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The Grisha #2 Leigh Bardugo

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La oscuridad nunca muere.

Perseguida mientras cruza el Verdadero Océano, acosada por las vidas que

tomó en el Abismo, Alina debe intentar hacer su vida con Mal en una tierra

desconocida. Descubre que empezar de cero no es tan fácil mientras intenta

mantener en secreto su identidad como la Invocadora del Sol. No puede huir de su

pasado ni de su destino por mucho tiempo.

El Darkling ha emergido del Abismo de las Sombras con un aterrador nuevo

poder y un peligroso plan que desafiará las mismísimas fronteras del mundo

natural. Con la ayuda de un corsario de mala fama, Alina regresa al país que

abandonó, decidida a luchar contra las fuerzas que se están reuniendo en contra de

Ravka. Pero conforme crece su poder, Alina se desliza cada vez más en el juego de

magia prohibida del Darkling, y se aleja mucho más de Mal. De alguna forma,

tendrá que elegir entre su país, su poder y el amor que siempre creyó que la

guiaría... o arriesgarse a perder todo en la tormenta que se avecina.

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Para mi madre, que creyó incluso cuando yo no lo hice.

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Los Grisha Soldados del Segundo Ejército

Maestros de la Pequeña Ciencia

Corporalki (La Orden de los Vivos y Muertos)

Cardios

Sanadores

Etherealki (La Orden de los Invocadores)

Impulsores

Infernos

Mareomotores

Materialnik (La Orden de los Fabricadores)

Durasts

Alquimios

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Grisha: Segundo Ejército de Ravka.

Keramzin: País de origen del Duque Keramsov y un pueblo del mismo nombre.

Tsibeya: El vasto desierto cerca de la frontera noreste de Ravka.

Kribirsk: Una ciudad y puesto militar en la costa este del Falso Océano.

Os Alta: La capital de Ravka.

Ryevost: Una ciudad junto al río.

Istorii Sankt’ya: Libro de la vida de los Santos.

Oprichniki: La guardia de élite del Darkling, seleccionados del primer ejército.

Otkazat’sya: Los Abandonados.

Moi Soverenyi: Título utilizado para dirigirse al líder del Segundo Ejército.

Moi Tsar/ Moya Tsaritsa: Título utilizado para dirigirse al Rey y la Reina de

Ravka.

Moi Tsesarevich: Título utilizado para dirigirse a los príncipes.

Merzost: Creación en el corazón del mundo o magia.

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Traducido por CarOB

Hacía mucho tiempo, antes de que hubiesen visto el Verdadero Océano, el

muchacho y la muchacha habían soñado con barcos, con los navíos de historias:

barcos mágicos con mástiles tallados en cedro dulce, y velas tejidas por doncellas

con hilos de oro puro. Sus tripulaciones eran ratones blancos que entonaban

canciones y fregaban las cubiertas con sus colas de color rosa.

El Verrhader no era un barco mágico, sino un barco mercante de Kerch con la

bodega llena de cereales y melaza. Apestaba a cuerpos sucios y a las cebollas

crudas que los marineros afirmaban prevenían el escorbuto. La tripulación escupía,

maldecía y apostaba por las raciones de ron. Del pan que les dieron al muchacho y

a la muchacha caían gorgojos, y su camarote era un estrecho armario que se vieron

obligados a compartir con otros dos pasajeros y un barril de bacalao.

No les importaba. Se acostumbraron al tañido de las campanas al dar la hora, al

graznido de las gaviotas y al parloteo ininteligible en kerch. El barco era su reino y

el mar, un inmenso foso que mantenía sus enemigos a raya.

El muchacho aceptó la vida a bordo con la facilidad que aceptaba todo lo

demás. Aprendió a hacer nudos y a remendar las velas y, mientras sus heridas se

curaban, manejó las cuerdas junto a la tripulación. Se quitaba los zapatos y, sin

miedo, subía descalzo a las jarcias. Los marineros se maravillaban por cómo

encontraba delfines, grupos de mantarrayas y brillantes peces tigre, y por la forma

en que percibía por dónde surgiría una ballena antes de que su espalda jorobada

rompiera las olas. Afirmaban que serían ricos si tan sólo tuvieran un poco de su

suerte.

La muchacha los ponía nerviosos.

Llevaban tres días en el mar cuando el capitán le pidió que permaneciera bajo

cubierta tanto como fuera posible. Culpó a la tripulación supersticiosa, afirmó que

pensaban que las mujeres a bordo traían malos vientos. Era verdad, pero los

marineros podrían haber acogido a una chica que reía feliz, una chica que contaba

chistes o intentaba tocar la flauta.

Esta chica permanecía silenciosa e inmóvil junto a la borda, mientras se sujetaba

la bufanda alrededor del cuello, congelada como un mascarón de proa tallado en

madera blanca. Esta chica gritaba en sueños y despertaba a los hombres que

dormitaban en la cofa.

Así que la muchacha pasaba los días recorriendo el oscuro vientre de la nave,

contando barriles de melaza y estudiando las cartas del capitán. Por las noches,

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salía a cubierta y se refugiaba de los brazos del muchacho mientras identificaban

constelaciones de la vasta extensión de estrellas: El Cazador, El Erudito, Los Tres

Hijos Necios, los rayos brillantes de la Hiladora y el Palacio del Sur con sus seis

agujas torcidas.

Lo mantenía allí tanto como podía, contando historias y haciendo preguntas,

porque sabía que cuando dormía, soñaba. A veces soñaba con esquifes rotos de

velas negras, cubiertas resbaladizas por la sangre y con gente gritando en la

oscuridad. Pero peor eran los sueños de un príncipe pálido que presionaba los

labios contra su cuello, que posaba las manos contra el collar que le rodeaba el

cuello e invocaba su poder en un resplandor de luz solar.

Cuando soñaba con él se despertaba temblando, con la sensación aún presente

del poder vibrando en su interior y de la luz cálida contra la piel.

El muchacho la abrazaba con más fuerza y le murmuraba palabras suaves para

arrullarla.

―No es más que una pesadilla ―susurraba―. Los sueños se detendrán.

Pero él no lo entendía. Los sueños eran el único lugar en el que ahora era seguro

usar su poder, y ella los anhelaba.

* * *

El día que el Verrhader llegó a tierra, el muchacho y la muchacha, de pie junto a

la barandilla, vieron acercarse la costa de Novyi Zem. Entraron al puerto a través

de un huerto de mástiles erosionados y velas amarradas.

Había elegantes balandras y barquitos de juncos provenientes de las costas

rocosas de Shu Han; también había buques de guerra armados y goletas para

recreación, mercantes gordos y balleneros fjerdanos. Una abultada galera prisión,

con destino a las colonias del sur, llevaba izada la bandera de punta roja que

advertía de asesinos a bordo. Cuando pasaron flotando junto a ella, la muchacha

pudo haber jurado que oyó el tintineo de las cadenas.

El Verrhader encontró su embarcadero y bajaron la pasarela. Los trabajadores

portuarios y la tripulación se saludaron a gritos, desamarraron cuerdas y

prepararon la carga.

El muchacho y la muchacha escanearon los muelles, buscando entre la multitud

el destello carmesí de los Cardios, el azul de los Invocadores o el centelleo de la luz

del sol sobre las armas ravkanas.

Había llegado el momento. El muchacho la tomó de la mano; tenía la palma

áspera y callosa por los días que había dedicado a trabajar con las sogas. Cuando

pisaron los tablones del muelle, el suelo pareció ondularse bajo ellos.

Los marineros rieron.

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―¡Vaarwel, fentomen! ―gritaron.

El muchacho y la muchacha avanzaron y dieron sus primeros pasos inestables

en el nuevo mundo.

«Por favor ―rezó la chica en silencio, a cualquier Santo que pudiera estar

escuchando―. Déjennos a estar a salvo aquí. Déjennos tener un hogar».

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Traducido por Kathfan

Dos semanas habíamos estado en Cofton, y me seguía perdiendo. La ciudad

quedaba en el interior, al oeste de la costa de Novyi Zem, a kilómetros del puerto

donde habíamos desembarcado. Pronto iríamos mucho más lejos y nos

adentraríamos en la selva de la frontera zemení. Tal vez entonces empezaríamos a

sentirnos a salvo.

Miré el mapita que había dibujado y retrocedí sobre mis pasos. Mal y yo nos

reuníamos todos los días después del trabajo para caminar juntos de regreso a la

casa de huéspedes, pero hoy me había desviado por completo al ir a comprar

nuestra cena. Los pasteles de ternera y col en mi bolso emanaban un olor muy

peculiar. El tendero había afirmado que eran un manjar zemení, pero tenía mis

dudas. No importaba mucho: últimamente todo me sabía a cenizas.

Mal y yo habíamos llegado a Cofton para encontrar un trabajo que financiara

nuestro viaje al oeste. Era el centro del comercio jurda, rodeado de campos de

florcitas anaranjadas que las personas masticaban a montones. El estimulante era

considerado un lujo en Ravka, pero algunos de los marineros a bordo del Verrhader

lo habían usado para mantenerse despiertos durante las prolongadas vigilancias.

A los hombres zemeníes les gustaba ponerse las flores secas entre el labio y la

encía e incluso las mujeres las llevaban colgando de las muñecas en bolsas

bordadas. Todas las tiendas que pasaba anunciaban diferentes tipos en sus

vidrieras: Hoja Brillante, Sombra, Dhoka, Rudo.

Vi que una chica hermosa, vestida con enaguas, se inclinaba a la derecha y

escupía un chorrito de jugo de color rojizo en uno de los altos escupideros de latón

ubicados afuera de cada tienda. Contuve una arcada. Esa era una costumbre

zemení a la que no creía poder acostumbrarme.

Con un suspiro de alivio, giré hacia la calle principal de la ciudad. Al menos

ahora sabía dónde estaba.

Cofton aún no me parecía muy real, tenía algo tosco e inacabado. La mayoría de

las calles estaban sin pavimentar y siempre sentía que los edificios de techo plano y

endebles paredes de madera podrían caerse en cualquier momento; aun así, todas

las construcciones tenían ventanas de vidrio.

Las mujeres se vestían de terciopelo y encaje; los escaparates se desbordaban

dulces, chucherías y todo tipo de adornos en lugar de rifles, cuchillos y ollas de

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lata. Aquí, hasta los mendigos usaban zapatos. Así lucía un país cuando no estaba

en asedio.

Al pasar por una tienda de ginebra, vi un destello de color carmesí por el rabillo

del ojo.

Corporalki.

Al instante, me eché hacia atrás y me presioné contra el espacio en sombras de

dos edificios. Con el corazón desbocado, estiré la mano hacia la pistola en mi

cadera.

«Daga primero ―me recordé, y deslicé la hoja desde mi manga―. Intenta no

llamar la atención. Usa la pistola sólo si es necesario. Tu poder es el último

recurso».

No por primera vez extrañé los guantes que me crearon los Fabricadores y que

tuve que dejar atrás en Ravka. Estaban revestidos de espejos que me ayudaban a

cegar oponentes con facilidad en una pelea cuerpo a cuerpo, y eran una buena

alternativa para rebanar a alguien por la mitad con el Corte. Pero si me hubiese

descubierto un Cardio Corporalnik, no tendría oportunidad alguna, pues eran los

soldados favorecidos por el Darkling y podrían detener mi corazón o aplastar mis

pulmones sin necesidad de un golpe.

Esperé, sujetando con manos sudorosas el mango de la daga, hasta que

finalmente me atreví a echar un vistazo desde la pared y vi un carro repleto de

barriles. El conductor se había detenido a hablar con una mujer cuya hija bailaba

impaciente junto a ella, revoloteando y dando vueltas con su falda de color rojo

oscuro.

Sólo era una niña, no un Corporalnik a la vista.

Me apoyé contra el edificio y respiré hondo, tratando de calmarme.

«No siempre será así ―me dije―. Cuanto más tiempo seas libre, más fácil

será».

Un día me despertaría de un sueño sin pesadillas y caminaría sin temor por la

calle. Hasta entonces, mantendría cerca mi endeble daga y rogaría por la seguridad

que me daba el peso del acero Grisha en la palma.

Me abrí camino de regreso a la calle bulliciosa, ajustándome más la bufanda

alrededor del cuello. Lo había convertido en un hábito nervioso, pues debajo

llevaba el collar de Morozova, el amplificador más poderoso jamás conocido, así

como la única forma de identificarme. Sin él, sólo era otra refugiada ravkana sucia

y mal alimentada.

No estaba segura de qué iba a hacer cuando cambiara el clima. No podía

caminar con bufandas y abrigos de cuello alto cuando llegara el verano. Pero

entonces, con un poco de suerte, Mal y yo estaríamos muy lejos de ciudades

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atestadas y preguntas no deseadas. Estaríamos solos, por primera vez desde que

habíamos huido de Ravka.

El pensamiento me provocó un aleteo nervioso.

Crucé la calle esquivando carros y caballos mientras examinaba la multitud,

segura de que en cualquier momento vería una tropa de Grisha o de oprichniki

avanzando hacia mí; o tal vez serían mercenarios de Shu Han, o asesinos fjerdanos

o los soldados del Rey de Ravka, o incluso el mismo Darkling.

Por supuesto, muchas personas podrían estar cazándonos. «Cazándome», me

corregí. Si no fuera por mí, Mal aún sería un rastreador en el Primer Ejército, no un

desertor huyendo por su vida.

Un recuerdo indeseado tomó forma en mi mente: cabello negro, ojos claros, el

Darkling al desatar el poder del Abismo con el rostro exultante por la victoria, justo

antes de que yo se la arrebatara.

Las noticias llegaban con facilidad a Novyi Zem, pero ninguna era buena.

Los rumores que surgieron decían que el Darkling había sobrevivido de alguna

forma a la batalla en el Abismo, que había ido a tierra para reunir sus fuerzas antes

de hacer otro intento para tomar el trono ravkano.

No quería creer que fuera posible, pero sabía que no debía subestimarlo.

Las otras historias eran igual de inquietantes: que el Abismo había empezado a

desbordarse, llevando a refugiados al este y al oeste; que se había originado un

culto en torno a una Santa que podía invocar el sol.

No quería pensar en ello. Mal y yo teníamos una vida nueva ahora, habíamos

dejado Ravka atrás.

Apresuré los pasos y pronto llegué a la plaza, donde Mal y yo nos reuníamos

todas las tardes.

Lo descubrí apoyado en el borde de una fuente, hablando con un amigo zemení

que había conocido del trabajo en el almacén.

No podía recordar su nombre... Jep, ¿tal vez? ¿Jef?

Alimentada por cuatro enormes grifos, la fuente no servía exactamente como

decoración, sino que tenía una utilidad: era una gran palangana donde las niñas y

sirvientas iban a lavar la ropa. Sin embargo, ninguna de las lavanderas estaba

prestando mucha atención a la ropa; todas estaban mirando embobadas a Mal.

Era difícil no hacerlo. Su pelo corto al estilo militar había crecido y estaba

empezando a encrespársele en la nuca; el rocío de la fuente le había humedecido la

camisa que ahora se aferraba a su piel bronceada por largos días en el mar. En ese

momento, echó la cabeza hacia atrás riéndose de algo que había dicho su amigo,

aparentemente ajeno a las sonrisas maliciosas arrojadas en su dirección.

«Probablemente está tan acostumbrado, que ya ni siquiera las nota», pensé con

irritación.

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Cuando me vio, su rostro se iluminó con una amplia sonrisa y me saludó con la

mano. Las lavanderas volvieron a mirar y luego intercambiaron miradas de

incredulidad. Sabía lo que veían: una chica flacucha y escuálida con cabello castaño

apagado, mejillas hundidas y los dedos manchados de naranjo por empaquetar

jurda. Nunca había llamado mucho la atención, y semanas de no usar mi poder

habían dejado huella. No comía ni dormía bien, y las pesadillas no ayudaban.

Los rostros de los hombres reflejaban lo mismo: ¿qué hacia un chico como Mal

con una chica como yo?

Enderecé la espalda y traté de ignorarlos cuando Mal estiró su brazo hacia mí

para que me acercara.

―¿Dónde estabas? ―inquirió―. Estaba preocupado.

―Fui asaltada por una banda de osos enfadados ―murmuré en su hombro.

―¿Te perdiste de nuevo?

―No sé de dónde sacas esas ideas.

―¿Recuerdas a Jes, no? ―preguntó, asintiendo con la cabeza hacia su amigo.

―¿Cómo vas? ―preguntó Jes en un ravkano chapurreado, ofreciéndome la

mano. Su expresión parecía excesivamente grave.

―Muy bien, gracias ―contesté en zemení.

No me devolvió la sonrisa, pero me palmeó suavemente la mano. Jes sin duda

era extraño.

Charlamos un rato más, pero sabía que Mal notaba mi ansiedad. No me gustaba

estar al aire libre durante mucho tiempo. Nos despedimos, y antes de que Jes se

fuera, me lanzó otra mirada sombría y se inclinó para susurrarle algo a Mal.

―¿Qué dijo? ―le pregunté mientras lo observábamos marcharse de la plaza.

―¿Hm? Oh… nada. ¿Sabías que tienes polen en las cejas? ―Extendió la mano

para limpiarme con suavidad.

―Tal vez lo quería allí.

―Mi error.

Cuando nos separábamos de la fuente, una de las lavanderas se inclinó hacia

adelante, casi exponiendo sus atributos.

―Si alguna vez te cansas de piel y huesos ―le dijo a Mal―, tengo algo para

tentarte.

Me puse rígida. Mal la miró por encima del hombro. Lentamente, la recorrió de

arriba a abajo.

―No ―dijo rotundamente―. No es verdad.

El rostro de la chica se ruborizó de un feo color rojo mientras las otras se

burlaban y se reían a carcajadas, salpicándola con agua. Intenté demostrar altivez

con una ceja arqueada, pero era difícil contener la sonrisa tonta.

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―Gracias ―murmuré mientras cruzábamos la plaza en dirección a nuestra casa

de huéspedes.

―¿Por qué?

Puse los ojos los ojos en blanco.

―Por defender mi honor, tonto.

Él me empujo bajo la sombra de un toldo. Por un momento sentí pánico al

pensar que había visto problemas, pero entonces sus brazos me rodearon y sus

labios presionaron los míos.

Cuando por fin retrocedió, tenía las mejillas ardiendo y me temblaban las

piernas.

―Sólo para que quede claro ―me dijo―, no estoy muy interesado en defender

tu honor.

―Entendido ―me las arreglé para decir, esperando no sonar ridículamente sin

aliento.

―Además ―dijo―, tengo que robar todos los minutos que pueda antes de que

estemos de vuelta en el pozo.

Así llamaba Mal a nuestra pensión. Estaba atestada y sucia, y no nos daba

ninguna privacidad, pero era barata.

Él sonrió, arrogante como siempre, y me llevó de vuelta al flujo de personas en

la calle. A pesar de mi cansancio, mis pasos se sentían decididamente más ligeros.

Aún no estaba acostumbrada a la idea de estar juntos. Otro estremecimiento me

atravesó. En la frontera no habría huéspedes curiosos o interrupciones no deseadas.

Mi pulso dio un pequeño salto, ya fuera por los nervios o la emoción, no estaba

segura.

―¿Y qué dijo Jes? ―le pregunté de nuevo, cuando mis pensamientos se sentían

un poco menos perturbados.

―Me dijo que debía cuidar bien de ti.

―¿Eso es todo?

Mal se aclaró la garganta.

―Y… dijo que iba a orar al dios del trabajo para curar tu aflicción.

―¿Mi qué?

―Puede que le haya dicho que tienes paperas.

Me tropecé.

―¿Cómo dices?

―Bueno, tuve que explicarle por qué siempre te aferras a esa bufanda.

Dejé caer la mano al percatarme de que lo había estado haciendo sin darme

cuenta.

―¿Y le dijiste que tenía paperas? ―le susurré con incredulidad.

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―Tenía que decir algo, y eso hace de ti una figura completamente trágica. Chica

linda, tumor gigante… ya sabes.

Lo golpeé con fuerza en el brazo.

―¡Ay! Oye, en algunos países, las paperas se consideran muy de moda.

―¿Les gustan eunucos, también? Porque puedo arreglarlo.

―¡Qué sanguinaria!

―Mis paperas me ponen de mal humor.

Mal se echó a reír, pero me di cuenta de que mantenía su mano en la pistola. El

pozo se encontraba en una de las partes más malogradas de Cofton, y llevábamos

un montón de monedas: las pagas que habíamos ahorrado para el comienzo de

nuestra nueva vida. Sólo unos días más, y tendríamos suficiente para dejar Cofton

atrás… el bullicio, el aire contaminado, el miedo constante. Estaríamos a salvo en

un lugar donde a nadie le importara lo que pasó en Ravka, donde los Grisha fueran

escasos y donde nadie hubiera oído hablar de una invocadora del sol.

«Y no les fuera de utilidad».

El pensamiento agrió mi estado de ánimo, pero últimamente la idea me

acometía más y más.

¿Para qué serviría en un país extraño? Mal podía cazar, rastrear, manejar un

arma. En lo único en que había sido buena era siendo Grisha; extrañaba usar la luz,

y cada día que no usaba mi poder, me ponía más débil y enfermiza. El simple

hecho de caminar junto a Mal me dejaba sin aliento y luchaba bajo el peso de mi

mochila. Estaba tan débil y torpe que apenas había logrado mantener mi trabajo

empaquetando jurda en una de las casas de campo. Aportaba meros centavos, pero

había insistido en trabajar, en tratar de ayudar. Me sentía como si fuéramos niños

otra vez: Mal capaz y Alina inútil.

Alejé ese pensamiento. Tal vez ya no era la Invocadora del Sol, pero tampoco

seguía siendo esa niñita triste. Iba a encontrar una manera de ser útil.

La vista de nuestra casa de huéspedes no hizo nada por levantarme el ánimo.

Tenía dos pisos de altura y una urgente necesidad de una nueva capa de pintura. El

cartel en la ventana anunciaba baños calientes y camas libres de garrapatas, en

cinco idiomas diferentes. Habiendo probado la bañera y la cama, sabía que el

letrero mentía sin importar cómo se tradujera. Aun así, con Mal a mi lado, no

parecía tan malo.

Subimos con desgana los escalones del porche combado y entramos a la taberna

que ocupaba la mayor parte del primer piso de la casa. Estaba fresco y tranquilo

después del atronador polvo de la calle. A esta hora, por lo general había unos

pocos trabajadores en las mesas maltrechas bebiéndose sus salarios, pero hoy

estaba vacío, salvo por el hosco propietario de pie detrás de la barra, un inmigrante

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de Kerch. Tenía la clara sensación de que no le gustaban los ravkanos, o tal vez

simplemente pensaba que éramos ladrones.

Habíamos llegado hacía dos semanas, harapientos y sucios, sin equipaje ni

forma de pagar el alojamiento, excepto por una sola horquilla de oro que

probablemente pensó que habíamos robado. No obstante, eso no lo detuvo de

tomarlo a cambio de una estrecha cama en un lugar que compartíamos con otros

seis huéspedes.

Cuando nos acercamos a la barra, golpeó la llave de la habitación en el

mostrador y la empujó hacia nosotros sin que la hubiéramos pedido. Estaba atada a

una pieza tallada de hueso de pollo.

Otro toque encantador.

Mal pidió una jarra de agua caliente para lavarse con el kerch forzado que había

aprendido a bordo del Verrhader.

―Extra ―gruñó el propietario. Era un hombre corpulento con el cabello fino y

los dientes teñidos de color naranja por mascar jurda. Noté que estaba sudando;

aunque el día no era especialmente caluroso, unas gotas de sudor le perlaban el

labio superior.

Me volví a mirarlo cuando nos dirigíamos a la escalera del otro lado de la

abandonada taberna. Él seguía mirándonos, con los brazos cruzados sobre el

pecho, con sus pequeños ojos brillantes. Había algo en su expresión que me puso

los nervios de punta. Dudé en la base de la escalera.

―A ese tipo de verdad no le agradamos ―comenté. Mal ya estaba subiendo los

escalones.

―No, pero le gusta bastante el dinero. Y vamos a estar fuera de aquí en unos

pocos días.

Me sacudí el nerviosismo. Había estado nerviosa durante toda la tarde.

―Bien ―refunfuñé mientras seguía a Mal―, pero sólo para estar preparada,

¿cómo se dice «Eres un cabrón» en kerch?

―Jer ven azel.

―¿En serio?

Mal se echó a reír.

―Lo primero que te enseñan los marineros es cómo maldecir.

El segundo piso de la casa de huéspedes estaba considerablemente en peor

estado que las salas públicas de abajo. La alfombra estaba descolorida y

deshilachada, y el pasillo en penumbra apestaba a col y a tabaco. Las puertas de las

habitaciones privadas estaban cerradas y no se escuchaba ningún sonido mientras

pasábamos. La tranquilidad era espeluznante. Tal vez todos habían salido por el

día.

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La única luz provenía de una sola ventana sucia al final del pasillo. Mientras

Mal intentaba introducir la llave, miré a través del vidrio manchado a los carros y

carruajes que pasan con estrépito por debajo. Cruzando la calle, un hombre se

encontraba bajo un balcón, mirando hacia la pensión. Se tironeó la ropa por las

mangas y el cuello, como si fuera nueva y no la sintiera cómoda. Sus ojos se

encontraron con los míos a través de la ventana, y entonces apartó la mirada con

rapidez.

Sentí una repentina punzada de miedo.

―Mal ―dije en voz baja, extendiendo la mano hacia él.

Pero ya era demasiado tarde. La puerta se abrió de golpe.

―¡No! ―grité. Alcé las manos y la luz entró por el pasillo en una cascada

cegadora. Entonces unas manos ásperas me agarraron y me apresaron las manos a

la espalda. Me entraron a rastras a la habitación, mientras yo pataleaba y me

revolvía.

―Tranquila ―dijo una voz fría desde algún lugar en la esquina―. No me

gustaría tener que destripar a tu amigo tan pronto.

El tiempo pareció detenerse. Vi el lamentable estado de los techos bajos en la

habitación, el agrietado lavatorio sobre la mesa maltratada, motas de polvo

arremolinándose en un haz delgado de luz solar, el borde brillante de la daga

presionando la garganta de Mal. El hombre que la sostenía mostraba una familiar

mueca de desprecio. Ivan. Había otros, hombres y mujeres, todos llevaban túnicas y

pantalones de comerciantes y obreros zemeníes, pero reconocí algunos rostros de

mi tiempo con el Segundo Ejército. Eran Grisha. Detrás de ellos, envuelto en las

sombras y apoltronado en una silla desvencijada como si fuera un trono, estaba el

Darkling.

Por un momento, todo en la habitación quedó inmóvil y en silencio. Podía oír la

respiración de Mal, pies arrastrándose y a un hombre saludando en la calle. Parecía

que no podía dejar de mirar hacia las manos del Darkling, sus largos dedos blancos

descansando casualmente en los brazos de la silla. Tuve la idea tonta de que nunca

lo había visto con ropa de calle.

Entonces la realidad se estrelló contra mí. ¿Así terminaba? ¿Sin una lucha? ¿Sin

ni siquiera un disparo o un grito? Un sollozo de pura rabia y frustración salió de mi

pecho.

―Tomen su pistola y busquen cualquier otro tipo de armas ―ordenó el

Darkling con suavidad.

Sentí que me levantaban de la cadera el reconfortante peso de mi arma, que me

sacaban el puñal de su vaina en mi muñeca.

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Leigh Bardugo Dark Guardians

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―Voy a decirles que te dejen ir ―dijo cuando terminaron―, sabiendo que si

tan sólo levantas las manos, Ivan eliminará al rastreador. Muéstrame que

entiendes.

Di un solo asentimiento firme.

Levantó un dedo y los hombres me soltaron. Me tambaleé hacia adelante y

luego quedé congelada en el centro de la habitación, con las manos en puños.

Podría cortar en dos al Darkling con mi poder y podría partir por la mitad este

edificio olvidado por los Santos, pero no antes de que Ivan le abriera la garganta a

Mal.

―¿Cómo nos encontraste? ―pregunté con voz ronca.

―Dejas un rastro muy caro ―me contestó, y perezosamente tiró algo sobre la

mesa que aterrizó con un plink junto al lavatorio. Reconocí una de las horquillas de

oro con las que Genya me había entretejido el pelo hacía tantas semanas. Las

habíamos utilizado para pagar el pasaje a través del Verdadero Océano, el vagón a

Cofton y nuestra miserable cama no del todo libre de garrapatas.

El Darkling se levantó y una turbación extraña crujió a través de la habitación.

Era como si cada Grisha hubiese tomado aire y estuviese conteniendo la

respiración… a la espera. Podía sentir su miedo, y una punzada de alarma me

atravesó. Los subalternos del Darkling siempre lo habían tratado con reverencia y

respeto, pero esto era algo nuevo. Incluso Ivan parecía un poco enfermo.

El Darkling salió a la luz y vi un débil trazado de cicatrices en su rostro. Un

Corporalnik se las había sanado, pero aún eran visibles. Así que el volcra había

dejado su huella. «Bien», pensé con pequeña satisfacción. Era un pequeño consuelo,

pero al menos ya no era tan perfecto como antes.

Hizo una pausa para estudiarme.

―¿Cómo has encontrado la vida en la clandestinidad, Alina? No te ves bien.

―Ni tú ―le dije. No eran sólo las cicatrices. Llevaba su cansancio como una

capa elegante, pero seguía allí. Tenía unas manchas tenues bajo los ojos y los

afilados huecos de los pómulos eran un poco más profundos.

―Un pequeño precio a pagar ―dijo, arqueando los labios en una media

sonrisa.

Un escalofrío se deslizó por mi columna vertebral. «¿A pagar por qué?»

Extendió la mano y me tomó todo un esfuerzo no echarme hacia atrás, pero sólo

tomó uno de los extremos de mi bufanda. Tiró suavemente y la áspera lana se

liberó, se deslizó sobre mi cuello y cayó aleteando al suelo.

―Ya veo, vuelves a fingir ser menos de lo que eres. Me parece que la farsa no te

favorece.

Sentí una punzada de inquietud. ¿No había tenido un pensamiento similar hace

unos minutos?

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―Gracias por tu preocupación ―murmuré.

Dejó que sus dedos se arrastraran sobre el collar.

―Es mío tanto como es tuyo, Alina.

Golpeé su mano y un susurro ansioso se produjo en los Grisha.

―Entonces no debiste ponérmelo en el cuello ―le espeté―. ¿Qué quieres?

Por supuesto, ya lo sabía. Quería todo: Ravka, el mundo, el poder del Abismo.

Su respuesta no importaba, sólo necesitaba que siguiera hablando. Sabía que este

momento llegaría, me había preparado para ello; no iba a dejar que me llevara de

nuevo. Eché un vistazo a Mal, con la esperanza de que entendiera lo que hacía.

―Quiero agradecerte ―contestó el Darkling.

Ahora, algo que no esperaba.

―¿Agradecerme?

―Por el regalo que me diste.

Mis ojos se posaron en las cicatrices de su pálida mejilla.

―No ―dijo con una sonrisita―. No éstas, aunque son un buen recordatorio.

―¿De qué? ―le pregunté, curiosa a mi pesar.

Su mirada era de pedernal gris.

―De que todos los hombres pueden ser tontos. No, Alina, el regalo que me has

dado es mucho, mucho mayor.

Se dio la vuelta. Le lancé otra mirada a Mal.

―A diferencia de ti ―dijo el Darkling―, entiendo la gratitud y deseo

expresarla.

Levantó las manos. La oscuridad se precipitó en la habitación.

―¡Ahora! ―grité.

Mal le dio un codazo a Ivan en el costado. Al mismo tiempo, alcé las manos y la

luz resplandeció, cegando a los hombres a nuestro alrededor. Enfoqué mi poder,

afilando una guadaña de luz pura. Sólo tenía una oportunidad, no iba a dejar de

pie al Darkling. Me asomé a la negrura hirviente, tratando de encontrar mi

objetivo… Pero algo andaba mal.

Había visto al Darkling utilizar su poder en innumerables ocasiones. Esto era

diferente. Las sombras giraban y se deslizaban alrededor del círculo creado por mi

luz, girando más rápido, una nube que se retorcía zumbando y chasqueando como

una niebla de insectos hambrientos. Empujé contra ellos con mi poder, pero

giraban y se retorcían, acercándose cada vez más.

Mal estaba a mi lado. De algún modo, había conseguido apoderarse del cuchillo

de Ivan.

―Quédate cerca ―le dije. Era mejor correr el riesgo y abrir un agujero en el

suelo a quedarme ahí haciendo nada.

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Me concentré y sentí el poder del Corte vibrando a través de mí. Levanté el

brazo... y algo salió de la oscuridad.

«Es un truco ―pensé mientras la cosa avanzaba hacia nosotros―. Tiene que ser

algún tipo de ilusión».

Era una criatura forjada de las sombras, con la cara inexpresiva y carente de

rasgos. Su cuerpo parecía temblar y desenfocarse para entonces tomar forma otra

vez: brazos, piernas, manos largas que terminaban en la tenue sugerencia de

garras, una espalda ancha crestada con alas que se agitaban y cambiaban mientras

se desplegaban como una mancha de color negro. Era casi como un volcra, pero su

forma era más humana. Y no temía a la luz. No me temía.

«Es un truco ―insistió mi mente, en pánico―. No es posible».

Era una violación a todo lo que sabía sobre el poder Grisha. No podíamos

formar materia, no podíamos crear vida. Pero la criatura se acercaba hacia

nosotros y los Grisha del Darkling se encogían contra las paredes con un terror

muy real. Esto era entonces, a esto le temían tanto.

Hice a un lado mi horror y enfoqué mi poder. Levanté un brazo y luego lo bajé

en un arco resplandeciente e implacable. La luz cortó a la criatura. Por un

momento, pensé que seguiría avanzando. Entonces vaciló, brilló como una nube

iluminada por un rayo, y explotó hasta que no quedó nada. Tuve un momento de

la oleada más pura de alivio antes de que el Darkling levantara la mano y otro

monstruo tomara su lugar, seguido de otro, y otro.

―Este es el regalo que me diste ―dijo el Darkling―. El regalo que gané en el

Abismo.

Su rostro estaba lleno de poder y una especie de alegría terrible; pero también

vi su esfuerzo. Lo que fuera que estaba haciendo, le estaba costando.

Mal y yo retrocedimos hacia la puerta cuando las criaturas se acercaron. De

repente, uno de ellos salió disparado hacia adelante con una velocidad asombrosa.

Mal lo cortó con su cuchillo. La cosa se detuvo, vaciló un poco, luego tomó el

control y lo arrojó a un lado como si fuera el muñeco de un niño. Esta no era una

ilusión.

―Mal ―grité.

Ataqué con el Corte y la criatura se quemó hasta desaparecer, pero el siguiente

monstruo se abalanzó hacia mí en segundos. Me agarró, y la repulsión estremeció

todo mi cuerpo. Su agarre era como mil insectos rastreros pululando sobre mis

brazos.

Me levantó y vi cuán equivocada había estado. Sí tenía boca, un agujero ancho

y retorcido que se abrió más para revelar filas y filas de dientes. Los sentí todos

cuando la cosa me mordió profundamente en el hombro.

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El dolor no se comparaba con nada que hubiese conocido. Hizo eco dentro de

mí, se multiplicó, me resquebrajó y me arañó los huesos. A la distancia, oí a Mal

gritando mi nombre. Me oí gritar.

La criatura me soltó. Caí al suelo de espalda, en una pila inerte, el dolor aún me

atravesaba reverberando en oleadas interminables. Veía el techo con manchas de

agua, la sombra de la criatura cerniéndose sobre mí, el rostro pálido de Mal cuando

se arrodilló a mi lado. Vi sus labios formando mi nombre, pero no lo podía oír. Ya

me estaba desvaneciendo.

Lo último que escuché fue la voz del Darkling… tan clara como si estuviera

acostado a mi lado con los labios apretados contra mi oído, susurrando para que

sólo yo escuchara: «Gracias».

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Traducido por CamilaS

Oscuridad otra vez. Algo hierve en mi interior. Busco la luz, pero está fuera de mi

alcance.

—Bebe.

Abro los ojos y el severo rostro de Ivan entra en foco.

―Tú hazlo ―le gruñe a alguien.

Luego Genya se inclina sobre mí, más hermosa que nunca, incluso con su kefta roja

desaliñada. ¿Estoy soñando?

Presiona algo contra mis labios.

—Bebe, Alina.

Trato de alejar la copa, pero no puedo mover las manos.

Alguien me tapa la nariz, me abre la boca a la fuerza y un tipo de sopa se desliza por mi

garganta. Toso y balbuceo:

―¿Dónde estoy? ―trato de decir.

Oigo otra voz, fría y clara:

―Duérmela de nuevo.

* * *

Estoy en el carruaje de poni, regresando de la aldea con Ana Kuya. Me golpea en las

costillas con los codos huesudos mientras rebotamos por el camino que lleva a casa, a

Keramzin.

Mal está sentado a su otro lado, riendo y apuntando todo lo que vemos.

El poni gordo avanza a paso lento, agitando su melena peluda mientras subimos la

última colina. A medio camino, pasamos a un hombre y una mujer a un lado del camino. Él

silba al caminar, moviendo un bastón a tiempo con la música. La mujer camina con

dificultad; lleva la cabeza inclinada y un bloque de sal atado a la espalda.

―¿Son muy pobres? ―le pregunto a Ana Kuya.

―No tan pobres como otros.

―Entonces, ¿por qué él no compra un burro?

―No necesita un burro ―contesta Ana Kuya―. Tiene a su esposa.

―Me voy a casar con Alina ―anuncia Mal.

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Los pasamos en el carruaje. El hombre se quita la gorra y nos saluda a gritos,

alegremente.

Mal le devuelve el saludo, despidiéndose con la mano y sonriendo, casi saltando en el

asiento.

Miro sobre mi hombro, estirando el cuello para mirar a la mujer que avanza

trabajosamente detrás de su esposo. En realidad es sólo una niña, pero sus ojos son de una

persona vieja y agotada.

Ana Kuya no se pierde nada.

―Eso es lo que le pasa a las campesinas que no tienen el beneficio de la amabilidad del

duque. Por eso debes ser agradecida y mantener al duque siempre en tus plegarias.

* * *

Tintineo de cadenas. El rostro preocupado de Genya.

―No es seguro seguir haciéndole esto.

―No me digas cómo hacer mi trabajo ―espeta Ivan.

El Darkling, vestido de negro, de pie en las sombras. El ritmo del mar bajo mi espalda.

La comprensión me llega de golpe: estamos en un barco.

Por favor, déjenme estar soñando.

* * *

Estoy en el camino a Keramzin de nuevo, mirando el cuello doblado del poni mientras

sube con esfuerzo por la colina. Cuando miro hacia atrás, la chica luchando con el peso del

bloque de sal tiene mi cara. Baghra está sentada a mi lado en el carruaje.

―El buey siente el yugo ―dice—. ¿Acaso el ave siente el peso de sus alas?

Sus ojos son negro azabache. Sé agradecida, dicen. Se agradecida. Chasquea las riendas.

* * *

―Bebe. ―Más sopa. No lucho ahora; no quiero ahogarme otra vez. Caigo hacia atrás,

dejo que se me cierren los ojos y me voy a la deriva, demasiado débil para luchar.

Una mano me toca la mejilla.

―Mal ―logro gaznar.

Quitan la mano.

La nada.

* * *

―Despierta. ―Esta vez, no reconozco la voz―. Despiértala.

Revoloteo los párpados. ¿Sigo soñando? Un muchacho se inclina sobre mí; tiene el

cabello rojizo y la nariz rota. Me recuerda al zorro demasiado astuto, otra de las historias de

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Ana Kuya; suficientemente inteligente para salir de una trampa, pero demasiado necio para

darse cuenta de que no podría escapar de una segunda. Hay otro chico tras él, pero es un

gigante, una de las personas más grandes que he visto. Sus ojos dorados tienen la

inclinación típica de los shu.

―Alina ―dice el zorro. ¿Cómo sabe mi nombre?

La puerta se abre, y veo el rostro de otro extraño, una chica de cabello oscuro corto y la

misma mirada de oro del gigante.

―Ya vienen ―informa ella.

El zorro maldice

―Duérmela.

El gigante se acerca y la oscuridad comienza a regresar.

—No, por favor…

Demasiado tarde. La oscuridad me tiene.

* * *

Soy una niña y subo trabajosamente por una colina. Mis botas chapotean en el barro y

me duele la espalda por el peso de la sal que cargo. Cuando pienso que no puedo dar otro

paso, siento que me levanto del suelo. La sal se desliza de mis hombros, y la veo destrozarse

contra el suelo. Floto más y más alto. A mis pies puedo ver un carruaje de poni. Sus tres

pasajeros me miran boquiabiertos de la sorpresa. Veo que mi sombra pasa sobre ellos, pasa

sobre el camino y los campos estériles de invierno, la forma negra de una muchacha que se

eleva gracias a sus propias alas desplegadas.

* * *

Lo primero que supe que era real, fue el balanceo del barco, el crujido de las

jarcias, el golpe de agua en el casco.

Cuando traté de girarme, una espina de dolor me aguijonó el hombro. Jadeé,

me enderecé y abrí los ojos de golpe, con el corazón acelerado. Ya estaba

completamente despierta. Una oleada de náusea me azotó, y tuve que parpadear

para alejar las estrellas que flotaban en mi visión.

Estaba en un limpio camarote de barco, acostada en una litera estrecha. La luz

del día se filtraba por el ojo de buey.

Genya se encontraba sentada en el borde de mi cama, así que no la había

soñado. ¿O estaba soñando ahora? Traté de sacudirme las telarañas de la mente y

me vi recompensada con otra oleada de náuseas. El desagradable olor en el aire no

ayudaba a calmar mi estómago, pero me obligué a tomar una larga y temblorosa

respiración.

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Genya vestía una kefta roja bordada con azul, una combinación que nunca había

visto en otro Grisha. La prenda estaba sucia y un poco desgastada, pero llevaba el

cabello arreglado en rizos perfectos y lucía más hermosa que cualquier reina.

Me alargó una taza de estaño a los labios.

―Bebe ―dijo.

―¿Qué es esto? ―pregunté cautelosamente

―Sólo agua.

Traté de quitarle la taza, pero entonces noté que tenía las muñecas esposadas.

Levanté las manos incómodamente.

El agua tenía un fuerte sabor metálico, pero estaba sedienta. Tomé un sorbo,

tosí, y luego bebí otra vez con avidez.

―Despacio ―aconsejó, alejándome el cabello de la cara―, o te hará mal.

―¿Cuánto tiempo? ―pregunté, mirando a Ivan, que se encontraba apoyado en

la puerta, mirándome―. ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

―Un poco más de una semana ―contestó Genya.

―¿Una semana?

El pánico me inundó. Una semana en la que Ivan redujo mi ritmo cardiaco para

mantenerme inconsciente.

Me puse de pie y la sangre me subió a la cabeza. Me habría caído si Genya no

hubiera estirado una mano para estabilizarme. Me sacudí el mareo, me tambaleé

hasta el ojo de buey para mirar por el círculo de cristal empañado. Nada, nada más

que mar azul. No se veía puerto, ni costa. Novyi Zem se había ido. Luché contra las

lágrimas que me anegaron los ojos.

―¿Dónde está Mal? ―pregunté. Cuando nadie contestó, me di la vuelta―.

¿Dónde está Mal? ―increpé a Ivan.

―El Darkling quiere verte ―replicó―. ¿Estás lo suficientemente fuerte para

caminar, o tengo que cargarte?

―Dale un minuto ―le pidió Genya―. Déjala comer, que se lave la cara al

menos.

―No. Llévame con él.

Genya frunció el ceño.

―Estoy bien ―insistí. En realidad, me sentía débil, mareada y aterrada, pero no

iba volver a acostarme en esa litera; necesitaba respuestas, no comida.

Cuando dejamos el camarote, nos envolvió un muro de hedor, pero no el olor

típico de los barcos a sentinas, pescados y a cuerpos que recordaba de nuestro viaje

a bordo del Verrhader, sino algo mucho peor.

Me atraganté y cerré la boca de golpe. De repente me alegré de no haber

comido.

―¿Qué es eso?

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―Sangre, hueso, grasa derretida ―replicó Ivan. Estábamos a bordo de un

ballenero―. Te acostumbras.

―Tú acostúmbrate ―intervino Genya, arrugando la nariz.

Me llevaron a una escotilla que daba a cubierta. Ivan trepó la escalera, y yo me

apresuré a seguirlo, ansiosa por salir de las oscuras entrañas y liberarme de esta

podredumbre. Era difícil trepar con las manos esposadas, por lo que Ivan

rápidamente perdió la paciencia y me tomó de las muñecas para arrastrarme los

últimos metros. Al salir, aspiré grandes bocanadas de aire frío y parpadeé ante la

luz brillante.

El ballenero avanzaba con pesadez a toda vela, impulsado por tres Grisha

Impulsores junto a los mástiles, de pie con los brazos alzados y sus kefta azules

aleteándoles alrededor de los pies. Etherealki, la Orden de los Invocadores. Hacía

sólo unos meses, había sido una de ellos.

La tripulación del barco usaba ropas ásperas, y muchos iban descalzos, lo mejor

para sujetarse a la cubierta resbaladiza del barco. «Ninguno lleva uniforme» pensé.

Así que no eran militares, y por lo que veía, el barco no izaba ninguna bandera.

El resto de los Grisha del Darkling eran fáciles de distinguir entre la multitud,

no sólo por sus kefta de colores brillantes, sino también porque se apoyaban ociosos

contra las barandillas contemplando el mar o conversando, mientras los marineros

comunes trabajaban. Incluso vi a un Fabricador con su kefta púrpura descansado

contra un rollo de cuerda mientras leía.

Cuando pasamos junto a dos ollas enormes de hierro fundido en la cubierta,

sentí un fuerte olorcillo a la peste que había sido tan poderosa debajo.

―Ollas para derretir ―informó Genya―. Ahí hacen el aceite. No las han usado

este viaje, pero el olor no se desvanece.

Grisha y tripulantes por igual se volvieron a mirarnos mientras atravesábamos

el barco. Al pasar bajo la mesana, alcé la vista y vi al chico y a la chica de pelo

oscuro de mi sueño. Colgaban de los aparejos como dos aves de presa, mirándonos

con sus ojos dorados.

Entonces no lo había soñado; de verdad habían estado en mi camarote.

Ivan me llevó a la proa del barco, donde aguardaba el Darkling.

Estaba de pie de espalda a nosotros, mirando sobre el bauprés hacia el

horizonte azul más allá; su kefta ondeaba a su alrededor como una bandera de

guerra negra.

Genya e Ivan se inclinaron y nos dejaron.

―¿Dónde está Mal? ―grazné, pues aún tenía la garganta algo delicada.

El Darkling no se giró, sólo sacudió su cabeza y dijo:

―Al menos eres predecible.

―Lamento aburrirte. ¿Dónde está?

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―¿Cómo sabes que no está muerto?

Se me hizo un nudo en el estómago.

―Porque te conozco ―contesté, con más confianza de la que sentía.

―Y si estuviera muerto, ¿te tirarías al mar?

―No a menos que pudiera llevarte conmigo. ¿Dónde está?

―Mira detrás de ti.

Me giré. A lo lejos, atravesando la cubierta y el enredo de cuerdas y jarcias, vi a

Mal. Estaba enfocado en mí a pesar de estar rodeado por guardias Corporalki.

Había estado observando, esperando a que me girara. Di un paso adelante, pero el

Darkling me sujetó del brazo.

―No tan lejos ―advirtió.

―Déjame hablar con él ―supliqué. Odié la desesperación en mi voz.

―Ni en sueños. Ustedes dos tienen la mala costumbre de actuar como tontos y

llamarlo acto heroico.

El Darkling levantó el brazo y el guardia de Mal comenzó a alejarlo.

―¡Alina! ―gritó, y gruñó cuando un guardia lo abofeteó.

―¡Mal! ―grité mientras lo arrastraban luchando bajo cubierta―. ¡Mal!

Me sacudí del agarre del Darkling y me estremecí de la rabia.

―Si le haces daño…

―No voy a hacerle daño ―me cortó―. Al menos, no mientras pueda serme de

utilidad.

―No quiero que lo lastimes.

―Está a salvo por ahora, Alina. Pero no me pongas a prueba. Si uno de los dos

se sale de la raya, el otro sufrirá… A él le dije lo mismo.

Cerré los ojos, intentando que retrocedieran la furia y la desesperanza que

sentía. Estábamos justo donde habíamos empezado. Asentí una vez.

De nuevo, el Darkling sacudió la cabeza.

―Me lo hacen tan fácil. Lo pincho y tú sangras.

―Y ni siquiera puedes comprenderlo, ¿verdad?

Estiró una mano y le dio un golpecito al collar de Morozova, rozando con los

dedos la piel de mi garganta. Incluso ese toque ligero abrió la conexión entre

nosotros y un torrente de energía me atravesó vibrando como una campana.

―Entiendo lo suficiente ―contestó suavemente.

―Quiero verlo ―logré decir―. Todos los días. Quiero saber si está a salvo.

―Por supuesto. No soy cruel, Alina. Sólo cauteloso.

Casi me reí.

―¿Es por eso que hiciste que uno de tus monstruos me mordiera?

―No es por eso ―replicó con la mirada firme. Me miró el hombro―. ¿Te

duele?

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―No ―mentí.

El más remoto indicio de una sonrisa tocó sus labios.

―Mejorará ―dijo―. Pero la herida nunca se curará por completo. Ni siquiera

los Grisha pueden curarlas.

―Esas criaturas…

―Los nichevo’ya.

«Los nada». Me estremecí al recordar sus movimientos, sus chasquidos y los

agujeros vacíos que tenían por bocas. El hombro me palpitó.

―¿Qué son?

Ladeó los labios. La débil tracería de cicatrices en su rostro era apenas visible,

como el fantasma de un mapa. Una de esas cicatrices corría peligrosamente cerca

de su ojo derecho. Casi lo había perdido.

Ahuecó mi mejilla en su mano, y cuando habló, su voz era casi tierna.

―Son sólo el comienzo ―susurró.

Me dejó de pie en la proa, con la piel aún viva luego de recibir el toque de sus

dedos y la cabeza anegada de preguntas.

Antes de que pudiera procesarlas, apareció Ivan y empezó a arrastrarme por la

cubierta.

―Más despacio ―protesté, pero el sólo me volvió a tironear de la manga. Perdí

el equilibrio y salí lanzada hacia delante. Mis rodillas golpearon dolorosamente

contra la cubierta, y apenas tuve tiempo de poner las manos esposadas para

amortiguar la caída. Me estremecí cuando una astilla me perforó la piel.

―Muévete ―ordenó Ivan. Luché por ponerme de rodillas, pero Ivan me

empujó con la punta de su bota; mi rodilla resbaló y volví a caer con un sonido

sordo―. Dije que te muevas.

Entonces, una mano grande me alzó y gentilmente me puso de pie. Cuando me

giré, me sorprendí de ver al gigante y a la chica de pelo oscuro.

―¿Estás bien? ―preguntó ella.

―Esto no es de su incumbencia ―dijo Ivan, furioso.

―Es prisionera de Sturmhond ―replicó la chica―. Debería ser tratada como

corresponde.

Sturmhond. El nombre me era familiar. Entonces, ¿este era su barco? ¿Y esta su

tripulación? Se había hablado de él a bordo del Verrhader. Era un corsario y

contrabandista ravkano, famoso por romper el asedio fjerdano y por la fortuna que

había hecho capturando barcos enemigos. Pero no llevaba izada la bandera con el

águila bicéfala.

―Es la prisionera del Darkling ―replicó Ivan, a su vez―; y una traidora.

―Tal vez en tierra ―le espetó ella.

Ivan parloteó algo en shu que no entendí. El gigante sólo se rio.

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―Hablas shu como un turista ―dijo.

―Y no aceptamos tus órdenes en ningún idioma ―agregó la chica.

Ivan sonrió.

―¿Ah, no? ―Movió la mano, y la muchacha se agarró el pecho, desplomándose

sobre una rodilla.

Antes de que pudiera pestañear, el gigante tenía una espada extremadamente

curva en la mano y arremetía contra Ivan.

Perezosamente, Ivan revoloteó la otra mano y el gigante hizo una mueca. Aun

así, siguió acercándose.

―Déjalos en paz ―protesté, tirando inútilmente de mis cadenas. Podía invocar

la luz con las muñecas atadas, pero no tenía manera de enfocarla.

Ivan me ignoró y apretó la mano en un puño. El gigante paró abruptamente, y

la espada cayó de sus dedos. El sudor le perló la frente, mientras Ivan le exprimía el

corazón y la vida.

―No nos salgamos de la línea, ye zho ―lo reprendió Ivan.

―¡Lo vas a matar! ―grité, entrando en pánico. Estampé el hombro contra el

costado de Ivan, intentando derribarlo; pero en ese momento, se escuchó un doble

clic.

Ivan se congeló y su sonrisa se evaporó. Tras él había un chico alto,

aproximadamente de mi edad (tal vez unos cuantos años mayor), de cabello rojizo

y nariz rota. El zorro demasiado astuto.

Tenía una pistola amartillada en la mano, con el cañón presionado contra el

cuello de Ivan.

―Soy un anfitrión amable, sangrador, pero cada casa tiene sus reglas.

«Anfitrión». Así que este debía ser Sturmhond, aunque parecía demasiado

joven para ser capitán de cualquier cosa.

Ivan dejó caer las manos. El gigante aspiró aire y la chica se puso de pie,

todavía sujetándose el pecho. Ambos respiraban con fuerza, y sus ojos ardían de

odio.

―Buen chico ―le dijo Sturmhond a Ivan―. Ahora voy a llevar a la prisionera

de vuelta a su camarote, y tú puedes huir y hacer… lo que sea que hagas mientras

los demás están trabajando.

Ivan frunció el ceño.

―No pienso…

―Claramente, ¿por qué empezar ahora?

Ivan se ruborizó de ira.

―Tú no…

Sturmhond se acercó a él; la risa desapareció de su voz y su comportamiento

relajado dio paso a una actitud afilada como el filo de una espada.

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―No me importa quién seas en tierra. En este barco, no eres más que el lastre.

A menos que te tire por la borda, en cuyo caso serás carnada para tiburones. Me

gusta el tiburón. Es difícil de preparar, pero sirve como variedad. Recuérdalo la

próxima vez que tengas en mente amenazar a cualquiera a bordo de la

embarcación. ―Retrocedió, y volvió su estilo alegre―. Ahora vete, carnada de

tiburón. Escóndete detrás de tu amo.

―No olvidaré esto, Sturmhond ―espetó Ivan.

El capitán puso los ojos en blanco.

―Esa es la idea.

Ivan dio media vuelta y se fue pisando fuerte.

Sturmhond enfundó su arma y sonrió agradablemente.

―Es increíble la rapidez con la que un barco se siente atestado, ¿no? ―comentó.

Extendió las manos y les dio al gigante y a la chica una palmadita en el hombro a

cada uno―. Lo hicieron bien ―dijo tranquilamente.

Pero ellos seguían con la atención fija en Ivan. La chica tenía las manos cerradas

en puños.

―No quiero problemas ―advirtió el capitán―. ¿Entendido?

Intercambiaron una mirada, y luego asintieron de mala gana.

―Bien ―dijo Sturmhond―. Vuelvan a trabajar, la llevaré bajo cubierta.

Asintieron de nuevo. Luego, para mi sorpresa, cada uno me hizo una reverencia

antes de salir.

―¿Están emparentados? ―pregunte, viéndolos marchar.

―Gemelos ―respondió―. Tolya y Tamar.

―Y tú eres Sturmhond.

―En mis días buenos ―replicó. Llevaba pantalones bombachos de cuero, un

cinturón de pistolas en las caderas, y una brillante levita verde azulada con puños

enormes y llamativos botones de oro. Esa levita pertenecía a un salón de baile o a

una escena de ópera, no sobre la cubierta de un barco.

―¿Qué está haciendo un pirata en un ballenero? ―pregunté.

―Corsario ―corrigió―. Tengo varios barcos. El Darkling quería un ballenero,

así que le conseguí uno.

―Te refieres a que lo robaste.

―Lo adquirí.

―Tú estabas en mi camarote.

―Muchas mujeres sueñan conmigo ―replicó con ligereza mientras me guiaba

bajo cubierta.

―Te vi al despertar ―insistí―. Necesito…

Él levantó una mano.

―No desperdicies tu aliento, encanto.

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Leigh Bardugo Dark Guardians

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―Pero ni siquiera sabes qué iba a decir.

―Estabas por defender tu caso y decirme que necesitas mi ayuda, que no

puedes pagarme, pero que tu corazón es sincero. Lo de siempre.

Pestañé. Eso era exactamente lo que estaba por hacer.

―Pero…

―Desperdicio de aliento, desperdicio de tiempo, desperdicio de un agradable

paseo ―dijo―. No me gusta ver que maltraten a los prisioneros, pero hasta ahí

llega mi interés.

―Tú…

Él sacudió la cabeza.

―Y soy notoriamente inmune a historias trágicas. Así que a menos que tu

historia involucre un perro que habla, no quiero oírla. ¿Y?

―¿Y qué?

―¿Involucra a un perro que habla?

―No ―espeté―. Involucra el futuro de un reino y a todos los que habitan en él.

―Una lástima ―exclamó, y me tomó del brazo para guiarme a la escotilla de

popa.

―Pensé que trabajabas para Ravka ―dije con enojo.

―Trabajo para el monedero más gordo.

―¿Así que venderías tu país al Darkling por un poco de oro?

―No, por mucho oro ―me corrigió―. Te aseguro, no salgo barato. ―Hizo un

gesto hacia la escotilla―. Después de ti.

Con la ayuda de Sturmhond, volví a mi camarote, donde dos Grisha me estaban

esperando para encerrarme. El capitán hizo una reverencia y me dejó sin otra

palabra.

Me senté en la litera y apoyé la cabeza en las manos. Sturmhond podía hacerse

el tonto todo lo que quisiera, pero sabía que había estado en mi camarote, y tenía

que haber una razón. O quizá sólo intentaba sujetarme a cualquier trocito de

esperanza.

Cuando Genya me trajo la bandeja de la cena, me encontró acurrucada en mi

litera, encarando la pared.

―Deberías comer ―dijo.

―Déjame sola.

―Enfadarse da arrugas.

―Bueno, mentir da verrugas ―repliqué amargamente. Se rió, luego entró y

bajó la bandeja. Cruzó al ojo de buey y miró su reflejo en el vidrio.

―Tal vez debería volverme rubia ―comentó―. El rojo Corporalki desentona

horriblemente con mi pelo.

Eché un vistazo sobre el hombro.

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Leigh Bardugo Dark Guardians

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―Sabes que podrías llevar barro horneado y opacar a cualquier chica en dos

continentes.

―Cierto ―dijo con una amplia sonrisa.

No le devolví la sonrisa, ella suspiró y estudió la punta de sus botas.

―Te eché de menos ―reconoció.

Me sorprendí de cuánto me dolieron esas palabras. Yo también la había

extrañado, y me sentía como una tonta por eso.

―¿Fuiste mi amiga alguna vez? ―pregunté.

Se sentó al final de la litera.

―¿Haría diferencia?

―Sólo me gustaría saber qué tan estúpida he sido.

―Me encantó ser tu amiga, Alina, pero no me arrepiento de lo que hice.

―¿Y de lo que hizo el Darkling? ¿Te arrepientes de eso?

―Sé que piensas que es un monstruo, pero está intentando hacer lo mejor para

Ravka; para todos nosotros.

Me alcé por los codos. Había vivido con el conocimiento de las mentiras del

Darkling tanto tiempo, que era fácil olvidar que muy pocas personas sabían lo que

era realmente.

―Genya, él creó el Abismo.

―El Hereje Oscuro…

―No hay Hereje Oscuro ―dije, exponiendo la verdad que Baghra me había

revelado meses atrás en el Pequeño Palacio―. Él culpó a sus ancestros por el

Abismo, pero sólo ha existido un Darkling, y todo lo que le importa es su poder.

―Eso es imposible. El Darkling ha pasado su vida tratando de liberar Ravka del

Abismo.

―¿Cómo puedes decir eso después de lo que le hizo a Novokribirsk? ―El

Darkling había usado el poder del Falso Océano para destruir un pueblo entero, un

espectáculo de fuerza que pretendía acobardar a sus enemigos y marcar el inicio de

su reinado. Y yo lo había hecho posible.

―Sé que fue… un incidente.

―¿Un incidente? Mató a cientos de personas, tal vez miles.

―Y ¿qué hay de la gente en el esquife? ―preguntó tranquilamente.

Aspiré con fuerza y me eché hacia atrás. Por largo rato estudié los tablones del

techo. No quería preguntar, pero sabía que estaba por hacerlo. La pregunta me

había seguido durante largas semanas y millas de océano.

―Hubo… ¿hubo otros sobrevivientes?

―¿Además del Darkling e Ivan?

Asentí, esperando.

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Leigh Bardugo Dark Guardians

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―Dos Infernos que lo ayudaron a escapar ―contestó―. Unos cuantos soldados

del Primer Ejército regresaron, y una Impulsora llamada Nathalia logró salir, pero

ella murió de sus heridas unos días después.

Cerré los ojos. ¿Cuánta gente había a bordo de ese bote? ¿Treinta? ¿Cuarenta?

Me sentí enferma. Podía sentir los gritos, los aullidos de los volcra, podía sentir la

pólvora y la sangre. Había sacrificado esa gente por la vida de Mal, por mi libertad,

y al final, habían muerto por nada. Estábamos de vuelta en las garras del Darkling,

y era más poderoso ahora que nunca.

Genya apoyó la mano sobre la mía.

―Hiciste lo que tenías que hacer, Alina.

Solté una risa áspera y retiré la mano.

―¿Eso es lo que te dice el Darkling, Genya? ¿Lo hace más fácil?

―No en realidad, no. ―Bajó la vista a su regazo, doblando y desdoblando los

pliegues de su kefta―. Él me liberó, Alina ―dijo―. ¿Qué se supone que debo

hacer? ¿Volver corriendo al palacio? ¿Volver al Rey? ―Sacudió con fuerza la

cabeza―. No. Hice mi elección.

―¿Qué hay de los otros Grisha? ―pregunté―. No todos están de lado del

Darkling. ¿Cuántos de ellos se quedaron en Ravka?

Genya se puso rígida.

―No creo que deba hablar de eso contigo.

―Genya…

―Come, Alina. Trata de descansar un poco. Llegaremos pronto al hielo.

El hielo. Entonces no nos dirigíamos de vuelta a Ravka. Debíamos estar

viajando al norte.

Se puso de pie, y se sacudió el polvo de la kefta. Genya podía bromear sobre el

color, pero sabía lo mucho que significaba para ella; demostraba que era una

Grisha de verdad: protegida, favorecida, ya no una sirvienta.

Recordé la misteriosa enfermedad que había debilitado al Rey justo antes del

golpe del Darkling. Genya había sido una de las pocas Grisha con acceso a la

familia real; había utilizado ese acceso para ganarse el derecho de usar el rojo.

―Genya ―la llamé cuando alcanzó la puerta―. Una pregunta más.

Se detuvo con la mano en el picaporte.

Parecía tan poco importante, tan tonto mencionarlo después de tanto, pero era

algo que me había molestado por un largo tiempo.

―Las cartas que le escribí a Mal en el Pequeño Palacio, él me dijo que nunca le

llegaron.

Ella no se giró, pero vi que hundía los hombros.

―Nunca se enviaron ―susurró―. El Darkling dijo que necesitabas dejar tu

vida pasada atrás.

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Cerró la puerta, y escuché el cerrojo.

Todas esas horas que pasé hablando y riendo con Genya, tomando té, y

probándonos vestidos, ella había estado mintiendo. La peor parte de eso era que el

Darkling había estado en lo correcto. Si seguía aferrándome a Mal y al recuerdo del

amor que sentía por él, puede nunca hubiera podido dominar mi poder. Pero

Genya no sabía eso, ella sólo había seguido órdenes y había permitido que se me

rompiera el corazón. No sabía qué era, pero eso no era amistad.

Me volví de lado, sintiendo el suave balanceo del barco por debajo. ¿Así se

sentía ser mecida en los brazos de una madre? No podía recordarlo. Ana Kuya

solía tararear a veces en voz baja, cuando iba apagando las lámparas y cerrando los

dormitorios en Keramzin por la noche. Eso era lo más cerca que Mal y yo habíamos

estado de una canción de cuna.

Arriba, en algún lugar, oí a un marinero gritar algo sobre el viento y sonó la

campana para indicar el cambio de guardia.

«Estamos vivos ―me recordé―. Ya hemos escapado de él, podemos hacerlo de

nuevo».

Pero no sirvió de nada, y finalmente, cedí y dejé que llegaran las lágrimas.

A Sturmhond lo habían comprado. Genya había elegido al Darkling. Mal y yo

estábamos solos como siempre habíamos estado, sin amigos o aliados, rodeados

por nada más que un mar implacable.

Esta vez, incluso si escapábamos, no había ningún lugar al que correr.

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Traducido por Natalicq

Corregido por Pamee

Menos de una semana después, vi los primeros témpanos de hielo. Estábamos

muy al norte, donde el mar se oscurecía y el hielo florecía desde sus profundidades

en picos peligrosos. A pesar de estar a comienzos del verano, el viento nos cortaba

la piel y por la mañana, las cuerdas estaban duras por la escarcha.

Pasé horas paseando en mi camarote, con la mirada fija en el mar infinito. Cada

mañana, me llevaban a cubierta para estirar las piernas y ver a Mal desde lejos. El

Darkling siempre se encontraba de pie junto a la barandilla, examinando el

horizonte en busca de algo. Sturmhond y su tripulación mantenían su distancia.

El séptimo día, pasamos entre dos islas de piedra de pizarra que reconocí de mi

tiempo como cartógrafa: Jelka y Vilki, el Tenedor y el Cuchillo. Habíamos entrado a

la Ruta de Hueso, el largo tramo de agua negra donde innumerables barcos habían

naufragado en las islas sin nombre que aparecían y desaparecían en sus brumas. En

los mapas, la ruta estaba marcada por cráneos de marineros, monstruos de boca

grandes, sirenas con cabello de hielo blanco y profundos ojos negros de foca. Sólo

los más experimentados cazadores fjerdanos venían aquí, buscando pieles y

pelajes, tentando la muerte para reclamar valiosos trofeos. Pero ¿qué trofeo

buscábamos?

Sturmhond ordenó ajustar las velas, y avanzamos con más lentitud, a la deriva

entre la niebla. Un silencio inquieto cubrió la nave. Estudié las lanchas a remos de

los balleneros y los armazones con arpones de puntas de acero Grisha. No era

difícil adivinar para qué eran. El Darkling estaba a la siga de algún tipo de

amplificador. Examiné las filas de Grisha y me pregunté quién había sido

seleccionado para recibir otro de los «regalos» del Darkling, pero una sospecha

terrible se había arraigado en mi interior.

«Es una locura ―me dije―. No se atrevería intentarlo». El pensamiento no me

trajo mucho consuelo. Él siempre se atrevía.

* * *

Al día siguiente, el Darkling ordenó que me llevaran ante él.

―¿Para quién es? ―le pregunté mientras Ivan me depositaba junto a la

barandilla de estribor.

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El Darkling sólo contempló las olas. Consideré empujarlo por la borda. Claro,

tenía cientos de años, pero ¿sabía nadar?

―Dime que no estás pensando lo que creo que estás pensando ―le dije―.

Dime que el amplificador es para otra chica estúpida e ingenua.

―¿Una menos terca? ¿Menos egoísta? ¿Menos ansiosa por vivir la vida de un

ratón? Créeme ―dijo―, ojalá pudiera.

Me sentía enferma.

―Un Grisha sólo puede tener un amplificador. Tú mismo me lo dijiste.

―Los amplificadores de Morozova son diferentes.

Lo miré boquiabierta.

―¿Hay otro como el ciervo?

―Estaban destinados a utilizarse juntos, Alina. Son únicos, tal y como nosotros.

Pensé en los libros que había leído sobre teoría Grisha, cada uno había dicho lo

mismo: el poder de los Grisha no está destinado a ser ilimitado; debía mantenerse

bajo control.

―No ―dije―. No quiero esto, quiero…

―Quieres ―se burló el Darkling―. Quiero ver morir lentamente a tu rastreador

con mi cuchillo enterrado su corazón y quiero dejar que el mar se los trague a

ambos. Sin embargo, nuestros destinos están entrelazados ahora, Alina, y no hay

nada que ninguno de nosotros pueda hacer al respecto.

―Estás loco.

―Sé que te place pensar así ―dijo―, pero los amplificadores deben reunirse. Si

tenemos alguna esperanza de controlar el Abismo…

―No se puede controlar el Abismo; debe ser destruido.

―Cuidado, Alina ―me advirtió con una leve sonrisa―. He tenido la misma

idea con respecto a ti. ―Le hizo un gesto a Ivan, que esperaba a una distancia

respetuosa―. Tráeme al chico.

El corazón me dio un vuelco.

―Espera ―le pedí―. Me dijiste que no le harías daño.

No me hizo caso. Como una tonta, miré alrededor, como si alguien en este

barco abandonado por los Santos fuera a oír mi súplica. Sturmhond estaba junto al

timón, mirándonos con rostro impasible.

Cogí al Darkling por la manga.

―Teníamos un trato. No he hecho nada y dijiste…

El Darkling me miró con ojos fríos de cuarzo, y las palabras murieron en mis

labios.

Un momento después, Ivan apareció con Mal a rastras y lo guio hasta la

barandilla. Quedó de pie ante nosotros, con las manos atadas y entrecerrando los

ojos por la luz del sol. Era lo más cerca que habíamos estado en semanas. Aunque

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se veía cansado y pálido, parecía ileso. Vi la pregunta en su expresión cautelosa,

pero no tenía respuesta.

―Muy bien, rastreador ―dijo el Darkling―. Rastrea.

Mal miró al Darkling, luego me miró a mí y viceversa.

―¿Rastrear qué? Estamos en medio del océano.

―Alina me dijo una vez que podías sacar conejos de las rocas. Le pregunté a la

tripulación del Verrhader, y me dijeron que eres igual de capaz en mar. Parecían

pensar que podías hacer muy rico a un capitán afortunado de contar con tu

experiencia.

Mal frunció el ceño.

―¿Quieres que cace ballenas?

―No ―respondió el Darkling―. Quiero que caces a la sierpe de mar.

Lo miramos fijamente, sorprendidos, y casi me reí.

―¿Estás buscando un dragón? ―preguntó Mal con incredulidad.

―Al dragón de hielo ―enfatizó el Darkling―. Rusalye.

Rusalye. En las historias, la sierpe de mar era un príncipe maldito al que habían

obligado a adoptar la forma de serpiente marina y custodiar las aguas heladas de la

Ruta de Hueso. ¿Ese era el segundo amplificador de Morozova?

―Es un cuento de hadas ―refutó Mal, expresando mis propios

pensamientos―. Un cuento para niños. No existe en realidad.

―Ha habido avistamientos de la sierpe de mar en estas aguas durante años

―replicó el Darkling.

―Junto con sirenas y selkies blancas. Es un mito.

El Darkling arqueó una ceja.

―¿Como el ciervo?

Mal me miró y sacudí casi imperceptiblemente la cabeza. Lo que fuera que

estuviera haciendo el Darkling, no lo íbamos a ayudar.

Mal observó las olas.

―Ni siquiera sé por dónde empezar.

―Por el bien de ella, espero que eso no es cierto ―dijo el Darkling y sacó un

cuchillo delgado de entre los pliegues de su kefta―, porque por cada día que no

encontremos a la sierpe de mar, le arrancaré un trozo de piel a Alina. Lentamente.

Entonces Ivan la curará, y al día siguiente, lo haremos todo de nuevo.

Sentí que la sangre me abandonaba el rostro.

―No vas a hacerle daño ―contradijo Mal, pero oí el miedo en su voz.

―No quiero hacerle daño ―dijo el Darkling―. Quiero que hagas lo que te pido.

―Me tomó meses encontrar el ciervo ―arguyó Mal desesperado―. Aún no sé

cómo lo hicimos.

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Sturmhond dio un paso adelante. Había estado tan concentrada en Mal y el

Darkling, que casi lo había olvidado.

―No voy a permitir que tortures a una chica en mi barco ―advirtió.

El Darkling volvió su mirada fría hacia el corsario.

―Trabajas para mí, Sturmhond. Haz tu trabajo o tu paga será la menor de tus

preocupaciones.

Una desagradable onda de inquietud se extendió por el barco. La tripulación de

Sturmhond sopesó a los Grisha, con expresiones para nada amigables. Genya se

tapó la boca con una mano, pero no dijo ni una palabra.

―Dale al rastreador algo de tiempo ―dijo Sturmhond en voz baja―. Una

semana. Por lo menos un par de días.

El Darkling deslizó los dedos por mi brazo y me levantó la manga para

desnudar mi piel pálida.

―¿Debo comenzar con su brazo? ―se preguntó. Dejó caer la manga, entonces

me rozó la mejilla con los nudillos―. ¿O con su cara? ―Asintió hacia Ivan―.

Sostenla.

Ivan me sujetó por la nuca, el Darkling levantó el cuchillo y lo vi centellear por

el rabillo del ojo. Intenté echarme atrás, pero Ivan me mantuvo en el lugar. La hoja

se posó en mi mejilla y aspiré, asustada.

―¡Alto! ―gritó Mal.

El Darkling esperó.

―Lo... lo puedo hacer.

―Mal, no ―dije con más valentía de la que sentía.

Mal tragó saliva y dijo:

―Rumbo suroeste. Regresa por el camino por donde vinimos.

Me quedé muy quieta. ¿Había visto algo o simplemente estaba tratando de

evitar que me lastimaran?

El Darkling ladeó la cabeza y lo estudió.

―Creo que ya sabes que no es bueno jugar conmigo, rastreador.

Mal dio un asentimiento firme.

―Puedo hacerlo, puedo encontrarla. Sólo... sólo dame tiempo.

El Darkling envainó el cuchillo y exhalé lentamente, intentando reprimir un

escalofrío.

―Tienes una semana ―indicó, se dio la vuelta y desapareció por la escotilla―.

Tráela ―le ordenó a Ivan.

―Mal… ―empecé a decir mientras Ivan me sujetaba del brazo.

Mal levantó las manos atadas para intentar alcanzarme; sus dedos rozaron los

míos brevemente, pero entonces Ivan me arrastró de vuelta hacia la escotilla.

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La mente me iba a toda velocidad mientras descendíamos al vientre húmedo de

la nave. Seguí a Ivan tambaleante, intentando dar sentido a todo lo que acababa de

suceder. El Darkling había dicho que no le haría daño a Mal mientras le fuera de

utilidad. Había asumido que sólo significaba que lo usaría para mantenerme

controlada, pero ahora estaba claro que había más que eso. ¿Mal de verdad creía

que podía encontrar la sierpe de mar, o sólo intentaba ganar tiempo? No estaba

segura de qué preferiría que fuera verdad. No saboreaba la idea de que me

torturaran, pero ¿y si encontrábamos al dragón de hielo? ¿Qué significaría un

segundo amplificador?

Ivan me hizo entrar a un camarote espacioso que parecía ser el del capitán.

Sturmhond debía ir apretujado con el resto de su tripulación. En una esquina había

una cama, y la pared de popa profundamente curvada estaba tachonada con una

hilera de ventanas de gruesos paneles, que arrojaban luz acuosa sobre un escritorio

detrás del cual se encontraba sentado el Darkling.

Ivan hizo una reverencia y salió rápidamente de la habitación, cerrando la

puerta.

―No puede esperar para alejarse de ti ―le dije, desde mi lugar junto a la

puerta―. Le tiene miedo a lo que te has convertido; todos te tienen miedo.

―¿Me temes, Alina?

―Eso es lo que quieres, ¿no?

El Darkling se encogió de hombros.

―El miedo es un aliado poderoso. Y leal.

Me estaba mirando de esa manera fría y calculadora que siempre me daba la

sensación de que me estuviera leyendo como las palabras en una página, con los

dedos moviéndose sobre el texto, averiguando un conocimiento secreto que yo sólo

podía adivinar. Traté de no moverme, pero las esposas me irritaban las muñecas.

―Me gustaría liberarte ―dijo en voz baja.

―Liberarme, despellejarme. Tantas opciones. ―Todavía sentía la presión de su

cuchillo en mi mejilla.

Suspiró.

―Fue una amenaza, Alina. Logré lo que necesitaba.

―¿Entonces no me habrías cortado?

―Yo no he dicho eso. ―Su voz era agradable y realista, como siempre. Podría

haber estado amenazando con cortarme en pedacitos u ordenando la cena.

En la penumbra, tan sólo podía distinguir las finas huellas de sus cicatrices.

Sabía que tenía que permanecer en silencio, forzarlo a hablar en primer lugar, pero

mi curiosidad era demasiado grande.

―¿Cómo sobreviviste?

Se pasó la mano por la definida línea de su mandíbula.

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―Al parecer a los volcra no le gustó el sabor de mi carne ―dijo, casi

casualmente―. ¿Has notado que no se alimentan los unos de los otros?

Me estremecí. Eran sus creaciones, igual que esa cosa que me había enterrado

los dientes en el hombro.

La piel todavía me palpitaba.

―Los semejantes se atraen.

―No es una experiencia que quisiera repetir. Me he hartado de la misericordia

de los volcra. Y de la tuya.

Crucé la habitación y me detuve ante la mesa.

―Entonces ¿por qué darme un segundo amplificador? ―pregunté,

aferrándome desesperada a un argumento que de alguna forma lo haría entrar en

razón―. En caso de que lo hayas olvidado, intenté matarte.

―Y fallaste.

―Vivan las segundas oportunidades. ¿Por qué me haces más fuerte?

Una vez más, se encogió de hombros.

―Sin lo amplificadores de Morozova, Ravka está perdida. Tú estabas destinada

a tenerlos, al igual que yo estaba destinado a gobernar. No puede ser de otra

manera.

―Qué conveniente para ti.

Se echó hacia atrás y se cruzó de brazos.

―Tú has sido cualquier cosa menos conveniente, Alina.

―No es posible combinar amplificadores. Todos los libros dicen lo mismo…

―No todos los libros.

Quería gritar de frustración.

―Baghra me lo advirtió; me dijo que eras arrogante, que estabas cegado por la

ambición.

―¿En serio? ―Su voz era de hielo―. ¿Y qué otra traición te susurró al oído?

―Que te quería ―le dije airadamente―. Que creía que podías redimirte.

Apartó la mirada entonces, pero no antes de que viera el destello de dolor en su

rostro. ¿Qué le había hecho a Baghra? ¿Y qué le había costado?

―Redención ―murmuró―. Salvación. Penitencia. Ideas pintorescas de mi

madre. Quizá debería haber prestado más atención. ―Metió la mano bajo el

escritorio y sacó un delgado volumen rojo. Cuando lo alzó, la luz se reflejó en las

letras doradas de su portada: Istorii Sankt'ya―. ¿Sabes lo que es esto?

Fruncí el ceño. La Vida de los Santos. Un vago recuerdo regresó a mi mente. El

Apparat me había dado una copia hacía meses en el Pequeño Palacio. Lo había

tirado al cajón de mi tocador y nunca volví a pensar en ello.

―Es un libro para niños ―contesté.

―¿Lo has leído?

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―No ―admití, de repente deseando haberlo hecho. El Darkling me observaba

cuidadosamente. ¿Qué podía tener de importante una antigua colección de dibujos

religiosos?

―Superstición ―dijo mirando la portada―, propaganda de campesinos; o eso

creía yo. Morozova era un hombre extraño. Era un poco como tú, le atraía lo común

y los débiles.

―Mal no es débil.

―Es talentoso, lo reconozco, pero no es Grisha. Nunca podrá ser tu igual.

―Es mi igual y más ―espeté.

El Darkling negó con la cabeza. Si no lo hubiera conocido mejor, podría haber

confundido la expresión de su cara por piedad.

