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Primeras páginas de la novela "Las sombras" de Darío Ruiz Gómez

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Las sombras

Las sombras

Darío Ruiz Gómez

Ruiz Gómez, Darío, 1938- Las sombras / Darío Ruiz Gómez. -- Medellín : SílabaEditores, 2014. 256 p. ; 23 cm. -- (Trazos y sílabas) ISBN 978-958-8794-34-1 1. Novela colombiana I. Tít. II. Serie. Co863.6 cd 21 ed.A1440616

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

ISBN: 978-958-8794-34-1

Las sombras

© Darío Ruiz Gómez© Sílaba Editores

Primera edición: Sílaba Editores, junio 2014, Medellín, ColombiaEditoras: Alejandra Toro y Lucía DonadíoFotografías carátula e interiores: Archivo familiar autorCorrección de textos: Janeth Posada

Distribución y ventas: Sílaba Editores. www.silaba.com.co / [email protected] 25A No. 38D sur-04. Medellín, Colombia

Impreso y hecho en Colombia por: Artes y Letras S.A.S. / Printed and made in Colombia

Reservados todos los derechos. Prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del Co-pyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento.

Para Alba

“Las sombras, una vez que hemos muerto, son los acusado-res, los testigos, las pruebas de cuanto hemos hecho en vida; y a algunas de ellas se les presta fe total, porque siempre es-tán con nosotros y no abandonan nunca nuestros cuerpos”.

Luciano de Samosata

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En caso de que el invierno continúe

Hay que detenerse y tantear a ciegas antes de salir al pasillo. El piso per-manece a oscuras, saturado de un permanente olor a gas. De pronto, si acaso, al fondo alcanza a percibirse la luz de una bombilla, lo que le confere una mayor desolación al ambiente. Nunca un niño ha osado pisar los pasillos del edifcio o irrumpir en alguno de los pisos. No es solo el silencio sino una inercia traspasada por tenues ruidos de madera, la madera que se contrae o se ensancha. Ruido seco de ollas o de un váter que al vaciarse repercute como si lo hiciera en el interior de un túnel. La voz humana ni se presiente.

También el interior del piso está a oscuras y, en la helada calma, una tos re-suena como indicando el contrapunto hacia un mayor mutismo. Aquello que está presente no murmura y los pesados muebles registran el paso del día gracias a la difusa claridad que se fltra a través de los visillos de la ventana que da hacia la calle. La menguada luz defne la atmósfera del estrecho y recargado comedor, la araña de cristal, los jarrones, un gastado tapiz de arabescos. Sobre la mesa hay una jarra de cuello alargado, en el cobre característico de la artesanía marroquí.

Hacia la izquierda la atmósfera se hace más lóbrega, tanto, que solo es oscuri-dad. El reloj logra verse ya que alcanza a ponerlo en evidencia la luz que se cuela por los visillos. Es una oscuridad melancólica porque la fgura que permanece en la cama ha impregnado el espacio de una desapacible sensación de abandono, como si se echara de menos el timbre de una voz que alguna vez estuvo aquí, cualquier frase cotidiana pronunciada desde algún recodo del pasillo, para que, una vez pronunciada, se encienda a su conjuro una luz poderosa mediante la cual podría recuperarse la dimensión ausente de las cosas, el espacio difuso de las ha-bitaciones, de la cocina, bajo un ritmo doméstico necesario.

En el aislamiento el frío impone una tajante medida a las cosas, una somno-lencia que condena a los objetos al mutismo y a la doliente tarea de envolver en el olvido lo que alguna vez tuvo sonido, lo que alguna vez contó con la propiedad de un nombre. No es agonía sino el proceso de mutarse hacia otra condición de la materia, propiciada por la humedad y la baja temperatura: volver a las antiguas identidades cuando regrese la luz y el calor y la vida recuperen su ciclo de eventos. Tal vez.

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La luz precaria se hace expectativa de las voces ausentes, sin las cuales cada rincón, cada objeto podría desaparecer, perder la cualidad que lo confguraba bajo un uso, bajo una forma, una taxonomía. ¿Un espacio sin la permanente verifca-ción de unos recorridos? Donde la costumbre rastrea la antigua ocupación de las cosas, de los utensilios, el porqué de un material, de una textura, la pregunta sobre lo que ya no está se hace perentoria.

Como si en algún rincón fuera a maullar un gato. Pero imaginar esto es algo caprichoso porque la tranquilidad que domina el lugar se defne por la manera como cada objeto ha impuesto su ausencia en el espacio, ha sabido defnir, en este, la permanencia de su espectro. El silencio está antes que la luz y esta se va menguando a medida que el día se transforma. Quizás hoy la intensa lluvia pro-yecte y consolide una atmósfera interior glacial.

