gustave flaubert - madame bobary

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MADAMEBOVARY

Page 3: Gustave Flaubert - Madame Bobary

EditorPanamericana Editorial Ltda.

Dirección editorial Andrés Olivos Lombana

EdiciónGabriel Silva Rincón

DlagramaciónGiovanny Méndez Beltrán

Diseño de carátulaDiego Martínez Celis

PrólogoVíctor López Rache

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Primera edición en Panamericana Editorial Ltda., febrero de 1994 Segunda reimpresión, septiembre de 2001_________________________© 1994 Panamericana Editorial Ltda.Calle 12 No. 34-20, Tels.: 3603077 2770100Fax: (57 1) 2373805Correo electrónico: panaedit@panamencanaeditorial.comwww.panarnericanaeditorial.corn.coBogotá. D. C., Colombia

ISBN :9 5 8 -3 0 -0 120-1

Todos los derechos reservados.Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor

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Impreso por Panamericana Formas e Impresos S. A.Calle 65 No. 95-28, Tels.. 4302110 4300355. Fax (57 1) 2763008Quien sólo actúa como impresor.Impreso en Colombia Printed in Colombia

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C ontenido

P r ó l o g o ................................................................................ 5

P rim era P a r t e ................................................................... 15

S egunda P a r t e .................................................................. 77

T ercera P arte 227

A pén d ic e ............................................................................... 339

B io g r a fía .............................................................................. 405

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P rólogo

“Si queremos buscar a la vez la Felicidad y la Belleza, no llegaremos a la una ni a la otra, pues la segunda sólo se consigue mediante sacrificio; el Arte, como el Dios de los judíos, se alimenta de holocaustos

Gustave Flaubert

A Emma Bovary siempre la acompañó la inocencia en las decisiones que tomó para alcanzar la felicidad. Ella nunca abandonó su búsque­da. En algún lugar del mundo la felicidad debía germinar, como germina una planta oriunda de un sueño, que en tierra estéril prospera mal. Antes de iniciarse en las batallas del amor, la imagina­ba después de largos viajes a través de bosques bañados con arcos iris, lagos de azul profundo encantados con aleteos de pájaros, montañas de nieve iluminadas por lluvias de sol. Ignoraba que una de las desgracias del ser humano consiste en querer regresar al paraíso. Por fortuna nunca llegó allí, pues habría sido derrotada dos veces: en el paraíso el erotismo es prohibido.

Comenzó el vaivén de infortunios y hazañas cuando de casuali­dad vio un médico procedente de un lugar distinto al suyo. Casán­dose con él pensó dejar de tejer la nada de sus días en una aguja y un hilo. Con esta experiencia ascendió otro peldaño en la fatigosa es­calera de los desencantos: no hubo un susurro idílico, ni una caricia capaz de hacerle brillar el cuerpo en todo su esplendor. Para Emma

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Bovary el matrimonio ni siquiera fue el remedio contra la concupis­cencia, como lo quieren los estados y las religiones; en cambio, le proporcionó el compañero ideal para que le soportara los caprichos, el compañero perfecto para odiarlo con rencor creciente. En reali­dad ellos dos, identificados a través de las diferencias, conformaron el alma perfecta para vivir en Yonville; pero no hay punto del universo libre de la mirada divina, y en la tierra los ojos del pueblo son los ojos de Dios.

Charles Bovary era un profesional contrario a lo que debía ser un hombre: sosegado, sin ambiciones, permisivo, solidario. Si existiera hoy, al menos para algunas corrientes teóricas, sería el hombre ideal por las mismas razones. El tiempo estaría dejando sin fundamentos a quienes lo han catalogado como un mentecato, en cuyo silencio ocultaba una estupidez monumental. Sin su espíritu permisivo no habría sido posible la criatura inquietante que hoy se identifica con el hombre moderno en sus ideales de libertad, a veces confundidos con el egoísmo a ultranza. A Emma el egoísmo le servía para reafirmarse como persona y la mentira le era útil para esquivar los hábitos rigurosos de las leyes y la sociedad.

Junto a este hombre, incapaz de iniciar a una mujer en las pasiones, un día la joven señora se dijo: “¡Hay señor! ¡Para qué me habré casado!” Así descubrió que el matrimonio marchaba en sentido contrario a la felicidad y que era el cementerio del amor.

Buscando liberar a Emma del tedio cambiándola de ambiente, el médico se trasladó a Yonville-1’Abbaye, pueblo de una calle, única, y tan larga como el tiro de una escopeta. La tarde de la llegada, la pareja ya era célebre en la boca del sacerdote, el farmacéutico, del cochero, de la hostelera, del cojo..., del tejido humano y suspicaz de toda la comunidad. La pareja estableció amistad con León Dupies, paseant“ de notario. Pero en la escala de los sentimientos está primero el amor que el respeto a la amistad y las apariencias. Entre Emma y León se conjugaron mentiras con fantasías y se firmó un pacto mudo de deseos ascendentes; no obstante, la consumación del «- goce fue aplazada por largos meses debido a un viaje del galante.

A un ser humano con el temperamento de Emma le era imposible acomodarse en Yonville. La felicidad era semejante a la de cualquier

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parroquia o callecita de barrio. Consistía en permanecer en armonía con los hábitos mezquinos del entorno. Era feliz quien no buscase problemas, y sólo podía ser libre quien marchara bajo los designios de la opresión. Emma se sintió cohibida. Su existencia estaba en desacuerdo con sus ilusiones, y ello la disparaba a delirios de grandeza, a sueños de amor en brazos prohibidos. Deseó ser maltra­tada por Charles para tener motivos para odiarlo y vengarse; ella misma se asustaba de las atrocidades que se concentraban en su mente. Y no tardó en rebelarse. Quiso salirse de la mediocridad de la masa a través de pequeñas hazañas. La suya era una rebeldía individual; su visión del mundo no le imponía la infantil pretensión de liberar la humanidad, antes de liberarse ella misma. Hoy cuando se ha comprobado el fracaso de las soluciones universales, cuando se vuelve la mirada al microcosmos, al individuo, para entender al hombre, Emma se eleva a la categoría de símbolo. Es el ser que desea ser libre, que detesta la humillación, que busca un espacio para su cuerpo, que se ama a sí mismo; que busca ser alguien en el universo. Es, también, el individuo consumista e insolidario de la época moderna. Emma ha dejado de ser una criatura de la imaginación para convertirse en una figura de la realidad.

Cuando una persona comprende que vive una sola vez, las aventuras simples, las cosas sencillas le son de suma importancia para el desarrollo vital y espiritual. Le produce mayor sensación de libertad y felicidad elegir el sabor de un helado, que las disquisicio­nes compendiadas, al respecto, en enciclopedias que abarcan desde Aristóteles hasta Ciorán. Ya en el Eclesiastés se decía: “En mucha sabiduría hay mucho dolor, y quien aumenta la sabiduría, aumenta la tristeza”. En Emma imperaba la sabiduría de los sentidos sobre la sabiduría de la razón. No podía ser lo contrario. La felicidad y la alegría son irracionales.

A estas alturas del tiempo la inteligencia ha descubierto miste­rios, nunca imaginados, del universo y los ordenadores de la hu­manidad, en la mayor parte del mundo, le han concedido al indivi­duo derechos civiles, políticos y religiosos; pero, al menos en ciertos lugares de Latinoamérica, no se le ha concedido a la mujer el pleno derecho a la elección del amor. Por ello, 140 años atrás, en Yonville,

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Emma se sentía feliz seduciendo a un hombre; tomar una pipa entre sus labios, quizá, era su forma de cuestionar la división del ser humano en géneros. Hoy, todavía, un hombre no puede llorar por amor, pero tampoco puede ser santo como las mujeres correctas, porque debe mostrarse viril ante las vampirezas. Emma conocía a cabalidad el valor de la mujer en su cultura: cuando dio a luz una niña, se desmayó.

Emma es el compendio del común del alma humana. Ella creía que lo real es lo que se ve. Consideraba al hombre seductor, aventurero, emprendedor, y como las feministas de las últimas décadas, luchó por alcanzar la misma fortuna: en la igualdad de los sexos veía solucionados todos los conflictos de la raza humana. Construía paraísos en infiernos ajenos. Así se lo demostró su esposo y, en seguida, sus amantes se lo confirmaron. Un día León no pudo complirle una cita en el hotel y ella enfurecida se complacía en buscar motivos para alejarse de él que era incapaz de heroísmo, débil, superficial, más blando que una mujer y encima pusilánime y avaro. Sin embargo, durante breves temporadas, que las volvía eternas, logró complacer ciertos apetitos que abarcaban desde la tenencia de un pañuelo especial, hasta la osadía de manejar a su voluntad asuntos económicos. No podía quedar satisfecha a pleni­tud. El ser humano podrá ser feliz hasta que deje de ser insaciable, y no dejará de ser insaciable hasta cuando sea feliz.

Los sucesivos encuentros con Rodolphe le produjeron tranqui­lidad, la volvieron atrevida, la impulsaron a emprender grandes empresas. Convenció a Charles de que le hiciera un poder, con el cual ella podía disponer de los bienes, y el médico lo hizo porque un hombre de ciencia no podía perder el tiempo en minucias de la vida cotidiana y, además, ella era su amor eterno. Él la amaba y ella gastaba las energías sobrantes de sus fantasías en odiarlo; pero madame Bovary no estaba más allá del amor; cumplía a cabalidad con la siguiente sentencia: “Es natural condición de mujeres -dijo Don Quijote-, desdeñar a quien las quiere y amar a quien las aborrece”

Emma Bovary es una de las primeras mujeres de la historia, y la ficción, dueña de sus actos, con voz propia, con libertad económica

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y sentimental. ¿Por qué fracasó? Serían dos los motivos esenciales. En el exceso de los goces voluptuosos hallaba resueltos los proble­mas, y la sociedad no sólo volvía a sus miembros inútiles para manejar los asuntos de su responsabilidad sino, a aquellos que lo intentaban, se lo impedía. Tampoco una criatura sola podía destejer la patraña tejida por la humanidad a lo largo de siglos. No obstante, Emma, ajena a las reglas inmutables que rigen el mundo, se cuidaba como si fuera una princesa de cuentos de hadas, e hizo de su cuerpo una fiesta, pero una fiesta donde no se podía ser alegre. Un co­merciante de novedades, como un audaz publicista de hoy, le creaba necesidades y le proporcionaba más de lo exigido por la vanidad. Contribuía a estimularle la felicidad efímera mientras ayudaba a diseñarle el camino hacia la destrucción. Emma debía satisfacer sus ilusiones: jamás concibió la existencia en las condiciones abomina­bles de las limitaciones y la miseria.

Con los personajes que acompañaban a Emma y las condiciones del escenario donde actuaba, la novela supera los conflictos de una mujer dominada por los deseos voluptuosos. Madame Bovary no es el diario de una adúltera, es la radiografía del alma humana. Es una esfera perfecta y cristalina donde navegan criaturas con ambiciones, taras, miedos, ideales, envidias. Esta obra maestra se ha convertido en enseñanza de prestigiosos escritores, incluidos premios Nobel. Su protagonista, como encamación de la mujer acosada por las ansiedades, se perpetúa a medida que pasa el tiempo. Emma Bovary, tal vez después de Helena, es una de las mujeres más amadas, y cuestionadas, de lá literatura universal. Con ese poder inherente a la naturaleza de los seres invisibles invita a hacer locuras por adelan­tado: ha contribuido a engrosar volúmenes de ensayos, cuyos au­tores intentan explicar la complejidad de su alma ambigua y apenas logran enriquecer la confusión. Su belleza y sus comportamientos, entre ingenuos y perversos, inspiran a prosistas y poetas. He leído poemas dedicados a ella como si fuera la guía misteriosa del espíritu, o la chica coqueta y huidiza del colegio. Unos le piden valor para amarla; otros la elevan a la categoría de divinidad; no pocos la han invitado a olvidarse de la incomprensión de su siglo escuchando en su compañía a los Beatles.

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Otra fue su suerte durante su travesía por Yonville. Su creador sufría escalofríos, vacíos espirituales y lágrimas al elaborar su per­sonalidad. Durante meses buscaba una frase para describirle el gesto de un pie. Imaginaba pidiendo millones si alguien le dijese que debía volver a empezar esa maldita novela. Convertía su vida y su espíritu en el estilo. Padecía infinitamente escribiendo las escenas triviales y los personajes aborrecibles como Homais, demagogo y soberbio, representante de la burguesía y triunfador en la novela. Flaubert decía que para escribir se necesitaba una voluntad sobrehumana y él tan sólo era un hombre. Sin embargo, pensaba que si en el futuro el libro tenía algún valor, se lo debería al haber sabido andar en equilibrio sobre un cabello suspendido entre el doble abismo del lirismo y lo vulgar.

Rodolphe fue el primero en disfrutar a Emma y traicionarla. Era cobarde, vil, desgraciado, como él mismo se calificó el día de la conquista mientras escuchaban a un político que en la plaza pública le ofrecía a los aldeanos estiércol para los cultivos. Pocas victorias podía dejar un amor comenzado con ese telón de fondo. Rodolphe no le enseñó la cara del mundo deseado; con el cinismo de un fiel representante del espíritu del hombre habitual, le confirmó la miseria moral de la cara mil veces rechazada por Emma. Ella no lo descubrió en el acto, porque la pasión es una lente por donde un monstruo se ve fascinante. La inocencia de ella le renovaba las costumbres libertinas, mientras él le convertía el alma en una pocilga. Emma llegó a crear de Rodolphe una dependencia encanta­dora llegó a tenerle el miedo justo para ser incapaz de separarse de él. Ella se veía rejuvenecer, cantaba su próxima aventura en tierras extranjeras junto al hombre ideal, pues Rodolphe con asombrosa audacia presentaba los engaños como verdades y ella tenía la facultad natural de creer en las jactancias de los hombres. Junto a Rodolphe la pasión fue perfecta: le anuló toda posibilidad de reflexión.

La interrupción del viaje enfermó a Emma. Fue el peor castigo de su existencia. Su visión simple del mundo le mostraba el viaje como aconteciminto de la vida; pero este ideal primario del ser humano, pocas veces deja una experiencia superior a la frivolidad

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vivida por el turista, y el hombre donde vaya lleva su naturaleza a cuestas. En cambio Rodolphe, calculador y frío, se felicitaba por haber evitado la locura junto a una niña terca y consentida.

Emma recibió el castigo de acuerdo con la gravedad de sus actos. El amor en Madame Bovary no es reprendido con sufrimientos corporales, hoguera o cárcel; tampoco con aquellas inexplicables enfermedades que en distintas épocas han remplazado el erotismo por la muerte. La enfermedad de Emma fue de índole metafísica, pues las causas eran de origen fantástico. Ni las medicinas del esposo, ni las del maestro de él, ni las del médico prestigioso de los alrededores le calmaban las fiebres cerebrales, la decadencia insos­tenible de la existencia. Ni siquiera las palabras del sacerdote, preocupado apenas por las dificultades materiales de los aldeanos, le suavizaban los dolores de procedencia desconocida para la ciencia y la sabiduría de Yonville. Nadie le ofrecía un remedio contra el amor.

Regresando de la muerte se arrepentía de haber iniciado sus empresas, en realidad heroicas, en cualquier época y lugar. Su espíritu absorbía su cuerpo, y_su espíritu era absorbido por la divinidad. Le cantaba plegarias a Dios con el mismo impulso que había repetido palabras voluptuosas en el oído del amante. Ello atemoriza. La voluntad de Emma le estaba agotando los sentidos y la regresaba a la mujer celestial. Antes de Emma, para obtener el amor deseado se debía pecar en la tierra, pagar la culpa en algún lugar infernal, salir de allí escalando diferentes esferas etéreas hasta llegar al círculo más elevado del cielo, donde la mujer permanecía en estado de pureza. Allí, la pretendida recibía al enamorado con mala cara y recriminaciones. En cambio con Emma Bovary el amor se llamaba amor; el cuerpo era real, no abstracto; la naturaleza era la ley, no el pecado. Su voz también volvía a enajenarse. Emma fue una de las primeras mujeres en manifestar con la palabra los conflictos y deseos de su alma; sus antecesoras, y las de Yonville, escasamente aceptaban o rechazaban.

Por fortuna, cuando el diablo enferma se vuelve santo. Solidari­zados con la convaleciente aconsejaron a Charles llevarla a disfrutar en la ciudad cercana una función de teatro. El siguió cumpliendo con

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su destino: la convenció para que se quedara a ver, al día siguiente, la última parte de la obra en compañía de León Dupies. A Emma nada se lo impedía y, después, nada le impidió deleitarse cada semana con el paseante de notario, porque viajaba a Ruán so pretexto de aprender el piano. Ella disfrutaba a la sombra del arte, mientras el trabajo y las responsabilidades a Charles, ni siquiera, le permitían observar el cuerpo de su esposa atormentado por las pasiones insatisfechas.

Como el amor era un mal, con León llegó a exagerar el erotismo hasta convertirlo en virtud. Sin reservas hacía uso de los impulsos de su cuerpo y del arte voluptuoso aprendido en la clandestinidad. Ello ocurría en la habitación de un hotel con fuego en la chimenea, flores regadas por el piso, licores a mano. Según el narrador, acabó por convertir a León en su querido, más que al contrario. Emma le dedicaba tiernas palabras de amor con besos que le arrebataban el alma. “¿Dónde habría aprendido tanta corrupción que casi se hacía inmaterial a fuerza de ser profunda y camuflada?”.

Pero Madame Bovary huía de Charles, su único contacto con el mundo real, como de ella huía la felicidad. La auténtica luna de miel de las primeras escapadas, a fuerza de repetirse habían caído en la mezquindad cotidiana del matrimonio. Esa quimera, tantas veces buscada, ahora le mordía el corazón. No había llegado al rincón del mundo donde debía existir un ser fuerte, intrépido, refinado, ange­lical y con alma de poeta.

El amor le era esquivo, y tras el amor huía lo demás. No valía la pena buscar nada, todo era un espejismo. Comenzaba a ahogarse en las finas redes de ilusiones tejidas con el impulso de sus sentidos. Su felicidad fue de momentos efímeros porque jamás aprendió a soportar el aburrimiento, a vivir objetivamente.

El fracaso fue rotundo. De nada le sirvió gozar demasiado, mientras sacrificaba todo lo demás. Lhereux, el comerciante, ya la había despojado de las riquezas y ahora la enjuiciaba; desde rendijas y ventanas el pueblo espiaba los avisos del remate de los bienes de los Bovary. A Emma sólo le consolaba lo exagerado de la deuda. Pensando si no resultaba una mentira, volvió a descargar la ira contra Charles. Ella jamás le perdonaría haberla conocido, “jamás se lo

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perdonaré”, gritaba saltando sobre la brizna de paja que ya no les pertenecía.

Con necesidades no existen vergüenzas, se acude a enemigos y amigos. Emma, sola, como siempre, intentó salvarse. Los persona­jes de Yonville quisieron manosearla y ella gritó: “¡Soy de compa­decer, pero no de venderme!”. Rodolphe, al verla pasar, después de mucho tiempo, el umbral de su hacienda, sintió deseos de volver a divertirse con la perversa ingenuidad de la bella mujer. Ella, ya corrompida, se lanzó en sus brazos con la sutileza de una gata ávida de ternura y le confesó que sin él le era imposible vivir; la felicidad enviciaba demasiado. El hombre, con la fría calma de la ira, le negó todo. Segundos antes le había dicho que aún estaba encantadora; y ella le había respondido, pobres encantos los míos, sólo sirvieron para el desprecio.

En efecto, los habitantes de Yonville veían a Emma “bonita, como un amor”. Y luchó por ser feliz junto a un ser de su apariencia. El contacto con hombres refinados y objetos suntuosos, le fue fun­damental para descubrir los defectos de Charles. Le detestaba su falta de ambición de la misma manera que le aborrecía las espaldas, las mansas espaldas; en su chaquetón veía concentrada toda la vulgaridad del mundo. En cambio, el aspecto físico de Emma opacó a Charles para siempre. Él saciaba sus deseos sabiéndola su esposa, se consolaba contemplándola, sentía alegría de cuidarla sin herirla, mientras el resto de la humanidad la pisaba como si fuera pasto. La belleza de Emma, en el contexto de Yonville, fue apenas una catástrofe. Un gesto de mujer bella en épocas remotas provocaba guerras; pero era respetada. Los ancianos, desde una muralla, mirando con asombro cómo Helena se iba acercando, se decían en voz baja: “No hay para qué indignarse si troyanos y aqueos vienen padeciendo tanto tiempo y tan duramente por una mujer así...”. Por la belleza, en el reino del dinero y las apariencias, todavía se emprenden locuras, o alguien se lanza al vacío. A Emma, los encantos y los sueños la llevaron a la destrucción. No podía ser de otra manera. Su vocación fantástica le hacía confundir belleza con suntuosidad y posibilidades con alucinaciones.

Después de su inquietante travesía, sin sentido para el mundo,

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buscó la solución definitiva. De nuevo la inocencia fue cómplice de la maldad. El cándido sirviente del soberbio Homais, la condujo a la secreta alacena del arsénico. Apaciguada, como si hubiese cumplido con el deber, marchó a la casa. La ingenuidad seguía siendo su fiel compañera hasta su último paso por Yonville, tanto como el odio al único hombre que la había amado. Antes de comenzarle los terri­bles dolores, pensó: “¡Qué cosa tan insignificante es la muerte! ¡Me voy a dormir y se acabó!”. Al percibir el desasosiego y la desespe­ranza del esposo, furiosa le dijo: no llores. ¡Pronto dejaré de darte disgustos!

Las experiencias de su corta vida nos probaría que la obra del amor es la mayor tragedia. También se podría interpretar de forma distinta: en el amor poseer no es nada, y gozar es todo.

Como sea, ni en la vida real ni en la ficticia, se ha visto una persona tan identificada con el común del alma humana. Tampoco se ha visto nadie tan empeñado en ser feliz a través de la belleza, el amor y la libertad.

Víctor López Rache

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P r im er a parte

I

Nosotros estábamos en el estudio cuando entró el director, seguido de un nuevo, vestido de burgués, y de un vigilante que cargaba un pupitre. Los que dormían se despertaron y cada uno se fue levantan­do como si hubiera sido sorprendido en su propio trabajo.

El director nos pidió que nos sentáramos; luego, dirigiéndose al maestro de estudios, le dijo:

-Monsieur Roger, yo le recomiendo a este alumno, él entra en quinto. Si su trabajo y su conducta son meritorios, pasará entre b s grandes, como corresponde a su edad.

El nuevo continuaba anclado en un rincón, detrás de la puerta, y apenas se le podía ver. Era un muchacho campesino, de unos quince años, y más alto que cualquiera de nosotros. Sus cabellos habían sido cortados de manera que le caían sobre la frente, parecía un chantre de pueblo. Tenía el aspecto de alguien desconcertado.

Aunque no era ancho de hombros, parecía sentirse incómodo con la estrechez de la chaqueta, de paño verde y botones negros; sus rojas muñecas, acostumbradas a estar descubiertas, se dejaban ver ampliamente por la abertura de las bocamangas.

Sus piernas estaban embutidas en unas medias azules que salían de un pantalón amarillento, demasiado estirado por los tirantes. Estaba calzado con unos grandes zapatos, mal lustrados y llenos de clavos.

Comenzó la recitación de las lecciones. El muchacho escuchaba con sumo interés, tan atento como en un sermón; no se atrevía

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siquiera a cruzar las piernas ni a apoyarse en los codos. A las dos, cuando sonó la campana, el maestro de estudios se vio obligado a llamarle la atención para que se uniera a nosotros en la fila.

Teníamos la costumbre de tirar las gorras al suelo al entrar en clase, para quedamos con las manos más libres; había que arrojarlas desde el umbral de modo que cayeran debajo del banco y pegaran contra la pared levantando mucho polvo. Era el estilo.

Pero ya se había acabado el rezo, y el nuevo, bien porque no se fijara en la maniobra o bien porque no quisiera someterse a ella, seguía con la gorra sobre las rodillas. Era uno de esos cubrecabezas de orden compuesto, en el que se encuentran los elementos de la gorra de granadero, del chapska, del sombrero redondo, de la gorra de nutria y del gorro de algodón: en fin, una de esas pobres cosas cu­ya muda fealdad tiene profundidades de expresión como el rostro de un imbécil. Ovoide y emballenada, empezaba por tres morcillas cir­culares; después alternaban unos rombos de terciopelo con otros de piel de conejo, separados por una banda roja; a continuación, una especie de saco que terminaba en un polígono encartonado, guame- cido con un adorno de pasamanería, del que pendía, en el extremo de un largo cordón demasiado delgado, una especie de bellota de hilos de oro, entrecruzados. Era una gorra nueva; la visera relucía.

-Levántese -le dijo el profesor.Se levantó: la gorra cayó al suelo. Toda la clase rompió a reír.El muchachote se inclinó a recogerla. Un escolar que estaba a su

lado volvió a tirársela de un codazo; el muchacho tomó a levantarla.-¡Vamos, suelte la gorra! -dijo el profesor, que era hombre

zumbón.Las carcajadas de los escolares desconcertaron al pobre mucha­

cho: no sabía si habías que tener la gorra en la mano, dejarla en el suelo o ponérsela en la cabeza. Volvió a sentarse y la posó sobre las rodillas.

-Levántese -le ordenó el profesor- y dígame cómo se llama.El nuevo tartajeó un nombre ininteligible.-Repita.Se oyó el mismo tartamudeo de sñabas, apagado por el abucheo

de la clase.

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-¡Más alto! -gritó el maestro-, ¡más alto!Entonces, el nuevo, tomando una resolución extrema, abrió una

boca desmesurada y, a pleno pulmón, como quien llama a alguien, soltó esta palabra: Charbovari'.

El estrépito surgió repentino y, de golpe, subió in crescendo, con algunos gritos sueltos (alaridos, aullidos, pataleos, coreando: ¡Charbovari! ¡Charbovari!)', luego, el estruendo fue declinando en notas aisladas, calmándose a duras penas y resurgiendo a veces de pronto en la línea de un banco o estallando acá o allá, como un petardo no del todo extinto, una risa ahogada.

Bajo una lluvia de castigos, se fue restableciendo el orden en la clase, y el profesor, una vez enterado del nombre de Charles Bovary mandando a su titular que lo dictara, lo deletreara y lo releyera, ordenó al pobre diablo que fuera a sentarse al banco de los desa­plicados, al pie de la tarima profesoral. El muchacho se puso en movimiento, pero, antes de echar a andar, vaciló.

-¿Qué busca? -preguntó el profesor.-M i go... -musitó tímidamente el nuevo, paseando en tomo

suyo una mirada inquieta.-¡Quinientos versos a toda la clase! -exclamado con voz furio­

sa, cortó el paso, como el Quos ego, a una nueva borrasca-. ¡A ver si se están tranquilos! -repetía indignado el profesor, enjugándose la frente con el pañuelo, que acababa de sacar del gorro-. Y usted, el nuevo, me va a copiar veinte veces el verbo ridiculus sum.

Después, con voz más suave:-¡Ya encontrará la gorra, no se la han robado!Volvió la calma, se inclinaron las cabezas en las carpetas, y el

nuevo permaneció dos horas con una compostura ejemplar, por más que, de vez en cuando, venía a estrellarse en su cara alguna bola de papel catapultada con una plumilla. Pero el nuevo se limpiaba con la mano y seguía quieto, con los ojos bajos.

Por la noche, a la hora del estudio, sacó sus manguitos del

1 El estudiante, asustado, en una sola palabra repite Charles Bovary, su nombre y su apellido.

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pupitre, puso en orden sus cosas y, con mucho cuidado, tiró las rayas en el papel. Le vimos trabajar a conciencia, buscando todas las palabras en el diccionario y esforzándose muchísimo. Gracias, sin duda, a esta buena voluntad que demostró, no descendió a la clase inferior; pues, si sabía pasablemente las reglas, carecía de elegancia en los giros. Había empezado el latín con el cura del pueblo, pues sus padres, por economía, tardaron lo más posible en mandarle al colegio.

El padre, monsieur Charles-Denis-Bartholomé Bovary, anti­guo ayudante de capitán médico, comprometido, en 1812, en asuntos de reclutamiento, y obligado por aquella época a dejar el servicio, aprovechó sus prendas personales para cazar al paso una dote de sesenta mil francos que se ofrecía en la hija de un tendero, enamorada de su tipo. Buen mozo, fanfarrón, mucho ruido de espuelas, patillas unidas al bigote, los dedos cubiertos de sortijas y vestido con llamativos colores, tenía traza de valentón y vivacidad desenvuelta de viajante de comercio. Una vez casado, vivió dos o tres años de la fortuna de su mujer, comiendo bien, levantándose tarde, fumando en grandes pipas de porcelana, no volviendo a casa por la noche hasta después del teatro y frecuentando los cafés. Murió el suegro y dejó poca cosa. El yerno se indignó, se metió a fabricante, perdió algún dinero y se retiró al campo, donde se propuso explotar la tierra. Pero como entendía de agricultura tan poco como de percales y montaba los caballos en vez de dedicarlos a las faenas de la labranza, y bebía la sidra en botellas en lugar de venderla en barriles, y se comía las mejores aves del corral, y engrasaba sus botas de caza con el tocino de sus cerdos, no tardó en concluir que era mejor renunciar a toda especulación.

Mediante doscientos francos anuales de alquiler encontró en un pueblo, allá por los confines de Caux y de Picardía, una especie de alojamiento, mitad casa de labranza, mitad vivienda; y, mohíno, reconcomido de añoranzas, acusando al cielo, envidiando a todo el mundo, se encerró, a los cuarenta y cinco años, asqueado de los hombres, decía, y decidido a vivir en paz.

Su mujer había estado loca por él; le amó con mil servilismos que le apartaron de ella más aún. Ella, tan jovial antes, tan expansiva

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y tan enamorada, se volvió al envejecer (como un vino que, destapado, se avinagra) de carácter difícil, quejona, nerviosa. ¡Había sufrido tanto al principio, sin quejarse, cuando le veía correr detrás de todas las zorronas del lugar y volver por la noche de veinte tugurios, hastiado y apestando a borrachera! Después se le encala­brinó el orgullo y se calló, tragándose la rabia con un estoicismo mudo, que conservó hasta la muerte. Se pasaba todo el tiempo en trámites, en negocios, visitando a procuradores, al presidente de la audiencia, recordando el vencimiento de los pagarés, pidiendo moratorias; y en casa planchaba, cosía, lavaba, vigilaba a los jornaleros, pagaba las cuentas, mientras el señor, sin preocuparse de nada, seguía aletargado en una somnolencia hosca de la que sólo se despertaba para decirle cosas desagradables, se quedaba fumando junto a la lumbre, escupiendo en la ceniza.

Cuando tuvo un hijo, hubo que encomendarlo a una nodriza. Después, ya en la casa, mimaron al crío como a un príncipe. La madre le alimentaba con golosinas; el padre le dejaba corretear descalzo, y, dándoselas de filósofo, llegaba a decir que podría muy bien ir desnudo del todo, como las crías de los animales. En opo­sición a las tendencias maternas, él tenía en la cabeza cierto ideal viril de la infancia y pretendía aplicarlo a la crianza de su hijo educándole con dureza, a la espartana, para que se hiciera fuerte. Le mandaba a la cama sin fuego, le enseñaba a echarse al coleto buenos tragos de ron y a insultar a las procesiones. Pero el pequeño, pacífico por naturaleza, respondía mal a sus propósitos. La madre le tenía siempre pegado a sus faldas. Le recortaba cartones, le contaba cuentos, le hablaba en monólogos sin fin, llenos de risas melancóli­cas y de parloteos melosos. En la soledad de su vida, puso en aquel niño todas sus vanidades confusas, fracasadas. Soñaba con posicio­nes encumbradas, le veía ya hombre, guapo, inteligente, ingeniero de caminos o magistrado. Le enseñó a leer y a cantar, acompañán­dole al piano -un viejo piano que tenía-, dos o tres romancitas sencillas. Mas, a todo esto, monsieur Bovary, que daba poca importancia a las letras, decía que no valía la pena. ¿Acaso iban a tener nunca con qué mandarle a las escuelas del gobierno, comprarle un cargo o un negocio? Además, lo que hace falta para triunfar en

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el mundo es tener tupe. Madame Bovary se mordía los labios y el crío vagabundeaba por el pueblo.

Se iba con los jornaleros a las faenas de la labranza y espantaba a terronazos a los cuervos, que levantaban el vuelo. Se atracaba de moras a lo largo de las cunetas, guardaba pavos armado de una vara, amontonaba el heno en la siega, corría por los bosques, jugaba a la rayuela en el pórtico de la iglesia cuando llovía y, en la fiesta mayor, suplicaba al sacristán que le dejara tocar las campanas, para colgarse de la gran maroma y columpiarse con ella en su vaivén.

Así creció el muchacho como un roble, coloradote y fuerte de manos.

Cuando cumplió los doce años, su madre consiguió que le pusieran a estudiar. Se lo encomendaron al cura. Pero las lecciones eran tan cortas y el muchacho las seguía tan mal que no podían servir de mucho. Las daban a ratos perdidos, en la sacristía, de pie, a toda prisa, entre un bautizo y un entierro; o bien el cura mandaba a buscar a su discípulo después del Angelus, cuando no tenía que salir. Subían a la casa, se acomodaban; en tomo a la candela revoloteaban moscardones y mariposas. Hacía calor, el chico se dormía, y al bueno del cura, las manos sobre la barriga, le acometía el sopor y no tardaba en roncar con la boca abierta. Otras veces, cuando el señor cura, volviendo de llevar el viático a algún enfermo de las cercanías, divisaba a Carlos en sus correrías por los campos, le llamaba, le sermoneaba un cuarto de hora y aprovechaba la ocasión para hacerle conjugar al pie de un árbol el verbo que tocaba aquel día. Hasta que los interrumpía la lluvia o algún conocido que pasaba. De todos modos, el cura estaba siempre contento del muchacho y hasta decía que tenía mucha memoria.

Carlos no podía quedarse en esto. La madre fue enérgica. El padre, avergonzado o más bien cansado, cedió sin resistencia y esperaron un año más, hasta que el muchacho hiciera la primera comunión.

Pasaron otros seis meses, y al año siguiente mandaron por fin a Carlos al Colegio de Ruán, a donde le llevó el propio padre, a finales de octubre, por la feria de San Román.

Hoy, ninguno de nosotros podría recordar nada de él. Era un

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muchacho de temperamento pacífico, que jugaba en los recreos, trabajaba en el estudio, escuchaba en la clase, dormía bien en el dormitorio general, comía bien en el refectorio. Se cuidaba de él un quincallero mayorista de la rué de la Ganterie, que le sacaba una vez al mes, el domingo, después de cerrar la tienda, le mandaba al puerto a ver los barcos y después le volvía al colegio a eso de las siete, antes de la cena. Los jueves por la noche, el muchacho escribía una larga carta a su madre, con tinta roja y cerrada con tres obleas; hecho lo cual se ponía a repasar los cuadernos de historia o a leer un viejo libro de Anacarsis que andaba rodando por la sala de estudio. Durante los paseos, charlaba con el criado que, como él, era de pueblo.

A fuerza de aplicación, se mantuvo siempre entre los medianos de la clase; una vez llegó a ganar un primer accésit en historia natural. Pero cuando acabó tercero, sus padres le sacaron del colegio para que estudiara medicina, convencidos de que podría arreglárselas él solo para terminar el bachillerato2.

Su madre le eligió en un cuarto piso una habitación que daba al Eau-de-Robec, en casa de un tintorero conocido suyo. Cerró el trato para la pensión, se agenció unos muebles, una mesa y dos sillas, mandó a buscar a casa una cama antigua de cerezo silvestre y compró una estufilla de hierro, junto con la provisión de leña necesaria para calentar a su pobre hijo. Y al cabo de una semana se marchó, previas mil recomendaciones de que se portara bien, ahora que iba a quedar abandonado a sí mismo.

El programa de las asignaturas que leyó en el tablero le hizo el efecto de un mazazo: anatomía, patología, fisiología, farmacia, química y botánica, aparte la clínica y la terapéutica y sin contar la higiene ni las materias médicas, nombres todos cuya etimología ignoraba y que eran como otras tantas puertas de santuarios llenos de augustas tinieblas.

No entendió nada; por más que escuchara, no le entraba. Y eso

2 El bachillerato francés y español no son equivalentes. El primero podría ser un grado intermedio entre bachillerato y Universidad.

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que trabajaba a conciencia, forraba los cuadernos, asistía a todas las clases, no perdía una sola visita. Cumplía su pequeña tarea coti­diana como un caballo de noria que da vueltas en el mismo sitio con los ojos vendados, ignorando la faena que está desempeñando.

Para ahorrarle gasto, la madre le mandaba cada semana un buen trozo de ternera asada, y con esto comía al volver por la mañana del hospital, a la vez que pegaba patadas a la pared para calentarse los pies. En seguida tenía que salir corriendo a las lecciones, al anfiteatro anatómico, al hospital, y volver a casa a través de todas las calles. Por la noche, después de la frugal cena del patrón, subía a su cuarto, y otra vez al trabajo, con la ropa mojada humeando so­bre su cuerpo junto a la estufa al rojo.

En las plácidas noches estivales, a la hora en que nadie camina por las templadas calles y las criadas juegan al volante en el umbral de las puertas, abría la ventana y se asomaba apoyado en los codos. Abajo corría, amarillo, violeta o azul, entre sus puentes y barandas, el río que hace de ese barrio de Ruán como una innoble pequeña Venecia. Unos obreros acurrucados en la orilla se lavaban los brazos en el agua. Grandes madejas de algodón se secaban al aire colgadas de unos palos que emergían de los desvanes. Enfrente, más allá de los tejados, el cielo abierto y puro, con el sol rojo del ocaso. ¡Qué bien se debía de estar allí! ¡Qué fresco bajo el robledal!Y el muchacho abría las ventanas de la nariz para aspirar los buenos olores del campo, que no llegaban hasta él.

Adelgazó, creció y su semblante adquirió una especie de expresión doliente que le hacía casi interesante.

Naturalmente, por dejadez, fue abandonando todas las resolu­ciones que había tomado. Una vez faltó a la visita, al día siguiente a clase, y, saboreando la pereza, poco a poco acabó por no volver.

Se acostumbró a la taberna, con la pasión del dominó. Ence­rrarse cada tarde en un sucio lugar público para plantar en unas mesas de mármol unos huesecillos de cordero marcados con puntos negros le parecía un acto precioso de su libertad que le elevaba en su propia estimación. Era como la iniciación en el mundo, el acceso a unos placeres prohibidos; y, al entrar, ponía la mano en el picaporte con un goce casi sensual. Y muchas cosas antes comprimí-

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das en él se dilataron; aprendió de memoria coplas y se las cantaba a los amigos que llegaban, se entusiasmó con Béranger3, aprendió a hacer ponche y por último conoció el amor.

Gracias a estos trabajos preparatorios, fracasó rotundamente en los exámenes de “oficial de sanidad”4. ¡Aquella misma noche le esperaban en casa para celebrar el triunfo!

Llegó a pie, se detuvo a la entrada del pueblo, mandó recado a su madre y le contó todo. La madre le disculpó, atribuyendo el fracaso a la injusticia de los examinadores, y le tranquilizó un poco, encargándose de arreglar las cosas.

Monsieur Bovary no se enteró de la verdad hasta pasados cinco años; como era ya una verdad vieja, la aceptó; por otra parte, no podía suponer que un hombre salido de él fuera un tonto.

Carlos tomó, pues, al trabajo y preparó sin interrupción las asignaturas, aprendiendo de memoria todas las preguntas. Aprobó con bastante buena nota. ¡Qué hermoso día para su madre! Dieron una gran comida.

¿A dónde iría a ejercer su arte? A Tostes. En Tostes no había más que un médico viejo. Madame Bovary llevaba mucho tiempo acechando su muerte, y apenas se las había liado el bueno del hombre cuando ya estaba Carlos instalado enfrente como sucesor suyo.

Pero no bastaba con haber criado al hijo, haberle hecho estudiar medicina y haber descubierto Tostes para que la ejerciera: necesi­taba una mujer. Y le encontró una: la viuda de un escribano de Dieppe, que tenía cuarenta y cinco años y mil doscientas libras de renta.

Aunque era fea, seca como un escajo seco y con más botones5 en la cara que una primavera, la verdad es que a madame Dubuc no le faltaban partidos donde escoger. Madame Bovary tuvo que

3 Pierre-Jean de Béranger (1780-1857), compositor de canciones, muy famosas en la época, como Le Dieu de bonnes gens o Le vieux sergent. También se interesó por la política.

4 Médico autorizado a ejercer la medicina sin ser doctor. Este permiso estuvo vigente hasta 1892.

5 La traducción correcta sería granos, pero se perdería la comparación con los botones de la primavera.

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eliminarlos todos para lograr sus fines, y hasta desbarató hábil­mente las intrigas de un chacinero al que apoyaban los curas.

Carlos había entrevisto en el matrimonio el advenimiento de una situación mejor, imaginando que estaría más libre y podría disponer de su persona y de su dinero. Pero su mujer asumió el mando; delante de gente, el hombre tenía que decir esto y no lo otro, guardar vigilia los viernes, vestirse como a ella le parecía, apremiar siguiendo sus órdenes a los clientes morosos. Le abría las cartas, le seguía los pasos y, cuando en la consulta había mujeres, escuchaba a través del tabique.

Había que servirle el chocolate todas las mañanas, colmarla de cuidados sin fin. Se quejaba constantemente de los nervios, del pecho, de los humores. El ruido de pasos le hacía daño; se iban y no podía soportar la soledad, tomaban a su lado y era seguramente para verla morir. Por la noche, cuando volvía Carlos, la mujer sacaba de debajo de las sábanas sus largos y flacos brazos, le rodeaba con ellos el cuello, le hacía sentarse en el borde de la cama y se ponía a hablarle de sus penas: ¡la estaba olvidando, amaba a otra! Bien le habían dicho que iba a ser desgraciada; y acababa pidiéndole algún jarabe para su salud y un poco más de amor.

II

Cerca de las once, una noche, fueron despertados por el mido de un caballo que se detuvo justo ante la puerta. La criada abrió la ventana de la buhardilla y habló algún tiempo con un hombre que permanecía abajo, en la calle. Él venía a buscar al médico y traía una carta. Anastasia descendió por las escaleras tiritando y abrió la cerradura y los cerrojos. El hombre dejó su caballo y siguiendo a la criada caminó atropelladamente tras ella; de su grueso gorro de lana con borlas grises sacó la carta, muy bien envuelta en un trapo, y se la entregó con toda la delicadeza a Carlos, quien se apoyó sobre la almohada para leerla. Anastasia, junto a la cama, sostenía el cande­labro. La señora, por pudor, continuaba volteada hacia la calle, dando la espalda.

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La carta, bien cerrada por un sello de lacre azul, le rogaba a monsieur Bovary que fuera inmediatamente a la granja de Les Ber- taux, para que curara una pierna rota. Pero desde Tostes hasta donde Les Bertaux había seis largas leguas de travesía, pasando por Longueville y Saint-Victor. Además, la noche era oscura. La joven Madame Bovary temía que su marido tuviera un accidente. Entonces se decidió que partiera adelante el mozo de muías. Carlos le seguiría tres horas más tarde, cuando ya estuviera en lo alto la luna. Enviarían a un muchacho a su encuentro, que les serviría de guía por el camino hacia la granja y les abriría las portezuelas.

A eso de las cuatro de la madrugada, Carlos se puso en camino para Les Bertaux, bien abrigado en su gabán. Adormecido aún por el calor del sueño, se dejaba mecer al trote pacífico de su montu­ra. Cuando ésta se detenía por propia decisión ante esos badenes rodeados de espino que se abren al borde de los surcos, Carlos se despertaba sobresaltado, recordaba de pronto la piema rota y procuraba acordarse de todas las fracturas que sabía. Había parado de llover, comenzaba a apuntar el día y en las ramas de los manzanos sin hojas se divisaban unos pájaros, quietos, erizadas sus pequeñas plumas al viento frío del amanecer. El campo, llano, se perdía en el horizonte, y, a intervalos espaciados, los bosquecillos que rodeaban las alquerías ponían manchas de un violeta muy oscuro en la gran superficie gris que se fundía en el horizonte con el tono tristón del cielo. De vez en cuando, Carlos abría los ojos; pero como se le cansaba la mente y le volvía el sueño, en seguida caía en una especie de adormilamiento, y como sus sensaciones recientes se confundían con recuerdos, él mismo se veía doble, a la vez estudiante y casado, acostado en su cama como poco antes, atravesando una sala de operados como antaño. En su cabeza se mezclaba el olor cálido de las cataplasmas con el verde olor del rocío; oía correr sobre la barra las anillas de hierro de las camas y oía dormir a su mujer... Al pasar por Vassonville vio junto a una cuneta un muchacho sentado en la hierba.

-¿Es usted el médico? -preguntó el zagal.Y, ante la respuesta de Carlos, cogió los zuecos con las manos

y echó a correr delante de él.

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En el camino, el médico comprendió por las palabras del guía que monsieur Rouault debía de ser un labrador de los más acomoda­dos. La víspera, se había roto la pierna al volver de celebrar los Reyes en casa de un vecino. La mujer había muerto hacía dos años. No vivía con él más que su demoiselle, que le ayudaba a llevar la casa.

Las rodadas eran cada vez más profundas. Se iban acercando a Les Bertaux. El chicuelo, colándose por una abertura de la cerca, desapareció, volviendo al extremo de un corral para abrir la barrera. El caballo resbalaba en la hierba mojada; Carlos se agachaba para pasar bajo las ramas. Los mastines ladraban, tirando de la cadena que los sujetaba a la caseta. Cuando Carlos entró en Les Bertaux, el caballo se asustó y pegó un gran bote.

Era una casa de labranza de buena apariencia. Por las puertas abiertas de las cuadras se veían grandes caballos de labor comiendo tranquilamente en pesebres nuevos. A lo largo de los edificios, un ancho estercolero; ascendía un vaho y, entre las gallinas y los pavos, picoteaban cinco o seis pavos reales, lujo de los corrales de esta región de Caux. El tinado era largo, la casa era alta, de paredes lisas como la mano. Bajo el cobertizo había dos grandes carretas y cuatro arados, con sus látigos, sus colleras, sus aparejos completos, cuyas melenas de lana azul se manchaban con el fino polvo que caía de los graneros. El corral iba ascendiendo, plantado de árboles simétrica­mente espaciados, y se oía cerca de la charca el alegre graznido de una manada de gansos.

Una mujer joven, con un vestido de merino azul adornado con tres volantes, salió a la puerta de la casa a recibir a monsieur Bovary y le llevó hasta la cocina, donde ardía una gran lumbre. Junto a la misma hervía el almuerzo de los jornaleros en unos pucherillos de desigual tamaño. En el interior de la campana se secaban unos vestidos húmedos. La paleta, las tenazas y el tubo del fuelle, todo ello de proporciones colosales, brillaban como acero pulido, y a lo largo de las paredes colgaba una abundante batería de cocina, donde espejeaba desigualmente la clara llama de la lumbre, unida a los primeros resplandores del sol que entraban por los cristales.

Carlos subió al primero a ver al enfermo. Le encontró en la

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cama, sudando bajo las mantas y habiendo tirado muy lejos su gorro de algodón. Era un hombrecillo rechoncho de cincuenta años, blanca la piel, ojos azules, calva la parte delantera de la cabeza y que llevaba zarcillos. A su lado, sobre una silla, una gran botella de aguardiante, de la que se servía de vez en cuando para darse ánimos; pero, nada más ver al médico, cesó su exaltación, y, en vez de jurar como lo estaba haciendo desde hacía doce horas, se puso a gemir débilmente.

La fractura era sencilla, sin ninguna complicación. No se habría atrevido Carlos a desearla más fácil. Y, recordando las maneras de sus maestros junto a la cama de los heridos, reconfortó al paciente con toda clase de buenas palabras, esas caricias quirúrgicas que son como el aceite con que se engrasan los bisturís. Para preparar unas tablillas, fueron a buscar al cobertizo de los carros un paquete de listones. Carlos eligió uno, lo cortó en trozos y lo pulimentó con un vidrio, mientras la criada rasgaba unas sábanas para hacer vendas y mademoiselle Emma trataba de coser unas almohadillas. Como tardara mucho tiempo en encontrar el costurero, su padre se impacientó; ella no le contestaba, pero se pinchaba los dedos con la aguja y se los llevaba a la boca para chuparlos.

A Carlos le sorprendió la blancura de sus uñas. Eran brillantes, alargadas, más pulidas que los marfiles de Dieppe y cortadas en forma de almendra. Pero la mano no era bonita, quizá no bastante pálida y un poco enjuta en las falanges; era también demasiado larga y sin suaves inflexiones de líneas en los contornos. Lo mejor que tenía eran los ojos: aunque eran pardos, parecían negros por causa de las pestañas, y su mirada llegaba francamente a las personas, con un atrevimiento cándido.

Hecho el vendaje, el propio monsieur Rouault invitó al médico a comer un bocado antes de marcharse.

Carlos bajó a la sala, en la planta baja. En una mesita situada al pie de una gran cama con dosel cubierto de una tela de indiana con personajes que representaban turcos, había dos cubiertos, con vasos de plata. Se notaba un olor a lirios y a sábanas húmedas que salía de un alto armario de roble situado frente a la ventana. En los rincones, unos sacos de trigo de pie en el suelo. Era lo que no cabía

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en el granero próximo, al que se subía por tres escalones de piedra. Decorando la estancia, en el centro de la pared, cuya pintura verde se descascarillaba bajo el salitre, una cabeza de Minerva, dibujada a lápiz negro, en un marco dorado y que llevaba abajo, escrito en letra gótica: “A mi querido papá”.

Empezaron por hablar del enfermo, después del tiempo que hacía, de los grandes fríos, de los lobos que merodeaban de noche por los campos. Mademoiselle Rouault no lo pasaba muy bien en el campo, sobre todo ahora que tenía que ocuparse casi sola de las labores de la finca. Como la sala estaba fresca, mademoiselle Rouault tiritaba comiendo, lo que descubría un poco sus carnosos labios, que, en sus momentos de silencio, tenía la costumbre de morderse.

Llevaba un cuello blanco, abierto. Cada una de las dos crenchas de su negro pelo, separadas por una fina raya al medio, que se hundía ligeramente siguiendo la curva del cráneo, parecía de una sola pieza, tan lisas eran; y, dejando apenas ver el lóbulo de la oreja, iban a unirse por detrás en un moño abundante, con un movimiento ondulado hacia las sienes, que el médico rural observó entonces por primera vez en su vida. Los pómulos eran rosados. Llevaba, como un hombre, sujetos entre dos botones del corpiño, unos quevedos de concha.

Cuando Carlos, después de subir a despedirse del padre, volvió a la sala antes de marcharse, encontró a mademoiselle Rouault de pie, apoyada la frente contra la ventana y mirando al jardín, donde el viento había tirado los rodrigones de las judías. Se volvió.

-¿Busca algo? -preguntó.-La fusta, por favor -repuso el médico.Y se puso a buscar sobre la cama, detrás de las puertas, debajo

de las sillas; la fusta se había caído al suelo, entre los sacos y la pared. Mademoiselle Emma la vio; se inclinó sobre los saco? de trigo. Carlos, por galantería, se precipitó hacia ella, y, al alargar también el brazo en el mismo movimiento, notó que su pecho rozaba la espalda de la muchacha, inclinada bajo él. Emma se incorporó muy sonrojada y le miró por encima del hombro, tendién­dole el látigo.

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En vez de volver a Les Bertaux tres días más tarde, como había prometido, volvió al día siguiente, y luego dos días fijos por semana, sin contar las visitas inesperadas que hacía de vez en cuando, como por equivocación.

Por lo demás, todo fue bien; la curación siguió el curso normal y cuando, a los cuarenta y seis días, vieron al tío Rouault tratando de andar solo por su choza, la gente comenzó a decir que monsieur Bovary era un hombre de gran capacidad. El tío Rouault decía que no le habrían curado mejor los primeros médicos de Yvetot ni siquiera los de Ruán.

En cuanto a Carlos, no se le ocurría en absoluto preguntarse por qué le gustaba ir a Les Bertaux. Aunque se le hubiera ocurrido, seguramente habría atribuido su celo a la gravedad del caso, o quizá al provecho que de él esperaba. Pero ¿explicaba esto que sus visitas a la alquería fuesen, entre las pobres ocupaciones de su vida, una excepción deliciosa? Esos días se levantaba temprano, salía al galope, arreaba al caballo; luego se apeaba para limpiarse los pies en la hierba y se ponía los guantes negros antes de entrar. Le gustaba ir llegando al corral, sentir contra el hombro la barrera que giraba, y el gallo que cantaba encaramado en el muro, y los muchachos que salían a su encuentro. Le gustaban la casa y las cuadras; le gustaba el tío Rouault, que le daba golpecitos en la mano llamándole su salvador; le gustaban los pequeños zuecos de Emma en las lo­sas lavadas de la cocina; sus altos tacones la hacían un poco más alta, y, cuando andaba delante de él, las suelas de madera, levan­tándose rápidas, chocaban con un ruido seco contra el cuero de la bota.

Le acompañaba siempre hasta el primer peldaño de la escalina­ta. Cuando no le habían traído todavía el caballo, esperaba allí. Como ya se habían despedido, no hablaban más; la rodeaba el aire, enmarañándole los pelillos de la nuca o agitándole sobre la cadera los cordones del delantal, que tremolaban como banderolas. Una vez, en tiempo de deshielo, escurría en el corral la corteza de los árboles, se fundía la nieve sobre las techumbres de los edificios. Emma estaba en el umbral; fue a buscar su sombrilla; la abrió. La sombrilla, de seda cuello de pichón, atravesada por el sol, le

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iluminaba con reflejos movibles la blanca piel de la cara. Bajo la sombrilla sonreía al calorcillo; y se oían una a una, sobre el tenso muaré, las gotas de agua.

En los primeros tiempos de las visitas de Carlos a Les Bertaux, madame Bovary segunda no dejaba de preguntar por el enfermo y hasta había elegido para monsieur Rouault una hermosa página blanca en el libro que ella llevaba por partida doble. Pero cuando supo que monsieur Rouault tenía una hija, se informó; y se enteró de que mademoiselle Rouault, educada en el convento de las Ursulinas, había recibido, como dicen, una esmerada educación, y sabía, en consecuencia, de baile, de geografía, de dibujo, hacer tapicería y tocar el piano. ¡Bonita historia! “¿De modo que por eso -se decía- se le alegra la cara cuando va a verla, y se pone el chaleco nuevo, a riesgo de estropearlo con la lluvia? ¡Ah esa mujer, esa mujer!...”

Y la odió por instinto. Al principio se desahogó con alusiones. Carlos no la entendió; después, con reflexiones incidentales que él dejaba pasar por miedo a la tormenta; por último, con apóstrofes a quemarropa, a los que él no sabía contestar. ¿Por qué volvía a Les Bertaux, si monsieur Rouault estaba ya curado y esa gente no había pagado aún? ¡ Ah!, es que ya tenía allí una persona, una persona que sabía conversar, bordar, una persona instruida. ¡Eso es lo que él quería: necesitaba señoritas de ciudad!

Y proseguía:-¡La hija del tío Rouault una señorita de ciudad! ¡Vamos!, su

abuelo era pastor, y tienen un primo que estuvo a punto de ir a los tribunales por un mal golpe en una riña. No es para tanto remilgo, ni para presumir el domingo en la iglesia con vestido de seda, como una condesa. Y además, ¡pobre hombre, que, a no ser por las colzas del año pasado, se habría visto negro para pagar los atrasos!

Por cansancio, Carlos dejó de ir a Les Bertaux. Eloísa, después de muchos sollozos y besos, en una explosión de amor, le había hecho jurar, con la mano sobre el libro de misa, que no volvería más. Obedeció, pero la audacia de su deseo protestó contra el servilismo de su conducta y, por una especie de hipocresía inocente, juzgó que aquella prohibición de verla era para él como un derecho de amar.

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Y además la viuda era flaca, tenía los dientes largos; llevaba en todo tiempo una toquilla negra cuya punta le caía entre los omóplatos; su rígido cuerpo estaba embutido en unos vestidos a modo de vaina, demasiado cortos, que dejaban ver los tobillos con las cintas de los anchos zapatos, trenzadas sobre unas medias grises.

La madre de Carlos iba a verle de vez en cuando; pero, al cabo de unos días, la nuera parecía azuzarla contra el hijo; y entonces, como dos cuchillos, se dedicaban a escarificarle con sus reflexiones y sus observaciones. ¡Hacía mal en comer tanto! ¿Por qué convidar siempre a beber a cualquiera que llegara? ¡Qué cabezonada no querer llevar franela!

Aconteció que, al comienzo de la primavera, un notario de Ingouville, que tenía fondos de la viuda de Dubuc, se embarcó un buen día llevándose con él todo el dinero de su estudio. Verdad es que Eloísa poseía también, además de una parte de barco tasada en seis mil francos, su casa de la rué Saint-Francois; y sin embargo, de toda aquella fortuna tan cacareada, en la casa no se había visto más que unos pocos muebles y cuatro pingos. Hubo que poner las cosas en claro. Resultó que la casa de Dieppe estaba hipotecada hasta las cejas; lo que la mujer había puesto en poder del notario, sólo Dios lo sabía, y la parte del barco no pasó de mil escudos. ¡Con que la buena señora había mentido! Monsieur Bovary padre, en su exasperación, rompiendo una silla contra el suelo, acusó a su mujer de haber hecho la desgracia de su hijo unciéndole a semejante penco, un penco cuyos arreos no valían un comino. Acudieron a Tostes. Hubo explicaciones violentas. Eloísa, sollozando, echán­dose en los brazos de su marido, le conjuró a defenderla de sus padres. Carlos intentó hacerlo. Los padres se enfadaron y se marcharon.

Pero el mal ya estaba hecho. A los ocho días, cuando Eloísa estaba tendiendo la ropa en el corral, escupió sangre, y al día siguiente, en el momento en que Carlos volvió la espalda para cerrar la cortina de la ventana, la mujer dijo: “¡Ay, Dios mío!”, lanzó un suspiro y se desvaneció. Estaba muerta. ¡Qué pasmo!

Terminado todo en el cementerio, Carlos volvió a casa. No encontró a nadie abajo; subió al primero, a la habitación, y vio su

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vestido colgado aún al pie de la alcoba; apoyándose en el escritorio, se quedó hasta la noche perdido en una meditación dolorosa. Después de todo, le había querido.

III

El tío Rouault llegó una mañana donde Carlos a pagarle por la curación de su pierna. Eran setenta y cinco francos en monedas de cuarenta centavos, y un enorme pavo. Ya sabía del infortunio de Carlos y trató de consolarlo. Le decía:

-¡Yo sé muy bien qué sientes! -mientras tanto le palmoteaba la espalda-; yo ya pasé por esas. Cuando quedé sin mi esposa, deambulaba solitario por los campos, me tiraba a llorar al pie de un árbol, trataba de hablar con Dios, le comentaba tonterías. Habría deseado ser como aquellos grotescos animales6 que se arrastran por las ramas, con el vientre cubierto de gusanos. Cuando me daba cuenta de que otros estaban felices abrazados a sus esposas, golpeaba furioso el suelo con la cachaba. Estaba loco, perdí el apetito, me producía repulsión la idea de ir al café. Pero ahora ya ve, los días pasan, primavera tras invierno y otoño tras verano, poco a poco todo fue pasando, no hasta el olvido, pero sí hasta mitigar la opresión de ese sufrimiento. Vamos, no hay que dejarse morir porque otros se han muerto... ¡Hay que animarse, monsieur Bovary, esto pasará! Podría venir a visitamos con más frecuencia. Mi hija lo recuerda y dice que usted la olvida. La primavera está por llegar y sería muy agradable que nos acompañara en la caza de conejos.

Carlos atendió el buen consejo. Regresó donde Les Bertaux. Encontró todo igual que la víspera, o sea, como cinco meses atrás.

6 La única traducción posible de taupe es topo. Pero los topos, habitantes de galerías subterráneas, nunca se han visto en las ramas.

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En ese tiempo, los perales florecían y el bondadoso Rouault, que ya podía caminar sin dificultad, trasegaba por la casa.

Creyéndose en el deber de prodigar al médico las mayores atenciones posibles, por su situación dolorosa, le rogó que no se quitara el sombrero, le habló en voz baja, como si estuviera en­fermo, y hasta hizo como que se enfadaba porque no habían preparado para él algo un poco más ligero que lo que comerían los demás, tal como unos tarritos de nata o unas peras cocidas. Contó cosas. Carlos se sorprendió riendo; pero se acordó de pronto de su mujer y se entristeció. Trajeron el café, y dejó de pensar en ella.

A medida que se habituaba a vivir solo, fue pensando menos. Las agradables ventajas de la independencia no tardaron en hacerle más soportable la soledad. Ahora podía cambiar las horas de las comidas, entrar o salir sin dar explicaciones y, cuando estaba muy cansado, tenderse en la cama con sus cuatro miembros. Y se cuidó, se mimó y aceptó los consuelos que le daban. Por otra parte, la muerte de su mujer no le vino mal en su profesión, pues estuvieron repitiendo durante un mes: “¡Pobre mozo! ¡Qué desgracia!” Corrió su nombre y aumentó su clientela; y además iba a Les Bertaux cuando quería. Tenía una esperanza indefinida, una vaga felicidad; cuando se cepillaba las patillas ante el espejo, se encontraba la cara más agradable.

Un día llegó a eso de las tres; todo el mundo estaba en las tierras; entró en la cocina, pero al principio no vio a Emma; estaban cerrados los postigos. Por las rendijas de la madera, el sol prolon­gaba en el suelo unas delgadas rayas, que se quebraban en las aristas de los muebles y temblaban en el techo. En la mesa, trepaban las moscas a lo largo de los vasos en que habían bebido los comensales, y zumbaban ahogándose en la sidra que quedaba en el fondo. La luz que bajaba por la chimenea, aterciopelando el hollín de la placa, azuleaba un poco la ceniza fría. Emma estaba cosiendo entre la ventana y el fogón; no llevaba nada sobre los hombros y se veían en ellos pequeñas gotas de sudor.

Como era costumbre en el campo, le ofreció algo de beber. Declinó él la invitación, insistió ella y por fin le propuso, riendo,

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tomar juntos una copa de licor. Fue, pues, a buscar en el armario una botella de curacao, cogió dos copitas, llenó una hasta el borde, echó unas gotas en la otra y, después de brindar, se la llevó a la boca. Como estaba casi vacía, echó la cabeza hacia atrás para beber, y, adelantando los labios, tenso el cuello, se reía de no sentir nada, mientras sacando la punta de la lengua, entre los finos dientes, lamía levemente el fondo de la copa.

Volvió a sentarse y reanudó su labor, una media de algodón blanco donde estaba haciendo unos zurcidos; trabajaba con la frente inclinada; no hablaba. Tampoco Carlos. El aire, pasando por debajo de la puerta, empujaba a las losas un poquito de polvo; Carlos lo miraba arrastrarse y sólo oía el batir interior de su cabeza, y, lejos, el cacareo de una gallina que había puesto en un corral. De vez en cuando, Emma se refrescaba la cara con la palma de las manos, enfriándolas después contra la bola de hierro de los morillos.

Se quejaba de sufrir mareos desde el comienzo de la estación; preguntó si le convendrían los baños de mar; se puso a hablar del convento, Carlos de su colegio, y les vinieron las frases. Subieron al cuarto de Emma. Le enseñó sus antiguos cuadernos de música, los pequeños libros que le habían dado de premio y las coronas de hojas de roble, abandonadas en el cajón de un armario. Le habló también de su madre, del cementerio, y hasta le enseñó en el jardín el cuadro donde cogía las flores los primeros viernes de mes para llevárselas a la tumba. Pero el jardinero que tenían no entendía nada de flores; ¡era tan malo el servicio! Ya le gustaría vivir en la ciudad

' aunque sólo fuera durante el invierno, por más que en los días tan largos del verano el campo fuese aún más aburrido -y, según lo que dijera, su voz era clara, aguda, o languideciendo de repente, arrastraba unas modulaciones que acababan casi en murmullo, cuando se hablaba a sí misma-, ora gozosa, abriendo unos ojos ingenuos, ora entornando los párpados, bañada de aburrimiento la mirada, vagabundo el pensamiento.

Por la noche, al volver a casa, Carlos repitió una por una las frases que Emma había dicho, intentando recordarles, completar su sentido,'para reconstruir la porción de existencia que ella había vivido cuando él no la conocía aún. Pero nunca pudo verla en su

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pensamiento de modo diferente a como la vio la primera vez o como acababa de dejarla hacía un momento. Después se preguntó cómo sería cuando se casara, ¿y con quién? El tío Rouault era, ¡ay!, muy rico, ¡y ella... tan bonita! Pero siempre volvía a surgir ante sus ojos la cara de Emma, y en sus oídos resonaba algo monótono como el zumbido de una peonza: “¡Bueno, si te casaras, si te casaras!” Aquella noche no durmió, tenía un nudo en la garganta, tenía sed; se levantó a beber agua de la jarra y abrió la ventana; el cielo estaba muy estrellado, pasaba un viento cálido; ladraban, lejos, los perros. Volvió la cabeza hacia la parte de Les Bertaux.

Pensando que, después de todo, no arriesgaba nada, Carlos se prometió hacer la petición cuando se presentara un momento oportuno; pero, cada vez que se presentó, el miedo a no encontrar las palabras convenientes le sellaba los labios.

Al tío Rouault no le habría parecido mal que le quitaran de encima a su hija, la cual servía de muy poco en la casa. En su interior la disculpaba, pensando que era demasiado inteligente para las faenas del campo, oficio maldito por el cielo, porque nunca en él se vio hombre millonario. Lejos de haber hecho fortuna, el bueno del hombre salía perdiendo todos los años: pues, así como se las arreglaba muy bien en los mercados, donde se complacía en las artimañas del oficio, no le gustaban nada las labores del campo propiamente dichas, incluida la administración interior de la alquería. Se resistía a sacar las manos de los bolsillos y no escatimaba gasto para todo lo concerniente a su vida, queriendo comer bien, estar bien calentito y acostarse en una buena cama. Le gustaba la sidra fuerte, la pierna de cordero sangrando, los carajillos bien batidos. Comía en la cocina, solo, frente a la lumbre, en una mesita que le traían ya servida como en el teatro.

Cuando se dio cuenta de que Carlos se ponía colorado cuando estaba junto a su hija, lo que significaba que cualquier día se la pediría en matrimonio, rumió de antemano todo el asunto. Le encontraba un poco blando, y no era el yerno que él hubiera deseado; pero tenía fama de buena conducta, económico, muy ilustrado, y seguramente no regatearía mucho por la dote. Ahora bien, como el tío Rouault iba a tener que vender veintidós acres de su hacienda,

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pues debía mucho al albañil, mucho al guarnicionero, y el árbol del lagar había que cambiarlo, se dijo: “Si me la pide, se la doy”

Por San Miguel, Carlos fue a pasar tres días a Les Bertaux. El último pasó como los anteriores, aplazando la cosa de cuarto en cuarto de hora. El tío Rouault le acompañó un trecho; iban por un camino encajonado, estaban a punto de despedirse; era el momento. Carlos se dio de plazo hasta el recodo del seto, y por fin, ya rebasado éste:

-Maese Rouault -murmuró-, quisiera decirle una cosa.Se pararon. Carlos callaba.-¡Bueno, cuénteme esa historia! ¡Como si no estuviera yo al

cabo de la calle! -dijo el tío Rouault, riendo suavemente.-Tío Rouault... tío Rouault -balbuceó Carlos.-Yo no deseo otra cosa -continuó el labrador-. Aunque segu­

ramente la muchacha será de mi idea, habrá que pedirle parecer. Bueno, váyase; yo me vuelvo a casa. Si es que sí, óigame bien, no tendrá usted necesidad de volver, por la gente, y además a ella la impresionaría demasiado. Pero para que usted no se reconcoma, abriré de par en par el postigo de la ventana hasta la pared: usted podrá verlo mirando atrás, asomándose sobre el seto.

Y se alejó.Carlos amarró el caballo a un árbol. Corrió a apostarse en el

sendero; esperó. Pasó media hora, contó otros diecinueve minutos en su reloj. De pronto se produjo un ruido contra la pared; se había abierto el postigo, la aldabilla temblaba todavía.

Al día siguiente, a las nueve, estaba en la alquería. Emma se sonrojó al verle llegar, pero, por continencia, se esforzó por sonreír un poco. El tío Rouault besó a su futuro yerno. Se pusieron a hablar de las cuestiones de intereses; pero tenían tiempo por delante, puesto que la boda no podía celebrarse decentemente antes de que termina­ra el luto de Carlos, es decir, hacia la primavera del año siguiente. ^ En esta espera transcurrió el invierno. Mademoiselle Rouault se ocupó de su equipo. Una parte de él 1q encargaron a Ruán, y Emma se hizo camisas y gorros de noche con arreglo a dibujos de modas que le prestaron. En las visitas que Carlos hacía a la finca, hablaban de los preparativos de la boda, del sitio en que se daría la comida;

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pensaban en la cantidad de platos que iban a hacer falta y en las personas a quienes había que invitar.

A Emma, por su parte, le hubiera gustado casarse a media noche, a la luz de las antorchas; pero al tío Rouault no le entró esa idea. Se celebró pues una boda a la que asistieron cuarenta y tres personas, pasaron dieciséis horas en la mesa y la cosa se repitió al día siguiente y un poco los días sucesivos.

IV

Todos los invitados llegaron puntualmente en carruajes y coches arrastrados por un caballo, en carrozas de bancas con dos ruedas, en viejos cabriolés sin capota, con jardineras rodeadas de cortinillas de cuero. Los jóvenes de las poblaciones más cercanas llegaban en carretas, de a pie y en fila, apoyándose en las barandas para no caerse. Todos los invitados venían de diez leguas a la redonda, muchos de Goderville, otros de Normanville y Cany. Habían sido invitados todos los parientes de las dos familias; se reconciliaron con aquellos que habían tenido alguna disputa y se escribieron con viejos cono­cidos de los que hacía mucho tiempo no tenían noticias.

Ocasionalmente se escuchaban golpes de fusta detrás del seto; por un momento se abrió la barrera: era un carruaje que entraba. Llegó galopando hasta el primer peldaño de la escalinata, se detuvo secamente y dejó que saliera por todos los lados la gente que contenía. Muchos salían frotándose las rodillas y estirando los brazos. Las damas, con gorro, tenían vestidos propios de la ciudad, cadenas con relojes de oro, esclavinas con los bordes cruzados en la cintura, o pequeñas pañoletas de colores sujetas a la espalda con un alfiler y que les descubrían el cuello por detrás. Los chiquillos, vestidos igual que sus padres, parecían incómodos con las nuevas vestimentas (muchos estaban estrenando aquel día el primer par de botas de su vida); muy cerca de éstos, sin pronunciar palabra alguna y con el traje blanco de la primera comunión alargado para la ocasión, se encontraba alguna muchacha de catorce o dieciséis años, quizás una prima o una hermana mayor, ruborizada, atolondrada,

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con el cabello untado de pomada de rosas y temerosa de ensuciarse los guantes. Como no había bastantes mozos de cuadra para desen­ganchar los carruajes, los señores se remangaban y lo hacían ellos mismos. Según la posición social, iban de frac, levita, chaqueta o chaqué -trajes rodeados de la consideración de una familia y que sólo salían del armario para las solemnidades-; levitas de grandes vuelos flotando al viento, de cuello cilindrico, bolsillos grandes como sacos, chaquetas de paño grueso, generalmente con gorra de visera ribeteada de cobre; chaqués muy cortos, con dos botones en la espalda cerca el uno de otro como un par de ojos, y cuyos faldones parecían cortados de un solo bloque con el hacha del carpintero. Y algunos (pero, naturalmente, estos tenían que comer en el extremo inferior de la mesa) llevaban blusas de ceremonia, es decir, con un cuello que caía sobre los hombros, la espalda fruncida en pequeños pliegues y el talle muy bajo ceñido por un cinturón cosido.

¡Y las camisas abombadas sobre el pecho como corazas! Todos estaban recién trasquilados, bien afeitados, las orejas separadas de las cabezas. Y aun algunos que se habían levantado antes del alba y no veían claro para afeitarse tenían rasguños en diagonal debajo de la nariz o, a lo largo de las mandíbulas, rasponazos de la piel como escudos de tres francos, hinchados por el aire del camino, lo que jaspeaba un poco de placas rosadas todas aquellas caras gruesas, blancas, satisfechas.

Como el ayuntamiento estaba sólo a media legua de la finca, fueron a pie, y volvieron de la misma manera una vez terminada la ceremonia en la iglesia. El cortejo, al principio seguido como una sola banda de color, que ondulaba en el campo a lo largo del estrecho sendero serpenteante entre los trigos verdes, no tardó en estirarse y se cortó en grupos diferentes, que se rezagaban charlando. El músico iba delante con su violín empenachado de cintas formando moñas; detrás iban los novios, la familia, los amigos según caían; y los niños se quedaban rezagados, entreteniéndose en arrancar las campanillas de la avena, o en pelearse sin que los vieran. El vestido de Emma, demasiado largo, arrastraba un poco; de vez en cuando se paraba para tirar de él, y entonces, delicadamente, con sus dedos enguantados, quitaba los yerbajos con las pequeñas saetas de los cardos, mientras

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Carlos, con las manos vacías, esperaba a que terminara. El tío Rouault, con un sombrero nuevo, de seda, en la cabeza y con las bocamangas del traje negro cubriéndole las manos hasta las uñas, daba el brazo a madame Bovary madre. En cuanto a monsieur Bovary padre, que, en el fondo despreciaba a toda aquella gente, había acudido simplemente con una levita de una sola fila de boto­nes y de corte militar, y le soltaba galanterías de cafetín a una joven campesina rubia. Esta saludaba, se sonrojaba, no sabía qué contestar. Los demás hablaban de sus asuntos o se hacían bromas en la espalda, preparándose de antemano para el jolgorio; y, aplicando el oído, se oía continuamente el cren-cren del rascatripas que seguía tocando a través del campo. Cuando se daba cuenta de que los invitados se habían quedado atrás, se paraba a tomar aliento, enceraba cuidadosa­mente con colofonia el arco, para que las cuerdas chirriasen mejor, y en seguida se ponía de nuevo en marcha, bajando y levantando sucesivamente el mástil del violín, para marcarse bien a sí mismo el compás. El ruido del instrumento espantaba de lejos a los pajarillos.

Habían puesto la mesa bajo el cobertizo de los carros. Había cuatro solomillos, seis pepitorias de pollo, ternera guisada, tres piernas de camero y, en el centro, un lindo cochinillo asado, rodeado de cuatro morcillas con acederas. En las esquinas, garrafas de aguardiente. La sidra dulce embotellada proyectaba su espesa espu­ma en tomo a los golletes y todos los vasos estaban ya llenos de vino hasta el borde. En unas grandes fuentes de natillas que flotaban por sí mismas al menor movimiento de la mesa, se leían, dibujadas en la lisa superficie, las iniciales de los recién casados en arabescos de pasamanería. Para las tartas y los guirlaches habían ido a buscar a un pastelero de Yvetot. Como era la primera vez que actuaba en la comarca, se había esmerado mucho; y, a los postres, él mismo llevó a la mesa una tarta de varios pisos que suscitó grandes exclamacio­nes. Empezaba, en la base, por un cuadrado de cartón azul que figuraba un templo con pórticos, columnatas y estatuillas de estuco todo alrededor, en hornacinas consteladas de estrellas de papel dorado; en el segundo piso, una torre de bizcocho de Saboya, rodeada de pequeñas fortificaciones de angélica, almendras, pasas,

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quiñones de naranja; y por último, en la plataforma superior, que era una pradera verde donde había rocas con lagos de mermelada y barcos de cáscaras de avellanas, se balanceaba un pequeño Cupido en un columpio de chocolate cuyos dos postes terminaban en dos botones de rosas naturales, a guisa de bolas, en la cima.

Estuvieron comiendo hasta la noche. Cuando se cansaban de estar sentados, iban a pasear por los corrales o a jugar un partido de tabas en la cuadra, y después volvían a la mesa. Al final, algunos se durmieron y roncaron. Pero a la hora del café todo se reanimó; se entonaron canciones, se hicieron apuestas a cargar pesos, a girar ba­jo el propio pulgar, a intentar levantar los carros sobre los hombros, se decían chistes, besaban a las mujeres. Por la noche, a la hora de marcharse, los caballos, atiborrados de avena hasta las colleras, entraban a duras penas entre las lanzas; coceaban, se encabritaban, rompían los aparejos, los dueños juraban o reían; y toda la noche, a la luz de la luna, corrieron por los caminos del país corricoches arrastrados al galope, botando en las regueras, saltando sobre los metros cúbicos de grava, pegándose a los taludes, con mujeres que se asomaban a la portezuela para coger las riendas.

Los que se quedaron en Les Bertaux pasaron la noche bebiendo en la cocina. Los niños se habían dormido debajo de los bancos.

La novia había suplicado a su padre que le evitaran las bromas de costumbre. Sin embargo, un pescadero primo suyo (que hasta le había llevado como regalo de boda un par de lenguados) comenzaba a insuflar agua con la boca por el agujero de la cerradura, cuando llegó el tío Rouault justamente a tiempo para impedírselo, y le explicó que la posición seria de su yerno no permitía tales inconve­niencias. Pero el primo cedió difícilmente a estas razones. En su fuero interno acusó al tío Rouault de orgulloso, y fue a reunirse en un rincón con otros cuatro o cinco convidados que, habiéndoles tocado por casualidad varias veces seguidas lo peor de los manjares, pensaban también que los habían recibido mal, murmuraban del anfitrión y, con palabras disimuladas, venían a decir que ojalá se arruinase.

Madame Bovary madre no había abierto la boca en todo el día. No la habían consultado ni sobre el traje de la nuera ni sobre el fes­

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tín; se retiró temprano. Su marido, en vez de irse con ella, mandó buscar cigarros a Saint-Victor y fumó hasta el amanecer, bebiendo al mismo tiempo grogs de kirsch, una mixtura desconocida para aquella gente y que le valió gran consideración.

Carlos no era de índole bromista, no se lució en la boda; res­pondió mediocremente a los chistes, juegos de palabras, palabras de doble sentido, felicitaciones y alusiones picantes que se consi­deraron en el deber de dispararle desde la sopa.

En cambio, al día siguiente parecía otro hombre. Era más bien a él a quien se hubiera podido tomar por la virgen de la víspera, mientras que la recién casada no dejaba traslucir nada que permitie­ra adivinar algo. Los más listos no sabían qué contestar, y, cuando pasaba junto a ellos, la miraban con tensiones de ánimo desmesu­radas. Pero Carlos no disimulaba nada. La llamaba mi mujer, la tuteaba, preguntaba por ella a todos, la buscaba por todas partes, y muchas veces la llevaba a los corrales y, de lejos, le veían, entre los árboles, abrazarla por la cintura y seguir andando medio incli­nado sobre ella, arrugándole con su cabeza la tira bordada del corpiño.

Los esposos se fueron a los dos días de la boda: por causa de los enfermos, Carlos no podía estar ausente más tiempo. El tío Rouault hizo que los llevaran en su carricoche y él mismo los acompañó hasta Vassonville. Allí besó a su hija por última vez, se apeó y volvió a su camino. A unos cien pasos se detuvo y al ver alejarse el carricoche, cuyas ruedas giraban en el polvo, lanzó un gran suspiro. Después se acordó de su boda, de su tiempo de antaño, del primer embarazo de su mujer; también él estaba muy contento el día que la llevó de la casa del padre a la suya, de cuando la llevaba a la grupa trotando sobre la nieve; pues era por las navidades y el campo estaba todo blanco; la llevaba cogida del brazo; la cesta en el otro; el viento le agitaba los largos encajes del tocado regional, que le pasaba a veces por la boca, y, cuando Carlos volvía la cabeza, veía junto a él, sobre su hombro, la carita rosada que sonreía silenciosamente bajo la pla­ca de oro del gorro. Para calentarse los dedos, los metía de vez en cuando en el pecho. ¡Qué viejo todo aquello! ¡Treinta años tendría ahora su hijo! Miró hacia atrás, no vio nada en el camino. Se sintió

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triste como una casa desamueblada; y mezclándose los recuerdos tiernos con los pensamientos negros de su cerebro nublado por los vapores de la fiesta, le dieron ganas por un momento de ir a dar una vuelta por la parte de la iglesia. Pero como tuvo miedo de que aquella vista le entristeciera más aún, se volvió derecho a casa.

Los Bovary llegaron a Tostes a eso de las seis. Los vecinos se asomaron a las ventanas para ver a la nueva mujer de su médico.

Acudió la criada, les saludó, se disculpó por no tener la cena lista e imitó a la señora a que, mientras la preparaba, viera su casa.

V

El muro que servía de fachada seguía con precisión la línea de la calle, o mejor el rumbo que iba dibujando la carretera. Detrás de la puerta colgaban una capa con un pequeño lazo, una brida, una gorra de cuero negro, y en un rincón, cerca del suelo, un par de polainas cubiertas de lodo seco. A la derecha estaba la sala, utilizada como comedor y para visitas. Un papel amarillo-canario, que terminaba arriba en una guirnalda de flores pálidas, temblaba sobre la tela mal extendida; las cortinas de calicó blanco, bordeadas por una trencilla roja, se entrecruzaban en las ventanas, y sobre la repisa de la chimenea resplandecía un reloj de péndulo con la cabeza de Hipócrates, colocado entre dos candeleras de plata chapada y bajo unos fanales ovalados. En el otro lado del corredor estaba el gabinete de Carlos, habitación de unos seis pasos de largo, con una mesa, tres sillas y un sillón para escritorio. Los tomos del Dictionnaire des scienees médicales, con las hojas aún sin separar, pero cuya carátula mostraba los rigores de las sucesivas ventas que había tenido, eran el adorno exclusivo de los seis anaqueles de una biblioteca de pino. El olor de los guisos penetraba a través de la pared durante las consultas, de la misma manera que en la cocina se escuchaba a los enfermos toser y relatar sus historias. En seguida se encontraba en dirección hacia el patio, donde se hallaba la caballeriza, una inmensa nave deteriorada que tenía un fogón y que era utilizada como leñera, o como bodega

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y desván. Estaba llena de viejas piezas metálicas, chatarra, barriles vacíos, instrumentos de cultivo que ya no tenían ningún uso, junto con muchas otras cosas polvorientas y abandonadas que sería imposible adjudicarles algún uso.

El huerto, más largo que ancho, llegaba, entre dos muros de adobe cubiertos de albaricoqueros en espaldar, hasta un seto de es­pino que los separaba del campo abierto. En el centro, un reloj de sol, de pizarra, sobre un pedestal de manipostería; cuatro arriates con unos escaramujos entecos rodeaban simétricamente el cuadro más útil de las vegetaciones serias. Al fondo, bajo las piceas, un cura de escayola leyendo el breviario.

Emma subió a las habitaciones. La primera no estaba amuebla­da; pero la segunda, que era el dormitorio conyugal, tenía una cama de caoba en una alcoba con colgaduras rojas. Decorando la cómoda, una caja de conchas; y sobre el escritorio, junto a la ventana, en una garrafa, un ramo de flores de azahar, atada con unas cintas de raso blanco. Era un ramo de novia, ¡el ramo de la otra! Lo miró. Carlos se dio cuenta, lo cogió y fue a llevarlo al desván, mientras Emma, sentada en un sillón (estaban disponiendo sus cosas en tomo a ella), pensaba en su ramo de novia, metido en una caja, y se preguntaba, pensativa, qué harían con él si por casualidad muriera ella.

Los primeros días se dedicó a pensar los cambios que había que hacer en la casa. Quitó los globos de los candeleros, mandó empa­pelar de nuevo, pintar la escalera y hacer bancos en el jardín alrededor del reloj de sol; hasta preguntó qué habría que hacer para tener un estanque de surtidor con peces. Y su marido, sabiendo que le gustaba pasear en coche, encontró un carricoche de ocasión que, una vez provisto de faroles nuevos y de guardabarros de cuero picado, parecía casi un tílburi.

El hombre era, pues feliz y sin preocupación alguna. Una comi­da los dos solos, un paseo vespertino por el camino real, un gesto de su mano sobre las crenchas de su pelo, ver su sombrero de paja colgado de la falleba de una ventana, y otras muchas cosas en las que Carlos no había sospechado jamás placer alguno, constituían ahora la continuidad de su dicha. Por la mañana, en la cama y juntas las dos cabezas sobre la almohada, miraba pasar la luz del sol entre el

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vello de sus rubias mejillas, medio cubiertas por las patillas escalo- padas del gorro. Desde tan cerca, sus ojos le parecían más grandes, sobre todo cuando, al despertar, abría los párpados varias veces seguidas; negros en la sombra y de un azul oscuro a plena luz, tenían como capas de colores sucesivos, unas capas que, más espesas en el fondo, iban siéndolo menos hacia la superficie del esmalte. Y los de

> Carlos se perdían en aquellas profundidades, y en ellos se veía, pequeño, hasta los hombros, con el pañuelo de la cabeza y el cuello de la camisa entreabierto. Se levantaba. Emma se asomaba a la ventana para verle partir, y se apoyaba de codos en el antepecho, entre dos tiestos de geranios, suelto el peinador en tomo al cuerpo. Carlos, en la calle, se abrochaba las hebillas de las espuelas apoyan­do los pies en un guardacantón, y ella seguía hablándole desde arriba, a la vez que arrancaba con la boca una brizna de flor o de verde, la lanzaba sobre él y la brizna revoloteaba, planeaba, describía en el aire semicírculos como un pájaro y, antes de caer, se agarraba a las crines mal peinadas de la vieja yegua blanca, inmóvil a la puerta. Carlos, a caballo, le mandaba un beso; ella respondía con un gesto, cerraba la ventana, Carlos se iba. Y entonces, en la carretera que extendía sin fin su larga cinta de polvo, por los caminos hondos donde los árboles se curvaban en bóveda; por las veredas donde los trigos le llegaban hasta las rodillas, con el sol en la espalda y el aire matinal en las aletas de la nariz, colmado el corazón de las delicias de la noche, tranquilo el ánimo, satisfecha la carne, allá iba rumiando su ventura, como los que, después de la comida, siguen masticando el gusto de las trufas que digieren.

Hasta entonces, ¿había habido algo bueno en su vida? ¿Su época de colegio, cuando estaba encerrado entre aquellos altos muros, solo en medio de sus compañeros más ricos o más capaces que él en las clases, a los que hacía reír su acento, que se burlaban de su vestir y cuyas madres acudían al locutorio con golosinas en los manguitos? ¿Después, cuando estudiaba medicina y nunca tenía la bolsa lo bastante provista para pagar la contradanza a alguna obrerilla que llegara a ser su amante? Luego catorce años con la viuda, cuyos pies, en la cama, estaban fríos como témpanos. Pero ahora poseía para toda la vida a esta linda mujer a la que adoraba. Para él, el mundo

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no iba más allá del vuelo de su falda; y se acusaba de no amarla; tenía ganas de volver a verla; regresaba, subía la escalera, palpitante el corazón. Emma estaba arreglándose en su cuarto; Carlos se acercaba callandito, la besaba en la espalda, ella lanzaba un grito.

Carlos no podía contener el deseo de tocar continuamente su peine, sus sortijas, su chal; a veces le daba en las mejillas grandes besos a plena boca, o unos besitos en fila a lo largo del brazo desnudo, desde la punta de los dedos hasta el hombro; y ella le rechazaba, entre sonriente y enfadada, como a un niño que se pega a las faldas de la madre.

Antes de casarse, se había creído enamorada; pero como la felicidad que debía resultar de este amor no llegó, debía de haberse equivocado, pensaba. Y quería saber qué se entendía exactamente en la vida por las palabras felicidad, pasión y deliquio, que tan hermosas le habían parecido en los libros.

VI

Ella había leído Paul et Virginie y soñado con la cabaña de bambúes, con el negro Domingo, con Fiel, el perro, y con la amistad tierna de un buen hermanito que le buscara las frutas más rojas, o que corriera sobre la arena para llevarle un nido de pájaros.

Cuando ella tuvo trece años, su padre la llevó a la ciudad para encerrarla en el convento. Bajaron hasta un albergue del barrio de Saint-Gervais, donde les sirvieron la cena en platos decorados con la historia de mademoiselle La Valliére. Las legendarias explica­ciones, interrumpidas aquí y allá por las raspaduras de los cuchi­llos, glorificaban la religión, las delicadezas del corazón y el boato de la corte.

En vez de aburrirse durante los primeros días en el convento, ella disfrutó la compañía de las bondadosas monjas, quienes para divertirla la conducían a la capilla, a la que se podía entrar por el refectorio a través de un largo corredor. Ella jugaba poco durante los recreos, comprendía sin dificultad el catecismo y siempre le res­pondía al vicario los cuestionamientos más difíciles. Viviendo sin

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salir jamás de la cálida atmósfera de las clases y entre aquellas mujeres de tez blanca que llevaban rosarios con una cruz de cobre, se sumergió dulcemente en la mística languidez que se exhala de los perfumes del altar, de las frescuras de las pilas de agua bendita y del resplandor de los cirios. Prefería en su libro las viñetas piadosas bordadas en azul que seguir la misa, y se enamoró de la ovejita enferma, del sagrado corazón atravesado por agudas saetas, del pobre Jesús que cae bajo su cruz. Siempre buscaba en su imaginación algún voto que cumplir y llegó a probar, por simple mortificación, pasarse un día entero sin degustar un bocado de comida, de esta manera buscaba cumplir algún voto.

Cuando iba a confesar, inventaba pequeños pecados para que­darse más tiempo de rodillas, juntas las manos, pegado el rostro a la rejilla bajo el cuchicheo del sacerdote. Las comparaciones de prometido, de esposo, de amante celestial y de bodas eternas que salen a cada paso en los sermones le suscitaban en el fondo del alma unas dulzuras inesperadas.

Por la noche, antes de la oración, se hacía en el estudio una lectura religiosa. Era, en semana, algún resumen de historia sagrada o las Conférences del abate Frayssinous, y el domingo, por recreo, algunos pasajes de Le Génie du Christianisme. ¡Cómo escuchaba, las primeras veces, la lamentación sonora de las melancolías román­ticas repitiéndose en todos los ecos de la tierra y de la eternidad! Si su infancia hubiera transcurrido en la trastienda de un barrio co­mercial, acaso se habría entregado a las invasiones líricas de la naturaleza, que, generalmente, sólo nos llegan traducidas por los escritores. Pero conocía demasiado el campo; se sabía el balido de los rebaños, las manipulaciones lácteas, los arados. Acostumbrada a las cosas tranquilas, se inclinaba, por contraste, a las accidentadas. Le gustaba el mar sólo por las tempestades, y el verde sólo o salpicado entre ruinas. Necesitaba sacar de las cosas una especie de provecho personal; y rechazaba como cosa inútil todo lo que no contribuía al consumo inmediato de su corazón, pues de tempera­mento más sentimental que artista, buscaba emociones y no paisajes.

Había en el convento una solterona que iba ocho días cada mes a trabajar en la ropa blanca. Protegida por el arzobispo como ángeles

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perteneciente a una antigua familia de nobles arruinados en la revolución, comía en el refectorio a la mesa de las monjitas, y después de las comidas pasaba con ellas un ratito de charla antes de subir de nuevo al trabajo. Las pensionistas solían escaparse del estudio para ir a verla. Sabía de memoria canciones galantes del siglo pasado y las cantaba a media voz sin dejar de manejar la aguja. Contaba historias, traía noticias, hacía recados en la ciudad y prestaba a las mayores, a escondidas, alguna novela que llevaba siempre en los bolsillos del delantal, y de la que la buena de la señorita se tragaba largos capítulos en los descansos de su tarea. Todo era amores, amadores, amadas, damas perseguidas que se desmayaban en pabellones solitarios, postillones a los que matan en todos los relevos, caballos reventados en todas las páginas, bosques sombríos, cuitas del corazón, juramentos, sollozos, lágrimas y besos, barquillas a la luz de la luna, ruiseñores en los bosquecillos, caballeros bravos como leones, dulces como corderos, virtuosos sin tacha, perennemente de punta en blanco y que lloran como urnas funerarias. Durante seis meses, a los quince años, Emma se em­badurnó, pues, las manos en aquel polvo de los viejos salones de lectura. Después, con Walter Scott, se enamoró de cosas históricas, soñó con ataúdes, salas de guardias y trovadores. Le hubiera gustado vivir en alguna vieja casa solariega, como aquellas castellanas de largo corpiño que, bajo el trébol de las ojivas, se pasaban los días con el codo apoyado en la piedra y la barbilla en la mano, viendo llegar de los confines del campo a un caballero de pluma blanca galopando sobre un caballo negro. En aquel tiempo tuvo el culto de María Estuardo y veneraciones entusiastas por mujeres ilustres o infortunadas. Juana de Arco, Eloísa, Inés Sorel, la bella Ferronniére y Clemencia Isaura se destacaban para ella como cometas en la tenebrosa inmensidad de la historia, o surgían acá y allá, pero más perdidos en la sombra y sin ninguna relación entre ellos, San Luis con su cadena, Bayardo moribundo, algunas ferocidades de Luis XI, un poco de San Bartolomé, el penacho del Bearnés, y siempre el recuerdo de los platos pintados donde se cantaban las alabanzas de Luis XIV.

En la clase de música, en las romanzas que cantaba, todo eran

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ángeles con alas de oro, madonas, lagunas, gondoleros, pacíficas composiciones que le permitían entrever, a través de la bobería del estilo y las imprudencias de la nota7, la atrayente fantasmagoría de las realidades sentimentales. Algunas de sus compañeras llevaban al convento los Keepsakes8 que les habían regalado de aguinaldos. Había que esconderlos; era una cosa interesante; los leían en el dormitorio. Emma, manejando delicadamente sus bellas encuader­naciones de raso, fijaba sus ojos deslumbrados en el nombre de los autores desconocidos firmado al pie de sus libros, generalmente por condes o vizcondes.

Se estremecía, levantando con su aliento el papel de seda de los grabados, que se elevaba medio doblado y volvía a caer despacio contra la página. Era un joven de capa corta que, detrás de la balaustrada de un balcón, estrechaba en sus brazos a una muchacha vestida de blanco, con una escarcela en la cintura; o bien los retratos anónimos de las ladies inglesas de bucles rubios que nos miran con sus grandes ojos claros bajo los sombreros de paja. Unas estaban tendidas en carruajes, rodando por los parques, donde un lebrel saltaba delante del tronco conducido al trote por dos pequeños postillones de pantalón blanco. Otras, en un sofá, pensativas, junto a una carta abierta, contemplaban la luna por la ventana medio cerrada, medio cubierta con una cortina negra. Las ingenuas, una lágrima en la mejilla, besuqueaban a una tórtola a través de los alambres de una jaula gótica, o, sonriendo, la cabeza sobre el hombro, deshojaban una margarita con sus dedos puntiagudos, doblados hacia arriba, como zapatos de punta respingada. Y allí también vosotros, sultanes de largas pipas, desfallecidos debajo de unos toneles en los brazos de las bayaderas, djiaburs, sables turcos, gorros griegos, y sobre todo vosotros, paisajes pálidos de las regiones ditirámbicas, que soléis mostramos a la vez palmeras, pinos, tigres a la derecha, un león a la izquierda, minaretes tártaros

7 “Las imprudencias de la nota”, esta expresión indescifrable aparece en todas las ediciones.

8 La alusión a «los viejos Keepsakes» se puede ver, en el apéndice, en carta dirigida a Louise Colet.

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en el horizonte, ruinas romanas en el primer plano, luego camellos arrodillados; todo ello rodeado de una selva virgen bien limpiecita, y con un gran rayo de sol perpendicular tembloteando en el agua, en la que de vez en cuando se destacaban como escoriaciones blancas sobre un fondo de acero gris, unos cisnes nadando.

Y la pantalla del quinqué, colgado en la pared sobre la cabeza de Emma, alumbraba todos aquellos cuadros del mundo, que pasaban ante ella unos tras otros en el silencio del dormitorio y al ruido lejano de algún fiacre retrasado que todavía rodaba por los bulevares.

Cuando murió su madre, lloró mucho los primeros días. Mandó hacer con su pelo un cuadro fúnebre y, en una carta que mandó a Les Bertaux, toda llena de reflexiones tristes sobre la vida, pedía que, cuando ella muriera, la enterraran en la misma tumba. El pobre hombre creyó que estaba enferma y fue a verla. Emma se sintió interiormente satisfecha pensando que había llegado de un solo paso a ese raro ideal de las existencias pálidas al que no arriban jamás los corazones vulgares. Se dejó, pues, llevar a los meandros lamarti- nianos, escuchó las arpas en los lagos, todos los cantos de los cisnes moribundos, todas las caídas de las hojas, las vírgenes puras que suben al cielo y la voz del Eterno discurriendo por los valles. Se cansó, no quiso reconocerlo, siguió por costumbre, luego por vanidad, y por fin la sorprendió sentirse apaciguada y sin más triste­za en el corazón que arrugas en la frente.

Las buenas de las monjas, que tanto habían presumido de la vocación de su pupila, advirtieron con gran asombro que mademoi- selle Rouault parecía escapar a sus cuidados. Y es que tanto le habían prodigado los oficios, los retiros, las novenas, los sermones, tanto le habían predicado el respeto que se debe a los santos y a los mártires, y tantos buenos consejos le habían dado sobre la modestia del cuerpo y la salvación del alma, que hizo como los caballos cuando les tiran de la brida: se paró en seco y se le salió de los dientes el bocado. Aquel espíritu, positivo en medio de sus entusiasmos, que había amado la iglesia por sus flores, la música por la letra de las romanzas y la literatura por sus excitaciones pasionales, se sublevó ante los misterios de la fe, de la misma manera que se irritaba más

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contra la disciplina, cosa reñida con su constitución. Cuando su padre la sacó de la pensión, las monjas no lamentaron verla partir. La superiora llegaba a considerar que, en los últimos tiempos, se había vuelto poco respetuosa con la comunidad.

Al volver a casa, Emma se complació al principio en mandar a los criados, luego se cansó del campo y echó de menos el convento. Cuando Carlos fue a Les Bertaux por primera vez, se creía muy desilusionada, como una persona que ya no tiene nada que aprender, que ya no puede sentir nada.

Pero la ansiedad de una situación nueva, o acaso la irritación causada por la presencia de aquel hombre, bastó para hacerle creer que por fin poseía aquella maravillosa pasión que hasta entonces fuera para ella como un gran pájaro de plumaje rosa planeando en el esplendor de los cielos poéticos; -y ahora no podía imaginar que aquella calma en que vivía fuera la felicidad que había soñado.

VII

A veces pensaba que pasaba uno de los momentos más felices de su vida: lo que llaman luna de miel. Para disfrutar esa dulzura, habría sido necesario viajar hasta esos países de nombres sonoros, donde las mañanas siguientes a la noche de bodas pueden dedicarse a las más tiernas horas de ocio. En sillas de posta, bajo cortinas de seda azul, se trepa al paso por rutas escarpadas, escuchando la canción del postillón, que se repite en la montaña con las campanillas de las cabras y el sordo rumor de la cascada. Cuando se pone el sol, se respira en la orilla de los golfos el perfume de los limonares; después, cuando llega la noche, en la terraza de las quintas, solitarios y con los dedos entrelazados, se contemplan las estrellas. Para ella, algunos lugares de la tierra debían ser fuente de felicidad, como aquella planta que pertenece a un suelo y no crece en otro lugar. ¡Acaso no podía sostenerse en las barandas de los chalés suizos u ocultar su melancolía en una casa de campo escocesa, con un marido que viste frac de terciopelo negro de largos faldones, con botas livianas, sombrero puntiagudo y puños en las mangas!

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Ella hubiera deseado tener en ese momento un confidente. Sin embargo, ¿cómo explicar ese confuso malestar que cambia tan rápidamente de aspecto como las nubes, y que da vueltas como un torbellino? Hacían falta palabras, un momento y un enorme valor.

Sin embargo, si Carlos hubiera querido, si lo hubiera sospecha­do, si su mirada hubiera ido, siquiera una vez, al encuentro del pensamiento de ella, le parecía que una abundancia súbita se habría desprendido de su corazón, como cae el fruto de un espaldar cuando se lleva a él la mano. Pero a medida que se estrechaba más la intimidad de su vida, se producía en ella un despego interior que la separaba de él.

La conversación de Carlos era llana como la acera de una calle, y por ella desfilaban las ideas de todo el mundo en su traje ordinario, sin suscitar emoción, risa o ensueño. Cuando vivía en Ruán, decía, nunca había sentido curiosidad por ir a ver en el teatro a los actores de París. No sabía ni nadar, ni manejar el florete, ni la pistola, y, un día, no pudo explicarle un término de equitación que ella había encontrado en una novela.

Pero ¿no debía un hombre sobresalir en actividades múltiples, iniciar a la mujer en la fuerza de la pasión, en los refinamientos de la vida, en todos los misterios? Y éste no enseñaba nada, no sabía nada, no deseaba nada. La creía dichosa, y a ella la irritaba aquella calma tan impasible, aquel peso sereno, hasta la felicidad, que ella le daba.

