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Las contribuciones del feminismo poscolonial a los estudios de género: interseccionalidad, racismo y mujeres subalternas Vanesa Vazquez Laba http://www.perfiles.cult.cu/article.php?article_id=267 Crítica a la categoría universal “mujer” e incorporación de las “subalternas” En su controversial texto “Bajo los ojos de Occidente: academia feminista y discursos coloniales” (primera versión: 1984), Chandra Talpade Mohanty propone un proyecto de corte político e intelectual para los “feminismos del Tercer Mundo”, en primer lugar, una crítica interna de los “feminismos hegemónicos de Occidente”, y, por otro lado, la formulación de estrategias feministas basadas en la autonomía de las mujeres teniendo en cuenta sus geografías, sus historias y sus propias culturas 1 . Como se observa, la propuesta de Mohanty es doble: un proyecto inicial orientado a la “deconstrucción” y el “desmantelamiento” revisando y analizando en específico la producción de los textos recientemente elaborados del “feminismo occidental” que tratan sobre la situación de la “mujer del Tercer Mundo” entendiéndola como un sujeto monolítico singular; como segundo paso, un proyecto de creación tanto en el discurso académico como en la práctica política del feminismo del Tercer Mundo. El gran aporte de la autora ha sido poder cuestionar epistemológica y políticamente la producción académica y el conocimiento que se propuso sobre las “mujeres del Tercer Mundo” a partir de la incorporación de concepto de “colonización” definido como el “predominio discursivo” de Occidente y de una “cierta forma de apropiación y codificación” a través de categorías analíticas particulares 2 . El término “colonización” ha sido productivo por haber develado el mal tratamiento y la apropiación por parte del “feminismo blanco occidental” de las luchas y las 1

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Las contribuciones del feminismo poscolonial a los estudios de género: interseccionalidad, racismo y mujeres subalternas

 Vanesa Vazquez Laba

http://www.perfiles.cult.cu/article.php?article_id=267

Crítica a la categoría universal “mujer” e incorporación de las “subalternas”

En su controversial texto “Bajo los ojos de Occidente: academia feminista y discursos coloniales” (primera versión: 1984), Chandra Talpade Mohanty propone un proyecto de corte político e intelectual para los “feminismos del Tercer Mundo”, en primer lugar, una crítica interna de los “feminismos hegemónicos de Occidente”, y, por otro lado, la formulación de estrategias feministas basadas en la autonomía de las mujeres teniendo en cuenta sus geografías, sus historias y sus propias culturas1.

Como se observa, la propuesta de Mohanty es doble: un proyecto inicial orientado a la “deconstrucción” y el “desmantelamiento” revisando y analizando en específico la producción de los textos recientemente elaborados del “feminismo occidental” que tratan sobre la situación de la “mujer del Tercer Mundo” entendiéndola como un sujeto monolítico singular; como segundo paso, un proyecto de creación tanto en el discurso académico como en la práctica política del feminismo del Tercer Mundo.

El gran aporte de la autora ha sido poder cuestionar epistemológica y políticamente la producción académica y el conocimiento que se propuso sobre las “mujeres del Tercer Mundo” a partir de la incorporación de concepto de “colonización” definido como el “predominio discursivo” de Occidente y de una “cierta forma de apropiación y codificación” a través de categorías analíticas particulares2.

El término “colonización” ha sido productivo por haber develado el mal tratamiento y la apropiación por parte del “feminismo blanco occidental” de las luchas y las resistencias de las mujeres de color, chicanas e inmigrantes tercermundistas en países del “Primer Mundo”, a partir de las definiciones que homogeneizan las experiencias de las “mujeres del Tercer Mundo”. En estos casos, la “colonización” supone una relación de dominación estructural y la supresión —muchas veces violenta—, de la heterogeneidad del sujeto o de los/as sujetos, de sus voces y de sus luchas y resistencias, pecando de un universalismo etnocéntrico y de una conciencia inadecuada sobre el “Tercer Mundo” en un contexto mundial dominado por Occidente3.

Y es en la producción intelectual de esa “diferencia” del “Tercer Mundo” donde los “feminismos occidentales” se apropian y “colonizan” la complejidad constitutiva que caracteriza la vida de las mujeres de estos países. Es en este proceso de homogeneización y sistematización del discurso sobre la opresión

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de la mujer en el llamado “Tercer Mundo”, donde se ejerce poder en gran parte del discurso feminista reciente (Mohanty, 2008).

Asimismo, la crítica profunda de la autora apunta directamente a las falacias teóricas y a la maniobra político-ideológica de las feministas y académicas occidentales, y que se esconde detrás de la universalización de la categoría social denominada “mujer”. Al establecer esa equivalencia universal de las mujeres, se establece, también, su comparabilidad fáctica y, casi siempre, lleva a conclusiones de superioridad de la “mujer occidental” —que se sitúa como patrón para la comparación—, por sobre la/s mujer/es no-occidentales.

En este sentido, coincidimos con la antropóloga argentina Rita Segato (2003), quien retoma el cuestionamiento de Mohanty y es más precisa en su planteo: no se trata de la crítica a la universalidad de la estructura, de los términos abstractos que darían origen a la categoría “mujer”, sino la crítica va hacia la observabilidad y comparabilidad de la situación de las mujeres en su concreción, sin problematizar el pasaje de la mujer genérica, de la posición de lo femenino como categoría, a las entidades concretas que representan el género mujer a través de las culturas y a partir del principio de una anatomía común.

Asimismo, estos planteos presentados por Chandra Mohanty como una de las principales exponentes del feminismo poscolonial tienen puntos de encuentro con otras académicas del continente latinoamericano. Por su lado, Claudia de Lima Costa presenta una tesis similar en su texto “Repensando el género: Tráfico de teorías en las Américas” (1998), en el cual expone el problema de la “traducción” en las nuevas conformaciones poscoloniales en tanto reconfiguración de los conocimientos y nuevo trazado de todas las clases de fronteras (geográficas, culturales, políticas, económicas, entre otras).

Entonces, las preguntas pertinentes que debería hacerse el feminismo serían las siguientes: ¿a través de qué vías (por ejemplo, hacia América) viajan las teorías feministas y sus conceptos fundacionales?, ¿cómo se traducen luego en contextos históricos y geográficos diferentes?, ¿qué lecturas reciben las categorías analíticas feministas cuando pasan de un contexto a otro? Como resultado de los pasajes, el vínculo entre teoría y lugar comienza a fracturarse radicalmente, sostiene la autora. En los escenarios contemporáneos de identidades fragmentadas, las “zonas de contacto” y las “epistemologías de frontera” son necesarias para que la crítica feminista pueda examinar detalladamente el proceso de traducción de las teorías y de los conceptos como, por ejemplo, los conceptos de “género”, “experiencia”, “mujer”, entre otros.