La intermitente tos ubica entre el espesor de la oscuridad al desconocido pro-tagonista. Y la tos se expande en la atmósfera con el leve paso de una fna película de escarcha al posarse sobre la superfcie de las cosas, como una imperceptible tonalidad auspiciada por el tamborileo de la lluvia y que, fnalmente, termina por absorber el frío.

Una luz se enciende de súbito, ya cuando la oscuridad ha vencido el último res-quicio de claridad del día, cuando la penumbra impone su severa ascesis. Al ilumi-narse levemente la entrada aparece la puerta y, a un lado, el perchero, los abrigos, el paragüero y el volumen medieval de un bargueño. Una luz anaranjada, temblorosa, que descubre la solidez de la puerta, el contundente pestillo, la mirilla de cobre.

Se enciende a la vez la luz de la cocina, una luz convaleciente, y que el frío dota de una aureola que se refeja en el fogón, en el vasar y la alacena, en la mesa con el mantel de hule, en los visillos de la ventana que da hacia el patio. Un espacio quieto, inhabitado, a la espera de una voz, de un hábito. Se tiene la impresión de que una capa de polvo volcánico ha ido cubriendo el suelo, el cortinaje, cada mudo mueble.

La fgura se desplaza respetando la pauta que impone el marasmo, indicando su relación con los distintos objetos, con el ritmo del tiempo congelado en el pasillo. La llama circular del gas calienta con rapidez el cazo, el agua borbotea y la fgura coloca la taza, abre el pote del colacao, arroja dos cucharadas y enseguida el agua; con la cucharilla revuelve hasta que el colacao se licúa. Entonces de la alacena saca dos panecillos.

No se escucha su respiración, mastica pero su mirada no está fja en ningún lugar, como si no quisiera mirar, como si no buscara alterar el orden que el frío ha impuesto a lo largo del pasillo, desde el suelo, helando los pies, los zapatos debajo de las camas, asperjando un invisible halo polar sobre los rincones ateridos.

Apenas llega el eco de alguna voz en la calle, un resto de música a través del patio congelado. De nuevo la lluvia impone su letanía quejumbrosa mientras el hombre termina de consumir la merienda. Saca del bolsillo del albornoz un libro que coloca sobre la mesa y lo abre en una página determinada.

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Al hacerlo, se oye la bulla de una radio con una canción popular, apagada entre el pálpito de la humedad. El reloj que cuelga en la pared no está funcionando, la esfera blanca, las manecillas apenas visibles semejan a ratos el ojo fjo de un monstruo. Un tiempo vacío, siberiano.

¿Cuántas hojas ha leído? ¿Cuántos capítulos ha repasado? ¿No ha llegado el momento en que se hace necesario admitir que una inusitada borrasca se ha apo-derado del pasillo, ha invadido agresivamente la atmósfera vencida, las habitacio-nes, el retrete? Una neblina que trae olor a vaho de tapias mojadas, de sarmientos, de cárcabas, de arrumes de troncos dejados a la intemperie, pero también de cañerías que borbotean, de desagües, de alcantarillas.

(El boquete producido por el impacto de la bomba sobre el edifcio, y él, hinca-do sobre el suelo destrozado, las paredes derrumbadas, los trozos de ventanas, los cascotes desperdigados sobre la calle, los quejidos de los sobrevivientes, las ambu-lancias, los vecinos surgiendo entre la nube de polvo, los muertos destrozados: la morosa reconstrucción del atentado en el estupor de los terribles días de la posgue-rra. ¿Dónde estaban ellos si allí no estaban? ¿Dónde estaba ella si allí no apareció su cadáver? Las bajas temperaturas distraen de la inclinación de la sangre a hacer rememoraciones: quizás porque la claridad en derrota induce al espíritu a un total abandono, los parques castellanos bajo la noche esteparia y las voces desperdigadas de los niños que se niegan al sueño, los pétreos contertulios de la taberna imagi-nando las llamas de un fuego que no existe, el solitario monje en la gran biblioteca sobando los lomos de los códices para que la humedad no los deteriore).

Colocará el tazón, el plato y la cucharilla en el fregadero y después tratará de percibir un sonido o un eco más de la insondable noche de invierno. El libro regresará al bolsillo, se apagará la luz de la cocina y quedará atrapado entre la os-curidad y la niebla como una estatua a la intemperie. Caminará por el pasillo hacia la puerta de entrada y se colocará contra esta para tratar de escuchar un resto de voces, quizás el paso del ascensor, los fragmentados comentarios de alguien, el tintineo de unas llaves. Apagará la luz y regresará tanteando por la pared hasta la habitación. Como un hábil ciego se deslizará entre la cama helada, se arropará, acomodará las almohadas y se quedará temblando durante unos minutos mientras recupera el calor.

