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1 Lecturas sobre la PAC Fernando Collantes El siguiente texto está destinado a los alumnos de la asignatura “Presupuesto y políticas de gasto de la Unión Europea” del Máster en Unión Europea de la Universidad de Zaragoza, curso 2012/13. Si desea utilizar este texto fuera de ese ámbito, por favor contacte previamente con el autor ([email protected]).

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Lecturas sobre la PAC

Fernando Collantes

El siguiente texto está destinado a los alumnos de la asignatura “Presupuesto y

políticas de gasto de la Unión Europea” del Máster en Unión Europea de la

Universidad de Zaragoza, curso 2012/13. Si desea utilizar este texto fuera de ese ámbito, por favor contacte previamente con el autor ([email protected]).

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1 De la PAC original a la PAC actual (1962-2003)

LA PAC ORIGINAL

La PAC fue el principal instrumento a través del cual se hizo realidad el

proyecto político de una integración económica europea tras la Segunda Guerra

Mundial. El periodo de entreguerras y la propia guerra habían marcado a los

principales dirigentes, deseosos ahora de acabar con una larga historia de rivalidades

entre las principales potencias europeas. Una de las lecciones de la historia era que el

nacionalismo político y el nacionalismo económico se reforzaban mutuamente, como

habían mostrado los casos de Hitler en Alemania y Mussolini en Italia. El ascenso de

valores nacionalistas y xenófobos se había visto complementado por políticas

económicas que perseguían intereses (estrechamente definidos como) nacionales y se

despreocupaban por los efectos colaterales que pudieran generarse en países

vecinos. (Que esto fuera realmente lo mejor para la nación se había demostrado muy

dudoso: ¿acaso estaba mejor la Alemania derrotada en la Segunda Guerra Mundial,

diezmada en el plano humano y devastada en el plano material, que la Alemania

anterior a Hitler?) Una implicación de esta conexión entre nacionalismo político y

nacionalismo económico era que, en sentido contrario, podía imaginarse que un

estrechamiento de los lazos de cooperación económica entre los países europeos

podía servir para disminuir las rivalidades políticas entre los mismos. De ese modo, la

formación de una Comunidad Económica Europea se convirtió en un instrumento

político al servicio de la conservación de la paz y el buen entendimiento entre las

naciones europeas.

Los dos grandes motores de este proceso de integración económica fueron

Francia y Alemania, no en vano los dos países que arrastraban una rivalidad histórica

más acusada. La guerra franco-prusiana de la década de 1870, decantada a favor de

Prusia, abrió una herida en la sociedad francesa. Franceses y alemanes volvieron a

enfrentarse en el campo de batalla durante la Primera Guerra Mundial, y esta vez con

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victoria para el bando del que Francia formaba parte. La inflexible postura de los

políticos franceses en la negociación del Tratado de Versalles, exigiendo cuantiosas

reparaciones de guerra a Alemania, marcaría el orden mundial durante los años de

entreguerras y contribuiría a desestabilizar un mundo ya de por sí cada vez menos

estable. ¿Habría subido al poder un Hitler en caso de que Alemania hubiera salido

mejor parada del Tratado de Versalles? Dispuestos a evitar una reedición de la

histórica rivalidad entre sus dos países, los nuevos gobernantes franceses y alemanes

tras la Segunda Guerra Mundial estaban decididos impulsar un proceso de

construcción europea cuya base fuera la cooperación económica. La creación de la

Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA), sin duda una institución de fuertes

connotaciones estratégicas si tenemos en cuenta que el acceso a los recursos

minerales no había sido una causa menor de los conflictos históricos, fue el primer hito

de este proceso. La creación de una Política Agraria Común fue el siguiente paso.

Una cosa que Francia y Alemania habían tenido en común durante su largo

periodo de rivalidad había sido el proteccionismo agrario. Durante la crisis agraria de

fines del siglo XIX, ambos países viraron hacia una política comercial que protegiera a

sus agricultores de la competencia extranjera, en particular de la llegada de cereales

baratos procedentes de América y Rusia. Mientras que la otra gran potencia europea

occidental, Gran Bretaña, ya una nación industrial con un pequeño porcentaje de

agricultores en su población activa, optó por persistir en su orientación librecambista,

Francia y Alemania, países en vías de industrialización cuyo volumen de población

activa agraria continuaba siendo significativo, giraron hacia el proteccionismo. Más

adelante, ambos países, y prácticamente todos los otros países occidentales,

intensificaron este proteccionismo como consecuencia de la crisis de 1929 y el

desencadenamiento de la Gran Depresión. Incluso Gran Bretaña, que continuó

abriendo plenamente sus mercados a dominios con gran potencial agroexportador

como Canadá o Australia, diseñó un sistema de compensación a sus agricultores a

través de subsidios.

La Segunda Guerra Mundial aumentó aún más el grado de intervención del

Estado sobre el sector agrario. Fueron años de graves escaseces en las ciudades,

durante los cuales las distintas administraciones desarrollaron políticas activas de

intervención para intentar asegurar una oferta suficiente de alimentos. Incluso un

gobierno como el británico (tradicionalmente liberal y poco dado al intervencionismo)

exhortaba a sus agricultores a realizar un esfuerzo patriótico para aumentar las

disponibilidades de alimentos dentro del país y ahorrar así recursos que podrían ser

necesarios para financiar la guerra. Así, la Segunda Guerra Mundial marcó

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profundamente a toda una generación de europeos que más tarde desempeñaría

cargos de responsabilidad dentro de la política agraria de la Comunidad Económica

Europea; en los inicios de la PAC, de hecho, la mayor parte de los altos funcionarios

de la Dirección General de Agricultura de la Comisión Europea habían nacido en la

década de 1920 y, por tanto, el final de su adolescencia y su transición a la vida adulta

vinieron marcados por la guerra.

Terminada la Segunda Guerra Mundial, el Estado no desmontó el sistema de

intervención que había nacido a finales del siglo XIX y que tanto se había desarrollado

durante la década de 1930 y la Segunda Guerra Mundial. Flotaba en el ambiente la

idea del “excepcionalismo agrario”: la agricultura era diferente al resto de sectores

porque desempeñaba una función verdaderamente estratégica (¿qué podía ser, al fin

y al cabo, más importante que la alimentación de la población?) y porque los

agricultores tenían niveles de renta muy inferiores a los del resto de la población, lo

cual les hacía tan merecedores de transferencias compensatorias de renta como a

otros grupos desfavorecidos. Francia y Alemania continuaron aplicando controles

sobre los mercados agrarios, y comenzaron a ofrecer créditos blandos (créditos cuyo

tipo de interés era inferior al de mercado) a sus agricultores con objeto de que estos

modernizaran sus explotaciones. Se ha estimado que, hacia mediados de la década

de 1950, las diversas formas de apoyo directo e indirecto que los gobiernos francés y

alemán ofrecían a sus agricultores suponían entre el 15 y el 20 por ciento de los

ingresos totales de estos; una proporción, por tanto, significativa. Se formó así un

auténtico Estado del bienestar agrario: una batería de medidas que, al mismo tiempo

que buscaban asegurar una oferta suficiente de alimentos, realizaban transferencias

de renta hacia los agricultores. También otro de los países que formaría parte del

grupo fundador de la Comunidad Económica Europea, Holanda, aplicó políticas

similares de la mano de su ministro de agricultura Sicco Mansholt (figura 1.1), que más

adelante se convertiría en el primer comisario de agricultura de la C.E.E. (y, por tanto,

en el principal responsable de la PAC original).

Por todo ello, construir una política europea común era probablemente más

sencillo en el caso de la agricultura, donde habían confluido políticas nacionales de

similar orientación, que en el caso de otros sectores. Es cierto que el hecho de que la

PAC adoptara la forma que finalmente adoptó dependió en no poca medida de la

ausencia del Reino Unido, con su tradición librecambista, en el momento inicial de la

construcción europea. De hecho, las primeras negociaciones para crear un mercado

común europeo de productos agrarios, desarrolladas ya durante la década de 1950 y

con la participación entre otros de Mansholt, fracasaron en parte por la voluntad de

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incorporar al acuerdo al Reino Unido. Pero, comoquiera que el Reino Unido quedó al

margen de la etapa inicial de construcción de la C.E.E., no fue difícil que el tratado

constitutivo de esta última, el Tratado de Roma (1957), se refiriera al objetivo de

establecer “una política común en agricultura”, y que lo hiciera tan temprano como en

su artículo tercero.

Figura 1.1. Sicco Mansholt (1908-1995)

Más complicada fue la posterior definición de esa política común. La

conferencia de Stressa de 1958 planteó las directrices generales, basadas en la

traslación a escala supranacional del tipo de políticas agrarias que ya venían

poniéndose en práctica dentro de cada país. Pero eran necesarios algunos cambios:

los países debían eliminar las barreras comerciales que mantenían los unos con los

otros, así como ponerse de acuerdo en cuál sería el nivel de proteccionismo que todos

ellos como C.E.E. mantendrían con respecto a terceros países. En un momento de

creciente descontento y protestas en su medio rural, Francia apostaba con fuerza por

un mercado común de productos agrarios en el que poder colocar sus exportaciones,

pero no todos los socios eran igual de entusiastas. Alemania, en particular, mantuvo

una postura escéptica durante las primeras negociaciones: no tenía un perfil

exportador tan orientado hacia la agricultura, por lo que los beneficios de la integración

no eran tan claros en su caso, y, por otro lado, las cifras que se manejaban en materia

de proteccionismo común frente a terceros países parecían garantizar a los

agricultores alemanes una protección inferior a la que venía garantizando la política

nacional vigente.

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El entendimiento fue posible básicamente porque el gobierno alemán estimó

que realizar algunas concesiones en materia agraria podía ser el precio a pagar para

conseguir impulsar el proyecto político recién nacido de la C.E.E. La PAC original fue,

así, mucho más que una política agraria: fue el instrumento central de la construcción

europea. Otros factores que influyeron en el éxito de las negociaciones y la eventual

puesta en pie de la PAC fueron la bonanza macroeconómica del periodo (altas tasas

de crecimiento económico que permitían relativizar la importancia de las concesiones

realizadas en el marco de la negociación), el gran poder político de las organizaciones

agrarias, el interés de las grandes empresas en la formación de un mercado común, la

tarea diligente de los funcionarios de la Dirección General de Agricultura (impregnados

de un fuerte “espíritu de cuerpo”), e incluso el liderazgo carismático del comisario

Mansholt, que antepuso el objetivo de la construcción europea a su propia visión de lo

que constituía la mejor PAC posible. También hay que considerar el papel de los

Estados Unidos, que, interesados en apoyar la construcción europea como parte de su

estrategia de liderazgo del bando capitalista de la guerra fría, evitó mostrarse

demasiado beligerante con el indudable proteccionismo que subyacía a la PAC y

terminó consintiendo que los productos agrarios se mantuvieran fuera de la agenda

liberalizadora del GATT (Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio, antecedente

de la actual Organización Mundial del Comercio).

La PAC original, aprobada en 1962, tenía cinco objetivos. Primero, impulsar el

crecimiento de la productividad agraria (el cociente entre la producción y la mano de

obra necesaria para dar lugar a dicha producción). Segundo, estabilizar los mercados

agrarios: evitar fluctuaciones bruscas en los precios de los principales productos.

Tercero, garantizar unos “precios razonables” para los consumidores: vigilar que el

proteccionismo con respecto al exterior no desembocara en precios de la comida

excesivos para el consumidor europeo. Cuarto, garantizar la seguridad en el

abastecimiento, un objetivo que debe leerse con las escaseces de la Segunda Guerra

Mundial y la inmediata posguerra en mente. Y, quinto, garantizar un “nivel de vida

equitativo” a la población agraria, donde “equitativo” venía a significar comparable al

del resto de la población activa de sus respectivos países.

El funcionamiento de la PAC, así orientado a la consecución de estos cinco

objetivos, se basaba a su vez en tres principios. En primer lugar, la unidad de

mercado: la eliminación de toda barrera comercial entre los países miembros de la

C.E.E. En segundo lugar, la llamada “preferencia comunitaria”, de acuerdo con la cual

los países miembros debían tener un acceso preferencial al mercado común; en otras

palabras: proteccionismo agrario del conjunto de la C.E.E. con respecto a terceros

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países. Y, en tercer lugar, el principio de solidaridad financiera, que establecía que el

coste de la PAC debía ser sufragado por el presupuesto de la C.E.E. (y no a través de

aportaciones directas de los Estados miembros). La creación de un organismo

permanente para la gestión de la PAC, el Fondo Europeo de Orientación y Garantía

Agraria (FEOGA), fue consecuencia natural de este principio de solidaridad financiera.

El vínculo entre estos tres principios (unidad de mercado, preferencia

comunitaria y solidaridad financiera) y el día a día de los agricultores europeos eran

las Organizaciones Comunes de Mercado (OCM). Se creó una OCM para cada

producto o grupo de productos agrarios, y dentro de ella se definió el conjunto de

normas que regulaban su producción y comercialización: regulaciones sobre precios,

subvenciones a la producción y la comercialización, almacenamiento de excedentes,

regulación del comercio con terceros países… Quizá los dos instrumentos más

importantes para la concreción de la PAC original fueron las regulaciones sobre

precios y sobre comercio con terceros países.

Las regulaciones sobre precios consistían en la fijación de un sistema de

“precios institucionales” que reemplazaban a los precios de mercado. (En realidad,

dado que la mayor parte de agricultores europeos residían en países con políticas

agrarias proteccionistas ya antes de que se creara la PAC, hacía mucho tiempo que

algún tipo de “precio institucional” había reemplazado al precio del mercado libre.) Con

objeto de estabilizar los mercados (recuérdese: el segundo de los objetivos de la

PAC), cada OCM fijaba para su producto o grupo de productos un “precio guía” en

torno al cual se moverían los precios reales percibidos por los agricultores. Este precio

guía debía ser al mismo tiempo un precio que garantizara el cumplimiento simultáneo

de objetivos de la PAC como la seguridad en el abastecimiento (es decir, que el precio

no fuera tan bajo como para desincentivar la producción agraria), un nivel de vida

“equitativo” para la población agraria (que el precio no fuera tan bajo como para

conducir a los agricultores a un nivel de ingresos bajo) y unos precios “razonables”

para los consumidores (que el precio no fuera tan alto que los consumidores

encontraran la comida excesivamente cara). ¡Un difícil equilibrio!

Las OCM y, en general, la C.E.E. no apostaron por aplicar estrictamente estos

precios guía a la realidad, dadas las dificultades administrativas y organizativas que

ello habría acarreado. En la práctica, los precios guía simplemente servían de

referencia para definir una banda dentro de la cual los precios reales podían moverse

de manera libre. Así, por debajo del precio guía se definía un “precio suelo” por debajo

del cual no podía caer el precio de los productos. Es decir, se admitía que en

situaciones de exceso de oferta el precio real pudiera caer por debajo del precio guía,

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pero no por debajo del precio suelo. Por ese motivo, al precio suelo también se lo

conocía con el nombre de precio garantizado: suponía una garantía para los

agricultores de que, por más que las presiones del mercado (por ejemplo, la entrada

de productos externos a la C.E.E.) tiraran hacia abajo de los precios, estos no caerían

por debajo de su precio suelo. Del mismo modo también se definía un “precio techo”

por encima del precio guía. No había problema en que el precio de un producto

creciera por encima de su precio guía, pero sólo hasta alcanzar un determinado techo.

Dadas sus implicaciones para las relaciones comerciales con el exterior, al precio

techo también se le conocía con el nombre de precio de entrada: si los agricultores

europeos tenían problemas para abastecer la demanda y por tanto los precios crecían

más allá de un límite, entonces la C.E.E. podía abrir el grifo de las importaciones para

contener el aumento de precios y asegurar a los consumidores unos precios

razonables. Mientras los agricultores europeos, por el contrario, fueran capaces de

abastecer a los consumidores a precios inferiores al techo, la C.E.E. los protegía de la

competencia exterior.

