las alas del sol jordi niños

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Prólogo

Y al abrir los ojos, vio el resplandor.Era la primera luz, todavía tenue, aún difusa, laque le acababa de despertar, como cada mañana.Y también como cada mañana, a pesar de que lassombras dominaban su entorno con mayor fuerzaque la claridad, miró en primer lugar al hombrenegro del techo del barracón. Luego le sonrió.—Hola, Johnny —susurró.El desconchado no se movió; permaneció estáticoen las alturas, como el reflejo de un imaginariosueño.Ni siquiera él sabía que Yu era su amigo secreto.El chico se levantó de un salto, en silencio, conla larga práctica ejercitada día tras día, y pasó porencima de los cuerpos de sus hermanas. Su padrey su madre dormían al filo del nuevo día.La misma escena de siempre, sazonada cadaamanecer con una nueva esperanza.Sus pies descalzos se movieron con la agilidadde un chimpancé. Salió fuera del barracón, dondese hacinaban más de setenta personas, contandolos últimos refugiados recién llegados dos días antes.Una vez en el exterior, se rascó por encima dela sucia camiseta y buscó la posible presencia deuna chinche, para echar luego a correr por la callejuelapolvorienta y reseca. Era el único momentoen que se sentía solo, y siempre le parecía muy

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especial, como si él fuese el único habitante delcampo. Después, todo se hacía más difícil: caminar,respirar, incluso sonreír.Y a Yu le gustaba sonreír.La enfermera, la señora Potts, le había dicho elprimer día que su sonrisa era muy contagiosa.Corrió por la callejuela de su barracón, a la quellamaban eufemísticamente Avenida de la Luz, porqueel sol golpeaba de lleno sobre ella cuando llegabaa su cénit, y fue acercándose a su objetivo enuna breve carrera. No estaba lejos de las alambradas,aunque en realidad dentro del campo nadaestaba lejos de ellas, así que llegó rápidamente asu destino. Como cada mañana también, se pegóa la primera, metió los dedos a través de los rombosde la rejilla metálica y aproximó los ojos a loque constituía el límite de su mundo.Yu no miró la segunda alambrada, ni se fijó enla altura de cinco metros que tenía la primera, ala que seguía pegado. Tampoco miró a derecha eizquierda, en dirección a las dos torres de vigilancia.Sólo formaban parte del paisaje en determinadasocasiones. Y nunca, desde luego, al amanecer.El amanecer era el instante de la libertad.La máxima ilusión.Centró su mirada en la montaña, distante, recortadacon suave perfección sobre la línea lejanadel horizonte. A su espalda, la noche era barridaimpetuosa aunque solemnemente por el resplandordel día. Por delante, ese día era presagio ytambién certeza. Si algo no fallaba nunca, si enalgo se podía confiar, era en que cada mañana élestaría allí.

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El sol.Yu esperó. La cita tenía algo de mágica, y nopor conocida jornada a jornada era igual o repetida,monótona o vulgar. Su madre le había dichoque aquel sol era el mismo de la aldea, que aúnrecordaba pese al paso del tiempo. Y que tambiénera el mismo que alumbraba el resto del mundo,el gran mundo.Hasta Australia.Porque el sol era el más libre de los prodigios dela naturaleza, el más vivo, el más poderoso y elmás fuerte. Su madre le había dicho que estaba allímucho antes de que llegaran ellos, y que seguiríamucho después de haberse ido. Desde luego no serefería a ellos mismos, o a los refugiados del campo.Se refería a los humanos, a todos.Claro que eso, para Yu, era demasiado profundo.Se contentaba con saber que el sol, lo mismoque la mancha negra con forma de hombre del techodel barracón, era su amigo.Esperó.No demasiado. Los minutos se hicieron arrullo;el silencio, música; la calma, paz. El resplandor fuecada vez mayor; las sombras, menores. La sinfoníade colores creció, apoderándose de un mundo queparecía esperarla para despertar. El cielo dejó deser oscuro y se tornó rojo y amarillo, blanco y, denuevo, azul, aunque esta vez mucho más claro.Los ojos de Yu atravesaban el hueco de la alambraday se centraban en el punto por el cual despuntaríael astro rey.Le hubiera gustado verlo del otro lado de las dosalambradas, sin barreras ni fronteras.Como en su aldea.

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Donde quiera que estuviese, porque ya no losabía.Contuvo la respiración al aparecer el primeratisbo de mayor luminosidad. Allí estaba, por fin,fiel a su cita. Despuntaba con la misma lentitudmajestuosa de siempre, inalterable y solemne. Erahermoso su elegante despertar, emergiendo de latierra para convertirse en su guía.Más y más.Los ojos de Yu se llenaron de él. Si el sol era untodo celestial, sus ojos eran ahora dos lunas, grandesy llenas. Despacio, muy despacio, el milagro seprodujo. El sol se abrió paso entre la última cárcely acabó flotando por encima de ella.Extendiendo sus alas.Había amanecido, ya era de día. Pronto el GranDios sobrevolaría las alambradas, simbolizando lalibertad, la esperanza.Yu cerró los ojos.Y sintió las alas del sol en su corazón.

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EN el exterior del barracón, compartiendo el mínimoespacio con las restantes personas que semovían por allí, su madre estaba lavando a susdos hermanas, frotándoles el cuerpo con brío y sindesperdiciar ni una gota de agua del barreño. Yuni siquiera se imaginaba que hubiese tardado tanto,aunque estuvo en la alambrada hasta muchodespués de que el sol se elevara por el aire, distanciándosemás y más de la tierra.Había agua, toda una novedad, y el reparto sehabía hecho muy a primera hora.O tal vez su madre se había peleado por ella. Erauna mujer de carácter.Lo demostró nada más verle.—¡Yu, otra vez! ¿Te voy a dar una paliza, hijoharagán! ¿Se puede saber adonde vas y de dóndevienes todo el día? ¿Qué has estado haciendo a estashoras?No sabía por qué se enfadaba. No podía ir muylejos.—He ido a la puerta principal —mintió—, porsi veía algún coche.La mujer intentó agarrarle, pero Yu se escabullócon agilidad. Tai Xi y Lin Li, desnudas en el barreño,se echaron a reír. Su madre no quería que se

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acercara a la alambrada, por las torres, porque decíaque mirar al otro lado era tan malo como mirara los ojos del viejo Tui, que los tenía blancos yvueltos del revés, por lo cual Yu imaginaba que seestaba viendo siempre los pensamientos.Los pensamientos del viejo Tui debían de sermuy malos, porque estaban llenos de guerras: contralos franceses, contra los americanos, contra lospropios hermanos del sur.Claro que eso había sido muy lejos, en casa, yhacía mucho, muchísimo tiempo.—¡Deberías darte un baño! —gritó su madre desistiendode atraparle—. ¡Estás tan sucio que prontotendrás una segunda piel!—¡Lo hice la semana pasada! —protestó él—. ¡Yya sabes que no me gusta que me bañes tú, aquíen medio! ¡Yo no soy como ellas!Tai Xi y Lin Li le sacaron la lengua y volvierona echarse a reír. Yu las ignoró. Como todas las niñaspequeñas, eran muy tontas, a pesar de que lamayor hubiese cumplido ya los siete años dos díasantes.—Haz algo de provecho —dijo la mujer—. Luegoempiezas a dar vueltas por ahí y ya no te veo.Mira si tu padre aún duerme.Yu entró en el barracón dispuesto a no acrecentarlos habituales enfados de su madre. Estaba segurode que era la mujer que más chillaba en todoel campo. La dependencia se hallaba ahora mediovacía, aunque algunas camas, hamacas o esterastodavía se veían ocupadas por ancianos y ancianas,niños y niñas pequeños, y los reticentes aabandonar la posición horizontal puesto que, al finy al cabo, no había nada que hacer, como cada

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día. Llegó hasta la breve zona ocupada por su familiay saludó al negro del techo levantando levementela mano. De día no hablaba con Johnny.No quería que nadie más le descubriera. Su padredormía boca abajo en el jergón, vestido con unpantalón corto, el torso desnudo, el rostro vueltohacia él. En el suelo, justo entre los dos jergonesque les correspondían, estaba su abuela, con losojos abiertos, como siempre.¿Por qué los ancianos eran tan raros?—Papá.Le movió ligeramente. Su padre resopló, al bordedel despertar o en mitad de un sueño feliz. Yumiró la negra silueta del techo. Luego, tras comprobara derecha e izquierda que nadie le prestabala menor atención, musitó:—Vamos, Johnny, ayúdame.La imagen fantástica lo hizo. Su padre se revolvióen el camastro y giró sobre sí mismo, aún conlos ojos cerrados, hasta quedar boca arriba. Respiróun par de veces con fuerza y acabó integrándoseen el mundo de los conscientes. Se encontrócon el redondo rostro de su hijo.—Mamá quería saber si estabas despierto.—No lo estaba —dijo él.Pero no mostró enfado alguno.—¿Cuándo irás a la oficina? —preguntó Yu sinocultar su ansiedad.—Esta mañana.—¿Podré ir contigo?—¿Por qué te gusta tanto entrar en ese sitio?—Ya lo sabes.—No, no lo sé. También te gusta mirar los cochesy nunca has subido a uno. En esa oficina no

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hay más que gente y papeles, tristeza y miedo.—Pero es... distinto.—¿Distinto de qué?—Hay mesas bonitas, sillas de madera, objetosextraños y esos aparatos de aspas que hacen aire.—Ventiladores —apuntó su padre.—Ventidalores —repitió él erróneamente, y trasencogerse de hombros con una inocente sonrisade aflicción, agregó—: No hay mucho que haceraquí, ¿verdad?El hombre se incorporó. Puso una mano sobrela cabeza de su hijo y le alborotó el cabello. Despuéshundió su rostro entre las manos y, al retirarlas,Yu vio en él la carcoma del abatimiento. Lacarcoma hacía que, día a día, las ojeras de su padrese hicieran más grandes y profundas. Temíaque un día la carcoma le atravesara la cabeza, oque le volviera la mirada del revés, como al viejoTui.Tal vez, si antes no se marchaban de allí...Un nuevo día, una nueva oportunidad.—Hay agua —le informó Yu—. Mamá está lavandoa las niñas.—Son tus hermanas —le reprochó él.—Bueno —dijo Yu sin comprometerse a nada.Su padre se levantó del jergón. Echó una rutinariaojeada a la mujer tendida en el suelo, sobreuna esterilla, con los ojos abiertos, y luego inicióuna pausada marcha en dirección a la salida. Casien la puerta, Yu le cogió de la mano.Así fue como salieron juntos a la luz del sol.Después de todo, tener padre era casi un motivode orgullo.

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LA Avenida de la Luz se había poblado ya de gente.Todos los esfuerzos, todos los trabajos pesados, deltipo que fueran, se llevaban a cabo al comienzo yal final del día, para ahorrar fuerzas evitando elcastigo del sol. A derecha e izquierda, por las callejuelasperpendiculares, a lo largo y ancho deaquel pequeño universo acotado por las alambradas,los refugiados se movían con las emocionesguardadas. Rostros famélicos, niños desnudos, ancianosde mirada perdida colaboraban en la diariasinfonía de la supervivencia.Aquélla parecía ser una buena mañana, conmayor movimiento, más voces. La palabra «agua»corría de boca en boca. No faltaban algunos gritos.El padre de Yu se detuvo al pie del barracón. Elniño apreció la súbita descarga de intensidad en elcontacto de su mano. Le miró, y luego siguió elrastro de sus ojos hasta encontrar el motivo deaquella reacción. Los dos hombres se acercaban.Quizá incluso estuvieran esperando.—Buenos días, Hu Dong —le saludó el primero.El segundo no dijo nada. Se limitó a sonreírmientras movía la cabeza. Cruzó los dos brazos sobreel pecho.—¿Qué quieres, Hu Gu Yen? —preguntó el padrede Yu en un tono desabrido.

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—Sabes lo que quiero. No hace falta repetir lascosas.—Yo no tengo nada. ¿Qué más puedo darte,dime? Mi sangre?—La pagan bien —consideró Hu Gu Yen—. Estosdías han llegado muchos compatriotas, y enpésimas condiciones.—Vete —pidió Hu Dong.No le hicieron caso. El que parecía llevar la vozcantante dejó de mirarle directamente para posarsus ojos en Yu. Y sonrió también.:—Tienes unos hijos estupendos, Hu Dong —dijocon suavidad—. Las otras dos son niñas, ¿verdad?¿Te quedan tres en total? Puedes considerarte unhombre afortunado.Hizo ademán de ir a acariciar a Yu. El niñoapartó la cabeza, y al mismo tiempo su padre semovió a un lado, obligándole a situarse tras él.—No tientes a la suerte, Hu Gu Yen —advirtióel padre de Yu—. Ya he matado una vez, y volveréa hacerlo si alguien se acerca a los míos. Ahoramárchate, búscate otros «contribuyentes». Sois lopeor de este sitio.Yu sacó la cabeza por detrás de su padre paramirar al cabecilla de la mafia local. En ese momento,escuchó su nombre en un tono conminantey autoritario que conocía sobradamente bien.—¡Yu, ven aquí!Giró la cabeza a la derecha. Su madre estabaallí, con una mano encima del hombro de cadauna de sus hermanas. Las dos niñas continuabandesnudas, limpias, con el cabello húmedo. A regañadientes,muy despacio, se dirigió hacia ellas.

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—Pasad adentro —ordenó la mujer a sus hijas.—Escucha, Hu Dong —dijo Hu Gu Yen, igualde despacio y en un tono que quería ser amigabley protector—. Tú conseguirás irte de aquí, claroque sí. No digo que vaya a ser la próxima semana,o dentro de un mes, o un año, pero te irás. Nosotros,en cambio... Nos deportarán, volveremos allí.Tenemos necesidades, ¿comprendes? Hemos deayudarnos los unos a los otros, empezando poraquí. Yo te protejo y tú me echas una mano, ésees el trato. Vamos, ¿cuál es tu problema, amigo?Yu se encontró con su madre encima antes delo esperado.—Tú, adentro —le ordenó la mujer.—¡Mamá!Sonó un chasquido. El bofetón impactó en sumejilla izquierda. No opuso más resistencia. Subiólos tres escalones. Lo último que escuchó de laconversación fue a su padre diciendo:—¿Qué harás: quemar mi barracón con todo elmundo dentro, como la semana pasada?Sus hermanas estaban mirando por la ventanasin cristal, protegida por un plástico sucio. Lin Li,la pequeña, le mostró una sonrisa en la que faltabanalgunos dientes.—Te ha pegado una bofetada —confirmó.—Y yo puedo pegarte una a ti —la amenazó él.—Se lo diré a mamá.—Pero la bofetada ya no te la quitará nadie.Lin Li consideró el aspecto negativo del tema yoptó por no continuar.Tai Xi estaba seria. Su rostro denotaba una angustiacreciente. Yu sabía el motivo: la violencia,cualquier clase de violencia, la asustaba. Y había

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desarrollado un sexto sentido que la advertía de supresencia, real o contenida, inmediata o futura.—¿Le harán daño a papá? —preguntó la niña.Yu se situó a su lado. Miró la espalda de su padrey los rostros de los dos hombres. Su madre seguíaen el mismo sitio, desvanecida su fuerza, perdidasu energía, la cara atravesada por ríos de inquietud.—Papá sabe cuidarse —dijo Yu con orgullo—.¿Acaso no lo ha demostrado?Tai Xi ya no respondió. Los tres asistieron a lossegundos finales de la conversación exterior. HuGu Yen y su compañero iniciaron la retirada. Elprimero pareció hacer una advertencia a su padre,apuntándole con el dedo índice de la mano derechamientras lo movía de arriba abajo. Él dio laimpresión de que les decía algo conminante. Ésefue el final. Se alejaron moviéndose con petulancia,provocando miradas de miedo y recelo a supaso, riéndose con ostentación.Yu vio cómo su madre se acercaba a su padre.Lo abrazó por la cintura y él la besó en la cabezaaprovechando que era ligeramente más alto queella. Los segundos los arroparon e hicieron renacerla calma. Finalmente, los dos entraron en el barracón.

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LEVANTARON a la abuela Mi Xouan entre su pa-dre y su madre. Las niñas ya tenían a punto lasilla, construida con tablas viejas sólidamente uni-das entre sí, con dos brazos laterales para que laanciana no pudiera caerse de lado. Yu recogió laesterilla cuando su abuela estuvo en pie, la enrollóy la metió bajo uno de los jergones.—Hoy no se ha hecho nada encima —informó.—Ya no sé qué es mejor y qué es peor —suspirósu madre.La depositaron en la silla, y luego cargaron conella entre todos para llevarla a la entrada hasta lahora en que el sol obligara a protegerla de nuevo.El transporte no fue pesado. Nunca lo era. Intro-dujeron dos tablas por debajo de los brazos y lalevantaron como si se tratara de un palanquín. Supadre y él delante, su madre y las dos niñas detrás.La abuela Mi Xouan pesaba poco más que sushuesos y su piel.Aunque también estaban los recuerdos. ¿Cuán-tos podían caber en una cabeza si eran casi invi-sibles?¿Y por qué pesaban?Un día su madre lo había dicho, en voz alta: «Lepesan los recuerdos, por esta razón está en este

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mundo pero ya no vive en él». Yu le preguntócuánto pesaba un recuerdo, pero ella no supo de-círselo; al contrario, se enfadó alegando que ésaera «una forma de hablar».Yu no estaba muy seguro de ello. Sus padres, ytodos los mayores en general, decían cosas incom-prensibles, pero en modo alguno sin sentido. Seintercambiaban miradas, callaban al notar la pre-sencia de los más pequeños, y luego fingían, disi-mulaban y se comportaban como si todo les per-teneciera, hurtándoles el conocimiento.La señorita Spencer, la maestra, decía siempre:—Conocer es saber.Bueno, su madre nunca había ido a una escue-la; en cuanto a su padre..., él decía que sí, y debíade ser cierto, pues sabía leer y escribir, pero eso nosignificaba nada.Los mayores tenían códigos secretos a los queél, por la razón que fuese, y de momento, no teníaacceso.Tampoco le preocupaba mucho, aunque le heríasentirse marginado.Era el único hijo varón, y la cabeza visible de lafamilia si faltara su padre.—Papá, ¿por qué esos hombres son así? Se su-pone que están como nosotros, y que deberíamosayudarnos, no pelearnos.—En todos los estercoleros hay ratas, hijo.—¿Qué es la mafia?

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—¡Yu, no pronuncies esa palabra! —cuchicheósu madre por detrás.Miró a su padre. El hombre se concentró en lamaniobra de dejar en el suelo el improvisado pa-lanquín. La silla con la abuela Mi Xouan quedóasentada en las tablas de la entrada. Era un buensitio. Les tocaba a ellos a lo largo de esa semana.Así no había carreras ni peleas por la mañana conlas restantes familias y sus mayores.—Vamos, niñas —dijo su madre.Tai Xi y Lin Li se acercaron a la anciana, unapor cada lado, y le dieron un beso en la mejilla. Seretiraron y le tocó el turno a Yu. No es que le gus-tase ir dando besos en público, pero era un ritual.Su padre decía que de esa forma la abuela sabíaque la querían y la necesitaban.Querían que muriese libre, en Australia.Aunque ni siquiera sabían si podría hacer elgran viaje, o si la dejarían. Los permisos se con-cedían a los fuertes, no a los débiles. Y en un cupolimitado, un viejo no podía robarle el futuro a unjoven.Yu besó la apergaminada piel de su abuela. Eracomo rozar un pétalo marchito con los labios. Allíno había flores, pero él las recordaba todavía. Lasmontañas que rodeaban su pueblo estaban llenasde flores de todos los colores.Los ojos de la anciana permanecieron estáticos,fijos en algún lugar inexistente, fuera o dentro desí misma, adoptando su eterna expresión de tris-teza.

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Regresaron dentro los cinco. Yu quería hablarcon su padre sobre los dos hombres, preguntarmás cosas. Era la primera vez que se acercaban aél en su presencia. Pero con su madre cerca vigi-lando, manteniendo la férrea disciplina que, segúnella, les permitiría permanecer unidos y fuertes, nose arriesgó.—¿Vamos ya a la oficina?—Aún es temprano. El comisionado y los demásllegan tarde.—Tienes algo que hacer, Yu —le reclamó sumadre.—¡Oh, no! —protestó él.Calló al recibir de lleno una fulminante mirada.La mujer examinaba ya con meticulosa atenciónla planta del pie de Lin Li.—¿Te duele? —le preguntó a la niña.—No —su hija cambió al momento su actitudindiferente por un gesto de angustia—. Bueno... Sime aprietas, sí.—Lo tienes peor —suspiró su madre, y dirigién-dose a Yu, le dijo—: Quiero que vayas a ver a laseñora Potts. Dile que no puedo esperar al próximolunes para llevarle a tu hermana, y que el hon-go se ha hecho mayor. Respetuosamente, pídeleuna dispensa para que podamos verla esta mismatarde.—¿Por qué he de ir yo?—En primer lugar, porque yo tengo mucho quehacer —su madre fue tajante—. Y en segundo lu-

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gar, porque, según parece, la señora Potts y tú soismuy buenos amigos.Yu miró a su padre.—Nos encontraremos frente a la oficina dentrode un rato —le tranquilizó él—. Ve a cumplir conel recado de tu madre.—¡Huy! —gritó Lin Li.—Esto está mal, muy mal —musitó la mujerpreocupada.—Te van a cortar el pie —anunció Tai Xi.Su madre fue muy rápida. El golpe la alcanzó delleno detrás de la oreja. La niña se echó a llorar yse refugió en los brazos de su padre. Los ojos deLin Li se habían hecho muy grandes.—Vamos, Mei Po —exclamó lleno de tacto y ca-riño Hu Dong dirigiéndose a su esposa mientrasconsolaba a su hija mayor.Yu no esperó a que su madre repitiera la orden.Echó a correr en dirección a la puerta, pasandoa menos de un metro de una mujer de medianaedad que, con un cazo en la mano, caminaba pro-curando no verter ni una gota de su contenido ha-cia la zona del barracón que ocupaban ella y lossuyos. La mujer se detuvo en seco, puso cara desusto y preocupación, y una vez asegurado el equi-librio de su tesoro, giró la cabeza para gritar:—¡Yu, siempre estás corriendo, siempre! ¿Cómopuedes ser el único que tiene tanta prisa?—Porque es el único que llegará, señora Wong—se escuchó la voz de su madre desde el fondo.Yu ya no estaba allí.

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EL barracón médico, llamado eufemísticamentepor la mayoría «hospital», tenía menos interés quela oficina donde se manejaban todos los asuntoslegales del campo, pero como alternativa no esta-ba mal. Lo que menos le gustaba a Yu era ver alos enfermos, a los gimientes pacientes que protes-taban y se lamentaban de sus males. Y era inevi-table verlos, porque atestaban el exterior y las sa-las de espera. Por contra, lo que sí le gustaba erahablar con la enfermera, la señora Potts, y admi-rar la blancura de su ropa, o el delicado mimo conel que escribía en su voluminoso registro de ano-taciones. Sólo cuando él era el paciente, o su ma-dre le llevaba para cualquier exploración rutina-ria, veía el lugar como un templo dedicado a latortura.Pero él era fuerte y estaba sano. No tenía losproblemas de Lin Li con los hongos ni los de TaiXi con la respiración. La última vez que el doctorParker le había examinado, le había dicho dándoleuna palmada en la espalda:—Si todos estuviesen como tú, amigo mío, ha-bría que cerrar el hospital.Yu estaba muy orgulloso de ello.