Ahora acusa de lleno la contundencia del frío, la invisibilidad de las paredes, del gabinete de trabajo, de la biblioteca, de las pilas de legajos, de las fotos, casi ocultas, detrás del cristal sucio, empañado, de los portarretratos. Ellos, sin embar-go, no dan aún señales de vida: el lugar imperceptible en que la gota de agua es sorprendida por el frío y se congela, el intervalo de silencio que alerta al oído, el tedioso transcurrir del día hacia su metamorfosis cuando ha sido despojado de los últimos girones de calor e ingresa a la era del hielo, a ese minúsculo fragmento de tiempo donde la tentación de dejarse llevar de la inmovilidad del témpano es casi una súplica: la tácita aceptación del dominio de la escarcha, del carámbano. Ateridos los libros, la humedad avanza, las hojas cóncavas, manchas de un color

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de agua turbia brotando en cada legajo de notas, en cada lomo, imponiendo las texturas del moho.

La artritis intensifca el dolor en los dedos, en las piernas; a veces se frota con un linimento que calienta el músculo, a veces enciende el caldero y trabaja en el escritorio; pero el hielo ha ido ganando la batalla y ahora carece de fuerzas para combatirlo. Con los ojos exhaustos buscará una línea de luz que no existe, tratará de acomodarse al ritmo del invierno mientras la niebla asciende sobre la cama, se espesa sobre su fgura con su quejumbroso eco de leños rodando, de charcas, de cancelas herrumbrosas, de ruinas.

Hay una hipótesis –sobre todo en estas circunstancias–, un resquicio de hiriente melancolía: tratar de aproximarse a lo que ya no existe como si aún existiera. Tratar de dar vida a lo que ya no tiene vida, tratar de dotar de cuerpo y alma a lo que no es más que un espectro. Pero esta sonata de espectros que lo acompaña, en cuanto trata de aproximarse a ella, en cuanto trata de desvelar los rostros de quienes la componen, se desvanece rápidamente, evitando así cualquier constatación.

No es el duermevela desquiciado, secuela del hastío que sigue a una larga siesta de invierno, sino el intento de una mente racional de oponerse a lo que consi-dera una fatalidad física y no la consecuencia aceptada de un intento de negar la muerte, como la despiadada condena de una religión cruel. No la piedad de una mano misericordiosa sino la majestuosidad de un valle forecido que aparece por fn ante los ojos exhaustos de un desconsolado peregrino.

Podría, sin embargo, hacerla regresar con la imaginación desde las cárdenas tierras de la muerte, devolverle su identidad: negar la opresión de la historia. Pero esto es una conjetura: vencer los argumentos del Estado, las contradicciones de la política, la humillación de la guerra, hacer que regrese lo amado, son aporías que ni siquiera el fervoroso anhelo de libertad es capaz de resolver. Entre el hielo el cuerpo hiberna, pero no son detenidas sus funciones en el momento en que debe responder a una incitación, en que el cerebro despierta del aparente letargo para enfrentar la crucial pregunta que esperaba. Entonces sí, la mente se entrega a la inercia esperada y la sangre se evapora más rápidamente de lo imaginado.

Un resuello de la tarde repercutiendo contra el alto muro de la calle, el eco de unos pasos de mujer en la calzada, la cabeza airosa, inclinada sobre el libro abierto en el amplio salón de una biblioteca. Un informe de labores editoriales: “El pensamiento de Averroes y Santo Tomás”. Un rictus de augusta serenidad, la fgura abstraída del lector amoroso, sin agobios la columna vertebral. No es una imagen inventada por el sentimiento como podría suponerse, sino la reacción de la imaginación que empieza a constatar el deber de la libertad ante la tiranía de los textos y de las normas impuestas por la hermenéutica ofcial.

Sin esta evidencia, ¿a dónde podría encaminarse la idea de la prosa, la tarea del pensar? Fatiga de materiales, crispación y sobre todo desaliento ante la tentación de la acedía. ¿Abandonar la tarea? La desolación se ha llevado la justifcación de toda una tarea, la razón de ser de los grandes veranos, la justifcación de la escri-

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tura bajo las razones del entusiasmo que parecía despertar una nueva era: ¿no fue esto lo que llegó a sentir al pronunciar una y otra vez la palabra República? ¿Al tra-ducir febrilmente los textos que consideraba necesarios para afanzar la democra-cia? Luz prístina de la primera aurora de la vida, allí donde, en medio de los ojos, la verdad que se vislumbra reclama optimismo. Aquí entre las sombras heladas y el agobio del polvo fermentado, la persistencia del dolor brota de la medida de la derrota de la claridad, de no haber logrado desterrar de la mente esa galería de imágenes donde quedaron fjados los instantes decisivos de la catástrofe personal. Porque la derrota histórica respondió a otras causales, las ideas, los argumentos democráticos fueron sepultados por la fuerza despiadada de las normas y discipli-nas impuestas por los discursos de los triunfadores, la flosofía de la obediencia, la universidad bajo un dogma único, de manera que en su intimidad cada derrotado fue dejado a la deriva de sus propios azares hasta lograr convertirse en aquello que produce el silencio, un fantasma.

