le clezio jean marie gustave el africano

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  • 8/3/2019 Le Clezio Jean Marie Gustave El Africano

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    J. M. G. Le Clzio

    El africano

    Traduccin de Juana Bignozzi

    Adriana Hidalgo editora

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    J . M . G . L e C l z i o E l a f r i c a n o

    Le Clzio, Jean Marie GustaveEl africano - Ia. ed. la reimp.Buenos Aires : Adriana Hidalgo editora, 2008.146 p.; 19x13 cm. - (Narrativas)Traducido por: Juana Bignozzi

    ISBN 978-987-1156-58-0

    Narrativa francesa. I. Bignozzi, Juana, trad. II. TtuloCDD 843

    Narrativas

    Ttulo original:LAfricainTraduccin: Juana Bignozzi

    Editor:Fabin Lebenglik

    Diseo de cubierta e interiores:Eduardo Stupa y Gabriela Di Giuseppe

    J.M.G. Le Clzio ditions Mercure de France, 2004

    Adriana Hidalgo editora S.A., 2007, 2008Las fotos y el mapa provienen del archivo del autor

    Crdoba 836 - R 13 - Of. 1301(1054) Buenos Aires

    e-mail: [email protected] 978-987-1156-58-0

    Impreso en ArgentinaPrinted in Argentina

    Queda hecho el depsito que indica la ley 11.723Prohibida la reproduccin parcial o total sin permiso escrito

    de la editorial. Todos los derechos reservados.

    Cet ouvrage, publi dans le cadre du Programme d'Aide la Publication Victoria Ocampo, beneficie du soutien duMinistre francais des Affaires Etrangres et du Service de Cooperation et d'Action Culturelle de l'Ambassade de France enArgentine.

    Esta obra, beneficiada con la ayuda del Ministerio francs de Asuntos Extranjeros y del Servicio de Cooperacin yAccin Cultural de la Embajada de Francia en la Argentina, se edita en el marco del programa de ayuda a la publicacinVictoria Ocampo.

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    mailto:[email protected]:[email protected]
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    NDICE

    1. El cuerpo.....................................................................................................................5

    2. Termes, Hormigas, etc..............................................................................................10

    3. El africano.................................................................................................................15

    4. De Georgetown a Victoria........................................................................................19

    5. Banso........................................................................................................................24

    6. La rabia de Ogoja.....................................................................................................287. El olvido...................................................................................................................33

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    Todo ser humano es el resultado de un padre y de una madre. Se puede no reconocerlos, noquererlos, se puede dudar de ellos. Pero estn all, con su cara, sus actitudes, sus modales y sus manas,sus ilusiones, sus esperanzas, la forma de sus manos y de los dedos del pie, el color de sus ojos y de su

    pelo, su manera de hablar, sus pensamientos, probablemente la edad de su muerte, todo esto ha pasado anosotros.

    Durante mucho tiempo imagin que mi madre era negra. Me haba inventado una historia, unpasado, para huir de la realidad a mi regreso de frica, a este pas, a esta ciudad donde no conoca anadie, donde me haba convertido en un extranjero. Ms tarde descubr, cuando mi padre, al jubilarse,volvi a vivir con nosotros en Francia, que el africano era l. Fue difcil de admitirlo. Deb retroceder,

    recomenzar, tratar de comprender. En recuerdo de todo eso he escrito este pequeo libro.

    ELCUERPOTengo algunas cosas que decir del rostro que recib al nacer. En primer lugar, que deb aceptarlo.

    Aceptar que no lo quera habra sido darle una importancia que no tena cuando era un nio. No lo odiaba,

    lo ignoraba, lo evitaba. No lo miraba en los espejos. Durante aos cre que nunca lo haba visto. En lasfotos, apartaba los ojos, como si otro me hubiera reemplazado.

    Ms o menos a los ocho aos viv en el frica occidental, en Nigeria, en una regin bastante aisladadonde, fuera de mi madre y de mi padre, no haba europeos y, para el nio que yo era, toda la humanidadse compona nicamente de ibos y de yorubas. En la cabaa en la que vivamos (la palabra cabaa tienealgo colonial que hoy puede chocar, pero que describe muy bien la vivienda oficial que el gobierno inglshaba previsto para los mdicos militares, una losa de cemento para el suelo, cuatro paredes de piedra sinrevestimiento, un techo de chapa ondulada cubierto de hojas, ninguna decoracin, hamacas colgadas delas paredes para servir de camas y, nica concesin al lujo, una ducha conectada por tubos de hierro a undepsito en el techo que calentaba el sol), en esa cabaa, pues, no haba espejos, ni cuadros, nada que

    pudiera recordarnos el mundo en el que habamos vivido hasta entonces. Un crucifijo que mi padre habacolgado de la pared, pero sin representacin humana. All aprend a olvidar. Creo que la desaparicin demi cara, y de las caras de todos los que estaban alrededor de m, data de la entrada en esa casa, en Ogoja.

    De esa poca, para decirlo de manera consecutiva, data la aparicin de los cuerpos. Mi cuerpo, elcuerpo de mi madre, el cuerpo de mi hermano, el cuerpo de los muchachos de la vecindad con los que

    jugaba, el cuerpo de las mujeres africanas en los caminos, alrededor de la casa, o bien en el mercado,cerca del ro. Su estatura, sus pechos pesados, la piel brillante de su espalda. El sexo de los muchachos, suglande rosa circuncidado. Rostros sin duda, pero como mscaras de cuero, endurecidos, cosidos decicatrices y de marcas rituales. Sus vientres prominentes, el botn del ombligo semejante a un guijarrocosido a la piel. Tambin el olor de los cuerpos, su tacto, la piel no spera sino clida y fina, erizada demiles de pelos. Tengo esa impresin de gran proximidad, del nmero de cuerpos alrededor de m, algoque no haba conocido antes, algo nuevo y familiar a la vez, que exclua el miedo.

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    Ro, Ahoada (Nigeria)

    En frica, el impudor del cuerpo era magnfico. Creaba distancia, profundidad, multiplicaba lassensaciones, teja una red humana alrededor de m. Armonizaba con el pas ibo, con el trazado del ro

    Aiya, con las chozas del pueblo, sus techos color leonado, sus paredes color tierra. Brillaba en esosnombres que entraban en m y que significaban ms que nombres de lugares: Ogoja, Abakaliki, Enugu,Obudu, Baterik, Ogrude, Obubra. Impregnaba la muralla de la selva lluviosa que nos rodeaba por todas

    partes.

    Cuando se es nio no se usan palabras (y las palabras no estn usadas). En esa poca estaba muylejos de los adjetivos, de los sustantivos. No poda decir, ni siquiera pensar: admirable, inmenso, potente.Pero era capaz de sentirlos. Hasta qu punto los rboles de troncos rectilneos se alzaban hacia la bvedanocturna cerrada encima de m, que abrigaba como en un tnel la brecha ensangrentada de la ruta delaterita que iba de Ogoja hacia Obudu, hasta qu punto en los claros de los pueblos senta los cuerposdesnudos, brillantes de sudor, las siluetas anchas de las mujeres, los nios colgados de sus caderas, todo

    esto que formaba un conjunto coherente, desprovisto de mentira.Me acuerdo muy bien de la entrada en Obudu: la ruta sali de la sombra de la selva y entr recta en

    el pueblo, a pleno sol. Mi padre detuvo su auto, con mi madre debieron hablarles a los oficiales. Estabasolo en medio de la multitud y no tena miedo. Las manos me tocaban, pasaban por mis brazos, por miscabellos alrededor del borde de mi sombrero. Entre los que se amontonaban alrededor de m, haba unamujer vieja, en fin, no saba si era vieja. Supongo que lo primero que not fue su edad, porque eradiferente de los nios desnudos y de los hombres y mujeres vestidos ms o menos a la occidental que vien Ogoja. Cuando mi madre volvi (tal vez vagamente inquieta por ese gento), le mostr a esa mujer:"Qu tiene? Est enferma?". Recuerdo esa pregunta que le hice a mi madre. El cuerpo desnudo de esamujer, lleno de pliegues, de arrugas, su piel como un odre desinflado, sus senos alargados y flccidos quecolgaban sobre el vientre, su piel resquebrajada, opaca, un poco gris, todo me pareci extrao y al mismotiempo verdadero. Cmo hubiera podido imaginar que esa mujer era mi abuela? Y no sent horror ni

    piedad, sino, por el contrario, amor e inters, los que suscitan la vista de la verdad, de la realidad vivida.Slo recuerdo esta pregunta: "Est enferma?". Todava hoy me quema extraamente como si el tiempono hubiera pasado. Y no la respuesta sin duda tranquilizadora, tal vez un poco molesta de mi madre:"No, no est enferma, es vieja, eso es todo". La vejez, sin duda ms chocante para un nio en el cuerpo deuna mujer, ya que todava, ya que siempre, en Europa, en Francia, pas de fajas y polleras, de corpios ycombinaciones, las mujeres por lo comn estn exentas de la enfermedad de la edad.

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    Hoggar, inscripciones en tamacheq

    Todava siento el rubor en mis mejillas que acompa esa pregunta ingenua y la respuesta brutal de mimadre, como una cachetada. Todo ha permanecido en m sin respuesta. La pregunta no era sin duda: Porqu esta mujer se ha vuelto as, gastada y deformada por la vejez?, sino: Por qu me han mentido? Porqu me han ocultado esta verdad?

    frica era el cuerpo ms que la cara. Era la violencia de las sensaciones, la violencia de los apetitos,la violencia de las estaciones. El primer recuerdo que tengo de ese continente es el de mi cuerpo cubierto

    por una erupcin de pequeas ampollas, la fiebre miliar, que me caus el calor extremo, una enfermedad

    benigna que afecta a los blancos cuando entran en la zona ecuatorial, que en francs tiene el nombrecmico de bourbouille y en inglsprickly heat. Estoy en el camarote del barco que bordea lentamente lacosta, frente a Conakry, Freetown, Monrovia, desnudo en la colchoneta, con el ojo de buey abierto al airehmedo, el cuerpo espolvoreado con talco, con la impresin de estar en un sarcfago invisible, o de habersido apresado como un pescado en la red, enharinado para frerlo. frica que me quitaba mi cara medevolva un cuerpo, doloroso, afiebrado, ese cuerpo que Francia me haba ocultado en la dulzuradebilitadora del hogar de mi abuela, sin instinto, sin libertad.

    El barco que me arrastraba hacia ese otro mundo tambin me entregaba la memoria. El presenteafricano borraba todo lo que lo haba precedido. La guerra, el confinamiento en el departamento de Niza(donde vivamos cinco en dos habitaciones de la buhardilla y hasta seis si contamos a la criada Mara, de

    la que mi abuela haba decidido no prescindir), las raciones, o la huida a la montaa donde mi madredeba esconderse por miedo a una redada de la Gestapo, todo esto se borraba, desapareca, se volvairreal. A partir de entonces, para m, habra un antes y un despus de frica.