―Piensas que encontraste una familia en él, que encontraste un futuro. Pero te

harás más poderosa y él se hará más viejo. Vivirá su corta vida de otkazat'sya, y lo

verás morir.

―Cállate.

Él sonrió.

―Adelanta, patalea, lucha contra tu verdadera naturaleza mientras tu país

sufre.

―¡Por tu culpa!

―Porque deposité mi confianza en una chica que no puede soportar la idea de

su propio potencial. ―Se levantó y rodeó el escritorio. A pesar de mi ira, di un paso

hacia atrás y choqué con la silla detrás de mí.

―Sé lo que sientes cuando estás con el rastreador ―me dijo.

―Lo dudo.

Hizo un gesto desdeñoso.

―No, no esa absurda melancolía que todavía debes superar. Conozco la verdad

en tu corazón, la soledad, el creciente conocimiento de que eres diferente. ―Se

inclinó más cerca―. El dolor.

Traté de ocultar la sacudida de comprensión que me atravesó.

―No sé de qué estás hablando ―le dije, pero las palabras sonaron falsas a mis

oídos.

―Nunca va a desaparecer, Alina. Sólo empeorará, no importa detrás de cuántos

pañuelos te escondas o las mentiras que digas; no importa qué tan lejos o qué tan

rápido corras.

Traté de darme la vuelta, pero él se acercó y me sujetó de la barbilla,

obligándome a mirarlo. Estaba tan cerca que podía sentir su aliento.

―No hay otros como nosotros, Alina ―susurró―. Y nunca habrá.

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Me alejé tambaleante, choqué con la silla y casi perdí el equilibrio. Golpeé la

puerta con los puños esposados, llamando a Ivan mientras el Darkling observaba,

pero Ivan no vino hasta que el Darkling dio la orden.

Vagamente, registré la mano de Ivan en mi espalda, el hedor del corredor, un

marinero al dejarnos pasar; a continuación, el silencio de mi estrecho camarote, el

sonido del cerrojo de mi puerta, la litera, la tela áspera cuando presioné el rostro

contra las mantas, temblando, intentando alejar las palabras del Darkling de mi

cabeza: la muerte de Mal, la larga vida ante mí, el dolor de ser diferente que nunca

se aliviaría. Cada temor se hundió en mí como una garra clavándose

profundamente en mi corazón.

Sabía que era un experto mentiroso, que podía fingir cualquier emoción y jugar

con cualquier defecto humano. Pero no podía negar lo que había sentido en Novyi

Zem o la verdad de que me había mostrado el Darkling: mi propia tristeza, mi

propio anhelo, reflejado en sus tristes ojos grises.

* * *

El estado de ánimo había cambiado a bordo del ballenero. La tripulación se

había vuelto más inquieta y atenta, con el insulto a su capitán aún fresco en sus

mentes. Los Grisha murmuraban entre ellos, nerviosos por nuestro lento avance a

través de las aguas de la Ruta de Hueso.

Cada día, el Darkling ordenaba que me llevaran a cubierta para estar junto a él

en la proa. A Mal lo mantenían bien vigilado al otro extremo de la nave. A veces, le

oía gritarle direcciones a Sturmhond o lo veía gesticular hacia los que parecían

profundos arañazos sobre la línea de agua de las grandes plataformas de hielo que

pasábamos.

Miré los surcos ásperos; podrían ser marcas de garras, pero podrían ser nada en

absoluto. Aun así, había visto de lo Mal que era capaz en Tsibeya. Cuando

rastreábamos al ciervo, me había mostrado ramas rotas, hierba pisoteada y señales

que parecían evidentes una vez que él me las había mostrado, pero que momentos

antes, habían sido invisibles. Los tripulantes parecían escépticos, los Grisha eran

francamente despectivos.

Al caer la tarde, cuando otro día ya había terminado, el Darkling me hacía

desfilar por la cubierta y bajar por la escotilla justo frente a Mal. No se nos permitía

hablar. Intentaba mirarlo a los ojos para decirle en silencio que me encontraba bien,

pero podía ver su furia y desesperación en aumento, y era incapaz de

tranquilizarlo.

Una vez, cuando me tropecé junto a la escotilla, el Darkling me atrapó y me

atrajo hacia sí. Podría haberme soltado, pero no lo hizo, y antes de que pudiera

alejarme, dejó que su mano rozara la parte baja de mi espalda.

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Leigh Bardugo Dark Guardians

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Mal se lanzó hacia delante, y sólo los guardias Grisha que lo sujetaban le

impidieron cargar contra el Darkling.

―Tres días más, rastreador.

―Déjala en paz ―gruñó Mal.

―He cumplido mi parte del trato, sigue está sana y salva. Pero ¿tal vez no es

eso lo que temes?

Mal parecía desgastado al punto de desfallecer. Tenía el rostro pálido, la boca

en una línea tensa y los músculos de los antebrazos abultados mientras se

esforzaba por liberarse de las ataduras. No pude soportarlo.

―Estoy bien ―dije en voz baja, arriesgándome al cuchillo del Darkling―. No

puede hacerme daño. ―Era una mentira, pero se sentía bien en mis labios.

El Darkling me miró a mí y luego a Mal, y vislumbré esa gran grieta oscura en

su interior.

―No te preocupes, rastreador. Sabrás cuando nuestro trato haya terminado.

―Me empujó bajo cubierta, pero no antes de que escuchara sus palabras de

despedida a Mal―: Me aseguraré de que la oigas cuando la haga gritar.

* * *

La semana avanzaba, y al sexto día, Genya me despertó temprano. Mientras

recobraba el sentido, me di cuenta de que apenas amanecía. El miedo me atravesó.

Tal vez el Darkling había decidido acortar mi indulto y cumplir sus amenazas.

Pero Genya estaba radiante.

―¡Encontró algo! ―gorjeó, dando saltitos y prácticamente bailando mientras

me ayudaba a salir de la litera―. ¡El rastreador dice que estamos cerca!

―Su nombre es Mal ―murmuré, alejándome de ella. No hice caso de su mirada

afligida.

«¿Puede ser cierto?» me pregunté mientras Genya me llevaba arriba. ¿O Mal

simplemente esperaba comprarme más tiempo?

Salimos a la tenue luz gris de la mañana. La cubierta estaba llena de Grisha

mirando al agua, mientras que los Impulsores trabajaban con los vientos, y la

tripulación de Sturmhond manejaba las velas desde arriba.

La niebla era más espesa que el día anterior. Se aferraba densa al agua y entraba

en zarcillos húmedos sobre el casco del barco. El silencio sólo lo interrumpían las

instrucciones de Mal y las órdenes que gritaba Sturmhond.

Cuando entramos a una amplia extensión abierta del mar, Mal se volvió hacia el

Darkling y dijo:

―Creo que estamos cerca.

―¿Lo crees?

Mal dio un solo asentimiento.

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Leigh Bardugo Dark Guardians

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El Darkling lo consideró. Si Mal estaba haciendo tiempo, sus esfuerzos estaban

condenados a ser de corta duración, y el precio sería alto.

Después de lo que pareció una eternidad, el Darkling asintió hacia Sturmhond.

―Ajusten las velas ―ordenó el corsario, y los hombres en lo alto se movieron

para obedecer.

Ivan le dio un golpecito en el hombro al Darkling e hizo un gesto hacia el

horizonte del sur.

―Un barco, moi soverenyi.

Bizqueé para poder ver la manchita.

―¿Llevan alguna bandera? ―preguntó el Darkling a Sturmhond.

―Probablemente son pescadores ―contestó Sturmhond―, pero los

vigilaremos, por si acaso. ―Hizo una señal a uno de sus tripulantes, que subió

apresurado por el mástil principal con unos prismáticos largos en la mano.

Se prepararon las lanchas de remos y, en minutos, las estaban bajando por el

costado de estribor, cargadas con los hombres de Sturmhond y llenas de arpones.

Los Grisha del Darkling se amontonaron junto a la barandilla para ver el progreso

de los botes. La niebla parecía aumentar el sonido de los constantes golpes de los

remos contra las olas.

Di un paso hacia Mal. La atención de todos estaba centrada en los hombres que

habían bajado al agua. Sólo Genya me estaba mirando; vaciló, luego se volvió

deliberadamente y se unió a los demás en la barandilla.

Mal y yo estábamos de cara al frente, pero estábamos tan cerca que nuestros

hombros se tocaban.

―Dime que estás bien ―murmuró con voz ronca.

Asentí con la cabeza, tragando el nudo que tenía en la garganta.

―Estoy bien ―le contesté en voz baja―. ¿Está ahí?

―No lo sé. Quizá. Hubo momentos cuando estaba rastreando el ciervo en los

que pensé que estábamos cerca y… Alina, si estoy equivocado…

Me volví entonces, sin importarme quién nos veía o el castigo que podría

recibir. La niebla se alzaba desde el agua y se arrastraba por la cubierta. Levanté la

vista hacia él y me fijé en cada detalle de su rostro: el azul brillante de su irises, la

curva de sus labios, la cicatriz que corría a lo largo de su mandíbula. Detrás de él,

vislumbré a Tamar correteando por las jarcias, con un farol en la mano.

―Nada de esto es tu culpa, Mal. Nada de esto.

Bajó la cabeza, posando su frente sobre la mía.

―No voy a dejar que te haga daño.

Los dos sabíamos que era incapaz de detenerlo, pero la verdad era demasiado

dolorosa, por lo que sólo dije:

―Lo sé.

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Leigh Bardugo Dark Guardians

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―Me estás siguiendo la corriente ―dijo con un asomo de sonrisa.

―Necesitas un montón de mimos.

Presionó los labios contra mi cabeza.

―Vamos a encontrar una manera de salir de esto, Alina. Siempre lo hacemos.

Apoyé mis manos esposadas contra su pecho y cerré los ojos. Estábamos solos

en un mar helado, prisioneros de un hombre que literalmente podía crear

monstruos, y aun sí, de alguna manera, le creí. Me incliné hacia él, y por primera

vez en varios días, me permití tener esperanza.

Un grito resonó:

―¡Dos puntos a estribor!

Como uno, volvimos la cabeza, y me quedé inmóvil. Algo se movía en la niebla,

una ondulante forma blanca brillante.

―Santos ―murmuró Mal.

En ese momento, el lomo de la criatura atravesó las olas, su cuerpo cortó el

agua en un arco sinuoso y centelleó un arco iris en las escamas iridiscentes de su

lomo.

Rusalye.

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Leigh Bardugo Dark Guardians

47

Traducido por Vidabells

Corregido por Pamee

Rusalye era una historia folclórica, un cuento de hadas, una criatura de los

sueños que vivía en los bordes de los mapas. Pero no cabía duda: el dragón de

hielo era real, y Mal lo había encontrado, tal como había encontrado al ciervo. Me

parecía equivocado, como si todo estuviera sucediendo demasiado rápido, como si

nos estuviéramos apresurando hacia algo que no entendíamos.

Un grito desde las lanchas me llamó la atención. Un hombre en el bote más

cercano a la sierpe de mar se puso de pie, con arpón en mano y apuntó. Sin

embargo, la cola blanca del dragón atravesó el mar restallando, partió las olas y

bajó de golpe, lanzando una pared de agua contra el casco del bote. El hombre con

el arpón se sentó de golpe cuando la lancha se inclinó precariamente, pero luego se

enderezó en el último momento.

«Bien ―pensé―. Lucha contra ellos».

Entonces, el otro bote lanzó sus arpones. El primero se desvió y cayó al agua sin

causar daño alguno. El segundo se le clavó en el costado a la sierpe de mar.

El dragón se resistió, azotó la cola de un lado a otro y luego se irguió como una

serpiente, sacando el cuerpo fuera del agua. Por un momento, quedó suspendido

en el aire: aletas translúcidas con forma de alas, escamas relucientes, y coléricos

ojos rojos. De su cabeza volaron gotas de agua, abrió sus fauces enormes y reveló

una lengua rosada y relucientes hileras de dientes.

Se derrumbó sobre el bote más cercano con un estruendo al astillar la madera.

La delgada embarcación se partió en dos y los hombres cayeron al mar. El dragón

cerró de golpe las fauces cerca de las piernas de un marinero, quien desapareció

gritando bajo las olas. Con furiosas brazadas, el resto de los marineros atravesaron

a nado las aguas sangrientas, hacia el bote restante, donde los subieron sobre la

borda.

Volví a mirar los aparejos del ballenero. Las puntas de los mástiles ahora

estaban cubiertas de niebla, pero aún podía distinguir la luz del farol de Tamar,

titilando en lo alto del mástil principal.

Otro arpón encontró su objetivo y la sierpe de mar comenzó a cantar. Era el

sonido más hermoso que hubiera oído alguna vez, como un coro de voces

alzándose en una canción lastimera y sin palabras.

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«No ―comprendí entonces―. No es una canción».

La sierpe de mar gritaba, se retorcía y atravesaba las olas, luchando por liberar

las puntas de los arpones, mientras las lanchas la perseguían.

«Lucha ―supliqué en silencio―. Una vez que te tenga, nunca te dejará ir».

Pero ya notaba que el dragón disminuía la velocidad, que sus movimientos se

hacían más lentos mientras vacilaban sus gritos, ahora tristes, y la música se

oscurecía y desvanecía.

Una parte de mi deseaba que el Darkling terminara de una vez. ¿Por qué no lo

hacía? ¿Por qué no usaba el Corte con la sierpe de mar y me ataba a él como había

hecho con el ciervo?

―¡Redes! ―gritó Sturmhond, pero la niebla se había vuelto tan densa que no

podía decir de dónde venía su voz. Escuché una serie de golpes en algún lugar

cerca de la borda de estribor.

―Despejen la niebla ―ordenó el Darkling―. Estamos perdiendo el bote.

Escuché a los Grisha comunicándose a gritos y entonces sentí la onda del viento

Impulsor tironeando el dobladillo de mi abrigo.

La niebla se levantó, y quedé boquiabierta. El Darkling y sus Grisha seguían en

pie a estribor, con la atención centrada en la lancha que ahora parecía estar

alejándose del ballenero. Pero a babor, otra nave había aparecido de la nada, una

goleta elegante de mástiles brillantes y banderas coloridas: un perro de color rojo

en un campo verde azulado, y bajo ella, el águila bicéfala de Ravka en azul pálido y

dorado.

Escuché otra ronda de golpes y vi garras de acero empotradas en la barandilla

de babor del ballenero. «Arpeos», pensé al reconocerlos.

Y entonces todo pareció suceder a la vez. Un aullido se oyó de alguna parte,

como un lobo aullando a la luna. Hombres armados con pistolas amarradas al

pecho y sables en mano se abalanzaron sobre la barandilla hasta la cubierta,

aullando y ladrando como una jauría de perros salvajes. Vi que el Darkling se

giraba, con la confusión y la rabia escritas en su rostro.

―¿Qué diablos está pasando? ―preguntó Mal, ubicándose frente a mí mientras

avanzábamos lentamente hacia la exigua protección de la mesana.

―No sé ―le contesté―. Algo muy bueno o algo muy, muy malo.

Nos pusimos espalda contra espalda, yo aún esposada, Mal aún con las manos

atadas, incapaces de defendernos mientras en cubierta estallaban enfrentamientos.

Sonaron disparos y el aire volvió a la vida con fuego de Infernos.

―¡A mí, sabuesos! ―gritó Sturmhond, y se sumergió en la acción, con un sable

en las manos.

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Leigh Bardugo Dark Guardians

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Los hombres atacaban a los Grisha desde todos los lados, ladrando, aullando y

gruñendo; no sólo llegaban de la barandilla de la goleta, sino también de las jarcias

del ballenero. Los hombres de Sturmhond.

Sturmhond se estaba volviendo en contra del Darkling.

Claramente, el corsario había perdido la cabeza. Sí, superaban a los Grisha en

número, pero los números no importaban en una pelea con el Darkling.

―¡Mira! ―gritó Mal.

Abajo, en el agua, los hombres en el bote restante habían logrado remolcar a la

sierpe de mar desesperada. Habían levantado una vela y un fuerte viento los

impulsaba, pero no hacia el ballenero, sino directamente hacia a la goleta. La fuerte

brisa que los llevaba parecía venir de la nada. Miré con más atención y vi que un

miembro de la tripulación iba de pie en la lancha, con los brazos en alto. No cabía

duda: Sturmhond tenía un Impulsor trabajando para él.

De pronto, un brazo me agarró por la cintura y me levantó en el aire. El mundo

pareció ponerse de cabeza y chillé cuando me arrojaron sobre un hombro enorme.

Levanté la cabeza, luchando contra el brazo que me sujetaba como una banda

de acero, y vi a Tamar corriendo hacia Mal con un cuchillo brillante en las manos.

―¡No! ―grité―. ¡Mal!

Él levantó las manos para defenderse, pero lo único que hizo Tamar fue cortar

las sogas.

―¡Vete! ―vociferó, lanzándole el cuchillo y desvainando la espada que colgaba

de su cadera.

Tolya me sujetó más fuerte mientras corría por la cubierta. Tamar y Mal nos

seguían de cerca.

―¿Qué estás haciendo? ―grité; la cabeza me rebotaba contra la espalda del

gigante.

―¡Sólo corre! ―respondió Tamar, cortando a un Corporalnik que se interpuso

en su camino.

―No puedo correr ―le grité―. ¡Tu hermano idiota me tiene colgando de su

hombro como un jamón!

―¿Quieres que te rescatemos o no?

No tuve tiempo de responder.

―Agárrate fuerte ―indicó Tolya―. Vamos a saltar.

Cerré los ojos con fuerza, preparándome para caer al agua congelada, pero

Tolya no había dado más de unos pocos pasos cuando repentinamente soltó un

gruñido y cayó sobre una rodilla, liberándome. Caí a cubierta y rodé torpemente

sobre un costado. Cuando levanté la vista, vi a Ivan y a un Inferno con túnica azul

de pie ante nosotros.

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La mano de Ivan estaba extendida: estaba aplastando el corazón de Tolya, y

esta vez, Sturmhond no estaba allí para detenerlo.

El Inferno avanzó hacia Tamar y Mal, pedernal en la mano, ya moviendo el

brazo para crear un arco de fuego.

«Terminó antes de empezar», pensé miserablemente. Pero al momento

siguiente, el Inferno se detuvo y se quedó sin aliento. Sus llamas se extinguieron en

el aire.

―¿Qué estás esperando? ―gruñó Ivan.

La única respuesta del Inferno fue un siseo ahogado. Se le salían los ojos

mientras se arañaba la garganta.

Tamar sostenía la espada en su mano derecha, pero tenía el puño izquierdo

apretado.

―Buen truco ―alabó, dándole un manotazo al pedernal del Inferno

paralizado―. Yo también me sé un buen truco. ―Levantó su espada, y mientras el

Inferno la miraba impotente, desesperado por aire, lo atravesó con una embestida

feroz.

El Inferno se desplomó sobre cubierta. Ivan miró lleno de confusión a Tamar, de

pie ante el cuerpo sin vida, con la sangre goteando de la espada. Su concentración

debió haber vacilado, porque en ese momento, Tolya se levantó con un rugido

aterrador.

Ivan apretó el puño, reorientando sus esfuerzos. Tolya hizo una mueca, pero no

cayó. Entonces, la mano del gigante salió disparada y la cara de Ivan sufrió un

espasmo de dolor y desconcierto.

Miré de Tolya a Tamar y de pronto lo comprendí todo. Eran Grisha. Cardios.

―¿Te gusta eso, hombrecito? ―preguntó Tolya mientras caminaba hacia Ivan.

Desesperado, Ivan alargó la otra mano. Estaba temblando, y noté que luchaba por

respirar.

Tolya se tropezó ligeramente, pero siguió caminando.

―Ahora sabremos quién tiene el corazón más fuerte ―gruñó.

Avanzó lentamente, como si estuviera caminando contra un viento fuerte; tenía

el rostro perlado de sudor y los dientes expuestos por una alegría salvaje. Me

pregunté si ambos caerían muertos.

Entonces, los dedos de la mano extendida de Tolya se cerraron en un puño.

Ivan convulsionó y sus ojos quedaron en blanco. Una burbuja de sangre se formó y

explotó en sus labios. Se desplomó sobre cubierta.

Vagamente, fui consciente del caos que azotaba a mí alrededor. Tamar estaba

luchando con un Impulsor, otros dos Grisha habían saltado hacia Tolya, escuché un

disparo y me di cuenta de que Mal se había apoderado de una pistola; pero lo

único que podía ver era el cuerpo sin vida de Ivan.

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Estaba muerto. La mano derecha del Darkling, uno de los Cardios más

poderosos del Segundo Ejército. Había sobrevivido al Abismo y a los volcra, y

ahora estaba muerto.

Un sollozo me sacó de mi ensoñación. Genya observaba a Ivan, con las manos

sobre la boca.

―Genya… ―le dije.

―¡Deténganlos! ―El grito llegó desde el otro lado de la cubierta. Me volví y vi

al Darkling lidiando con un marinero armado.

Genya estaba temblando. Metió la mano en el bolsillo de su kefta y sacó una

pistola. Tolya se abalanzó hacia ella.

―¡No! ―le dije, dando un paso entre ellos. No iba a permitir que matara a

Genya.

La pesada pistola temblaba en su mano.

―Genya ―la llamé en voz baja―. ¿De verdad vas a dispararme? ―Ella miró a

su alrededor frenéticamente, sin saber adónde apuntar. Posé una mano en su

manga. Ella se estremeció y volvió el cañón hacia mí.

Una crujido como de trueno llenó el aire, y supe que el Darkling se había

liberado. Miré hacia atrás y vi que una ola de oscuridad caía hacia nosotros. «Se

acabó ―pensé―. Estamos perdidos». Pero al instante siguiente, vislumbré un

destello brillante y sonó un disparo. La nube de oscuridad se dispersó, y vi al

Darkling sujetándose el brazo, con el rostro contraído de furia y dolor. Incrédula,

me di cuenta de que le habían disparado.

Sturmhond estaba corriendo hacia nosotros, pistolas en mano.

―¡Corran! ―gritó.

―¡Vamos, Alina! ―exclamó Mal, intentando tomarme del brazo.

―Genya ―le dije con desesperación―, ven con nosotros.

Su mano temblaba tanto que pensé que perdería el agarre de la pistola. Las

lágrimas se derramaron por sus mejillas.

―No puedo ―sollozó entrecortadamente. Bajó su arma―. Vete, Alina ―me

dijo―. Sólo vete.

Al instante siguiente, Tolya me había arrojado sobre el hombro otra vez. Lo

golpee inútilmente en su ancha espalda.

―¡No! ―grité―. ¡Espera!

Pero nadie me prestó atención. Tolya se dio impulso y saltó por encima de la

barandilla. Grité mientras caíamos en picada hacia el agua helada, preparándome

para el impacto. Sin embargo, nos alzó algo que sólo pudo haber sido viento de

Impulsor y nos depositó en la cubierta de la goleta con un golpe seco y discordante.

Tamar y Mal nos siguieron con Sturmhond de cerca.

―Den la señal ―gritó Sturmhond, poniéndose de pie.

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Se escuchó un penetrante silbido.

―Privyet ―llamó a un miembro de la tripulación que no reconocí―. ¿Cuántos

tenemos?

―Ocho caídos ―respondió Privyet―. Cuatro restantes en el ballenero. El

cargamento está subiendo.

―Santos ―juró Sturmhond. Miró de nuevo al ballenero, luchando consigo

mismo―. ¡Mosqueteros! ―gritó a los hombres en la cofa de la goleta―. ¡Cúbranlos!

Los mosqueteros comenzaron a disparar sus fusiles hacia la cubierta del

ballenero. Tolya le arrojó un rifle a Mal, luego se colgó uno a la espalda, saltó a las

jarcias y comenzó a subir. Tamar se sacó una pistola de la cadera. Y yo seguía

tirada en la cubierta en una maraña indignada, con las manos aún encadenadas.

―¡Sierpe de mar asegurada, kapitan! ―gritó Privyet.

Dos hombres más de los de Sturmhond brincaron sobre la baranda del barco

ballenero y volaron por el aire, moviendo los brazos salvajemente, para luego

estrellarse contra la cubierta de la goleta. Uno sangraba profusamente de una

herida en el brazo.

Luego se escuchó otra vez, el estampido de los truenos.

―¡Está en pie! ―gritó Tamar.

La oscuridad se precipitó hacia nosotros, envolviendo la goleta y borrando todo

a su paso.

―Libérenme ―supliqué―. ¡Déjenme ayudar!

Sturmhond le lanzó las llaves a Tamar y gritó:

―¡Hazlo!

Tamar me cogió las muñecas y buscó a tientas cuando la oscuridad se cernió

sobre nosotros.

Estábamos ciegos. Escuché gritar a alguien y entonces, la cerradura se abrió. Las

cadenas cayeron de mis muñecas y golpearon la cubierta con un ruido sordo.

Levanté las manos y la luz resplandeció en la oscuridad, alejando la oscuridad

hacia el ballenero. Se alzó una ovación de la tripulación de Sturmhond, pero se

marchitó en sus labios cuando otro sonido llenó el aire: un alarido, penetrante en su

crueldad; el chirrido de una puerta al abrirse, una puerta que debería haber

permanecido para siempre cerrada. La herida de mi hombro palpitó.

Nichevo‘ya.

Me volví hacia Sturmhond.

―Tenemos que salir de aquí ―le dije―. Ahora.

Él vaciló, luchando consigo mismo. Dos de sus hombres seguían a bordo del

ballenero. Su expresión se endureció.

―¡Gavieros, hagan vela! ―gritó―. ¡Impulsores, rumbo este!

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Vi que una fila de marineros de pie junto a los mástiles levantaba los brazos y oí

un sonido retumbante cuando la tela sobre nosotros creció con viento un viento

fuerte que nos dio impulso. ¿Cuántos Grisha tenía el corsario en su tripulación?

Pero los Impulsores del Darkling se habían ubicado en la cubierta del ballenero

y estaban enviando sus propios vientos a que nos golpearan. La goleta se balanceó

inestablemente.

―¡Cañones de babor! ―rugió Sturmhond―. Giren de costado. ¡A mi señal!

Oí dos pitidos estridentes. Un retumbar ensordecedor sacudió el barco, luego

otro y otro, mientras los cañones de la goleta abrían un enorme agujero en el casco

del ballenero. Se escucharon gritos de pánico desde el barco del Darkling. Los

Impulsores de Sturmhond aprovecharon la ventaja, y la goleta se liberó.

Cuando el humo de los cañones se despejó, vi una figura de negro que se

adelantó hasta la barandilla del ballenero destrozado. Otra ola de oscuridad se

precipitó hacia nosotros, pero esta era diferente. Se retorcía sobre el agua como si

avanzara arañando la superficie, y con él llegaron los escalofriantes chasquidos de

un millar de insectos enojados. La oscuridad espumeó y burbujeó, como una ola al

romper sobre una roca, y comenzó a separarse para crear formas. A mi lado, Mal

murmuró una oración y se llevó el rifle al hombro. Enfoqué mi poder y escindí las

formas con el Corte, quemando la nube negra para intentar destruir a los nichevo'ya

antes de que pudieran tomar su forma completa. Pero no podía detenerlos a todos

y avanzaron en una horda gimiente de dientes y garras negras.

La tripulación de Sturmhond abrió fuego.

Los nichevo'ya alcanzaron los mástiles de la goleta, dieron vueltas alrededor de

las velas, arrancaban a los marineros de las jarcias como si fueran frutas maduras.

Luego bajaron deslizándose hasta la cubierta. Mal disparó una y otra vez mientras

los tripulantes desenvainaban sus sables, pero las balas y las espadas sólo parecían

frenar a los monstruos; sus cuerpos de sombra vacilaban y volvían a formarse, y

seguían avanzando.

La goleta también avanzaba, ampliando la distancia entre nosotros y el

ballenero, pero no lo suficientemente rápido. Volví a oír el alarido, y una nueva ola

de oscuridad serpenteante y cambiante se dirigió hacia nosotros, ya formando

cuerpos alados: refuerzos para los soldados de sombras.

Sturmhond también los vio. Señaló a uno de los Impulsores que todavía

invocaba viento a las velas y gritó:

―Relámpagos.

Me estremecí. No podía decirlo en serio. Los Impulsores no tenían permitido

invocar relámpagos; eran demasiado imprevisibles, demasiado peligrosos… ¿Y en

mar abierto? ¿Con barcos de madera? Pero el Grisha de Sturmhond no vaciló. Los

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Impulsores aplaudieron y se frotaron las palmas. Los oídos se me taparon cuando

aumentó la presión. El aire crujió con electricidad.

Tuvimos el tiempo justo para lanzarnos de golpe a cubierta cuando los rayos

zigzaguearon a través del cielo y la nueva ola de nichevo'ya se dispersó por la

confusión momentánea.

―¡Vamos! ―bramó Sturmhond―. ¡Impulsores a toda potencia!

Mal y yo salimos lanzados contra la barandilla cuando la goleta avanzó de

golpe a toda marcha. La esbelta embarcación parecía volar sobre las olas.

Vi que otra oleada negra se derramaba desde el ballenero. Me puse de pie

tambaleante y me preparé, reuniendo fuerzas para otro ataque… pero no llegó.

Parecía que el poder del Darkling tenía un límite y estábamos fuera de su alcance.

Me incliné sobre la barandilla. El viento y el rocío del mar me escocieron la piel,

mientras el barco del Darkling y sus monstruos desaparecían de la vista.

Algo entre una risa y un sollozo se me retorció en el pecho.

Mal me rodeó con los brazos y me sujeté a él con fuerza, sintiendo su camisa

húmeda contra mi mejilla, escuchando los latidos de su corazón y aferrándome a la

increíble verdad de que todavía estábamos vivos.

Entonces, a pesar de la sangre que habían derramado y de los amigos que

habían perdido, la tripulación de la goleta estalló en vítores. Gritaban, aullaban,

ladraban y gruñían. En el aparejo, Tolya levantó su rifle con una mano, echó la

cabeza hacia atrás y lanzó un grito de triunfo que me erizó el vello de los brazos.

Mal y yo no separamos, mirando a los tripulantes que aullaban y reían a

nuestro alrededor. Sabía que los dos estábamos pensando lo mismo: ¿En qué nos

habíamos metido?

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Traducido por Vidabells

Corregido por Pamee

Nos apoyamos contra la barandilla y bajamos hasta quedar sentados uno al

lado del otro, agotados y aturdidos. Habíamos escapado del Darkling, pero

estábamos en una embarcación extraña, rodeados de un montón de Grisha

alocados, vestidos como marineros y aullando como perros rabiosos.

―¿Estás bien? ―preguntó Mal.

Asentí. La herida del hombro me ardía como si estuviera en llamas, pero estaba

ilesa y todo mi cuerpo vibraba por haber utilizado nuevamente mi poder.

―¿Y tú? ―le pregunté.

―Sin un solo rasguño ―respondió Mal con incredulidad.

El barco montaba las olas a una velocidad que parecía imposible, gracias a los

Impulsores y al parecer también gracias a los Mareomotores. Cuando el terror y la

emoción de la batalla se desvanecieron, me di cuenta de que estaba empapada y los

dientes me empezaron a castañetear. Mal me rodeó con un brazo, y en algún

momento, uno de los tripulantes nos cubrió con una manta.

Más tarde, Sturmhond ordenó un alto y que ajustaran las velas. Los Impulsores

y Mareomotores dejaron caer los brazos y cayeron unos encima de los otros,

completamente agotados. Sin embargo, el utilizar sus poderes los había dejado con

los rostros resplandecientes y los ojos encendidos.

La goleta desaceleró hasta que se meció suavemente en lo que de repente

pareció un silencio abrumador.

―Monten guardia ―ordenó Sturmhond, y Privyet hizo subir a un marinero por

el mástil con unos prismáticos largos. Mal y yo nos pusimos de pie lentamente.

Sturmhond recorrió la fila de agotados Etherealki, palmeando a Impulsores y

Mareomotores en la espalda y dirigiéndoles palabras en voz baja a algunos de ellos.

Lo vi enviar marineros heridos bajo cubierta, donde asumí que serían atendidos

por el cirujano del barco o tal vez por un Corporalki Sanador. El corsario parecía

tener todo tipo de Grisha a su servicio.

Entonces Sturmhond se dirigió hacia mí mientras se sacaba un cuchillo del

cinturón. Levanté las manos, y Mal se puso frente a mí, apuntando con el rifle al

pecho de Sturmhond. Al instante, oí espadas desvainadas y pistolas listas para

disparar.

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―Tranquilo, Oretsev ―dijo Sturmhond, disminuyendo la velocidad―. Me

acabo de meter en un montón de problemas y gastos para subirlos a mi

embarcación. Sería una pena llenarte de agujeros ahora. ―Le dio la vuelta al

cuchillo y me lo tendió con la empuñadura hacia afuera―. Esto es para la bestia.

La sierpe de mar. Con la emoción de la batalla, casi me había olvidado.

Mal vaciló y luego bajó el rifle con cautela.

―Bajen las armas ―instruyó Sturmhond a su tripulación y los tripulantes

enfundaron las armas y los sables. Sturmhond asintió a Tamar―. Tráela.

Por orden de Tamar, un grupo de marineros se inclinó sobre la borda de

estribor y desataron una compleja cincha de cuerdas. Comenzaron a tirar y poco a

poco levantaron el cuerpo de la sierpe de mar sobre el lado de la goleta. Golpeó la

cubierta, y siguió luchando débilmente en los confines plateados de la red. Dio una

sacudida feroz y cerró de golpe sus enormes dientes. Todos saltamos hacia atrás.

―Por como lo entiendo, tú tienes que ser quien lo haga ―dijo Sturmhond,

ofreciéndome el cuchillo una vez más. Miré al corsario y me pregunté cuánto podía

saber sobre los amplificadores, y sobre este amplificador en particular.

―Anda ―dijo―. Tenemos que irnos. El barco del Darkling quedó inutilizable,

pero no va a permanecer así por mucho tiempo.

La hoja del cuchillo brillaba débilmente bajo el sol. Acero Grisha. De alguna

manera, no me sorprendió.

Sin embargo, dudé.

―Acabo de perder a trece hombres buenos ―prosiguió Sturmhond en voz

baja―. No me digas que todo fue en vano.

Miré a la sierpe de mar. Yacía retorciéndose en la cubierta, agitando las

branquias, con los ojos rojos nublados, pero aún llenos de furia. Recordé la mirada

firme y oscura del ciervo, el pánico silencioso en sus últimos momentos.

El ciervo había vivido tanto tiempo en mi imaginación que, cuando por fin

había salido de entre los árboles al claro del bosque cubierto de nieve, casi había

sido familiar para mí, conocido. La sierpe de mar era una extraña, más mito que

realidad, a pesar de la verdad triste y sólida de su cuerpo herido.

―De cualquier manera, no va a sobrevivir ―dijo el corsario.

Tomé el cuchillo por la empuñadura; lo sentí pesado. «¿Esto es misericordia?»

Ciertamente no era la misericordia que le había mostrado al ciervo de Morozova.

Rusalye. El príncipe maldito, guardián de la Ruta de Hueso. En las historias,

atraía doncellas solitarias para que se subieran su lomo y se las llevaba, riendo

sobre las olas, hasta que estaban muy lejos de la costa para pedir ayuda. Luego las

sumergía y las llevaba a su palacio bajo el agua. Las chicas se consumían, pues no

había nada que comer allí, sólo corales y perlas. Rusalye lloraba y cantaba su triste

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canción sobre sus cuerpos sin vida, y luego regresaba a la superficie para buscar

otra reina.

«Son sólo historias ―me dije―. No es un príncipe, sólo es un animal en

agonía».

Los costados de la sierpe temblaban con sus jadeos; abría y cerraba sus fauces

inútilmente en el aire. Dos arpones le salían del lomo, y sangre acuosa le goteaba

de las heridas. Levanté el cuchillo sin saber qué hacer, dónde enterrar la hoja. Me

temblaron los brazos. La sierpe de mar lanzó un suspiro lastimero, un eco débil de

ese coro mágico.

Mal se adelantó.

―Acaba con ella, Alina ―pidió con voz ronca―. Por todos los Santos.

Me quitó el cuchillo del puño y lo dejó caer sobre cubierta; tomó una de mis

manos y las cerró sobre uno de los arpones. Con un solo golpe limpio, terminamos

de clavar el arpón.

La sierpe de mar se estremeció y luego quedó inmóvil, mientras su sangre se

acumulaba en cubierta.

Mal se miró las manos, se las secó en la camisa desgarrada y se dio la vuelta.

Tolya y Tamar avanzaron. Se me revolvió el estómago, sabía lo que venía

después. «No es cierto ―dijo una voz en mi cabeza―. Puedes alejarte y dejarlo

así». Una vez más, tuve la sensación de que las cosas se movían demasiado rápido,

pero no podía lanzar un amplificador como éste de vuelta al mar. El dragón ya

había dado su vida y tomar el amplificador no significaba necesariamente que lo

fuera a usar.

Las escamas de la sierpe de mar eran de un blanco iridiscente que resplandecía

con suaves arco iris, con excepción de una sola tira de escamas que salía entre sus

grandes ojos, pasaba por sobre la cresta de su cráneo y terminaba dentro de su

suave melena; aquellas estaban bordeadas de oro.

Tamar se sacó una daga del cinturón y, con la ayuda de Tolya, liberó las

escamas. Me obligué a no apartar la mirada. Cuando terminaron, me entregaron

siete escamas perfectas, aún mojadas de sangre.

―Inclinemos la cabeza por los hombres que perdimos hoy ―pidió

Sturmhond―. Buenos marineros. Buenos soldados. Que el mar los lleve a puerto

seguro, y que los Santos los reciban en una orilla más brillante.

Repitió la Oración del Marinero en kerch, y luego Tamar murmuró las palabras

en shu. Por un momento, permanecimos con las cabezas inclinadas sobre el barco

balanceándose en las olas. Se me formó un nudo en la garganta.

Más hombres muertos y otra antigua criatura mágica cuyo cuerpo fue

profanado por acero Grisha. Posé la mano sobre la piel brillante de la sierpe de

mar; se sentía fría y resbaladiza bajo mis dedos. Tenía los ojos rojos nublados y en

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blanco. Apreté las escamas de oro en la palma y sentí sus bordes al clavarse en mi

piel. ¿Qué Santos esperaban a criaturas como esta?

Pasó un largo minuto y Sturmhond murmuró:

―Que los Santos los reciban.

―Que los Santos los reciban ―replicó la tripulación.

―Tenemos que irnos ―dijo Sturmhond en voz baja―. El casco del ballenero

estaba roto, pero el Darkling tiene Impulsores y un Fabricador o dos, y por lo que

sé, puede entrenar a sus monstruos para que usen martillo y clavos. No tomemos

ningún riesgo. ―Se volvió hacia Privyet―. Dales unos minutos a los Impulsores

para descansar y consígueme un informe de daños. Después, hagan vela.

―Da, kapitan ―respondió secamente Privyet. Dudó―. Kapitan... puede que la

gente pague buen dinero por escamas de dragón, no importa el color.

Sturmhond frunció el ceño, pero luego hizo un gesto lacónico.

―Tomen lo que quieran, luego limpien la cubierta y avancemos. Tienes

nuestras coordenadas.

Varios de los tripulantes se lanzaron sobre el cuerpo de la sierpe de mar para

arrancarle las escamas. Eso no lo podía ver. Les di la espalda, con un nudo en el

estómago.

Sturmhond se acercó a mí.

―No los juzgues con demasiada dureza ―me pidió, mirando por encima del

hombro.

―No es a ellos a quien estoy juzgando ―le dije―. Tú eres el capitán.

―Y tienen carteras que llenar, padres y hermanos que alimentar. Acabamos de

perder casi la mitad de nuestra tripulación y no tomamos ningún trofeo para

aliviar el escozor. No es que tú no seas encantadora.

―¿Qué estoy haciendo aquí? ―le pregunté―. ¿Por qué nos ayudas?

―¿Estás segura de que te ayudo?

―Responde la pregunta, Sturmhond ―dijo Mal, uniéndose a nosotros―. ¿Por

qué cazar a la sierpe de mar si sólo planeabas entregársela a Alina?

―No estaba cazando a la sierpe de mar; te estaba cazando a ti.

―¿Por eso te amotinaste contra el Darkling ? ―le pregunté―. ¿Para atraparme?

―No puedes amotinarte en tu propio barco.

―Llámalo como quieras ―le dije, exasperada―. Sólo explícate.

Sturmhond se echó hacia atrás y apoyó los codos en la barandilla,

contemplando la cubierta.

―Como le hubiera explicado al Darkling si se hubiera molestado en preguntar

(lo que afortunadamente no hizo), el problema con contratar a un hombre que

vende su honor, es que siempre se puede superar la oferta.

Lo miré boquiabierta.

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―¿Traicionaste al Darkling por dinero?

―«Traicionar» me parece una palabra muy fuerte. Apenas conozco al tipo.

―Estás loco ―exclamé―. Sabes lo que puede hacer. Ningún premio lo vale.

Sturmhond sonrió.

―Eso está por verse.

―El Darkling te cazará por el resto de tus días.

―Entonces tú y yo tendremos algo en común, ¿no es así? Además, me gusta

tener enemigos poderosos. Me hace sentir importante.

Mal se cruzó de brazos y consideró al corsario.

―No puedo decidir si estás loco o si eres estúpido.

―Tengo tantas buenas cualidades ―replicó Sturmhond―. Puede ser difícil

elegir.

Negué con la cabeza. El corsario había perdido el juicio.

―Si superaron la oferta del Darkling, entonces ¿quién te contrató? ¿Adónde nos

llevan?

―Primero, respóndeme una pregunta ―dijo Sturmhond. Metió la mano en su

levita, sacó un pequeño volumen rojo de un bolsillo y me lo lanzó―. ¿Por qué el

Darkling cargaba esto? No me parece del tipo religioso.

Lo cogí y le di la vuelta, pero ya sabía lo que era. Sus letras doradas brillaron al

sol.

―¿Lo robaste? ―le pregunté.

―Y otros documentos de su camarote. Aunque, de nuevo, ya que técnicamente

era mi camarote, no estoy seguro de que se le pueda llamar robo.

―Técnicamente ―observé con irritación― el camarote le pertenece al capitán

ballenero al que le robaste el barco.

―Bastante justo ―admitió Sturmhond―. Si todo esto de la Invocadora del Sol

no funciona, podrías considerar hacer carrera como abogada. Pareces tener la

habilidad de criticar. Aunque debo señalar que esto de verdad te pertenece a ti.

Extendió la mano y abrió el libro. Mi nombre estaba inscrito dentro de la

cubierta: Alina Starkov.

Traté de mantener la cara en blanco, pero la mente ya me iba a toda velocidad.

Este era mi Istorii Sankt'ya, el ejemplar que el Apparat me había dado hacía meses

en la biblioteca del Pequeño Palacio. El Darkling debió husmear en mi habitación

cuando hui de Os Alta, pero ¿por qué tomar este libro? ¿Y por qué había estado tan

preocupado de que pudiera haberlo leído?

Hojeé las páginas. El volumen estaba bellamente ilustrado, aunque teniendo en

cuenta que era para niños, era terriblemente espantoso. Algunos de los Santos

salían representados obrando milagros o actos de caridad: Sankt Feliks entre las

ramas del manzano y Sankta Anastasia librando Arkesk de la plaga debilitante.

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Pero la mayoría de las páginas mostraba a los Santos en sus martirios: Sankta

Lizabeta al ser descuartizada, la decapitación de Sankt Lubov y Sankt Ilya

encadenado. Me quedé helada. Esta vez, no pude disimular mi reacción.

―Interesante, ¿no? ―dijo Sturmhond y golpeó la página con un largo dedo―.

A menos que esté muy muy equivocado, esa es la criatura que acabamos de

capturar.

No había modo de ocultarlo: detrás de Sankt Ilya, salpicando en las olas de un

lago o un océano, se veía la forma distintiva de la sierpe de mar. Pero eso no era

todo. De alguna manera, me contuve de llevarme la mano al collar que tenía en el

cuello.

Cerré el libro y me encogí de hombros.

―Es sólo otra historia.

Mal me lanzó una mirada desconcertada. No sabía si había visto lo que había en

esa página.

No le quería devolver el Istorii Sankt'ya a Sturmhond, pero ya sospechaba

bastante. Me obligué a ofrecérselo, con la esperanza de que no viera el temblor de

mi mano.

Sturmhond me estudió, luego se enderezó y se sacudió las mangas.

―Quédate con él. Es tuyo, después de todo. Estoy seguro de que has notado

que siento un profundo respeto por la propiedad personal. Además, necesitarás

algo para mantenerte ocupada hasta que lleguemos a Os Kervo.

Mal y yo nos sorprendimos.

―¿Nos llevarás a Ravka Occidental? ―le pregunté.

―Los llevaré a conocer a mi cliente, y eso es realmente todo lo que puedo decir.

―¿Quién es él? ¿Qué quiere de mí?

―¿Estás segura de que es un hombre? Tal vez te entregaré a la Reina fjerdana.

―¿Es así?

―No, pero siempre es aconsejable mantener la mente abierta.

Solté un suspiro de frustración.

―¿Alguna vez respondes a una pregunta directa?

―Es difícil de decir. Oh, no, lo he hecho otra vez.

Me volví hacia Mal con los puños apretados.

―Voy a matarlo.

―Responde la pregunta Sturmhond ―gruñó Mal.

Sturmhond levantó una ceja.

―Dos cosas que deberían saber ―dijo, y esta vez note un toque de acero en su

voz―. Uno, a los capitanes no les gusta recibir órdenes en sus barcos. Dos, me

gustaría ofrecerles un trato.

Mal resopló.

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―¿Por qué deberíamos confiar en ti?

―Porque no tienen muchas opciones ―contestó Sturmhond afablemente―.

Soy muy consciente de que podrías hundir esta nave y llevarnos hasta las

profundidades, pero espero que te arriesgues con mi cliente. Escucha lo que tiene

que decir. Si no te gusta lo que propone, te juro que los ayudaré a escapar y los

llevaré a cualquier parte del mundo.

No podía creer lo que estaba escuchando.

―Así que hiciste enfadar al Darkling, ¿y ahora también piensas traicionar a tu

nuevo cliente?

―No, en absoluto ―respondió Sturmhond, genuinamente ofendido―. Mi

cliente me pagó para que te llevara a Ravka, no para que te mantuviera allí. Eso sería

paga extra.

Miré a Mal. Él se encogió de hombros y dijo:

―Es un mentiroso y probablemente está loco, pero también tiene razón. No

tenemos mucha elección.

Me froté las sienes, sentía que se avecinaba un dolor de cabeza. Estaba cansada

y confundida, y Sturmhond tenía una manera de hablar que me daban ganas de

matar a alguien. Preferiblemente él. Pero nos había liberado del Darkling, y una

vez Mal y yo estuviéramos fuera de su embarcación, podríamos encontrar una

forma de escapar. Por el momento, no podía pensar mucho más allá de eso.

―Está bien ―le dije.

Sturmhond sonrió.

―Es tan bueno saber que no nos ahogarás a todos. ―Le hizo una seña a un

marinero que había estado rondando cerca―. Ve a buscar a Tamar y dile que va a

compartir su habitación con la Invocadora ―instruyó. Luego señaló a Mal―. Él

puede quedarse con Tolya.

Antes de que Mal pudiera abrir la boca para protestar, Sturmhond se le

adelantó.

―Así funcionan las cosas en este barco. Les daré pase libre a bordo del

Volkvolny hasta que lleguemos a Ravka, pero les ruego que no jueguen con mi

naturaleza generosa. El barco tiene reglas, y yo tengo límites.

―Tú y yo ―replicó Mal con los dientes apretados.

Posé una mano en el brazo de Mal. Me sentiría más segura si nos quedáramos

juntos, pero no era momento de discutir por nimiedades con el corsario.

―Déjalo ―le dije―. Voy a estar bien.

Mal frunció el ceño, se dio la vuelta y caminó por cubierta hasta desaparecer en

el caos ordenado de cuerdas y velas. Me adelanté para seguirlo.

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―Puede que quieras dejarlo en paz ―comentó Sturmhond―. Es del tipo que

necesita mucho tiempo pensar y auto-recriminarse, de lo contrario se ponen de mal

humor.

―¿No te tomas nada en serio?

―No si puedo evitarlo. Vuelve la vida tan tediosa.

Negué con la cabeza.

―Ese cliente…

―No te molestes en preguntar. No hace falta decir que he tenido un montón de

postores. Estás en alta demanda desde que desapareciste del Abismo. Por supuesto,

la mayoría de la gente piensa que estás muerta y tiende a bajar el precio. Intenta no

tomártelo como algo personal.

Miré a través de la cubierta hacia donde la tripulación intentaba lanzar el

cuerpo de la sierpe de mar por la barandilla del barco. Con un esfuerzo, la hicieron

rodar por el costado de la goleta y golpeó el agua con un fuerte chapoteo. Así de

rápido, Rusalye había desaparecido tragada por el mar.

Se escuchó un largo silbido, tras el cual los tripulantes volvieron a sus puestos y

los Impulsores tomaron sus lugares. Segundos después, las velas se abrieron como

grandes flores blancas; la goleta volvía a estar en camino, con rumbo sudeste a

Ravka, a casa.

―¿Qué vas a hacer con esas escamas ―preguntó Sturmhond.

―No lo sé.

―¿No sabes? A pesar de mi deslumbrante belleza, no soy tan tonto como

parezco ser. El Darkling tenía la intención de que usaras las escamas de la sierpe de

mar.

«Entonces, ¿por qué no la mató él?» Cuando el Darkling mató al ciervo y me

puso el collar de Morozova alrededor del cuello, nos unió para siempre. Me

estremecí al recordar la forma en que se había extendido por esa conexión y se

había apoderado de mi poder mientras yo permanecía indefensa. ¿Le hubieran

dado el mismo control las escamas del dragón? Y si era así, ¿por qué no tomarlo?

―Ya tengo un amplificador ―repliqué.

―Uno poderoso, si las historias son ciertas.

El amplificador más poderoso que hubiera conocido el mundo; eso me había

dicho el Darkling, y yo así lo había creído. Pero ¿y si no me lo hubiera contado

todo? ¿Y si sólo hubiera utilizado una parte del poder del ciervo? Negué con la

cabeza. Era una locura.

―Los amplificadores no se pueden combinar.

―Vi el libro ―contestó―. Ciertamente parece que sí se puede.

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Sentí el peso del Istorii Sankt'ya en mi bolsillo. ¿Acaso el Darkling había temido

que pudiera aprender los secretos de Morozova por las páginas de un libro para

niños?

―No entiendes lo que dices ―le dije a Sturmhond―. Ningún Grisha ha

utilizado un segundo amplificador. Los riesgos…

―Ah, es mejor que no pronuncies esa palabra a mí alrededor. Tiendo a ser

excesivamente aficionado a los riesgos.

―No a los de este tipo ―dice con gravedad.

―Es una lástima ―murmuró―. Si el Darkling nos alcanza, dudo que este

barco, o la tripulación, vayan a sobrevivir otra batalla. Un segundo amplificador

podría igualar las probabilidades o mejor aún, nos daría una ventaja. De verdad

odio las peleas justas.

―O podría matarme, hundir el barco, crear otro Abismo de las Sombras, o algo

peor.

―Definitivamente tienes un gusto por lo funesto.

Deslicé los dedos en el bolsillo en busca de los bordes húmedos de las escamas.

Tenía muy poca información, y mi conocimiento sobre teoría Grisha era incompleto

en el mejor de los casos, pero esa regla siempre me había parecido bastante clara:

un Grisha, un amplificador. Recordé las palabras de uno de los enrevesados textos

de filosofía que había tenido que leer: «¿Por qué un Grisha no puede poseer más de

un amplificador? En su lugar, voy a responder esta pregunta: ¿Qué es infinito? El

universo y la codicia del hombre». Necesitaba tiempo para pensar.

―¿Vas a mantener tu palabra? ―inquirí al fin―. ¿Nos va a ayudar a escapar?

No sé por qué me molesté preguntar. Si tenía la intención de traicionarnos,

desde luego no nos lo diría. Esperaba que me respondiera con una broma, así que

me sorprendí cuando dijo:

―¿Estás tan ansiosa por dejar a tu país atrás una vez más?

Me congelé. «Todo mientras tu país sufre». El Darkling me había acusado de

abandonar Ravka. Se equivocaba en muchas cosas, pero no podía evitar sentir que

tenía razón en eso. Había dejado mi país a merced del Abismo de las Sombras, de

un rey débil y de tiranos avariciosos como el Darkling y el Apparat. Ahora, si los

rumores eran confiables, el Abismo se estaba expandiendo y Ravka se caía a

pedazos. Por culpa del Darkling. Por culpa del collar. Por mi culpa.

Levanté el rostro hacia el sol, sentí la corriente de aire de mar sobre mi piel y le

dije:

―Estoy ansiosa por ser libre.

―Mientras viva el Darkling, nunca serás libre y tampoco lo será tu país. Lo

sabes.

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Había considerado la posibilidad de que Sturmhond fuera codicioso o estúpido,

pero no había pensado que en realidad pudiera ser un patriota. Era ravkano,

después de todo, y aunque sus hazañas le habían forrado los bolsillos,

probablemente habían ayudado más a su país que la débil armada ravkana.

―Quiero la opción ―le dije.

―La tendrás ―respondió―. Te doy mi palabra como mentiroso y asesino.

―Comenzó a atravesar la corriente, pero luego se volvió hacia mí―. Tienes razón

en una cosa, Invocadora. El Darkling es un enemigo poderoso. Es posible que

desees considerar hacer algunos amigos poderosos.

* * *

Sólo quería sacarme la copia de Istorii Sankt'ya del bolsillo y pasar una hora

estudiando la ilustración de Sankt Ilya, pero Tamar ya me esperaba para

escoltarme a sus aposentos.

La goleta de Sturmhond no era como el barco mercante robusto que nos había

llevado a Mal y a mí a Novyi Zem, o como el ballenero tosco que acabábamos de

dejar atrás; era elegante, estaba fuertemente armado y muy bien construido. Tamar

me dijo que le habían robado la goleta a un pirata zemení que estaba derribando

barcos ravkanos cerca de los puertos de la costa sureña. A Sturmhond le había

gustado tanto el navío que lo había tomado como buque insignia y lo había

renombrado Volkvolny, Lobo de las Olas.

Lobos, Sturmhond (que venía de Stormhound y que en español significaba

Sabueso de Tormenta) y el perro rojo en la bandera del navío. Al menos sabía por

qué la tripulación siempre estaba aullando y ladrando.

Se utilizaba cada centímetro de espacio en la goleta. La tripulación dormía en la

cubierta de los cañones. En caso de combate, podían guardar sus hamacas con

rapidez y encajar los cañones.

Había tenido razón sobre el hecho de que, con Corporalki a bordo, no había

necesidad de un cirujano otkazat'sya. Los cuartos del médico y la sala de suministro

habían sido convertidos en el camarote de Tamar. El camarote era pequeño, con

apenas espacio suficiente para dos hamacas y un cofre. Las paredes estaban

cubiertas de armarios llenos de ungüentos y bálsamos sin utilizar, polvos de

arsénico y tintura de plomo al antimonio.

Me balanceé con cuidado en una de las hamacas con los pies apoyados en el

suelo, muy consciente del libro rojo metido en mi abrigo, y observé a Tamar

mientras abría la tapa de su baúl y comenzaba a despojarse de armas: el par de

pistolas que llevaba cruzadas al pecho, dos hachas esbeltas de su cinturón, una

daga de su bota y otra de la vaina que llevaba alrededor de un muslo. Era una

armería andante.

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―Lo siento por tu amigo ―me dijo, mientras sacaba lo que parecía un calcetín

lleno de rodamientos de uno de sus bolsillos. Golpeó el fondo del baúl con un

sonido seco.

―¿Por qué? ―le pregunté, haciendo un círculo sobre las tablas con la punta de

mi bota.

―Mi hermano ronca como un oso borracho.

Me eché a reír.

―Mal también ronca.

―Entonces pueden hacer un dueto. ―Desapareció y regresó un momento

después con un cubo―. Los Mareomotores llenaron los barriles de lluvia ―me

explicó―. Siéntete libre de lavarte, si quieres.

El agua dulce por lo general era un lujo a bordo de un barco, pero supuse que

con Grisha en la tripulación, no habría necesidad de racionarla.

Tamar sumergió la cabeza en el cubo y agitó el pelo corto y oscuro.

―Es guapo, el rastreador.

Puse los ojos en blanco.

―No me digas.

―No es mi tipo, pero es guapo.

Alcé las cejas. En mi experiencia, Mal era el tipo de todas, pero no iba a

empezar a hacerle preguntas personales a Tamar. Si Sturmhond no era confiable,

entonces tampoco lo era su equipo, y no necesitaba encariñarme de alguno de ellos.

Había aprendido mi lección con Genya, y una amistad rota era suficiente. En

cambio, dije:

―Hay hombres kerch en la tripulación de Sturmhond. ¿No son supersticiosos

por tener a una chica a bordo?

―Sturmhond hace las cosas a su manera.

―Y ¿no te molestan...?

Tamar sonrió y sus dientes blancos destellaron sobre su piel de bronce. Le dio

unos golpecitos al brillante diente de tiburón que colgaba alrededor de su cuello, y

comprendí que era un amplificador.

―No ―contestó simplemente.

―Ah.

Más rápido que un parpadeo, se sacó otro cuchillo de la manga.

―Esto también es útil ―dijo.

―¿Cuál eliges? ―murmuré débilmente.

―Depende de mi estado de ánimo. ―Luego le dio la vuelta al cuchillo en su

mano y me lo ofreció.

―Sturmhond ordenó que te dejáramos tranquila, pero en caso de que alguien

se emborrache y lo olvide… ¿Sabes cómo defenderte?

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Asentí. No andaba por ahí con treinta cuchillos ocultos en el cuerpo, pero no era

una completa incompetente.

Ella volvió a sumergir la cabeza, y luego dijo:

―Están jugando a los dados en la cubierta, y estoy lista para mi ración. Puedes

venir, si quieres.

No me importaban los juegos de azar o el ron, pero me sentí tentada. Todo mi

cuerpo crepitaba con la sensación de usar mi poder contra los nichevo'ya. Estaba

inquieta y definitivamente hambrienta por primera vez en semanas, pero negué

con la cabeza.

―No, gracias.

―Haz lo que quieras. Tengo deudas por cobrar. Privyet apostó que no

volveríamos. Juro que parecía un doliente en un funeral cuando llegamos a bordo.

―¿Apostó que los matarían? ―pregunté, horrorizada.

Ella se echó a reír.

―No lo culpo. ¿Enfrentarnos al Darkling y a sus Grisha? Todo el mundo sabía

que era un suicidio. La tripulación terminó sacando pajitas para ver quién se

quedaba atascado con el honor.

―¿Y tú y tu hermano fueron los desafortunados?

―¿Nosotros? ―Tamar se detuvo en la puerta. Tenía el cabello húmedo, y la luz

de la lámpara se reflejaba en su amplia sonrisa de Cardio―. No sacamos nada

―dijo mientras atravesaba la puerta―. Nos ofrecimos voluntarios.

* * *

No tuve oportunidad de hablar con Mal hasta bien entrada la noche. Nos

habían invitado a cenar con Sturmhond en sus habitaciones, y había sido una cena

extraña. La comida la sirvió el mayordomo, un sirviente de modales impecables,

varios años mayor que cualquier otra persona en el barco. Comimos mejor de lo

que habíamos comido en las últimas semanas: pan fresco, merluza asada, rábanos

en vinagre, y un vino dulce helado que hizo que la cabeza me diera vueltas

después de sólo unos sorbos.

Tenía un apetito feroz, como siempre después de que hubiera usado mi poder,

pero Mal comió poco y dijo menos hasta que Sturmhond mencionó el encargo de

armas que llevaba a Ravka. Luego pareció animarse y se pasó el resto de la comida

hablando de pistolas, granadas y emocionantes maneras de hacer que las cosas

explotaran. Yo era incapaz de prestar atención. Mientras ellos se quejaban de los

rifles de repetición que utilizaban en la frontera zemení, yo sólo podía pensar en las

escamas que tenía en el bolsillo y en lo que pensaba hacer con ellas.

¿Me atrevía a reclamar un segundo amplificador? Había tomado la vida de la

sierpe de mar, lo que significaba que el poder me pertenecía a mí. Pero si las

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escamas funcionaban como el collar de Morozova, entonces también podría

conceder el poder del dragón. Podría darle las escamas a uno de los Cardio de

Sturmhond, tal vez incluso a Tolya, para intentar controlarlo de la forma en que el

Darkling una vez me había controlado a mí. Podría ser capaz de forzar al corsario a

navegar de vuelta a Novyi Zem. Pero tenía que admitir que eso no era lo que

quería.

Tomé otro sorbo de vino. Necesitaba hablar con Mal.

Para distraerme, catalogué los adornos del camarote de Sturmhond. Todo era

de reluciente madera y latón pulido. La mesa estaba llena de cartas de navegación,

piezas de un sextante desmembrado y extraños dibujos de lo que parecía ser el ala

con bisagras de un pájaro mecánico. La mesa brillaba con porcelana y cristal kerch.

Los vinos tenían etiquetas en un idioma que no reconocí. «Botines» comprendí. A

Sturmhond le había ido bien.

En cuanto al capitán, me tomé la oportunidad de observarlo de verdad por

primera vez. Probablemente era cuatro o cinco años mayor que yo, y había algo

muy extraño en su rostro. Tenía la barbilla demasiado puntiaguda, los ojos de un

verde turbio, y el pelo de un tono peculiar de rojo; además, parecía que le habían

roto y fijado mal la nariz varias veces. En un momento me atrapó estudiándolo, y

habría jurado que apartó la cara de la luz.

Cuando finalmente dejamos el camarote de Sturmhond, era pasada la

medianoche. Llevé a Mal a un lugar aislado junto a la proa de la nave. Sabía que

había personal de guardia en la cofa sobre nosotros, pero no sabía cuándo tendría

otra oportunidad de estar con él a solas.

―Me agrada ―decía Mal, un poco inestable debido al vino―. Quiero decir,

habla demasiado, y probablemente te robaría hasta los botones de las botas, pero

no es un mal tipo, y parece saber mucho acerca de…

―¿Quieres callarte? ―le susurré―. Quiero mostrarte algo.

Mal me miró atención.

―No hay necesidad de ser grosera.

No le hice caso y saqué el libro rojo de mi bolsillo.

―Mira ―le dije, abrí el libro e iluminé débilmente el rostro exultante de Sankt

Ilya.

Mal se quedó inmóvil.

―El ciervo ―dijo―. Y Rusalye. ―Lo vi examinar la ilustración y noté el

momento en que comprendió―. Santos ―exclamó―. Hay un tercero.

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Leigh Bardugo Dark Guardians

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Traducido por Kathfan

Sankt Ilya estaba descalzo en la orilla de un mar oscuro. Llevaba los restos

andrajosos de una túnica púrpura, los brazos extendidos y las palmas vueltas hacia

arriba. Su rostro tenía la expresión plácida y dichosa que los Santos siempre

parecían tener en las pinturas, por lo general antes de ser asesinados de alguna

manera horrible. Alrededor del cuello llevaba un collar de hierro que una vez había

estado conectado por gruesas cadenas a los pesados grilletes que le rodeaban

muñecas. Ahora las cadenas colgaban a sus costados, rotas.

Detrás de Sankt Ilya una sinuosa serpiente blanca chapoteaba en las olas y un

ciervo blanco yacía a los pies del Santo, mirando hacia nosotros con ojos oscuros y

firmes. Pero ninguna de esas criaturas retuvo nuestra atención.

Unas montañas tapaban el fondo tras el hombro izquierdo del Santo y allí,

apenas visible a lo lejos, un pájaro volaba en círculos sobre un imponente arco de

piedra.

Mal trazó con un dedo las largas plumas de la cola, forjadas en blanco y en el

mismo oro pálido que iluminaba el halo de Sankt Ilya.

―No puede ser ―dijo

―El ciervo era real, y también lo era la sierpe de mar.

―Pero esto es… diferente.

Tenía razón. El pájaro de fuego no pertenecía a una historia, sino a un millar.

Estaba en el corazón de cada mito ravkano, era la inspiración para innumerables

obras de teatro y baladas, novelas y óperas. Se decía que las fronteras de Ravka

habían sido esbozadas por el vuelo del pájaro de fuego y que por los ríos corrían

sus lágrimas. Se decía que su capital había sido fundada en el lugar en que había

caído una pluma del pájaro de fuego. Un joven guerrero había recogido esa pluma

y la había llevado a la batalla. Ningún ejército había sido capaz de alzarse en su

contra y él se había convertido en el primer rey de Ravka, o así lo cuenta la

leyenda.

El pájaro de fuego era Ravka. No estaba destinado a que lo derribara la flecha

de un rastreador, y a que sus huesos los usaran para la gloria de una huérfana

advenediza.

―Sankt Ilya ―dijo Mal.

―Ilya Morozova.

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―¿Un Santo Grisha?

Toqué la página con la punta de un dedo, el collar, los dos grilletes en las

muñecas de Morozova.

―Tres amplificadores, tres criaturas. Tenemos dos.

Mal sacudió con fuerza la cabeza, probablemente intentando despejar la niebla

del vino. De repente, cerró el libro. Por un segundo, pensé que podría arrojarlo al

mar, pero luego me lo entregó nuevamente.

―¿Qué se supone que vamos a hacer con esto? ―preguntó. Sonaba casi

enojado.

Había pensado en eso toda la tarde, toda la noche; a lo largo de esa cena

interminable mis dedos se desviaban una y otra vez hacia las escamas de la sierpe

de mar, como si estuvieran ansiosos por sentirlas.

―Mal, Sturmhond tiene Fabricadores en su tripulación. Él piensa que debo usar

las escamas… y creo que podría estar en lo cierto.

Mal giró la cabeza de golpe.

―¿Qué?

Tragué saliva nerviosamente y seguí adelante.

―El poder del ciervo no es suficiente; no para luchar contra el Darkling, no

para destruir el Abismo.

―¿Y tu respuesta es un segundo amplificador?

―Por ahora.

―¿Por ahora? ―Se pasó una mano por el pelo―. Santos ―juró―. Quieres los

tres. Quieres cazar al pájaro de fuego.

De repente me sentí tonta, codiciosa, incluso un poco ridícula.

―La ilustración...

―Es sólo una imagen, Alina ―susurró con furia―. Es el dibujo que hizo algún

monje muerto.

―Pero ¿y si es más que eso? El Darkling dijo que los amplificadores de

Morozova eran diferentes, que estaban destinados a utilizarse juntos.

―¿Ahora estás aceptando consejos de asesinos?

―No, pero…

―¿Hiciste algún otro plan con el Darkling mientras estaban encerrados juntos

bajo cubierta?

―No estábamos encerrados juntos ―repliqué con brusquedad―. Él sólo

intentaba molestarte.

―Bueno, funcionó. ―Sujetó a la barandilla del barco con tanta fuerza, que los

nudillos se le pusieron blancos―. Algún día le voy a atravesar el cuello con una

flecha a ese bastardo.

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Oí el eco de la voz del Darkling. «No hay otros como nosotros». Lo hice a un

lado y extendí una mano hacia el brazo de Mal.

―Eres quien encontró al ciervo y a la sierpe de mar. Tal vez estás destinado a

encontrar al pájaro de fuego, también.

Él se echó a reír, un sonido triste, pero me sentí aliviada al oír que había

perdido el toque de amargura.

―Soy un buen rastreador, Alina, pero no soy tan bueno. Necesitamos un lugar

para empezar. El pájaro de fuego podría estar en cualquier parte del mundo.

―Puedes hacerlo. Sé que puedes.

Finalmente, suspiró y me cubrió la mano con la suya.

―No recuerdo nada sobre Sankt Ilya.

No era una sorpresa. Había cientos de Santos, uno para cada pueblito y lugar

apartado de Ravka. Además, en Keramzin, la religión era considerada obsesión de

campesinos por lo que íbamos a la iglesia sólo una o dos veces al año. Mis

pensamientos se desviaron hacia el Apparat. Él me había dado el Istorii Sankt'ya,

pero no tenía forma de saber qué pretendía al hacerlo, o si sabía el secreto que

contenía.

―Yo tampoco ―dije―. Pero ese arco debe significar algo.

―¿Lo reconoces?

Cuando había visto la ilustración por primera vez, el arco me pareció casi

familiar, pero había visto un sinnúmero de libros de mapas durante mi formación

como cartógrafa, por lo que mi memoria era un borrón de valles y monumentos de

Ravka y más allá. Negué con la cabeza.

―No.

―Por supuesto que no. Eso sería demasiado fácil. ―Soltó un largo suspiro, me

acercó más y estudió mi cara a la luz de la luna. Me tocó el collar―. Alina, ¿cómo

sabemos lo que te harán estas cosas?

―No sabemos ―admití.

―Pero los quieres de todos modos. El ciervo, la sierpe de mar y el pájaro de

fuego.

Pensé en la oleada de júbilo que había sentido al usar mi poder en la lucha

contra la horda del Darkling, en cómo mi cuerpo se estremeció y vibró cuando

esgrimí el Corte. ¿Cómo se sentiría ese poder duplicado o incluso triplicado? Me

mareé ante la idea.

Levanté la vista hacia el cielo estrellado. La noche era de un negro aterciopelado

cubierto de joyas. La avidez me sorprendió de repente. «Los quiero», pensé. Toda

esa luz, todo ese poder. «Lo quiero todo».

Me atravesó un estremecimiento de inquietud. Pasé el pulgar sobre el lomo del

Istorii Sankt'ya. ¿Acaso mi avaricia me hacía ver lo que quería? Tal vez era la misma

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avaricia que había impulsado al Darkling hacía muchos años, la avaricia que lo

había convertido en el Hereje Oscuro y que había desgarrado a Ravka en dos. Pero

no podía escapar a la verdad de que sin los amplificadores, no era rival para él. Mal

y yo no teníamos muchas opciones.

―Los necesitamos ―le dije―. Los tres. Si queremos dejar de huir alguna vez. Si

queremos ser libres alguna vez.

Mal trazó la línea de mi garganta y la curva de mi mejilla, y todo el tiempo me

sostuvo la mirada. Sentí como si estuviera buscando una respuesta allí, pero

cuando por fin habló, sólo dijo:

―Está bien.

Me besó una vez, suavemente, y aunque traté de ignorarlo, había algo triste en

el roce de sus labios.

* * *

No sabía si estaba ansiosa o simplemente tenía miedo de perder los nervios,

pero ignoramos lo tarde que era y fuimos a ver a Sturmhond esa noche. El corsario

recibió nuestra petición con su buen humor habitual y Mal y yo regresamos a

cubierta a esperar bajo del mástil. Pocos minutos después, el capitán apareció con

una Materialnik a remolque. Llevaba el cabello peinado en trenzas y bostezaba

como una niña soñolienta; no parecía muy impresionante, pero si Sturmhond decía

que era su mejor Fabricadora, tenía que tomarle la palabra. Tolya y Tamar iban

detrás, llevando linternas para ayudar a la Fabricadora en su trabajo. Si

sobrevivíamos a lo que viniera después, todo el mundo a bordo del Volkvolny

sabría sobre el segundo amplificador. No me gustaba, pero no había nada que

hacer al respecto.

―Buenas noches, todos ―saludó Sturmhond, dando una palmada,

aparentemente ajeno a nuestro sombrío estado de ánimo―. Una noche perfecta

para causar un agujero en el universo, ¿no?

Fruncí el ceño y me saqué las escamas del bolsillo. Las había enjuagado en un

cubo de agua de mar, y brillaban como oro a la luz del farol.

―¿Sabes qué hacer? ―le pregunté a la Fabricadora.

Ella me hizo girar y me pidió que le enseñara la parte posterior del collar. Yo

sólo lo había vislumbrado en espejos, pero sabía que la superficie tenía que ser casi

perfecta, pues ciertamente mis dedos nunca habían sido capaces de detectar

cualquier tipo de costura donde David había unido los dos trozos de asta. Le

entregué las escamas a Mal, quien le extendió una a la Fabricadora.

―¿Estás segura de que es una buena idea? ―preguntó ella; se mordía el labio

tan agresivamente, que pensé que podría sacarse sangre.

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―Por supuesto que no ―contestó Sturmhond―. Todo lo que vale la pena

comienza siempre como una mala idea.

La Fabricadora arrancó una escama de los dedos de Mal y la apoyó contra mi

muñeca, luego extendió la mano para que le pasara otra y se inclinó a trabajar.

Primero sentí el calor que irradiaba de las escamas cuando sus bordes

comenzaron a separarse para luego volver a unirse. Uno después de otro, se

fundieron y se fusionaron en una fila superpuesta mientras el grillete crecía

alrededor de mi muñeca. La Fabricadora trabajaba en silencio y sus manos se

movían grados infinitesimales. Tolya y Tamar mantenían las luces estables y sus

rostros se veían tan solemnes e inmóviles que podrían haber sido representaciones

de sí mismos. Incluso Sturmhond se había quedado en silencio.

Finalmente, los dos extremos de las esposas casi se tocaban y sólo quedaba una

escama. Mal la miró, ahuecada en su mano.

―¿Mal? ―lo llamé.

No me miró, pero pasó un dedo sobre la piel desnuda de mi muñeca, el lugar

donde latía mi pulso, donde se cerraría el grillete. Entonces le entregó la última

escama a la Fabricadora.

En momentos, estuvo terminado.

Sturmhond miró el deslumbrante brazalete hecho de escamas.

―Hm ―murmuró―. Pensé que el final del mundo sería más emocionante.

―Den en paso atrás ―advertí.

El grupo arrastró los pies hasta la barandilla.

―Tú también ―le dije a Mal. De mala gana, él obedeció.

Vi que Privyet nos observaba desde su lugar en el timón. Arriba, las cuerdas

crujían mientras los hombres de guardia estiraban los cuellos para ver mejor.

Tomé una respiración profunda. Tenía que ser cuidadosa. No debía crear calor,

sólo luz. Me sequé las palmas húmedas en mi abrigo y extendí los brazos. Casi

antes de que la hubiese invocado, la luz se precipitó hacia mí.

Venía de todas las direcciones, de un millón de estrellas, de un sol aún

escondido bajo del horizonte. Llegó con una velocidad implacable y un propósito

furioso. Sólo tuve tiempo de susurrar «Oh, Santos». Luego, la luz resplandeció a

través de mí y la noche se deshizo.

El cielo estalló en oro brillante, la superficie del agua resplandeció como un

diamante enorme y reflejó los penetrantes fragmentos de la luz solar. A pesar de

mis mejores intenciones, el calor titiló en el aire.

Cerré los ojos para protegerme del brillo, para intentar concentrarme y

recuperar el control. Escuché la voz severa de Baghra en mi cabeza, exigiendo que

confiara en mi poder: «No es un animal que se aleja de ti o que decide si desea o no

venir cuando lo llaman». Pero nunca había sentido algo así. Sí era un animal, una

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criatura de fuego infinito que respiraba con la fuerza del ciervo y la ira de la sierpe

de mar. Me atravesaba, me robaba el aliento, me rompía y disolvía mis bordes

hasta que la luz fue lo único que conocía.

«Demasiado», pensé con desesperación. Y al mismo tiempo, en lo único que

podía pensar era «Más». Desde algún lugar lejano, oí voces que gritaban. Sentí que

el calor ondulante a mí alrededor me levantaba el abrigo y me chamuscaba los

vellos de los brazos. No me importaba.

―¡Alina!

Sentí el balanceo del barco cuando el mar comenzó a crujir y a sisear.

―¡Alina! ―De repente, los brazos de Mal me rodearon y me echaron hacia

atrás. Me sostuvo en un abrazo aplastante, cerrando los ojos con fuerza contra el

resplandor a nuestro alrededor. Olí sal de mar y sudor y debajo, su familiar aroma:

Keramzin, hierba de la pradera, el corazón verde oscuro del bosque.

Rememoré mis brazos, mis piernas y la presión de mis costillas mientras él me

abrazaba con más fuerza, volviendo a recomponerme. Reconocí mis labios, mis

dientes, mi lengua, mi corazón, y esas cosas nuevas que eran parte de mí: collar y

grillete. Eran huesos y respiración, músculos y carne. Eran míos.

«¿El ave siente el peso de sus alas?»

Aspiré y sentí que me regresaba el sentido. No tuve que asir el poder, pues se

aferró a mí como si se estuviera agradecido de estar en casa. En una sola ráfaga

gloriosa, liberé la luz. El cielo brillante se fracturó y permitió que la noche regresara

a nuestro alrededor con chispas como fuegos artificiales, un sueño de brillantes

pétalos desprendidos de miles de flores.

El calor cedió. El mar se calmó. Atraje los últimos retazos de luz y los entretejí

en un brillo suave que pulsó sobre la cubierta del barco.

Sturmhond y los demás estaban agachados junto a la barandilla, con la boca

abierta por lo que podría haber sido temor o miedo. Mal me tenía aplastada contra

su pecho, apoyaba la frente en mi pelo y respiraba en ásperos jadeos.

―Mal ―dije en voz baja. Me apretó con más fuerza. Chillé―. Mal, no puedo

respirar.

Lentamente, abrió los ojos y me miró. Dejé caer las manos y la luz desapareció

por completo. Sólo entonces cedió en su agarre.

Tolya encendió una lámpara y los otros se pusieron de pie. Sturmhond se

limpió el polvo de los pliegues llamativo de su abrigo verde azulado. La

Fabricadora parecía a punto de vomitar. Los rostros de los gemelos eran los más

difíciles de leer, sus ojos dorados brillaban con algo que no sabría nombrar.

―Bueno, Invocadora ―dijo Sturmhond con un ligero temblor en la voz―, sin

duda sabes cómo montar un espectáculo.

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Mal me cogió la cara entre las manos y me besó la frente, la nariz, los labios y el

pelo para luego estrecharme contra él una vez más.

―¿Estás bien? ―preguntó con voz era áspera.

―Sí ―respondí.

Pero eso no era del todo cierto. Sentía el collar en el cuello y la presión del

grillete en la muñeca. Mi otro brazo se sentía desnudo. Estaba incompleta.

* * *

Sturmhond despertó a su tripulación y nos pusimos en camino al amanecer. No

podíamos estar seguros desde cuán lejos se pudo haber visto la luz que había

invocado, pero había una buena probabilidad de que hubiera delatado nuestra

ubicación. Teníamos que movernos rápido.

Cada miembro de la tripulación quería echarle un vistazo al segundo

amplificador. Algunos eran cautelosos, otros sólo curiosos, pero Mal era el único

que me preocupaba. Me miraba constantemente, como si tuviera miedo de que en

cualquier momento pudiera perder el control. Cuando cayó la oscuridad y fuimos

bajo cubierta, lo arrinconé en uno de los estrechos pasillos.

―Estoy bien ―le dije―. En serio.

―¿Cómo lo sabes?

―Lo sé, puedo sentirlo.

―No viste lo que yo vi. Fue…

―Se me escapó. No sabía qué esperar.

Él negó con la cabeza.

―Eras como una extraña, Alina. Bella y terrible.

―No va a suceder de nuevo. El grillete es una parte de mí, como mis pulmones

o mi corazón.

―Tu corazón ―dijo rotundamente.

Tomé su mano en la mía y la apreté contra mi pecho.

―Sigue siendo el mismo corazón, Mal. Sigue siendo tuyo.

Levanté la otra mano y emití una suave onda de luz solar sobre su rostro. Él se

estremeció. «Nunca podrá entender tu poder, y si lo hace, sólo te temerá». Alejé la

voz del Darkling de mi mente. Mal tenía todo el derecho a tener miedo.

―Puedo hacer esto ―dije con suavidad.

Cerró los ojos y volvió la cara hacia la luz que irradiaba de mi mano. Luego

inclinó la cabeza y apoyó la mejilla contra mi palma. La luz brilló caliente contra su

piel.

Nos quedamos así, en silencio, hasta que repicó la campana del reloj.

