la tensiÓn flotante Índice - lchdelgado · siÉntese que le cuento ... lo extraño era que sobre...
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LA TENSIÓN FLOTANTE
ÍNDICE
EL PERSONAJE EXCLUIDO
SIÉNTESE QUE LE CUENTO
DE CÓMO NACIÓ MI AFICIÓN POR LA ENTOMOLOGÍA
LA ÚLTIMA MUERTE
VIEJAS LEYENDAS
RUMORES Y MURMULLOS
SIÉNTESE QUE LE CUENTO
PETIMENTO
EL ESPEJO INCLINADO
LA TUMBA DE AL LADO
FIAT UMBRA
SHAH MAT LA ANOMALÍA
LA CITA
EL RAMITO DE VIOLETAS
EL TRANVÍA
EL AMOR EN EL EXILIO
EL RESTO FUE SILENCIO
EL PERGAMINO ROBADO
EL AMOR EN EL EXILIO
EL RESCATE EL PANAL
EL CASTIGO EJEMPLAR
LA COSA POLÍTICA
EL CAMINO VERDADERO
JUAN Y PINCHAME…
EL VAMPIRO
EL RETORNO DEL VAMPIRO
LA NIÑA CON EL ALFILER
LA PLAYA DE LOS PROSCRITOS
UNA ESCUELA EN ECLESIA
DIÁLOGO CON BORGES
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De mis cuentos1
“La tensión flotante” fue un conjunto de cuentos que no alcancé a publicar a
pesar de estar conforme con su producción. En este BLOG me propongo darlos a
conocer. El título general de la obra hace alusión a la consigna psicoanalítica de la
“Atención flotante” como técnica de escucha del paciente durante las sesiones
En cuanto a su contenido anticiparé comentarios.
El hombre no quiere estar solo con su angustia, siente alivio cuando descubre
que otros pueden comprenderlo identificarse con él, pero con ello corre la tentación
de abandonar la lucha o su resignación. Tal vez el alma busca la intimidad de su
sufrimiento. “Cómo nació mi aficción por la entomología” se refiere a ello.
“La última muerte” alude a un cuento realmente escrito en colaboración que
clasificó en un concurso y terminó publicándose, por instancia de mi amigo, en la
revista barrial de Almagro. Contra las zozobras de lo relatado, disfrutamos de
aquella experiencia. Mi versión asume un tema ingrato: el crimen de autor no es
infrecuente porque el hombre abunda en olvidos y deslealtades. La elección del
seudónimo Dioscuros implica una sanción moral ya que en oposición a la actitud del
protagonista, Pólux se negó a aceptar la inmortalidad a no ser que Castor pudiera
compartirla con él y es por ello que ambos brillan solidarios en el cielo.
Debo “Viejas leyendas” al impacto de una pesadilla. Incluye un ataque
sorpresivo y la metamorfosis. Ansiedades tan específicas me llevaron a investigar
raíces de estos sucesos. Shakespeare me sugirió una respuesta en “La violación de
Lucrecia “y Frazer documentó con “La rama dorada”. Lo esencial me lo mostró el
sueño: la tenacidad del “ser bueno”.
El sueño que inspirara “Rumores y murmullos” terminaba con la desolación y
el estupor; el otro desenlace lo imaginé después. La cuestión es si percibimos o
proyectamos a través de la pared entre uno y los otros. Consuela pensar que de aquel
lado hay una cierta cohesión y de éste alguna identidad.
1 1 El inconsciente empieza con un no, su otro extremo se pierde en lo incognoscible. Umheimlich,
(Lo Siniestro) , título de un trabajo freudiano relacionado con la narración fantástica, palabra de interpretación aleatoria que me sugirió tensar la cuerda , narrando bajo la deformación de “atención flotante”, una serie de cuentos con cierto desasosiego y algo de humor a espaldas de la tragedia.
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Escribí “El personaje excluido” tempranamente, como metáfora sobre la
dimensión relacional del ser humano. Aunque la excluyamos, la realidad puede
surgir inesperadamente e imponérsenos para bien o para mal.
En una primera versión de “Siéntese que le cuento” me limité exclusivamente
al parlamento del protagonista. Puede el interesado saltear descripciones y
recuperarlo de esa forma, que es para mí la adecuada. La adaptación la hice por
solicitud a los efectos de una emisión televisiva.
“El espejo inclinado” es de autoría de Mercedes Ercilia Delgado. Chichita, mi
hermana. Explico más abajo su inclusión.
De niño mi madre me hacía acompañarla al cementerio. Mientras ella esparcía
flores con sus ojos húmedos, yo me entretenía contemplando los retratos de las
tumbas. Era un misterio para mí el color sepia de esos rostros, así sería el de la
muerte. En “La tumba de al lado” me permito jugar con el ocio de la sobrevida,
aunque mi incredulidad se desliza también en la elección del nombre de la muerta.
Los enigmas me obligaron a recitar “Fiat umbra”. Si los dioses no nos
hablan: ¿quiénes son los entrañables? Los psicoanalistas creemos conocer la
respuesta. Con todo tuve los sueños que relatara en “Petimento” y “La
anomalía”. Compartí este último muchas veces sin interpretarlo. Nadie que lo
escuchó me ha reprochado por él.
De "El rescate" me pregunto, aparte del sentido onírico, si conocer a un
hombre puede conducirnos a una especie de complicidad; a su vez, porque no
diferenciar la angustia de la ansiedad, si no habrá entre ambas la misma distancia que
existe entre el modernismo y el postmodernismo o entre el folletín y el video juego.
En "El resto fue silencio" podría haber intentado argumentar la razón de la
agresión que pone al sujeto en fuga, pero la violencia o avasallamiento no requieren
de mayores explicaciones, son hechos omnipresentes. Sea un temporal, asalto,
invasión, enfermedad, causados por la naturaleza, los dioses o el hombre mismo.
Puede haber algo infamante en la realidad Como reza la cita, la náusea o el
conocimiento inhiben la acción, y este relato soslaya explicaciones
Una noche, agotando juegos, le mostré a mi nieta las piezas del ajedrez, por
supuesto, reyes y reinas, almenas, caballos; inevitable la imitación del galope. Luego
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tuve el sueño de la representación teatral. Se había puesto en escena una obra de
monarcas y caballería; lo extraño era que sobre la dimensión reducida del escenario
se extendiera una llanura tan inmensa, donde la distancia realzaba la perspectiva,
pleno el paisaje de luz solar. ¿Serían los ojos de mi Jimena verdes y luminosos? Así
nació “Shah mat”, que en persa significa “Jaque mate”.
“El pergamino robado” y “El amor en el exilio” son ejercicios a partir, el
primero de un viejo tema proveniente de la literatura china, atribuido a Niu Sheng-Ju
(780-848), donde los transformistas no son jinetes sino zorros, animales
representantes del diablo, diestros en tretas. Testimonia también un momento sin
inspiración y con urgencia de escribir. Del segundo guardaba el recuerdo de una
sirena que por tener piernas es obligada a abandonar su reino. Una analogía más
cercana, la del exilio político, hace de la amante extranjero un ser ambiguo. Por ella
se sabe de los conflictos, persecuciones, matanzas, terrorismo de otras tierras,
contaminándose el goce que depara el amor, con los resquemores de la violencia. Las
sirenas y los vampiros muerden.
El consultorio me brindó algunas historias: “El panal”, “La cosa política”,
“El castigo ejemplar”,… tienen ese algo aséptico del cuidado con que se manipula
algún material que no nos pertenece.
Para “El camino verdadero” utilicé un texto de Adorno que aporta objeción
contra la sugestión de los hechos significados por el Tarot. No creo que el bueno de
Pablo quede bien expresado en su inocencia, pero sí he dejado manifiesto con
evidente fastidio, el engañoso resultado de gravitar caprichosamente con los
símbolos. El espíritu es sensitivo a su presencia y siempre existe algún repliegue del
alma capaz de liberarse y dominar a su influjo. Curso equívoco que pudo haber
conducido a Silvia a una lamentable conclusión. En la vida real los cónyuges
tuvieron un final feliz, ambos reencontraron su lenguaje y resolvieron malentendidos.
Al fin y al cabo soy un terapeuta que prefiere la racionalidad a los arcanos.
He titulado “El vampiro” a un relato dedicado a un supuesto Marcelino
Santamayor. Condensa claves muy personales, su resolución es enigmática. Mi
padre comentó simplemente que así era la vida. Pero en el "Retorno del vampiro"
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insisto con la idea de la pérdida de identidad y de los deseos, por el deseo de los
otros.
Cruda es esta realidad en la historia de Nicanor, como siniestra la actitud en
“La niña con el alfiler” en tanto amenaza para el adulto, sin que el relato oculte la
postura filicida de éste.
Juan y Pinchame, un cuento chiquito sobre una tragedia real.
La paranoia estructura la "La playa de los proscriptos", escrito sobre una idea
de mi hijo Joaquín para un guión hollywoodense. Entre los finales posibles, uno
podría ser que el paciente, amparado en el secreto profesional, mintiendo y utilizando
suspicacias y deformaciones sobre la gente del lugar, hubiese jugado a escritor y
desarrollado su propia novela, desquiciando la mente de psicólogo. Después de todo
el mismo Sigmund Freud se sintió en un momento engañado por los relatos de
seducción de sus pacientes.
Quise darle a "Una escuela en Eclesia" el tratamiento de un informe
institucional para lo cual puse mis ojos en la localidad uruguaya donde pasó mi
padre una etapa crucial de su infancia. Con el tiempo visité aquel lugar y me
impregné de su atmósfera. Los sueños allí relatados están conectados con la
idealización y el sometimiento sentimental que obnubilan y empobrecen la
personalidad. El tema del padre retorna en otros relatos como "Diálogo con
Borges" donde el joven se impaciente y el hombre calla.
Como narrar es un entretenimiento, aunque en mi libro existen testimonios, no
son sino fragmentos, guiños, juegos. Quizá no sea tan mayúsculo el misterio ni tan
dificultoso alcanzar el sí-mismo. Las sombras heredadas y las que echamos sobre
nuestra existencia incrementan la desorientación y la angustia, por ello la elección
entre fantasía y realidad no siempre es fácil. Asumo que los sueños son y siguen
convocándome y que no podré evitar, noche tras noche, dejarme apresar por ellos.
Muchos me dejarán al despertar como nos abandonan al morir los afectos que
creamos. Retendré otros, a veces perplejo: las más sabré que tuvo sentido soñarlos.
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DE CÓMO NACIÓ MI AFICIÓN POR LA ENTOMOLOGÍA
Si tuviese que relacionar con algún suceso el comienzo de mi depresión diría
que fue con la aparición de las hormigas. Al principio en la mesada de la cocina, en
los estantes de la alacena y en alguna oportunidad dentro del tarro del azúcar. Los
hemípteros brotaban sin aparente explicación. Un tiempo atrás encontramos sobre
la mesa bolitas negras caídas del machimbre como si amasaran el rubber-all y nos
dijimos que debíamos subir al tejado para detener la destrucción. Me faltaron
energías para ello o para planear algún otro abordaje efectivo. Ahora estaban allí.
Al comienzo las encontraba a altas horas de la noche cuando a causa de mi
insomnio dejaba el lecho. Ellas agregaron a mi desgano una nebulosa sensación
apocalíptica. Más tarde fue frecuente encontrarlas, aún en horas del día, invadiendo
algún alimento. Lo que no sabía, y esto a causa de mi habitual retraimiento, que el
fenómeno era extensivo y suscitaba la preocupación vecinal. Fueron al principio
comentarios ocasionales que exigieron superar pudores. Las connotaciones de lo
feo, descuidado y sucio dominaron por un tiempo la necesidad de exponer el tema
pero luego, intercambios accidentales o hallazgos sorpresivos en casa de otros, hizo
que la gente se identificara en una misma angustia. No deseo exagerar pero entiendo
que actualmente ya se habla en las veredas y participan en estas conversaciones un
número creciente de personas, suficiente como para que el asunto se considere de
interés común.
La lucha contra las hormigas se organizará posiblemente en acción comunal.
Me invade el temor de que si mi apatía continúa terminarán invadiéndome aún los
hemípteros rechazados por mis vecinos, muy dispuestos a rociar sus casas con
insecticidas y fumigar sin piedad. Para colmo de males soy alérgico a tales
productos y el solo pensar manipularlos contrae mi laringe como si un grillete la
apretara.
Afirmar que mi depresión comenzó con las hormigas puede deberse a la
ausencia de otras razones lógicas por las cuales explicar los síntomas. He sabido de
sueños donde se visualizan irrupciones pululantes de animalillos semejantes. ¿De
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dónde vienen? Podría ser que el referente común fuesen las funciones corporales ya
que otras veces los equivalentes de estas imágenes son sueños con la defecación. Es
como si lo execrable fuese la contrapartida o sombra oscura de nuestros logros más
preciados por obra de la educación y la cultura, o si estuviéramos expuestos a la
generación interna y a la invasión inesperada de los monstruos de lo profundo.
Mi barrio es un lugar tranquilo y apartado, con casas de tejados rojos y
jardines. Lo cotidiano inscribe su ritmo de una manera perceptible y protectora. De
tanto en tanto el sonido de una sirena cercana quiebra la apacibilidad consternando
al corazón.
Si bien mi existencia se ha desleído en este tiempo de desaliento, aportó algún
alivio el saber que soy víctima de un suceso generalizado. Sumarme a esa campaña
contra las hormigas - aclaro que los datos me han sido transmitidos por terceros -
podría darme una motivación y revitalizarme en una función a escala comunitaria;
pero considero también, por escrutar en la agitación de la gente otro pulular
inquietante, la alternativa de que en lugar de responder al bien común termine
tomando partido por las hormigas y no les impida que continúen su tarea.
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LA ÚLTIMA MUERTE
Fue al final de un largo proceso de duelo y soledad que reflotó nuestra antigua
relación en busca de apoyo. Infaltable, pasábamos los domingos haciendo
crucigramas, jugando a las cartas o simplemente leyendo, cada uno en lugares
distintos de la casa. Pero también solía pormenorizar recuerdos, hacer presagios
funestos, encomendarme instrucciones sucesorias si es que llegara a morir.
Llevaba un largo tiempo consintiendo benévolamente sus ocurrencias pero ahora,
con una propuesta, tocaba un olvidado resorte de mis pasiones.
Todos alguna vez hemos escrito un cuento, el suyo había quedado inconcluso. Me
habló de él en ocasión de un concurso a la mejor historia policial que propiciaba el
Vea y Lea. El jurado era impresionante: estaba formado por los popes
latinoamericanos de la narrativa especializada y, entre ellos, el autor que yo
veneraba. La propuesta consistía en que le ayudara a reescribirlo y a redactar un
desenlace por lo que ambos concursaríamos con la misma narración. Siguiendo las
reglas utilizaríamos un seudónimo, me propuso: "Dióscuros". Esta elección fue lo que
más me cautivó de la empresa, tentó mi omnipotencia la perspectiva de utilizar esa
rúbrica para una historia de misterio, como si hubiese sido escrita, según reinterpreté,
por un "Oscuro Dios”, sugiriendo con ello el dominio tenebroso del mal.
El domingo siguiente me trajo su cuento manuscrito; debí pagar el tributo de una
atenta escucha soportando las exageradas manifestaciones de su autoestima. La
historia era larga, farragosa, imposible. Para él, extraordinaria.
Con todo acepté esas páginas sin criticarlas y me puse a trabajar solitariamente a
lo largo de esa primera semana. Se me ocurrió, ante las influencias inevitables que iba
encontrando en la obra, que debía neutralizar el efecto amateur realzándolas con la
apariencia de sutil homenaje a los autores en los que se había inspirado. Pero existía
mucho más que influjos en el trabajo de mi amigo. Estaba allí su acrecentado
narcisismo, sus ñoñerías, lo "demode" y en cuanto al argumento premisas de muy
difícil resolución. Aún más, el peligro de que la narración no interesase.
Se iniciaba como una crónica periodística donde se informaba que en la esquina
de Virrey del Pino y Arribeños, en el barrio de Belgrano, tendido sobre la vereda de
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los números pares, se había encontrado el 6 de febrero de 1970 el cadáver de un
hombre con un puñal clavado en el pecho, arma asesina que llevaba labrado en el
mango el signo de una punta de flecha: "la punta de pedernal", tal el título de la
narración. Luego, el registro dactiloscópico del artefacto identificaría a un tal Karl
Hoffmann, a su vez muerto por presunto suicidio unas semanas atrás y ya incinerado
según sus expresas instrucciones.
La idea de una serie de crímenes geográficamente ubicados según el esquema del
dibujo de la punta de pedernal era sumamente engorrosa como paso a ilustrar
Por otra parte, y aunque a mi amigo se le hubiese ocurrido el complejo dibujo del
pedernal antes que a Borges en "La muerte y la brújula" el indicio renovado del
rombo y la regularidad para conducir a su víctima, el propio detective, al sitio donde
el asesino le dará muerte, la similitud bastaba para sepultar la historia.
Con Conan Doyle había coincidencia en la intercalación de una historia entre el
arranque del misterio y el desarrollo de la trama. Imitando el estilo de "Estudio en
escarlata" me resigné a relatar, en lugar de la de los mormones, la crónica que mi
amigo había pergeñado para establecer los antecedentes del personaje, seguramente
idealizando retazos de sus viajes.
Me detengo en este material.
Karl Hoffmann habría nacido en el cantón suizo de Lucerna, descendiente de
magos austríacos de vida nómade. Tiránico y megalómano prestidigitador, experto en
malabares, transmisión del pensamiento, hipnosis y ciencias ocultas, habilidades todas
que habrían de ser utilizadas para el esclarecimiento final del misterio. El relato se
regodeaba en la descripción de una presunta exhibición en un cementerio de Stara-
Zagora que me resultaba ridículo transcribir. Basta referir la pretensión de hacer
factible una estadía de meses bajo tierra en estado cataléptico para luego ser
desenterrado y resucitar ante el aplauso cerrado de un público congregado a tal
efecto. Si bien es cierto que transformar lo inverosímil en verosímil constituye la
proeza del autor, dejé por el momento las cosas sugeridas como leyendas míticas
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sobre el personaje o experiencias ciertas de sugestión colectiva , tanto más cuanto a
ésta le seguía una segunda representación en la cual Karl aparecía en México, en lo
alto del templo de Quetzalcoatl, vestido a la antigua usanza sacerdotal, oficiando el
simulacro de un sacrificio guerrero: elevado el brazo hacia el cielo sosteniendo una
obsidiana afilada para descargarla con ferocidad en el pecho de la víctima
propiciatoria; sangre que brota, manos hundidas en el tórax abierto, la extracción del
corazón palpitante, ofrecerlo al sol y arrojarlo luego rodando por los escalones de
piedra . Y al fin el guerrero sacrificado que se yergue intacto, reverencia a la multitud
y desaparece a los saltos.