En realidad, esta regulación de los intercambios con el exterior era muy

compleja. La PAC era proteccionista, pero no prohibicionista. Existía una Tarifa

Exterior Común que gravaba a los productos agrarios exteriores cuando entraban en la

C.E.E., haciéndolos de esta manera menos atractivos para el consumidor europeo de

lo que lo habrían sido en condiciones de libre comercio. Para cada producto o grupo

de productos se definían unos prélèvements, unas penalizaciones sobre las

importaciones cuyo cálculo era complejo pero que, a grandes rasgos, se basaba en la

diferencia existente entre el precio techo del producto y el precio vigente en el

mercado mundial (es decir, la diferencia entre el precio institucional máximo y el precio

que habría estado vigente en condiciones de libre comercio). En suma, más que

prohibir las importaciones de productos exteriores o establecer restricciones

cuantitativas a las mismas (por ejemplo, cuotas de importación), la C.E.E. apostaba

por una variante más moderada de proteccionismo: un proteccionismo que, a través

de un complejo sistema administrativo, alteraba los precios relativos de las mercancías

comunitarias y no comunitarias con objeto de hacer a aquellas más atractivas. Aun con

todo, se trataba de un proteccionismo considerable: el primer precio común para el

trigo, por ejemplo, se fijó en un valor que era superior en un 60 por ciento al precio del

mercado mundial. La PAC supuso así un gran aumento del apoyo que, a través de

diversos mecanismos, la Administración concedía a los agricultores: el apoyo público

pasó de representar más del 40 por ciento de los ingresos agrarios, cuando antes de

la PAC se había mantenido en el entorno del 15-20 por ciento.

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La regulación de los intercambios con el exterior, finalmente, se completaba

con algunas disposiciones sobre la exportación. La PAC original ofrecía incentivos

económicos a los agricultores y empresas que exportaran sus productos a terceros

países. Dada la opción proteccionista tomada en materia de importaciones, esta era

una opción en parte lógica para evitar que los productores europeos se acomodaran,

pero iba a convertirse en el origen de una de las tensiones que conduciría a las

primeras reformas de la PAC. Los primeros dirigentes de la C.E.E., aún influidos por el

fantasma de la escasez de alimentos que habría sobrevolado Europa durante la

Segunda Guerra Mundial y su inmediata posguerra, no vislumbraron que, en una

época de gran progreso técnico en la agricultura, la combinación de proteccionismo y

subvenciones a las exportaciones podía desembocar en un grave problema de exceso

de producción y, por ende, en un grave problema para la sostenibilidad financiera de la

PAC.

PRIMEROS INTENTOS DE REFORMA

Apenas unos años después de su inicio, hacia finales de la década de 1960,

resultaba claro ya que la PAC original tenía problemas. En primer lugar, en uno de los

periodos de mayor cambio técnico en la historia de la agricultura europea (con más y

más agricultores incorporando tractores y otras máquinas, así como los más diversos

productos químicos para potenciar el rendimiento de la tierra), la PAC original

contribuyó a estimular un gran incremento en la producción agraria. Dado que la PAC

garantizaba que prevalecieran en los mercados unos precios institucionales superiores

a los que habrían regido en un mercado libre, expuesto a la competencia exterior, no

podía contarse con una autorregulación de los mercados o, lo que es lo mismo, no

podía contarse con que toda la producción fuera absorbida por los consumidores. La

fijación de precios institucionales implicaba en la práctica el compromiso de la C.E.E.

de comprar a los agricultores los excedentes que no fueran capaces de colocar en el

mercado. Lo que este compromiso suponía desde el punto de vista de los agricultores

es fácil de imaginar: mientras que, en un mercado libre, la cantidad producida debe

estar ajustada a la cantidad que posteriormente puede ser vendida en el mercado,

ahora, en un mercado intervenido, los agricultores tenían incentivos para producir la

máxima cantidad posible: una parte la colocarían en el mercado y, si otra parte

quedaba excedente, la C.E.E. la compraría. Más allá de los incentivos perversos

contenidos en esta política, se trataba también de una política costosa, no sólo por las

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compras de productos que la C.E.E. debía realizar sino también por los costes de

mantener una red de almacenes en los que acumular los excedentes agrarios. Un

posible remedio, que se demostraría casi tan problemático como la enfermedad,

consistía en ofrecer subvenciones a aquellos agricultores y empresas que fueran

capaces de exportar sus excedentes a países no miembros de la C.E.E. De esa

manera, a cambio de una subvención, la C.E.E. se libraba del problema de comprar

los excedentes y gestionar su almacenamiento. En cualquier caso, ya en los primeros

años de funcionamiento de la PAC, resultaba evidente que la sobreproducción y la

acumulación de excedentes iban a constituir el principal problema financiero de la

nueva política.

Un segundo problema era el de la legitimidad de la PAC a ojos de la

comunidad internacional. El proteccionismo contenido en la PAC suponía una

distorsión de la libre competencia a escala global. Para los países en vías de

desarrollo, muchos de ellos con un importante potencial para la exportación agraria, la

PAC consolidaba la tendencia, iniciada a fines del siglo XIX, hacia el paulatino cierre

del mercado europeo. Aunque, en un primer momento, la euforia y el optimismo que

siguieron a la descolonización, combinados con la firma de algunos tratados

comerciales (ligeramente) preferenciales, no situaron este tema muy arriba en la

agenda de los gobiernos de los países pobres (sobre todo de aquellos que habían sido

antiguas colonias de países ahora pertenecientes a la C.E.E.), el problema estaba ya

latente. Además, las subvenciones a la exportación también eran un mecanismo, en

ocasiones incluso más dañino, de distorsión de la competencia a escala global.

Gracias a las subvenciones a la exportación, los europeos podían vender sus

mercancías en otros países a precios inferiores a su precio natural; en ocasiones,

precios inferiores incluso a los costes de producción, lo cual es una práctica comercial

que técnicamente se conoce como dumping y que por aquel entonces comenzaba a

eliminarse en el marco de las negociaciones del GATT. Las subvenciones a la

exportación hacían que los productos europeos resultaran para los consumidores del

resto del mundo más atractivos de lo que realmente eran, planteando una

competencia desleal a los productores de dichos países. En países pobres con

sistemas agroalimentarios débiles, las subvenciones europeas a la exportación

comenzaban a conducir a una sustitución de la producción nacional por los

(engañosamente) baratos alimentos de origen europeo, con el consiguiente efecto

sobre el nivel de vida de los campesinos que hasta entonces venían sosteniendo la

producción nacional. ¿Hasta cuándo podía la C.E.E. mantener este tipo de prácticas?

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Un tercer y último problema tenía también que ver con la legitimidad de la PAC

de puertas adentro. Ya desde finales de la década de 1960 se dieron síntomas de

rechazo por parte de la población europea de algunos de los resultados atribuibles a la

PAC. En un periodo en el que crecía la concienciación medioambiental, ¿no era la

PAC excesivamente productivista y poco ambientalista? ¿No suponía un estímulo

ciego al aumento de la producción, despreocupándose por sus efectos ambientales,

por ejemplo la contaminación de los suelos y las aguas generada por los residuos de

los productos químicos que utilizaban los agricultores? Por su parte, los grupos más

vinculados a la agricultura familiar a pequeña escala comenzaban a plantear que las

reglas de juego de la PAC beneficiaban en mucha mayor medida a las explotaciones

grandes que practicaban una agricultura intensiva. La agricultura en zonas

desfavorecidas, como por ejemplo las zonas de montaña, en las que no era posible

alcanzar unos rendimientos tan elevados, quedaba relativamente marginada. ¿No

merecían los agricultores pequeños y los agricultores expuestos a condiciones

geográficas difíciles algún tipo de compensación? ¿No suponía tratar por igual a todos

los agricultores una reproducción de las estructuras agrarias (a veces muy desiguales,

como en el caso del sur de Italia) preexistentes? Finalmente, y conforme a comienzos

de la década de 1970 se desplegaba la mayor crisis económica desde la Gran

Depresión, ¿por qué proteger tanto a los agricultores mientras otros sectores eran

dejados caer por los gobiernos? ¿Por qué la agricultura sí y, en cambio, la industria de

construcción naval o la industria siderúrgica, duramente golpeadas en este momento

por la competencia extranjera, no? Comenzaban a oírse voces en contra de prestar

una atención tan diferenciada a la agricultura y a que una parte tan elevada del

presupuesto comunitario fuera destinada a un sector tan pequeño. Los tiempos en que

el recuerdo de las escaseces de la guerra y la posguerra eran suficientes para

legitimar la PAC estaban quedando cada vez más atrás.

Los problemas de la PAC original condujeron a los primeros intentos de

reformarla. El comisario Mansholt nunca había creído que la PAC original fuera la

mejor PAC posible. Durante las negociaciones de 1958-62 (entre la conferencia de

Stressa y el nacimiento de la PAC), Mansholt había considerado que la construcción

europea era el objetivo prioritario en aquel momento y que más adelante, cuando la

C.E.E. se encontrara sólidamente asentada, él tendría la posibilidad de reformar

aquellos aspectos de la PAC original que le parecían más problemáticos. En 1968,

Mansholt condensó sus propuestas de reforma en un informe en el que recomendaba

una política de precios más restrictiva, es decir, una política de precios menos

generosa con los agricultores y menos incentivadora del crecimiento de la producción.

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Mansholt también planteaba la necesidad de implantar “medidas estructurales” que

complementaran la política de precios: incentivos para reestructurar a la baja el

tamaño del sector agrario europeo (subvenciones para los agricultores que decidieran

jubilarse anticipadamente o reducir su superficie cultivada), apoyo financiero para

mejorar la competitividad de las explotaciones que sí fueran viables, y primas

compensatorias para los agricultores situados en zonas desfavorecidas. La principal

consecuencia de la implantación de estas medidas estructurales, y especialmente de

las del primer tipo, sería, de acuerdo con Mansholt, una reducción del gasto de la PAC

a través de la desaparición de unos cinco millones de agricultores y la reducción de

más de diez millones de hectáreas cultivadas.

A lo largo de los primeros años de la década de 1970, la PAC, efectivamente,

pasó a incluir la mayor parte de las medidas estructurales propuestas por Mansholt. En

1972 se aprobaron tres directivas con medidas para impulsar la modernización y

competitividad de las explotaciones, subvenciones a la jubilación anticipada y

subvenciones para la formación profesional de los agricultores. Y en 1975 se aprobó la

directiva sobre agricultura de montaña y zonas desfavorecidas: una prima anual para

los agricultores situados en estas zonas. Se trataba de la primera medida que, a

pequeña escala, anticipaba algunas de las características actuales de la PAC: una

subvención “directa” (y no la garantía de unos precios favorables), una subvención

“agroambiental” (en la que los agricultores de las zonas desfavorecidas recibían una

prima por el hecho de mantener la actividad agraria en lugares de especial interés

ambiental) y una subvención “territorializada” (con un ámbito geográfico definido, es

decir, no de carácter general).

A pesar de la implantación de estas medidas, no puede hablarse de una

reforma de tanto calado como la prevista en el plan Mansholt. El plan Mansholt fue

recibido de manera muy hostil por las organizaciones agrarias, que vieron en él un

duro plan de ajuste destinado a eliminar numerosas explotaciones y puestos de

trabajo. Otro problema fue la falta de un apoyo político más decidido por parte de los

Estados miembros, que podían aplicar su derecho de veto a las medidas que

consideraran más desfavorables. Aplicar de manera decidida las medidas

estructurales suponía, al menos hasta que se produjeran los ajustes a la baja en el

número de explotaciones y hectáreas, aumentar el gasto PAC. Además, no todos los

Estados miembros estaban dispuestos a ceder su cuota de soberanía en la definición

de las políticas estructurales, que consideraban que, por su propia naturaleza, debían

diseñarse con gran sensibilidad ante las particularidades sociales y geográficas de

cada país. Los Estados miembros ya contaban con sus propias políticas estructurales

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y no estaban particularmente interesados en renunciar a las mismas en favor de una

política estructural común. En consecuencia, las medidas estructurales fueron puestas

en marcha de acuerdo con las ideas planteadas por Mansholt pero con un nivel de

financiación muy inferior al inicialmente sugerido por este. Se había previsto que el

FEOGA-Orientación, el nuevo fondo europeo creado para financiar las medidas

estructurales, absorbiera en torno a un tercio del presupuesto de la PAC, pero en

realidad absorbió un 5 por ciento del mismo. Un motivo adicional de decepción para

los partidarios de medidas estructurales fue el hecho de que se presentaran

dificultades en su implantación real en cada uno de los países. Dado que las medidas

estructurales estaban contenidas en directivas comunitarias, no se trataba de medidas

directamente traspasables al ordenamiento jurídico de los países, sino que se requería

que cada Estado miembro redactara su propio desarrollo legal de las mismas. En

consonancia con el moderado interés que suscitaba la política comunitaria de

estructuras entre varios de los Estados miembros, este proceso fue lento. Además,

algunas de las medidas de ajuste que en mayor medida podían chocar contra las

organizaciones agrarias o la opinión pública de algunos países pasaron a tener la

consideración de medidas voluntarias. En suma, aunque varias de las novedosas

ideas propuestas por Mansholt en 1968 se llevaron a la práctica a lo largo de la

década de 1970, el resultado final no fue una reforma sustancial de la PAC.

A lo largo de la década de 1980 se introdujeron nuevos instrumentos de

reforma de la PAC, pero estos también fueron bastante parciales y de efectos

limitados. En el principal área de la PAC, la regulación de los mercados a través de la

fijación de precios institucionales, se introdujo el principio de corresponsabilidad,

según el cual los agricultores (o los gobiernos de sus respectivos países) podían ser

penalizados económicamente si superaban un determinado nivel de producción.

También se introdujo el principio de modulación de la garantía en función de la

cantidad de producción, según el cual se eliminaba el carácter ilimitado de la garantía

que los agricultores tenían de que la C.E.E. compraría todos sus excedentes por muy

cuantiosos que estos fueran. En ambos casos, se trataba de un primer intento de

frenar el problema de los crecientes excedentes. Además, y en línea con una idea ya

contenida en el informe Mansholt de 1968, se puso en marcha un programa de

retirada de tierras encaminado a incentivar una reducción de la producción y, por

tanto, una reducción de los excedentes generados por los agricultores europeos.

También se introdujeron nuevos elementos en la modesta política de

estructuras puesta en marcha en la década anterior. En 1985 se promulgó un

reglamento para la mejora de la eficacia de las explotaciones agrarias entre cuyas

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medidas se encontraban primas especiales para zonas ambientalmente sensibles,

subvenciones para la realización de inversiones modernizadoras en las explotaciones,

incentivos para la instalación de jóvenes agricultores (dado el envejecimiento del

empresariado en el sector y la ausencia en muchos casos de relevo generacional) e

incentivos para la reforestación de tierras. En muchas zonas rurales, estas medidas se

unían a las puestas en marcha en el marco de los programas para el desarrollo de las

regiones periféricas, como los Programas de Desarrollo Integrado (desde 1981) y los

Programas Integrados Mediterráneos (desde 1985). Pese a no estar incluidos dentro

de la PAC, y pese a no ceñirse exclusivamente al ámbito agrario, estos programas

financiaron muchos proyectos de modernización estructural del sector agrario en

regiones en las que, por su bajo nivel de desarrollo, este sector tenía aún un peso

relativamente alto. La importancia concedida por el Acta Única Europea de 1987 a la

“cohesión económica y social” hacía presagiar una continuación de este tipo de

beneficios para el sector agrario a través de la incipiente política regional europea.

Ninguna de las reformas de la década de 1980 sirvió para corregir las

tendencias más problemáticas de la PAC. El principio de corresponsabilidad no se

aplicó de manera generalizada a todos los productos, mientras que la modulación de

la garantía de compra de excedentes demostró tener un carácter poco vinculante. Los

excedentes continuaron creciendo, y con ellos lo hicieron los gastos presupuestarios y

las tensiones comerciales con terceros países. Tampoco se produjo un aumento

sustancial en el peso de la política de estructuras. La dotación presupuestaria de la

misma continuó siendo baja, y a ello se unieron problemas administrativos y

financieros a la hora de implantarla en países como Italia y Grecia. Los escasos

recursos destinados también a los programas integrados impidieron que estos se

erigieran en un sustituto factible de la insuficiente política de estructuras. La C.E.E.

había comenzado a mandar señales a los agricultores y a terceros países de que era

preciso reformar la PAC, pero a finales de la década de 1980 la PAC original seguía

en buena medida en pie.

