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Lenguaje, Estilo y Modo La Introducción del Barroco en Galicia y el Escultor Francisco de Moure Lic. Marica López Calderón Universidad de Santiago de Compostela O Francisco de Moure es uno de los escultores más sobresalientes tanto del panorama gallego, como español. Su actividad transcurre entre 1598, momento en que talla la imagen de san Roque para la cofradía del mismo nombre – su primera obra documentada -, y 1636, año en que fallece cuando trabajaba en el retablo mayor del Colegio de la Compañía de Jesús de Monforte de Lemos (Lugo). A lo largo de estos casi cuarenta años de actividad, el escultor transforma el lenguaje manierista en que se forma, de la mano del artista portugués Alonso Martínez, en lenguaje barroco, por medio de lo cual su arte se puso al servicio de la nueva Igle- sia contrarreformista. De este modo, su estilo se caracteriza por desprenderse, pau- latinamente, de lo aprendido en el taller de su maestro, sustituyéndolo por el arte de Juan de Juni, escultor afincado en Castilla a lo largo del segundo tercio del siglo XVI y cuya influencia en Galicia, especialmente en Ourense, que es donde nuestro escultor se forma, será muy notable. 3 El hecho de que Francisco de Moure no sólo no se aparte de su formación inicial en el arte de Juan de Juni, sino que la incremente, hasta desembocar en so- luciones muy próximas a las del maestro vallisoletano, ha sido visto, en algunas ocasiones, como un lastre en su evolución, valorándolo más como un artista retar- datario, que como lo que realmente es: un hombre en la vanguardia de su tiempo. Esto es lo que pretendemos mostrar a través de este estudio. 1 Esta comunicación es parte del resultado de los estudios realizados en el proyecto de inves- tigación financiado por la Xunta de Galicia. PGIDIT03PXIB100PR –De la consolidación a la dispersión. El monacato benedictino en Galicia…-. VILA JATO, M.ª D.: Francisco de Moure. A Coruña, Xunta de Galicia, 1991; p. 3. 3 Martín González señala que dos fueron las vías de penetración del maestro vallisoletano en Galicia: en primer lugar, a través de sus propias obras. En este sentido, dos son las imágenes conservadas: la Inmaculada del Museo de Ourense y la Virgen de la Esperanza de Allariz; y, en segundo lugar, por medio de sus discípulos, concretamente, del Maestro de Sobrado y de Juan de Angés, el mozo. GONZÁLEZ, M.: “Juan de Juni y Juan de Angés el mozo, en Orense”. Cuadernos de Estudios Gallegos, XVII (196); pp. 70-8.

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Lenguaje, Estilo y Modo La Introducción del Barroco en Galicia y el Escultor

Francisco de Moure�

Lic. Marica López CalderónUniversidad de Santiago de Compostela

O Francisco de Moure es uno de los escultores más sobresalientes tanto del panorama gallego, como español. Su actividad transcurre entre 1598, momento en que talla la imagen de san Roque para la cofradía del mismo nombre� – su primera obra documentada -, y 1636, año en que fallece cuando trabajaba en el retablo mayor del Colegio de la Compañía de Jesús de Monforte de Lemos (Lugo). A lo largo de estos casi cuarenta años de actividad, el escultor transforma el lenguaje manierista en que se forma, de la mano del artista portugués Alonso Martínez, en lenguaje barroco, por medio de lo cual su arte se puso al servicio de la nueva Igle-sia contrarreformista. De este modo, su estilo se caracteriza por desprenderse, pau-latinamente, de lo aprendido en el taller de su maestro, sustituyéndolo por el arte de Juan de Juni, escultor afincado en Castilla a lo largo del segundo tercio del siglo XVI y cuya influencia en Galicia, especialmente en Ourense, que es donde nuestro escultor se forma, será muy notable.3

El hecho de que Francisco de Moure no sólo no se aparte de su formación inicial en el arte de Juan de Juni, sino que la incremente, hasta desembocar en so-luciones muy próximas a las del maestro vallisoletano, ha sido visto, en algunas ocasiones, como un lastre en su evolución, valorándolo más como un artista retar-datario, que como lo que realmente es: un hombre en la vanguardia de su tiempo. Esto es lo que pretendemos mostrar a través de este estudio.

1 Esta comunicación es parte del resultado de los estudios realizados en el proyecto de inves-tigación financiado por la Xunta de Galicia. PGIDIT03PXIB�100�PR –De la consolidación a la dispersión. El monacato benedictino en Galicia…-. � VILA JATO, M.ª D.: Francisco de Moure. A Coruña, Xunta de Galicia, 1991; p. �3.3 Martín González señala que dos fueron las vías de penetración del maestro vallisoletano en Galicia: en primer lugar, a través de sus propias obras. En este sentido, dos son las imágenes conservadas: la Inmaculada del Museo de Ourense y la Virgen de la Esperanza de Allariz; y, en segundo lugar, por medio de sus discípulos, concretamente, del Maestro de Sobrado y de Juan de Angés, el mozo. GONZÁLEZ, M.: “Juan de Juni y Juan de Angés el mozo, en Orense”. Cuadernos de Estudios Gallegos, XVII (196�); pp. 70-8�.

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La maestría� de Francisco de Moure se manifiesta ya en el análisis de los ros-tros de sus creaciones: desde su primera obra, el san Roque de la catedral de Ou-rense (1598), hasta la última, las tallas de Monforte de Lemos (16�5-1636), el es-cultor, como veremos, no dejó de probar distintas combinaciones y permutaciones5, de repertorio y modelado, para conseguir unos rostros naturalistas y expresivos. Po-demos concluir, por lo tanto, que naturalismo y expresividad son la meta que persigue Francisco de Moure, aunque también teniendo presente que esta meta no es un fin en sí misma, sino un medio para hablar fuerte y directamente al alma6, pues la eficacia ideológica, principio que rige toda la estética del barroco7, está tras las nuevas búsquedas emprendidas por el escultor desde casi el inicio de su actividad.