A veces dibujaba; y para Carlos era un gran entretenimiento quedarse allí de pie, mirándola inclinada sobre su carpeta, guiñando los ojos para ver mejor su obra, o modelando con los dedos bolitas de miga de pan. En cuanto al piano, cuanto más de prisa corrían los dedos de Emma sobre las teclas, más se maravillaba el hombre. Las tocaba con aplomo y recorría de arriba abajo todo el teclado sin interrupción. Sacudido así por ella, el viejo instrumento, cuyas cuerdas se estremecían, se oía hasta desde el extremo del pueblo si la ventana estaba abierta, y muchas veces el alguacil que pasaba por la carretera, sin nada en la cabeza y en zapatillas, se paraba a escuchar, con su hoja de papel en la mano.

Por otra parte, Emma sabía llevar su casa. Mandaba a los

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enfermos la cuenta de las visitas, en unas cartas bien redactadas que no tenían tufillo de facturas. Cuando, el domingo, tenían algún vecino a comer, sabía presentar un plato atractivo, poner sobre hojas de viña las pirámides de ciruelas Claudias, servía los tarros de confituras vueltos en un plato y hasta hablaba de comprar enjuaga- deras para el postre. Todo esto se traducía en mucha consideración para Bovary.

Carlos acababa por estimarse en más por el hecho de poseer una mujer como aquella. Enseñaba con orgullo, en la sala, dos pequeños croquis dibujados a lápiz por Emma y que él había mandado poner en unos marcos muy anchos y colgarlos de la pared con largos cordones verdes. Al salir de misa le veían en la puerta de la casa con unas bonitas zapatillas de tapicería.

Volvía tarde, a las diez, a veces a las doce de la noche. Pedía la cena y, como la criada se había acostado ya, le servía Emma. Se quitaba la levita para comer más a gusto. Iba nombrando una tras otra a todas las personas que había visto, los pueblos donde había estado, las recetas que había escrito, y, satisfecho de sí mismo, comía el resto del guisado, le quitaba la corteza al queso, comía una manzana sin pelarla, apuraba la botella del vino, luego se iba a la cama, se acostaba boca arriba y roncaba.

Como había tenido durante mucho tiempo la costumbre del gorro de algodón, el pañuelo de seda no se le sujetaba a las orejas, de suerte que, por la mañana, tenía el pelo alborotado sobre la cara y blanqueado por el plumón de la almohada, cuyas cintas se desataban durante la noche. Llevaba siempre botas fuertes, con dos gruesos pliegues oblicuos a los tobillos, mientras que el resto del empeine seguía en línea recta, tenso como en una horma de madera. Decía que era de sobra para el campo.

Su madre le aprobaba en esta economía; pues iba a verle como antes, cuando había habido en la casa una borrasca un poco violenta; y sin embargo madame Bovary madre parecía tener cierta preven­ción contra su nuera. La encontraba así como demasiado empirin- gotada para su posición de fortuna; la leña, y el azúcar y las velas volaban como en una casa grande, y la cantidad de carbón que se consumía en la cocina habría bastado para veinticinco platos.

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Colocaba la ropa blanca en los armarios y enseñaba a la nuera a vigilar al carnicero cuando traía la carne. Emma aceptaba estas lecciones; madame Bovary las prodigaba, y todo se volvía madre por aquí, hija por allá, junto con un temblorcillo de los labios, lanzando cada una las palabras dulces con la voz trémula de rabia.

En tiempos de madame Dubuc, la vieja se sentía todavía preferida; pero ahora el amor de Carlos por Emma le parecía una deserción de su cariño, una invasión de lo que era suyo; y observaba la felicidad de su hijo con un silencio triste, como una persona arruinada que mira a través de los cristales a la gente sentada a la mesa de su antigua casa. Le recordaba sus penas y sus sacrificios, y, comparándolos con las negligencias de Emma, decía que no era razonable adorarla de una manera tan exclusiva.

Carlos no sabía qué contestar; respetaba a su madre, pero amaba infinitamente a su mujer; consideraba infalible el juicio de la una, pero la otra le parecía irreprochable. Cuando se marchaba madame Bovary madre, intentaba insinuar tímidamente, y en los mismos términos, una o dos de las observaciones más anodinas que había oído a su mamá; Emma le demostraba con una palabra que se equivocaba y le decía que él a lo suyo, a sus enfermos.

A todo esto, siguiendo las teorías que ella creía buenas, quiso hacer el papel de enamorada. A la luz de la luna, en el jardín, recitaba todas las rimas apasionadas que sabía de memoria y le cantaba suspirando adagios melancólicos; pero luego se quedaba tan tran­quila como antes, y Carlos no parecía por aquello ni más enamorado ni más conmovido.

Después de intentar así sacarle chispas a su corazón sin con­seguir que brotara ni una, incapaz, por otra parte, de comprender lo que ella no sentía ni de creer en nada que no se manifestara en formas convenidas, se convenció fácilmente de que la pasión de Carlos no tenía nada de exorbitante. Sus expansiones eran ahora de una tranquila regularidad; la besaba a ciertas horas. Esto era un hábito entre otros y como un postre previsto de antemano después de la monotonía de la comida. Un guardia de monte, curado por el señor de una fluxión de pecho, había regalado a la señora una pequeña galga de Italia; Emma la llevaba de paseo, pues salía algunas veces

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para estar sola un rato y no tener siempre ante los ojos el eterno jar­dín con el camino polvoriento.

Iba hasta el robledo de Banneville, cerca del pabellón abandona­do que forma la esquina de la pared por la parte del campo. En el sal­to de lobo, entre las hierbas, hay unas largas cañas de hojas afila­das.

Empezaba por mirarlo todo, para ver si había cambiado algo desde la última vez que estuvo. Encontraba en el mismo sitio las digitales y las mostazas, las hortigas alrededor de las grandes piedras, y los liqúenes a lo largo de las tres ventanas, cuyos postigos siempre cerrados se desmoronaban de podridos sobre las barras de hierro enroñecidas. Su pensamiento, sin objeto al principio, vaga­bundeaba al azar, como su galga, que describía círculos en el campo, ladraba corriendo detrás de las mariposas amarillas y perseguía a las musarañas mordisqueando las amapolas en la orilla de una haza de trigo. Después se iban fijando poco a poco sus ideas, y, sentada en el césped, que hurgaba a golpecitos con la contera de la sombrilla, se repetía: “¿Por qué me habré casado, Dios mío?” Se preguntaba si no habría habido medio, por otras combinaciones del azar, de encontrar otro hombre; e intentaba imaginar cuáles habrían sido aquellos acontecimientos no sobrevenidos, aquella vida diferente, aquel marido al que no conocía. Pues no todos eran como éste. Habría podido ser guapo, inteligente, distinguido, seductor, como eran seguramente los que se habían casado con sus antiguas com­pañeras de colegio. ¿Qué harían ahora? En la ciudad, con el ruido de las calles, el runruneo de los teatros y las luces del baile, llevaban unas vidas en las que el corazón se esponja, en las que se alegran los sentidos. Pero la suya era fría en un desván cuya claraboya da al norte, y el tedio, araña silenciosa, tejía en la sombra su tela en todos los rincones de su corazón. Evocaba los días de distribución de premios, cuando ella subía al estrado para recoger sus pequeñas coronas. Con su trenza, su vestido blanco y sus zapatos de endrina descotados, tenía un aire gentil, y cuando volvía a su sitio, los señores se inclinaban para felicitarla; el patio estaba lleno de calesas, le decían adiós por las portezuelas, el maestro de música pasaba saludando, con su caja de violín. ¡Qué lejos todo aquello, qué lejos!

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Llamaba a Djali, la cogía entre las rodillas, le pasaba los dedos por la cabeza larga y fina y le decía:

-¡Vamos, besa a tu amita, tú que no tienes penas!Después, contemplando la traza melancólica del esbelto animal

que bostezaba despacio, se enternecía y, comparándolo con ella misma, le hablaba en voz alta, como quien consuela a una persona afligida.

A veces llegaban ráfagas de viento, brisas del marque, recorrien­do de pronto toda la llanada del país de Caux, traían a los confínes de los campos un salado frescor. Silbaban los juncos a ras de tierra y susurraban con un estremecimiento rápido, mientras las cimas seguían balanceándose al son de su murmullo. Emma se ceñía el chal a los hombros y se levantaba.

En la avenida, una luz verde, proyectada por el follaje, iluminaba el musgo raso, que crujía bajo los pies. Se ponía el sol; el cielo estaba rojo entre las ramas, y los troncos, iguales, de los árboles plantados en línea recta parecían una columnata parda destacándose sobre un fondo de oro; de pronto sentía miedo, llamaba a Djali, volvía de prisa a Tostes por el camino real, se derrumbaba en un sillón y no hablaba en toda la noche.

Pero, a finales de septiembre, cayó en su vida una cosa extraor­dinaria: fue invitada a La Vaubyessard, a casa del marqués de Andervilliers.

El marqués, ministro de Estado bajo la Restauración, deseaba volver a la vida política y, para ello, preparaba desde hacía mucho tiempo su candidatura para la cámara de diputados. En invierno distribuía leña en profusión, y, en el Consejo General, reclamaba siempre, con exaltación, carreteras para su distrito. En la época de los grandes calores había tenido un flemón en la boca que Carlos le curó, como por milagro, de un lancetazo. El administrador, enviado a Tostes a pagar la operación, contó al volver que había visto en el huerto del médico unos cerezos soberbios. Ahora bien, los cerezos se daban mal en La Vaubyessard, el señor marqués pidió unos esquejes a Bovary, se creyó en el deber de darle las gracias personalmente, vio a Emma, le pareció que tenía bonito tipo y que no saludaba como una campesina; así que, en el castillo, no creyeron

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rebasar los límites de la condescendencia ni, por otra parte, cometer una torpeza, invitando al joven matrimonio.

Un miércoles, a las tres, monsieur y madame Bovary subieron a su carricoche y salieron para La Vaubyessard, con un gran baúl atado en la trasera y una caja de sombreros posada delante de la cortinilla. Carlos llevaba además una caja de cartón entre las piernas.

Llegaron al anochecer, cuando empezaban a encender farolillos en el parque para alumbrar a los coches.

VIII

Una construcción moderna, a la italiana, caracterizaba el palacio; tenía dos alas salientes y tres escalinatas; se extendía por la parte baja de un prado, donde pacían unas vacas, entre bosquecillos de altos árboles, mientras que grupos de arbustos, de rododendros, celindas y mundillos inflaban sus verdes copos sobre la curva del camino arenoso. Un río pasaba debajo del puente; a través de la bruma se distinguían unas edificaciones con techo de paja, esparcidas por la pradera que bordeaba la pendiente cubierta de bosques y, por detrás, en los macizos, se levantaban, sobre dos paralelas, las cocheras y las caballerizas, restos del antiguo castillo demolido.

El carruaje del médico se detuvo delante de las escalinatas; los criados salieron; el marqués, ofreciendo su brazo a la mujer de Carlos, la llevó al el vestíbulo.

El piso, muy alto, estaba adoquinado con losas de mármol. Los pasos se unían a las voces para resonar como si caminaran en una iglesia. Por el frente subía una escalera recta, y a la izquierda una galena llevaba hasta el jardín y de allí conducía a la sala de billar, donde se escuchaban, desde la puerta, los ruidos de las bolas de marfil. Como Emma debió pasar por allí para llegar al salón, alcanzó a ver en el juego a algunos hombres de figura grave con el mentón reposando sobre unas altas corbatas, muy acicalados todos, y que sonreían silenciosamente impulsando sus tacos de billar. Sobre la madera oscura de las paredes, grandes marcos dorados que llevaban en la parte baja del borde unos nombres escritos en letras negras.

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Emma leyó: “Jean-Antoine d’Andervilliers d’Yverbonville, conde de La Vaubyessard y barón de La Fresnaye, muerto en la batalla de Coutras el 20 de octubre de 1587”. Y en otro: “Jean-Antoine- Henry-Guy d’Andervilliers de La Vaubyessard, almirante de Fran­cia y caballero de la orden de San Miguel, herido en el combate de la Hougue-Saint-Vaast el 29 de mayo de 1692, muerto en la Vaubyessard el 23 de enero de 1693”. Los siguientes apenas se distinguían, pues la luz de la lámpara, proyectada sobre el fieltro verde del billar, dejaba flotar una sombra en la estancia. Bruñendo los lienzos horizontales, se quebraba contra ellos en finas aristas, siguiendo las resquebrajaduras del barniz; y de todos aquellos grandes cuadrados negros bordeados de oro se destacaba, acá y allá, una porción más clara de la pintura, una frente pálida, dos ojos que miraban al contemplador, pelucas desenrollándose sobre el hombro empolvado de los uniformes rojos, o bien el lazo de una liga en lo alto de una redonda pantorrilla.

El marqués abrió la puerta del salón; una de las damas (la marquesa misma), se levantó, se adelantó al encuentro de Emma y la hizo sentarse junto a ella, en una confidente, donde se puso a hablarle amigablemente, como si la conociera desde hacía mucho tiempo. Era una mujer de unos cuarenta años, de hermosos hombros, nariz aguileña, voz cansina, y que, aquella noche, llevaba sobre el pelo castaño una simple mantilla que le caía por detrás en triángulo. A su lado, una joven rubia sentada en una silla de alto respaldo; y unos señores que llevaban una pequeña flor en el ojal del frac charlaban con las damas a uno y otro lado de la chimenea.

A las siete sirvieron la comida. Los hombres, más numerosos, se sentaron en la primera mesa en el vestíbulo, y las damas en la segunda, en el comedor, con el marqués y la marquesa.

Emma se sintió, al entrar, envuelta en un aire cálido que olía a flores y a buena ropa blanca, a manjares y a trufas. Las velas de los candelabros elevaban sus llamas sobre las queseras de plata; los cristales tallados, cubiertos de un vaho mate, reflejaban unos rayos pálidos; a lo largo de la mesa se alineaban los ramos de flores, y, en los platos de ancho borde, las servilletas, colocadas a manera de mitras, sostenían, cada una, entre la boca de sus dos pliegues, un

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panecillo ovalado. Sobresalían de las fuentes las patas rojas de las langostas; grandes frutas en canastillas caladas se escalonaban sobre el musgo; las codornices conservaban sus plumas, humeaban las fuentes; y el maestresala, con medias de seda, pantalón corto, corbata blanca y chorrera, solemne como un juez, pasando entre los hombros de los invitados los platos ya trinchados, hacía saltar de un ligero golpe de su cuchara el trozo que el invitado elegía. Sobre la gran estufa de porcelana con varillas de cobre, una estatua de mujer vestida hasta la barbilla miraba la sala llena de gente.

Madame Bovary observó que varias damas no habían puesto los guantes en las copas9.

Entre tanto, en el extremo superior de la mesa, un anciano, solo entre todas aquellas damas, encorvado sobre su plato lleno y con la servilleta atada al cuello como un niño, comía dejando caer de la boca gotas de salsa. Tenía los ojos enrojecidos y llevaba una pequeña trenza atada con una cinta negra. Era el suegro del marqués, el viejo duque de Laverdiére, antiguo favorito del conde de Artois en tiempos de las cacerías en Vaudreuil, en casa del marqués de Conflans, y que, según decían, fue amante de la reina María Antonieta entre monsieur de Coigny y monsieur de Lauzun. Había llevado una vida desenfrenada, llena de duelos, de apuestas, de mujeres raptadas, había devorado su fortuna y escandalizado a toda su familia.

Un criado que estaba detrás de su silla le nombraba en voz alta, al oído, los platos que él señalaba con el dedo tartamudeando; y los ojos de Emma se dirigían constantemente por sí mismos hacia el anciano de labios colgantes como hacia algo extraordinario y augusto. ¡Había vivido en la corte y había dormido en lechos de reinas!

Sirvieron vino de Champagne helado. Emma se estremeció con toda su piel al sentir aquel frío en la boca. Nunca había visto granadas ni comido piñas. Hasta el azúcar en polvo le pareció más blanco y más fino que en otros sitios.

9 En la época en que fue escrita la obra las damas que no bebían colocaban sus guantes sobre las copas para indicar que no les fueran llenadas.

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Después, las señoras subieron a sus habitaciones a prepararse para el baile.

Emma se acicaló con la conciencia meticulosa de una actriz en su debut. Se arregló el pelo siguiendo las recomendaciones del peluquero y se metió en su vestido de lanilla, extendido sobre la cama. A Carlos le apretaba el vientre el pantalón.

-Las trabillas me van a molestar para bailar -dijo.-¿Bailar? -repuso Emma.-¡Sí!-¡Pero has perdido el juicio! Se burlarían de ti, quédate en tu

sitio. Además es más propio para un médico -añadió.Carlos se calló. Paseaba de extremo a extremo de la habitación,

esperando a que Emma se vistiera.La veía por detrás, en el espejo, entre dos antorchas. Sus ojos

negros parecían más negros. Sus crenchas, ligeramente abombadas hacia las orejas, relucían con un brillo azulado; se prendió en el moño una rosa que temblaba en su tallo móvil, con falsas gotas de agua en la punta de las hojas. Llevaba un vestido de color azafrán pálido, adornado con tres ramilletes de rosas de pitiminí mezcladas con

\ verde.Carlos se acercó a besarla en el hombro.-¡Déjame! -le dijo-. Me arrugas el vestido.Se oyó un ritomello de violín y el toque de un cuerno. Bajó la

escalera conteniéndose para no correr. Habían empezado las cuadri­llas. Llegaba gente. Se empujaban. Emma se situó cerca de la puerta, en una banqueta.

Terminada la contradanza, quedó el sitio libre para los grupos de hombres que charlaban de pie y los criados de librea que traían grandes bandejas. En la fila de las mujeres sentadas se agitaban los abanicos pintados, los ramilletes ocultaban a medias la sonrisa de los rostros, y los frascos con tapones de oro giraban en las manos entreabiertas, cuyos guantes blancos marcaban la forma de las uñas y oprimían la carne en la muñeca. Los adornos de encajes, los broches de diamantes, las pulseras de medallón temblaban en los corpiños, relucían en los pechos, sonaban en los brazos desnudos. Las cabelleras, bien pegadas a las frentes y retorcidas en las nucas,

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ostentaban, en coronas, en racimos o en ramilletes, miosotis, jaz­mín, flores de granado, espigas o acianos. Algunas madres de cara enfurruñada, con turbantes rojos, permanecían pacíficas en sus asientos.

A Emma le palpitó un poco el corazón cuando, llevada por su caballero por la punta de los dedos, fue a situarse en la fila y a espe­rar el golpe de arco para empezar el baile. Pero la emoción pasó pronto; y, balanceándose al ritmo de la orquesta, se deslizaba hacia adelante, moviendo ligeramente el cuello. En ciertas delicadezas del violín, que tocaba solo a veces, cuando los otros instrumentos se callaban, le subía a los labios una sonrisa; se oía el claro sonido de los luises de oro que, al lado, echaban sobre el fieltro de las mesas; después volvían a tocar a la vez todos los instrumentos, el corne­tín lanzaba un sonoro fragor. Los pies caían a compás, se inflaban las faldas, las parejas se rozaban, se cogían las manos, se soltaban; hasta los ojos, bajándose ante la pareja, tomaban a fijarse en los de ésta.

Algunos hombres (unos quince) de veinticinco a cuarenta años, diseminados entre los que bailaban o charlando a la entrada de las puertas, se distinguían de la multitud por un aire de familia, cualesquiera que fuesen sus diferencias de edad, de atuendo o de rostro.

Sus fracs, mejor cortados, parecían de un paño más fino, y su pelo, dispuesto en bucles hacia las sienes, brillaba de las pomadas más selectas. Tenían la tez de la riqueza, esa tez blanca que realzan la palidez de las porcelanas, los muarés de raso, el barniz de los preciosos muebles, y que un discreto régimen de alimentos exquisi­tos mantiene en su lozanía. Los cuellos se movían con holgura so­bre corbatas bajas; las largas patillas caían sobre unos cuellos abiertos; se enjugaban los labios con pañuelos bordados con una gran inicial y que emanaban un aroma suave. Los que empezaban a envejecer tenían un aspecto joven, mientras que en el rostro de los jóvenes había cierta madurez. En sus miradas indiferentes flotaba la quietud de pasiones diariamente satisfechas; y, a través de sus maneras suaves, trascendía esa especial brutalidad que comunica el dominio de las cosas semifáciles en las que se ejercita la fuerza y se

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complace la vanidad, el manejo de los caballos de raza y la compañía de las mujeres perdidas.

A tres pasos de Emma, un caballero de frac azul hablaba de Italia con una mujer joven, pálida, que llevaba un aderezo de perlas. El caballero ponderaba las dimensiones de los pilares de San Pedro, Tívoli, el Vesuvio, Castellamare y los Cascine, las rosas de Génova, el Coliseo a la luz de la luna. Emma escuchaba con el otro oído una conversación salpicada de palabras que ella no entendía. Rodeaban a un muchacho muy joven que la semana anterior, en Inglaterra, había vencido a Miss Arabelle y a Romulus y había ganado dos mil luises saltando un foso. Uno se quejaba de que sus corredores engordaban; otro, de las erratas de imprenta que habían alterado el nombre de su caballo.

El aire del baile estaba viciado; las lámparas palidecían. La gente refluía a la sala de billar. Un criado se subió a una silla y rompió dos cristales; al ruido de los vidrios rotos, madame Bovary volvió la cabeza y divisó en el jardín, contra los barrotes, unas caras de campesinos que estaban mirando. Entonces le vino el recuerdo de Les Bertaux. Vio la casa, la charca cenagosa, a su padre en blusa debajo de los manzanos, y se vio a sí misma, como antaño, desnatando con el dedo los barreños de leche. Pero, en las fulgu­raciones de la hora presente, su vida pasada, tan clara hasta enton­ces, se difuminaba toda ella, y Emma dudaba hasta de haberla vivido. Estaba allí; después, en tomo al baile, no había más que sombra, extendida sobre todo lo demás. Estaba tomando un hela­do de marrasquino, que sostenía con la mano izquierda en una concha de esmalte, y entornaba los ojos, con la cuchara entre los dientes.

Junto a ella, una dama dejó caer el abanico. Pasaba un bailarín.-¿Me hace usted el favor, caballero -dijo la dama- de coger mi

abanico, que está detrás de ese canapé?El caballero se inclinó y, cuando hacía el movimiento de

extender el brazo, Emma vio la mano de la dama echando en su sombrero una cosa blanca doblada en triángulo. El caballero levantó el abanico y se lo presentó respetuosamente a la dama; la dama le dio las gracias con un movimiento de cabeza y se puso a oler su ramillete.

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Después de la cena, donde hubo muchos vinos de España y vinos del Rin, sopa de cangrejos y con leche de almendras, puddings a lo Trafalgar y toda clase de carnes frías rodeadas de gelatinas que temblaban en las fuentes, comenzaron a marcharse los coches unos tras otros. Apartando la punta de la cortina de muselina, se veía deslizarse en la sombra la luz de sus faroles. Las banquetas se fueron aclarando; quedaban todavía algunos jugadores; los músicos se refrescaban sobre la lengua la punta de los dedos; Carlos estaba medio dormido, apoyada la espalda contra una puerta.

Alas tres de la mañana empezó el cotillón. Emma no sabía bailar el vals. Todo el mundo lo bailaba, hasta madame d’Andervilliers y la marquesa; no quedaban más que los huéspedes del palacio, una docena de personas aproximadamente.

Uno de los que bailaban, y a quien llamaban familiarmente Vizconde, con un chaleco muy abierto que parecía moldeado sobre el pecho, se acercó por segunda vez a invitar a madame Bova- ry, asegurándole que él la guiaría y que ya vería lo bien que iba a salir.

Comenzaron despacio, después bailaron más de prisa. Daban vueltas y más vueltas, y todo giraba en tomo a ellos: las lámparas, los muebles, las paredes y el suelo, como un disco sobre un pivote. Al pasar cerca de las puertas, los bajos del vestido de Emma se pegaban al pantalón del vizconde; las piernas del uno se introducían entre las del otro; el vizconde bajaba los ojos hacia Emma y Emma alzaba los suyos hacia el vizconde; la iba dominando una especie de sopor; se paró. En seguida siguieron bailando, y el vizconde, arrastrándola, desapareció con ella hasta el extremo de la galería, donde Emma, jadeante, estuvo a punto de derrumbarse y, por un momento apoyó la cabeza sobre el pecho del caballero. Y después, dando vueltas de nuevo, pero más despacio, el vizconde la acompañó a su sitio; Emma se apoyó contra la pared y se tapó los ojos con la mano.

Cuando los abrió, una dama sentada en un taburete en medio del salón tenía ante ella tres solicitantes arrodillados. Eligió al vizconde, y el violín volvió a tocar.

Los miraban. Pasaban, volvían a pasar, ella inmóvil el cuerpo y

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baja la barbilla, él siempre en la misma postura, el busto hacia atrás, curvado el brazo, salientes los labios. ¡Esa sí que sabía valsar! Continuaron durante mucho tiempo y cansaron a todos los de­más.

Siguió la charla unos minutos más y, después de las buenas noches, o más bien de los buenos días, los huéspedes del castillo se retiraron a dormir.

Carlos subía penosamente la rampa, las rodillas se le metían en el cuerpo. Había pasado cinco horas seguidas de pie delante de las mesas, mirando jugar al whist, sin entender nada. Y cuando se quitó las botas lanzó un gran suspiro de satisfacción.

Emma se echó un chal sobre los hombros, abrió la ventana y se apoyó de codos en el antepecho.

La noche era oscura; caían unas gotas de lluvia. Aspiró el viento húmedo que le refrescaba los párpados. Todavía zumbaba en sus oídos la música del baile, y hacía esfuerzos por seguir despierta para prolongar la ilusión de aquella vida lujosa que iba a tener que dejar en seguida.

Apuntaba el alba. Emma miró detenidamente a las ventanas del palacio, procurando adivinar cuáles eran las habitaciones de todos los que había observado la víspera. Hubiera querido conocer sus vidas, penetrar en ellas, fundirse con ellas.

Pero temblaba de frío. Se desnudó y se apelotonó entre las sábanas, contra Carlos, que estaba dormido.

Hubo mucha gente en el almuerzo. Duró diez minutos; no sirvieron ningún licor, lo que extrañó al médico. Luego, mademoi- selle d’Andervilliers recogió trozos de bizcocho en un cestito de mimbre para llevárselo a los cisnes del estanque, y se fueron a pasear al invernadero, caliente, donde las plantas raras, erizadas de pelos, se escalonaban en pirámides bajo unos floreros suspendidos que dejaban caer de sus bordes unos largos cordones verdes entrelaza­dos, como nido de víboras demasiado repletos. La parte de los naranjos, que estaba al final, conducía bajo techado a las dependen­cias del palacio. El marqués, para entretener a Emma, la llevó a ver las caballerizas. Encima de los pesebres en forma de canasta, unas placas de porcelana ostentaban en negro los nombres de los caballos.

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Cada animal se agitaba en su compartimiento cuando alguien pasaba al lado chascando la lengua. El suelo de la guarnicionería estaba tan lustroso como el entarimado de un salón. Entre dos columnas giratorias, unos ameses de coche, y, alineados a lo largo de la pared, frenos, fustas, estribos, barbadas.

Mientras tanto, Carlos fue a pedir a un criado que enganchara el carricoche. Lo trajeron junto a la escalinata y, una vez metidos en él todos los paquetes, los esposos Bovary dieron las gracias a los marqueses y se volvieron a Tostes.

Emma, silenciosa, miraba girar las ruedas. Carlos, sentado en el filo de la banqueta, conducía con los brazos separados, y el caballejo amblaba entre las lanzas, demasiado separadas para él. Las riendas, flojas, le golpeaban la grupa y se cubrían de espuma, y la caja atada en la trasera golpeaba con regularidad la carrocería.

Estaban en los altos de Thibourville, cuando, de pronto, los pasaron riendo unos jinetes con sendos cigarros en la boca. Emma creyó reconocer al vizconde; se volvió y sólo vio en el horizonte el movimiento de las cabezas bajando y subiendo, según la desigual

» cadencia del trote o del galope.Un cuarto de hora más adelante tuvieron que pararse para

arreglar con una cuerda la correa de la retranca, que se había roto.Pero Carlos, al echar al arnés una última ojeada, vio una cosa en

el suelo, entre las patas del caballo; y recogió una cigarrera toda bordada de seda verde y blasonada en el centro como la portezuela de una carroza.

-Y hasta hay dentro dos cigarros -dijo-; para esta noche des­pués de cenar.

-Pero ¿fumas? -le preguntó Emma.-A veces, cuando se presenta la ocasión.Metió su hallazgo en el bolsillo y fustigó a la jaca.Cuando llegaron a casa no estaba preparada la cena.La señora se enfadó. Anastasia contestó con insolencia.-¡Márchese! -dijo Emma-. Se está burlando, queda despedida.Había para la cena sopa de cebolla y un trozo de ternera con

acederas. Carlos, sentado frente a Emma, dijo frotándose las manos con aire de satisfacción:

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-¡Qué gusto da estar en casa!Se oía llorar a Anastasia. Carlos quería un poco a la pobre

muchacha. En otro tiempo le había hecho compañía muchas noches en los ocios de su viudez. Era su primera paciente, su más antigua relación en el país.

-¿La has despedido de veras? -acabó por decir.-Sí. ¿Quién me lo impide? -contestó Emma.Después se calentaron en la cocina mientras les preparaban la

habitación. Carlos se puso a fumar. Fumaba sacando los labios, escupiendo a cada minuto, repantigándose a cada chupada.

-Te vas a hacer daño -le dijo Emma desdeñosamente.Carlos dejó el cigarro y corrió a beber en la bomba un vaso de

agua fría. Emma, cogió la cigarrera y la echó apresurada al fondo del armario.

El día siguiente fue largo. Emma se paseó por el jardincillo, pasando y volviendo a pasar por las mismas avenidas, parándose ante los arriates, ante el emparrado, ante el cura de yeso, contemplan­do como pasmada todas aquellas cosas de otro tiempo que tan bien conocía. ¡Qué lejos le parecía ya el baile! ¿Quién dejaba la mañana de antes de ayer a tanta distancia de la noche de hoy? Su viaje a La Vaubyessard había abierto una brecha en su vida, como esas gran­des grietas que una tormenta abre a veces en las montañas en una sola noche. Sin embargo se resignó: guardó con reverencia en la cómoda su precioso vestido y hasta sus zapatos de raso, cuya suela se había amarilleado con la resbaladiza cera del suelo. Lo mismo le había pasado a su corazón: en el frote con la riqueza, se le había pegado algo que ya jamás se borraría.

Y el recuerdo de aquel baile fue para Emma una ocupación. Todos los miércoles se preguntaba al despertar:

“¡Ah, hace ocho días... hace quince días... hace tres semanas, yo estaba allí!” Y poco a poco se fueron confundiendo las fisonomías en su memoria; olvidó el aire de las contradanzas; dejó de ver claramente las libreas y los aposentos; se borraron algunos detalles, pero quedó la añoranza.

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IX

A menudo, cuando Carlos salía, Emma buscaba en el armario, entre los dobleces de la ropa blanca, la cigarrera de seda verde.

La observaba, la destapaba y aspiraba el mezclado olor de verbena y tabaco de su forro. ¿A quién le podía pertenecer?... Al vizconde. Posiblemente era un obsequio de su amante. Aquello había sido bordado en un bastidor de palisandro, un hermoso mueble que permanecía oculto a los ojos de los demás y donde habían sido abandonados los bucles de la distraída bordadora. Un soplo de amor había traspasado las mallas del cañamazo; cada puntada de la aguja dejaba allí, con fijeza, una esperanza o una nostalgia, y todos los hilos de seda entrelazados no eran más que la constancia de la misma pasión silenciosa.

Luego, una mañana, el vizconde la llevó a su casa. ¿Acerca de qué podrían haber hablado, mientras que la cigarrera permanecía sobre las anchas chimeneas entre los jarrones y los péndulos Pompadour? Ella estaba en Tostes. Él estaba ahora en París; ¡de­masiado lejos! ¿Cómo era París? ¡Qué denominación tan desmedi­da! Ella lo repetía a media voz, como un susurro que la complacía y que parecía música para sus oídos; ante sus ojos resplandecían hasta las etiquetas de sus potes de pomada.

En la noche, cuando pasaban los pescadores con sus carretas bajo las ventanas y entonaban la Marjolaine, ella se despertaba, y escuchando el ruido de las ruedas dentadas que languidecía sobre la tierra al salir de la comarca, y se decía:

-¡Ellos estarán allá mañana!-Los seguía con el pensamiento, subiendo y bajando cuestas,

atravesando pueblos, avanzando de prisa por la carretera general a la claridad de las estrellas. A una distancia indeterminada, siempre había un lugar confuso donde expiraba su sueño.

Se compró un plano de París y, con la punta del dedo, iba de un lado a otro de la capital. Subía por los bulevares, parándose en cada esquina, entre las líneas de las calles, ante los cuadrados blancos que figuran casas. Hasta que se le cansaban los ojos, cerraba los párpados y veía en las tinieblas cómo se torcían al viento los faroles de gas, con

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estribos de calesas, que se bajaban con gran ruido ante el peristilo de los teatros.

Se suscribió a La Corbeille, periódico para mujeres, y & Le Sylphe des Salorts. Devoraba, sin saltar nada, todas las reseñas de los estrenos teatrales, de las carreras y de las fiestas de sociedad, se interesaba por el debut de una cantante, por la apertura de una tienda. Sabía las modas nuevas, la dirección de los buenos sastres, los días de Bois o de Opera. Estudió en Eugène Suë [sic] descripciones de muebles y decoraciones; leyó a Balzac y a George Sand tratando de satisfacer imaginariamente sus ansias personales. Hasta a la misma mesa llevaba el libro, y volvía las hojas mientras Carlos comía y le hablaba. En sus lecturas le venía siempre el recuerdo del vizconde. Hacía comparaciones entre él y los personajes inventados. Pero el círculo que le tenía a él por centro se iba ensanchando poco a poco, y aquella aureola que tenía se iba apartando de su rostro y extendién­dose más allá para iluminar otros sueños.

París, más grande que el océano, espejeaba así a los ojos de Emma en una atmósfera bermeja. Pero la vida numerosa que se agitaba en aquel tumulto estaba dividida por partes, clasificada en cuadros distintos. Emma no veía más que dos o tres, que le ocultaban todos los demás y que representaban por sí solos la humanidad completa. El mundo de los embajadores se movía sobre suelos lustrosos, en salones con las paredes cubiertas de espejos, en tomo a unas mesas ovaladas con tapetes de terciopelo ribeteados de oro. Se veían allí vestidos de cola, grandes misterios, angustias disimu­ladas bajo sonrisas. Luego venía la sociedad de las duquesas: aquí las personas eran pálidas; se levantaban a las cuatro; las mujeres, ¡pobres ángeles!, llevaban encaje inglés en las enaguas, y los hombres, capacidades desconocidas bajo unas apariencias fútiles, reventaban sus caballos en excursiones, iban a pasar a Badén la temporada estival, y por fin, hacia los cuarenta, se casaban con herederas ricas. En los reservados de los restaurantes donde se cena después de media noche, a luz de las bujías, reía la multitud abigarrada de literatos y de actrices. Aquellos eran pródigos como reyes, llenos de ambiciones ideales y delirios fantásticos. Era una vida por encima de las demás vidas, entre cielo y tierra, en las

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tempestades, una cosa sublime. En cuanto al resto de la gente, estaba perdida, sin lugar preciso y como inexistente. Por otra parte, cuanto más cercanas las cosas, más se apartaba de ellas su pensamiento. Todo lo que la rodeaba en su inmediato contorno, campo aburrido, pequeños burgueses imbéciles, mediocridad de la existencia, le parecía una excepción en el mundo, un azar particular en el que ella se encontraba presa, mientras que más allá se extendía hasta perderse de vista el inmenso país de las felicidades y de las pasiones. En su deseo, confundía las sensualidades del lujo con los goces del corazón, la elegancia de las costumbres con las delicadezas del sentimiento. ¿Acaso no requería el amor, como las plantas indias, terrenos preparados, una temperatura especial? Los suspiros a la luz de la luna, los largos abrazos, las lágrimas que corren sobre las manos que se abandonan, todas las fiebres de la carne y las languideces de la ternura no se separaban, pues, del balcón de los grandes palacios que están llenos de placenteros ocios, de un camarín con cortinas de seda, con una alfombra muy espesa, de los maceteros con hermosas plantas, una cama sobre un estra­do, ni del centelleo de las piedras preciosas y de los galones de la librea.

El mozo de la posta, que venía cada mañana a limpiar la jaca, atravesaba el corredor con sus gruesos zuecos; llevaba una blusa agujereada, los pies descalzos dentro de las zapatillas. ¡Este era el groom de pantalón corto con el que había que contentarse! Termina­do su trabajo, ya no volvía en todo el día; pues Carlos, al regresar a casa, llevaba él mismo el caballo a la cuadra, le quitaba la silla y pasaba el ronzal, mientras la muchacha traía un haz de paja y lo echaba como podía en el pesebre.

Para sustituir a Anastasia (que por fin se marchó de Tostes derramando ríos de lágrimas), Emma tomó a su servicio una muchacha de catorce años, huérfana y de fisonomía dulce. Le prohibió los gorros de algodón, le enseñó que había que hablar a los señores en tercera persona, traer un vaso de agua en un plato, llamar a la puerta antes de entrar, y a planchar, a almidonar, a vestirla: quiso hacerla su doncella. La nueva criada obedecía sin murmurar para que no la despidieran; y como la señora solía dejar la llave en el aparador,

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Felicidad cogía cada noche una pequeña provisión de azúcar y lo comía a solas, en la cama, después de rezar.

Algunas veces, después de comer, se iba enfrente a charlar con los postillones. La señora se quedaba arriba, en sus habitaciones.

Llevaba una bata muy abierta que dejaba ver, entre el cuello de chal del corpiño, un camisolín plisado con tres botones de oro. A modo de cinturón, un cordón con grandes borlas, y sus zapatillas de color granate tenían un haz de anchas cintas que se extendía sobre los tobillos. Se había comprado un recado de escribir, papel de cartas, un portaplumas y sobres, aunque no tenía nadie a quien escribir; quitaba el polvo de su anaquel, se miraba al espejo, cogía un libro, luego, soñando entre líneas, lo posaba sobre las rodillas. Tenía ganas de viajar o de volver a vivir en su convento. Deseaba a la vez morir y vivir en París.

Carlos, con nieve, con lluvia, cabalgaba por caminos y atajos, comía tortillas en la mesa de las casas de labranza, metía el brazo en camas húmedas, recibía en la cara el chorro tibio de las sangrías, auscultaba estertores, examinaba palanganas, levantaba muchas sábanas sucias; pero todas las noches encontraba una lumbre llameante, la mesa servida, unos muebles bonitos y una mujer vestida de fino, encantadora y de una fragancia tan fresca y tan sutil que ni siquiera se sabía de dónde procedía, si no sería su piel la que perfumaba la camisa.

Le seducía con numerosas delicadezas; ya era un modo nuevo de recortar para las velas unas arandelas de papel, ya un volante que cambiaba en su vestido, o el nombre extraordinario de un plato muy sencillo y que la muchacha no había sabido hacer, pero que Carlos comía con regodeo, sin dejar nada. Vio en Ruán a unas señoras que llevaban en el reloj un manojo de colgantes; se compró colgantes. Quiso tener sobre su chimenea dos grandes jarrones de cristal azul, y, al poco tiempo, un neceser de marfil con un dedal de esmalte. A Carlos le seducían más estas elegancias cuanto menos las com­prendía. Aumentaban en algo el placer de sus sentidos y el atractivo de su hogar. Era como un polvo de oro que enarenaba todo el pequeño sendero de su vida.

Tenía buena salud, buena cara; su reputación se había afianzado

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firmemente. Los campesinos le querían porque no era orgullo­so. Acariciaba a los niños, no entraba nunca en la taberna y, ade­más, inspiraba confianza por su moralidad. Entendía especialmente de catarros y de enfermedades del pecho. Como tenía mucho mie­do de matar a su gente, no recetaba más que pociones calmantes, de vez en cuando algún emético, un baño de pies o sanguijuelas. No es que la cirugía le diera miedo; sangraba a la gente a todo sangrar, como si fueran caballos, y tenía una mano de hierro para sacar muelas.

En fin,para estar al corriente, se suscribió a La Ruche Médicale, una revista nueva de la que había recibido el prospecto. La leía un poco antes de cenar, pero con el calor de la estancia, unido a la digestión, se dormía a los cinco minutos; y allí se quedaba, con la barbilla sobre las dos manos y el pelo caído como una crin hasta el pie de la lámpara. Emma le miraba encogiéndose de hombros. Por qué no tendría ella al menos un marido como esos hombres de ardores taciturnos que trabajan por la noche en libros y por fin, a los sesenta años, cuando llega la edad de los reumatismos, llevan una barrita de condecoraciones en el frac negro, mal cortado. Hubiera querido que aquel nombre de Bovary, que era el suyo, fuese ilustre, verlo exhibido en librerías, repetido en los periódicos, conocido por toda Francia. ¡Pero Carlos no tenía ambición! Un médico de Yvetot, con el que se había encontrado hacía poco en consulta, le había humillado un poco, junto a la misma cama del enfermo, delante de la familia reunida. Cuando Carlos le contó por la noche aquella anécdota, Emma tronó contra el colega. Carlos se enterneció. La besó en la frente derramando una lágrima. Pero ella estaba exaspera­da de vergüenza; le daban ganas de pegarle. Se fue a la galería para abrir la ventana y aspiró el aire fresco para calmarse.

-¡Qué pobre hombre! ¡Qué pobre hombre! -decía por lo bajo mordiéndose los labios.

La irritaba cada vez más. Carlos, con la edad, iba tomando unas maneras bastas; en el postre, cortaba el corcho de las botellas vacías; después de comer se pasaba la lengua por los dientes; sorbía la sopa ruidosamente, y, como empezaba a engordar, los ojos, ya de por sí pequeños, parecían subírsele hacia las sienes por la hinchazón de los

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pómulos. Emma le metía a veces en el chaleco el borde rojo del jer­sey, le arreglaba la corbata o desechaba los guantes desteñidos que él se disponía a ponerse. Y no era por él, como Carlos creía: era por ella misma, por expansión de egoísmo, por irritación nerviosa. También, a veces, le hablaba de cosas que había leído: de un pasaje de novela, de una nueva obra de teatro o de la anécdota del gran mundo que se contaba en el folletín; pues, al fin y al cabo, Carlos era alguien, un oído siempre abierto, una aprobación siempre a punto. ¿No hacía ella muchas confidencias a su galga? Se las hubiera hecho a los tizones de la chimenea y al péndulo del reloj.

A todo esto, en el fondo de su alma esperaba un acontecimiento. Como los náufragos, paseaba sobre la soledad de su vida unos ojos ** desesperados, oteando a lo lejos alguna vela blanca en las brumas del horizonte. No sabía cuál pudiera ser aquel azar, el viento que lo impulsaría hasta ella, a qué ribera la llevaría, si sería una chalupa o un barco de tres puentes, cargado de angustias o lleno de felicidad hasta las portas. Pero cada mañana, al despertar, lo esperaba para aquel día, y escuchaba todos los ruidos, se levantaba sobresaltada, se extrañaba de que no viniera; después, a la puesta del sol, más triste cada vez, deseaba estar ya en el día siguiente.

Llegó la primavera. Emma tuvo sofocaciones al apuntar los primeros calores, cuando florecen los perales.

Nada más empezar el mes de julio, contó con los dedos cuántas semanas faltaban para llegar al mes de octubre, pensando que acaso el marqués de Andervilliers diera un baile en La Vaubyessard. Pero transcurrió todo septiembre sin cartas ni visitas.

Después de esta decepción, de nuevo se le quedó el corazón vacío, y otra vez empezó la serie de las mismas jomadas.

¡Y ahora iban a seguir así una tras otra, siempre iguales, innumerables, sin traer nada nuevo! Las otras existencias, por vulgares que fuesen, tenían al menos la probabilidad de un aconte­cimiento. Una aventura determinaba a veces peripecias sin fin, y la decoración cambiaba. Mas, para ella, no cambiaba nada. ¡Dios lo había querido! El porvenir era un corredor negro, negro, y que terminaba en una puerta bien cerrada.

Abandonó la música. ¿Para qué tocar? ¿Quién iba a oírla? Como

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nunca podría, con un traje de terciopelo con manga corta, en un piano de Erard, en un concierto, tocando con sus ligeros dedos las teclas de marfil, sentir, como una brisa, circular en tomo suyo un murmullo de éxtasis, no valía la pena de aburrirse estudiando. Dejó en el armario las carpetas de dibujo y la tapicería. ¿Para qué? ¿Para qué? La costura la irritaba.

“Lo he leído todo”, se decía.Y se quedaba poniendo las tenazas al rojo o mirando caer la

lluvia.¡Qué triste estaba el domingo cuando tocaban a vísperas!

Escuchaba, en un abobamiento atento, dar uno a uno los toques de la campana hendida. Por los tejados andaba lentamente algún gato, curvando el espinazo bajo los rayos pálidos del sol. En la carretera, el viento levantaba estelas de polvo. A veces aullaba a lo lejos un perro; y la campana proseguía, a intervalos iguales, su monótono toque, que se perdía en el campo.

Salían de la iglesia, las mujeres con zuecos encerados, los campesinos con blusa nueva, los niños saltando delante sin nada en la cabeza: todo el mundo volvía a su casa. Cinco o seis hombres, siempre los mismos, se quedaban hasta la noche jugando al chito delante de la gran puerta de la posada.

El invierno fue frío. Todas las mañanas amanecían los cristales cubiertos de escarcha, y a veces la luz, blancuzca a través de ellos, como a través de cristales esmerilados, no variaba en todo el día. Desde las cuatro de la tarde había que encender la lámpara.

Los días que hacía bueno, Emma bajaba a la huerta. El rocío había puesto en las coles unos guipures de plata con largos hilos claros que se extendían de una a otra. No se oían pájaros, todo pare­cía dormir, el espaldar cubierto de paja y la parra como una gran serpiente enferma bajo la albardilla del muro, donde, acercándose, se veía arrastrarse unas cochinillas de muchas patas. En las piceas, junto al seto, el cura de tricornio, que leía el breviario había perdido el pie derecho, y hasta el yeso, desconchándose con la helada, le había puesto en la cara una sama blanca.

Después, Emma subía, cerraba la puerta, esparcía las brasas y, desfalleciendo al calor de la lumbre, volvía a sentir el más insopor­

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table aburrimiento. De buena gana bajaría a charlar con la criada, pero un pudor la retenía.

Todos los días, a la misma hora, el maestro de escuela, con su gorro de seda negra, abría los postigos de su casa, y pasaba el guarda de campo, con su sable sobre la blusa. Mañana y noche, los caballos de la posta, de tres en tres, atravesaban la calle para ir a beber a la charca. De vez en cuando sonaba la campanilla de la puerta de la taberna; y, cuando hacía viento, se oía tintinear sobre las dos varillas las pequeñas bacías de cobre del peluquero que servían de muestra a su establecimiento. Tenía como decoración un viejo grabado de modas pegado al cristal y un busto de mujer modelado en cera, con el pelo amarillo. También el peluquero se lamentaba de su vocación frustrada, de su porvenir perdido, y, soñando con una peluquería en una gran ciudad, en Ruán, por ejemplo, en el puerto, cerca del teatro, se pasaba el día paseando taciturno de un lado a otro, del ayunta­miento a la iglesia, y esperando a la clientela. Cuando madame Bovary levantaba los ojos, le veía siempre allí, como un centinela de guardia, con su gorro griego sobre la oreja y su chaqueta de lasting.

Algunas tardes aparecía detrás de los cristales de la sala una cabeza de hombre, de cara bronceada, patillas negras, y que sonreía reposadamente, con una ancha y dulce sonrisa de dientes blancos. En seguida comenzaba un vals, y, al son del organillo, en un pequeño salón, unos bailarines altos como un dedo, unas mujeres con turban­te rosa, tiroleses con chaqué, monos con frac negro, caballeros de pantalón corto, daban vueltas y más vueltas entre los sillones, los canapés, las consolas, repitiéndose en los paneles de espejo pegados en las esquinas con un filete de papel dorado. El hombre le daba al manubrio, mirando a la derecha, a la izquierda, a las ventanas. De vez en cuando, a la vez que lanzaba contra el guardacantón un salivazo oscuro, levantaba con la rodilla su instrumento, cuya dura correa le cansaba el hombro; y ora doliente y lenta, ora alegre y precipitada, la música de la caja escapaba zumbando a través de una cortinilla de tafetán rosa, bajo una rejilla de cobre formando arabescos. Eran sones que se tocaban lejos, en los teatros, que se cantaban en los salones, que se bailaban por la noche bajo arañas encendidas, ecos

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del mundo que llegaban hasta ella. En su cabeza desfilaban zaraban­das sin fin, y su pensamiento, como una bayadera sobre las flores de una alfombra, saltaba con las notas, se balanceaba de sueño en sue­ño, de tristeza en tristeza. Cuando el hombre recibía la limosna en su gorra, extendía una vieja manta de lana azul, se echaba el instrumen­to a la espalda y se marchaba a grandes pasos. Emma le miraba alejarse.

Pero era sobre todo a la hora de las comidas cuando Emma no podía más, en aquella salita de la planta baja, con la estufa que humeaba, la puerta que chirriaba, las paredes que rezumaban, los suelos húmedos; toda la amargura de la existencia le parecía servida en su plato, y, con el humo de la sopa, subían del fondo de su alma como otras tantas bufaradas de desánimo. Carlos comía muy despa­cio; Emma roía unas avellanas, o bien, apoyada en el codo, se entretenía en hacer rayas en el hule con la punta del cuchillo.' Ahora dejaba todo en la casa manga por hombro, y cuando madame Bovary madre fue a pasar en Tostes una parte de la cua­resma, le extrañó mucho aquel cambio. Y es que Emma, antes tan cuidadosa y delicada, ahora se pasaba los días enteros sin vestirse, llevaba medias grises de algodón, se alumbraba con velas. Repetía que había que economizar, porque no eran ricos, añadiendo que estaba muy contenta, que era muy feliz, que Tostes le gustaba mucho, y otras cosas nuevas que le tapaban la boca a la suegra. Por lo demás, Emma no parecía dispuesta a seguir sus consejos; has­ta una vez que a madame Bovary madre se le ocurrió decir que los amos debían cuidarse de la religión de los criados. Emma le replicó con una mirada tan colérica y con una sonrisa tan fría, que la buena mujer no volvió a intervenir.

Emma se volvía difícil, caprichosa. Encargaba platos para ella, luego no los tocaba, un día no bebía más que leche pura, y al día siguiente, tazas de té a docenas. Muchas veces se obstinaba en no salir; al poco rato se ahogaba, abría las ventanas, se ponía un vestido ligero. Después de echar una buena bronca a la criada, le hacía regalos o la mandaba a pasar el rato a casa de las vecinas, de la misma manera que a veces echaba a los pobres todas las monedas blancas de su bolsa, aunque no era tierna ni fácilmente asequible a la emo­

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ción ajena, como la mayor parte de las personas de familia campesina, que conservan siempre en el alma algo de la callosidad de las ma­nos paternas.

A finales de febrero, el tío Rouault, en recuerdo de su curación, le trajó él mismo a su yerno un magnífico pavo, y se quedó tres días en Tostes. Como Carlos estaba haciendo la visita a sus enfermos, Emma acompañó al padre. Este fumó en la habitación, escupió en los morillos, habló de labranza, de temeros, de vacas, de aves de corral y de concejo; tanto que, cuando se marchó el hombre, Emma cerró la puerta con un sentimiento de satisfacción que a ella misma la sorprendió. Además, ya no disimulaba su desprecio por nada ni por nadie; y a veces daba en expresar opiniones singulares, censurando lo que los demás aprobaban y aprobando, con gran asombro de su marido, cosas perversas o inmorales.

¿Y aquella miseria iba a durar siempre? ¿No iba a salir nunca de ella? ¡Y sin embargo, ella, Emma, valía tanto como todas las que vivían felices! Había visto en La Vaubyessard duquesas menos esbeltas que ella y con modales más vulgares, y Emma execraba la injusticia de Dios; apoyaba la cabeza en la pared para llorar; envidiaba las vidas tumultuosas, los bailes de máscaras, los insolen­tes placeres con todos los arrebatos que ella no conocía y que debían de dar.

Palidecía y tenía palpitaciones. Carlos le recetó valeriana y baños de alcanfor. Todo lo que probaban parecía irritarla más.

Y algunos días charloteaba con una abundancia febril; a estas exaltaciones seguían de pronto unos pasmos en los que permanecía sin hablar, sin moverse. Lo que entonces la reanimaba era echarse en los brazos un frasco de agua de Colonia.

Como se quejaba de Tostes continuamente, Carlos imaginó que la causa de su enfermedad estaba seguramente en alguna influencia local, y, persistiendo en esta idea, pensó seriamente en ir a estable­cerse en otra parte.

Entonces, Emma bebió vinagre para adelgazar, contrajo una tosecilla seca y perdió completamente el apetito.

A Carlos le costaba abandonar Tostes, al cabo de cuatro años de estancia y cuando empezaba a afianzar su prestigio. ¡Pero si era

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necesario! La llevó a Ruán a que la viera su antiguo maestro. Era una enfermedad nerviosa: debía cambiar de aires.

Carlos, después de mucho buscar, se enteró de que, en el distrito de Neufchátel, había un pueblo grande, llamado Yonville-1’ Abbaye, cuyo médico, un refugiado polaco, acababa de marcharse la semana anterior. Bovary escribió al boticario del lugar para saber cuántos habitantes tenía el pueblo, a qué distancia estaba el colega más próximo, cuánto ganaba al año su antecesor, etc.; y como las respuestas fueran favorables, decidió trasladarse allá por la prima­vera, si la salud de Emma no mejoraba.

Un día, en previsión de la marcha, Emma se puso a arreglar cosas en un cajón. Se pinchó los dedos con algo. Era un alambre de su ramo de novia. Los capullos de azahar estaban amarillos de polvo y las cintas de raso ribeteadas de plata se deshilacliaban por el borde. Lo arrojó a la lumbre. El ramo ardió más de prisa que la paja seca. En seguida fue como una zarza que, roja sobre la ceniza, se iba royendo lentamente. Lo miró arder. Las pequeñas bayas de cartón estallaban, los alambres se retorcían, el galón se fundía; y las corolas de papel, encogidas, balanceándose a lo largo de la placa como mariposas negras, acabaron por volar por la chimenea.

Cuando, en el mes de marzo, salieron de Tostes, madame Bovary estaba encinta.

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S eg un da parte

I

El pueblo de Yonville-l’Abbaye10 debe su nombre a una antigua abadía capuchina de la que no quedan ruinas. Está ubicado a ocho leguas de Ruán, entre la carretera de Abbeville y la de Beauvais, al fondo de un valle que lo recorre el Rieule, un riachuelo que tributa en el Andelle, después de hacer girar tres molinos en su camino hacía la desembocadura. En el pequeño río hay truchas que se han convertido en el entretenimiento de los niños en los paseos de pesca que hacen con sus padres el día domingo.

Al llegar a Boissiére se deja la carretera principal y se continúa hasta la cima de la empinada cuesta de Leux, desde la cual se puede divisar el valle. El río que atraviesa este valle parece dividir el pueblo en dos regiones muy distintas. A la izquierda, todo es pradería, a la derecha sólo se ve tierra de cultivo. Los prados se prolongan bajo un grupo de colinas para unirse después a los pastizales de la región de Bray. La región oriental, toda una planada, va subiendo lentamente y se va ensanchando hasta perderse de vista sus rubias e inmensas hazas de trigo. El agua que circunda la hierba marca con una raya blanca el tono de los prados y el de los surcos. El campo se toma entonces en un gran manto desplegado con un fino cuello de terciopelo bordado con galones argentinos.

Al llegar al límite del horizonte, se logran ver los robles del bosque de Argueil, con las sinuosidades de la ladera de Saint-Jean, marcadas de arriba abajo por unas largas acequias rojas y desiguales.

10 Abbaye en francés significa abadía.

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Esas son las huellas dejadas por las lluvias. Y esa tonalidad de ladrillo que se destaca sobre el color gris de la montaña, proviene de las fuentes ferruginosas que pasan por la comarca vecina.

Nos encontramos en los confines de Normandía, de Picardía y de la Isla de Francia, una comarca bastarda donde el lenguaje carece de acentuación, lo mismo que el paisaje carece de carácter. Es aquí donde se hacen los peores quesos de Neufchátel de todo el distrito, y, por otra parte, la labranza resulta costosa, porque hace falta mucho estiércol para abonar estas tierras friables llenas de arena y de pedruscos.

Hasta 1835 no había camino practicable para llegar a Yonville; pero por esa época hicieron un gran camino vecinal que enlaza la carretera de Abbeville con la de Amiens y sirve a veces a los carreteros que van de Ruán a Flandes. Sin embargo, Yonville- l’Abbaye ha permanecido estacionario, a pesar de sus nuevas salidas. En vez de mejorar la labranza, siguen empeñados en los pastos, por muy depreciados que estén, y el pueblo, perezoso, apartándose del llano, ha seguido naturalmente extendiéndose hacia el río. Se ve de lejos, tendido a lo largo de la orilla, como un pastor de vacas que duerme la siesta al borde del agua.

Al pie de la cuesta, pasado el puente, empieza una calzada plantada de tiemblos jóvenes y que conduce en línea recta hasta las primeras casas del pueblo. Están rodeadas de setos, en medio de unos patios llenos de pequeños edificios, dispersos, lagares, ca­rreterías y destilerías diseminadas bajo los árboles tupidos de cuyas ramas penden escaleras de mano, varas y hoces. Las techumbres de paja, como gorros de piel echados sobre los ojos, descienden hasta un tercio, aproximadamente, de las ventanas bajas, cuyos gruesos cristales abombados rematan en una especie de botón central, como culos de botellas. Contra la pared enyesada y atravesada en diagonal por unos maderos negros, se agarra a veces algún peral enteco, y en la puerta de la planta baja hay una pequeña barrera giratoria para impedir el paso a los pollos, que vienen a picotear en el umbral unas migas de pan moreno remojado en sidra. Los corrales se van estrechando, los pequeños edificios se van aproximando, desapare­cen los setos; un manojo de helechos se balancea bajo una ventana

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en el extremo de un palo de escoba; hay una forja de herrador y a continuación un carrero con dos o tres carretas nuevas, fuera, saliendo al camino. Después, a través de un claro, aparece una casa blanca al otro lado de un redondel de césped decorado por un Amor con el dedo sobre los labios; a uno y otro lado de la escalinata, dos jarrones de hierro; en la puerta, unos escudos; es la casa de un notario, la mejor de la comarca.

La iglesia está al otro lado de la calle, veinte pasos más allá, a la entrada de la plaza. El pequeño cementerio que la rodea, cerrado con un muro de una altura que permite apoyarse en él, está tan lleno de tumbas que las viejas lápidas a ras del suelo forman un enlosa­do continuo, donde la hierba ha dibujado espontáneamente unos rectángulos verdes regulares. La iglesia fue reconstruida en los últimos años del reinado de Carlos X. La bóveda de madera comienza a pudrirse en la parte superior y de vez en cuando resaltan en su color azul unos agujeros negros. Encima de la puerta donde tendrían que estar los órganos hay un balconcillo para los hombres, con una escalera de caracol que retumba bajo los zuecos.

La luz del día que entra por las vidrieras de un solo color ilumina oblicuamente los bancos dispuestos perpendicularmente a la pared, tapizada acá y allá por una estera clavada, encima de la cual se leen en letras grandes estas palabras: “Banco del señor Fulano”. Más allá, allí donde la nave se estrecha, el confesionario forma pareja con una imagen de la Virgen, vestida de raso, tocada con un velo de tul sembrado de estrellas de plata, y con los pómulos empurpurados como un ídolo de las islas Sandwich; por último una copia de la Sagrada Familia, regalo del ministro del Interior, dominando el altar mayor entre cuatro candeleras, termina al fondo la perspectiva. Las sillas del coro, de madera de pino, están sin pintar.

El mercado, es decir, un cobertizo de tejas sostenido por unos veinte postes, ocupa él sólo la mitad, aproximadamente, de la gran plaza de Yonville. El ayuntamiento, construido con arreglo a los planos de un arquitecto de París, es una especie de templo griego que hace esquina junto a la casa del boticario. Tiene en la planta baja tres columnas jónicas y en el primer piso una galería de arcos de medio punto, rematada por un tímpano ocupado todo él por un gallo

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galo que apoya una pata en la Carta y sostiene con la otra la balanza de la justicia.

Pero lo que más llama la atención es, frente a la hospedería del Lion d ’or, la botica de monsieur Homais. Sobre todo por la noche, cuando está encendido el quinqué y los botes rojos y verdes que embellecen el escaparate alargan a lo lejos, en el suelo, sus dos claridades de color, entonces, a través de ellos, como en unas luces de Bengala, se entrevé la sombra del boticario de codos en su mostrador. Su casa está cubierta, de arriba abajo, de inscripciones en letra inglesa, en redondilla, en letra de molde: “Aguas de Vichy, de Seltz y de Baréges, arropes depurativos, medicina Raspail, racahut de los árabes, pastillas Darcet, crema Regnault, vendas, baños, chocolates medicinales, etc”. Y la muestra, que ocupa todo el ancho de la tienda, dice en letras de oro: Homais, farmacéutico. Después, al fondo de la botica, detrás de las grandes balanzas atornilladas en el mostrador, se extiende la palabra laborato­rio sobre una puerta de cristales que, a la mitad de la su altura, repite de nuevo Homais, en letras de oro sobre fondo negro.

Después de esto ya no queda nada que ver en Yonville. La calle (única), que tiene el largo de un tiro de escopeta y en la que hay unas cuantas tiendas, acaba bruscamente a la vuelta de la carretera. Si la dejamos a la derecha y bajamos la cuesta de Saint-Jean, llegamos en seguida al cementerio. Cuando el cólera, para agrandarlo, derri­baron un lienzo de pared y compraron tres acres de tierra lindante; pero esta parte nueva está casi inhabitada, pues las tumbas siguen, como antes, aglomerándose hacia la puerta. El guarda, al mismo tiempo enterrador y sacristán de la iglesia (con lo cual saca un doble beneficio de los cadáveres de la parroquia), aprovecha el terreno libre para sembrar patatas. Pero su pequeña parcela va disminuyendo de año en año, y cuando sobreviene una epidemia no sabe si alegrarse de los fallecimientos o lamentarse de las sepulturas.

-¡Vive usted de los muertos, Lestiboudois! -llegó a decirle un día el señor cura.

Estas negras palabras le hicieron reflexionar; le detuvieron por algún tiempo; pero todavía hoy sigue cultivando sus tubérculos, y hasta sostiene con aplomo que nacen espontáneamente.

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Desde los acontecimientos que vamos a contar, nada, en realidad, ha cambiado en Yonville. La bandera tricolor de hoja de lata sigue rodeando la punta del campanario; la tienda de novedades sigue flameando al viento sus dos banderolas de indiana; los fetos del boticario, como paquetes de yesca blanca, se van pudriendo cada vez más en sus tarros de alcohol turbio, y, sobre la gran puerta de la hospedería, el viejo león de oro, desteñido por las lluvias, muestra aún a los transeúntes sus rizos de perro de lanas.

La tarde en que los esposos Bovary tenían que llegar a Yonville, la viuda de Lefran?ois, dueña de la hospedería, estaba tan atareada que sudaba la gota gorda removiendo sus cacerolas. Al día siguiente había mercado en el pueblo. Había que cortar la carne de antemano, destripar los pollos, hacer sopa y café. Tenía además la comida de los huéspedes fijos, la del médico, su mujer y la criada. En el billar retumbaban las risotadas; en el comedor pequeño llamaban tres molineros para que les sirvieran aguardien­te. Llameaba la leña, crepitaban los tizones, y, en la larga mesa de la cocina, entre los cuartos de cordero crudos, se elevaban pilas de platos que temblaban con las sacudidas del tajo donde estaban picando las espinacas. Se oía cacarear en el patio las aves que la criada perseguía para cortarles el pescuezo. Un hombre en zapati­llas de piel verde, un poco picado de viruelas y con un gorro de terciopelo con borla de oro, se calentaba la espalda contra la chimenea. Su cara sólo expresaba la satisfacción de sí mismo, y tenía un aire tan tranquilo como el jilguero que estaba colgado sobre su cabeza en una jaula de mimbre: era el boticario.

-¡Artemisa! -gritaba la hostelera-, parte leña, llena las ga­rrafas, trae aguardiente, ¡espabila! ¡Si siquiera supiese yo qué postre dar a esos señores que espera usted! ¡Bondad divina, ya están otra vez los de la mudanza armando jaleo en el billar11! ¡Y han dejado el carro debajo de la puerta principal! ¡La Golondrina es capaz de llevárselo por delante! Llama a Hipólito para que lo lleve a la cochera... ¡Pensar, monsieur Homais, que desde esta mañana

11 Se refiere a los mozos que desde Tostes, en un coche, trajeron los muebles del matrimonio Bovary.

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puede que hayan jugado quince partidas y que se hayan bebido ocho jarros de sidra!... Pero me van a romper el tapizado -continuó mirándolos de lejos, con la espumadera en la mano.

-E l daño no sería tan grande -replicó monsieur Homais-, ¡ya se compraría usted otro!

-¡Otro billar! -exclamó la viuda.-¡Si ése no aguanta, madame Lefrançois, ya se lo he dicho y se

lo repito, hace usted mal, muy mal! Y además los aficionados quieren ahora troneras estrechas y tacos pesados. Ya no se juega a las carambolas; ¡todo ha cambiado! ¡Hay que ir con el siglo! Fíjese, fíjese en Tellier...

La hostelera enrojeció de rabia. El boticario añadió:-Diga usted lo que quiera, su billar es más bonito que el de us­

ted; y si por ejemplo, se piensa organizar una liga patriótica para ayudar a Polonia o a los inundados de Lyon...

-¡Vamos, no serán unos desgraciados como él quienes nos asusten! -interrumpió la hostelera, alzando sus opulentos hom­bros-. ¡Vamos, vamos, monsieur Homais, mientras exista el Lion d ’or, aquí vendrá la gente! ¡Nosotros tenemos posibles! ¡En cambio cualquier mañana de éstas verá usted el Café Français cerrado y con un buen cartel en la fachada!... Cambiar mi billar-continuó hablán­dose a sí misma-, con lo cómodo que me es para poner la colada y que, en tiempo de caza, meto a dormir en él a seis viajeros!... ¡Pero ese remolón de Hivert no acaba de llegar!

-¿Le espera para la comida de esos señores? -preguntó el boticario.

-¿Esperarle? ¡ Y monsieur Binet ! Y a verá usted cómo llega al dar las seis, no hay otro tan puntual como él. Hay que guardarle siempre su sitio en el comedor pequeño. ¡Antes le matan que hacerle comer en otro sitio! ¡Y con lo despreciativo que es! ¡Y tan difícil para la sidra! No es como monsieur León; ése llega a veces a las siete y hasta a las siete y media, y ni siquiera mira lo que come. ¡Qué muchacho tan bueno! Nunca dice una palabra más alta que otra.

-Es que, ya se sabe, hay mucha diferencia entre una persona que ha recibido una educación y un antiguo carabinero como es el recaudador.

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Dieron las seis. Entró Binet.Vestía una levita azul, que le caía muy floja en tomo al flaco

cuerpo, y la gorra de cuero, con unas orejeras atadas con cordones sobre la cabeza, dejaba ver, bajo la visera levantada, una frente calva, deprimida por la costumbre del casco. Llevaba un chaleco de paño negro, un cuello de crin, un pantalón gris y, en todo tiempo, unas botas bien embetunadas que tenían dos abultamientos parale­los debidos a los juanetes. Ni un solo pelo rebasaba del collar de su barba rubia, que, contorneando la mandíbula, enmarcaba como el borde de un arriate su larga cara sin relieve, con unos ojos pequeños y una nariz aguileña. Ducho en todos los juegos de naipes, buen cazador y con una letra muy bonita, tenía en su casa un tomo con el que, poniendo en ello el celo de un artista y el egoísmo de un burgués, se entretenía en hacer servilleteros que llenaban su ca­sa.

Se dirigió al comedor pequeño, pero antes tuvieron que salir los tres molineros; y, todo el tiempo que tardaron en ponerle la mesa, Binet estuvo callado en su sitio, junto a la estufa; después cerró la puerta y se quitó la gorra, como de costumbre.

-¡No le gastarán la lengua las urbanidades! -dijo el boticario cuando se quedó solo con la hostelera.

-Nunca habla más -contestó ésta-. La semana pasada, vinieron dos viajantes, de telas, unos mozos muy graciosos que contaban por la noche la mar de cosas divertidas; yo lloraba de risa, pero él seguía ahí hecho un pasmarote, sin decir palabra.

-¡Sí -dijo el boticario-, ni pizca de imaginación, ni una ocu­rrencia, nada de lo que constituye al hombre de sociedad!

-Y eso que, según dicen, tiene posibles -objetó la hostelera.-¡Posibles! -replicó monsieur Homais-; ¿posibles él? En su

clase, puede ser -añadió en un tono más tranquilo.Y continuó:-¡Ah!, que un comerciante que tiene relaciones considerables,

que un jurisconsulto, un médico, un farmacéutico, estén tan absor­bidos que se vuelvan fantásticos y hasta hoscos, lo comprendo; ¡se citan muchos casos en la historia! Pero esos, por lo menos, piensan en algo. Por ejemplo, a mí, ¡cuántas veces me ha ocurrido buscar la

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pluma en el escritorio para escribir una etiqueta y resultar que la tenía en la oreja!

A todo esto, madame Lefran^ois se asomó a la puerta a ver si llegaba La Golondrina. Se estremeció. Un hombre vestido de negro entró de pronto en la cocina. A la última claridad del crepúsculo, se distinguía que tenía una cara rubicunda y un cuerpo atlético.

-¿Qué se le ofrece, señor cura? -preguntó la hostelera cogiendo de encima de la chimenea uno de los candeleras de cobre que allí estaban dispuestos en columnata con sus velas-. ¿Quiere tomar algo? ¿Un dedico de grosella, un vaso de vino?

El clérigo rehusó muy finamente. Venía a buscar su paraguas, que había olvidado el otro día en el convento de Eraemont; y después de rogar a madame Lefran^ois que se lo mandara al presbiterio al atardecer, salió en dirección a la iglesia, donde estaban tocando al Angelus.

Cuando el boticario dejó de oír en la plaza el ruido de los zapatos del cura, encontró muy inconveniente su conducta de hacía un momento. Haber rehusado un refresco le parecía una hipocresía de las más odiosas; los curas se apiporraban todos sin que los vieran y trataban de volver a los tiempos del diezmo.

La hostelera salió en defensa del cura:-Además, doblaría a cuatro como usted bajo su rodilla. El año

pasado ayudó a nuestra gente a meter la paja; ¡y cargaba hasta seis coloños a la vez, tan fuerte es!

-¡Muy bien! -dijo el boticario-. ¡Como para mandar a las hijas a confesarse con unos mozos de ese temperamento! Yo que el gobierno, mandaría sangrar a los curas una vez al mes. ¡ Sí, madame Lefranfois, una buena flebotomía todos los meses, en interés de las costumbres!

-¡Vamos, monsieur Homais, es usted un hereje, no tiene usted religión!

El boticario replicó:-¡Tengo una religión, mi religión, y más que todos ellos, con sus

comedias y charlatanerías! ¡Al contrario, yo adoro a Dios! Yo creo en el Ser Supremo, en un Creador, cualquiera que sea, me importa poco, que nos ha puesto en este mundo para cumplir nuestros debe­

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res de ciudadanos y de padres de familia; pero no tengo necesidad de ir a una iglesia a besar fuentes de plata y a engordar con mi bolsa a un montón de farsantes que se alimentan mejor que nosotros. Pues a ese Dios se le puede honrar lo mismo en un bosque que en un campo de labranza, o incluso contemplando la bóveda etérea, como los antiguos. ¡Mi Dios, el mío, es el Dios de Sócrates, de Franklin, de Voltaire y de Béranger! ¡Yo estoy por la Profesión de fe del vicario saboyana y por los inmortales principios del ochenta y nueve! De modo que no admito a un buen hombre de Dios que se pasea en su jardín bastón en mano, que aloja a sus amigos en el vientre de las ballenas, muere lanzando un grito y resucita a los dos días: cosas absurdas en sí mismas y, por lo demás, completamente opuestas a todas las leyes de la física; lo que nos demuestra, de paso, que los clérigos se han estancado siempre en una ignorancia ignominiosa y se esfuerzan por hundir en ella a los pueblos.

Se calló, buscando con los ojos un público en tomo a él, pues el boticario, en su efervescencia, se creyó por un momento en pleno concejo municipal. Pero la hostelera ya no le escuchaba; aplicaba el oído a un ruido lejano. Se distinguió el rodar de un coche mezclado con el chasquido de las herraduras flojas que golpeaban el suelo, y La Golondrina se detuvo por fin ante la puerta.

Era un arcón amarillo sobre dos grandes ruedas que, subiendo hasta la altura de la baca, impedían a los viajeros ver la carretera y les enlodaban los hombros. Cuando estaba cerrado, los pequeños cristales de las estrechas ventanillas temblaban en sus bastidores y, aquí y allá, conservaban manchas de lodo entre la vieja capa de polvo, que ni siquiera las lluvias de tormenta lavaban por completo. Tres caballos tiraban del artefacto, delantero el del centro, y, al bajar las cuestas, chocaba con el suelo dando tumbos.

Llegaron a la plaza algunos burgueses de Yonville; hablaban todos a la vez, pidiendo noticias, explicaciones y banastas: Hivert no sabía a quién contestar, era él quien hacía los recados para la ciudad. Iba a las tiendas, llevaba rollos de cuero al zapatero, hierros al herrador, una barrica de arenques para su amante, gorros de la sombrerería, postizos de la peluquería; y al volver iba distribuyendo a lo largo del camino sus paquetes, echándolos por encima de las

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tapias de los corrales, de pie en el pescante, gritando a todo pulmón, mientras los caballos caminaban solos.

Le había retrasado un incidente; la galga de madame Bovary se había escapado a través de los campos. Estuvieron silbándola un cuarto de hora largo. El propio Hivert retrocedió media legua, creyendo verla a cada minuto; pero hubo que continuar el camino. Emma lloró, se encolerizó; acusó a Carlos de aquella desgracia. Monsieur Lheureux, un tendero que iba con ella en el coche, trató de consolarla con muchos ejemplos de perros perdidos que, al cabo de muchos años, reconocían a su amo. Contaban de uno, decía, que volvió desde Constantinopla a París. Otro hizo cincuenta leguas en línea recta y pasó a nado cuatro ríos; y el propio padre de Lheureux tuvo un perro de lanas que, a los doce años de ausencia, le saltó de repente a la espalda, una noche, en la calle, cuando volvía de cenar fuera de casa.

II

Emma descendió primero, le siguió Felicidad, después monsieur Lheureux y una criada, hubo necesidad de despertar a Carlos que seguía en un rincón, donde se encontraba profundamente dormido desde que anocheció.

Se presentó Homais, saludó a la señora y al señor; dijo que estaba encantado de prestarles algún servicio, y agregó muy cordialmente que se había atrevido a invitarlos él mismo porque su esposa estaba ausente.

Cuando madame Bovary entró en la cocina, se aproximó a la chimenea. Con la punta de los dedos tomó su vestido y lo levantó hasta los tobillos; se acercó a la llama, y por encima de la pierna de cordero que giraba lentamente en el asador colocó su pie calzado con una ligera bota negra. El fuego iluminaba su vestido, penetrando la cruda luz la trama de sus ropas, dejando ver los parejos poros de su piel y también los párpados de sus ojos que de vez en cuando cerraba. Al penetrar por la puerta entreabierta un soplo de viento, quedó envuelta en destellos de un vivo color rojo.

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Del otro lado de la chimenea la contemplaba en silencio un mozalbete de rubia cabellera.

Así como se aburría en Yonville, donde oficiaba de pasante del notario, un tal señor Guillaumin, a menudo monsieur León Dupuis (porque era él, el segundo cliente asiduo del Lion d ’or) retrasaba el instante de su cena, esperando que llegara a la hostería un viajero con el que pudiera conversar durante la misma. Los días en que había culminado su tarea, le parecía necesario, al no haber otra alternativa, tener que llegar a la hora exacta y soportar el encuentro con Binet desde la sopa hasta el momento del queso. Por eso aceptó con agrado la invitación que le hizo la mesonera para que cenara esta vez en compañía de los recién llegados, y pasaron todos a la gran sala, donde madame Lefran?ois había ordenado colocar los cubiertos.

Homais pidió permiso para no quitarse el gorro griego, por miedo a las corizas.

Después, dirigiéndose a su vecina:-¿La señora debe de estar un poco cansada? ¡Nuestra Golondri­

na da tantísimos tumbos!-Es verdad -contestó Emma-, pero lo desacostumbrado me

divierte siempre; me gusta cambiar de lugar.-¡Es tan aburrido -suspiró el pasante- vivir tan clavado en los

mismos sitios!-Si tuvieran que estar -dijo Carlos- siempre a caballo como

yo...-Pues es muy agradable -repuso León dirigiéndose a madame

Bovary-; cuando se puede -añadió.-Además -apoyó el boticario- el ejercicio de la medicina no es

muy penoso aquí, pues el estado de nuestras carreteras permite usar el cabriolé, y generalmente pagan bastante bien, porque los labra­dores son gente acomodada. En el aspecto médico, aparte los casos corrientes de enteritis, bronquitis, afecciones biliares, etcétera, tenemos de vez en cuando fiebres intermitentes en el tiempo de la siega; pero, en suma, pocas cosas agradables, nada especial que señalar, a no ser muchos humores fríos, que sin duda se deben a las deplorables condiciones higiénicas de nuestras casas campesinas. Eso sí, tendrá usted que combatir muchos prejuicios, monsieur

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Bovary, muchas obstinaciones rutinarias contra las que se estre­llarán cada día todos los esfuerzos de su ciencia; pues todavía se recurre a las novenas, a las reliquias, al cura, antes que ir natural­mente al médico o al farmacéutico. A pesar de todo, el clima no es malo, y hasta tenemos en el municipio algunos nonagenarios. El termómetro (lo he observado) baja en invierno hasta cuatro grados y en la canícula llega a veinticinco o a treinta centígrados a lo sumo, lo que equivale a veinticuatro Réaumur como máximo, o bien cincuenta y cuatro Fahrenheit (medida inglesa), ¡no más! -y , en realidad, nos resguarda de los vientos del norte el bosque de Argueil por una parte; de los vientos del oeste la cuesta de Saint-Jean por otra parte; y sin embargo este calor, que, por el vapor de agua que desprende el río y la considerable presencia de animales en las praderas, animales que, como usted sabe, exhalan mucho amonía­co, es decir, nitrógeno, hidrógeno y oxígeno (no, nitrógeno e hidrógeno solamente), y que, como ese calor absorbe el humo de la tierra, confundiendo todas sus diferentes emanaciones, uniéndolas en un haz, por decirlo así, y combinándose espontáneamente en la electricidad en la atmósfera, cuando la hay, podría a la larga, como en los países tropicales, engendrar miasmas insalubres-; ese calor, digo, se atempera precisamente por el lado de donde viene, o más bien de donde vendría, es decir, por el sur, con los vientos del sudeste, los cuales se han refrescado ya al pasar por el Sena, y nos llegan a veces, de repente, como brisas de Rusia.

-¿Tienen ustedes por lo menos algunas excursiones en las cercanías? -continuaba madame Bovary hablando al joven pasante.

-¡Oh, muy poca cosa! -contestó-. Hay un lugar que llaman el Pastizal, en lo alto de la cuesta, a orillas del bosque. A veces voy allí los domingos y allí me quedo con un libro, mirando la puesta del sol.

-Para mí, nada tan admirable como las puestas de sol -repuso Emma-, pero sobre todo en la orilla del mar.

-¡Oh, yo adoro el mar! -dijo León.-Y además, ¿no le parece -replicó madame Bovary- que el

espíritu boga más libremente por esa superficie sin límites, cuya contemplación eleva el alma y sugiere ideas de infinito, de ideal?

-Lo mismo ocurre con los paisajes de montaña -repuso León-

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Tengo un primo que estuvo en Suiza el año pasado, y me decía que no se puede imaginar la poesía de los lagos, el encanto de las casca­das, el gigantesco efecto de los glaciares. Se ven pinos de altura increíble, a través de torrentes, de cabañas suspendidas sobre pre­cipicios, y, a mil pies bajo el contemplador, valles enteros cuando se abren las nubes. ¡Esos espectáculos deben entusiasmar, disponer ala oración, al éxtasis! No me extraña, pues, aquel músico que, para excitar su imaginación, tocaba el piano ante un lugar imponente.

-¿Hace usted música? -le preguntó Emma.-No, pero me gusta mucho.-¡Vamos, no le haga caso, madame Bovary -interrumpió Ho-

mais inclinándose sobre el plato-, es pura modestia! ¿Cómo que no, querido amigo? El otro día estaba usted cantando en su cuarto maravillosamente el Ángel de la guarda. Bien que lo oía yo desde el laboratorio; vocalizaba usted como un actor.

León vivía en casa del boticario, donde tenía una pequeña habitación en el segundo piso, dando a la plaza. Se sonrojó con el elogio de su patrón, que ya se había vuelto hacia el médico y le estaba enumerando uno tras otro a los principales habitantes de Yon ville. Contaba anécdotas, daba informes. No se sabía exactamente la fortuna del notario, y había la casa Tuvache, que daba muchos quebraderos de cabeza. Emma prosiguió:

-¿Y qué música prefiere usted?-¡Oh!, la música alemana, la que hace soñar.-¿Conoce usted el ‘Théâtre des Italiens”?12-Todavía no, pero lo veré el año próximo cuando vaya a vivir a

París para terminar mi carrera de derecho.-Es lo que tenía el honor de explicar a su señor esposo -dijo el

boticario- a propósito de ese pobre Yanoda que se fue; gracias a las locuras que hizo, se encontrará usted con una de las casas más confortables de Yon ville. Lo más cómodo que tiene para un médico es una puerta que da a la Avenida y permite entrar y salir sin ser vis­to. Además está provista de todo lo que resulta agradable en una casa: lavadero, cocina con antecocina, salón de familia, cuarto para la

12 Ernina Bovary con esta expresión se refiere a un grupo teatral, como luego se evidencia en la respuesta de León.

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fruta, etc. ¡Era un mozo que no reparaba en gastos! Mandó construir al final de la huerta, a la orilla del agua, un cenador expresamente para tomar cerveza en verano, y si a la señora le gusta la jardinería, podrá...

-M i mujer no se ocupa mucho de esas cosas -interrumpió Carlos-; aunque le recomienden el ejercicio, prefiere quedarse en su cuarto leyendo.

-Igual que yo -intervino León-. ¿Qué mejor cosa que estarse por la noche al amor de la lumbre con un libro, mientras el viento pega en los cristales, y arde la lámpara...?

-¿Verdad que sí? -exclamó Emma, clavando en él sus grandes ojos negros muy abiertos.

-No se piensa en nada -prosiguió León-, pasan las horas. Se pasea uno inmóvil por unos países que cree estar viendo, y el pen­samiento, enlazándose con la ficción, se recrea en los detalles o sigue el contorno de las aventuras. Se identifica con los personajes; nos parece palpitar nosotros mismos bajo sus costumbres.

-¡Es verdad! ¡Es verdad! -decía Emma.-¿No le ha ocurrido alguna vez -prosiguió León- encontrar en

un libro una idea vaga que ha tenido, una imagen oscurecida que retoma de lejos, y algo así como la entera exposición de su sentimiento más sutil?

-Sí, sí, lo he experimentado.-Por eso me gustan sobre todo los poetas. Encuentro los versos

más tiernos que la prosa y que hacen llorar mejor.-Pero, a la larga, cansan -repuso Emma-; ahora yo adoro las

historias que se leen de un tirón, esas historias que dan miedo. Detesto los héroes vulgares y los sentimientos tibios, como los que se encuentran en la naturaleza.

-En realidad -observó el pasante-, esas obras no llegan al corazón, me parece que se apartan de la verdadera finalidad del Arte. ¡Es tan dulce, en medio de los desencantos de la vida, poder trasladarse en pensamiento a unos caracteres nobles, a unos afectos puros, a unos cuadros de felicidad! Por mi parte, viviendo aquí, lejos del mundo, es mi única distracción; ¡pero Yonville ofrece tan pocos recursos!

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-Seguramente como Tostes -repuso Emma-; por eso yo estaba suscrita a un salón de lectura.

-Si la señora quiere hacerme el honor de servirse de ella -dijo el boticario, que había oído estas últimas palabras-, tengo a su disposición una biblioteca con los mejores autores: Voltaire, Rous­seau, Delille, Walter Scott, L ’Echo des Feuilletons, etcétera, y además recibo diferentes periódicos, entre ellos, diariamente, Le Fanal de Rouen, del que tengo el honor de ser corresponsal para las circunscripciones de Buchy, Forges, Neufchátel, Yonville y las inmediaciones.

Estaban a la mesa desde las dos y media; pues la criada, Artemisa, arrastrando perezosamente sobre las losas sus zapatillas de orillo, traía los platos uno a uno, olvidándolo todo, sin entender nada y dejando siempre entreabierta la puerta del billar, que chocaba contra la pared con el extremo del pestillo.

Mientras hablaba, y sin darse cuenta, León había puesto el pie en uno de los barrotes de la silla donde estaba sentada madame Bovary. Llevaba ésta una pequeña corbata de seda azul que sostenía, recto como una gorguera, un cuello de batista encañonado, y, según los movimientos de cabeza que hacía, se le hundía en el cuello la parte baja de la cara o emergía de él suavemente. Así, uno junto a otro, mientras Carlos y el propietario platicaban, entraron en una de esas vagas conversaciones en las que el azar de las frases conduce al centro fijo de una común simpatía. Espectáculos de París, títulos de novelas, cuadrillas nuevas y el mundo que no conocían, Tostes, donde ella había vivido, Yonville, donde estaban; lo examinaron todo, hablaron de todo, hasta el fin de la comida.

Servido el café, Felicidad se fue a preparar la habitación en la nueva casa, y los convidados no tardaron en marcharse. Madame Lefran§ois dormía junto a la ceniza, mientras que el mozo de cuadra, con un farol en la mano, esperaba a monsieur y a madame Bovary para acompañarlos a su casa. Tenía el pelo rojizo, mezclado con briznas de paja, y cojeaba de la pierna izquierda. Cogió con su otra mano el paraguas del señor cura y se pusieron en camino.

El pueblo estaba dormido. Los postes del mercado proyectaban

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unas sombras largas. La tierra estaba toda gris, como en una noche de verano.

Pero, como la casa del médico estaba a cincuenta pasos de la hostería, casi inmediatamente hubo de despedirse y la compañía se dispersó.

Nada más entrar en el vestíbulo, Emma sintió caerle sobre los hombros, como un lienzo húmedo, el frío del yeso. Las paredes estaban nuevas y los escalones de madera crujieron. Ya en la habitación, en el primero, entraba por las ventanas sin cortinas una luz blanquecina. Se divisaban vagamente cimas de árboles, y, más lejos, la pradera, medio anegada en la niebla, que humeaba a la luz de la luna, siguiendo el curso del río. En medio del piso había, todo mezclado, cajones de cómoda, botellas, barras, varillas doradas con colchones sobre unas sillas y jofainas en el suelo -pues los dos hombres que habían llevado los muebles lo dejaron todo allí de cualquier manera.

Era la cuarta vez que Emma dormía en un lugar desconocido. La primera fue el día que entró en el convento, la segunda cuando llegó a Tostes, la tercera en La Vaubyessard, la cuarta ésta; y cada una resultó ser en su vida como la inauguración de una fase nueva. No creía que las cosas pudieran ser iguales en sitios diferentes, y, como la parte vivida había sido mala, seguramente lo que quedaba por consumir sería mejor.

III

Al día siguiente, cuando despertó, vio al pasante cerca de la plaza. Ella estaba en el peinador. Él levantó la cabeza y la saludó. Emma se inclinó con rapidez y cerró nuevamente la ventana.

León esperó durante todo el día a que por fin llegaran las seis. Pero cuando entró en la hostería, él no encontró a nadie más que a monsieur Binet sentado a la mesa.

La cena de la noche anterior había sido para él un evento de gran importancia; nunca hasta entonces había conversado dos horas seguidas con una dama. ¿Cómo pudo exponerle, entonces, en tal

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lenguaje, tantas cosas que no habría dicho muy bien antes? Era muy tímido y conservaba esa reserva que tiene a la vez algo de pudor y disimulo. Los de Yonville lo consideraban un hombre de buenas maneras. Escuchaba los razonamientos de las personas maduras, y no parecía inmutarse cuando se hablaba de política, algo digno de destacar en un hombre joven. Poseía otras cualidades: pintaba a la acuarela, interpretaba la clave sol y leía después de la cena, cuando prefería qo jugar a las cartas. Homais lo admiraba por su ilustración;

Vmadame Homais lo quería por su amabilidad, ya que muchas veces acompañaba en los paseos por el parque a los pequeños Homais, niños traviesos y sucios, mal instruidos y un tanto linfáticos, igual que su madre. Para cuidarlos, tenían además de la criada, a Justino, el de la farmacia, un pariente lejano de monsieur Homais que habían recibido por caridad y que ahora les servía en ocasiones de domés­tico.

El boticario se portó como el mejor de los vecinos. Informó a madame Bovary sobre los proveedores, le mandó expresamente al que le vendía la sidra, probó la bebida y cuidó en la bodega que el tonel estuviera bien colocado; dijo cómo abastecerse de manteca a buen precio y concluyó un trato con Lestiboudois, el sacristán, que, además de sus funciones sacerdotales y mortuorias, cuidaba los jardines de Yonville, por hora o por año, a gusto de los dueños.

No era solamente la necesidad de ocuparse de los demás lo que impulsaba al boticario a tanta cordialidad obsequiosa: tenía un plan.

Había infringido la ley del 19 Ventoso año XI, artículo primero, que prohíbe a todo individuo sin título ejercer la medicina; en virtud de esa ley, monsieur Homais, por unas denuncias tenebrosas, hubo de comparecer en Ruán ante el fiscal del rey, en su despacho particular. El magistrado le recibió de pie, con su toga, armiño en el hombro y birrete en la cabeza. Era por la mañana, antes de la audiencia. Se oían en la galería las fuertes botas de los'gendarmes, y como un ruido lejano de grandes cerraduras que se cerraban. Al farmacéutico le zumbaron los oídos como si fuera a derrumbarse de una apoplejía; entrevio calabozos tenebrosos, su familia sollozando, vendida la farmacia, diseminados todos los botes; y tuvo que entrar en un café a tomar una copa de ron con agua de Seltz para entonarse.

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Poco a poco se fue amortiguando el recuerdo de aquella admonición, y siguió como antes, despachando consultas anodinas en la rebotica. Pero el alcalde le tenía fila, los colegas le tenían envidia, y era de temer cualquier cosa; ganarse a monsieur Bovary con finezas era ganar su gratitud e impedir que hablara más adelante si notaba algo. En consecuencia, Homais le llevaba el periódico todas las mañanas, y muchas veces, por la tarde, dejaba un momento la farmacia para ir a casa del médico a darle conversación.

Carlos estaba triste: la clientela no llegaba. Se pasaba sentado largas horas, sin hablar, se iba a dormir a su despacho o miraba coser a su mujer. Para distraerse, se empleó en su casa como azacán y hasta probó a pintar el desván con un resto de color que habían dejado los pintores. Pero le preocupaban los asuntos de dinero. Había gastado tanto en las reparaciones de Tostes, en los atavíos de la señora y en el traslado, que se había ido toda la dote, más de tres mil escudos. Y además, ¡cuántas cosas estropeadas o perdidas en el transporte de Tostes a Yonville, sin contar el cura de yeso, que se cayó del carro en un tumbo muy fuerte y se rompió en mil pedazos contra el pavimento de Quincampoix!

Vino a distraerle una preocupación mayor, el embarazo de su mujer. A medida que se acercaba el momento, la quería más. Era otro lazo de la carne y como el sentimiento continuo de una unión más compleja. Cuando veía de lejos su andar perezoso y girar blandamente su cintura sobre las caderas sin corsé; cuando, uno frente a otro, la contemplaba bien a su sabor y ella, sentada, tomaba posturas lánguidas en su sillón, ya no cabía en sí de gozo; se levantaba, la besaba, le pasaba las manos por la cara, le llamaba mamaíta, quería hacerla bailar, y mitad riendo, mitad llorando, soltaba toda clase de cuchufletas cariñosas que se le ocurrían. La idea de haber engendrado le deleitaba. Ya no le faltaba nada. Conocía la existencia humana en toda su extensión, y se apoyaba con los dos codos sobre la mesa colmado de apacible satisfacción.

Emma, al principio, sintió un gran asombro, después el deseo de dar ya a luz, para saber qué era aquello de ser madre, pero, como no podía hacer los gastos que quería, tener una cuna en forma de barquilla con cortinas de seda rosa y gorritos bordados, renunció a

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la canastilla, en un acceso de amargura, y lo encargó todo de una vez a una costurera del pueblo, sin elegir nada ni discutir nada. De suerte que no se recreó en esos preparativos en que la ternura de las madres cultiva la ilusión, y así quedó quizá, desde el principio, un tanto atenuado su cariño.

Pero como Carlos, en todas las comidas, hablaba del crío, Emma acabó por pensar en él de una manera más continua.

Deseaba un niño; sería fuerte y moreno; le llamaría Jorge, y aquella idea de tener un hijo varón era como una promesa de desquite de todas sus impotencias pasadas. Un hombre, por lo menos es libre; puede recorrer los países, atravesar los obstáculos, probar las dichas más lejanas. Pero a una mujer le está continuamente prohibido todo esto. Inerte y flexible a la vez, tiene contra ella las morbideces de la carne junto con las dependencias de la ley. Su voluntad palpita a todos los vientos como el velo de su sombrero sujeto por un cordón, siempre hay algún deseo que tira, alguna conveniencia que coarta.

Dio a luz un domingo, a eso de las seis, al apuntar el alba.-¡Es una niña! -dijo Carlos.Emma volvió la cabeza y se desmayó.Casi inmediatamente, acudió madame Homais y la besó, y lo

mismo hizo madame Lefran90is, la del Lion d ’or. El boticario, como hombre discreto, se limitó a dirigirle, por la puerta entreabierta, unas felicitaciones provisionales. Quiso ver a la niña y la encontró bien constituida.

Durante la convalecencia, Emma se preocupó mucho por buscar un nombre para su hija. Empezó por pasar revista a todos los que tenían terminaciones italianas, como Clara, Luisa, Amanda, Atala; le gustaba bastante Galsuinda, y más aún Isolda o Leocadia. Carlos deseaba que la niña se llamara como su madre; Emma se oponía. Recorrieron el calendario de punta a cabo y consultaron a los extraños.

-A monsieur León -decía el boticario-, con el que hablaba yo el otro día, le extraña que no elijan ustedes Magdalena, que está muy de moda ahora.

Pero la madre de Bovary protestó enérgicamente contra ese nombre de pecadora. En cuanto a monsieur Homais, tenía predilec­

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ción por todos los que recordaban a un gran hombre, un hecho ilustre o una idea generosa, y con arreglo a esto había bautizado a sus cuatro hijos. Así, Napoleón representaba la gloria y Franklin la libertad: Irma era quizá una concesión al romanticismo; pero Atalía era un homenaje a la más inmortal obra maestra del teatro francés. Pues sus convicciones filosóficas no impedían sus admiraciones artísticas; en él, el pensador no mataba al hombre sensible; sabía establecer diferencias, separar la imaginación del fanatismo. En esta tragedia, por ejemplo, censuraba las ideas pero admiraba el estilo; maldecía el concepto, pero aplaudía todos los detalles, y se exasperaba contra los personajes a la vez que se entusiasmaba con sus discursos. Cuando leía los grandes parlamentos se embelesaba; pero cuando pensaba que los beatos sacaban partido de aquello, se desesperaba, y, en esta confusión de sentimientos que le embarullaba, hubiera querido a la vez poder coronar a Racine con las dos manos y discutir con él un buen rato.

Por fin Emma se acordó de que en el palacio de La Vaubyessard había oído llamar Berta a una muchacha; inmediatamente quedó elegido el nombre, y, como el tío Rouault no podía ir al bautizo, rogaron a monsieur Homais que fuera padrino. Los regalos que hizo fueron todos productos de su establecimiento: seis cajas de azufai- fas, un bote entero de racahut, tres orzas de pasta de malvavisco, y además seis palos de azúcar cande que encontró en un armario. La noche de la ceremonia hubo una gran cena; asistió el cura; se calentaron. Monsieur Homais, a la Ijora de los licores, entonó Le Dieu des botines gens, monsieur León cantó una barcarola y madame Bovary madre, que era la madrina, una romanza de los tiempos del Imperio; por último, monsieur Bovary padre exigió que bajaran a la niña y se puso a bautizarla con una copa de champagne que le echaba desde arriba sobre la cabeza. Esta burla del primero de los sacramen­tos indignó al abate Boumisien; Bovary padre replicó con una cita de La guerra de los dioses; el cura quiso marcharse; las señoras suplicaban; interpúsose Homais y se logró que volviera a sentarse el eclesiástico, que tomó a tomar tranquilamente, en el platillo, su media taza de café a medio beber.

Monsieur Bovary padre se quedó un mes en Yonville, donde

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deslumbró a los habitantes con un soberbio gorro de policía con galones de plata, que llevaba por la mañana para ir a fumar su pipa en la plaza. Como tenía también la costumbre de beber mucho aguardiente, solía mandar a la criada al Lion d ’or a comprarle una botella, que apuntaban en la cuenta de su hijo; y, para perfumarse los pañuelos, gastó toda la provisión de agua de Colonia que tenía su nuera.

A ésta no la desagradaba su compañía. Era un hombre que había corrido mundo; hablaba de Berlín, de Viena, de Estrasburgo, de sus tiempos de militar, de las amantes que había tenido, de las grandes comidas que había hecho; después se ponía cariñoso e incluso a veces, en la escalera o en el jardín, la cogía por la cintura exclaman­do:

-¡Carlos, ten cuidado!Madame Bovary temió por la felicidad de su hijo, y, en previ­

sión de que su esposo ejerciera, a la larga, una influencia inmoral so­bre las ideas de la nuera, anticipó la marcha. Quizá tenía inquietudes más graves. Monsieur Bovary era hombre que no respetaba nada.

Un día, Emma sintió de pronto la necesidad de ver a su niña, que habían dado a criar a la mujer del carpintero, y, sin mirar en el calendario si habían pasado las seis semanas de la Virgen prescritas, se dirigió a casa de Rollet, que estaba al final del pueblo, al pie de la cuesta, entre el camino real y las praderas.

Era mediodía: las casas tenían cerrados los postigos, y las techumbres de pizarra, que relucían bajo la luz violenta del cielo azul, parecían echar chispas en la cresta de sus aguilones. Soplaba un viento sofocante. Emma se sentía débil al andar; la herían los guijarros de la acera; estuvo por volverse a casa o entrar en algún si­tio para sentarse.

En este momento salió León de una puerta vecina, con un legajo de papeles bajo el brazo. Se acercó a saludarla y se puso a la sombra delante de la tienda de Lheureux, bajo el toldo gris que sobresalía.

Madame Bovary dijo que iba a ver a su hija, pero que empezaba a estar cansada.

-Si... -dijo León, sin atreverse a seguir.-¿Tiene algo que hacer en alguna parte? -preguntó Emma.

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Y, ante la respuesta del pasante, le rogó que la acompañara. Aquella misma noche se supo en Yonville, y madame Tuvache, la mujer del alcalde, dijo delante de su criada que madame Bovary se estaba comprometiendo.

Para ir a casa de la nodriza, pasada la calle, había que doblar a la izquierda, como para ir al cementerio, y seguir, entre casucas y corralizas, un pequeño sendero bordeado de alheñas. Estaban en flor, y también las verónicas, los escaramujos, las hortigas y las gráciles zarzas que emergían de los matorrales; por los huecos de los setos se veía en las casuchas algún que otro cerdo sobre un estercolero, o alguna vaca atada frotando los cuernos contra el tronco de un árbol. Caminaban despacio, muy juntos, apoyándose ella sobre él, rete­niendo él su paso a la medida del de ella; los precedía un enjambre de moscas revoloteando, zumbando en el aire caliente.

Reconocieron la casa por un viejo nogal que le daba sombra. Baja y con la techumbre de tejas pardas, colgaba hacia fuera, de la claraboya del desván, una ristra de cebollas. Empinadas contra el seto de espino, unas chamarascas rodeaban un cuadro de lechugas; trepando por los rodrigones, unas matas de espliego y guisantes en flor. Corría un agua sucia desparramándose sobre la hierba, y alrededor se extendían unos andrajos indistintos, medias de punto, una camisola de indiana roja y una gran sábana de retor tendida a lo largo en el seto. Al ruido de la portilla, apareció la nodriza, dando de mamar a un niño. Con la otra mano tiraba de un pobre crío raquítico, con la cara llena de escrófulas, hijo de un tendero de Ruán y al que los padres, demasiado ocupados con su negocio, dejaban en el campo.

