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Las condiciones de la familia brasilera de bajos ingresos en la provisión de
cuidados con el portador de trastorno mental
Lucia Cristina dos Santos Rosa1
Introducción
La familia brasilera representa la principal institución canalizadora de las
relaciones sociales, de la construcción de la identidad personal, como espacio de
solidaridad y reproducción material e ideológica. De esa forma el Estado asume
la condición de agente principal modernizador, impulsor estructural de la
acumulación capitalista y organizador de clases sociales, priorizando, las
intervenciones sociales, los grupos de mayor peso económico y organizativo.
Con todo, secundariza las demandas de reproducción social de los segmentos
más significativos de la clase trabajadora, subsumiendo las intervenciones
públicas en el área social, las exigencias económicas. Por otro lado, los países
del capitalismo central, que se desenvolvieron en el Welfare State, reducirán
varías funciones de la familia en la reproducción de sus integrantes.
En ese sentido, la retracción del Estado en términos de gasto social y en virtud
de la onda liberal repercute sobremanera en la estructura de la familia y en sus
funciones, en especial en las mujeres, principales cuidadoras, al recaer en éstas
el encargo para con las personas dependientes, tales como los portadores de
transtorno mental. Situación en la cual se torna difícil en la etapa de exigencia
temporal del mercado de trabajo, en que se reducen la disponibilidad para el
cuidado doméstico. El objetivo de este trabajo es analizar la relación entre los
servicios de atención psiquiátrica, la familia y la provisión de cuidados a los
portadores de trastornos mentales, llevando en consideración las condiciones
concretas en que la familia de los segmentos de baja renta se mantienen en un
contexto de crisis en económica, avance neoliberal y de transformaciones en la
organización de un grupo familiar.
1. Relación de los Servicios de Asistencia Psiquiatríca con la unidad
familiar de los portadores de trastorno mental
A partir de la Revolución Francesa, con los presupuestos alienistas de
Phillippe Pinel, emerge el sistema asilar que se torna progresivamente en el
modelo hegemónico de asistencia al loco en occidente – desde entonces,
1 Profesora asistente del Departamento de Servicio Social de la Universidad Federal de Piauí,
maestría en Servicio Social por la UFPE, doctoranda en Servicio Social por la URFJ. Traducción realizada del portugués al español por la Lic. en Trabajo Social Clara Weber Suardiaz.
alienado-. Pinel cimienta las bases para el entendimiento de la locura como
enfermedad mental en ciernes de los principios iluministas de igualdad y de
libertad colocando, en su concepción moral, al alienado en condición de
comprendido y justificado en su modo de comportarse. Funda los
presupuestos del alienismo e instituye el tratamiento moral basado en el
trabajo afirmado en principios terapéuticos, en la disciplina, principalmente
de las pasiones, para restituir el control de la voluntad, acompañados de
baños y duchas, como también por el aislamiento terapéutico, practicado a
través de la reclusión asilar del alienado. La exclusión social del alienado a
través del aislamiento era vista en su positividad como una medida
necesaria para reconstruir el direccionamiento de su voluntad,
devolviéndole el control de la razón. Antes la influencia del medio y de la
familia, en el centro del alienismo, se entendía que el paciente se podía
recomponer moralmente, retomando su propio control. Desde tal realidad,
la alienación era considerada en el campo alienista como posible de cura. Así
el loco podía rescatar su estatus de ciudadano, pues el mismo alienado no
perdería su condición humana, conforme a la visión de M. Gauchet e G.
Swain, en una trayectoria diferente la lectura de Michel Foucault. Para este
último, la locura en la sociedad burguesa, al ser la negatividad de la razón
cartesiana y al ser excluida del cuerpo social, destituiría al loco de la
condición humana y por tanto, de los principios de igualdad. (Bezerra,
1992).
Los resultados históricos del alienismo producirán, la cronicidad, una
“incurabilidad de hecho” (Venancio, 1990:61), que inscribe a la locura en una
“idea de una dimensión temporal como dimensión central de
determinaciones de validez de cualquier terapéutica.” (idem, ibídem)
La cronicidad de la enfermedad mental, se manifiesta como una
temporalidad que contrasta con la perspectiva de cura.
La crisis teórica del alienismo hace resurgir en la mitad del siglo XIX las
teorías apoyadas en el fisicalismo, que surgen como un desdoblamiento de
estudios anatomo -patológicos de la medicina, predominante en Alemania.
Esas teorías a pesar de tornarse hegemónicas, pasan a coexistir de forma
tensa con las explicaciones morales que ganan un nuevo impulso con el
advenimiento del psicoanálisis. En tanto, el establecimiento asilar triunfa
como principal modalidad de asistencia del portador de trastorno mental.
Esa institución por constituirse históricamente como un espacio de
segregación, violencia y iatrogenia, comienza a sufrir denuncias y críticas,
de forma más contundente y generalizada en el periodo posterior a la
Segunda Guerra Mundial, en ciernes de los procesos reformadores de la
psiquiatría europea y norteamericana.
Contemporáneamente, el asilo pasa a ser juzgado como una institución, que,
en el plano ético y jurídico, viola los derechos humanos de los portadores de
trastornos mentales sin reconocerles los derechos a la condición de
ciudadanía. En el aspecto clínico, por su ineficacia terapéutica, se torno un
espacio patogénico y cronificador; en su fase institucional reproduce la
violencia por sustentarse en relaciones de poder desigual y en relaciones
impersonales, deshumanas, masificadoras y burocratizantes, figurando así
una institución total – que ubica a los individuos en la lógica y en tiempo
construido organizacionalmente. Por fin, en el aspecto sanitario, el asilo es
identificado como institución burocrática, pobre en términos de
relacionamiento humano, material, ambiental y simbólico (OPS, 1990). En
términos generales, el supramencionado ambiente reproduce la propia
cronicidad al desenvolver un método terapéutico fallido, que produce y
administra enfermedad. Asimismo el sistema asilar representa como
aspecto positivo lo que debe ser asegurado como nuevos servicios, o sea, el
“derecho del usuario a un lugar apropiado de refugio en los periodos de
sufrimiento psíquico, y del derecho de la familia a la co-responsabilidad
pública con el cuidado y el tratamiento de su miembro con problemas
mentales (Vasconcelos, 1992:67).