    La libertad en Ogoja era el reino del cuerpo. Era ilimitada la mirada desde lo alto de la plataformade cemento sobre la que estaba construida la casa, semejante al habitculo de una balsa en el ocano dehierba. Si hago un esfuerzo de memoria, puedo reconstruir las fronteras imprecisas de ese mbito.Cualquiera que hubiera guardado la memoria fotogrfica del lugar quedara asombrado de lo que un niode ocho aos poda ver en l. Sin duda, un jardn. No un jardn ornamental, exista en ese pas algo quefuera ornamental? Ms bien un espacio til, donde mi padre plant frutales, mangos, guayabos, papayosy, para servir de cerco delante de la veranda, naranjos y limeros en los que las hormigas haban unido lamayor parte de las hojas para hacer sus nidos areos que desbordaban de una especie de plumnalgodonoso que contena sus huevos. En algn lugar, hacia la parte de atrs de la casa, en medio delmatorral, haba un gallinero con pollos y gallinas de Guinea y cuya existencia slo me la sealaba la

    presencia,en crculos en el cielo, de buitres a los que mi padre a veces disparaba con la carabina. Pero un7

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    jardn al fin ya que uno de los empleados de la casa tena el ttulo de garden boy. En la otra punta delterreno estaban las chozas de la servidumbre: el boy, el small boy y sobre todo el cocinero, a quien mimadre apreciaba mucho y con el que preparaba platos, no a la francesa, sino la sopa de man, las papasasadas, ofoufou, esa pasta de ame que era nuestra comida habitual. Cada tanto, mi madre experimentabacon l la confitura de guayaba o la papaya confitada, y tambin sorbetes que bata a mano. En ese patiohaba sobre todo nios, en gran nmero, que llegaban cada maana para jugar y hablar, de los que slonos separbamos cuando caa la noche.

    Bailessamba, Bamenda

    Todo esto podra dar la impresin de una vida colonial, muy organizada, casi ciudadana, o al menoscampesina a la manera de Inglaterra o de Normanda antes de la era industrial. Sin embargo era la libertadtotal del cuerpo y del espritu. Delante de la casa, en direccin opuesta al hospital donde trabajaba mi

    padre, empezaba una extensin sin horizonte, con una ligera ondulacin en la que la mirada se perda. Alsur, la pendiente llevaba al valle brumoso de Aiya, un afluente del ro Cross, y a los pueblos Ogoja, Ijamay Bawop. Hacia el norte y el este poda ver la gran llanura salvaje sembrada de termiteros gigantes,cortada por arroyos y pantanos, y el comienzo de la selva, los bosques de gigantes, irokos, okumes, todocubierto por un cielo inmenso, una bveda de azul crudo donde arda el sol y que cada tarde invadannubes portadoras de tormenta.

    Recuerdo la violencia. No una violencia secreta, hipcrita, aterradora como la que conocan losnios nacidos en medio de una guerra, ocultarse para salir, espiar a los alemanes con capote gris robandolos neumticos del De Dion-Bouton de mi abuela, escuchar en un sueo rumiar historias de trfico,

    espionaje, palabras veladas, mensajes de mi padre que llegaban a travs de Mr Ogilvy, cnsul de EstadosUnidos y, sobre todo, el hambre, la falta de todo, el rumor de que las primas de mi madre se alimentabande desperdicios. Esta violencia no era de verdad fsica. Era sorda y ocultada como una enfermedad. Yotena el cuerpo minado por ella, ataques irreprimibles, migraas tan dolorosas que me ocultaba debajo dela carpeta de la mesa velador con los puos hundidos en mis rbitas.

    Ogoja me daba otra violencia, abierta, real, que haca vibrar todo mi cuerpo. Era visible en cadadetalle de la vida y de la naturaleza que me rodeaba. Tormentas como nunca volv a ver ni a imaginar, elcielo de tinta rayado por los relmpagos, el viento que doblaba los grandes rboles de alrededor del

    jardn, que arrancaba las palmas del techo, que se arremolinaba en el comedor al pasar por debajo de laspuertas y que apagaba las lmparas de petrleo. Algunas noches, un viento rojo llegaba del norte y haca

    brillar las paredes. Una fuerza elctrica que deba aceptar, domesticar, y para la que mi madre habainventado un juego: contar los segundos que nos separaban del impacto del rayo, orlo llegar kilmetro akilmetro, luego alejarse hacia las montaas. Una tarde mi padre operaba en el hospital cuando el rayo

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    entr por la puerta, se extendi por el suelo, sin ruido, fundi las patas metlicas de la mesa deoperaciones y quem las suelas de caucho de mi padre; luego se le uni el relmpago y huy por dondehaba entrado, como un ectoplasma, para volver al fondo del cielo. La realidad estaba en las leyendas.

    frica era potente. Para m, un nio, la violencia era general, indiscutible. Entusiasmaba. En laactualidad, despus de tantas catstrofes y abandono, es difcil hablar de ella. Pocos europeos han

    conocido ese sentimiento. El trabajo que haca mi padre, primero en Camern y luego en Nigeria, creabauna situacin excepcional. La mayora de los ingleses destinados a la colonia ejercan funcionesadministrativas. Eran militares, jueces, oficiales de distrito (esos D. O. cuyas iniciales, pronunciadas a lainglesa, Di-O, me haban hecho pensar en un nombre religioso, como una variacin delDeo grafas de lamisa a la que mi madre asista al pie de la veranda todos los domingos a la maana). Mi padre era elnico mdico en un radio de sesenta kilmetros. Pero esta dimensin no tena ningn sentido: la primeraciudad administrativa era Abakaliki, a cuatro horas de camino, y para llegar haba que cruzar el ro Aiyaen chalana y luego una espesa selva. La otra residencia de un oficial de distrito era la frontera delCamern francs, en Obudu, al pie de las colinas donde todava vivan los gorilas. En Ogoja, mi padre eraresponsable del dispensario (un viejo hospital religioso abandonado por las hermanas), y el nico mdicoal norte de la provincia de Cross River. All haca de todo, como dijo ms tarde, desde el parto hasta la

    autopsia. Mi hermano y yo ramos los nicos nios blancos de toda esa regin. No sabamos nada de loque puede formar la identidad un poco caricaturesca de los nios criados en las "colonias". Si leo lasnovelas "coloniales" escritas por los ingleses de esa poca, o la anterior a nuestra llegada a Nigeria porejemplo, Joyce Cary, autor de Missi Johnson, no reconozco nada. Si leo a William Boyd, que tambin

    pas parte de su infancia en el frica occidental britnica, tampoco reconozco nada: su padre era oficialde distrito (en Accra, en Ghana, me parece). No s nada de todo lo que describe, esa pesadez colonial, lasridiculeces de la sociedad blanca exiliada en la costa, todas las mezquindades a las que los nios estnespecialmente atentos, el desprecio por los indgenas, de los que slo conocen la fraccin de los sirvientesque deben inclinarse ante los caprichos de los hijos de sus amos y, sobre todo, esa especie de grupo en elque los hijos de la misma sangre se unen y se dividen a la vez, donde perciben un reflejo irnico de susdefectos y de sus mascaradas, y que de alguna manera forma la escuela de una conciencia racial que

    reemplaza para ellos el aprendizaje de la conciencia humana; puedo decir que, gracias a Dios, todo estome ha sido completamente ajeno.

    No bamos a la escuela. No tenamos club, actividades deportivas ni reglas, ni amigos en el sentidoque se le da a esa palabra en Francia o en Inglaterra. El recuerdo que conservo de esa poca podra ser el

    pasado a bordo de un barco, entre dos mundos. Si hoy miro la nica foto que conservo de la casa deOgoja (un clich minsculo, un 6 x 6 corriente despus de la guerra), me es difcil creer que se trata delmismo lugar: un jardn abierto donde crecen en desorden palmeras, ceibas, cruzado por un caminorectilneo en el que aparece estacionado el monumental Ford V8 de mi padre. Una casa comn, con untecho de chapa ondulada y, al fondo, los primeros rboles grandes de la selva. En esta nica foto hay algofro, casi austero, que evoca el imperio, mezcla de campo militar, de csped ingls y de potencia natural

    que slo volv a encontrar, mucho tiempo despus, en la zona del Canal de Panam.All, en ese marco, viv los momentos de mi vida salvaje, libre, casi peligrosa. Una libertad de

    movimiento, de pensamiento y emocin que jams volv a conocer. Sin duda esa vida de libertad total laso ms que vivirla. Entre la tristeza del sur de Francia durante la guerra y la tristeza del final de miinfancia en Niza de los aos cincuenta, rechazado por mis compaeros de clase debido a mi extranjera,obsedido por la autoridad excesiva de mi padre, expuesto a la gran vulgaridad de los aos del liceo, de losaos de scoutismo, luego durante la adolescencia a la amenaza de tener que ir a la guerra para mantenerlos privilegios de la ltima sociedad colonial.

    Entonces los das de Ogoja se convirtieron en mi tesoro, el pasado luminoso que no poda perder.Recordaba el estallido de la tierra roja, el sol que agrietaba los caminos, la carrera descalzo por la sabana

    hasta las fortalezas de los termiteros, la subida de la tormenta a la tarde, las noches ruidosas, chillonas,nuestra gata que haca el amor con los tigrillos en el techo de chapa, el torpor que segua a la fiebre, al

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    alba, en el fro que entraba por debajo de la cortina del mosquitero. Todo ese calor, ese ardor, eseestremecimiento.

    Hacia Laakom, pas nkom

    TERMES, HORMIGAS, ETC.Delante de la casa de Ogoja, pasado el lmite del jardn (ms una pared de matorrales que una cerca

    cuidada), empezaba la gran llanura herbosa que se extenda hasta el ro Aiya. La memoria de un nioexagera las distancias y las alturas. Tena la impresin de que esa llanura era tan vasta como el mar.Estuve horas en el borde del zcalo de cemento que serva de vereda a la casa, con la mirada perdida enesa inmensidad, siguiendo las olas del viento en la hierba, detenindome de tarde en tarde en los

    pequeos remolinos de polvo que bailaban por encima de la tierra seca y escrutando las manchas desombra al pie de los irokos. Estaba de verdad en el puente de un barco. El barco era la cabaa, no slo las

    paredes de piedra y el techo de chapa, sino todo lo que tena la huella del imperio britnico, a la maneradel buque George Shotton, del que haba odo hablar, ese vapor acorazado y armado con caonera,cubierto por un techo de hojas, en el que los ingleses haban instalado las oficinas del consulado y queremontaba el Nger y el Benue en la poca de lord Lugard.