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Traducido por Jane

Los vientos se volvieron más cálidos, y las aguas cambiaron de gris a azul

mientras el Volkvolny nos llevaba al sureste de Ravka. La tripulación de Sturmhond

estaba conformada por marineros y Grisha rebeldes que trabajaban juntos para

mantener el barco en buen funcionamiento. A pesar de las historias que se habían

extendido sobre el poder del segundo amplificador, no nos prestaron a Mal o a mí

mucha atención, aunque de vez en cuando venían a verme practicar en la popa de

la goleta.

Era cuidadosa, nunca me presionaba demasiado y siempre invocaba al

mediodía cuando el sol estaba alto en el cielo y no había ninguna posibilidad de

que mis esfuerzos fueran descubiertos. Mal seguía siendo cauteloso, pero yo había

dicho la verdad: El poder de la sierpe de mar era una parte de mí ahora. Me

emocionaba. Me mantenía a flote. No le temía.

Me fascinaban los rebeldes. Todos tenían historias diferentes: uno tenía una tía

que lo había hecho desaparecer para no tener que entregárselo al Darkling, otro

había desertado del Segundo Ejército, a otra la habían escondido en un sótano

cuando los examinadores Grisha habían llegado a examinarla.

―Mi madre les dijo que había muerto por la fiebre que había asolado nuestra

aldea la primavera anterior ―dijo la Mareomotora―. Los vecinos me cortaron el

cabello y me hicieron pasar por su fallecido hijo otkazat'sya, hasta que fui lo

bastante mayor para salir.

La madre de Tolya y Tamar había sido una Grisha estacionada en la frontera

sur de Ravka cuando conoció a su padre, un mercenario de Shu Han.

―Cuando murió ―explicó Tamar―, le hizo prometer a mi padre que no

permitiría que nos reclutara el Segundo Ejército. Partimos a Novyi Zem al día

siguiente.

La mayoría de los Grisha terminaba en Novyi Zem porque, además de Ravka,

era el único lugar donde no debían temer que médicos shu experimentaran con

ellos o que los quemaran cazadores de brujas fjerdanos. Aun así, tenían que ser

cautelosos al demostrar su poder. Los Grisha se consideraban esclavos de alto

valor, y los comerciantes de Kerch menos escrupulosos eran conocidos por

detenerlos y venderlos en subastas secretas.

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Estas amenazas eran las mismas que habían dado lugar a que tantos Grisha se

refugiaran en Ravka y se unieran al Segundo Ejército en primer lugar. Pero los

rebeldes pensaban diferente. Para ellos, una vida dedicada a mirar sobre el hombro

y a moverse de un lugar a otro para evitar ser descubiertos, era preferible a una

vida al servicio del Darkling y al rey de Ravka. Era una elección que entendía.

Después de unos días monótonos en la goleta, Mal y yo le preguntamos a

Tamar si estaría dispuesta a mostrarnos algunas técnicas de combate

zemení. Ayudaba a aliviar el tedio de la vida a bordo y la terrible ansiedad de

volver a Ravka Occidental.

La tripulación de Sturmhond había confirmado los rumores inquietantes que

habíamos oído en Novyi Zem: ya casi habían cesado los cruces por el Abismo y los

refugiados huían de sus costas en expansión. El Primer Ejército estaba a un paso de

la rebelión, y el Segundo Ejército estaba por los suelos. Me asustaba más la noticia

de que el culto del Apparat de la Santa del Sol estaba creciendo. Nadie sabía cómo

se las había arreglado para escapar del Gran Palacio después del golpe fallido del

Darkling, pero había resurgido en algún lugar de la red de monasterios repartidos

por Ravka.

Estaba haciendo circular la historia de que yo había muerto en el Abismo y que

había resucitado como una Santa. Una parte de mí quería reír, pero al recorrer las

páginas sangrientas del Istorii Sankt'ya tarde en la noche, ni siquiera me pude reír

entre dientes. Recordé el olor del Apparat, esa combinación desagradable de

incienso y moho, y apreté con fuerza el abrigo a mí alrededor. Él me había dado el

libro rojo y no podía evitar preguntarme por qué.

A pesar de las contusiones y los golpes, mis prácticas con Tamar ayudaron a

atenuar el borde de mi constante preocupación. En el Ejército del Rey reclutaban a

las chicas junto a los chicos cuando alcanzaban la mayoría de edad, por lo que

había visto pelear a un montón de chicas y había entrenado junto a ellas. Pero

nunca había visto a nadie, hombre o mujer, luchar como Tamar. Ella tenía la gracia

de una bailarina y un instinto aparentemente infalible para saber lo que su

oponente haría a continuación. Sus armas preferidas eran dos hachas de doble filo

que utilizaba a la par mientras sus hojas resplandecían como luces en el agua, pero

era casi igual de peligrosa con un sable, una pistola, o con las manos

desnudas. Sólo Tolya podía igualarla, y cuando se enfrentaban, toda la tripulación

se detenía a mirar.

El gigante hablaba poco y pasaba la mayor parte del tiempo en sus asuntos o

parado por allí, luciendo intimidante; pero de vez en cuando, intervenía para

ayudar con nuestras lecciones. No era un gran maestro. «Muévete más rápido» era

lo mejor que podíamos sonsacarle. Tamar era una instructora mucho mejor, pero

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mis lecciones se volvieron menos exigentes después de que Sturmhond nos

encontrara practicando en la cubierta de proa.

―Tamar ―la reprendió Sturmhond―, por favor, no dañes la carga.

Inmediatamente, Tamar se puso en posición y le dio un sencillo:

―Da, kapitan.

Le lancé una mirada agria.

―No soy un paquete para entrega, Sturmhond.

―Es una lástima ―replicó, pasando a ritmo tranquilo―. Los paquetes no

hablan, y se quedan donde los dejas.

Pero cuando Tamar nos inició en estoques y sables, incluso Sturmhond se unió.

Mal mejoraba diariamente, aunque Sturmhond todavía le ganaba con facilidad en

todo momento. Y, sin embargo, a Mal no parecía importarle. Aceptaba sus golpes

con una especie de buen humor que yo nunca parecía capaz de exhibir. Perder me

volvía irritable; Mal sólo se reía, restándole importancia.

―¿Cómo aprendieron Tolya y tú a usar sus poderes? ―le pregunté a Tamar,

una tarde mientras veíamos a Mal y Sturmhond combatir con espadas en

cubierta. Ella me había encontrado un pasador de aguja, y cuando no me estaba

golpeando, intentaba enseñarme nudos y ayustes.

―¡Entra los codos! ―reprendió Sturmhond a Mal―. Deja de aletearlos como un

pollo.

Mal dejó escapar un cloqueo inquietantemente convincente.

Tamar levantó una ceja.

―Tu amigo parece estar disfrutando.

Me encogí de hombros.

―Mal siempre ha sido así. Podrías tirarlo a un campo lleno de asesinos

fjerdanos, y él saldría cargado sobre sus hombros. Simplemente florece donde sea

que lo planten.

―¿Y tú?

―Soy más una mala hierba ―contesté secamente.

Tamar sonrió. En el combate, era fuego frío y silencioso, pero cuando no estaba

peleando, sus sonrisas llegaban fácilmente.

―Me gustan las malas hierbas ―admitió, alejándose de la barandilla para

recoger sus dispersos trozos de cuerda―. Son las sobrevivientes.

Me sorprendí al devolverle la sonrisa, y rápidamente volví a trabajar en el nudo

que intentaba atar. El problema era que me gustaba estar a bordo de la

embarcación de Sturmhond. Me agradaban Tolya y Tamar y el resto de la

tripulación. Me gustaba sentarme en las comidas con ellos, y el sonido de tenor

cadencioso de Privyet. Me gustaban las tardes cuando hacíamos prácticas de tiro,

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alineábamos las botellas de vino vacías para disparar desde popa y hacíamos

apuestas inofensivas.

Era un poco como estar en el Pequeño Palacio, pero sin la diplomacia

desorganizada ni las constantes competencias por estatus. La tripulación se

comportaba de un modo fácil y abierto. Todos eran jóvenes, pobres, y habían

pasado la mayor parte de su vida en la clandestinidad. En este barco habían

encontrado un hogar, y nos dieron la bienvenida a Mal y a mí sin mucha protesta.

No sabía lo que nos esperaba en Ravka Occidental y estaba bastante segura de

que era una locura regresar, pero a bordo del Volkvolny, con el viento soplando y

las velas blancas resaltando contra un amplio cielo azul, podía olvidarme del

futuro y del miedo.

Y tenía que admitir que también me agradaba Sturmhond. Era arrogante y

temerario, y siempre utilizaba diez palabras cuando necesitaba dos, pero me sentía

impresionada por la forma en que manejaba su tripulación. No se molestaba en

emplear los trucos que había visto utilizar al Darkling, y aun así, lo seguían sin

dudar. Se había ganado su respeto, no su miedo.

―¿Cuál es el verdadero nombre de Sturmhond? ―le pregunté a Tamar―. ¿Su

nombre ravkano?

―No tengo ni idea.

―¿Nunca le has preguntado?

―¿Por qué habría de hacerlo?

―Pero, ¿de qué parte de Ravka viene?

Miró hacia el cielo.

―¿Quieres hacer otra ronda con sables? ―preguntó―. Deberíamos tener

tiempo antes de que comience mi guardia.

Siempre cambiaba de tema cuando traía a Sturmhond a colación.

―No se limitó a caer del cielo a un barco, Tamar. ¿No te importa de dónde

vino?

Tamar tomó las espadas y se las entregó a Tolya, quien servía como maestro de

armas de la embarcación.

―No mucho. Él nos deja navegar, y nos deja luchar.

―Y no nos obliga a vestirnos con seda roja ni a hacer de perritos falderos

―añadió Tolya, abriendo un anaquel con la llave que llevaba colgando de su

grueso cuello.

―Serías un perro faldero lastimero ―Tamar se echó a reír.

―Cualquier cosa es mejor que seguir las órdenes de algún imbécil engreído

vestido de negro ―refunfuñó Tolya.

―Sigues las órdenes del Sturmhond ―señalé.

―Sólo cuando le da la gana.

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Salté. Sturmhond se encontraba de pie justo detrás de mí.

―Trata de decirle a ese buey qué hacer y ve qué pasa ―dijo el corsario.

Tamar resopló, y ella y Tolya comenzaron a guardar el resto de las armas.

Sturmhond se inclinó y murmuró:

―Si quieres saber algo sobre mí, preciosa, todo lo que tienes que hacer es

preguntar.

―Me preguntaba de dónde eres ―dije a la defensiva―. Eso es todo.

―¿De dónde eres tú?

―Keramzin, lo sabes.

―Pero ¿de dónde eres?

Por la mente me pasaron recuerdos vagos: un plato poco profundo de

remolachas cocidas y su tacto resbaladizo entre mis dedos mientras me manchaban

las manos de rojo; el olor de la papilla de huevo; ir sentada sobre los hombros de

alguien (tal vez mi padre) por un camino polvoriento. En Keramzin, mencionar a

nuestros padres había sido considerado una traición a la bondad del Duque y una

señal de ingratitud. Nos enseñaron a no hablar nunca de nuestras vidas antes de

llegar a la finca, y con el tiempo, la mayoría de los recuerdos simplemente

desaparecieron.

―De ninguna parte ―contesté―. El pueblo donde nací era demasiado pequeño

como para ser digno de un nombre. Ahora, ¿qué hay de ti, Sturmhond? ¿De dónde

vienes?

El corsario sonrió. Una vez más, me asaltó la idea de que había algo raro en su

rostro.

―Mi madre era una ostra ―dijo con un guiño―. Y yo soy la perla.

Y se alejó silbando una melodía desafinada.

* * *

Dos noches después, me desperté y encontré a Tamar cerniéndose sobre mí,

mientras me sacudía por el hombro bueno.

―Es hora de irnos ―dijo.

―¿Ahora? ―pregunté, adormilada―. ¿Qué hora es?

―Cerca de las tres campanas.

―¿De la mañana? ―Bostecé y bajé las piernas por el lado de mi

hamaca―. ¿Dónde estamos?

―A quince millas de la costa de Ravka Occidental. Vamos, Sturmhond está

esperando. ―Ella ya estaba vestida y tenía su bolso de lona colgado del hombro.

Yo no tenía pertenencias que reunir, por lo que me puse las botas, di unas

palmaditas en el bolsillo interior de mi abrigo para asegurarme de que tenía el libro

rojo, y la seguí hasta la puerta.

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Leigh Bardugo Dark Guardians

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En cubierta, Mal se encontraba junto a barandilla de estribor con un pequeño

grupo de miembros de la tripulación. Tuve un momento de confusión cuando me

di cuenta de que Privyet llevaba la levita verde azulada de Sturmhond. No habría

reconocido a Sturmhond si no hubiera estado dando órdenes. Estaba envuelto en

un abrigo voluminoso con el cuello levantado y un gorro de lana hasta las orejas.

Soplaba un viento frío. Las estrellas brillaban en el cielo, y la luna creciente

colgaba en el horizonte. Miré a lo lejos, escuchando el susurro constante del mar. Si

la tierra estaba cerca, no podía verla.

Mal trató de frotar un poco de calor en mis brazos.

―¿Qué está pasando? ―pregunté.

―Vamos a tierra. ―Pude oír la cautela en su voz.

―¿En mitad de la noche?

―El Volkvolny izará mi bandera cerca de la costa fjerdana ―dijo Sturmhond―.

El Darkling no tiene por qué saber que estás de vuelta en suelo ravkano de

momento.

Cuando Sturmhond inclinó la cabeza en conversación con Privyet, Mal me

atrajo hacia la barandilla de babor.

―¿Estás segura de esto?

―No, en absoluto ―admití.

Apoyó las manos en mis hombros y dijo:

―Hay una buena probabilidad de que me arresten si nos encuentran,

Alina. Puedes ser la Invocadora del Sol, pero yo sólo soy un soldado que desafió

órdenes.

―Órdenes del Darkling.

―Puede no importar.

―Voy a hacer que importen. Además, no nos encontrarán. Vamos a entrar en

Ravka Occidental, conoceremos al cliente de Sturmhond, y decidiremos lo que

queremos hacer.

Mal me atrajo hacia sí.

―¿Siempre fuiste tan problemática?

―Me gusta pensar que soy deliciosamente compleja.

Cuando se inclinó para besarme, la voz de Sturmhond atravesó la oscuridad.

―¿Podemos llegar a los abrazos más tarde? Quiero que estemos en tierra antes

del amanecer.

Mal suspiró.

―Con el tiempo, voy a darle un puñetazo.

―Te voy a apoyar en esa tarea.

Me tomó la mano, y volvimos al grupo.

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Sturmhond le dio a Privyet un sobre sellado con una gota de cera de color azul

pálido, y luego le dio una palmada en la espalda. Tal vez era la luz de la luna, pero

parecía que el primer oficial iba a ponerse a llorar. Tolya y Tamar pasaron sobre la

baranda sosteniéndose con fuerza a la escalerilla asegurada a la goleta.

Me asomé por la borda. Esperaba ver un bote común, así que me sorprendió la

pequeña embarcación que vi flotando junto al Volkvolny. No se parecía a ningún

barco que hubiera visto. Sus dos cascos parecían un par de zapatos ahuecados

unidos por una plataforma con un agujero gigante en el centro.

Mal y yo seguimos a los gemelos, pisando con cuidado sobre uno de los cascos

curvos de la nave. Caminamos por el casco y descendimos a la cubierta central,

donde se encontraba el puente de mando hundido entre dos mástiles. Sturmhond

saltó detrás de nosotros, luego se subió a una plataforma alzada detrás del puente

de mando y tomó su lugar en el timón de la nave.

―¿Qué es esta cosa? ―pregunté.

―Yo lo llamo el Colibrí ―contestó, consultando algún tipo de gráfico que yo no

podía ver―, aunque estoy pensando en renombrarla el Pájaro de fuego. ―Aspiré

con fuerza, pero Sturmhond simplemente sonrió y ordenó―: ¡Corten las anclas y

libérenlo!

Tamar y Tolya desengancharon los nudos de los ganchos que nos sostenían

al Volkvolny. Vi que la línea de anclaje se deslizaba como una serpiente viva por la

popa del Colibrí, y que la punta de la cuerda se deslizaba silenciosamente por el

mar. Hubiera pensado que necesitaríamos un ancla cuando desembarcáramos, pero

supuse que Sturmhond sabía lo que estaba haciendo.

―Icen velas ―gritó Sturmhond.

Las velas se desplegaron. A pesar de que los mástiles del Colibrí eran

considerablemente más cortos que las personas a bordo de la goleta, sus velas

dobles eran cosas enormes, rectangulares, y cada una requería dos tripulantes para

maniobrarlas.

Una ligera brisa atrapó la tela y nos alejó del Volkvolny. Miré hacia arriba y vi

que Sturmhond observaba cómo nos alejábamos de la goleta. No podía ver su

rostro, pero tuve la clara sensación que se estaba despidiendo. Se sacudió, y luego

gritó:

―¡Impulsores!

Había un Grisha posicionado en cada casco. Levantaron los brazos y el viento

se elevó a nuestro alrededor, llenando las velas. Sturmhond ajustó nuestro curso y

pidió más velocidad. Los Impulsores accedieron, y la extraña barca saltó hacia

adelante.

―Tomen esto ―dijo Sturmhond. Dejó caer un par de gafas en mi regazo y le

arrojó otro par a Mal. Tenían un aspecto similar a las que usaban los Fabricadores

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en los talleres del Pequeño Palacio. Miré a mí alrededor. Toda la tripulación parecía

estar usándolas al igual que Sturmhond, así que nos las pusimos.

Segundos después, me sentí agradecida de usarlas cuando Sturmhond pidió

aún más velocidad. Las velas temblaban en el aparejo, y sentí una punzada de

nerviosismo. ¿Por qué estaba tan apresurado?

El Colibrí aceleró sobre el agua, sus huecos cascos dobles patinaban de ola en ola

y apenas parecían tocar la superficie del mar. Me aferré a mi asiento, el estómago

me saltaba con cada vaivén.

―Muy bien, Impulsores, elévennos ―ordenó Sturmhond―. Marineros a las

alas, a mi cuenta.

Me volví hacia Mal.

―¿Qué quiere decir con eso de «elévennos»?

―¡Cinco! ―gritó Sturmhond.

Los tripulantes comenzaron a moverse hacia la izquierda, tirando de las

cuerdas.

―¡Cuatro!

Los Impulsores elevaron más las manos.

―¡Tres!

Un estruendo se elevó entre los dos mástiles, las velas se deslizaron en toda su

longitud.

―¡Dos!

―¡Tiren! ―gritaron los marineros. Los Impulsores levantaron los brazos con un

movimiento enorme.

―¡Uno! ―gritó Sturmhond.

Las velas se elevaron y se abrieron, abriéndose por encima de cubierta como

dos alas gigantescas. El estómago me dio un vuelco, y lo impensable sucedió:

El Colibrí elevó el vuelo.

Me agarré al asiento murmurando oraciones antiguas en voz baja, cerré los ojos

con fuerza mientras el viento azotaba mi cara y nos elevábamos al cielo nocturno.

Sturmhond se reía como un loco. Los Impulsores se gritaban unos a otros en

una retahíla, asegurándose de mantener la constante corriente ascendente. Pensé

que el corazón se me saldría del pecho.

«Oh, Santos ―pensé con inquietud―. Esto no puede estar pasando».

―Alina ―gritó Mal sobre el ajetreo del viento.

―¿Qué? ―Forcé la palabra a través de los labios apretados.

―Alina, abre los ojos. Tienes que ver esto.

Le di una concisa sacudida de cabeza. Eso era exactamente lo que no tenía que

hacer.

La mano del Mal se deslizó sobre la mía y aferró mis dedos congelados.

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―Inténtalo.

Tomé una respiración temblorosa y me obligué a abrir los párpados. Estábamos

rodeados de estrellas. Por encima de nosotros, la lona blanca se encontraba estirada

en dos grandes arcos, como las curvas tensas del arco de un arquero.

Sabía que no debía hacerlo, pero no pude evitar estirar el cuello sobre el borde

de la cabina. El rugido del viento era ensordecedor. Debajo, muy por debajo, las

olas iluminadas por la luna ondulaban como las escamas brillantes de una

serpiente avanzando con lentitud. Si caíamos, sabía que se haría añicos.

Se me escapó una risita, en algún lugar entre la euforia y la histeria. Estábamos

volando. Volando.

Mal me apretó la mano y dio un grito exultante.

―¡Esto es imposible! ―grité.

Sturmhond gritó.

―Cuando la gente dice imposible, por lo general quieren decir improbable.

Con la luz de la luna brillando en los cristales de sus gafas y el abrigo ondulante

a su alrededor, parecía un loco de remate.

Traté de respirar. El viento se mantenía estable. Los Impulsores y la tripulación

parecía centrada, pero en calma. Lentamente, muy lentamente, el nudo en mi pecho

se aflojó y empecé a relajarme.

―¿De dónde viene esta cosa? ―grité hacia Sturmhond.

―Yo la diseñé. La construí y estrellé un par de prototipos.

Tragué saliva. «Estrellar» era la última palabra que quería oír.

Mal se inclinó sobre el borde del puente de mando, intentando obtener una

vista más clara de los cañones gigantescos ubicados en los puntos principales de los

cascos.

―Esas armas tienen varios cañones ―comentó.

―Y funcionan con gravedad. No es necesario parar para recargar. Disparan

doscientas ráfagas por minuto.

―Es…

―¿Imposible? El único problema es el sobrecalentamiento, pero no es tan malo

en este modelo. Tengo un armero zemení tratando de resolver las fallas. Son unos

bastardos barbáricos, pero saben trabajar con un arma de fuego. Los asientos de

popa rotan para que puedas disparar desde cualquier ángulo.

―Y disparar desde arriba al enemigo ―gritó Mal casi vertiginosamente―. Si

Ravka tuvieran una flota de estos…

―Toda una ventaja, ¿no? Pero el Primer y Segundo Ejército tendrían que

trabajar juntos.

Pensé en lo que el Darkling me había dicho hacía mucho tiempo: «La era del

poder de los Grisha está llegando a su fin». Su respuesta había sido convertir el

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Abismo en un arma, pero ¿y si el poder Grisha pudiera ser transformado por

hombres como Sturmhond?

Miré a lo largo de la cubierta del Colibrí a los marineros e Impulsores que

trabajaban codo con codo, a Tolya y Tamar sentados detrás de esas armas

aterradoras. No era imposible.

«Es un corsario ―me recordé―. Y se inclinaría a ser especulador de guerra en

un segundo». Las armas de Sturmhond le podrían dar una ventaja a Ravka, pero

esas armas podrían ser usadas por los enemigos de Ravka con la misma facilidad.

Una luz brillante a babor me sacó de mis pensamientos. El gran faro en Alkhem

Bay. Estábamos cerca. Si estiraba el cuello, podía divisar las torres relucientes del

puerto de Os Kervo.

Pero Sturmhond no se dirigió directamente hacia allí, sino que se desvió al

suroeste. Supuse que desembarcaríamos en algún lugar en la costa. La idea de

aterrizar me mareó. Decidí mantener los ojos cerrados cuando aterrizáramos, sin

importar lo que dijera Mal.

Pronto perdí de vista la luz del faro. ¿Qué tan al sur tenía intención de llevarnos

Sturmhond? Había dicho que quería llegar a la costa antes del amanecer, lo que

sucedería en no más de una o dos horas.

Mis pensamientos se desviaron, perdidos en las estrellas que nos rodeaban y las

nubes que avanzaban por el cielo. El viento nocturno me azotaba las mejillas y

parecía atravesar la fina tela de mi abrigo.

Miré hacia abajo y me tragué un grito: ya no volábamos sobre agua. Estábamos

sobre tierra, sólida e implacable.

Tironeé a Mal de la manga y señalé frenéticamente hacia el campo bajo

nosotros, pintado en tonos de luna de negro y plata.

―¡Sturmhond! ―grité en estado de pánico―. ¿Qué estás haciendo?

―Dijiste que nos llevarías a Os Kervo… ―gritó Mal.

―Dije que los llevaría a conocer a mi cliente.

―Olvídate de eso ―me lamenté―. ¿Dónde vamos a aterrizar?

―No te preocupes ―dijo Sturmhond―. Tengo un precioso lago pequeño en

mente.

―¡Cuán pequeño? ―chillé, entonces me di cuenta de que Mal salía del puente

de mando, con el rostro furioso―. ¡Mal, siéntate!

―¡Tú, ladrón mentiroso…!

―Yo me quedaría donde estás. No creo que quieras andar a empujones cuando

entremos al Abismo.

Mal se congeló y Sturmhond empezó a silbar su melodía desafinada, pero el

viento se la llevó.

―No puedes hablar en serio ―le dije.

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―Por lo general, no ―dijo Sturmhond―. Hay un rifle asegurado bajo tu

asiento, Oretsev. Puede que quieras sacarlo, sólo por si acaso.

―¡No puedes llevar esta cosa al Abismo! ―bramó Mal.

―¿Por qué no? Por lo que entiendo, estoy viajando con la única persona que

puede garantizar el paso seguro.

Apreté los puños y la furia de repente reemplazó al miedo en mi mente.

―¡Tal vez deje que los volcra los usen de aperitivo nocturno a ti y a tu

tripulación!

Sturmhond mantuvo una mano en el timón y consultó su reloj.

―Más bien de desayuno temprano. De verdad estamos retrasados. Además, es

una caída larga ―señaló―. Incluso para la Invocadora del Sol.

Eché un vistazo a Mal y supe que su furia debía estar reflejada en mi cara.

El paisaje avanzaba por debajo de nosotros a un ritmo aterrador. Me puse de

pie, intentando hacerme la idea de dónde estábamos.

―Santos ―juré.

Detrás de nosotros yacían las estrellas y la luna, el mundo de los vivos. Delante

de nosotros, no había nada. De verdad iba a hacerlo, nos llevaba hacia el Abismo.

―Armeros, a sus puestos ―gritó Sturmhond―. Impulsores, manténganse

estables.

―¡Sturmhond, voy a matarte! ―grité―. ¡Gira esto ahora mismo!

―Ojalá pudiera. Me temo que si me quieres matar, vas a tener que esperar

hasta que aterricemos. ¿Listos?

―¡No! ―chillé.

Pero al momento siguiente, estábamos en la oscuridad. Era como ninguna

noche jamás conocida, una oscuridad profunda, perfecta y antinatural que pareció

rodearnos como un abrazo asfixiante. Estábamos en el Abismo.

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Traducido por Jeiis_22

Corregido por Pamee

En cuanto entramos al Falso Océano, supe que algo había cambiado.

A toda prisa, apoyé los pies sobre la cubierta y alcé las manos, lanzando una

amplia franja de luz dorada alrededor del Colibrí. A pesar de lo furiosa que estaba

con Sturmhond, no iba a permitir que un rebaño de volcra descendiera sobre

nosotros sólo para demostrar lo furiosa que estaba.

Con la potencia de ambos amplificadores, casi no tuve que pensar para invocar

la luz. Examiné los bordes cuidadosamente, sin sentir la perturbación salvaje que

me había agobiado la primera vez que utilicé el grillete. Pero algo estaba muy mal,

el Abismo se sentía diferente. Me dije que era sólo mi imaginación, pero parecía que

la oscuridad tenía una textura, casi podía sentirla moviéndose sobre mi piel. Los

bordes de la herida del hombro me comenzaron a escocer y a palpitar, como si la

piel estuviese inquieta.

Había estado en el Falso Océano dos veces, y en ambas ocasiones me sentí como

una extraña, como una intrusa vulnerable en un mundo antinatural que no me

quería allí. Pero ahora era como si el Abismo estuviese intentando alcanzarme y

darme la bienvenida. Sabía que no tenía sentido, que el Abismo era un lugar sin

vida y vacío, no un ser vivo.

«Me conoce ―pensé―. Los semejantes se atraen».

Estaba siendo ridícula. Me aclaré la mente y lancé la luz más lejos, dejando que

el poder pulsara cálido y tranquilizador a mí alrededor. Yo era esto y no oscuridad.

―Ya vienen ―dijo Mal a mi lado―. Escuchen.

Sobre el ímpetu del viento, oí el eco de un chillido a través del Abismo, y luego

el constante aleteo de los volcra. Nos habían encontrado rápidamente, atraídos por

el olor de la presa humana.

Batían las alas alrededor del círculo de luz que había creado, empujando la

oscuridad hacia nosotros en ondas agitadas. Con los cruces del Abismo detenidos,

habían estado demasiado tiempo sin comer. El apetito los volvía audaces.

Extendí los brazos, dejando que la luz brillase más y los hice retroceder.

―No ―dijo Sturmhond―. Déjalos acercarse.

―¿Qué? ¿Por qué? ―pregunté, los volcra eran depredadores puros, no eran

juguetes.

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―Nos cazan ―dijo, levantando la voz para que todos pudieran oírlo―. Tal vez

sea hora de que nosotros los cacemos a ellos.

La tripulación dejó salir un grito de guerra, seguido por una serie de ladridos y

aullidos.

―Atrae la luz ―me pidió.

―Está fuera de sí ―le dije a Mal―. Dile que esta fuera de sí.

Pero Mal vaciló.

―Bueno…

―Bueno, ¿qué? ―pregunté, incrédula―. ¡En caso de que lo hayas olvidado,

una de esas cosas intentó comerte!

Él se encogió de hombros y una sonrisa rozó sus labios.

―Tal vez por eso me gustaría ver qué pueden hacer estas armas.

Negué con la cabeza, no me gustaba esto para nada.

―Sólo por un momento ―presiono Sturmhond―. Compláceme.

Complacerlo, como si estuviese pidiendo otra rebanada de pastel.

La tripulación estaba a la espera, Tolya y Tamar estaban encorvados sobre los

cañones protuberantes de sus armas; parecían insectos coleópteros.

―Está bien ―dije―. Pero no digan que no se los advertí.

Mal se llevó el rifle al hombro.

―Aquí vamos ―murmuré. Contraje los dedos y el círculo de luz se contrajo y

se encogió alrededor del barco.

Los volcra chillaron de emoción.

―¡Apágala toda! ―ordenó Sturmhond.

Apreté los dientes con frustración, luego hice lo que pedía. El Abismo quedó a

oscuras.

Escuché el batir de las alas cuando los volcra se lanzaron en picada.

―¡Ahora, Alina! ―gritó Sturmhond―. ¡Ilumínanos!

No me detuve a pensarlo, arrojé la luz en una onda ardiente. La luz del

mediodía dura e implacable nos mostró el horror que nos rodeaba. Había volcra

por todas partes suspendidos en el aire alrededor del barco, una masa de gris con

alas, cuerpos removiéndose, ojos vidriosos y ciegos, fauces llenas de dientes. Su

parecido con los nichevo’ya era inconfundible y, sin embargo, eran mucho más

grotescos y mucho más torpes.

―¡Fuego! ―gritó Sturmhond.

Tolya y Tamar abrieron fuego. Era un sonido que nunca antes había escuchado,

un estruendo imparable y aplastante que hizo temblar el aire a nuestro alrededor y

me hizo repiquetear los huesos.

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Fue una masacre, los volcra cayeron de los cielos con los pechos destrozados y

las alas desgarras. Los cartuchos caían con un sonido metálico sobre la cubierta del

barco y el olor penetrante de la pólvora consumida llenaba el aire.

Doscientos disparos por minuto. Así que esto era lo que podía hacer un ejército

moderno.

Los monstruos no parecían saber lo que estaba sucediendo, giraban y

golpeaban el aire, conducidos por su incansable sed de sangre, hambre y miedo,

desgarrándose unos a otros en su confusión y deseo de escapar.

Sus gritos… Baghra me dijo una vez que los antepasados de los volcra eran

humanos. Podría haber jurado que escuchaba sus gritos.

Los disparos pararon. Me pitaban los oídos. Miré hacia arriba y vi manchas

negras de sangre y pedazos de carne en las velas de lona. Un sudor frío me perlaba

la frente, y pensé que iba a caer enferma. El silencio duró sólo unos momentos

antes de que Tolya echase atrás la cabeza y lanzase un aullido de victoria; el resto

de la tripulación se le unió ladrando y aullando. Quería gritarles a todos que se

callaran.

―¿Cree que podamos acabar con otro rebaño? ―preguntó uno de los

Impulsores.

―Tal vez ―contestó Sturmhond―. Pero probablemente deberíamos seguir

hacia el este. Ya casi amanece y no quiero que nos vean.

«Sí ―pensé―. Vayamos al este, salgamos de aquí». Me temblaban las manos, la

herida del hombro me ardía y palpitaba. ¿Qué me pasaba? Los volcra eran

monstruos, nos habrían desgarrado sin pensarlo; lo sabía y, sin embrago, todavía

podía oír sus gritos.

―Hay más ―dijo Mal de repente―. Muchos más.

―¿Cómo lo sabes? ―preguntó Sturmhond.

―Soló lo sé.

Sturmhond vaciló, entre las gafas, el sombrero y el cuello alto, era imposible

leer su expresión.

―¿Dónde? ―preguntó finalmente.

―Un poco más al norte ―respondió Mal―. En esa dirección. ―Apuntó hacia la

oscuridad y tuve el impulso de golpearle la mano. Sólo porque pudiera rastrear a

los volcra, no significaba que tuviera que hacerlo.

Sturmhond cambió el rumbo. El corazón me dio un vuelvo.

El Colibrí bajó las alas y giró, mientras Mal gritaba las indicaciones y Sturmhond

cambiaba el rumbo. Traté de concentrarme en la luz, en la presencia reconfortante

de mi poder e intenté ignorar la sensación de malestar en el estómago.

Sturmhond nos hizo bajar más. Mi luz brilló sobre la arena incolora del Abismo

y tocó el oscuro bulto de un bote de arena naufragado. Un temblor me recorrió el

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cuerpo cuando nos acercamos. El esquife estaba partido por la mitad, uno de sus

mástiles se había quebrado en dos partes y sólo podía distinguir los restos de tres

velas negras harapientas.

Mal nos había dirigido a las ruinas del bote del Darkling.

La poca calma que me las había arreglado para reunir, desapareció.

El Colibrí se acercó más y nuestras sombras se proyectaron sobre la cubierta

astillada. Sentí un poco de alivio. A pesar de lo ilógico que era, esperaba ver los

cuerpos esparcidos por la cubierta de los Grisha que había dejado atrás, los

esqueletos del emisario del Rey y de los embajadores extranjeros acurrucados en

un rincón, pero obviamente ya no estaban. Habían servido de comida para los

volcra y ahora sus huesos se encontraban esparcidos por los confines desérticos del

Abismo.

El Colibrí giró a estribor y mi luz atravesó las oscuras profundidades del casco

roto. Los gritos comenzaron.

―Santos ―juró Mal, y levantó su rifle.

Había tres grandes volcra encogidos bajo el casco del esquife, de espaldas a

nosotros, con las alas bien abiertas. Pero fue lo que intentaban proteger con sus

cuerpos lo que me produjo que el miedo y la repulsión temblando me

aguijonearan: un mar de formas retorcidas, brazos pequeños y relucientes, espaldas

dividas por pequeñas membranas transparentes de alas que apenas se estaban

formando. Gimotearon y lloriquearon, y se deslizaron uno sobre los otros

intentando aparatarse de la luz.

Habíamos descubierto un nido.

La tripulación se había quedado en silencio; ya no había ladridos ni aullidos.

Sturmhond dirigió la nave en otro arco bajo y entonces gritó:

―Tolya, Tamar, grenatki.

Los gemelos cargaron dos proyectiles de hierro fundido y los alzaron hasta el

borde la barandilla.

Otra ola de temor se apoderó de mí. «Son volcra ―me recordé―. Míralos, son

monstruos».

―Impulsores, a mi señal ―dijo Sturmhond, sombrío―. ¡Espoletas! ―gritó, y

luego―: Artilleros, ¡fuego a discreción!

En el momento en que los proyectiles fueron liberados, Sturmhond rugió:

―¡Ahora! ―Y giró el timón con fuerza hacia la derecha. Los Impulsores

levantaron los brazos y el Colibrí salió disparó hacia el cielo.

Pasó un silencioso segundo, entonces una explosión a gran escala resonó bajo

nosotros. El calor y la fuerza de la detonación golpearon al Colibrí con una ráfaga

poderosa.

―¡Firmes! ―bramó Sturmhond.

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La pequeña embarcación se hundió salvajemente, balanceándose como un

péndulo bajo sus alas de lonas. Mal me plantó una mano a cada lado, protegiendo

mi cuerpo con el suyo mientras luchaba por mantener el equilibrio y por mantener

encendida la luz que nos rodeaba.

Finalmente, el barco dejó de balancearse y recorrió en un arco suave, trazando

un amplio círculo por encima del esquife en llamas.

Temblaba con fuerza. El aire olía a carne quemada, sentía los pulmones

chamuscados y cada respiración me quemaba el pecho.

La tripulación de Sturmhond aullaba y gritaba de nuevo. Mal se les unió y alzó

su rifle en señal de victoria. Por encima de los aplausos podía escuchar los gritos de

los volcra, indefensos y humanos a mis oídos, como lamentos de madres al haber

perdido a sus crías.

Cerré los ojos. Era todo lo que podía hacer para no taparme oídos y

desplomarme sobre cubierta.

―Suficiente ―susurré, nadie parecía escucharme―. Por favor ―dije con voz

áspera―. Mal…

―Te has convertido en una verdadera asesina, Alina.

Esa voz fría. Abrí los ojos de golpe.

El Darkling se encontraba frente a mí, su kefta negra ondeaba sobre la cubierta

del Colibrí. Di un grito ahogado y retrocedí un paso mirando frenéticamente a mí

alrededor, pero nadie estaba observando, todos gritaban y daban alaridos mientras

miraban fijamente las llamas.

―No te preocupes ―dijo el Darkling suavemente―. Se hace más fácil con el

tiempo. Ven, yo te enseñaré.

Deslizó un cuchillo de la manga de su kefta y antes de que pudiese gritar, lanzó

un corte hacia mi cara. Alcé las manos para defenderme y un grito se liberó de mi

garganta.

La luz desapareció y el barco se hundió en la oscuridad. Caí de rodillas y me

acurruqué en la cubierta, lista para sentir el filo del acero Grisha.

No lo sentí. La gente seguía gritando en la oscuridad a mí alrededor, y

Sturmhond gritaba mi nombre.

Oí resonar el chillido de los volcra. «Cerca, demasiado cerca». Alguien gimió y

el barco se inclinó rápidamente. Oí el rechinar de las botas cuando la tripulación

luchó por mantenerse en pie.

―¡Alina! ―Esa vez, era la voz de Mal.

Lo sentí avanzar a trompicones hacia mí en la oscuridad. Me regresó algo de

sentido y volví a lanzar la luz en un torrente brillante.

Los volcra que habían descendido sobre nosotros aullaron y giraron de nuevo

hacia la oscuridad, pero uno de los Impulsores yacía sangrando en cubierta con el

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brazo casi arrancado del hombro. La vela aleteaba inútilmente sobre él y el Colibrí

se inclinó hacia estribor, perdiendo altura rápidamente.

―¡Tamar, ayúdale! ―ordenó Sturmhond, pero Tolya y Tamar ya estaban

escalando por los cascos hacia el Impulsor caído.

La otra Impulsora había levantado las dos manos, con el rostro rígido por la

tensión, mientras intentaba convocar una corriente lo suficientemente fuerte para

mantenernos en el aire. El barco se balanceó y flaqueó. Sturmhond se aferró al

timón, gritando órdenes a los miembros de la tripulación que trabajaban con las

velas del barco.

El corazón me aporreaba en el pecho. Miré frenéticamente a cubierta, dividida

entre el terror y la confusión. Había visto al Darkling, lo había visto.

―¿Estás bien? ―preguntaba Mal a mi lado―. ¿Estás herida?

No podía mirarlo. Temblaba tan fuerte que pensé podría romperme. Concentré

todo mi esfuerzo en mantener la luz ardiente a nuestro alrededor.

―¿Está herida? ―gritó Sturmhond.

―¡Sólo sácanos de aquí! ―respondió Mal.

―Oh, ¿eso debería estar haciendo? ―espetó Sturmhond.

Los volcra chillaban y giraban, poniendo a prueba el círculo de luz. Podían ser

monstruos, pero me pregunté sí entendían la venganza.

El Colibrí se balanceó y se estremeció. Miré hacia abajo y vi arena gris

precipitándose a nuestro encuentro y luego, de repente, estábamos fuera de la

oscuridad. Salimos disparados de los últimos fragmentos negros del Abismo y

entramos a la luz azul del amanecer.

El suelo se veía aterradoramente cerca bajo el barco.

―¡Luces fuera! ―ordenó Sturmhond.

Dejé caer las manos y me aferré desesperada la barandilla del puente de mando.

Pude ver un gran tramo del camino, luces de un pueblo que brillaban intensamente

en la distancia y ahí, más allá de unos cerros de poca altura, un estrecho lago azul

con la luz de la mañana resplandeciendo sobre la superficie.

―¡Sólo un poco más! ―gritó Sturmhond.

La Impulsora dejó escapar un sollozo de esfuerzo, los brazos le temblaban y las

velas ondeaban. El Colibrí continúo cayendo; las ramas rasparon el casco cuando

pasamos rozando las copas de los árboles.

―¡Todos agáchense y sujétense con fuerza! ―gritó Sturmhond.

Mal y yo nos agachamos en la cabina con los brazos y las piernas apoyadas a los

laterales y las manos entrelazadas. La pequeña embarcación se sacudió y tembló.

―No lo vamos a conseguir ―dije en tono áspero.

Él no dijo nada, simplemente me apretó los dedos con más fuerza.

―¡Prepárense! ―rugió Sturmhond.

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Leigh Bardugo Dark Guardians

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En el último segundo, se lanzó a la cabina en una maraña de extremidades. Sólo

tuvo tiempo de decir: «Esto es acogedor» antes de estrellarnos contra la tierra con

una sacudida demoledora.

Mal y yo salimos disparados hacia la proa del puente de mando cuando el

barco se estrelló contra el suelo, repiqueteando y golpeteando. Su casco se partió en

pedazos, hubo un fuerte chapoteo y de repente pasamos rozando el agua del lago.

Oí el sonido de algo que se desgarraba y supe que uno de los cascos se había

liberado. Rebotamos bruscamente sobre la superficie y luego, milagrosamente, nos

detuvimos con un estremecimiento.

Traté de orientarme. Yacía de espalda, pegada al puente de mando y alguien

respiraba con dificultad a mi lado. Me moví con cautela. Había recibido un fuerte

golpe en la cabeza y un corte profundo en ambas palmas, pero me parecía que

estaba de una sola pieza.

El agua estaba inundando el suelo de la cabina, oí salpicaduras y a gente

llamándose a gritos.

―¿Mal? ―lo llamé, mi voz era un chillido tembloroso.

―Estoy bien ―respondió, estaba en algún lugar a mi izquierda―. Tenemos que

salir de aquí.

Miré alrededor, pero Sturmhond no se veía por ningún lado.

Cuando salimos del puente de mando, el barco roto comenzó a inclinarse de

manera alarmante.

Oímos un pequeño crujido y uno de los mástiles cedió, para luego desplomarse

en el lago bajo el peso de sus velas. Nos tiramos al lago, pataleando con fuerza

mientras el lago intentaba hundirnos junto al barco. Uno de los tripulantes estaba

enredado en las cuerdas. Mal se sumergió para ayudar a sacarlo y estuve a punto

de llorar de alivio cuando ambos surgieron a la superficie.

Vi a Tolya y Tamar nadando con otros miembros de la tripulación a la siga.

Tolya llevaba al Impulsor herido a cuestas. Sturmhond nadaba detrás con un

marinero inconsciente bajo el brazo. Nadamos hacia la orilla.

Mis extremidades magulladas se sentían pesadas, y mi ropa empapada

aumentaba la pesadez, pero finalmente llegamos a aguas poco profundas.

Salimos del agua a rastras, pasando por parches de juncos limosos, y nos

arrojamos sobre la playa con forma de media luna.

Me quedé ahí, escuchando los sonidos extrañamente ordinarios de la

madrugada: grillos en la hierba, el trino de las aves en algún lugar del bosque, el

bajo croar titubeante de una rana. Tolya estaba atendiendo al Impulsor herido, y

mientras terminaba de curarle el brazo, le daba instrucciones para que flexionara

los dedos y doblara el codo. Oí que Sturmhond llegaba a la playa y entregaba el

último marinero al cuidado de Tamar.

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Leigh Bardugo Dark Guardians

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―No está respirando ―dijo Sturmhond―, y no le siento pulso.

Me obligué a sentarme. El sol se elevaba detrás de nosotros, me calentaba la

espalda e iluminaba el lago y los bordes de los árboles.

Tamar tenía las manos apretadas contra el pecho del marinero mientras

utilizaba su poder para extraerle el agua de los pulmones y traer su corazón a la

vida. Los minutos parecían extenderse mientras el marinero yacía inmóvil en la

arena. Luego jadeó, abrió los ojos y vomitó el agua del lago sobre su camisa.

Di un suspiro de alivio; un muerto menos en mi conciencia.

Otro miembro de la tripulación se palpaba los costados, comprobando si se

había roto alguna costilla. Mal tenía un corte profundo en la frente. Pero estábamos

todos aquí, lo habíamos conseguido.

Sturmhond volvió a meterse al agua. Con el agua hasta las rodillas, contempló

la superficie lisa del lago mientras su abrigo flotaba a su espalda. A excepción de

un tramo destrozado de tierra en la orilla, no había señal de lo que había sido el

Colibrí alguna vez.

La Impulsora ilesa se volvió hacia mí.

―¿Qué pasó? ―espetó―. Casi matan a Kuvo, ¡a todos!

―No lo sé ―contesté, apoyando la cabeza en las rodillas.

Mal me rodeó con su brazo, pero yo no quería consuelo, quería una explicación

de lo que había visto.

―¿No lo sabes? ―dijo con incredulidad.

―No lo sé ―repetí, sorprendida por la oleada de ira que salía con cada

palabra―. No pedí que me lanzaran en el Abismo, no soy la que fue en busca de

pelea con los volcra. ¿Por qué no le preguntas a tu capitán lo que pasó?

―Tiene razón ―dijo Sturmhond, salió del agua con dificultad y subió por la

orilla hacia nosotros, mientras se quitaba los guantes destrozados―. Debería

haberle dado más aviso y no debería haber ido hacia el nido.

De alguna manera, el hecho de que estuviese de acuerdo conmigo sólo me hacía

sentir más enfadada. Después, Sturmhond se quitó el sombrero y las gafas y mi

rabia desapareció, sustituida completamente por el desconcierto.

Mal se puso de pie en un instante.

―¿Qué demonios es esto? ―demandó, en voz baja y peligrosa.

Me quedé paralizada. Mi dolor y agotamiento se vieron eclipsados por la

extraña visión frente a mí. No sabía lo que estaba mirando, pero me alegré de que

Mal lo estuviese viendo también; después de lo que había visto en el Abismo, no

confiaba en mí misma.

Sturmhond suspiró y se pasó una mano por la cara… una cara totalmente

desconocida.

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Su barbilla había perdido su punta pronunciada y si bien su nariz todavía

estaba un poco torcida, no se parecía en nada a la nariz bulbosa que había sido; su

cabello ya no era marrón rojizo y largo, sino de un dorado oscuro, cortado al estilo

militar, y esos extraños ojos de color verde turbio, ahora eran claros, de un color

avellana brillante. Lucía completamente diferente, pero sin lugar a dudas era

Sturmhond.

«Y es guapo», pensé con una punzada desconcertante de resentimiento.

Mal y yo éramos los únicos que lo miraban fijamente, nadie de la tripulación

parecía remotamente sorprendido.

―Tienes a un confeccionista ―le dije.

Sturmhond hizo una mueca.

―No soy un confeccionista ―protestó Tolya con enojo.

―No, Tolya, tus dones están en otra parte ―dijo Sturmhond con dulzura―.

Sobre todo en los campos célebres del asesinato y la mutilación.

―¿Por qué haces esto? ―le pregunté, intentando adaptarme a la experiencia

discordante de la voz de Sturmhond en la boca de una persona diferente.

―Era esencial que el Darkling no me reconociera. No me ha visto desde que

tenía catorce años, pero no quería tentar la suerte.

―¿Quién eres? ―preguntó Mal furiosamente.

―Esa es una pregunta complicada.

―En realidad es bastante sencilla ―dije al ponerme de pie―. Pero sí exige

contar la verdad, algo que pareces incapaz de hacer.

―Oh, puedo hacerlo ―dijo Sturmhond, sacudiendo el agua de una de sus

botas―. Simplemente no soy muy bueno en ello.

―Sturmhond ―gruñó Mal, avanzando hacia él―. Tienes exactamente diez

segundos para explicarte o Tolya va a tener que hacerte una cara totalmente nueva.

Entonces Tamar se puso de pie.

―Alguien viene.

Todos guardamos silencio y pusimos atención. Los sonidos venían de más allá

del bosque que rodeaba al lago: un montón de cascos de caballos, el chasquido y

crujido de las ramas al quebrarse mientras los hombres se acercaban a nosotros a

través de los árboles.

Sturmhond gimió.

―Sabía que nos habían avistado, pasamos demasiado tiempo en el Abismo.

―Dejó escapar un suspiro irregular―. Un barco hundido y una tripulación que

parece un montón de comadrejas ahogadas. Esto no era lo que tenía en mente.

Quería saber lo que tenía en mente exactamente, pero no había tiempo para

preguntar.

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Los árboles se abrieron y un grupo de hombres a caballo avanzaron hasta playa.

Diez… veinte… treinta soldados del Primer Ejército, hombres del Rey,

excesivamente armados. ¿De dónde habían salido?

Después de la masacre de los volcra y el accidente, no creía que me quedara

algo de temor, pero estaba equivocada. El pánico me recorrió al recordar lo que

Mal había dicho sobre abandonar su puesto. ¿Estábamos a punto de ser arrestados

como traidores? Crispé los dedos. No me iba a tomar prisionera otra vez.

―Tranquila, Invocadora ―susurró el corsario―. Deja que me ocupe de esto.

―Ya que has manejado el resto tan bien, ¿verdad, Sturmhond?

―Puede que sea prudente que no me llames así de nuevo por un tiempo.

―¿Y eso por qué? ―dije entre dientes.

―Porque no es mi nombre.

Los saldados marcharon a medio galope hasta detenerse frente a nosotros; la

luz de la mañana hacía brillar sus rifles y sables.

Un joven capitán desenvainó su espada.

―En el nombre del Rey de Ravka, arrojen sus armas.

Sturmhond dio un paso adelante, interponiéndose entre el enemigo y su

tripulación herida.

Levantó las manos en señal de rendición.

―Nuestras armas están en el fondo del lago; estamos desarmados.

Sabiendo lo que sabía sobre Sturmhond y los gemelos, tenía serias dudas.

―Diga su nombre y su motivo para estar aquí ―ordenó el joven capitán.

Poco a poco, Sturmhond se sacó el abrigo empapado de los hombros y se lo

entregó a Tolya.

Un revuelo incómodo pasó por la línea de los soldados: Sturmhond vestía el

uniforme militar ravkano. Estaba empapado hasta los huesos, pero no había duda

del uniforme verde oliva y los botones de plata del Primer Ejército de Ravka… o

del águila bicéfala que indicaba el rango de oficial. ¿A qué estaba jugando el

corsario?

Un hombre mayor avanzó a través las líneas, y giró su caballo para enfrentarse

a Sturmhond. Con un sobresalto, reconocí al coronel Raevsky, el comandante del

campamento militar en Kribirsk. ¿Tan cerca habíamos caído de la ciudad? ¿Por eso

los soldados habían llegado aquí tan rápido?

―¡Explíquese, muchacho! ―ordenó el coronel―. Indique su nombre y su rango

antes de que tenga que despojarlo de ese uniforme y colgarlo del árbol más alto.

A Sturmhond no pareció preocuparle demasiado. Cuando habló, su voz parecía

tener una cualidad que nunca le había oído.

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―Soy Nikolai Lantsov, Mayor del Vigésimo Segundo Regimiento, Soldado del

Ejército del Rey, Gran Duque de Udova y segundo hijo de su Majestad, el Rey

Alexander Tercero, Rey del trono del Águila Bicéfala, larga sea su vida y reinado.

Me quedé boquiabierta. Un sobresalto atravesó la fila de soldados y una risita

nerviosa se elevó desde algún lugar entre las filas. No sabía qué clase de broma

creía este loco que estaba gastando, pero Raevsky no parecía divertido. Saltó de su

caballo y le lanzó las riendas a un soldado.

―Escúchame, mequetrefe irrespetuoso ―dijo con la mano ya en la

empuñadura de su espada y las facciones deformadas por la furia mientras se

dirigía directamente a Sturmhond―. Nikolai Lantsov sirvió bajo mi tropa, en la

frontera norte y…

Su voz se desvaneció. Estaba cara a cara con el corsario, pero Sturmhond no

parpadeó.

El coronel abrió la boca y luego la cerró, dio un paso atrás y estudió el rostro de

Sturmhond. Observé que su expresión cambiaba del desprecio a la incredulidad y a

lo que sólo podía ser reconocimiento. De repente, hincó una rodilla en el suelo e

inclinó la cabeza.

―Perdóneme, moi tsarevich ―dijo con la mirada dirigida al suelo frente a él―.

Bienvenido a casa.

Los soldados se lanzaron miradas confusas.

Sturmhond les dirigió una mirada fría y expectante. Irradiaba mandato. Algo

pareció reverberar en las filas y luego, uno por uno, se deslizaron de sus caballos y

se postraron de rodillas, con las cabezas inclinadas.

«Oh, Santos».

―Tienes que estar bromeando ―murmuró Mal.

Había cazado un ciervo mágico, llevaba las escamas de un dragón de hielo

asesinado alrededor de la muñeca, había visto una ciudad entera consumida por la

oscuridad, pero esto era lo más extraño que había presenciado. Tenía que ser otro

de los engaños de Sturmhond, uno que estaba segura haría que nos mataran a

todos.

Me quedé mirando al corsario. ¿Era posible? No era capaz de poner en marcha

mi mente. Estaba demasiado exhausta, agotada por el miedo y el pánico. Recorrí

mis recuerdos en busca de lo que sabía sobre los dos hijos del Rey de Ravka.

Conocí brevemente al hijo mayor en el Pequeño Palacio, pero al hijo más joven no

lo habían visto en la corte en años.

Se suponía que debería estar en algún lugar como aprendiz de armero o

estudiando construcción naval.

O quizá había hecho ambas cosas.

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Me sentí mareada. Sobachka, así había llamado Genya al príncipe, significaba

cachorro. «Insistió en hacer su servicio militar en la infantería», la escuché

contarme.

Sturmhond, Storm hound o Sabueso de Tormenta, Lobo de las Olas.

Sobachka. No podía ser, simplemente no era posible.

―Levántense ―ordenó Sturmhond o quienquiera que fuese. Todo su porte

parecía haber cambiado.

Los soldados se pusieron de pie en posición de firmes.

―Ha pasado demasiado tiempo desde que estuve en casa ―bramó el

corsario―, pero no regresé con las manos vacías.

Dio un paso hacia un lado, extendió un brazo e hizo un gesto hacía mí. Cada

rostro se volteó expectante.

―Hermanos ―continuó―. Traje a la Invocadora del Sol de vuelta a Ravka.

No pude evitarlo. Me abalancé hacia él y le di un puñetazo en la cara.

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Traducido por GusFuentes

―Tienes suerte de que no te hayan disparado ―dijo Mal, con rabia.

Caminaba de un lado a otro en la tienda de campaña sencillamente amueblada,

una de las pocas que quedaban en el campamento Grisha cercano a Kribirsk. El

glorioso pabellón de seda negra del Darkling había sido derribado; lo único que

había sobrevivido fue una amplia franja de hierba muerta llena de clavos doblados

y restos de lo que alguna vez debió haber sido un piso de madera pulida.

Me senté a la mesa toscamente labrada y miré hacia Tolya y Tamar, que

flanqueaban la entrada a la tienda, aunque no sabía con seguridad si era para

protegernos o para impedirnos escapar.

―Valió la pena ―contesté―. Además, nadie va a dispararle a la Invocadora del

Sol.

―Acabas de darle un puñetazo a un príncipe, Alina. Supongo que podemos

añadir otro acto de traición a nuestra lista.

Sacudí la mano dolorida, los nudillos me escocían.

―En primer lugar, ¿estamos realmente seguros de que es un príncipe? Y en

segundo lugar, sólo estás celoso.

―Por supuesto que estoy celoso. Pensé que yo lo golpearía, pero ese no es el

punto.

El caos había reinado después de mi arrebato, y sólo unas cuantas palabras

rápidas provenientes de Sturmhond y el control de Tolya sobre una agresiva

multitud les había impedido encarcelarme… o peor.

Sturmhond nos había escoltado a través Kribirsk al campamento militar.

Cuando nos dejó en la tienda, había dicho en voz baja:

―Todo lo que pido es que permanezcas el tiempo suficiente para poder

justificarme. Si no te gusta lo que oyes, eres libre de irte.

―¿Sólo así? ―me burlé.

―Confía en mí.

―Cada vez que dices «confía en mí», confió en ti un poco menos ―espeté.

Pero Mal y yo nos quedamos, inseguros de cuál sería nuestro próximo

movimiento. Sturmhond no nos había atado ni tampoco nos había puesto bajo

estricta vigilancia. Nos había provisto de ropa limpia y seca. Si quisiéramos,

podríamos tratar de burlar a Tolya y Tamar y volver a escapar a través del Abismo,

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pues no cualquiera podría seguirnos. Podríamos aparecer en cualquier lugar que

nos gustara en la costa occidental pero, ¿adónde iríamos después de eso?

Sturmhond había cambiado, pero nuestra situación no. No teníamos dinero ni

aliados, y el Darkling aún nos seguía los pasos. No me entusiasmaba volver al

Abismo, no después de lo que sucedió a bordo del Colibrí.

Suprimí un sombrío acceso de risa. Si en realidad pensaba en tomar refugio en

el Falso Océano, entonces ciertamente las cosas estaban muy mal.

Un sirviente entró con una bandeja grande y dejó una jarra de agua, una botella

de kvas y vasos, y varios platos pequeños de zakuski. Cada plato estaba bordeado de

oro y adornado con un águila bicéfala.

Sopesé la comida: espadines ahumados en pan negro, remolachas marinadas y

huevos rellenos. No habíamos comido desde la noche anterior, a bordo

del Volkvolny, y si bien había quedado hambrienta luego de usar mi poder, estaba

demasiado nerviosa para comer.

―¿Qué te pasó? ―preguntó Mal cuando el sirviente se marchó.

Volví a sacudir los nudillos.

―Perdí los estribos.

―Eso no es lo que quise decir. ¿Qué pasó en el Abismo?

Estudié un frasquito de mantequilla con hierbas, girando el plato en mis

manos.

«Lo vi».

―Estaba cansada ―respondí suavemente.

―Utilizaste mucho más poder cuando nos escapamos de los nichevo'ya, y nunca

flaqueaste. ¿Es el grillete?

―El grillete me hace más fuerte ―dije, y tapé las escamas de la sierpe de mar

con el borde de la manga. Además, las había estado usando por semanas. No había

nada mal con mi poder, pero quizá había algo mal en mí. Dibujé un patrón

invisible en la mesa―. Cuando estábamos luchando contra los volcra, ¿te sonaron

diferente? ―pregunté.

―¿Diferente, cómo?

―¿Más… humanos?

Mal frunció el ceño.

―No, me sonaron igual que siempre: como monstruos que quieren

comernos. ―Puso su mano sobre la mía―. ¿Qué sucedió, Alina?

«Lo vi».

―Te lo dije, estaba cansada, perdí el control.

Él se echó hacia atrás.

―Si quieres mentirme, hazlo, pero no voy a fingir que te creo.

―¿Por qué no? ―preguntó Sturmhond, entrando a la tienda―. Es de cortesía.

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Instantáneamente nos pusimos de pie, listos para pelear. Sturmhond se detuvo

en seco y levantó las manos en gesto de paz. Se había puesto un uniforme seco y un

moretón estaba empezando a aparecer en su mejilla. Cautelosamente, se quitó la

espada y la colgó en poste en la entrada de la tienda.

―Estoy aquí para hablar ―dijo.

―Entonces habla ―replicó Mal―. ¿Quién eres y a qué estás jugando?

―Nikolai Lantsov, pero por favor no me hagas recitar mis títulos de nuevo. No

es divertido para nadie, y el único importante es «príncipe».

―¿Y qué hay de Sturmhond? ―pregunté.

―También soy Sturmhond, capitán del Volkvolny, tormento del Verdadero

Océano.

―¿Tormento?

―Bueno, por lo menos soy irritante.

Negué con la cabeza.

―Imposible.

―Improbable.

―Este no es el momento para intentar ser gracioso.

―Por favor ―dijo en un tono conciliador―. Siéntense. No sé ustedes, pero yo

encuentro todo más comprensible cuando estoy sentado. Sospecho que tiene algo

que ver con la circulación. Por supuesto, es preferible reclinarse, pero no creo que

estemos en esos términos.

No me moví. Mal se cruzó de brazos.

―De acuerdo, bueno, me voy a sentar. Considero que jugar al héroe pródigo es

agotador, y definitivamente estoy hecho trizas. ―Se acercó a la mesa, se sirvió un

vaso de kvas, y se instaló en una silla con un suspiro de satisfacción. Tomó un sorbo

e hizo una mueca. ―Horrible ―comentó―. Nunca pude soportarlo.

―Entonces ordene un poco de brandy, alteza ―dije con irritación―. Estoy

segura de que van a traerle todo lo que quiera.

Su rostro se iluminó.

―Es cierto. Supongo que podría bañarme en una tina llena de brandy. Puede

que lo haga.

Mal alzó las manos con exasperación y caminó hacia la entrada de la tienda

para mirar hacia el campamento.

―De verdad no puedes esperar que creamos algo de esto ―dije.

Sturmhond movió los dedos para darnos una mejor vista de su anillo.

―Tengo el sello real.

Solté un bufido.

―Probablemente se lo robaste al verdadero príncipe Nikolai.

—Serví con Raevsky. Él me conoce.

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―Tal vez también le robaste la cara al príncipe.

Suspiró.

―Tienes que entender. El único lugar seguro dónde podía revelar mi verdadera

identidad es aquí en Ravka. Sólo los miembros de más confianza de mi tripulación

sabían quién era realmente: Tolya, Tamar, Privyet, algunos Etherealki. El resto...

bueno, son hombres buenos, pero también son mercenarios y piratas.

―¿Así que engañaste a tu propia tripulación? ―pregunté.

―En los mares, Nikolai Lantsov es más valioso como rehén que como capitán.

Es difícil capitanear un barco cuando estás constantemente preocupado de que te

golpeen en la cabeza una noche y que luego le pidan rescate a tu papá el rey.

Negué con la cabeza.

―Nada de esto tiene sentido. El príncipe Nikolai supuestamente está en algún

lugar estudiando barcos o…

―De verdad fui aprendiz de un constructor de barcos fjerdano, y de un armero

zemení y de un ingeniero civil de la Provincia Bolh de Han. Intenté poesía por un

tiempo, pero los resultados fueron… lamentables. Estos días, ser Sturmhond

requiere la mayor parte de mi atención.

Mal se apoyó contra el poste de la tienda, con los brazos cruzados.

―¿Así que un día decidiste deshacerte de tu vida lujosa e intentar jugar a ser un

pirata?

―Corsario ―corrigió―. Y no estaba jugando a nada. Sabía que podía hacer más

por Ravka como Sturmhond que holgazaneando en la corte.

―Entonces, ¿dónde creen los reyes que estás? ―pregunté.

―En la universidad en Ketterdam ―respondió―. Un lugar encantador, muy

noble. Hay un encargado de embarque muy bien compensado presente en mis

clases de filosofía en estos momentos. Obtiene notas aceptables, responde al

nombre Nikolai, bebe copiosamente y a menudo para que nadie sospeche.

¿No tenía límites?

―¿Por qué?

―Lo intenté, de verdad, pero nunca he sido bueno para permanecer sentado.

Confundía bastante a mi niñera. Bueno, niñeras. Hubo todo un ejército, por lo que

recuerdo.

Debería haberlo golpeado con más fuerza.

―Quiero decir, ¿por qué llevar a cabo toda esta farsa?

―Soy segundo en línea al trono ravkano. Casi tuve que huir para hacer mi

servicio militar. No creo que mis padres vayan a aprobar que me cargara a piratas

zemeníes y que acabara con los asedios fjerdanos. Aunque le tienen bastante cariño

a Sturmhond.

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―Bien ―dijo Mal desde la puerta―. Eres un príncipe, un corsario y un imbécil.

¿Qué quieres de nosotros?

Sturmhond tomó otro sorbo de kvas y se estremeció.

―Su ayuda ―contestó―. El juego ha cambiado. El Abismo se está

expandiendo, el Primer Ejército está a punto de una rebelión completa, el golpe de

Estado del Darkling puede haber fallado, pero hizo añicos al Segundo Ejército, y

ahora Ravka está al borde del colapso.

Sentí desazón.

―Y, déjame adivinar, ¿eres el que va a arreglar las cosas?

Sturmhond se inclinó hacia delante.

―¿Conociste a mi hermano, Vasily, cuando estabas en la corte? Él se preocupa

más por sus caballos y por su próxima copa de whisky que por su propia gente. Mi

padre nunca tuvo más que un interés pasajero en el gobierno de Ravka, y los

informes dicen que ha perdido incluso eso. Este país se está derrumbando. Alguien

tiene que recomponer todo esto antes de que sea demasiado tarde.

―Vasily es el heredero ―repliqué.

―Creo que podría convencerse para que se haga a un lado.

―¿Por eso que nos arrastraste de vuelta aquí? ―pregunté, asqueada―.

¿Porque quieres ser rey?

―Los arrastré de vuelta aquí porque el Apparat prácticamente te convirtió en

una Santa en vida, y la gente te adora. Te arrastré de vuelta aquí, porque tu poder

es la clave para la supervivencia de Ravka.

Golpeé mis manos sobre la mesa.

―¡Me arrastraste de vuelta aquí para hacer una gran entrada con la Invocadora

del Sol y robarle el trono a tu hermano!

Sturmhond se echó hacia atrás.

―No voy a disculparme por ser ambicioso. Eso no cambia el hecho de que soy

el mejor hombre para el trabajo.

―Por supuesto que lo eres.

―Vuelve a Os Alta conmigo.

―¿Para qué? ¿Para que puedas exhibirme como una especie de trofeo?

―Sé que no confías en mí, no tienes ninguna razón para hacerlo, pero

mantendré lo que prometí a bordo del Volkvolny. Escucha lo que tengo que ofrecer.

Si sigues sin estar interesada, los barcos de Sturmhond te llevaran a cualquier parte

del mundo. Yo creo que te quedarás, porque creo que puedo darte algo que nadie

más puede otorgarte.

―Esto va a ser bueno ―murmuró Mal.

―Puedo darte la oportunidad de cambiar Ravka ―continuó Sturmhond―.

Puedo darte la oportunidad de darle esperanza a tu gente.

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―Oh, ¿eso es todo? ―inquirí con amargura―. ¿Y cómo se supone que voy a

hacer eso?

―Ayudándome a unir al Primer y Segundo Ejército. Convirtiéndote en mi

reina.

Antes de que pudiera parpadear, Mal volcó la mesa a un lado y se lanzó sobre

Sturmhond, lo levantó en el aire y lo estrelló contra el poste de la tienda.

Sturmhond hizo una mueca, pero no hizo ningún movimiento para defenderse.

―Tranquilízate. No me puedo manchar el uniforme con sangre. Déjame

explicar…

―Trata de explicarte con mi puño en tu boca.

Sturmhond se retorció y en un pestañeo se deslizó de las garras de Mal. Tenía

un cuchillo en la mano, el que había sacado de algún lugar en su manga.

―Retrocede, Oretsev. Estoy conteniendo mi temperamento por el bien de

Alina, pero podría destriparte como a un pescado.

―Inténtalo ―gruñó Mal.

―Suficiente. ―Lancé un fragmento de luz brillante que los cegó a los dos y

alzaron las manos para cubrirse del resplandor, momentáneamente distraídos―.

Sturmhond, enfunda el arma, o tú serás el destripado. Mal, relájate.

Esperé hasta que Sturmhond escondió el cuchillo, entonces lentamente dejé que

se desvaneciera la luz.

Mal dejó caer las manos aún empuñadas. Se miraron con recelo. Hacía apenas

unas horas habían sido amigos, pero claro, Sturmhond había sido una persona

completamente diferente entonces.

Sturmhond se enderezó las mangas de su uniforme.

―No propongo un matrimonio por amor, zoquete apasionado, sólo una alianza

política. Si te detienes a pensar, verías que tiene sentido para el país.

Mal soltó una áspera carcajada.

―Quieres decir que tiene sentido para ti.

―¿No pueden amabas cosas ser verdad? Hice el servicio militar, por lo que

entiendo la guerra y entiendo sobre armamento. Sé que el Primer Ejército me

seguirá. Puedo ser segundo en la línea al trono, pero tengo el derecho de sangre.

Mal apuntó con un dedo a la cara de Sturmhond.

―No tienes derecho sobre ella.

La compostura de Sturmhond pareció abandonarlo.

―¿Qué pensaste que iba a pasar? ¿Pensaste que podías llevarte a una de las

Grisha más poderosas del mundo como a una muchacha campesina que te tiraste

en un granero? ¿Crees que así termina esta historia? Intento evitar que se derrumbe

un país, no robarte a tu mejor chica.

―Ya es suficiente ―dije en voz baja.

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Leigh Bardugo Dark Guardians

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―Puedes quedarte en el palacio ―continuó Nikolai―. ¿Tal vez como el capitán

de su guardia personal? No sería el primer acuerdo de este tipo.

Un músculo palpitó en la mandíbula de Mal.

―Me das asco.

Sturmhond hizo un gesto desdeñoso.

―Soy un monstruo depravado, lo sé. Sólo piensa en lo que estoy diciendo por

un momento.

―No necesito pensar en ello ―gritó Mal―. Y ella tampoco. No va a suceder.

―Sería un matrimonio sólo de nombre ―insistió Sturmhond, pero entonces,

como si no pudiera evitarlo, le dirigió una sonrisa burlona a Mal―. Excepto por el

hecho de tener que engendrar herederos.

Mal se lanzó hacia adelante y Sturmhond cogió su cuchillo, pero vi lo que venía

y me interpuse entre ellos.

―¡Deténganse! ―grité―. Ya basta. Y dejen de hablar de mí como si yo no

estuviera aquí.

Mal soltó un gruñido de frustración y comenzó a pasearse de nuevo.

Sturmhond cogió una silla que se había volcado y volvió a sentarse, haciendo un

gran espectáculo al estirar las piernas y servirse otro vaso de kvas.

Tomé aliento.

―Su Alteza…

―Nikolai ―me corrigió―. Pero también respondo al nombre de «cariño» o

«guapo».

Mal se giró de golpe, pero lo silencié con una mirada suplicante.

―Tienes que detenerte ahora, Nikolai ―dije―. O voy a arrancarte esos dientes

principescos yo misma.

Nikolai se frotó el moretón oscurecido.

―Sé que eres buena en ello.

―Lo soy ―le dije con firmeza―. Y no voy a casarme contigo.

Mal soltó un suspiro, y sus hombros perdieron algo de rigidez. Me molestó que

pensara que había una posibilidad de que aceptara la propuesta de Nikolai, y sabía

que no iba a gustarle lo que estaba por decir a continuación.

Me armé de valor y dije:

―Pero voy a regresar a Os Alta contigo.

Mal alzó la cabeza.

―Alina…

―Mal, siempre dijimos que íbamos a encontrar una forma de regresar a Ravka,

que encontraríamos una manera de ayudar. Si no hacemos algo, no habrá una

Ravka a la que volver. ―Él negó con la cabeza, pero me volví hacia Nikolai y me

lancé en picada―. Volveré a Os Alta contigo, y voy a considerar ayudarte a

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Leigh Bardugo Dark Guardians

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conseguir el trono. ―Tomé una respiración profunda―. Pero quiero el Segundo

Ejército.

La tienda quedó en silencio y me miraron como si estuviera loca. A decir

verdad, no me sentía del todo cuerda, pero estaba cansada de que la gente que

intentaba utilizarme a mí y a mi poder me arrastrara por el Verdadero Océano y

por la mitad de Ravka.

Nikolai soltó una carcajada nerviosa.

―Las personas te adoran, Alina, pero estaba pensando en un título más

simbólico…

―No soy un símbolo ―espeté―. Y estoy cansada de ser un peón.

―No ―dijo Mal―. Es demasiado peligroso. Sería como pintarte una diana en

la espalda.

―Ya tengo un blanco en la espalda ―repliqué―, y ninguno de nosotros estará

a salvo hasta que el Darkling sea derrotado.

―¿Has comandado un ejército siquiera? ―preguntó Nikolai.

Una vez había hecho un seminario de jóvenes cartógrafos, pero no creía que se

refiriera a eso.

―No ―admití.

―No tienes ninguna experiencia, ningún precedente, y ninguna pretensión

―enumeró―. El Segundo Ejército ha sido liderado por Darklings desde su

fundación.

Por un Darkling, pero este no era el momento para explicarlo.

―La edad y el derecho de nacimiento no les importan a los Grisha, todo lo que

les importa es el poder. Soy la única Grisha que ha llevado dos amplificadores, y

soy la única Grisha viva lo suficientemente poderosa como para derrotar al

Darkling y sus soldados de las sombras. Nadie más puede hacer lo que yo soy

capaz.

Traté de impregnar mi voz de confianza, aunque no estaba segura de lo que se

había apoderado de mí. Sólo sabía que estaba cansada de vivir con miedo, y estaba

cansada de huir. Y si Mal y yo esperábamos tener esperanzas de dar con el pájaro

de fuego, necesitábamos respuestas y el Pequeño Palacio era el único lugar para

encontrarlas.

Por un largo momento, los tres nos quedamos allí.

―Bueno ―dijo Nikolai―. Bueno.

Tamborileó los dedos sobre la mesa mientras lo consideraba. Luego, se levantó

y me tendió la mano.

―Muy bien, Invocadora. Ayúdame a ganar a la gente, y los Grisha son tuyos.

―¿En serio? ―me burlé.

Nikolai se rio.

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―Si planeas dirigir un ejército, aprende a representar el papel. La respuesta

correcta es: «Sabía que serías sensato».

Nos estrechamos la mano. Era más o menos callosa, la mano de un pirata, no de

un príncipe.

―En cuanto a mi propuesta… ―comenzó.

―No tientes tu suerte ―le advertí, quitando la mano―. Dije que iría a Os Alta

contigo, eso es todo.

―¿Y dónde voy a ir yo? ―preguntó Mal tranquilamente.

Se encontraba de pie con los brazos cruzados, mirándonos fijamente. Tenía

sangre en la frente desde el accidente en el Colibrí. Parecía cansado y muy, muy

lejos.

―Yo... pensé que irías conmigo ―balbuceé.

―¿Cómo qué? ―preguntó―. ¿El capitán de tu guardia personal?

Me sonrojé.

Nikolai se aclaró la garganta.

―Por mucho que me gustaría ver cómo arreglan esto, tengo algunos arreglos

que hacer. A menos, por supuesto…

―Vete ―ordenó Mal.

―Bien, entonces. Los dejaré. ―Se apresuró a salir y sólo se detuvo para

recuperar su espada.

El silencio en la tienda parecía extenderse y expandirse.

―¿Adónde lleva todo esto, Alina? ―preguntó Mal―. Luchamos por salir de

este lugar abandonado por los Santos, y ahora nos estamos hundiendo de nuevo en

el pantano.

Apoyé la cabeza en las manos. Estaba agotada, y me dolía cada hueso del

cuerpo.

―¿Qué se supone que debo hacer? ―supliqué―. Lo que está pasando aquí, lo

que está sucediendo en Ravka… Parte de la culpa es mía.

―Eso no es cierto.

Solté una risa vacía.

―Oh, sí que lo es. Si no fuera por mí, el Abismo no estaría creciendo y

Novokribirsk aún estaría en pie.

―Alina ―dijo Mal, se acuclilló frente a mí y posó las manos en mis rodillas―.

Incluso con toda la Grisha y un millar de armas de Sturmhond, no eres lo

suficientemente fuerte como para detenerlo.

―Si tuviéramos el tercer amplificador…

―¡Pero no lo tenemos!

Le tomé las manos.

―Lo tendremos.

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Él me sostuvo mi mirada.

―¿Se te ha ocurrido pensar que yo podría decir que no?

Sentí un nudo en el estómago. No lo había pensado. Nunca se me había pasado

por la mente que Mal podría negarse, y de pronto me sentí avergonzada. Había

renunciado a todo por estar conmigo, pero eso no quería decir que estuviera feliz al

respecto. Tal vez ya había tenido suficiente de luchas, miedo e incertidumbre. Tal

vez había tenido suficiente de mí.

―Pensé… pensé que los dos queríamos ayudar a Ravka.

―¿Es eso lo que ambos queríamos? ―preguntó.

Se puso de pie y me dio la espalda. Tragué saliva, intentando controlar el

repentino dolor en mi garganta.

―Entonces ¿no irás a Os Alta?

Se detuvo en la entrada de la tienda.

―Querías usar el segundo amplificador. Lo tienes. ¿Quieres ir a Os Alta? Bien,

iremos. Dices que necesitas al pájaro de fuego. Hallaré la manera de encontrarlo

por ti. Pero cuando todo esto termine, Alina, me pregunto si aún me querrás.

Me puse de pie.

―¡Por supuesto que lo haré! Mal…

Lo que fuera que pudiera haber dicho, no esperó a oírlo. Salió a la luz del sol y

se marchó. Me apreté los ojos con las palmas de las manos, intentando hacer

retroceder a las lágrimas que amenazan con salir.

¿Qué estaba haciendo? Yo no era una reina, no era una Santa y, ciertamente, no

sabía cómo dirigir un ejército.

Me vi en el espejo de afeitar de un soldado ubicado en la mesita de noche. Hice

a un lado la chaqueta y la camisa, y dejé al descubierto la herida en mi hombro. Las

marcas de pinchazos del nichevo'ya resaltaban arrugadas y negras contra mi piel. El

Darkling había dicho que nunca se curarían por completo.

¿Qué herida no podía ser curada por el poder de los Grisha? Una producida por

algo que nunca debería haber existido en primer lugar.

«Lo vi».

El rostro del Darkling, pálido y hermoso, el corte del cuchillo. Había sido tan

real. ¿Qué había sucedido en el Abismo?

Volver a Os Alta y tomar el control del Segundo Ejército bien contaba como una

declaración de guerra.

El Darkling sabría dónde encontrarme, y cuando fuera lo suficientemente

fuerte, vendría a buscarme. Listos o no, no tendríamos más remedio que

enfrentarlo. Era un pensamiento aterrador, pero me sorprendió descubrir que me

traía algo de alivio

Lo enfrentaría. Y de una manera u otra, esto terminaría.

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Traducido por Azhreik

No partimos hacia Os Alta de inmediato, sino que pasamos los siguientes tres

días transportando cargamentos de bienes a través del Abismo. Operamos con lo

que quedaba del campamento militar en Kribirsk. Se había hecho retroceder a la

mayor parte de las tropas cuando el Abismo empezó a expandirse. Se había erigido

una nueva atalaya para vigilar las orillas oscuras del Falso Océano y sólo quedaba

la tripulación necesaria para operar los muelles secos.

Ni un solo Grisha permaneció en el campamento. Después del intento de golpe

de Estado y la destrucción de Novokribirsk, una oleada de sentimientos anti-Grisha

se habían esparcido por toda Ravka y las filas del Primer Ejército. No me

sorprendía. Una ciudad entera había desaparecido y su gente fue devorada por

monstruos. Ravka no olvidaría pronto, ni yo tampoco.

