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El Nuevo Testamento y el Pueblo de Dios de NT WrightTraducción de un resumen escrito por Andrew Perriman

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El primer “libro grande” de Wright aborda tres temas principales: i) La hermenéutica crítico-realista de Wright; ii) la situación del judaísmo dentro del mundo greco-romano del primer siglo; y iii) algunas cuestiones generales en relación con el cristianismo primitivo, en particular la importancia de las historias en el desarrollo del modo de pensar cristiano.

Parte I: Introducción

Wright identifica cuatro métodos de leer el Nuevo Testamento: pre-crítico, histórico, teológico y posmoderno (7-9). Cada uno se desarrolló para corregir los defectos percibidos en el método anterior.

Sin embargo, de esta secuencia surge un problema particular: ‘la tensión entre una lectura que busca ser de alguna manera normativamente cristiana y la que procura ser fiel a historia’ (9). Los cristianos no han afrontado esta tensión muy bien. Por un lado, lo que se ha concebido como una defensa del cristianismo ortodoxo contra el racionalismo de la Ilustración puede ser en realidad sólo la defensa de una cosmovisión pre-crítica que no es “más específicamente ‘cristiana’ que otra”. Por otro, no hemos comprendido cómo la crítica del cristianismo hecha por la Ilustración puede conducir a la recuperación de la autenticidad:

Aquí tenemos la paradoja que está en el fondo de todo este proyecto. Aunque la Ilustración empezó, entre otras cosas, como una crítica del cristianismo ortodoxo, puede funcionar—y en muchos aspectos ha funcionado—como un medio de hacer que el cristianismo vuelva a la historia verdadera, a sus raíces necesarias. Gran parte del cristianismo le tiene miedo a la historia, teme que si realmente averiguamos lo que sucedió en el primer siglo, se derrumbará nuestra fe. Pero sin la investigación histórica no hay ningún control sobre la propensión del cristianismo a ‘rehacer’ Jesús, y hasta el dios cristiano, a su propia imagen.Igualmente, gran parte del cristianismo le tiene miedo al aprendizaje académico, y en la medida en que el programa de la Ilustración fue una empresa intelectual, el cristianismo ha respondido con las simplicidades de la fe (10).

Wright propone un enfoque a la lectura del Nuevo Testamento que combina los cuatro métodos: el énfasis pre-crítico en la autoridad del texto bíblico; el interés de la Ilustración en la historia y la teología; y la preocupación posmoderna por la relación entre el lector y el texto (11-28).

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Parte II: Herramientas para la tarea

Una teoría crítico-realista del conocimiento El argumento básico que yo plantearé en esta Parte del libro es que el problema del propio conocimiento, y de las tres divisiones de él que son de nuestro especial interés, puede esclarecerse completamente al verse a la luz de un análisis detallado de las cosmovisiones que forman el marco a través del cual los seres humanos, tanto a nivel individual como de grupo social, perciben toda la realidad. En particular, una de las características clave de todas las cosmovisiones es el elemento historia [story, narrativa]. Esto es de suma importancia, particularmente en relación con el Nuevo Testamento y el cristianismo primitivo, aunque en realidad es un síntoma de un fenómeno universal. Plantearé que la ‘historia’ [story] nos puede ayudar en primera instancia a enunciar una epistemología critico-realista que luego puede aplicarse en forma más amplia al estudio de la literatura, la historia y la teología (32).

Wright plantea su ‘epistemología crítico-realista’ como algo distinto del positivismo, por un lado, y del fenomenalismo, por el otro. Estas teorías alternativas de cómo conocemos las cosas son, en términos generales, ‘las versiones optimistas y pesimistas del proyecto epistemológico de la Ilustración’. El positivismo afirma que existen al menos algunas cosas ‘acerca de las cuales podemos tener conocimiento definitivo’ (32). El fenomenalismo está menos seguro de nuestro conocimiento del mundo externo: lo único que podemos conocer con certeza son las sensaciones del sujeto cognoscente (34-35).

En contraposición a estas posiciones, propongo una forma de realismo crítico. Esta es una manera de describir el proceso de ‘conocer’ que reconoce la realidad de la cosa conocida como algo distinto del conocedor (de ahí, ‘realismo’) y a la vez reconoce plenamente que la única manera en que podemos lograr el acceso a esa realidad es a través del camino vertiginoso del diálogo o conversación apropiado entre el conocedor y la cosa conocida (de ahí, ‘crítico’). Este camino conduce a una reflexión crítica sobre los productos de nuestra investigación sobre la ‘realidad’, de manera que nuestras afirmaciones acerca de la ‘realidad’ reconozcan su propio carácter de provisional. En otras palabras, el conocimiento, aunque en principio trata de realidades que son independientes del conocedor, nunca es independiente en sí mismo del conocedor (35).