Conformé provisoriamente esos trucos para acometer la continuación de la
historia intentando un relato más creíble e intimista.
Tenía a Karl ya radicado en la Argentina. En una casa del barrio de San Telmo
vive aislado. Desde la calle nada sugiere la presencia del mago pero, tras el patio de
geranios y malvones, se descubre su mundo insólito y sofisticado. Cuatro habitaciones
repletas de aparatos, instrumentos y recuerdos, con un lugar privilegiado para la
piedra de obsidiana. Estampado en los objetos personales y vestimentas, grabado en
los puñales de lanzamiento y al frente de las cajas de magia: el sello de la punta de
pedernal. En aquella casa Karl pugnaría por sobrevivir a expensas de la más
fantástica y desesperada de sus proezas. Fue entonces, que una mañana de enero de
1970 se encontró su cuerpo cuidadosamente tendido sobre una mesa de espectáculo,
como si al quitarse la vida hubiera pretendido iniciar otro fabuloso reto a la muerte y
a la comprensión de los hombres.
Señalo que ya en esos días mi absorción por el tema me había ido poseyendo.
Los crímenes se repetían recorriendo el itinerario del dibujo del pedernal. La
tercera muerte, ocurrida en Constitución, configuraría un ángulo en punta de flecha
sobre el mapa ciudadano, haciendo prever que en la intención de completar la figura,
dos nuevos crímenes sucederían en algún punto de las rectas trazadas. Ya vimos antes
que el Scarlach borgiano había procedido con la misma sangrienta geometría.
Sea porque la idea no es tomada muy en serio o porque otros sucesos polarizaran
la preocupación policial, no se predice el sitio del asesinato siguiente ni se evita
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tampoco el quinto crimen. Pero con éste ya se ha hecho indudable el simbolismo del
ególatra imposible asesino o de un hipotético desconocido secuaz.
Imaginé que los sucesos se acallarían con la intención de no halagar, al menos, la
vanidad del paranoico, pero que se supondría la ocurrencia de una nueva muerte en el
punto inicial desde donde arrancara el dibujo de la obsidiana, así que la investigación
podría apostar allí una vigilancia.
Era fundamental no desvirtuar el protagonismo de Karl en la ejecución de esas
muertes. Sufrí por este asunto un verdadero estado depresivo que en nada aliviaba la
rutina del domingo y mucho menos resolvían las sugerencias de mi amigo, las que en
realidad me irritaban. Sólo podría superar esa desazón concibiendo una solución para
esta historia que por entonces y en virtud de mi esfuerzo la sentía muy mía. La vieja
pasión de escribir había resucitado y con ella mi vanidad y hegemonía.
El culto de los dioses y de los reyes ha quedado en el pasado. Ya no se sacrifica el
corazón de los hombres para alimentar el poder o la gloria del sol. Tampoco nadie
cree que pueda derrotarse a la muerte. La hipnosis la manejan odontólogos para
terminar con dolores de muelas y médicos para aliviar trastornos psicosomáticos.
Como autor estaba obligado a reducir tanto pensamiento mágico a una simple acción
tramoyista o juego de manos. Pudo haberse pensado en Stefand Hoffmann, segundo
hermano de Karl radicado en la Argentina y que habitaba desde años atrás en las
proximidades del lago Traful, que quizá le hiciera recordar su lejana Suiza. Podía
suponerse que los dos hermanos se encontraron y que Karl lo condicionó, poco antes
de suicidarse, a realizar los crímenes bajo estado sonambúlico. Pudo ser también
expresión de algún síndrome solidario, locura de a dos, trasnochado anhelo de
reeditar maravillas.
La fecha de la entrega se aproximaba. Escatimaba mis hallazgos; luego
directamente opté por el silencio; pensaría mi amigo que quizá habría abandonado el
intento. Mas toda mi imaginación iba calladamente volcándose en el desenlace que
tras argumentar opciones inesperadas terminaría abierto y con un toque de ironía,
por el cual afirmaba la permanente presencia en la esquina de Virrey del Pino y
Arribeños de un policía disfrazado de parroquiano, como dicen en las series, dispuesto
a impedir la última muerte anunciada. Crimen que en realidad ya había ocurrido.
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El cuento fue destacado para el primer premio. Fue después, por la intuición de
aquél, mi venerado mentor que formaba parte del comité, que surgió la sospecha.
Ocurrió al abrirse el sobre con los datos de autor, por la contradicción existente entre
la doble autoría que le había sugerido el seudónimo “Dióscuros”* y la presencia de
un solo nombre escrito allí, el mío, en la tarjeta ensobrada.
* DIOSCUROS: "Nombre que a veces se ha dado a la constelación de los
Gemelos. Designa especialmente a Cástor y Pólux aún cuando se aplica también a
muchas parejas de hijos divinos". Seudónimo, comprendí muy tarde, adecuado para un
trabajo en colaboración, cuyo significado no capté cuando me fuera propuesto ya que
entonces únicamente asocié el nombre Dióscuros con un siniestro "dios oscuro", y
debo admitirlo, por una ignorancia quizá más burda que la ineptitud literaria de mi
perdido amigo.
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VIEJAS LEYENDAS
“Ya se deslizan las horas en el centro de la amortecida noche, donde un sueño
pesado cierra los ojos mortales. Ninguna confortable estrella presta su luz. Ningún
ruido se oye, a no ser los gritos fúnebres de presagios de búhos y lobos. He aquí el
instante propicio en que pueden sorprender a los inocentes corderos. Los
pensamientos puros reposan en la soledad y en el silencio, mientras el asesinato y
la lujuria velan para mancillar y verter sangre”.
Shakespeare
El pudor natural de Cristina venía declinado la invitación desde hacía un
tiempo. La insistencia de sus conocidos era una forma de gratitud por servicios
profesionales prestados por Larry, pero para ella era abusivo aceptar. Tal vez
existirían otros escrúpulos que le dificultaban instalarse en la casa veraniega de
los Falton, utilizar sus cosas, pernoctar en su lecho. Por otra parte eran poco
proclives a las vacaciones. Mas el agradecimiento obliga a veces a una aceptación
generosa, como el favor que lo motiva, en cuanto uno asume un obsequio no
deseado para satisfacción de quien lo ofrece. Así que al fin partieron hacia la
cabaña en plan de un largo fin de semana en el bosque.
Las impresiones del primer día fueron óptimas. En un breve radio el camino se
había transformado en senda amena bordeada de vegetación. La casa parecía
estar en su centro; causó extrañeza las efigies de dos lobos guardando la entrada
de un despejado jardín, bien cuidado a pesar de la soledad. La fronda, los árboles
y la luz jugando con los matices del verde lo envolvían.
La tarde declinaba pero los últimos cantos de los pájaros y el rumor de sus
vuelos, de copa en copa, parecían anclar el crepúsculo. La noche surgió al fin
como una exhalación en un blancor de luna. Para entonces estaba la casa, su
interior acogedor, los sólidos detalles del mobiliario rural y las señales del placer
con que los Falton la habían decorado.
La cena fue frugal, corta la velada. El primer sueño profundo.
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Es posible que no se hubieran confesado cierta inquietud al dejar desplegadas
las persianas. El amplio ventanal les ofrecía un romántico apagarse del día, y así
quedaron, expuestos a la noche ahora cerrada y blanca.
Dos seres dormidos tras un largo viaje, rendidos, felices pero ahogando un mal
presentimiento. El bosque, los hombres, las fieras. Viejas historias trasvasadas en
paisajes sorpresivos, inocentes, inocuos, donde la culebra escapa del paso del
hombre y el camino conduce amable y seguro a una ligera cosecha de moras y
hongos. Viejas leyendas. El bosque y el lobo.
Era ese su primer sueño, el que fue inconsciente de la noche, el de las ventanas
abiertas, la imprevisión y el descuido, o simplemente el del umbral a la pesadilla.
Estallaron los cristales. Como un carro arrojado sobre los ventanales saltaron a
través de ellos hombres en jauría. Larry despertó bruscamente y se incorporó. Aún
confuso y sorprendido respondió al ataque e instintivamente se trabó en una lucha
desigual con los intrusos. Entre forcejeos y golpes vislumbró colmillos,
dentelladas, No parecían hombres sino lobos. Alguno desgarró su brazo. Cristina,
en el alboroto de la oscuridad, sumó gritos y bravura. Con un objeto contundente
manoteado en la desesperación dio contra alguno hiriéndolo de muerte. Tal vez
por ello los hombres escaparon como animales vencidos.
La policía local no pudo explicar el ataque ni la huida. Al fin de cuentas del
viaje quedaron un ventanal destrozado, la mordedura en el brazo de Larry y esa
imagen fugaz de los hombres lobos que ocasionaron la conmoción y el pánico.
Desde la mitología, los lobos, nunca han sido compasivamente tratados:
principio del mal, factor de exterminio, devoradores del sol. Si algún otro animal
pisa su huella se paralizará aterrado. Durante la cosecha los segadores apuran el
ritmo, ninguno quiere ser el último porque en la gavilla final estará sentado el
lobo y lo morderá. La posibilidad de acorralarlo y decapitarlo con un golpe de la
hoz, es vana; su designio es renacer tras la violenta muerte y su venganza será
entonces espectacular. Ni las cadenas, ni las prisiones pudieron con ellos ni aún
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sepultados. Los ritos en las fogatas de San Juan, saltando los hombres disfrazados
sobre el fuego, no son más que un simple simulacro de abrasamiento.
Larry examinaba el curso de la cicatrización de la herida con callada
aprehensión. No se sorprende por su desaparición; intuía que otra clase de piel la
reemplazaría. No es posible matar al lobo y abandonar su despojos; la víctima
bestial y su parentela, sólo se apaciguarán cubriéndolo con su pellejo y
simulando con él que el animal aún vive.
Así, como respondiendo a los ecos de la ronda de los niños: “¿Lobo, estás?” se
iría invistiendo progresivamente de los atributos del animal. Larry estaba inerme,
sin representaciones ni sacrificios, falto de conjuros contra hechizos y brujerías,
inhábil para distraer los instintos y la sed de sangre.
Como Licaón tendría que huir a refugiarse entre las fieras del campo, afónico
y gemebundo: brazos y piernas transformadas en patas, el cuerpo cubierto de
velluda piel y las pupilas fosforescentes en la mirada; rabioso de sangre y de
muerte.
Comenzó a recelar de las noches de luna. Su hasta entonces clara y tierna vida
estaba amenazada por el advenimiento del mal: él, un hombre bueno, alcanzado
por las secuencias inhumanas de un convite, se transformaría inevitablemente en
asesino. Dependía de los ciclos lunares que al ir cursando marcaban la
inminencia de la transformación y la aparición de la sed de víctimas. No habría
freno para el instinto cuando se transformara en lobo ni modo de evitarlo.
Las siete lunas se habían cumplido.
Sigiloso abandonó el lecho antes que un impulso salvaje ciegamente lo obligara.
Pudo entonces depositar sin despertarla un leve beso sobre los labios de Cristina.
Salió del cuarto y abandonó la casa encaminándose hacia la noche. Extraño en el
jardín nocturno sus pies se insensibilizaban sobre el pedregullo. La luz de la luna
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caía sobre él y comenzaba a sufrir la metamorfosis. Su pensamiento se desleía en
tanto una presión creciente pujaba sobre sus dedos aflorando pezuñas; pero a
pesar de que las garras crecían, el cuerpo comenzara a distorsionarse y un tupido
pelaje fuera cubriéndolo, un último jirón de su alma ingenua en proceso regresivo,
se aferró al recuerdo de los viejos cuentos de infancia. A su conjuro atinó recoger
piedras del camino e introducirlas en su boca, comenzando a tragarlas con gran
esfuerzo, deteniéndose luego para recoger más y más y continuar haciéndolo, una
tras otra. Su alma parecía quedar fijada en la contundencia mineral que iba
ocupando el vientre, en porfía contra la corrupción del cuerpo y los deseos. Y a
medida que el lobo lo iba poseyendo, aquél último destello inexpugnable del alma
de Larry se reconfortaba sabiendo que el lobo quedaría burlado, como recordaba
lo había sido en las viejas leyendas que lo maravillaron en la infancia. Así, ahora,
le sería imposible hacer el mal, impedido de moverse por el peso de esa panza que
en un intento postrero había logrado cargar de piedras.
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RUMORES Y MURMULLOS
Han actuado cruel y malignamente. Porque jamás puse antes mi oído sobre las
paredes para escuchar lo que hablaban. Cierto que son finas e infinidad de veces me
llegaron sus discusiones, peleas y hasta rumores de alcoba, escucha bastante
desagradable para alguien solitario como yo.
Nos saludábamos apenas, nunca conversamos, y si alguna vez se dijo algo fue
por mi propia incitativa, pero sus respuestas fueron tan lacónicas y antipáticas que
desistí de todo acercamiento. No me asusta el aislamiento y conozco bastante a la
gente como para saber que se puede esperar de ella. Hay algo tan anónimo e
individualista en esta forma de vida capitalina, donde rozamos los codos en la calle,
tropezamos en los pasillos y nos apiñamos en el ascensor sin intercambiar una
sonrisa, una palabra, un saludo. Por eso, si alguna vez uno escucha una voz a través
de las paredes del departamento y se permite asomarse un poco a la intimidad de los
otros, sin mala intención, sólo buscando un eco a las expectativas del pensamiento,
no es falta. Pienso que alguna vez habré bajado el volumen del televisor y lo habrán
notado. A lo mejor allí surgió el encono y comenzó su desprecio, como si yo fuera un
chismoso. Pero lo de estas semanas es maligno.
Lo primero que llamó mi atención fue algo referido a marcianos, la palabra se
repetía más de una vez. Parecían expresar disgusto por algún asunto vinculado,
cuando de pronto se habló de invasión. Me enteré por el encargado que el hombre
trabajaba en el gobierno y por su insistencia a través de los días sobre la existencia
de alienitas supuse que manejaban cierta información. Dejaron escapar un “mamá
se asuta,… está impresionada”. El mayor parecía tener más participación en los
secretos del padre.
No era mucho, pero estas frases comenzaron a distraer mi atención. Me di
cuenta que desatendía la telenovela de la tarde, me sorprendí inquiriendo en voz alta
sobre el asunto, como si yo participara del diálogo y hasta dejé de escuchar música
al acostarme. Por fin, una noche en que no podía dormirme, capté que él y ella
conversaban. Las voces variaban de intensidad y sólo conseguía atrapar algunas
palabras. Era como si lo hicieran a propósito, para alterarme. Me senté en la cama;
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más bien, levanté la cabeza y mantuve el cuello erguido. No quería hacer el menor
ruido para no ser advertido y escuchar mejor. La verdad es que estaba muy tenso.
Oí algo como “el invasor”o como “nos van a invadir”. Tengo la seguridad de
que dijeron términos como “galaxia” y “planeta”. No se me ocurrió pensar que
fueran tonterías, había gravedad en sus voces. Parecían verdaderamente alarmados
y hacían planes de “evasión”. Esa confusión de palabras y murmullos atormentaba
mis pensamientos. Escuché claramente que se irían de allí antes que atacaran. Me
pareció que ella tenía miedo y él la tranquilizaba.
A la mañana siguiente salí al pasillo desde temprano y a cada rato, quería
interceptarlos, leer en las caras, hasta me sentía capaz de abordarlos y
preguntarles. Pero fueron más esquivos de lo habitual, concentrados en sí mismos
ni me saludaron.
Por la tarde los cortos comentarios arreciaron. Me fui haciendo a la idea de la
inminencia de una terrible invasión. Algún secreto de estado se habría infiltrado en
el área laboral del sujeto que implicaba un gran peligro sobre la ciudad, que
ocurriría en poco tiempo. Era obvio que hasta el momento no se habría difundido
para evitar el pánico.
Me era difícil dar crédito a los enlaces que trabajosamente intentaba mi mente.
Aquella era una familia de cinco miembros que compartían una misma convicción,
cinco personas con las que había vivido pared por medio y de las que al fin de
cuentas poco y nada sabía.
Por fin una noche me dispuse descansar sin sobresaltos, tomé un hipnótico pero
de igual manera mi sueño fue inquieto. Mi cerebro debe haber captado movimientos
ensordecidos que me plagaron de pesadillas.
Me desperté avanzada la mañana. Al comprobar la hora salí al pasillo tan
apresuradamente como pude. Enfoqué el departamento de mis vecinos y con
extrañeza observé la puerta entornada. Sigilosamente me aproximé, todo estaba en
silencio. La empujé suavemente y me asomé; no vi mobiliario. Agitado despejé la
entrada ampliamente y me quedé sobre el umbral recorriendo con la mirada la pieza
vacía, despojada; la gran mancha de papel descolorido, diarios desparramados, los
cables sueltos de la araña, huellas del desorden de aquella gente que la había
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habitado y abandonado sigilosamente. Cuando los invasores llegaran ellos ya no
estarían allí.
Un escalofrío corrió por mi espalda, estremecido por no saber que debía hacer
ahora sin más datos. Al cabo, mi mano crispada sobre el marco se aflojó. Mi imagen
reflejada al frente, en la ventana desnuda, sin cortinas, había adquirido un extraño
efecto por los rayos de luz sobre los vidrios. Era como si mi enorme cabeza se
transparentara a través de una escafandra.
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EL PERSONAJE EXCLUIDO
La idea consiste en que el culpable aparezca al final del cuento. Un alguien
prescindido del elenco pero existente al fin en el relato, burlando el puntilloso
armado de personajes con que suelen encabezarse las novelas policiales. De esta
forma simbolizaríamos al sujeto excluido de nuestra consideración, aquél que se nos
sienta al lado en el colectivo y que abandonamos o nos deja en cualquier esquina.
A propósito, escuchen lo que me pasó el sábado.