-Entre -dijo la mujer-; su niña está durmiendo.La habitación, en la planta baja, única de la vivienda, tenía en

el fondo, contra la pared, una ancha cama sin cortinas, mientras que una artesa ocupaba el lado de la ventana, que tenía un cristal roto y pegado con un sol de papel azul. En la esquina, detrás de la puerta, unos borceguíes de clavos brillantes colocados sobre la piedra del lavadero, junto a una botella llena de aceite con una pluma en el gollete; un Mathieu Laensberg tirado en la chimenea polvorienta, entre piedras de escopeta, cabos de vela y trozos de yesca. Por

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último, la postrera superfluidad de aquella casa era una Fama soplando en unas trompetas, seguramente una estampa recortada de algún prospecto de perfumería y clavada en la pared con seis tachuelas.

La niña de Emma dormía en el suelo, en una cuna de mimbre. La cogió con la colcha que la envolvía y se puso a cantar suavemente balanceándose.

León se paseaba por el cuarto; le parecía extraño ver aquella bella dama con su vestido de nankín en medio de aquella miseria. Madame Bovary enrojeció; León se apartó, creyendo que quizá en sus ojos había habido alguna impertinencia. Después Emma volvió a acostar a la pequeña, que acababa de vomitar sobre la gorguera. La nodriza se acercó en seguida a limpiarla, asegurando que no se le notaría.

-Siempre estamos igual -decía-, y no hago más que limpiarla a cada momento. Así que si me hiciera usted la merced de mandarle a Camus el tendero que me deje sacar un poco de jabón cuando me hace falta, y sería más cómodo para usted, que así no la molestaría.

-¡Bueno, bueno! -dijo Emma-. ¡Hasta otro día, tía Rollet!Y salió, limpiándose los pies en el umbral.La buena mujer la acompañó hasta el extremo del corral, sin

dejar de hablar de lo que le costaba levantarse por la noche.-A veces estoy tan cansadísima que me duermo en la silla; así

que por lo menos debía usted darme una libreja de café molido que me duraría un mes y lo tomaría por la mañana con leche.

Después de soportar las expresiones de agradecimiento de la nodriza, madame Bovary se fue; ya en el sendero, le hizo volver la cabeza un ruido de zuecos: era la nodriza.

-¿Qué pasa?La nodriza la llevó detrás de un olmo y se puso a hablarle de su

marido, que, con su oficio y seis francos al año que el capitán...-Acabe de una vez -dijo Emma,-Es que -continuó la nodriza suspirando a cada palabra- ten­

go miedo de que le dé pena verme tomar sola el café; ya sabe, los hombres...

-¡Lo tendrá, lo tendrá -repetía Emma-, se lo daré!... ¡Déjeme en paz!

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-¡Ay, señora!, es que de las heridas le han quedado unos calambres grandísimos en el pecho. Y hasta dice que la sidra le da flojera.

-¡Acabe de una vez, tía Rollet!-Pues mire -continuó la mujer haciendo una reverencia-, si no

fuera mucho pedir -y le echaba una mirada suplicante-, un jarrico de aguardiente -soltó por fin-, y con el aguardiente le daría friegas en los pies a su pequeña, que los tiene tiemecicos como la lengua.

Ya libre de la nodriza, Emma volvió a cogerse del brazo de monsieur León. Anduvo de prisa durante un rato; después acortó el paso y su mirada, que antes se paseaba hacia adelante, encontró el hombro del muchacho, cuya levita tenía un cuello de terciopelo negro. Sobre él le caía el pelo, castaño, liso y bien peinado. Emma le miró las uñas, más largas de como se llevaban en Yonville. Cuidárselas era una de las grandes ocupaciones del pasante, y para ello tenía en su escritorio un cortaplumas especial.

Volvieron a Yonville siguiendo la orilla del río. En la estación cálida, la ribera, más ancha, dejaba descubiertos hasta la base los muros de las huertas, de las que descendían unos escalones hasta el río. Corría éste sin ruido, rápido y frío a la mirada; unas hierbas delgadas se curvaban juntas en la superficie, según la corriente que las impulsaba y se extendían sobre su limpidez como cabelleras verdes. De vez en cuando, un insecto de patas finas andaba o se posaba en la punta de los juncos o en la hoja de los nenúfares. Un ra­yo de sol atravesaba las pequeñas pompas azules de las ondas, que se sucedían rompiéndose; los viejos sauces desmochados miraban en el agua su corteza gris; más allá, en todo el contorno, la pradera parecía vacía. Era la hora de comer en las granjas, y Emma y su compañero no oían más que la cadencia de sus pasos sobre la tierra de la vereda, las palabras que se decían y el roce del vestido de Emma que susurraba en tomo a ella.

Los muros del jardín, rematados con cascos de botellas, estaban calientes como la cristalera de un invernadero. Entre los ladrillos habían brotado mostazas silvestres, y madame Bovary, al pasar, desgranaba en polvo amarillo, con el borde de la sombrilla abierta, un poco de las flores marchitas, o bien resbalaba un momento sobre

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la seda, enredándose en los flecos alguna rama de madreselva y de clenjátide.

Hablaban de una compañía de bailarines españoles que espera­ban en el teatro de Ruán.

-¿Irá usted? -preguntó Emma.-Si puedo -contestó él.¿No tenían otra cosa que decirse? Sin embargo, sus ojos estaban

llenos de una conversación más seria; y, mientras se esforzaban por encontrar frases triviales, se iban sintiendo invadidos por cierta languidez; era como un murmullo del alma, profundo, continuo, que dominaba el de las voces. Sorprendidos de asombro por aquella dulzura nueva, no pensaban en contarse la sensación o en descubrir su causa. Las felicidades futuras, como los ríos de los trópicos, proyectan sobre la inmensidad que las precede sus suavidades natales, una brisa perfumada, y los que las perciben se adormecen en ese arrobamiento, sin cuidarse siquiera del horizonte que no se vislumbra.

En un lugar del camino, la tierra estaba desmoronada por el paso de los animales; tuvieron que andar sobre grandes piedras verdes, espaciadas en el fango. De pronto, Emma se paraba un minuto para mirar dónde poner su bota -y, vacilando sobre la piedra que se movía, los codos en el aire, inclinado el busto, indecisa la mirada, reía, de miedo de caer en los charcos.

Cuando llegaron ante la huerta de los Bovary, Emma empujó pequeña la barrera, subió corriendo las escaleras y desapareció.

s León volvió a su estudio. El patrón estaba ausente. Echó una ojeada a los documentos, corto una pluma, cogió el sombrero y se marchó.

Se dirigió al Pastizal, en lo alto de la cuesta de Argueil, a la entrada del bosque; se tendió en el suelo debajo de los pinos y miró el cielo a través de los dedos. “¡Cómo me aburro! -se decía-, ¡cómo me aburro!”

Se daba lástima por vivir en aquel pueblo, con Homais por amigo y monsieur Guillaumin por patrón. Este, muy absorbido por los negocios, con anteojos de montura de oro y patillas pelirrojas sobre una corbata blanca, no entendía nada de delicadezas espirituales,

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aunque se daba un aire envarado e inglés, que deslumbró al pasante en los primeros tiempos. En cuanto a la mujer del boticario, era la mejor esposa de Normandía, dulce como un cordero, amante de sus hijos, de su padre, de su madre, de sus parientes, llorando por los males ajenos, llevándolo todo en su casa, detestando los corsés; pero tan lenta en sus movimientos, tan aburrida de escuchar, de un aspecto tan vulgar y de una conversación tan limitada, que León nunca pensó, aunque tuviera treinta años, aunque tuviera veinte, y durmie­sen puerta con puerta, y hablara con ella cada día, que pudiera ser una mujer para alguien ni que tuviera de su sexo otra cosa que el vestido.

¿Y qué más había? Binet, unos cuantos comerciantes, dos o tres taberneros, el cura y por último monsieur Tuvache, el alcalde, con sus dos hijos, gente acomodada, tosca, obtusa, que cultivaban ellos mismos sus tierras, que hacían comilonas en familia, devotos, eso sí, y de una compañía absolutamente insoportable.

Pero, sobre el fondo común de todos aquellos rostros humanos, se destacaba la figura de Emma, aislada y más lejana sin embargo; pues, entre ella y él, sentía como vagos abismos.

Al principio, había ido a su casa varias veces en compañía del boticario. Carlos no parecía muy interesado por recibirle; y León no sabía cómo arreglárselas entre el miedo de ser indiscreto y el deseo de una intimidad casi imposible.

IV'

Desde los primeros fríos, Emma abandonó su cuarto para vivir en la sala, extensa habitación de techo bajo donde había una chimenea con un polipero tupido que daba contra el espejo. Sentada en su sillón, cerca de la ventana, veía pasar la gente por la acera.

Dos veces por día, León iba de su estudio al Lion d ’or. Emma a la distancia lo escuchaba venir; ella se inclinaba para escuchar y el joven se deslizaba detrás de la cortina, siempre vestido de la misma manera y sin girar la cabeza. Pero a la hora del crepúsculo, cuando ella, colocando su barbilla en la mano izquierda, abandonaba en sus rodillas la tarea recién comenzada, se estremecía ante la aparición de

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esa sombra que veía deslizarse de improviso hasta desaparecer. Se levantaba y ordenaba poner de inmediato la mesa.

Monsieur Homais llegaba a la comida. Llevando el gorro griego en la mano, entraba sin hacer ruido para no incomodar y repitiendo la misma frase: “¡Buenas noches a todos!”. Después, acomodado contra la mesa y entre los dos esposos, le preguntaba al médico por sus pacientes y éste a su vez le preguntaba acerca de la probabilidad de los honorarios. En seguida se hablaba de las noticias del perió­dico. A esa hora, monsieur Homais se sabía el periódico casi de memoria y narraba casi todo, incluyendo las reflexiones de los periodistas y las catástrofes sucedidas en Francia y en el extran­jero. Cuando empezaba a agotarse el tema de conversación, el boticario lanzaba comentarios sobre los platos que veía. A veces medio se levantaba y le indicaba con delicadeza a la señora el trozo más tierno, o a la criada le advertía cómo debía manipular las carnes y conservar la higiene de los condimentos; entonces hablaba de aromas, jugos y gelatinas hasta deslumbrar a su auditorio. Como su cabeza tenía más recetas que frascos su botica, monsieur Homais hablaba con maestría de confituras, vinagres y licores dulces; estaba al día en cuestión de inventos y novedades en aparatos de calefac­ción, y conocía cómo conservar los quesos y arreglar los vinos descompuestos.

A las ocho, iba a buscarle Justino para cerrar la botica. Entonces monsieur Homais le miraba con ojos burlones, sobre todo si estaba allí Felicidad, pues había notado que su discípulo se había aficiona­do a la casa del médico.

-Mi mancebo -decía- empieza a pensar en ciertas cosas y creo, lléveme el diablo, que está enamorado de la fámula de esta casa.

Pero le reprochaba un defecto más grave: escuchar continua­mente las conversaciones. El domingo, por ejemplo, no se podía hacerle salir del salón adonde le había llamado madame Homais pa­ra que cogiera a los niños, que se dormían en las butacas, estirando con la espalda las fundas de calicó, demasiado anchas.

A estas tertulias del boticario no iba mucha gente, porque su maledicencia y sus opiniones políticas habían apartado de él suce­sivamente a diferentes personas respetables. El pasante no faltaba.

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En cuanto oía la campanilla, corría al encuentro de madame Bovary, le cogía el chal y se llevaba, para ponerlas debajo del mostrador de la botica, las gruesas zapatillas de orillo que Emma se ponía sobre el calzado fino cuando había nieve.

Empezaban por jugar unas cuantas partidas de treinta y una; luego, monsieur Homais jugaba al écarté con Emma; León, detrás de ella, le daba consejos. De pie y con las manos sobre el respaldo de su silla, miraba los dientes de su peineta clavada en el moño. A cada movimiento que hacía Emma para echar las cartas, se le subía el vestido por el lado derecho. Del pelo recogido descendía sobre la espalda un color oscuro y que, empalideciendo gradualmente, se perdía poco a poco en la sombra. Luego, el vestido caía por ambos lados sobre el asiento, ahuecándose, lleno de pliegues, y se extendía sobre el suelo. A veces León sentía que lo pisaba con la suela de su bota, y se apartaba como si hubiera pisado a alguien.

Terminada la partida de cartas, el boticario y el médico jugaban al dominó, y Emma, cambiando de sitio, se apoyaba de codos en la mesa para hojear L ’Illustration. Había llevado su revista de modas. León se ponía a su lado; miraban juntos los grabados y se esperaban al terminar las páginas. Muchas veces Emma le pedía que recitara versos; León los declamaba con voz espaciosa, haciéndola expirar con cuidado en los pasajes de amor. Pero el ruido de las fichas del dominó le molestaba; monsieur Homais era ducho en este juego y derrotaba a Carlos en pleno seis doble. El fuego se extinguía en las cenizas, la tetera estaba vacía; LeSn seguía leyendo, Emma le escuchaba dando vueltas maquinalmente a la pantalla de la lámpa­ra, que tenía pintados en la tela unos pierrots en unos carruajes y unas bailarinas en la cuerda floja con sus balancines. León se paraba señalando con el gesto a su auditorio dormido; entonces hablaban en voz baja y la conversación que tenían les parecía más dulce porque no la oían los demás.

Así se estableció entre ellos una especie de asociación, un intercambio continuo de libros y de romanzas; a monsieur Bovary, poco celoso, no le extrañaba aquello; recibió por su santo una magnífica cabeza frenológica, toda incrustada de números hasta el tórax y pintada de azul. Era una atención del pasante. Tenía otras

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muchas, hasta hacer sus encargos en Ruán; y como el libro de un novelista había puesto de moda las plantas carnosas, León las compraba para la señora, llevándolas sobre las rodillas en La Golondrina, pinchándose los dedos con las duras púas.

Emma mandó poner en su ventana una barandilla de madera para sostener sus tiestos. También el pasante tenía su jardincillo colgante; se veían cuidando cada uno sus flores en las respectivas ventanas.

Entre las del pueblo, había una ocupada con más frecuencia aún: pues el domingo, de la mañana a la noche, y todas las tardes si el tiempo era claro, se veía por la claraboya del desván el afilado perfil de monsieur Binet inclinado sobre su tomo, cuyo zumbido monóto­no se oía hasta en el Lion d ’or.

Una noche, al volver a casa, León encontró en su cuarto una alfombra de terciopelo y de lana con hojas sobre fondo pálido. Lla­mó a madame Homais, a monsieur Homais, a los niños, a la cocinera; habló del asunto a su patrón; todo el mundo quiso conocer aquella alfombra; ¿por qué la mujer del médico tenía aquellas generosidades con el pasante? Aquello pareció raro, y se pensó definitivamente que debía de ser su amiga.

León daba motivos para creerlo, pues tanto hablaba de sus encantos y de su inteligencia, que Binet le contestó una vez brutal­mente:

-¡A mí qué me importa, si no soy de sus amistades!El pasante se torturaba buscando el medio de declararse-, y,

vacilando siempre entre el temor de enfadarla y la vergüenza de ser tan pusilánime, lloraba de desánimo y de deseo. Después tomaba resoluciones heroicas; escribía cartas y las rompía, las aplazaba para otros momentos y las iba retrasando. Muchas veces se ponía en marcha con el proyecto de arriesgarse a todo; pero esta resolución le abandonaba inmediatamente en presencia de Emma, y cuando Car­los sobrevenía y le invitaba a subir en su cochecillo para ir juntos a ver a algún enfermo de los alrededores, aceptaba inmediatamente, saludaba a la señora y se iba. ¿No era el marido algo de ella? Emma, por su parte, no se interrogó para saber si le amaba. Creía que el amor debía llegar pronto, con grandes resplandores y fulguraciones, huracán de los cielos que cae sobre la vida, la sacude, arranca las

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voluntades como si fueran hojas y arrastra al abismo el corazón entero. No sabía que, cuando los desagües están atrancados, la lluvia forma lagos en la terraza de las casas, y así habría permanecido en su seguridad, de no descubrir súbitamente una grieta en la pared.

V

Sucedió un domingo de febrero, una tarde que caía nieve. Todos se habían marchado, los Bovary, Homais y León, a ver a media legua de Yonville, en pleno valle, una hilatura de lino que estaban haciendo. El boticario llevó consigo a Napoleón y Atalía para que hicieran un poco de ejercicio; también los acompañó Justino, con los paraguas. Se encontraron con algo muy curioso: un inmenso espacio de terreno vacío donde estaban amontonadas, entre cúmulos de arena y piedras, unas ruedas de engranaje ya enmohecidas, rodeaba un extenso edifìcio rectangular con ventanas diminutas. Estaba sin terminar y a través de las vigas del techo incompleto podía verse el cielo. Amarrado a la vigueta del aguilón, un haz de paja hacía crujir al viento sus cintas de varios colores.

Homais explicaba a sus acompañantes la importancia que ten­dría en el futuro ese establecimiento; hacía cálculos sobre la resisten­cia del terreno, sobre el espesor de los muros, y lamentaba enorme­mente no haber llevado un bastón métrico, como el que tenía monsieur Binet para su uso personal.

Emma, que le daba el brazo, se apoyaba un poco sobre su hombro y miraba detenidamente el disco del sol radiante a lo lejos, en medio de la bruma, con su palidez deslumbrante; pero ella giró la cabeza y encontró allí a Carlos. Él llevaba la gorra caída hasta las cejas y sus dos gruesos labios temblaban, lo cual le daba un aire un poco estúpido; su propia espalda, su dócil espalda, resultaba mortificante para ver, y Emma veía en ella la vulgaridad de aquel hombre.

Mientras ella le consideraba, saboreando así en su irritación una especie de voluptuosidad depravada, León avanzó un paso. El frío que le empalidecía parecía depositar en su cara una languidez más blanda; entre la corbata y el cuello, el cuello de la camisa, un poco

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ancho, dejaba ver la piel; una punta de la oreja sobresalía bajo un mechón de pelo, y sus grandes ojos azules, levantados hacia las nubes, le parecieron a Emma más límpidos y más bellos que esos lagos de las montañas donde se mira el cielo.

-¡Desdichado! -exclamó de pronto el boticario.Y corrió hacia su hijo, que acababa de precipitarse en un montón

de cal para pintar de blanco los zapatos. Ante los reproches con que le abrumaban, Napoleón se puso a berrear, mientras Justino le y limpiaba los zapatos con un puñado de paja. Pero hacía falta una navaja; Carlos le ofreció la suya. “¡Ah -se dijo Emma-, lleva una navaja en el bolsillo como un campesino!”

Estaba helando ya y se volvieron hacia Yonville.Aquella noche, madame Bovary no fue a casa de sus vecinos y,

cuando se marchó Carlos y se sintió sola, volvió a presentársele el paralelo en la claridad de una sensación casi inmediata y con esa lejanía de perspectiva que el recuerdo da a los objetos. Mirando desde la cama la llama de la lumbre, veía aún a León de pie doblando con una mano su bastoncillo y llevando de la otra a Atalía, que chupaba tranquilamente un trozo de hielo. Le encontraba encanta­dor; no podía apartar de él su pensamiento; recordó otras actitudes suyas en otros días, frases que había dicho, el sonido de su voz, toda su persona; y, sacando los labios como para un beso, repetía: “¡Sí, encantador, encantador!... ¿Estará enamorado? -se preguntó-. ¿Y de quién?... ¡Pues de mí!” Aparecieron a la vez todas las pruebas, le dio un salto el corazón. La llama de la chimenea hacía temblar en el te-cho una alegre claridad; Emma se apoyó sobre la espalda y estiró los brazos.

Y comenzó la eterna lamentación: “¡Oh, si el cielo hubiera querido! ¿Por qué no ha sido así? ¿Quién impediría entonces?...”

Cuando Carlos volvió a casa, a media noche, Emma fingió que se despertaba, y, como él hiciera ruido al desnudarse, quejóse ella de jaqueca; después preguntó, en tono indiferente, lo que había pasado en la velada.

-Monsieur León -dijo Carlos- se marchó temprano.Emma no pudo evitar una sonrisa y se durmió, llena el alma de

un encanto nuevo.

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Al atardecer del día siguiente recibió la visita de un tal Lheureux, que tenía un comercio de novedades. Era hábil el tendero.

Nacido en Gascuña, pero formado en Normandía, unía la facundia meridional a la cautela de la gente de Cau. Su cara redonda, blanda y barbilampiña parecía teñida con una decocción de regaliz clara, y su pelo blanco hacía más vivo aún el brillo rudo de sus ojillos negros. No se sabía qué había sido antes: cargador, decían unos, banquero en Routot, afirmaban otros. Lo cierto es que hacía mental­mente unos cálculos complicados, capaces de asustar hasta el mismo Binet. Fino hasta la obsequiosidad, estaba siempre con el espinazo inclinado, en la posición de quien saluda o invita.

Después de dejar a la puerta el sombrero, adornado con un crespón, posó en la mesa una caja verde y empezó por quejarse a la señora, con muchas finezas, de que no le hubiera honrado hasta aquel día con su confianza. Una pobre tienda como la suya no era como para atraer a una elegante, y recalcó esta palabra. Pero no tenía más que pedir y él se encargaría de proporcionarle lo que quisiera, tanto en mercería como en ropa blanca, corsetería o novedades; pues iba regularmente a la ciudad cuatro veces al mes. Estaba en relación con las casas más importantes. Se podía hablar de él en Les trois frè­res, en La Barbe d ’or o en Le Grand Sauvage: todos estos señores le conocían como a sus propios bolsillos. Hoy venía a enseñar a la señora, al pasar, diferentes artículos que tenía, gracias a una ocasión de las más raras. Sacó de la caja media docena de cuellos bordados.

Madame Bovary los examinó.-No necesito nada -dijo.Entonces monsieur Lheureux exhibió delicadamente tres echar­

pes argelinas, varios paquetes de agujas inglesas, un par de pantuflas de paja y cuatro hueveras de coco, caladas a cincel por presidiarios. Después, con las manos sobre la mesa, tenso el cuello, inclinado el busto, se puso a seguir, con la boca abierta, la mirada de Emma, que se paseaba indecisa entre aquellas mercancías. De vez en cuando, como para sacudir el polvo, daba un golpe con la uña a la seda de las echarpes, desdobladas en toda su longitud, y las echarpes se es­tremecían con un tenue rumor, y a la luz verdusca del crepúsculo, centelleaban, como estrellas, las lentejuelas de oro del tejido.

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-¿Cuánto cuestan?-Una miseria, una miseria; pero no hay prisa; cuando usted

quiera; ¡no somos judíos!Emma reflexionó unos momentos, y acabó por rehusar amable­

mente. Monsieur Lheureux dijo sin inmutarse:-Muy bien, ya nos entenderemos otro día. Con las señoras me

he arreglado siempre, menos con la mía.Emma sonrió.-Quiero decir -continuó campechanamente después de su chi­

rigota- que el dinero no me preocupa... Se lo daría a usted si fuera necesario.

Emma hizo un gesto de sorpresa.-¡Ah ! -exclamó vivamente y en voz baja-, no tendría que ir muy

lejos para encontrárselo, puede estar segura.Y se puso a pedirle noticias del tío Tellier, el dueño del Café

Français, al que monsieur Bovary asistía a la sazón.-¿Qué es lo que tiene el tío Tellier?... Tose tan fuerte que sacude

toda la casa, y mucho me temo que, de aquí a poco, va a necesitar un paleto de pino13 mejor que una camisola de franela. ¡Se corrió tantas juergas cuando era joven ! Esa gente, señora, no tenía el menor orden. Se ha quemado las entrañas con aguardiente. Pero de todos modos da pena ver marcharse a una persona conocida.

Y mientras cerraba de nuevo su caja, discurría así sobre la clientela del médico.

-¡Es el tiempo el que tiene la culpa de esas enfermedades! Yo tampoco me siento muy bien; y a lo mejor tengo que venir un día de estos a consultar con su señor esposo por un dolor que tengo en la espalda. Bueno, hasta otro día, madame Bovary; ¡a su disposición, servidor de usted!

Y cerró suavemente la puerta.Emma se hizo servir la cena en su cuarto, junto a la chimenea,

en una bandeja; comió muy despacio; todo le pareció bueno. “¡Qué prudente he sido!”, se decía pensando en los echarpes.

Oyó pasos en la escalera: era León. Se levantó y cogió sobre la

13 Alusión al ataúd donde se deberá enterrar tan pronto fallezca.

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cómoda, entre varios trapos para dobladillar, el primero del montón. Parecía muy ocupada cuando León entró.

La conversación fue lánguida, pues madame Bovary la aban­donaba a cada momento y él se quedaba como muy azorado. Sentado en una silla baja junto a la chimenea, daba vueltas entre los dedos al estuche de marfil; Emma clavaba la aguja o, de vez en cuando, fruncía con la uña los pliegues de la tela. Ella no hablaba; él, cautivado por su silencio, como lo hubiera estado por sus palabras, se callaba. “¡Pobre muchacho!”, pensaba ella. “¿En qué le habré desagradado?”, se preguntaba él.

Pero León acabó por decir que, uno de aquellos días, tenía que ir a Ruán por un asunto de su estudio.

-Su suscripción de música ha terminado, ¿he de renovarla?-No.-¿Por qué?-Porque...Y, apretando los labios, tiró lentamente de una larga hebra de

hilo gris.Esta labor irritaba a León. Los dedos de Emma parecían deso­

llarse por la punta; se le ocurrió una frase galante, pero no se atrevió a decirla.

-¿La deja entonces? -insistió León.-¿Qué, la música? -repuso con viveza-. ¡ Ah, sí! Tengo una casa

que llevar, un marido que atender, en fin, mil cosas, muchos deberes que son antes.

Miró al reloj. Carlos se retrasaba. Se hizo la preocupada. Dos o tres veces repitió:

-¡Es tan bueno!El pasante tenía afecto a monsieur Bovary. Pero aquel cariño

hacia él le impresionó de una manera desagradable; sin embargo, continuó su elogio, un elogio que oía a todo el mundo -dijo- y sobre todo al boticario.

-¡Ah, es muy bueno! -repuso Emma.-Desde luego -convino el pasante.Y se puso a hablar de madame Homais, cuyo atuendo, muy

desaliñado, les hacía, habitualmente, reír.

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-¿Qué importa eso? -interrumpió Emma-. Una buena madre de familia no se preocupa por su atavío.

Y recayó en su silencio.Lo mismo fue los días siguientes; sus palabras, sus maneras,

todo cambió. Se la vio ocuparse mucho de la casa, volver a la iglesia regularmente y dirigir a la criada con más severidad.

Sacó a Berta de la nodriza. Felicidad se la traía cuando llegaban visitas, y madame Bovary la desnudaba para que vieran sus miem­bros. Decía que adoraba a los niños; era su consuelo, su alegría, su locura, y acompañaba las caricias con expansiones líricas que a otros que no fueran los habitantes de Yonville les habrían recordado a la Sachette de Notre-Dame de París.

Cuando Carlos volvía a casa, encontraba las zapatillas calentán­dose junto a la ceniza. Ahora no les faltaba el forro a sus chalecos, ni los botones a sus camisas, y hasta daba gusto contemplar en el armario todos los gorros de algodón ordenados en pilas iguales. Ya no protestaba como antes para pasear por el jardín; lo que Carlos proponía era siempre aceptado, por más que no adivinara Emma los deseos a los que se sometía sin murmurar; y cuando León le veía al amor de la lumbre después de cenar, con las dos manos sobre el vientre, los dos pies sobre los morillos, roja la cara por la digestión, los ojos húmedos de felicidad, con la niña arrastrándose sobre la alfombra, y aquella mujer de fina cintura que, por encima del respaldo del sillón, venía a besarle en la frente, se decía: “¡Qué locura! ¿Cómo llegar hasta ella?”

Le pareció, pues, tan virtuosa e inaccesible que le abandonó to­da esperanza, hasta la más vaga.

Pero, con este renunciamiento, la colocaba en condiciones extraordinarias. Para él, Emma se desprendió de las cualidades camales de las que nada podía obtener, y, en su corazón, fue subiendo más y más y destacándose a la manera magnífica de una apoteosis que alza el vuelo. Era uno de esos sentimientos puros que no estorban el ejercicio de la vida, que se cultivan porque son raros y cuya pérdida sería más triste que gozosa fuera la posesión.

Emma enflaqueció, palidecieron sus mejillas, se le alargó la cara. Con sus crenchas negras, sus grandes ojos, su nariz recta, sus

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andares de pájaro, y siempre silenciosa ahora, ¿no parecía pasar por la existencia sin apenas tocarla y llevar en la frente la vaga impronta de una predestinación sublime? Estaba tan triste y tan serena, tan dulce y a la vez tan reservada, que, junto a ella, se sentía un encanto glacial, como ese estremecimiento que se siente en las iglesias bajo el perfume de las flores unido al frío de los mármoles. Tampoco los demás eran ajenos a esta seducción. El boticario decía:

-Es una mujer de grandes recursos y no desentonaría en una subprefectura.

Los burgueses admiraban su economía, los clientes su cortesía, los pobres su caridad. Pero estaba llena de furiosas apetencias, de rabia, de odio. Aquel vestido de pliegues rectos escondía un corazón tempestuoso, y aquellos labios tan púdicos no contaban la tormenta que en él había. Estaba enamorada de León y buscaba la soledad para poder deleitarse más a gusto en su imagen. La aparición de su persona turbaba la voluptuosidad de esta meditación. Emma palpi­taba al ruido de sus pasos: después, en su presencia, se derrumbaba la emoción, y luego no le quedaba más que un inmenso pasmo que se resolvía en tristeza.

Cuando León salía desesperado de casa de Emma, no sabía que ésta se levantaba detrás de él para verle en la calle. Le seguía los pasos, trataba de leerle en la cara; inventó toda una historia con el fin de hallar un pretexto para ver su habitación. Consideraba que la mujer del boticario tenía una gran suerte por dormir bajo el mismo techo; y sus pensamientos se abatían continuamente sobre aquella casa, como las palomas del Lion d ’or que iban a meter en los canalones sus patas rosadas y sus alas blancas. Pero cuanto más cuenta se daba de su amor, más lo reprimía, para que no se notara y para disminuirlo. Habría querido que León lo percibiera; e imagi­naba casualidades, catástrofes que lo facilitaran. Sin duda lo que la retenía era la pereza o el miedo, también el pudor. Pensaba que le había rechazado demasiado lejos, que ya no era tiempo, que todo estaba perdido. Después el orgullo, la satisfacción de decirse: “Soy virtuosa”, y de mirarse en el espejo adoptando unas posturas resignadas, la consolaba un poco del sacrificio que acababa de hacer.

Entonces, los apetitos de la carne, las codicias de dinero y las

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melancolías de la pasión, todo se confundió en un mismo sufrimien­to; y en vez de desviar su pensamiento, más se agarraba a él, excitándose en el dolor y buscando en todo las ocasiones de sufrirlo. Se irritaba por un plato mal servido o por una puerta mal cerrada, se lamentaba del terciopelo que no tenía, de la felicidad que le faltaba, de sus sueños demasiado elevados, de su casa demasiado estrecha.

Lo que la exasperaba era que Carlos no parecía ni sospechar su suplicio. La convicción que tenía el marido de hacerla feliz le parecía un insulto imbécil, y su seguridad de esto, ingratitud. ¿Por quién era ella honrada? ¿No era él el obstáculo a toda felicidad, la causa de toda miseria y como la puntiaguda hebilla de aquella compleja correa que la ataba por todas partes?

Y concentró en él sólo el odio numeroso que resultaba de sus hastíos, y todo esfuerzo por amortiguarlo no hacía sino exacerbarlo; pues este empeño inútil se sumaba a otros motivos de desesperación y contribuía más aún al alejamiento. Hasta su dulzura misma le infundía rebeliones. La mediocridad doméstica la impulsaba a fantasías lujosas, el cariño matrimonial a deseos adúlteros. Hubiera querido que Carlos la pegara, para poder odiarle con más justicia, vengarse de él. A veces se asombraba de las atroces conjeturas que le venían al pensamiento; ¿y había que seguir sonriendo, oír có­mo le repetían que era feliz, hacer como que lo era, hacer creer que lo era?

Pero esta hipocresía le repugnaba a veces. Tentaciones le daban de fugarse con León, de irse con él a alguna parte, muy lejos, para intentar un destino nuevo; pero en seguida se abría en su alma un abismo vago, lleno de oscuridad. “Además -pensaba- León ya no me ama; ¿qué va a ser de mí? ¿Qué ayuda esperar, qué consuelo, qué alivio?”

Y se quedaba destrozada, jadeante, inerte, sollozando sorda­mente y bañada en lágrimas.

-¿Por qué no se lo dice al señor? -le preguntaba la criada, cuando entraba durante estas crisis.

-Son nervios -contestaba Emma-; no le digas nada, le darías pena.

-¡Sí, sí! -insistía Felicidad-, usted es como la Guérina, la hija

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del tío Guérin, el pescador de Pollet, la conocí en Dieppe antes de venir a esta casa. Estaba tan triste, tan triste, que al verla de pie en la puerta de su casa, parecía un paño de entierro tendido allí. Resulta que su mal era como una niebla que tenía en la cabeza, y los médicos no podían hacer nada, ni el cura tampoco. Cuando le daba muy fuerte, se iba a la orilla del mar, y cuando el teniente de la aduana iba a hacer la ronda, a veces la encontraba acostada boca abajo y llorando sobre las piedras. Dicen que después de casarse se le pasó.

-Pero a mí-replicaba Emma- es después de casarme cuando me ha dado.

VI

En un día en que la ventana estaba abierta y que Emma, sentada en el borde, acababa de ver a Lestiboudois, el sacristán que estaba cortando el boj, escuchó de repente el toque del Angelus.

Apenas comenzaba abril, cuando las primaveras despuntan; un viento tibio rueda sobre las eras de los jardines, los cuales, como mujeres, parecen prepararse para una gran fiesta de verano. Desde los barrotes del cenador se podía ver el río circundando la pradera, dibujando sobre la hierba vagabundas sinuosidades. El vapor de la tarde penetraba por los álamos deshojados, difuminando en sus

» contornos un tono violeta, tan pálido y tan trasparente como un velo sutil pendiente de sus ramas. A la distancia, unos animales marcha­ban; no se escuchaban sus pasos ni sus mugidos; y la campana, que seguía sonando, hacía persistir en el aire su pacífico lamento.

Entre ese tintineo incesante, el pensamiento de la mujer se fue extraviando en viejos recuerdos de adolescencia y escolares. Re­cordó los grandes candeleros que reposaban sobre el altar, más relucientes que los jarrones llenos de flores y el tabernáculo de columnillas. Habría deseado, como en otros tiempos, estar todavía confundida en la larga línea de velos blancos, bordeados de negro aquí y allá por los rígidos capuchones de las bondadosas monjas arrodilladas sobre sus reclinatorios. En la misa, los domingos,

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cuando levantaba la cabeza, ella percibía el dulce rostro de la Virgen en medio de los remolinos azulosos del incienso que subía. Entonces un estremecimiento de ternura la poseyó; se sintió débil y abando­nada, como una indefensa pluma de pájaro que trata de sobrevivir solitario en medio del ventarrón. Sin darse cuenta se acercó a la iglesia, dispuesta a entregarse a cualquier oración que absorbiera por entero su alma y que le hiciera extinguir su vida.

En la plaza se encontró con Lestiboudois, que volvía de la iglesia; pues, por aprovechar mejor el día, prefería interrumpir la tarea y reanudarla luego, de suerte que tocaba al Angelus cuando le acomodaba. Por otra parte, anticipando el toque avisaba a los chiquillos la hora del catecismo.

Ya habían llegado algunos y estaban jugando a las canicas en las losas del cementerio. Otros, a caballo en el muro, agitaban las piernas, tronchando con los zuecos las grandes hortigas que crecían entre el pequeño cercado y las últimas tumbas. Era el único sitio verde; todo el resto no era más que piedras y estaba siempre cubierto de un polvo fino, a pesar de la escoba de la sacristía.

Los niños, en escarpines, corrían allí como sobre un entarimado hecho para ellos, y se oían sus voces a través del bordoneo de la campana. Este bordoneo se amortiguaba con las oscilaciones de la gruesa cuerda que, cayendo de lo alto del campanario, arrastraba su extremo por el suelo. Pasaban las golondrinas lanzando pequeños chillidos, cortando el aire con su vuelo, y entraban muy de prisa en sus nidos amarillos bajo las cejas del alero. Al fondo de la iglesia ardía una lámpara, es decir, una mecha de lamparilla en un vaso colgado. De lejos, su luz parecía una mancha blanquecina que temblaba sobre el aceite. Un largo rayo de sol atravesaba toda la na­ve central y hacía más oscuras aún los laterales y los rincones.

-¿Dónde está el señor cura? -preguntó madame Bovary a un chiquillo que se entretenía en sacudir el torniquete dentro de su agujero demasiado ancho.

-Ahora vendrá -contestó el chicuelo.En efecto, rechinó la puerta del presbiterio y apareció el abate

Boumisien; los niños escaparon en pelotón a la iglesia.-¡Esos indinos -murmuró el eclesiástico- siempre los mismos!

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Y, recogiendo un catecismo todo desencuadernado que acababa de tropezar con el pie:

-¡No respetan nada!Pero, en cuanto vio a madame Bovary:-Perdone -dijo, no sabía que estaba usted aquí.Metió el catecismo en el bolsillo y se paró, balanceando entre dos

dedos la pesada llave de la sacristía.El resplandor del sol poniente, que le daba de lleno en la cara,

palidecía el merino de la sotana, reluciente en los codos, deshilaclia­da en los bajos. Sobre el ancho pecho, manchas de grasa y de tabaco seguían la línea de los pequeños botones e iban en aumento a medida que se alejaban del alzacuello, en el que reposaban los abundantes pliegues de la rojiza piel, una piel sembrada de máculas amarillas que desaparecían en los fuertes pelos de la barba ya gris. Acababa de comer y respiraba ruidosamente.

-¿Cómo está usted? -añadió.-Mal -repuso Emma-; no me siento bien.-Bueno, yo tampoco -replicó el eclesiástico-. Estos primeros

calores le debilitan a uno, ¿verdad? ¡En fin, qué le vamos a hacer!, hemos nacido para sufrir, como dice San Pablo. Pero ¿qué piensa monsieur Bovary?

-¡El! -exclamó Emma con un gesto de desdén.-¿Cómo es eso? -replicó muy extrañado el buen hombre-; ¿no

le receta algo?-¡Ah! -dijo Emma-, no son remedios de la tierra lo que yo

necesito.A todo esto, el cura miraba de vez en cuando a la iglesia, donde

todos los chicuelos, arrodillados, se empujaban con el hombro y caían como castillos de naipes.

-Quisiera saber... -continuó Emma.-¡Espera, espera un poco, Riboudet -gritó el eclesiástico con

voz colérica-, te voy a calentar las orejas, so galopín!Y volviéndose hacia Emma:-Es el hijo de Boudet el contratista; los padres tienen buena

hacienda y le dejan hacer lo que le da la gana. Y si él quisiera aprendería pronto, pues es muy listo. Y yo, a veces, por broma, le

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llamo Riboudet (como la cuesta que se coge para ir a Maromme), y hasta digo moti Riboudet. ¡Ah, ah, Mont-Riboudet!14 El otro día le conté este chiste a monseñor, que se rió... se dignó reír. ¿Y cómo le va a monsieur Bovary?

Emma parecía no oír. El cura prosiguió:-Siempre muy ocupado, ¿verdad? Porque él y yo somos segu­

ramente las dos personas de la parroquia que más quehacer tenemos. ¡ Pero él es el médico de los cuerpos -añadió con una risotada- y yo lo soy de las almas!

Emma fijó en el sacerdote unos ojos suplicantes:-Sí..., usted alivia todas las miserias.-¡Ah, no me hable, madame Bovary! Esta misma mañana tuve

que ir al Bas-Diauville por una vaca que tenía la hinchazón, ¡creían que era mal de ojo! Todas sus vacas, no sé por qué... ¡Pero, perdón! ¡Longuemarre y Boudet!, ¡caracoles!, ¡a ver si acabáis de una vez!

Y, de un salto, se lanzó a la iglesia.Los chavales se apelotonaban alrededor del gran pupitre, se

encaramaban en el taburete del chantre, abrían el misal; otros a paso de lobo, estaban a punto de meterse en el confesionario. Pero el cura cayó de pronto sobre ellos repartiéndoles una tanda de bofetones. Los agarraba por el cuello de la chaqueta, los levantaba del suelo y los volvía a posar de rodillas en las losas del coro, fuertemente, como si quisiera plantarlos allí.

-Mire usted -dijo volviendo junto a Emma, desdoblando su gran pañuelo de indiana y cogiendo una punta con los dientes-, los labriegos son bien dignos de lástima.

-Hay otros -replicó Emma.-¡Desde luego!, los obreros de las ciudades, por ejemplo.-No son ellos...-¡Perdone usted!, yo he conocido entre ellos pobres madres de

familia, mujeres virtuosas, se lo aseguro, unas verdaderas santas, que no tenían ni pan que llevarse a la boca.

14 Juego sencillo de palabras: mon (mi) en francés se pronuncia igual que Mont (monte).

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-Pero, señor cura -replicó Emma (y torcía al hablar las comisu­ras de la boca)-, las que tienen pan y no tienen...

-Lumbre en el invierno -completó el cura.-¡Bah!, ¿qué importa eso?-¿Cómo que no importa? Me parece a mí que cuando se está bien

caliente, bien alimentado..., pues, en fin...-¡Dios mío, Dios mío! -suspiraba Emma.-¿Se encuentra mal? -dijo el cura acercándose con aire preocu­

pado-. Debe de ser la digestión. Tiene que volver a su casa, madame Bovary, y tomar un poco de té; eso la entonará; o un vaso de agua fresca con azúcar terciada.

-¿Para qué?Y parecía que se despertaba de un sueño.-Es que se pasaba la mano por la frente. Creí que le daba un

mareo.Y cambiando de tema:-Pero me preguntaba usted algo. ¿Qué era? Ya no sé.-¿Yo? Nada... nada... -repetía Emma.Y su mirada, que se paseaba en tomo a ella, descendió lenta­

mente sobre el anciano de sotana. Se miraban los dos, frente a frente, sin hablar.

-Entonces, madame Bovary -acabó por decir el cura-, dis­cúlpeme, pero el deber ante todo, ya sabe usted; tengo que despa­char a mis granujillas. Van a llegar las primeras comuniones. Nos cogerán otra vez de improviso, ¡me lo temo! Por eso, desde la Ascensión, los tengo recta todos los miércoles una hora más. ¡ Pobres niños!, nunca será demasiado pronto para encaminarlos a la vía del Señor, como, por lo demás, nos ha recomendado El mismo por boca de su divino Hijo... Usted lo pase bien, señora; mis respetos a su señor marido.

Y entró en la iglesia, haciendo, desde la puerta, una genuflexión.Emma le vio desaparecer entre la doble fila de bancos, andando

a grandes trancos, la cabeza un poco inclinada sobre el hombro, y con las dos manos entreabiertas e inclinadas hacia fuera.

Después giró sobre sus talones, en un solo bloque, como una estatua sobre un soporte, y se dirigió a su casa. Pero a Emma le

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llegaban todavía al oído y la seguían la gruesa voz del cura y las voces claras de los chiquillos:

-Decidme, ¿sois cristianos?-Sí, por la gracia de Dios.-¿Qué es un cristiano?-El que estando bautizado... bautizado... bautizado...Emma subió los peldaños de su escalera agarrándose a la

barandilla y, ya en su cuarto, se dejó caer en una butaca.La luz blanquecina de los cristales iba bajando poco a poco con

ondulaciones. Los muebles, en su sitio, parecían más inmóviles y perdiéndose en la sombra como en un mar tenebroso. La chimenea estaba apagada, el reloj seguía su tic tac y Emma se iba aquietando vagamente en aquella calma de las cosas, que contrastaba con su propia agitación. Pero, entre la ventana y la mesa de labor, estaba la pequeña Berta que vacilaba sobre sus botitas de croché e intentaba acercarse a su madre para coger la punta de las cintas de un delantal.

-¡Déjame! -le dijo apartándola con la mano.La niña volvió en seguida a acercádsele más, contra las rodillas,

y, apoyándose en ellas con los brazos, levantaba hacia la madre sus grandes ojos negros, mientras dejaba caer sobre la seda del delantal un hilillo de saliva pura.

-¡Déjame! -repitió Emma muy irritada.Su cara asustó a la niña, que se puso a gritar.-¡Déjame de una vez! -gritó rechazándola con el codo.Berta fue a caer al pie de la cómoda, contra la cantonera de cobre;

se cortó la mejilla, brotó la sangre. Madame Bovary se precipitó a levantarla, rompió el cordón de la campanilla, llamó a la criada con todas sus fuerzas, e iba a comenzar a maldecirse, cuando apareció Carlos. Era la hora de cenar.

-Mira, querido -le dijo Emma con voz tranquila-: la pequeña, jugando, se ha lastimado en el suelo.

Carlos la tranquilizó, el caso no era nada grave, y fue a buscar diaquilón.

Madame Bovary no bajó al comedor; quiso quedarse sola al cuidado de la niña. Entonces, mirándola dormir, se fue disipando lo que le quedaba de inquietud y le pareció que era muy tonta y muy

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buena al asustarse hacía un momento por tan poca cosa. En efecto, Berta ya no lloraba. Ahora su respiración levantaba insensiblemente la colcha de algodón. Unos lagrimones se habían detenido en sus párpados entreabiertos que dejaban ver entre las pestañas dos pupi­las pálidas, hundidas; el tafetán pegado en la mejilla tiraba oblicua­mente de la piel.

-¡Qué raro -pensaba Emma- que esta niña sea tan fea!Cuando Carlos volvió de la botica, a las once de la noche (había

ido después de cenar a devolver el sobrante del diaquilón), encontró a su mujer de pie junto a la cuna.

-Te aseguro que esto no es nada -dijo besándola en la frente-. ¡No te atormentes, pobrecita mía, te vas a poner mala!

Se había quedado mucho tiempo en casa del boticario. Aunque no muy impresionado, monsieur Homais se esforzó por animarle, por levantarle la moral. Hablaron de los diversos peligros que amenazaban a la infancia y del descuido de los criados. De esto sabía bastante madame Homais, que todavía llevaba en el pecho la marca de una escudilla de brasas que una cocinera le dejó caer tiempo atrás sobre la blusa. Por eso los padres tomaban buenas precauciones. Nunca afilaban los cuchillos ni enceraban los suelos. Tenían rejas de hierro en las ventanas y fuertes barras en las chambranas. Los pequeños Homais, a pesar de su independencia, no podían moverse sin llevar detrás quien les cuidara. Al menor catarro, el padre los atiborraba de pectorales, y hasta los cuatro años llevaban todos, inexorablemente, unas chichoneras acolchonadas. Verdad es que esto era una manía de madame Homais. Su esposo lo lamentaba en su fuero interno, teniendo para los órganos del intelecto los posibles resultados de aquella compresión, y se arriesgaba hasta decirle:

-¿Acaso pretendes hacer de ellos unos caribes o unos botocu- dos?

A todo esto, Carlos había intentado varias veces interrumpir la conversación.

-Tengo que hablar con usted -le susurró al oído al pasante, que echó a andar delante de él en la escalera.

“¿Sospecharía algo?”, se preguntaba León. El corazón le palpi­taba, y se perdía en conjeturas.

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Hasta que Carlos, una vez cerrada la puerta, le pidió que se enterara en Ruán de cuánto costaría un bonito daguerrotipo; era una sorpresa sentimental que reservaba a su mujer, una atención exqui­sita, su retrato de frac negro. Pero quería saber antes a qué atener­se; estas averiguaciones no debían de molestar a monsieur León, porque iba a la ciudad casi todas las semanas.

¿A qué iba? Homais sospechaba en esto alguna historia moceril, una intriga. Pero se equivocaba; León no tenía ningún amorío. Estaba triste como nunca, y madame Lefran§ais se daba muy bien cuenta por la cantidad de comida que ahora dejaba en el plato. Tratando de enterarse, preguntó al recaudador; Binet replicó en to­no áspero que a él no le pagaba la policía.

Sin embargo, su compañero le parecía muy raro, pues, muchas veces, León se echaba hacia atrás en la silla abriendo los brazos y se quejaba vagamente de la vida.

-Es que no se distrae bastante -decía el recaudador.-¿En qué quiere que me distraiga?-Yo, en su lugar, tendría un tomo.-Pero yo no sé tornear -replicaba el pasante.-¡Ah, es verdad! -decía el otro acariciándose la mandíbula, con

un aire de desdén mezclado de satisfacción.León estaba cansado de amar sin resultado; además empezaba a

sentir ese desánimo que produce la repetición de la misma vida cuando no la rige ningún interés ni la sostiene ninguna esperanza. Estaba tan harto de Yonville y de los yonvillenses, que solamente ver a ciertas personas, ciertas casas, le irritaba hasta más no po­der; y el boticario, con todo lo buen hombre que era, le iba resul­tando completamente insoportable. Sin embargo, la perspectiva de una situación nueva le asustaba tanto como le seducía.

Esta aprensión no tardó en tomarse impaciencia, y París agitó para él, lejos, la fanfarria de sus bailes de máscaras con la risa de sus modistillas. Puesto que debía terminar allí el derecho, ¿por qué no se iba ya? ¿Quién lo impedía? Y se puso a hacer preparativos interiores; dispuso de antemano sus ocupaciones. Se amuebló, en la cabeza, un piso. ¡Allí haría una vida de artista! ¡Tomaría lecciones de guitarra! ¡Tendría una bata, una boina vasca, unas zapatillas de

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terciopelo azul! Y hasta admiraba ya sobre su chimenea dos floretes en aspa, con una calavera y la guitarra encima.

Lo difícil era el consentimiento de su madre; sin embargo, nada más razonable. Su mismo patrón le animaba a visitar otro estudio, donde pudiera aprender más. Y León, optando por un término medio, buscó un empleo de segundo pasante en Ruán, pero no lo encontró; por último, escribió a su madre una larga y detallada carta exponiéndole las razones de irse inmediatamente a vivir a París. La madre consintió.

León no se dio prisa. Durante todo un invierno, Hivert transpor­tó cada día para él de Yonville a Ruán, de Ruán a Yonville, baúles, maletas, paquetes; y una vez que León hubo completado su guarda­rropa, renovado la crin de sus tres butacas, comprado una provisión de pañuelos para el cuello, tomado, en fin, más disposiciones que para un viaje alrededor del mundo, fue aplazando la partida de semana en semana, hasta que recibió una segunda carta materna en la que le conminaba a salir, puesto que deseaba examinarse antes de las vacaciones.

Llegado el momento de los abrazos, madame Homais lloró; Justino sollozaba; Homais, como hombre fuerte, disimuló su emo­ción; quería llevar él mismo el paleto de su amigo hasta la verja del notario, que iba a llevar a León a Ruán en su coche. Al pasante le quedaba el tiempo justo para despedirse de madame Bovary.

Llegado a lo alto de la escalera, se paró, tan jadeante estaba. Al verle entrar, madame Bovary se levantó vivamente.

-¡Soy yo otra vez! -dijo León.-¡Estaba segura!Emma se mordió los labios, y una oleada de sangre le corrió bajo

la piel, que se le puso toda rosada, desde la raíz del pelo hasta el bor­de del cuello del vestido. Permanecía de pie, apoyado el hombro contra la pared enmaderada.

-¿No está monsieur Bovary?-Está ausente.Y repitió:-Está ausente.Hubo un silencio. Se miraron; y sus pensamientos, confundidos

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en la misma angustia, apretaban estrechamente, como dos pechos palpitantes.

-Quisiera darle un beso a Berta -dijo León.Emma bajó unos escalones y llamó a Felicidad.León echó rápidamente en tomo suyo una amplia mirada que se

extendió por las paredes, las estanterías, la chimenea, como para penetrarlo todo, como para llevárselo todo.

Pero volvió Emma y entró la criada con Berta, que, con la cabeza baja, sacudía un molino de viento atado a una cuerda.

León la besó varias veces en el cuello.-¡Adiós, pobre niña! ¡Adiós, nena querida, adiós! -y se la

entregó a la madre.-Llévesela -dijo ésta.Se quedaron solos.Madame Bovary apoyó la cara contra un cristal; León tenía la

gorra en la mano y la golpeaba suavemente a lo largo de la pierna.-Va a llover -dijo Emma.-Llevo abrigo.-¡Ah!Se volvió, con la barbilla inclinada y la frente hacia delante. La

luz se reflejaba en ella como en un mármol, hasta la curva de las cejas, sin que se pudiera saber qué miraba Emma en el horizonte ni qué pensaba en el fondo de sí misma.

-¡Bueno, adiós! -suspiró León.Emma levantó la cabeza con un movimiento brusco:-Sí, adiós... ¡Márchese!Avanzaron uno hacia otro: tendió él la mano, vaciló ella.-¡Bueno, a la inglesa! -dijo Emma, abandonando la suya y

esforzándose por reír.León la sintió entre sus dedos, le pareció que la sustancia misma

de su ser descendía hasta aquella palma húmeda.Después abrió la mano; volvieron a encontrarse los ojos, y León

desapareció.Al llegar al mercado se detuvo y se escondió detrás de un pilar

a contemplar por última vez aquella casa blanca con sus cuatro celosías verdes. Creyó ver una sombra detrás de la ventana, en la

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habitación; pero la cortina, desprendiéndose de la abrazadera como si nadie la tocara, removió lentamente sus largos pliegues oblicuos, que se extendieron de un solo movimiento, y León permaneció derecho, más quieto que una pared de yeso. Luego echó a correr.

Vio lejos, en la carretera, el cabriolé de su patrón y, al lado, un hombre con delantal sosteniendo el caballo. Homais y monsieur Guillaumin hablaban, estaban esperándole.

-Deme un beso -dijo el boticario con lágrimas en los ojos-. Aquí tiene su abrigo, amigo mío, ¡tenga cuidado con el frío! ¡Cuídese!

-¡Vamos, León, al coche! -dijo el notario.Homais se inclinó sobre el guardabarros y, con una voz entrecor­

tada por los sollozos, dejó caer estas dos palabras tristes:-¡Buen viaje!-Buenas noches -contestó monsieur Guillaumin. ¡Déjelo todo!Partieron y Homais se volvió.

Madame Bovary había abierto la ventana que daba al jardín, y estaba mirando las nubes.

Se aglomeraban por el poniente, hacia la parte de Ruán, y avanzaban rápidas sus volutas negras, tras las cuales rebasaban las grandes líneas del sol con las flechas de oro de un trofeo suspendido, mientras que el resto del cielo tenía la blancura de una porcelana. Pero una ráfaga de viento inclinó los álamos, y, de pronto, rompió a llover; crepitaban las gotas sobre las hojas verdes. Después reapareció el sol, cantaron las gallinas; los gorriones batían sus alas en los matorrales húmedos, y los charcos de agua sobre la arena se llevaban, al correr, las flores rosa de una acacia.

-¡Ah, qué lejos debe de estar ya! -pensó.Monsieur Homais llegó a la casa del médico, como de costum­

bre, a las seis y media, durante la cena.-¡Bueno! -dijo sentándose-, ¿conque hemos embarcado a

nuestro joven?-¡Así parece! -contestó el médico.Después, girando en su silla:-¿Y qué hay de nuevo por su casa?

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-Poca cosa. Sólo que mi mujer ha estado esta tarde un poco emocionada. ¡Ya sabe, las mujeres, cualquier cosa las trastorna! A la mía sobre todo. Y haríamos mal en protestar, porque su organiza­ción nerviosa es mucho más maleable que la nuestra.

-¡Pobre León -decía Carlos-, cómo va a vivir en París!... ¿Se acostumbrará?

Madame Bovary suspiró.-¡Ya lo creo! -dijo el boticario chascando la lengua-. ¡Las

comiditas en el restaurante, los bailes de máscaras, el champagne! Todo eso correrá, créalo.

-No creo que pierda la cabeza -objetó Bovary.-¡Yo tampoco lo creo! -replicó vivamente monsieur Ho-

mais-. Pero tendrá que seguir a los demás si no quiere pasar por un jesuíta. ¡Y no sabe usted la vida que llevan esos juerguistas en el Barrio Latino, con las actrices! Por otra parte, los estudiantes es­tán muy bien vistos en París. A poco talento de diversión que tengan, los reciben en la mejor sociedad, y hasta hay damas del Faubourg Saint-Germain que se enamoran de ellos, lo cual les proporciona luego ocasiones de hacer buenas bodas.

-Pero -dijo el médico- temo por él que... allá...-Tiene usted razón -interrumpió el boticario-, ¡es el reverso de

la medalla!, y hay que estar siempre con la mano sobre la bolsa. Por ejemplo, está usted sentado en un parque público, supongamos; se presenta un quídam bien compuesto, hasta condecorado, que cual­quiera diría que es un diplomático; le aborda a usted, y usted habla; el tipo se insinúa, le ofrece una toma de rapé o le recoge el sombrero. Después se va estrechando la relación; el hombre le lleva al café, le invita a ir a su casa de campo, le hace hacer, entre dos vinos, toda clase de conocimientos, y, las tres cuartas partes de las veces, no es más que para sonsacarle la bolsa o llevarle a malos pasos.

-Es verdad -repuso Carlos-; pero yo pienso sobre todo en las enfermedades, en la fiebre tifoidea, por ejemplo, que ataca a los estudiantes de provincias.

Emma se estremeció.-Es por el cambio de régimen -continuó el farmacéutico- y por

la consiguiente perturbación en la economía general. Y además el

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agua de París, las comidas de los restaurantes, esos platos tan condimentados acaban por calentar la sangre y no valen, por más que se diga, lo que un buen cocido. Por mi parte, he preferido la comida casera: es más saludable. Por eso, cuando estudiaba farmacia en Ruán, me hospedé en una pensión; comía con los profesores.

Y siguió exponiendo sus opiniones generales y sus simpatías personales, hasta el momento en que Justino fue a buscarle para hacer una yema mejida.

-¡Ni un momento de descanso! -exclamó el boticario-, ¡siem­pre en el tajo! ¡No puedo salir ni un minuto! ¡Hay que estar siempre sudando sangre y agua, como un caballo de labranza! ¡Qué collera!

Y ya desde la puerta:-A propósito -dijo-, ¿saben la noticia?-¿Qué noticia?-Que es muy probable -enlazó Homais, levantando las cejas y

poniendo la cara muy seria- que los comicios agrícolas del Sena Inferior se celebren este año en Yonville-l’Abbaye. Por lo menos eso se dice. Esta mañana el periódico insinuaba algo. ¡Sería impor­tantísimo para nuestro distrito! Pero ya hablaremos de eso después. Ya veo, gracias, Justino tiene el farol.

VII

Para Emma el día siguiente fue una jomada fúnebre. Todo le pareció rodeado de un halo negro que flotaba confusamente encima de las cosas, y la melancolía consumía su alma con unos dulces aullidos, como penetra el viento de invierno en los castillos abandonados. Era esa ensoñación que sentía sobre lo que quizá nunca volverá: el hastío que nos invade después que ya ha sucedido todo de manera irreme­diable. Ese dolor que nos produce la interrupción de una actividad acostumbrada, la brusca separación de un movimiento prolongado.

Como en el regreso de La Vaubyesard, que las cuadrillas daban vueltas en su cabeza, la invadía una tristeza apagada, un desespero adormecedor. León reaparecía más alto, más apuesto, más tierno, más vago; aunque estuviera separado de ella, él no le había aban­

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donado, seguía allí, y las paredes de la casa parecían custodiar su sombra. Ella no podía separar sus ojos de la alfombra por donde él había caminado y de esos muebles vacíos donde se había sentado.

El río seguía pasando lentamente y empujaba de igual manera sus suaves olas a lo largo de la resbaladiza orilla. Habían paseado muchas veces cerca de ella, escuchando el leve murmullo de las ondas sobre las piedrecillas cubiertas de musgo. ¡Qué bellos soles habían vivido! ¡Qué hermosos atardeceres, siempre solitarios, a la sombra, en el fondo del jardín! León leía en voz alta, con la cabeza descubierta, sentado en un taburete de madera seca; el fresco viento de la pradera hacía temblar las hojas del libro y las capuchinas del cenador... ¡Ah! se había ido el único encanto de su vida, la única esperanza de felicidad. ¡Por qué no atrapó esa fortuna cuando se presentó! ¿Por qué no retuvo ese pedazo de felicidad en sus manos, con sus rodillas, cuando deseó huir? Emma se maldijo por no haber amado a León; sintió sed de sus labios. El deseo le decía que debía correr a reunirse con él y lanzarse a sus brazos para exclamarle: “¡Soy yo, soy tuya!”. Sin embargo, de antemano la confundía la magnitud de la empresa, y sus deseos, exacerbados por sus propios lamentos, aumentaban haciéndose cada vez más latentes.

Desde entonces, el recuerdo de León fue como el centro de su hastío; chisporroteaba en él más fuerte que, en una estepa de Rusia, un fuego de viajeros abandonado en la nieve. Se precipitaba hacia él, se apelotonaba contra él, removía delicadamente aquella lumbre a punto de apagarse, iba buscando en tomo a ella lo que podía avivarla más; y las reminiscencias más lejanas y las ocasiones más inmedia­tas, lo que experimentaba y lo que imaginaba, sus ansias de voluptuosidad que se dispersaban, sus proyectos de felicidad que crujían al viento como ramas muertas, su virtud estéril, sus esperan­zas perdidas, la paja doméstica: lo recogía todo, lo utilizaba todo para dar calor a su tristeza.

Pero las llamas acabaron por apaciguarse, bien porque la pro­visión de sí misma se agotara o porque la acumulación fuera excesiva. El amor se fue extinguiendo poco a poco por la ausencia, la añoranza se asfixió bajo el hábito; y aquel resplandor de incendio que empurpuraba su cielo pálido se cubrió de más sombra y se borró

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gradualmente. En el adormecimiento de su conciencia, llegó a tomar las repugnancias hacia el marido por aspiraciones hacia el amante, las quemaduras del odio por el calor de la ternura; pero como el huracán seguía soplando y la pasión se consumió hasta las cenizas, y no llegó socorro alguno ni ningún sol, la noche fue completa en todos los horizontes, y Emma quedó perdida en un horrible frío que la traspasaba.

Entonces volvieron a empezar los malos días de Tostes. Se consideraba ahora mucho más desgraciada, pues tenía la experiencia del dolor y la seguridad de que no terminaría.

Una mujer que se había impuesto tan grandes sacrificios podía muy bien ofrecerse algún capricho. Se compró un reclinatorio gótico, gastó en un mes catorce francos en limones para limpiarse las uñas; escribió a Ruán encargando un vestido de casimir azul; eligió en la tienda de Lheureux la más bonita de sus echarpes; se la ataba al talle encima de la bata; y, cerrando los postigos, con un libro en la mano, se tendía en el canapé con este atavío.

Cambiaba a menudo de peinado: a la china, en bucles flojos en trenzas; se hizo una raya al lado de la cabeza y se enrolló el pelo por abajo, como un hombre.

Quiso aprender el italiano: adquirió diccionarios, una gramática, una provisión de papel blanco. Compró lecturas serias, historia y filosofía. A veces, Carlos se despertaba por la noche sobresaltado, creyendo que venían a buscarle para un enfermo:

-Ahora voy -balbucía.Y era el ruido de una cerilla que Emma frotaba para encender la

lámpara. Pero con las lecturas le ocurría lo mismo que con las tapicerías, que, apenas comenzadas, iban a amontonarse en el armario; las cogía, las dejaba, pasaba a otras.

Le daban arrebatos en los que hubiera sido fácil llevarla a extravagancias. Un día sostuvo, contra su marido, que era capaz de beber la mitad de un gran vaso de aguardiente, y como Carlos cometiera la torpeza de desafiarla a hacerlo, se tragó el aguardiente hasta la última gota.

A pesar de sus aires evaporados (tal era la palabra de las señoras de Yonville), Emma, sin embargo, no parecía contenta, y, general­

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mente, tenía en las comisuras de la boca esa inmóvil contracción que frunce la cara de las solteronas y las de los ambiciosos fracasados. Le cubría el rostro una completa palidez; tenía la piel muy tirante hacia las ventanas de la nariz, miraba a las personas de una manera vaga. Porque se descubrió tres cabellos grises en las sienes, habló de su vejez.

A veces se encontraba muy desfallecida. Un día hasta escupió sangre, y como Carlos se alarmara:

-¡Bah -respondió ella-, qué importa!Carlos fue a refugiarse en su despacho; y lloró, los dos codos

sobre la mesa, sentado en el sillón de ésta, bajo la cabeza frenológica.Entonces escribió a su madre para rogarla que viniera, y celebra­

ron juntos largas conferencias sobre Emma.¿Que resolución tomarían? ¿Qué podían hacer, puesto que se

negaba a todo tratamiento?-Sabes lo que necesita tu mujer? -concluía la madre Bovary-,

¡ Quehaceres obligatorios, trabajos manuales! Si tuviera que ganarse el pan, como muchas, no tendría esos vapores que le vienen de las ideas que se mete en la cabeza y de la vagancia en que vive.

-Pues hace cosas -decía Carlos.-¡Hace cosas! ¿Qué es lo que hace? Leer novelas, libros malos,

obras que hablan contra la religión y en las que se burlan de los sacerdotes con discursos sacados de Voltaire. Pero todo eso va lejos, pobre hijo mío, y el que no tiene religión acaba siempre mal.

En consecuencia, decidieron impedir a Emma que leyera novelas. La cosa no parecía nada fácil. La buena señora se encargó de hacerlo: cuando pasara por Ruán, tendría que ir en persona a casa del que alquilaba los libros y decirle que Emma suspendía sus suscripciones.

Si el librero persistía en su oficio de envenenador, ¿no iban a tener derecho a avisar a la policía?

La despedida de la suegra y de la nuera fue seca. Durante las tres semanas que habían pasado juntas, no cruzaron cuatro palabras, fuera de las informaciones y los cumplidos de rigor cuando se reunían en la mesa y por la noche antes de irse a la cama.

Madame Bovary madre se marchó un miércoles, que era día de mercado en Yonville.

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Desde la mañana temprano, la plaza estaba abarrotada por una fila de carros que, apoyados en la trasera y con los varales al aire, se extendían a lo largo de las casas desde la iglesia hasta la fonda. Al otro lado había unas barracas de lona donde se vendían telas de algodón, colchas y medias de lana, ronzales para los caballos y paquetes de cintas azules cuyas puntas volaban al viento. Quincalle-

w ría barata extendida en el suelo entre las pirámides de huevos y las banastas de quesos, de donde emergían unas pajas pegajosas; junto a trilladoras para el trigo, gallinas que cacareaban dentro de unas jaulas y sacando el pescuezo por entre los barrotes. La multitud apelotonándose en el mismo lugar sin querer moverse, amenazaba a veces con romper la fachada de la botica. Los miércoles estaba siempre abarrotada de gente, más que para comprar medicamentos, para consultar con maese Homais, tan famosa era su reputación en los pueblos circundantes. Su robusto aplomo había fascinado a los campesinos. Le consideraban mejor médico que todos los médicos.

Emma estaba de codos en su ventana (se asomaba a ella a menudo: en provincias, la ventana reemplaza a los teatros y al paseo); entretenida estaba en considerar al tropel de patanes, cuando vio a un caballero que vestía una levita de terciopelo verde. Llevaba guantes amarillos, aunque calzaba unas fuertes polainas; se dirigía hacia la casa del médico, seguido por un campesino que caminaba con la cabeza baja y con un aire muy meditativo.

-¿Puedo ver al señor? -preguntó a Justino, que estaba hablando en el umbral con Felicidad.

Y, tomándole por el criado de la casa:-Dígale que está aquí monsieur Rodolfo Boulanger, de La

Huchette.Si añadió a su nombre la partícula, no fue por vanidad territorial,

sino para darse a conocer mejor. Porque La Huchette era un dominio cerca de Yonville cuyo palacio acababa de adquirir, junto con dos fincas que cultivaba él mismo, aunque sin molestarse mucho. Hacía vida de soltero y decían que tenía por lo menos quince mil libras de rentas.

Entró Carlos en la sala y monsieur Boulanger le presentó a su

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hombre, que quería que le sangraran porque tenía... hormigas a lo largo del cuerpo.

-Eso me purgará -objetaba a todos los razonamientos.Bovary trajo, pues, una venda y una palangana y pidió a Justino

que la sostuviera. Después, dirigiéndose al campesino, lívido ya:-No tenga miedo amigo.-No, no -contestó el hombre-, ¡déle!Y, con un aire fanfarrón, extendió su grueso brazo.Bajo el pinchazo de la lanceta, brotó impetuosa la sangre y fue

a estrellarse contra el espejo.-¡Acerca el vaso! -exclamó Carlos.—¡Arrepara -decía el campesino-, parece una fuentecica que

corre! ¡Qué colorada tengo la sangre! Eso debe ser bueno, ¿ver­dad?

A veces -explicó el médico- no se siente nada al principio, pero luego se declara el síncope, y sobre todo en las personas bien constituidas como éste.

A estas palabras, el lugareño soltó el estuche al que daba vueltas entre los dedos. De un estirón de los hombros hizo crujir el respaldo de la silla. Se le cayó el sombrero.

-Me lo figuraba -dijo Bovary apoyando el dedo en la vena.La palangana empezó a temblar entre las manos de Justino; le

vacilaron las rodillas, se puso pálido.-¡Mi mujer! ¡mi mujer! -llamó Carlos.Emma bajó la escalera de un salto.-¡Vinagre! -gritó el médico-. ¡Dios santo, dos a la vez!Y, en su emoción, le resultaba difícil poner la compresa.-No es nada -decía muy tranquilo monsieur Boulanger mientras

sostenía a Justino entre sus brazos. Y le sentó sobre la me sa, apoyándole la espalda contra la pared.

Madame Bovary se puso a quitarle la corbata. Tenía un nudo en los cordones de la camisa; permaneció unos minutos moviendo sus ligeros dedos en el cuello del muchacho. Luego echó vinagre en su pañuelo de batista, le mojó con él las sienes a pequeños toques y sopló delicadamente encima.

El carretero se despertó, pero el síncope de Justino seguía y sus

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pupilas se sumergían en su pálida esclerótica, como flores azules en leche.

-Habría que esconderle esto -dijo Carlos.Madame Bovary cogió la palangana para meterla debajo de la

mesa; en el movimiento que hizo al inclinarse, el vestido (era un vestido de cuatro volantes, amarillo, largo de talle, ancho de falda), el vestido se extendió en tomo a ella sobre los ladrillos de la sala; y como Emma, acurrucada, vacilara un poco apartando los brazos, los bullones de la tela se hundían a intervalos, según las inflexiones de su corpiño. Luego fue a coger una garrafa de agua, y estaba disol­viendo unos terrones de azúcar cuando entró el boticario. En la algarada la sirvienta había ido a buscarle; al ver a su discípulo con los ojos abiertos, recobró el aliento. Después, girando en tomo a él, le miraba de arriba abajo.

-¡Tonto! -decía-; ¡pedazo de tonto!, ¡tonto en cinco letras! Después de todo, ¡ vaya una cosa, una flebotomía! ¡ Y un mozote que no tiene miedo de nada, una especie de ardilla, ahí donde ustedes le ven, que se encarama a sacudir nueces a unas alturas vertiginosas! ¡Sí, sí, ahora habla, alábate! ¡Vaya una disposición para llegar a ejercer la farmacia! Pues se puede dar el caso de encontrarte en circunstancias graves, ante los tribunales, para iluminar la concien­cia de los magistrados; y para eso hay que tener serenidad, hay que razonar, conducirse como un hombre, a menos de pasar por un imbécil.

Justino no contestaba. El boticario proseguía:-¿Quién te mandó venir? Siempre estás importunando al señor

y a la señora. Además, los miércoles me es indispensable tu presencia. Ahora mismo hay treinta personas en la casa. Y lo he dejado todo por el interés que tengo por ti. ¡Vamos, márchate corriendo, espérame allí y vigila los botes!

Cuando Justino, después de vestirse, se marchó, hablaron de desmayos. Madame Bovary no se había desmayado nunca.

-¡Es extraordinario en una mujer! -dijo monsieur Boulanger-. La verdad es que hay personas muy delicadas. Por ejemplo, yo he visto a un testigo perder el conocimiento en un duelo sólo de oír cargar las pistolas.

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-A mí -dijo el boticario- ver la sangre de los demás no me hace absolutamente nada, pero sólo a la idea de que corra la mía me desmayo si pienso mucho en ello.

A todo esto, monsieur Boulanger despidió a su criado, dicién- dole que se tranquilizara, ya que la cosa había pasado.

-Esto me ha procurado la suerte de conocerlos -añadió.Y al decir esta frase miraba a Emma.Después depositó tres francos en la esquina de la mesa, saludó

sin efusión y se marchó.Al cabo de un momento estaba ya al otro lado del río (era su

camino para volver a La Huchette); y Emma le vio en la pradera, caminando entre los álamos, acortando el paso de vez en cuando, como quien reflexiona.

"¡Qué bonita es! -se decía- ¡Qué bonita esta mujer del médico! Bonitos dientes, bonitos ojos, bonito pie, y el porte como una parisiense. ¿De dónde diablos habrá salido? ¿Dónde la encontraría ese mozo tan gordo?"

Monsieur Rodolfo Boulanger tenía treinta y cuatro años; era de temperamento brutal y de inteligencia perspicaz; además había frecuentado mucho a las mujeres y entendía de mujeres. Esta le ha­bía parecido bonita: quiere decirse que pensaba en ella y en su marido.

“Me parece muy tonto. Seguramente está harta de él. Lleva las uñas sucias y una barba de tres días. Mientras él trota de enfermo en enfermo, ella se queda zurciendo calcetines. ¡Y la mujer se aburre, quisiera vivir en la ciudad, bailar la polka todas las noches! ¡Pobre mujercita! Abre la boca pidiendo amor como una carpa pidiendo agua sobre una mesa de cocina. Con tres palabritas galantes, una mujer así le adoraría a uno, estoy seguro. ¡Sería una cosa tierna, deliciosa!... Sí, pero ¿y cómo desprenderse de ella después?”

Y las contrapartidas del placer, entrevistas en perspectiva, le hicieron, por contraste, pensar en su amante. Era una comedianta de Ruán, a la que sostenía; y, deteniéndose en esta imagen, que hasta en el recuerdo le daba sensación de saciedad, pensó: “¡Ah, pero madame Bovary es mucho más bonita que ella, sobre todo más lozana! Decididamente, Virginia empieza a engordar demasiado.

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Resulta muy fastidiosa con sus diversiones. ¡Y qué manía por las quisquillas!”

El campo estaba desierto, y Rodolfo no oía a su alrededor más que el batir acompasado de las hierbas que le golpeaban las polainas, y el cantar de los grillos escondidos, lejos, bajo la avena; volvía a ver a Emma en la sala, vestida como la había visto, y la desnudaba.

-¡Oh, será mía! -exclamó aplastando un terrón de un bastonazo. Y, en seguida, se puso a considerar la parte política de la

empresa. Se preguntaba: “¿Dónde podemos encontramos? ¿Por qué medio? Tendremos siempre la cría sobre la espalda, y la criada, los vecinos, el marido, toda clase de pejigueras considerables. ¡Bah, se pierde demasiado tiempo!”

Luego volvió a empezar: “La cosa es que tiene unos ojos que entran en el corazón como barrenas. Y esa tez pálida... ¡Yo, que adoro las mujeres pálidas!”

Al llegar a lo alto de la cuesta de Argueil, estaba resuelto. “No hay más que buscar las ocasiones. Bueno, pues pasaré por aquí alguna vez, les mandaré caza, aves; si hace falta, vendré a que me sangre el médico; nos haremos amigos, les invitaré a mi casa... ¡Ah, caray! -añadió-, ya pronto serán los comicios15; ella estará allí y la veré. Empezaremos, y resueltamente, pues es lo más seguro”

VIII

Por fin llegaron los famosos comicios. Desde muy temprano, el día del gran evento, todos los habitantes estaban entretenidos en los preparativos. La entrada del ayuntamiento había sido adornada de guirnaldas de hiedra; habían levantado una tienda para el festín en alguno de los prados. En la mitad de la plaza, cerca de la iglesia, estaba instalada una bombarda que daría la señal del arribo del

15 “Comicios” en español significa elección de cargos. Pero en este capítulo, comicios quiere decir feria o exposición agropecuaria.

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prefecto y el nombre de los labradores galardonados. Desde Buchy, porque en Yonville no existía, había llegado la guardia nacional a unirse al cuerpo de bomberos, cuyo capitán era Binet. Éste llevaba un cuello más alto que los que solía. Hundido en su túnica, tenía el pecho tan estirado y rígido que toda la parte vital de su ser parecía haber descendido a sus piernas, las cuales se movían cadenciosa­mente, a pasos marcados, con un solo movimiento. Como desde tiempo atrás existía una disputa entre el recaudador de Hacienda y el coronel, cada uno, queriendo demostrar sus respectivos talentos, hacían maniobrar por su parte a sus dirigidos. Alternativamente, se veían pasar las charreteras rojas y las anchas corbatas negras. ¡Aquello no parecía tener fin! ¡Jamás se había visto semejante despliegue de boato! Muchas casas habían sido blanqueadas el día anterior; en las ventanas estaban izadas banderas tricolores, gorros, cruces de oro y manteletes de colores que parecían más blancos y relucientes que la nieve; todo esto brillaba en medio de la oscura monotonía de las levitas y las blusas azules. Al bajarse de los caballos, las granjeras de las cercanías se quitaban el enorme alfiler que les sujetaba en tomo al cuerpo el vestido, recogido por temor a que se averiara; los esposos, con el fin de salvaguardar sus sombre­ros, cubrían éstos con un pañuelo, agarrando con los dientes una punta de éste.

Por los dos extremos del pueblo, iba afluyendo la multitud a la calle principal. Se descongestionaba por callejuelas, avenidas, ca­sas; y de vez en cuando se oía caer el picaporte de las puertas tras las burguesas con guantes de hilo que salían a ver la fiesta. Lo que más admiración causaba eran dos tejos llenos de farolillos que flanquea­ban un estrado donde iban a instalarse las autoridades, y había además, contra las cuatro columnas del ayuntamiento cuatro espe­cies de astas cada una de las cuales sostenía un estandarte de lona verdosa enriquecido con unas inscripciones en letras doradas. En uno de ellos se leía: “Al Comercio”; en otro: “A la Agricultura”; en el tercero: “A la Industria”; y en el cuarto: “A las Bellas Artes”.

Pero el júbilo que resplandecía en todas las caras parecía ensombrecer a madame Lefran?ois, la fondista. De pie en los escalones de su cocina, murmuraba para su barbilla:

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-¡Qué tontada! ¡Qué tontada con esa barraca de lona! ¿Se creerán que el prefecto va a estar a gusto comiendo ahí, bajo un toldo, como un saltimbanqui? ¡Y a esos cambios tan tontos le llaman hacer el bien del país! ¡Vamos, no valía la pena ir a buscar a un figonero a Neufchátel! ¿Y para quién? ¡Para unos vaqueros, unos descami­sados!...

Pasó el boticario. Llevaba un frac negro, pantalón de nankin, zapatos de castor y, como extraordinario, un sombrero-un sombrero de media copa.

-¡Servidor! -dijo-; perdone, llevo prisa.Y como la gruesa viuda le preguntara a dónde iba:-Le extraña, ¿verdad?, yo que estoy siempre más confinado en

mi laboratorio que la rata del buen hombre en su queso.-¿Qué queso? -preguntó la fondista.-¡No, nada, nada! -repuso Homais-. Sólo quería expresarle,

madame Lefran?ois, que habitualmente estoy siempre recluido en mi casa. Pero hoy, considerando la circunstancia, no hay más remedio que...

-¡Ah!, ¿va usted allá? -le interrumpió con aire de desdén.-Sí, allá voy -replicó el boticario extrañado-, ¿acaso no formo

parte de la comisión consultiva?La tía Lefran90is le miró un rato y acabó por contestar sonriendo:-¡Eso es otra cosa! Pero ¿qué tiene usted que ver con la labranza?

¿Entiende usted de eso?-¡Pues claro que entiendo, puesto que soy farmacéutico, es

decir, químico! Y la química, madame Lefran9ois, tiene por objeto el conocimiento de la acción recíproca y molecular de todos los cuerpos de la naturaleza, de donde resulta que la agricultura está comprendida en sus dominios. Y, en efecto, composición de los fertilizantes, fermentación de los líquidos, análisis de los gases e influencia de los miamas, ¿quiere usted decirme qué es todo esto sino química, pura y simple química?

La fondista no contestó nada. Homais continuó:-¿Le parece a usted que, para ser agrónomo, hace falta haber

labrado la tierra uno mismo o engordado aves de corral? Lo que hay que conocer más bien es la constitución de las sustancias de que se

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trata, los estratos geológicos, las acciones atmosféricas, la calidad de los terrenos, de los minerales, de las aguas, la densidad de los diferentes cuerpos y su capilaridad. ¡Qué sé yo! Y hay que conocer a fondo todos los principios de higiene para dirigir y criticar la construcción de los edificios, el régimen de los animales, la alimen­tación de los criados. Y además, madame Lefrançois, hay que dominar la botánica, saber distinguir las plantas. ¿Comprende usted? Cuáles son las salutíferas, cuáles las deletéreas; cuáles las improductivas y cuáles las nutritivas; si conviene arrancarlas aquí y volver a plantarlas allá, proteger unas, destruir otras; en fin, hay que estar al corriente de la ciencia por los folletos y papeles públicos, estar siempre alerta para indicar las mejoras...

La fondista no apartaba los ojos de la puerta del Café Français, y el boticario continuó:

-¡Pluguiera a Dios que nuestros agricultores fuesen químicos, o que al menos escucharan más los consejos de la ciencia! Yo, por ejemplo, he escrito últimamente un gran opúsculo, una memoria de más de setenta y dos páginas titulada: De la sidra, de su fabricación y de sus efectos seguido de algunas reflexiones nuevas a este respecto, que he enviado a la Sociedad Agronómica de Ruán; lo cual hasta me ha valido el honor de ser recibido por sus miembros, sección de agricultura, clase de pomología. Pues bien, si mi obra hubiera sido dada a la publicidad...

Pero el boticario se detuvo, tan preocupada parecía madame Lefrançois.

-¡Ahí los tiene -dijo-, no se comprende! ¡En semejante tas- cucha!

Y con unos movimientos de hombros que le estiraban sobre el pecho las mallas de la chaqueta de punto, señalaba con las dos manos la taberna de su rival, de donde salían entonces unas canciones.

-De todos modos, eso no durará mucho -añadió-; antes de ocho días ¡se acabó!

Homais retrocedió estupefacto. La fondista bajó sus tres esca­lones y hablándole al oído:

-Pero ¿es que no sabe usted nada? Le van a embargar esta semana. Es por causa de Lheureux. Le ha asesinado a pagarés.

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-¡Qué catástrofe más espantosa! -exclamó el boticario, que tenía siempre expresiones para todas las circunstancias imagina­bles.

Y la fondista se puso a contarle aquella historia, que sabía por Teodora, la criada de monsieur Guillaumin, y aunque execraba a Tellier, censuraba a Lheureux. Era un embaucador, un rastrero.

-¡Mire -dijo-, ahí le tiene en el mercado: está saludando a madame Bovary, que lleva un sombrero verde. Y va del brazo de monsieur Boulanger.

-¡Madame Bovary! -exclamó Homais-. Voy en seguida a ofrecerle mis respetos. Acaso le gustará tener un lugar en el recinto, bajo el peristilo.

Y sin escuchar a la tía Lefrangois, que le llamaba para contarle más cosas, el boticario se alejó a paso rápido, sonrisa en los labios y pantorrilla tensa, distribuyendo a derecha e izquierda saludos a granel y ocupando mucho espacio con los grandes faldones de su frac negro, que temblaban al viento detrás de él.

Rodolfo, que le vio de lejos, apresuró el paso; pero madame Bovary se quedó sin aliento; aflojó él la marcha y le dijo sonriendo y en un tono brutal:

-Es para escapar de ese gordo: ya sabe, el boticario.Ella le dio un codazo.“¿Qué significa esto?”, se preguntó. Y la miró con el rabillo del

ojo sin dejar de andar.El perfil de Emma era tan impasible que no se adivinaba nada.

Se destacaba en plena luz, en el óvalo de su capota, que tenía unas cintas azules semejantes a hojas de caña. Sus ojos de largas pestañas curvas miraban hacia delante y, aunque muy abiertos, parecían un poco contraídos por los pómulos, efecto de la sangre que latía suavemente bajo la fina piel. Un color rosado le atravesaba el tabi­que de la nariz. Inclinaba la cabeza sobre el hombro y, entre los labios, se veía la punta nacarada de los dientes blancos.

“¿Se está burlando de mí?”, pensaba Rodolfo.Pero aquel gesto de Emma no había sido más que una adverten­

cia; pues los acompañaba monsieur Lheureux y les hablaba de vez en cuando, como para entrar en conversación.

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-¡Qué día más soberbio! ¡Todo el mundo está en la calle! Los vientos soplan del este.

Y madame Bovary, lo mismo que Rodolfo, apenas le contestaba, mientras que él, al menor movimiento que hacían, se les acercaba diciendo: “¿Les gusta?”, y se llevaba la mano al sombrero.

Cuando llegaron a casa del herrero, en vez de seguir el camino hasta la barrera, Rodolfo tomó bruscamente un sendero tirando de madame Bovary, y exclamó:

-¡Adiós, monsieur Lheureux! ¡Hasta la vista!-¡Cómo le ha despachado! -dijo Emma riendo.-¿Por qué -replicó él- dejarse invadir por los demás? Y como

hoy tengo la suerte de estar con usted...Emma se sonrojó. Rodolfo no terminó la frase. Se puso a hablar

del buen tiempo y del placer de andar por la hierba. Habían brotado algunas margaritas.

-Con estas gentiles margaritas -dijo Rodolfo- podrían hacer muchos oráculos todas las enamoradas del país.

Y añadió:-¿Y si yo cogiera algunas? ¿Qué le parece?-¿Es que está usted enamorado? -dijo Emma tosiendo un poco.-¡A lo mejor! -respondió Rodolfo.Comenzaba a llenarse la pradera, y las madres de familia

tropezaban a los paseantes con sus grandes paraguas, sus cestas y sus chavales. Había que pararse con frecuencia ante una larga fila de lugareños, criadas con medias azules, zapatos planos, sortijas de plata, y que olían a leche cuando se pasaba junto a ellas. Andaban cogidas de la mano, ocupando así todo lo largo de la pradera, desde la línea de álamos temblones hasta la tienda del banquete. Pero era el momento del examen, y los agricultores entraban uno tras otro en una especie de hipódromo formado por una larga cuerda sostenida por unos palos.

Allí estaban los animales con el hocico hacia la cuerda y alineando confusamente con desiguales grupas. Los cerdos, medio dormidos, hundían el hocico en la tierra; mugían los temeros; balaban las ovejas; las vacas, doblada la pata, posaban el vientre en el césped y, rumiando lentamente, cerraban sus pesados párpados

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bajo los moscardones que zumbaban en tomo a ellas. Los carreteros sujetaban con el brazo desnudo el ronzal de los sementales encabri­tados, que relinchaban, muy abiertos los ollares, hacia las yeguas. Estas permanecían impasibles, alargando la cabeza y colgante la crin, mientras sus potrillos descansaban a la sombra de las madres o se ponían a mamar de vez en cuando; y, sobre la larga ondulación de todos aquellos cuerpos aglomerados, se levantaba al viento, como una ola, una crin blanca, o bien sobresalían unos cuernos puntiagu­dos y unas cabezas de hombres que corrían. Aparte, fuera de concurso, cien pasos más lejos, un gran toro negro embozalado con un círculo de hierro en las narices, y tan inmóvil como si fuera de bronce. Un niño harapiento le tenía de una cuerda.

Entre las dos filas, avanzaban unos señores a paso lento, examinando cada animal y consultándose después en voz baja. Uno de ellos, que parecía más importante, sin dejar de andar tomaba notas en un álbum. Era el presidente del jurado, monsieur Derozerays de la Panville. En cuanto reconoció a Rodolfo, se adelantó vivamente y le dijo sonriendo con gesto amable:

-Pero ¿nos abandona usted, monsieur Boulanger?Rodolfo aseguró que volvería. Pero cuando el presidente desa­

pareció, dijo a Emma:-Claro que no iré; prefiero su compañía a la de Derozerays.Y, burlándose de los “Comicios”, Rodolfo, para circular con

más libertad, enseñaba al gendarme su insignia azul y hasta se de­tenía a veces ante algún hermoso ejemplar al que madame Bovary no prestaba apenas atención. Rodolfo lo notó y entonces se puso a bromear sobre las damas de Yonville a propósito de su atavío; después se disculpó él mismo por el descuido del suyo. Tenía esa incoherencia de las cosas corrientes y rebuscadas, donde, general­mente, el vulgo cree entrever la revelación de una existencia excéntrica, los desórdenes del sentimiento, las tiranías del arte y siempre cierto desprecio de los convencionalismos sociales, lo que le seduce o le exaspera. Así, su camisa de batista con puños plisados se abullonaba al azar del viento en la abertura del chaleco, que era de dril gris, y el pantalón, de rayas anchas, descubría en los tobillos las botas de nanquín y de charol. Brillaban tanto que la hierba se

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reflejaba en ellas. Pisaba los excrementos de caballo, una mano en el bolsillo de la chaqueta y ladeado el sombrero de paja.

-De todos modos -añadió- cuando se vive en el campo...-Todo es trabajo perdido -completó Emma.-Es verdad -replicó Rodolfo-. ¡Pensar que ni uno solo de estos

buenos hombres es capaz de apreciar ni siquiera el corte de un frac!Y hablaron de la mediocridad provinciana, de las vidas que

asfixiaba, de las ilusiones que en ella se perdían.-Por eso -decía Rodolfo- yo me hundo en una tristeza...-¡Usted! -exclamó Emma con asombro-. Pues yo le creía muy

alegre.-Sí, en apariencia, porque en medio de la gente sé ponerme so­

bre la cara una careta burlona; y, sin embargo, cuántas veces, al ver un cementerio a la luz de la luna, me he preguntado si no haría mejor en ir a unirme con los que duermen...

-¡Oh! ¿Y sus amigos? No piensa usted en ellos.-¿Mis amigos? ¿Qué amigos? ¿Acaso los tengo? ¿Quién se

preocupa por mí?Y acompañó estas últimas palabras con una especie de silbido

entre los labios.Pero tuvieron que separarse uno de otro por una gran pila de

sillas que un hombre llevaba detrás de ellos. Tan cargado iba que sólo se le veía la punta de los zuecos y el extremo de ambos brazos, abiertos en línea recta. Era Lestiboudois, el enterrador, que acarreaba entre la multitud las sillas de la iglesia. Con gran imaginación para todo lo relacionado con sus intereses, había descubierto este medio de sacar partido de los “Comicios”, y su idea le salió bien, pues ya no sabía a quién atender. En efecto, los lugareños, que tenían calor, se disputaban con cierta veneración aquellos asientos cuya paja olía a incienso, y se apoyaban contra los gruesos respaldos, manchados con la cera de las velas.

Madame Bovary volvió a tomar el brazo de Rodolfo, que continuó como hablándose a sí mismo:

-Sí, ¡me han faltado tantas cosas! ¡Siempre solo! ¡Ah, si yo hubiera tenido una finalidad en la vida, si hubiera encontrado un afecto, si hubiera encontrado una persona...! ¡Oh, cómo habría

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gastado toda la energía de que soy capaz, venciéndolo todo, rompién­dolo todo!

-Pero me parece -observó Emma- que no es usted de compa­decer.

-¿Cree usted? -dijo Rodolfo.-Pues al fin y al cabo... es usted libre.Vaciló:-Rico.-No se burle de mí.Y Emma juraba que no se burlaba. En esto retumbó un cañonazo;

la gente se precipitó en pelotón hacia el pueblo.Era una falsa alarma. El señor prefecto no llegaba, y los

miembros del jurado estaban muy indecisos, no sabiendo si había que comenzar la sesión o esperar.

Por fin, al fondo de la plaza, apareció un gran landó de alquiler arrastrado por dos caballos flacos que arreaba a brazo suelto un cochero con sombrero blanco. Binet tuvo el tiempo justo para gritar: “¡A las armas!” Y el coronel le imitó. La gente se precipitó hacia los pabellones. Algunos hasta olvidaron el corbatín. Pero el carruaje prefectural pareció adivinar aquel apuro, y los dos caballejos engan­chados, contoneándose sobre su chainetle llegaron a trote corto ante el peristilo del ayuntamiento justamente en el momento en que se desplegaban la guardia nacional y los bomberos, a tambor batiente y marcando el paso.

-¡Balanceo! -gritó Binet.-¡Alto! -gritó el coronel-. ¡En fila a izquierda!Y después de presentar armas con un ruido de abrazaderas que

sonó como una caldera de cobre rodando las escaleras, cayeron todos los fusiles.

Entonces descendió de la carroza un señor vestido con un uniforme corto bordado de plata, calvo hacia la frente, tupé en el occipucio, pálida la tez y muy benigna la apariencia; los ojos, muy abultados y con gruesos párpados, se entrecerraban para contemplar a la multitud, al mismo tiempo que levantaba la puntiaguda nariz y forzaba a su boca sumida a sonreír. Reconoció, por la banda, al alcalde y le comunicó que el señor prefecto no había podido venir.

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El era un consejero de la prefectura; luego añadió unas disculpas. Tuvache contestó con los cumplidos de rigor y el otro se declaró confuso; permanecían así, frente a frente, y sus cabezas casi se tocaban, rodeándoles los miembros del jurado, los del concejo, los notables, la guardia nacional y la multitud. El señor consejero, apoyando contra el pecho su pequeño tricornio negro, reiteraba los saludos, mientras Tuvache, curvado como un arco, sonreía también, tartamudeaba, buscaba las frases, proclamaba su fidelidad a la monarquía y ponderaba el honor que le hacían en Yonville.

Hipólito, el mozo de la hostería, acudió a coger de la brida los caballos del cochero, y cojeando del pie torcido, los llevó bajo el porche del Lion d ’or, donde se aglomeraron muchos campesinos para mirar el coche. Redobló el tambor, tronó el cañón y los señores subieron en fila al estrado y se sentaron en las butacas de terciopelo rojo que había prestado madame Tuvache.

Todas aquellas personas se parecían. Sus fofas caras rubias, un poco tostadas por el sol, tenían el color de la sidra dulce, y las híspidas patillas emergían de los grandes cuellos duros, sujetos por unas corbatas blancas de nudo muy ancho. Todos los chalecos eran de terciopelo, cruzados; todos los relojes llevaban en el extremo de una larga cinta algún colgante ovalado de cornalina; y apoyaban las dos manos en los muslos, apartando con cuidado la cruz del pantalón, cuyo paño no deslustrado relucía más que el cuero de las fuertes botas.

Las damas de la buena sociedad estaban detrás, en el vestíbulo, entre las columnas, mientras que la multitud no distinguida per­manecía enfrente, de pie, o bien sentados en sillas. A este efecto, Lestiboudois había trasladado allí todas las que antes puso en la pradera, y aun corría cada minuto a buscar otras a la iglesia, perturbando de tal modo la circulación con su comercio, que resultaba muy difícil llegar hasta la escalerilla del estrado.

-A mí me parece -dijo monsieur Lheureux (dirigiéndose al boticario, que pasaba para ocupar su sitio)- que debían haber puesto aquí los dos postes venecianos: con alguna cosa un poco solemne y rica como novedad, hubiera hecho un efecto muy bonito.

-Desde luego -contestó Homais-. Pero, ¡ qué quiere usted!, todo

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lo ha manipulado el alcalde a su antojo. Ese pobre Tuvache no tiene mucho gusto; y hasta carece en absoluto de lo que se llama el genio de las artes.

A todo esto, Rodolfo había subido con madame Bovary al primer piso del ayuntamiento, a la sala de juntas, y como estaba vacía, Rodolfo declaró que allí estarían bien para gozar del espec­táculo más a sus anchas. Cogió tres taburetes alrededor de la mesa ovalada, bajo el busto del rey, y, acercándolos a una de las ventanas, se sentaron el uno al lado del otro.

Se produjo una agitación en el estrado, largos cuchicheos, deliberaciones. Por fin se levantó el señor consejero. Ahora se sabía que se llamaba Lieuvain, y este nombre corría en la multitud de boca en boca. Una vez ordenadas unas hojas de papel, el consejero fijó en ellas la vista y comenzó:

“Señores:Séame permitido en primer lugar (antes de hablarles del objeto

de esta reunión de hoy, y estoy seguro de que todos ustedes compartirán este sentimiento), séame permitido, digo, hacer justicia a la administración superior, al gobierno, al monarca, señores, a nuestro soberano, a ese rey amadísimo a quien ninguna rama de la prosperidad pública o particular le es indiferente, y que con tan firme y sabia mano dirige a la vez la nave del Estado entre los incesantes peligros de un mar tempestuoso, sabiendo por otra parte hacer respetar la paz como la guerra, la industria, el comercio, la agricul­tura y las bellas artes”.

-Debería retirarme un poco -dijo Rodolfo.-¿Por qué? -preguntó Emma.Pero, en este momento, la voz del consejero se elevó con un tono

extraordinario. Declamaba:

“Pasó ya el tiempo, señores, en que la discordia civil ensangren­taba nuestras plazas públicas, el tiempo en que el propietario, el hombre de negocios, el mismo obrero, al dormirse por la noche con un sueño tranquilo, temblaban de que les despertaran de pronto los

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incendiarios toques a rebato, el tiempo en que las máximas más subversivas zapaban audazmente las bases...”

-Es que podrían verme desde abajo -repuso Rodolfo-; después tendría que pasarme quince días dando explicaciones, y con mi mala fama...

-¡Oh!, se calumnia usted -dijo Emma.-No, no, es execrable, se lo juro.

“Pero, señores míos -continuó el consejero-, si, apartando de mi recuerdo esos sombríos cuadros, contemplo la situación actual de nuestra hermosa patria, ¿qué veo? Por doquier florecen el comercio y las artes; por doquier nuevas vías de comunicación, como arterias nuevas en el cuerpo del Estado, establecen nuevas relaciones; nuestros grandes centros manufactureros han recuperado su acti­vidad; la religión, más firme, sonríe en todos los corazones; nuestros puertos están llenos, renace la confianza y, por fin, Francia respira...”

-Por lo demás -añadió Rodolfo-, acaso, desde el punto de vista del mundo, tienen razón.

-¿Por qué? -inquirió madame Bovary.-¿Es que no sabe usted que hay almas constantemente atormen­

tadas? Necesitan sucesivamente el ensueño y la acción, las pasiones más puras, los goces más furiosos, y así se lanzan a toda suerte de fantasías, de locuras.

Emma le miró como quien contempla a un viajero que ha conocido países extraordinarios, y exclamó:

-¡Nosotras, las pobres mujeres, no tenemos siquiera esa distrac­ción!

-Triste distracción, puesto que no da la felicidad.-Pero ¿acaso la felicidad se encuentra alguna vez? -preguntó

Emma.-Sí, un día se encuentra.

“Y esto lo han comprendido ustedes -decía el consejero-. ¡Ustedes, agricultores y obreros del campo; ustedes, pioneros

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pacíficos de una obra consagrada por entero a la civilización! ¡Ustedes, hombres de progreso y de moral! Ustedes han comprendi­do, digo, que las tormentas políticas son más temibles aún que las perturbaciones de la atmósfera...”

-Sí, se encuentra un día -repitió Rodolfo-, se encuentra de pronto y cuando ya se había perdido la esperanza. Entonces se entreabren horizontes, es como una voz que grita: “¡Aquí está!” Sentimos la necesidad de hacer a esa persona la confidencia de nuestra vida, de darle todo, de sacrificarle todo. No nos explicamos, nos adivinamos. Nos hemos entrevisto en nuestros sueños -y la miraba-. Por fin ese tesoro que tanto hemos buscado está ahí, ante nosotros; brilla, centellea. Pero todavía dudamos, no nos atrevemos a creer; estamos deslumbrados, como si pasáramos de las tinieblas a la luz.

Y Rodolfo, al terminar estas palabras, añadió la pantomima a la frase. Se pasó la mano por la cara, como un hombre que sufre un mareo; luego la dejó caer sobre la de Emma. Emma retiró la suya. Pero el consejero seguía leyendo:

“¿Y quién se extrañará, señores? Solamente quien estuviera tan ciego, tan hundido (no temo decirlo), tan hundido en los prejuicios de otra edad como para desconocer aún el espíritu de las poblaciones agrícolas. Pues ¿dónde encontrar más patriotismo que en el campo, más dedicación a la causa pública, más inteligencia en fin? Y no hablo, señores, de esa inteligencia superficial, vano ornamento de las mentes ociosas, sino más bien de esa inteligencia profunda y moderada que se aplica por encima de cualquiera otra cosa a la consecución de fines útiles, contribuyendo así al bien de todos, al mejoramiento común y al sostenimiento de los Estados, fruto del respeto a las leyes y de la práctica de los deberes...”

-¡Y dale! -dijo Rodolfo-. ¡Siempre los deberes, estoy harto de esas palabras! Son una partida de viejos cernícalos con chaleco de franela y de mojigatos de braserillo a los pies y de rosario que nos rompen los oídos con: “¡El deber, el deber!” ¡Qué diablo!, el deber

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es sentir lo grande, amar lo bello, y no aceptar todos los convencio­nalismos de la sociedad, con las ignominias que nos impone.

-Pero..., pero... -objetaba madame Bovary.-¡No señor! ¿Por qué declamar contra las pasiones? ¿No son

acaso lo único bello que hay en la tierra, la fuente del heroísmo, del entusiasmo, de la poesía, de la música, de las artes, de todo en fin?