Pasillo devorado por las tinieblas, anulación de cualquier posible conjetura. Meses y meses durará el largo invierno.

Pero, en estas circunstancias, esto no deja de ser otra hipótesis de quien no sabe si aún existe realmente o solamente es un fantasma que se aburre. La artritis se encarga de recordarle que aún depende de un organismo doblegado, compues-to por vísceras desgastadas, incapaces sin embargo de abandonarlo para siempre, tal como lo desea, laminillas de metal acrecentándose entre el pellejo y el hueso, entre las escuálidas canillas, entre el maxilar y las raíces de la muelas.

Si no es la noche ni es la oscuridad que niega la claridad, ¿dónde se ha situado entonces? La niebla avanza hasta hacerse más espesa, cubriendo la habitación; desaparece el resquicio de luz mediante el cual se certifcaba la presencia de un afuera habitado por árboles, jardines, por gentes, vehículos, carreteras, ferrocarri-les, grandes ríos, montañas y lagos. La espesa capa de nieve acumulada sobre los raíles impide el funcionamiento de los tranvías; el conductor que se atrevió a de-safar la tormenta estará inmovilizado en algún lugar de la ciudad, helándose: las ruedas de los autobuses podrían, peligrosamente, resbalar sobre al adoquinado; empañado el cristal del parabrisas, se desplazarán a ciegas. La nieve ha paralizado toda la actividad de la ciudad. La oscuridad aumenta y quienes esperan noticias del sol solo escuchan, como rumor de fondo, el aullido de los lobos en los desola-dos parajes de la meseta, el balido de la oveja extraviada. ¿A qué hora borboteará en las cafeteras el primer café? De repente, en el cielo resuena el estallido de los truenos poderosos, el estruendo del rayo ha puesto a temblar los cristales de las ventanas, ha sacudido los ensimismados edifcios, los estanques congelados en los parques.

La idea de que se quedara en casa fue de la madre y de la abuela: aquel sótano podía transformarse en un hábitat perfecto. Para qué lanzarse a los azares del

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exilio, en la penosa fla de los derrotados, bajo la ventisca y el fango, las largas marchas hacia la frontera francesa sorbiendo las lágrimas, sabiendo de antemano que lo que iba quedando atrás ya lo sería para siempre. No podría regresar a esta ciudad, a este barrio, a esta calle. Primeras canciones, primeras palabras, primeras imágenes: adiós al mundo real. Pero habló en su sangre la sabiduría del instinto.

Las calles atiborradas de gentes, las calles silenciosas, las calles que desembo-can en inusitados parajes. El primer olor defnitorio, el primer sabor aceptado por las papilas. Desde la penumbra, respirando con tranquilidad, reposadamente, releyendo el montón de libros que había logrado salvar de la derrota, su mirada era la de un niño salvaje que detalla, rencoroso, los restos de un naufragio, térmi-nos, fraseologías políticas, proclamas revolucionarias que se habían desgastado aceleradamente ante los argumentos esgrimidos por su instinto de conservación, ante la tortuosa contundencia de los hechos.

Mediante la débil luz que lograba fltrarse hacia el sótano podía reconstruir paso a paso aquel proceso de vida, podía inventar, incluso, otras geografías urba-nas; logró fnalmente desactivar la noción de horario dentro del cual había vivido, desayunar, comer, cenar, acudir al colegio, acudir a la universidad, al sindicato. El invierno, el verano, la primavera, el otoño: simples calidades de la luz en las cuales enmarcaba historias, presentimientos, de los cuales, fnalmente, emergían fguras vacilantes, que espasmódicamente se agitaban como larvas entre una sustancia incolora. Balance de vida de un hombre sin vida.

Infnitas horas de sueño hasta conseguir que la tiranía del reloj desapareciera de los meandros de su cerebro: Después fotaba en un aire sin fronteras y solamente los avatares de su fsiología, las capas de sudor y sebo acumulándose, la fetidez del improvisado váter, la caspa y el dolor de muelas lo devolvían a una realidad cuyos términos creía haber superado a partir de esta situación extrema a la cual lo había llevado su cuerpo. No las historias que la memoria vejada trataba de negar, sino la evidencia fsiológica de los huesos tristes, de las nervaduras escandalizadas.

