la frontera. Al genocidio local, correspondía allá un régimen ciertamente autoritario y represor, pero que no utilizó un plan de exterminio. No lo necesitaba, la conflictividad social era mucho menor y la continuidad –con matices– de las políticas desarrollistas ciertamente generaba una conflictividad política mucho menor. Además, cuando los reclamos aumentaron debido al largo tiempo transcurrido sin soberanía popular, en lugar de reprimir indiscriminadamente o embarcarse en una guerra, la dictadura brasileña tuvo la suficiente inteligencia como para generar una apertura ordenada. Fue así que mucho antes de las elecciones presidenciales que llevaron a Tancredo Neves al primer cargo del Ejecutivo, fueron aceptadas concesiones controladas para alcanzar “una salida ordenada”, como la reinauguración anticipada del Congreso. Un claro contraste con la Argentina, donde la dictadura se desmoronó estrepitosamente tras la derrota de Malvinas, en medio de una profunda crisis económica.

Incluso bajo el casi irresistible influjo del mandato neocolonial financiero, Brasil –por un lado– impedía el ingreso de capitales golondrina, que buscaban aprovecharse de las condiciones favorables internas para hacer negocios que no dejaban nada más que tierra arrasada, y –por otro– mantenía una política cambiaria ventajosa. Mientras tanto, nosotros inflábamos artificialmente al peso en tres oportunidades consecutivas, y sufríamos el impacto estúpido de convivir en las fronteras con un país mucho más grande y con una moneda más barata. Era el tiempo del “deme dos” y de las vacaciones cariocas. Pero también del derrumbe de las zonas fronterizas como Entre Ríos, Misiones, Corrientes, Chaco y Formosa, carne de cañón de estas trapisondas monetaristas.

Otro rasgo diferencial fue el proceso de diversificación de mercados y de productos. Brasil llegó a ocupar el segundo lugar en la producción de aves de corral, alternativa casi inexistente en el pasado. Pocos años antes, un dicho popular decía en Brasil que, cuando un pobre comía pollo, era porque alguno de los dos estaba enfermo.

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No sólo en este rubro se diversificó el vecino país, generando una agroindustria avanzada, sino que también la orientó hacia una clientela de países muy variada. La Argentina, en cambio, retrocedió a modos de producción casi de monocultivo, a la vez que constreñía su oferta a poderosos demandantes, hasta el punto de permitir que se disfrazaran exportaciones a diferentes puntos, que en realidad se triangulaban –y triangulan– hacia pocos destinos. Ni siquiera la paradoja de que Videla haya roto con el bloqueo a la Unión Soviética decretado por Europa y Estados Unidos para venderles trigo –razón por la cual los partidos comunistas del continente se ocuparon de los atropellos a los derechos humanos en todos los países, menos en el nuestro– rompió con esta premisa: no negociamos con cada uno de los países del bloque soviético, aprovechando esa situación de relativa debilidad, sino bilateralmente con la ex URSS.

Algunos analistas saludaron la transición vía derrumbe y el advenimiento de la democracia en forma rápida en la Argentina, comparándola con el proceso de largo aliento que se verificó en Brasil, y proponiendo como motivo la mayor politización de nuestros paisanos. No tenemos un politómetro a mano para verificarlo. Lo cierto es que la apertura comenzó en Brasil ya en 1974, con el inicio de ámbitos de debate y decisión política durante la presidencia de Ernesto Geisel, demorando una década en acceder a elecciones para votar un presidente civil y un quinquenio más para entronizar un jefe de Estado por voto directo. Ese ritmo pausado sólo se puede explicar por la continuidad de modelo desarrollista y la tradición de pactos entre las elites que históricamente ha caracterizado al Brasil. Y que ciertamente no resultó inocente en muchos casos.

La segunda mitad del siglo XX en la Argentina estuvo signada por la alternancia entre cortos gobiernos civiles y relativamente prolongados gobiernos cívico-militares. Sólo mediante la utilización del propio peronismo en los 90 se logró frenar la potencia política de ese movimiento y domesticar el poder de algunos sindicatos. En el Brasil, por los menores avances en la agremiación, en los derechos civiles y por tanto la menor solidez de las bases sociales del varguismo, el gobierno militar pudo quebrar desde su inicio la espina dorsal del sindicalismo, que casi desapareció de escena después del golpe de 1964.

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En lo que sí coincidieron ambos procesos fue en aplastar rápidamente las organizaciones guerrilleras, aunque allá lo hicieron ya en los 60, aprovechando una inserción social limitada de esas organizaciones. Durante una década y media, los gobiernos autoritarios brasileños prácticamente no tuvieron que enfrentar movimientos de resistencia importantes, a la vez que los éxitos económicos reducían la conflictividad y maquillaban la histórica exclusión de sus sectores populares, muy superior a la nuestra para esas fechas y aún hoy, permitiendo a la dictadura efectuar recambios no traumáticos de su cúpula y conservar protagonismo en la transición.

Más allá de las diferencias mencionadas, en Brasil se generó un enorme potencial económico que –a partir de una similar e inoperante teoría del derrame– mostró el mismo resultado que en el resto de América latina. La consecuencia es una democracia institucionalmente sólida, pero todavía lacerada por graves problemas sociales. La transición democrática en todos nuestros países todavía no se tradujo en una transición económica igualmente exitosa. Más allá de los matices y hasta las amplias diferencias entre los procesos de acumulación capitalista, lo cierto es que ninguno fue inclusivo entre los países que componen América latina. En todo ellos, como sucedió en la Argentina, el problema se basó en la distancia que media entre la política y la economía. Mientras sean los parámetros económicos los que gobiernen, con exclusión de la política, siempre será reducido el grupo con mayor poder en la toma de decisiones, y consecuentemente se reducirá la participación del resto. Siempre la exclusión económica estará divorciada de la inclusión política y social.

Esto es lo que explica el fracaso de los partidos continuistas de regímenes como el de Pinochet en Chile o el de la Nova República en Brasil. Ninguno logró articular un sistema de poder estable, con partidos de gobierno elegibles, ni fue capaz de conservar el proyecto desarrollista bajo las nuevas condiciones políticas imperantes tras la apertura. Y esto es también lo que explica el rápido decaimiento de las expresiones continuistas en la Argentina. Nunca los sectores concentrados asociados al modelo transnacional habían conseguido conformar partidos con amplia base. La Nueva Fuerza de Chamizo en los 70, o la UCD de Alsogaray en los 80-90, jamás lograron superar el rol de grupos de presión. Recién a partir del gobierno de Carlos Menem lograron espacio esas expresiones, sobre la base

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de un masivo lavado de cerebros cuyas secuelas se advierten hasta la actualidad, permitiendo que expresiones tan similares a la UCD como las de Macri o de Narváez hayan triunfado electoralmente en dos de los grandes distritos del país. Gracias a la madurez de nuestra democracia, la creciente visibilización de sus verdaderas intenciones políticas los está llevando a convertirse nuevamente en lo que nunca debieron dejar de ser: grupos de presión que representan intereses concentrados, jamás mayoritarios, nacionales y populares.

En el Brasil se observó un proceso similar. La tensión entre un continuismo político y el desencanto económico motivó la decepción posterior, que culminó con la elección del prontamente fallecido Tancredo Neves, y la sucesión por su vicepresidente José Sarney, iniciando un ciclo de tibias reformas y marcadas contradicciones similar al de Raúl Alfonsín, que se cerró en 1989 con el triunfo de Fernando Collor de Mello, quien –a la par de Menem– dio los primeros pasos hacia un nuevo modelo económico. Claro que allá duró lo que un suspiro. Mientras acá se hablaba en los medios sobre la corrupción oficial como si fuera una picardía menor, allá este tema hacía volar por la ventana a Collor, mediante un impeachment impulsado por el Congreso que lo juzgó y lo destituyó.

En 1994, tras un largo período de inestabilidad conducido por Itamar Franco y ya en plena recesión, Fernando Henrique Cardoso fue designado primero canciller y luego ministro de Hacienda, el mismo derrotero de su par Domingo Cavallo, que por suerte no pudo llegar a ser presidente como Cardoso. Claro que sus orígenes políticos eran diferentes, Domingo había sido funcionario de la dictadura, mientras que Fernando Henrique construyó su prestigio como intelectual socialdemócrata y por su participación en el PMDB (Partido del Movimiento Democrático del Brasil), mayoría opositora a la dictadura. Siendo senador por ese frente, y debido a disidencias “por izquierda”, fundó el PSDB (Partido de la Social Democracia Brasileña) que lo llevaría al poder. Desde el inicio de su gestión como ministro de Franco, Cardoso mostró un pragmatismo acendrado, dejó de lado el congelamiento de precio y desestimó cualquier tipo de “política de shock”. Por el contrario, comenzó a desarrollar un programa de largo plazo en base a un modelo al que llamó Plan Real. Se creó con ese nombre una nueva moneda relativamente atada al dólar como mecanismo antiinflacionario y se inició una serie de reformas estructurales.

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Al igual que en la Argentina con el peso convertible, el efecto inicial los favoreció. El Real logró estabilizar la economía para relanzar el crecimiento, y se convirtió en plataforma para la candidatura presidencial de Cardoso en las elecciones del año 1995, en las que se impuso ampliamente. Una vez alcanzada la presidencia, e impulsado por la fuerte voluntad de cambio expresada por los brasileños en las urnas, FHC inició reformas estructurales que incluyeron una controlada apertura comercial, la desregulación en varias áreas y un programa de privatizaciones que señaló el fin del modelo desarrollista.

Pero el neoliberalismo brasileño fue más laxo si lo comparamos con el neocolonialismo financiero que depredó nuestro país. En el Brasil, por ejemplo, las privatizaciones no llegaron a las cajas jubilatorias ni a las prestaciones en salud, y empresas estratégicas como Petrobras (la YPF brasileña) continuaron bajo control estatal. Asimismo, no se abrió el sector financiero a los desmesurados apetitos de la banca extranjera, y el Estado logró mantener por vía crediticia cierta orientación estratégica para el sector productivo. También se beneficiaron de un esquema monetario menos rígido, con cierta flotabilidad del real que permitió acompañar mejor los remezones sucesivos que se avecinaban, y por esa misma razón se mantiene como denominación hasta la fecha, librando a los hermanos brasileños de un estallido similar al de la devaluación compulsiva de nuestro peso.

Sin embargo, Cardoso no logró escapar a las generales de la ley respecto de este tipo de modelo económico, por más diferencias de sutilidad o gradación que muestren entre sí. Todos ellos favorecieron la concentración económica, y a pesar de las relativamente disímiles condiciones sociales que generaron, no lograron legitimidad precisamente por su incapacidad de democratizar la economía. Esto explica el nuevo emergente político de gobiernos con otra índole en todo el continente. También la llegada de Lula a la presidencia, en enero del 2003, quien desplegó una serie de políticas orientadas a garantizar la estabilidad económica mediante el superávit fiscal (4,25 % para el primer año de gobierno) y un recorte del gasto público por 4 mil millones que –sin embargo– no afectó a los programas sociales. Pero también aplicó otra medida de dudoso record, que fue fijar la tasa de interés “mais alta do mundo”, del 26,5 % anual. Desde ese momento, Brasil registró un período de crecimiento con índices más bajos

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que el nuestro, con una economía que –pese a esa sobreactuación de ortodoxia en las tasas– no experimentó períodos de zozobra

Más allá de la mayor o menor politización de nuestras respectivas poblaciones, un dato demasiado lábil como para basar apreciaciones de fondo, lo cierto es que los tiempos políticos allá siempre parecieron menos urgentes y sobre todo menos dramáticos que en estas tierras. Tal vez esa diferencia se apoye en los contrastes cronológicos entre procesos similares en ambos países. El ciclo desarrollista con sustitución de importaciones comenzó en el Brasil ya en 1930, inmediatamente después de la gran crisis mundial, mientras que en nuestro país demoró un poco más, para recién en 1946 –con el primer gobierno peronistas– comenzar a despegar. La reforma neoliberal comenzó aquí en 1976, con Martínez de Hoz, y se completó a partir de 1989 con Menem. En Brasil, en cambio, tuvo que esperar hasta 1990 para expresar sus primeros síntomas con Collor de Melo, y se consolidó en 1994 con Cardoso, aunque de manera mucho más tenue que en nuestro país. Estos desacoples demuestran que el desarrollismo brasileño había acumulado una mayor fuerza en las cúpulas política, aunque no así en las bases sociales, y ese poder –sobre todo al interior de unas fuerzas armadas nacionalistas– junto con una relativamente baja conflictividad social, permitió lidiar mejor que en Argentina para enfrentar la constante puja aperturista de la tradición liberal.

Toda esa primera etapa de buenos modales y demostraciones de ortodoxia prudente por parte de Lula, fue parcialmente corregida después de que obtuviera su reelección, cuando su gobierno aplicó un desplazamiento hacia estrategias más desarrollistas, basadas en el Plan de Aceleración del Crecimiento, un voluminoso programa de inversiones públicas comandado por su ministra coordinadora y sucesora actual en la presidencia del Brasil, Dilma Rousseff.

Después de logrado su segundo triunfo electoral, Lula se propuso combatir decididamente la histórica inequidad, un rasgo distintivo del Brasil. El proceso, y es lo que nos interesa analizar, comenzó por garantizar la alimentación para todos los brasileños, para lo cual lanzó el programa Hambre Cero y a la vez incrementó los alcances del ya existente programa Bolsa Familia, basado en una transferencia de ingresos a las familias en situación de pobreza y miseria extrema de 120 reales, a cambio de contraprestaciones educativas y de salud. Este modelo se basa en los

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mismos parámetros que otros planes latinoamericanos de transferencia de renta, como el Oportunidades mexicano o el Ingreso Universal por Hijo argentino, que en los últimos años incluso logró superar las transferencias per cápita del Bolsa Familia brasileño.

Ya explicaremos en otro capítulo la importancia que encierran los planes sociales en cuanto a generar consumo para una primera etapa en las desastrosas salidas de los programas del neocolonialismo financiero. Sin embargo, cabe mencionar aquí que el Programa Bolsa Familia se destacó entre todos por ser pionero y por su masividad. Cuando Lula asumió su primer gobierno en 2003, había 3,4 millones de familias beneficiarias. En la actualidad, según los últimos datos oficiales, el programa llega a 11,3 millones de familias, lo que equivale a 46 millones de personas. Pero según datos de la Cepal, un poco más actuales, esa cifra se ensancharía a casi 12 millones de familias incluyendo 50 millones de personas.

Considerado como programa de contraprestación y no como asistencia social directa, es el plan más grande de la historia. Ni siquiera en países superpoblados y de extrema pobreza como India y la China maoísta existieron planes de este tipo con tamaño alcance poblacional. También es cierto que el Bolsa Familia es el primer esfuerzo de consideración en la historia brasileña llevado a cabo por el Estado para enfrentar el problema de la pobreza.

Esa pobreza todavía se sitúa en un 25% de la población, pero disminuyó un 22 % entre 2003 y 2009 como resultado de los mencionados programas y del incremento en el salario mínimo, el combate contra el empleo informal y las líneas estatales de crédito para hogares de bajos recursos, pymes y muy especialmente cooperativas. Por su lado, la pobreza extrema se redujo todavía más y tienden a desaparecer algunos de sus signos, como desnutrición y analfabetismo. En cuanto a ingresos, estas políticas han contribuido a reducir la pobreza extrema pero fueron menos eficaces a la hora de combatir la desigualdad, ya que el Gini brasileño sigue siendo uno de los más altos del mundo (0,52). Pero lo importante es que un plan de transferencia de ingresos nunca puede funcionar en un contexto de alta inflación, por lo que queda demostrado que la estabilidad es la condición ineludible para avanzar en las conquistas sociales.

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Brasil está parado sobre bases firmes, pero todavía lejos de dejar atrás todos sus problemas, sobre todo en cuanto a inequidad, violencia urbana, cierta sobrevaluación del tipo de cambio y racismo. Pero en una perspectiva de largo plazo, al igual que la Argentina y más allá de desacoples cronológicos y diferencias de tamaño, los factores que se han puesto en marcha señalan un camino en ascenso. Que ese derrotero resulte equilibrado en cuanto a relaciones bilaterales, dependerá en gran parte de nosotros mismos.

De hecho, y como señalamos en otro capítulo, será necesaria a creación de nuevos foros internacionales alternativos, así como el equilibrio en la toma de decisiones que afectan al mundo entero, otro espacio a conformar mientras se da batalla en los ya constituidos, viciados desde su origen. Brasil ha avanzado en conformar un bloque con sus pares emergentes a través del BRIC, y todavía está por demostrarse con mayor cabalidad la fortaleza y viabilidad en el largo plazo de bloques continentales como el Mercosur y la Unasur.

Por lo pronto, transitamos caminos conjuntos en varios frentes, como el del Consejo de Seguridad de la ONU, donde existen países con capacidad exclusiva de veto ante la decisión del conjunto. En un mundo donde comienzan a extenderse nuevamente los conflictos puntuales, no es un dato menor. Este fenómeno puede llegar a afectar la creciente diversidad de mercados destinatarios que estamos consiguiendo. Los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas constituyen un anacronismo injusto, además de estar compuesto justamente por los países causantes de la crisis actual. La pelea pasa ahora por incluir al menos a otros actores menos involucrados en ese esquema, como China y Brasil. Nuestro país, con tradición jurídica universalista en sus posiciones, puede plantear esa reforma democratizadora porque ha sostenido esos principios y esa oposición a los privilegios desde la creación misma de la ONU, en 1945. Pero además, debe hacerlo porque sólo una auténtica democratización le devolverá legitimidad a la ONU y a sus instituciones.

El origen de actual Consejo de Seguridad se remite a los años posteriores a la II Guerra Mundial, con un mundo bipolar amenazado por el holocausto nuclear, que precisaba instituciones multilaterales para evitarlo. Pero el mundo ha sufrido transformaciones profundas desde entonces, tornándose cada vez más multipolar, especialmente desde finales del siglo XX. Sin

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embargo, en la ONU perdura una relación desigual de poder entre ciertos países y el resto.

La reforma del Consejo de Seguridad es la cuestión más compleja en el proceso general de reforma del sistema, y lleva ya más de una década de debates con posiciones divergentes. Nuestro país promueve una reforma que elimine el veto y la membresía permanente, instaurando un sistema de rotación regional periódica que garantice la democratización del sistema en la toma de decisiones. Este objetivo requiere la gestación de condiciones políticas propicias para avanzar en el cambio democratizador. Esa es la apuesta de máxima, mientras se insiste en por lo menos ampliar el número de miembros permanentes. Sólo la fuerza de la representatividad democrática abrirá el camino hacia la reforma definitiva. Mientras tanto, los países con poder de veto podrán seguir negándose a cumplir la voluntad de la mayoría.

Esta es sólo una muestra de las dificultades para alcanzar un nuevo orden internacional. En el concierto de naciones, solidariamente y entre pares, más allá de las dimensiones de cada país, falta mucho aún para que cada integrante tenga un voto, por más pequeño y pobre que sea. Si este sistema funciona al interior de las naciones, y hasta ahora no se ha logrado plantear otro que lo supere, es justo y necesario que se aplique también a los organismos supranacionales.

Es una batalla que hay que dar, más allá de que coincidamos profundamente con Laclau en la necesidad de generar foros internacionales alternativos. Y para eso hay que perder el miedo. Hay que procurarse socios. Brasil alcanzó un PBI de 2.100 billones de dólares en el 2010, frente a los 560 billones de dólares del PBI argentino para el mismo año, lo que equivale a un cuarto del producto bruto de nuestros vecinos, mientras que la población brasileña llegó a los 193 millones en 2010, o sea 4.8 veces más que los 40 millones de argentinos para el mismo año. Esta diferencia entre producto y cantidad de habitantes hace que existan tres puntos a nuestro favor en el PBI per cápita, así como una distribución del ingreso un poco mejor. El área total de nuestro país es de 3.761.274 Km2 incluyendo Antártida y las Islas del Sur, lo que da 11,7 habitante por km 2, mientras que Brasil tiene 8.514.877 km2, o sea 17 habitantes por km2.

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Pero no sólo en la similitud relativa de los datos se encuentra el equilibrio. Después de 20 años de recorrer el Brasil como funcionario político, experto contratado en programas bilaterales y free lance, quizás nos autorice a señalar que son más las coincidencias que las diferencias. En ambos lados de la frontera se detecta la misma predisposición a la unidad, sin ignorar desavenencias, aunque en general estas se basan más en el desconocimiento que en una real discordancia de intereses.

El desafío es encontrar un sistema continental que tienda a objetivos comunes pero que a la vez tome muy en cuenta las diferencias, para no repetir el desmadre de una Unión Europea que hasta hace muy poco causaba admiración por sus avances como bloque, y que hoy desnuda desfasajes verdaderamente escandalosos entre España, Grecia, Portugal, Irlanda, Islandia y otros socios de menor peso, frente a los poderosos de la región como Francia, Gran Bretaña y sobre todo Alemania, que no han dudado en volcar todo el peso de la crisis en sus socios, utilizándolos como variable de ajuste para la continuidad de políticas descarnadamente monetaristas.

Esas políticas han demostrado ya en todo el mundo su ineficacia y su perversidad intrínseca. Francia y Alemania podrán seguir creciendo mientras sus socios se caen, pero nada le augura buenos presagios al bloque, y tarde o temprano esas secuelas terminarán por afectarlos El doloroso camino que hemos recorrido los sudamericanos para descubrirlo, hace presagiar que no la falta de solidaridad no será el leit motiv del nuevo bloque que surge. Porque estamos discutiendo no sólo un modelo egoísta y explotador que mucho mal le hizo a la Argentina y al continente. Si analizamos el trasfondo ideológico de esta batalla, veremos que la falta de solidaridad es el eje y motor de todos los conflictos existentes en el mundo; hoy y siempre.

Es tal la aberración, que hoy vemos estudios que suenan no ya patéticos, sino directamente frankestenianos. Este tipo de estudios muestra que con la basura orgánica de Nueva York que diariamente se tira, no se utiliza y está en buen estado, se podría dar de comer diariamente al África pobre. Claro que no se trata de un problema de logística, de llenar containers solidarios para subsanar el hambre de esos pueblos carentes. No seamos ingenuos. Se trata de que las mismas políticas que generan tal dispendio consumista, justamente se basan en la explotación de los miserables. Es la

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misma falta de solidaridad que prima hoy en Europa, cuando se intenta que griegos, portugueses, españoles y otros ciudadanos de segunda de la Unión paguen los platos rotos. En este marco, el reclamo de una mayor solidaridad mundial deja de ser ingenuo, y se transformar en una poderosa bandera de transformación. Este tipo de de cuestiones, que comienzan a tornarse cada vez más visibles a nivel mundial, deben llevarnos a analizar lo que sucede con nuestro país. Porque la solidaridad bien entendida comienza por casa.

Los pueblos no se resignan a la pobreza, nunca se resignaron. En la historia de la humanidad se han vivido situaciones de extrema violencia y ataques al status quo precisamente por esta razón: unos comen y otros no. Sin caer en un esquema simplista, por el cual nos quisieran llevar a decir que el origen de la violencia y del delito está en la miseria (de ninguna manera se puede abordar este tema desde una supuesta “patología de clase”), lo cierto es que la injusticia genera violencia. Puede ser delictiva o no, si se expresa en forma individual o colectiva. En este sentido, un ladrón de carteras en París no puede ser equiparado al conjunto de ciudadanos (indocumentados o no) que asolaron recientemente el centro de esa ciudad, protestando contra la exclusión.

Una discriminación resulta cada vez más explícita, por la sencilla razón de que se somete a esa población excluida a un sopapeo diario por televisión y por todos los medios, mostrando descaradamente un mundo posible para unos pocos e imposible para la gran mayoría. Las propagandas consumistas y los programas banales del jet set están mostrando un mundo de lujo, con mujeres hermosas y un consumo suntuario, pero con acceso restringido a unos pocos. El delincuente común entiende que la forma más directa de llegar es a través de ignorar la ley. Una ley que en la mayoría de los casos defiende más la propiedad que la propia vida de los seres humanos. En ese campo ciertamente hay patologías, hay gente que no necesita robar y sin embargo roba. Pero asimilar esas actitudes individuales a la protesta social (por más violenta que sea, por más propiedad privada que afecte) es un mecanismo espurio que intenta equiparar pobreza con delito, y plantea los mismos mecanismos punitivos para combatir a una y a otro.

Si la injusticia genera bolsones de violencia, comenzamos a explicarnos los conflictos internos de este país, desde la guerra civil entre unitarios y federales, los enfrentamientos muchas veces armados entre radicales y

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conservadores, hasta las luchas más recientes entre peronistas y gorilas. Empezamos a explicarnos la violencia juvenil de los 70 y la desmedida respuesta que significó la dictadura. Y si la trasladamos al espacio continental, explica la enorme mayoría de los conflictos vividos.

Esta es la visión general que permite dilucidar la etapa actual. Hay dos modelos en conflicto, uno es egoísta y explotador, el otro intenta expresar los intereses de las grandes mayorías despojadas de sus derechos. Uno es minoritario, el otro lucha por darse cohesión, bombardeado a diario por falsas opciones para intentar confundirlo. No se trata de nombres propios o partidos políticos, sino de profundos procesos que vienen desde el origen de nuestra historia.

Siempre nos engañaron con el viejo truco del árbol que tapa el bosque, que funciona a las mil maravillas. Ese proceso produjo en el pasado la dispersión –y con ello la derrota– del campo popular. Intentan dividirlo cuando muestran la violencia que se ejerce sobre la clase media a través del delito en nuestras grandes ciudades, ocultando que es el fruto de una construcción injusta de país. Porque hay ciudades donde no ocurre esto. Porque en Canadá, como nos muestra un documental de Michael Moore, no hay violencia. La gente deja las casas abiertas, porque es una sociedad más justa, porque guarda una diferencia sideral con lo que ocurre en EEUU a pocos kilómetros de la frontera. Si el modelo que estamos copiando es el norteamericano, resulta inevitable que suceda lo que sucede.

Son dos modelos, incluso dentro del propio mundo capitalista. Nosotros trajimos constantemente a gurúes del extranjero para que nos digan dónde empieza el agujero del mate y cuál es el secreto de la leche tibia. Al calor del boludeo argentino de los 90, nos indujeron a mirar hacia un costado, mientras se imponía el modelo de la injusticia, del desfalco organizado, del sometimiento nacional.

Para que sucediera lo que sucedió, impusieron el concepto de que la política era una opción, que podía ejercerse o no. Pero la política no es un vestido o un color que uno elige. La política es la forma en que una comunidad decide por si misma cómo se organiza, cómo reparte las cargas, deberes y derechos. Claro que suena a educación cívica del secundario, que no casualmente hace 30 años se dejo de dictar. Pero la política no es una opción, porque mirar para otro lado es dejar que la plata que se gasta en

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educación la definan unos pocos y no el conjunto de quienes enviamos nuestros hijos a la escuela. Desentenderse de la política es mirar para otro lado cuando se define qué tipo de empréstito se toma, para que después nuestros nietos terminen pagando una deuda que ni siquiera sabemos cómo se generó. Es dejar de lado la salud, las reglas de convivencia urbana y otros tantos temas de interés nacional. Y sobre todo, es excluir a las grandes mayorías en cuanto a la definición del modelo de país que debemos construir entre todos. En definitiva, es el gran problema de la falta de solidaridad.

Volvamos al marco regional. Si a pesar de los discursos de unidad y las buenas prácticas que se comienzan a advertir, sigue subyaciendo en nuestras relaciones una verdadera y profunda falta de solidaridad, ya no como un atributo individual de nuestros gobernantes, sino como política de Estado y entre estados, repetiremos los mismos errores que hoy observamos en la conflictiva Unión Europea. No es un tema menor en nuestra relación con Brasil. Porque además, como países que iniciaron el proceso y por la responsabilidad de nuestra presencia, la solidaridad entre nuestros pueblos y gobiernos está en la base de la discusión sobre un nuevo modelo continental.

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LA INTEGRACIÓN DE AMÉRICA LATINA

Hoy en día ya es una perogrullada plantear la integración de bloques continentales para hacer frente a la globalización. Lo que resta desactivar es si lo hacemos según las reglas de los países más poderosos, o de manera autónoma y solidaria. Esto implica romper con paradigmas que nos adjudican un lugar en el mundo sin consultarnos. Una nueva división internacional del trabajo subyace como lugar común en esos designios foráneos. También es un lugar común decir que este proceso de emblocamiento se debe efectuar a través de la integración de la infraestructura, sobre todo de transporte y energía, lo cual atrae inversiones de todo tipo ante el creciente desempeño de nuestras economías emergentes. Lo que nadie dice es que es cuadrícula se debe llenar con inteligencia para el desarrollo (I+D) para que implique desarrollo soberano.

Cabe realizar un homenaje a un dirigente político como Juan Perón, tan visionario como incomprendido en su época por las elites de poder. Su esquema básico para interpretar la transición entre los siglos XX y XXI hablaba de tres etapas históricas: el desarrollo intrínseco, luego el paso de los “estados-nación” hacia “estados continentales” y finalmente la conformación un “estado mundial” cuya característica debían ser la equidad y la solidaridad, por eso utilizaba la justicia como bandera. Sostenía que ya en 1950 estábamos en el pasaje de los estados-nación hacia los estados continentales, y por eso planteaba que “el año 2000 nos va a encontrar unidos o dominados”, porque aquellas naciones que no lograran conformar un “estado continental” iban a verse seriamente amenazadas en su autonomía.

Las ideas del continentalismo comenzaron tempranamente en Europa, al observar el crecimiento de Estados Unidos y lo que esto implicaba como amenaza para los disgregados estados europeos. Friedrich Ratzel, geógrafo alemán (1844-1904) y padre de la geopolítica, señaló que el Estado funciona como un órgano vivo y, como tal, necesita espacio para crecer y moverse. Fue el primero en afirmar que la era de los estados-nación industriales del siglo XIX sería derogada en el siglo XX por la “era de los Estados Continentales Industriales”.

Perón leyó su obra. Paradójicamente, nadie se ocupó por saber de dónde provenía ese pensamiento, que nutrió gran parte de su doctrina. Ratzel llegó

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a la conclusión de que la Europa fragmentada estaba perimida, porque ninguno de sus países por sí solo podía enfrentarse a la escala de Estados Unidos. Y advirtió en 1903, poco antes de morir, que si Europa no se unía y formaba un nuevo Estado Continental no tendría ningún protagonismo futuro en la historia.

Significativamente, a inicios de novecientos aparece la primera generación en América Latina que empieza a repensar la unidad continental. José Enrique Rodó, Manuel Ugarte, Rufino Blanco Fombona y Francisco García Calderón son algunos de los primeros exponentes de este pensamiento, del que luego abrevarían Perón y otros dirigentes sudamericanos. Aun sin la percepción sistémica de Ratzel, esos pioneros advirtieron la emergencia de los Estados Unidos como nuevo paradigma de poder, y señalaron que los países emergentes de la crisis del Imperio Español debían constituir una Patria Grande unificada o resignarse a ser sojuzgados.

El primero que escribió sobre este tema es Rodó, en su libro Ariel, que apareció en 1900 en Montevideo. Como profesor universitario, exhortó a sus  estudiantes a “acuñar un mensaje nuevo para responder a las necesidades de la historia”. Esa idea se basa en una unidad moral e intelectual de América Latina a partir de recomponer su historia fragmentada. Desde 1826, con el fracaso de Bolívar en confederar el conjunto emergente y fundar una Nación de Repúblicas Confederadas, esa idea quedó trunca. En 1908 Rodó organizó el Primer Congreso Estudiantil Latinoamericano con estudiantes de todos los países, incluso Brasil. Rodó afirmaba que sólo se podía trabajar con los jóvenes, porque los adultos estaban contaminados por el modelo agroexportador impuesto por Europa.

Todos esos primeros intentos fueron obligados a fracasar por falta de apoyo estatal, y se perdieron en reuniones baladíes con muchos discursos y pocas realizaciones. Recién se comenzó a trabajar seriamente hace veinte años, con la firma del Tratado de Asunción creando el Mercosur, un esquema netamente mercantil que iría después derivando en otras formas centrales o subsidiarias de integración en todos los órdenes. Anteriormente, incluso habían primado las hipótesis de conflictos que –en algunas de sus manifestaciones– perduran hasta el día de hoy distanciando entre sí a algunas naciones sudamericanas.

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Previo al el estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914, surgen aquí nuevas manifestaciones del pensamiento continentalista. El argentino Manuel Ugarte es el primero en ofrecer una síntesis histórica y política sobre este tema en su libro “El porvenir de la América Española”, publicado en 1910. Hasta entonces, en pleno siglo XX, no hubo ninguna visión de conjunto de América Latina que rescatara las banderas de San Martín y Bolívar. Al año siguiente, en 1911, apareció “La evolución política y social de Hispanoamérica” del venezolano Rufino Blanco Fombona, quien solicitó a Rodó que escribiera sobre Simón Bolívar. Rodó publicó “Bolívar, el unificador del sur” en 1912, y al año siguiente se editaron “Las democracias latinas de América” y “La creación de un continente” del peruano Francisco García Calderón, dos obras donde el planteo de unidad va adquiriendo más forma. García Calderón incluso propone basar el destino unificado de Sudamérica en el desarrollo económico de Argentina y Brasil.

En abril de 1918, Manuel Ugarte fue el único orador en el acto inaugural de la primera gran organización estudiantil, la Federación Universitaria Argentina, FUA. Pocos meses después estalló la Reforma Universitaria en Córdoba, que brindó nueva dinámica al proceso iniciado con el Ariel de Rodó, dando cauces institucionales al movimiento universitario latinoamericano. El estudiantado es el primer heredero del latinoamericanismo, pero durante décadas esto no tuvo repercusión alguna en los núcleos de poder europeizantes que gobernaban nuestros países.

Las primeras visiones políticas sobre la industrialización integrada de América Latina se dieron en la obra del peruano Víctor Raúl Haya de la Torre, creador de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), quien planteó una teoría para superar las “poli-oligárquicas” de América Latina, denominando de esa manera a las naciones sudamericanas. Es el primero en señalar la estructura de “ciudades antiguas” heredada del Imperio Español, que se descompuso en un conjunto de “ciudades-estado” que pasaron a controlar un enorme hinterland, inimaginable para Europa.

Esas ciudades-estado estaban formadas por comerciantes, terratenientes y artesanos, y el resto de la población era considerado de la misma manera que los ilotas de la democracia griega. No votaban ni representaban nada en el orden de la polis. En 1900, en Argentina, Juan Agustín García escribió “La ciudad indiana”, primera obra sobre las ciudades americanas durante la

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época hispana, trasladando las categorías de análisis de Fustel de Coulanges, un pensador francés que treinta años antes había escrito “La ciudad antigua” sobre el surgimiento de la polis en Grecia y de las “ciudades mediterráneas” en Italia.

García no se equivocaba, porque eso era América latina, un conjunto de estados-ciudad antiguos controlando gigantescos espacios agroexportadores no industrializados, sin similitud alguna con sociedades industriales. Según su punto de vista visionario, esas ciudades anacrónicas eran enormemente ricas, pero carecían de potencialidad porque se negaban a aplicar los adelantos de la modernidad para agregar valor a las exportaciones. La gigantesca renta agraria les permitía comprar productos de la modernidad, pero no se trataba más que de un espejismo.

En la década del 30 comienzan a surgir en el continente las primeras expresiones  del nacionalismo popular, con Haya de la Torre en Perú y Getulio Vargas en Brasil. Surgen entonces las tres consignas básicas de análisis sobre el proceso de formación de bloques, que son rápidamente convertidas en objeto peyorativo para los sociólogos académicos. Ese movimiento fue denominado “populismo” y tildado de expresión política de categoría inferior. En realidad, es el único pensamiento importante que surgió desde América Latina y que después de los años 30 se extendió a la Argentina con Perón, a Chile con Ibáñez, a México con Lázaro Cárdenas y a Venezuela con Rómulo Betancour. Fue la primera oleada de las revoluciones nacionales y populares que pretendieron modificar el modelo de las viejas sociedades agrarias, basado en ciudades-estado que dominaban el hinterland agrario que las rodeaba.

Según el pensador uruguayo Alberto Methol Ferré,  en realidad –para esas épocas– había que hablar de la República de Montevideo y no del Uruguay; o de la República de Buenos Aires y la república de Santiago de Chile, desde la cuales las oligarquías controlaban todo el territorio. Ya Bolívar las denominaba como “los potentados que nos dividen”.

A mediados del siglo XX se amplían y extienden las luchas por democratizar e industrializar las antiguas sociedades agrarias o mineras que no generaban ocupación y empleo para las multitudes crecientes. Pero esa industrialización incipiente colisionó con la falta de mercados internos significativos. La lucha por la industrialización emprendida por Perón entre

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1945 y 1955 se apoyaba en un mercado de 17 millones de habitantes, frente a la Alemania de Ratzel con 60 millones, ya industrializada en 1900 y a pesar de eso impotente para enfrentar en soledad a los Estados Unidos.

La tarea resultaba más que ímproba. Se trataba de crear un mercado continental de escala, en un contexto poco favorable. Es sobre esa concepción que tantos dirigentes comienzan a plantear –en la misma época– el tema de la unificación como consigna del “populismo sudamericano”. Para democratizar había que industrializar, y consecuentemente aplicar ciencia y tecnología, y para tener un mercado que diera sustento a ese proceso había que poblar e integrarse.

Estos temas centrales se fueron posponiendo, bajo la presión negativa de Estados Unidos y Europa que veían amenazadas sus fuentes de materia prima barata y abundante, lo cual estancó esa industrialización en la mera sustitución de importaciones, lo cual se volvió un obstáculo a superar para la integración. Pero los proteccionismos parciales comenzarían a dificultar el entendimiento entre países y se convertirían en el primer freno para los intentos integradores de los años sesenta.

El desarrollo planteado desde la CEPAL (Comisión Económica para América Latina) liderada por Raúl Prebisch, por su ideología socialista independiente y a pesar de las enormes coincidencias con las propuestas de los gobiernos nacionales y populares, restó también la posibilidad de contar con un espacio institucional del pensamiento económico sudamericano ligado a los procesos políticos. El argentino Prebisch y Perón planteaban lo mismo, pero Prebisch fue acendradamente antiperonista.

Significativamente, Perón representó un nuevo avance dentro del pensamiento latinoamericano totalmente distinto de los anteriores. En 1951 propuso el ABC, buscando la alianza de Argentina con Chile y Brasil, y planteó que la unión debía comenzar con un núcleo básico. Esto representó un salto formidable con respecto a todo el latinoamericanismo anterior, porque señaló un camino a seguir y lo transformó en una política sudamericana con claro discernimiento sobre lo principal y lo secundario.

Ibáñez, siendo presidente de Chile en 1928, nombró asesor a Alejandro Bunge, uno de los primeros argentinos que predicó la industrialización sudamericana desde la Revista de Economía Argentina, fundada en 1918, desde la cual proclamaba la necesidad de unificar el cono sur a través de un

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pacto regional. Ibáñez, ya en el ’28 y en forma pionera, quería convenir una unión aduanera con los hispanoparlantes Argentina, Bolivia, Paraguay y Uruguay, pero no con Brasil. Ya en esa época percibía que las dimensiones de Chile no contribuían a su despegue individual.

Perón logró que el Congreso aprobara el ABC, pero no sucedió lo mismo en Chile –con Ibáñez ya predispuesto a conformar un núcleo inicial de tres países– y mucho menos en Brasil, donde la propuesta de Vargas desató una furibunda oposición. Esta propuesta de Perón partía de reglas y procedimientos realmente visionarios, después verificados en el proceso europeo. La Unión Europea no surge de la alianza entre países medianos, y sólo se concreta cuando se unen Alemania y Francia, países que por sus enfrentamientos habían destruido dos veces a Europa entera. Monet, Schuman, Adenauer, de Gasperi –signatarios de la primera unión aduanera– sólo pudieron hacerlo a partir de la alianza franco-alemana.

Fue Perón el primero en descubrir que el camino de la unidad necesaria de América del Sur era ése, y planteó un camino. Pocos saben que el modelo europeo se basó en sus ideas, profunda y seriamente analizadas en el Norte cuando surgieron, y prolijamente combatidas mediante estratagemas que resultarían muy largas de detallar aquí. Sólo basta un ejemplo. Un discurso de Perón ante los altos mandos, en septiembre de 1953, se hizo célebre en todo el continente bajo el rótulo de “el imperialismo argentino”, planteando que las ideas unificadoras escondían aviesas intenciones de anexionar países débiles al poderío “nazi fachista” de Perón. Toda la izquierda continental europeizante se hizo eco.

Debieron transcurrir casi 40 años para que comenzara un proceso básico de integración en América del Sur, con la firma del Tratado de Asunción el 26 de marzo de 1991 entre Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay, creando el Mercosur, esquema de integración económica que en realidad se denomina "Mercado Común del Sur". Inicialmente se fijó un programa de liberación comercial con desgravaciones progresivas, lineales y automáticas para perfeccionar la zona de libre comercio, primera etapa que se llamó "período de transición". El Tratado contiene además cláusulas programáticas referidas a la constitución de una unión aduanera y a la armonización de políticas macroeconómicas.

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Por la Argentina firmaba el presidente Raúl Alfonsín. Así es la historia, alguien que había sido comando antiperonista en 1955, dio inicio a lo que Perón anunció pero no pudo hacer. Después ocurrió otra paradoja, porque Menem y Collor lo continuaron. No es un dato menor, porque cuando a Madeleine Albrigth, Secretaria de Estado del ex presidente Clinton, le preguntaron en el senado norteamericano sobre el Mercosur, no dudó en contestar “fue una distracción”. En ese momento se caía la Unión Soviética y nadie sabía cómo quedaría el escenario cuando el polvo del muro derruido se decantara. En medio de esa desorientación circunstancial, cuatro países se unieron. Cuando los poderosos repararon en el hecho, ya estaba consumado.

Según Methol Ferré, hoy se está produciendo el impasse definitivo del conjunto de primigenios países que nacieron en el ciclo de la independencia, iniciado por los Cabildos  a partir de las Juntas de 1808. Irónicamente, este pensador uruguayo planteó que, además de festejar los 200 años de ese proceso, tomáramos en cuenta que se trata de la evocación de próceres que en realidad fueron perdedores. Lo que San Martín se propuso no sólo no resultó, sino que debió exiliarse. Le dejó la posta a Simón Bolívar, quien terminó enfermo y aislado en la isla de Santa Marta, denunciando “hemos perdido todo menos la Independencia”. Sobre esta base histórica es que Methol Ferré anuncia el comienzo de una nueva fase en la historia de América del Sur, que contiene dos mundos, el luso-mestizo y el hispano-mestizo. El primero es un solo país, mientas que los hispano-parlantes se dividen en nueve. Y propone un buen manejo de las proporciones. Ambos mundos poseen en conjunto recursos, población y extensión similares, pero por su PBI los nueve países se reparten en cuatro medianos (Colombia, Chile, Perú y Venezuela) y cuatro pequeños (Bolivia, Ecuador, Paraguay y Uruguay), y señala como un caso aparte, por su PBI, su acumulación intelectual y su relativa diversificación, a la Argentina. Lo importante es que se ha generalizado la certeza de que no existe solución individual para ninguno de nuestros países. Y remarca las diferencias históricas con la etapa de la Independencia, cuando –por ejemplo– Sucre culminó la campaña libertadora del Alto Perú y se dirigió a Rivadavia para hacerle entrega del territorio, pero Rivadavia le dijo que no quería integrarla al nuevo país en formación. Bolívar quedó atónito cuando se enteró. No sabía que la oligarquía porteña quería que su moneda desplazara y dominara a la moneda de todas las provincias del norte, la divisa de plata

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del Potosí. Una vez más, el monetarismo puesto al servicio de la dependencia y la disgregación.

Pocos saben que, enfrentando a Rivadavia y sus secuaces, el Congreso de Tucumán no declaró solo la independencia de la Argentina, sino de toda América del Sur. En el manifiesto que San Martín dirige a los peruanos, les dice “queremos la independencia del Perú como hemos querido la independencia de Chile, para que la República de Chile y la República del Perú se unan con las Provincias Unidas del Río de la Plata para formar una sola Confederación”. Los unitarios inmediatamente le cortaron los víveres, y tuvo que dejar el mando a Bolívar porque ya no tenía apoyo desde Buenos Aires, donde el alto comercio porteño ya se había aliado al modelo de la importación inglesa a cambio de granos y carnes baratos, y encima endeudándose en un millón de libras esterlinas con la Banca Baring Brothers. Una vez más, la deuda externa puesta al servicio de la dependencia y la disgregación.

Lo mismo que con Bolivia sucedió con la independencia del Uruguay, cuya Declaración afirmaba “Queda la Provincia Oriental del Río de la Plata unida a las demás de este nombre en el Territorio de Sudamérica, por ser la libre y espontánea voluntad de los pueblos que la componen”. No fue la voluntad de la oligarquía uruguaya, que también terminó por producir el exilio de otro prócer, José Gervasio de Artigas. Cuando, ya anciano, el Gobierno de la República Oriental del Uruguay envió una delegación al Paraguay para solicitarle que regresara, Artigas respondió “yo ya no tengo patria”. Su Patria eran las Provincias Unidas del Río de la Plata, él había fundado el Partido Federal de las Provincias Unidas del Río de la Plata y no quería que el Uruguay quedara fuera de la Patria Grande sudamericana.