-Pero es necesario -dijo Emma- seguir un poco la opinión del mundo y obedecer a su moral.

-¡Ah, es que hay dos morales! -replicó Rodolfo-. La pequeña, la convenida, la de los hombres, la que cambia continuamente y que berrea tan fuerte, se agita abajo, a ras de tierra, como esa tropa de imbéciles en tomo y encima, como el paisaje que nos rodea y el cielo azul que nos alumbra.

Monsieur Lieuvain acababa de enjugarse la boca con el pañuelo. Prosiguió:

“¿Y para qué decirles, señores, la utilidad de la agricultura? ¿Quién provee a nuestras necesidades? ¿Quién a nuestra subsisten­cia? ¿No es el agricultor? El agricultor, señores, el agricultor que, sembrando con mano laboriosa los fecundos surcos de los campos, hace que nazca el trigo, ese trigo que, triturado, pulverizado me­diante ingeniosos aparatos, sale de ellos con el nombre de harina y de aquí, transportado a las ciudades, llega hasta el panadero, el cual confecciona con ello un alimento para el pobre y para el rico. ¿No es también el agricultor el que, en los pastizales, engorda para nuestros vestidos sus abundantes rebaños? Pues si no fuera por el agricultor, ¿cómo nos vestiríamos, como nos alimentaríamos? Y no hay que ir tan lejos a buscar ejemplos señores. ¿Quién no ha pensado muchas veces en todas las ventajas que se sacan de ese modesto animal, ornamento de nuestros corrales, que proporciona a la vez una blanda almohada para nuestros lechos, una carne suculenta para nuestras mesas, y huevos además? Pero no terminaría si hubiera de enumerar uno tras otro los diferentes productos que la tierra bien cultivada, como una madre generosa, prodiga a sus hijos. Aquí, la vid; allá, los manzanos de sidra; acullá, la colza; más lejos, los quesos; y el lino, señores, ¡ no olvidemos el lino!, que ha adquirido en los últimos años

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un considerable incremento y sobre el cual les llamaré particular­mente la atención”

No tenía necesidad de llamársela, pues todas las bocas de la multitud estaban abiertas, como para beber sus palabras. Tuvache, a su lado, le escuchaba abriendo desmesuradamente los ojos; monsieur Derozerays, de vez en cuando, cerraba suavemente los párpados; y más lejos, el boticario, con su hijo Napoléon entre las piernas, abombaba la mano tras de la oreja para no perder una sola sílaba. Los demás miembros del jurado movían lentamente la barbilla sobre el chaleco en señal de aprobación. Los bomberos, al pie del estrado, descansaban sobre sus bayonetas; y Binet, inmóvil, permanecía con el codo hacia afuera y la punta del sable en el aire. Quizá oía, pero no debía de ver nada porque la visera del casco le bajaba hasta la nariz. Su lugarteniente, el hijo menor de maese Tuvache, había exagerado también el suyo; pues llevaba uno enorme y que le vacilaba sobre la cabeza, dejando asomar una punta de un pañuelo de indiana. Y sonreía con una dulzura muy infantil, y su carita pálida, por la que corrían gotas de sudor, tenía una expresión de alegría, de cansancio y de sueño.

La plaza estaba, hasta en las casas, abarrotada de gente. Gente asomada a las ventanas, de pie en todas las puertas, y Justino, delante del escaparate de la farmacia, parecía allí clavado en la contem­plación de lo que miraba. A pesar del silencio, la voz de monsieur Lieuvain se perdía en el aire. Llegaba en fragmentos de frases, interrumpidas acá y allá por el ruido de las sillas entre la multitud; de pronto irrumpía detrás de uno un largo mugido de buey, o bien los balidos de los corderos, que se respondían en las esquinas de las calles. Pues los vaqueros y los ovejeros habían llevado sus animales hasta allí, y mugían o balaban de vez en cuando, a la vez que arrancaban con su larga lengua un poco de follaje que les pendía del morro.

Rodolfo se había aproximado a Emma y decía en voz baja y de prisa:

-¿No les indigna esta conjuración del mundo? ¿Acaso hay un solo sentimiento que no condene? Los instintos más nobles, las

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simpatías más puras son perseguidas, calumniadas, y, si por fin surgen dos pobres almas, todo está organizado para que no puedan unirse. Sin embargo esas almas lo procurarán, aletearán, se llama­rán. ¡Oh, no importa!, tarde o temprano, pasados seis meses, diez años, se reunirán, se amarán, porque la fatalidad lo manda y han nacido la una para la otra.

Tenía los brazos cruzados sobre las rodillas y, así, levantando la cara hacia Emma, la miraba de cerca, fijamente. Emma veía en sus ojos unos rayitos de oro que irradiaban en tomo a sus negras pupilas, y hasta percibía el perfume de la pomada que le lustraba el pelo. Se apoderó de ella un estado de languidez, se acordó del vizconde que la había sacado a bailar en La Vaubyessard y cuya barba exhalaba, como el pelo de éste, aquel olor a vainilla y a limón; y, maquinal­mente, cerró los párpados para aspirarlo mejor. Pero, en el movi­miento que hizo al apoyarse en el respaldo, vio de lejos, al fondo del horizonte, La Golondrina, que bajaba despacio la cuesta de Leux, arrastrando tras ella un largo penacho de polvo. En aquel carruaje amarillo había venido León, tantas veces, hacia ella; ¡y por aquella carretera se había marchado para siempre! Creyó verlo enfrente, asomado a su ventana, luego se confundió todo, pasaron las nubes; le parecía estar aún bailando un vals bajo la luz de las lámparas, del brazo del vizconde, y que León no estaba lejos, que iba a venir... y mientras tanto seguía sintiendo junto a ella la cabeza de Rodolfo. De esta suerte, la dulzura de aquella sensación penetraba en sus deseos de antaño, y, como granos de arena bajo una ráfaga de viento, re­molineaban en la bocanada sutil del perfume que se difundía por su alma. Varias veces abrió las ventanas de la nariz, fuertemente, para aspirar la frescura de la yedra en tomo a los capiteles. Se quitó los guantes, se enjugó las manos; después se abanicó la cara con el pañuelo, mientras, a través de los latidos de sus sienes, oía el rumor de la multitud y la voz del consejero que salmodiaba sus frases.

Decía:“¡Continuad! ¡Perseverad! ¡No escuchéis las sugestiones de la

rutina ni los consejos demasiado ligeros de un empirismo temerario! ¡Consagraos sobre todo a mejorar el suelo, los abonos, al desarrollo de las razas equinas, bovinas, ovinas y porcinas! ¡Que estos comi­

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cios sean para vosotros como lides pacíficas en las que el vencedor, al salir, tenderá la mano al vencido y fraternizará con él, en la esperanza de una victoria mejor! ¡Vosotros, venerables servidores, humildes domésticos, cuyas penosas labores ningún gobierno había tomado hasta hoy en consideración, venid a recibir la recompensa de vuestras virtudes silenciosas y estad seguros de que, en lo sucesivo, el Estado tiene los ojos puestos en vosotros, de que os alienta, de que os protege, de que atenderá a vuestras justas reclamaciones y aligerará cuando esté en su mano el fardo de vuestros penosos sacrificios!”

Monsieur Lieuvain se sentó; monsieur Derozerays se levantó y comenzó otro discurso. Acaso no fue tan florido como el del consejero, pero se distinguía por un carácter de estilo más positivo, es decir, por conocimientos más especiales y consideraciones más importantes. Así, en él ocupaba menos lugar el elogio del gobierno y más la religión y la agricultura. Ponía de relieve la relación entre una y otra y cómo habían contribuido siempre a la civilización. Rodolfo, con madame Bovary, hablaba de sueños, de presentimien­tos, de magnetismo. Remontándose a la cuna de las sociedades, el orador pintaba aquellos tiempos duros en que los hombres vivían de bellotas en el fondo de los bosques. Después abandonaron la piel de los animales, se vistieron de paño, labraron la tierra, plantaron la vida. ¿Fue esto un bien, no había en este descubrimiento más inconvenientes que ventajas? Monsieur Derozerays se planteaba este problema. Del magnetismo, Rodolfo pasó poco a poco a las afinidades, y, mientras el presidente citaba a Cincinato y a su arado, a Diocleciano plantando su huerto y a los emperadores de China inaugurando el año por sementeras, el joven explicaba a la mujer que aquellas atracciones irresistibles tenían su causa en alguna existen­cia anterior.

-Por ejemplo, ¿por qué nos hemos conocido nosotros? ¿Qué azar lo ha dispuesto? Seguramente es que, a través de la distancia, nuestras pendientes particulares nos llevaron uno hacia otro, como dos ríos que corren para juntarse.

Y le cogió la mano; Emma no la retiró.“¡Hay que combinar los buenos cultivos!”, clamó el presidente.

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-Por ejemplo, hace poco, cuando yo vine a su casa...“A monsieur Bizet, de Quincampoix”.-¿Sabía yo que iba a acompañarla?“¡ Setenta francos!”-El caso es que cien veces quise marcharme, y la seguí, me

quedé.“Estiércol”.-¡Qué bien me quedaría yo esta noche, mañana, los días si­

guientes, toda mi vida!“¡A monsieur Carón, de Argueil, una medalla de oro!”-Pues jamás he encontrado en compañía de nadie un encanto tan

completo.“¡A monsieur Bain, de Givry-Saint-Martin!”-También yo guardaré su recuerdo.“Por un morueco merino...”-Pero me olvidará, pasaré como una sombra.“¡A monsieur Belot, de Notre-Dame!...”-¡Oh, no!, ¿verdad que seré algo en su pensamiento, en su vida? “Raza porcina, premio ex aequo: a monsieur Lehérissé y a

monsieur Cullembourg, ¡sesenta francos!”Rodolfo le apretaba la mano y la sentía muy caliente y trémula

como una tórtola cautiva que quiere emprender el vuelo; pero, fuera que ella tratase de retirarla o bien que respondiera a la presión, hizo un movimiento con los dedos; Rodolfo exclamó:

-¡Oh, gracias! ¡No me rechaza! ¡Es usted buena! ¡Comprende que soy suyo! ¡Déjeme que la vea, que la contemple!

Una ráfaga de viento que llegó por las ventanas frunció el tapete de la mesa, y, en la plaza, abajo, se levantaron todos los grandes gorros de las campesinas, como alas de mariposas blancas que se agitan.

“Empleo de piensos oleaginosos”, continuó el presidente.Se apresuraba:“Abono flamenco -cultivo del lino -drenaje - arriendos a largo

plazo- servicios de criados”Rodolfo ya no hablaba. Se miraban. Un deseo supremo les ponía

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temblor en los labios secos; y suavemente, sin esfuerzo, se confun­dieron sus dedos.

“Catalina Nicasia Isabel Leroux, de Sassetot-la Guerrière, por cincuenta y cuatro años de servicio en la misma granja, medalla de plata del premio de ¡veinticinco francos!”

“¿Dónde está Catalina Leroux?”, repitió el consejero.No comparecía, y se oían voces que cuchicheaban:-¡Anda, ve!-No.-¡A la izquierda!-¡No tengas miedo!-¡Ah, qué tonta!-Bueno, ¿está ahí? -exclamó Tuvache.-¡Sí, aquí está!-¡Pues que se acerque!Entonces avanzó hacia el estrado una viejecita de porte atemo­

rizado y que parecía encogerse en sus pobres vestidos. Calzaba gruesos zuecos de madera y elevaba ceñido a las caderas un gran delantal azul. Su flaco rostro, rodeado de una toca sin ribetear, estaba más plisado de arrugas que una manzana reineta pasada, y de las mangas de la blusa, roja, emergían dos largas manos con unas coyunturas sarmentosas. El polvo de las eras, la potasa de las coladas y la grasa de las lanas se las habían puesto tan costrosas, tan ajadas, tan coriáceas, que parecían sucias aunque se las había lavado con agua clara; y, a fuerza de haber servido, las tenía siempre entrea­biertas, como para presentar por sí mismas el humilde testimonio de tantas penalidades sufridas.

Una especie de rigidez monacal destacaba la expresión de su semblante. Nada triste o tierno ablandaba aquella mirada pálida. En el trato con los animales, había adquirido su mutismo y su placidez. Era la primera vez que se veía en medio de tan numerosa compañía; e, interiormente asustada por las banderas, por los tambores, por los señores de levita negra y por la cruz de honor del consejero, se quedaba muy quieta, no sabiendo si había que avanzar o escapar, ni por qué la multitud la empujaba y por qué los señores del jurado le

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sonreían. Así estaba, ante aquellos burgueses tan contentos, aquel medio siglo de servidumbre.

-¡Acérquese, venerable Catalina Nicasia Isabel Leroux! -dijo el consejero, que había tomado de manos del presidente la lista de los laureados.

Y mirando alternativamente el papel y a la vieja, repetía en tono paternal:

-¡Acérquese, acérquese!-¿Está sorda? -dijo Tuvache botando sobre el asiento.Y se puso a gritarle al oído:-¡Cincuenta y cuatro años de servicio! ¡Una medalla de plata!

¡Veinticinco francos! Es para usted.La mujer, ya con la medalla en la mano, la miró. Se extendió por

su rostro una sonrisa de beatitud y se oyó que mascullaba al marcharse:

-Se la daré al cura del pueblo para que me diga misas.-¡Qué fanatismo! -exclamó el boticario inclinándose hacia el

notario.Se acabó la sesión; se dispersó la multitud; y, ahora que se habían

leído los discursos, cada cual volvía a su rango y todo retomaba a la costumbre: los amos maltrataban a los criados y éstos pegaban a los animales, triunfadores indolentes que volvían al establo con una corona verde entre los cuernos.

A todo esto, los guardias nacionales habían subido al primer piso del ayuntamiento, con bollos ensartados en las bayonetas y el tambor del batallón con una cesta de botellas. Madame Bovary se cogió del brazo de Rodolfo, que la acompañó a casa; se separaron ante la puerta; después Rodolfo se paseó solo por la pradera mientras llegaba la hora del banquete.

El festín fue largo, ruidoso, mal servido; estaban tan apretados que apenas podían mover los codos, y las estrechas tablas que servían de bancos estuvieron apunto de romperse bajo los pies de los convidados. Comían abundantemente. Cada cual quería resarcirse de la cuota desembolsada. El sudor corría por todas las frentes, y un vapor blancuzco, como la neblina de un río una mañana de otoño, flotaba por encima de la mesa, entre los quinqués colgados. Rodolfo,

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apoyada la espalda contra el calicó de la tienda, pensaba tan intensamente en Emma que no oía nada. Detrás de él, sobre el césped, unos criados apilaban platos sucios; los vecinos le hablaban y él no les contestaba; le llenaban el vaso, y en su pensamiento se producía un silencio, a pesar de que el rumor crecía. Pensaba en lo que había dicho Emma y en la forma de sus labios; su cara brillaba en la placa de los chacós como en un espejo mágico; los pliegues de su vestido descendían a lo largo de las paredes, y en las perspectivas del porvenir se sucedían hasta el infinito jomadas de amor.

Volvió a verla por la noche, durante los fuegos artificiales, pero estaba con su marido, con madame Homais y con el boticario, el cual se preocupaba mucho por el peligro de los cohetes perdidos, y a cada momento dejaba a los acompañantes para hacer recomendaciones a Binet.

Por exceso de precaución, habían enviado las piezas pirotécnicas a la dirección de monsieur Tuvache y las habían guardado en su bodega; por eso no se inflamaba la pólvora, húmeda, y el número principal, que debía figurar un dragón mordiéndose la cola, falló completamente. De vez en cuando subía una pobre candela romana, y entonces la multitud, boquiabierta, lanzaba un clamor en el que se mezclaba el grito de las mujeres a las que hacían cosquillas aprovechando la oscuridad. Emma, silenciosa, se apretaba dulce­mente contra el hombro de Carlos; después, alzando la barbilla, seguía en el cielo negro el surtidor luminoso de los cohetes. Rodolfo la contemplaba al resplandor de los farolillos encendidos.

Poco a poco se fueron apagando. Se encendieron las estrellas. Cayeron unas gotas de lluvia. Emma se ató la manteleta a la cabeza descubierta.

En este momento salió de la fonda el coche del consejero.Su cochero, que estaba borracho, se adormeció de pronto, y de

lejos, por encima de la capota, entre los dos faroles, se vislumbraba la masa de su cuerpo balanceándose de derecha a izquierda, al compás del cabeceo de las sopandas.

-La verdad es -dijo el boticario- que se debía proceder contra la embriaguez. Yo quisiera que cada semana se escribiesen a la puerta del ayuntamiento, en un tablero especial, los nombres de los

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que se hubieran intoxicado con alcoholes. Además, para las estadís­ticas, se dispondría así de unos anales patentes que, en caso necesa­rio... Pero perdonen.

Y volvió a dirigirse al capitán.Este se disponía a entrar en su casa. Iba a ver su torno.-Quizá sería bueno -le dijo Homais- que enviara a uno de sus

hombres o fuera usted mismo...-¡Déjeme en paz -interrumpió el recaudador-, si no hay nada!-Tranquilícense -dijo el boticario cuando volvió junto a sus

amigos-. Monsieur Binet me ha asegurado que se han tomado las medidas oportunas. No caerá ninguna chispa. Los pozos están llenos. Vamos a dormir.

-¡Buena falta me hace! -dijo madame Homais, que bostezaba considerablemente-; pero no importa, hemos tenido un día muy bueno para nuestra fiesta.

Rodolfo repitió en voz baja y con una mirada tierna:-¡Oh, sí, muy bueno!Y, después de saludarse, se volvieron la espalda.A los dos días salió en Le Fanal de Rouen un gran artículo sobre

los “comicios”. Homais lo había compuesto, muy inspirado, al día siguiente:

“¿Por qué esos arcos, esas flores, esas guirnaldas? ¿A dónde corría aquella multitud, como las olas de un mar enfurecido, bajo los torrentes de un sol tropical que expandía su calor sobre nuestros sembrados?”

Luego hablaba de la situación de los campesinos. Verdad que el gobierno hacía mucho, pero no lo suficiente. “¡Valor! -le grita­ba-; son indispensables mil reformas, realicémoslas”. Y abordando la entrada del consejero, no olvidaba “el aire marcial de nuestra milicia”, ni “nuestras más vivarachas aldeanas” ni los ancianos de cabeza calva, “especie de patriarcas, que allí estaban, y algunos de los cuales, restos de nuestras inmortales falanges, sentían aún latir sus corazones al redoble viril de los tambores”. Se citaba de los primeros entre los miembros del jurado, y hasta recordaba, en una nota, que monsieur Homais, farmacéutico, había enviado a la Sociedad de Agricultura una memoria sobre la sidra. Cuando llegaba

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a la distribución de las recompensas, describía en términos ditirám- bicos la alegría de los laureados. “El padre besaba al hijo, el hermano al hermano, el esposo a la esposa. Más de uno mostraba con orgullo su humilde medalla, y seguramente, al volver a casa, junto a su buena mujer, la colgaría llorando de las discretas paredes de su choza”.

“Hacia las seis reuniéronse los principales asistentes a la fiesta en un banquete, preparado en el prado de monsieur Liegard. No cesó ni por un momento la gran cordialidad. Se pronunciaron diversos brindis: ¡monsieur Lieuvain, por el monarca!, ¡monsieur Tuvache, por el prefecto!, ¡monsieur Derozerays, por la agricultura!, ¡mon­sieur Homais, por la industria y las bellas artes, esas dos hermanas!, ¡monsieur Leplichey, por las mejoras! Por la noche iluminaron de repente el cielo unos esplendorosos fuegos artificiales. Era como un verdadero caleidoscopio, como una verdadera decoración de ópera, y, por un momento, nuestra pequeña localidad pudo creerse traslada­da a un sueño de Las mil y una noches ”,

“Consignaremos que ningún suceso infausto vino a perturbar esta reunión de familia”.

Y añadía:“Sólo se notó una ausencia, la del clero. Seguramente las

sacristías entienden el progreso de otra manera. ¡Allá ustedes, señores de Loyola”.

IX

Trascurrieron seis semanas y Rodolfo no regresó. Por fin apareció una tarde.

Un día después de las ferias se había dicho: “No debemos re­gresar tan pronto, sería un error”.

Y el fin de semana se fue de caza. Después de la cacería creyó que era demasiado tarde y reflexionó así:

“Si desde el primer día me ha amado, la impaciencia por verme de nuevo hará que me ame mucho más. ¡Así que sigamos!”. Y él comprendió que su cálculo había sido acertado, cuando al entrar en la sala descubrió la palidez de Emma.

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Y cuando, al entrar en la sala, vio que Emma palidecía, com­prendió que había calculado bien.

Estaba sola. Anochecía. Los visillos de muselina a lo largo de los cristales densificaban el crepúsculo, y el dorado del barómetro, sobre el que se reflejaba un rayo de sol, proyectaba unas luces en el espejo, entre los festones del polipero.

Rodolfo permaneció de pie; y Emma contestó apenas a sus primeras frases de cortesía.

-He tenido cosas que hacer. He estado enfermo.-¿Gravemente? -exclamó Emma.-¡Bueno -dijo Rodolfo sentándose a su lado en un taburete-,

no!... Es que no he querido venir.-¿Por qué?-¿No lo adivina?La miró una vez, pero de una manera tan violenta que ella bajó

la cabeza sonrojándose. Rodolfo continuó:-Emma...-¡Monsieur! -exclamó ella apartándose un poco.-¡Ah!, ya ve -replicó Rodolfo en un tono melancólico- que

hacía bien en no querer venir; pues ese nombre, ese nombre que me llena el alma y que se me ha escapado, me lo prohíbe usted. ¡ Madame Bovary!... ¡Bah, todo el mundo la llama así!... ¡Y ese no es su nombre, es el nombre de otro!

Repitió:-¡De otro!Y se tapó la cara con las manos.-¡Sí, pienso en usted constantemente!... ¡Su recuerdo me deses­

pera! ¡Ah, perdón!... La dejo... ¡Adiós!... ¡Me iré lejos... tan lejos que nunca oirá hablar de mí!... ¡Y sin embargo... hoy... todavía no sé qué fuerza me ha impulsado hacia usted! ¡ Pues no se lucha contra el cielo, no se resiste a la sonrisa de los ángeles, se deja uno arrastrar por lo bello, por lo encantador, por lo adorable!

Era la primera vez que a Emma le decían estas cosas; y su orgullo, como quien se solaza en un baño caliente, se distendía con languidez y todo entero en el calor de aquel lenguaje.

-Pero, aunque no he venido -prosiguió Rodolfo-, aunque no he

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podido verla, ¡ah!, al menos he contemplado intensamente lo que la rodea. Por la noche, todas las noches, me levantaba, llegaba hasta aquí, miraba su casa, el tejado que brillaba bajo la luna, los árboles del jardín que se balanceaban junto a su ventana, y una lamparita, un resplandor que brillaba, en la sombra, a través de los cristales. ¡Ah!, usted no sabía que estaba allí, tan cerca y tan lejos un pobre infeliz...

Se volvió hacia ella modulando un sollozo.-¡Oh, qué bueno es usted! -exclamó Emma.-¡No, la amo y nada más! ¡Usted no lo duda! ¡Dígamelo! ¡Una

palabra, una sola palabra!Y Rodolfo, insensiblemente, iba resbalando del taburete al

suelo; pero se oyó un ruido de zuecos en la cocina y Rodolfo vio que la puerta de la sala no estaba cerrada.

-¡Si usted tuviera la caridad -prosiguió levantándose- de satis­facer un capricho!

Era el de ver su casa; deseaba conocerla; y madame Bovary no veía inconveniente en ello; cuando los dos se levantaban entró Carlos.

-Buenas tardes, doctor -le saludó Rodolfo.El médico, halagado por este inesperado título, se deshizo en

obsequiosidades, y el otro aprovechó para rehacerse un poco.-La señora me estaba hablando de su salud -dijo.Carlos le interrumpió: estaba, en efecto, muy preocupado; las

opresiones de su mujer reaparecían. Entonces Rodolfo preguntó si no le convendría el ejercicio de montar a caballo.

-¡Desde luego, excelente, perfecto!... ¡Es una gran idea! Debe­ría seguirla.

Y como Emma objetara que no tenía caballo, Rodolfo le ofreció uno; rechazó ella el ofrecimiento; él no insistió; luego, para justificar su visita, contó que su carretero, el hombre de la sangría, continuaba con mareos.

-Pasaré por allí -dijo Bovary.-No, no, se lo mandaré; vendremos aquí, será más cómodo para

usted.-¡Ah, muy bien! Muchas gracias.

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Y cuando se quedaron solos:-¡Por qué no aceptas las proposiciones de monsieur Boulanger,

que son tan amables?Ella puso una cara seria, buscó mil disculpas y acabó por decir

que aquello parecería quizá un poco raro.-¡Ah, me tiene sin cuidado! -dijo Carlos haciendo una pirueta-

¡Lo primero es la salud! ¡Haces mal!-¿Y cómo quieres que monte a caballo, si no tengo traje de

amazona?-¡Tienes que encargarte uno!El traje de amazona la decidió.Una vez terminado, Carlos escribió a monsieur Boulanger que

su mujer estaba a su disposición y que él contaba con su amabilidad.Al día siguiente, Rodolfo llegó al mediodía a la puerta de Carlos

con dos caballos soberbios. Uno de ellos llevaba pompones color rosa en las orejas y una silla de mujer, de ante.

Rodolfo calzaba unas botas altas, flexibles, diciéndose que seguramente madame Bovary no había visto en su vida otras como aquéllas; en efecto, cuando Rodolfo apareció en el descansillo con su gran levita de terciopelo y su pantalón de punto blanco, Emma quedó encantada de su tipo. Estaba preparada, le esperaba.• Justino se escapó de la botica para verla, y también salió el

boticario. Hizo a monsieur Boulanger las correspondientes reco­mendaciones:

-¡Una desgracia ocurre pronto! ¡Tengan cuidado! ¡Sus caballos deben de ser fogosos!

Madame Bovary oyó ruido sobre su cabeza: era Felicidad que tamborileaba en los cristales para entretener a la pequeña Berta. La niña envió de lejos un beso; su madre le contestó haciendo una señal con el pomo de la fusta.

-¡Buen paseo! -exclamó monsieurHomais- ¡Prudencia, sobre todo prudencia!

Y agitó su periódico al verlos alejarse.El caballo de Emma, en cuanto sintió la tierra, partió al galope.

Rodolfo galopaba a su lado. De vez en cuando cruzaban unas palabras. Emma, la cara un poco inclinada, alta la mano y extendido

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el brazo derecho, se abandonaba a la cadencia de un movimiento que la mecía sobre la silla.

Al pie de la cuesta, Rodolfo soltó las riendas; partieron al mismo tiempo de un solo impulso; al llegar a lo alto, los caballos se pararon de pronto y el gran velo azul de Emma se abatió.

Era a primeros de octubre. Había niebla en el campo. En el horizonte se adhería la bruma a las colinas, y en otros lugares se desprendía en jirones que ascendían deshaciéndose. A veces se abrían las nubes bajo un rayo de sol y se vislumbraban a lo lejos los tejados de Yonville, con las huertas a la orilla del agua, los corrales, las paredes y el campanario de la iglesia. Emma entornaba los párpados para reconocer su casa, y nunca le había parecido tan pequeño aquel pobre pueblo donde vivía. Desde el alto donde estaban, todo el valle parecía un inmenso lago pálido que se evaporara en el aire. De vez en cuando surgían macizos de árboles como rocas negras, y las altas líneas de los álamos, que rebasaban la bruma, figuraban playas removidas por el viento.

Cerca, en el prado, entre los pinos, una luz dorada circulaba en la atmósfera tibia. La tierra, rojiza como polvo de tabaco, amorti­guaba el ruido de los pasos, y los caballos, con el borde de las herraduras, empujaban al andar las piñas caídas.

Rodolfo y Emma siguieron así la orilla del bosque. Emma vol­vía de vez en cuando la cabeza para evitar su mirada, y entonces no veía más que los troncos de pinos en fila, cuya sucesión continua la mareaba un poco. Los caballos resoplaban. El cuero de las sillas crujía.

Al entrar en el bosque apareció el sol.-¡Dios nos protege! -dijo Rodolfo.-¿Cree usted que nos protege?-¡Avancemos, avancemos!Chascó la lengua. Los dos animales corrían.Largos helechos, a la orilla del camino, se enredaban en el estribo

de Emma. Rodolfo, sin pararse, se inclinaba y los apartaba. Otras veces, para apartar la rama, pasaba pegado a ella, y Emma sentía su rodilla rozándole la pierna. El cielo estaba azul ahora. Las hojas no se movían. Había grandes espacios llenos de brezos en flor, y

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alternaban las alfombras de violetas con las aglomeraciones de árboles, que eran grises, pardos y dorados, según la variedad de las hojas. A menudo se oía bajo los matorrales un leve batir de alas, o bien el graznido ronco y suave de los cuervos, que se echaban a volar desde los robles.

Se apearon. Rodolfo ató los caballos. Emma iba delante, sobre el musgo, entre las rodadas.

Pero le estorbaba el vestido demasiado largo, aunque lo llevaba recogido por la cola, y Rodolfo, caminando detrás de ella, contem­plaba aquel paño negro y aquellas botitas negras, la delicadeza de la media blanca, que le parecía una parte de su desnudez.

Emma se paró.-Estoy cansada -dijo.-¡Vamos, intente un poco más! ¡Valor!Anduvo cien pasos más y se paró de nuevo; y a través del velo

que de su sombrero de hombre descendía oblicuamente hasta las caderas, se distinguía su cara en una transparencia azulada, como si nadara bajo olas de azur.

-Pero ¿a dónde vamos?Rodolfo no contestó. Emma respiraba a un ritmo entrecortado.

Rodolfo miraba en tomo suyo y se mordía el bigote.Llegaron a un lugar más despejado donde habían cortado unos

resalvos. Se sentaron en un tronco de árbol derribado, y Rodolfo se puso a hablar a Emma de amor.

Al principio no se exaltó en cumplidos. Estuvo sereno, serio, melancólico.

Emma le escuchaba con la cabeza baja, mientras, con la punta del pie, removía unas virutas.

Mas, a esta frase:-¿Acaso nuestros destinos no son ahora comunes?-¡Oh, no! Bien lo sabe usted. Es imposible.Emma se levantó para marcharse. La cogió por la muñeca. Se

detuvo ella. Le miró unos minutos con ojos amorosos y húmedos, y le dijo vivamente:

-¡En fin, no hablemos más!... ¿Dónde están los caballos? Volvamos.

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Rodolfo hizo un gesto de cólera y de fastidio. Emma repitió:-¿Dónde están los caballos? ¿Dónde están los caballos?Entonces Rodolfo, sonriendo con una sonrisa extraña y fijos los

ojos, apretados los dientes, avanzó abriendo los brazos. Emma retrocedió temblando. Balbucía:

-¡Oh, me da usted miedo! ¡Me hace daño! Vámonos.-Puesto que no hay más remedio -replicó él cambiando de cara.Y se tomó súbitamente respetuoso, tierno, tímido. Emma le dio

el brazo. Volvieron. Rodolfo decía:-Pero, ¿qué le pasaba? ¿Por qué? No la he entendido. Segura­

mente se equivoca. Usted es en mi alma como una madona en un pedestal, ocupa un lugar elevado, sólido e inmaculado. ¡Pero la necesito para vivir, necesito sus ojos, su voz, su pensamiento! ¡Sea mi amiga, mi hermana, mi ángel!

Y alargaba el brazo y le rodeaba la cintura. Emma procuraba débilmente desprenderse. El la sostenía así, caminando.

Pero oyeron los dos caballos que estaban ramoneando el follaje.-¡Oh, espere! -dijo Rodolfo-. ¡No nos vayamos! ¡Quédese!La llevó más lejos, junto a un pequeño estanque donde las

lentejas de agua formaban una capa verde sobre las ondas. Entre los juncos, se sostenían, inmóviles, los nenúfares. Al ruido de sus pasos en la hierba, saltaron a esconderse unas ranas.

-¡Hago mal, hago mal! -decía Emma-. Soy una loca en escu­charle.

-¿Por qué?... ¡Emma! ¡Emma!-¡Oh, Rodolfo!... -pronunció lentamente inclinándose sobre su

hombro.La tela de su vestido se pegaba al terciopelo de la levita; inclinó

hacia atrás el blanco cuello, que se dilataba con un suspiro, y, desfallecida, deshecha en lágrimas, con un largo estremecimiento y tapándose la cara, se entregó.

Descendían las sombras del anochecer; el sol, horizontal, pasan­do entre las ramas, le deslumbraba los ojos. Acá y allá, en tomo a ella, unas manchas luminosas temblaban en las hojas o en el suelo, como si los colibrís, al echarse a volar, sembraran sus plumas. Nada rompía el silencio; parecía salir de los árboles un dulce efluvio;

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Emma se sentía el corazón, que volvía a palpitar, y la sangre circulaba en su carne como un río de leche. Oyó a lo lejos, al otro lado del bosque, sobre las otras colinas, un grito vago y prolongado, una voz lenta, y la escuchaba silenciosamente, fundida como una músi­ca con las últimas vibraciones de sus nervios sacudidos. Rodolfo, con el cigarro entre los dientes, estaba arreglando con su cortaplumas una de las dos bridas que se había roto.

Volvieron a Yonville, por el mismo camino. Vieron en el barro las huellas de sus caballos, paralelas, y los mismos matorrales, los mismos pedruscos en la hierba. Nada había cambiado en tomo a ellos; y sin embargo, para ella había ocurrido algo más importante que si hubieran cambiado de sitio las montañas. De vez en cuando, Rodolfo se inclinaba y le cogía la mano para besarla.

¡ Qué bien estaba a caballo! Erguida, con su cintura fina, doblada la rodilla sobre la crin de la montura y un poco coloreada por el aire libre, en el tinte rojo del atardecer.

Al entrar en Yonville, caracoleó sobre el pavimento.La miraban desde las ventanas.Su marido, en la cena, le encontró buena cara; pero cuando le

preguntó sobre su paseo, ella hizo como que no le oía, y permanecía con el codo apoyado al borde del plato, entre las dos bujías encendidas.

-¡Emma!-¿Qué?-Pues que esta tarde pasé por casa de monsieur Alexandre; tiene

una antigua yegua todavía muy bonita, sólo que con las rodillas un poco rozadas, y estoy seguro de que la dejaría por unos cien escudos...

Añadió:-Bueno, pensando que te gustaría, la he retenido... la he com­

prado... ¿he hecho bien? Dime, pues.Emma movió la cabeza en señal de asentimiento; pasado un

cuarto de hora, preguntó:-¿Sales esta noche?-Sí. ¿Por qué?-¡Oh, por nada, por nada, querido!

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Y en cuanto se libró de Carlos, subió a encerrarse en su cuarto.Al principio fue como un mareo; veía los árboles, los caminos,

las cunetas, a Rodolfo, y sentía aún el cerco de sus brazos, mientras temblaba el follaje y silbaban los juncos.

Pero, al mirarse en el espejo, se asombró de su cara. Nunca había tenido los ojos tan grandes, tan negros ni tan profundos. Algo de sutil derramado sobre su persona la transfiguraba.

Se repetía: “¡Tengo un amante! ¡Un amante!”, deleitándose en esta idea como en la de otra pubertad renacida. Por fin iba a poseer esos goces del amor, esa fiebre de la felicidad que había desesperado de encontrar. Entraba en algo maravilloso donde todo sería pasión, éxtasis, delirio; una inmensidad azulada la rodeaba, las cimas del sentimiento centelleaban bajo su pensamiento, la existencia ordina­ria no aparecía sino a lo lejos, muy allá, en la sombra, entre los intervalos de aquellas alturas.

Y recordó a las heroínas de los libros que había leído, la lección lírica de aquellas mujeres adúlteras se puso a cantar en su memoria con voces de hermanas que la seducían. Ella misma se transformaba en una parte verdadera de aquellas imaginaciones y realizaba el largo sueño de su juventud, considerándose en aquel tipo de enamorada que tanto había envidiado. Por otra parte, Emma sentía una satisfac­ción de venganza. ¡Bastante había sufrido! Pero ahora triunfaba, y el amor, tanto tiempo contenido, brotaba entero a gozosos bor­botones. Lo saboreaba sin remordimiento, sin preocupación, sin perturbación.

El día siguiente transcurrió en una dulzura nueva. Se hicieron juramentos. Ella le contó sus tristezas. El la interrumpía con sus besos, y ella, contemplándole con los párpados entornados, le pedía que la llamara otra vez por su nombre y le repitiera que la amaba. Era en el bosque, como la víspera, en una cabaña de almadreñeros. Las paredes eran de paja y el techo era tan bajo que había que agacharse. Estaban sentados uno contra otro, en un lecho de hojas secas.

Desde aquel día se escribieron regularmente todas las noches. Emma llevaba su carta al extremo de la huerta, junto al río, y la metía en una grieta del bancal. Rodolfo acudía a buscarla y dejaba otra, que Emma tildaba siempre de muy corta.

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Una mañana en que Carlos salió antes del alba, la asaltó el capricho de ver inmediatamente a Rodolfo. Se podía llegar en poco tiempo a La Huchette, quedarse allí una hora y volver a Yonville cuando todo el mundo estaría aún durmiendo. Esta idea la hizo ja­dear de deseo; llegó en seguida a la pradera, donde echó a andar a paso rápido, sin mirar atrás.

Empezaba a amanecer. Emma reconoció de lejos la casa de su amante, cuyas dos veletas en cola de milano destacaban su perfil negro sobre el crepúsculo pálido.

Después del corral de la granja, había un edificio que debía de ser el palacio. Entró en él como si, al acercarse ella, se apartaran las paredes por sí mismas. Una gran escalera recta subía a la galena. Emma giró el pestillo de una puerta y, de pronto, al fondo de una habitación, vislumbró a un hombre dormido. Era Rodolfo. Emma lanzó un grito.

-¡Tú aquí! ¡Tú aquí! -repetía Rodolfo-. ¿Cómo te las has arreglado para venir!... ¡Ah, tienes el vestido mojado!

-¡Te amo! -respondía Emma pasándole el brazo en tomo al cuello.

Como le salió bien esta primera audacia, cada vez que Carlos salía temprano, Emma se vestía rápidamente y bajaba a paso de lobo la escalinata que conducía a la orilla del agua.

Pero, cuando estaba una vez levantando el pontón de las vacas, había que seguir los muros que bordeaban el río; la orilla era resbaladiza; Emma, para no caer, se agarraba a las ramas de mosta­zas secas. Después se internaba por las tierras de labor, donde se hundía, tropezaba y se le pegaban las delgadas botas de fina piel. El pañuelo que llevaba atado a la cabeza se agitaba al viento en los yerbazales; tenía miedo a las vacas, echaba acorrer; llegabajadeante, coloradas las mejillas y exhalando de toda su persona un fresco perfume de savia, de verdor y de aire libre. A aquella hora, Rodolfo estaba todavía durmiendo. Era como una madrugada de primavera que entraba en su cuarto.

Las cortinas amarillas, a lo largo de las ventanas, dejaban pasar suavemente una densa luz rubia. Emma avanzaba a tientas guiñando los ojos, y las gotas de rocío suspendidas de sus crenchas formaban

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como una aureola de topacio en tomo a su cara. Rodolfo, riendo, la atraía hacia él y la estrechaba contra su corazón.

Luego, Emma examinaba la habitación, abría los cajones de los muebles, se peinaba con el peine de Rodolfo y se miraba en el espejo de afeitarse. A veces hasta se ponía entre los dientes una gran pipa que estaba en la mesa de noche, entre unos limones y unos trozos de azúcar, junto a una botella de agua.

En la despedida transcurría un cuarto de hora largo, y Emma lloraba: hubiera querido no separarse nunca de Rodolfo. Algo más fuerte que ella la empujaba hacia él, tanto que un día, al verla llegar de improviso, Rodolfo frunció el ceño como quien sufre una contrariedad.

-¿Qué te pasa? -le preguntó Emma-. ¿Estás malo? ¡Háblamé!Rodolfo acabó por decir, con gesto serio, que aquellas visitas

iban siendo imprudentes y que se comprometía.

X

Los temores de Rodolfo, poco a poco, la fueron dominando. Hasta aquel momento, el ciego amor le había impedido pensar. Pero ahora que comprendía que era un ser indispensable en su vida, comenzó a

•temer perderlo o que se presentara un obstáculo insalvable. Cuando regresaba de la casa de Rodolfo, miraba a su alrededor con inquietud, vigilando cualquier figura que pasara en el horizonte y cada ventana desde donde pudieran observarla. Oía los gritos, los pasos, los ruidos de los carruajes y se detenía más pálida y temblorosa que las hojas de los álamos que se movían sobre su cabeza.

Una mañana cuando regresaba así, creyó ver el largo cañón de un fusil que le apuntaba. Sobresalía oblicuamente el borde de un pequeño tonel medio hundido entre las matas, cerca de una zanja. Próxima a desfallecer de espanto, Emma avanzó, sin embargo un hombre emergió del tonel, como esos diablillos que salen impulsa­dos por un resorte del fondo de una caja. El hombre tenía unas polainas amarradas hasta las rodillas, la gorra apenas le dejaba ver

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los ojos, sus labios temblaban y su nariz estaba roja. Era el capitán Binet acechando a unos patos salvajes.

-¡Debió haber hablado de lejos! -exclamó-. Cuando se ve un fusil siempre hay que avisar.

El preceptor sólo trataba de disimular el miedo, pues una disposición de la prefectura prohibía cazar patos, a no ser que se hiciera en barca. Monsieur Binet, no obstante el enorme respeto que le profesaba a las leyes, había infringido aquélla. Por eso temía siempre que lo sorprendiera el guardia rural. Esta inquietud lo ex­citaba y, oculto en su tonel, se congratulaba de su malicia y fortuna.

Cuando vio a Emma sintió un gran alivio, y en seguida dio comienzo a la conversación:

-No hace calor, ¡pica!Emma no dijo nada. Binet añadió:-Ha salido usted bien tempranito.-S í -balbució Emma-; vengo de casa de la nodriza que cría mi

hija.-¡Ah, muy bien, muy bien! Pues yo, tal como me ve, estoy aquí

desde que apuntó el alba; pero el tiempo es tan malo que, como no abunde la pluma hasta los ojos...

-Usted lo pase bien, monsieur Binet -le interrumpió Emma volviéndole la espalda.

-Servidor, señora -repuso el capitán secamente.Y se volvió a meter en su tonel.Emma se arrepintió de haber dejado tan bruscamente al recau­

dador. Iba a hacer conjeturas desfavorables. El cuento de la nodri­za era la peor disculpa, pues todo el mundo sabía en Yonville que la niña de los Bovary llevaba ya un año en casa de sus padres.

Por otra parte, nadie vivía por allí; aquel camino no conducía más que a La Huchette; de modo que Binet habría adivinado de dónde venía, y no se callaría, lo comentaría, ¡ seguro! Pasó todo el día dando vueltas en la cabeza a todos los proyectos de mentiras imaginables y sin poder apartarse de los ojos a aquel imbécil con morral.

Después de la cena, Carlos, viéndola preocupada, quiso, por distraerla, llevarla a casa del boticario, y la primera persona que vio

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en la botica fue otra vez él, ¡el recaudador! Estaba de pie ante el mostrador, alumbrado por la luz del fanal rojo, y decía:

-Haga el favor de darme media onza de vitriolo.-¡Justino -gritó el boticario-, trae el ácido sulfúrico!Después a Emma, que quería subir al piso de madame Homais:-No, quédese, no se moleste, va a bajar ella. Mientras tanto

caliéntese a la estufa... Perdone... Buenas tardes, doctor -pues al boticario le gustaba mucho pronunciar la palabra doctor, como si, dirigiéndola a otro, recayera sobre sí mismo algo de la pompa que en esa palabra encontraba-... Pero ten cuidado de no volcar los mor­teros, ve mejor a buscar las sillas de la sala pequeña; ya sabes que las butacas del salón no se mueven.

Y, para colocar en su sitio su sillón, Homais abandonaba el mostrador, cuando Binet le pidió media onza de ácido de azúcar.

-¿Ácido de azúcar? -dijo el boticario desdeñosamente-. ¡No lo conozco, no sé lo que es! ¿No querrá usted ácido oxálico? Es oxálico, ¿verdad?

Binet explicó que necesitaba un mordiente para componer él mismo un agua de cobre para limpiar diversos objetos de caza. Emma se estremeció. El boticario dijo:

-Claro, el tiempo no es propicio, hay mucha humedad.-Pues hay personas que no se asustan del tiempo -repuso el

recaudador con un airecillo malicioso, v Emma se ahogaba.

-Deme también...“¡Pero no se va a ir nunca!”, pensaba Emma.-Media onza de colofonia y de trementina, cuatro onzas de cera

amarilla y onza y media de negro animal, para limpiar los cueros de mi equipo.

Comenzaba el boticario a cortar la cera, cuando apareció ma­dame Homais con Irma en brazos, Napoleón a su lado y Atalía de­trás. Fue a sentarse en el banco de terciopelo, contra la ventana, y el crío se acurrucó en un taburete, mientras que su hermana mayor rondaba alrededor de la caja de azufaifas cerca de su paito. Este llenaba embudos y cerraba frascos, pegaba etiquetas, confeccionaba paquetes. La gente se aglomeraba en tomo suyo, y sólo se oía de vez

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en cuando el tintineo, las pesas en las balanzas, con algunas palabras que el boticario pronunciaba en voz baja dando consejos a su discípulo.

-¿Cómo va su pequeña? -preguntó de pronto madame Homais.-¡Silencio! -exclamó su marido, que estaba escribiendo unas

cifras en el cuaderno de apuntes.-¿Por qué no la ha traído? -prosiguió la boticaria en voz baja.—¡Schi! ¡Schi! -cuchicheó Emma señalando con el dedo al

boticario.Pero Binet, atento solamente a la suma, no debió de oír nada. Por

fin se marchó, y Emma, liberada, lanzó un gran suspiro.-¡Qué fuerte respira usted! -dijo madame Homais.-Es que hace calor.Y al día siguiente se ocuparon de organizar las citas. Emma

quería sobornar a la criada con un regalo; pero sería mejor encontrar en Yonville una casa discreta. Rodolfo prometió buscarla.

Durante todo el invierno, ya de noche cerrada, llegaba a la huer­ta tres o cuatro veces por semana. Emma había quitado la llave del portón, que Carlos creyó perdida.

Para avisarla, Rodolfo tiraba a las persianas un puñado de arena. Emma se levantaba sobresaltada; pero a veces había que esperar, porque Carlos tenía la manía de charlar al amor de la lumbre y no acababa nunca.

La devoraba la impaciencia; si sus ojos pudieran le harían saltar por las ventanas. Por fin comenzaba el arreglo de noche; después cogía un libro y seguía leyendo muy tranquilamente, como si la lectura la entretuviera mucho. Pero Carlos, ya en la cama, la llamaba para que se acostase.

-Ven, Emma, ya es hora.-¡Sí, ya voy!Pero, como las velas le deslumbraban, se volvía hacia la pared

y se dormía. Emma se escapaba, conteniendo el aliento, sonriente, palpitante, sin vestirse.

Rodolfo llevaba un gran abrigo; la envolvía toda ella y, pasán­dole el brazo por la cintura, la llevaba sin hablar hasta el fondo del jardín.

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Era en el cenador, en aquel mismo banco de palos podridos donde antes la mirara León tan amorosamente las noches de verano. Ahora Emma apenas pensaba en él.

Brillaban las estrellas a través de las ramas del jazmín sin hojas. Oían tras ellos el río que corría, y, de vez en cuando, en la orilla, el crujir de las cañas secas. Acá y allá, masas de sombra se abomba­ban en la oscuridad, y a veces, estremeciéndose todas de un solo movimiento, subían y bajaban como inmensas olas negras que avanzaran para cubrirlos. El frío de la noche les hacía estrecharse más. Los suspiros de sus labios les parecían más fuertes, más gran­des, sus ojos, que apenas entreveían, y, en medio del silencio, pala­bras dichas muy bajito que les caían sobre el alma con una sonoridad cristalina y repercutían en ella con multiplicadas vibraciones.

Cuando la noche era lluviosa, iban a refugiarse en el gabinete de consulta, entre el cobertizo y la cuadra. Emma encendía uno de los candeleros de la cocina, que había escondido detrás de los libros. Rodolfo se instalaba allí como en su propia casa. La vista de la biblioteca y del despacho, de todo el departamento, le ponía alegre; y no podía menos de decir sobre Carlos muchas chanzas que perturbaban a Emma. Le hubiera gustado verle más serio, y hasta más dramático en algunos casos, como aquella vez que ella creyó oír en el camino del jardín un ruido de pasos que se aproximaban.

-¡Alguien viene! -dijo.Rodolfo apagó la luz.-¿Tienes tus pistolas?-¿Para qué?-Pues... para defenderte.-¿De tu marido? ¡Pobre muchacho!Y Rodolfo remató la frase con un ademán que significaba: “Le

aplastaría de un papirotazo”Emma se quedó pasmada de su valentía, aunque notara en ella

. una especie de indelicadeza y de grosería ingenua que la escandalizó.Rodolfo pensó mucho en aquella historia de las pistolas. Si

Emma había hablado en serio, la cosa resultaba muy ridicula -pensaba-, hasta odiosa, pues él no tenía ningún motivo para odiar a aquel bueno de Carlos, puesto que no estaba lo que se dice

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devorado por los celos -y, a este propósito, Emma le había hecho un gran juramento que tampoco le parecía de muy buen gusto.

Por otra parte, se estaba poniendo muy sentimental. Hubo que hacer intercambio de retratos, que cortarse mechones de pelo, y Emma pedía ahora una sortija, un verdadero anillo de boda en se­ñal de unión eterna. Le hablaba a menudo de las campanas del crepúsculo o de las voces de la naturaleza; después, de su madre y de la de él. Rodolfo la había perdido hacía veinte años. No obstante, Emma le consolaba con remilgos de lenguaje, comco se consuela a un chiquillo abandonado, y hasta le decía a veces mirando la luna:

-Estoy segura de que desde allá arriba, las dos, juntas, aprueban nuestro amor.

¡Pero era tan bonita! ¡Había poseído tan pocas con parejo candor! Este amor sin libertinaje era para él una cosa nueva y que, sacándole de sus costumbres fáciles, halagaba a la vez su orgullo y su sensualidad. La exaltación de Emma, que su cordura burguesa desdeñaba, le parecía, en el fondo del corazón, encantadora, puesto que se dirigía a su persona. Y, seguro de ser amado, ya no se molestó en guardar las maneras, y fueron cambiando insensiblemente.

Ya no empleaba, como antes, aquellas palabras tan dulces que la hacían llorar ni aquellas vehementes caricias que la volvían loca; y su gran amor en el que vivía inmersa, pareció bajar de nivel bajo ella, como el agua de un río que se fuera sumiendo en su cauce; y vio el limo. No quería creerlo; ella intensificó su amor, mientras que Rodolfo fue ocultando cada vez menos su indiferencia.

Emma no sabía si lamentaba haberse entregado o si, por el contrario, deseaba quererle más. La humillación de sentirse débil se tomaba en un rencor que las voluptuosidades atemperaban. No era cariño, era como una seducción permanente. Rodolfo la subyugaba. Casi le tenía miedo.

Pero las apariencias eran más tranquilas que nunca, pues Rodol­fo había logrado conducir el adulterio a su gusto; y al cabo de seis meses, llegada la primavera, estaban, el uno con el otro, como dos casados que mantienen tranquilamente una llama doméstica.

Era la época en que el tío Rouault mandaba el pavo en recuerdo de su pierna compuesta. El regalo llegaba siempre con una carta.

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Emma cortó la cuerda que la ataba a la cesta, y leyó las siguientes líneas:

“Mis queridos hijos:“Espero que al recibo de la presente estéis bien y que éste no

valga menos que los otros; pues me parece un poco más tiemecico, si puedo decirlo, y más gordo. Pero otra vez, para cambiar, os mandaré un pavipollo, a no ser que os gusten más los capones y mandarme la cesta, si os parece, con las otras dos de antes. Me ha pasado una desgracia en el cobertizo de los carros, pues una noche de mucho viento salió la techumbre volando a los árboles. La cosecha tampoco ha sido gran cosa. En fin, no sé cuándo iré a veros. ¡Me es tan difícil ahora dejar la casa desde que estoy solo, mi pobre Emma!”

Aquí había un espacio entre las líneas, como si el bueno del hombre hubiera soltado la pluma para pensar un rato.

“Yo estoy bien, salvo un catarro que pesqué el otro día en la feria de Yvetot, donde fui a buscar un pastor, pues despedí al mío porque era muy delicado de boca. ¡Buenos estamos con todos esos sin­vergüenzas! Además era un descarado.

“He sabido por un quincallero que, viajando este invierno por esas tierras, tuvo que sacarse una muela, que Bovary seguía traba­jando duro. No me extraña, y el quincallero me enseñó la muela, tomamos un café juntos. Le pregunté si te había visto y me dijo que no, pero que vio en la cuadra dos animales, de donde saco en consecuencia que la profesión va bien. Me alegro, queridos hijos y que Dios os mande todos los bienes imaginables.

“Me sabe mal no conocer todavía a mi querida nieta Berta Bovary. He plantado para ella en la huerta, debajo de tu cuarto, un ciruelo de ciruelas de avena, [sic] y no quiero que las toquen, como no sea para hacerle compotas cuando llegue el tiempo, que las guardaré en el armario para cuando ella venga.

“Adiós, queridos hijos. Un beso para ti, hija mía, y para ti también, yerno, y para la pequeña en los dos carrillos.

“Con muchas memorias, vuestro amante padre,Teodoro Rouault".

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Emma pasó unos minutos con el grueso papel entre los dedos. Las faltas de ortografía enlazaban unas con otras, y Emma seguía el dulce pensamiento que cacareaba al través como una gallina medio escondida en un seto de espino. Había secado la tinta con ceniza de la lumbre, pues le resbaló sobre el vestido un poco de polvo gris, y casi vio a su padre inclinándose hacia el hogar para coger las tena­zas. ¡Cuánto tiempo hacía que ya no estaba con él, en el taburete de la chimenea, quemando la punta de un palo a la gran llama de los juncos marinos que chisporroteaban!... Recordó las tardes de verano llenas de sol. Relinchaban los potros cuando se pasaba, y galopaban, galopaban... Había bajo su ventana una colmena, y a veces las abejas, revoloteando alrededor de la luz, chocaban contra los cristales como pelotas de oro que rebotaran. ¡Qué felices tiempos aquéllos! ¡Qué libertad! ¡Qué esperanza! ¡Qué abundancia de ilusiones! ¡Ya no quedaba nada de todo aquello! Lo había gastado en todas las aventuras de su alma, en todas las situaciones sucesivas, en la virginidad, en el matrimonio y en el amor; y así lo había ido perdiendo a lo largo de la vida, como un viajero que va dejando algo de su riqueza en todas las posadas del camino.

Pero ¿quién la hacía tan desgraciada? ¿Dónde estaba la catástro­fe extraordinaria que la había trastornado? Y levantó la cabeza y mi­ró en tomo suyo, como buscando la causa de lo que la hacía sufrir.

Un rayo de abril irisaba en las porcelanas de la estantería; ardía la lumbre; Emma sentía bajo las pantuflas la suavidad de la alfom­bra; el día era blanco, tibia la atmósfera, y Emma oía a su niña riendo ruidosamente.

Y es que la pequeña se revolcaba sobre el césped, en medio de la hierba que pisoteaba. En aquel momento estaba acostada boca abajo. La niñera la sujetaba por la falda. Lestiboudois rastrillaba

v cerca, y cada vez que se aproximaba, la niña se inclinaba hacia abajo sacudiendo el aire con los dos brazos.

-¡Tráigamela! -dijo su madre, precipitándose a besarla-. ¡Cuán­to te quiero, pobre hija mía! ¡Cuánto te quiero!

Después, notando que tenía la punta de las ore jas un poco sucias, llamó de prisa para que trajeran agua caliente y la limpió, la cumbió de ropa, de calcetines, de zapatos, hizo mil preguntas sobre su salud,

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como si volviera de un viaje, y por último, besándola otra vez y llorando un poco, la dejó en manos de la muchacha, que estaba muy pasmada ante aquel arrebato de cariño.

Aquella noche, Rodolfo la encontró más seria que de costumbre.“Ya pasará -pensó-; es un capricho”.Y faltó consecutivamente a tres citas. Cuando volvió, encontró

a Emma fría y casi desdeñosa.-¡Ah, pierdes el tiempo, encanto!...E hizo como que no notaba sus melancólicos suspiros, ni el

pañuelo que sacaba.Fue entonces cuando Emma se arrepintió.Llegó a preguntarse por qué detestaba a Carlos y si no sería me­

jor poder amarle. Pero Carlos no se prestaba mucho a estos rebro­tes del sentimiento, y Emma estaba muy indecisa en veleidad de sacrificio, cuando sobrevino oportunamente el boticario a ofrecerle una ocasión.

XI

Hacía poco había leído la apología de un nuevo procedimiento para la curación de los pies deformes, y como buen amante del progreso en todos los órdenes, concibió la idea patriótica de que Yonville, para no quedarse atrás, tuviera operaciones de estrefopodia.

-¿Qué se pierde? -le decía a Emma-: Mire (y contaba con los dedos las ventajas de la empresa) éxito seguro, curación y embe­llecimiento del paciente y rápida fama del cirujano. ¿Por qué su esposo, por ejemplo, no desearía librar a Hipólito del Lion d ’orl Él no dejaría de divulgar su tratamiento a los viajeros, y luego -mientras Homais bajaba la voz y miraba a los lados- ¿quién me impediría enviar un artículo al periódico reseñando el caso? Y, ¡oh Dios! un artículo circula... se comenta el asunto... y terminará por formarse una bola de nieve. ¡Y quién sabe! ¡Quién sabe!

Sí, Bovary podría triunfar; nada le impedía pensar a Emma que su marido no fuera lo suficientemente hábil; además sentiría una

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enorme satisfacción por haber animado a su marido a dar un paso que harían más grandes su fama y su fortuna. Ella no quería algo di­ferente de apoyarse en algo más sólido que el amor.

Carlos, impulsado por el boticario y por ella, se dejó persuadir. Hizo traer de Rouen el libro del doctor Duval, y todas las noches, con la cabeza entre sus manos se entregaba a la lectura.

En tanto que estudiaba la equimosis, los varas y los valgus, o mejor, la estrefocatopodia, la estrefendopodia y la estrefexopodia (o, para hablar más claro, los tipos de desviaciones del pie, ya sea por debajo, por dentro o por fuera), la estrefipopodia y la estrefanopodia (dicho en otras palabras: desviación en la parte inferior con endere­zamiento hacia arriba), Homais, recurriendo a toda suerte de argu­mentos, persuadía al mozo de la hostería de dejarse operar.

-Acaso sentirás un leve dolor; no pasará de una simple punzada, como una pequeña sangría, mucho menos dolorosa que la extir­pación de algunos callos.

Hipólito reflexionaba, poniendo ojos de idiota.—Después de todo -insistía el boticario- ¡a mí qué me importa!

Es por ti, por pura humanidad. Yo quisiera verte libre de tu feísima claudicación, con ese balanceo de la región lumbar que, por más que digas, tiene que perjudicarte considerablemente en el ejercicio de tu oficio.

Y Homais le hacía ver lo animado y ágil que se iba a sentir después, y hasta le daba a entender que se encontraría mejor para conquistar a las mujeres, y el mozo de cuadra se ponía a sonreír estúpidamente. Después le tocaba en la vanidad:

-¿No eres un hombre, pardiez? Figúrate que tuvieras que hacer el servicio, ir a luchar bajo las banderas... ¡Ah, Hipólito!

Y Homais se alejaba diciendo que no comprendía aquella testarudez, aquella cerrazón de negarse a los beneficios de la cien­cia.

El desdichado cedió, pues aquello fue como una conjura. Binet, que nunca se metía en asuntos ajenos, madame Lefrani^ois, Artemi­sa, los vecinos y hasta el alcalde, monsieur Tuvache, todo el mundo intervino, todo el mundo sermoneó a Hipólito, abochornándole; pero lo que acabó de decidirle fue que aquello no le costaría nada.

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Bovary se encargó hasta del aparato para la operación. Esta gene­rosidad fue idea de Emma, y Carlos consintió, diciéndose en el fon­do del corazón que su mujer era un ángel.

Con los consejos del farmacéutico y volviendo a empezar tres veces, logró que el carpintero, ayudado del cerrajero, construyera una caja que pesaba unas ocho libras, y en la que no se ahorró hierro, madera, chapa, cuero, tomillos ni tuercas.

Pero, para saber qué tendón había que cortarle a Hipólito, había que comenzar por conocer qué clase de pie torcido era el suyo.

Tenía un pie que formaba con la pierna una línea casi recta, lo que no impedía que estuviera torcido hacia dentro, de suerte que era un equino mezclado con un poco de varus, o bien un ligero varus tirando mucho a equino. Pero, con este equino, desde luego tan largo como un pie de caballo, de piel rugosa, tendones secos, grandes dedos, en los que las uñas, negras, parecían los clavos de una herradura, el estrefópodo galopaba como un ciervo de la mañana a la noche. Se le veía continuamente en la plaza, brincando en tomo a los carros y echando para alante su desigual soporte. Hasta parecía más vigoroso de esta pierna que de la otra. A fuerza de haber servi­do, el pie defectuoso parecía haber contraído algo así como unas cualidades morales de paciencia y de energía; y cuando le daban algún quehacer grande, se lanzaba a él preferentemente.

Ahora bien, como se trataba de un equino, había que cortar el tendón de Aquiles, sin perjuicio de tomarla después con el músculo tibial anterior para eliminar el varus: pues el médico no se atrevía a emprender de una vez las dos operaciones, y hasta temblaba ya de miedo de atacar a alguna región importante que él no conocía.

Ni Ambroise Paré aplicando por primera vez desde Celse, con quince siglos de intervalo, la ligadura inmediata de una arteria; ni Dupuytren abriendo un abceso a través de una espesa capa de encéfalo; ni Gensoul cuando hizo la primera ablación de maxilar superior, tenían, de seguro, el corazón tan palpitante, tan trémula la mano, tan tenso el intelecto como monsieur Bovary cuando se acer­có a Hipólito tenótomo en mano. Y, como en los hospitales, tenía al lado, sobre una mesa, un montón de hilas, hilos encerados, muchas vendas, una pirámide de vendas, todas las vendas que había en la

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botica. Era monsieur Homais, quien había organizado desde la mañana temprano todos estos preparativos, tanto para deslumbrar a la multitud como para ilusionarse él mismo. Carlos pinchó la piel; se oyó un chasquido seco. Ya estaba cortado el tendón, terminada la operación. Hipólito no volvía en sí de sorpresa; se inclinaba sobre las manos de Bovary para besárselas una y otra vez.

-¡ Vamos, cálmate -decía el boticario-, ya demostrarás después tu gratitud a tu bienhechor!

Y bajó a contar el resultado a cinco o seis curiosos que esperaban en el patio y que se imaginaban que Hipólito iba a reaparecer caminando derecho. Después Carlos, una vez encajado el paciente en el motor mecánico, se volvió a su casa, donde Emma, muy ansiosa, le esperaba a la puerta. Se le colgó del cuello; se sentaron a la mesa; Carlos comió mucho y hasta quiso, después del postre, tomar una taza de café, exceso que sólo se permitía los domingos cuando había gente.

La tertulia fue encantadora, animada de conversación, de sueños en común. Hablaron de su fortuna futura, de las mejoras en la casa; Carlos veía ya extenderse su prestigio, aumentar su bienestar, a su mujer amándole siempre; y ésta se sentía feliz remozándose en un sentimiento nuevo, más sano, mejor, sintiendo en fin algún cariño por aquel pobre mozo que la mimaba. Por un momento le pasó por la cabeza la idea de Rodolfo, pero sus ojos se fijaron en Carlos; notó hasta con sorpresa que no tenía los dientes feos.

Estaba ya en la cama cuando monsieur Homais, a pesar de la cocinera, entró de pronto en la habitación enarbolando en la mano un papel recién escrito. Era la propaganda que destinaba a Le Fanal de Rouen. Lo traía para leérselo.

-Leálo usted mismo -dijo Bovary.Leyó:“Pese a los prejuicios que cubren todavía una parte de la faz de

Europa como una red, la luz comienza sin embargo a penetrar en nuestros campos. Y así, el martes, nuestra pequeña población de Yonville fue teatro de un experimento quirúrgico que es al mismo tiempo un acto de elevada filantropía. Monsieur Bovary, uno de nuestros médicos más distinguidos...”

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-¡Oh, es demasiado! ¡Es demasiado! -decía Carlos sofocado por la emoción.

-¡Nada de eso, nada de eso!...“ha operado de un pie torcido...” No pongo el término científico porque, claro, en un periódico..., quizá no todo el mundo comprendería; es necesario que las masas...

-Naturalmente -dijo Bovary- Siga.-Continúo -dijo el boticario... “Monsieur Bovary, uno de

nuestros médicos más distinguidos, ha operado de un pie torcido al llamado Hipólito Tautain, mozo de cuadra desde hace veinticinco años en el hotel del Lion d ’or, regentado por la viuda de Lefransois, en la plaza de Armas. La novedad del intento y el interés que despertaba atrajo tal concurrencia de gente que verdaderamente no se podía pasar por la puerta del establecimiento. Por lo demás, la operación se realizó como por encanto, y apenas si sobre la piel aparecieron unas gotas de sangre, como para decir que el tendón rebelde acababa por fin de ceder al esfuerzo del arte. Cosa extraña (y lo afirmamos de visu), el paciente no acusó el menor dolor. Hasta el momento, su estado no deja nada que desear. Todo permite creer que la convalecencia será corta, y quién sabe si, en la próxima fiesta local, no veremos a nuestro buen Hipólito tomar parte en danzas báquicas en medio de un coro de alegres romeros y demostrar así a todos, con su animación y sus trenzados, su completa curación. ¡Honor, pues, a los sabios generosos! ¡Honor a esas mentes infati­gables que consagran sus vigilias al mejoramiento y al alivio de su especie! ¡Honor, tres veces honor! ¿No es caso de decir que los ciegos verán, los sordos oirán y los cojos andarán? ¡Lo que el fanatismo de otro tiempo prometía a sus elegidos, la ciencia lo cumple hoy para todos los hombres! Tendremos a nuestros lectores al corriente de las sucesivas fases de esta notable curación”.

Lo que no impidió que, cinco horas después, tía Lefran9ois llegara muy asustada gritando:

-¡Socorro! ¡Se muere!... ¡Ay Dios mío, me vuelvo loca!Carlos se precipitó hacia el Lion d ’or, y el boticario, que le vio

atravesar la plaza sin sombrero, abandonó la botica. Y se personó jadeante, rojo, inquieto, preguntando a todos los que subían la escalera:

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-¿Qué le pasa a nuestro interesante estrefópodo?El estrefópodo se retorcía en horribles convulsiones, tanto que

el motor mecánico en que estaba encerrada su pierna golpeaba contra la pared hasta hundirla.

Con muchas precauciones, para no alterar la posición del miem­bro, quitaron la caja y apareció un espectáculo horripilante. Las formas del pie desaparecían en hinchazón tal que toda la piel parecía a punto de estallar, y estaba cubierta de esquimosis producidas por la famosa máquina. Hipólito se había quejado ya de dolor; no le habían hecho caso, y ahora hubo que reconocer que no se quejaba del todo sin razón y le dejaron libre unas horas. Pero apenas desapareció un poco el edema, los dos sabios juzgaron conveniente volver a meter el miembro en el aparato y apretándole más para acelerar el proceso. Hasta que por fin, pasados tres días y no pudiendo Hipólito aguantar más, retiraron de nuevo la mecánica, sorprendiéndose mucho del resultado que vieron. Una tumefacción lívida se extendía por la pierna, y con unas flictenas acá y allá de las que salía un líqui­do negruzco. La cosa se ponía seria. Hipólito comenzaba a aburrirse y tía Lefran^ois le instaló en una salita, cerca de la cocina, para que tuviese al menos alguna distracción.

Pero el recaudador, que cenaba allí todos los días, se quejó amargamente de semejante vecindad. Entonces trasladaron a Hipóli­to a la sala de billar.

Y allí estaba el hombre, gimoteando bajo sus gruesas mantas, pálido, crecida la barba, hundidos los ojos, y, de vez en cuando, volviendo la cabeza sudorosa sobre la sucia almohada donde se posaban las moscas. Madame Bovary iba a verle. Le llevaba trapos de hilos para sus cataplasmas y le consolaba, le animaba. De todos modos no le faltaba compañía, sobre todo los días de mercado, cuando los campesinos le rodeaban pegando a las bolas de bi­llar, atareándose con los tacos, fumando, bebiendo, cantando, be­rreando.

-¿Qué tal vas? -le decían dándole en el hombro-. ¡No parece que estás muy orgulloso! Pero la culpa es tuya. Tendrías que hacer esto, que hacer aquello.

Y le contaban casos de personas que se habían curado con otros

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remedios muy diferentes que los suyos; después, para consolarle, le decían:

-¡Es que te escuchas demasiado! ¡Levántate! ¡Te cuidas como un rey! ¡Pero la verdad es, tunantón, que no hueles bien!

En efecto, la gangrena avanzaba de prisa. Bovary estaba malo también él. Iba a ver al enfermo cada hora, a cada momento. Hipólito le miraba con ojos espantados y balbucía sollozando:

-¿Cuándo me curaré? ¡Sálveme, sálveme!... ¡Qué desgraciado soy! ¡Qué desgraciado soy!

Y el médico se iba recomendándole siempre la dieta.-No le hagas caso hijo -decía tía Lefran^ois-, ¡bastante te han

martirizado ya! Te vas a debilitar más. ¡Toma, come!Y le presentaba algún buen caldo, alguna loncha de pierna de

cordero, un trozo de tocino, y a veces unos vasitos de aguardiente, que Hipólito no tenía valor para llevarse a los labios.

El cura Boumisien, al enterarse de que empeoraba, fue a verle. Empezó por compadecerle por su mal, diciendo al mismo tiempo que había que acogerlo con alegría, puesto que era la voluntad del Señor, y aprovechar en seguida la ocasión para reconciliarse con el cielo.

-Pues -decía el eclesiástico en tono paternal- descuidabas un poco tus deberes; pocas veces te veíamos en la santa misa; ¿cuántos años hace que no te has acercado a la santa misa? Comprendo que tus ocupaciones, que el torbellino del mundo haya podido apartarte del cuidado de tu salvación. Pero ahora ha llegado el momento de pensar en ella. No desesperes; he conocido grandes pecadores que, a punto de comparecer ante Dios (ya sé que tú no estás todavía en ese caso), imploraron su misericordia y murieron ciertamente en las mejores disposiciones. ¡Esperemos que, a semejanza de ellos, también tú nos darás buenos ejemplos! De modo que, por precaución, nada te impediría rezar por la mañana y por la noche un “Dios te salve María, llena eres de gracia” y un “Padre nuestro que estás en los Cielos”. ¡ Sí, hombre, hazlo por mí, por darme gusto! ¿Qué te cuesta?... ¿Me lo prometes?

El pobre diablo lo prometió. El cura volvió los días siguientes. Charlaba con la hostelera y hasta contaba anécdotas entreveradas

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con cuchufletas, con chistes, que Hipólito no entendía. Después, cuando las circunstancias lo permitían, tomaba a las materias de religión poniendo cara de circunstancias.

Su celo pareció dar resultado, pues no tardó el estrefópodo en manifestar el deseo de ir en peregrinación a Bon-Secours si se curaba, a lo que Boumisien contestó que no veía inconveniente: más valían dos precauciones que una. Nada se perdía.

El boticario se indignó contra lo que él llamaba las maniobras del cura, que, según él, eran malas para la convalecencia de Hipóli­to, y repetía a madame Lefran^ois:

-¡Déjele, déjele! ¡Le perturban la moral con ese misticismo!Pero la buena mujer no quería escucharle. El era el causante de

todo. Por espíritu de contradicción, llegó a colgar a la cabecera del enfermo una benditera colmada, con una rama de boj.

A todo esto, la religión parecía ayudarle más que la cirugía, y la invencible putrefacción seguía subiendo de las extremidades hacia el vientre. Por más que variaran las pociones y cambiaran las cataplasmas, los músculos se iban despegando cada día más, y por fin Carlos respondió afirmando con un signo de cabeza cuando tía Lefran?ois le pregunto si, en último término, no podría llamar a monsieur Canivet, de Neufchatel, que era una celebridad.

Doctor en medicina, de cincuenta años, en buena posición, seguro de sí mismo, el colega no se recató para reír desdeñosamen­te cuando descubrió aquella pierna gangrenada hasta la rodilla. Después de dictaminar sin rodeos que había que amputar, se fue a la botica despotricando contra los animales que habían reducido a un desgraciado a semejante estado. Sacudiendo a monsieur Homais por el botón de la levita, vociferaba en la farmacia.

-¡Esos son inventos de París! ¡Ahí tenéis las ideas de esos señores de la capital! ¡Es como el estrabismo, el cloroformo y la litotricia, una serie de monstruosidades que el gobierno debía prohibir! Pero la gente quiere pasarse de lista y acumulan remedios sin preocuparse de las consecuencias. Nosotros no somos tan fuertes; nosotros no somos unos sabios, unos currutacos, unos niños góticos; nosotros somos prácticos facultativos, nosotros curamos, y no se nos ocurre operar a uno que está perfectamente. ¿Enderezar

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pies torcidos? ¿Acaso se pueden enderezar los pies torcidos? ¡Es como si se quisiera, por ejemplo, poner derecho a un jorobado!

Homais sufría escuchando esta perorata, pero disimulaba su malestar bajo una sonrisa de cortesano, pues necesitaba tratar con miramiento a monsieur Canivet, cuyas recetas llegaban a veces has­ta Yonville; de suerte que no salió en defensa de Bovary, ni siquiera hizo ninguna observación, y, abandonando sus principios, sacrificó su dignidad a los intereses más serios de su negocio.

¡Fue en el pueblo un acontecimiento importante aquella am­putación de piema practicada por el doctor Canivet! Aquel día todos los habitantes se levantaron más temprano, y la Grande-Rue, aunque llena de gente, tenía algo de lúgubre, como si se tratara de una ejecución capital. En la tienda de ultramarinos se discutía sobre la enfermedad de Hipólito; los comercios no vendían nada, y madame Tuvache, la mujer del alcalde, no se movía de la ventana, por la impaciencia que tenía de ver llegar al operador.

Llegó en su cabriolé, que conducía él mismo. Pero, como la ballesta del lado derecho había cedido bajo el peso de su corpulencia, el coche se inclinaba un poco, y sobre el otro cojín, cerca del doctor, se veía una gran caja forrada de badana roja, cuyos tres cierres de cobre brillaban magistralmente.

Cuando entró como un torbellino en el porche del Lion d ’or, el doctor, gritando muy alto, ordenó que desengancharan el caballo y después se fue a la cuadra para ver si comía bien la avena; pues, al llegar a casa de los enfermos, se cuidaba en primer lugar de su yegua y de su cabriolé. Hasta se decía a este propósito: “¡Ah, monsieur Canivet es un original!” Y se le estimaba más por aquel inquebran­table aplomo. Ya podía reventar hasta el último hombre, que él no faltaría a la menor de sus costumbres.

Se presentó Homais.-Cuento con usted -le dijo el doctor-. ¿Estamos listos? ¡En

marcha!Pero el boticario, sonrojándose, confesó que era demasiado

sensible para asistir a semejante operación.-Cuando se es simple espectador -se disculpaba- la imagi­

nación se impresiona. Y además yo tengo el sistema nervioso tan...

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-¡Bah! -interrumpió Canivet-, me parecía usted, por el con­trario, propenso a la apoplejía. Cosa que no me extraña, pues ustedes, los señores farmacéuticos, están siempre metidos en su cocina, lo que debe de acabar por alterarles el temperamento. Míreme a mí: todos los días me levanto a las cuatro, me afeito con agua fríá (no tengo nunca frío) y no llevo franela, no cojo nunca un catarro, ¡ el arca es buena! Vivo tan pronto de una manera como de otra, como un filósofo, a lo que salga. Por eso no soy nunca delicado como usted y me da absolutamente igual descuartizar a un cristiano que la primera gallina que se presente. A esto dirá usted: ¡la costumbre..., la costumbre!...

Y, sin ningún miramiento para Hipólito, que sudaba de angustia entre las sábanas, aquellos señores entablaron una conversación en la que el boticario comparó la sangre fría del cirujano con la de un general y esta comparación le gustó a Canivet, que se extendió en palabras sobre las exigencias de su arte. Y lo consideraba un sacerdocio, aunque los funcionarios de sanidad lo deshonrasen. Por fin, volviendo al enfermo, examinó las vendas que había traído Homais, las mismas que comparecieron en la operación del pie torcido, y pidió alguien que le sujetara el miembro. Mandaron a buscar a Lesmiboudois, y monsieur Canivet, remangándose, pasó a la sala de billar, mientras el boticario se quedaba con Artemisa y con la hostelera, las dos más pálidas que sus delantales, y pegando el oído a la puerta.

A todo esto, Bovary no se atrevía a moverse de su casa. Estaba en la planta baja, en la sala, sentado en un rincón de la chimenea sin fuego, la barbilla pegada al pecho, las manos juntas, los ojos fijos. ¡Qué desventura! -pensaba-, ¡qué decepción! Sin embargo había tomado todas las precauciones imaginarías. Era cosa de la fatalidad. De todos modos, si Hipólito llegara a morir, era él quien le había * asesinado. Y ¿qué razón daría en las visitas si le preguntaban? Pero quizá se había equivocado en algo. Buscaba y no encontraba. Después de todo, hasta los más famosos cirujanos se equivocaban.¡ Nunca lo creerían, al contrario, se reirían, chismorrearían! ¡ La cosa llegaría hasta Forges, hasta Neufchátel, hasta Ruán, a todas partes!¡ Quién sabe si no escribirían contra él algunos colegas! Se entablaría

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una polémica, habría que contestar en los periódicos. El mismo Hipólito podía procesarle. Se veía deshonrado, arruinado, perdido.Y su imaginación, asaltada por múltiples hipótesis, se balanceaba de una a otra como un tonel vacío arrastrado al mar y que flota sobre las olas.

Emma, frente a él, le miraba. No compartía su humillación, era otra la que sentía: haberse imaginado que un hombre como aquel podía valer algo, como si no hubiera visto ya veinte veces su mediocridad.

Carlos se paseaba de extremo a extremo del cuarto. Sus botas crujían sobre el tillado.

-¡Siéntate -le dijo-, me pones nerviosa!Se sentó.¿Cómo era posible que ella (que era tan inteligente) se hubiera

equivocado una vez más? Por otra parte, ¡qué manía más deplorable haber malogrado así su vida en sacrificios continuos! Recordó todos sus instintos de lujo, todas las privaciones de su alma, las bajezas del matrimonio, de la convivencia, sus sueños que cayeron en el barro como golondrinas heridas, todo lo que había deseado, todo aquello de lo que se había privado, todo lo que hubiera podido tener. ¿Y por qué, por qué?

En medio del silencio que llenaba el pueblo, un grito desgarrador atravesó el aire. Bovary palideció como para desmayarse. Emma frunció las cejas con un gesto nervioso, y continuó. ¡Y fue por él, por aquel ser, por aquel hombre que no comprendía nada, que no sentía nada! Pues estaba allí, tan tranquilo, y sin siquiera pensar que, en lo sucesivo, el ridículo iba a humillarla como a él. Había hecho esfuerzos por amarle, y se había arrepentido llorando de haber cedido a otro.

-Pero puede ser que fuera un valgus -exclamó de pronto Bovary, que estaba meditando.

Al imprevisto choque de esta frase cayendo sobre su pensa­miento como una bala de plomo en una fuente de plata, Emma se estremeció y levantó la cabeza para adivinar lo que quería decir; y se miraron en silencio, casi extrañados de verse, tan lejos estaban, en su conciencia, uno del otro. Carlos la contemplaba con la mirada

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turbia de un hombre borracho, a la vez que escuchaba, inmóvil, los últimos gritos del amputado que se sucedían en modulaciones largas, cortadas por voces agudas, como el alarido lejano de un animal al que están degollando. Emma se mordía los labios lívidos, y, retorciendo entre los dedos una brizna que había arrancado del polipero, clavaba en Carlos la punta ardiente de sus pupilas como dos flechas de fuego a punto de dispararse. Todo en él la irritaba ahora, su cara, su traje, lo que no decía, su persona entera, su existencia en fin. Se arrepentía de su pasada virtud como de un crimen, y lo que de ella quedaba todavía se derrumbaba bajo los furiosos golpes de su orgullo. Se deleitaba en todas las ironías malas del adulterio triunfante. Volvía a ella el recuerdo de su amante con atracciones vertiginosas; lanzaba a él su alma, impulsada ha­cia aquella imagen por un entusiasmo nuevo; y Carlos le parecía tan apartado de su vida, tan ausente para siempre, tan imposible y aniquilado como si fuera a morir y hubiera agonizado ante sus ojos.

Sonaron pasos sobre la acera. Carlos miró, y, a través de la persiana bajada, vio junto al mercado, a pleno sol, al doctor Caniver, que se enjugaba la frente con el pañuelo. Homais, detrás de él, llevaba en la mano una gran caja roja, y los dos se dirigían hacia la farmacia.

Entonces Carlos, por una súbita ternura y por desaliento, se volvió hacia su mujer diciéndole:

-¡Dame un beso, querida mía!-¡Déjame! -replicó roja de ira.-¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa? -repetía él estupefacto-. ¡Cál­

mate! ¡Bien sabes que te quiero... ven!-¡Basta! -exclamó Emma con un aire terrible.Y, escapando de la sala, cerró la puerta tan fuerte que el

barómetro rebotó en la pared y se estrelló contra el suelo.Carlos se derrumbó en su butaca, desatinado, buscando qué era

lo que le pasaba a su mujer, imaginando una enfermedad nerviosa, llorando, y sintiendo vagamente circular en tomo a él algo de funes­to y de incomprensible.

Cuando aquella noche llegó Rodolfo al jardín encontró a su

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amante esperándole al pie de la escalinata, en el primer peldaño. Se abrazaron y todo su rencor se fundió como nieve bajo el calor de aquel beso.

XII

Y comenzaron a amarse como si fuera la primera vez. A menudo, cerca del mediodía, Entuna le escribía; luego a través de los cristales ella hacía una señal a Justino, y éste, soltándose rápidamente su de­lantal, corría a La Huchette. Rodolfo llegaba, ella quería decirle que se aburría, que su marido era completamente odioso, que la existen­cia se le tomaba horrible.

-¿Puedo hacer yo algo? -exclamó Rodolfo un poco exasperado.-¡Ah, si tú quisieras!...Emma estaba sentada en el suelo, entre sus rodillas, tenía el

cabello suelto y la’mirada extraviada.-¿Qué? -dijo Rodolfo. Ella dejó salir un suspiro:-Nos iríamos a vivir muy lejos... a cualquier parte...-¡Estás loca! -dijo él sonriendo-. ¿Lo crees posible?Ella lo dijo de nuevo; él adoptó un aire distraído y cambió el

curso de la conversación. Él no comprendía tanta confusión por algo tan sencillo y simple como el amor. Emma tenía una razón, un motivo, una causa más para estar unida a él.

Esa pasión aumentaba cada día gracias al rechazo que sentía hacia su marido. Mientras más se entregaba a uno, más aborrecía al otro; jamás le había parecido Carlos tan desagradable, con esos de­dos tan cuadrados, con ese cerebro tan chato, con sus modales vulgares, como después de cada encuentro con su amado Rodolfo. De modo que mientras fingía ser una esposa virtuosa, se extasiaba pensando en aquella cabeza cuyos cabellos negros se trasformaban en un bucle que caía en la frente bronceada por el sol, en aquel talle a la vez robusto y elegante, en fin, en aquel hombre que poseía tanta experiencia en la razón, tanto ardor en el deseo.

Era para él que se limaba las uñas con el esmero de un cincelador

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y era para él que no cesaba de ponerse crema en la piel y pachulí en los pañuelos. Se adornaba con pulseras, anillos y collares. Cuando él estaba por llegar, corría a colocar rosas en sus dos grandes jarrones de vidrio y arreglaba los cuartos y su aspecto como si fuera un cor­tesana que espera ansiosa la llegada de su príncipe. Era necesario que la criada estuviera muy ocupada lavando ropa; y en todo el día, Felicidad no se movía de la cocina, donde el pequeño Justin, le hacía compañía y la contemplaba trabajar.

Con el codo sobre la larga tabla donde ella planchaba, contem­plaba ávidamente todas aquellas prendas femeninas colocadas en tomo a él; las enaguas de bombasí, las manteletas, los cuellos, los pantalones abiertos, amplios de caderas y estrechos por abajo.

-¿Para qué sirve esto? -preguntaba el muchacho pasando la mano por la crinolina o por los corchetes.

-¿Es que no has visto nunca nada de esto? -contestaba Felici­dad; ¿es que tu patrona, madame Homais, no usa estas cosas?

-¡Ah, claro, madame Homais!Y añadía en un tono meditativo:-¿Pero madame Homais es una señora como la tuya?Y Felicidad se impacientaba de verle dar vueltas a su alrededor.

Tenía seis años más que él, y Teodoro, el criado de monsieur Guillaumin, empezaba a cortejarla.

-¡Déjame en paz! -le decía apartando el tarro de almidón-. Anda, vete a machacar almendras; siempre estás merodeando al lado de las mujeres; para meterte en estas cosas, crío de cuerno, espera a que te salga la barba.

-¡Bueno, no se enfade, voy a limpiarle las botas!Y cogía de la chambrana las botitas de Emma, todas llenas de

barro -el barro de las citas- que se deshacía en polvo bajo sus dedos, un polvo que'él miraba ascender muy despacio en un rayo de sol.

-¡Qué miedo tienes de estropearlas! -decía la cocinera, que no se andaba con tantos miramientos cuando las limpiaba ella, porque la señora, en cuanto la tela no estaba nueva, se las regalaba.

Emma tenía muchas en su armario y las iba gastando, sin que Carlos se permitiera nunca la más leve observación.

Y sin la más leve observación desembolsó trescientos francos

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para una pierna de madera que Emma juzgó conveniente regalar a Hipólito. La pata de palo estaba rellena de corcho y tenía articu­laciones de resorte, una mecánica complicada cubierta de un pan­talón negro y terminando en una bota reluciente. Pero Hipólito no se atrevía a llevar todos los días una pierna tan lujosa y suplicó a madame Bovary que le procurara otra más cómoda. Natural­mente, el médico corrió también con los gastos de la nueva adquisi­ción.

De esta manera, el mozo de cuadra volvió poco a poco a ejercer su oficio. Se le veía como antes recorrer el pueblo, y cuando Carlos oía de lejos el ruido seco de su pata de palo sobre el pavimento, tomaba en seguida otro camino.

Se encargó del pedido monsieur Lheureux, el comerciante; esto le dio ocasión para frecuentar a Emma. Charlaba con ella de los nuevos géneros de París, de mil curiosidades femeninas, se mostraba muy complaciente y nunca reclamaba dinero. Emma se entregaba a esta facilidad de satisfacer todos sus caprichos. Quiso, por ejemplo, regalar a Rodolfo una fusta muy bonita que había en Ruán en una paragüería. A la mañana siguiente, monsieur Lheureux la depositó sobre su mesa.

Pero al día siguiente se presentó con una factura de doscientos setenta francos, sin contar los céntimos. Emma se vio muy apurada: todos los cajones del secrétaire estaban vacíos; se debían más de quince días a Lestiboudois, dos trimestres a la sirvienta, muchas cosas más, y Bovary esperaba impacientemente el envío de mon­sieur Derozerays, que acostumbraba a pagarle todos los años por San Pedro.

Madame Bovary consiguió por lo pronto dar largas a Lheureux; por fin se impacientó: le perseguían, sus capitales estaban ausentes y, si no recuperaba algunos, se vería obligado a volver a llevarse todas las mercancías que la señora tenía.

-¡Bueno, lléveselas! -dijo Emma.-¡Oh, es una broma! -replicó Lheureux-. Lo malo es la fusta.

¡Pero bueno, le diré al señor que me la devuelva!-¡No, no!“¡Ah, ya te cogí!”, pensó Lheureux.

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Y, seguro de su descubrimiento, salió repitiendo a media voz y con su pequeño silbido habitual:

-¡Bueno, ya veremos, ya veremos!Emma estaba pensando en la manera de salir de aquello, cuando

entró la cocinera y dejó sobre la chimenea un pequeño rollo de papel azul, de parte de monsieur Derozerays. Emma se abalanzó al rollo y lo abrió. Contenía quince napoleones. Lo que necesitaba. Oyó a Carlos en la escalera; metió el oro en el fondo del cajón de su mesa y cogió la llave.

A los tres días reapareció Lheureux.-Vengo a proponerle un arreglo. Si, en lugar de la cantidad

convenida, quisiera usted tomar...-¡Aquí la tiene! -le interrumpió poniéndole en la mano catorce

napoleones.El traficante se quedó estupefacto. Para disimular su decepción,

se deshizo en disculpas y en ofrecimientos de servicio, todos los cuales rechazó Emma, que permaneció unos minutos palpando en el bolsillo del delantal las dos monedas de cien sous que él le había devuelto. Se prometía economizar para devolver... “¡Bah! -pen­só-, no se acordará”.

Además de la fusta con pomo de plata dorada, regaló a Rodolfo un sello con esta divisa: Amor nel cor, luego una echarpe para hacerse una bufanda y por último una petaca muy parecida a la del vizconde, aquella que Carlos recogió tiempo atrás en la carretera y que Emma conservaba. Pero estos regalos le humillaban. Rechazó varios: ella insistió y él acabó por obedecer, encontrándola tiránica y demasiado invasora.

Además tenía unas ocurrencias raras:-¡Cuando den las doce de la noche -le decía- pensarás en mí!Y si él confesaba que no había pensado en ella, surgía una

andanada de reproches, que terminaban siempre en la eterna pregun­ta:

-¿Me amas?-¡Claro que te amo!-¿Mucho?

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-¡Naturalmente!-¿No has amado a otras, eh?-¿Crees que me has conocido virgen? -exclamaba él riendo.Emma lloraba, Rodolfo se esforzaba por consolarla, adornando

con palabras graciosas sus protestas de amor.-¡Oh, es que te amo! -proseguía Emma-. Te amo de tal manera

que no puedo pasar sin ti, ¿lo sabes bien? A veces tengo unas ganas locas de volver a verte y me destrozan todas las furias del amor. Me pregunto: “¿Dónde está? Acaso está hablando con otras mujeres. Le sonríen, se aproxima...” Pero no, ¿verdad que no te gusta ninguna? Las hay más bellas, ¡pero yo sé amar mejor! ¡Yo soy tu esclava y tu concubina! ¡Tú eres mi rey, mi ídolo! ¡Eres bueno, eres guapo, eres inteligente, eres fuerte!

Tantas veces le había oído decir estas cosas, que ya no tenían para él nada de original. Emma era como todas las amantes, y, al caer como un vestido el encanto de la novedad, dejaba al desnudo la eterna monotonía de la pasión, que tiene siempre las mismas formas y el mismo lenguaje. Aquel hombre con tanta práctica no distinguía la diferencia de los sentimientos bajo la paridad de las expresiones. Como labios libertinos o venales le habían murmurado frases parecidas, no creía sino débilmente en el candor de éstas; había que rebajar, pensaba, los discursos exagerados que envolvían afec­tos medianos; como si la plenitud de alma no rebasara a veces las metáforas más vacías, puesto que nadie puede jamás dar la exacta medida de sus necesidades, ni de sus conceptos, ni de sus dolores, y la palabra humana es como una caldera rota en la que tocamos melodías para que bailen los osos, cuando quisiéramos conmover a las estrellas.

Pero, con esa superioridad de crítica propia del que, en cualquier lance, se mantiene en la retaguardia, Rodolfo vio en aquel amor otros goces que explotar. Consideró incómodo todo pudor. La trató sin miramientos. Hizo de ella una cosa dócil y corrompida. Era una especie de sumisión idiota llena de admiración por él, de voluptuo­sidad para ella, una beatitud que la embotaba; y su alma se sumergía en aquella embriaguez y se ahogaba en ella, encogida, como el duque de Clarence en su tonel de malvasía.

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Por el simple efecto de sus costumbres amorosas, madame Bovary cambió de maneras. Su mirar se tomó más atrevido, más libres sus palabras, y hasta cayó en la inconveniencia de pasearse con Rodolfo, un cigarrillo en la boca, como para burlarse del mundo', hasta que los que dudaban todavía dejaron de dudar cuando, un día, la vieron apearse de La Golondrina, ceñido el busto en un chaleco, a la manera de un hombre; y madame Bovary madre, que, después de una terrible escena con su marido, se refugió en casa de su hijo, no fue de las burguesas menos escandalizadas. Otras muchas cosas la desagradaron: en primer lugar, Carlos no había escuchado sus consejos sobre la prohibición de las novelas; además el estilo de la casa no le gustaba; se permitió ciertas observaciones y hubo trifulca, sobre todo una vez, a propósito de Felicidad.

La víspera por la noche, madame Bovary madre la había sorprendido en el pasillo en compañía de un hombre, un hombre de barba oscura, de unos cuarenta años, y que, al oír sus pasos, escapó rápido de la cocina. Emma se echó a reír, pero la buena de la señora lo tomó muy en serio, declarando que, a menos de burlarse de las costumbres, había que vigilar las de los criados.

-¿De qué mundo es usted? -dijo la nuera, con una mirada tan impertinente que madame Bovary preguntó si no defendía su propia causa.

-¡Salga de aquí! -profirió Emma levantándose de un bote.-¡Emma!... ¡Mamá!... -exclamaba Carlos para reconciliarlas.Pero las dos habían huido exasperadas. Emma pataleaba repi­

tiendo:-¡Ah, qué fálta de mundo! ¡Qué lugareña!Carlos corrió tras de su madre; estaba fuera de quicio, balbucía:-¡Es una insolente! ¡Una disipada! ¡Puede que algo peor!Y quería marcharse inmediatamente si la otra no iba a discul­

parse. Carlos volvió a su mujer y la conjuró a que cediera. Se puso de rodillas; Emma acabó por contestar:

-¿Sea! Allá voy.Y en efecto, tendió la mano a su suegra con una dignidad de

marquesa y le dijo:-Perdóneme, señora.

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Hecho esto, subió de nuevo a su cuarto, se echó boca abajo en la cama y lloró como una niña, hundida la cabeza en la almohada.

Habían convenido, ella y Rodolfo, que en caso de que ocurriera algo extraordinario, ella prendería en la persiana un pedacito de papel blanco para que, si Rodolfo se encontraba, por casualidad, en Yonville, acudiera a la calleja, detrás de la casa. Emma hizo la señal; llevaba esperando tres cuartos de hora, cuando, de pronto, vio a Rodolfo en la esquina del mercado. Estaba a punto de abrir la ventana, de llamarle, pero ya había desaparecido. Volvió a caer desesperada.

Le pareció que andaban por la acera. Seguramente era él; bajó la escalera, atravesó el corral. Allí, afuera, estaba Rodolfo. Se echó en sus brazos.

-Ten cuidado -le dijo Rodolfo.-¡Ah, si supieras!Y se puso a contárselo todo, apresuradamente, sin dilación,

exagerando los hechos, inventando varios y prodigando los parén­tesis con tal abundancia que Rodolfo no entendía nada.

-¡Vamos, pobre ángel mío, valor, consuélate, ten paciencia!-¡Pero llevo cuatro años teniendo paciencia y sufriendo...! ¡Un

amor como el nuestro se debería confesar a la faz del cielo! No hacen más que torturarme. ¡No puedo soportar más! ¡Sálvame!

Y sé apretaba contra Rodolfo. Sus ojos, llenos de lágrimas, centelleaban como llamas bajo la onda; tenía la respiración entrecor­tada; nunca le había amado tanto, hasta el punto de que perdió la cabeza y le dijo:

-¿Qué hay que hacer? ¿Qué quieres?-¡Llévame contigo! ¡Ráptame!... ¡Oh, te lo suplico!Y se precipitó a su boca, como para arrancarle el consentimiento

inesperado que de ella se exhalaba en un beso.-Pero... -dudó Rodolfo.-¿Qué?-¿Y tu hija?Emma reflexionó unos momentos y luego contestó:-¡La llevaremos, ya está!“¡Qué mujer!”, se dijo mirándola alejarse.

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Pues acababa de escapar al jardín. La llamaban.Los días siguientes, a la Bovary madre le extrañó mucho la

metamorfosis de su nuera. En efecto, Emma estaba más dócil, y llevó la deferencia hasta pedirle una receta para encurtir pepinillos.

¿Era para mejor engañar a los dos? ¿O quería sentir más profundamente, con una especie de estoicismo voluptuoso, la amar­gura de las cosas que iba a abandonar? Pero esto no le importaba, al contrario: vivía como perdida en la degustación anticipada de su felicidad próxima. Era un eterno tema de charlas con Rodolfo. Se apoyaba en su hombro, murmuraba:

-¡Ay, cuando estemos en la diligencia!... ¿No piensas tú en ello? ¿Es posible? Me parece que en el momento en que sienta arrancar el coche será como si subiéramos en globo, como si partiéramos hacia las nubes. ¿Sabes que cuento los días?... ¿Y tú?

Nunca estuvo madame Bovary tan bella como en esta época; tenía esa indefinible belleza que resulta de la alegría, del entusiasmo, del triunfo, y que no es otra cosa que la armonía del temperamento con las circunstancias. Sus apetencias, sus contrariedades, la expe­riencia del placer y sus ilusiones siempre jóvenes, como les ocurre a las flores con el abono, la lluvia, el viento y el sol, la habían desarrollado gradualmente, y se esponjaba al fin en la plenitud de su naturaleza. Sus párpados parecían hechos expresamente para sus largas miradas amorosas en las que se perdía la pupila, mientras un soplo fuerte le abría las delgadas ventanas de la nariz y le alzaba la carnosa comisura de los labios, sombreados a la luz por un poco de vello negro. Dijérase que un artista diestro en corrupciones le había dispuesto sobre la nuca el pelo: enrollábase el moño en una masa espesa, al descuido, y según los azares del adulterio, que lo deshacía todos los días. Su voz tomaba ahora inflexiones más lánguidas, y su cuerpo también; un algo sutil y penetrante se desprendía hasta de los pliegues de su vestido y de la empinada curva de su piel. Carlos, como en los primeros tiempos del matrimonio, la encontraba deliciosa y absolutamente irresistible.

íuando volvía a medianoche no se atrevía a despertarla. La lamparilla de porcelana proyectaba en el techo una claridad redonda y trémula, y las cortinas cerradas de la cuna formaban como una

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choza blanca que se abombaba en la sombra, al borde de la cama. Carlos las miraba. Creía oír el leve aliento de su hija. Ya iba creciendo; cada estación traería un rápido progreso. La veía ya volviendo de la escuela al atardecer, alegre, con su blusilla mancha­da de tinta y su cesta colgada del brazo, después habría que ponerla interna en un colegio, esto costaría mucho; ¿cómo se las arreglarían? Reflexionaba. Pensaba en alquilar en las cercanías una pequeña granja que él mismo vigilaría todas las mañanas al ir a visitar a sus enfermos. Economizaría la renta, la pondría en la caja de ahorros; después compraría acciones, en cualquier parte, daba igual; además aumentaría la clientela; contaba con esto, pues quería que Berta se educara bien, que tuviera talentos, que aprendiera el piano. ¡Ah, qué bonita sería más tarde, a los quince años, cuando, parecida a su madre, llevara como ella, en verano, grandes sombreros de paja! De lejos las tomarían por hermanas. Se la imaginaba trabajando por la noche junto a ellos, a la luz de la lámpara; le bordaría zapatillas; se ocuparía de la casa; la llenaría toda con su gracia y su alegría. Por último pensarían en casarla: le encontrarían un buen muchacho de buena posición; la haría feliz; esto duraría siempre.

Emma no dormía, hacía como que estaba dormida; y mientras Carlos se adormecía a su lado, ella se despertaba en otros sueños.

Al galope de cuatro caballos, la llevaban desde hacía ocho días hacia un país nuevo, de donde no volverían nunca. Caminaban, caminaban, cogidos del brazo, sin hablar. De vez en cuando divisa­ban de pronto, desde lo alto de una montaña, una ciudad espléndida con cúpulas, puentes, navios, bosques de limoneros y catedrales de mármol blanco, en cuyos puntiagudos campanarios se veían nidos de cigüeñas. Avanzaban al paso por causa de las grandes losas, y había en el suelo ramilletes de flores que unas mujeres vestidas de corpiño rojo vendían. Se oía el son de las campanas, relinchos de muías, y el murmullo de las guitarras y el de las fuentes, cuyo vapor volaba a refrescar montones de frutas dispuestas en pirámide al pie de las estatuas pálidas que sonreían bajo los surtidores. Y una noche llegaban a un pueblo de pescadores, donde secaban al viento unas redes oscuras, a lo largo del acantilado y de las cabañas. Allí se quedaban a vivir: morarían en una casita baja rematada en terraza, a

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la que daría sombra una palmera, al fondo de un golfo, a la orilla del mar. Se pasearían en góndola, se columpiarían en hamacas; y su existencia sería fácil y amplia como sus vestidos de seda, cálida y estrellada como las dulces noches que contemplarían. Y en la inmensidad de aquel porvenir que ella se imaginaba no surgiría nada en particular: los días, todos magníficos, se parecerían como las olas; y aquello se balanceaba en el horizonte infinito, armonioso, azulado e inundado de sol. Pero la niña se ponía a toser en la cuna o bien Bovary roncaba más fuerte, y Emma no se dormía hasta la mañana, cuando el alba blanqueaba los cristales y ya Justino, en la plaza, abría los escaparates de la farmacia.