FRANCISCO DE MOURE Y LAS IMÁGENES QUE “MAS AL PROPIO Y VIVO ESTÁN SACADAS”

Las imágenes de Francisco de Moure se distinguen, en primer lugar, por pre-sentar una estructura de rostro basada en un paralelepípedo sobre el cual se dispo-nen los pómulos, siendo este el único aspecto que mantuvo invariable durante toda su producción. Dicha estructura nos permite ver el entronque del escultor respecto a su maestro, Alonso Martínez, y, sobre todo, respecto a Juan de Angés, el mozo, y el Maestro de Sobrado, escultores estos que, han desempeñado, igualmente, un papel decisivo en el juego de cat´s cradle8 practicado por Moure.

En segundo lugar, sus tallas se caracterizan por presentar unos rostros construi-dos a partir de dos repertorios distintos, el segundo de los cuales, como veremos, está vinculado a esa búsqueda de imágenes “que más al propio y vivo están saca-das” para “reverenciar a los santos en ellas, y para mover la voluntad y despertar la devoción por ellas a ellos [a los fieles]”9.

� GOMBRICH, E.H.: Freud y la psicología del arte. Barcelona, Barral Editores, 1971; pp. �7-�8.5 Ibidem, p. �8. 6 OROZCO DÍAZ, E.: Temas del Barroco. Granada, 1989. P. XXXIII.7 Vicente Carducho, en sus Diálogos de la Pintura, expresa este nuevo principio haciéndose eco de las palabras de Gabrielle Paleotti: “por medio de la pintura ha pretendido la Santa Madre Iglesia, se convierta la criatura a su Criador”. CARDUCHO, V.: Diálogos de la Pintu-ra. Edición de Francisco Calvo Serraller. Madrid, Ediciones Turner, 1979; p. 137. 8 GOMBRICH, E.H.: Freud y la psicología del arte. Op. Cit., p. 33.9 Las frases están tomadas de la doctrina estética de san Juan de la Cruz, recogida en la Subi-da del Monte Carmelo (Libro 3º, CXXXV). El texto completo dice así: “El uso de las imágenes para dos principales fines lo ordenó la iglesia, es a saber: para reverenciar a los santos en ellas, y para mover la voluntad y despertar la devoción por ellas a ellos. Y cuanto sirven de esto, son provechosas, y el uso de ellas necesario; y, por eso, las que más al propio y vivo están sacadas, y más mueven la voluntad a devoción, se han de escoger, poniendo los ojos en esta más que en el valor y curiosidad de la hechura y su ornato”. Cit. en OROZCO DÍAZ, E.: Manierismo y Barroco. Salamanca, Anaya, 1970; p. 78.

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El primer repertorio, vigente desde el año de 1598 –fecha de su primera obra- hasta 16�1 –momento en que acomete la sillería del coro de la catedral de Lugo-, consiste en la utilización de unos ojos almendrados; una nariz recta y de punta re-dondeada; boca pequeña, de labios perfectamente perfilados y un mentón promi-nente. Al igual que la estructura, este recetario está también presente en la obra de Alonso Martínez, poniendo de manifiesto lo aprendido por Moure a lo largo de los cuatro años que permaneció en su taller (159�-1598). También, entonces, toma de su maestro, las orejas de soplillo, con el cartílago superior levemente caído hacia delante, que es otra seña más de identidad de su obra.

Es en los tableros de la catedral de Lugo (16�1-1630) donde el escultor, por vez primera, modifica el repertorio: si echamos mano de la exhaustiva clasificación llevada a cabo por Leonardo de las posibilidades fisiognómicas existentes10, vemos que el cambio ha consistido, primero, en sustituir la característica nariz recta, por otra convexa con corcova arriba. De este modo, Moure responde a la variedad de la naturaleza, rasgo típicamente Barroco11, si bien es cierto que el repertorio del que se vale es, igualmente, limitado: por un lado, mantiene siempre la corcova arriba, pero con distintos tamaños, desde la prácticamente imperceptible, a la que adquiere un trazado casi de loro, como en las de san Jerónimo y san Bernabé y, en menor medida, san Judas Tadeo y san Lucas; y, por otro, mantiene la nariz recta, pero la hace más larga, tal es el caso, entre otros, de san Matías, san Felipe o san Juan Bautista. Segundo, modifica la boca: frente a la pequeña, de labios perfecta-mente perfilados, ahora primará la grande. Y, tercero, cambia el mentón de botón perfecto por otro partido al medio, como ejemplifican los relieves de san Gregorio, santo Tomás de Aquino o san Hermenegildo.

De este modo, Francisco de Moure lo que hace es transformar el repertorio ide-alizado de Alonso Martínez, por medio del cual su maestro respondía al estilo manie-rista en el que buscaba expresarse, en repertorio naturalista: es decir, introdujo la variedad de la naturaleza, por medio de la cual conseguir retratar a los Santos viva-mente, “como cuando se retrata a algún personage sin otra circunstancia”1�, a cuya consecución, también, contribuye un tercer factor: el ajuste de modelado.

En este sentido, sus primeras obras, como el san Roque (1598) y el Santiago Peregrino de la catedral de Ourense (1599), se caracterizan por presentar, como las de su maestro, unos rostros redondeados y sin modelar, es decir, unos rostros en los que apenas sí se distingue qué es hueso y qué es piel, y en los que el único trabajo fisiognómico ha consistido en disponer dos potentes pómulos que, como ya seña-lamos, constituyen una de las señas de identidad de su estilo. Es en las esculturas de la iglesia de San Esteban de Sandiás (Ourense, 1603), concretamente en el san Pablo y en el san Antonio de Padua, donde Moure comienza a jugar con la orogra-fía de los rostros: podemos, entonces, decir, valiéndonos de Gombrich, que el ar-tista ha iniciado, dentro de su propio estilo, la “transferencia del interés y la com-

10 GOMBRICH, E.: “Las cabezas grotescas”. El legado de Apeles. Madrid, Alianza, 1985.11 OROZCO, E.: Manierismo y Barroco. Op. cit., p. 3�.1� CARDUCHO, V.: Diálogos de la Pintura. Op. cit., p. 180.

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prensión desde ideas más primitivas y sencillas a ideas más difíciles y complejas, que en cierto sentido son continuaciones de aquellas”13.