Methol Ferré señala que el proceso que va de 1810 a 1830 se produjo de conjunto, por las condiciones generales que afectaban a todo el territorio sujeto al decadente imperio español. Y plantea que precisamente este fenómeno es lo que se repite hoy, desde que el Fondo Monetario Internacional prolongó la agonía de nuestras economías para tratar de impedir la nueva alianza que emerge desde 1991, intentando poner en “cortocircuito” al núcleo fundacional de una América del Sur unida. Methol hace la salvedad de que no interpreta esa mecánica como una suerte de “alevosía norteamericana”, sino simplemente que es una tradición

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política acendrada, con un manejo bilateral de sus asuntos con el continente que les ha dado muy buenos resultados.

Lo cierto es que EEUU no ve con tranquilidad que en Sudamérica se conforme un nuevo centro de poder, como no lo hizo en Europa. Por eso es tan importante reasumir con fuerza toda esa tradición y el pensamiento con que Perón convocó a los estados-nación para conformar un nuevo estado continental. No será fácil, porque la oposición interna no se guardará nada al respecto. Un mes antes del corralito, La Nación publicó un artículo donde se decía que la Argentina no debía avanzar hacia la consolidación del Mercosur, considerándolo un tratado menor frente a las posibilidades que ofrecían Europa y los Estados Unidos a través de sus tratados de libre comercio. Poco después, y ya en la Argentina post convertibilidad, su par en estas lides, el diario Clarín, agitaba el ejemplo de Irlanda como un modelo a copiar por a Argentina. Tal vez la experiencia actual de países como España, Grecia o la propia Irlanda debiera llevarlos a reflexionar un poco más sobre sus planteos.

Los indicadores positivos de nuestra economía se afianzan, abriendo perspectivas para una recuperación del nivel de actividad. Los problemas que enfrenta la Argentina tienen mucho más de autóctonos que de globales, como se ha visto por la relativa falta de impacto que ha tenido sobre nosotros –y sobre a mayoría de los países latinoamericanos– la crisis financiera internacional. Y esto marca una impronta para avanzar en la unidad continental.

La combinación de fuga de capitales, deuda espuria e inflación, todos fenómenos presentes en la economía continental desde bastante antes del derrumbe de los mercados financieros internacionales, fueron una característica distintiva de nuestras economías en los años ochenta y explican, en gran medida, las causas del deterioro y la larga agonía de aquellos tiempos. A ese periodo histórico se lo identifica como “la década perdida”, aunque en realidad ocupó un período de 30 años.

Hoy en día, después de haber atravesado uno de los ciclos de bonanza más favorables en toda la historia del capitalismo (2003-2011), con condiciones extremadamente ventajosas para países altamente competitivos en la producción de alimentos, también podríamos denominar a esa época anterior como la de “las oportunidades perdidas”. En esa etapa no se logró

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disminuir la pobreza y la indigencia, mejorar la equidad en la distribución del ingreso y avanzar en un desarrollo más homogéneo y equilibrado a lo largo y ancho del territorio continental, afectando de hecho el proceso integrador. El crecimiento a “tasas chinas” de los últimos años todavía no ha logrado impedir que el número de pobres y de indigentes se mantenga en un nivel similar al del 2001, que es el piso a perforar. Esa es la que podríamos llamar pobreza estructural del continente, emparentada con la conformación profunda de nuestras sociedades y por tanto un problema que requerirá herramientas muy diferentes a las anteriores. Esto tiene que ver con las diferencias entre los que más ganan y los que menos se llevan de la torta de ingresos y con el fortalecimiento de los gobiernos locales. Este problema atraviesa como una larga espada a América del Sur.

Tal vez sobre su resolución pueda apoyarse, como idea fuerza, un alto factor integrador. Hace poco, en mayo del 2011, finalizó el Primer Encuentro Latinoamericano de Economía Social realizado en la capital uruguaya, donde los países intercambiaron experiencias y metodologías sobre políticas ligadas a la economía solidaria. Todo comenzó allí con Rodó, en el año 1900, bajo la premisa de un cambio basado en la moral. Las historias tienden a repetirse.

En la actualidad, los profundos cambios que se han verificado en el entorno económico mundial y las modificaciones en los términos de intercambio, plantean una nueva realidad y abren nuevas perspectivas y desafíos para el desarrollo de las actividades productivas de la región en general, y de sus distintos países en particular. Para encarar una política integradora se deberán atender las condiciones materiales, culturales e institucionales que condicionan los circuitos de producción y consumo a lo largo y ancho del Continente. Por ejemplo, en casi todos los países las políticas fiscales afectan al campo, concentrando –en mayor o menor medida según cada caso– los ingresos en los gobiernos centrales y en las grandes urbes. Es decir, las secuelas del modelo post imperio de la ciudades estado controlando los hinterlands. Esto afecta a las economías regionales y a los pueblos rurales en general, ubicados en las zonas de frontera con infraestructura escasa y para nada orientada a la integración. Todas las capitales de la América del Sur están distanciadas y –como en un abanico– las tramas de servicios que desembocan en ellas se van difuminando hacia las fronteras.

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Para alcanzar un crecimiento más homogéneo, hacen falta políticas de Estado dirigidas a lograr un desarrollo más equilibrado y una estrategia de integración regional que plantee claramente qué queremos hacer en esas fronteras poco atendidas. Sin pretender la asunción de un tema tan complejo desde un lugar tan humilde, entendemos que se cae de maduro que si sólo uniendo a Brasil y Argentina se conforma la primera potencia a nivel mundial productora de alimentos, uniendo nuestros diez países conformaremos un bloque que decidirá por mucha décadas quién come y a qué precio en el mundo.

Necesitamos una agenda del desarrollo territorial, que tienda a corregir la desigual inversión en infraestructura y el desigual acceso al financiamiento y a la educación que existe. La falta de integración hacia dentro de los países y de estos entre sí, tiene además un alto impacto geopolítico, social y cultural. A lo largo de las últimas décadas se continúa verificando el proceso de migración de millones de personas desde el interior profundo del continente hacia las grandes ciudades, que cada vez están en peores condiciones para satisfacer la creciente demanda de servicios públicos esenciales, por no mencionar los problemas de seguridad que esto implica y que se verifican en todas las grandes urbes. Para evitar que se siga extendiendo este fenómeno, una condición indispensable es proveer la infraestructura necesaria para avanzar en el proceso de integración, especialmente en las zonas de frontera y en forma mancomunada, e incentivar la aplicación de recursos bajo este criterio.

Todo el interior de América Latina está sujeto a lo que Rogelio Frigerio denomina el “impuesto a la distancia”, producto de los mayores costos que genera una infraestructura evidentemente insuficiente. El proceso de migración hacia los grandes centros urbanos puede frenarse y hasta ser revertido con más inversión pública en los hinterlands, mejores accesos, mejores escuelas y más universidades regionales, por el impacto positivo que tendrían en aspectos sociales y culturales. Pero esas radicaciones sólo sirven si a la vez se da el desarrollo de las economías regionales, porque de otra manera esa infraestructura quedará erigida en medio del desierto. Es lo que ocurre con cientos de escuelas en muchos parajes de nuestra América. El deterioro del federalismo que produjo el modelo que impactó de lleno en todos nuestros países, implicó claras restricciones al respecto y plantea grandes desafíos a futuro. Esto implica encarar políticas de

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descentralización de recursos. Y no hablamos sólo de su manejo, complejo trema que llevará sus décadas resolver en todos nuestros países, sino de su aplicación con un “cómo”, un “para qué” y sobre todo un “dónde” muy bien entendidos.

Hoy resulta claro que ni siquiera copiando el ingreso del ejército brasileño a las favelas resultará sencillo atender las necesidades y los problemas crecientes de los conurbanos latinoamericanos. Todavía se encuentra en proceso de germinación el análisis acerca de que una de las más contundentes y eficaces soluciones pasa por crear mejores condiciones en el interior de nuestro continente, y que se transformen así en herramientas para revertir el proceso migratorio, al garantizar que todos los habitantes de esta amplia tierra recibirán una misma cantidad y calidad de recursos e inversiones públicas, independientemente del lugar donde han nacido

Pero no basta con la inversión pública, ni con la infraestructura de integración en zonas fronterizas. También hace falta que la saludable reacción que se advierte –incluyendo ahora a la Argentina– respeto del uso de nuestros suelos, en un continente eminentemente productor de alimentos, se transforme en política de Estado. La Unasur está obligada a incluir en su agenda –y con urgencia– este tema por varias razones, pero una con ubicación principal entre las prioridades.

Podemos preguntarnos qué sucedería si, tras la tan anunciada debacle del dólar, la tremendamente práctica China se propusiera aplicar su enorme capacidad financiera para apropiarse del Oeste Medio estadounidense, comprando a precio de subasta las chacras de los arruinados farmers. Y cuestionarnos sobre cuál sería la reacción de legisladores y políticos del primer bloque federado que ha surgido en el mundo (después vendrían la fracasada URSS, la Unión Europea y el Mercado Común Asiático). El nacionalismo de esa gente, siempre bordeando el chauvinismo xenófobo cuando de defender sus derechos y propiedades se trata, podría llegar a alcanzar un grado extremo de efervescencia si por primera vez les ocurriera tierras adentro y no en lugares tan lejanos como Pearl Habour, Vietnam o Irak. Uno imagina a todo ese pueblo haciendo colectas y creando fondos para darles soporte a esos farmers amenazados, porque si perdiesen sus tierras perdería “América”.

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La revista Grain de junio del 2011 informó que el Banco Mundial se propone inyectar dinero a uno de los acaparadores de tierras agrícolas más grandes de América Latina. A buen entendedor, pocas palabras. El BM parece dispuesto a colocar 30 millones de dólares en un fondo para compra de tierras agrícolas en América Latina, a nombre de algunas de las empresas más ricas del mundo. El 10 de junio de este año, la junta directiva de la Corporación Financiera Internacional (CFI) del BM se reunió para decidir sobre la conveniencia de instrumentar un fondo especial para Calyx Agro Ltd. (CAL) y otras, que les permita a esas compañías ampliar significativamente sus explotaciones agrícolas.

Cal ya muestra presencia en Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay, y fue creada por la empresa francesa Louis Dreyfus Commodities en el año 2007, como instrumento para la adquisición de tierras agrícolas en el sur de América Latina. La familia Louis-Dreyfus de Francia es uno de los mayores operadores agrícolas del mundo. En el 2008, CAL abrió su fondo a otros inversores. Uno de los primeros grandes protagonistas en sumarse fue AIG Investments con una inversión que inyectó U$S 65 millones en CAL sólo para ese año. El brazo de administración de activos de la compañía de seguros American International Group (AIG) –que casi se derrumbó como consecuencia de su participación en el escándalo de las hipotecas de alto riesgo en EEUU– se vio obligado a vender su división de inversión al multimillonario Richard Li, del Pacific Century Groups de Hong Kong. Lo que quedó de AIG Investments fue renombrado PineBridge Inversiones en el 2010 y sus inversiones en CAL se mantuvieron. Los piratas de la usura apuntaban así hacia nuevos rumbos. El espíritu de conquista territorial de sus antepasados resurgía con fuerza como un nuevo horizonte para continuar con esas prácticas tan redituables, que dieron origen al poderío de los imperios contemporáneos.

Según un informe de 2008 del Conselho Administrativo de Defesa Econômica do Brasil (CADEB), otro de los inversores importantes en CAL es TRG Management, fondo de cobertura de Nueva York operado por el Grupo Rohatyn, que fue fundada por ex-banqueros de JPMorgan & Co en el 2003 para invertir en mercados emergentes. La CADEB también señala la presencia de Worldstar Ltd, filial de Said Holding, un grupo de inversión constituido en el paraíso fiscal de Islas Bermudas que pertenece a Wafic Said, empresario sirio-saudita que vive en París, amigo cercano de la

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familia real saudita. La investigación brasileña incluye a Pictet Private Equity Investors, empresa de inversión privada con sede en Suiza, y a Solvia Investment Management, un fondo para inversiones con sede en Londres del grupo Oslow Capital Management.

La importancia de la participación del Banco Mundial en esta operatoria va más allá del dinero en efectivo aportado. Su organismo CFI informó que será “el primer financista en proporcionar aportes de largo plazo a la CAL, sin los cuales la compañía podría verse obligada a reducir sus planes de expansión” y señaló que el “sello de aprobación del BM ayudará Calix Agro Limitada a realizar su primera oferta pública en la Bolsa Internacional”.

La evaluación social y ambiental del Banco Mundial sobre Calyx Agro se puede leer en la página web de su organismo subsidiario, la Corporación Financiera Internacional. El préstamo de la CFI está supeditado al desarrollo de la empresa y a la aplicación de un proceso formal de evaluación ambiental y social para sus operaciones, que abarca cuestiones tales como las condiciones de trabajo, la prevención de la contaminación y la participación de la comunidad. Ninguna de las medidas contempladas por la CFI, sin embargo, tendrá un impacto significativo en el modelo básico de operación de la empresa, como es el uso de contratistas para convertir las tierras de cultivo que se adquieren a gran escala, o la plantación industrial de soja, caña de azúcar y maíz producida principalmente para la exportación. O sea, ninguno de los efectos devastadores que dichas explotaciones han tenido en las personas y el medio ambiente en América Latina, y que están sobradamente documentados.

El préstamo de la CFI es un ejemplo más del papel clave del Banco Mundial en apoyo a la apropiación de tierras agrícolas a nivel mundial. El préstamo a Calyx Agro facilitará la expansión a gran escala de los fondos de tenencia de tierras, un signo de desprecio absoluto que se produce justo en el momento en que los movimientos sociales en América latina están reclamando el fin del acaparamiento de tierras agrícolas, y cuando muchos gobiernos de la región están llevando a cabo medidas para restringir la inversión extranjera en sus zonas agrícolas.

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Pero además de los buitres de siempre, con vuelos rapaces cada vez más controlados por los gobiernos a partir del creciente protagonismo popular en estas lides –y que promete transformarse en una de las movilizaciones más señeras del nuevo espíritu latinoamericanista que nace– también se deben observar con atención los movimientos realizados por la segunda potencia mundial, quizás primera dentro de poco si tomamos en cuenta la devaluación del dólar, que no se detendrá.

Con sus yuanes –deberemos acostumbrarnos a manejar esta denominación de ahora en más, porque es la moneda con más respaldo real en el mundo– algunas empresa chinas han comenzado a invertir en toda la región para producir y exportar alimentos. Como vimos, el continente africano desde hace dos décadas conoce ya de este tipo de desembarco financiero-productivo, y sería bueno que los gobiernos de nuestra América realizaran contactos con sus colegas para recoger información acerca de si estas inversiones chinas han resultado benéficas o no.

En nuestro país quizás se está dando el caso más amplio y complejo de esta novedosa modalidad. Antes, es bueno recordar que el manejo de las tierras, después de la reforma constitucional de 1994, retornó a manos de las provincias. Representantes del gobierno de Río Negro y de una empresa radicada en la provincia china de Heilongjiang, la Beidahuang State Farms Bussines Trade Group, hace poco ratificaron avances en la ejecución del ya mencionado Acuerdo de Cooperación para el Proyecto de Inversión Agroalimenticio entre ambas partes. En estos momentos, el proyecto ya está ejecutando un desembolso de u$s20 millones, para las primeras acciones.

Beidahuang Group es la contraparte internacional de un proyecto que prevé la inversión de u$s1.500 millones en esa provincia patagónica. La compañía cuenta con 800.000 empleados, es la mayor productora china de alimentos y abastece al 11% de la población de ese país, con 1.400 millones de habitantes, o sea un mercado de 154 millones de consumidores. El acuerdo contempla inversiones portuarias, en energía a partir de la sistematización del Río Negro medio, y obras de riego para una superficie que comprende 300.000 hectáreas. El proyecto buscará generar alrededor de 100.000 puestos de trabajo para toda la Argentina, ya que Río Negro no cuenta con la población suficiente para satisfacer esta demanda.

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Además, no contempla la compra de tierras ya que las que se habilitarán son de propietarios locales y actualmente resultan inútiles por falta de riego. La sistematización del riego que brindará este proyecto permitirá a los dueños de esas tierras ponerlas en producción, dentro de un proyecto público-privado que constituye el primer convenio de cooperación firmado entre una provincia argentina y una empresa China revalidado por la Nación. El mismo será por veinte años, con negociaciones permanentes para ir amoldando cuestiones según cada circunstancia que surja. Actualmente Río Negro tiene 143.000 hectáreas bajo riego, con una potencialidad de llegar a 800.000 hectáreas.

Ya hablamos en otro capítulo que casi dos tercios de nuestro territorio son semiáridos, pero con altas condiciones de fertilidad en tanto se incluyan sistemas de riego. Gran parte de nuestra América, sobre todo en su franja oeste, es de similares características. El avance del acuerdo entre chinos y patagónicos es quizás la punta de lanza de un modelo de expansión similar al africano, continente que es hoy –en conjunto– el principal origen de materia prima para China. Cada coyuntura de la historia es un riesgo y una oportunidad. Es necesario saber en manos de quién quedará el emprendimiento una vez cumplido el pazo de 20 años de la concesión, también sobre el impacto de las obras de hidroenergía y represamiento para riego, y si las inversiones apuntan a producir soja a granel o a la industrializarán agregando valor localmente, si esa semilla será transgénica y requerirá agrotóxicos y, finalmente, quiénes son los propietarios rionegrinos de tierras bendecidos por esta inversión. Es decir, ni más ni menos que las mismas preguntas que se harán los jefes de Estado de nuestros diez países cuando este aspecto estratégico pase a ocupar un lugar destacado en sus agendas. Algo que a todas luces, más temprano que tarde, será inevitable.

A esta altura de la reflexión, creo que podemos afirmar que tenemos definido qué hacer prioritariamente (alimentos para el mundo con mucho valor agregado), dónde (en las zonas de integración a incorporar) y un cómo bastante más complejo, porque incluye distribuir el ingreso obtenido, fortalecer la industria pesada, avanzar tecnológicamente sobre la sustitución de importaciones para empezar a exportar, definir el uso de suelos y combatir en todos los planos los intentos neocoloniales, a la vez que se favorecen las inversiones genuinas de beneficio compartido.

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Pero –como mencionamos al principio– la trama fundamental para el desarrollo es energía y transporte, con aplicación de I+D en la cuadrícula resultante. Las redes de distribución desde los grandes emprendimientos energéticos deben tender a dejar de ser radiales, con centro siempre en las grandes urbes. Está encaminándose en ese sentido el tendido de gasoductos. Se habló ya de un oleoducto continental, muy criticado, pero que ya no creemos que resulte descabellado a la luz de los nuevos yacimientos encontrados.

Sin embargo, la energía del futuro próximo antes de la Era del Hidrógeno, serán la hidroenergía y el gas. Queda todavía por resolver la integración eléctrica del continente, cuyos avances vienen demorados por la urgencia que plantean los problemas internos de cada país, aunque se observa un saludable salto adelante cuando entran en debate los usos y los picos diferenciados de cada región, que permitirían una mayor disponibilidad a través de la integración y la racionalización de todo el sistema continental.

En cuanto a transporte, el fluvial es el más barato y América latina tiene un atraso de dos siglos al respecto. Pero además de la navegabilidad de la Cuenca del Plata en toda su extensión, aun cuando se solucionase el corte de Itaipú sin esclusas sobre el Paraná, la canalización del Bermejo y las represas y canales de todo el Brasil, lo cierto es que los ríos por sí solos no bastan para la integración, por más que no haya otro tipo de flete que pueda competir en precios con esta modalidad. Todos los sistemas modernos son multimodales, eligiendo la mejor opción para cada tramo y distancia para optimizar la competitividad. Pero en este caso, los ríos son longitudinales a las dos grandes áreas fluviales del continente. Lo son en el caso del Brasil, corriendo de oeste a este a lo largo de su territorio. Y también en la Cuenca del Plata, corriendo de norte a sur. En cambio los ferrocarriles, la siguiente modalidad de flete más barata después de la fluvial, es la única que recorre –aunque con hiatos– transversalmente a la región, Cabe recordar que los trenes fueron los grandes integradores de los hinterlands a partir del siglo XIX. Pueblos y comarcas, diseños de cultivos, todo estuvo relacionado con el tendido de vías, cuando aún no existían los automóviles ni los camiones, el pavimento era una utopía y los viajes de cargas en carretas eran sumamente lentos y peligrosos. Tal vez sea hora de que esa poderosa herramienta, barata y tecnológicamente a nuestro alcance, se utilizada prioritariamente para el traslado continental de cargas, por no mencionar el

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intercambio social y cultural que implicaría una red de transporte ferrovial de pasajeros rápida y segura, que despliegue su trama a través de todo el continente.

No pensemos por ahora en trenes bala, un poco lejos del alcance de nuestros bolsillos si pretendemos que no terminen siendo ajenos. Pero sí podemos pensar en trenes rápidos y seguros uniendo nuestras capitales entre sí. Ya lo estamos pensando con las autopistas, pero el tendido de rieles es mucho más barato. Pensemos en nodos de distribución con las vías como eje, sobre los cuales se despliegue el potencial de las demás modalidades de transporte. Y todo en trocha métrica, la trocha de la integración. Esto es lo que tocaremos en el siguiente capítulo.

LA CINTURA CÓSMICA DEL SUR

“Un general mediocre con una excelente logística, gana la guerra. Un general excelente con una logística mediocre, pierde batallas” (Juan D. Perón).

Integrar a la América latina no será fácil, como vimos. Requerirá de un verdadero plan de soberanía, independencia y justicia social para que hacerlo signifique desarrollo y no solamente crecimiento económico en beneficio de las elites. Ahora bien, en la cuestión del transporte, el fluvial es el más barato en cuanto a costo del flete por kilómetro recorrido. Pero, como dijimos, la red fluvial no es una trama que cubra a toda la región. Existen tres grandes sistemas, el del Amazonas, el del Orinoco y el de la Cuenca del Plata, que incluye al Tietê, al Paraná, al Paraguay y al Uruguay. Pero unirlos en un sistema de canales similar al europeo es de un costo monumental, y siempre estaría dejando afuera a los países del litoral Pacífico, además de varios grandes hinterlands.

Evidentemente, el único sistema que puede cubrir con flete barato al conjunto de nuestros países, es el ferroviario. Sin embargo, y no parece casual conociendo la forma en que se tomaban las decisiones de infraestructura en los gabinetes foráneos a nuestra política, existe un enorme hiato en el espacio del trópico de Capricornio, que va desde la puna hasta el Chui, en el límite marítimo entre Brasil y Uruguay. El sistema de la

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Ferronor chilena que atiende los puertos de aguas profundas del Pacífico, se une con una vía precaria al Belgrano Norte en Argentina, a su vez conectado precariamente a Bolivia, que a su vez se conecta con Brasil pero no con Paraguay. El país guaraní tiene una conexión de baja frecuencia con el Mesopotámico Argentino (ex Urquiza) pero no con Brasil, a pesar de haberse convertido en la principal alternativa cerealera para el polo alimentario del sur de ese país. Y el Belgrano Norte argentino, la red más extensa del área, se corta sobre el Paraná donde, desde hace muchas décadas, la punta Barranqueras de esa red en el Chaco se mira y se saluda con el extremo norte del Mesopotámico que va de Corrientes a Buenos Aires y se conecta al Paraguay. Lo mismo sucede entre éste y uno de los ramales fronterizos de la Rede Sul Ferrovial do Brasil entre Santo Tomé, Corrientes, y Sâo Borja del estado de Rio Grande do Sul, aspecto que se repite en Santa Rosa en el mismo estado, Herbal Velho en Santa Catarina y Cascavel en Paraná. Otra franja casi vacía separa al Uruguay del resto.

Lo paradójico de este mapa de las interrupciones, es que todos los sistemas mencionados son de trocha métrica. Es decir que el ancho entre los rieles es de un metro. Todas las demás del continente son más anchas excepto en ramales mínimos de trocha angosta, con baja importancia en cuanto a volúmenes transportados e incidencia territorial.

Volvamos al principio, cuando afirmamos que la integración del trasporte de América del Sur deberá apuntar al tren como medio más barato de flete en largas distancias, a lo cual agregamos ahora que además es el de menor costo de instalación en cuanto a inversión-resultados y con tecnología disponible dentro de nuestros países. Observando el mapa ferrovial del continente, todo ese ancho hiato del cual hablamos de produce entre sistemas de trocha métrica. Vale decir que conectando las puntas de ramales no sólo se obtendría una enorme red de más de 20 mil kilómetros de tendido, sino que además –al ser toda del mismo ancho de trocha–se evitarían onerosos transbordos, ya que una misma locomotora podría ir desde el Atlántico hasta el Pacífico y viceversa. Como investigadores, hemos tenido el honor de participar en los debates fundacionales de esta propuesta, hace ya quince años.

Esta visión estratégica incluye además otro aspecto que no ha sido visualizado aún adecuadamente, y que resulta de extrema importancia con vistas al futuro, además de señero en cuanto al tipo y monto de inversiones

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que se deberán aplicar para contar con un eficaz sistema ferrovial orientado a la integración de América latina. Una inversión –insistimos– que también resultaría sumamente accesible para nuestros presupuestos nacionales, sin necesidad de endeudamiento que nos presione para construir lo que no necesitamos. Ya mencionamos que la amplia cintura del continente -el llamado “Corredor de Capricornio”– posee sistemas de trocha métrica de fácil interconexión, por esa similitud de vitola. Lo que falta mencionar es que la métrica –a pesar de ser más angosta– admite mayor capacidad de carga por booggie (sistema de rodamiento unitario de cada vagón) proponiéndola como la más recomendable. Pero además, al ser el resto de las redes más anchas, la métrica puede penetrar en ellas con el sencillo recurso de agregar un tercer riel interno sobre los durmientes existentes, sin necesidad de ensanchar el talud. Cualquier otra opción implicaría un gigantesco movimiento de suelos y la necesidad de reemplazar los actuales durmientes por otros más anchos. Esto sucedería si se decidiera dinamizar precisamente el área por el cual deberán atravesar todas las conexiones de orden continental, convirtiéndola a trocha ancha.

En cambio la métrica no necesita de nuevas inversiones de porte. En pocas palabras, el futuro de una posible red continental es métrico. Nada de esto aparece mencionado en ninguno de los planes existentes. Es más, los antecedentes en cuanto a política ferrovial de las últimas décadas parecieran estar apuntando directamente al corazón de esta alternativa, para desalentarla. La política de privatizaciones argentinas ha sido una de las más claras expresiones en este sentido.

El gobierno de Carlos Menem inició el proceso de privatización de los ferrocarriles en junio de 1991 y –luego de algunas demoras– en mayo del año siguiente anunció que los servicios de pasajeros interurbanos dejarían de funcionar, a menos que las autoridades provinciales se hicieran cargo de su prestación o seleccionaran un concesionario privado para operarlos. Lo mismo sucedió con varios ramales de carga y pasajeros. En todos los casos, se ingresó en un galimatías que hasta el día de hoy es sumamente dificultoso resolver. Los documentos de la privatización tienen el grosor de verdaderas biblias, plagadas de cláusulas para proteger a la inversión privada y dejar inerme al Estado ante cualquier reclamo. Tratar de orientarlos hacia el interés nacional o regional, evitando a la vez juicios multimillonarios a causa de la continuidad jurídica de los Estados –lo que

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firmaron Menem y de la Rua debieron y deben honrarlo sus sucesores– es una tarea titánica.

Pero todo indica que el principal pecado de origen en las concesiones comienza a hacer eclosión en la actualidad. Esta dinámica deviene de que las cinco líneas que se privatizaron fueron entregadas a empresas sin ninguna experiencia en el negocio de cargas por ferrocarril, que decidieron en su momento asumir esta acción como una simple extensión hacia el transporte en sus negocios, sólo por su particular situación de superávit financiero y por una apertura estatal indiscriminada. Nada se hizo por captar nuevas cargas, por actualizar y modernizar la flota, por realizar mantenimientos que permitieran aumentar en mayor grado la competitividad de esta variable, y el mínimo crecimiento experimentado se debió solamente a un descenso en las tarifas, que oportunamente se negoció para evitar el pago de cánones.

Pero lo más grave de este modelo de privatización fue que estableció una red de corredores selectivos de producción sin conexión entre sí, desvirtuando una de las mejores posibilidades de funcionamiento de las ferrovías: la de larga distancia, donde el transporte en camiones difícilmente puede competir con ellas.

La compra del Mesopotámico y del Buenos Aires al Pacífico por América Latina Logística –ALL, concesionario conformado casi en su totalidad por la permisionaria de Ferrocarril Atlántico Sul del Brasil– constituiría el primer intento por integrar redes. Pero las dificultades de traslado de una trocha a otra –seis días entre Sâo Paulo y Buenos Aires, en lugar de los tres inicialmente previstos– hablan a las claras del problema de integrar líneas de diferente vitola, métrica en el caso brasileño y europea en el argentino, además de la complejidad de extender esas líneas hacia el Pacífico en forma dinámica, que además debieron superar el derrumbe del túnel que atraviesa los Andes en dirección a Chile.

El caso del Belgrano Norte fue mucho más complicado. Después de tres llamados a licitación declarados desiertos, en 1996 el gobierno nacional ofreció esta red a las provincias del Norte Grande unidas por esa línea, las cuales aceptaron. Tras incluir a Corrientes y Misiones en las negociaciones, se conformó en esta última provincia un equipo que comenzó a trabajar en conjunto con profesionales del Batalhâo de Ingenierîa del Ejército

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brasileño, que habían diseñado y tendido la Ferro-oeste en el Estado de Paraná. El equipo misionero, tras un inicial apoyo provincial que luego se cortó, continuó trabajando ad hoc sobre la propuesta, que comenzó a demostrar sus potencialidades si se visualizaba al Belgrano Norte como la red de nexo integrador de todos los sistemas vecinos. Fue entonces cuando comenzaron a ocurrir cosas extrañas. Varias transnacionales pusieron sus ojos sobre la idea. Unilateralmente, el gobierno de Menem desechó la oferta a las provincias y en 1997 adjudicó en concesión graciosa el Belgrano Norte a un consorcio, integrado por la Unión Ferroviaria del hoy enjuiciado José Pedraza y otros socios menores, con el compromiso de entregarle 150 millones de pesos de subsidio en cinco años.

Las provincias protestaron. Algunas de ellas iniciaron juicio al gobierno nacional. La situación se complicó hasta empantanarse totalmente. La Unión Ferroviaria nunca recibió la alícuota de 50 millones del primer año, erogación que no volvió a figurar en ninguno de los siguientes presupuestos nacionales ni en los planes de obras.

Pero por otro lado, paradojas de la historia, en ese mismo año de 1997 el presidente Menem había firmado el decreto Nº 635, por el cual se generaba un derecho de autoría para propuestas de grandes proyectos de infraestructura. En ese momento se comentó que dicho instrumento se había generado en las charlas de quincho de la residencia de Olivos por sugerencia de uno de sus asiduos concurrentes, Guillermo Laura. Este abogado, al que muchos llamaban ingeniero, había diseñado e inaugurado en 1980 las autopistas 25 de Mayo y Perito Moreno mientras desempeñaba el cargo de secretario de Obras Públicas de la ciudad de Buenos Aires, durante la dictadura. En 1994 asumió la presidencia de Autopistas del Sol, concesionario de la Panamericana y de la avenida General Paz en Buenos Aires. En 1996 renunció a su cargo y se dedicó a formular proyectos, entre los cuales se contó el trazado de autopistas entre las capitales provinciales de la Argentina. La información de esa época señala que el Decreto 635/97 fue confeccionado a medida para que el estudio de Laura –y quizás algunos socios no visibles– pudiera negociar en pie de igualdad con las grandes empresas una participación económica en la instrumentación de esa idea.

Lo que nadie sabía, pero explotó en 1998, fue que el equipo independiente de técnicos misioneros había cobijado bajo esa misma protección el complejo anteproyecto de interconexión que –sin recursos estatales ni

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privados– había logrado confeccionar a lo largo de tres años de arduo trabajo. Cuando esto ocurrió, algunos de los integrantes de ese equipo, que ocupaban cargos en el gobierno provincial de Misiones del cada vez más menemista Ramón Puerta, fueron sugestivamente despedidos.

Más adelante profundizaremos sobre los interesantes detalles de esa propuesta. Por ahora basta señalar que las tratativas se extendieron en el tiempo, y se intentó destrabar la situación mediante la conformación de una comisión operadora por convenio entre las provincias del Norte Grande, la Unión Ferroviaria y la Cooperativa Laguna Paiva de trabajadores ferroviales, que se proponía asumir el transporte de pasajeros de manera similar a lo que se había organizado en el Mesopotámico, y con la misma suerte. Se sumó a esto el interés del Estado de Sâo Paulo por salir al Pacífico a través de esta vía, en lo que podía realmente llegar a constituir el primer corredor bioceánico ferrovial de trocha única. Nada sirvió. Quien mal comienza, mal acaba. El fárrago de complicaciones dejó a esta propuesta en estado catatónico hasta el día de hoy.

Sin embargo, fue la primera vez que se comenzó a discutir sobre la importancia del tren como instrumento de integración regional. La propuesta misionera no se limitaba a aspectos técnicos, sino que además incluía estudios de carga potencial con alto sentido de desarrollo autónomo. Las provincias del Norte conformaron con sus pares de países vecinos la Zona de Integración del Centro Oeste de América del Sur (ZICOSUR) donde esta idea fue y sigue siendo parte importante de la agenda. Lo mismo sucedió con CreceNeA/Codesul y el Protocolo Regional Fronterizo 23 que propicia –en el marco del Programa de Integración Económica del Mercosur– condiciones para el desarrollo integrado de la región de fronteras entre Argentina y Brasil, mediante la participación activa de estos organismos regionales. La idea también forma parte de los documentos de la Organización Latinoamericana de Gobiernos Intermedios (OLAGI).

Se ha puesto en marcha un debate de interesantes proporciones. En general, las pautas sobre las que se basa esta cuestión toman como referencia al sistema multimodal de transporte norteamericano, planteando correctamente la asociación entre camiones para la corta y media distancia, con operadores ferroviarios y fluviales para las largas distancias, pero todavía sin entrar en mayores análisis sobre el modelo sobre el cual se estableció una supremacía logística mundial, que permitió a EEUU su

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liderazgo en lo comercial y lo tecnológico. Dicho sistema se comenzó a diseñar ya en el Siglo XIX, constituyendo el primer sistema integrado multimodal del mundo, algo que actualmente está siendo imitado por la Unión Europea a través de las inversiones del FEDER (Fondo Europeo para el Desarrollo Regional), a su vez modelo para la Iniciativa de Integración Regional de Sud América (IIRSA).

Pero antes de avanzar sobre el análisis de esa Iniciativa, debemos mencionar que el modelo de privatización argentino jamás incorporó premisas de multimodalidad e integración como un parámetro a seguir. Los cinco pliegos de licitación ignoraron la necesidad de incorporar operadores de trenes, de marketing y de comercialización con reconocida trayectoria, como sí se estableció –sin entrar a analizar las premisas macroeconómicas que las orientaron– para las ventas de otras empresas públicas, buscando asegurar un servicio por lo menos similar al que prestaba el Estado. El proceso de privatizar las vías férreas fracasó desde sus orígenes por la falta de idoneidad empresarial específica de los concesionarios.

Probablemente en algún momento la redefinición de los contratos establezca la ampliación accionaria de estas empresas, como sucedió en el Brasil –donde ya se vivió una situación similar– permitiendo el aporte de capitales frescos y menos condicionados, así como la incorporación de operadores especializados y de fabricantes de insumos, además de los empresarios del transporte automotor. Es lo que se observa en cuanto a aportes chinos para recuperar el Belgrano Norte Cargas. La falta de infraestructura y de mejoras para la recepción de mayores volúmenes de carga que se verifica actualmente, junto a la saturación extrema de la ruta nacional 14 como único nexo entre Brasil y Argentina, son síntomas claros de que ésta sería una medida acertada.

En lo que hace al Belgrano Norte, su situación es diferente y merece un capítulo aparte por su potencial incidencia sobre el futuro de la integración regional. Si llegara a ser parte de un corredor ferrovial de integración regional, la necesidad de resolver el convenio UF-Norte Grande, la construcción del puente ferroautomotor Corrientes-Chaco e incluir en la negociación a ferrovías extranjeras –Chile, Brasil, Bolivia y Paraguay– para conformar una red integrada con posibilidades lucrativas, evidentemente definirían un derrotero diferente en cuanto a su futura conformación.

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El destino de estas redes es apropiarse del caudal transportado en larga distancia, o desaparecer como opción de transporte. Y para lograrlo deberán transformarse profundamente. No se captan cargas solamente gracias a un menor valor de tonelada por kilómetro recorrido, sino por estándares de velocidad, seguridad, cobertura de áreas y complementación con otras modalidades de transporte que hasta ahora ninguna de las prestatarias ha logrado alcanzar.

Dentro de este contexto actual, los ferrocarriles implican dos hechos de singular importancia para la economía argentina: consolidar el Mercosur como nuestro mayor socio comercial y aprovechar la emergencia de la Cuenca del Pacífico como nuevo eje económico mundial. La Argentina es el paso obligado de comunicación entre el Atlántico y el Pacífico para los países del sur del continente, y específicamente la mejor vía de comunicación entre el Mercosur y el Este Asiático. Esto remarca su crucial importancia para estos mercados, y por eso ha surgido la expresión “corredor bioceánico” para referirse a toda propuesta concurrente a este fin. Por lejos, la mayor parte de ese corredor está en nuestro territorio, lo cual constituye un privilegio, pero también una altísima responsabilidad.

Para asumir esta responsabilidad y recoger los beneficios, el país deberá construir una amplia y moderna autopista que una Mendoza con Buenos Aires y todo el litoral atlántico sudamericano, así como un túnel de baja altura que permita mantener habilitado todo el año el paso hacia Chile. Como complemento indispensable, debe proceder a la rehabilitación y modernización del ferrocarril Mendoza–Buenos Aires y al nuevo tendido del Trasandino, así como impulsar los pasos cordilleranos a menor altura que están en curso de construcción.

Todas son obras de gran porte que –como muchas otras– debido a su envergadura siempre se han planteado como de imposible realización para un país con un presupuesto como el nuestro. Pero si se establecen correctamente las prioridades y son ejecutadas con transparente eficacia, una vez adelantado el pago de deuda con el FMI que a futuro libera recursos y genera mayor independencia, estos costos económicos podrán ser asumidos por el país, con objetivos claramente ventajosos para su desarrollo, como sería un corredor de integración regional. En el caso de las conexiones métrica, sólo cabe mencionar que unir el Belgrano Norte

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con Brasil, exceptuando el costo de un nuevo puente ferroautomotor Corrientes-Chaco, insumiría apenas un mes de superávit fiscal.

Esta es la cuestión candente en el marco de la Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Suramericana (IIRSA), foro de diálogo entre las autoridades responsables de la infraestructura de transporte, energía y comunicaciones de los doce países sudamericanos (ya que se incluyen Guayana y Surinam) integrados a UNASUR (Unión de Naciones Suramericanas), que comenzó con mucha fuerza hace unos años y fue frenando su dinámica a medida que comenzaban a surgir interrogantes.

IIRSA, según las premisas expresadas en sus documentos de creación, tiene como objetivo promover el desarrollo de infraestructura bajo una visión regional, procurando la integración física de los países de Sudamérica y el logro de un patrón de desarrollo territorial equitativo y sustentable, de manera que se pueda alcanzar una inserción competitiva, eficiente y equitativa de nuestra región en el contexto de la globalización. Esta iniciativa se justifica sobre la necesidad de una agenda renovada de desarrollo, que restablezca un patrón de crecimiento sostenido, creador de empleo, incluyente y participativo, que valore la riqueza ambiental y la riqueza cultural de nuestra región.

IIRSA se sustenta sobre diversos ámbitos de acción. En primer lugar, el ordenamiento espacial del territorio mediante un reconocimiento de la realidad geopolítica y agroeconómica del continente, para definir ejes de integración y desarrollo que tengan un contenido integral, buscando el desarrollo del recurso humano como factor fundamental. Esas franjas concentradoras de los flujos de comercio e inversión actuales y potenciales fueron diseñadas en función de “los negocios y cadenas productivas con grandes economías de escala para el consumo interno de la región o para la exportación a los mercados globales”, con infraestructura de energía, transporte y telecomunicaciones “desarrollada a partir de esta concepción”.

Es aquí donde surge el primer interrogante. Esta Iniciativa surgió de una propuesta conjunta del Banco Interamericano de Desarrollo, la Corporación Andina de Fomento (CAF) y el FONPLATA, organismos que ofrecen los préstamos para hacer las obras, montos que pasarán a engrosar el endeudamiento externa de nuestros países. El BID y la CAF presentaron la iniciativa en el año 2000 durante la Reunión de Presidentes de América del

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Sur en Brasilia, y los presidentes de esa época la aceptaron. Por Brasil rubricó el documento Fernando Henrique Cardoso, por la Argentina lo hizo Fernando de la Rua. Dos administraciones dispuestas a endeudarse, una más moderadamente, otra que ya no tenía respaldo ni para afrontar acreencias heredadas. El sonido de cacerolas se avizoraba a un año plazo, amenazando congelar esos sueños de globalidad.

En segundo interrogante surgió cuando quedó claro que esta Iniciativa buscaría la convergencia de normas y mecanismos institucionales, “removiendo barreras de orden regulatorio, legal, operativo e institucional que limiten el uso eficiente de la infraestructura existe, así como las que obstaculizan las inversiones en nueva infraestructura a fin de permitir el libre comercio de bienes y servicios dentro de la región”. Larga parrafada que según el documento se orienta a impulsar “Procesos Sectoriales de Integración mediante instituciones independientes de presiones políticas, tanto de los gobiernos como de los actores afectados”, condición sine qua non para alcanzar “reglas claras y estables que logren la transparencia en las decisiones y la no discriminación entre los distintos actores” y para conformar en etapas posteriores “instituciones supranacionales con el objeto de aumentar aún más las eficiencias sectoriales para apuntalar la competitividad regional”.

El problema es que casi todos los procesos políticos en los países signatarios de IIRSA desembocaron posteriormente en una ecuación inversa a estos propósitos, que no sin tropiezos o zonas grises, plantea la supremacía de la política por sobre los designios de los inversores, y además se propone en forma creciente atender “las presiones de los actores afectados”, sobre todo la voluntad popular.

El IIRSA en realidad nació como un plan para construir infraestructura mediante la cual las empresas privadas pudieran extraer y transportar recursos naturales y mercaderías mediante rutas, ferrocarriles, hidrovías, puertos, gasoductos, oleoductos y acueductos, todas obras para cuya concreción los gobiernos deberían asumir endeudamiento. Nunca quedaron claras sus ventajas para mejorar la calidad de vida de la población, pero sí resultaba evidente su conveniencia para mejorar aún más las ganancias de las empresas extractivas.

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Nadie puede oponerse a que nuestros países se pongan de acuerdo para financiar obras de este tipo, porque el apoyo a las regiones más aisladas es una deuda eterna de los estados con sus áreas más pobres, siempre coincidentes –a partir del modelo de ciudades-estado del pasado– con las zonas de frontera. El problema central es qué tipo de infraestructura se privilegia, y para quienes.

Los presidentes firmaron esos acuerdos internacionales sin consultar con sus legislaturas. La sociedad civil, que ha logrado una creciente representatividad en esos ámbitos, rompiendo poco a poco con las prácticas lobbystas del pasado, seguramente tendrá algo que decir respecto de una iniciativa multinacional que surgió de instituciones financieras multilaterales. Para analizar qué objetivos se propone IIRSA y descifrarlos, pueden recorrerse los ocho puntos incluidos en su documento de creación.

El primero es de forma, y apunta a diseñar una visión más integral de la infraestructura para la integración, centrada en el desarrollo sinérgico del transporte, la energía y las telecomunicaciones, contemplando la interrelación con la infraestructura social, la ambiental y la vinculada a las tecnologías de la información. Esta visión quedaba sujeta a las “posibilidades reales de financiamiento e inversión”, lo cual remite claramente a la decisión de nuestros gobiernos en cuanto a endeudarse o no.

El segundo punto encuadra los proyectos dentro de un plan estratégico a partir de ejes de integración y desarrollo regionales, coordinando los planes de obras de los diversos países para priorizar “acciones en grandes ejes de integración y desarrollo regional”. En el año 2000, esos grandes ejes seguían siendo la ampliación de las fronteras agrícolas, la concentración de la propiedad rural y un esquema que, en lugar de transformarnos en repúblicas bananeras, nos colocaba en la categoría un poco más elegante de repúblicas sojeras.

El tercer ítem propone “modernizar y actualizar los sistemas e instituciones nacionales que regulan y ponen normas sobre el uso de la infraestructura”, revisando aspectos regulatorios para “promover y proteger la competencia y la regulación basada en criterios técnicos y económicos”. Los nacientes criterios políticos y sociales hoy imperantes todavía constituían una utopía,

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por la cual muy pocos estaban dispuestos a apostar siquiera un centavo. La desregulación, afortunadamente, ha pasado a ser casi una mala palabra.

El cuarto artículo apunta a armonizar las políticas, planes y marcos regulatorios e institucionales entre los Estados para el diseño y la evaluación técnica, económica y ambiental integrada de los proyectos regionales, asegurando su sostenibilidad y minimizando “los riesgos de discrecionalidad en la selección y apoyo a los mismos”. Pero la discrecionalidad era un rasgo inherente, casi inseparable, de todas las grandes propuestas de infraestructura de esa época. No hace falta mencionar quiénes resultaban sistemáticamente favorecidos.