Esta dependencia del conocimiento del conocedor es un asunto no solo del punto de vista del individuo: también pone en juego ambos la cosmovisión y la comunidad o contexto social del perceptor. Wright, por lo tanto, destaca que el ‘realismo crítico…considera que el conocimiento de puntos concretos tiene lugar dentro del marco más grande de la historia [story] o cosmovisión que forma la base de la manera de estar en el mundo del observador’ (37). Seguidamente, plantea con lujo de detalle que las historias son elementos constitutivos de nuestras cosmovisiones y de la vida humana en general (38-44). Concluye que una teoría crítico-realista del conocimiento i) es esencialmente relacional y, en ese sentido, supera el dualismo tradicional del conocimiento subjetivo y el objetivo; ii) “reconoce la naturaleza esencialmente de ‘historia’ del conocimiento,

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pensamiento y vida del ser humano, dentro del modelo más grande de las cosmovisiones y sus partes componentes” (45).

La literatura, la historia [story] y la articulación de cosmovisiones (47-80)

Wright luego intenta ofrecer un ‘recuento crítico-realista del fenómeno de leer’ (61). Sostiene que los modelos conservadores de leer la Biblia que recalcan la relevancia inmediata personal del texto para el lector y pasan por alto la dimensión histórica no son, irónicamente, muy diferentes de los enfoques posmodernos:

El predecesor devoto del deconstruccionismo es aquella lectura del texto que insiste que lo que la Biblia dice a mí, ahora, es el principio y el fin de su significado; una lectura que no quiere saber nada sobre la intención del evangelista, la vida de la iglesia primitiva, ni siquiera cómo era Jesús en realidad. Hay algunos aliados extraños en el mundo de la epistemología literaria (60).

La posición crítico-realista se diferencia de la postura del positivismo y el realismo ingenuo, por un lado, la cual supone que el texto está en relación directa con el mundo, y la postura reduccionista, por el otro, que rechaza totalmente el supuesto lógico de que el texto expresa las ideas de su autor y se refiere a objetos en el mundo real. En este punto Wright sugiere una solución bastante sorprendente al problema de la referencia: una hermenéutica de amor. Al igual como el amor ‘afirma la realidad y la alteridad del amado’ en vez de intentar ‘reducir el amado a términos de sí mismo’, una hermenéutica de amor ‘significa que se puede escuchar el texto en sus propios términos, sin reducirlo a la escala de lo que el lector puede o no comprender en el momento’ (64).

Se requiere una teoría de la literatura que asegura tanto la relevancia pública o histórica del texto como la dinámica con la cual se dirige a nosotros a nivel privado o personal. Examinamos el texto ‘en todo su alteridad histórica a nosotros así como toda su relación transtemporal con nosotros, conscientes de la relación compleja que existe entre aquellas dos cosas’. La importancia de la dimensión pública radica particularmente en el hecho de que por medio de la ‘alteridad histórica’ del texto nace una cosmovisión. ‘Al leerla históricamente, puedo ver que siempre fue propuesta como una historia subversiva, socavando una cosmovisión actual e intentando reemplazarla con otra. Al leerla con los oídos abiertos, me doy cuenta que podría subvertir mi cosmovisión también (67).

En este punto Wright introduce brevemente los análisis estructuralistas de la narrativa (Propp, Greimas), argumentando que dichos enfoques nos obligan a poner más cuidado a la historia que se está contando (69-77). Sugiere que la acusación fundamental que la iglesia primitiva levantó contra el judaísmo era que ponía atención a la historia del Antiguo Testamento. Lo que es más importante: “Se podría sostener también que los cristianos contemporáneos en general han caído en lo mismo y que es la razón por la cual muchos entienden mal la tradición cristiana en general y los evangelios en particular’ (70). Según Wright, abordar la cuestión de los orígenes cristianos

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es, fundamentalmente, ocuparse del discernimiento y el análisis de historias de primer siglo y su relación con las historias y cosmovisiones más grandes de las que forman parte (78-79).

La historia y el primer siglo (81-120)

Una teoría crítico-realista de la historia reconoce, en primer lugar, que la historia siempre se construye desde un punto de vista particular. ‘Toda historia… consta de una espiral de conocimiento, un interminable proceso de interacción entre el intérprete y los textos originales’ (86). Wright formula algunas observaciones aquí sobre la capacidad de los historiadores antiguos de distinguir entre los hechos y la interpretación o distorsión de los hechos (84-85). Pero esto no significa, en segundo lugar, que no puede haber ninguna base objetiva para la historia. Un enfoque crítico-realista debe tomar en cuenta el impacto de las perspectivas y el sesgo en el momento de narrar lo que sucedió, pero no por eso debemos suponer que los eventos descritos en realidad no tuvieron lugar (88-92).

Wright luego considera la tradicional renuencia de los expertos a leer las historias en los evangelios como historia auténtica. Sugiere algunas razones por esto: i) existe una desconfianza natural de las historias de milagros; ii) muchos métodos críticos ‘fueron creados no para “hacer historia” sino para “no hacer historia”: más bien, para poder mantener un cuidadoso, y quizás piadoso, silencio cuando no queda claro hacia donde la historia nos podría llevar; y iii) ha habido una inquietud en el sentido de que los acontecimientos históricos contingentes no pueden tener relevancia universal (92-95). Wright rechaza esta posición, sosteniendo en cambio que ‘es apropiado para los seres humanos en general escuchar otras historias diferentes de las que utilizan normalmente para ordenar sus vidas y preguntarse si no deberían dejar que aquellas otras historias subvirtieran las usuales’. Apela no solamente a los escépticos modernistas: a menudo son precisamente los tradicionales cristianos conservadores o fundamentalistas ‘que deben estar abiertos a las posibilidades de que existen maneras de leer el Nuevo Testamento y maneras de comprender quién fue Jesús en realidad, las cuales pondrán en tela de juicio sus historias anteriores’ (97).