Viajaba en el subterráneo cuando mi mirada se cruza con un sujeto del que fui
vecino en mi viejo barrio. Ambos hubiéramos querido evitar el encuentro pero
estábamos muy cerca y no pudo ser. No se trataba de un verdadero amigo pero por
doce años nos habíamos saludado a diario y en muchas oportunidades se acercó a la
barra; nos obligó el tributo de nostalgia a nuestra juventud.
Conocía por otros la reciente pérdida de su hermano en circunstancias trágicas
y a la molestia de un pésame tardío se unía el movilizar una historia vergonzosa
relacionada con él que no es oportuno traer aquí. Así que sin más trámite me
propuse excluir el tema durante la conversación que sostendríamos.
- ¿Qué tal, Eduardo? – Saludé y me acerqué a su lado forzando una sonrisa. Me
puse a hablar cuidándome de no tocar ningún asunto conectado con el hermano ni
sugerir lo que sabía. Mi propósito era apurar esas cuatro o cinco estaciones sin que
ninguno de los dos lo recordáramos.
- Sí, trabajando Eduardo – y ya estaba instalado en el curso de una
conversación por mi parte animada y trivial. Sin embargo, a medida que discurría,
percibía en los ojos de mi acompañante una sombra de melancolía y dolor que se me
antojaba debió existir en las largas horas de tragedia y duelo. Así, sin lágrimas, lo
habría sentido y llorado.
Yo continuaba mi charla en la procura de llevarlo a temas cotidianos; pero en
vano. Allí estaba esa claridad vidriosa de su mirar a través del cual parecía
contemplar la otra escena. Por fin tuvimos que separarnos y por última vez:
- Hasta siempre, Eduardo
Descendió, lo vi alejarse sin dedicarme un último saludo. Fue en el preciso
momento en que se cerraba la puerta automática y el coche arrancaba que
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comprendí lo ocurrido. Su nombre no era Eduardo. Lo había estado tratando
reiteradamente con el nombre del hermano muerto...
La historia vale como ejemplo... La exclusión es el recurso más paliativo, un
esfuerzo de la mente por eludir algo que hiere o mortifica, pero algunas veces como
en este caso, la realidad surge y traiciona. Vayamos ahora a nuestro ejercicio
literario:
Bosquejaré en líneas generales el argumento. Quiénes de ustedes desarrollen la
historia se ocuparán de delinear los tipos psicológicos opuestos de los
protagonistas, dos detectives trabajando juntos en una investigación. Uno:
introvertido, hermético, insociable, lógico, tenso. El otro: dotado de una curiosidad
e interés genuino por el espectáculo del mundo que al fin le hace recaer en
frecuentes postergaciones. Así que mientras uno anda concentrado en la solución de
algún serio acertijo el otro observa calles y personas, todo lo que se mueve y
hormiguea, haciéndolo familiar, acreditado, vivo... como si conociese desde antes o
poseyese algún secreto sobre esos indiferentes que nos cruzan o cruzamos en
nuestro camino.
Se trata de disponer los hechos policiales ante estas dos diferentes
mentalidades. Frente al cadáver de un hombre asesinado y el conjunto de sus
pertenencias o referentes personales, distintas serán las actitudes y el planteo de sus
deducciones.
De toda la hojarasca que acumulen en el relato lo esencial será en definitiva
unos pocos sujetos valiosos a interrogar. Podría ser que la víctima fuese un hombre
soltero sin más vínculos que los comunes del trabajo o de un reducido grupo de
seres incompletos que gastan su tiempo ante las mesas del café. Cubiletes, baraja,
una grapita, un vistazo a los del billar, nada consistente para registrar. Ninguna
amistad medianamente informada. En los bolsillos del occiso poca cosa: papeles con
algunos números, un presupuesto quizá, una caja de fósforos vacía, la libreta de
enrolamiento... ¿qué más?... inventen ustedes... un lápiz... una banda elástica, yo
también las guardo.
- ¿A cuánto asciende el presupuesto?
- ¿De qué trabajo se trataba?
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Bien, podría surgir un primer sospechoso. Tal vez dos,... el armado de la
investigación corre por cuenta de ustedes; relacionar con hilos no muy firmes pero
sugerentes. Recuerden que la intención del relato consiste en que el culpable
aparezca al final, pero sin traicionar las claves de una trama policial que exige que,
de alguna manera, esté presente en el desarrollo de la historia. Juegos de sospechas
y falsas pistas son válidos siempre que no se abandone esta regla.
Vamos aproximándonos al desenlace y nos encontramos con que el investigador
racionalista está perdido en su propia órbita sin arribar a ninguna conclusión. Lo
habrá revuelto todo; la pensión donde se alojaba el muerto, sus compañeros de
trabajo, el café que frecuentaba, algún familiar por allí perdido, algún dato sobre el
pasado de ese hombre, una historia fragmentaria... nada que le aporte una hipótesis
fuerte. Y cuando su desaliento lo obliga ya a dar por cerrada la investigación
irrumpe su rezagado colega trayéndole a la culpable, que permanece bajo
vigilancia en el despacho contiguo.
Ante su asombro el compañero le informa de una historia de amor, odio y
muerte. Una historia que no me he preocupado imaginar porque será alguno de
ustedes quien escriba el cuento. Al finalizar su relato, por cierto inesperado y que no
podía figurar en los archivos del ciudadano asesinado ni ser conocido por los que
lo vieron pasar a su lado, el atónito investigador pide que lo lleve donde está la
inculpada. Al enfrentarla siente la vaga sensación de haberla visto en alguna parte.
Pregunta confuso: “¿Cómo dio con ella?”. Y su colega lo mira con esa mirada tan
suya, tan humana, tan hacia fuera, y sin ironía, casi con pesar, responde: “Me
extrañaba esa caja de fósforos vacía. ¿Por qué habría de conservarla sino como un
recuerdo? ” Entonces cae en la cuenta que el rostro de esa mujer está impreso en la
caja aludida. El fracasado investigador no hubiera podido imaginarse nunca que la
cara que adorna una mísera caja de fósforos fuera algo más que una decoración en
serie y que en realidad perteneciera a alguien con cuerpo y alma, con odio y amor
en su corazón.
Nota: He dado por cierto el dato que, entre los bellos rostros femeninos que
adornaban las cajas de cerillas Victoria, solían posar las obreras de la fábrica.
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SIÉNTESE QUE LE CUENTO
La cocina estaba bajo la ventana, así que la mujer lo vio subir a través de los
vapores de la tortilla. Sus ojos, irritados o llorosos. Entre el crepitar de la fritura
oyó el golpe de los nudillos contra la puerta, con un movimiento lento miró un
instante al hombre sentado a la mesa. El mantel tendido, los vasos vacíos, platos y
cubiertos al costado sin distribuir todavía. Él se quedó quieto, así que ella se
encaminó hacia la puerta.
-¿Juan Martel?
Al oír su nombre Juan recién entonces se levantó, apartó un poco a la mujer y
respondió desde atrás de ella.
-¡Entre!
El hombre insistió
-Por Gracián Costa.
-¡Sí!, ¡pase! Acompáñeme. Siéntese que le cuento.
Viendo que Juan se hacía cargo la mujer volvió calladamente a los suyo.
Manipuló la sartén y al hacerlo se elevó un vaho, que los envolvió.
-Ya sabe cómo huele la cebolla frita…- comentó Juan, inevitable, mientras se
acomodaban frente a la pequeña mesa con el recién llegado...- arde en los ojos, se
impregna en la ropa; con todo, aunque le parezca una insolencia, comparta
conmigo, así escuchándome pueda entender lo que pasó con Gracián.
En respuesta a las palabras de Juan y al ver que el hombre accedía, la mujer
arrimó los platos y comenzó a servirles, sin hablar, acercándose y alejándose en
función de ello.
-Métale a la tortilla y sírvase un poco de tinto. Le va bien, en esto podemos estar
de acuerdo- y siguió hablando ya sin parar:
"Gracián era un tipo raro. Cambiaba de corbatas, venía, se echaba para atrás,
cruzaba la pierna y subía el pantalón desde la rodilla, coqueteando, mostrando las
medias que le hacían juego".
"Yo tengo este departamentito al fondo y arriba del patio... a la larga es una
ventaja, porque si bien tengo que pasar entre todos los de abajo, esquivando
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pajareras y macetas, fuentones y ropa colgada; una vez que llego aquí y entro
cierro la celosía y me quedo tranquilo con mis cosas sin que a nadie se le ocurra
razón para acercarse. Si algún día me falta trabajo, ni asomo el hocico”.
“La Zulema es calladita, sufrida la pobre, no tiene problemas y me atiende
bien…” siguió hablando Juan a la par que echaba un vistazo a la espalda de la
mujer ocupada en sus menesteres; luego a los ojos del hombre… “De entrada vi
que a Gracián le gustaba la Zulema, hablaba escondiendo la mirada. Me acuerdo
que un día se animó a caer antes que yo llegara. La cosa es que empezó a quedarse
más tiempo y a tomársela, conmigo aunque no le daba bola. Imagíneselo, siempre
vestido de oscuro, traje pesado para el verano, de franela creo, el borde de la
camisa medio grasiento; ojos vacíos, de pescado diría yo, labios gruesos, mamero,
chupón el morocho; bien plantado el codo en la mesa sobre el mantel recién
puesto, como en su casa, echado para atrás en la silla y con la pierna cruzada, con
sus corbatas, mostrando la media, hablando y hablando… porque se había soltado
y vuelto charlatán”.
Frente a Juan, el visitante ha estado degustando un poco displicentemente la
tortilla, usando solamente el tenedor y con la otra mano sobre la pierna.
“Coma, hizo bien en dejarme que le contara aquí”… Juan se distiende…”Fíjese
que brava que es la Zulema. Sí parece que no ha pasado nada”… Tras un
estremecimiento su gesto se vuelve más rudo…”Hasta usted podría ser Gracián,
sentadito ahí mismo, sólo que el charlatán ahora soy yo, porque usted es el que
manda”.
El rostro del visitante adquirió una expresión severa y profunda que hizo
patente el sentido de mando que Juan le atribuía. Por sí mismo el gesto era una
interrogación, y Juan contestó:
“¿Qué hace falta para tomar entre ojos a un hombre?, ¿que le codicie la mujer?
No conmigo. Zulema y yo nos arrimamos hace siete años, sin pasión pero con
cariño. Yo no me la doy de macho, sabe, y ella no es menos que yo, puede cuidarse
y si alguna vez me hizo una macana, supo ser discreta. Nunca me pidió nada que
yo no pudiera darle. Me cuida y me atiende”.
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Juan se ha alterado un poco y tras un golpe de puño angustiado, sobre la mesa,
dice:
“¡Qué maldita idea tuvo Gracián en para meterse en mi casa, sentarse a mi
mesa, exhibir sus medias y sus corbatas”… la expresión se ha vuelto ambigua y
enigmática… “vaya a saber por qué uno hace las cosas”.
“Le dije a Ud. que yo vivo en el fondo y arriba del patio, que cierro las celosías
y que a veces no trabajo, que hablo poco y no me meto con los vecinos,... que
ahora le fueron a usted con el cuento. Si al fin va a creer que lo empujé de mañero,
sólo para ver cómo sonaba su cuerpo rodando por la escalera”...
Los ojos irritados, tal vez llorosos de la mujer que ha permanecido inmóvil
frente a la cocina junto a la ventana, son chupados por el vacío descendente de la
escalera. Un sonido pesado y muelle como un gran saco de grasa rebotando aún en
sus oídos, y allá abajo el cuerpo de Gracián, tendido aplastado. Tres policías en
torno y el grupo de los inquilinos, curiosos, pegoteados.
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PETIMENTO
Aquella noche que soñé con Chichita, no fue en sí mismo un hecho extraño, es
frecuente que lo haga con mis muertos y que mis sueños tengan una increíble
patencia. Ella estuvo conmigo un largo rato, no dudando de su realidad y
presencia, y descubrir de pronto, dentro del sueño mismo, que tal no podía ser,
porque había fallecido unos cuantos años atrás. Exclamé: “¡Pero vos estás
muerta!”. No me acuerdo ahora si me respondió si sí o no, seguía allí, en la vida
de mi ensueño, sin cambio alguno aunque yo insistiera que entonces ella “era un
fantasma.”
Fue la noche de un 20 de abril. Al día siguiente, asocié esta fecha con el
aniversario de su boda que coincidió con el cumpleaños de su cónyuge. Más tarde,
al leer el diario de la mañana, se sumó el recuerdo del nacimiento de Hitler a
través de la noticia de que dos muchachos norteamericanos nazis, lo celebraron
provocando una matanza en su colegio.
Contra la admisión del trabajo inconsciente de elaboración onírica me
esforzaba en suponer que estas asociaciones no podían ser más que simples
coincidencias.
Los muchachos asesinos decían pertenecer a la mafia de los impermeables:
góticos, burlones, sádicos, suicidas. Me resistí volver al periódico para ampliar
detalles que pudieran incidir en mis pensamientos. Se trataba seguramente de una
repulsa a producir mayores asociaciones aunque de no hacerlo quedara expuesto a
que los hechos resistidos se sumaran terroríficamente en mi soñar.
Insisto que la he visto en forma pura. En sí misma. Desde una nostalgia
profunda de su ausencia. Inconsciente sí, por no nombrarla, por casi olvidarla, a
punto de perder su rostro y el aspecto de su indumentaria. Chichita vestida nada
fantasmal, con ropa de entrecasa.
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Agrupando cuentos propios, volví a uno de Chichita, mi hermana, en la
ilusión de poder compartir tras su muerte, camaradería y creación. En vida
habíamos imaginado que podía realizarse una filmación sobre el guión de su “El
espejo inclinado”, al modo que filmaba Manuel Antín los cuentos de Cortazar.
Compré una súper-ocho convencido de lograrlo. El cuento me fascinaba. Tengo
hoy el desparpajo de modificarlo en parte, como me hubiera permitido de
haberlo filmado.
EL ESPEJO INCLINADO
Berta se sintió liberada al dejar su casa tras un portazo de rebeldía. Era otoño
y las calles hasta la estación una trayectoria de apartamiento. Tendría que
sobreponerse al malhumor y solicitar con corrección su pasaje pero el malestar
retornaría al hurgar en el desorden de su bolso en búsqueda de unas monedas ante
la espera fastidiada y burlona del sujeto emplazado en la oquedad de la boletería,.
Era doloroso encontrarse siempre con la misma impaciencia portando el agobio de
los incidentes que se repetían con Fausta, su madre, cada vez que decidía salir.
Hubiese preferido esperar el tren en el andén hasta verlo llegar a lo lejos, pero
por el frío o por su timidez concluyó refugiándose en la Sala de Señoras.
Angustiaba la penumbra de ese cuarto vacío poco frecuentado de la estación, en
donde caía en la trampa del gran espejo inclinado sujeto al muro.
De niña ya jugaba con espejos; era entonces un juego inocente frente a las
lunas del ropero, un abrir y entrecerrar de puertas multiplicando su imagen de las
cuales elegía una. Y ahora era otra imagen frente a sí la que pugnaba en esa tarde
aciaga.
De regreso, silenciosa y disimulando su cansancio y frustración, mas no el
resentimiento, subió al cuarto de Rita.
-¿Dónde fuiste? -oyó que le preguntaba su hermana desde la sombra
Rita la miraría sacarse el abrigo y colgarlo en el placard, tomar un batón y
ponérselo sobre la ropa.
Le hubiera sido difícil hablarle de la conferencia, enterarla del tema vinculado
a sus conflictos. Se sentía culpable desde siempre y en la raíz de su culpa estaba el
deseo de una propia vida.
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El conferenciante había ofrecido iniciar un curso al cual se inscribió.
Obligándose a permanecer aislada, poco a poco sin embargo, fue cediendo a la
cordialidad de Etelvina. Con recelo aceptó su camaradería, tomar juntas un té,
hasta dejarse guiar por esa joven de silueta aniñada con medias negras y
mocasines que atropelladamente la arrastraba por los alrededores y le sonsacaba
información íntima que probablemente no comprendiera.
Por su parte, había recuerdos que la acuciaban y no podía detener
confidencias que se precipitaban extemporáneas por el surco de impertinencia que
abría su amiga. Tal era su necesidad y su imprudencia de contar con una escucha.
-¡Papá perdió la vida en un accidente!- exclamó remedando un inconmovible
razonamiento de Fausta -por el que Rita quedó paralizada.
Lo que no le transmitió fueron los hechos de aquella noche.
Rita había insistido como siempre y Fausta buscaba pretextos: sus canas sin
teñir; él, cediendo como de costumbre al capricho de la hija; la culminación de la
discusión...
-¿Preferís que salga solo?
-¡Salí con ellas!
Tal vez para escarmentarla, a porfía lo había aceptado. Recordó cómo ella
misma rechazó la idea de acompañarlos para no dejar a su madre que ya había
recurrido intransigente a los sellos para dormir y recordó también la última
presencia de su padre:
-¡Qué perfumado estás! -exclamó Rita cuando salió del cuarto y él sonrió
halagado.
Era un perfume fresco a colonia y tabaco, un aroma que se fue esparciendo por
la casa hasta que llegaron al garaje. Berta sintió como el olor a nafta quebró el
sortilegio de esa fragancia y como el motor del Cadillac apagó las frases de
despedida.
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Etelvina se obstinaba en cruzar avenidas, plazas inmensas, caminando de
prisa hasta que ella terminaba implorándole que se detuviera. Solía conducirla a
su antojo, enfrentarla a extraños escaparates, llevarla a lugares desconocidos.
Leía libros dificilísimos y versiones sin traducir con una ostensible suficiencia
que Berta interpretaba para sí como un mezquino sentimiento de superioridad.
-¿Qué te sugiere esto?- inquiría de pronto para inmediatamente desvirtuar su
respuesta y sentido de la realidad. Le enrostraba la objetividad de las cosas,
confundiéndola, obligándola a disgusto a pensar.
-Uní estos puntos- le pedía en medio de la clase con su cuaderno de apuntes
sobre las rodillas. Berta arriesgaba -¿así? -
-Sí, como quieras- y volvía las hojas indiferentemente retomando la escucha del
profesional.