El quinto valoriza la dimensión ambiental y social de los proyectos, adoptando un enfoque proactivo en la consideración de las implicancias ambientales y sociales de los proyectos de infraestructura, estableciendo criterios propios y normas comunes, y coordinando acciones. Y propone considerar el medio ambiente desde el inicio de las obras, enfocándolo como una oportunidad para que los proyectos se puedan aprovechar de manera integral y se enriquezcan, en vez de “solamente tratar de reducir los impactos no deseados de los mismos”. El problema es que, ante el avance del poder inversor, estos criterios suelen quedar reducidos a foros de debate y jamás forman parte fundamental de los proyectos. Justamente ese mote de “impactos no deseados” es el que oculta la poca consideración por el ambiente natural y el humano de este tipo de emprendimientos. Una muestra cabal es la serie de reuniones de consulta posteriores a la creación de IIRSA, todas orientadas a proponer infraestructura sin un previo proceso de consulta de las poblaciones afectadas.

El sexto punto se propone mejorar la calidad de vida y las oportunidades de las poblaciones locales en los ejes de integración regional, mediante obras de infraestructura que generen la mayor cantidad posible de impactos locales, evitando que sean sólo corredores entre los mercados principales. En una de las últimas reuniones, la Iniciativa presentó un plan de obras supuestamente consensuado con los gobiernos locales. Entre ellas estaba el puente internacional Puerto Iguazú-Presidente Franco, uniendo estas dos ciudades de la Triple Frontera entre Paraguay, Argentina y Brasil. Reiteradamente, funcionarios de Misiones habían solicitado priorizar los puentes con Brasil sobre el río Uruguay, y señalado que el puente en Iguazú sólo serviría para el tránsito turístico, abriendo además un flanco

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sensible para la segura ciudad de las Cataratas, cuyas consecuencias podían analizarse con la mera observación del puente Foz do Iguaçú-Ciudad del Este. Este enclave urbano paraguayo es un inmenso duty free a cielo abierto que constituye un permanente dolor de cabeza para las autoridades brasileñas. De las tres ciudades, Puerto Iguazú es la más pequeña y segura, algo que resultaría seriamente amenazado por esta obra, además de afectar al comercio local que logró sobrevivir a la nefasta política cambiaria de los 90.

En este marco, tampoco fue escuchada la solicitud del gobierno de Santa Catarina, que proponía privilegiar el puente Eldorado-Otaño aguas abajo del Paraná, e incluyendo la conexión ferrovial entre el polo productivo paraguayo con el alimentario del sur brasileño. El gobierno catarinense de Luis Henrique da Silveira fue uno de los más decididos impulsores de infraestructura alternativa no incluida en la Iniciativa.

El séptimo ítem plantea incorporar mecanismos de participación y consulta a través de “mecanismos que hagan efectiva la participación y la contribución activa de las comunidades involucradas y del sector privado interesado en el financiamiento, construcción y operación de tales proyectos”. Hasta ahora, sólo el segundo grupo participa.

El último punto propone desarrollar nuevos mecanismos regionales para la programación, ejecución y gestión de proyectos, estableciendo herramientas para la gestión y el financiamiento compartido de proyectos de integración física. Observando cómo los gobiernos argentino y brasileño han tendido a realizar acuerdos para puentes e hidroeléctricas mayoritariamente realizados con recursos propios, junto a la decisión de los gobiernos intermedios de realizar procesos de consulta popular, este aspecto aparece hoy como bien cubierto. Pocas de esas obras estaban incluidas en el primer formato de IIRSA.

Hoy son escasas las informaciones actualizadas sobre esta Iniciativa, o no están disponibles. Más allá de esto, surge como necesario estar atentos sobre lo que está siendo discutido por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), la Corporación Andina de Fomento (CAF) y el Fondo para el Desarrollo de la Cuenca del Río de la Plata (FONPLATA) en el contexto de América del Sur. Según la revista Grain, que se ha transformado en un potente canal de información para diversos espacios

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sociales de base e intermedios ligados a la producción agrícola, “a primera vista el proyecto espanta, pues deja claro que profundizará todavía más el saqueo de las riquezas naturales de nuestro continente, centrando los recursos para inversión en el capital privado”. Y señala que IIRSA es un megaproyecto que apunta esencialmente a los sectores del transporte, energía y telecomunicaciones en la búsqueda de crear grandes canales multimodales mediante la construcción e interconexión de vías fluviales, carreteras, aeropuertos y puertos bajo un esquema multimodal, pero que “sólo apunta al desarrollo de canales de exportación de los recursos naturales de América del Sur hacia afuera”.

Muchos foros están señalando que IIRSA se relaciona con otros proyectos de integración en el continente ya propuestos en el Acuerdo de Libre Comercio para las Américas (ALCA), que busca esencialmente liberalizar el comercio y la inversión a la vez que protege la tecnología y el conocimiento científico del gran capital privado, para privatizar y concentrar poder en las corporaciones transnacionales.

Más allá del ALCA, se observan hoy en el continente varios proyectos denominados de libre comercio. La mayor parte son tratados firmados bilateralmente entre Estados Unidos y países del continente americano, como el tratado entre Estados Unidos y Chile, o con un bloque subregional como el Tratado de Libre Comercio que se está negociando actualmente con América Central y con los países que componen el Pacto Andino. El ALCA y esos tratados de libre comercio constituyen estrategias continentales de Estados Unidos para controlar el comercio y la inversión de todas las Américas, proyecto que fue resistido exitosamente en Mar del Plata.

En el plano subcontinental existen otros proyectos similares a IIRSA, como el Plan Puebla-Panamá entre México y América Central, que apunta a la construcción e interconexión de la infraestructura vial y fluvial de aquella región y abarca al sector energético, de telecomunicaciones y de turismo. Otro proyecto es la construcción de un nuevo Canal en la frontera de Panamá con Colombia, con dos opciones. El canal interoceánico Atrato-Truandó apoyado por Colombia y el Atrato-Cacarica-San Miguel, propuesto por Estados Unidos. Ese nuevo canal es el hito de enlace entre el Plan Puebla-Panamá (PPP) y el IIRSA, en tanto nexo geográfico entre América Central y América del Sur, con el cual EEUU busca

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independizarse del antiguo Canal de Panamá, hoy –sugestivamente– bajo el control de la República Popular China.

En una declaración hecha en 2003 ante la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas titulada “Amenazas sobre los derechos fundamentales de los pueblos de Colombia”, la Asociación Americana de Juristas denunció que esos proyectos han efectuado violaciones de derechos humanos en Colombia, y acusó a IIRSA como una amenaza para que las poblaciones indígenas, principalmente los Achagua, conserven su territorio en una de las pocas áreas de Colombia donde el gran latifundio no predomina.

Grain y su multitudinario blog directamente señalan a IIRSA como “un proyecto que interesa a los grandes grupos económicos, sobre todo a los estadounidenses, que buscan lucrar en la construcción e implementación de telefonía, energía y diversos proyectos de infraestructura”. También señala el interés de los bancos multilaterales, que continuarían gestionando préstamos con altas tasas de interés y asegurando su retorno financiero. Y apunta como causa principal de ese modelo a las elites locales asociadas a las transnacionales, que “continuarían vendiendo el patrimonio de sus naciones, así como parte de su territorio y las reservas de agua, a la vez que frenarían la amenazante posibilidad de desarrollar tecnologías propias de avanzada que compitan con esos propósitos”.

A este foro se están sumando hoy muchos otros, planteando que con estas propuestas resultaría damnificado el medio ambiente, así como la población de América del Sur, los agricultores que se verán forzados a entregar sus tierras para abrir camino a megaproyectos agroexportadores con utilización de agroquímicos, y también llevarían al endeudamiento de los doce países de América del Sur que deberán solventar grandes carreteras y vías férreas exclusivamente orientadas a la evacuación de sus riquezas.

Cada vez se escuchan más voces alertando sobre la sorda competencia desatada entre Estados Unidos y Europa por un lado, y China por otro, que al igual que en África –como analizamos en el capítulo correspondiente– luchan por apoderarse de materias primas estratégicas. América del Sur todavía posee grandes reservas de petróleo en Ecuador y Venezuela –el quinto mayor exportador del mundo– a los cuales ahora se agrega Brasil y

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la plataforma marina argentina. Bolivia acaba de descubrir nuevas reservas de gas, al igual que Argentina. Y toda la región, incluyendo el área amazónica y los bosques subtropicales, constituye el más grande polo productor de alimentos y contiene la mayor reserva mundial de biodiversidad, además de contar en abundancia con un bien que será el más preciado de todos en el futuro: el agua.

La estrategia central –hasta este momento– ha sido colocar a las transnacionales como principal actor económico en el control de los recursos naturales del continente latinoamericano, y la fuerza política hegemónica es hasta ahora el gobierno del país más fuerte y rico de las Américas, Estados Unidos, seguida por la debilitada Unión Europea. Pero también hay que estar alertas ante la ofensiva china, que no por aparecer como más benigna que la norteamericana deja de encerrar interrogantes.

La necesidad de invertir en infraestructura para América del Sur no debería ser resuelta bajo las premisas de este tipo de modelos. Nadie dice que no resulte necesario construir carreteras, vías férreas, vías fluviales, puertos y aeropuertos, o invertir en el sector eléctrico y en las telecomunicaciones. Muy por el contrario. Pero lo que no se debe aceptar es que proyectos en negociación o en marcha sirvan exclusivamente para la construcción de nuevas rutas orientadas a explotar nuestro continente, sin contar aún con un proyecto de desarrollo que considere el interés de nuestros pueblos, así como la conservación de selvas, ríos y biodiversidad. Es necesario conservar en manos de nuestras naciones el control sobre nuestros propios recursos naturales, porque constituyen un patrimonio común que no debe ser tratado como mera mercancía, a ser explotada bajo el modelo del lucro y la concentración de riquezas materiales en manos de un escaso número de beneficiarios. El desarrollo debe ser concebido más allá de un simple avance técnico o de crecimiento económico, La razón de ser de toda actividad económica debe ser el desarrollo humano y social, y es para ese objetivo que deben servir tanto la tecnología como la producción de nuevas riquezas.

Poco antes de culminar su mandato, el presidente Lula anunció en los foros internacionales la intención del Brasil de trabajar concretamente a favor de la integración del continente sudamericano, incluyendo las propuestas del cada vez más amplio movimiento social brasileño. Justamente esos ámbitos habían planteado a su gobierno la esperanza de que se ocupara de revertir

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las prioridades de IIRSA, desarrollando un nuevo proyecto de integración orientado a fortalecer los intercambios intraregionales e intracontinentales que respete la soberanía de cada país y pueblo del continente, al basarse en la sustentabilidad y la participación democrática de aquellos que –directa o indirectamente–se verán afectados por esas decisiones.

En nuestro país también comienzan a observarse saludables síntomas en este sentido. Con la recuperación parcial del sistema ferroviario, una parte del transporte de la producción del Norte Grande (NEA-NOA) ha comenzado a realizarse por tren. El hecho no es menor si se tiene en cuenta el atraso considerable de una modalidad que, al ser la más barata, mejorará la competitividad de todos los productos primarios que se transportan. Hasta no hace mucho tiempo y tras la recuperación de la economía como consecuencia de la suba internacional de las materias primas y las políticas internas aplicadas, una parte importante del transporte de la producción se realizaba por camiones. En la actualidad, sólo en el Norte Grande el FFCC Belgrano Cargas transportó ya en el 2007 aproximadamente 757 mil toneladas de granos, en el 2008 esa cifra trepó a 936 mil toneladas y posteriormente se estabilizó en esa cifra debido a las obras pendientes que permitirían incrementarla. Aún con ese crecimiento, la región utiliza todavía sólo un 17% de la capacidad de transporte ferroviario instalada, aún muy lejos de alcanzar los niveles de transporte del Nuevo Central Argentino, que ya superó las 9 millones de toneladas. Pero el Belgrano Cargas se perfila con muy buenas expectativas para los próximos años, si se toman en cuenta las ventajas comparativas de este servicio respecto de los camiones, que mantienen el 83% de la movilización total para largas distancias en granos y subproductos que tienen como destino la exportación.

El valor del flete tiene una influencia directa sobre los costos de producción y comercialización de nuestros productos primarios y sus derivados, y una correcta elección de los medios de transporte puede compensar las desventajas coyunturales de este mercado, más aún considerando que el 70% de las exportaciones argentinas están conformadas por productos de baja relación valor/volumen.

Según se desprende de un informe del Ministerio de Agricultura, Ganadería, Pesca y Alimentación, todavía queda mucho por ejecutar para mejorar el sistema, destacando la necesidad de rediseñar parte de la

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infraestructura ferroviaria para ponerla a tono con las nuevas realidades productivas regionales. Entre otros aspectos, señala como necesario avanzar en la reparación de vías férreas que permitan hacerlas operables e incrementar la velocidad de los trenes, así como la carga por eje, reordenando los accesos ferroviarios en las ciudades y en los puertos a través de la creación de nodos que permitan agilizar el flujo de mercaderías mediante un sistema multimodal. Otro efecto colateral que producirá esta reactivación será el uso del servicio como sistema de transporte de pasajeros desde y hacia Buenos Aires. Para el Norte Grande la reactivación productiva recién comienza, y la mejora permanente del sistema ferroviario e hidroviario es el mayor desafío.

En ocho años, el Belgrano Cargas aumentó su parque de 120 locomotoras a 169, y de tener 5.717 vagones en el 2000 a 6.003 unidades, operando una red troncal de 12.846 kilómetros. En comparación, la red troncal del Nuevo Central Argentino es de sólo 1.620 kilómetros; la del Fepsa de 1.910 km; el Roca tiene 1.251 km; el Mesopotámico 1.128 kilómetros y el ALL Central 1.884. Es decir que el Belgrano posee la red más extensa en el país

El predominio mundial de los Estados Unidos se basó, entre otros elementos sustanciales, en una red de logística interna que determinó el primer sistema multimodal del mundo, integrando el transporte fluvial longitudinal a su territorio con el transporte ferrovial transversal al mismo, e incorporando la corta y media distancia utilizando carretas primero y camiones después. Este esquema exitoso –como mencionamos– está siendo imitado actualmente por la UE. En nuestro subcontinente se abandonaron estas modalidades y se privilegió al camión, inclusive para las distancias muy largas. Esta falla estratégica implica hoy una pesada carga en términos de competitividad, al encarecer los fletes internos de salida de nuestros productos hacia un mercado cada vez más integrado internacionalmente.

Para los hiterlans del Noroeste, Centro Norte y Nordeste de la argentina, este esquema de abandono en los 90 desembocó en un atraso sustancial en cuanto a su integración a la dinámica de crecimiento nacional, definiendo estas regiones cada vez más como semiperiféricas. Una vez establecido el marco operacional del Mercosur, incluyendo a Chile y a Bolivia, la importancia geopolítica de las ferrovías determina una nueva visión en cuanto a posibilidades de desarrollo conjunto, colocando en primer plano el

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debate sobre los nexos comunicacionales de frontera sobre los cuales asentar ese esquema transformador.

Es en este momento histórico donde se plantea la propuesta de interconexión bioceánica ferrovial a través de Misiones y Norte de Corrientes, uniendo los puertos de Iquique, Antofagasta y Mejillones en el norte de Chile con los puertos de Rio Grande, Porto Alegre, Imbituba, Itajaí, Paranaguá y Santos en Brasil, utilizando la vía de trocha métrica de la Ferronor chilena que se une al Belgrano Norte –también métrico– a través del paso de Socompa en los Andes salteños, que atraviesa las provincias de Salta y del Chaco hasta el puerto fluvial de Barranqueras sobre el Paraná, frente a la ciudad de Corrientes, entre las cuales se ha propuesto construir un nuevo puente, en este caso ferroautomotor y no solamente para vehículos. Otra propuesta empantanada, que por su impacto y costo debería tener prioridad sobre otras del mismo tipo. El paso más transitado por día de la Argentina es el ya casi obsoleto puente Corrientes-Chaco.

Del lado brasileño, el Ferrocarril Sul Atlántico constituye una red también de trocha métrica que llega a cinco puntos cercanos a la frontera con Misiones: Sâo Borja, Santa Rosa y Cerro Largo en Rio Grande do Sul, Herbal Velho en Santa Catarina y Cascavel, con prolongación proyectada hasta Foz do Iguaçú o Capanema –dependiendo de qué características adopte la extensión argentina– en el estado de Paraná.

Como vemos, Corrientes y Misiones se encuentran en el centro de un extendido abanico ferrovial de trocha métrica que incluye al Paraguay y a Bolivia en el Norte, y a toda la red del Belgrano con más de 12.000 km en la Argentina, conectado a Córdoba, Rosario y Buenos Aires. Además, las barreras naturales de los grandes ríos Paraná, Uruguay e Iguazú definen una estrecha cintura de paso de menos de cien kilómetros para determinar una viabilidad de menores costos de interrelación entre estas redes, a través de territorio misionero. Una provincia, cabe acotar, que es históricamente la menos favorecida en el tendido de vías: el Mesopotámico ingresa apenas en una franja de 20 km, e inmediatamente después sale hacia el Paraguay a través del puente ferroautomotor Posadas-Encarnación.

En síntesis, la mejor propuesta de interconexión ferrovial en trocha métrica parte de la ciudad de Corrientes, ligando Itaibaté e Ituzaingó con Posadas,

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desde donde se podría conectar con Sâo Borja a través de un tercer riel colocado en la trocha europea del Mesopotámico, pero con posibilidades de continuar por territorio misioneros aprovechando la menor pendiente para tomar el acua capitis que sigue la ruta nacional 14, evitando la geografía quebrada de la costa del Paraná, en una troncal colectora con conexiones hacia Santa Rosa y Cerro Largo a través de futuros puentes ferroautomotores sobre el rio Uruguay en San Javier y Alba Posse, además de Herbal Velho a través de la frontera seca del nordeste misionero, con una derivación desde allí hacia Capanema como alternativa más viable, ya que Iguazú muestra limitaciones ambientales. Esto podría incluir el reiterado reclamo del gobierno catarinense de un ramal secundario entre Eldorado y Otaño, para conectar a los productores cerealeros y sojeros del Paraguay con los centros de producción alimentaria del Sur del Brasil.

Esta obra de infraestructura muestra varias ventajas, ya que interconectaría el hinterland central del continente mediante el medio más barato y efectivo, relacionando entre sí a Chile, Bolivia, Argentina, Paraguay y Brasil mediante una red ferroviaria de trocha métrica, reduciendo los costos de flete y tornando competitivas a grandes regiones interiores. Pero además interrelaciona multimodalmente las grandes hidrovias del Paraná, el Paraguay, el Tietê y el Uruguay mediante un nodo ferrovial que los toca en varios puntos, generando así una red de sustento para nuevas producciones que permitan el despegue económico de regiones tradicionalmente aisladas de los grandes centros económicos. Finalmente, al ser métrica y estar ubicada en la amplia franja que separa al resto de las redes de trochas más anchas, permitiría establecer toda una red continental ferroviaria con el simple trámite de incluir un tercer riel en estas últimas.

La obra implica aproximadamente 1.200 millones de dólares en inversión, de los cuales un 75 % correspondería a obras a realizar en las provincias de Corrientes y Misiones. Este proyecto, elaborado por el ya mencionado equipo misionero, concitó el apoyo de las provincias del Norte Grande argentino así como de los gobiernos de Santa Catarina y Paraná en el Brasil.

En síntesis, el ramal propuesto de trocha métrica uniría así el Ferrocarril Sul Atlántico –que llega actualmente hasta Herbal Velho en Santa Catarina, hasta Cascavel en Paraná y hasta Santa Rosa y Sâo Borja en Rio Grande do Sul– con el Ferrocarril Belgrano Norte a través del proyectado puente

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ferroautomotor Corrientes-Barranqueras. A su vez, el Belgrano Norte atraviesa las provincias del Chaco y de Salta para llegar a los puertos del norte de Chile a través del paso de Socompa, utilizando vías de la Ferronor chilena, y conecta además a diez provincias argentinas. Se conformaría así una red de conexión interna de transporte barato para toda la macro región, que permitiría la salida competitiva de productos y un nudo integrador para potenciar la producción local de toda la franja central de América de Sur, con posibilidades de extenderse a todo el continente mediante la baja inversión que implicaría instalar un tercer riel en el resto de las redes, más anchas.

La concesión de la obra mediante fuerte presencia estatal y una especie de equity joint venture o algún tipo de sociedad similar que incluya a los dueños de la Ferronor chilena, a los concesionarios de la red Sul brasileña y del Belgrano Norte, permitiría la explotación de este corredor por un solo operador, con las ventajas que esto implica. Este ramal está ubicado en un sitio estratégico para captar los flujos de intercambio de la industria automotriz mercosureña entre Córdoba, Buenos Aires, Porto Alegre, Curitiba y Sâo Paulo, el de la industria de derivados lácteos entre Córdoba, Buenos Aires, Santa Fe y el mercado brasileño, así como para los productos del NOA con destino a Brasil, de metales no ferrosos hacia RGS, de granos desde Paraguay a Brasil y de flujos de commodities y derivados de la industria alimentaria desde Sâo Paulo hacia el Pacífico, y desde Chile y Bolivia hacia el Atlántico, además de permitir la integración de industrias procesadoras conjuntas para atender la inmensa y sostenida demanda mundial.

La mencionada conformación de una sociedad que vincule a los propietarios de la ferrovías del norte chileno –Ferronor es dueña y no concesionaria– con la concesionaria de ferrocarril Sul Atlántico de Brasil que abarca las ferrovías de los tres estados del sur de ese país y gran parte de la red paulista fronteriza con Paraná, para asociarlos con la figura que se decida para el Belgrano Norte, y con las provincias de Misiones y Corrientes participando mediante la concesión para la construcción y explotación de los ramales de conexión, deberá modernizar los ramales existentes e invertir en mejoras del material que circula e infraestructura de apoyo, incluyendo la construcción como ferroautomotores de los puentes

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sobre el río Uruguay, así como incorporación de material rodante y obras secundarias para una primera etapa de explotación.

Si se realiza una adecuada lectura geográfica, productiva y comercial del emplazamiento propuesto, no existe otro paso más directo, menos costoso y con mejor relación en costo de flete entre el Atlántico y el Pacífico. No existen otras modalidades de flete barato que unan megapuertos de América del Sur como Santos en Brasil y Mejillones en Chile, y no se observa dentro del Mercosur otra propuesta más barata punto a punto que no requiera trasbordos si se la opera bajo un modelo integrado. Además, es el único paso de interconexión que supera con facilidad las barreras del Paraná, el Uruguay y los Andes, al precisar solamente tres grandes obras de infraestructura: el puente ferroautomotor Corrientes Chaco, un nuevo túnel de baja altura Argentina Chile y dos puentes ferroautomotores sobre el Uruguay. Cualquier otra opción deberá atravesar dos veces estos ríos o sus mayores afluentes, y construir otros pasos bajo los Andes.

HISTORIA DE LAS ELITES ARGENTINAS

Tal vez el ferrocarril y su dibujo geográfico, ese gran abanico que se despliega sobre territorio argentino desembocando en un solo punto –que parece enfrentar al resto para decirle: “todo es para mí”– es quizás el mejor retrato de los grupos dominantes argentinos. Analizar el derrotero histórico de esos sectores, también llamados “clases altas” en la Argentina, es un tema determinante para entender nuestra dinámica social y su desarrollo histórico. El estudio de las elites sirve como observatorio para repensar la dinámica nacional con sentido actual. Sin agotarse en revisionismos históricos que sólo buscan repartir culpas, sacar conclusiones sobre esas relaciones es una condición necesaria para trabajar mirando hacia el futuro.

En la primera mitad del siglo XIX, después de la crisis del imperio español y con el surgimiento de las guerras por la independencia y su intrínseca movilización popular, se dieron en toda América latina caóticos procesos de desorganización, en los cuales la mayoría de las elites perdieron el poder que habían alcanzado durante el período colonial. Se vieron obligadas a replegarse en sus posiciones de poder político, e incluso en su importancia en el plano económico. Este proceso se modificó en la segunda mitad del siglo XIX. Se observan entonces períodos de crecimiento económico

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acelerado, la consolidación de los Estados y un incremento de la riqueza junto a un marcado aumento de la desigualdad social.

Más allá de la discusión sobre la composición de esas elites, que son cambiantes como todo proceso humano, lo que importa analizar es la complejidad de ese espacio como sector económicamente dominante, con picos de poder en los procesos dictatoriales que signaron a todo el continente, con una posterior influencia decreciente a medida que evoluciona la democratización de la política y un resurgimiento durante los últimos diez años a partir del incremento en los precios y los volúmenes de materias primas exportadas, elaboradas, semielaboradas o a granel.

Sin embargo, este aspecto que siempre había resultado favorable a la aspiración de las elites de ocupar un lugar en la vida política, está cada vez menos abierto en nuestro país. Argentina se diferencia de Chile y Brasil porque aquí las familias más ricas no han detentado los lugares más importantes del gobierno. Los políticos más trascendentes para los intereses de ese sector vinieron del interior. Es el caso emblemático de Julio Roca, quien provenía de una familia tucumana con linaje pero sin fortuna, cuya riqueza posterior la obtiene gracias a su práctica política. Los nombres que tradicionalmente identifican a la clase alta argentina (Anchorena, Martínez de Hoz, Alsogaray, etc.) sólo emergen a la actividad política como disimulados funcionarios de las dictaduras o como integrantes de gobiernos democráticos que se entregaron a sus influencias de clase, traicionando a las fuerzas populares que los llevaron al poder.

Esos liderazgos puntuales muchas veces favorecieron la ampliación del poder ya de por sí considerable que tenía ese sector, a la vez que le aportaron “sangre nueva” e incluyeron nuevas actividades. La Campaña del Desierto, el gran avance final sobre las tierras indígenas, permitió que se extendiera el modelo de grandes propiedades. En las décadas siguientes, el ferrocarril facilitó la producción en esas regiones, con la emergencia de fortunas a escala internacional. Pero la relación entre los intereses de la elite económica y la ocupación de ese territorio por parte del Estado no fue lineal. Entre los grandes propietarios de ese tiempo, hay muchos que no participaron de ese proyecto. La verdad es que muchos de los que recibieron tierras por su cercanía política al gobierno, después debieron venderlas porque carecían de recursos para explotarlas o no sabían cómo hacerlo.

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No es exacto aseverar que la incorporación de ese enorme botín territorial llevó en forma directa a la conformación de una nueva elite. En ese período el mercado de tierras fue sumamente dinámico. Los grandes propietarios, aún dentro de ese proceso de amplia expansión, siguieron controlando aproximadamente el 25 % de la tierra, pero el resto de dividió en propiedades más pequeñas. Es una realidad compleja, porque el elemento que pasó a ser determinante ya no fue la extensión de los latifundios, sino la capacidad económica de grupos capaces de aprovechar esos nuevos espacios, con actores menores que participaban del crecimiento. Esa es la relativa estabilidad social que concibe la Generación del 80, que recién comienza a erosionarse en tiempos más recientes.

Las primeras décadas del siglo XX se caracterizaron por el cambio tecnológico (alambrados, ganado refinado, mejores semillas) que convirtieron a la Argentina en uno de los sistemas agropecuarios más eficientes del mundo y en uno de los mayores exportadores de cereales. Eso requirió además un desarrollo en el sistema de transporte y un aprendizaje de los nuevos manejos empresariales.

En esa la etapa histórica, que va de 1880 a 1910, las elites jugaron un rol fundamental en la economía nacional y lograron presentarse como renovadoras y modernizadoras de la economía. Surge la figura del ganadero modernizador que asimila el modelo británico, al punto que logra desplazar a los ingleses del primer lugar en el mercado de la carne, gracias a la tierra barata y a los nuevos desempeños empresariales. Esto otorgó cierta legitimación política a las clases altas.

Comenzada la segunda década del siglo, el flujo migratorio se aceleró como producto de la Primera Guerra Mundial, y se incorporaron actores nuevos que plantearon competencia no sólo económica, sino también política. Este avance causó zozobra en el modelo entronizado. El protagonismo de los obreros que trabajaban en el naciente sector industrial, muchas veces ligado al procesado de materias primas, y la expansión de la colonización agropecuaria a través de propiedades medianas, ya en 1902 generaban una primera reacción de resguardo. La Ley 4.144 de Residencia –o Ley Cané– habilitó al gobierno a expulsar a inmigrantes sin juicio previo. La ley fue utilizada después por los sucesivos gobiernos autoritarios para reprimir la organización sindical de los trabajadores, expulsar dirigentes rurales y combatir las expresiones de anarquismo y socialismo

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que traían consigo los inmigrantes. Durante los 56 años de su vigencia se la utilizó bajo diversos criterios, pero siempre dirigidos contra movimientos de resistencia. Fue derogada recién en 1958, bajo el mandato presidencial de Arturo Frondizi.

Hacia 1910 los intereses de los grandes y los pequeños propietarios no eran equiparables, pero no confrontaban tan fuertemente como ocurrió después, especialmente a partir del fenómeno que se denominó Grito de Alcorta, que relatamos con mayor detalle en otro capítulo.

La economía agropecuaria, hasta esa época, contaba con mucha tierra y muy barata, y sus fronteras continuaban en expansión por el ya mencionado abandono de grandes propiedades por sus inoperantes dueños. Lo verdaderamente caro y escaso era la fuerza de trabajo, lo que hizo posible esa compatibilidad momentánea entre dueños del suelo y oferentes de trabajo. Recién cuando comienza a incrementarse el precio de la tierra explotable, los dueños del suelo se convirtieron en actores aventajados en la negociación con el resto de los participantes en el proceso productivo del sector agropecuario. Se incrementó marcadamente la renta obtenida a costa de los ingresos del resto, y comenzaron a surgir las confrontaciones.

Todo comenzó en Santa Fe, con una cosecha tan abundante de trigo que bajaron los precios internacionales. Esto afectó el ingreso de los chacareros, ya que los sectores dominantes no redujeron sus ganancias utilizando –como resultó habitual después –a los menos favorecidos como variable de ajuste. Los pequeños propietarios rurales decidieron unirse y luchar. Recién entonces aparece en la Argentina un conjunto social que comienza a plantear una oposición seria a los intereses de los grandes propietarios. Ese cambio comenzó a adjudicarle identidad en el imaginario popular a ese segmento privilegiado, al que se denominó “oligarquía terrateniente”, y a visualizarlo como el gran obstáculo para lograr la modernización y la equidad en la agricultura argentina.

El radicalismo surgió a principios del siglo XX como la fuerza política capaz de convocar a obreros y campesinos, a las barriadas humildes y a los trabajadores rurales de los grandes obradores, y con su accionar logró forzar la Ley 8.871 General de Elecciones, más conocida como Ley Sáenz Peña. Sancionada por el Congreso en febrero de 1912, estableció el voto secreto y obligatorio a través de la confección de un padrón electoral, que

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hasta entonces seguía siendo exclusivo para nativos argentinos masculinos y mayores de 18 años. El voto femenino recién llegaría durante el segundo gobierno de Perón, en 1951.

Por la ley Sáenz Peña se consideró electores a todos los ciudadanos, nativos y naturalizados que constaran en el padrón electoral, desde los dieciocho años de edad hasta los 70. A partir de esa edad el voto era opcional, y consideraba afectada de incapacidad y privada de ejercer el derecho de sufragio a una larga lista que incluía a los sordomudos, los religiosos, los soldados y los detenidos por Juez competente. Tampoco podían votar los reincidentes condenados por delitos contra la propiedad, por falso testimonio y por “delitos electorales”, hasta cinco años después de cumplida la condena.

La primera aplicación de la ley Sáenz Peña se dio en abril de 1912 en Santa Fe y Buenos Aires, y en 1916 permitió que accediera al poder el candidato por la Unión Cívica Radical, Hipólito Yrigoyen. En cuanto a la representación del campo, a pesar de que concitaba el apoyo de los chacareros, no dejaba de tener entre sus filas a grandes propietarios. El propio Yrigoyen se había transformado en terrateniente después de sus primeros fracasos políticos, entendiendo que sólo podría lograr imponerse a partir de la ineludible fortuna personal con la que había que contar para tener trascendencia en ese campo (aspecto que poco varió hasta nuestros días, salvo interesantes excepciones). Yrigoyen entonces, como hombre de campo, asume la presidencia conociendo la existencia de conflictos en el sector.

Rápidamente va resultando claro que tanto radicales como conservadores apenas proponen cambios cosméticos, sin alterar el funcionamiento de la economía ni los mecanismos de privilegio vigentes en el campo. Esta tibia respuesta política obedecía en forma directa al peso intrínseco de los votos aportados por los pequeños productores rurales. No eran una fuerza social central en la vida política, ni poseían todavía organizaciones de peso, lo cual les restaba protagonismo en la mesa de negociaciones.

Es en ese escenario que se produce la crisis del ’30, ese cataclismo mundial del cual Argentina salió relativamente indemne. El país se tuvo que acomodar a un escenario muy difícil, pero el campo se empobreció, tanto para los pobres como para los ricos. Sin embargo, el poder de negociación

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de los ricos era más grande, por lo que el ajuste lo sufrieron en mucha mayor medida los de abajo. Entre el Grito de Alcorta y el levantamiento nacionalista de 1940, se produjo un momento clave cuando caen marcadamente los precios internacionales de los granos que Argentina exportaba. Quienes habían sido en esos años previos el eslabón más débil en cuanto a capacidad de negociación, a lo cual se agregó la crisis de los arrendamientos, fueron elegidos una vez más como chivos expiatorios. En esa etapa, conocida como la “Década Infame”, se comenzó a forjar una nueva imagen del campo argentino: la de una actividad que no ofrecía posibilidades de progreso social para quienes carecían de una buena porción de capital.

Allí se terminó de consagrar esa imagen que ya se estaba formando en el imaginario colectivo sobre los grandes propietarios, como una rémora para el progreso social que vivía de la explotación de un campesinado cada vez más pobre. Ya entonces surgieron fuerzas políticas que comenzaron a plantear la necesidad de generar otro tipo de economía. La industrialización comenzó en esa etapa, y se convirtió a partir de ese momento en motor del crecimiento para el mercado interno. También se inició allí la falsa dicotomía campo-industria, como si una Argentina pujante no fuera capaz de sobresalir en ambos rubros. Una división que en realidad escondía la negativa del poder concentrado tradicional en cuanto a aportar excedentes para impulsar otros sectores de la economía nacional.

Las luchas sociales de esa época, la represión indiscriminada en la Patagonia y en los obrajes del Chaco y Santa Fe que se produjeron con el radicalismo todavía en el gobierno, el golpe de Uriburu en 1930 que inauguró una larga lista de interrupciones institucionales en el país, pero también el protagonismo militar en el desarrollo siderúrgico, energético y de otras áreas estratégicas así como el creciente malestar de los movimientos nacionalistas civiles y militares, desembocaron en el golpe de 1943. Los generales Ramírez y después Farrell asumieron la presidencia, sin llegar a comprender a cabalidad sobre qué movimientos telúricos de la sociedad se estaban enancando. Un ignoto coronel, sin que nadie se percatara de su astucia política, resumió en el área a su cargo la atención de obreros –tanto urbanos como rurales– y campesinos. Su figura creció en representatividad: era alguien que por primera vez se demostraba capaz de dar respuesta a preguntas y cuestionamientos de larga data. Entre otras

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cuestiones –y en directa relación al tema que nos ocupa– la validación de una nueva ley de arrendamientos, que los redujo o directamente congeló en algunos casos, impidiendo la expulsión de los arrendatarios. Esa ley logaría durar hasta fines de la década del ’60.

No es el objetivo de este libro analizar en detalle la irrupción en la política nacional de lo que –por aquel entonces– las elites denominaron el “aluvión zoológico”. Sólo señalar una de las decisiones que tomó Perón una vez lanzado a la carrera presidencial, que por sus resultados se verificó como políticamente acertada, y que fue elegir como uno de los enemigos principales de su retórica a la oligarquía terrateniente, por ese entonces ya mucho menos importante y rica que el empresariado industrial.

Mucho se ha escrito acerca de que Perón no hizo nada serio en contra de esa oligarquía terrateniente. Pero en realidad, el peronismo generó una situación por la que los sectores más ricos poseían tierras de las que en realidad no podían disponer, ocupada por campesinos a los que no podían desalojar, y por sobre todo con una participación decreciente en la renta agropecuaria a partir de la creación de las juntas reguladoras y otros mecanismos de control y distribución. Es cierto que no hubo una reforma agraria como en Rusia, Cuba o Nicaragua (por poner ejemplos más cercanos y sin abrir aquí juicos de valor sobre su viabilidad o fracaso), pero a lo largo de 25 años, desde 1930 y hasta 1955, las propias condiciones habían generado una especie de reforma agraria que aniquiló las bases sobre las que se asentaba la alta burguesía agraria tradicional. Desde 1916, desde que Argentina se volvió democrática a pesar de los golpes posteriores, las elites fueron perdiendo peso. Desde entonces, los dirigentes del radicalismo y del conservadurismo ganaron posiciones a partir de su destreza política y no por la cantidad de hectáreas que poseían. A los representantes de las clases altas que pretendieron hacer carrera política en la era democrática, como ya dijimos, no les fue muy bien. La política argentina siempre ha sido democrática, de alguna manera “plebeya”, y posee marcados rasgos culturales de humor antielitista y antiimperialista que el peronismo acentuó

En la primera mitad de la década del 50, y la amplia literatura al respecto lo prueba, las clases altas tradicionales se volvieron casi marginales, se refugiaron en el campo y perdieron peso. Es entonces cuando algunos

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apellidos ilustres comenzaron a deslizarse hacia otros sectores productivos con más capacidad de crecimiento.

El golpe del 55, debido a esa retórica antioligárquica, suele ser percibido como una revancha de los sectores tradicionales del poder agropecuario. Pero en realidad se trató de un proceso más complejo. Ya se había producido el crecimiento de diversas industrias, y los cordones obreros periurbanos se habían transformado en los núcleos habitados más populosos. La tecnificación del campo, especialmente en la Pampa Húmeda, había despoblado grandes áreas. Y se comenzaban a producir las primeras fusiones entre capital agropecuario, industrial y financiero, con el surgimiento de grupos multifacéticos.

Ya no importaba tanto el precio de los granos, que además había bajado sensiblemente por el surgimiento de competidores como Australia y Canadá. Lo que sí es cierto que uno de los elementos que más debilitaron al gobierno peronista fue que, sin mediar condiciones adversas climáticas, la producción de granos y carnes bajó a la mitad, en una clara maniobra de sabotaje que produjo desabastecimiento y especulación, Un mecanismo que –casi calcado– se repetiría en la década de los 70.

Pero más allá de la capacidad de boicot y chantaje político que sigue teniendo el precio de los alimentos, los grupos dominantes en realidad cerraron filas con aquella dictadura por aspectos más acuciantes para sus intereses, como la restauración de un orden laboral injusto que abaratara la mano de obra y les permitiera maximizar el lucro. En nombre de esa demanda, se cometieron posteriormente las mayores barbaridades represivas.

El poder del campo entonces, y como parte del poder de los nuevos grupos corporativos, se transformó más en una herramienta golpista que un objetivo en sí. Es sintomático que –incluso con un representante de la Sociedad Rural, como Martínez de Hoz, al mando– desde el ’79 en adelante la Argentina mantuvo un tipo de cambio que fue poco favorable para los sectores exclusivamente dedicados a actividades rurales.

El momento en el cual el campo empieza a ocupar nuevamente un papel preponderante en la apropiación del Gran Queso Argentino (escenario del cual nunca estuvo ausente, a pesar de verse relegado a un papel secundario)

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se produjo gracias a las transformaciones experimentadas durante las últimas dos décadas.

En el contexto específico de la convertibilidad, el tipo de cambio que no era para nada favorable a las exportaciones implicó sin embargo la oportunidad para transformar tecnológicamente la agricultura, aspecto que se inicia en el 90 pero comienza a verificarse con inusitada fuerza recién a inicios de la última década. Este proceso se dio con un alto costo social: la desaparición de muchas empresas agrarias medianas y pequeñas de capital nacional. Exactamente igual a lo que sucedió con gran parte de la industria y las finanzas de origen nacional.

Estamos frente a un escenario muy distinto a todos los anteriores. Casi no existen ya los grandes nombres de la alta burguesía tradicional, y surgen otros (Grobocopatel es el más conocido, pero no el único). La Argentina muestra un empresariado rural transformado y diversificado. Se ha roto cualquier tipo de continuidad entre las familias tradicionales y el empresariado, algo que puso de relieve la Resolución 125. Un cambio tan formidable, que ha vuelto a colocar al sector rural como actor central del debate en la economía argentina, algo que no sucedía desde los años ‘20.

En la percepción de los sectores que se identifican con el sector rural concentrado, persiste la idea de que se trata de una fuerza de progreso en condiciones de desempeñar un papel muy positivo para el desarrollo del país. Ese empresariado rural poderoso se ha fortalecido económica y culturalmente, y además se percibe a sí mismo como un actor que ha recuperado primacía sobre la industria sustitutiva de importaciones, aquel escaso conjunto de ellas que ha logrado sobrevivir a la apertura indiscriminada. Esto es cierto en términos cuantitativos, y es en ese escenario cuando comienzan a reaccionaron frente a una presión puntual por cobrarles impuestos, planteando que el nivel de desarrollo alcanzado es fruto de su propio esfuerzo, sin recibir apoyo del sector público. Esa concepción antiestatista, que –como vemos en otro capítulo de este libro– tiene bases falsas, adoptó tales formas de resistencia que logró acentuar la tensión hasta niveles cuyas derivaciones no aparecían en los cálculos de ningún analista político.

Las consecuencias directas de mayor impacto producidas por esta movilidad política en torno a nuevos e inesperados ejes, fueron las de

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colocar a la Argentina a las puertas de un debate que recién comienza, y que tiende a recomponer una estrategia de desarrollo que contemple mejor la capacidad de crecimiento del sector internacionalmente más competitivo, cuando se vuelven a dar condiciones muy favorables y –sobre todo– excepcionalmente sostenidas para la expansión agropecuaria. Pero bajo la condición de romper con visiones maniqueas.

Es cierto que la simple expansión del sector exportador jamás va a ser el vehículo idóneo para responder a un objetivo integrador de justicia y equidad económica y social. El sector agrario no va a resolver por sí solo los problemas argentinos. Pero la apropiación estatal de parte –o toda– esa renta sin un objetivo claro y de largo plazo, también puede resultar contraproducente. La única receta es la aplicación de políticas públicas pensadas estratégicamente para favorecer el potencial de crecimiento equilibrado de todos los sectores, sin exclusiones. Es posible que la renta agraria, sus tributaciones, su control o democratización sean el principal motor del cambio para alcanzar una economía más compleja, que integre y dé respuesta a nuevas demandas. Esa es la tesis de esta obra.

Pero esto supone revisar algunas convicciones respecto de nuestra industria en cuanto a sustitución de importaciones, y también en cuanto a la agroindustria. Es falsa la tesis de que la Argentina puede competir a nivel global apoyada exclusivamente en las condiciones favorables actuales, cuando hay productos que se hacen mucho mejor y más baratos en otros lugares. Lograr un escenario estable que permita el crecimiento de los sectores más dinámicos, bajo compromisos firmes y de largo plazo, es lo único que permitirá que una parte de la riqueza generada por el crecimiento se vuelque de manera sustentable sobre aquellos sectores históricamente más postergados.

Para sustituir importaciones –está comprobado– no alcanza con cerrar nuestro mercado. Para lograr la actualización tecnológica, resulta nefasto abrirlo indiscriminadamente. El justo equilibrio entre apertura y protección, nada fácil de alcanzar –como lo demuestran los desacuerdos puntuales y reiterados con nuestros hermanos del Mercosur– es la herramienta, pero percibiendo además que hoy la industria de los alimentos comienza a colocarse en la vanguardia de la dinámica económica global. Antaño eran Exxon, Standar Oil, Shell o Texaco. Hoy son protagonistas Cargill,

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Monsanto, Nidera, Morgan, Unilever, Nestlé, por nombrar solamente algunas.

Las nuevas elites de poder en la Argentina ya no son patrones de estancia disfrazados de gauchos elegantes. Constituyen un complejo entramado de grandes propietarios, fondos de inversión y holdings de la siembra y cosecha, así como servicios de transporte y comercialización, conectados entre sí a través de relaciones enmarañadas pero fácilmente definibles: son las que pretenden transformar nuevamente a nuestro país en proveedor de materias primas baratas, con escaso valor agregado localmente. Romper esa consigna no resultará fácil, pero hay maneras inteligentes de hacerlo.

Nuestro país, donde han proliferado monopolios de todo tipo favorecidos por un Estado que miraba hacia otro lado, pareció desgarrarse cuando se planteó la Ley de Medios Audiovisuales de Comunicación. No se trataba de discutir la apropiación de la renta nacional por parte de un conglomerado de holdings. Simplemente se discutía la democratización de la información después de años de oscurantismo y manipulación, de entrega indiscriminada en la fabricación de un insumo básico como el papel prensa y otras maquinaciones que privatizaron la voz y la mirada de los argentinos. Una ley votada por la mayoría del parlamento, que todavía hoy es acusada de restringir la libertad de expresión por parte de los dueños de medios conservadores de prensa de todo el continente, con la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) a la cabeza, y que para la fecha de edición de este libro todavía sigue coartada por decisiones emanadas de entresijos arbitrales supérstites de una edad sin justicia.

Imaginemos que sucederá en este escenario cuando resulte necesario discutir una ley anti monopólica respecto de aquellos grupos que acaparan la producción de todos los tipos de alimentos que se producen en nuestro país. Todos ellos con casas centrales en Estados Unidos y Europa, a pesar de manejar sus cuentas bancarias –como corresponde a toda empresa “global”– generalmente en paraísos fiscales.