Dicha transferencia se lleva a cabo a través de la perfecta asimilación del re-pertorio utilizado por Juan de Juni: primero, excava profundamente debajo de la cuenca del ojo; segundo, destaca el pómulo a través de un potente hueso; tercero, debajo del pómulo, mete la mejilla hacia dentro, subrayando, ahora, que es carne y no hueso lo que talla; cuarto, da sendos cortes a la altura de las fosas nasales, por medio de lo cual se inicia la transición hacia la boca; quinto, dispone otros cortes próximos a la comisura de los labios; y, sexto, señala las arrugas de la frente. De este modo, el escultor comienza a responder al realismo postrentino a través de las recetas de Juni. Ejemplos de este repertorio los pudo ver, independientemente de su conocimiento directo del maestro, en las obras de sus discípulos: Juan de Angés, el mozo, y el Maestro de Sobrado; e, incluso, su propio maestro, Alonso Martínez, la utiliza en la que es su mejor obra: la sillería del monasterio de Montederramo (1605, Ourense). En definitiva, estamos ante una fórmula que se había populariza-do a partir de la introducción de la escuela vallisoletana en Galicia y, por lo tanto, de fácil acceso para el escultor.

Si ahora analizamos las imágenes de la iglesia de Santa María de Beade (Ou-rense), que Moure contrata en 1608 con los frailes caballeros de la Orden militar de San Juan de Malta, vemos el mismo tipo de modelado introducido en Sandiás: estamos ante una fórmula que, en la misma línea que Juan de Angés, el mozo, y el Maestro de Sobrado o Juan Dávila, consiste en desclasificar artesanalmente el re-pertorio de Juan de Juni, de modo que los rostros arrugados del maestro vallisoleta-no se traducen en pellejos dispuestos sobre una estructura ósea, que mantienen la fuerte presencia de la piel, pero pierden verismo en su tratamiento disecado. Sir-van, como ejemplo, las tallas de san Bartolomé – idéntica a las de san Pablo y san Antonio de Sandiás– y de santa Ana y de santa Isabel, las cuales, debido a la exi-gencia iconográfica de su ancianidad, permiten al escultor incrementar el detallis-mo en su fisonomía, caminando hacia la exactitud descriptiva de lo externo.

Asimilado el repertorio “juniano” desde San Esteban de Vilar de Sandiás (1603), e incrementado el detallismo en Santa María de Beade (1608), el paso si-guiente de Moure consistirá en ajustar la fórmula aprendida, para lo cual acudirá a un modelado mucho más suave en el que el paso del hueso a la piel se realiza sin bruscas transiciones, sustituyendo el modelado pictórico contrastado por otro me-nos abrupto. Es, precisamente, en esta fase de su producción donde cabe situar la imagen de san Mauro de la catedral de Ourense, la cual se encuentra a medio ca-mino entre la pura fórmula de las esculturas de Beade y el ajuste perfecto de la misma, logrado en las tallas de los monasterios de San Julián de Samos (Lugo) y San Salvador de Vilanova de Lourenzá (Lugo), que datan de 1619-16�1. Sirva, a modo de ejemplo, la escultura de santo Domingo de Guzmán, perteneciente a Lourenzá,

13 GOMBRICH, E.: “El psicoanálisis y la Historia del Arte”. Meditaciones sobre un caballo de juguete. Madrid, Debate, 1998; p. �7.

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cuyo rostro se puede comparar con el de santa Isabel de Beade, en tanto cuanto res-ponde al mismo concepto de rostro arrugado, pero diferenciándose en que lo que en la madre del Bautista eran, simplemente, pellejos de piel, en el santo dominico adquie-re la apariencia de auténticas arrugas, por medio de las cuales se logra poner ante el fiel la concreta realidad del Santo, fruto más que su edad, de sus penitencias1�.

De este modo, las esculturas de Samos y Vilanova de Lourenzá han incremen-tado el naturalismo, estando su quehacer mucho más próximo al de Juni. No obs-tante, los rostros del escultor compostelano siguen resultando menos veraces que los suyos, hecho que se explica porque, aunque Moure ha sido capaz de ajustar el modelado siguiéndolo, paralelamente está todavía utilizando, como hemos visto, el repertorio de Alonso Martínez.

Es en la sillería de Lugo donde a partir de la transformación del repertorio, así como del aumento de la expresividad, tenemos unos rostros auténticamente junia-nos. Ahora sí, el escultor compostelano, tras las combinaciones y permutaciones expuestas, ha conseguido aproximarse lo más fielmente posible a la fuente última que, desde el inicio de su actividad, ha estado inspirando su arte. Compárese, por ejemplo, la imagen de san Gregorio, idéntica al santo Domingo de Vilanova de Lourenzá, salvo por la nariz y el mentón, con el José de Arimatea del Santo Entier-ro del Museo de Valladolid y se verá cuan próximo está Francisco de Moure de Juan de Juni. Del mismo modo, pueden confrontarse los rostros de san Pedro y de santa María Egipcíaca del coro lucense con los de Nicodemo y la Virgen, igual-mente, del Santo Entierro o el de santa Isabel con el busto relicario de santa Ana, perteneciente, también, al Museo de Valladolid.

No obstante, también cabe matizar que, aunque en los rostros de la sillería de Lugo se haya cambiado el repertorio, al tiempo que se mantiene el ajuste de mode-lado logrado en Samos y Lourenzá, resultando, unos rostros más naturalistas, lo cierto es que no debemos perder de vista que estamos ante una obra en la que participan distintos operarios del taller de diferente calidad, de modo que dentro del naturalismo habrá también escalas de soluciones más o menos formularias15.

En este sentido, podemos tomar como ejemplo de lo dicho la imagen de san José. Esta no deja de ser el resultado de haber reducido a fórmula el rostro de la de

1� Francisco Pacheco, basándose en el texto de Fernando del Castillo (161�), dice al respec-to: “con las penitencias más acabado de lo que pedían sus años”. PACHECO, F.: El arte de la pintura. Madrid, ed. Cátedra, �001; p. 695. 15 Por un lado, se distingue un grupo de tallas que, dentro de la simplificación, son las más alejadas del “estilo Moure”, al resultar su tratamiento mucho más plástico. Nos referimos a las de Zacarías, santo Tomé, san Juan Bautista, san Capito y san Ambrosio. Por otro, desta-can, en cuanto a su calidad, además de las tallas que ya han sido puestas en relación directa con el arte de Juan de Juni –san Gregorio, san Pedro, santa María Egipcíaca y santa Isabel-, las de Adán (perteneciente al relieve de la Expulsión del Paraíso, situado en una de las puertas de acceso al coro), san Felipe, san Judas Tadeo, san Simón, Santiago el menor, san Agustín, san Juan Evangelista, san Lucas, san Marcos, san Mateo, san Ignacio, san Francisco de Asís, san Esteban, los Santos escultores y san Bruno.