A pesar del movimiento de denuncia crítica al ser asimilado y difundido
para la sociedad brasilera, a través de los movimiento de Reforma
Psiquiátrica, a final de la década del setenta, el modelo asilar aún persiste
como modalidad predominante de atención psiquiátrica, mismo
conviviendo con nuevos servicios orientados y con derechos a implementar
a través del reconocimiento de las necesidades, restituyendo la condición de
sujeto de los portadores de trastorno mental. Evidentemente, se modernizó,
incorporando algunos aspectos humanitarios en su práctica. En esa
perspectiva, el propio aislamiento asume un nuevo significado en el
discurso institucional, una vez que se destina a los momentos de
agudización del cuadro clínico, principalmente para los pacientes psicóticos.
De esa forma, el enclaustramiento y propósito como terapéutica para los
momentos de crisis.
No obstante, fuera de la crisis, la familia es orientada sobre todo para el
tratamiento ambulatorio y el enfermo con tales vínculos es reintegrado a la
convivencia familiar y social, en nombre de principios humanitarios,
mantenedores de personas y lazos afectivamente significativos y al mismo
tiempo burocráticos -racionalizadores, para los efectos de reciclar las camas
hospitalarias. En ese contexto, los pacientes sin familias o con ese vinculo
familiar inestables tienden a constituir los usuarios mayoritarios de la
población psiquiatrita, compuestas por personas con cuadros clínicos graves
y con necesidad de abordaje con duración prolongada.
La función delimitada por el hospital psiquiátrico como espacio terapéutico
y utilizado para los momentos de emergencia, así como la agudización del
cuadro clínico, expresa sobre todo el cuestionamiento de sus dirigentes y
trabajadores en salud mental que tiende a ser contestada por los familiares
de los segmentos más pobres de la población. Estos, presionados por la crisis
económica, por la precariedad e inestabilidad de las condiciones de vida, de
trabajo y, también durante la inexistencia en Brasil de políticas sociales
universales, se vuelve al hospital psiquiátrico como más un dispositivo
accionado en el rol de sus estrategias de sobrevivencia para aliviar el peso
temporal y psíquico, denotando la atención y el cuidado con el adulto
dependiente.
Durante tal realidad, los familiares exigen, también, además del tratamiento,
la custodia de su pariente que depende de cuidados psiquiátricos continuos,
siendo esto visto aún como un mecanismo para protegerlos, que ejerce el
control familiar y como una estrategia de supervivencia del propio grupo,
como un conjunto de personas vinculadas por lazos de afinidad y de
consanguinidad, que comparten recursos económicos formados
colectivamente. (Fausto Neto, 1982). En ese contexto, el responsable por el
enfermo se ve sobrecargado con las propias exigencias impuestas para su
propia reproducción y por la propia crisis económica, y, también por las
propias presiones derivadas de la emergencia de un portador de trastorno
mental en su medio.
El acto de la internación y el alta hospitalar psiquiátrica tienden, entonces a
constituirse en un campo de fuerzas, en una arena de lucha de intereses
antagónicos. De un lado, los intereses institucionales manifiestos en el
discurso de los dirigentes y de parte de los trabajadores de salud mental; del
otro, los interese sociales expresos en el discurso familiar. Los profesionales
en salud mental tienden a seducir a los familiares a no internar o cooperar
en el tiempo de internación apelando al hecho reconocidamente aceptado de
que la familia y la comunidad constituyen el mejor espacio para el
relacionamiento social con el portador de trastorno mental, por mantenerlo
integrado en la sociedad y en la convivencia familiar.
Los trabajadores de salud mental desconsideran, por ejemplo las
condiciones reales de las familias y de la comunidad para la provisión de
cuidados. Concomitantemente, parte significativa de ellos, acusa a la familia,
explicita o implícitamente, de abandonar al portador de trastorno mental en
el hospital psiquiátrico, hecho que identifican en las pocas o nulas visitas, la
omisión o suministro de direcciones erradas o inexistentes. Esa imputación
parece estar relacionada con una visión etnocéntrica por parte de los
trabajadores acerca de las familias de los segmentos subalternizados y de su
relación con el paciente y con el propio servicio de atención, orientada por el
desconocimiento de las condiciones de vida de esa población, como también
de sus códigos de conducta. Esa culpabilización también encuentra
resonancia en corrientes de la propia literatura crítica del área psiquiatrica,
responsabilizando a la familia por el propio trastorno mental.
En ese sentido, también, la anti-psiquiatría inglesa de los años sesenta
atribuye la etiología del trastorno mental a las relaciones patogénicas del
grupo familiar (Cooper, 1982). La anti-psquiatría americana, entretanto, al
negar la existencia de la “enfermedad mental”, afirma que la internación
psiquiátrica es un mecanismo socialmente aceptable de control y de
represión de las personas indeseables de la familia. De esa manera, los
parientes son percibidos como personas astutas que, en colaboración con los
profesionales de los servicios psiquiátricos, buscan el control de conductas
desviantes (Szasz, 1994). Goffman (1992), por su parte, responsabiliza a la
familia por imponer la internación psiquiatrica, al constituirse en uno de los
“denunciantes” en agilizar providencias en pro del encierro del portador de
trastorno mental.
Todavía en esa línea de análisis argumentativa, en Brasil, se puede resaltar
el trabajo de Diva Moreira (1983) como la expresión más significativa. A
pesar de reconocer las presiones económicas y espaciales que pesan sobre
las familias de bajos ingresos y las presiones sociales que influencian a las
familias de los demás segmentos, la supramencionada autora defiende que
las familias rechazan al portador de trastorno mental y lo castigan con la
internación psiquiatrica- “la familia y el acompañante siempre exigen,
imponen, revindican, manipulan, para que la internación acontezca. El
objetivo es, entonces, la internación, y no el tratamiento” (Moreira,
1983:153).
