la revelación
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El sonido del cuerno se había elevado con las primeras luces del alba por entre las nieblas que ocultan las montañas y los valles entre las montañas y su llamada sería atendida desde los confines de las tierras pobres y los hondos bosques. Deberían hacer frente a una nueva horda de saqueadores...TRANSCRIPT
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© Alvaro Salazar
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La revelación
Relato anti-épico
El sonido del cuerno se había elevado con las primeras luces
del alba por entre las nieblas que ocultan las montañas y los
valles entre las montañas. Al escuchar su llamada, arrojó al
suelo las mazorcas de maíz que llevaba entre los brazos y
echó a correr cuesta abajo, de manera que fue el primero en
acudir junto al árbol. Tuvo que esperar dando numerosos pa-
seos bajo las ramas desnudas de marzo que solo interrumpía
para recibir con una sonrisa a cuantos iban llegando, también
a los que venían del otro lado de la montaña pelada, pues en
aquel lugar, junto al árbol, todos eran la misma gente y familia.
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El cuerno dejó de sonar. Y el anciano ataviado con el
casco y la coraza de bronce se puso en pie para pronunciar
las palabras del ceremonial; después, paseó su vista por el
círculo y, sin más preámbulo, anunció que una nueva oleada
de extranjeros había desembarcado y se internaba valle arriba
saqueando e incendiando cuantas casas encontraba a su pa-
so; tendremos que hacerles frente, concluyó. A partir de ese
instante, todo lo que allí se dijera carecería de interés para él,
pues ya solo esperaba, con impaciencia creciente, a que lle-
gara el momento de unir su grito al gran grito de guerra que
pondría fin a la asamblea. Y, cuando ese momento llegó, su
voz se elevó más allá de las más altas ramas del gran árbol
para volver a caer, en compañía de la lluvia, sobre su rostro
crispado en el esfuerzo del grito que no cesaba. Luego, buscó
la mirada de sus parientes para lanzarles sonrisas cargadas
de dientes con la que vendría a decirles que estaba prepara-
do, que ya sabían, por otras veces, de lo que era capaz, que
podían contar con la fuerza de sus brazos también en aquella
ocasión. Aquella noche demoró su entrada en el sueño para
recrearse en las fantasías de su mente, y se vio recorrer el
flanco violento de una de las curvas del camino del bosque en
busca del mejor ángulo para dispara la flecha contra el jefe de
los extranjeros, y cuando lo encontró y lo tuvo a tiro, disparó
acertándole en pleno pecho celebrándolo con el grito de gue-
rra que fue contestado, al instante, desde distintos rincones de
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la espesura, y tal fue el realismo de su fantasía que estuvo a
punto de incorporarse del lecho para contestar, él también, al
grito de su mente con el de su garganta y, si no lo hizo fue
porque se dio cuenta a tiempo de que se trataba de una fan-
tasía; y así siguió un tiempo más, fantaseando, hasta que, ya
cansado, decidió dormir.
El día amaneció entre nieblas rezumando humedad por
sus cuatro costados y el cuerno volvió a sonar y, acompaña-
dos por su sonido, fueron juntándose de nuevo bajo el árbol.
Él llegó otra vez el primero aunque, en aquella ocasión, la
espera no fue larga, pues no tardaron en llegar los ancianos
acompañados de los guerreros y, con ellos, iba el carro con
las armas que habrían de repartirse. Les recibieron con un
sordo y monótono estruendo formado por el ronquido gutural
de las gargantas, el golpeteo de los puños en los muslos des-
nudos y el entrechocar de los abalorios que muchos llevaban
prendidos al cuello a modo de collar. Cuando los ancianos y
los guerreros penetraron en el círculo bajo el árbol se hizo el
silencio. Luego, cada guerrero tomó a sus hombres y dio co-
mienzo al reparto de las armas: los arcos con sus saetas y las
espadas y los escudos para los más hábiles, las lanzas y las
mazas y también escudos para los más fuertes, al resto les
darían hondas y garrotes. Cuando le entregaron su honda la
tomó en sus manos y bajó la vista al suelo, pero tuvo que al-
zarla casi al instante para que las lagrimas que asomaban a
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sus ojos no se derramaran y delatasen, así, su gran decep-
ción por no haber recibido, tampoco en aquella ocasión, la
espada que distingue a los mejores. Y todo habría terminado
en un hondo desencanto, si no hubiera tenido que ver cómo le
entregaban su espada a otro que apenas era poco más que
un niño. De manera que se sintió profundamente herido en su
orgullo y, por un instante, se asustó de sí mismo.