En definitiva, encontramos relevante la crítica al etnocentrismo feminista y a las propuestas epistemológicas de descolonizar el conocimiento, ya que devela no solo la manera en que las representaciones textuales de aquellos sujetos sociales —construidos como los “otros” en distintos contextos geográficos e históricos— se convierten en una forma de colonialismo discursivo que da una realidad, sino que, fundamentalmente, la construye (Hernández Castillo y Suárez Návaz, 2008).

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En este sentido, es fundamental incorporar a la discusión la tesis de Gayatri Chakravorty Spivak explicitada en su ya reconocido texto “¿Puede hablar el subalterno?” (2011), y donde responde que “no, no pueden hablar”, pero no porque están mudos/as; no pueden hablar en el sentido de que no son escuchados/as, porque su discurso no está validado por la/s institución/es (educativas, desde la escolaridad primaria hasta la universidad, médicas, jurídicas, científicas) que no solo se han encargado de silenciar sus voces, disciplinar sus cuerpos, sino de desechar la escucha y menospreciar sus saberes. Para Spivak, es imposible recuperar la voz de la mujer cuando a ella no le ha sido concedida una posición-de-sujeto desde la cual hablar (Bidaseca, 2010).

Spivak, junto a los Subaltern Studies, recupera la noción de “subalternidad”, pero no desde una definición monolítica que supone una conciencia e identidad “estática” del sujeto, sino en realidad lo que platea es lo siguiente:

Hoy digo que la palabra subalterno trata de una situación en la que alguien está apartado de cualquier línea de movilidad social. Diría, asimismo, que la subalternidad constituye un espacio de diferencia no homogéneo, que no es generalizable, que no configura una posición de identidad lo cual hace imposible la formación de una base de acción política. La mujer, el hombre, los niños que permanecen en ciertos países africanos, que ni siquiera pueden imaginar en atravesar el mar para llegar a Europa, condenados a muerte por la falta de alimentos y medicinas, esos son los subalternos. Por supuesto hay más clases de subalternos (Spivak en Bidaseca, 2010:33).

Para Spivak, el subalterno/la subalterna es una subjetividad bloqueada por el exterior; “mientras el subalterno sea subalterno, no podrá hablar” (Spivak en Bidaseca, 2010:33); es un sujeto sin voz y no puede ser representado/a por nadie, “poder hablar es salir de la posición de la subalternidad, dejar de ser subalterno” (Spivak en Bidaseca, 2010:33).

En esta línea, la concepción de subalternidad como posición de (algunas) mujeres ha generado conceptual y políticamente la posibilidad de visibilizar lo invisibilizado por el discurso feminista occidental, que ha sido mostrar la diversidad de situaciones y experiencias que viven las mujeres, sus múltiples opresiones y las posibilidades (o no) que tienen de desplegar capacidades “agenciales” frente a contextos estructuralmente hostiles.

No obstante, subalterno no es sinónimo de “oprimido”; es quien puede llegar a hablar y dejar su condición de subalternidad. En este sentido, si nos detenemos en las diversidad de experiencias de las mujeres podremos reconocer que muchas de ellas han estado en la condición de subalternidad, pero también han ejercitado la posibilidad del habla, y, por tanto, de evidenciar su situación y de intentar modificarla.

“Mujeres muy distintas”: conceptualizaciones sobre la(s) diferencia(s)

Es importante reincorporar la conceptualización “mujeres muy distintas”, de Teresa de Lauretis (1999), como necesidad teórica y política de revalorizar las

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diferencias entre las mujeres; como afirma la autora: “conociendo las diferencias de las otras y las internas se podrá construir un proyecto político común de conocimiento e intervención en el mundo” (1989).

En la misma línea, Rosi Braidotti (2004) considera que desde la “pasión intelectual” las mujeres han animado el trabajo teórico, incorporando una mirada crítica y la difusión de la multiplicación de enfoques analíticos, y con ello una mayor atención no solo a la diferencia sexual sino a todas las diferencias que existen en las mujeres: diferencias de clase, raza, orientación sexual, generacional, entre otras. La idea de prestar una mayor atención no solo a la diferencia sexual sino a todas las serias y abundantes diferencias que existen en las mujeres: de clase, raza, orientación sexual y sexualidad, generacionales, geográficas, étnicas, lingüísticas y culturales, entre otras.

Estas diferencias se visibilizaron recién a partir de los años setenta en los agitados debates dados en los ámbitos académico y del activismo político, entre el feminismo blanco-occidental y el feminismo tercermundista o “de color” en los Estados Unidos. Las críticas giraron en torno al silenciamiento de las feministas blancas sobre las desigualdades sociales sufridas por las “otras” mujeres y por pretender homogeneizar la lucha del feminismo.

Como vimos, desde el feminismo poscolonial Mohanty (2008) nos aporta sobre una forma diferente de pensar a las mujeres, rompiendo con el universalismo etnocéntrico. Los análisis sobre la “diferencia sexual” desde una noción monolítica, singular y transcultural del patriarcado o de la dominación masculina lleva a la concepción reduccionista y homogénea sobre lo que la autora denomina “la diferencia del Tercer Mundo”, inhibiendo la complejidad constitutiva que caracteriza la vida de las mujeres de estos países.

Por otro lado, el concepto de experiencia adquiere relevancia ya que es central para comprender las diferencias y la diversidad al interior del colectivo femenino, en el sentido dado por Adrienne Rich como “política de localización”, es decir, un pensamiento, un proceso teórico no abstracto, no universalizado ni objetivo e indiferente, sino que situado en la contingencia de la propia experiencia. En este enfoque topológico del discurso, la posicionalidad resulta crucial. La defensa feminista de los saberes situados (Donna Haraway), choca con la generalidad abstracta del sujeto patriarcal. Lo que está en juego no es la oposición entre lo específico y lo universal, sino, más bien, dos maneras radicalmente diferentes de concebir la posibilidad de legitimar los comentarios teóricos. Para la teoría feminista, la única manera coherente de hacer acotaciones teóricas generales consiste en tomar conciencia de que uno está realmente localizado en algún lugar específico.

Dentro de este marco conceptual, el sitio primario de localización es el cuerpo. El sujeto no es una entidad abstracta sino material incardinada o corporizada. El cuerpo no es una cosa natural, por el contrario, es una entidad socializada, codificada culturalmente; lejos de ser una noción esencialista, constituye el sitio de interacción de lo biológico, lo social y lo lingüístico, esto es, del lenguaje entendido como el sistema simbólico fundamental de una cultura (Braidotti, 2004).

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Las teorías feministas de la diferencia sexual asimilaron la perspectiva crítica de las teorías dominantes de la subjetividad a fin de desarrollar una nueva forma de “materialismo corporal”, que define el cuerpo como una interfaz, un umbral, un campo de fuerzas intersectadas donde se inscriben múltiples códigos diferentes.