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Lourenzá, al que, eso sí, ya se le ha aplicado el nuevo repertorio: nariz convexa con corcova superior y boca más grande. La auténtica reinterpretación del rostro de la talla de Vilanova, con el nuevo recetario, sin ser reducida a fórmula, la encon-tramos en el relieve de la Circuncisión del Colegio de Monforte de Lemos, a la que podemos aplicar la definición que Vicente Carducho, en boca del discípulo, nos brinda del naturalismo: “[...] tan viva, tan actual, que admira y espanta a todos, que es la que teniendo delante la cosa que han de imitar, como cuando se retrata a al-gún personage sin otra circunstancia”.16

Si en vez de comparar los rostros de Moure con los de Juni, establecemos el parangón con los que Gregorio Fernández está haciendo por estas mismas fechas17, habremos de concluir que los del primero resultan menos veraces que los del se-gundo. Ello se debe a que si bien es cierto que Moure ha ido incrementando el naturalismo, lo ha hecho a base de trabajar esculturas, modificando recetas y ajus-tando el esquema, hasta lograr desembocar en su modelo Juan de Juni. Lo que no ha hecho ha sido contrastar su repertorio con la realidad, paso siguiente que le hubiera llevado a confluir paralelamente con Gregorio Fernández18.

No obstante, esta afirmación no debe llevarnos a malinterpretar la figura de Francisco de Moure, ni tampoco su fundamental aportación a la escultura barroca gallega. Tal vez, al concluir que nuestro escultor no sólo no se desprendió de su formación inicial en el arte de Juan de Juni, sino que, paulatinamente, la fue incre-mentando hasta conseguir desembocar en soluciones muy próximas a las del ma-estro vallisoletano, puede llevar a determinar que estamos ante un artista retardata-rio respecto a su época, siendo todo lo contrario. Pues, lo cierto, es que su obra evidencia que estamos ante un hombre en la vanguardia de su tiempo: su estilo ha evolucionado perfectamente para responder a la nueva sensibilidad religiosa, que, bajo el influjo de los místicos y del pensamiento ignaciano se caracterizó por una consideración de acusado carácter realista de las cosas sagradas19. Y, para ello, se ha valido de un artista, Juan de Juni, que en el contexto del arte en el que Moure se forma y se mueve, supone el estilo más apropiado para los nuevos fines que el se

16 CARDUCHO, V.: Diálogos de la Pintura. Op. cit., p. 180. 17 Al igual que Francisco de Moure, Gregorio Fernández acentúa el naturalismo de sus obras en la segunda década del siglo XVII, en concreto, a partir de 1616. Vid. MARTÍN GONZÁ-LEZ, Juan José: El escultor Gregorio Fernández. Madrid, 1980. 18 Se puede decir que este artista, a diferencia de Francisco de Moure, sí llevo a cabo el siguiente proceso, que, según Gombrich, marca la evolución de la historia del arte: el “de-senmascaramiento constante de simbolismos anteriores, el reconocimiento de que estos, aunque antes se consideraban como literalmente verdaderos, en realidad solo eran aspectos o representaciones de la verdad, las únicas representaciones de las que eran capaces nues-tras mentes en aquel momento”. Podemos concluir, por lo tanto, que, Gregorio Fernández, “desenmascara” el naturalismo de Juan de Juni, del cual él también es deudor, y, al hacerlo, crea algo nuevo. GOMBRICH, E.: “El psicoanálisis y la historia del arte”. Op. Cit., p. �7.19 Ibidem, p. 57.

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plantea, pues ya aquel, sintiéndose intérprete de la sensibilidad contrarreformista, había creado un arte esencialmente barroco�0.

FRANCISCO DE MOURE Y LAS IMÁGENES PARA “IMPRESIONAR LOS CORAZONES”

Este nuevo arte para “idiotas”�1, para el que Francisco de Moure transforma su estilo, buscará a través del naturalismo dominar la realidad en lo que a mímica y expre-sión fisiognómica se refiere, al objeto de reforzar, todavía más, el carácter real del asunto representado��. La intención última será la de conmover al espectador y hacerlo participar de la situación en la que se encuentra: “impresionar los corazones”, que dirá el jesuita Possevino, “expresando el tormento en los martirios, las lágrimas en los que lloran, el dolor en los que sufren, la gloria y alegría en el resucitado”.

En este sentido, la producción de Francisco de Moure alcanza su apogeo esti-lístico en el coro de Lugo. Sin entrar en un análisis pormenorizado de las distintas iconografías –sujeto místico, mártir y asceta- no cabe duda que, en esta obra, el escultor, no sólo domina el código figurativo de cada una de las representaciones, lo que ya hacía desde Beade, sino que ahora lo aplica con mayor carga expresiva: las bocas se entreabren mucho más, las cejas presentan un mayor movimiento o las cabezas se inclinan con verdadera pasión. Igualmente, también en la sillería, el dinamismo del cuerpo y, ligado a este, el de las telas, contribuye a la captación del alma. No podemos detenernos en un estudio detallado de ambos elementos, baste decir que en ellos, como en los rostros, Francisco de Moure parte de su maestro Alonso Martínez y, en consecuencia, de un estilo manierista, que, paulatinamente, sustituye por formulaciones próximas a Juni.

