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Las lunas de marzoPrimera edición: septiembre, 2015

© Sofía Aguerre, 2015

Publicado por:© Escarlata Ediciones S.L., 2015www.escarlataediciones.comBarcelona

ISBN: XDepósito legal: XIBIC: YFH

Ilustración de las cubiertas: ©SarimaDirección editorial: Carla de Pablo

Impresión: Estugraf Impresores S.L.Polígono Ind. Los Huertecillos. Nave 13 28350 - Ciempozuelos, Madrid Impreso en la UE

Reservados todos los derechos. Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recu-peración de información por ninguna forma ni por ningún medio, sea mecá-nico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de los titulares del copyright.

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Duermevela

Marzo de 1871

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Maldición

La luna sombría que alumbraba el pueblo de Glühwürm-chen se escondía tras nubes ligeras, provocando una breve pero oportuna oscuridad. Justo lo que necesitaba para pasar desa-percibida entre las sombras.

Atravesé las frías y solitarias casas del pueblo, caminando con paso firme, mientras intentaba que ningún ojo desvelado me descubriera. Por suerte, no noté mirada alguna sobre mi figura y me alegré de no darles un motivo a mis vecinos para parlo-tear sobre la hija de una de las personas más importantes de Glühwürmchen. Escapar de casa no era algo propio de la hija de Klaus Strolz.

De todas formas, me escabullí por una callejuela más peque-ña. Era mejor evitar los problemas, nadie debía saber que yo no estaba en mi habitación, durmiendo como correspondía a tan altas horas de la noche. Sabía perfectamente lo peligroso que era salir del pueblo, que el bosque se llenaba de animales salva-jes y que en la oscuridad podía perderme, pero tenía que hablar con Svenja. Aquella bruja era la única persona que podía curar

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a mi madre, ya que ni siquiera los mejores médicos de Austria habían sido capaces de entender qué le sucedía.

Mi madre, Hella Strolz, había sido una de las damas más her-mosas de la capital, una rica mujer de cabellos dorados y enor-mes ojos azules. Podría haber tenido un futuro brillante, ya que así lo eran su sonrisa y su reputación. Sin embargo, al enamo-rarse de mi padre, había cambiado todo eso por una vida abu-rrida en Glühwürmchen, un pueblo perdido a orillas del lago Schimmer, rodeado de pequeñas montañas. Aislado, pequeño, solitario.

Si se hubiera quedado en la ciudad, no se habría enfermado. Tampoco habríamos nacido ni yo ni mi hermana Katarina, pero ella estaría sana y salva. Ahora me sentía en deuda.

Por eso estaba alejándome de los límites del pueblo, dispues-ta a dar con Svenja. Se decían muchas cosas acerca de ella; más que nada se hablaba de sus métodos poco ortodoxos y hasta ilegales. Sin embargo, nadie se atrevía a hacer nada al respecto. La bruja permanecía tranquila en su refugio en el bosque y no era ningún secreto que algunas personas del pueblo la visitaban de tanto en tanto.

Casi de inmediato, llegué al lugar donde terminaban las cons-trucciones y comenzaba el bosque, ascendiendo sobre la empi-nada ladera. Las copas de los árboles se agitaban cuando una ráfaga casual de viento soplaba, y el murmullo de las hojas pa-recía una advertencia.

«No sigas caminando.»Pero yo ya había decidido que me importaba más la vida de

mi madre que cualquiera de los peligros del bosque. Tal vez era porque desde pequeña había ignorado las historias de Kirsa, nuestra institutriz, sobre la amenaza de los lobos, que no solían acercarse tanto.

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No era tan miedosa como Anneke, la hija del juez Füster, que temblaba ante la sola mención de estos animales, pero cuando mi imaginación empezó a jugarme malas pasadas, me di cuenta de que realmente estaba sola en medio de un bosque que, con toda seguridad, estaba repleto de bestias salvajes y quién sabía qué otras cosas, y quise volver.

Respiré profundamente, intentando convencerme de que todo iría bien, pero me costaba caminar sin estremecerme y, cuando me llevé una mano a la cara, nerviosa, descubrí que estaba temblando.

A pesar de todo, seguí caminando, sin tener más que una vaga idea de a dónde me dirigía. Sabía que Svenja vivía cerca del inicio de la pequeña cascada que caía más al norte sobre el lago; pero solo había estado ahí una vez, hacía muchos años, cuando las otras chicas y yo habíamos seguido a los hermanos de una de ellas, aquella vez que se habían adentrado en secreto.

De pequeña crecí jugando, inevitablemente, con las hijas de otras familias ricas de Glühwürmchen. Los Strolz, los Nestroy, los Füster y los Rudhart eran las cuatro familias más prominen-tes.

