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1 LA PENSIÓN SALMANTINA.

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LA PENSIÓN SALMANTINA.

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AUTOR : PEDRO MIGUEL COSMES MARTÍN.

35 años.

PLASENCIA, enero y febrero de 1994.

A Ana María Arévalo García y a Sebastián López Álvarez.

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En las vacaciones de verano de 1988 me reuní varias tardes con mi primo Sebastián

con el propósito de escribir juntos una novela, que tratara sobre nuestra increíble

estancia en una pensión salmantina. Esbozamos el primer capítulo, pero decidimos no

continuar porque nos pareció absurdo perder el tiempo recordando aquella historia

lamentable. Hoy, 18 años después, por mi cuenta y sin su permiso, me dispongo a

relatar, con la fidelidad que mi memoria permita, lo sucedido. Aquel trabajo no quedará

pendiente.

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CAPÍTULO PRIMERO

DE CÓMO DOS ESTUDIANTES BEJARANOS FUERON A DAR EN UNA

PENSIÓN SALMANTINA Y DE LOS PUPILOS QUE EN ELLA HABITABAN

Poco me duró la alegría y aquel inexplicable orgullo por haber conseguido el acceso

a la Universidad de Salamanca, para cursar estudios en su Facultad de Medicina. Según

mi padre, institución reservada para la flor y nata de los estudiantes, coto para una

minoría selecta de personas inteligentes y ansiosas por ampliar sus conocimientos. El

lógico miedo al fracaso empañó mi satisfacción inicial y me sumió en un océano

turbulento de dudas y temores. En tan pretenciosa aventura jugaba con mi prestigio

académico, hasta entonces irreprochable, y con el dinero de mi progenitor, un obrero

bejarano con familia numerosa. Con estas y otras conjeturas, caminaba por la campiña

bejarana hasta parajes agrestes y solitarios desde donde me complacía contemplar la

puesta de sol, las nubes ardientes y el avance imparable de las sombras sobre las frondas

cercanas. Mis amigos y familiares me buscaban en otro mundo. Al final, me recluí en

mi dormitorio con la excusa de escribir un poemario que titulé “Versos antes de la

Marcha” y aún conservo.

Unos días antes de partir, mi padre me dijo que ya tenía la pensión apalabrada. La

patrona era una mujer de mediana edad, soltera, que vivía en un piso amplio y de nueva

construcción, cerca de la Facultad y de la casa de mis dos tías abuelas, viudas desde

hacía muchos años. Sebastián, mi primo segundo y amigo del Instituto, aceptó ser mi

compañero, lo cual me alegró el alma, pues era una persona buena, responsable,

inteligente y estudiosa.

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Con tales certezas pasé los últimos días de libertad en compañía de mis amigos y

hermanos, seguro de que algunas cosas cambiarían a partir de entonces. Y disfruté los

baños en las pesqueras sombrías, los combates sobre la hierba, las carreras entre árboles

y canchos, las fiestas junto al río Cuerpo de Hombre… El destino me arrastraba como al

insecto que cae en un torrente. Adiviné, frente a mí, una nueva encrucijada en

penumbra, sin el conocido perfil de nuestra sierra, con un horizonte que las sombras,

lentamente, se tragaban en un cruce de incertidumbres.

El primer día me acompañaron mis padres, Teresa y Melchor. Llovía cuando, desde

el autocar, avistamos Salamanca. Aún recuerdo el tono dorado de sus torres, surgiendo

en la llanura arcillosa, de los chopos otoñales de las orillas del Tormes, de la niebla

donde las luces artificiales se reflejaban… Sólo el rojo de algunos edificios rompía tan

apacible tonalidad.

Anduvimos un largo trecho desde la estación de autobuses hasta la pensión, situada

en una avenida céntrica, en el tercer piso de un edificio nuevo con ascensor. Nos salió a

recibir la patrona, una mujer de mediana edad, baja de estatura y obesa en exceso, lo

que le confería un aspecto rechoncho y abotargado, sus rasgos faciales eran toscos y

mongólicos.

-¡Buenos días! -nos saludó la dueña.

-¡Buenos días! -respondimos los tres.

-¿Qué tal viaje han tenido ustedes?

-Muy bueno –contestó mi padre.

-¡Pero pasen, por favor! ¡Pasen!

Desde el primer momento me llamó la atención el tono compasivo de su voz y la

actitud que adoptaba, con ambas manos cogidas a altura del pecho, como un único

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aplauso persistente, se seguía de una inclinación leve de su cabeza en perfecta sincronía.

Mis ojos, sin pretenderlo, se clavaron en aquellos dedos cortos, regordetes y torpes, que

parecían estorbarse entre sí. La señora iba muy abrigada, pues vestía un jersey de lana

gruesa de color gris negruzco, medias del mismo material y falda oscura.