Algunos Grisha habían huido a Os Alta en busca de la protección del Rey; otros

se habían ocultado. Nikolai sospechaba que la mayoría había buscado al Darkling y

se había pasado a su lado; pero, con la ayuda de los rudos Impulsores de Nikolai,

conseguimos hacer dos viajes a través del Abismo el primer día, tres el segundo y

cuatro el último. Los esquifes viajaban vacíos hacia Ravka Occidental y regresaban

con inmensos cargamentos de rifles zemeníes, cajas llenas de munición, partes para

fabricar armas similares a las que Nikolai había utilizado a bordo del Colibrí, y unas

cuantas toneladas de azúcar y jurda… todo cortesía del contrabandeo de

Sturmhond.

―Sobornos ―dijo Mal al ver que unos soldados atolondrados desgarraban un

cargamento que estaban descargando en el muelle, y reían maravillados por la

reluciente variedad del armamento.

―Regalos ―corrigió Nikolai―. Descubrirás que las balas funcionan, sin

importar mis motivos. ―Se giró hacia mí―. Creo que hoy podemos hacer un viaje

más. ¿Te apuntas?

No quería, pero asentí.

Sonrió y me palmeó en la espalda.

―Daré las órdenes.

Pude sentir que Mal me observaba cuando me giré para escrutar la oscuridad

temblorosa del Abismo. No se había repetido el incidente a bordo del Colibrí; lo que

fuera que hubiera visto ese día (visión, alucinación, no podía definirla), no había

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sucedido de nuevo. Aun así, estuve alerta y cautelosa cada momento que pasé en el

Falso Océano, además de intentar ocultar lo asustada que estaba en realidad.

Nikolai quería aprovechar los cruces para cazar volcra, pero me rehusé. Le dije

que aún me sentía débil y que no estaba lo suficientemente convencida de mi poder

para garantizar nuestra seguridad. Mi temor era real, pero el resto era una mentira.

Mi poder era más fuerte que nunca, fluía de mi interior en olas puras y vibrantes,

radiante con la fuerza del ciervo y las escamas; pero no podía soportar la idea de

escuchar de nuevo esos gritos. Mantenía la luz en un domo amplio y brillante

alrededor de los botes y aunque los volcra gritaban y batían las alas, mantenían la

distancia.

Mal nos acompañó en todos los cruces, de pie cerca de mí, con el rifle listo.

Sabía que sentía mi ansiedad, pero no me presionó por una explicación; de hecho,

no había dicho mucho desde nuestra discusión en la tienda. Me temía que cuando

empezara a hablar, no me gustaría lo que tuviera que decir. No había cambiado de

idea sobre regresar a Os Alta, pero me preocupaba que él sí.

La mañana que levantamos el campamento para ir a la capital, escaneé la

multitud en su busca, aterrada de que pudiera decidir no aparecer. Dije una

pequeña oración de agradecimiento cuando lo vislumbré, silencioso y con la

espalda recta sobre su montura; esperaba unirse a la columna de jinetes.

Estuvimos listos antes del amanecer, una procesión serpenteante de caballos y

carromatos que se adentraban al amplio camino conocido como Vy. Nikolai me

había conseguido una kefta azul simple, pero estaba guardada en el equipaje. Hasta

que tuviera más hombres para protegerme, sólo era otro soldado en el séquito del

príncipe.

Cuando el sol coronó el horizonte, sentí un ligero revoloteo de esperanza. La

idea de intentar tomar el lugar del Darkling, de intentar reunir a los Grisha y

liderar el Segundo Ejército, aún se sentía imposiblemente sobrecogedora, pero al

menos estaba haciendo algo en vez de sólo huir del Darkling o esperar a que me

capturara. Tenía dos amplificadores de Morozova y me dirigía a un lugar donde

podría encontrar respuestas que me conducirían al tercero. Mal no estaba feliz,

pero al observar la luz solar que atravesaban los doseles de los árboles, tuve la

certeza que podría traerlo de vuelta.

Mi humor no sobrevivió el viaje a través de Kribirsk. Habíamos pasado por la

destartalada ciudad portuaria después de estrellarnos en el lago, pero había estado

demasiado aturdida y distraída para notar de verdad la forma en que había

cambiado el lugar. Esta vez fue inevitable.

En Kribirsk nunca había existido mucha belleza que apreciar, sus aceras estaban

rebosantes de viajeros y mercaderes, hombres del Rey y estibadores. Sus calles

abarrotadas habían estado llenas de tiendas concurridas listas para enviar

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expediciones al Abismo, junto a bares y burdeles que atendían a los soldados del

campamento; pero esas calles estaban en silencio y prácticamente vacías. La

mayoría de las posadas y tiendas estaban tapiadas.

La verdadera revelación vino cuando llegamos a la iglesia. La recordaba como

un edificio prolijo coronado por domos de brillante azul. Ahora las paredes blancas

estaban cubiertas de escritura, fila tras fila de nombres escritos en pintura roja que

se habían secado hasta quedar de un color sangre. Los escalones estaban cubiertos

de montones de flores marchitas, pequeños Santos pintados y los restos derretidos

de cirios. Vi botellas de kvas, pilas de dulces, el cuerpo abandonado de una muñeca.

Regalos para los muertos.

Revisé los nombres:

Stepan Ruschkin, 57

Anya Sirenka, 13

Mikah Lasky, 45

Rebeka Lasky, 44

Petyr Ozerov, 22

Marina Koska, 19

Valentin Yomki, 72

Sasha Penkin, 8 meses

Y seguían y seguían. Mis dedos se congelaron en las riendas cuando un puño

frío me aferró el corazón. Los recuerdos regresaron desatados: una madre

corriendo con un niño en brazos; un hombre trastabillando cuando la oscuridad lo

alcanzó, la boca abierta en un grito; una anciana, confundida y asustada, tragada

por la multitud aterrada. Lo había visto todo, lo había hecho posible.

Estas eran las personas de Novokribirsk, la ciudad que antes había estado justo

enfrente de Kribirsk, al otro lado del Abismo. Una ciudad hermana llena de

parientes, amigos, compañeros de negocios. Gente que había trabajado en los

muelles y manejado los botes, algunos que habían sobrevivido a múltiples cruces.

Habían vivido a orillas de un horror, pensando que estaban a salvo en sus propias

casas, recorriendo las calles de su pequeña ciudad portuaria; y ahora todos habían

fallecido porque había fallado en detener al Darkling.

Mal acercó su caballo al mío.

―Alina ―dijo con suavidad―. Vamos.

Sacudí la cabeza. Deseaba recordar: «Tasha Stol, Andrei Bazin, Shura

Rychenko», los más que pudiera. El Darkling los había asesinado, ¿acosaban su

sueño como acosaban el mío?

―Tenemos que detenerlo, Mal ―dije con voz ronca―. Tenemos que encontrar

la forma.

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No sé qué esperaba que dijera, pero se quedó en silencio. No estaba segura de

que Mal quisiera hacerme más promesas.

Eventualmente se adelantó, pero yo me forcé a leer cada nombre, y sólo

entonces me di la vuelta para irme y guie mi caballo de regreso a la calle desierta.

Una pizca de vida pareció regresar a Kribirsk conforme nos alejamos del

Abismo. Unas cuantas tiendas estaban abiertas y aún había mercaderes vendiendo

sus artículos en el tramo de Vy conocido como el camino de tenderos. Había mesas

desvencijadas alineadas en el camino con las superficies cubiertas con manteles de

colores brillantes y con revoltijos de mercancía: botas y chales de oración, juguetes

de madera, cuchillos de mala calidad en vainas hechas a mano. Muchas de las

mesas estaban a rebosar de lo que parecían pedazos de roca y huesos de gallina.

―¡Provin’ye osti! ―gritaban los vendedores―. ¡Autchen’ye osti! ―Hueso real,

hueso genuino.

Cuando me incliné sobre la cabeza de mi caballo para echar un mejor vistazo,

un anciano gritó:

―¡Alina!

Levanté la vista con sorpresa. ¿Me conocía?

Nikolai estuvo repentinamente a mi lado. Acercó su caballo al mío y me

arrebató las riendas para darles un duro tirón que me alejó de la mesa.

―Net, spasibo, ―le dijo al anciano.

―¡Alina! ―gritó el vendedor―. ¡Autchen’ye Alina!

―Espera ―dije y me retorcí en la montura para intentar mirar mejor al rostro

del anciano, que estaba arreglando la disposición de la mesa. Sin la posibilidad de

una venta, parecía haber perdido todo interés en nosotros.

―Espera ―insistí―. Me conocía.

―No, no es así.

―Sabía mi nombre ―dije y le arrebaté furiosa las riendas.

―Intentaba vender sus reliquias: huesos de dedos, Sankta Alina genuina.

Me congelé y un profundo estremecimiento me abrumó. Mi caballo, que no

entendió, continuó estable.

―Alina genuina ―repetí aturdida.

Nikolai se removió incómodo.

―Hay rumores de que moriste en el Abismo. La gente ha estado vendiendo

partes de ti por toda Ravka y Ravka Occidental durante meses. Eres el talismán

supremo de la suerte.

―¿Esos se suponía que eran mis dedos?

―Nudillos, dedos de los pies, fragmentos de costilla.

Me sentí mareada. Miré alrededor, con la esperanza de localizar a Mal,

necesitaba ver algo familiar.

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―Por supuesto ―continuó Nikolai―, si la mitad de esos fueran de verdad los

dedos de tus pies, tendrías como cien pies. Pero la superstición es algo poderoso.

―Igual que la fe ―dijo una voz detrás de mí y cuando me di la vuelta, me

sorprendí de ver a Tolya montado en un inmenso caballo de guerra negro, con su

ancho rostro solemne.

Era demasiado. El optimismo que había sentido hacía sólo una hora se había

desvanecido. Repentinamente, parecía que el cielo me estaba aplastando,

cerrándose como una trampa. Espoleé mi caballo hasta medio galope. Siempre

había sido una jinete torpe, pero me sostuve con fuerza y no paré hasta que

Kribirsk estuvo lejos y ya no escuché el repiqueteo de huesos.

* * *

Esa noche nos quedamos en una posada en la pequeña villa de Vernost, donde

nos encontramos con un grupo fuertemente armado de soldados del Primer

Ejército. Pronto aprendí que muchos de ellos eran del Veintidós, el regimiento en el

que Nikolai había servido y eventualmente ayudó a liderar en la campaña del

norte. Aparentemente, el príncipe deseaba estar rodeado de amigos cuando entrara

a Os Alta. No podía culparlo.

Pareció relajarse en presencia de ellos y, de nuevo, noté el cambio de

comportamiento. Había pasado sin esfuerzo del rol de un aventurero superficial a

un príncipe arrogante, y ahora se convertía en el comandante adorado, un soldado

que reía fácilmente con sus acompañantes y sabía el nombre de cada plebeyo.

Los soldados tenían una espléndida litera de mano. Estaba tapizada de un

pálido azul ravkano y tenía el blasón del águila bicéfala del Rey en un costado

(Nikolai había ordenado que se añadiera un rayo de sol dorado al otro lado), y un

arreo de seis caballos blancos la tiraba. Cuando el artilugio resplandeciente entró al

patio de la posada, tuve que rodar los ojos al recordar los excesos del Gran Palacio.

Tal vez el mal gusto era hereditario.

Había tenido la esperanza de cenar a solas con Mal en mi habitación, pero

Nikolai había insistido en que todos cenáramos juntos en la sala común de la

posada. Así que, en lugar de relajarnos en paz junto al fuego, estábamos

amontonados, codo con codo en una mesa ruidosa abarrotada de oficiales. Mal no

había dicho una palabra durante toda la comida, pero Nikolai hablaba lo suficiente

por los tres.

Mientras se ponía con un plato de rabo de buey, recitó una lista aparentemente

interminable de lugares en los que tenía la intención de parar en el camino a Os

Alta. Sólo escucharlo me agotó.

―No me di cuenta que «ganarse a la gente» significaba conocer a cada uno

―gruñí―. ¿No tenemos prisa?

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―Ravka necesita saber que su Invocadora del Sol ha regresado.

―¿Y su príncipe descarriado?

―Él también. Los rumores serán más efectivos que las proclamaciones reales. Y

eso me recuerda ―dijo, bajando la voz―, de ahora en adelante, necesitas

comportarte como si alguien estuviera observándote a cada minuto. ―Señaló entre

Mal y yo con su tenedor―. Lo que hacen en privado es su asunto, sólo sean

discretos.

Casi me ahogué con el vino.

―¿Qué? ―balbuceé.

―Una cosa es estar ligada a un príncipe y otra muy diferente es que la gente

piense que estás revolcándote con un campesino.

―No me estoy… ¡No es de la incumbencia de nadie! ―susurré furiosamente.

Le eché una mirada a Mal; tenía los dientes apretados y sujetaba el cuchillo con

demasiada fuerza.

―El poder reside en las alianzas ―dijo Nikolai―. Es de la incumbencia de

todos. ―Le dio otro sorbo a su vino mientras yo lo fulminaba con incredulidad―.

Y deberías vestir tus propios colores.

Sacudí la cabeza, confundida por el cambio de tema.

―¿Ahora vas a elegir mi ropa? ―Traía puesta la kefta azul, pero claramente,

Nikolai no estaba satisfecho.

―Si tienes la intención de liderar el Segundo Ejército y tomar el lugar del

Darkling, entonces necesitas vestir adecuadamente.

―Los Invocadores visten de azul ―dije con irritación.

―No subestimes el poder de los grandes actos, Alina. A la gente le gusta el

espectáculo. El Darkling entendió eso.

―Pensaré en ello.

―¿Podría sugerir dorado? ―continuó Nikolai―. Es muy regio, muy

apropiado…

―¿Muy corriente?

―Dorado y negro serían lo mejor. Simbolismo perfecto y…

―Negro no ―interrumpió Mal. Se apartó de la mesa y, sin otra palabra,

desapareció en la habitación atestada.

Bajé el tenedor.

―No alcanzo a entender si causas problemas deliberadamente o si sólo eres un

imbécil.

El príncipe le dio otro bocado a su cena.

―¿No le gusta el negro?

―Es el color del hombre que intentó matarlo y a menudo me toma de rehén.

¿Mi enemigo jurado?

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―Mayor razón para proclamar ese color como tuyo.

Giré el cuello para ver a dónde había ido Mal. A través del umbral, lo vi tomar

asiento junto a la barra.

―No ―dije―. Negro no.

―Como gustes ―replicó Nikolai―. Pero elige algo para ti y tus guardias.

Suspiré.

―¿Realmente necesito guardias?

Nikolai se reclinó en su silla y me estudió, con el rostro repentinamente serio.

―¿Sabes cómo obtuve el nombre Sturmhond? ―preguntó.

―Creí que era alguna clase de broma, un juego de palabras con Sobachka.

―No ―contestó―, es un nombre que me gané. La primera embarcación

enemiga que abordé fue una mercante fjerdano a las afueras de Djerholm. Cuando

le dije al capitán que bajara su espada, se rio en mi cara y me dijo que corriera a

casa con mi madre. Dijo que los hombres fjerdanos hacen pan con los huesos de los

niños flacuchos de Ravka.

―¿Entonces lo mataste?

―No, le dije que los capitanes ancianos y tontos no eran carne para los hombres

de Ravka, luego le corté los dedos y alimenté a mi perro con ellos mientras él

observaba.

―Tú… ¿qué?

La habitación estaba abarrotada de soldados tumultuosos que cantaban,

gritaban y contaban historias, pero todo desapareció mientras miraba a Nikolai en

un silencio aturdido. Era como si lo estuviera viendo transformarse de nuevo,

como si la máscara encantadora hubiera cambiado para revelar a un hombre muy

peligroso.

―Me escuchaste. Mis enemigos entendían la brutalidad, igual que mi

tripulación. Una vez que terminó, bebí con mis hombres y dividí el botín. Entonces

regresé a mi camarote, vomité la cena muy fina que había preparado mi mozo y

lloré hasta dormirme. Pero ese fue el día que me convertí en un verdadero corsario,

y fue el día que nació Sturmhond.

―Y se acabó lo de «cachorro» ―dije, sintiéndome un poco asqueada.

―Era un niño que intentaba liderar una tripulación indisciplinada de ladrones

y bribones contra enemigos que eran más viejos, sabios y rudos. Necesitaba que me

temieran, todos. Y si no, habría muerto más gente.

Alejé mi plato.

―¿Los dedos de quién me estás diciendo que corte?

―Te estoy diciendo que si deseas ser una líder, es tiempo de que empieces a

pensar y actuar como una.

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―Lo he escuchado antes, sabes, del Darkling y sus seguidores. Sé brutal, sé

cruel, se salvarán más vidas a largo plazo.

―¿Crees que soy como el Darkling?

Lo estudié: el cabello dorado, el uniforme elegante, esos ojos avellana

demasiado astutos.

―No ―dije lentamente―. No creo que lo seas ―Me levanté para reunirme con

Mal―. Pero me he equivocado antes.

* * *

El viaje a Os Alta fue menos una marcha y más un desfile lento e insoportable.

Nos detuvimos en cada ciudad de la Vy, en granjas, escuelas, iglesias y lecherías.

Nos reunimos con dignatarios locales y anduvimos por corredores de hospitales.

Cenamos con veteranos de guerra y aplaudimos a coros de chicas.

Era difícil no notar que las villas estaban mayormente pobladas por los muy

jóvenes y los muy viejos. Cada cuerpo capaz había sido convocado a servir al

Ejército del Rey para luchar en las guerras interminables de Ravka. Los cementerios

eran tan grandes como las ciudades.

Nikolai daba monedas de oro y sacos de azúcar, aceptaba apretones de manos

de mercaderes y besos en la mejilla de matronas arrugadas que lo llamaban

Sobachka, y encantaba a cualquiera que estuviera a medio metro de él. Nunca

parecía cansarse, ni flaquear. Sin importar cuántos kilómetros habíamos cabalgado

o con cuánta gente nos habíamos reunido, estaba listo para reunirse con más.

Siempre parecía saber lo que la gente deseaba de él, cuando ser el chico risueño,

el príncipe dorado, el soldado cansado. Supuse que era el entrenamiento que venía

con haber nacido en la realeza y haber sido criado en la corte, pero aun así, era

perturbador observarlo.

No había estado bromeando sobre el espectáculo. Siempre intentaba programar

nuestras llegadas al amanecer o al atardecer, o detenía nuestra procesión en las

sombras profundas de una iglesia o de una plaza; lo mejor para mostrar a la

Invocadora del Sol.

Cuando me atrapaba rodando los ojos, sólo guiñaba el ojo y decía:

―Todos piensan que estás muerta, encanto. Es importante hacer un buen

espectáculo.

Así que mantenía mi parte del trato y representaba mi papel. Sonreía con gracia

e invocaba la luz para que brillara sobre los tejados y campanarios y bañara con

calidez los rostros asombrados. La gente lloraba, las madres me traían a sus bebés

para que los besara, y los ancianos se inclinaban sobre mi mano, con las mejillas

empapadas de lágrimas. Me sentía como un completo fraude, y eso le dije a

Nikolai.

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Leigh Bardugo Dark Guardians

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―¿Qué quieres decir? ―preguntó, genuinamente desconcertado―. La gente te

adora.

―Quieres decir que adoran a tu cabra de exhibición ―gruñí conforme salíamos

de una ciudad.

―¿Has ganado algún premio siquiera?

―No es gracioso ―susurré enojada―. Has visto lo que puede hacer el

Darkling. Esta gente mandará a sus hijos e hijas para que combatan a los nichevo’ya

y yo no podré salvarlos. Les estás ofreciendo una mentira.

―Les estamos dando esperanza, eso es mejor que nada.

―Dile eso a un hombre que nunca ha tenido nada ―dije y arreé mi caballo para

alejarme.

* * *

Ravka en verano estaba en su mejor momento, con sus campos cubiertos de

dorado y verde, el aire aromático y dulce con la esencia del heno caliente. A pesar

de las protestas de Nikolai, insistí en abstenerme de las comodidades de la litera.

Mi trasero estaba adolorido y mis muslos se quejaban ruidosamente cuando me

liberaba de la montura cada noche, pero montar mi propio caballo significaba aire

fresco y la oportunidad de observar a Mal cada día de viaje. No hablaba mucho,

pero parecía estarse ablandando un poco.

Nikolai había hecho circular la historia de cómo el Darkling había intentado

ejecutar a Mal en el Abismo. Le había ganado a Mal instantánea confianza entre los

soldados, e incluso una pequeña porción de fama. Ocasionalmente exploraba con

los rastreadores de la unidad, y estaba intentando enseñarle a Tolya a cazar,

aunque el gran Grisha no era muy apto para merodear en silencio entre los árboles.

En el camino que salía de Sala, estábamos pasando por un terreno de olmos

blancos cuando Mal se aclaró la garganta y dijo:

―Estaba pensando…

Me enderecé y le brindé mi completa atención. Era la primera vez que iniciaba

una conversación desde que habíamos dejado Kribirsk.

Se removió en su montura, sin mirarme a los ojos.

―Estaba pensando en quién podríamos reclutar para completar la guardia.

Fruncí el ceño.

―¿La guardia?

Se aclaró la garganta.

―Para ti. Unos cuantos hombres de Nikolai parecen bien, y creo que Tolya y

Tamar deberían entrar en consideración. Son shu, pero son Grisha, así que no

debería haber problema. Y también… bueno, estoy yo.

No creía haber visto nunca a Mal ruborizarse de verdad.

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Sonreí.

―¿Estás diciendo que quieres ser el capitán de mi guardia personal?

Mal me lanzó una mirada, con los labios torciéndosele en una sonrisa.

―¿Voy a poder usar un sombrero extravagante?

―El más extravagante ―contesté―. Y posiblemente una capa.

―¿Tendrá plumas?

―Oh sí, muchas.

―Entonces me apunto.

Quería dejarlo allí, pero no pude contenerme.

―Creí… creí que tal vez querrías regresar a tu unidad, volver a ser rastreador.

Mal estudió el nudo en sus riendas.

―No puedo regresar. Con algo de suerte, Nikolai puede evitar que me

cuelguen…

―¿Con algo de suerte? ―chillé.

―Deserté de mi puesto, Alina. Ni siquiera el Rey puede volver a hacerme

rastreador.

La voz de Mal era estable, tranquila.

«Se adapta», pensé. Pero sabía que una parte de él siempre se lamentaría por la

vida que estaba destinado a tener, la vida que podría haber tenido sin mí.

Señaló con la cabeza a donde la espalda de Nikolai era apenas visible en la

columna de jinetes.

―Y no hay forma de que te deje sola con el Príncipe Perfecto.

―Entonces ¿no confías en mí para resistirme a sus encantos?

―Ni siquiera confío en mí mismo. Nunca he visto a nadie manipular a una

multitud cómo él. Estoy bastante seguro que las rocas y árboles se están

preparando para jurarle lealtad.

Me reí y me eché hacia atrás, sentí el sol al calentarme la piel a través de la

sombra moteada de las ramas de los árboles. Toqué el grillete de la sierpe de mar,

oculta por mi manga. Por ahora, quería mantener el segundo amplificador en

secreto. Los Grisha de Nikolai habían jurado guardar silencio, y sólo podía esperar

que contuvieran la lengua.

Mis pensamientos derivaron al pájaro de fuego. Una parte de mí aún no podía

creer que fuera real. ¿Luciría como en las páginas del libro rojo, con las plumas

forjadas en blanco y dorado? ¿O sus alas estarían cubiertas de fuego? ¿Y qué clase

de monstruo le dispararía una flecha para derribarlo?

Me había rehusado a tomar la vida del ciervo, e incontable gente había muerto a

causa de ello… los ciudadanos de Novokribirsk, los Grisha y soldados que había

abandonado en el esquife del Darkling. Pensé en los altos muros de la iglesia

cubiertos por los nombres de los muertos.

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El ciervo de Morozova, Rusalye, el pájaro de fuego. Las leyendas cobraban vida

frente a mis ojos, sólo para morir frente a mí. Recordé los costados de la sierpe de

mar, los débiles silbidos de su último aliento. Había estado al borde de la muerte, y

aun así, yo había vacilado.

«No quiero ser una asesina». Pero la piedad podría no ser un don que la

Invocadora del Sol pudiera permitirse. Me di una sacudida. Primero teníamos que

encontrar al pájaro de fuego, hasta entonces, todas nuestras esperanzas

descansaban en los hombros de un príncipe que no era de fiar.

* * *

Al día siguiente aparecieron los primeros peregrinos. Lucían como cualquier

otro pueblerino, esperando en el camino para ver pasar a la procesión real, pero

traían puestos brazaletes y cargaban mantas con el blasón de un sol naciente.

Sucios por los largos días de viaje, cargaban morrales y sacos llenos con sus pocas

pertenencias, y cuando me veían con mi kefta azul y el collar de ciervo alrededor

del cuello, se abalanzaban hacia mi caballo murmurando «Sankta, Sankta», e

intentaban agarrar mi manga o mi dobladillo. A veces caían de rodillas y tenía que

tener cuidado o arriesgarme a que mi caballo coceara a uno de ellos.

Creía que me había acostumbrado a toda la atención, incluso el ser manoseada

por extraños, pero esto se sentía diferente. No me gustaba que me llamaran

«Santa», y había algo hambriento en sus rostros que ponía mis nervios al límite.

Conforme nos adentrábamos en Ravka, las multitudes crecían. Venían de todas

direcciones, de ciudades, pueblos y puertos. Se arremolinaban en las plazas de las

villas y a un costado de la Vy; hombres, mujeres, viejos y jóvenes, algunos a pie,

algunos montados en burros o amontonados en carros de heno. Adónde fuéramos,

gritaban mi nombre.

A veces era Sankta Alina, a veces Alina la Justa o la Brillante o la Piadosa. Hija

de Keramzin, gritaban, Hija de Ravka. Hija del Abismo. Rebe Dva Stolba, me

llamaban, Hija de Dos Molinos, en honor al valle que era hogar del asentamiento

anónimo de mi nacimiento. Tenía el recuerdo más vago de las ruinas que dieron

nombre al valle, dos husos de roca al lado de un camino polvoriento. El Apparat

había estado ocupado desenterrando mi pasado, rebuscando entre los escombros

para construir la historia de una Santa.

Las expectativas de los peregrinos me aterraban. En lo que a ellos concernía,

había venido a liberar Ravka de sus enemigos, del Abismo de las Sombras, del

Darkling, de la pobreza, del hambre, del dolor de pies y los mosquitos y cualquier

otra cosa que pudiera causarles problemas. Me rogaban que los bendijera, que los

curara, pero sólo podía invocar luz, saludarlos y dejar que me tocaran la mano.

Todo era parte del espectáculo de Nikolai.

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Los peregrinos no sólo habían venido a verme, sino también a seguirme. Se

unían a la procesión real y la horda harapienta se incrementaba cada día que

pasaba. Nos seguían el rastro de ciudad a ciudad, acampaban en campos en

barbecho, mantenían vigilia para orar por mi seguridad y la salvación de Ravka.

Estaban a punto de superar el número de soldados de Nikolai.

―Esto es obra del Apparat ―me quejé a Tamar una noche, en la cena.

Estábamos en una posada para pasar la noche. A través de las ventanas podía

ver las luces de las fogatas de los peregrinos y escucharlos cantar canciones

campesinas.

―Esta gente debería estar en casa, trabajando sus campos y cuidando a sus

hijos, no siguiendo a una santa falsa.

Tamar removió en el plato un pedazo de papa sobre cocida y dijo.

―Mi madre me dijo que el poder Grisha es un don divino.

―¿Y le creíste?

―No tengo una explicación mejor.

Bajé mi tenedor.

―Tamar, no tenemos un don divino. El poder Grisha es sólo algo con lo que

nacimos, como tener pies grandes o buena voz para cantar.

―Eso es lo que creen los shu, que es algo físico, enterrado en el corazón o en el

bazo, algo que puede aislarse y diseccionarse. ―Miró por la ventana hacia el

campamento de los peregrinos―. No creo que esa gente fuera a estar de acuerdo.

―Por favor, no me digas que crees que soy una Santa.

―No importa lo que eres, importa lo que puedes hacer.

―Tamar…

―Esa gente cree que puedes salvar Ravka ―dijo―. Obviamente tú también, o

no irías a Os Alta.

―Voy a Os Alta para reconstruir el Segundo Ejército.

―¿Y encontrar el tercer amplificador?

Casi dejé caer el tenedor.

―Mantén la voz baja ―barboteé.

―Vimos el Istorii Sankt’ya.

Así que Sturmhond no había mantenido el libro en secreto.

―¿Quién más sabe? ―pregunté, intentando recuperar la compostura.

―No le vamos a contar a nadie, Alina. Sabemos que es un riesgo. ―El vaso de

Tamar había dejado un círculo húmedo en la mesa; lo delineó con el dedo y dijo―:

Sabes, algunas personas creen que todos los primeros Santos fueron Grisha.

Fruncí el ceño.

―¿Qué personas?

Tamar se encogió de hombros.

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―Suficientes para que sus líderes fueran excomulgados, algunos incluso

quemados en la hoguera.

Nunca había oído eso.

―Fue hace mucho tiempo. No entiendo por qué esa idea enoja tanto a la gente.

Aunque los Santos fueran Grisha, eso no hace menos milagroso lo que hicieron.

Me removí en la silla.

―No quiero ser una Santa, Tamar. No estoy intentando salvar el mundo, sólo

quiero encontrar una forma de derrotar al Darkling.

―Reconstruir el Segundo Ejército, derrotar al Darkling, destruir el Abismo,

liberar Ravka. Llámalo como quieras, pero todo eso suena sospechosamente a

salvar al mundo.

Bueno, cuando lo ponía de esa forma, sí parecía un poco ambicioso. Tomé un

sorbo de vino. Estaba ácido en comparación con los añejos del Volkvolny.

―Mal va a pedirles a ti y a Tolya que sean miembros de mi guardia personal.

El rostro de Tamar dio paso a una hermosa sonrisa.

―¿En serio?

―De todas formas, prácticamente ya están haciendo el trabajo ahora; pero si

van a estar custodiándome mañana y noche, necesitan prometerme algo.

―Cualquier cosa ―aceptó, radiante.

―No más charla de Santos.

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Traducido por Azhreik

Conforme las multitudes de peregrinos crecían, se volvían más difíciles de

controlar, y pronto me vi forzada a montar en la litera. Algunos días Mal me

acompañaba, pero normalmente elegía montar afuera, cuidando el vehículo con

Tolya y Tamar. A pesar de lo mucho que anhelaba su compañía, sabía que era lo

mejor. Estar confinado en la cajita de lujo siempre parecía ponerlo de mal humor.

Nikolai sólo se me unía a la entrada o salida de cada villa, para que nos vieran

llegar o irnos juntos. Hablaba constantemente, siempre estaba pensando en algo

nuevo que construir: un aparato para pavimentar caminos, un nuevo sistema de

irrigación, un bote que pudiera remar solo. Hacía bocetos en cualquier pedazo de

papel que pudiera encontrar y todos los días parecía tener una nueva forma de

mejorar la próxima versión del Colibrí.

También estaba ansioso por hablar sobre el tercer amplificador y del Darkling,

aunque me ponía muy nerviosa. Él tampoco reconocía el arco de piedra en la

ilustración, y sin importar cuánto tiempo pasábamos forzando la vista ante la

página, Sankt Ilya no nos revelaba su secreto. Pero eso no detenía a Nikolai de

especular sin fin sobre posibles lugares para empezar a buscar el pájaro de fuego, o

de interrogarme sobre el nuevo poder del Darkling.

―Estamos a punto de ir a la guerra juntos ―me recordó dijo―. En caso de que

lo hayas olvidado, el Darkling no me tiene afecto, precisamente. Me gustaría que

tuviéramos cualquier ventaja que podamos conseguir.

Había muy poco que pudiera decir, porque apenas entendía lo que hacía el

Darkling.

―Los Grisha sólo pueden utilizar y alterar lo que ya existe, la creación

verdadera es un tipo diferente de poder. Baghra lo llamó «la creación del corazón

del mundo».

―¿Y crees que es eso lo que busca el Darkling?

―Tal vez, no lo sé. Todos tenemos límites y cuando los sobrepasamos, nos

cansamos. Pero a largo plazo, utilizar nuestro poder nos hace más fuertes. Es

diferente cuando el Darkling convoca a los nichevo’ya. Creo que le cuesta.

―Describí el esfuerzo que había aparecido en el rostro del Darkling, su fatiga―. El

poder no lo está alimentando, se está alimentando de él.

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―Bueno, eso lo explica ―dijo Nikolai, golpeteó los dedos rítmicamente contra

su muslo y mientras su mente se agitaba por las posibilidades.

―¿Explica qué?

―Que aún estemos vivos, que mi padre aún esté en el trono. Si el Darkling

pudiera simplemente levantar un ejército de sombras, ya habría marchado en

nuestra contra. Esto es bueno ―dijo, decidido―, nos da tiempo.

La pregunta era cuánto. Rememoré el deseo que había sentido al mirar las

estrellas a bordo del Volkvolny. El hambre de poder había corrompido al Darkling;

por lo que sabía, también podría haber corrompido a Morozova. Juntar los

amplificadores podría desatar una clase de miseria que el mundo nunca había

visto.

Me froté los brazos, en un intento de quitarme el escalofrío que se había

apoderado de mí. No podía contarle estas dudas a Nikolai, y Mal ya estaba lo

suficientemente reacio con el rumbo que habíamos elegido.

―Sabes contra qué nos enfrentamos ―dije―. El tiempo puede no ser suficiente.

―Os Alta está potentemente fortificada. Está cerca de la base de Poliznaya y,

más importante, está lejos tanto de la frontera norte como sur.

―¿Eso nos ayuda?

―El alcance del Darkling es limitado. Cuando inutilizamos su barco, no fue

capaz de enviar a los nichevo’ya a que nos persiguieran. Eso significa que tendrá

que entrar a Ravka con sus monstruos. Las montañas del este son impenetrables, y

no puede cruzar el Abismo sin ti, así que tendrá que venir tras nosotros por Fjerda

o Shu Han. Por donde venga, lo sabremos de inmediato.

―¿Y el Rey y la Reina se quedarán?

―Si mi padre deja la capital ahora, sería igual que entregarle el país al

Darkling. Además, no sé si está lo suficientemente fuerte para viajar.

Pensé en la kefta roja de Genya.

―¿No se ha recuperado?

―Han mantenido lo peor lejos de los rumores, pero no, no se ha recuperado y

dudo que lo haga. ―Se cruzó de brazos y ladeó la cabeza―. Tu amiga es

impresionante, como envenenadora.

―No es mi amiga ―contradije, aunque las palabras sonaron infantiles a mis

oídos y me supieron a traición. Culpaba a Genya de muchas cosas, pero no de lo

que le había hecho al Rey. Nikolai parecía tener espías por todos lados; me

preguntaba si sabía qué clase de hombre era en realidad su padre―. Y dudo que

utilizara veneno.

―Le hizo algo, ninguno de sus doctores puede encontrar una cura, y mi madre

no dejará que ningún Sanador Corporalnik se le acerque. ―Después de un

momento, Nikolai dijo―. En realidad fue un movimiento astuto.

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Alcé las cejas.

―¿Intentar matar a tu padre?

―El Darkling podría haber asesinado a mi padre con bastante facilidad, pero se

habría arriesgado a una rebelión instantánea de los campesinos y del Primer

Ejército. Con el Rey vivo y en aislamiento, nadie sabe con certeza lo que está

sucediendo. El Apparat estaba allí, interpretando al consejero confiable, dando

órdenes. Vasily estaba en algún otro lugar comprando caballos y prostitutas.

―Hizo una pausa, miró por la ventana y pasó el dedo por el borde de oropel―. Yo

estaba en el mar, no oí las noticias hasta semanas después que todo hubiera

terminado.

Esperé, insegura de si debía hablar. Sus ojos estaban entretenidos en el paisaje,

pero su expresión era distante.

―Cuando llegó noticia de la masacre en Novokribirsk y la desaparición del

Darkling, el infierno se desató. Un grupo de ministros reales y la guardia de palacio

forzaron la entrada al Gran Palacio y demandaron ver al Rey. ¿Sabes lo que

encontraron? A mi madre atrincherada en su vestidor, apretando a ese perrito

esmirriado. Y al Rey de Ravka, Alexander Tercero, solo en sus aposentos, apenas

respirando y tirado en su propia suciedad. Dejé que eso sucediera.

―No podías haber sabido lo que el Darkling estaba planeando, Nikolai. Nadie

lo supo.

No pareció escucharme.

―Los Grisha y oprichniki que mantenían el palacio a órdenes del Darkling

fueron capturados en el poblado cuando intentaban escapar, y fueron ejecutados.

Intenté reprimir un estremecimiento.

―¿Qué hay del Apparat? ―El sacerdote había estado coludido con el Darkling

y aún podría estar trabajando con él; pero había intentado aproximarse a mí antes

del golpe de Estado, y siempre había pensado que podría estar jugando un juego

más oscuro.

―Escapó, nadie sabe cómo. ―Su voz era dura―. Pero responderá por ello

cuando llegue el momento.

De nuevo tuve un atisbo del borde despiadado que yacía bajo su

comportamiento impecable. ¿Ese era el Nikolai Lantsov verdadero? ¿O sólo otro

disfraz?

―Dejaste ir a Genya ―dije.

―Ella era un peón, tú eras el premio. Tenía que mantenerme enfocado.

―Entonces sonrió, y su humor oscuro se desvaneció como si nunca hubiera

estado―. Además ―dijo con un guiño―, era demasiado bonita para los tiburones.

* * *

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Montar en la litera me dejaba inquieta, frustrada con el paso que Nikolai

marcaba y ansiosa por llegar al Pequeño Palacio. Aun así, fue de ayuda para que

me preparara para nuestra llegada a Os Alta. Nikolai tenía un considerable interés

en mi éxito como líder del Segundo Ejército, y siempre parecía tener un nuevo

trozo de sabiduría que deseaba impartir. Era abrumador, pero no creía que pudiera

permitirme desdeñar su consejo, y empecé a sentir como si estuviera de vuelta en la

biblioteca del Pequeño Palacio, llenándome a rebosar la cabeza de teoría Grisha.

«Cuanto menos digas, más peso tendrán tus palabras».

«No discutas, nunca te dignes a negar. Recibe los insultos con risa».

―No te reíste con el capitán fjerdano ―observé.

―Eso no fue un insulto, fue un desafío ―dijo―. Reconoce la diferencia.

«La debilidad es una pose. Utilízala cuando necesiten saber que eres humana,

pero nunca cuando la sientas».

«No desees ladrillos cuando puedes construir con piedra. Usa lo que sea o a

quien sea que tengas enfrente».

«Ser un líder significa que alguien siempre está observándote».

«Consigue que cumplan las órdenes pequeñas y cumplirán las grandes».

«Está bien despreciar las expectativas, pero nunca las decepciones».

―¿Cómo se supone que recuerde todo esto? ―pregunté con exasperación.

―No piensas mucho en ello, sólo lo haces.

―Es fácil para ti decirlo, te han preparado para esto desde el día que naciste.

―Me prepararon para el tenis sobre hierba y las fiestas de champaña ―replicó

Nikolai―. El resto vino con la práctica.

―¡No tengo tiempo para practicar!

―Lo harás bien ―dijo―. Sólo cálmate.

Dejé escapar un graznido de frustración. Deseaba tanto estrangularlo que los

dedos me picaban.

―Oh, y la forma más fácil de enfurecer a alguien es decirle que se calme.

No sabía si reír o lanzarle mi zapato.

Fuera de la litera, el comportamiento de Nikolai se estaba haciendo más y más

perturbador. Era lo bastante sensato para no repetir su propuesta de matrimonio,

pero estaba claro que deseaba que la gente pensara que había algo entre nosotros.

En cada parada se volvía más audaz, se paraba demasiado cerca, me besaba la

mano, me ponía el cabello tras la oreja cuando la brisa lo alborotaba.

En Tashta, Nikolai saludó con la mano a la inmensa multitud de pobladores y

peregrinos que se había formado junto a la estatua del fundador del pueblo.

Cuando me estaba ayudando a volver a la litera, deslizó su brazo alrededor de mi

cintura.

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―Por favor no me golpees ―susurró. Entonces me jaló contra su pecho y

presionó sus labios contra los míos.

La multitud explotó en ovaciones salvajes, sus voces se estrellaron contra

nosotros en un rugido exultante. Antes de que pudiera siquiera reaccionar, Nikolai

me empujó al interior sombreado de la litera y se metió tras de mí. Azotó la puerta

tras él, pero aun así pude oír las ovaciones de los pobladores. Mezclados con los

gritos de «¡Nikolai!» y «¡Sankta Alina!» había un nuevo cántico: Sol Koroleva,

gritaban. La Reina Sol.

Pude ver a Mal sólo a través de la ventana de la litera. Estaba en su caballo,

transitando por el borde de la multitud, asegurándose de que se quedaran fuera del

camino. Era claro por su expresión atormentada que había visto todo.

Me volteé hacia Nikolai y lo pateé con fuerza en las espinillas. Jadeó, pero no

fue ni remotamente lo suficientemente satisfactorio. Volví a patearlo.

―¿Te sientes mejor? ―preguntó.

―La próxima vez que intentes algo así, no te patearé ―dije enojada―. Te

cortaré a la mitad.

Se quitó una pelusa de los pantalones.

―No creo que eso sea sabio, me temo que la gente desaprobaría el regicidio.

―Aún no eres rey, Sobachka ―espeté con aspereza―. Así que no me tientes.

―No veo por qué estás enojada, a la multitud le encantó.

―A mí no me encantó.

Levantó una ceja.

―No lo odiaste.

Lo pateé de nuevo. Esta vez su mano serpenteó como relámpago y capturó mi

tobillo. Si hubiera sido invierno, habría traído las botas puestas, pero traía puestas

zapatillas de verano y sus dedos se cerraron sobre mi pierna desnuda. Mis mejillas

se tiñeron de rojo.

―Promete no patearme de nuevo y te prometeré no besarte otra vez ―dijo.

―¡Sólo te pateé porque me besaste!

Intenté recuperar mi pierna, pero la tenía agarrada con fuerza.

―Promételo ―dijo.

―Muy bien ―solté entre dientes―. Lo prometo.

―Entonces tenemos un trato.

Dejó caer mi pie, y lo atraje bajo mi kefta, con la esperanza de que no pudiera

ver mi sonrojo idiota.

―Genial ―dije―. Ahora sal.

―Es mi litera.

―El trato sólo era por patear, no prohibía abofetear, golpear, morder o cortarte a

la mitad.

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Sonrió.

―¿Temes que Oretsev se pregunte qué estamos haciendo?

Eso es exactamente lo que me preocupaba.

―Me preocupa que si me veo forzada a pasar otro minuto contigo, pueda

vomitar sobre mi kefta.

―Es un actuación, Alina. Cuanto más fuerte nuestra alianza, mejor será para

ambos. Lo lamento si es una piedra en el zapato de Mal, pero es necesario.

―Ese beso no fue necesario.

―Estaba improvisando ―dijo―. Me dejé llevar.

―Tú nunca improvisas ―espeté―. Todo lo que haces es calculado, cambias de

personalidad como otra gente cambia de sombrero. Y ¿sabes qué? Es espeluznante.

¿Nunca eres sólo tú mismo?

―Soy un príncipe, Alina. No puedo permitirme ser yo mismo.

Dejé escapar un suspiro enojado.

Guardó silencio durante un momento y entonces dijo:

―Yo… ¿realmente crees que soy espeluznante?

Era la primera vez que había sonado menos seguro de sí mismo. A pesar de lo

que había hecho, en realidad me sentía un poco mal por él.

―Ocasionalmente ―admití.

Se frotó la nuca con la mano, parecía claramente incómodo. Entonces suspiró y

se encogió de hombros.

―Soy el hijo menor, probablemente un bastardo, y he estado lejos de la corte

por casi siete años. Voy a hacer todo lo que pueda para aumentar mis posibilidades

para el trono, y si eso significa cortejar una ciudad entera o ponerte ojos de borrego,

entonces lo haré.

Lo miré con ojos desorbitados. En realidad no había oído nada después de la

palabra «bastardo». Genya había insinuado que había rumores sobre el linaje de

Nikolai, pero me asombraba que él los conociera.

Se rio.

―Nunca vas a sobrevivir en la corte si no aprendes a ocultar un poquito mejor

lo que piensas. Luces como si acabaras de sentarte en un cuenco de papilla helada.

Cierra la boca.

Cerré la boca de sopetón e intenté arreglar mis rasgos en una expresión plácida.

Eso sólo hizo que Nikolai riera mucho más.

―Ahora luces como si hubieras tomado demasiado vino.

Me rendí y me dejé caer contra el asiento.

―¿Cómo puedes bromear sobre algo así?

―He oído esos susurros desde que era un niño. No es algo que me gustaría que

repitieran afuera de esta litera, y lo negaré si lo dices, pero no me podría importar

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menos si tengo o no sangre Latsov. De hecho, dada toda la endogamia real, ser un

bastardo es probablemente un punto a mi favor.

Sacudí la cabeza. Era absolutamente desconcertante. Era difícil saber qué

tomarse en serio en lo que se refería a Nikolai.

―¿Por qué la corona es tan importante para ti? ―pregunté―. ¿Por qué pasar

por todo esto?

―¿Es tan difícil creer que puede que me importe de verdad lo que le sucede a

este país?

―¿Honestamente? Sí.

Se estudió las puntas de sus botas pulidas. Nunca podía descubrir cómo las

mantenía tan brillantes.

―Supongo que me gusta arreglar cosas ―admitió―. Siempre ha sido así.

No era una gran respuesta, pero de alguna forma sonaba cierto.

―¿De verdad crees que tu hermano se hará a un lado?

―Eso espero. Sabe que el Primer Ejército me seguirá, y no creo que tenga

estómago para una guerra civil. Además, Vasily heredó la aversión de nuestro

padre por el trabajo duro. Una vez que se dé cuenta lo que realmente requiere

dirigir un país, dudo que pueda huir lo suficientemente rápido de la capital.

―¿Y si no renuncia tan fácilmente?

―Es una simple cuestión de encontrar el incentivo correcto. Indigente o

príncipe, todos los hombres tienen su precio.

Más sabiduría de la boca de Nikolai Lantsov. Eché un vistazo por la ventana de

la litera. Sólo pude ver a Mal sentado en su montura, mientras mantenía el paso de

la litera.

―No todos ―murmuré.

Nikolai siguió mi mirada.

―Sí, Alina, incluso tu campeón incondicional tiene su precio. ―Volvió hacia mí

sus ojos avellana pensativos―. Y sospecho que lo estoy mirando ahora mismo.

Me removí incómoda en el asiento.

―Estás tan seguro de todo ―dije con acidez―. Tal vez decidiré que quiero el

trono y te asfixiaré mientras duermes.

Nikolai sólo sonrió.

―Al fin ―dijo―, ya estás pensando como política.

* * *

Eventualmente, Nikolai cedió y bajó de la litera, pero pasaron horas antes de

que nos detuviéramos para pasar la noche. No tuve que buscar a Mal; cuando la

puerta de la litera se abrió, estaba allí, ofreciéndome la mano para ayudarme a

bajar. La plaza estaba abarrotada de peregrinos y otros viajeros, todos estiraban los

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cuellos para conseguir una mejor vista de la Invocadora del Sol, pero no estaba

segura de que tuviera otra oportunidad de hablar con él.

―¿Estás enojado? ―susurré mientras me conducía por la calle empedrada.

Podía ver a Nikolai del otro lado de la plaza, hablando ya con un grupo de

dignatarios locales.

―¿Contigo? No, pero Nikolai y yo vamos a intercambiar unas palabras cuando

no esté rodeado por una guardia armada.

―Si te hace sentir mejor, lo pateé.

Mal se rio.

―¿En serio?

―Dos veces, ¿eso ayuda?

―De hecho, sí.

―Le pisaré el pie esta noche durante la cena. ―Eso no entraba en el acuerdo de

la prohibición de patear.

―Entonces nada de mariposas en el estómago ni desmayos, ¿ni siquiera en los

brazos de un príncipe?

Me estaba tomando el pelo, pero escuché la incertidumbre tras sus palabras.

―Parece que soy inmune ―repliqué―. Y afortunadamente, sé cómo debería

sentirse un beso real.

Lo dejé parado en mitad de la plaza. Me podría acostumbrar a hacer sonrojar a

Mal.

* * *

La noche antes de que entráramos a Os Alta, nos quedamos en la dacha1 de un

noble menor que vivía a unos cuantos kilómetros de los muros de la ciudad. Me

recordó un poco a Keramzin por las grandes puertas de hierro, el camino largo y

derecho hasta la casa elegante de dos alas amplias de ladrillos pálidos.

Aparentemente, el Conde Minkoff era conocido por cultivar árboles frutales enanos

y los pasillos de la dacha estaban cubiertos de unos pequeños topiarios hábilmente

ubicados que llenaban las habitaciones con la dulce esencia de duraznos y ciruelas.

Me proveyeron de un aposento elegante en el segundo piso. Tamar se adueñó

de la habitación adjunta y Tolya y Mal se alojaron al otro lado del pasillo. Una gran

caja me esperaba en mi cama, y dentro encontré la kefta, con la que finalmente había

cedido y encargado la semana anterior. Nikolai había enviado órdenes al Pequeño

Palacio y reconocí el trabajo de los Fabricadores Grisha en la seda azul oscuro

entretejida con hebras doradas. Esperaba que fuera pesada en mis manos, pero los

artesanos Materialnik habían tratado la tela para hacerla casi ingrávida. Cuando

1 Dacha: Hogar ruso.

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Leigh Bardugo Dark Guardians

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me la pasé por la cabeza, brilló y titiló como un rayo de luz que atraviesa el agua.

Los broches eran pequeños soles dorados, era hermosa y un tanto esplendorosa;

Nikolai la aprobaría.

La señora de la casa había enviado una doncella para que me peinara. Me sentó

junto al tocador y cloqueó y se impacientó por los nudos de mi cabello mientras

acomodaba mis bucles en un nudo flojo. Tenía una mano mucho más suave que

Genya, pero los resultados no eran ni de cerca tan espectaculares. Me arranqué el

pensamiento de la cabeza. No me gustaba pensar en Genya, lo que le podría haber

sucedido después de que dejáramos el ballenero, o cuán solitario se sentiría el

Pequeño Palacio sin ella.

Le agradecí a la doncella y, antes de dejar mi habitación, levanté la bolsita de

terciopelo negro que había venido en la caja con mi kefta. Me la deslicé en el

bolsillo, revisé que el grillete estuviera oculto bajo mi manga y me encaminé al piso

de abajo.

La charla de la cena se centró en los últimos sucesos, el posible paradero del

Darkling, y los acontecimientos en Os Alta. La ciudad se había inundado de

refugiados, a los que llegaban se les mandaba de vuelta en la entrada principal y

había rumores de revueltas por la comida en el pueblo. Parecía imposiblemente

lejos de este lugar reluciente.

El Conde y su esposa, una dama regordeta de rizos grises y un escote

alarmantemente revelador, ofrecieron una mesa prodigiosa. Comimos sopa fría en

tazas enjoyadas con forma de calabaza, cordero asado sazonado con jalea de

grosella, hongos horneados en crema y un platillo que sólo yo comí y que después

descubrí que era cuco en brandy. Cada plato y vaso tenía bordes de plata y el

escudo de armas de los Minkoff. Pero lo más impresionante era el centro de mesa

que llegaba de extremo a extremo: un bosque vivo en miniatura representado en

elaborado detalle, completado con un bosquecillo de diminutos pinos, una

enredadera de campánulas con flores no mayores a la uña del dedo y una pequeña

choza que ocultaba el salero.

Me senté entre Nikolai y el Coronel Raevsky y escuché a los huéspedes del

noble reír, charlar y hacer brindis tras brindis por el regreso del joven príncipe y la

salud de la Invocadora del Sol. Le había pedido a Mal que se nos uniera, pero se

rehusó y eligió patrullar los terrenos con Tamar y Tolya. A pesar de lo mucho que

intentaba mantener la mente en la conversación, continuaba echando vistazos a la

terraza, con la esperanza de verlo.

Nikolai debió haberlo notado, porque susurró:

―No tienes que prestar atención, pero sí tienes que aparentar que estás

prestando atención.

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Hice mi mayor esfuerzo, aunque no tenía mucho que decir. Incluso vestida con

una kefta resplandeciente, y sentada junto a un príncipe, seguía siendo una

campesina de una ciudad sin nombre. No pertenecía allí con esa gente, y no quería

pertenecer. Aun así, le dirigí una plegaria silenciosa de agradecimiento a Ana Kuya

por haber enseñado a los huérfanos cómo sentarse a la mesa y qué tenedor utilizar

para comer caracoles.

Después de la cena, nos condujeron a una salita donde el Conde y la Condesa

cantaron un dueto, acompañados por su hija en el arpa. Los postres se pusieron en

una mesa lateral: mouse de miel, una compota de arce y melón y una torre de

pastitas cubiertas con nubes de azúcar espolvoreada que tenían más el propósito de

que las vieras con ojos hambrientos en vez de comerlas de verdad. Hubo más vino,

más chismorreo. Me pidieron que invocara luz y convoqué un cálido brillo en el

techo artesonado ante unos aplausos entusiastas. Cuando algunos de los huéspedes

se sentaron a jugar cartas, aludí a un dolor de cabeza e hice mi silencioso escape.

Nikolai me alcanzó en las puertas de la terraza.

―Deberías quedarte ―dijo―. Es buena práctica para la monotonía de la corte.

―Los Santos necesitan descanso.

―¿Planeas dormir bajo un rosal? ―preguntó y le echó una mirada al jardín.

―He sido un buen oso bailarín, Nikolai. He hecho todos mis trucos y ahora es

tiempo de que diga buenas noches.

Nikolai suspiró.

―Tal vez sólo desearía ir contigo. La Condesa no paró de apretarme la rodilla

por debajo de la mesa durante la cena, y odio jugar a las cartas.

―Creí que eras el político consumado.

―Te dije que tengo problemas con quedarme quieto.

―Entonces sólo tendrás que pedirle a la Condesa que baile contigo ―dije con

una sonrisa y salí al aire nocturno.

Mientras descendía los escalones de la terraza, miré por sobre el hombro.

Nikolai aún permanecía en el umbral. Traía su uniforme militar al completo, con

una banda de color azul pálido sobre el pecho. La luz de la salita hacia brillar sus

medallas e iluminaba las puntas de su cabello dorado. Esta noche estaba

interpretando el papel del elegante príncipe; pero allí parado, sólo lucía como un

chico solitario que no deseaba regresar a la fiesta solo.

Volteé y bajé por la escalera curvada hasta el jardín.

No me tomó mucho encontrar a Mal. Estaba recargado contra el tronco de un

gran roble y escrutaba los terrenos bien cuidados.

―¿Alguien acecha en la oscuridad? ―pregunté.

―Sólo yo.

Me apoyé contra el tronco, a su lado.

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―Debiste haberte unido a nosotros en la cena.

Mal resopló.

―No, gracias. Por lo que pude ver, lucías definitivamente miserable y Nikolai

no lucía mucho más feliz. Además, ―añadió, con un vistazo a mi kefta― ¿qué

habría vestido?

―¿La odias?

―Es encantadora, una perfecta adición a tu ajuar. ―Antes de que pudiera

rodar los ojos siquiera, me sujetó la mano―. No quería decir eso ―dijo―. Luces

hermosa. He estado esperando decírtelo desde el primer momento que te vi esta

noche.

Me sonrojé.

―Gracias, utilizar mi poder a diario me ayuda.

―Eras hermosa allá en Cofton con polen de jurda en la frente.

Tímidamente me jalé un mechón de cabello.

―Este lugar me recuerda a Keramzin ―dije.

―Un poco, es mucho más quisquilloso. ¿Cuál es el punto de la fruta diminuta,

exactamente?

―Es para gente con manos diminutas. Los hace sentir mejor sobre sí mismos.

Se rio, una risa verdadera. Metí la mano en mi bolsillo y revolví el interior de la

bolsita de terciopelo negro.

―Tengo algo para ti ―confesé.

―¿Qué es?

Extendí el puño cerrado.

―Adivina ―dije. Era un juego que jugábamos de niños.

―Obviamente es un suéter.

Sacudí la cabeza.

―¿Un espectáculo de ponis?

―Nop.

Se estiró y tomó mi mano, la giró y suavemente desdobló mis dedos.

Esperé su reacción.

Su boca se extendió de una comisura mientras retiraba el rayo de sol dorado de

mi mano. El áspero roce de sus dedos contra mi palma envió un estremecimiento

hasta mi espalda.

―¿Para el capitán de tu guardia personal? ―preguntó.

Me aclaré la garganta con nerviosismo.

―No… no quería uniformes. No quería nada que luciera como los oprichniki del

Darkling.

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Durante un largo momento, nos quedamos en silencio mientras Mal miraba el

rayo de sol. Entonces me lo tendió de vuelta. Mi corazón se desplomó, pero intenté

ocultar mi decepción.

―¿Me lo prendes? ―me pidió.

Dejé escapar el aire en una ráfaga de alivio. Tomé el prendedor entre mis dedos

y lo presioné entre los pliegues del lado izquierdo de su camisa. Requirió un par de

intentos que quedara enganchado. Cuando terminé y di un paso atrás, tomó mi

mano y la presionó sobre el rayo de sol, sobre su corazón.

―¿Eso es todo? ―dijo.

Ahora estábamos parados muy juntos, solos en la cálida oscuridad del jardín.

Era el primer momento que teníamos para nosotros en semanas.

―¿Todo? ―repetí. Mi voz salió apenas más alta que un suspiro.

―Creo que se me prometió una capa y un sombrero extravagante.

―Te lo compensaré ―dije.

―¿Estás coqueteando?

―Estoy negociando.

―Bien ―dijo―. Cobraré mi primer pago ahora.

Su tono era ligero, pero cuando sus labios encontraron los míos, no había nada

juguetón en su beso. Sabía a calor y a las peras recién maduradas del jardín del

Duque. Sentí hambre en el duro ángulo de su boca, un borde de necesidad tan poco

familiar que causó que chispas febriles me quemaran todo el cuerpo.

Me puse de puntillas y le rodeé el cuello con los brazos, sentí la longitud de mi

cuerpo derritiéndose en el suyo. Tenía la fuerza de un soldado, y la sentí en los

duros músculos de sus brazos, en la presión de sus dedos cuando su palma se

recargó en la seda de la parte baja de mi espalda y me atrajo hacia él. Había algo

fiero y casi desesperado en la forma que me sostenía, como si no pudiera tenerme

lo suficientemente cerca.

Mi cabeza estaba girando. Mis pensamientos se habían vuelto lentos y líquidos,

pero en algún lugar, oí pasos. Al momento siguiente, Tamar llegó corriendo por el

sendero.

―Tenemos compañía ―dijo.

Mal se apartó de mí y se descolgó el rifle en un movimiento ágil.

―¿Quién es?

―Hay un grupo de gente en la entrada, exigen entrar. Quieren ver a la

Invocadora del Sol.

―¿Peregrinos? ―pregunté, mientras intentaba que mi cerebro aturdido por el

beso funcionara apropiadamente.

Tamar sacudió la cabeza.

―Afirman ser Grisha.

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―¿Aquí?

Mal puso una mano sobre mi brazo.

―Alina, espera adentro, al menos hasta que veamos de qué se trata esto.

Dudé. Una parte de mí se rebelaba a que le dijeran que corriera y ocultara la

cabeza, pero tampoco quería ser estúpida. Un grito se elevó de algún lugar cercano

a la entrada.

―No ―dije y me solté del agarre de Mal―. Si realmente son Grisha, podrían

necesitarme.

Ni Tamar ni Mal lucían complacidos, pero tomaron posiciones a mis costados y

nos apresuramos por el sendero de grava.

Una multitud se había reunido a las puertas de hierro de la dacha. Tolya era

fácil de distinguir, pues sobresalía por sobre todos los demás. Nikolai estaba al

frente, rodeado de soldados con las armas listas, además de sirvientes armados de

la casa del Conde. Un grupito de gente estaba reunido al otro lado de los barrotes,

pero no podía ver más que eso. Alguien le dio a la reja un furioso zarandeo, y

escuché el clamor de voces elevándose.

―Llévenme allí ―dije. Tamar le lanzó a Mal una mirada preocupada. Levanté

la barbilla. Si iban a ser mis guardias, tendrían que seguir mis órdenes―. Ahora.

Necesitaba saber qué estaba sucediendo antes de que las cosas se nos fueran de

las manos.

Tamar le hizo señas a Tolya, y el gigante se paró frente a nosotros; fácilmente

abrió paso con el hombro por entre la multitud, hasta las puertas. Yo siempre había

sido pequeña, metida entre Mal y los gemelos, con soldados inquietos que nos

empujaban por todos lados, repentinamente se sintió muy difícil respirar. Aquieté

mi pánico y vi pasar cuerpos y espaldas hasta donde Nikolai discutía con alguien

ante las puertas.

―Si quisiéramos hablar con el lacayo del rey, estaríamos a las puertas del Gran

Palacio ―dijo una voz impaciente―. Vinimos por la Invocadora del Sol.

―Muestra algo de respeto, desangrador ―ladró un soldado que no reconocí―.

Te estás dirigiendo al príncipe de Ravka y a un oficial del Primer Ejército.

No estaba yendo bien, me acerqué más al frente de la multitud, pero me

sobresalté cuando vi al Corporalnik parado al otro lado de los barrotes de hierro.

―¿Fedyor?

Su rostro alargado mostró una sonrisa, y se inclinó profundamente.

―Alina Starkov ―dijo―. Sólo podía esperar que los rumores fueran ciertos.

Estudié a Fedyor con cuidado. Estaba rodeado por un grupo de Grisha que

vestían keftas cubiertas de polvo, mayormente del rojo Corporalnik, algunos del

azul Etherealnik y unos poquísimos del púrpura Materialnik.

―¿Lo conoces? ―preguntó Nikolai.

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―Sí ―contesté―. Me salvó la vida. ―Fedyor se había puesto una vez entre un

enjambre de asesinos fjerdanos y yo.

Volvió a hacer una reverencia.

―Fue un gran honor.

Nikolai no lucía impresionado.

―¿Es de confianza?

―Es un desertor ―dijo el soldado junto a Nikolai.

Hubo gruñidos en ambos lados de las puertas.

Nikolai apuntó a Tolya.

―Haz que retrocedan todos y asegúrate que a ninguno de esos sirvientes se les

ocurra empezar a disparar. Sospecho que carecen de emoción aquí fuera entre los

árboles frutales. ―Se giró de nuevo a las puertas―. Fedyor, ¿verdad? Danos un

momento. ―Me llevó a cierta distancia de la multitud y dijo en voz baja―. ¿Y bien?

¿Es de confianza?

―No lo sé. ―La última vez que había visto a Fedyor había estado en una fiesta

en el Gran Palacio, sólo horas antes de que descubriera los planes del Darkling y

huyera en la parte trasera de un vagón. Me estrujé el cerebro, en un intento de

recordar lo que me había dicho entonces―. Creo que estaba estacionado en la

frontera sur. Es un Cardio de alto rango, pero no uno de los favoritos del Darkling.

―Nevsky tiene razón ―dijo, asintiendo hacia el soldado enojado―. Grisha o

no, su lealtad más importante debía haber sido para el Rey. Dejaron sus puestos,

técnicamente son desertores.

―Eso no los hace traidores.

―La pregunta real es si son espías.

―Entonces, ¿qué hacemos con ellos?

―Podríamos arrestarlos, interrogarlos.

Jugueteé con mi manga, pensativa.

―Dímelo ―dijo Nikolai.

―¿No queremos que los Grisha regresen? ―pregunté―. Si arrestamos a todos

los que regresan, no tendré mucho ejército que liderar.

―Recuerda ―dijo―, comerás con ellos, trabajarás con ellos, dormirás bajo el

mismo techo que ellos.

―Y todos ellos podrían estar trabajando para el Darkling. ―Miré por sobre el

hombro a donde Fedyor esperaba pacientemente junto a las puertas―. ¿Tú qué

crees?

―No creo que estos Grisha sean más o menos confiables que los que están

esperando en el Pequeño Palacio.

―Eso no es muy alentador.

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―Una vez que estemos tras los muros del palacio, toda la comunicación será

monitorizada de cerca. Es difícil imaginar cómo podría utilizar el Darkling a sus

espías si no puede llegar hasta ellos.

Resistí la urgencia de tocar las cicatrices que tenía en el hombro. Respiré.

―Muy bien ―dije―. Abre las puertas. Hablaré con Fedyor y sólo con él. El

resto puede acampar afuera de la dacha esta noche y unírsenos mañana camino a

Os Alta.

―¿Estás segura?

―Dudo que nunca vuelva a estar segura de nada, pero mi ejército necesita

soldados.

―Muy bien ―dijo Nikolai con un corto asentimiento―. Sólo ten cuidado en

quién confías.

Le dirigí una mirada incisiva.

―Lo tendré.

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Traducido por Pamee

Fedyor y yo hablamos hasta tarde esa noche, aunque nunca estuvimos solos,

pues Mal, Tolya o Tamar siempre estaban ahí, vigilando. Fedyor había servido

cerca de Sikursk en el borde sureste. Cuando los rumores de la destrucción de

Novokribirsk llegaron al puesto de avanzada, los soldados del Rey se habían

vuelto en contra de los Grisha; los habían sacado de sus camas en medio de la

noche y habían montado juicios falsos para determinar su lealtad. Fedyor había

ayudado a dirigir un escape.

―Podríamos haberlos matado a todos ―dijo―. En cambio, nos llevamos a

nuestros heridos y escapamos.

Algunos Grisha no habían sido tan indulgentes. Se habían producido masacres

en Chernast y Ulensk cuando los soldados habían intentado atacar a miembros del

Segundo Ejército. Mientras tanto, Mal y yo habíamos estado a bordo de la

Verrhader, con rumbo oeste, a salvo del caos que habíamos ayudado a desatar.

―Hace unas semanas ―prosiguió Fedyor―, comenzaron a circular historias de

que había regresado a Ravka. Puede esperar a que más Grisha la busquen.

―¿Cuántos?

―No hay forma de saber con exactitud.

Como Nikolai, Fedyor creía que algunos Grisha se habían ocultado, esperando

a que se restaurara el orden, pero sospechaba que muchos más habían buscado al

Darkling.

―Él significa fuerza ―dijo Fedyor―. Significa seguridad. Eso es lo que

entienden los otros.

«O tal vez creen haber elegido el lado ganador» pensé sombríamente, pero

sabía que era más que eso. Había sentido el llamado del poder del Darkling. ¿No

era por eso que los peregrinos acudieron en manada a un santo falso? ¿El por qué

el Primer Ejército seguía marchando por un rey incompetente? A veces,

simplemente era más simple seguir.

Cuando Fedyor terminó su historia, pedí que le trajeran la cena y le sugerí que

debería estar preparado para viajar a Os Alta de madrugada.

―No sé qué tipo de recibimiento podemos esperar ―le advertí.

―Estaremos listos, moi soverenyi ―contestó, e hizo una reverencia.

Me sorprendí por el título. En mi mente, le seguía perteneciendo al Darkling.

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―Fedyor… ―lo llamé mientras se dirigía a la puerta, luego vacilé. No podía

creer lo que estaba a punto de decir, pero al parecer Nikolai estaba dejando su

huella, para bien o para mal―. Sé que has estado viajando, pero arréglate un poco

antes de mañana. Es importante que dejemos una buena primera impresión.

Él ni siquiera parpadeó, simplemente volvió a inclinarse y replicó «Da,

soverenyi» antes de desaparecer en la noche.

«Genial ―pensé―. Una orden menos, sólo faltan unas miles».

* * *

A la mañana siguiente, me puse mi kefta elaborada y descendí los escalones de

la dacha con Mal y los gemelos. Los rayos de sol dorados les brillaban en el pecho,

pero seguían usando ropa de campesinos. Puede que a Nikolai no le gustara, pero

quería eliminar las líneas que habían dividido a la Grisha y al resto de la gente de

los ravkanos.

Aunque nos habían advertido que Os Alta estaba llena de refugiados y

peregrinos, por una vez Nikolai no insistió en que viajara en litera. Quería que me

vieran entrar a la ciudad, pero eso no quería decir que no fuera a montar un

espectáculo. Mis guardias y yo montábamos caballos blancos, y hombres de su

regimiento nos flanqueaban por ambos lados, cada uno portando el águila bicéfala

ravkana y banderas engalanadas con soles dorados.

―Sutil, como siempre ―suspiré.

―La sutileza está sobrevalorada ―replicó mientas montaba a un tordo

rodado―. Y ahora, ¿deberíamos visitar el pintoresco hogar en el que crecí?

Era una mañana cálida, y los estandartes de nuestro cortejo colgaban inertes

mientras avanzábamos lentamente por la Vy hacia la capital. Normalmente, la

familia real hubiera pasado los meses cálidos en su palacio de verano en el distrito

de los lagos, pero Os Alta se podía defender con mayor facilidad, por lo que habían

elegido apoltronarse detrás de sus famosas murallas dobles.

Mi mente comenzó a vagar mientras avanzábamos. No había dormido mucho

y, a pesar de mis nervios, el calor de la mañana combinado con el balanceo regular

del caballo y el zumbido bajo de los insectos me hizo dormitar con la barbilla

contra el pecho; pero cuando llegamos a la cima del cerro a las afueras de la ciudad,

desperté de inmediato.

En la distancia se veía Os Alta, la Ciudad Soñada, con sus agujas blancas y

dentadas contra el cielo sin nubes. Pero entre nosotros y la capital, se interponían

filas y más filas de hombres armados, ordenados en formación militar perfecta.

Cientos de soldados del Primer Ejército, tal vez miles, de infantería, caballería,

oficiales y soldados; a la espalda llevaban rifles, y la luz del sol refulgía en las

empuñaduras de sus espadas.

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Un hombre se adelantó cabalgando. Utilizaba el abrigo de oficial cubierto con

medallas y montaba uno de los caballos más grandes que había visto. Podría haber

cargado a dos Tolyas.

Nikolai observó al jinete mientras galopaba de aquí para allá entre las líneas y

suspiró.

―Ah ―exclamó―. Parece que mi hermano ha venido a recibirnos.

Bajamos lentamente por la cuesta hasta detenernos ante la masa de hombres ahí

reunidos.

A pesar de los caballos blancos y los estandartes brillantes, nuestra procesión de

obstinados Grisha y peregrinos andrajosos ya no parecía tan grandiosa. Nikolai

obligó a avanzar a su caballo y su hermano avanzó a medio galope para

encontrarlo.

Había visto a Vasily Lantsov unas cuantas veces en Os Alta. Era algo apuesto,

aunque tenía la mala suerte de haber heredado el mentón débil de su padre, y sus

ojos eran de párpados caídos, que lo hacían parecer siempre muy aburrido o

ligeramente borracho. Sin embargo, ahora parecía haberse despertado de su

estupor perpetuo. Se sentaba erguido en la montura, radiando arrogancia y

nobleza. Junto a él, Nikolai parecía imposiblemente joven.

Sentí una punzada de miedo. Nikolai siempre parecía controlar tan bien cada

situación, que era fácil olvidar que era sólo unos años mayor que Mal y yo; un niño

capitán que esperaba convertirse en un niño rey.

Habían pasado muchos años desde que Nikolai había estado en la corte, y no

creía que hubiera visto a Vasily en todo ese tiempo. Pero no hubo lágrimas ni

saludos a los gritos. Los dos príncipes simplemente desmontaron y se dieron un

breve abrazo. Vasily inspeccionó nuestra comitiva y se detuvo en mí de manera

significativa.

―¿Así que esta es la muchacha que afirmas es la Invocadora del Sol?

Nikolai alzó las cejas. Su hermano no pudo haberle dado una mejor apertura.

―Es una afirmación fácil de probar. ―Asintió hacia mí.

«La sutileza está sobrevalorada». Alcé las manos e invoqué una ola de luz

abrasadora que se estrelló sobre los soldados congregados en una cascada de calor

ondulante. Levantaron las manos y varios retrocedieron cuando sus caballos se

asustaron y relincharon. Dejé que la luz se desvaneciera. Vasily resopló.

―Has estado ocupado, hermanito.

―No tienes idea, Vasya ―replicó Nikolai afablemente. Vasily frunció los labios

ante el uso del diminutivo por parte de Nikolai. Casi parecía remilgado―. Me

sorprende encontrarte en Os Alta ―continuó Nikolai―. Pensé que estarías en

Caryeva por las carreras.

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―Lo estaba ―respondió Vasily―. Mi ruano negro tenía una demostración

excelente, pero cuando oí que regresabas a casa, quise estar aquí para recibirte.

―Qué amable de tu parte el tomarte esa molestia.

―El regreso de un príncipe real no es algo pequeño ―dijo Vasily―. Incluso de

un hijo menor.

El énfasis era claro, y el miedo en mi interior creció. Tal vez Nikolai había

subestimado el interés de Vasily en conservar su lugar en la sucesión. No quería

imaginar lo que podrían significar para nosotros sus otros errores de juicio o de

cálculo. Pero Nikolai sólo sonrió, y recordé su consejo: «Recibe los insultos con

risa».

―Nosotros los hijos menores aprendemos a apreciar lo que recibimos ―dijo, y

entonces llamó a un soldado en posición de firmes en la línea―. Sargento Pechkin,

lo recuerdo de la campaña Halmhend. Su pierna debe haber sanado si puede

permanecer en pie como un bloque de piedra.

El rostro del sargento registró sorpresa.

―Da, moi tsarevich ―respondió con respeto.

―Con «señor» bastará, sargento. Cuando uso este uniforme soy un oficial, no

un príncipe.

Vasily torció los labios otra vez. Como muchos hijos nobles, él había recibido un

cargo honorario y había hecho el servicio militar en la comodidad de las tiendas de

los oficiales, bien alejado de las líneas enemigas. Nikolai, en cambio, había servido

en la infantería y se había ganado sus medallas y su rango.

―Sí, señor ―dijo el sargento―. Sólo me molesta cuando llueve.

―Entonces me imagino que los fjerdanos rezan por tormentas diarias. Sacó a

varios de su miseria, si mal no recuerdo.

―Creo recordar que usted hizo lo mismo, señor ―dijo el soldado con una

amplia sonrisa.

Casi me reí. En un simple intercambio, Nikolai le había arrebatado el control

del campo a su hermano. Esta noche, cuando los soldados se reunieran en las

tabernas de Os Alta o jugaran cartas en sus barracas hablarían de esto: del príncipe

que recordaba el nombre de un soldado común y corriente, el príncipe que había

luchado lado a lado con ellos, sin preocuparse por riqueza o pedigrí.

―Hermano ―le dijo Nikolai a Vasily―, vayamos al palacio para que podamos

prescindir de nuestros saludos. Tengo una caja de whisky kerch que necesita ser

bebido y me gustaría tu consejo sobre un potrillo que vi en Ketterdam. Me dijeron

que Dagrenner es su padre, pero tengo mis dudas.

Vasily intentó ocultar su interés, pero fue como si no pudiera resistir.

―¿Dagrenner? ¿Tenían los papeles?

―Ven a echar un vistazo.

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A pesar de que aún se veía receloso, Vasily le dirigió unas palabras a uno de los

oficiales al mando y subió a su montura con facilidad practicada. Los hermanos

tomaron sus lugares a la cabeza de la columna, y nuestra procesión comenzó a

avanzar otra vez.

―Muy bien hecho ―murmuró Mal cuando pasamos entre filas de soldados―.

Nikolai no ningún es tonto.

―Eso espero, por nuestro bien ―contesté.

A medida que nos acercábamos más a la capital, vi a lo que se referían los

invitados del conde Minkoff. Una ciudad de tiendas se alzaba alrededor de las

murallas, y una larga línea de personas esperaba en las puertas. Muchos de ellos

discutían con los guardias, sin duda pidiendo que los dejaran entrar. Soldados

armados vigilaban desde antiguas almenas, una buena precaución para un país en

guerra y un recordatorio mortal para que la gente de abajo mantuviera las cosas en

orden.

Obviamente, las puertas de la ciudad se abrieron de par en par para los

príncipes de Ravka y la procesión continuó a través de la multitud sin pausa.

Muchas de las tiendas y vagones estaban marcados con soles dibujados

toscamente, y mientras atravesábamos el campamento improvisado, escuché los

gritos ahora familiares de «Sankta Alina».

Me sentí tonta al hacerlo, pero me obligué a levantar una mano y saludar,

determinada a por lo menos hacer un esfuerzo. Los peregrinos vitorearon y me

devolvieron el saludo, muchos corrieron para ir al paso con nosotros. Pero algunos

refugiados permanecieron en silencio a un lado del camino, con los brazos

cruzados y expresiones escépticas e incluso abiertamente hostiles.

«¿Qué ven? ―me pregunté―. ¿Otra Grisha privilegiada en camino a su palacio

lujoso y seguro en la montaña, mientras ellos cocinan en fogatas y duermen a la

sombra de una ciudad que se niega a darles santuario? ¿O algo peor? ¿Una

mentirosa, un fraude? ¿Una muchacha que se atreve a bautizarse una santa en

vida?»

Me sentí agradecida cuando entramos a la protección de las murallas de la

ciudad.

Una vez en el interior, la procesión bajó la velocidad hasta ir a paso de tortuga.

La ciudad baja estaba llena a reventar, las aceras estaban atestadas de gente que

bajaba a la calle y detenía el tráfico. Las ventanas de las tiendas estaban cubiertas

de letreros que declaraban qué productos había disponibles, y largas filas se

extendían ante cada puerta. El hedor a orina y basura lo impregnaba todo. Quería

enterrar la nariz en mi manga, pero me tuve que conformar con respirar por la

boca.

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Aquí la multitud nos aclamaba y nos miraba boquiabierta, pero definitivamente

eran más sumisos que los que estaban al otro lado de las puertas.

―No hay peregrinos ―comenté.

―No tienen permitido estar dentro de las murallas de la ciudad ―dijo

Tamar―. El Rey hizo que declararan apóstata al Apparat y que sus seguidores

tuvieran prohibida la entrada a Os Alta.

El Apparat había conspirado con el Darkling contra el trono. Incluso si habían

cortado lazos desde entonces, no había razón para que el Rey confiara en el

sacerdote y en su culto. «O en ti, en ese caso ―me recordé―. Sólo eres lo bastante

tonta para entrar campante al Gran Palacio y esperar clemencia».

Cruzamos el ancho canal y dejamos atrás el ruido y el tumulto de la ciudad

baja. Noté que la portería del puente había sido fuertemente fortificada, pero

cuando llegamos a la orilla lejana, me pareció que nada había cambiado en la parte

alta de la ciudad. Las amplios paseos arbolados se veían inmaculados y serenos, las

casas señoriales cuidadosamente mantenidas. Pasamos un parque donde hombres

y mujeres a la moda paseaban por los caminos recortados, o tomaban el aire fresco

en carruajes abiertos. Los niños jugaban al babki, mientras sus niñeras los vigilaban

de cerca, y un niño con un sombrero de paja montaba un poni con cintas trenzadas

en la melena, mientras un sirviente uniformado sostenía las riendas.

Todos se giraron a vernos cuando pasamos, se levantaron los sombreros y

susurraron tapándose la boca con las manos, se inclinaron e hicieron reverencias

cuando vieron a Vasily y a Nikolai. ¿De verdad se sentían tan tranquilos y libres de

preocupaciones como aparentaban? Era difícil comprender que fueran tan

inconscientes al peligro que amenazaba a Ravka, o a la agitación al otro lado del

puente, pero me resultaba incluso más difícil que depositaran en su Rey la

confianza para que los mantuviera a salvo.

Llegamos a las puertas doradas del Gran Palacio más rápido de lo que me

hubiera gustado. El estruendo que se produjo cuando cerraron las puertas a

nuestra espalda me hizo sentir una punzada de pánico. La última vez que había

atravesado esas puertas había viajado de polizonte entre partes de escenografía en

un carro tirado por un caballo, y había huido del Darkling, sola y en fuga.