No obstante muchos de los procesos sociales descritos y analizados por esos
autores son empíricamente constatables, pudiéndose hasta configurar
tendencias dominantes, la relación entre la familia y el portador de trastorno
mental lejos de cualquier unilateralidad y es más compleja que la mera
necesidad de control y represión sobre los miembros desviantes. Envuelve
también muchos factores (diagnóstico; número de reinternaciones; sexo;
edad; condiciones materiales y psíquicas para su cuidado) que son
desconsideradas en el conjunto de acusaciones hacia la familia por esas
teorías, pero también han sido rescatados, principalmente en Italia, por los
movimiento de familiares de personas portadoras de trastorno mental. Esos
movimientos, al revindicar la manutención del Estado en la provisión de
cuidados, apuntando a los conflictos interfamiliares entre personas
generadoras de renta y aquellas dependientes de cuidado, así como la nueva
posición de la mujer en la estructura familiar, procuran eliminar el tono
acusatorio de la relación con los profesionales de los servicios.
Vale recordar, también, que la lectura en el área de psiquiatría,
principalmente la europea, apunta que la población en tratamiento,
internada en un hospital psiquiátrico (en Brasil, las reconocidas enfermerías
de los “SUS”), y mayoritariamente compuesta por usuarios oriundos de los
segmentos asalariados y desposeídos. Es mayoritaria en términos de origen
de clase y también como población psiquiatrica, pues, históricamente, el
sistema asilar y el hospitalar psiquiátrico se constituyen en una de las
modalidades de asistencia en el tratamiento de la pobreza, siempre selectivo
en la composición de su clientela. Por eso también el portador de trastorno
mental y su familia a sufrir una estigmatización conjugada, pues acumulan
el peso del capital simbólico negativo atribuido a la locura y a la
consignación de su condición y posición de clase, desvalorizada
socialmente.
La familia, a su vez, busca mediante la actitud de acompañante, convencer a
los profesionales de salud mental a internar y en muchas situaciones
prolongar el tiempo de internación, justificando esa necesidad en función de
procedimientos morales del enfermo considerado como desviantes o
intolerables.
De esa manera utilizan el argumento de riesgos impuestos por el portador
de trastorno mental e integridad física de otras personas y la amenaza que el
mismo constituye a los bienes del patrimonio familiar (Tsu, 1993:64). En el
discurso familiar dirigidos a los trabajadores de salud mental, el portador de
trastorno mental aparece como una amenaza de agresión física y material.
Por consiguiente, en la rutina familiar, la internación del portador de
trastorno mental significa el desencargo de una serie de actividades,
servicios e inversiones económicas impuestas por el cuidado y la
manutención; reducción de la sobrecarga psíquica generada por la tensión
que la expectativa de los síntomas de su cuadro clínico muchas veces
representa, así como la disponibilidad de un cuidador para el mercado de
trabajo. La hospitalización libera a la familia de una serie de encargos
relacionados a una persona dependiente total o parcialmente, dejando
disponibles especialmente a las mujeres – como antes mencionamos,
principales cuidadoras en el ámbito doméstico- para otros encargos o mismo
para el trabajo extrafamiliar.
¿Por fin, con el alta hospitalar, con la deshospitalización y/o
desinstitucionalización, que es que el portador de trastorno mental con
cuadro diagnóstico grave representa para la familia? ¿En qué condiciones la
familia provee cuidados a su portador de trastorno mental?
2. La familia del portador de trastorno mental y provisión de cuidados
A diferencia de las enfermedades de base anatomo-fisiológicas,
identificables clínica y laboratoriamente, el trastorno mental tiene origen
multifactorial (biológica, social, psíquica y cultural) y es identificado
sobretodo por sus síntomas, con frecuencia el comportamiento desviante,
trasgresor, que viola las normas socialmente aceptadas. Otra particularidad
del trastorno mental desarrolla el hecho de que el “paciente”, sufriendo
psíquicamente, casi nunca se reconoce como un portador de trastorno
mental, como un enfermo, y por eso no siempre acepta el tratamiento. La
condición de enfermo, casi siempre le es impuesta.
La identificación del trastorno mental ocurre generalmente a través de la
familia o de los grupos próximos del portador de sus síntomas, por la
observación de ruptura con el comportamiento convencional del individuo.
El trastorno mental tiende a sobrecargar a la familia emocionalmente, pues
convivir con una persona que no se considera enferma suele generar
tensiones. Cuando se escuchan los argumentos para convencer al portador
de esa enfermedad, de su realidad y necesidad de tratamiento, muchas
veces la familia tiene que recurrir a recursos persuasivos y así mismo
represivos para ser oída. Obviamente estas estrategias son acompañadas por
sentimientos de culpa y rabia asociados a actitudes de sobreprotección para
el enfermo. Se crea una zona tensionante permeada por sentimientos
ambivalentes. El trastorno mental también trae para la familia la vivencia
del estigma, ya que es asociado a la imprevisibilidad de acciones y la
conducta peligrosa. En desarrollo con eso, su portador padece de una
discriminación social que es extensible a su familia. Contradictoriamente en
la familia, por compartir los mismos códigos culturales de la sociedad, tiene
también una actitud reactiva y segregadora en relación al portador de
trastorno mental. Presenta sentimientos de protección simultáneos con
sentimientos de rechazo; cuya ambigüedad constituye fuente de angustia.
Todas las cuestiones que circunscriben esa patología se manifiestan en las
exigencias específicas por cuidados que la enfermedad provoca en virtud de
la dependencia total o parcial que desencadena.
Es importante resaltar que el trastorno mental implica una sobrecarga
emocional y temporal por exigir de la familia de su portador mayor
dedicación, teniendo en cuenta que, en las crisis, él precisa ser cuidado y
vigilado en función del riesgo de auto-agresión, como también de
heteroagresión. Tales cuidados tiene carácter de emergencia para la familia;
se configuran situaciones conflictivas entre los productores de renta/
proveedores y dependientes de cuidados. Se suscitan también los códigos
envueltos en los lazos de afiliación y parentesco, pues la familia es “una
unidad de relaciones sociales, de vivencias socio-afectivas que se estructura
en torno a un sistema de códigos y categorías que establecen una red de
reciprocidad, de intercambios de derechos y deberes entre sus miembros.”
(Fausto Neto, 1982:21)
Vale recordar también, que los vínculos de parentesco circunstanciados por
los códigos mutuos de derechos y deberes afilian sentimientos de culpa en
situaciones de descanso o descuido en relación al portador de trastorno
mental , al mismo tiempo que impulsa a los familiares a una mayor atención
y preocupación. La negatividad de actitudes frente al portador de trastorno
mental, por lo tanto revela el dilema de las condiciones objetivas, materiales
y subjetivas impuestas a la familia del paciente.