En esta línea, Spivak considera sobre el cuerpo incardinado, que no debe tomarse como una esencia ni como un destino biológico, sino, más bien, como la propia localización primaria en el mundo, la propia situación en la realidad. El énfasis puesto en el incardinamiento, o sea, en la naturaleza situada de la subjetividad, permite a las feministas elaborar estrategias para subvertir los códigos culturales. Ello obliga a reconsiderar las propias estructuras conceptuales de las ciencias biológicas, a recusar los elementos del determinismo, físico o psíquico, del discurso científico y también a refutar la idea de la neutralidad de la ciencia, señalando el papel importante desempeñado por el lenguaje en la elaboración de los sistemas de conocimiento.

Por tanto, la pregunta feminista femenina es —en términos de Braidotti (2004)—, de qué manera afirmar la diferencia sexual no como “el otro”, como el otro polo de una oposición binaria convenientemente dispuesta para sostener un sistema de poder, sino como proceso activo de potenciar la diferencia que la mujer establece en la cultura y en la sociedad. La mujer no es ya “diferente de”, sino diferente para poner en práctica nuevos valores.

La rehabilitación de la diferencia sexual ha permitido reconsiderar las demás diferencias: de raza o etnia, de clase, de estilo de vida, de preferencia sexual, religión, nacionalidad. La diferencia sexual representa la posibilidad de las múltiples diferencias, en oposición a la idea tradicional de la diferencia como “peyorativización”.

Siguiendo a Teresa de Lauretis, la “diferencia sexual” debe ser entendida como un signo de múltiples diferencias que requiere una definición abierta y flexible del sujeto:

lo que está emergiendo en los escritos feministas es el concepto de una identidad múltiple, mudable y a menudo en contradicción consigo misma, un sujeto que no está dividido por el lenguaje sino en discordancia con él; una identidad compuesta por representaciones heterogéneas y heterónomas de género, raza y clase, y frecuentemente, compuesta de hecho a través de lenguajes y culturas; una identidad que se reclama partiendo de una historia de asimilaciones múltiples y en la cual se insiste a manera de estrategia (De Lauretis, 1999).

Esta idea de recuperar al sujeto desde la diferencia entra en tensión con la noción de igualdad definido y reivindicado por el feminismo de la ilustración. ¿Iguales a quién?, se pregunta Luce Irigaray, argumentando que ha sido el “punto ciego de un viejo sueño de simetría” y develando, además, la dependencia intrínseca de esta noción respecto de los parámetros masculinos. La propuesta de recuperar la diferencia para la equidad es desligarla de la

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lógica dualista en la que se ha inscripto como una marca de “peyoratización”, a fin de expresar el valor positivo de ser “distinto de” la norma masculina, blanca y de clase media.

Por último, es fundamental entender las diferencias para contemplar la diversidad al interior del colectivo de las mujeres. El feminismo poscolonial plantea otras oposiciones binarias determinantes en la vida de las mujeres y que no pueden pensarse y resolverse dentro del binarismo femenino-masculino (esfera pública vs. esfera privada; cultural vs. naturaleza; universalidad vs. particularidad; productividad vs. improductividad). La documentada persistencia de la desigualdad respecto a los varones, sumada a otras desigualdades al interior del colectivo de mujeres, manifiesta las limitaciones del feminismo de la igualdad. Al universalizar sus experiencias, el feminismo blanco occidental no incorpora las críticas y las aportaciones sobre las diferencias y la diversidad de las mujeres. Batallar sobre uno solo de los sistemas de dominación no solucionará los otros múltiples ejes de opresión de las mujeres del Tercer Mundo; “el feminismo solo no acabará con el racismo, ni con el colonialismo, ni, como ya lo planteara Gayle Rubin, con los problemas de las mujeres lesbianas” (Amorós y de Miguel Álvarez, 2007:82).

Asimismo, el feminismo poscolonial considera que existen oposiciones o contradicciones, al menos tan fuertes como el género, para determinar la vida de las mujeres. Cuando una mujer es pobre, negra y lesbiana no percibe que el “ser mujer” determine su condición vital más que alguno de sus otros ejes de identidad. Desde esta perspectiva, el binarismo varón-mujer no es siempre la contradicción principal. En definitiva, no existe contradicción principal o punto de vista privilegiado por parte de algún eje de opresión determinado. Aunque sí, como sostiene Donna Haraway, existen “centros dinamizadores” de una lucha determinada (1999).

En la misma línea, Rosi Braidotti considera que aunque el sujeto “mujer” no es una esencia monolítica “en la teoría feminista una habla como mujer” (2004). Las feministas poscoloniales sostienen la primacía de la diversidad, apelando a la enunciación como mujer negra, mujer inmigrante, mujer lesbiana. Lo importante es reconocer cómo articular la diversidad, en definitiva, pasar del viejo sueño del sujeto histórico a los nuevos sujetos sociales (Amorós y de Miguel Álvarez, 2007).

La interseccionalidad de género/raza/clase como esquema conceptual para develar violencias contra las mujeres

Desde hace décadas se estudia en todo el mundo las diferentes formas de manifestación de la violencia, y en particular contra las mujeres. Según Naciones Unidas, diez millones de mujeres —en algunos países hasta una de cada tres—, son violentadas (golpeadas, forzadas a tener relaciones sexuales y/o víctimas de algún otro abuso en el transcurso de sus vidas) (INSGENAR, 2011).

Podemos presentar algunos datos alarmantes (INSGENAR, 2011):

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• A nivel mundial, una de cada cinco mujeres será víctima de violaciones o intento de violación en el transcurso de su vida;

• La mitad de las mujeres que mueren por homicidio son asesinadas por su actual pareja o expareja;

• Para las mujeres entre 15 y 44 años, la violencia es la principal causa de muerte y discapacidad;

• Mas del 80% de las víctimas del tráfico de personas son mujeres;

• Más de 130 millones de niñas y mujeres han sufrido mutilación genital.

Este panorama mundial evidencia las manifestaciones de violencia contra las mujeres en todo el mundo y podemos identificar que esto sucede a lo largo de la vida y que atraviesa todas las clases sociales. No obstante, consideramos que las mujeres subalternizadas (mujeres empobrecidas, afro, trans, inmigrantes, campesinas e indígenas) corren mayores riesgos de ser violentadas y de padecer manifestaciones violentas vinculadas a la discriminación sexista, racial y clasista.

Definimos como violencia, a todo tipo de violencia ejercida contra las mujeres, sea emocional, psíquica, física, económica. Tanto la Declaración de Naciones Unidas sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, como la Convención de Belém do Pará, o el Comité CEDAW, definen la violencia de género como violencia física, sexual y psicológica que tenga lugar en el ámbito doméstico o de las relaciones familiares e interpersonales, en la comunidad, o que sea perpetrada o tolerada por el Estado.