«¿Y si es una trampa?» Pensé de repente. ¿Y si no nos perdonaban? ¿Y si

Nikolai nunca había tendido intención en que yo liderara el Segundo Ejército? ¿Y si

nos encadenaban a Mal y a mí y nos encerraban en una celda fría y húmeda?

«Detente ―me reprendí―. Ya no eres una niñita asustada que tiembla en sus

botas del ejército. Eres una Grisha, la Invocadora del Sol. Te necesitan, y podrías

derrumbar el palacio sobre ellos si lo quisieras». Me enderecé e intenté normalizar

el latido de mi corazón.

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Cuando llegamos a la fuente con el águila bicéfala, Tolya me ayudó a bajar del

caballo. Alcé la vista con los ojos entrecerrados para admirar el Gran Palacio, y sus

terrazas de un blanco brillante llena de capa tras capa de ornamentos y estatuarios

dorados. Era tan feo e intimidante como recordaba. Vasily le entregó las tiendas de

su montura a un sirviente y se dirigió a los escalones de mármol sin mirar hacia

atrás.

Nikolai cuadró los hombros.

―Quédense en silencio e intenten parecer arrepentidos―nos murmuró, luego

subió la escalera para unirse a su hermano.

Mal estaba pálido. Me limpié el sudor de las manos en la kefta y seguimos a los

príncipes, dejando al resto de la comitiva atrás. En el interior, los pasillos del

palacio estaban en silencio mientras pasábamos de habitación a habitación

reluciente. Nuestras pisadas resonaban en el parqué pulido, y mi ansiedad creció

con cada paso. En las puertas de la sala del trono, vi que Nikolai tomaba aliento. Su

uniforme estaba inmaculado, y su rostro apuesto tenía las facciones de un príncipe

de cuento de hadas. De súbito extrañé la nariz quebrada y los ojos de color verde

turbio de Sturmhond.

Se abrieron las puertas y el lacayo anunció:

―Tsesarevich Vasily Lantsov y el Gran Duque Nikolai Lantsov.

Nikolai nos había dicho que no nos anunciarían, pero que debíamos entrar tras

él y Vasily. Con pasos vacilantes obedecimos, manteniendo una distancia

respetuosa con los príncipes.

Una larga alfombra azul pálido se extendía a lo largo de la habitación. Al final,

pululaba un grupo de cortesanos y consejeros elegantemente vestidos alrededor de

un estrado elevado. Sobre todos ellos se alzaban el Rey y la Reina de Ravka, en

tronos de color dorado a juego.

«No hay sacerdote» noté al acercarnos. El Apparat siempre parecía acechar

cerca del Rey, pero ahora estaba visiblemente ausente. Al parecer no lo habían

remplazado con ningún otro consejero espiritual.

El rey estaba mucho más frágil y débil que la última vez que lo había visto. Su

pecho estrecho parecía haberse estrechado más, y su bigote tenía parches grises.

Pero el cambio más grande se había producido en la Reina. Sin Genya ahí para que

le confeccionara el rostro, parecía haber envejecido veinte años en tan sólo unos

meses. Su piel había perdido su firmeza cremosa, unas arrugas profundas se

habían formado alrededor de su nariz y de su boca, y sus irises demasiado

brillantes se habían desvanecido a un azul más natural, pero menos llamativo. La

lástima que podría sentir hacia ella quedaba eclipsada por los recuerdos de cómo

había tratado a Genya. Tal vez si le hubiera mostrado menos desprecio a su

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sirvienta, Genya no se hubiera sentido obligada a irse con el Darkling. Tantas cosas

podrían haber sido diferentes.

Cuando llegamos a la base del estrado, Nikolai efectuó una profunda

reverencia.

―Moi tsar ―dijo―. Moya tsaritsa.

Por un momento largo y angustioso, el Rey y la Reina contemplaron a su hijo.

Entonces, algo frágil pareció romperse en la Reina. Se levantó del trono de un salto

y bajó los escalones en una ráfaga de seda y perlas.

―¡Nikolai! ―exclamó al aferrarse a su hijo.

―Madraya ―dijo él con una sonrisa, devolviéndole el abrazo.

Los cortesanos que estaban observando murmuraron y aplaudieron un poco.

Los ojos de la Reina se llenaron de lágrimas. Era la primera emoción verdadera que

le había visto mostrar.

El Rey se puso de pie lentamente con la ayuda de un lacayo que se apresuró a

su lado y lo guio para bajar los escalones del estrado. De verdad estaba mal.

Comprendí que la sucesión podría suceder más temprano de lo que había pensado.

―Ven, Nikolai ―dijo el Rey extendiendo un brazo hacia su hijo―. Ven.

Nikolai le ofreció el codo a su padre, mientras su madre se aferraba a su otro

brazo y, sin siquiera reconocer nuestra presencia, salieron de la sala del trono.

Vasily los siguió y, aunque tenía el rostro impasible, no me perdí el fruncimiento

delator de sus labios.

Mal y yo nos quedamos ahí, inseguros de qué hacer a continuación. Era muy

tierno que toda la familia real desapareciera para una reunión privada, pero

¿dónde nos dejaba eso a nosotros? No nos habían despedido, pero tampoco nos

habían dicho que nos quedáramos. Los consejeros del Rey nos estudiaron con

franca curiosidad, mientras los cortesanos soltaban risitas nerviosas y

murmuraban. Resistí la urgencia de removerme y mantuve lo que esperaba fuera

una inclinación de cabeza altiva.

Los minutos pasaron lentamente. Estaba hambrienta y cansada, y estaba

bastante segura de que se me había adormecido uno de los pies, pero seguimos de

pie esperando. En cierto momento creí escuchar gritos desde el pasillo. Tal vez

estuvieran discutiendo sobre cuánto tiempo dejarnos esperando.

Por fin, después de casi una hora, la familia real regresó. El Rey estaba radiante,

y la Rey estaba pálida. Vasily parecía lívido. Pero el cambio más notable se había

producido en Nikolai. Parecía más relajado, y había recuperado el pavoneo al

caminar que reconocí de mi tiempo a bordo del Volkvolny.

Los reyes volvieron a sentarse en sus tronos. Vasily fue a ubicarse detrás del

trono del Rey, mientras que Nikolai tomaba su lugar detrás de la Reina. Ella

extendió la mano y él le posó una en el hombro. «Así se ve una madre con su hijo».

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Ya era muy mayor para estar suspirando por padres que nunca había conocido,

pero de todas formas me conmovió el gesto.

Cuando el Rey habló, me arrancó los pensamientos sentimentales de la mente.

―Eres muy joven para liderar el Segundo Ejército.

Ni siquiera se había dirigido a mí, pero incliné la cabeza en reconocimiento.

―Sí, moi tsar.

―Estoy tentado a condenarte a muerte ahora mismo, pero mi hijo dice que sólo

te convertiré en mártir.

Me puse rígida. «Al Apparat le encantaría ―pensé mientras el miedo me

atravesaba―. Otra ilustración encantadora para el libro rojo: Sankta Alina en la

Horca».

―Él cree que eres de confianza ―gorjeó el Rey―. Yo no estoy tan seguro. Tu

escape del Darkling parece una historia muy improbable, pero no puedo negar que

Ravka sí necesita tus servicios.

Lo hacía sonar como si yo fuera un guardia o la secretaria del condado.

«Arrepentida» me recordé, y me tragué una respuesta sarcástica.

―Sería el honor más grandioso el servirle a Ravka ―dije.

O bien el Rey le encantaba la adulación o Nikolai había hecho un trabajo

extraordinario alegando a mi causa, porque el Rey refunfuñó y dijo:

―Muy bien. Al menos de forma temporal, servirás como comandante de la

Grisha.

¿Podía ser así de fácil?

―Yo… gracias, moi tsar ―tartamudeé con gratitud perpleja.

―Pero comprende ―dijo, meneando un dedo en mi dirección―. Si encuentro

cualquier evidencia de que estás fomentando acciones en mi contra, o que has

tenido cualquier contacto con el apóstata, ordenaré que te cuelguen sin juico o

súplica. ―Alzó la voz a un gemido quejumbroso―. La gente dice que eres una

Santa, pero yo creo que sólo eres otra de sus harapientos refugiados. ¿Entiendes?

«Otra refugiada harapienta y tu mejor oportunidad para mantener ese trono

brillante» pensé con un sorprendente arranque de ira, pero me tragué el orgullo y

me incliné lo más que pude. ¿Así se había sentido el Darkling, como si lo obligaran

a inclinarse y arrastrarse delante de un idiota disoluto?

El Rey hizo un gesto vago con una mano de venas azules: nos estaba

despidiendo. Miré a Mal y Nikolai se aclaró la garganta.

―Padre ―dijo―, está el asunto del rastreador.

―¿Hm? ―exclamó el Rey levantando la mirada como si se hubiera quedado

dormido―. ¿El…? Ah, sí. ―Posó su mirada lagañosa en Mal y dijo con tono

aburrido―. Desertaste de tu puesto y desobedeciste órdenes del oficial al mando.

Esa ofensa amerita la horca.

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Tomé aliento bruscamente. Junto a mí, Mal se quedó inmóvil y se me ocurrió

una idea horrible: si Nikolai quisiera deshacerse de Mal, ciertamente esta era una

forma fácil de hacerlo.

Un murmullo de emoción se elevó desde la multitud bajo la tarima. ¿En qué nos

había metido? Abrí la boca, pero antes de que pudiera decir una palabra, Nikolai

habló.

―Moi tsar ―dijo humildemente―, perdóname, pero el rastreador sí ayudó a la

Invocadora del Sol a evadir la captura segura por parte de un enemigo a la Corona.

―Si es que ella estuvo en peligro alguna vez.

―Yo mismo lo vi levantarse en armas contra el Darkling. Es un amigo de

confianza, y creo que actuó en el mejor interés de Ravka. ―El Rey hizo un mohín,

pero Nikolai continuó presionando―. Me sentiría mejor sabiendo que está en el

Pequeño Palacio.

El Rey frunció el ceño. «Probablemente ya está pensando en el almuerzo y una

siesta» pensé.

―¿Qué tienes que decir por ti, muchacho? ―preguntó.

―Sólo que hice lo que creía correcto ―respondió Mal sin inflexión en la voz.

―Mi hijo parece sentir que tenías un buen motivo.

―Me imagino que todo hombre cree que sus motivos son buenos ―dijo Mal―.

Pero sigue siendo deserción.

Nikolai alzó los ojos al cielo, y sentí la urgencia de darle una sacudida a Mal.

¿No podía ser menos duro y directo por una vez? El ceño del Rey se profundizó.

Esperamos.

―Muy bien ―dijo al fin―. ¿Qué es una víbora más en el nido? Serás dado de

baja de forma deshonrosa.

―¿Deshonrosa? ―espeté sin pensar.

Mal sólo efectuó una reverencia y dijo:

―Gracias, moi tsar.

El Rey levantó una mano e hizo un gesto perezoso.

―Salgan ―dijo con petulancia.

Me sentí tentada a quedarme y discutir, pero Nikolai me estaba fulminando con

la mirada para advertirme, y Mal ya se iba. Tuve que apresurarme para alcanzarlo

mientras marchaba por el pasillo alfombrado de azul.

Tan pronto dejamos la sala del trono y las puertas se cerraron, dije:

―Hablaremos con Nikolai. Haremos que lleve la petición ante el Rey.

Mal no se detuvo.

―No tiene sentido ―dijo―. Sabía que sería así.

Eso decía, pero vi en sus hombros caídos que una parte de él había mantenido

la esperanza. Quise tomarlo del brazo y hacer que se detuviera, decirle que lo

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sentía, que de alguna forma arreglaríamos las cosas, pero sólo me apresuré para

mantener el ritmo, profundamente consciente de los lacayos que nos observaban

desde cada entrada.

Hicimos el camino de vuelta por los pasillos relucientes del palacio hasta la

escalera de mármol. Fedyor y sus Grisha nos esperaban junto a sus caballos. Se

habían limpiado lo mejor posible, pero sus keftas coloridas todavía parecían algo

enlodadas. Tamar y Tolya se encontraban algo alejados de ellos, los rayos de sol

que les había dado brillaban desde sus túnicas andrajosas.

Tomé aliento. Nikolai había hecho lo que podía, ahora era mi turno.

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Traducido por Pamee

El camino serpenteante de color blanco nos dirigió atravesando los terrenos del

palacio, pasados los pastos ondulantes y caprichos2, y los muros altos del laberinto

de setos. Tolya, quien por lo general siempre estaba inmóvil y silencioso, se retorcía

en la montura con una mueca hosca en los labios.

―¿Pasa algo? ―pregunté.

Pensé que podría no contestarme, pero entonces dijo:

―Aquí huele a debilidad, a gente ablandada.

Le lancé una mirada al guerrero gigantesco.

―Todos son blandos comparados a ti, Tolya.

Tamar por lo general aprovechaba cualquier oportunidad para reírse de su

hermano, pero me sorprendió al decir:

―Tiene razón. Pareciera que este lugar está agonizando.

No me eran de ayuda para a calmar los nervios. Nuestra audiencia en el salón

del trono me había dejado agitada, y seguía atónita por la furia que había sentido

hacia el Rey, aunque los Santos saben que se lo merecía. Era un asqueroso viejo

lascivo que le gustaba arrinconar sirvientas, sin mencionar el hecho de que era un

líder inservible y había amenazado con ejecutarnos a Mal y a mí en unos cuantos

minutos. Con sólo pensarlo sentía otra punzada de amargo resentimiento.

El corazón me palpitó más rápido cuando entramos al túnel boscoso. Los

árboles nos presionaban por todos lados, las ramas se entrelazaban para formar un

dosel verde; la última vez que las había visto, estaban desnudas de hojas.

Salimos a la brillante luz del sol. A nuestros pies yacía el Pequeño Palacio.

«Lo extrañé» me di cuenta. Había extrañado el brillo de sus cúpulas doradas,

esas extrañas paredes talladas con todo tipo de bestia, real e imaginaria. Había

extrañado el lago azul que resplandecía como un trozo de cielo, la islita no

exactamente en el centro y las salpicaduras blancas de los pabellones de los

Invocadores en la orilla. Era un lugar como ningún otro. Me sorprendí al descubrir

lo mucho que se sentía como un hogar.

2 Construcciones a menudo de carácter romántico ubicadas en jardines. Pueden servir como pabellones,

puentes, rotondas, etc.

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Pero no todo era como había sido. Había soldados del Primer Ejército apostados

en los terrenos, con rifles a la espalda. Dudaba que pudieran hacer mucho contra

una fuerza de Cardios, Impulsores e Infernos decididos, pero el mensaje era claro:

Los Grisha no eran de fiar.

Un grupo de sirvientes vestidos de gris esperaban en los escalones para llevarse

nuestros caballos.

―¿Preparada? ―susurró Mal mientras me ayudaba a desmontar.

―Desearía que la gente dejara de preguntarme eso. ¿No parezco preparada,

acaso?

―Te ves como cuando te eché un renacuajo a la sopa y te lo tragaste por

accidente.

Reprimí una carcajada y sentí que algo de preocupación me abandonaba.

―Gracias por el recordatorio ―dije―. No creo haberte hecho pagar por ello.

Me detuve para alisar los pliegues de mi kefta y me tomé mi tiempo, con la

esperanza de que las piernas me dejaran de temblar. Entonces subí los escalones, y

los demás me siguieron. Los sirvientes abrieron las puertas y entramos.

Atravesamos la fría y oscura sala de entrada y pasamos al Salón de la Cúpula

Dorada.

La habitación era un hexágono gigante con las proporciones de una catedral.

Sus paredes talladas tenían incrustaciones nacaradas y en lo alto había una enorme

cúpula dorada que parecía flotar sobre nosotros a una altura imposible. Había

cuatro mesas dispuestas formando un cuadrado en el centro de la habitación, y ahí

esperaban los Grisha. A pesar de sus números mermados seguían apegados a sus

Órdenes, y se encontraban sentados o de pie reunidos en grupos de rojo, púrpura o

azul.

―De verdad les encantan los colores bonitos ―refunfuñó Tolya.

―No me des ideas ―susurré―. Tal vez decida que mi guardia personal

debería usar bombachos de color amarillo brillante.

Por primera vez, vi que una expresión muy parecida al miedo le nublaba el

rostro.

Dimos un paso al frente y la mayoría de los Grisha se puso de pie. Era un grupo

joven y, con una punzada de inquietud, comprendí que muchos de los Grisha

mayores y más experimentados habían decidido desertar para unirse al Darkling.

O tal vez habían tenido la sabiduría suficiente para huir.

Había anticipado que no quedarían muchos Corporalki. Habían sido los Grisha

de rango más alto, los luchadores más valorados y más cercanos al Darkling.

Seguía habiendo varias caras familiares. Sergei era uno de los pocos Cardios

que habían decidido quedarse. Marie y Nadia se encontraban con los Etherealki, y

me sorprendí al ver a David encorvándose en su asiento en la mesa Materialki.

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Sabía que sentía recelos del Darkling, pero eso no le había impedido sellarme el

collar del ciervo al cuello. Tal vez por eso se negaba a mirarme, o tal vez sólo estaba

ansioso por volver a su taller.

La silla de ébano del Darkling había sido retirada y su mesa se encontraba

vacía.

Sergei fue el primero en adelantarse.

―Alina Starkov ―dijo, tenso―. Me complace darte la bienvenida al Pequeño

Palacio.

Noté que no se inclinaba. La tensión aumentó y palpitó en la sala como un ser

vivo. Parte de mí ansiaba destrozarla; sería fácil. Podría sonreír, reír, abrazar a

Marie y a Nadia. Si bien nunca había encajado muy bien aquí, armaría un

espectáculo decente. Sería un alivio fingir que era uno de ellos otra vez, pero

recordé las advertencias de Nikolai y me contuve. «La debilidad es una pose».

―Gracias, Sergei ―le dije, deliberadamente informal―. Me alegra estar aquí.

―Ha habido rumores de tu regreso ―comentó él―. Pero también de tu muerte.

―Como puedes ver, estoy viva y tan bien como se podría esperar después de

semanas de viaje por la Vy.

―Se dice que llegaste en compañía del segundo hijo del Rey ―dijo Sergei.

Ahí estaba. El primer desafío.

―Así es ―contesté afablemente―. Me auxilió en mi batalla contra el Darkling.

Un revuelo atravesó la sala.

―¿En el Abismo? ―preguntó Sergei con algo de confusión.

―En el Verdadero Océano ―lo corregí. Un murmuro se elevó de la multitud.

Alcé una mano y, para mi alivio, guardaron silencio.

«Consigue que cumplan las órdenes pequeñas y cumplirán las grandes».

―Tengo bastantes historias que contar e información que impartir ―anuncié―.

Pero eso puede esperar. He regresado a Os Alta con un propósito.

―La gente está hablando de una boda ―interpuso Sergei.

Bueno, Nikolai estaría emocionado.

―No he vuelto para ser una novia ―repuse―. He vuelto para liderar al

Segundo Ejército.

Todos comenzaron a hablar a la vez. Hubo algunas aclamaciones, y algunos

gritos enfurecidos. Vi que Sergei intercambiaba una mirada con Marie. Cuando la

habitación quedó en silencio, dijo:

―Nos lo esperábamos.

―El Rey ha accedido a que tenga el mando. ―«Temporalmente», pensé, pero

no lo dije en voz alta.

Estalló otra onda de gritos y parloteo.

Sergei se aclaró la garganta.

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―Alina, eres la Invocadora del Sol y estamos agradecidos por tu regreso a

salvo, pero no estás cualificada para dirigir una campaña militar.

―Cualificada o no, cuento con la bendición del Rey.

―Entonces le presentaremos una petición al Rey. Los Corporalki son los Grisha

de rango más alto y deberían liderar al Segundo Ejército.

―Según tú, desangrador.

En cuanto escuché esa voz sedosa supe a quién pertenecía, pero el corazón me

dio un vuelco de todas formas cuando capté un vistazo de su cabello negro como

las alas de un cuervo. Zoya atravesó el grupo de Etherealki con su figura esbelta en

seda azul de verano que le hacía brillar los ojos como gemas, gemas de pestañas

asquerosamente largas.

Necesité todo mi esfuerzo para no girarme y observar la reacción de Mal. Zoya

era la Grisha que había hecho todo lo posible para hacerme la vida miserable en el

Pequeño Palacio. Se burlaba y chismeaba sobre mí, e incluso me rompió dos

costillas. Pero también era la chica que había captado el interés de Mal hacía tanto

en Kribirsk. No sabía a ciencia cierta qué había pasado entre ellos, pero dudaba que

hubiera sido sólo una conversación animada.

―Hablo por los Etherealki ―anunció Zoya―. Y seguiremos a la Invocadora del

Sol.

Luché por no mostrar mi sorpresa. Era la última persona de la que esperaría

apoyo. ¿A qué estaba jugando?

―No todos nosotros ―intervino Marie débilmente. Sabía que no debía

sorprenderme, pero aun así me dolió.

Zoya soltó una risa desdeñosa.

―Sí, sabemos que apoyas a Sergei en todos sus empeños, Marie, pero esto no se

trata de una cita nocturna junto al banya. Estamos hablando del futuro de los Grisha

y de toda Ravka.

El pronunciamiento de Zoya fue recibido con risitas, y Marie se volvió de un

rojo brillante.

―Es suficiente, Zoya ―espetó Sergei.

Un Etherealnik que no reconocí dio un paso al frente. Tenía piel oscura y una

débil cicatriz en lo alto de la mejilla izquierda. Usaba el bordado de los Infernos.

―Marie tiene razón ―dijo―. No hablas por todos nosotros, Zoya. Preferiría ver

un Etherealnik como líder del Segundo Ejército, pero no debería ser ella. ―Me

apuntó con un dedo acusador―. Ni siquiera creció aquí.

―¡Tiene razón! ―gritó un Corporalnik―. ¡Ha sido Grisha por menos de un

año!

―Los Grisha nacen, no se hacen ―gruñó Tolya.

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«Obviamente iba a elegir este momento para salir de su cascarón» pensé con un

suspiro interno.

―¿Y tú quién eres? ―preguntó Sergei dejando traslucir su arrogancia natural.

Tolya se llevó una mano a la espada curvada.

―Soy Tolya Yul-Baatar. Crecí lejos de este cadáver al que llaman palacio, y

estaría feliz de probarte que puedo detenerte el corazón.

―¿Eres Grisha? ―inquirió Sergei, incrédulo.

―Tanto como tú ―replicó Tamar, con los ojos dorados centelleantes.

―¿Y qué hay sobre ti? ―le preguntó Sergei a Mal.

―Yo soy sólo un soldado ―contestó Mal, avanzando para ubicarse a mi lado―.

Su soldado.

―Igual que todos nosotros ―añadió Fedyor―. Regresamos a Os Alta para

servir a la Invocadora del Sol, y no a un niño que se las da de tonto.

Otro Corporalnik se puso de pie.

―Sólo eres un cobarde más que huyó cuando el Darkling cayó. No tienes

derecho a volver aquí e insultarnos.

―¿Y qué pasa con ella? ―gritó otro Impulsor―. ¿Cómo sabemos que no está

trabajando con el Darkling? Le ayudó a destruir Novokribirsk.

―¡Y compartió su cama! ―gritó otro.

«Nunca te dignes a negar» dijo la voz de Nikolai en mi cabeza.

―¿Cuál es tu relación con Nikolai Lantsov? ―demandó saber un Fabricador.

―¿Cuál era tu relación con el Darkling? ―gritó una voz estridente.

―¿Importa? ―pregunté con frialdad, pero sentía que el control se me iba de las

manos.

―Por supuesto que importa ―dijo Sergei―. ¿Cómo podemos estar seguros de

tu lealtad?

―¡No tienes derecho a cuestionarla! ―gritó uno de los Invocadores.

―¿Por qué? ―replicó un Sanador―. ¿Porque es una Santa en vida?

―¡Pónganla en una capilla donde pertenece! ―gritó alguien ―. ¡Sáquenla a ella

y a su gentuza del Pequeño Palacio!

Tolya se llevó una mano a la espada. Tanto Tamar como Sergei alzaron las

manos. Vi que Marie sacaba su pedernal y sentí que un remolino de viento de los

Invocadores me levantaba los bordes de la kefta.

Creí que estaba lista para enfrentarlos, pero no estaba preparada para el

torrente de ira que me atravesó. La herida en mi hombro palpitó y algo en mi

interior se liberó.

Miré el rostro desdeñoso de Sergei y mi poder se elevó con un propósito claro y

despiadado. Levanté un brazo. Si necesitaban una lección, se las daría. Podían

discutir sobre los trozos del cuerpo de Sergei. Tracé un arco en el aire con la mano,

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Leigh Bardugo Dark Guardians

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como lanzando un corte hacia él con la luz convertida una daga afilada por mi

furia.

En el último segundo, una astilla de cordura perforó la niebla vibrante de mi

furia. «No» pensé aterrorizada cuando me di cuenta de lo que estaba a punto de

hacer. Mi mente en pánico vaciló. Cambié de dirección y lancé el Corte hacia arriba.

Un crujido retumbante sacudió la habitación. Los Grisha gritaron y recularon,

amontonándose contra las paredes. La luz del día entró por una fisura dentada

sobre nosotros. Había resquebrajado la cúpula dorada como si fuera un huevo.

Un profundo silencio se asentó cuando todos los Grisha se giraron hacia mí con

incredulidad aterrorizada. Tragué, asombrada por lo que había hecho y

horrorizada por lo que casi había hecho. No debían ver mi miedo.

―¿Creen que el Darkling es poderoso? ―pregunté, sorprendida por la fría

claridad de mi voz―. No tienen idea de lo que es capaz. Sólo yo he visto lo que

puede hacer, sólo yo lo he enfrentado y vivido para contarlo.

Sonaba como una extraña a mis propios oídos, pero sentía el eco de mi poder

vibrando por mi cuerpo, y seguí adelante. Me giré lentamente, encontrando cada

mirada estupefacta.

―No me importa si creen que soy una Santa, una tonta o la puta del Darkling.

Si quieren permanecer en el Pequeño Palacio, me seguirán. Y si no les gusta, se irán

esta noche o los encarcelaré. Soy un soldado. Soy la Invocadora del Sol. Y soy la

única oportunidad que tienen.

Atravesé la habitación con pasos largos y abrí de golpe las puertas a la

recámara del Darkling, agradeciendo en silencio que no estuvieran cerradas con

seguro.

Caminé a ciegas por el pasillo, insegura de hacia dónde iba, pero ansiosa por

alejarme del salón abovedado antes de que alguien viera que estaba temblando.

Por suerte, encontré el camino hacia la sala de guerra. Mal entró detrás de mí, y

antes de que cerrara la puerta, vi que Tolya y Tamar tomaban sus posiciones.

Fedyor y los otros debían haber permanecido atrás. Con suerte, harían las paces

con el resto de la Grisha, o tal vez se matarían los unos a los otros.

Me paseé de allá para acá frente al mapa antiguo de Ravka que recorría el largo

de la pared más alejada.

Mal se aclaró la garganta.

―Creo que salió bien.

Un hipo de risa histérica se escapó de mis labios.

―A menos que intentaras derrumbar el techo completo sobre nosotros

―dijo―. Entonces supongo que sólo fue un éxito parcial.

Me mordisqueé un pulgar y seguí paseándome.

―Tenía que obtener su atención.

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―¿O sea que fue tu intención hacer eso?

«Casi mato a alguien. Quería matar a alguien. Era la cúpula o Sergei, y Sergei

hubiera sido mucho más difícil de reparar».

―No exactamente ―admití. Repentinamente, me quedé sin energía. Colapsé en

una silla junto a la mesa larga y apoyé la cabeza en las manos―. Todos se van a ir

―gemí.

―Tal vez ―dijo Mal―, pero lo dudo.

Enterré la cabeza en los brazos.

―¿A quién estoy engañando? No puedo hacer esto. Parece una broma de mal

gusto.

―No escuché que alguien se riera ―repuso Mal―. Para alguien que no tiene

idea de lo que está haciendo, diría que te las estás arreglando muy bien.

Lo miré. Estaba apoyado contra la mesa con los brazos cruzados, y el fantasma

de una sonrisa jugueteando sobre sus labios.

―Mal, hice un agujero en el techo.

―Un agujero muy dramático.

Solté un resoplido medio risa y medio sollozo.

―¿Qué vamos a hacer cuando llueva?

―Lo que siempre hacemos ―replicó―. Mantenernos secos.

Se produjo un golpe en la puerta y Tamar asomó la cabeza.

―Una de los sirvientes quiere saber si dormirá en la recámara del Darkling.

Sabía que tendría que hacerlo, simplemente no estaba ansiosa por ello. Me froté

la cara con las manos y me levanté de la silla. Llevaba menos de una hora en el

Pequeño Palacio y ya estaba exhausta.

―Echemos un vistazo.

Los cuartos del Darkling quedan siguiendo el pasillo de la sala de guerra. Una

sirvienta cubierta de carbón nos llevó a una gran sala común más bien formal,

amueblada con una larga mesa y unas cuantas sillas de aspecto incómodo. En cada

pared había un par de puertas dobles.

―Estas dirigen a un pasaje que la llevará al exterior del Pequeño Palacio, moi

soverenyi ―dijo la sirvienta, haciendo un gesto hacia la derecha. Apuntó a las

puertas de la izquierda y dijo―: Esos llevan a los cuartos de los guardias.

Las puertas directamente frente a nosotros no necesitaban explicación. Se

extendían del piso al techo, y su madera de ébano estaba tallada con el símbolo del

Darkling, el sol en eclipse.

No me sentía precisamente preparada para enfrentarme a eso, así que caminé

sin prisa hacia los cuartos de los guardias y eché un vistazo al interior. Su sala

común era considerablemente más acogedora. Tenía una mesa redonda para jugar

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a las cartas, y varias sillas muy rellenas ubicadas en torno a un horno de azulejos

para calentarse en invierno. A través de otra puerta, entreví filas de literas.

―Supongo que el Darkling tenía más guardias ―aventuró Tamar.

―Muchos más ―respondí.

―Podríamos traer más.

―Lo pensé ―dijo Mal―, pero no creo que sea necesario, y no estoy seguro de

en quién podemos confiar.

Tenía que concordar. Había puesto una cierta cantidad de fe en Tolya y en

Tamar, pero la única persona de la que de verdad me sentía segura, era Mal.

―Tal vez deberíamos considerar traer a algunos peregrinos ―sugirió Tamar―.

Algunos son ex militares. Debe haber buenos luchadores entre ellos, y ciertamente

han rendido sus vidas ante ti.

―Ni en sueños ―repliqué―. Si el Rey oye aunque sea un susurro de «Sankta

Alina», mi cuello estará en un nudo corredizo sin que me dé cuenta. Además, no

estoy segura de querer poner mi vida en las manos de alguien que piensa que me

puedo alzar de entre los muertos.

―Nos las arreglaremos ―prometió Mal.

Asentí.

―Muy bien. Y… ¿Puede alguien asegurarse de que reparen el techo?

En los rostros de Tolya y Tamar se dibujaron sonrisas idénticas.

―¿No podemos dejarlo así por unos días?

―No ―me reí―. No quiero que toda la estructura se derrumbe sobre nosotros.

Hablen con los Fabricadores, ellos deberían saber qué hacer. ―Pasé mi pulgar

sobre la piel rugosa que atravesaba mi palma―. Pero no permitan que lo dejen

perfecto ―añadí―. Las cicatrices son un buen recordatorio.

Regresé a la sala común principal y me dirigí a la sirvienta que merodeaba cerca

de la entrada.

―Comeremos aquí esta noche ―informé―. ¿Podría asegurarse de que nos

trajeran unas bandejas?

La sirvienta alzó las cejas, luego hizo una reverencia y salió.

Hice una mueca. Se suponía que debía dar órdenes, y no hacer peticiones.

Dejé a Mal y a los gemelos para que discutieran un horario de vigilancia, y

crucé las puertas de ébano. Las manillas eran dos delgadas lunas crecientes hechas

de lo que parecía ser hueso. Cuando las tomé y tiré, no se escuchó ningún crujido

ni rozadura de bisagras. Las puertas se abrieron sin hacer ruido.

Un sirviente había encendido las lámparas del cuarto del Darkling. Evalué la

habitación y dejé salir un largo suspiro. ¿Qué había estado esperando? ¿Un pozo?

¿Que el Darkling durmiera suspendido de las ramas de un árbol?

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La habitación era hexagonal, y sus paredes oscuras estaban talladas para dar la

ilusión de un bosque lleno de árboles delgados. Sobre la enorme cama con dosel, en

el techo abovedado forjado en una suave obsidiana negra, resplandecían virutas

nacaradas dispuestas en constelaciones. Era una habitación inusual y ciertamente

lujosa, pero seguía siendo un dormitorio.

Las estanterías no tenían libros. El escritorio y el tocador estaban vacíos. Todas

sus posesiones debían haber sido retiradas, y probablemente quemadas o hechas

añicos. Supuse que debía alegrarme que el Rey no hubiera demolido todo el

Pequeño Palacio.

Caminé hasta un costado de la cama y pasé la mano sobre la tela fría de la

almohada. Era bueno saber que una parte de él seguía siendo humana, que

recostaba su cabeza para descansar de noche igual que todos. Pero, ¿de verdad

podría dormir en esta cama, bajo su techo?

Con un sobresalto, me di cuenta que la habitación olía a él. Nunca había notado

que él tenía un aroma. Cerré los ojos y respiré profundo. ¿Qué era? El borde

definido del viento de invierno, ramas desnudas; el olor a ausencia, el olor de la

noche.

La herida en el hombro me hormigueó, y abrí los ojos. Las puertas del

dormitorio estaban cerradas. No las había oído al cerrarse.

―Alina.

Giré. El Darkling estaba de pie al otro lado de la cama.

Me tapé la boca con las manos para detener mi grito.

«Esto no es real ―me dije―. Sólo es otra alucinación, igual que en el Abismo».

―Mi Alina ―dijo con suavidad. Su rostro era hermoso, sin cicatrices. Perfecto.

«No voy a gritar, porque esto no es real, y cuando los demás lleguen corriendo,

no verán nada».

Rodeó la cama lentamente, sus pasos no hacían ruido.

Cerré los ojos, me los presioné con las manos y conté hasta tres. Cuando los

volví a abrir, él estaba justo frente a mí.

«No voy a gritar».

Retrocedí un paso y sentí la pared en mi espalda. Un sonido ahogado se liberó

como un chillido de mi garganta.

«No voy a gritar».

Él extendió una mano.

«No puede tocarme ―me dije―. Su mano me va a atravesar como un fantasma.

No es real».

―No puedes huir de mí ―susurró.

Sus dedos me rozaron la mejilla: sólidos, reales. Los sentí.

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El terror me atravesó. Alcé las manos y la luz resplandeció sobre la habitación

en una onda brillante y ardiente. El Darkling se desvaneció.

Retumbaron pasos fuera de la habitación y las puertas se abrieron de golpe. Mal

y los gemelos entraron de prisa, con las armas en mano.

―¿Qué pasó? ―preguntó Tamar, escaneando la habitación.

―Nada ―dije, forzando la palabra a dejar mis labios; esperaba que mi voz

sonara normal. Enterré las manos en los pliegues de mi kefta para ocultar el

temblor―. ¿Por qué?

―Vimos la luz y…

―Esto es algo lúgubre ―expliqué―. Con todo el negro.

Me miraron fijamente por largo tiempo, luego, Tamar miró alrededor.

―Es bastante sombrío. Podrías considerar redecorar.

―Definitivamente está en mi lista.

Los gemelos echaron otro vistazo alrededor de la habitación y salieron por la

puerta, Tolya ya comenzando a refunfuñarle a su hermana sobre la cena. Mal se

quedó en la entrada, esperando.

―Estás temblando ―me dijo.

Sabía que no me pediría que le explicara esta vez, no debería tener que hacerlo,

yo debería haberle ofrecido la verdad sin que él tuviera que pedirla. Pero, ¿qué

podía decir? ¿Que veía cosas? ¿Que estaba loca? ¿Que nunca estaríamos a salvo, sin

importar qué tan lejos huyéramos? ¿Que estaba rota como la Cúpula Dorada, pero

algo mucho peor que la luz del sol se había arrastrado a mi interior?

Me quedé en silencio. Mal sacudió la cabeza una vez y luego simplemente se

alejó.

«Llámalo ―pensé desesperada―. Dile algo. Cuéntaselo todo».

Mal estaba sólo a unos metros de distancia, al otro lado de esa pared. Podía

decir su nombre, hacer que volviera, y contárselo todo: lo que había pasado en el

Abismo, lo que casi le había hecho a Sergei, lo que había visto tan sólo unos

momentos antes. Abrí la boca, pero las mismas palabras se repitieron en mi mente

una y otra vez.

«No voy a gritar. No voy a gritar. No voy a gritar».

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Traducido por Beneath Mist

Desperté al día siguiente al sonido de voces enfadadas. Durante un momento,

no tuve ni idea de dónde estaba. La oscuridad era casi perfecta, interrumpida

únicamente por una diminuta rendija de luz bajo la puerta.

Entonces volví a la realidad. Me incorporé y busqué a tientas una lámpara junto

a la cabecera de la cama. Encendí la llama e inspeccioné los adornos de seda oscura

de la cama, el suelo de pizarra, las paredes de ébano tallado. Iba a tener que hacer

algunos cambios. Esta habitación era demasiado deprimente como para despertar

en ella. Era extraño pensar que de verdad estaba en las recámaras del Darkling, que

pasé la noche en su cama. Que lo había visto de pie en esta misma habitación.

«Ya basta». Aparté las cubiertas y bajé las piernas por un lado de la cama. No

sabía si las visiones eran un producto de mi imaginación o un intento del Darkling

de manipularme, pero tenía que haber una explicación racional para ellas.

Quizá la mordedura del nichevo’ya me había infectado algo. Si ese fuera el caso,

entonces sólo tendría que encontrar una forma de curarlo. O quizás los efectos

desaparecerían con el tiempo.

La discusión al otro lado de mi puerta aumentó de volumen. Creí reconocer la

voz de Sergei y el rugido enfadado de Tolya. Tiré de la bata bordada que habían

dejado para mí a los pies de la cama, comprobé que el grillete en mi muñeca

quedara oculto, y me apresuré a salir a la sala común.

Casi choqué contra los gemelos. Tolya y Tamar estaban de pie hombro con

hombro, evitando que un grupo de furiosos Grisha entrara a mi dormitorio. Tolya

tenía los brazos cruzados, y Tamar sacudía la cabeza mientras Sergei y Fedyor

exponían sus razones en voz alta. Estaba consternada de ver a Zoya a su lado,

acompañada del Inferno de piel oscura que me había retado el día anterior. Todo el

mundo parecía estar hablando a la vez.

―¿Qué ocurre aquí? ―pregunté.

Cuando Sergei me vio, caminó hacia delante dando zancadas, con un trozo de

papel en la mano. Tamar se movió para bloquearlo, pero le hice un gesto con la

mano.

―Está bien ―le dije―. ¿Cuál es el problema?

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Pero creí ya saberlo. En el papel que Sergei sacudía frente a mi cara reconocí mi

letra y los retazos del sello de rayo de sol dorado que Nikolai me había

proporcionado.

―Esto es inaceptable ―gruñó Sergei.

La noche anterior había enviado la orden de que convocaría un consejo de

guerra. Cada Orden Grisha tenía que elegir dos representantes para que asistieran.

Me alegraba ver que habían elegido a Fedyor además de a Sergei, aunque parte de

mi buena voluntad desapareció cuando intervino el mayor de los Grisha.

―Tiene razón ―dijo Fedyor―. Los Corporalki son la primera línea de defensa

Grisha. Estamos más experimentados en asuntos militares y debemos ser

representados más equitativamente.

―Somos igual de valiosos para el esfuerzo contra la guerra ―declaró Zoya,

sonrojada. Incluso irritada era preciosa. Había sospechado que la elegirían para

representar a los Etherealki, pero definitivamente no estaba contenta con ello―. Si

va a haber tres Corporalki en el consejo ―dijo―, entonces debería haber también

tres Invocadores.

Todo el mundo comenzó a gritar otra vez. Me di cuenta de que los Materialki

no se habían quejado. Como la Orden Grisha más baja, probablemente se

contentaban con ser incluidos, o quizá estaban demasiado ocupados poniéndose al

día en sus trabajos como para sentirse molestos.

Todavía no estaba lo bastante despierta. Quería mi desayuno, no discutir. Pero

sabía que esto tenía que lidiar con esto. Tenía pensado hacer las cosas de manera

diferente, y más les valía saber cuán diferente, o este esfuerzo se vendría abajo

antes de comenzar.

Levanté una mano y ellos se callaron inmediatamente. Evidentemente, tenía

calado ese truco. Puede que tuvieran miedo de que fuera a romper otro techo.

―Habrá dos Grisha de cada Orden ―dije―. Ni más, ni menos.

―Pero… ―empezó a decir Sergei.

―El Darkling ha cambiado. Si tenemos alguna esperanza de vencerlo, también

debemos cambiar. Dos Grisha por cada Orden ―repetí―. Y las Órdenes ya no se

sentarán separadas. Se sentarán juntos, comerán juntos, y lucharán juntos.

Al menos había conseguido que se callaran. Se quedaron ahí plantados,

boquiabiertos.

―Y los Fabricadores comenzarán su entrenamiento de combate esta semana

―finalicé.

Asimilé sus expresiones horrorizadas. Era como si les hubiera dicho que debían

marchar a la batalla desnudos. Los Materialki no eran considerados guerreros, de

modo que nadie se había molestado nunca en enseñarles a luchar. A mí me parecía

una oportunidad perdida. «Usa lo que sea o a quien sea que tengas enfrente».

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―Ya veo que están todos emocionados ―dije con un pequeño suspiro.

Desesperada por una taza de té, caminé hasta la mesa donde habían dejado la

bandeja del desayuno con los platos cubiertos. Alcé una de las tapas: pan de

centeno y arenques. Esa mañana no me había levantado con buen pie.

―Pero… pero siempre ha funcionado así ―balbuceó Sergei.

―No puedes anular cientos de años de tradición ―protestó el Inferno.

―¿De verdad vamos a discutir sobre esto también? ―pregunté, irritada―.

Estamos en guerra con un poder antiguo que va más allá de nuestro conocimiento,

¿y van a discutir por quién se sienta a su lado en la comida?

―Ese no es el punto ―intervino Zoya―. Las cosas tienen un orden, una

manera de hacerse que…

Comenzaron a parlotear de nuevo: sobre la tradición, sobre cómo se hacían las

cosas, sobre la necesidad de una estructura para que la gente conociera su lugar…

Volví a poner la cubierta sobre el plato con un fuerte clang.

―Vamos a hacerlo de esta forma ―dije, perdiendo la paciencia con rapidez―.

No más Corporalki arrogantes. No más camarilla Etherealki. Y no más arenques.

Zoya abrió la boca, pero después lo pensó mejor y se calló.

―Ahora, márchense ―ordené―. Quiero tomar desayuno en paz.

Durante un momento se quedaron ahí parados. Entonces Tamar y Tolya dieron

un paso al frente, y para mi gran sorpresa, los Grisha hicieron lo que les había

dicho. Zoya parecía molesta, y Sergei tenía el rostro tempestuoso, pero todos

arrastraron los pies dócilmente y salieron de la habitación.

Segundos después de que se marcharan, Nikolai apareció en la puerta y me di

cuenta de que había estado escuchando a escondidas en el pasillo.

―Bien hecho ―me felicitó―. El día de hoy será recordado para siempre como

el día del Gran Decreto del Arenque. ―Entró y cerró la puerta―. Aunque no ha

sido la forma más delicada de decirlo.

―No tengo tu talento para ser «entretenido y distante» ―dije, sentándome a la

mesa y desgarrando con impaciencia un panecillo―. Pero «gruñona» parece

funcionar conmigo.

Un sirviente llegó corriendo para traerme una taza de té del samovar. Estaba

dichosamente caliente y lo cargué de azúcar. Nikolai tomó una silla y se sentó sin

que se lo pidiera.

―¿De verdad no vas a comerte eso? ―preguntó, ya amontonando los arenques

en su plato.

―Asqueroso ―repliqué de forma concisa.

Nikolai le dio un gran mordisco.

―No sobrevives en el mar si no toleras el pescado.

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―No juegues al pobre marinero conmigo. Comí en tu barco, ¿recuerdas? El chef

de Sturmhond nunca servía bacalao salado y galletas.

Soltó un suspiro apenado.

―Ojalá hubiera podido traerme a Burgos conmigo. La cocina de la corte parece

pensar que la comida no está completa si no está nadando en mantequilla.

―Sólo un príncipe se quejaría del exceso de mantequilla.

―Hm ―dijo, pensativo, dándose unas palmaditas en el vientre plano―. Quizá

una barriga real me daría más autoridad.

Me reí, y casi salté cuando la puerta se abrió y entró Mal. Se detuvo en cuanto

vio a Nikolai.

―No sabía que estaría comiendo en el Pequeño Palacio, moi tsarevich. ―Se

inclinó rígidamente hacia Nikolai y después hacia mí.

―No tienes que hacer eso ―le dije.

―Sí, sí que tiene.

―Ya has oído al Príncipe Perfecto ―dijo Mal, y se unió a nosotros en la mesa.

Nikolai sonrió.

―He tenido un montón de apodos, pero ese es fácilmente el más preciso.

―No sabía que estuvieras despierto ―le dije a Mal.

―Llevo horas despierto, caminando por ahí, buscando algo que hacer.

―Excelente ―dijo Nikolai―. Vine a expedir una invitación.

―¿Es para un baile? ―preguntó Mal, tomando el trozo restante del panecillo en

mi plato―. Espero que sea para un baile.

―Aunque estoy seguro de que bailas un vals magnífico, no. Han avistado un

jabalí en el bosque cerca de Balakirev. Mañana irá una partida de caza, y me

gustaría que fueras.

―¿Falto de amigos, Alteza?

―Y sobrado de enemigos ―replicó Nikolai―. Pero yo no estaré allí. Mis padres

no están listos para perderme de vista. He hablado con uno de los generales y está

de acuerdo en llevarte como su invitado.

Mal se recostó en la silla y cruzó los brazos.

―Ya veo. Así que yo voy a socializar al bosque unos cuantos días, y tú te

quedas aquí ―dijo, dirigiéndome una mirada llena de significado.

Me removí en la silla. No me gustó la implicación, pero tenía que admitir que

parecía una estratagema obvia. Demasiado obvia para Nikolai, en realidad.

―Para dos personas con un amor eterno, eres extremadamente inseguro

―observó Nikolai―. Algunos miembros de mayor rango del Primer Ejército

estarán en el grupo de caza, y también mi hermano. Él es un cazador ávido y yo

mismo he visto que eres el mejor rastreador de Ravka.

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―Creía que debía estar protegiendo a Alina ―dijo Mal―, no corretear con un

montón de consentidos reales.

―Tolya y Tamar podrán arreglárselas en tu ausencia. Esta es una oportunidad

para que seas útil.

«Genial ―pensé mientras veía que Mal entrecerraba los ojos―. Simplemente

perfecto».

―¿Y qué es lo que hace usted para ser útil, Alteza?

―Soy un príncipe ―respondió Nikolai―. Ser útil no es parte de la definición

de ese trabajo. Pero ―añadió―, cuando no estoy holgazaneando ni siendo guapo,

intento equipar mejor el Primer Ejército y reunir inteligencia sobre el paradero del

Darkling. Se dice que ha entrado en las Sikurzoi.

Mal y yo nos espabilamos ante eso. Las Sikurzoi eran las montañas que

recorrían parte de la frontera entre Ravka y Shu Han.

―¿Crees que está en el sur? ―pregunté.

Nikolai se llevó otro trozo de arenque a la boca.

―Es posible ―contestó―. Pensé que preferiría aliarse con los fjerdanos, porque

la frontera norte es mucho más vulnerable. Pero las Sikurzoi son un buen lugar

donde esconderse. Si los informes son correctos, necesitamos movernos para forjar

una alianza con los shu tan rápido como podamos para poder marchar desde dos

frentes.

―¿Quieres llevarle la guerra? ―exclamé, sorprendida.

―Es mejor que esperar a que él sea lo suficientemente fuerte como para llegar

hasta nosotros.

―Me gusta ―dijo Mal, admirándolo a regañadientes―. No es algo que

esperaría el Darkling.

Recordé que, si bien Mal y Nikolai tenían sus diferencias, Mal y Sturmhond

habían estado cerca de hacerse amigos.

Nikolai tomó un sorbo de té.

―También hay noticias alarmantes del Primer Ejército. Parece que algunos

soldados han encontrado la religión y han desertado.

Fruncí el ceño.

―No te referirás a…

Nikolai asintió con la cabeza.

―Se están refugiando en monasterios para unirse al culto del Apparat de la

Santa del Sol. El sacerdote está proclamando que la monarquía corrupta te tomó

prisionera.

―Eso es ridículo ―dije.

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―De hecho, es completamente plausible, y da lugar a una historia satisfactoria.

No creo que sea necesario decir que mi padre no está contento. Pilló un buen

cabreo anoche, y ha doblado el precio por la cabeza del Apparat.

Gemí.

―Eso es malo.

―Lo es ―admitió Nikolai―. Puedes ver por qué es inteligente que el capitán

de tu guardia personal empiece a forjar alianzas en el Gran Palacio. ―Giró su

mirada afilada hacia Mal―. Y así, Oretsev, es como puedes ser de utilidad. Si mal

no recuerdo, encantaste a mi tripulación, así que tal vez puedas recoger tu arco y

flechas y jugar al diplomático en lugar de al amante celoso.

―Lo pensaré.

―Buen chico ―dijo Nikolai.

«Oh, por todos los Santos». No podía dejar las cosas como estaban, ¿verdad?

―Vigila tu espalda, Nikolai ―dijo Mal con suavidad―. Los príncipes sangran

igual que el resto de los hombres.

Nikolai apartó una mota de polvo invisible de su manga.

―Sí ―contestó―. Solamente lo hacen en mejores prendas.

―Mal…

Mal se levantó y su silla arañó el suelo.

―Necesito algo de aire.

Caminó dando zancadas hacia el exterior, olvidando todas las pretensiones de

títulos y reverencias.

Dejé mi servilleta.

―¿Por qué has hecho eso? ―le pregunté a Nikolai, enfadada―. ¿Por qué lo

provocas de esa forma?

―¿Eso hice? ―inquirió, alcanzando otro panecillo. Pensé en clavarle un

tenedor en la mano.

―No sigas enfadándole, Nikolai. Pierde a Mal y me perderás a mí también.

―Necesita aprender cuáles son las normas aquí. Si no puede, entonces se

convierte en un lastre. Las apuestas están demasiado altas para medias tintas.

Temblé y me froté los brazos.

―Odio cuando hablas así. Suenas como el Darkling.

―Si alguna vez tienes problemas para diferenciarnos, busca a la persona que no

está torturándote o tratando de matar a Mal. Ese soy yo.

―¿Estás seguro de que no lo harías? ―le devolví el golpe―. Si te acercara a lo

que quieres, al trono y a tu gran oportunidad de salvar Ravka, ¿estás seguro de que

no me llevarías a los escalones del patíbulo tú mismo?

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Esperaba otra de las réplicas de Nikolai, pero lucía como si le hubiera dado un

puñetazo en el estómago. Comenzó a hablar, se detuvo, y después sacudió la

cabeza.

―Santos ―exclamó, y su tono varió entre el desconcierto y la repugnancia―.

De verdad no lo sé.

Me dejé caer contra la silla. Su confesión debería haberme puesto furiosa, pero

en lugar de eso, sentí que la ira se desvanecía. Quizá fue su honestidad, o quizá

empezaba a preocuparme de qué sería capaz yo misma.

Nos sentamos en silencio durante un buen rato. Se frotó la nuca con una mano

y se levantó despacio. Cuando llegó a la puerta, se detuvo.

―Soy ambicioso, Alina. Estoy motivado. Pero espero… espero aún saber

distinguir entre el bien y el mal. ―Vaciló―. Te ofrecí libertad, y lo decía en serio. Si

mañana decidieras marcharte a Novyi Zem con Mal, te daría un barco y dejaría que

el mar te llevara. ―Me sostuvo la mirada con ojos estables de color avellana―.

Pero sentiría verte partir.

Desapareció por el pasillo, y sus pisadas hicieron eco sobre el suelo de piedra.

Me quedé sentada por un momento, picoteando mi desayuno y reflexionando

sobre las palabras de despedida de Nikolai. Después me di una pequeña sacudida.

No tenía tiempo de analizar minuciosamente sus motivos. En unas pocas horas, el

consejo de guerra se reuniría para discutir estrategia y cuál era la mejor forma de

alzar una defensa contra el Darkling. Tenía muchas cosas que preparar, pero

primero, tenía una visita que hacer.

* * *

Mientras me abrochaba los botones en forma de sol de mi kefta azul y dorada,

sacudí la cabeza, compungida.

Baghra no perdería tiempo en burlarse de mis nuevas pretensiones. Me peiné el

cabello, y después escapé del Pequeño Palacio por la entrada del Darkling y crucé

el terreno hasta el lago.

La sirvienta con la que había hablado me había dicho que Baghra había

enfermado poco después de la fiesta de invierno, y que desde entonces no admitía

estudiantes. Por supuesto, yo sabía la verdad. La noche de la fiesta, Baghra me

había revelado los planes del Darkling y me había ayudado a huir del Pequeño

Palacio. Luego había intentado comprarme un poco de tiempo al encubrir mi

ausencia. El pensar en la furia del Darkling al descubrir su engaño me sentaba

como una piedra en el estómago.

Cuando había intentado presionar a la nerviosa criada para obtener más

detalles, ella había hecho una torpe reverencia y se había marchado apresurada de

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Leigh Bardugo Dark Guardians

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la habitación. Baghra estaba viva y aquí. El Darkling podía destruir una ciudad

entera, pero parecía que ni siquiera él cruzaría el límite al matar a su propia madre.

El camino hasta la cabaña de Baghra estaba sobrepoblado de zarzas, el bosque

de verano se encontraba enmarañado y despedía un olor acre por las hojas y la

tierra húmeda. Aceleré el paso, sorprendida de lo impaciente que estaba por verla.

Había sido una profesora dura y una mujer desagradable en sus mejores días,

pero había tratado de ayudarme cuando nadie más lo había hecho, y sabía que ella

era mi mejor oportunidad de resolver el acertijo del tercer amplificador de

Morozova.

Subí los tres escalones frente a la cabaña y llamé a la puerta. No hubo respuesta.

Llamé otra vez y después abrí la puerta de un empujón; hice una mueca ante el

familiar estallido de calor. Baghra siempre tenía frío, y entrar a su cabaña era como

estar atascada en un fogón.

La pequeña y oscura habitación era igual a como la recordaba: amoblada con lo

básico, un fuego crepitando en un horno de piedra, y Baghra acurrucada con su

desteñida kefta. Me sorprendió comprobar que no estaba sola. Un sirviente se

sentaba junto a ella, un chico joven vestido de gris que se puso en pie cuando entré

y entrecerró los ojos para verme en la penumbra.

―No se permiten visitantes ―dijo.

―¿Por la orden de quién?

Ante el sonido de mi voz, Baghra se incorporó rápidamente y golpeó su bastón

contra el suelo.

―Márchate, chico ―ordenó.

―Pero…

―¡Vete! ―rugió.

«Tan agradable como siempre», pensé con cautela.

El chico se apresuró a cruzar la sala y abandonó la cabaña sin decir ni una

palabra.

La puerta acababa de cerrarse cuando Baghra dijo:

―Me preguntaba cuándo volverías aquí, Santita.

Ten fe en que Baghra siempre te llamará por el único nombre que no quieres

oír.

Ya estaba sudando y no quería acercarme al fuego, pero lo hice de todas formas,

y crucé la sala para sentarme en la silla que el sirviente había dejado vacante.

Se giró hacia las llamas cuando me aproximé y me dio la espalda. Hoy me

parecía extraña. Ignoré el insulto.

Permanecí en silencio durante un momento, insegura de cómo comenzar.

―Me dijeron que habías enfermado después de marcharme.

―Ajá.

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Leigh Bardugo Dark Guardians

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No quería saberlo, pero aun así pregunté.

―¿Qué fue lo que te hizo?

Ella soltó una risa seca.

―Menos de lo que podría haber hecho. Más de lo que debería.

―Baghra…

―Se suponía que irías a Novyi Zem. Se suponía que desaparecerías.

―Lo intenté.

―No, te fuiste de caza ―se burló, golpeando el suelo con su bastón―. ¿Y qué

encontraste? ¿Un bonito collar para llevar el resto de tu vida? Acércate ―dijo―.

Quiero que ver lo que pagué por mi molestia.

Amablemente, me incliné. Cuando se giró hacia mí, jadeé.

Baghra había envejecido una vida desde la última vez que la había visto. Su

cabello negro era escaso y estaba encaneciendo. Sus rasgos afilados se habían

desdibujado. La línea firme de su boca se había hundido y suavizado.

Pero eso no fue por lo que retrocedí. Los ojos de Baghra habían desaparecido.

Donde debían haber estado había dos agujeros negros, con sombras retorciéndose

en sus profundidades fantasmales.

―Baghra ―dije ahogadamente. Busqué su mano, pero ella rehuyó mi contacto.

―Evítame tu lástima.

―¿Qué… qué te hizo? ―Mi voz apenas era más que un susurro.

Ella dejó escapar otra risa áspera.

―Me dejó a oscuras.

Su voz era firme, pero sentada junto al fuego, me di cuenta de que era la única

parte de ella que permanecía igual. Había sido esbelta y fuerte, con la postura

afilada como el cuchillo de un acróbata. Ahora, había un leve temblor en sus

ancianas manos, y su cuerpo anteriormente enjuto sólo parecía demacrado y frágil.

―Enséñamelo ―dijo, estirando el brazo. Me quedé quieta y dejé que sus manos

recorrieran mi cara. Sus dedos nudosos se movieron como dos arañas blancas, sin

interés pasaron por alto mis lágrimas y bajaron por mi mandíbula hasta la base de

mi garganta, donde se detuvieron en el collar.

―Ah ―suspiró, tanteando con las puntas de los dedos los ásperos pedazos de

asta en mi cuello, y su voz se hizo más suave, casi melancólica―. Me hubiera

gustado ver su ciervo.

Quise volver la cabeza para alejarme de los grandes agujeros negros de sus ojos.

En lugar de eso, me subí la manga y agarré una de sus manos. Ella trató de

apartarse pero reforcé el agarre y le puse la mano sobre el grillete en mi muñeca. Se

quedó inmóvil.

―No ―musitó―. No puede ser.

Tanteó el relieve de las escamas de la sierpe de mar.

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―Rusalye ―susurró―. ¿Qué has hecho, niña?

Sus palabras me dieron esperanza.

―Sabes sobre los otros amplificadores.

Hice un gesto de dolor cuando sus dedos se clavaron en mi muñeca.

―¿Es cierto? ―preguntó abruptamente―. ¿Lo que han dicho que puede hacer,

que puede darle vida a las sombras?

―Sí ―admití.

Sus hombros encorvados se hundieron aún más. Después apartó mi brazo como

si fuera algo asqueroso.

―Márchate.

―Baghra, necesito tu ayuda.

―He dicho, márchate.

―Por favor, necesito saber dónde encontrar el pájaro de fuego.

Su boca hundida tembló ligeramente.

―Traicioné a mi hijo una vez, Santita, ¿qué te hace pensar que lo haría de

nuevo?

―Querías detenerlo ―respondí, vacilante―. Tú…

Baghra golpeó el suelo con su bastón.

―¡Quería evitar que se convirtiera en un monstruo! Pero es demasiado tarde

para eso, ¿verdad? Gracias a ti, está más lejos de ser humano de lo que nunca ha

estado. Está mucho más allá de la redención.

―Puede ser ―admití―. Pero no es tarde para salvar Ravka.

―¿Por qué debería preocuparme lo que le pase a este miserable país? ¿Es tan

bonito el mundo que crees que merece la pena salvarlo?

―Sí ―dije―. Y tú también lo crees.

―No podrías hacer ni un pastel de carne con lo que sabes, niña.

―¡Bien! ―exclamé, mi desesperación aplastó la culpa―. Soy una tonta, soy una

estúpida, soy una inútil. Por eso necesito tu ayuda.

―Nada te puede ayudar. Tu única esperanza es correr.

―Cuéntame lo que sabes de Morozova ―supliqué―. Ayúdame a encontrar el

tercer amplificador.

―No podría ni adivinar dónde encontrar al pájaro de fuego, y no te lo diría si

pudiera. Todo lo que quiero ahora es una habitación caliente y que me dejes morir

en paz.

―Podría quitarte esta habitación ―espeté, furiosa―. Tu fuego, tu sirviente

obediente. Quizá estés más dispuesta a hablar entonces.

En cuanto las palabras abandonaron mis labios, quise devolverlas. Una

enfermiza oleada de vergüenza me inundó. ¿De verdad acababa de amenazar a una

anciana ciega?

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Baghra se rio con esa risita mezquina y estridente.

―Te estás adaptando muy bien al poder, por lo que veo. Cuanto más crezca,

más ansiará. Los semejantes se atraen, niña.

Sus palabras me enviaron una punzada de miedo.

―No quise decir eso ―dije débilmente.

―No puedes violar las reglas de este mundo sin pagar un precio. Esos

amplificadores nunca debieron existir. Ningún Grisha debería tener tal poder. Ya

estás cambiando. Busca el tercero, úsalo, y te perderás por completo, parte por

parte. ¿Quieres mi ayuda? ¿Quieres saber qué hacer? Olvida al pájaro de fuego.

Olvida a Morozova y su locura.

Sacudí la cabeza.

―No puedo hacerlo. No lo haré.

Ella volvió a girarse hacia el fuego.

―Entonces haz lo que quieras, niña. Estoy harta de mi vida, y ya estoy harta de

ti.

¿Qué esperaba? ¿Que me acogiera como a una hija acaso? ¿Que me diera la

bienvenida como a una amiga? Baghra había perdido el amor de su hijo y había

sacrificado su vista, y al final, le había fallado. Quería seguir insistiendo y exigir su

ayuda. Quería amenazarla, engatusarla, arrodillarme y rogarle que me perdonara

por todo lo que había perdido y por cada error que yo había cometido. En lugar de

eso, hice lo que ella quería que hiciera. Me di la vuelta y corrí.

Casi perdí el equilibrio en las escaleras cuando tropecé al salir de la cabaña,

pero el sirviente estaba esperando al final de los escalones y extendió una mano

para sostenerme antes de que cayera.

Tomé agradables bocanadas de aire fresco y sentí que el sudor se enfriaba en mi

piel.

―¿Es verdad? ―preguntó―. ¿De verdad eres la Invocadora del Sol?

Miré su cara esperanzada y sentí el dolor del nudo que se me formó en la

garganta. Asentí y traté de sonreír.

―Mi madre dice que eres una Santa.

«¿En qué otros cuentos de hadas cree?», pensé con amargura.

Antes de que pudiera avergonzarme al romper a llorar sobre su hombro

huesudo, pasé junto a él y me apresuré en bajar por el sendero angosto.

Cuando llegué a la costa del lago, caminé hasta uno de los pabellones de piedra

blanca de los Invocadores. No eran edificios en realidad sino sólo cascarones

abovedados donde los Invocadores jóvenes podían practicar usando sus dones, sin

miedo a volar el tejado de la escuela o prenderle fuego al Pequeño Palacio. Me

senté a la sombra en los escalones del pabellón y enterré la cabeza entre las manos

para dejar caer las lágrimas y tratar de recuperar el aliento. Estaba segura de que

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Baghra sabría algo del pájaro de fuego y convencida de que estaría dispuesta a

ayudarme. No tenía ni idea de cuánta esperanza había depositado en ella hasta que

se había esfumado.

Alisé los pliegues relucientes de mi kefta sobre mi regazo y tuve que ahogar un

sollozo. Había pensado que Baghra se reiría de mí, que se burlaría de la Santita

toda vestida con ropas finas. ¿Por qué había creído alguna vez que el Darkling

podría tener compasión con su madre?

¿Y por qué había actuado de esa manera? ¿Cómo podía haberla amenazado con

quitarle sus pocas comodidades? Esa mezquindad me hacía sentir enferma. Podía

culpar a mi desesperación, pero no aliviaba mi vergüenza. O podía cambiar la

realidad de que una parte de mí quería volver a su cabaña y cumplir esas

amenazas, arrastrarla bajo la luz del sol y arrancarle las respuestas de esa boca

amarga y hundida. ¿Qué me estaba pasando?

Saqué mi copia del Istorii Sankt’ya de mi bolsillo y pasé las manos por la

cubierta raída de cuero rojo. Lo había mirado tantas veces que se abrió justo por la

ilustración de Sankt Ilya, aunque ahora las páginas estaban algo desteñidas luego

de haberse empapado en el choque del Colibrí.

¿Una Grisha Santa? ¿U otra avara estúpida que no podía resistir la tentación del

poder? Otra avara estúpida como yo. «Olvida a Morozova y su locura». Recorrí con

un dedo la curva del arco. Podría no tener significado, podría ser alguna referencia

al pasado de Ilya no relacionado a los amplificadores, o podría ser sólo una

floritura del artista. Incluso si teníamos razón y era alguna clase de indicador,

podría estar en cualquier parte. Nikolai había recorrido la mayor parte de Ravka y

nunca la había visto. Por lo que sabíamos, podría haber sido reducido a escombros

hacía cientos de años.

Una campana sonó en la escuela al otro lado del lago y un grupo de niños

Grisha salieron por las puertas gritando y corriendo, entusiasmados de estar fuera

bajo el sol de verano. La escuela continuaba en funcionamiento pese a los desastres

de los últimos meses, pero si el Darkling estaba en camino, tendríamos que

evacuarla. No quería niños en el camino de los nichevo’ya.

«El buey siente el yugo. ¿Acaso el ave siente el peso de sus alas?»

¿De verdad me habría dicho Baghra esas palabras, o sólo las había oído en un

sueño?

Me levanté y me sacudí el polvo de la kefta. No sabía qué me había perturbado

más, que Baghra se hubiera rehusado a ayudarme o lo destrozada que parecía. No

sólo era una anciana, también era una mujer mayor sin esperanza, y yo había

ayudado a arrebatársela.

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Traducido por Pamee

A pesar de su nombre, me encantaba la sala de guerra. La cartógrafa en mí no

podía resistir los mapas antiguos dibujados en piel de animal y embellecidos con

extravagantes detalles: el faro bañado en oro en Os Kervo, los templos en las

montañas de los shu, las sirenas que nadaban en las orillas de los mares.

Estudié los rostros de los Grisha alrededor de la mesa, algunos familiares, otros

nuevos. Cualquiera de ellos podría ser un espía del Darkling, del Rey o del

Apparat. Cualquiera de ellos podía estar buscando la oportunidad de sacarme del

camino y asumir el poder.

Tolya y Tamar se encontraban afuera, a un grito de distancia en caso de

problemas, pero era la presencia de Mal la que me daba tranquilidad. Estaba

sentado a mi lado con sus ropas desgastadas y el rayo de sol prendido sobre el

corazón. Odiaba pensar que tendría que irse tan pronto con la partida de caza, pero

tenía que admitir que una distracción podría hacerle bien. Mal se había sentido

orgulloso de ser un soldado y, aunque intentaba ocultarlo, sabía que la sentencia

del Rey le pesaba. El que supusiera que le ocultaba algo no era de mucha ayuda,

tampoco.

Sergei estaba sentado a la derecha de Mal, con los brazos cruzados hoscamente

sobre el pecho. No le gustaba estar sentado junto a un guardia otkazat’sya, y estaba

aún menos complacido de que yo hubiera insistido en sentar a una Fabricadora a

mi izquierda, en la que era considerada una posición de honor.

La Fabricadora era una muchacha suli llamada Paja, a quien acababa de

conocer. Tenía el cabello oscuro y los ojos casi negros. El bordado en rojo de los

puños de su kefta púrpura indicaba que era una de los Alquimios, los Fabricadores

que se especializaban en químicos como polvos volátiles y venenos.

David se sentaba más lejos en la mesa. Tenía los puños bordados en gris, lo que

significaba que trabajaba con vidrio, acero, madera, piedra… cualquier cosa sólida.

David era un Durast, y sabía que era el mejor porque el Darkling lo había elegido a

él para que me forjara el collar.

Luego venía Fedyor, con Zoya a su lado, tan hermosa como siempre en el azul

Etherealki. Frente a Zoya se sentaba Pavel, el Inferno de piel oscura que había

hablado con tanta furia contra mí el día anterior. Tenía facciones estrechas y un

diente astillado que silbaba ligeramente cuando hablaba.

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La primera parte de la reunión consistió en discutir el número de Grisha en los

varios puestos de avanzada alrededor de Ravka, y aquellos que podían estar

ocultándose. Zoya sugirió enviar mensajeros para propagar las noticias de mi

regreso y ofrecer libremente perdón completo a aquellos que juraran su lealtad a la

Invocadora del Sol. Pasamos casi una hora debatiendo los términos y redactando el

perdón. Sabía que tendría que pasárselo a Nikolai para que el Rey diera su

aprobación, por lo que quería avanzar con cautela. Finalmente acordamos «lealtad

al trono ravkano y al Segundo Ejército». Nadie parecía feliz, así que me sentí

bastante segura de que lo habíamos hecho bien.

Fue Fedyor el que trajo a colación el tema del Apparat.

―Es alarmante que haya evadido la captura por tanto tiempo.

―¿Ha intentado contactarte? ―me preguntó Pavel.

―No ―contesté, y vi el escepticismo en su rostro.

―Lo han avistado en Kerskii y en Ryevost ―informó Fedyor―. Aparece de la

nada para predicar, luego desaparece antes de que los soldados del Rey puedan

rodearlo.

―Deberíamos pensar en encargar un asesinato ―sugirió Sergei―. Se está

haciendo demasiado poderoso, y podría seguir coludido con el Darkling.

―Primero tenemos que encontrarlo ―observó Paja.

Zoya hizo un gesto grácil con una mano.

―¿Cuál sería el punto? Parece inclinado a hablar sobre la Invocadora del Sol y a

afirmar que es una Santa. Ya es hora de que la gente sienta algo de aprecio por los

Grisha.

―No por los Grisha ―dijo Pavel, moviendo la barbilla de modo agresivo en mi

dirección―. Por ella.

Zoya levantó un hombro con elegancia.

―Eso es mejor a que nos estén injuriando de ser brujas y traidores.

―Dejemos que el Rey haga el trabajo sucio ―sugirió Fedyor―. Dejen que

encuentre al Apparat, que lo ejecute y que sea él el que sufra la ira de la gente.

No podía creer que estuviéramos debatiendo con tanta calma el asesinato de un

hombre, y además, no estaba segura de que quisiera muerto al Apparat. El

sacerdote tenía mucho por lo que responder, pero no estaba convencida de que

siguiera trabajando con el Darkling. Además, me había dado el Istorii Sankt’ya, y

eso significaba que era una posible fuente de información. Si lo capturaban, sólo

podía albergar la esperanza de que el Rey lo mantuviera con vida lo necesario para

interrogarlo.

―¿Crees que él lo cree? ―preguntó Zoya, estudiándome―. ¿Que eres una

Santa que ascendiste y regresaste de los muertos?

―No estoy segura de que suponga una diferencia.

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―Nos ayudaría a saber qué tan loco está.

―Preferiría luchar contra un traidor que contra un fanático ―dijo Mal con

suavidad. Era la primera vez que había hablado―. Puede que tenga algunos

contactos en el Primer Ejército que me sigan dirigiendo la palabra. Hay rumores de

que hay soldados que desertan para unirse a él. Si ese es el caso, ellos deben saber

dónde está.

Le lancé una mirada a Zoya. Estaba contemplando a Mal con esos ojos de un

azul imposible. Parecía que había pasado al menos media reunión batiéndole las

pestañas, o tal vez me había estado imaginando cosas. Era una Invocadora

poderosa y, potencialmente, una aliada poderosa. Pero también había sido una de

las favoritas del Darkling, y eso ciertamente me dificultaba confiar en ella.

Casi me reí en voz alta. ¿A quién estaba engañando? Odiaba estar sentada en la

misma habitación que ella. Zoya sí parecía una Santa: huesos delicados, cabello

negro resplandeciente, piel perfecta. Lo único que necesitaba era un halo. Mal no le

prestaba atención, pero una sensación retorcida en el estómago me hizo pensar que

la estaba ignorando de una forma un poco demasiado deliberada. Sabía que tenía

cosas más importantes de que las que preocuparme que Zoya. Tenía un ejército que

dirigir y enemigos por todos lados, pero no parecía poder evitarlo.

Respiré profundo e intenté concentrarme. La parte más difícil de la reunión

estaba por llegar. Aunque me moría de ganas de acurrucarme en algún lugar

tranquilo y oscuro, había cosas las que necesitaba tratar.

Miré alrededor de la mesa y dije:

―Tienen que saber a qué nos enfrentamos.

La sala se quedó en silencio. Fue como si hubiera repicado una campana, como

si todo lo anterior hubiera sido una mera actuación y ahora hubiera comenzado la

verdadera reunión.

Parte por parte expuse lo que sabía sobre los nichevo’ya, su fuerza y tamaño, su

casi invulnerabilidad a las balas y espadas, y lo más importante, el hecho de que no

temían a la luz solar.

―Pero tú escapaste ―dijo Paja de forma tentativa―, así que deben ser

mortales.

―Mi poder puede destruirlos. Es lo único de lo que no parecen ser capaces de

recuperarse. Pero no es fácil. Tengo que esgrimir el Corte, y no estoy segura de

cuántos puedo eliminar a la vez. ―No mencioné el segundo amplificador. Incluso

con él, sabía que no podía resistir la arremetida de un ejército de sombras

completamente formado. El grillete era un secreto que pensaba guardar, al menos

por ahora―. Sólo escapamos porque el Príncipe Nikolai nos alejó del rango de

alcance del Darkling ―continué―. Al parecer necesitan estar cerca de su amo.

―¿Qué tan cerca? ―preguntó Pavel.

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Miré a Mal.

―Es difícil de decir ―replicó―. Dos o tres kilómetros.

―Así que su poder tiene un límite ―musitó Fedyor, con gran alivio.

―Absolutamente. ―Me alegraba poder comunicarles algo que no fuera

completamente terrible―. Tendrá que entrar a Ravka con su ejército para

alcanzarnos. Eso significa que estaremos sobre aviso y que él será vulnerable. No

puede invocarlos como invoca la oscuridad. El esfuerzo parece costarle.

―Porque no es poder Grisha ―intervino David―. Es merzost.

En ravkano, la palabra magia y abominación era la misma. La teoría básica de

los Grisha establecía que no se podía crear materia a partir de la nada, pero ese era

un principio de la Pequeña Ciencia. Merzost era diferente, una corrupción de la

creación del corazón del mundo.

David jugueteó con un hilo suelto de su manga.

―Esa energía, la sustancia tiene que venir de alguna parte. Debe provenir de él.

―Pero, ¿cómo lo hace? ―preguntó Zoya―. ¿Ha habido algún Grisha con esta

clase de poder?

―La verdadera pregunta es cómo derrotarlos ―dijo Fedyor.

La conversación se desvió a la defensa del Pequeño Palacio y a las posibles

ventajas de confrontar al Darkling en el campo, pero yo estaba observando a

David. Cuando Zoya había preguntado sobre otro Grisha, él me había mirado por

primera vez desde que había llegado al Pequeño Palacio. Bueno, no a mí,

exactamente, sino a mi collar. Luego había vuelto a bajar la vista a la mesa, y si era

posible, parecía incluso más incómodo que antes. Me pregunté qué podría saber de

Morozova. Y también quería una respuesta a la pregunta de Zoya. No sabía si tenía

el entrenamiento o el valor para intentar algo así, pero ¿había alguna forma de

invocar soldados de luz para luchar contra el ejército de sombras del Darkling?

¿Era eso lo que podría darme el poder de tres amplificadores?

Había tenido la intención de hablar con David después de la reunión, pero en

cuanto la aplazamos, el salió disparado por la puerta. Cualquier pensamiento que

hubiera tenido de arrinconarlo en los talleres Materialki esa tarde, se vio silenciado

por las pilas de papeles que me esperaban en mis recámaras. Pasé horas

preparando el perdón para los Grisha y firmando incontables documentos,

garantizando fondos y suministros para los puestos de avanzada que el Segundo

Ejército esperaba reestablecer en los bordes de Ravka. Sergei había intentado llevar

a cabo algunas labores del Darkling, pero mucho del trabajo simplemente había

sido desatendido.

Todo parecía estar escrito de la forma más confusa posible. Tenía que leer y

releer lo que deberían haber sido solicitudes simples. Para cuando había logrado

hacer una pequeña mella en la pila, estaba atrasada para la cena: mi primera

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comida en el salón abovedado. Hubiera preferido comer de una bandeja en mi

habitación, pero era importante reafirmar mi presencia en el Pequeño Palacio.

También quería asegurarme de que se seguían mis órdenes, y que los Grisha de

verdad se estuvieran mezclando.

Me senté en la mesa del Darkling. En un esfuerzo por conocer a algunos de los

Grisha poco familiares y evitar darles una excusa para formar una nueva élite,

había decidido que cada noche cenarían conmigo personas diferentes. Era una idea

encantadora, pero no tenía nada de la facilidad de conversación de Mal, ni del

encanto de Nikolai. La conversación fue forzada y se vio marcada por momentos

de silencio incómodo. A las otras mesas no parecía irles mucho mejor.

Los Grisha se sentaban codo a codo en un revoltijo de rojo, púrpura y azul, pero

apenas hablaban. El tintineo de los cubiertos de plata resonaba en la cúpula

agrietada, pues los Fabricadores aún no habían comenzado con sus reparaciones.

No sabía si reír o gritar. Era como si les hubiera pedido que cenaran junto a un

volcra. Al menos Sergei y Marie parecían contestos, aunque Nadie parecía que

quería desaparecer en el plato de la mantequilla mientras ellos se abrazaban y

arrullaban. Supuse que me sentía feliz por ellos, y quizá también un poco celosa.

Conté en silencio: cuarenta Grisha, quizá cincuenta, la mayoría apenas de edad

adulta. «Vaya ejército», pensé con un suspiro. Mi glorioso mandato había

comenzado de forma miserable.

* * *

Mal había accedido a unirse a la partida de caza, por lo que me levanté

temprano a la mañana siguiente para despedirlo. Comenzaba a darme cuenta de

que tendríamos menos privacidad en el Pequeño Palacio de la que teníamos

cuando viajábamos. Entre Tolya y Tamar y los constantes sirvientes, había

comenzado a pensar que tal vez nunca tendríamos un momento a solas.

Había yacido despierta la noche anterior en la cama del Darkling, recordando la

forma en que Mal me había besado en la dacha, y preguntándome si podría

escucharlo cuando llamara a la puerta. Incluso había considerado atravesar la sala

común y golpear las puertas a los cuartos de los guardias, pero no estaba segura de

quién estaba de guardia y la idea de que Tolya o Tamar me abrieran la puerta me

hacía sonrojar de vergüenza. Al final, la fatiga del día debió haber tomado la

decisión por mí, porque lo próximo que supe fue que ya era de mañana.

Para cuando llegué a la fuente del águila bicéfala, en el camino a las puertas del

palacio había una multitud de personas con sus caballos: Vasily y sus amigos

aristocráticos vestidos con elegantes ropas de montar, oficiales del Primer Ejército

con uniformes impecables, y tras ellos, una legión de sirvientes vestidos de blanco

y dorado.

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Encontré a Mal revisando su silla de montar junto a un grupo de rastreadores

reales. Destacaba con claridad con sus ropas desgastadas de campesino. Tenía un

arco nuevo y resplandeciente colgado a la espalda, y un carcaj de flechas

emplumadas con el azul pálido y el dorado del Rey ravkano. La caza ravkana

oficial prohibía el uso de armas de fuego, pero noté que varios de los sirvientes

tenían rifles colgados a la espalda en caso de que los animales superaran a sus

nobles amos.