Aun aceptando su modalidad no podía soportar las pruebas a las que la
sometía. La sublevaba considerar el efecto que podía provocarle, la derivación, que
alerta como se hallaba, asignara a sus más lógicos estados de ánimo. Pese a todo
no le ofrecía resistencia. Se brindaba a su curiosidad con ensañamiento, con un
irrefrenable encono contra sí misma. Cuando ya no podía más utilizaba a Rita
como pretexto a fin de librarse de su compañía. Lo mismo había hecho con Fausta
cuando quedaron solas, escabulléndose a la habitación de su hermana para
compartir con ella libros y revistas, esparcimiento que producía la envidia de su
madre que solía aparecer reprochando:
-¿Cómo pueden ver con esa luz?
Ahora le tocaba a Etelvina ser quien protestaba
-¿Pero acaso no está tu madre?
-Es que me necesita. No puedo dejarla tanto tiempo.
Dando por hecho que Berta debía buscarse una ocupación que la alejara de
Rita y su madre, apareció en una ocasión con un insólito anuncio escrito a
máquina sobre un papel. Empeñada en interesarla la forzó a responder,
conminándola a acompañarla a la dirección anotada.
-Entrá vos, yo espero afuera- se resistió Berta todavía
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-¡Después de todo lo que caminamos! ¡Si es de día! - protestó Etelvina
-Te dije que es un lunático
-¿Qué sabés?
-Te das cuenta por el aviso.
-Necesitará ayuda para sus investigaciones
-¿Que investigaciones?
-No sé. Debe ser un hombre de ciencia o un escritor.
-¡O un loco!
-¿No decís que querés trabajar, hacer algo?
La casa era un chalet descuidado, alejado del cerco
-¿Estás segura que es aquí? - Pero ya estaba ella llamando una y otra vez
-Parece que no hay nadie- insistió esperanzada.
Cuando les abrieron no pudo echarse atrás, el límite de su orgullo era más
fuerte que su cobardía. Eligió un saludo cordial disimulando de temor que subía a
su garganta, pero luego, inesperadamente, se encontró a sí misma.
Vivió la atmósfera de ese cuarto. El silencio de los libros sobre las paredes.
Una procesión de botellas vacías alineadas con intención decorativa inexplicable.
La cautivó aquel rostro impasible y sereno. La majestad de los pasos del hombre
sobre la alfombra, su desconcertante humildad. Vivió el equilibrio de la certeza y la
duda sin precisar la castidad ni la ignominia.
-¿Te arrepentiste de haber venido?- le preguntó Etelvina después.
-No...
-¿Vas a volver?
-No sé... Al fin no sabemos lo que quería.
-¿No oíste lo que dijo?
Surgió luego un recuerdo infantil:
-Dibujá un lobo aquí, sobre las montañas.
-¡No, no! Una princesa.
-En las montañas no hay princesas
-Entonces una bruja.
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-Es peor que un lobo.
-El lobo es un animal.
-Mas vale un animal feroz que un ser malvado.
-Yo soy malvada.
-Vos sos una niña.
-Una niña malvada dice mamá.
-No es cierto
Pero ella las oía hablar en la cocina.
-Tiene el genio de Locadia, sus arranques... ¿Te acordás?
Berta encendió la lámpara y miró a su alrededor. Un débil resplandor se
esparcía sobre los objetos y las paredes.
-Tía Nora, no vuelvas cuando te mueras - recordó la desesperada súplica de su
niñez.
-¿Te asusta ver a alguien que te ha querido?
-Sí, sí. No vengas.
-Cuando tengas miedo reza...
-Dios mío- murmuró, luego, sin atreverse a apagar la luz.
Berta conservaba un vago recuerdo de la casa donde la llevaron una vez. Nora
la alzó sobre el ataúd. Contempló una imagen fría como la luna del espejo, vacía y
bella. A su pedido la besó sin temor.
Entonces era tan pequeña que pudo escabullirse entre la gente y subir por la
escalera. Arriba no había flores ni velas. La antecámara desierta le ofreció el
enigma de una puerta que abrió. En la penumbra divisó el lecho, las inútiles
medicinas, un frasco de colonia, sin entender, sin conmoverse siquiera. De no haber
sido por aquel hombre sentado en un rincón, hubiese salido de ese cuarto ingenua
como había llegado.
-¿Qué hacés aquí pequeña?- le preguntó el desconocido.
-Esta es la casa de mi tía.
-¿Tú eres Berta?
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-¿Cómo lo sabés?
-Leo te escribía postales.
-¿Por qué está aquí mi mamá?- le preguntó señalándole una fotografía.
-También está tu abuelita y tu tía Nora- le hizo ver en un álbum donde
despaciosamente recorrió rostros sabidos de su familia y desconocidos y evocó
nombres, en tanto despertaban en su memoria conversaciones de los adultos hasta
entonces desprovistas de sentido.
-¿Por qué tía Locadia no venía a mi casa?
-Ahora estará siempre contigo.
-¿Usted es el papá?
-¿Te parezco tan viejo?
-No, ¡pero la quiere tanto!
-¿Cómo lo sabés?
-¿Por qué está aquí solo?
-Estoy muy cansado
-Ella está debajo de la casa.
-También está aquí.
-No la veo, no la veo- se quejó.
-Eres muy pequeña.
-Quiero ir con tía Nora.
-¿Cómo harás para bajar?
-En mi casa hay una escalera.
-Te miraré desde aquí- le dijo acompañándola al pasillo.
-¿Cómo te llamás?- le pregunto ella al desprenderse de su mano.
-Como tú quieras- le respondió él.
Berta tardó en llegar a la planta baja.
-¿Qué hacías allá arriba?- la reprendió tía Nora tomándola del brazo.
-Estaba con Dios- le contestó.
Había insistido que fuera a su casa, por cortesía o con el propósito de
comprometerla a que la invitara a la suya, lo que parecía ser su verdadera
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intención. Frente al número breve, preciso, no pudo eludir la increíble realidad de
su fantasía. Había imaginado esa puerta, el pasillo con la escalera y ahora se
sumaba, acorde a la atmósfera de sus intuiciones, las paredes revestidas con
antiguas mayólicas que intentó descifrar. Era tres figuras femeninas agrupadas en
un cuadro, algo así como las versiones de un mismo rostro o los distintos aspectos
de un ser contemplándose a sí mismo. Fausta, Rita y Etelvina interpretó eludida en
lejanos espejos, muerta quizá, incapaz de discernir entre su piel y sus máscaras.
De todos modos era indudable que se trataba de una casa de departamentos o
una mansión de infinitos cuartos. En el segundo piso vivía Etelvina.
-No te esperaba tan temprano - le dijo cuando le abrió. Hacía frío y tenía
puesto un batón abrigado. Estaba pálida y despeinada.
-¿Dormías? - le preguntó.
-No, estaba leyendo - le respondió señalando un libro sobre la mesa.
-Está escrito en francés - consideró con alguna angustia recordando a su
madre que conservaba de su formación juvenil el orgullo por el dominio de ese
idioma. Pero negadora se conformó diciendo
-Yo no puedo leer
-¿Qué haces durante todo el día? - le pregunto Etelvina dispuesta a someterla
a uno de sus interrogatorios.
-Ordenar la casa. Acompañar a mi hermana...
-¿No tienen servicio?
-Desde la muerte de mi padre...
-Ahora comprendo...tus manos. ¿No usás guantes? - Berta se miró turbada.
Tenía los dedos torcidos, las uñas rotas, las venas hinchadas.
-¿Querés una taza de té? - viró rápidamente
Sí - aceptó.
Era desapacible ese cuarto. Pudo observarlo a su antojo mientras Etelvina se
ocupaba de abrir un armario, sacar las tazas y prepararlo todo ceremoniosamente.
Había una ventana cuyas persianas se abrían a un balcón con macetas y la jaula de
un pájaro mecida por el viento.
-¿No tiene frío? - se le ocurrió preguntarle.
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-Es un canario flauta - le respondió
-Tendrías que guarecerlo.
-Me lo regalaron - prosiguió inmutable.
- Mi padre amaba a los pájaros - exclamó con tristeza.
-¿Todo te recuerda a tu padre? - le reprochó
-Los pájaros y los peces...
-¡Vos crees que un pez puede sentirse amado!
-Acudían cuando él se acercaba-
-Tenían hambre.
-¡Él se alegraba tanto!
-Tu padre debía sentirse muy solo
-Rita lo adoraba
-¿Y vos?
-También...
-Lo decís insegura.
-No lo sé.
- ¿Por qué dudas cuando te hablo?
¿Te sentís mal?... Dejaste enfriar el té - concluyó.
-No importa.
-No te lo bebas frío - la detuvo maternalmente. Pero ella le devolvió la taza
vacía.
-Estaba bien - fingió.
-¿Querés otra taza?
Había comenzado a agobiarla con atenciones como si necesitara reparar algo.
-Mejor conversemos un rato.
-Podés quedarte hasta las cuatro. A las cinco tengo que estar en la facultad.
-Tenemos tiempo - consideró sin ningún resentimiento.
-¿Dónde irás luego?
- A mi casa.
-¿Saben que estás aquí?
-Les dije cualquier cosa.
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-¿Por qué les mentís?
-No sé.
-Pueden pensar mal...-exclamó maliciosamente.
Era una angustia que comenzaba al bajar del tren y que se entretenía en
hacerla dudar entre caminar, tomar un taxi o el colectivo. A esa hora Fausta
miraba televisión así que apenas reparaba en su vuelta o al menos simulaba hasta
que pasaran los avisos. Era cuestión de resignarse a quitar el periódico de la mesa,
enderezar la alfombra y volver a colocar las sillas en su lugar. Se sacó el gabán y
se puso a lavar la vajilla acumulada en la cocina. Pensó en la habitación de su
hermana frenando el impulso de subir. Fausta desde el living le preguntó la hora.
Pensó luego en Etelvina. Había aumentado su afán de nombrarla, atraer la
atención de su madre, dejarla formarse una idea para proseguir con ella un reñido
debate al alcance de sus observaciones.
-¿Por qué decís que Etelvina va a traerme problemas?
-¡Porque es perversa!
-Si no la conocés - la desafió acercándose
-El sábado te entretuvo, te hizo llegar tarde sabiendo que tenías un
compromiso y que yo te estaba esperando.
-No fue culpa suya.
-Te hace demorar a propósito
-¡No es cierto!
Fausta se volvió de pronto enigmática o simplemente retomaba su programa
de la TV.
-Siempre hacés lo mismo. Me ponés nerviosa y después te callás.
Ese invierno resolvió invitarla a su casa. Preparar el ánimo de Fausta sobre
sus propias dudas fue un débil recurso a su favor:
-...me dice que tiene treinta años pero aparenta ser más joven. En verdad sé
muy poco de ella.
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-¿Por qué te buscas siempre amistades anormales?
-Etelvina es mi única amiga y yo la acepto como es. Además no es anormal.
Domina el francés como vos, y es muy inteligente.
-Pero se complace en dominarte.
-Igual que vos.
-Yo soy tu madre.
La tarde de la invitación llegó. Sabía Berta a lo que se exponía. Fausta la
acaparó apenas tuvo la oportunidad de introducir el tema del idioma. Coqueteó con
ello y luego aprovechó para quejarse veladamente de su hija.
Le contó que tuvo a Rita cuando Berta tenía ocho años y se extendió en ello
hablando en francés.
-No me lo perdonó nunca. Tres años antes perdí una criatura al nacer.
Berta reconstruía sus recuerdos a medida que las alusiones maternas se
extendían desinhibidas.
"Este año los reyes no te traerán juguetes" le había prometido su padre. "En su
lugar te regalaremos una hermanita, una nena preciosa para que juegue con vos..."
-Debimos pensar que ella sólo quería una muñeca. De todos modos nos resultó
imposible demostrarle la realidad de las cosas.
Había crecido añorando quimeras, objetos inalcanzables, todo aquello que en
su ficción le asegurara duración, estabilidad. Nada pudo competir con aquella
muñeca que ella esperaba, que indudablemente no habría muerto...
-Por usted siente un gran apego
-"Yo tendría una hermana de tu edad", me dijo una vez. Hacía poco tiempo que
nos conocíamos. Pero yo le respondí. "¡No me gusta que me asignen roles!"
Cuando Berta regresó de la cocina después de retirar la vajilla Fausta ya se
sentía satisfecha y debidamente justificada, así que pudo dejar solas a las amigas.
-Es simpatiquísima tu madre.
-Sí, lo es, suele ser amable.
-También lo es contigo.
-Delante tuyo.
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-Insisto que te trata con amabilidad.
-Ha estado todo el tiempo simulando, haciéndote creer que yo no comprendo,
que me falta capacidad para entender su música, el idioma que habló contigo -
denunció fastidiada.
Refiriéndose a unos discos que Fausta había mencionado se quejó:
-Esos discos eran de mi padre. Ella sabe que me hace mal oírlos.
-Ha pasado mucho tiempo. No podés seguir atormentándote.
-De todos modos nunca dijo que quería escucharlos.
Etelvina hizo un gesto de desacuerdo
-¡No podés seguir así! ¡Ni Rita...! ¿Por qué no tomó el té con nosotras? ¡Quizá
un buen psiquiatra podría hacerla caminar!
Había anochecido, y de pronto Etelvina quiso verla.
-Está arriba, en su cuarto, quería descansar.
-¿Por qué no le permitís distraerse?
-Ella prefiere estar sola.
-¡Qué sabés!
Etelvina se encaminó hacia la escalera solicitando débilmente al principio y
luego con mayor insistencia.
-Dejame subir.
-Dejala tranquila.
-No me iré sin conocerla- esquivó a Berta encaprichada y subió con rapidez.
Berta le permitió una vez más proceder de esa manera imperativa. Aguardó
luego impávida la reacción de la sorpresa. Fue un grito desde el piso alto:
-¡Pero aquí no hay nadie!
Berta, inmóvil al pie de la escalera no le respondió. Sin explicaciones la
contempló descender, frustrada en su exigencia de objetividades y luego la dejó
partir, apresuradamente, casi espantada ante el convencimiento de su locura.
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LA TUMBA DE AL LADO
Se ve que ayer vinieron otra vez a visitarla. Los floreritos están pulidos,
colmados de claveles frescos y ramas de helecho. Yo, que suelo aparecerme los
viernes nunca me topé con ellos, pero ha de ser buena gente, cumplida y prolija.
Desde que la enterraron allí se me ha dado por contemplar la foto de Dominga
Donde. Antes me sentaba en mi banco solito recordando, pero ahora el tiempo se me
pasa rápido, distraído en la contemplación del lindo rostro de ojos oscuros de la foto
de la tumba contigua. Lástima que el tinte amarronado me vira el aspecto y no
puedo precisar si la toma es reciente o si sus cabellos son negros o castaños. De lo
que no hay ninguna duda es que ha sido una bella mujer mi vecina, así que trataré
de quedarme a esperar a ver si ella se aparece también y tenemos la oportunidad de
dialogar un poco.
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FIAT UMBRA
Alguna vez aceptó que el dormir es hermano de la muerte. Eran años de
juventud, ideales y avideces. Algo le anunciaba que no sería anodino permitir
que por el sueño se le escaparan sus tesoros de las manos.
Al fin intentó, y fue la oscuridad con lunas y grillos, los ojos abiertos a la
nada, mientras que a su lado, en el lecho, una respiración ruda y
acompasada confirmaba el poder del ladrón del amor
Más tarde durmió y el ensueño fue para él Celestina de bajos instintos,
matador de cuchillos filosos, sobreviniendo la pesadilla y la angustia.
Entonces quiso nuevamente retardar el descanso, atar el cansancio a su
pluma, disolverlo en un último escrito trocando en versos las horas
últimas del día perdido.
Por fin volvió a entregarse y como un regalo de larga espera surgió lo
profundo. Un sabor nuevo de recóndita fuente, imágenes imposibles de
ser fantaseadas, sentidos ocultos que a medias se revelaban, sentimientos
desgarradores y consuelos infinitos, seres creíbles de rostro impreciso o
complejo.
Ahora sólo quiere abrevar en los sueños. No escribe nunca por encargo.
Su vigilia transcurre sin sobresaltos ni cuestionamientos. Está al
corriente que por las noches llegarán los entrañables. Con todo, jamás pudo
dormir como los dioses, que por estar dormidos, supone, nunca lo asistieron.
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SHAH MAT
El escenario es amplio y presta lejanía al castillo con respecto al sitiador que
tomó un alto en la marcha y sujeta por la rienda dos caballos emplazados en la
pradera. El amurallado rey cuenta con armas de largo alcance. Entre ellos la razón
de la contienda. Un adalid se aproxima a la muralla y proclama el reto en nombre
del que reclama las potestades. Éste concita la atención al elevar en donoso gesto
la cabeza del animal que perteneció a su esposa, muerta en la lucha, y acariciarle
el pescuezo; luego ajusta las monturas y acomoda la cabezada. El peligro inminente
se cierne pero no es reconocido todavía por el público, siempre retrasado en la
interpretación de los hechos sutiles y las estrategias, pero sí lo percibe en cambio
el cuestionado rey apostado en la lucerna. Su oportunidad serán tres disparos de
ballesta. No dan en el blanco. Entonces el Juicio de Dios dispone el avance del
justo.
La escenografía aportará murallas, restos de infantería, siervos, jinetes,
dignatarios y una marcha triunfal, descendido el puente y ya el monarca tendido.
Una gran escena conteniéndolo todo en una pequeña sala de teatro. Una fabulosa
historia sobre el tablero de ajedrez.
“Shah mat”, del persa: jaque mate
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LA ANOMALÍA
Nicanor es un muchacho muy suave, pequeño y delgado. Me identifico con la
expresión de sus facciones cuando me vacío de anhelos y esperanzas, cuando
pienso en la paciencia, en una larga pasividad. Los hijos toman esa actitud al
relegarles la primacía parental su propio destino. A Nicanor se le ha muerto su
madre y un inspector investiga. Atendida hasta sus últimos momentos en un
proceso rápido, no doloroso pero desesperanzado desde el principio, al
producirse el deceso no pudo extenderse el certificado de defunción porque al
reconocimiento del cuerpo sorprendió la anomalía: a la anciana le faltaba un
brazo.
Recuerdo el accionar sistemático del inspector, hombre amantísimo de su
propia madre, en una vocación de verdad y justicia que no tendría retorno.
Deslizo aquí el concepto de culpa, inescrutable sentimiento en tanto parece
ordenarse más allá de la naturaleza de los hechos. La madre de Nicanor era
culpógena y hasta la ausencia del brazo parecía responder a este mecanismo.