LA PAC, EL DESARROLLO RURAL Y LA REFORMA MACSHARRY A finales de la década de 1980 comenzaron a darse circunstancias propicias

para una reforma más sustancial de la PAC. En el plano interno, la PAC ya no era tan

vital para el proyecto político de integración europea: a diferencia de lo que había

ocurrido en los inicios de la década de 1960, ahora el proyecto se encontraba

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plenamente consolidado; ningún Estado hacía amagos de abandonarlo y, de hecho, se

habían incorporado nuevos países (Reino Unido, Irlanda, Dinamarca, Grecia, España

y Portugal). La construcción europea era un hecho, y la PAC debería sostenerse ahora

por sus propios méritos. Además, la ronda Uruguay del GATT, que comenzó en 1986,

rompió con la tradición de dejar los asuntos agrarios fuera de las negociaciones y dio

lugar a lo que desde entonces constituiría el principal condicionante externo en la

evolución de la PAC: la presión de terceros países para que la C.E.E./Unión Europea

redujera su nivel de proteccionismo y abriera su mercado común a las importaciones

llegadas del exterior.

En un importante informe publicado en 1988, El futuro del medio rural, la

Comisión Europea sentaba las bases para una redefinición de la PAC. Desde el punto

de vista conceptual, la clave del informe era la diferenciación entre lo agrario y lo rural.

El término “agrario”, eje implícito de la PAC hasta entonces, hace referencia a un

sector productivo, mientras que la palabra “rural” hace referencia a un territorio, una

comunidad, una sociedad. Más concretamente, la Comisión Europea definía la

ruralidad como

“un tejido socioeconómico que abarca un conjunto de actividades diversas, más allá de las agrarias, que realiza unas funciones vitales para la totalidad de la sociedad como zona amortiguadora de regeneración indispensable para la conservación del equilibrio ecológico y medioambiental y como lugar privilegiado para el recreo y el esparcimiento.”

Los dos elementos clave de esta definición eran, por un lado, el reconocimiento de que

la economía rural contenía otros sectores productivos además de la agricultura y, por

el otro, la atribución al espacio rural de características de “bien público” en los planos

ambiental y recreativo.

Más allá de esta definición general, la Comisión Europea distinguía tres tipos

de zonas rurales. En primer lugar estaban las zonas “integradas”, caracterizadas por

una agricultura intensiva, abundantes oportunidades de empleo en actividades

diferentes a las agropecuarias, una población en aumento y crecientes tensiones

medioambientales como consecuencia de todo lo anterior. En el otro extremo, las

zonas “remotas” se caracterizarían por bajas densidades de población, elevados

niveles de envejecimiento, bajos niveles de ingreso, una economía muy dependiente

de la agricultura, y problemas de acceso a diversos servicios e infraestructuras. Entre

estos dos extremos se situarían las llamadas “zonas intermedias”.

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Cada una de estos tres tipos de zonas rurales se enfrentaba a problemáticas

diferentes, pero aún así podían darse algunas líneas maestras para el diseño de una

política rural: fomento de la pequeña y mediana empresa, fomento de la industria y el

turismo, construcción de infraestructuras para mejorar la accesibilidad, y promoción de

la oferta educativa y cultural. Nada muy concreto, pero sí al menos la perspectiva de

que una reforma de la PAC podría ir en la dirección de otorgar más peso al desarrollo

integral de las comarcas rurales, trascendiendo así su tradicional vinculación a la

agricultura. ¿Podía pasarse ahora de una política sectorial, centrada en los

agricultores, a una política territorial, centrada en la población residente en zonas

rurales (de los cuales los agricultores eran una parte, pero en modo alguno la práctica

totalidad, teniendo en cuenta el elevado número de jubilados o el nada despreciable

peso de algunas actividades no agrarias)?

El cambio de énfasis desde lo sectorial hacia lo territorial parecía venir

reforzado por otros dos cambios externos a la PAC, pero importantes para las zonas

rurales. En primer lugar, la reforma de los llamados Fondos Estructurales suponía el

embrión de una auténtica política regional europea. Financiados por el Fondo Europeo

de Desarrollo Regional, el Fondo Social Europeo y el propio FEOGA-Orientación

(responsable, recordemos, de la financiación de las medidas estructurales de la PAC),

los Fondos Estructurales comenzaron a inyectar importantes sumas de capital en

regiones y comarcas relativamente rezagadas, con objeto de favorecer la

convergencia de las mismas con respecto a las regiones y comarcas adelantadas. Los

Fondos Estructurales podían llegar a las zonas rurales pertenecientes a las regiones

más atrasadas, las regiones definidas como “Objetivo 1” (en busca del desarrollo y el

ajuste estructural). Pero también llegaban hasta las zonas rurales pertenecientes a las

regiones avanzadas en virtud del Objetivo 5, que financiaba la adaptación de las

estructuras de producción, transformación y comercialización agrarias (Objetivo 5a) y

el desarrollo y reajuste estructural de las zonas rurales (Objetivo 5b). Las acciones

financiadas con cargo al FEOGA-Orientación en el marco del Objetivo 5 incluían la

promoción de la pluriactividad agraria (es decir, la búsqueda de nuevas fuentes de

ingreso, alternativas a las agrarias, por parte de los agricultores), inversiones en el

desarrollo del turismo y la artesanía en los espacios rurales, y medidas para proteger

el medio ambiente.

Junto a la reforma de los fondos estructurales, el otro cambio externo a la PAC

con importantes consecuencias para las zonas rurales fue la creación de la Iniciativa

Comunitaria LEADER (las siglas francesas de “vínculos entre actividades de desarrollo

rural”). Las Iniciativas Comunitarias son algo así como proyectos piloto a través de los

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cuales la Comisión Europea pone en marcha, a pequeña escala y con una financiación

inicial muy reducida, nuevos instrumentos de política pública; dependiendo del

resultado del experimento, estos instrumentos pueden pasar a adquirir un mayor grado

de generalidad e insertarse plenamente en el ordenamiento jurídico, como también

pueden ser cancelados. Con la iniciativa LEADER, la Comisión buscaba probar un

nuevo enfoque para las políticas de desarrollo rural: un enfoque territorial, basado en

la comarca; un enfoque ascendente, en el que los proyectos de inversión serían

elaborados y gestionados desde abajo, por parte de grupos de acción local sin

vinculación directa con el poder político; un enfoque “integrado” o, como hoy diríamos,

multisectorial, en el que se prestara una atención prioritaria a las actividades no

agrarias que formaban parte de la economía rural; un enfoque basado en la asociación

público-privada, de tal modo que no se trataba tanto de destinar inversión pública a las

zonas rurales como de utilizar los fondos públicos para dar impulso a iniciativas

empresariales de carácter privado; un enfoque de redes en el que resultaba crucial el

intercambio de experiencias entre los grupos de acción local de toda la Comunidad

Económica Europea.

El proyecto piloto de LEADER se desarrolló entre 1991 y 1993. En consonancia

con su carácter de Iniciativa Comunitaria, no se llevó a cabo a gran escala, sino que se

centró en poco más de doscientas comarcas. El balance no fue completamente

positivo, ya que se documentaron casos de grupos de acción local excesivamente

liderados por las administraciones regionales y locales (en contraste con la voluntad

original de dar voz a la sociedad civil sin intermediación de los políticos) y casos de

grupos de acción local replegados sobre sí mismos y poco propensos a participar en la

creación de redes con otros grupos, a lo que aún habría que añadir las reticencias que

LEADER generó entre los agricultores (quienes lógicamente siempre preferirían una

política sectorial como la PAC). Pese a ello, había consenso al respecto de que, por

todas partes, la formación de grupos de acción local y la realización de las inversiones

planificadas en el marco de LEADER habían servido para restaurar el “capital social”

que muchas zonas rurales habían perdido como consecuencia de la despoblación, el

envejecimiento y la desarticulación de las pautas sociales tradicionales. Más que por

sus efectos económicos directos, LEADER parecía haber resultado un éxito por sus

efectos sociales (que indirectamente también generaban efectos económicos), al

favorecer la creación de redes, la restauración de la confianza y el desgaste de la

cultura derrotista que en tantos lugares se había instalado durante las décadas

previas. Tan positiva fue la valoración que se hizo de esta iniciativa piloto que, a su

conclusión, se puso en marcha una segunda edición (LEADER II), esta vez a mucha

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mayor escala (más de mil comarcas, cinco veces más que en la primera edición) y con

un énfasis mayor en los proyectos capaces de suscitar un “efecto de demostración”

sobre la población local (aumentando así su grado de confianza en el potencial de

desarrollo comarcal) y capaces de ser transferidos a otras comarcas europeas.

Figura 1.2. Ray MacSharry (n. 1938)

El renovado énfasis en lo rural (y no tanto en lo agrario) y la confianza en que

la experiencia LEADER podría generalizarse marcarían importantes cambios futuros

en la propia PAC, pero, para comienzos de la década de 1990, los cambios más

sustanciales provenían de otro lado: de la ambiciosa reforma propuesta por el

comisario Ray MacSharry (figura 1.2) para atajar los desequilibrios e insostenibilidades

que el funcionamiento de la PAC venía arrastrando casi desde su misma puesta en

marcha. Según MacSharry, la PAC era víctima de una “crisis de fundamentos” cuya

corrección requería una reforma profunda y no simples cambios de detalle. Para

empezar estaba el problema de la escalada de gasto: las reglas originales de la PAC

habían conducido a un crecimiento desmedido de la producción y a dificultades

financieras cada vez más agudas para la gestión de los excedentes. La PAC original

era cada vez más insostenible por este motivo, y las tímidas reformas acometidas

durante la década de 1980 (como la introducción de los principios de

corresponsabilidad y de modulación en la compra de excedentes) no habían

solucionado el problema. Un segundo problema fundamental, junto al problema

financiero, era el agravamiento de las desigualdades territoriales y sociales. Los datos

mostraban que el 80 por ciento de los recursos financieros de la PAC era absorbido

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por apenas un 20 por ciento de agricultores y empresas. O, lo que es lo mismo, un 80

por ciento de pequeños agricultores apenas percibía el 20 por ciento del total del

apoyo público. El informe MacSharry llamó a esto el “desequilibrio 80/20”.

De acuerdo con este informe, los objetivos de una reforma profunda de la PAC

debían ser tres: primero, reducir los excedentes de producción con objeto de contener

la escalada de gasto; segundo, acercar los precios europeos a los precios vigentes en

el mercado mundial (en otras palabras, reducir el grado de protección que los precios

institucionales concedían a los agricultores europeos frente a competidores externos);

y, tercero, mantener un número suficiente de agricultores encargados de la doble

función de producir alimentos y conservar el medio rural.

La medida estrella de la reforma MacSharry, en vigor desde 1992, fue la

sustitución de buena parte del proteccionismo por un sistema de subvenciones

directas a los agricultores. Continuó habiendo proteccionismo por la vía de los precios

institucionales, pero estos fueron reducidos, por lo que la reforma acercó a los

agricultores europeos al mercado libre y los expuso en mayor medida a la

competencia exterior. La reforma MacSharry buscó sustituir este apoyo indirecto,

basado en la distorsión de la libre competencia, por un apoyo más directo, basado en

la concesión de subvenciones a los agricultores. No cambiaba tanto la decisión política

de apoyar a los agricultores como el instrumento técnico utilizado para ello. Las

ayudas directas percibidas por los agricultores, un apoyo público para favorecer la

inserción de los agricultores europeos en un mercado ahora menos intervenido y por

tanto más exigente, se calculaban en función de las características de sus

explotaciones. Las subvenciones eran proporcionales al número de hectáreas de la

explotación (ya se tratara de hectáreas cultivadas o hectáreas retiradas del cultivo, en

consonancia con las medidas estructurales vigentes desde la década de 1980) y al

número de cabezas de ganado (si bien la proporcionalidad se quebraba a partir de un

cierto nivel de concentración de cabezas por unidad de superficie forrajera; es decir:

se penalizaba la ganadería altamente intensiva y desconectada del cultivo local).

Para compensar a los agricultores que afrontaban unas condiciones de

explotación menos propicias o que, sencillamente, podían alegar verse más

duramente golpeados por la reforma, se introdujeron también las llamadas “medidas

de acompañamiento”. En no pocos casos estas medidas actualizaban y daban nuevo

desarrollo a ideas ya previamente puestas en práctica. Había, por ejemplo, medidas

agroambientales: medidas de apoyo a los agricultores en razón de los servicios de

conservación ambiental que prestaran a través de su actividad agropecuaria. Entre

ellas se encontraban subvenciones especiales para la agricultura ecológica y para los

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proyectos de aquellos agricultores que desearan impulsar la transición desde una

agricultura intensiva a una agricultura más extensiva y de menor impacto ambiental.

Junto a las medidas agroambientales, las medidas de acompañamiento también

incluían incentivos a la reforestación de tierras previamente dedicadas a uso agrícola

(con objeto de reducir los excedentes productivos y favorecer el reequilibrio ambiental

de las comarcas afectadas) y un clásico de la tradicional política de estructuras: las

subvenciones para la jubilación anticipada.

LA AGENDA 2000

En 1999, cuando la elaboración de un nuevo periodo de programación

presupuestaria a nivel de la Unión Europea se convertía en el momento adecuado

para reflexionar sobre la PAC y su evolución, a la reforma MacSharry se le

reconocieron varios logros: había logrado reducir los excedentes y contener el gasto;

había logrado reducir los precios relativos de los alimentos, es decir, había cumplido

su promesa de acercar los precios europeos a los precios del mercado mundial; y

además había introducido medidas agroambientales que recompensaban a los

agricultores por sus funciones no productivas. En suma, había logrado corregir, al

menos en parte, la crisis de fundamentos de la PAC original. Ello había sido posible,

además, sin una reducción del apoyo público concedido a los agricultores: aunque

habían cambiado los mecanismos de apoyo, el montante total del apoyo se mantuvo

entre el 35 y el 40 por ciento de la renta agraria (es decir, un nivel aproximadamente

similar al anterior a la reforma).

Sin embargo, lo que no logró fue corregir dicha crisis de manera total ni

aumentar la legitimidad de la PAC ante terceros países que se sentían perjudicados.

Inicialmente, en la década de 1960, las negociaciones comerciales en el seno del

GATT habían consentido el proteccionismo agrario y se habían centrado en desmontar

otras barreras arancelarias. Hacia el cambio de siglo, sin embargo, las reuniones

periódicas del GATT habían desembocado en la formación de la Organización Mundial

del Comercio, y la presión sobre los proteccionismos agrarios se intensificaba por

momentos. La posición europea en estas negociaciones necesitaba fortalecerse a

través de nuevas reformas de la PAC que mejoraran la legitimidad de la misma a ojos

de terceros países.

Las nuevas reformas podían ser también la ocasión idónea para corregir

problemas internos, algunos de ellos tradicionales (y no resueltos por la reforma

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MacSharry), otros de más reciente aparición. Entre los tradicionales, el principal era el

desequilibrio 80/20: la concesión de ayudas directas en función del número de

hectáreas y el número de cabezas de ganado hizo que la distribución de los pagos

PAC fuera muy desigual, reforzándose su concentración entre los agricultores y

empresas de mayor tamaño. Pese a que el informe preparatorio de MacSharry

advertía de este problema, hacia finales de la década resultaba claro que la reforma

MacSharry, por más que hubiera aliviado el problema de los excedentes y la escalada

de gasto, no había conducido a una distribución más equitativa del apoyo público a los

agricultores.