En el campo internacional de los derechos humanos existe consenso que la violencia de género constituye una violación de los derechos humanos de las mujeres y una forma de la discriminación por motivos de género. La Corte Penal Internacional incluyó los hechos de violencia de género como crímenes de lesa humanidad: la violación, esclavitud sexual, prostitución forzada, embarazo forzado, esterilización forzada u otra forma de violencia sexual de gravedad, entre otros4.

Diversos estudios se dedicaron a este fenómeno tratando de explicar la naturaleza de la violencia, los tipos que esta asume, el sexismo y la misoginia como factores que subyacen en la explicación. Ahora bien, pocos analizan la violencia como dominio hegemónico sobre las mujeres, su naturalización y legitimación en diferentes ámbitos sociales y personales, y su asociación con el racismo, el clasismo y el sexismo que sustenta el orden social.

Como sostiene Rita Segato, los estudios feministas poscoloniales centrados en la subalternidad en el mundo contemporáneo toman la jerarquía de género y la subordinación femenina como un prototipo a partir del cual se puede comprender mejor el fenómeno del poder y la sujeción en general (2003: 55).

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Breny Mendoza (2010), recuperando a Aníbal Quijano, considera necesario analizar desde la intersección de raza/clase, en principio, para comprender las relaciones sociales entre capital y trabajo que se engendraron en el continente americano a partir de la colonización española, y estuvieron sujetas a una división racial del trabajo en la cual el trabajo no libre, no pago (esclavitud y servidumbre) estuvo reservado para los no europeos, y el asalariado, para los europeos. Como ha observado Quijano, se produce una generalización del trabajo asalariado donde hay mayorías blancas y la coexistencia de trabajo asalariado y no asalariado con poblaciones indígenas.

Por su parte, Breny Mendoza —en relación con las alianzas de género, por parte de los varones, y de clase, por parte de las mujeres y los varones europeos, para el desarrollo y crecimiento del capitalismo en los países colonizadores—, plantea: “Sin la esclavización de los africanos y la servidumbre indígena no habría capitalismo. Por otro lado, habría que tomar en cuenta que para generalizar el trabajo asalariado ‘libre’ primero se debió haber pasado por una domesticación de las mujeres en la metrópoli y luego someter a un régimen de género a las mujeres en la colonias” (Mendoza, 2012)5. Hoy en día, la autora sostiene que esta “domesticación” de las mujeres se da por los feminicidios, el tráfico de mujeres, el turismo sexual, la maquilización y feminización de la industria, y la pobreza bajo el capitalismo neoliberal.

María Lugones plantea fuertemente en su artículo “Colonialidad y género: hacia un feminismo descolonial” (2008), una necesidad epistemológica, teórica y política de la interseccionalidad de raza, clase, género y sexualidad, para entender la indiferencia que los hombres muestran hacia las violencias que sistemáticamente se infringen sobre las mujeres de color, que la autora denomina como mujeres no blancas; mujeres víctimas de la colonialidad del poder y del género; mujeres del Tercer Mundo. La autora propone un entrelazamiento de las categorías y de los análisis para así llegar a lo que denomina “el sistema moderno-colonial de género”. La interseccionalidad revela lo que no se ve cuando categorías como “género” y “raza” se conceptualizan como separadas unas de otras. Entonces el feminismo de color pone en tensión las categorías “mujer” o las categorías raciales “negro”, “hispano”, ya que homogeneízan y seleccionan al dominante, en el grupo, como su norma; por lo tanto, “mujer” selecciona como norma a las hembras burguesas blancas heterosexuales; “negro” selecciona a los machos heterosexuales negros y, así, sucesivamente. Dada la construcción de categorías, el ejercicio de intersección da cuenta que entre “mujer” y “negro” existe un vacío que debería ocupar la “mujer negra”, ya que ni “mujer” ni “negro” la incluyen. Entonces la autora evidencia cómo la interseccionalidad muestra lo que se pierde, y plantea la tarea de reconceptualizar la lógica de interseccionalidad para evitar la separación de las categorías dadas. Esto significa que el término “mujer” en sí, no tiene sentido o tiene un sentido racial ya que la lógica categorial ha seleccionado un grupo dominante: mujeres burguesas blancas heterosexuales, y, por tanto, como lo manifiesta Lugones, “ha escondido la brutalización, el abuso, la deshumanización que la colonialidad del género implica” (Lugones, 2008:25).

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Dispositivo de la “blanquitud” como otra forma de violencia contra las mujeres

Según Walter Mignolo (2008), la matriz colonial de poder fue construida en el proceso de conquista y colonización y en el momento de organizar el control político y económico de las colonias. Dicha matriz colonial ya estaba funcionando en Europa a través de cuatro niveles de control: la economía (a través de explotación de tierras y explotación del trabajo), la autoridad (a través de formas de gobierno), el género y la sexualidad (a través de la heterosexualidad como norma y del modelo de la familia cristiana/victoriana como célula social), y el control del conocimiento y de la subjetividad (a través de las instituciones y las concepciones del mundo que contribuyen a formar subjetividades). Estos cuatro niveles de control regulaban, desde entonces, las formas de vida, sociedades y economías europeas y no europeas del mundo.

Pero, como también advierte Mignolo, para regular, además, fue necesaria la instancia enunciativa, es decir, la consolidación de actores sociales, instituciones y un marco conceptual e ideológico que diera sentido a la regulación. En el siglo XVI y en el proceso de gestión en el control de las Indias Occidentales, la instancia enunciativa estuvo anclada en dos principios rectores: el “patriarcado” y el “racismo”. El “patriarcado”, por su lado, regula las relaciones sociales de género y también las preferencias sexuales y lo hace en relación a la autoridad y a la economía, pero también al conocimiento: qué se puede/debe conocer, quiénes pueden y deben saber... Mujeres, indios y negros estaban excluidos del acceso a lo que se considera la cúpula de saber. Complementariamente, el racismo regula las clasificaciones de comunidades humanas en base a la sangre y el color de la piel: “mulatos/as” y “mestizos/as” en América fueron clasificaciones creadas por el hombre blanco cristiano y daban cuenta de la relación sangre con religión.

Dentro de este proceso histórico, el discurso de la pureza de la sangre fue el eje alrededor del cual se construyó la subjetividad de los actores sociales en distintos puntos de la llamada América Latina. Como sostiene Castro-Gómez, “ser blanco no tenía que ver tanto con el color de la piel, como con la escenificación de un dispositivo cultural tejido por creencias religiosas, tipos de vestimenta, certificados de nobleza, modos de comportamiento y formas de producir conocimientos” (Castro-Gómez, 2004:80).6

Desde el comienzo mismo de la acción colonizadora en el territorio neogranadino, el fenotipo de los individuos (blanco, negro, indio, mestizo) determinó su posición en el espacio social y, por lo tanto, su capacidad de acceso a aquellos bienes culturales y políticos que podían ser traducidos en términos de distinción (Castro-Gómez, 2004).