Ahora había que asumir el hecho de que alguien lo había serruchado
complicando una muerte decretada.
El inspector interrogaba minuciosamente a los pocos sospechosos, identificado
por su amor maternal con el dolor de Nicanor, todavía libre de sospecha, pero
intuyendo que si al fin de cuentas nada descubría, el muchacho se transformaría
en su última conjetura, que era lo mismo para Nicanor que haber sido culpable
desde siempre.
Creo que fue a instancias de la hermana que Nicanor serruchó ese brazo,
hubiera sido mejor cortar el suyo propio. No sé si la madre se le agarró con
tanta fuerza que no quedó otro recurso, o que en realidad fuera porque en ese
apretón postrero sintió repulsa, una inesperada rebeldía. Quizá sólo se tratara
de cargar con una culpa más, la de una circunstancia como la de la muerte que
nadie puede justificar.
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Nicanor le pregunta al inspector si en la cárcel podrá vivir con alguna
dignidad, si podrá leer y estudiar como a él le gustaría, si será muy deprimente
o peligroso, si querrán cogérselo los presos.
]Chichita comentó: Debiera llamarse “La ruptura”. Se puede suponer que la muerte
no es una liberación y sentirse en la necesidad de asegurarlo. Alguien dijo: “Que
triste cuando me muera con el corazón volados todos los cariños como pájaros
libres.”
El corte del cordón umbilical que da paso a otra forma de vida se hace patético en
este análogo desmembramiento hacia la muerte. Sentimos el cautiverio del afecto
pero caemos en prisiones más horrendas; la de los sentimientos de culpabilidad. Y
sin embargo, también alguien dijo
Pobres pájaros cautivos
Que encierra mi corazón
Tienen la puerta abierta
Y siguen en su prisión.
Al fin el hombre quiere ser prisionero del amor.]
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LA CITA
- ¿Sabés que anoche soñé con el tío Quino?
Fue un sueño raro; hacía tiempo que no pensaba en él... y sin embargo lo vi
tan claro, alto, derecho, patente como si fuera cierto, tanto, que cuando desperté
estaba seguro de que había sido él, que no lo había soñado.
Yo estaba con el viejo y de pronto entró por la puerta del pasillo y vino a
sentarse junto a la mesa, solamente yo lo veía. Le dije a papá, pero parecía no
escucharme; entonces, y esto es lo que más me quedó, el tío me dijo: “Quiero que
vayas el sábado a las nueve a la calle Serrano al 1333, en esa casa nos
encontraremos”
Se refería a un muerto y el hermanito Pocho lo escuchó predispuesto. Era fácil
rescatar la imagen del tío autoritario y triunfador, severo y tierno, suspicaz e
irónico, con la inolvidable mirada, como la de Facundo, a veces insostenible. ¡Si
sabía él de esas historias! La abuela siempre le contaba cosas y a él también había
leído algo. Cuando estuvo enfermo en su cuarto solía antojársele en las paredes
empapeladas rostros de aparecidos. A la prima Gloria le había ocurrido ver el de
su padre arriba sobre el ropero.
El otro seguía hablando, amaba a su hermano; lo sabía de imaginación
poderosa, inteligencia arriba de su edad, por eso le gustaba contarle cosas, sobre
todo esos sucesos raros que le ocurren a uno. Pero Pocho, sensible en extremo,
delató en su rostro una inquietud que lamentó el hermano mayor haber causado,
así que trató de cambiar el tono de su confidencia.
- ¡Bah! ¡Son pavadas!
Pero ya era tarde; la historia había encontrado un eco en el corazoncito aprehensivo.
Esa noche le costó dormirse. El cuarto de Pocho era pequeño, un poco
apartado y propicio a sus miedos. Resonaba en su interior la voz onírica del tío
Quino recogida del relato. Le decía que en una de las calles dónde habían vivido
había una casa... el número y la fecha. Y el compromiso: ALLÍ ESTARÉ.
Aunque era el sueño de otro se apropió del mensaje. Tendría que mentir,
argumentar que iría al cine. Le dirían ¿por qué no vas a la tarde? Insistiría. Sobre
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la silla estaban sus primeros pantalones largos, un salto en su albedrío que la
familia había aprobado. Simularía que ya estaba sano, ocultaría las líneas de
fiebre y el dolor en el pecho. Aunque para sí se decía que era invierno, temeroso
que el frío lo empeorara.
El sábado no tardó en llegar. Para mayores dificultades garuaba, sin embargo
su temprana y seductora adolescencia logró imponerse sobre las últimas
reconvenciones.
Con un beso ligero a sus padres salió de la casa, se demoró hasta que al fin
trepó al tranvía. Viajó acurrucado en su asiento, pegado al cuadro de la ventanilla
que trepidaba cambiando el curso de las gotas de lluvia sobre el vidrio. Al
descender y a pesar de su resolución tuvo que soportar la honda inquietud de la
soledad. La garúa continuaba, recordó un poema asturiano: “sobre la tumba de mi
madre orvalla”. La vereda oscura y mojada brillaba a trechos por la luz de los
faroles. Comprobó que se encontraba al 1500 faltando poco para las nueve.
Nadie; si acaso alguien pasara por allí rozando levemente su cuerpo,
recordándole mejor que esos árboles irreales o el pavimento en marcha al
encuentro de un fantasma, que aún estaba en un mundo humano
1431, no tenía miedo, no era al menos el desasosiego de las noches atrás,
hasta descubrió que realmente lo que ansiaba era liberarse, convencerse de que la
casa no existía.
1385, estaba cerca; si acaso ese paredón fuese lo suficientemente largo para
devorar el número de su desvarío. Pero no fue así. Achicó el paso, la luz de la calle
se proyectaba sobre la vereda, puerta y altura de la casa, atrapándolo el pánico de
la coincidencia, estremeciéndolo, inmovilizándolo. Era una puerta verde, abierta
una de sus dos hojas, permitiendo ver un zaguán con una escalera que ascendía
por una escalera ensombrecida, a otra puerta con cristales también en sombras.
Pudo más su intento de coraje y comenzó a subir lenta y pausadamente. Al
alcanzar la altura llamó una y dos veces. Esperó. Volvió a llamar más resuelto,
feliz de que no le respondieran. De pronto, excitado, confundido, dándose cuenta
que no tenía explicaciones que dar a cualquier ser real que le atendiera, se sintió
impulsado a terminar con el absurdo. Al volverse sobre sus talones para bajar y
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enfocar la puerta que daba a la calle vio de pronto, a contraluz, recortarse nítida
la imagen alta, delgada, familiar, en actitud de subir, pero deteniéndose
bruscamente al verlo. No sonaron campanas ni repiques que le dijeran que eran
las nueve; el silencio más hondo, el de su propio corazón, le anunció que era la
hora de la cita. En efecto, su tío el difunto había llegado. No resistió, se le nubló la
vista y la boca de la escalera lo tragó en un instante.
El recién llegado se agachó hacia él. En la frente blanca, perlada de Pocho
había magullones. Lo levantó en sus brazos. Nunca pensó encontrarlo allí, en
ningún momento se le ocurrió que su adorado hermanito menor también hubiese
decidido acudir a la cita. Mientras tanto Pocho, desfallecido en los brazos
fraternales, desde la bruma de su inconsciencia deliraba que era el espectro del tío
quien se lo llevaba.
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Afición literaria
Los dos cuentos que narraré a continuación los leí en mi adolescencia en una
sección breve del diario El Mundo. Humilde era el lugar de los cuentos en el
periódico, como mi época y mi infancia...
EL RAMITO DE VIOLETAS
Se trataba de un hombre que se cruzó en las calles con una muchacha y tuvo el
arrebato de comprar y entregarle, casi a la carrera, un ramito de violetas. Asocio
ahora que una marca comercial imaginó mucho después una propaganda con
argumento semejante: jóvenes, aroma, florista, impulso, sonrisas. Quizá el comienzo
de un romance o solamente la seducción inevitable de un perfume.
Aquella historia cursaba de otra manera. La muchacha aceptaba las flores
sorprendida, no atinaba a una respuesta, huía pudorosa y se introducía en una casa.
Ubico el relato en una calle como las de mi pasado. Las calles de mi barrio eran
entonces muy distintas a lo que hoy son. Frondosos árboles familiares, el plácido
desplazarse de los vecinos, poco tránsito, niños en libertad. La historia contaba como
el hombre en los días sucesivos continuó pensando en la jovencita y esta vez fue su
impulso volver al lugar con el deseo de encontrarla. Ocurre entonces que con
desconcierto ve frente a la casa en la que ella entró, movimiento de gente
circunspecta y dolorida. La muchacha ha muerto y la están velando. Consternado,
como un deudo más, ingresa a la morada y se desliza por las habitaciones sin llamar
demasiado la atención. La muerta está en el lecho. Descubre entonces, sobre la mesa
de luz, a su lado, un florerito con sus violetas ya mustias; piensa entonces, he aquí la
belleza del cuento, cómo, sin imaginárselo, su gesto habitó las últimas horas de esa
persona desconocida. Cómo él, un desconocido también, vivió junto a ella la breve
vida de esas florecillas.
Desearía recordar las dulces palabras con que el escritor describe la convivencia
de la muchacha y las violetas, pero no las encuentro en mi memoria. Se trata sólo de
unos breves pensamientos en una perecedera hoja de periódico de muchos años atrás
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ya irrecuperables, tan perdidos como lo fueron aquella ofrenda, la fugaz mirada, la
belleza fugitiva, el rumor de la gente, el perfil del cadáver, el cortejo...
EL TRANVÍA
El hombre se acurrucaba al extremo del asiento, pegado a la ventanilla cerrada,
figurando el traqueteo los latidos de su corazón. Había más vida en el desvencijado
transcurrir del viaje que en cualquier centímetro cúbico de su cuerpo. En su
habitación lo esperaba el tiempo terminado.
Se empecinaba en la noche, imágenes que cruzaban ante la mirada fija, formas
evanescentes que oponiéndose a la marcha del tranway daban la ilusión de
movimiento.
Lo sabía. Descendería al fin, se encaminaría resignado hacia la casa, vacía y
fría, se metería en el lecho y a poco se habría muerto.
Mientras tanto el zarandeo del vehículo acunaba su agonía de manera
interminable. Su última experiencia; pasiva, sorda, difusa, entrañable; tenía también
su arrullo. Había algo de madre y compañero en el largo deslizarse por lo rieles,
reeditando el camino conocido de su existencia. Pero ya llegaba a su esquina. Era el
momento de descender y completar su destino.
Fue entonces que en propósito desesperado se negó a bajar. Se dijo que mientras
continuara allí su vida se prolongaría. Esta rebeldía secreta pasó desapercibida para
los pocos que viajaban, simplemente él seguía allí, contra la ventanilla trepidante,
observando a su través las calles.
La suerte de los tranvías es el ir y volver. Un simple cambio en el troley
remontado por el guarda o sus reemplazantes de turno y retrotraer lo andado con
algún empedernido viajero, sin preguntas.
El hombre retomó su viaje, comprobando que, en efecto, no se moría en tanto
siguiese allí. Euforizado por esta evidencia, se iluminó su mirada con mayor interés
por lo que discurría en las calles y en eso estaba cuando al cruzarse con otro tranvía
prestó atención en el rostro impasible de una mujer viajando en dirección contraria.
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En su esfuerzo por vivir completó otra vez el trayecto y permaneció dispuesto
para otra vuelta, fue entonces cuando se volvió a cruzar con la desconocida. Dedujo
que también estaría intentando sobrevivir. Con la persistencia de esta imagen, su
viaje se transformó, desde allí en adelante, en una inquietante espera por constatar a
través de esos cruces, la efectividad del proyecto. La cuestión era no descender,
porque abajo la muerte aguardaba.
Con la espera y cada encuentro crecía un fuerte sentimiento hacia esa mujer,
una forma de protección y afecto. La incertidumbre renovada de volver a verla tras
cada alejamiento, estremecía su corazón que se impuso con nuevos ritmos sobre los
del baqueteo del vehículo. Su cuerpo recompuso la fórmula de la angustia, una forma
de la existencia; perló su frente, agitó su respiración. La ansiedad reforzaba su
anhelo de vida.
De pronto, en un nuevo cruce, vio al paso que la mujer se incorporaba.
Impulsivamente le gritó que no lo hiciera, que no abandonara su asiento, que de ello
dependía su vida; pero ella no podía oírlo. Sin pensar en otra cosa que evitarle el
descenso, se levantó a su vez, corrió por el pasillo y se arrojó a la calle.
La mujer se perdía ya en la otra esquina en tanto los dos tranvías le daban a él la
espalda, alejándose en ambas direcciones. Fue allí y entonces cuando se desplomó.
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EL AMOR EN EL EXILIO
La superficie espejada del mar hiere la vista, una corteza de sol se extiende
entre el agua y el aire a través de la cual la barca se desliza irisada en luz. No muy
lejos están las rocas y aunque no se divisen las sirenas se oyen sus cantos a los
cuales nos hemos acostumbrado sin torcer la ruta.
Yo conozco, por ella, los secretos de esa extraña especie, pero su situación
particular me abruma más que las historias vertidas en nuestro lecho de amantes.
Ha de ser terrible andar por el mundo con dos piernas y dos pies, confundida entre
extraños, exiliada de aquella ribera plagada de acechanzas. Mi puerto es un refugio
para los proscriptos, fosa común de seres alados que han perdido los miembros,
expulsados o en fuga de su reino, con un corazón todavía angelical aunque
entristecido y de estremecidas esperanzas.
Por ello, cuando la barca pasa indiferente frente a la escondida playa de los
cantos seductores, pienso en nuestros encuentros en la habitación que suele
albergarnos y reflexiono sobre su deformidad, esas largas y blancas piernas en las
que enlazo las mías, en la dorada arena que encontré en su pubis, la sal de sus
lágrimas y el inquietante mordisco en mi hombro, desmayado vestigio de aquella
fiera estirpe que en su plenitud hubiera podido devorarme.
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“...vio la esencia de las cosas, obtuvo el conocimiento y la náusea inhibió la
acción, porque su acción no habría cambiado nada de la naturaleza de las cosas. El
conocimiento mata la acción; requiere los velos de la ilusión."
EL RESTO FUE SILENCIO
Si Matías se hubiese asomado a la ventana a tiempo lo habría visto cruzar la
calle decidido a entrar. Bloquearlo habría sido imposible una vez entreabierta la
puerta. La encargada arrojada a un costado de un empellón y ya sus pasos
retumbando en la escalera. Un minuto antes, de haberse asomado, hubiera podido
salir del cuarto y ganar las azoteas. Luego, con un par de saltos se pondría a salvo.
Sólo un instante antes hubiera bastado, ahora sólo quedaba el hueco de la ventana,
la posibilidad de colgarse y alcanzar el balcón bajo sin caer al vacío. El hombre
daría de pleno su hombro contra la puerta forzando de un solo golpe la cerradura;
bastaba su presunción de fuerza y furia.Tras cumplir su objetivo volvería a salir
como entró, hecho un vendaval, violentando nuevamente a la encargada y dejando
arriba un cuerpo despanzurrado, lógico y descartable despojo de la violencia a su
paso.
Así que Matías saltó. En la caída chocó contra la reja del balcón inferior que
le salvó de precipitarse a la calle. Desestimó los golpes y ahora él era quien se
abalanzaba contra los cristales de una ventana. Adentro la vieja del piso inferior,
aunque lo reconoció, se paralizó por el sobresalto. Reaccionando saltó hacia atrás
y le abrió paso hacia la puerta. Un nuevo forcejeo y para cuando el otro tuviese
medio cuerpo asomado por la ventana ya habría ganado la escalera camino a la
calle.
Solo, apenas con pantalón y camisa, sin lavarse todavía, magullado, sus
pertenencias abandonadas en el cuarto. De seguro que el otro no habría perdido ni
un instante en revolverlas y ya andaría tras él confundido entre la gente, por lo que
se volvió tratando de abarcar en una sola y rápida mirada lo que ocurría a sus
espaldas, medianamente tranquilizado por no verlo se desplazó a un costado hacia
el mercadito. Estratégicamente ubicado controló la calle hasta que lo vio pasar
moviendo la cabeza de un lado a otro y apretando el paso. Oscilaba desorientado,
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la cuestión era hacia donde y hasta cuando continuaría la búsqueda. Y él allí sin
un peso. Se le ocurrió volver pero seguro que la vieja o la portera habrían ya
llamado a la policía.
Los olores del mercado lo envolvían, muchas veces había pasado por allí
reprimiendo el olfato ante sus pestilencias. Entonces era una sola impresión
penosa mezcla de la corrupción de verduras, frutas y hedor de carnes rojas y
pescado. Ahora estaba allí, como desnudo, deslizándose con disimulo entre las
gentes, puestos y canastas ante la mirada fría y breve de los vendedores. Levantó
una palta. Se sorprendió de pronto del color tan negro que desconocía, y mientras
sus dedos recorrían la rugosa textura prefigurando la carnosidad del fruto,
recorrió la vista sobre los cajones extasiado ante nuevos descubrimientos. Ignota
berenjena blanca, frescos capullos de verduras, frutas exóticas. Supuso entonces
que aún le cabría alguna chance.
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EL PERGAMINO ROBADO
Los cuatro jinetes llevaban instrucciones precisas de cómo habrían de
arrebatarle la vida a mi amada Irene, así que, para evitarlo, aprovechando la luz
mortecina de la tarde tendí en un recodo del camino una tensa cuerda a fin
interceptar su carrera. Escondido tras las matas aguardé la colisión y furiosamente
me lancé sobre ellos, manteniéndolos desparramados por el suelo a golpes de palo.
Me apropié la cartera con el pergamino y emprendí la fuga precipitándome por la
ladera.
Ya en lugar seguro examiné el pliego que estaba escrito en raros caracteres
Entrada la noche, tras deambular, fui a dar con una hostería que en su portal
ostentaba caracteres semejantes al del mensaje, por lo que pensé que algún
lugareño sabría traducirlos. Tras instalarme allí apelé a un caballero sentado a una
mesa. Aceptó el pedido adoptando el gesto gentil de sacarse el sombrero, pero
gracias a ello descubrí que tenía una herida reciente sobre su oreja, la misma que
aquella tarde yo le habría propinado. Disimulando argumenté ir a buscar el
documento a la habitación que había rentado, alejándome de allí para en realidad
fugarme por los fondos.