    Slo era un nio y el podero del Imperio me era bastante indiferente. Pero mi padre aplicaba su

    regla como si slo ella diera sentido a su vida. Crea en la disciplina, en el gesto de cada da: se levantabatemprano, enseguida se haca la cama, se lavaba con agua fra en una palangana de cinc y haba queguardar esa agua jabonosa para remojar calcetines y calzoncillos. Las lecciones con mi madre cadamaana, ortografa, ingls, aritmtica. El rezo cada tarde, y el toque de queda a las nueve. Nada en comncon la educacin francesa, la carrera de desanudar pauelos y las escondidas, las comidas alegres dondetodo el mundo hablaba a la vez, y para terminar, los dulces romances antiguos que contaba mi abuela, lasensoaciones en su cama mientras se escuchaba chirriar la veleta y en el libroLa alegra de leerseguirlas aventuras de una urraca piadosa que viajaba por la campia normanda. Al irnos a frica habamoscambiado de mundo. Lo que compensaba la disciplina de la maana y de la tarde era la libertad de losdas. La llanura herbosa delante de la cabaa era inmensa, peligrosa y atractiva como el mar. Nunca habaimaginado que gozara de esa independencia. La llanura estaba all, delante de mis ojos, lista pararecibirme.

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    No recuerdo el da en que mi hermano y yo nos aventuramos por primera vez por la sabana. Tal vezinstigados por los chicos de la aldea, esa barra un poco heterclita en la que haba chicos muy pequeos,con grandes barrigas, y casi adolescentes de doce, trece aos, vestidos como nosotros, con short caqui ycamisa y que nos haban enseado a quitarnos los zapatos y los calcetines de lana para correr descalzos

    por la hierba. Son los que veo en algunas fotos de la poca, alrededor de nosotros, muy negros,desgarbados, por cierto burlones y combativos, pero que nos haban aceptado a pesar de nuestrasdiferencias.

    Es probable que estuviera prohibido. Como mi padre estaba todo el da ausente, hasta la noche,debimos comprender que la prohibicin slo poda ser relativa. Mi madre era dulce. Sin duda estabaocupada en otras cosas, en leer o en escribir, dentro de la casa, para escapar al calor de la tarde. A sumanera se haba hecho africana. Pienso que deba creer que, para dos chicos de nuestra edad, no habalugar en el mundo ms seguro.

    De verdad haca calor? No tengo ningn recuerdo. Me acuerdo del fro del invierno, en Niza, o enRoquebillire, siento todava el aire helado que soplaba por las calles, un fro de nieve y de hielo, a pesarde las polainas y los chalecos de piel de cordero. Pero no recuerdo haber tenido calor en Ogoja. Mimadre, cuando nos vea salir, nos obligaba a ponernos los cascos Cawnpore, en realidad sombreros de

    paja que nos haba comprado en Niza, antes de irnos, en una tienda de la ciudad vieja.

    Mi padre, entre otras reglas, haba establecido la de los calcetines de lana y zapatos de cueroencerado. Apenas se iba a su trabajo nos descalzbamos para correr. En los primeros tiempos medespellejaba con el cemento del suelo al correr. No s por qu, siempre me arrancaba la piel del dedogordo del pie derecho. Mi madre me pona una venda y yo la ocultaba en los calcetines. Despus todovolva a empezar.

    Un da corrimos solos por la llanura leonada en direccin al ro. En ese lugar el Aiya no era muyancho pero lo sacuda una corriente violenta que arrancaba de las orillas terrones de barro rojo. Lallanura, a cada lado del ro, pareca no tener lmites. Cada tanto, en medio de la sabana, se alzabangrandes rboles de tronco muy recto que, ms tarde supe, servan para proveer de planchas de caoba a los

    pases industriales. Tambin haba algodoneros y acacias espinosas que daban una sombra ligera.Corramos casi sin detenernos, hasta quedar sin aliento, por las altas hierbas que azotaban nuestros rostrosa la altura de los ojos, guiados por los troncos de los grandes rboles. Todava hoy, cuando veo imgenesde frica, los grandes parques de Serengeti o de Kenia, siento un vuelco en el corazn y me parecereconocer la llanura por la que corramos cada da, en el calor de la tarde, sin objetivo, como animalessalvajes.

    En el medio de la llanura, a una distancia suficiente para que no pudiramos ver nuestra cabaa,haba castillos. En un rea vaca y seca, paredes rojo oscuro, con las cresteras ennegrecidas por elincendio, como las murallas de una antigua ciudadela. Cada tanto, a lo largo de las paredes, se levantabantorres cuyas cimas parecan picoteadas por pjaros, despedazadas, quemadas por el rayo. Estas murallas

    ocupaban una superficie tan vasta como una ciudad. Las paredes y las torres eran ms altas que nosotros.Slo ramos nios, pero en mi recuerdo imagino que esas paredes deban de ser ms altas que un hombreadulto y algunas de las torres deban de superar los dos metros.

    Sabamos que era la ciudad de los termes.

    Cmo lo habamos sabido? Tal vez por mi padre o por alguno de los chicos del pueblo. Pero nadienos acompaaba. Habamos aprendido a demoler esas paredes. Habamos debido empezar por lanzaralgunas piedras, para sondear, para escuchar el ruido cavernoso que hacan al chocar contra lostermiteros. Luego habamos golpeado con palos las paredes, las altas torres, para ver desmoronarse latierra polvorienta, mostrar las galeras y los animales ciegos que vivan en ellas. Al da siguiente, lasobreras haban rellenado las brechas tratando de reconstruir las torres. Volvamos a golpear, hasta que nos

    dolan las manos, como si combatiramos a un enemigo invisible. No hablbamos, golpebamos,lanzbamos gritos de rabia y otra vez pedazos de pared volvan a derrumbarse. Era un juego. Era un

    juego? Nos sentamos llenos de fuerza. En la actualidad me acuerdo no como de una diversin sdica de

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    chico malo, con la crueldad gratuita que a los chicos puede gustarles ejercer contra una forma de vidaindefensa, cortar las patas de los escarabajos, aplastar a los sapos con una puerta, sino como una especiede posesin que nos inspiraba la extensin de la sabana, la proximidad de la selva, el furor del cielo y delas tormentas. Tal vez de esta manera rechazbamos la autoridad excesiva de mi padre devolviendo golpe

    por golpe con nuestros palos.

    Los chicos del pueblo nunca estaban con nosotros cuando bamos a destruir los termiteros. Sinduda, esa rabia por demoler los hubiera asombrado ya que vivan en un mundo donde los termes eran unaevidencia, en el que representaban un papel en las leyendas. El dios Termes haba creado los ros alcomienzo del mundo y era el que guardaba el agua para los habitantes de la tierra. Por qu destruir sucasa? Para ellos no hubiera tenido sentido alguno la gratuidad de esa violencia: fuera de los juegos,moverse significaba ganar dinero, recibir una golosina, cazar algo vendible o comestible. Los mayoresvigilaban a los ms chicos que nunca estaban solos, librados a s mismos. Los juegos, las discusiones ylos trabajos menudos se alternaban sin un empleo preciso del tiempo: mientras paseaban recogan ramas y

    bosta seca para el fuego, iban a buscar agua y charlaban dUrante horas delante de los pozos, jugaban a lapayana en el suelo o se quedaban sentados delante de la cabaa de mi padre, mirando el vaco, esperandopor una tontera. Si hurtaban algo slo podan ser cosas tiles, un trozo de torta, fsforos, un viejo plato

    oxidado. Cada tanto el garden boy se enojaba, y los echaba a pedradas, pero al instante siguiente yahaban vuelto.

    Nosotros ramos salvajes como jvenes colonos, seguros de nuestra libertad, nuestra impunidad, sinresponsabilidades y sin mayores. Escapbamos cuando mi padre estaba ausente, cuando mi madredorma, y la llanura leonada nos atrapaba. Corramos a toda velocidad, descalzos, lejos de la casa, a travsde las altas hierbas que nos cegaban, saltando por encima de las rocas, por la tierra seca y resquebrajada

    por el calor, hasta las ciudades de las termitas. El corazn nos lata, la violencia desbordaba nuestroaliento, agarrbamos piedras, palos y golpebamos, golpebamos, hacamos derrumbar paredes de esascatedrales, por nada, simplemente por la felicidad de ver subir las nubes de polvo, escuchar desmoronarselas torres, para que el palo resonara sobre las paredes endurecidas y quedaran al aire las galeras rojas

    como venas donde hormigueaba una vida plida, color ncar. Pero tal vez al escribirlo hago demasiadoliterario, demasiado simblico el furor que dominaba nuestros brazos cuando golpebamos los termiteros.Slo ramos dos nios que haban atravesado el encierro de cinco aos de guerra, educados en un entornode mujeres, en una mezcla de temor y astucia, donde el nico destello era la voz de mi abuelamaldiciendo a los "boches". Esos das en los que corramos entre las altas hierbas en Ogoja eran nuestra

    primera libertad. La sabana, la tormenta que se formaba cada tarde, la quemadura del sol en la cabeza, yesa expresin demasiado fuerte, casi caricaturesca de la naturaleza animal, era lo que llenaba nuestros

    pequeos pechos y nos lanzaba contra la muralla de los termes, esos negros castillos que se levantabanhacia el cielo. Creo que desde ese entonces no volv a sentir semejante entusiasmo. Semejante necesidadde calcular y de dominar. Era un momento de nuestras vidas, slo un momento, sin ninguna explicacin,sin pesar, sin futuro y casi sin memoria.

    He pensado que habra sucedido de otra manera si nos hubiramos quedado en Ogoja, si noshubiramos vuelto semejantes a los africanos. Habra aprendido a percibir, a sentir. Como los chicos del

    pueblo habra aprendido a hablar con los seres vivos, a ver lo que haba de divino en los termes. Hastacreo que despus de un tiempo los habra olvidado.

    Haba un apuro, una urgencia. Habamos llegado de la otra punta del mundo (porque Niza era laotra punta del mundo). Habamos ido desde un departamento en el sexto piso de un edificio burgus,rodeado por un jardn en el que los chicos no tenan derecho a jugar, a vivir en frica ecuatorial, a orillasde un ro barroso, rodeados por la selva. No sabamos que bamos a volver a irnos. Tal vez habamos

    pensado, como todos los nios, que bamos a morir all. Del otro lado del mar, el mundo se habainmovilizado en el silencio. Una abuela con sus cuentos, un abuelo con el acento cantarino de la isla

    Mauricio, los compaeros de juego, de clase, todo se haba congelado como los juguetes que se guardanen una valija, como los miedos que a veces se dejan en el fondo de los placares. La llanura herbosa habacancelado todo con el aliento caliente de la tarde. La llanura herbosa tena el poder de hacer latir nuestros

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    corazones, de hacer nacer el furor y dejarnos cada crepsculo doloridos, muertos de cansancio en el bordede nuestras hamacas.

    Las hormigas eran la contracara de ese furor. Lo contrario de la llanura herbosa, de la violenciadestructora. Haba hormigas antes de Ogoja? No me acuerdo. O bien esas "hormigas de Argentina", un

    polvo negro que invada cada noche la cocina de mi abuela, y una con caminos minsculos las jardineras

    con rosales en equilibrio sobre la canaleta y el montn de basura que quemaba en la caldera.En Ogoja, las hormigas eran insectos monstruosos de la variedad exsectoide, que cavaban sus nidos

    a diez metros de profundidad debajo del csped del jardn, donde deban de vivir cientos de miles deindividuos. De manera contraria a los termes, suaves e indefensos, incapaces en su ceguera de causar elmenor mal, salvo roer la madera agusanada de las casas y los troncos de los rboles cados, las hormigaseran rojas, feroces, tenan ojos y mandbulas y eran capaces de segregar veneno y atacar a quien seencontrara en su camino. Ellas eran las verdaderas dueas de Ogoja.