Entramos en el recibidor, que cumplía a las mil maravillas su función, baste decir

que sobraban adornos, espejos, cuadros y hasta luz.

-¡Por aquí! -nos indicó el ama-. Está será su habitación.

Pasamos al dormitorio situado justo a la derecha de la entrada. El mobiliario lo

formaban: un viejo armario de madera, una mesa camilla colocada estratégicamente en

un rincón, cerca de la puerta de salida a la terraza y de un ventanal contiguo, para

aprovechar la luz del exterior, dos camas pequeñas y dos mesillas de noche.

-Yo me llamo María -se presentó-. ¿Cómo te llamas tú?

-Pedro.

-¡Qué casualidad: tengo otro inquilino que se llama así! Espero que te encuentres

como en casa… ¿Qué les parece? -preguntó la señora a mis padres-. Cómo ven la

habitación es amplia y dispone de buena iluminación para que no se le cansen los ojos

durante el estudio. Pueden comprobar -dijo señalando el radiador- que disfrutamos de

calefacción individual; aquí no pasará frío.

Mientras mi madre colocaba la ropa en los cajones del armario y de la mesilla, la

patrona proseguía sus explicaciones:

-Yo les doy bien de comer, porque sé que los estudiantes gastan muchas energías y

es necesario reponerlas.

-Este muchacho es muy tímido y, como es la primera vez que sale del pueblo, nos

tiene preocupados -confesó Teresa.

-Es natural, pero váyanse ustedes tranquilos porque aquí estará bien -aseguró María.

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- Si algún fin de semana quieres pasarlo en Béjar estaremos encantados -me dijo mi

madre para contentarme.

-¡Claro que sí! -afirmó la patrona, algo contrariada-. Por mi parte no pondré ningún

impedimento, aunque es mejor que se quede y piense sólo en estudiar. Los días que no

coma aquí le cobraré la mitad, por la reserva de la habitación ¿Les parece caro el precio

convenido?

-Es razonable -contestó Melchor.

-Incluye el alquiler del cuarto, desayuno, comida, cena, un baño con agua caliente

por semana y el lavado de la ropa sucia. A diario, haré las camas y arreglaré el

dormitorio.

-Nos parece bien.

-El pago a final de mes y no admito retrasos superiores a diez días.

-No se preocupe usted, somos buenos pagadores, sabemos lo necesario que es el

dinero.

-¡Mejor que mejor!

Después nos mostró el resto de la casa y pudimos apreciar una gran sobriedad

decorativa: el pasillo, que conducía al aseo, a la cocina y al resto de los dormitorios era

largo, lúgubre y tenebroso; todas las paredes del domicilio, a excepción de las

correspondientes al vestíbulo, estaban vacías; y en el balcón no vimos ni una triste

maceta.

-¿Tiene usted muchos inquilinos? - quiso saber mi padre.

-A pensión completa tres: dos ciegos de la O.N.C.E. y un representante de bebidas,

aunque este último para poco por aquí, casi siempre está de viaje. De ninguno tengo

queja, todos son personas decentes.

-Me alegra saberlo -respondió Melchor.

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-¿Qué vas a estudiar?

-Medicina.

-Has escogido una carrera larga y difícil…

Súbitamente retumbó el vozarrón de un hombre.

-¡Señora María! ¡Señora María!

-¡Ya voy! ¡Estoy atendiendo a unos clientes…! –chilló la mujer para ser oída-.

Perdónenme -nos dijo- voy a ver que quiere…

-¡Vaya usted! No se preocupe por nosotros -respondió mi padre.

-¡María!

-¡Qué poca paciencia…!

Al cabo de pocos minutos regresó al dormitorio, acompañada por un hombre joven,

alto y corpulento, que vestía un jersey de lana gorda con dibujos y llevaba un bastón

metálico forrado de plástico blanco.

-Este es Marino.

-Mucho gusto -respondieron mis padres.

Después la patrona acercó al invidente, que me ofreció su mano derecha en la

dirección equivocada, pero la cogí y la estreché.

-Es Pedro -le confirmó María- uno de los estudiantes que esperábamos y que vivirá

con nosotros.

-Yo te llamaré “Pedro Chico” porque ya tenemos otro compañero que se llama como

tú.

-Y bien chico es -aclaró mi madre- sólo tiene 18 años.