Anduve dos o tres horas evitando los caminos hasta que al fin me venció el
cansancio. Decidí dormir oculto en el recodo de un jardín en el cual se alzaba un
aljibe. Me indujeron los sueños que era conveniente hacer desaparecer la cartera
arrojándola al pozo. Casi sonámbulo me incorporé encaminándome al sitio. A punto
de cumplir la sugestión, un rayo de luna iluminó la profundidad dejándome ver,
afirmado en el agujero con las piernas y la espalda, a otro de los jinetes esperando
atajar la cartera en su caída.
En fuga otra vez hasta conectar la senda a lo de mi amada, ya muy cerca
salieron a mi encuentro vecinos y un carruaje. Entre saludos y pláceme me instaban
a subir al coche pero, a punto de hacerlo, recelé del encapotado conductor que
semioculto esperaba que lo hiciese para llevarme posiblemente a un indeseado
destino; así que, renegando de todos, corrí hacia el caserío.
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Por fin llegué a la casa de Irene. El sol estaba sobre el horizonte y la mañana
comenzaba a resplandecer. Llamé febrilmente hasta que la puerta se abrió y mi
amada apareció también relumbrante. Radualmente conté la historia que escuchó
asombrada y le entregué el pliego. Lo tomó en sus manos y lo apretó avarienta
contra el pecho, dibujándose en su rostro una sonrisa de triunfo que yo no conocía.
Perdió de pronto su apariencia y se convirtió en el cuarto jinete, lanzado ahora en
carrera inalcanzable.
Irene murió tres días después; durante el sepelio no tuve siquiera el consuelo de
sospechar una nueva metamorfosis, que no era ella a quien enterraban.
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EL RESCATE
Si aceptamos que siendo el BIT una unidad de información y que en una hora
televisiva hay más de la mitad de bits que lo que existe en todos los libros de la
tierra, no tiene mayor sentido esforzarse por escenificar los sucesos que deseo
relatar. Bastará recurrir al conocimiento transferido de las mil y una vez en que
asistimos a representaciones audiovisuales de las calles parisinas del comienzo del
siglo ,la "surtaille", el ladrón elegante tipo Arsene Lupin y aún del propio Galimard,
su implacable perseguidor.
Que disponemos de estas unidades informáticas me lo confirma ampliamente el
haber podido ensoñar aquello como adecuado marco de una historia de la cual
habría sido testigo y aún responsable, aunque otras fueran las formas, época y
lugar.
A punto de internarme en una pormenorizada descripción de los protagonistas
acudo una vez más a los imagos del lector y anuncio la pertenencia del joven Alain
al tipo Delon, atribuyendo asimismo al inspector un parecido con Ustinov en sus
caracterizaciones más sobrias del detective belga; aunque no pueda evitar que la
serie de personificaciones contraste invariablemente con la decena de veces que mi
imaginación le atribuyó en la lectura una composición exclusivamente mía y tan
exclusiva que rehuyera la lectura de "Telón" para no incorporarle la realidad de
su amarga muerte.
Que Alain fuese un delincuente no minoriza la existencia de más de un motivo
para cobrarle admiración y afecto. Resulta que en aquel momento estuve entre el
perseguidor y el perseguido y recién entonces supe de ese duelo inexorable. Frente a
tal circunstancia facilité la información de su paradero acuciado por un sentimiento
de deber y respeto a la justicia que indudablemente se explica por la latitud espacial
y temporal que hizo posible esa idealización.
Mi primer encuentro con Alain estuvo libre de misterio o dudas. Fue un episodio
gentil por el que supe que mi vecino de cuarto era un hábil dibujante de folletines.
Robar y dibujar no es una fórmula clara para puntualizar el problema, claro que
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desde las exigencias de su estilo de vida y sin tomar en cuenta el producto de su
trabajo que no debería ser exiguo, se creasen necesidades por las cuales justificar el
delito. Solía residir en bellos lugares costeando sus prerrogativas de dandy,
trabajando confortablemente en la creación de de sus diseños, hasta que una
sospecha precipitara su traslado a otro punto donde continuar labores y fechorías.
No se cuidó de ocultarme el dato de su futuro itinerario el día que tomó fotografías
con su vieja Kodak, desvirtuando la fantasía que dentro de la susodicha cámara
hubiese ocultado las joyas arrebatadas a una dama allí presente.
Cuando el inspector me abordó por primera vez interesado por la coincidencia
de nuestra vecindad, mi primera actitud fue negar toda relación entre nosotros
mostrándome sorprendido por lo que se me revelaba, aunque en lo íntimo se
confirmaban mis intuiciones. Evoqué su apariencia encantadora, la dulce mirada, su
elegancia y atildamiento conveniente entre gente de alcurnia y riqueza, se me
hicieron significativos sus deslizamientos y movimiento sutil en la proximidad de
aquella dama, la sonrisa o mueca irónica de infantil impunidad que resistiría
cualquier sospecha, las manos finas y blancas, su arte de prestigitador, ofreciendo a
la palpación el cuerpo y vestimentas, limpio a la exploración mientras sostenía
inocentemente la caja Kodak con su mano derecha.
El inspector no contaba con la más leve pista para ubicarlo, una vez más su
hombre se le escabullía. No disponía de otro recurso que su persistencia en mí; viejo
sabueso, sabía que le mentía. Me enfrentó a detalles de los encuentros que le había
negado haciéndose acreedor de ocultajmiento
. Presionado por el reconocimiento de mi insinceridad no pude evitar poner las
cosas en su lugar, que era el lugar que él determinaba juiciosamente: debía ser un
ciudadano honorableque no debía retener información contra el accionar de la
justicia; comprender que mi conocido era un ladrón, así que actué en consecuencia.
La caza del hombre no fue sencilla, constituyó un mutuo despliegue de
artimañas e ingenio. Quisiera ser novelista para desarrollarlo. Creo que la
informática se equivoca cuando pretende reemplazar con fórmulas binarias las
complejas emociones que estremecen el alma humana. Pienso en los ruidosos juegos
computarizados, las tomas de decisión y precisos movimientos que reglan el
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comportamiento de un cursor frente a los sprites. Nada que ver con la vehemencia
del perseguidor y las argucias del perseguido, el olfato de uno y las ocurrencias del
otro para sortear las emboscadas. O quizá sí, sean después de todo muy semejantes.
Cuando mi traicionado amigo burló en un último intento a los perseguidores
ganó la calle totalmente oscura. Corrió unos metros por el pasaje hacia la esquina y
fue a chocar contra una red tendida de lado a lado como si la hubiesen emplazado
para atrapar a una fiera salvaje. Fue inesperado lo que ocurrió. Al verse así
apresado se desesperó y prorrumpió en sollozos. El inspector corrió hacia él y lo
abrazó paternalmente a la par que le decía, trocando la captura en un rescate:
-¡No llores hijo! ¡Voy a ayudarte todo lo que pueda!
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EL PANAL
“Aprensión, escrúpulo, temor infundado, miramiento, delicadeza, ideas falsas,
figuraciones.” Los diccionarios nombran lo esencial dejando a la vez una margen
de sinonimia en el cual acomodar el caso. Victoria era aprensiva a los panales. No
a las abejas sino a las formaciones prismáticas de sus celdillas y por extensión a
todo aquello que las evocara. Alguien le diría que era una fobia, un síntoma, una
solución de compromiso de algún conflicto reprimido. Nunca, empero, su miedo la
puso en crisis ni la condicionó demasiado pero estaba allí siempre acechante ese
temor aparentemente infundado que aparecía de pronto al enfrentarse con objetos
de estructura modular, poligonales, entramados, cribosos, reapareciendo con ellos
la inquietante asociación. Clandestinamente en su pueblo se practicaba en algunas
quintas y jardines la apicultura pero ella no había tenido un contacto real con esta
actividad. En las láminas escolares vería las planchas hexagonales con algún
animalito emplazado. Los zumbidos, el vuelo del insecto, la miel o la cera, le
producían imprecisos malestares que disimulaba permitiéndose ocasionalmente,
cuando la tensión era mayor y requería catarsis, algún comentario sobre la
peculiaridad de su desagrado, imponiendo su delicadeza en el interlocutor, no más
que una respetuosa e íntima curiosidad.
Por aquella época Victoria sobrellevaba once años de viudez consagrada
totalmente a la educación de sus hijas, ahora veinteañeras, espléndidas y
agradecidas. No había vuelto a asomarse al amor ni perturbado su misión
maternal con algún devaneo erótico. Como una experimentada virgen ostentaba
sus 48 años con galanura. Alta y agraciada, oscuro sus cabellos, sus ojos y su
piel, su aspecto confería una fuerza sensual que el recato y la distinción contenían
al nivel del gesto, de los cuidadosos ademanes y el desplazamiento. Su voz era
timbrada y temperamental, se decía impulsiva y nerviosa, lo ilustraba con el
recuerdo de una bofetada aplicada una vez a un empleado por una actitud
deshonesta
Relato estas cosas no por interés clínico, mucho se ha escrito sobre las fobias
y los histéricos. Un sueño, de pronto, nos pone en la pista del suceso explicativo:
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una agresión sexual que se rescata del olvido; un presunto deseo y su supresión
que se recrean en la ambivalencia del síntoma: excitación y repulsa. Me atrae este
caso por las claras connotaciones de fracasos comunicativos; ¿cómo decirlo?:
Si entre usted y yo existe un condicionado desnivel, si yo soy para usted o usted
es para mí otra cosa distinta a un camarada o un hermano; si uno es el
depositario, por las proyecciones del otro o por propia imputación, de poderes o
criterios que entrañan incomprensión, rechazo o prejuicio; si no coincidimos en
una naturaleza común, en la misma ruta que conduce a crecer, reconociéndonos,
apoyándonos, ayudándonos; si no paramos para recuperar energías ,echar nuestra
tienda y charlar todo una noche sobre lo vivido, anhelos, mientras las estrellas
viajan y el sol se aproxima nuevamente al horizonte; si no podemos en la
madrugada reiniciar la marcha tomados de la mano. ¿Cómo superar el miedo?
Muchas veces, en su pubertad había estado Victoria en el pasillo de la iglesia
pugnando por confesar el suceso y otras tantas fracasando en el intento, cuando de
rodillas y a través de la trama de la ventanilla hoquedaba la presencia
ensombrecida del confesor, muy lejos de sentirse en una cálida y protectora
dimensión comunicativa. Lo olvidó luego y sólo pudo volver el recuerdo cuando vio
en mí al hombre a través del cual podría devenir a la licitud del amor y del deseo.
Entonces se le reveló que aquel panal de sus aprensiones no era más que la mirilla
del confesionario que nos separaban.
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EL CASTIGO EJEMPLAR
Foscas, toscas, hoscas, eran las tías. Casfos, castos, caos, once historias en su
sangre, la sangre de su familia. La abuela, vela, tela, negra. Grazne, late, lave, once
historias de sangre en las venas. Nave, surco, hurga, purga, once historias
semejantes. Once tíos paréticos. Todos. La abuela en silla de ruedas.
Exorcizo. Once historias la encadenan.
...
Desde muy niña la foto de la abuela en su silla me atrajo. Una vela ardía
siempre a su lado. Papá y las tías la veneraban, acatando un mandato que desde la
imagen imponía su mirada. Vestida de negro, muy digna; al fondo, la sombra de la
escalera.
Viví entre susurros, cuchicheos apenas inteligibles que se acallaban a mi paso.
Pero iba sabiendo un poco de todos. Las tías, más que los tíos o que mi padre
parecían guardar y controlar un secreto. Por turno, con una u otra, algo ocurría que
se transformaba en una amenaza y, enseguida, el manto de la censura se corría,
aunque aún ondulante no dejaba de percibir su movimiento, como si se tratase en
verdad de una oscura túnica, sedosa y crepitante con la cual presurosamente se
intentara apagar, amortajar o conjurar un peligro. Al cabo, en una u otra de ellas,
la enfermedad se insinuaba, sufriéndosela con quejas silenciadas, asombros,
resignaciones y al cabo estrechándolos a todos en un sombrío destino.
Poco a poco fui sabiendo de qué hablaban las tías aprendiendo el código que yo
misma terminaría por usar cuando ahogando mis estremecimientos participara de
aquel lenguaje insólito iniciado con imprecisas sensaciones en las piernas, fugaces
dolores, creciente debilitamiento y al fin la parálisis.
Los médicos agotaban sus recursos pero las tías repetían el proceso
indefinidamente, prolongando la imagen de la abuela respetada y temida. Ningún
estigma que explicara estas afecciones. Nada que la medicina encontrara en nuestra
sangre. Sólo historias. Once historias que nos encadenaban.
...
Al fin mi paciente pudo recobrar la escena. Desde los terrores de su corazón
logró ver a la comadrona subiendo a los pisos altos. Surgió el relato.
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Imagino rostros atónitos. Recuerdo a Rembrandt y “La lección de anatomía”.
Ubico la imperturbabilidad de la abuela en un contexto numinoso de decisiones y
audacias. Por último pienso en la víctima condenada por contrariar el precepto. Va
a ser por ello sometida a una intervención. Los miedos y la angustia calan hondo en
las entrañas de la muchacha donde una masa palpitante, ajena, exigente,
imperturbable, insume ignorante el cuerpo, la honra, la vida. Inalterado su impulso
a la existencia, al menos hasta que el metal penetre y la desprenda. Sangrienta
dentellada manejada por el brazo del verdugo. Porque se trata de una lección
ejemplar que recogerán los hermanos allí presentes, alrededor del lecho, para que
entiendan por siempre, según la abuela, cuál es el precio del desatino erótico.
Si al convocar a sus hijos a presenciar el aborto, la abuela asumía el deber
ineludible de ejemplificar el resultado que acarrea la falta, supondría en su desvarío
que lo realmente importante era la advertencia, la admonición del sufrimiento que
obligara a reflexionar y contener pecaminosas ansias. Pero pudo haber sido sólo
para humillar y castigar.
¿Qué relación de identidad existe entre la muchacha que cometió la falta y la
que sufrió la pena? ¿Qué razón hace comprensible su sometimiento? ¿Se trata de
una necesidad de purificación que supone exime de un juicio futuro? ¿Por qué
sobrevino luego la parálisis de la abuela y la de los hijos?
...
Largos años de revisión y una suma de pequeñas y hondas experiencias me
permitieron tomar un poco de distancia y al fin pude armar recuerdos y significados.
No alcanzaron a darse cuenta mis tíos, marcados para siempre por la escena bajo el
gélido control de la abuela con su código ejemplificador del ritual de justicia. Por
mi parte sé que al fin he logrado eludir mi destino.
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LA COSA POLÍTICA
Bonomini se llevó el premio de La Nación con un relato fantasioso sobre un
hombre a quien la realidad se le trastoca duplicándole puntualmente cada día, salvo
que en el duplicado penetra en otra vida donde comparte con otra mujer un dulce
amor no menos intenso del que siente por la esposa. Por supuesto, ésta última no
tiene ocasión de desconfiar o celarlo ya que para ella el tiempo transcurre
regularmente. Es en la conciencia memoriosa del protagonista donde cabe el
sentimiento de infidelidad
Estudiemos mi caso: 1 le confiesa a 2 que ama a 3. 2 es la legal, la de la
promesa y el proyecto, la que le dio hijos, la del jardín, el morfi y el amor en las
noches y en las siestas. 3 es rubia, alta, de ojos celestes, la protestaria de la
comisión de “padres de cooperadora”, la del libro subrayado que él tiene que leer y
del programa que “no podés dejar de escuchar”. 1 no cuenta con días alternos para
vivir dos vidas; con todo no le serviría el recurso de Bonomini: aunque dispusiera de
un calendario con días invisibles resultaría igualmente angustiosa su disociación,
como la de cualquier desdichado que se enreda en el amar simultáneo a dos
personas; así que terminará diciéndole a 2:
“tengo dos mujeres en mi cabeza”
“las quiero a las dos”
“estoy enamorado de ella”
“no pudimos evitarlo”
La confusión le acarrea intentar un tratamiento, pero su situación no cambia.
A 2 se le presentan tres alternativas: apoyarlo y comprenderlo con la esperanza
de que se le pase o al menos se decida; dejarlo hablar hasta el cansancio,
compensándose con el desarrollo autista de sus propios intereses, o exigirle que se
vaya. Y salta de una a otra, sin estabilidad, porque le ama y siente bronca, porque
perdió el control y la confianza, porque huele a la otra en su piel, porque piensa que
se pudo haber rayado y hasta quizá ella ser culpable Sufre, se obsesiona, se siente
morir, abandonada. En el mejor de los casos, ya no será el mismo su antiguo amor.
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A 1 no le sirve Bonomini ya que no puede pasarse sin la confesión. En esto
Bonomini es claro: es posible que todos vivamos una vida explícita y otra secreta a
condición que nadie confiese esa dualidad. Su razón ética es que solamente uno
mismo debe ser el único testigo de la propia vida.
Resulta que 1 sufrió también abandono cuando 2, un par de años atrás, se puso
rara y enfermó de neurosis. No soportó no poder ser él quien le resolviera el
problema, que otro de afuera se hiciera cargo. En su temor a perderla pensó que si
llegaba el caso, no podría siquiera llegar solo hasta la esquina. Se asustó. Rumbeó
entonces para el lado de la nostalgia liándose con una vieja novia. No resultó. Hasta
sus escapadas pasaban inadvertida para su mujer metida en su trastorno y media
franela con la terapia.
Pobre solución obtenía con su traición desprolija; pero se presentó la cosa
política, que este país da para todo: la noche de los lápices y el resentimiento, las
canciones de protesta y los menudos resarcimientos, las abuelas de Plaza de Mayo y
el Congreso Pedagógico. Comenzaron a compartir, 1 y 3 posiciones y confidencias,
replanteos y diálogos agudos; después fueron las citas, la tortita chiquita de
cumpleaños sobre una mesa de café; 3 la compañera amiga también de la casa, sin
quererlo tal vez, se fue filtrando en la fisura.
La ambigüedad apareció a esta altura:
“¿Por qué estamos haciendo el amor en este momento?”
“¿Qué soy yo para vos?”
“¿Qué somos?”
“¿Sólo dos cuerpos desnudos?”