Se construyó y consolidó un dispositivo de blancura en tierras de América Latina frente al cual todos los demás grupos raciales pudieran ser definidos en su carencia como “pardos”. La forma en que las elites de la colonia construyeron el imaginario cultural de blancura no tuvo que ver estrictamente con el color de la piel sino que designaba, por encima de todo, el tipo social de una persona. En palabras de Castro-Gómez:

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[…] la blancura, como diría Bourdieu, era un capital cultural que permitía a las elites criollas diferenciarse socialmente de otros grupos y legitimar su dominio sobre ellos en términos de distinción. La blancura era, pues, primordialmente un estilo de vida demostrado públicamente por los estratos más altos de la sociedad y deseado por todos los demás grupos sociales (Castro-Gómez, 2004:89).

Desenmascarar el racismo significa comprender que existe una relación entre situaciones sociales de mujeres-blancas (son las empleadoras de trabajo de cuidado infrarreconocido, por ejemplo) y las situaciones de las mujeres no-blancas inmigrantes (trabajos precarios, inestables y mal remunerados). En este sentido, advierte Elsa Barkley Brown (citada por Lugones, 2005:66):

Las mujeres blancas y las de color no solo viven diferentes vidas sino que las mujeres blancas viven las vidas que viven en gran parte porque las mujeres de color viven las vidas que viven.

En el mismo sentido, Yen Le Espiritu remarca (citado por Lugones, 2005:66):

Reconocer las interconexiones de raza, género y clase es también reconocer que las condiciones de nuestras vidas están conectadas y conformadas por las condiciones de vida de otros. De esta forma, los hombres son privilegiados porque las mujeres no lo son; y los blancos tienen ventajas precisamente porque las mujeres no las tienen; y los blancos tienen ventajas precisamente porque la gente de color está en desventaja. En otras palabras, tanto la gente de color como los blancos viven vidas estructuradas racialmente; las vidas tanto de mujeres como de hombres están conformadas por su género; y las vidas de todos nosotros están influenciadas por los dictados de la economía patriarcal de la sociedad estadounidense. Pero las intersecciones de esas categorías de opresión significan que existe también jerarquías entre las mujeres, entre los hombres, y que algunas mujeres ostentan un poder cultural y económico sobre cierto grupo de hombres [y de mujeres].

Racismo y sexismo bajo un nuevo disfraz en el mundo

Verena Stolcke escribió, ya en la década de los noventa, sobre la nueva retórica de exclusión en Europa como un resurgimiento del viejo demonio del racismo sobre los inmigrantes. No es un problema nuevo, sostiene la autora, sino un problema que reflota con otras características, pero que, en definitiva, persigue la marginalización y la exclusión de colectivos de inmigrantes provenientes de diferentes países del llamado Tercer Mundo.

La actitud anti-inmigratoria europea es de vieja data, tiene sus raíces sociales y políticas ya en la consolidación de los Estados-nación europeos instalando una identidad nacional y una exclusividad cultural. El “habitus nacional”, una noción de pertenencia y de posesión de derechos políticos y económicos, caracterizó la idea moderna de la nación-Estado (Elias, 1991; citado por Stolcke, 1990).

Hoy en día, se puede observar que el multiculturalismo ha provocado otro tipo de racismo, que algunos autores han denominado “racismo diferencial”

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(Taguieff, 1987; 1991); es una doctrina que exagera la diferencia cultural esencial e irreductible de las comunidades inmigrantes no europeas, que estarían amenazando la identidad nacional del país anfitrión. Un elemento esencial de esta doctrina de la exclusión es el rechazo del “mestizaje cultural”, a fin de preservar la propia identidad biocultural (Stolcke, 1990).

A diferencia de un “racismo desigual” (Taguieff, 1987; 1991), en vez de considerar inferior al “otro”, exacerba la diferencia absoluta e irreducible del “yo” y la infinita variedad de las identidades culturales. El concepto de “arraigo” (enracinement, en inglés) remite a la idea de preservación de las identidades en su diversidad a partir de la permanencia en su propio país o del regreso a este; la idea de identidad colectiva como cultura, herencia, tradición, memoria, en definitiva, de diferencia en términos etnológicos pero alejado de las referencias de “sangre” y a la “raza”. Este “racismo diferencial” constituye una estrategia para enmascarar lo que en realidad se ha convertido en un “racismo clandestino” (Taguieff, 1991; citado por Stolcke, 1999).

Etienne Balibar (1988), también para la década de los noventa junto a Immanuel Wallerstein, en su libro Raza, nación y clase, ya se planteaba la pregunta sobre la especificidad del racismo en el mundo contemporáneo: ¿cómo se podía relacionar la división de clases en el capitalismo y con las contradicciones del Estado-nación?

Desde las producciones clásicas sobre racismo moderno, se subrayó la utilidad del discurso de desprecio y discriminación para escindir a la humanidad en raza “superior” (“superhumanidad”) y raza “inferior” (“infrahumanidad”), representaciones que dividen a los grupos humanos —basados en la significación de clase o casta, pero no todavía en la significación nacional o étnica— entre la legitimidad de sus privilegios políticos y la posición de servidumbre e incapacidad de una civilización autónoma. Han sido los discursos sobre “sangres”, “color de piel” y “mestizaje” los que dieron origen a dichas clasificaciones. La noción de raza solo se “etnificó” posteriormente, al entrar al proceso de consolidación de los Estados-nacionalismos (Balibar, 1988).

Otros aportes a esta discusión son los planteados por Rita Segato (2007), quien sostiene que:

[el] racismo, considerado ingenuo es letal para los no-blancos, es el racismo diario y difuso del ciudadano común, del “buen ciudadano” […]; la costumbre que reproduce estos aspectos de nuestra sociedad es una costumbre cruel, de fondo violento, y que está basada en el ejercicio sistemático y enmascarado de la violencia psicológica, cuando interiorizada al no-blanco por medio del tratamiento diferenciado —que puede consistir, simplemente, en ignorar su presencia— o del maltrato verbal o gestual, y de la violencia moral, cuando se lanza sobre esa persona una sospecha respecto de su moralidad, honradez o capacidad. En este sentido, el racismo es una forma de violencia (Segato, 2007:62).

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Por otro lado, el racismo se entrecruza con el sexismo y la pertenencia a las clases nacionales del Tercer Mundo, lo que señala el lugar de subalternización —sujetas a múltiples opresiones simultáneas— de las mujeres inmigrantes en los países del Primer Mundo: como mano de obra barata y descalificada, como mujeres de color explotadas sexualmente, como trabajadoras domésticas no reconocidas. En definitiva, como mujeres no-blancas son violentadas desde los gestos, las prácticas cotidianas y el lenguaje donde se les marca permanentemente la no-pertenencia a la comunidad local. El ser “diferentes” las segrega laboral y simbólicamente en el espacio público.