-¡¿18 años?! -exclamó con sorpresa- cada curso empezáis más jóvenes…

Había oído relatos acerca de las novatadas, sobre juicios extravagantes en los que los

repetidores barbudos condenaban a los alumnos nuevos a besar una calavera, a desfilar

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por la calle en pijama o a otras bromas aún más humillantes. Pensando que yo correría

idéntica suerte en la pensión, le pedí a Marino que me librara de tal trance y a cambio

invitaría a merendar a todos los inquilinos. El ciego, que rebosaba cordialidad y alegría,

se río a carcajadas, un tanto sorprendido por mis temores, y cuando paró me dijo:

-¡No te preocupes, muchacho, aquí nadie bromea! Las novatadas las hacen en los

colegios mayores. Tampoco es necesario que nos invites.

Después se despidió de nosotros para ir a trabajar.

Mi madre colocó la ropa en los cajones del armario y de la mesilla.

-He bordado la inicial de tu nombre en los pañuelos y en la ropa interior, para que no

se confunda con la de otros compañeros.

-Es la matrícula- respondí.

Mi padre me dio algo de dinero para gastos.

-No te importe comprar los libros y el material de estudio que necesites. Si no fuera

suficiente háznoslo saber.

-¿Dónde lo guardo? -no sabía cómo ocultar aquel dinero.

-¡Escóndelo en un calcetín del cajón! -me recomendó Melchor, y así lo hice.

Después María me entregó una copia de la llave del piso y del portal, insistiéndome

en que pusiera mucho cuidado en no perderlas.

Como no conocía Salamanca, mis padres me enseñaron el camino para acudir a la

Facultad de Medicina, situada en la calle Fonseca, al lado de un hermoso jardín con

enormes olmos, cedros y cipreses puntiagudos, conocido como el parque de San

Francisco y cuyos únicos visitantes eran los gorriones.

Caminamos bajo una llovizna persistente, entre una niebla que suprimía los detalles

y reforzaba los perfiles de las torres y los edificios, cruzando plazuelas doradas por el

otoño y callejas de arcilla ocre resbaladiza. Mi padre intentaba animarme:

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-¡Béjar está a un paso! Si tienes cualquier problema nos llamas por teléfono. Deja de

preocuparte pues llegar a la Universidad de Salamanca, ya tiene mérito, aquí solamente

admiten a la flor y nata de los estudiantes… Y tú eres uno de los mejores.

-¿Y si me suspenden? -pregunté en voz baja.

-Da igual, el no ya lo llevas, has venido a buscar el sí… ¿Quién dijo miedo…?

-Yo.

-¿Y qué quieres? -insistió Melchor, con cierto enfado- ¿trabajar en una fábrica textil

toda tu vida? ¿Pasar las noches de invierno helado junto a una máquina que te rompe

los tímpanos y puede arrancarte los dedos en un descuido? ¡Hay que aspirar a algo más!

¡Sabes que confiamos en ti! ¡Tira adelante!

-No es tan fácil… - respondí.

-Tómatelo como un reto personal… ¡qué Dios nos de salud para seguir trabajando, tú

aquí y yo en Béjar!

-Así lo haré.

-Ahora lo ves todo difícil, pero dentro de unas semanas estarás como un pez en el

agua.

Paseamos hasta la Clerecía, junto a la Casa de las Conchas, y nos detuvimos a

contemplar los adornos esculpidos en la arenisca dorada procedente de Villamayor.

Seguimos hasta la Universidad donde me maravillé buscando, en su fachada plateresca,

la ranita sobre el cráneo, y al descubrir la escultura de Fray Luis de León, uno de mis

poetas favoritos. La ruta emprendida incluyó una visita a las catedrales, magníficos

templos de estilos gótico y románico, construidos para impresionar por los siglos de los

siglos. No perdía detalle y me paraba a mirar cada animal o persona esculpidos en la

roca, seres fantásticos, hermosos y terribles. Nunca antes vi bóvedas tan altas ni

espacios interiores tan inmensos y majestuosos, me sentí tan pequeño…

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Recibí muchos consejos mientras mis ojos captaban, con curiosidad insaciable, cada

rincón artístico de nuestro camino, incluso resbalé del bordillo o tropecé, alguna vez,

absorto en tan bella distracción. Nuestros pasos terminaron en la Plaza Mayor, muy

animada en aquel momento por numerosos estudiantes que iban con sus carpetas y

libros. A nuestro lado cruzó una fila de novatos en camisón, con un orinal por montera y

con portando letreros alusivos a su grado o con motes, ocurrencias graciosas sólo para

quien las inventa. Eran, efectivamente, internos de un colegio mayor, según deduje de

alguna leyenda. En aquel momento, me alegró ser inquilino de la señora María.

Comimos el plato del día en un bar cercano a la plaza del mercado, ya que sus

dueños eran casi paisanos de mi padre.

Por la tarde visitamos a mis tías, Carmen y Teresa, hermanas de mi abuelo Pedro y

nacidas también en Macotera, aunque llevaban viviendo en Salamanca muchos años.