Las vicisitudes del vínculo discurren pesadamente. 1 está tirado. Cuando se
queda dormido a su lado, a 2 se le ocurre que todo terminó. Al despertar por la
mañana, le dice que se frustró la noche y durmió mal porque ella no se le había
acercado. Angustia, depresiones, desencuentros, de tanto en tanto un acceso de
furia.
Bonomini abrió una senda de días y divergentes, de vidas duplicadas para seres
rutinarios que penetran espejos y padecen reversiones. Personas calladas,
reservadas, melancólicas, que apenas alcanzan con su fantasía paliar la soledad
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real en la cual vivimos. Recurso también para sujetos que satisfacen su gula
escrupulosamente y apenas tienen problemas con su conciencia; mujeres ardientes
que apuestan a la felicidad en ámbitos domésticos y que quizá asimismo se
desdoblan en secreto. Merecido tiene el premio; en su corazón cabe esta miseria de
nuestros deseos.
Pero no nos engañemos, 1 no se disocia: penetra una y otra vez un mismo y
único día, una misma y única noche, una misma y única mujer aunque le de dos
nombres. Asesta incesantemente puñaladas que horadan entrañas buscando el
objeto perdido de su deseo -ilusionado alguna vez, fantaseado omnipotentemente
durante un período fugaz- que no podrá recobrar ya nunca.
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EL CAMINO VERDADERO
La primera carta que volvió Marga fue cinco de copas. Un arcano menor
mentaba su desdicha. Unieron sus miradas la maga y la amiga. Ambas sabían que
eso significaba un matrimonio sin amor, la posibilidad de la pérdida. Conteniendo la
respiración consultaron la carta cruzada y apareció El Colgado. Como nunca le
golpeó la imagen: suspendido por los pies, los cabellos flotando al viento y los ojos
muy abiertos. Nunca había sido capaz de comprender su sentido evasivo. A la simple
consideración era una imagen fuerte. Ahora necesitaba que Marga le otorgara su
significado exacto. Extraña conjunción de elevación y castigo, poder y muerte
violenta, conocimiento y fatalidad. Marga, cuidadosamente, trató de explicarle.
-No es necesariamente una carta mala.
Buscando algún apoyo a su afirmación intentó con la tercera carta, la del
consejo esencial para su amiga; pero halló el diez de copas invertido. Hogar,
felicidad, planes, amor, honor, virtud: boca abajo.
-Sí, tu marido te engaña- admitió.
“…pueden las opiniones ser falsas o correctas. A ellas se enfrenta la
representación, frecuentemente vinculada con el concepto de prejuicio de las
opiniones patógenas, degeneradas, demenciales. Según esta sencilla bisección habrá
de un lado algo así como opiniones sanas, normales, y por otro lado las de
naturaleza extremada, excéntrica, extravagante…”
Silvia se sobrepuso de su leve desmayo. Marga le tomó las manos y ambas
sellaron un destino común. Las cartas, vueltas sobre el tapete rojo eran como
losetas de una pendiente que tenían que recorrer.
El diez de oro le trajo el recuerdo de la infancia. Pensó en sus padres y
hermanos, la casa feliz, evocó a la niña consentida que había sido.
El 7 de oro invertido prestó fundamento a hechos recientes. Pablo había
cambiado volviéndose ansioso e impaciente…ella atribuyó el cambio a frustraciones
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comerciales y problemas de trabajo. Cada día hablaban menos y le escuchaba peor.
Concluyó creyendo que había alguien entre ellos.
Magda trató de clarificar mejor las cosas y al dar vuelta una nueva carta, la
rotunda presencia de la Reina de Bastos cabeza abajo, puso al desnudo la dura
verdad. Enderezaron la carta con la intención de mirar de frente el rostro de la
intrusa, una vieja desgreñada con corona y horrendo palote al hombro, sin el indicio
de la menor dulzura en su cara de bruja.
“…la opinión infectada, las deformaciones del prejuicio, de la superchería, del
rumor, de la demencia colectiva, tal y como crecen a través de la historia, a través
sobre todo los movimientos de masas, no pueden ser en absoluto separadas del
concepto de opinión. Resultaría difícil decidir a priori lo que ha de contarse entre
aquéllas y lo que a éste pertenece: la historia contiene también potencial para, por
medio de su decurso, verificar como razonables pareceres desmayados, aislados
desesperadamente, o para permitir que lleguen, aunque absurdos, a convertirse en
dominantes. Pero además, por encima de todo, la opinión infectada, lo deformado y
maniático de las ideas colectivas resulta de la dinámica del concepto mismo de
opinión, en el que afinca a su vez la dinámica real de la sociedad, la cual produce
necesariamente tales opiniones, tal falsa conciencia. Y si no queremos desde su
comienzo condenar la resistencia en contra a una inocuidad sin amparo, tendremos
que descifrar en las normales la tendencia a opiniones infectadas.”
El seis de espada no era una carta muy expresiva pero hablaba de valor y
resolución. Percibió un viaje en el cual imaginó a su amiga sola así que prefirió
sugerirle la idea de éxito tras los desvelos. Con todo se hacía muy difícil
apuntalarla. Silvia conocía bastante el sentido de los arcanos, por lo cual la visión
del tres de espadas invertido, ensombreció aún más la sesión al revelar rivalidades,
penas, separaciones y ausencias.
Los naipes habían hablado por sí mismos. Con el cuatro de copas en su mano,
Marga ensayaba su actitud comprensiva y maternal:
-Estás muy decepcionada, querida. ¡No te me merecías esto!
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“En cuanto alguien proclama como suya una opinión nada certera, no
corroborada por experiencia alguna, sin reflexión sucinta, le otorga, por mucho que
quiera restringirla, la autoridad de la confesión por medio de la relación consigo
mismo como sujeto. La alumbra de a través al estar ella con cuerpo y alma; ya que
tiene la valentía ciudadana de decir lo que no gusta aunque claro, en verdad dice
sólo lo que gusta demasiado.”
Esa noche llegó con retraso pero se las arregló para disponer la cena. Más
tarde dejó junto a Pablo una taza de café y se alejó silenciosa. Los últimos toques en
la cocina le sirvieron para soportar su depresión y pudo llegar al fin a su boudoir.
Se sentó frente al secreter bajo el cono de luz y recogió el aroma de roble. La mano
en la cabeza, la cabeza en la mano, el codo cimentando su cansancio, dejó pasar
unos minutos vacía de pensamientos. Al cabo corrió con las puntas de sus dedos el
pequeño cajoncito donde guardaba las cartas del tarot, y sin retirar el mazo extrajo
los cuatro naipes superiores colocándolos sobre el tablero. Los dio vuelta uno por
uno, dejándoles decirle sus propias palabras. Fueron apareciendo Los Enamorados,
Las Torres, entre otras dos más imprecisas que ya no tuvo deseos de interpretar.
“La razón al servicio de la sinrazón -según el lenguaje de Freud: la
racionalización- se pone de parte de la opinión y la endurece de tal modo, que ni se
la puede ya alterar en nada, ni se manifiesta tampoco su índole absurda. Sobre las
más maniáticas opiniones se han erigido elevados edificios doctrinales. En la
génesis de tales opiniones endurecidas –que forman unidad con su patogenia-
podemos ir más allá de la psicología. La posición de una opinión, la mera
declaración de que algo es de un modo determinado, contiene ya potencialmente una
fijación, una cosificación, antes que entren en juego los mecanismos psicológicos
que malefician tal opinión fetichísticamente. La forma lógica del juicio, igual si es
correcta que si es falsa, tiene en sí algo dominante, dispositivo que se refleja luego
en insistencia de opiniones como posesión propia. En general, tener un opinión,
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juzgar, es expresarse en cierta medida contra la experiencia, tender a la demencia,
mientras que por otro lado, sólo el capaz de juzgar está dotado de razón…”
Lentamente se incorporó de la silla y se encaminó escalera abajo hacia la
cocina. En una pequeña bandeja llenó un vaso alto y volvió a subir calladamente
sin dirigir la mirada a la puerta del estudio. Dejó la carga sobre la mesita de luz y se
cambió para acostarse. Antes fue hasta la cómoda y hurgó bajo la inútil lencería
hasta encontrar las cajas de pastillas que había acumulado. Una vez en el lecho
llenó su mano y comenzó a tragarlas ayudada por pequeños sorbos. Se fue poniendo
muy pálida y fría, torpe en sus movimientos, los brazos muy pesados. Así fue que al
intentar abandonar el vaso sobre la bandeja golpeó contra su borde haciéndolos
caer estrepitosos contra el suelo.
“…siempre que los mecanismo del pensamiento se desarrollan de por sí
desembocan en el vacío, colocan su formalismos en lugar de las cosas mismas. De lo
cual lleva huellas la opinión que se fija en sí misma y sigue adelante sin resistencia
alguna. La opinión es, por de pronto, conciencia de que no se tiene aún el propio
objeto. Pero si tal conciencia marcha nada más que por facultad del propio motor,
sin contacto lo de que se opina y con lo que ante todo ha de captar, marchará
demasiado fácilmente. La opinión, ni en cuanto ratio separada todavía de su
objeto, obedece a una economía de fuerzas, sigue la línea de la misma resistencia si
se abandona sin ninguna interrupción a la mera consecuencia…”
Un estruendo llegó desde el piso alto. Pablo interrumpió la lectura, fulguró en
su atención la imagen de Silvia al unísono con el reconocimiento que desde que lo
atrapara y se sumergiera casi exclusivamente en su necesidad y deseo de estudiar,
la había descuidado mucho.
Tarot: "el camino verdadero".
La lectura de Pablo: Texto de Theodor Wiesengrund Adorno
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Juan y Pinchame fueron al río, Juan se ahogó ...
Hipótesis psicoanalítica: él era el depresivo.
Turbación causalista: habrá sido un calambre.
Política municipal: dragar el Reconquista.
Lo llevaron a la orilla y acostaron sobre el pasto. Lo miraron con horror. Sus
músculos rígidos, la piel bronceada, a lo negro, a la camiseta. Pobre pibe.
Juan tenía 16 o 17 años. La vieja lo va a llorar toda la vida. Ya nadie le podrá
sacar el batón negro que se lo puso por el hermano, y por la hermana, y por la
abuela, y el abuelo. Vieja enterradora a pesar suyo. Que se quiso haber muerto al
principio, la primera. Pobre vieja.
El Toto seguirá con el reparto, Cada clienta se lo recordará mientras cambie
los sifones llenos por vacíos en la cuadrícula del cajón. Le habrá echado un vistazo
a una arañita que se escapa, a una pluma suelta del plumero; luego, enderezado, sus
ojos celestes por arriba de la cabeza de la fulana se perderán en el río o en la
imagen de la cama con barrotes, en la sábana arrugada y en la almohada que el
hermano abrazaba y transpiraba y quizá besaba como cuando él era pibe y se
pajeaba. Pobre Toto.
El viejo empezará a tomar, a lo triste. Pronto no sabrán si lloran o sueñan sus
ojos congestionados. Si ronca o se queja. Pobre viejo.
Y Pinchame, cuando vaya a la orilla, sin cañas, sin lombrices, sin ganas,
pensará en el agua, falluta, tragona y sentirá una voraz mordedura dentro del
vientre.
69
EL VAMPIRO
La fachada de la casa miraba al sur, blanca su escalinata, imponentes el par
de columnas que flanqueaban la puerta, ésta muy alta, pesada, maciza. A su frente
la plaza, árboles, luminosidad, un desfile casi incesante de figuras elegantes,
serenas, corteses. Larga hacia el fondo era la casa; un itinerario su travesía. En
algún momento su estilo cambiaba y a partir de una sala revestida en pana de
color bermellón, a los pocos peldaños de roble de un desnivel, se pierde la
sensación de seguridad haciéndose inevitable la presencia del vampiro.
Conozco los fondos de la casa, dan al muelle; una calle empedrada
desciende desde los arrabales y se pierde en la bruma de la Ribera. Nada existe del
esplendor del frente, por el contrario lóbregas tapias cierran el acceso. Una
escalerilla desvencijada conduce a una puerta de pintura desgastada, gris o verde,
con un picaporte de puño; a su costado, tras los vidrios de una ventana, casi
ocultos por la suciedad, parece que alguien vigila. Me pregunto a veces si es en
realidad la misma casa, si frente y fondo se corresponden. Podría negarlo
rotundamente si aún no persistiera en mí la vivencia de haberla recorrido de punta
a punta, sólo que desde entonces vivo anclado en los andurriales sin esperanzas de
volver. Deambulo por la zona, me sumo a las sombras húmedas, recorto las
imágenes neblinosa que me rodean cuidando de mantenerme alejado Debo insistir
en que mi temor por el vampiro puede llevarme al pánico. Desde que su capa de
mago aleteó sobre mi cabeza aún no se han borrado de mis sueños la intensidad de
su mirada y la mueca de su risa. Entonces me despierto y al esfumarse
trabajosamente las imágenes, logro abrir los ojos y desde el hueco donde estoy
acurrucado diviso la casa en la neblina. Si volviera a dormirme lo soñaría otra vez
y sería siempre igual, así que sin escape, me decido a atravesar esos escasos
cuarenta metros de inmunidad que me separan del edificio. La casa crece a mi
andar, asciendo los escalones que desde la acera se elevan hasta la puerta trasera
y la entreabro. Ante mí se ofrece una pequeña habitación que apenas contiene, en
un ángulo al fondo, un lecho donde yace durmiente el cuerpo de una anciana.
Estoy contemplándola cuando siento que crece mi ansiedad. Se trata de algo que
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hay del otro lado de la puerta. Asomo la cabeza sin entrar y alcanzo a ver una
cuna donde descansa un niño.
Pienso en el virtual abismo que separa a la anciana consumida de esa
criatura; hay una distancia entre ambos que no pueden recorrer por sí mismas.
Pretendo la existencia de alguien entre las dos que oficie como puente de sus
necesidades, pero quién ocuparía tal lugar en el territorio del vampiro. He allí su
mordedura. Dejo la habitación y vuelvo turbado a mi hueco y otra vez allí sigo
interrogándome por la cuestión. Pienso en mí mismo, en mi existencia vampirizada
sin espacio ni tiempo. Luego, mientras me adormezco, voy concibiendo un ser
humilde, diligente y silencioso que se mueve entre aquellos dos necesitados y en
tanto la aurora va disolviendo las brumas una forma de piedad disipa mis miedos.
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EL RETORNO DEL VAMPIRO
Suponía que aquel período de mi vida hubiera sido perfecto a no ser por la
reiteración de una pesadilla. No vale aseverar el amor por mi mujer e hijos, el
disfrute de amigos o la descripción de labores y aficiones. Solamente la recurrencia
de aquel sueño con la presencia del vampiro, cuya explicación resistía reducirse al
deslizamiento de un resto diurno, alguna imagen televisiva subliminal filtrada por la
inveterada costumbre de hacer zapping, o quizá, más probable, el retorno de la
evitación consciente de una temática, que si bien estuvo bien para los mórbidos
intereses adolescentes de convocar terrores, había dejado de resultarme
estimulante.
Por lo pronto reincidía en una imagen siempre idéntica. Me veía a mí mismo
desde un muelle, bajo la claridad del día, tendido al fondo de un bote bien visible mi
rostro cadavérico donde el rictus de la expresión denunciaba la violencia de mi
muerte.
En realidad no fueron muchas las repeticiones del sueño. Después de todo se
muere una sola vez aunque se la sufra mil veces. Ya era suficiente tener de tanto en
tanto la pesadilla para recordármela.
Por aquel tiempo participaba en un grupo de estudio que funcionaba muy bien
pero la incorporación de Lajos Kohut significó una suerte de conflicto. No existía
nada concreto que pudiera señalarse: connotaciones imprecisas atribuibles a su
porte, su atenta escucha, el sonido de su voz; emergía de su presencia una desazón e
inquietud que ni aún sus modos suaves y calmos disipaban cuando juntos
abandonábamos la reunión.
Por mi parte podría culpar al paisaje que a esa hora se me antojaba adquiría
los matices de mi sueño: el verdor, semejante a los de aquel paraje, rumores de la
atmósfera que evocaban la tibia mezcla del sol y las emanaciones del lago en el cual
se mecía el bote con mi cadáver.
Habría preferido sin embargo, que en aquel momento estuviera soñando y no
hubiese sido cierta la terrible sorpresa del asalto que sufrimos, centrado en la
72
persona de mi compañero. Yo pude escapar con el pavor de abandonar el cuerpo
de Kohut ya con el cuello desgarrado.
Los intervenciones consiguientes de nada sirvieron para localizar a un culpable
y al fin, como todas las tragedias inscriptas en la memoria, también el asombro y el
dolor fueron poco a poco velados por la continuidad de la existencia.
Un tiempo después vacacionábamos en una región apetecida por sus
construcciones seculares bañadas por los brazos de un río, aguas de regatas
bordeadas por frondas y algarabías estudiantiles. Vagaba solo por esos parajes que
recién comenzaba a explorar; mi gente había quedado en el hostal.
De pronto, frente a mí, se apareció Kohut. Creí que alucinaba y hubiera sido
posible pues no me había recuperado totalmente. Pero, allí estaba él y ante su
presencia comprendí de inmediato que había sido vampirizado por otro vampiro.
No sólo la causa de su muerte se clarificó en ese instante, la razón de aquellas
connotaciones indefinidas que nos despertara su naturaleza étnica y adiviné una
remota y silenciada historia que había cobrado a su víctima. Entendí entonces que
ahora me tocaría a mí, porque los vampiros vuelven interminablemente.
Ya estaba harto de horrores. Era como el film que se vio mil veces y que ahora
Kohut debía llevarme secuencia a secuencia, a revivir. Secuencias de espanto y
falsas esperanzas, de golpes de efecto que me negaba experimentar. Además ya
conocía el final: yo muerto, arrojado al fondo del bote.
Le supliqué que me ahorrara el proceso, que bastaba con que yo asumiera mi
destino, y se lo rogué con tal convicción de encontrar su costado calmo y
melancólico que me fue concedida la gracia. Seguimos entonces simplemente
caminando, como lo hiciéramos en el pasado. Así llegamos casi sin sentirlo al
muelle y descendimos a la embarcación. Instintivamente desamarré el bote y
comenzamos a remar. Visualizamos entre planos cada vez más profundos de
vegetación, la Academia. Actuamos como si sólo se tratara de recorrer las
divagaciones del río y maravillarnos con el paisaje y las ilustres construcciones.