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No dejó de correr en todo el trayecto, aunque lasección C, en la que vivía, era la más distante delbarracón médico. El aire estaba saturado de voces,y también de aromas, pese a que la primera de lasdos comidas diarias aún no se había llevado acabo. Jugó a que huía del campo, tras saltar lasdos alambradas. Su padre, herido, le había gritado:«Huye, llega a Australia, trabaja y consigue quenos reunamos todos contigo. ¡Todo está en tus ma-nos, hijo!». Y él corría, perseguido por los policíasde seguridad, sin descanso, acercándose a HongKong, cuyos rascacielos se alzaban frente a él, tanmajestuosos y solemnes que casi podía tocarloscon sólo extender la mano. Llegaba, llegaba. Nadiesería capaz de detenerle. Y si lo hacían, lucharía.Dejó atrás las montañas, pisó las primeras callesatestadas de personas. En el puerto subiría a unmajestuoso barco en el que cruzaría el océano.Aminoró la marcha, la velocidad, ante la satu-ración de personas, y finalmente se detuvo. Frentea sus ojos cargados de sueños no vio los rascacie-los de Hong Kong, sino su objetivo: el barracónmédico. La saturación se debía a cuantos se mo-vían en torno al lugar, unos a la espera de su tur-no y otros por simple curiosidad. Con las recientesllegadas de nuevos escapados, aquellos que habíandejado familia en Vietnam buscaban noticias, ros-tros amigos, información de la situación o tan sóloun poco de solidaridad. Y el hospital, lo mismo quela oficina del Servicio de Inmigración, era un lugar

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adecuado para ello, salvo que uno quisiera cami-nar por todo el campo, sección a sección.Ni siquiera sabían nada de los otros campos re-partidos por las fronteras de la colonia.No tuvo necesidad de guardar ninguna cola.Rodeó el barracón por la parte de atrás y llegóhasta la ventana de la señora Potts. Al asomarsea ella, se quedó muy extrañado. Era la primera vezque no la veía en su silla, detrás de su mesa. Nor-malmente, cuando los pacientes entraban, ella nose levantaba. Los hacía pasar a la consulta y losatendía al salir. El doctor Parker hablaba con ellaa través de un aparato al que llamaban «interfo-no». Era estupendo, como si la voz estuviese allídentro.Se movió unos metros, esta vez más despacio ycon mayores precauciones. Si el doctor Parker lesorprendía espiando... Alcanzó la siguiente venta-na y levantó la cabeza hasta poder mirar por larendija de la persiana. No podía ver gran cosa, ymucho menos los rostros de las personas, pero des-de luego uno era el doctor Parker y la otra la se-ñora Potts. En la mesa donde los enfermos se ten-dían había una muchacha joven, de catorce oquince años, con el vientre hinchado y las piernasseparadas. Se movía mucho, y le dolía, porque gri-taba enloquecida, empapada de sudor.Por entre los gritos oyó decir al doctor:—Ya llega, ya está aquí.Entraron otras dos personas por la puerta fron-tal, no la de la señora Potts, sino la que daba al

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hospital. Yu dejó de ver lo que sucedía en torno ala mesa, pues se lo tapaban aquellos dos. Los gritosno menguaron, al contrario. Oyó una voz que or-denaba:—¡Empuja, empuja!Hubo un alarido, espeluznante, que le puso loscabellos de punta, y tras el... un sorprendente si-lencio. Yu pensó que la muchacha había muerto.El silencio se prolongó por espacio de unos segun-dos, cinco, tal vez diez, no más.Hasta que el llanto de un niño hendió el aire ycon él renació la actividad.Alguien se acercó a la ventana. Yu se apartó deella y se ocultó. Lo hizo detrás de unos bultos, cer-ca de la alambrada, puesto que por allí no habíabarracones de refugiados. Un enfermero subió lapersiana, abrió las hojas acristaladas y regresódentro. Yu no consiguió ver nada. El llanto delniño se mantenía. Eso era todo. Hasta que le pa-reció ver que la señora Potts regresaba a su sitio.Dejó su escondite y fue hacia la otra venta-na. La enfermera estaba de pie, con los ojos cerra-dos, sudorosa y con su blanco uniforme manchadode sangre. Tenía la espalda apoyada en la maderade la misma puerta que acababa de cruzar. Yuno supo si revelarle que estaba allí, a pesar de sumadre.Entonces la señora Potts abrió los ojos y miróhacia él.—Yu —dijo débilmente, y sonrió al reconocerle.—¿Problemas, señora Potts?

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—Al contrario. Se han superado, aunque a ve-ces parezca increíble —suspiró la mujer.Era agradable, alta, rubia. A Yu le gustaba so-bre todo el color de su cabello. Una vez se lo dejótocar. Tenía el tacto de la paja, pero mucho mássuave. Sus ojos eran grises, y sus manos, dos ca-ricias. Pero lo mejor era la expresión de su rostro,eternamente dulce.—Mi madre quiere venir a verla esta tarde, conLin Li —dijo él—. No puede esperar al lunes. Leduele.—¿Esta tarde? —la enfermera pareció abrumada.—Por favor —pidió Yu, y lo repitió en inglés;luego agregó—: Buen acento, ¿eh?La señora Potts se echó a reír. Abandonó supuesto junto a la puerta y llegó hasta la mesa. Es-tudió en el libro de anotaciones, donde registrabacitas y muchas otras cosas, y dio la impresión deresignarse. Por fin escribió algo al pie de la páginay volvió a mirarle.—Esta tarde —aceptó—, pero a última hora.—¡Gracias, señora Potts! —dijo Yu aliviado—.¡Adiós!Se apartó de la ventana tras saludarla con unamano, y de nuevo echó a correr, rodeando el ba-rracón médico para volver a enfrentarse a la tur-bulencia de los alrededores. Ya no se ocupó de losque esperaban turno o noticias. La velocidad desus pies descalzos le llevó a bordear la alambradapor la izquierda, hasta el bloque principal de edi-

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ficios asentado frente a la puerta del campo, laúnica puerta por la que se entraba y se salía.Una sola vez en ambos casos.Las oficinas del Servicio de Inmigración ocupa-ban una construcción rectangular, de una solaplanta, protegida por soldados chino-británicoscon el uniforme de la policía de Hong Kong. A Yule gustaban los uniformes, aunque no lo revelabaen voz alta, porque su padre solía decir que eranla legitimación del poder a través de la fuerza.También allí, aunque manteniendo una distanciamayor, había grupos de refugiados esperando serrecibidos o aguardando la hora de sus citas per-sonales con los responsables de inmigración. Alcontrario que en el resto del campo, el silencio allíera más que una suerte de presagio. Formaba unanube por encima de sus cabezas, oscurecía sus áni-mos. Latía en cada uno de ellos y se expandía entorno al edificio y al destino que los aguardaba.Porque dentro estaban todos, con sus nombres,sus causas, sus anhelos y su realidad.Todos, y sólo uno de cada veinte haría de esedestino su esperanza de futuro.Era imposible que su padre hubiese llegado ya.Corría más que él, y no había perdido demasiadotiempo en el barracón médico. De todas formas, nose arriesgó. El oficial de los que vigilaban tambiénera su amigo. Dejó atrás la última fila de hombresy mujeres y caminó hacia él. Algunos levantaronleves espirales de murmullos. Alguien le llamó,pero Yu no le hizo caso. Cuando se detuvo delante

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del hombre, alzó la cabeza y se protegió los ojosdel sol. Su interlocutor le doblaba la estatura.—¡Hola, Charlie Charlie! —dijo Yu—. ¿Ha lle-gado ya mi padre?—¿Tu padre? —el hombre del uniforme miróhacia abajo.—Hu Dong —anunció Yu—. Es mi padre.El hombre apartó la mirada de él. La paseó porcuantos aguardaban en las inmediaciones. No dijoque todos le parecían iguales. Sin embargo, aquelniño era distinto. Ni siquiera sabía por qué le lla-maba siempre Charlie Charlie.—No hay nadie dentro —le informó.Yu le saludó militarmente.—Gracias, Charlie Charlie —se despidió apar-tándose de la entrada—. Le esperaré.Y caminó hasta las inmediaciones de la alam-brada, en el lado opuesto a donde esperaban losdemás. Allí se sentó en el suelo y se quedó quieto,mirando la carretera que conducía al campo y sa-lía de él.El sol empezaba a batirla de lleno.

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Su padre tardó en llegar. Conociendo el caminoque iba a seguir, estuvo a punto de regresar a bus-carlo. Pero prefirió no complicar las cosas. La vi-sita al comisionado era, sin duda, lo más impor-tante del día. Siempre lo había sido, porque encada una latía la esperanza de que fuese la última,o cuando menos la última sin noticias. Dejó de mi-rar el camino al no encontrar en él movimientoalguno, y se concentró en los coches aparcados enla zona exterior, fuera del campo, en torno a lasinstalaciones donde vivían los guardias y el per-sonal de seguridad. Las casas parecían muy con-fortables.Lo más cerca que había estado de un coche ha-bía sido cuatro o cinco meses atrás, ya no lo re-cordaba. Casi había llegado a tocarlo. Estaba en lamisma puerta, pero dentro del campo, y disimulócuanto pudo para acercarse a él. Sólo quería sen-tirlo, percibir su tacto, notar en las yemas de losdedos el brillo de su color y la dureza del metal.Pero le sorprendieron a menos de tres metros, ybastante hizo con huir. Alguien gritó que preten-día robarlo.¡Qué tontería! ¿Cómo iba a robar un coche? ¿Dequé le serviría? Ni siquiera sabía cómo se mane-jaba.

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Por suerte, no le cogieron. Era una ventaja que,para los occidentales, todos ellos les parecieraniguales, y más los niños. Habrían sido capaces dedeportarle, a él solo.Finalmente vio llegar a su padre. Ya hacía unbuen rato que la oficina había abierto sus puertas,y los primeros refugiados entraron en ella. Habíados colas: la de quienes tenían cita previa y la deaquellos que se interesaban por su situación o al-gún problema que les afectara. La primera, máscorta, era la suya. Su padre torció el gesto al verdos docenas de hombres por delante.—¿Por qué no te has puesto a la cola? —le re-prochó.—Se me ha olvidado. Lo siento.—Está bien —se resignó el hombre—. De todasformas, no importa.Lo dijo en un tono de cansancio que extrañó aYu. Miró de reojo a su padre. ¿Y si les decían quetodo estaba ya en orden? ¿Cabía mayor entusias-mo? Tarde o temprano llegaría la hora. No iban apasarse allí el resto de sus vidas. Aquél parecía unbuen día.—Papa, referente a los dos hombres de antes...—Calla, Yu.—Sólo quería saber si fueron los que provoca-ron el incendio la semana pasada. Fueron ellos,¿verd...?El hombre le sujetó por el cuello con fuerza, obli-gándole a no continuar hablando. Se acercó a suoído para susurrarle en tono duro:—¿Estás loco? ¿Cuántas veces he de decirte que

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en todas partes hay ojos que ven y oídos que oyen?Yu miró al hombre que les precedía en la cola.Era bajito, de rostro arrugado, ojos pequeños y ex-presión ausente. No daba la impresión de estarpendiente de ellos. El que los seguía, en cambio,correspondió a su mirada, y a Yu no le gustó sucara. Demasiado redonda, lo mismo que su cuer-po. ¿Cómo se podía estar gordo allí dentro?La cola se agilizó sorprendentemente. Sólo dospersonas estuvieron dentro más de cinco minutos.Los demás, la gran mayoría, entraban y salían enmenos de uno. Los rostros de quienes abandona-ban la oficina tenían la luna nueva en sus faccio-nes oscuras. No hubo ninguna sonrisa.No hubo ninguna luna llena de felicidad.Yu no volvió a hablar, hasta que vio al oficialde guardia. De nuevo, su amigo. Levanto una ma-no y gritó:—¡Eh, Charlie Charlie, ya vamos a entrar!El del uniforme le dirigió una mirada marcial.En la cola, ahora, todos tenían sus ojos fijos en él.Dio media vuelta y se alejó despacio.—No les dejan hablar cuando están de guardia—justificó Yu.—¿Por qué le llamas Charlie Charlie? —se in-teresó su padre.—Porque un día oí que le llamaban así. Unhombre le gritó: «Charlie, Charlie». Es mi amigo.—¿Por qué ha de ser tu amigo?—A veces hablamos.Hu Dong miró la figura corpulenta del oficial,que caminaba de espaldas con todo el peso y la

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pomposidad de su fuerza. Después deslizó sus ojosde nuevo hacia su hijo, que le miraba o, mejor di-cho, le admiraba con la inocente ilusión de suedad. Comprendió que no valía la pena objetarnada, pero aun así le dijo:—Recuerda que no tenemos amigos, Yu. Esta-mos solos. Todos aquí estamos solos. No te fíes denadie, salvo de tu instinto.El bajito de rostro arrugado entró en la oficinadel Servicio de Inmigración. Hu Dong y Yu guar-daron silencio en la misma puerta, donde un guar-dia custodiaba el acceso al interior. Transcurrie-ron treinta segundos y el hombre salió de nuevo,con unos cientos más de años en su cara cincela-da, que parecía ser una inexpresiva máscara.Les tocó el turno.Entraron dentro de la oficina, y Yu se aprestópara ver y absorber el mayor número de sensacio-nes posible. Primero, los aparatos de aspas que gi-raban encima de sus cabezas, con aquella agra-dable sensación de aire en torno a sí mismos. Lobien que dormirían con uno de ellos en el barra-cón... En segundo lugar, los muebles, mesas y si-llas. Después, el resto: los retratos que colgaban delas paredes, los mapas, el ambiente, el olor a ta-baco. Su padre se detuvo frente al hombre quecontrolaba el registro de visitas.—Hu Dong Mingyan. Número tres siete dosnueve cinco —dijo en un elemental inglés.El hombre examinó un libro. Hizo una compro-bación. Volvió al primer libro. Luego, sin levantarla cabeza, le informó:

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—Nada nuevo, Mingyan. Vuelva dentro de dossemanas.Yu bajó la cabeza. Al hacerlo, vio a sus pies unpequeño sujetapapeles, un alambre redondeado enlos extremos. La mesa estaba llena de ellos. Ser-vían para unir papeles por su parte superior. El ha-llazgo le quitó el aliento, y casi le hizo olvidar lanueva frustración.—Quiero ver al comisionado —pidió Hu Dong.—Él no le dirá nada que no le haya dicho yo—se justificó el hombre enfrentándose a él.Yu se agachó, recogió el sujetapapeles. Iba a de-volvérselo al de la mesa. Pero contuvo el gesto alver su expresión.—Me dijeron que mi caso estaba próximo a re-solverse —insistió su padre—. Había prioridad.—¿Prioridad? —el tono del hombre se revistióde sarcasmo—. Lo siento, Mingyan, pero deberávolver dentro de dos semanas. Es cuanto puedo de-cirle.—Y yo le digo que he de ver al comisionado.El hombre se levantó. Parecía dispuesto a llamaral guardia de la puerta. Su gesto fue maquinal. Lamano de Yu se cerró sobre su repentino tesoro.Nadie le había visto recoger el sujetapapeles.Fue entonces cuando se abrió otra puerta y unhombre de mediana edad, mediana estatura y me-diana sonrisa apareció en la oficina.—¿Qué demonios está pasando aquí? —pregun-tó al ver al del registro en pie y al guardia de lapuerta acercándose a Hu Dong y a su hijo.

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TODOS guardaron silencio, y Yu, con la manofuertemente cerrada sobre su hallazgo, observó decerca al hombre que ostentaba el grado de jefe deaquella oficina. Sin saber el motivo, el comisiona-do también le miró a él.Tal vez le había visto coger el sujetapapeles.—¿Qué sucede, Armo? —quiso saber el reciénaparecido.—Mingyan, señor. Tres siete dos nueve cinco.No hay nada ni lo habrá hasta dentro de dos se-manas. Se negaba a irse.—No pretendería echarle estando su hijo delan-te, ¿verdad?El del registro se puso pálido. El guardia de lapuerta vaciló sin saber si dar media vuelta o que-darse quieto donde estaba. El comisionado le guiñóun ojo a Yu.—Pasa, Mingyan —invitó, y Ies franqueó elpaso al despacho.Yu se alegró de haber acompañado a su padre.Nunca había llegado tan lejos. Le dio la mano,como símbolo de protección y solidaridad, y cu-brieron la breve distancia que los separaba del in-terior del despacho. Si la oficina era impresionan-

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te, más se lo pareció aquel lugar. La mesa era demadera, y brillaba por el barniz. Todas las butacasy sillas estaban acolchadas, el aparato de aire pro-ducía mayor sensación de frescor y las fotografíasde las paredes eran mucho más hermosas. Habíauna dama con corona y una capa de color rojo.También vio retratos más pequeños sobre la me-sa. Una mujer y varios niños y niñas. Todos son-reían muy felices. Probablemente porque debíande serlo.Le hubiera gustado jugar con ellos. En el campo,sorprendentemente, no quedaban demasiados me-nores, y abundaban las chicas.—Siéntate, Mingyan —invitó el comisionado.Su padre lo hizo. Él también quería sentarse,sentir bajo su cuerpo aquella sensación de suavi-dad. Pero no se atrevió a moverse. Por una vez, searrepintió de ir tan sucio.—No quería causar problemas, señor —dijo HuDong en su inglés rudimentario.—Nadie quiere causarlos, pero todos los tene-mos, ¿no es así?—Usted me dijo...—Sé lo que te dije —le detuvo el comisiona-do—. El mundo a veces gira en otra dirección fue-ra de aquí, ¿entiendes? Tratamos de hacer las co-sas de la mejor forma posible, y con rapidez, perono es fácil.—Mi caso es claro.—El Alto Comisionado de las Naciones Unidaspara los Refugiados tiene miles de casos claros,

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Mingyan —trató de ser explícito sin llegar a pa-recer molesto o rudo—. Si quieres que te diga laverdad, la falta de noticias con respecto a ti es bue-na. Si tu caso no fuera cierto, ya te habrían de-portado. Cuanto más largas son las comprobacio-nes y más se examinan las peticiones, más posi-bilidades hay.—Pronto hará tres años, señor —musitó HuDong.—Hay muchos problemas ahí fuera —el hom-bre señaló con un dedo la pared de su derecha—.¿Sabes lo de la matanza del golfo de Tonkin? Lospiratas están masacrando a los que escapan de tupaís. Detuvieron dos barcos con casi mil personas,les robaron cuanto llevaban, secuestraron a lasmujeres jóvenes para prostituirlas en Tailandia ydespués ametrallaron al resto, incluidos los niños.¿Qué quieres que te diga? Los que estáis aquí ha-béis tenido suerte. Dos comidas diarias, atenciónmédica, escuela, y una posibilidad. Como tú la tie-nes. Los casos políticos son los que cuentan. Perohas de tener paciencia.—Mis hijos...—Tus hijos estarían mejor en otra parte. Túquisiste mantenerlos aquí y aquí están.—Hemos de estar juntos. Separarse es igual quemorir.El comisionado abrió sus dos manos, con laspalmas hacia arriba.—No puedo decirte más, Mingyan.El padre de Yu señaló el teléfono primero, y des-

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pues una máquina de escribir situada a espaldasdel comisionado.—Llame —pidió en primer lugar, para acabardiciendo—: Escríbales.El hombre suspiró, arrugó la frente y se puso enpie. Cuando salió del otro lado de la mesa, colocóuna mano en la cabeza de Yu. El niño cerró conmás fuerza la suya sobre el sujetapapeles. No seatrevió a levantar los ojos hacia él.—No sirve de nada decirte que hay millones derefugiados en el mundo, lo sé. Pero es la realidad,y quienes trabajamos en esto nos ceñimos a ella.Has de tener paciencia, y confiar. Ahora... —hizoademán de acompañarlos hasta la puerta, se de-tuvo y regresó a su mesa. Abrió un cajón lateraly de él sacó algo envuelto en un papel rojo y bri-llante. Se lo tendió a Yu—. ¿Te gustan los cara-melos? —preguntó.El niño miró a su padre. La señora Potts le habíadado una vez un caramelo, y estaba muy bueno.El hombre asintió con la cabeza. Yu levantó sumano izquierda, pues tenía el sujetapapeles en laderecha. Antes de coger el obsequio, sin embargo,dijo algo.Inesperadamente.—Tengo dos hermanas más pequeñas.El comisionado abrió un poco más los ojos, miróa Hu Dong y luego de nuevo a Yu. Se enderezó,vaciló, regresó a su mesa, abrió el mismo cajón ysacó de él otros dos caramelos. Cuando se los en-tregó al niño, éste los unió al suyo.

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—Gracias —correspondió.Fue un gesto espontáneo, que no pasó inadver-tido. El comisionado echó una rápida mirada a lasfotografías de encima de la mesa. Bastó un segun-do. Luego los acompañó a la puerta.Lo único que dijo antes de despedirse fue un sor-prendido «Buen chico» envuelto en un suspiro.

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EL bolsillo derecho de su pantalón era el bueno,el que no tenía ningún agujero. Se guardó en éllos dos caramelos de Tai Xi y Lin Li, así como elsujetapapeles. No quería que su padre se lo viese.Podía enfadarse mucho si creía que lo había ro-bado, y difícilmente aceptaría que lo había encon-trado en el suelo, donde las cosas son libres. Tam-bién se guardó el papel de color rojo una vezseparado, meticulosamente, del caramelo. Luegose llevó éste a la boca y sus sentidos quedaroninmediatamente cautivados por aquel gustosoplacer.Su padre, en cambio, daba la impresión de estarmás serio que de costumbre.—Es un buen hombre —dijo Yu esforzándosepor hablar y chupar el caramelo al mismo tiem-po—. Nos ayudará, ya lo verás.—¿Por qué será que crees que todo el mundo esbueno? —exclamó Hu Dong.—Yo no creo que todo el mundo sea bueno.—¿Ah, no? ¿Qué me dices de ése? —su padre leseñaló a Charlie Charlie—. Nadie que lleve un uni-forme puede ser bueno.

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—Quizá no sea bueno del todo, pero tampoco esmalo.Hu Dong levantó los dos brazos, abiertos, hastala altura de su pecho. Luego, los dejó caer abatidosmientras hacía un gesto de resignación. Acababande dejar atrás la puerta de la esperanza, con suturba de rostros danzantes, y se disponían a enfilarla primera de las sendas entre los barracones ates-tados de compatriotas.—Se ha hecho tarde —dijo Hu Dong—. Es horade que vayas a la escuela.Yu lo había olvidado. Se le había ido de la ca-beza con lo del despacho del comisionado, el su-jetapapeles y el caramelo. Enfrentarse a la realidadmás cotidiana le sumergió en el abatimiento. Porsuerte, el caramelo era delicioso, y su sabor, muyfuerte y refrescante. Era como tener un aparatocon aspas dentro de la boca.—¿La escuela? —vaciló.—Imagínate que nos hubiéramos ido a Austra-lia hoy —le recordó su padre—. ¿Qué habrías he-cho sin poder expresarte correctamente en inglés?—Ya sé muchas palabras —se defendió él—.Más de las que te imaginas.—Dime una.—Wing. Significa ala.Sonrió orgulloso, y eso motivó que su padretambién lo hiciera al fin. Aprovechó el momentopara dar media vuelta y echar a correr, levantan-do una mano en señal de despedida. No le gustaba

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la escuela, pero sí aprender palabras nuevas. TaiXi y Lin Li aprendían muy poco.Sembró el terror en una docena de calles de ca-mino hacia la escuela. Sus pies descalzos removíanel polvo y dejaban una estela a su paso furtivo.Algunas mujeres protestaron, y un par de hom-bres intentaron sujetarle cuando atravesó espaciosprohibidos saltando por encima de niños y niñaspequeños que jugaban, o de ropas tendidas al sol.Sólo cuando temió que el vértigo de la velocidadpudiera hacerle perder sus tesoros, aminoró su ím-petu. Por si acaso, comprobó que los caramelos se-guían allí, y también el sujetapapeles.Entonces se dio cuenta de que su caramelo yase le había deshecho en la boca.Sintió la tentación de coger otro. ¿Y si realmentelo hubiera perdido por el camino? Lo sostuvo en lamano como si se tratase de la cuestión más tras-cendental de su vida, un ser o no ser lleno de con-troversias y expectativas. El placer de aquel saborfrente a la mentira. Haber pensado en sus her-manas frente a la traición. Claro que ellas no sa-bían que él tenía aquellos caramelos.Suspiró con fastidio. En verdad no hacía faltaque lo supieran ellas. Bastaba con que lo supieraél. Ésa era la cuestión.Se guardó el caramelo y, sumido en sus pensa-mientos, dio los últimos pasos hasta llegar al pe-queño barracón que servía de escuela, y en el cualcasi nunca se congregaban más de cuarenta chi-cos y chicas. En un campo grande y con tanta

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gente, eso era asombroso. Cuando metió la cabezapor la puerta, comprobó que por lo menos se tra-taba de un buen día. El número de asistentes su-peraba la treintena.—Llegas tarde, Yu —dijo una voz.Lo peor de algo así es que todos miraban auto-máticamente hacia la puerta, y esta vez no fue di-ferente. Sostuvo esas miradas, las risas y los ges-tos, mientras caminaba hacia las primeras filas. Sumadre insistía en que sólo los que están delanteaprenden.—Sólo con ver un piojo paseando entre los ca-bellos del que está delante, ya te distraerías —solíadecirle.Había caras nuevas. Eso sí tenía mucho interés.Dos eran niñas y, por tanto, prescindibles por com-pleto. Pero el tercero era un chico de más o menossu edad, tal vez no tanto. Recién llegado sin duda,porque su rostro amedrentado estaba lleno de re-celos. Tuvo que olvidarse de él para enfrentarse ala señorita Spencer.—¿Algún problema, Yu? —quiso saber ella.—He acompañado a mi padre a la oficina —dijosin darle importancia para darse toda la importan-cia posible.—Espero que cuando te vayas, te despidas denosotros —continuó ella.—Oh, sí, sí lo haré, descuide —afirmó Yu.La señorita Spencer también era una buena per-sona, aunque a veces se tomaba demasiado en se-

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rio aquello de ser la maestra del campo. Solíadecir:—Un día recordaréis todo esto con muchos sen-timientos distintos en vuestros corazones. Paraunos, Shek Kong habrá sido un paso hacia la vida;para otros, una pesadilla. Pero quiero que recor-déis al menos que aquí empezasteis a aprender avivir con cultura, porque sólo la cultura os harálibres.Yu estaba seguro de que la libertad la daba unpapel de la oficina del Servicio de Inmigración.