En la siguiente sección Wright examina cómo funcionan las hipótesis y la verificación dentro de un método histórico apropiado y cómo se pueden aplicar en el caso de la historia del Nuevo Testamento (98-109). Su afirmación clave aquí es que en el campo del estudio histórico de Jesús el conocimiento acumulado ha alcanzado el punto en que podemos afirmar una hipótesis coherente que acomoda todos los datos sobre Jesús y de esa manera comprender los evangelios ‘tal como están’ (106-107).

Por último, a la idea de que la historia es el conocimiento de lo que sucedió debemos agregar tres niveles adicionales de comprensión histórica. Primero, la historia debe abarcar la intencionalidad humana: nos interesa no solo ‘lo externo’ de un evento sino también ‘lo interno’ (109-112). Segundo, la tarea del historiador no es solo dar cuenta de hechos aislados sino describir la historia [narrative] que conecta y da sentido a los hechos: ‘muchos miembros del gremio de especialistas en el Nuevo Testamento han escrito muy poca historia como tal’ (113). Por último, podemos examinar el significado de los eventos históricos. ‘El significado de un evento, que … básicamente es una historia actuada, es su lugar, o su lugar percibido, dentro de una secuencia de

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acontecimientos que contribuyen a una historia más fundamental; y las historias fundamentales son, desde luego, una de las características constitutivas de las cosmovisiones (116).

La teología, la autoridad y el Nuevo Testamento (121-144)

Wright ofrece un resumen del objetivo de este capítulo: ‘sugerir en lo que podría consistir una lectura ‘teológica’ que no soslaya las lecturas ‘literaria’ e ‘histórica’, sino que las perfecciona; y explorar un posible modelo para permitir que esta lectura compuesta funcione como normativa o acreditada’ (121).

Después de unos comentarios generales sobre las cosmovisiones y la teología (122-131), Wright aborda la cuestión de cómo hacer ‘una teología específicamente cristiana’, la cual debe incluir un elemento normativo: no solo lo que se cree sino también lo que se debe creer (131). Describe dos enfoques tradicionales: uno que intenta sistematizar ‘verdades eternas o proposiciones’ y otro que ‘se propone interactuar con las inquietudes actuales del mundo, ya sea mediante la confrontación o la integración’. Wright, en cambio, propone una ‘teología narrativa’ con una orientación histórica fuerte (132) sobre la base del análisis anterior de cómo funcionan las cosmovisiones:

i) La teología cristiana cuenta una historia coherente acerca de un creador y su creación;

ii) Dicha historia proporciona un conjunto de respuestas a cuatro preguntas clave relacionadas con las cosmovisiones: ¿Quiénes somos? ¿Dónde estamos? ¿Qué es lo que está mal? ¿Cuál es la solución?

iii) ‘se le ha dado expresión a la cosmovisión en una variedad de símbolos socioculturales, tanto artificios como actos culturales’;

iv) la cosmovisión cristiana ‘da lugar a un tipo particular de praxis, una modalidad particular de estar-en-el-mundo’ (132-134).

En la última sección Wright propone un modelo bastante creativo para una teología bíblica normativa. Rechaza tanto una ‘interpretación pre-crítica de la Biblia, literal y sin tomar en cuenta el contexto [biblicistic proof-texting]’, por ser incompatible con la naturaleza de los textos’, como la disociación modernista de lecturas descriptivas y normativas de la Biblia. En cambio, él aboga por un modelo narrativo que vincule lo que es con lo que debe ser:

Supongamos que existe una obra de Shakespeare del cual se ha perdido la mayoría del quinto acto. Digamos que los primeros cuatro actos proporcionan una riqueza de caracterización tan grande y un crescendo de excitación tan extraordinario dentro de la trama que hay consenso en cuanto a la conveniencia de estrenar la obra. Sin embargo, escribir un quinto acto de una vez por todas se considera inapropiado: la obra quedaría congelada en una sola forma y Shakespeare como el responsable de un trabajo que no hizo. Podría considerarse más conveniente darles los papeles clave a actores shakesperianos sumamente capacitados, sensibles y experimentados, quienes se sumergirían en los cuatro

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primeros actos, y en el texto y la cultura de Shakespeare y su época, para luego darse a la tarea de elaborar un quinto acto para sí mismos (140).

Un buen quinto acto mostrará un desarrollo final adecuado, no solo una repetición de lo que sucedió anteriormente. No obstante, ciertas acciones y discursos, ciertos movimientos finales en la trama, parecerán correctos y apropiados. En un sentido serán auto-autenticantes, mientras que en otro serán autenticados gracias a su coherencia con el texto anterior ‘acreditado’, al cual dan sentido (141).

Lleva el argumento un paso más adelante al sugerir que los cuatro primeros actos corresponden a la creación, la caída, Israel y Jesús; la redacción del Nuevo Testamento constituye la primera escena del quinto acto y ofrece pistas (Rom. 8; 1 Cor. 15; partes de Apocalipsis) de cómo la obra debería concluir.