Aquella vez en la que los hermanos de Emmeline habían esca-pado al bosque, los seguimos hasta la cascada. Probablemente se dirigían al escondite de la bruja, pero nunca llegaron a él. Nos descubrieron antes y se negaron a avanzar con nosotras.

Pero eso había sido hacía muchísimo tiempo, cuando tenía diez años, y ahora tenía dieciocho. Ya no era edad para juegos tontos y escapadas nocturnas.

Noté una cierta resistencia al avanzar; mi vestido se había quedado enganchado a la rama de un arbusto y tuve que dete-nerme para liberarme. Un búho ululó y el sonido me hizo dar un respingo. Ya no aguantaba más el tétrico ambiente del bos-

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que, los árboles de ramas retorcidas, el sonido de mis pasos cru-jiendo sobre las hojas secas.

El corsé me hacía respirar con dificultad y costaba correr con él porque ahora estaba corriendo, asustada por los sonidos a mi alrededor y por la luz macabra de la luna llena, que era la única que evitaba que me sumiera en la más profunda oscuridad.

Me pregunté a mí misma por qué no habría preferido ir a buscar a Svenja de día, a una hora en la que el sol aún estuviera en el cielo, pero conocía muy bien la respuesta: jamás me per-mitirían alejarme de Glühwürmchen mientras pudieran contro-larme. Y durante el día estaba siempre acompañada por alguien de mi familia, mis amigas o algún criado. Era sencillamente im-posible que no me echaran en falta. Así que mi única opción era intentar encontrar a la bruja durante las horas nocturnas, cuando todos dormían.

El bosque se hacía cada vez más frondoso y fui consciente de que ahora sí no tenía la más remota idea de dónde estaba yen-do. Y aún más alarmante, tampoco sabía muy bien cómo volver. Había convertido algo tan sencillo como avanzar en línea recta hacia el norte en un problema tremendo.

De pronto, oí un ruido por detrás, como si alguien se moviera entre los arbustos. Me di vuelta, alarmada, pero no logré ver nada. El sonido volvió a repetirse y me paré en seco, nerviosa.

Algo o alguien estaba cerca, acechando, y yo no podía defen-derme de ninguna forma posible. Estaba atrapada, tanto si era una persona, un lobo o el mismísimo Lucifer.

Miré en todas direcciones con la boca seca, aguantando la res-piración. Giré sobre mí misma tratando de no hacer ningún rui-do que pudiera delatarme, lo que era ridículo, ya que si había algo ahí difícilmente no habría notado mi presencia.

Entonces, el causante del ruido hizo aparición.

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La copa de uno de los árboles se agitó y de ella salió una le-chuza, sobresaltándome, pero también haciéndome sentir más calmada. Respiré aliviada, volviendo a sentir el alma en el cuer-po. Comencé a andar nuevamente; aún tenía que encontrar a Svenja.

Me aparté un mechón de pelo del rostro, que insistía en caer sobre mi frente una y otra vez. No era dorado, como el de mi madre, sino de un color más oscuro. Sí había heredado sus ojos, dos grandes globos azules de aspecto inocente.

Mientras seguía avanzando, me pregunté si la bruja podría curar a mi madre. Quizás estaba arriesgando mi vida inútil-mente. No, no debía pensar así. Svenja sabía mucho sobre me-dicinas y hierbas y esas cosas. O por lo menos eso había escu-chado decir a la cocinera y a su ayudante. Por supuesto que ella iba a salvar a mamá, no debía dudarlo ni dejar que los ánimos decayeran. Todo iba a salir bien.

Aunque Alina me dijese, cada vez que me veía esperanzada, que debía estar preparada para afrontar lo peor, yo no bajaba los brazos. Ella había perdido a su madre de muy pequeña y sabía cómo se sentía, aunque no resultaba ser tan buena ani-mándome como entendiéndome. Pero yo no iba a perderla, no importaba lo que la hija menor de los Nestroy dijera.

Poco después, mis oídos captaron un nuevo sonido, pero le-jos de ser alarmante, este me llenó de emoción.

Agua. Agua fluyendo. Una cascada.Corrí entusiasmada, siguiendo el sonido, hasta que me en-

contré con lo que buscaba. Desde la altura podía ver cómo el enorme lago Schimmer se extendía, alumbrado por la pálida luna, sereno y arrullado por la cascada. El agua surgía de un pequeño curso de agua que corría por la ladera y desembocaba en el Schimmer sin hacer mucho alboroto.