Histórica e ideológicamente, y como un nuevo significado a partir de la
sociedad burguesa, el cuidado directo con las personas en la familia y en la
sociedad fue asociado como un atributo de capacidad relacional propio de la
femeniedad, siendo utilizado para liberar al hombre exclusivamente para el
proceso productivo, subsumiendo a la mujer a las exigencias de
reproducción del capital para la producción de valores de uso. Así
mediatizada por la actividad del cuidado, el maternaje se reproduce en el
ámbito interno de la casa, en el espacio privado, en la jerarquía entre la
esfera pública y privada y en la desigualdad sexual entre hombres y
mujeres, anclada en la valorización del espacio público y de sujeto
identificado con esa esfera, el hombre, en detrimento la subsumisión del
espacio privado a la mujer. De esa manera, el hombre pasa a ser asociado
con el espacio de la calle, de la política, de competición, del trabajo
remunerado y asume la condición de proveedor de la unidad doméstica. Y
el status de autoridad moral de la familia. La mujer se vincula a la esfera
doméstica, privada. Los servicios que presta, “invisibles” socialmente, se
convierten en “acto de amor” y son realizados de forma aislada en el hogar
y para la familia. A la mujer se le atribuyen entonces funciones de
articuladora de la cohesión de la unidad familiar, de administradora y
organización y consumo doméstico, de educadora y prestadora de cuidados
para el hombre, para sus hijos y demás miembros agregados de la familia.
La condición biológica de la mujer de embarazarse y amamantar está
imbricada con la tarea de maternaje como si fueran actividades correlativas,
extensivas. Se construye, con ese eje, el “mito de amor materno” respaldado
en el arquetipo de María, de santa, como actividades de renuncia y auto-
sacrificio de individualidad de las mujeres, tarea impuesta como inherente a
la “naturaleza femenina”.
La maternidad, aunque es una condición determinada cultural e
ideológicamente a las mujeres, con resistencia de su parte, es internalizada
por ellas, ya que es una actividad que exige determinadas cualidades
psicológicas y relacionales que fueron asimiladas y organizadas
internamente en calidad de deseo consciente e inconsciente y apropiadas
socialmente, como también insertas jerárquica y diferenciada en la división
social y sexual del trabajo como una actividad subalterna, con valor social
insignificante, y dada a la referencia de la condición biológica de la mujer,
de forma naturalizada (Chodorow, 1990: 53) .
En esa dirección, proveer cuidados constituye una función psicológica que
resulta de una relación interpersonal, difusa y afectiva.
Historiográficamente, eso también ha sido demostrado por los estudios
feministas, que parten de la premisa que la lucha de clases se sobrepone y
atraviesa la cuestión de género (la dominación masculina sobre las mujeres),
mostrando que el “amor materno” es un mito, una construcción social, pues
es un sentimiento que cualquier persona, de cualquier sexo, puede
desenvolver porque es adquirido “a lo largo de los días pasados al lado del
hijo, y por ocasión de los cuidados que les dispensamos.” (Badinter,
1985:15), se metamorfosea como una función imbricada con la capacidad
relacional y psicológica de la mujer y relacionada a sus atributos biológicos,
y, por tanto es naturalizada como una cualidad esencialmente femenina. Esa
condición femenina es analizada por Nancy Chodorow (1990) que,
fundamentada en el psicoanálisis, explica ser un proceso construido a partir
de la socialización, en la primera infancia, cuando la personalidad y el
género son moldeados con base en las vivencias distintas de relaciones de
niños y niñas, primeramente con sus madres, por la función que
desempeñan en la división sexual del trabajo.
Conforme defiende la autora citada, en los primeros años de vida emerge la
necesidad de separación e individuación de niños y niñas, que se da por el
debilitamiento de la identificación primaria con la madre. Todavía, la niña
vivencia y elabora ese proceso en una continua relación con su madre, sin
grandes rupturas, pues su personalidad se construye a través del modelo
próximo suministrado por aquella, que puede ser imitado y le sirve de guía.
Su personalidad es refractada en la experiencia directa con la madre. Ya el
niño para elaborar su personalidad, tiene que romper con la madre y
apoyarse en un modelo masculino idealizado, pues, cotidianamente está
distanciado de su padre por las propias exigencias impuestas por el trabajo.
De esa manera el niño, para construir su identidad, se desvincula de la
figura materna, pasando a negar y a despreciar todo lo que este relacionado
con la femineidad, inclusive lo relacionado con la madre. Niega la
dependencia y la necesidad que tienen uno de otro. La madre a su vez,
tiende a tratar diferente a los niños, conforme el sexo. Mantiene una relación
de identidad con la hija, destacando la masculinidad del hijo en oposición a
sí misma. Así, impulsa al hijo para que se diferencie y asuma una postura
masculina precozmente, en cuanto exige menor individualización y
separación de las hijas. Como desdoblamiento de esas relaciones próximas
con la madre y distantes del padre, el niño, sin tener una relación personal y
cotidiana con el sexo masculino, desarrolla una identidad de modo
“posicional” en relación a la figura paterna, diferente de la niña que tiene su
identidad desarrollada de manera “relacional”, conectada con sus vivencias
directas y personales con la madre.
“Por su madre estar en torno de ella y ella haber tenido una relación
femenina con ella como persona, el sexo y la identificación del papel del
género de la niña son mediados por real dependencia de las relaciones
afectivas.” (Chodorow, 1990:73). O sea la niña mantiene sus vínculos de
dependencia con la madre. Así mismo su relación con su padre mediatizada
por la cualidad de las relaciones que establece con la madre.
La mujer identificada en el proceso de socialización como una extensión de
la madre, y auto- identificable como un ser para el otro, abnegada, cuyo
deber para con otro se impone como su “yo”, su personalidad. La mujer se
desenvuelve, así, en una “moralidad de la responsabilidad” que la torna
susceptible de las necesidades personales de los otros, diferentemente de la
“moralidad de derechos”, universales, impersonales y fundadas en la ley, de
los hombres. (Gilligan, 1982).