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LA señorita Spencer, a pesar de su nombre inglés,era oriental, del mismo Hong Kong. Su padre ha-bía sido un alto cargo británico y su madre unaemigrante china. Era cuanto Yu sabía de ella, y losabía porque ella misma lo había contado una vez,a toda la clase, cuando le habían preguntado acer-ca de sí misma. A diferencia de la señora Potts, laseñorita Spencer era muy joven y muy guapa. Laseñora Potts también era agradable, con su cabellorubio, pero la señorita Spencer era distinta, muydistinta.Todo lo distinta que se podía ser a los ojos deYu, que estaba enamorado de ella.Tenía veintisiete años, la misma edad que sumadre, y sin embargo la señorita Spencer habríapasado por hija de su madre. Sus rasgos eran denácar; su piel, tan suave y tersa que brillaba aunsin la presencia de sudor. Yu estaba seguro de quela señorita Spencer no sudaba. Era una diosa. Ycuando subía al encerado y pasaba por su lado,aspiraba con fruición su aroma, tan fuerte para susentido del olfato como el caramelo lo había sidopara el del gusto. Su cuerpo era menudo, delgadoy estilizado; sus manos, perfectas, con los dedos

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muy largos, y sus ojos, pese a que a veces fingíanenfadarse, dos lagos azulados y transparentes, cris-talinos y quietos. A Yu le parecía que la señoritaSpencer podía estar en cualquier parte; por eso noentendía qué hacía allí, esforzándose por enseñar-les a ellos.A veces ni siquiera la oía, sólo la miraba.—¿Yu?—Sí, señorita Spencer.—¿Qué estaba diciendo?—Meditaba en torno a lo de antes, señoritaSpencer. Era verdaderamente... profundo.Solían producirse risas, especialmente entre lasniñas. Yu no se sentía herido por ello. Ningunaniña podía herirle. Sólo la señorita Spencer, ynunca lo había hecho.Y lo mejor, cada mañana, era la parte final delas clases.Cuando olvidaban la lengua que debían ence-rrar en su memoria para aprender a expresarse enla nueva, la de su destino. La de los que conse-guirían aquello por lo que sus padres emprendie-ron un día la gran aventura.—La palabra inglesa de hoy será «libertad»—dijo la señorita Spencer.Yu levantó la mano.—¿Sí, Yu?—Ya la hemos hecho, señorita Spencer.—Pero hoy tenemos nuevos compañeros —jus-tificó la maestra—. Deben aprender a decir aquello

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por lo que están aquí, por lo que han luchado, yentender su significado.No le parecía justo, pero no objetó nada. La se-ñorita Spencer tendría sus razones. Para él no eramás que un día perdido, un día sin una nueva pa-labra.Ella la escribió en el encerado: Freedom.—Vamos a ver, ¿qué es la libertad? —preguntó.Yu levantó la mano.La señorita Spencer le ignoró, pero nadie máshizo amago de querer responder. Hui Lu estuvo apunto, se encontró con la mirada de Yu y, trasparpadear asustada, se quedó quieta.—¿Yu? —le invitó a hablar la maestra.Se puso en pie.—Libertad es poder caminar lo que uno quierasin tener que detenerse por una alambrada.La señorita Spencer paseó su mirada sobre elresto.—¿Estáis todos de acuerdo con esta explicación?—quiso saber—. ¿A alguien se le ocurre otra?Yu levanto la mano de nuevo.—Sé que tienes muchas explicaciones en tu ca-beza, Yu —dijo la señorita Spencer—, pero debe-rías dar a los demás la oportunidad de expresarse,¿no te parece? Todas las opiniones cuentan.—En mi pueblo sólo contaba la del que man-daba —protestó él.—Ya no estás allí, y sabes muy bien el signifi-cado de la palabra democracia.—Sí —asintió Yu.

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La señorita Spencer le hizo sentarse. Comenzópor el final. Uno a uno, los alumnos se esforzaronen definir lo que para ellos era la libertad. Unaniña se encogió de hombros, otra dijo que no losabía, algunos dieron explicaciones nada convin-centes, al menos para su gusto. Su hermana TaiXi afirmó:—Trabajar y gastar el dinero en aquello quedeseas.Se olvidó del resto para volver a contemplar ala señorita Spencer. Si de frente era maravillosa,su perfil semejaba el oleaje de un mar quieto ysuave. De todas formas, no se apartó de la clasetotalmente. A medida que las respuestas sonabanmás próximas a él, fue recuperando la concentra-ción. Le tocaba el turno al nuevo.La señorita Spencer esperó.El recién llegado al campo miró a Yu. Fue algomás que una manera de comunicarse. Fue un sen-timiento de complicidad. Pareció encontrar el va-lor necesario en él, porque de pronto dijo:—Libertad es volar.A Yu se le antojó extraño. Si era así, los únicosseres libres eran los pájaros.Luego pensó en el sol, y en sus alas.—¿Alguien quiere razonar o discutir la defini-ción de nuestro compañero? —preguntó la seño-rita Spencer.Yu levantó la mano.

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-¿CÓMO te llamas?—Tiam.—Yo soy Yu.—Lo sé. La maestra ha dicho varias veces tunombre.—Es estupenda, ¿no crees?Tiam le observó con prudencia. Probablementeera la primera vez que oía algo así acerca de unaprofesora. Optó por encogerse de hombros, en tononeutral.-¿Cuándo has llegado? —le preguntó Yu denuevo.—Hace tres días. Estoy en la sección B.—Yo estoy en la C. ¿Quieres ver una cosa?—Bueno.Se sacó del bolsillo el sujetapapeles, procurandono descubrir la presencia de los dos caramelos.Después se lo mostró a Tiam con orgullo.-¿Qué es? —preguntó su compañero.-Sirve para sujetar cosas: papeles, billetes... Lohe cogido de la oficina. Allí los utilizan mucho.—¿Tú tienes papeles?Yu esperaba un gesto de admiración por lo dela oficina, no una pregunta tan tonta. A pesar de

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ello, le dio un margen de confianza. Su nuevocompañero parecía asustado, como todos los re-cién llegados al campo. Trató de ser condescen-diente.—No tengo papeles —confesó—, pero esto tienemás aplicaciones, ¿ves? —se lo puso en la partesuperior de la camiseta, allá donde alguna vezhubo un botón.—Sí, es útil —concedió Tiam.Yu volvió a guardarse su tesoro en el bolsillo.—¿De dónde eres? —fue su nueva pregunta.—De Pe Yin, cerca de Ban Me Thout.—Yo soy de Shao San. Está por Dak Kon.Ninguno de los dos sabía muy bien dónde esta-ban esos lugares, así que intercambiaron una dis-creta mirada de comprensión. En cualquier caso,procedían del mismo sitio y era suficiente.Las preguntas, sin embargo, todavía no habíanterminado.—¿Cuántos años tienes? —le tocó el turno aTiam.—Casi diez —dijo Yu—. Los cumplo dentro detres meses.—Yo haré nueve también muy pronto. ¿Llevasmucho tiempo aquí?—Sí. Mi padre anota los días, y estamos cercade los mil.—¿Cuánto es eso?—Casi tres años.La cifra impresionó a Tiam. Una nube de tristezale cubrió el rostro, y el efecto sobre su cuerpo fue

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demoledor. Los hombros se le vinieron hacia aba-jo, lo mismo que la cabeza sobre el pecho. Su ta-maño disminuyó a causa de aquel cambio.—Eso no significa que vaya a ser igual contigo—dijo Yu.—No, claro.Tiam volvió a levantar la cabeza. Paseó su mi-rada por los alrededores. Estaban apoyados en unbarracón que les daba sombra, con sus espaldas enla pared de madera. A ambos lados veían dos ca-lles amarillas de polvo y atravesadas por pies su-cios y cuerpos devorados por la prisa del vacío.Daba la impresión de que la mayoría de las per-sonas tenían algo que hacer, pero era una impre-sión falsa. Moverse no significaba avanzar, y me-nos allí. El sol empezaba a marcar su primera grancurva en el cielo y pronto caería en vertical sobreellos.—Al comienzo, yo también lo pasé mal —con-fesó Yu.—¿Y ahora?—Te acostumbras.—¿Sois muchos?—Mi padre, mi madre, una hermana de sieteaños, una de seis y mi abuela. Tenía un hermanoun año menor que yo, pero murió en el pueblo, yuna hermana de un año, que lo hizo durante elviaje.—Nosotros somos diez —reveló Tiam—. Mi ma-dre dice que no vamos a conseguirlo, que nos de-volverán a Vietnam. Ella quiere que al menos nos

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adopten a mis hermanas y a mí para que podamosir a América. ¿Irás tú también a América?—No. Mi padre quiere ir a Australia.—¿Dónde está eso?—Es una gran isla, en mitad de un inmensomar. Mi padre dice que allí hay más oportunidadesque en ninguna otra parte.—Todo el mundo quiere ir a América —se ex-trañó Tiam.—Por esa razón mi padre ha solicitado la emi-gración a Australia.—¿Quieres ir tú a Australia, Yu?Fue una extraña pregunta.—Por supuesto, ¿por qué?—No lo sé —vaciló Tiam—. Yo no quería salirde mi pueblo, a pesar del hambre. Cuando nosmarchamos, fue de improviso. No me dijeron na-da. Me hicieron salir de noche, mi madre me dijoque emprendíamos un largo viaje y que me lle-vara lo imprescindible. Ni siquiera me dejaron co-ger el neumático.—¿El neumático?—Mi columpio. Era una vieja rueda abandona-da. La ataba a un árbol y era estupendo. ¿Recuer-das tu pueblo?Yu no supo qué contestar. Sí, lo recordaba, peroa veces, con mayor frecuencia día a día, las imá-genes parecían desvanecerse, flotar cambiando enel aire. Había sensaciones fuertes junto a otras queapenas si lograba ya retener. Hasta los rostros de

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quienes quedaron allá se volvían imprecisos. Susamigos, sus otros abuelos...—Recuerdo las montañas —refirió Yu despa-cio—. Eran tan altas que siempre estábamos porencima de las nubes. Daba la impresión de que vi-víamos en el cielo. Allí todo era verde, exuberante.Cualquiera que no fuera del pueblo podía perdersecon sólo que se internara unos pasos en la selva,y ni siquiera andando días y días lograbas llegar aotro pueblo, como no supieras el camino. Nuncahabía salido de Shao San hasta que nos fuimos.—¿Por qué os marchasteis vosotros? —preguntóTiam.Yu miró a derecha e izquierda, buscando ojos yoídos atentos. No encontró más que indiferenciahacia ellos, dos niños como tantos, ociosos, sen-tados a la sombra de un día vulgar. La presenciade las montañas de Shao San en su mente, por unmomento, superó la realidad de los barraconesasentados en el yermo suelo del campo. Incluso alotro lado de las alambradas, las montañas que en-volvían Hong Kong parecían muy lejanas.No supo la razón, pero le dolió en lo más pro-fundo de su ser.—Mi padre mató a un hombre —dijo Yu en vozbaja—. Ésa fue la causa de que lo hiciéramos, almenos tan rápido.

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SlNTIÓ los ojos de Tiam fijos en su rostro, perono giró la cabeza para enfrentarse a ellos. Y no fuepor temor o vergüenza, sino por orgullo, porquehabía pronunciado su última frase lleno de él.Quería que Tiam lo supiese y, más aún, que lopercibiera igual que una lluvia fresca en la cara.—¿Qué pasó? —murmuró Tiam a caballo de surespetuoso asombro.—Política —dijo Yu con misterio—. Mi padreera un líder importante entre los campesinos de lazona. Se enfrentaron al poder establecido.—¿Qué es eso?—¿Qué es qué?—El poder establecido.Yu se lo había oído decir tantas veces a su pa-dre, que hasta tuvo que reflexionar sobre ello.—Los que mandan —dijo—. Ésos son los quetienen el poder establecido.—¡Ah! —manifestó Tiam sin mucho convenci-miento.—Ellos eran comunistas —quiso aclararle Yu—.Hacían las cosas mal, y empezamos a pasar ham-bre, a tener problemas.—Como en mi pueblo.

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—Mi padre organizó una revuelta o algo así,pero detuvieron a la mayoría y los encerraron.Iban a llevarlos a no sé dónde, tal vez para ma-tarlos. Creíamos que los del pueblo se levantaríancontra ellos y no lo hicieron. Mi madre los insultóa todos, los llamó cobardes, así que trató de liberara mi padre ella sola. Fue a donde le tenían presoy pidió que le dejaran verlo, para despedirse. Lle-vaba una cuchilla en la boca, bajo la lengua. Ellosla registraron, la tocaron, riendo; pero no le mi-raron debajo de la lengua. Mi madre sólo pudodarle un beso a mi padre, pero fue suficiente. Esanoche él se escapó.—Y mató a uno de los que le vigilaban —dijoTiam.—No. Mató al jefe comunista local.Los ojos de Tiam se agrandaron, llenos de ren-dida admiración.—¡Oh! —suspiró.—Era un mal hombre —continuó Yu—. Vino anuestra cabana, a decirle a mi madre que él cui-daría de ella. Mi madre le dijo que había perdidoa un hijo por su culpa, y que iba a quedarse tam-bién sin marido. El jefe quiso abusar de ella, y enese momento entró mi padre y le mató. Probable-mente habríamos huido todos igual, porque mimadre no se habría quedado en el pueblo con no-sotros, pero al matar mi padre a ese hombre... Asíque nos marchamos. Los únicos que se quedaronfueron mis otros abuelos, los padres de mi madre.

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Creo que ellos eran comunistas también. No ha-blamos mucho de eso.—Mi padre dice que los casos políticos son losmejores para conseguir el permiso de emigración—manifestó Tiam.—Es verdad. Si nos deportan, a mi padre le ma-tarán. Sería un crimen.—Entonces, tú llegarás a Australia —calculóTiam.—Y tú a América, ya lo verás —le alentó Yu.Los ojos de Tiam se llenaron de humedad, bati-dos por el miedo de cuanto azotaba su ánimo. Yurecordó sus primeros días en el campo, perdido, te-meroso. Claro que sólo tenía siete años reciéncumplidos. Pensó en darle a su amigo un cara-melo, como acto de solidaridad, pero recordó a sushermanas, y las palabras de su madre:«Estamos solos, no lo olvidéis. Nadie nos daránada, y menos gratis. Todos los que estamos aquíqueremos lo mismo: escapar. Si hay una posibili-dad, cualquiera mataría por ella. Cuidaos del mal,porque el mal está acechando siempre, y perma-neced unidos».El caramelo pertenecía a sus hermanas.Se puso la mano en el bolsillo repentinamente yextrajo el sujetapapeles. Se lo entregó a Tiam concierto pesar, pero también con una fuerte sensa-ción de orgullo.—Toma —le dijo—. Te lo regalo.—¿Por qué? —preguntó Tiam sin atreverse acogerlo.

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—Oh, porque yo puedo conseguir otro en la ofi-cina, cuando vuelva por allí —aseguró Yu con su-ficiencia.La mirada de Tiam fue esta vez de respeto.—Gracias —musitó.Pero aun así, no se vio en su ánimo intenciónde mover una mano para agarrar aquel inespera-do tesoro.Yu fue quien se lo puso en ella.—¿Tienes hermanos? —preguntó cambiando detono.—Tengo dos hermanas mayores, y dos herma-nas y un hermano más pequeños.—¿Por qué siempre hay tantas chicas? —lamen-tó Yu.—No lo sé —reconoció Tiam.—¿Cómo son tus hermanas?—Insoportables.Se miraron como dos conspiradores, y acabaronsonriendo, participando de su postura común entorno al sexo femenino, hasta que Yu recordó losproblemas de Tai Xi y de Lin Li, su debilidad, elmiedo constante de su madre de que no lo consi-guieran. No era algo que se pronunciara en vozalta, salvo de noche, cuando sus padres hablabancreyéndole dormido a veces, pero se palpaba, exis-tía la sombra de la preocupación, el aliento de loirremediable.Si echaba de menos a su hermano Nu Yan y ala pequeña Sun Sai, ¿no le pasaría acaso lo mismocon ellas?

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—Debería marcharme —suspiró Tiam envol-viendo sus palabras con un gesto de abatimien-to—. Mi madre no quiere que esté lejos.—No puedes marcharte lejos aunque quieras.—Lo sé, pero aún no conozco bien esto. ¿Dóndeestamos ahora?—Yo te acompañaré —le tranquilizó Yu—. Yno te preocupes, te habituarás enseguida.—Da lo mismo. Mi madre no quiere que ande-mos solos por ahí.—Luego ya verás como lo agradece. La mía ac-tuó igual al comienzo. ¿Quieres que te empiece aenseñar dónde está lo más importante?—De acuerdo —asintió Tiam.Yu se puso en pie de un salto para ayudar aincorporarse a su amigo.

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AL llegar a las alambradas, los dos se asieron aellas y pegaron los rostros a las líneas de hilos me-tálicos entrecruzados. Muy a lo lejos, un torbellinode polvo denotaba la presencia de un coche o unamotocicleta. Siguieron su estela hasta que desa-pareció al filo del horizonte. Después, Tiam giró lacabeza a su izquierda y contempló la torre de vi-gilancia más cercana. Mantuvo silencio unos se-gundos más, hasta que preguntó en un tono ex-trañamente neutro:—¿Dispararían sobre nosotros si nos escapára-mos?—Sí —afirmó Yu sin dudarlo.—Pero no somos prisioneros. No hay ningunaguerra.—Da lo mismo. Nosotros estamos aquí dentro yellos ahí fuera. Nosotros esperamos y ellos vigilan.Así son las cosas.—La gente debería ir a donde quisiera —refle-xionó Tiam.—¿Y si todos deciden ir al mismo sitio? No secabría.—Una vez vi una fotografía de América —Tiamdejó de mirar a la torre para centrar sus ojos enYu. Los tenía iluminados—. Todo era muy bonito,

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y los edificios eran tan altos que desaparecían enel cielo. Las casas se encontraban muy juntas ycreo que no había árboles, pero me pareció lo máshermoso del mundo.—Australia es igual.—Al llegar, cuando vi Hong Kong, creí que es-tábamos en América —mencionó Tiam.—¿Estuviste en Hong Kong? —saltó Yu súbita-mente excitado.—No, sólo lo vi de lejos, después de ser apre-sados.—¿Dónde os cogieron?—Cerca de la costa. Casi lo conseguimos.—Vamos, cuéntame qué pasó —le animó Yu.No parecía ser un recuerdo agradable; sin em-bargo, lo extrajo de su interior. Tardó unos segun-dos en ordenar sus ideas y convertirlas en pala-bras. Cuando lo hizo, volvió a mirar más allá dela primera alambrada, hacia la serena calma de latierra batida por el sol. Por asociación, debió depensar en el mar que habían atravesado, y en losdías y las noches que enmarcaron su odisea.—Nunca había visto el mar —comenzó—. Nosabía que fuese tan grande, ni tan duro. Éramosmás de cincuenta en una barca en la que apenassi cabían la mitad. Los últimos días, sin agua, fue-ron los peores. No es justo que haya tanta agua yque no se pueda beber. Me pregunto quién hizo lascosas así.—¿Se murió alguien?—Sí, pero lo peor fue lo que pasó al llegar.—Lo imagino. No querían que desembarcarais,

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¿verdad? Bastante difícil es no encontrarse con lospiratas del mar de la China como para que enci-ma... ¿Os dispararon?—No. Por lo visto estábamos ya en aguas juris...jurisdic... —la palabra se le atragantó en los la-bios.—La parte del mar que es suya, como la tierra—demostró estar al corriente Yu, aunque tampocosabía pronunciar la dichosa palabra.—Eso —aceptó Tiam—. Así que se nos acercóuna patrullera, nos cortó el paso y nos pidió quediéramos media vuelta. Desde nuestra barca agi-tábamos los brazos y les pedíamos agua. Ellos nosdijeron que nos darían agua, pero que luego ten-dríamos que irnos. Entonces mi madre se puso enpie, apretó los puños y les gritó que no íbamos avolver, que preferíamos morir donde estábamos.—Sigue, sigue —le alentó Yu al ver que se de-tenía, cautivado por la intensidad del relato de suamigo.—Creo que los soldados intentaron empujarnos,o aproximarse para remolcarnos hasta el marabierto. Entonces mi madre cogió a mi hermanamayor y la echó al agua.—¿Para que alcanzara la costa a nado?—No, para que se ahogara. Ninguno de noso-tros sabe nadar.—¿Y por qué hizo eso? —pronunció Yu conasombro.—Les gritó que si mi hermana moría, si no lasalvaban, echaría a su segunda hija, y si también

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se ahogaba ella, me echaría a mí al agua. Les dijoque después aún le quedarían tres hijos más.—Y yo creía que mi madre era terca —consi-deró Yu.—Mi hermana lloraba, daba brazadas... —la vozde Tiam se convirtió en un hilo apenas audible—,y cada vez que lograba sacar la cabeza del agua,miraba a mamá con una expresión que...—¿Qué hacía tu madre?—Todos estábamos mirando a mi hermana,pero yo me fijé en ella. Su rostro era como de car-tón. No sé, no recuerdo haberla visto así nunca.Mi padre ocultó su cara entre las manos, para nover nada. Cuando mi hermana desapareció bajolas aguas, mi madre cogió del brazo a mi segundahermana.—¿Tuviste miedo?—¿A qué te refieres?—Tú eras el siguiente, ¿no?—No tuve tiempo de pensar en eso. Fue enton-ces cuando un hombre de la patrullera se echó decabeza al agua y sacó a Shalin. Creíamos que es-taba muerta, porque ya no se movía, pero la rea-nimaron, le hicieron muchas cosas hasta conse-guir que volviera en sí. Tras ello ya no hubo nin-guna discusión, y nos remolcaron rumbo a tierra.Ni siquiera me di cuenta de que mi madre teníalas manos ensangrentadas hasta que llegamos ynos examinaron varios médicos y enfermeras.—¿Qué les pasaba a las manos de tu madre?—Después de echar al agua a Shalin, hundió lasuñas de tal manera en la madera del barco, que

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se las destrozó. Tuvo que dolerle mucho, aunqueella ni lo notó.—Vaya —ponderó Yu apartándose de la alam-brada—. Es una buena historia, casi tanto comola mía.—¿Tú también tuviste problemas?—Sí —dijo como de pasada, remarcando la esecon un tono de indiferencia—. Quién más, quiénmenos, toda la gente que hay aquí ha tenido algúntipo de experiencia parecida.—¿Qué te pasó a ti? —se interesó Tiam.Caminaban siguiendo la alambrada, despacio,guiados por Yu. Pasaron cerca de la torre y losdos, al mismo tiempo, miraron hacia arriba, paraencontrarse con la atenta observancia de un guar-dia de seguridad. Le dieron la espalda antes de queYu iniciara su relato, con deliberada lentitud.—Teníamos miedo de los piratas —dijo—. Sa-bíamos que les roban sus pertenencias a los quehuyen de Vietnam, como nosotros, y luego se lle-van a las mujeres para pros... prostituirlas —aca-bó de pronunciar la palabra sin estar seguro deella— en Tailandia, antes de ametrallar al resto ymatarlos.—¿Qué es pros... protritru... bueno, eso?—Algo así como venderlas —evadió Yu la res-puesta.—¿Como cuando había esclavos?—¿Quieres dejarme seguir? —pidió Yu—. Nohubo piratas, así que eso no viene a cuento. Elcaso es que, para huir de ellos, buscamos el marabierto, sin mantenernos cerca de la costa, y nos

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sorprendió una tempestad. ¿Te imaginas? Las olaseran de cien metros, y nosotros subíamos y bajá-bamos por ellas sin ver nada, llenos de agua y cie-gos a causa de los relámpagos. Ahí fue donde per-dimos a mi hermana Sun Sai.—¿Que la perdisteis? ¿Cómo puede perderse unaniña en...?—Algunas personas se cayeron al agua, y fueimposible rescatarlas. En el caso de Sun Sai, unaola la arrebató de los brazos de mi madre. No pu-dimos hacer nada por ella. Desapareció. Aun así,creo que lo peor fue lo de mi abuelo.—¿También se cayó al agua?—No, se lo comió un tiburón.Los ojos de Tiam se dilataron por el horror.—Estaba apoyado en la borda —continuó Yu, yahora sus ojos eran como dos rendijas explorandoel interior de sí mismo—, agotado, porque ya noteníamos comida y no sabíamos ni dónde estába-mos. Entonces salió el tiburón del agua y se lo lle-vó. Su grito fue el que nos despertó a todos. Pu-dimos verle debatirse entre las fauces del animal,lleno de sangre, hasta que uno y otro desaparecie-ron bajo las aguas. Mi padre tuvo que sujetar a laabuela, porque iba a saltar tras él. Desde aquel día,la abuela Mi Xouan no habla, y tiene siempre losojos abiertos, de día y de noche.—Eso es imposible —dijo Tiam—. Todo el mun-do cierra los ojos de noche para dormir. Nadiepuede dormir con los ojos abiertos.—Yo no sé si mi abuela duerme, pero desde lue-

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go tiene los ojos abiertos, ya lo verás.Venció la incredulidad de su compañero con supropia seguridad, y Tiam ya no se atrevió a cues-tionar la parte final de su relato.—¿Qué pasó después? —preguntó el menor delos dos.—¿Qué quieres que pasara? —Yu se encogió dehombros. No era la primera vez que narraba suaventura, pero sí se daba cuenta de que era la pri-mera vez que le dolía. Aún recordaba la última ex-presión de su abuelo Tao Chi antes de desaparecerbajo el agua, con el cuerpo dentro de la boca deltiburón—. Llegamos aquí, nos detuvieron y nosencerraron. Nada más. Supongo que siempre hayquien lo ha pasado peor. Hace un año conocí a unchico que había llegado solo, y salió de Vietnamcon catorce personas de su familia.—¿Dónde está ahora?—No lo sé —dijo Yu—. Un día no volví a verle.Puede que escapara, o puede que le deportaran, otal vez incluso logró que le adoptaran y ahora nise acuerda de esto. Aquí todo el mundo va y viene.Es difícil hacer amigos —miró de reojo a Tiam, yrápidamente cambió el tono para concluir dicien-do, lleno de ánimo—: Pero es bueno tenerlos, por-que así nos apoyamos unos a otros, ¿entiendes? Afin de cuentas, esto no es tan malo, y cada día pa-san cosas. Desde luego, no es aburrido, no.Y pasó un brazo por encima de los hombros deTiam.