En resumen: Estoy proponiendo una noción de ‘autoridad’ que no se fundamenta simplemente en el Nuevo Testamento o ‘la teología del Nuevo Testamento’, ni en ‘la historia cristiana primitiva’ o cosas por el estilo, concebidos positivistamente, sino en el propio dios creador y la historia [story] de este dios con el mundo, vista como centrada en la historia [story] de Israel y de ahí en la [story] de Jesús, como se cuenta innumerables veces en el Antiguo y el Nuevo Testamento, una historia que no ha terminado todavía. Esta es una noción de la autoridad mucho más compleja que las que se barajan normalmente en el discurso teológico. Eso, se podría decir, es lo que necesitamos si hemos de abrir paso a través de los atascos provocados por las frecuentes simplificaciones excesivas (143).

Parte III: El judaísmo del primer siglo dentro del mundo greco-romano

La tercera parte del libro consta de un análisis del judaísmo del primer siglo. En vez de resumir esta visión general muy detallada del entorno histórico, los grupos sociales, la cosmovisión, las creencias y las expectativas escatológicas, simplemente voy a señalar las que parecen ser las observaciones más destacadas.

La creciente diversidad

Wright se defiende de las acusaciones en el sentido de que está imponiendo ideas o formas de pensar cristianas al judaísmo, al señalar, entre otras cosas, que este proyecto tendrá el efecto de corregir ciertas ideas cristianas equivocadas: “Muchas lecturas ‘cristianas’ de los evangelios han eliminado las alusiones políticas de la proclama del reino por parte de Jesús; un nuevo examen del trasfondo judío rectificará eso’ (149). Realza el hecho de que las cosmovisiones del judaísmo y del cristianismo del primer siglo comparten una característica clave: ‘el sentido de una historia que llega a su clímax. Y, lo que es más importante, es la misma historia. Es la historia… especialmente de exilio y de restauración – o más bien, de perplejidad, se preguntaba si el exilio realmente había terminado o no... Aquí es donde ha de buscarse la continuidad fundamental; y esto hace legítimo el intento de estudiar el judaísmo de manera tal que arroje luz sobre el cristianismo emergente’ (150).

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Se recalca el impacto de la crisis macabea (167-164 AC) sobre la identidad y la vida judías (158, 167), especialmente porque fue una revuelta prototípica contra la opresión:

Nuestro examen de la situación histórica en el capítulo anterior indica que las necesidades apremiantes de la mayoría de los judíos de la época tenían que ver con la liberación–de la opresión, de las deudas, de Roma. Yo sugiero que frecuentemente otros temas fueron vistos desde ese punto de vista. La esperanza de Israel, y de la mayoría de los grupos de intereses especiales dentro de Israel, no era la de una felicidad incorpórea después de la muerte, sino una liberación nacional que cumpliera las expectativas despertadas por el recuerdo, y la celebración regular, del éxodo y, más recientemente, de la victoria macabea. La esperanza se centraba en la llegada del reino del dios de Israel (169-170).

Esto conlleva a un análisis de los principales grupos dentro del judaísmo del primero siglo (170-214): los movimientos de sublevaciones contra Roma; los fariseos; los esenios; los sacerdotes, aristócratas y saduceos; y ‘judíos comunes y corrientes’. Si bien toda esta sección es importante, en la medida en que describe el contexto inmediato religioso y político dentro del cual debemos comprender la historia de Jesús, destacan dos énfasis particulares. El primero es la creencia ya bastante bien establecida (asociada especialmente con Sanders) que la religión farisaica no era ‘el sistema de auto-salvación que les fue atribuido con tanta frecuencia y en forma anacronística por cristianos que sabían poco sobre el primer siglo pero mucho acerca de la controversia pelagiana’ (189). ‘Sus metas eran honrar al dios de Israel, acatar el pacto con él, y buscar la prometida redención total de Israel.’ En segundo lugar, sostiene que dentro del contexto de las creencias judías del primer siglo, la idea de resurrección tenía más que ver con la esperanza de la restauración nacional que con la especulación acerca de la vida después de la muerte para cada individuo (200, 211).

La historia, los símbolos y la praxis: la cosmovisión de Israel

En el capítulo ocho, Wright analiza cómo la historia [story], los símbolos y la praxis juntos constituyen la cosmovisión de Israel. Wright sostiene que en el período del segundo templo la gran historia de las escrituras hebreas se habría leído como ‘una historia en busca de una conclusión’ (217). ‘Dicha conclusión tendría que incorporar la liberación y redención totales de Israel, algo que no había sucedido mientras Israel estaba siendo oprimido, un prisionero en su propia tierra.’ Lo fundamental que era esto para la cosmovisión judía se ve en el hecho de que la falta de una conclusión a la historia de Israel se expresaba no solo mediante la crónica sino también mediante la simbología y praxis religiosas. Al respecto, la observación de la Torá era especialmente importante. Wright nuevamente recalca que lo que estaba en juego no era un intento, motivado por razones legalistas, de ganar la salvación sino la necesidad prioritaria de ‘mantener sus características distintivas otorgadas por dios contra las naciones paganas’ (237). Subraya la importancia de esta diferenciación para la teología del Nuevo Testamento:

Esta conclusión, como veremos posteriormente, es un punto de peculiar importancia para poder comprender tanto las controversias de Jesús como la teología paulina. Las ‘obras de la Torá’ no eran una suerte de escalera para los

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legalistas que había que escalar para ganar el favor divino, sino los distintivos que uno usaba como marcas de identidad, de pertenencia al pueblo escogido en el presente y, en consecuencia, los signos prioritarios, para uno mismo y sus vecinos, que uno pertenecía al grupo que sería reivindicado cuando el dios del pacto actuara para a redimir a su pueblo. Eran los signos presentes de la reivindicación futura. Así era cómo funcionaban ‘las obras de la Torá’ dentro de las creencias, y la esperanza, de los judíos y, en particular, de los fariseos (238).

Las creencias de Israel

La cosmovisión judía estaba construida alrededor de un núcleo narrativo compuesto de tres elementos básicos: el monoteísmo, la elección y la escatología:

Hay un solo dios, que creó todo el universo e hizo un pacto con Israel. Eligió a Israel con un propósito: para que fuera la luz del mundo. Ante la crisis nacional (y la historia del judaísmo del segundo templo es, como hemos visto, una de crisis semipermanente), esta creencia doble, del monoteísmo y la elección, comprometía a cualquier judío que la analizaba siquiera por un instante con una creencia adicional: YHWH, como el dios creador y el dios del pacto, estaba comprometido irrevocablemente con algún tipo de acción adicional en la historia que pondría fin a la desolación de Israel y reivindicaría a su pueblo verdadero. El monoteísmo y la elección conducen a la escatología, y la escatología significa la renovación del pacto (247).

El monoteísmo: el monoteísmo judío del primero siglo era creacional, providencial y, lo que es más importante, pactal, porque este es el medio a través del cual se aborda el problema del mal: ‘El creador llama a un pueblo, a través del cual, de alguna forma, actuará decididamente dentro de su creación para eliminar el mal y restaurar el orden, la justicia y la paz’ (251-252). La creencia judía en el monoteísmo no tenía nada que ver con ‘el análisis numérico del ser interior del dios de Israel. Tenía muchísimo que ver con la lucha doble contra el paganismo y el dualismo’ (259).

La elección y el pacto: la teología del pacto funciona en tres niveles: i) el creador ‘no ha sido frustrado irrevocablemente por la rebelión de su creación, sino que ha formado un pueblo a través del cual trabajará para restaurar su creación’; ii) el sufrimiento de Israel es la consecuencia de su infidelidad al pacto pero Israel sostiene que ‘nuestro dios permanecerá fiel y nos restaurará’; y iii) dios responde al sufrimiento y los pecados de judíos individuales con perdón y restauración (260). Wright también afirma que la ‘vocación pactal de Israel hizo que éste pensara en sí mismo como la verdadera humanidad del creador’ (262). Pero las implicaciones de esta creencia para las relaciones de Israel con las demás naciones son ambiguas. Por un lado, Israel había de ser una luz para las naciones (cf. Is. 49:6): ‘Cuando Sión se convierte en lo que su dios quiere que sea, los gentiles entrarán y oirán la palabra de YHWH.’ Por el otro, cuando las naciones oprimen a Israel, se trata más de resistir y destruir las fuerzas que se oponen al dios verdadero y su pueblo (267).

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El pacto y la escatología: aquí llegamos al meollo del asunto: los judíos del período del segundo templo, a pesar de haber regresado a su tierra y haber reconstruido del templo, se consideraban todavía en el ‘exilio’. La época de ellos, por consiguiente, seguía siendo una ‘época de ira’: ‘mientras a los gentiles no se les había puesto en su lugar e Israel y el Templo no se habían restaurado plenamente, el exilio no había terminado y las bendiciones prometidas por los profetas todavía no podían tener lugar’ (270). Este problema a menudo se define en la literatura del segundo templo como la fidelidad de dios al pacto (es decir, la ‘justicia’, tsedaqah): ‘¿cuándo y cómo actuaría el dios de Israel para cumplir con las promesas hechas en el pacto?’ Wright destaca la extrema importancia de esta formulación del problema para la teología de Paul.

Los profetas bíblicos hablan de forma sistemática de un doble tema: El ‘exilio de Israel es el resultado de su propio pecado, idolatría y apostasía, y el problema será resuelto por YHWH al encargarse del pecado y devolverle a su pueblo su herencia.’ Por lo tanto, debe recalcarse que para los judíos del primer siglo la frase ‘perdón de los pecados’ se aplicaría más naturalmente a la nación en su totalidad, no al individuo. Wright plantea que el sistema de sacrificios debería comprenderse ‘como una manera de representar e institucionalizar… la creencia que el dios del pacto de Israel restauraría la suerte de su pueblo’ (275). Luego sugiere que se puede interpretar la experiencia nacional del exilio no solo como un castigo sino también como un sacrificio, un ‘soportar justamente por el pecado y el mal’. Debemos mencionar aquí la creencia bastante común de que a un período de intenso sufrimiento (‘dolores de parto’) le seguiría la inauguración de la nueva era: Israel pasaría por un intenso sufrimiento culminante; después de eso se le perdonaría y el mundo luego sería sanado’ (278).