Por otro lado, un problema de más reciente aparición tenía que ver con otra

acusación de desigualdad: la que lanzaban los agricultores mediterráneos al

considerar que las nuevas reglas de juego favorecían principalmente a las

producciones y agricultores del norte de Europa, no en vano el centro político de la

Unión. La incorporación de Grecia, España y Portugal a una reglas de juego pensadas

para una C.E.E. compuesta por países básicamente septentrionales (con la única

excepción de Italia) había causado tensiones desde el principio; tensiones cuya

absorción por parte del sistema se había apoyado sin duda en los beneficios más

generales que los países mediterráneos podían extraer de su pertenencia a la C.E.E.,

como por ejemplo los cuantiosos fondos de la política regional. El problema del

desequilibrio entre los productos mediterráneos y los llamados productos continentales

estaba sin embargo sobre la mesa en la década de 1990 y constituía además una

poderosa llamada de atención para el futuro: comenzaba a quedar claro que la Unión

Europa iba a expandirse a gran escala hacia el Este, y en ocasiones incorporando

países con un sector agrario grande y un número elevado de agricultores. Las nuevas

reglas debían formularse con este futuro en mente.

Otro problema reciente de la PAC era que un número cada vez mayor de voces

se quejaba de que las medidas de acompañamiento de la nueva PAC, al igual que les

había ocurrido a las medidas estructurales de la PAC tradicional, recibían una parte

muy pequeña del presupuesto total, por lo que cabía argumentar que la mayor parte

de las subvenciones concedidas por la PAC no estaban condicionadas a la

modernización de las explotaciones o al cumplimiento de objetivos ambientales. ¿Por

qué no dar más peso a las medidas de acompañamiento y de esa manera favorecer

que el dinero PAC sirviera a objetivos mejor perfilados que la mera continuidad del

apoyo histórico a los agricultores por el hecho de ser agricultores? De hecho, ¿por qué

no prestar más atención también a los sectores no agrarios de la economía rural? La

declaración de Cork de 1996 había propuesto que la PAC se convirtiera en una política

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rural integrada, es decir, en lugar de ser una política básicamente agraria con

pequeños guiños a los sectores no agrarios, convertirse en una política rural en la que

el apoyo concedido a la agricultura estuviera supeditado al cumplimiento de objetivos

de desarrollo rural, como por ejemplo detener la despoblación o crear empleo no

agrario. Dado que la agricultura era (simplemente) una pieza dentro de una economía

rural más diversa, ¿no debería la PAC ajustarse a esa realidad y convertirse ella

también en una política rural en la que lo agrario fuera (simplemente) una pieza?

Todos estos condicionantes (la presión externa para reformar la PAC y hacerla

más legítima a ojos de terceros países, y las presiones internas para hacer frente a

viejos y nuevos problemas) marcaron la redacción de la Agenda 2000, el documento

que en 1999 planteó una nueva reforma de la PAC. La Agenda 2000 conservaba

algunos de los objetivos tradicionales de la PAC, como asegurar un nivel de vida

adecuado a la población agraria. También mantenía algunos de los objetivos que

habían inspirado la reforma MacSharry, como aumentar el nivel de competitividad

internacional de los agricultores europeos y acercar los precios europeos a los precios

del mercado mundial. Y otros objetivos reflejaban las nuevas realidades y

preocupaciones: había que producir alimentos de calidad adaptados a las demandas

del consumidor (en un momento en el que algunos escándalos de inseguridad

alimentaria habían realzado la importancia de la alimentación de calidad); había que

fomentar prácticas agrarias respetuosas con el medio ambiente (es decir: dar más

peso a las medidas agroambientales); había que fomentar la diversificación de la

economía rural o, lo que es lo mismo, impulsar el desarrollo de los sectores no

agrarios de la misma (un guiño importante a los partidarios de que la PAC se

refundara como política rural integrada); había, finalmente, que simplificar la PAC, más

compleja que nunca después de que sucesivas rondas de reforma hubieran añadido

un sinfín de detalles, criterios y casuísticas.

¿En qué consistieron las reformas de la Agenda 2000? Se redujeron los

precios institucionales, por lo que continuó el proceso de aumentar la exposición de los

agricultores europeos a la competencia exterior, así como el acercamiento de los

precios europeos a los precios del mercado mundial. La protección a los agricultores

continuó asumiendo cada vez más la forma de subvenciones directas en función de

las características de sus explotaciones. Hasta aquí, la reforma MacSharry continuada.

La gran novedad que esperaba introducir el comisario Franz Fischler era la

modulación de estas subvenciones en función de criterios sociales y ambientales

(figura 1.3).

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La propuesta de Fischler consistía en quebrar la proporcionalidad de las

subvenciones de tal modo que los agricultores grandes cobraran proporcionalmente

menos que los agricultores pequeños (que una misma hectárea de tierra garantizara

una subvención mayor si se trataba de un agricultor pequeño que si se trataba de uno

grande). También consistía en vincular la percepción de las subvenciones al

cumplimiento de criterios ambientales exigentes. Ambos tipos de modulación, la social

y la ambiental, iban en la dirección de mejorar la imagen de la PAC: la modulación

social aumentaría la legitimidad interna de la PAC, al atacar el desequilibrio 80/20,

mientras que la modulación ambiental aumentaría la legitimidad de las subvenciones a

ojos de terceros países, al hacer de dichas subvenciones un instrumento de política

ambiental y no simplemente una barrera encubierta a la competencia exterior. De

hecho, en un importante discurso de 1996, Fischler acuñó el concepto de la

“agricultura multifuncional”:

“La agricultura ha de superar su aspecto puramente sectorial y ser considerada como una actividad multifuncional, ya que configura el espacio rural contribuyendo a conservar un espacio de vida económico y social intacto, a proteger un entorno paisajístico atractivo y a diversificar las actividades de las zonas rurales”

Traducido: no subvencionamos a los agricultores por el hecho de que sean

agricultores y deseemos protegerlos por motivos políticos; subvencionamos a los

agricultores porque en el desempeño de su actividad cumplen una función territorial y

ambiental que es equiparable a un bien público: como el mercado no retribuye

convenientemente esta función, los poderes públicos deben hacerlo con el fin de que

dicha función se lleve efectivamente a cabo.

Figura 1.3. Franz Fischler (n. 1946)

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La realidad de la reforma, sin embargo, se quedó a medio camino de la

propuesta de Fischler. A partir de la Agenda 2000, se introdujeron criterios para

modular socialmente las subvenciones, pero sólo a partir de un cierto umbral mínimo,

que era bastante elevado y por encima del cual sólo se situaba un pequeñísimo

estrato de agricultores y empresas. La mayor parte de las subvenciones, por lo tanto,

quedaban exentas de modulación. Por si ello fuera poco, Fischler no fue capaz de

arrancar de los Estados miembros un consenso unánime al respecto de la

conveniencia de modular las subvenciones: los países caracterizados por

explotaciones agrarias de gran tamaño argumentaban que una modulación decidida

de las subvenciones supondría para ellos una reducción en la cantidad de fondos PAC

que percibían. Esto era sin duda cierto, salvo por el detalle de que eran los agricultores

(y no realmente los países) los que recibían o dejaban de recibir subvenciones. Al

final, Fischler no logró imponer su visión de una modulación obligatoria y quedó en

manos de cada Estado individual decidir si modularía o no las subvenciones de la

PAC. La Agenda 2000, por lo tanto, ofrecía la novedosa posibilidad de una modulación

en función del tamaño de las explotaciones, pero aprovechar dicha posibilidad (o no)

dependía de cada Estado. Algo similar ocurrió con la “eco-condicionalidad”, que

vincularía la percepción efectiva de las subvenciones al cumplimiento de unos criterios

de gestión ambiental en las explotaciones: la posibilidad de la eco-condicionalidad se

introducía de la mano de la Agenda 2000, pero los Estados miembros eran libres de

utilizarla o no.

La misma sensación de objetivos cumplidos solamente a medias debió de

causarle a Fischler el resultado final de su otra gran propuesta. Desde años atrás,

Fischler se había manifestado partidario de transformar la PAC en una política rural

integrada común, dentro de la cual la política agraria sería una pieza importante pero

en modo alguno la única. Como tal, esta ambiciosa propuesta fue neutralizada por los

grupos de presión agrarios, que veían en ella un claro peligro de que buena parte de

los fondos PAC, que iban directos a los bolsillos de los agricultores, pasaran a

transformarse en fondos para el desarrollo rural que en muchos casos podrían ir a

otros agentes sociales, como ayuntamientos rurales, grupos de acción local o

empresarios de turismo rural. Lo que Fischler sí consiguió fue transformar la PAC en

una política con dos pilares: por un lado, la tradicional política de precios, mercados y

subvenciones agrarias; por el otro, y aquí estaba la novedad, una política de desarrollo

rural. Este “segundo pilar”, como pasó a denominarse, tendría como objetivos hacer

viable la agricultura, evitar la despoblación rural y preservar el patrimonio natural. En

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realidad, el segundo pilar era un cajón de sastre en el que tenían cabida diversas

medidas, desde las “medidas de acompañamiento” de MacSharry (medidas

agroambientales, incentivos para la forestación, incentivos a la jubilación anticipada,

primas especiales para los agricultores en zonas desfavorecidas) hasta medidas

nuevas como subvenciones para la inversión en turismo rural, la modernización de la

cadena agroindustrial, el desarrollo de la silvicultura o la instalación de jóvenes

agricultores.

El peso del desarrollo rural dentro de la política europea también se incrementó

con la gestación de LEADER+, la iniciativa que daría continuidad a LEADER II a partir

de 1999. Después de ocho años de experiencias LEADER, se había formado ya un

pequeño grupo de presión de “ruralistas” que reclamaban un mayor protagonismo para

la política de desarrollo local como una forma más efectiva que las subvenciones

agrarias para dinamizar el medio rural (e incluso para legitimar la política europea ante

terceros países). El incipiente grupo de presión, visto con buenos ojos por parte de

Fischler, aseguraba que LEADER, con su enfoque ascendente, había hecho más por

acercar la Unión Europea al ciudadano que todas las décadas previas de

subvenciones agrarias; que había sido capaz de infundir optimismo en sociedades con

frecuencia golpeadas por la despoblación y el desánimo; y que, desde el punto de

vista del análisis coste-beneficio, había sido una política relativamente barata que

había desplegado efectos demostrativos y había generado sinergias entre la inversión

pública y la inversión privada. LEADER+ confirmó a los partidarios y gestores de este

nuevo enfoque que su trabajo tendría continuidad en el nuevo periodo de

programación. Otras Iniciativas Comunitarias no pasan de proyectos piloto que son

discretamente aparcados tras su conclusión, pero LEADER fue considerada por la

propia Comisión como su Iniciativa más exitosa: había llegado para quedarse.

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2 ¿Cómo funciona la PAC hoy?

LA GESTACIÓN DE LA REFORMA DE 2003

La PAC actual se gestó a raíz de una sorprendente reforma acometida en

2003. Sorprendente porque, en principio, la ocasión consistía simplemente en un

chequeo rutinario sobre la salud de la PAC a mitad de camino del periodo de

programación 2000-2006. Ya desde julio de 2002, sin embargo, el comisario Fischler

había hecho circular una propuesta de revisión de la PAC con ocasión de dicho

chequeo rutinario. Tras intensas negociaciones a lo largo del primer semestre de 2003,

y sobre la base de una nueva propuesta por parte de Fischler, se produjo una reforma

de mucho más calado de lo que en principio se esperaba.

¿Por qué este empeño en reformar la PAC justo entonces y no, por ejemplo, de

cara al siguiente periodo de programación, a comenzar en 2007? Fundamentalmente,

para mejorar la posición negociadora de la Unión Europea dentro de la Organización

Mundial del Comercio. La presión de la OMC sobre el proteccionismo agrario se

acrecentaba por momentos: se habían definido ya tres tipos diferentes de medidas

proteccionistas en función de su grado de distorsión de la competencia global (cuadro

2.1). La mayor parte de la PAC, en particular el primer pilar de subvenciones directas,

se encontraba encuadrada dentro del grupo intermedio de medidas proteccionistas: la

OMC consideraba que, si bien no era altamente distorsionadora (como sí lo habría

sido la PAC tradicional, con sus altos precios institucionales y sus compras de

excedentes), tampoco era neutral. De acuerdo con la OMC, las subvenciones directas

a los agricultores distorsionaban la competencia global porque estaban vinculadas a la

producción agraria, de tal modo que cabía argumentar que los agricultores europeos,

apoyándose en las subvenciones, estaban alcanzando niveles productivos por encima

de lo que habría sido el caso en un mercado libre. La aspiración de Fischler era

impulsar una reforma de la PAC que convenciera a la OMC de promocionar la PAC al

grupo superior de medidas escasamente distorsionadoras y, por tanto, no sujetas a

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discusión en las rondas de negociación entre países. (En tal grupo se encontraban ya,

por cierto, la mayor parte de medidas incluidas en el segundo pilar de la PAC, que

tenían el visto bueno de la OMC y estaban clasificadas como escasamente

distorsionadoras.)

Cuadro 2.1. Clasificación de diferentes medidas contenidas en la PAC en función de sus

efectos sobre el comercio internacional

Cajas Ejemplos Verde (distorsiona poco o nada) Ayudas agroambientales Ayudas a la jubilación anticipada Azul (distorsiona) Ayudas directas al cultivo de herbáceos Primas al ovino y al vacuno Ámbar (distorsiona mucho) Subvenciones a la producción de aceite de oliva Compras “de intervención” de vacuno

Fuente: Compés (2006: 39).

Al fortalecimiento de la posición negociadora de la UE dentro de la OMC se

unieron dos condicionantes internos que contribuyeron a facilitar el impulso para que la

sustancial reforma de 2003 llegara a buen puerto. En primer lugar, estaba teniendo

lugar una enconada disputa entre los principales Estados miembros acerca del

presupuesto comunitario, cuyo diseño para el siguiente periodo de programación

(2007-13) estaba ya discutiéndose. Los países que eran contribuyentes netos estaban

planteando que el presupuesto comunitario para 2007-2013 debía ser muy austero

ante la incorporación de un buen número de países de Europa oriental que, partiendo

de bajos niveles de desarrollo, estaban destinados a convertirse en receptores netos

de fondos. En otras palabras, los países contribuyentes netos comenzaban a tener

dudas de su capacidad para seguir tirando de un carro cada vez más lleno de

pasajeros. La PAC desempeñaba un papel clave dentro de estas dudas, ya que

algunos de los nuevos miembros de la Unión Europea eran países con un sector

agrario aún grande y un número de agricultores aún muy elevado. El presupuesto

comunitario no podría absorber sin traumas la incorporación de estos miles de

agricultores si previamente no se asumía un compromiso de austeridad en la PAC. (Y

aún así los países de nuevo ingreso tendrían que aceptar un polémico régimen de

transitoriedad que impedía a sus agricultores acceder a ayudas comparables a las

percibidas por el resto de agricultores de la Unión.) En el marco de la negociación del

presupuesto comunitario, se llegó al acuerdo de que el gasto en las subvenciones de

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la PAC (el gasto del primer pilar) se mantendría congelado durante el periodo de

programación 2007-13, lo cual, además de relegar a la PAC a un segundo puesto

dentro de las políticas de gasto de la UE por detrás de la política de cohesión regional

(cuadro 2.2), creaba las condiciones adecuadas para una reforma de los propios

criterios para la concesión de dichas subvenciones.

Cuadro 2.2. Distribución porcentual del presupuesto de la Unión Europea

2000-2006 2007-2013

Agricultura 46 43 Acciones estructurales 33 45 Políticas internas 7 1 Medidas exteriores 5 6 Gastos administrativos 5 6

Fuentes: Compés (2006: 53), “Financial framework 2007-13” (<http://ec.europa.eu /budget/index.cfm>).