División internacional del trabajo, migraciones trasnacionales y ciudadanía en las nuevas subalternas: las mujeres inmigrantes

Los estudios de Saskia Sassen sobre los procesos migratorios a nivel internacional dan cuenta de que los flujos humanos responden o forman parte de las trasformaciones e integración del mercado, de la globalización del trabajo y de los impactos que las dinámicas económicas neoliberales tienen en los países en desarrollo. Para esta autora, la crisis de la manufactura tradicional ante la dislocación de la producción y la proliferación de sistemas flexibles de contratación (maquila y trabajo domiciliario), junto con procesos de reestructuración económica de los grandes centro urbanos7, han multiplicado los puestos de empleo que requieren de trabajadores y trabajadoras de baja calificación y bajos salarios, en especial en el sector de los servicios. En este sentido, existe una demanda específica de fuerza de trabajo en los países centrales, fundamentalmente ubicados en el norte del planeta, la que en gran medida es cubierta por inmigrantes que, por su condición de tales, aceptan empleos mal pagos y en precarias condiciones de trabajo.

Por tanto, esta situación acentúa la inequidad entre sectores y clases por nacionalidad, ya que la creciente desregulación y precariedad laboral de un importante contingente de las y los trabajadores asalariados, en gran parte inmigrantes, convive y sustenta los empleos regulados, con salarios elevados y mayores derechos de una minoría privilegiada (Camacho, 2010). Por lo tanto, Sassen considera las migraciones como un componente de la economía globalizada, por lo que entiende que la economía sumergida o informal, e incluso la ilegal, son elementos estructurales del mismo sistema.

Otro rasgo fundamental para comprender la globalización y las migraciones internacionales es lo que Sassen señala como conexiones sistémicas entre las políticas económicas implementadas desde los países centrales y el empobrecimiento que han sufrido los países periféricos, en medio de procesos de “desnacionalización” y de políticas neoliberales desde la década de 1970. Los Estados del llamado Tercer Mundo o en vías de desarrollo han tenido que implementar medidas de ajuste en el marco del modelo neoliberal, en su mayoría antiinflacionarias, de eliminación de subsidios estatales, de flexibilización laboral y de apertura al capital financiero y al comercio internacional.

Todas estas políticas afectaron directamente a la población más vulnerable de bajos recursos; las poblaciones no solo fueron impactadas por las reformas del

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mercado laboral sino también por los recortes sufridos en las políticas sociales y universales de salud y educación. En definitiva, los sectores más vulnerables —clases bajas, sectores medios empobrecidos, clase trabajadora y las mujeres— han sido los que pagaron los precios más altos de la reestructuración de los Estados. En consecuencia, han sido estos mismos sectores de la población los que han optado por migrar, como una estrategia de supervivencia para asegurar la reproducción familiar en sus países de origen.

Las mujeres son protagonistas de este proceso. Varios autores han denominado este proceso como “feminización de las migraciones” (Sassen, 2003; Camacho, 2010). Si bien las mujeres se han movilizado junto a sus familias dentro de los territorios nacionales como en los internacionales, en menor medida, la característica fundamental del mundo contemporáneo es que las mujeres ya no se movilizan acompañadas o acompañando a sus pares varones o familias, ellas viajan solas.

Según Camacho (2010), el desplazamiento de mujeres desde los países pobres hacia los países más prósperos guarda relación con dos procesos de gran magnitud de las últimas décadas: la feminización de la fuerza de trabajo y la feminización de la pobreza. La incorporación de la mano de obra femenina al mercado laboral ha mostrado múltiples asimetrías y discriminaciones. Este fenómeno ha respondido, en mayor parte, a la escolarización y mayor grado de educación de la población femenina, la reducción de la fecundidad de los sectores medios y cambios en patrones culturales en relación al matrimonio y la familia, entre otros. En los sectores más empobrecidos, si bien las mujeres han participado del mercado laboral como obreras, su situación laboral ha cambiado en las condiciones de contratación y de trabajo, lo que llevó a una precarización de los empleos y a la semi-ocupación.

Por otro lado, entre los países desarrollados y los del llamado del Tercer Mundo existe una relación de oferta y demanda laboral femenina concentrada en un nicho que es ocupado en su mayoría por mujeres inmigrantes, quienes son las que aceptan empleos desregulados, de suma flexibilidad y ubicados en los peldaños más bajos de la escala laboral (Camacho, 2010).

Asimismo, el trabajo de cuidado en los países del centro, que concentra básicamente mano de obra femenina inmigrante, ha funcionado como una variable para que mujeres de clases medias profesionales puedan conciliar trabajo-familia sin generar una reestructuración en los roles de género dentro del ámbito doméstico-familiar. Por el contrario, es un servicio que se compra en el mercado produciéndose una externalización del trabajo doméstico-reproductivo que las mujeres con mayores recursos delegan a otras mujeres, es decir, como afirma Camacho:

[…] esta transferencia de responsabilidades se basa en las ventajas y desventajas que provienen de su condición de clase y de su pertenencia étnica. Este hecho evidencia la permanencia de la estructura patriarcal al interior de los hogares y en toda la sociedad, a la vez que da cuenta de las intersecciones entre construcciones de género y otras variables como la nacionalidad, la etnia y la clase social (Camacho, 2010:48).

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La creación de “ocupaciones femeninas” estereotipadas para inmigrantes da cuenta que en la economía global se interrelaciona el capitalismo y el patriarcado, y producen mercados laborales segmentados en función del género y de la raza. En esta línea, Sassen explica la polarización entre trabajos vinculados a los servicios financieros e informáticos, bien remunerados y de alta calificación, en contraposición a los puestos laborales auxiliares vinculados a los servicios (de cuidado de niños/as, enfermos, domésticos, guardias privados, etc.), mal pagos y precarios, para los que se recluta mano de obra femenina extranjera. Esta situación asegura las pautas de consumo y el alto nivel de vida de los sectores medios y altos de las sociedades modernas (Camacho, 2010).

Por último, es importante añadir que la globalización ha generado una “economía de servicios feminizada que institucionaliza la explotación de las mujeres” (Arizpe, 1998:46; citado por Camacho, 2010:49), demostrada por los tipos de trabajos que realizan, como el servicio doméstico y la industria del sexo, y las condiciones de trabajo como los bajos salarios, infrarreconocidos y desregulados.

La pregunta por los derechos de las inmigrantes, como reflexión final

Como sostiene Sassen (2003), las mujeres inmigrantes develan subjetivamente ser “ciudadanas des-nacionalizadas” o, en términos de Butler (en Butler y Spivak, 2007), de los “sin Estado” que “son arrojados de la polis a la vida desnuda, concebida como vida desprotegida, expuesta a la violencia estatal” (Sassen, 2003:69).