La esperanza de Israel

Wright empieza por considerar la naturaleza de la literatura apocalíptica. En lo que resulta ser su observación más importante, sostiene que los textos apocalípticos judíos no se pueden leer de ‘una manera torpemente literalista’ y luego afirmar que tratan del fin del mundo; más bien, el ‘lenguaje apocalíptico metafórico reviste la historia de significado teológico’ (284). ‘Mucho más importante para el judío del primer siglo que las cuestiones del espacio, el tiempo y la cosmología literal eran los temas clave del Templo, la Tierra y la Torá, la raza, la economía y la justicia’ (285). El resultado de la lectura literalista, que ha predominado tanto en el pensamiento cristiano moderno popular como en el estudio académico moderno del Nuevo Testamento, es una ‘creencia dual en la imposibilidad de redimir el presente mundo físico’ que en realidad se asemeja más al gnosticismo que al apocalíptico bíblico.

Daniel 7 es fundamental para [la comprensión de] la literatura apocalíptica judía. Wright sostiene que ‘los que leían este (muy popular) capítulo en el primer siglo habrían visto su significado antes que nada en términos de la reivindicación de Israel después de su sufrimiento a manos de los paganos’ (292). En otras palabras, el ‘Hijo del hombre’ generalmente se habría comprendido como una figura representativa solo en un sentido literario. Daniel 1-6 proporciona el contexto interpretativo: ‘Los judíos debían resistir la presión pagana sobre ellos para que transigieran en relación con su religión ancestral: los reinos del mundial finalmente darían paso al reino sempiterno del único dios verdadero, y cuando eso sucedía los judíos que se habían mantenido firmes serían reivindicados’ (294).

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En el contexto de la expectativa judía del primer siglo, la ‘salvación’ debe comprenderse no como el disfrute de un estado de felicidad no físico y ‘espiritual’ después de la destrucción del universo de espacio y tiempo sino como la restauración nacional. ‘Por ende, la edad por venir, el fin del exilio de Israel, era vista como la inauguración de un nuevo pacto entre Israel y su dios’ (301). Dicha restauración formaba parte de lo que significaba para los judíos el hecho de que el dios de Israel se iba a convertir en rey (307).

Se pueden sacar seis conclusiones de un estudio de las creencias judías con respecto al Mesías: i) la expectativa se centraba principalmente en la nación; ii) en ciertas circunstancias, dicha expectativa podría reducirse a un individuo en particular; iii) en este caso, la figura del Mesías individual podría replantearse para adecuarse a la situación o persona involucrada; iv) la tarea principal del Mesías era ‘la liberación de Israel y su restauración como el pueblo verdadero del dios creador’; v) el Mesías sería el agente del dios de Israel, no una figura trascendental independiente; y vi) no se esperaba que el Mesías sufriera (319-320).

Wright argumenta que la creencia en la resurrección surgió conjuntamente con la ‘lucha para mantener la obediencia a las leyes ancestrales de Israel ante la persecución…; es lo que sucedería después de la gran tribulación’ (331). Pero dicha creencia también servía metafóricamente como una expresión de la esperanza de la renovación nacional final después del exilio, que continuaba aún. “Como tal, la ‘resurrección’ no era simplemente una esperanza piadosa de una nueva vida para los muertos. Conllevaba todo lo que se asociaba con el retorno del exilio: el perdón de pecados, la restauración de Israel como la verdadera humanidad del dios del pacto y la renovación de toda la creación” (332).

Por último, de manera similar, la palabra ‘salvación’ se definía como el don del dios de Israel a todo el pueblo; los judíos individuales encontrarían su salvación dentro del contexto de la liberación y la restauración nacionales, al ser miembros de la comunidad del pacto. ‘Entonces la pregunta relacionada con la soteriología del primer siglo se convierte en: ¿cuáles son los distintivos que le definen a uno como miembro del grupo que se va a salvar, reivindicar, resucitar (en el caso de miembros ya muertos) o ser exaltado y dado poder (en el caso de los que viven todavía)?’ (335).

Parte IV: El primer siglo cristiano

En la cuarta parte del libro, Wright ofrece un resumen de la historia de la iglesia primitiva – una ‘búsqueda de la iglesia kerigmática’ parecida al programa bien establecido de la ‘búsqueda del Jesús histórico’. Empieza por presentar el abanico de opiniones académicas que existen con respecto a la constitución del cristianismo primitivo: a un lado está la idea de que la iglesia primitiva se convirtió rápidamente en un movimiento helenístico (incorporando el gnosticismo también); y al otro, el criterio de que la iglesia surgió como ‘un secta mesiánica judía que sale al mundo con la noticia que el dios de Abraham, Isaac y Jacob ahora se ha revelado para salvar a todo el mundo en el Mesías judío, Jesús’ (344). Actualmente el debate se encuentra en un punto de equilibrio muy delicado. ‘Muchos expertos ahora opinan que la dificultad principal al intentar describir el origen del cristianismo es representar plenamente tanto el carácter completamente judío del movimiento como la ruptura con el judaísmo que había ocurrido al menos para mediados del siglo dos.’