Siguiendo la antigua premisa “haz lo que yo digo, pero no lo que yo hago”, es paradójicamente en esos países donde se aplican los marcos normativos más rotundos en cuanto a legislación para defender de la competencia. Las autoridades de control aplican allí multas, multimillonarias en algunos casos, para bloquear prácticas destinadas a generar posiciones dominantes

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de las elites mediante la adquisición de empresas competidoras. En otros casos –más abusivos– ordenan llanamente la desarticulación de un monopolio cuando demuestra consecuencias negativas tanto para los consumidores como para la economía nacional. En todos los casos se aplican mecanismos de vigilancia previa sobre estos grandes actores del mercado, por lo que sólo en contadas ocasiones se llega a la aplicación de acciones legales por parte de las autoridades para restituir la competencia equilibrada.

Los procesos de desglose son muy costosos, generan incertidumbre en los actores (sobre todo en los trabajadores) involucrados e implican una alta exposición por parte del Estado. Por eso se prefiere prevenir antes que curar. Los sonados casos que repercutieron en la prensa internacional, sobre los que abundamos más abajo, se produjeron precisamente porque no se logró prevenirlos. Esto, claro, no fue óbice para que se actuara después.

Estos antecedentes, pasados y presentes, demuestran una clara voluntad del poder político en las economías desarrolladas en cuanto a favorecer los espacios de competencia justa, a pesar de tratarse de mercados concentrados que no se caracterizan por esta impronta en el resto de la geografía terrestre.

Son muchos y variados los casos en los que las autoridades competentes de países centrales han tenido directa injerencia en la desarticulación de grupos que ejercían posiciones dominantes. Una de las decisiones antimonopolio más drásticas se aplicó justamente en Estados Unidos, cuando se ordenó en 1984 la división de la American Telephone & Telegraph Company en siete compañías diferentes: las “Baby Bells”.

AT&T se había convertido en la principal empresa de telefonía de Estados Unidos, después que expirara en 1890 la patente de Graham Bell. La competencia fue llevada paulatinamente a posiciones de vulnerabilidad, a la vez que AT&T se expandía a pesar de la permanencia de otras compañías y a las regulaciones que le impedían comprar competidoras. Algunos huecos en la legislación llevaron a carecer de herramientas preventivas, y durante décadas esta empresa operó de facto como un monopolio.

Para evitar que se perpetuara esta posición dominante, el Departamento de Justicia de Estados Unidos resolvió en 1982 fraccionar a AT&T en varias

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empresas. El diagnóstico fue tajante: determinó que existieron actuaciones dolosas para aprovechar su hegemonía en servicios de larga distancia y en provisión de equipos de telecomunicaciones. La sentencia determinó que AT&T debía desmembrase como trust, y en dos años el gigante telefónico debió cumplir la orden.

Un caso similar por sus implicancias se pudo observar en marzo de 2004, cuando la Comisión Europea juzgó que el gigante informático Microsoft se había servido de su accionar monopólico para aniquilar a la competencia, y lo condenó a pagar una multa record de 497 millones de euros por abuso de posición dominante en el mercado de los sistemas operativos. Para hacerlo, se tomó en cuenta que Windows equipaba al 95 % de los ordenadores en el mundo, por lo que obligó a Microsoft a comercializar una versión de Windows que incluyese el programa de lectura de videos y audio Media Player, además de exigirle que abriera a sus competidores la técnica para elaboración de programas compatibles con Windows. A pesar de las apelaciones ante el Tribunal de Luxemburgo, este fallo significó un amplio beneficio para los consumidores, así como la reducción de costo a través de la apertura de empresas competidoras.

Todas las estratagemas para frenar el fallo de la Corte Suprema sobre la aplicación del artículo 161 de la ley de medios, ya han sido aplicadas –sin éxito– en los países centrales. Sonados casos antitrust en Estados Unidos ofrecen interesantes herramientas de análisis para evaluar maniobras retardatarias, pero también –quizás lo más importante– por dónde se podrá hacer camino al andar cuando lo que esté en discusión no sea solamente una señal de cable o una fábrica de papel para periódicos.

Como resulta de actualidad, por el debate legislativo sobre el cultivo del tabaco en nuestro país, vale la pena mencionar el caso contra la American Tobacco Company, que consiguió estructurar una gigantesca compañía tabaquera mediante la fusión de pequeñas empresas especializadas. Por ese ejercicio monopólico, el holding de American Tobacco fue dividido por el Tribunal Supremo norteamericano. Luego vendrían los juicios por el agregado artificial de la adictiva nicotina, que incluyó a todas las grandes tabaqueras, infligiéndoles multas enormes y desnudando la inmoralidad de sus prácticas.

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Una experiencia similar a la que destruyó aquí a diversos rivales mediante el uso de recortes predatorios en los precios (dumping) fue la utilizada por Standard Oil of New Jersey, compañía que monopolizó la industria petrolera norteamericana y luego aumentó el precio al consumidor. Esas transgresiones, una vez probadas, fueron penadas por el Tribunal Supremo en uno de los procesos más conocidos por apropiación indebida del mercado. La Standard llegó a concentrar el 64 % en el refinado de petróleo, a pesar de que existían competidoras como Shell, Gulf y Texaco. El Tribunal Supremo determinó la existencia de ejercicio monopólico, alcanzado a través de fusiones encubiertas, y ordenó desmembrar el holding.

El refinamiento de la política antitrust estadounidense asustaría a algunos cipayos locales, que constantemente se referencian acríticamente en ese modelo. Si lo hicieran identificándose con lo mejor y no lo peor de esa cultura, la historia de las elites locales hubiera sido muy diferente.

En el caso de la fábrica de latas American Can (1949), un juez determinó que ejercía una posición dominante en el mercado sólo porque obligaba a sus clientes a firmar contratos de compra a largo plazo. En el mismo tono se desarrolló el juicio a la United Shoe Machinery Corporation (en 1953), otro caso poco divulgado. La United fabricaba y alquilaba máquinas para producir zapatos para miles de productores nacionales, concentrando el 85 % del mercado, y tuvo que dividirse como empresa. Una vez más, se consideraba posición dominante a toda aquella que superase el 50 % de cualquier mercado. Las leyes del primer mundo no se basan en ningún caso en un improbable 100 % para determinar la existencia de monopolios, como se pretende aquí.

Tal vez los trust locales se sientan más atraídos por el caso de la Aluminium Company of America, ejemplo emblemático de postergaciones mediante chicanas y subterfugios. El gobierno estadounidense trató de frenar a Alcoa durante trece años, entre 1937 y 1950, llevando adelante una causa en el ámbito judicial. La empresa recurrió a la estrategia de recusar jueces, lográndolo en 150 presentaciones del gobierno. Finalmente, y a pesar de las demoras, un tribunal de apelación sentenció que la compañía violaba la ley antitrust y la condenó a desmembrarse.

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En nuestro país la competencia es escasa, y cuando existe, en general carece de fuerzas para reclamar. Durante nuestra historia reciente, las conductas abusivas han sido tan frecuentes que muchos grandes grupos económicos con posición dominante en el mercado han logrado hacer desaparecer a la competencia. Esa escasez de actividades alternativas oculta la existencia de prácticas monopólicas en variados y amplios escenarios, y en muchas ocasiones ha llevado al inmovilismo de la Comisión de Defensa de la Competencia. También ha generado cierta impunidad cuando estas concentradas recurren a diferentes instancias judiciales como verdaderas murallas para defender sus intereses.

A contramano de los mencionados antecedentes internacionales, aquí se pretende excluir de la definición técnica de lo que es monopolio a las empresas que –en la práctica– reúnen todas las características de vínculo subsidiario con otras empresas en distintos sectores, y especialmente en cuanto a la preeminencia frente al consumidor. Hemos asistido hace poco a casi un mes de bombardeo en los medios hegemónicos acerca del significado de la palabra “monopolio”, con comunicadores desesperados por demostrar que “mono” significa “todo”, y que en ningún caso del mercado argentino se observa esa proporción.

Si realizamos un balance despojado sobre la historia argentina, basándonos en comparaciones sencillas, podemos determinar que el desbalance es la medida, y la concentración la impronta. Que a esta altura del siglo XXI estemos discutiendo si hay monopolios o no en este país, además de ser un despropósito que roza la tomadura de pelo, es un síntoma del síndrome de la desproporción y la desmesura de las que está teñida toda nuestra historia, pero muy especialmente la historia de nuestra elites.

Durante los largos años de presidencias elitistas, la decisión de realizar obras de infraestructura o realizar inversiones en servicios para las áreas periféricas del país se basó en el uso centralizado del presupuesto, con criterios casi monárquicos. Cabe acotar que esa herencia permanece. Reconociendo el interés del poder central actual en cuanto al desarrollo de las áreas periféricas, muy diferente de gobiernos anteriores –excepto los ciclos de gobiernos peronistas del pasado– en lo estructural continúa siendo un manejo centralizado. No viene al caso pecar de ingenuidad, planteando un traspaso indiscriminado y falto de planificación hacia jurisdicciones que en muchos casos –lamentablemente – no garantizan la misma calidad de

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gestión que representa actualmente el poder central en la Argentina. Pero cabe preguntarse sobre qué sucedería –no lo quiera así el destino– si en nuestro país volvemos a experimentar una regresión a formas políticas para nada populares. Lo que hoy es aplicado con criterio crecientemente federal, puede tornarse en nueva herramienta de sojuzgamiento interno.

No es fácil la patriada, pero la estabilidad a nivel continental de los procesos democráticos, la ausencia de amenazas serias a la continuidad democrática y la preeminencia de gobiernos con apoyo popular, no debe ocultar o tornar invisible el debate sobre formas de apoderamiento regional más participativas y distributivas. Para romper con el estigma de avances y retrocesos, incluso parciales como el que se observa hoy en Chile por poner un caso, debemos comenzar a discutir las bases de un país más integrado. Las provincias son anteriores a la Nación, pero históricamente fueron renunciando a sus potestades –por las buenas o por las malas– en beneficio de los nuevos polos de producción y desarrollo que las elites iban conformando en el país, que se fueron trasladando desde el noroeste y desde la región jesuítica hacia Buenos Aires.

El Norte era la región más desarrollada a fines del siglo XVIII. Pero desde la expulsión de los Jesuitas y desde el permiso de comerciar otorgado por la Corona al puerto de Buenos Aires, lentamente esta relación fue cambiando. Cuando Buenos Aires era todavía una aldea llena de plagas y pestes, los pueblos guaraníes eran mucho más populosos y tenían condiciones de vida mucho mejores. Los guaraníes eran ciudadanos, pagaban tributos y su comercio –basado en las formas cooperativas del Tupá Mbaé– generaba tres veces más movimiento económico que en el sur. El Noroeste y el Alto Perú formaban parte de este gran territorio y también tenían condiciones de vida muy superiores a las del puerto. Cuando en Buenos Aires se construían casas de adobe con techos de paja y las calles eran eriales enfangados, la arquitectura del Norte Grande poseía edificios, calles empedradas y urbanizaciones que todavía perduran. La producción en esas regiones mostraba industrias textiles, hilanderías, destilerías y había fundiciones de hierro y otros metales. El propio Paraguay es una muestra. Hacia 1870 fabricaba locomotoras, cañones, barcos y otros productos de avanzada tecnología para la época, todo aquello que se destruyó por la guerra de la Triple Alianza, cuyo comandante por la Argentina fue uno de los más eximios representantes de sus elites, Bartolomé Mitre. Ese

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conflicto respondió a los intereses de desindustrialización del Imperio Británico y sus aliados lusitanos, que pretendían y consiguieron transformar a nuestros países en netos exportadores de materias primas sin valor agregado. El Paraguay era un muy mal ejemplo que era necesario destruir.

La estructuración del poder en nuestros países es heredera directa de esa historia. Por tanto, sin generalizaciones, sin dispersiones ni falsas opciones, debemos comenzar a debatir hoy qué país queremos, diferente de esa “herencia maldita” que nos dejaron. Un país solidario que crezca para todos, que abra oportunidades para las nuevas generaciones, un país que resurja de las cenizas de un modelo agotado. Aquel otro país para pocos, donde hubo pocas empresas que mataron a muchas otras, donde las pequeñas y medianas no lograban sobrevivir, mostró las tasas de fracaso más altas del mundo para el emprendedurismo innovador. Nos obligó a competir en un mercado consolidado y monopólico, donde fuimos decayendo año tras año en nuestros índices de educación, de ocupación y desarrollo. Muchos científicos y profesionales se fueron al exterior. Pero también se produjo un reflujo interno aún no dimensionado. ¿Cuántos ingenieros, cuantos genetistas, cuantos biólogos y cientistas en general se fueron desde el interior hacia Buenos Aires? ¿Cuántos de ellos lograron trabajar realmente en la especialidad para la que se capacitaron? ¿Cuánta de esa gente necesita el interior?

Pero, en tanto no definamos un plan estratégico integrador, seguirá siendo una necesidad virtual, Porque, si no están dadas las condiciones de desarrollo en todo nuestro territorio, de nada servirá continuar abriendo carreras o proponiendo el retorno a los lugares de origen. Estuvimos al borde de la dispersión nacional, al borde del quiebre total y absoluto. Hoy nos estamos recuperando, pero debemos plantearnos como un deber profundo de argentinos discutir el modelo. Remediarnos en salud, prevenirnos antes que volver a curar. Porque las elites acechan.

Está comenzando a nacer un pensamiento nacional sistémico, integral, que atraviesa todas las capas sociales no corporativas de la Argentina. Viejos prejuicios y desuniones entre hermanos se derrumban poco a poco. Surgen a la luz los operativos monstruosos que se utilizaron para que nos matemos entre nosotros. La Argentina real emerge, y comienza a reclamarnos lo que

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individual o colectivamente seamos capaces de generar en todos los planos para consolidarla.

Sin caer en un consignismo vacío, no hay vuelta atrás. Están dejando de existir las condiciones que facilitaban la Argentina macabra y egoísta. Más allá de cualquier medida de gobierno, esto se apoya con fuerza en la progresiva toma de conciencia de crecientes segmentos sociales sobre la dimensión del desfalco que sufrimos. El poder económico más concentrado, o directamente transnacional, no puede recurrir ya a una guardia armada para defender sus interesas. La derecha vernácula debe presentarse a elecciones, y cada vez muestra con mayor contundencia el escaso apoyo electoral con el que cuenta, reduciéndose a sectores con verdaderos intereses de clase que sólo pueden convocar ya a una clase media confundida. Pero aún así, están demostrando que ya casi no son capaces de retenerla, ni siquiera con el reciclado de supuestas expresiones de izquierda. Comienzan a caerse los prejuicios entre trabajadores con y sin corbata, y entre los espacios juveniles y gremiales, aunque todavía queda mucho camino por recorrer. En definitiva, hay promesa de democracia por mucho tiempo. Y se sabe, cuando la democracia impera, más tarde o más temprano se comienza a discutir todo.

En ese todo por discutir, claro, hay jerarquías. No por la cualidad del tema, sino por la cantidad de ciudadanos que afecta. Por eso, el matrimonio igualitario o la despenalización del aborto no ocupan hoy el mismo lugar que la medicina prepaga o la ley de medios. Sin embargo, y desde la jerarquía de un tema por la cantidad de población afectada, la cuestión de la mayor renta nacional, quiénes la generan y cómo, además de la manera en se reparte (o no) el resultante, un tema central que toca a todos los argentinos sin excepción, todavía ocupa un espacio periférico, o puntual para definirlo mejor. En todo caso esporádico en la grilla de los medios y los blogs, que son por excelencia el gran espacio de debate en este mundo globalizado de hoy.

No se puede dejar de lado las operaciones de la gran prensa por tratar de ocultar o desviar este debate sobre el Gran Queso Argentino, que las elites vernáculas quieren seguir atesorando en sus doradas despensas. O tal vez sea tal la desmesura del asunto que se demora su abordaje. Pero la impronta de la etapa democrática contemporánea ha sido la de un “crescendo” progresivo en cuanto a profundización o surgimiento de temas para el

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debate nacional. Cuando los beneficiados de siempre creían haber colocado vallas efectivas u obstáculos insuperables a la sencilla discusión de por qué concentran medios o no quieren pagar impuestos, los núcleos más conscientes y activos del país respondieron con una profundización de esos temas. Todo esto está marcando el surgimiento de nuevas movilizaciones, ante la demostración de que el queso no está bien repartido. Es más, que en algunos aspectos ni siquiera se reparte.

Sea por la razón que fuere, la discusión sobre la gran renta nacional –que es la generada por la producción y comercialización de alimentos– todavía está en pañales. Del otro lado de la vereda –por el contario– las elites tienen muy en claro este aspecto. Siempre lo tuvieron clarísimo. Y por eso aplicaron la astucia para extraviarnos en falsas dicotomías. No dudaron en utilizar hasta la supuesta amenaza de carmesíes trapos revolucionarios, cuando en realidad de lo que se trataba era de banderas rojas de remate ondeando sobre un país devastado. Y siempre –hasta ahora– habían tenido éxito. Lograron que los argentinos, apasionados como somos, nos fuéramos de boca. Generaron artificialmente la Argentina de la desproporción, de los discursos infamados y las ideas vacías. Esa falta de mesura y de argumentos, es siempre la muletilla del boludo. Afrecho sustancioso para los caballos del apocalipsis nacional.

El boludo siempre es desproporcionado. Se es boludo por desproporción, no por mesura. Si todos nosotros hubiéramos sido proporcionalmente astutos e inteligentes con respecto a las dimensiones de la situación económica que se estaba generando, al dilucidar y transparentar la real pelea interna por el Gran Queso Argentino, otro hubiera sido este país.

Hoy podemos hablar del boludo argentino de los años desperdiciados, del siglo malgastado de la Argentina pródiga, del país perdido por una ingenuidad desproporcionada. Por la utilización de los presupuestos nacionales en proyectos faraónicos que terminaban sirviendo a unos pocos. Todos se acuerdan de las autopistas de la dictadura, pero no de los accesos a la capital o los fondos de reparación histórica para el conurbano. Montos que son exactamente iguales a los que hacían falta para tender toda una red de interconexión de transporte barato para la mitad olvidada del país.

Cuando decimos “el típico boludo argentino”, nos resuena en la memoria el Manual de Sonseras Argentinas de don Arturo Jauretche, junto a tantas

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otras expresiones culturales de resistencia. Dejar de ser ingenuos es la consigna. Estamos en una nueva etapa, donde el pueblo está comenzando a comprender –aunque no lo exprese verbalmente, aunque no se plantee todavía como verdadero protagonista del destino nacional– que después de haberle expropiado todo, lo que no pueden robarles las elites es la Política, con mayúscula, no la politiquería barata. Esa es la patria silenciosa que comienza a hablar. Ya no es un Jauretche, un Mordisquito o un Hernández Arregui el que toma la batalla cultural, sino que millones toman sus nombres y los llevan como bandera en miles de blogs, de mensajes de texto, de prensa alternativa que aún dispersa, caótica y llena de complejas aristas y particularidades, marca un sesgo nuevo imposible de ocultar o frenar: los argentinos estamos comenzando a ocuparnos de la Argentina.

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LAS ELITES ARGENTINAS Y LOS MONOPOLIOS

Una abundante experiencia internacional en la materia puede aclarar este problema simiesco –perdón, semántico– en cuanto a qué significa administrar justicia para convalidar la ampliación de la competencia en los mercados, castigar el poder de lobby que ejercen los conglomerados, desestructurando prácticas monopólicas y lograr así importantes beneficios económicos para los consumidores argentinos.

Y hablando de monopolios, el proyecto del Gobierno para poner un límite a la extranjerización de la tierra –primer paso hacia la desmonopolización de este bien de uso– fue presentado el 15 de abril del 2011, durante la muestra “INTA Expone” que se realizó en Marcos Juárez. El ministro de Agricultura, Julián Domínguez, dijo que la presidenta decidirá cuándo se va a enviar el proyecto al Parlamento. “La Argentina necesita una ley que garantice que la tierra quede en manos de los argentinos. La tierra es un recurso estratégico no renovable. Por eso trataremos de evitar la compra de grandes extensiones por parte de extranjeros”, explicó Domínguez durante un encuentro sobre el Plan Estratégico Agroalimentario (PEA) en el hotel NH City, del que participaron los ministros de agricultura de Uruguay, Brasil, Chile, Bolivia y Paraguay.

Un año antes, en un congreso de biotecnología organizado por la Federación Agraria Argentina (FAA), Domínguez había coincidido con el presidente de esa entidad, Eduardo Buzzi, en la necesidad de legislar sobre el tema. El proyecto podría dinamitar la Mesa de Enlace, ya que la propiedad de la tierra es una de las banderas históricas de la FAA y uno de los temas que la divide de las otras dos entidades, elitistas, quienes rechazan cualquier tipo de regulación al respecto. Coninagro, la cuarta entidad de la Mesa, en este y otros temas ha mostrado un perfil más que bajo. La restricción a nuevas compras de tierras argentinas por parte de extranjeros –conociendo el derrotero progresivo de otras reivindicaciones que se inició a partir de la recuperación democrática– evidentemente genera temores al interior de los selectos grupos poseedores de latifundios. En este contexto, la certeza de que el proyecto oficial contará con el apoyo de la FAA crea grietas en la unidad del ruralismo pampeano.

Esas grietas poseen orígenes históricos muy añejos, donde habitualmente la historia real tiende a desmontar la historia virtual. En aquellos países donde

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la historia ha sido escrita por las clases dominantes, estas contradicciones sobre efemérides sesgadas están siempre latentes. Las interpretaciones que los representantes del “granero del mundo” hicieron y hacen de la historia argentina, en este caso del Día de la Agricultura, son un ejemplo.

Hugo Biolcati, adalid de una agricultura sin Estado, en su discurso inaugural de la 124ª Exposición de Ganadería, Agricultura e Industria (julio del 2010) señaló: “La Mesa de Enlace hubiera estado en el Cabildo en los históricos días del 24 y 25 de mayo de 1810, apoyando a Manuel Belgrano en su tarea de promoción de la agricultura, a la que consideraba un pilar fundamental del progreso económico de las naciones”.

Pero Belgrano entendía la relación entre agricultura y Estado más bien de otra manera: “Labradores, que con vuestros afanes y sudores proporcionáis a la sociedad la precisa subsistencia, los frutos de regalo y las materias primas primeras para proveer lo necesario a los trabajos provechosos al Estado […] Comerciantes, que con vuestra actividad agitáis el cambio así interior como exteriormente, y por vuestro medio se fomenta la agricultura e industria, y el Estado recibe las utilidades con qué poder atender a sus necesidades y urgencias. A vosotros todos nos dirigimos a ofrecer nuestros trabajos, sin tener otro interés, ni otras miras que las de vuestros adelantamientos, pues que de ellos indispensablemente han de resultar los que convienen al Estado”, escribía Belgrano en la propia portada del primer número de El Correo de Comercio de Buenos Aires (3 de marzo de 1810). El fundador del Ejército del Norte –a diferencia del supuestamente ilustrado presidente de la Sociedad Rural– promovía la agricultura como puntal del desarrollo siempre subordinada, al igual que las restantes actividades económicas, a un Estado rector de la vida socioeconómica nacional.

En el mismo discurso, Biolcati aseguró que la Mesa de Enlace también hubiera estado en mayo de 1810 junto a Moreno, pero del Moreno “que escribiera la Representación de los Hacendados, acompañándolo en su lucha por la libertad de comercio, contra los altos gravámenes exigidos por el cabildo virreinal. Estamos aquí, doscientos años después, luchando contra otros gravámenes, exigidos por otros mandatarios. Doscientos años después defendiendo los mismos ideales”.

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La enseñanza de las matemáticas no permite mayores interpretaciones. Pero lamentablemente no ocurre lo mismo con la enseñanza de la historia, que se presta a manipulaciones. Moreno no fue el representante de los hacendados, sino del grupo de Belgrano, Monteagudo y Castelli que impulsó un Plan de Operaciones que no sólo no suprimió los gravámenes exigidos por las autoridades, sino que además propuso expropiar las principales fortunas de la ciudad portuaria a los efectos de “crear fábricas, ingenios, aumentar la agricultura y las artes”. Moreno no fue librecambista ni enemigo de un Estado inclusivo. Todo lo contrario, promovió un Estado redistributivo que, haciéndose de la riqueza de unos pocos, pudiera construir un país para muchos. La fundación de la patria exigía un Estado fuerte, organizador de la actividad económica y propulsor del desarrollo. Fueron los grandes hacendados y los ricos comerciantes y contrabandistas los que negaron ese apoyo, conspiraron contra esa idea que –de haber triunfado– otro hubiera sido el derrotero de la unidad latinoamericana que surgía.

Moreno y Monteagudo murieron asesinados, Castelli de un supuesto cáncer de lengua que sirvió a las elites dominantes para denostar post mortem al “orador de Mayo”. Basta desplegar una sencilla mirada sobre la prensa de las elites del Río de la Plata, de Santiago de Chile y del Perú de esas épocas, para ver lo que en realidad pensaban esas clases privilegiadas de los patriotas. Y también sirve leer la obra de éstos, sobre todo la de Monteagudo cuando en Lima era la mano derecha del Libertador. Los Biolcati de esa época, afectados por las medidas de justicia que se comenzaron a aplicar, conspiraron asociándose al poder español y a la Santa Alianza, combatieron todas las formas de gobierno que propuso San Martín y terminaron enviando sicarios, de noche y con alevosía, para ultimar a Monteagudo.

Los unitarios vencedores en Pavón que fundaron la Sociedad Rural, designando como primer presidente a un Martínez de Hoz, construyeron después una historia apócrifa, acorde con sus intereses. La supervivencia de una sociedad rural compuesta por dueños con características casi medievales en pleno siglo XXI, resulta tan anacrónica como el colonialismo inglés en Malvinas. Ese país al que tanto admiraron, al punto de haber sido los principales promotores del tratado Roca-Runciman, que

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convertía a nuestro país “en una perla más de la corona británica”, al igual que la sometida India.

Más allá de las salvedades comentadas en otros párrafos, en el núcleo concentrado de los hacendados más poderosos, en realidad el sistema de tenencia de tierras que los ha favorecido en nuestro país es tan paleolítico, que hasta se da de patadas con esa misma tradición anglosajona que lo embelesaba, y que en las grandes estancias cambió la bota acordeona por la de caña alta, el chaleco bordado por la chaqueta roja, y el rebenque por la fusta. En agosto de 1926 arribó a la Argentina un integrante de la cooperativa de agricultores de la provincia de Alberta (Canadá), George Jackman, en representación de entidades similares asociadas en ese país y con la misión de convencer a autoridades y líderes agrarios argentinos acerca de la conveniencia de conformar un cártel internacional del trigo. El historiador estadounidense Carl Solberg (The Praires and the Pampas, 1987) menciona que Jackman calificó de primitiva la situación agraria de nuestro país, al estar basada en un “sistema primitivo de tenencia de la tierra, con una masa de rentistas que concentran su propiedad, todos ellos grandes obstáculos para la adopción de un pool en la Argentina”.

La misión del canadiense se originaba en el hecho de que, en la década de los ’20 del siglo pasado, las cooperativas agrícolas de Canadá, Australia y la recientemente creada URSS veían un enemigo poderoso en las corporaciones privadas de agronegocios, y se propusieron cooperativizar y cartelizar la producción para defenderse. Para la Argentina, haberse plegado a esta iniciativa hubiera significado avanzar en la reforma agraria, opción que no formaba parte del ideario del gobierno de Alvear, y mucho menos de la Sociedad Rural Argentina.

Que Jackman calificara de “primitivo” el tipo de tenencia de la tierra en la Argentina de 1926 no fue discurso vacío: en Canadá, los grandes latifundios habían sido erradicados durante la segunda mitad del siglo XIX, para transformarlos en una amplia comunidad de pequeños y medianos agricultores, agrupados en cooperativas aliadas al Estado nacional. Aunque severamente amenazada por las famosas “leyes del mercado”, esta alianza se mantiene hasta el día de hoy.

El 8 de septiembre se conmemora el Día de la Agricultura y del Productor Agropecuario. La elección de ese día recuerda la fundación de la primera

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colonia agrícola en la ciudad de Esperanza, provincia de Santa Fe, en 1856. Formalmente, tal reconocimiento recién se plasmó en el decreto 23.317 de 1944, que justificaba la disposición oficial por ser “una fecha decisiva en el desarrollo de nuestra agricultura”. Otro 8 de septiembre, pero de 1910 y en tiempos de la “Argentina granero del mundo”, se emplazó un monumento en la Plaza San Martín de la ciudad de Esperanza en alusión a dicho aniversario. Ese acto de hipocresía de las elites de la Argentina del Centenario, es una muestra más de distorsión histórica. El fundador de la colonia de Esperanza en realidad comenzó a conformarla ya en 1852. Aarón Castellanos, soldado de la independencia bajo las órdenes de Güemes, logró el 8 de septiembre de 1856, por iniciativa propia, que 1.162 colonos de nacionalidad suiza recibieron por parte del gobierno provincial instrumentos para el trabajo agrícola y parcelas de tierras fiscales de 33 hectáreas cada una, a cambio de explotarlas en un plazo de cinco años. Este programa se denominó "Contrato de Colonización Agrícola de la Provincia de Santa Fe", mediante entrega y uso de la tierra con características similares a los planes posteriormente implementados en los Estados Unidos en 1862 y en 1872 en Canadá.

Castellanos fue, en este sentido, un pionero de la agricultura con agricultores, instalados en minifundios y organizados de manera asociativa. Pero esa Argentina de la agricultura democratizada y acompañada por un Estado activo –en este caso el gobierno provincial santafesino– rápidamente fue desestimada y dejó de aplicarse en 1880, excepto en puntos alejados de la Pampa Húmeda, como en Misiones y bajo las razones de una teoría de conflicto con Brasil por esos territorios, a pesar de lo cual pocas décadas después se perdió un área con una superficie similar al actual territorio provincial a manos del arbitraje norteamericano de Cleveland. Con el viraje oligárquico de Roca, esta pionera experiencia agrícola argentina quedó aislada y nada pudo hacer para evitar la continuidad de una política orientada a la concentración de la tierra en pocas manos. Las nuevas colonias emergentes, comprando tierras a oligarcas ineficientes, sólo desembocaron en la posterior proliferación de arrendamientos sujetos a la explotación latifundista.

No es una pelea menor. La convivencia de cuatro entidades tan disímiles en cuanto a historia dentro de un mismo espacio de representatividad, tampoco es un dato menor. Reclama a la acción gubernamental desactivar los mitos

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que los representantes de la "Argentina granero del mundo" esgrimen para salvaguardar las bases de la dominación cultural. E impulsar en cambio una agricultura con agricultores repleta de cooperativas, con un Estado fuerte que las capacite para la autogestión, las controle y promueva.

El 8 de septiembre no puede ser reivindicado por la Sociedad Rural, ya que interpreta este hito como una dádiva para inmigrantes a quienes tenía preparado un destino de servidumbre. Una vez más, se trata de la reinterpretación espuria de la historia en beneficio de los poderosos, ya que esa fecha en realidad conmemora para ellos el día en que se instala el primer grupo de los que comenzaban a ser traídos con otro objetivo, el del “mejoramiento genético” de la raza criolla. Poco tiene que ver esa celebración con lo que en realidad significó después la emergencia de minifundistas, que comenzaron a presionar por soluciones a partir de haber logrado –por primera vez– democratizar una muy pequeña porción de tierra apta para la agricultura.

Esa democratización de la tierra es la mayor amenaza para los componentes elitistas de la Mesa de Enlace, esa grieta minúscula de hoy que en realidad esconde un abismo histórico de diferencias insalvables. Ayer amenazados por los cooperativistas canadienses y sus peligrosas “ideas comunicantes”, siempre a contramano de los farmers estadounidenses y de los pequeños hacendados australianos, hoy miran con temor las “inconvenientes derivaciones” de la expansión de China, país sobre el que algunos economistas opinan que en sólo veinte años puede convertirse en primera potencia mundial. Su protagonismo acelerado ha provocado cambios sustanciales en las relaciones de comercio internacional. La Argentina y el Cono Sur en general, han obtenido beneficios derivados de ese crecimiento, y los recursos obtenidos impulsan a nuestros países en el camino de diseñar planes de largo plazo para el desarrollo a partir de la sostenibilidad de los agronegocios.

En el caso de nuestro país, esta cuestión –cada vez más– está llevando a incluir en la agenda nacional la necesaria discusión acerca de cuál es la mejor manera de insertarnos en este nuevo esquema global, superando la visión en cuanto a sustitución de importaciones, y proponiendo en cambio un modelo industrial innovador ubicado en las fronteras tecnológicas, que logre insertarse competitivamente en los nichos que nos ofrecen las ventajas naturales del sector primario. Pero el sector primario argentino

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está prácticamente expropiado por las elites, cada vez más complejas en sus formas de integración vertical y horizontal.

El Consenso de Washington había destinado a los países del Cono Sur a ser productores y –sólo en algunos rubros– procesadores de recursos naturales, continuando con anteriores políticas de dependencia. El ingreso de China, y más tarde de India, los “Tigres del Asia” y Rusia, expandieron la demanda y los precios subieron fuertemente, impactando de manera sumamente positiva en la generación de saldos comerciales positivos en nuestras economías. Esto ha tenido como resultado que se descomprimiera un problema histórico de estrangulamiento externo, generando superávit y abriendo hacia el futuro la posibilidad de desarrollarnos con autonomía.

Hablamos solamente de América del Sur, porque el Caribe y Centroamérica no poseen recursos naturales tan extendidos, y además les han destinado un rol de maquila o ensamble de insumos importados para revender en el mercado norteamericano –casi ninguno de bienes durables– y de industria textil, esquema que sufre el embate directo de China y los va desplazando del mercado. Todos esos países tienen creciente dificultad para generar empleo e insertarse competitivamente.

Los bienes durables de esa región se producen sólo en México, pero mientras en China un trabajador vive con 250 dólares mensuales de salario, en México ese piso es de 400 dólares. Además, el promedio de insumos importados es muy alto, ubicándose en algunos casos en torno al 90% del ensamble en maquila, lo cual está haciendo que cada vez resulte más difícil competir. Esta realidad explica de alguna manera el incremento de cultivos de plantas alucinógenas, el tráfico de drogas, la violencia entre bandas mafiosas, la migración ilegal y otros serios y profundos problemas que aquejan la frontera entre México y Estados Unidos

Al sur del Canal de Panamá la situación es muy diferente, e incluso la rentabilidad creciente del agro está comenzando a erradicar el cultivo de mariguana y coca en algunas áreas. Lo que se debate hoy desde posiciones encontradas, es que esta la evolución de los precios de los commodities ya no es sólo una burbuja y constituye en cambio una transformación estructural en la economía mundial.

Al incorporarse activa y sostenidamente al mercado mundial 2.200 millones de personas, sólo tomando en cuenta a China e India, surge un

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espacio de demanda constituido en general por mano de obra de bajos salarios, pero que por sus dimensiones ha cambiado de manera sostenida todas las relaciones de comercio internacional. Por otro lado, la China industrializada está derramando sus mejoras en productividad e ingresos sobre el interior de ese país, lo que marca una tendencia a trasladar mano de obra desde el espacio rural al urbano, y un consiguiente incremento de la demanda de productos, especialmente alimentos. Lo mismo está comenzando a suceder en la India.

Este fenómeno durable desafía a la imaginación para lograr insertar definitivamente a la Argentina como protagonista en el concierto mundial. Dadas las condiciones actuales de concentración de la propiedad de la tierra y tendencia al monocultivo extensivo, se trata casi de reinventar nuestra estructura productiva, discusión que recién comienza a darse en el país y que demandará de este Gobierno y de los que vengan después –como nunca antes– una estrategia integrada al nuevo mundo hacia el que nos dirigimos.

Esa estrategia aún en proceso, en cuanto a su dinámica actual, está directamente relacionada con el punto desde donde se partió. La prioridad en varios aspectos todavía apunta a reconstruir lo que la debacle interna del 2001 destruyó. Una de esas cuestiones es hasta dónde caló en nuestros modos de producción la política del neocolonialismo financiero surgida del Consenso de Washington, y cómo avanzar hacia modalidades de autonomía similares a las que existen en otros países del mundo, sobre todo en los países similares al nuestro en extensión y producción, como Australia y Canadá, y en cuanto al despegue industrial del Este Asiático donde diversos estados construyeron capacidades propias, como Corea, China, Singapur o Malasia.

Hoy resulta claro que es el Estado y no las leyes del mercado quien debe hacerse cargo de construir la estructura que le permita a la Argentina insertarse en el mundo de manera equilibrada y ventajosa, en lugar de abrir indiscriminadamente, privatizar y desregular nuestra economía. Luego de años de aperturismo salvaje, las elites dominantes consiguieron destruir buena parte de las capacidades que supusieron la creación de YPF y sus laboratorios de investigación, o nuestra capacidad en ingeniería que dio origen a Aerolíneas Argentinas, exactamente a la inversa de lo que se hizo en el Sudeste asiático. Ese modelo ni siquiera adoptó las previsiones que sí aplicó el Brasil, permitiendo el cultivo de soja transgénica pero bajo el

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control de un equipo estatal de investigación y desarrollo que transfirió conocimientos al aparato productivo, algo que Monsanto jamás iría a realizar sin aplicar el cobro de patentes.

Argentina exporta 2 mil dólares per cápita, un tercio de lo que venden esos países de crecimiento rápido, que alcanzaron los 6 mil dólares por habitante. Pero no es posible cultivar tres veces más soja que la actual, y menos aún pensar que un monocultivo concentrado en pocas manos puede resultar una palanca para el desarrollo. La Argentina debe aprovechar la renta agrícola, que se expandió enormemente con los aumentos de precios internacionales, resolviendo el “enigma histórico” de cómo lograr que esos ingresos sirvan para diversificar nuestra estructura productiva en lugar de ir a parar a pocos y amplios bolsillos.

No hace falta obsesionarse con a soja, con los cereales o la carne. Centrase sólo en los productos de la Pampa Húmeda es una excresencia más de la colonización cultural que hemos padecido. Hoy existen alternativas muy amplias en diversos rubros. Por ejemplo con la producción de alimentos de alto valor agregado nacional aprovechando el boom mundial de los edulcorantes no calóricos naturales de la stevia –que además es una planta autóctona del nordeste argentino– o analizar la viabilidad de una industria de biocombustibles que no compita con el área dedicada a cereales y oleaginosas. El mundo camina hacia una crisis energética, y existen numerosas variedades oleaginosas de zonas semidesérticas que se podrían aplicar en los dos tercios aún sin cultivar de nuestro territorio. El tártago y la jatrofa no requieren las mismas condiciones que el trigo o la soja. El algodón incipiente elaborado en el Chaco es otra muestra de que podemos competir en precios incluso con potencias mundiales como China o India. Pero para ello hace falta investigar, experimentar y sobre todo apropiar con sentido nacional el producido final. Este dato no es menor, porque se están dando casos de espionaje productivo e industrial en nuestro país que buscan adelantarse en varios de estos rubros, expropiándolos una vez más como palancas de un desarrollo equilibrado.

Nuestra renta agrícola es en promedio de 10 mil millones de dólares al año. Gran parte de esos recursos se deberían invertir en investigación y desarrollo, porque para crecer utilizando como motor los recursos naturales, o entes biológicos, es necesario un modelo particular de organización. La sustentabilidad de cada recurso exige definir un límite de

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carga territorial del propio recurso, y un ejemplo claro surge cuando se verifica que para plantar soja se talan bosques –en algunos casos generando peligro de desertificación posterior– y se afecta la biodiversidad del territorio. La producción de los recursos naturales es de carácter probabilístico, otorgado por la genética y la biología, algo que la tecnología extranjera no resuelve, por lo que se requiere investigación y desarrollo a nivel local de manera urgente. No se trata de dejar de hacer soja, sino de realizar investigaciones para que hacerlo resulte sostenible y no afecte al resto de las producciones. El recurso tierra, en cuanto a su extensión y uso, es finito. Debe por tanto ser tratado como un activo al que hay que administrar con cautela y mucha inteligencia, algo que jamás ha sucedido en las últimas décadas en nuestro país, ya que no figura ni ha figurado en las agendas de las elites.

Nuestro problema es cómo transformar al agro en un sector que brinde empleo a un tercio de los argentinos. Las ventajas comparativas, como iniciación de una buena inserción internacional y de aprendizaje doméstico, deben servir para generar industria farmacéutica, de alimentos, química o metalmecánica. Incluso en la cadena de valor de la soja, además del conocimiento propio del rubro en cuanto a cultivos, se debería incluir el desarrollo industrial de derivados, que a la vez impulsaría industria metalmecánica, equipos, insumos intermedios y repuestos.

Incluso para utilizar agroquímicos, es necesario desarrollar tecnología nacional acorde con nuestros intereses, así como plantas elaboradoras de fertilizantes y medicamentos para la producción animal. Además, el aparato productivo tiende a diversificarse por sí sólo a través de inversiones privadas, como sucedió con la producción de maquinaria para siembra directa o para la cosecha del té, que hoy se exporta. Los recursos naturales son en sí mismos una ventaja comparativa, pero las políticas nacionales no se pueden agotar en ese punto.

Japón por ejemplo –aun sin ventajas comparativas– desarrolló su industria de avanzada en base a una ventaja tecnológica competitiva. Ese país directamente inventó sus ventajas, al decidir en los años ’40 no seguir los dictados del Consenso de Washington. Hoy es uno de los mayores fabricantes de autos y motos, y para eso, el Estado cumplió un papel fundamental. También en Corea se subsidió a Hyundai, LG y Daewo, entre otras empresas, monitoreando el cumplimiento de metas y encarcelando a

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los empresarios que incumplían con ellas. Es cierto que Corea intentó desarrollar su industria naval y no lo consiguió, pero una sola de las demás empresas que logró el éxito sirvió para cubrir los gastos de ese fracaso. Hoy ya resulta directamente indiscutible la conveniencia de aplicar políticas de promoción por parte del Estado.

Durante los últimos años, el aumento de tierras destinadas a la agricultura ha generado un record tras otro en la producción mundial de cereales, creciendo mucho más que la demanda de alimentos. Sin embargo, la FAO señala que el año 2011 se inició con más de mil millones de personas padeciendo hambre en el globo, cifra que también año tras año va en aumento. Se producen más alimentos pero aumenta el número de hambrientos, porque esa producción ha caído en las redes de la especulación financiera, que no duda en privilegiar el uso de granos para forrajes o para producción de biocombustibles, antes que para alimentar a los pobres del mundo. Las elites locales son los socios putativos de ese esquema.

No es peyorativo. Este término nace del latín putativus, que describe la unión entre personas que –sin ser consanguíneos– son tenidos por familiares. En lo judicial, se aplica cuando no existe título de propiedad pero el poseedor, por ignorancia o error de hecho, está convencido de que sí existe. En cualquiera de los dos casos, nuestras elites están en mora: no son consanguíneos sino servidores de las transnacionales, y sus títulos sobre un bien de uso como la tierra sólo pueden sostenerse por el sideral atraso de la legislación argentina respecto de las vigentes en los demás “países civilizados” del mundo.

Si sólo nos remitimos a las exportaciones tradicionales, democratizar el sector agropecuario implicará también abrir nuevos mercados. Los levantamientos de Egipto, Libia y Túnez, así como muchos otros de menor impacto mediático ocurridos en los últimos años, tienen como una de sus principales causas la crisis global de los alimentos. Cerca del 40% de los egipcios se encuentra por debajo del umbral de pobreza, mientras la inflación en los precios de alimentos en ese país promedia un 17% anual. En los países más pobres, la FAO calcula que entre un 60% y un 80% de los ingresos –dependiendo de cada país– se destinan a comprar alimentos, en contraposición a lo que sucede en los países más ricos, donde se utiliza para tal fin entre el 10% y el 20% de los ingresos.

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Una verdadera tiranía alimentaria a nivel global es generada por la especulación, y su historia es bastante reciente. En 1991, Goldman Sachs decidió convertir a la producción agropecuaria en una excelente inversión financiera. Desde entonces, la comida de cada día en gran parte del mundo debe pagar tributo al mercado. Antes de esa fecha, los alimentos eran considerados como una mala inversión especulativa, por ser perecederos y porque no se podían almacenar hasta que las condiciones del mercado fueran adecuadas para la reventa. Todo cambió con el desarrollo de los ETF (fondos negociables en la bolsa) y otras innovaciones financieras. Detrás de la inflación mundial de los precios en los alimentos, están las trasnacionales de los agronegocios y los mismos bancos, fondos de inversión y especulación financiera que provocaron la crisis de las hipotecas. Los bancos ganan fortunas apostando al precio a futuro de los alimentos, provocando artificialmente su alza y preparando el escenario de una nueva burbuja.

La especulación en productos alimenticios saltó de 13 mil millones de dólares en el año 2003, a 260 mil millones en 2008. O sea que creció 20 veces en cinco años. Consecuentemente, el precio mundial de los alimentos comenzó a subir en similar proporción. Ya para el 2007 el precio del trigo había subido un 80%, el maíz un 90% y el arroz el 320%. Como consecuencia, estallaron disturbios en más de 30 países, y 200 millones de personas ingresaron en la estadística de poblaciones que sufren desnutrición y hambre. Esa cantidad de seres humanos que padecen hambre en el mundo no depende ya de buenas o malas cosechas, ni de las condiciones climáticas, sino de maniobras financieras que especulan con la seguridad alimentaria global. Esas y no otras son las fuerzas amenazadas por el despertar soberano de los países periféricos, que tienden a negociar entre sí a precios justos, libres de especulación y sobre todo por fuera de la fiesta unilateral montada por las elites locales en su asociación con la marea especulativa.