Dos hijos de Carmen, Roque y Eloy, fueron los primeros de la familia en concluir una

carrera universitaria, por eso serían para mí punto obligado de referencia y modelo a

seguir. Eloy se licenció en Medicina y Roque, un portento de la inteligencia, se doctoró

en Derecho Civil y Canónigo, y estudió hasta tercero de Medicina, porque el Obispo de

Salamanca le obligó a abandonar tales estudios, pues, entonces, era sacerdote; fue, así

mismo, uno de los catedráticos de Derecho más jóvenes de España. Estas señoras

conservaban, como oro en paño: su biblioteca, repleta de libros mohosos; apuntes

manuscritos y amarillentos, por la caricia implacable del tiempo; y, en la pared, sendas

orlas donde contemplábamos su retrato con toga y gesto serio. Mientras mis padres

trataban asuntos familiares o evocaban las fiestas de San Roque, yo estuve ojeando

aquellos libros, que olían a humedad y guardaban estampas entre sus hojas… Investigué

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sus ficheros con cientos de reseñas bibliográficas… Leí sus notas y resúmenes. Una

extraña sensación me atravesó como un relámpago en la soledad de aquella habitación

sombría. Tuve la evidencia de un trabajo metódico y tenaz. Supe que tendría que

esforzarme muchos años para concluir la carrera.

Mis tías se ofrecieron a ayudarme en todo lo que pudieran y yo se lo agradecí de

corazón, porque me sentía muy solo en aquella preciosa ciudad. En la tarde desapacible,

mientras los cristales chorreaban con la lluvia, sentados en torno a una camilla, entre

firma y firma al brasero de cisco, me relataron la historia de dos universitarios

ejemplares.

Anochecía cuando acompañé a mis padres a la estación del ferrocarril, las luces

rojizas se reflejaban en la niebla y en el suelo mojado. Subieron al tren, arropado de

humo, que pronto arrancó con torpeza y desapareció en la oscuridad. Yo permanecí

inmóvil, al borde del andén, solo en una ciudad desconocida. Regresé a la pensión a

través de una niebla densa que atrapaba el aliento de mi boca. Era un personaje anónimo

entre la gente, de su tránsito ajetreado y con prisas. Me encerré en mi habitación y

estuve escribiendo poemas durante varias horas, para un libro que titulé “El Vuelo

Azul”, hasta que me quedé dormido.

Madrugué para acudir al primer día de clase. Camino de la facultad hice el firme

propósito de poner toda mi ilusión en los estudios. Al pasar por el parque de San

Francisco me detuve para contemplar una bandada de gorriones. Aquel trozo de

naturaleza urbana me trajo a la memoria, inevitablemente, parajes del campo bejarano.

Estuve mirando las evoluciones de los pájaros entre las hojas caídas sobre el césped y

me pareció que tiritaban de frío.

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Nunca imaginé que seríamos tantos los alumnos de primero, más que una minoría

selecta éramos multitud. Como fui pronto, me entretuve curioseando por los pasillos del

viejo edificio y patio de la Facultad de la calle Fonseca. Los celadores no abrieron las

puertas del Anfiteatro hasta la hora en punto y el gentío que esperaba se abalanzó,

súbitamente, contra la entrada. Me arrastró la avalancha y, a pesar del forcejeo, me

quedé atrapado contra una de las columnas del pasillo, donde casi me fracturaron un

brazo. Ayudé a levantarse a una alumna minusválida, que permaneció caída en el suelo,

y entramos los últimos. No sé si aquello fue un exceso de impaciencia por parte de

todos, un triste ejemplo del egoísmo humano o la tan cacareada masificación. Para

colmo faltaban asientos, por lo que asistí a la primera clase de pie y tomé apoyado sobre

el radiador de la calefacción mis primeros apuntes. Aún recuerdo los comentarios de

sendos profesores:

-¡Ya ven ustedes, la Universidad de Salamanca no puede ofrecerles ni un lugar

donde sentarse! -ironizó uno de ellos.

-Sólo puedo prestar mi mesa y mi sillón a uno de ustedes -dijo el otro dirigiéndose a

los que permanecíamos de pie - les pido disculpas.

Pasé la mañana con algunos compañeros de Béjar que también se matricularon en

Medicina.

A pesar de los incidentes me impresionó la anciana Facultad.

Regresé a la pensión a la hora de la comida. En el salón comedor encontré a Marino

sentado a la mesa.

-¡Buenos días!

Miró en mi dirección esforzándose por distinguirme.

-¿Quién está ahí?