Emma había llamado a monsieur Lheureux y le había dicho:-Necesitaré un abrigo, un gran abrigo, con cuello largo, forrado.-¿Va de viaje? -preguntó el traficante.-No, pero... es igual, cuento con usted, ¿verdad?, ¡y pronto!Lheureux se inclinó.-Necesitaré también una caja... no demasiado pesada... cómoda.-Sí, sí, ya entiendo, de unos noventa y dos centímetros por

cincuenta, como se hacen ahora.-Con un bolso de noche.“Decididamente -pensó Lheureux-, aquí hay un lío”.-Y tenga esto -dijo madame Bovary sacando su reloj del

cinturón-: se cobrará de ahí.Pero el traficante exclamó que de ninguna manera: se conocían;

¿acaso dudabadeella? ¡Qué niñería! Madame Bovary insistióenque se quedara por lo menos con la cadena, y Lheureux se la había metido ya en el bolsillo y se marchaba, cuando Emma le llamó.

-Déjelo todo en su casa. Y el abrigo -pareció reflexionar- no lo traiga tampoco; me dará solamente la dirección del sastre y le dirá que lo tenga a mi disposición.

Era el mes próximo cuando iban a fugarse. Ella saldría de Yonville como para ir a hacer compras a Ruán. Rodolfo tendría tomados los asientos y preparados los pasaportes, y hasta habría escrito a París para reservar la diligencia completa hasta Marsella,

# donde comprarían una calesa y, desde allí, seguirían sin parar camino de Génova. Ella se cuidaría de mandar a casa de Lheureux

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su equipaje y lo llevarían directamente a La Golondrina, de manera que así no sospecharía nadie; y, a todo esto, nunca se hablaba de la niña. Rodolfo lo evitaba; ella quizá no pensaba en tal cosa.

Rodolfo quiso aplazar la marcha dos semanas para terminar ciertas disposiciones; después, a los ocho días, pidió otros quince, luego dijo que estaba malo; después hizo un viaje; pasó el mes de agosto y, después de todos estos aplazamientos, decidieron que la cosa sería irrevocablemente para el 4 de septiembre, un lunes.

Por fin llegó el sábado, la antevíspera.Rodolfo vino por la noche más pronto que de costumbre.-¿Está todo dispuesto? -le preguntó Emma.-Sí.Rodearon un arriate y fueron a sentarse junto a la terraza, en el

brocal del muro.-Estás triste -le dijo Emma.-No, ¿por qué?Y la miraba de una manera singular, tierna.-¿Es por marcharte? -insistió Emma-, ¿por dejar tus afectos, tu

vida? ¡Ah, lo comprendo!... Pero yo no tengo nada en el mundo, tú lo eres todo para mí. Por eso yo seré todo para ti, una familia, una patria: te cuidaré, te amaré.

-¡Eres encantadora! -le dijo abrazándola.-¿De veras? -le preguntó con una risa de voluptuosidad-. ¿Me

amas? ¡Júralo!-¡Que si te amo! ¡Que si te amo! ¡Te adoro, amor mío!La luna, muy redonda y color de púrpura, asomaba a ras de tierra,

al fondo de la pradera. Subía de prisa entre las ramas de los álamos, que la tapaban a fragmentos, como una cortina negra con agujeros. Hasta que apareció, resplandecientemente clara, en el cielo vacío al que alumbraba; y entonces, amortiguando su ascensión, dejó caer sobre el río una gran mancha que formaba infinidad de estrellas, y aquella luz de plata parecía retorcerse hasta el fondo como una serpiente sin cabeza cubierta de escamas luminosas. Parecía también un monstruoso candelabro del que cayeran gotas de diamante en fusión. En tomo a ellos se extendía, dulce, la noche; lienzos de sombra llenaba los follajes. Emma, entornados los ojos, aspiraba

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con grandes suspiros el viento fresco que soplaba. No se hablaban, perdidos como estaban en la invasión de su sueño. La ternura de los antiguos días les llenaba de nuevo el corazón, abundante y silenciosa como el río que corría, o en la misma languidez que traía el perfume de las celindas, y proyectaba en sus recuerdos unas sombras más desmesuradas y más melancólicas que las de los sauces inmóviles que se estiraban sobre la hierba. De vez en cuando algún animal nocturno, erizo o comadreja, lanzándose a la caza, movía las hojas, o bien se oía caer del espaldar un melocotón maduro.

-¡Qué hermosa noche! -dijo Rodolfo.-¡Tendremos otras! -repuso Emma.Y, como hablándose a sí misma:-Sí, será bonito viajar... Sin embargo, ¿por qué tengo el corazón

triste? ¿Será miedo a lo desconocido... efecto de los hábitos aban­donados... o más bien...? ¡No, es la plétora de la felicidad! Qué débil soy, ¿verdad? ¡Perdóname!

-¡Todavía estás a tiempo! Reflexiona, quizá te arrepentirás.-¡Nunca! -exclamó impetuosamente.Y, acercándose a él:-¿Qué desgracia me puede ocurrir? No hay desierto, no hay

precipicio, no hay océano que yo no atravesara contigo. A medida que vivamos juntos será como un abrazo más apretado cada día, más completo! ¡No tendremos nada que nos perturbe, ninguna preocu­pación, ningún obstáculo! Estaremos solos para nosotros, entera­mente, eternamente... ¡Habla, contéstame!

Contestaba a intervalos regulares: “Sí... sí...” Ella le había pasado las manos por el pelo y repetía con voz infantil, a pesar de las gruesas lágrimas que le corrían por las mejillas:

-¡Rodolfo! ¡Rodolfo...! ¡Ah, Rodolfo, querido Rodolfito mío!Dieron las doce.-¡Las doce! -exclamó Emma-. ¡Las doce, un día más!Rodolfo se levantó para marcharse; y, como si aquel gesto fuera

la señal de su fuga, Emma, de pronto, tomando un aire alegre:-¿Tienes los pasaportes?-Sí.-¿No olvidas nada?

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-No.-¿Estás seguro?-Seguro.-Es en el hotel de Pro vence donde me esperarás, ¿verdad?... ¿A

mediodía?Rodolfo hizo un signo afirmativo con la cabeza.-¡Hasta mañana, pues! -dijo Emma en una última caricia.Y le miró alejarse.Rodolfo no miraba hacia atrás. Emma le siguió corriendo e,

inclinándose a la orilla del agua entre malezas:-¡Hasta mañana! -exclamó.Rodolfo estaba ya al otro lado del río y caminaba de prisa por la

pradera.Pasados unos minutos se detuvo; y cuando la vio diluirse poco

a poco en la sombra con su vestido blanco, como un fantasma, le dieron tales palpitaciones que se apoyó contra un árbol para no caerse.

-¡Qué imbécil soy! -dijo jurando espantosamente-. ¡Pero es que era una amante muy bonita!

Y, súbitamente, le reapareció la belleza de Emma, con todos los placeres de aquel amor. Primero se enterneció, luego se rebeló contra ella. “Pues después de todo -exclamaba gesticulando-, yo no puedo expatriarme, echarme encima la carga de una niña”. Se decía estas cosas para reafirmarse más.

“Y encima las complicaciones, los gastos... ¡Ah, no, no, mil veces no! ¡Sería demasiado estúpido!”

XIII

Inmediatamente llegó a su casa, Rodolfo se sentó bruscamente en el escritorio, debajo del ciervo que como trofeo se hallaba pegado a la pared. Pero, cuando tuvo la pluma entre sus dedos no pudo escribir nada, así que apoyándose en ambos codos se puso a pensar. Emma le parecía retirada, en un pasado distante, como si la resolución que él había acabado de tomar colocara un inmenso abismo entre los dos.

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Con el propósito de recobrar algo que lo acercara a ella, se dirigió hacia el armario a buscar, en la cabecera del lecho, una caja vieja de galletas de Reims, donde él acostumbraba guardar sus cartas de mujeres, y al abrirla escapó un olor a polvo húmedo y rosas mustias. Primero encontró un pañuelo de bolsillo, cubierto de gotitas pálidas. El pañuelo era de ella que lo había usado durante un paseo, una vez que sangró por la nariz. Rodolfo ya no recordaba aquello. Golpeando todos los bordes de la caja, halló la miniatura que le había obsequia­do Emma; su vestimenta le parecía pretenciosa y su mirada de reojo tenía el más lamentable efecto. A fuerza de mirar aquella imagen y de recordar el modelo, los rasgos de Emma se fueron confundiendo en su memoria como si la figura viviente y la pintada, rozándose la una con la otra fueran esfumándose mutuamente. Finalmente leyó las cartas; éstas estaban llenas de explicaciones relativas al viaje, eran concisas, técnicas y apremiantes: parecían cartas comerciales. Quiso hallar las largas, aquellas de otros tiempos; para encontrarlas debió buscar en el fondo de la caja. Maquinalmente hurgó en las pilas de papeles y de cosas, y en el desorden fue descubriendo ramilletes, un antifaz negro, una liga, alfileres y mechones de cabello -¡y cuán­tos mechones de cabellos había allí! castaños rubios, algunos en­redándose en los bordes de la caja, otros rompiéndose cuando ésta se abría.

Deambulando así entre sus recuerdos, examinaba la letra y el estilo de las cartas, tan diversos como la ortografía. Eran tiernas y joviales, chanceras, melancólicas; las había que pedían amor y otras que pedían dinero. A propósito de una palabra, recordaba semblan­tes, ciertos gestos, un tono de voz; pero a veces no recordaba na­da.

Y es que aquellas mujeres, acudiendo a la vez a su pensamiento, se estorbaban unas a otras y se repetían, como bajo un mismo nivel de amor que las igualara. Cogiendo de un puñado las cartas mezcla­das, se entretuvo unos minutos en dejarlas caer en cascada de su mano derecha a su mano izquierda. Hasta que, aburrido, adormilado, fue a dejar la caja en el armario diciéndose: “¡Qué montón de tonterías!...”% Lo que resumía su opinión; pues los placeres habían pateado

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tanto en su corazón, como los escolares en el patio de un colegio, que nada verde brotaba en él, y lo que por él pasaba, más aturdido que los niños, ni siquiera dejaba, como ellos, grabado su nombre en la pared.

“¡Bueno -se dijo-, empecemos!”Escribió:

“¡Valor, Emma, valor! Yo no puedo causar la desgracia de tu vida...”

Después de todo es verdad -pensó Rodolfo-; es por su bien, soy honrado.

“¿Has pensado detenidamente tu determinación? ¿Conoces el abismo al que yo te arrastraba, pobre ángel mío? No, ¿verdad? Ibas confiada y enajenada, creyendo en la felicidad y en el porvenir... ¡Ah, desgraciados, insensatos de nosotros!”

Se detuvo aquí buscando una buena disculpa.“¿Y si le dijera que he perdido toda mi fortuna?... ¡Ah, no!, y

además eso no impediría nada. Sería para volver a empezar después. ¿Quién puede hacer entrar en razón a mujeres así?”

Reflexionó y luego prosiguió:

“No te olvidaré, créeme, y te tendré siempre un profundo afecto; pero un día, tarde o temprano, este ardor (tal es la suerte de las cosas humanas) disminuiría sin duda alguna. Llegaría el cansancio, y quién sabe si no llegaría yo a sufrir el tremendo dolor de asistir a tus remordimientos y de participar yo mismo en ellos, porque sería el causante. ¡La sola idea de las penas que sufres me tortura, Emma! ¡Olvídame! ¿Porqué te habré conocido? ¿Porqué eres tan hermosa! ¿Qué culpa tengo yo? ¡Oh Dios mío, no, no, no culpes más que a la fatalidad!”

(Esta palabra produce siempre efectos -se dijo).“¡Ah!, si hubieras sido una de esas mujeres de corazón frívolo,

de las que tantas se ven, yo habría podido, por egoísmo, intentar una experiencia que en ese caso carecería de peligro para ti. Pero esa exaltación deliciosa, que constituye a la vez tu encanto y tu tormento, te ha impedido comprender, adorable mujer como eres, la falsedad

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de nuestra posición futura. Tampoco yo pensé al principio en esto, y reposaba a la sombra de esa dicha ideal como quien descansa a la sombra del manzanillo, sin prever las consecuencias”.

Puede que crea que renuncio por avaricia... ¡Ah, no importa, qué le vamos a hacer, hay que acabar!

“El mundo es cruel, Emma. A donde quiera que fuéramos nos perseguiría. Tendrías que sufrir las preguntas indiscretas, la calum­nia, el desdén, tal vez el ultraje. ¡El ultraje a ti! ¡Oh!... ¡Y yo que querría sentarte en un trono! ¡ Yo que llevo tu pensamiento como un talismán! Pues me castigo con el destierro por todo el mal que te he hecho. Me marcho. ¿A dónde? ¡No lo sé, estoy loco! ¡Adiós! ¡Sé siempre buena! Conserva el recuerdo de quien te ha perdido. Enseña mi nombre a tu hija, que lo invoque en sus oraciones”.

Temblaba el pabilo de las dos velas. Rodolfo se levantó para ir a cerrar la ventana y, sentado de nuevo: “Creo que ya está. ¡Ah!, añadiré esto para que no venga a atosigarme”:

“Cuando leas estas tristes líneas ya estaré lejos, pues he querido huir inmediatamente para evitar la tentación de volver a verte. ¡Nada de debilidad! Volveré, y acaso más adelante charlaremos los dos muy fríamente de nuestros antiguos amores. ¡Adiós!”

Y había un último adiós separado en dos palabras: ¡A dios!, cosa que le parecía de excelente gusto.

“¿Cómo firmaré ahora? -se dijo-. Tu fidelísimo... No. ¿Tu amigo?... Sí, eso es”.

‘Tu amigo”.

Releyó la carta. Le pareció bien.“¡Pobre mujercita! -pensó enternecido-. Me va a creer más

insensible que una roca; aquí harían falta unas lágrimas; pero yo no puedo llorar; no es culpa mía”.* Y, echando agua en un vaso, mojó en ella el dedo y dejó caer

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desde arriba una gruesa gota, que formó una mancha pálida en la tinta; después, buscando con qué cerrar la carta, encontró el sello Amor nel cor.

“Esto no va muy bien al caso... ¡Bah, qué importa!”Después de lo cual fumó tres pipas y se fue a la cama.Al día siguiente, cuando se levantó (a eso de las dos, se había

dormido tarde), Rodolfo mandó coger un cestillo de albaricoques. Puso la carta en el fondo, debajo de las hojas de vid, e inmediata­mente mandó a Girard, el criado encargado de arar, que llevara aquello delicadamente a casa de madame Bovary. Era el medio que empleaba para comunicarse con ella, enviándole, según la estación, fruta o caza.

-Si te pregunta por mí -dijo- contestas que me he ido de viaje. Tienes que entregarle la cesta a ella misma, en sus propias manos... ¡Anda y ten cuidado!

Girard se puso la blusa nueva, ató su pañuelo en tomo a los albaricoques y, caminando a grandes pasos en sus gruesas abarcas con clavos, tomó tranquilamente el camino de Yonville.

Cuando llegó a casa de madame Bovary, estaba ésta arreglando con Felicidad un montón de ropa blanca en la mesa de la cocina, a

-Aquí tiene -dijo el criado- lo que le manda nuestro amo.La asaltó cierto temor, y, mientras buscaba una moneda en el

bolsillo, miraba al campesino con ojos extraviados, y él la miraba a ella muy pasmado, no comprendiendo que un regalo como aquel pudiera perturbar tanto a nadie. Por fin se marchó. Felicidad seguía allí. Emma no podía más: corrió a la sala como para llevar los albaricoques, volcó el cestillo, arrancó las hojas, encontró la carta, la abrió y, como si hubiera tras ella un terrible incendio, huyó espantada a su cuarto.

En él estaba Carlos; la vio; le habló, Emma no oyó nada y siguió subiendo vivamente los escalones, jadeante, desesperada, ebria, y siempre con aquel terrible papel que le crujía entre los dedos como una placa de hoja de lata. En el segundo piso se detuvo ante la puerta, del desván, que estaba cerrada.

Entonces intentó tranquilizarse; se acordó de la carta; había que terminarla, no se atrevía. Y además, ¿dónde, cómo? La verían.

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“¡Ah, no, aquí -pensó- estaré bien!”Empujó la puerta y entró.La pizarra del tejado dejaba caer a plomo un calor pesado que le

apretaba las sienes y la asfixiaba; llegó penosamente hasta la buhardilla, cerrada; abrió, y la luz deslumbradora irrumpió de re­pente.

Enfrente, por encima de los tejados, se extendía el campo hasta perderse de vista. Abajo, a sus pies, la plaza del pueblo estaba vacía, las piedras de la acera centelleaban, las veletas de las casas per­manecían inmóviles; en la esquina de la calle, salía de un piso bajo una especie de zumbido de modulaciones estridentes. Era el tomo de Binet.

Emma, apoyada contra el vano de la buhardilla, releía la carta con risitas de cólera. Pero cuanto más atención ponía en ella, más se le nublaban las ideas. Le veía, le oía, la estrechaba con los dos brazos, y las palpitaciones del corazón, que le golpeaban el pecho como a grandes golpes de ariete, se aceleraban una tras otra, con intermiten­cias desiguales. Paseaba los ojos en tomo suyo deseando que la tierra se hundiera. ¿Por qué no acabar? ¿Quién la retenía ya? Era libre. Avanzó, miró el pavimento diciéndose: “¡Vamos, vamos!”

El rayo luminoso que subía directamente desde abajo tiraba del peso de su cuerpo hacia el abismo. Le parecía que el suelo de la plaza, oscilante, se elevaba a lo largo de las paredes, y que el suelo de la habitación se inclinaba por el extremo, como un barco que cabecea. Ella se sostenía al borde mismo, casi suspendida, rodeada de un gran espacio. El azul del cielo la invadía, el aire circulaba en su cabeza hueca, no tenía más que ceder, que dejarse coger; y el runflido del tomo no cesaba, como una voz furiosa que la llamara.

-¡Esposa, esposa! -gritó Carlos.Emma se detuvo.-Pero ¿dónde estás? ¡Ven!La idea de que acababa de escapar de la muerte estuvo a punto

de hacerla desmayarse de terror; cerró los ojos; después se estre­meció al contacto de una mano en su manga. Era Felicidad.

-El señor la está esperando, señora; la sopa está servida.¡Y hubo que bajar! ¡Y hubo que sentarse a la mesa!

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Intentó comer. Los bocados la ahogaban. Entonces desdobló la servilleta como para mirar los zurcidos y quiso realmente aplicarse a este trabajo, contar los hilos de la tela. De pronto recordó la carta. ¿La había perdido? ¿Dónde encontrarla? Pero era tal el cansancio de su ánimo, que no pudo inventar un pretexto para levantarse de la mesa. Además se había vuelto cobarde; tenía miedo de Carlos; ¡lo sabía todo, seguro! En efecto, Carlos pronunció singularmente estas palabras:

-Me parece que no veremos pronto a monsieur Rodolfo.-¿Quién te lo ha dicho? -preguntó Emma estremeciéndose.-¿Quién me lo ha dicho? -replicó un poco sorprendido de aquel

tono brusco-; Girard, le encontré hace un momento a la puerta del Café Français. Se ha ido de viaje o se va a ir.

Emma lanzó un sollozo.-¿Qué te extraña? Se ausenta así de vez en cuando para di­

vertirse, y hace bien, qué diablo. ¡Cuando se es rico y soltero!... De todos modos nuestro amigo se divierte a sus anchas, es un juerguista. Monsieur Langlois me ha contado...

Se calló, por discreción, pues entraba la criada.Felicidad volvió a poner en la canastilla los albaricoques espar­

cidos en el aparador. Carlos, sin reparar en el sonrojo de su mujer, mandó que se los acercaran, cogió uno y le clavó el diente.

-¡Oh, perfecto! -exclamó-. Toma, prueba.Y le presentó la canastilla, que Emma rechazó suavemente.-Huele, ¡qué aroma! -insistió él pasándosela varias veces por la

nariz.-¡Me ahogo! -exclamó Emma levantándose de un bote.Pero, con un esfuerzo de voluntad, dominó este espasmo. Y

luego:-¡No es nada! -dijo-, ¡no es nada! ¡Es nervioso! ¡Siéntate,

come!Pues tenía miedo de que se le ocurriera interrogarla, cuidarla, de

que no la dejara.Carlos, por obedecerla, se había vuelto a sentar, y escupía en la

mano los huesos de los albaricoques, depositándolos luego en el plato.

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De pronto pasó por la plaza un tílburi azul a trote largo. Emma lanzó un grito y cayó rígida al suelo, de espaldas.

En efecto, Rodolfo, después de muchas reflexiones, se había decidido a partir para Ruán. Y como de La Huchette a Buchy no hay otro camino que el de Yonville, había tenido que atravesar el pueblo, y Emma le había reconocido a la luz de los faroles que cortaban como un relámpago el crepúsculo.

Al tumulto que se produjo en la casa, el boticario se precipitó hacia ella. La mesa, con todos los platos, estaba volcada; salsa, carne, cuchillos, salero y vinagreras sembraban el suelo; Carlos pedía socorro; Berta, espantada, gritaba, y Felicidad, con las manos temblorosas, desabrochaba a la señora, que se estremecía con movimientos convulsivos.

-Voy a buscar en mi laboratorio un poco de vinagre aromático- dijo el boticario.

Después, viendo que Emma abría los ojos al respirar el frasco, dijo:

-Estaba seguro: esto es capaz de resucitar a un muerto.-¡Háblanos! -decía Carlos-, ¡háblanos! ¡Vuelve en ti! ¡Soy yo,

tu Carlos que te quiere! ¿Me reconoces? ¡Mira, aquí está tu hijita, bésala!

La niña estiraba los brazos hacia su madre para abrazarse a su cuello. Pero Emma, volviendo la cabeza, dijo con voz entrecortada:

-¡No, no... nadie!Volvió a desmayarse. La llevaron a la cama.Allí estaba tendida, la boca abierta, los párpados cerrados, las

palmas de las manos extendidas, inmóvil y blanca como una estatua de cera, brotando de sus ojos dos arroyos de lágrimas que corrían lentamente sobre la almohada.

Carlos, de pie, quieto en el fondo de la alcoba, y el boticario, a su lado, guardaba ese silencio meditativo que es conveniente guardar en las ocasiones serias de la vida.

-Tranquilícese -dijo tocándole con el codo-, creo que ya ha pasado el paroxismo.

-Sí, ahora descansa un poco -repuso Carlos mirándola dormir- ¡Pobre mujer!... ¡Pobre mujer!... ¡Ya recayó!

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Homais preguntó cómo se había producido el accidente. Carlos contestó que le había dado de pronto cuando estaba comiendo unos albaricoques.

-¡Extraordinario!... -comentó el boticario-. Pero es posible que los albaricoques hayan ocasionado un síncope. ¡Hay naturalezas tan impresionables para ciertos olores! Y hasta sería una bonita cuestión que estudiar, tanto en el aspecto patológico como en el aspecto fisiológico. Los sacerdotes conocen su importancia, ellos han mez­clado siempre sustancias aromáticas en sus ceremonias. Es para causar estupor en el entendimiento y provocar éxtasis, cosa por lo demás fácil de conseguir en las personas del sexo, más delicadas que las otras. Se citan algunas que se desmayan con el olor del cuemo quemado, del pan tierno...

-¡Tenga cuidado de no despertarla! -dijo en voz baja Bo- vary.

-Y no sólo -continuó el boticario- los humanos están expuestos a estas anomalías, también los animales. Así, por ejemplo, segura­mente sabe usted el efecto singularmente afrodisíaco que produce en la gente felina el nepeta cataría, vulgarmente llamado yerba de gato; y, por otra parte, por citar un ejemplo que garantizo que es auténtico, Bridoux (uno de mis antiguos compañeros, hoy establecido en la rué Malpalu) tiene un perro que cae en convulsiones en cuanto le acercan una tabaquera. Muchas veces hace él mismo la prueba delante de sus amigos, en su pabellón del bosque Guillaume. ¿Se creerá que un simple estornutatorio pueda producir estragos tales en el organismo de un cuadrúpedo? Es curiosísimo, ¿verdad?

-Sí, dijo Carlos, que no escuchaba.-Esto demuestra -continuó el otro con un aire de suficiencia

benigna- las innúmeras irregularidades del sistema nervioso. En cuanto a la señora, confieso que siempre me pareció una verdadera sensitiva. Por eso no le aconsejaré, mi buen amigo, ninguno de esos supuestos remedios que, so pretexto de atacar los síntomas, atacan al temperamento. No, ¡nada de medicación inútil!: ¡régimen, nada más! Sedantes, emolientes, dulcificantes. Además, ¿no le parece que quizá convendría impresionar la imaginación?

-¿En qué? ¿Cómo? -dijo Bovary.

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-¡Ahí está el quid! Efectivamente, esa es la cuestión: That is the questionl, como leía yo recientemente en el periódico.

Pero Emma, despertándose, exclamó:-¿Y la carta? ¿Y la carta?Creyeron que deliraba; deliró a partir de medianoche: se había

declarado una fiebre cerebral. Durante cuarenta y tres días, Carlos no la dejó. Abandonó a todos sus enfermos; no se acostaba, estaba continuamente tomándole el pulso, poniéndole sinapismos, com­presas de agua fría. Mandaba a Justino a Neufchátel a buscar hielo; el hielo se fundía en el camino; volvía a mandarle. Llamó en consulta a monsieur Canivet; mandó a buscar a Ruán al doctor Lariviére, su antiguo maestro; estaba desesperado. Lo que más le trastornaba era el abatimiento de Emma; pues no hablaba, no oía nada y hasta parecía no sufrir -como si su cuerpo y su alma hubieran descansado juntos de todas sus agitaciones.

A mediados de octubre pudo sentarse en la cama, con almohadas detrás. Carlos lloró cuándo la vio comer la primera tostada de mermelada. Fue recuperando fuerzas; se levantaba unas horas por la tarde, y un día que se sentía mejor, Carlos la hizo dar, cogida de su brazo, una vuelta por el jardín. La arena de los paseos desaparecía bajo las hojas muertas; Emma caminaba paso a paso, arrastrando las zapatillas, y, apoyando el hombro contra Carlos, seguía sonriendo.

Siguieron así hasta el fondo, cerca de la terraza. Emma se enderezó lentamente, se puso la mano sobre los ojos para mirar: miró lejos, muy lejos; pero en el horizonte no había más que grandes lumbraradas de yerba, que humeaba en las colinas.

-Te vas a cansar, querida mía -dijo Bovary.Y empujándola suavemente para hacerla entrar en el cenador:-Siéntate en el banco: estarás bien.-¡Oh no, ahí no, ahí no! -dijo con voz desfallecida.Sufrió un mareo y, aquella noche, volvió a empezar la enfer­

medad con un aspecto más indefinido, verdad es, y con caracteres más complejos. Tan pronto le dolía el corazón como el pecho, o el cerebro, o los miembros; le sobrevinieron unos vómitos en los que Carlos creyó percibir los primeros síntomas de un cáncer.

¡Y encima el pobre muchacho tenía preocupaciones de dinero!

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XIV

Para comenzar, no sabía cómo pagarle a monsieur Homais por todos los medicamentos que le había proporcionado; y aunque podía, como cualquier médico, no pagar, se sentía apenado al recibir esta clase de favores. A esto se agregaba el aumento en los gastos de la casa, desde que la cocinera era ahora el ama. Abundaban las cuentas, los proveedores especulaban; sobre todo monsieur Lheureux se ha­bía vuelto implacable. Aprovechando los peores días de la enfer­medad de Emma, el comerciante exageró su pedido: se apresuró a traer el abrigo, el bolso de noche, dos cajas en lugar de una, y muchas cosas más. Carlos tuvo la delicadeza de decirle que aquello no lo necesitaba, pero el mercader replicó con arrogancia que todo había sido traído por encargo y que no estaba dispuesto a regresarse con aquellas cosas. Además, eso sería contravenir los deseos de la pobre señora convaleciente; el señor pensaría. En fin, prefería llevar al señor ajuicio que devolverse nuevamente con las mercancías. Car­los ordenó regresarlas a la tienda, pero su mandato fue pasado por alto por Felicidad.

Carlos tenía demasiadas ocupaciones para pensar en esos asun­tos. Monsieur Lheureux apareció nuevamente, combinando amena­zas con lamentos; terminó por convencer a Bovary de que firmara un pagaré a seis meses de plazo. Tan pronto firmó el pagaré, una idea brillante afloró en su entendimiento: pedirle prestado a monsieur Lheureux mil francos. Con aire desconcertado le preguntó si no tenía algún medio para conseguirlos, agregando que sería por un año y según los réditos que él dispusiera. Lheureux corrió hasta su tienda, regresó con los escudos, elaboró otro pagaré en el cual hizo declarar a Bovary que pagaría a su orden el primero de septiembre próximo, mil setenta francos, más los ciento ochenta ya convenidos, lo cual daba un total de mil doscientos cincuenta. De esta manera prestando al seis por ciento, sumado a un cuarto de comisión, y generando las mercancías un tercio largo de ganancia, el asunto ascendería al cabo de un año a ciento treinta francos de utilidad. Además, Lheureux esperaba que el negocio no terminará ahí, que renovarían los pa­garés, y que su pobre dinero recibiría buen alimento en la casa del

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galeno, como en una casa de salud, hasta que un día regresara a su hogar bien cebado y engordado, tanto que rompiera el saco.

Por otra parte, todo le salía bien. Era adjudicatario de un suministro de sidra para el hospital de Neufchátel; monsieur Gui- llaumin le prometía acciones en las turberas de Grumesnil, y soñaba con establecer un nuevo servicio de diligencias entre Argueil y Ruán, que seguramente no tardaría en arruinar el carretón del Lion d ’or y que, caminando más rápido, siendo más barato y transportan­do más equipaje, le pondría así en las manos todo el comercio de Yonville.

Carlos se preguntó varias veces por qué medio podría pagar el año próximo tanto dinero, y buscaba, imaginaba expedientes, como acudir a su padre o vender algo. Pero su padre haría oídos sordos, y él no tenía nada que vender. Descubría, pues, tales dificultades que se apresuraba a apartar de su conciencia un tema de meditación tan desagradable. Se reprochaba olvidar a Emma; como si, pertenecien­do a esta mujer todos sus pensamientos, no pensar continuamente en ella fuera robarle algo.

El invierno fue duro. La convalecencia de la señora, larga. Cuando hacía bueno la empujaban en su butaca hasta la ventana, miraba a la plaza, pues ahora le tenía antipatía al jardín y la persiana de este lado estaba siempre cerrada. Quiso que vendieran el caballo; lo que antes amaba, ahora le desagradaba. Todas sus ideas parecían limitarse al cuidado de sí misma. Permanecía en la cama haciendo pequeñas colaciones, llamaba a la criada para preguntar por sus tisanas o para charlar con ella. Mientras tanto, la nieve en el tejado del mercado proyectaba en la habitación un reflejo blanco, inmóvil; después empezó a llover. Y Emma esperaba cada día, con una especie de ansiedad, el infalible retomo de acontecimientos míni­mos, que sin embargo le importaban muy poco. El más considerable era, por la noche, la llegada de La Golondrina. Entonces la hostelera gritaba y otras voces respondían, mientras el farol de Hipólito, que buscaba baúles en la baca, era como una estrella en la oscuridad. Al mediodía volvía Carlos; luego salía; después Emma tomaba un caldo, y hacia las cinco, a la caída del día, los niños volvían de la escuela arrastrando los zuecos sobre la acera, golpeaban todos con

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las reglas, unos tras otros, la pizarra de los tejadillos de las venta­nas.

A esta hora iba a verla monsieur Boumisien. Le preguntaba por su salud, le traía noticias y la exhortaba a la religión en un charloteo meloso que no carecía de atractivo. La simple vista de la sotana la reconfortaba.

Un día, en el momento más grave de su enfermedad, se creyó agonizante y pidió la comunión; a medida que iban haciendo en su cuarto los preparativos para el sacramento, que disponían a modo de altar la cómoda llena de jarabes y que Felicidad sembraba dalias por el suelo, Emma sentía pasar sobre ella algo fuerte, algo que la liberaba de sus dolores, de toda percepción, de todo sentimiento. Su carne, calmada, ya no pesaba; comenzaba otra vida; le parecía que su ser, subiendo hacia Dios, iba a desaparecer en este amor como un incienso encendido que se disipa en vapor. Rociaron con agua bendita las sábanas de la cama; el sacerdote retiró del sagrado copón la blanca hostia; y, desfalleciente de un goce celestial, adelantó los labios para recibir el cuerpo del Salvador que se presentaba. En tomo a ella se inflaban las cortinas de la alcoba a manera de nubes, y los rayos de dos velas que ardían sobre la cómoda le parecieron glorias deslumbrantes. Entonces dejó caer la cabeza, creyendo oír en los espacios el canto de las arpas seráficas y percibir en un cielo de azur, sobre un trono de oro, rodeado de santos que sostenían palmas verdes, a Dios Padre resplandeciente de majestad y que, con una señal, hacía descender a la tierra a unos ángeles con alas llameantes para llevarla en sus brazos.

Esta visión espléndida permaneció en su memoria como la cosa más bella que fuera posible soñar; y se esforzaba por revivir aquella sensación, que continuaba sin embargo, pero de una manera menos exclusiva y con una dulzura igualmente profunda. Su alma, crispada de orgullo, reposaba al fin en la humildad cristiana; y saboreando el goce de ser débil, Emma contemplaba en sí misma la destrucción de su voluntad, que debía de abrir de par en par las puertas a las invasiones de la gracia. ¡Existían, pues, en el lugar de la felicidad unas dichas más grandes, otro amor por encima de todos los demás amores, sin intermitencia ni fin, y que aumentaría eternamente!

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Entre las ilusiones de su esperanza, entrevio un estado de pureza flotante por encima de la tierra, confundiéndose con el cielo y en el que aspiró a estar. Quiso ser santa. Compró rosarios; llevó amuletos; deseaba tener en su cuarto, a la cabecera de la cama, un relicario con incrustaciones de esmeraldas para besarlo todas las noches.

Al cura le maravillaban todas estas disposiciones, aunque le parecía que la religión de Emma, a fuerza de fervor, podría acabar rayando en la herejía y hasta en la extravagancia. Pero, como no era muy versado en estas materias cuando pasaban de cierta medida, escribió a monsieur Boulard, librero de monseñor, para que le enviara algo muy bueno para una persona del sexo que era muy inteligente. El librero, con tanta indiferencia como si mandara quincalla a unos negros, embaló al buen tuntún todo lo que entonces circulaba en el negocio de los libros piadosos. Eran pequeños manuales en preguntas y respuestas, folletos de un tono altisonante a la manera de monsieur de Maistre y una especie de novela en cartoné rosa y de estilo dulzón, fabricadas por seminaristas trova­dores o por marisabidillas arrepentidas. Allí estaban Pensez -y bien; L ’Homme du monde aux pieds de Marie, par M. de..., décoré de plusieurs ordres; Des Erreurs de Voltaire, á l’usage des jemes gens, etc.

Madame Bovary no tenía aún la inteligencia bastante clara para dedicarse en serio a cosa ninguna; además emprendió estas lecturas con demasiada precipitación. Se irritó contra las prescripciones del culto; la arrogancia de los escritos polémicos le resultó desagradable por su encarnizamiento en perseguir a una persona que ella no conocía, y los cuentos profanos con visos de religión le parecieron escritos en tal ignorancia del mundo que la apartaron insensible­mente de las verdades cuya prueba esperaba. Sin embargo persistió y, cuando el libro se le caía de las manos, se creía captada por la más fina melancolía católica que un alma etérea pueda concebir.

En cuanto al recuerdo de Rodolfo, lo había enterrado en lo más hondo de su corazón, y allí estaba, más solemne y más inmóvil que una momia de rey en una cripta. De aquel gran amor embalsamado se escapaba una exhalación que, pasando a través de todo, perfumaba de ternura la atmósfera de inmaculación en que ella quería vivir.

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Cuando se arrodillaba en su reclinatorio gótico, dirigía al Señor las mismas palabras de dulzura que antes murmurara a su amante en las expansiones del adulterio. Lo hacía para llamar a la fe, pero no descendía del cielo ninguna delectación, y se levantaba, cansados los miembros, con el vago sentimiento de un inmenso engaño. Esta búsqueda, pensaba, era un mérito más, y, en el orgullo de su devoción, Emma se comparaba con esas grandes damas de otro tiempo cuya gloria anhelara ella mirando un retrato de La Valliére, y que, llevando con tanta majestad la suntuosa cola de sus largos vestido§, se retiraban a las soledades para en ellas derramar a los pies de Cristo, todas las lágrimas de un corazón que la existencia hería.

Entonces se entregó a caridades excesivas. Cosía vestidos para los pobres; mandaba leña a las mujeres recién paridas, y un día, al volver Carlos a casa, encontró en la cocina a tres perillanes sentados a la mesa tomando una sopa. Trajo a casa a su hijita, a la que, durante la enfermedad de la madre, había mandado Carlos otra vez a casa de la nodriza. Quiso enseñarle a leer; y ya no se irritaba con Berta por más que ésta llorara. Se había propuesto la resignación, una indul­gencia universal. Su lenguaje, sobre cualquier tema que fuere, estaba lleno de expresiones ideales. Le decía a su hija: “¿Se te ha pasado el cólico, ángel mío?”

Madame Bovary madre no encontraba nada que censurar, si acaso esa manía de tejer camisolas para los huérfanos en vez de remendar sus trapos. Pero, harta de trifulcas domésticas, la buena mujer se encontraba a gusto en aquella casa tranquila, y aun se quedó después de Pascuas, para evitar los sarcasmos de Bovary padre, que no dejaba nunca de encargarse un embutido el día de Viernes Santo.

Además de la compañía de su suegra, que la afianzaba un poco por la rectitud de su juicio y sus maneras graves, Emma tenía también, casi diariamente, otras compañías. Eran madame Langlois, madame Carón, madame Dubreuil, madame Tuvache y, de dos a cinco, con toda regularidad, la excelente madame Homais, que nunca quiso creer ninguno de los chismes que corrían sobre su vecina. También iban a verla los pequeños Homais; los acompañaba Justino. Subía con ellos a la habitación y se quedaba de pie junto a la puerta, inmóvil, sin hablar. Muchas veces madame Bovary, sin

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hacer caso de él, se ponía a arreglarse. Empezaba por quitarse la peineta, sacudiendo la cabeza con un movimiento brusco; y cuando Justino vio la primera vez toda aquella cabellera que, desgranando sus anillos negros, bajaba hasta las corvas, fue para él, el pobre za­gal, como entrar súbitamente en una cosa extraordinaria y nueva cuyo esplendor le asustó.

Seguramente Emma no notaba sus atenciones silenciosas ni sus timideces. No sospechaba que el amor, desaparecido de su vida, palpitaba allí, junto a ella, bajo aquella camisa de tela basta en aquel corazón de adolescente abierto a las emanaciones de su belleza. Por lo demás, ahora lo envolvía todo en tal indiferencia, tenía unas palabras tan afectuosas y unas miradas tan altivas, unas maneras tan diferentes, que ya no se distinguía el egoísmo de la caridad, ni la corrupción de la virtud. Un día, por ejemplo, se irritó contra su doméstica, que le pedía permiso para salir y balbucía buscando un pretexto; en seguida, de pronto, le dijo:

-¿Es que le amas?Y, sin esperar la respuesta de Felicidad, que se sonrojó, añadió

con un gesto triste:-¡Bueno, ve, diviértete!Al comenzar la primavera, mandó cambiar el jardín de arriba

abajo, a pesar de las observaciones de Bovary, que, sin embargo, se alegró mucho de verla manifestar por fin un acto de voluntad, cualquiera que fuese. A medida que se restablecía, manifestó otros. En primer lugar, halló la manera de expulsar a la tía Rollet, la nodriza, que, durante la convalecencia de madame Bovary, había tomado la costumbre de acudir demasiado a menudo a la cocina con sus dos lactantes y su huésped, que tenía un diente de caníbal. Después se desprendió de la familia Homais, despidió sucesiva­mente a todas las demás visitas y hasta frecuentó la iglesia con menos asiduidad, lo que mereció la gran aprobación del boticario, el cual dijo entonces amistosamente:

-¡Se estaba usted volviendo un poco beata!Monsieur Boumisien seguía visitándola todos los días al salir

del catecismo. Prefería quedarse fuera tomando el aire en medio del boscaje. Le llamaba así al cenador. Era la hora en que volvía Carlos.

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Tenían calor; les traían sidra dulce y bebían juntos por el completo restablecimiento de la señora.

Allí, es decir, un poco más abajo, estaba Binet, contra el muro de la terraza, pescando cangrejos. Bovary le invitaba, y él se las arreglaba muy bien para descorchar los canecos.

-Hay que sostener así el caneco -decía paseando en tomo a él y hasta los extremos del paisaje una mirada satisfecha-, así, apoyada en la mesa, y después de cortar las cuerdas, tirar del corcho a pequeños tirones, suave, suave, como se hace con el agua de Seltz en los restaurantes.

Pefo muchas veces, en el transcurso de esta demostración, la sidra salía de golpe y le daba en plena cara, y el eclesiástico, con una risa opaca, no omitía jamás esta broma:

-¡Su bondad salta a los ojos!El sí era un buen hombre, y hasta no se escandalizó en absoluto

un día en que el boticario aconsejaba a Carlos, para distraer a la señora, que la llevara al teatro de Ruán a ver al ilustre tenor Lagardy. Homais, extrañado de este silencio, quiso saber su opinión, y el cura declaró que consideraba la música menos peligrosa para las costum­bres que la literatura.

Pero el boticario salió en defensa de las letras. El teatro -pretendía- servía para combatir los prejuicios y, bajo la máscara del placer, enseñaba la virtud.

-¡Castigat ridendo mores, monsieur Boumisien! Por ejemplo, fíjese en la mayor parte de las tragedias de Voltaire; están hábilmente sembradas de reflexiones filosóficas que las convierten en una verdadera escuela de moral y de diplomacia para el pueblo.

-Yo -dijo B inet- vi una vez una obra titulada Le Gamin de París en la que se ve el carácter de un viejo general que está verdadera­mente chalado. Le echa una filípica a un hijo de familia que había seducido a una obrera, que al final...

-Desde luego -prosiguió Homais-, hay mala literatura como hay mala farmacia; pero condenar en bloque a la más importante de las bellas artes me parece una majadería, una idea gótica, digna de los abominables tiempos en que se encarcelaba a Galileo.

-Ya sé -objetó el cura- que hay obras buenas, autores buenos;

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pero aunque sólo sea esas personas de distinto sexo reunidas en un sitio encantador, adornado con pompas mundanas, y además esas vestiduras paganas, esos afeites, esas antorchas, esas voces afemina­das, todo eso tiene que acabar por producir cierto libertinaje de espíritu y por dar pensamientos deshonestos, tentaciones impuras. Por lo menos esa es la opinión de todos los Santos Padres. En fin -añadió tomando súbitamente un tono de voz místico y mol­deando sobre el pulgar un poco de tabaco-, si la iglesia ha conde­nado los espectáculos, razón tendría; debemos sometemos a sus decretos.

-¿Por qué excomulga a los cómicos? -preguntó el boticario-. Pues en otro tiempo asistían abiertamente a las ceremonias del culto. Sí, se representaban en medio del coro una especie de comedias llamadas misterios, en las que muchas veces se ofendía a las leyes de la decencia.

El eclesiástico se limitó a lanzar un gemido y el boticario prosiguió:

-Es como en la Biblia; en ella hay... bueno..., más de un detalle- picante, cosas... verdaderamente... descocadas.

Y ante un gesto de irritación de monsieur Boumisien:—¡Ah!, reconocerá usted que no es un libro como para ponerlo en

manos de una joven, y a mí no me gustaría que Atalía...-¡Pero son los protestantes, y no nosotros -exclamó el otro

irritado-, los que recomiendan la Biblia!-Es igual -dijo Homais-, a mí me asombra que en nuestros días,

en un siglo de luces, se obstinen todavía en proscribir un solaz intelectual que es inofensivo, moralizador y a veces hasta higiénico, ¿verdad, doctor?

-Desde luego -contestó el médico en un tono neutro, bien porque, pensando lo mismo, no quisiera ofender a nadie, o bien porque no pensara nada.

Parecía ya terminada la conversación, cuando el boticario juzgó conveniente tirar una última estocada.

-Yo he conocido sacerdotes que se vestían de paisano para ir a ver pernear a las bailarinas.

-¡Vamos! -exclamó el cura.

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¡Le digo que los he conocido!Y, separando las sílabas de su frase, Homais repitió:-Los he conocido.-¡Bueno, pues hacían mal! -dijo Boumisien resignado a oírlo

todo.-¡Caramba, y otras muchas cosas hacen! -exclamó el boticario.-¡Señor mío!... -replicó el eclesiástico con unos ojos tan terri­

bles que el boticario se asustó.-Sólo quiero decir -dijo entonces Homais en un tono menos

brutal- que la tolerancia es el medio más seguro para atraer las almas a la religión.

-¡Es verdad, es verdad! -concedió el bueno del hombre vol­viendo a acomodarse en su silla.

Pero se quedó sólo dos minutos más. Cuando se hubo marchado, monsieur Homais dijo al médico:

-¡Esto se llama una agarrada! ¡Ya ha visto usted qué recorrido le he dado!... En fin, créame, lleve a la señora al teatro, aunque no sea más que por hacer rabiar una vez en su vida a esos cuervos, ¡canastos! Si tuviera alguien que me sustituyera, los acompañaría a ustedes. ¡Dése prisa!, Lagardy no dará más que una función; está contratado en Inglaterra con unos emolumentos considerables. ¡Dicen que es un buen pájaro! ¡Se baña en oro! ¡Lleva con él tres

s amantes y su cocinero! Todos esos grandes artistas tiran el dinero y la salud; necesitan una vida desvergonzada que excite un poco la imaginación. Pero mueren en el hospital, porque de jóvenes no han tenido la precaución de ahorrar. ¡Bueno, que aproveche la cena, hasta mañana!

Esta idea del teatro germinó rápidamente en la cabeza de Bovary; pues en seguida se la comunicó a su mujer, que al principio rehusó, alegando la fatiga, la molestia, el gasto; pero, cosa extraor­dinaria, Carlos no cedió: tan provechoso para Emma le parecía aquel recreo. No veía en él ningún inconveniente; su madre le ha­bía mandado trescientos francos con los que no contaba, las deudas corrientes no eran nada del otro mundo, y el vencimiento de los pagarés que había que abonar a Lheureux estaba todavía tan lejos que no hacía falta pensar en ello. Por otra parte, pensando que la

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resistencia de Emma era cuestión de delicadeza, Carlos insistió más, tanto que, a fuerza de obsesiones, Emma acabó por decidirse. Y al día siguiente, a las ocho, se embarcaron en La Golondrina.

El boticario, al que nada retenía en Yonville, pero que se creía obligado a no moverse de Yonville, suspiró viéndoles partir.

-¡Buen viaje, felices mortales! -les dijo.Y, dirigiéndose a Emma, que llevaba un traje de seda azul de

cuatro faralaes:-¡Está usted bonita como un Amor! Va a llamar la atención en

Ruán.La diligencia paró en el hotel de La Croix-Rouge, en la plaza de

Beauvoisine. Era una de esas fondas que hay en todos los arrabales de provincias, con grandes cuadras y pequeñas habitaciones de dormir, donde se ven en los patios las gallinas picoteando la avena debajo de los cabriolés llenos de barro de los viajantes de comercio; esas buenas posadas antiguas con balcón de madera carcomida que crujen al viento en las noches de invierno, siempre llenas de gente, de ruido y de comida, con sus mesas negras pegajosas de café o té con aguardiente, los gruesos cristales amarilleados por las moscas, las servilletas húmedas manchadas de vino, y que, oliendo siempre a pueblo, como mozos de granja vestidos de burgueses, tienen un café que da a la calle, y, en la parte que da al campo, un huerto de hortalizas. Carlos se puso inmediatamente en movimiento. Con­fundió el proscenio con las galerías, el patio de butacas con los palcos, pidió explicaciones, no le entendieron, le mandaron del taquillera al director, volvió a la fonda, tomó al despacho de billetes y, repitiendo estos pasos varias veces, recorrió toda la longitud de la ciudad, desde el teatro hasta el bulevar.

La señora se compró un sombrero, unos guantes, un ramillete. El señor tema mucho miedo de perder el principio; y, sin tiempo para tomar un caldo, se presentaron ante las puertas del teatro, que estaban todavía cerradas.

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XV

La multitud aguardaba contra la pared situada simétricamente entre las balaustradas. En las esquinas de las calles vecinas, unos carte- lones repetían en letras barrocas: “Lucie de Lammermoor... Lagar- dy... Opera..., etc.”.

El tiempo era agradable, hacía un poco de calor. El sudor corría por los cabellos, las gentes sacaban sus pañuelos y se secaban las brillantes frentes; en ocasiones, un tibio viento del río mecía suave­mente el borde de los toldillos de cutí suspendidos en las puertas de los cafetines. Más abajo, empero, se sentía un aire glacial con olor a sebo, cuero y aceite. Era la emanación de la rué des Charretes, repleta de enormes tiendas negras dónde se dejan rodar las barricas.

Con el temor de parecer ridicula, Emma quiso, antes de entrar, pasearse por el puerto, y Bovary, muy prudentemente, guardó los billetes en su mano y metió ésta al bolsillo del pantalón apoyándola contra el vientre.

Su corazón palpitó con fuerza cuando entró en el vestíbulo. La vanidad la hizo sonreír viendo al público precipitarse hacia la dere­cha para tomar el otro corredor, mientras que ella tomaba sin apuro la escalera que llevaba hacia los primeras. Gozó como un niño que empuja con los dedos las gruesas puertas tapizadas; aspiró lentam­ente el olor a polvo de los pasillos y, ya cómoda en su palco, levantó el busto con la suficiencia de una duquesa.

La sala se iba llenando poco a poco; los asistentes preparaban sus gemelos, y los abonados, percibiéndose de lejos, se saludaban. Las bellas artes eran el descanso de las afugias de los negocios, pero como eran incapaces de olvidarlos, seguían hablando de algodones, de alcohol de ochenta y cinco grados o del índigo. Se veían cabezas de viejos, inexpresivas y pacíficas, y que, blancuzcas de pelo y de cu­tis, parecían medallas de plata empavonadas con un vapor de plomo. Los jóvenes elegantes se pavoneaban en el patio de butacas, exhi­biendo en la abertura del chaleco la corbata rosa o verde manzana; y madame Bovary los admiraba desde arriba apoyando en los junquillos de pomo de oro la palma tensa de sus guantes amarillos.

Mientras tanto se encendieron las velas de las orquesta; des­

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cendió la lámpara del techo, derramando en la sala, con los rayos de sus facetas, una alegría súbita; después entraron los músicos uno tras otro, y fue al principio un largo guirigay de violines zumbando, de violines chirriando, de cornetines trompeteando, de flautas y flau­tines piando. Pero se oyeron tres golpes en el escenario; comenzó un rodar de tinieblas, los instrumentos de cobre subrayaban acordes, se levantó el telón y apareció un paisaje.

Era un descampado en un bosque, con una fuente, a la derecha, sombreada por un roble. Villanos y señores, con la manta al hombro, cantaban todos juntos una canción de caza; después sobrevino un capitán que invocaba al ángel del mal levantando ambos brazos al cielo; surgió otro; se fueron los dos, y los cazadores tomaron a cantar.

Emma volvía a encontrarse en las lecturas de la juventud, en pleno Walter Scott. Le parecía a través de la niebla el son de las cornamusas escocesas repitiéndose en los brezos. Por otra parte, como el recuerdo de la novela ayudaba a entender el libreto, seguía la intriga frase por frase, mientras que los vagos pensamientos que volvían a su mente se dispersaban en seguida bajo las ráfagas de la música. Se dejaba mecer por las melodías y se sentía vibrar ella misma con todo su ser, como si los arcos de los violines se pasearan por sus nervios. No tenía bastantes ojos para contemplar los trajes, los decorados, los personajes, los árboles pintados que temblaban cuando caminaban los actores, y las tocas de terciopelo, los mantos, las espadas, todas aquellas imaginaciones que se agitaban en la armonía como en la atmósfera de otro mundo. Pero avanzó una joven y echó una bolsa a un jinete verde. Se quedó sola, y entonces se oyó una flauta que producía como un murmullo de fuente o como goijeos de pájaro. Lucía atacó con gesto bravo su cavatina en sol mayor; se quejaba de amor, pedía alas. Emma también hubiera querido volar en un abrazo huyendo de la vida. De pronto apareció Edgardo Lagardy.

Tenía una de esas palideces espléndidas que dan algo de la majestad de los mármoles a las razas ardientes del sur. Su vigoroso busto estaba envuelto en un jubón de color pardo; un pequeño puñal cincelado le golpeaba el muslo izquierdo, y echaba unas miradas

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lánguidas, descubriendo sus blancos dientes. Se decía que una princesa polaca, al escucharle una noche cantar en la playa de Biarritz, donde calafateaba chalupas, se enamoró de él. Y se arruinó por él. La dejó por otras mujeres, y esta celebridad sentimental no dejaba de servir a su fama artística. El farsante diplomático llegó a cuidarse de que en los anuncios se colara siempre una frase poética sobre la fascinación de su persona y la sensibilidad de su alma. Una hermosa voz, un imperturbable aplomo, más temperamento que inteligencia y más énfasis que lirismo acababan de realzar aquella admirable naturaleza de charlatán, que tenía algo de peluquero y de torero.

Entusiasmó desde la primera escena. Estrechaba a Lucía entre sus brazos, la dejaba, volvía, parecía desesperado; tenía arrebatos de cólera, después estertores elegiacos de una dulzura infinita, las notas surgían de su cuello desnudo llenas de sollozos y de besos. Emma se inclinaba para verle, arañando con las uñas el terciopelo del palco. Se llenaba el corazón con aquellas lamentaciones melodiosas que se prolongaban en el acompañamiento de los violones como gritos de náufragos en el tumulto de una tempestad. Reconocía todas las embriagueces y las angustias en las que había estado a punto de morir. La voz de la cantante le parecía el eco de su conciencia, y aquella ilusión que la embelesaba algo de su misma vida. Pero nadie en el mundo la había amado con semejante amor. El no lloraba como Edgardo, la última noche, a la luz de la luna, cuando se decían: “¡Hasta mañana! ¡Hasta mañana!...” la sala crujía bajo los bravos; se repitió la strette entera; los enamorados hablaban de las flores de su tumba, de juramentos, de destierro, de fatalidad, de esperanzas y, cuando lanzaron el adiós final, Emma soltó un grito agudo, que se confundió con la vibración de los últimos acordes.

-¿Por qué la persigue ese señor? -preguntó Bovary.-No, no -contestó Emma-; es su amante.-Sin embargo, jura vengarse de su familia, mientras que el otro,

el que vino antes decía: “Yo amo a Lucía y creo que ella me ama”. Además se marchó con su padre, cogidos del brazo. Pues ese pequeño y feo que lleva una pluma de gallo en el sombrero es su padre, ¿verdad?

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A pesar de las explicaciones de Emma, en el momento del dúo recitativo en que Gilberto expone a su señor Ashton sus abominables maniobras, Carlos, al ver el falso anillo de esponsales que engañará a Lucía, creyó que era un recuerdo de amor enviado por Edgardo. Por lo demás, confesaba que no entendía la historia por causa de la música, que embarullaba mucho las palabras.

-¿Qué más da? -dijo Emma-; ¡cállate!-Es que a mí me gusta enterarme -repusó Carlos inclinándose

sobre su hombro-, ya lo sabes tú.-¡Cállate! ¡Cállate! -repitió ella impaciente.Avanzaba Lucía, medio sostenida por sus mujeres, con una

corona de azahar en el cabello y más pálida que el raso blanco de su vestido. Emma pensaba en el día de su boda, y se veía allá, en medio de los trigales, en el pequeño sendero, cuando se dirigían a la iglesia. ¿Por qué no resistió, por qué no suplicó como ésta? Al contrario, estaba contenta, sin ver el abismo al que se precipitaba... ¡Ah!, si en la lozanía de su belleza, antes de las mancillas del matrimonio y de la desilusión del adulterio, hubiera podido poner su vida en algún gran corazón fuerte, entonces la virtud, el cariño, las voluptuo­sidades se habrían unido y nunca habría descendido de una felicidad tan alta. Pero seguramente esa felicidad era una mentira imaginada para desesperación de todo deseo. Ahora conocía la pequeñez de las pasiones que el arte exageraba. Y esforzándose por desviar su pensamiento, quería ver en aquella reproducción de sus dolores sólo una fantasía plástica buena para recrear los ojos, y hasta sonreía interiormente con una piedad desdeñosa cuando, al fondo del escenario, bajo el dintel de terciopelo, apareció un hombre con una capa negra.

En un gesto que hizo, cayó su gran sombrero a la española; e inmediatamente los instrumentos y los cantantes entonaron el sexteto. Edgardo, resplandeciente de furia, dominaba a todos los demás con su voz más clara; Ashton le lanzaba en notas graves unas provocaciones homicidas; Lucía emitía su querella aguda; Arturo, a distancia modulaba sonidos medios, y la voz de bajo del ministro zumbaba como un órgano, mientras las voces de las mujeres, repitiendo sus palabras, volvían a atacar en coro, deliciosamente.

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Gesticulaban todos en la misma línea, y la cólera, la venganza, los celos, el terror, la misericordia y la estupefacción se exhalaban a la vez de sus bocas entreabiertas. El enamorado ofendido blandía su espada desnuda; su gorguera de guipur subía y bajaba siguiendo los movimientos del pecho, e iba de derecha a izquierda, a grandes pasos, haciendo sonar contra las tablas las espuelas bermejas de sus botas flexibles, que se ensanchaban en el tobillo. Tenía que sentir, pensaba Emma, un inagotable amor, para derramarlo sobre la multitud en tan grandes efluvios. Todas sus veleidades de deni­gración se esfumaban bajo la poesía del papel que le invadía, e impulsada hacia el hombre por la ilusión del personaje, procuró imaginarse su vida, aquella vida resonante, extraordinaria, espléndi­da, aquella vida que ella habría podido vivir, sin embargo, si el azar lo hubiera querido.

¡Se habrían conocido, se habrían amado! Con él habría viajado de capital en capital por todos los reinos de Europa, compartiendo sus fatigas y su orgullo, recogiendo las flores que le echaban, bordando ella misma sus trajes; después, todas las noches, desde el fondo de un palco, detrás de la reja de barrotes de oro, habría recogido, boquiabierta, las expansiones de aquella alma que no habría cantado más que para ella sola; y desde el escenario, mientras representaba, la miraría. Pero se volvió loca: ¡la miraba, seguro! Le dieron ganas de correr a sus brazos para refugiarse en su fuerza como en la encarnación del amor mismo, y de decirle, de exclamar: “¡Llévame contigo, llévame, partamos! ¡Para ti, para ti todos mis ardores y todos mis sueños!”

Cayó el telón.El olor del gas se mezclaba con los alientos; el aire de los

abanicos hacía más asfixiante la atmósfera. Emma quiso salir; el público llenaba los pasillos, y cayó en su butaca con palpitaciones que la sofocaban. Carlos, temiendo que se desmayara, corrió al ambigú a buscarle un vaso de agua de cebada.

Le costó mucho trabajo volver a su sitio, pues le tropezaban en los codos a cada paso por el vaso que llevaba en la mano, y hasta derramó las tres cuartas partes sobre los hombros de una ruanense con manga corta, que, sintiendo el líquido frío correrle por los

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riñones, lanzó unos gritos de pavo real, como si la hubieran asesinado. Su marido, que era un hilandero, se enfureció contra el torpe, y, mientras ella limpiaba con el pañuelo las manchas de su precioso vestido de tafetán cereza, él murmuraba enfurruñado palabras de indemnización, gastos, reembolso. Por fin Carlos llegó hasta su mujer, diciéndole sin aliento:

-¡Creí que no llegaba! ¡Hay una de gente, una de gente!...Y añadió:-Adivina a quién encontré allá arriba. ¡A monsieur León!-¿A León?-¡El mismo! Va a venir a saludarte.Y, nada más decir estas palabras, entró en el palco el antiguo

pasante de Yonville.Tendió la mano con un desparpajo de gentilhombre, y madame

Bovary, maquinalmente, tendió la suya, sin duda obedeciendo a la atracción de una voluntad más fuerte. No la había sentido desde 1 aquella noche de primavera en que llovía sobre las hojas verdes, cuando se dijeron adiós, de pie al borde de la ventana. Pero en seguida, recordando las conveniencias de la situación, sacudió en un esfuerzo aquel torpor de sus recuerdos y se puso a balbucir unas frases rápidas.

-¡Ah, buenas noches!... ¡Cómo!, ¿usted aquí?-¡Silencio! -gritó una voz del patio de butacas, pues comenzaba

el tercer acto.-Pero, ¿está usted en Ruán?-Sí.-¿Y desde cuándo?-¡Fuera! ¡Fuera!Se volvían hacia ellos; se callaron.Pero, a partir de este momento, Emma ya no escuchó, y el coro

de los invitados, la escena de Ashton y de su criado, gran dúo en re mayor, todo pasó para ella lejos, como si los instrumentos se hubieran tomado menos sonoros y los personajes hubieran retroce­dido; recordaba las partidas de cartas en la botica y el paseo a casa de la nodriza, las lecturas en el cenador, las tardes que pasaban los dos junto a la lumbre, todo aquel pobre amor tan sosegado y tan

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largo, tan discreto, tan tierno, y que ella había olvidado sin embargo. ¿Por qué volvía? ¿Qué combinación de aventuras lo traía de nuevo a su vida? Estaba detrás de ella, apoyado el hombro contra el tabique; y, de vez en cuando, se sentía temblar bajo el soplo tibio de su nariz que casi le rozaba el pelo.

-¿Le gusta esto? -le preguntó inclinándose tanto sobre ella que la punta de su bigote le rozó la mejilla.

Emma contestó desdeñosamente:-¡Oh, Dios mío, no!, no mucho.León propuso entonces salir del teatro para ir a tomar unos

helados en algún sitio.-¡Todavía no! ¡Quedémonos! -dijo Bovary- La dama se ha

cortado la cabellera, esto promete ser trágico.Pero la escena de la locura no interesaba a Emma y el trabajo de

la cantante le pareció exagerado.-Grita demasiado -dijo dirigiéndose a Carlos, que escuchaba.-Sí... quizá un poco -replicó éste, indeciso entre la franqueza de

su placer y el respeto que tenía a las opiniones de su mujer.Después León dijo suspirando:-Hace un calor...-¡Insoportable, es verdad!-¿Estás molesta? -preguntó Bovary.-Sí, me asfixio; vámonos.León le puso delicadamente sobre los hombros la larga mantele­

ta de encaje, y se fueron los tres a sentarse en el puerto, al aire libre, delante de la cristalera de un café. Primero se habló de la enfermedad de Emma, aunque ésta interrumpía a Carlos de vez en cuando, por miedo, decía, de aburrir a monsieur León; y León les contó que venía a Ruán a pasar dos años en un estudio importante para adiestrarse en los asuntos, que en Normandía eran diferentes de los que se trataban en París. Después preguntó por Berta, por la familia Homais, por la tía Lefran?ois; y como, en presencia del marido, no tenía nada más que decir, la conversación se cortó pronto.

Algunos que salían del teatro pasaron por la acera, tarareando o cantando a voz en grito: O bel age, ma Lucie! Entonces León, por hacerse el diletante, se puso a hablar de música. Había visto a

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Tamburini, a Rubini, a Persiani, a Grisi, y al lado de ellos, Lagardy, a pesar de sus grandes voces, no valía nada.

-Pues dicen -interrumpió Carlos, que daba mordisquitos a su sorbete al ron- que en el último acto está verdaderamente admirable; yo siento haberme marchado antes del final, pues empezaba a gustarme.

-De todos modos -advirtió el pasante- pronto dará otra función.Pero Carlos contestó que se iban al día siguiente.-A no ser -añadió dirigiéndose a su mujer- que quieras quedarte

tú, garito mío.Y el joven, cambiando de maniobra ante aquella ocasión ines­

perada que se ofrecía a su esperanza, hizo el elogio de Lagardy en la parte final. ¡Era cosa soberbia, sublime! Entonces Carlos insistió:

-Volverás el domingo. ¡Anda, decídete! Haces mal si tienes la menor impresión de que eso te haría bien.

A todo esto, las mesas inmediatas se iban quedando vacías; un camarero se apostó discretamente cerca de ellos; Carlos, que com­prendió, sacó la bolsa; el pasante le sujetó el brazo, y hasta no olvidó dejar de propina dos monedas blancas que hizo sonar contra el mármol.

-Verdaderamente siento el dinero que usted...El otro hizo un gesto desdeñoso lleno de cordialidad, y, cogiendo

su sombrero:-Convenido, ¿verdad? ¿Mañana a las seis?Carlos volvió a decir que él no podía faltar más tiempo; pero que

no había ningún inconveniente para que Emma...-Es que... -balbució ésta con una sonrisa singular- yo no sé...-¡Bueno, ya lo pensarás, ya veremos, la noche es buena conse­

jera!...Y después, a León, que los acompañaba:-Ahora que ya está usted por nuestras tierras, espero que vendrá

de vez en cuando a comer a casa.El pasante aseguró que no faltaría, pues además tenía que ir a

Yonville por un asunto de su estudio. Y se separaron ante la travesía de Saint-Herbland cuando daban en la catedral las once y media.

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T ercera parte

I

Mientras cursaba leyes, León había frecuentado regularmente La Chaumière, donde obtuvo grandes éxitos con las aprendices de mo­distas, que lo encontraban poseedor de un aire muy distinguido. Entre los estudiantes era el más discreto: su cabello no era muy largo ni muy corto, no derrochaba el dinero del trimestre y tenía muy buenas relaciones cftn los profesores. No incurría en excesos jamás, debido a su cobardía y delicadeza.

A menudo, cuando prefería quedarse leyendo en su habitación o sentado en la noche bajo los tilos del Luxemburgo, dejaba caer su código al piso y de inmediato le llegaba al recuerdo la imagen de Emma. Este sentimiento se fue diluyendo poco a poco en medio de otros placeres, aunque seguía persistiendo en su memoria. León no había perdido la esperanza y sentía que existía para él una incierta promesa que se balanceaba sobre su futuro, como si fuera una brillante fruta dorada pendiente de un árbol de fantasía.

Luego, encontrándola trascurridos tres años de separación se re­novó su pasión. Era necesario decidirse a querer poseerla, pensó en ese momento. Su timidez se había desvanecido como consecuencia del roce con amistades juguetonas, y regresaba a la provincia des­preciando todo aquello que no pisaba con un pie charolado el pa­vimento del bulevar. Al lado de una parisiense llena de encajes, en medio del salón de algún ilustre doctor, con sus condecoraciones y

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con su coche, este pobre pasante muy seguramente se estremecería como un niño; pero en Ruán, en este puerto, ante la mujer de un pobre mediquillo, se sentía seguro y a sus anchas, con ínfulas y pedantería. El aplomo depende de la manera cómo se manifieste; no es lo mismo hablar en el entresuelo que en un cuarto piso; y la mujer rica parece poseer a su alrededor, con tal de conservar sus virtudes, todos los billetes en el forro del corpiño, como si fuera una coraza.

Al separarse la víspera por la noche de monsieur y de madame Bovary, León los siguió de lejos en la calle; después, al verlos parar en La Croix Rouge, giró sobre sus talones y pasó toda la noche meditando un plan.

Al día siguiente, a las cinco, entró en la cocina de la fonda, apretada la garganta, pálidas las mejillas y con esa resolución de los tímidos que ante nada se detiene.

-El señor no está -contestó un criado.Esto le pareció de buen augurio. Subió.De pronto Emma no se sintió turbada; al contrario, se disculpó

por haber olvidado decirle dónde se hospedaban.-¡Oh!, lo he adivinado -repuso León. *-¿Cómo?Dijo que la había guiado hacia ella el azar, el instinto. Emma

inició una sonrisa, pero en seguida, para reparar su torpeza, León contó que había pasado la mañana buscando sucesivamente en todos los hoteles de la ciudad.

-¿De modo que ha decidido quedarse? -añadió.-Sí, -repuso Emma-, y he hecho mal. No debemos acostum­

bramos a placeres impracticables cuando nos rodean mil exigencias.-¡Oh!, ya me imagino...-¡Ah!, no, pues usted no es una mujer.Pero los hombres también tenían sus preocupaciones, y se

entabló la conversación con algunas reflexiones filosóficas. Emma se extendió mucho sobre la miseria de los afectos terrenales y la eterna soledad en que está enterrado el corazón.

El joven, por hacerse valer o por ingenua imitación de aquella melancolía que provocaba la suya, declaró que se había aburrido prodigiosamente todo el tiempo de sus estudios. El procedimiento

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le irritaba, le atraían otras vocaciones y su madre no dejaba de atormentarle en cada carta. Pues precisaban cada vez más los motivos de sus respectivas contrariedades, y cada uno, a medida que hablaba, se iba exaltando un poco en esta confidencia progresiva. Pero a veces se interrumpían ante la exposición completa de su idea, y entonces intentaban imaginar una frase que pudiera sin embargo traducirla. Emma no confesó su pasión por otro; él no dijo que la había olvidado.

Acaso León no recordaba sus cenas después del baile con chicas disfrazadas; y seguramente Emma no recordaba sus citas de otro tiempo, cuando corría por la mañana entre las matas hacia la casa de su amor. Apenas llegaban hasta ellos los ruidos de la ciudad, y la habitación parecía pequeña, expresamente para estrechar más la soledad de la pareja. Emma, vistiendo un peinador de bombasí, apoyaba el moño en el respaldo de la vieja butaca; el papel amarillo de la pared era como un fondo de oro detrás de ella, y su cabeza descubierta se repetía en el espejo con la raya blanca al medio, y el lóbulo de las orejas sobresalía de las crenchas.

-Pero, perdón -dijo-, ¡hago mal, le estoy aburriendo con mis eternas lamentaciones!

-¡No, nunca, nunca!-¡Si usted supiera todo lo que yo había soñado! -continuó

levantando al techo sus bellos ojos de los que pendía una lágrima.-¡Y yo! ¡Oh, he sufrido mucho! Muchas veces salía, me iba,

deambulaba a lo largo de los muelles, aturdiéndome con el ruido de la multitud sin poder rechazar la obsesión que me perseguía. En el bulevar, en una casa de estampas, hay un grabado italiano que representa una musa. Lleva una túnica y está mirando a la luna, con unos miosotis en la cabellera suelta. Siempre, continuamente, algo me impulsaba hacia allí, y allí permanecía horas enteras.

Después, con voz trémula:-Se parecía un poco a usted.Madame Bovary volvióla cabeza para que él no viera en sus

labios la irresistible sonrisa que sentía subir a ellos.-Muchas veces -continuó León- le escribía cartas que luego

rompía.

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Emma no contestaba. León continuó:-A veces imaginaba que un azar la traería. He creído reconocerla

en las esquinas de las calles, y corría detrás de todos los coches en cuya portezuela flotaba una echarpe, un velo parecido al suyo...

Parecía determinada a dejarle hablar sin interrumpirle. Cruzan­do los brazos y bajando la cara, contemplaba la roseta de sus pantuflas, y, con los dedos del pie, imprimía a intervalos pequeños movimientos al raso de las mismas.

Sin embargo, suspiró:-Lo más lamentable es llevar, como yo, una existencia inútil,

¿verdad? ¡Si nuestros dolores pudieran servir a alguien, nos conso­laría la idea del sacrificio!

León se puso a alabar la virtud, el deber y las inmolaciones silenciosas, él mismo tenía una increíble necesidad de abnegación que no podía satisfacer.

-¡Yo quisiera -dijo ella- ser una monja de hospital!-Desgraciadamente -replicó él- los hombres no tienen esas

misiones santas, y yo no veo en ninguna parte ningún oficio... a no ser quizá el de médico...

Emma, encogiéndose ligeramente de hombros, le interrumpió para quejarse de su enfermedad, en la que había estado a punto de morir; ¡qué lástima!, ahora ya no sufriría. Inmediatamente León envidió el reposo de la tumba, y hasta, una noche, él había escrito su testamento recomendando que le enterraran con aquel precioso cubrepiés, de franjas de terciopelo, que ella le había regalado; pues así hubieran querido estar, haciéndose los dos un ideal al que adaptaban hoy su vida pasada. Por otra parte, la palabra es un laminador que prolonga siempre los sentimientos.

Pero ante aquella invención del cubrepiés:-¿Y por qué? -preguntó Emma.-¿Por qué?Vacilaba.-¡Porque la he amado mucho!Y, felicitándose por haber superado la dificultad, León espió su

fisonomía con el rabillo del ojo.Fue como el cielo cuando una ráfaga de viento barre las nubes.

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Pareció retirarse de sus ojos azules el cúmulo de pensamientos tris­tes que los ensombrecían; todo su rostro resplandeció.

León esperaba. Emma respondió al fin:-Siempre lo sospeché...Y se contaron los pequeños acontecimientos de aquella existen­

cia lejana cuyos placeres y cuyas melancolías acababan de resumir en una sola palabra. León recordaba la cuna de clemátides, los vestidos que ella llevaba, los muebles de su cuarto, toda su casa.

-¿Y nuestros pobres cactus, dónde están?-El frío los mató este invierno.-¡Ah! cuánto he pensado en ellos, si supiera! Muchas veces los

veía como antes, cuando, en las mañanas de verano, daba el sol en las celosías... y veía sus brazos desnudos pasando entre las flores.

-¡Pobre amigo! -exclamó Emma tendiéndole la mano.León se apresuró a pegar a ella sus labios. Después, cuando hubo

respirado ampliamente:-En aquel tiempo usted era para mí no sé qué fuerza incompren­

sible que cautivaba mi vida. Una vez, por ejemplo, fui a su casa; pero seguramente usted no se acuerda, ¿verdad?

-Sí. Continúe.-Estaba usted abajo, en la antesala, dispuesta a salir, en el último

escalón -por cierto que llevaba un sombrero de florecitas azules-, y sin ninguna invitación por su parte, yo, a pesar mío, la acompañé. Pero a cada minuto me daba más cuenta de mi torpeza, y seguía caminando a su lado, sin atreverme a seguirla hasta el fin y no queriendo dejarla. Cuando usted entraba en una tienda, yo me quedaba en la calle mirándola por el cristal quitarse los guantes y contar la moneda en el mostrador. Después llamó en casa de madame Tuvache, le abrieron, y yo me quedé como un idiota ante la pesada puerta que cayó detrás de usted.

Madame Bovary, al escucharle, se extrañaba de ser tan vieja; todas aquellas cosas que reaparecían le daban la impresión de alargar su existencia; aquello formaba como unas inmensidades sentimen­tales donde ella se encontraba; y de vez en cuando decía en voz baja y con los párpados medio cerrados:

-¡Sí, es verdad!... ¡es verdad!... ¡es verdad!...

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Oyeron dar las ocho en los diferentes relojes del barrio de Beauvoisine, que está lleno de pensionados, de iglesias y de grandes mansiones abandonadas. Ya no se hablaban; pero sentían al mirarse un susurro en sus cabezas, como si algo sonoro escapara recíproca­mente de sus pupilas fijas; acababan de juntarse las manos; y el pasado, el futuro, las reminiscencias y los sueños, todo se fundía en la dulzura de aquel éxtasis. La noche se espesaba en las paredes, donde brillaban todavía, medio perdidos en la sombra, los gruesos colores de cuatro estampas que representaban cuatro escenas de La Tour de Nesle, con un pie en español y en francés. Por la ventana de guillotina se veía un lienzo de cielo negro entre dos tejados puntia­gudos.

Emma se levantó para encender dos velas sobre la cómoda y luego tomó a sentarse.

-Pues bien... -inició León.-Pues bien... -respondió Emma.Y buscaba él la manera de reanudar el diálogo interrumpido,

cuando ella le dijo:-¿Por qué nadie, hasta ahora, me expresó nunca parecidos

sentimientos?El pasante exclamó que las naturalezas ideales eran difíciles de

comprender. El la había amado desde el primer momento; y se desesperaba pensando en lo felices que habrían sido si, por gracia del azar, encontrándose antes, se hubieran unido ella y él de mane­ra indisoluble.

-A veces he pensado en ello -repuso Emma.-¡Qué sueño! -murmuró León.Y, jugueteando delicadamente con el ribete azul de su largo

cinturón blanco, añadió:-¿Quién nos impide volver a empezar?...-No, amigo mío. Soy demasiado vieja... usted demasiado

joven..., ¡olvídeme! Otras le amarán... usted las amará.-¡No como a usted!-¡Qué niño es! ¡Vamos, seamos juiciosos! ¡Lo exijo!Le explicaba las imposibilidades que se oponían a su amor, le

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decía que debían permanecer, como en otro tiempo, en los simples términos de una amistad fraterna.

¿Hablaba en serio? Seguramente Emma no sabía nada ella misma, absorbida como estaba por el encanto de la seducción y la necesidad de defenderse de él; y, contemplando al joven con una mirada tierna, rechazaba dulcemente las tímidas caricias que sus manos trémulas intentaban.

-¡Ah, perdón! -dijo él retrocediendo.Y a Emma le asaltó un vago espanto ante aquella timidez, más

peligrosa para ella que la audacia de Rodolfo cuando avanzaba con los brazos abiertos. Nunca un hombre le había parecido tan hermoso. Un exquisito candor emanaba de su actitud. Bajaba las largas y finas pestañas, que se curvaban. Sus mejillas, de suave epidermis, enro­jecían -pensaba ella- de deseo de su persona, y Emma sentía una invencible tentación de posar en ellas los labios. Entonces, inclinán­dose hacia el reloj como para mirar la hora:

-¡Qué tarde es, Dios mío! -dijo-; ¡cuánto charlamos!León comprendió la alusión y buscó su sombrero.-¡Hasta he olvidado el teatro! ¡Ese pobre Bovary que me dejó

expresamente para eso! Tenía que llevarme monsieur Lormeaux, de la rué Grand-Pont, con su mujer.

Y había perdido la ocasión, pues ella se iba al día siguiente.-¿De veras? -preguntó León.-Sí.-Pero tengo que verla todavía, tengo que decirle...-¿Qué?-Una cosa... grave, seria. ¡Pero no, no se marchará, es im­

posible! Si supiera... Escúcheme... ¿no me ha comprendido? ¿No me ha adivinado?...

-Sin embargo hablaba usted bien.-¡Ah, burlas! ¡Basta, basta! Por piedad, haga que vuelva a

verla..., una vez..., una sola.-Pues bien...Se detuvo; después, como arrepintiéndose:-¡Oh, aquí no!

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-Donde usted quiera.-¿Quiere usted...?Pareció reflexionar y, en un tono breve...-Mañana a las once en la catedral.-¡Allí estaré! -exclamó León cogiéndole las manos, que ella

retiró. Y, ya los dos de pie, él detrás de ella y Emma bajando la cabeza, León se inclinó sobre su cuello y la besó largamente en la nuca.

-¡Pero está usted loco! ¡Ah, está usted loco! -repetía con risitas sonoras, mientras los besos menudeaban.

Entonces León, adelantando la cabeza por encima de su hombro, pareció buscar el consentimiento de sus ojos. Cayeron sobre él llenos de una majestad glacial.

León retrocedió tres pasos para salir. Ella se quedó en el umbral. Luego León susurró con voz trémula:

-Hasta mañana.Emma respondió con una señal de cabeza y desapareció como un

pájaro en la habitación inmediata.Por la noche escribió al pasante una interminable carta en la que

cancelaba la cita; ahora todo había terminado y, por su propia felicidad, no debían verse más. Pero, ya cerrada la carta, como ignoraba la dirección de León, se encontró en un apuro. “Se la daré yo misma -se dijo-; vendrá”

Al día siguiente, León, con la ventana abierta y canturreando en el balcón, se lustró él mismo los zapatos, y varias veces. Se puso un pantalón blanco, calcetines finos, frac verde, echó en el pañuelo todos los perfumes que tenía, y después se hizo rizar el pelo y se lo desrizó para darle más elegancia natural.

‘Todavía es demasiado pronto”, pensó mirando el reloj de cucú del peluquero, que marcaba las nueve.

Leyó una vieja revista de modas, salió, fumó un cigarro, subió tres calles, pensó que ya era hora y se dirigió despacio a la explanada de Notre-Dame.

Era una hermosa mañana de verano. Relucía la plata en las tiendas de los orfebres, y la luz que caía oblicuamente sobre la catedral hacía espejear la fractura de las piedras gri ses; una compañía

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de pájaros revoloteaba en el cielo, en tomo a los campaniles trilobulados; la plaza, resonante de gritos, olía a flores que bordea­ban el pavimento, rosas, jazmines, claveles, narcisos y tuberosas, desigualmente espaciadas por verdes húmedos, yerba de gato y álsine para los pájaros; en medio gorgoteaba la fuente y bajo grandes paraguas, entre pirámides de melones, los vendedores, con la cabeza descubierta, envolvían en papel ramilletes de violetas.

El joven compró uno. Era la primera vez que compraba flores para una mujer, y al olerías, el pecho se le inflaba de orgullo, como si aquel homenaje que él destinaba a otra persona se volviera hacia él.

Pero tenía miedo de que le vieran; entró resueltamente en la iglesia.

El suizo estaba en el umbral, en medio del pórtico de la izquierda, debajo de la Marianne dansant, plumero en la cabeza, espadín en la pierna, bastón en la mano, más majestuoso que un cardenal y reluciente como un copón. Se adelantó hacia León y, con esa sonrisa de benignidad meliflua que toman los eclesiásticos cuando interro­gaban a los niños:

-¿El señor no debe ser de aquí? ¿Desea el señor ver las curiosidades de la iglesia?

-No -dijo el otro.Y dio la vuelta a las naves. Después volvió a mirar a la plaza.

Emma no llegaba. Subió de nuevo hasta el coro.La nave se miraba en las benditeras colmadas, con el arranque de

las ojivas y algunas partes de vidriera. Pero el reflejo de las pinturas, quebrándose en el borde del mármol, seguía más lejos sobre las losas, como una alfombra polícroma. La clara luz del exterior se alargaba en la iglesia en tres rayos enormes por las tres puertas abiertas. De vez en cuando, al fondo, pasaba un sacristán haciendo ante el altar la oblicua genuflexión de los devotos apresurados. Pendían inmóviles las arañas de cristal. En el coro ardía una lámpara de plata; y en las capillas laterales salían a veces de las partes oscuras de la iglesia como exhalaciones de suspiros, con el sonido de una reja que caía, repercutiendo su eco bajo las altas bóvedas.

León recorría gravemente la iglesia siguiendo las paredes.

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Nunca le había parecido tan buena la vida. La mujer que esperaba iba a llegar en seguida, deliciosa, jadeante, espiando detrás de ella las miradas que la seguían, y con su vestido de volantes, sus impertinen­tes de oro, sus botinas finísimas, con toda clase de elegancias que él no había probado y con la inefable seducción de la virtud que sucumbe. La iglesia se disponía en tomo a ella como un camarín gigantesco; se inclinaban las bóvedas para recibir en la sombra la confesión de su amor; resplandecían las vidrieras para iluminar su rostro, y los incensarios iban a arder para que ella apareciera como un ángel, en el humo de los perfumes.

Pero no llegaba. León se instaló en una silla y sus ojos se fijaron en una vidriera azul donde se ven unos bateleros con unos canasti­llos. La miró mucho tiempo atentamente, contando las escamas de los peces y los ojales de los jubones, mientras su pensamiento deambulaba buscando a Emma.

El suizo, a cierta distancia, se indignaba interiormente contra aquel individuo que se permitía admirar él sólo la catedral. Le parecía que se comportaba de una manera monstruosa, que le estaba robando en cierto modo y que casi cometía un sacrilegio.

Pero un frufrú de seda sobre las losas, el borde de un sombrero, un collar negro... ¡Era ella! León se levantó y corrió a su encuentro.

Emma estaba pálida. Caminaba de prisa.-¡Lea esto! -le dijo tendiéndole un papel-. ¡Oh, no!Y retiró bruscamente la mano para entrar en la capilla de la

Virgen, donde, arrodillándose contra una silla, se puso a rezar.Al joven le irritó esa fantasía mojigata; pero en seguida encontró

cierto encanto en verla, en medio de la cita, así perdida en la oración como una marquesa andaluza; mas no tardó en cansarse, pues Emma no acababa.

Rezaba, o más bien intentaba rezar, esperando que le bajara del cielo alguna resolución súbita; y para impetrar el socorro divino se llenaba los ojos con los esplendores del tabernáculo, aspiraba el perfume de las julianas blancas que lucían en los grandes jarrones, y prestaba oído al silencio de la iglesia, que no hacía sino acrecer el tumulto de su corazón.

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Se levantó, e iban ya a marcharse, cuando se les acercó viva­mente el suizo diciéndoles:

-La señora no debe de ser de aquí. ¿Desea la señora ver las curiosidades de la iglesia?

-¡No! -exclamó el pasante.-¿Por qué no? -dijo Emma.Pues se agarraba con su virtud tambaleante a la Virgen, a las

esculturas, a las tumbas, a todas las ocasiones.Entonces el suizo, para proceder con orden, los condujo a la

entrada, junto a la plaza, y allí, señalándoles con el bastón un gran círculo de losas negras, sin inscripciones ni cinceladuras, se arrancó majestuosamente:

-Vean los señores la circunferencia de la gran campana de Amboise. Pesaba cuarenta mil libras. No había otra como ella en toda Europa. El obrero que la fundió murió de alegría...

-Vámonos -dijo León.El bueno del hombre se puso en marcha; luego, nuevamente en

la capilla de la Virgen, extendió los brazos en un gesto sintético de demostración, y, más orgulloso que un propietario campesino mostrando sus espaldares:

-Esta sencilla losa cubre a Pierre de Brézé, señor de la Varenne y de Brissac, gran mariscal de Poitou y gobernador de Normandía, muerto en la batalla de Montlhéry el 16 de julio de 1465.

León, mordiéndose los labios, golpeaba el suelo con los pies.-Y a la derecha, ese gentilhombre todo acorazado de hierro,

montando un caballo que se encabrita, es su nieto Louis de Brézé, señor de Bréval y de Montchauvet, conde de Maulevrier, barón de Mauny, chambelán del rey, caballero de la orden y asimismo gobernador de Normandía, muerto el 23 de julio de 1531, un domingo, como reza la inscripción; y debajo, ese hombre que se dispone a descender a la tumba representa exactamente al mismo. Y a ven, señores, que no es posible una representación más perfecta de la nada.

Madame Bovary cogió sus impertinentes. León, inmóvil, la miraba, sin intentar siquiera decir una sola palabra más, hacer un

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solo gesto: tan desanimado se sentía ante aquella doble resolución de charlatanería y de indiferencia.

El eterno guía continuaba:-Junto a él, esa mujer arrodillada que está llorando es su esposa,

Diane de Poitiers, condesa de Brézé, duquesa de Valentinois, nacida en 1499, muerta en 1566; y a la izquierda, la que lleva un niño, es la santísima Virgen. Ahora miren a este lado: ahí tienen los sepulcros de Amboise. Los dos fueron cardenales y arzobispos de Ruán. Este era un ministro del rey Luis XII. Hizo mucho bien a la catedral. En su testamento dejó treinta mil escudos de oro para los pobres.

Y, sin detenerse un momento y sin dejar de hablar, los llevó a una capilla llena de balaustradas, apartó algunas y descubrió una especie de bloque que muy bien podía haber sido una estatua mal hecha.

-En otro tiempo decoraba -dijo con un largo gemido- la tumba de Ricardo Corazón de León, rey de Inglaterra y duque de Nor- mandía. Fueron los calvinistas, señor, quienes nos la redujeron a este estado. Por maldad lo enterraron bajo la sede episcopal de Mon­señor. Vean la puerta por donde Monseñor entra en su habitación. Pasemos ahora a ver las vidrieras de la Gárgola.

Pero León sacó vivamente del bolsillo una moneda blanca y cogió a Emma por el brazo. El suizo se quedó estupefacto, sin comprender aquella munificencia intempestiva, cuando al forastero le quedaban todavía tantas cosas que ver.

Y le llamó:-¡Eh, caballero! ¡La flecha, la flecha!...-Gracias -dijo León.-¡Hace mal el señor! Tiene cuatrocientos cuarenta pies, nueve

menos que la gran pirámide de Egipto. Es toda de hierro colado, es...León huía, pues le parecía que su amor, que llevaba casi dos

horas inmovilizado en la iglesia como las piedras, iba ahora a evaporarse como el humo por aquella especie de tubo truncado, de jaula oblonga, de chimenea calada, que tan grotescamente se lanza sobre la catedral, como extravagante intento de un calderero ca­prichoso.

-Pero ¿a dónde vamos? -preguntaba Emma.León, sin contestar, seguía andando con paso rápido, y madame

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Bovary mojaba ya los dedos en agua bendita, cuando oyeron tras ellos una fuerte respiración jadeante, regularmente entrecortada por los golpes de un bastón. León miró hacia atrás.

-¡Caballero!-¿Qué?Y reconoció al suizo llevando bajo el brazo y manteniendo en

equilibrio contra el vientre algo así como una veintena de grandes volúmenes encuadernados. Eran las obras que trataban de la cate­dral.

-¡Imbécil! -gruñó León lanzándose fuera de la iglesia.En la plaza jugueteaba un chicuelo.-¡Ve a buscarme un coche de punto!El niño salió corriendo como una exhalación por la Rué des

Quatre-Vents; se quedaron solos unos minutos, frente a frente y un poco azorados.

-¡Ah León!... ¡Verdaderamente... no sé... si debo...!Melindrosa primero, grave después:-Eso no se hace, ¿sabe?-¿Por qué? -replicó el pasante-. ¡En París sí se hace!Y esta palabra la decidió como un irresistible argumento.A todo esto no llegaba el coche. León tenía miedo de que Emma

volviera a entrar en la iglesia. Por fin llegó.- ¡ Por lo menos salgan por el pórtico del norte! -les gritó el suizo,

que permanecía en la entrada de la iglesia-. Así verán la Resurrec­ción, el Juicio Final, el Paraíso, el Rey David y los Réprobos en las llamas del infierno.

-¿A dónde va el señor? -preguntó el cochero.-¡A dónde usted quiera! -dijo León metiendo a Emma en el

coche.Y la pesada máquina se puso en marcha.Bajó por la Rué Grand-Pont, atravesó la Place des Arts, el Quai

Napoleón, el Pont Neuf y se paró en seco ante la estatua de Pierre Comeille.

-¡Siga! -dijo una voz que salía del interior.El coche volvió a arrancar y, dejándose llevar hacia abajo desde

el cruce La Fayette, entró al galope en la estación del ferrocarril.

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-¡No, siga derecho! -gritó la misma voz.El coche salió de las verjas y en seguida, llegado al paseo, trotó

despacio entre los grandes olmos. El cochero se enjugó la frente, se puso entre las piernas el sombrero de cuero y llevó el coche fuera de las bocacalles, a la orilla del agua, bordeando el césped.

Siguió a lo largo del río, por el camino de sirga pavimentado de piedras redondas, y, durante mucho tiempo, por la parte de Oyssel, pasadas las islas.

Pero de pronto se lanzó de un tirón a través de Quatremares, Sotteville, la Grande-Chaussée, la Rue d’Elbeuf, y se paró, por tercera vez, ante el Jardin des Plantes.

-¡He dicho que siga! -exclamó la voz más furiosamente.Y, reanudando la carrera, el coche pasó por Saint-Sever, por el

Quai des Curandiers, por el Quai aux Meules, otra vez por el puente, por la Place du Champde-Mars y por detrás de los jardines del hospicio, donde unos viejos vestidos de negro se paseaban al sol en una terraza toda verdecida de yedra. Subió por el Boulevard Bou­vreuil, recorrió el Boulevard Cauchoise, después todo el Mont- Riboudet hasta la cuesta de Deville.

Volvió atrás, y entonces, sin plan ni dirección, al azar, deam­buló. Se le vio en Saint-Pol, en Lescure, en el monte Gargan, en Rouge-Mare y en la Place du Gaillardbois; Rue Maladrerie, Rue Dinanderie, delante de Saint-Romain, Saint-Vivien, Saint-Mar- clou, Saint-Nicaise -delante de la Aduana-, en la Basse-Vieille- Tour, en Trois-Pipes y en el Cimetière Monumental. De vez en cuando el cochero, en su pescante, echaba miradas desesperadas a las tabernas. No comprendía qué furia de locomoción impulsaba a aquellos individuos a no querer pararse. A veces probaba, e inmedia­tamente oía detrás de él unas exclamaciones de cólera. Entonces arreaba fuerte a sus dos pencos bañados en sudor, pero sin cuidarse de los baches, tropezando acá y allá, no le importaba nada, desmo­ralizado como estaba y casi llorando de sed, de cansancio y de tristeza.

Y en el puerto, entre camiones y barricas, y en las calles, en las esquinas, los burgueses abrían unos grandes ojos pasmados ante aquella cosa tan extraordinaria en provincias, un coche con las

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cortinillas echadas y que reaparecía así continuamente, más cerrado que una tumba y tambaleándose como un barco.

Una vez, en mitad del día, en pleno campo, cuando el sol pegaba fuerte en los viejos faroles plateados, salió una mano desnuda por debajo de las cortinillas de lona amarilla y tiró unos pedacitos de papel, que se dispersaron al viento y, más lejos, cayeron como mariposas blancas sobre un campo de tréboles rojos en flor.

Por fin, hacia las seis, el coche se detuvo en una callecita del barrio Beauvoisine, y se apeó de él una mujer que, bajado el velo, echó a andar sin volver la cabeza.

IICuando llegó a la posada, madame Bovary se sorprendió al no ver la diligencia. Hivert, quien la esperó durante cincuenta y tres minutos, terminó por marcharse. No tenía la obligación de partir, pero ella se había comprometido a regresar aquella misma noche. Además, Carlos la esperaba; y ella ya sentía en el corazón esa vil docilidad que es, para las mujeres, un castigo y un tributo del adul­terio, al mismo tiempo.

Presurosamente preparó el equipaje, pagó la cuenta, alquiló en el patio un cabriolé, y acosando y animando al palafrenero, le preguntaba a cada rato por la hora y por los kilómetros que faltaban por recorrer, hasta que logró darle alcance a La Golondrina en las goteras de Quincampoix. Medio sentada en el rincón cerró los ojos y los reabrió al pie de la cuesta, desde allí pudo reconocer a Felicidad, que estaba a la espera delante de la casa del herrador. Hivert hizo detener a los caballos, y la cocinera, acercándose hasta la portezuela dijo sigilosamente:

-Señora, debe ir inmediatamente a la casa de monsieur Homais. Es para algo muy urgente.

El pueblo estaba silencioso, como era habitual. En las esquinas de las calles se veían pequeñas aglomeraciones rosadas que ahuma­ban el aire, puesto que era el tiempo de las confituras, y todo el mundo se aprovisionaba el mismo día. Sin embargo, al frente de la botica se veía un tumulto mucho más grande que superaba a los

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demás en la grandeza que una farmacia debe tener ante los hornos caseros, como cuando una necesidad general es superior a unos caprichos particulares.

Emma entró. El gran sillón estaba derribado y hasta Le Fanal de Rouen yacía en el suelo, extendido entre los dos morteros. Y, en medio de la cocina, entre las jarras pardas llenas de grosellas desgranadas, azúcar molida, azúcar en terrones, balanzas sobre la mesa, barreños en el fuego, divisó a todos los Homais, grandes y chicos, con unos delantales que les subían hasta la barbilla y empuñando sendos tenedores. Justino, de pie, bajaba la cabeza, y el boticario exclamaba:

-¿Quién te dijo que fueras a buscarlo al caphamaüm?-¿Qué es? ¿Qué pasa?-¿Que qué pasa? -contestó el boticario-. Estamos haciendo

mermeladas, están cociendo, pero se iban a salir por causa del líquido demasiado fuerte y pedí otro barreño. Entonces él, por flojera, por pereza, se fue a buscar a mi laboratorio la llave del caphamaüm, colgada allí en su clavo.

El boticario llamaba así a una especie de desván, lleno de utensilios y de mercancías de su profesión. Allí solía pasarse él solo largas horas poniendo etiquetas, trasvasando, atando cosas; y lo consideraba no como un simple almacén, sino como un verdadero santuario, de donde salían después, elaborados por sus manos, toda clase de píldoras, bolos, tisanas, lociones y pociones, que iban a propagar por los alrededores su celebridad. Nadie ponía allí los pies, y tanto lo respetaba que lo barría él mismo. En fin, si la farmacia, abierta a todo el que llegara, era el lugar donde él exhibía su orgullo, el caphamaüm era el refugio donde Homais, concentrándose egoís­tamente, se deleitaba en el ejercicio de sus predilecciones; por eso la torpeza de Justino le parecía monstruosa de irreverencia; y, más rubicundo que las grosellas, repetía:

¡ Sí, al caphamaüm!, ¡ la llave que encierra los ácidos y los álcalis cáusticos! ¡Haber ido a coger un barreño de reserva, un barreño de tapa y que acaso no usaré ya nunca! ¡En las delicadas operaciones de nuestro arte, todo tiene su importancia! ¡ Caramba, hay que distinguir y no emplear en usos casi domésticos lo que está destinado a usos

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farmacéuticos! Es como si se trinchara un capón con un escalpelo, como si un magistrado...

-¡Pero cálmate! -decía madame Homais.Y Atalía, tirándole de la levita:-¡Papá! ¡Papá!-¡No, dejadme! -enlazaba el boticario-, ¡dejadme, canastos!

Para eso igual daría poner una tienda de ultramarinos, ¡palabra de honor! ¡Anda, no respetes nada, corta, rompe, suelta las sangui­juelas, cuece el malvavisco, encurte pepinillos en los botes, rasga vendas!

-Pero usted tenía... -inició Emma.-¡Luego! ¿Sabes a lo que te exponías...? ¿No has visto nada, en

el rincón, a la izquierda, en la tercera tabla? ¡ Habla, contesta, di algo!-Yo no... sé -balbució el muchacho.-¡Ah, conque no sabes! ¡Pues yo sí sé! Has visto un frasco de

vidrio blanco, tapado con cera amarilla, que contiene un polvo blanco y en el que yo mismo escribí: \Peligroso\ ¿Y sabes lo que hay en él? ¡Arsénico! ¡Y vas a tocar eso, a coger un barreño que está al lado!

-¡Al lado! -exclamó madame Homais juntando las manos-. ¿Arsénico! ¡Podías envenenamos a todos!

Y los niños se pusieron a berrear, como si ya sintieran atroces dolores en las entrañas.

-¡O envenenar a un enfermo! -continuó el boticario. ¿Es que querías que yo fuese al banquillo de los criminales, verme ir al cadalso? Tú no sabes el cuidado que yo pongo en las manipulacio­nes, aunque tengo muchísima costumbre. ¡Cuántas veces me espan­to, cuando pienso en mi responsabilidad! ¡Pues el gobierno nos persigue y la absurda legislación que nos rige es como una verdadera espada de Damocles suspendida sobre nuestra cabeza!

Emma ya no pensaba en pedir lo que quería, y el boticario continuaba en frases jadeantes:

-¡Así agradeces las bondades que tienen contigo! ¡Así pagas los cuidados paternales que te prodigo! Pues, si no fuera por mí, ¿dónde estarías, qué harías? ¡Quién te mantiene, quién te da educación, ropa y todos los medios para llegar un día, con honor, a figurar en los

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rangos de la sociedad? Mas para eso hay que remar duro, y adquirir, como dicen, callos en las manos. Fabricando fit faber, age quod agis.

Citaba latín, tan exasperado estaba. Lo mismo habría citado chino y groenlandés, si hubiera conocido estas dos lenguas; pues se encontraba en una de esas crisis en que el alma entera muestra indistintamente lo que encierra, como, en las tempestades, se entreabre el océano desde el fuco de su orilla hasta la arena de sus abismos.

Y continuó:-¡Empiezo a arrepentirme terriblemente de haberme encargado

de tu persona! ¡Mejor hubiera hecho dejando que te pudrieras en tu miseria y en la mugre donde naciste! ¡Nunca servirás más que para guardar animales de cuernos! ¡ No tienes aptitudes para las ciencias! ¡ Apenas si sabes pegar una etiqueta! ¡ Y vi ves aquí, en mi casa, como un canónigo, regodeándote a tus anchas!

Pero Emma, dirigiéndose a madame Homais:-M e habían llamado...-¡Ay Dios mío! -interrumpió con gesto triste la buena seño­

ra-, ¿cómo le diré...? ¡Es una desgracia!No terminó. El boticario tronaba:-¡Vacíala, límpiala, llévala, date prisa!Y, sacudiendo a Justino por el cuello de la blusa, hizo que se le

cayera un libro del bolsillo.El muchacho se agachó. Homais anduvo más listo, cogió el

volumen y lo contempló con los ojos muy abiertos y la mandíbula colgante.