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LA puerta principal del campo continuaba igualque horas antes, y las colas en torno a la oficinadel Servicio de Inmigración se mantenían en undiscreto orden y en silencio, bajo la cada vez másamenazante presencia del sol. Durante los últimostreinta minutos, Tiam apenas había hablado. Yu,por el contrario, lo hizo por los dos: el barracónmédico, la señora Potts, Charlie Charlie y otrasmuchas cosas, algunas importantes, otras no tan-to, y la mayoría absolutamente intrascendentes,pero consideradas por él como «válidas». Habíaque estar al corriente porque quizá fueran de uti-lidad en un momento dado.Tiam intentó asimilar la avalancha de infor-mación sin conseguirlo del todo. Sin embargo, elgrado de proximidad entre ellos aumentó hastaconvertirse en franca camaradería. Tiam sintió lacerteza de su suerte.Sólo otra certeza mayor, la de que su madre es-taría preocupada, o enfadada, le hizo detenerse enun cruce de calles, mientras Yu le contaba como,una vez, allí mismo una reyerta había terminadocon un hombre acuchillado.—... y le dijeron a la policía que se había caído,

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sin que nadie le empujara siquiera, y se habíaatravesado el corazón con su propio cuchillo. Lapolicía se lo llevó y nada más. ¿Qué te parece? —sedetuvo al ver que Tiam ya lo había hecho y mi-raba a su alrededor—. ¿Qué sucede?—Debería regresar a mi barracón. No creo quemi madre se crea que sigo en la escuela. ¿Estamoslejos de la sección B?—Aquí nada está lejos; todo depende de si quie-res ir en línea recta o dando un rodeo, corriendoo andando.—El sol está en lo más alto —calculó Tiam.Yu levantó la cabeza. Una ancha sonrisa ilu-minó sus facciones.—Sí, ¿verdad? —dijo—. ¿A que es lo más in-creíble del mundo?—¿El sol?—El sol —confirmó él—. Fíjate como vuela.Tiam se fijó. Tuvo que cerrar los ojos para nocegarse con aquella luz intensa. Acabó abriéndo-los y cerrándolos varias veces a pesar de ello. Yu,en cambio, permanecía con los suyos hacia lo alto,aunque sólo dos leves rendijas en sus párpados in-dicaban que realmente estaba mirando al astrorey.—Dime cómo llegar a la sección B, por favor.—Yo te llevo, ya te lo he dicho —se ofrecióYu—. ¿Cuál es el número de tu barracón?—El 97.—Yo estoy en el 52 de la C, no lo olvides.Se puso en marcha, y Tiam se colocó a su lado.

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La zona por la que transitaban, la más vieja delcampo de Shek Kong, era distinta al resto, que ha-bía sido ampliado sucesivamente según las exigen-cias del incremento de refugiados. Aquí los barra-cones parecían anticuados, y entre ellos se habíaninstalado tiendas, igualmente viejas y ya muy su-cias. Pero las personas, igual que en las demás sec-ciones, podían calificarse bajo las tres mismas pre-misas, que tenían que ver con tres rasgos inequí-vocos en su forma de ser, como si llevasen unamarca impresa en la frente. Había veteranos, ac-tivos y novatos. Se los diferenciaba con facilidad.Los veteranos eran los que habían perdido la es-peranza, viendo pasar el tiempo sin que nada cam-biase en su horizonte. Sus ojos, por lo general, sehabían hecho pequeños, y miraban más al sueloque al frente, con la cabeza vencida. Era como sitemiesen perderse en sus propias huellas. Sus bra-zos ya no tenían fuerzas, sus manos estaban va-cías, sus corazones secos. Ya no podían pensarporque habían gastado y consumido todos sus es-tímulos. Los activos eran aquellos que se aferrabana la convicción de que el destino aún estaba en susmanos, y trataban de estar ocupados, de mantenerla mente abierta, y muy especialmente se esforza-ban en demostrar que eran útiles y, si se les con-cedía la posibilidad de emigrar, trabajarían conahínco en su nuevo país. No se concedían reposo,ni un margen para la debilidad. Se repetían quesólo los fuertes sobrevivirían. Miraban a los ojos delos demás, y esperaban, siempre esperaban, por-

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que su fuerza era creer. Los novatos, por último,se movían como las sombras huyendo de la luz,todavía inadaptados, todavía inseguros, todavíallenos de un miedo que no les acababa de cicatri-zar en el corazón. Estaban a un paso de la firmeza,pero el último que habían dado aún los obligabaa girar la cabeza y cerrar los ojos. Veían sin ver,temblaban sin necesidad, y sucumbían en las pri-meras semanas, dejando a los supervivientes en sunuevo estadio. Yu podía identificarlos.A todos.Tiam todavía era un novato, pero había tenidosuerte de encontrarle. Le ayudaría.Llegaron a la sección B.—¿Ves? Los números siguen un orden, por blo-ques. Lo único importante es orientarse. Una vezen la sección correspondiente, sólo has de mirarlos números de dos barracones consecutivos, y yaestá. Éste es el 57, así que el tuyo estará cuatrocalles más arriba. Vamos.Tiam se quedó súbitamente quieto.—No es necesario que me acompañes —sugi-rió—. Ahora ya sé como llegar.—Oh, no voy a dejarte aquí tirado estando tancerca, no seas tonto.—A ti también te están esperando.No alcanzó a ver su vacilación, y aunque lo hu-biera hecho, no la habría comprendido. Le cogióde un brazo y tiró de él.—¡Te reto a una carrera, adelante!—¡Yu!

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El primero arrancó sin darle otra opción. El se-gundo lo hizo tardíamente tras forjar una muecade disgusto en su cara. La distancia, de unos tresmetros, ya no menguó a lo largo del recorrido. Yuno aceleró sus pasos, para no perder de vista a suamigo o dejarle descolgado, y éste acabó arrastra-do por la inercia. Ya no se detuvieron hasta llegaral bloque de barracones en los cuales se emplazabael de Tiam.Yu frenó su carrera en la misma puerta del ba-rracón 97.No era distinto al suyo. Todos eran un calco detodos. Incluso la gente se repetía: rostros, movi-mientos, escenas. Pero en aquel barracón se pal-paba la tristeza, el silencio, más allá de lo que eranormal en otros. Tampoco hacía falta preguntarla razón. En ocasiones se deportaba a los miem-bros de todo un barracón al completo, que eraocupado rápidamente por los últimos recién lle-gados. La integración, así, era más difícil. Una fa-milia novata en un barracón de activos o vetera-nos aprendía rápidamente y adquiría la soltura deuna experiencia forzada por las circunstancias.Diez, veinte familias novatas, juntas en un mismositio, eran como sonámbulos a la espera del des-pertar que no llega.Yu miró a Tiam, pero ya no pudo hablar con él.Una mujer de rostro enérgico, feroz, con las ma-nos vendadas, salió por la puerta del barracón gri-tando una serie de imprecaciones a toda velocidad.

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Pasó junto a Yu y alcanzó a Tiam, quieto un parde pasos más allá.—¿Dónde estabas? ¿Crees que puedes desapare-cer así como así? ¡La escuela ha terminado hacehoras! ¡Quiero que estéis juntos! ¿Quiero...!La bofetada fue mayúscula, tan fuerte que porencima del dolor físico o la humillación de Tiam,la mujer se hizo daño en la mano a causa de laviolencia del golpe. Su gemido fue superior al tra-llazo del impacto. Se llevó la mano al pecho y conla otra trató de contrarrestar el dolor sin conse-guirlo.—¡Adentro, adentro! —chilló a punto de llorar.No pudieron despedirse, pero con sus ojos quedóestablecida una cita posterior. No hizo falta más.Tiam bajó la cabeza y entró en el barracón de unsalto. La mujer le siguió, todavía doblada sobre símisma por el daño del golpe en su mano vendada.Yu trató de imaginarse a su propia madre sin uñasy con los dedos astillados, incapaz de trabajar. Nopudo. Dentro del barracón hubo más gritos; des-pués, la voz de un hombre; finalmente, otro golpey el colofón de una docena de murmullos de pro-testa envolviendo unas lágrimas de mujer. Por lapuerta salió un halo de amargura invisible, algoque Yu creía olvidado casi tres años antes.Una vez más, echó a correr atravesando las ca-lles como una exhalación.

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No fue directamente a su barracón. Todavía noquería hacerlo. Se acercó a la alambrada norte, enla parte donde mayor distancia había entre los ba-rracones y ella, y se sentó para recuperarse de suúltima carrera. Lo hizo en una pequeña elevacióndel terreno a la que él llamaba el Trono. Era el úni-co lugar del campo en el cual el suelo de tierrafirme estaba por encima del nivel de las dos alam-bradas, recortadas en línea recta frente a sus ojosa unos quince metros de distancia. Se sentía bienallí porque, aunque sólo fuera una ilusión, se ha-llaba por encima de la Gran Frontera. Podía ex-tender sus brazos, cerrar los ojos y volar.Como lo hacía el sol.Volar por encima de todo, de la barrera de alam-bres entrecruzados, de las montañas, de HongKong, de su lejano Vietnam, e incluso volar porencima de Australia.Sólo que en este momento no quería volar, sinopensar.¿Por qué había vuelto a hacerlo? ¿Por Tiam? Laúltima vez, dos semanas antes, se juró no volver acaer en la tentación, no tener ningún otro amigo

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que llorar y olvidar. Entonces... ¿por qué, de nue-vo, se había entregado?¿Lo había hecho por Tiam o por sí mismo?Pensó en Nang, en Quai Nhon, en Canguyen,en Dien Bin, en Melan y en tantos otros. Pensó enlos días en que incluso habían llegado a ser cinco,toda una pandilla. ¡Qué bien se lo habían pasado!¡Cinco! ¿Dónde estarían todos ellos ahora? A veceslo pensaba, sin saber si sentir alegría o tristeza. ¿Yellos, le recordarían a él? ¿Qué dirían si supieranque aún seguía en el campo? Dos semanas atrás,cuando se llevaron a Phu San de nuevo a Viet-nam, deportado junto a los suyos, lloró y se dijoque era la última vez. ¿Cuándo lloraría alguien porél, despidiéndole para siempre? ¿Tal vez Tiam?Pero no había podido evitarlo. Los ojos de Tiameran como dos tinieblas que alumbrar, y ademásera como si sus manos estuvieran abiertas pidien-do algo. Tenía la experiencia para saberlo, paranotarlo. ¡Y era tan difícil, a pesar del gentío delcampo, encontrar a un chico de su edad para com-partir juegos y tiempo! ¡Tan difícil! A algunos noles dejaban alejarse más allá de unos pasos de susbarracones; a otros no les permitían ir a la escuela,por miedo a que fueran manipulados; y muchosmás se hallaban enfermos, ocupados o atrapadospor el peor de los males: la tristeza. En cuanto alos mayores, los que tenían ya más de doce o treceaños, en lo único que pensaban era en las chicas,en escapar o en meterse en problemas. La mafiadel campo solía atraparlos muy pronto.

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Tiam parecía un buen chico.Y más necesario que pensar en el futuro o llorarpor el pasado, era vivir en el presente.Así que volvía a tener un amigo.Miró al cielo para buscar alguno de los muchosaviones que iban y venían de Hong Kong. Por su-puesto, su máximo sueño era subir a un coche,viajar en él, pero más allá de ese sueño estaba laquimera de hacer lo mismo con un avión. ¿Cómosería el mundo desde allá arriba? Ni siquiera lospájaros volaban tan alto. Sólo el sol. ¿Sabrían algode ellos los que viajaban en esos aviones? ¿Sabíael hombre de América o de Australia que estabanallí, esperando? ¿Quién era aquel extraordinariopersonaje al que llamaban Alto Comisionado delas Naciones Unidas para los Refugiados, en cuyasmanos parecían estar todos ellos? ¿Tan alto eraque hasta su estatura contaba para su cargo?A veces temía hacer preguntas, por no parecerignorante, y había tantas cosas por saber que nisiquiera estaba seguro de poder vivir bastantecomo para satisfacer su curiosidad.Y sólo la alambrada le separaba de todas las res-puestas.Se levantó del Trono al sentir la llegada de lanostalgia. Los momentos de flaqueza solían llevara la compasión. Lo más importante ya estaba de-cidido: Tiam. ¿Cómo luchar contra lo evidente?Fue al apartarse de la elevación, recuperado elcontrol sobre sí mismo, cuando percibió un mo-vimiento en los matorrales de la izquierda. Todo el

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campo de Shek Kong se hallaba asentado en unaplanicie yerma, pero en aquella zona, alrededor delTrono, la situación variaba, y en su extensión, has-ta casi la alambrada, crecían hierbas silvestres ypequeños grupos de plantas salvajes. No habíaviento (¡ojalá lo hubiese!), así que el movimientodebía ser producido por otra causa.Yu se acercó despacio, muy despacio, con elaliento contenido y el corazón prisionero de su pri-mera impaciencia. ¿Cuánto hacía que no veía unanimal, de la clase que fuera? Las mariposas novolaban sobre el campo, y los únicos bichos ha-bituales allí eran los piojos, las chinches y las pul-gas. La sola idea de que se tratara de un conejo lepuso el alma en vilo.La agitación en el matorral se repitió.Y con ella, un gemido.Yu se movió aún más despacio. Sabía que elanimal, en cuanto le viese o le olisquease, se es-caparía. No pretendía cogerlo, y mucho menos ha-cerle daño, pero sentía la mayor de las curiosida-des. Se aplastó contra el suelo, pegó la nariz a tie-rra, apartó las primeras ramas y se arrastróbuscando una orientación que tardó en llegar.Otro gemido.Se incorporó, para mirar por encima de la partemás densa de aquella breve vegetación, y en esemomento se encontró con él.Y los dos se quedaron tan sorprendidos comoquietos.Era un perro.

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CREYÓ que escaparía cuando intentase cogerlo,así que se quedó quieto, muy quieto, para no alar-marlo. Sin embargo, el animal, en cuanto se huborecuperado del susto, lo que hizo fue mover su pe-queña cola, abrir la boca y permitir que una largalengua rosada emergiera de ella colgando más alláde su hocico.Después se le acercó.Yu casi no se atrevió a ponerle las manos en-cima. Primero miró a su alrededor, para compro-bar si por allí había alguien más. Cuando se sintióseguro, se arrodilló y extendió ambas manos, conlas palmas hacia arriba. El perro llegó hasta ellas,las olisqueó y las lamió. Fue el primer intercambiode energía entre ambos, la clave de una buena co-municación. Tras esto, el animal se dejó atrapar,acariciar, mecer y besar. Estaba temblando.Pero Yu no lo hacía menos que él.Era pequeño de tamaño, no de edad, y estabamuy delgado, casi enteco, con las costillas dibu-jadas bajo su piel manchada de blanco y negro.Los ojillos despedían chispas vivaces, las orejaseran puntiagudas, y desde luego era un perro, nouna perra. Yu se dio cuenta de ello antes que otra

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cosa, cuando tuvo que apartarlo deprisa al notarcierta humedad en sus rodillas desnudas.—¡Eh, vale, vale!El perro acabó su micción, estremeciéndose, ybuscó de nuevo el amparo de las manos de Yu. Loque siguió fue muy rápido: se arrebujó en ellas ycerró los ojos, emitiendo un sordo ronquido de pazy placer. Yu levantó las cejas, impresionado.—¡Oh, vaya! —suspiró.Permaneció quieto por espacio de uno o dos mi-nutos. Ya era muy tarde, sus padres y sus her-manas habrían comido hacía rato, y allí estaba él,con un perro dormido entre los brazos. ¡Un perro!Se la iba a ganar, como Tiam.Pero aquello era demasiado extraordinario parapasarlo por alto.Un perro, allí, dentro del perímetro del campo.¿Cómo era posible?En Shao San, su aldea, había muchos perros. Nisiquiera hacía falta experimentar el sentido de laposesión y la propiedad, porque allí la mayoríaeran de todos. En el campo, sin embargo, no habíaperros. ¿Quién sacrificaba una ración de arrozpara alimentar a un animal? Más aún: ¿para quémantener un perro, cuando podían comérselo?Significaba carne extra para unos dientes huérfa-nos de ella... La única explicación para aquel pro-digio insólito era que, o bien el perro pertenecía auna familia de las recién llegadas, en cuyo casoacababa de ser abandonado allí por una mano mi-sericordiosa incapaz de matarlo para comérselo, o

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bien, al ser tan pequeño, había encontrado unhueco entre las alambradas, lo cual era más im-probable, aunque no absurdo.Y ahora estaba allí, con él.—¿Qué voy a hacer contigo? —susurró Yu.Se levantó. Su mente le recomendó que lo de-jara donde lo había encontrado, escondido. Su co-razón le dictó otra razón más simple y elemental:no podía hacerlo. Temió moverse, por no desper-tarlo, pero a los cinco pasos comprendió que elanimal estaba profundamente dormido, agotadopor el hambre o el cansancio. Así que comenzó aandar con mayor velocidad. El perro continuócomo estaba. Todo lo más, ronroneaba satisfechocon la agitación de la cada vez más rápida carrera,aunque en ningún momento Yu se puso a corrercomo solía hacerlo.El trayecto hasta su barracón fue lo más pare-cido a una aventura. Llevaba un tesoro. Sin em-bargo, como solía suceder siempre, nadie reparóen él, nadie se fijó en su carga. Cada cual se movíabajo la nube de sus problemas. Sólo un par de ni-ños menores levantaron la cabeza y abrieron losojos al ver y entender lo que otros no podían, peroYu les dio la espalda velozmente. No decreció ensu ritmo hasta que se encontró en la Avenida de laLuz. Entonces el instinto le dictó la más elementalde las normas: la precaución.Se metió el perro bajo la camiseta y, aunque elbulto se le hizo evidente, continuó hasta el barra-cón con él.

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No vio a sus padres ni a sus hermanas. Sí a laabuela Mi Xouan, que pasada la hora de mayorsol volvía a estar en el exterior, ahora protegidapor un toldo frontal para preservarla de la luz dela segunda parte del día. No los buscó en la partelateral, donde solían hacer la vida en común. Pri-mero se metió en el barracón, fue a la zona queocupaban y, una vez en ella y a salvo, abrió uncesto y depositó su preciada carga en él. Volvió ataparlo y se dijo que la suerte estaba echada. Dis-ponía de muy poco tiempo para intentar lo impo-sible.Así que salió del barracón, giró a la derecha yse asomó a la parte lateral, donde daba la sombra.Entre más de cincuenta personas localizó a los su-yos, sentados en cuclillas en torno a sus tazones.Llenó sus pulmones de aire y avanzó en aque-lla dirección. A una decena de metros, le vio sumadre.—¡Mirad quién viene por ahí! ¡El señor se dignabrindarnos el placer de su compañía! ¡Creíamosque te habías ido sin nosotros!Algunos rostros se giraron hacia él. La mujer ala que casi le había tirado el agua aquella mañanale observó con el ceño fruncido. Comentó quesiempre, siempre, estaba corriendo, y que, desdeluego, se merecía una buena tunda. Pero, por lomenos, si algo no solía hacer su madre, era darespectáculos gratuitos en público. Los gritos eranotra cosa. Todo el mundo se gritaba allí, para lobueno y para lo malo. ¿Cómo hacerse oír, si no?

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Su madre no parecía más furiosa que otras veces,su padre mostraba la habitual inexpresividad de surostro, como si contuviese hasta la menor de susemociones, y en cuanto a sus hermanas, se reían,como siempre que él se llevaba un par de gritos.Llegó hasta ellos, se arrodilló entre sus padres ymiró los restos del arroz en los cuencos apurados.Se alegró de que el suyo aún estuviera allí. Des-pués satisfizo el silencio de su madre, que esperabasus explicaciones.—Lo siento —confesó—. He estado ocupado.—¿Ocupado? ¿Haciendo qué? ¿Desde cuándo sele llama estar ocupado a jugar hasta que pierdesla noción del tiempo? —gritó la mujer.No le gustaba mentir. Le provocaba un senti-miento de frustración. Pero esta vez no tuvo másremedio que arriesgarse.—Me has dicho que le pidiera una cita para estatarde a la señora Potts, ¿no?—Eso ha sido esta mañana, antes de que fuerascon tu padre a la oficina.—Esta mañana la señora Potts estaba ocupadacon una chica que tenía el vientre así de hinchado—dijo Yu poniendo sus dos manos lo más lejosque pudo de su abdomen—. No podía ser moles-tada. Ella y el doctor Parker le decían que empu-jara y que empujara y entonces...—¿Cómo es que sabes tú eso? ¿Acaso estabasallí? —preguntó su padre.—Miraba por la ventana, sin espiar, por su-

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puesto —se apresuró a decir—. Sólo quería hablarcon la señora Potts.—¿Qué ha pasado con esa muchacha? —se in-teresó su madre.—No lo sé. De pronto se ha callado y he oído elllanto de un niño. Nada más.Sus padres intercambiaron una mirada extraña.La mujer suspiró. El hombre se dejó envolver poruna sombra de plácida tristeza. Tai Xi y Lin Li seecharon a reír, como hacían siempre, aunque nosupieran por qué.A veces Yu se preguntaba si no valía la pena seruna niña.—Bueno, ¿has conseguido ver a la señora Potts?-—acabó preguntando su madre.—Te espera esta tarde, a última hora, antes deque se vaya —la informó complacido Yu, y agregórápidamente—: No vayas a creer que me ha sidofácil conseguirlo. Ha dicho que tenía mucho tra-bajo, que era imposible, y que en un día como éstesólo se ocupaban de los casos graves. Pero yo lehe dicho que Lin Li era un caso grave, muy grave,y que a lo peor había que cortarle el pie.—¡Yu! —gritó su madre deteniendo el gesto deponerle el cuenco de arroz en las manos.Lin Li se había vuelto a espantar. Sus ojos sellenaron de humedad.—Y a ti quizá debiéramos cortarte la lengua—dijo su padre en un tono de voz opaco.

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FUE al concluir el primer puñado de arroz, toda-vía con restos de él en los dedos de la mano, cuan-do su padre le dijo:—¿No tienes algo que dar a tus hermanas?Yu le miró con la boca llena, esforzándose porrecordar. Le vino a la memoria igual que una des-carga. Por supuesto, ¡los caramelos! Quizá su pa-dre pensara que no había podido resistir la ten-tación. Quizá aquello fuera una prueba para él.Quizá...Se alegró de haberse mantenido digno.Y mientras se llevaba la mano al bolsillo delpantalón, rezó para que los dos caramelos siguie-ran allí. Se había olvidado de ellos por completo.Palpó el primero, y soltó el aire retenido en suspulmones al dar con el segundo. Los extrajo conun gesto triunfal. Su padre sonreía mirando a TaiXi y Lin Li. Su madre se quedó sorprendida.—¿De dónde has sacado eso? —inquirió.—El comisionado le ha dado un caramelo a Yu—explicó su padre—, y él le ha dicho que teníados hermanas.—¿Eso has hecho? —vaciló la mujer.—Y no me los he comido, ¿eh? —recordó Yumasticando por fin la bola de arroz de su boca.

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Los dos caramelos, con mucha peor presenciadespués de haber pasado la mañana en el bolsillode Yu, fueron desenvueltos por Tai Xi y Lin Li conmanos presurosas. La pequeña se había olvidadoya de sus fugaces lágrimas. Yu no pudo dejar deexperimentar un sentimiento de envidia cuandolas dos bolas de color rojo desaparecieron de la fazde la tierra para ser engullidas por las ávidas bocasde sus hermanas. El simple recuerdo de aquel sa-bor, que ahora sentían ellas, le hizo experimentarun tenue dolor de estómago combinado con unamayor segregación de sus glándulas salivares. Sellevó otro puñado de arroz a los labios.Su madre le contemplaba con orgullo.Eso le hizo recordar algo más importante.—Mamá, ¿podría tener un perro? —preguntótragando el arroz sin casi masticarlo.—Lo tendremos —dijo ella—, aunque no in-mediatamente. Habrá que dejar pasar un tiempo.Cuando estemos aclimatados y tengamos un lugardecente para vivir, entonces todo será posible.Yu la miró como si se hubiese vuelto loca.—¿De qué estás hablando?—De Australia, por supuesto.—¡Yo me refería aquí, ahora!Hasta Tai Xi y Lin Li dejaron de chupar sus ca-ramelos para mirarle tan pasmadas como expec-tantes.—¿Un perro, ahora? —el tono de su madre re-cuperó su primigenia energía habitual—. ¡Aquí nohay perros, Yu, y si encontrara uno, te aseguroque esta noche comeríamos carne!