-Soy Pedro “Chico”, el nuevo inquilino…

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-¡Ah, Pedro! ¡Ven! ¡Siéntate aquí, a mi lado! -me ordenó amablemente golpeando

con suavidad la silla situada a su derecha- así me ayudarás cuando lo precise.

Me senté en el lugar indicado. Marino descolgó varios pliegos de cupones del

respaldo de otra silla y me los entregó.

-¡Toma! Cántame los números que me han dado para que me los aprenda y de pasó

los colocaremos por orden de menor a mayor.

Quité la pinza metálica que los sujetaba y se la entregué al invidente.

-El más bajo es el 7.401. ¡Ten!

Marino palpó la superficie del pliego para comprobar que estuviera completo y

luego lo colocó a su gusto.

-Otro. El 15.555

-¡Qué feo! -murmuró entre dientes.

-El último es el 40.000

-¡Esto no hay quien lo venda! -exclamó con gran enfado- ¡Siempre igual! ¡Mira que

les tengo dicho que no me den cifras con números repetidos!

-Todos tienen las mismas posibilidades de salir premiados.

-Sí. Pero… ¡¿Quién compra un 40.000?!

Me devolvió los pliegos.

-¡Corrígeme si me equivoco! 7.401, 15.555 y 40.000.

-¡Correcto! ¡Tienes buena memoria! ¡Toma! -le entregué los cupones y los colgó del

respaldo de una silla.

-¿Cómo reconoces los billetes? - pregunté con verdadera curiosidad.

-Por el tamaño.

-¿No ves su color?

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-No veo colores, sólo distingo bultos en blanco y negro. Pedro, el otro ciego, no ve

absolutamente nada, por eso es muy importante que no cambiéis nada de sitio, para que

no tropiece y se haga daño. Hace un año se cayó por la trampilla abierta de una bodega

y casi se mata, se rompió las dos piernas.

El siguiente en aparecer fue Sebastián, Chan para los amigos, y nos saludó

efusivamente. Mi primo segundo era un joven bien parecido, alto y corpulento, pues

practicaba deportes como la natación, el balonmano y el salto de longitud. Tenía un

carácter de natural alegre. Era un muchacho inteligente, optimista, culto, religioso,

extrovertido y gran conversador. Se matriculó en Magisterio, aunque hubiera preferido

estudiar Biología.

-Le decía a Pedro -le advirtió Marino- que no debéis cambiar las cosas de sitio, pues

aquí vivimos dos personas ciegas y podemos tener un accidente.

-Pondremos cuidado -dijo tranquilizándole-.

Oímos un tintineo metálico característico y tras él apareció Pedro, un hombre mayor,

bajo de estatura y con barriga abultada, de aspecto desaliñado, triste y sombrío, que

vestía una chaqueta vieja y descolorida, demasiado justa, sobre un jersey de lana gorda

con bolas. Aunque su ceguera era total se movía con destreza, pues había memorizado

la habitación y la distribución del mobiliario en el espacio. Manejaba con gran soltura el

bastón y palpaba con minuciosidad los objetos. Pedro tenía un carácter serio y tranquilo,

rara vez hablaba y nunca sonreía.

-¡Tenemos compañía! -anunció Marino-. Te presento a Chan y “Pedro Chico”, los

estudiantes que esperábamos.

-¡Otro Pedro! -comentó, mientras ocupaba su sitio, al lado de su compañero.

-Chan, siéntate junto a “Pedro Grande”, para que puedas ayudarle si lo precisa. Ese

lugar está libre –le confirmó Marino.

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Después llegó Ricardo, un hombre de mediana edad, cojo, bien trajeado. Supimos

que era representante de bebidas alcohólicas. Y él mismo nos contó que había intentado

suicidarse en varias ocasiones. Su carácter era irónico y burlón, se mofaba de todo y de

todos, para él no existía nada respetable sobre la faz del mundo, era un superviviente

condenado a la desesperación por sus fracasos. Sencillamente nos despreciaba. Tras las

presentaciones de rigor tomo asiento y llamó a la patrona.

-¡María, ya estamos todos!

Ambos ciegos se coloraron las servilletas a modo de babero y Ricardo les llenó los

vasos de agua, pues la mesa estaba puesta.

-¡María, la comida!

-¡Ya va! ¡Qué impaciencia! - respondió la mujer desde la cocina.

-¿Qué estudiáis? - nos preguntó el vendedor.

-Chan Magisterio y yo Medicina.

-¡Vaya, tendremos otro matasanos y otro maestro de escuela! ¿Sabéis dónde trabaja

este par de ciegos?

-Venden cupones… - respondí.

-Sí, en el barrio Chino.

-¡Pues no es mala zona…! -contestó Marino algo molesto-. ¿Díselo, Pedro…?