Este estatus es producido por el Estado soberano en su capacidad de suspender los derechos de los individuos o de los grupos, o arrojarlos fuera de una comunidad política. Al ser abandonados, estos individuos y/o grupos quedan en el espacio o en la condición de “vida desnuda”, y el “bios de la persona ya no está sujeto a su estatus político” (Sassen, 2003:70) (entendido como el poder obtener el estatus de ciudadanía).

Por el contrario, esta “vida desnuda” por haber sido desechada de la política queda estrechamente atada al poder, queda saturada de poder desde el mismo momento que queda privada de ciudadanía y, por otro lado, el poder estatal instrumentaliza el criterio de ciudadanía para producir y fijar una población en su desposesión (por ejemplo, a través de formas de gobernabilidad).

¿Cómo es la vida para una inmigrante sin papeles? (o en trámite), ¿cómo es la vida para aquellas que viven con temor a ser deportadas? Sabemos que no hay instancias de indiferencia sobre la gente que vive una “vida nuda”, sino estados de desposesión altamente judicializados.

Según Seyla Benhabib (2005),

[…] la perversión del Estado moderno que pasó de ser un instrumento del derecho a uno de discrecionalidad sin derechos, al servicio de la nación, se completó cuando los Estados comenzaron a practicar desnaturalizaciones

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masivas contra minorías indeseadas, creando así millones de refugiados, extranjeros deportados y pueblos sin estado por sobre las fronteras. Los refugiados, las minorías, los sin Estado y las personas desplazadas son categorías especiales de seres humanos creadas a través de las acciones del Estado-nación. Es un sistema de Estados-naciones circunscriptos territorialmente, es decir, en un orden internacional “Estadocéntrico”, la condición legal del individuo de pende de la protección por parte de la autoridad más alta que controla el territorio en el que uno reside y emite los papeles a los que uno tiene derechos (Benhabib, 2005:49).

En este sentido, un/a se convierte en una minoría si la mayoría política en el ente político declara que ciertos grupos sociales no pertenecen al pueblo supuestamente “homogéneo”.

Siguiendo a Hanna Arendt [1951] (citada por Benhabib, 2005:49):

[…] tomamos conciencia de la existencia de un derecho a tener derecho (y eso significa vivir en un marco en el que uno es juzgado por sus acciones y opiniones) y un derecho a pertenecer a algún tipo de comunidad organizada, sólo cuando aparecen millones de personas que habían perdido y no podían recuperar esos derechos debido a una nueva situación política global […].

Por otro lado, está su revisión de la Declaración de los Derechos del Hombre (1789), donde ella redeclara los derechos del hombre e intenta revivir un discurso que sea políticamente eficaz (Butler y Spivak, 2009). En ese texto que denuncia la ineficacia de la “declaración”, y presenta una nueva, Arendt plantea aspectos interesantes acerca de lo que ella cree que el hombre necesita para sobrevivir en su humanidad:

Hay derecho a un hogar y derecho a tener derechos, una formulación muy interesante desde el momento en que son derechos básicos que no pueden fundamentarse en ningún gobierno establecido ni en ninguna institución social; y en este sentido, no son derechos positivos. También parece haber derechos de pertenencia. Hay derecho a una textura social de la vida (Butler y Spivak, 2009:76).

Nos preguntamos qué significa tener derechos para las mujeres en situación de trabajadoras inmigrantes, pertenecientes a minorías nacionales en virtud de “otra” raza, “otra” religión y “otra” lengua, es decir, ¿significaría recibir un tipo de reconocimiento y aceptación social en términos de “ciudadanas europeas”? o ¿qué tipo de derecho moral es el que presentan estas mujeres para que se las reconozca como miembros?, en definitiva, ¿qué tipo de derecho implica el derecho a tener derecho en estas mujeres?

Haber explorado las experiencias de las mujeres inmigrantes nos llevó, no a definirlas a priori como mujeres des-agenciadas, sin capacidad de trasformación, por el contrario, nos hizopensar en sus situaciones, como lo plantea Gloria Anzaldúa (1999), una “subjetividad fronteriza”, es decir, como una nueva conciencia producto del choque entre dos culturas, de una posición

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“de bordes” y que en el tránsito de esa ambigüedad se generan aprendizajes (nuevos ángulos de visión).

Asimismo, ala violencia se le hace frente con algún grado de oposición (Lugones, 2005), y, como apuntala Audre Lorde, la resistencia debe entenderse como un proceso de construcción de “las diferencias no-dominantes”, o los círculos resistentes dentro de los cuales “creamos nuestros propios rostros”, en palabras de Gloria Anzaldúa (1999).

Y el lugar que adquiere el leguaje es fundamental; este está pensado como agencia, es planteado o constituido como tal; un acto con consecuencias; una acción extendida y una performance con efectos. La agencia del lenguaje no es solo el tema de la formulación sino su acción misma (Morrison citado por Butler, 2007:4).

Los muchos significados del “derecho a tener derechos” expresado por Seyla Benhabib (2005), nos obliga a revisar las concepciones de ciudadanía, en el sentido de pensar, el derecho a ser reconocido como una instancia, y los derechos que le corresponderían a uno/a luego de ese reconocimiento.

Y, en este sentido, la autora se pregunta ¿quién ha de dar o negar reconocimiento?, ¿quiénes son los destinatarios del reclamo de que uno “debe ser reconocido como miembro”?, y la respuesta la busca en Hanna Arendt, quien afirma: “la humanidad misma”, pero agrega, “de ningún modo es seguro que esto sea posible” (Benhabib, 2005:51). El planteo de Arendt, que en este punto se diferencia de Kant, es:

[…] el derecho de la humanidad nos autoriza a convertirnos en miembros de la sociedad civil de tal modo que nos corresponden derechos jurídicos-civiles. El derecho moral del huésped a no ser tratado con hostilidad al arribar a las tierras de otro y de su derecho a la hospitalidad temporaria descansan en este mandato moral contra la violación de los derechos de la humanidad en la persona individual (Arendt, 1968:301; citado por Benhabib, 2005:52).

En definitiva, para Arendt el “derecho a tener derechos” trasciende las contingencias del nacimiento que nos diferencian y que diferencian el uno del otro. El derecho a tener derechos puede realizarse solo en una comunidad política en la que se nos juzga no por las características que nos definen por nacimiento, sino por nuestras acciones y opiniones, por lo que hacemos, decimos y pensamos.

Nuestra vida política —escribe Arendt— descansa en el supuesto de que podemos producir la igualdad a través de la organización, porque el hombre puede actuar y cambiar y construir un mundo en común, junto con sus iguales como miembros de un grupo basados en nuestra decisión de garantizarnos mutuamente derechos iguales (Arendt, (1951) 1968:301; citado por Benhabib, 2005:52).