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—¿Lo matarías? —gritó él horrorizado.—Puedes jurar que sí.—¿Has visto un perro, hijo? —se interesó supadre.Quedó atrapado por el juego de las cuatro mi-radas, inquisidora la de su madre, curiosa la de supadre, y expectantes las de sus hermanas. Temióhaber sido demasiado vehemente y no estuvo muyseguro de que sus palabras sonasen sinceras cuan-do exclamó:—¿Yo? No, claro que no he visto un perro.—Entonces, ¿de qué perro estás hablando, sipuede saberse? De sobra sabes que aquí no hayperros.Pronunció el primer nombre que se le vino a lacabeza, al margen de las intocables señora Potts yseñorita Spencer, que podían descubrirle.—Charlie Charlie —dijo casi con atropello—. Sí,Charlie Charlie. Su perra va a tener perritos y meha dicho si quería uno.—¿El guardia de la oficina del Servicio de In-migración? —preguntó su padre.—Ya te he dicho que es mi amigo —se justificóYu llenándose la boca con un nuevo puñado dearroz.—¿Eres amigo de un guardia de seguridad?—pronunció su madre incrédula.—Yu es amigo de todo el mundo —le defendióTai Xi, quizá porque el caramelo en su boca le ha-cía sentirse la persona más feliz del campo.—Ese hombre está loco —manifestó resoplando

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su madre—. Si quiere regalarte algo, que te dé unpollo, no un perro.Su padre seguía observándole en silencio. Re-huyó la mirada aplicándose de nuevo a su comida.Su madre era una explosión constante; en cambio,su padre... A veces era como si le atravesara conlos ojos, sobre todo cuando le sorprendía mirán-dole con aquella mezcla de ternura y paz envueltaen resignación.Su expresión eran tan cansada...Como la de ese momento. Como la de cualquierdía después de ir a la oficina del comisionado.El asunto del perro quedó olvidado, aunque nopara Yu.—Si mañana hay agua, te aseguro que vas alavarte —dijo la mujer recuperando el mando dela situación—. Y espero que se termine pronto eldichoso tema de las duchas. ¿Cuánto creen que po-demos estar así? Si quisieran, podrían repararlasen un abrir y cerrar de ojos.Era mejor que protestara, o sospecharían. Supadre aún le estaba mirando.—¡Mamá!—¡A callar, Yu! ¡Eres un cerdo, pero nosotros novivimos en una pocilga!—¡Por lo menos deja que lo haga solo, y quepapá ponga algo para taparme!—¡El señorito quiere criados!Tai Xi y Lin Li estallaron en carcajadas.—Mujer... —dijo Hu Dong—. Yu ya es casi unhombre.Esta vez la que le miró con una expresión dis-

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tinta fue ella. Como si se diera cuenta de que eraasí, o acabase de descubrirlo. Yu advirtió un sesgode contenido dolor en su faz. Tan contenido quefue superado rápidamente por una pantalla de in-quebrantable firmeza.—Eso, tú apóyale —lamentó sin fuerzas, paraacabar concediendo—: Ya sé que es casi un hom-bre. ¡Por esa razón me quejo!Intercambiaron cinco miradas de adiós. Su ma-dre fue la primera en levantarse. La secundaronlas dos niñas. Su padre todavía permaneció unossegundos sentado, sin dejar de fijar sus ojos en él.Yu hizo lo posible para retardar el final de su co-mida. Apenas si quedaban ya dos puñados dearroz en su cuenco.Y en el momento en que su padre se puso enpie, él no esperó más. Se jugó el todo por el todo.Cogió el arroz y lo introdujo con un rápido gestoen el bolsillo de su pantalón.No hubo ningún grito, ninguna recriminación.Y suspiró aliviado.—¡Vamos, Yu, acaba de una vez y muévete!—le ordenó su madre.—¡Si me muevo te enfadas, y si me estoy quietotambién! —protestó el niño.—¡Yu, no repliques!El peligro aún no había pasado. Su perro seguíaallí, firme candidato a servirles de cena.Aunque él antes se moría de hambre que co-mérselo.

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MIENTRAS ayudaba en las tareas comunes, es-tudió la situación. Su padre se marchaba inmedia-tamente para trabajar. Su madre hablaba con al-gunas de las otras mujeres. En cuanto a sus her-manas..., ¿podía confiar en ellas? Probablemente,y después de lo del caramelo, sí. Pero no quisoarriesgarse. De tanto en tanto enviaba miradas te-merosas al cesto, dentro del cual dormía el perro.¿Y si despertaba? ¿Y si su madre, por alguna ra-zón, quería coger o guardar algo en ese lugar? Amedida que transcurría el tiempo, su incertidum-bre aumentó.Era necesario salir de allí con el perro, y sin quenadie le viera.Los minutos fueron alineándose lentamente.Estaba decidido a pedir ayuda a Tai Xi y Lin Li.Lo entendió así al comprender que su madre sos-pechaba de su actitud pasiva y contemplativa,opuesta a la habitual. La mujer le dijo:—Estás tú muy quieto. ¿Has hecho algo malo?—¿Yo? —el tono de Yu fue de dolorosa sorpresa.—Pues te encontrarás mal. Será mejor que ven-gas conmigo y Lin Li a ver a la señora Potts.

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—¡Pero si estoy bien! ¿No querías que me que-dara por aquí?Su madre no respondió, sólo le miró con aquellaexpresión crítica tan habitual en ella. Yu se apres-tó a llamar a sus hermanas.Y entonces sucedieron dos cosas, casi consecu-tivas.La primera, que Tai Xi tropezó y se cayó al suelogolpeándose una rodilla. La niña se puso a llorarfrotándose la parte dañada, aunque no se habíahecho siquiera un rasguño. Su madre acudió has-ta ella, pero no la consoló ni le prodigó ternuras.Tras comprobar que las lágrimas eran un puro re-clamo, todavía le dio un golpecito a su hija en lacabeza.—¡No llores! —le recrimine»—. Si lloras por esto,¿qué harás por algo mayor? ¡Aquí no se llora!Su madre siempre les decía eso. Les prohibía llo-rar. Yu se preguntaba a menudo por qué era tandistinta de las demás. Recordó a la madre de Tiamy se dijo que tal vez no lo fueran tanto.El segundo hecho, sin duda el crucial en un mo-mento de nervios como era aquél, llegó del ex-terior.Se escuchó un grito, más bien un alarido, pe-netrante, histérico, emitido por la garganta de unamujer. Procedía del barracón frontal al que ocu-paban, y casi todos los presentes se desplazaron endirección a él. Yu se olvidó hasta de su naturalcuriosidad. Tras los gritos, se oyeron también al-gunas voces crispadas.

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—¡Se ha matado!—Es Wu Xuyen. ¡Se ha colgado de una cuerda!—¡Está muerto, ha sido muy rápido!Yu suspiró aliviado por su suerte. Un suicidio.Eran normales en el campo, aunque la mayoría seproducían de noche. De todas las formas de morir,aquélla la consideraba la más estúpida. Morir pormorir. Era mejor hacerlo intentando la huida através de las alambradas. Con un poco de suerte,se podía llegar a Hong Kong, y allí, como decía supadre, cualquiera sería capaz de pasar inadvertido,inmerso en la populosa densidad humana de laurbe. Sin embargo, la gente no intentaba huir: es-peraba, confiaba, y cuando perdía toda su capa-cidad de resistencia, cuando se rendía, prefería sui-cidarse.Se alegró de poder salvar a su perro.No aguardó ni un segundo. En cuanto el barra-cón quedó vacío y la gente se congregó en el ex-terior, corrió hacia el cesto, levantó la tapa y seencontró con el perro todavía dormido. Tuvo unarrebato de ternura como no había sentido jamás.Le pareció la cosa más hermosa y dulce del mun-do. Pero fue sólo una vacilación momentánea.Reaccionó, lo cogió con las dos manos, lo protegiócon su cuerpo y echó a correr hacia la puerta. Lacalle se había convertido en una marea humana,los gritos continuaban, y un coro de voces los en-volvía. La esposa de Wu Xuyen estaba desespera-da, se tiraba del cabello, se rebelaba contra lo evi-

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dente, mientras las mujeres más próximas inten-taban consolarla sin éxito.Yu iba a salir cuando por la puerta apareció elviejo Tui.Se quedó muy quieto, asustado, a un par de me-tros del ciego de los ojos blancos. No quería mi-rarle, pero lo hizo. Tui no era como los demás vie-jos. Bueno, se sabía que era viejo por las arrugas,por el escaso cabello de su cabeza, por sus manosy sus dedos semejantes a sarmientos, y tambiénpor su ceguera. Pero, contrariamente a los demás,él era alto, no caminaba encorvado y su expresiónno se hallaba presidida por el abandono, la triste-za, el miedo o el desfallecimiento, como las de to-dos los ancianos que conocía. El viejo Tui impre-sionaba.Y aquella ciega mirada blanca...Yu no se atrevió ni a respirar. Aquel hombrehabía hecho tantas guerras, que probablementellevaba pegados a la piel los gritos de todos aque-llos a los que había matado. Y, desde luego, ciegoo no, le estaba mirando fijamente.Se movió hacia la izquierda.La cabeza del viejo Tui le siguió.Yu abrió los ojos y la boca, impresionado.Su madre podía regresar de un momento a otro.No era de las que pasaban el tiempo embebiéndosede las desgracias ajenas. O podía aparecer cual-quier otra persona y ver al perro. Yu decidió tomarla iniciativa y arriesgarse. Dio un par de pasos. Es-taba seguro de que sus pies descalzos no producían

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el menor ruido en la madera; sin embargo, el viejoTui continuó girando la cabeza. Las aletas de sunariz se movieron.Lo más inesperado, que el perro levantara la ca-beza, le viera y le lanzara un ladrido seguido deun sordo gruñido, sucedió justo en ese momento.Yu ya no esperó a ver la reacción del viejo Tui.Salió al exterior y emprendió una más de sushabituales carreras, esquivando a la gente, sor-teándola, y todo ello doblado sobre sí mismo paraproteger al perro de la curiosidad ajena.

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LLEGÓ a la sección B del campo en apenas unosminutos, pese a que la última parte del recorridono la hizo a la carrera, sino andando, con el perrooculto bajo la camiseta, aunque el animal hacíaesfuerzos enconados por sacar la cabeza fuera.Cuando alcanzó el barracón 97, se mantuvo a unaprudente distancia, observando primero a amboslados del mismo y después lanzando miradas es-crutadoras hacia el interior para ver si localizabaa Tiam. No sabía si entrar directamente y pregun-tar por él, o si lo mejor era esperar. Tal vez su nue-vo amigo no estuviese dentro, y en tal caso...Su presencia a las puertas del barracón, mo-viéndose de un lado a otro, acabó por hacerse os-tensible. Tiam apareció un par de minutos des-pués, algo nervioso, girando la cabeza sin cesar.No hubo ninguna salutación, sólo el gesto de Yumostrándole su tesoro:—Mira.Tiam se quedó mudo. Miró al perro, que le re-conoció como amigo porque movió la cola, y luegoa su portador, incrédulo.—¿No es estupendo? —dijo Yu.—¿De dónde lo has sacado?

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—Lo he encontrado.—Será de alguien.—No lo sé. Yo lo he encontrado en una zonaabierta, y estaba solo.—¿Qué vas a hacer con él?—Tampoco lo sé —el rostro de Yu se oscureciópor primera vez, a causa de la lógica pregunta desu amigo—. Aún no lo he pensado. Desde luego,no puedo tenerlo conmigo.—¿Por qué?—Mi madre se lo comería.Tiam volvió a girar la cabeza en dirección a subarracón. Se mordió el labio inferior.—Espérame —dijo—. Salgo enseguida.Yu le esperó. No fue tan rápido como su com-pañero le había dicho, pero el tiempo tampoco seprolongó demasiado. Finalmente, Tiam salió delbarracón y se reunió con él. Sin mediar palabraalguna, los dos echaron a correr. Guiaba Yu.Había decidido a donde ir. Algo es algo.Se apartaron del núcleo central del campo, endirección a la alambrada norte, y llegaron a ellasin perder el buen ritmo de su carrera. El lugarofrecía la misma solitaria calma de la mañana. Yuse preguntaba por qué allí no jugaban más los ni-ños y las niñas del campo, por mucho que la ma-yoría de los padres prohibieran que sus hijos seacercaran a las alambradas. La última vez que losguardias habían disparado sobre unos niños quetreparon por la primera alambrada para recoger

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una cometa prendida en ella había sido más de unaño antes. Y aquél era un buen sitio para jugar.—¿Qué es esto? —quiso saber Tiam.—El Trono. ¿A que es estupendo?Su amigo se encogió de hombros, sin valorarlodebidamente.—Lo he encontrado ahí, entre esos matorrales—señaló Yu.—Entonces, alguien lo ha abandonado.—Puede que viniera de fuera.Tiam dirigió su mirada hacia lo lejos.—¿Quién querría entrar aquí? —musite)—. Niaunque fuera un perro.Se sentaron en el suelo, al amparo de los ma-torrales, y por primera vez Yu dejó libre a su ha-llazgo. El perro asentó sus cuatro patas en tierra,pero no se movió. Se los quedó mirando con la len-gua fuera. No era un cachorro, pero sí un animaljoven, vital. Su pequeño tamaño le confería unhalo de ternura, acentuado por su pobre condi-ción.Yu sacó el puñado de arroz de su bolsillo.—Vamos, toma —se lo ofreció.Los dos contuvieron la respiración. El perro olis-queó la comida en la palma de Yu. Su lengua vol-vió a aparecer y comenzó a lamer, devorar elarroz, hasta acabar con el último grano en un san-tiamén. Yu metió de nuevo la mano en el bolsillo,a la caza y captura de los granos perdidos. No fue-ron más de diez.El perro se le quedó mirando, expectante.

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—No hay más, lo siento —le dijo Yu.—¿De dónde has sacado ese arroz?—De mi ración. Nadie me ha visto guardarlo.—¿Vas a alimentarlo así?—No lo sé, todavía no lo he pensado.—Hazlo y te morirás de hambre. Os moriréis losdos, tú y él.Yu le dirigió una mirada de dolor, reprochán-dole su ingratitud.—¿Eres mi amigo o no? —se interesó.—Claro que soy tu amigo.—Entonces deberías alegrarte de que tengamosun perro.El hecho de que hablara en plural animó aTiam. Concentró su atención en el animal y len-tamente esbozó una sonrisa, que se hizo mayorcuando el perro se le acercó a lamerle la mano aél también.—¿De verdad se lo habría comido tu madre?—preguntó con alarma.—Y la tuya.—Entonces no vamos a poder tenerlo con no-sotros —se lamentó Tiam.—Algo se me ocurrirá. Es cuestión de tiempo, yprecisamente de eso aquí sobra.—Deberíamos empezar por ponerle un nombre.—Eso ya lo tengo decidido —dijo Yu—. Se lla-mará Ajedrez, porque es blanco y negro.—¿Qué significa ajedrez? —vaciló Tiam.—Es un juego, ¿no lo conoces? Mi padre lo prac-ticaba mucho en la aldea, y me enseñó a jugar a

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mí, aunque ahora ya no sé si sabría. Se juega enun tablero con cuadros blancos y negros, como supiel.—Ajedrez —repitió Tiam, y volvió a decirlo unasegunda, y una tercera vez—: Ajedrez, Ajedrez—antes de acabar asegurando—: ¡Me gusta!Yu se puso en pie, dio un salto hacia atrás, otrohacia un lado, moviendo los brazos para llamar laatención del perro.—¡Eh, Ajedrez, aquí! —gritó—. ¡Vamos, ven,Ajedrez! ¡Toma, toma, busca!Y empezó a dar breves carreras junto a Tiam,que le secundó rápidamente. El perro los siguió,dispuesto a colaborar con ellos.

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--¿ Por qué le llamas el Trono a este lugar?—Porque parece que estás en la cima del mun-do, al menos de este mundo, ¿no crees? No hayningún otro lugar en el campo más alto que lasalambradas.—Las torres —observó Tiam.—Las torres no pertenecen al campo —objetóYu—. Las torres son de ellos.Tiam hundió sus ojos en la más cercana, a suizquierda.—No las mires —dijo Yu—. Olvídalas o se con-vertirán en una obsesión para ti; al menos, eso eslo que me dijo mi padre hace tiempo, al llegar, ytenía razón.—¿Quién nos da de comer, y quién paga todoesto? —preguntó Tiam.—Aquí mandan los ingleses —le explicó Yu—.Inglaterra es un país de Europa, pero también es-tán aquí y tienen un hombre al que llaman go-bernador, porque gobierna en Hong Kong, ¿en-tiendes? No nos dejan entrar libremente en HongKong, pero mientras estamos esperando nos danla comida y la ropa. Bueno... —hizo un vago ges-

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to—, en realidad también nos ayudan otras per-sonas: la Cruz Roja y otras organizaciones.—¿Por qué?—Por qué ¿qué?—¿Por qué nos ayudan?—No lo sé —Yu frunció el ceño—. ¡Mira quehaces unas preguntas más raras! Nos ayudan y yaestá. No van a dejarnos morir de hambre.—Bien que lo hacen en Vietnam, o en los barcosque tratan de llegar hasta Hong Kong, impidién-donos desembarcar.—Es distinto. Una vez hemos llegado... De todasformas, yo no sé mucho de esas cosas. Te cuentolo que he oído.—Nos llaman boat people, la gente de los botes—dijo Tiam con los ojos fijos en el suelo.—Lo sé, y me parece estúpido —reflexionó Yu.No vivían en botes, sólo viajaban en ellos. Y silo decían por el número... Había oído comentar asu padre que al menos medio millón descansabanya para siempre en el fondo del mar de la China.Ni siquiera sabía cuánto era eso de medio millón.Paseó su mano derecha por el lomo del agotadoAjedrez, que dormitaba de nuevo entre los dos, ex-hausto tras casi una hora larga de juegos y carre-ras. Tiam volvía a dar impresión de tristeza, y nolograba contrarrestarla con nada. Bien, todo eracuestión de días, pero cuanto antes empezase a lu-char y a sonreír, mejor.—¿Qué le has dicho a tu madre para que te de-jara salir? —inquirió Yu.

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Era un método como otro de reiniciar la con-versación y evitar que Tiam cayera en el silenciode su desánimo.—No le he dicho nada. Me he ido y ya está. Su-pongo que cuando regrese tendré problemas.—Iré contigo y me presentaré. Verá que tienesun amigo y eso la tranquilizará.Se encontró con una extraña mirada de Tiam,mitad incrédula, mitad burlona. Su compañero leestudió de arriba abajo: la camiseta y los panta-lones cortos, sucias ambas prendas hasta lo super-lativo, los pies descalzos y cubiertos de polvo, elrostro abierto y picaro.Se echaron a reír, los dos.Estallaron en una gran carcajada hasta dejarsecaer de espaldas al suelo, las manos en el vientre,los cuerpos agitados por la risa, la sensación de supropia extravagancia convertida en chiste, sin im-portarles.Luego recuperaron la calma, al filo de su reciénhallado buen humor.Ajedrez continuaba dormido.—¿No tienes más amigos aquí? —se interesóTiam.—Hay algunos, pero no me llevo tan bien conellos como para estar todo el día pegados los unosa los otros —respondió indiferente.—¿Por qué?—Porque los mayores se meten en líos, y los pe-queños...—¿Qué clase de líos?

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—Roban, asustan a la gente, buscan drogas ytodo eso.—¿Drogas?—El tráfico es muy fuerte en el campo, ya loverás. Mucha gente no soportaría estar aquí sindrogarse, y eso lo saben quienes negocian con ello,incluso los guardias que hacen la vista gorda y es-tán metidos en el asunto. La mafia del campo espoderosa, y lo importante es intentar estar al mar-gen, aunque eso es casi imposible. Mi padre...—¿Qué? —le animó Tiam.—Nada. Iba a decir que mi padre está preocu-pado por ese tema. Es lo que más le asusta, y delo que más me previene.—¿Qué es eso de la mafia?—Hoy mismo se lo he preguntado a mi padre,pero mi madre me ha hecho callar —suspiróYu—. A mí me parece que es como un grupo depersonas que tratan de imponer su voluntad a lasotras. Por ejemplo, a ti no te hace falta un para-guas porque no llueve, así que voy yo y te digoque o me compras un paraguas que no te hacefalta o te rompo un brazo, ¿lo entiendes?—Yo te compraría el paraguas —dijo Tiam—.Prefiero eso a tener un brazo roto.—Pues ése es el asunto: que venden todos losparaguas que quieren sin que nadie haga nada porevitarlo.—¿Así que no tienes más amigos por todo eso?—No —rechazó Yu—. La principal razón es que

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la mayoría son chicas. También tuve amigos quese fueron.—¿Adonde?—A América, a Australia... —mintió Yu—. Novamos a pasarnos aquí el resto de la vida.—¿No echas de menos a los que dejaste en laaldea?Hacía tanto tiempo... Sus caras se habían esfu-mado de su mente hasta convertirse en una suertede sombras huidizas, recuerdos fugaces de mo-mentos felices. Quería retenerlos, mantenerlos ensu memoria, y no le era posible. Cada día que pa-saba le robaba un poco más de sí mismo. Claroque eso tampoco podía decírselo a Tiam. Lo des-cubriría por sí mismo, sobre todo si llegaba a pasartanto tiempo en el campo como él.—Sí, claro —manifestó.—Yo también. Ojalá pudiera estar aquí Nguyen.—¿Quién es ése?—Mi mejor amigo. Éramos inseparables.Estuvo a punto de decirle que ahora tenía unnuevo amigo, y hasta un perro, pero se detuvo atiempo. Habría sido una imprudencia, y un excesode generosidad. La cautela le serviría mejor. EraTiam quien debía reaccionar, despacio.Para él, los recuerdos todavía estaban vivos.Y sin saber la razón, le envidió por ello.Volvió el asomo de tristeza, imparable como eldía, que seguía avanzando bajo el vuelo del sol queya se hallaba al otro lado de la vertical celeste, des-cendiendo en la tarde. Los ojos de los dos conver-

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gieron en Ajedrez, inocente y libre en su sueño re-parador. Hasta que Tiam formuló la pregunta queYu estaba tratando de apartar de su cabeza.—¿Qué vamos a hacer con él?Ninguna respuesta.Sólo el silencio cabalgando a lomos de sus pen-samientos.

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LLEVABAN casi cinco minutos sin hablar, tum-bados boca arriba, con Ajedrez en medio, cuandoYu lanzó un suspiro que era casi como una invi-tación a romper el silencio.—¿Qué te pasa? —se interesó Tiam.—Es el sol.—¿Qué le pasa al sol?—Me gusta mirarlo. Mejor dicho, me gusta loque es y lo que representa.—¿Y qué es?—Es grande, fuerte, libre. Nadie le dice cómodebe ser ni adonde debe ir. Y está vivo.—Nunca lo había visto así —reconoció Tiam.—Cada mañana, cuando me levanto, voy a ver-lo salir. Es... impresionante. Él aparece y el mundose pone en marcha, ¿entiendes? Cuando el sol ex-tiende sus alas...—El sol no tiene alas —le detuvo su amigo.—Una vez mi padre me dijo que la imaginacióntenía alas, y yo le repliqué lo mismo que tú aho-ra. ¿Sabes qué me contestó? Que todo lo bello dela vida tiene alas. Primero no supe a qué se refe-ría, pero después sí. Los pensamientos vuelan y lafelicidad es como el pájaro dorado de las monta-

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ñas de Shao San. Sólo con la imaginación pode-mos vernos al otro lado de la alambrada. Mi padrecree que...—Mi padre nunca me dice esas cosas —volvióa interrumpirle Tiam.—Te dirá otras. Todos los padres lo hacen.—El mío no.—Puede que no quieras oírle —manifestó Yu—.Yo sé cuándo el mío quiere hablar, y trato de quelo haga. No siempre le resulta fácil.—¿Por qué?—Hay muchas preguntas que ni siquiera ellospueden contestar, y se sienten mal a causa de eso.—Estás un poco loco —se burló Tiam.—Los locos son felices.—Llevas aquí demasiado tiempo, eso es todo.—Tú también aprenderás.—¿De veras lo crees así?Yu captó su tono de ansiedad. No supo cómoevitárselo ni de qué forma apartarlo de él. Ni si-quiera llevaban un día juntos. ¿Qué era mejorpara un enfermo: decirle la verdad o mentirle paraenmascarar su mal?—Saldremos de este lugar —le dijo con sereni-dad—, y dentro de unos años recordaremos todoesto como una parte importante de nuestras vidas,quizá la más importante.—¿Importante? —gritó Tiam.Ajedrez se revolvió a causa del susto, entreabriólos ojos envueltos en dos halos rojizos, suspiró yvolvió a quedarse dormido.

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—He aprendido más aquí en estos años que entoda mi vida —dijo Yu.—¿Y eso es todo? Este sitio me parece horrible.¡Es una cárcel, una maldita cárcel!—¡Todos sabemos que es una cárcel! —le repli-có Yu alzando la voz por primera vez—. ¡Lo im-portante es que nosotros no nos sintamos prisio-neros! ¡Ésa es la diferencia!—Tú cierras los ojos y sueñas.—No, sueño porque los mantengo abiertos.—¿Y si no salimos nunca de aquí?—Te digo que saldremos.—¿Por qué estás tan seguro?—Porque nada dura eternamente, así que undía nos iremos.—¿Nos iremos? ¿Adonde? ¿Cuántos conseguiránllegar a América o a Australia, como tú? La ma-yoría volverá al lugar del que se escaparon. ¿Paraeso nos hemos ido?No podía responder con lógica. No podía men-tirle diciendo que todos lo conseguirían, y que elpasaporte para el ansiado mundo que perseguíanestaba a su alcance. Tal vez Tiam lo que necesi-taba era enfrentarse cuanto antes a los hechos, alo bueno y a lo malo del campo. Él había apren-dido por sí mismo, solo, pero ahora podía ayudara su nuevo amigo, enseñarle.Comenzando por la verdad.—Lo importante es vivir —dijo Yu—. Si se estávivo, puede volver a intentarse.—¿Escapar de Vietnam otra vez?

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—Aquí hay personas que lo han hecho tres ve-ces en quince años.Su compañero pareció poco dispuesto a creerle.—¿Por qué? —articuló sin apenas voz.—Mi padre dice que cuando la esperanza sepierde, con ella desaparece el aliento de la vida.—¡Quieres dejar de hablar de lo que dice tu pa-dre! —protestó Tiam poniéndose en pie—. Si estan fantástico, ¿qué está haciendo aquí, díme? ¿Esque por ser un refugiado político es mejor que losdemás? ¿Por qué has de repetir lo que dice?Fue un arrebato radical. Esta vez sí despertó alperro, que se levantó de un salto, impulsado porel agitamiento de su entorno. El animal los miró aambos, todavía asustado, antes de empezar a mo-ver la cola. Ladeó la cabeza al ver el nulo caso quele hacían sus dos nuevos amos, distanciados ahorapor un súbito silencio.—No quería que te enfadaras —explicó Yu la-mentando el incidente.Tiam se envolvió en un suspiro. Se arrodilló otravez en el suelo y sus manos buscaron instintiva-mente el cálido contacto de Ajedrez. El perro se es-tremeció entre sus dedos. Era poco más que piel yhuesos.—No me he enfadado —dijo Tiam haciendo ungesto impreciso—. Es que...—Vamos, te acostumbrarás y dejarás de darlevueltas a la cabeza. Estaremos juntos.Tiam estrechó a Ajedrez contra sí.—Gracias —suspiró por segunda vez.