Entretanto, cuidar, a pesar de ser una función psicológica y relacional,
constituye también una función física y material, y exige determinadas
condiciones económicas y sociales que tornen disponibles al cuidador – en
este caso, la mujer, para tal tarea. Es lo que veremos a continuación.
2.1. La crisis en la provisión de cuidados en el ámbito doméstico
Contemporáneamente, no todas las familias están aptas para proveer cuidados
en función de las crisis económicas y de las transformaciones en el mundo del
trabajo que comprende diferencialmente a varias clases2 y segmentos sociales,
desencadenando cambios en la estructura familiar y alterando de forma
significativa la posición y el papel de las mujeres de la unidad domestica.
Con la constitución de la sociedad fundada en el asalariamento, la relación
estable con el mundo del trabajo proporciona vínculos relacionales sólidos en
la esfera familiar. (Castel, 1996), posibilitando la efectivización de la división
sexual del trabajo en los marcos tradicionalmente definidos e implementados
por sus segmentos dominantes, en que el hombre se identifica con la esfera
pública y la esfera de la producción, pago, suministrado las condiciones
económicas para que el grupo se reproduzca. La posición ocupacional del
hombre en el mercado de trabajo condiciona la posición de clase y el status de
toda la familia, definiendo los desempeños de las actividades en su interior.
Consecuentemente, la posición de la mujer como esposa, madre, dueña de su
casa y sus funciones de educadora y cuidadora están relacionadas y son
respaldadas por la posición que el grupo familiar ocupa en el espacio
extrafamiliar, mediada por las funciones ocupadas por el hombre /marido/
padre. Esa familia sólida y apoyada en la división sexual del trabajo, más
identificada con el modelo de los grupos dominantes de la sociedad, se localiza
en los estratos medios y en los segmentos de la clase trabajadora cimentada
sólidamente en el mundo del trabajo.
Los cambios que más afectan a las familias de los segmentos medios se han
producido de transformaciones en las mentalidades que alteran conductas,
comportamientos. En ese sentido, el modelo psicológico, y con distinción el
psicoanálisis, sustentado en una concepción individualista de la persona y en el
análisis de los procesos intrapsiquicos, así como el movimiento feminista,
tuvieron penetración en estos estratos, estableciendo sus relaciones con la
2 Se entiende que las clases no se constituyen monolíticamente. Internamente presentan
variaciones, fracciones con interese y situaciones particulares. De un modo general, se analiza una situación de una clase tendencialmente. Se generaliza una realidad, sin desconsiderar las variaciones internas. Con descontases internos y con las presiones externas, la familia se modifica, pues es una institución dinámica. Es determinada socialmente, mas también sobredeterminada condiciones que producen nuevas determinaciones, influidas en los cambios históricos.
locura y su pauta de conducta con las relaciones interpersonales, entre los
sexos, que se aproximan en mayor nivel de igualdad entre hombres y mujeres.
El trabajo extrafamiliar, la emergencia de las familias de tipo monoparental,
principalmente dirigidas por mujeres, y el crecimiento de la tasa de divorcio
sufrieron influencias reciprocas de esos movimientos.
Las clases trabajadores urbanas en Brasil, a su vez, se orientan por un código
propio identificado y nominado por Duarte (1986) como “modelo del nervioso”.
En su concepción de locura y de los procesos subjetivos, que articulan lo físico y
lo moral, conjugándose una visión religiosa, holística y jerárquica del mundo y
de las relaciones, la locura es calificada en el límite como una manifestación
pública de perturbación que incluye un espectáculo asociado a la inconsciencia,
la agresión y la perdida total de racionalidad (Duarte, 1986:264). Incluso en el
modelo del nervioso, la relación de género es rígida demarcada territorialmente
con el hombre en el espacio público y con sus funciones correlativas, así como la
mujer en el ámbito doméstico y con sus actividades atenientes a este contexto.
Descendiendo en la escala social, los segmentos con vínculos más vulnerables
en el mercado de trabajo presentan mayor inestabilidad y precariedad en las
relaciones familiares, tendiendo a la ruptura si la condición se prolonga por
mucho tiempo, pudiendo también llevar a la perdida de condición de
generador de renta. Las relaciones familiares de los segmentos empobrecidos
son más propensas a quebrarse por la inestabilidad del hombre con el
asalariamiento ocasionado por la propia estructura del mercado de trabajo, que
conforma determinadas regiones como expulsora de mano de obra por la
naturaleza estacional de sus actividades productivas, por la insuficiencia
salarial, relaciones laborales precarias, marcadas por la informalidad, y que no
asegura derechos previsionales y expone al riesgo del desempleo. La fragilidad
del hombre en la condición de proveedor impulsa a la familia a lanzar a otros
miembros al mercado de trabajo.
Las mujeres se insertan al mercado de trabajo en sectores correlativos a sus
actividades domésticas, en el ramo de prestación de servicios, en el sector
terciario de la economía. En el espacio público se reproducen las desigualdades
sexuales, se considera que las mujeres ocupan posiciones de menor prestigio y
remuneración.
En esas condiciones, el vinculo de unión mas duradero de esas familias se sitúa
en la mujer, que, como proveedora, pasa a constituir otro tipo de familia,
matricentrica, - dirigida por la mujer, compuesta por ella y sus hijos. Cuando
existe el hombre, este generalmente, figura como referencia de la moralidad
femenina o como protector de la familia contra ataques externos manifiestos de
la violencia urbana. Su vinculas es direccionado para la itinerancia, muchas
veces, motivado por la necesidad de procurar empleo en otras regiones.
La literatura es unánime en apuntar que la pobreza ronda principalmente ese
tipo de familia, por las propias condiciones subalternizadas de inserción de la
mujer como proveedora de renta. Sobre todo, trabajando en el espacio público,
extrafamiliar, la mujer se mantiene con sus atribuciones familiares, hecho que
configura su doble jornada de trabajo, constituyendo un área de tensión entre
las demandas de tiempo requerido para la esfera productiva como también
para las exigencias de disponibilidad doméstica para la prestación de servicios,
y, de la provisión de cuidados para los miembros dependientes.