La reforma de 2003 también fue favorecida por otro condicionante interno: el

deterioro de la imagen de la PAC ante la opinión pública europea. El desequilibrio

80/20, es decir, el hecho de que un reducido número de grandes propietarios y

grandes empresas absorbieran la mayor parte de las subvenciones dañaba la

legitimidad social de la PAC. Pese a que el problema había sido reconocido por la

propia Comisión desde al menos los tiempos de MacSharry, se había avanzado poco

en su solución. La Agenda 2000 había puesto sobre la mesa la posibilidad de modular

las subvenciones de tal modo que se quebrara la proporcionalidad de las mismas y

que una misma hectárea de tierra o una misma cabeza de ganado otorgaran el

derecho a percibir una subvención mayor o menor según si se trataba de un agricultor

pequeño o un agricultor grande. Sin embargo, la oposición de algunos Estados

miembros a la modulación (que implicaba una redistribución de fondos PAC desde los

países en que predominaba la gran explotación hacia los países en que predominaban

los pequeños y medianos agricultores) hizo que la modulación fuera finalmente

voluntaria. A mitad de camino del nuevo periodo de programación, resultaba ya

evidente que la modulación no iba a ser aplicada en muchos países y que incluso

algunos que inicialmente se mostraron favorables habían ido perdiendo el interés. En

consecuencia, la sensación de que la PAC era una política que beneficiaba

fundamentalmente a las grandes explotaciones y a las grandes empresas continuó

firmemente asentada en la opinión pública europea.

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La opinión pública también estaba adquiriendo una conciencia creciente al

respecto de los problemas medioambientales de la agricultura moderna, y de cómo la

PAC podía estar contribuyendo a exacerbarlos. A pesar de que la cuestión ambiental

había ido entrando en la agenda europea desde al menos la década de 1980, el primer

pilar de la PAC no se había transformado gran cosa en términos medioambientales. La

Agenda 2000 sí había planteado la introducción de una especie de modulación de las

subvenciones en función de criterios medioambientales, pero, de nuevo, esto quedó

como una opción de la que los Estados miembros podían (o no) hacer uso. En una

sociedad europea con una conciencia medioambiental creciente, esto era demasiado

poco. Finalmente, la imagen pública de la PAC terminó de deteriorarse conforme, a

comienzos del siglo, el escándalo alimentario de las “vacas locas” (la transmisión de la

encefalopatía espongiforme bovina) aumentó la ansiedad de los europeos ante las

prácticas prevalecientes en la cadena alimentaria. Una cadena compuesta por

numerosos eslabones que producía alimentos cuya trazabilidad (es decir, la

posibilidad de conocer el itinerario seguido por un alimento desde el campo hasta la

mesa) era escasa. La sensación (probablemente, es cierto, un tanto exagerada) de

que la cadena alimentaria, crecientemente industrial y artificial, podía no ser segura

para la salud también pesó en contra de la imagen pública de la PAC, que aparecía a

los ojos de los europeos como un conjunto de medidas que, si bien salvaguardaban

los intereses de diversos sectores productivos, no parecían tener en cuenta a los

consumidores finales de los alimentos.

En medio de esta “tormenta perfecta”, en 2003 salió adelante una

sorprendente, por lo profunda, reforma del primer pilar de la PAC.

LOS PRINCIPIOS DE LA NUEVA PAC

La reforma se apoyaba en tres principios: desvinculación, condicionalidad y

modulación. Ninguno de ellos era completamente nuevo, pero el grado en que, a partir

de ahora, pasaban a condicionar el reparto de las subvenciones no tenía precedentes.

Se trató de una reforma de gran calado que, en términos generales, nos ha llevado

hasta el primer pilar tal y como existe en el actual periodo de programación 2007-2013.

La desvinculación suponía romper la relación entre las subvenciones y la

producción agraria. Las ayudas directas que venían concediéndose desde la reforma

MacSharry estaban ya en cierta forma desvinculadas de la producción, dado que la

cuantía de la subvención percibida por un agricultor no dependía de su nivel de

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producción: dependía de variables como el número de hectáreas o el número de

cabezas de ganado de la explotación, con independencia de que estas hectáreas o

estas cabezas de ganado fueran más o menos productivas. Sin embargo, esta

desvinculación era una desvinculación débil, ya que continuaba existiendo un cierto

lazo entre subvención y producción. Por un lado, porque la percepción de la

subvención estaba vinculada a los inputs utilizados para la producción, con lo que, si

bien desaparecía el incentivo a que cada agricultor produjera la mayor cantidad

posible de mercancía (como había sido el caso con la PAC original), la subvención no

dejaba de ser un apoyo indirecto a la producción. Y, en segundo lugar, porque, junto a

las hectáreas y las cabezas de ganado poseídas por cada agricultor o ganadero, el

otro parámetro que entraba en el cálculo de la subvención era el rendimiento comarcal

medio. En otras palabras, aunque ningún agricultor individual percibiría una

subvención mayor por el hecho de intensificar su producción, el aumento de los

rendimientos del conjunto de agricultores sí presionaba al alza la cuantía de las

subvenciones del conjunto de agricultores, por lo que, aunque las subvenciones

individuales percibidas por cada agricultor estaban (con los matices expuestos

anteriormente) desvinculadas de su nivel individual de producción, las subvenciones

que la Comisión Europea concedía a los agricultores europeos continuaban

manteniendo un vínculo con la producción de los agricultores europeos.

La nueva PAC, por el contrario, aspiraba a romper completamente el vínculo

entre las ayudas y la producción. Para ello se remodeló de manera innovadora (y muy

polémica) el sistema para la concesión de las ayudas. En lo sucesivo, las ayudas

dejarían de ser calculadas en función de las características presentes de las

explotaciones y pasarían a ser calculadas en función de criterios históricos. Las

características de las explotaciones en un “periodo de referencia”, por lo general el

periodo 2000-2002, servían para asignar a los agricultores unos “derechos de cobro”

en el presente y en los años sucesivos. ¿Qué mejor forma de romper por completo el

vínculo entre ayudas y producción que rompiendo el vínculo entre las ayudas y el

presente? De este modo, lo que produjera el agricultor a partir de 2003 no tendría

ninguna influencia (ni directa, ni indirecta, ni de ningún tipo en absoluto) sobre la

cuantía de su ayuda. De hecho, un agricultor que hubiera estado activo en 2000-2002

podía incluso abandonar por completo la producción y no por ello perder sus derechos

de cobro y, por tanto, no por ello dejar de percibir su subvención. Ante la opinión

pública, los agricultores quedaban presentados de la manera más evidente como un

fuerte grupo de presión, cuya captura de fondos públicos en el presente se basaba en

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derechos adquiridos en el pasado (lo cual, en el fondo, es lo que había venido

ocurriendo de manera más encubierta en versiones previas de la PAC).

El terremoto causado por esta reforma entre las organizaciones agrarias, y

también entre los gobiernos de algunos Estados miembros, fue formidable,

comparable al generado en su momento por el informe Mansholt. La principal crítica

que se le hacía a la reforma era que una desvinculación completa de las ayudas

conduciría, en el caso de algunos productos y algunas regiones, a un rápido abandono

de la actividad agraria, con la consiguiente destrucción de puestos de trabajo,

despoblación de zonas rurales y deterioro del patrimonio ambiental y el paisaje. En

parte por la encendida defensa que Francia hizo de estos argumentos, el resultado

final de la reforma contuvo un elemento suavizador: se dejó algo de margen para que

los Estados miembros que así lo desearan pudieran mantener una proporción de sus

ayudas vinculadas a la producción presente. Se fijaron máximos de ayuda vinculada

para cada producto, y algunos Estados miembros optaron por continuar vinculando

una parte de las subvenciones a la producción presente.

Los casos de los cultivos herbáceos y la ganadería ovina para carne son

ilustrativos (cuadro 2.3). Si el Estado correspondiente optaba por subvenciones

completamente desvinculadas, el monto de la subvención a percibir por parte de un

agricultor pasaba a calcularse como el producto de dos elementos: (1) el número de

“derechos de cobro” poseídos por tal agricultor; y (2) el valor de cada uno de esos

derechos de cobro. El valor de cada derecho de cobro era fijado por la Unión Europea

(63 euros en el caso de los herbáceos; 21 en el caso del ovino), mientras que el

número de derechos de cobro correspondientes a cada agricultor dependía de criterios

históricos: en el caso de los herbáceos, el número de hectáreas que ese agricultor

tuviera en cultivo en el periodo de referencia 2000-2002 y la producción media por

hectárea en su comarca en dicho periodo 2000-2002; y, en el caso del ovino, el

número de cabezas de ganado poseídas por el ganadero en el periodo de referencia

2000-2002. Si, por el contrario, el Estado correspondiente optaba por mantener una

proporción de la subvención vinculada a criterios presentes, entonces la subvención se

calculaba como la suma de dos componentes: por un lado, los cálculos anteriormente

comentados se realizaban en referencia al periodo presente (y no a 2000-2002) y

recibían una ponderación igual a la proporción de la ayuda que el Estado deseara

mantener vinculada a criterios presentes; por el otro, los cálculos referidos a 2000-

2002 recibían el resto de la ponderación.

Ambas opciones (desvincular la ayuda completamente o mantener una

proporción vinculada) devolvían el mismo resultado si el número de hectáreas, la

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producción por hectárea o el número de cabezas de ganado eran idénticos en 2000-

2002 y en el presente, mientras que la opción de mantener una proporción de la ayuda

vinculada permitía incrementar el monto de la subvención a aquellos agricultores cuya

superficie cultivada o cuyo número de cabezas de ganado hubieran aumentado, o

cuyas comarcas hubieran presenciado un aumento en su producción media por

hectárea.

Cuadro 2.3. Opciones de subvención para los cultivos herbáceos y la ganadería ovina de

carne tras la reforma de 2003

Cultivos herbáceos Ganadería ovina de carne

Opción 1: subvención completamente desvinculada (criterios históricos)

Periodo de referencia 2000-2002 2000-2002

Número de derechos (N) Hectáreas en cultivo en el periodo de referencia

Cabezas de ganado en el periodo de referencia

Valor de cada derecho (V) Rendimiento medio comarcal * 63 euros 21 euros

Monto de la subvención N * V N * V

Opción 2: subvención parcialmente vinculada al presente

Proporción vinculable 25 por ciento 50 por ciento

Componente vinculado (CV) (Hectáreas de cultivo hoy *

Rendimiento medio comarcal hoy * 63 euros) * 0,25

(Cabezas de ganado hoy * 21 euros) * 0,50

Componente desvinculado (CD) N * V * 0,75 N * V * 0,50

Monto de la subvención CV + CD CV + CD Fuente: Barco y otros (2006: 104, 111). Elaboración propia.

España optó por aprovechar al máximo la segunda de las opciones descritas

en el cuadro 2.3. Durante y después de la negociación de la nueva PAC, las

organizaciones agrarias españolas se manifestaron abiertamente en contra de la

desvinculación total de las ayudas, señalando que, en el caso de España, tal

desvinculación total conduciría al abandono de la agricultura de secano y la ganadería

extensiva en amplias zonas del país. En no poca medida capturado por este grupo de

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presión, el gobierno español optó por continuar vinculando una parte de las

subvenciones a criterios presentes.

Los otros dos principios en que pasó a apoyarse la PAC tras 2003 eran la

condicionalidad y la modulación. La condicionalidad se concretó en la aprobación de

diecinueve normas comunitarias que definían requisitos de obligado cumplimiento de

cara a la percepción plena de la subvención por parte del agricultor. La idea de

condicionar la percepción de subvenciones al cumplimiento de determinados criterios

ya se había puesto sobre la mesa en el marco de la anterior reforma, la de la Agenda

2000; se trató entonces de una condicionalidad de contenido ambiental cuya

aplicación efectiva dependía de la voluntad de los Estados miembros. La reforma del

2003 supuso, en cambio, la introducción de una versión más fuerte del principio de

condicionalidad. Aunque se mantuvieron criterios ambientales en la definición de los

requisitos de condicionalidad (por ejemplo, la protección de las aguas frente al peligro

de la contaminación por nitratos y otras sustancias químicas utilizadas por los

agricultores), se añadieron criterios de seguridad alimentaria (por ejemplo,

disposiciones para prevenir, controlar y erradicar encefalopatías espongiformes

transmisibles) y criterios de bienestar animal (con objeto de proteger a los animales

empleados en las explotaciones ganaderas).

Además, la condicionalidad dejó de ser una opción que los Estados podían o

no hacer efectiva, y se convirtió en obligatoria en todo el territorio de la Unión. Con

objeto de verificar el cumplimiento de los requisitos condicionales por parte de los

agricultores, se puso en marcha un sistema de control con capacidad para imponer

penalizaciones a los agricultores que no cumplieran. Estas penalizaciones podían

moverse desde un arco entre el 3 y el 15 por ciento de la subvención para los casos

de incumplimiento por negligencia (siendo la reincidencia el principal elemento que

decidía en qué punto de este arco se situaba la penalización efectivamente impuesta

al agricultor) hasta más de un 20 por ciento por incumplimiento deliberado (pudiendo

llegar al 100 por cien de la subvención en aquellos casos que se consideraran muy

graves).

Por su parte, la modulación (es decir, la aplicación de coeficientes reductores a

las subvenciones de mayor cuantía con objeto de hacer más equitativa la distribución

de los fondos del primer pilar entre los diferentes tipos de agricultores) también había

sido puesta sobre la mesa en el marco de la Agenda 2000 y también había consistido

en aquel momento en una opción que los Estados miembros podían (o no) hacer

efectiva. A la altura de 2003, resultaba ya evidente que este sistema de modulación

voluntaria no estaba teniendo éxito: Alemania, un país de grandes explotaciones que

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veía la modulación como una pérdida de los fondos PAC que podía recibir, había

optado por no modular sus subvenciones, mientras que Francia, que en principio se

había mostrado favorable a la modulación, había chocado con importantes dificultades

operativas para implantar los cambios necesarios. En España, por su parte, diversas

consideraciones habían llevado al gobierno a no modular las subvenciones: la

modulación habría supuesto la pérdida de algunos fondos (sólo parcialmente

recuperables a través de programas de desarrollo rural que, a diferencia de la

solidaridad financiera que regía el primer pilar, estaban sujetos a un régimen de

cofinanciación) y, además, habría alterado la distribución regional de los fondos PAC,

dañando probablemente a regiones de gran peso en la negociación agraria como

Andalucía, las dos Castillas y Extremadura. En un país de modernización agraria

tardía, también tuvo cierto éxito el argumento de que una modulación de las

subvenciones podría suponer un ataque al agricultor profesional a tiempo completo,

que quizá podría reaccionar fraccionando su explotación (de lo cual, a su vez, podían

esperarse impactos negativos sobre la modernización y reestructuración de la

agricultura española).

En contraste con la modulación voluntaria de la Agenda 2000, la reforma de

2003 supuso la introducción de un sistema obligatorio para la modulación de las

subvenciones: aquellas subvenciones superiores a 5.000 euros pasaban a reducir su

cuantía en un 3 por ciento en 2005, un 4 por ciento en 2006 y un 5 por ciento entre

2007 y 2012. Desde el punto de vista de la negociación política, un elemento crucial

fue el compromiso por parte de la Comisión de que al menos el 80 por ciento de los

recursos ahorrados a través de esta medida permanecerían en el Estado miembro

correspondiente, por ejemplo a través de programas de desarrollo rural del segundo

pilar (incentivos a la jubilación anticipada, indemnizaciones compensatorias de

montaña, subvenciones a la forestación de tierras agrarias, medidas

agroambientales…).

¿Y EL SEGUNDO PILAR?

La sorprendente reforma de 2003 no afectó al desarrollo rural, apenas unos

años atrás elevado a la categoría de “segundo pilar” de la PAC. Los cambios llegaron

de la mano del nuevo periodo de programación, 2007-2013, y, si bien no fueron

cambios radicales, sí supusieron una reorganización de las muy variadas medidas que

son clasificadas como de desarrollo rural. El principal problema que se buscaba

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corregir, de hecho, era la excesiva dispersión y heterogeneidad de estas medidas, que

nunca habían formado parte de un plan global, sino que habían llegado al cajón de

sastre del segundo pilar por diversos motivos históricos.

La Comisión Europea intentó compensar la ausencia de un plan global con la

formulación de algunas directrices estratégicas llamadas a inspirar la reorganización

del segundo pilar en 2007-2013. Algunas de ellas venían a sintetizar la lógica que en

su momento había conducido a la creación de tal o cual conjunto de medidas. Así, la

vieja idea de Mansholt de que era necesaria una “política de estructuras” se convertía

ahora en la directriz estratégica de impulsar la competitividad del sistema alimentario

europeo. La filosofía que algo más tarde había conducido a la introducción de medidas

ambientales se traducía ahora en la directriz de mejorar el medio ambiente y el

paisaje, con especial atención a la biodiversidad, la preservación de paisajes agrarios

de alto valor natural, el régimen del agua y el cambio climático. La identificación de las

comunidades rurales como algo más que un conjunto de agricultores, iniciada por el

informe El futuro del medio rural de finales de la década de 1980, se convertía ahora

en la directriz de mejorar la calidad de vida e impulsar la diversificación, poniéndose un

énfasis preferente en las mujeres, los jóvenes y los trabajadores de mayor edad.