- L ’amour... conjugal! -exclamó separando lentamente estas dos palabras-. ¡Ah, muy bien, muy bien, muy bonito! ¡Y con estampas!... ¡Esto pasa de la raya!

Madame Homais se acercó.-¡No, no lo toques!Los niños quisieron ver las estampas.-¡Salid de aquí! -exclamó imperiosamente.Se puso a andar de extremo a extremo de la estancia, a grandes

pasos, con el volumen abierto en las manos, dándole vueltas los ojos,

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sofocado, tumefacto, apoplético. Después se fue derecho a su discípulo, y, plantándose ante él con los brazos cruzados:

-¿Pero es que tienes todos los vicios, desgraciadillo?... ¡Ten cuidado, estás en una pendiente peligrosa!... ¡No se te ha ocurrido pensar que este libro infame podía caer en manos de mis hijos, encender la chispa en sus mentes, empañar la pureza de Atalía, corromper a Napoleón! Está ya formado como un hombre. ¿Estás seguro, por lo menos, de que no lo han leído? ¿Puedes certificárme­lo...?

-Pero bueno, monsieur Homais -le interrumpió Emma-, ¿qué tenía que decirme?

-Es verdad, señora... ¡Su padre político ha muerto!En efecto, monsieur Bovary padre acababa de fallecer la an- ¿

tevíspera repentinamente, de un ataque de apoplejía, al levantarse de la mesa; y, por un exceso de precaución para la sensibilidad de Emma, Carlos había pedido a monsieur Homais que le diera con cuidado esta horrible noticia.

El boticario había meditado la frase, la había redondeado, la había pulido, la había ritmado; era una obra maestra de prudencia y de transición, de giros rebuscados y de delicadeza; pero la ira había vencido a la retórica.

Emma, renunciando a los detalles, se fue de la botica, pues monsieur Homais había reanudado la serie de sus vituperios. Sin embargo se iba calmando, y ahora mascullaba en tono paternal, sin dejar de abanicarse con su gorro griego.

-¡No es que yo desapruebe enteramente la obra! El autor era médico. Hay en ella ciertos aspectos científicos que no está mal que un hombre conozca, y aun me atrevería a decir que un hombre debe conocerlos. ¡Pero más adelante, más adelante! Espera por lo menos a ser hombre tú mismo y que se forme tu temperamento.

Al aldabonazo de Emma, Carlos, que estaba esperándola, salió a su encuentro con los brazos abiertos y le dijo con lágrimas en la voz:

-¡Oh, querida mía!...Y se inclinó suavemente para besarla. Pero, al contacto de sus

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labios, Emma sintió el recuerdo del otro y se pasó la mano por la cara estremeciéndose.

Sin embargo contestó:-Sí, ya sé..., ya sé...Le enseñó la carta en la que su madre, sin ninguna hipocresía

sentimental, contaba lo acontecido. Pero lamentaba que su marido no hubiera recibido los auxilios de la religión, pues había muerto en Doudeville, en la calle, en un umbral de un café, después de una comida patriótica con antiguos oficiales.

Emma le devolvió la carta; luego, en la cena, por guardar las apariencias, fingió cierta repugnancia a la comida. Pero, como él la animara, se puso resueltamente a comer, mientras que Carlos, frente a ella, permanecía inmóvil, en una actitud de agobio.

De vez en cuando levantaba la cabeza y le dirigía una larga mirada llena de pena. Una vez suspiró:

-¡Me hubiera gustado verle otra vez!Emma callaba. Por fin, comprendiendo que había que decir algo:-¿Qué edad tenía?-¡Cincuenta y ocho años!-¡Ah!Y nada más.Pasado un cuarto de hora, Carlos añadió:-¿Y mi pobre madre?... ¿Qué va a ser de ella ahora?Emma hizo un gesto de ignorancia.Carlos, al verla, tan taciturna, supuso que estaba apenada y se

esforzó por no decir nada para no avivar aquel dolor que le en­ternecía. Sacudiendo el suyo, preguntó:

-¿Lo pasaste bien ayer?-Sí.Quitaron el mantel, y Bovary no se levantó. Emma tampoco. Y,

a medida que contemplaba aquel espectáculo, su monotonía iba barriendo poco a poco de su corazón todo sentimiento de piedad. Carlos le parecía endeble, débil, nulo: en fin, un pobre hombre en todos los aspectos. ¿Cómo librarse de él? ¡Qué interminable velada! Algo de estupefaciente como un vapor de opio la iba embotando.

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Oyeron en el vestíbulo el ruido seco de un palo contra las tablas. Era Hipólito, que traía el equipaje de la señora.

Para posarlo, describió penosamente un cuarto de círculo con su pata de palo.

-¡Ni siquiera piensa en ello! -se decía Emma mirando al pobre diablo, cuya gran cabellera pelirroja goteaba sudor.

Bovary buscaba un ochavo en el fondo de su bolsa; y sin que pareciera comprender toda la humillación que para él había en la so­la presencia de aquel hombre que estaba allí ante él como el repro­che personificado de su incurable inepcia:

-¡Ah, tienes un bonito ramillete! -dijo descubriendo sobre la chimenea las violetas de León.

-Sí, -repuso Emma con indiferencia-, se lo compré hace un rato... a una mendiga.

Carlos cogió las violetas, y, refrescando en ellas sus ojos enrojecidos de lágrimas, las olía delicadamente. Emma se las quitó bruscamente de la mano y fue a ponerlas en un vaso de agua.

Al día siguiente llegó madame Bovary madre. Ella y su hijo lloraron mucho. Emma, con el pretexto de tener que dar órdenes, desapareció.

Al otro día tuvieron que ocuparse juntas de la ropa de luto. Fueron a sentarse, con los costureros, a la orilla del agua, en el cenador.

Carlos pensaba en su padre, y le extrañaba sentir tanto afecto por aquel hombre al que había creído que quería muy moderadamente. Madame Bovary pensaba en su marido. Ahora le parecían envidia­bles los peores días pasados. Todo se borraba bajo el pesar instintivo de tan larga costumbre, y, de vez en cuando, mientras empujaba la aguja, le iba resbalando por la nariz una gruesa lágrima y permanecía un momento suspendida.

Emma pensaba que hacía apenas cuarenta y ocho horas estaban juntos, lejos del mundo, en plena embriaguez y no teniendo bastan­tes ojos para contemplarse. Procuraba revivir los más impercepti­bles detalles de aquella jomada desaparecida. Pero la presencia de la suegra y del marido la importunaba. Hubiera querido no oír nada, no

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ver nada, para no perturbar el recogimiento de su amor que, por más que ella hiciera, se iba perdiendo bajo las sensaciones exteriores.

Estaba descosiendo el forro de un vestido, cuyas hilachas se esparcían a su alrededor; la Bovary madre, sin levantar los ojos, hacía chirriar las tijeras, y Carlos, con sus zapatillas de orillo y su vieja levita parda que le servía de bata, permanecía con las manos en los bolsillos y también sin hablar; cerca de ellos, Berta, con un delantalito blanco, atropaba con su pala la arena de los caminos.

De pronto vieron entrar por la portilla a monsieur Lheureux, el tendero.

Iba a ofrecer sus servicios, teniendo en cuenta la fatal circuns­tancia. Emma contestó que creía poder pasarse sin ellos. El trafi­cante no se dio por vencido.

-Con perdón -dijo-; quisiera tener una conversación particular.Después, en voz baja:-Es sobre aquel asunto..., ya sabe.Carlos enrojeció hasta las orejas.-¡Ah, sí!... Efectivamente.Y, en su turbación, dirigiéndose a su mujer:-¿No podrías..., querida?Pareció entenderle, pues se levantó, y Carlos dijo a su madre:-¡No es nada!, seguramente cualquier cosilla de casa.No quería en modo alguno que su madre se enterara de la historia

del pagaré, pues temía sus observaciones.Una vez solos, monsieur Lheureux se puso a felicitar a Emma,

en términos bastante claros, sobre la herencia, después de hablar de cosas indiferentes, de los frutales, de la cosecha y de su propia salud, que iba siempre así así, ni bien ni mal. La verdad era que trabajaba como un condenado, y eso para no ganar, a pesar de lo que la gente decía, ni para poner manteca en el pan.

Emma le dejaba hablar. ¡Llevaba dos días aburriéndose tantísi­mo!

-¿Y ya está usted completamente bien? -continuó el hom­bre-. ¡No sabe usted lo preocupadísimo que he visto a su pobre marido! Es un buen muchacho, por más que él y yo hayamos tenido dificultades.

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Emma preguntó cuáles, pues Carlos le había ocultado el rechazo de los encargos.

-¡Pero usted ya lo sabe! -dijo Lheureux-, Fue por aquellos caprichos de usted, los baúles de viaje.

Se había bajado el sombrero sobre los ojos, y, con las dos manos a la espalda, sonriendo y silboteando, la miraba de frente, de una manera insoportable. ¿Sospecharía algo? Emma estaba perdida en toda clase de temores. Pero Lheureux continuó al fin:

-Nos reconciliamos, y ahora venía a proponerle un arreglo.Se trataba de renovar el pagaré firmado por Bovary. De todos

modos, el señor haría lo que quisiera; no debía preocuparse, sobre todo ahora que iba a tener tantos quebraderos de cabeza.

-Y hasta haría mejor en descargarse de ellos en alguien, en usted, por ejemplo; con un poder se arreglaría la cosa, y entonces usted y yo haríamos algunos negociejos...

Emma no entendía. Lheureux se calló. Luego, pasando a su negocio, dijo que la señora no tenía más remedio que comprarle algo. Le mandaría una tela de Baréges negra, doce metros, para hacerse un vestido.

El que tiene usted ahí es bueno para la casa. Necesita otro para las visitas. Lo vi nada más entrar, a la primera ojeada. Yo tengo vista americana.

No mandó la tela, la llevó él mismo. Después volvió para calcular cuántas varas se necesitaban, y con otros pretextos, procu­rando cada vez hacerse simpático, servicial, enfeudándose, como diría Homais, y siempre dejando caer unos consejos sobre el poder. No hablaba del pagaré, y Emma no pensaba en él; Carlos, al principio de la convalecencia, le había contado algo; pero había tenido tantas cosas en la cabeza, que ya no se acordaba. Por otra parte, evitaba iniciar ninguna discusión de intereses; a madame Bovary madre le extrañó esto, y atribuyó el cambio de humor a los sentimientos religiosos que había contraído cuando estuvo enferma.

Pero cuando se marchó la suegra, Emma no tardó en maravillar a Bovary por su buen sentido práctico. Habría que informarse, comprobar las hipotecas, ver si había lugar a una subasta o a una liquidación.

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Empleaba términos técnicos, vinieran o no a cuento, pronuncia­ba grandes palabras de orden, de porvenir, de previsión: tanto que un día le enseñó el modelo de una autorización general para “regir y administrar sus asuntos, tomar cualesquiera empréstitos, firmar y endosar pagarés, pagar cantidades, etc.” Había aprovechado las lecciones de Lheureux.

Carlos, ingenuamente, le preguntó de dónde procedía aquel papel.

-De monsieur Guillaumin.Y, con la mayor tranquilidad del mundo, añadió:-No me fío mucho de él. ¡Los notarios tienen tan mala fama!

Quizá habría que consultar... No conocemos más que a... ¡Oh, a nadie!

-A no ser que León... -replicó Carlos, que estaba pensando.Pero era difícil entenderse por correspondencia. Entonces Erama

se ofreció a hacer aquel viaje. El le dio las gracias. Insistió ella. Fue un forcejeo de amabilidades. Por fin, Emma exclamó en un tono de enfado ficticio:

-No, déjame, iré yo.-¡Qué buena eres! -dijo Carlos inclinando la frente.Al día siguiente, Emma tomó La Golondrina para ir a Ruán a

consultar a monsieur León; y allí se quedó tres días.

III

Fue una verdadera luna de miel: tres días plenos, exquisitos, pla­centeros. Se hospedaban en el Hotel de Boulogne, sobre el puerto. Allí permanecían con las puertas y los postigos cerrados, con flores esparcidas por el suelo y siropes con hielo que les traían todas las ma­ñanas. En la tarde alquilaban una barca y viajaban a cenar a una isla.

A esa hora se escuchaba, en el borde de los astilleros, el golpeteo del mazo de los calafateadores contra el casco de los barcos. El humo del alquitrán se escapaba entre los árboles, y se veían sobre el río grandes gotas de grasa, ondulando desordenadamente bajo el púrpu­ra del astro rey, como láminas de bronce florentino flotando.

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Ellos descendían en medio de barcas amarradas, cuyos extensos cables oblicuos tocaban la quilla de la barca. Los ruidos de la ciudad insensiblemente se alejaban, lo mismo que el movimiento de los carros, la algarabía de los parroquianos, el ladrido de los perros sobre el puente de los navios. Emma desanudaba su sombrero y finalmente arribaban a su isla.

Ellos se acomodaban en la sala baja de un club nocturno, que tenía en su puerta unas piolas negras suspendidas. Comían frituras de eperlanos, crema y cerezas. Se dejaban caer en el prado, corretea­ban entre los álamos para terminar besándose a escondidas; hubieran deseado, como dos Robinsones, vivir eternamente en ese pequeño lugar que les parecía el rincón más hermoso del mundo. Por supuesto, no era la primera vez que estaban cerca de los árboles o que veían el cielo azul y el verde césped, o que escuchaban el correr del agua y la brisa sacudiendo el follaje. Ciertamente, nunca habían sentido tanta admiración por la naturaleza y al verla tan bella sentían satisfechos sus más sublimes deseos.

Por la noche volvían. La barca bordeaba las islas. Ellos se mantenían en el fondo, escondidos por la sombra, sin hablar. Los remos cuadrados sonaban entre los toletes de hierro; y era como si llevaran el compás como un metrónomo, mientras que, detrás, la cuerda que arrastraba no interrumpía su pequeño y leve chapoteo en el agua.

Una vez salió la luna, y ellos no dejaron de hacer frases, encontrando el astro melancólico y lleno de poesía; Emma hasta se puso a cantar:

Un soir, t ’en souvient-il? nous voguions, etc.

Su voz armoniosa y suave se perdía sobre las olas; y el viento se llevaba los trinos, que León escuchaba pasar, como un batir de alas, en tomo a él.

Emma estaba enfrente, apoyada contra la pared de la chalupa, donde entraba la luna por una de las ventanas abiertas. Su vestido negro, cuyos pliegues se extendían en abanico, la adelgazaba, la

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hacía más alta. Tenía la cabeza levantada, las manos juntas y los ojos mirando al cielo. A veces la sombra de los sauces la ocultaba por entero, después reaparecía de pronto, como una visión, en la luz de la luna.

León, en el suelo, junto a ella, encontró bajo su mano una cinta de seda punzó.

El barquero la miró y acabó por decir:-¡Ah!, puede que sea de una compañía que paseé el otro día.

Vinieron un montón de comediantes, señores y señoras, con pasteles, champagne, cornetines y toda la pesca. Había sobre todo un gran mozo, con un bigotito, que era la mar de divertido, y decían una cosa así:

“Vamos, cuéntanos algo..., Adolfo... Dodolfo...”, creo.Emma se estremeció.-¿Te encuentras mal? -le preguntó León acercándose a ella.-¡Oh, no es nada! Seguramente el fresco de la noche.-Y que no le deben de faltar mujeres, tampoco a ése -añadió

suavemente el viejo marinero creyendo halagar al forastero.Después, escupiendo las manos, volvió a coger los remos.¡Pero no hubo más remedio que separarse! Los adioses fueron

tristes. El mandaría sus cartas a casa de la tía Rollet; Emma le hizo unas recomendaciones tan precisas sobre el doble sobre, que León admiró mucho su astucia amorosa.

-Entonces ¿dices que todo está bien? -le preguntó en el último beso.

-¡Sí, desde luego! - “Pero ¿por qué -pensó después, volviendo solo por las calles- tiene tanto interés por ese poder?”

w

IV

León, a partir de ese instante, adquirió ante sus camaradas un aire de superioridad, se alejó de sus compañías y abandonó por completo sus documentos.

Él esperaba sus cartas, las leía una y otra vez. Le escribía. La recordaba con toda su pasión. El deseo de volver a verla llegó a tal

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limite, que un sábado por la mañana se escapó del estudio. Cuando, desde la cima de la colina, divisó en el valle la torre de la iglesia, con su veleta de hojalata que se movía a voluntad del viento, sintió esa extraña sensación, mezcla de placer y de egoísmo, que deben sentir los dueños de inmensas fortunas cuando regresan a ver sus pequeños y humildes pueblos que los vieron nacer.

Merodeó su casa. Una luz iluminaba la cocina. Buscó su sombra detrás de las cortinas. Pero nada aparecía.

La tía Le François, al verlo, lanzó sonoras exclamaciones y lo encontró muy espigado y flaco, mientras que Artemisa lo veía más robusto y moreno.

Como en otras ocasiones, lo llevaron a cenar en el pequeño comedor, pero esta vez solo, sin el preceptor, ya que Binet, comple­tamente hastiado de escuchar La Golondrina, resolvió adelantar la hora de su cena, y cenaba a las cinco en punto, una hora antes que de costumbre, y aún así decía que el antiguo armatoste se retrasaba.

León, sin embargo, se decidió y llamó a la puerta del médico. Emma estaba en su habitación, de donde no bajo hasta después de un cuarto de hora.

El señor estuvo complacido de verle de nuevo, pero no se movió de allí en toda la noche ni el siguiente día.

La vio sola por la noche, muy tarde, en el jardín, en la calleja -¡en la calleja, como el otro!-. Había tormenta y hablaban bajo un paraguas, al resplandor de los relámpagos.

Les resultaba intolerable la separación.-¡Antes morir! -decía Emma.Se retorcía sobre su brazo, bañada en lágrimas.-¡Adiós!... ¡Adiós!... ¿Cuándo volveré a verte?Volvieron sobre sus pasos para besarse otra vez; y entonces hizo

ella la promesa de encontrar muy pronto, por cualquier medio, la ocasión permanente de verse en libertad, al menos una vez por semana. Emma no lo dudaba. Por otra parte, estaba llena de esperanza. Iba a venirle dinero.

Y compró para su cuarto un par de cortinas amarillas de anchas rayas que monsieur Lheureux le había asegurado que eran muy baratas; soñó con una alfombra, y Lheureux, diciendo que “aquello

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no era beberse el mar” se comprometió muy finamente a proporcio­narle una. Enuna no podía pasar sin sus servicios. Mandaba a buscarle cada día veinte veces, y él se plantaba en su casa con sus géneros, sin permitirse un murmullo. Y no se entendía por qué la tía Rollet almorzaba en casa de Emma todos los días y hasta le hacía visitas particulares. En esta época, es decir, al comenzar el invierno, le dio como una gran fiebre musical.

Una vez que Carlos estaba escuchándola, volvió a empezar cuatro veces seguidas el mismo trozo, y siempre equivocándose, mientras que Carlos, sin notar la diferencia, exclamaba:

-¡Bravo!... ¡Muy bien!... ¡Haces mal, adelante!-¡No, es execrable! Tengo los dedos entumecidos.Al día siguiente, Carlos le rogó que le volviera a tocar algo.-¡Bueno, por darte gusto!Y Carlos confesó que había perdido un poco. Se equivocaba de

pentagrama, se embarullaba; después, parando en seco:-¡Ah, se acabó! Tendría que tomar lecciones, pero...Se mordió los labios y añadió:-Veinte francos por lección, ¡es demasiado caro!-Sí, en efecto... un poco... -dijo Carlos con una risita bobalico-

na- Sin embargo creo que se podría conseguir por menos, pues hay artistas sin fama que muchas veces valen más que las celebridades.

-Búscalos -dijo Emma.Al día siguiente, al volver, la contempló con unos ojos pillines,

hasta que no pudo menos de soltar esta frase:-¡Qué tozuda eres a veces! Hoy estuve en Barfeuchéres. Pues

bueno, madame Liégeard me ha asegurado que sus tres hijas, que están en la Misericordia, tomaban lecciones por cincuenta sous sesión, ¡y de una maestra famosa!

Emma se encogió de hombros y no volvió a abrir el piano.Pero cuando pasaba junto a él (si Bovary estaba allí), suspiraba:-¡A mi pobre piano!Y cuando iban a verla, no dejaba de contar que había abandonado

la música y que ahora no podía volver a ella por causa mayor. La compadecían. ¡Qué lástima, ella que tenía tanto talento! Hasta hablaron a Bovary. Le avergonzaban, y sobre todo el boticario:

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-¡Hace usted mal! Nunca se deben dejar en barbecho las facultades de la naturaleza. Además, piense usted, mi buen amigo, que animando a la señora a estudiar, economiza usted para más adelante en la educación musical de su hija. Yo pienso que las mujeres deben instruir ellas mismas a sus hijos. Es una idea de Rousseau, quizá un poco nueva todavía, pero acabará por imponer­se, estoy seguro, como la lactancia materna y la vacuna.

Carlos volvió una ’ez más sobre esta cuestión del piano. Emma respondió con actitud que era mejor venderle. Aquel piano que tantas vanidosas satisfacciones le había causado, verle marcharse era para Bovary como el indefinible suicidio de una parte de ella misma.

-S i tú quisieras... -le decía a Emma-, una lección de vez en cuando no sería después de todo muy ruinoso.

-Pero las lecciones -replicaba ella- sólo son provechosas cuando se dan seguidas.

Y así se las arregló para obtener de su esposo permiso para ir a la ciudad una vez per semana a ver a su amante. Y hasta, al cabo de un mes, encontraron que adelantaba mucho.

V

Era un día jueves. Ella se levantaba y se vestía silenciosamente para no despertar a Carlos, pues le reclamaría por levantarse tan tempra­no. Se paseaba por la habitación; desde las ventanas contemplaba la plaza. El amanecer trascurría por los mesones del mercado, y en la casa del boticario, con los postigos cerrados, se vislumbraban en el pálido color de la aurora, las mayúsculas de su rótulo.

Una vez que el reloj anunciaba las siete y quince, se iba a Lion d'or, y Artemisa salía todavía bostezando a abrirle la puerta y sacaba de entre las cenizas los carbones que estaban encendidos. Emma permanecía sola en la cocina; de vez en cuando salía de ésta. Hivert llegaba a enganchar sus caballos sin afanarse, mientras escuchaba a la tía Lefran?ois que, sacando la cabeza con gorro de algodón por una pequeña ventana, le pedía favores y le explicaba un montón de cosas

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que fastidiarían a cualquier otro hombre. Entre tanto, Emma golpea­ba sus botinas contra el patio pavimentado.

Finalmente, después de tomarse su copa, colocarse el capote, encender la pipa y empuñar la fusta, Hivert se acomodaba sosegada­mente en el pescante.

La Golondrina se alejaba a paso corto, y en un lapso de tres cuartos de hora se detenía en todas las plazas para recoger viajeros que la esperaban a la vera de los caminos o en los portales de los patios. Los que habían reservado el servicio desde la víspera se hacían esperar; algunos eran sorprendidos entre las cobijas; entonces Hivert debía llamarlos a gritos o dando fuertes golpes en las puertas. El viento penetraba silbando por las rendijas de las ventanas.

Mientras tanto las cuatro banquetas se iban ocupando, rodaba el carruaje, se sucedían en fila los manzanos; y la carretera, entre sus dos largas cunetas llenas de agua amarilla, iba continuamente estrechándose en el horizonte.

Emma la conocía de punta a cabo; sabía que después de un prado había un poste, luego un olmo, una granja o una caseta de caminero; a veces hasta llegaba a cerrar los ojos para prepararse sorpresas. Pero no perdía nunca el sentido claro de la distancia que había que recorrer.

Por fin se aproximaban las casas de ladrillo, la tierra resonaba bajo las ruedas, La Golondrina se deslizaba entre jardines, donde, a través de una empalizada, se veían estatuas, una parra, unos tejos recortados y un columpio. Después surgía la ciudad de una sola ojeada.

Descendiendo en anfiteatro y envuelta en la niebla, se extendía más allá de los puentes, confusamente. Luego volvía a subir en pleno campo con un movimiento monótono, hasta tocar a lo lejos la indecisa base del cielo pálido. Visto así desde arriba, todo el paisaje tenía un aire inmóvil como una pintura; los barcos de ancla se aglomeraban en un rincón; el río redondeaba su curva al pie de las colinas verdes, y las islas, de forma oblonga, parecían grandes peces negros parados sobre el agua. Las chimeneas de las fábricas despedían inmensos penachos oscuros que volaban por el extremo. Se oía el ruflido de las fundiciones junto con el carillón claro de las iglesias

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que se erguían en la bruma. Los árboles de los bulevares, sin hojas, formaban unas marañas color violeta en medio de las casas, y los tejados, relucientes de lluvia, espejeaban desigualmente, según la altura de los barrios. A veces una ráfaga de viento arrastraba las nubes hacia la cuesta de Santa Catalina, como oleadas aéreas que se rompían en silencio contra un acantilado.

Algo de vertiginoso emanaba para ella de aquellas existencias amontonadas, y su corazón se esponjaba abundantemente, como si las ciento veinte mil almas que allí palpitaban hubiesen enviado todas a la vez el vapor de las pasiones que ella les suponía. Su amor crecía ante el espacio y se llenaba de tumulto con los bordoneos vagos que subían. Lo proyectaba fuera, en las plazas, en los paseos, en las calles, y la vieja ciudad normanda se extendía a sus ojos como una capital desmesurada, como una Babilonia donde entraba. Se inclinaba sobre las dos manos por la ventanilla y aspiraba la brisa; los tres caballos galopaban. Las piedras chirriaban en el barro, la diligencia se balanceaba, e Hivert, de lejos, daba voces a los carricoches en la carretera, mientras los burgueses que habían pasado la noche en Bois-Guillaume bajaban la cuesta tranquila­mente en su cochecillo de familia.

Paraban en la barrera; Emma se desataba los chanclos, se cambiaba de guantes, se ponía bien el chal, y, a los veinte pasos, se apeaba de La Golondrina.

La ciudad se despertaba. Los dependientes, con gorro griego, frotaban el escaparate de las tiendas, y unas mujeres con cestos apoyados en la cadera lanzaban a intervalos un pregón sonoro en las esquinas de las calles. Emma caminaba con los ojos en el suelo, rozando las paredes y sonriendo de placer bajo su velo negro echado sobre los ojos.

Generalmente, por miedo de que la vieran, no tomaba el camino más corto. Se metía por callejuelas sombrías y llegaba toda sudorosa al pie de la Rué National, cerca de la fuente que allí hay. Es el barrio del teatro, de los cafetines y de las prostitutas. De vez en cuando paraba junto a ella un carruaje con unos decorados que trepidaban. Unos mozos en delantal echaban arena sobre las losas, entre arbustos verdes. Olía a ajenjo, a cigarro y a ostras.

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258 Gusta ve Flaubert— -■ —

Emma torcía por una calle; le reconocía por el pelo rizado que se le escapaba del sombrero.

León, en la acera, continuaba caminando. Ella le seguía hasta el hotel; subía él, abría la puerta, entraba... ¡Qué abrazo!

Después se precipitaban las palabras, los besos. Se contaban las contrariedades de la semana, los presentimientos, las inquietudes por las cartas; pero en seguida lo olvidaban todo, se miraban de frente, con risas voluptuosas y palabras tiernas.

La cama era una gran cama de caoba en forma de barca. Las cortinas de seda roja lisa que bajaban del techo, se entallaban muy abajo, cerca del cabecero combado hacia atrás; y nada tan bello co­mo su pelo castaño y su piel blanca destacándose sobre aquel color púrpura, cuando, con un gesto de pudor, cerraba los brazos y se tapaba la cara con las manos.

El tibio aposento, con su alfombra discreta, sus ornamentos alegres y su luz tranquila, parecía acomodado a las intimidades de la pasión. Los barrotes terminando en flecha, los alzapaños de cobre y las gruesas bolas de los morillos relucían de pronto cuando el sol entraba. Sobre la chimenea, entre los candelabros, había dos de esas caracolas rosadas en las que se oye el ruido del mar cuando se aplican al oído.

¡ Cómo les gustaba esta buena habitación llena de alegría, a pesar de su pompa un poco ajada! Encontraban siempre los muebles en su sitio, y a veces unas horquillas que Emma había olvidado el jueves anterior debajo del pedestal del reloj de mesa. Almorzaban al amor de la lumbre, en un pequeño velador con incrustaciones de palisan­dro. Emma trinchaba, le ponía las lonchas en el plato diciéndole toda clase de zalamerías, y se reía con una risa sonora y libertina cuando la espuma del champaña desbordaba de la ligera copa sobre las sortijas de sus dedos. Tan perdidos estaban en la posesión de ellos mismos, que se creían allí en su propia casa y como si hubieran de vivir en ella hasta la muerte, como dos eternos recién casados. Decían «nuestro cuarto», “nuestra alfombra”, “nuestras butacas”, y ella llegaba a decir “mis zapatillas”, un regalo de León, un capricho que ella había tenido. Eran unas zapatillas de raso color rosa con orillo de cisne. Cuando se sentaba en las rodillas del amante, su

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pierna, que resultaba entonces demasiado corta, pendía en el aire, y aquella monería de calzado, que dejaba el talón al aire, sólo se sostenía por los dedos al pie desnudo.

El pasante saboreaba por primera vez la inefable delicadeza de las elegancias femeninas. Nunca había conocido aquella gracia de lenguaje, aquella reserva del vestido, aquellas posturas de paloma adormilada. Admiraba la exaltación de su alma y los encajes de su falda. Además, ¿no era una mujer de la buena sociedad, y una mujer casada, en fin: una verdadera amante?

Por su humor variable, tan pronto místico como jocundo, parlanchína, taciturna, exaltada, indiferente, iba despertando en él mil deseos, evocando instintos o reminiscencias. Era la enamorada de todas las novelas, la heroína de todos los dramas, la vaga ella de todos los libros de versos. León veía sobre sus hombros el color ambarino de la Odalisca en el baño; tenía el largo corpiño de las castellanas feudales; parecía también la Mujer pálida de Barcelona, ¡pero era, por encima de todo, Ángel!

Muchas veces, al mirarla, le parecía que su alma se escapaba hacia ella y se expandía como una onda sobre el contorno de su cabeza y descendía a la blancura de su pecho.

Se sentaba en el suelo ante ella; y, apoyados los codos en las rodillas, la contemplaba con una sonrisa, tensa la frente.

Emma se inclinaba hacia él, como sofocada de ebriedad:-¡Oh, no te muevas, no hables, mírame! ¡Emana de tus ojos algo

tan dulce, que me hace tanto bien!Le llamaba niño:-¿Me amas, niño mío?Y en la precipitación de sus labios que subían a la boca de él, no

esperaba su respuesta.El reloj remataba en un pequeño cupido de bronce que hacía

monerías redondeando los brazos bajo una guirnalda dorada. Les hizo reír muchas veces; pero cuando tenían que separarse todo les parecía serio.

Inmóviles frente a frente, se repetían:-¡Hasta el jueves!... ¡Hasta el jueves!...De pronto Emma le cogía la cabeza con las dos manos, le besaba

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precipitadamente en la frente exclamando: «¡Adiós!» Y se lanzaba escalera abajo.

Iba a la rué de la Comédie, aúna peluquería, para que la peinaran. Anochecía; encendían el gas en la tienda.

Oía la campanilla del teatro llamando a los cómicos para la representación; y, enfrente, veía pasar a unos hombres de tez blanca y a unas mujeres con vestidos ajados, que entraban por la puerta que conducía entre bastidores.

Hacía calor en aquella pequeña peluquería muy baja de techo, donde zumbaba la estufa entre pelucas y pomadas. El olor de las tenacillas, con aquellas manos grasientas que le manipulaban la cabeza, no tardaba en aturdiría, y se adormecía un poco bajo el peinador. A veces el dependiente que la peinaba le ofrecía entradas para el baile de máscaras.

Después se iba. Volvía a subir las calles, llegaba a La Croix Rouge; se volvía a poner los chanclos, que había escondido por la mañana debajo de un banco, y se acomodaba en su sitio, entre los viajeros un poco irritados. Algunos se apeaban al pie de la cuesta. Se quedaba sola en la diligencia.

En cada recodo se veían cada vez más todas las luces de la ciudad, que formaban un gran vaho luminoso sobre las casas indiferenciadas. Emma se arrodillaba sobre los cojines y se le perdía la mirada en aquel deslumbramiento. Sollozaba, llamaba a León y le enviaba palabras tiernas y besos que se perdían en el viento.

Había en la cuesta un pobre diablo que vagabundeaba con su palo en medio de las diligencias. Iba cubierto de andrajos, tapada la cara con un viejo castor aplastado, formando una especie de palangana; pero, cuando se lo quitaba, descubría en el lugar de los párpados dos órbitas abiertas y sanguinolentas. La carne se desflecaba en fragmen­tos rojos, y de ella resbalaban unos líquidos que formaban unos regueros de sama verde hasta la nariz, cuyas negras aletas sorbían convulsivamente. Para hablar, echaba atrás la cabeza con una risa idiota; entonces, sus pupilas azuladas, girando con un movimiento continuo, iban a estrellarse, hacia las sienes, con el borde de la Haga viva.

Cantaba una pequeña canción siguiendo a los carruajes:

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Souvent la chaleur d ’un beau jourFait rêver fillette à l ’amour.

Y en todo lo demás había pájaros, sol y follaje.A veces, el vagabundo surgía de pronto, descubierto, detrás de

Emma. Ella se retiraba dando un grito. Hivert se acercaba a darle bromas. Le decía que debía tomar una barraca en la feria de San Román, o bien le preguntaba riendo qué tal estaba su amiguita.

A veces, ya el coche en marcha, el chapeo del vagabundo entraba de pronto en la diligencia por la ventanilla, mientras el hombre, con el otro brazo, se encaramaba en el estribo, entre las salpicaduras de las ruedas. Su voz, que empezaba en vagido, acababa en un grito agudo. Se prolongaba en la noche como indistinto lamento de una indefinida angustia; y, a través del sonar de los cascabeles, del murmullo de los árboles y del zumbido de la caja hueca, aquel lamento tenía algo de lejano que perturbaba a Emma. Le llegaba al fondo del alma como cae un torrente en un abismo, y la arrastraba a los espacios de una melancolía infinita. Pero Hivert, que notaba la inclinación del contrapeso, soltaba a tientas grandes latigazos. La tralla le pegaba en las llagas y el vagabundo caía en el barro lanzan­do un alarido.

Después los viajeros de La Golondrina acababan por dormirse, unos con la boca abierta, otros con la barbilla sobre el pecho, apoyándose en el hombro del vecino, o bien pasado el brazo en la correa, oscilando con regularidad al compás del movimiento del vehículo; y el reflejo del farol que se balanceaba fuera, sobre la redonda copa de los limoneros, penetrando en el interior a través de las cortinas de calicó color chocolate, proyectaba unas sombras sanguinolentas sobre todos aquellos individuos inmóviles. Emma, transida de tristeza, tiritaba bajo sus vestidos y sentía los pies cada vez más fríos, con la muerte en el alma.

Carlos la esperaba en casa; los jueves, La Golondrina llegaba siempre con retraso. ¡Por fin llegaba la señora! Apenas si besaba a la niña. Si la cena no estaba preparada, no tenía importancia. Disculpaba a la cocinera. Ahora todo parecía estarle permitido a aquella muchacha.

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A veces, el marido, viéndola tan pálida, le preguntaba si no se encontraba mal.

-No -decía Emma.-Pues te encuentro muy rara esta noche.-¡Bah, no es nada, no es nada!Algunos días, apenas llegaba, se subía a su cuarto; y Justino, que

estaba allí, andaba a pasos quedos, más ingenioso en servirla que una excelente doncella. Colocaba las cerillas, la palmatoria, un libro, le preparaba el camisón, le abría la cama.

-¡Bueno, está bien, vete! -le decía.Pues el muchacho permanecía allí de pie, las manos colgando y

los ojos abiertos, como enredado en los hilos innumerables de una ensoñación súbita.

El día siguiente era horrible y los sucesivos más intolerables por la impaciencia que sentía Emma de reanudar su felicidad, una concupiscencia ávida inflamada de imágenes conocidas y que, el séptimo día, explotaba a sus anchas en las caricias de León, que, por su parte, escondía sus ardores bajo expansiones de pasmo maravi­llado y agradecido. Emma gustaba este amor de manera discreta y absorta, lo mantenía con todos los artificios de su ternura y temblaba un poco de miedo de llegar a perderlo.

Solía decirle con dulzuras de voz melancólica:-¡Ah, me dejarás!... ¡Te casarás!... Serás como los otros.León preguntaba:-¿Qué otros?-Pues los otros, los hombres.Luego añadía rechazándole con un gesto lánguido:-¡Sois todos unos infames!Un día, hablando filosóficamente de las desilusiones terrestres,

Emma llegó a decir (por suscitar los celos del amante o quizá cediendo a una necesidad de expansión demasiado fuerte) que en otro tiempo, había amado a alguien antes que a él, “no como a ti” añadió en seguida, asegurando por la vida de su hija que no había pasado nada.

El joven la creyó, pero le preguntó qué hacía aquel hombre.-Era capitán de barco, querido mío.

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¿No era esto prevenir cualquier averiguación y al mismo tiempo elevarse muy alto por aquella supuesta fascinación ejercida sobre un hombre que debía de ser de temple belicoso y estar acostumbrado a homenajes?

Y el pasante sintió entonces la miseria de su condición; envidió las charreteras, las cruces, los títulos. Todo esto debía de gustarle a ella; León sospechaba sus costumbres dispendiosas.

Sin embargo, Emma callaba muchas de sus extravagancias, tales como el deseo de tener, para llevarla a Ruán, un tílburi azul con un caballo inglés y conducido por un groom que calzaría botas con vueltas. Fue Justino quien le inspiró este capricho, suplicándole que le tomara de ayuda de cámara; esta privación no amortiguaba en cada cita el placer de la llegada, pero sí aumentaba la amargura del regreso.

Muchas veces, cuando hablaban de París, ella acababa murmu­rando:

-¡Ah, qué bien viviríamos allí los dos!-¿No somos felices? -respondía dulcemente el joven, pasándole

la mano por el pelo.-Sí, es verdad, estoy loca. ¡Bésame!Estaba con su marido más encantadora que nunca, le hacía

cremas de pistache y tocaba valses después de cenar. De suerte que Carlos se consideraba el más afortunado de los hombres, y Emma vivía sin preocupación, cuando una noche le preguntó Carlos de pronto:

-Es mademoiselle Lempereur la que te da lecciones, ¿verdad?-Sí.-Pues la he visto hoy -repuso Carlos- en casa de madame

Liégeard. Le hablé de ti y no te conoce.Aquello fue como un rayo, pero Emma replicó con naturalidad:-Seguramente habrá olvidado mi nombre.-¿O será que hay en Ruán -dijo el médico- varias mademoiselle

Lempereur que son profesoras de piano?-¡Es posible!Y luego, con viveza:-¡Ah, tengo sus recibos!, verás.

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Fue al secretaire, revolvió en todos los cajones, mezcló los papeles y tan bien acabó por perder la cabeza, que Carlos insistió para que no se cansara tanto buscando aquellos míseros recibos.

-¡Oh, ya los encontraré! -dijo.Y, en efecto, el viernes siguiente, Carlos, al ponerse una de sus

botas en el cuarto donde guardaban la ropa, notó un papel entre el cuero y el calcetín, lo cogió y leyó:

“He recibido por tres meses de lecciones y diversas piezas la cantidad de sesenta y cinco francos. FELICIE LEMPEREUR, profesora de música”.

-¿Cómo diablos está esto en mis botas?-Seguramente -contestó Emma- se habrá caído de la vieja caja

de facturas que está al borde de la tabla.A partir de este momento, su vida no fue más que una serie de

mentiras, en las que envolvía su amor, como en unos velos, para esconderlo.

Era una necesidad, una manía, un placer, hasta el punto de que, si un día decía que la víspera había pasado por el lado derecho de una calle, había que creer que había pasado por el lado izquierdo.

Una mañana que salió, según costumbre, bastante ligera de ropa, empezó a nevar de pronto; asomado Carlos a la ventana mirando el tiempo, vio a monsieur Boumisien en el cochecillo de Tuvache que le llevaba a Ruán. Bajó a dar al eclesiástico un grueso chal para que se lo entregara a la señora en cuanto llegara a La Croix Rouge. Boumisien preguntó en seguida dónde estaba la esposa del médico de Yonville.

La hostelera contestó que frecuentaba muy poco su estable­cimiento. Al llegar la noche, el cura vio a madame Bovary en La Golondrina y le contó lo que había pasado, sin darle, al parecer, importancia, pues se puso a cantar las alabanzas de un predicador que por entonces hacía maravillas en la catedral y al que iban a oír todas las señoras.

Pero, si el cura no había pedido explicaciones, otros podrían después ser menos discretos. Por lo cual Emma consideró oportuno parar en La Croix Rouge, de suerte que las buenas gentes de su pueblo que la veían en la escalera no sospechaban nada.

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Ahora bien, un día la encontró monsieur Lheureux saliendo del Hotel de Boulogne del brazo de León, y Emma tuvo mie­do, pensando que el traficante se iba a ir de la lengua. No era tan tonto.

Pero, a los tres días, entró en su cuarto, cerró la puerta y dijo:-Me hace falta dinero.Emma declaró que no podía dárselo. Lheureux se deshizo

en lamentaciones y recordó todas las complacencias que había ^ tenido.

En efecto, de los dos pagarés suscritos por Carlos, Emma, hasta entonces, había pagado sólo uno. En cuanto al segundo, el traficante accedió a los ruegos de Emma sustituyéndolo por otros dos y aun prolongando mucho el plazo de vencimiento. Después sacó del bolsillo una lista de artículos no pagados, a saber: las cortinas, la alfombra, la tela para las butacas, varios vestidos y diversos artículos de tocador, cuyo valor ascendía a unos dos mil francos.

Emma bajó la cabeza; Lheureux añadió:-Pero si no tiene dinero, tiene hacienda.E indicó una finquicilla sita en Bameville, cerca de Aumale, que

no rentaba gran cosa. Había sido una dependencia de una pequeña granja vendida por monsieur Bovary padre, pues Lheureux lo sabía todo, hasta el número de hectáreas y el número de lindantes.

-Yo, en su lugar -decía-, me desprendería de eso, y todavía quedaría dinero.

Emma objetó la dificultad de un adquirente; el traficante le dio esperanza de encontrarlo, pero Emma preguntó cómo se las iba a arreglar para poder vender.

-¿No tiene un poder? replicó Lheureux.Esta palabra le hizo el efecto de una ráfaga de aire fresco.-Déjeme la cuenta -dijo Emma.-¡No vale la pena!Volvió a la semana siguiente ponderando lo mucho que le había

costado descubrir a un tal Langlois que codiciaba desde hacía mucho tiempo la finquicilla, pero sin dar precio.

-¡No importa el precio! -exclamó Emma.Sí que importaba, había que esperar, tantear a aquel mozo. La

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cosa valía la pena de un viaje, y, como ella no podía hacer aquel viaje, Lheureux le ofreció hacerlo él, para confabularse con Langlois. Cuando volvió, dijo que el adquirente ofrecía cuatro mil francos.

Emma respiró con esta noticia.-La verdad es que está bien pagado -remató Lheureux.Emma cobró inmediatamente la mitad del importe y, cuando fue

a pagar la cuenta, el traficante le dijo: '-Me da pena, de verdad, que se desprenda de una vez de una

cantidad tan importante.Emma miró los billetes de banco; y, pensando en las muchísimas

citas que representaban aquellos dos mil francos balbució:-¡Pero cómo! ¡Pero cómo!-¡Bueno! -exclamó el hombre riendo bonachonamente-, en las

facturas se pone lo que se quiere. ¿Acaso no sé yo lo que pasa en los matrimonios?

Y la miraba fijamente, a la vez que hacía resbalar entre las uñas dos largos papeles. Por fin, abriendo la cartera, extendió sobre la mesa cuatro pagarés a la orden, de mil francos cada uno.

-Firme esto -dijo- y quédese con todo.Emma se resistió, escandalizada.-Pero si le doy el sobrante -dijo descaradamente monsieur

Lheureux-, ¿no le hago un favor?Y, cogiendo una pluma, escribió al pie de la cuenta: “He recibido

de madame Bovary cuatro mil francos”.-¿De qué se preocupa, si va a cobrar dentro de seis meses lo que

falta de su barraca, y yo le pongo el vencimiento del último pagaré para después del pago?

Emma se embarullaba un poco en sus cálculos, y los oídos le tintineaban como si en tomo suyo sonaran sobre el suelo monedas de oro cayendo de unos sacos rotos. Finalmente Lehureux le explicó que tenía un amigo, Vinsart, banquero de Ruán, que descontaría aquellos cuatro pagarés, y luego él entregaría a la señora el sobrante de la deuda efectiva.

Pero, en vez de los dos mil francos, no le trajo más que mil ochocientos, pues el amigo Vinsart (como era justo) había deducido doscientos por gastos de comisión y de descuento.

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Después pidió al descuido un recibo.-Y a sabe..., en el comercio..., a veces... Y con la fecha, por favor,

la fecha.Ante Emma se abrió un horizonte de fantasías realizables. Tuvo

la suficiente prudencia para guardar mil escudos, con lo que pagó, cuando vencieron, los tres primeros pagarés; pero el cuarto cayó en la casa, por casualidad, un jueves, y Carlos, muy trastornado, esperó pacientemente a que volviera su mujer para enterarse.

Si no le había hablado de aquel pagaré, fue por ahorrarle preo­cupaciones domésticas; se sentó sobre sus rodillas, le acarició, le arrulló, hizo una larga enumeración de todas las cosas indispen­sables compradas a crédito.

-En fin, reconocerás que, para tanta cosa, no es demasiado caro.Carlos, sin saber qué hacer, recurrió al eterno Lheureux, el cual

juró arreglar las cosas si el señor le firmaba dos pagarés, uno de ellos de setecientos francos con vencimiento a los tres meses. Para poder hacerlo, escribió a su madre una carta patética. La madre, en vez de mandar la respuesta, se presentó ella misma; y cuando Emma quiso saber si Carlos había sacado algo en limpio, le contestó:

-Sí, pero quiere ver la factura.Al día siguiente, en cuanto amaneció, Emma fue a pedirle a

monsieur Lheureux que hiciera otra cuenta no superior a mil francos, pues, para enseñar la de cuatro mil habría que decir que había pagado las dos terceras partes, confesar en consecuencia la venta del inmueble, negociación bien llevada por el traficante y que no se supo, en efecto, hasta más tarde.

A pesar del precio, muy bajo, de cada artículo, madame Bovary madre encontró exagerado el gasto.

-¿Es que no se podía pasar sin una alfombra? ¿Qué falta hacía cambiar la tela de las butacas? En mis tiempos no había en la casa más que una butaca, para las personas mayores -al menos así era en casa de mi madre, que era una mujer honrada, te lo digo yo-. ¡No todo el mundo puede ser rico! ¡Y no hay fortuna que aguante el despilfarro! ¡ A mí me daría vergüenza vivir con todos esos primores como vosotros!, y eso que yo soy vieja, necesito cuidados... ¡Vaya

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un arreglo, tanto aparentar! ¡Seda para forro a dos francos, cuando hay chaconadas a dos reales, y hasta a cuatro perras, que están muy requetebién!

Emma, adosada en la butaca, replicaba lo más tranquilamente posible:

-¡Bueno, señora, ya está bien, ya está bien!...La señora seguía sermoneándola, prediciéndoles que acabarían

en el asilo. Después de todo, la culpa la tenía Bovary. Afortunada­mente había prometido anular aquel poder...

-¿Qué?-Me lo ha jurado -dijo la buena mujer.Emma abrió la ventana, llamó a Carlos y el pobre muchacho tuvo

que confesar la palabra que le había arrancado su madre.Emma desapareció y volvió en seguida tendiéndole majestuosa­

mente una hoja de grueso papel.-Gracias -le dijo la suegra.Y tiró el poder a la lumbre.Emma se echó a reír con una risa estridente, estrepitosa, conti­

nua: tenía un ataque de nervios.-¡Ay Dios mío! -exclamó Carlos-. Y también tú la has hecho

buena, ¡vienes a armarle líos!La madre, encogiéndose de hombros, decía que todo aquello era

un paripé.Pero Carlos, rebelándose por primera vez, salió tan resuelto en

defensa de su mujer que madame Bovary decidió marcharse. Se fue al día siguiente, y, en el umbral, como Carlos intentara retenerla, replicó:

-¡No, no! La quieres más que a mí, y haces bien, así tiene que ser. Pero ¡ya verás, ya verás!... Que te conserves bien, pues voy a tardar en venir a armar líos, como tú dices.

No por marcharse la madre se arregló Carlos con Emma, pues ésta no ocultaba el rencor que le tenía por haberle negado su confianza; tuvo que rogarla mucho para que accediera a tener otra

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vez el poder, y por fin la acompañó a la notaría de monsieur Guillaumin para hacerle uno igual.

-Lo comprendo -dijo el notario-, un hombre de ciencia no puede entretenerse en los detalles prácticos de la vida.

Y Carlos se sintió aliviado por esta reflexión lisonjera que daba a su debilidad las halagüeñas apariencias de una preocupación superior.

¡Qué desbordamiento el jueves siguiente en el cuarto del hotel, con León! Rió, lloró, cantó, bailó, mandó subir sorbetes, quiso fumar cigarrillos, y a León le pareció extravagante, pero adorable, soberbia.

No sabía qué reacción de todo su ser la impulsaba más a precipitarse a los goces de la vida. Sé volvía irritable, glotona y voluptuosa; y se paseaba con él por las calles, con la cabeza alta, sin miedo -decía- de comprometerse. Sin embargo, a veces se es­tremecía ante la idea repentina de encontrarse con Rodolfo; pues, aunque separados para siempre, le parecía que no estaba completa­mente liberada de su dependencia.

Una noche no volvió a Yonville. Carlos estaba loco de impacien­cia, y la pequeña Berta no quería irse a la cama sin su mamá y lloraba a gritos. Justino, a todo evento, había salido a la carretera. Monsieur Homais había dejado su botica.

Por fin, a las once, Carlos no pudo aguantar más, enganchó el coche, saltó al pescante, fustigó al caballo y llegó a las dos de la madrugada a La Croix Rouge. Pensó que acaso la habría visto el pasante, pero ¿dónde vivía? Carlos, afortunadamente, recordó las señas de su patrón. Y allá se fue.

Empezaba a amanecer. Distinguió unos rótulos sobre una puer­ta; llamó. Alguien, sin abrir, le gritó la información que pedía, añadiendo una ristra de insultos contra los que molestaban a la gente durante la noche.

La casa donde vi vía el pasante no tenía ni campanilla ni picaporte ni portero. Carlos golpeó fuertemente con el puño las ventanas. Pasó un guardia; entonces tuvo miedo y se marchó.

“Estoy loco -se decía-; seguramente la harían quedarse a cenar en casa de monsieur Lormeaux”.

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La familia Lormeaux ya no vivía en Ruán.“Se quedaría a cuidar a madame Dubreuil. ¡Ah, pero si madame

Dubreuil se murió hace diez meses!... ¡Dónde estará entonces!”Se le ocurrió una idea. Pidió en un café el Anuario y buscó

rápidamente el nombre de mademoiselle Lempereur, que vivía en la rué Ranelle-des-Maroquiniers, número 74.

Al entrar él en esta calle, apareció Emma en la otra punta; Carlos, más que abrazarla, se arrojó sobre ella exclamando:

-¿Quién te ha retenido ayer?-He estado enferma.-¿De qué?... ¿Dónde?... ¿Cómo?Emma se pasó la mano por la frente y contestó:-En casa de mademoiselle Lempereur.-¡Estaba seguro! Allá iba ahora mismo.-¡Oh!, no vale la pena. Acaba de salir hace un momento. Pero

otra vez no te preocupes. Si sé que el menor retraso te trastorna de ese modo, no me sentiré libre, ya puedes comprenderlo.

Era como un permiso que se tomaba para no preocuparse en sus escapadas. Y lo aprovechó a sus anchas, con largueza. Cuando la acuciaban las ganas de ver a León, se iba con cualquier pretexto, y, como él no la esperaba aquel día, iba a buscarle al estudio.

Las primeras veces fue para él una gran alegría, pero al poco tiempo le dijo la verdad: que su patrón se quejaba mucho de aquellas irregularidades.

-¡Bah, vente! -replicaba ella.Y León se escapaba.Emma quiso que se vistiera todo de negro y se dejara una

perillita, para parecerse a los retratos de Luis XIII. Deseó conocer su alojamiento y lo encontró pobretón; él se sonrojó y ella no hizo caso; le aconsejó que comprara unas cortinas parecidas a las suyas, y como León objetara el gasto:

-¡Ah, ah, te agarras a tus dineritos! -exclamó riendo.León tenía que contarle cada vez todo lo que había hecho desde

la última cita. Pidió versos, versos para ella, una pieza de amor en honor suyo; León no logró nunca encontrar la rima del segundo verso, y acabó por copiar un soneto en un keep sake.

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Más que por vanidad lo hizo por complacerla. No discutía sus ideas; aceptaba todos sus gustos; iba siendo él la querida de ella más que ella la suya. Emma le decía palabras tiernas con unos besos que le robaban el alma. ¿Dónde habría aprendido esta corrupción, casi inmaterial a fuer de profunda y disimulada?

VICuando iba a verla, se quedaba a cenar en casa del boticario, y se sentía comprometido a invitarlo a su vez.

-¡Será un placer! -respondió Homais-; además necesito rejuve­necerme un poco, pues me estoy volviendo un poco tonto aquí. ¡Iremos al restaurante, al teatro; nos divertiremos!

-¡Por Dios, hijo mío!- exclamó tiernamente madame Homais, algo asustada por los posibles peligros que podría correr su marido.

-¡Qué pasa! ¡No crees que ya expongo bastante mi salud viviendo en medio de los efluvios de la farmacia! ¡Cómo son las mujeres! Primero tienen celos de la ciencia, después se oponen a que uno goce las más sanas distracciones. De todos modos, cuente conmigo; cualquier día nos veremos en Ruán y nos gastaremos juntos nuestros monises.

En otras ocasiones, el boticario no hubiera recurrido a semejante expresión; ahora se sentía muy jovial y quería darse un estilo muy parisiense que le parecía de buen gusto. Igual que madame Bovary, su vecina, interrogaba al viandante con mucha curiosidad sobre las costumbres de la capital y hasta quería posar pronunciando palabras como turne, bazar, chicará, chicandard, Bredastreet, y aquello de Je me la casse, que quiere decir me voy. Un jueves, Emma se sor­prendió de encontrar en la cocina del Lion d ’or a monsieur Homais, preparado para viajar, con su viejo abrigo que nunca le había visto, con una maleta y con un folgo. A nadie le había comunicado su in­tención, temeroso de que los demás se preocuparan por su ausencia.

Seguramente la idea de volver a ver el escenario de su juventud le exaltaba, pues no paró de discurrir en todo el camino; nada más llegar saltó vivamente de la diligencia para ir en busca de León; en

16 Monises: moneda de plata de aquella época.

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vano se resistió el pasante: monsieur Homais le llevó al gran Café de Normandie, donde entró majestuosamente, sin quitarse el som­brero, pues le parecía muy provinciano descubrirse en un lugar público.

Emma esperó a León tres cuartos de hora. Por fin se dirigió a su estudio y, perdida en toda clase de suposiciones, acusándole de indiferencia y reprochándose a sí misma su debilidad, pasó la tarde con la frente pegada a los cristales.

A las dos, los dos hombres seguían sentados a la mesa uno enfrente del otro. El comedor se iba quedando vacío; el tubo de la estufa, en forma de palmera, contorneaba en el techo blanco su penacho dorado; y cerca de ellos, detrás de la vidriera, a pleno sol, un pequeño surtidor gorgoteaba en una pileta de mármol donde, entre berros y espárragos, tres bogavantes aletargados se extendían hasta unas codornices apiladas de lado en la orilla inclinada.

Homais se deleitaba. Más ebrio aún del lujo que de la buena mesa, sin embargo el vino de Pomard le excitaba un poco las facultades, y cuando apareció la tortilla al ron, expuso sobre las mujeres unas teorías inmorales. Lo que más le seducía era lo chic. Adoraba un atuendo elegante en una casa bien amueblada, y, en cuanto a las prendas corporales, no detestaba el buen bocado.

León miraba el reloj con desesperación. El boticario seguía bebiendo, comiendo, hablando.

-En Ruán se encontrará usted muy privado -dijo de pronto-. Pero sus amores no quedan lejos.

Y como el otro se sonrojara:-¡Vamos, sea franco! No me va a negar que en Yonville...El joven balbució:-En casa de madame Bovary, ¿no cortejaba usted a...?-¿A quién?-¡A la criada!No bromeaba; pero en León se impuso la vanidad a . toda

prudencia, y, sin querer, protestó. Además no le gustaban más que las mujeres morenas.

-Le alabo el gusto -dijo el boticario-: son más ardientes.Y, acercándose al oído de su amigo, indicó los síntomas por los

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que se conocía que una mujer era ardiente. Hasta se lanzó a una digresión etnográfica: la alemana era vaporosa, la francesa libertina, la italiana apasionada.

-¿Y las negras? -preguntó el pasante.-Eso es un gusto de artista -dijo Homais-. ¡Mozo, dos medias

tazas!-¿Nos vamos? -dijo León al fin impacientándose.-Yes.Pero, antes de marcharse, quiso ver al jefe de comedor y le

felicitó.León, para quedarse solo, alegó que tenía que hacer.-¡Ah, pues le escoltaré! -dijo Homais.Y, mientras bajaba las calles con él, se puso a hablar de su mujer,

de sus hijos, del porvenir de éstos y de su farmacia, recalcando la decadencia en que la encontró y el grado de perfección en que él la había puesto.

Llegado ante el Hotel de Boulogne, León dejó bruscamente al boticario, subió la escalera y encontró trastomadísima a su amante.

Al oír el nombre del boticario, se enfureció. Sin embargo, León acumulaba razones justificadas; él no tenía la culpa: ¿acaso ella no conocía a monsieur Homais? ¡Podía pensar que prefiriera su com­pañía? Pero Emma le rechazaba; León la retuvo, y, cayendo de rodillas, la abrazó por la cintura, en una postura lánguida llena de concupiscencia y de súplica.

Emma estaba de pie; sus grandes ojos inflamados le miraban muy serios y con una expresión casi terrible. Luego se los nublaron las lágrimas, bajó los rosados párpados, abandonó las manos y, cuando León se las llevaba a la boca, apareció un criado diciendo al señor que preguntaban por él.

-¿Volverás? -preguntó Emma.-Sí.-Pero ¿cuándo?-En seguida.-Es un truco -dijo el boticario al ver a León-. Ha sido por

interrumpir esa visita que me parecía que le contrariaba. Vamos a Bridoux a tomar una copa.

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León juró que no tenía más remedio que volver a su estudio. El boticario bromeó sobre los papeleos, el procedimiento judicial, etc.

-¡Déjese un poco de Cujas y Barthole17, qué diablo! ¿Quién se lo impide? ¡Sea valiente! Vamos a Bridoux; verá su perro. ¡Es curiosísimo!

Y como el pasante siguiera firme en su propósito:-Bueno, iré con usted. Le esperaré leyendo un periódico o me

pondré a hojear el código.León, aturdido por la furia de Emma, la charlatanería de mon-

sieur Homais y quizá la digestión del copioso almuerzo, estaba indeciso y como fascinado por el boticario, que insistía:

-¡Vamos a Bridoux! Está a dos pasos, en la rué Malpalu.Y por cobardía, por bobería, por ese incalificable sentimiento

que nos lleva a las acciones más desagradables, se dejó conducir a Bridoux; y le encontraron en su pequeño patio, vigilando a tres muchachos que jadeaban dándole vueltas a la gran rueda de un aparato para hacer agua de Seltz. Homais les dio consejos, besó a Bridoux; tomaron garus18. Veinte veces intentó León marcharse, pero el otro le sujetaba por el brazo diciéndole:

-¡En seguida, ahora voy! Iremos al Fanal de Rouen a ver a esos señores. Le presentaré a Thomassin.

Logró librarse de él y llegó de una carrera al hotel. Emma ya no estaba.

Acababa de marcharse, exasperada. Ahora le odiaba. Aquella falta de palabra en la cita le parecía un ultraje, y buscaba otras razo­nes más para separarse de él: era incapaz de heroísmo, débil, super­ficial, más blando que una mujer, y además tacaño y pusilánime.

Después, calmándose, acabó por descubrir que seguramente le había calumniado. Pero la denigración de los que amamos siempre nos separa de ellos un poco. A los ídolos no hay que tocarlos: se queda el dorado en las manos.

Hablaron más frecuentemente de cosas indiferentes a su amor;

17 Juristas importantes. El primero francés y el segundo italiano.18 Garus: combinación hecha de canela, azafrán, etc.

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y, en las cartas que Emma le mandaba, se trataba de flores, de versos, de la luna y de las estrellas, recursos ingenuos de una pasión que va perdiendo fuerza e intenta recobrarla con todos los recursos exterio­res. Emma se prometía continuamente, para el próximo viaje, una felicidad intensa; después se confesaba no sentir nada extraordina­rio. En seguida, una nueva esperanza borraba aquella decepción, y Emma volvía a él más inflamada, más ávida. Se desnudaba brutal­mente, arrancando el delgado cordón del corsé, que silbaba en tomo a sus caderas como una sierpe reptante. Iba de puntillas, descalza, a mirar otra vez si la puerta estaba cerrada, y en seguida dejaba caer juntas, de un solo ademán, todas sus prendas. Y, pálida, seria, sin hablar, se abatía contra su pecho con un largo estremecimiento.

Pero sobre aquella frente cubierta de gotas frías, en aquellos labios balbucientes, en aquellos ojos extraviados, en la presión de aquellos brazos, había algo de extremado, de vago y de lúgubre que a León le parecía deslizarse entre ellos, sutilmente, como para separarlos. No se atrevía a hacerle preguntas; pero, viéndola tan experta, pensaba que había debido de pasar por todas las pruebas del sufrimiento y del placer. Lo que antes le encantaba ahora le asustaba un poco. Por otra parte, se rebelaba contra la absorción, cada vez mayor, de su personalidad. Dentro de sí mismo, reprochaba a Emma esta victoria permanente. Hasta se esforzaba por no amarla; luego, al oír el crujir de sus botinas, se sentía cobarde, como los borrachos al ver los licores fuertes.

Emma no dejaba, sin embargo, de prodigarle toda clase de atenciones, desde primores gastronómicos hasta coqueterías de atuendo y miradas lánguidas. Llevaba de Yonville rosas en el seno y se las echaba a la cara, se preocupaba por su salud, le daba consejos sobre su conducta, y, para tenerle más seguro, esperando que acaso el cielo interviniera, le puso al cuello una medalla de la Virgen. Se informó, como una madre virtuosa, sobre los amigos que trataba. Le decía:

-No los trates, no salgas, no pienses más que en nosotros; ¡quiéreme!

Hubiera deseado poder vigilar su vida y hasta se le ocurrió la idea de hacer que le siguieran en la calle. Había siempre cerca del hotel

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una especie de vagabundo que abordaba a los viajeros y que no se negaría a... Pero su orgullo se rebeló.

-¡Bueno, que me engañe, a mí qué me importa! ¿Acaso me interesa?

Un día que se separaron temprano y ella volvía sola por el bulevar, reparó en los muros de su convento; entonces se sentó en un banco, a la sombra de los olmos.

¡Qué calma en aquel tiempo! ¡Cómo añoraba los inefables sentimientos de amor que, por los libros, intentaba imaginarse!

Los primeros meses de su casamiento, los paseos a caballo por el bosque, el vizconde que bailaba, y Lagardy cantando: todo desfiló ante sus ojos... Y, de pronto León le pareció perdido en la misma lejanía que los demás.

“Y, sin embargo, le amo”, pensaba.De todos modos no era feliz, no lo había sido nunca. ¿Por qué

aquella insuficiencia de la vida, aquella corrupción instantánea de las cosas en que ella se apoyaba?...Pero, si había en alguna parte un ser fuerte y bello, una naturaleza valerosa, plena a la vez de exaltación y de refinamiento, un corazón de poeta bajo una forma de ángel, lira de cuerdas de bronce que tocara hacia el cielo epitalamios elegiacos, ¿por qué no había ella, por azar, de encontrarlo? ¡Oh, que imposibilidad! Y nada valía la pena de una búsqueda; ¡ todo mentira! Cada sonrisa disimulaba un bostezo de aburrimiento, cada goce una maldición, todo placer su saciedad, y los mejores besos no dejaban en los labios más que un irrealizable anhelo de una voluptuosidad más alta.

Se oyó en el aire un ruido metálico y la campana del convento dio cuatro golpes. ¡ Las cuatro!, le parecía que estaba allí, en el banco, desde la eternidad. Pero un infinito de pasiones puede caber en un minuto, como una multitud en un pequeño espacio.

Emma vivía toda absorta en las suyas, y el dinero no le preocupaba más que a una archiduquesa.

Pero una vez entró en su casa un hombre de traza enclenque, rubicundo y calvo y dijo que venía de parte de monsieur Vin5art, de Ruán. Quitó los alfileres que cerraban el bolsillo lateral de su larga levita verde, los pinchó en la manga y tendió finamente un papel.

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Era un pagaré de setecientos francos firmado por ella y que Lheureux, a pesar de todas sus promesas, había endosado a Vin?art.

Emma mandó a su casa a la criada. Vin^art no podía ir.El desconocido, que había permanecido de pie, lanzando a

derecha e izquierda unas miradas curiosas disimuladas por las grandes cejas rubias, preguntó con aire inocente:

-¿Qué tengo que decirle a monsieur Vin9art?-Pues dígale... que no tengo... La semana que viene... Que

espere... sí, la semana que viene.El hombre se fue sin decir palabra. Pero al día siguiente, al

mediodía, Emma recibió un protesto; y el papel timbrado, donde campeaba varias veces y en gruesos caracteres: “Licenciado Hareng, ujier de Buchy”, la asustó tanto que fue corriendo a casa del ten­dero.

Le encontró en su tienda haciendo un paquete.-¡Servidor! -dijo-, en seguida soy con usted.Pero no interrumpió su tarea, ayudado por una muchachuela de

unos trece años, un poco jorobada y que le servía a la vez de dependienta y de cocinera.

Después, pisando fuerte con los zuecos el tillado de la tienda, subió con la señora al primer piso y la introdujo en un estrecho gabinete, donde un gran escritorio de madera de pino sostenía unos registros, protegidos transversalmente por una barra de hierro con un candado. Contra la pared, debajo de unas cortinas de indiana, se entreveía una caja fuerte, pero de tal dimensión que debía de contener más que pagarés y dinero. Monsieur Lheureux prestaba sobre prendas, y allí había guardado la cadena de oro de madame Bovary y los pendientes del pobre tío Tellier, el cual, obligado por fin a vender, había comprado en Quincampoix una mísera tienda de ultramarinos, donde se iba muriendo de su catarro, en medio de sus velas de sebo, menos amarillas que su cara.

Lheureux se sentó en un ancho sillón de paja, diciendo:-¿Qué hay de nuevo?-Mire.Y le enseñó el papel.-¡Bueno, qué le voy a hacer yo!

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Emma se enfureció, recordándole la palabra que le había dado de no endosar sus pagarés; él lo reconoció.

-Pero no he tenido más remedio, estaba con el cuchillo en la garganta.

-¿Y ahora qué va a pasar? -preguntó Emma.-Muy sencillo: una sentencia del tribunal y después el embar­

go...Emma se contem'a para no pegarle. Le preguntó suavemente si

no había medio de calmar a monsieur Vin§art.-¡Sí, sí, calmar a Vin^art! Usted no le conoce; es más feroz que

un árabe.De todos modos, algo tenía que hacer monsieur Lheureux.-¡Bueno, me parece que, hasta ahora, he sido bastante bueno con

usted!Y, abriendo uno de sus registros:-¡Mire! -Después, recorriendo la página con el dedo-: Vamos

a ver... vamos a ver... El 3 de agosto, doscientos francos... El 17 de junio, ciento cincuenta... 23 de marzo, cuarenta y seis... En abril...

Se detuvo, como temiendo hacer alguna tontería.-¡Y no digo nada de los pagarés firmados por el señor, uno de

setecientos francos, otro de trescientos! Por lo que toca a las pequeñas cantidades que le he dado a usted, a los intereses, eso ya no tiene fin, se embrolla uno. ¡Ya no quiero saber nada!

Emma lloraba, hasta le llamó “su buen monsieur Lheureux”. Pero él se escudaba siempre en aquel “tunante de Vin9art”. De todos modos, él no tenía un céntimo, no le pagaba nadie, le estaban arruinando, un pobre tendero como él no podía fiar.

Emma callaba; y monsieur Lheureux, que estaba mordisquean­do las barbas de una pluma, debió de asustarle su silencio, pues añadió:

-Si por lo menos entrara algo estos días... podría...-Además -dijo Emma-, en cuanto el resto de Bameville...-¿Cómo?...Y al enterarse de que Langlois no había pagado todavía, pareció

muy sorprendido. Con una voz melosa:-¿Y qué convinimos, dígame...?

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-¡Oh, lo que usted quiera!Lheureux cerró los ojos para reflexionar, escribió unos números

y, diciendo que le sería muy difícil, que el asunto era escabroso y que él se sangraba, dictó cuatro pagarés de doscientos cincuenta francos cada uno escalonados en un mes de vencimiento.

-¡Con tal que Vin^art quiera escucharme! De todos modos, dicho está, yo no hablo por hablar, soy claro como el agua.

Y luego le enseñó negligentemente varias mercancías nuevas, pero ninguna de las cuales le parecía digna de la señora.

-¡Pensar que esta tela cuesta siete perras el metro, y el color garantizado sólido! ¡Y se lo tragan! Ya se figura usted que no les decimos lo que es -y con esta confesión de engañar a los demás, quena acabar de convencerla de su probidad.

Después volvió a llamarle la atención para enseñarle tres varas de guipur que había encontrado últimamente “en una almoneda”.

-¡Es precioso! -decía Lheureux-; se lleva mucho ahora para respaldo de butacas.

Y, más rápido que un prestidigitador, envolvió el guipur en un papel azul y se lo puso en las manos a Emma.

-Bueno, pero ¿cuánto...?-¡Después, después! -le dijo volviendo la espalda.Aquella noche, Emma acudió a Bovary para que escribiera a su

madre pidiéndole que le mandara en seguida todo lo que quedaba de la herencia. La suegra contestó que ya no quedaba nada: la liqui­dación se había cerrado, y tenían, además de Bameville, seiscientas libras de renta, que les mandaría puntualmente.

Entonces Emma se dedicó a mandar cuentas a dos o tres clientes, y no tardó en extender a otros muchos este medio, que le daba buen resultado. Se cuidaba siempre de añadir una postdata: “No hable de esto a mi marido, ya sabe lo orgulloso que es... Perdone... Su segura servidora...” Hubo algunas reclamaciones; las interceptó.

Para hacer dinero, dio en vender sus guantes viejos, sus sombre­ros viejos, toda la chatarra; y regateaba con rapacidad, le salía la sangre campesina, codiciosa. Después, en sus viajes a la ciudad, chamarilearía algunas fruslerías, que monsieur Lheureux, a falta de otra cosa, le tomaría seguramente. Compró unas plumas de avestruz,

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porcelana china y bargueños; pedía prestado a Felicidad, a madame Lefran50is, a la hostelera dtLaCroix Rouge, a todo el mundo, donde fuera. Con el dinero que por fin recibió de Bameville canceló dos pagarés, y los otros mil quinientos francos se le fueron. Se compro­metió de nuevo, y así siguió.

Verdad es que a veces intentaba hacer cálculos, pero le salían unas cosas tan exorbitantes que no podía creerlas. Volvía a empe­zar, se embarullaba en seguida, lo dejaba todo y no pensaba más en ello.

¡Qué triste estaba ahora la casa! Se veía salir de ella a los proveedores con unas caras furibundas. Pañuelos sobre el fogón, y la pequeña Berta, con gran escándalo de madame Homais, llevaba las medias rotas. Si Carlos hacía, tímidamente, una observación, Emma contestaba con brutalidad que ella no tenía la culpa.

¿Por qué se enfadaba así? Carlos lo explicaba todo por la antigua enfermedad nerviosa, y, reprochándose haber tomado por defecto sus achaques, se acusaba de egoísmo, sentía impulsos de correr a besarla. “¡Oh no -se decía-, la importunaría!” Y se quedaba quie­to.

Después de cenar paseaba solo por el jardín; sentaba a la pequeña sobre las rodillas y, abriendo la revista de medicina, intentaba enseñarle a leer. La niña, que no estudiaba nunca, no tardaba en abrir mucho unos ojos muy tristes y se echaba a llorar. Carlos la consolaba; iba a buscarle agua en la regadera para hacer ríos en la arena o cortaba ramas de arbustos para plantar árboles en los arriates, lo que no estropeaba apenas el jardín, todo lleno de malezas; ¡le debían tantos jornales a Lestiboudois! Después la niña tenía frío y quería ir con su madre.

-Llama a la tata -le decía Carlos-. Ya sabes, hijita, que mamá no quiere que la molesten.

Comenzaba el otoño y ya caían las hojas -¡como dos años antes, cuando estaba enferma!-. ¡Cuándo acabará todo esto!... Y Carlos seguía paseando, con las manos a la espalda.

La señora estaba en su cuarto. No subían a él. Allí permanecía todo el día, aletargada, vestida apenas, y quemando de vez en cuando unas pastillas de serrallo que había comprado en Ruán, en la tienda

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de un argelino. Para no tener por la noche tendido a su lado a aquel hombre dormido, acabó, a fuerza de malas caras, por relegarle al segundo piso, y leía hasta la mañana libros extravagantes donde se mezclaban los cuadros orgiásticos con las situaciones sangrientas. Muchas veces la asaltaba el terror y lanzaba un grito. Acudía Carlos.

-¡Ah, vete! -le decía.Otras veces, quemándole más fuerte aquella llama íntima que el

adulterio avivaba, jadeante, exaltada, en la fiebre del deseo, abría la ventana, aspiraba el aire frío, esparcía al viento su cabellera demasia­do pesada, y, mirando a las estrellas, anhelaba amores de príncipe. Pensaba en él, en León. En tales momentos hubiera dado cualquier cosa por una sola de aquellas citas que la dejaban satisfecha.

Eran sus días de gala. Ella los quería espléndidos, y cuando no podía pagar él solo los gastos, ella completaba el exceso liberal­mente, lo que ocurría casi todas las veces. León intentó hacerle comprender que estarían igualmente bien en otro sitio, en un hotel más modesto, pero ella encontraba objeciones.

Un día sacó del bolso seis cucharillas de plata dorada (era el regalo de boda del tío Rouault) y le pidió que fuera inmediatamente a empeñarlas a nombre de ella en el Monte de Piedad; y León obedeció, aunque aquello no le gustaba.

Tenía miedo de comprometerse.Después, reflexionando, advirtió que su amante tomaba unas

maneras inconvenientes, y que tal vez no hacían mal intentando separarle de ella.

Alguien había enviado a su madre una larga carta anónima diciéndole que León se estaba perdiendo con una mujer casada, e inmediatamente la buena señora, entreviendo el eterno fantasma de las familias, es decir, la indeterminada perniciosa, la sirena, el monstruo que habita en las profundidades del amor, escribió al notario Dubocage, su patrón, el cual se condujo de manera perfecta. Pasó tres cuartos de hora queriendo abrirle los ojos a León, adver­tirle del abismo. Una intriga como aquella peijudicaría a su futu­ro matrimonio. Le suplicó que rompiera, diciéndole que, si no hacía este sacrificio por su propio interés, lo hiciera al menos por él, Dubocage.

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León acabó por jurar que no volvería a ver a Emma, y se reprochaba no haber cumplido su palabra, considerando todos los inconvenientes y todos los discursos que iba a tener que soportar por aquella mujer, sin contar las cuchufletas de sus compañeros cada mañana, alrededor de la estufa. Por otra parte iba a ascender a primer pasante: había que ser un hombre serio. Decidió renunciar a los sentimientos exaltados, a la imaginación, pues todo burgués, en el calor de la juventud, se ha creído capaz, aunque sólo fuera un minuto, de inmensas pasiones, de grandes empresas. El más mediocre libertino ha soñado con sultanas; cualquier notario lleva en sí los restos de un poeta.

Ahora le importunaba Emma cuando, de pronto, se ponía a sollozar sobre su pecho; y su corazón, como las personas que sólo pueden resistir cierta dosis de música, se adormecía de indiferencia al estrépito de un amor cuyas delicadezas ya no percibía.

Se conocían demasiado para tener esos arrebatos de la posesión que centuplican su goce. Emma estaba tan harta de él como él cansado de ella. Volvía a encontrar en el adulterio todas las insipi­deces del matrimonio.

Pero, ¿cómo salir de aquello? Además, por muy humillada que se sintiera por la bajeza de tal felicidad, seguía apegada a ella por costumbre o por corrupción; y cada día se agarraba más a ella, agostando toda dicha a fuerza de quererla demasiado grande. Acu­saba a León de sus esperanzas defraudadas, como si la hubiera traicionado; y hasta deseaba una catástrofe que determinara la separación, ya que ella no tenía el valor de consumarla.

Pero seguía escribiéndole cartas amorosas, en virtud de la idea de que una mujer debe siempre escribir a su amante.

Mas, al escribirlas, veía otro hombre, un fantasma hecho de sus recuerdos, más ardientes, de sus más bellas lecturas, de sus más fuertes concupiscencias; y acababa por verlo tan verdadero y ac­cesible, que palpitaba maravillada, y eso sin poder imaginarle claramente, que hasta tal punto se perdía como un Dios bajo la abundancia de sus atributos. Habitaba el hombre en el país azul donde se balanceaban las escalas de seda en los balcones bajo el aliento de las flores, en el claro de luna. Le sentía cerca de ella, iba

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a venir y la raptaría toda entera en un beso. Luego caía desinflada, rota; pues aquellos arranques de amor imaginario la fatigaban más que las grandes orgías.

Ahora sentía una pereza incesante y universal. A veces llegaba a recibir requerimientos, citaciones en papel timbrado y apenas los miraba. Habría querido no vivir ya o dormir continuamente. El día de mi-carême19 no volvió a Yonville; se fue por la noche al baile de máscaras. Se puso un pantalón de terciopelo y unas medias rojas, una peluca y un tricornio inclinado sobre la oreja. Se pasó la noche saltando al furioso son de los trombones; formaban círculo en tomo a ella, y por la mañana se encontró en el peristilo del teatro entre cinco o seis máscaras, obreras o marineros, y compañeros de León que hablaban de ir a cenar.

Los cafés próximos estaban llenos. Encontraron en el puerto un restaurante de los más modestos, cuyo dueño les abrió una pequeña estancia en el cuarto piso.

Los hombres cuchichearon en un rincón, seguramente con­sultándose sobre el gasto. Había un empleado, dos soldados de caballería y un dependiente: ¡qué compañía para ella! Encuantoalas mujeres, Emma notó en seguida por el timbre de sus voces que casi todas debían de ser de la más baja extracción. Y entonces tuvo miedo, echó hacia atrás la silla y bajó los ojos.

Los otros se pusieron a comer. Ella no comió; le quemaba la frente, le picaban los párpados y sentía en la piel un frío glacial. Notaba en la cabeza el suelo del baile, retemblando aún bajo la pulsación rítmica de los mil pies que bailaban. Después, el olor del ponche y el humo de los cigarros la marearon. Estaba a punto de desmayarse; la llevaron junto a la ventana.

Empezaba a amanecer, y una gran mancha de color púrpura se extendía en el cielo pálido por la parte de Sainte-Catherine. El río, lívido, temblaba bajo el viento; no había nadie en los puentes; se apagaban los reverberos.

Se reanimó y pensó en Berta, que estaba allá durmiendo, en el

19 Jueves de la tercera semana de cuaresma en Francia.

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cuarto de la criada. Pero pasó un carro lleno de largas barras de hierro, proyectando contra las paredes de la casa una vibración metálica ensordecedora.

Emma se esquivó de pronto, se quitó el disfraz, le dijo a León que tenía que volver a casa y por fin se quedó sola en el Hóíel de Boulogne. Todo le era insoportable, hasta ella misma. Hubiera querido escapar como un pájaro, ir a rejuvenecerse en alguna parte, muy lejos, en los espacios inmaculados.

Salió, atravesó el bulevar, la Place Cauchoise y el suburbio, hasta una calle descubierta que dominaba los jardines. Caminaba de prisa, el aire libre la calmaba; y, poco a poco, la gente, las máscaras, las cuadrillas, las lámparas, la cena, aquellas mujeres, todo desapa­recía como brumas que el viento se llevara. Después, volviendo a La Croix Rouge, se metió en la cama, en el cuartito del segundo, donde había unas estampas de la Tour de Nesle. A las cuatro de la tarde la despertó Hivert.

Cuando llegó a casa, Felicidad le señaló un papel gris detrás del reloj. Lo leyó:

“En virtud de la notificación, en forma ejecutoria de una sentencia...”

¿Qué sentencia? Es que la víspera le habían llevado otro papel que Emma no conocía; la dejaron, pues, estupefacta estas palabras:

“En nombre del Rey, la Ley y la Justicia, se ordena a madame Bovary...

Y, saltando varias líneas, vio:“En el término de veinticuatro horas como plazo máximo”

¿Qué? “Pagar la cantidad total de ocho mil francos”. Y aún se añadía más abajo: “Será apremiada por toda vía de derecho, y concreta­mente por embargo ejecutorio de sus muebles y efectos”

¿Qué hacer?... ¡Veinticuatro horas, mañana! Seguramente, pen­só, Lheureux quería asustarla una vez más; pues de pronto adivinó todas sus maniobras, la finalidad de sus complacencias. Lo que la tranquilizaba era lo exagerado de la cantidad.

Sin embargo, a fuerza de comprar, de no pagar, de tomar dine­ro prestado, de firmar pagarés, de renovar estos pagarés, que iban inflándose a cada nuevo plazo, había acabado por amasar a

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Lheureux un capital, que éste esperaba impaciente para sus especu­laciones.

Se presentó en su casa con aire despreocupado.-¿Sabe lo que me ocurre? Seguramente es una broma.-No.-¿Cómo que no?Lheureux se apartó un poco y le dijo cruzándose de brazos:-¿Se creía, señorita, que yo iba a ser, hasta la consumación de

los siglos, su proveedor y su banquero por el amor de Dios? ¡ Alguna vez tengo que resarcirme de mis desembolsos, seamos justos!

Emma protestó de la cuantía de la deuda.-¡Bueno, el tribunal la ha reconocido! ¡Hay una sentencia! ¿Se

la han notificado! Además, no soy yo, es Vin9art.-¿No podría usted...?-¡Absolutamente nada!-Pero..., sin embargo..., vengamos a razones.Divagó; no sabía nada... era una sorpresa...-¿Quién tiene la culpa? -dijo Lheureux saludando irónica­

mente-. Mientras yo brego como un negro, usted se lo pasa bien.-¡Ah, nada de moral!-Nunca está de más.Fue cobarde, le suplicó, y hasta llegó a apoyar su linda mano

blanca y larga en la rodilla del mercader.-¡Déjeme! ¡Cualquiera diría que quiere seducirme!-¡Es usted un miserable!-¡Oh, oh, qué maneras! -replicó Lheureux riendo.-Haré saber quién es usted. Le diré a mi marido...-¡Muy bien, yo le enseñaré algo a su marido!Y Lheureux sacó de su caja fuerte un recibo de mil ochocientos

francos que ella le había dado cuando el descuento Vin^art.-¿Cree usted -añadió- que no va a enterarse de su pequeño robo,

ese pobre buen hombre?Emma se hundió, como derribada por un mazazo. Lheureux se

paseaba de la ventana al escritorio, repitiendo:-Se lo enseñaré... se lo enseñaré...Luego se acercó a ella, y, con voz dulce:

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-No es agradable, ya lo sé; después de todo no se ha muerto nadie, y, como es el único medio que le queda de devolverme mi dinero...

-Pero, ¿dónde lo voy a encontrar? -dijo Emma retorciéndose los brazos.

-¡Bah, cuando se tienen amigos como los tiene usted!Y la miraba de una manera tan penetrante y tan terrible, que se

estremeció hasta las entrañas.-Le prometo -le dijo- que firmaré...-¡Firmas tengo ya bastantes!-Seguiré vendiendo.-¡Qué va a vender! -la interrumpió encogiéndose de hombros-

ya no tiene nada.Y por el ventanillo que daba a la tienda, gritó:-¡Annette, no olvides los tres retales del número 14!Sobrevino la sirvienta; Emma comprendió y preguntó “cuánto

dinero haría falta para detener las diligencias”.-¡Es demasiado tarde!-Pero ¿si le trajera unos miles de francos, la cuarta parte del total,

la tercera parte, casi todo?-¡No, es inútil!Y la empujaba suavemente hacia la escalera.-Le conjuro, monsieur Lheureux, unos días más.Sollozaba.-¡Bueno, bueno, lágrimas!-¡Me deja usted desesperada!-¡Me importa un pito! -replicó cerrando la puerta.

VII

Ella se mantuvo estoica, al día siguiente, cuando el licenciado Hareng, el ujier, con dos testigos, se presentó ante ella, para dar inicio al proceso de embargo.

Comenzaron por el consultorio de Bovary y no inscribieron en

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el acta la cabeza frenológica, que fue considerada como instrumento de trabajo, pero sí relacionaron los platos de la cocina, las ollas, las sillas, los candeleras y, de la alcoba, todas las fruslerías de la estantería. Examinaron la ropa íntima, los vestidos, el tocador; dejaron al desnudo su existencia de lo más privado: como si le efectuaran una minuciosa autopsia a un cadáver, expuesto a las inquisidoras miradas de aquellos tres hombres.

El licenciado Hareng, protegido por una larga levita negra, con corbata blanca y trabillas muy ceñidas, decía de vez en cuando:

-Con permiso, señora, con permiso; ¡permítame!A menudo exclamaba:-¡Hermoso!... ¡Qué bonito!Luego se ponía a escribir mojando su pluma en el tintero que

llevaba en la mano izquierda.Al terminar el registro de las habitaciones, siguieron con el

desván. Aquí Emma tenía un pupitre donde conservaba las misivas de Rodolfo. Era necesario abrirlo.

-¡Ah! correspondencia -dijo Hareng sonriendo con discre­ción-. Pero perdón tengo que examinar si la caja no guarda otra cosa.

Ella inclinó los papeles ligeramente como queriendo hacer caer de ellos los napoleones. Entonces la indignación la invadió al ver cómo aquellos dedos rojos y blandos, como babosas, se sumergían en aquellos folios donde su corazón alguna vez palpitó.

¡Por fin se fueron! Entró Felicidad. Había estado al acecho para desviar a Bovary; e instalaron rápidamente bajo el tejado al guardián del embargo, que juró no moverse de allí.

Aquella noche, Carlos le pareció preocupado. Le observaba con una mirada llena de angustia, creyendo percibir acusaciones en su rostro. Después, mirando a la chimenea con sus pantallas chinas, a los cortinones, a las butacas, todas las cosas, en fin, que habían endulzado la amargura de su vida, sintió un remordimiento, o más bien un pesar inmenso y que irritaba la pasión, lejos de anularla. Carlos hurgaba plácidamente el fuego, con los pies sobre los morillos.

Hubo un momento en que el guardián, seguramente cansado de su escondite, hizo un poco de ruido.

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-¿Quién anda ahí arriba? -dijo Carlos.-¡Nadie, es una claraboya que se ha quedado abierta y la mueve

el viento.Al día siguiente, domingo, fue a Ruán a ver a todos los banqueros

que conocía de nombre. Estaban en el campo o de viaje. No renunció y a los que pudo encontrar les pidió dinero, asegurándoles que lo necesitaba, que lo devolvería. Algunos se rieron en su cara; todos se lo negaron.

A las dos corrió a casa de León, golpeó la puerta. No abrían. Por fin apareció.

-¿Qué te trae por aquí?-¿Te molesta?-No..., pero...Dijo que al propietario no le gustaba que se recibieran “mu­

jeres”.-Tengo que hablar contigo.Entonces León cogió la llave. Emma le detuvo.-¡Oh, no, allá, en nuestro sitio!Y fueron a su cuarto del Hotel de Boulogne.Emma bebió al llegar un gran vaso de agua. Estaba pálida. Le

dijo:-León, me vas a hacer un favor.Y, sacudiéndole las dos manos, apretándoselas mucho, añadió:-¡Oyeme, necesito ocho mil francos!-¡Pero estás loca!-¡Todavía no!Y, contando la historia del embargo, le expuso su situación

desesperada; pues Carlos lo ignoraba todo: la suegra la detestaba, el padre, Rouault, no podía hacer nada; pero él León, se iba a poner en movimiento para encontrar aquella cantidad indispensable...

-¿Cómo quieres...?-¡Qué cobarde eres!León dijo tontamente:-Exageras el mal. Quizá con mil escudos se amansaría ese

hombre.Razón de más para intentar algo; no era posible que él no

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encontrara tres mil francos. Además León podía tomar dinero prestado en su lugar.

-¡Anda, mira a ver! ¡No hay más remedio! ¡Corre!... ¡Oh, intenta, intenta, te querré mucho!

León salió, volvió al cabo de una hora y dijo con una cara muy solemne:

-¡He ido a ver a tres personas... inútilmente!Permanecieron sentados uno enfrente de otro, a ambos lados de

la chimenea, inmóviles, sin hablar. Emma se encogía de hombros y daba pataditas en el suelo. León la oyó murmurar:

-¡Si yo estuviera en tu lugar, sí que encontraría!-¿Dónde?-¡En tu estudio!Sus ojos inflamados expresaban una audacia infernal, entornaba

los párpados de una manera lasciva e incitante; tanto que el joven sintió decaer su voluntad bajo el mudo imperio de aquella mujer que le aconsejaba un delito. Entonces tuvo miedo y, para evitar que la cosa se aclarara, se dio un golpe en la frente exclamando:

-¡Ésta noche volverá Morel! Creo que no se negará -era un amigo suyo, hijo de un negociante muy rico-, y mañana te traeré eso- añadió.

Emma no pareció acoger aquella esperanza con tanta alegría como él había imaginado. ¿Sospechaba la mentira? León añadió enrojeciendo:

-Pero si a las tres no me has visto, no me esperes más, querida. Tengo que marcharme, perdona. ¡Adiós!

Le apretó la mano, pero la sintió completamente inerte. A Emma ya no le quedaba fuerza para ningún sentimiento.

Dieron las cuatro; se levantó para volver a Yonville, obedecien­do como un autómata al impulso de la costumbre.

Hacía buen tiempo; era uno de esos días del mes de marzo claros y penetrantes, en los que luce el sol en un cielo muy blanco. Muchos ruaneses se paseaban endomingados y contentos. Llegó a la plaza de la catedral. Salían de las vísperas; la multitud discurría por los tres pórticos como un río por los tres arcos de un puente, y, en el centro, más inmóvil que una roca, el suizo.

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Emma recordó el día en que, transida de ansiedad y de esperan­za, entrara bajo aquella gran nave que se extendía ante ella menos profunda que su amor; y seguía andando, llorando bajo el velo, aturdida, tambaleante, al borde del desmayo.

-¡Cuidado! -gritó una voz saliendo de una puerta cochera que se abría.

Emma se detuvo para dejar pasar un caballo negro piafando en­tre las lanzas de un tílburi conducido por un caballero enfundado en piel de cibelina. ¿Quién era? Le conocía... El coche partió y desa­pareció.

¡Era él, el vizconde! Emma se volvió a mirar. La calle estaba desierta, y se sintió tan abrumada, tan triste, que se apoyó en una pared para no caerse.

Después pensó que se había equivocado. De todos modos no sabía nada. Todo la abandonaba, en ella misma y fuera de ella. Se sentía perdida, rodando al azar en los abismos indefinibles; y al llegar a La Croix Rouge, casi le dio alegría encontrar a Homais mirando cargar en La Golondrina una gran caja llena de provisiones farmacéuticas; llevaba en la mano, en un pañuelo, seis cheminots para su mujer.

A madame Homais le gustaban mucho esos panecillos pesados, en forma de turbante, que se comen en cuaresma con mantequilla salada: último vestigio de los alimentos góticos que se remonta quizá al siglo de las cruzadas, y de los que los robustos normandos se atiborraban antaño, creyendo ver sobre la mesa, al resplandor de las antorchas amarillas, entre los jarros de hipocrás y las gigantescas tajadas, cabezas de sarracenos que devorar. La mujer del boticario los masticaba como ellos, heroicamente, a pesar de su malísima dentadura; y cada vez que monsieur Homais hacía un viaje a la ciudad no dejaba de llevarle aquellos bollos, que compraba siempre en casa del gran especialista, rué Massacre.

-¡Encantado de verla! -le dijo a Emma, ofreciéndole la mano para ayudarla a subir a La Golondrina.

Después puso los cheminots en la rejilla de la diligencia y se quedó con la cabeza descubierta y los brazos cruzados, en una acti­tud pensativa y napoleónica.

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Pero cuando surgió el ciego, como de costumbre, al pie de la cuesta, Homais exclamó:

-¡No comprendo cómo la autoridad sigue tolerando tan culpa- ^ bles industrias! Deberían encerrar a esos desdichados, obligándoles a algún trabajo. ¡Palabra de honor que el Progreso avanza a paso de tortuga! ¡Estamos chapoteando en plena barbarie!

El ciego tendía su sombrero que se bamboleaba al borde de la portezuela, como una bolsa de una tapicería desclavada.

-¡Ahí tiene usted -dijo el boticario- una afección escrofulosa!Y aunque conocía al pobre diablo, fingió que le veía por primera

vez, murmuró las palabras, de córnea, córnea opaca, esclerótica, facies, y luego le preguntó con un tono paternal:

-¿Hace mucho tiempo, amigo, que tienes esa espantosa enfer­medad? En vez de emborracharte en la taberna, harías mejor en seguir un régimen.

Le aconsejaba que tomara buen vino, buena cerveza, buena carne asada. El ciego continuaba su canción; por lo demás, parecía casi idiota. Por fin, monsieur Homais abrió la bolsa.

-Toma una perra, devuélveme dos céntimos: y no olvides mis consejos, ya verás que bien te va.

Hivert se permitió en voz alta alguna duda sobre su eficacia. Pero el boticario certificó que él le curaría con una pomada antiflogística de su invención, y le dio sus señas:

-Monsieur Homais, junto al mercado, muy conocido.-¡Bueno, por la molestia -dijo Hivert- nos vas a hacer la

comedia!El ciego se acurrucó, y, echando hacia atrás la cabeza, moviendo

los verdosos ojos y sacando la lengua, se frotaba el estómago con las dos manos, a la vez que lanzaba una especie de aullido sordo, como un perro hambriento. Emma, llena de asco, le tiró por encima del hombro una moneda de cinco francos. Era toda su fortuna. Le parecía bonito tirarla así.

Ya el coche en marcha, monsieur Homais se asomó de repente a la ventanilla y gritó:

-¡Nada de farináceas ni de lacticinios! ¡Llevar lana sobre la piel y exponer las partes enfermas al humo de bayas de enebro!

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El espectáculo de los objetos conocidos que desfilaban ante sus ojos iba apartando a Emma de su dolor presente. Un intolerable cansancio la agobiaba y llegó a su casa alelada, desalentada, casi adormecida.

“¡Que pase lo que pase!”, se decía.Y además, ¿quién sabe? ¿Por qué no había de surgir, de un

momento a otro, un acontecimiento extraordinario? Hasta podía morirse Lheureux.

A las nueve de la mañana la despertó un ruido de voces en la plaza. Había una aglomeración en tomo al mercado para leer un gran bando pegado en uno de los pilares, y vio a Justino subiéndose a un guardacantón y rompiendo el cartel. Pero en este momento, el guarda de campo le agarró por el cuello. Monsieur Homais salió de la botica y la tía Lefran?ois parecía estar perorando en medio de la multi­tud.

-¡Señora, señora -exclamó Felicidad entrando-, es una cana­llada!

Y la pobre muchacha, emocionada, le dio un papel amarillo que acababa de arrancar de la puerta. Emma leyó de una ojeada que todo su mobiliario estaba en venta.

Se miraron en silencio. Criada y ama no tenían secretos una para la otra. Felicidad suspiró:

-Yo, lo que usted, señora, iría a ver a monsieur Guillaumin.-¿Tú crees?Y esta interrogación quería decir: ‘Tú que conoces la casa por el

criado, ¿es que el amo ha hablado alguna vez de mí?”-Sí, vaya, ya verá.Emma se vistió, se puso el traje negro con su capota de cuentas

de azabache, y, para que no la vieran (había todavía mucha gente en la plaza), tomó, detrás del pueblo, por el sendero que bordeaba el río.

Llegó sin aliento a la verja del notario; el cielo estaba oscuro y nevaba un poco.

Tocó la campanilla y apareció Teodoro, con chaleco rojo, en la escalinata; se acercó a abrir casi familiarmente, como a una persona de su amistad, y la introdujo en el comedor.

Una gran estufa de porcelana zumbaba debajo de un cactus

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colocado en una hornacina, y, en unos marcos de madera negra colgados de la pared empapelada en color madera, la Esmeralda de Steuben y la Putifar de Schopin. La mesa servida, dos calientaplatos de plata, el pomo de cristal en las puertas, el tillado y los muebles, todo relucía de limpieza meticulosa, inglesa; los cristales estaban decorados en las esquinas con vidrios de color.

“Un comedor como éste necesitaría yo”, pensaba Emma.Entró el notario, apretando con el brazo izquierdo contra el

cuerpo su bata de palmas, mientras que con la otra mano se quitaba y se volvía a poner rápidamente un gorro de terciopelo marrón, inclinado con afectación sobre el lado derecho, en el que caían las puntas de tres mechones rubios que, desde el occipucio, contornea­ban el mondo cráneo.

Ofreció un asiento y se sentó él a almorzar, con muchas disculpas por la descortesía.

-Monsieur -comenzó Emma-, vengo a rogarle...-¿Qué, señora? La escucho.Se puso a exponerle su situación. El notario la conocía, pues

estaba secretamente en relación con el tendero, que siempre tenía capitales para los préstamos hipotecarios que iban a contratar a su notaría.

Quiere decirse que sabía (y mejor que ella) la larga historia de aquellos pagarés, mínimos al principio, con diversos nombres de endosantes, espaciados a largos vencimientos y continuamente renovados, hasta el día en que el traficante, reuniendo todos los protestos, encargó a su amigo Vin£art de hacer en su propio nombre las diligencias necesarias, pues no quería pasar por un tigre entre sus conciudadanos.

Emma puso en su relato recriminaciones contra Lheureux, a las que el notario respondía de vez en cuando con una palabra insignifi­cante. Comiendo su chuleta y bebiendo su té, apoyaba el mentón en la corbata azul cielo, con dos alfileres de diamantes unidos con una cadenita de oro, y sonreía con una sonrisa especial, de una manera dulzona y ambigua. Pero, dándose cuenta de que madame Bovary tenía los pies mojados:

-Acérquese a la estufa... más arriba..., contra la porcelana.

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Emma tenía miedo de mancharla. El notario le dijo en un tono galante:

-Las cosas bonitas no estropean nada.Entonces Emma procuró emocionarle y, emocionándose ella

misma, llegó a contarle las estrecheces de su casa, sus apuros, sus necesidades. El notario comprendía aquello: ¡una mujer elegante! Y, sin dejar de comer, se había vuelto hacia ella completamente, tanto que le rozaba con su rodilla la botina, cuya suela se curvaba humeando contra la estufa.

Pero cuando Emma le pidió mil escudos, el notario apretó los labios, después lamentó mucho no haber tenido antes la dirección de su fortuna, pues él contaba con mil medios muy cómodos, hasta para una dama, de hacer producir su dinero. Bien en las turberas de Grumesnil o en los terrenos del Havre, habrían podido hacer con seguridad especulaciones excelentes; y la dejó reconcomerse de rabia ante la idea de las fantásticas cantidades que habría podido ganar seguramente.

-¿Por qué -preguntó Guillaumin- no acudió usted a mí?-Pues no sé.-¿Por qué, dígame? ¿Es que le daba miedo? ¡Más bien soy yo

quien debería quejarme! ¡Apenas si nos conocemos! Y sin embargo yo le tengo mucha ley: no lo dudará ¿verdad?

Estiró la mano, cogió la de Emma, le plantó un beso voraz y la retuvo sobre su rodilla; y jugaba con sus dedos delicadamente, a la vez que le decía mil melosidades.

Su voz opaca susurraba como un arroyo que corre; a través de sus anteojos espejeantes, brotaba de sus ojos una chispa, y sus manos avanzaban bajo la manga de Emma para palparle el brazo. Emma sintió contra la mejilla el aliento de una respiración jadeante. Aquel hombre la perturbaba horriblemente.

Se levantó de un bote y le dijo:-¡Monsieur, estoy esperando!-¿Qué? -dijo el notario, poniéndose de pronto muy pálido.-Ese dinero.-Pero...

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Y cediendo a la irrupción de un deseo demasiado fuerte:-¡Bueno, sí!...Se arrastraba de rodillas hacia ella, sin cuidarse de su bata.-¡Por favor, no se vaya! ¡La amo!La cogió por la cintura.A madame Bovary le subió al rostro una oleada de púrpura.