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Wright plantea nueve puntos fijos históricos, en orden cronológico inverso, que deberían figurar en cualquier investigación del desarrollo de la iglesia primitiva hasta mediados del segundo siglo: i) el martirio de Policarpo alrededor de A.D. 155/6; ii) la carta de Plinio a Trajano entre A.D. 110 y 114 con respecto al tratamiento del secta ilegal de los cristianos; iii) las cartas de Ignacio escritas durante su viaje camino a Roma para ser martirizado por Trajano (AD 110-117); iv) el interrogatorio de ciertos parientes de sangre de Jesús por Domiciano alrededor de AD 90, contado por Hegesipo y registrado por Eusebio en su Historia; v) la caída de Jerusalén en AD 70; vi) el uso de los cristianos por Nerón como chivos expiatorios en Roma después del gran incendio en AD 64; vii) la lapidación de ‘Santiago, el hermano de Jesús a quién llamaron el Cristo’ en AD 62, registrado por Josefo; viii) las actividades de Pablo en la primera mitad de la década de los 50; y ix) los datos probatorios mencionados por Suetonio para justificar la expulsión de los judíos de Roma debido a los ‘trastornos continuos instigados por Chrestus’ alrededor de AD 49.

Al igual que en el caso de la historia del judaísmo del primer siglo, Wright sugiere que se empiece no con escritos específicos sino con los elementos que conformaron la cosmovisión de los cristianos de la iglesia primitiva: la praxis, los símbolos, las preguntas y respuestas, y, lo que es más importante, las historias características contadas por los primero cristianos (358).

Bajo el elemento de la praxis examina la misión, los sacramentos (el bautismo y la eucaristía), la adoración con referencia no solo a Dios sino también a Jesús, ‘un código ético fuerte y claro’, la ausencia de sacrificios animales y la disposición de sufrir el martirio por la causa de Cristo (359-365). Los primeros cristianos construyeron su cosmovisión alrededor de alternativas (bastante subversivas) a los símbolos normales de tanto el judaísmo como el paganismo: el símbolo sumamente ofensivo de la cruz, complementado por la condición simbólica de los mártires cristianos; la misión al mundo entero en lugar de la Tierra y la identidad étnica en el universo simbólico de Israel; la persona de Jesús en lugar del templo – una transferencia de simbología que “los estaba obligando a enunciar el significado de la palabra ‘dios’ de una manera nueva”; los credos y confesiones bautismales como los nuevos ‘distintivos de afiliación a la comunidad’ en vez de la circuncisión, las leyes kosher y el sabbat (365-369). Además, los primeros cristianos naturalmente tenían un conjunto diferente de respuestas a las cuatro preguntas relacionadas con la cosmovisión (369-370): ¿Quiénes somos nosotros? ¿Dónde estamos? ¿Qué es lo que anda mal? ¿Cuál es la solución?

Las historias en el cristianismo primitivo son de dos tipos: grandes y pequeñas. Wright primero considera las historias grandes contadas por los autores principales del Nuevo Testamento: los autores de los evangelios, Pablo y el autor de Hebreos. La aseveración más importante aquí es que en cada caso la historia general acerca de Israel se vuelve a contar y se subvierte. Entonces, por ejemplo:

La teología de Pablo puede ser trazado… plenamente y con mayor exactitud en el sentido de que representa su replanteamiento, a la luz de Jesús y el espíritu divino, de las creencias judías fundamentales: el monoteísmo (de tipo creacional y pactal), la elección y la escatología. Esta teología se integró con el mundo narrativo repensado en cada punto (407).

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Gran parte del capítulo 14, que analiza el lugar de las historias más pequeñas dentro del cristianismo primitivo, tiene que ver con la descripción de un método apropiado de análisis tipo crítica de las formas, especialmente como respuesta a la hipótesis tradicional de la crítica de las formas que afirma que las historias en los evangelios “reflejaron la vida de la iglesia primitiva más que la vida de Jesús, en el sentido de que la iglesia primitiva inventó dichos de Jesús (quizás bajo la guía del ‘espíritu de Jesús’) para abordar problemas de su propia época’ (421). Aquí también hay algunos comentarios importantes sobre la naturaleza del lenguaje ‘mitológico’: ‘el lenguaje del mito, y los mitos escatológicos en particular (el mar, los monstruos fabulosos, etc.), se utilizan en la literatura bíblica como sistemas metafóricos complejos para denotar los eventos históricos y darlos su importancia teológica’ (425). Wright también aborda aquí la cuestión de las fuentes de los dichos, Q y el Evangelio de Tomás, y refuta la hipótesis moderna (cf. Kloppenborg, Downing, Mack, Crossan) que afirma que Q y Tomás evidencian la concepción primitiva de Jesús como ‘un maestro de sabiduría aforística, cuasi-gnóstica, cuasi-cínica’ (437).

La Parte IV termina con un ‘bosquejo preliminar’ de los cristianos primitivos:

Objetivos: Lo que motivaba a los primeros cristianos en su misión era ‘la creencia y la esperanza centrales del judaísmo interpretadas a la luz de Jesús’. Esta creencia de que Israel se había redimido y, por consiguiente, que el tiempo de los gentiles había llegado, iba acompañada por la experiencia del espíritu divino:

… la abrumadora sensación de que los sostenía e impulsaba una nueva clase de motivación interna, que atribuían al derramamiento del espíritu divino, llevó los primeros cristianos a concluir que los extraños acontecimientos que habían visto relacionados con Jesús realmente constituían el cumplimiento de las expectativas del pacto de Israel, el fin del exilio y el comienzo de la ‘edad por venir’ que tanto había anhelado Israel (446).