-No lo es, a pesar de la fama. Si no fuera porque trabajamos de noche y por la

delincuencia que sufrimos…

-Tienes toda la razón. A nosotros nos han robado ya varias veces, y tenemos que

considerarnos afortunados, pues a un compañero, hace unas semanas, le asestaron un

navajazo en el vientre… Desde entonces, yo voy a trabajar con miedo. Ayer mismo, sin

ir más lejos, levanté el bastón y amenacé a varios jóvenes que se me acercaron con

malas intenciones…

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-Pues llevaos a estos dos mozos de lazarillos y que os defiendan… -sugirió Ricardo.

-¡No es mala idea! -dijo Marino, bromeando-, si me acompañáis esta noche os

presento a las amigas del bar donde vendo.

-¡Yo tengo novia formal! -aclaró Sebastián con prontitud.

-¡Entonces vendrá tu primo! -insistió-, ¡qué me acompañe “Pedro Chico”, por lo

menos hasta la puerta del local, después, si no quiere entrar, que se marche…!

-¿A qué hora vas? -pregunté.

-A las doce.

-Demasiado tarde para mí -respondí, aliviado por disponer de una disculpa- tengo

que madrugar para ir a clase.

-A mal sitio habéis venido -afirmó Ricardo con ironía-, desde el primer día os

quieren llevar de putas.

-Es una broma -contestó Marino molesto.

El dialogo se interrumpió al entrar la patrona, con marcha oscilante, arrastrando los

pies a cada paso, lo que producía un rumor peculiar. Traía una cazuela grande, que

colocó sobre el salvamantel, luego sirvió a cada uno de los pupilos y la estancia fría se

adornó con el vapor caliente.

-¡Vaya bazofia! -dijo Ricardo en tono despectivo.

-¡Tú eres el único que protesta! -respondió María, visiblemente irritada por el

comentario.

-¡Claro, estos ciegos se conforman con cualquier cosa! -afirmó refiriéndose a los

invidentes-. ¡Como no ven lo que comen!

-¡No digas eso! –le advirtió Marino.

-¡Vosotros no habéis comido bien en vuestra puta vida, por eso os conformáis con

cualquier cosa! -insistió el cojo en un tono desafiante.

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-¡Qué sepas que yo he servido en muy buenas casas en Argentina y ninguno de mis

señores tuvo queja! –se justificó la mujer dolida.

-¡Esto se puede mejorar…! - replicó Ricardo señalando la sopa de fideos.

-¡¿Por lo que me pagas…?!

-Escatimas para ahorrarte dos perras que ni te lucen ni te van a sacar de la miseria…

-¡¿Acaso tú trabajas por la cara?!

-¡Cállate! ¡No te gastas ni un duro en bragas…! -gritó el pupilo con mala fe y ánimo

de ofender- ¿Cuándo te compraste las últimas? ¿Hace veinte años?

- ¡A ti que te importa! -respondió la patrona a punto de perder la paciencia y

nerviosa por el comentario.

-¡Ahí las tienes, tendidas en la terraza, a la vista de todos! –insistió el hombre,

señalando la ropa interior, visible a través del cristal de la puerta del balcón- ¡coses

remiendos sobre remiendos! ¿O no?

-¡Deslenguado! ¡Qué eres un deslenguado! -chilló la mujer, mientras Ricardo

mostraba una sonrisa socarrona por haber conseguido molestarla-. ¡Grosero! ¡¿No te da

vergüenza hablarme así?! ¡Buenas enseñanzas das a estos jóvenes!

-¡Estos saben más que tú y yo juntos…! Aunque no por estudiar se aprende más.

Algunos nos hemos doctorado en la Universidad de la vida. ¡¿A qué tengo razón,

Marino?! -preguntó, mientras la señora salía malhumorada del comedor murmurando en

voz baja.

-¡Tienes contestación para todo! -puntualizó el joven ciego.

-Yo os enseñaré cómo tratar a las patronas. Por mi trabajo me ha tocado lidiar con

unas cuantas… - Aseguró el viajante.

-¡María, no diga eso de mí! -gritó Marino fuera de sí, con la mirada perdida en el

techo-. ¡No hable mal de nosotros!

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-¡¿Qué pasa?! -exclamé extrañado por la agitación repentina del invidente -.

-¿Vosotros habéis oído algo? -nos preguntó Ricardo a Sebastián y a mí, mientras

Pedro apuraba impasible su plato.

-¡Yo no he oído nada! -respondí.

-¡Yo tampoco! -nos confirmó mi primo.

-Ni yo, pero estos ciegos sí, porque ellos tienen una audición más fina que la nuestra y

pueden oír a distancia. Ya veréis: Pedro, ¿qué coños dice de mí? - inquirió el viajante-,

¿me insulta?