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—No has de tener miedo —le confió Yu comosi se tratara de un secreto.Pensó otra vez en su padre, pero ya no habló deél en voz alta. Recordó que, a los pocos días dellegar a Shek Hong, le había llevado a ver a unhombre que acababa de morir. Se lo mostró y ledijo:—Hay dos formas de salir de aquí, hijo. Ésta esuna, y desde luego no será la nuestra. Ahora quie-ro que no lo olvides ni un solo día. Algo más: nocierres los ojos a nada, enfréntate a todo. Ése es elúnico sistema.Yu levantó la cabeza, miró la posición del soly recordó algo más. Se puso en pie decidido y letendió una mano a su compañero para que le si-guiera.—Hoy es día de salida —dijo—. Vamos, quieroenseñarte algo.—¿Qué es?—Ya lo verás.—¿Qué significa día de salida?—Ya lo verás.Tiam no se movió. Yu ya había dado tres pasoscuando se detuvo y giró la cabeza. Su amigo se-guía quieto con Ajedrez en los brazos.—¿Qué te pasa ahora? —se extrañó.—¿Qué hacemos con él? —preguntó Tiam refi-riéndose al perro.—Llevárnoslo, claro —fue la rápida respuestade Yu—. No vamos a dejarlo aquí solo.

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TlAM llevó a Ajedrez consigo durante los pri-meros cinco minutos. Yu le relevó el resto del bre-ve camino, que por una vez no hicieron corriendosino andando, para no llamar la atención. El perrono protestó en ningún momento, lo miraba todocon ojos que parecían asustados y bostezaba cons-tantemente. Yu no sabía si era a causa de la de-bilidad, el sueño o el hambre que arrastraba. Encualquier caso, fue dándose cuenta, más y más, deque aquel hallazgo, que en un principio le habíahecho tan feliz, se estaba convirtiendo en un pro-blema para él.—¿Adonde vamos? —preguntó Tiam cansadodel misterio.—No puedo explicártelo —dijo Yu—. Es mejorque lo veas por ti mismo.Se acercaban a la puerta principal del campo.Iban a desembocar en la explanada frontal, peroantes de llegar allí Yu se desvió a la izquierda. Seadentró por un espacio abierto entre dos barraco-nes, con Tiam pegado como una sombra. No lle-garon a salir a la otra calle. A mitad de camino,el primero se detuvo y miró a ambos lados. Al nover a nadie, le pasó el perro a Tiam y de un ágil

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salto se subió a la base elevada del barracón. Des-de ella, utilizando los huecos en la madera, los sa-lientes de las dos ventanas más próximas y el re-borde que sustentaba el techo, se encaramó a éste.Una vez ganada la posición, miró hacia abajo y seencontró con los ojos sorprendidos de Tiam.—¿Qué estás haciendo?—Vamos, sube —-le apremió.—Creerán que estamos robando.—No seas bobo. Sube.—No puedo con Ajedrez.—Hombre, primero has de dármelo, claro.Tiam no parecía muy convencido, pero no tuvomás remedio que obedecerle. Con medio cuerpocolgando del techo, Yu esperó a que su amigo lealcanzara el perro. No le resultó fácil. Hizo dos in-tentos fallidos.—Échame a Ajedrez —pidió Yu.—Si no lo coges, se caerá.—Pero lo hará de cuatro patas, como todos losanimales. ¡Vamos!La distancia era excesiva. Yu acabó compren-diéndolo. Así que cambió de idea y volvió a bajarhasta medio camino. Se agarró con la mano iz-quierda y esperó a que Tiam le echara el perro.Fue una maniobra perfecta. Lo sujetó con la de-recha, recuperó su posición y logró situar a Aje-drez en el tejado del barracón. Después esperó a suamigo, por si acaso. Libre de toda carga, Tiam aca-bó consiguiendo también su objetivo, aunque conmenos agilidad que Yu. Ajedrez, temeroso, los es-

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peraba en lo alto, acercándose al borde para mirarhacia abajo sin tenerlas todas consigo. Movió lacola feliz al sentarse ambos a su lado.—Buen perro —dijo Yu.—¿Por qué no ladrará?—Porque es vietnamita —Yu le guiñó un ojo asu camarada—. Sabe que lo importante es estarahí, no que lo sepan los demás.Tiam no tuvo mucho tiempo para meditar lafrase. Yu se quedó a cuatro patas y empezó a re-correr el techo del barracón en sentido diagonal.—Apóyate en las partes gruesas —recomendó.Su amigo le imitó y Ajedrez fue tras ellos, aun-que sin sentirse muy entusiasmado por la aven-tura. Yu no se detuvo hasta alcanzar el extremodel barracón más alejado de su primitiva posición.Por aquel lado se divisaba toda la entrada del cam-po perfectamente, con la oficina del Servicio de In-migración, el barracón médico, las dependenciasadministrativas y, al otro lado de la alambrada yla puerta, los edificios de los guardias y el personalde Shek Kong. Todo parecía en calma y normal,salvo por la presencia de cuatro camiones dentrodel perímetro de la instalación. Una docena deguardias se movían perezosamente entre ellos, ha-blando y riendo. Todos sujetaban fusiles automá-ticos en sus manos.—¿Vas a decirme qué hacemos aquí? —cuchi-cheó Tiam.—No hace falta que hables en voz baja. No pue-den oírnos.

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—¿Para qué son esos camiones? ¿Qué significaeso que has dicho antes, lo del día de salida? ¿Aqué viene tanto misterio?—Mira —señaló Yu—. Hemos llegado justo atiempo.Al otro lado del barracón médico, desde dondelos que hacían cola esperaban turno sin poder ver-los, aparecieron varios médicos y enfermeras, asícomo algunos guardias de seguridad más. Des-pués, se abrieron unas puertas y salieron alrededorde veinte refugiados, unos a pie, con fardos, yotros tendidos en camillas, inmóviles. Algunos delos que iban a pie lloraban, y sus gestos eran evi-dentes en la distancia. La comitiva se puso en mar-cha en dirección a los camiones.—¿Se llevan a los enfermos? —preguntó Tiam.—Ésos son los que no quieren irse por su propiavoluntad —dijo Yu—. Les dan calmantes y losduermen para que no organicen ningún espectá-culo. Algunos se vuelven locos cuando les dicenque han de regresar.Tiam le lanzó una inquieta mirada.—¿A... Vietnam?—Sí —fue lacónico Yu.Una mujer que caminaba junto a la camilla deun hombre inconsciente cayó al suelo de rodillas,con las dos manos unidas, y se puso a llorar y agemir. Ese sonido sí llegó hasta ellos porque erahiriente, penetrante. Un guardia la ayudó a levan-tarse con una mano. Ella se apoyó en la camilla,se soltó de él con un gesto de ira y continuó an-

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dando sin apartar los ojos del hombre. La comitivapronto dejó atrás los pabellones y salió a la expla-nada ocupada por los camiones. Los guardias queesperaban allí se pusieron en movimiento, abrie-ron las lonas posteriores y se introdujeron dos encada vehículo para ayudar a meter las camillas ya subir a los que podían hacerlo por su pie. La pre-sencia de los vehículos hizo que un muchacho jo-ven, que caminaba junto a otra camilla, empezaraa retroceder, hablando sin cesar mientras movíala cabeza. No consiguieron escuchar sus palabras,pero el miedo fluía de él lo mismo que un halocargado de desdichas.Yu dirigió una mirada de soslayo a Tiam. Elniño ya no hacía otra cosa que mirar la escenaabsorto.Dos guardias impidieron que el joven retrocedie-ra más. Uno le sujetó por detrás y el otro se colocódelante, le dijo algo y señaló a la camilla que es-taba acompañando. El refugiado hizo un intentode rebelarse, sólo uno.Algo inútil.El guardia que le sujetaba por la espalda le re-torció un brazo hacia arriba, provocándole un gri-to de dolor. El de delante le golpeó el estómago yel prisionero tuvo que callar. Uno de los médicosse destacó del resto y se enfrentó a ellos. Una en-fermera volvió la cabeza. La comitiva llegó a loscamiones sin que aquella disputa alterara los he-chos. El joven fue arrastrado por los dos guardias,

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que lo apartaron del médico y lo arrojaron dentrode un camión.Uno a uno, todos los refugiados entraron en losvehículos.—¿Siempre es igual? —musitó Tiam.—A veces todos colaboran, no hay protestas. Seles ha dicho que han de volver, y vuelven, resig-nados. En otras ocasiones se producen altercados,y bastante violentos. Hoy no ha habido muchos.—¿Qué les pasará cuando lleguen?—Ahora ya nada —dijo Yu—, salvo que hayacasos políticos. Y, desde luego, a los políticos nolos devuelven así como así; antes los dejan aquímás tiempo. Mi padre me dijo que en Vietnam lascosas han cambiado un poco, y que ya no hay re-presalias con los que deportan hasta allí.—¿Cómo lo sabe él? ¡Tu padre está aquí, comotodos!—Lo sabe —aseguró Yu—. Está en contactocon organizaciones, habla con personas: los de laCruz Roja, los de Amnistía Internacional y gen-te así.—¿Quiénes son ésos?—Gente que se preocupa por nosotros, ya te lohe dicho antes.No podía creerle, y Yu lo leyó en su rostro. Pen-só que tal vez era demasiado para él. Pero apren-dería. Su expresión ya no era de miedo o dolor,sino de curiosidad.Un segundo grupo de refugiados, igualmentecargados con bultos y en este caso caminando to-

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dos por su propio pie, salió de los barracones deadministración cuando los primeros ya estaban enlos camiones. Eran unos cincuenta más: hombres,mujeres y niños. Su aspecto era abatido, pero re-signado. También los custodiaban guardias ar-mados.Yu agudizó la vista al ver entre esta segun-da comitiva un rostro conocido. Cuando confirmósu identidad, sintió algo parecido a una alegríabrutal.—¡Es Hu Gu Yen! —exclamó.—¿Quién? —se interesó Tiam.—Aquél, el quinto empezando por el principio.Es uno de los peores hombres del campo. Perte-nece a la mafia. Esta mañana...—Esta mañana ¿qué? —le apremió Tiam.No quiso contárselo. Bastante tenía ya encima.Lo único importante era que Hu Gu Yen se mar-chaba. Uno menos. Hacía unas horas, era alguienfuerte. Hacía unas horas, su voluntad marcaba ladiferencia entre la vida y la muerte. En este mo-mento, ya no era nadie, sólo un refugiado más, undeportado que volvía a casa, probablemente a lanada.—La semana pasada hubo una revuelta —dijoYu—. Se produjo una pelea entre dos bandas acausa del agua caliente y murieron veinte perso-nas, entre ellas cinco niños. También hubo más decien heridos. Se encontraron armas, todas hechasaquí. Fue muy duro.—¿Cómo murieron esas personas?

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—No las dejaron salir del barracón y le prendie-ron fuego. Mi padre no ha querido decírmelo, perocreo que Hu Gu Yen fue uno de los responsables.—¿Y nadie...? —balbuceó Tiam.Yu le dirigió una sonrisa llena de dulzura.—Todos quieren vivir —dijo—. Nadie se meteen problemas, aunque a veces los problemas senos caigan encima. ¿Comprendes ahora lo que tehe dicho antes? Tú llegas, ellos se van. Adiós a HuGu Yen, hola a cualquier otro. Puede que en casatodo vaya ya mejor, como dicen. Si no es así, unosse resignarán y otros volverán. Parece complicado,pero yo lo veo muy sencillo. Tú también lo verásigual dentro de unos días.Los refugiados subieron a los camiones. La ope-ración fue sencilla, y más rápida de lo que cabíaesperar. Hasta Ajedrez contemplaba la escenatranquilamente. Después, los vehículos iniciaronsu marcha, traspasaron las puertas del campo y sealejaron por la carretera envueltos en una nubede polvo.Quedaba un largo camino de regreso.—Puede que vean las luces de Hong Kong, aun-que sea de lejos —mencionó Tiam.Las puertas de Shek Kong volvieron a cerrarse.—¿Quieres conocer a Johnny? —dijo de prontoYu recuperando su franca sonrisa.

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TlAM no pudo preguntarle a quién se refería has-ta haber descendido del techo del barracón, por-que, como era habitual en él, Yu se puso en mo-vimiento inmediatamente, sin esperarle. Su amigofue el primero en descender, lleno de agilidad. Unavez abajo, extendió los brazos hacia arriba paraque Tiam le echara el perro. El animal se asustómucho en el breve segundo que duró la caída, has-ta ir a descansar en los brazos de Yu, que lo atrapósin problemas. Se arrebujó en su cuerpo temblan-do, con los ojos inundados de pánico. Finalmente,bajó Tiam, con menos agilidad que Yu pero confirmeza, teniendo en cuenta que éste le guiaba ala perfección diciéndole los movimientos que debíahacer. Ya en el suelo, llegó la pregunta:—¿Quién es Johnny?—Un amigo.—¿Qué clase de amigo? ¿No decías que...?—¡No preguntes tanto y espera! —le frenóYu—. Pareces una madre.Volvía a sonreír, y Tiam quedó atrapado en elnuevo misterio.—Ya no tengo mucho tiempo —le recordó.

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—Te la vas a ganar igual si te has ido sin avisar,así que ya no importa un rato más o menos.—Por lo menos, dime adonde vamos.—A mi barracón —dijo Yu.—¿Estarán tus padres? —la pregunta de Tiamdestiló temor.—No, pero aunque estuvieran, ¿qué pasa?—Nada.—Mi madre está en el barracón médico con mihermana pequeña, y seguro que de paso se ha lle-vado a Tai Xi. Mi padre regresa al anochecer.—¿Y Johnny? ¿Vive en tu barracón?—Está en mi barracón, nada más —Yu hizouno de sus gestos característicos: le guiñó un ojo.Había renacido su imperturbable buen humor—.Te advierto que serás el primero en conocerle.—¡Ah!Yu llevaba a Ajedrez. La presencia del animal ensus manos hizo que la sonrisa menguara en surostro. No podía volver a correr el riesgo de escon-derlo en su zona, porque lo más probable era quede noche hiciera ruido y su madre lo descubriera.Si lo mantenía con él, lo condenaría. Tal vez laúnica solución fuese llevarlo a donde lo había en-contrado, al Trono, y ocultarlo allí, a ser posibleatado con alguna cuerda. Claro que ¿de dónde sa-caba él una cuerda? Cada día iría a buscarlo porla mañana y le llevaría un poco de arroz. Era laúnica solución posible.De todas formas, estaba seguro de que su madre

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no se lo comería, con lo delgado que estaba. ¡Si notenía carne por ningún lado, pobre Ajedrez!La abuela Mi Xouan se encontraba en el mismolugar en que la habían dejado, protegida por el tol-do, inmóvil, con su mirada extraviada. La madrede Yu solía darle de comer, paciente, y eso sí re-sultaba algo curioso de ver, porque la anciana,con la comida en la boca, procedía a un lento mas-ticado, o mejor dicho ensalivado, pues ya no teníamuchos dientes, hasta deglutir mucho después.Así, darle de comer se convertía en toda una prue-ba de paciencia.Lo primero que hizo Yu al llegar a su lado fuecomprobar si se había mojado. Después, la olió porsi había hecho algo mayor. Se alegró al comprobarque no era así.—Ésta es Mi Xouan, mi abuela —la presentó asu amigo.Tiam no dijo nada. La miró con expectación, ysus ojos fueron abriéndose más y más a medidaque los fijaba en los de la mujer y esperaba unparpadeo que no llegó. El rostro de la anciana, im-perturbable, semejaba un campo arado por unamano infinita. Era imposible poner más surcos entan poco espacio y reconducirlos en miles de di-minutos cruces a lo largo y ancho del laberintofacial. La boca era un sesgo horizontal, hundido,y sobre ella cabalgaba la pequeña nariz aguileña.Pero sin duda eran la profundidad de las cuencasde los ojos y su estática mirada lo que más impre-sionaba. Tiam no recordaba haber visto jamás una

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cara como aquélla, capaz de reflejarlo todo al mis-mo tiempo.Absolutamente todo.—Es... increíble —manifestó.—Ya te lo he dicho —insistió Yu.—¿Y de noche está igual?—Sí.—Puede que los cierre cuando estéis todos dor-midos.—¿Y para qué iba a hacer una cosa así, tonto?Tiam continuó mirando a la abuela Mi Xouanhasta que a Yu le pareció un poco ridículo seguirallí, como si la anciana fuera un espectáculo. Tiróde él para que le acompañara al interior del ba-rracón, una vez se aseguró de que ni su madre nisus hermanas estaban dentro.—Vamos —dijo.Tiam le siguió, pero con la cabeza vuelta paracontinuar, en lo posible, pendiente de la mujer. Es-tuvo a punto de tropezar con un niño que gateabaen el suelo. Yu llevaba a Ajedrez oculto bajo lacamiseta. El perro ya se había acostumbrado a es-tar ahí y no se movía. El chico no sabía si era por-que estaba demasiado débil para hacerlo o porque,simplemente, se encontraba bien.—Éste es Johnny —le presentó finalmente.Tiam siguió la dirección de su dedo, hasta llegaral techo del barracón. No vio nada.—¿Dónde?—¿Estás ciego? ¡Esa mancha! ¡Ése es Johnny!—¿Ése es Johnny?

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—¡Es un hombre negro! ¡Fíjate! ¿No es increíble?Una cabeza perfecta, con los ojos, la nariz, la bocasonriente...—¡Estás loco! —protestó Tiam—. ¡No es másque una mancha!—¡Ya sé que es una mancha! —se enfadó Yupor la escasa colaboración de su amigo—. ¡Pero escomo un retrato impreso en el techo! ¡Es un cua-dro, y es mío, me pertenece, yo le he puesto unnombre y hablo con él!—¿Que hablas con él? —mantuvo su mismotono de incredulidad Tiam.—Escucha —Yu le miró fijamente, dolido—. Lamayoría de las personas de los barracones se tien-den en el suelo o en sus jergones y ¿qué ven?Nada. Bueno, sí, ven la madera del techo o de lasparedes, las tablas rotas... Ni siquiera piensan queal otro lado está el cielo. Yo, en cambio, abro losojos y veo a Johnny. ¿Qué hay de malo en ello? Sitodos se buscaran a su Johnny, quizá fueran dife-rentes. Cuando llegué aquí estaba como tú, asus-tado...—Yo no estoy asustado.—¡Sí lo estás, y es lógico! La primera noche metendí en el jergón con mis hermanas y por la ma-ñana, al abrir los ojos, él estaba ahí, sonriendo.Nunca había visto a un hombre negro. Fue la pri-mera sonrisa que tuve, así que le hablé, y sentícomo él me hablaba a mí. Por eso es mi amigo. Noes necesario que sea de carne y hueso para sentirlecomo un amigo.

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Tiam nadó en las aguas de su desconcierto, agi-tadas por las palabras de Yu.No estaba seguro de entenderle. Era extraño.—Yo no tengo ninguna mancha en el techo—dijo a modo de defensa.—¿Has mirado en el suelo? —propuso Yu.—¿En el suelo?—¿Qué más da dónde esté, mientras tú sepasverla? —recuperó su sonrisa Yu—. ¿Y qué más dadormir boca arriba o boca abajo?

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DEJARON de jugar con Ajedrez cuando éste per-dió todo entusiasmo y se tendió en el suelo emi-tiendo un suspiro. Desde su posición, los miró, orauno ora otro.Hasta que sus ojillos volvieron a cerrarse, des-pacio, igual que dos cortinas bajadas por el pesode una solemne paz.—Yo creo que es mudo —dijo Tiam.—Le he oído gemir.—¿Y qué? Se puede ser mudo y gemir.No estaba seguro de eso, pero no discutió. Yano. La tarde declinaba rápidamente y la primeraserenidad del atardecer los envolvía como preludiode la puesta de sol. Anochecería muy pronto. Ibaa proponerle a su amigo que fueran a ver cómo elsol se hundía en la tierra, pero éste se le adelantó.—He de marcharme.—¿En serio?—Sí —contestó Tiam, resignado.—Te acompaño.—No es necesario, ya me has enseñado a orien-tarme.—Sólo un trecho, hasta que estés en tu sección,¿vale?—Bueno —accedió Tiam.

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—Hablales a tus padres de mí.—Está bien.Gatearon hasta salir de debajo del barracón, ti-rando de un dormido Ajedrez. La distancia entreel suelo y la madera no llegaba al medio metro,pero en la zona donde habían estado jugando, alamparo de cualquier mirada, el suelo se hundíacasi otro metro. Yu solía pasar allí bastante tiem-po, aunque a su madre no le gustaba. No era unrefugio, ni mucho menos, secreto porque frecuen-temente entraban y salían otros niños, pero sí se-guro y aislado del exterior. A veces incluso se po-dían escuchar las conversaciones de la parte su-perior.Se levantaron y echaron a andar.Ya no había prisas.—Ha sido un buen día —dijo Yu.—¿Por qué?—Por todo —manifestó Yu con decisión—. Noshemos conocido, hemos encontrado a Ajedrez...—tenía más argumentos, pero no continuó enu-merándolos: los caramelos, la deportación de HuGu Yen...—. Ya te he dicho esta mañana quesiempre pasan cosas, aunque, por supuesto, haydías flojos y hay días en los que todo parece enlo-quecer.—Eres un optimista.Se encontró con la sonrisa plácida de Tiam.—Supongo que sí —aceptó tomándolo como uncumplido—. Vamos a divertirnos juntos, ya verás.—Gracias por hablarme.—¿Qué dices?

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Tiam bajó la vista al suelo.—Mi padre... —vaciló una sola vez, y luegoarrancó del todo—. Mi padre también me dijo algoal llegar aquí: que no hablara con nadie.—¿Por qué?—No lo sé. Él sí tiene mucho miedo. Jamás ha-bía salido de Pe Yin. El día que nos fuimos, le villorar y yo... bueno, no sé, nunca había visto llorara mi padre.—Eso no le hace más débil —dijo Yu—. Cuandoel mar se llevó a mi hermana Sun Sai, mi padretambién lloró, y mucho. Mi madre se quedó comomuerta, mirándose las manos, pero mi padre lloróy lloró, y tampoco yo le había visto llorar jamás.—Me alegro de haberte encontrado aquí —sus-piró Tiam.Yu le pasó un brazo por encima de los hombros.Utilizó el otro para seguir manteniendo oculto ysujeto a Ajedrez. De esta forma, invadidos por suspropios sentimientos, cubrieron la última distan-cia, hasta llegar al límite de la sección B. Se de-tuvieron en mitad de la calle y quedaron frente afrente, mirándose el uno al otro bajo el tenue am-paro de sus apenas perceptibles sonrisas.—¿Qué harás con él? —preguntó Tiam señalan-do al perro oculto bajo la camiseta de Yu.—Supongo que llevarlo al lugar donde lo he en-contrado, dejarlo ahí y rezar para que se esté quie-to hasta mañana.—Es demasiado pequeño para quedarse allí todala noche.

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—Le miraré fijamente a los ojos y le diré que sejuega la vida.Tiam se dio cuenta de que su compañero habla-ba en serio.—¿Nos veremos mañana en la escuela? —pre-guntó.—Sí, claro.—Bien —Tiam empezó a andar—. Hasta ma-ñana, pues.—Goodbye, Tiam —se despidió Yu.El niño no llegó a dar dos pasos. De pronto sedetuvo, metió la mano en el único bolsillo de supantalón corto, el de atrás, y desanduvo la distan-cia con algo en ella.Era el sujetapapeles.—Escucha, será mejor que lo conserves tú —selo dio a Yu—. Yo no sabría qué hacer con él.—¿Estás seguro?—Si lo necesito para algo, te lo pediré, ¿deacuerdo?Sus rostros brillaban, unidos por algo superioral mero entendimiento mutuo.—De acuerdo —convino Yu guardándose el su-jetapapeles en su bolsillo.—Hasta mañana —se despidió Tiam.—Hasta mañana —se despidió él.Esperó para comprobar si su compañero seorientaba correctamente, y cuando vio que era así,dio media vuelta y se enfrentó al más crucial delos grandes problemas del día. Tal vez, el más im-portante de los últimos meses.Ajedrez.

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REGRESÓ hasta el Trono por el camino más cortoy más rápido. A mitad del mismo, el perro comen-zó a moverse debajo de su camiseta, y no tuvo másremedio que sacarlo de allí. Era como si el animalpresintiese algo. Los dos se cruzaron miradas in-terrogantes.—¿Tienes hambre? —le preguntó Yu.Ajedrez abrió la boca. Un pedazo de lengua son-rosada asomó por ella.—Lo siento —musitó él—. Mañana te traeré unpoco de arroz.Continuó caminando, sujetando el can con subrazo izquierdo y con el derecho por encima parataparlo. A su espalda, el sol declinaba en el fin desu viaje celestial, haciendo que las sombras sealargaran considerablemente. La gente iba y ve-nía, como en cualquier momento a lo largo de lajornada, pero a esta hora existía una sensación ge-neral de recogimiento. Se movían manteniendosus expresiones vacías, perdidas, y sin embargo seadivinaba un objetivo cercano. Fin de un día. Finde otro día. Adiós a un paso más.Hasta que, con el nuevo amanecer, todo volvie-ra a comenzar.