Por eso, una consigna que puede parecer a algunos nostálgica e inviable, la de que el campo regrese a manos de los campesinos, es en realidad una batalla estratégica. Sólo la pequeña y mediana producción consorciada, libre de ataduras especulativas, puede alimentar al mundo y recuperar la biodiversidad perdida por los monocultivos, reducir los niveles de

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contaminación de las aguas, mantener nutridos los suelos y tantos otros beneficios para la humanidad y el planeta.

Parece una tarea ingente, tortuosa y difícil. Pero en realidad ya se ha llevado a cabo en otros países. No es casual el intento de pretender esconder la verdadera historia de Australia y Canadá por parte de la Sociedad Rural. En realidad, para ella y sus socios transnacionales, es una cuestión de supervivencia, porque los países mencionados supieron barrer las estructuras ligadas a un modelo de acumulación atrasado que obstaculizaban el desarrollo.

En el mencionado discurso inaugural de la 124ª Exposición de Ganadería, Agricultura e Industria, Hugo Biolcati –presidente de la Sociedad Rural– demostró su calidad de promotor de una Argentina dependiente, al señalar que “hace 100 años, el debate era si debíamos ser como los grandes países de Europa o como Estados Unidos. [...] En el centenario éramos el granero del mundo y una de las naciones más prósperas del planeta. En el bicentenario somos un país vapuleado por la corrupción, la imprevisión, la exclusión y la pobreza”. Este verdadero mito agrario, desde el inicio del conflicto por la Resolución 125, ha vuelto a surgir con fuerza en la política nacional, proponiéndose como objetivo a lograr para ganar apoyo en las clases medias. Ocultando las leyes que originaron el verdadero desarrollo socioeconómico de las naciones industrializadas, Biolcati hace mención de Estados Unidos, los “grandes países europeos”, junto con Canadá y Australia para sostener su propuesta de revivir la “Argentina granero del mundo”.

Pero resulta que esos países, por entonces potencias agroexportadoras, no se desviaron de tales modelos de acumulación sino que los profundizaron. Un brevísimo repaso a la historia de Australia ayuda a conocer sus grandes encrucijadas y definiciones, similares a los enfrentamientos que hoy se viven en la Argentina. Australia, un conjunto de colonias desorganizadas y desvinculadas entre sí, regidas por un sistema económico arcaico y funcional a las necesidades laneras de la industria textil británica, fue insertada en la división internacional del trabajo durante la segunda mitad del Siglo XIX. El crecimiento productivo hizo que las colonias australianas pasaran de ser depósitos de convictos y del excedente poblacional británico e irlandés, como mano de obra barata para el principal proveedor de lana del imperio. Los sectores dominantes ligados a la exportación de lana, los

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squatters australianos, operaban –de la misma manera que la oligarquía agropecuaria argentina– bajo un modelo netamente agroexportador. Al igual que en nuestro país, ese modelo de acumulación se interrumpió transitoriamente entre 1930 y 1955. Pero mientras que en la Argentina logró reimponerse mediante el golpe de la Revolución Libertadora de 1955, para proseguir después casi invariablemente hasta diciembre de 2001, no ocurría lo mismo con la oligarquía pastoril australiana.

En la isla-continente, una serie de factores internos y externos convergieron para torcer definitivamente el rumbo en favor de un desarrollo diversificado y moderno, democrático e industrial. El sistema dominante de uso y tenencia de la tierra que había regido durante la primera mitad del siglo XIX comenzó a declinar a partir de 1840, gracias a la lenta pero progresiva ejecución de profundas transformaciones políticas, sociales y económicas. En una primera etapa se produjo la democratización e industrialización de la agricultura, lo cual derivó en una profunda reforma agraria. Finalmente, se produjo la federación de las seis colonias australianas.

Philip McMichael, sociólogo e historiador australiano y autor del libro “Colonos y Cuestión Agraria en Australia” publicado en 1984, señala que el sistema pastoril de acumulación precapitalista, al monopolizar las tierras viejas y nuevas, frenaba la aparición de un capitalismo dinámico y progresivo, y por tanto el desarrollo del mercado interno y la mejora en las condiciones materiales de la mayoría de la población. El avance de las clases y sectores emergentes, impulsados por la crisis internacional de la lana, el auge minero y el fin de la mano de obra rural semiesclava que brindaban los convictos en la colonia, permitió aglutinar un frente social amplio que incluyó a las burguesías comerciales de las grandes ciudades, miles de nuevos inmigrantes, obreros, profesionales y técnicos, mineros y pequeños agricultores. Ese frente logró romper la colonización cultural que proponían los sectores de la aristocracia lanera, que planteaban convertir al campo australiano en el “ovejero del mundo”.

Biolcati jamás mencionará esa gesta que derrotó al “campo” y generó un orden social superador, incluyente, moderno y democrático. La gran renta lanera se utilizó para otros fines. Australia no dejó de criar ovejas. Es más, incrementó su producción pero a la vez incorporó nuevas áreas agropecuarias, y sus excedentes se volcaron a la transformación del país.

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Ninguno de los augurios de decadencia que surgirían por abandonar el modelo anterior se cumplió. Hoy Australia es uno de los principales proveedores de China, pero no solo de commodities, y además es el principal socio de ese país asiático en el desarrollo de nuevas tecnologías de todo tipo. La mayoría de los becarios universitarios en China es de origen australiano.

Cada vez resulta más claro que para la Sociedad Rural y sus socios es una cuestión de supervivencia esconder la verdadera historia de países como Australia, Canadá o los propios Estados Unidos y sus farmers. El tránsito hacia la modernización económica y la progresividad social se dio en esos países porque –cada uno a su modo, pero todos en el período comprendido entre mediados y fines del siglo XIX– supieron reformular las estructuras socioeconómicas y políticas ligadas a un modelo de acumulación atrasado, que obstaculizaba el desarrollo económico. No existe mejor prueba de esta afirmación que el hecho de que las naciones supuestamente emblemáticas para la oligarquía argentina, no tienen en la actualidad sociedades rurales.

Philip McMichael, nacido en Adelaida, capital del Estado de Australia del Sur, es profesor de Sociología del Desarrollo en la Universidad de Cornell, Estados Unidos. Dedicado a investigar la cuestión agraria, los sistemas alimentarios globales y su relación con el capitalismo internacional, que lo han llevado a ser consultor de la FAO, conoce perfectamente el caso argentino. En un artículo publicado durante el conflicto por la Resolución 125, señaló que desde 2007 varios países como India, Pakistán, Ucrania y China –no sólo la Argentina– ejecutaron políticas de freno a la inflación global de alimentos a través de la imposición de derechos a la exportación de granos. Y aseveró que aplicar durante las crisis inflacionarias restricciones a las exportaciones de granos, ya sea con mayores impuestos o con la limitación en el volumen de envíos permitidos, fue importante como mecanismo para la provisión segura y barata de alimentos para la propia población local.

Pero también resaltó que esta materia no debe basarse sólo en términos de eficiencia, puesto que no pasan por allí las cuestiones verdaderamente en juego. Y planteó que las restricciones a las exportaciones reducen la disponibilidad mundial de alimentos, con el consiguiente impacto en los programas de ayuda alimentaria, razón por la cual estas medidas deben ser consideradas como temporales. Contrarrestar la crisis con medidas

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nacionalistas puede resolver el problema momentáneamente, aseguró, pero sólo romper la “domesticación” de la agricultura podrá enfrentar un sistema mundial que tiende progresivamente a alimentar a consumidores con recursos, y no a simples ciudadanos.

Si bien los precios de los alimentos llegaron a su pico en 2008 y desde entonces han disminuido relativamente, en algunas regiones y países de la periferia más atrasada, como en algunas zonas del África, los precios se han mantenido altos. Más allá del proceso inflacionario de 2007-2008, la crisis alimentaria global es una crisis estructural endémica del capitalismo en su actual estadio.

Según McMichael, las alternativas de solución no resultarán fáciles debido al modelo financiero al que se está llevando a las economías de los países productores, que convierte a la agricultura en un activo para la especulación. Ya vimos que la desregulación y el caos financiero internacional fueron las causas estructurales de la inflación en los precios internacionales de los alimentos. Mientras la raíz de la crisis financiera no sea resuelta, permanecerán los potenciales perjuicios sobre el sector agrario. La crisis alimentaria revela la importancia política y económica que la agricultura representa hoy como espacio ilimitado para la inversión.

Por otro lado, la expansión de las políticas económicas privatizadoras en el sector agrícola a nivel mundial, generan conflictos sociales y económicos vinculados con los alimentos en buena parte de la periferia, a lo cual se suma un fenómeno nunca antes registrado, que es el incremento en los precios de los alimentos y los precios de la energía al mismo tiempo.

Los precios de los alimentos seguirán altos mientras el sistema alimentario global continúe siendo monopolizado por financistas y corporaciones que deciden dónde invertir, sea en biocombustibles, software o agricultura, con el agravante de que han incluido en su accionar la aplicación de tecnología transgénica desregulada. Esto ha colocado al pequeño productor como un eslabón más de la cadena de valor, lo cual resulta nefasto porque implica la ampliación del mercado para productos como fertilizantes y pesticidas, semillas y alimentos para un tercio de los consumidores a nivel mundial, que ya no podrán adquirir productos alimentarios comercializados de manera tradicional.

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China, Japón y Corea del Sur aplicaron diversos mecanismos de prevención contra la inflación de alimentos en sus mercados internos, además de intentar producir gran parte de sus recursos alimentarios y mantener una reserva nacional de granos. Desde un punto de vista transformador, esos países son un ejemplo del valor que posee el manejo nacional de la agricultura. Esas reservas nacionales de granos, también conocidas como Reserva Nacional de Alimentos (RNA) –tal como sucede con el Sistema Nacional de Reserva de Granos de la India– son utilizadas para controlar la exportación de granos o alimentos, además de servir como instrumento para la protección de los consumidores locales, dotando de estabilidad al mercado interno. Este modelo beneficia a los pequeños y medianos agricultores no vinculados a las grandes corporaciones de los agronegocios, y constituye un mecanismo estratégico para impedir la conversión de los alimentos en simples commodities o como canal de especulación.

La cuestión es muy sencilla, la vestimenta, las computadoras y otros productos pueden ser comercializados en los mercados globales al mejor postor, pero con los alimentos no puede suceder lo mismo porque constituyen un elemento estratégico de estabilidad interna, de reposición de fuerza de trabajo y de inclusión social. Para que el campo se transforme en motor de la economía, será necesario –más temprano que tarde– aplicar mecanismos similares a los utilizados por otros países que lograron romper el sometimiento a un modelo agroexportador sin valor agregado, de propiedad concentrada y dirigido por elites aliadas a intereses foráneos.

No se trata de aplicar, como ya comienzan a plantear los voceros de la dependencia, “mecanismos cuasi comunistas”. Simplemente es necesario estudiar y aplicar con sentido local las mismas premisas que en su momento llevaron adelante países tan poco sovietizados como Australia, Canadá o Estados Unidos, aprovechando en beneficio propio las condiciones favorables que se dieron en el orden internacional. En ninguno de esos casos las elites locales figuraron como protagonistas del cambio. Muy por el contrario, estuvieron invariablemente en la vereda de enfrente e incluso tomaron las armas para defender sus prebendas, como ocurrió en la Guerra de Secesión estadounidense.

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EVASIÓN, LUCRO DESMEDIDO Y CONTROLES

Ya nos ocupamos del monopolio de la tierra. Ahora ocupémonos de la concentración oligopólica de lo que ésta produce. El diario La Nación el 22 de marzo del 2011, bajo el título “Preocupa la nueva ofensiva de la AFIP contra las cerealeras” anunciaba que la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP) había suspendido el día anterior y por dos meses el Registro Fiscal de Operadores de Granos (RFOG) a las empresas Louis Dreyfus, Bunge y Oleaginosa Moreno, acusándolas de triangular compras de granos y operar a través de paraísos fiscales.

La sanción se conoció tres semanas después de que el organismo aplicara una sanción similar a las exportadoras Cargill, ADM y Alfred Toepfer, y un mes después de que se suspendiera a Nidera por diferencias de impuestos a favor del fisco, y a pocos días de que se intimara a los productores para que informaran con 48 horas de anticipación la fecha de la cosecha de soja.

Entre las firmas sancionadas, la norteamericana Cargill –la más conocida–lidera las exportaciones de granos argentinos y tiene bajo su control una enorme red de acopiadoras en toda la pampa húmeda, con las que atiende sus contratos con el exterior y sus plantas procesadoras. Posee también instalaciones propias en el puerto San Martín, aledaño a Rosario.

Otras dos firmas, menos conocidas, pertenecen también al reducido grupo de transnacionales que controlan el negocio mundial de granos. ADM, empresa estadounidense radicada en Illinois desde donde surgió como Archer Daniels Midland Co, maneja operaciones globales cercanas a los 50 mil millones de dólares, aproximadamente la mitad de lo que factura su rival Cargill. En la Argentina, ADM concentra su negocio en la exportación de granos, pero se especializa a nivel mundial en la molienda de oleaginosas y maíz para la producción de aceites.

Con una capacidad de molienda superior a las 130 mil toneladas por día, se ubica como uno de los principales procesadores de soja del mundo. En los últimos años se expandió fuertemente hacia la producción de biodiesel y etanol. Cuenta con una red global de 500 centros de acopio y 250 plantas de molienda, 20 de ellas instaladas en China. El inicio de sus negocios en Argentina coincidió con la salida de Continental Cereales, cuyos activos fueron adquiridos por Cargill.

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La empresa Alfred Toepfer International nació en Hamburgo, Alemania, pero fue cambiando de manos hasta su actual composición, por la cual un 25 % es controlado por un grupo de cooperativas agrícolas estadounidenses y europeas, mientras que el paquete de control de 75 % está en manos de la mencionada ADM.

Nada se dice en la referida nota de La Nación sobre la modalidad de la investigación, su metodología o certeza. Simplemente se alega que todo se trata de “una aberración, un castigo a las exportadoras dado que el titular de la AFIP, Ricardo Echegaray, quedó con bronca (sic) porque en los dos ciclos pasados las empresas no tributaron el monto de Ganancias que él esperaba”. E inmediatamente, una confesión de parte que sorprende: “Incluso en 2009 algunas declararon ganancias cero, debido a los efectos del aumento de retenciones de 2008 y la crisis internacional".

A pesar de que se confesaba que “los exportadores no respondieron a las consultas de La Nación” la nota –en un método habitual que ha sido motivo de chanzas en los medios afines al gobierno– recurría a innominadas y nada sectorizadas fuentes del agro que “interpretaron a la medida como vinculada con el intento que hizo el año pasado Echegaray de pretender cobrarles más anticipos de Ganancias a los empresas cerealeras, muchas de ellas hoy suspendidas porque se negaron a pagar”.

Abundando en el tema, y siempre a partir de difusas fuentes, La Nación agregaba que “la expulsión del registro responde a una cruzada oficial contra el campo. Es claro que es un operativo de persecución contra el sector. Primero, fueron los allanamientos a empresas, en 2010; luego, la carta para intimar a los productores a informar las fechas de cosecha, y después los allanamientos y las suspensiones, luego de que la Presidenta acusara al sector de evadir. Está todo vinculado".

Después de todo este bombardeo apocalíptico, la propia columna de La Nación reconocía que “a la hora de analizar las consecuencias de la suspensión del registro, las opiniones coinciden en que, si bien la medida no genera efectos concretos graves en el mercado granario (SIC), sí habrá complicaciones para operar”.

Estar incluido en el registro no es obligatorio, pero el exportador suspendido pierde algunos beneficios, como poder compensar los créditos fiscales que tiene con la AFIP, y también enfrenta dificultades para obtener

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cartas de porte y formularios 1116 para compra de granos. Esa medida en general afecta a exportadores y productores que realizan operaciones de compraventa directa. Una suspensión no constituye una expulsión, sino una advertencia para que la empresa investigada se ponga al día. Medida que además se puede apelar con fundamentación técnica, algo que no se verificó en ningún caso. La expulsión ocurre solamente por reiteración de la actitud evasora, y entonces sí se podría llegar a la exclusión del registro, lo que –de suceder– afectaría las retenciones de impuestos y generaría costos enormes para operar.

Los empresarios del sector aprovecharon la nota de La Nación para lanzar una velada amenaza. Otra vez sin nombrar fuente, se agrega un comentario acerca de que “si la suspensión se prolonga, podría tener efectos más fuertes para los productores, si esto sigue o se expulsa a las empresas, no sería descabellado pensar que las exportadoras trasladen sus mayores costos a los productores porque, después de todo, las sancionadas manejan el 85% de la demanda". Más que velada amenaza, es un desembozado chantaje.

Las causas de las suspensiones aplicadas a Dreyfus, Bunge, Moreno, Cargill, ADM y Alfred Toepfer se debieron a que el Estado detectó importantes operaciones de triangulación para evadir el pago de Ganancias, y en el caso de Bunge se la acusó además de utilizar facturas apócrifas. Dichas triangulaciones se realizaban vía Uruguay, Suiza y Singapur.

Desde el sector, acusaron a la AFIP de desconocer la operatoria legal porque supuestamente existen regulaciones, como los precios de transferencia, que impiden trasladar los granos de un país a otro sin controles. Por otro lado, argumentaron que hay empresas que, si bien tienen filiales en países vecinos y exportan a través de ellos, consolidan Ganancias en la Argentina, con lo cual la exportación en otro país tiene efecto neutro. Pero desde la AFIP el punto de vista es bastante diferente.

Las mencionadas multinacionales de cereales fueron sancionadas bajo el cargo de “triangulaciones nocivas, utilización de paraísos fiscales y maniobras financieras con el exterior” en las operaciones de exportaciones de granos que realizan desde la Argentina. Fuentes del organismo aseguran que estas sanciones no estaban relacionadas con los 117 allanamientos simultáneos realizados en oficinas pertenecientes o supuestamente

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vinculadas con cerealeras exportadoras, que en realidad fueron efecto y no causa. En cambio, las sanciones sí estaban relacionadas con la denuncia que había presentado el titular de la AFIP, Ricardo Echegaray, en noviembre del 2010 ante la Comisión de Agricultura de la Cámara de Diputados.

En esa oportunidad, Echegaray presentó un informe sobre “Evasión de grandes grupos concentrados” en el sector agropecuario, denunciando como metodología la intermediación o tercerización de las operaciones de exportación a través de paraísos fiscales, o de países sin convenio de intercambio de información con Argentina. El propósito de estos pases de productos –antes de llegar a su destino final– es la subfacturación de la exportación cuando sale de Argentina, para evadir las cargas tributarias correspondientes. Pero además, según la investigación de la AFIP, los fondos así evadidos –cuya diferencia termina cobrándose en el exterior sin tributar– regresan al país provenientes de paraísos fiscales o jurisdicciones con escaso control, lo cual constituye una maniobras financiera dolosa. Y que además les otorga enormes ventajas para vapulear a cualquier competidor nacional con menos espalda financiera.

Las principales plazas en las que se detectaron maniobras de triangulación fueron Uruguay, Suiza y Singapur. Al primer destino se facturaron en 2009 más de 8.800 millones de dólares en cereales, de los que apenas habrían quedado 2.000 millones en Uruguay como destino final. A Suiza, sobre 4.328 millones sólo estaban destinados a ese país productos por 1.518 millones. El caso de Singapur fue todavía más escandaloso, se facturaron 1.101 millones pero sólo 43 millones eran para ser consumidos o utilizados en ese país.

Ya en noviembre del 2010 la AFIP señalaba cursos de investigación a cinco contribuyentes globales que operan en Argentina bajo la figura de filiales o sucursales de empresas de capital holandés, estadounidense (en dos casos), alemán y argentino (pero con sede central en el exterior y operaciones a nivel mundial). Una de las firmas de capital estadounidense, y la de capitales argentinos, operaban a través de sucursales en Uruguay, hacia donde facturaban cereales cuyo destino final era China y España. La otra estadounidense y la alemana triangulaban a través de sus propias casas matrices. Curiosamente, la firma alemana le facturaba a ese país mercadería, cuyo destino final eran Brasil y Chile. La diferencia entre el

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precio facturado entre la primera y la segunda venta se denomina maniobra de triangulación y define el monto de evasión.

Además de los operativos de la AFIP, la Justicia Federal de Córdoba ordenó ocho detenciones en una megacausa por evasión en la comercialización de granos. Esos pedidos de prisión se sumaron a otros ocho librados anteriormente en la misma causa, que alcanzaron a profesionales (contadores y abogados), productores y acopiadores que habrían montado una llamativa red de empresas fantasma para adquirir, acondicionar, transportar y vender soja y maíz al mercado interno y al exterior, sin declararlo. El ocultamiento al fisco involucraba, según lo verificado hasta esa etapa del proceso, operaciones por 650 mil toneladas de granos valuadas en 430 millones de pesos.

La investigación, a cargo del juzgado federal de Villa María, se inició a mediados de 2009 a partir de las pruebas aportadas por la delegación regional Río Cuarto de la AFIP. A través de distintos procedimientos, esa dependencia judicial logró detectar importantes operaciones realizadas a nombre de empresas fantasma, cuyos directorios estaban compuestos por personas patrimonialmente insolventes. Las operaciones de compraventa de granos se realizaban clandestinamente, ocultando ante el fisco la real identidad de los verdaderos operadores, productores, acopiadores, comercializadores y exportadores.

Muchas de las operaciones detectadas estaban relacionadas entre sí, llevando a los investigadores a determinar que constituía un verdadero grupo económico con ramificaciones en el centro y sur de Córdoba, dedicado a la producción y comercialización de soja, maíz y otros rubros afines, con plantas de acopio y procesamiento de granos, granjas destinadas a cría de aves, una flota de 70 camiones destinados a logística de cabotaje y de traslado de productos a Chile, además de autos importados para uso personal de los empresarios a cargo de las maniobras. Todos estos bienes figuraban registrados a nombre de empresas fantasma.

Ya en el 2009 el juez federal de Villa María Mario Garzón, basado en estas evidencias, ordenó una serie de allanamientos en estudios profesionales de contadores, así como oficinas y domicilios pertenecientes a empresarios ligados a la operatoria. Tras el secuestro y análisis de un centenar de cajas de documentación probatoria de los hechos investigados, el juez ordenó

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ocho detenciones, de las cuales se hicieron efectivas cinco en septiembre de 2010.

Se pudo establecer la participación de un importante grupo de empresas y profesionales cuya base de operaciones era la zona centro y sur de Córdoba y con extensiones en Mendoza, desde donde se concretaban las exportaciones hacia Chile, evaluando la comercialización en 650 mil toneladas de soja y maíz a través de mecanismos irregulares, por un valor de 430 millones de pesos. La operatoria también descubrió ramificaciones en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y las provincias de Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos, Salta, Chaco, Tucumán, Santiago del Estero, San Luis y La Pampa.

El régimen penal tributario impone penas desde tres años y seis meses hasta diez años a quien “formare parte de una organización o asociación compuesta por tres o más personas que habitualmente esté destinada a cometer cualquiera de los delitos tipificados en la presente ley”, entre ellos el cohecho y la evasión fiscal.

Poco después se realizaron otros procedimientos que respondían a un mismo patrón evasor que el detectado en el Sur de Córdoba. En la provincia de Salta la Justicia Federal efectuó cinco detenciones de contadores, productores y colaboradores relacionados con la evasión de granos, mediante el uso de “prestanombres” o “firmas truchas” para ocultar operaciones que eran inscriptas a nombre de gente sin capacidad económica, reclutada por los estudios contables.

Dicha maniobra comenzó cuando el sistema de emisión de cartas de porte, documento indispensable para transportar granos, era administrado por la FAA y la Federación de Acopiadores. Los diputados con origen en la FAA, el radical Ulises Forte y el socialista Lisandro Viale, criticaron el informe oficial y acusaron al jefe de la AFIP de perseguir a los pequeños productores. Pero la justicia comprobó que las cartas de porte investigadas involucraban a intermediarios insolventes y a productores agropecuarios ficticios, como así también a firmas fantasma destinatarias de granos, como molinos, aceiteras y exportadoras. La evasión detectada se había originado a partir de la obtención irregular de más de 130.000 cartas de porte, que representaban 3.250.000 toneladas de granos por las cuales no se pagaron IVA ni Ganancias, a pesar de haber generado ventas por $ 2.800 millones.

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Esa investigación se inició a partir de la denuncia espontánea de pequeño productor agropecuario, quien descubrió que se habían comprado 350 cartas de porte a su nombre que no guardaban relación con su capacidad productiva. A partir de febrero de 2009 la AFIP implementó un sistema gratuito de tramitación de ese documento, para evitar que adquiriesen las cartas de porte –en nombre del verdadero productor– intermediarios con documentación adulterada.

Ricardo Echegaray ya había dado detalles ante los diputados sobre las maniobras que utilizan las grandes exportadoras de cereal y soja para eludir el pago de impuestos, advirtiendo además que el 74 % de los trabajadores está en negro en el sector rural, el más alto de todas las actividades económicas del país. Esta cifra supera ampliamente el 59 % informado por el INDEC, basado en encuestas anteriores. En su relato, Echegaray señaló que entre las compañías del sector cuya facturación supera los 100 millones de pesos anuales, había 500 que en el 2008 declararon no tener ganancias. Y aseveró que si todas las cerealeras pagasen lo que les corresponde del Impuesto a las Ganancias, se daría un aumento de este tributo cercano al 300 %. Adelantó también que para esa fecha ya existían más de 200 procesos por causas de evasión en el sector agropecuario.

El titular del ente fiscalizador señaló que se sospecha que más del 50 % de los grupos concentrados (multinacionales) que operan en la Argentina triangulan sus operaciones a través de paraísos fiscales. Y agregó que “sin recaudación no hay Estado, y tampoco habría Asignación Universal por Hijo”.

El titular de la AFIP también habló de la evasión realizada por varias cerealeras entre 2007 y 2008. El Gobierno había aumentado a fines de 2007 la alícuota de las retenciones a la soja del 27 al 35 %. Sin embargo, varias compañías continuaron pagando derechos de exportación a valores desactualizados, lo cual le produjo al fisco una pérdida de 827 millones de dólares en concepto del Impuesto a las Ganancias.

Ante semejante cantidad de operaciones dolosas y tales montos, algunos diputados radicales plantearon que el Estado cerrara los registros de exportación para evitar la evasión. La respuesta del FpV fue que lo que estaba en cuestión era el fraude para evadir impuestos, no los registros de

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exportación, y que no estaban involucrados todos los productores, sino los grandes evasores.

Echegaray también se comprometió a presentar en la Comisión de Agricultura un informe sobre la evasión en la cadena de exportación de carnes y en la comercialización de ganado en negro dentro del país, utilizando maniobras similares a las detectadas en las operaciones con granos.

Los impuestos tienen un importante impacto en la estructura productiva y la distribución del ingreso. Por eso, están íntimamente vinculados con la correlación de fuerzas políticas y económicas entre distintas instancias de la sociedad. Detrás de cada planteo sobre la contracción o el aumento de la carga tributaria así como su composición, existe una visión determinada acerca del rol del Estado y sobre el reparto de las riquezas.

Resulta necesario aplicar una mirada retrospectiva para comprender el trasfondo de esta cuestión. El desarrollo de la capacidad estatal depende de los recursos que provee la recaudación impositiva, y su alcance y estructura condicionan todas las funciones de un gobierno. Desde su génesis, a fines del siglo XIX, las políticas agroexportadoras basaron su financiamiento en el endeudamiento público, principalmente externo, mientras que la recaudación provenía –en su mayor parte– de los impuestos a las importaciones y al consumo interno, que ya en 1910 sumaban el 86,7% de la recaudación total.

Dentro de ese modelo, los derechos aduaneros eran concebidos como un recurso fiscal y no como una política de protección e impulso a las actividades productivas con mayor valor agregado. Esta concepción se reflejó en la sanción de la Ley de Aduanas de 1877, que si bien favoreció el desarrollo de algunos establecimientos fabriles en las décadas de 1880 y 1890, también impuso aranceles a las materias primas industriales que superaran los de los productos terminados, una especie de “proteccionismo inverso”.

La consecuencia de estas políticas fue la imposibilidad de desarrollar el sector industrial de la misma manera en que lo hicieron otras naciones, como Canadá y Australia, cuyo perfil inicial fue también agroexportador. A diferencia de lo que ocurrió en aquellos países, la fuerte concentración de ingresos consolidó en la Argentina una elite de poder que frenó toda

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posibilidad de gravar las ganancias de personas y empresas. En la época del Primer Centenario, la mayor parte de los ingresos por el crecimiento económico no llegaba a la mayoría de la población, porque las magras arcas del Estado dificultaban las inversiones públicas de carácter social y en infraestructura, así como otras funciones inherentes a un Estado moderno, además de estar sumamente concentrados en el gobierno central sin reparto adecuado hacia las provincias.

Mientras se impulsaba una política para favorecer el libre cambio, la recaudación fiscal que provenía de la aduana no se aplicó para expandir el gasto público, la actividad decayó y las contribuciones internas comenzaron a declinar. Bajo un sistema impositivo fuertemente dependiente de las transacciones con el exterior, se debilitó así la posibilidad de desarrollar una política económica soberana.

Ese esquema, como sucedió reiteradamente después, generó condiciones estructurales para las continuas crisis financieras que tuvieron fuerte incidencia sobre el sistema tributario argentino. El primer antecedente se dio 1890, cuando una súbita disminución de la recaudación de los derechos arancelarios forzó la búsqueda de nuevas fuentes de ingreso para atender los reclamos de los acreedores externos. El Gobierno introdujo un impuesto federal sobre numerosos bienes de consumo, extirpándoles fuentes de recursos a las provincias. En 1892 estos impuestos regresivos contribuían sólo con el 4% de los ingresos fiscales, pero hacia 1900 ya explicaban el 24% del total recaudado.

Sólo después de la Primera Guerra Mundial se planteó la necesidad de incrementar los recursos públicos con otro tipo de ingresos, ante la necesidad de reforzar el rol del Estado por las demandas sociales crecientes. Para el Poder Ejecutivo de entonces, el sistema argentino basado en los gravámenes aduaneros era deficiente y dependía en forma exclusiva de los avatares del comercio exterior. Frente a la difícil situación financiera y el creciente déficit público, su objetivo era obtener nuevos recursos fiscales evitando cualquier reducción en las prestaciones sociales por parte del Estado. En 1919, el presidente Hipólito Yrigoyen presentó en el Congreso un proyecto de ley de impuesto a los réditos. Jamás logró su aprobación.

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La abrupta caída del comercio internacional causada por la crisis mundial de los años ’30, y su consecuente contracción de ingresos públicos, puso en juego la subsistencia del Estado. Algo semejante a lo que ocurrió antes de la caída de la convertibilidad. En 1932, ya defenestrado Yrigoyen por el golpe de Uriburu, se sancionó finalmente una ley de impuesto a los réditos, en base a un proyecto redactado por Raúl Prebisch cimentado en una legislación australiana de 1915. Su sanción produjo múltiples protestas de instituciones corporativas empresariales y se tradujo en altos montos de evasión.

En 1935 se acordó el reparto de la recaudación de impuestos con las provincias bajo un régimen de coparticipación. Era el primer intento, aunque todavía poco exitoso, de utilizar el sistema tributario como mecanismo de redistribución a nivel regional.

Durante los primeros gobiernos de Perón se establecieron varias reformas, que ampliaron la base del Impuesto a los Réditos y crearon un tributo a los beneficios eventuales Estos gravámenes se unificaron después en el Impuesto a las Ganancias, paso de suma importancia para esa época, por su impacto en los ingresos del Estado destinados a políticas sociales. Poco hay de nuevo bajo el sol. Esto además constituyó la puesta en marcha de un sistema previsional, el que fuera después entregado a las AFJP, un buen negocio –sólo para las entidades financieras involucradas– que hace poco volvió a recuperarse para las finanzas públicas.

Los desbordes inflacionarios, las dificultades para recaudar el impuesto a las rentas y la injerencia de intereses poderosos, restringieron la eficacia de los tributos directos. La política monetarista supuso un nuevo retroceso en la modernización del sistema tributario argentino. La imposición sobre los ingresos perdió participación a costa del incremento de los gravámenes sobre el consumo y las ventas, apoyado en argumentos sobre la necesidad de estimular el ahorro para financiar la inversión y obtener así un crecimiento económico que luego se derramaría hacia los sectores carenciados de la población, algo que –como sabemos– jamás ocurrió.

Como consecuencia, ya durante el período 1975-90 el Impuesto a las Ganancias sólo proveía una paupérrima recaudación anual, equivalente a apenas 1 punto del PBI, mientras que en 1952 había alcanzado 4,2 puntos. Actualmente, el sistema tributario vigente en la Argentina todavía

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mantiene esa composición regresiva. Según cifras del 2009 los gravámenes al consumo representan el 35% de la recaudación –dentro de ellos el IVA, con el 80%– mientras que los impuestos sobre las ganancias suman sólo el 18 % y constituyen apenas un 5% del PBI, mientras que entre los países de la OCDE promedia un 12,5 por ciento. Fundada en 1961, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico agrupa a 34 países miembros comprometidos con la democracia, y constituye un foro donde los gobiernos pueden comparar sus experiencias, buscar respuestas a problemas comunes, identificar las mejores prácticas y trabajar para coordinar políticas económicas y sociales, tanto a nivel nacional como internacional.

Este atraso comparativo pone en jaque los argumentos de quienes pretenden seguir sosteniendo un esquema tributario tan regresivo como el aplicado en nuestro país, y plantea la necesidad ineludible de incrementar la eficacia del control fiscal, modificando la estructura interna de la recaudación con el objetivo de volverla más progresiva. Si se utiliza precisamente los ejemplos de otros países de la OCDE, esto puede lograrse aumentando el peso de los impuestos directos, disminuyendo nuestro IVA que es uno de los más altos del mundo, suprimiendo el distorsivo impuesto al cheque e incluyendo la tributación de la renta financiera. Como señalara la revista francesa Alternatives Economiques de mayo 2010, a propósito de la creciente desigualdad de ingresos en Francia que ahora hizo eclosión, “cuanto mayor es esa desigualdad, más se justifica la redistribución por el sistema impositivo”.

Los arquetipos tributarios mencionados dan cuenta del origen de la especialización agraria en nuestro país. Algunos sostienen que esa especialización surgió debido a una mayor productividad del agro respecto del resto de las actividades, mientras otros investigadores definen su origen en que había más tierra que seres humanos. Son explicaciones parciales, que no resultan contradictorias ni excluyentes entre sí, pero que no incorporan un tercer elemento que es el movimiento internacional de capitales desde el centro hacia la periferia, que se verifica desde hace tres siglos. Esa impronta definió de manera brutal la actual división internacional del trabajo, en forma pacífica sólo en contadas oportunidades.

Pero esta realidad puede llevar a creer que son los precios internacionales los que determinan el ingreso nacional, cuando en realidad nuestra falla

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evolutiva hacia un estadio superior surgió de la combinación entre una falta de claridad en cuanto a los objetivos de largo plazo del movimiento nacional, junto al peso muerto de los resabios de la vieja superestructura.

Esta realidad es la que se reprodujo una y otra vez hasta la actualidad, y que de alguna manera fue revitalizada por el lock-out del 2008 (según el diccionario económico, cierre o paro patronal conocido por su nombre inglés que quiere decir literalmente “cerrar y dejar fuera”, como medida de acción directa que consiste en la paralización total o parcial de las actividades de una o varias actividades económicas, por decisión del empresario o patrón). Pero a pesar de los argumentos cruzados, ese lock-out no constituye más que la repetición de una situación vivida muchas veces ante cualquier intento de tornar más civilizada la política tributaria argentina, y que se apoya en una especie de “destino natural” al que estaríamos condenados por una especialización agropecuaria que, si el violada, nos enviaría al peor de los infiernos.

A ese modelo, en realidad, lo único que le interesa es el valor de cambio, jamás el valor de uso. Pero en un mundo con marcadas diferencias salariales –muy bajos en la periferia y muy altos en el centro– y con una tasa de ganancia que tiende a igualarse a la escala internacional, la palanca política para impulsar el desarrollo es precisamente el salario. En consecuencia, la especialización de un país como la Argentina debe resultar de la decisión nacional de pagar altos salarios y estar en función de elevar el poder de compra de los salarios, jamás el de las ganancias desmedidas e injustas de un sector.

Otro mito que hay que romper es que la transferencia de recursos desde la agricultura hacia la industria se debe impulsar porque la agricultura es atrasada y la industria avanzada. De hecho, la Argentina tiene una agricultura muy adelantada respecto de su sector manufacturero. Esta decisión obedece en cambio a que la gama de bienes industriales es más extensa que aquella proporcionada por el agro. La industrialización no es la condición estructural del desarrollo, es el síndrome.

No es que la agricultura sea atrasada por lo que cada vez significa menos como porcentaje del PBI. Al contrario, se debe a que es relativamente más productiva en relación con la escala de las necesidades internas. Nuestro desarrollo supone entonces no una simple propuesta de industrialización,

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sino y en primer lugar una elevación de la productividad agrícola, que evidentemente ya se cumplió largamente en la agricultura argentina. Ese es el recurso para que todos los intereses sectoriales resulten equilibrados por el interés nacional, que en esta etapa pasa por avanzar decisivamente en la sustitución de importaciones, completar el ciclo de la industria pesada y generar una economía autónoma. En este marco, el esquema de retenciones móviles a las exportaciones no significó un desgaste en polémicas inconducentes, sino simplemente un tropiezo en el camino hacia el desarrollo equilibrado.

El motor de nuestra economía es el de los precios internacionales de alimentos, como en los países petroleros es el hidrocarburo, o en otros el recurso minero. Según los cálculos de la Organización de las de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) desde 1990 estos precios vienen superando año tras año su máximo nivel histórico. Para los países industrializados de Europa, la dinámica alcista es perjudicial y buscan limitarla en ámbitos como el G-20. En cambio, para países productores de alimentos menos desarrollados, como la Argentina, esto permite mejorar los términos del intercambio y obtener recursos genuinos y estables para intentar el camino del desarrollo equitativo y con equilibrio.

Pero por detrás del fenómeno aparecen los apetitos del sistema financiero global, lanzado a la búsqueda de mejores rendimientos que los ofrecidos por los bonos estadounidenses. Como ya mencionamos, los volúmenes comercializados atrajeron por primera vez la mirada de las bolsas especulativas de todo el mundo, apretadas además por la carencia de espacios alternativos hacia las cuales dirigir su liquidez.

El queso es voluminoso. Según datos de la OCDE, el precio de los alimentos se encuentra en su máximo nivel de los últimos treinta años, sólo superado por la marca de 1973 durante la crisis internacional del petróleo. El índice que calcula la FAO muestra relativa estabilidad desde 1990, en una banda que fluctúa entres 90 y 130 puntos. Pero en 2004/05 comenzó un raid alcista que estalló a fines de 2008, coincidiendo con el inicio de la crisis internacional. Ese pico fue luego superado, y el último record fue alcanzado cuando el índice bordeó 236 puntos, con un aumento mensual del 2,2 por ciento.

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En febrero del 2011 los cereales subieron 3,7 % para el registro mensual y 70 % para el interanual, alcanzando su nivel más elevado desde julio de 2008, con fuerte impacto sobre los alimentos adquiridos por los trabajadores de todo el mundo. Los productos lácteos crecieron 4 % desde enero del mismo año, los aceites y grasas subieron levemente al igual que la carne, mientras que el azúcar bajó unas décimas.

“Estamos extremadamente preocupados por el incremento de los precios de los alimentos, en particular por su impacto sobre los más pobres y más vulnerables”, dijo la portavoz del FMI, Caroline Atkinson. Es un reclamo que se viene escuchando en boca de representantes del establishment internacional, entre ellos el del presidente de Francia, Nicolás Sarkozy, proponiendo poner un techo a los precios internacionales, iniciativa repudiada por Argentina y Brasil, entre otros, que consideramos con mayor profundidad en otro capítulo. Lo que interesa a efectos del presente análisis, es sobre qué montos se está determinando la base imponible en la Argentina, y si es justa y viable su aplicación, además de importante para el definitivo despegue nacional.

Veamos cómo se genera ese incremento. Para dar cuenta de la suba de los commodities, los economistas esbozan distintas explicaciones. Por el lado de la demanda aparece la presión que ejercen economías emergentes como China e India, por la incorporación de millones de personas al mercado de trabajo, ademásde la compra de alimentos para fabricar biocombustibles, sobre todo por parte de Estados Unidos. Desde la oferta emergen problemas climáticos, como la sequía que hace poco afectó a Rusia y a Australia. Sin embargo, ninguno de estos elementos se puede vincular con la suba explosiva que muestran los mercados desde 2007.

Diversos estudios analizan el nuevo rol de los commodities para el sistema financiero global. Según datos de la Comisión de Comercio de Futuros de Commodities estadounidense, el valor total invertido en instrumentos financieros vinculados con alimentos y energía creció más del 1.200 % entre 2003 y 2008. Detrás de este movimiento está la política monetaria de Estados Unidos, que mantiene la tasa de interés de referencia por el suelo y genera que una enorme masa de capital se lance a conseguir mejores rendimientos, apostando a los alimentos.

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El mercado de los commodities es relativamente chico, por lo que ese enorme flujo inversor hace que los precios vuelen, hasta el día en que la FED suba la tasa de interés y afloje el mercado de commodities. Esa proyección supone un alerta en el frente externo para la Argentina, porque el actual nivel en el precio de los principales productos exportados en algún momento se corregiría a la baja. De todas formas, la OCDE calcula que en los próximos años los precios se equilibrarán en un 10 a un 35 % por encima de los primeros años de la década pasada. La entidad propone aumentar las inversiones para mejorar la productividad y analizar el uso de biocombustibles que restaría capacidad de proveer alimentos.

El Poder Ejecutivo, como lo hacen otros gobiernos del mundo, busca recaudar impuestos en los sectores con mayor capacidad de generación de ganancias. Los reclamos de la dirigencia del campo para que el Gobierno disminuya los Derechos de Exportación de granos se basan en una visión distorsionada de cómo se debe conformar el nivel de utilidades del sector, ya que indudablemente es el que cuenta con mayores ventajas comparativas, gracias a la munificencia del clima y la tierra del país. Los productores mantienen desde hace años un sistema productivo que divide la renta en dos partes, un 70 % en promedio para el dueño de la tierra y el 30 % restante para el arrendatario, cuando en el país casi tres cuartas parte de la tierra cerealera se trabaja bajo ese régimen. En nuestro vecino Brasil, prácticamente no existe el arrendamiento. En Estados Unidos, el gran productor mundial de alimentos, menos del 5 % de la tierra cultivada se arrienda. En Europa sólo se alquila el 3 % de los campos.

Más allá de los intereses personales y políticos que puedan tener los miembros de la Mesa de Enlace, fueron los arrendatarios quienes más presionaron por llevar adelante medidas de fuerza para conseguir una rebaja impositiva. La razón es que el 50 % de su costo es el alquiler de la tierra, lo que lleva a que no exista precio ni nivel de retenciones que los satisfagan. Otro factor que eleva los costos de los productores es que las labores de siembra y cosecha no se realizan con maquinaria propia, lo cual permite ingresar en la distribución de la renta a un tercer actor, los contratistas de maquinarias.

El sistema que se estructuró en el país se basa en ganar dinero con la mínima inversión. El dueño de la tierra recibe un alquiler fijo, sin tener que invertir en semillas, fertilizantes, herbicidas, mano de obra ni maquinarias.

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El arrendatario entra en un negocio de gran nivel sin tener que invertir millones de dólares para comprar la tierra. Y ambos evitan comprar tractores, sembradoras y cosechadoras. Y unos pocos concentran el 70 % de las ganancias generadas por este sistema.

En Brasil, donde no se cobran retenciones y se exporta con un tipo de cambio mucho menos conveniente que en Argentina, no se dieron reclamos de los productores que trabajan sus tierras con maquinaria propia. Pero el Estado no es ajeno a esta realidad. El Ministerio de Agricultura del país más grande del Mercosur impone un precio máximo a la renta de tierras, que revisa anualmente. Ese precio es tan bajo que impide a los terratenientes vivir sin trabajar, invertir o arriesgarse a factores climáticos y ciclos de precios. Lo mismo ocurre en el resto de los grandes países productores de alimentos. En Italia, por ejemplo, el precio del alquiler no puede superar un porcentaje del valor de la tierra.

El caso paradigmático en nuestro país es el de Gustavo Grobocopatel, uno de los mayores productores de soja, quien posee muy pocas propiedades pero trabaja con más de 200 mil hectáreas en la Argentina, mientras que para expandirse al Brasil debió comprar 250 mil hectáreas, porque allí no existe ni conviene el arriendo.

El exorbitante precio al que llegaron los alquileres, empujados por la competencia entre los grandes pooles de siembra, como ya explicamos, dejó afuera a los pequeños productores de baja productividad, marginándolos del negocio y concentrando la producción agropecuaria. En definitiva, el problema para ese grupo reside en que no puede mantener el régimen de doble renta.

El cobro de retenciones orientadas a reducir el precio interno de los alimentos en el país o para intentar direccionar los más convenientes para cada etapa, en realidad apunta a otro segmento. Las compañías exportadoras que forman parte del complejo oleaginoso, de capital nacional o extranjero, incluyen a Aceitera General Deheza, Molinos Río de la Plata y Vicentín, entre otras. El segundo listado incluye a Cargill, Dreyfus, Bunge, Nidera, Noble, ADM, Oleaginosa Moreno, Multigrain, Adeco Argentina y otras. La controversia entre la AFIP y estas empresas por diferencias de impuestos no ingresados, llevó a revisar la estructura

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internacional de cada compañía, en cuanto a la radicación de sus casas matrices y la magnitud del comercio intrafirma.