    Conservo el recuerdo agudo de mi primer encuentro con las hormigas, en los das siguientes a millegada. Estaba en el jardn, no lejos de la casa. No haba notado el crter que sealaba la entrada delhormiguero. De pronto, sin que me hubiera dado cuenta, estaba rodeado por miles de insectos. De dnde

    venan? Deb haber entrado en la zona vaca que rodeaba el orificio de sus galeras. Me acuerdo ms delmiedo que sent que de las hormigas. Me qued inmvil, incapaz de huir, incapaz de pensar, en el suelo,que de pronto era movedizo y formaba una alfombra de caparazones, patas y antenas que giraba alrededorde m y me cea con su torbellino; vi a las hormigas que empezaban a subir por mis zapatos y se hundanen el tejido de esos famosos calcetines de lana impuestos por mi padre. En el mismo momento sent elardor de las primeras picaduras, en los tobillos y en las piernas. Una espantosa impresin, la obsesin deser comido vivo. Dur unos segundos, unos minutos, un tiempo tan largo como una pesadilla. No lorecuerdo, pero deb gritar, tal vez aullar, porque, un instante despus, me socorri mi madre que me lleven brazos y, alrededor de m, frente a la terraza de la casa, estaban mi hermano y los chicos del puebloque me miraban en silencio o se rean? Dijeron: Small boy him cry! Mi madre me quit los calcetinesdndolos vuelta con delicadeza, como quien quita una piel muerta; como si hubiera sido azotado por

    ramas espinosas vi mis piernas cubiertas de puntos oscuros en los que brillaba una gota de sangre: eranlas cabezas de las hormigas pegadas a la piel, porque sus cuerpos haban sido arrancados en el momentoen que mi madre me quitaba los calcetines. Sus mandbulas estaban hundidas profundamente y hubo quesacarlas con una aguja mojada en alcohol.

    Una ancdota, una simple ancdota. Por qu conservo esa marca, como si todava sintiera laspicaduras de las hormigas guerreras, como si todo hubiera sucedido ayer? Sin duda, est mezclado conleyenda y ensoacin. Mi madre cuenta que, antes de mi nacimiento, viajaba a caballo por el oeste deCamern, donde mi padre era mdico itinerante. De noche acampaban en "cabaas de paso", simpleschozas de ramas y palmeras al borde del camino, donde colgaban sus hamacas. Una noche, los portadoresfueron a despertarlos. Tenan antorchas encendidas, hablaban en voz baja y les dijeron a mi padre y a mi

    madre que se levantaran pronto. Cuando mi madre lo contaba, deca que lo primero que la haba alarmadofue el silencio, por todas partes, alrededor, en la selva, y los cuchicheos de los portadores. Cuando estuvode pie vio, a la luz de las antorchas, una colonia de hormigas (esas mismas hormigas rojas escoltadas porguerreros) que haba salido de la selva y que empezaba a atravesar la choza. Una columna, ms bien unro denso, que avanzaba lentamente, sin detenerse, sin preocuparse por los obstculos, hacia adelante,cada hormiga pegada a la otra, devorando y quebrando todo a su paso. Mi padre y mi madre tuvieron eltiempo justo para reunir sus cosas, la ropa, las bolsas de comida y de medicamentos. Un momentodespus, el ro tenebroso se desliz a travs de la choza.

    Cuntas veces escuch a mi madre contar esta historia? Hasta el punto de creer que me habasucedido, de mezclar el ro devorador con el torbellino de hormigas que me haba asaltado. Elmovimiento giratorio de los insectos alrededor de m no me abandon y qued fijado en un sueo,escuchaba el silencio, un silencio agudo, estridente, ms espantoso que ningn otro ruido en el mundo. Elsilencio de las hormigas.

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    En Ogoja, los insectos estaban por todas partes. Insectos de da, insectos de noche. Los querepugnan a los adultos no tienen el mismo efecto sobre los nios. No necesito hacer grandes esfuerzos deimaginacin para ver surgir otra vez, cada noche, los ejrcitos de cucarachas, las curianas como lasllamaba mi abuelo, protagonistas de una adivinanza: kankarla, nabit napas kilot, "tiene traje pero no llevacalzn". Salan de las grietas del suelo, de las planchas de madera del techo, corran al lado de la cocina.Mi padre las detestaba. Todas las noches recorra la casa con la linterna elctrica en una mano y lasandalia en la otra para una caza vana e interminable. Estaba persuadido de que las cucarachas eran elorigen de muchas enfermedades, incluido el cncer. Me acuerdo de escucharlo decir: "Cepllense bien lasuas de los pies, si no las curianas las roern durante la noche!".

    Para nosotros, los chicos, eran insectos como los otros. Las cazbamos y las capturbamos, sin dudapara soltarlas al lado de la habitacin de los padres. Eran gordas, de un marrn rojizo y muy brillantes.Volaban pesadamente.

    Habamos descubierto otros compaeros de juego: los escorpiones.

    Eran menos numerosos que las cucarachas pero tenamos nuestra reserva. Mi padre, que temanuestra agitacin, haba instalado al pie de la veranda, en el lado ms alejado de su habitacin, dos

    trapecios hechos con cabos de soga y viejos mangos de herramientas. Utilizbamos los trapecios para unejercicio especial: colgados de las piernas con la cabeza hacia abajo, levantbamos con delicadeza la capade paja que mi padre haba puesto para amortiguar una eventual cada, y mirbamos a los escorpionesinmviles, en una postura defensiva, con las pinzas levantadas y la cola apuntando su dardo. Losescorpiones que vivan debajo de la alfombra por lo general eran pequeos, negros y probablementeinofensivos. Pero cada tanto, a la maana, haban sido reemplazados por un ejemplar ms grande, decolor blanco tirando a amarillo, y por instinto sabamos que esa variedad poda ser venenosa. El juegoconsista en molestar a esos animales, desde lo alto del trapecio, con una brizna de hierba o una ramita ymirarlos dar vuelta como imantados, alrededor de la mano que los agreda. Nunca pinchaban elinstrumento. Sus ojos endurecidos saban diferenciar entre el objeto y la mano que lo sostena. Para darleemocin al asunto, cada tanto, haba que dejar la ramita y adelantar la mano, para retirarla con prontitud

    en el momento en que la cola del escorpin azotaba.Hoy me es difcil acordarme de los sentimientos que nos animaban. Me parece que en ese ritual del

    trapecio y del escorpin haba algo respetuoso, un respeto, evidentemente, inspirado por el temor. Aligual que las hormigas, los escorpiones eran los verdaderos habitantes del lugar, nosotros slo podamosser locatarios indeseables e inevitables, destinados a irnos. En una palabra, colonos.

    Banso

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    Un da, los escorpiones protagonizaron una escena dramtica, cuyo recuerdo aun hoy hace palpitarmi corazn. Mi padre (deba de ser un domingo a la maana, porque estaba en casa) haba descubierto unescorpin de la variedad blanca en un placard. En realidad, una hembra escorpin, que transportaba sucra en el lomo. Mi padre hubiera podido aplastarla con un golpe de su famosa sandalia. No lo hizo. Fue a

    buscar a su farmacia un frasco de alcohol de 90 con el que roci al escorpin y encendi un fsforo. Poruna razn que ignoro, el fuego primero prendi alrededor del animal, formando un crculo de llamasazules, y la hembra escorpin se detuvo en una postura trgica, con las pinzas alzadas hacia el cielo, elcuerpo tirante, y alz por encima de sus hijos su aguijn de veneno en la punta de la glndula

    perfectamente visible. Un segundo chorro de alcohol la abras de golpe. Todo esto no pudo durar ms deunos segundos, y, sin embargo, tengo la impresin de haber estado mucho tiempo mirando su muerte. Lahembra escorpin gir varias veces sobre s misma con la cola agitada por un espasmo. Sus cras yaestaban muertas y caan de su cuerpo encogidas. Despus se inmoviliz con las pinzas dobladas sobre el

    pecho en un gesto de resignacin, y las altas llamas se apagaron.

    Todas las noches, en una especie de revancha del mundo animal, miradas de insectos voladoresinvadan la cabaa. Algunas tardes, antes de la lluvia, eran un ejrcito. Mi padre cerraba las puertas y los

    postigos (en las pocas ventanas no haba vidrios) y desplegaba los mosquiteros por encima de las camas y

    de las hamacas. Era una guerra perdida por adelantado. En el comedor, nos apurbamos a tomar la sopade man para alcanzar el refugio de los mosquiteros. Los insectos llegaban por oleadas, se los escuchabaestrellarse contra los postigos, atrados por la luz de la lmpara de petrleo. Pasaban por los intersticios delos postigos y por debajo de las puertas. Daban vueltas enloquecidamente por la sala, alrededor de lalmpara, y se quemaban contra el vidrio. En las paredes, donde se reflejaba la luz, los lagartos lanzabansus gritos cada vez que tragaban una presa. No s por qu, me parece que en ningn otro lugar sent esaimpresin de familia, de formar parte de una clula. Despus de las jornadas ardientes, de correr por lasabana, despus de la tormenta y los relmpagos, esta sala sofocante se volva semejante al camarote deun barco cerrado contra la noche, mientras afuera se desencadenaba el mundo de los insectos. Ah estabaverdaderamente protegido, como en el interior de una gruta. El olor de la sopa de man, de la de yucafermentada, del pan de mandioca, la voz de mi padre con su acento cantarino, mientras contaba las

    ancdotas de su jornada en el hospital, y el sentimiento del peligro afuera, el ejrcito de mariposasnocturnas que golpeaban los postigos, los lagartos excitados, la noche caliente, tensa, no una noche dereposo y abandono como en otra poca, sino una noche febril y agobiante. Y el gusto de la quinina en la

    boca, esa pldora extraordinariamente pequea y amarga que haba que tragar con un vaso de agua tibiafiltrada antes de acostarse, para prevenir la malaria. S, creo que nunca haba conocido tales momentos deintimidad, tal mezcla de lo ritual y lo familiar. Tan lejos del comedor de mi abuela, del lujo tranquilizadorde los viejos sillones de cuero, de las conversaciones adormecedoras y de la sopera humeante, decoradacon una guirnalda de acebo, en la noche calma y lejana de la ciudad.

    ELAFRICANOMi padre haba llegado a frica en 1928, despus de pasar dos aos en la Guyana inglesa como

    mdico itinerante por los ros. Se fue a comienzos de la dcada de 1950, cuando el ejrcito consider quehaba superado la edad de la jubilacin y que ya no poda trabajar. Ms de veinte aos durante los cualesvivi en la naturaleza (una palabra que se deca entonces y que hoy ya no se usa), nico mdico enterritorios grandes como pases enteros, donde tena a su cargo la salud de miles de personas.