―Vaya espectáculo ―exclamé al llegar junto a él―. ¿Cuántas personas se

necesitan para abatir a un jabalí?

Mal soltó un bufido.

―Esto no es nada. Otro grupo de sirvientes se fue antes del amanecer para

instalar el campamento. Que los Santos no permitan que el Príncipe de Ravka

espere por su taza de té caliente.

Sonó un cuerno y los jinetes comenzaron a ocupar sus lugares con un resonar

de cascos y el ruido metálico de los estribos. Mal sacudió la cabeza y le dio un

fuerte tirón a la cincha.

―Más vale que esos jabalíes sean sordos ―gruñó.

Miré alrededor a los uniformes brillantes y las botas lustrosas.

―Tal vez debería haberte vestido con algo más… brillante.

―Hay una razón por la que los pavos reales no sean aves de presa ―dijo con

una sonrisa. Fue una sonrisa fácil y abierta, la primera que había visto en largo

tiempo.

«Está feliz de irse ―comprendí―. Se queja, pero está alegre». Intenté no

tomármelo personal.

―¿Y tú eres un gran halcón berigora? ―pregunté.

―Exactamente.

―¿O una paloma demasiado grande?

―Dejémoslo en halcón.

Los otros estaban montando y girando los caballos para unirse al resto del

grupo mientras avanzaban por el camino de gravilla.

―Vamos, Oretsev ―gritó un rastreador de cabello rubio.

Repentinamente me sentí incómoda, intensamente consciente de las personas a

nuestro alrededor y de sus miradas inquisitivas. Probablemente había violado

algún tipo de protocolo al venir a despedirme.

―Bueno ―dije, dándole unas palmaditas al caballo en los flancos―, diviértete.

Intenta no dispararle a nadie.

―Entendido. Espera, ¿que no le disparare a nadie?

Sonreí, pero lo sentí forzado.

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Leigh Bardugo Dark Guardians

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Nos quedamos ahí por un momento más mientras el silencio se extendía entre

nosotros. Quería rodearlo con los brazos, enterrar la cara en su cuello y hacerle

prometerme que tendría cuidado. Pero no lo hice.

Una sonrisa triste le tocó los labios. Hizo una reverencia.

―Moi soverenyi ―dijo. El corazón se me hizo un puño en el pecho.

Se subió a su montura y le dio una patadita al caballo para que avanzara, para

luego desaparecer en el mar de jinetes que fluían hacia las puertas doradas.

Regresé al Pequeño Palacio desanimada. Era temprano, pero el día ya se estaba

volviendo caluroso. Tamar me estaba esperando cuando emergí del túnel arbolado.

―Regresará pronto ―me dijo―. No tienes que parecer tan abatida.

―Lo sé ―repliqué, sintiéndome tonta. Me las arreglé para reírme mientras

cruzábamos el césped hasta los establos―. En Keramzin, tenía una muñeca hecha

de un calcetín viejo con la que solía hablar cuando él estaba de caza. Tal vez eso me

haría sentir mejor.

―Eras una niñita extraña.

―No tienes ni idea. ¿Con qué jugaban Tolya y tú?

―Con los cráneos de nuestros enemigos.

Vi el brillo en sus ojos y ambas nos carcajeamos.

En las salas de entrenamiento, Tamar y yo nos encontramos brevemente con

Botkin, el instructor encargado de preparar a los Grisha para el combate físico. El

antiguo mercenario quedó instantáneamente encantado con Tamar, y cuchichearon

en shu durante casi diez minutos, antes de que me las arreglara para traer a

colación el entrenamiento de los Fabricadores.

―Botkin le puede enseñar a luchar a cualquiera ―dijo él con su marcado

acento. La luz tenue le daba un brillo perlado a la cicatriz que tenía en la

garganta―. Le enseñó a luchar a la pequeña niña, ¿no?

―Sí ―reconocí, haciendo una mueca al recordar los ejercicios extenuantes y las

palizas que había recibido de sus manos.

―Pero la pequeña niña ya no es tan pequeña ―dijo, asimilando el dorado de

mi kefta―. Vuelve a entrenar con Botkin. Golpeo a la niña grande igual que a la

niña pequeña.

―Eso es muy igualitario de tu parte ―dije, y me apresuré a sacar a Tamar de

los establos antes de que Botkin decidiera mostrarme lo imparcial que podía ser.

Me fui directa de los establos a otro consejo de guerra, luego tuve el tiempo

justo para arreglarme el cabello y para cepillar mi kefta antes de volver al Gran

Palacio para unirme a Nikolai mientras los consejeros del Rey le informaban sobre

las defensas de Os Alta.

Me sentía un poco como niños pequeños entrometidos en asuntos de adultos.

Los consejeros dejaron claro que sentían que estaban perdiendo el tiempo. Pero

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Nikolai parecía impávido. Hacía preguntas cuidadosas sobre armamento, número

de tropas estacionadas alrededor de los muros de la ciudad y sistema de alarma

que se utilizaba en caso de ataque. Pronto, los consejeros habían perdido su actitud

condescendiente y conversaban con él con seriedad, y le hacían preguntas

referentes al arsenal que había traído al cruzar el Abismo y cómo podrían darle el

mejor uso.

A pedido de Nikolai, tuve que dar una breve descripción de los nichevo’ya como

ayuda para exponer los argumentos de por qué debían armar también a los Grisha

con arsenal nuevo. Los consejeros seguían profundamente recelosos del Segundo

Ejército, pero cuando volvimos al Pequeño Palacio, Nikolai pareció despreocupado.

―Cambiarán de opinión con el tiempo ―me dijo―. Por eso tienes que estar

ahí, para apaciguarlos y ayudarles a entender que el Darkling no es como otros

enemigos.

―¿Crees que no lo saben? ―pregunté, incrédula.

―No quieren saberlo. Si pueden mantener la creencia de que el Darkling es

alguien con quien pueden negociar o a quien puedan meter en verada, entonces no

tienen que enfrentar la realidad de la situación.

―No puedo decir que los culpo ―dije con tristeza. Estaba bien hablar de tropas

y muros y alarmas, pero dudaba que fuera a hacer mucha diferencia contra los

soldados de sombra del Darkling.

Cuando salimos del túnel, Nikolai preguntó:

―¿Caminarías conmigo hasta el lago?

Vacilé.

―Prometo no hincarme en una rodilla ni empezar a componer baladas a tu

belleza. Sólo quiero mostrarte algo.

Me sonrojé y Nikolai sonrió.

―Deberías ver si los Corporalki pueden hacer algo sobre ese rubor ―dijo

mientras caminábamos por un costado del Pequeño Palacio hacia el lago.

Me sentí tentada de seguirlo sólo por el placer de lanzarlo al lago. Aunque…

¿de verdad podían arreglar mi rubor los Corporalki? Me quité esa idea ridícula de la

cabeza. El día que le pidiera a un Corporalki que se ocupara de mis sonrojos sería

el día que me expulsaran del Pequeño Palacio entre carcajadas.

Nikolai se había detenido en el sendero de grava, a medio camino del lago y me

le uní. Señaló una franja de playa en la orilla lejana, a poca distancia de la escuela.

―Quiero construir un embarcadero allí ―me dijo.

―¿Por qué?

―Para poder reconstruir el Colibrí.

―De verdad no puedes estar quieto, ¿cierto? ¿No tienes suficiente en tu plato?

Contempló con los ojos entrecerrados la superficie centelleante del lago.

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Leigh Bardugo Dark Guardians

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―Alina, tengo la esperanza de que podamos encontrar una forma de derrotar al

Darkling. Pero si no podemos, necesitamos una vía de escape.

Lo miré.

―¿Qué pasará con los demás Grisha?

―No puedo hacer nada por ellos.

No podía creer lo que estaba sugiriendo.

―No voy a huir.

―Tenía la sensación de que dirías eso ―reconoció con un suspiro.

―¿Y tú? ―pregunté enrabiada―. ¿Simplemente te vas a alejar volando y que

los demás nos enfrentemos al Darkling?

―Oh, vamos ―dijo―. Sabes que siempre he querido el funeral de un héroe.

―Volvió a mirar el lago―. Estoy feliz de morir luchando, pero no quiero que mis

padres queden a la merced del Darkling. ¿Me darías dos Impulsores para

entrenarlos?

―No son regalos, Nikolai ―repliqué, pensando en cómo el Darkling había

entregado a Genya como un regalo para la Reina―. Pero pediré voluntarios.

Simplemente no les digas para qué es. No quiero que los demás se desanimen. ―Ni

que compitan por lugares a bordo del navío―. Algo más ―dije―. Quiero que le

guardes un lugar a Baghra. No debería enfrentarse al Darkling otra vez. Ya ha

sufrido bastante.

―Por supuesto ―contestó, y luego añadió―: Sigo creyendo que podemos

ganar, Alina.

«Me alegra que alguien lo crea», pensé sombría, y me giré para volver adentro.

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Traducido por Princesa

Corregido por Pamee

David se las había arreglado para desaparecer otra vez después de la última

reunión del consejo, y ya era tarde al día siguiente cuando tuve un momento para

atraparlo en los talleres de los Fabricadores. Lo encontré encorvado sobre una pila

de planos y los dedos llenos de tinta.

Me senté en un taburete a su lado y me aclaré la garganta. Él levantó la mirada,

pestañeando como un búho. Estaba tan pálido que podía ver el trazado de venas

azules a través de su piel; además, alguien le había cortado muy mal el pelo.

«Probablemente se lo cortó él mismo», pensé, sacudiendo la cabeza

internamente. Era difícil creer que este era el chico del que Genya se había

enamorado tanto.

Posó brevemente los ojos en el collar que llevaba al cuello y entonces empezó a

juguetear con los objetos que había sobre su mesa de trabajo, los movió de un lado

a otro y los ordenó en líneas cuidadosas: un compás, lápices de grafito, bolígrafos y

cajas de tinta de diferentes colores, piezas de cristal claro y reflectante, un huevo

duro que asumí era su cena, y hoja tras hoja de dibujos y planos a los que no podía

encontrarles sentido.

―¿En qué estás trabajando? ―pregunté.

Volvió a pestañear.

―Platillos.

―Ah.

―Boles reflectantes ―aclaró―. Basados en una parábola.

―Qué… ¿interesante? ―conseguí decir.

Se rascó la nariz, y se dejó una enorme mancha azul en el puente de la nariz.

―Podría ser una forma de amplificar tu poder.

―¿Como los espejos de mis guantes? ―Le había pedido a los Durast que me los

rehicieran. Con el poder de dos amplificadores probablemente no los necesitaba,

pero los espejos me ayudaban a enfocar y localizar la luz; además, había algo

reconfortante en el control que me daban.

―Más o menos ―contestó David―. Si sale bien, será el Corte a una escala

mucho mayor.

―¿Y si sale mal?

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―O bien no pasa nada, o el que lo esté operando volará en pedazos.

―Suena prometedor.

―Yo pensé lo mismo ―replicó sin una pizca de humor, y volvió al trabajo.

―David ―lo llamé. Alzó la mirada, sobresaltado, como si hubiera olvidado por

completo que yo estaba aquí―. Necesito preguntarte algo.

Volvió a posar la mirada en mi collar, luego la bajó a su mesa de trabajo.

―¿Qué me puedes contar de Ilya Morozova?

David se retorció y miró alrededor de la habitación casi vacía. La mayoría de los

Fabricantes seguía cenando. Claramente estaba nervioso, e incluso puede que

estuviera asustado. Miró la mesa, recogió su compás y lo soltó de nuevo.

Finalmente, susurró:

―Lo llamaban el Forjador de Huesos.

Un estremecimiento me atravesó. Pensé en los dedos y vértebras tirados en las

mesas de los vendedores ambulantes en Kribirsk.

―¿Por qué? ―pregunté―. ¿Por los amplificadores que descubrió?

David alzó la vista, sorprendido.

―No los descubrió. Los creó.

No quería creer lo que estaba escuchando.

―¿Merzost?

Él asintió.

Entonces por eso David había mirado al collar de Morozova cuando Zoya le

había preguntado si algún Grisha había tenido alguna vez un poder como aquel.

Morozova había estado jugando con las mismas fuerzas que el Darkling. Magia.

Abominación.

―¿Cómo? ―pregunté.

―Nadie lo sabe ―contestó David, volviendo a mirar sobre su hombro―.

Después de que el Hereje Oscuro muriera en el accidente que creó el Abismo, su

hijo salió de su escondite para dirigir el Segundo Ejército, y ordenó que se

destruyeran todos los diarios de Morozova.

¿Su hijo? Nuevamente me sorprendió que muy poca gente conociera el secreto

del Darkling. El Hereje Oscuro nunca había muerto, siempre había existido un solo

Darkling, un único Grisha poderoso que había reinado al Segundo Ejército durante

generaciones, ocultando su verdadera identidad. Y por lo que yo sabía, nunca

había tenido un hijo. Y no me creía que hubiera destrozado algo tan valioso como

los diarios de Morozova.

A bordo del ballenero, me había dicho que no todos los libros prohibían la

combinación de amplificadores. A lo mejor se había estado refiriendo a las propias

escrituras de Morozova.

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―¿Por qué estaba escondiéndose su hijo? ―pregunté, curiosa por como el

Darkling había logrado tal engaño.

Esta vez David frunció el ceño, como si la respuesta fuera obvia.

―Un Darkling y su heredero nunca viven en el Pequeño Palacio al mismo

tiempo. El riego de asesinato es demasiado grande.

―Ya veo ―dije. Era bastante creíble, y después de cientos de años, dudaba que

alguien cuestionara tal historia. Los Grisha amaban sus tradiciones, y Genya no

podía ser la primera Confeccionista que el Darkling mantenía como empleada―.

¿Por qué destruiría los diarios?

―Porque documentaban los experimentos con amplificadores de Morozova. El

Hereje Oscuro estaba intentado recrear esos experimentos cuando algo salió mal.

Se me erizó el vello de los brazos.

―Y el resultado fue el Abismo.

David asintió.

―Su hijo quemó todos los diarios y papeles de Morozova. Dijo que eran

demasiado peligrosos, demasiada tentación para cualquier Grisha. Ese por eso que

no dije nada en la reunión. Ni siquiera debería saber que existieron.

―Entonces, ¿cómo lo sabes?

David miró otra vez alrededor del taller casi vacío.

―Morozova era un Fabricador, puede que el primero, y seguro el más

poderoso. Hizo cosas con las que nadie había soñado antes o desde entonces. ―Se

encogió hombros, avergonzado―. Para nosotros es como un héroe.

―¿Sabes algo más acerca de los amplificadores que creó? ―David negó con la

cabeza.

―Había rumores de otros, pero yo sólo había oído hablar del ciervo.

Era posible que David no hubiera visto nunca el Istorii Sankt’ya. El Apparat

había afirmado que hubo un tiempo en que el libro se les entregaba a los niños

Grisha cuando ellos llegaban al Palacio Pequeño. Pero eso fue hace mucho tiempo.

Los Grisha habían puesto su fe en la Pequeña Ciencia, y nunca les había visto

preocuparse por la religión.

«Superstición» había llamado el Darkling al Libro Rojo. «Propaganda

campesina». Claramente, David no había atado cabos entre Sankt Ilya e Ilya

Morozova… a no ser que estuviera escondiendo algo.

―David ―le dije―: ¿Por qué estás aquí? Tú creaste el collar. Debías de saber

qué pretendía el Darkling.

Él tragó.

―Sabía que podría controlarte, que el collar le permitiría usar tu poder. Pero

nunca pensé, nunca creí… todas esas personas… ―Luchó por encontrar las

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palabras. Finalmente extendió las manos manchadas de tinta y dijo, casi

suplicante―: Yo creo cosas, no las destruyo.

Quería creer que David había subestimado la crueldad del Darkling. Yo misma

había cometido el mismo error. Pero podía estar mintiendo, o quizá sólo era débil.

«¿Qué es peor? ―preguntó una voz áspera en mi cabeza―. Si puede cambiar de

bando una vez, lo puede hacer otra vez». ¿Era la voz de Nikolai? ¿La voz del

Darkling? ¿O era solo la parte de mí que había aprendido a no confiar en nadie?

―Buena suerte con los platillos ―dije, mientras me levantaba para irme.

David se encorvó sobre sus papeles.

―No creo en la suerte.

«Qué mal ―pensé―. Vamos a necesitar un poco».

* * *

Fui directamente desde los talleres de los Fabricadores hasta la biblioteca y pasé

la mayor parte de la noche allí.

Fue una maniobra frustrada. Las historias Grisha que busqué solo tenían la

información más básica sobre Ilya Morozova, a parte del hecho de que estaba

considerado el mayor Fabricador de la historia. Había inventado el acero Grisha,

un método para hacer cristal irrompible, y un fuego líquido tan peligroso que había

destruido la formula tan sólo doce horas después de haberlo creado. Pero cualquier

mención sobre los amplificadores o sobre el Forjador de Huesos había sido

eliminada.

Sin embargo, eso no me detuvo de ir a la biblioteca la tarde siguiente para

enterrarme entre textos religiosos y cualquier referencia que pudiera encontrar

sobre Sankt Ilya. Como la mayoría de los cuentos de Santos, la historia de su

martirio era brutalmente depresiva: Un día, un arado volcó en los campos detrás de

su casa. Al escuchar los gritos, Ilya corrió a ayudar, y se encontró a un hombre

llorando sobre su hijo muerto. El cuerpo del niño estaba destrozado por los

cuchillos del arado y el suelo empapado con su sangre. Ilya había revivido al

niño… y los pueblerinos le habían agradecido al encadenarlo y lanzarlo al río para

que se hundiera con el peso de sus cadenas.

Los detalles eran desesperadamente turbios. A veces Ilya era un granjero, otras

un albañil o un leñador. Tenía dos hijas, o un hijo, o ninguno. Cientos de diferentes

pueblos habían afirmado ser el lugar de su martirio. Después estaba el pequeño

problema del milagro que había llevado a cabo. No tenía ningún problema en creer

que Sankt Ilya podría ser un Corporalnik Sanador, pero se suponía que Ilya

Morozova era un Fabricador. ¿Qué pasaba si no eran la misma persona?

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Por la noche, la habitación de la cúpula de cristal era iluminada con lámparas

de aceite, y el silencio era tan profundo que podía oírme respirar. Sola en la

penumbra, rodeada de libros, era difícil no sentirme abrumada. Pero la biblioteca

parecía mi mejor opción, así que continué con ello. Tolya me encontró ahí una

tarde, enroscada en mi silla favorita, luchando por encontrarle sentido a un texto en

ravkano antiguo.

―No deberías venir aquí por las noches sin uno de nosotros ―dijo gruñón.

Bostecé y me estiré. Probablemente corría más peligro de que me cayera un

estante encima que de algo más, pero estaba demasiado cansada como para

discutir.

―No volverá a pasar ―dije.

―¿Qué es eso? ―preguntó Tolya, agachándose para mirar más de cerca el libro

en mi regazo. Tolya era tan enorme que era como tener a un oso como compañero

de estudio.

―No estoy segura. Vi el nombre de Ilya en el índice, así que lo tomé, pero no

logro entender lo que dice.

―Es una lista de títulos.

―¿Puedes leerlo? ―pregunté, sorprendida.

―Nos criamos en la iglesia ―me explicó, pasando la página. Le miré. Muchos

niños eran criados en hogares religiosos, pero eso no significaba que pudieran leer

ravkano litúrgico.

―¿Qué dice?

Pasó un dedo por debajo del nombre de Ilya. Sus manos enormes estaban

cubiertas de cicatrices; bajo su manga pude ver la esquina de un tatuaje.

―No mucho ―replicó―. Santo Ilya el Amado, Santo Ilya el Atesorado. Hay

algunas ciudades anotadas, lugares donde se dijo que practicó milagros.

Me enderecé.

―Parece un comienzo.

―Deberías inspeccionar la capilla. Creo que hay libros en la sacristía.

Había pasado junto a la capilla real miles de veces, pero nunca había entrado.

Siempre había pensado en ella como el dominio del Apparat, y aunque él no

estuviera aquí, no estaba segura de querer visitarla.

―¿Cómo es?

Tolya encogió sus enormes hombros.

―Como cualquier capilla.

―Tolya ―comencé, de repente curiosa―, ¿alguna vez has considerado unirte

al Segundo Ejército?

Pareció ofendido.

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―No nací para servir al Darkling. ―Quería preguntar para qué había nacido,

pero tocó la página y dijo―: Te puedo traducir esto, si quieres. ―Sonrió―. O quizá

haré que Tamar lo traduzca.

―Está bien ―le dije―. Gracias.

Él bajó la cabeza. Sólo era una reverencia, pero seguía arrodillado a mi lado, y

algo en su pose provocó que un escalofrío me recorriera la espalda.

Sentí como si estuviera esperando algo. Tentativamente, alargué una mano y la

posé sobre su hombro. Tan pronto mis dedos lo tocaron, él dejó salir el aliento. Era

casi un suspiro.

Estuvimos así por un momento, silenciosos en el halo de la lámpara. Entonces

se levantó e hizo otra reverencia.

―Estaré a la salida ―anunció, y se unió a la oscuridad.

* * *

Mal volvió de la cacería a la mañana siguiente. Estaba ansiosa por contarle todo

lo que había descubierto sobre David, los planes para el nuevo Colibrí y mi extraño

encuentro con Tolya.

―Es extraño ―concordó Mal―. Pero de todas formas no perdemos nada si le

echamos un vistazo a la capilla.

Decidimos ir juntos, y en el camino, lo presioné para que me contara sobre la

caza.

―Diariamente pasamos más tiempo jugando a las cartas y bebiendo kvas que

haciendo otra cosa. Y un duque se emborrachó tanto que se desmayó en el río. Casi

se ahogó. Sus sirvientes lo sacaron de las botas, pero él seguía adentrándose en el

río, mascullando algo sobre la mejor forma de pescar truchas.

―¿Fue horrible? ―pregunté, riendo.

―Estuvo bien. ―Pateó un guijarro del camino―. Sienten mucha curiosidad por

ti.

―¿Por qué dudo que me vaya a gustar nada de esto?

―Uno de los rastreadores reales está seguro de que tus poderes son falsos.

―¿Y cómo haría eso?

―Creo que con un elaborado sistema de espejos, poleas y posiblemente

involucrando hipnotismo. Me perdí un poco.

Solté una risita.

―No todo fue divertido, Alina. Cuando estaban tomándose unas copas,

algunos nobles dejaron claro que pensaban que debería reunirse a todos los Grisha

y ejecutarlos.

―Santos ―exclamé.

―Están asustados.

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―Esa no es excusa ―dije, sintiendo cómo crecía mi cólera―. También somos

ravkanos. Es como si hubieran olvidado todo lo que el Segundo Ejército ha hecho

por ellos.

Mal alzó las manos.

―No dije que estuviera de su parte.

Suspiré y aplasté una inocente rama de un árbol.

―Lo sé.

―De todas formas, creo que progresé un poco.

―¿Cómo lo hiciste?

―Bueno, les gustó que sirvieras en el Primer Ejército, y que salvaras la vida de

su príncipe.

―¿Después de que él arriesgara la suya salvándonos?

―Puede que me haya tomado algunas libertades con los detalles.

―Oh, a Nikolai le encantará. ¿Hay algo más?

―Les dije que odias el arenque.

―¿Por qué?

―Y que te encanta el pastel de ciruela. Y que Ana Kuya te golpeó cuando

estropeaste tus zapatillas de primavera saltando en unos charcos.

Hice una mueca.

―¿Por qué les contaste todo eso?

―Quería hacerte humana ―contestó―. Todo lo que ven cuando te miran es a

la Invocadora del Sol. Ven una amenaza, otra Grisha poderosa como el Darkling.

Quiero que vean una hija, una hermana o una amiga. Quiero que vean a Alina.

Sentí que se me hacía un nudo en la garganta.

―¿Practicas para ser increíble?

―Todos los días ―dijo, sonriendo. Después me guiñó un ojo―. Pero prefiero el

término «útil».

La capilla era el único edificio en pie de un monasterio que una vez había

estado en la cima de Os Alta; se decía que fue ahí donde fueron coronados los

primeros Reyes de Ravka. Comparado con las otras estructuras en los terrenos del

palacio, era un edificio humilde, con paredes blancas desgastadas y una única

cúpula color azul brillante.

Estaba vacía y parecía necesitar una buena limpieza. Los bancos estaban

cubiertos de polvo, y había palomas posadas en los aleros. Cuando avanzamos por

el pasillo, Mal me cogió de la mano y mi corazón dio un curioso vuelco.

No gastamos mucho tiempo en la sacristía. Los pocos libros en sus estanterías

fueron una decepción: sólo eran un grupo de himnarios antiguos con páginas

amarillas y desmenuzadas. Lo único de verdadera importancia en la capilla era el

tríptico enorme detrás del altar. Con un caos de colores, los tres grandes paneles

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mostraban a trece santos con caras benevolentes. Reconocí a algunos del Istorii

Sankt’ya: Lizabeta con sus rosas ensangrentadas, Petyr con sus flechas todavía

ardiendo. Y también estaba Sankt Ilya con su collar, sus grilletes y sus cadenas

rotas.

―No hay animales ―observó Mal.

―Por lo que he visto, nunca lo han dibujado con amplificadores, sólo con

cadenas. Excepto en el Istorii Sankt’ya. ―Simplemente no sabía el porqué.

La mayoría del tríptico estaba en buenas condiciones, pero al panel de Ilya lo

había dañado el agua. Las caras de los santos apenas eran visibles bajo el moho, y

el olor a humedad era muy fuerte. Me tapé la nariz con la manga.

―Debe haber alguna gotera ―dijo Mal―. Este lugar es un desastre.

Reseguí con la mirada la forma del rostro de Ilya bajo la suciedad. Otro final

sin salida. No me gustaba admitirlo, pero había tenido esperanza. Otra vez, sentí

ese tirón, ese vacío en mi muñeca. ¿Dónde estaba el pájaro de fuego?

―Podemos pasar todo el día aquí ―dijo Mal―, pero él no nos va a hablar.

Sabía que me estaba tomando el pelo, pero sentí rabia, aunque no sabía si era

hacía él o hacía mí misma.

Nos giramos para volver por el pasillo, y me detuve de súbito. El Darkling

estaba esperando en la penumbra junto a la entrada, sentado en un banco en las

sombras.

―¿Qué pasa? ―preguntó Mal, siguiendo mi mirada.

Esperé, totalmente inmóvil. «Míralo ―supliqué silenciosamente―. Por favor,

míralo».

―¿Alina? ¿Pasa algo?

Me clavé las uñas en la palma de la mano.

―No ―dije―. ¿Piensas que deberíamos de volver a repasar la capilla?

―No parecía muy prometedora.

Me obligué a sonreír y caminar.

―Probablemente tengas razón. Idealismo.

Al pasar junto al Darkling, nos siguió con la mirada. Se llevó un dedo a los

labios y después inclinó su cabeza, como si estuviera rezando.

Me sentí mejor cuando salimos al aire libre, lejos del olor a humedad de la

capilla, pero mi mente iba a toda velocidad. Había vuelto a suceder.

El rostro del Darkling no tenía cicatrices. Mal no lo había visto. Eso tenía que

significar que no era real, que sólo era algún tipo de visión.

Pero él me había tocado aquella noche en su habitación. Había sentido sus

dedos en mi mejilla. ¿Qué tipo de alucinación podía hacer aquello?

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Temblé cuando nos adentramos en el bosque. ¿Era alguna manifestación de los

nuevos poderes del Darkling? Me aterrorizaba la idea de que a lo mejor había

conseguido meterse en mis pensamientos, pero la otra posibilidad era mucho peor.

«No puedes violar las normas de este mundo sin pagar un precio por ello».

Apreté mi brazo contra mi costado, y sentí las escamas de la sierpe de mar al rozar

contra mi piel. «Olvida a Morozova y su locura». A lo mejor esto no tenía nada que

ver con el Darkling, a lo mejor sólo estaba perdiendo la cabeza.

―Mal ―comencé, no muy segura de lo que quería decir―. El tercer ampl…

Mal se llevó un dedo a los labios y el gesto fue tan parecido al del Darkling, que

casi me tropecé, pero al segundo siguiente oí un crujido y Vasily salió de entre los

árboles.

No estaba acostumbrada a ver al príncipe en ningún sitio excepto el Gran

Palacio, y por un momento, me quedé inmóvil. Después me recuperé de mi

sorpresa e hice una reverencia.

Vasily me reconoció con un gesto de la cabeza, e ignoró a Mal por completo.

―Moi tsarevich ―dije a modo de saludo.

―Alina Starkov ―respondió el príncipe con una sonrisa―. Espero que me

concedas un momento de tu tiempo.

―Claro ―respondí.

―Estaré al final del sendero ―dijo Mal, lanzándole a Vasily una mirada

sospechosa.

El príncipe le vio irse.

―El desertor no ha aprendido su lugar, ¿no?

Contuve mi cólera.

―¿Qué puedo hacer por usted, moi tsarevich?

―Por favor ―dijo―, preferiría que me llamaras Vasily, al menos en privado.

Pestañeé. Nunca antes había estado con el príncipe a solas, y no lo quería estar

ahora.

―¿Qué tal te has acoplado en el Pequeño Palacio?―preguntó.

―Muy bien, gracias, moi tsarevich.

―Vasily.

―No sé si es apropiado hablarle tan informal ―repliqué con recato.

―Llamas a mi hermano por su nombre de pila.

―Lo conocí bajo… circunstancias únicas.

―Sé que puede ser encantador ―dijo Vasily―. Pero deberías saber que

también es muy engañoso, y muy astuto.

«Eso claramente es verdad» pensé, pero todo lo que dije fue:

―Tiene una mente inusual.

Vasily rio.

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―¡Qué diplomática te has vuelto! Tienes algo refrescante. Con el tiempo, no

tengo duda de que, a pesar de tu procedencia, aprenderás a manejarte con la

elegancia y restricción de una mujer noble.

―¿Se refiere a que aprenderé a callarme?

Vasily soltó un bufido desaprobador. Tenía que terminar esta conversación

antes de ofenderlo de verdad. Vasily podía parecer un imbécil, pero seguía siendo

un príncipe.

―Claro que no ―dijo con una risa artificial―. Tienes una sinceridad

encantadora.

―Gracias ―murmuré―. Si me disculpa, su majestad…

Vasily se interpuso en mi camino.

―No sé a qué acuerdo has llegado con mi hermano, pero tienes que entender

que es el segundo hijo. Dan igual sus ambiciones, eso es todo lo que será. Sólo yo

puedo hacerte Reina.

Y ahí estaba. Lancé un suspiro interno.

―Sólo un rey puede hacer a una reina ―le recordé.

Vasily apartó ese comentario.

―Mi padre no vivirá por mucho tiempo más. Yo ya casi gobierno Ravka.

«¿Así lo llamas?» pensé con una oleada de irritación. Dudaba que Vasily

estuviera siquiera en Os Alta si Nikolai no hubiera presentado una amenaza a su

corona, pero está vez mantuve la boca cerrada.

―Has llegado alto para una huérfana de Keramzin ―continuó―, pero puedes

subir más aún.

―Le puedo asegurar, moi tsarevich, que no tengo tales ambiciones ―le dije con

total honestidad

―Entonces, ¿qué quieres, Invocadora del Sol?

―¿Ahora mismo? Me gustaría comer.

Hizo un mohín malhumorado, y por un momento se pareció a su padre.

Después sonrió.

―Eres una chica inteligente ―dijo―, y creo que serás útil. Estoy deseando

profundizar en nuestro acuerdo.

―Nada me gustaría más ―mentí.

Cogió mi mano y presionó su boca húmeda contra mis nudillos.

―Hasta entonces, Alina Starkov.

Sofoqué una risa. Mientras él se alejaba, me limpié la mano a escondidas en mi

kefta.

Mal me estaba esperando al borde del bosque.

―¿A qué venía eso? ―preguntó, con rostro preocupado.

―Oh, ya sabes ―respondí―. Otro príncipe, otra proposición.

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―No puedes decirlo en serio ―exclamó Mal con una risa de incredulidad―.

No pierde el tiempo.

―El poder reside en las alianzas ―entoné, imitando a Nikolai.

―¿Debería darte mis felicitaciones? ―preguntó Mal, pero su voz no tenía una

nota oculta, sólo diversión.

Al parecer el heredero al trono de Ravka no era tan amenazador como un

corsario con exceso de confianza.

―¿Crees que el Darkling haya tenido que tratar con insinuaciones indeseadas

de reyes con labios mojados? ―pregunté sombríamente.

Mal rio disimuladamente.

―¿De qué te ríes?

―Me acabo de imaginar al Darkling arrinconado por una duquesa sudorosa

que intenta sobrepasarse con él.

Resoplé y después empecé a reírme con ganas.

Nikolai y Vasily eran tan diferentes que era difícil creer que compartieran lazos

de sangre. Sin querer, recordé el beso de Nikolai y el tacto áspero de su boca sobre

la mía, mientras me abrazaba contra sí. Agité la cabeza.

«Puede que sean diferentes ―me recordé mientras entrábamos al palacio―,

pero los dos quieren usarte de la misma forma».

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Traducido por Jhosel

Corregido por Pamee

El verano se intensificó, trayendo oleadas de calor agradable a Os Alta. El único

alivio se encontraba en el lago, o en las frías piscinas del banya que yacían a la

oscura sombra de una arboleda de abedules junto al Pequeño Palacio. Cualquiera

fuera la hostilidad que sentían los ravkanos de la corte hacia los Grisha, no les

impedía llamar a Impulsores y a Mareomotores al Gran Palacio para invocar brisas

y moldear enormes bloques de hielo para enfriar las habitaciones mal ventiladas.

Difícilmente podía considerarse como un uso digno al talento Grisha, pero estaba

ansiosa por mantener felices a los reyes, y ya los había privado de muchos

Fabricadores muy valorados, quienes estaban trabajando con todo en los

misteriosos platillos reflectores de David.

Cada mañana me reunía con el consejo Grisha ―algunas veces por unos

minutos, algunas veces por horas― para discutir los informes de inteligencia,

movimientos de tropa, y lo que hubiéramos escuchando desde las fronteras del

nortes y del sur.

Nikolai todavía esperaba llevar la batalla hasta el Darkling antes de que él

reuniera la fuerza al completo de su ejército de sombras, pero hasta el momento la

red de espías e informantes de Ravka habían sido incapaces de descubrir su

localización. Parecía más probable y más probable que tendríamos que oponer

resistencia en Os Alta. Nuestra única ventaja era que el Darkling no podía enviar a

los nichevo’ya contra nosotros, pues tenía que permanecer cerca de sus criaturas, y

eso significaba que tendría que marchar a la capital con ellos. La gran pregunta era

si entraría a Ravka desde Fjerda o desde Shu Han.

De pie en la habitación de guerra ante el consejo Grisha, Nikolai hizo gestos

hacia uno de los mapas enormes a lo largo de la pared.

―Recuperamos la mayoría de este territorio en la última campaña ―dijo,

señalando a la frontera del norte con Fjerda―. Es bosque denso, casi imposible de

cruzar cuando los ríos no están congelados, y todos los caminos de acceso han sido

bloqueados.

―¿Hay Grisha estacionados allí? ―preguntó Zoya.

―No ―contestó Nikolai―, pero hay un montón de exploradores apostados a

las afueras de Ulensk. Si viene por ese camino, tendremos mucha advertencia.

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―Y tendría que tratar con las Petrazoi ―aportó Paja―. Ya sea si las cruza o si

las rodea, nos comprará más tiempo. ―Paja se había integrado en las últimas

semanas. Aunque David permanecía en silencio e inquieto, ella de verdad parecía

contenta de estar alejada de los talleres por un tiempo.

―Me preocupa más el permafrost ―dijo Nikolai, pasando las manos por el

estrecho borde que corría sobre Tsibeya―. Está fuertemente fortificado, pero eso es

un montón de territorio que cubrir.

Asentí. Mal y yo una vez habíamos recorrido esas tierras salvajes, y recordé lo

vastas que me habían parecido. Me sorprendí buscando en la habitación,

buscándolo, aunque sabía que había ido a otra cacería, esta vez con un grupo de

tiradores kerch y diplomáticos ravkanos.

―¿Y si viene desde el sur? ―preguntó Zoya.

Nikolai señaló a Fedyor, que se puso de pie y le señaló a los Grisha los puntos

débiles de la frontera sur. Fedyor había estado estacionado a Sikursk, por lo que el

Corporalnik conocía bien la zona.

―Es casi imposible patrullar todos los pasos de montaña que salen de las

Sikurzoi ―observó sombrío―. Los grupos de ataque shu han estado tomando

ventaja de ese hecho por años. Sería lo bastante fácil para el Darkling atravesar por

ahí.

―Entonces es una marcha directa a Os Alta ―dijo Sergei.

―Pasado la base militar en Poliznaya ―notó Nikolai―. Eso podría funcionar a

nuestro favor. De cualquier forma, cuando marche, estaremos listos.

―¿Listos? ―bufó Pavel―. ¿Para un ejército de monstruos indestructibles?

―No son indestructibles ―dijo Nikolai, asintiendo hacia mí―. Y el Darkling

tampoco. Lo sé. Le disparé.

Zoya abrió desmesuradamente los ojos.

―¿Le disparaste?

―Sí ―asintió―. Desafortunadamente, no hice un muy buen trabajo, pero estoy

seguro de que mejoraré con práctica. ―Inspeccionó los Grisha, miró a cada rostro

preocupado antes de hablar nuevamente―. El Darkling es poderoso, pero también

nosotros. Nunca se ha enfrentado a la fuerza del Primer y Segundo Ejército

trabajando juntos, o a los tipos de armas que tengo la intención de proveer. Lo

enfrentaremos. Lo flanquearemos. Veremos qué bala es la afortunada.

Mientras la horda de sombras del Darkling estuviera enfocada en el Pequeño

Palacio, él sería vulnerable.

Habría pequeñas unidades de Grisha y de soldados fuertemente armados

estacionadas a intervalos de tres kilómetros alrededor de la capital. Cuando la

lucha comenzara, se cerrarían sobre el Darkling y desatarían todo el poder de fuego

que Nikolai pudiera reunir.

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En cierta forma, era lo que el Darkling siempre había temido. Nuevamente

recordé cómo había descrito las nuevas armas que se creaban más allá de la

frontera de Ravka, y lo que me dijo, hacía tanto tiempo, bajo el techo derrumbado

de un viejo granero: «La era del poder de los Grisha está llegando a su fin».

Paja se aclaró la garganta.

―¿Sabemos lo que le pasará a los soldados de sombra cuando matemos al

Darkling?

Quise abrazarla. No sabía lo que podría sucederle a los nichevo’ya si lográbamos

derrotar al Darkling. Podrían desvanecerse a la nada, o podrían entrar en frenesí

violento, o peor, pero ella dijo: «Cuando matemos al Darkling». Tentativo, tenso,

pero seguía sonando sospechosamente a esperanza.

* * *

Concentramos la mayoría de nuestros esfuerzos en las defensas de Os Alta. La

cuidad tenía un antiguo sistema de campanas de advertencia para alertar al palacio

de un enemigo a la vista. Con el permiso de su padre, Nikolai había instalado

armas pesadas como las del Colibrí sobre las paredes de la cuidad y el palacio. A

pesar de las quejas de los Grisha, decidí ubicar a muchos en el techo del Pequeño

Palacio. Podrían no detener a los nichevo’ya, pero los frenarían.

Tentativamente, los otros Grisha habían comenzado a aceptar el valor de los

Fabricadores. Con ayuda de los Infernos, los Materialki estaban intentando crear

grenatki que podría producir un poderoso destello de luz para detener o aturdir a

los soldados sombra. El problema era hacerlo sin utilizar polvos explosivos que

pudieran arrasar a todos y todo a su alrededor. Algunas veces me preocupaba que

pudiera estallar el Pequeño Palacio entero y hacerle el trabajo al Darkling. Más de

una vez vi a unos cuantos Grisha en el comedor con las mangas quemadas o las

cejas chamuscadas. Los animé a tener Mareomotores a mano para tratar el trabajo

más peligroso junto al lago, en caso de emergencia.

Nikolai estaba lo bastante intrigado por el proyecto, que insistió en involucrarse

en el diseño.

Los Fabricadores intentaron ignorarlo, luego fingieron complacerlo, pero

rápidamente aprendieron que Nikolai era más que un aburrido príncipe al que le

gustaba entrometerse. No sólo comprendía las ideas de David, sino que también

adoptó rápidamente el lenguaje de la Pequeña Ciencia, luego de haber trabajado

tanto tiempo con los Grisha renegados. Pronto, parecieron olvidar su rango y su

estatus de otkazat’sya, y a menudo podía encontrárselo encorvado sobre una mesa

en los talleres Materialki.

A mí me perturbaban más los experimentos que tenían lugar detrás de las

puertas lacadas de rojo en los salones Corporalki de anatomía, donde, con la

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colaboración de los Fabricadores, estaban intentando fusionar acero Grisha con

hueso humano. La idea era hacer posible que un soldado resistiera un ataque de

nichevo’ya. Pero el proceso era doloroso e imperfecto, y a menudo, el cuerpo del

sujeto simplemente rechazaba el metal. Los Sanadores hacían lo que podían, pero

los gritos desgarradores de los voluntarios del Primer Ejército algunas veces se

podían escuchar haciendo eco por los pasillos del Pequeño Palacio.

Las tardes se veían absorbidas por las interminables reuniones en el Gran

Palacio. El poder de la Invocadora del Sol era una valiosa moneda de cambio en los

intentos de Ravka para forjar alianzas con otros países, y frecuentemente me

solicitaban que apareciera en reuniones diplomáticas para demostrar mi poder y

probar que de verdad estaba viva. La Reina organizaba tés y cenas donde me

exhibían para que actuara. Nikolai a menudo se pasaba por ahí para ofrecer

cumplidos, para coquetear descaradamente, y para merodear protectoramente

junto a mi silla como un pretendiente cariñoso.

Pero nada era tan tedioso como las «sesiones de estrategias» con los asesores y

los comandantes del Rey. El Rey rara vez aparecía, pues prefería pasar sus días

rengueando detrás de las sirvientas y durmiendo al sol como un gato viejo. En su

ausencia, sus consejeros hablaban dando círculos interminables. Discutían que

debíamos hacer la paz con el Darkling, o que debíamos ir a la guerra con el

Darkling. Discutían que debíamos aliarnos con el Shu, y luego que debíamos

asociarnos con Fjerda. Discutían cada línea de cada presupuesto, desde cantidades

de municiones a lo que las tropas comían de desayuno. Y aun así era raro que se

tomaran decisiones.

Cuando Vasily se enteró de que Nikolai y yo estábamos atendiendo las

reuniones, puso a un lado años de ignorar sus deberes como heredero Lantsov e

insistió en estar presente también.

Para mi sorpresa, Nikolai le dio la bienvenida con entusiasmo.

―Qué alivio ―exclamó―. Por favor dime que puedes encontrarle sentido a

esto. ―Le pasó una pila de libros de contabilidad sobre la mesa.

―¿Qué es esto? ―preguntó Vasily.

—Una propuesta de reparaciones para un acueducto a las afueras de

Chernitsyn.

―¿Todo esto por un acueducto?

―No te preocupes ―le dijo Nikolai―. Haré que te envíen el resto a tu

habitación.

―¿Hay más? No puede uno de los ministros…

―Ya viste lo que ocurrió cuando nuestro padre dejó que otros se hicieran cargo

de los asuntos de gobierno de Ravka. Debemos permanecer vigilantes.

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Con cautela, Vasily levantó el papel de la cima de la pila como si estuviera

recogiendo un trapo sucio. Me tomó todos mis esfuerzos no estallar en carcajadas.

—Vasily piensa que puede liderarnos como lo hizo nuestro padre ―me confió

Nikolai más tarde esa noche―, dando banquetes, y discursos ocasionales. Voy a

asegurarme que sepa lo que significa gobernar sin el Darkling o el Apparat allí para

tomar las riendas.

Parecía un plan lo bastante bueno, pero poco tiempo después estaba

maldiciendo en voz baja a ambos príncipes. La presencia de Vasily aseguraba que

esas reuniones duraran el doble. Tomaba una postura y se pavoneaba, sopesaba

cada asunto, y no dejaba de hablar de patriotismo, estrategia, y los mejores puntos

de la diplomacia.

―Nunca he conocido un hombre que pueda decir tanto sin decir nada en

absoluto ―eché chispas, mientras Nikolai me acompañaba de regreso al Pequeño

Palacio después de una sesión particularmente miserable―. Debe haber algo que

puedas hacer.

―¿Cómo qué?

―Consigue que uno de sus ponis premiados lo patee en la cabeza.

―Estoy seguro de que frecuentemente se sienten tentados ―dijo Nikolai―.

Vasily es perezoso y vanidoso, y le gustan los atajos, pero no hay una forma fácil de

gobernar un país. Confía en mí, se cansará de todo muy pronto.

―Tal vez ―concedí―. Pero probablemente moriré de aburrimiento antes que

él.

Nikolai se rio.

―La próxima vez, trae una botella de licor. Cada vez que él cambie de opinión,

toma un sorbo.

Gemí.

―Estaré desmayada en el piso antes de que termine la hora.

* * *

Con la ayuda de Nikolai, había traído a expertos en armamentos desde

Poliznaya para ayudar a los Grisha a familiarizarse con la armería moderna y

entrenarlos con armas de fuego. Aunque las sesiones habían comenzado tensas,

parecían ir más tranquilas ahora, y esperábamos que se formaran amistades entre

el Primer y Segundo Ejército. Las unidades de Grisha y de soldados que habían

estado reunidos para dar caza al Darkling cuando se aproximada a Os Alta fueron

las que más rápido progresaron. Regresaron de las misiones de entrenamiento

llenos de bromas privadas y nueva camadería. Incluso empezaron a llamarse

nolniki, o ceros, porque técnicamente ya no eran Primer ni Segundo Ejército.

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Me había preocupado cómo podría responder Botkin a todos los cambios, pero

el hombre parecía tener un don para matar, sin importar el método, y se deleitaba

con cualquier excusa para pasar tiempo hablando de armas con Tolya y Tamar.

Debido a que el shu tenía el mal hábito tratar a los Grisha con un bisturí, pocos

sobrevivían para integrar las filas del Segundo Ejército. Botkin amaba ser capaz de

hablar en su lengua nativa, pero también amaba la ferocidad de los gemelos, pues

ellos no se basaban solo en sus habilidades de Corporalki como los Grisha criados

en el Pequeño Palacio. Para ellos, su poder de Cardios era sólo un arma más en su

impresionante arsenal.

―Chico peligroso. Chica peligrosa ―comentó Botkin una mañana, observando

a los gemelos cuando entrenaban con un grupo de Corporalki, mientras un puñado

de Invocadores nerviosos esperaba su turno. Marie y Sergei estaban allí, y Nadia

los seguía, como siempre.

―Ella es veor que él ―se quejó Sergei. Tamar le había hecho un corte en el

labio, y le costaba hablar―. Ve siento val vor su esvoso.

―No se casará ―dijo Botkin, mientras Tamar lanzaba a un desventurado

Inferno al suelo.

―¿Por qué no? ―pregunté, sorprendida.

―No ella. El hermano tampoco ―dijo el mercenario―. Son como Botkin.

Nacidos para batalla. Hechos para la guerra.

Tres Corporalki se lanzaron contra Tolya. En momentos, todos estaban

gimiendo en el suelo. Pensé en lo que había dicho Tolya en la biblioteca, que él no

había nacido para servirle al Darkling. Como demasiados shu, Tolya había tomado

el camino del soldado de alquiler, viajando por el mundo como un mercenario y un

corsario. Pero había terminado en el Pequeño Palacio de todos modos. ¿Por cuánto

tiempo se quedarían él y su hermana?

―Me agrada ella ―dijo Nadia, mirando con nostalgia a Tamar―. Es intrépida.

Botkin se rio.

―Intrépida es otra palabra para estúpida.

―No le diría ezo a la cara ―gruñó Sergei mientras Marie le limpiaba el labio

inferior con un paño húmedo.

Sentí que comenzaba a sonreír, y volví la cara. No había olvidado cómo me

habían recibido los tres en el Pequeño Palacio. No habían sido los que me llamaron

puta o intentaron expulsarme, pero ciertamente no salieron en mi defensa, y la idea

de fingir amistad era un poco demasiado. Además, no sabía muy bien cómo

comportarme a su alrededor. Nunca habíamos sido cercanos, en realidad, y ahora

nuestras diferencias de estatus parecían una brecha insalvable.

«A Genya no le importaría» pensé de repente. Genya me había conocido, se

había reído conmigo y había confiado en mí, y ninguna kefta brillante ni cualquier

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título la habrían impedido decirme exactamente lo que pensaba, o tomarme del

brazo para compartir un chismecito. A pesar de las mentiras, la extrañaba.

Como si respondiera a mis pensamientos, sentí un tirón en la manga, y una voz

trémula dijo:

―¿Moi soverenyi? ―Era Nadia, cambiando nerviosa el peso de un pie u otro―.

Esperaba…

―¿Qué pasa?

Se giró hacia un rincón oscuro de los establos y le hizo gestos a un jovencito

vestido de azul Etherealki al que nunca antes había visto. Poco a poco habían

comenzado a regresar Grisha después de que hubiéramos enviado el perdón, pero

este chico parecía demasiado joven para haber servido en el campo de batalla. Se

aproximó nervioso, retorciendo los dedos en su kefta.

―Este es Adrik ―dijo Nadia, rodeándolo con el brazo―. Mi hermano.

―Tenían un parecido, aunque tuve que buscarlo―. Escuchamos que planeas

evacuar la escuela.

―Es cierto. ―Enviaría a los alumnos al único lugar que conocía con

dormitorios y espacio suficiente para hospedarlos, un lugar lejos de la batalla:

Keramzin. Botkin también iría con ellos. Odia perder un soldado tan capaz, pero de

esa forma los jóvenes Grisha aún serían capaces de aprender de él, y él sería capaz

de vigilarlos. Ya que Baghra se negaba a verme, le había enviado un sirviente con la

misma oferta. No contestó. A pesar de mis mejores intentos de ignorar sus desaires,

sus repetidos rechazos aún me dolían.

―¿Eres un estudiante? ―le pregunte a Adrik, alejando de mi mente los

pensamientos de Baghra. Asintió una vez, y noté que alzaba decidido la barbilla.

―Adrik estaba preguntándose… estábamos preguntándonos si…

―Quiero quedarme ―dijo él con fiereza.

Alcé las cejas de golpe.

―¿Qué edad tienes?

―La suficiente para pelear.

―Se habría graduado este año ―interpuso Nadia.

Fruncí el ceño. Sólo era un par de años más joven que era, pero era un

muchacho huesudo, todo codos y cabello desgreñado.

―Ve con los otros a Keramzin ―le dije―. Si aún lo quieres, puedes unirte a

nosotros en un año. ―«Si aún estamos aquí».

―Estoy bien ―dijo―. Soy un Mareomotor, y soy tan fuerte como Nadia,

incluso sin un amplificador.

―Es demasiado peligroso…

―Este es mi hogar. No me voy.

―¡Adrik! ―lo reprendió Nadia.

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―Está bien ―dije. Adrik parecía casi febril, con las manos apretadas en puños.

Miré a Nadia―. ¿Estás segura de que quieres que se quede?

―Yo… ―comenzó Adrik.

―Estoy hablándole a tu hermana. Si caes por el ejército del Darkling, ella es la

única que te llorará. ―Nadia palideció ligeramente ante eso, pero Adrik ni

parpadeó. Tengo que admitir que tenía coraje. Nadia se mordió el interior del labio,

mirándome a mí y luego a Adrik.

―Si tienes miedo de decepcionarlo, piensa que será como enterrarlo ―dije.

Sabía que estaba siendo dura, pero quería que ambos comprendieran lo que

estaban pidiendo.

Nadia dudó, luego cuadró los hombros.

―Permítale pelear ―dijo―. Digo que se quede. Si lo envía a otro lugar, estará

de regreso a las puertas en una semana más.

Suspiré, luego volví mi atención a Adrik, que ya estaba sonriendo.

―Ni una palabra a los otros estudiantes ―le advertí―. No quiero que les des

ideas. ―Apunté a Nadia con un dedo―. Y él es tu responsabilidad.

―Gracias, moi soverenyi ―dijo Adrik, haciendo una reverencia tan baja que

pensé que podría caerse.

Ya estaba arrepintiéndome de mi decisión.

―Llévalo de nuevo a clases.

Los observé subir la colina hacia el lago, luego me sacudí y me dirigí a uno de

las salas de entrenamiento más pequeñas, donde encontré a Mal entrenando con

Pavel. Últimamente Mal había pasado menos y menos tiempo en el Pequeño

Palacio. Las invitaciones habían comenzado a llegar la tarde después de su regreso

de Balakirev: cazas, fiestas, pesca de truchas, juego de cartas. Cada noble y oficial

parecía querer a Mal en su nuevo evento.

Algunas veces sólo se iba por una tarde, algunas veces por unos cuantos días.

Me recordaba a cuando estábamos en Keramzin, cuando lo observaba alejarse por

el camino y luego esperaba cada día en la ventana de la cocina por su regreso. Pero

si era honesta conmigo misma, los días en que no estaba eran más fáciles.

Cuando estaba en el Pequeño Palacio, me sentía culpable por no ser capaz de

pasar más tiempo con él, y odiaba la forma en que los Grisha lo ignoraban o

hablaban de él como un sirviente. Con lo mucho que lo extrañaba, lo animaba a ir.

«Es mejor de esta manera» me dije. Antes de que hubiera desertado para

ayudarme, Mal había sido un rastreador con un futuro brillante, rodeado de

amigos y admiradores. No pertenecía montando guardia en las puertas o

acechando a la orilla de las habitaciones, interpretando el papel de sombra

obediente cuando yo pasaba de una reunión a la siguiente.

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―Podría observarlo todo el día ―dijo una voz detrás de mí. Me tensé. Era

Zoya. Incluso cuando hacía calor, nunca parecía sudar.

―¿No crees que apesta a Keramzin? ―le pregunté, recordando las viciosas

palabras que una vez me había dicho.

―Encuentro que las clases más bajas tienen un cierto atractivo en bruto. ¿Me

avisarás cuando termines con él, verdad?

―¿Perdona?

―Oh, ¿entendí mal? Ustedes dos parecen tan… cercanos. Pero estoy segura de

que apuntas más alto estos días.

Me giré hacia ella.

―¿Qué estás haciendo aquí, Zoya?

―Vine por una sesión de entrenamiento.

―Sabes lo que quiero decir. ¿Qué estás haciendo en el Pequeño Palacio?

―Soy un soldado del Segundo Ejército, pertenezco aquí.

Crucé los brazos. Era tiempo de que Zoya y yo solucionáramos esto.

―No te agrado, y nunca perdiste una oportunidad para dejármelo saber. ¿Por

qué me sigues ahora?

―¿Qué opción tengo?

―Estoy segura de que el Darkling te recibiría alegremente de nuevo a su lado.

―¿Me estás ordenando que me vaya? ―Estaba luchando por hablar con su

tono altivo de costumbre, pero me di cuenta de que estaba asustada. Sentí un poco

de emoción culposa.

―Quiero saber por qué estás tan decidida a quedarte.

―Porque no quiero vivir en la oscuridad ―dijo―. Porque eres nuestra mejor

oportunidad.

Sacudí la cabeza.

―Demasiado fácil.

Ella se ruborizó.

―¿Se supone que tengo que rogarte?

¿Lo haría? Descubrí que no me importaba la idea.

―Eres vanidosa. Eres ambiciosa. Habrías hecho cualquier cosa por la atención

del Darkling. ¿Qué cambió?

―¿Qué cambió? ―dijo ahogada. Apretó los labios y los puños a los costados―.

Tenía una tía que vive en Novokribirsk, y una sobrina. El Darkling pudo haberme

dicho que lo quería hacer. Si pudiera haberles advertido… ―Se le quebró la voz, y

al instante me sentí avergonzada del placer que sentí al observarla retorcerse.

La voz de Baghra hizo eco en mis oídos: «Te estás adaptando muy bien al

poder… Cuanto más crezca, más ansiará». Y aun así, ¿le creía a Zoya? ¿El brillo en

sus ojos era real o un engaño? Parpadeó para contener las lágrimas y me miró.

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―Aún no me agradas, Starkov. Nunca me agradarás. Eres corriente y torpe, y

no sé porque naciste con tanto poder. Pero eres la Invocadora del Sol, y si puedes

mantener libre a Ravka, entonces lucharé por ti.

La observé y la sopesé, notando los puntos brillantes de color que llameaban en

sus mejillas, y el temblor de su labio.

―¿Y bien? ―preguntó, y pude ver cuánto le costaba preguntar―. ¿Vas a

expulsarme?

Esperé un momento más.

―Puedes quedarte ―le dije―. Por ahora.

―¿Todo bien? ―preguntó Mal. Ni siquiera habíamos notado que había dejado

de entrenar.

En un instante, la incertidumbre de Zoya la había abandonado. Le dio una

sonrisa deslumbrante.

―Escuché que eres toda una maravilla con arco y flecha. Pensé que podrías

ofrecerme una lección.

Mal miró a Zoya y luego a mí.

―Tal vez más tarde.

―La esperaré con ansias ―dijo, y se alejó con un suave susurro de seda.

―¿Qué fue eso? ―preguntó Mal, mientras comenzábamos a subir la colina

hasta al Pequeño Palacio.

―No confío en ella.

Por un largo momento no dijo nada.

―Alina ―comenzó a decir Mal, intranquilo―, lo que sucedió en Kribirsk…

Lo corté rápidamente. No quería saber lo que podía haber hecho con Zoya en el

campamento Grisha. Además, ese no era el punto.

―Ella era una de las favoritas del Darkling, y siempre me odió.

―Probablemente estaba celosa de ti.

―Me rompió dos costillas.

―¿Ella qué?

―Fue un accidente. Algo así. ―Nunca le había dicho a Mal lo mal que lo había

pasado antes de que aprendiera a utilizar mi poder, los días interminables y

solitarios de fracasos―. Es sólo no puedo estar segura de dónde yace su verdadera

lealtad. ―Me froté la nunca donde sentía los músculos acalambrado―. No puedo

estar segura de nadie; ni de los Grisha, ni de los sirvientes. Cualquiera podría estar

trabajando para el Darkling.

Mal miró alrededor. Por una vez, nadie parecía estar observando. Me tomó la

mano impulsivamente.

―Gritzki dará una fiesta de adivinos en la parte alta del pueblo en dos días.

Ven conmigo.

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―¿Gritzki?

―Su padre es Stepan Gritzki, el rey del pepinillo. Dinero nuevo ―dijo Mal,

imitando muy bien a un noble presumido―. Pero su familia tiene un palacio junto

al canal.

―No puedo ―dije, pensando en las reuniones, los platillos reflectores de David

y la evacuación de la escuela. Me parecía erróneo ir a una fiesta cuando podríamos

estar en guerra en cuestión de días o semanas.

―Sí puedes ―dijo Mal―. Sólo por una o dos horas.

Era demasiado tentador robar unos pocos momentos con Mal lejos de las

presiones del Pequeño Palacio.

Debe haber sentido que estaba vacilando.

―Te disfrazaremos como una de los artistas ―dijo.

―Nadie sabrá que la Invocadora del Sol está allí.

Una fiesta, tarde en la noche, después de que la jornada laboral hubiera

terminado. Me iba a perder a una noche de búsqueda inútil en la biblioteca. ¿Cuál

era el riesgo en eso?

―De acuerdo ―acepté―. Vamos.

En su rostro se formó una sonrisa que me dejó sin aliento. No sé si alguna vez

me acostumbraría a la idea que una sonrisa como esa de verdad podía ser para mí.

―A Tolya y a Tamar no les gustará ―me advirtió.

―Son mis guardias, siguen mis órdenes.

Mal se enderezó y luego me hizo una elaborada reverencia.

―Da, moi soverenyi ―pronunció con un tono sobrio―. Vivimos para servir.

Puse los ojos en blanco, pero mientras me dirigía a los talleres Materialki, me

sentí más ligera de lo que me había sentido en semanas.

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Leigh Bardugo Dark Guardians

200

Traducido por Caliope Cullen

Corregido por Pamee

La mansión Gritzki estaba en el distrito de los canales, considerada la zona

menos a la moda de la parte alta del pueblo, debido a su proximidad con el puente

y la plebe que había al otro lado. La mansión era un pequeño edificio de lujo,

bordeado de un monumento a los caídos por un lado, y de los jardines del

Convento de Sankta Lizabeta por el otro.

Mal había conseguido un carruaje prestado para la noche, y estábamos

apretados en sus estrechos confines con Tamar de muy mal humor. Ella y Tolya se

habían quejado mucho sobre la fiesta, pero les había dejado en claro que no iba a

ceder. También les hice jurar que guardarían el secreto. No quería que las noticias

de mi pequeña excursión más allá de las puertas de palacio le llegaran a Nikolai.

Todos estábamos vestidos al estilo de tarotistas sulíes: con capas de seda

anaranjadas y máscaras rojas talladas para lucir como chacales. Tolya se había

quedado atrás, pues aunque hubiera estado cubierto de pies a cabeza, su tamaño

podría llamar demasiado la atención.

Mal me apretó la mano, y sentí una oleada de vertiginosa emoción. Mi capa era

incómodamente calurosa, y ya sentía comezón en la cara bajo la máscara, pero no

me importaba. Me sentía como si estuviéramos de vuelta en Keramzin, dejando de

lado nuestras tareas y haciendo frente a la amenaza de una golpiza sólo para

escapar a nuestro prado. Nos acostábamos en el pasto fresco, escuchábamos el

zumbido de los insectos y veíamos las nubes creando formas y separándose en el

cielo. Aquel tipo de paz parecía muy lejano ahora.

La calle que conducía a la mansión del rey del pepinillo estaba abarrotada con

carruajes. Giramos en un callejón cerca del convento para mezclarnos mejor con los

artistas en la puerta de servicio.

Tamar se arregló con cuidado la capa cuando descendimos del carruaje. Ella y

Mal llevaban pistolas ocultas, y sabía que bajo toda la seda anaranjada, Tamar tenía

sus hachas gemelas atadas con correas a cada muslo.

―¿Qué pasa si alguien de verdad quiere que le lea la fortuna? ―pregunté,

mientras me apretaba los lazos de la máscara y me ponía la capucha.

―Sólo dile las tonterías de costumbre ―dijo Mal―. Mujeres hermosas, riqueza

inesperada, cuidado con el número ocho.

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Leigh Bardugo Dark Guardians

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La entrada de servicio pasaba por una cocina llena de vapor y daba a las

habitaciones traseras de la casa, pero tan pronto entramos, un hombre vestido con

lo que debía haber sido la librea de los Gritzki me tomó del brazo.

―¿Qué crees que estás haciendo? ―me preguntó, y me dio una sacudida. Vi

que Tamar se llevaba una mano a la cadera.

―Yo…

―Ustedes tres ya deberían estar circulando. ―Nos empujó hacia las

habitaciones principales de la casa―. ¡No pasen demasiado tiempo con un solo

invitado! ¡Y no dejen que los atrape bebiendo!

Asentí con la cabeza, intentando calmar el martilleo de mi corazón, y corrimos

al salón de baile. El rey del pepinillo no había escatimado en gastos. Habían

decorado la mansión como un campamento suli del estilo más decadente

imaginable. El techo estaba adornado con mil faroles en forma de estrella. Había

carretas cubiertas de seda estacionadas en los bordes de la habitación como una

caravana brillante, y brillaban hogueras falsas con luces bailarinas de colores. Las

puertas de la terraza estaban abiertas, y el aire de la noche bullía con el sonido

rítmico de los crótalos y el lamento de los violines.

Vi que los auténticos videntes suli se dispersaban entre toda la gente y me di

cuenta del espectáculo misterioso que debían suponer nuestras máscaras de chacal,

pero a los invitados no parecía importarle. La mayoría ya estaban entrados en

copas, riendo y gritando en grupos bulliciosos, mirando boquiabiertos a los

acróbatas que se balanceaban en sus sedas desde lo alto. Algunos estaban sentados

meciéndose en sus sillas, mientras les leían la fortuna sobre urnas doradas de café.

Otros comían en la larga mesa que se había ubicado en la terraza, atiborrándose de

higos y cuencos de semillas de granada, aplaudiendo al ritmo de la música.

Mal logró escabullir un vasito de kvas, y encontramos un banco en un rincón

oscuro de la terraza mientras Tamar tomaba posición a una distancia discreta.

Apoyé la cabeza en el hombro de Mal, feliz de estar sentada a su lado, escuchando

el ruido sordo y el tintineo de la música. El aire estaba cargado con el olor de

alguna flor nocturna y, debajo, el fuerte sabor de los limones. Respiré

profundamente, sintiendo el agotamiento y el miedo de las últimas semanas. Saqué

un pie de la zapatilla y dejé que mis dedos se clavaran en la grava fría.

Mal ajustó la capucha para ocultar mejor su cara y se levantó la máscara, luego

se inclinó hacia delante e hizo lo mismo con la mía, y los hocicos de nuestras

máscaras de chacal chocaron. Me eché a reír.

―La próxima vez, diferentes disfraces ―refunfuñó.

―¿Sombreros grandes?

―Tal vez podríamos usar cestas sobre la cabeza.

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Dos chicas se aceraron tambaleantes hasta nosotros, y Tamar apareció a mi lado

en un instante. Nos volvimos a poner las máscaras.

―¡Véannos la suerte! ―exigió la chica más alta, prácticamente volcando a su

amiga.

Tamar sacudió la cabeza, pero Mal hizo un gesto hacia una de las mesitas

preparadas con tazas de esmalte azul y una urna de oro.

La chica soltó un gritito y se sirvió una pequeña cantidad de café parecido al

fango. Los suli veían la fortuna mediante la lectura de los restos del fondo de las

tazas. La chica se bebió el café e hizo una mueca.

Le di un codazo a Mal. «¿Y ahora qué?»

Se levantó y se acercó a la mesa.

―Hmmm ―dijo, mirando la taza―. Hmmm.

La chica lo agarró del brazo.

―¿Qué es?

Él me hizo señas. Apreté los dientes y me incliné sobre la taza.

―¿Es malo? ―gimió la chica.

―Eeeeeess… bueno ―dijo el Mal en el acento suli más escandaloso que había

oído nunca.

La muchacha suspiró de alivio.

―Conocerás a un apuesto desconocido.

Las chicas se rieron y aplaudieron. No me pude resistir.

―Él seeeer hombre muy malo ―le interrumpí. Mi acento era aún peor que el de

Mal. Si algún suli verdadero lo escuchaba, probablemente terminaría con un ojo

negro―. Debes escapar de eeeseee hombre.

―Oh ―suspiraron las chicas de decepción.

―Debes casarte con el hombre feo ―le dije―. Muy feo ―extendí los brazos

frente a mí, formando una barriga gigante―. Él haceeeerte feliz.

Oí resoplar a Mal bajo la máscara. La chica resopló.

―No me gusta esta fortuna ―dijo―. Vamos a probar con la otra.

Cuando se alejaron, dos nobles más achispados tomaron su lugar. Uno tenía

una nariz ganchuda y la papada temblorosa. El otro apuró su café como si

estuviera tragando kvas y estampó de golpe la taza sobre la mesa.

―Ahora ―dijo arrastrando las palabras, moviendo su hirsuto bigote rojo―.

¿Qué tengo preparado? Y que sea bueno.

Mal fingió estudiar la copa.

―Harááá una gran fortuna.

―Ya tengo una gran fortuna. ¿Qué más?

―Eh… ―dijo Mal para hacer tiempo―. Su esposa le dará treeees hermosos

hijos.

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Leigh Bardugo Dark Guardians

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Su compañero de nariz ganchuda se echó a reír.

―¡Entonces sabrás que no son suyos! ―bramó.

Pensé que el otro hombre noble se ofendería, pero en lugar de eso, sólo se rio a

carcajadas y su cara enrojecida se volvió aún más roja.

―¡Tengo que felicitar al lacayo! ―rugió el amigo.

―¡He oído que las mejores familias tienen bastardos! ―se rió su amigo.

―Todos tenemos perros, también. ¡Pero no dejamos que se sientan a la mesa!

Hice una mueca bajo mi máscara. Tenía la sospecha de que estaban hablando de

Nikolai.

―Oh, Diiiios ―dije, arrancando la copa de la mano del Mal―. ¡Diiios mío, tan

triiiste!

―¿Qué pasa? ―dijo el noble, sin dejar de reír.

―Usted seeee quedará calvo ―le dije―. Muy calvo.

Dejó de reír, y su mano carnosa se desvió a su ya escaso cabello rojo.

―Y usted ―le dije, señalando a su amigo. Mal me dio un puntapié de

advertencia, pero no le hice caso―. Usteeed contraerá korpa.

―¿Qué?

―¡Korpa! ―declaré en tonos graves―. ¡Sus partes íntimas seeee encogerán

hasta seeer NADA!

Él palideció y tragó con fuerza.

―Pero…

En ese momento se oyó un grito desde el salón de baile y un gran estruendo

cuando alguien volcó una mesa. Vi a dos hombres dándose empujones.

―Creo que es hora de irse ―dijo Tamar, alejándonos de la conmoción.

Estaba a punto de protestar cuando la lucha estalló en serio. La gente empezó a

empujar y empujar, abarrotando las puertas de la terraza. La música había cesado,

y parecía que algunos de los videntes se habían metido en la lucha también. Sobre

la muchedumbre, vi que uno de los carruajes de seda colapsaba. Alguien se acercó

velozmente hacia nosotros y chocó contra los nobles. La urna de café cayó de la

mesa, y la siguieron las tacitas azules.

―Vamos ―dijo Mal, sacando su pistola―. Salgamos por atrás.

Tamar abrió la marcha, con sus hachas ya en la mano. La seguí por las escaleras,

pero cuando pasamos a la terraza, oí otro golpe y el grito de una mujer que había

quedado atrapada bajo la mesa del banquete. Mal enfundó su pistola.

―Llévala al carruaje ―le gritó a Tamar―. Las alcanzaré.

―Mal…

―¡Ve! Voy a estar justo detrás de ti. ―Se adentró en la multitud,

encaminándose hacia la mujer atrapada.

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Tamar me llevó por las escaleras del jardín hacia camino que conducía a la calle

por un costado de la mansión. Estaba oscuro lejos de los faroles brillantes de la

fiesta. Invoqué un suave resplandor para que guiara nuestros pasos.

―No ―me dijo Tamar―. Esto podría ser una distracción y delatarías nuestra

ubicación.

Dejé que la luz se desvaneciera, y un segundo después, escuché una pelea, un uf

en voz alta, y luego… silencio.

―¿Tamar?

Volví la vista hacia la fiesta, con la esperanza de oír acercarse a Mal.

Mi corazón empezó a latir con fuerza. Levanté las manos olvidando no delatar

nuestra ubicación, pero no me iba a quedar esperando en la oscuridad. Entonces oí

que crujía una puerta, y unas manos fuertes me sujetaron para luego lanzarme a

través el seto.

Lancé luz abrasadora como una llamarada caliente. Estaba en un patio de

piedra rodeado por setos de tejo, fuera del jardín principal… Y no estaba sola.

Lo olí antes de verlo: tierra removida, incienso y moho. Olor a tumba. Levanté

las manos cuando el Apparat salió de entre las sombras. El sacerdote era tal como

lo recordaba, tenía la misma barba negra enjuta y la misma mirada implacable.

Todavía llevaba la túnica marrón de su cargo, pero el águila bicéfala del Rey que

llevaba en el pecho había sido arrancada, reemplazada por rayos de sol cosidos con

hilo de oro.

―Quédate donde estás ―le advertí.

Hizo una profunda reverencia.

―Alina Starkov, Sol Koroleva. No quiero hacerle daño.

―¿Dónde está Tamar? Si está herida…

―Sus guardias no serán heridos, pero le ruego que me escuche.

―¿Qué quieres? ¿Cómo supiste que estaría aquí?

―Los fieles están en todas partes, Sol Koroleva.

―¡No me llames así!

―Cada día su ejército santo crece, atraídos por la promesa de su luz. Sólo

esperan que usted los guie.

―¿Mi ejército? He visto a los peregrinos que acampan fuera de la ciudad:

pobres, débiles, hambrientos, todos desesperados por los restos de la esperanza

que tú les diste.

―Hay otros. Soldados.

―¿Más gente que piensa que soy una Santa porque les contaste una mentira?

―No es mentira, Alina Starkov. Eres la hija de Keramzin, renacida del Abismo.

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―¡No morí! ―le dije con furia―. Sobreviví porque me escapé del Darkling, y

asesiné a todo un esquife de soldados y Grisha. ¿Le has contado eso a tus

seguidores?

―Su pueblo está sufriendo. Sólo usted puede traer el amanecer de una nueva

era, una era consagrada al fuego santo.

Sus ojos eran salvajes, de un negro tan profundo que no podía ver sus pupilas.

¿Pero era verdadera locura o era parte de algún acto elaborado?

―¿Y quién va a gobernar esta nueva era?

―Usted, por supuesto. Sol Koroleva, Sankta Alina.

―¿Contigo como mi mano derecha? Leí el libro que me diste. Los santos no

viven una vida larga.

―Venga conmigo, Alina Starkov.

―No iré a ninguna parte contigo.

―Todavía no es lo suficientemente fuerte como para hacer frente al Darkling.

Yo puedo remediarlo.

Me calmé.

―Dime lo que sabes.

―Únase a mí, y todo le será revelado.

Avancé hacia él, sorprendida por el zumbido del hambre y la furia que se

disparó en mi interior.

―¿Dónde está el pájaro de fuego? ―Pensé que podría responder con confusión,

que fingiría ignorancia. En cambio, sonrió, mostrando sus encías negras el revoltijo

torcido de sus dientes―. Dime, sacerdote ―le ordené―, o te cortaré por la mitad

aquí mismo, y que tus seguidores intenten volver a unirte con sus rezos. ―Con un

sobresalto, me di cuenta de que lo decía en serio.

Por primera vez, se veía nervioso. «Bien». ¿Había esperado una Santa mansa?

Él levantó las manos en tono apaciguador.

―No lo sé ―dijo―. Lo juro. Pero cuando el Darkling dejó el Pequeño Palacio,

no se dio cuenta de que sería la última vez. Dejó muchos objetos preciosos atrás,

objetos que otros creían destruidos hacía tiempo.

Otra oleada de hambre me atravesó.

―¿Los diarios de Morozova? ¿Los tienes?

―Venga conmigo, Alina Starkov. Hay secretos profundamente enterrados.

¿Era posible que estuviera diciendo la verdad? ¿O simplemente me entregaría

al Darkling?

―Alina ―me llamó la voz del Mal en algún lugar al otro lado del seto.

―¡Estoy aquí! ―contesté.

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Mal irrumpió en el patio, pistola en mano. Tamar estaba justo detrás de él.

Había perdido una de sus hachas, y tenía manchas de sangre en el frente de su

capa.

El Apparat se giró en un torbellino de ropas mohosas y se metió entre los

arbustos.

―¡Espera! ―grité, ya avanzando para seguirlo. Tamar pasó corriendo a mi lado

con un rugido furioso, y se lanzó entre los setos para darle caza.

―¡Lo necesito vivo! ―le grité cuando desapareció.

―¿Estás bien? ―jadeó Mal cuando llegó a mi altura.

Lo tomé de la manga.

―Mal, creo que tiene los diarios de Morozova.

―¿Te hizo daño?

―Puedo manejar a un viejo sacerdote ―dije con impaciencia―. ¿Escuchaste lo

que dije?

Él se echó hacia atrás.

―Sí, te escuché. Pensé que estabas en peligro.

―No lo estaba. Yo…

Pero Tamar ya caminaba de vuelta hacia nosotros; su cara era una máscara de

frustración.

―No lo entiendo ―dijo, sacudiendo la cabeza―. Estaba allí y luego

desapareció.

―Santos ―juré. Ella bajó la cabeza.

―Perdóname.

Nunca la había visto tan abatida.

―Está bien ―le dije, con la mente todavía agitada. Una parte de mí quería

volver por ese callejón y gritarle al Apparat, exigirle que se mostrara, perseguirlo

por las calles de la ciudad hasta encontrarlo y arrancarle la verdad de esa boca

mentirosa. Me asomé por la hilera de setos. Todavía podía oír lejos los gritos de la

fiesta mucho más atrás, y en algún lugar en la oscuridad, las campanas del

convento comenzaron a sonar. Suspiré.

―Vamos, salgamos de aquí.

Encontramos a nuestro conductor esperando en la angosta calle lateral donde lo

habíamos dejado. El viaje de regreso al palacio fue tenso.

―Esa pelea no fue una coincidencia ―dijo Mal.

―No ―estuvo de acuerdo Tamar, secándose un corte feo en la barbilla―. Él

sabía que estaríamos allí.

―¿Cómo? ―exigió saber Mal―. Nadie más sabía que iríamos. ¿Le dijiste

Nikolai?

―Nikolai no tenía nada que ver con esto ―repliqué.

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―¿Cómo puedes estar tan segura?

―Porque no tiene nada que ganar. ―Me apreté las sienes con los dedos―. Tal

vez alguien nos vio salir del palacio.

―¿Cómo entró el Apparat a Os Alta sin ser visto? ¿Cómo supo siquiera que

estaríamos en esa fiesta?

―No lo sé ―respondí con cansancio―. Dijo que los fieles están en todas partes.

Tal vez uno de los criados oyó.

―Tuvimos suerte esta noche ―dijo Tamar―. Podría haber sido mucho peor.

―Nunca estuve en verdadero peligro ―insistí―. Él sólo quería hablar.

―¿Qué dijo? ―preguntó Tamar.

Le di la descripción más básica, pero no le mencioné los diarios de Morozova.

No había hablado con nadie sobre ellos, excepto con Mal, y Tamar ya sabía

demasiado de los amplificadores.

―Está reuniendo una especie de ejército ―terminé―. Gente que cree que he

resucitado de entre los muertos, piensan que tengo algún tipo de poder sagrado.

―¿Cuántos? ―preguntó Mal.

―No lo sé, y no sé lo que piensa hacer con ellos. ¿Marchar contra el Rey?

¿Enviarlos a luchar contra la horda del Darkling? Ya soy responsable de los Grisha

no quiero la carga de un ejército de indefensos otkazat'sya.

―No todos somos tan débiles ―dijo Mal, con un filo en la voz.

―Yo no… sólo quería decir que está usando a esta gente. Está explotando su

esperanza.

―¿Es diferente a Nikolai que te exhibió de pueblo en pueblo?

―Nikolai no le dice a la gente que soy inmortal o que puedo hacer milagros.

―No ―dijo Mal―. Sólo permite que lo crean.

―¿Por qué estás tan dispuesto a atacarlo?

―¿Por qué estás tan presta a defenderlo?

Me di la vuelta, cansada, exasperada, incapaz de pensar más allá del zumbido

de pensamientos en mi mente. Las calles en penumbra de la parte alta de la ciudad

pasaron por la ventana del carruaje. Hicimos el resto del viaje en silencio.

* * *

Al volver al Pequeño Palacio, me cambié de ropa mientras Mal y Tamar ponían

al día a Tolya respecto a lo que había pasado.

Estaba sentada en la cama cuando Mal llamó. Cerró la puerta y se apoyó en ella,

mirando a su alrededor.

―Esta habitación es tan deprimente. Pensé que ibas a redecorar.

Me encogí de hombros. Tenía demasiadas cosas de las que preocuparme, y casi

me había acostumbrado a la tranquila oscuridad de la habitación.

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―¿Crees que tiene los diarios ―preguntó Mal.

―Me sorprendió que supiera de su existencia.

Se acercó a la cama, e incliné las rodillas para hacerle espacio.

―Tamar tiene razón ―dijo, acomodándose junto a mis pies―. Podría haber

sido mucho peor.