Y esto mismo sucedía con los ruidos que le llegaban a través del patio y sobre todo del piso de arriba donde su familia transcurría, acostumbrándose a la nueva cotidianidad: aparecer con el rostro de la pobreza los salvó de cualquier tipo de sospecha. Quienes llegaron a ocupar los pisos abandonados del edifcio eran gen-te extraña, empleados de alguna ofcina de gobierno, de algún juzgado, burócratas de la Falange. Gentes sin linaje venidas de los pueblos cercanos.

Las dos jóvenes hermanas, las dos tías, la madre y la abuela fueron una refe-rencia necesaria de costumbres urbanas para aquellas familias. Y de esta manera la posguerra se hizo menos difícil, la máquina de coser se triplicó en su tarea de refundir prendas, de dar vida a los nuevos estilos; las hermanas consiguieron empleo en un negocio de mercería. Podría describir el estado de las calles, las ca-rretas tiradas por los burros, las mujeres crispadas y blasfemas, los ladronzuelos, los chulos y su mirada despectiva, las sopas apestosas. Podría describir los pueblos congelados en el tiempo, con campesinos rencorosos, las mujeres de negro en los

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lavaderos públicos. Estampas de formas de vida que surgían de atrás de los siglos y nunca llegarían a conocer la redención, las ventajas del desarrollo económico moderno.

¿Cómo podía diferenciar unos pasos de otros, una voz de otra? ¿Cómo logra-ría precisar la diferencia entre un martes y un miércoles? El cambio de voz de las hermanas fue haciéndose notorio, de la vacilación inicial se pasó rápidamente a los timbres de una voz confada, autoritaria. Las escuchó reír, las oyó cantar can-ciones que no había escuchado jamás. Himnos a la patria, a la mujer católica, con-versaciones apresuradas sobre tareas a emprender bajo las normas del nuevo go-bierno. Al fondo, débilmente, el hilo de voz de las tías, de la abuela. Dentro de la burbuja de aire a la cual se había incorporado de manera voluntaria logró negarse a asumir cualquier tipo de recuerdos, a vivir únicamente con la presencia, a ratos agobiante, de las voces y los ruidos del hacer casero, lenguajes que despertaban su curiosidad por lo que comportaban como referencias evidentes del cambio de los tiempos y, naturalmente, de las costumbres. Ya no era él un homo políticus, ahora era una temporalidad en abstracto que se desgastaba fsiológicamente, encami-nándose hacia un fnal que con optimismo consideraba no muy lejano.

Un tono de voz insospechado el de sus hermanas, contrario al de las tías –por fortuna voces domésticas, siempre entrañables– a quienes oía conversar en las tardes mientras zurcían, cortaban telas, pegaban botones, entonando las viejas canciones aragonesas que había escuchado desde niño y que, en lugar de causarle nostalgia, lo situaban dentro de las imágenes de las nuevas geografías que el tiem-po sin tiempo en que vivía necesitaba para justifcar una lágrima ocasional, para legitimar un sueño, para imaginar lo que podría ser la vida en libertad. Emergía la fgura del niño feo, el del labio monstruoso, apartado del resto de párvulos, agazapado en un rincón del patio. Pero surgía, como réplica, en su anhelo de normalidad, la imagen de ese mismo adolescente rescatado por la ciencia médica: el labio normal de un adolescente normal. La infancia ya se había esfumado, im-punemente se había marchado la adolescencia: juego de planos secuencias, zoom sobre documentos personales, contrastando con sobreimpresiones de calles lim-pias y ordenadas en lo que debería ser el comienzo de una película acerca de la vida de las gentes bajo el nuevo gobierno. Fundido. ¿Qué sucedió durante su lenta recuperación en el hospital? Al trasponer las puertas del hospital la cámara mues-tra en un primer plano el rostro estrujado de quien esperaba encontrarse con un paisaje reconocido y, asombrado, abre los ojos confundidos ante una escenografía sacada de “Metrópolis”: el progreso tecnológico que no se ha detenido, y al cual deberá incorporarse de inmediato si no quiere ser devuelto al pasado, si no quiere volver a su antiguo rostro.

¿Quién era aquel a quien veía, energúmeno, dirigiéndose al grupo de exacerba-dos milicianos comunistas? El fuego voraz de la nueva autoridad nacional había borrado de manera enérgica aquel proyecto político con sus proclamas revolucio-narias: por eso su energía interior estuvo dirigida frenéticamente a borrar también

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aquellas penosas imágenes, a olvidar la extrema humillación de la miseria ideo-lógica, la afrenta histórica del hambre: la rabia ascendía por su pecho, la mirada vidriosa, la boca amarga, el ruido seco de la escudilla al recibir un poco de sopa, un mendrugo de pan viejo, la altanera y ya inútil reacción del sometido, el ácido lugar donde la miseria física termina por anular el último arrebato de orgullo hu-mano del derrotado. La imagen de la promesa de una sociedad sin clases sociales terminó en aquel batallón, entre el hambre y la brutalidad de los comandantes proletarios.