De este modo, Moure pone ante los ojos del fiel el verdadero estado del alma del Santo representado. No se debe olvidar que cuando hablamos de realismo en el len-guaje barroco, no sólo nos referimos a la exactitud descriptiva de lo externo, sino tam-

�0 Ibidem, p. 57.�1 Término utilizado en la época en los tratados de arte para referirse al público analfabeto al que la obra iba destinada. Así, Francisco de Monzón titula su obra Norte de Idiotas; Raffaello Borghini, en Il Riposo, al referirse a la pintura sacra dice que enseña a los idiotas, lo que el papel a los estudiosos; igualmente, Gabrielle Paleotti cita, entre los diversos grupos a los que ha de satisfacer la pintura, a los idiotas. Dice así: “Et da queste quattro cose giudicheressimo noi, che si venessero ad abbracciare quatro gradi o professioni di persone, che sono i pittori, i letterati, gl´idioti, e gli spirituale (...)”; y el propio Carducho señala: “como libro abierto se declara y da a entender mas propiamente, en especial a mugeres, y gente idiota que no saben, o no pueden leer”. �� WEISBACH, W.: El Barroco arte de la Contrarreforma. Ed. de Enrique Lafuente Ferrari. Ma-drid, Espasa-Calpe, 19��; p. 3�3.

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bién a la captación de la realidad interna espiritual: es el realismo de las almas del que habla Dámaso Alonso�3 y del que el barroco español es el mejor exponente��.

FRANCISCO DE MOURE Y EL FEÍSMO

Hasta aquí hemos visto a un escultor cuya maestría le ha permitido introducir, en una fecha muy temprana, el naturalismo y la expresividad en la escultura galle-ga. El artista no se limitó a estos logros y en el coro de Lugo lo encontramos, tambi-én, como exponente de la estética del feísmo, a través de la representación de los ascetas: san Jerónimo, san Bruno, santa María Egipcíaca y santa María Magdalena. Estos santos forman parte del programa de redención del género humano que se ex-pone en la sillería, presentando la penitencia como una de las “vías que tiene el pe-cador para alcanzar el perdón y la felicidad suprema”�5, pues, de entre los sacramen-tos rechazados por los protestantes se hallaba, el de la confesión, ante lo cual reaccionaron los teólogos católicos y con estos el arte. Por ello, la representación de la Magdalena como penitente, es frecuente a lo largo del siglo XVII, como también lo son las lágrimas de Pedro o la de David, los cuales, igualmente, se encuentran repre-sentados en la sillería�6.

Pero no sólo puede calificarse de barroco el tema – que, incluso, era un ideal de época�7 – sino también el tratamiento que Moure le da. En primer lugar, cabe decir que los rostros de estos cuatro ascetas responden a las recomendaciones de Paleotti para representar a aquellos Santos que buscaron revivir la Pasión de Cristo como camino de salvación: “al pintar imágenes de santos que hicieron prolonga-das abstinencias y se laceraron con ayunos y lágrimas deberían figurarlos con ros-tros macilentos y extenuados”.

Es, sobre todo, en los tableros de Santa María Egipcíaca y de san Jerónimo, donde, Francisco de Moure, “no sólo no pinta cosas hermosas, mas antes pone su principal cuidado en afectar la fealdad”�8: a través de rostros adelgazados, cabellos revueltos y, en el caso del doctor de la Iglesia, por medio de un cuerpo extenuado�9, mostrándose, así, las huellas de sus abstinencias y tormentos. De este modo, nos

�3 OROZCO DÍAZ, E.: Temas del Barroco. Op. cit., pp. XL-XLI. �� WEISBACH, W.: El Barroco arte de la Contrarreforma. Op. Cit., p. �76. �5 VILA JATO, M.ª D.: “El coro de la catedral de Lugo”. Los coros de catedrales y monaste-rios: arte y liturgia. Fundación Pedro Barrié de la Maza, �001; p. �90. �6 Los tres personajes son recogidos por el teólogo católico Bellarmin en su obra Disputatio-nes de controversis christianae fidei como respuesta a los protestantes. Vid. MÂLE, E.: El arte religioso de la Contrarreforma. Op. cit., pp. 70-75.�7 WEISBACH, W.: El barroco arte de la Contrarreforma. Op. cit., p. 69.�8 PACHECO, F.: El arte de la pintura. Op. cit., p. 11�. �9 Se trata de las características recogidas por Weisbach del asceta. WEISBACH, W.: El bar-roco arte de la Contrarreforma. Op. cit., p. �5�.

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encontramos ante un escultor que persigue la plasmación naturalista del asceta, cre-ación auténtica del barroco30 e, incluso, característica propia del barroco español31.

Y, en segundo lugar, junto con la captación externa de los síntomas del asce-tismo, Moure también expresa “las lágrimas en los que lloran, el dolor en los que sufren”, que pedía el jesuita Possevino, por medio de lo cual se refuerza el carácter real del asunto representado: ilustrar la torturante lucha del alma angustiada por Dios. De este modo, el programa de redención del género humano se plasma a través del tipo de imágenes requeridas por la Iglesia: aquellas que “más mueven la voluntad a devoción”3�.

Reforzando el significado del tema nos encontramos con los gestos de las figu-ras, la panoplia del santo penitente y la cueva. Respecto a lo primero, san Jerónimo se lleva la mano al pecho, expresión que podemos interpretar en la línea de los Ejercicios Espirituales de san Ignacio de Loyola, esto es, como símbolo de contrici-ón; y, por su parte, san Bruno junta sus manos en gesto de lamento, “ploro”, como se recoge en el manual de quirología de John Bulwer (165�), así como en los Diá-logos de Vicente Carducho33. Un gesto que, igualmente, hallamos en la represen-tación de san Pedro, dado que este también se encuentra bajo la iconografía de santo penitente. De este modo, si antes veíamos como el arte de Moure respondía a las demandas de Paleotti y Possevino, lo mismo puede decirse respecto a las pe-ticiones de Gilio: “los gestos deben ser expresados de tal manera que puedan ser comprendidos incluso por un ignorante”.