Junto a estas directrices que resumían la razón de ser de las medidas que ya

existían, otras tres directrices estratégicas daban una indicación de lo que hasta

entonces había ido mal o, cuando menos, merecía ser tenido en mayor consideración.

Esto incluía, por ejemplo, el desarrollo de las capacidades locales de creación de

empleo, con mención explícita a la necesidad de transitar desde las políticas de

reparto hacia políticas activas. También incluía la obligatoriedad de que cada Estado

miembro preparara una estrategia nacional de desarrollo rural, en la que buscara

sinergias entre las diferentes medidas financiables dentro del segundo pilar y velara

por la ausencia de contradicciones entre unas medidas y otras. Finalmente, también

se incluyó como directriz estratégica la búsqueda de sinergias entre el segundo pilar y

otras políticas europeas, como la política de cohesión regional y las políticas de

empleo. Cada una de estas directrices estaba subrayando implícitamente problemas

detectados en el funcionamiento del segundo pilar hasta entonces: hablar de políticas

activas en lugar de políticas de reparto era un ataque al discurso de las organizaciones

agrarias, para las que el segundo pilar siempre había sido en lo fundamental un

mecanismo de compensación a los agricultores en razón de los perjuicios causados

por las sucesivas reformas en el primer pilar; y hablar de estrategias nacionales de

desarrollo rural o de la búsqueda de sinergias con otras políticas venía a reconocer

que las medidas del segundo pilar habían actuado hasta entonces de manera

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descoordinada e incluso contradictoria (había, por ejemplo, una tensión evidente entre

las medidas de impulso a la competitividad y las medidas agroambientales).

Con objeto de favorecer la reorganización del segundo pilar, se crearon nuevos

instrumentos. Por un lado, se creó el Fondo Europeo Agrícola de Desarrollo Rural

(FEADER) como mecanismo integrado de financiación (si bien, a diferencia de lo que

ocurría con el primer pilar, aquí regía un sistema de cofinanciación, por lo que no todo

el dinero gastado en desarrollo rural salía de FEADER). Por otro lado, se crearon

nuevas instituciones con objeto de favorecer la coordinación de las distintas

experiencias de desarrollo rural. El abanico de experiencias era muy amplio, dado que

las medidas del segundo pilar eran (y son) muy heterogéneas y los Estados miembros

siempre han mantenido (y mantienen) un elevado margen de decisión en torno a la

mayor o menor ponderación de unas y otras en sus territorios. La Red Europea de

Desarrollo Rural se convirtió en el observatorio de esta variedad de experiencias,

mientras que cada uno de los Estados miembros pasó a tener que crear su propia red

nacional con objeto de poner en común las experiencias registradas en su territorio.

Finalmente, cada Estado miembro pasó a tener que redactar su propia estrategia de

desarrollo rural, en la que debía motivar la orientación escogida para sus políticas de

segundo pilar, y un plan de desarrollo rural, en el que debía detallar las medidas

concretas: las acciones subvencionables, las cuantías, la casuística… En el caso de

Estados descentralizados como España, la confección de este plan de desarrollo rural

correspondía ya a los gobiernos regionales. Si la nueva arquitectura del segundo pilar

no evitaba que este siguiera siendo un cajón de sastre, al menos obligaba a cada

Estado a proporcionar una descripción detallada y normalizada de lo que había en el

cajón.

¿Cómo se reorganizó el segundo pilar? No hubo grandes cambios en las

políticas, pero sí en su estructuración. Cada medida pasó a estar encuadrada en uno

de cuatro posibles ejes: competitividad, medio ambiente, diversificación y calidad de

vida, y enfoque LEADER. En el eje de competitividad (cuadro 2.4) estaban las

medidas estructurales tradicionales, tanto en materia de recursos humanos

(información y formación profesional, incentivos para los jóvenes agricultores,

incentivos para la jubilación anticipada, ayudas a la utilización de servicios de

asesoramiento y gestión) como en materia de capital físico (inversiones agrarias,

proyectos de innovación, infraestructura agrícola); junto a ellas, nuevas medidas

surgidas en relación a las nuevas características del sistema alimentario europeo:

fomento de la calidad alimentaria (ayudas temporales para el cumplimiento de normas

nuevas en este campo, incentivos para la búsqueda de la calidad, ayudas a la

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promoción de los productos de calidad) y medidas transitorias para los nuevos

Estados miembros (fomento de la creación de agrupaciones de productores y ayudas

directas a las pequeñas y muy poco rentables “explotaciones de semisubsistencia”).

Cuadro 2.4. Ejemplos de medidas incluidas en el eje “Competitividad”

Concepto Importe

Instalación de jóvenes agricultores Máximo de 40.000 euros por agricultor Jubilación anticipada 18.000 euros por cesionista y año / 180.000 euros por cesionista Servicios de asesoramiento 80% sobre el coste del servicio (subvención máxima: 1.500 euros) Participación en programas sobre calidad

alimentaria 3.000 euros por explotación

Explotaciones de semisubsistencia 1.500 euros por explotación y año

Fuente: Comisión Europea (2008: 21). Cuadro 2.5. Ejemplos de medidas incluidas en el eje “Medio ambiente y gestión del

territorio”

Concepto Importe

Aumento del valor económico de los bosques

60-85% sobre el importe de las

inversiones efectuadas Cumplimiento de normas 10.000 euros por explotación Zonas montañosas Como máximo, 250 euros por hectárea

de superficie agraria útil Zonas Natura 2000 200 euros, pago “normal” por hectárea

de superficie agraria útil Bienestar animal 500 euros por unidad de ganado mayor Lucro cesante por forestación 700 euros por hectárea (sólo

agricultores)

Fuente: Comisión Europea (2008: 22).

El segundo eje era el medio ambiente y la gestión del territorio (cuadro 2.5), y

aquí se incluían medidas para la utilización sostenible de tierras agrarias (las

tradicionales indemnizaciones compensatorias para zonas de montaña y zonas

desfavorecidas, ayudas para los agricultores situados en otras zonas de especial

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interés medioambiental y, claro está, las tradicionales medidas agroambientales) y

medidas para la utilización sostenible de las superficies forestales (subvenciones a la

forestación de tierras agrícolas, ayudas adicionales a las zonas forestales situadas en

zonas de especial interés medioambiental, y ayudas para proyectos de explotación

forestal sostenible).

El tercer eje comprendía los aspectos, sólo parcialmente conectados, de la

diversificación económica y la calidad de vida. El impulso a la diversificación de las

economías rurales se concretaba en la posibilidad de subvencionar el desarrollo de

proyectos empresariales en sectores no agrarios, el desarrollo de microempresas, la

promoción de actividades turísticas, y la conservación y gestión del patrimonio natural.

Por su parte, las acciones en materia de calidad de vida podían afectar a aspectos

como la provisión de servicios básicos en los pueblos o la renovación y protección del

patrimonio rural.

El cuarto y último eje era el enfoque LEADER. Esta fue quizá la gran novedad

del periodo 2007-2013: LEADER, que había nacido como una Iniciativa Comunitaria

independiente y que hasta aquel momento había estado fuera de la PAC, ahora

pasaba a formar parte de la misma como elemento del segundo pilar. Culminaba así

un largo proceso desde que la Iniciativa se lanzó con carácter experimental; un

proceso en cuyas diferentes etapas LEADER fue bien valorado por la Comisión y, de

hecho, en varias ocasiones fue utilizado por esta para hacer ver el contraste entre los

logros de la pequeña iniciativa con enfoque ascendente, por un lado, y los problemas

(y dificultades de reforma) del mastodóntico primer pilar con enfoque descendente, por

el otro. Bajo la rúbrica del enfoque LEADER, en 2007-2013 la PAC comenzó a

financiar los habituales proyectos de desarrollo de los grupos de acción local, así como

proyectos para la cooperación entre grupos de acción local de regiones y países

diferentes.

Como ya venía ocurriendo desde la definición de un “segundo pilar” en el

marco de la Agenda 2000, los Estados miembros disponían de un amplio margen para

modelar las políticas de desarrollo rural de acuerdo con sus características y

prioridades. La Comisión se limitó a establecer unos niveles mínimos de financiación

para cada uno de los ejes: los Estados podían organizar como mejor les pareciera los

fondos del segundo pilar siempre y cuando al menos un 10 por ciento de los fondos se

destinaran a competitividad, un 25 por ciento a medio ambiente, un 10 por ciento a

diversificación y calidad de vida, y un 5 por ciento al enfoque LEADER. En realidad, en

un primer momento la Comisión había propuesto unos umbrales más elevados (15-25-

15-7), pero los Estados se procuraron un mayor margen de maniobra. Ya desde los

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orígenes del segundo pilar (las medidas estructurales implantadas a lo largo de la

década de 1970), los Estados venían mostrándose celosos de su espacio en esta

materia, quizá porque las características de unos y otros países diferían. Quizá,

también, porque se trata de medidas en régimen de co-financiación, es decir, no rige el

principio de solidaridad financiera sino que una parte del gasto en desarrollo rural

ejecutado en un determinado país debe salir de las arcas nacionales. En el actual

periodo de programación, esta parte se movía entre un 45-50 por ciento en el caso de

los países “históricos” de la Unión y un 20 por ciento en el caso de los países de nueva

adhesión. (El mejor tratamiento dado a los países de nueva adhesión venía a ser una

compensación menor por la aplicación a sus agricultores de un régimen de

transitoriedad en el primer pilar, así como un intento, probablemente desvalido, de

potenciar el atractivo del segundo pilar en relación al primero a los ojos de los

gobernantes y agricultores de Europa central y oriental.)

Cuadro 2.6. Distribución porcentual de los fondos del segundo pilar, 2007-2013

Eje 1 Eje 2 Eje 3 Eje 4

España 51 35 4 10 Inglaterra 9 81 6 4 Francia 37 52 6 5 Alemania – Renania del norte y Wesfalia 28 54 15 4 Alemania – Sajonia 22 32 40 5 Italia - Lombardía 33 53 9 4 Italia - Sicilia 44 43 7 6 Polonia 42 33 20 5

Total Unión Europea 35 45 14 6

Fuente: Gobierno de Cantabria (2008). Elaboración propia. Las diferencias en las prioridades defendidas por cada Estado miembro en

materia de desarrollo rural son considerables (cuadro 2.6). En general, la mayor parte

de los fondos para desarrollo rural terminan siendo capturados por los agricultores,

bien a través de las medidas para impulsar la competitividad, bien a través de las

medidas ambientales. En el sur de Europa, con España como ejemplo más

representativo, la tardía modernización del sector agrario ha legitimado un gran peso

para las medidas de competitividad, a menudo interpretadas por las organizaciones

agrarias como compensación más o menos directa por la paulatina retirada de los

instrumentos directos de protección agraria. También en Europa oriental, marcada por

un gran número de explotaciones con bajos niveles de productividad, parece haber

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triunfado la opción de utilizar fondos de desarrollo rural para impulsar la

competitividad. En otros países como Francia, los agricultores son también los

grandes beneficiarios de las medidas de desarrollo rural, pero principalmente porque el

segundo pilar se ha orientado hacia el eje medioambiental. Esto va en consonancia

con unas organizaciones agrarias que desde los años noventa vienen apostando con

fuerza por la idea de una agricultura “multifuncional” que, además de producir

alimentos, genera como bien público servicios ambientales para el conjunto de la

sociedad. La apuesta por el medio ambiente ha sido radical en el caso de Inglaterra,

que destina más de cuatro quintas partes de su segundo pilar a este eje. País

marcado por un cambio estructural precoz (con un temprano descenso del peso de los

agricultores dentro de la población activa), sus organizaciones agrarias ejercen sobre

las autoridades nacionales competentes una presión muy inferior a la de sus

homólogos franceses o españoles. Finalmente, a modo de ilustración de que otro

segundo pilar es posible, es significativa la apuesta de la región alemana de Sajonia

por un desarrollo rural orientado hacia la diversificación y la calidad de vida, es decir,

orientado hacia los fines que originalmente dieron sustancia a la idea de desarrollo

rural en la Unión Europea. En general, sin embargo, los datos muestran que los

agricultores europeos absorben cuatro de cada cinco euros destinados a desarrollo

rural.

¿Qué queda pues de la idea original, tan claramente planteada en El futuro del

medio rural a finales de la década de 1980, de que lo rural era mucho más que lo

meramente agrario? ¿Qué queda del intento de Fischler de convertir la PAC en una

política rural integrada? Tras crecer hasta alcanzar un 18 por ciento del presupuesto

PAC en el periodo 2000-2006, el segundo pilar se ha quedado estancado en el

entorno del 15 por ciento en el actual periodo 2007-2013. Si a ello unimos que la

inmensa mayoría de sus fondos terminan siendo recibidos por los mismos agricultores

que ya se benefician del predominante primer pilar, puede verse que no queda mucho

de la idea original. Teniendo en cuenta la acumulación en el segundo pilar de medidas

agrarias pre-existentes y el importante peso de las organizaciones agrarias en la toma

de decisiones de las agencias nacionales y regionales competentes, la agrupación de

este heterogéneo conjunto de medidas bajo la denominación “desarrollo rural” resulta

un tanto disfuncional.

El caso español es bastante representativo. La elaboración de un Plan

Estratégico Nacional y un Marco Nacional para el Desarrollo Rural, en línea con las

directrices del nuevo segundo pilar, corresponde al gobierno central, pero la

concreción de estas ideas en programas de desarrollo rural que especifiquen las

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medidas y acciones subvencionables, así como los importes de dichas subvenciones,

es competencia de las Comunidades Autónomas. Frente a casos como el alemán, en

el que los gobiernos regionales utilizan sus competencias de manera variada, los

gobiernos regionales españoles han definido de manera bastante homogénea el

segundo pilar, con una clara orientación hacia los agricultores y, dentro de ello, hacia

la competitividad (figura 2.1). Esto tiene raíces históricas profundas, vinculadas tanto a

la tardía modernización de la agricultura como a la gran influencia que las

organizaciones agrarias han tenido sobre las agencias encargadas de gestionar las

políticas rurales.

Figura 2.1. Distribución porcentual de los fondos del segundo pilar en las regiones

españolas, 2007-2013

0 20 40 60 80 100

Aragón

Castilla-León

Madrid

Navarra

Andalucía

Asturias

Baleares

Canarias

Cantabria

Castilla-La Mancha

Cataluña

Galicia

Extremadura

País Vasco

Com. Valenciana

Murcia

Rioja (La)

Eje 1 Eje 2 Eje 3 Eje 4

Fuente: Gobierno de Cantabria (2008). Elaboración propia. Un buen ejemplo es una de las medidas históricas de lo que luego sería el

segundo pilar: las indemnizaciones compensatorias de montaña. En 1982, España, en

periodo de pre-adhesión a la C.E.E., se dotó de un sistema de indemnizaciones de

montaña muy similar al que la Comunidad había puesto en marcha en 1975. De

hecho, en los debates parlamentarios sobre la Ley de Agricultura de Montaña con

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frecuencia se habló de la necesidad de armonizar nuestra política de montaña con la

política europea ya en marcha. Lo llamativo del caso es que, a lo largo del camino que

medió entre la mención que la Constitución de 1978 hacía a la necesidad de dar un

tratamiento especial a las zonas de montaña y la aprobación de la Ley de Agricultura

de Montaña en 1982, lo que se suponía debía ser una política de desarrollo rural

integrado para las zonas de montaña terminó siendo una simple política de

indemnizaciones para los agricultores de montaña, los cuales eran ya por aquel

entonces una parte bastante pequeña de la población activa total de las comarcas

afectadas por la Ley (cuadro 2.7).