-¡Ya lo creo! –le confirmó en invidente.

-¡A callar, bruja! -gritó Ricardo en un tono amenazante.

-¿Son frecuentes estas broncas? -pregunté, afectado por una situación tan tensa.

-Sólo ocurren cuando estoy yo -afirmó el vendedor casi con orgullo-, tengo una mala

leche que me rebosa.

-¡Siempre anda buscando follón…! –me aclaró Marino.

-Porque defendéis a esa lechuza como si fuera vuestra madre… -ironizó Ricardo con

malicia.

-¡A mi madre no la menciones! -amenazó el invidente.

-Son ya muchos años viviendo aquí -dijo Pedro “Grande” en voz baja y en el tono

amable y sereno que le caracterizaba- somos casi una familia.

-¡Por qué no tenéis dónde caeros muertos! -afirmó Ricardo para herir a aquel hombre

impasible y silencioso.

-¿Y tú sí? –Intervino Marino en defensa de su compañero-. ¡Por eso te has tirado tres

veces por el balcón! ¡¿Por qué no cuentas a los muchachos cual es la causa de tu

cojera?! ¡Diles que eres un suicida para que desaparezcan cuando te asomes a la terraza!

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-¡Qué cojones tienes que contar de mí! -bramó el viajante iracundo-. ¡Lo que yo haga

con mi vida es cosa mía!

-¡Por lo menos yo no te veré destripado abajo! -concluyó el joven invidente en un

arranque de valentía.

-¡Calla y come! ¡Qué tienes la lengua muy larga!

-¡Calla tú primero!

-¿Tú qué dices, Pedro “Grande”? -importunó Ricardo, pero el comensal no se dio por

aludido-. Este ni habla ni pasma, es como un mueble más de la casa, a su alrededor

ocurre de todo pero él ni sufre ni padece… A veces dudo que nos escuche…

-Sordo no soy -respondió lacónico.

-¡Déjale en paz, coño! -exigió Marino en un tono disuasivo-.

-¡Pronto os acostumbraréis a las voces! -nos dijo el viajante- ¡No os asustéis: nunca

pasa nada!

El comedor era un foro de encuentro, en torno a su mesa y en el transcurso de

numerosas comidas y cenas, fuimos conociéndonos.

Hubo otros personajes en escena, pero su paso fue fugaz, su impronta débil o

renunciaron a salir del dormitorio: algunos reclutas alquilaban los fines de semana para

pasarlos fuera del cuartel, vestidos de paisano; otros fueron viajantes de paso y

pernoctaron una sola jornada. No faltó el turista japonés, que se empeña en alojarse

desoyendo los sabios consejos de los inquilinos; ni el estudiante fanfarrón, pasado de

edad, que no cansa los ojos con la letra impresa y los reserva para los bulliciosos

tugurios nocturnos de la Latina. Uno de ellos chuleaba con un Seat 600, seguía

tratamiento psiquiátrico y jamás supimos que carrera estudiaba. Era un individuo

especialmente impulsivo que, en sus amagos de locura, arrojaba lo que tuviera a mano

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contra las paredes. Así estuvo a punto de herir a Sebastián con un cuchillo. Nadie se

atrevía a contrariarle. En el tiempo que duró su estancia cundió, justificadamente, el

miedo.

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CAPITULO SEGUNDO:

APUNTES SOBRE LAS RELACIONES ENTRE LOS INQUILINOS Y LA

PATRONA.

Poco más se puede añadir sobre Ricardo, un buen día se marchó y no supimos más

de él. Aquel hombre, amargado de la vida y con mala suerte hasta para concluir con

ella, dejó de molestarnos con sus dichos hirientes y malintencionados, lo cual favoreció

un ambiente más cordial en el comedor y mejoró la convivencia.

-¿Lo habrá conseguido, finalmente? –Preguntó alguien en tono irónico-. El viajante

intentó suicidarse sin conseguirlo y, lo que era peor, con cada intento fallido le

aumentaba la cojera, porque siempre caía de pie, y tenía más razones para intentarlo de

nuevo. ¿Habrá cambiado de método? - poco importaba la mordacidad con aquel

compañero sarcástico que nunca tuvo compasión ni respeto.

Sebastián trajo su ajedrez. Fue campeón de Béjar y me maravillaba verlo jugar, a

veces consigo mismo, pues le apasionaba este juego. Iba anotando cada uno de los

movimientos en un cuaderno para poder repetir la partida y analizar los errores. Esta

afición fue compartida por todos los residentes, a excepción de Marino y María, lo que

propició numerosas e inusuales partidas. Pasamos muchas horas reunidos en torno al

tablero disfrutando de las emociones propias y ajenas, lo que contribuyó a fomentar el

compañerismo. Así pudimos abrir una puerta en el corazón amurallado de Pedro

“Grande”, que soportaba su enfermedad en silencio y sumido en una tristeza infinita.