    El hombre con el que me encontr en 1948, cuando yo tena ocho aos, estaba desgastado,envejecido prematuramente por el clima ecuatorial, se haba vuelto irritable debido a la teofilina quetomaba para luchar contra sus crisis de asma, y la soledad lo haba amargado por haber vivido todos los

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    aos de la guerra apartado del mundo, sin noticias de su familia, imposibilitado de abandonar su puestopara ir a socorrer a su mujer y a sus hijos y hasta de enviarles dinero.

    La mayor prueba de amor que les dio a los suyos fue cuando, en plena guerra, cruz el desiertohasta Argelia para intentar reunirse con su mujer y sus hijos y ponerlos a salvo en frica. Fue detenidoantes de llegar a Argel y debi volver a Nigeria. Slo al final de la guerra pudo ver de nuevo a su mujer y

    conocer a sus hijos en una breve visita de la que no conservo ningn recuerdo. Largos aos dealejamiento y de silencio, durante los cuales sigui ejerciendo su oficio de mdico en urgencias, sinmedicamentos, sin material, mientras en todo el mundo la gente se mataba entre s. Deba ser ms quedifcil, deba ser insostenible, desesperante. Nunca habl de eso. Nunca dio a entender que hubiera habidoen su experiencia algo excepcional. Todo lo que pude saber de ese perodo es lo que me cont mi madre,o que a veces dijo en un suspiro: "Esos aos de la guerra, lejos uno del otro, fue duro...". Aun as nohablaba de s misma. Quera expresar la angustia de una mujer sola, atrapada en la guerra, sin recursos ycon dos chicos pequeos. Imagino que para muchas mujeres en Francia debi ser difcil, con un marido

    prisionero en Alemania, o desaparecido sin dejar huellas. Por eso, sin duda, esa poca terrible me haparecido normal. Los hombres no estaban all; a mi alrededor, slo haba mujeres y gente muy mayor.Slo mucho tiempo despus, cuando el egosmo natural de los chicos se haba borrado, comprend: mi

    madre, al vivir lejos de mi padre debido a la guerra, haba ejercido un herosmo sin nfasis, no porinconciencia o resignacin (aunque la fe religiosa pudo haberle sido de gran ayuda), sino por la fuerzaque esa inhumanidad haca nacer en ella.

    Era la guerra, ese interminable silencio, lo que haba hecho de mi padre un hombre pesimista ysombro, autoritario, que habamos aprendido a temer ms que a amar? Era frica? Y de ser as, qufrica? No por cierto la que se percibe en la actualidad, en la literatura o en el cine, ruidosa, desordenada,

    juvenil, familiar, con sus aldeas donde reinan las matronas, los contadores de cuentos, donde a cadainstante se expresa la voluntad admirable de sobrevivir en condiciones que pareceran insuperables paralos habitantes de las regiones ms favorecidas. Esa frica, sin ninguna duda, ya exista antes de la guerra.Me imagino Douala, Port Harcourt, con las calles colmadas de vehculos, los mercados por donde corren

    los nios brillantes de sudor, los grupos de mujeres que hablan a la sombra de los rboles. Las grandesciudades, Onitsha y su mercado con narraciones populares, el ruido de los barcos que empujan sustroncos por el gran ro. Lagos, Ibadan, Cotonou, la mezcla de costumbres, de pueblos, de lenguas, el ladodivertido, caricaturesco de la sociedad colonial, los hombres de negocio con trajes y sombreros, paraguasnegros impecablemente plegados, los salones recalentados donde se abanicaban las inglesas con trajesescotados, las terrazas de los clubes en las que los agentes de la Lloyd's, de la Glynn Mills, de la Barclays,fumaban sus cigarros intercambiando palabras sobre el tiempo que haca oldchap, this is a toughcountryy los criados con uniformes y guantes blancos que circulaban en silencio llevando ccteles en

    bandejas de plata.

    Un da mi padre me cont cmo haba decidido irse al fin del mundo al terminar sus estudios demedicina en el hospital Saint Joseph en el barrio Elephant & Castle, en Londres. Al ser becario delgobierno tena que hacer un trabajo para la comunidad. Lo destinaron, entonces, al departamento deenfermedades tropicales del hospital de Southampton. Tom el tren, baj en Southampton y se instal enuna pensin. Como su servicio slo empezaba tres das ms tarde, pase por la ciudad y fue a ver los

    barcos que partan. Al volver a la pensin lo esperaba una carta, unas palabras muy secas del jefe delhospital que decan: "Seor, todava no he recibido su tarjeta". Mi padre hizo imprimir las famosastarjetas (todava tengo una), slo su nombre, sin direccin ni ttulo, y pidi un destino al Ministerio de lascolonias. Unos das ms tarde se embarc con destino a Georgetown, en Guyana. Salvo en dos breveslicencias, para su casamiento y luego para el nacimiento de sus hijos, no volvera a Europa hasta el finalde su vida activa.

    He tratado de imaginar lo que habra podido ser su vida (y por lo tanto la ma) si, en lugar de huir,

    hubiera aceptado la autoridad del jefe de clnica de Southampton; se habra instalado como mdico decampo en el suburbio londinense (como mi abuelo lo haba hecho en el suburbio parisiense), enRichmond, por ejemplo, o aun en Escocia (un pas que siempre le gust). No voy a hablar de los cambios

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    que esto habra provocado en sus hijos (porque nacer aqu o all en el fondo no tiene una importanciaconsiderable). S de lo que habra cambiado en el hombre que era, que hubiera llevado una vida msformal, menos solitaria. Si hubiera curado resfros y gripes en lugar de leprosos, paldicos o vctimas deencefalitis letrgica. Si hubiera aprendido a tener intercambios no de manera excepcional, por medio degestos, intrpretes, o de esa lengua elemental que era el pidgin english (nada que ver con el refinado yespiritual crele de Mauricio), sino en la vida de todos los das, con gente llena de una trivialidad que auno lo hace sentirse cercano, lo integra en una ciudad, en un barrio y en una comunidad.

    Haba elegido otra cosa. Por orgullo, sin duda, para huir de la mediocridad de la sociedad inglesa,tambin por gusto de la aventura. Y esta otra cosa no era gratuita. Lo hunda en otro mundo, lo llevabahacia otra vida, lo exiliaba en el momento de la guerra, le haca perder mujer e hijos, lo volva, de ciertamanera, ineluctablemente extranjero.

    La primera vez que vi a mi padre, en Ogoja, me pareci que tena quevedos. De dnde me vino esaidea?

    En esa poca, los quevedos ya no eran muy comunes. Tal vez, en Niza, algunos veteranos habanconservado ese accesorio que yo imagino que sentaba perfectamente a ex oficiales rusos del ejrcito

    imperial, con bigotes y patillas, o bien a inventores arruinados que frecuentaban los bancos de empeo.Por qu l? En realidad, mi padre deba llevar anteojos a la moda de los aos treinta, fina montura deacero y vidrios redondos que reflejaban la luz. Los mismos que veo en los retratos de los hombres de sugeneracin, Louis Jouvet o James Joyce (con el que, adems, tena cierto parecido). Pero un simple par deanteojos no bastaba para la imagen que conserv de ese primer encuentro, la extraeza, la dureza de sumirada, acentuada por las dos arrugas verticales entre las cejas. Su lado ingls, mejor dicho britnico, laseveridad de su aspecto, la especie de armadura rgida que se haba endosado de una vez para siempre.

    Creo que en las primeras horas que siguieron a mi llegada a Nigeria, la larga carretera de PortHarcourt a Ogoja, bajo un aguacero, en el Ford V8 gigantesco y futurista, que no se pareca a ningnvehculo conocido, lo que me caus un shock no fue frica, sino el descubrimiento de ese padredesconocido, ajeno, posiblemente peligroso. Al ridiculizarlo con los quevedos justificaba mi sentimiento.Mi padre, mi verdaderopadre poda llevar quevedos?

    De inmediato su autoridad plante un problema.

    Desembarco en Accra (Ghana)

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    Mi hermano y yo habamos vivido en una especie de paraso anrquico casi desprovisto de disciplina. Lapoca autoridad con la que nos enfrentbamos provena de mi abuela, una anciana seora generosa yrefinada, que estaba fundamentalmente en contra de cualquier castigo corporal a los nios ya que preferala razn y la dulzura. Mi abuelo materno, en su juventud, en Mauricio, haba recibido principios msestrictos, pero sus muchos aos, el amor que le tena a mi abuela y esa distancia ensimismada propia delos grandes fumadores, lo aislaban en un reducto donde se encerraba con llave, justamente, para fumar en

    paz su tabaco en hebras.En cuanto a mi madre, ella era la fantasa y el encanto. La queramos y pienso que nuestras tonteras

    la hacan rer. No recuerdo haberla escuchado levantar la voz. Entonces tenamos carta blanca para hacerreinar en el pequeo departamento un terror infantil. En los aos que precedieron a nuestra partida africa hicimos cosas que, con la distancia de la edad, me resultan, en efecto, bastante terribles: un da,instigado por mi hermano, trep con l por la baranda del balcn (todava la veo, ntidamente ms alta queyo) para llegar a la canaleta que dominaba todo el barrio desde lo alto de los seis pisos. Pienso que misabuelos y mi madre estaban tan espantados que, cuando aceptamos volver, se olvidaron de castigarnos.

    Me acuerdo haber tenido crisis de rabia porque me negaban algo, un bombn, un juguete, o sea poruna razn tan insignificante que no me marc, tal rabia que tiraba por la ventana todo lo que caa en mismanos, hasta muebles. En esos momentos, nada ni nadie poda calmarme. A veces vuelvo a sentir lasensacin de esas bocanadas de clera, algo que slo puedo comparar con la borrachera del etermano (elter que se haca respirar a los chicos para sacarles las amgdalas). La prdida de control, la impresin deflotar, y al mismo tiempo, una lucidez extrema. Fue la poca en que tambin era presa de violentosdolores de cabeza, por momentos tan insoportables que deba ocultarme debajo de los muebles para nover la luz. De dnde venan esas crisis? Hoy me parece que la nica explicacin sera la angustia de losaos de guerra. Un mundo cerrado, sombro, sin esperanza. La comida desastrosa, ese pan negro del quese deca estaba mezclado con aserrn y que haba estado a punto de causar mi muerte a la edad de tresaos. El bombardeo del puerto de Niza que me haba tirado al piso en el bao de mi abuela, esasensacin, que no puedo olvidar, de que me faltaba el suelo bajo los pies. O tambin la imagen de la

    lcera en la pierna de mi abuela, agravada por las penurias y la falta de medicamentos. Estaba en elpueblo de montaa donde mi madre se fue a ocultar, debido a la posicin de mi padre en el ejrcitobritnico y al riesgo de deportacin. Hacamos cola delante de un negocio y yo miraba las moscas que seposaban en la llaga abierta de la pierna de mi abuela.

    Hoggar (Argelia)

    El viaje a frica puso fin a todo eso. Un cambio radical: segn las instrucciones de mi padre, antes deirnos, deb cortarme el pelo que tena largo como los de un chico bretn, lo que tuvo el resultado deinfligirme una quemadura en las orejas y de hacerme entrar en las filas de la normalidad masculina.