En cuanto a lo segundo, la panoplia del santo penitente, encontramos distintos elementos característicos. Común a todos es el crucifijo sobre el que meditan, lo cual no deja de responder a una costumbre de época3�; igualmente, la calavera que sostiene en sus manos María Magdalena se corresponde con un contexto real de meditación, inspirado por los Ejercicios Espirituales de san Ignacio35; y, por último, tanto en el tablero de la Santa, como en el de san Bruno, se disponen las discipli-

30 Ibidem, p. �5�. 31 LAFUENTE FERRARI, E.: Introducción a la obra de Weisbach. Ibidem, p. 39. 3� Tomado de la doctrina estética de san Juan de la Cruz. OROZCO DÍAZ, E.: Manierismo y Barroco. Op. cit., p. 78.33 En este sentido, el autor, a la hora de codificar las acciones y afectos por accidentes, dice respecto al llanto: “... Mas el llanto de tristeza, ó dolor, será, apretando las manos, entre-tejidos los dedos, y bueltos abaxo (...) los brazos arrimados al pecho...”. CARDUCHO, V.: Diálogos de la Pintura. Op. cit., p. �08. 3� El uso de imágenes en el ejercicio contemplativo era habitual en los místicos españoles, como en santa Teresa o en san Ignacio De este sabemos, por el padre Bartolomé Ricci, que “siempre que iba a meditar de estos misterios de Cristo N. Señor, miraba poco antes de la oración las imágenes que para este objeto tenía colgadas y expuestas cerca de su aposento”. Cit. en OROZCO DÍAZ, E.: Manierismo y Barroco. Op. cit., p. 1�6. 35 “Esta meditación debe hacerse con las ventanas cerradas; porque la oscuridad del lugar ayuda mucho a imprimir en el alma el horror de la muerte. Al mismo tiempo es conveniente tener una calavera”. Esta idea la recoge GÁLLEGO, J.: Visión y símbolos en la pintura es-pañola del Siglo de Oro. Op. cit., p. 1�3.

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nas, por medio de las cuales el Santo mortificaba su cuerpo, acción igualmente sugerida en el relieve de san Jerónimo a través de la piedra que porta en su mano derecha. Lo interesante en la representación de estas lo encontramos en el relieve de san Bruno, donde, el escultor juega con la idea de espacio continuo: las disci-plinas se han dispuesto de modo que desbordan el enmarque que les corresponde para proyectarse en el espacio del espectador, es decir, rompen la frontera que existe entre el mundo de la realidad y el de la ficción y, al hacerlo, lo incorporan. Así, Moure no sólo se vale de unos rostros naturalistas y expresivos para hablarle directamente al alma del fiel, sino que extrema los recursos de su estilo para con-vertirlo en elemento vivo de la composición36.

Por último, el tercer aspecto que enfatiza la idea de penitencia es la cueva37, escenario que Moure sugiere, mínimamente, en los relieves de la sillería baja, y que, por el contrario, construye totalmente en el de san Jerónimo. El escultor, en este sentido, está siguiendo la tradición española, en la que la gruta, como wilder-ness del anacoreta y penitente, es un motivo propio de nuestro arte38. Por ello, también, en el relieve de san Pedro, representado en el momento del arrepenti-miento, esta actúa como decorado.

Respecto a este, del que ya hemos analizado el gesto y el escenario, lo único que resta por decir es que, como en los rostros de los ascetas analizados, Moure es capaz de expresar “las lágrimas en los que lloran, el dolor en los que sufren”, lo cual con-tribuye a la semejanza que ya habíamos planteado en el primer apartado con el arte de Juni; un arte tremendamente expresivo y, sobre todo, de figuras atormentadas39.

MODOS DE EXPRESIÓN EN EL ESTILO DE FRANCISCO DE MOURE: LA VIRGEN. VÍRGENES. MONSTRUOS

Hasta aquí hemos planteado la evolución en el estilo de Francisco de Moure hacia unos rostros naturalistas y anímicamente expresivos, por medio de los cuales buscaba plasmar la fisiognomía externa del Santo y captar su realidad espiritual interna. Para alcanzar ambas metas, el escultor, partiendo de Alonso Martínez, de Juan de Angés, el mozo y del Maestro de Sobrado, jugó con la estructura, el reper-torio y el modelado, introduciendo cambios que lo llevaron a soluciones próximas

36 OROZCO DÍAZ, E.: El teatro y la teatralidad del barroco. Op. cit. p. 58. 37 Al respecto señala Julian Gállego: “La cueva, en sí misma considerada, como expresión de un mundo subterráneo, cercano al de los muertos, lleva un sentido de renuncia, de tumba voluntaria, de muerte del sentido, de noche oscura del alma, por emplear la expresión de San Juan de la Cruz (...)”.GÁLLEGO, J.: Visión y símbolos en la pintura española del Siglo de Oro. Op. cit., p. ��3. 38 Ibidem, pp. �39 y ���-��3. 39 MARTÍN GONZÁLEZ, J. J.: Juan de Juni. Madrid, Instituto Dieglo Velázquez, 195�; p. 31.

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a Juan de Juni, válidas a sus intereses, que eran los de la Iglesia contrarreformista: los escultores de las imágenes sagradas debían ser los tácitos predicadores del pue-blo�0. Si ahora nos detenemos a analizar sus rostros de Maria, de las Santas vírgenes y de las Virtudes Cardinales, nos encontramos que en estos Moure se expresa de un modo distinto.

En este sentido, en primer lugar, cabe señalar que la estructura utilizada ya no es el paralelepípedo con pómulos pronunciados, que destacábamos en las tallas analiza-das en los epígrafes anteriores, sino que se vale de una forma ovalada en la que apenas sí se marcan los malares. Estructura que mantendrá invariable: desde la Asunción de Santa María de Arnuide (1603)�1, a la Virgen de la Antigua del Colegio de Monforte, donada por él en 1636��, año de su muerte; desde las santas vírgenes de Beade – san-tas Lucía y Apolonia (1608) - a las de la catedral de Lugo – Lucía, Catalina, Cecilia, Eufemia, Locadia y Marina (16�1-1630)-; así como en la única ocasión en que repre-sentó a las Virtudes Cardinales, que fue en el retablo de Lemos�3. En esta estructura, también es característico de Moure, en estas representaciones, la talla de unos rostros con poco volumen, resultando, sobre todo vistos de perfil, prácticamente planos.