Por ejemplo, la empresa controlante de Bunge está radicada en las Islas Bermudas. Pero esto también ocurre con Cargill, que tenía por controlante en el 2003 a una empresa radicada en Barcelona, que luego se mudó a Winnipeg, Canadá. Oleaginosa Moreno, perteneciente al grupo Glencore de origen estadounidense, tiene su sociedad controlante en Baar, Suiza. Dreyfus (LDC Argentina) fue quizá la que mayores cambios registró. En los últimos diez años, su controlante se mudó de París a Londres, de allí a Amsterdam, y fijó su último domicilio en Ginebra, Suiza. La empresa ahora funciona bajo otra razón social denominada Galba S.A. Nidera tiene por controlante a otra empresa argentina denominada Nidera Argentina S.A. Compañía de Inversiones, que posee el 84 % de sus acciones y a la vez es controlada por un holding radicado en Suiza. Multigrain Argentina (ex Multicereales) tiene también su controlante en Baar, Suiza, uno de los paraísos fiscales de mayor opacidad, junto con Bermudas, Caymán, Islas Vírgenes Británicas, Panamá, Dubai y Gibraltar. Adeco Argentina (la filial argentina del grupo Soros), tiene su casa matriz en Tenerife, en las Islas Canarias. En tanto Noble Argentina está controlada por una compañía radicada en una casilla de correos de las Islas Vírgenes Británicas.

En este esquema, la magnitud del comercio intrafirma, con ventas declaradas por compañías radicadas en Argentina cuyo receptor son las empresas controlantes o vinculadas, obliga a investigar la verosimilitud de las ventas declaradas, tanto por los productos, como por sus calidades y sus precios. La diferencia de impuestos reclamada a Bunge y otras compañías, pone en tela de juicio estas operaciones.

Cargill, la empresa más grande del sector y líder a nivel mundial, afirma haber facturado en el último ejercicio –cerrado en febrero de 2010– a su controlada y a dos vinculadas, el 82 % de las ventas. También Dreyfus (LDC) declara haber facturado el 95 % a sus asociadas, entre las que se destacan Nethgrain BV y Urugrain radicada en Uruguay, una de las tantas SAFI destinatarias de exportaciones argentinas incluida en el informe sectorial de AFIP sobre triangulación. En el caso de Noble, el 94 % de las ventas para el último ejercicio tuvo como destino a Noble Resources con sede en Suiza. Y Nidera, conjunción de las siglas: Netherlands (Holanda), Italy (Italia), Deutschland (Alemania), England (Inglaterra), Russia (Rusia)

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y Argentina, vendió a empresas del grupo –en el ejercicio 2009– un 85 % del total facturado, esencialmente a Concordia Agritrading con sede en Singapur.

Además de las empresas extranjeras, otro tanto ocurre con las nacionales estructuradas en complejas redes que incluyen empresas en Argentina y en el extranjero. Por ejemplo AGD, la empresa de la familia Urquía que, según declara en su sitio oficial, participaba en 2009 en el 27,4 % de las exportaciones mundiales de aceite de maní, facturó 1.145 millones de pesos en 2002, trepando a 9.200 millones de pesos en el ejercicio 2009 y durante 2010 creció un 20 % en la exportación de harinas. AGD comparte con Bunge la propiedad de Terminal 6 y Terminal 6 Industrial en Puerto General San Martín, provincia de Santa Fe, desde donde salieron sus exportaciones cuestionadas por el fisco. Sus actividades se extienden a la copropiedad del ferrocarril Nuevo Central Argentino, posee una SGR (Sociedad de Garantías Recíprocas, entidad financiera que brinda acceso a la financiación) y ha incursionado en la producción de biodiesel, al igual que el resto de empresas mencionadas.

Australia y Canadá también tienen retenciones fuertes e importantes entes de control. Algunos de ellos semejantes a la ex Oficina Nacional de Control Comercial Agropecuario (ONCCA), recientemente desactivada por el Ejecutivo Nacional, cuyas nuevas funciones y atribuciones se encuentran en debate en el momento en que se escribe este libro. Es otro de los temas que quiere tratar la Mesa de Enlace con el Gobierno. La queja se refiere, fundamentalmente, a las restricciones a las exportaciones de trigo y carne y al precio que reciben por la leche. La ONCCA era la responsable de asegurar el abastecimiento de alimentos a la población, que –una vez cumplido– liberaba el resto para la exportación.

Según análisis de ese organismo, el problema de la leche y la carne estaba relacionado con la caída de los precios internacionales y no con las políticas de la ONCCA. Los jefes gremiales del campo afirmaban en cambio que la Oficina limitaba las exportaciones y quitaba incentivos a la producción. La política de Estado busca cubrir las necesidades de la población, a precios acorde con el poder adquisitivo de los argentinos, y desde el Ejecutivo se sostiene que esta política no desincentiva la producción, porque la Argentina está en amplia condiciones de producir tanto para el mercado interno para el externo.

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En el pasado reciente ese control no existía, y no había desabastecimiento.Pero tampoco existían los precios internacionales que se observan hoy, o sea que no se daba en el país la posibilidad de estructurar un sistema de redistribución general a partir de retenciones agropecuarias, orientado a la reasignación de recursos por parte del Estado. Por otro lado, desde el Gobierno se argumenta que si no existiesen las políticas de control, muchos precios como el de la harina, un producto imprescindible, serían mucho más altos.

No todos los precios tendieron al alza, y algunos apenas se reacomodaron a sus valores históricos respecto de la capacidad media de compra. Por cierto, otros sí lo hicieron, y su pertenencia al selecto grupo de los alimentos de mayor demanda –emblemáticos de la canasta argentina– produjeron un efecto subjetivo en la percepción inflacionaria del consumidor. Pero hay que tomar en cuenta que ese incremento de los precios internos se produjo en medio del estallido de la burbuja financiera. Iniciado en 2008, ese proceso fue acompañando por la duplicación del precio de los commodities, en buena parte porque los mismos capitales especulativos se corrieron hacia esta apuesta financiera.

A esta altura de los acontecimientos, resulta claro que, cuando la economía especulativa mete mano en la economía real, los precios –sea de hipotecas o de granos– se incrementan artificialmente a la medida de los intereses de los especuladores, nunca del ciudadano común, “invariable variable” de ajuste. Si en la Argentina no se hubiesen aplicado determinadas políticas, hubiéramos pagado mucho más caros los productos de consumo habitual. La Argentina es un país productor, y esto hace necesario observar lo que sucedió en otros países semejantes. Al igual que la India, o Vietnam por ejemplo, principal productor mundial de arroz, que directamente cerraron sus exportaciones cuando los precios a los que había llegado ese grano comenzaron a impedir que la población accediera a un producto básico para su alimentación.

En el tema particular de la carne, lo que deprimió su precio fue la crisis internacional, y en esto concuerdan las diferentes cámaras. El Estado había garantizado el abastecimiento interno de un producto fundamental para el consumo argentino, planteando que los frigoríficos no exportaran más del 35 % de su stock, con lo cual dos terceras partes quedaban para el mercado interno y el resto se liberaba. Pero el precio cayó a nivel mundial, muchos

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países reemplazaron carne vacuna por pollo u otros alimentos de menor valor mientras durase la coyuntura. Lo que hay que analizar es de qué manera la oferta interna acompañó esa caída de los precios internacionales, ya que la carne fue uno de los productos que menos se adecuaron a la capacidad de compra real, aunque a inicios de 2011 comenzó a detectarse una mayor racionalidad en este proceso.

En este marco, quienes hacen de la evasión y la especulación ingredientes de la maximización de sus ganancias, y que para hacerlo ya no necesitan manipular la información porque también están asociados a los principales medios por los que se transmite, batieron el parche por la caída del cultivo de cereales echándole la culpa a las “desalentadoras” medidas de control del gobierno. Poco después, el incremento de la producción de trigo y maíz desmentían tal aseveración, y demostraba que se trató de un fenómeno coyuntural a causa de la sequía, incluso a pesar de que en la Argentina se sigue produciendo un cambio importante en la producción agropecuaria a partir de una rentabilidad de la soja más tentadora que la de los cereales.

A esto se deben agregar dos elementos más de juicio. Por un lado, que la mayoría de los campos trabajados son arrendados, o sea con costos de producción más altos por la doble renta, lo que obliga a buscar productos con mayor rentabilidad para sostener el sistema. Por otro lado, que las temporadas del trigo y el maíz no concuerdan con el de la soja, y que mediante siembre directa se producen en un mismo campo diversos productos a lo largo del año. Incluso ganado para carne o leche.

El argumento de la Mesa de Enlace afirmando que se cierran los tambos a causa de las políticas del Gobierno es otro aspecto desvirtuado. Al igual que en otros casos, los chacareros prefieren trabajar soja abandonando la producción de leche no porque resulte un mal negocio, sino porque son otros los que lo manejan y se benefician a costa del conjunto. Hoy, a pesar de las similitudes de ambos mercados concentrados, obtienen mayor rentabilidad de la soja por sus menores costos de producción. Si se aplicara una baja en la retención de la soja, la tendencia sería a una aún menor producción de leche y otros productos agropecuarios, ya que se incrementarían sus ventajas en desmedro de otras producciones, sin barreras que frenen la tendencia hacia el monocultivo.

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El mecanismo de gravar determinada actividad para equilibrar otras de importancia estratégica, se aplica desde siempre en diversos países. En Estados Unidos se debatió sobre este mismo aspecto, planteando que es correcto que los productores busquen incrementar el lucro, porque son empresarios, pero que a la vez el Estado debía velar por los intereses del conjunto. Los precios de equilibrio atienden a ese fin. Décadas atrás en nuestro país se dieron medidas de gobierno que llevaron a los tamberos a arrojar su producto a la cuneta de las rutas. Sobraba leche y faltaba precio. Hoy, si los recursos obtenidos por la retención a la soja se aplican correctamente, difícilmente asistamos a un cuadro similar.

Las cámaras patronales del campo siempre fueron renuentes al control y a la injerencia del Estado en sus asuntos, excepto cuando se trata de subsidios a la producción primaria. Si los precios internacionales suben, es considerado por ellas como un beneficio sectorial. Si bajan, si hay sequía o inundaciones, granizo o heladas, el resto de la sociedad debe hacer un esfuerzo para sostener la espina dorsal de la economía nacional. Si se mide la evasión, el empleo en negro o las condiciones laborales, por no hablar de las ganancias, se trata de una actitud que bordea la afrenta. La impunidad consuetudinaria genera este tipo de comportamientos.

Y todo vale para confundir y ralentizar los cambios. Los ejemplos menudean. Mediante esa práctica, la Mesa denunció también que existía discrecionalidad en la entrega de registros de exportación (ROE) para la carne. Este circuito se inicia en la Secretaría de Comercio Interior, que realiza evaluaciones en cuanto a cuotas y otros rubros. Luego se chequea que el organismo solicitante no sea deudor fiscal y que haya pagado las matrículas correspondientes. Si todo resulta legal, se aprueba y se libera el registro de exportación. Para el ROE denominado rojo (de la carne) en el año 2009 se movilizaron 25.000 pedidos y se rechazaron 500, un porcentaje ínfimo si se toman en cuenta las irregularidades históricas del sector.

El problema no es la discrecionalidad o el desconocimiento oficial. Para la Mese de Enlace el problema es que existan controles. Después del desastre de la impunidad y la falta absoluta de controles, o –lo que es peor– de la escandalosa corrupción de los pocos controles que quedaron activos, el rol de cualquier Estado que se precie de serlo será visto como una amenaza por quienes se vieron favorecidos en el pasado gracias a su ausencia. Lo que es dable discutir es la efectividad o racionalidad de esos controles, si tienden

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al equilibrio o distorsionan la actividad económica. No fue esa la tónica del enfrentamiento. Si lo hubiera sido, el diálogo se hubiera impuesto.

Pero el problema es que no se discutía el tenor, la corrección o la profundidad de las medidas. Lo que se resistía a pie firme era el deber del Estado de controlar y recaudar. Como cualquier otra actividad, el comercio agropecuario debe ser auditado. Los dueños de ese gran negocio sabían mejor que nadie que lo auditable era mucho más que una simple diferencia por la porción de beneficios de exportación de soja que se repartiría entre el Estado y los grandes operadores. Los precios reales pagados por esas ventas, así como la evasión fiscal al distorsionarlos, tarde o temprano entrarían en la disputa. Cabe preguntarse cuántas cajas de Pandora más seguirán apareciendo en esta historia de despojo. Todavía no se analizó, por ejemplo, el impacto de un sistema concentrado de almacenaje y logística, incluyendo puertos, en esas ganancias retaceadas al erario público. O la diferencia entre cosechado y declarado, cuyo control satelital figura entre las mayores pesadillas de ese grupo.

Tomando en cuenta que los países productores de petróleo, que comenzaron bastante antes que nosotros a desflorar esta margarita de los cárteles, todavía siguen investigando trapacerías, marrullerías y piraterías varias, la tarea parece ingente. Del mismo tamaño que la palpable desesperación, ante el proceso de transparentar sus escamoteos, de quienes conocen –hasta en sus ínfimos recovecos– los detalles del pillaje vernáculo.

Las cámaras patronales dicen que se discrimina al sector porque son los únicos que tienen restricciones a la exportación. En principio, es lógico que un país priorice la alimentación de sus ciudadanos por sobre otros temas. Esto es correcto además, si se apunta a que los bienes que se exportan tengan la mayor cantidad de valor agregado posible, porque genera mano de obra e inclusión social. Si la estrategia es restringir la exportación de productos, como el trigo y la carne, para asegurar abastecimiento y precios razonables para el mercado interno, y la producción de esos alimentos supuestamente está cayendo, no es que el sistema esté fallando. Es que le faltan condimentos. Más adelante volveremos sobre este punto.

La soja, por su mayor rentabilidad, condiciona todo el negocio. Pero no es un problema exclusivamente argentino. Australia y Canadá son países que

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tienen retenciones fuertes en su producción agrícola, y poseen importantes entes de control. En esos países la situación de la soja es un problema similar al que se generó en la mayor parte de los países productores. Pero allí nadie protestó porque se aplicaran controles que frenaran el monocultivo de soja y dieran lugar a otros productos fundamentales para el consumo de la población y para el desarrollo de la agroindustria local. Las relaciones de poder son más transparentes en esos países, y beneficiar a un segmento de la sociedad en desmedro del conjunto podría causar la caída de más de un gobierno. Ni hablar si se descubriese que la falta de controles fiscales condujo a evasiones multimillonarias.

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LAS RETENCIONES Y LOS DEBATES PENDIENTES

El tema de los controles es más bien sencillo, pero cuando comenzamos a ahondar en aspectos como las retenciones, el tipo de cambio y la reforma impositiva, la cuestión se vuelve enmarañada. No en cuanto a los parámetros macro, que implican soberanía presupuestaria para alcanzar soberanía económica y productiva. Pero sí en cuanto a la complejidad de las herramientas a aplicar. En este capítulo, con las debidas disculpas a los legos en la materia que lean este libro, deberemos zambullirnos en esos meandros. Cuando su lectura se torne tortuosa, simplemente alcanzará con regresar a este primer párrafo para intentar comprender.

La reunión del mes de mayo del 2011 en Buenos Aires de los ministros de agricultura de los países que integran el G-20 y con la participación de organismos internacionales (FMI, Banco Mundial, CEPAL, FAO, entre otros) trató los desequilibrios que provoca el alza de los precios de las materias primas, en especial alimentos. El G-20 está integrado por la Unión Europea, los países del Grupo de los Ocho (Estados Unidos, Alemania, Canadá, Japón, Italia, Reino Unido, Francia y Rusia), Corea del Sur, Argentina, Australia, Brasil, China, India, Indonesia, México, Arabia Saudita, Turquía y Sudáfrica.

Por la caída del poder adquisitivo de la población, el alza de los alimentos genera tensiones sociales y fue uno de los disparadores de las revueltas en Medio Oriente. Los países centrales y las instituciones multilaterales responsabilizan por esa suba a los países productores, y proponen regular precios y eliminar restricciones como los cupos de exportaciones o las retenciones, intentando proteger un sistema financiero global que no ha modificado su accionar desestabilizador de las economías en el mundo, incluyendo el mercado de alimentos.

La mayor demanda de commodities agropecuarios por parte de China e India y la producción de biocombustibles no son causa exclusiva del fuerte incremento de los precios. La oferta ha demostrado un claro desempeño ascendente, como se verifica en el sustancial incremento de la superficie cultivada y los mayores rindes por unidad gracias a las nuevas tecnologías. La oferta y demanda muestran un ciclo alcista, pero la suba que genera inestabilidad social y amenaza la soberanía alimentaria de muchos países,

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tiene origen en un frenesí especulativo que los países centrales ya han demostrado que no tienen intención de frenar.

La situación de crisis obedece mucho más al flujo de los derivados financieros que la oferta y la demanda de los bienes. La intervención de Wall Street en el mercado de las materias agudizó los desequilibrios globales. La banca Goldman Sachs diseñó en 1991 un nuevo producto denominado derivado financiero, con un índice para 24 productos básicos, desde metales preciosos y energía hasta alimentos. Ese fue el origen, aunque en un principio los financistas sólo apuntaron a las acciones “puntocom”, a la deuda de los países periféricos y a los créditos hipotecarios subprimes. Pero en 1999 la Commodities Futures Trading Commission desreguló los mercados de futuros, y los bancos pudieron operar en los mercados de granos.

El mercado de futuros de granos desde el Siglo XIX protegía a los agricultores de riesgos y les brindaba estabilidad en los precios de los alimentos. En ese mercado intervenían todos los integrantes de la cadena de alimentos, incluyendo comercializadores y especuladores cuyo objetivo es comprar barato y vender a un precio más alto. La irrupción de Wall Street alteró ese funcionamiento, porque los índices que diseñó para las materias primas son indiferentes a la operatoria de compraventa, y convierten a la inversión en productos básicos en una opción especulativa.

Como es habitual en este tipo de timbas, los financistas que apuestan a esos índices inyectan más fondos e impulsan el ciclo alcista, la tan conocida burbuja financiera. Para esa práctica no tiene ninguna importancia la economía real: cuánto se cosecha, cuánto se estoquea en el mercado de intervención, o con qué existencias se cuenta para atender la demanda. Este cambio produjo que –desde el 2000– aumentara 50 veces la inversión en fondos relacionados a índices de productos básicos. En el 2003 el mercado de futuros movía ya 13 mil millones de dólares. Para el 2008, en un sólo mes se movieron 318 mil millones de dólares, salto motorizado justamente por la crisis financiera global. La banca que se salvó recibiendo subsidios estatales, volcó esos excedentes al negocio de los commodities. Ya no eran rentables activos como las subprimes, y los buitres de Wall Street volvieron sus ávidos ojos hacia los agronegocios, impactando directamente en la inflación de los alimentos a escala mundial.

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Entre 2005 y 2008 el precio mundial de los alimentos aumentó 80%, y luego de la crisis de los subprimes alcanzó máximos históricos según un relevamiento de la FAO. Como explica el especialista estadounidense Frederick Kaufman en el artículo “Cómo Goldman Sachs causó la presente crisis alimentaria”, esta configuración del mercado ha generado que “la oferta de alimentos del mundo no sólo tenga que enfrentarse a las limitaciones de la oferta y a los aumentos de la demanda de alimentos, sino también a este espurio mecanismo de alza artificial de los precios creado por la banca de inversión”. Pero además, el índice Goldman Sachs está ahora acompañado por otros 220 índices de todo tipo de materias primas, consolidando un círculo perverso que aumenta el precio de los alimentos, hace ganar dinero a los banqueros y genera más inflación, y cuyo poder se encuentra en el sistema financiero global y bajo la coordinación de los países centrales.

En ese marco, resulta difícil que el G-20 pueda ordenar el desastre provocado por los banqueros. Los líderes de las potencias mundiales no sólo se han mostrado dadivosos al repartir salvatajes entre los propios causantes del desastre, sino que se muestran remisos para enfrentar esta situación mediante mayor regulación y transparencia. El cuadro es paradójico, deben intervenir en los mercados –contra todas sus recetas de siempre– o permanecer subordinados a una alianza con los financieros internacionales que genera zozobras en sus propias economías. Mientras se mantenga la guerra de las finanzas entre Alemania, Francia y su nuevo aliado China por un lado –que acaba de realizar un rescate financiero del Deutsche Bank para sostener el euro– y la Reserva Federal de Estados Unidos junto con los británicos por otro, cualquier argumento en defensa de la alimentación mundial por parte de esos contrincantes es una soberana falacia.

Lejos parecen haber quedado las épocas en que, sólo por la diferencia entre economías, los países desarrollados se transformaron en clientes que compraban mucho y pagaban poco. Es más, los países ricos en recursos donde predominaba el subdesarrollo, la pobreza y la desigualdad en la distribución del ingreso quedaron estigmatizados por una supuesta condena al atraso. Esa aparente “maldición” de los países que cuentan con petróleo, minerales y tierras cultivables se fortalecía al observar que, por el contrario,  países con poca dotación de recursos naturales y alta densidad

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poblacional lograban altos niveles de desarrollo sobre la base de la ciencia y la tecnología aplicada a sus sistemas económicos y al desarrollo del tejido social. 

Pero el fenómeno es de proceso, no de origen. En los países que disponen de recursos naturales abundantes para exportar, la entrada masiva de divisas por esas ventas impulsó la sobrevaluación de la  moneda nacional con respecto al dólar, lo que alcanzó para sostener esa explotación primaria pero afectó la rentabilidad de otros sectores sujetos a la competencia internacional.

En Holanda, país de economía desarrollada, la aparición repentina de hidrocarburos en el Mar del Norte provocó una avalancha de divisas, apreciando el tipo de cambio y descolocando al resto de la producción. Esto se conoce como la enfermedad holandesa. Allí la enfermedad fue pasajera, porque ese país logró rápidamente integrar esa nueva fuente de ingresos a su estructura productiva, difundiendo los beneficios y recuperando el equilibrio en el desarrollo económico. Pero –como analiza Alfo Ferrer– en los países subdesarrollados, especializados en la explotación y exportación de recursos naturales, la enfermedad holandesa es un mal crónico especialmente en épocas de auge de las exportaciones y altos precios, que impulsan la apreciación de las monedas nacionales. En nuestros países, el sector exportador opera como un segmento del mercado mundial y no como una actividad integrada al conjunto de la actividad económica local, y por tanto resulta vulnerable a cambios en la demanda y los precios internacionales. Pero la baja capacidad para distribuir beneficios en los tiempos de auge, como se hiciera en Holanda, llevó al surgimiento de crisis cíclicas en el tejido productivo y social.

La sobrevaluación del tipo de cambio es el peor de los errores posibles de la política económica para los países en desarrollo, como ha quedado demostrado por los reiterados errores desde 1976 hasta la devaluación del 2002. Su resultado es la sustitución de la producción nacional por las importaciones, el cierre de rentabilidad y oportunidades de inversión para todos los sectores distintos de los primarios, que al frustrarse la formación de una estructura económica diversificada, integrada y compleja, termina afectando los procesos de acumulación de capital y tecnología, frenando el desarrollo y finalmente impactando al propio sector primario, porque genera vulnerabilidad externa al inducir desequilibrios en los pagos

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internacionales, y termina por perturbar la capacidad de atender con infraestructura las demandas del país, incluyendo –y muy especialmente en cuanto a transporte barato– a los productores agrarios.

A pesar de las reiteradas enseñanzas que se pueden extraer de la experiencia internacional, en la historia económica argentina es un problema recurrente la sobrevaluación del tipo de cambio, y no está ajena al debate actual. La incapacidad para construir un consenso estable de largo plazo para el desarrollo del país se vincula a cuestiones siempre accesorias, que impiden discutir aspectos fundamentales. Mientras el debate sobre las retenciones se limite al aspecto distributivo, sin vincularlo con problemas estructurales como el tipo de cambio diferencial por nivel de actividad, necesario para el desarrollo y el equilibrio macroeconómico, el debate seguirá manteniéndose en los mismos términos de confusión.   

Las retenciones son insustituibles para establecer tipos de cambio diferenciales, que es lo que realmente importa para la competitividad de toda la producción interna sujeta a la competencia internacional. Es preciso tener mucha producción agropecuaria, junto con incremento de la industria y un equilibrado desarrollo regional si pretendemos ingresar al club de los países desarrollados. Sin una rentabilidad de toda la producción sujeta a la competencia internacional, no se puede pensar en lograr ese objetivo. El modelo “granero del mundo”, que deja afuera a otros actores sociales, no puede desconocer hoy que la cadena agroindustrial derivada del sector primario concentra un tercio del empleo. Para poner en marcha un modelo para el desarrollo de una sociedad moderna, es indispensable una estructura productiva diversificada y compleja que incluya la producción primaria con alto valor agregado. La ciencia y la tecnología son el motor para lograr manufacturas portadoras de conocimientos.

Si analizamos Europa, vemos que allí se da un fenómeno inverso al de nuestro país, porque las manufacturas industriales son más baratas que los productos agropecuarios.  En consecuencia, la Unión Europea subsidia la producción agropecuaria con buena parte de los recursos comunitarios, porque de otro modo desaparecería la actividad rural bajo el impacto de las importaciones. Abandonar esa práctica generaría flujos poblacionales negativos, desocupación, falta de seguridad alimentaria propia y desequilibrios sociales todavía más complejos que los actuales.

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Todo país que pretenda defender su interés nacional debe utilizar aranceles, subsidios y tipos de cambio diferenciales para amortiguar o desactivar el impacto de los precios internacionales sobre la realidad interna. En ese marco, la diferencia entre los precios relativos internos e internacionales que existe en cada realidad nacional es estratégica. En la Argentina, debido a sus abundantes recursos naturales, su nivel tecnológico, de productividad y organización de los mercados entre otros factores, esta excepcional dotación condicionó históricamente el desarrollo del agro y de la industria.

Podemos recurrir a ejemplos puntuales. En nuestro país, la producción de soja sería internacionalmente competitiva con un tipo de cambio más alto, mientras que el de la de maquinaria agrícola es probablemente de 4 pesos por 1 dólar o menos, como el actual. Este tipo de cambio “diferencial” refleja las condiciones de rentabilidad de la producción primaria y de las manufacturas industriales. Si no se soluciona esa brecha, uno de los dos sectores pierde, se desequilibra la balanza y volvemos a padecer la “enfermedad holandesa”.

Lamentablemente, no contamos todavía con los “remedios holandeses”; aquellos que derivan de una sociedad equilibrada capaz de distribuir equitativamente y con sentido de desarrollo conjunto esos ingresos superlativos. Las retenciones son –entonces– el instrumento inicial para comenzar a resolver esta cuestión, al generar un ingreso fiscal cuya aplicación debe apuntar a la construcción de una sociedad desarrollada que pueda permitirse el uso de otras herramientas.

No resulta entonces viable unificar el tipo de cambio para eliminar las retenciones, como solicitan algunos integrantes de la Mesa de Enlace. Si se aplicara un tipo de cambio alto, similar al de la Convertibilidad, esto llevaría a la desaparición de gran parte de la industria manufacturera, que sería sustituida por importaciones. Las consecuencias, como ya experimentamos, serían el desempleo masivo, el aumento de las importaciones, un déficit crónico en el comercio internacional con aumento de la deuda externa y probablemente el colapso definitivo del sistema. Asimismo, si se aplicara un tipo de cambio muy caro como pretenden algunos especuladores que llevan adelante pequeñas corridas internas, se produciría una extraordinaria transferencia de ingresos hacia la producción primaria, con mayor aumento de los precios internos y un desborde inflacionario. 

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 Algunas expresiones del agro, sobre todo las medianas, propusieron un camino alternativo que pasaba por absorber las ganancias excedentes de la producción primaria vía impuestos, y con esos recursos compensar a la industria manufacturera y subsidiar el consumo de alimentos. Pero cuando quisieron llevarla a un escenario práctico, esta variante demostró ser imposible de administrar, porque debería surgir de una tabla muy compleja de actores de distinto porte, sujetos a variables muy cambiantes. En definitiva, nadie pudo aportar al debate legislativo una herramienta que, como las retenciones, resultara la forma más práctica de resolver el problema de la asimetría de los precios relativos internos y externos.

En palabras del ya fallecido Marcelo Diamand, empresario que se opusiera fuertemente al modelo de la convertibilidad, es inviable la unificación del tipo de cambio para toda la producción sujeta a competencia internacional, dada nuestra estructura productiva desequilibrada. Diamand fue uno de los precursores en cuanto a plantear que sólo el pleno desarrollo del país podría eliminar los desequilibrios y reformular la ecuación entre los precios relativos, permitiendo unificar el tipo de cambio, eliminar las retenciones y emplear otros instrumentos para administrar el mercado.

Pero a la apreciación cambiaria –problema que como vimos afecta a los países periféricos productores y exportadores de bienes basados en sus recursos naturales– se suma ahora otro factor agravante, como la especulación financiera ya señalada. La entrada masiva de capitales especulativos e inversiones privadas directas, aumentó el ingreso de divisas y, con ello, el tipo de cambio tendió a apreciarse y requirió la injerencia del Banco Central para evitar corridas.

Existe, en resumen, una enfermedad periférica real vinculada con el contenido de las exportaciones y otra,  financiera, derivada de la entrada masiva de fondos externos. Los remedios  para ambos tipos de situaciones son conocidos.

El enfoque monetarista del balance de pagos intenta perpetuar esta situación, argumentando que el mercado se equilibra automáticamente por el balance de divisas y su efecto sobre la liquidez y el nivel de actividad económica interna. Así, en una fase de fuerte entrada de divisas, “todo

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estaría bien” aunque la apreciación cambiaria produjera estragos en la economía real, incluyendo el balance comercial.

Esa postura pretende dejar atado el país a la eterna maldición vinculada con la abundancia de recursos naturales y las exportaciones de ese origen. Pero si la actividad primaria se transforma en pieza fundamental de la economía nacional –y no un simple segmento del mercado mundial– como en Canadá y Australia, países con amplios recursos naturales como la Argentina, esa actividad primaria pasa a formar parte de una compleja economía nacional industrializada, integrada y con tejidos sociales equitativos, que incorporan a la mayor parte de la sociedad al desarrollo y el bienestar. En tales condiciones, los recursos naturales no son una maldición, sino un activo fundamental para la prosperidad de un país.

Las recetas que se aplicaron esos países no son ningún secreto, y se apoyaron en evitar las burbujas especulativas y la tendencia a la sobrevaluación, para consolidar en cambio equilibrios macroeconómicos fundados en la movilización del ahorro interno, la solvencia fiscal, el superávit de los pagos internacionales y una política monetaria acorde con la estabilidad y el desarrollo económico.    

Para alcanzar criterios de equidad sobre los cuales fundar la convergencia de intereses entre el campo, la industria y las regiones del país, la política cambiaria para inmunizar a la economía argentina de esa enfermedad periférica -asegurando la competitividad de la producción de transables industriales y primarios– debe soportar los embates externos operando con tipos de cambio de equilibrio. Esa política permite privilegiar el “compre nacional” en los gastos de consumo e inversión de las empresas, las familias y el gobierno; estimula la diversificación de las exportaciones al incorporar bienes y servicios de creciente contenido tecnológico y valor agregado y, finalmente, impulsa el conocimiento y la  transformación de la estructura productiva, logrando que sea nuestro propio país el lugar más rentable y seguro para invertir el ahorro interno. Resulta esencial desactivar entonces el movimiento de capitales especulativos, para producir inseguridad entre los especuladores y a la vez lograr previsibilidad para la inversión productiva.

No hay que perderse en tecnicismos. La cuestión es más bien sencilla. Los tipos de cambio de equilibrio contribuyeron al crecimiento del comercio

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exterior y a generar un superávit en la cuenta corriente del balance de pagos, con un consecuente aumento de reservas en el Banco Central. Fortalecer la estabilidad macroeconómica nos permite mecanismos de defensa frente a las perturbaciones internacionales, algo de especial importancia en la actualidad. No hacerlo así es poner en riesgo la extraordinaria recuperación de nuestra economía. La reaparición de la vulnerabilidad externa, en el marco de una crisis internacional de vasto alcance y con los reclamos del ruralismo contra las retenciones, tornaría nuevamente inmanejable la situación.

En este contexto, resulta evidente que lo que debe discutirse son medidas para enfrentar los problemas y sostener la rentabilidad  de la actividad agropecuaria, incluyendo la asignación de los ingresos fiscales originados en las retenciones, atendiendo situaciones diferentes dentro del complejo sector primario y agroindustrial, tanto por el tamaño de las empresas, el tipo de producciones y las regiones donde se asientan, como por la dimensión social que involucra la agricultura familiar y pyme, las condiciones de empleo y de los salarios rurales.

En la asignación de los ingresos fiscales, se ha definido a las retenciones como una herramienta netamente impositiva para alcanzar mayor recaudación y, con ello, mayor capacidad estatal para enfrenar los embates externos e internos que conducen al desequilibrio. Uno de los pilares fundamentales para avanzar hacia un modelo más equitativo de redistribución del ingreso y apuntalar el financiamiento del  sector público pasa por la reforma tributaria, especialmente del Impuesto al Valor Agregado que se aplica a los productos de primera necesidad.

En el debate sobre retenciones, tipo de cambio y medidas proteccionistas, comienzan a resurgir voces que reclaman una reforma tributaria. Muchas veces estuvo a punto de ocupar el centro de la agenda, pero el sesgo fuertemente regresivo del sistema tributario y el agotamiento del federalismo fiscal argentino perduran como herencia de la etapa del neocolonialismo financiero, pese a las significativas mejoras que en materia de soporte del sector público se han introducido. 

Cabe preguntarse desde qué perspectiva es imprescindible encarar una reforma tributaria en la Argentina Para avanzar en la redistribución más justa del ingreso, necesariamente se va a tener que avanzar en esta cuestión,

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relacionada además con el necesario fortalecimiento del federalismo fiscal y la sustentabilidad de largo plazo del Estado para promover un modelo productivo que aliente la inversión.

La distribución del ingreso actual, en franco proceso de mejoría, encierra todavía obstáculos para consolidar un modelo de país productivo e integrado. En los últimos años, la recaudación ha mejorado notablemente en calidad y cantidad respecto de la década de los 90. La presión fiscal efectiva se incrementó de un promedio del 19% al 30% del PBI, crecimiento que se explica por la vigencia del impuesto a los débitos y créditos bancarios y por los derechos de exportación e importación. Paralelamente, la expansión de los mecanismos de retención, la percepción de impuestos y otras mejoras en la administración, ha reducido el incumplimiento tributario, llegando a algo más del 55% de la recaudación garantizada por mecanismos concentradores. También se incrementaron los recursos provenientes por ingresos y el patrimonio, y en consecuencia disminuyeron los gravámenes al consumo hasta el 56%, mientras que en el pasado representaban el 70% del total. 

Pero un análisis más exhaustivo señala que nuestro país todavía no ha logrado superar el sesgo regresivo del sistema, para asemejarse a países más equilibrados en este plano. La derogación de numerosos impuestos internos que tendían a gravar de modo diferencial el consumo suntuario, se contó entre otra de las brutales transformaciones tributarias que promovió Domingo Cavallo, que afectaron el financiamiento del Estado en igual medida que la privatización previsional y la rebaja de los aportes patronales. Pero además, un IVA casi plano impone la misma alícuota del 21% a casi todos los consumos, mientras que el impuesto a las ganancias proviene en más de un 60% de empresas que pueden trasladarlo a los precios al consumidor. Lo que resta proviene del trabajo personal, sumado a un gasto tributario que supera el 2% del PBI originado en exenciones a las rentas de capital y financieras, o a beneficios al capital más concentrado.

Cabe señalar también el efecto que tuvieron las ideas monetaristas que impulsaron la eliminación del impuesto a la herencia, que dejaron fuera de agenda el gravamen a la renta potencial de la tierra a la vez que consolidaban el favoritismo hacia las rentas de capital o financieras, así como a las ganancias extraordinarias. Esto llevó a la generalización del

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IVA a tasas muy elevadas, entre otras medidas con el mismo sentido regresivo, que llevaron a que la brecha entre ricos y pobres pasara de 7 veces a más de 30 entre 1970 y fines de los 90. El debilitamiento de la tributación directa, en especial del Impuesto a las Ganancias, se tradujo así en una concentración económica y en el aumento de las desigualdades entre argentinos.

Todo esto compone una situación en inercia heredada de difícil aunque necesaria resolución, por los efectos negativos que analizaremos más adelante. Aunque sólo con rescatar legislación vigente antes del desastre cambiario se estaría dando un paso adelante, lo cierto es que el sistema tributario argentino ha perdido instrumentos que le permitían gravar adecuadamente los consumos superfluos, algo relativamente sencillo de volver a implementar y con un alto impacto en términos redistributivos y antiinflacionarios.

En este cuadro de situación, las mediciones en base al índice GINI, que mejora la antigua metodología del PBI per cápita al incluir necesidades básicas insatisfechas y otras variables, evidencian que la distribución del ingreso –ya regresiva– empeora tras la aplicación de los impuestos. La concentración económica que se impuso durante más de 30 años amplió la brecha de desigualdad distributiva en el ingreso. Los trabajadores mejor pagados del país se concentren además en un puñado de actividades y empresas, mientras un número importante de personas pasaban a la informalidad laboral. El poder redistributivo de los salarios se vio fuertemente limitado, algo que permanece y requiere de nuevos instrumentos para resultar eficaz. La expansión del empleo y la recuperación de salarios por encima de la inflación y el crecimiento de la productividad mejoran sin dudas el nivel de vida de los trabajadores, pero en términos de redistribución de la riqueza su poder de reversión es todavía bajo. 

Mucho se ha hecho a través del gasto público al garantizar el acceso a la salud, la educación, la vivienda y la alimentación para todos los habitantes del país. Otro tanto se logró con la cada vez más amplia medida de la asignación universal por hijo, y con la creciente recuperación de la atención social. Pero nuevas orientaciones del gasto público podrían contribuir a mejorar aún más la situación. La consigna ortodoxa que intenta limitar el gasto, postulando la supuesta neutralidad de los tributos, en realidad busca

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perpetuar la concentración de la riqueza y los ingresos.  Porque el gasto, sus fuentes y sus beneficiarios, nunca es neutro, siempre incide sobre la distribución del ingreso.

Sólo la reasignación de los flujos de ingreso generados por la actividad económica permitirá equilibrar definitivamente las asimetrías distributivas existentes. Si permaneciera el proceso de concentración de capital de los últimos treinta años, sin afectar de raíz el modelo regresivo de tributaciones que dejó, no habrá reaseguro para un proceso de equilibrio e igualdad permanente, por la subsistencia de discordancias en cuanto a la carga que cada sector debe asumir para sostener un país en desarrollo.

Como observamos en el capítulo sobre organismos de control del mercado de granos y afines, esta reformulación tributaria no difiere en gran medida de los modelos aplicados en los países desarrollados. Pero esta cuestión no es materia –por lo menos central– de este libro, y nos limitaremos a señalarla sólo en función del debate planteado en cuanto a las retenciones, en el cual una de las partes intenta definirlo como un “impuesto disfrazado”.

En realidad, no está disfrazado: es un impuesto con todo lo que este término incluye como herramienta de transformación. Por lo tanto el debate en torno de las retenciones no se debería limitar a la redistribución del ingreso. En profundidad, lo que está en juego es la discusión sobre la estructura productiva actual y las transformaciones que debería experimentar para alcanzar un desarrollo económico sustentable. Mientras el problema se siga discutiendo en términos de distribución del ingreso, como si el objetivo de las retenciones fuera sólo aumentar la recaudación, eso permitirá que el ruralismo pueda razonablemente preguntar por qué se grava sólo al campo y no mediante el más universal impuesto a las ganancias o a la tierra libre de mejoras. Claro que este argumento dividiría también las aguas, como el incipiente debate sobre el uso de la tierra y su concentración en manos extranjeras.

Si las retenciones se conciben sólo como un medio para desacoplar los precios internos de los alimentos de los precios internacionales, como ya observamos, algunos pueden plantear que para tales fines podrían ser suplantadas por otros instrumentos. Pero si nos orientamos a analizar la estructura productiva, se plantean otras cuestiones mucho más estratégicas.

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Además de integrar el tipo de cambio que maximiza la competitividad de toda la producción nacional sujeta a la competencia internacional, como se está haciendo, el nivel de las retenciones además debe ser compatible con la rentabilidad de la producción primaria e industrial, tomando en cuenta los cambios permanentes en las condiciones determinantes de costos y otras variables relevantes, para lo cual deben ser flexibles y aplicarse de la manera más sencilla posible.

La demanda de los pequeños y medianos productores en cuanto a recibir un trato preferente es muy difícil de aplicar, porque la distinta instrumentación de retenciones, conforme al tamaño de las explotaciones o la distancia a los puertos y centros de consumo, la tornaría engorrosa y permeable a injusticias.

Más allá de los mecanismos adoptados, esta puja está evidenciando algo inherente a la distribución de la riqueza y el ingreso dentro de una economía de mercado, pluralista y democrática, y es que no se agotará en el debate sobre los tipos de cambio diferenciales o las retenciones. Por el contrario, abre un proceso que permite encuadrar factores esenciales para la prosperidad del campo, de la industria, de las regiones, del capital y del trabajo en busca del pleno despliegue de nuestro potencial, mediante la libertad de maniobra en un mundo inestable.

En resumen, para resolver la puja distributiva de manera consistente con el desarrollo y la estabilidad, es preciso abordarla desde la perspectiva del interés nacional.

Diferentes reflexiones surgieron a partir del anuncio del Gobierno Nacional de rever el sistema de retenciones a las exportaciones de granos. Una de ellas es la triste percepción de que, como consecuencia de esa iniciativa, se produjo un enfrentamiento entre sectores de la sociedad nacional, en lugar de un espacio de tolerancia y discusión sobre medidas adecuadas. Ese camino se ha comenzado a desandar, como lo analizamos en otra parte de esta obra. Pero queda por saldar una difusión parcializada de la realidad por parte de los sectores involucrados, que originó las opiniones dispares dentro de la sociedad que se evidenciaron en las elecciones legislativas del 2009, porque la desinformación abre situaciones expuestas a la manipulación.

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Este período de alta demanda de mercaderías producidas por el conjunto de los productores de alimentos, lo cual genera elevados ingresos, los colocó como un sector privilegiado de la sociedad. En algunos casos, la elevada rentabilidad produjo opulencia, pero sólo parcialmente, ya que conviven sectores muy diferentes dentro del universo empresario y sobre todo productivo. Aquí se advierte la primera de las grandes diferenciaciones que se deben analizar.

Según datos oficiales, sólo 2.800 empresas (apenas el 0,036 % del total) productoras de soja del total de 78.000 que hay en Argentina, producen el 60% de ese producto en nuestro país, lo cual revela un alto grado de concentración en esta franja de la economía. El resto de los empresarios y pequeños productores participa a nivel de subsistencia, o asumiendo riesgos como cosechas defectuosas y sequías que rápidamente los colocan al borde de la ruina. Además, los arrendatarios de pequeña escala conviven con la permanente amenaza de ser desalojados. No es la realidad percibida por el grueso de la sociedad, que sólo visualiza esa parcialidad exitosa que no llega al 1 %, por su tendencia a la ostentación. Las exposiciones de maquinarias, insumos y servicios para el agro predisponen a pensar  que todos progresan del mismo modo. La gran prensa, que se ocupa de esta situación tendenciosamente, suma confusión al lector o al oyente pasivo.

Esta diferencia capital hoy comienza a ser percibida por la sociedad, por las diferencias que se comienzan a advertir hacia el interior de la Mesa de Enlace. La atribución del Estado para recaudar tributos –y a partir de ellos generar redistribución de recursos hacia sectores menos favorecidos– implica también la obligación de los tributantes de aceptar acciones de solidaridad social, que deben ser contempladas cuando un sector se beneficia por una situación particular. Existe un deber ético y moral de compartir parte de la prosperidad, inmanente a toda la legislación más moderna y eficaz observada en el mundo desarrollado.  

Pero en nuestro país superviven limitantes para que el éxito económico sea uniforme. La diferente escala de producción que cada empresa demuestra, la beneficia o desfavorece en la dura competencia por la disponibilidad de la tierra, que hoy en día es el recurso productivo más escaso y más caro. Estas desigualdades desplazan a los productores pequeños fuera del sistema, y su lugar es ocupado por el crecimiento de empresas mayores. El gobierno de la provincia de La Pampa informó hace poco que el 40% de la

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producción de granos de esa provincia es generado por empresas que funcionan como fondos de inversión o pooles de siembra, los cuales desplazaron de la ocupación de la tierra a los productores tradicionales. 

Por eso –para los pequeños y medianos productores– las retenciones no constituyeron sólo un aumento del gravamen que repercutía en la disminución de ganancias para todo el sector, sin mayores secuelas, sino que impactaría en una nueva disminución del número de productores agropecuarios y una mayor concentración de la riqueza en manos de los actores poderosos del sistema, capaces de soportar la medida. Por lo tanto, se generaría una mayor opulencia de pocos en desmedro de la exclusión de otros.  

Al comenzar a contemplar este y otros aspectos, el gobierno nacional logró descomprimir una situación que se presentaba muy adversa. Y uno de sus resultados será la discusión sobre el valor de los arrendamientos. Buena parte de la producción de se efectúa en superficie arrendada, y una parte importante de propietarios percibe remuneración en granos. Al disminuir el precio de los granos, los propietarios presionaron para mantener su ingreso anterior, debido al aumento en la cantidad de producción requerida para pagar los arrendamientos, lo cual dejaba fuera de competencia a muchos productores pequeños incapaces de afrontar ese incremento.

Desde ese reconocimiento se ha comenzado a analizar con mayor profundidad la realidad productiva sojera y cerealera, para evitar mayores inequidades y exclusión social, a la inversa de lo que en realidad se procuraba como objetivo con las retenciones.