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Dejó atrás la última línea de barracones y avan-zó por la zona muerta del Trono. Se preguntó si elsujetapapeles le serviría de algo. Llegó a la obviaconclusión de que no. ¿Y si se quitaba la camisetay ataba con ella a Ajedrez? Para eso había dos pro-blemas: el primero, que no tenía ni idea de dóndepodía atarlo; el segundo, que si su madre le veíaregresar sin una de sus dos únicas camisetas, lemolería a palos. Otra alternativa vencida.A pesar de ello, no se sintió desanimado.Se arrodilló frente al matorral donde lo habíaencontrado horas antes, sujetó al perro con ambasmanos y lo miró fijamente a los ojos, como le ha-bía dicho a Tiam. El animal quedó suspendido enel aire, con la parte inferior de su cuerpo colgando.Su delgadez se hizo aún más evidente.—Escucha, y será mejor que lo hagas atenta-mente —dijo Yu con gravedad—. Esto es serio ydeberás colaborar. Tú vas a quedarte aquí, sin mo-verte hasta mañana. Yo vendré con comida encuanto salga el sol. A lo mejor esta noche ni si-quiera me tomo mi ración y te la traigo entera,¿conforme? Pero has de quedarte aquí.Todavía no lo bajó. Continuó mirándolo con fi-jeza. Ajedrez sostuvo esa mirada firme.—Bien —aprobó Yu.Lo bajó hasta depositarlo en tierra. El perro seagitó de la cabeza a la cola, como si estuviera mo-jado. Inmediatamente después dio un salto haciaél, esperó, retrocedió, le provocó, dio otro salto,

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aplastó la cabeza contra el suelo un segundo y lue-go le ladró.—¡Vaya! —dijo él, admirado—. Y decía Tiamque eras mudo...Ajedrez ladró por segunda vez, más fuerte. Yugiró la cabeza y comprobó que no hubiera nadiepor los alrededores.—¿Quieres callarte? —le ordenó el chico—. ¡Hazel favor de no meter la pata ahora! ¿Qué te pasa?Ajedrez dio una vuelta en redondo sobre símismo.—¿Quieres jugar? ¿Ahora? ¡Oh, no!Volvió a cogerlo, aunque el animal le esquivó enun par de ocasiones. Repitió su acción anterior: le-vantarlo, mirarlo a los ojos y luego bajarlo. En estaoportunidad le dio un azote y lo sentó en el suelo.Después, se puso en pie.—Yo me voy, y tú te quedas aquí, quieto, ¿vale?Ajedrez no le hizo el menor caso.—¿Te has vuelto loco? —gimió él—. ¡Colabora,es por tu bien!Se sintió irritado y, aunque con dolor, su segun-do azote fue más intenso que el primero. En estaoportunidad Ajedrez acusó el golpe, porque bajó lacabeza y le miró desde abajo, con los ojos pegadosa las cejas en un claro gesto de temor mientrasque su hocico casi rozaba el suelo. Yu aprovechóla coyuntura para dar media vuelta y echar a an-dar. Durante los pasos iniciales no se atrevió a gi-rar la cabeza.

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Cuando lo hizo se encontró con Ajedrez tras él,trotando decidido en pos suyo.—¡No, no, no! —gimió irritado—. ¡Vas a estro-pearlo todo!Repitió su acción, con más contundencia. Llevóal perro hasta el matorral, lo sentó en el suelo, leseñaló la posición, le pegó con la mano abierta enel hocico y después volvió a irse, sólo que esta vezgiró la cabeza varias veces. A la primera, Ajedrezse había puesto en pie, pero se detuvo en seco antesu gesto conminativo. A la segunda, se manteníaigual con las orejas muy tiesas. A la tercera, sehabía sentado sobre sus patas traseras.Yu hizo ademán de regresar, enfadado.Ajedrez se tumbó en tierra, con la cabeza entresus dos patas delanteras.Ya no se movió.Yu emitió un suspiro de alivio, aunque no lastenía aún todas consigo. Reanudó la marcha,acercándose a los barracones y manteniendo lavista fija en el animal. Cada paso que daba le pro-porcionaba mayor ventaja, porque Ajedrez parecíalo suficientemente asustado, o dispuesto a obede-cerle, como para darle un margen de confianza.Alcanzó el primer barracón.Le lanzó una última mirada, y desapareció trasla esquina.No dio ni un paso más. Protegido por la pareddel barracón, se asomó para ver cuál era la reac-ción de Ajedrez. El animal había vuelto a ponerseen pie, pero no se movía de donde estaba. No apar-

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taba la vista del lugar por el que él acababa dedesaparecer.—Quédate, quédate —susurró Yu.Transcurrieron unos segundos, cargados de ten-sión.Ajedrez se mantuvo en el mismo sitio, pero semovió inquieto, nervioso. Ladró una vez.Yu tenía un nudo en el estómago.Ajedrez se sentó de nuevo.—Bien —musitó él.Contó hasta diez, luego hasta veinte, finalmentehasta cien.Lo había conseguido.Ajedrez dejó de mirar en su dirección y se le-vantó para olisquear el matorral. Incluso alzó lapata para orinar. Yu se dijo que ésa era la mejorprueba posible. De lo que ya no podía estar seguroera de que al día siguiente por la mañana el ani-mal siguiese allí.Se despidió en silencio del perro y, aunque a re-gañadientes, se apartó de la esquina del barracóny se marchó de allí con pasos cortos, la cabezabaja y una sensación de irrefrenable amarguracolgada de su ánimo. Sus sentimientos se debatíanen una tormenta de fuegos cruzados, angustiosa.Shek Kong volvía a ser el filo de una enorme na-vaja en la que todos se movían.Llegó a la siguiente esquina y, antes de salir ala calle poblada de personas, su instinto le empujóa mirar hacia atrás.

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Probablemente ya sabía lo que se iba a encon-trar.Pero aun así cerró los ojos, agotado, mientrasAjedrez, que le estaba observando desde la distan-cia, echaba a correr hacia él ladrando lleno de en-tusiasmo.

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SE arrodilló para recibirlo, apartando de su men-te la idea de pegarle por ello. El animal había de-mostrado ser inteligente. Un truco perfecto. Fingirpara seguirle. Desde el primer momento había sa-bido que él estaba en la esquina, oculto, y luegose había lanzado a la carrera para no perderle devista.¿Qué más podía hacer ya?—Ajedrez...El perro se echó en sus brazos, le lamió la cara.Temblaba como una hoja al viento. Yu le acaricióla cabeza, el lomo, le rascó detrás de las orejas yle besó en la punta del hocico. Parecía como si elanimal intentase hacer lo mismo con sus patas. Enese instante Yu sentía un amor y una ternuracomo jamás había sentido antes.Y al mismo tiempo sentía dolor, por lo imposiblede aquella relación.—Has de marcharte de aquí —le dijo al perro—.Tú puedes hacerlo, eres libre.Ajedrez esperaba un juego, otra caricia, la ordende partida, que lo cogiera en brazos... Era tan pe-queño y estaba tan delgado que daba la impresión

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de ser un muñeco articulado. Sus ojos, en cambio,tenían la edad del tiempo.Fue incapaz de moverse.¿Adonde ir? ¿Qué hacer con él?Lo estrechó fuertemente entre sus brazos, hastacasi ahogarlo y hacerle daño a causa del apretón,y en el momento de separarse de él se produjo elcambio. Ajedrez miró a su espalda, enderezó lasorejas y el rabo, finalmente gruñó.Yu giró la cabeza.Eran tres, de edades comprendidas entre losquince y los diecisiete años. El de la izquierda es-taba muy delgado, y tenía la cabeza completamen-te rasurada. El del centro, sin duda el mayor, nollevaba nada en la mitad superior del cuerpo, y lacausa se deducía al instante: su torso musculoso yde perfectas proporciones. El de la derecha, defor-mado por una cicatriz que le dividía la cara en dospartes, era el más bajo. Lo que menos le gustó aYu fueron sus sonrisas.No los conocía, salvo de vista, pero sí sabía quié-nes eran.—Vaya, vaya, qué tenemos aquí —dijo el delcentro.Yu se puso en pie con Ajedrez firmemente sujetoentre sus brazos, aunque el animal continuó la-drando y pugnó por saltar de allí.—Es una fiera —exageró el tono el de la cicatriz.—Deberíamos ir con cuidado. Puede mordernos—le secundó el calvo.Le cerraban el paso por delante, y su actitud

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tranquila no podía ser más elocuente. Yu llevabaen Shek Kong demasiado tiempo como para no sa-ber qué iba a pasar. Aun así, buscó la manera deganar tiempo.—¿Qué queréis?—¿Nosotros? —el jefe del trío abrió las manosen un falso gesto de inocencia—. No queremosnada.—Estábamos paseando tan tranquilos cuando tehemos visto aquí —siguió el calvo.—Sí, con nuestro perro —concluyó el de la ci-catriz.—No es vuestro —dijo Yu.—Oh, sí lo es —manifestó el mayor.—Dejadme en paz.El jefe repitió su anterior gesto, acompañado deuna mirada a cada uno de sus adláteres.—No vamos a hacerte nada, ¿verdad?Los otros dos movieron la cabeza negativamente.—Tú nos devuelves a nuestro perro, y ya está—explicó el calvo.—Te hemos dejado jugar un rato con él, y nonos importa, ya ves —convino el de la cicatriz.Cada segundo contaba, pero la cabeza de Yu eraincapaz de razonar con agilidad. No pensaba en-tregarles a Ajedrez, así que se lo arrebatarían a lafuerza y le golpearían, le harían daño. Tampocolograría llegar a la calle y gritar pidiendo ayuda.¿De qué le serviría? Cuando la gente viera a Aje-drez, cambiarían de actitud. En Shek Kong ni si-quiera había ratas. Todo era comestible. La única

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alternativa era su espalda. Se preguntó si su agi-lidad y el hecho de conocer el campo como la pal-ma de su mano le serviría de ventaja. Ellos erantres, y más fuertes.Además, él llevaba a Ajedrez.¡Ajedrez!Intentó disimular su excitación. ¡Ajedrez era laclave! El perro le había seguido una vez, y le se-guiría otra. Por supuesto, el riesgo persistía, y lajugada debía ser perfecta. Habiéndole de la guerra,su padre una vez le dijo: «Divide y vencerás».Aquellos tres energúmenos le atraparían fácilmen-te si escapaba con Ajedrez a cuestas, pero si co-rrían detrás de dos objetivos...—Vamos, chico, se está haciendo tarde —leapremió el jefe dando un paso al frente.Yu retrocedió ese mismo paso para mantenerlas distancias.—¿Estás sordo? —rezongó el calvo.—Yo creo que lo que le pasa es que está mal dela cabeza —aseguró el de la cicatriz.Ya no esperó a que el jefe diera un segundo pasohacia él. Mientras los otros dos se apartaban,abriéndose en abanico, uno por cada lado, Yu lo-gró dar dos pasos más hacia atrás.No perdió su ventaja.—Está bien, idiota —sentenció su enemigo.Fue rápido, muy rápido, y de movimientos pre-cisos. Ya tenía a Ajedrez entre las manos, y lo úni-co que tuvo que hacer fue lanzarlo lo más lejosposible, a su derecha, bajo el barracón más pró-

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ximo a él. Tal y como esperaba, los tres mucha-chos quedaron sorprendidos por su gesto, y siguie-ron la trayectoria que dibujó el pobre perro hastacaer sobre sus patas. Para entonces, Yu ya no es-taba allí.Ganó sus primeros metros a la carrera, con agi-lidad, dirigiéndose hacia el Trono entre los dos ba-rracones. Ni siquiera perdió tiempo mirando haciaatrás. La suerte estaba echada. Si cogían a Aje-drez, todo habría sido inútil. Pero algo le decía queaquel bicho era listo, muy listo. Se lo confirmó elcaos de voces que se alzó por detrás, y que le sonóa música celestial.—¡Cogedlo!—¡Por ahí!—¡Métete, imbécil, que no escape!—¡Cuidado!—¡Maldito animal!—¡Tras él!Giró a la izquierda al salir del amparo de los ba-rracones. En campo abierto, teniendo en cuenta lopequeño que era y la presencia de las alambradas,no gozaría de ninguna posibilidad. Ellos eran tresy, perdido su primer objetivo —Ajedrez—, iríansin duda por él. Mantuvo su ritmo de carrera ydobló la siguiente esquina subiendo por la calle pa-ralela.No llegó a alcanzar la calle principal, por si lecortaban el paso por allí. A medio camino, se me-tió bajo el barracón de la derecha y, pese a lo an-gosto del espacio, gateó sin descanso hasta la si-

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guíente calle lateral. Todavía pudo oír los gritos desus tres perseguidores.—¿Dónde está ese crío?—¡Idiotas, le habéis perdido!—¿Y el perro? ¡Maldita sea! ¿Y el perro?Yu no se dio por vencedor, ya que la situaciónseguía siendo muy comprometida. Salió de debajodel barracón y, tras mirar a ambos lados, cruzó sindetenerse para lanzarse de cabeza bajo el siguien-te. Lo más importante era que nadie le había visto.Estar en un extremo del campo tenía sus ventajas.La gente rehuía las alambradas, pues les depri-mían, así que, al contrario que en su zona, allí,entre los barracones, no había nadie. Fue su ma-yor suerte.Le costó moverse. Apenas si había cuarentacentímetros entre el suelo y las tablas del barra-cón. Se apartó lo más que pudo del lugar por elque había entrado y se sintió mejor cuando en-contró una oquedad en la tierra, una especie dehondonada. Dentro de ella, aunque sus persegui-dores pudieran mirar a ras de suelo, no le verían.Se metió de cabeza y luego giró sobre sí mismohasta quedar boca arriba.Por primera vez en los últimos segundos, se sin-tió seguro y a salvo. Aprovechó el silencio paraatemperar los latidos de su corazón y agudizar eloído.Nada.Salvo... un rumor.No se atrevió a moverse. ¿Eran ellos? ¿Le habían

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visto y ahora gateaban para atraparle? Podíanmatarle allí mismo, y nunca encontrarían su cuer-po. Tuvo miedo, mucho miedo, y casi perdió la se-renidad. Le detuvo la certeza de que aquel rumorno lo producía un cuerpo humano, sino algo máspequeño, mucho más pequeño.Y estaba tan cerca que...Ajedrez saltó sobre él, cayó sobre su pecho y,feliz no sólo por encontrarle sino por tener una po-sición de ventaja, empezó a lamerle el rostro conentusiasmo.Casi tanto como tuvo el abrazo de Yu cuandopudo agarrarlo.—¡Ajedrez! ¡Oh, Ajedrez! ¡Eres un perro listo!—exclamó más feliz de lo que jamás había sido.

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No cometió la imprudencia de incorporarse y es-capar. Sabía que aquellos tres energúmenos esta-ban cerca. Sólo levantó la cabeza, cuando logrócalmar las efusiones de Ajedrez, para mirar a sualrededor. Se hallaba aproximadamente a trescuartas partes del barracón según la entrada prin-cipal. A su derecha no vio nada sospechoso, peropor el lado izquierdo sí divisó seis piernas, y supoa quiénes pertenecían.Agudizó el oído para escuchar. Hablaban a gri-tos, así que no le resultó difícil.—¡Maldito crío! ¡En cuanto le eche la mano en-cima...!—¡Estará ya al otro lado del campo! ¡No va a sertan estúpido de quedarse por aquí!—¡Venga, larguémonos de una vez!Podía ser una trampa. Los vio marcharse, perocontinuó en el hueco manteniendo a Ajedrez quie-to sobre él. Pasada la aventura, el perro volvió aserenarse, dando nuevas muestras de cansancio.Yu se relajó y pasó los siguientes cinco minutosacariciándolo, con su cerebro convertido en unavispero de contradicciones.¿Qué más podía hacer?

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—Perro loco —susurró.¿Y si tratara de echarlo por encima de la alam-brada? Imposible: eran cinco metros de altura, yaunque lo consiguiera, se quedaría en tierra denadie, atrapado entre la primera alambrada y lasegunda. ¿Otra idea? Ninguna.Necesitaba ayuda.Una nueva voz interrumpió sus pensamientos.Tardó en comprender que no llegaba de la calle,sino de arriba, del barracón. La voz no hablabamuy fuerte, más bien era un quedo rumor, peroresultaba audible para él. Una segunda voz res-pondió a la primera.Pertenecían a un hombre y una mujer.Yu tuvo miedo, se quedó nuevamente inmóvil.Pero enseguida comprendió que difícilmente po-drían verle, primero por la penumbra del subsuelodel barracón, y segundo porque su presencia allíera tan insólita como inesperada. Se tranquilizó,aunque aquello le obligaba a permanecer allí. Lasdos voces se hicieron claras para él a pesar de sutono bajo.—Tengo miedo —susurró la voz de la mujer.—Yo también, pero te quiero —respondió la delhombre.—¿Y si vuelven?—No lo harán, al menos hasta dentro de veinteminutos o más. Por favor...—Poyan...—Es la primera vez que estamos solos.—Todo este tiempo...

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El diálogo parecía no tener sentido, estaba com-puesto de frases sin concluir. La voz femenina so-naba temerosa; la masculina, más decidida peroigualmente cálida. Y había algo en ambas queconducía a la paz. En un lugar en el que todo elmundo hablaba a gritos, salvo de noche, aunquelos cuchicheos tenían dueño en las sombras, aque-lla conversación extraña se revestía de magia.Yu sintió curiosidad.Se incorporó un poco, y otro poco más, hastaquedar sentado en el fondo de la hondonada. Dejóa Ajedrez a un lado y levantó la cabeza hasta lle-gar a las tablas de arriba, el suelo del barracón.Había dos lo suficientemente separadas como parapermitirle mirar a través de ellas.Arriba flotaba ahora un curioso silencio.Lo entendió al localizar a los dueños de las vo-ces. Estaban casi verticales a él, pero no tantocomo para impedirle verlos con relativa claridad.Se besaban.En los labios, dulcemente, con los ojos cerradosy la armonía de sus manos rozándose apenas lapiel. Las de ella en los brazos de él, las de él en elrostro de ella.Yu quedó atrapado por la escena.No supo la razón, pero sucedió así. Odiaba lasmuestras de tontería sentimental en los mayores,y sabía que a veces ocurría algo en el jergón desus padres. Una noche se había despertado al oírsobresaltado un gemido de su madre. Había pre-guntado qué le pasaba y ella había respondido que

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le dolía el vientre, que siguiese durmiendo. Su pa-dre también estaba despierto, y debía de cuidarla,porque se encontraba pegado a su madre, casi en-cima. De eso hacía bastante, y empezaba a sospe-char que entre los mayores sucedían cosas extra-ñas. Sabía también que los jóvenes, a cierta edad,enloquecían. Algo cambiaba en ellos. Y por lo ge-neral, si raramente veía un beso, una escena decariño, se reía y le daba la espalda.Esta vez no pudo.Especialmente cuando logró verle el rostro a lamuchacha.No la conocía, probablemente porque nunca mi-raba a las chicas, pero de haberlo hecho la habríarecordado, sin duda, porque de pronto le pareciólo más hermoso que jamás había visto, más aúnque los pájaros dorados de Shao San o que el ama-necer diario del sol. Y pudo verla bien porque, trasel beso, ella bajó el rostro y miró al suelo. Yu creyóque iba a descubrirle e hizo un gesto de susto, dis-puesto a retroceder, pero no pasó nada. La mu-chacha se quedó quieta.Era muy joven, pero ¿cómo saber su edad? Sucara formaba la luna llena abierta y diáfana, en laque flotaban los ojos, grandes, perfectos, inundan-do de vida un conjunto equilibrado por la pequeñanariz y unos labios que eran como dos pequeñasmanchas de color rosa en puro contraste con elcabello negro. Aunque su acompañante estaba demedio lado, también le pareció joven. Lo único quenotó en él, antes de ignorarle para volver a con-

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centrarse en ella, fue la dolorosa ternura de sumirada.—Hoi An...Volvió a buscar sus labios, y ella le respondió,esta vez con mayor fuerza, hasta que acabaronabrazados, temblando. La muchacha todavía man-tenía su rostro encima de Yu. Sus ojos se llenaronde humedad.—Sólo tenemos lo que tenemos —dijo el jo-ven—. Puede que algún día sea distinto, pero aho-ra no hay más, y no es justo que le demos la es-palda. Te quiero, Hoi An.—Estaremos juntos siempre, ¿verdad? Si se lle-van a tu familia antes que a la mía... O si... —laansiedad le hizo perder el hiio de las palabras, ylas lágrimas le cortaron la voz. Se abrazó de nue-vo a él y gimió—: Yo también te quiero mucho,Poyan.Yu apenas se atrevía a respirar, pero aún menosse atrevió cuando, después de otro largo beso, ellase apartó de él y, con un gesto firme, se quitó lablusa, quedando desnuda de cintura para arriba.Primero bajó la cabeza, avergonzada. Después lalevantó despacio hasta enfrentarse a su compa-ñero. Sus ojos se inundaron de amor.Yu recordó una frase de su padre, apenas unpar de días antes:«Todavía no estamos muertos. Podemos amar.Debemos amar».¿Era aquello el futuro, una esperanza en mediodel infierno?

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La mano del muchacho subió despacio, como sila distancia fuese eterna. Le tocó el pecho con losdedos, como si tuviera miedo de romperlo, y siguióla suave curva hacia abajo, dando forma a unacaricia cargada de delicadeza. Tai Xi y Lin Li notenían pecho, eran planas, como correspondía atodas las niñas de su edad. En cambio, aquella chi-ca —¿o debía llamarla ya mujer?—, sin llegar amostrar unos senos abundantes, sí los tenía pro-porcionados, menudos y, al mismo tiempo, muybonitos.Al menos, así se lo pareció a él.Nunca había visto nada igual, salvo en los tiem-pos en que su madre amamantaba a Sun Sai.La caricia se prolongó, y Yu quedó atrapado enella tanto como sus protagonistas lo estaban alotro lado de las tablas, protegidos por cortinas oropas colgadas para separar su zona del resto delbarracón. Sintió una sucesión de efectos en cade-na, en su cuerpo y en su mente, desde paz y tris-teza a piedad y zozobra.Todo era distinto ahora.Y ella tan hermosa.Tan dulce.Probablemente habría permanecido allí hastaque ellos se hubieran marchado, envuelto por lafascinación de lo insólito, pero en el instante enque Poyan y Hoi An unieron una vez más sus la-bios, Ajedrez gruñó.Luego, ladró.La pareja se separó asustada, roto el encanto, y

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miró alrededor. Mientras ella se cubría el pechocon las manos, él se levantó y se asomó al otrolado de una cortina formada por muchos retales.Abajo, Yu intentó calmar a Ajedrez sin conseguir-lo. Había visto algo, o creía haberlo visto. Olis-queaba el aire, nervioso. No pudo evitar que la-drara una segunda vez.—¡Es debajo! —cuchicheó Hoi An.—Parecía un perro... —vaciló Poyan.Yu no esperó a que lo comprobasen. Salió de suescondite, gateó hacia la salida más cercana y lle-gó a ella antes de que sucediera nada más. Ni si-quiera se detuvo a comprobar si los tres matonescontinuaban por los alrededores. Olvidó toda pre-caución.Recogió a Ajedrez y se puso a correr.

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ERES un perro tonto! —le dijo a Ajedrez—.¡Muy tonto, además de loco!Pero su ira no iba dirigida al perro, sino a símismo.De pronto era como si tuviera el cerebro vueltodel revés.Tenía un problema grave, así que apartó de sumente, con esfuerzo, la imagen que jamás habríade olvidar, y se concentró en su futuro más in-mediato. Apenas si quedaba una hora de claridad.¿Qué hacía con Ajedrez?Necesitaba ayuda.Necesitaba a su padre.Se sintió repentinamente mejor al pensar en él.Fue como si de pronto su responsabilidad quedaracompartida, liberándole del peso de su soledad.¿Por qué no? ¡Claro, su padre! Siempre estaba dis-puesto a ayudarle, y así se lo decía. No dejaba derepetir que debían estar unidos y confiar los unosen los otros, porque para algo formaban una fa-milia. Bueno, eso también lo decía su madre, perosu padre empleaba otro tono, otra clase de brillointerior.