Retrocedió con un aire terrible, exclamando:-¡Se aprovecha usted impúdicamente de mi angustiosa situa­

ción, monsieur! ¡Soy de compadecer, pero no de venderme!Y se marchó.El notario se quedó muy pasmado, fijos los ojos en sus preciosas

zapatillas de tapicería. Era un presente del amor. Mirarlo acabó por consolarle. Por otra parte, pensaba que una aventura como aquella le habría llevado demasiado lejos.

“¡Qué miserable, qué canalla¡... ¡Qué infamia!”, se decía Emma huyendo con nervioso pie bajo los tiemblos de la carretera. La decepción del fracaso reforzaba la indignación de su pudor ultrajado; y le parecía que la Providencia se encarnizaba en perseguirla, y, atizado su orgullo, jamás había tenido tanta estimación por ella misma ni tanto desprecio por los demás. La exaltaba una especie de sentimiento belicoso. Hubiera querido pegar a los hombres, escu­pirles a la cara, triturarlos a todos; y seguía caminando, de prisa, pálida, trepidante, furibunda, escudriñando con los ojos llenos de lágrimas el horizonte vacío, y como deleitándose en el odio que la ahogaba.

Cuando divisó su casa se apoderó de ella una especie de entumecimiento. No podía seguir andando; pero no había más remedio; ¿a dónde huir?

Felicidad la esperaba en la puerta.-¿Y...?-¡No! -dijo Emma.Y estuvieron las dos un cuarto de hora pasando revista a las

diferentes personas de Yonville que acaso estuvieran dispuestas a ayudarla. Pero cada vez que Felicidad nombraba a alguien, Emma replicaba:

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-¡No, no querrá!-¡Y va a volver el señor!-Ya lo sé... Déjame sola.Lo había intentado todo. Ya no quedaba nada que hacer; y

cuando llegara Carlos, tendría que decirle:-Retírate. Esa alfombra que pisas ya no es nuestra. ¡De tu casa,

no hay un mueble, un alfiler, una paja, y soy yo quien te ha arruinado, pobre hombre!

Entonces se produciría una gran sollozo, luego Carlos lloraría mucho, y por fin, pasada la sorpresa, perdonaría.

«Sí - murmuraba rechinando los dientes-, me perdonará, él que con un millón que me ofreciera no tendría bastante para que yo le perdonara el haberme conocido... ¡Jamás! ¡Jamás!»

Esta idea de la superioridad de Bovary sobre ella la exasperaba. Además, confesara o no, pronto, en seguida, mañana, Carlos no dejaría de enterarse de la catástrofe, y había que esperar aquella horrible escena y sufrir el peso de su magnanimidad. Le dieron ganas de volver a casa de Lheureux: ¿para qué?; de escribir a su padre: era demasiado tarde; y acaso ahora se arrepentía de no haber cedido al otro, cuando oyó el trote de un caballo en la avenida. Era él, abría la portilla, estaba más lívido que la pared de yeso. Saltando escaleras abajo, Emma escapó de prisa por la plaza; y la mujer del alcalde, que estaba hablando delante de la iglesia con Lestib(fbdois, la vio entrar en casa del recaudador.

Corrió a decírselo a madame Carón. Las dos señoras subieron al desván; y, escondidas tras la ropa tendida en unos palos, se apostaron cómodamente para ver bien lo que pasaba en casa de Binet.

Estaba solo, en su buhardilla, imitando en madera uno de esos objetos de marfil indescriptibles, compuestos de medias lunas, de esferas huecas metidas unas en otras, formando todo ello una especie de obelisco y no sirviendo para nada; ya en la última pieza, llegaba al final. En la penumbra del taller, volaba de la herramienta el polvo rubio, como un penacho de chispas bajo las herraduras de un caballo al galope; las dos ruedas giraban, zumbaban; Binet sonreía, la barbilla inclinada, dilatadas las aletas de la nariz y como perdido en una de esas beatitudes absolutas, que, sin duda, sólo producen las

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ocupaciones mediocres, esas ocupaciones que entretienen la inteli­gencia con dificultades fáciles y la satisfacen en una realización más allá de la cual no hay nada que anhelar.

-¡Ah, mírela! -dijo madame Tuvache.Pero el tomo no les dejaba apenas oír lo que Emma decía.Por fin creyeron distinguir la palabra francos, y la tía Tuvache

murmuró muy bajito:-Le está rogando que le retrase el pago de las contribuciones.-¡Eso debe de ser! -dijo la otra. -La vieron andar de extremo a extremo, mirando en las paredes

los servilleteros, los candeleros, las bolas de escalera, mientras Binet se acariciaba la barba con satisfacción.

-¿Habrá venido a encargarle algo? -dijo madame Tuvache.-¡Pero si no vende nada! -objetó su vecina.El recaudador parecía escuchar, abriendo mucho los ojos, como

si no entendiera. Madame Bovary seguía en una actitud tierna, suplicante; se acercó, jadeante el pecho; ya no hablaban.

-¿Es que le está camelando? -dijo madame Tuvache.Binet estaba colorado hasta las orejas. Emma le cogió las manos.-¡Ah, ya pasa de la raya!Y seguramente le proponía una abominación, pues el recaudador

-y eso que era valiente, había combatido en Bautzen y en Luczen, había hecho la campaña de Francia, y hasta le habían propuesto pa­ra la cruz-, de pronto, como quien ve una serpiente, retrocedió mucho exclamando:

-¡Señora, qué ocurrencia!...-¡A esas mujeres las debían azotar! -dijo madame Tuvache.-Pero ¿dónde está? -replicó madame Carón.Pues mientras así hablaban, Emma había desaparecido; luego,

viéndola tomar por la Grande-rue y doblar a la derecha como para ir al cementerio, se perdieron en conjeturas.

-¡Tía Rollet -dijo al llegar a casa de la nodriza-, me ahogo! Aflójeme el corsé.

Se derrumbó en la cama; sollozaba. La tía Rollet la tapó con una falda y se quedó de pie junto a ella. Después, como no respondiera, la buena mujer se alejó, cogió su rueca y se puso a hilar lino.

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-¡Oh, pare de una vez! -murmuró, creyendo oír el tomo de Binet.

“¿Qué le pasa? -se preguntaba la nodriza-. ¿A qué viene aquí?”Había venido empujada por una especie de espanto que la echaba

de su casa.Tendida sobre la espalda, inmóvil y con los ojos fijos, discernía

vagamente los objetos, aunque aplicaba a ellos su atención con una persistencia idiota. Contemplaba los desconchados de la pared, dos tizones ahumando por la punta y una gran araña que avanzaba encima de su cabeza por la hendidura de la viga. Por fin se le aclararon las ideas. Recordaba... Un día, con León... ¡Oh, qué lejos estaba aquello!... Brillaba el sol sobre el río y las clemátides embalsamaban el aire... Hasta que, llevada por sus recuerdos, como por un torrente borboteante, pronto llegó a recordar la jomada de la víspera.

-¿Qué hora es? -preguntó.La tía Rollet salió, levantó los dedos de la mano derecha hacia

la parte más clara del cielo, y volvió despacio diciendo:-Van a ser las tres.-¡Ah, gracias, gracias!Pues él iba a venir. ¡Seguro! Habría encontrado dinero. Pero

quizá fuera a casa, sin sospechar que ella estaba aquí; y mandó a la nodriza que fuera corriendo a buscarle a su casa, a la del médico.

-¡Dése prisa!-¡Pero ya voy, ya voy, querida señora!Ahora se sorprendía de no haber pensado primero en él; ayer le

había dado su palabra, no faltaría a ella; y ya se veía en casa de Lheureux poniendo sobre su escritorio los tres billetes de banco. Después habría que inventar una historia que explicara las cosas a Bovary. ¿Cuál?

A todo esto, la nodriza tardaba mucho en volver. Pero como no había reloj en la choza, Emma temía exagerar quizá el tiempo pasado. Se puso a pasear por el huerto, paso a paso; siguió el sendero a lo largo de la cerca y volvió rápidamente, esperando que la buena mujer hubiera regresado por otro camino. Por fin, cansada de esperar, asaltada por unas sospechas que rechazaba, sin saber ya si

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llevaba allí un siglo o un minuto, se sentó en un rincón, cerró los ojos, se tapó los oídos. Rechinó la portilla: Emma dio un salto; antes de que ella hablara, la tía Rollet le dijo:

-¡En su casa no hay nadie!-¿Qué?-¡Nadie! Y el señor está llorando. La llama. La está buscando.Emma no dijo nada. Jadeaba, mirando en tomo suyo, mientras

que la campesina, asustada de su cara, retrocedía instintivamente creyéndola loca. De pronto se golpeó la frente, lanzó un grito, pues le había pasado por el alma, como un gran relámpago en una noche oscura, el recuerdo de Rodolfo. ¡Era tan bueno, tan delicado, tan generoso! Y además, si vacilaba en hacerle aquel favor, ya sabría ella obligarle recordándole con una sola mirada su amor perdido. Se dirigió, pues, a La Huchette, sin darse cuenta de que corría a ofrecerse a lo que un momento antes la había exasperado tanto, sin reparar en absoluto en aquella prostitución.

VIII

Ella se hacía toda clase de preguntas mientras caminaba:“¿Qué le digo?”. “¿Por dónde debo comenzar?”. Y a medida que

avanzaba, ella reconocía los zarzales, los árboles, los juncos marinos sobre la colina, el castillo a lo lejos. Revivía las sensaciones de su primer amor, y su pobre corazón oprimido se dilataba tiernamente. Un viento tibio le acariciaba la cara; la nieve, fundiéndose, goteaba de las yemas sobre la yerba.

Ella entró, como otras veces, por la puertecilla del parque; arribó después al patio de honor que bordeaba una doble hilera de frondosos tilos. Estos se balanceaban, silbando al inevitable roce de sus largas ramas. Los perros en su perrera ladraban juntos, y sus voces no atrajeron la presencia de nadie.

Ella subió la larga y recta escalera con barandas de madera, que conducía al corredor adoquinado con losas polvorientas, donde se habrían varias habitaciones en fila, como en los conventos o en los albergues. La suya estaba al final, a la izquierda. Cuando colocó los

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dedos en la cerradura, sintió que se quedaba de pronto sin fuerzas. Temía que no estuviera, casi deseaba que así fuera, pero sabía que era en ese minuto su única esperanza. Se detuvo un momento, recobró fuerzas y se armó de valor para entrar.

Cuando entró, vio a Rodolfo junto a la chimenea, con sus pies apoyados en la chambrana, fumándose una pipa.

-¡Oh, eres tú! -dijo poniéndose de pie bruscamente.-¡Sí, efectivamente soy yo!... Vengo a pedirte un consejo.A pesar del esfuerzo que hacía, no era capaz de articular palabra.-¡No has cambiado, eres siempre encantadora!-¡Oh -repuso Emma amargamente-, tristes encantos, amigo

mío, puesto que tú los desdeñaste!Rodolfo inició una explicación de su conducta, disculpándose

vagamente, a falta de poder inventar algo mejor.Emma se dejó engañar por sus palabras, más aún por su voz y por

el espectáculo de su persona; tanto que hizo como que creía, o acaso creyó, el pretexto de su ruptura; era un secreto del que dependían el amor y hasta la vida de una tercera persona.

-¡Es igual -le dijo mirándole tristemente-, ¡he sufrido tanto!...Rodolfo repuso en un tono filosófico:-¡La vida es así!-¿Ha sido buena al menos para ti desde nuestra separación?-¡Oh, ni buena... ni mala.-Acaso hubiera sido mejor no separamos.-Sí..., ¡acaso!-¿Te parece? -le dijo acercándose.Y suspiró:-¡Oh, Rodolfo, si supieras!..., ¡te he amado mucho!Le cogió la mano y permanecieron algún tiempo con los dedos

enlazados- ¡como el primer día, en los “comicios”!-. Por un gesto de orgullo, Rodolfo luchaba por no enternecerse. Pero Emma, ca­yendo sobre su pecho, le dijo:

-¿Cómo querías que yo viviera sin ti? ¡No es posible desacos­tumbrarse de la felicidad! ¡Estaba desesperada, he creído morir! Te contaré todo esto, ya verás. ¡Y tú has huido de mí!...

Pues, desde hacía tres años, había procurado no encontrarse con

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ella, por esa cobardía natural que caracteriza al sexo fuerte. Y Emma seguía haciendo gestecillos con la cabeza, más mimosa que una gata enamorada:

-Amas otras, confiésalo. ¡Oh, las comprendo, las disculpo!, las habrás seducido como me sedujiste a mí. ¡Tú sí que eres un hombre!, tú tienes todo lo necesario para que te quieran. Pero volvere­mos, ¿verdad? ¡Nos amaremos! ¡Mira, me río, soy feliz!... ¡Pero habla!

Y estaba seductora, con aquella mirada en la que temblaba una lágrima como el agua de una tormenta en un cáliz azul.

Rodolfo la atrajo a sus rodillas y, con el revés de la mano le acariciaba las crenchas lisas, donde, a la claridad del crepúsculo, vibraba como una flecha de oro un último rayo de sol. Emma inclinaba la frente; Rodolfo acabó por besarle los párpados, muy suavemente, con la punta de los labios.

-¡Pero has llorado! -dijo-. ¿Por qué?Emma rompió a llorar. Rodolfo creyó que era la explosión de su

amor; como callaba, interpretó aquel silencio como un último pudor, y entonces exclamó:

-¡Ah, perdóname! Tú eres la única que me gustas. ¡He sido un imbécil y un infame! ¡Te amo, te amaré siempre! ¿Qué tienes? ¡Dime!

Se arrodilló.-Pues... ¡Estoy arruinada, Rodolfo! ¡Me vas a prestar tres mil

francos!-Pero... pero -dijo él incorporándose poco a poco, mientras su

fisonomía tomaba una expresión grave.-Verás -se apresuró Emma a decir-, mi marido había colocado

toda su fortuna en casa de un notario, y el notario huyó. Tomamos dinero prestado; los clientes no pagaban. De todos modos la liqui­dación no ha terminado. Tendremos dinero más adelante. Pero hoy, por falta de tres mil francos, nos van a embargar: es cosa inmediata, ahora mismo; y contando con tu amistad, he venido.

“¡Ah -pensó Rodolfo poniéndose de repente muy pálido-, ha venido por eso!”

Por fin dijo en un tono muy tranquilo:

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No los tengo, querida señora mía.No mentía. Si los hubiera tenido, seguramente se los habría

dado, aunque generalmente resulten muy desagradables tan bellas acciones; de todas las borrascas que caen sobre el amor, una demanda pecuniaria es la más fría y la más devastadora.

Emma se quedó unos momentos mirándole.-¡No los tienes!Repitió varias veces:-¡ No los tienes!... Debiera haberme ahorrado esta última vergüen­

za. ¡No me has amado nunca! ¡No vales más que los otros!Se traicionaba, se perdía.Rodolfo la interrumpió, asegurando que él mismo se encontraba

“apurado”.-¡Ah, te compadezco! -dijo Emma-. ¡Sí, mucho!...Y, posando los ojos en una carabina damasquinada que brillaba

en la panoplia:-Pero cuando se es pobre no se pone plata en la culata de la

escopeta. No se compra un reloj de mesa con incrustaciones de concha -continuó señalando el reloj de Boulle-; ni silbatos dorados en los látigos -y los tocaba-, ni dijes para el reloj. ¡Oh, no le falta nada, hasta un portalicores en su cuarto!; pues bien que te mimas, bien que vives, tienes un palacio, granjas bosques; organizas monterías, haces viajesaParís... ¡Y aunque sólo fuera esto-exclamó cogiendo de encima de la chimenea unos gemelos de puños de camisa-, la menor de estas bagatelas! ¡Con esto se puede hacer dinero!... ¡Oh, no lo quiero, guárdatelo!

Y arrojó lejos los dos gemelos, cuya cadena de oro se rompió al pegar contra la pared.

-En cambio yo te lo habría dado todo, lo habría vendido todo, habría trabajado con mis manos, habría mendigado por los caminos, sólo por una sonrisa, por una mirada, por oírte decir: “¡Gracias!” ¡ Y tú te quedas ahí tan tranquilo en tu butaca, como si no me hubieras hecho ya sufrir bastante! Bien sabes tú que, a no ser por ti, habría podido vivir dichosa. ¿Quién te obligaba? ¿Era una apuesta? Sin embargo me amabas, eso decías... Y todavía hace un momento... ¡Ah, mejor hubieras hecho en echarme! Tengo las manos calientes

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de tus besos, y ahí está el sitio, en la alfombra, donde jurabas ante mis rodillas un amor eterno. Me lo hiciste creer: durante dos años me arrastraste al sueño más magnífico y más dulce... Y nuestros proyectos de viaje, ¿te acuerdas? ¡Oh, tu carta, tu carta, me desgarró el corazón! ¡Y ahora, cuando acudo a él, a él, que es rico, feliz, libre, para implorar un socorro que cualquiera prestaría, suplicante y volviendo a traerle toda mi ternura, me rechaza porque le costaría tres mil francos!

-¡No los tengo! -respondió Rodolfo con esa perfecta calma con la que se cubren, como con un escudo, las cóleras resignadas.

Salió. Las paredes temblaban, el techo la aplastaba; y volvió a recorrer la larga avenida, tropezando con los montones de hojas muertas que el viento dispersaba. Llegó por fin a la cuneta que había junto a la veija; se rompió las uñas con la cerradura: tanta prisa tenía por abrir. Después, cien pasos más allá, sin aliento, a punto de derrumbarse, se detuvo. Y, mirando atrás, vio una vez más el impasible palacio, con el parque, los jardines, los tres patios y todas las ventanas de la fachada.

Estaba sumida en un completo estupor, y sin más conciencia de sí misma que el latir de sus arterias, que le parecía oír como una ensordecedora música que llenara los campos. El suelo, bajo sus pies, era más blando que una onda, y los surcos le parecieron inmensas olas pardas que rompían. Todas las reminiscencias, todas las ideas que había en su cabeza escapaban a la vez, de un solo impulso, como las mil piezas de un fuego de pirotecnia. Vio a su padre, el despacho de Lheureux, su cuarto allá en la casa, otro paisaje. Enloquecía, tuvo miedo, y llegó a rehacerse, aunque con­fusamente, pues no recordaba la causa de su horrible estado, es decir, la cuestión de dinero. No sufría más que de su amor, y sentía que el alma la abandonaba por este recuerdo, como los heridos agonizan­tes sienten que la vida se les va por su llaga sangrante.

Caía la noche, volaban las cornejas.Le pareció de pronto que unos globos color de fuego estallaban

en el aire como unas balas fulminantes aplastándose y giraban, giraban, para ir a fundirse en la nieve, entre las ramas de los árboles. En cada uno de ellos aparecía la figura de Rodolfo. Se multiplicaron,

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y se aproximaban, la penetraban; todo desapareció. Reconoció las luces de la casa, que brillaban de lejos en la niebla.

Entonces se le apareció, como un abismo, su situación. Respi­raba tan fuerte que se le rompía el pecho. Después, en un arrebato de heroísmo que la tomó casi gozosa, bajó la cuesta corriendo, atravesó el tablón de las vacas, el sendero, la avenida, el mercado, y llegó a la botica.

No había nadie. Iba a entrar; pero, al oír la campanilla, podían salir; y, deslizándose por debajo de la barrera, reteniendo el aliento, palpando las paredes, llegó a la puerta de la cocina, donde ardía una vela posada en el fogón. Justino, en mangas de camisa, llevaba en las manos una fuente.

-¡Ah!, están cenando. Esperaremos.Volvió Justino. Emma dio un golpecito en el cristal. Justino

salió.-¡La llave!, la de arriba, donde están los...-¿Qué?Y la miraba, muy asombrado por la palidez de su rostro, que

contrastaba en blanco con el fondo negro de la noche. Le pareció extraordinariamente bella, y majestuosa como un fantasma; sin comprender lo que quería, presentía algo terrible.

Pero Emma repitió vivamente, en voz baja, una voz dulce, disolvente (sic).

-¡La quiero! Dámela.Como el tabique era delgado, se oía el ruido de los tenedores

contra los platos en el comedor.Dijo que tenía que matar las ratas, que no la dejaban dormir.-Tendré que decírselo al señor.-¡No, quédate!Después, con aire indiferente:-No hace falta, ya le diré yo luego. ¡Vamos, alúmbrame!Entró en el pasillo a donde daba la puerta del laboratorio.

Colgada en la pared había una llave con una etiqueta que decía: Caphamaüm.

-¡Justino! -gritó el boticario, impaciente por la espera.-¡Vamos arriba!

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Y Justino la siguió.Giró la llave en la cerradura y Emma fue derecha hacia el tercer

estante, tan bien la guiaba su recuerdo, cogió el tarro azul, arrancó el tapón, metió la mano y, sacándola llena de un polvo blanco, se puso a comerlo de la mano misma.

-¡Pare! -exclamó Justino abalanzándose hacia ella.-¡Cállate!, van a venir...Justino, desesperado, quería llamar.-¡No digas nada, le echarían la culpa a tu amo!Después se volvió súbitamente calmada y casi con la serenidad

de un deber cumplido.

Cuando Carlos, fulminado por la noticia del embargo, volvió a casa, Emma acababa de salir. Gritó, lloró, se desmayó, pero Emma no volvía. ¿Dónde podía estar? Mandó a Felicidad a casa de Homais, a casa de monsieur Tuvache, a casa de Lheureux, al Lion d ’or, a todas partes; y, en las intermitencias de su angustia, veía destruido su prestigio, perdida su fortuna, malogrado el porvenir de Berta. ¡Por qué causa!... ¡Ni una palabra! Esperó hasta las seis de la tarde. Por fin, no pudiendo aguantar más y pensando que Emma había ido a Ruán, salió a la carretera, caminó media legua, no encontró a nadie, esperó un rato y regresó.

Emma había vuelto.-¿Qué pasaba?... ¿Por qué?... Explícame...Emma se sentó ante su escritorio y escribió una carta, que cerró

despacio, añadiendo la fecha y la hora.Después dijo en un tono solemne:-La leerás mañana; mientras tanto te ruego que no me hagas ni

una sola pregunta... ¡Ni una!-Pero...-¡Oh, déjame!Y se tendió en la cama. La despertó un sabor acre que sentía en

la boca. Entrevió a Carlos y cerró los ojos.Se espiaba curiosamente por averiguar si no sufría. ¡Pero no,

todavía nada! Oía el tictac del reloj, el raido de la lumbre, y a Carlos que, de pie junto a su cama, respiraba.

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“¡Qué poca cosa es la muerte! -pensaba-: ¡me dormiré, y se acabó!”

Bebió un trago de agua y se volvió contra la pared. Aquel horrible gusto a tinta persistía.

-¡Tengo sed!... ¡Oh, qué sed tengo! -suspiró.-Pero ¿qué tienes? -dijo Carlos ofreciéndole un vaso.-¡No es nada!... ¡Abre la ventana... me ahogo!Y le dio una náusea tan súbita que apenas tuvo tiempo de coger

el pañuelo debajo de la almohada.-¡Llévalo! -dijo vivamente-; ¡tíralo!Carlos la interrogó; ella no contestó. Estaba muy quieta, por

miedo a que la menor emoción la hiciera vomitar. Sentía un frío glacial que le subía desde los pies hasta el corazón.

-¡Ah, ya empieza! -murmuró.-¿Qué dices?Movía la cabeza con un gesto suave, lleno de angustia, a la vez

que abría continuamente la boca, como si llevara bajo la lengua algo muy pesado. A las ocho reaparecieron los vómitos.

Carlos observó que en el fondo de la palangana había una especie de arenilla blanca pegada a las paredes de la porcelana.

-¡Es extraordinario! ¡Es raro! -repitió.Pero Emma dijo con voz fuerte:-¡No, te equivocas!Entonces, delicadamente y casi acariciándola, Carlos le pasó la

mano por el estómago. Emma lanzó un grito agudo. Carlos retro­cedió muy asustado.

Después, Emma empezó a gemir, débilmente al principio. Un gran estremecimiento le sacudía los hombros, y se iba poniendo más pálida que la sábana donde se hundían sus dedos crispados. El pulso, desigual, era ya casi imperceptible.

Gotas de sudor surcaban su cara azulenca, que parecía como fijada en la exhalación de un vapor metálico. Le castañeteaban los dientes, los ojos, agrandados, miraban vagamente en tomo, y a todas las preguntas respondía solamente con un movimiento de cabeza; hasta sonrió dos o tres veces. Poco a poco, sus gemidos fueron siendo más fuertes. Se le escapó un alarido sordo; dijo que estaba mejor y

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que se iba a levantar en seguida. Sobrevinieron las convulsiones; exclamó:

-¡Ah, esto es atroz, Dios mío!Carlos se arrodilló junto a la cama.-¡Habla! ¿Qué has tomado? ¡Contesta, por amor de Dios!Y la miraba con unos ojos tan tiernos como nunca ella se los

viera.-¡Pues allí..., allí!... -dijo con voz desmayada.Carlos se abalanzó al secretaire, abrió la carta y leyó en voz alta:

Que no se culpe a nadie... Se detuvo, se pasó la mano por los ojos y siguió leyendo.

-¡Ah! ¡Socorro, socorro!Y no sabía decir más que esta palabra: “¡Envenenada! ¡Envene­

nada!” Felicidad corrió a casa de Homais, que gritó en la plaza aquella palabra; madame Lefran9ois la oyó en el Lion d ’or, algunos se levantaron para decírselo a los vecinos, y el pueblo se pasó la noche en vela.

Carlos, desesperado, balbuciente, a punto de derrumbarse, daba vueltas por la habitación. Se pegaba contra los muebles, se arrancaba los cabellos, y nunca hubiera creído el boticario que iba a llegar a ver tan horrible espectáculo.

Volvió a su casa para escribir a monsieur Canivet y al doctor Lariviére. Perdía la cabeza; hizo más de quince borradores. Hipólito se dirigió a Neufchátel, y Justino espoleó tan fuerte al caballo de Bovary que le dejó en la cuesta del Bois-Guillaume, extenuado y medio reventado.

Carlos quiso hojear su diccionario de medicina; no veía nada en él, le bailaban las líneas.

-¡Calma! -dijo el boticario-. No se trata más que de administrar algún poderoso antídoto. ¿Cuál es el veneno?

Carlos le enseñó la carta. Era el arsénico.-Pues bien -dijo Homais-, habría que hacer un análisis.Pues sabía que, en todos los envenenamientos, hay que hacer un

análisis; el otro, que no comprendía nada, repuso:-¡Ah, hágalo, hágalo! ¡Sálvela!...Luego, de nuevo junto a ella, se derrumbó en el suelo sobre la

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alfombra y permaneció con la cabeza apoyada contra el borde de la cama sollozando.

-¡No llores! -le dijo-. ¡Muy pronto dejaré de atormentarte!-¿Por qué? ¿Quién te ha obligado?Emma replicó:-Era necesario, amigo mío.-¿No eras feliz? ¿Es culpa mía? ¡Sin embargo, he hecho todo lo

que he podido!-Sí..., es verdad... ¡tú sí eres bueno!Y le pasaba, despacio, la mano por el pelo. La dulzura de esa

sensación ahondaba su tristeza; sentía todo su ser derrumbarse de desesperación ante la idea de que iba a perderla sin remedio, precisamente cuando le manifestaba más amor que nunca; y no encontraba nada; no sabía, no se atrevía, la urgencia de una resolu­ción inmediata acababa de trastornarle.

Ella pensaba que ya había terminado con todas las traiciones, las bajezas y las innumerables concupiscencias que la torturaban. Ahora no odiaba a nadie; en su pensamiento se abatía una confusión de crepúsculo, y de todos los ruidos de la tierra no oía más que el intermitente lamento de aquel pobre corazón, un lamento dulce e indistinto, como el último eco de una sinfonía que se aleja.

-Que me traigan a la niña -dijo incorporándose sobre el codo.-No estás peor, ¿verdad? -preguntó Carlos.-¡No, no!Llegó la niña en brazos de su muchacha, con su largo camison-

cito, del que emergían sus pies descalzos, seria y casi soñando todavía. Miraba con asombro la habitación toda en desorden, y guiñando los ojos, deslumbrada por las velas que ardían sobre los muebles. Seguramente le recordaban las mañanas de Año Nuevo o la de la micaréme, cuando la despertaban temprano como ahora, a la luz de las velas, y la llevaban a la cama de su madre para recibir los regalos, pues preguntó:

-Pero ¿dónde está, mamá?Y como todos callaban:-¡No veo mi zapatito!

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Felicidad la inclinaba hacia la cama, pero ella seguía mirando a la chimenea.

-¿Lo habrá cogido la nodriza? -preguntó.Y madame Bovary, al oír este nombre, que le traía el recuerdo

de sus adulterios y de sus calamidades, volvió la cabeza, como sintiendo el gusto de otro veneno más fuerte que le subiera a la boca. Mientras tanto, Berta seguía posada sobre la cama.

-¡Oh, qué ojos tan grandes tienes, mamá! ¡Qué blanca estás, cómo sudas!...

Su madre la miraba.-¡Tengo miedo! -dijo la pequeña retrocediendo.Emma le cogió la mano para besársela; la pequeña se debatía.-¡ Basta, que se la lleven! -exclamó Carlos, que estaba sollozan­

do en la alcoba.Los síntomas cedieron un momento; parecía menos agitada; y,

a cada palabra insignificante, a cada respiración de su pecho un poco más tranquila, cobraba esperanzas. Por fin llegó Canivet, y Bovary se arrojó en sus brazos llorando.

-¡Ah,es usted! ¡Gracias, qué bueno es! Pero está mejor, mírela...El colega no fue, ni mucho menos, de la misma opinión, y, como

él mismo decía, no se andaba con rodeos, prescribió un emético para limpiar completamente el estómago.

No tardó en vomitar sangre. Se le apretaron más los labios. Tenía los miembros crispados, el cuerpo cubierto de manchas oscuras, y el pulso resbalaba bajo los dedos como un hilo tenso, como una cuerda de arpa a punto de romperse.

Después se ponía a gritar horriblemente. Maldecía el veneno, le apostrofaba, le suplicaba que se diera prisa, y rechazaba con los brazos rígidos todo lo que Carlos, más agonizante que ella, quería hacerle beber. El hombre estaba de pie, con el pañuelo sobre los labios, jadeante, llorando, ahogándose por los sollozos que le sacudían hasta los talones; Felicidad corría de un lado para otro en la habitación; Homais, inmóvil, lanzaba grandes suspiros, y mon- sieur Canivet, conservando siempre su aplomo, empezaba sin em­bargo a sentirse impresionado.

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-¡Diablo!... Sin embargo... la hemos purgado, y, desde el momento que cesó la causa...

-Debe cesar el efecto -concluyó Homais-; es evidente.-¡Pero sálvela! -clamaba Bovary.Y, sin escuchar al boticario, que aventuraba aún esta hipótesis:

“Acaso es un paroxismo beneficioso”, Canivet se disponía a admi­nistrar la triaca, cuando oyó el chasquido de una fusta; temblaron todos los cristales y, de pronto irrumpió en la esquina del mercado una berlina de posta tirada por tres caballos cubiertos de barro hasta las orejas. Era el doctor Lariviére.

No causaría mayor emoción la aparición de un Dios. Bovary levantó las manos, Canivet se interrumpió en seco y Homais se quitó el gorro griego mucho antes de que entrara el doctor.

Pertenecía a la gran escuela quirúrgica salida de la bata de Bichat, aquella generación hoy desaparecida de médicos filósofos que, amando su arte con un amor fanático, lo ejercían con exaltación y con inteligencia. Todo temblaba en su hospital cuando se enfure­cía, y sus alumnos le veneraban de tal modo que, apenas estableci­dos, se esforzaban por imitarle lo más posible; de suerte que era fácil encontrarlos, por las poblaciones de los alrededores, con su largo chaleco, acolchado, de merino, y su ancho chaqué negro, cuyas bocamangas desabotonadas cubrían un poco sus manos carnosas, unas manos muy bonitas, y que no llevaban nunca guantes, como para estar más dispuestas a hundirse en las miserias. Desdeñoso de cruces, títulos y academias, médico de hospital, liberal, paternal con los pobres y que practicaba la virtud sin creer en ella, casi habría pasado por santo a no ser porque su penetrante inteligencia hacía temerle como a un demonio. Su mirada, más cortante que sus bisturís, iba derecha al alma y desarticulaba toda mentira a través de alegatos y pudores. Y así era el hombre, pleno de esa majestad llana que dan la conciencia de un gran talento, la fortuna y cuarenta años de una existencia laboriosa e irreprochable.

Nada más asomar a la puerta frunció el entrecejo al ver la faz cadavérica de Emma tendida de espaldas, con la boca abierta. Después, haciendo como que escuchaba a Canivet, se pasaba el índice por debajo de la nariz y repetía:

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-Bien, bien.Pero hizo un ademán lento con los hombros. Bovary le observó:

se miraron; y aquel hombre, tan habituado sin embargo a presenciar dolores, no pudo detener una lágrima que cayó sobre la chorrera.

Quiso llevar a Canivet a la estancia contigua. Carlos le siguió.-Está muy mal, ¿verdad? ¿Y si le pusiéramos unos sinapismos?

¡Qué sé yo! ¡Encuentre algo, usted que ha salvado a tanta gente!Y le rodeaba el cuerpo con los dos brazos, contemplándole con

gesto extraviado, suplicante, medio derrumbado sobre su pecho.-¡Vamos, pobre muchacho, valor! No hay nada que hacer.Y el doctor Lariviére se alejó.-¿Se marcha?-Volveré.Salió, como para dar una orden al postillón, con Canivet, que

tampoco tenía ningún interés en ver morir a Emma entre sus ma­nos.

El boticario se unió a» ellos en la plaza. No podía, por tem­peramento, separarse de las personas célebres. En consecuencia, conjuró a monsieur Lariviére, a que le hiciera el insigne honor de comer en su casa.

Mandaron a toda prisa a buscar pichones al Lion d ’or, las mejores chuletas de la carnicería, nata a casa de Tuvache, huevos a casa de Lestiboudois, y el boticario ayudaba personalmente a los preparativos, mientras madame Homais decía, estirando los cordo­nes de su camisola:

-Ya puede perdonar, monsieur, pues en nuestro pobre país, si no se avisa la víspera...

-¡Las copas con patas! -susurró Homais.-Si por lo menos estuviéramos en la ciudad, tendríamos el

recurso de las manos rellenas.-¡Cállate!... ¡A la mesa, doctor!Le pareció oportuno, después de los primeros bocados, dar

algunos detalles sobre la catástrofe:-Primero tenemos una sensación de sequedad en la faringe,

después unos dolores intolerables en el epigastrio, superpurgación, coma.

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-¿Cómo se envenenó?-Lo ignoro, doctor, y ni siquiera sé dónde habrá podido procurarse

ese ácido arsenioso.Justino, que traía entonces una pila de platos, se puso a temblar.-¿Qué te pasa? -dijo el boticario. A esta pregunta, el joven dejó

caer todo al suelo con gran estrépito.-¡Imbécil! -exclamó Homais-, ¡zopenco, pedazo de animal!Pero de pronto, dominándose:-Quise intentar un análisis, doctor, y primo, introduje

delicadamente en un tubo...-Mejor hubiera hecho en introducirle los dedos en la garganta

-dijo el cirujano.Su colega callaba, porque hacía un momento le habían echado

confidencialmente una buena reprimenda por el emético, de suerte que el bueno de Canivet, tan arrogante y tan hablador cuando el pie zopo, estaba ahora muy modesto; sonreía sin parar, de una manera aprobatoria. *

Homais se recreaba en su orgullo de anfitrión, y la triste idea de Bovary contribuía vagamente a su placer, por una especie de consideración egoísta de sí mismo. Además estaba entusiasmado con la presencia del doctor. Exhibía su erudición, citaba al buen tuntún las cantáridas, el upas, el manzanillo, la víbora...

-Y hasta he leído, doctor, que algunas personas se habían intoxicado, como fulminadas, con morcillas que habían sufrido una fumigación demasiado vehemente. ¡Y era un informe muy bueno, hecho por una de nuestras eminencias farmacéuticas, uno de nues­tros maestros, el ilustre Cadet de Gassicourt!

Reapareció madame Homais con una de esas vacilantes máquinas que se calientan con espíritu de vino; pues Homais tenía a gala hacer el café en la mesa, después de tostarlo, porfirizarlo y mezclarlo él mismo.

-Saccharum, doctor -dijo ofreciendo azúcar.Después mandó que bajaran todos sus hijos, pues quería conocer

el dictamen del doctor sobre su constitución.Y cuando monsieur Lariviére se disponía a partir, madame

Homais le pidió una consulta para su marido. La sangre se le

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espesaba de tal modo que todas las noches se dormía después de cenar.

-¡Oh, no es le sens4 lo que le perturba!Y, sonriendo un poco de este chiste que pasó inadvertido, el

doctor abrió la puerta. Pero la farmacia estaba atestada de gente, y le fue muy difícil desprenderse de Tuvache, que temía que su esposa tuviera una fluxión de pecho, porque acostumbraba a escupir en la ceniza; de monsieur Binet, que tenía picores; de Lheureux, que sufría 1 de vértigos; de Lestiboudois, que tenía reuma; de madame Lefra^ois, que tenía acidez. Por fin arrancaron los tres caballos y la gente estuvo de acuerdo en que el doctor no se había mostrado nada complaciente.

La aparición de monsieur Boumisien, que pasaba por el mercado con los santos óleos, distrajo la atención pública.

Homais, como correspondía a sus principios, comparó a los curas con los cuervos atraídos por el olor a muerto.

Ver a un eclesiástico le era personalmente desagradable, pues la sotana le hacía pensar en el sudario, y execraba aquélla un poco por el espanto de éste.

No obstante, como no retrocedía ante lo que él llamaba su misión, volvió a casa de Bovary en compañía de Canivet, al que monsieur Lariviére, antes de marcharse, recomendó mucho este paso; y, a no ser por la oposición de su mujer, habría llevado con él a sus dos hijos, con el fin de acostumbrarlos a las circunstancias fuertes, para que aquello fuera una lección, un ejemplo, un cuadro solemne que les quedara más adelante en la cabeza.

Cuando entraron, la habitación estaba toda llena de una solemnidad lúgubre. Sobre la mesa de labor, cubierta con una toalla blanca, había cinco o seis bolitas de algodón en una bandeja de plata, junto a un gran crucifijo y entre dos candeleras encendidos. Emma, con la barbilla apoyada en el pecho, abría desmesuradamente los párpados y arrastraba sus pobres manos por las sábanas, con ese gesto horrible y dulce de los agonizantes que parecen querer ya cubrirse con el sudario. Carlos, pálido como una estatua, rojos los ojos como brasas, sin llorar,... estaba frente a ella al pie de la cama,

20 Sang (sangre) y sens (sentido, razón, juicio) en francés tienen la misma pronunciación, y el autor hizo con ellas un juego de palabras.

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mientras el sacerdote, apoyado sobre una rodilla, mascullaba pala­bras en voz baja.

Emma volvió la cara lentamente y pareció transportada de gozo al ver de pronto la estola violeta, sin duda recobrando, en medio de una paz extraordinaria, la perdida voluptuosidad de sus primeras levitaciones místicas, con visiones de beatitud eterna que comenza­ban.

El sacerdote se incorporó para coger el crucifijo, y ella, entonces, alargó el cuello como quien tiene sed, y, pegando los labios al cuerpo del Hombre Dios, depositó en él con toda su fuerza expirante el más grande beso de amor que jamás diera. Luego el cura recitó el Misereatur y el Indulgentiam, mojó el pulgar derecho en el aceite y comenzó las unciones: primero en los ojos, que tanto habían apetecido todas las suntuosidades terrestres; después en las ventanas de la nariz, codiciosa de brisas tibias y de aromas amorosos; después en la boca, que se había abierto para la mentira, que había gemido de orgullo y gritado de lujuria; luego en las manos, que se deleitaban en los contactos suaves, y por último en la planta de los pies, tan rápidos cuando corría a satisfacer sus deseos y que ahora ya nunca más caminarían.

El cura se enjugó los dedos, echó a la lumbre las bolas de algodón impregnadas de aceite y volvió a sentarse junto a la moribunda para decirle que ahora debía unir sus sufrimientos a los de Jesucristo y encomendarse a la misericordia divina.

Terminadas sus exhortaciones, intentó ponerle en la mano una vela bendita, símbolo de las glorias celestiales de las que muy pronto se iba a ver rodeada. Emma, demasiado débil, no pudo cerrar los dedos, y a no ser por monsieur Boumisien, la vela habría caído al suelo.

Sin embargo no estaba tan pálida, y su rostro tenía una expresión de serenidad, como si el sacramento la hubiera curado.

El sacerdote no dejó de observarlo, y explicó a Bovary que a veces el Señor prolongaba la existencia de las personas cuando lo juzgaba conveniente para su salvación; y Carlos recordó un día en que, también a punto de morir, Emma recibió la comunión. “Acaso no había que perder la esperanza”, pensó.

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En efecto, Emma miró en tomo suyo, lentamente, como quien se despierta de un sueño; luego, con voz clara, pidió su espejo y se quedó un tiempo inclinada sobre él; hasta el momento en que le brotaron de los ojos gruesas lágrimas. Entonces echó hacia atrás la cabeza lanzando un suspiro y cayó sobre la almohada.

Y en seguida su pecho empezó a jadear en un estertor acelerado. Le salía toda la lengua fuera de la boca; sus ojos, dando vueltas, palidecían como dos globos de lámpara que se apagan, hasta parecer muerta de no ser por la horrible aceleración de las costillas, sacudi­das con un j adeo furioso, como si el alma diera botes para desprenderse. Felicidad se arrodilló ante el crucifijo, y hasta el boticario flexionó un poco las piernas, mientras que monsieur Cani vet miraba vagamen­te a la plaza. Boumisien se había puesto otra vez a rezar, inclinada la cara contra el borde de la cama, con su larga sotana negra que arrastraba detrás de él en la habitación.

Carlos estaba al otro lado, de rodillas, extendidos los brazos hacia Emma. Le había cogido las manos y se las apretaba, es­tremeciéndose a cada latido de su corazón, como la repercusión de una ruina que se derrumba. A medida que el estertor iba siendo más fuerte, el eclesiástico precipitaba sus oraciones, que se mezclaban con los sollozos contenidos de Bovary, y a veces todo parecía desaparecer en el sordo murmullo de las sílabas latinas, que sonaban como un toque a muerto.

De pronto se oyó en la acera un ruido de grandes zuecos, con el golpear de una cachaba; y se elevó una voz ronca que cantaba:

Souvent la chaleur d ’un beau jour Fait réver fillette á l ’amour.

Emma se incorporó como un cadáver que se galvaniza, suelto el pelo, fijos los ojos, muy abiertos.

Pour amasser diligemment Les épis que lafaux moissonne,Ma Nanette va s ’inclinant Vers le sillón qui nous les donne.

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-¡El ciego! -exclamó.Y Emma se echó a reír con una risa atroz, frenética, desesperada,

creyendo ver la horrible faz del mísero, que se levantaba en las tinieblas eternas como un endriago.

II souffla bienfort ce jour-lá.Et le jupón court s ’envola!

Una convulsión la derribó de nuevo sobre la cama. Todos se acercaron. Había dejado de existir.

IX

Hay siempre, después de la muerte de alguien, como una estupefac­ción que se libera; tan difícil resulta comprender la llegada del final, y aún más difícil es resignarse a creerlo. Sin embargo, cuando Carlos se dio cuenta de la definitiva quietud de Emma, Carlos se arrojó sobre ella exclamando:

-¡Adiós! ¡Adiós!Homais y Canivet lo retuvieron fuera de la habitación.-¡Cálmese!-S í -decía resistiéndose-, reflexionaré, nada indebido haré.

¡Pero déjenme! ¡Quiero verla, por favor! ¡Es mi mujer!Y lloraba.-Desahóguese -le decía el boticario-, deje actuar a la naturale­

za, eso lo calmará.Carlos, tan débil como un niño se dejó llevar hasta la sala;

monsieur Homais se fue rápidamente para su casa.En la plaza lo alcanzó un ciego que había caminado hasta

Yonville buscando la pomada antiflogística, y a cada transeúnte le preguntaba por el boticario.

-¡Señor, tengo bastante que hacer hoy! ¡Vuelvaotrodía! Y entró apresuradamente en la farmacia.

Debía redactar dos cartas, preparar un calmante para Bovary, decir alguna mentira que pudiera camuflar el envenenamiento y

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colocarla en una gacetilla para Le Fanal, sin contar las personas que lo esperaban con el fin de tener noticias. Cuando los habitantes de Yonville escucharon la historia del arsénico ingerido en lugar de azúcar, mientras preparaba un batido de vainilla, Homais regresó a la casa de Bovary.

Le encontró solo (monsieur Canivet acababa de marcharse), sentado en la butaca, junto a la ventana, y contemplando el suelo de la habitación con una mirada idiota.

-Ahora tendría que fijar usted la hora de la ceremonia -dijo el boticario.

-¿Para qué? ¿Qué ceremonia?Después, con voz balbuciente y asustada:-¡Oh!, no, ¿verdad que no? No, quiero conservarla.Homais, por hacer algo, cogió una jarra del aparador para regar

los geranios.-¡Ah, gracias -dijo Carlos-, qué bueno es usted!Y no terminó, ahogándose bajo un aluvión de recuerdos que

aquel gesto del boticario le traía.Homais, para distraerle, juzgó conveniente hablar un poco de

horticultura; las plantas necesitaban humedad. Carlos bajó la cabeza en señal de aprobación.

-Por otra parte, ya va a volver el buen tiempo.-¡Ah! -exclamó Bovary.Al boticario no se le ocurrió ninguna otra cosa y se puso a apar­

tar suavemente los visillos de la ventana.-Mire, por ahí va monsieur Tuvache.Carlos repitió como una máquina:-Por ahí va monsieur Tuvache.Homais no se atrevió a hablarle otra vez de las disposiciones

fúnebres; fue el eclesiástico quien logró decidirle a ocuparse de ellas.Bovary se encerró en su despacho, cogió una pluma y, después

de llorar un rato, escribió:

Dispongo que se la entierre con su traje de boda, con zapatos blancos, una corona. Le extenderán la cabellera sobre los hombros; tres féretros, uno de roble, uno de caoba, uno de plomo. Que no me

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digan nada, tendré valor. Le pondrán encima toda una gran pieza de terciopelo verde. Esta es mi voluntad. Cúmplase.

Aquellos señores se extrañaron mucho de las ideas romancescas de Bovary, y en seguida el boticario fue a decirle:

-Ese terciopelo me parece una redundancia. Además, el gasto...-¿A usted qué le importa? -exclamó Carlos-. ¡Déjeme! ¡Usted

no la amaba! ¡Váyase!El eclesiástico le cogió por el brazo para llevarle a dar una vuelta

por el jardín. Discurría sobre la vanidad de las cosas terrestres. Dios era grande, muy bueno; se debía aceptar sin murmurar sus decretos, hasta agradecérselos. Carlos rompió a blasfemar.

-¡Yo le execro, a vuestro Dios!-E l espíritu de rebelión no le ha dejado aún -suspiró el

eclesiástico.Bovary estaba lejos. Caminaba a grandes pasos, a lo largo de la

pared, junto a la escalera, y rechinaba los dientes, levantaba al cielo miradas de maldición; pero ni siquiera una hoja se movía.

Caía una lluvia fina. Carlos, que tenía el pecho descubierto, acabó tiritando; entró a sentarse en la cocina.** A las seis se oyó en la plaza un ruido de chatarra: era La Golondrina que llegaba; y Bovary permaneció con la frente contra los cristales, viendo apearse uno tras otro a todos los viajeros. Felicidad le extendió un colchón en la sala; Carlos se dejó caer so­bre él y se durmió.

Aunque filósofo, monsieur Homais respetaba a los muertos. Y, sin guardar rencor al pobre Carlos, volvió por la noche para velar el cadáver, llevando consigo tres volúmenes y una cartera, para tomar notas.

Allí estaba monsieur Boumisien, y en la cabecera de la cama, que habían sacado de la alcoba, ardían dos grandes cirios.

Al boticario le pesaba el silencio y no tardó en formular algunas lamentaciones sobre aquella “infortunada mujer”; y el cura respon­dió que ahora no quedaba más que rogar por ella.

-Sin embargo -replicó Homais-, una de dos: o ha muerto en estado de gracia (como se expresa la Iglesia), y entonces no necesita

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nuestras oraciones; o ha muerto impenitente (creo que ésta es la expresión eclesiástica), y entonces...

Boumisien le interrumpió, replicando en un tono enfurruñado que de todos modos había que rezar.

-Pero -objetó el boticario-, si Dios conoce todas nuestras necesidades, ¿qué falta hace la oración?

-¡Cómo! -protestó el eclesiástico-, ¡la oración! ¿Es que usted no es cristiano?

-¡Perdone! -dijo Homais-. Yo admiro el cristianismo. En primer lugar ha redimido a los esclavos, ha introducido en el mundo una moral...

-¡No se trata de eso! Todos los textos...-¡Oh, oh!, eso de los textos, abra la historia; es sabido que los

han falsificado los jesuítas.Entró Carlos y, acercándose a la cama, corrió despacio las

cortinas.Emma tenía la cabeza inclinada sobre el hombro derecho. La

comisura de la boca, que estaba abierta, formaba como un agujero negro en la parte baja de la cara, los dos pulgares permanecían derechos en la palma de la mano; tenía como esparcido sobre las pestañas una especie de polvo blanco, los ojos empezaban a desaparecer en una palidez viscosa que semejaba una tela delgada, como si sobre ellos la hubieran tejido las arañas. La sábana se hundía desde los senos hasta las rodillas, alzándose luego en la punta de los dedos de los pies; y a Carlos le parecía que sobre ella gravitaban masas infinitas, un peso enorme.

El reloj de la iglesia dio las dos. Se oía el denso murmullo del río que corría en las tinieblas, al pie de la terraza; monsieur Boumisien se sonaba ruidosamente de vez en cuando, y chirriaba sobre el papel la pluma de Homais.

-¡Vamos, mi buen amigo -dijo-, retírese, ese espectáculo le destroza!

Cuando Carlos salió, el boticario y el cura reanudaron sus discusiones.

-¡Lea usted a Voltaire! -decía uno-; ¡lea a Holbach, lea la Enciclopedia!

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-¡Lea usted las Lettres de quelques juifs portugais\ -decía el otro-; ¡ lea la Raison du christianisme, de Nicolás, antiguo magistrado!

Se acaloraban, estaban rojos, hablaban a la vez, sin escucharse; Boumisien se escandalizaba de semejante audacia; Homais se maravillaba de semejante estupidez; y no andaban lejos de insultar­se, cuando, de pronto, reapareció Carlos. Le atraía una especie de fascinación. Subía continuamente la escalera.

Se plantaba frente a Emma para verla mejor y se perdía en esta contemplación, que, a fuerza de ser profunda, ya no era dolorosa.

Recordaba historias de catalepsia, los milagros del magnetismo; y se decía que, queriéndolo con suprema fuerza, quizá lograra resucitarla. Una vez llegó hasta a inclinarse sobre ella y dijo muy bajo: “¡Emma! ¡Emma!” Su aliento, fuertemente expelido, hizo temblar la llama de los cirios contra la pared.

Al amanecer llegó madame Bovary madre; Carlos, al abrazarla, se desbordó de nuevo en sollozos. La madre aventuró, como lo había hecho el boticario, algunas observaciones sobre los gastos del entierro. Carlos respondió tan furioso que la señora se calló, y hasta la mandó inmediatamente a la ciudad a comprar lo necesario.

Carlos se quedó solo toda la tarde; habían llevado a Berta a casa de madame Homais; Felicidad estaba arriba, en la habitación, con la tía Lefran90is.

Por la tarde llegaron visitas. Carlos se levantaba, les estrechaba las manos sin poder hablar, y se sentaban junto a los otros, que formaban un gran círculo ante la chimenea. La cara inclinada y la pierna sobre la rodilla, la balanceaba, lanzando de vez en cuando un gran suspiro; y todos se aburrían desmesuradamente; sin embargo ninguno quería marcharse.

Homais, cuando volvió a las nueve (desde hacía dos días no se veía a nadie más que a él en la plaza), estaba cargado con una provisión de alcanfor, de benjuí y de yerbas aromáticas. Traía también un vaso lleno de cloro para desterrar los miasmas. En este momento, la doméstica, madame Lefran^ois y madame Bovary madre daban vueltas alrededor de Emma, acabando de vestirla; y bajaron el largo velo rígido, que la cubrió hasta los zapatos de raso.

Felicidad sollozaba:

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-¡Ah, mi pobre ama, mi pobre ama!-¡Mírenla qué mona es todavía! -decía suspirando la hostele­

ra-. Es que parece mismamente que se va a levantar en seguidita.Después se inclinaron para ponerle la corona.Hubo que levantarle un poco la cabeza, y entonces salió de su

boca un borbotón de líquidos negros, como un vómito.-¡Ay, Dios mío! ¡El vestido, tenga cuidado! -exclamó madame

Lefran?ois-. ¡Ya podía usted ayudamos! -le dijo al boticario-. ¿Es que tiene miedo?

-¿Miedo yo? -replicó Homais encogiéndose de hombros-. ¡Estaría bueno! ¡Como si no hubiera yo visto cosas en el hospital, cuando estudiaba farmacia! ¡ Hacíamos ponche en el anfiteatro de las disecciones! La nada no asusta a un filósofo; es más, y lo he dicho muchas veces, pienso legar mi cadáver a los hospitales para que sirva a la ciencia.

Cuando llegó el cura preguntó cómo estaba monsieur Bovary; y, ante la respuesta del boticario, comentó:

-¡Es natural, el golpe es todavía demasiado reciente!Homais le felicitó por no verse expuesto, como los demás, a

perder una compañera querida, y de aquí se derivó una discusión sobre el celibato de los sacerdotes.

-Pues -decía el boticario- no es natural que un hombre se pase sin mujeres. Se han visto crímenes...

-¡Pero, alma de cántaro! -exclamó el eclesiástico-, ¿cómo quiere usted que un hombre casado pueda guardar, por ejemplo, el secretó de la confesión?

Homais atacó a la confesión. Boumisien la defendió; se extendió sobre las restituciones que de ella resultaban. Citó diferentes anécdo­tas de ladrones que de pronto se habían vuelto hombres honrados. Militares hubo que, al acercarse al tribunal de la penitencia, sintieron caérseles las escamas de los ojos. Había en Friburgo un ministro...

Su compañero dormía. Después, como se ahogaba un poco en la atmósfera demasiado cargada de la habitación, abrió la ventana y el boticario se despertó.

-¡Un poco de rapé! -le dijo-. Tómelo, despeja.Lejos se oían unos aullidos continuos.

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-¿Oye usted un perro que aúlla? -dijo el boticario.-Dicen que sienten los muertos -repuso el eclesiástico-. Es

como las abejas; salen de la colmena cuando muere alguien.Homais no dijo nada de estos prejuicios, pues había vuelto a

dormirse.Monsieur Boumisien, más robusto, siguió algún tiempo movien­

do los labios sin hablar; luego, insensiblemente, inclinó la barbilla, soltó el grueso libro negro y empezó a roncar. Estaban uno enfrente del otro, saliente la barriga, la cara abotargada, enfurruñado el gesto, encontrándose al fin, después de tanto desacuerdo, en la misma flaqueza humana; y no se movían más que el cadáver tendido junto a ellos y que parecía dormir.

Carlos, al entrar, no los despertó. Era la última vez. Venía a despedirse.

Todavía humeaban las yerbas aromáticas, y unos remolinos de vapor azulenco se confundían al filo de la ventana con la neblina que entraba. Había algunas estrellas y la noche era tibia.

La cera de los cirios caía en gruesas lágrimas sobre las sábanas de la cama. Carlos los miraba arder, fatigándose los ojos con los rayos de su llama amarilla.

Sobre el vestido de raso, blanco como un claro de luna, rielaban unos reflejos. Emma desaparecía debajo; y a Carlos le parecía que, esparciéndose fuera de sí misma, se perdía confusamente en las cosas que la rodeaban, en el silencio, en la noche, en el viento que pasaba, en los olores húmedos que subían.

Después, de pronto, la veía en el jardín de Tostes, en el banco, contra el seto de espinos, o bien en Ruán, en las calles, en el umbral de su casa, en el patio de Les Berteaux. Todavía estaba oyendo la risa de los muchachos jubilosos que bailaban debajo de los manzanos; la habitación estaba llena del perfume de su cabellera y su vestido le temblaba en los brazos con un chisporroteo. ¡Y era el mismo, era éste!

Pasó así mucho tiempo, recordando todas las dichas desa­parecidas, sus actitudes, sus gestos, el timbre de su voz. Después de una desesperación venía otra y siempre, inacabablemente, como las olas de una marea desbordante.

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Tuvo una curiosidad terrible: lentamente, con la punta de los dedos, palpitando, levantó el velo. Pero lanzó un grito de horror que despertó a los otros dos presentes. Le arrastraron a la planta baja, a la sala.

Después subió Felicidad a decir que el señor pedía un mechón de su pelo.

-¡Córtelo! -replicó el boticario.Y como la muchacha no se atreviera, se adelantó él mismo con

las tijeras en la mano. Temblaba tanto que cortó la piel de las sienes en varios puntos. Por fin, luchando con la emoción, Homais dio dos o tres tijeretazos al azar, lo que dejó unas marcas blancas en aquella hermosa cabellera negra.

El boticario y el cura tomaron a sus ocupaciones, no sin echar un sueñecillo de vez en cuando, de lo que se acusaban recíprocamente a cada despertar. Y monsieur Boumisien rociaba la habitación con agua bendita y Homais echaba en el suelo un poco de cloro.

Felicidad se había cuidado de poner para ellos sobre la cómoda una botella de aguardiente, un queso y un gran bizcocho. Hacia las cuatro de la mañana, el boticario, que no podía más, suspiró:

-La verdad es que de buena gana tomaría algo.El eclesiástico no se hizo rogar; salió para decir misa y volvió;

luego comieron y trincaron, bromeando un poco, sin saber por qué, excitados por esa vaga alegría que nos entra después de unas sesio­nes de tristeza; y, a la última copa, el cura dijo al boticario, dándole unos golpecitos en el hombro:

-¡Acabaremos por entendemos!Al bajar, encontraron en el vestíbulo a los carpinteros que

llegaban. Y Carlos tuvo que sufrir durante dos horas el suplicio del martillo que resonaba sobre las tablas. Después la bajaron en su féretro de roble, que embutieron en los otros dos; pero como la caja era demasiado ancha, hubo que rellenar los intersticios con la lana de un colchón. Por último, una vez cepilladas las tres tapas, clavadas y soldadas, la expusieron delante de la puerta; abrieron la casa de par en par, y empezaron a afluir los vecinos de Yonville.

Llegó Rouault, el padre. Se desmayó en la plaza al ver el paño negro.

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xLa misiva del boticario se había demorado treinta y seis horas en llegar a su destinatario; y por aprecio a su sensibilidad, monsieur Homais la había redactado de tal manera que era imposible descifrar su mensaje.

El pobre hombre cayó como fulminado por ataque de parálisis. Después comprendió que ella no había muerto. Pero quizá sí podría estarlo... finalmente se puso la camisa, tomó el sombrero, ajustó una espuela a la bota y partió en el caballo. A lo largo del camino, mon­sieur Rouault jadeaba devorado por la angustia. Debió descender un momento porque no podía ver nada, escuchaba voces de todas partes, creía que se iba a volver loco.

Despuntó la aurora. Divisó tres gallinas negras dormidas en un árbol; aquello le pareció una premonición y se estremeció aterrado. Prometió a la Virgen tres casullas para su iglesia y que caminaría descalzo desde el cementerio de Les Berteaux hasta la capilla de Vassonville. Llegó a Marmonne llamando a la gente de la posada, abrió la puerta de un golpe, cayó sobre un saco de avena, vertió en el pesebre una botella de sidra dulce y volvió a montar en su viejo caballo que comenzaba a relucir chispas de sus herraduras.

Se daba ánimo diciéndose que los médicos la iban a salvar, que descubrirían el remedio. Recordaba todas las curaciones milagrosas que había visto en su vida. Luego la contemplaba muerta. La veía allí, tendida de espaldas, en la mitad del camino. Entonces tiraba violentamente de la brida y la visión desaparecía.

Cuando llegó a Quincampoix, ingirió tres cafés, uno tras otro, para fortalecer su valor.

Pensó que a lo mejor se habían equivocado de nombre al escri­bir la carta. La buscó en el bolsillo y la tocó, pero no se atrevió a abrirla.

Llegó a imaginar que aquello era quizá una broma, una vengan­za de alguien, una fantasía de un hombre que estaba de juerga; y además, si su hija hubiera muerto, se sabría. ¡Pero no!, el campo no tenía nada de extraordinario: el cielo estaba azul, los árboles se balanceaban, pasó un rebaño de ovejas. Divisó el pueblo; le vieron

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llegar muy inclinado sobre el caballo, dándole grandes latigazos, y las cinchas goteaban sangre. Cuando recobró el conocimiento, cayó sollozando en los brazos de Bovary:

-¡Hija mía! ¡Emma! ¡Explíqueme, hijo mío!...Y Bovary contestó llorando:-¡No sé!, ¡no sé! ¡Es una maldición!El boticario los separó.-Esos horribles detalles son inútiles. Ya informaré yo al señor.

Está llegando la gente. ¡Un poco de dignidad, caray! ¡Un poco de filosofía!

El pobre muchacho quiso hacerse el fuerte y repitió varias veces:-Sí..., valor.-¡Bueno -exclamó el hombre-, lo tendré, me valga Dios! La

llevaré hasta el fin.Doblaba la campana. Todo estaba dispuesto. Había que ponerse

en marcha.Y, sentados en un sitial del coro, uno al lado del otro, vieron

pasar y volver a pasar continuamente ante ellos a los tres chantres salmodiando. El serpentón soplaba a todo resuello. Monsieur Bour- nisien, revestido a todo tren, cantaba con voz aguda; se inclinaba ante el tabernáculo, elevaba las manos, extendía los brazos. Lestiboudois circulaba por la iglesia con su varilla de ballena; el féretro reposaba junto al coro entre cuatro filas de cirios. A Carlos le daban ganas de levantarse para apagarlos.

Sin embargo, se esforzaba por sentir devoción, por lanzarse a la esperanza de una vida futura en la que volvería a verla. Imaginaba que se había ido de viaje, muy lejos, desde hacía mucho tiempo. Pero cuando pensaba que estaba allí abajo y que todo había terminado, que la llevaban a la tierra, le entraba una rabia feroz, negra, deses­perada. A veces creía que ya no sentía nada; y saboreaba esta atenuación de su dolor, a la vez que se acusaba de ser un miserable.

Se oyó sobre las losas el golpe seco y acompasado de un palo con contera de hierro. Llegaba del fondo y se paró de pronto en la nave lateral de la iglesia. Un hombre con una gruesa chaqueta parda se arrodilló penosamente. Era Hipólito, el mozo del Lion d ’or. Se ha­bía puesto su pierna nueva.

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Uno de los chantres dio la vuelta a la nave para hacer la colec­ta, y, una tras otra, fueron sonando las monedas en la bandeja de plata.

-¡Dése prisa! ¡Yo estoy sufriendo! -exclamó Bovary, a la vez que echaba con rabia una moneda de cinco francos.

El hombre de iglesia le dio las gracias con una larga reverencia.Cantaban, se arrodillaban, se levantaban, ¡aquello no terminaba

nunca! Recordó que una vez, en los primeros tiempos, asistieron juntos a misa, y se pusieron al otro lado, a la derecha, junto a la pared. Volvió a doblar la campana. Hubo un gran movimiento de sillas. Los encargados de llevar el féretro metieron las tres andas bajo él, y salieron de la iglesia.

En esto apareció Justino en el umbral de la farmacia. Pero se metió dentro en seguida, pálido, tambaleándose.

La gente estaba en las ventanas para ver pasar el cortejo. Carlos, en cabeza, iba muy erguido. Hacía ostentación de valentía y saludaba con la mano a los que, desembocando de las callejuelas y de las puertas, se incorporaban a la multitud. Los seis hombres, tres a cada lado, avanzaban a paso corto y jadeando un poco. Los sacerdotes, los chantres y los dos monaguillos recitaban el De Profanáis; y sus voces iban hacia el campo, subiendo y bajando con ondulaciones. A veces desaparecían en los recodos del sendero; pero la gran cruz de plata se alzaba siempre entre los árboles.

Seguían las mujeres, con mantos negros de capuchón sobre la cabeza; llevaban en la mano una gruesa vela encendida, y Carlos se sentía desfallecer ante aquella continua repetición de rezos y de velas y aquel olor a cera y a sotana. Soplaba una brisa fresca, verdeaban el centeno y la colza en los setos de espino, al borde del sendero, brillaban las gotitas de rocío. Llenaban el horizonte toda clase de rumores gozosos: el crujido de una carreta rondando a lo lejos por los carriles de otras ruedas, el canto insistente de un gallo que se repetía o la galopada de un potro que huía bajo los manzanos. En el cielo, claro, se destacaban unas nubes rosadas; la luz azulada de las velas se reflejaba en las chozas cubiertas de iris; Carlos, al pasar, reconocía los corrales. Recordaba mañanas como ésta, en las que, después de visitar a un enfermo, salía de la casa y volvía hacia Emma.

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El paño negro, sembrado de lágrimas blancas, se levantaba de vez en cuando descubriendo el féretro. Los que llevaban las andas acortaban el paso, y el ataúd avanzaba a sacudidas continuas, como una chalupa que se bambolea a cada ola.

Llegaron.Los hombres siguieron más adelante, a un sitio del césped donde

habían cavado la fosa.Formaron círculo en tomo a ella, y mientras el cura hablaba, la

tierra roja, echada sobre los bordes, caía por las esquinas sin mido, sin pausa.

Después, dispuestas ya las cuatro cuerdas, empujaron el féretro sobre la fosa. Carlos lo vio descender. Seguía descendiendo.

Hasta que se oyó un choque; las cuerdas volvieron a subir chirriando. Entonces Boumisien cogió la pala que le tendía Lestiboudois; con la mano izquierda, mientras con la derecha echó vigorosamente una gran paletada; y la madera del ataúd, golpeada por las piedras, hizo ese mido formidable que nos parece ser la resonancia de la eternidad.

El eclesiástico pasó el hisopo a su vecino. Era monsieur Homais. Lo sacudió gravemente, luego se lo tendió a Carlos, que se hundió en la tierra hasta las rodillas y la echaba con las manos gritando: “¡ Adiós!” Le echaba besos; se arrastraba hacia la fosa para enterrarse con ella.

Se lo llevaron; no tardó en sosegarse, sintiendo quizá, como todos los demás, la vaga satisfacción de haber terminado.

A la vuelta, el tío Rouault se puso tranquilamente a fumar su pipa; lo que a Homais, en su fuero interno, le pareció poco oportuno. También observó que monsieur Binet se había abstenido de comparecer, que Tuvache se había esfumado después de la misa, y que Teodoro, el criado del notario, llevaba un traje azul, “como si no se pudiera encontrar un traje negro, como manda la costumbre, ¡ qué diablo!” Y, para comunicar sus observaciones, iba de grupo en gmpo. En ellos se lamentaba la muerte de Emma, sobre todo Lheureux, que no faltó al entierro.

-¡Pobre señora, qué dolor para su marido!El boticario comentaba:

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-Han de saber ustedes que, a no ser por mí, hubiera cometido un funesto atentado contra sí mismo.

-¡Tan buena persona! ¡ Y decir que el sábado mismo la vi en mi tienda!

-No tuve tiempo -dijo Homais- de preparar unas palabras para decirlas sobre su tumba.

Al volver a casa, Carlos se cambió de ropa, y también el tío Rouault volvió a ponerse su blusa azul. Era nueva, y como, en el camino, se había secado varias veces los ojos con las mangas, habían desteñido sobre su cara, y la huella de las lágrimas trazaba líneas en la capa de polvo que la cubría.

Con ellos estaba madame Bovary madre. Los tres se callaban. El bueno del hombre suspiró al fin.

-Acuérdese, hijo mío, de que vine una vez a Tostes cuando usted acababa de perder a su primera difunta. ¡Entonces yo le consolaba! Encontraba algo que decirle; pero ahora...

Y con un largo gemido que le levantó todo el pecho:-¡Ay, para mí ya se acabó todo! ¡Se fue mi mujer..., después mi

hijo..., y ahora mi hija!Quiso volverse en seguida a Les Bertaux, diciendo que no podría

dormir en aquella casa. Hasta se negó a ver a su nieta.-¡No, no!, me daría muchísima pena. Pero déle muchos besos.

¡Adiós..., es usted un buen muchacho! Y además, nunca olvidaré esto -dijo golpeándose la pierna, ¡descuide, recibirá siempre su pavo!

Pero, ya en lo alto de la cuesta, miró atrás, como antaño mirara en el camino de Saint-Victor al separarse de ella. Los rayos oblicuos del sol que se ponía en la pradera encendían las ventanas del pueblo. Rouault se puso la mano sobre los ojos y vislumbró en el horizonte un cierro de paredes dentro del cual emergían unos árboles que formaban negros macizos entre piedras blancas. Luego siguió su camino, a trote corto, porque la jaca cojeaba.

Aquella noche, Carlos y su madre, a pesar del cansancio, se quedaron hablando mucho tiempo. Hablaron de los días de antaño y del futuro. La madre vendría a vivir a Yonville, llevaría la casa y ya no se separarían. Estuvo animada y cariñosa, alegrándose

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interiormente de recuperar un afecto que se le iba escapando desde hacía tantos años. Dieron las doce. El pueblo, como de costumbre, estaba silencioso, y Carlos, despierto, seguía pensando en ella.

Rodolfo, que para distraerse, había andado todo el día por el bosque, dormía tranquilamente en su castillo; y, más lejos, León dormía también.

Había otro que, a aquella hora, no dormía.Sobre la tumba, entre los pinos, un niño lloraba arrodilla­

do, jadeante el pecho, roto por los sollozos, bajo la presión de un pesar inmenso, más dulce que la luna y más insondable que la no­che.

De pronto rechinó la verja. Era Lestiboudois; venía a buscar su pala, que había olvidado aquella tarde. Reconoció a Justino escalan­do el muro, y entonces supo a qué atenerse sobre el sinvergüenza que le hurtaba las patatas.

XI

Carlos, al día siguiente, ordenó traer a la hija. Ésta preguntaba por su madre. Le contestaron que estaba lejos y que volvería con muchos juguetes. Berta habló acerca de ella en varias oportunidades; por último, la olvidó. La alegría de la niña hacía más grande la pena para Bovary, y tenía que aceptar las fastidiosas palabras de consuelo del farmacéutico. Los líos de dinero volvieron a ocupar a Carlos. Mon- sieur Lheureux mencionaba de nuevo el nombre de su amigo Vincart, y así tuvo que comprometerse de nuevo Bovary por sumas exageradas, pero jamás consintió que se vendiera el más insigni­ficante de los muebles que le pertenecieron. Su madre se exasperó, se indignó más que Emma y prefirió abandonar la casa.

Entonces cada uno quiso aprovechar. Mademoiselle Lempereur reclamó el dinero de seis meses de lecciones que Emma jamás tomó (a pesar de la factura de pago que ella le hizo ver a Bovary): en verdad, había sido un convenio que tuvieron las dos mujeres. El alquilador de libros exigió tres años de abono; la señora Rolet

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reclamó cerca de una veintena de letras. Pero como Carlos pedía explicaciones, tuvo la delicadeza de responder de esta manera:

-¡Ah! de eso no sé nada, eran sus negocios.Cada vez que pagaba una deuda, creía que ya terminaba todo,

pero seguían apareciendo otras más. Él exigió el pago de antiguas visitas médicas pero le mostraron las letras firmadas por su esposa. Entonces no tenía otra alternativa que presentar disculpas.

Felicidad llevaba ahora vestidos de la señora; no todos, pues Carlos había guardado algunos, e iba a verlos al cuarto de vestir de Emma y se encerraba en él; Felicidad tenía aproximadamente la talla de la difunta, y Carlos, muchas veces, al verla por detrás, era como si la viera a ella y exclamaba:

-¡Oh, no te vayas, no te vayas!Pero, por Pentecostés, Felicidad escapó de Yonville con Teodo­

ro y se llevó todo lo que quedaba del guardarropa.Por esta época, la señora viuda de Dupuis tuvo el honor de

participarle “la boda de su hijo, monsieur León Dupuis, notario de Yvetot, con mademoiselle Leocadia Leboeuf, de Bondeville”. Entre las felicitaciones que Carlos le dirigió, figuraba esta frase:

“¡Cuánto se habría alegrado mi pobre mujer!” Un día, deambulando por la casa, subió al desván y notó bajo la zapatilla una bolita de papel fino. La desplegó y leyó: “¡Valor, Emma, valor! No quiero hacer la desgracia de tu vida”. Era la carta de Rodolfo caída al suelo entre dos cajones, que se había quedado allí y que el viento de la claraboya había empujado hacia la puerta. Y Carlos se quedó muy quieto, boquiabierto en aquel mismo sitio donde, tiempo atrás, Emma, aún más pálida que él, desesperada, quiso morir. Por fin descubrió una pequeña R. al pie de la segunda página. ¿Quién era? Recordó las asiduidades de Rodolfo, su desaparición repentina y el aire azorado que le notó las dos o tres veces que, desde entonces, le había encontrado. Pero el tono respetuoso de la carta le ilusionó. “Quizá se amaron platónicamente”, pensó.

De todos modos, Carlos no era de los que llegan al fondo de las cosas. Retrocedió ante las pruebas, y sus inciertos celos se diluyeron en la inmensidad de su pena.

Tenían que haberla adorado. Seguramente todos los hombres la

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desearon. Le pareció aún más bella; y concibió un deseo permanente, furibundo, que inflamaba su desesperación y no tenía límites, porque ahora era ya irrealizable.

Por darle gusto, como si aún viviera, adoptó sus predilecciones, sus ideas; se compró botas de charol, corbatas blancas. Se ponía cosmético en el bigote, suscribió como ella pagarés a la orden. Hasta desde la tumba le corrompía.

Tuvo que vender la plata pieza por pieza, luego vendió los muebles del salón21. Todos los aposentos quedaron desmantelados; * pero su habitación, la habitación de Emma, permanecía intacta, igual que antes. Después de cenar, Carlos subía a ella. Empujaba hacia la chimenea la mesa redonda y acercaba su butaca. Se sentaba enfrente. En uno de los candeleras dorados ardía una vela. Berta, junto a él, iluminaba estampas.

El pobre hombre sufría de verla tan mal vestida, con las botas sin cordones y la sisa del vestido rota hasta las caderas, pues la criada no se ocupaba apenas de ella. Pero la niña era tan dulce, tan gentil, y su cabecita se inclinaba tan graciosamente, dejando caer sobre las rosadas mejillas su buena cabellera rubia, que le invadía una delectación infinita, un placer muy mezclado de amargura, como esos vinos mal elaborados que huelen a resina. Carlos le arreglaba los juguetes, le fabricaba muñecos con cartón o le cosía el vientre roto de las muñecas. Después, si sus ojos topaban con el costurero, con una cinta que arrastraba o hasta con un alfiler que había quedado en una hendidura de la mesa, se quedaba traspuesto y tenía un aire tan triste que la niña se ponía triste como él.

Ahora ya no iba nadie a verle; pues Justino había huido a Ruán, donde ahora era dependiente de una tienda de ultramarinos. Y los hijos del boticario trataban cada vez menos a la pequeña, pues a monsieur Homais, en vista de la diferencia de sus condiciones sociales, no le interesaba que se prolongara la intimidad.

El ciego, al que no había podido curar con su pomada, se había vuelto a la cuesta de Bois-Guillaume, donde contaba a los viajeros

21 El narrador parece haber olvidado que todos los bienes del matrimonio Bovary habían sido embargados.

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el vano intento del boticario, hasta el punto de que Homais, cuando iba a la ciudad, se escondía detrás de las cortinas de La Golondrina, para no verle. Le odiaba; y como, por interés de su reputación, quería librarse de él a toda costa, dirigió contra él una batería escondida, que demostraba la profundidad de su inteligencia y la miseria de su vanidad. Durante seis meses seguidos, se pudo leer en Le Fanal de Rouen unos sueltos que decían más o menos:

“Seguramente, cuantos se dirigen a las fértiles comarcas de la Picardie habrán observado en la cuesta de Bois-Guillaume a un desdichado que padece una horrible llaga facial. Importuna, persi­gue y hace pagar una verdadera gabela a los viajeros. ¿Acaso estamos todavía en aquellos monstruosos tiempos de la Edad Media en que se permitía a los vagabundos exhibir en nuestras plazas públicas la lepra y las escrófulas que habían traído de la cruzada?”

O bien:

“A pesar de las leyes contra el vagabundaje, las inmediaciones de nuestras grandes ciudades siguen infectadas por bandas de mendigos. Se les ve circular aisladamente, pero acaso no son éstos los menos peligrosos. ¿En qué piensan nuestros ediles?”

Después Homais inventaba anécdotas:

“Ayer, en la cuesta de Bois-Guillaume, un caballo espantadizo...”Y seguía el relato de un accidente ocasionado por la presencia del ciego.

Tanto hizo que le encarcelaron. Pero le soltaron. Volvió a la carga y Homais volvió a su vez a su campaña. Era una lucha. El boticario salió victorioso, pues su enemigo fue condenado a una reclusión perpetua en un hospicio.

Este éxito le animó; y desde entonces ya no hubo en el distrito un perro aplastado, una granja incendiada, una mujer maltratada, sin que Homais diera inmediatamente parte al público, siempre guiado por el amor al progreso y el odio a los curas. Establecía comparado-

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nes entre las escuelas primarias y los hermanos de San Juan de Dios, en detrimento de éstos, recordaba la noche de San Bartolomé a propósito de una subvención de cien francos concedida a la iglesia, y denunciaba abusos, lanzaba boutades. Era su palabra. Homais iba minando; iba resultando peligroso.

Sin embargo, se ahogaba en los estrechos límites del periodis­mo y no tardó en necesitar el libro, ¡la obra! Entonces compuso una Estadística general del distrito de Yonville, seguida de observaciones climatológicas, y la estadística le llevó a la filosofía.Se preocupó de las grandes cuestiones: problema social, moralización de las clases pobres, piscicultura, caucho, ferrocarriles, etc. Llegó a avergonzarse de ser un burgués. Hacía ostentación de tipo artista, fumaba. Se compró dos estatuillas chic Pompadour, para decorar su salón.

No abandonaba la farmacia, ¡al contrario!, estaba al comente de los descubrimientos. Seguía el gran movimiento de los chocolates. Fue el primero que trajo al departamento de Seine-Inférieure el cho­ca y la revalentia. Se entusiasmó con las cadenas hidroeléctricas Pulvermacher; él mismo llevaba una; y por la noche, cuando se quitaba el chaleco de franela, madame Homais se quedaba boquiabierta ante la espiral de oro bajo la que desaparecía, y sentía aumentar sus ardores por aquel hombre más agarrotado que un esci­ta y espléndido como un mago.

Tuvo grandes ideas a propósito de la tumba de Emma. Primero propuso una columna truncada con un ropaje, después una pirámide, después un templo de Vesta, una especie de rotonda... o bien «un montón de ruinas». Y en todos los planes, Homais no olvidaba nunca el sauce llorón, que consideraba símbolo obligado de la tristeza.

Carlos y él hicieron juntos un viaje a Ruán para ver tumbas en un establecimiento de sepulturas -acompañados por un pintor, un tal Vaufrylard, amigo de Bridoux, y que se pasó todo el tiempo diciendo chistes-. Por fin, después de pedir un presupuesto y hacer otro viaje a Ruán, Carlos se decidió por un mausoleo que debía llevar en los dos frentes principales “un genio con una antorcha apagada”.

En cuanto a la inscripción, para Homais nada tan hermoso como ^ sta viator, y de eso no salía; se estrujaba el majín y repetía con-

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tinuamente: Sta viator... Hasta que descubrió: Amabilem conjugen calcas!, que fue adoptado.

Cosa rara: Bovary, sin dejar de pensar en Emma continuamente, la olvidaba. Y se desesperaba de sentir cómo su imagen se le iba de la memoria en medio de los esfuerzos que hacía por retenerla. Sin embargo, todas las noches soñaba con ella; era siempre el mismo sueño: se acercaba a ella, pero, cuando llegaba a abrazarla, caía, podrida, en sus brazos.

Le vieron toda una semana entrar en la iglesia. Hasta le hizo monsieur Boumisien dos o tres visitas, después le abandonó. Por otra parte, el hombre se iba inclinando a la intolerancia, al fanatismo, decía Homais; echaba pestes contra “el espíritu del siglo” y cada quince días no dejaba de contar en el sermón la agonía de Voltaire, que, como todo el mundo sabe, murió devorando sus propios excrementos.

A pesar de la economía con que vivía Bovary, estaba muy lejos de poder amortizar sus antiguas deudas. Lheureux se negó a renovar ningún pagaré. El embargo era inminente. Entonces recurrió a su madre, que accedió a dejarle hipotecar sus bienes, pero no sin grandes recriminaciones contra Emma; y, en compensación a su sacrificio, pedía un chal que se había librado de los estragos de Felicidad. Carlos se lo negó. Riñeron.

La madre hizo las primeras insinuaciones de reconciliación, proponiéndole llevarse con ella a la pequeña, que le ayudaría en la casa. Carlos accedió. Pero en el momento de la partida, le abandonó el valor. Entonces la ruptura fue definitiva, completa.

A medida que iban desapareciendo sus afectos, se refugiaba más en el amor a su hija. Pero le preocupaba, pues a veces tosía, tenía rosetas en los pómulos.

Frente a él se esponjaba, floreciente y alegre, la familia del boticario, a cuya satisfacción contribuía todo. Napoleón le ayudaba en el laboratorio, Atalía le bordaba un gorro griego, Irma recortaba redondeles de papel para tapar las mermeladas, y Franklin recitaba de un tirón la tabla de Pitágoras. Homais era el más dichoso de los padres, el más afortunado de los hombres.

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¡Error!, una ambición sorda le reconcomía: Homais deseaba la cruz. No le faltaban títulos:

1.° Haberse destacado, cuando el cólera, por una abnegación sin límites; 2.°, haber publicado, a sus expensas, diferentes obras de utilidad pública, tales como... (y recordaba su memoria titulada: De la sidra, de su fabricación y de sus efectos; además observaciones sobre el pulgón laniger, enviadas a la Academia; su libro de estadística, y hasta su tesis de farmacéutico); sin contar que soy miembro de varias sociedades culturales (lo era sólo de una).

-¡En fin -exclamaba haciendo una pirueta-, aunque sólo fuera por haberme distinguido en los incendios!

Entonces Homais se inclinaba hacia el Poder. Prestó en secreto grandes servicios al señor prefecto en las elecciones. Por fin se vendió, se prostituyó. Llegó a dirigir al soberano una petición en la que le suplicaba que se le hiciera justicia; le llamaba nuestro buen rey y le comparaba con Enrique IV.

Y todas las mañanas el boticario se precipitaba sobre el periódico para buscar en él su nombramiento: no venía. Por fin no pudo aguantar más y mandó dibujar en su jardín un césped figurando la estrella del honor, con dos pequeños rodetes de yerba que partían del extremo superior para imitar la cinta. Se paseaba alrededor con los brazos cruzados, meditando sobre la inepcia del gobierno y la ingratitud de los hombres.

Por respeto, o por una especie de sensualidad que le hacía llevar lentamente sus investigaciones, Carlos no había abierto aún el compartimiento secreto de un escritorio de palisandro que Emma usaba habitualmente. Hasta que un día se sentó ante él, dio vuelta a la llave y apretó el resorte. Allí estaban todas las cartas de León. ¡Esta vez ya no cabía duda! Devoró hasta la última, buscó en todos los rincones, en todos los muebles, en todos los cajones, detrás de las paredes, sollozando, dando alaridos, desesperado, loco. Descubrió una caja, la rompió de una patada. Le saltó a la cara el retrato de Rodolfo, en medio de las cartas dulces, exaltadas.

La gente se extrañó de su desánimo. Ya no salía, no recibía a nadie. Hasta se negaba a ir a ver a sus enfermos. Entonces pensaron que se encerraba para beber.

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Pero a veces un curioso se encaramaba sobre la cerca del jardín y, con gran asombro, veía a aquel hombre con unas vestiduras sórdidas, hosco y que lloraba en voz alta, paseando.

En el verano, por la tarde, cogía a su pequeña y la llevaba al cementerio. Volvían de noche cerrada, cuando en la plaza no había más luz que la de la claraboya de Binet.

Pero la voluptuosidad de su dolor era incompleta, porque no había junto a él nadie que la compartiera; y hacía visitas a la tía Lefran?ois para poder hablar de ella. Mas la hostelera le escuchaba sólo con un oído, porque también ella tenía sus cuitas: Lheureux acababa por fin de establecer Favorites du Commerce, e Hivert, que gozaba de gran fama para los recados, exigía un aumento de sueldo y amenazaba con pasarse a “la competencia”

Un día que Carlos fue al mercado de Argueil a vender su caballo -último recurso- se encontró con Rodolfo.

Palidecieron al verse. Rodolfo, que se había limitado a mandar su taijeta, empezó por balbucir algunas disculpas, después se fue enardeciendo y hasta llevó el aplomo (hacía mucho calor, era en el mes de agosto) a invitarle a tomar una botella de cerveza en la taberna.

Apoyado de codos frente a él, mordía su cigarro a la vez que hablaba, y Carlos se perdía en evocaciones ante aquella cara que Emma había amado. Le parecía volver a ver algo de ella. Estaba como maravillado. Hubiera querido ser aquel hombre.

El otro seguía hablando de agricultura, de ganado, de abonos, tapando con frases triviales todos los intersticios en los que pudiera colarse una alusión.

Carlos no le escuchaba; Rodolfo lo notaba y, en la inmovilidad de su rostro, seguía el paso de los recuerdos. Aquel rostro iba enrojeciendo poco a poco, le palpitaban de prisa las aletas de la nariz, le temblaban los labios; hasta hubo un momento en que Carlos, lleno de una furia sombría, clavó los ojos en Rodolfo, que, en una especie de espanto, se interrumpió. Pero no tardó en reaparecer en el rostro de Carlos la misma lasitud fúnebre.

-No le guardo rencor -dijo.Rodolfo había enmudecido. Y Carlos, con la cabeza entre las

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manos, repitió con voz leve y con el acento resignado de los dolores infinitos:

-¡No, ya no le guardo rencor!Y hasta añadió una gran frase, la única que dijera en su vida:-¡Es cosa de la fatalidad!Rodolfo, que había conducido aquella fatalidad, le encontró bien

buenazo para un hombre en su situación, hasta cómico, y un poco vil.Al día siguiente, Carlos fue a sentarse en el banco del cenador.

Pasaba la luz a través del emparrado; las hojas de parra dibujaban sus sombras sobre la arena, el jazmín embalsamaba el aire, el cielo estaba azul, las cantáridas zumbaban en tomo a los lirios en flor, y Carlos se sofocaba como un adolescente bajo los vagos efluvios amorosos que inflamaban su corazón dolorido.

A las siete, la pequeña, Berta, que no le había visto en toda la tarde, fue a buscarle para cenar.

Tenía la cabeza apoyada contra la pared, los ojos cerrados, abierta la boca, y en las mano's un largo mechón de pelo negro.

-¡Papá, ven! -dijo la niña.Y, creyendo que quería jugar, le empujó suavemente. Cayó al

suelo. Estaba muerto.Pasadas treinta y seis horas, solicitado por el boticario, llegó

monsieur Canivet. Le abrió y no encontró nada.Una vez vendido todo, quedaron doce francos con setenta y

cinco céntimos, que sirvieron para pagar el viaje de mademoiselle Bovary a casa de su abuela. La buena señora murió aquel mismo año; como el tío Rouault estaba paralítico, se encargó de la huérfana una tía. Es pobre y la manda a ganarse la vida en una hilatura de algodón.

Desde la muerte de Bovary, se han sucedido en Yonville tres médicos sin lograr salir adelante, hasta tal punto les ha hecho competencia monsieur Homais. Tiene una clientela enorme; la autoridad le mima y la opinión pública le protege.

Acaba de recibir la cruz de honor.

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A péndice

A Louise Colet, Croisset, 16 enero 1852.

(...) Me sorprende, querida amiga, el excesivo entusiasmo que me manifiestas por ciertas partes de L ’Education\ me parecen buenas pero no a tanta distancia de las demás como tú dices; en todo caso, no apruebo en absoluto tu idea de suprimir en el libro toda la parte de Julio para formar un conjunto; hay que tener en cuenta la manera como se concibió el libro. El carácter de Julio no es luminoso sin el contraste de Enrique; uno de los dos personajes aislado resultaría desvaído; al principio sólo tenía la idea del de Enrique, y la necesidad de un punto de apoyo me hizo concebir el de Julio.

Las páginas que te han llamado la atención (sobre el arte, etc.) no me parecen difíciles de hacer; no voy ha rehacerlas, pero creo que las haría mejor; es cálido, pero podría ser más sintético. Después de eso he progresado en estética, o al menos me he consolidado en la posición que tomé temprano. Sé lo que hay que hacer. ¡Dios mío, qué escritor sería yo si escribiera el estilo del que tengo la idea! Hay en mi novela un capítulo que me parece bueno y del que no me dices nada, es el de su viaje a América y todo el cansancio de sí mismo seguido paso a paso. Has hecho la misma reflexión que yo a propósito del Voy age d ’Italie; es pagar caro un triunfo de vanidad que me ha halagado, lo confieso; había adivinado, simple­mente. Y no tan soñador como se cree, sé ver y ver como ven los miopes, hasta en los poros de las cosas, porque meten la nariz en ellas. Hay en mí, literariamente hablando, dos hombres distintos, uno enamorado de las

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declamaciones, del lirismo, de los grandes vuelos de águila, de todas las sonoridades de la frase y de las cimas de la idea; otro que busca y ahonda en lo verdadero todo lo que puede, que gusta de destacar el pequeño hecho con tanto relieve como el grande, que quisiera hacer sentir casi material­mente las cosas que reproduce. A éste le gusta reír y se complace en las animalidades del hombre. L'education sentimentale ha sido, sin yo proponérmelo, un esfuerzo de fusión entre estas dos tendencias de mi mente (habría sido más fácil hacer lo humano en un libro y el lirismo en otro). He fracasado; aunque haga algunos retoques en esta obra (quizá los haré) seguirá siendo defectuosa, le faltan demasiadas cosas, y un libro es siempre defectuoso por la ausencia. Una cualidad no es nunca un defecto, no hay en ella exceso; pero si esta cualidad se come a otra, ¿sigue siendo una cualidad? (...)

Ya te he dicho que L'Education fue un ensayo. Saint-Antoine es otro ensayo. Tomando un tema en el que yo estaba enteramente libre en cuanto a lirismo, movimientos, desórdenes, me encontraba entonces muy dentro de mi manera de ser y no tenía más que seguir adelante. Nunca jamás volveré a encontrar arrebatos de estilo como los que me permití durante dieciocho meses largos; ;con qué entusiasmo tallaba las perlas de mi collar! No olvidé más que una cosa: el hilo (...)

Lo que me parece hermoso, lo que quisiera hacer, es un libro sobre nada, un libro sin atadura externa, que se sostuviera por sí mismo, por la fuerza interna de su estilo, como el polvo se mantiene en el aire sin que lo sostengan, un libro que casi no tuviera asunto o al menos que el asunto fuera casi invisible, si pudiera ser. Las obras más bellas son las que tienen menos materia; cuanto más se aproxima la expresión al pensamiento, cuanto más se funde con éste la palabra y desaparece, más bello resulta. Creo que el futuro del arte está en estas vías. Lo veo a medida que crece etereizándose todo lo que puede, desde los pilones egipcios hasta las agujas góticas, y desde los poemas de veinte mil versos de los indios hasta los borbotones de Byron; cuando la forma va siendo hábil se desprende de toda liturgia, de toda regla, de toda medida; abandona la épica por la novela, el verso por la prosa; no tiene ya ninguna ortodoxia y es libre como cada voluntad que la produce; esta liberación de la materialidad se ve en todo, y los gobiernos la han seguido, desde los despotismos orientales hasta los socialismos futuros.

Por eso no hay ni bellos ni feos y, poniéndose en el punto de vista del arte puro, casi se podría establecer como axioma que no hay ninguno y que el estilo es por sí solo una manera absoluta de ver las cosas.

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A Henriette Collier. Croisset, 1.° febrero 1852.

(...) Aquí todo está triste. El tiempo, los hombres, las cosas -mucha niebla y el odio en todos los corazones-. ¿Por qué quedamos en nuestra patria? ¿Por qué no podemos ir a vivir a un país amado del sol, lejos de toda política, con los seres queridos? Aquí estoy de nuevo en Croisset. Aquí trabajo solo, y mucho. Si quedo contento del libro que estoy haciendo ahora, lo publicaré el invierno que viene y se lo mandaré.

A Louise Colet. Croisset, 16 febrero 1852.

(...) acabo de releer para mi novela varios libros de niños; esta noche estoy medio loco por todo lo que ha pasado hoy ante mis ojos, desde viejos keepsakes hasta relatos de naufragios y de filibusteros. He encontrado unos grabados antiguos iluminados por mí a los siete y a los ocho años y que no había vuelto a ver desde entonces. Hay en ellos rocas pintadas de azul y árboles de verde. Ante algunos de ellos (entre otros un invierno canaco en los hielos) he vuelto a sentir terrores que tuve de pequeño. Quisiera cualquier cosa que me distrajera, casi me da miedo acostarme. Hay una historia de marineros holandeses en el mar glacial, con osos que los atacan en su cabaña (esta imagen me impedía dormir en aquel tiempo), y unos piratas chinos que saquean un templo de ídolos de oro (...)

Llevo dos días procurando entrar en sueños de muchachuelas y navegando para ello en océanos lechosos de la literatura de castillos, trovadores de sombrero de terciopelo y plumas blancas; recuérdame que te hable de esto, puedes darme detalles precisos que me hacen falta.

A la misma. Croisset, 20-21 marzo 1852.

(...) Nada tan aterrador y a la vez tan consolador como una obra larga ante nosotros: ¡hay tantos bloques que mover y tantas buenas obras que pasar! Por el momento estoy metido hasta el cuello en los sueños de jovencita. Casi lamento que me hayas aconsejado leer las memorias de Madame Lafarge, pues probablemente seguirá tu consejo, y temo que la cosa me lleve más lejos de lo que quiero. Todo el valor de mi libro, si alguno tiene, estará en haber sabido andar derecho sobre un cabello suspendido entre el doble abismo del lirismo y de lo vulgar (que quiero fundir en un análisis narrativo). Cuando pienso en lo que puede resultar,

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tengo deslumbramientos, pero cuando después pienso que me ha sido confiada a mí tanta belleza, me dan cólicos de espanto y ganas de huir a cualquier sitio. Llevo quince años largos trabajando como una mula. He pasado toda mi vida en esta obstinación de maniático, excluyendo y encerrando en jaulas mis otras pasiones, yendo a verlas sólo de vez en cuando para distraerme. ¡Oh, si alguna vez llego a hacer una obra hermosa, bien la habré ganado!

A la misma. Croisset, 27 marzo 1852.

(...) Hace quince días me dijiste en el Pont-Royal, yendo a comer, unas palabras que me gustaron mucho: que te dabas cuenta de que no hay nada peor que poner en arte sentimientos personales. Sigue este axioma paso a paso, línea por línea, que sea siempre inquebrantable en tu convicción, disecando cada fibra humana y buscando cada sinónimo de palabra, y ya verás, ya verás cómo se ensanchará tu horizonte, cómo sonará tu instru­mento y qué serenidad te llenará. Tu corazón, alejado en el horizonte, lo iluminará en el fondo en lugar de deslumbrarte en el primer plano; diseminada tú en todos, tus personajes vivirán, y en vez de una eterna personalización declamatoria, que ni siquiera se puede continuar clara­mente por falta de detalles precisos que nunca se tienen, por disfraces que la cambian, se verán en tus obras multitudes humanas (...) Por qué to­mar la eterna figura insípida del poeta que, cuanto más se parezca al tipo, más cerca estará de una abstracción, es decir, de algo antiartístico, antiplástico, antihumano, antipoètico por consiguiente, y esto por mu­cho talento de palabras que se ponga en ello; se podría hacer un gran libro sobre la literatura probatoria; desde el momento que se prueba, se miente (...)

Esta noche he acabado de poner en limpio la primera idea de mis sueños de jovencita. Todavía me quedan quince días de navegar por lagos azules, después de lo cual iré al baile y pasaré después un invierno lluvioso, que cerraré con un embarazo -y quedará casi hecha la tercera parte de mi libro.

A la misma. 3 abril 1852.

No sé si será la primavera, pero estoy prodigiosamente de mal humor, tengo los nervios tensos como alambres. Estoy rabioso sin saber de qué.

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Quizá es por mi novela. No sé, la cosa no va bien; estoy más cansado que si subiera montañas. A veces me dan ganas de llorar. Para escribir hace falta una voluntad sobrehumana, y yo no soy más que un hombre. A veces me parece que necesito dormir seis meses seguidos, ¡Ah, con qué ojos desesperados miro las cumbres de esas montañas a las que mi deseo quisiera subir! ¿Sabes cuántas páginas habré hecho de aquí a ocho días, desde que volví de París? Veinte, veinte páginas en un mes y trabajando cada día lo menos siete horas. ¿Y después de todo esto? ¿Qué resultado? Amarguras, humillaciones internas, nada más para sostenerme que la ferocidad de una fantasía indomable; pero envejezco, y la vida es cor­ta.

A la misma. Croisset, 15 abril 1852.

(...) El trabajo se va encauzando de nuevo un poco, por fin me he rehecho del trastorno que me causó mi pequeño viaje a París. Mi vida es tan monótona que un grano de arena la altera, necesito estar en una inmovilidad completa de existencia para poder escribir. Pienso mejor acostado boca arriba y con los ojos cerrados. El menor ruido se repite en mí con ecos prolongados que tardan mucho en morir, y a medida que pasa el tiempo esta perturbación se va desarrollando; hay en mí algo que se espesa cada vez más y corre con más dificultad. Cuando termine mi novela, te llevaré el manuscrito completo por curiosidad, verás con qué mecánica tan complicada llego a hacer una frase.

A la misma. Croisset, 24 abril 1852.

(...) Si no he contestado antes a tu carta doliente y desanimada, es por que he estado en un gran acceso de trabajo. Anteayer me acosté a las cinco de la mañana y ayer a las tres; desde el lunes lo he dejado todo y me he pasado la semana entera bregando exclusivamente en mi Bovary, disgus­tado por no adelantar. Ahora he llegado al baile, que empecé el lunes; espero que la cosa irá mejor. Desde que me viste he hecho veinticinco páginas en limpio (veinticinco páginas en seis semanas); han sido duras de pelar; mañana se las leeré a Bouilhet. Por mi parte, tanto las he trabajado, copiado y vuelto a copiar, cambiado, manipulado, que por un momento no veo nada; pero creo que se sostienen. Me hablas de tus desánimos: ¡si pudieras ver los míos! No sé cómo a veces no se me caen

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del cuerpo los brazos, de cansancio, y cómo los sesos no se me hacen caldo. Llevo una vida amarga, desierta de todo goce exterior, sin tener para sostenerme más que una especie de rabia permanente que a veces llora de impotencia, pero que continúa. Amo mi trabajo con un amor frenético y perverso, como un asceta ama el cilicio que le araña el vientre. A veces, cuando me siento vacío, cuando la expresión se me niega, cuando, después de emborronar largas páginas, descubro que no he hecho una frase, me derrumbo sobre el sofá y allí me quedo embrutecido, en un charco interior de aburrimiento.

Me odio y me acuso de esta demencia de orgullo que me hace jadear en pos de la quimera. Pasado un cuarto hora, todo ha cambiado, el cora­zón me palpita de alegría. El miércoles pasado tuve que levantarme para ir a buscar el pañuelo, porque me corrían las lágrirtias por la cara. Me había emocionado yo mismo escribiendo, gozaba deliciosamente por la emoción de mi idea, y por la frase que la expresaba y por la satisfacción de haberla encontrado; al menos creo que había de todo esto en aquella emoción, en la que, después de todo, intervenían los nervios más que otra cosa (...)

El tiempo de la Belleza ya pasó. A la humanidad no le sirve de na­da por el momento, sin perjuicio de volver a ella. Cuanto más avance el arte, más científico será, a la vez que la ciencia se tomará artística; uno y otra se encontrarán en la cumbre después de haberse separado en la base.

A la misma. Croisset, 15-16 mayo 1852.

La noche del domingo me coge en una página que me ha llevado todo el día y que está lejos de estar terminada. La dejo para escribirte, y por otra parte me llevaría quizá hasta mañana por la noche, pues como muchas veces paso varias horas buscando una palabra y tengo que buscar varias, pudiera ser que tuvieras que esperar toda la semana próxima si esperara al final. Sin embargo, hace días que la cosa no va muy mal, excepto hoy, que he tenido tanta dificultad. Si supieras lo que tacho y qué lío son mis manuscritos.

Tengo hechas ciento veinte páginas y he escrito lo menos quinientas. ¿Sabes en qué pasé anteayer toda la tarde? En mirar el campo con cristales de color; necesitaba hacer esto para una página de mi Bovary, que creo que no será de las peores...

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A la misma. Croisset, 19 junio 1852.