En segundo lugar, por lo que respecta al repertorio, este sí se corresponde con el primer recetario empleado en las otras iconografías: el heredado de Alonso Mar-tínez que, en ellas, mantuvo hasta 16�1, momento en que, como se dijo, introdujo la variedad de la naturaleza. Este consiste en arcos ciriales perfectos; ojos almen-drados; nariz, recta de punta redondeada; boca pequeña con labios perfectamente perfilados y un mentón prominente. Pero, a diferencia de las otras iconografías, en estas, Moure siguió manteniendo invariable el repertorio después de 16�1: como se aprecia tanto en los tableros del coro lucense – ya de las diferentes santas Vírge-nes, ya de María�� –, como en el retablo monfortino, donde, además, de las Virtu-

�0 PALEOTTI, G.: Discorso intorno alle imagini sacre et profane. Bolonia, 158�; p. �75. Dice: “I pittore delle imagine sacre che sono taciti predicatori del popolo come più volte si è detto”.�1 Tomamos como punto de partida esta Virgen por ser la primera de calidad que se cono-ce en la producción de Francisco de Moure. Con anterioridad a esta fecha de 1603 se le atribuyen la Virgen con el Niño de San Pedro de Maus (Vilar de Barrio, Ourense –1599-), de pésima calidad técnica, y la Inmaculada que, actualmente, se halla en el Museo de la catedral de Ourense. Sin embargo, esta última no nos parece salida de la gubia de Francisco de Moure. VILA JATO, M.ª D.: “Nuevas esculturas de Francisco de Moure”. Boletín Aurien-se. T.10 (1980); pp. �17-��1; GONZALEZ SUAREZ, F.: “Hallazgo de nuevas esculturas de Moure”. Abrente. N. 13-15 (1981-1983); pp. 195-197. �� “... en Diciembre pasado donó y dio de su mano a la del padre Diego de Bonifacio, rector de la Compañía de esta villa, la imagen de Nuestra Señora de la Antigua con el niño solo y sin otro adorno alguno, que tiene acabada y asentada en la parte del Retablo (...) por la gran devoción con que ha hecho dicho Retablo, y para que quede en él en memoria suya...”. Cit. en VÁZQUEZ FERNÁNDEZ, L.: Documentos da historia de Monforte no Século de Ouro. Lugo, 1991; p. 310.�3 El análisis iconográfico de las mismas ha sido realizado por Ana Díeguez Rodríguez en El retablo durante los siglos XVII y XVIII en el arciprestazgo de Monforte de Lemos (Lugo). Deputación Provincial de Lugo, �003; pp. 17�-179. �� Ella preside el coro. En el tablero inferior de la silla episcopal la encontramos representada

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des Cardinales, se representa a la Virgen, en las escenas de la Circuncisión, Epifa-nía, Adoración y Visitación y bajo la advocación de la Antigua.

Y, en tercer lugar, los rostros de todas estas imágenes se caracterizan por una ausencia casi total de modelado: en ellas, por un lado, se mantiene la cuenca del ojo muy excavada, destacando lo párpados redondos y plásticos, otra de las señas de identidad de Moure; y, si bien es cierto que esto aparece en todas las esculturas, se acentúa en las que presentan mirada celestial, para potenciar los ‘ojos vueltos hacia arriba’ típicos del código figurativo del éxtasis; y, por otro, trabaja, aunque mínima-mente, el entorno de la boca, marcando las comisuras y el pliegue buconasal.

El resultado de todas las características expuestas es que en estos rostros, a diferencia de los estudiados anteriormente, Francisco de Moure se ajustó menos al natural, resultando más idealizados e, incluso, menos efusivos; de modo que, a la hora de encuadrarlos dentro de uno de los dos lenguajes codificados tradicional-mente, manierismo y barroco, se podrían calificar de manieristas. Es nuestra labor como historiadores del arte, y, por lo tanto, preocupados por el carácter expresivo del estilo�5, el preguntarnos qué llevó a Moure a expresarse ‘de otra manera’, es decir, de otro ‘modo’�6 en ellos.

La respuesta la encontramos en el principio del decorum que rige la estética del siglo XVII, esto es, la relación ‘apropiada’ entre forma y contenido. En este sen-tido, ya vimos como el escultor respondía a este principio figurando a los ascetas con “rostros macilentos y extenuados”, a través de un naturalismo exacerbado e, incluso, inmerso en una estética de lo feo. Por lo tanto, la misma norma hay que aplicarla a sus imágenes de María: en ellas, belleza y juventud son requisitos im-prescindibles, incluso, en aquellas representaciones de los últimos episodios de su vida, como recoge Francisco Pacheco para la Asunción: “...advirtiendo, también, que es muy puesto en razón que se pinte muy hermosa y de mucho menos edad que tenía: por cuanto, la virginidad conserva la belleza y frescura exterior, como se ve en muchas religiosas ancianas...”47 o Juan Interián de Ayala: “... y con un sem-blante hermosísimo (que de ningún modo se la debe representar con el semblante viejo: pues fuera de que permaneció siempre de Virgen intacta, ya estaba adorna-da, y revestida con las dotes de la gloria)...”48

en el momento de imponerle la casulla a san Ildefonso, al tiempo de la lactación de san Bernardo; en el superior asistimos a su coronación a cargo de la Santísima Trinidad.

�5 En el sentido de Meyer Shapiro: el sentido ya no e un medio, sino el objeto mismo, la realidad esencial a investigar. SHAPIRO, M.: Estilo. Buenos Aires, 196�. �6 Aplicado en el sentido de Bialostocki. BIALOSTOCKI, J.: “El problema del modo en las ar-tes plásticas”. Estilo e Iconografía. Contribución a una ciencia de las artes. Barcelona, Barral, 1973; pp. 13-38. �7 PACHECO, F.: El arte de la pintura. Madrid. Op. cit; p. 658. �8 ITERIÁN DE AYALA, J.: El pintor christiano y erudito. Libro Quarto. Capítulo VII. Madrid, 178�; p. 50-51. Aunque este tratado fue publicado, por primera vez, en 1730, es una com-pleta recopilación de la cultura del Seiscientos.

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Moure para representar las requeridas juventud y belleza de la Virgen, no tenía por qué modificar sustancialmente los recursos formales ‘manieristas’ de los que partía, dado que estos seguían siendo válidos para el fin expresivo buscado: una belleza perfecta. Así Maria se plasma potenciando la idealización, con un rostro ovalado y de rasgos perfectamente delineados y con un modelado plástico, pues como señala Leonardo en relación a su ideal de belleza fisiognómica: “No repre-sentes los músculos con líneas duras, sino deja que las luces dulces se desvanezcan imperceptiblemente en sombras agradables y deliciosas; esto produce gracia y bel-leza”�9, lo que no dejaba de remitir a un ‘modo sublime’ y a un ‘tipo noble’.