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    Nunca ms sufrira esas espantosas migraas, nunca ms podra dar libre curso a las crisis de clera de miprimera infancia. La llegada a frica fue para m la entrada en la antecmara del mundo adulto.

    DE GEORGETOWNA VICTORIAA la edad de treinta aos mi padre dej Southampton a bordo de un carguero mixto con destino a

    Georgetown, en la Guyana britnica. Las pocas fotos de l en esa poca muestran a un hombre robusto,de aspecto deportivo, vestido de manera elegante, traje, camisa de cuello duro, corbata, chaleco, zapatosde cuero negro. Haca ocho aos que se haba ido de Mauricio, despus de la expulsin de su familia de lacasa natal, un fatal da de 1919. En la pequea libreta donde consign los acontecimientos importantes delos ltimos das pasados en Moka, escribi: "En la actualidad, slo tengo un deseo, irme lejos de aqu yno volver nunca". La Guyana, efectivamente, era la otra punta del mundo, las antpodas de Mauricio.

    Fue el drama de Moka el que justific ese alejamiento? Sin duda, en el momento de su partidatena una determinacin que nunca lo abandon. No poda ser como los otros. No poda olvidar. Nuncahablaba del acontecimiento que haba sido el origen de la dispersin de todos los miembros de su familia.Salvo, cada tanto, para dejar escapar un relmpago de clera.

    Durante siete aos estudi en Londres, primero en una escuela de ingenieros, luego en la facultadde medicina. Su familia estaba arruinada y slo contaba con la beca del gobierno. No poda permitirsefracasar. Se especializ en medicina tropical. Ya saba que no tendra los medios para instalarse comomdico particular. El episodio de la tarjeta exigida por el mdico jefe del hospital de Southampton sloser el pretexto para romper con la sociedad europea.

    La nica parte amable de su vida, en ese momento, era el trato con su to en Pars y la pasin quesinti por su prima hermana, mi madre. Las vacaciones que pasaba en Francia con ellos eran el regresoimaginario a un pasado que ya no exista. Mi padre naci en la misma casa que su to, y uno tras otrocrecieron all, conocieron los mismos lugares, los mismos secretos, los mismos escondrijos y se baaronen el mismo arroyo. Mi madre no vivi all (naci en Milly), pero siempre oy hablar de esto a su padre,form parte de su pasado, por eso tena el gusto de un sueo inaccesible y familiar (porque, en esa poca,Mauricio estaba tan lejos que slo poda soar con ella). Mi padre y mi madre estaban unidos por esesueo, eran los dos como los exiliados de un pas inaccesible.

    No importaba. Mi padre estaba decidido a irse y se ira. El Colonial Office acababa de darle unpuesto de mdico en los ros de Guyana. Apenas lleg flet una piragua provista de un techo de palmeras

    y con la propulsin de un motor Ford de eje largo. A bordo de su piragua, acompaado por el equipo,enfermeros, piloto, gua e intrprete, remontaba los ros: el Mazaruni, el Esequibo, el Kupurung y elDemerara.

    Tomaba fotos. Con su Leica con fuelle coleccionaba clichs en blanco y negro que representabanmejor que las palabras su alejamiento y su entusiasmo ante la belleza de ese nuevo mundo. Para l, lanaturaleza tropical no era un descubrimiento. En Mauricio, en los barrancos, debajo del puente de Moka,el ro Terre Rouge no era diferente de lo que encontraba ro arriba. Pero ese pas era inmenso y todava no

    perteneca totalmente a los hombres. En sus fotos aparecan la soledad, el abandono, la impresin dehaber llegado a la orilla ms lejana del mundo. Desde el desembarcadero de Berbice, fotografi laextensin color humo por la que se deslizaba una piragua, contra un pueblo de palastro cubierto derboles enclenques. Su casa, una especie de chalet de tablas sobre pilotes, al borde una ruta vaca,

    flanqueada por una nica palmera absurda. O tambin la ciudad de Georgetown, silenciosa y dormida enel calor, las casas blancas con los postigos cerrados al sol, rodeadas de las mismas palmeras, emblemasobsesivos de los trpicos.

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    Las fotos que le gustaba sacar a mi padre son las que muestran el interior del continente, la fuerzainaudita de los rpidos que su piragua deba remontar, impulsada por rollizos, al lado de escalones de

    piedra o agua en cascada, con las paredes sombras de la selva en cada orilla. Las cadas de Kaburi, en elMazaruni, el hospital de Kamakusa, las casas de madera a lo largo del ro y los negocios de los

    buscadores de diamantes. Y, de pronto, una bonanza en un brazo del Mazaruni, un espejo de agua quecentellaba y arrastraba a la ensoacin. En la foto apareca la roda de la piragua que bajaba por el ro, yola miraba y senta el viento, el olor del agua; a pesar del fragor del motor escuchaba el rechinar incesantede los insectos en la selva, perciba la inquietud que naca al acercarse la noche. En la desembocadura delro Demerara, un sistema de poleas cargaba el azcar demerara a bordo de cargueros oxidados. Y en una

    playa, donde van a morir las olas de la estela, dos nios indios me miraban, uno de unos seis aos y suhermana apenas un poco mayor, los dos con el vientre distendido por la parasitosis, los cabellos muynegros cortados a la taza, al ras de las cejas, como yo a su edad. De su estada en Guyana mi padre slotraer el recuerdo de esos dos nios indios, de pie al borde del ro, que lo observaban haciendo algunamueca a causa del sol. Y esas imgenes de un mundo todava salvaje entrevisto a lo largo de los ros. Unmundo misterioso y frgil donde reinaban las enfermedades, el miedo, la violencia de los buscadores deoro y de tesoros, donde se escuchaba el canto de la desesperanza del mundo amerindio que estaba pordesaparecer. Si todava viven en qu se habrn convertido ese chico y esa chica? Deben ser viejos,cercanos al trmino de la existencia.

    Ms tarde, mucho tiempo despus, fui a mi vez al pas de los indios, a los ros. Conoc niossemejantes. Sin duda, el mundo haba cambiado mucho, los ros y las selvas eran menos puras que en lapoca de la juventud de mi padre. Sin embargo, me pareci comprender el sentimiento de aventura queexperiment al desembarcar en el puerto de Georgetown. Yo tambin compr una piragua, viaj de pie enla proa, con los dedos de los pies separados para agarrarme mejor al borde, balanceando la larga perchaen mis manos, mirando los cormoranes que volaban delante de m, escuchando el viento que soplaba enmis orejas y los ecos del motor fuera de borda que se hundan detrs de m en el espesor de la selva. Alobservar la foto que haba tomado mi padre delante de la piragua, reconoca la proa con la punta un pococuadrada, la cuerda de amarre enroscada y, colocada a travs en el casco, para servir ocasionalmente de

    banqueta, el canalete, el remo indio de pala triangular. Y delante de m, en la punta de la larga "calle" delro, se cerraban las dos murallas negras de la selva.

    Cuando volv de las tierras indias, mi padre ya estaba enfermo, encerrado en su silencio obstinado.Recuerdo el brillo de sus ojos cuando le cont que haba hablado de l con los indios, y que lo invitaban avolver a los ros, que a cambio de su saber y de sus medicamentos le ofrecan casa y comida durante todoel tiempo que quisiera. Sonri apenas y creo que dijo: "Hace diez aos hubiera ido". Era demasiado tarde,el tiempo no se remonta ni aun en los sueos.

    Guyana prepar a mi padre para frica. Despus de todo el tiempo que pas en los ros, no podavolver a Europa, menos an a la isla Mauricio, ese pequeo pas donde se senta limitado entre genteegosta y vanidosa. Se acababa de crear un puesto en frica occidental, bajo mandato britnico, en lafranja de tierra quitada a Alemania al final de la Primera Guerra Mundial que comprenda el este de

    Nigeria y el oeste de Camern. Mi padre se present como voluntario. A comienzos de 1928, estaba en unbarco que recorra la costa de frica con destino a Victoria, en la baha de Biafra.

    El mismo viaje que hice, veinte aos ms tarde, con mi madre y mi hermano para reunimos con mipadre en Nigeria despus de la guerra. Pero l no era un nio que se dejaba llevar por la corriente de losacontecimientos. Tena entonces treinta y dos aos, era un hombre endurecido por dos aos deexperiencia mdica en Amrica tropical, conoca la enfermedad y la muerte y se codeaba con ellas, cadada, con urgencia y sin proteccin. Su hermano Eugne, que haba sido mdico en frica antes que l, ledijo por cierto: no es un pas fcil. Sin duda, Nigeria, ocupada por el ejrcito britnico, estaba"pacificada". Pero era una regin donde la guerra era permanente, guerra de los hombres entre s, guerra

    de la pobreza, guerra de los malos sueldos y de la corrupcin heredados de la colonizacin, y, sobre todo,guerra microbiana. En Calabar, en Camern, el enemigo ya no era el Aro Chuku y su orculo, ni losejrcitos de los fulanis y sus largas carabinas llegadas de Arabia. Los enemigos se llamaban kwashiorkor,

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    bacilo vrgula, tenia, bilharzia, viruela, disentera amebiana. Frente a estos enemigos, su equipo mdicodebi parecerle muy pobre a mi padre. Escalpelo, pinzas Clamp, trepanador, estetoscopio, torniquetes yalgunos instrumentos bsicos, como la jeringa de latn con la que ms tarde me puso las vacunas. Noexistan los antibiticos ni la cortisona. Las sulfamidas eran raras y los polvos y ungentos se parecan a

    pociones de brujo. La cantidad de vacunas, para combatir las epidemias, era muy limitada, y el territorioque deba recorrer para librar esta batalla contra las enfermedades, inmenso. Al lado de lo que le esperabaa mi padre en frica, las expediciones para remontar los ros de Guyana debieron de parecerle paseos. Sequedar en frica occidental veintids aos, hasta el lmite de sus fuerzas. All conocer todo, desde elentusiasmo del comienzo, el descubrimiento de los grandes ros, el Nger, el Benue, hasta las tierras altasde Camern. Compartir el amor y la aventura con su mujer, a caballo por los senderos de montaa.Despus la soledad y la angustia de la guerra, hasta el desgaste, hasta la amargura de los ltimosmomentos, ese sentimiento de haber superado la medida de una vida.