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A pesar de haber logrado mi primer objetivo, me decepcioné al darme cuenta de una cosa: no había rastro de Svenja. Frustra-da, me dejé caer contra un árbol, y estuve a punto de echarme a llorar. Todo había sido para nada y ni siquiera estaba segura de saber volver. Estaba perdida y sola hasta que amaneciera. Confiaba en que mi familia notaría mi ausencia y haría todo lo posible para encontrarme. Lo que no tenía muy claro era si sobreviviría hasta el alba.

Me levanté, resignada a volver a casa, cuando me percaté de algo. En las rocas, a un costado de la cascada, la luz de la luna proyectaba una sombra extraña. Y cuando forcé mi vista para ver bien, pude notar lo que parecía ser una abertura. Una entra-da entre las rocas de la cascada. Ideal para una bruja.

Corrí hacia las rocas e intenté subir por las piedras, que esta-ban colocadas convenientemente como una rudimentaria esca-lera. Eso reafirmó mi idea de que podría encontrar allí a Svenja.

La suela de mis zapatos resbalaba con la humedad de las pie-dras, pero hice todo lo que pude para no caerme. No ahora que estaba tan cerca. El ruido de la cascada era ya inquietante y la entrada de la cueva estaba salpicada por finas gotas de agua, que no tardaron en mojarme a mí también.

Cuando estuve frente a la entrada, de repente no supe qué hacer. Me invadió un extraño presentimiento y me dio miedo entrar pero me armé de valor y di un paso adelante.

―Wilhelmina Strolz ―dijo una voz apenas entré, haciéndome dar un salto―. Te estaba esperando.

La cueva estaba oscura, pero en cuanto me hice a un lado y dejé que la luna iluminara el recinto, el rostro de la bruja quedó al descubierto. La vejez curtía su cara con multitud de arrugas, mas no parecía una anciana. Una misteriosa fuerza, un aura de poder, la hacía más joven. O, tal vez, más vigorosa. Vestía unos

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extraños y sucios ropajes grises, al igual, en color e higiene, que su pelo.

Esbozó una sonrisa desdentada y se acercó a mí con la luz reflejada en sus ojos gastados.

―Señorita Strolz, sabía que tarde o temprano la encontraría por aquí ―declaró con certeza.

No pude decir nada. La mujer no dejaba de mirarme con sus ojos penetrantes.

―¿De verdad? ―tartamudeé una vez que pude recuperar el habla.

La anciana amplió su sonrisa.―Claro ―aseguró―. Imaginé que su padre no le diría nada.―¿Nada sobre qué? ―pregunté, desconcertada.―Eso lo confirma ―rio Svenja―. Klaus siempre fue muy pre-

decible…No entendí a qué se refería, pero decidí que lo mejor era ir

directo a lo que quería saber.―Disculpe, señora ―dije amablemente―. No sé a qué habrá

venido mi padre, pero yo estoy aquí para pedirle que cure a mi madre.

Svenja no contestó, sino que dio un paso hacia mí y apoyó una de sus arrugadas manos en mi hombro.

―Su padre, señorita Strolz, vino a pedirme exactamente lo mismo ―contestó con gravedad. No me sorprendió.

―¿Y qué… y qué le dijo? ―inquirí, ansiosa. Ella parecía algo reticente a decírmelo, pero de todas formas lo hizo.

―Señorita ―se aclaró la garganta―, sea fuerte. Hella Strolz va a morir.

Apenas pronunció tales palabras, sentí que el mundo tembla-ba bajo mis pies. No podía ser. Mi madre no podía…

―Miente ―espeté, al borde de romper a llorar―. Mi madre no

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va a morir.Svenja acarició mi mejilla, por donde ya rodaba una lágrima

silenciosa, con un gesto comprensivo.―No hay forma de detener la fiebre que la consume ―me ex-

plicó―. Por más que quisiera, a esta altura sería imposible…―¡Es mentira! ―grité, desesperada. Todo lo que había hecho

no solo había sido en vano, sino que además mi madre moriría. Y no había nada que yo pudiera hacer al respecto. Nunca más la vería sonreír al sol de la mañana, ni la luz se reflejaría en su pelo de oro. Y cada vez que me mirase al espejo, ver sus ojos en los míos me destrozaría.

―Mina, cálmate ―intentó tranquilizarme la bruja, tuteándo-me―. A Hella todavía le quedan unos días; hazla feliz, no te apartes de su lado.

Me limpié las lágrimas con la mano, consternada. Nada podía hacer ya, más que lamentarme y llorar por su inminente deceso. Deseaba tanto no creer en las palabras de la bruja…

―No sé volver a casa ―admití, dándole a conocer lo penoso de mi situación. Tal vez ella podría ayudarme.