Las transformaciones demográficas repercuten sobre todo en ese acuerdo
familiar. Los análisis de Berquó (1994) y Neupert (1994) son ilustrativas en ese
sentido. Las familias unipersonales, que entre 1950 y 1970 representaban el 5 %
del total de las familias, llegan al 7% en 1984, compuestas predominantemente
por personas con edad más avanzada, viudas y de sexo femenino. Las familias
monoparentales, en el censo de 1980 llegan al 5% del total de mujeres con edad
encima de los 14 años y 4,5% de los domicilios en Brasil. Prevalecían en las jefas
de hogar las mujeres viudas, con mayor número de hijos, siendo que el 86,2%
tiene más de 45 años, 30,7% sin ingreso y 67,1% recibían un salario mínimo.
Sobre todo, el envejecimiento poblacional es más significativo entre las mujeres
en consecuencia de la mortalidad diferenciada entre los sexos, favorable para
las mujeres, cuyas expectativas de vida son mayores en 1980-1985, siendo de 66
años, enguanto para el hombre, en el mismo periodo, era de 60,9 años (Kalache,
1987).
En suma, sobre todo los más pobres, y la doble sobrecarga de las mujeres con el
trabajo en el ámbito público y en el privado, las familias matrocentricas son
dirigidas predominantemente por mujeres con edad avanzada, significando que
también necesitan cuidados, sobre todo los relacionados a la salud, pues tiende
a aumentar el índice de enfermedades relacionadas a la senilidad, y, en
particular a las enfermedades crónico degenerativas, que requieren atención y
tratamiento a largo plazo. La familia en general tiene su tamaño medio
reducido de 4,6 en 1980 para 4,1 en 1989, lo que denota menor número de
personas disponibles para prestar servicios a la familia y a sus miembros
dependientes. De ese modo, al mismo tiempo que disminuye el tamaño de la
familia, aumenta el número de miembros que trabajan fuera del hogar.
Con todo, en ese cuadro inestable para el principal proveedor de servicios en la
familia, sucede el cuidado con el portador de trastorno mental, situación que se
torna aún más dramática si se toma en el análisis de la edificación domiciliar de
las familias pobres, caracterizada por un pequeño número de dependencias y
con dimensiones exiguas, revestimientos y condiciones sanitarias precarias o
inexistentes.
En Brasil, todavía la familia, históricamente, es la figura central como guía de
las relaciones sociales, de identidad social, de soporte relacional y material, de
la reproducción biológica e ideológica.
El peso reducido de acción estatal en la provisión de servicios sociales, así como
su acción volcada a los segmentos económica y políticamente más expresivos, y
su carácter puntual, clientelar, selectivo y asistencialista en la oferta de las
políticas sociales, que más creó la “ilusión de atención” (Sposati, 1998) de que
aseguraba los derechos sociales, manteniendo a las familias como soporte y
fuente de solidaridad social. Un proceso diferente ocurre en los países del
capitalismo central, en que el Estado asumió esa función al implementar el
Welfare State, garantizando derechos sociales universalmente y, reduciendo
varias funciones reproductivas antes delegadas a la familia.
Así en Brasil, las familias pobres, para soportar todas las funciones que le son
atribuidas y enfrentar situaciones de riesgo social, se valorizan, apoyándose en
las relaciones, actúan en red, en el núcleo de una ética de obligaciones
recíprocas guiadas por dar- recibir – retribuir (Sarti, 1996).3
Se configuran de ese modo, para la familia brasilera, condiciones deficitarias de
atención domiciliaria al portador de trastorno mental. Por que a su vez el
trastorno mental hace emerge una crisis en la estructura familiar, de constituir
una incógnita en términos de comprensión y busca de estrategias de cura,
vienen a agravar las ya precarias condiciones del grupo a medida que impone
exigencias específicas de cuidado y atención, movilizándolos así tanto
emocional como materialmente.
La familia enfrenta ese cuadro empobrecido y las demandas del portador de
trastorno mental construyendo estrategias de sobrevivencia y buscando dividir
con el Estado el encargo de los cuidados con su pariente enfermo.
Diversos estudios indican que la actitud de la familia frente al trastorno mental
y su portador resulta en gran proporción de la propia elaboración a partir de su
vivencia directa y cotidiana con el sufrimiento. Pos eso los diferentes abordajes
de los servicios psiquiátricos también influencian, pudiendo alterarla.
Intentaremos trazar ese desarrollo, en el apartado siguiente.
2.2. La dinámica y el desarrollo de la relación entre la familia, los servicios
psiquiátricos y el portador de trastorno mental
Generalmente, las familias llegan a los servicios psiquiátricos, angustiadas,
estresadas, con agudos sentimientos de culpa, sin comprender el trastorno
mental y sin saber como lidiar cotidiana y prácticamente con las cuestiones que
este coloca, y con sus recursos materiales y psicosociales saturados y/o
agotados.
Los servicios tradicionales del manicomio son estructurados con base en la
internación en tiempo integral y en el abordaje predominantemente
homogéneo, medicamentoso y centrado en la figura del médico, delimitando su 3 Al respecto, el universo social brasilero, visto como un conjunto desigual más combinado, se
constituye en una complejidad y coexistencia de articulación entre lo tradicional y lo moderno, entre los principios jerárquicos y relacionales oriundos del espacio privado, familiar, y de los principios de igualdad jurídica que guían la ciudadanía. En la concepción de Da Matta (1997), la casa y el universo privado se imponen sobre la calle, el universo público. La esfera política formadora de ciudadanos guiada por la impersonalidad, por el anonimato, por el derecho formal legal, es despreciada y percibida negativamente. Las relaciones y el ethos brasilero se rigen por los códigos jerarquizados de personas que conforman un “universo relacional” (Da Matta, 1997), fundado en lealtades relacionales.
acción sobre la familia de forma puntual, particularmente en el acto de la
internación, cuando le es solicitado prestar informaciones sobre las
características del portador de trastorno mental y de la evolución de su cuadro
clínico. La familia es encarada como una unidad separada del enfermo y por
eso es excluida de la intervención terapéutica.
Como toda forma de abordaje implica una organización e interpelación de
saberes, competencias y mandatos sociales, y sus prácticas correspondientes, la
familia tiende a responder esa acción deliberada de la psiquiatría tradicional
considerando las instituciones de naturaleza manicomial como el destino social
y de cura por excelencia del portador de trastorno mental.