Suspiré.

―Y yo que sólo quería ver los atractivos de la ciudad.

―No debería haberlo sugerido.

―No debería haber ido.

Él asintió, arrastrando la punta de su bota en el suelo.

―Te extraño ―dijo en voz baja.

Las palabras fueron suaves, pero me atravesaron con un temblor doloroso y a la

vez bienvenido. ¿Una parte de mí había dudado de ello? Había estado ausente

demasiado a menudo.

Le toqué la mano.

―Yo también te extraño.

―Ven a practicar tiro al blanco conmigo mañana ―me dijo―. Junto al lago.

―No puedo. Nikolai y yo nos reuniremos con una delegación de banqueros de

Kerch. Quieren ver a la Invocadora del Sol antes de otorgarle un préstamo a la

Corona.

―Diles que estás enferma.

―Los Grisha no se enferman.

―Bueno, dile que estás ocupada ―dijo.

―No puedo.

―Otros Grisha se toman tiempo para…

―Yo no soy otros Grisha ―le dije, con más dureza de lo que pretendía.

―Lo sé ―dijo con cansancio. Dejó escapar un largo suspiro―. Santos, odio este

lugar.

Parpadeé, sorprendida por la vehemencia de su voz

―¿En serio?

―Odio las fiestas. Odio a la gente. Lo odio todo.

―Pensé… parecías… no feliz exactamente, pero…

―No pertenezco aquí, Alina. No me digas que no lo habías notado.

Eso no lo creía: Mal encajaba en todas partes.

―Nikolai dice que todo el mundo te adora.

―Los divierto ―aclaró Mal―. No es lo mismo. ―Le dio la vuelta a mi mano,

trazando la cicatriz de mi palma―. ¿Sabes que de verdad extraño estar huyendo?

Incluso esa casa de huéspedes inmunda en Cofton y el trabajo en el almacén. Al

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menos en ese momento sentía que estaba haciendo algo, no que sólo perdía el

tiempo y recopilaba chismes.

Me moví incómoda, sintiéndose de pronto a la defensiva.

―Aceptas cada oportunidad que tienes para irte. No tienes que aceptar todas

las invitaciones.

Se me quedó mirando.

―Me mantengo alejado para protegerte, Alina.

―¿De qué? ―le pregunté con incredulidad.

Se puso de pie y paseó nerviosamente por la habitación.

―¿Por qué crees que me pidieron ir a la cacería real? ¿El primer motivo?

Querían saber sobre nosotros. ―Se volvió hacia mí, y cuando habló, su voz era

cruel y burlona―. «¿Es cierto que te estás revolcando con la Invocadora del Sol?

¿Qué se siente hacerlo con una Santa? ¿Tiene un gusto especial por los

rastreadores, o se lleva a todos los siervos a la cama?» ―Mal se cruzó de brazos―.

Me mantengo alejado para poner distancia entre nosotros, para detener los

rumores. Probablemente ni siquiera debería estar aquí ahora.

Me rodeé las rodillas con los brazos, apretándolas más contra mi pecho. Me

ardían las mejillas.

―¿Por qué no dijiste algo?

―¿Qué podía decir? ¿Y cuándo? Apenas te veo.

―Pensé que querías ir.

―Quería que me pidieras que me quedara.

Tenía la garganta apretada. Abrí la boca, lista para decirle que no era justo

conmigo, que no podría haberlo sabido. Pero, ¿era verdad? Tal vez de verdad había

creído que Mal era más feliz lejos del Pequeño Palacio… O tal vez me había dicho a

mí misma que era más fácil que no estuviera, porque significaba una persona

menos observándome y queriendo algo de mí.

―Lo siento ―dije con voz áspera.

Levantó las manos como si fuera a defender su caso, pero luego las dejó caer

con impotencia.

―Siento que te estás alejando de mí, y no sé cómo detenerlo.

Las lágrimas me hacían arder los ojos.

―Vamos a encontrar una manera ―le dije―. Vamos a hacer más tiempo…

―No es eso solamente. Desde que te pusiste ese segundo amplificador, has sido

diferente. ―Mi mano se desvió hacia el grillete―. Cuando rompiste la cúpula, la

forma en que hablas del pájaro de fuego… Te oí hablar con Zoya el otro día. Estaba

asustada, Alina. Y te gustó.

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―Tal vez me gustó ―le dije, mi ira aumentaba. Se sentía mucho mejor que la

culpa o la vergüenza―. ¿Y qué? No tienes ni idea de cómo ha sido Zoya conmigo,

lo que ha sido este lugar para mí. El miedo, la responsabilidad…

―Ya lo sé. Lo sé. Y puedo ver lo que está costando. Pero tú elegiste esto. Tienes

un propósito. Yo ni siquiera sé lo que estoy haciendo aquí.

―No digas eso. ―Bajé las piernas de la cama y me levanté―. Tenemos un

propósito. Vinimos aquí por Ravka. Nosotros…

―No, Alina. Tú viniste aquí por Ravka. Por el pájaro de fuego. Para liderar al

Segundo Ejército ―golpeó el sol sobre su corazón―. Vine aquí por ti. Tú eres mi

bandera. Tú eres mi nación. Pero eso ya no parece importar. ¿Te das cuenta de que

es la primera vez en semanas que de verdad hemos estado solos?

La comprensión se asentó sobre nosotros. La habitación parecía extrañamente

tranquila. Mal dio un paso tentativo hacia mí. Luego cerró el espacio entre nosotros

en dos zancadas. Deslizó una mano alrededor de mi cintura, y con la otra ahuecó

mi cara. Suavemente, inclinó mi boca hasta la suya.

―Vuelve a mí ―dijo en voz baja. Me atrajo hacia sí, pero cuando sus labios se

encontraron con los míos, algo parpadeó por el rabillo de mi ojo.

El Darkling estaba de pie detrás de Mal. Me puse rígida.

Mal se echó hacia atrás

―¿Qué? ―inquirió.

―Nada. Es que… ―Me callé. No sabía qué decir.

El Darkling seguía allí.

―Dile que me ves cuando te toma en sus brazos ―me dijo.

Cerré con fuerza los ojos.

Mal dejó caer las manos, se apartó de mí y cerró las manos en puños.

―Supongo que eso es todo lo que necesitaba saber.

―Mal.

―Deberías haberme detenido. Todo el tiempo que estuve ahí, haciendo el

ridículo. Si no me querías, sólo deberías haberlo dicho.

―No te sientas tan mal, rastreador ―dijo el Darkling―. Todos los hombres

pueden hacer el ridículo.

―No es eso ―protesté.

―¿Es Nikolai?

―¿Qué? ¡No!

―Otra otkazat'sya, Alina? ―se burló el Darkling.

Mal sacudió la cabeza con disgusto.

―Dejé que me alejara. Las reuniones, las sesiones del consejo, las cenas. Dejé

que me hiciera a un lado, a la espera, con la esperanza de que me extrañaras lo

suficiente como para decirles a todos que se fueran al infierno.

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Tragué saliva, tratando de bloquear la visión de la sonrisa fría del Darkling.

―Mal, el Darkling…

―¡No quiero oír hablar más del Darkling! Ni de Ravka, ni de los amplificadores

ni nada de eso. ―Sacudió la mano en el aire―. Me cansé. ―Giró y se dirigió hacia

la puerta.

―¡Espera! ―Corrí tras él y lo tomé del brazo.

Se dio la vuelta tan rápido que casi choqué con él.

―No, Alina.

―No entiendes ―dije.

―Te pusiste rígida. Dime que no lo hiciste…

―¡No fue por ti!

Mal se rio con aspereza.

―Sé que no tienes mucha experiencia, pero yo he besado suficientes chicas para

saber lo que eso significa. No te preocupes. No va a suceder de nuevo.

Las palabras me golpearon como una bofetada. Cerró la puerta con un portazo.

Me quedé allí, mirando las puertas cerradas. Extendí la mano y toqué la manilla

de hueso.

«Puedes arreglarlo ―me dije―. Puedes solucionarlo». Pero me quedé allí,

congelada, con las palabras de Mal zumbido en mis oídos. Me mordí con fuerza el

labio para acallar el sollozo que sacudió mi pecho. «Así está bien ―pensé mientras

las lágrimas se derramaban por mis mejillas―. De esa manera los sirvientes no

oirían». Sentía un dolor entre mis costillas, un fragmento duro y ardiente de dolor

que se albergaba bajo mi esternón y presionaba firmemente contra mi corazón.

No oí que el Darkling se moviera, sólo lo supe cuando estuvo a mi lado. Sus

largos dedos hicieron a un lado mi cabello para posarse en mi cuello expuesto.

Cuando me besó en la mejilla, sus labios estaban fríos.

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Traducido por Azhreik

Temprano la mañana siguiente, encontré a David en el techo del Pequeño

Palacio, donde había empezado la construcción de sus gigantescos platillos

reflectores. Había dispuesto un taller improvisado a la sombra de uno de las

cúpulas, y ya estaba cubierto de trocitos de residuos brillantes y bocetos

descartados; la más ligera brisa levantaba los bordes. Reconocí los garabatos de

Nikolai en uno de los márgenes.

―¿Qué tal va? ―pregunté.

―Mejor ―dijo, mientras estudiaba la superficie resbaladiza del platillo más

cercano―. Creo que ya tengo correcta la curvatura. Pronto deberíamos estar listos

para probarlos.

―¿Qué tan pronto? ―Aún recibíamos informes confusos sobre la localización

del Darkling, pero si todavía no había terminado de crear su ejército, no tardaría

mucho.

―Un par de semanas ―contestó David.

―¿Tanto?

―Puedes tenerlos pronto o puedes tenerlos bien hechos ―gruñó.

―David, necesito saber…

―Te dije todo lo que sé sobre Morozova.

―No es sobre él ―le dije―, no exactamente. Si… si quisiera quitarme el collar,

¿cómo podría hacerlo?

―No puedes.

―No ahora, sino después de que hayamos…

―No ―dijo David, sin mirarme―. No es como los otros amplificadores,

simplemente no puedes quitártelo. Tendrías que romperlo, violar su estructura. Los

resultados serían catastróficos.

―¿Qué tan catastróficos?

―No puedo saberlo con certeza ―contestó―. Pero estoy bastante seguro de

que haría parecer el Abismo una cortada de papel.

―Oh ―exclamé suavemente. Entonces sería igual con el grillete. Lo que fuera

en lo que me estuviera convirtiendo, no había vuelta atrás. Había esperado que las

visiones fueran el resultado de la mordida del nichevo’ya, que los efectos de alguna

forma pudieran disminuir conforme la herida curaba lentamente; pero eso no

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parecía estar sucediendo, e incluso si se curaba, siempre estaría atada al Darkling a

través del collar. De nuevo, me pregunté por qué no había escogido matar a la

sierpe de mar él mismo y atarnos aún más.

David cogió un frasco de tinta y empezó a girarla entre sus dedos. Lucía

miserable. «No sólo miserable ―pensé―. Culpable». Él había forjado esta

conexión, él me había puesto esta cadena alrededor del cuello por toda la

eternidad.

Suavemente, le quité la botella de tinta de las manos.

―Si no lo hubieras hecho tú, el Darkling habría encontrado a alguien más.

Dio una sacudida, algo entre un asentimiento y encogimiento de hombros. Dejé

el frasco de tinta en el extremo más alejado de la mesa, donde sus dedos nerviosos

no pudieran alcanzarlo, y me di la vuelta para irme.

―¿Alina…?

Me detuve y volví la vista hacia él. Sus mejillas se habían puesto de un rojo

brillante. La cálida brisa revolvía las puntas de su cabello desgreñado. Al menos

ese desastroso corte de pelo estaba desapareciendo.

―Escuché… escuché que Genya estaba en el barco, con el Darkling.

Sentí un pinchazo de dolor por Genya. Así que David no había sido

completamente ignorante.

―Sí ―contesté.

―¿Está bien? ―preguntó esperanzado.

―No lo sé ―admití―. Lo estaba cuando escapamos. ―Pero si el Darkling supo

que prácticamente nos dejó escapar, no sabía qué podía haber hecho para

encargarse de ella. Dudé―. Le supliqué que viniera con nosotros.

Su expresión decayó.

―¿Pero se quedó?

―Creo que no sentía que tuviera opción ―le dije. No podía creer que estuviera

inventando excusas por Genya, pero no me gustaba la idea de que David pensara

menos de ella.

―Yo debí haber… ―No parecía saber cómo terminar la frase.

Quería decir algo reconfortante, algo tranquilizador, pero había tantos errores

en mi propio pasado que no podía pensar en nada que no sonara falso.

―Hacemos lo mejor que podemos ―ofrecí sin convicción.

David me miró entonces, con el arrepentimiento claro en su rostro. Sin importar

lo que dijera, ambos sabíamos la verdad. Hacemos lo mejor que podemos, lo

intentamos, y usualmente, no hace diferencia alguna.

* * *

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Cargué mi mal humor a la siguiente reunión en el Gran Palacio. El plan de

Nikolai parecía estar funcionando; aunque Vasily aún se arrastraba a la cámara del

consejo para nuestras reuniones con los ministros, llegaba cada vez más tarde y

ocasionalmente lo atrapaba quedándose dormido. La única vez que no apareció,

Nikolai lo levantó de la cama, e insistió animadamente en que se vistiera porque

sencillamente no podían proceder sin él. Un Vasily claramente con resaca había

resistido la mitad de la reunión, balanceándose a la cabeza de la mesa, antes de

salir corriendo al pasillo a vomitar ruidosamente en una vasija lacada.

Hoy, incluso yo tenía problemas para permanecer despierta. Cualquier rastro

de brisa se había desvanecido, y a pesar de las ventanas abiertas, la cámara del

consejo abarrotada estaba insoportablemente sofocante. La reunión anduvo a paso

de tortuga hasta que uno de los generales anunció las cifras menguantes de las

tropas del Primer Ejército; las filas habían disminuido por muerte, deserción y años

de guerra brutal, y dado que Ravka estaba a punto de luchar en al menos un frente,

la situación era desesperada.

Vasily agitó perezosamente la mano y dijo:

―¿Por qué todo el rechinido de dientes? Simplemente bajen la edad de

reclutamiento.

Me enderecé en la silla.

―¿A cuánto? ―pregunté.

―¿Catorce? ¿Quince? ―ofreció Vasily―. ¿Cuánto es ahora?

Pensé en todas las villas por las que habíamos pasado Nikolai y yo, los

cementerios que se extendían por kilómetros.

―¿Por qué no bajarla hasta doce? ―espeté.

―Nunca se es demasiado joven para servir a tu país ―declaró Vasily.

No sé si fue el cansancio o el enojo, pero las palabras salieron de mi boca antes

de pensarlas mejor.

―En ese caso, ¿por qué detenernos en doce? Escuché que los bebés son

excelente carne de cañón.

Un murmullo de desaprobación se elevó de los consejeros del Rey. Bajo la mesa,

Nikolai estiró la mano y le dio un apretón a la mía.

―Hermano, alistarlos más jóvenes no evitará que deserten ―le dijo a Vasily.

―Entonces encontremos algunos desertores y pongamos el ejemplo con ellos.

Nikolai levantó una ceja.

―¿Estás seguro que morir fusilado es más aterrador que ser despedazado por

los nichevo’ya?

―Si existen ―se mofó Vasily.

No podía creer lo que estaba oyendo.

Pero Nikolai sólo sonrió plácidamente.

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―Yo mismo los vi a bordo del Volkvolny. No creo que me estés llamando

mentiroso.

―No creo que estés sugiriendo que la traición es preferible a servir

honorablemente en el Ejército del Rey.

―Estoy sugiriendo que tal vez esa gente esté tan apegada a la vida como tú.

Están pobremente equipados, escasamente abastecidos y cortos de esperanza. Si

leyeras los informes, sabrías que los oficiales están teniendo problemas en

mantener las filas en orden.

―Entonces deberían instituir castigos más severos ―dijo Vasily―. Eso

entienden los campesinos.

Ya había golpeado a un príncipe, ¿qué era uno más? Ya estaba a medio camino

de levantarme cuando Nikolai me volvió a sentar de un tirón.

―Entienden estómagos llenos y direcciones claras ―dijo―. Si me dejaras

implementar los cambios que he sugerido y abriéramos las arcas para…

―No siempre puedes hacer las cosas a tu modo, hermanito.

La tensión crepitó por la habitación.

―El mundo está cambiando ―dijo Nikolai, un borde afilado emergió en su

voz―. Cambiamos con él o no quedará nada que nos recuerde, salvo el polvo.

Vasily se rio.

―No puedo decidir si eres un paranoico o un cobarde.

―Y yo no puedo decidir si eres un idiota o un idiota.

El rostro de Vasily se tornó púrpura. Se puso de pie de un salto y estrelló las

manos contra la mesa.

―El Darkling es un hombre, si te asusta enfrentarlo…

―Lo he enfrentado. Si tú no estás asustado; si alguno de ustedes no está

asustado, es porque carecen del entendimiento de contra qué nos enfrentamos.

Algunos de los generales asintieron, pero los consejeros del Rey, los nobles y

burócratas de Os Alta, lucían escépticos y hoscos. Para ellos, la guerra eran desfiles,

teoría militar, figuritas que se movían sobre un mapa. Si se llegaba a ese punto,

estos serían los hombres que se aliarían con Vasily.

Nikolai encuadró los hombros y la máscara de actor volvió a descender sobre

sus rasgos.

―Paz, hermano ―dijo―. Ambos queremos lo mejor para Ravka.

Pero Vasily no estaba interesado en que lo calmaran.

―Lo que es mejor para Ravka es un Lantsov en el trono.

Sofoqué un jadeo. Un silencio mortal descendió sobre la habitación. Vasily

prácticamente había llamado bastardo a Nikolai.

Pero Nikolai había recuperado la compostura y ahora nada lo perturbaría.

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―Entonces oremos todos por el Rey legítimo de Ravka ―dijo―. Ahora,

¿terminamos nuestros asuntos?

La reunión se extendió unos minutos más y luego llegó a un cierre más que

bienvenido. En nuestro camino de regreso al Pequeño Palacio, Nikolai estuvo

desacostumbradamente silencioso.

Cuando llegamos a los jardines, junto a las columnas de hojas, se detuvo para

arrancar una hoja de un arbusto y dijo:

―No debí haber perdido mi temperamento de esa forma. Eso sólo pica su

orgullo y hace que se obstine más.

―Entonces, ¿por qué lo hiciste? ―pregunté, genuinamente curiosa. Era raro

que las emociones de Nikolai se desbordaran.

―No lo sé ―reconoció, mientras despedazaba la hoja―. Tú te enojaste, yo me

enojé. La habitación estaba malditamente caliente.

―No creo que eso sea todo.

―¿Indigestión?

Pero no me iba a dejar despistar por una broma. A pesar de las objeciones de

Vasily y la renuencia del consejo a hacer algo, gracias a alguna combinación mágica

de paciencia y presión, Nikolai aun así se las había arreglado para llevar algunos

de sus planes a cabo. Había conseguido que aprobaran la asistencia para los

refugiados que huían de las orillas del Abismo, y requisado tela Materialki para

vestir a regimientos clave del Primer Ejército. Incluso había conseguido que

desviaran recursos hacia un plan para modernizar el equipo agrícola para que los

campesinos pudieran obtener más que lo suficiente para subsistir. Cosas pequeñas,

pero eran mejoras que con el tiempo podrían marcar toda la diferencia.

―Es porque realmente te importa lo que le sucede a este país ―le dije―. Para

Vasily el trono es simplemente un trofeo, algo por lo que quiere reñir como haría

con su juguete favorito. Tú no eres así, serás un buen Rey.

Nikolai se congeló.

―Yo… ―Por primera vez, las palabras parecían haberlo abandonado. Entonces

una sonrisa torcida y avergonzada apareció en su rostro. Era algo muy lejano a su

sonrisa segura de siempre―. Gracias. ―dijo.

Suspiré y continué caminando.

―Ahora vas a ser insufrible, ¿verdad?

Nikolai se rio.

―Ya soy insufrible.

* * *

Los días se hicieron más largos. El sol se quedó cerca del horizonte, y el festival

de Belyanoch empezó en Os Alta. Incluso a media noche, los cielos nunca eran

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verdaderamente oscuros, y a pesar del temor a la guerra y la amenaza inminente

del Abismo, la ciudad celebraba las interminables horas del crepúsculo. En la

ciudad las tardes estaban llenas de óperas, mascaradas y espléndidos ballets. Del

otro lado del puente, las escandalosas carreras de caballos y bailes al aire libre

sacudían las calles del pueblo. Un interminable flujo de botes recreativos

atravesaban el canal y, bajo el anochecer resplandeciente, el agua circulaba

lentamente por la capital como un brazalete enjoyado, iluminado con las linternas

que colgaban de un millar de proas.

El calor había bajado ligeramente. Tras los muros del palacio todos parecían de

mejor humor. Había seguido insistiendo que los Grisha mezclaran sus ordenes, y

en algún punto—aún no estaba segura de cómo—el silencio incómodo había dado

paso a risas y conversación ruidosa. Aún había grupitos y conflictos, pero también

había algo confortable y bullicioso en el salón, algo que antes no estaba.

Estaba feliz—incluso tal vez un poco orgullosa—de ver a los Fabricadores y

Etherealki bebiendo té alrededor de una samovar3, o a Fedyor discutir un punto

con Pavel durante el desayuno, o al hermano menor de Nadia intentando crear

conversación con una Paja mayor y decididamente no interesada; pero sentía como

si los viera desde una gran distancia.

Había intentado hablar con Mal varias veces desde la noche de nuestra

discusión; siempre encontraba una excusa para alejarse de mí. Si no estaba

cazando, estaba jugando cartas en el Gran Palacio o acechando alguna taberna en el

pueblo con sus nuevos amigos. Notaba que estaba bebiendo más, algunas mañanas

sus ojos lucían empañados y tenía moretones y cortes como si hubiera estado en

una pelea, pero era invariablemente puntual, implacablemente educado. Mantenía

sus deberes de guardia, se quedaba silencioso en los umbrales y mantenía una

distancia respetuosa cuando me seguía por los terrenos.

El Pequeño Palacio se había vuelto un lugar muy solitario. Estaba rodeada de

gente, pero casi siempre me sentía como si no pudieran verme, sólo veían lo que

necesitaban de mí. Temía mostrar duda o indecisión y había días en que sentía que

me estaba desgastando por el constante peso de la responsabilidad y las

expectativas.

Iba a las reuniones, entrenaba con Botkin, pasaba largas horas junto al lago

intentando pulir mi uso del Corte. Incluso me tragué mi orgullo e hice otro intento

de visitar a Baghra, con la esperanza de que al menos pudiera ayudarme a

desarrollar más mi poder, pero se rehusó a verme.

Nada era suficiente. La nave que Nikolai estaba construyendo en el lago era un

recordatorio de que todo lo que estábamos haciendo muy probablemente era fútil.

3 Es un recipiente metálico en forma de cafetera alta que sirve para hacer té. Se utiliza en Rusia.

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En algún lugar allí afuera, el Darkling estaba reuniendo sus fuerzas, construyendo

su ejército, y cuando vinieran, ningún arma, bomba, soldado o Grisha podrían

detenerlos. Ni siquiera yo. Si la batalla salía mal, retrocederíamos al salón

abovedado para esperar refuerzos de Poliznaya. Las puertas estaban reforzadas

con acero Grisha y los Fabricadores ya habían empezado a sellar las grietas y

fisuras para prevenir la entrada de los nichevo’ya.

No creía que llegara a eso. Había llegado a un punto muerto en mis intentos de

localizar el pájaro de fuego. Si David no podía conseguir que funcionaran los

platillos, entonces cuando el Darkling finalmente atacara Ravka, no tendríamos

más opción que evacuar. Huir y seguir huyendo.

Usar mi poder no me traía nada del confort de antes; cada vez que invocaba luz

en los talleres Materialki o a orillas del lago, sentía la desnudez de mi muñeca

izquierda como una marca. A pesar de lo que sabía sobre los amplificadores, de la

destrucción que podrían acarrear, la forma permanente en que podrían cambiarme,

no podía escapar de mi hambre por el pájaro de fuego.

Mal tenía razón. Se había vuelto una obsesión; por la noche yacía en la cama,

imaginando que el Darkling ya había encontrado la pieza final del acertijo

Morozova. Tal vez tenía cautivo al pájaro de fuego en una jaula de oro, ¿cantaría

para él? Ni siquiera sabía si el pájaro de fuego podía cantar. Algunos de los cuentos

decían que sí, uno contaba que la canción del pájaro de fuego podía inducir el

sueño a ejércitos enteros. Cuando lo escuchaban, los soldados cesaban de pelear,

deponían sus armas y se desmayaban pacíficamente en brazos de sus enemigos.

Ahora ya conocía todas las historias. El pájaro de fuego lloraba lágrimas de

diamante, sus plumas podían curar heridas mortales, el futuro podía verse en el

batir de sus alas. Había devorado libro tras libro de folclore, poesía épica y

colecciones de cuentos populares, en busca de algún patrón o pista. Las leyendas

de la sierpe de mar se centraban en las aguas heladas de la Ruta de Hueso, pero las

historias del pájaro de fuego venían de todas partes de Ravka y más allá, y ninguna

de ellas conectaba a la criatura con un Santo.

Peor, las visiones se estaban haciendo más claras y frecuentes. El Darkling

aparecía ante mi casi a diario, normalmente en sus aposentos o en los pasillos de la

biblioteca, a veces en la sala de guerra, durante las reuniones del consejo, o cuando

regresaba del Gran Palacio al atardecer.

―¿Por qué no me dejas sola? ―susurré una noche cuando acechaba a mi

espalda, mientras yo intentaba trabajar en mi escritorio.

Largos minutos pasaron. No creí que respondiera, incluso tuve tiempo para

esperar que se hubiera ido, hasta que sentí su mano en el hombro.

―Entonces yo también estaría solo ―dijo y se quedó toda la noche, hasta que

las lámparas se consumieron por completo.

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Me acostumbré a verlo esperándome al final de los corredores, o sentado al

borde de mi cama cuando me dormía por la noche. Cuando no aparecía, a veces me

encontraba buscándolo o preguntándome por qué no había venido, y eso era lo que

más me asustaba.

El único punto brillante fue la decisión de Vasily de abandonar Os Alta debido

a la subasta de potros en Caryeva. Casi cacareé de gusto cuando Nikolai me dio la

noticia durante una de nuestras caminatas.

―Empacó a mitad de la noche ―me contó Nikolai―. Dice que regresará a

tiempo para mi cumpleaños, pero no me sorprendería que encontrara alguna

excusa para quedarse allá.

―Deberías intentar no lucir tan petulante ―le aconsejé―. No es muy regio.

―Seguramente se me permite una pequeña excepción para regodearme ―dijo

con una risa. Mientras seguíamos caminando, silbó la misma tonada desafinada

que recordaba del Volkvolny. Luego se aclaró la garganta―. Alina, no es que no seas

siempre la imagen de la belleza, pero… ¿has estado durmiendo?

―No mucho ―admití.

―¿Pesadillas?

Aún soñaba con el esquife destruido, gente huyendo de la oscuridad del

Abismo, pero eso no era lo que me mantenía despierta por las noches.

―No exactamente.

―Ah ―exclamó Nikolai, luego unió las manos a la espalda―. Noté que

últimamente tu amigo ha estado muy enfocado en su trabajo. Está en mucha

demanda.

―Bueno ―dije, manteniendo el tono ligero―, ese es Mal.

―¿Dónde aprendió a rastrear? Nadie parece capaz de decidir si es suerte o

habilidad.

―No aprendió, simplemente siempre ha sido capaz de hacerlo.

―Qué agradable para él ―comentó Nikolai―. Yo nunca he sido innato en algo.

―Eres un actor espectacular ―le dije con ironía.

―¿Eso crees? ―preguntó, luego se inclinó y susurró―. Ahora mismo estoy

haciendo «el humilde».

Sacudí la cabeza con exasperación, pero agradecí el barboteo alegre de Nikolai,

e incluso agradecí más cuando cambió de tema.

* * *

Le tomó a David casi dos semanas más tener en funcionamiento los platillos,

pero cuando finalmente estuvo listo, reuní a los Grisha en el techo del Pequeño

Palacio para que vieran la demostración. Tolya y Tamar estaban allí, alertas como

siempre, prestando atención a la multitud. Mal no estaba a la vista. Me había

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quedado en la sala común la noche anterior, con la esperanza de atraparlo y pedirle

personalmente que asistiera. Ya era bastante después de la medianoche cuando me

rendí y me fui a la cama.

Los dos platillos inmensos estaban colocados en lados opuestos del techo, en la

orilla plana que existía entre las cúpulas de las alas este y oeste. Se podían rotar a

través de un sistema de poleas y cada una la manejaba un Materialnik y un

Impulsor, que usaban gafas para protegerse del resplandor. Vi que Zoya y Paja

hacían equipo y Nalia había sido emparejada con un Durast para el segundo

platillo.

«Incluso si esto es un fracaso total ―pensé con ansiedad―, al menos están

trabajando juntos. Nada como una explosión feroz para cimentar la camaradería».

Tomé mi lugar en el centro del techo, directamente entre los platillos.

Con una descarga de nerviosismo, vi que Nikolai había invitado al capitán de la

guardia de palacio, junto con dos generales y varios de los consejeros del Rey.

Esperaba que no estuvieran esperando nada demasiado dramático. Mi poder

tendía a mostrarse mejor en la completa oscuridad, y los largos días de Belyanoch

hacían eso imposible. Le había preguntado a David si deberíamos programar la

demostración para más tarde, pero sólo sacudió la cabeza.

―Si funciona, será bastante dramático. Y supongo que si no funciona, será

incluso más dramático, con eso de la explosión.

―David, creo que acabas de hacer una broma.

Frunció el ceño, absolutamente perplejo.

―¿En serio?

Ante la sugerencia de Nikolai, David había elegido imitar al Volkvolny y utilizar

un silbato para darnos la señal. Soltó un potente sonido y los espectadores se

echaron atrás, hacia las cúpulas, y nos dejaron bastante espacio. Levanté las manos,

David volvió a soplar el silbato e invoqué la luz.

Entró a mí en un torrente dorado y estalló de mis manos en dos haces estables,

que golpearon los platillos y se reflejaron en un destello cegador. Era

impresionante, pero nada espectacular.

Entonces David volvió a silbar y los platillos rotaron ligeramente. La luz rebotó

en las superficies de espejo y se multiplicó y convirtió en dos barras blancas

cegadoras que atravesaron el ocaso.

Un «aaah» se elevó de la multitud que observaba escudándose los ojos.

Supongo que no tendría que haberme preocupado por el drama.

Los haces atravesaron el aire y enviaron olas de calor radiante y brillantez en

cascada, dando la impresión de que el cielo mismo estaba quemándose. David le

dio un soplo corto al silbato y los haces se fusionaron en una sola espada de luz.

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Era imposible mirarla directamente. Si el Corte era un cuchillo en mi mano,

entonces esto era un sable.

Los platillos se inclinaron y el haz descendió. La multitud jadeó con asombro

conforme la luz atravesaba los doseles de los árboles de abajo y cortaba las puntas.

Los platillos se inclinaron más. El haz se enfocó en la orilla del lago y luego en

el lago mismo. Una oleada de vapor llenó el aire con un siseo audible, y durante un

momento, la superficie entera del lago pareció hervir.

David soltó un silbido de pánico con el silbato. Rápidamente, dejé caer las

manos y la luz se desvaneció.

Corrimos al borde del techo y jadeamos ante la vista frente a nosotros.

Era como si alguien hubiera cogido una navaja y cortado la cima de los árboles

en un limpio corte diagonal desde el extremo de la línea de árboles hasta la costa.

Donde el haz lo había tocado, el suelo estaba marcado por una zanja brillante que

llegaba hasta la línea de agua.

―Funcionó ―dijo David, con voz débil―, realmente funcionó.

Hubo una pausa y entonces Zoya rompió a reír. Sergei se le unió, luego Marie y

Nadia. Repentinamente, todos reíamos y vitoreábamos, incluso el malhumorado

Tolya, que se cargó en sus enormes hombros al aturdido David. Los soldados

abrazaron a los Grisha, los consejeros del Rey abrazaron a los generales. Nikolai

estaba bailando por el techo con Paja, que aún traía las gafas, y el capitán de la

guardia me agarró en un fuerte abrazo.

Lanzamos hurras y gritos y saltamos arriba abajo, hasta que el palacio entero

pareció temblar. Cuando el Darkling decidiera atacar, a los nichevo’ya les esperaría

una gran sorpresa.

―¡Vamos a verlo! ―gritó alguien y todos corrimos por las escaleras como niños

ante el sonido de la campana de la escuela, soltando risitas y golpeándonos contra

las paredes.

Arremetimos por el salón de la cúpula dorada y atravesamos las puertas,

trastabillamos en los escalones y salimos. Mientras todos corrían hacia el lago, yo

hice un alto.

Mal venía por el sendero del túnel de árboles.

―Sigue ―le dije a Nikolai―. Los alcanzaré.

Mal miraba el camino conforme avanzaba, sin encontrar mi mirada. Cuando se

acercó más, vi que sus ojos estaban inyectados en sangre y que tenía un feo

moretón en el pómulo.

―¿Qué pasó? ―pregunté, y levanté una mano hacia su rostro. Él retrocedió y

lanzó una rápida mirada a los sirvientes que estaban junto a las puertas del

Pequeño Palacio.

―Me topé con una botella de kvas ―contestó―. ¿Necesitas algo?

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―Te perdiste la demostración.

―No estaba de turno.

Ignoré la punzada de dolor en el pecho y presioné.

―Vamos al lago, ¿te gustaría venir?

Durante un momento pareció dudar, luego sacudió la cabeza.

―Sólo vine por algunas monedas. Va a haber un juego de cartas en el Gran

Palacio.

La punzada se retorció.

―Puede que quieras cambiarte ―le dije―. Luces como si hubieras dormido con

la ropa puesta. ―Instantáneamente lamenté haberlo dicho, pero a Mal no pareció

importarle.

―Tal vez porque eso hice ―dijo―. ¿Algo más?

―No.

―Moi soverenyi. ―Ejecutó una profunda reverencia y saltó los escalones como

si no pudiera esperar para alejarse de mí.

Me tomé mi tiempo para caminar al lago, con la esperanza de que el dolor en

mi corazón remitiera. Mi alegría ante el éxito en el techo se había evaporado,

dejándome vacía, como un pozo al que alguien gritara y no oyera más que ecos.

Junto a la orilla, un grupo de Grisha estaba recorriendo la longitud de la zanja,

gritando medidas con creciente triunfo y euforia. Tenía casi sesenta centímetros de

ancho y casi lo mismo de profundidad; un surco de tierra achicharrada que llegaba

hasta el borde del agua. En el bosque, las puntas de los árboles caídas yacían en un

revoltijo de ramas y corteza. Me estiré y pasé la mano sobre uno de los troncos

cercenados. La madera estaba lisa, cortada limpiamente y aún cálida al tacto. Dos

pequeños incendios habían empezado, pero los Mareomotores los habían apagado

rápidamente.

Nikolai ordenó que trajeran comida y champaña junto al lago, y todos pasamos

el resto de la tarde en la costa. Los generales y consejeros se retiraron temprano,

pero el capitán y algunos de la guardia se quedaron. Se quitaron las chaquetas y

zapatos y se adentraron en el lago, y no pasó mucho tiempo antes que todos

decidieran que no les importaba la ropa mojada y se arrojaron al agua, salpicando y

sumergiéndose unos a otros; luego organizaron carreras de nado hasta la islita. A

nadie le sorprendió que siempre ganara un Mareomotor, impulsado por olas

afortunadas.

Nikolai y sus Impulsores se ofrecieron a llevar gente en el navío recientemente

completado que había nombrado Martín Pescador. Al principio estaban recelosos,

pero después que el primer grupo de valientes regresara agitando los brazos y

barbotando sobre haber volado de verdad, todos quisieron montar. Había jurado

que mis pies nunca volverían a dejar el suelo, pero finalmente cedí y me les uní.

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Tal vez fue la champaña o que ya sabía qué esperar, pero el Martín Pescador

parecía más ligero y grácil que el Colibrí. Aunque de todas formas me sujeté a la

borda con ambas manos, sentí que mi espíritu se elevaba conforme ascendíamos

suavemente en el aire.

Reuní valor y miré abajo. Los terrenos ondulados del Gran Palacio se extendían

bajo nosotros, atravesados por senderos de grava blanca. Vi el techo del

invernadero Grisha, el círculo perfecto de la fuente del águila bicéfala, el brillo

dorado de las puertas del palacio. Luego estuvimos sobrevolando las mansiones y

los bulevares largos y rectos de la ciudad. Las calles estaban llenas de gente que

celebraba Belyanoch. Vi juglares y hombres en zancos en Gersky Prospect,

bailarines que giraban en un escenario iluminado en uno de los parques. La música

se elevaba desde los botes en el canal.

Deseaba quedarme allí arriba para siempre, rodeada del flujo del viento,

observando el mundo diminuto y perfecto bajo nosotros; pero finalmente Nikolai

giró el timón y nos regresó al lago en un lento arco descendente.

El crepúsculo se profundizó en un purpura lustroso. Los Infernos encendieron

hogueras junto a la orilla del lago y en algún lugar de la penumbra, alguien entonó

una balalaika. Desde el pueblo escuché el silbido y tronido de los fuegos artificiales.

Nikolai y yo nos sentamos al final del muelle improvisado, con los pantalones

arremangados y los pies colgando por el borde. El Martín Pescador flotaba junto a

nosotros, con sus velas blancas recogidas.

Nikolai pateó el agua con el pie y lanzó una ligera salpicadura.

―Los platillos lo cambian todo ―dijo―. Si puedes mantener a los nichevo’ya

distraídos el tiempo suficiente, tendremos tiempo de encontrar y aniquilar al

Darkling.

Me acosté en el muelle, estiré los brazos sobre la cabeza y admiré el floreciente

violeta del cielo nocturno. Cuando giré la cabeza, sólo alcancé a distinguir la forma

del ahora vacío edificio de la escuela, con las ventanas oscuras. Me habría gustado

que los estudiantes vieran lo que los platillos podían hacer, darles un poquito de

esperanza. La perspectiva de una batalla aún era atemorizante, especialmente

cuando pensaba en todas las vidas que podrían perderse, pero al menos ya no

estábamos simplemente sentados en la cima de una colina, esperando morir.

―Puede que realmente tengamos una oportunidad de luchar ―dije con

asombro.

―Intenta que la emoción no te abrume, pero tengo más buenas noticias.

Gruñí. Conocía ese tono de voz.

―No lo digas.

―Vasily regresó de Caryeva.

―Podrías hacer algo agradable y ahogarme ahora.

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Leigh Bardugo Dark Guardians

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―¿Y sufrir solo? Creo que no.

―Tal vez para tu cumpleaños podrías pedir que le pongan un bozal real

―sugerí.

―Pero entonces nos perderíamos todas sus historias emocionantes sobre las

subastas de verano. Estás fascinada por la superioridad de crianza de las razas de

caballos ravkanos, ¿cierto?

Dejé escapar un quejido. Mal debería estar de turno para la cena de cumpleaños

de Nikolai, la noche siguiente. Tal vez podría hacer que Tolya o Tamar tomaran su

lugar. Justo ahora, no creía poder soportar verlo de pie con rostro de piedra toda la

noche, especialmente con Vasily vociferando.

―Alegra el ánimo ―dijo Nikolai―. Tal vez volverá a proponértelo.

Me senté.

―¿Cómo sabes sobre eso?

―Si recuerdas bien, más o menos hice lo mismo. Sólo me sorprende que no lo

haya intentado una segunda vez.

―Aparentemente, no es fácil encontrarme sola.

―Lo sé ―dijo Nikolai―. ¿Por qué crees que te acompaño desde el Gran Palacio

después de cada reunión?

―¿Por mi chispeante compañía? ―repliqué ácidamente, enojada por el pellizco

de decepción que sentí ante sus palabras. Nikolai era muy bueno en hacerme

olvidar que todo lo que hacía era planificado.

―Eso también ―dijo. Levantó el pie del agua y escrutó sus dedos mientras los

agitaba―. Volverá a hacerlo, tarde o temprano.

Suspiré con exagerada aflicción.

―¿Cómo le dices que no a un príncipe?

―Ya te las has arreglado antes ―dijo Nikolai, todavía contemplando su pie―.

¿Y estás muy segura de que quieres decirle que no?

―No puedes hablar en serio.

Nikolai se removió incómodo.

―Bueno, es el primero en línea de sucesión, de linaje real puro y todo eso.

―No me casaría con Vasily ni siquiera si tuviera un pájaro de fuego mascota

llamado Ludmilla. Y no me podría importar menos su linaje real. ―Lo miré―.

Dijiste que los rumores sobre tu sangre no te molestaban.

―Puede que no haya sido completamente honesto al respecto.

―¿Tú? ¿Menos que honesto? Estoy impactada, Nikolai. Impactada y

horrorizada.

Se rio.

―Supongo que cuando estoy lejos de la corte es fácil decir que no me importa,

pero aquí nadie parece querer dejarme olvidar, especialmente mi hermano. ―Se

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encogió de hombros―. Siempre ha sido así. Había rumores sobre mí incluso antes

de que naciera. Es por eso que mi madre nunca me llama Sobachka, dice que me

hace sonar como un chucho corriente.

Mi corazón punzó ligeramente ante eso. Me habían llamado de muchas formas

mientras crecía.

―Me gustan los chuchos ―le dije―. Tienen bonitas orejas suaves.

―Mis orejas son muy dignas.

Pasé el dedo sobre una de las resbaladizas placas del muelle.

―¿Es por eso que estuviste lejos tanto tiempo? ¿Por eso te convertiste en

Sturmhond?

―No sé si hay sólo una razón. Supongo que nunca sentí que perteneciera aquí,

así que intenté crear un lugar donde pudiera pertenecer.

―Yo tampoco sentí que encajara en ningún lugar ―admití. «Excepto con Mal».

Aparté el pensamiento, entonces fruncí el ceño―. ¿Sabes lo que odio de ti?

Parpadeó, alarmado.

―No.

―Siempre dices lo correcto.

―¿Y odias eso?

―He visto la forma en que cambias de personaje, Nikolai. Siempre eres lo que

todos necesitan que seas. Tal vez nunca sentiste que pertenecieras, o tal vez sólo lo

dices para gustarle más a la huérfana solitaria.

―Entonces ¿sí te gusto?

Rodé los ojos.

―Sí, cuando no quiero apuñalarte.

―Es un comienzo.

―No, no es así.

Se giró hacia mí. A la media luz, sus ojos avellana lucían como esquirlas de

ámbar.

―Soy un corsario, Alina ―dijo tranquilamente―. Tomaré lo que pueda.

Repentinamente, fui consciente del hombro que descansaba contra el mío, la

presión de su muslo. El aire se sentía cálido y olía dulce con la esencia del verano y

la leña.

―Quiero besarte ―me dijo.

―Ya me besaste ―repliqué con una risa nerviosa.

Una sonrisa tiró de sus labios.

―Quiero besarte de nuevo ―corrigió.

―Oh ―respiré. Su boca estaba a centímetros de la mía. Mi corazón saltó a un

galope, en pánico. «Este es Nikolai ―me recordé―. Pura planificación». Ni siquiera

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había pensado en que quería que me besara, pero mi orgullo aún se resentía por el

rechazo de Mal. ¿No había dicho que había besado a montones de chicas?

―Quiero besarte ―repitió Nikolai―, pero no lo haré. No hasta que pienses en

mí en lugar de tratar de olvidarlo a él.

Me eché hacia atrás y me puse torpemente de pie, sintiéndome ruborizada y

avergonzada.

―Alina…

―Al menos ahora sé que no siempre dices lo correcto ―murmuré.

Agarré mis zapatos y escapé por el muelle.

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Traducido por Jhosel

Me mantuve alejada de las hogueras Grisha mientras caminaba alrededor de la

orilla del lago. No quería ver o hablar con nadie.

¿Qué había esperado de Nikolai? ¿Distracción? ¿Coqueteo? ¿Algo para

quitarme el dolor en mi corazón? Tal vez solo había querido una forma mezquina

de devolvérsela a Mal. O tal vez estaba tan desesperada por sentirme conectada a

alguien, que iba a conformarme con un beso falso de un príncipe indigno de

confianza.

La idea la de cena de cumpleaños del día siguiente me llenó de horror. Tal vez

podía inventar alguna excusa, consideré mientras avanzaba a pisotones. Podría

enviar una bonita nota al Gran Palacio sellada con cera y estampada con el sello

oficial de la Invocadora del Sol:

Para sus Máximas Majestades Reales, el Rey y la Reina de Ravka:

Es con pesar que debo proferir mis disculpas, e informarles que seré incapaz de atender a

las festividades de celebración del nacimiento del Príncipe Nikolai Lantsov, Gran Duque de

Udova.

Han surgido circunstancias desafortunadas, a saber, que mi mejor amigo no parece

soportar verme, y que su hijo no me besó, y deseo que lo hubiera hecho. O deseo que no. O

aún no estoy segura de lo que deseo, pero existe una buena oportunidad de que si me obligan

a sentarme durante su estúpida cena de cumpleaños, termine sollozando sobre mi pastel.

Con mis mejores deseos en esta más que feliz ocasión,

Alina Starkov, Idiota.

Cuando alcancé la recámara del Darkling, Tamar estaba leyendo en la sala

común. Levantó la mirada cuando entré, pero mi humor debe haberse mostrado en

mi rostro, porque no dijo ni una palabra.

Sabía que no sería capaz de dormir, así que me apuntalé en la cama con uno de

los libros que había tomado de la biblioteca: una vieja guía de viajes que enlistaba

los monumentos famosos de Ravka. Tenía la escueta esperanza de que me señalara

hacia el arco.

Intenté concentrarme, pero me descubrí leyendo la misma línea una y otra vez.

Sentía la mente confusa por la champaña, y los pies aún fríos y empapados del

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lago. Mal debería estar de regreso de su juego de cartas. Si golpeaba a su puerta, y

él contestaba, ¿qué le diría?

Lancé el libro a un lado. No sabía qué decirle a Mal, nunca lo sabía estos días,

pero tal vez simplemente podría comenzar con la verdad: que estaba perdida y

confundida, y que tal vez estaba perdiendo la cabeza; que me asustaba algunas

veces, y que lo extrañaba tanto que era como un dolor físico. Necesitaba al menos

tratar de sanar la distancia entre nosotros, antes de que estuviera más allá del

reparo. Sin importar lo que pensara de mí después, no podría ponerse mucho peor.

Podría sobrevivir a otro rechazo, pero no podría soportar la idea de ni siquiera

haber intentado corregirlo.

Me asomé a la sala común.

―¿Mal está aquí? ―le pregunte a Tamar.

Ella sacudió su cabeza.

Me tragué mi orgullo y pregunté:

―¿Sabes dónde fue?

Tamar suspiró.

―Ponte los zapatos. Te llevare a él.

―¿Dónde está?

―En los establos.

Inquieta, entré de nuevo en mi dormitorio y rápidamente me puse los zapatos.

Seguí a Tamar al exterior del Pequeño Palacio y atravesamos el césped.

―¿Estás segura de que quieres hacer eso? ―preguntó Tamar.

No contesté. Lo que fuera que tuviera que mostrarme, sabía que no iba a

gustarme, pero me rehusé a regresar a mi habitación y enterrar la cabeza bajo las

sábanas.

Recorrimos una suave pendiente que conducía más allá del banya. Los caballos

relinchaban en los potreros. Los establos estaban oscuros, pero las salas de

entrenamiento estaban ardían iluminadas. Escuché gritos.

La sala de entrenamiento más grande era poco más que un granero con piso de

tierra, y sus paredes estaban cubiertas con todo tipo de arma imaginable.

Normalmente, era donde Botkin repartía los castigos a los estudiantes Grisha y les

ordenaba hacer sus ejercicios, pero esta noche estaba llena de gente, la mayoría

soldados, algunos Grisha, incluso unos pocos sirvientes. Todos estaban gritando y

animando, empujando y maniobrando para intentar conseguir una mejor vista de

lo que fuera que estuviera sucediendo en el centro de la habitación.

Inadvertidas, Tamar y yo avanzamos entre la multitud de cuerpos. Avisté a dos

rastreadores reales, varios miembros del regimiento de Nikolai, un grupo de

Corporalki, y Zoya, que gritaba y aplaudía con el resto de ellos.

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Casi había alcanzado el frente de la multitud cuando capté un vistazo de un

Impulsor con los puños en alto y el pecho desnudo, acechando alrededor del

círculo que los espectadores habían formado. «Eskil» recordé; era uno de los Grisha

que habían estado viajando con Fedyor. Era fjerdano y lo parecía: ojos azules,

cabello rubio casi blanco, alto y suficientemente ancho para bloquear

completamente mi vista.

«No es demasiado tarde ―pensé―. Todavía puedes darte la vuelta y fingir que

nunca estuviste aquí».

Me quedé clavada en el sitio. Sabía lo que vería, pero aun así me sorprendió

cuando Eskil se hizo a un lado y capté mi primer vistazo de Mal. Como el

Impulsor, estaba desnudo hasta la cintura, y su torso musculado estaba manchado

de suciedad y sudor. Tenía magulladuras en los nudillos y un hilo de sangre le

corría por la mejilla de un corte bajo su ojo, aunque difícilmente parecía notarlo.

El Impulsor se abalanzó. Mal bloqueó el puñetazo, pero el siguiente lo atrapó

bajo los riñones. Gruñó, bajó un codo y le lanzó un puñetazo al Impulsor en la

mandíbula.

Eskil se balanceó fuera del alcance de Mal y alzó el brazo en el aire en un arco

en picada. Con una puñalada de pánico, me di cuenta de que estaba invocando. La

ráfaga me agitó el pelo, y al siguiente instante, Mal salió disparado por el viento

Etherealki. Eskil lanzó su otro brazo, y el cuerpo de Mal se alzó, impactando en el

techo del granero. Colgó allí por un momento, fijado a las vigas de madera por el

poder del Grisha. Luego Eskil lo dejó caer. Impactó contra el suelo sucio con una

fuerza demoledora de huesos.

Grité, pero el sonido se perdió en el rugido de la multitud. Uno de los

Corporalki rugió para animar a Eskil, mientras otros le gritaban a Mal para que se

pusiera de pie.

Empujé hacia adelante, con la luz ya floreciendo de mis manos, pero Tamar me

agarró de una manga.

―Él no quiere tu ayuda ―me dijo.

―No me importa ―grité―. Esta no es una pelea justa. ¡Eso no está permitido!

A los Grisha nunca se les permitía utilizar sus poderes en las salas de

entrenamiento.

―Las reglas de Botkin no aplican después de que oscurece. Mal está en mitad

de una pelea, no de una lección.

Me alejé de un tirón. Mejor un Mal molesto que un Mal muerto.

Estaba de manos y rodillas, tratando de ponerse de pie. Me asombró que

pudiera siquiera después del ataque del Impulsor. Eskil volvió a levantar las

manos. El aire se infló en una ráfaga de polvo. Invoqué la luz, sin importarme lo

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que Tamar o Mal tenían que decir sobre ello. Pero esta vez, Mal rodó, esquivó la

corriente de aire y se puso de pie con sorprendente velocidad.

Eskil frunció el ceño y escaneó el perímetro, considerando sus opciones. Sabía

lo que estaba sopesando.

No podía darle rienda a su poder sin arriesgarse a derribarnos a todos, y tal vez

parte de los establos también. Esperé, manteniendo un tenue agarre en la luz,

insegura de qué hacer.

Mal estaba respirando con dificultad, inclinado por la cintura, descansando las

manos en los muslos. Probablemente se había roto al menos una costilla. Era

afortunado por no haberse quebrado la columna. Quería que se acostara y que se

quedara allí. En cambio, se obligó a enderezarse y siseó de dolor. Rodó los

hombros, maldijo y escupió sangre. Entonces, para mi horror, curvó los dedos y le

hizo señas al Impulsor para que avanzara. La multitud rompió en una ovación.

―¿Qué está haciendo? ―gemí―. Va a hacer que lo maten.

―Estará bien ―dijo Tamar―. Lo he visto recibir peores golpizas.

―¿Qué?

―Pelea aquí casi cada noche cuando está lo suficientemente sobrio. Algunas

veces no lo está.

―¿Lucha con Grisha?

Tamar se encogió de hombros.

―De verdad es muy bueno.

¿Esto es lo que Mal hacía con sus noches? Recordé todas las mañanas que había

aparecido con magulladuras y raspones. ¿Qué intentaba probar? Pensé en mis

palabras sin importancia cuando habíamos regresado de la fiesta de adivinación.

«No quiero la carga de un ejército indefensos otkazat’sya».

Deseé poder retirarlas.

Eskil hizo una finta a la izquierda, luego levantó las manos para otro ataque.

El viento soplo a través del círculo, y vi que los pies de Mal perdían contacto

con el piso. Apreté los dientes, segura de que estaba a punto de ver cómo salía

lanzado contra la pared más cercana, pero en el último segundo, giró, torció el

cuerpo en la ráfaga de aire y cargó contra el sorprendido Impulsor.

Eskil dejó salir un uf audible cuando Mal envolvió los brazos a su alrededor,

sujetando las extremidades del Grisha de modo que no pudiera invocar su poder.

El gran fjerdano gruñó, tensó los músculos, y desnudó dientes, intentado romper el

agarre de Mal.

Sé que debió haberle costado, pero Mal apretó su agarre. Se movió, y luego, con

un crujido nauseabundo, le dio un cabezazo en la nariz a su oponente. Antes de

que pudiera parpadear, había soltado a Eskil y soltó una ráfaga de golpes en las

entrañas y costados del Impulsor.

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Eskil se encorvó, tratando de protegerse, luchando por respirar mientras la

sangre manaba por su boca abierta. Mal pivoteó y golpeó con una patada brutal la

parte trasera de las piernas al Impulsor. Eskil cayó de rodillas, bamboleándose,

pero de alguna forma seguía erguido.

Mal retrocedió, supervisando su trabajo. La multitud gritaba y pisoteaba, sus

gritos se elevaron en un frenesí, pero los ojos recelosos de Mal estaban fijos en el

Impulsor arrodillado.

Estudió a su oponente, y luego dejo caer los puños.

―Adelante ―le dijo al Grisha. La mirada en su rostro me produjo un escalofrío.

Era una mezcla de desafío y una especie de sombría satisfacción. ¿Qué veía al mirar

a Eskil de rodillas?

Eskil tenía los ojos vidriosos. Con un esfuerzo, el Grisha levantó las palmas y la

brisa más escasa fluyó hacia Mal. Un coro de abucheos se elevó de la multitud.

Mal dejó que pasara sobre él, luego avanzó. La débil ráfaga de Eskil vaciló. Mal

plantó una mano en el centro del pecho del Impulsor y le dio un empujón

desdeñoso.

Eskil se derrumbó. Su gran cuerpo golpeó el suelo, y se acurrucó, gimiendo.

A nuestro alrededor estallaron abucheos y gritos eufóricos. Un soldado alegre

tomó la muñeca de Mal y la levantó triunfante sobre su cabeza, mientras el dinero

comenzaba a cambiar de manos.

La multitud se abalanzó sobre Mal, llevándome con ellos. Todo el mundo

hablaba a la vez. Las personas lo palmeaban en la espalda, y le ponían dinero en las

palmas. Luego Zoya apareció frente a él. Le rodeó el cuello con los brazos y

presionó los labios contra los suyos. Vi que Mal se ponía rígido.

Una avalancha de sonidos me llenó los oídos, ahogando el ruido de la multitud.

«Aléjala ―rogué en silencio―. Aléjala».

Y por un momento, pensé que podría hacerlo. Pero entonces la rodeó con los

brazos y le devolvió el beso, mientras la multitud silbaba y aplaudía.

El estómago me dio un vuelco. Era como pisar en el lugar equivocado de un

arroyo congelado, el hielo al agrietarse, la caída repentina, la comprensión de que

no había nada debajo, sólo agua oscura.

Mal se apartó de ella sonriendo, su mejilla seguía ensangrentada, y ahí fue

cuando sus ojos encontraron los míos. Palideció.

Zoya siguió su mirada y levanto desafiante una ceja cuando me vio.

Me di la vuelta y comencé a forcejear para regresar a través de la multitud.

Tamar llegó junto a mí.

―Alina.

―Déjame sola.

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Me separé de ella. Tenía que salir, tenía que lograr apartarme de todos. Las

lágrimas me estaban emborronando la visión; no estaba segura de si eran por el

beso o si eran por lo que había pasado antes, pero no podía dejar que me vieran

llorar. La Invocadora del Sol no lloraba, en especial por uno de sus guardias

otkazat’sya.

Y ¿qué derecho tenía? ¿No había casi besado a Nikolai? Tal vez pudiera

encontrarlo ahora y convencerlo de que besara, sin importar en quien estuviera

pensando.

Irrumpí de los establos a la penumbra. El aire era cálido y espeso. Sentía que no

podía respirar. Me alejé del camino bien iluminado junto a los prados y me dirigí al

abrigo de la arboleda de abedules.

Alguien me sujetó del brazo.

―Alina ―dijo Mal.

Me lo sacudí y apresuré mis pasos, prácticamente corriendo ahora.

―Alina, para ―me pidió, manteniendo el paso conmigo con facilidad, a pesar

de las heridas que había recibido.

Lo ignoré y me sumergí en el bosquecillo. Pude oler las aguas termales que

alimentan el banya, la penetrante esencia de las hojas de abedul bajo mis pies. Me

dolía la garganta. Todo lo que quería era estar sola para llorar o vomitar, tal vez

ambos.

―Maldita sea, Alina, ¿podrías parar por favor?

No podía ceder a mi dolor, así que cedí a mi furia.

―Eres el capitán de mi guardia ―dije, avanzando a tumbos a través de los

arboles―. ¡No deberías estar peleando como algún tipo de plebeyo!

Mal me cogió de un brazo y me giró hacia él.

―Soy un plebeyo ―gruño―. No soy uno de tus peregrinos o de tus Grisha o

algún perro guardián consentido que se sienta afuera de tu puerta toda la noche,

esperando por la remota oportunidad de que puedas necesitarme.

―Por supuesto que no ―le espeté―. Tienes cosas mucho mejores que hacer

con tu tiempo. Como emborracharte y meterle la lengua por la garganta a Zoya.

―Al menos ella no pone rígida cuando la toco ―contraatacó―. No me deseas,

así que ¿por qué te importa si ella sí?

―No me importa ―le dije, pero las palabras me salieron como un sollozo.

Mal me soltó tan repentinamente que casi me caí. Se alejó mí, y se pasó las

manos por el cabello. El movimiento le hizo hacer una mueca. Se tocó el costado

con los dedos. Quise gritarle que fuera a buscar un Sanador. Quise darle un

puñetazo en fractura y que le doliera más.

―Santos ―juro―. Desearía que nunca hubiéramos venido.

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―Entonces vámonos ―le dije salvajemente. Sabía que no estaba actuando muy

coherente, pero no me importaba―. Huyamos, esta noche, y olvidémonos de que

vimos este lugar siquiera.

Dejó salir una risa amarga.

―¿Sabes cuántas ganas tengo de huir? ¿De estar contigo sin rango o paredes o

cualquier cosa de por medio? ¿Sólo ser comunes de nuevo, juntos? ―Sacudió la

cabeza―. Pero no vas a hacerlo, Alina.

―Lo haré ―lo contradije, lágrimas se derramaron por mis mejillas.

―No te engañes. Simplemente encontrarías otra forma de volver.

―No sé cómo arreglar esto ―le dije con desesperación.

―¡No puedes arreglarlo! ―gritó―. Así son las cosas ahora. ¿Nunca se te

ocurrió que tal vez estabas destinada a ser reina y que yo estaba destinado ser

nada?

―Eso no es cierto.

Caminó hacia mí, las ramas de los árboles crearon sombras extrañas en su

rostro a la luz del crepúsculo.

―Ya no soy un soldado ―me dijo―. No soy un príncipe, y definitivamente no

soy un Santo. Así que, ¿qué soy, Alina?

―Yo…

―¿Qué soy? ―susurró.

Estaba frente a mí ahora. La esencia que conocía tan bien, esa esencia verde

oscuro de la pradera, estaba perdida bajo el olor a sudor y a sangre.

―¿Soy tu guardián? ―preguntó.

Me pasó lentamente la mano por un brazo, desde el hombro hasta la punta de

los dedos.

―¿Tu amigo?

Me rozó el otro brazo con la mano izquierda.

―¿Tu sirviente?

Pude sentir su aliento sobre mis labios. El corazón me tronaba en los oídos.

―Dime qué soy. ―Me apretó contra su cuerpo, y me rodeó la muñeca con una

mano.

Cuando sus dedos se cerraron en mi muñeca, una fuerte sacudida me atravesó

y provocó que se me doblaran las rodillas. El mundo se inclinó, y jadeé. Mal dejó

caer mi mano como si lo hubiera quemado.

Se alejó de mí, retrocediendo aturdido.

―¿Qué fue eso?

Parpadeé para intentar alejar el vértigo.

―¿Qué diablos fue eso? ―preguntó de nuevo.

―No lo sé. ―Los dedos todavía me hormigueaban.

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Una sonrisa sin humor curvó sus labios.

―Nunca es fácil con nosotros, ¿no es cierto?

Me puse de pie rápidamente, de repente molesta.

―No, Mal, no lo es. Nunca va a ser fácil o dulce o cómodo conmigo. No puedo

simplemente dejar el Pequeño Palacio. No puedo huir y fingir que no soy quien

soy, porque si lo hago, más personas morirán. No puedo volver a ser Alina

solamente. Esa chica se ha ido.

―La quiero de regreso ―dijo con aspereza.

―¡No puedo volver! ―grité, sin importarme quién pudiera escuchar―. Incluso

si me quitas el collar y las escamas de la sierpe de mar, no puedes arrancarme este

poder.

―¿Y qué si pudiera? ¿Lo dejarías ir? ¿Renunciarías a él?

―Nunca.

La verdad de esa palabra colgó entre nosotros. Nos quedamos allí de pie, en la

oscuridad del bosquecillo, y sentí que la esquirla en mi corazón se movía. Sabía qué

quedaría atrás cuando el dolor se fuera: soledad, nada, una profunda fisura sin

remedio, los bordes desesperados del abismo que una vez había avistado en los

ojos del Darkling.

―Vamos― dijo Mal al final.

―¿Adónde?

―De regreso al Pequeño Palacio. No voy a dejarte en el bosque.

Subimos la colina en silencio y entramos al palacio a través de las habitaciones

del Darkling. La sala común estaba benditamente vacía.

A la puerta a mi habitación, me giré hacia Mal.

―Lo veo ―le dije―. Veo al Darkling. En la biblioteca, en la capilla, esa vez en

el Abismo cuando el Colibrí casi se estrelló. En mi habitación, la noche que

intentaste besarme.

Me miró.

―No sé si son visiones o visitas. No te lo dije porque pensé que podría estar

enloqueciendo. Y porque creo que ya me teme un poco.

Mal abrió la boca, la cerró, lo intentó de nuevo. Incluso entonces, esperaba que

pudiera negarlo. En cambio, me dio la espalda. Cruzó las habitaciones de los

guardias, se detuvo sólo para coger una botella de kvas de la mesa, y suavemente

cerró la puerta tras de sí.

Me alisté para dormir y me acomodé entre las sábanas, pero hacía demasiado

calor esa noche. Pateé las sábanas hasta dejarlas enredadas a mis pies. Yací sobre

mi espalda mirando la cúpula obsidiana marcada por constelaciones. Quería llamar

a la puerta de Mal, decirle que lo sentía, que había estropeado las cosas, que

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deberíamos haber entrado de la mano a Os Alta ese primer día. Pero ¿habría

importado al final?

«No hay vida normal para personas como tú y yo».

No hay vida normal, sólo batallas, miedo y misteriosas sacudidas crepitantes

que nos hacían tambalear. Había pasado demasiados años deseando ser el tipo de

chica que Mal podría desear. Tal vez eso no era ya posible.

«No hay otros como nosotros, Alina. Y nunca habrá».

Cuando llegaron las lágrimas, ardieron furiosas. Apreté el rostro contra la

almohada para que nadie me escuchara llorar. Lloré, y cuando ya no quedaba

nada, caí en un sueño agitado.

* * *

―Alina.

Desperté al suave roce de los labios de Mal sobre los míos, al toque más

delicado en mi sien, párpados y ceja. La luz de las llama de la lámpara sobre mi

mesa de noche destelló en su cabello castaño cuando se inclinó para besar la curva

de mi garganta.

Por un momento, dudé, confundida, no del todo despierta, luego envolví mis

brazos a su alrededor y lo atraje más cerca. No me importaba que hubiéramos

peleado, que hubiera besado a Zoya, que se hubiera alejado de mí, y que todo

pareciera tan imposible. Lo único que me importaba era que había cambiado de

opinión. Había regresado, y no estaba sola.

―Te extrañé, Mal ―murmuré contra su oído―. Te extrañé tanto.

Deslicé los brazos por su espalda y los enrollé alrededor de su cuello. Me besó

de nuevo, y suspiré ante la bienvenida presión de su boca. Lo sentí cambiar su peso

sobre mí y pasé mis manos sobre los duros músculos de sus brazos. Si Mal aún

estaba conmigo, si aún podía amarme, entonces había esperanza. El corazón me

golpeaba en el pecho mientras una sensación cálida me atravesaba. No había otro

sonido aparte del de nuestras respiraciones y del movimiento de nuestros cuerpos.

Mal me besó la garganta, la clavícula, absorbía mi piel. Me estremecí y me presione

más contra él.

Esto era lo que quería, ¿no es así? ¿Encontrar una forma de sanar la brecha entra

nosotros? Aun así, una astilla de pánico me atravesó. Necesitaba ver su rostro para

saber que estábamos bien. Acuné su cabeza entre mis manos, incliné su barbilla, y

cuando mi mirada encontró la suya, me eché hacia atrás, aterrorizada.

Miré a Mal a los ojos, a sus familiares ojos azules que conocía incluso mejor que

los míos. Excepto que no eran azules. En la luz de la lámpara mortecina, brillaban

del color gris del cuarzo.

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Sonrío entonces, una sonrisa fría, astuta, como ninguna que hubiera visto en sus

labios.

―Yo también te extrañé, Alina. ―Esa voz. Fría y suave como el cristal.

Las facciones de Mal se fundieron en la sombra y luego se formaron de nuevo,

como un rostro salido de la niebla. Pálido, hermoso, de espeso cabello negro, y

mandíbula de forma perfecta.

El Darkling posó suavemente una mano en mi mejilla.

―Pronto ―susurró.

Grité. Se disolvió en sombras y desapareció.

Luché por salir de la cama, rodeándome con los brazos. La piel me

hormigueaba, el cuerpo me temblaba por el terror y el recuerdo del deseo.

Esperaba que Tamar o Tolya irrumpieran por la puerta. Ya tenía una mentira en los

labios.

«Una pesadilla» diría. Y la palabra saldría estable, convincente, a pesar del

martilleo de mi corazón y el nuevo grito que se estaba formando en mi garganta.

Pero la habitación permaneció en silencio. Nadie entró. Permanecí de pie

temblando en la penumbra.

Tomé una respiración profunda, y temblorosa. Luego otra.

Cuando sentí las piernas se lo bastante estables, me puse la bata y me asomé a

la sala común. Estaba vacía.

Cerré mi puerta y presioné la espalda contra ella, mirando a las sábanas

arrugadas en la cama. No iba a ir a dormir de nuevo. Podría no volver a dormir

nunca. Miré el reloj sobre la chimenea. Durante el Belyanoch amanecía temprano,

pero pasarían horas antes de que el palacio despertara.

Busqué entre la pila de ropa que mantenía de nuestro viaje en el Volkvolny y

saqué un abrigo marrón apagado y una bufanda larga. Hacía demasiado calor para

cualquiera de los dos, pero no me importaba. Me puse el abrigo sobre el pijama, me

envolví la bufanda alrededor de la cabeza y el cuello, y me puse los zapatos.

Mientras me escabullía por la sala común, vi que la puerta a las habitaciones de

los guardias estaba cerrada. Si Mal o los gemelos estaban dentro, debían estar

durmiendo profundamente. O tal vez Mal estaba en alguna otra parte bajo las

cúpulas del Pequeño Palacio, enredado en los brazos de Zoya. El corazón me dio

un vuelco doloroso. Atravesé la puerta a la izquierda y me apresuré por los pasillos

a oscuras, hasta llegar al silencio de los jardines.

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Traducido por Kathfan

Avancé a la deriva en la penumbra, más allá de los jardines silenciosos

cubiertos de niebla y las ventanas nubladas del invernadero. El único sonido era el

crujido suave de mis zapatos en el camino de grava.

En el Gran Palacio se estaban realizando las entregas matutinas de pan y

verduras y seguí la caravana de carretas al exterior de las puertas y por las calles

empedradas de la parte alta de la ciudad. Todavía había unos juerguistas por ahí,

disfrutando de la luz del crepúsculo. Vi a dos personas con trajes de fiesta

dormitando en un banco del parque. Un grupo de chicas reía y chapoteaba en una

fuente, con las faldas levantadas hasta la rodilla. Un hombre coronado de amapolas

se encontraba sentado en una acera con la cabeza entre las manos, mientras una

chica con una corona de papel le palmeaba el hombro. Los pasé a todos sin ser vista

o percibida, una chica invisible con una capa marrón apagado.

Sabía que actuaba como una tonta. Los espías del Apparat podrían estar

vigilando… o los del Darkling. Podían atraparme y secuestrarme en cualquier

momento. No estaba segura de si me seguía importando. Necesitaba caminar y

llenarme los pulmones de aire limpio para librarme de la sensación persistente de

las manos del Darkling sobre mi piel.

Me toqué la cicatriz del hombro. Incluso a través de la tela de mi abrigo, pude

sentir los bordes elevados.

A bordo del ballenero, le pregunté al Darkling por qué había dejado que su

monstruo me mordiera. Había creído que era por rencor, para que siempre llevara

su marca. Tal vez había otro motivo.

¿La visión había sido real? ¿De verdad estaba él allí, o era algo que mi mente

había conjurado? ¿Qué mal podía haber mi interior para que me ocurriera algo así?

Pero no quería pensar, sólo quería caminar.

Crucé el canal, los botecitos flotaban en el agua y desde algún lugar bajo el

puente escuché el resoplido de un acordeón.

Pasé la puerta de guardia y me adentré en las calles estrechas y atestadas del

mercado de la ciudad. Parecía aún más lleno que antes, la gente se amontonaba en

escalones y atestaba porches; algunos jugaban a las cartas en mesas improvisadas

hechas de cajas; otros dormían apoyados unos contra otros. Una pareja se

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balanceaba lentamente en la entrada de una taberna al ritmo de música que sólo

ellos podían escuchar.

Cuando llegué a las murallas de la ciudad, me pensé que debía detenerme, dar

la vuelta y volver a casa. Casi me reí. El Pequeño Palacio no mi hogar en realidad.

«No hay vida normal para personas como tú y yo».

Mi vida sería lealtad en lugar de amor, fidelidad en lugar de amistad.

Calcularía cada decisión, consideraría cada acción, no confiaría en nadie.

Observaría la vida desde la distancia.

Sabía que tenía que volver, pero seguí andando y, un momento más tarde,

estaba al otro lado de las murallas. Así sin más, había dejado Os Alta.

El campamento fuera de la ciudad había crecido. Había cientos de personas

acampando al otro lado de las murallas, tal vez miles. Los peregrinos no fueron

difíciles de encontrar. Me sorprendió ver lo mucho que habían crecido sus

números. Se encontraban reunidos cerca de una tienda de campaña blanca, todos

miraban hacia el este, a la espera de la salida temprana del sol.

El sonido empezó como una oleada de murmullos susurrantes que revolotearon

en el aire como alas de aves, y creció hasta ser un zumbido grave cuando el sol

asomó por el horizonte e iluminó el cielo de un azul pálido.

Sólo entonces pude distinguir las palabras.

«Sankta. Sankta Alina. Sankta. Sankta Alina».

Los peregrinos observaron el alba y yo los observé a ellos, incapaz de apartar la

mirada de su esperanza, su expectativa. Sus rostros estaban exultantes, y cuando

los primeros rayos de sol los iluminaron, algunos rompieron a llorar.

El murmullo aumentó y se multiplicó, se alzó y descendió hasta crear un

lamento que me erizó el vello de los brazos. Era un arroyo desbordando sus orillas,

una colmena de abejas arrancada de un árbol.

«Sankta. Sankta Alina. Hija de Ravka».

Cerré los ojos mientras el sol jugaba sobre mi piel, rogando por sentir algo,

cualquier cosa.

«Sankta Alina. Hija de Keramzin».

Levantaron las manos al cielo y elevaron las voces hasta formar un frenesí,

gritaban ahora, clamaban. Rostros viejos, algunos jóvenes, enfermos y débiles,

sanos y fuertes. Extraños todos.

Miré a mí alrededor. «Esto no es esperanza ―pensé―. Es locura. Es hambre,

necesidad, desesperación». Sentí como si estuviera despertando de un trance. ¿Por

qué había venido aquí? Estaba más sola entre estas personas que detrás de los

muros del palacio. No tenían nada que darme y yo no tenía nada que ofrecerles.

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Mis me dolían los pies y me di cuenta de lo cansada que estaba. Me di la vuelta

y había comenzado mi camino de regreso a través de la multitud, hacia las puertas

de la ciudad, cuando el cántico alcanzó un clamor rugiente.

«Sankta ―gritaron―. Sol Koroleva. Rebe Dva Stolba».

Hija de Dos Molinos. Lo había oído antes, en el viaje a Os Alta. Era un valle

nombrado en honor a una ruina antigua, hogar de pequeños asentamientos sin

importancia en la frontera sur.

Mal había nacido cerca de allí también, pero nunca habíamos tenido la

oportunidad de volver. ¿Y cuál habría sido el punto? Cualquier familia que

pudiéramos haber tenido había sido enterrada o quemada hacía mucho.

«Sankta Alina».

Volví a pensar en mis pocos recuerdos de antes de Keramzin: el plato de

remolacha en rodajas y mis dedos manchados de rojo luego de comer. Recordé la

polvorienta carretera vista desde los anchos hombros de alguien, el vaivén de la

cola de un buey y nuestras sombras en el suelo. Una mano señalando las ruinas de

los molinos, dos angostos dedos de roca, desgastados hasta no ser más que husos4,

debido al viento, la lluvia y el tiempo.

Eso era todo lo que quedaba en mi memoria. El resto era Keramzin. El resto era

Mal.

«Sankta Alina».

Atravesé la masa de cuerpos, me apreté más el pañuelo sobre los oídos para

tratar de bloquear el ruido. Una anciana peregrina se puso en mi camino, y casi la

derribé. Alcancé a sujetarla y ella se aferró a mí, apenas manteniendo el equilibrio.

―Perdóneme, babya ―dije formalmente. Que no se diga nunca que Ana Kuya

no nos había enseñado modales. Suavemente volví a enderezarla―. ¿Está bien?

Pero ella no me estaba mirando a la cara, estaba mirando mi garganta. Mi mano

voló hasta mi cuello. Era demasiado tarde. Se me había salido la bufanda.

―¡Sankta ―gimió la mujer―. ¡Sankta! ―Cayó de rodillas, tomó mi mano y la

presionó contra su arrugada mejilla―. ¡Sankta Alina!

De repente había muchas manos a mí alrededor, aferrándose a mis mangas y al

dobladillo de mi túnica.

―Por favor ―les dije, intentando alejarme de ellos.

«Sankta Alina». Murmuraban, susurraban, gemían, gritaban. Mi nombre me

sonaba extraño, era como una plegaria, un extraño encantamiento para alejar la

oscuridad.

4 Instrumento de madera o hierro que sirve para torcer y enrollar el hilo que va hilando la rueca.

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Se amontonaron a mí alrededor, cada vez más cerca, se empujaban para llegar

acercarse más, extendían las manos para tocar mi cabello, mi piel. Escuché que algo

se rasgaba y me di cuenta de que era la tela de mi abrigo.

«Sankta. Sankta Alina».

Los cuerpos me presionaron más fuerza, empujaban y empujaban, se gritaban

los unos a los otros, cada uno queriendo acercarse más. Mis pies perdieron el

contacto con el suelo. Grité cuando me arrancaron un mechón de cabello. Me iban a

destrozar.

«Que lo hagan», pensé con repentina claridad. Podría terminar así de fácil. No

más miedo, no más responsabilidades, no más pesadillas de esquifes rotos o niños

devorados por el Abismo, no más visiones. Podría liberarme del collar, del grillete,

del peso aplastante de su esperanza. «Que lo hagan».

Cerré los ojos. Este sería mi final. Podían darme una página en el Istorii Sankt'ya

y pintarme un halo dorado sobre la cabeza. Alina la Afligida, Alina la

Insignificante, Alina la Loca, Hija de Dva Stolba, despedazada una mañana a la

sombra de las murallas de la ciudad. Podrían vender mis huesos junto a la

carretera.

Alguien gritó. Oí un grito furioso. Unas manos enormes me sujetaron y me

levantaron en el aire.

Abrí los ojos y vi la cara sombría de Tolya. Él me tenía en sus brazos.

Tamar estaba a su lado, con las palmas hacia arriba, girando en un lento arco.

―No se acerquen ―advirtió a la multitud. Vi que algunos de los peregrinos

parpadeaban adormilados, y que algunos simplemente se sentaban. Tamar estaba

ralentizando su ritmo cardíaco, intentando calmarlos, pero había demasiados. Un

hombre se lanzó hacia adelante. Como un relámpago, Tamar había sacado sus

hachas. El hombre gritó cuando una línea roja floreció en su brazo.

―Acércate más y lo perderás ―le espetó ella.

Los peregrinos nos miraban con rostros salvajes.

―Déjame ayudar ―protesté.

Tolya me ignoró y se abrió paso entre la multitud; Tamar lo rodeó, moviendo

sus hachas para ampliar el camino. Los peregrinos gemían, lloraban y extendían los

brazos, esforzándose por alcanzarme.

―Ahora ―dijo Tolya, luego más fuerte―. ¡Ahora!

Salió disparado. Mi cabeza golpeó contra su pecho cuando nos lanzamos hacia

la seguridad de las murallas de la ciudad, con Tamar pisándonos los talones. Los

guardias ya habían visto la explosión del tumulto y habían comenzado a cerrar las

puertas.

Tolya avanzó como un toro, golpeando gente a su paso, y marchó por el

estrecho espacio entre las puertas de hierro. Tamar se coló detrás de nosotros,

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segundos antes de que las puertas se cerraran. Al otro lado se oía el ruido sordo de

los cuerpos al golpear contra las puertas, de manos arañando y voces llenas de

necesidad. Todavía escuchaba mi nombre. «Sankta Alina».

―¿Qué diablos estabas pensando? ―me rugió Tolya cuando me soltó.

―Más tarde ―le dijo Tamar secamente.

Los guardias de la ciudad me estaban fulminando con la mirada.

―Sáquenla de aquí ―gritó uno de ellos con enojo―. Tendremos suerte si no

ocurre un disturbio en toda regla.

Los gemelos tenían caballos a la espera. Tamar tomó una manta de un puesto

del mercado y me la arrojó sobre los hombros. La aferré a mi cuello, escondiendo el

collar. Tamar saltó a su silla y Tolya me subió bruscamente tras ella.

Cabalgamos en un silencio incómodo todo el camino de vuelta a las puertas del

palacio. Los disturbios fuera de las murallas de la ciudad aún no se habían

extendido al interior y lo único que obtuvimos fueron algunas miradas curiosas.

Los gemelos no dijeron una palabra, pero me di cuenta que estaban furiosos.

Tenían todo el derecho a estarlo. Me había comportado como una idiota y ahora

sólo podía esperar a que los guardias de abajo pudieran restablecer el orden sin

recurrir a la violencia.