(...) Mi vida, al menos, no ha vacilado nunca; desde la época en que escribía preguntando a mi niñera las letras que había que poner para formar las palabras de las frases que yo inventaba, hasta esta noche en que la tinta se seca en las tachaduras de mis páginas, he seguido una línea recta, prolongada sin cesar y tirada a cordel a través de todo. He visto alejarse la meta ante mí de año en año, de progreso en progreso. Cuántas veces he caído de bruces en el momento en que me parecía tocarla. Pero sé que no voy a morir sin haber hecho rugir en algún sitio un estilo como yo lo oigo en mi cabeza, y que pudiera muy bien dominar la voz de los loros y de las cigarras.

Si alguna vez llega ese día que tú esperas, en que la aprobación de la gente vendrá después de la tuya, las tres cuartas partes de mi alegría te las deberé a ti, pobre mujer querida, que tanto me has amado. Mi corazón no es ingrato, no olvidará jamás que mi primera corona fuiste tú quien la trenzaste y me la pusiste en la frente con tus mejores besos; bueno, pues hay cosas más cercanas que deseo más que ese alboroto que se comparte con tanta gente; ¿se sabe, por muy conocidos que seamos, nuestro justo valor? Las incertidumbres sobre nosotros mismos que tenemos en la oscuridad las llevamos en la celebridad. Cuántos, y de los más fuertes, han muerto roídos por ellas, empezando por Virgilio, que quería quemar su obra. ¿Sabes lo que yo espero?: el momento, la hora, el minuto en que escribiré la última línea de alguna larga obra mía, como Bovary u otras, y en que, reuniendo todas las hojas, iré a llevártelas...

A Henriette Collier. (Croisset), 26 junio (1852).

Hace siete meses que estoy escribiendo un libro que pensaba terminar este otoño. Pero todavía tengo para catorce o dieciséis meses, después de lo cual iré a establecerme en París. ¡Cuánto me gustaría que estuviese ter­minado y que fuera bueno y que se hubiera publicado para enviárselo! (...)

Julieta acaba de hacer la primera comunión. Asistí a ella. En el sermón, el cura encontró la manera de cantar las alabanzas de Napoleón. Esto le da una muestra^de la bajeza general que reina en Francia...

A Máxime du Camp. Croisset, 26 junio 1852.

(...) ¡Perezcan los Estados Unidos antes que un principio! Muera yo como un perro antes que apresurar en un segundo mi frase no madura (...)

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En cuanto a deplorar tan amargamente mi vida neutralizante, es reprochar a un zapatero que haga botas, a un herrero que bata el hierro, a un artista que viva en su taller. Como trabajo todos los días desde la una de la tarde hasta la una de la madrugada, excepto de las seis a las ocho, no veo apenas en qué emplear el tiempo que me queda. Si yo viviera en realidad en la provincia o en el campo, dedicándome a jugar al dominó o a cultivar melones, me explicaría el reproche. Pero si me embrutezco, es por Luciano, por Shakespeare y por escribir una novela.

Te he dicho que iría a vivir a París cuando terminara mi libro y que lo publicaría si estaba contento de él. Mi resolución no ha cambiado.

A Louise Colet. Croisset, 5-6 julio 1852.

(...) La pasión no hace los versos, y cuanto más personal se sea, más flojo se será. Yo he pecado siempre por esto; es que me he puesto yo mismo siempre en todo lo que he hecho -por ejemplo, en el lugar de San Antonio estoy yo; la tentación ha sido para mí y no para el lector-. Cuanto menos se siente una cosa, más apto se es para expresarla exactamente (como es siempre en sí misma, en su generalidad y exenta de todas sus contingencias efímeras); pero hay que tener la facultad de hacérsela sentir a uno mismo. Esta facultad no es otra que el genio: ver -tener el modelo delante.

Por eso detesto la poesía hablada, la poesía en frases. Para las cosas que no tienen palabras, basta la mirada; las exhalaciones de alma, el lirismo, las descripciones, todo eso lo quiero en estilo.

Fuera del estilo, es una prostitución del arte y hasta del sentimiento.

A Louis Bouilhet. Croisset, noche del 17 al 18 julio 1852.

(...) Bien pensado, necesito verdaderamente ver un comido agrícola (¿Notas la belleza de mi furia? -Me persigue Ceres. ¡Qué Proserpina!*).

A Louise Colet. Croisset, 26 julio 1852.

(...) Llevo siete días en estas correcciones, tengo los nervios de punta, me apresuro y habría que hacer esto lentamente; descubrir en todas las

* El “cornicio” que Flaubert vio el domingo 18 de julio de 1852 fue el de Grand- Couronne, más abajo de Croisset y en la orilla opuesta del Sena. (Nota de los recopiladores, Ed. Louis Conard,“Suplemento” de la “Correspondance”, 1830-1863.)

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frases palabras que cambiar, consonancias que eliminar, etc., es un trabajo árido, largo y, en el fondo, muy humillante. Aquí es donde nos llegan las buenas pequeñas mortificaciones interiores. Ayer leí mis veinte últimas páginas a Bouilhet y le gustaron; sin embargo, el domingo próximo se lo vuelvo a leer todo. A ti no te llevaré nada; contigo tengo coquetería, y no te enseñaré ni una línea hasta que esté completamente terminado, por muchas ganas que tenga de hacer lo contrario (...)

Los libros que más ambiciono escribir son precisamente aquellos para los que menos medios tengo. En este sentido, Bovary habrá sido una inaudita proeza de fuerza y de la que sólo yo me daré cuenta: asunto, personaje, efecto, etc., todo está fuera de mí; esto deberá hacerme dar un gran paso para lo sucesivo.

Para escribir este libro soy como un hombre que tocara el piano con balas de plomo en cada falange. Pero cuando haga dedos, si me viene a la mano una melodía de mi gusto que pueda tocar con los brazos remangados, quizá resulte algo bueno. Por lo demás, creo que en esto estoy en la línea; lo que hacemos no es para nosotros, sino para los demás; el arte no tiene nada que ver con el artista; no importa que no le guste el rojo, el verde o el amarillo, todos los colores son bellos, lo que hay que hacer es pintar­los.

A la misma. Croisset, 13 septiembre 1852.

(...) Qué cartas más tristes me escribes desde hace algún tiempo, pobre Louise querida. Por mi parte no estoy muy contento, todo, lo interior y lo exterior, ya bastante tristemente: la Bovary avanza a paso de tortuga, y, a ratos, esto me desespera; temo que siga igual de aquí a unas sesenta páginas, es decir, durante tres o cuatro meses. Qué máquina tan difícil de construir es un libro, y sobre todo qué complicada. Lo que estoy escribien­do ahora corre peligro de ser cosa de Paul de Kock si no pongo en ello una forma profundamente literaria; pero ¿cómo hacer un diálogo trivial que esté bien escrito? Y, sin embargo, hay que hacerlo.

Además, cuando salga de esta escena de fonda, voy a caer en un amor platónico ya repetido por todo el mundo, y si quito trivialidad quitaré amplitud. En un libro como éste, una desviación de una línea puede apartarme completamente de la meta, hacérmela perder absolutamente; en el punto en que estoy, la frase más sencilla tiene para el resto un alcance infinito, de aquí todo el tiempo que empleo, las reflexiones, los desánimos, la lentitud...

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A la misma. Croisset, 19 septiembre 1852.

(...) ¡Cómo me fastidia mi Bovaryl Sin embargo, empiezo a salir adelante un poco. En mi vida he escrito nada más difícil que lo que estoy haciendo ahora; diálogo trivial. Esta escena de fonda me va a llevar quizá tres meses, no sé; a veces me dan ganas de llorar, hasta tal punto noto mi importancia. Pero antes moriré en el empeño que escamotearlo. Tengo que poner a la vez en la misma conversación cinco o seis personajes (que hablan), otros varios (de quienes se habla), el lugar donde se está, toda la comarca, haciendo descripciones físicas de personas y de objetos, y presentar en medio de todo esto a un señor y a una señora que (por una afinidad de gustos) empiezan a enamorarse un poco uno del otro. ¡Si por lo menos tuviera espacio! Pero todo esto tiene que pasar de prisa sin ser seco, y estar desarrollado sin ser latoso, cuidando al mismo tiempo otros detalles que aquí chocarían más. Voy a hacerlo muy rápidamente y a proceder con grandes pinceladas de conjunto sucesivas; quizá a fuerza de insistir, la cosa quedará más ceñida. La frase misma me resulta muy penosa, tengo que hacer hablar, en estilo escrito, a una gente absoluta­mente vulgar, ¡y la finura del lenguaje priva tanto de lo pintoresco a la expresión!

A la misma. Croisset,16 diciembre 1852.

(...) Desde el sábado he trabajado con gran ánimo y de una manera desbordante, lírica; quizá es un guisote atroz, no importa, por el momento lo paso bien, aunque después tenga que borrarlo todo, como me ha ocurrido muchas veces. Estoy escribiendo una visita a mi nodriza, van por un sendero y vuelven por otro; como ves, sigo el rastro del Livre posthume, pero el paralelo no me aplastará. Esto huele un poco más a campo, a estiércol y a jergones que la página de nuestro amigo.

A la misma. Croisset, 27 diciembre 1852.

(...) ¡Qué endemoniado libro! Me duele, ¡y cómo lo noto!Otra coincidencia: mi madre me ha enseñado (lo descubrió ayer) en

Le médecin de campagne de Balzac una misma escena de mi Bovary: una visita a una nodriza (yo no había leído nunca ese libro, como tampoco IXouis) IXambert). Los mismos detalles, los mismos efectos, la misma intención, cualquiera creería que he copiado, si mi página no estuviera mucho mejor escrita, sin alabarme (...) Louis Lambert empieza, como

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Bovary, con una entrada en el colegio, y hay una frase idéntica: allí donde se cuentan cuitas del colegio que superan a las del Livre posthume (...)

Creo que mi Bovary saldrá adelante, pero me perturba el sentido metafórico que decididamente me domina demasiado; estoy comido de comparaciones como quien está comido de piojos y me paso todo el tiempo aplastándolas, mis frases están infestadas de ellas.

A la misma. Croisset, 15 enero 1853.

(...) He pasado un principio de semana horrible, pero desde el jueves voy mejor; todavía me faltan seis u ocho páginas para llegar a un punto, y después iré a verte, creo que será dentro de quince días (...)

La semana pasada tardé cinco días en hacer una página, y para eso lo había dejado todo, griego, inglés, no hacía más que eso. Lo que me atormenta en mi libro es el elemento entretenido, que resulta mediocre. Faltan los hechos, yo sostengo que las ideas son hechos. Es más difícil interesar con ellas, ya lo sé, pero entonces la culpa es del estilo. Tengo así cincuenta páginas seguidas en las que no hay ni un acontecimiento, es un cuadro continuo de una vida burguesa y de un amor inactivo; amor tanto más difícil de pintar cuanto que es a la vez tímido y profundo, pero desgraciadamente sin desmelenamientos internos, porque mi hombre es de una naturaleza tibia. Ya tuve en la primera parte algo parecido: mi marido ama a su mujer un poco de la misma manera que mi amante, son dos mediocridades en el mismo medio y que, sin embargo, hay que diferenciar; si sale bien, creo que será muy fuerte, pues es pintar color sobre color y sin contrastes, lo que no es nada fácil; pero temo que todas estas sutilezas aburran y que el lector prefiera ver más movimiento. En fin, hay que hacer las cosas como se han concebido. Si pusiera en esto acción, procederá en virtud de un sistema y lo estropearía todo; cada cual tiene que cantar en su voz, y la mía no será nunca dramática ni atrayente. Por lo demás estoy convencido de que todo es cuestión de estilo o más bien de manera, de aspecto.

A la misma. Croisset, 29-30 enero 1853.

Sí, querida Musa, debía escribirte una larga carta, pero he estado tan triste y tan fastidiado que no he tenido valor para hacerlo. Quizá es el ambiente que me penetra, pero me siento cada vez más fúnebre; mi maldita novela me da sudores fríos; ¿sabes cuántas páginas he escrito desde finales de agosto? ¡Sesenta y cinco! De ellas, treinta y seis desde Mantés.

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Anteayer lo releí todo y me quedé aterrado de lo poco que es y del tiempo que me ha llevado (no cuento el esfuerzo). Cada párrafo es bueno en sí, y estoy seguro de que hay páginas perfectas; pero precisamente por eso la cosa no marcha. Es una serie de párrafos torneados, acabados y que va a haber que desatornillarlos, aflojar las tuercas, como se hace en los mástiles de un navio cuando se quiere que las velas cojan más viento. Me mato por realizar un ideal quizá absurdo en sí, quizá mi tema no pida ese estilo; ¡oh dichoso tiempo de Saint-Antoine!, ¿dónde estás? Entonces yo escribía con todo mi ser (...)

Mis lecturas de Rabelais se juntan con mi bilis social, y de aquí resulta una necesidad de drenaje a la que no doy ninguna salida y que hasta me molesta, porque mi Bovary está tirada a cordel, atada y apretada hasta estrangular. Los poetas tienen suerte; se desahogan en un soneto, pero los desdichados prosistas, como yo, tienen que tragárselo todo. Para decir algo de ellos mismos, necesitan volúmenes y el escenario, la ocasión; si tienen gusto, hasta se abstienen de hacerlo, pues hablar de sí mismo es lo menos fuerte del mundo.

A la misma. Croisset, 23 febrero 1853.

¡Por fin ya estoy un poco tranquilo! He emborronado diez páginas de las que resultan dos y media; he preparado otras pocas. Espero que la cosa va a marchar. Y tú, mi pobre Musa buena, ¿dónde estás? Te veo bregando en tu Acropole con furia y espero el primer chorro de aquí a pocos días; cuida bien los versos: en el punto a donde has llegado no debes permitirte ni un solo verso flojo. Yo no sé lo que será de mi Bovary, pero creo que no habrá en ella ni una frase floja. Esto es ya mucho; el genio lo da Dios, pero el talento es cosa nuestra; con una inteligencia recta, amor a lo que se hace y una paciencia sin desfallecimientos, se llega a tenerlo. La corrección (entendida en el más alto sentido de la palabra) actúa en el pensamiento como el agua de la Estigia en el cuerpo de Aquiles: lo hace invulnerable e indestructible.

A la misma. Croisset, 27-28 febrero 1853.

(...) Para otro trabajo, ese procedimiento de composición no sería bueno, hay que escribir más fríamente; desconfiemos de esa especie de acaloramiento que se llama inspiración y donde suele entrar más emoción nerviosa que fuerza muscular. Por ejemplo, en este momento yo me siento muy en forma, me arde la frente, me acuden las frases, hace dos horas que

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quería escribirte y que el trabajo me sujeta de momento en momento; en vez de una idea tengo seis, y allí donde se requiere la exposición más sencilla me surge una comparación. Seguiría, estoy seguro, hasta mañana al medio día sin fatiga. Pero conozco esos bailes de máscaras de la imaginación de los que se vuelve con la muerte en el alma, agotado, sin haber visto más que falsedades y sin haber dicho más que tonterías; hay que hacerlo todo en frío, tranquilamente. Cuando Louvel quiso matar al duque de Berry, cogió una botella de horchata y no falló el golpe; era una comparación del pobre Pradier y que siempre me impresionó, enseña mucho a quien sabe entenderla.

A la misma. Croisset, 25-26 marzo 1853.

(...) La Bovary sigue avanzando a rastras, pero avanza. Espero que de aquí a quince días habré dado un gran paso. He releído mucho. El estilo es desigual y demasiado metódico. Se notan demasiado las tuercas que sujetan las tablas del casco; habrá que darle movimiento. Pero, ¿cómo? ¡Qué oficio más perro!

A la misma. Croisset, 27 marzo 1853.

(...) LaBovary no va de prisa: ¡ ¡ ¡en una semana dos páginas! ! ! A veces es como para romperse la cabeza de desaliento. Llegaré, llegaré pero me costará trabajo. Lo que será el libro no lo sé, pero de lo que estoy seguro es de que se escribirá, a menos que yo esté completamente equivocado, que puede que lo esté.

Mi tortura para escribir ciertas partes viene del fondo (como siempre); a veces la cosa es tan sutil que a mí mismo me cuesta entenderlo. Pero, por eso mismo, son esas ideas las que hay que expresar; ¡ y decir a la vez propia y simplemente cosas vulgares es atroz!(...)

Hay un pensamiento de la Bruyère que hago mío:"Una buena inteligencia cree escribir razonablemente” ; esto es lo que

yo pido, escribir razonablemente, y es ya mucha ambición. Sin embargo, hay una cosa triste: ver cuántos grandes hombres llegan fácilmente al efecto fuera del arte mismo; ¿hay algo peor construido que muchas cosas de Rabelais, Cervantes, Molière y Hugo? Pero ¡qué puñetazos súbitos! ¡ Qué fuerza en una sola palabra ! Nosotros necesitamos amontonar muchas piedrecitas para hacer nuestras pirámides, que no alcanzan ni a la centésima parte de las suyas, las cuales son de un solo bloque.

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A la misma. Croisset, 6 abril 1853.

Llevó tres días tumbándome en todos mis muebles y en todas las posiciones posibles para encontrar qué decir. Hay momentos terribles en que el hilo se rompe, en que la bobina parece devanada. Sin embargo, esta noche empiezo a ver claro, pero j cuánto tiempo perdido, qué despacio voy! ¿Y quién se dará cuenta nunca de las profundas combinaciones que me habrá exigido un libro tan sencillo? ¡Qué mecánica en lo natural y cuántos ardides hacen falta para ser verdadero! ¿Sabes, querida Musa, cuántas páginas he hecho desde el día primero del año? Treinta y nueve. ¿Y desde que te dejé? Veintidós. Bien quisiera haber terminado este maldito pasaje en el que estoy desde el mes de septiembre antes de moverme (esto será el final de la primera parte de mi segunda); para esto me hacen falta unas quince páginas; ¡ah, te deseo mucho, y estoy impaciente por llegar a la conclusión de este libro, que, a la larga, bien pudiera ser la mía! Tengo ganas de verte a menudo, de estar contigo; muchas veces pierdo el tiempo pensando en mi refugio de París y en la lectura que allí te haré de la Bovary, y en las veladas que pasaremos; pero esto es una razón para seguir como ahora, sin perder un minuto y trabajando con un ardor paciente. Si mi libro va tan despacio es porque nada en él es sacado de mí, nunca me habrá sido tan inútil mi personalidad. Quizá haga después cosas más fuertes (y así lo espero), pero me parece difícil que las componga más hábiles: todo es de cabeza; si me falla, siempre me quedará el haber hecho un buen ejercicio; lo que es natural para mí es lo no natural para los demás, lo extraordinario, lo fantástico, el treno metafísico. Saint -Antoine no me costó ni la cuarta parte de la tensión mental que me causa la Bovary; era un aliviadero, escribir no me causaba más que placer, y los dieciocho meses que pasé escribiendo esas quinientas páginas fueron los más profundamente volup­tuosos de mi vida. Piensa que tengo que entrar a cada minuto en pellejos que me son antipáticos, llevo seis meses haciendo amor platónico, y en este momento me exalto católicamente al son de las campanas y me dan ganas de ir a confesar.

A la misma. Croisset, 13-14 abril 1853.

(...) Lo que me sostiene es la convicción de que estoy en lo cierto, y si estoy en lo cierto estoy en el bien, cumplo un deber, ejecuto la justicia. ¿Acaso he elegido? ¿Acaso tengo yo la culpa? ¿Quién me empuja? ¿Acaso no he sido duramente castigado por luchar contra esto que me arrastra?

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Resulta, pues, que hay que escribir como se siente, estar seguro de que se siente bien, y reírse de todo lo demás del mundo.

Bueno, Musa, espera, espera; no has hecho tu obra. ¿Y sabes que te quiero mucho con este nombre de Musa en el que junto dos ideas? Es como en la frase de Hugo (en su carta): “El sol me sonríe y yo sonrío al sol”. La poesía me hace pensar en ti, tú en la poesía (...)

Por fin empiezo a ver un poco claro en mi endiablado diálogo de cura; pero la verdad es que hay momentos en que casi me dan ganas de vomitar físicamente, tan bajo es el fondo. Quiero expresar la siguiente situación: mi mujercita, en un acceso de religión, va a la iglesia, encuentra a la puerta al cura, quien, en un diálogo (sin tema determinado), se manifiesta tan tonto, vulgar, inepto, craso, que la mujer se retira asqueada y nada devota, y mi cura es muy buen hombre, hasta excelente, pero no piensa más que en lo físico (en los sufrimientos de los pobres, en la falta de pan o de leña), y no adivina las cuitas morales, las vagas aspiraciones místicas; es muy casto y cumple todos sus deberes. Esto debe tener seis o siete páginas a lo sumo y sin una reflexión ni un análisis (todo en diálogo directo); además, como a mí me parece muy canalla hacer diálogo sustituyendo los "dijo, contestó" por guiones, ya puedes imaginar que las repeticiones de los mismos giros no son fáciles de evitar. Y ya estás iniciada en cuanto al suplicio que estoy sufriendo desde hace quince días. Pero a finales de la semana próxima espero quedar completamente libre de esto, luego me quedarán unas diez páginas (dos grandes movimientos) y habré terminado el primer conjunto de mi segunda parte. El adulterio está maduro, vamos a entregarnos a él.

A la misma. Croisset, 26-27 abril 1853.

Es muy tarde, estoy muy cansado. Tengo la garganta escoriada de haber gritado toda esta noche escribiendo, según mi exagerada costumbre. Que no digan que no hago nada de ejercicio, tanto me azacaneo en ciertos momentos que, cuando me acuesto, es como si hubiera recorrido a pie doso tres leguas. ¡Qué mecánica tan singular es el hombre! Aunque no tengo nada que decirte, bien quisiera dedicarte estas cuatro páginas, pobre Musa, buena y bella amiga. ¡Ah, sí!, tengo algo que decirte: que como mi Bovary no avanza más que a paso de tortuga, renuncio a señalar para el final del movimiento que me ocupa nuestra entrevista en Mantés. Nos veremos dentro de quince días cuando más. Sólo quiero escribir otras tres páginas a lo sumo, terminar cinco que estoy escribiendo desde la semana pasada y encontrar cuatro o cinco frases que estoy buscando desde hace casi un

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mes; pero en cuanto a esperar que voy a dar fin a esta primera parte de la segunda, me llevará, trabajando bien, hasta finales de mayo. ¡Es largo! (...)

Tengo una parrafada de Homais sobre la educación de los niños (que estoy escribiendo) y que creo que podrá hacer reír; pero yo, que la encuentro muy grotesca, voy a fallar el golpe, pues para el burgués es profundamente razonable.

Adiós, mi buena Musa, hasta pronto; tendremos dos o tres días buenos, y bien los necesito; ¡no sé cuántos millones habría que darme para que volviera a empezar esta maldita novela! Es demasiado para un hombre escribir así quinientas páginas, ¡y cuando se está en la doscientos cuarenta y la acción apenas empieza!

A la misma. Croisset, 26-27 mayo 1853.

Haría mejor en seguir trabajando y escribirte mañana, pues esta noche estoy muy acalorado y muy en celo literario; pero como puede volver mañana, me llevaría demasiado lejos (por el placer que me dan tus cartas, pienso que a ti deben de gustarte mucho las mías); y además hay que desconfiar de esos grandes acaloramientos; en ellos se tiene la vista larga, pero con frecuencia turbia. Lo bueno de estos estados es que reaniman y nos infunden en la pluma una sangre más joven. Brotan en la cabeza toda clase de floraciones primaverales que no duran más que las lilas, esas li­las que una noche marchita, pero que ¡huelen tan bien! ¿Has notado a ve­ces como un gran sol que venía del fondo de ti misma y te deslumbra­ba?

Sí, esta noche el trabajo ha ido bien, he terminado más o menos un diálogo cortadísimo, muy difícil, he escrito en sus dos terceras partes una frase “pohética” y he esbozado tres movimientos de mi boticario que me causaban mucha risa a la vez que mucho asco, tan fétido será de idea y de forma; tengo con esta primera parte hasta finales de junio; he releído casi todo; habrá que volver a escribir el principio o al menos corregirlo mucho; es flojo y está lleno de repeticiones, yo buscaba la manera encontrada más adelante; no me ha parecido largo y hay cosas buenas, pero de vez en cuando ciertas fiorituras pintorescas inútiles, manía de pintar a pesar de todo, que cortan el movimiento y a veces la descripción misma y que dan también a veces un carácter estrecho a la frase; no hay que ser gentil; de todos modos me parece que las partes últimamente hechas son las mejores, quizá es una ilusión, pero lo que no lo es es que cuanto más avanzo más me cuesta. Si me cuesta más, ¿no será que veo más lejos? Se puede calcular el peso de un fardo por las gotas de sudor que nos causa.

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A la misma. Croisset, 1.° junio 1853.

(...) Sí, algo le falta al que nunca se despertó en una cama sin nombre, a quien no ha visto dormir sobre su almohada una cabeza que nunca más verá, y a quien, saliendo de allí al amanecer, no ha pasado los puentes con ganas de tirarse al agua, hasta tal punto le subía en regüeldos la vida desde el fondo del corazón a la cabeza. Y aunque sólo fuera el traje impúdico, la tentación de la quimera, lo desconocido, el carácter maldito, la vieja poesía de la corrupción y de la venalidad. En los primeros años que pasé en París, iba, en los grandes atardeceres de calor del verano, a sentarme delante del Tortoni, y, mirando ponerse el sol, miraba pasar las prostitutas. Allí me devoraba de poesía bíblica. Pensaba en Isaías, en la “fornicación de los santos lugares”, y subía por la rué de La Harpe repitiéndome este final de versículo: “Y su boca es más suave que el aceite”. ¡Lléveme el diablo si alguna vez fui más casto! Sólo un reproche hago a la prostitución: que es un mito, la mujer entretenida ha invadido la relajación como el periodismo la poesía, nos ahogamos en las medias tintas.

A la misma. Croisset, 11-12 junio 1853.

(...) La semana ha sido bastante fúnebre (...) A pesar de esto he trabajado pasablemente, acabo de salir de una comparación sostenida que tiene cerca de dos páginas de extensión. Es un trozo, como dicen, o al menos así lo creo, pero quizá es demasiado pomposo para el color general del libro, y después tendré que aligerarlo; pero, físicamente hablando, por mi salud, tenía necesidad de nutrirme con las buenas frases poéticas. Se notaba el apetito de un alimento fuerte después de todas esas sutilezas de diálogo, estilo cortado, etc., y otras malicias francesas de las que, por mi parte, no he hecho mucho caso, que me son muy difíciles de escribir y que ocupan un gran lugar en este libro. Por otra parte, mi comparación es un recurso, me sirve de transición y en este sentido entra en el plan.

A la misma. Croisset, 14-15 junio 1853.

Como esta mañana me sentía con gran disposición de estilo, después de la lección de geografía a mi sobrina, agarré mi Bovary y he esbozado esta tarde tres páginas, que acabo de volver a escribir esta noche. El movimiento es furioso y pleno; seguramente descubriré en estas páginas mil repeticiones de palabras que habrá que suprimir, ahora veo pocas. ¡ Qué milagro sería para mí aunque sólo fueran dos páginas en un día, cuando

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apenas hago tres por semana! Cuando Saint-Antoine, ese era mi ritmo, pero ya no me conformo con ese vino. Los quiero más espeso y más fluente. De todos modos, creo que esta semana adelantaré y que de aquí a unos quince días podré leer a Bouilhet todo este comienzo (120 páginas); si la cosa va bien, será muy alentador y habré pasado, si no lo más difícil, al menos lo más aburrido. Pero ¡cuántos retrasos! Todavía no estoy en el punto en que creía para nuestra última entrevista en Mantés.

A la misma. Croisset, 25-26 junio 1853.

Por fin acabo de terminar la primera parte (de la segunda), estoy en el punto que me había fijado para nuestra última entrevista en Mantés, ¡ ya ves qué retraso! Todavía pasaré la semana releyendo todo esto y copián­dolo, y de mañana en ocho días se lo soltaré todo a maese Bouilhet. Si la cosa va bien, será una gran inquietud menos y una cosa buena, respondo de ello, pues el fondo estaba bien llevado. Pero pienso sin embargo que este libro tendrá un gran defecto: el defecto de proporción material; ya tengo doscientas sesenta páginas y que no contienen más que preparaciones de acción, descripciones más o menos disimuladas de carácter (verdad es que están graduadas), de paisajes, de lugares. El final, que será el relato de la muerte de mi mujercita, su entierro y las tristezas del marido que siguen, tendrá lo menos sesenta páginas. Faltan, pues, para el cuerpo mismo de la acción ciento veinte o ciento sesenta páginas a lo sumo. ¿No es un gran defecto? Lo que me tranquiliza (aunque medianamente) es que este li­bro es una biografía más bien que una peripecia desarrollada. El dra­ma entra poco, y si este elemento dramático está bien escondido bajo el tono general del libro, quizá no se den cuenta de la falta de armonía en­tre las diferentes fases, en cuanto a su desarrollo; y además me parece que la vida en sí misma es un poco eso (...) Nuestras pasiones son co­mo los volcanes, runflan siempre, pero la erupción no es más que inter­mitente (...)

Si el libro que estoy escribiendo con tanto trabajo llega a bien, habré establecido por el solo hecho de su realización estas dos verdades, que para mí son axiomas: en primer lugar que la poesía es puramente subjetiva, que en literatura no hay bellos temas de arte, y que, por consiguiente, Yvetot vale tanto como Constantinopla, y en consecuencia se puede escribir cualquier cosa lo mismo que cualquier otra. El artista debe elevarlo todo, es como una bomba, hay en él un gran tubo que desciende a las entrañas de las cosas, a las capas profundas, aspira y hace brotar al sol en surtidores altísimos lo que bajo tierra era plano y no se veía.

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A la misma. Croisset, 28-29 junio 1853.

Estoy muerto, los sesos me bailan dentro del cráneo. Desde ayer a las seis de la tarde hasta ahora, acabo de copiar setenta y siete páginas seguidas que no hacen más que cincuenta y tres, es embrutecedor. Tengo el ramo de vértebras en el cuello, como diría monsieur Enault, roto de tener la cabeza inclinada mucho tiempo. Cuántas repeticiones de palabras acabo de sorprender, cuántos todo, pero, pues, sin embargo; esto es lo diabólico de la prosa, que nunca queda terminada. Sin embargo tengo páginas buenas, y creo que el conjunto marcha, pero dudo que esté terminado para leérselo todo el domingo a Bouilhet. ¡Resulta, pues, que, desde finales de febrero, he escrito cincuenta y tres páginas! Qué bonito oficio, qué nata que batir que cuesta tanto como empujar mármoles.

A la misma. Croisset, 12 julio 1853.

(...) Toda la semana pasada ha sido mala (ahora va mejor), me he retorcido en un aburrimiento y un asco de mí mismo tremendo. Esto me ocurre generalmente cuando he terminado algo y hay que seguir. A veces la vulgaridad de mi tema me da náuseas, la necesidad todavía en perspectiva de escribir bien tantas cosas tan vulgares me aterra. Ahora estoy empantanado en una escena de las más sencillas: una sangría y un desmayo, cosa muy difícil, y lo más desolador es que, aun conseguido a la perfección, no puede resultar más que pasadero, y nunca será be­llo debido al fondo mismo. Estoy haciendo una obra de clown, pero después de todo, ¿qué es lo que demuestra una proeza? No importa: “Ayúdate y el cielo te ayudará”. Pero a veces cuesta mucho desembarran­car el carro.

A la misma. Croisset, 15 julio 1853.

(...) Esta semana he estado muy en forma, he escrito ocho páginas y creo que todas están casi hechas. Esta noche acabo de esbozar toda mi gran escena de los “comicios” agrícolas; será enorme, tendrá muy bien treinta páginas. En el relato de esta fiesta rústico-municipal y entre sus detalles (donde todos los personajes secundarios del libro aparecen, hablan y actúan), tengo que continuar, y en el primer plano, el diálogo continuo de un caballero calentando a una dama. Además, tengo en medio el discurso solemne de un consejero de prefectura, y al final (ya todo terminado), un artículo de periódico escrito por mi boticario reseñando la fiesta en buen

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estilo filosófico, poético y progresista; ya ves que no es floja tarea. Estoy seguro del color y de muchos efectos, pero para que todo esto no resulte demasiado largo, es el demonio, y sin embargo son cosas que deben ser abundantes y densas. Una vez dado este paso, llegaré rápido a la acostada en el bosque en un tiempo de otoño (con los caballos al lado comiendo las hojas), y entonces creo que veré claro y que habré pasado al menos Caribdis, aunque me quede Escila. Cuando vuelva de París iré a Trouville; mi madre quiere ir y yo la acompaño. En el fondo no me disgusta: ver un poco de agua salada me hará bien (...) No llevaré la Bovary, pero pensaré en ella, rumiaré esos dos largos pasajes de que te hablo, sin escribir. No perderé el tiempo, montaré a caballo en la playa, lo deseo a menudo. Tengo un montón de pequeñas aficiones como ésta de las que me privo; pero hay que privarse de todo cuando se quiere hacer algo. ¡Ah, qué vicios tendría yo si no escribiera! La pipa y la pluma son las dos salvaguardas de mi moralidad, virtud que se resuelve en humo por los dos tubos.

A la misma. Trouville, 21 y 22 agosto 1853.

(...) Sí, sostengo (y esto debe ser para mí un dogma práctico en la vi­da de artista) que hay que hacer dos partes en la vida: vivir como bur­gués y pensar como semidiós. Las satisfacciones del cuerpo y las de la cabeza no tienen nada de común; si se encuentran juntas, hay que cogerlas y conservarlas, pero no hay que buscarlas juntas, pues sería ficticio (...)

Si queremos buscar a la vez la Felicidad y la Belleza, no llegaremos a la una ni a la otra, pues la segunda sólo se consigue mediante sacrificio; el Arte, como el Dios de los judíos, se alimenta de holocaustos.

A la misma. Trouville, 26 agosto 1853.

(...) No escribir nada y pensar cosas bonitas (como yo hago ahora) es una cosa encantadora, pero ¡qué caro se pagan después estas voluptuosas ambiciones! ¡Qué reforzamientosl Yo debería ser prudente (pero un ejercicio excelente, quizá me resulte funesto después como reacción, pues me quedará (esto es flojo e imbécil) una gran repugnancia por los temas de ambiente vulgar). Por eso me cuesta tanto escribir este libro, tengo que hacer grandes esfuerzos para imaginar mis personajes y después para hacerlos hablar, pues me repugnan profundamente. Pero cuando escribo algo de mis entrañas, la cosa va de prisa. Sin embargo aquí está el peligro, cuando se escribe algo de sí mismo la frase puede ser buena a brotes (y las

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mentes líricas llegan al efecto fácilmente y siguiendo su inclinación natural), pero falla el conjunto, abundan las repeticiones, los lugares comunes, las locuciones triviales. En cambio, cuando se escribe una cosa imaginada, como todo debe desprenderse de la concepción y la menor coma depende del plan general, la atención se bifurca, y es necesario a la vez no perder de vista el horizonte y mirar a los propios pies. El detalle es terrible, sobre todo cuando se gusta del detalle como gusto yo, las perlas forman el collar, pero es el hilo el que hace el collar; ahora bien, enhebrar las perlas sin perder ni una sola y sujetar siempre el hilo con la otra mano, ahí está la habilidad.

A la misma. Croisset, 7 septiembre 1853.

(...) He vuelto a la Bovary, desde el lunes cinco páginas casi hechas, casi es la palabra, hay que volver a ellas; ¡qué difícil es! Mucho me temo que mis comicios sean demasiado largos, es un pasaje peliagudo. Tengo en él a todos los personajes de mi libro en acción y en diálogo, mezclados unos con otros, y encima un gran paisaje que los envuelve; pero si me sale bien será muy sinfónico (...)

No hay más que una Belleza, es la misma en todo, pero tiene aspectos diferentes, la colorean más o menos, los reflejos que los dominan. Por ejemplo, Voltaire y Chateaubriand han sido mediocres por las mismas causas, etcétera. Procuraré hacer ver por qué la crítica estética se ha quedado tan atrás en relación a la crítica histórica y científica: no tenían base. El conocimiento que les falta a todos es la anatomía del estilo; saber cómo se construye una frase y por dónde se engarza. Se estudia en maniquís, en traducciones, siguiendo a profesores, unos imbéciles inca­paces de sostener el instrumento de la ciencia que enseñan, una pluma, quiero decir, ¡y falta la vida, el amor!, lo que no se da, el secreto de Dios, sin lo cual no se entiende nada.

Cuando termine esto -será un trabajo de un año largo, nada más (pero al menos me habré vengado literariamente, como me vengaré moralmente en ese Dictionnaire des idées reçues)-, cuando termine esto (después de la Bovary y Anubis de todos modos), seguramente entraré en una fase nueva, y ya estoy deseando hacerlo; yo que escribo tan despacio, me reconcomo de planes. Quiero hacer dos o tres libros épicos, novelas en un medio grandioso en el que la acción sea forzosamente fecunda y los detalles ricos en sí mismos, lujosos y trágicos a la vez, unos libros de grandes murallas pintadas de arriba a abajo.

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A la misma. Croisset, 12 septiembre 1853

I La cabeza me da vueltas de aburrimiento, de desánimo, de cansancio! He pasado cuatro horas sin poder hacer una frase. Hoy no he escrito ni una línea, o más bien he emborronado cien. ¡Qué trabajo más terrible! ¡Qué

^aburrimiento! ¡Oh el arte, el arte! ¿Qué es, pues, esa quimera furiosa que nos muerde el corazón, y por qué? ¡Es una locura tomarse tanto trabajo! ¡Ah, la Bovary, me acordaré de ella! Ahora siento como si tuviera hojas de navaja en las uñas, me dan ganas de rechinar los dientes; ¡es idiota! A eso conducen esos dulces pasatiempos de la literatura, esa dulce crema. La dificultad con que tropiezo está en unas situaciones comunes y un diálogo trivial; escribir bien lo mediocre y lograr que al mismo tiempo conserve su aspecto, su corte, hasta sus palabras, es verdaderamente diabólico, y ahora veo desfilar ante mí gracias de ésas en perspectiva a lo largo de treinta páginas por lo menos. ¡ Qué caro cuesta el estilo! Vuelvo a empezar lo que hice la semana pasada; a Bouilhet le han parecido fallados dos o tres efectos, y con razón; tengo que echar de nuevo abajo casi todas mis fra­ses (...)

Yo sé lo que me cuestan los viajes; mi impotencia actual me viene de Trouville. Quince días antes de marcharme, me perturba, necesito a todo trance recalentarme para seguir adelante -o reventar-. Me siento humi­llado, y humillado ante mí mismo por la resistencia de mi pluma; hay que domarla como a los malos caballos que se rebelan, se les presiona hasta ahogarlos y ceden.

A la misma. Croisset, 16 septiembre 1853.

(...) Por fin estoy otra vez en forma, la máquina funciona. No censures mis rigideces, querida Musa, tengo la experiencia de que sirven, nada se consigue sin esfuerzo, todo tiene su sacrificio. La perla es una enfermedad de la ostra y el estilo quizá el derrame de un dolor más profundo (...)

En contra de tu opinión de esta mañana, creo que se puede interesar con todos los temas; en cuanto ahacer Belleza con ellos, también lo pienso, al menos teóricamente, pero no estoy tan seguro. La muerte de Virginia es muy bella, pero ¡cuántas otras muertes también emocionantes (porque la de Virginia es excepcional)! Lo admirable en ésta es su carta a Pablo escrita desde París; siempre que la he leído me ha arrancado el corazón; estoy seguro de que se llorará menos en la muerte de mi Bovary que en la de Virginia, pero se llorará más en la muerte del marido de la una que en la del amante de la otra, y de lo que no dudo es del cadáver.

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A la misma. Croisset, 21-22 septiembre 1853.

¡No!, “no toda mi felicidad está en mi trabajo, y planeo poco en alas de la inspiración”. Al contrario, mi trabajo es mi tormento. La literatura es un vejigatorio que me escuece, me rasco hasta hacerme sangre. Esta voluntad que me llena no impide los desánimos ni los cansancios. ¡Ah!, tú crees que vivo como un brahmán en una absorción suprema y aspirando con los ojos cerrados el perfume de mis sueños. ¡Ojalá fuera así! Tengo más ganas que tú de salir de esto, quiero decir de esta obra. ¡Dos años llevo en ella! Es mucho tiempo dos años siempre con los mismos personajes, chapoteando en un medio tan fétido. Lo que me abruma no es ni la palabra ni la composición, sino mi objetivo, no tengo en él nada que sea excitante. Cuando abordo una situación, me repugna de antemano por su vulgari­dad, no hago otra cosa que dosificar la m... Espero que al final de la sema­na próxima estaré en el medio de mis comicios. O será innoble o muy bello. Me gusta sobre todo la envergadura, pero no es fácil de conseguir. Es la tercera vez que Bouilhet me hace rehacer un párrafo (que todavía no ha venido), se trata de describir el efecto de un hombre que está encendiendo unos farolillos. Tiene que hacer reír, y hasta ahora resulta muy frío.

A la misma. Croisset, 23 septiembre 1853.

(...) Hoy he trabajado bien; de aquí a ocho días estaré en medio de mis comicios, que ahora empiezo a entender, tengo un revoltijo de animales y de personas mugiendo y parloteando, con mis enamorados encima, que creo que será bueno.

A la misma. Croisset, 30 septiembre 1853.

(...) Estoy aproximadamente en la mitad de los comicios (este mes he hecho quince páginas, pero no terminadas). ¿Es bueno o malo? No lo sé. ¡Qué difícil el diálogo cuando se quiere sobre todo que el diálogo ten­ga carácter! Pintar con el diálogo y que éste no resulte menos vivo, pre­ciso y siempre distinguido sin dejar de ser hasta trivial es algo monstruo­so y no sé de nadie que lo haya hecho en un libro. Hay que escribir los diálogos en el estilo de la comedia y las narraciones en el estilo de la epopeya.

Esta noche he vuelto a empezar con un nuevo plan mi maldita página de los farolillos, que he escrito ya cuatro veces, ¡es como para romperse

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la cabeza contra la pared! Se trata de pintar (en una página) las gradaciones de entusiasmo de una multitud ante un buen hombre que está poniendo en la fachada de un ayuntamiento sucesivamente varios farolillos; es nece­sario que se vea a la multitud berrear de asombro y de alegría, y esto sin carga ni reflexiones del autor. Me dices que a veces te asombran mis cartas; te parecen bien escritas; ;vaya una gracia!; en ellas escribo lo que pienso yo, pero pensar por otros y hacerles hablar como habrían pensado, ¡qué diferencia! Por ejemplo, en este momento acabo de presentar en un diálogo sobre cosas sin importancia un particular que debe ser a la vez buen muchacho, vulgar, un poco canalla y presuntuoso, y a través de todo esto se tiene que ver que pousse sa pointe. Por otra parte, todas las dificultades que se encuentran escribiendo provienen de la falta de orden. Ésta es una convicción que tengo ahora; si nos empeñamos en un giro o en una expresión que no llega, es que no tenemos la idea. La imagen o el sentimiento bien claros en la cabeza traen la palabra al papel, lo uno surge de lo otro. “Lo bien pensado, etcétera (...)”.

La crítica literaria me parece una cosa completamente nueva y por hacer (y caigo en esto, lo que me asusta), los que se han ocupado de ella hasta ahora no eran del oficio, podían quizá conocer la anatomía de una frase, pero seguramente no entendían ni gota de la fisiología del estilo. ¡Ah la literatura, qué picor permanente! Es como un vejigatorio que tengo en el corazón; me duele constantemente, y me lo rasco con delicia.

A la misma. Croisset, 7 octubre 1853.

Esta noche no te escribiré mucho, querida Louise, tengo más nece­sidad de acostarme que de seguir escribiendo. Toda la noche me ha dolido el estómago y el vientre hasta desmayarme, si fuera capaz; creo que es una indigestión. Me duele también mucho la cabeza, estoy destrozado. Llevo demasiadas noches acostándome tarde. Desde que volvimos de Trouville, pocas veces me he ido a la cama antes de las tres; es una barbaridad, se agota uno, pero ¡tengo tantas ganas de acabar esta novela! ¡Ah, qué desaliento a veces, qué roca de Sísifo que empujar es el estilo, y sobre todo la prosa! No se termina nunca. Sin embargo esta semana y sobre todo esta noche (a pesar de mis dolores físicos) he dado un gran paso. He trazado el plan del medio de los “comicios” (es un diálogo entre dos cortado por un discurso, palabras de la multitud y paisaje); pero ¿cuándo los termi­naré? ¡Cómo me aburre esto, cuánto me gustaría despacharlo para ir a verte!

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A la misma. Croisset, 12 octubre 1853.

Me arde la cabeza como recuerdo que me ardía después de largos días pasados a caballo; es que hoy he cabalgado duro sobre mi pluma. Estoy escribiendo desde las doce y media del día sin parar (salvo cinco minutos de vez en cuando para fumar una pipa, y una hora hace poco para cenar). Los “comicios” me aburren de tal modo que, hasta terminarlos, he dejado el griego y el latín, y desde hoy no hago más que eso; ¡está durando demasiado! (...)

Bouilhet dice que será la escena más bella del libro. De lo que estoy seguro es de que será nueva y de que la impresión es buena. Si alguna vez se han puesto en un libro los efectos de una sinfonía, será aquí. Es necesario que esto aúlle en conjunto, que se oigan mugidos de toros, suspiros de amor y frases de funcionarios; sobre todo esto hay ráfagas de viento que mueven los grandes gorros. Pero los pasajes más difíciles de Saint-Antoine eran juegos de niño en comparación. Llego a lo dramático sólo con el entrelazamiento del diálogo y los contrastes de carácter. Ahora estoy metido de lleno en el asunto. Antes de ocho días habré pasado el nudo del que depende todo. Mi cerebro me parece pequeño para abarcar de una sola ojeada esta compleja situación. Escribo diez páginas a la vez saltando de una frase a otra.

A la misma. Croisset, 17-18 octubre 1853.

(...) Estoy muerto de aburrimiento y humillado de impotencia; tengo que rehacer el fondo de los comicios, es decir, todo el diálogo de amor, y no he llegado más que a la mitad; me faltan las ideas; por más que me rompa la cabeza, el corazón y los sentidos, no sale nada. Hoy he pasado todo el día, y hasta ahora mismo, tumbándome en todos los sitios de mi despacho, sin poder no sólo escribir ni una línea, sino ni siquiera encontrar una idea, un movimiento. Vacío, vacío completo.

En el punto en que estoy, este libro me tortura de tal modo (y si encontrara una palabra más fuerte la emplearía) que a veces estoy enfermo físicamente. Hace tres semanas que tengo mareos como para desmayarme; otras veces son opresiones, o bien ganas de vomitar en la mesa. Todo me da asco. Creo que hoy me habría ahorcado con delicia si no me lo impidiera el orgullo; la verdad es que a veces me dan ganas de mandarlo todo al diablo, y en primer lugar a la Bovary. ¡ Cómo se me ocurriría la maldita idea de meterme en semejante tema! ¡Bien he conocido las angustias del arte!

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Me doy quince días más para terminar; si al cabo de ese tiempo no me ha venido nada bueno, dejo la novela indefinidamente y hasta que vuelva a sentir la necesidad de escribir.

A la misma. Croisset, 23 octubre 1853.

(...) ¿Cómo es posible que haga buen trabajo esta semana? A Bouilhet le han gustado mucho mis comicios (sólo me queda un punto que me cuesta); ahora le parece que es ardiente, que va muy bien. Me he puesto en tensión y me he fustigado hasta sangrar para que mi heroína suspire de amor; casi he llorado de rabia. ¡Por fin otro desfiladero pasado, o casi pasado!

A la misma. Croisset, 25 octubre 1853.

(...) Mi madre dice que me estoy volviendo seco, huraño y malévolo. ¡Puede ser! Sin embargo, me parece que todavía me queda jugo en el corazón. Quizá el análisis que hago continuamente de mí mismo me vuelve injusto respecto a mí.

Y además no se perdona lo bastante a mis nervios. Esto me ha devastado la sensibilidad para el resto de mi vida. Se va embotando a cada paso, se gasta por cualquier nadería, y por no morirme la enrollo sobre sí misma y me encojo y me hago como una bola, como el erizo que saca todos sus pinchos. Te hago sufrir, mi pobre Louise querida, pero ¿crees que lo hago a propósito, por gusto, y que no sufro yo sabiendo que te hago sufrir? De pensarlo me vienen, no las lágrimas, sino gritos de rabia contra mí mismo, contra mi trabajo, contra mi lentitud, contra el destino que así lo quiere. Destino es una palabra demasiado solemne: no, contra la dis­posición de las cosas, y sé que, si ahora la altero, todo se derrumba. Si supiera que la pena iba a hundirte (...); si me enterase de que ya no puedes más de tristeza, lo dejaría todo y me iría a vivir a París, como si no existiera. Ya volvería a ella más adelante, pues llevarme mi pensamiento con mi persona es cosa superior a mis fuerzas. Como no está nunca conmigo y en modo alguno a mi disposición, como no hago en modo alguno lo que quiero yo, sino lo que quiere él, un pliegue de cortina torcido, el vuelo de una mosca, el ruido de un carro, ¡ya está, se fue la idea! (...)

Hay algo falso en mi persona y en mi vocación. Nací lírico y no escribo versos. Quisiera hacer felices a los que amo y les hago llorar (...)

La Bovary vuelve a caminar. A Bouilhet le satisfizo el domingo, pero era tal su estado de ánimo y estaba tan predispuesto a la ternura (aunque

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no para conmigo), que quizá la juzgó demasiado bien. Espero a otra lectura para convencerme de que voy por buen camino. De todos modos no debo de estar lejos; esos comicios me llevarán todavía seis buenas semanas (un mes largo después de volver de París); pero ya casi no me quedan más que dificultades de ejecución, después habrá que volver a escribirlo todo, pues falla un poco como estilo. Habrá que volver a escribir algunos pasajes y desescribir otros; ¡de modo que habré tardado desde el mes de julio hasta finales de noviembre en escribir una escena! ¡Y si al menos me divirtiera! Pero este libro, por muy logrado que pueda estar, no me gustará nunca; ahora que lo veo bien en conjunto me repugna. Qué le vamos a hacer, habrá sido una buena escuela. Habré aprendido a hacer diálogo y retrato. ¡Ya escribiré otros! También la critica tiene sus encantos, y si un defecto que descubrimos en nuestra obra nos hace concebir una belleza superior, ¿no es esta concepción por sí sola una voluptuosidad, casi una promesa?

A la misma. Croisset, 6 noviembre 1853.

(...) Recordemos siempre que la impersonalidad es la señal de la fuerza; absorbamos el objetivo y que circule en nosotros, que se reproduz­ca fuera sin que podamos entender nada en esta química maravillosa. Nuestro corazón no debe servir más que para sentir el de los demás. Seamos espejos que agrandan la verdad externa.

(...) A Bouilhet le han gustado mis comicios, hechos de nuevo, abreviados y definitivamente trazados. A mí esto me parece un poco encorsetado, un poco excesivamente cortado y duro. Y a sólo me faltan de cinco a siete páginas para que quede terminada toda esta escena. Cuando te dejé la última vez, creía que estaba muy adelantado para nuestra próxima entrevista. ¡Qué equivocación! En dos meses he escrito sólo veinte páginas, pero representan lo menos cien.

A la misma. Croisset, 29 noviembre 1853.

¿Sabes que me deslumbras por tu facilidad? ¡Vas a haber escrito seis cuentos en diez días! No lo entiendo (buenos o malos, los admiro). Yo soy como los viejos acueductos: ¡hay tantos detritus en las orillas de mi pensamiento que circula lentamente y no cae más que gota a gota de la punta de mi pluma! (...)

¿Cómo es posible que yo lleve ocho días trabajando bien, cuando me parece que no pienso en absoluto en mi trabajo? He escrito cinco páginas. A finales de la semana próxima habré terminado definitivamcnic los

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“comicios”. Si todo siguiera a este paso, habría terminado este verano; pero seguramente me engaño; sin embargo, creo que es bueno.

A Louis BouilheL Croisset, 10 diciembre (?) 1853.

(...) Espero adelantar de firme la Bovary de aquí a que tú llegues. Si no está hecha mi escena de amor, lo estará en las tres cuartas partes. ¿Sabes cuántas páginas tienen los comicios (ya copiados)? Veintitrés. ¡Y estoy en ello desde principios de septiembre! (...)

He releído ayer toda la primera parte. Me ha parecido poca cosa. Pero sigue adelante. Lo peor es que los preparativos psicológicos, pintorescos, grotescos, etc., que preceden, como son muy largos, creo que exigen un desarrollo de acción que esté en relación con ellos. El prólogo no debe sobreponerse al relato (por muy disimulado y fundido que esté el relato), y me costará mucho trabajo establecer una proporción aproximadamente igual entre las aventuras y las ideas. Creo que lo conseguiré más o menos diluyendo todo lo dramático. ¡Pero este diablo de novela tendrá setenta y cinco mil páginas! ¿Y cuándo acabará?

No estoy descontento de mi artículo de Homais (indirecto y con citas); realza los ’’comicios" y hace que parezcan más cortos porque los resume.

A Louise Colet Croisset, 23 diciembre 1853.

Por fuerza he de amarte para que te escriba esta noche, pues estoy extenuado, tengo un casco de hierro sobre el cráneo; desde las dos de la tarde (salvo unos veinticinco minutos para comer) estoy escribiendo Bovary, estoy en plena escena de la baisade\ se suda y se tiene la garganta apretada. Este es uno de los poquísimos días de mi vida que he pasado en la ilusión, completamente y desde el principio al fin. Hace un rato, a las seis, en el momento en que escribía las palabras ataque de nervios, estaba tan exaltado, vociferaba tan fuerte y sentí tan profundamente el que sufría mi mujercita, que tuve miedo de que me diera uno a mí, me levanté de la mesa y abrí la ventana para calmarme; me daba vueltas la cabeza; ahora tengo grandes dolores en las rodillas, en la espalda y en la cabeza, y estoy como un hombre que ha... demasiado, es decir, en una especie de lasitud llena de embriaguez; y ya que estoy en el amor, justo es que no me duerma sin enviarte su caricia, un beso y todos los pensamientos que me quedan. ¿Será esto bueno? No lo sé (me estoy dando un poco de prisa para enseñarle

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a Bouilhet un conjunto coherente cuando venga); lo que sí es seguro es que desde hace ocho días la cosa marcha a buen paso. ¡ Ojalá siga así, pues estoy harto de mis lentitudes! Pero temo el despertar, las desilusiones, las páginas que hay que volver a copiar. De todos modos, bien o mal, es delicioso escribir, dejar de ser uno mismo, circular en toda la creación de que hablamos. Hoy, por ejemplo, hombre y mujer en una pieza, amante y querida a la vez, he paseado a caballo por un bosque, en una tarde de otoño, bajo hojas amarillas, y yo era los caballos, las hojas, el viento, las palabras que se decían y el sol rojo que hacía entornar los párpados ahogados de amor. ¿Es orgullo o piedad, es el desbordamiento bobalicón de una exagerada satisfacción de sí mismo, o bien un vago y noble instinto de religión? Pero cuando rumio esos goces después de sentirlos, me dan ganas de hacer una oración de gracias a Dios, si supiera que podía oírme,i Sea, pues, bendito por no haberme hecho nacer tendero de algodones, autor de vandevilles, hombre de ingenio, etc.!

A la misma. Croisset, 28 diciembre 1853.

(...) Por lo demás, la Bovary avanza. Ya está hecha la baisade y la de­jo, porque estoy empezando a hacer tonterías. Hay que saber pararse en las correcciones, sobre todo porque no se ven bien las proporciones de un pasaje cuando se ha pasado en él mucho tiempo. Espero con ansie­dad a Bouilhet para leerle lo que no conoce (...)

A la misma. Croisset, 29 enero 1854.

(...) Ha estado Bouilhet el viernes por la noche, el sábado y ayer mañana; volverá el miércoles hasta fin de semana; hasta ahora apenas hemos tenido tiempo de hablar de otra cosa que de nosotros; casi todo lo empleamos en los Fossiles y en la Bovary. Le ha gustado mi baisade. Pero antes de este pasaje tengo uno de transición que ocupa ocho líneas y me ha llevado tres días; en él no hay una palabra de más y sin embargo hay que rehacerlo porque es demasiado lento. Es un diálogo directo que hay que ponerlo en indirecto y en el que no tengo el espacio necesario para decir lo que hay que decir; todo esto tiene que ser rápido y lejano como plan, ¡tan necesario es que quede perdido y poco visible en el libro! Después de esto me quedan todavía otras tres o cuatro correcciones infinitamente mínimas, pero que me llevarán toda la otra semana. ¡Qué lentitud, qué lentitud! De todos modos adelanto. He dado un gran paso y

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siento en mí una ligereza interior que me pone muy animado, aunque esta noche he sudado, literalmente, de esfuerzo. Es difícil deshacer lo hecho, y bien hecho, para poner una cosa nueva en su lugar y sin que se vea el relleno.

A la misma. Croisset, 29 enero 1854.

(...) ¿Sabes cuántas páginas he hecho esta semana? ¡Una, y ni siquiera digo que es buena! Hacía falta un pasaje rápido, ligero, y yo estaba en disposiciones de pesadez y de desarrollo. ¡Qué trabajo! Resulta que es atrozmente delicioso escribir, puesto que uno se empeña así en semejantes torturas y no se quieren otras. ¡En esto hay un misterio que no penetro! La vocación es quizá como el amor al país natal (que, por cierto, yo siento poco), una cierta atadura fatal de los hombres a las cosas. El siberiano en sus nieves y el hotentote en su choza viven contentos, sin desear sol ni palacios. Algo más fuerte que ellos los ata a su miseria, y nosotros nos debatimos en las formas. Poetas, escultores, pintores y músicos, respi­ramos la existencia a través de la frase, el contorno, el color o la armonía, y todo esto nos parece lo más bello del mundo.

A la misma. Croisset, 19 febrero 1854.

(...) Acabo de pasar dos meses atroces y de los que me acordaré durante mucho tiempo. Anteayer por la noche y ayer toda la tarde no he hecho más que dormir. Mañana habré hecho una página. Tengo que cambiar de manera de escribir si quiero seguir viviendo, y de manera de estilo si quiero hacer legible este libro. De aquí al mes de mayo espero haber dado un gran paso y en julio o en agosto me pondré seguramente a buscar un alojamien­to.

A la misma. Croisset, 25 febrero 1854.

Creo que ya estoy de nuevo cabalgando en mi caballito. ¿Dará todavía pasos en falso para romperme las narices? ¿Tiene los riñones más sólidos? ¿Será por mucho tiempo? Dios lo quiera, pero creo que me he rehecho. Esta semana he escrito tres páginas, y tres páginas que, a falta de otro mérito, tienen al menos rapidez. Es preciso que esto avance, que corra, que fulgure, o que yo reviente, y no reventaré. Quizá el catarro me ha purgado el cerebro, pues me siento más ligero y más rejuvenecido.

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A la misma. Croisset, 2-3 marzo 1854.

(...) La cosa está otra vez en marcha; en catorce días he hecho tantas páginas como había hecho en seis semanas; creo que son mejores, o al menos más rápidas. Empieza otra vez a pasarlo bien, pero ¡qué tema, qué tema! Te aseguro que es la última vez de mi vida que me rozo con burgueses, ¡antes pintar cocodrilos, es más fácil!

A la misma. Croisset, 25-26 marzo 1854.

Me da vueltas la cabeza y me arde la garganta de haber buscado, bregado, cavado, contorneado, tartamudeado y gritado, de cien mil maneras diferentes, una frase que por fin acaba de terminarse. Es buena, respondo de ello, ¡pero no ha salido sin esfuerzo!

A la misma. Croisset, 7 (?) abril 1854.

Acabo de poner en limpio todo lo que he hecho desde primero de año, o mejor dicho desde mediados de febrero, porque al volver de París lo queme todo: esto hace trece páginas, ni más ni menos, trece páginas en siete semanas. En fin, hechas están, creo, y todo lo perfectas que me es posible. Ya no me falta más que dos o tres repeticiones de la misma palabra que quitar y dos cortes demasiado parecidos que romper.' Por fin algo terminado; era un pasaje difícil, habría que llevar insensiblemente al lector de la psicología a la acción sin que se dé cuenta. Ahora voy a entrar en la parte dramática y movida. Dos o tres grandes movimientos más y divisaré el final. En julio o en agosto espero emprender el desenlace. ¡Cuánto me habrá costado, Dios santo, cuánto me habrá costado, cuántas fatigas y desalientos! Ayer me pasé toda la noche entregado a una cirugía furiosa; estoy estudiando la teoría de los pies zopos. He devorado en tres horas todo un volumen de esta interesante literatura y he tomado notas; hay aquí frases muy bonitas: “El seno de la madre es un santuario impenetrable y misterioso en el que”, etc. ¡Bonito estudio por lo demás! ¡Lástima que yo no sea más joven, cómo trabajaría! Habría que conocerlo todo para escribir; todos los escribidores somos de una ignorancia monstruosa (...) Generalmente nos falta el meollo. Los libros de los que salen las literaturas enteras, como Homero, Rabelais, son enciclopedias de su época; esa buena gente lo sabía todo, y nosotros no sabemos nada. En la poética de Ronsard hay un precepto curioso: recomienda al poeta que se instruya en las artes y oficios, herreros, orfebres, aserradores, etc., para sacar de ellos metà-

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foras\ en efecto, esto es lo que da una lengua rica y variada; es necesario que las frases se agiten en un libro como las hojas en un bosque, todas diferentes en su parecido.

A Louis Bouilhet. Croisset, 18 agosto (1854).

(...) Acabo de pasar una semana larga solo como un eremita y tranquilo como un dios. Me he entregado a una literatura frenética; me levantaba al mediodía y me acostaba a las cuatro de la mañana. Comía con Dakno*. Fumaba quince pipas diarias, he escrito ocho páginas.

Al mismo. Croisset, 16 octubre 1854.

(...) Estoy en el incendio de las mudanzas. A pesar de esto trabajo, y desde el jueves he hecho cuatro páginas. Me parece que es un tremendo phatos, pero sigo adelante, sin perjuicio de suprimir después.

Al mismo. Croisset, ¿19 marzo 1854?

(...) Acuérdate de mis desgraciados “comicios”, que me han llevado tres meses: ¡veinticinco páginas! ¡Y cuántas correcciones, cuántos cam­bios!

Al mismo. Croisset, 10 mayo 1855.

(...) Los tres o cuatro días siguientes a tu marcha me he aburrido bastante decididamente. Después volví a agarrarme a la Bovary con furia. Total, desde que te marchaste he hecho seis páginas, en las que me he entregado alternativamente a la elegía y a la narración. Persigo las metáforas y excluyo a rajatabla los análisis morales. ¿Estás contento? ¿Soy guapo? En este momento tengo mucho miedo de rozar el género crapuloso. También podría ocurrir que mi mozo no tarde en hacerse odioso al lector a fuerza de cobardía. El límite que hay que guardar en este carácter

* Su perro.

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de gilipollas no es fácil, te lo aseguro. En fin, de aquí a ocho días estaré en las orgías de Ruán. ¡Ahí sí que hay que echar el resto!

Quizá me faltan todavía ciento veinte o ciento cuarenta páginas. ¿No habría sido mejor que esto tuviera cuatrocientas y que todo lo anterior fuera más corto? Temo que el final (que en realidad ha sido lo más denso) resul­te en mi libro raquítico, al menos como dimensión material, y esto es mucho.

Al mismo. Croisset, 24 mayo 1855.

Canto los lugares que fueronThéâtre animé des jeux de ton enfance,

es decir: los cafés, cafetuchos, tabernas y otros lugares que esmaltan la “parte baja de la rue des Charrettes”. Estoy en pleno Ruán; incluso acabo de dejar, para escribirte, los lupanares de rejas, los arbustos verdes, eLolor a ajenjo, a cigarro y a ostras, etc. Ya solté la palabra: “Babilonia”, ¡no importa! Creo que todo esto anda rozando el ridículo. Es “demasiado fuerte” En fin, tú verás. De todos modos tranquilízate: me privo de metáforas, me abstengo de comparaciones y suelto muy poca psicología. Esta noche me ha asaltado un remordimiento. Es necesario a todo trance que los cheminots tengan sitio en la Bovary. Sin esos turbantes alimenti­cios, mi libro quedaría incompleto, puesto que tengo la pretensión de pintar Ruán (...) Me las arreglaré para que a Homais le entusiasmen los cheminots. Será uno de los motivos secretos de su viaje a Ruán y por lo demás su única debilidad humana. Se dará un atracón de ellos en casa de un amigo de la rue Saint-Gervais (...)

|Voy despacio, incluso muy despacio. Pero esta semana lo he pasado bien por causa del fondo. Es necesario que en el mes de julio esté aproximadamente al principio del fin, es decir, en las desilusiones de la mujer por su caballerete.

AI mismo. Croisset, 7 junio 1855.

(...) Voy muy despacio. Me cuesta un trabajo de mil demonios. A veces suprimo, al cabo de cinco o seis páginas, frases que me han costado días enteros. Me es imposible ver el efecto de ninguna antes de que esté terminada, rematada, limada. Es una manera de trabajar inepta, pero ¿qué hacer? Tengo la convicción de que las mejores cosas en sí son las que tacho. Sólo rechazando la exuberancia se logra efecto, Y esto es lo que me encanta, la exuberancia.

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Al mismo. Croisset, 2 agosto 1855.

Ya estoy otra vez en la sempiterna Bovary. “Otra vez en los mares”, decía Byron. “Otra vez en la tinta”, podría decir yo.

Estoy haciendo exponer a Homais unas atrevidas teorías sobre las mujeres. Temo que esto parezca demasiado “forzado”.

Al mismo. Croisset, 15 agosto 1855.

(...) En fin, vuelvo a mi Bovary con más frenesí. De modo que llevo tres días trabajando ferozmente, quiero decir con gusto.

Al mismo. Croisset, 18 agosto 1855.

(...) Estoy en medio de los asuntos pecuniarios de la Bovary. Esto es de una dificultad tremenda. Ya es hora de que acabe, me aplasta la carga.

Al mismo. Croisset, 13 septiembre 1855.

(...) Me dices que el estilo te revienta. No más que a mí, te lo aseguro. No sé qué voy a hacer con los apuros pecuniarios de la Bovary. Tengo

un diálogo y unas explicaciones que me parecen invencibles, en quince días no he adelantado una línea...

Al mismo. Croisset, 17 septiembre 1855.

Procura enviarme para el domingo próximo, o antes si puedes, los datos médicos siguientes: están subiendo la cuesta, Homais contempla al ciego de los ojos sanguinolentos (ya conoces la vitola) y le dirige un discurso; emplea palabras científicas, cree que puede curarle y le da su dirección. Es necesario que Homais se equivoque, naturalmente, pues el pobre tipo es incurable.

Si no tienes bastante en tu archivo médico para proporcionarme con qué escribir cinco o seis líneas apretadas, tómalo de Follin y mándamelo. Podría ir a Ruán, pero esto me haría perder un día y habría que entrar en explicaciones demasiado largas.

He pasado tres días completamente embrutecido por una coriza de las más cuidadas; pero, sin embargo, hoy he trabajado pasablemente. Espero que de aquí a un mes la Bovary tendrá el arsénico en el vientre. ¿Te la llevaré enterrada? Lo dudo.

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Al mismo. Croisset, 20 septiembre 1855.

L° Eres un muchacho excelente por haberme contestado en seguida. La idea del "buen régimen que seguir” es excelente y la acepto con entusiasmo; en cuanto a una operación cualquiera, imposible por causa del pie zopo, y además, como es el propio Homais quien quiere hacer la cura, hay que excluir toda cirugía.

2.° Necesitaría palabras científicas que designen las diferentes partes del ojo averiado (o de los párpados). Averiado está todo y es una compota donde ya no se distingue nada. De todos modos Homais emplea grandes palabras y discierne algo para deslumbrar a la galería.

3.° Por último tendría que hablar de una pomada (¿de su invención?) buena para las afecciones escrofulosas y que él quiere aplicar al mendigo. ¿Hago que invite al desdichado a que vaya a verle a Yonville para que mi mendigo esté en la muerte de Emma? Piensa un poco en todo esto y mándame algo para el domingo.

Trabajo malamente y “sin gusto”, o más bien con disgusto. Estoy verdaderamente cansado de este trabajo; ya es para mí un verdadero pensum.

Probablemente tendremos mucho que corregir: ¡¡¡tengo cinco diálo­gos seguidos y que dicen la misma cosa!!!

Al mismo. Croisset, 30 septiembre 1855.

(...) La Bovary va pianissimo. Debieras decirme qué especie “de monstruo” hay que poner en la cuesta de Bois-Guillaume. ¿Debe tener mi hombre una especie de herpes en la cara, los ojos colorados, faltarle la nariz? ¿Debe ser un idiota o un patituerto? Estoy muy perplejo. ¡Diablo de padre Hugo, con sus mutilados que parecen limacos en la lluvia! ¡Es una lata!

Al mismo. Croisset, 12 octubre 1855.

(...) Es probable que dentro de quince días llegue a París. Pero de aquí a entonces tengo todavía muchas cosas que hacer.

Me gustaría llevarte la Bovary envenenada y no habré hecho la escena que debe terminar su envenenamiento; ya ves que no he ido muy de prisa. Mi desgraciada novela no estará terminada antes del mes de febrero. Esto va resultando ridículo. Ya no me atrevo a hablar de ello.

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Al mismo. Croisset, 1 junio 1856.

Por fin mandé ayer a Du Camp el manuscrito de la Bovary, aligerado en unas treinta páginas, sin contar muchas líneas suprimidas acá y allá. He quitado tres grandes parrafadas de Homais, un paisaje completo, las conversaciones de los burgueses en el baile, un artículo de Homais, etc., etc., etc. Ya ves, amigo, si he sido heroico. ¿Ha ganado el libro? Lo que sí es seguro es que, en conjunto, tiene ahora más movimiento.

Al mismo. Croisset, 17 junio 1856.

(...) Las correcciones de la Bovary han acabado de matarme, y confieso que casi me pesa haberlas hecho. Ya vez que maese Du Camp opina que no he hecho bastantes. ¿Pensarán lo mismo los demás? ¿Les parecerá quizá que hay demasiadas? ¡Ah, m...!

He sido un tonto haciendo como los demás, yendo a vivir a París, queriendo publicar. Mientras he escrito para mí solo he vivido en una perfecta serenidad de arte. Ahora estoy lleno de dudas y de perturbación, experimento una cosa nueva: ¡escribir me fastidia! Siento contra la literatura el odio de la impotencia.

Al mismo. Croisset, 15 agosto 1856.

(...) Vete a ver al joven Du Camp a finales de esta semana; me ha dicho que el martes próximo tendrá lugar el gran combate por la inserción de la Bovary. Dile todo lo que te parezca conveniente (confío en ti), y espero que se publique el 1 de septiembre, según su promesa.

Al mismo. Croisset, 25 agosto 1856.

Te agradezco mucho, querido, que hayas hablado de la Bovary a Du Camp. Pero no por eso he adelantado nada, puesto que no me has enviado una solución definitiva. Lo único que veo claro es que no saldré el 1 de septiembre. Sospecho que maese Pichat* espera a que yo vuelva en el mes de octubre para intentar otra vez obligarme a las correcciones. Sin embargo, tengo su palabra y si continúa así mucho tiempo se la devolveré con unas bonitas palabras de agradecimiento. Voy a esperar hasta el 2 o

* Laurent-Pichat, codirector de la Revue de París.

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el 3 de septiembre, es decir, que a mediados de la semana próxima escribiré al joven Du Camp para saber si me imprimen o no. Estoy harto de la Bova­ry y deseando salir de ella.

Al mismo. Croisset, 9 septiembre 1856.

(...) En cuanto a la Bovary (que, gracias al cielo, olvido un poco, entre tu obra que avanza y Saint-Antoine que se termina), he recibido de Máxi­me una carta en la que me avisa que la Bovary se publicará “el 1 de octubre sin falta, espero”. Este espero me parece lleno de reticencias. En todo caso su esquela es un acto de cortesía, me llegó justamente el 1 de septiembre, el día en que yo debía aparecer. Voy a contestarle esta semana recordán­dole modestamente que son cinco meses de retraso... ¡nada más! Cinco meses haciendo antesala en la tienda de esos caballeros. Estoy seguro de que el amigo Pichat quisiera obligarme todavía a algunas de sus inteligen­tes correcciones.

Al mismo. Croisset, 23 septiembre 1856.

(...) El jueves recibí una carta de Máxime anunciándome que saldré el 1 de octubre. Han enviado a la imprenta toda la primera parte. No recibiré las pruebas. Se encarga de todo y me jura que lo respetará todo. Ante tal promesa me he callado, naturalmente. ¡Ya era hora! Empezaba a estar bastante fastidiado.

A Laurent-Pichat. Croisset, 2 de octubre 1856.

Querido amigo:Acabo de recibir la Bovary y siento en primer lugar la necesidad de

darle las gracias (seré grosero, pero no ingrato); es un favor que usted me ha hecho aceptándola tal como es, y no lo olvidaré.

Confíese que me ha encontrado y me sigue encontrando (acaso más que nunca) ridiculamente vehemente. Me gustará reconocer algún día que tiene usted razón; le prometo que entonces le presentaré las más humildes disculpas. Pero comprenda, querido amigo, que se trataba ante todo de un ensayo que yo quería intentar. ¡Ojalá no resulte demasiado duro el aprendizaje!

¿Cree usted que esta innoble realidad, cuya reproducción le repugna, no me da a mí tantas náuseas como a usted? Si me conociera más, sabría que execro la vida ordinaria. Siempre me he apartado de ella cuanto he

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podido. Pero estéticamente he querido esta vez, y nada más que esta vez, practicarla a fondo. Por eso he tomado la cosa de una manera heroica, quiero decir minuciosa, aceptándolo todo, diciéndolo todo, pintándolo todo, expresión ambiciosa.

Me explico mal, pero basta para que usted entienda cuál era el sentido de mi resistencia sus críticas, por razonables que sean. Me hacía usted un libro diferente.

Rompía usted la poética interna de donde salía el tipo (como diría un filósofo) sobre el que el libro fue concebido. En fin, habría creído faltar a lo que me debo a mí mismo y a lo que debía a usted haciendo un acto de deferencia y no de convicción.

El arte no reclama ni complacencia ni cortesía, sólo la fe, la fe siempre y la libertad.

A Louis Bouilhet Croisset, 5 octubre 1856.

Querido Louis:Dame un consejo, y en seguida. Esta mañana he recibido una carta de

Frédéric Baudry, que me ruega, en los términos más correctos, que cambie en la Bovary Le Journal de Rouen por Le Progressifde Rouen, u otro título parecido. Ese tipo es un charlatán, ha contado el asunto a papá Sénard y a los mismos señores del periódico.

Mi primer impulso ha sido mandarle a paseo; por otra parte, esa hoja ha hecho ayer una propaganda muy de agradecer para la Bovary. Pero ¡es tan bonito Le Journal de Rouen en la Bovary! Además, en París es menos bonito, ¿y hará tanto efecto Le Progressif! Me devora la incertidumbre. No sé qué hacer. Creo que cediendo hago una gilipollada atroz. Reflexio­na, eso va a romper el ritmo de mis pobres frases. Es grave.

Por mi parte, ver impresa mi obra ha acabado de embrutecerme. Me ha parecido de las más vulgares. Lo veo todo negro. Esto es textual. Ha sido un gran error, y muy estrepitoso tendría que ser el éxito para ahogar la voz de mi conciencia que me grita: “has fallado”.

A Maurice Schlésinger. París, 1856

(...) En cuanto a mí, querido amigo, se enterará con satisfacción de que mi asunto va muy bien. De todas maneras tengo motivos para estar muy satisfecho -al menos hasta ahora-. Los dos primeros números de mi novela han causado ya alguna sensación entre la gente de letras -y un editor ha venido a hacerme proposiciones... que no son deshonestas.

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A Jules Duplan. Croisset, 11 octubre 1856.

(...) Contra lo que esperaba, la primera lectura de mi obra impresa me ha resultado sumamente desagradable. No veo en ella más que las erratas de imprenta, tres o cuatro repeticiones de palabras que me han chocado y una página en la que abundaban los que; en cuanto al resto, era negro y nada más (...)

No sé muy bien lo que escribiré este invierno (en primer lugar el drama de Bouilhet me va a llevar tiempo); estoy lleno de proyectos, pero el infierno y los malos libros están empedrados de buenas intenciones.

A Louis Bonenfant. París, 12 diciembre 1856.

(...) En cuanto a mí, queridos amigos, tampoco tengo motivo para quejarme. La Bovary va mejor de lo que esperaba. Sólo que las mujeres me miran como “un horror de hombre”. Encuentran que soy demasiado verídico. Aquí está el fondo de la indignación. Yo por mi parte encuentro que soy moral y que merezco el premio Montyon, pues de mi novela se desprende una enseñanza clara. Y si “la madre no puede permitir que su hija la lea”, estoy seguro de que el marido no haría mal en permitir esta lectura a la esposa.

Por lo demás, te diré que todo esto me es por completa indiferente. La moral del arte consiste en su belleza misma, y yo estimo por encima de todo el estilo en primer lugar y después lo Verdadero. Creo haber puesto en la pintura de las costumbres burguesas y en la presentación de un carácter de mujer naturalmente corrompido toda la literatura y todas las convenien­cias posibles, una vez dado el sujeto, naturalmente.

No estoy cerca de volver a empezar una tarea como ésta. Los ambientes vulgares me repugnan, y porque me repugnan tomé éste, que era archivulgar y antiplástico. Éste trabajo me habrá servido para hacer dedos; ahora a otros ejercicios.

A Louis Bouilhet. París, 12 diciembre 1856.

Me es imposible estar mañana sábado en Ruán (estaré el lunes por la noche). He tenido asuntos graves con la Revue. La amenaza del papel timbrado y el miedo a un proceso que habrían perdido y en el que habrían quedado en ridículo les ha inducido a aceptar una nota mía en la que declaro que rechazo toda la responsabilidad de mi obra mutilada. Esta nota

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saldrá el lunes*. Me quedo aquí hasta entonces, porque si la nota no es literamente mía los perseguiré á boulets rouges.

Le estoy preparando a Pichat unas diversiones que no espera.

A Laurent-Pichat. Entre el 1 y el 5 de diciembre de 1856«

Querido amigo:En primer lugar le doy las gracias por inhibirse; así no es al poeta

Laurent-Pichat a quien hablo, sino a la Revue, personaje abstracto del que es usted intérprete. Y he aquí lo que tengo que contestar a la Revue de Paris:

1.° Ha tenido tres meses Madame Bovary en manuscrito, y, antes de imprimir la primera línea, debía saber a qué atenerse sobre dicha obra. Podía tomarla o dejarla. La tomó y allá ella.

2.° Una vez concluido y aceptado el asunto, yo accedí a la supresión de un pasaje muy importante, a mi juicio, porque la Revue me decía que en él había peligro para ella. Lo hice de buen grado; pero no le oculto (hablo a mi amigo Pichat) que aquel día lamenté amargamente haber tenido la idea de publicar.

Digamos todo lo que pensamos o no digamos nada.3.° Yo pienso que he hecho ya mucho y la Revue piensa que tengo que

hacer todavía más. Ahora bien, no haré nada, ni una corrección, ni una supresión, ni una coma de menos, ¡nada, nada!... Pero si la Revue de Paris piensa que la comprometo, si tiene miedo, hay una cosa muy sencilla: suspender sin más Madame Bovary. Me tiene absolutamente sin cuidado.

Ahora que he acabado de hablar de la Revue, me permitiré esta observación, oh amigo:

Suprimiendo el pasaje del coche de punto, no habéis quitado nada de lo que escandaliza, y suprimiendo, en el sexto número, lo que se me pide, tampoco quitaréis nada.

Os paráis en los detalles, y lo que importa es el conjunto. El elemento brutal está en el fondo y no en la superficie. No se puede blanquear a los negros y no se puede cambiar la sangre de un libro. Se puede empobrecerla, nada más.

* La nota apareció efectivamente en el número de la Revue de Paris del 15 de diciembre con el final de Madame Bovary. (Nota de la edición Conard de la Correspondance.)

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A Emile Augier. París, 31 diciembre 1856.

Querido amigo:Se tomó usted la molestia de pasar, hace un momento, por mi casa. Se

lo agradezco. He aquí de qué se trata. El fiscal imperial me acusa de haber atentado con mis obras (la Bovary) a las buenas costumbres y a la religión. Si me procesan me condenarán, seguro, pues no buscan más que la ocasión de acabar con la Revue de Paris.

En cuanto a mí, no tienen nada ni contra mi persona ni contra mi libro, pero pagaré por la Revue. Todo el quid está en esto: ¿la salvaré o me arrastrará en su ruina? La disyuntiva es molesta.

¿Comprende usted el fastidio de ser condenado por inmoralidad?Me reprochan sobre todo una descripción de la extremaunción que es

la paráfrasis del ritual. Todo esto es absurdo y me vuelvo tarumba.He movido a no poca gente, pero dudo mucho del éxito. Si su padre

encontrara ocasión de hablar mañana en las Tullerías, se lo agradecería muchísimo.

Necesito sobre todo que personas importantes por su función afirmen que no vivo de escribir libros para cocineras histéricas (...)

La acusación se va a presentar pasado mañana. Si de aquí a entonces no se detiene el asunto, estoy perdido.

A su hermano Achille. París, 1.° enero 1857.

(...) Mi asunto es un asunto político , porque quieren a todo trance exterminar a la Revue de Paris, que molesta al poder; ha tenido ya dos advertencias, y es muy hábil suprimirla en su tercer delito por atentado a la religión, pues lo que me reprochan sobre todo es una extremaunción copiada del Ritual de Paris. Pero esos buenos de magistrados son tan burros que ignoran completamente esa religión de la que son defensores; mi juez de instrucción, monsieur Treilhard es un judío ¡y es él quien me persigue! Todo esto es de un grotesco sublime.

En cuanto a Treilhard, te ruego y si es necesario te prohíbo, querido hermano, que le escribas nada, me comprometerías.

Hasta ahora he estado muy bien, no nos degrademos.Mi asunto se va a detener probablemente esta noche por un telegrama

llegado de provincias (...)Voy a ser el león de la semana, todas las ilustres zorras se arrancan la

Bovary para buscar en ella obscenidades que no tiene.

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Mañana tengo que ver a monsieur Rouland (ministro de Instrucción Pública) y al director general de Policía (...)

Blanche, Florimont, etc., se ocupan de mí, en todas partes encuentro una extremada bondad.

Cuando recibas ésta, probablemente mi asunto estará terminado; pero como quizá puede continuar, haz que escriban de Ruán a París quienes te parezca oportuno, pero no escribas nada tú.

Al mismo. París, 3 enero 1857.

(...) Todo lo que has hecho está bien. Lo importante era y sigue siendo pesar sobre París mediante Ruán. Los informes sobre la posición influ­yente que nuestro padre tuvo y que tú tienes en Ruán son importantísimos; creyeron que se las habían con un pobre tipo, y cuando han visto en primer lugar que yo tenía de qué vivir empezaron a abrir los ojos. Es necesario que sepan en el ministerio del Interior que nosotros somos en Ruán lo que se llama una familia, es decir, que tenemos en la región raíces profundas y que atacándome a mí, sobre todo por inmoralidad, herirán a mucha gente. Espero grandes efectos de la carta del prefecto al ministro del Interior.

Te digo que éste es un asunto político.Han pretendido dos cosas: echarme a pique y comprarme; esto te lo

digo al oído. Pero las proposiciones que me han hecho en Le Moniteur coinciden demasiado con mi persecución para que no haya debajo de todo eso una intención, un plan (...)

El director de Bellas Artes, constelado de cruces y vestido de uniforme, me abordó ayer delante de doscientas personas en el ministerio de Estado para felicitarme por la Bovary; fue la escena de los comicios entre Tuvache y Lieuvain, etc., etc. Ten la seguridad, querido hermano, de que ahora se me considera de todas maneras como mdssieu. Si salgo de ésta (lo que me parece muy probable), mi libro se va a vender verdadera­mente bien.

Al mismo. París, 4 o 5 enero 1857.

Vuelvo a casa después de veintiún francos de cupé, creo que todo se va a arreglar. Lo único realmente influyente será el nombre del padre Flaubert y el miedo de que una condena indisponga a los ruanenses en las futuras elecciones. En el ministerio del Interior empiezan a arrepentirse de haberme atacado inconsideradamente. En fin, es necesario que el prefecto monsieur Leroy y monsieur Franck-Carré escriban directamente al direc­

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tor general de Seguridad la influencia que tenemos y que irritarían a la moralidad del país. Es un asunto puramente político en el que me encuentro yo metido. Lo que parará la cosa es hacer ver sus inconvenientes políticos.

Al mismo. París, 6 enero 1857.

(...) Lo importante era formar la opinión pública, esto ya está hecho, y en lo sucesivo, pase lo que pase, contarán conmigo.

Las damas se han ocupado mucho de tu servidor y hermano, o más bien de su libro, sobre todo la princesa de Beauvau, que es una “Bovarysta” furibunda y que ha ido dos veces a ver a la emperatriz para que se detuvieran las diligencias.

A madame Maurice Schlésinger. París, 14 eneró 1857.

¡Cómo me ha emocionado, querida señora, su buena carta! Las preguntas que me hace sobre el autor y sobre el libro han llegado derechos a su destino, no lo dude: he aquí, pues, toda la historia. La Revue de París, donde publiqué mi novela (1.° de octubre al 15 de diciembre) había sido advertida ya dos veces como periódico hostil al gobierno. Y les pareció muy hábil suprimirla de un golpe por inmoralidad e irreligión, para lo cual han señalado en mi libro, por casualidad, pasajes licenciosos e impíos. He tenido que comparecer ante el señor juez de instrucción y se ha iniciado el procedimiento. Pero yo he movido vigorosamente a los amigos, los cuales han chapoteado un poco por mí en los altos fangos de la capital. En fin, el asunto se ha parado, según me aseguran, aunque todavía no tengo ninguna respuesta oficial. No dudo del triunfo: la cosa era demasiado idiota. De modo que voy a poder publicar mi novela en volumen. La recibirá usted dentro de unas seis semanas, calculo, y para que se divierta le marcaré los pasajes incriminados. Uno de ellos, una descripción de extremaunción no es más que una página del Ritual de París puesta en francés; pero esa buena gente que vela por la religión no está fuerte en catecismo.

De todas maneras, me habrían condenado -a un año de prisión, sin contar mil francos de multa-. Además, cada nuevo libro de éste su amigo habría sido cruelmente examinado y expurgado por los señores de la policía, y la reincidencia me habría llevado derecho por diez años a “la paja húmeda de los calabozos”: en una palabra, me habría sido imposible publicar una línea. De modo que acabo de enterarme: 1.° de que es muy

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desagradable que le metan a uno en un asunto político; 2.° de que la hipocresía social es una cosa grave. Pero esta vez ha sido tan estúpida que se ha avergonzado de sí misma, ha soltado la presa y se ha metido en su cueva.

En cuanto al libro en sí, que es moral, archimoral, y al que le darían el premio Montyon si tuviera unas maneras menos francas (honor que yo ambiciono poco), ha tenido todo el éxito que puede tener una novela en una revista.

He recibido de los colegas muy bonitas felicitaciones, no sé si verdaderas o falsas. Hasta me aseguran que monsieur de Lamartine me hace grandes elogios, lo que me extraña mucho, pues todo, en mi obra, debe de irritarle.

A su hermano Achile. Viernes, ocho y media de la noche (probablemente 16 de enero).

Ya no te escribía, querido Achille, porque creía el asunto completa­mente terminado. El príncipe Napoleón lo había afirmado tres veces y a tres personas diferentes; monsieur Rouland fue en persona a hablar al ministerio del Interior, etc., etc. Edouard de Lessert había sido encargado por la emperatriz (en cuyo palacio comía el martes) de decir a su madre que era un asunto terminado.

Ayer mañana supe, por el padre Sénard, que me pasaban al tribunal correccional. Yo hice que avisaran inmediatamente al príncipe, el cual contestó que no era cierto, pero es él quien se engaña (...)

Lo seguro es que se suspendieron las diligencias y que después se reanudaron. ¿A qué se debe este cambio? Todo ha salido del ministerio del Interior, la magistratura ha obedecido; era libre, completamente libre, pero... no espero ninguna justicia, iré a la cárcel, no pediré ninguna gracia, esto es lo que me deshonraría (...)

No me harán cerrar el pico, ¡eso sí que no!, trabajaré como antes, es decir con la misma conciencia e independencia. ¡Ah, ya les daré novelas, y de las verdaderas! He hecho preciosos estudios, he tomado mis notas; sólo que esperaré, para publicar, que luzcan tiempos mejores sobre el Parnaso.

A todo esto, continúa el éxito de la Bovary \ va resultando de primera, todo el mundo la ha leído, la lee y quiere leerla.

Mi persecución me ha valido mil simpatías. Si mi libro es malo, esa persecución servirá para hacer que parezca mejor; si permanece, es un pedestal para él (...)

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Espero de minuto en minuto el papel timbrado que me indicará el día en que debo ir a sentarme (por delito de haber escrito en francés) en el banco de los golfos y de los pederastas.

Al mismo. París, 18 enero 1857.

Decididamente comparezco el jueves próximo; hay probabilidades a favor y probabilidades en contra; en el mundo de las letras no se habla de otra cosa.

Hoy pasé una hora larga solo con Lamartine, que me ha colmado de felicitaciones. La modestia me impide reproducir elogios tan archilison- jeros; lo seguro es que sabe mi libro de memoria, que entienda todas sus intenciones, me conoce a fondo. Tendré una carta elogiosa suya para presentarla al tribunal; también voy a tener certificados de los literatos más en candelera sobre la moralidad de mi libro (...).

Mis acciones suben, y me proponen escribir en Le Moniteur a razón de diez sueldos la línea, lo que, por una novela como la Bovary, haría unos diez mil francos. Ya ves a dónde me lleva la justicia.

Me condenen o no, ahora ya tengo mi sitio.Fue el padre Lamartine quien inició las cortesías, esto me sorprende

mucho, nunca hubiera creído que el chantre de Elvira se apasionara por Homais.

Al mismo. París, hacia el 20 enero 1857.

(...) Las gestiones que he hecho me han servido en el sentido de que ahora tengo la opinión a mi favor; no hay hombre de letras en París que no me haya leído y que no me defienda, todos se atrincheran detrás de mí, se dan cuenta de que mi causa es la suya.

(...) Resulta que mi novela es considerada ahora (y en parte gracias a la persecución) como una obra maestra; en cuanto al autor, tiene por defensoras a no pocas de las que en otro tiempo se llamaban grandes damas; la emperatriz (entre otras) ha hablado por mí dos veces; el emperador dijo la primera: “¡Que me dejen en paz!”, y a pesar de eso volvieron a la carga. ¿Por qué? Aquí empieza el misterio.

Mientras tanto preparo mi memoria, que no es otra que mi novela; pero pondré en los márgenes, frente a las páginas incriminadas, citas fastidio­sas, sacadas de los clásicos, para demostrar con esta simple comparación que, desde hace tres siglos, no hay una línea de la literatura francesa que no sea igualmente atentatoria a las buenas costumbres y a la religión. No

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temas, estaré tranquilo. En cuanto a no comparecer en la audiencia, sería echarse para atrás; no diré nada allí, pero estaré sentado junto al papá Sénard, que me necesitará. Y además no puede dispensarme de enseñar a la gente mi cara de criminal.

A Eugène Crépet. París, enero 1857.

Querido amigo:Usted conoce al abate Constant, que debe de poder proporcionarle

notas sobre esto, que necesito esta noche:La mayor cantidad posible de lubricidades sacadas de los autores

eclesiásticos, especialmente de los modernos.

Al doctor Jules Cloquet. París, 23 enero 1857.

Querido amigo:Le comunico que mañana, 24 de enero, honro con mi presencia el

banquillo de los estafadores, sala sexta del tribunal correccional, a las diez de la mañana. Pueden asistir las señoras; es de rigor un atuendo decente y de buen gusto.

No espero ninguna justicia. Me condenarán, y quizá al máximo, dulce recompensa de mis trabajos, noble estímulo a la literatura (...)

Pero una cosa me consuela de estas estupideces: haber encontrado tantas simpatías para mi persona y para mi libro. Cuento con la suya en primer lugar, querido amigo. La aprobación de ciertas mentes es más halagüeña que deshonrosas las persecuciones de la policía. Ahora bien, desafío a toda la magistratura francesa con todos sus gendarmes y toda la Seguridad general, incluidos sus soplones, a escribir una novela que le guste a usted tanto como la mía.

He aquí los pensamientos orgullosos que voy a alimentar en mi calabozo.

Si mi obra tiene un valor real, en fin, si usted no se ha equivocado, compadezco a quienes la persiguen. Este libro que intentan destruir vivirá mejor más adelante por eso mismo y por sus mismas heridas. De esta boca que quisieran cerrar les quedará un escupitajo en la cara.

Quizá tenga usted algún día la ocasión de hablar de estas materias a la emperatriz.

Podrá usted, a título de ejemplo, citar mi proceso como una de las mayores estupideces que ocurren bajo su régimen. Lo que no quiere decir

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que yo me enfurezca y que usted se vea pronto obligado a sacarme de Cayena. ¡No, no soy tan tonto! Me quedo solo en mi profunda inmoralidad, sin amor por ninguna tienda ni partido, sin alianza siquiera, y sin estar sostenido, naturalmente, por nadie.

Desagrado a los jesuítas de levita lo mismo que a los de hábito; mis metáforas irritan a los primeros, mi franqueza escandaliza a los segundos.

A su hermano Achille. 31 enero 1857.

Mi querido Achille:Esta mañana has debido recibir un telegrama enviado de mi parte por

un amigo mío; me juzgarán dentro de ocho días; la justicia duda todavía (...)

La defensa de Sénard ha sido espléndida. Ha aplastado al ministerio público, que se retorcía en su asiento y declaró que no contestaría. Le abrumamos con citas de Bossuet y de Massillon, pasajes escabrosos de Montesquieu, etc. La sala estaba llena. Era estupendo y yo tenía una actitud orgullosa. Una vez me permití desmentir en persona al abogado general, que, en el acto, quedó convicto de mala fe y se retractó. De todos modos verás los debates palabra por palabra, porque yo tenía (a razón de sesenta francos a la hora) un taquígrafo que lo cogió todo. Papá Sénard habló cuatro horas seguidas. Fue un triunfo para él y para mí (...)

Durante todo el informe, papá Sénard me presentó como un gran hombre y trató mi libro de obra maestra. Se leyó aproximadamente la tercera parte. ¡Sacó bonito partido de la aprobación de Lamartine! He aquí una de sus frases: “Le debéis no sólo la absolución, sino disculpas”.

A madame Roger des Genettes. París, enero 1857.

(...) He aquí en dos palabras (pues las explicaciones serian largas) dónde estoy en mi asunto.

Las diligencias se interrumpieron y después se reanudaron, a pesar de las muy poderosas protecciones con que yo contaba. ¿Por qué? Aquí empieza el misterio. ¡Es un maelstrom de bajezas, de mentiras y de estupideces!

Ahora me han transferido al tribunal correccional. Pero todavía no he recibido citación. ¿Será que dudan?

¿Hay algo debajo? Algo inexplicable, una saña oculta.Creo que con mi novela he irritado a mucha gente, la franqueza

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molesta, hay inmoralidad en escribir bien. Ya ve que no me trato a puntapiés, pero no tengo más remedio que aplaudirme, puesto que el gobierno me silba...

A Jules Duplan. París, enero 1857.

Acabo de enterarme de que el P.* empieza a irritarse [entrer en rage/, eso me escriben -que madame X. le incita y le excita.

No olvide buscarme la mayor cantidad posible de buenos pasajes sacados de los clásicos para ponerlos en mis márgenes** Usted que está fuerte en Balzac, proporcióneme algunos suyos. Los más conocidos (de los autores) son los mejores. Corre prisa, pobre amigo mío, y yo apenas tengo tiempo de ocuparme de este trabajo...

A Maurice Schlésinger. Febrero 1857.

Querido Maurice:Gracias por su carta. La contestaré brevemente, pues me ha quedado

de todo esto tal agotamiento de cuerpo y de espíritu que no tengo fuerzas para dar un paso ni para sostener una pluma. El asunto ha sido duro de pelar, pero por fin tengo la victoria.

He recibido de todos mis colegas felicitaciones muy halagüeñas y mi libro se va a vender de una manera inusitada, para ser el primero. Pero de todos modos me disgusta este proceso. Desvía el éxito y no me gustan, en tomo al arte, cosas ajenas a él. Hasta tal punto es así que todo este ruido me repugna profundamente y dudo si poner mi novela en volumen. Me dan ganas de volver, y para siempre, a la soledad y al mutismo de que he sálido, de no publicar nada para que no se hable más de mí (...)

Contesto a todas sus preguntas: si el libro no se publica, le enviaré los números de la revista que le contienen. Se decidirá dentro de unos días. Monsieur de Lamartine no ha escrito a la Revue de París, pondera el mérito literario de mi novela al mismo tiempo que la declara cínica. Me compara con Lord Byron, etc. Es muy bonito, pero yo preferiría un poco menos de

*Los recopiladores de la Correspondance (ed. Conard) suponen que se trata del príncipe Napoléon, que había dicho que el asunto Bovary estaba terminado.

** En otra carta, dice Flaubert: “...plantearé en los márgenes, frente a los pasajes incriminados, citas molestas, sacadas de los clásicos, para demostrar, con esta simple comparación, que, desde hace tres siglos no hay una línea de la literatura francesa que no sea igualmente atentatoria a las buenas costumbres y a la religión”.

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hipérboles y al mismo tiempo menos reticencias. Me ha mandado de buenas a primeras sus felicitaciones y después me soltó en el momento decisivo. En fin, no se ha portado conmigo como un caballero, y hasta ha faltado a una palabra que me había dado. Sin embargo, hemos quedado en buenos términos.

A Frédéric Baudry. París, martes 11 febrero 1857.

(...) Estoy de un humor negro. \LaBovaryme agobia! ¡Cuánto me pesa ahora haberla escrito! Todo el mundo me aconseja que haga algunas ligeras correcciones, por prudencia por buen gusto, etc. Pero a mí esto me parece una insigne cobardía, porque, en mi conciencia, yo no veo en mi libro nada censurable (desde el punto de vista de la moral más estricta).

Por eso le he dicho a Levy que lo suspenda todo. Estoy todavía indeciso (en cuanto a la publicación de la novela eñ volumen).

¡Ah, sé muy bien todo lo que usted va a contestarme! Pero confiese que, en el fondo, piensa como yo.

¿Y después? ¡El futuro! ¿Qué se puede escribir que sea menos inofensivo que esta novela? No han soportado una pintura imparcial. ¿Qué hacer? ¿Buscar rodeos, mentir? ¡No, no, mil veces no!

Total, que tengo muchas ganas de volverme, y para siempre, a mi campo y a mi silencio, y seguir allí escribiendo para mí, para mí sólo. Haré libros verídicos y fuertes, se lo aseguro. La despreocupación de la fama me dará una rigidez saludable. Este invierno he perdido mucho, valía más hace un año. Me hago a mí mismo el efecto de una prostituta.

En una palabra, el alboroto producido en tomo a mi primer libro me parece tan ajeno al arte, que estoy asqueado de mí mismo. Además, como me interesa muchísimo mi propia estimación, quisiera conservarla, y estoy a punto de perderla. Ya sabe usted que no tengo el prurito de la tipografía. Viviré muy bien sin ella. Pues me parece imposible escribir una línea pensando en otra cosa que no sea mi obra. Mis contemporáneos se pasarán sin mis frases y yo me pasaré sin sus aplausos -y sin sus tribunales.

Como la hipocresía social es la más fuerte, yo rehuyo valientemente la batalla, resignado a vivir en lo sucesivo como el más humilde de los burgueses...

A madame Pradier. París, febrero 1857.

(...) Este alboroto producido en tomo a mi libro me parece tan ajeno al arte que me asquea y me aturde. Cuánto añoro el mutismo de pez en que

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vivía antes. Y además me preocupa el porvenir: ¿qué se puede escribir más inofensivo que mi pobre Bováry, arrastrada por el pelo como una ramera en pleno tribunal correccional? Si la gente fuera franca, reconocerían, por el contrario, que he sido muy duro con ella, ¿no le parece?

A mademoiselle Leroyer de Chantepie. París, 30 marzo 1857.

(...) Yno se compare usted con la Bovary.; Se parece muy poco a ella! Valía menos que usted, como cabeza y como corazón; pues es una naturaleza un poco perversa, una mujer de falsa poesía y de falsos sentimientos. Pero mi primera idea fue hacerla una virgen, viviendo en plena provincia, envejeciendo en el aburrimiento y llegando así a los últimos estados del misticismo y de la pasión soñada. De este primer plan he conservado todo el ambiente (paisajes y personas bastante negros), el color en fin. Sólo que, para hacer la historia más comprensible y más entretenida, en el buen sentido de la palabra, he inventado una heroína más humana, una mujer de las que se encuentran más. Por otra parte, en la realización de aquel primer plan entreveía tales dificultades que no me atreví.

C.B.

A Louis Bouilhet. Crolsset, 7 (?) mayo 1857.

(...) La Bovary se vende magníficamente.

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cronológico

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Page 396: Gustave Flaubert - Madame Bobary

1846

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1861

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Page 404: Gustave Flaubert - Madame Bobary

1879

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