Durante horas se miraba en el espejo para no albergar dudas. ¿Qué había su-cedido en el momento del parto de su madre para que su boca quedara con un gesto abotagado, el desproporcionado labio inferior, las pecas, las rosadas estrías? El trastorno facial había sido establecido por un azar y desde esta broma de la na-turaleza partió para elaborar su propia flosofía de vida. Es decir, odiaba la vida.

El vino le concedió la elocuencia, la posibilidad de explicar con arrasadora cla-ridad sus ideas acerca de la revolución marxista y el anarquismo como ética. Las jornadas revolucionarias le permitieron acceder al rostro que la historia le había prometido: el líder que con su verbo hace olvidar su fealdad física. No la borra, la hace olvidar.

Un intento de recuerdo se convierte en un recuadro en blanco cuando no hay nada que merezca ser recordado. Cuando la bilis no quiere recordar nada. De ahí la intensidad que cobra lo inmediato, la humedad, el cansino olor de las cosas, el largor de las uñas, el sabor infame de las comidas. Las imágenes que había forjado su teoría política habían ido cobrando la dimensión de una chapucera ilustración de revista obrera, un improvisado dibujo que se hace de urgencia para una pu-blicación política de urgencia. “La chinche” de Maiakovski, aquel personaje que congelan en una cápsula para despertarlo décadas después y, cuando irrumpe en la realidad del futuro donde sus vecinos y familiares han muerto ya, donde han desaparecido los lugares que su memoria atesoró, decide suicidarse porque el mundo y la vida sin estos intangibles contenidos carecen de signifcado.

La diferencia entre un entusiasmo emocional sin asidero político real y una teoría devenida en mesianismo para muertos de hambre. En el fondo de aquella aventura las ocultas razones de lo peor, cuando en medio de la guerra el lumpen tomó las riendas del Partido y se entregó al delirio de matar por matar.

Mirando la pared fjamente trataba de ubicarse más allá de las palabras que lo habían dominado, conducido mesiánicamente a la lucha armada. Pero, dentro de la cápsula, continuaba aletargándose en los años, en los meses de un tiempo sin tiempo. No leía. Leer le mostraba lo que ya había muerto para siempre, aquello para lo cual deliberadamente había perdido su capacidad de referencia. En el total apartamiento del mundo exterior no tenía, sin embargo, temor de que en el caso de que lo descubriera la policía, tuviera que pagar por sus acciones de guerra. Pero si esto llegara a suceder, quien tendría que ser juzgado, condenado al garrote vil, ya no sería él, pues en el rostro del presente las imágenes que lo habitaban se habían situa-

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do más allá de lo que su antiguo carnet de miliciano podía señalar para un tribunal de guerra. El perro encarcelado que daba vueltas en su jaula sumaba mentalmente kilómetros de recorrido buscando una fsura en el sólido muro de la prisión.

Escuchar a las mujeres le ocasionaba un relajamiento muscular que agradecía: si miraban hacia la trampilla disimulada con el tapete, si pensaban en él cuando cocinaban y si saber que él estaba ahí les había dado confanza, al menos durante los largos y helados años de la posguerra, el perro de compañía que no ladra, que no reclama nada. El desconocido que simplemente respira y oculta su patético rostro a los nuevos tiempos y a los nuevos lenguajes.

Cuando se dio cuenta de que el proyecto del socialismo había fracasado y que tendría que huir para no ser juzgado por crímenes de guerra, constató que la feal-dad de su rostro lo había salvado. Rostro del bobo de Velásquez, del botero de Zuloaga, el pusilánime inmemorial que ha sobrevivido a las pestes, a las heladas, a los azotes de las siete plagas, a la guerra de los treinta años, un duro pellejo salido de las inclemencias bélicas, sobreviviente de todas las hambrunas.

Aparecido entre los escombros dejados por las batallas, empolvado, grasiento, fue apartado del grupo de prisioneros como si realmente fuera un cretino inca-paz de pensar, de mentir. Se crispaba de espanto cuando escuchaba los disparos en los fusilamientos. La palabra “camarada” se deshizo en su garganta, entre las últimas humaredas, saltando sobre cadáveres de obreros, campesinos, milicianos de las brigadas internacionales, sin himnos revolucionarios, sin fervor alguno, el recuerdo de la trinchera, del olor de los excrementos.