Otra idea del gobierno es que  las modificaciones al tributo apuntaran al objetivo de disminuir la magnitud de la superficie implantada con cultivo de soja.  Pero esto resultaba inviable en el corto plazo, ya que a la producción y exportación de dicho grano y sus derivados de debe gran parte de la bonanza financiera que logró construir el Estado Nacional. Establecer una nueva relación entre las superficies destinadas a cultivos diversificados, deberá contar con un plan de regulación que involucre lo agronómico, lo ambiental, lo económico y lo cultural. Como vemos, en la medida que se avanza en el análisis del sistema, se comprueba el grado de desorganización, inequidad y concentración heredado.

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Incluso, bien analizado, este nuevo sistema beneficia más a determinado sector industrial, a expensas de los productores y de los consumidores en general, como la industria aceitera que recibe granos de soja y de girasol como insumo a precios con máximos limitados. Esto acentúa su ya marcada prosperidad, al percibir beneficios originados en una gran demanda internacional a precios elevados, mientras tributan gravámenes a las exportaciones muy inferiores a las de los productos primarios.

Si actualmente se desmonta irracionalmente para sembrar soja u otros cultivos, es porque no existe todavía un plan ordenador del territorio que permita regular el manejo de los bosques nativos y de los suelos agrícolas en general. Si los cultivos de soja o de otras especies generan contaminación química superior a la aceptable, es porque aún está pendiente la aplicación de normas legislativas adecuadas que regulen el manejo sanitario de los cultivos. Si se observan conflictos en las comunidades asentadas en áreas no explotadas, es porque el avance de la sojización no posee un marco regulador en cuanto al tipo de superficie a ocupar, y menos aún en cuanto a afectación de propiedades consuetudinarias, como la de los pueblos originarios.

Todo es materia de conflicto, nada de ello se puede solucionar mediante la simple aplicación de impuestos.

No compartimos la posición que plantea la eliminación de este cultivo con el sencillo argumento de que los argentinos consumimos poca soja, o de que la misma está en poder de pocas manos. El cultivo de soja, ubicado en un contexto de manejo agronómico racional, con un plan ordenador que permita la permanencia de otros productos de la alimentación, es ciertamente una gran fortaleza para nuestro país y para el sector agrícola, en el contexto actual de necesidad mundial de proteínas.

La presidencia de la Nación ha lanzado líneas de financiamiento para impulsar la industria cárnica y otros derivados, como los lácteos, en el marco de una necesaria transformación de los productos generando valor agregado. Es de esperar que esos lineamientos contemplen, además de las áreas mencionadas, otras muy relacionadas al espacio de los pequeños productores pampeanos. Como dijimos, las fábricas tienen capacidad instalada de molienda y la aprovechan, gracias a los beneficios que reciben como aporte de las retenciones a las exportaciones de granos que se

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emplean para subsidiar a la industria aceitera. Pero el pequeño productor de granos no puede procesar su mercadería para agregarle valor, y podría constituir un nuevo modelo de industrialización, que además combatiera prácticas que todavía hoy permiten a las grandes empresas desabastecer el mercado interno de aceites comestibles, para maximizar sus ingresos cuando los precios externos superan ampliamente a los internos y privilegian la exportación.

Los reajustes analizados, bajando las retenciones al 35 % para pequeños productores, proponen señales en tal sentido. Pero el problema, como podemos advertir, amerita un análisis estratégico y profundo. Así lo reclaman los objetivos propuestos de inclusión social y distribución de la riqueza. Profundizar el modelo, evidentemente implica avanzar sobre estos aspectos, para no desperdiciar la gran oportunidad de generar justicia que permite la situación actual de los mercados.

En este marco, enfrentar los designios del neocolonialismo financiero del G20 y sostener un tipo de cambio competitivo de protección a toda la producción de origen nacional, se enlazan profundamente con la necesidad de que la recaudación y posterior reasignación de tributos se realice en función de las necesidades de toda la sociedad, sobre la base de un examen exhaustivo de las consecuencias desequilibrantes que se pueden producir si no se analizan aspectos que, afectando a algunos actores poderosos de la economía, también impactan en quienes no poseen la misma capacidad tributaria.

Surge con mucha potencia la posibilidad que se le presenta al Estado Nacional de imponer justicia tributaria y distributiva mediante su intervención. No sólo en una alícuota de retenciones gradual apuntando a un sistema tributario con distinta tasa de retenciones según la capacidad tributaria del productor, más allá de un base única del 35 % sobre la cantidad de granos producida, y en cambio basada en una segmentación muy clara según el costo marginal, que es mucho mayor para el productor de pequeña escala.

En cuanto a los arrendamientos, se impone modificar profundamente el sistema. La ley de uso del suelo, si busca reflejarse en la legislación brasileña, debería apuntar a eliminarlo como se observa del otro lado de la frontera donde –en realidad– nunca existió. Resulta claro que por ahora no

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se puede prescindir directamente del mismo, debido al complejo entramado que lo sostiene. Pero resulta viable racionalizar la precariedad actual de los contratos, lo cual genera inestabilidad en la tenencia de la tierra y la consiguiente dificultad para planificar a mediano y largo plazo. Lo mismo debería suceder en la limitación en cuanto a superficie explotada por cada empresa, causa primordial que origina la invasión expansionista que excluye a los pequeños productores del sistema.

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REBELIÓN EN LA GRANJA

Los centros de poder mundial y los organismos internacionales que les son afines, están percibiendo el inicio de un nuevo escenario. Los precios de los alimentos y la conflictividad en algunos países, relacionada a los aumentos de canasta básica, implican para ellos una ecuación peligrosa para sus intereses. Rápidamente comenzaron a aplicar sobre los países exportadores periféricos una creciente presión para imponer condiciones. En este aspecto reside la batalla política que se avecina acerca de la soberanía nacional argentina, con un escenario doméstico que –cada vez menos– logra permanecer ajeno a los acontecimientos en el plano mundial.

En la Reunión de Ministros de Finanzas de las Américas, en Canadá, el Banco Mundial presentó un informe en el que se destaca una suba del 48 por ciento en los precios de los alimentos a nivel internacional entre junio de 2010 y febrero del 2011. Dicho salto acercó nuevamente esos valores a los que provocaron la crisis del 2008. Algunos productos en particular, caso el maíz o el trigo, fueron señalados como los impulsores de las revueltas en los países árabes, al generar un alto costo de los alimentos básicos. Otro trabajo presentado por el FMI en esa misma cumbre interamericana, coincidió en la preocupación por las consecuencias del alza de los alimentos, y además subrayó que su impacto es siempre más grave en los países pobres. Esos países son “los más golpeados y los que menos responsabilidad tienen en las subas”, apuntó el trabajo firmado por Rabah Arezky y Markus Brückner del Fondo Monetario, insólitamente compadecido por una situación de carencia que hasta ahora no había ocupado mucho espacio en la agenda del organismo.

El nuevo incremento de los precios mundiales de los alimentos pone nuevamente en primer plano el debate internacional sobre las políticas agropecuarias. Pero un nuevo parámetro surge como regla para el análisis: ninguna de esas investigaciones incluye los casos en que la venta de alimentos se realizó de forma directa entre países, sin intermediaciones especulativas ni intervención financiera externa. Algunos países no dejaron de señalarlo, y este debate no sólo tuvo un efecto global. Localmente y al calor de esta nueva impronta –después de transcurridos cuatro años desde los reclamos del sector primario que colocaron al gobierno nacional a la defensiva– las condiciones de esa confrontación se revirtieron. Los ingresos por venta de granos recuperaron el nivel que había desencadenado

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la puja del 2008, pero los contrincantes ya no se presentan en un paisaje con el mismo equilibrio de fuerzas. Aquella vez había sido un empate, deshecho por el voto “no positivo” que devolvió ánimos a los cortes de rutas impulsados por la Mesa de Enlace, hasta forzar un cambio ministerial.

Esta vez la iniciativa fue del Gobierno, con propuestas como la nueva ley de tierras para frenar la extranjerización y las ventajas para la comercialización de granos que favorecieron al movimiento cooperativo. Paralelamente, la Mesa de Enlace ya no logra estructurar un frente homogéneo para oponerse al Gobierno. Los roces entre FAA por un lado y la Sociedad Rural junto a Confederaciones Agrarias por el otro, hicieron eclosión cuando el presidente de FAA Eduardo Buzzi declaró que durante la dictadura militar “ellos pusieron los funcionarios; nosotros, los desaparecidos”.

Buzzi se había reunido con el ministro de Trabajo Carlos Tomada para acordar un plan de lucha contra el trabajo esclavo en el campo. Lo que para sus socios es una situación habitual en la producción, que requiere del uso de mano de obra intensiva durante jornadas consecutivas, como la recolección de semillas o el cultivo de algodón y yerba mate, se había convertido en una noticia explosiva cuando las inspecciones de la AFIP las hicieron visibles.

Las denuncias confirmadas, y las imágenes sobre trabajo esclavo que se vieron por distintos medios, dejaron paralizada a la Mesa de Enlace cuando se conoció esta cara escalofriante, que perdura a pesar de la elevada rentabilidad surgida de los valores internacionales y la fuerte inserción de la producción argentina en el mercado mundial. La modernización del campo conviviendo con formas de explotación laboral precapitalista se verificó además en grandes explotaciones rurales, en propiedades de terratenientes y de empresas cerealeras internacionales. La FAA inmediatamente tomó distancia en este tema. Después, las denuncias sobre complicidades con la dictadura parecieron marcar la muerte definitiva de un entramado armado sobre complejas y contradictorias aristas.

“Es bueno recordar lo que pasó, lo malo es que se ideologice”, balbuceó Biolcati, intentando dar una respuesta que sonó demasiado ambigua. Poco después, la entidad rechazaba el cargo que le correspondía asumir en la presidencia rotativa al frente del Registro Nacional del Trabajador Rural

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(RENATRE), órgano mixto encargado de la supervisión laboral en el campo. Justo el lugar hacia donde deben dirigirse las denuncias por reducción a la servidumbre en el ámbito rural.

El proyecto de ley contra la venta a extranjeros de grandes extensiones de tierras cultivables o de reserva que estudia el Ejecutivo, así como las normas sobre comercio exterior que favorecen a los pequeños y medianos productores, provocarían nuevas fisuras en el ya visiblemente desgranado bloque del ruralismo pampeano

En cuanto al proyecto para frenar la extranjerización, trascendió que un equipo está analizando el modelo brasileño para protección de tierras. Se habló de tomar en cuenta el uso que se les da a las tierras, antes que la racionalidad del capital. Desde el oficialismo se señaló que hay grupos poderosos argentinos que hacen estragos en los cursos de agua o cortan el acceso a bienes de uso público, como hay también capitalistas extranjeros que han convertido las áreas que han comprado en reservas naturales para su preservación.

Las otras dos cuestiones que impactan la unidad interna de la Mesa son medidas administrativas de comercio exterior, como la imposición de cupos a la importación de cerdos y medidas similares, que trabarán el ingreso libre de este producto, ya que los productores nacionales denunciaron que los frigoríficos dejaron de comprar aquí porque se estaban abasteciendo en Brasil. El país vecino estaba vendiendo pulpa de cerdo para elaboración de fiambres, así como cortes con alta demanda en nuestro mercado interno. Los dirigentes del sector les plantearon a las autoridades que un par de empresas concentraban de esta manera la oferta de fiambres y cortes envasados de mayor venta, lo que estaba obstruyendo la recuperación del sector. La respuesta no se hizo esperar, lo mismo que el inmediato contraataque del lobby de los importadores y de los sectores más concentrados de la industria frigorífica.

La otra disposición es de mayor calibre. El Gobierno buscó aplicar medidas de protección, entregando una porción del comercio exterior de granos –de un 30 % en principio– para que la maneje el movimiento cooperativo. Esta enérgica intervención en los asuntos de los segmentos más poderosos del sector agrario dominante, probablemente lleve a un nuevo enfrentamiento, similar al del 2008 con la 125. La diferencia es que estos temas cuentan con

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el claro respaldo de Federación Agraria y la segura oposición de las Confederaciones Rurales y de la Sociedad Rural. En cuanto a Coninagro, a pesar de su habitual ambigüedad, difícilmente pueda eludir el respaldo a medidas que claramente favorecen al sector agropecuario no concentrado.

Evidentemente, en muchos casos las condiciones internacionales pueden no ser decisivas en la política doméstica, como ocurrió con la crisis que apenas rozó a la Argentina cuando explotó la burbuja financiera por las hipotecas impagas del primer mudo. Pero en el caso del precio de los alimentos, la situación parece encaminarse a darle la razón a un experimentado comerciante criollo, que se jactaba de haber atravesado la crisis de los 90 sin mayores perjuicios. Su método fue sencillo, dejó de vender mayoritariamente otros productos, y se dedicó a los alimentos. Lo que, en definitiva, la mayoría de las personas es lo último que pueden dejar de comprar.

Los precios internacionales de los productos primarios han alcanzado recientemente su máximo nivel histórico, medidos para un período de 150 años. El contexto internacional actual señala que en el 2010, los términos de intercambio fueron superiores en un 35% al promedio histórico. En la actualidad, cabe prever que el ciclo en alza se mantendrá por mucho tiempo, ya que las también sostenidas tasas de crecimiento de India y China permiten presumir que la demanda consolidará los precios de la oferta. Sin embargo, como analizamos en el capítulo relacionado con las presiones del Grupo de los 20, otras amenazas acechan al buen desempeño comercial de granos de la Argentina. Mucho se puede hacer internamente para estar preparados en el momento en que se produzcan baches en la actual situación externa favorable.

En el largo plazo, resulta clara la relación entre ciclos económicos y términos de intercambio, independientemente de la orientación política de quien detente el gobierno. En la obra de Orlando Ferreres “Dos Siglos de Economía Argentina”, se puede comprobar este rasgo en la historia económica de la Argentina analizada en diferentes momentos, como por ejemplo las bonanzas económicas durante los gobiernos conservadores (1878-1889; 1895-1909; y 1933-1937) que coincidieron con términos de intercambio favorables. También los gobiernos peronistas estuvieron asociados con altos precios internacionales para las exportaciones (1945-1948; 1970-1973; 1990-1996; 2002-2010), así como los radicales (1922-

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1929 y 1958-1965) que coincidieron con condiciones externas favorables. Desde ya que las políticas internas fueron diferentes, no se trata en este capítulo de analizar ese aspecto, sino de establecer que ese incremento en los ingresos está más asociado a condiciones externas favorables que a la orientación ideológica del gobierno que ejerció el poder en cada una de esas etapas. El estudio de Ferreres demuestra que, en igual sentido, las crisis económicas coincidieron con los contextos internacionales desfavorables más que con el partido político gobernante, como sucedió entre 1890 y 1895; o desde 1910 hasta 1920; entre 1931 y 1933; de 1952 a 1958; en 1976; y posteriormente en 1986 hasta 1989. Una vez establecida la independencia de estos términos de la decisión política interna, haciendo un parangón entre altas y bajas por fechas se puede analizar el impacto local que tuvieron, como en el caso de los dos períodos finales del peronismo en los 50 y los 70, cuando la tendencia internacional a la baja sirvió de herramienta de presión política interna.

Los términos del intercambio tienen una tendencia secular a crecer, en tanto se produzca una adaptación de la estructura productiva a las señales de los precios internacionales. Esto marca la capacidad de cada etapa para prolongar o acortar esos beneficios, a partir de acciones de gobierno e inversiones privadas. Así se generó el proceso por el cual nuestro país, cuando los precios de soja aumentaron, se transformó velozmente en un gran productor de esa oleaginosa, a pesar de que el campo argentino hasta los años ’80 era eminentemente productor y exportador de cereales, mientras que este tipo de poroto apenas mostraba áreas mínimas de cultivo. A medida que más soja se produjo, el país fue capitalizando a su favor el contexto internacional, lo cual no quiere decir que esto haya favorecido en forma directa y simultánea a la totalidad de los argentinos.

Lo importante a analizar es que, tal vez por primera vez en la historia de los términos de intercambio, que siempre mostraron una alta volatilidad, hoy manifiestan una estabilidad a muy largo plazo que se apoya en la demanda por parte de los países asiáticos de cantidades crecientes de materia prima. Lo preocupante es que, mientras esto ocurre, ellos nos proveen de bienes industriales baratos. Muchos economistas ortodoxos plantean que no es aconsejable presumir que este proceso se mantendrá indefinidamente. Más allá del alarmismo interesado, cabe mencionar que los ciclos económicos que se observan en la historia, por más sostenidos que luzcan, advierten

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sobre la importancia estratégica de utilizar los ingresos de las etapas en alta para generar condiciones propicias que permitan enfrentar las de baja rentabilidad. Y no sólo previendo, sino administrando justicia en tiempo presente.

Incluso los términos de intercambio repercuten en productos que no tienen el mismo volumen que otros en los agronegocios. Y sin embargo, los precios internacionales marcan tendencias que, de no ser atendidas internamente, degeneran en importaciones. Se han dado casos emblemáticos en el pasado que todavía hoy repercuten. En el caso de los lácteos, hace pocos años quebró la filial argentina de Parmalat, luego fue SanCor la que precisó de subsidios, y en el 2009 La Serenísima atravesó por una situación económico financiera complicada. A causa de la falta de incentivos, el avance de la soja sobre la cría y otros impactos soportados durante la década del 90, la gran industria láctea argentina entró en crisis. Su situación sirvió para demostrar las consecuencias de dejar la economía en manos de las “fuerzas del mercado”. Esta crisis se inicia con el desarrollo de los hipermercados en la Argentina, que comenzaron a intermediar entre los productores y gran parte de consumidores, mediante negociaciones con los proveedores que permitieron la concentración de la oferta, la cual pasó de diez marcas de leche a tres o cuatro, más sencillas de manejar a través de una logística centralizada.

Fue así que las empresas lácteas más poderosas absorbieron a las más pequeñas, o directamente las llevaron a la quiebra, integrando mediante prácticas de dumping a los tamberos que las abastecían. Como siempre cuando se deja entrar a los piratas, comenzaron a aparecer los problemas. La ganancia inicial para los grandes, basada en su mayor capacidad de negociar con menores precios para tamberos y menos competencia para vender, comenzó a menguar. Los gastos se multiplicaron para recolectar y transportar la leche hasta las cada vez más distantes plantas elaboradoras, para luego distribuir los productos muy lejos del lugar donde se procesaron, y con la necesidad de asegurar la cadena de frío y además recibiendo devoluciones por vencimientos. Llegó un punto donde esos mayores costos no podían ser transferidos a los consumidores, especialmente en el segmento más barato que consume leche en sachet. Para la gente que directamente no podía comprar, el Estado adquiría grandes cantidades de

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leche fluida o en polvo para entregarlas gratuitamente, actuando como demanda sustituta.

Las grandes comenzaron a buscar productos más sofisticados y caros, como yogures, postres y leche larga vida, en los cuales el envase en muchos casos es más caro que el producto, y además se complicó la logística, aumentaron los gastos en publicidad y se achicó la cantidad de compradores.

En este marco, los hipermercados se fortalecieron como el segmento dominante en las cadenas de valor de alimentos, porque lograron fijar sus propios márgenes de ganancia y los plazos de pago, así como el origen y la cantidad de los volúmenes que reciben. Por otro lado, en la actualidad el gobierno dejó de comprar alimentos y pasó a entregar dinero a los humildes, que compran mucha menor proporción de leche.

Todo esto colocó a las grandes empresas lácteas enfrentando altoscostos de transporte, de publicidad y financieros, al tener que pagar a los tamberos en el corto plazo y cobrar de los hipermercados en el mediano, y además con imposibilidad de trasladar esos costos al consumidor final, porque así lo habían acordado con las bocas de expendio.

La variable de ajuste que les quedó fue trasladar el problema a los tamberos, los pequeños productores, similar a lo que ha sucedido en otros casos emblemáticos, como el de la yerba mate. Muchos no pudieron resistir esta mecánica, que se transformó en la principal causa de concentración en la producción primaria, similar a la que se produjo en la agroindustria.

El resultado fue una miríada de tambos cerrados o que cayeron en la informalidad. Los pocos proyectos que lograron crecer en medio del desastre, como los fabricantes de cuajada prensada tipo muzzarela en Buenos Aires, elaborada para las pizzerías de barrio, o los fabricantes de quesos barra en Entre Ríos, que fueron industrias que lograron concentrar a grupos de pequeños productores, terminaron compradas por corporaciones trasnacionales vinculadas a cadenas de hipermercados, que se quedaron así con toda la renta de la cadena.

Esto produjo además que en el país se consumiera cada vez menos leche, o que surgieran segmentos sociales con aún menores posibilidad de consumirla que las históricas, como en el norte argentino.

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Una vez más se demostró la inviabilidad de una política que propone a las leyes del mercado (la “mano invisible”) como ordenadora, transformándola en cambio en “ordeñadora”, porque mediante ellas cada ayuda a los tamberos o a las pequeñas industrias era absorbida por la rentabilidad de los hipermercados.

El precio de la leche a nivel internacional era alto en los 90. Algunos exportadores lograron nichos interesantes, sobre todo en Brasil. Pero esa bonanza externa no fue acompañada por políticas interna acordes. Es más, atrajeron inversiones externas que afectaron negativamente el desempeño local. La leche –según la tradición alimentaria argentina– siempre fue considerada tan necesaria como la escuela y el hospital, y como un alimento que además mejora el rendimiento escolar y reduce la necesidad de recurrir al hospital. En consecuencia, estas cuestiones conforman un esquema de relaciones económicas profundas, y plantean la responsabilidad estatal.

Hoy los precios internacionales siguen siendo favorables, pero los argentinos pagamos precios altos por la leche. Una vez más, como lo veremos en el capítulo final, resulta recomendable producir y distribuir leche a través de pequeñas industrias regionales, con tecnología y crédito para que lo hagan a menores costos que los actuales de mercado. El Estado debe impulsar estas redes y asegurar que puedan comerciar sin presiones monopólicas, especialmente en los mercados locales donde se observa materia prima producida en la zona, que sale en bruto y regresa elaborada y envasada desde puntos lejanos. Buena parte de esos emprendedores existen, y en otros casos se deberá impulsar su desarrollo en aquellas áreas que por clima y suelo resulten viables.

Como vemos, la economía de mercado, además de extender la agricultura, sembró semillas de profunda inequidad. Las cosechas y los precios record a la vez condenaron a los pequeños productores a sufrir las consecuencias de la concentración que esas mismas ventajas inducían.

No favorece a los pequeños la extensión de las fronteras agrícolas que, contra lo que muchos creen, no es sólo por “sojización”. Los precios internacionales también son favorables para los cereales, y algunos de ellos comparten el mismo espacio con la soja, mediante siembra directa en diferentes etapas del año. La soja es el producto estrella, pero como se

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desprende de las entidades agropecuarias y de las bolsas de Cereales de Buenos Aires y de Comercio de Rosario, los excelentes rendimientos de la cosecha gruesa marcan la todavía heterogénea realidad del campo argentino.

Los informes agropecuarios dan cuenta sobre proyecciones de cosecha que para cada campaña se van quedando cortas. Los altos rendimientos sorprenden a propios y extraños. La inclusión tanto de nuevas áreas de la región Norte como del Sur de la Pampa Húmeda demuestra que el potencial gigante argentino continúa algo dormido. Y con ello, las inequidades del pasado sobreviven.

Consensuar una política de desarrollo agropecuario en medio de esta expansión, esta concentración y estos lucros no será nada fácil. Son muchos los actores del sector, no participan de la mesa de discusión todos los que son (ni siquiera la mayoría en números relativos) y además son tan diferentes entre sí por ubicación geográfica, tamaño y capital que es muy difícil que coincidan en un sólo modelo propuesto, y tal vez ni siquiera en objetivos de corto plazo.

La envergadura del debate, la necesidad de revisar el modelo y la amplitud de sus protagonistas, exigen ya no sólo la presencia del Estado, sino también que éste sea capaz de desplegar inventiva e ingenio, inteligencia y esfuerzo, para que este proceso sea lo más benéfico y los menos traumático posible para la mayor cantidad de argentinos.

Hay fuego graneado y cruzado en todos los frentes. El incremento de los precios internacionales es análogo al crecimiento de la conflictividad. Nada está inmóvil. Todo fluye dialécticamente. La Federación Agraria, sector gremial del empresariado medio –enemigo ayer, pero aliado hoy de los mismos grupos dominantes que condenaron a la ganadería, la lechería y otras producciones regionales en beneficio del capitalismo agrario concentrado– en una asamblea realizada en Coronel Pringles puso el eje en la ganadería y la lechería, reclamando medidas contra un modelo exportador de materias primas, que procura precios libres y ha demostrado una total falta de compromiso con el abastecimiento interno.

Otros organismos con menor capacidad de representatividad pero una mayor potencialidad convocante a futuro, como el Frente Agropecuario Nacional enrolado en la Central de Entidades Empresarias Nacionales,

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también hizo oír su voz. Le planteó al ministro de Agricultura, Julián Domínguez, la necesidad de superar la visión economicista que se apoya sólo en balances de alta rentabilidad, e impulsar una política sectorial de apoyo a las familias productoras, así como a la pequeña y la mediana empresa rural, para transformarlas en un eje alternativo para el desarrollo agropecuario nacional. El FAN expresa a cientos de organizaciones de pequeños agricultores y movimientos campesinos, que ven a la Mesa de Enlace como un adversario que busca someterlos.

Todas estas son expresiones que demuestran que la extraordinaria producción alcanzada no se compatibiliza con una equitativa e inclusiva distribución de los ingresos. Las retenciones móviles para repartir ganancias excedentes no lograron perforar la férrea oposición del capital agrario, que contó con el respaldo de sus congresistas y el apoyo de un ala del progresismo opositor. El desafío para la cartera de Agricultura es que su programa de desarrollo sectorial avance más allá de los paliativos, y tienda progresivamente a resolver las nada fáciles cuestiones de fondo de un modelo que sigue excluyendo a la mayoría de la población rural.

Es tal la complejidad del problema, son tantas las décadas de políticas erróneas o malintencionadas que se deben desmontar, que difícilmente una sola administración logre solucionarlo definitivamente. Todos los males históricos de la Argentina tienen un lugar de protagonismo en el tema. Por ejemplo, la AFIP difundió un relevamiento de trabajadores informales que muestra a las guarderías para niños, los countries y el sector agropecuario como las actividades con mayor proporción de empleados “en negro”. Luego de fiscalizar 180 mil trabajadores y 60 mil empleadores, el porcentaje de no registrados en el campo sumaba el 25 %, en un relevamientos restringido al entorno de las grandes ciudades. Poco después se lanzó una segunda etapa, que incluyó –con resultados conocidos porque repercutieron en los medios– a sectores más problemáticos como las grandes cerealeras, a partir de estimaciones de que en ese segmento el trabajo en negro supera el 70 %. Pero esta modalidad también se da, según la AFIP, en cultivos estacionales como la vendimia, la yerba mate, el ajo o la cebolla. En estos casos, también hay en general problemas con la inmigración ilegal. Los procesos realizados (Nidera en cereales, Las Marías en yerba mate y otros) tienden a confirmar no sólo esas cifras, sino además las condiciones inhumanas en que se desarrollan esas tareas.

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El Dirección de Recursos del área de Seguridad Social fue la encargada del operativo, organismo que en sucesivas etapas sistematizará los resultados de esos primeros controles, y paralelamente avanzará en la investigación de aquellos nichos donde la situación resulte crítica, como sucede con la pequeña manufactura, especialmente la textil, y las áreas rurales más alejadas de los centros urbanos.

El control sobre los cultivos estacionales está ligado al momento del año en que se efectúan, pero el sector rural tradicional muestra que el empleo “en negro” no distingue entre cultivos, sino que está ligado a las explotaciones que utilizan mano de obra intensiva. La situación también es dispar en función de la realidad de cada región. Pero en todos los casos, existe una relación profunda con lo que planteamos al principio. Una mejora sustancial en los términos de intercambio repercute automáticamente en mayor concentración y menor calidad laboral. Esa es la ecuación a revertir.

A diferencia del sector industrial, con una larga práctica en cuanto a discutir salarios y condiciones de trabajo, la mayor parte de los grandes productores agropecuarios casi no posee tradición en estas lides, e incluso está acostumbrada a negociar con representatividades gremiales de “baja conflictividad”. Es por esta carencia histórica que “el campo” se mostró sorprendido de que este flagelo surgiera a la luz. Jamás había figurado como preocupación en la agenda agropecuaria que proponían las patronales nucleadas en la Mesa de Enlace. Un ejercicio más activo de la democracia sindical, similar al de sus pares de industrias y servicios, o por lo menos una mirada menos cómoda sobre lo que significa una negociación compleja, les debería haber servido para advertir que un aspecto de estas características –tarde o temprano– demandaría atención. La pretensión de que los términos de intercambio sólo favorezcan a una estrecha minoría, parecen estar llegando a su fin. Pero nos ocuparemos con mayor profundidad sobre este tema laboral en otro capítulo de esta obra.

En esta parte, nos interesa resaltar la contradicción inherente a un espacio tan diverso, complejo y extendido como es el campo real. Pocos elementos asocian las demandas de los pequeños a las de los grandes, pero tampoco los medianos cultivan campos de orégano. Aunque la FAA sigue poniendo cuidado en no sacar conflictos fuera de los límites de la federación, algunos referentes de esa organización cuestionaron a su presidente Eduardo Buzzi por declarase a favor de un dólar por encima de los 4 pesos, acercándose a

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posiciones escasamente convenientes para los medianos, como las planteadas por los grandes como Cristiano Ratazzi, de Fiat, y Hugo Biolcati, de la Sociedad Rural. Muchos sectores de la FAA reclaman una reformulación de la política agropecuaria contra del monocultivo, y saben que la devaluación no es beneficiosa. Diversos pronunciamientos de dirigentes de la Federación Agraria presentaron propuestas ubicadas en las antípodas del modelo devaluador, que siempre apunta a beneficiarse con el alza de los precios internacionales.

Pero los enfrentamientos al interior de la Federación Agraria no surgieron tras los dichos de Buzzi sobre el dólar, sino que ya cuestionaban la alianza con la Sociedad Rural en la Mesa de Enlace, definiéndola como la abanderada del modelo sojero dominante en la pampa húmeda, planteando que no sólo desplaza a otros cultivos por el más rentable negocio de plantar y exportar soja, sino que tiende a eliminar la producción vacuna, que debe recurrir al feed lots para su engorde a corral porque la soja desplazó la producción de pastoreo.

Pedro Peretti, titular de la Comisión de Ganadería de la FAA, criticó el Plan Federal del Bicentenario de Ganados y Carnes por la ausencia de medidas orientadas a atender la supervivencia de los pequeños y medianos ganaderos. En un comunicado, este dirigente agrario subrayó que “a priori, nadie puede estar en contra de apoyar y defender la ganadería de cría, recría o engorde, pero el problema es cómo hacerlo, a qué segmento ganadero se prioriza, quién es el sujeto de la política y cuál es el recurso para financiarlo, y nada de eso está en este plan”.

El plan del Ministerio de Agricultura promueve el consumo de carnes alternativas a la de bovinos, pero, como cuestionó Peretti “no su producción”, para lo cual plantea “recuperar las taperas, facilitarles fondos para tranqueras, alambrados, pasturas y todo lo necesario para diversificar y para poder recuperar la producción de pollos a galpón, o poder trabajar con medio centenar de chanchas madres para cría. Así se genera producción, trabajo y arraigo del agricultor familiar, hoy castigado y desplazado por el monocultivo de soja”.

La oposición interna en la FAA sostiene que el modelo sojero, tal como está planteado hoy, tiene como objetivo una agricultura rica en la pampa húmeda, con grandes extensiones y escasos productores, y una agricultura

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pobre en áreas marginales y tierras menos productivas. Y contraponen como modelo la defensa de la producción en chacras mixtas y de agricultura familiar, enfoque totalmente ausente en la postura pública y el alineamiento político de la Comisión de Enlace.

Los productores más pequeños, por ahora y sin desistir de tales reclamos de fondo, se remiten a cuestionar la revaluación, porque con esa dinámica no les cierran los números a pesar de las excelentes cosechas. Al trabajar en pequeña escala, los afectó el aumento de los insumos por el dólar de equilibrio, pero saben que una revaluación –mecanismo atractivo en el corto plazo– repercutirá en años venideros de la misma manera que en los 90, cuando los pequeños tuvieron que entregar el campo en alquiler u olvidarse de producir. Resulta evidente que una reforma del régimen de tenencia de la tierra es más importante para a los intereses del pequeño productor, que los avatares del tipo de cambio.

Dos ex vicepresidentes de FAA son actualmente diputados nacionales. Como mencionamos en otro capítulo que se ocupa en profundidad del tema, Ulises Forte y Pablo Orsolini presentaron al Congreso un proyecto de reforma de la Ley de Contratos Agrarios, para favorecer la distribución en la tenencia de la tierra y erradicar la concentración. Nos interesa analizar aquí otra arista de esa presentación, relacionada con el asunto que estamos tratando. Forte y Orsolini señalan en los fundamentos de su propuesta que “busca actualizar la legislación vigente, que con las reformas que se le aplicaron (a la original de 1948) a partir de la década del 80, la vaciaron de contenido (…), legislación (que) permitió que cada día la concentración de la tenencia de la tierra fuera más pronunciada, por medio de arrendamientos y otras formas de tenencia indirecta, usadas por los fondos de inversión, pooles de siembra, sociedades anónimas y fideicomisos con recursos provenientes de inversores financieros oportunistas ajenos a la producción agraria. (…) Ellos, con estos fondos, fueron desplazando a los productores genuinos y a los agricultores familiares, generando una situación que hoy preocupa y que está propiciando una agricultura sin rostro humano, sin agricultores”.

Esta propuesta parece escrita por quienes se oponen a la Mesa de Enlace, y no por dirigentes de una de sus entidades. Al rescatar las posturas que históricamente enfrentaron a la Federación Agraria con las posiciones

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oligárquicas del campo argentino, parecen romper con las vaguedades que caracterizaron la pelea contra las retenciones móviles.

Sin proponer un acercamiento al gobierno ni impulsar algún tipo de fractura, este debate sobre producción asistida por el Estado, política cambiaria de equilibrio o regulación del uso de la tierra incorpora naturales diferencias con la postura concentrada y exportadora que defendía la Comisión de Enlace, y propone alternativas a los términos de intercambio favorables a un sector que no repercuten favorablemente en el resto de nuestra economía.

Pero no sólo se observa un devenir cambiante en los roles que juegan los pequeños y medianos productores pampeanos. El amplio campo de la Economía Social y Solidaria está  integrado por cooperativas, mutuales, asociaciones civiles y algunas organizaciones no gubernamentales, que en muchos casos se orientan a la producción rural. Estas empresas solidarias no persiguen objetivos de lucro, y son –por definición y naturaleza– propiedad de un grupo de personas que se reúnen para satisfacer sus necesidades a través de la producción de un bien o la prestación de un servicio. Las cooperativas ocupan un lugar importante en ese mapa, y participan entre otros ámbitos en servicios públicos, finanzas y bancos, salud y producción agropecuaria. Existen en la Argentina –según censo del 2006 del Instituto Nacional de Asociativismo y Economía Social (INAES)– más de 11.000 cooperativas en el país, que cuentan con aproximadamente 9.000.000 de asociados y generan trabajo para cerca de 233.000 personas, entre personal remunerado, no remunerado y asociados en las cooperativas de trabajo. Producen 12 mil millones de pesos e invierten casi 685 millones cada año.

Este para nada despreciable segmento de nuestra economía, al calor de las política inclusivas lanzadas en los últimos años (y a pesar de desajustes y falencias que han causado el cierre de muchas de ellas con un alto promedio de fracasos), es uno de los que más crece a nivel nacional. En varias oportunidades, y ya refiriéndonos a la actividad agropecuaria, diversas organizaciones de campesinos de este tipo se han reunido para impulsar el debate sobre la necesidad de una reforma agraria integral, y alcanzar así la soberanía alimentaria.

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Evidentemente, estamos ante un modelo basado en realidades dispersas pero en proceso de unirse –claramente opuesto al de la Mesa de Enlace–, que intenta revertir la tendencia histórica de términos de intercambio favorables en los precios pero con efectos internos negativos. El censo levantado en la última reunión con movilización que se hizo en Buenos Aires, marcó la presencia de cincuenta organizaciones provenientes de quince provincias que aglutinan a más de dos mil campesinos. En todas esas oportunidades, los más chicos propusieron implementar en Argentina una política real de soberanía alimentaria, con producción de alimentos sanos para alimentar al mercado interno mediante un plan de desarrollo para la base de la pirámide rural argentina. Son familias campesinas que siembran sus propias parcelas, criadores a pequeña escala y trabajadores rurales sin tierra. Señalan que el hambre no se origina en la falta de alimentos, sino en la injusta distribución de la tierra y en estrategias de producción a gran escala sólo orientada a la exportación, en desmedro de los alimentos sanos, libres de agroquímicos y cosechados en chacras trabajadas por familias ancestrales.

El Primer Congreso Nacional del Movimiento Campesino e Indígena (MNCI), realizado en Buenos Aires entre el 10 y el 14 de setiembre del 2010, convocó a las 50 organizaciones ya mencionadas y a referentes campesinos de la región nucleados en la Coordinadora Latinoamericana de Organizaciones del Campo (CLOC), así como a delegados de la FAO, Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación. Entre sus enunciados, puede leerse que “las entidades patronales del campo y las compañías internacionales del agro sostienen un modelo de monocultivo para alimentar con transgénicos a los animales de Europa y China. Las familias campesinas practicamos otro modelo, de alimentos sanos para el país, que es necesario comenzar a implementar a gran escala para cambiar el modelo de la soja-dependencia”.

Y denunciaron el avance del monocultivo de soja, señalando que ya ocupa 19 millones de hectáreas con uso masivo de agroquímicos y expulsión de familias campesinas e indígenas, a lo que se agrega el avance de los agrocombustibles, la ganadería intensiva, la minería a gran escala, el petróleo y las plantas de celulosa como hechos conocidos para las organizaciones de familias rurales, pero con poca repercusión en los medios. Muchas comunidades expusieron las prácticas de resistencia a las

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que se vieron obligadas para permanecer en sus territorios, y también sobre sus acciones de concientización en escuelas campesinas, sobre comercio a precios justos, producción agroecológica de alimentos, emprendimientos productivos en red y recuperación de campos.

Según datos de la FAO, en la Argentina existen más de 500 mil familias campesinas dedicadas a la agricultura, que encierran un gran potencial para desarrollar procesos y tecnologías sanos de producción de alimentos para el consumo interno, para lo cual hace falta construir un modelo agrario que contenga todas esas expresiones del campo real, dejando de lado el asistencialismo, el clientelismo y el paternalismo. Estas entidades están construyendo consensos en la búsqueda de un programa estratégico de desarrollo rural para pequeños campesinos e indígenas, que vaya más allá de las recurrentes políticas asistenciales, y apuntan contra empresas como Cargill, Dreyfus, Bunge, Nidera, Syngenta, AGD y Monsanto como las responsables del modelo agropecuario argentino.

La reforma agraria es un reclamo antiguo pero que, a la luz de los hechos, no ha perdido vigencia. Surgida de luchas en las décadas del ’50 y el ’60, la Vía Campesina Internacional –organización de campesinos e indígenas presente en 69 países de cuatro continentes– ha reverdecido recientemente, retomando esa histórica demanda como una acción imprescindible para asegurar la producción de alimentos, eliminar el hambre y frenar la avanzada transnacional sobre tierras ancestrales. Vía Campesina también apoya el concepto de “soberanía alimentaria”, que implica el derecho de los pueblos a producir y consumir alimentos sanos, suficientes y nutritivos, adaptados y producidos por las culturas y costumbres locales. Vía Campesina logró que el debate sobre reforma agraria integral y la soberanía alimentaria ingresaran a la agenda de la FAO, y ahora se orienta a concientizar a los movimientos sociales de América latina para impulsar que los gobiernos asuman este debate.

Ya que el propio Poder Ejecutivo Nacional hizo mención de que se buscarían antecedentes y se tomaría como referencia al Brasil, cabe señalar que allí existen cinco organizaciones que forman parte de Vía Campesina, entre ellas el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST) y el Movimiento de Pequeños Agricultores (MPA), que lograron incluir en la agenda del presidente Luiz Inácio “Lula” Da Silva las dos cuestiones: reforma agraria integral y soberanía alimentaria.

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La literatura de hace cuarenta años mostró hitos brillantes en cuanto a la denuncia de la explotación campesina. Esa lucha por la tenencia de la tierra quedó por largo tiempo sumida en un mar de sombras, y otros diversos problemas –aparentemente más acuciantes– ocuparon el centro de la escena. Pero la agricultura minifundista es un fenómeno que se da en toda América latina, e incluso la supuestamente latifundista en Argentina tiene una superficie de explotación enorme bajo estas características, especialmente en geografías con necesidad de riego, o en geografías donde políticas gubernamentales parcelaron el territorio en pequeñas o medianas propiedades. También es compartido por toda la América morena el proceso de extranjerización de recursos vitales, que aceleró la concentración de la actividad agrícola en pocas manos.

En la Argentina hay aproximadamente 17 millones de hectáreas en manos de firmas extranjeras, mientras que casi la totalidad de las 500.000 familias campesinas muestran problemas legales en la posesión de sus tierras. En Brasil había cuatro millones de familias en esas condiciones. Dirigentes del Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra y de la Coordinadora Latinoamericana de Organizaciones del Campo (CLOC), en un largo reportaje del diario Página 12, se refirieron a los ejes comunes que atraviesan a los movimientos sociales vinculados con el pequeño productor familiar y comunitario, y cómo operó el modelo brasileño de distribución de tierras.

El escenario político económico que enfrentan hoy los movimientos campesinos de la región, según su óptica, es la construcción social de una representatividad, y plantean que los problemas que aquejan a este sector no están circunscriptos al campo, sino que involucran a toda la sociedad. Los pueblos de los países productores precisan definir formas autónomas de producción para garantizar derechos básicos, como el acceso a los alimentos y la tierra. En este contexto, proponen articulase con otros sectores en una estrategia de alianzas entre los segmentos populares para enfrentar la ofensiva de las multinacionales y aprovechar en beneficio de cada país el largo período de estabilidad con precios en alza que se viene observando. Algo que sólo ocurrió en contadas oportunidades en la historia, y que por lo tanto representa una oportunidad que no se debe desperdiciar.

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Denuncian que la producción de alimentos está cada vez más concentrada en pocas manos, como consecuencia del proceso de globalización de la agricultura por el que las compañías multinacionales se están apropiando de recursos naturales como la tierra, el agua y las semillas, con una tendencia internacional de despojo a los campesinos. Pero también aseguran que el surgimiento en la región de gobiernos. que incorporan la lógica de los movimientos sociales, abre la esperanza de un cambio de paradigma que se traduzca en transformaciones estructurales.

En el caso de Brasil, señalan el avance que se consiguió a partir de los reclamos del movimiento organizado, que además logró –como resultado de la alianza entre sectores populares– poner fin a los gobiernos conservadores que se turnaban en el poder. El planteo de que resultaba vergonzoso que en un país como Brasil, con sus dimensiones de tierra y sus recursos, existieran personas que se morían de hambre prendió fuerte en otros sectores sociales, lo que permitió acumular fuerzas para alcanzar una política agrícola más activa. El gobierno de Lula da Silva sancionó una ley para impulsar la agricultura familiar, que no constituye una reforma agraria tradicional, sino que se basa en una serie de políticas positivas para avanzar en la distribución de tierras, en el área de educación productiva mediante alianzas con diversas universidades, y con una política pública de compra directa de alimentos y tierras a través de un organismo central. También fue sancionada una ley que fija que el 30 % de la merienda escolar debe ser comprada directamente a los agricultores familiares.

Pero lo más interesante de este modelo –como señalaron en el reportaje– son las economías de gran escala que se logró conformar a partir de cooperativas consorciadas, muchas de ellas integradas por trabajadores rurales sin tierra, como en el caso de algunas plantas elaboradoras de lácteos. Un proyecto emblemático es el de Terra Viva, en Santa Catarina, que en tres centrales envasa más de 300 mil litros diarios de larga vida en cajas tetra pack. Una vez alcanzado este punto de desarrollo, la discusión ha dejado de ser sobre meriendas, para pasar a proponer alimentos producidos de manera orgánica que complementen el proceso de desarrollo de los niños.

La política brasileña para la desapropiación de tierras ha sido uno de los embates más duros, según estos dirigentes. La burocracia estatal muchas veces frenó el cumplimiento de la Constitución Federal, que obliga la

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desapropiación de tierras si éstas no cumplen la función social asignada por la propia Carta Magna, mecánica que puso en juego la correlación de fuerzas entre los intereses de la clase trabajadora y los sectores más conservadores del Brasil.

Por otro lado, el tratamiento sobre extranjerización no sólo abarcó el tema sobre la propiedad de la tierra, sino para qué se la usaba. La rentabilidad de la soja es tan alta que el modelo agrícola puede utilizar extensiones de tierras en poder de productores locales, bajo prácticas que en realidad fortalecen el modelo de extranjerización del negocio. Una vez más, los términos favorables de intercambio se mostraban en contra de los intereses nacionales de desarrollo sostenido y equilibrado de largo plazo. Por eso se preocuparon de que la tierra fuera puesta a disposición de un proyecto nacional. En este sentido, una ley que limite la compra por parte de extranjeros es importante, aunque no debe ser el único instrumento, según la experiencia de nuestros vecinos.