La persistencia del cuadro clínico y la ineficacia de la intervención tienden a
cronificar al portador de trastorno mental, que se torna pasible de entrar en el
circuito del revolving door [puerta giratoria], o sea circula de un hospital para
otro, con o sin intercalar la convivencia doméstica. El distanciamiento
prolongado, la falta de convivencia directa entre el portador de trastorno
mental y su familia, la desinformación y la falta de preparación moldean
conductas y cristalizan posiciones. La familia pierde la poca experiencia que
tenía con el portador de trastorno mental y las condiciones emocionales para su
convivencia. El portador de trastorno mental, a su vez, pierde paulatinamente,
con las frecuentes re- internaciones, su espacio en el ámbito doméstico. Perdida
que se revela en la falta de cama a él destinada; falta de lugar para guardar sus
cosas de uso personal o cotidiano. Perdida real, objetiva, que se reproduce
simbólicamente en la ruptura de las condiciones relacionales para la
convivencia. El portador de trastorno mental, al mismo tiempo en que es un
integrante del grupo familiar, tiende, con las re-internaciones frecuentes, a
tornarse un extraño, en otro, en función de la propia vida manicomial, que
mortifica y empobrece los términos relacionales. El portador de trastorno
mental se adapta forzosamente a la vida institucional y se torna dependiente de
sus muros, fenómeno expresado en el hospitalismo – situación de re-
internaciones o de mantenimiento del ambiente hospitalar sin recomendación
clínica, en que “hay un deseo consciente e inconsciente del paciente de ser
cuidado por la institución.” (Galizzi, 1994).
Los nuevos servicios (centros de atención psicosocial, hogares de abrigo,
pensiones protegidas, hospital de día, hospital de noche, etc.), construidos en el
núcleo de la reforma psiquiatrita brasilera, centrados en la internación parcial,
en el trabajo en equipo y en el abordaje grupal, procuran rescatar la
complejidad del trastorno mental, buscan construir nuevas formas de relación
entre la sociedad y la locura y, con eso, contribuyen para la construcción de
nuevas prácticas y nuevas representaciones sobre la locura. Intentan incluir a la
familia en su abordaje, ejecutando un trabajo educativo de esclarecimiento, de
capacitación compartiendo con ella los cuidados, a medida que en los Centros
de Atención Psicosocial el portador de trastorno mental pasa todo el día.
Se observa que la atención diferenciada de los nuevos servicios modifica la
relación de la familia con los servicios y sus representaciones de los mismos.
Este hecho fue identificado en Italia por Giannicheda (1989), que indicó la
distinción entre los servicios destinados a terapia y a la cura, volcados
principalmente para la rehabilitación y la resocialización, y los servicios
alusivos a fortalecer cuidados relacionados con la población con cuadros
clínicos más graves y destinados a las personas más pobres y más
estigmatizadas, de baja eficacia.
En Brasil, el estudio de Pereira (1997), en Colonia Juliano Moreira, apuntó que
los familiares entienden que, “si existen las modalidades de atención
concomitantes, es porque esas formas vienen a responder a necesidades
diferentes, o sea, el hospital psiquiátrico, funciona para atender los caso más
graves, y los hospitales de día, y otras modalidades de atención diaria
pretenden atender una clientela de casos más amenos.” (Pereira, 1997:108)
La familia comprende así, que la coexistencia de servicios diversificados
conforman una división social del trabajo que separa a los “usuarios de riesgo”,
por lo tanto, pasibles de convivencia en un mismo espacio social de los
“normales”, en función de sus crisis eventuales, de los usuarios que exigen una
atención continua, prolongada, considerados como locos propiamente dichos.
Ese hecho explicita también el dilema del proceso de reforma psiquiatrita de
construir nuevas oportunidades de acción con esa “clientela de riesgo” o
“clientela de atención continua (Vasconselos, 1992) cuyos vínculos con la
familia se hallan desgastados y necesitan de reconstrucción, pues el rechazo y el
abandono tiende a crecer en ese grupo proporcionalmente al aumento del
número de reinternaciones. (Sgambati, 1983).
A medida que la familia es incluida en el abordaje del servicio, pasa
gradualmente a comprender mejor la naturaleza del trastorno y aprende a lidiar
con su “sintomatología” – o comportamiento desviante- y se torna más sensible
para aceptar al paciente en casa, visto que “cuanto mayor es la creencia de
poder controlar ese comportamiento, mayor será la intención comportamental
de permanecer con el enfermo mental en casa. (Crispim, 1992).
Lo que se pretende mostrar, por lo tanto, son las alteraciones que el abordaje de
un servicio puede desencadenar en las actitudes de los familiares. Hay una
pedagogía institucional que interfiere y de cierta forma modifica la relación con
la familia con el portador de trastorno mental. Se evidencia, de ese modo, que,
si la familia abandona al portador de trastorno mental es porque también fue
abandonada por los servicios asistenciales y, consecuentemente por el Estado.
La última cita parece sugerir una dirección de los cuidados para la familia. Esa
es una cuestión compleja y controversial. A pesar de la familia puede constituir
el mejor espacio de relaciones efectivas y personalizadas, esta se encuentra en
crisis en relación de las condiciones para cuidar. Por otro lado, defender el
cuidado únicamente de la familia envuelve el riesgo de reforzar las políticas
regresivas en los moldes sugeridos por el ideario neoliberal, donde el Estado se
retira de la asistencia del portador de trastorno mental, tal cual ocurre en gran
proporción en el proceso de reforma psiquiátrica americana que, al orientarse
para la búsqueda de racionalización administrativa, deshospitalización y
provocó desasistencia.
Actualmente co-existen en Brasil, nunca de manera pacífica, por estar poco
integrados, modelos diferenciados de asistencia tanto fundamentados en el
modelo asilar como en los modelos de los nuevos servicios. En tanto el modelo
asilar permanece hegemónico y algunas características de relación de los
servicios con la “clientela de atención continua” permanecen aún poco
alteradas, pues muchos de los nuevos servicios parecen priorizar los usuarios
con cuadros diagnósticos más “leves”.