Cuadro 2.7. Datos sobre la indemnización compensatoria de montaña en España

1990 2000

Beneficiarios (miles) 79 48 Monto medio de la indemnización (euros de 2000) 433 482 Beneficiarios / Explotaciones (%) 22 20 Agricultores / Población activa en la montaña (%) 28 16

Fuente: Collantes (2010: 395).

Una vez dentro de la C.E.E. y la UE, y a pesar de alguna medida creativa en

materia de desarrollo rural (como los programas PRODER de la década de 1990, una

especie de versión española de LEADER para aquellas comarcas que no habían sido

seleccionadas para la Iniciativa Comunitaria), el enfoque español del segundo pilar ha

continuado fuertemente orientado hacia lo agrario.

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3 Una valoración de la PAC

Desde el mismo momento de su entrada en vigor, la PAC ha sido objeto de

continuas valoraciones, casi siempre con objeto de influir sobre su evolución a lo largo

del tiempo. Uno de los principales obstáculos para realizar una valoración rigurosa de

sus efectos es el hecho de que la PAC ha coincidido en el tiempo con el periodo de

mayor transformación en la historia de la agricultura y las sociedades rurales

europeas. En este capítulo se realiza un intento de valoración de cada uno de los dos

pilares de la PAC. El primer pilar, la política de precios y mercados posteriormente

convertida en una política de ayudas directas a los agricultores, es valorado de

acuerdo con criterios productivos, sociales y ambientales. El segundo pilar, la política

de desarrollo rural cuyas raíces se encuentran en las medidas estructurales aprobadas

ya en la década de 1970, es valorado en función de su capacidad para impulsar la

diversificación de las economías rurales, aumentar la calidad de vida de las

poblaciones rurales y evitar la despoblación.

EL PRIMER PILAR: ECONOMÍA, SOCIEDAD Y MEDIO AMBIENTE

Podemos valorar los efectos del primer pilar de la PAC desde al menos tres

puntos de vista. Los dos primeros, el productivo y el social, se derivan directamente de

los objetivos que le fueron fijados a la PAC en el Tratado de Roma. El tercero, el

ambiental, fue incorporado más tarde, pero desde hace años es explícitamente

reconocido como un plano de valoración relevante por parte de la propia Comisión.

Desde el punto de vista productivo, la cuestión es en qué medida ha servido la

PAC para estimular la producción y la productividad de los agricultores europeos,

garantizando así una oferta suficiente de alimentos para los consumidores. Por un

lado, no cabe duda de que efectivamente ha habido un estímulo a la producción. El

periodo comprendido entre la década de 1950 y el presente ha sido el periodo de

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mayor crecimiento de la agricultura europea, superando con enorme claridad las tasas

de crecimiento de periodos previos, en ocasiones bautizados por los historiadores

como periodos de “revolución agraria”. Pero la verdadera revolución agraria no tuvo

lugar en los siglos XVIII o XIX, sino después de la Segunda Guerra Mundial: hay, por

lo tanto, una coincidencia entre la implantación de la PAC y la aceleración del

crecimiento agrario. Si, a la altura del Tratado de Roma, las escaseces de la guerra y

la posguerra se aparecían ante los políticos como fantasmas que debían ser

conjurados, apenas un par de décadas después resultaba evidente que el suministro

de alimentos dejaba de inspirar temor alguno. La PAC original hizo mucho por

fomentar la producción agraria, dado que proporcionaba incentivos para que cada

agricultor produjera lo máximo posible: a través de los precios institucionales, las

compras de garantía y las subvenciones a la exportación, los agricultores podían estar

seguros de que, con independencia de cualesquiera excesos de oferta generados en

los mercados, colocarían su producción. De hecho, la presión que estas garantías

generaron sobre el presupuesto comunitario forzó a transformar la PAC original y, en

particular tras la reforma MacSharry, a buscar fórmulas de apoyo a los agricultores que

no generaran inercias de sobreproducción. ¿Qué mejor prueba del indudable estímulo

que la PAC original supuso para la producción agraria europea?

Incluso después de la reforma MacSharry y de la paulatina tendencia hacia

subvenciones desvinculadas, parece claro que la reserva del mercado europeo para

los agricultores europeos no supuso un desincentivo a la adopción de cambios:

debemos apreciar que la PAC no sólo es proteccionismo, sino también un poderoso

motor de creación de comercio a través de la supresión de las barreras entre los

Estados miembros de la UE y la consiguiente creación de un mercado único europeo.

Esta no es, sin embargo, toda la historia. Aunque la PAC ha podido estimular la

producción agraria europea (sobre todo hasta que las subvenciones fueron

desvinculadas de la producción), su papel en el estímulo de la productividad del sector

(que es al fin y al cabo la variable objetivo fijada por el Tratado de Roma) fue bastante

más modesto. El crecimiento sin precedentes de la productividad agraria durante este

periodo se explica mejor a partir de la combinación de dos grandes transformaciones:

en el plano tecnológico, la incorporación de un nuevo bloque de inputs de origen

industrial, entre los que destacaron los tractores y los fertilizantes químicos; y, en el

plano demográfico, la salida masiva de agricultores hacia otras ocupaciones,

generalmente emplazadas en las ciudades.

Además, los logros productivos de la PAC deben ponerse en relación a sus

costes, sobre todo si tenemos en cuenta que el tan temido fantasma del

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desabastecimiento alimentario nunca ha estado cerca de hacerse presente en la

Europa posterior al Tratado de Roma. ¿Cuál ha sido entonces el coste de estimular la

producción agraria en una sociedad marcada por la abundancia? El coste directo fue

soportado inicialmente por los consumidores europeos, que, como consecuencia del

sistema de precios institucionales de la PAC original, compraron su comida a precios

superiores a los que se habrían dado en un mercado libre (o, si eso es a lo que vamos,

en países cuyo sistema de apoyo a los agricultores estaba menos vinculado a los

precios, por ejemplo Estados Unidos). Más adelante, conforme la política de precios

fue siendo sustituida por una política de subvenciones directas, el coste de la PAC

comenzó a desplazarse desde los consumidores hacia los contribuyentes, que, a

través de sus impuestos, financiaban el presupuesto comunitario de cuya caja común

salían los pagos a los agricultores. Otros costes, ya de carácter indirecto, de la PAC

incluyen el mantenimiento de asignaciones ineficientes de recursos (al destinarse más

recursos al sector agrario de los que en principio se habrían destinado en condiciones

de libre mercado) y la consolidación de grupos de presión acostumbrados a capturar

una parte notable del presupuesto de la Unión Europea (con la consiguiente falta de

flexibilidad del presupuesto ante cambios en las circunstancias, como la incorporación

de países nuevos o la irrupción de crisis económicas). Con todo, las estimaciones

disponibles sobre estos costes sugieren que, dado que el sector agrario era una parte

pequeña y menguante de las economías europeas, las pérdidas de bienestar que la

PAC generó a la sociedad europea fueron modestas.

Otro punto negro del estímulo productivo generado por la PAC podrían ser los

efectos sobre los productores agrarios del mundo en vías de desarrollo, si bien se trata

de un aspecto con frecuencia exagerado. Buena parte de los agricultores de los países

en vías de desarrollo viven en regiones de clima tropical y producen mercancías que

no entran en competencia con las producciones europeas de clima templado. Buena

parte de estos, los pertenecientes a países ACP (África-Caribe-Pacífico, un grupo

compuesto básicamente por antiguas colonias de Estados miembros de la Unión

Europea, en especial Francia y Reino Unido) vienen disfrutando de condiciones de

acceso preferente al mercado europeo. Es cierto que existen excepciones particulares

importantes, como por ejemplo el azúcar y los plátanos, dos productos sensibles para

la Unión Europea; y también es cierto que la imagen de Europa como una fortaleza

que reserva su mercado para sus agricultores es bastante fidedigna para las

principales producciones. En cualquier caso, suele exagerarse el papel del

proteccionismo agrario europeo en la perpetuación del atraso económico de los países

pobres. La historia demuestra que existe un largo trecho entre el crecimiento de las

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exportaciones agrarias, por un lado, y el desarrollo económico, por el otro. Si los

beneficios de las exportaciones agrarias se concentran en unas pocas manos, ya sean

las de terratenientes locales o las de grandes empresas multinacionales de la

producción y la distribución alimentarias, difícilmente puede lograrse que el éxito

exportador se transmita a otros sectores y a otros grupos poblacionales.

El gran impacto negativo sobre terceros países ha sido, probablemente, el

impacto de las subvenciones a la exportación garantizadas por la PAC original. Estas

subvenciones suponían una práctica de dumping que resultaba tremendamente dañina

para los sectores agroalimentarios, muchas veces débilmente articulados y

pobremente dotados en términos técnicos y organizativos, de los países pobres en

que se colocaban los excedentes europeos. Aunque el monto de estas subvenciones

ha venido disminuyendo sistemáticamente en los últimos veinte años, todavía operan

algunos de sus restos. En estos casos, el debate sobre la PAC va más allá del coste

que los europeos afrontan para mantener niveles de producción agraria superiores a

los que se darían en una situación de mercado libre, y se adentra en el modo en que

los fondos PAC hacen que la producción agraria de terceros países sea inferior a lo

que sería en una situación de mercado libre. Mientras que el proteccionismo europeo

perjudica a los agricultores potencialmente orientados hacia la exportación, las

subvenciones a la exportación perjudican a los agricultores y ganaderos orientados

hacia el mercado doméstico, un grupo más numeroso y, por lo general, con menores

niveles de productividad y renta.

Un segundo plano de valoración del primer pilar, después del productivo, es el

plano social. De hecho, muchos especialistas proponen que veamos la PAC más

como una política social (una especie de complemento agrario a los mecanismos de

protección social propios del Estado del bienestar) que como una política económica.

Uno de los objetivos que el Tratado de Roma fijaba a la PAC, y que se ha mantenido

en pie hasta el presente, era garantizar a los agricultores un nivel de vida “equitativo”,

es decir, comparable al del resto de ciudadanos. Este es un objetivo que, en sentido

estricto, la PAC no ha podido cumplir. La PAC no ha podido alterar un rasgo

estructural en la historia agraria europea: las brechas de productividad y renta del

sector agrario con respecto al resto de sectores de la economía nacional. Con

independencia de que los agricultores de unos países sean más productivos y

dispongan de mayor renta que los agricultores de otros países, un rasgo común de

unos y otros agricultores es que sus niveles de productividad y renta son claramente

inferiores a los de los otros grupos ocupacionales dentro de su propio país. Esto era

así antes de la entrada en vigor de la PAC y ha continuado siendo así desde entonces,

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sin que haya motivos para suponer que estas brechas de productividad y renta vayan

a desaparecer en un futuro próximo. Ni el impresionante cambio tecnológico llevado a

cabo por los agricultores tras la Segunda Guerra Mundial ni la mayúscula

reestructuración del sector impulsada por el éxodo rural y el cierre de numerosas

explotaciones han implicado una convergencia sustancial en los niveles de

productividad de los agricultores: simplemente les han permitido mantener el paso con

respecto a los demás sectores y evitar que la brecha se abriera más todavía. En

consecuencia, el nivel de renta de un agricultor medio es inferior al de un trabajador

medio de la industria, la construcción o los servicios, y el riesgo de caer por debajo de

la línea de pobreza relativa es mayor para los agricultores que para cualquier otro

grupo ocupacional. Si las economías europeas han logrado, con mayor o menor éxito,

homogeneizar sus estructuras productivas y evitar una situación de dualismo

estructural, ello se ha debido más al paulatino recorte de tamaño del sector agrario

que a la convergencia de los resultados de este con respecto a los del resto de

sectores.

Otra cuestión es qué habría ocurrido en ausencia de las subvenciones, primero

indirectas vía precios y posteriormente directas, concedidas por la PAC. Se estima

que, en el actual periodo de programación, las subvenciones suponen

aproximadamente un tercio de la renta de los agricultores (en torno a una cuarta parte

en el caso de España). En ausencia de subvenciones, la distancia entre la renta de los

agricultores y la renta del resto de grupos ocupacionales sería hoy sustancialmente

mayor. La PAC no ha logrado garantizar a los agricultores un nivel de vida “equitativo”,

pero al menos ha trabajado en el sentido de impedir un agravamiento del problema.

Desde este punto de vista social, un aspecto quizá más inquietante del primer

pilar de la PAC ha sido su tendencia a agravar las disparidades ya existentes entre los

agricultores de diferentes países y entre agricultores grandes y agricultores pequeños.

Las disparidades entre las agriculturas europeas eran ya muy marcadas antes de la

entrada en vigor de la PAC; ya a comienzos del siglo XX, de hecho, los agricultores de

Europa noroccidental (británicos, franceses, alemanes) eran más productivos y

disfrutaban de un nivel de renta superior al de los agricultores de la Europa del sur y el

este (italianos, españoles, polacos, rumanos). Pues bien, es probable que las reglas

para la concesión de subvenciones del primer pilar de la PAC hayan tendido a agravar

estas disparidades agrarias entre países, al concentrar una parte más que

proporcional de las ayudas en los países cuyos resultados agrarios eran ya más

favorables. Los beneficios de la PAC original, con sus incentivos a la sobreproducción,

fueron a parar primordialmente a los productores más grandes y más intensivos:

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mucho más a los agricultores holandeses que, por ejemplo, a los pequeños y menos

dinámicos agricultores del sur de Italia. La puesta en marcha de un sistema de ayudas

directas basadas en el tamaño de la explotación, resultado de la reforma MacSharry a

comienzos de la década de 1990, cambió el sistema de reparto de los fondos de

primer pilar, pero, al basar la percepción de ayudas en el tamaño de la explotación,

mantuvo su sesgo hacia los países con sectores agrarios dominados por las

explotaciones de mayor tamaño. Las quejas de los países del sur de Europa fueron en

ese momento más allá, al argumentar que, además del efecto dimensión, la PAC

ofrecía un tratamiento más favorable a los productos continentales que a los productos

mediterráneos.

La adopción de criterios históricos para la asignación de subvenciones

desvinculadas a partir de 2003 ha congelado esta disparidad, haciendo que los

agricultores del sur de Europa perciban subvenciones inferiores a los agricultores del

norte. La diferencia no es sustancial si se mide en relación al PIB generado por unos y

otros agricultores, pero sí lo es en relación a las horas de trabajo: una misma hora de

trabajo permite a un agricultor británico acceder a una subvención más de tres veces

superior a la que genera una hora de trabajo de un agricultor italiano (cuadro 3.1).

Cuadro 3.1. Gasto del primer pilar por unidad de PIB agrario y por Unidad de Trabajo-

Año

Euros por unidad de PIB

Miles de euros por UTA

Alemania 0,12 10,2 Francia 0,15 10,2 Reino Unido 0,18 14,1 España 0,15 6,3 Italia 0,11 4,0 Polonia 0,06 0,5 UE-25 0,13 4,7

Fuente: Comisión Europea (2009). Elaboración propia.

El problema de la disparidad entre unos y otros agricultores se ha visto

agravado con la incorporación de los nuevos Estados miembros de Europa central y

oriental, caracterizados por explotaciones extremadamente pequeñas (figura 3.1) y

afectados además por un régimen de transitoriedad que ni siquiera les ha permitido

durante el presente periodo de programación acceder a la totalidad de las ayudas

directas que en principio les habrían correspondido. Una hora de trabajo de un

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agricultor polaco le permite acceder a una subvención que es casi treinta veces inferior

a la subvención que genera una hora de trabajo de un agricultor británico, y en torno a

doces veces inferior a la que genera una hora de trabajo de un agricultor español.

Figura 3.1. Tamaño económico medio de las explotaciones agrarias

Fuente: Eurostat.