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Su padre sí tenía fuerza para echar al pequeñoAjedrez al otro lado de la alambrada.Se dirigió a su sección, reemprendiendo la ca-rrera que había frenado para recuperarse del sustoy decirle al perro lo que pensaba de su comporta-miento. Ver las cosas con claridad, en el últimomomento, se le antojó una señal. Todo iría bien.Todo saldría bien.—¡Vaya día! —suspiró impresionado.El campo registraba su último gran movimiento,una escena habitual, pero a Yu le pareció que in-cluso eso era distinto, aunque no sabía la razón.Por encima de la eterna sensación de triste esperay dolor, flotaba un nuevo aliento.¿O era él?¿Sería ese día «el gran día»?El abuelo Tao Chi, antes de ser arrastrado almar y devorado por aquel tiburón, le había dichoque un día abriría los ojos. Él le había respondidoque siempre los tenía abiertos. Entonces su abuelohabía sonreído paciente y replicado:Hay un día en que descubres que has dejadoatrás todo lo que hasta ese momento creías im-portante. Es el día del cambio, el vértice entre elayer y el mañana. Tu cuerpo y tu mente ya estánpreparados, lo han asimilado poco a poco y eres túel que de pronto lo entiende. Ese día es un díacomo otro cualquiera, pero hay algo en él que lohace distinto y te enfrenta a la verdad.Echaba mucho de menos al abuelo Tao Chi.Aflojó la marcha en las inmediaciones de su ba-

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rracón. Podía tropezar con su madre, que regre-saba de ver a la señora Potts, o con algún curiosoque le reconociese y detectara la presencia de Aje-drez. Se movió igual que un conspirador y en laAvenida de la Luz giró a la derecha tres barraconesantes de alcanzar el suyo por atrás. Cuando llegóa él, optó por subir el peldaño y mirar por unaventana.Su rostro se cubrió de cenizas de decepción alver a su madre sentada en uno de los dos jergones,observando minuciosamente el pie de Lin Li, ven-dado ahora hasta el tobillo. Su cara, como siem-pre, era de preocupación. También estaban Tai Xiy la abuela Mi Xouan. No había ni rastro de supadre, todavía.Bajó al suelo, dispuesto a meditar de nuevo lasituación, cuando tropezó con alguien. Se llevó unbuen susto.Y más al girar la cabeza y enfrentarse a él.El viejo Tui.Sería o no «el gran día», pero desde luego nuncahabía estado tantas veces al lado de aquel hombreterrible y temible. ¿Casualidad? Casi era como si lesiguiese, le esperase o le espiase. ¿Qué estaba ha-ciendo ahí atrás? ¿Por qué...?El anciano movió su mano derecha. La detuvoa escasos centímetros de Ajedrez, que estaba enbrazos de Yu. Su rostro, que siempre miraba alfrente en su ceguera, bajó un poco, y él sintió denuevo en los suyos aquellos ojos blancos, tanblancos como intensa era la luz del sol en su cénit.

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No le había oído llegar, y estaba seguro de queno se encontraba por las inmediaciones unos se-gundos antes. ¿De dónde había podido salir?¿Cómo no había escuchado nada? ¿Por qué se en-contraba precisamente allí, tras él? Yu se quedómuy quieto, aunque algo le decía que el viejo Tuisabía incluso quién era, por asombroso que pare-ciese.La mano se acercó un poco más a Ajedrez. Elperro no gruñó.—¿Puedo tocarlo? —preguntó el anciano.Yu se quedó boquiabierto.—¡Tú ves! —exclamó.—No con mis ojos, pero sí con mis restantessentidos —explicó el ciego, y su voz fue como unbálsamo—. Sólo los muertos no sienten nada.Ajedrez tembló, y él mismo pugnó por acercarsea la mano del viejo Tui. Yu estaba demasiado atur-dido para evitarlo. Era como si existiese un raromagnetismo entre uno y otro, entre los dedos re-torcidos del viejo y la cabeza del animal. Y al pro-ducirse el contacto, todo cambió. Ajedrez dejó detemblar bajo aquella mano suave que se deslizabapor su piel.—¿Tiene nombre?—Ajedrez.—¿De dónde lo has sacado?—Lo he encontrado junto a la alambrada.Lo tomó, o más bien fue Ajedrez el que quisosaltar hacia él. Yu se quedó aún más perplejo. Lasmanos del anciano se transformaron, y también

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su expresión. Aquella ferocidad que daba la impre-sión de estar impresa en sus facciones dejó paso auna infinita amalgama de sensaciones: ternura,calor, serenidad, recuerdos...—Es un buen perro —dijo—, pero tiene hambre.—No sé cómo sacarlo del campo para que no lehagan daño. Esperaba encontrar a mi padre paraque me ayudara.El viejo Tui se sentó, en el suelo, con Ajedrezsobre sus piernas. Yu no supo qué hacer. Estabansolos en la parte posterior del barracón. La imagende serenidad que ofrecían el hombre y el perro fuelo que le determinó a imitarle.De pronto, ya no parecía terrible, ni sus ojos tanespectrales. No era más que un anciano sentadoen el suelo y con un perro entre las manos. Unanciano como su abuelo Tao Chi, al que tantoechaba de menos.Y sus ojos blancos no miraban hacia adentro,porque todo él, al menos en ese momento, se ex-pandía hacia afuera a través de las caricias que leprodigaba al feliz Ajedrez.

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—¿ TE quedaste ciego en la guerra?—¿Qué guerra?—No sé, la guerra. Dicen que luchaste contralos franceses, los americanos y más gente.—No me quedé ciego en la guerra. Eso fue des-pués.—¿Mataste a muchos enemigos?—Sí —afirmó el anciano haciendo un gesto depesar después de haber meditado unos segundos larespuesta.—¿Por qué has dudado? —quiso saber Yu.—Luché porque tuve que hacerlo, pero no esbueno alardear de ello. Simplemente pensaba enlo más acertado, en si debía decirte la verdad o no.—¿"Y por qué me has dicho la verdad?—Porque tú querías oír la verdad, y porque tie-nes derecho a conocerla y a saberla. Ningún pue-blo puede cerrar su memoria, ni ignorar su pasa-do. Yo no olvidaré jamás mi lucha, como tú tam-poco olvidarás la tuya.—Yo no estoy luchando.—Sí lo haces, aquí. Puede que te trajeran tuspadres, pero ahora estás luchando, como todos.¿Sabes, Yu? Somos un pueblo guerrero, combati-

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vo, duro e inquebrantable. Nadie nos ha vencidojamás. Pertenecemos a la estirpe del dragón y es-temos donde estemos, sobreviviremos. Tal vez tú,o tus hijos, o los hijos de tus hijos, regresen un díaa casa, y allí seguirán los que se quedaron, o sushijos, o los hijos de sus hijos, poblando una tierraque ni el hambre, ni el color de ningún gobierno,logrará destruir jamás. Ésa es nuestra identidad.—¿Por qué te fuiste tú?—Quise quedarme, a pesar de ser ciego. Me ha-bría valido por mí mismo, siempre lo hice. Peromis hijas no me dejaron. Me metieron a la fuer-za en aquella barcaza. No las culpo por lo que hi-cieron.—¿Por eso estás siempre tan serio y no hablasnunca?—No puedo hablarle al viento —dijo el viejoTui—. Y en cuanto a lo de estar serio..., no tengomuchos motivos para sonreír.—A mí me dabas miedo —confesó Yu.—Lo sé.—¿Y por qué no me hablabas o... no sé?—Eras tú el que tenía miedo, no yo.—Es diferente. Pareces tan... —buscó una pa-labra amable que reflejara sus sentimientos sin en-contrarla.—¿Serio? —le ayudó el anciano—. Hace un mo-mento has dicho que yo siempre estoy serio.—Supongo. Mi abuelo también era viejo, comotú, y nunca estaba serio.—¿Dónde está tu abuelo ahora?

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—Murió en el viaje hasta aquí.—Recuérdale, no le olvides jamás. Tu memoriay tu voz han de ser como una fotografía suya. De-berás transmitirla a los que te sigan. Sólo así loconseguiremos.—Conseguir ¿qué?—Te lo he dicho antes: sobrevivir. Y algún día,cuando nuestro país deje de luchar y alcance sufuturo, deberemos revisar esas fotografías, la his-toria.—Ahora ya somos amigos, ¿verdad?—Sí, ¿por qué?—¿Me contarás cosas de ti, de la guerra, de loque hiciste?El viejo Tui se echó a reír. Yu le contemplóasombrado. Era la primera vez que le veía y le oíareír. Hasta sus hijas, todas ellas mayores, protes-taban siempre porque no hablaba. Ajedrez seguíaestando en sus manos, que ni un solo instante ha-bían dejado de acariciarlo: las patas, la cabeza, lasorejas, la tripa, la cola.—¿No tienes nada mejor que hacer que escu-char mis recuerdos?—Tengo muchas cosas que hacer —se justificóYu—, pero siempre hay un poco de tiempo. A estahora, cada anochecer, por ejemplo.—Eres tan increíble como imaginaba.—¿Cómo sabías quién soy? Nunca hemos habla-do, ni siquiera sabes qué aspecto tengo o...—Te conozco —dijo el anciano—, y no tan sólopor oírte hablar y gritar en el barracón, o por lo

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que hablan de ti los demás, tus padres o el restode la gente. Te conozco porque yo te veo aquí —sepuso el dedo índice de su mano derecha en la fren-te—, y te siento aquí —lo bajó hasta el corazón—.Cada persona tiene su olor, su volumen, unos ras-gos físicos y también psíquicos, anímicos, espiri-tuales. Cuando hablas, fluye de ti una energía tanpropia que es como tu cara o tu nombre, y yo pue-do percibirla. Cuando te mueves, también dejasuna huella en el aire. Nadie se mueve igual ni dela misma forma. Tú siempre alborotas el aire de tualrededor, produces una tormenta. Tus hermanas,en cambio, lo llenan de risas; tu abuela, de quie-tud, porque no se mueve pero está ahí. Ajedrez estan real para mis sentidos como para tus ojos. Poresa razón he sabido que estaba cerca de mí, estatarde y ahora.—¿Te gustan los perros?—Tuve un perro, y era mi mejor amigo.—¿Lo dejaste en Vietnam?—No, murió mucho antes.Yu levantó la cabeza al cielo. Oscurecía rápida-mente. Los últimos resplandores del sol se debili-taban más allá de los barracones y el campo. Suproblema seguía, y allí estaba él hablando con elviejo Tui, el increíble viejo Tui. Quería preguntarlemuchas cosas, pero se dijo que debía esperar, talvez al día siguiente. Quería preguntarle quiéneseran los franceses, porque no lo sabía. Quería pre-guntarle por qué tuvieron que luchar, primerocontra unos y luego contra otros y finalmente

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contra sí mismos. Su padre se lo había dicho deuna forma, pero el viejo Tui podía hacerlo de otra,porque era mayor, más sabio, y porque había es-tado ahí desde el principio.Sería un buen compañero; quizá, quizá, casi tanbueno como el abuelo Tao Chi.—Debo irme —susurró Yu.—¿Qué harás con él? —preguntó el anciano re-firiéndose a Ajedrez.—No lo sé —suspiró Yu abatido—. Quería pe-dirle a mi padre que lo lanzara por encima de laalambrada.—Es demasiado pequeño —movió la cabeza deizquierda a derecha al decirlo—. Se haría daño, yestá demasiado débil.—¡No hay otra forma de salir del campo!—AI contrario, hay una, y en cualquier caso esla más digna, la única que nos permitirá hacerlocon la cabeza bien alta.—¿Cuál? —preguntó Yu creyendo que, despuésde todo, el pobre viejo estaba loco.—La puerta principal —dijo Tui con la mayorde las naturalidades, y agregó—: Incluso Ajedrezmerece ese respeto.Yu se quedó sin aliento.¿Loco?El hombre le entregó a Ajedrez tras acariciarlopor última vez. Por extraño que pareciese, en susojos blancos brillaba una mirada de inteligencia.Y en sus labios, una sonrisa de bondad.

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TUVO suerte.Faltaban todavía quince minutos para que salie-se el último personal del campo, cuando a lo lejos,prendido en la oscuridad del horizonte en su pri-mera hora nocturna, vio el resplandor de los farosde un coche.Aun así, no se movió.Tardaría cinco minutos en llegar.La noche era hermosa, plácida y serena como ellago de Pao, en sus montañas de Shao San. Re-sultaba una lástima que las luces del campo no ledejaran ver las estrellas. En la puerta, además, lailuminación se hacía ostensible. Apenas había mo-vimiento en la explanada. La torre de vigilanciabastaba. Dos o tres guardias de seguridad se mo-vían junto a la oficina del Servicio de Inmigración;otros dos o tres, frente al aparcamiento.Todo se mantenía en silencio.Ajedrez se debatió en sus manos, nervioso,como si presintiera algo. Yu continuó inmóvil, si-guiendo ahora la estela de los faros que se acer-caban a Shek Kong. Lo acarició maquinalmente,aunque con intensidad, para calmarlo, sin conse-guirlo. El perro gimió una vez. Yu sintió sus ojillosfijos en él.

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Pero no quiso mirarlo.Todo su ser estaba en conflicto consigo mismo.Y su mente, cerrada a cuanto no fuera su razón.Esperó, sin permitir que el animal se apartara deél, y sólo los latidos de su corazón mostraron laturbulencia de su ánimo. El coche era rápido. Tar-daba menos de lo que Yu había esperado en cubrirla distancia, enfilaba ya la larga recta que con-ducía al campo de refugiados.Entonces, se incorporó.Echó a andar mucho antes de que el vehículose detuviera frente a las puertas. Ni siquiera pensóen la posibilidad de que se dirigiera a los edificiosexteriores. Se fió de su instinto, y su instinto no ledefraudó. Salió a la explanada cuando el auto-móvil frenó y sus ocupantes se identificaron en elcontrol de seguridad. Cruzó el terreno abiertocuando las puertas empezaron a abrirse, corriendolateralmente sobre sus guías, a la derecha de él. Yse detuvo en su trayecto, a unos diez metros de lalínea que separaba el exterior del interior, cuandoel vehículo entró en Shek Kong.En ese instante, de su cabeza quedó borrado casitodo.Excepto Ajedrez.Aquél era el coche más bonito que jamás hubie-se imaginado, blanco y puro como los ojos de Tui,espectacular y bello como un amanecer, de líneassuaves y perfectas como el rostro y el cuerpo deHoi An.Su coche, su sueño.

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El vehículo no paró hasta la puerta de la oficina,quince metros a la derecha de Yu. El motor cesóen su armónico ronronear y del automóvil salie-ron dos personas: dos hombres. Cerraron las por-tezuelas y se olvidaron de su existencia. El cochequedó allí, abandonado, quieto, como una tenta-ción. No tenía más que acercarse y tocarlo.Sentirlo, como tantas veces había deseado.Las puertas del campo empezaron a cerrarse denuevo.Yu respiró, volvió la cabeza y dejó de contem-plar aquella maravilla. No quedaba tiempo, y ha-bría otros coches, ahora estaba seguro de ello. Dioel primer paso hacia el rectángulo abierto en laalambrada, un espacio que iba haciéndose más pe-queño a medida que la puerta se acercaba por laderecha.El primer paso y el más difícil.Fue en el tercero cuando sonó la voz.—¡Eh! ¿Qué hace ese ahí?No miró hacia ella. Conocía su procedencia: latorre. Continuó avanzando sin apartar los ojos desu destino y, lo más importante, sin correr.—¡Cuidado!Le enfocó un halo de luz. No le deslumbró, por-que venía de arriba, pero se sintió prisionero de él,atrapado por su movilidad. Era igual que una jau-la transparente que le perseguía sin cesar.—¡Quieto o disparo!Si disparaba, primero lo haría a sus pies. Unaventaja más. A su espalda estalló una pequeña

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tormenta, desencadenada por la alarma del vigía.Voces y pasos, gritos cruzados con el hombre delas alturas, órdenes...—¡Cerrad esa maldita puerta!—¿Adonde cree que va?—¡Eh, chico, párate ahí!No podían alcanzarle, ya no. Quedaban tan sólotres pasos, dos, uno. Llegó a la misma raya de se-paración, la frontera. La puerta corredera se acer-caba como una guadaña, pero no lo bastante rá-pida.Yu puso a Ajedrez en el suelo, al otro lado.—Vete —le dijo.—¡Si da un paso más, dispara! —gritó alguien.—¡Es sólo un crío!—¡Está loco! ¿Qué lleva ahí?—Vete —repitió Yu.Ajedrez le miró como había hecho antes, en elTrono. Por detrás, una persona llegaba a la carre-ra. Yu no giró la cabeza. Sacó una mano fuera delcampo, a través de la imaginaria frontera, y em-pujó al perro.Un hombre se detuvo junto a él.—¡Por todos los...! —rugió.Yu levantó la cabeza al reconocer la voz. EraCharlie Charlie.—¡Vete! —gritó el niño por tercera vez dirigién-dose a Ajedrez.El perro dio un salto hacia atrás, asustado porel cambio de su amo, pero no emprendió una cortacarrera de una decena de pasos hasta que él le-

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vantó una mano haciendo un claro gesto ame-nazador.A su lado, Charlie Charlie no hizo nada, ni si-quiera le tocó. Ahora todo era silencio a su alre-dedor. Yu ya no apartó los ojos del animal.Ajedrez ladró, se revolvió sobre sí mismo y denuevo adoptó su posición de juego. Pero esta vezno hubo ningún juego. La puerta se acercaba ine-xorable en su tramo final. Apenas dos metros,uno...El nuevo ladrido de Ajedrez se confundió con elchasquido del cierre automático.Yu no esperó más. Primero, levantó la cabezapara mirar a Charlie Charlie.—Gracias —dijo.Después, dio media vuelta y se apartó de laalambrada.El gran silencio únicamente quedó roto por losladridos de Ajedrez, que Yu intentó no oír.Nadie le vio llorar. Su madre estaría orgullosade él.

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Hu Dong acarició la cabeza de su hijo con unpaternal gesto que hizo que éste se arrebujara máscontra él, con el rostro apoyado en su pecho. Elhombre trató de recordar cuándo había dejado decaber en su regazo, en qué momento se había es-tirado tanto como para llegar a ser ya casi unadulto, y se avergonzó por haberlo olvidado.Ya no había voces ni gritos en el campo, sóloquietud. Nadie iba de un lado a otro persiguiendosu sombra sin alcanzarla. La noche marcaba el fin,el compás de espera para un nuevo amanecer.Otro día quemado, otro día pasado, otro día vivido.En la puerta del barracón incluso se podían cerrarlos ojos e imaginar la misma escena en otro lugar.Tal vez Vietnam. Tal vez Australia.Sueños atrapados al cielo, retenidos al son de laesperanza.—Papá...—¿Sí, Yu?—Se han llevado a Hu Gu Yen.—¿Cómo lo sabes?—Lo he visto.Su padre no transmitió ninguna emoción. Lasaves de rapiña sólo cambiaban de cara y de nom-

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bre, seguían siempre el rastro del miedo, lo loca-lizaban y lo hacían suyo. No importaba ni siquierael número. Lo único que contaba era ser firmesante ellas, mantener el equilibrio de la dignidad yla tolerancia, no ir contra corriente, doblarse comolos tallos frente al viento de la tormenta.—¿Qué hará Hu Gu Yen en casa? —pregun-tó Yu.—Acabar en una cárcel —respondió su padre.Pero no se le escapó la forma en que su hijo ha-bía pronunciado aquella palabra: casa.—¿Echas de menos Shao San, Yu?—Supongo que sí, papá.—¿Querrías volver?La respuesta tardó un segundo en llegar.—No —dijo al fin—. Todo será distinto en Aus-tralia.Un nuevo horizonte, un nuevo mundo, unanueva ilusión. ¿Podría llamársele casa? ¿Y acasono era el barracón, el campo, su casa desde hacía972 días?—Tu casa está donde puedas poner tu corazóny sonreír en paz —susurró el hombre.—¿Qué, papá?—Nada, hijo. Pensaba en voz alta.Olvidaba el origen, que es único e indivisible, ytan profundo como los sentimientos.Su origen.Hu Dong cerró los ojos y apoyó la cabeza en lapared del barracón. Continuó acariciando a Yu,despacio, con ternura. No, aquélla no era su casa,

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era tierra de nadie en un tiempo de paso, comovivir en el ojo del huracán, a la espera del rugidofinal. Ellos, y todos los demás, estaban atrapadosen mitad de ninguna parte.Pero aún vivos.Algún día, aquel niño que tenía entre los brazosle daría todas las razones.—Tengo un nuevo amigo —volvió a hablar Yusin moverse, y su voz pareció salir de su propiopecho—. Se llama Tiam.—Bien.—Sus padres están asustados, y él también. Ellada la impresión de ser fuerte, como mamá, pero él...—Dales tiempo.—Sí, claro. Se acostumbrarán.—Tráelo por aquí. Me gustará conocerle.—También he hablado con el viejo Tui.—¿De verdad? —eso sí le sorprendió.—Es una buena persona.—Por lo general, todos lo somos.—Creo que se siente solo a pesar de sus hijas,pero es listo, y ve lo que los demás no vemos. Merecuerda al abuelo Tao Chi.—Ha sido un día bastante activo, por lo que pa-rece —consideró Hu Dong.Yu opinaba lo mismo. Intentó no pensar en Aje-drez, pero le fue imposible. Hizo lo que pudo parano dejarse arrastrar por la tristeza. Se dijo que lehabía salvado la vida. Para bien o para mal, ahoraera un perro libre.Libre.

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—Papá...—¿Qué?—Cuando sea mayor, ¿me enamoraré de unachica?—Sí.—¿Y cuándo seré mayor?—Lo sabrás llegado el momento.El momento.Hoi An.Qué extraña sensación.Yu cerró los ojos sin darse cuenta, una vez. Vol-vió a abrirlos, pero no logró mantener los párpa-dos en alto. Las imágenes del día se entremezcla-ron y diluyeron en su mente. Los cerró por segun-da vez y suspiró profundamente.A veces las cosas pasaban tan rápidas...Tanto...Atravesó la delgada fracción de tiempo que vade la consciencia a la inconsciencia y flotó en elmundo de los sueños, durmiéndose bajo la invisi-ble aura de una paz cálida y llena de promesas.Estaba en casa.

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CUANDO Mei Po salió por la puerta del barracóny vio a su marido y a su hijo, Yu hacía ya cincominutos que dormía. La mujer se sentó al lado deellos.Sus ojos se encontraron con los de Hu Dong.Y entre ambos flotó algo más que la ternura delamor.—¿Duermen las niñas? —preguntó él.—Sí —respondió ella.—Yu acaba de dormirse. No quería moverme.Mei Po acercó su rostro al de su marido. Le besóen la mejilla. Luego se inclinó e hizo lo mismo consu hijo, rozando con sus labios la cabeza del niño.Al separarse, Hu Dong vio las dos lágrimas querodaban por sus mejillas.Ella se las frotó inmediatamente.—Será mejor que le acuestes —dijo.—¿Qué harías si te vieran llorar? —susurró él.Mei Po se atrevió a sonreír.—Supongo que mi reputación se vendría abajo—manifestó.Hu Dong la admiró. Tan fuerte. Tan débil. Tanhumana. ¿Diferente? No. Sólo capaz de resistir, por

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todos ellos. Alguien tenía que hacerlo. Su esposaera Vietnam, la tierra y su sangre.—Te quiero —dijo el hombre.Ella sostuvo su mirada. La última mirada del día.—Lo sé —declaró en un murmullo.Y se puso en pie para ayudar a su marido y asu hijo.

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Epílogo

AL dejarle su padre en el jergón, junto a sus her-manas, Yu entreabrió los ojos, aún agitado por loshaces de luz de su tormenta interior.Quedó así, inmóvil, flotando entre las dos aguasde su estado somnoliento, con la huella del últimobeso de su padre impresa en la mejilla, mientrasellos se tendían en el otro jergón, en silencio. Y yano Ies oyó hablar.Bien, había sido un buen día.Tal vez «el gran día».El sujetapapeles, el caramelo, Tiam, el viejo Tuiy, por supuesto, Ajedrez.Y Hoi An.¿Se sentía triste o feliz? No lo sabía.Ya pensaría en ello.Mañana saldría de nuevo el sol, y volaría porencima de sus cabezas, con las alas extendidas.Mañana.—Buenas noches, Johnny —le deseó al negrodel techo, aunque en la oscuridad no podía verlo.Yu sabía que estaba allí.

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A modo de cierre..

campo de refugiados de Shek Kong, en Hong Kong,es uno de los diversos establecimientos que el Gobiernobritánico tiene en la colonia para el cuidado y salva-guardia de los miles de huidos vietnamitas desde que,en abril de 1975, acabó la guerra en aquel país delsureste asiático, tras la invasión de Vietnam del Surpor parte de las fuerzas comunistas de sus hermanosdel Norte.En estos campos, que no son de concentración nicárceles, pero que tienen medidas carcelarias y siste-mas de vigilancia como los primeros, son frecuentes eltráfico de drogas, las peleas, los suicidios, las vengan-zas, los malos tratos y abusos y las guerras entre ban-das rivales, así como la presencia de las mafias locales,mediante las cuales unos pocos extorsionan a muchosen la impunidad.En los años 80, sólo en los campos de Hong Kongllegaron a vivir un total de 85.000 personas en sumomento de mayor auge demográfico.A comienzos de los años 90, el número era de60.000, de las cuales se calcula que sólo unas 4.000lograrían el estatuto de asilado político, siendo el restodevuelto a Vietnam en virtud del acuerdo firmado poreste país y Hong Kong en octubre de 1991, que per-mitía las deportaciones.Se cree que el número de huidos, en frágiles embar-

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caciones siempre, que jamás lograron llegar y murie-ron a causa de los piratas, las tormentas y los tibu-rones, es de medio millón de personas, cifra imposiblede calcular con exactitud a causa de lo incierto de unaevaluación real. Otros setecientos cincuenta mil con-siguieron arribar a lugares diversos, donde fueron re-chazados, asesinados, devueltos al mar o internados encampos como los de Hong Kong, único lugar donde seles garantiza, por lo menos, el derecho a la vida. Lospiratas del mar de China han vendido miles de niñoscomo mano de obra en los países de la zona, y milesde mujeres con destino a la prostitución.El total de casos, vivos o muertos, probablemente nose sabrá jamás.El mundo los conoce como boat people, la gente delos botes.El Alto Comisionado de las Naciones Unidas paralos Refugiados sigue estudiando y trabajando en el pro-blema de los MILLONES de seres humanos de todo elmundo huidos de sus países de origen a causa de ham-bres y guerras, intolerancia y falta de libertad. Un pro-blema que pasa por la ayuda y cooperación del llamadomundo libre. Un problema que, pese a los esfuerzos deunos pocos, no tiene un fin próximo, ni soluciones acorto, medio o largo plazo.Cada año, miles de nuevos refugiados incrementanese problema.Yu (you en inglés, tú en castellano) somos todos.

Vallirana, verano de 1992