Sin embargo, bajo el pánico y el pesar, una idea había tomado forma en mi

mente. Me dije que era una tontería, una ilusión, pero no me la podía quitar.

Cuando llegamos al Pequeño Palacio, los gemelos querían llevarme

directamente a las habitaciones del Darkling, pero me negué.

―Estoy a salvo ahora ―les dije―. Hay algo que tengo que hacer.

Insistieron en caminar conmigo a la biblioteca. No me tomó mucho tiempo

encontrar lo que buscaba; había sido cartógrafa, después de todo. Me puse el libro

bajo el brazo y volví a mi habitación con mis malhumorados guardas a cuestas.

Para mi sorpresa, Mal estaba esperando en la sala común. Estaba sentado en la

mesa, acunando un vaso de té.

―¿Dónde estaban…? ―comenzó, pero Tolya lo alzó de la silla y lo estrelló

contra la pared antes de que pudiera siquiera parpadear.

―¿Dónde estabas tú? ―gruñó en la cara de Mal.

―¡Tolya! ―grité alarmada. Traté de hacer a un lado su mano del cuello de Mal,

pero era como intentar doblar una barra de acero. Me volví hacia Tamar para

pedirle ayuda, pero ella dio un paso atrás con los brazos cruzados, mirando a Mal

igual de enojada que su hermano.

Mal hizo un sonido ahogado. No se había cambiado de ropa desde la noche

anterior. Le había crecido barba en el mentón y el olor a sangre y a kvas lo envolvía

como un abrigo sucio.

―Santos, ¡Tolya! ¿Podrías bajarlo?

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Por un momento, Tolya pareció tener toda la intención de acabar con la vida de

Mal, pero luego relajó los dedos y Mal se deslizó por la pared, tosiendo y tragando

aire.

―Era su turno ―vociferó Tolya, señalando con un dedo al pecho de Mal―.

Deberías haber estado con ella.

―Lo siento ―respondió Mal con voz áspera mientras se frotaba la garganta―.

Debo de haberme quedado dormido. Estaba justo al lado…

―Estabas emborrachándote. ―Tolya estaba furioso―. Puedo olerlo en ti.

―Lo siento ―dijo Mal otra vez, miserablemente.

―¿Lo sientes? ―Tolya flexionó los puños―. Debería destrozarte.

―Puedes desmembrarlo más tarde ―dije―. Ahora mismo necesito que

busques a Nikolai y le digas que se encuentre conmigo en la sala de guerra. Voy a

cambiarme.

Crucé a mi habitación y cerré la puerta, tratando de reponerme. Hasta el

momento, casi había muerto y posiblemente había ocasionado un disturbio. Tal vez

podía prenderle fuego a algo antes del desayuno.

Me lavé la cara y me puse la kefta, luego me apresuré a la sala de guerra. Mal

estaba esperando allí, desplomado en una silla, aunque yo no lo había invitado. Se

había cambiado de ropa, pero aún se veía desarreglado y tenía los ojos enrojecidos.

También tenía moretones recientes en el rostro debido a la noche anterior. Levantó

la vista hacia mí cuando entré, sin decir nada. ¿Habría un momento en que no me

doliera mirarlo?

Puse el atlas en la larga mesa y crucé hacia el antiguo mapa de Ravka que

recorría la longitud de la pared del fondo. De todos los mapas en la sala de guerra,

este era, de lejos, el más antiguo y más hermoso. Tracé con los dedos las elevadas

cimas de las Sikurzoi, las montañas que marcaban la frontera sur de Ravka con los

shu, luego seguí hacia abajo a las colinas occidentales. El valle de Dva Stolba era

demasiado pequeño para estar en el mapa.

―¿Recuerdas algo? ―le pregunté a Mal sin mirarlo―. ¿De antes de Keramzin?

Mal no había sido mucho mayor que yo cuando llegó al orfanato. Todavía

recordaba el día que había llegado. Había escuchado que iba a llegar otro refugiado

y esperaba que fuera una chica para que jugara conmigo. En su lugar, había

obtenido un niño regordete, de ojos azules que haría cualquier cosa ante un

desafío.

―No. ―Su voz aún sonaba ronca por su inminente asfixia a manos de Tolya.

―¿Nada?

―Solía tener sueños sobre una mujer de largo cabello dorado trenzado. Movía

algo frente a mí, como un juguete.

―¿Tu madre?

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―Madre, tía, vecina. ¿Cómo podría saberlo? Alina, sobre lo que pasó…

―¿Algo más?

Me contempló durante un largo momento, luego suspiró y dijo:

―Cada vez que huelo regaliz, recuerdo estar sentado en un porche con una

silla pintada de rojo frente a mí. Eso es todo. Todo lo demás… ―Se interrumpió

con un encogimiento de hombros.

No tenía que explicarlo. Los recuerdos eran un lujo destinado a otros niños, no

a los huérfanos de Keramzin. «Sé agradecida. Sé agradecida».

―Alina ―empezó nuevamente―, lo que dijiste sobre el Darkling…

Pero en ese momento, entró Nikolai. A pesar de lo temprano que era, cada

centímetro de él parecía un príncipe: cabello rubio brillante, botas pulidas hasta

resplandecer. Tomó nota de los moretones y la barba de tres días de Mal, luego

levantó las cejas y dijo:

―¿No se supone que alguien debe llegar con el té? ―Se sentó y estiró sus largas

piernas delante. Tolya y Tamar habían tomado posición en sus puestos, pero yo les

pedí que cerraran la puerta y se unieran a nosotros. Cuando estuvieron todos

reunidos alrededor de la mesa, dije:

―Estuve entre los peregrinos esta mañana. ―Nikolai alzó la cabeza golpe. En

un instante, el príncipe tolerante había desaparecido.

―Creo que debo haberte escuchado mal.

―Estoy bien.

―Estuvo a punto de morir ―interpuso Tamar.

―Pero no fue así ―añadí.

―¿Estás completamente loca? ―preguntó Nikolai―. Esas personas son

fanáticas. ―Se giró a Tamar―. ¿Cómo pudiste dejar hiciera algo así?

―No lo hice ―dijo Tamar.

―Dime que no fuiste sola ―me dijo

―No fui sola.

―Sí fue sola

―Tamar, cállate. Nikolai, ya te lo dije, estoy bien.

―Sólo porque llegamos a tiempo ―dijo Tamar.

―¿Cómo llegaron? ―preguntó Mal tranquilamente―. ¿Cómo la encontraron?

El rostro de Tolya se oscureció y golpeó la mesa con uno de sus gigantes puños.

―No debimos haber tenido que encontrarla ―dijo―. Era tu turno.

―Déjalo, Tolya ―dije bruscamente―. Mal no estaba donde debería haber

estado y soy perfectamente capaz de ser estúpida por mi cuenta.

Tomé un respiro. Mal parecía desolado y Tolya parecía como si estuviera a

punto de romper varias piezas de muebles. La cara de Tamar era glacial y Nikolai

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estaba lo más enojado que lo había visto alguna vez. Pero por lo menos tenía su

atención.

Empujé el atlas hasta el centro de la mesa.

―Hay un nombre con el que a veces me llaman los peregrinos ―proseguí―.

Hija de Dva Stolba.

―¿Dos Molinos? ―preguntó Nikolai.

―Un valle, nombrado en honor a las ruinas a su entrada.

Abrí el atlas en la página que había marcado. Había un mapa detallado de la

frontera suroeste.

―Mal y yo somos de por aquí ―continué, pasando un dedo por el borde de la

hoja―. Los asentamientos se extienden a lo largo de esta área.

Di vuelta la página a una ilustración de un camino que conducía a un valle

salpicado de pueblos. A ambos lados de la carretera había un delgado huso de

roca.

―No se aprecian mucho ―se quejó Tolya.

―Exactamente ―dije―. Esas ruinas son antiguas. ¿Quién sabe cuánto tiempo

han estado allí o lo que podrían haber sido? El valle se llama Dos Molinos, pero tal

vez fueron parte de una puerta de entrada o un acueducto. ―Curvé el dedo a

través de los husos―. O un arco.

Un repentino silencio descendió sobre la sala. Con el arco en el primer plano y

las montañas a lo lejos, las ruinas eran exactamente iguales a lo que se veía detrás

de Sankt Ilya en el Istorii Sankt'ya. Lo único que faltaba era el pájaro de fuego.

Nikolai tiró del atlas hacia él.

―¿Sólo estamos viendo lo que queremos ver?

―Tal vez ―admití―. Pero es difícil de creer que sea una coincidencia.

―Enviemos exploradores ―sugirió.

―No ―le dije―, quiero ir.

―Si te vas ahora, todo lo que has logrado con el Segundo Ejército quedará

deshecho. Yo iré. Si Vasily puede correr a Caryeva para comprar ponis, entonces a

nadie le importará si me tomo un poco de tiempo en un viaje de caza.

Negué con la cabeza.

―Tengo que ser la que mate al pájaro de fuego.

―Ni siquiera sabemos si está ahí.

―¿Por qué estamos siquiera discutiéndolo? ―preguntó Mal―. Todos sabemos

que seré yo quien vaya.

Tamar y Tolya intercambiaron una mirada inquieta.

Nikolai se aclaró la garganta.

―Con el debido respeto, Oretsev, no pareces estar lo bastante bien.

―Estoy bien.

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―¿Te has mirado al espejo últimamente?

―Creo que lo haces lo suficiente por ambos ―replicó Mal, luego se pasó una

mano por el rostro, pareciendo más cansado que nunca―. Estoy demasiado

cansado y resacoso para discutir esto. Soy el único que puede encontrar al pájaro

de fuego. Tengo que ser yo.

―Voy contigo ―le dije.

―No ―contestó con fuerza sorprendente―. Lo cazaré, lo capturaré y lo traeré

hasta ti, pero tú no vienes conmigo.

―Es demasiado arriesgado ―protesté―. Incluso si lo coges, ¿cómo lo traerás?

―Haz que uno de tus Fabricadores invente algo para mí ―respondió―. Esto es

lo mejor para todos. Tú consigues el pájaro de fuego y yo consigo ser libre de este

lugar olvidado por los santos.

―No puedes viajar por tu cuenta. Tú…

―Entonces dame a Tolya o Tamar. Viajaremos rápido y llamaremos poco la

atención nosotros solos. ―Mal empujó su silla hacia atrás y se levantó―. Haz los

cálculos. Haz todos los arreglos que quieras. ―No me miró cuando dijo―: Sólo

dime cuándo puedo irme.

Antes de que pudiera plantear otra objeción, se había ido.

Me di la vuelta, luchando por contener las lágrimas que amenazaban con salir.

Detrás de mí, escuché a Nikolai murmurándole instrucciones a los gemelos cuando

salieron.

Estudié el mapa. Poliznaya, donde habíamos hecho nuestro servicio militar.

Ryevost, donde habíamos empezado nuestro viaje hacia las Petrazoi. Tsibeya,

donde me había besado por primera vez.

Nikolai me puso la mano en el hombro. No sabía si quería quitármela de

encima con un golpe o si quería darme la vuelta y caer en sus brazos. ¿Qué haría si

lo hiciera? ¿Me palmearía la espalda? ¿Me besaría? ¿Pediría mi mano?

―Es lo mejor, Alina.

Me reí con amargura.

―¿Has notado que la gente sólo dice eso cuando no es verdad?

Dejó caer la mano.

―Él no pertenece aquí

«Pertenece conmigo» quería gritarle, pero sabía que no era cierto. Pensé en el

rostro magullado de Mal, caminando de un lado a otro como un animal enjaulado,

pensé en él escupiendo sangre y haciéndole señas a Eskil para que siguiera.

«Adelante». Pensé en él cuando me sostenía en sus brazos mientras cruzábamos el

Verdadero Mar. El mapa se puso borroso cuando mis ojos se llenaron de lágrimas.

―Déjalo que se vaya ―dijo Nikolai.

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―¿Adónde? ¿A perseguir una criatura mítica que puede que ni siquiera exista?

¿A una búsqueda imposible en las montañas infestadas de shu?

―Alina ―dijo Nikolai con voz queda―, eso es lo que hacen los héroes.

―¡Yo no quiero que sea un héroe!

―Él no puede cambiar lo que él es más de lo que tú puedes dejar de ser Grisha.

Era un eco de lo que había dicho hacía sólo unas horas, pero no quería

escucharlo.

―No te importa lo que le suceda a Mal ―le dije con rabia―. Lo único que

quieres es deshacerte de él.

―Si quisiera que te desenamoraras de Mal, haría que se quedara. Le dejaría

ahogar sus problemas en kvas y actuar como un idiota herido. Pero, ¿es esa la vida

que quieres para él?

Di un suspiro tembloroso. No lo era. Lo sabía. Mal era miserable aquí. Había

estado sufriendo desde el momento en que llegamos, pero me había negado a

verlo. Había arremetido contra él por querer que yo fuera algo que no podía y todo

el tiempo exigí lo mismo de él. Me sequé las lágrimas de las mejillas. No tenía

sentido discutir con Nikolai. Mal había sido un soldado, buscaba un propósito.

Aquí estaba, simplemente debía dejar que lo tomara.

Y ¿por qué no admitirlo? A pesar de mi protesta, había otra voz dentro de mí,

codiciosa, vergonzosamente hambrienta, que exigía la conclusión, que clamaba que

Mal fuera y buscara al pájaro de fuego, que insistía en que me lo trajera, sin

importar el costo. Le había dicho a Mal que la chica que conoció se había ido. Mejor

que se fuera antes de ver cuán cierto era.

Dejé mis dedos avanzara la deriva sobre la ilustración de Dva Stolba. ¿Dos

Molinos, o algo más? ¿Quién podría decirlo cuando ya no quedaban nada más que

ruinas?

―¿Sabes cuál es el problema con los héroes y los santos, Nikolai ? ―le pregunté

mientras cerraba la tapa del libro y me dirigía a la puerta―. Siempre terminan

muertos.

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Traducido por Jade_Lorien

Mal me evitó toda la tarde, así que me sorprendí cuando se apareció con Tamar

para escoltarme a la cena de cumpleaños de Nikolai. Había asumido que le pediría

a Tolya que tomara su lugar. Tal vez se estaba enmendando por haber faltado a su

turno anterior.

Realmente había pensado no acudir a la cena, pero no parecía tener mucha

importancia. No podía pensar en una buena excusa, y mi ausencia sólo ofendería a

los Reyes.

Me vestí con un kefta clara hecho de brillantes secciones doradas de seda pura.

El corpiño estaba compuesto por zafiros del azul profundo de los Invocadores que

combinaban con las joyas en mi cabello.

Los ojos de Mal me recorrieron cuando entré a la sala común, y se me ocurrió

que los colores le habrían quedado mejor a Zoya. Entonces me sentí asombrada de

mí misma. Con lo hermosa que era, Zoya no era el problema. Mal se iba. Yo estaba

dejando que se fuera. No había a quien culpar por el distanciamiento entre

nosotros.

La cena se sirvió en uno de los suntuosos comedores del Gran Palacio, una

habitación conocida como el Nido del Águila por el gran friso del techo que

retrataba al águila bicéfala coronada, con un espectro en una garra y un racimo de

flechas negras atadas por cordones rojos, azules y morados en la otra. Sus plumas

habían sido forjadas en oro real, y no pude evitar pensar en el pájaro de fuego.

La mesa estaba atestada con los generales de más alto rango del Primer Ejército

y sus esposas, así como los sobrinos, tíos y tías Lantsov más prominentes. La Reina

estaba sentada a un extremo de la mesa, con aspecto de flor arrugada vestida con

seda rosa pálido. En el extremo opuesto, Vasily se sentaba junto al Rey, fingiendo

no notar que su padre se comía con los ojos a la joven esposa de un oficial. Nikolai

se encontraba en el centro de la mesa, conmigo a su lado, deslumbrantemente

encantador, como siempre.

Había pedido que ningún baile se ofreciera en su honor, pues no parecía

adecuado con tantos refugiados pasando hambre fuera de los muros de la ciudad.

Pero era Belyanoch, y los Reyes no parecían capaces de contenerse. La cena

consistía de trece platos, incluyendo un lechón completo y una gelatina de tamaño

real con la forma de un ciervo.

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Leigh Bardugo Dark Guardians

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Cuando llegó el momento de los regalos, el padre de Nikolai le obsequió un

enorme huevo glaseado de azul claro, el cual se abría para revelar una exquisita

miniatura de un barco en un mar azul. La bandera del perro rojo de Sturmhond

ondeaba del mástil del barco, y su pequeño cañón se disparó con un pop, soltando

una pequeña nube de humo.

Durante la comida, escuché la conversación con un oído mientras estudiaba a

Mal. Los guardias del Rey estaban apostados a intervalos a lo largo de la pared.

Sabía que Tamar estaba en alguna parte detrás de mí, pero Mal estaba directamente

frente a mí, de pie con rígida atención, manos a la espalda, ojos al frente mirando a

la nada, al igual que todos los sirvientes anónimos. Era como algún tipo de tortura,

verlo de esa manera. Estábamos sólo a unos metros, pero se sentían como

kilómetros. ¿Y no había sido de esa manera desde que habíamos llegado a Os Alta?

Sentía un nudo en el pecho que parecía tensarse cada vez que lo veía. Se había

afeitado y se había cortado el cabello. Llevaba el uniforme pulcramente planchado.

Se veía cansado y distante, pero parecía Mal de nuevo.

Los nobles brindaron a la salud de Nikolai. Los generales alababan su liderazgo

militar y valentía. Esperaba ver a Vasily burlarse de todas las alabanzas a su

hermano, pero parecía realmente alegre. Tenía el rostro sonrojado por el vino, y

tenía lo que sólo podía ser descrito como una sonrisa engreída en los labios. Su

viaje a Caryeva parecía haberlo dejado de buen humor.

Mis ojos volvieron a Mal. No sabía si quería llorar o ponerme de pie y comenzar

a arrojar platos contra la pared. La habitación se sentía demasiado cálida, y la

herida en el hombro me picaba y palpitaba otra vez. Tuve que resistir la urgencia

de estirar una mano y rascarme.

«Genial ―pensé desanimadamente―. Tal vez tendré otra alucinación en medio

del comedor y el Darkling saldrá de la sopera».

Nikolai ladeó la cabeza y susurró:

―Sé que mi compañía no cuenta de mucho, pero ¿podrías intentarlo por lo

menos? Parece que estás a punto de ponerte a llorar.

―Lo siento ―murmuré―. Es sólo…

―Lo sé ―me interrumpió, y le dio un apretón a mi mano debajo de la mesa―.

Pero el venado de gelatina dio su vida para tu entretenimiento.

Intenté sonreír, y realmente hice un esfuerzo. Me reí y platiqué con el general

de cara redonda y rubicunda a mi derecha, y fingí interés mientras el pecoso chico

Lantsov frente a mi divagaba sobre los reparos de la dacha que había heredado.

Cuando sirvieron los helados de sabores, Vasily se puso de pie y alzó una copa

de champaña.

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Leigh Bardugo Dark Guardians

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―Hermano ―comenzó―, es bueno ser capaz de brindar tu cumpleaños este

día y celebrar contigo cuando has pasado tanto tiempo en otras costas. Te saludo y

brindo en tu honor. ¡Por tu salud, hermanito!

―¡Ne zalost! ―corearon los invitados, apurando sus copas para luego regresar a

sus conversaciones.

Pero Vasily no había terminado. Tocó el costado de su copa con un tenedor,

produciendo un sonoro clink, clink, clink que ganó de nuevo la atención de la fiesta.

―Hoy, ―prosiguió― tenemos más que celebrar que el noble nacimiento de mi

hermano.

Si el énfasis no fue suficiente, la sonrisa burlona de Vasily lo habría sido.

Nikolai continuó sonriendo complacidamente.

―Como todos saben ―continuó Vasily―, he estado de viaje estas semanas.

―Y sin duda gastando ―dijo sonriendo abiertamente el general rubicundo―.

Sospecho que pronto tendrás que construirte un nuevo establo.

La mirada de Vasily fue helada.

―No fui a Caryeva. En su lugar, viajé al norte en una misión impuesta por

nuestro querido padre.

Junto a mí, Nikolai se puso tenso.

―Después de largas y arduas negociaciones, me complace anunciar que Fjerda

ha accedido a acompañarnos en nuestra lucha contra el Darkling. Han desplegado

tanto tropas como recursos para nuestra causa.

―¿Puede ser posible? ―pregunto uno de los nobles.

El pecho de Vasily se infló de orgullo.

―Es posible. Y al fin, y no sin pequeños esfuerzos, nuestro enemigo más feroz

se ha convertido en nuestro más poderoso aliado.

Los invitados irrumpieron en excitada conversación. El Rey sonrió de alegría y

abrazó a su hijo mayor.

―¡Ne Ravka! ―gritó, levantando su champaña.

―¡Ne Ravka! ―corearon los invitados.

Me sorprendió ver a Nikolai frunciendo el ceño. Me había dicho que a su

hermano le gustaban los atajos, y parecía que Vasily había encontrado uno, pero no

era común en Nikolai dejar que su desilusión o frustración se mostraran.

―Un logro extraordinario, hermano. Te saludo ―dijo Nikolai, levantando su

copa―. Me atrevo a preguntar. ¿qué pidieron ellos en compensación por este

apoyo?

―Fue una negoción difícil ―dijo Vasily con una risa indulgente―, pero no

pidieron nada demasiado oneroso. Solicitaron acceso a nuestros puertos en Ravka

del Oeste, y solicitaron nuestra ayuda patrullando las rutas de comercio del sur en

contra de los piratas zemeníes. Me imagino que serás de ayuda con eso, hermano

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Leigh Bardugo Dark Guardians

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―dijo con otra cálida sonrisa―. Querían que reabriéramos algunos de los caminos

forestales del norte, y una vez que el Darkling sea derrotado, esperan la

cooperación de la Invocadora del Sol en nuestro esfuerzo conjunto por hacer

retroceder el Abismo.

Me sonrió abiertamente. Me molestó un poco su presunción, pero era una

petición obvia y razonable, e incluso la líder del Segundo Ejército era un súbdito

del Rey. Di lo que esperaba fuera un digno asentimiento.

―¿Qué caminos? ―preguntó Nikolai.

Vasily movió la mano, restándole importancia a la idea.

―Están en algún lugar al sur de Halmhend, al oeste del permafrost. Están

suficientemente defendidos con el fuerte en Ulensk, por si a los fjerdanos se les

ocurre algo.

Nikolai se puso de pie, su silla se arrastró contra el piso de parqué.

―¿Cuándo levantaste los bloqueos? ¿Cuánto llevan abiertos los caminos?

Vasily se encogió de hombros.

―¿Qué diferencia…

―¿Cuánto?

La herida en el hombro me palpitaba.

―Un poco más de una semana ―contestó Vasily―. ¿No creo que te preocupe

que los fjerdanos intenten atacarnos desde Ulensk? Los ríos no se congelarán en

meses, y hasta entonces…

―¿Alguna vez te detuviste a considerar porque se preocuparían en un camino

forestal?

Vasily desechó la idea con un ademán.

―Asumo que es porque están necesitados de madera ―contestó―. O tal vez es

sagrado para uno de sus ridículos espíritus del bosque.

Hubo risas nerviosas alrededor de la mesa.

―Está defendido por un único fuerte ―gruñó Nikolai.

―Porque el pasaje es demasiado angosto para acomodar una verdadera

fortaleza.

―Estás librando una guerra antigua, hermano. El Darkling no necesita un

batallón de soldados a pie o armas pesadas. Todo lo que necesita son sus Grisha y

los nichevo’ya. Tenemos que evacuar el palacio de inmediato.

―¡No seas absurdo!

―Nuestra única ventaja era la advertencia temprana, y los exploradores de esos

bloqueos eran nuestras primeras defensas. Eran nuestros ojos, y nos cegaste. El

Darkling puede estar a sólo kilómetros de nosotros ahora.

Vasily sacudió su cabeza tristemente.

―Te pones en ridículo.

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Nikolai estrelló las manos sobre la mesa. Los platos rebotaron con un ruidoso

traqueteo.

―¿Por qué la delegación fjerdana no está aquí para compartir tu gloria? ¿Para

brindar esta alianza sin precedente?

―Enviaron sus disculpas. No fueron capaces de viajar inmediatamente, a

pesar…

―No están aquí porque está a punto de suceder una masacre. Su pacto es con el

Darkling.

―Toda nuestra inteligencia lo localiza al sur con los shu.

―¿Crees que no tiene espías? ¿Que no tiene sus propios operativos en nuestras

redes? Tendió una trampa que cualquier niño podría reconocer, y tú fuiste directo a

ella.

El rostro de Vasily se tornó morado.

―Nikolai, seguramente… ―objetó su madre.

―El fuerte en Ulensk está dirigido por un regimiento completo ―aportó uno

de los generales.

―¿Ves? ―dijo Vasily―. Esto es sembrar el miedo de la peor manera, y no lo

toleraré.

―¿Un regimiento contra un ejército de nichevo’ya? Todos en el fuerte ya están

muertos ―dijo Nikolai―, sacrificados por tu orgullo y estupidez.

Vasily se llevó una mano a la empuñadura de su espada.

―Te extralimitas, pequeño bastardo.

La Reina jadeó. Nikolai soltó una risa áspera.

―Sí, insúltame, hermano. Tanto bien hará. Mira alrededor de esta mesa ―le

dijo―. Cada general, cada noble de alto rango, la mayoría de la línea Lantsov, y la

Invocadora del Sol. Todos en un solo lugar, en una noche.

Unos cuantos rostros en la mesa se volvieron repentinamente pálidos.

―Tal vez deberíamos considerar… ―dijo el chico pecoso frente a mí.

―¡No! ―exclamó Vasily, le temblaban los labios―. ¡Son sus celos mezquinos!

No puede soportar verme triunfar. Él…

Comenzaron a repicar las campanas de advertencia, distantes al principio, cerca

de los muros de la ciudad, una y luego otra comenzaron a unirse en un creciente

coro de alarma que hacía eco en las calles de Os Alta, a través de la parte alta de la

ciudad, y sobre las paredes del Gran Palacio.

―Le entregaste Ravka ―dijo Nikolai.

Los invitados se levantaron y se alejaron de la mesa, correteando de pánico.

Mal estuvo a mi lado inmediatamente, con su sable ya desenfundado.

―Tenemos que llegar al Pequeño Palacio ―dije, pensando en los platillos

reflectantes montados en el techo―. ¿Dónde está Tamar?

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Las ventanas explotaron.

El cristal nos llovió encima. Levanté los brazos para cubrirme el rostro y los

invitados gritaron, apiñándose unos contra otros.

Los nichevo’ya entraron pululando a la habitación con alas de sombra fundida,

llenando el aire con el zumbido de insectos.

―¡Pongan al Rey a salvo! ―gritó Nikolai, desenfundando su espada y

corriendo junto a su madre.

Los guardias del palacio permanecían de pie paralizados, congelado por el

terror.

Una sombra levantó al chico pecoso y lo arrojó contra la pared. Se deslizó hasta

el piso, con el cuello roto.

Levanté las manos, pero la habitación estaba demasiado atestada para

arriesgarme a usar el Corte.

Vasily seguía de pie junto a la mesa, con el Rey encogido de miedo a su lado.

―¡Tú hiciste esto! ―le gritó a Nikolai―. ¡Tú y la bruja!

Levantó su sable y cargó, bramando con ira. Mal se puso frente a mí,

levantando su espada para bloquear el golpe. Pero antes de que Vasily pudiera

hacer descender su arma contra nosotros, un nichevo’ya lo sujetó y le arrancó brazo

de cuajo, con espada y todo. Vasily se detuvo un momento, balanceándose,

mientras la brotaba de su herida, entonces cayó al piso en un montón inerte.

La Reina comenzó a gritar histérica. Se lanzó hacia adelante, intentando

alcanzar el cuerpo de su hijo y sus pies resbalaban en la sangre mientras Nikolai la

sostenía.

―No ―le suplicó, envolviendo los brazos a su alrededor―. Se ha ido, Madraya.

Se ha ido.

Otro grupo de nichevo’ya descendió por las ventanas, arañando su camino hacia

Nikolai y su madre.

Tenía que aprovechar la oportunidad. Invoqué la luz en dos flameantes arcos,

corté a un monstruo y luego al otro, apenas fallando a uno de los generales que se

agachaban cobardemente en el piso. La gente gritaba y lloraba mientras los

nichevo’ya caían sobre ellos.

―¡Conmigo! ―gritó Nikolai, pastoreando a su madre y a su padre hacia la

puerta. Los seguimos con los guardias, retrocedimos hacia el recibidor, y huimos.

El Gran Palacio había estallado en caos. Sirvientes y lacayos aterrorizados

atestaban los corredores, algunos luchando por salir, otros parapetándose en las

habitaciones. Escuché lamentos y vidrios quebrándose. Un boom resonó en alguna

parte en el exterior.

«Que sean los Fabricadores» pensé desesperadamente.

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Mal y yo salimos precipitadamente del palacio y descendimos por lo escalones

de mármol. El chillido del metal retorciéndose rasgó el aire. Miré hacia el camino

de grava blanca a tiempo para ver las puertas doradas del Gran Palacio volando de

sus goznes por una pared de viento Etherealki. Los Grisha del Darkling entraron a

raudales por los terrenos, vestidos con sus brillantes keftas de colores.

Corrimos por el camino hacia el Pequeño Palacio. Nikolai y los guardias reales

nos seguían rezagados debido a la fragilidad de su padre.

A la entrada del túnel arbolado, el Rey se dobló jadeando, mientras la Reina

lloraba y se sujetaba fuerte a su brazo.

―Debo llevarlos al Martín Pescador ―me dijo Nikolai.

―Toma el camino largo ―le aconsejé―. El Darkling se dirigirá al Pequeño

Palacio primero. Vendrá por mí.

―Alina, si te captura…

―Ve ―le dije―. Sálvalos, salva a Baghra. No dejare a los Grisha.

―Los sacaré y regresaré. Lo prometo.

―¿Por tu palabra como asesino y pirata?

Tocó mi mejilla brevemente.

―Corsario.

Otra explosión sacudió la tierra.

―¡Vamos! ―gritó Mal.

Cuando corríamos por el túnel, miré hacia atrás y vi la silueta de Nikolai contra

el crepúsculo púrpura. Me pregunté si lo vería de nuevo.

* * *

La herida en el hombro me quemaba y me picaba, haciéndome ir más rápido

mientras corría por el túnel. La cabeza me daba vueltas… «Si tenían la oportunidad

de encerrarse el salón principal, si tenían tiempo de llegar a las armas en el techo, si

llegaba a los platillos». Todos nuestros planes, desechos por la arrogancia de

Vasily.

Irrumpí al aire libre, y mis zapatillas lanzaron grava cuando patiné para

detenerme. No supe si fue el impulso o la vista frente a mí lo que me hizo caer de

rodillas.

El Pequeño Palacio estaba envuelto en sombras agitadas. Chasqueaban y

zumbaban mientras se deslizaban sobre las paredes y se abalanzaban desde el

techo. Había cuerpos yaciendo en los escalones, cuerpos derrumbados en el suelo.

Las puertas frontales estaban abiertas de par en par.

El pasillo frente a los escalones estaba lleno de fragmentos de espejo quebrado.

A su lado se encontraba uno de los platillos de David destrozado, aplastando el

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cuerpo de una chica con las gafas retorcidas. Paja. Había dos nichevo’ya agachados

frente al platillo, mirando sus reflejos distorsionados.

Solté un grito de pura ira y los atravesé con una fiera andana de luz ardiente. El

haz de luz se fracturó en los bordes del plato cuando los nichevo’ya desaparecieron.

Escuche la ráfaga de un arma de fuego desde el techo. Alguien seguía vivo,

alguien seguía luchando. Y quedaba un platillo. No era mucho, pero era todo lo

que teníamos.

―Por aquí ―dijo Mal.

Arrancamos correr a través del césped y entramos por la puerta que guiaba a

las habitaciones del Darkling. En la base de las escaleras, un nichevo’ya se lanzó

chillando hacia nosotros desde la entrada y me derribó. Mal lo golpeó con su sable,

pero el nichevo’ya ondeó y después se reformó.

―¡Atrás! ―grité. Él se agacho, y atravesé con el Corte al soldado de sombra.

Subí los escalones dos a la vez, con el corazón martilleando y Mal pegado a mis

talones. El aire era denso con el olor de sangre y el ruido retumbante del arma de

fuego.

Cuando emergimos al techo, oí a alguien gritar:

―¡Aléjense!

Sólo tuvimos tiempo para agacharnos antes de que la grenatki estallara sobre

nosotros; nos lastimó los parpados con la luz y nos dejó un zumbido en los oídos.

Había Corporalki manipulando las armas de Nikolai, enviando torrentes de balas

hacia la masa de sombras mientras Fabricadores recargaban las municiones. El

platillo restante estaba rodeado por Grisha armados, luchando por mantener a los

nichevo’ya a raya. David está ahí, sujetando incómodo un rifle e intentando

mantener su terreno. Arrojé un rayo de luz alto en un arco que partió el cielo y nos

dio unos segundos preciosos.

―¡David!

David le dio dos soplidos al silbato que colgaba de su cuello. Nadia se puso las

gafas, y el Durast que manejaba el platillo se puso en posición. No esperé, levanté

las manos y lancé luz sobre el platillo. El silbato sopló y el plato se inclinó. Un solo

haz de luz estalló de la superficie reflectante. Incluso sin el segundo platillo,

atravesó el cielo y ensartó a los nichevo’ya mientras se quemaban hasta ser nada.

El haz barrió el aire en un arco brillante, disolviendo cuerpos negros a su paso,

adelgazando la horda hasta que pudimos ver el profundo crepúsculo de Belyanoch.

Un grito de alegría se alzó de los Grisha al primer vistazo de las estrellas, y una

pizca de esperanza perforó mi terror.

Entonces un nichevo’ya se abrió camino, esquivó el haz y se arrojó hacia el

platillo, meciéndolo de sus amarras.

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Mal se lanzó contra la criatura al instante, lanzando tajos y cortes. Un grupo de

Grisha intentó sujetarlo de sus musculosas piernas, pero la cosa giró y se alejó de

ellos. Entonces los nichevo’ya comenzaron a descender de todas partes. Vi que uno

se deslizaba detrás del haz y se lanzaba contra la parte de atrás del plato. El espejo

se sacudió hacia el frente, la luz se tambaleó, y se apagó.

―¡Nadia! ―grité. Ella y el Durast saltaron lejos del platillo justo a tiempo. Cayó

de costado en un tremendo estallido de vidrio al quebrarse mientras él los

nichevo’ya renovaban su ataque.

Arrojé arco tras arco de luz.

―¡Vayan al recibidor! ―grité―. ¡Sellen las puertas!

Los Grisha corrieron, pero no fueron lo suficientemente rápidos. Escuché un

grito y vi el breve destello del rostro de Fedyor mientras lo levantaban lo arrojaban

del techo. Creé una brillante cortina para cubrirnos, pero los nichevo’ya seguían

atacando. Si tan sólo hubiéramos tenido ambos platos. Si tan sólo hubiéramos

tenido un poco más de tiempo.

Repentinamente, Mal volvía a estar a mi lado, rifle en mano.

―Esto no es bueno ―dijo―. Tenemos que salir de aquí.

Asentí, y regresamos hacia las escaleras mientras el cielo se hacía más denso

con formas que se retorcían. Mi pie dio contra algo suave, y me tropecé.

Sergei estaba acurrucado contra la cúpula. Sostenía a Marie en sus brazos. La

habían abierto desde el cuello hasta el ombligo.

―No queda nadie ―sollozaba él, las lágrimas le corrían por las mejillas―. No

queda nadie. ―Se mecía de atrás hacia adelante, apretando más a Marie. No podía

soportar mirarla. Tonta y risueña Marie, con sus adorables risos castaños.

Los nichevo’ya se escabullían por el techo, acercándose a nosotros en una marea

negra.

―¡Mal, levántalo! ―grité, y corté la multitud de sombras que se apresuraban

hacia nosotros.

Mal tomó a Sergei y lo alejó de Marie. Sergei se sacudió y luchó, pero logramos

entrarlo y cerramos de golpe la puerta detrás de nosotros. Medio lo cargamos,

medio lo arrastramos escaleras abajo. En el segundo tramo escuchamos que la

puerta del techo volaba en pedazos. Arrojé un cortante golpe de luz a lo alto,

esperando golpear algo más que la escalera, y bajamos tambaleantes hacia el último

tramo.

Nos lanzamos al salón principal, y las puertas cerraron de golpe tras nosotros

mientras los Grisha ponían el seguro en su lugar. Se produjo un ruido sordo y

luego otro, mientras los nichevo’ya intentaban entrar por la puerta.

―¡Alina! ―gritó Mal. Me gire y vi que las otras puertas estaban sellada, pero

que seguía habiendo nichevo’ya en el interior. Zoya y el hermano de Nadia estaban

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de espaldas a la pared, usando vientos de Impulsor para levantar mesas, sillas y

trozos de muebles rotos hacia el grupo de soldados de sombras en camino.

Levanté las manos, la luz avanzó en cordones serpenteantes, desgarrando a los

nichevo’ya uno por uno, hasta que desaparecieron. Zoya dejó caer las manos y un

samovar calló con un ruidoso clang.

En cada puerta oíamos golpes y chirridos. Los nichevo’ya estaban arañando la

madera, intentando entrar, buscando una hendidura o brecha para filtrarse. El

zumbido y chasqueo parecía venir de todas partes. Pero los Fabricadores habían

hecho bien su trabajo; los sellos resistirían, al menos por un rato.

Entonces miré alrededor de la habitación. El salón estaba bañado en sangre. Las

paredes estaban manchadas y los pisos de piedra estaban empapados de ella.

Había cuerpos en todas partes, pequeños montones de púrpura, rojo y azul.

―¿Queda alguien más? ―pregunté. No pude evitar el temblor de mi voz.

Zaya dio una sola y aturdida negación. Una salpicadura de sangre cubría una

de sus mejillas.

―Estábamos cenando ―dijo―. Oímos las campanas. No tuvimos tiempo de

sellar las puertas. Simplemente estaban… en todas partes.

Sergei sollozaba en silencio. David se veía pálido, pero calmado. Nadia había

logrado bajar al salón. Rodeaba con un brazo a Adrik, y el aún tenía alzado el

mentón de esa forma testaruda, aunque estaba temblando. Había tres Infernos y

dos Corporalki más: un Sanador y un Cardio. Eran todo lo que quedaba del

Segundo Ejército.

―¿Alguien vio a Tolya y a Tamar? ―pregunté. Pero nadie los había visto.

Debían estar muertos, o tal vez había tenido algo que ver con este desastre. Tamar

había desaparecido del comedor. Por lo que sabía, habían estado trabajando con el

Darkling todo el tiempo.

―Nikolai podría no haberse ido aun ―sugirió Mal―. Podríamos intentar llegar

al Martín Pescador.

Sacudí la cabeza. Si Nikolai no se había ido, entonces él y el resto de la familia

estaban muertos, y posiblemente Baghra también. Tuve una súbita imagen del

cuerpo de Nikolai flotando boca abajo en el lago junto a las astillas del Martín

Pescador.

«No». No pensaría de esa manera. Recordé lo que pensé de Nikolai cuando lo

conocí. Tenía que creer que el zorro astuto escaparía también de esta trampa.

―El Darkling concentro sus fuerzas aquí ―dije―. Podemos huir a la ciudad e

intentar luchar por salir desde ahí.

―Nunca lo lograremos ―dijo Sergei, desesperanzado―. Son demasiados.

Era verdad. Sabíamos que podíamos llegar a esto, pero asumíamos que

tendríamos mejores números, y la esperanza de refuerzos desde Poliznaya.

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Desde alguna parte en la distancia, oímos el retumbar de un trueno.

―Ya viene ―gimió uno de los Infernos―. Oh, Santos, ya viene.

―Nos matara a todos ―susurró Sergei.

―Si tenemos suerte ―replicó Zoya.

No era el comentario más útil, pero tenía razón. Había visto la verdad de cómo

trataba el Darkling con los traidores en las profundidades sombrías de los ojos de

su propia madre, y sospechaba que Zoya y los demás serían tratados con mucha

más dureza.

Zoya intentó limpiarse la sangre de la cara, pero sólo logró dejarse una mancha

sobre la mejilla.

―Yo digo que intentemos llegar a la ciudad. Prefiero enfrentarme a los

monstruos allá afuera que sentarme aquí a esperar por el Darkling.

―Las probabilidades no son buenas ―previne, odiando no tener esperanza que

ofrecerles―. No soy lo suficientemente fuerte para detenerlos.

―Al menos con los nichevo’ya será relativamente rápido ―dijo David. Yo digo

que bajemos a pelear―. Todos nos giramos a mirarlo. Parecía un poco sorprendido

de sí mismo, entonces se encogió de hombros. Encontró mi mirada y dijo―:

Haremos lo mejor que podamos.

Miré alrededor del círculo. Uno a uno, todos asintieron.

Inhalé.

―David, ¿te queda alguna grenatki?

Se sacó dos cilindros de acero de su kefta.

―Estos son los últimos.

―Usa uno, guarda el otro de reserva. Daré la señal. Cuando abra las puertas,

corre hacia las puertas del palacio.

―Me quedo contigo ―dijo Mal.

Abrí la boca para discutir, pero una mirada me dijo que no tenía sentido.

―No esperen por nosotros ―les dije a los otros―. Les daré tanta ventaja como

pueda.

Otro trueno rompió el aire.

Los Grisha arrancaron rifles de los brazos de los muertos y se reunieron a mí

alrededor en la puerta.

―De acuerdo ―dije. Me giré y puse las manos sobre las manijas talladas. A

través de las palmas, sentía el golpe de los cuerpos de los nichevo’ya cuando se

lanzaban contra la madera. Mi herida dio un agudo palpitar.

Asentí a Zoya. La cerradura se abrió. Abrí de golpe la puerta y grité:

―¡Ahora!

David lanzó la bomba de luz en el crepúsculo, mientras Zoya alzaba los brazos

en el aire, elevando más alto el cilindro.

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―¡Abajo! ―gritó David. Nos giramos hacia el resguardo del salón, con los ojos

bien cerrados y las manos sobre la cabeza, esperando la explosión.

La explosión sacudió el piso de piedra bajo nuestros pies, y el brillo quemó de

rojo mis parpados cerrados.

Huimos. Los nichevo’ya había se había dispersado, sorprendidos por el estallido

de luz y el sonido, pero sólo segundos más tarde, giraron de vuelta hacia nosotros.

―¡Corran! ―grité. Levanté los brazos e invoqué la luz en fieras guadañas,

cortando a través del cielo violeta, atravesado a un nichevo’ya tras otro mientras Mal

abría fuego. Los Grisha corrían por el túnel del bosque.

Hice uso de cada parte del poder del ciervo, la fuerza de la sierpe de mar, cada

truco que Baghra alguna vez me habían enseñado. Atraje la luz hacia mí y la afilé

en mordaces arcos que cortaban senderos luminosos a través del ejército de

sombras.

Pero simplemente eran demasiados. ¿Qué le había costado al Darkling crear tal

multitud? Se abalanzaban con los cuerpos cambiando y girando como brillantes

nubes de insectos, con los brazos estirados hacia el frente, y las afiladas garras al

descubierto. Empujaban a los Grisha de regreso al túnel, sus alas negras batían el

aire, con los retorcidos agujeros vacíos que eran sus bocas ya abriéndose.

Entonces, el aire cobró vida con el sonido de un arma de fuego. Había soldados

dispersándose del bosque a mi izquierda, disparando mientras corrían. El grito de

guerra que emitían sus labios me erizó el vello de los brazos. «Sankta Alina».

Se arrojaron contra los nichevo’ya, blandiendo espadas y sables, rasgando a los

monstruos con terrible ferocidad. Algunos vestían como granjeros, otros con

andrajosos uniformes del Primer Ejército, pero cada uno de ellos llevaba tatuajes

idénticos: mi rayo de sol, dibujado en tinta en un costado de sus rostros.

Sólo dos no portaban marca. Tolya y Tamar guiaban la carga, con ojos salvajes,

filos centelleando, y rugiendo mi nombre.

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Traducido por Andrés_S

Los soldados del sol se zambulleron en la horda de la sombra, cortando y

haciendo retroceder a los nichevo'ya mientras los tiradores disparaban una y otra

vez. Pero, a pesar de su ferocidad, no eran más que humanos; carne y acero contra

sombra viviente. Uno por uno, los nichevo'ya comenzaron a aniquilarlos.

―¡Diríjanse a la capilla! ―gritó Tamar.

¿La capilla? ¿Acaso planeaba lanzarle himnarios al Darkling?

―¡Estaremos atrapados! ―gritó Sergei, mientras corría hacia mí.

―Ya estamos atrapados ―respondió Mal, se arrojó el fusil a la espalda y me

tomó del brazo―. ¡Vamos!

No sabía qué pensar, pero no teníamos más opciones.

―David ―grité―. ¡La segunda bomba!

La lanzó hacia los nichevo’ya. Su puntería era salvaje, pero Zoya estaba allí para

ayudarle.

Nos sumergimos en el bosque con los soldados del sol en la retaguardia. La

explosión destrozó los árboles en una ráfaga de luz blanca.

En la capilla había lámparas encendidas y la puerta estaba abierta. Nos

lanzamos el interior mientras nuestras pisadas formaban ecos que resonaban a lo

largo de los bancos y de la cúpula azul vidriada.

―¿A dónde vamos? ―gritó Sergei con pánico.

Ya oíamos el zumbido, el murmullo chasqueante desde el exterior. Tolya cerró

de golpe la puerta de la capilla, dejando caer un pesado pasador de madera en su

lugar. Los soldados del sol tomaron sus posiciones en las ventanas, con sus rifles en

mano.

Tamar brincó sobre un banco y se pasó corriendo junto a mí por el pasillo.

―¡Vamos!

La miré con confusión. ¿Adónde se suponía que teníamos que ir? Pasó junto al

altar y cogió una de las esquinas de la madera dorada del tríptico. Me quedé

boquiabierta cuando el panel dañado por el agua se abrió, revelando la boca oscura

de un pasadizo. Así habían llegado los soldados de sol a los terrenos y así había

escapado Apparat del Gran Palacio.

―¿A dónde conduce? ―preguntó David.

―¿Acaso importa? ―replicó Zoya.

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Leigh Bardugo Dark Guardians

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El edificio se sacudió cuando el fuerte crujido de un trueno hendió el aire. La

puerta de la capilla voló en pedazos. Tolya salió lanzado hacia atrás y la oscuridad

se derramó al interior.

El Darkling entró sostenido por una marea de sombras, llevado en alto por

monstruos que lo depositaron sobre el suelo de la capilla con infinito cuidado.

―¡Fuego! ―gritó Tamar.

Repiquetearon los disparos, los nichevo'ya se retorcieron y giraron alrededor del

Darkling, cambiando y reformándose a medida que las balas impactaban contra

sus cuerpos, uno tomando el lugar de otro en una marea de sombras sin fisura

alguna. Él ni siquiera interrumpió su paso.

Los nichevo'ya corrían se derramaban por la puerta de la capilla. Tolya ya estaba

de pie y corriendo a mi lado con las pistolas desenfundadas. Tamar y Mal me

flanquearon, los Grisha se formaron detrás de nosotros. Alcé las manos, invocando

la luz, preparándome para el ataque.

―Ríndete Alina ―dijo el Darkling. Su voz fría hizo eco a través de la capilla,

interrumpiendo el ruido y el caos―. Ríndete, y los perdonaré.

En respuesta, Tamar raspó el filo de su hacha contra el otro, produciendo un

horrible chillido de metal contra metal. Los soldados del sol levantaron sus rifles, y

oí el sonido que producían los Infernos al golpear sus pedernales.

―Mira a tu alrededor, Alina ―dijo el Darkling―. No puedes ganar. Sólo

puedes verlos morir, ven a mí y no les haré ningún daño, ni a tus soldados

fanáticos, ni siquiera a los Grisha traidores.

Contemplé la pesadilla de la capilla; los nichevo'ya pululaban sobre nosotros, se

amontonaban contra el interior de la cúpula, se agrupaban en torno al Darkling en

una nube densa de cuerpos y alas. Podía ver más a través de las ventanas, flotando

en el cielo crepuscular.

Vi la determinación en los rostros de los soldados del sol, pero sus filas se

habían visto muy mermadas. Uno de ellos tenía granos en la barbilla bajo su

tatuaje, no tendría ni doce años. Necesitaban un milagro de su Santa, uno que yo

no podía realizar.

Tolya amartillo los gatillos de sus pistolas.

―Esperen ―les dije.

―Alina ―susurró Tamar―, todavía podemos sacarte de aquí.

―Esperen ―repetí.

Los soldados de sol bajaron sus fusiles. Tamar bajó las hachas a la altura de sus

caderas, pero mantuvo firme su agarre.

―¿Cuáles son tus condiciones? ―le pregunté.

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Leigh Bardugo Dark Guardians

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Mal frunció el ceño y Tolya negó con la cabeza, pero no me importó. Sabía que

podría ser una trampa, pero si había incluso una oportunidad de salvar sus vidas,

tenía que aprovecharla.

―Entrégate ―dijo el Darkling―, y todos ellos pueden irse, pueden bajar por

esa madriguera de conejo y desaparecer para siempre.

―¿Irnos? ―susurró Sergei.

―Está mintiendo ―dijo Mal―, es lo único que sabe hacer.

―No tengo necesidad de mentir ―dijo el Darkling―, Alina quiere venir

conmigo.

―Ella no quiere saber nada de ti ―espetó Mal.

―¿No? ―preguntó el Darkling. Su pelo oscuro brillaba a la luz de las lámparas

de la capilla. Convocar a su ejército de sombras se había cobrado su precio; estaba

más delgado, más pálido, pero de alguna manera, los agudos ángulos de su rostro

sólo lo hacían lucir más hermoso―. Te advertí que tu otkazat'sya nunca podría

entenderte, Alina. Te dije que sólo te temería y a recelaría de tu poder. Dime que

me equivoqué.

―Te equivocaste. ―Mi voz era firme, pero la duda se asentó en mi corazón.

El Darkling negó con la cabeza.

―No puedes mentirme ¿Crees que podría haber venido a ti una y otra vez, si

hubieras estado menos sola? Tú me llamaste, y yo te respondí.

No podía creer lo que estaba escuchando.

―Tú... ¿tú estabas allí?

―En el Abismo, en el palacio, anoche.

Me sonrojé al recordar su cuerpo sobre el mío. La vergüenza me recorrió de

pies a cabeza, pero con ella sentí un alivio abrumador. No lo había imaginado.

―Eso no es posible ―espetó Mal.

―No tienes idea de lo que puedo hacer posible, rastreador.

Cerré los ojos.

―Alina…

―He visto lo que eres realmente ―prosiguió el Darkling―, y nunca te he

rechazado, jamás lo haré. ¿Acaso puede él decir lo mismo?

―No sabes nada de ella ―dijo Mal con fiereza.

―Ven conmigo ahora y todo esto se detendrá; el miedo, la incertidumbre, el

derramamiento de sangre. Déjalo ir Alina, déjalos ir a todos.

―No ―le dije. Pero mientras negaba con la cabeza, algo en mí interior gritaba:

«Sí».

El Darkling suspiró y miró por encima del hombro.

―Tráiganla ―ordenó. Una figura se adelantó, envuelta en un chal pesado,

encorvada y con movimiento lentos, como si cada paso le causara dolor. «Baghra».

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Mi estómago se retorció de forma enfermiza. «¿Por qué tenía que ser tan terca?

¿Por qué no podía haberse ido con Nikolai? A menos que Nikolai nunca hubiera

logrado salir».

El Darkling puso una mano en el hombro de Baghra. Ella se estremeció.

―Déjala en paz ―le dije con rabia.

―Muéstrales ―dijo.

Ella se desenrolló el chal. Aspiré airé con fuerza y oí que alguien gemía a mi

espalda.

No era Baghra. Pero tampoco sabía lo que era. Las mordeduras estaban por

todas partes, crestas negras de carne, masas retorcidas de tejidos que nunca

podrían ser sanados ni por mano de Grisha, ni por ninguna otra. La marcas

inconfundibles de los nichevo’ya. Entonces vi la descolorida llama de su pelo y el

precioso color ámbar en el único ojo que le quedaba.

―Genya ―jadeé.

Nos quedamos en un silencio terrible. Di un paso hacia ella, pero entonces

David se me adelantó por los escalones del altar. Genya se encogió para alejarse de

él, se cubrió de nuevo con el chal y giró para ocultar su rostro. David desaceleró y

dudó. Luego extendió la mano gentilmente para tocarle el hombro. Vi que la

espalda subía y bajaba, y supe que estaba llorando.

Me cubrí la boca cuando un sollozo se liberó de mi garganta.

Ya había visto mil horrores en este largo día, pero este fue el que me doblegó;

ver a Genya encogida lejos de David como un animal asustado. La luminosa Genya

con su piel de alabastro y manos agraciadas. La resistente Genya, que había

aguantado constantes humillaciones e insultos, pero que siempre había sostenido

en alto su adorable barbilla. La tonta Genya, que había tratado de ser mi amiga y

se había atrevido a mostrarme misericordia.

David envolvió su brazo alrededor de los hombros de Genya y lentamente la

hizo caminar por el pasillo. El Darkling no intento detenerlos.

―He librado la guerra a la que me obligaste, Alina ―dijo el Darkling―, si no

hubieras huido de mí, el Segundo Ejército todavía estaría intacto. Todos aquellos

Grisha todavía estarían vivos. Tu rastreador estaría seguro y feliz con su

regimiento. ¿Cuándo será suficiente? ¿Cuándo vas a permitir que me detenga?

«Nada te puede ayudar. Tu única esperanza es correr». Baghra tenía razón.

Había sido una tonta al pensar que podía luchar contra él. Lo había intentado y un

sinnúmero de personas han perdido la vida por ello.

―Estás de luto por los muertos en Novokribirsk ―continuó el Darkling―, la

gente perdida en el Abismo. Pero, ¿qué hay de los miles que vinieron antes que

ellos, los que se dedicaron a guerras sin fin? ¿Qué hay de los otros que en este

momento mueren en costas lejanas? Juntos podemos poner fin a todo eso.

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Razonable. Lógico. Por una vez, dejé que las palabras penetraran. Un final para

todo.

«Se acabó».

Debería haberme sentido abatida ante el pensamiento, derrotada, pero en vez

de eso, me había llenado de una curiosa ligereza. ¿Es que acaso una parte de mí no

había sabido desde el principio que todo iba a terminar de esta manera?

Desde el momento en que el Darkling había deslizado su mano sobre mi brazo

en el pabellón Grisha hacía ya tanto tiempo, había tomado posesión de mí.

Simplemente no me había dado cuenta.

―Está bien ―le susurré.

―¡Alina, no! ―dijo Mal furiosamente.

―¿Los dejarás ir ―le pregunté―. ¿A todos ellos?

―Necesitamos al rastreador ―me dijo el Darkling―, para el pájaro de fuego.

―Él también se va. No puedes tenernos a ambos.

El Darkling hizo una pausa, luego asintió una vez. Sabía que pensaba que iba a

encontrar una manera de reclamar a Mal. Dejé que se lo creyera, pero jamás iba a

dejar que eso ocurriera.

―Yo no voy a ninguna parte ―dijo Mal con los dientes apretados.

Me volví hacia Tolya y Tamar.

―Llévenselo de aquí. Aunque tengan que arrastrarlo.

―Alina…

―No vamos a irnos ―dijo Tamar―. Lo hemos jurado.

―Lo harán.

Tolya sacudió su enorme cabeza.

―Te juramos nuestras vidas. Cada uno de nosotros.

Me di la vuelta para enfrentarse a ellos.

―Entonces hagan lo que les ordeno ―les dije―. Tolya Yul-Baatar, Tamar Kir-

Baatar, se llevarán a estas personas a un lugar seguro. ―Invoqué la luz y creé un

halo glorioso a mí alrededor. Un truco barato, pero bastante bueno. Nikolai se

habría sentido orgulloso―. No me fallen.

Tamar tenía lágrimas en los ojos, pero ella y su hermano inclinaron la cabeza.

Mal me enganchó del brazo y me dio la vuelta bruscamente.

―¿Qué estás haciendo?

―Quiero hacerlo. ―«Lo necesito». Sacrificio o egoísmo, ya no importaba.

―No te creo.

―No puedo huir de lo que soy, Mal, de lo que me estoy convirtiendo. No

puedo devolverte a la Alina que conociste, pero puedo liberarlos.

―No puedes... no puedes elegirlo a él.

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―No hay ninguna decisión que tomar. Esto ya estaba destinado. ―Era cierto, lo

sentía en el collar, en el peso del grillete. Por primera vez en semanas, me sentía

fuerte.

Él negó con la cabeza.

―Esto es un error. ―La expresión de su rostro casi me desarmó. Estaba

perdido, sobresaltado, como un niño de pie a solas en las ruinas de una aldea en

llamas―. Por favor, Alina ―dijo en voz baja―, por favor, esto no puede ser el fin.

Apoyé la mano en su mejilla, con la esperanza de que todavía hubiera lo

suficiente entre nosotros como para hacerle entender. Me puse de puntillas y besé

la cicatriz en su mandíbula.

―Te he amado toda mi vida, Mal ―le susurré a través de mis lágrimas―.

Nuestra historia no tiene fin.

Di un paso atrás, memorizando cada línea de su rostro amado. Entonces me di

la vuelta y caminé por el pasillo.

Mis pasos eran seguros. Mal tendría una vida, encontraría su propósito. Ahora

yo tenía que buscar el mío. Nikolai me había prometido una oportunidad de salvar

a Ravka, de reparar todo lo que había hecho. Lo había intentado, pero era un regalo

que me daba el Darkling.

―¡Alina! ―gritó Mal. Oí un forcejeo detrás de mí y supe que Tolya lo había

sujetado―. ¡Alina!

Su voz era madera cruda y blanca, arrancada del corazón de un árbol. No me

volví. El Darkling estaba esperando, su guardia de sombras se cernía y cambiaba a

su alrededor. Tenía miedo, pero bajo el miedo, estaba ansiosa.

―Somos iguales ―dijo―, como nadie hasta ahora, como nadie podrá ser jamás.

La verdad de sus palabras resonó en mi interior. «Los semejantes se atraen».

Me tendió la mano y entré en sus brazos. Ahuequé su nuca, sintiendo el roce de

su pelo suave como la seda en la punta de mis dedos. Sabía que Mal estaba

observándonos. Necesitaba que nos diera la espalda, necesitaba que se fuera. Alcé

mi rostro hasta mirar al Darkling.

―Mi poder es tuyo ―le susurré.

Vi el júbilo y el triunfo en sus ojos cuando posó su boca sobre la mía. Nuestros

labios se encontraron y la conexión entre nosotros se abrió. No era como había

tocado en mis visiones, cuando había venido a mí como sombra. Esto era real, y

podría ahogarme en ello.

El poder fluyó a través de mí, el poder del ciervo, de su fuerte corazón latiendo

en nuestros cuerpos, la vida que había tomado, la vida que había tratado de salvar.

Pero también sentí el poder del Darkling, el poder del Hereje Oscuro, el poder del

Abismo.

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«Los semejantes se atraen». Lo había sentido cuando el Colibrí había entrado al

Falso Océano, pero tenía demasiado miedo de abrazarlo. Esta vez, no luché, dejé ir

mi miedo, mi culpa, mi vergüenza. Había oscuridad en mi interior; él la había

puesto allí, y ya no lo negaría. Los volcra, los nichevo’ya ahora eran mi monstruos,

todos de ellos, y él era mi monstruo también.

―Mi poder es tuyo ―repetí. Sus brazos se apretaron a mí alrededor. ―Y el

tuyo es mío ―susurré contra sus labios.

«Mío».

La palabra reverberó a través de mí, a través de los dos.

Los soldados sombra cambiaron y zumbaron.

Recordé la forma en que me había sentido en aquel claro cubierto de nieve,

cuando el Darkling me había puesto el collar en el cuello, apoderándose de mi

poder. Lo alcancé a través de la conexión entre nosotros.

Él se echó hacia atrás.

―¿Qué estás haciendo?

Supe por qué nunca había tenido la intención de matar a la sierpe de mar él

mismo, por qué no había querido formar esa segunda conexión. Tenía miedo.

«Mío».

Me abrí camino a través de la unión forjada por el collar de Morozova y me

apoderé del poder del Darkling.

La oscuridad se derramó de su interior, tinta negra de sus palmas, ondulante y

deslizante, floreciendo en la forma de un nichevo’ya: las manos, la cabeza, las garras

y alas, la primera de mis abominaciones.

El Darkling trató de apartarse de mí, pero me aferré con aún más fuerza,

llamando su poder, llamando a la oscuridad como alguna vez él había usado el

collar para convocar mi luz.

Otra criatura brotó y luego otra. El Darkling gritó mientras se desprendían de

él. Yo también lo sentía, sentía como mi corazón se contraía a medida que cada

soldado sombra desgarraba un poco de mi ser, exigiendo el precio por su creación.

―Detente ―dijo el Darkling con voz áspera.

Los nichevo'ya zumbaban nerviosamente a nuestro alrededor, chasqueando y

zumbando más y más rápido. Uno tras otro, di la existencia a mis soldados oscuros

y mi ejército se alzó a nuestro alrededor.

El Darkling gimió y yo también. Caímos apoyados el uno contra el otro, pero no

aflojé mi agarre.

―¡Nos matarás a ambos! ―exclamó.

―Sí.

Las piernas del Darkling se doblaron, y caímos de rodillas. Esta no era la

Pequeña Ciencia, era magia, algo antiguo, creación en el corazón del mundo. Era

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aterradora, no tenía límites. No era de extrañar que el Darkling ansiara siempre

más.

La oscuridad zumbó y repiqueteó, mil langostas, escarabajos y moscas

hambrientas, chasqueando las patas, batiendo las alas. Los nichevo'ya ondularon y

volvieron a formarse, zumbando en un frenesí impulsado por su rabia y mi júbilo.

Otro monstruo, otro más.

De la nariz del Darkling brotaba sangre. La habitación parecía retumbar y

comprendí que estaba convulsionando. Me estaba muriendo poco a poco, con cada

monstruo que desgarraba su camino hacia la libertad.

«Sólo un poco más ―pensé―. Sólo unos pocos más. Sólo lo suficiente para

saber que lo he enviado al otro mundo antes de seguirlo».

―¡Alina!―oí que Mal me llamaba como desde una gran distancia. Me estaba

tironeando, me alejaba.

―¡No! ―grité―. Déjame terminar con esto.

―¡Alina!

Mal me tomó de la muñeca y un temblor me atravesó. A través de la bruma de

sangre y sombra, vislumbré algo hermoso, como si mirara a través de una puerta

dorada.

Mal me arrancó del lado Darkling, pero no antes de que les gritara a mis hijos

una última exhortación: «Derriben todo».

El Darkling se desplomó en el suelo. Los monstruos se alzaron en una columna

negra que daba vueltas a su alrededor, para luego estrellarse contra las paredes de

la capilla, sacudiendo el pequeño edificio hasta sus cimientos.

Mal me tenía en sus brazos y corría por el pasillo. Los nichevo'ya se lanzaban

contra las paredes de la capilla. Losas de yeso caían al suelo y la cúpula azul se

balanceaba mientras sus soportes comenzaban a ceder.

Mal saltó más allá del altar y se sumergió en el pasaje. El olor a tierra mojada y

el moho me llenaba las fosas nasales, se mezclaba con el dulce aroma del incienso

de la capilla. Mal corrió una carrera contra el desastre que yo había desatado.

Sonó una explosión en alguna parte mientras la capilla se derrumbaba. El

impacto rugió a través del túnel. Una nube de polvo y escombros nos golpeó con la

fuerza de una onda de choque. Mal voló hacia adelante, caí de sus brazos y el

mundo se vino abajo a nuestro alrededor.

* * *

Lo primero que escuché fue el ruido sordo de la voz de Tolya. No podía hablar,

no podía gritar. Todo lo que conocía era el dolor y el peso implacable de la tierra.

Más tarde me enteraría que habían trabajado sobre mí durante horas, insuflando

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aire de nuevo en mis pulmones, deteniendo el flujo de sangre, tratando de reparar

las peores fracturas de mis huesos.

Mi consciencia iba y venía. Tenía la boca seca y cerrada por la hinchazón.

Estaba bastante segura de que me había mordido la lengua. Oí a Tamar dando

órdenes.

―Acaben de derribar el resto del túnel. Tenemos que llegar tan lejos como nos

sea posible.

«Mal». ¿Estaba aquí? ¿Enterrado bajo los escombros? No podía dejar que lo

abandonaran. Forcé mis labios a formar su nombre.

―Mal. ―¿Acaso podían oírme? Mi voz sonaba apagada y mal a mis oídos.

―Está sufriendo. ¿Deberíamos dormirla? ―preguntó Tamar.

―No quiero correr el riesgo de que su corazón se detenga de nuevo

―respondió Tolya.

―Mal ―repetí.

―Dejen abierto el paso hacia el convento ―le dijo Tamar a alguien―. Con

suerte, él pensará salimos por allá.

El convento. Sankta Lizabeta. Los jardines junto a la mansión Gritzki. No podía

ordenar mis pensamientos. Traté de pronunciar el nombre de Mal de nuevo, pero

mi boca no funcionaba. El dolor se agolpaba en mi interior ¿Y si lo había perdido?

Si hubiera tenido fuerzas hubiera gritado, hubiera despotricado. En cambio, me

hundí en la oscuridad.

* * *

Cuando volví en mí, el mundo se tambaleaba. Recordé despertar a bordo del

ballenero y por un momento terrible, pensé que podría estar en un barco. Abrí los

ojos y vi la tierra y las rocas por encima de mí. Nos movíamos a través de una

enorme caverna. Estaba acostada en algún tipo de litera apoyada sobre los hombros

de dos hombres.

Fue una lucha permanecer consciente. Había pasado la mayor parte de mi vida

sintiéndome enferma y débil, pero que nunca había conocido fatiga como esta. Yo

era una cáscara, vaciada y raspada hasta quedar limpia. Si alguna brisa hubiera

llegado hasta nosotros tan por debajo de la tierra, habría volado hacia la nada.

Aunque todos los huesos y músculos de mi cuerpo gritaron en señal de

protesta, me las arreglé para volver la cabeza.

Mal estaba allí, tendido sobre otra litera, llevada en paralelo a unos pocos

metros a mi lado. Estaba mirándome, como si hubiera estado esperando a que

despertara. Él extendió la mano, encontré algunas reservas de fuerza y estiré mi

mano sobre el borde de la litera. Cuando nuestros dedos se tocaron, oí un sollozo y

me di cuenta de que estaba llorando. Lloré por el alivio de no tener que vivir con la

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carga de su muerte, pero alojada en mi gratitud, sentí la espina brillante del

resentimiento. Lloré por la rabia de tener que seguir viviendo.

* * *

Viajamos por kilómetros, a través de pasajes tan estrechos que tuvieron que

bajar mi litera a la suelo y deslizarme por la roca, también a través de túneles altos

y lo suficientemente anchos para diez carretas de heno. No sé por cuánto tiempo

continuamos de esa manera. No había noches ni días bajo tierra.

Mal se recuperó antes que yo y cojeaba junto a mi litera. Había resultado herido

cuando el túnel se derrumbó, pero los Grisha lo habían restaurado. Lo que yo había

sufrido, lo que había aguantado, ellos no tenían poder para curarlo.

En algún momento, nos detuvimos en una cueva que goteaba con hileras de

estalactitas. Había oído uno de mis cargueros llamarla la Boca del Gusano. Cuando

me bajaron, Mal estaba allí, y con su ayuda, me las arreglé para conseguir sentarme

apoyada contra la pared de la cueva. Incluso ese esfuerzo me dejó mareada y

cuando me dio unos toquecitos en la nariz con su manga, vi que estaba sangrando.

―¿Qué tan malo es? ―le pregunté.

―Has tenido días mejores ―admitió― Los peregrinos mencionaron algo

llamado La Catedral Blanca, creo que es ahí donde nos dirigimos.

―Me llevan al Apparat.

Mal echó un vistazo alrededor de la caverna.

―Así escapó el Gran Palacio después del golpe, y es así cómo ha logrado evadir

la captura durante tanto tiempo.

―También es cómo apareció y desapareció en la fiesta de adivinación. La

mansión estaba al lado del Convento de Sankta Lizabeta, ¿recuerdas? Tamar me

llevó directamente a él, y luego lo dejó escapar. ―Escuché la amargura en mi débil

voz.

Poco a poco, mi mente confundida había podido reconstruirlo todo. Sólo Tolya

y Tamar habían sabido de la fiesta y habían arreglado que el Apparat se encontrara

conmigo. Ya estaban entre los peregrinos esa mañana, para ver el amanecer con los

fieles cuando casi empecé el disturbio. Fue así como habían llegado con tanta

rapidez; y Tamar había desaparecido del Nido de Águila, tan pronto como había

empezado a sospechar del peligro. Sabía que los gemelos y sus soldados de sol

eran la única razón por la que los Grisha habían sobrevivido, pero sus mentiras aún

me escocían.

―¿Cómo están los demás?

Mal miró hacia donde el grupo hecho polvo de Grisha se acurrucaba entre las

sombras.

―Saben del grillete ―dijo―. Están asustados.

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―¿Y el pájaro de fuego?

Negó con la cabeza.

―No lo creo.

―Les diré muy pronto.

―Sergei no ha estado bien ―continuó Mal―. Creo que está todavía en estado

de shock. El resto parece estar aguatando bien.

―¿Genya?

―Ella y David se rezagaron del grupo. No puede moverse muy rápido. ―Hizo

una pausa―. Los peregrinos la llaman Razrusha'ya.

La arruinada.

―Tengo que ver Tolya y a Tamar.

―Necesitas descansar.

―Ahora mismo ―le dije―. Por favor.

Se puso de pie, pero vaciló. Cuando volvió a hablar, su voz fue dura.

―Deberías haberme dicho lo que intentabas hacer.

Aparté la vista. La distancia entre nosotros se sintió aún más profunda que

antes. «Traté de liberarte, Mal. Del Darkling, de mí».

―Debiste haberme dejado terminar ―le dije―. Debiste haberme dejado morir.

Cuando escuché que sus pasos se desvanecían, dejé caer mi barbilla. Oí mi

respiración en jadeos. Cuando tuve la fuerza para levantar la vista, Tolya y Tamar

se encontraban arrodillados frente a mí con las cabezas inclinadas.

―Mírenme ―les dije.

Obedecieron. Tolya tenía las mangas arremangadas, y vi que sus enormes

antebrazos estaban adornados con soles.

―¿Por qué no me lo dijeron, simplemente?

―Nunca nos habrías permitido permanecer tan cerca ―replicó Tamar.

Era cierto. Incluso ahora no estaba segura de qué hacer con ellos.

―Si creen que soy una Santa, ¿por qué no me dejaron morir en la capilla? ¿Y si

ese estaba destinado a ser mi martirio?

―Entonces habrías muerto ―dijo Tolya sin dudarlo―, no te habríamos

encontrado a tiempo entre los escombros ni tampoco hubiéramos podido revivirte.

―Dejaron que Mal volviera por mí, aún después de que me dieron sus votos.

―Se nos escapó ―dijo Tamar.

Levanté una ceja. El día en que Mal pudiera romper el agarre de Tolya sería un

día de milagros.

Tolya bajó la cabeza y dejó caer sus enormes hombros.

―Perdóname ―dijo―. No podía ser yo el que lo alejara de ti.

Suspiré. Algún guerrero santo.

―¿Me sirven?

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―Sí ―dijeron al unísono.

―¿No al sacerdote?

―Te servimos ―dijo Tolya, su voz era un murmullo feroz.

―Ya veremos ―murmuré, los despedí con un gesto. Se levantaron para irse,

pero los llamé de nuevo―. A algunos de los peregrinos les ha dado por llamar a

Genya Razrusha’ya. Adviértanles de una vez que si dicen esa palabra de nuevo, les

cortarán la lengua.

No parpadearon ni se inmutaron, hicieron sus reverencias y se fueron.

* * *

La Catedral Blanca era una caverna de cuarzo alabastro, tan vasta que podría

haber albergado una ciudad en su brillantes profundidades marfileñas. Sus paredes

eran húmedas y florecidas con setas, lirios de sal y hongos venenosos con forma de

estrella. Estaba enterrada profundamente bajo Ravka, en algún lugar al norte de la

capital.

Quería encontrarme con el sacerdote de pie, así que me aferré al brazo del Mal

mientras nos presentaban ante él, tratando de ocultar el esfuerzo que me costaba el

mero acto de permanecer en posición vertical y la forma en que mi cuerpo se

estremecía.

―Sankta Alina ―dijo el Apparat―. Por fin ha venido a nosotros.

Luego cayó de rodillas sobre su andrajosa túnica marrón. Me besó la mano y

luego el dobladillo. Llamó a los fieles y miles de ellos se reunieron en el vientre de

la caverna. Cuando habló, parecía que el mismo aire a temblaba.

―Nos levantaremos para construir un nuevo Ravka ―rugió―. ¡Un país libre

de tiranos y reyes! ¡Saldremos de la tierra y haremos retroceder a las sombras en

una marea de rectitud!

Bajo nosotros, los peregrinos cantaban. «Sankta Alina».

Había habitaciones excavadas en la roca que brillaban como el marfil y

centelleaban por las finas vetas de plata. Mal me ayudó a llegar a mi habitación, me

hizo comer algunos bocados de gachas de guisantes dulces, y me trajo una jarra de

agua fresca para llenar mi palangana. Habían fijado un espejo directamente en la

piedra, y cuando me vi, dejé escapar un pequeño grito. La pesada jarra se estrelló

contra el suelo. Mi piel estaba pálida, estirada sobre los huesos sobresalientes. Mis

ojos eran huecos amoratados. Mi cabello se había vuelto completamente blanco,

como una fina y débil capa de nieve recién caída.

Toqué con mis dedos el cristal. La mirada de Mal se encontró con la mía en el

reflejo.

―Debí habértelo advertido ―dijo.

―Me veo como un monstruo.

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―Más bien como un khitka.

―Los espíritus del bosque también comen niños.

―Sólo cuando tienen hambre ―me dijo.

Traté de sonreír, de aferrarme a este rayo de calor entre nosotros, pero noté

cuán lejos de mí se había ubicado, con los brazos a la espalda, como un guardia

vigilante.

Confundió el significado del brillo de las lágrimas en mis ojos.

―Vas a estar mejor ―dijo―. Una vez que uses tu poder.

―Por supuesto ―le contesté, volviéndole la espalda al espejo, sintiendo que el

cansancio y el dolor se asentaban en mis huesos.

Dudé y luego les lancé una mirada significativa a los hombres que el Apparat

había apostado en la puerta de la recámara. Mal se acercó más. Quería presionar mi

mejilla contra su pecho, sentir sus brazos a mí alrededor, escuchar el constante

ritmo de su corazón humano, pero no lo hice. En su lugar, hablé bajo, sin apenas

mover los labios.

―Lo he intentado ―le susurré―. Algo malo me sucede.

El frunció el ceño.

―¿No puedes invocar? ―preguntó vacilante. ¿Había miedo en su voz?

¿Esperanza? ¿Preocupación? No podría decirlo. Todo lo que podía percibir en él

era precaución.

―Estoy demasiado débil o estamos demasiado lejos de la superficie. No lo sé.

Observé su rostro, recordando la discusión que habíamos tenido en el

bosquecillo de abedules, cuando me había preguntado si renunciaría a ser Grisha.

«Nunca» le había dicho. Nunca.

La desesperanza llenó mi interior, densa y negra, abrumadora como la presión

de la tierra. No quería decir las palabras, no quería dar voz al temor que había

llevado conmigo a través de los largos y oscuros kilómetros bajo tierra, pero me

obligué a decirlo.

―La luz no vendrá, Mal. Mi poder se ha ido.

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Traducido por plluberes

De nuevo, la muchacha soñó con barcos, pero esta vez, volaban. Tenían alas

blancas hechas de tela, y un zorro de mirada inteligente estaba al timón. A veces, el

zorro se convertía en un príncipe que la besaba en los labios y le ofrecía una corona

enjoyada. A veces era un sabueso infernal rojo, con espuma en el hocico, que le

mordía los talones mientras corría.

De vez en cuando, soñaba con el pájaro de fuego. La atrapaba en sus alas

ardientes y la sostenía mientras se quemaba.

Mucho antes de que llegara la noticia, supo que el Darkling había sobrevivido y

que había fallado una vez más. Había sido rescatado por sus Grisha y ahora

gobernaba Ravka desde un trono envuelto en sombras, rodeado de su horda

monstruosa. Si había quedado debilitado por lo que ella había hecho en la capilla,

no lo sabía. Él era antiguo, y el poder le era familiar como nunca lo había sido para

ella.

Sus guardias oprichniki entraron en monasterios e iglesias, rompieron baldosas y

cavaron en el suelo, buscando a la Invocadora del Sol. Se ofrecieron recompensas,

se hicieron amenazas, y una vez más, a la muchacha se le dio caza.

El sacerdote le juró que estaba a salvo en la red de pasajes en expansión que

cruzaba Ravka como un mapa secreto. Hubo quienes afirmaron que los túneles los

habían cavado los ejércitos de los fieles, que les habían tomado cientos de años con

picos y hachas el tallarlos. Otros dijeron que eran obra de un monstruo, un gran

gusano que tragaba tierra, roca, raíces, y grava, que excavó los caminos

subterráneos que llevaban a los antiguos lugares sagrados, donde todavía se decían

las oraciones medio recordadas. La muchacha sólo sabía que ningún lugar podría

mantenerlos a salvo por mucho tiempo.

Miró los rostros de sus seguidores: ancianos, mujeres jóvenes, niños, soldados,

granjeros, convictos. Todo lo que veía eran cadáveres, más cuerpos para que

Darkling le depositara a los pies.

El Apparat lloró, gritando su gratitud porque la Santa del Sol siguiera viviendo,

porque una vez más se hubiera salvado. En su salvaje mirada oscura, la muchacha

vio una verdad diferente: un mártir muerto daba menos problemas que un santo

vivo.

Las oraciones de los fieles se alzaron alrededor de la muchacha y el muchacho,

haciendo eco y multiplicándose bajo la tierra, rebotando en los altísimos muros de

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piedra de la Catedral Blanca. El Apparat dijo que era un lugar sagrado, su refugio,

su santuario, su hogar.

El muchacho sacudió la cabeza. Conocía una celda cuando la veía.

Se equivocaba, por supuesto. La muchacha lo sabía por la forma en que la

miraba el Apparat cuando luchaba por ponerse de pie. Lo escuchaba en cada latido

de su frágil corazón. Este lugar no era la cárcel. Era una tumba.

Pero la muchacha había pasado largo tiempo siendo invisible. Ya había tenido

la vida de una fantasma, escondida del mundo y de sí misma. Mejor que nadie,

sabía el poder de las cosas enterradas largo tiempo.

Por la noche, oyó muchacho paseando fuera de su habitación, vigilando con los

gemelos de ojos dorados. Permaneció inmóvil en su cama, contando sus

respiraciones, estirándose hacia la superficie en busca de la luz. Pensó en el esquife

roto, en Novokribirsk, en los nombres escritos con rojo que llenaban la pared

torcida de una iglesia. Recordó montoncitos humanos derrumbados bajo la cúpula

dorada; el masacrado cuerpo de Marie, Fedyor, quien le había salvado la vida una

vez. Escuchó las canciones y las exhortaciones de los peregrinos. Pensó en los

volcra y en Genya, acurrucada en la oscuridad.

La muchacha tocó el collar en su cuello, el grillete en su muñeca. Tantos

hombres habían intentado hacer de ella una reina. Ahora comprendía que estaba

destinada a algo más.

El Darkling le había dicho que estaba destinado a gobernar. Había reclamado

su trono, y también una parte de ella. Era bienvenido a hacerlo. Con los vivos y los

muertos, ella haría un ajuste de cuentas.

Ascendería.

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