La tierra reseca, cuarteada, como sacudida y desmenuzada por un terremoto reciente, hileras de pedrejones bordeando cauces muertos, caminos cortados por los cráteres de los obuses. Un olor chamuscado, una mula destripada con una nube de moscardones zumbando alrededor y un verdoso silencio envolviendo aquel escenario marciano donde los derrotados eran los muertos y los triunfa-dores, luego de la operación, tierra arrasada, habían marchado hacia la capital a celebrar la victoria.

Nubes de pájaros trazando móviles dibujos sobre los pelados calveros. De le-jos podría ser visto como un insólito terrón que se desplazaba hacia oriente, azo-tado por la bronca bocanada de calor, polvo sobre el polvo. La sequía enmarcaba en el horizonte la desaparición física de los camaradas, el defnitivo silenciamiento de las consignas guerreras, de la inesperada emoción que brota del fragor de los cuerpos encaminándose hacia la batalla, chasquido de botas, correajes, cantimplo-ras, cascos, bayonetas: la expectativa de convertir en verdad lo que las teorías polí-ticas habían prometido, y que terminaría descubriéndole la mentira de la utopía.

Ahora el sol soberano encandilaba los ojos, los cubría de un polvo calcáreo. Despanzurrarse orondamente sobre aquellos taludes hasta sentir la mano que lo levantó en vilo y, aterrado, descubrir la mirada de un rostro caritativo: el uniforme se había deshilachado, las botas habían reventado, desaparecido el correaje; la mano misericordiosa encontró a un idiota extraviado en medio de aquel paisaje

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devorado por la sequía, el bobo de Coria. El abandono y la miseria de siglos habían arruinado las formas arquitectónicas de castillos, torreones erosionados pertinazmente por un viento llameante, una piara de famélicos cerdos, los ojos desorbitados de un mugriento pastor, el triunfo del desierto, la catarsis de una naturaleza injuriada.

En el sótano no echó de menos el afuera, las voces del mundo. Desde aquella zona muerta que marcó la sequía en su sangre, ya carecía de imágenes que acom-pañaran y justifcaran una posible nostalgia de algo que hubiera perdido. Perma-necía anclado en un punto cero de donde ya no había posible partida para ningún lado. Simplemente se repantigó en el camastro a esperar nada.

Sí, afuera el ritmo del tráfco vehicular fue aumentando con el sucederse de los años. Brotaba de la superfcie de la calle, de los barrios periféricos, el eco vibrante de imaginarios automóviles, autobuses, furgones. Los percibía con el ansia de querer distinguir y diferenciar hasta el ruido más imperceptible. Y constataba que la vida de la familia cambiaba, teniendo en cuenta las modifcaciones en el timbre de voz de las hermanas, la ausencia del cuerpo de las tías cuando dejó de escuchar sus movimientos y solo quedaron las voces de las dos hermanas. ¿Dónde estaba la madre? Lo suyo, entonces, no fue un silencio impuesto por las circunstancias, sino el rechazo iracundo del lenguaje, como si hubiera comprendido por una ló-gica iluminación las mentiras que se esconden en el alfabeto y por lo tanto ya no pudiera confar en las palabras. Igualmente el enfático rechazo a cualquier imagen del desconocido padre. Su fja mirada en el retrato de una foto había desaparecido en la atmósfera cansada.

Supo así que los años raudamente habían estado pasando y que seguramente el rostro que nunca había vuelto a ver, el suyo, ya debía ser otro con la espesa barba, con la serie ininterrumpida de sus negaciones y rechazos a lo que había vivido. ¿Cómo habían crecido las hermanas, cómo se habían desarrollado sus cuerpos bajo las nuevas consignas, bajo la presencia de Dios y de Franco? Corre-gir desviaciones ideológicas, hablar para el optimismo y no para la anarquía. El presente eran los piojos, el ardor en el ano, la comezón en la ingle, en el escroto: la mezcla de penumbra y humedad le envolvía el pellejo lacerado, escamoso. Si en el invierno la celda del sótano parecía reducirse aún más, convertirse en un lugar sin referencia sometido a una noche perpetua, en el verano el ambiente se hacía más etéreo, una caja de aire azulado donde su cuerpo levitaba permitiendo la continui-dad de los objetos: en el duermevela sentía el paso de las ráfagas del tiempo como sucesivas tempestades de arena, el paisaje de la sequía, montañas peladas, cister-nas secas, la sombra benefactora de una higuera, una fresca limonada, su cuerpo sin historia, más allá de la fsiología, fotando en aquel espacio que había logrado derrotar los relojes, la memoria codifcada de los hombres. ¿Quiénes cuelgan aún de los patíbulos de la Historia?

Levantó la trampilla y salió a la superfcie. Los sonidos fueron agresivamente más rotundos. El piso le era desconocido en muebles y decoración, en olores.