―Encontrarás el camino sin problemas y ningún animal de este bosque te atacará ―dijo, besando mi frente―. No puedo hacer nada por los hombres.

―Gracias ―murmuré, compungida―. Debo irme aho…Pero no pude terminar, porque de pronto, Svenja me empujó

hacia un rincón oscuro de la cueva, indicándome que me ocul-tara. Al principio no entendí por qué, pero los motivos fueron aclarados en cuanto una nueva figura recortó la luz de la luna.

―Bruja ―llamó una voz grave y ronca―. Ha pasado un tiem-po…

La voz del hombre daba miedo, aunque parecía ser de una persona bastante joven. Desde mi escondite no podía ver nada,

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pero solo escucharlo me provocaba escalofríos.―Has vuelto ―repuso Svenja.― ¿Te cansaste al fin de vagar

por ahí?Me arrebujé más contra mi rincón, tratando de hacer el menor

ruido posible.―Me cansé de no obtener lo que quiero ―respondió él―. Tal

vez tú puedas dármelo.―Tal vez ―concordó ella―. Pero no gratis, lo sabes. No tengo

intenciones de hacerte la vida más fácil…El sonido de una bolsa de monedas cayendo sobre el suelo

cortó las palabras de la bruja, que hizo silencio durante unos segundos.

―Es muchísimo… ―observó.―Es suficiente ―zanjó el hombre―. Ahora, dime, ¿qué vas a

hacer?―¿Qué te hace pensar que voy a ayudarte? El extraño rio y dijo:―Nunca te agradó demasiado, ¿por qué habrías de serle leal?

Te abandonó, después de todo. Podrías vengar su traición, po-dríamos hacer justicia.

Svenja guardó silencio, como si estuviera meditándolo.―Yo ya hice justicia por mi parte y no necesito más. Tampoco

es que te tenga estima a ti.―Necesito recuperarla. Estoy aquí, ¿no es señal suficiente?Se oyó un largo suspiro de resignación.

―Espera un segundo ―le pidió Svenja y oí el sonido de varias cosas al ser revueltas, y luego el de una pluma rasgando el pa-pel. Me pregunté cómo haría para escribir con tan poca luz.

El hecho de que estuviera escribiendo en lugar de hablar me decepcionó un poco. Me inundaba la curiosidad por saber qué iba a decirle. Pero me dije a mí misma que solo debía importar-

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me lo que había venido a hacer.El hombre soltó un gruñido.―¡Vieja estúpida! ―insultó.― ¡¿Cómo se supone que voy a…?!Oí a la anciana reír y temblé deseando que el hombre no le

hiciese daño.―Al menos tienes más de una oportunidad ―repuso ella, di-

vertida.El hombre se quedó en silencio, y por un momento temí que

escuchara los latidos de mi corazón o mi respiración agitada. Por suerte, el ruido de la cascada los camuflaba.

―Dime cómo ―exigió con dureza.―No ―se negó Svenja―. Debes descubrirlo tú. Lo harás.―Dímelo ―volvió a exigir él, y supe que la anciana se había

negado de nuevo al oír al hombre maldecir con fiereza.―Maldita bruja ―dijo, luego de guardar silencio unos instan-

tes, y oí con horror el gemido de dolor que Svenja soltó y el rui-do de su cuerpo al caer de rodillas. Supe, angustiosamente, que el hombre la había atacado.

Me estremecí al imaginar el puñal o la daga ensangrentada en su mano.

―Estás maldito, Maximilian Eisler, el Oscuro devore tu alma ―dijo Svenja con dificultad―. Estás maldito y lo sabes. Ojalá nun-ca dejes de estarlo…

La bruja rio amargamente antes de caer con un golpe sordo en el suelo, seguramente ya sin vida.

―Puedes estar segura de que lo conseguiré ―gruñó el hombre, antes de darse vuelta y marcharse.

Yo me quedé congelada, esperando el tiempo suficiente para que se alejara y para recuperar la movilidad de las piernas. Esta-ba aterrorizada y mi corazón latía desbocado en mi pecho. Hui de la cueva sin mirar atrás, lamentando lo que le había pasado

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a Svenja. No me atreví a observar su cuerpo, del que percibí solo su inmóvil silueta, y eso me llenó de culpa. Sin embargo, el miedo que sentía era mayor que cualquier otra cosa. Supe, una vez fuera, que había obrado mal al no intentar si quiera ayudar-la, pero el solo imaginar volver a la cueva, me daba escalofríos. Además, tampoco sabía si había algo que pudiera hacer. Solo estaba segura de una cosa: esa no sería la última vez que oiría el nombre de Maximilian Eisler.

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