    Todo esto lo comprend slo mucho ms tarde cuando part, como l, para viajar por otro mundo.No lo le en los pocos objetos, mscaras, estatuitas y algunos muebles que trajo del pas ibo y de lasllanuras herbosas de Camern. Tampoco mirando las fotos que tom durante los primeros aos, cuandolleg a frica. Lo supe al redescubrir, al aprender a leer mejor los objetos de la vida cotidiana que nunca

    lo haban abandonado ni aun en su jubilacin en Francia: esas tazas, esos platos de metal esmaltado deazul y blanco hechos en Suecia, los cubiertos de aluminio con los que haba comido durante todos esosaos, esos bols encastrados que usaba en el campo y en las cabaas de paso. Y todos los otros objetos,marcados, abollados por el traqueteo, que conservaban las huellas de las lluvias diluvianas y ladecoloracin especial del sol en el ecuador, objetos de los que se haba negado a desprenderse y que, asus ojos, valan ms que cualquier chuchera o recuerdo folclrico. Sus valijas de madera con precintos dehierro cuyos goznes y cerraduras haba pintado varias veces y sobre las que todava se lea la direccindel puerto de destino final: General Hospital, Victoria, Cameroons. Adems de esos bultos dignos de unviajero de la poca de Kipling o de Julio Verne, tena toda una serie de cajones de lustrabotas y panes de

    jabn negro, lmparas de petrleo, quemadores de alcohol, y las grandes cajas de galletitas "Marie" dehierro en las que guard, hasta el final de su vida, el t y el azcar en polvo. Tambin su instrumental de

    cirujano que utilizaba en Francia para cocinar: cortaba el pollo con el escalpelo y serva con una pinzaClamp. Y por fin, los muebles, no esos famosos taburetes y los tronos monxilos del arte negro. Preferasu viejo silln plegadizo de tela y bamb que haba transportado de una cabaa de paso a otra por todoslos caminos de montaa, y la pequea mesa con tabla de rollizo que serva de soporte para su radio, con lacual, al final de su vida, escuchaba cada tarde a las siete las informaciones de la BBC: Pom pom pom

    pom! British Broadcasting Corporation, here is the news!

    Era como si nunca hubiera dejado frica. A su regreso a Francia haba conservado las costumbresde su oficio, levantarse a las seis, vestirse (siempre con su pantaln de tela caqui), zapatos lustrados,sombrero en la cabeza, para ir a hacer las compras al mercado como antes haca la visita a las camas delhospital y regreso a su casa a las ocho para preparar la comida con la minucia de una intervencin

    quirrgica. Haba conservado todas las manas de los ex militares. El hombre que haba recibido elentrenamiento de mdico para pases lejanos: ser ambidestro, capaz de operarse a s mismo utilizando unespejo o de reducir su hernia. El hombre con las manos callosas de los cirujanos, que poda serruchar unhueso o entablillar, que saba hacer nudos y empalmes, ese hombre que slo utilizaba su energa y susaber en tareas minsculas e ingratas que se negaban a hacer la mayora de los jubilados; con el mismocuidado, lavaba los platos, reparaba las baldosas rotas de su departamento, lavaba su ropa, zurca suscalcetines, construa bancos y estantes con la madera de los cajones. frica le haba impreso una marcaque se confunda con las huellas dejadas por la educacin espartana de su familia en Mauricio. El trajeoccidental que usaba cada maana para ir al mercado deba pesarle. Apenas volva a su casa, se pona unaancha camisa azul a la manera de las tnicas de los hausas del Camern que llevaba hasta la hora deacostarse. As lo vi al final de su vida. Ya no el aventurero ni el militar inflexible, sino un hombre viejo

    desterrado, exiliado de su vida y de su pasin, un superviviente.

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    Para mi padre, frica empez cuando lleg a la Costa de Oro, a Accra. Imagen caracterstica de laColonia: desembarcaban a los viajeros europeos vestidos de blanco con casco Cawnpore en un barquito ylos transportaban a tierra a bordo de una piragua guiada por negros. Esta frica no era muy extica: eraslo la estrecha franja que sigue el contorno de la costa, desde la punta de Senegal hasta el golfo deGuinea, y que conocan todos los que llegaban de las metrpolis para hacer negocios y enriquecerse

    prontamente. Una sociedad que, en menos de medio siglo, se arquitectur en castas, lugares reservados,prohibidos, privilegios, abusos y beneficios. Banqueros, agentes comerciales, administradores civiles omilitares, jueces, policas y gendarmes. Alrededor de ellos, en las grandes ciudades portuarias, Lom,Cotonou, Lagos, como en Georgetown en Guyana, se cre una zona limpia, lujosa, con cspedesimpecables, canchas de golf y palacios de estuco o de maderas preciosas en vastos palmerales, al borde deun lago artificial, como la casa del director del servicio mdico en Lagos. Un poco ms lejos, el crculo delos colonizados, con el andamiaje complejo que han descrito Rudyard Kipling para la India y RiderHaggard para el frica oriental. Es la franja domstica, el elstico colchn de intermediarios, escribanos,mensajeros, ujieres, servidores (las palabras no faltan!), vestidos a medias a la europea, con zapatos y

    paraguas negros. Y finalmente, el exterior es el ocano inmenso de los africanos, que slo conocen de losoccidentales sus rdenes y la imagen casi irreal de un auto con carrocera negra que circula a granvelocidad en medio de una nube de polvo y que cruza tocando bocina sus barrios y sus pueblos.

    Esa es la imagen que mi padre detest. El haba roto con Mauricio y su pasado colonial, y seburlaba de los plantadores y de sus aires de grandeza; l, que haba huido del conformismo de la sociedadinglesa, para la que un hombre vala slo por su tarjeta; l que haba recorrido los ros salvajes deGuyana, que haba vendado, cosido, curado a los buscadores de diamantes y a los indios subalimentados;ese hombre no poda sino sentir nuseas por el mundo colonial y su injusticia presuntuosa, sus ccteles

    parties y sus golfistas de traje, su domesticidad, sus amantes de bano, prostitutas de quince aos queentraban por la puerta de servicio, y sus esposas oficiales muertas de calor que por unos guantes, el polvoo la vajilla rota descargaban su rencor en la servidumbre.

    Hablaba de esto? De dnde me viene esta instintiva repulsin que sent desde la infancia por el

    sistema colonial? Sin duda, capt una palabra, una reflexin, a propsito de las ridiculeces de losadministradores, como el oficial de distrito de Abakaliki que mi padre a veces me llevaba a ver, que vivaen medio de su grupo de pequineses alimentados con lomo y masas y que beban nicamente aguamineral. O bien los relatos de los blancos importantes que viajaban en convoyes, a la caza de leones yelefantes, armados con fusiles de mira telescpica y balas explosivas y que, cuando se cruzaban con mi

    padre en comarcas perdidas, lo tomaban por un organizador de safaris y le preguntaban sobre la presenciade animales salvajes, a lo que mi padre responda: "Desde hace veinte aos que estoy aqu y no he visto niuno, a menos que hablen de serpientes y de buitres". O tambin el oficial de distrito destinado a Obudu,en la frontera de Camern, que se diverta hacindome tocar las calaveras de los gorilas que haba matadoy me mostraba la colina detrs de s asegurando que a la tarde se escuchaba el escndalo que provocabanlos grandes simios golpendose el pecho. Y, sobre todo, la imagen obsesiva que conserv, en la ruta que

    llevaba a la pileta de Abakaliki, de la cohorte de prisioneros negros encadenados, avanzando con pasocadencioso, custodiados por policas armados con fusiles.

    Tal vez fue la mirada de mi madre sobre ese continente a la vez tan nuevo y tan maltratado por elmundo moderno? No recuerdo lo que ella nos deca, a mi hermano y a m, cuando nos hablaba del pasdonde haba vivido con mi padre, donde debamos volver un da. Slo s que, cuando mi madre decidicasarse con mi padre e ir a vivir a Camern, sus amigas parisienses le dijeron: "Cmo, entre lossalvajes?", y que ella, despus de todo lo que mi padre le haba contado, slo pudo contestar: "No sonms salvajes que la gente de Pars!".

    Despus Lagos, Owerri y Abo, no lejos del ro Nger. Ya mi padre estaba lejos de la zona"civilizada". Estaba frente a los paisajes del frica ecuatorial tal como los describe Andr Gide en su

    Viaje al Congo (ms o menos contemporneo de la llegada de mi padre a Nigeria): la extensin del ro,vasto como un brazo de mar por el que navegaban piraguas y barcos con paletas, y los afluentes, la orillade Ahoada con sus "sampanes" de techos de palmeras, impulsados por perchas, y ms cerca de la costa, la

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    orilla de Calabar, la abertura del pueblo de Obukun, creado a machetazos en el espesor de la selva. sasfueron las primeras imgenes que recibi mi padre del pas donde pasara la mayor parte de su vida, del

    pas que se convertira, por fuerza y por necesidad, en su verdadero pas.

    Imagino su exaltacin al llegar a Victoria despus de veinte das de viaje. En la coleccin de clichstomados por mi padre en frica hay una foto que me emociona especialmente porque es la que eligi

    agrandar para hacer un cuadro. Traduce su impresin de entonces, de estar en el comienzo, en el umbralde frica, en un lugar casi virgen. Muestra la desembocadura del ro, en el lugar donde el agua dulce semezcla con el mar. La baha de Victoria dibuja una curva que termina en una punta de tierra donde las

    palmeras se inclinan en el viento de alta mar. El mar se estrella en las rocas negras y va a morir a la playa.Las brumas que trae el viento recubren los rboles de la selva y se mezclan con el vapor de la cinaga ydel ro. Hay misterio y salvajismo, a pesar de la playa y a pesar de las palmeras. En primer plano, muycerca de la orilla, se ve la cabaa blanca en la que mi padre vivi al llegar. No por azar mi padre utilizaba

    para designar a esas cabaas de paso africanas la palabra muy mauriciana de "campamento". Si esepaisaje lo llama, si todava hace latir mi corazn es porque podra estar en Mauricio, en la baha deTamarin, por ejemplo, o bien en el cabo Malheureux donde en su infancia a veces mi padre iba deexcursin. Tal vez crey, en el momento de llegar, que iba a reencontrar algo de la inocencia perdida, el

    recuerdo de esa isla que las circunstancias haban arrancado de su corazn? Cmo no lo iba a pensar?Era la misma tierra roja, el mismo cielo, el mismo viento constante del mar y, en todas partes, en loscaminos, en los pueblos, los mismos rostros, las mismas risas de chicos, la misma despreocupacinindolente. De alguna manera, una tierra de origen donde el tiempo habra retrocedido, habra destejido latrama de errores y traiciones.

    Por eso, yo senta su impaciencia, su gran deseo de penetrar en el interior del pas para empezar suoficio de mdico. Desde Victoria, las pistas lo llevaron a travs del monte Camern hacia las altasmesetas donde deba ocupar su puesto, en Bamenda. All trabajar durante los primeros aos, en unhospital medio en ruinas, un dispensario de las buenas hermanas holandesas, con paredes de barro seco ytecho de palmeras. All va a pasar los aos ms felices de su vida.

    Su casa era Forestry House, una verdadera casa de madera de un piso, cubierta por un techo dehojas que mi padre va a dedicarse a reconstruir con el mayor cuidado. Abajo, en el valle, no lejos de las

    prisiones, se encontraba la ciudad hausa con sus murallas de adobe y altas puertas, como lo estaba en lapoca de gloria de Adamaua. Un poco separada, la otra ciudad africana, el mercado, el palacio del rey deBamenda, y la casa de paso del oficial de distrito y de los oficiales de Su Majestad (slo fueron una vez,

    para condecorar al rey). Una foto tomada por mi padre, sin duda un poco satrica, muestra a esos seoresdel gobierno britnico, duros en sus shorts y sus camisas almidonadas, con casco, las pantorrillasmoldeadas por sus medias de lana, mirando el desfile de los guerreros del rey, con taparrabos, la cabezadecorada con piel y plumas, blandiendo sus azagayas.