En Brasil se ha dado una lucha histórica para que exista una ley integral que limite la cantidad de hectáreas que puedan ser adquiridas por una persona o empresa. Pero todavía hoy los latifundistas pueden tener millones de hectáreas. El último Censo nacional reveló la altísima concentración de la tierra, sobre todo en manos de extranjeros. Además, hay diversas denuncias sobre la ocupación de tierras en zonas de fronteras, como Syngenta, que tiene campos en zonas con reservas legales sobre su uso.

Pero la clave de la política brasileña está íntimamente relacionada con el artículo de la Constitución que define a la tierra como de uso social, sin excepciones, lo cual otorgó a los movimientos campesinos un mayor margen de acción para luchar por su posesión. Esta no fue una medida de Lula, sino que ese articulado ya había sido incluido en la reforma constitucional de 1949, y fue rescatado por el movimiento campesino como bandera de lucha.

En general, en el resto de los países de la región –incluyendo a Ecuador que comienza a transitar el mismo camino que Argentina y Brasil– todavía predominan las actividades extractivas con la misma lógica de utilizar los recursos naturales como materia prima exportable y no como eje para el desarrollo de los pueblo. El país donde más se profundizó este modelo agroexportador fue Argentina, impulsado por la alianza estratégica entre

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los integrantes de la Mesa de Enlace y las empresas transnacionales. El avance de los agronegocios fue muy rápido y sus efectos por el uso masivo de la tierra puesta a disposición de un modelo pensado en otros países, afecta la alimentación interna, dada la enorme concentración de la cadena industrial. Cargill, por ejemplo, concentra el 60 % de la industria frigorífica. Hoy el kilo de carne en Argentina está a precios europeos.

Otro de los aspectos similares en todo el continente es el del trabajo semi esclavo, ampliamente denunciado en numerosos foros, por el cual las empresas aumentan constantemente su rentabilidad a través de la sobreexplotación de los trabajadores. Todas las organizaciones de América latina saludan las decisiones de gobierno que lograron recuperar para el Estado un papel clave en la definición de las políticas laborales. Sin embargo, también coinciden en que el sector agropecuario es el que viene más retrasado en ese sentido.

Por otro lado, concuerdan en señalar que el andamiaje de subsidios heredado –de difícil reforma– favorece todavía a los actores concentrados del agro y la industria, y plantean como una tarea urgente el nuevo direccionamiento de esos recursos hacia la agricultura social de escala.

En los documentos elaborados durante los encuentros continentales, otro de los puntos de acuerdo ha sido que todo proceso de reforma agraria debe orientarse hacia la construcción de la soberanía alimentaria, y para ello es necesario legislar sobre la función social y ambiental de la tierra, combatiendo la lógica perversa que plantea que una tierra ya cumple su función social por estar sembrada con cualquier producto. Un tercer elemento clave es el de los regímenes de propiedad, ya que los grandes terratenientes tienden a apropiarse de territorios sin reconocimiento legal, pero que no están poblacionalmente vacíos.

También proponen incluir una fuerte política educativa, es decir, trasladando la estructura educativa al campo a través de las dinámicas a distancia y no al revés, como sucede ahora, en que los habitantes rurales deben cubrir largos trayectos para asistir a las escuelas agrícolas.

Finalmente, plantean la necesidad de estructurar redes integrales de producción, logística y comercialización en manos de los pequeños productores nacionales, orientadas a atender mercados locales para eliminar intermediaciones especulativas.

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Una de las reflexiones finales que dejaron los representantes brasileños, quizás los más avanzados en este camino de transformaciones, es que hablar de reforma agraria es hablar de un conjunto de políticas, que van desde la infraestructura básica para el desarrollo de los campesinos, hasta las herramientas de capacitación, salud y asistencia financiera. No es una sola ley, sino un conjunto de políticas de Estado. Y a la luz de sus avances, tienen autoridad para decirlo.

La actual desaceleración económica mundial, en cuestión de meses acabó con décadas de ahorros, destruyó empleos y frenó vigorosamente los programas de alivio para la pobreza mundial en muchos países. En otros, como el nuestro, se hizo sentir con levedad gracias a las políticas de resguardo aplicadas con anterioridad. Pocas han sido las noticias esperanzadoras en el resto del mundo. Sin embargo en Brasil, la presunción de una adversidad económica general –que resulta siempre el peor enemigo de los pobres, por definición el eslabón más débil de toda sociedad– parece estar siendo encaminada a ser desactivada como regla.

Allí, la distancia entre el country y la favela dejó de ampliarse justamente durante la crisis. Brasil es quizás una de las sociedades más polarizadas del mundo en cuanto a diferencias de desarrollo entre sus segmentos sociales, pero los resultados económicos de la política del Partido de los Trabajadores (PT, liderado por Lula da Silva) revelan que –gracias a un mercado interno sorprendentemente flexible y un agresivo gasto gubernamental estimulando los procesos cooperativizados de producción y servicios encadenados– los brasileños pobres se acercaron mucho a los ricos.

Un estudio publicado por el Instituto de Investigación Económica Aplicada informó que el Coeficiente de Gini mejoró en Brasil. Este coeficiente es una medida de la desigualdad ideada por el estadístico italiano Corrado Gini, que se utiliza para medir la desigualdad en los ingresos y puede utilizarse para mensurar cualquier forma de distribución desequilibrada, incluso para medir la desigualdad en la riqueza. Esta escala, que calificaba la brecha del ingreso nacional brasileño con un índice de tres cifras (a mayor Coeficiente de Gini, mayor desigualdad), en medio de la crisis financiera cayó varios puntos en el campo y en las principales regiones metropolitanas brasileñas.

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Una década de reformas económicas fundamentales permitió que Brasil sorteara la crisis en condiciones muy superiores a las de muchos otros países emergentes, presentando un consistente sistema bancario, baja inflación y una implacable política monetaria que permitió al Gobierno una agresiva reducción de las tasas de préstamo, que estaban sumamente altas. En ese marco, la recuperación de los sectores más pobres –según Brasilia– obedeció a un rescate de la economía de los más necesitados mediante un mix de beneficios fiscales, créditos al consumidor y generosos incrementos en las transferencias de efectivo a los pobres.

Los expertos en políticas sociales entienden que el Brasil alcanzó un hito en el combate contra la pobreza, con una desigualdad en baja desde mediados de los ‘90, cuando el país puso fin a la hiperinflación y empezó a abrir ordenadamente su enclaustrada economía al comercio mundial. Fue así que del casi letargo económico comenzó a crecer con una expansión de un 6 % promedio. Entre 2003 y 2009, Brasil creó ocho millones de puestos de trabajo. La década de transferencias de efectivo a los pobres demostró ser una solución barata y eficaz para ayudar a los más oprimidos, con un gasto inferior a medio punto porcentual del PBI para socorrer a la cuarta parte de los 90 millones de pobres del país.

El resultado final es que la brecha entre ricos y pobres se desplomó desde un nivel que en la década de 1980 era similar al del continente africano, hasta el record histórico registrado en julio de 2008, cuando su Coeficiente de Gini cayó a .0561. Para establecer una comparación, el Gini de los EEUU oscila en .380 puntos, mientras que el de China es de .470. Cuando se produjo la catástrofe financiera, primero Brasil siguió al resto del mundo industrializado en el camino hacia la recesión, mientras su sociedad perdía equilibrio, pero en poco tiempo se recuperó.

Durante la mayor parte del siglo XX, esta nación en desarrollo ofrecía resultados por debajo de lo que cabía esperar de su riqueza en recursos, y ganó la reputación de ser una de las sociedades más vergonzosamente desiguales del mundo, en la cual convivían una clase minúscula y floreciente con niveles de vida europeos, con una extensa y mísera mayoría. La brecha del ingreso había provocado incluso un escándalo internacional, cuando el Gini se disparó a .625 en 1989.

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Todo eso cambió. Durante la década del 2000 al 2010 el gobierno consiguió que 27 millones de pobres escalaran posiciones hacia niveles de clase media, a través del encadenamiento productivo y de servicios.

La tónica más aplicada en los últimos años fue la de estructurar redes de pequeños productores en gran escala, sobre todo en alimentos y para sostener el costo de la canasta básica, dotando a esos colectivos de marca propia, de logística muy moderna y de capacitación en todos los rubros, lo cual desembocó en una enorme masa de productos que comenzaron a competir con similar calidad pero a bajo costo con el de las grandes empresas concentradas. Las redes de comercialización alternativa brasileñas acompañaron en muchos casos esta patriada, y –aun si ocupar el grueso de la oferta, algo imposible de lograr– esos productos alternativos lograron generar precios testigo que impactaron en una baja sensible de la inflación. Un fenómeno que en Brasil estaba recorriendo el mismo derrotero de otras economías de América latina, donde las trasnacionales aumentan artificialmente los precios tratando de asimilarlos a los del primer mundo, para achicar mermas. Los resultados fueron rápidos y espectaculares En solamente ocho años, la cifra de habitantes que viven por debajo del nivel de pobreza se precipitó de casi 30 % en 2002 a sólo el 19 % en la actualidad. Por primera vez en dos siglos, los favorables términos de intercambio se volcaban en sensibles mejoras sociales.

Todavía hay muchos peligros que amenazan al Brasil, pero los pobres están más próximos a los ricos allí porque el gasto anti cíclico aplicado impulsa la economía mediante incrementos salariales, concesiones e incentivos fiscales. Todo ese paquete, en conjunto, explica el 80 % de popularidad que alcanzó Lula poco antes de terminar su mandato. En definitiva, una política muy lúcida asoció en Brasil a los pequeños del agro con los desposeídos urbanos. Los sectores menos favorecidos en términos económicos.

Jacques Diouf, director general de Naciones Unidas de la Organización para la Agricultura y la Alimentación (FAO) –después de mucho tiempo manteniendo una postura inversa a lo que ahora ha tomado– aseveró hace poco que “a nivel mundial, incluyendo América Latina, la mayoría de los pobres está en zonas rurales, por esa razón hay que aplicar una parte suficiente del presupuesto nacional a estos pobres, pues de esa manera se va a resolver el problema, por un lado de la pobreza, y por otro de la contribución de la pequeña agricultura familiar al Producto Interno Bruto

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(PIB) de los países”. Advirtió además, que si no se impulsa la producción agropecuaria a nivel global, continuará  en aumento la cantidad de personas en situación de desnutrición y pobreza. El director de la FAO remarcó que “la agricultura es la base de vida del 70% de la población mundial, pero también un 70% de los pobres viven en zonas rurales”. Ante este fenómeno, sentenció  que “si no se invierten recursos en esta actividad (la agricultura), no vamos a obtener el incremento de producción necesario para atender una población mundial que está aumentando a pasos acelerados” y lamentó  que la ayuda internacional “que va al sector agropecuario ha caído del 19 % en 1980 hasta un piso del 3% en 2006, aunque ahora estamos entre el 5 y 6%”.

Destacó  que –a diferencia que en otras geografías del mundo– en América Latina se ha hecho un esfuerzo por reducir el número de personas sin acceso a la alimentación, aunque aún falta mucho para alcanzar niveles aceptables, y agregó que “hay países de América del Sur que están aumentando su producción y que han hecho más progresos en este ámbito, como Argentina, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay, pero en los países de América Central y del Norte de América, junto a otros de América del Sur, tenemos problemas, incluyendo países del Caribe, en particular Haití”.

Afirmó que los países que le han dado más prioridad a la agricultura, “han tenido éxito, han aumentado su producción, han reducido su importación de productos agropecuarios y han mejorado los ingresos de los agricultores pobres”. Diouf reconoció que el capitalismo es el sistema que genera más pobreza y hambre en el mundo, “hecho que se demostró tras la crisis financiera internacional que explotó en el año 2008”. Y agregó que “a nivel mundial los precios se fijan sobre la base de reglas capitalistas, esa es la realidad, y naturalmente sus consecuencias son las que hemos visto en el 2007-2008. Durante ese período, el número de hambrientos no se redujo, como deberíamos haber logrado según los objetivos de la ONU, que planteaban una reducción a la mitad del número de indigentes para el año 2015”.

Todo el análisis remite al punto enunciado al principio: existe un negocio que genera enormes recursos, y la demanda y consecuentemente los precios se muestran estables en el largo plazo. Están sentadas las bases estructurales para una profunda transformación, y el comando de ésta es político, ya no simplemente economicista.

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LA HUMAREDA Y EL FUEGO

Abundando un poco más en los aspectos económicos y políticos del conflicto por la 125, cabe agregar que cuando el tema de las retenciones pasó a ocupar un espacio importante en la agenda pública, los intentos por frenar esa necesaria injerencia estatal se basaron en restarle su cualidad de instrumento para la distribución del ingreso, reduciéndolo a una medida fiscal surgida de la urgencia por aumentar la recaudación. El cuestionamiento apuntó además a criticar el destino de esos fondos, diciendo que se utilizarían para pagar deuda y no para obras de infraestructura. Incluso, y lo más grave, se las desacopló de la evolución internacional de las materias primas, que tendían a vaciar el mercado interno si no se aplicaban medidas para preservarlo. Nadie mencionó que países como Canadá, Australia o China habían recurrido a mecanismos similares. Nadie publicó las críticas de los socios más ricos del G 20 a todos esos países –y al nuestro– por intentar frenar la especulación y procurar la seguridad alimentaria.

Es indudable que la corriente conservadora todavía es dominante en el discurso masivo. Las críticas al “avance estatal” sobre los medios no utiliza la misma vara para medir cuánto espacio conquista ese lenguaje. En medio del debate por las retenciones, lograron sustraer la esencia distributiva neta y el proteccionismo necesario que implicaban las retenciones, las vaciaron de contenido práctico y, lo más importante, lograron esconder el meollo del asunto, que es la puja –bendita palabra aggiornada para definir los conflictos sociales– entre capital y trabajo.

El Estado es actor indispensable en esta dinámica y, aunque parezca de Perogrullo repetirlo, no podría estar ajeno aunque quisiera en el proceso de redistribución de los ingresos. Cuando se habla de Estado ausente en los 70-90, se está mintiendo desfachatadamente; nunca el Estado había tenido tanta injerencia (negativa) en la distribución del ingreso.

Tampoco es cierto el sesgo unilateral que se endilga al gobierno. En los últimos años, sus intervenciones se inclinaron en algunas oportunidades por el capital, y en otras por el trabajo. Pero más allá de las deudas operativas, no se puede negar que a medida que fueron emergiendo las monstruosidades de la Argentina reprimida, esos desafíos ocuparon el centro de la escena política. Es cierto que la discusión sobre desapropiación

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de la renta nacional agraria (nuestros hidrocarburos, si fuésemos un país petrolero) recién comienza, y aún es débil la reforma tributaria que debería gravar la más que desproporcionada renta financiera vernácula. Pero quienes se ponen “a la izquierda” de este proceso de avance después de años de oscurantismo feroz, se equivocan al criticar las retenciones al ignorar sus potencialidades para corregir –aunque sea en parte– las inequidades en el reparto, durante este gobierno y los que vengan después.

Pero volvamos al aspecto central, que es la tensión constante a lo largo de la historia entre capital y trabajo. Incluso anterior al capitalismo, porque abarca formas de explotación del trabajo humano que se hunden en las raíces de la humanidad. Y explica todos los levantamientos, todos los movimientos mesiánicos y todos los héroes populares, así como las formas que fueron asumiendo las políticas de los poderosos, desde el esclavismo, pasando por el servilismo hasta llegar al globalizado trabajador como variable de ajuste de la actualidad. Incluso los derechos humanos, más allá de las formas reivindicativas que adopten o el aspecto del cual se ocupen, tienen sus raíces en esta meneada relación. Los países más igualitarios se caracterizan por tener escasos problemas en este tema.

Justamente en el Informe “Derechos humanos en la Argentina” publicado por el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS, uno de los siete organismos fundacionales de DDHH de la Argentina), se incluye un capítulo titulado “La distribución del ingreso en la Argentina y sus condicionantes estructurales”, escrito por el economista Eduardo Basualdo, investigador del Conicet y de la Flacso. En él muy bien señala que el incremento de la ocupación y del salario medio post 2001 no fue el resultado de la “mano invisible” del mercado, sino de una política estatal de reactivación y de la reindustrialización consecuente. Entre las medidas más importantes, además del aumento en los básicos, Basualdo enumera la incorporación de sumas fijas a ese salario, el impulso a las negociaciones colectivas de trabajo, la derogación de la “Ley Banelco” para reordenar el mercado laboral y el ajuste de las jubilaciones mínimas, entre otras iniciativas.

Lo interesante es que Basualdo constata “una situación sorprendente que no parece estar en consonancia con esas modificaciones”, ya que la participación de los asalariados en el ingreso en 2007 fue de un 28 %, mientras que la vigente en 2001 fue del 31 %, y señala que resulta

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paradójico que la participación de los trabajadores en el ingreso sea tres puntos más reducida que la vigente en 2001, a pesar de salarios reales equivalentes y a una ocupación 16 % superior en la actualidad. Pero esa aparente contradicción se explica porque el PBI creció entre 2002 y 2007 en forma continuada a tasas elevadas (entre el 8 y el 9 % anual), y lo hizo marcadamente por encima de la combinación entre salario real y ocupación (masa salarial). Basualdo señala la necesidad de no caer en lugares comunes impuestos por un perezoso sentido común, apuntando que “las condiciones de vida de los trabajadores son mejores que antes de la crisis, aunque su participación en el valor agregado –o sea en la distribución del ingreso– es menor”. En tanto el PBI crezca más que la masa salarial, el capital está en mejores condiciones de apropiarse de una porción mayor del valor agregado, con lo cual se produce una participación creciente del mismo en el ingreso y un incremento sustancial de la productividad, lo que implica una mayor explotación del factor trabajo, pero también más empleo y mejores salarios.

No se puede esconder que en la relación entre capital y trabajo reside el núcleo de la distribución del ingreso, donde los tributos y la asignación del gasto de esa recaudación son el instrumento distributivo más potente. La puja capital-trabajo es la medida para evaluar cómo se reparte la riquezas de una economía, y constituye la dinámica central para la construcción de una sociedad equitativa con inclusión social. En esa disputa, el Estado es el árbitro, y cuando se quita legitimidad a su capacidad de intervención distributiva, como con las retenciones, en realidad se pretende desequilibrar la balanza para preservar las prebendas del capital.

La discusión salarial actual se inscribe en esa tendencia. El sector empresarial pretende que los ingresos de los trabajadores acompañen los incrementos de productividad, cuando en realidad muestran un significativo desfasaje con respecto a los salarios anteriores a la crisis. Mientras tanto, la actividad de los empleadores –y sus ganancias –se incrementaron al ritmo del crecimiento del PBI, un 8,5 % promedio anual. A pesar de haber dejado atrás un modelo basado en la valorización financiera, para pasar a otro de acumulación alternativa, procuran que la pauta distributiva se congele en el actual esquema inequitativo en el reparto de ingresos. Es la misma premisa de desequilibrio que defendieron los piquetes de las multinacionales sojeras contra las retenciones móviles.

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Cuando se analizan las manifestaciones públicas de aquella época a la luz de la minuciosa información disponible hoy –sobre todo en aspectos que deberían haber sido tomados en cuenta previamente a la deflagración, pero que evidentemente han servido de lección– resulta llamativa la grosería de los argumentos. En agosto del 2009, en la Mesa de Enlace se había impuesto el proyecto del ex vicepresidente de Confederaciones Rurales Argentinas (CRA), Ricardo Buryaile, por sobre el de Pablo Orsolini y Ulises Forte de la Federación Agraria, proponiendo “retenciones cero” para la mayoría de los productos. Como sabemos ahora, las retenciones eran una medida de protección que estaban adoptando muchos países productores para blindar sus mercados internos ante la ola especulativa. Esto agravó la interna de la Mesa de Enlace, amenazando su unidad, pero hasta ahora –dos años después– todavía no parece constituir un causal de ruptura definitiva. Probablemente lo será a medida que los medianos productores vayan relacionándose cada vez más en los foros internacionales a los cuales están siendo invitados, y descubran que sus pares australianos y canadienses tienen otros enlaces en otras mesas.

Más allá de lo que entonces dijeron públicamente, quedó claro que no hubo acuerdo sobre retenciones entre las entidades del sector agropecuario en las reuniones de las comisiones de Agricultura y de Economía de la Cámara de Diputados en el 2009. Mientras la Federación Agraria impulsaba la segmentación de los derechos de exportación en todos los productos agrícolas, CRA y Sociedad Rural proponían la eliminación total del impuesto. El dictamen de mayoría promovido por la oposición determinó una clara victoria del diputado formoseño Ricardo Buryaile. La iniciativa fue acompañada por 16 votos de la Comisión de Agricultura y 11 de la Comisión de Economía, gracias a los “agrodiputados” electos en las legislativas de ese año, llevando a cero por ciento las retenciones para el trigo, el girasol, la leche y los productos de las economías regionales. Además, reducía a un 10 % el índice de las retenciones al maíz y a un 30 % para la soja, con una reducción de 5 puntos porcentuales por año para ambos cultivos. Aunque Buryaile contemplaba la devolución parcial del impuesto para los pequeños productores, y que parte de las retenciones fueran a cuenta del impuesto a las ganancias, hubo dos dictámenes firmados en minoría, uno del diputado Lisandro Viale y otro de los diputados Orsolini y Forte de FAA, que no aprobaron el dictamen de

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mayoría por considerarlo “una demagogia a favor de los pooles de siembra”.

La posición de los diputados de FAA generó en su momento fuertes reproches de varios sectores, con un fuerte cruce entre Forte y Hugo Biolcati. Los dirigentes de “el campo” sabían que la situación a esa altura era prácticamente irremontable. Las demás entidades, al acusar a la FAA por su notorio acercamiento hacia el Gobierno nacional, en realidad sabían que su desvinculación del resto de la dirigencia rural surgía por presiones de sus bases, cada vez más enteradas sobre cómo funciona en realidad el tema del proteccionismo, la distribución y los tributos que deben aportar los agroexportadores para que esas mismas cooperativas y empresas medianas y pequeñas resuciten. La actitud de la FAA fue considerada por CRA y la Sociedad Rural como “una traición al pacto de la Mesa de Enlace, que consistía en permanecer unidos hasta el final del ciclo kirchnerista”. Evidentemente, no solamente son los ciclos políticos los que marcan el ritmo de este romance con muerte anunciada. Todos los debates abiertos posteriormente (tierras, ingresos, reforma financiera, destino de los subsidios, políticas para el desarrollo y un largo etcétera) parecen apuntar al corazón del enlace y a levantar la mesa.

Pero vayamos a los números. La disputa por las retenciones para el 2010 también surgía de un pronóstico climático que predecía la normalización de la producción post sequía. El costo fiscal de la propuesta de eliminación para trigo, maíz y girasol, junto a la disminución en diez puntos para la soja en las retenciones ascendería, a 12.700 millones de pesos para el año 2010. Esa medida provocaría el desfinanciamiento del Tesoro nacional. En un informe del Estudio Bein se traducía a pesos la significación de las variaciones en las alícuotas, demostrando que los números valen más que mil palabras. En base a lo exportado en el primer semestre del 2010 y a las ventas proyectadas para el segundo, ese estudio indicaba que cereales y oleaginosas sumarían ese año ventas al exterior por 15.150 millones de dólares, de los que el 87 %, 13.240 millones de U$S, serían por soja. Con un dólar proyectado a 4,12 para diciembre del 2010 y sin tocar las alícuotas vigentes a esa fecha, se recaudarían 17.300 millones de pesos, un 6 % de la recaudación total, pero a la vez un 104 % del superávit primario. Del total recaudado por estas retenciones, un 92 % era por soja, y un 30 % de ese monto se coparticipó a las provincias mediante un acuerdo de distribución.

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El conjunto de subsidios que recibirá el agro significó para el Estado una erogación adicional de 1.695 millones de pesos en el primer semestre, con un incremento para ese período del 72 %. La acertada hipótesis de ese análisis es que cualquier cambio en las alícuotas sólo alteraría marginalmente el resultado final.

En base a las proyecciones de producción del Departamento de Agricultura estadounidense (USDA), se preveía un aumento del 62 % en las exportaciones sectoriales para 2010, lo que sumarían 24.600 millones de dólares en un esquema de precios promedio de los mercados de futuros. En un escenario con las alícuotas vigentes, se recaudarían por retenciones 7.865 millones de dólares. Si se eliminaban algunas retenciones y se reducían otras, los números cambiaban sensiblemente, produciendo un costo fiscal en el presupuesto 2010, donde sólo la eliminación para el girasol implicaría un costo de 900 millones. En el caso de la soja, la eliminación de cada punto de retenciones tendría un costo de 1.030 millones de pesos. En resumen, el costo fiscal de la propuesta del campo que incluía la eliminación de las retenciones al trigo, al maíz y el girasol y una baja de 10 puntos para la soja, ascendería a 12.700 millones de pesos. La propuesta del Gobierno, que preveía eliminar retenciones en trigo y maíz y reducir las del girasol, costaría sólo 1.960 millones adicionales, sin incluir la sumatoria de subsidios.

Estaban sentadas las bases para una disputa que se extiende hasta la actualidad. La idea del gobierno era aguardar a que la oposición en el Congreso avanzara con un proyecto único de retenciones, para luego contraatacar con la reducción de los derechos de exportación para los pequeños y medianos productores. Se trataba de un tema sensible por su marco político, ya que la relación de algunos sectores del campo con el Gobierno nacional parecía no tener vuelta atrás por más que se tomaran medidas de ese tipo.

Esto trajo otros embates y discusiones, demostrando que el tema no es para nada sencillo. Ya en el 2011, ante la inminente siembra del trigo en todo el país, dos diputados del Peronismo Federal, Cristina Cremer de Busti y Gustavo Zavallo, presentaron un proyecto de resolución para pedir informes al Poder Ejecutivo sobre aspectos relacionados con la comercialización de ese cultivo para la campaña 2011/2012. Los legisladores preguntaban "si se tiene pensado continuar con la política de

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restricciones establecidas en relación a la emisión de ROEs verdes y cupos a las exportaciones vigentes, que tanto han perjudicado a los pequeños y medianos productores en las campañas anteriores, y cuyos organismos de aplicación fueron la ex ONCCA y la Secretaría de Comercio Interior".Además solicitaban informes sobre "las alícuotas de derechos de exportación en todas las posiciones arancelarias con que se gravará al trigo para la cosecha 2011/2012", y acerca de "las medidas de apoyo económico y financiero que se prevé implementar con miras a estimular la siembra de este cultivo".

Las restricciones establecidas por el gobierno nacional a través de la ex ONCCA y la Secretaría de Comercio Interior que fijaban cupos de exportación y restringían la emisión de ROEs Verdes, según las asociaciones de pequeños y medianos productores, los habían perjudicado al obligarlos a vender la producción de la campaña anterior a precios entre un 15 y un 20 % menores a los determinados por el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentos. Esto significó cobrar entre U$S 20 y U$S 40 más abajo que el precio de mercado, diferencia que pasó a engrosar las ganancias de los grupos exportadores de granos y los molinos harineros, en su mayoría propiedad de capitales multinacionales. También señalaron que estas medidas promueven el monocultivo de soja, con las consecuencias nefastas que tiene para el suelo y el medio ambiente.

Ya en abril del 2010 el Foro de Anticipación Estratégica (FAE) convocó a todos los sectores vinculados a la actividad agropecuaria a participar de una Jornada de Debate Agropecuario en la Cámara de Diputados de la Nación. Allí se anunció la presentación de un Proyecto de Ley sobre Retenciones. El diputado del PRO, Chiristian Gribaudo, audazmente dijo que “ésta es una propuesta responsable, pensada como si fuésemos Gobierno. Es una propuesta de salida de retenciones, que es un impuesto distorsivo”. Tal vez ese fue el momento en que el gobierno decidió la estrategia unilateral de bajar algunos puntos en las retenciones, en una política orientada a recuperar el apoyo de los medianos segmentos del agro.

Todo esto se producía en medio de los ya mencionados enfrentamientos directos de la FAA con la dirigencia de la Sociedad Rural (SRA) y de Confederaciones Rurales Argentinas (CRA). El proyecto de ley de los legisladores de la Federación proponía segmentar las retenciones al campo, un reclamo histórico del sector que exige un régimen tributario más justo

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que modifique situaciones de inequidad, mientras que los grupos más radicalizados la oposición llegaron a proponer la eliminación de las facultades que permiten al Gobierno fijar los niveles de retención al campo, entregando esa potestad al Congreso nacional.

Ya hemos mencionado los subsidios que se instrumentaron para llevar algo de calma al sector rural. Con ese fin, el ministro Julián Domínguez y su par provincial en la cartera de agricultura de la provincia de Buenos Aires, Ariel Franetovich, iniciaron una recorrida para distribuir fondos y anunciar planes para los pequeños y medianos productores, buscando calmar los ánimos caldeados de los productores agropecuarios de la zona triguera que seguían sin poder vender su producción a precios adecuados. Los anuncios incluyeron subsidios para el consumo de gasoil para los trigueros y la creación de un fideicomiso de 30 millones de pesos para fortalecer la actividad ganadera en la provincia. Los productores bonaerenses contraatacaron reclamando políticas activas a largo plazo y la eliminación temporaria de las retenciones al trigo, que se ubicaba en un 23 %, para paliar los efectos de la sequía.

En este sentido Carbap, la entidad que representa a los productores bonaerenses más poderosos, no se demoró en afirmar que “los subsidios son más de lo mismo de lo que ocurrió en los últimos años y que llevó al campo a la perdición”, realizando una caprichosa comparación totalmente desmentida por el desempeño creciente en los ingresos de ese segmento. Una vez más, se utilizaba la razonable inquietud de los pequeños y medianos como justificativo para el esquema concentrador dentro del cual se manejan los grandes.

Para esas fechas y en sintonía con los planteos de Carbap, el plan opositor de la FAE liderada por el PRO bajo la coordinación del diputado macrista Christian Gribaudo, apostaba a una derrota electoral del oficialismo en el 2011 y al liderazgo de Mauricio Macri para aglutinar detrás de su candidatura a toda la oposición. Su propuesta era eliminar todas las retenciones a las exportaciones agrícolas, en consonancia con los grupos de elite de la Mesa de Enlace. Para esas fechas, la oposición todavía no se había disgregado y prestó su presencia al encuentro de la FAE, entre otros, concurrieron Ricardo Buryaile y Jorge Chemes de la UCR, Lisandro Viale del Partido Socialista, Sergio Pansa y Raúl Rivara del Peronismo Federal, y Susana García de la Coalición Cívica. La idea de esos legisladores era

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convencer a los integrantes de sus bloques para que aprobaran el proyecto. Algunos diputados admitieron que no sería una lucha fácil, dado que el oficialismo conservaba influencia dentro de la Cámara de Diputados como para evitar que se discutieran las retenciones en el recinto. Los votos para aprobar una propuesta consensuada –reclamados por Gribaudo–comenzaron a transitar un camino incierto a partir de las diferencias que fueron diluyendo el frustrado frente opositor.

De todas maneras, vale la pena analizar en qué consistía ese proyecto con diez medidas básicas denominado “Plan Agro Fe para la construcción de una Política Nacional Agropecuaria”, propuesto como política de Estado de largo plazo y como parte de una estrategia nacional de desarrollo. Para que no quedaran dudas sobre su intencionalidad, comenzaba proponiendo la eliminación de las retenciones en forma gradual durante dos años, plazo durante el cual el Estado entregaría a los productores un título público por un monto igual al de las retenciones vigentes. Para compensar la reducción de ingresos tributarios del Estado por la baja gradual de las retenciones, esta plataforma contemplaba la aplicación de un gravamen sustitutivo sobre la compra de moneda extranjera, de aplicación inmediata para proporcionar ingresos extras a las arcas estatales. Y aseguraban que esta medida tendría la misma facilidad recaudatoria que las retenciones, suministrando ingresos fiscales diarios y de difícil evasión. El bono entregado a los productores brindaría el derecho automático a recibir préstamos de iguales características financieras. Los bancos estarían obligados a conceder esos préstamos contra entrega de los bonos y estos podrían ser negociados por los bancos en los mercados de valores del país y del exterior. El productor obtendría así el 100 % de sus ingresos. En ese escenario que pondría fin a las retenciones, se proponía sancionar una ley para que todos los exportadores recibieran el 95 % de sus ventas en efectivo, mientras que el 5 % restante se depositaría a plazo en un banco de su elección, como base para la formación de capital. Con ese aporte del 5 % de los exportadores y los recursos obtenidos por la emisión de títulos públicos, el plan contemplaba la creación de un Fondo Nacional de Infraestructura destinado a la concreción de obras públicas en el campo y otros sectores, sin depender de fluctuaciones presupuestarias. La creación de un IVA diferencial para los alimentos, la eliminación de precios máximos y de los subsidios estatales, la federalización de la deuda pública de las provincias y

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la normalización de las relaciones con el sistema financiero internacional fueron otras de las medidas propuestas por los diputados de la oposición.

La Biblia y el calefón. Porque este último punto, el de la normalización de las relaciones –¿carnales?– con el sistema financiero internacional desdice todos los anteriores y sólo implica mucho humo y poco fuego para intentar esconder la aplicación del paradigma monetarista –impulsado por organismos internacionales en representación de los países centrales y de los sectores dominantes internos– que llevaron a la Argentina a pauperizarse económica y socialmente.

Al otorgar al Estado un papel intervencionista y proteccionista que sólo buscaría aumentar el salario de los trabajadores para fortalecer el mercado interno, se jibariza el debate y se busca la complicidad de otros actores políticos. Nadie puede estar en desacuerdo con una reducción del IVA en los alimentos, pero si eso va acompañado de una merma en la recaudación por la liberación del mercado, lo que en realidad se propone es un retorno a la Argentina que desde mediados de los setenta y hasta el estallido económico se caracterizó por la apertura comercial, la desregulación de los mercados, el programa de privatizaciones y la flexibilización laboral. Las consecuencias de ese modelo son conocidas. Un fuerte proceso de desindustrialización, la primarización de la economía argentina, el crecimiento de la deuda externa y una fuga de capitales que no ha mermado hasta hoy. Pero además, todo eso se apoyó en nuestra extrema vulnerabilidad económica frente al sistema financiero internacional, que desembocó en la concentración económica como resultado del quiebre y desaparición de una gran cantidad de pequeñas y medianas empresas, con aumento de la desigualdad social a partir de la exclusión, el incremento de la desocupación, la subocupación, el trabajo no registrado, la pobreza y la indigencia.

En este contexto, no alcanza con que los economistas heterodoxos se opongan discursivamente a una concepción monetarista de la economía, mientras desarrollan esa disputa intelectual bajo las premisas de la economía ortodoxa. Esa heterodoxia no es tal cuando buena parte de sus abanderados participan en jornadas, seminarios y congresos similares a la FAE. Muchos de ellos además con publicaciones en revistas especializadas u ocupando cátedras en la universidad. Tampoco faltan los émulos de Martín Redrado, escondidos en el sector público para intentar influir en el

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freno a políticas públicas orientadas a revertir los efectos del neocolonialismo financiero en nuestro país.

La instauración de un nuevo modelo de desarrollo que valoriza la producción a partir de un proceso de reindustrialización con inclusión social, requiere una mayor profundidad y un más riguroso análisis de gran parte de los economistas autodenominados heterodoxos.

Más allá de los tropiezos, las desprolijidades y las políticas macro que en diversas ocasiones avanzaron sin tomar en cuenta la complejidad de los nichos sobre los que se operaba, afectando parcialmente a los más pequeños, resulta imposible negar que el nuevo diseño de desarrollo estructurado a partir de la intervención del Estado permitió el inicio de la reconstrucción económica y social de la Argentina. Y no sólo por la recomposición del aporte manufacturero, la reducción de la deuda externa, la disminución del desempleo, el subempleo y la baja en la pobreza y la indigencia, sino también por la relativa autonomía que se está alcanzando frente al mandato de los poderosos del mundo, en consonancia con decenas de países emergentes que transitan el mismo camino.

Transcurridos casi ocho años, es cierto que se perciben algunas fragilidades del nuevo modelo de desarrollo, pero si en lugar de enmendarlas se brinda espacio para que nuevamente se apliquen políticas ortodoxas sólo apuntalará el predominio de los sectores dominantes a los cuales benefician esas políticas sesgadas. Para analizar ecuánimemente este nuevo escenario, no se puede omitir que gran parte de los sectores populares y medios están apoyando la defensa de un modelo de valorización productiva con inclusión social. Las características y la sostenibilidad y profundización de este esquema no deberían depender casi con exclusividad de un triunfo oficialista en las elecciones de 2011.

Pocos economistas, politólogos y otros profesionales surgidos de nuestras universidades han resultado inmunes frente a la herencia que dejó el paradigma neoliberal. Hoy se verifican saludables reacciones en muchas casas de altos estudios, pero es la generación de los egresados la que ocupa por ahora el escenario. La tarea para los economistas heterodoxos es colosal, porque además de luchar por sacarse de encima los paradigmas legados por la ortodoxia mediante la “privatización” de la ciencia económica, necesitan romper con la impronta por la cual la economía es

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considerada como una ciencia inalcanzable para el individuo común. Cada vez resulta más claro que la discusión económica no es sólo para expertos, ni puede dejar fuera del debate a los sectores “no autorizados académicamente”.

El economista no es un gurú que explica a los no entendidos de qué se trata la economía, ni el ciudadano común está simplemente para prestar oídos y preguntar a los expertos economistas, sin poder opinar sobre las problemáticas económicas porque son temas sumamente complicados y que llevan mucho tiempo de análisis. Buena parte de los economistas heterodoxos continúa utilizando las mismas herramientas y metodologías que Cavallo para sostener ideas contrarias. Esa utilización de derivadas, logaritmos y funciones en la creación de modelos económicos llevó a reducir el debate económico a unos pocos actores, alejando a los sectores populares de una discusión que los debería tener como sujetos centrales, y quitándoles de esta manera una herramienta fundamental para la defensa de sus intereses.

La pauperización económica de los sectores medios y bajos implicó el aumento de la exclusión de esos sectores en la educación formal, especialmente la universitaria. Por ahora es imposible que los sectores más vulnerados accedan a los debates económicos con los parámetros utilizados por la universidad. Su creciente participación está siendo tomada en cuenta en diferentes foros, pero jamás serán invitados a seminarios como el FAE, donde sí se advirtió la inclusión de economistas supuestamente enfrentados al modelo monetarista. El análisis de los diez puntos propuestos por la FAE indica por sí solo cómo se instrumentan estos foros, dando cabida a opiniones heterodoxas que siempre se quedan en el umbral de la enunciación, cuando en realidad el objetivo no expresado es juntar voluntades con un solo fin: perpetuar la dominación.

Pretender que la participación en esos ámbitos logrará torcer o por lo menos condicionar los designios del poder financiero es lo mismo que escribir artículos en revista especializadas, presentar trabajos en congresos y seminarios u ocupar cargos en las cátedras de las universidades sin romper con la consecuencia de la ortodoxia, que es el alejamiento de los sectores populares y medios del debate económico. No se discute desde el púlpito con esas fuerzas, sólo se las puede enfrentar desde la unidad de las mayorías.

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Por eso este libro podrá ser acusado de poco confiable en cuanto a sus datos parciales, desprolijo en cuanto a la mención de fuentes, o descalificado por estar escrito por un personaje sin calificaciones académicas de ningún tipo, que además podrá estar sospechado de recurrir con desparpajo al corte y pegue. Todo eso puede ser cierto desde un punto de vista elitista. Pero la disputa ideológica debe tender a popularizar las ciencias económicas, introduciendo en el debate económico a los sectores medios y bajos como único camino para defender un nuevo modelo de desarrollo en tránsito, tan desprolijo, poco confiable y por ahora confuso como estos capítulos, pero igualmente dialéctico. 

Cuando se entabló un ámbito de diálogo entre las entidades ruralistas de la Mesa de Enlace y el Gobierno Nacional, en el Ministerio de la Producción, se discutió sólo acerca de la distribución del excedente económico generado por los productores pampeanos y de zonas adyacentes, así como las compensaciones en caso de que ese excedente resultara negativo por dificultades para exportar o sequía. Justamente una característica saliente de otro gran segmento de productores que no participó, el de los que venden su producción en el mercado nacional o trabajan con agua proporcionada por sistemas de riego, que evitan dificultades por falta de lluvias como les sucede a muchos de los sojeros reclamantes.

Quienes se sentaron a la mesa fueron las entidades que se habían arrogado la representatividad de todo el campo argentino. Esas cuatro entidades rurales reclamaron soluciones en nombre de todos los productores del sector agropecuario, pero –según datos confirmados– en conjunto sólo reúnen a 120.000 dueños de predios asentados en la fértil Pampa Húmeda. Más de 230.000 productores del agro quedaron fuera de la negociación, al no estar incluidos en ninguna de esas cuatro entidades, y a pesar de que se dedican a tareas estratégicas para la provisión de alimentos y materias primas para consumo interno y externo en distintos puntos del país.

En esa mesa de diálogo ni siquiera se mencionó a quienes –en cantidad similar a los que producen soja– de norte a sur del país, desde la Mesopotamia hasta la precordillera, cultivan todo tipo de frutas. Manzanas y peras con creciente demanda externa, duraznos y ciruelas en fresco y procesados, pero también exóticas frutas de clima subtropical con alto valor, así como cítricos y frutillas en gran escala.

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Un segmento con representatividad institucional creciente que podría haber participado, debido al marcado proceso de expansión que han experimentado, es el de los emprendimientos que proveen de pollos y huevos al mercado local y al externo. O las entidades que, cada vez en mayores volúmenes, atienden la demanda interna de carnes frescas o procesadas de ganado porcino, que –como también ocurre en el sector avícola– en un 100% se crían con alimentos balanceados de producción nacional.

Por estar entre los más pobres, se caía de maduro que no participarían los plantadores de tabaco de Misiones, Salta y Jujuy que abastecen a la industria del cigarrillo. Ni aquellos que persisten en la hasta hace muy poco declinante producción de algodón chaqueña, pero que llegaron a sumar más de 20.000 pequeños y medianos establecimientos. Hoy, en la adversidad y empujados incesantemente por la soja, todavía subsisten.

Otro sector bien estructurado en cuanto a representatividad es el de quienes –desde tiempos de la colonia– producen uva para consumo de mesa o para elaborar vinos y mostos en Cuyo y el Noroeste que, junto a los plantadores de olivos y nogales, han alcanzado grandes avances de calidad y amplitud de mercado (en el segundo caso gracias al diferimiento impositivo), y que además en la última década motorizaron capital productivo y financiero de apoyo a la producción.

A pesar de no estar organizados unificadamente, debido a la dispersión geográfica, uno de los sectores más numerosos en cantidad de productores es el de los que diariamente comercializan legumbres y hortalizas. Se calcula, aunque nunca se terminó de definir censalmente, que son decenas de miles de pequeños productores familiares ubicados en los cinturones hortícolas que rodean a los grandes centros urbanos. Estos productores familiares –según estimaciones obtenidas a través del monotributo social– constituyen buena parte de los 130.000 establecimientos agrícolas que se ubican especialmente en el norte y el oeste, que entregan parte de su producción al mercado o venden su fuerza de trabajo en actividades concentradas para sobrevivir.

Otro sector importante que nuclea a colonos minifundistas, muchas veces cooperativizados, es el de los que en el Nordeste producen té y sobre todo yerba mate, infusión básica en el consumo familiar argentino, al igual que

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los cañeros tucumanos que proveen materia prima para la industria azucarera, en pleno crecimiento.

Pero además, a las representatividades alternativas a las que conforman la Mesa de Enlace, se debe sumar un enorme espacio “inorgánico” compuesto por campesinos, productores familiares, micro empresarios modernos, descendientes de pueblos originarios y pequeños productores capitalizados, que proveen una enorme porción de canasta básica.

El perfil dominante de los ausentes en la negociación con el agro sojero, excluye a productores familiares con alta diversidad agropecuaria, compuesto por un amplio espacio de pequeños productores pobres, cuyos ingresos no alcanzan para satisfacer las necesidades familiares básicas en bienes y servicios. Según datos del Censo Agropecuario 2002, los agricultores familiares con tales características suman el 40 % del total: 132.000 ocupantes de predios. En muchos de ellos todavía la tierra no está escriturada a nombre de quienes la habitan y la explotan, por lo que resulta imposible que les llegue el crédito formal. El Estado los auxilia con subsidios y créditos a tasas muy bajas, a fin de que encaren prácticas asociativas propias, pero las experiencias son de baja escala.

Es con esos actores sociales que también hay que discutir el futuro del agro argentino, pues son los que más imperiosamente necesitan de políticas integrales para asegurar su subsistencia y su estabilidad en las fincas. Aspiran a una capitalización que no los excluya del proceso económico. Exigen la defensa de sus precios. Demandan la disponibilidad de los bienes públicos que precisan para elevar su calidad de vida. Y anhelan los recursos financieros y tecnológicos que les garanticen sustentabilidad ambiental con inclusión social.

En síntesis, hubo más ausentes que presentes en la negociación con la Mesa de Enlace. Cientos de organizaciones sociales que reúnen y representan a los pequeños productores están logrando que la política oficial –por primera vez– se ocupe de ellos, pero todavía los avances son limitados y su ausencia en las mesas de negociación son una demostración. A las grandes entidades que protestan, y que se arrogan la representatividad de un virtual “campo argentino” poco y nada les interesa el futuro de la mayoría de los productores agrarios. Es más, como fracción minoritaria pero poderosa de los dueños de la tierra, salvo honrosas excepciones, ven a este enorme

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espacio de producción no sojera como directo competidor por las tierras cultivables. Esto augura espacios de negociación bien diferentes, y una clara responsabilidad del Estado para que prime la justicia y el interés nacional.

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