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Las dos hermanas absortas escuchaban música. Vivas imágenes de la madre. Un gran retrato de Franco presidía la sala de recibo. Las luces de la tarde se fltraban, rasantes, por entre los visillos, inundando quedamente la sala.

El corte masculino del pelo, los enérgicos ademanes de las militantes: lo que estaba observando era la nueva retórica del orden impuesto, autoridad y obedien-cia, decencia.

Se estremeció ante lo excesivamente severo de aquel decorado de foreros, mesillas, portarretratos, tapetes, cálices, pequeñas ánforas de jade, sin capa alguna de polvo, de tosquedad. Algo que sus ojos no recordaban en sus largos periplos mentales donde reconstruía minuciosamente una calle, árbol por árbol, verjas, muros, fuentes, portales, las escuetas y modestas habitaciones donde había trans-currido su vida de adolescente. ¿De dónde entonces había surgido este escenario para el cual sus ojos no encontraban referencia alguna?

Las sillas vacías correspondían a las tías y a la abuela; inmóviles, parecían no remitir a nada en especial, como si la muerte de las ancianas hubiese sido tan repentina y fulminante que las hubiese despojado de aquel hálito de recuerdo que la costumbre de un cuerpo imprime diariamente sobre los objetos cercanos. Ninguna de las hermanas se refrió en sus conversaciones a sus muertes, y ahora él descubría que allí, entre las acumuladas y pálidas sombras de los días, lo que había confundido con un sueño no había sido en verdad otra cosa que la última visita con que se habían ido a despedir de él.

Solamente que la despedida se dio en la pequeña sala de recibo del piso donde vivieron, las glicinias, los nardos que aromaban el ambiente dejando en la ropa que planchaban aquel olor inusitadamente amable: el decorado que ellas mismas habían creado para imponer su impronta al paso de los días. Los muertos ejercen de este modo su derecho a llevar hacia otros mundos la huella renovada de aque-llo que más amaron en su tránsito por la vida.

Pero en este retórico decorado nada le hablaba de ellas y él se sintió fastidiado. Era como tener que admitir que detrás de su cerebro no tenía nada, ni siquiera un vacío para llenar con algo. ¿Qué había llegado a pensar de sus hermanas durante los largos años de aquel extraño exilio? ¿Cómo se había ido modifcando su fso-nomía? Sintió que lo habían ubicado en un lugar que carecía de calor familiar, que recogía en él los vientos más desolados pero que estaba desprovisto de sugeren-cias, de insinuaciones. No había vivido, había estado ahí.

Entonces se atrevió a franquear la puerta y se encontró con el hall del edifcio, unas grandes losas de mármol blanco, a la izquierda un pequeño escritorio, dos puertas y luego la calle inundada por el resplandor de la rutilante tarde de verano.

La escena regresó inmediatamente a su retina: las dos tías, la abuela y la madre estaban sentadas en el comedor. Parecían merendar, tratar de calentarse en el frío terrible que cubría el lugar. Una de las tías tiritaba envuelta en un chándal de lana gruesa. La abuela en cambio parecía acostumbrada al helado invierno sin calefac-ción, apenas con el derecho a una paca de carbón.

20

¿Cuánto tiempo había caminado para llegar hasta allí guiado solo por el ins-tinto? Sucio, macilento, había aprendido a utilizar la oscuridad para desplazarse sin contratiempos, escuchando en las noches el alborotado ruido de los gases entre las tripas vacías. Y ahora estaba allí, aferrado a un sentimiento que no había logrado precisar a lo largo de su penosa marcha de regreso, como el nacimiento de una voz que, sin embargo, se negaba a identifcarse en el momento necesario, no una promesa de algo, sino el indicio de una posible confdencia brotada de la garganta de un moribundo.

La mirada de las dos hermanas fue tan helada como la habitación. No las había visto porque estaban ubicadas en una esquina sin participar de la merienda. Y fue tan helada la mirada que el resto de mujeres se quedaron mudas, y lo que pudo ser una exclamación de alegría se convirtió en un mutismo expectante, acusador.

Una de las hermanas se dirigió hacia él como si lo hubiera estado esperando, como si hubiera sabido desde siempre que no había muerto. Él leyó en la iracunda mirada las estrictas normas a las cuales debería adaptarse para no ser entregado a la policía. La hermana menor había abierto la rejilla en el suelo, disimulada bajo el tapete.

El sótano había sido adaptado como una habitación secreta. Ellas tenían las llaves y abrirían solamente para entregarle la comida, para recibir los platos y tazo-nes sucios, alguna camisa, un trozo de jabón. En silencio todo, como si él hubiera sido siempre un hombre invisible. El manojo de llaves que le recordaba con su tintineo su condición de prisionero de guerra.