Desde estos postulados sostenemos que la búsqueda de la igualdad cívica no es en la similitud de las personas, sino que implica el respeto por la diferencias.

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Y considerar la nueva situación europea, y, en particular, española, de la inmigración, es asumir el reto político de construir y consolidar un Estado que respete e incluya las diferencias étnicas relacionadas con la manifestación del lenguaje, las creencias y las formas de vida.

Siguiendo con el pensamiento arendtiano (1954; 1978), consideramos que existen limitaciones en la construcción de un Estado-nación homogéneo. Y en esta lógica, su concepto de “soberanía popular”, diferente a la idea de “nacionalismo”, hace referencia a la autoorganización y a la voluntad política democrática del pueblo, que puede o no compartir la misma etnicidad pero que decide convertirse en cuerpo político soberano y autolegislativo (Benhabib, 2005).

Entonces nos preguntamos, ahora, siguiendo el pensamiento de Seyla Benhabib, que se aparta de Arendt, ¿cómo se puede construir soberanía popular en democracias complejas y crecientemente multiculturales y multinacionales? Se evidencia una contradicción entre la idea de derechos humanos y la de soberanía arendtiana.

En esta línea es que observamos que las inmigrantes interpelan al Estado-nación español (si se puede llamar de esta manera) desde sus pluralismos lingüísticos y culturales que someten a un análisis que sobrepase el reconocimiento de la ciudadanía desde su condición nacional. El desafío, por delante, es el reconocimiento universal de cada uno y todos los seres humanos independientemente de su ciudadanía nacional.

En definitiva, retomando una idea de Saba Mahmood (2004), que plantea la “agencia” no “como sinónimo de resistencia en las relaciones de dominación, sino como una capacidad de acción que se habilita y crea en las relaciones de subordinación históricamente específicas” (Mahmood, 2004:168). En consecuencia, recuperar los discursos y lugar de enunciación de las mujeres inmigrantes que reivindican derechos es incorporar la discusión de la posibilidad de una dialéctica de derechos e identidad, en el sentido de que las mujeres que han migrado y que preservan su identidad (fija en el lenguaje y creencias, por ejemplo), y que precede a la adquisición de derechos del nuevo Estado puede tomar las características en el proceso de interacción otros significados de la cultura política.

Es decir, es preciso tener en cuenta, como sostiene Benhabib, que “hay procesos a través de los cuales otros se convierten en asociados hermenéuticos de nosotros al reapropiarse y reinventar nuestras instituciones y tradiciones culturales” (Benhabib, 2005:122-123).

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1 Mohanty recupera la tesis de Anouar Abdfel-Malek (1981): “los estudios académicos del ‘feminismo Occidental’ sobre el ‘tercer mundo’ deben ser examinados en términos de su inscripción de las particulares relaciones de poder y de lucha. Por tanto, cualquier análisis cultural, ideológico o socioeconómico debe necesariamente situarse. En consecuencia, la producción feminista no puede evitar el reto de situarse y examinar su papel en este marco económico, político y global, y de no hacerlo implicaría hacer ojo miope a las complejas conexiones entre economías del ‘primer mundo’ y ‘tercer mundo’, y sus profundos efectos en la vida de las mujeres en todo el mundo”.

2 Claramente, la autora advierte que ni el discurso ni la práctica política del “feminismo occidental” son homogéneos en sus objetivos, intereses y análisis. No obstante, es fundamental rastrear algunas de las estrategias dentro de la teoría y de la praxis del “feminismo occidental”, como, por ejemplo, las estrategias textuales utilizadas por escritoras que codifican al “otro” como un “no occidental” y, por tanto, (implícitamente) a sí mismas como “occidentales”. Esta misma situación se aplica sobre las académicas del “Tercer Mundo” que estudian y escriben sobre sus propias culturas utilizando las mismas estrategias analíticas. También Yuderkys Espinosa hace una muy buena crítica en relación a esto último (ver Espinosa Miñoso, 2009).

3 Mohanty pone el ejemplo del análisis de la “diferencia sexual” desde una noción monolítica, singular y transcultural del patriarcado o de la dominación masculina, y que conlleva a una concepción reduccionista y homogénea sobre “la diferencia del Tercer Mundo”, concepto también con una definición estable, antihistórica y que aparentemente oprime a casi todas las mujeres, si no a todas las mujeres de estos países (Mohanty, 2008).

4 En la última década, la violencia hacia las mujeres se volvió un cisma tras los asesinatos conocidos como “feminicidios”. Hay otros tipos de violencias que no tipifican como delito, denominados “invisibles” (Segato, 2003), y que ocurren en el espacio doméstico donde el varón controla el territorio de lo privado.

5 La autora nos recuerda que en Europa esta domesticación de las mujeres se llevó a cabo primero por la “caza de brujas” desde el siglo XV, tanto por parte de los protestantes como de la Santa Inquisición católica. Luego, se llevó a cabo a partir de la separación de las mujeres de la esfera productiva, lo que las convirtió en amas de casa y en obreras doblemente explotadas. En el caso de las mujeres de las colonias, esta domesticación se dio con las violaciones masivas de las mujeres indígenas, como instrumento de guerra de conquista y asentamiento colonial, la pérdida de estatus político y social, la reducción a la servidumbre y esclavización, entre otras cosas (Mendoza, 2010).

6 Para Castro-Gómez “este discurso de la limpieza de sangre operó como un discurso hegemónico de subjetivación pero no fue construido a partir de teorías

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filosóficas o ideas aprendidas en libros, sino de prácticas culturales inscritas en una red de saber/poder que, siguiendo a Mignolo y Quijano, he denominado la colonialidad del poder. El dispositivo de blancura se formó al calor de la batalla entablada en contra de otros grupos por la posesión de privilegios sociales, utilizando para ello un conjunto de estrategias de distanciamiento cultural. Sin embargo, esta idea de una batalla cultural no quedaría completa si omitiera mencionar el modo en que los dominados ‘canibalizaron’, por así decirlo, las estrategias del dominador y las convirtieron en tácticas de resistencia” (Castro-Gómez, 2004:89).

7 Principalmente, el crecimiento de los mercados financieros, expansión del comercio internacional de servicios y los flujos de inversión extranjera directa, entre otros.

 

El presente artículo es producto de una investigación que está siendo finalizada, titulada “Mujeres subalternas inmigrantes en Mallorca. Aspectos de la violencia de género/raza/clase y nueva ciudadanía intercultural”, financiado por la oficina de Cooperaciò al Desenvolupament i Solidaritat, con sede en el Departament de Filosofia i Treball Social de la Universitat de les Illes Balears.

Vanesa Vazquez Laba.Dra. en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires. Investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Argentina). Profesora de la Universidad Nacional Gral. San Martín y de la Universidad de Buenos Aires (Argentina).

vanesavazquez.laba[arroba]gmail.com

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