Una parte sustancial de este agravamiento de las disparidades entre unos y

otros agricultores no es el resultado de maniobras deliberadas en tal sentido. Sí lo es,

desde luego, en casos como el del régimen de transitoriedad para los nuevos Estados

miembros, motivado por la falta de voluntad de expandir el presupuesto de la PAC de

manera proporcional al número de nuevos agricultores incorporados a la Unión. Pero

una parte sustancial de las disparidades entre países se deriva del hecho de que los

criterios para la concesión de subvenciones han arrastrado siempre un claro sesgo a

favor de los agricultores grandes. Ya desde la reforma MacSharry la Comisión viene

apuntando al “desequilibrio 80/20” como un problema del primer pilar de la PAC, pero

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el intento de modular las subvenciones para quebrar su proporcionalidad con respecto

al tamaño de la explotación ha encontrado formidables obstáculos. A duras penas se

introdujo con la Agenda 2000 una modulación de carácter voluntario (a decidir por

cada Estado miembro), y la posterior conversión de esta modulación en obligatoria no

ha alterado sustancialmente el panorama porque los coeficientes correctores aplicados

sobre las subvenciones de las explotaciones grandes han sido pequeños y, además,

han afectado únicamente a las explotaciones muy grandes.

Así las cosas, el desequilibrio 80/20 sigue bastante vigente (figura 3.2). Si ya el

nuevo bloque tecnológico implantado en la agricultura europea después de la Segunda

Guerra Mundial ha recibido con frecuencia acusaciones de haber agravado la distancia

entre agricultores grandes y pequeños (al primar el papel de las economías de escala

y amenazar la viabilidad económica de las explotaciones pequeñas), las subvenciones

del primer pilar de la PAC han trabajado en esa misma dirección. Se trata, quizá, del

aspecto más criticable de la PAC desde el punto de vista social.

Figura 3.2. Distribución de las ayudas directas del primer pilar en España, 2007

76,1

17,1

17,8

33,3

6,1

49,7

0 20 40 60 80 100

% perceptores

% monto

Perceptores de menos de 5.000 euros Perceptores de 5.000-20.000 euros

Perceptores de más de 20.000 euros

Fuente: Comisión Europea (2009). Elaboración propia.

Finalmente, también podemos valorar la PAC desde el punto de vista

ambiental. Aunque, en consonancia con la mentalidad del periodo, el Tratado de Roma

no hizo referencias a la dimensión medioambiental de la actividad agraria, ya desde la

década de 1980 la PAC ha incorporado criterios ambientales a su cuerpo de

legitimación. (Incluso algunas de las medidas estructurales de la década de 1970,

como las indemnizaciones compensatorias para agricultores de montaña, han sido

posteriormente reinterpretadas en clave ambiental, y hoy día forman parte del eje

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ambiental del segundo pilar.) Esto coincide con una creciente ansiedad en torno a los

impactos ambientales generados por la agricultura moderna; en especial tras la

incorporación del bloque tecnológico posterior a la Segunda Guerra Mundial, con sus

impactos sobre la atmósfera, los suelos y la hidrosfera.

Si, como se ha propuesto más arriba, aceptamos que la PAC ha supuesto un

estímulo para la producción agraria europea (en especial hasta la desvinculación de

las subvenciones), entonces se deduce de ahí que la PAC también ha contribuido a la

generación de los impactos ambientales asociados a la misma. Además, el sesgo del

primer pilar hacia los agricultores grandes también ha implicado en no poca medida un

sesgo a favor de la agricultura intensiva, es decir, a favor del modelo de agricultura

que en las últimas décadas mayor impacto ha tenido sobre el medio ambiente. A modo

de ejemplo, al comienzo del presente periodo de programación, en 2007, la agricultura

realizaba el 9 por ciento de las emisiones europeas de gases invernadero, un

porcentaje ampliamente superior a su contribución al PIB. Del mismo modo que no

puede desligarse el aumento de la producción o el sostenimiento de las rentas

agrarias del funcionamiento del primer pilar, tampoco puede considerarse a este ajeno

a los problemas ambientales generados por la agricultura. (A ello aún habría que

añadir la posibilidad de que las ayudas de la PAC hubieran servido para mantener en

cultivo no pocas tierras marginales que de otro modo se habrían reconvertido a usos

pastoriles o forestales, lo cual en muchos casos habría implicado una mejora

ambiental.)

Precisamente por ello, la PAC viene mostrando desde la década de 1980 una

creciente orientación hacia la cuestión ambiental. En los últimos años, de hecho, la

PAC viene presentándose a sí misma como un instrumento de lucha contra el

deterioro ambiental, tanto a través de las medidas de contenido ambiental del segundo

pilar como, sobre todo, a través de la introducción de criterios ambientales a la hora de

asignar las subvenciones del primer pilar. La condicionalidad ambiental, es decir, el

hecho de que la percepción de una subvención esté condicionada al cumplimiento por

parte de los agricultores, representa la culminación de esta tendencia. Desde la

década de 1990, algunos de los impactos ambientales de la agricultura europea

vienen mitigándose, como prueban tanto el descenso en las emisiones de gases

invernadero como el descenso en el uso de fertilizantes químicos por hectárea de

superficie agrícola. Es una incógnita, sin embargo, hasta qué punto es capaz la PAC

de contrarrestar problemas ambientales íntimamente ligados al funcionamiento

corriente de un sistema alimentario moderno, como la ineficiencia energética.

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LAS DISONANCIAS DE LAS POLÍTICAS DE DESARROLLO RURAL La denominación de las heterogéneas medidas de desarrollo rural como

“segundo pilar” de la PAC ha tenido siempre algo de engañoso, ya que, al fin y al

cabo, este segundo pilar ha tenido siempre un peso financiero muy inferior al del

primer pilar. El edificio está desequilibrado: el primer pilar pesa mucho más que el

segundo. Antes de la Agenda 2000, las medidas que más tarde constituirían el

segundo pilar absorbían aproximadamente el 9 por ciento del presupuesto de la PAC.

Tras la formulación de un segundo pilar de la mano de la Agenda 2000, estas medidas

llegaron a absorber un 18 por ciento de dicho presupuesto durante el periodo de

programación 2000-2006. Eran tiempos en los que la Comisión apostaba de manera

clara por el desarrollo rural como mecanismo para la renovación de la PAC desde

dentro. En el presente periodo de programación, sin embargo, esta tendencia se ha

quebrado, quedando el segundo pilar estancado en torno al 15 por ciento del

presupuesto de la PAC. En términos reales, los fondos disponibles para desarrollo

rural disminuyen (figura 3.3).

Figura 3.3. Presupuesto de la PAC (millones de euros constantes)

Fuente: <http://ec.europa.eu/agriculture/>

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Existe así una disonancia entre, por un lado, las amplias y variadas

necesidades de las comunidades rurales europeas y, por el otro, la escasa dotación

financiera con que cuentan las medidas de desarrollo rural. ¿Cuáles son las causas de

esta disonancia? En primer lugar, un cierto desinterés de los Estados por unas

medidas que, desde sus orígenes, se han financiado en régimen de cofinanciación; es

decir, no se financian íntegramente con cargo al presupuesto común, sino que una

parte de los fondos proviene directamente del Estado miembro en que se ejecuten las

medidas. Como se comprobó de nuevo en la negociación de la adhesión de los países

de Europa central y oriental (a los que se intentó, sin demasiado éxito, ofrecer

contrapartidas de segundo pilar a cambio del régimen de transitoriedad aplicado en su

caso para el primer pilar), el primer pilar, basado en el principio de solidaridad

financiera, resulta más atractivo para muchos países. En segundo lugar, el avance del

segundo pilar habría sido más sencillo en un contexto económico más expansivo. Por

el contrario, la congelación del gasto PAC que resultó del fuerte debate sobre el

presupuesto de cara al periodo 2007-2013 fue una circunstancia perjudicial para la

continuación de la tendencia hacia un segundo pilar en expansión. Finalmente, en

tercer lugar, aun con el presupuesto PAC congelado, el segundo pilar podría haberse

expandido a costa del primero. Sin embargo, esta posibilidad, vagamente esbozada

por la Comisión a lo largo del periodo 2000-2006, no llegó a hacerse realidad, en parte

porque la fuerza de los grupos de presión articulados en torno al primer pilar es

bastante superior a la de los grupos vinculados al segundo.

Pero los problemas del segundo pilar no son simplemente de tamaño: también

lo son de diseño. A pesar de que en teoría se trata de medidas de desarrollo rural, es

decir, de medidas que buscan impulsar la economía y la sociedad rurales, en la

práctica se trata de medidas centradas en la agricultura. Las medidas de

competitividad y medio ambiente cuyos fondos benefician exclusivamente a

agricultores absorben en el actual periodo de programación más del 85 por ciento de

los fondos del segundo pilar. Las medidas de diversificación económica, calidad de

vida y enfoque LEADER, que son las que de manera más genuina representan lo que

comúnmente entenderíamos por desarrollo rural (y lo que la Comisión entendía por tal

cuando en 1988 publicó El futuro del medio rural) tienen por lo tanto un peso muy

reducido dentro del segundo pilar. En suma: no sólo es el segundo pilar pequeño, sino

que, además, la mayor parte del mismo fluye hacia los mismos agricultores que ya

perciben fondos PAC por la vía del primer pilar.

Esto es problemático porque supone una falta de concordancia entre la

estructura del segundo pilar y las características de la sociedad rural a que se dirige.

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No es que el sector agrario no cumpla un papel en el crecimiento de la economía rural,

tanto de manera directa como de manera indirecta a través de sus encadenamientos

con otros sectores. El problema es de proporciones: ya en torno al cambio de siglo, se

estimaba que no más de un 15 por ciento de la población rural europea estaba

empleada en el sector agrario. La economía rural es hoy muy diferente a la del

pasado, cuando la mayor parte de la población rural estaba empleada en la agricultura

y el comportamiento de este sector tenían una influencia determinante sobre el

conjunto de la economía rural. Hoy día, la mayor parte de la población rural está

empleada en otras actividades y una parte aún mayor de los ingresos de las

comunidades rurales proviene de los sectores no agrarios. De hecho, el análisis

histórico sugiere que este rasgo no es en realidad tan novedoso: esto ya era así en

Inglaterra a comienzos del siglo XX o en Francia en los inicios de la PAC. Incluso en

los países mediterráneos, de industrialización y desagrarización más lentas, ya antes

del cambio de siglo una amplia mayoría de la población rural estaba empleada fuera

de la agricultura (figura 3.4).

Figura 3.4. Porcentaje de población activa empleada en el sector primario en la España

rural

Fuentes: Collantes (2007: 256), García Sanz (2004: 118).

¿Por qué, entonces, esta disonancia entre, por un lado, el carácter diversificado

de la economía rural y, por el otro, la fuerte orientación que el segundo pilar muestra

hacia el sector agrario? Quizá en un primer momento influyera la falta de contacto con

una realidad rural que cambiaba muy rápidamente. Los debates parlamentarios en

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torno a la ley española de agricultura de montaña de 1982 nos muestran una continua

identificación entre la economía de montaña y su sector agrario por parte de los

representantes políticos de los ciudadanos, y ello a pesar de que, como han mostrado

cálculos retrospectivos no disponibles en aquel momento, ya para entonces en torno a

un 60 por ciento de la población activa de las comarcas de montaña se empleaba en

sectores diferentes del agrario. Todavía hacia finales del siglo XX, las encuestas

revelaban que la mayor parte de los ciudadanos españoles sobrevaloraba el papel real

de la agricultura dentro de la economía y la sociedad rurales. A ello sin duda ha

contribuido el tratamiento de los asuntos rurales y de la propia PAC por parte de los

medios de comunicación: un tratamiento basado, en lo sustancial, en reproducir el

discurso de los grupos de presión agrarios y hacer equivaler los intereses de dichos

grupos de presión con los intereses nacionales.

En realidad, la fuerza de los grupos de presión agrarios aparece como

explicación fundamental del marcado sesgo agrario de las políticas de desarrollo rural.

Las organizaciones agrarias de muchos países (entre ellos algunos de los de mayor

tamaño, como Francia o España) recibieron con desconfianza la formulación de un

segundo pilar centrado en el desarrollo rural, y con más desconfianza aún la idea de

que dicho segundo pilar pudiera ganar protagonismo en relación a las ayudas directas

del primer pilar. De hecho, el segundo pilar pasó a ser entendido como un cajón de

sastre explícitamente preparado para compensar a los agricultores por las reformas

(siempre desfavorables, a ojos de las organizaciones agrarias) acometidas en el

primer pilar. En consecuencia, unos gobiernos orientaron esta compensación más

hacia las medidas tradicionales de competitividad, otros más hacia lo medioambiental,

pero lo que apenas se contempló fue la posibilidad de convertir el segundo pilar en

una política de desarrollo de las comunidades rurales. La fuerza de los grupos de

presión “ruralistas”, animados por las buenas valoraciones recibidas por LEADER y

vistos con buenos ojos por la Comisión en tiempos de Fischler, siempre fue pequeña

en relación a la de los grupos de presión agrarios tradicionales. Tras la salida de

Fischler, el poco significativo periodo de la comisaria Mariann Fischer Boel y la

designación de un nuevo comisario de origen rumano (Dacian Ciolos) con una visión

fundamentalmente agraria de los problemas rurales han ido cerrando la ventana de

oportunidad para el ascenso de estos grupos ruralistas.

Finalmente, los problemas de diseño del segundo pilar van más allá de su

sesgo agrario y afectan también al equilibrio entre las actividades directamente

productivas y el resto de elementos relevantes para la reproducción de las

comunidades rurales. El segundo pilar está fuertemente orientado hacia la promoción

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de actividades directamente productivas, como hemos visto en su mayor parte

agrarias. Sin embargo, algunos de los problemas del desarrollo rural no son

estrictamente productivos, como por ejemplo las dificultades para acceder a

equipamientos, servicios e infraestructuras. De hecho, una parte cada vez mayor de la

población ni siquiera está en edad productiva, dado que al envejecimiento general de

la sociedad europea se ha unido en las zonas rurales el efecto de los movimientos

migratorios campo-ciudad, protagonizados principalmente por personas jóvenes. La

política europea de desarrollo rural ha prestado una atención escasa a los problemas

de dotación de bienes y servicios públicos en las zonas rurales, así como a los

problemas específicos de las poblaciones rurales de mayor edad. La inmensa mayoría

del presupuesto del segundo pilar se destina, en cambio, al fomento de la agricultura

y, en menor medida, de otras actividades directamente productivas.

Esta disonancia se explica en parte como consecuencia de los factores

previamente aludidos: la fuerza de los grupos de presión vinculados a actividades

directamente productivas (en especial, la agricultura) y la relativa debilidad de los

grupos que podríamos denominar ruralistas. A ello hay que añadir el hecho de que los

problemas de penalización rural en el acceso a infraestructuras y servicios son

parcialmente afrontados por otros departamentos diferentes a los que diseñan y

gestionan la política rural. Algo similar ocurre con los problemas asociados a la vejez y

el envejecimiento. Ni la Dirección General de Agricultura de la Unión Europea ni los

ministerios del ramo de los Estados miembros tienden a situar estas cuestiones en

primera línea de sus agendas. (En España, la Ley para el Desarrollo Sostenible del

Medio Rural de 2007, lamentablemente ahogada en su financiación por la crisis

económica que estallaría poco después de su promulgación, intentaba superar esta

visión estrecha del desarrollo rural.) En el caso europeo, además, es preciso subrayar

que muchas de las inversiones públicas en zonas rurales, en especial infraestructuras

de todo tipo (desde carreteras hasta redes de alcantarillado), vienen siendo realizadas

con cargo a la política de cohesión regional. En realidad, esta política puede haber

hecho más por el desarrollo rural europeo que el segundo pilar de la PAC.

En suma, la política europea de desarrollo rural no es tal. No es un conjunto

coherente de medidas estratégicas, sino un cajón de sastre (cada vez mejor ordenado,

pero cajón de sastre) al que han ido a parar diversas medidas que a lo largo de los

años fueron acompañando al cuerpo principal de la PAC. Quizá el gran problema del

segundo pilar no sean tanto las medidas que lo componen como el pretencioso intento

de presentar dichas medidas, fuertemente sesgadas hacia la promoción del tejido

productivo (y, dentro de él, fuertemente sesgadas hacia lo agrario), como una política

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de desarrollo rural. Otras denominaciones más modestas, como las de “medidas

estructurales” o “medidas de acompañamiento” manejadas en los tiempos de Mansholt

y MacSharry respectivamente, harían más justicia a la realidad.

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