Los árboles se agarraban a la niebla y tiraban de ella hacia la
tierra que les procura el sustento (o tal vez fuera la niebla la
que se valiera de ellos para descender, por sus ramas y tron-
cos, hasta el suelo y ocuparlo como la parte hueca del cielo
que es) y, en la bruma de la anochecida, los grupos armados
de la montaña penetraron en el bosque y desaparecieron con-
vertidos en sombras entre las sombras sin miedo a extraviarse
en aquella doble oscuridad, la del bosque y la de la noche,
pues cada palmo del terreno reconocía sus pasos. Y él, una y
otra vez se adelantaba a sus parientes y, esas mismas veces,
tenían que pedirle que acompasara su marcha a la del grupo,
y sus dientes se asomaban a la risa con la que asentía, vale,
vale, decía, pero, al rato, ya saltaba las regatas como un cor-
zo y cruzaba los campos de helechos dejando de nuevo al
grupo a su espalda, pues estaba impaciente por demostrar,
una vez más, que no le faltaba ni el valor ni la fuerza para
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cumplir su destino de guerrero; en aquella ocasión, estaba
convencido de ello, les resultaría imposible ignorarlo.
Antes de que el alba despuntara, los grupos de la mon-
taña ya habían ocupado su posición en una elevación del te-
rreno, sobre la curva del molino (ellos se encargarían de ce-
rrar el paso a los extranjeros en aquel lugar y las tribus de la
costa cortarían su retirada dejando una fácil salida hacia po-
niente; y cuando, para escapar del hostigamiento al que les
someterían, los extranjeros tomaran las trochas de esa salida,
se habrían metido en el cañón ciego donde el ganado se refu-
gia del calor en los veranos. Allí acabarían con ellos). A él le
habían asignado un puesto en retaguardia con la promesa de
que, una vez se iniciara la batalla, podría adelantarse con su
honda y descargar sobre el enemigo las piedras que llevaba
en su morral. Y, aunque no lograba entender porque le daban
esas órdenes, las obedeció.
Ya llegaban. Esperaron a que la curva del molino se fue-
ra llenando de extranjeros y, entonces, hicieron sonar los
cuernos y el bosque se estremeció en el grito salvaje de bata-
lla y las flechas y las piedras comenzaron a llover sobre las
cabezas de sus enemigos. Pero éstos, en lugar de correr des-
pavoridos como los montañeses habían supuesto, se agrupa-
ron protegiéndose con sus escudos y siguieron avanzando
impertérritos hasta que alcanzaron el abrigo del molino. A cu-
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bierto, deliberaron. Y una parte de la columna volvió sobre sus
pasos con intención de caer sobre los grupos de la costa que,
en aquellos momentos, no esperaban otra cosa que enfren-
tarse a un tumulto de hombres en desbandada, al tiempo que
la otra mitad se desplegaba en cuña desmonte arriba buscan-
do la lucha cuerpo a cuerpo. Sucedió con tal rapidez que, an-
tes de que pudieran recuperarse de la sorpresa, todo había
concluido.
Tras la batalla, separaron a los supervivientes en dos grupos.
En uno reunieron a los guerreros, a los jóvenes, a las mujeres
fértiles y a los niños que ya podían valerse por sí mismos: los
llevarían consigo y los venderían como esclavos en los mer-
cados del sur. En el otro grupo estaban los viejos, los lactan-
tes, los heridos y los tullidos: serían pasados por las armas. Y
ni tan siquiera entonces comprendió que él era el idiota que
siempre había sido.