De pronto, revirtiendo bruscamente la situación, reparé en la ausencia de la
escena soñada, me dije que al saltearla acaso había escapado de la muerte y que
todo hubiese sido otra variante de la pesadilla. Me volví ansioso a mi amigo y le
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expresé ese pensamiento. Más él, con gran pesar en su rostro me dijo que no era así,
que me había ahorrado las imágenes de mi muerte pero que en realidad yo ya lo
estaba.
Comprendí entonces que me había transformado, como él, en un navegante
invisible, un fantasma al que le estaría vedado el placer de toda compañía por más
que se deslizara al lado de los que ama.
¿Desde cuándo me ocurre esta historia? No alcanzo a discernir el tiempo.
¿Desde cuándo deambulo incorpóreo y me conformo, sin identidad, con el disfrute,
labores y aficiones de los otros?
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LA NIÑA CON EL ALFILER
La primera vez que la vi ocupó el cuadrante inferior derecho del campo visual,
muy próximo a mí, casi al alcance de la mano. Cierto que yo tenía los ojos cerrados
y había dejado la habitación a oscuras. Como suelo alucinar antes de dormirme no
me preocupé demasiado. Sería una de esas imágenes hipnagógicas que marcan el
límite soportable de fatiga y desrealizan facilitando el deslizarse inconsciente al
sueño.
Llevaba un vestido azul verdoso de falda ancha y tela gruesa y sobre él un saco
tejido con lana más oscura. Su cabello era castaño y blanca la tez. Sostenía el alfiler
apuntando hacia el suelo con la pinza fuerte de dos dedos apretando la cabecita
esférica. El alfiler era agudo y largo.
No conocía sus intenciones pero estaba el indicio de esa sonrisa desafiante que
adoptan los niños cuando se proponen reiterar sus travesuras.
Algo sé de niñas: desde Alicia Lindell a la Alicia del cuento, de Heydi a Lolita,
desde las muchachas de L.M. Alcott a Anna Frank, de Bernardette a la del
Exorcista. Su aparición, con todo, la hacía peculiar. Pero lo fue más todavía el verla
por segundo vez.
-¿Qué haces con ese alfiler? Es peligroso. Puedes clavártelo.
Nos dirigimos a los niños en forma admonitoria o protectora. La referencia al
mal que pueden ocasionarse oculta el temor por el mal que podrían hacernos. Un
niño tiene que ser algo controlable, manejable, obediente, predecible, programable.
Sujeto de crianza y transformación. Es necesario disponer de su asombro, de su
escucha, de su atención. El hombre no debe correr riesgos con respecto a los niños,
exponerse a ellos por su mero deseo.
Ya me estoy acostumbrando a verla y sé que esa niña anda buscando donde
clavar su alfiler. No quiero adelantarme y revelar un inventario de posibilidades,
pero cada cosa que no nombro denuncia a través del silenciarlas mis
vulnerabilidades. Si me mostrara más desprejuiciado y la provocara, anticipando los
blancos de su maldad, pudiera ser que captara mi fuerza y resolución de
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defenderme. Por lo pronto tengo los párpados muy abiertos y me cuido de dormir.
Ella aguarda con su siniestra sonrisa.
¿Elegirá mis ojos o mi corazón?
}
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LA PLAYA DE LOS PROSCRITOS
Fue Elena quien puso fin al bloqueo: aquél reducto marítimo sería ideal para
encauzar mi inspiración. Recuerdo la convicción con que me abordó aquella tarde
en que me encontraba al borde de la zozobra, por lo que no nos costó demasiado
partir a la aventura para jugar una vez más el rol de novelista a despecho de mi
profesión. Es cierto que había elegido ser psicólogo más por la fantasía de
encontrar temas en mis pacientes que por la vocación de asistirlos. Sin embargo,
tras los primeros escarceos fallidos en aquel lugar adecuado al intento literario,
surgió la preocupación por nuestras reservas económicas y discerní que no estaría
mal presentarme como terapeuta en lugar de escritor.
Se produjeron de esta manera algunas consultas de los lugareños del
balneario, en tanto, en el extenso tiempo libre que me quedaba, insistía en la
búsqueda de algún tema.
De pronto estuvo allí, frente a mí, en el estrecho e improvisado recinto del
consultorio. Se trataba de un sujeto peculiar motivado por el cinismo o la culpa. Se
amparaba en el secreto profesional e insistía en la necesidad de mi reserva para
llegar a confiarme al fin su secreto. Al fin me confesó que en el villorrio residían
cuatro asesinos, él era uno de ellos, pero su caso distint, porque quería curarse de
su compulsión criminal. No sé si fue el pánico o el interés, posiblemente ambas
cosas, que limitaron en esa entrevista mi indagación, permitiendo que el diálogo se
disipara en obsesivos circunloquios, mas a partir de entonces mi escucha se fue
orientando, en lugar de la preocupación por su circunstancia, a obtener de sus
relatos datos que me permitieran descubrir los secretos de las gentes del lugar.
Tras cada consulta comencé a recorrer las calles del pueblo prestando atención a
detalles extraídos del sujeto. Era un registro de facciones, gestos y actitudes con los
cuales caracterizar el perfil de un asesino. Mis rondas no despertaron al principio
curiosidad en mi esposa, a la cual no quería preocupar evitando a su vez dejarla
desprotegida, por lo cual pasaba mucho tiempo cuidando sus pasos.
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Mi paciente era un homicida serial, sus relatos no provocaban mi repulsa de
tan interesado que estaba en hilar la trama de esta extraña relación de asesinos,
activos o latentes, concentrados en la zona. A medida que se animaba a describir
con más crueldad o realismo sus experiencias y emociones, me ofrecía imágenes
posibles de sus iguales. Así se me hacían visible sorpresivos hallazgos como el
sadismo de la descarga de una hachuela sobre la cabeza de un pez, el manejo del
cuchillo para destriparlo, el goce de arrancarle las entrañas, agudizándose mis
sentidos, por lo que las incursiones comenzaron a ser productivas. Mis rondas
recogieron en poco tiempo miradas torvas de sospecha y la acechanza se hizo
doble, olfateé a un par de ellos que a su vez, al percibir mi pesquisa, se
transformaron en perseguidores. Uno descubrió a mi consultante entrar al
consultorio y poco después el otro comenzó a vigilarlo. Mi paciente se
engolosinaba cada vez más con sus relatos provocándome terror sus descripciones
por el probable inminente accionar de los otros.
Los tres fueron haciéndose protagónicos de mis pensamientos, y quedaba un
cuarto, una zona de peligro no controlada. Por éste comenzaron a intensificarse
mis suspicacias figurándome que cualquier sujeto pudiera ser ese desconocido. Ya
no era capaz de diferenciar detalles. Todo rostro y actitud portaban el rasgo
criminal. Las sospechas me desbordaban comenzando a alterar mi relación
familiar, contaminándola de tensión y disgusto. No podía justificar mis salidas y
prevenciones, conductas todas que alteraban a mi mujer, hasta que un día,
inesperadamente, tras verla descargar la hachuela sobre la pesca y examinarme a
la vez con mirada torva, brotó la acuciante sospecha de que ella, al forzarme a esa
playa, habría obrado con intención y fuese, probablemente el cuarto proscrito.
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UNA ESCUELA EN ECLESIA
Hoy se llega rápidamente a Eclesia desde la ciudad. Fácilmente accesible por
la carretera, el tren la aborda en menos de dos horas. El viaje ya no depende de
excursiones organizadas, como cuando era un poblado de recreo. Sus fundadores
fueron productores vitivinícolas y supieron enriquecerla con plantíos de eucaliptos,
pinos, casuarinas, araucarias, y aromos. Luego llegó la parcelación inmobiliaria y
la intervención de arquitectos paisajistas, en general extranjeros; las mejoras
hicieron que de refugio de fin de semana acabara por transformarse en residencia
de gente de recursos económicos.
Ya en sus comienzos había sido asiento de un programa educacional y
religioso destinado a una comunidad protestante que al fin fue absorbido por la
congregación católica, razón por la cual la estructura edilicia de su templo y
escuela ostenta las líneas de la arquitectura anglosajona de la segunda mitad del
siglo diecinueve.
Como con aquellas mezquitas coronadas con la cruz, índice del triunfo
cristiano sobre los moros, causa cierto asombro la pureza de estilo de sus edificios
en contraste con la concepción católica del espacio, los volúmenes y los accesorios.
El director que les tocó en suerte a comienzos de siglo dio un impulso
extraordinario a la actividad científica, promoviendo la creación de un
observatorio. Su progreso y trascendencia nacional e internacional obligó a
instalarlo fuera del predio transfiriéndose su actividad con perjuicio para las aulas.
Fue entonces que el profesor en ciencias naturales Ángel Martino se hizo cargo de
la cátedra infundiéndole nueva vitalidad.
Hombre dinámico e infatigable fue expandiendo su área de acción e influencia
sumando a la docente funciones de rectoría. Se decía haber ganado su prestigio por
una actuación decisiva en un episodio oscuro que al colegio le tocó enfrentar.
Cuando Julio Olguín se incorporó al cuerpo pedagógico para dictar
Instrucción Cívica e Historia Nacional, el profesor Martino oficiaba de vice-
director.
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El azoro y orgullo de Olguín respondía a la doble circunstancia de pertenecer
a escuela tan ilustre y a que su padre había sido alumno de la misma. Conocía de él
una serie de anécdotas transmitidas con euforia y nostalgia que conservaban el
recuerdo de los viñedos, la pintoresca producción del vino bailando sobre las uvas,
las caminatas por el curso de las huellas que dejaban los carros y los bueyes en los
senderos llovidos.
El profesor Martino era un hombre más bien alto y delgado, cabello negro a
pesar de su edad y grandes ojos saltones y nerviosos que le recordaban las
expresiones de un conocido cómico rioplatense. Nerviosos eran también sus gestos
como veloces sus desplazamientos. Con él se tenía la sensación de estar
escapándose siempre para atender a otra tarea. A su estilo lo condujo entre las
fotos de ex-alumnos colgadas en los corredores tratando de ubicar la imagen de su
padre, actitud que despertó su simpatía. Este accionar se adecuaba a Olguín, tímido
en expresiones, complementándolo, y en poco tiempo fueron compañeros de
caminatas.
-Me pregunto si el nombre de este lugar proviene del de las asambleas
populares griegas.
-No lo creo. Lo que parece a propósito es que aquí se dio una actuación
conjunta y progresista de todo un grupo humano, lo que produjo más allá de las
ideas de lucro un fenómeno urbanístico y cultural de características muy loables.
-Parece un modelo de la moral liberal; el fenómeno del administrador gordo
que saca lo suyo y a la par lleva a cabo un buen trabajo comunal.
-Puede ser, pero súmele el sentido cristiano que perfecciona esa particular
filantropía y endereza las acciones hacia Dios.
Aciagos eran entonces los días de la República, por lo que este diálogo se
desarrollaba entre la idealización que sostenía Martino de Eclesia, un oasis entre
tanta demagogia, corrupción y banalidades que violentaban a Olguín.
El recuerdo de su padre y la confirmación de un estilo de vida en el cual el
paisaje, el hábitat, las condiciones de la familia y la cultura se conjugaban rica y
armoniosamente, le hacían conceder razón a la visión de Martino. Espíritu de
empresa, nivel económico y social, el colegio, el orgullo por logros científicos y
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reconocimientos, hombres como él, capaces de inocular objetivos y energías para
las realizaciones.
¿Por qué entonces el sueño de aquella misma noche que reeditaba el suceso
mítico de años atrás?:
En el curso de Martino un alumno denunciaba la sustracción del dinero de su
cuota mensual, dejada en la valija durante el recreo. Arrojaba sombras sobre otro
compañero a quien se había visto merodear por el aula. La situación era muy
delicada. Ambos jóvenes pertenecían a familias influyentes que jamás habrían
admitido alguna defección en sus hijos. Si el dinero estuvo realmente allí, o si el
otro lo habría tomado, eran dos cuestiones que desde el orgullo de cada cual
estaban fuera de toda sospecha. Tampoco era posible implicar a otros estudiantes
sin provocar escándalos. Olguín no conocía como operó en aquella ocasión el
profesor Martino mas en el sueño el tema fundamental era su accionar. Mediante la
manipulación de criterios lograba aquietar al damnificado, quien de sus propios
ahorros terminaba cubriendo la obligación del pago, disipándose las dudas sobre el
inculpado y creándose en definitiva la ilusión que el dinero pudo haber
desaparecido de alguna otra manera.
-En ciencia los hechos han de ser objetivos para la corroboración de las
hipótesis- habría dicho Martino en su clase, a los cual Olguín hubiera replicado:
-...lo que no resuelve la cuestión de que la maniobra deshonesta pueda haberse
realizado fuera de nuestra observación.
Las promesas pre-eleccionarias y las arengas partidistas resonaban en los
ámbitos procurando satisfacer expectativas de los ciudadanos que pondrían sus
votos en las urnas como una clara depositación de esperanzas. Era lógico que
existieran también los intérpretes de los signos de la épocas y con ellos los
dispuestos a jugar el mismo juego que los pervertidos para su propio provecho. Con
todo el contenido de sus clases de Instrucción Cívica aún no reflejaba la honda
desesperanza de ciudadano. Fue necesario el segundo sueño:
Realizaba una de sus habituales caminatas con el profesor Martino, sólo que
el lugar era más escarpado. Se trataba de unos barrancos que debían ascender. En
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el esfuerzo Olguín perdió una bolsita con recuerdos, colgada al cuello; un atadito
con unas pocas joyas que habían pertenecido a su familia y que protegía de esa
manera por su valor económico y emocional. Al volver su mirada desde lo alto de la
barranca de la cual se sostenía vio que caían rodando hasta los pies de Martino el
cual se agachaba a recogerla. Tranquilizado continuó en su intento y traspuso el
borde alto de la pendiente. Esperó luego a Martino y continuaron la travesía juntos.
Ya en el colegio Olguín extrañó sus pertenencias y le dijo a su colega:
-¡Ah, Martino! Me da por favor mi bolsita.
A lo cual, fingidamente extrañado, éste le respondió mirándolo con sus cómicos
ojos.
-¿Que bolsita?
En el sobresalto de su despertar Olguín supo que Ángel Martino había sido el
verdadero culpable de aquel feo asunto con los alumnos. Lisa y llanamente que
Martino era el ladrón, e interpretó que lo que simbolizaba aquella bolsita caída a
los pies del sujeto, correspondía simbólicamente, sin duda, a uno de sus propios
testículos.
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DIÁLOGO CON BORGES
"Borges, oyéndole responder he comprobado que Ud. apresa al interlocutor en
un laberinto, semejante al de sus ficciones, del cual quizá no tenga cabal idea. Por
eso, frente a la necesidad de manifestarle una observación temo que inicie su
respuesta antes de que yo haya acabado de expresarle mi sentido. No se trata de
ansiedad sino de no poder evitar que cada palabra o frase que utilice presentará
para Ud. innumerables facetas que lo seduzcan sin distinción y encaminen al azar
su discurso, y de la misma manera sucederá con todo intento de rectificación o
protesta de mi parte, atrapándome inevitablemente en esa maraña que me dejará
postergado e insatisfecho".
Al fin, apelando a su cortesía, obtengo el tiempo y la atención que me permita
precisar los enunciados y contar con su escucha.
Le expreso osadamente:
"Existe en su obra una contradicción que no reprocho ni pretendo que repare o
justifique, sólo que se asocia con la cuestión del acceso al diálogo, que es el tema
que me preocupa. No me refiero a las dificultades que presenta su gran erudición ni
al orbe inalcanzable de su propio itinerario. Se trata de su afirmación de que la
palabra no es de nadie sino de todos. No responda todavía, la mención hasta aquí
sirve para introducir el problema de la posibilidad de un diálogo donde no ocurra la
caída en el laberinto".
Borges responde:"Está bien" y calla, aguardando. Al concentrarse una vez más
en su obediente disposición pienso de que no hay nada en lo que digo que justifique
restringir la acción de ese hombre que tiene la visión absoluta y probablemente
todas las respuestas. Intuyo, contra lo que pensaba hasta ahora, que fuera del
laberinto el diálogo muere y lo que es aún peor, con la muerte del diálogo, la
posibilidad poética. Pero es real que yo tenía una pregunta que hacerle, que Borges
comprendió mi necesidad y que su respuesta se, suponía, debía ser concreta. No sé
si ya la he formulado o simplemente se estén dando las condiciones para hacerlo, o
acaso será que el diálogo es un juego necesario de señales lumínicas emitidas
libremente redescubriendo pensamientos y dinamizándolos.
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Anoche lo he soñado a mi lado, respaldado en el mismo lecho, con un saco
pijamas igual al mío, rodeados de espectadores atentos a la posibilidad de nuestra
plática, que hasta mi marcación se había hecho engorrosa por su constante mención
de autores desconocido o mal leídos por mí, apócrifos los más seguramente, y por el
uso de palabras extranjeras que no siempre comprendía; hasta que me dije "si la
palabra es de todos ¿por qué no podemos encontrarnos en ella?"
"Porque es un laberinto".
Al oír esta frase en mi sueño no supe si era Borges o yo el que hablaba. Si en el
unísono se había producido el encuentro seríamos entonces dos sujetos identificados
de tal manera que uno o el otro, perdida la alteridad, se anularían: coincidencia y
soledad, eco. Si era sólo yo, no se trataba más que del monólogo, de la alucinación
de un soñante; lo había perdido otra vez, estaba solo; nadie en verdad conmigo que
me escuchara o me hablara. Sólo un otro podía convalidar, consentir, afirmar o
atraparme en el laberinto de las facetas que rescatara e iluminara al contestarme.
Estrepitosamente me doy cuenta que no estoy soñando con Borges ni que es a su
diálogo al que he deseado acceder, sino que es con mi padre con quien he soñado,
con un diálogo íntimo e imposible en la búsqueda de su probación, de su... "está
bien"... que al fin, al producirse, me deja en soledad, porque al darme la razón se
disipa como interlocutor y pierdo el genio que iluminara facetas evanescentes de un
itinerario que pude recorrer por él seducido, atrapado, personal, inacabable, o
circunscrito tal vez, reducido, que quizá desemboque en una puerta a otra vida, la
mía, que sólo se abre con su silencio.
15 de octubre de 1976