Sin embargo, esta nueva creencia y nueva experiencia no eran suficientes en sí mismos para explicar en términos históricos el desarrollo del cristianismo primitivo. También debemos tomar en cuenta el contexto de la nueva comunidad dentro del cual funcionaron dicha creencia y experiencia.

Comunidad y definición: la comunidad se define en primer lugar en términos sacramentales, mediante el bautismo y la eucaristía, y ambos ‘llaman nuestra atención a la característica más sorprendente de la vida de la primera comunidad: la veneración de Jesús (448). Esta veneración no era ‘una señal de que la comunidad se estaba alejando del monoteísmo creacional o pactal, sino una señal de una reinterpretación radical dentro de ese monoteísmo’. La vida en común de la iglesia, centrado sacramentalmente en Jesús, ‘funcionó desde el principio en términos de una familia alternativa’. Implicó también una ‘nueva orientación sociopolítica’, lo cual significó que la iglesia estaba algo enajenada de la sociedad judía y pagana e inevitablemente sufrió persecución.

Desarrollo y variedad: Wright identifica varios ejes a lo largo de los cuales se expresó la diversidad de los primeros cristianos: varios aspectos de la diversidad judía-gentil; la continuidad

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histórica de la salvación con Israel o una fe ahistórica con una ‘escatología vertical’; formas de ministerio flexibles o fijas; interpretaciones literalistas o metafóricas de las imágenes apocalípticas; cristología baja o alta; la cruz como factor clave o marginal en una doctrina de la salvación; entusiastas carismáticos o ‘católicos primitivos’ (455). Dicha diversidad se mantuvo unida porque los primeros cristianos contaron una forma coherente de la historia de Israel ‘que llegó a su clímax’ en Jesús y luego fluyó a través de su vida y su tarea nuevas dadas por el espíritu’ (456).

Teología: ‘El cristianismo primitivo era monoteísta en el sentido en que el judaísmo era monoteísta y el paganismo no lo era; o sea, los primeros cristianos abrazaron el monoteísmo creacional, pactal y, por ende, escatológico’ (457). La doctrina implica necesariamente dos dualidades centrales: la del creador y la creación, y la del bien y el mal. Los primeros cristianos abordaron estos temas sobre la base de las fuentes judías, pero los reorganizaron sistemáticamente alrededor de los puntos fijos de Jesús y el espíritu. Por ejemplo, a la pregunta, ‘¿Cómo es el creador activo dentro de la creación?’ respondieron: ‘este dios creador ha actuado de forma específica y culminante en Jesús y ahora está actuando mediante su propio espíritu de una manera nueva relacionada con Jesús’. A la pregunta, ‘¿Cómo el creador encara el mal dentro de su creación?’, reafirmaron la respuesta original, que era que Dios se había propuesto abordar el problema del mal a través de Israel, con dos enmiendas: primero, que a través de Jesús Dios se había encargado del problema del mal dentro de Israel; y segundo, que la misión del pueblo de Jesús, como una ‘continuación de Israel en una nueva situación’, sería ‘cumplir la vocación de Israel en nombre del mundo’ (458). Por último, la iglesia adoptó la doctrina judía de la salvación y la reubicó en un entorno de tribunales judiciales de manera que se convirtió fundamentalmente en una cuestión de la ‘justicia [righteousness] de Dios’.

La principal diferencia fundamental entre los puntos de vista de los cristianos y los judíos en ese momento era que los cristianos primitivos creían que el veredicto ya se había anunciado con la muerte y resurrección de Jesús. El dios de Israel había actuado decididamente para demostrar su fidelidad al pacto, liberar a su pueblo de sus pecados y abrir paso al nuevo pacto que se había inaugurado.

Esperanza: ‘Precisamente porque la resurrección de Jesús se trataba de la resurrección de un solo ser humano en medio de la historia de exilio y miseria, no la resurrección de todos los seres humanos justificados para poner fin a la historia de exilio y miseria, debería haber otro fin a la vista.’ Este ‘otro fin’ constaba de cuatro elementos, cada uno de los cuales constituye una ‘relectura de las esperanzas judías a la luz de Jesús y el espíritu divino’ (459): i) Jesús sería reivindicado como un profeta divino cuando Jerusalén y el templo fueran destruidos; ii) el reino del Dios de Israel se extendería al mundo entero; iii) los cristianos creían que el Dios de Israel recrearía ‘físicamente a los que eran suyos en algún momento y en algún espacio al otro lado de la muerte’ (460); iv) y, por último, se esperaba que Jesús regresaría. Los textos que hablan de la ‘llegada del hijo del hombre sobre una nube’ no se refieren a esto, sino que tienen que ver con la reivindicación de Jesús mediante su resurrección y exaltación y la destrucción de Jerusalén. El regreso de Jesús pertenece más bien a la renovación de toda la creación (462).