Por lo que, aunque los recursos formales sean aparentemente los manieristas, el impulso estético-psicológico que rige la obra de Francisco de Moure es barroco: su objetivo no es la búsqueda de la figura ideal en sí misma, como lo sería para un ar-tista manierista, sino en relación a un contenido dado de antemano: la belleza per-fecta de María. Esta ha de representarse bella y joven, en primer lugar, porque, como señalan los citados tratadistas, “la virginidad conserva la belleza y frescura exterior”, pero también, porque, como continúa Ayala, “ya estaba adornada y revestida con las dotes de la gloria” en vida, es decir, se trata de una representación lo más fiel posible a la que se supone era su modelo real, que es lo que persigue el arte barroco50.

Por lo tanto, asimismo, la belleza con que se ha de representar a María va más allá de las apariencias para simbolizar sus virtudes51, como dice Gombrich estamos ante una metáfora visual de valor en arte “en que lo hermoso representa a lo bueno, lo saludable, a lo propicio, a lo radiante, a lo sagrado” en oposición a la fealdad, que indica “deformidad y ruina”5�. La utilización de los conceptos de hermoso y feo como cualidades que van más allá de la apariencia física de la persona para encarnar valores morales es una idea que aparece constantemente repetida en los escritores aúreos. Al respecto, Vicente Carducho nos deja el siguiente texto en sus Diálogos: “...Bien creo no avrá quien ponga duda en esta verdad, ni la dexe de conocer, pues por ella se manifiesta (como está dicho) que no tendrá el mismo rostro, ni las mismas facciones, colores y miembros, regularmente hablando, la doncella vergonzosa, como la meretriz deshonesta: pues en el Derecho de un de-lito que se imputa a dos, presume mas culpa en el del rostro y talle feo, que en el que tiene mas hermoso y perfecto”.

En este sentido, la personificación de las virtudes y vicios, que Gombrich con-sidera como el tipo más universal y menos sofisticado de metáfora visual de valor,

�9 Cit. en Gombrich, E.: “Las cabezas grotescas”. Op. cit., p. 1�3. 50 En este sentido, Gabrielle Paleotti señala: “...que sean retratados con la propia efigie, si puede saberse, o una verosímil, o por lo menos con aquella con que los mejores y los enten-didos suelen representarla y que conlleva probable presunción de que así fuera”. PALEOTTI, G.: Discorso intorno alle imagini sacre et profane. Op. cit., p. 168. 51 GÁLLEGO, J.: Visión y símbolos en la pintura española del Siglo de Oro. Op. cit., pp. 19�-195. 5� Gombrich, E.: “Metáforas visuales de valor en arte”. Meditaciones sobre un caballo de juguete. Op. cit., pp. �5-�5.

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se corresponde con las imágenes de hermosas mujeres opuestas a feos monstruos: así es como las codificó Caesare Ripa en su Nova Iconologia, publicada por vez pri-mera en Roma –1573-, y también es como las describe Gabrielle Paleotti en los ca-pítulos XLIII y XLIV destinados a abordar este tema: “... No vemos en que cosa puede el pintor cristiano ejercitar su arte más espléndidamente que en representar con toda vivacidad la belleza y excelencia de la virtud, como joya preciosísima de la casa de Dios; e igualmente en figurar la fealdad y abominación de los vicios contrarios, ene-migos capitales de la virtud, y por consiguiente odiadísimos por Dios: en tanto que del seguir aquellas y huir de estos depende la perfección de la vida cristiana” 53

Consecuentemente, cuando, en segundo lugar, Moure tuvo que representar a las Virtudes Cardinales en Monforte, el contenido le volvía a exigir unos rostros hermosos, de ahí que, aunque estas sean de su última obra, no presenten diferen-cias formales respecto a las representaciones de María desde el inicio. Como, en tercer lugar, lo mismo cabe decir de “los modelos más santos de pureza e integri-dad cristiana”5�: las Santas vírgenes. Pues, a estas les corresponde, como doncellas que son, unos semblantes con “gracia y hermosura”, permitiéndose, incluso, repre-sentar de este modo a aquellas Santas que debían figurar ya con más edad, tal es el caso de santa Apolonia: “... en ellas se representa a la santa, como en edad de 16 años, ó poco mas; sin embargo, de constar, que quando padeció martirio, y dio nobilísimo testimonio de la fe de Jesu-Christo, era ya grande, de avanzada edad; (...); pero acaso parecerá esto tolerable, y digno de excusa, por no perder tan fácil-mente las doncellas por la edad (como lo acredita la experiencia) su gracia y her-mosura”55. Por lo que, Francisco de Moure a la hora de expresar la belleza de las Virtudes y la “gracia y hermosura” de las Santas vírgenes, a lo largo de toda su producción, se valió del mismo estilo y del mismo lenguaje (o mejor dicho, del mismo ‘modo’ y del mismo ‘estilo’) que el utilizado para María.

53 Paleotti, G.: Discorso intorno alle imagini sacre et profane. Op. cit., pp. ���-��8. Dice: “... Non veggiamo in che cosa possa il pittore christiano essercitare l´arte sua piu splendi-damente, o con maggior frutto dopo le pitture sacre e religiose, che nel rappresentare con ogni vivacità la belleza & eccellenza delle virtù,come gioie pretiosisime della casa di Dio; & parimente nel figurare la horribilità & abominatione de vitii contrarii, & nemici capitali delle virtû, & per conseguenza odiatissimida da Dio: percioche dal seguite quelle, & fuggire questi, dipende la perfettione della vita cristiana”. 5� INTERIAN DE AYALA, J.: El pintor christiano y erudito. Op. cit., p. 63.55 Ibidem, p. 115.

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San Roque. Catedral de Ourense.1598.

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Santa Ana. Santa María de Beade. 1608.

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Virgen de la Antigua. Monforte d Lemos. 1636.

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Santo Domingo de Guzmán. Vilanova de Lourenzá.1619-16�1.