2.3. Perspectivas de encaminamiento
La salida para la provisión de cuidados más adecuadas al portador de trastorno
mental constituyen un campo de fuerzas que articula enorme complejidad y
matices, también porque los servicios públicos en general, y, específicamente,
aquellos organizados en los límites del Welfare State se encuentran en crisis,
pues refuerzan el cuidado pasivo al masificar, homogeneizar y burocratizar la
producción de la provisión de los servicios prestados, ignorando las múltiples
diferencias de necesidades de los usuarios y de sus familiares en términos
temporales, de calidad y cantidad de los servicios (Vasconcelos, 1992).
En esta línea de argumentación construida hasta ahora en este trabajo, podemos
hilvanar algunas pistas para construir perspectivas de encaminamiento de esta
cuestión:
para una recolocación del debate y elaboración por la sociedad de la
relación de género, para aliviar las presiones sobre las mujeres, no solo
para los cuidados con el portador de trastorno mental, y con todas las
personas dependientes en la familia y con el trabajo doméstico en
general;
para un nuevo pacto en torno a la distribución de la carga del cuidado
del portador de trastorno mental entre la familia y los servicios, en la
perspectiva de que la salud y la asistencia sean derechos de todos,
universales y un deber de Estado, lo que implica una fuerte articulación
entre el Movimiento de Reforma Psiquiátrica Brasilera, que lucha por los
derechos de una minoría, particularmente por sus derechos civiles , con
el Movimiento de Reforma Sanitaria, que lucha en la perspectiva de
universalidad de los derechos sociales en el área de salud y para el
control social. De esta forma, la participación de los principales
involucrados e interesados puede redireccionar la cantidad y la cualidad
de los servicios dentro las necesidades de los segmentos a que se destina;
para un reconocimiento de que el avance en el campo de la salud mental
requiere una mejoría en general de las condiciones de vida de las
familias y de las mujeres, en especial (institución de derechos con
discriminación positiva, favorable a las mujeres).
para la necesidad de capacitación de los trabajadores en salud mental y
democratización de los servicios, de modo que se incluyan a las familias
de los propios usuarios en su organización, de tal manera de que
participen en la planificación de las acciones, de las formas de
tratamiento, de elaboración y gestión de proyectos de acción e
investigación en común y revisen la condición de “pacientes”, personas
pasivas sobre las cuales inciden las directivas de otros, constituyéndose
así, en un actor y constructor de las alternativas y soluciones para una
realidad tan compleja y pasible de violación de principios y de derechos
humanos, como es el área “psi”;
para la lucha en pro de la creación de servicios adecuados de refugio en
los momentos de crisis y agudización de los cuadros clínicos que, sin
configurar internación, produzcan nuevas formas de atención
interrumpidas, siete días a la semana y veinticuatro horas por día, dentro
de las necesidades de los usuarios y de sus familias y no meramente
restringidas a los interese burocráticos y formales de la institución.
Consideraciones Finales
Las contingencias sociales, económicas, políticas, demográficas y culturales
extremamente adversas para las familias pobres las colocan en situación de
riesgo social que interfieren en sus funciones y reacción frente a la provisión de
cuidados con un portador de trastorno mental. Imposibilitadas o limitadas
concretamente en sus atribuciones de cuidado, sobretodo por la posición
ocupada por la mujer, principal cuidadora y proveedora, en especial en las
unidades matricentricas, esas familias buscan distribuir con los servicios
psiquiátricos los encargos de cuidar, a pesar del contexto de crisis de los
servicios públicos y de avances del ideario neoliberal.
La familia precisa ser vista no apenas como un recurso, como un “lugar” como
otro cualquiera. Evidentemente es un espacio de afecto y de relaciones
personalizadas significativas, más no siempre es vivenciado como un afecto
positivo tanto por el portador de trastorno mental como la propia familia. El
cuidado de la familia no sólo involucra el afecto, características psicológicas,
relaciones interpersonales significativas, más también condiciones materiales
concretas para su desarrollo.
Vimos en este trabajo que la relación entre los servicios psiquiátricos con la
familia de la “clientela de riesgo” y con la familia de la “clientela de cuidados
continuos” coloca cuestiones complejas que precisan ser mejor equilibradas y
enfrentadas en el núcleo del movimiento de la reforma psiquiatrita, llevando en
consideración la conjetura de la crisis económica, social y el neoliberalismo,
desfavorable a las políticas sociales de carácter universal, garantizadoras de
derechos y ampliadoras de servicios. No obstante, existe aún el portador de
trastorno mental con lazos familiares imposibles de ser recompuestos; para
estos, el Estado deberá de proveer hogares protegidos o servicios semejantes
permanentes.
La actual realidad de fragmentación y diferenciación de la asistencia, que
distingue los tradicionales, de los nuevos servicios, precisa ser pensada
globalmente, para que no se constituyan nuevas formas de estigmatización y
segregación en la distribución interinstitucional de los diversos tipos de
clientelas y servicios. Además de eso, la tipología y la organización de los
servicios tienen que adecuarse a las necesidades de los usuarios y de las
familias , en términos de horarios de funcionamiento, calidad y diversidad de
servicios, de las formas de ejercicio ciudadano en su gestión cotidiana, hemos
visto que la propia cualidad de las relaciones afectivas entre el portador de
trastorno mental y su familia es también influenciada por la calidad y tipo de
soporte que encuentra en la sociedad y, particularmente en los servicios
públicos, en el Estado, ese agente insubstituible de la solidaridad social.
Por fin se hace necesario también recordar los nuevos desafíos directamente
colocados por las condiciones de vida cada vez más deterioradas, en un
contexto en que tantas personas pasan a ser consideradas “inútiles para el
mundo”, pues la vieja distinción entre aptos e incapaces para el trabajo se
amplía, ampliando la importancia numérica y social del segundo término. Que
incluye ahora una masa de trabajadores excedentes, sin trabajo y sin lugar en
ese nuevo mundo globalizado, donde la inactividad y la inutilidad son
impuestas y los servicios sociales públicos de los países del capitalismo
periférico tienden a ignorar. Así, los servicios psiquiátricos son llamados a
responder las implicaciones de esas condiciones económicas y sociales en la
psique de las personas involucradas en ese proceso, proceso cuyas posibilidades
de enfrentamiento puede inclusive incluir la precarización de los problemas
sociales. ¿Los servicios psiquiátricos actualmente aceptarán ese nuevo
mandato? ¿De que forma responderán a ese gran desafío?