    Victoria (en la actualidad, Lemb)

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    Despus de su casamiento mi padre llev a mi madre a Bamenda y Forestry House fue su primeracasa. Instalaron sus muebles, los nicos muebles que alguna vez compraron y que llevaron con ellos atodas partes: mesas, sillones tallados en troncos de iroko, decorados con esculturas tradicionales de lasaltas mesetas del oeste de Camern, leopardos, monos, antlopes. La foto que sac mi padre de su saln

    de Forestry House muestra una decoracin muy "colonial"; sobre la campana de la chimenea (haca froen Bamenda en invierno) est colgado un gran escudo de piel de hipoptamo, con dos lanzas cruzadas.Con toda verosimilitud se trata de objetos dejados all por un anterior ocupante, porque no se parecen alos que mi padre poda buscar. Por el contrario, los muebles esculpidos lo acompaaron hasta Francia.Pas una gran parte de mi infancia y de mi adolescencia en medio de esos muebles, sentado en lostaburetes para leer los diccionarios. Jugu con las estatuas de bano, con las campanillas de bronce,utilic los cauris como tabas. Para m, esos objetos, esas maderas esculpidas y esas mscaras colgadas enlas paredes en absoluto eran exticas. Eran mi parte africana, prolongaban mi vida y, de cierta manera, laexplicaban. Y antes de mi vida, hablaban del tiempo en que mi padre y madre haban vivido all, en eseotro mundo donde haban sido felices. Cmo decirlo? Sent asombro, y hasta indignacin cuando,mucho despus, descubr que esos objetos podan haber sido comprados y colocados por gente que nada

    de eso haban conocido, para los que significaban nada, y aun peor, para quienes esas mscaras, esasestatuas y esos tronos no eran cosas vivas, sino la piel muerta que a menudo se llama "arte".

    BANSO1

    Durante los primeros aos de matrimonio, mi padre y mi madre vivieron all su vida amorosa, en

    Forestry House y en los caminos de la regin alta de Camern, hasta Banso. Con ellos viajaban susempleados, Njong el sirviente, Chindefondi el intrprete, Philippus el jefe de los portadores. Philippus erael amigo de mi madre. Era un hombre de talla pequea, dotado de una fuerza herclea, capaz de empujarun tronco para despejar el camino o de llevar cargas que nadie hubiera podido levantar. Mi madre contabaque varias veces la haba ayudado a cruzar los ros crecidos, sostenindola con los brazos por encima delagua.

    Con ellos viajaban tambin los inseparables compaeros de mi padre a los que haba adoptado alllegar a Bamenda: James y Pgase, los caballos, con la frente marcada por una estrella blanca,caprichosos y dulces. Y su perro, Polisson, una especie de perdiguero desgarbado que trotaba adelante porlos caminos y que se acostaba a sus pies siempre que se detena, aun cuando mi padre tuviera que posar

    para una foto oficial en compaa de los reyes.A partir de 1932, mi padre y mi madre dejaron la residencia de Forestry House en Bamenda y se

    instalaron en la montaa, en Banso, donde deba crearse un hospital. Banso estaba al final del camino delaterita transitable en todas las estaciones. Era el umbral del pas llamado "salvaje", el ltimo puestodonde se ejerca la autoridad britnica. Mi padre ser all el nico mdico y el nico europeo, lo que no ledesagradaba.

    Tena a su cargo un territorio inmenso. Iba desde la frontera con Camern bajo mandato francs, alsureste, hasta los lmites de Adamaua al norte, y comprenda la mayor parte de las circunscripciones deingeniera y de los pequeos reinos que escaparon a la autoridad directa de Inglaterra despus de que sefueran los alemanes: Kantu, Abong, Nkom, Bum, Foumban y Bali. En el mapa que l mismo hizo, mi

    padre anot las distancias, no en kilmetros, sino en horas y das de marcha. Las precisiones indicadas enel mapa dan la verdadera dimensin de ese pas, la razn por la cual lo amaba: los vados, los ros

    1En la actualidad, Kumbo.24

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    profundos o tumultuosos, las colinas que haba que escalar, las curvas del camino, el descenso al fondo delos valles que no puede hacerse a caballo y los acantilados infranqueables. En los mapas que dibuj, losnombres son una letana, hablan de la marcha bajo el sol, a travs de las llanuras herbosas, o de laescalada trabajosa de montaas en medio de las nubes: Kengawmeri, Mbiami, Tanya, Ntim, Wapiri,

    Ntem, Want, Mbam, Mfo, Yang, Ngonkar, Ngom, Nbirka, Ngu, treinta y dos horas de marcha, es decircinco das a razn de diez kilmetros por da en un terreno difcil. Ms las paradas en las pequeas aldeas,los cuidados que deban prodigarse, las vacunas, las discusiones (las famosas charlas) con las autoridadeslocales, las quejas que haba que escuchar, y el diario que haba que escribir, vigilar la economa, losmedicamentos que haba que pedir a Lagos, las instrucciones que deban dejarse a los oficiales de sanidady a los enfermeros en los dispensarios.

    El rey Menfo, Banso

    Durante ms de quince aos ese pas ser el suyo. Es probable que nadie lo haya sentido mejor quel, recorrido, explorado y sufrido a tal punto. Haber visto a cada habitante, puesto al mundo a muchos yacompaado a otros hacia la muerte. Amado, sobre todo, porque aunque no hablaba de eso, aunque nadacontaba, hasta el final de su vida guard la marca y la huella de esas colinas, de esas selvas y de esas

    hierbas, y de la gente que all conoci.No existen los mapas de la poca en que recorra las provincias del noroeste. El nico mapa

    impreso del que dispona era el mapa del estado mayor del ejrcito alemn en escala 1/300.000 hecho porMoisel en 1913. Fuera de las principales corrientes de agua, el Donga Kari, afluente del Benue al norte yel ro Cross al sur, y las dos ciudades antiguas fortificadas de Banyo y Kentu, el mapa era impreciso. Elmapa del ejrcito alemn mencionaba con un signo de interrogacin a Abong, el pueblo ms al norte delterritorio sanitario de mi padre, a ms de diez das de camino. Los distritos de Kaka y Mbemb estabantan lejos de la zona costera que era como si pertenecieran a otro pas. La gente que viva all, en sumayora, nunca haba visto a los europeos y los mayores recordaban con horror la ocupacin del ejrcitoalemn, las ejecuciones y los secuestros de nios. Lo cierto es que no tenan la menor idea de lo querepresentaba la potencia colonial de Inglaterra o Francia y no imaginaban la guerra que se preparaba en laotra punta del mundo. No eran regiones aisladas ni salvajes (como mi padre, por desquite, podr decir de

    Nigeria, y en especial de la selva alrededor de Ogoja). Por el contrario, era un pas prspero, donde secultivaban rboles frutales, ame y mijo, y se criaba ganado. Los reinos estaban en el corazn de una

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    zona de influencia inspirada en el Islam llegado de los imperios del norte, de Kano, de los emiratos deBornu y Agadez, de Adamaua, aportado por los vendedores ambulantes fulanis y los guerreros hausas. Aleste estaba Banyo y el pas bororo, al sur la antigua cultura de los bamuns de Foumban que practicaban elintercambio, dominaban el arte de la metalurgia y hasta utilizaban una escritura inventada en 1900 por elrey Njoya. Al fin de cuentas, la colonizacin europea haba afectado poco a la regin. Douala, Lagos,Victoria estaban a aos de ella. Los montaeses de Banso siguieron viviendo como lo haban hechosiempre, segn un ritmo lento, en armona con la naturaleza sublime que los rodeaba, cultivando la tierray paciendo sus manadas de vacas de largos cuernos.

    Los clichs que mi padre tom con su Leica muestran la admiracin que senta por ese pas. Losnsungli, por ejemplo, en los alrededores de Nkor: un frica que nada tena en comn con la zona costera,donde reinaba una atmsfera pesada y la vegetacin era sofocante, casi amenazadora. Donde todava

    pesaba mucho la presencia de los ejrcitos de ocupacin francs y britnico.

    Era un pas de horizontes lejanos, con cielo ms vasto y extensiones inabarcables. Mi padre y mimadre sintieron all una libertad que nunca haban conocido en otra parte. Caminaban todo el da, tanto a

    pie como a caballo, y se detenan a la noche para dormir bajo un rbol al raso, o en un campamentosumario, como en Kwolu, en la ruta de Kishong, una simple choza de barro seco y hojas donde colgabansus hamacas. En Ntumbo, en la meseta, se cruzaron una manada que mi padre fotografi con mi madre en

    primer plano. Estaban tan alto que el cielo brumoso parece apoyarse en los cuernos en medialuna de lasvacas y vela la cima de las montaas de alrededor. A pesar de la mala calidad de la copia, es perceptiblela felicidad de mi padre y de mi madre. En el dorso de esta foto tomada en alguna parte de la regin de las

    praderas de hierbas, en el pas nbemb, que muestra el paisaje ante el cual pasaron la noche, mi padreescribi con nfasis no habitual: "La inmensidad que se ve al fondo es la llanura sin fin".

    Puedo sentir la emocin que experimentaba al atravesar las altas mesetas y las llanuras herbosas,cabalgando por los estrechos senderos que serpenteaban en el flanco de la montaa, descubriendo a cadainstante nuevos panoramas, las lneas azules de las cumbres que surgan de las nubes como espejismos,

    baadas por la luz de frica, tanto violenta al medioda como atenuada en el crepsculo, cuando la tierra

    roja y las hierbas leonadas parecen iluminadas desde el interior por un fuego secreto.Conocieron tambin la ebriedad de la vida fsica, la fatiga que quiebra los miembros al final de un

    da de camino, cuando hay que bajar del caballo y llevarlo de la rienda para llegar al fondo de losbarrancos. La quemadura del sol, la sed que no puede aplacarse, o el fro de los ros que deben cruzarseen medio de la corriente, con el agua hasta el antepecho de los caballos. Mi madre montaba a la amazona,como haba aprendido a hacerlo en el picadero de Ermenonville. Y esta postura tan incmoda sin duda,vagamente ridcula porque la separacin de sexos todava se usaba en la Francia de antes de la guerra

    paradjicamente le daba un aire africano. Algo indolente y gracioso, al mismo tiempo que muy antiguo,que evocaba los tiempos bblicos o bien las caravanas de los tuaregs, en las que las mujeres viajan atravs del desierto colgadas de cestas en los flancos de los dromedarios.

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  • 8/3/2019 Le Clezio Jean Marie Gustave El Africano

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    J . M . G . L e C l z i o E l a f r i c a n o

    Manada hacia Ntumbo, pas nsungli

    As acompa a mi padre en sus giras de mdico, con la comitiva de portadores y el