Acaso por su ceguera, limitante a la hora de su asueto, le recuerdo despeinado, afeitado

a trozos, en ocasiones sucio, vestido con ropa vieja y descolorida; sin embargo, bajo

aquel abandono y aquella resignación apática se escondía una persona buena,

inteligente y sensible, aunque profundamente desgraciada. Vivía enjaulado en sí mismo,

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en un mundo sombrío, cruel y hostil. Muy pocas cosas le importaban, por eso rara vez

sonreía o manifestaba algún sentimiento en su rostro.

-¿Es cierto que jugáis al ajedrez? -me preguntó, en la sobremesa de una tarde

lluviosa de domingo, que hasta entonces transcurría silenciosamente.

-Sí –le respondí extrañado.

-Yo gané varios campeonatos para ciegos -me confesó-. Todos los meses recibo una

revista de ajedrez a la que estoy suscrito.

-¡Pero…! ¿Tú puedes leer o jugar al ajedrez? –exclamé, sorprendido.

-Sí. ¿Vas a salir esta tarde? ¿Tienes que estudiar?

-No.

-Entonces… ¿Te apetece jugar una partida conmigo?

-Claro que sí. Me encantaría ver cómo juegas.

Pedro se levantó y con un gesto me pidió que le acompañara. A veces, andaba por

casa sin bastón, pues había memorizado sus dimensiones y valiéndose de ligeros

contactos con sus dedos evitaba tropezar. Me condujo a su dormitorio, situado en la

mitad del largo pasillo. Descubrí una habitación pequeña, sin ventilación, con sus

paredes muy sucias, incluso con manchas de humedad, con un olor desagradable, la

cama deshecha y todo desordenado.

-¿Cómo puedes vivir aquí? - expresé sorprendido.

-¿Por qué dices eso?

-¡Tú no lo ves, pero hace falta una mano de pintura!

-¿Tan mal está?

-Sí. Tienes que decírselo a la patrona.

-¡Qué más me da, si no veo!

-Por higiene, Pedro. Además, si traes a alguien…

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-Aquí no entra nadie desde hace años.

-¡Vamos a mi habitación, hay más espacio!

Recogió algunos objetos y nos trasladamos. Ya acomodados sacó de la bolsa de

plástico una cajita de madera, un punzón, un soporte metálico para escribir en Braille

y varias hojas de papel grueso de color amarillo. Al abrir el estuche, se transformó en

un tablero de ajedrez, con un agujero en el centro de cada cuadrado, y las fichas,

talladas en madera, cayeron sobre la mesa. Cogí uno de los caballos y palpé sus

orejas puntiagudas.

-¡Qué figuras tan bonitas! -comenté-. ¡Cómo pinchan!

-Así se distinguen con el tacto.

-¿Y este armatoste de metal?

-Es un soporte para escribir en Braille, me gusta anotar las jugadas para luego

repasar la partida.

-Sebastián también lo hace. ¿Cómo escribes?

-Con este punzón.

El invidente puso un pliego.

-Escríbeme la “a”.

-Un punto en el centro. Así. -Dijo mientras cumplía mi petición-. ¡Cierra los ojos y

tócala! ¿La distingues?

-Sí - respondí emocionado mientras palpaba la vocal.

-Cuando hay más letras es más difícil, pero es cuestión de practicar hasta aprender.

A mí me encanta leer. En la asociación tenemos una biblioteca con libros escritos en

Braille.

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Mientras clavaba las piezas en el tablero perforado, la mirada de Pedro

permanecía inmóvil en el cielo negruzco por nubes de tormenta que cruzaban

veloces.

-¿Te gusta la poesía?

-Sí. ¿Cómo lo has sabido? – pregunté, asombrado por su adivinación.

-Porque ayer te oí leer un poema y me gustó. ¿Te importaría repetírmelo para que

lo copie?

- Te recitaré otro que os dediqué a Marino y a ti… ¿Preparado?

- Ya.

- Dice así:

Unos ojos que miran y no ven

son como pájaros sin alas,

como álamos sin otoño.

La noche se alojó en ellos,

derramó su linfa de abismo.

No hay manos, ni rostros,

ni pórticos, ni jardines,

ni formas, ni colores…

Unos ojos apagados por la sombra

no ven como otros ojos miran,

si son negros o azules,

si en ese preciso momento observan

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enrojecidos por el llanto,

o se iluminan de felicidad.

Pedro transcribió cada verso, con increíble destreza, y la composición final fue, a

mis ojos, un conjunto indescifrable de puntos, que pude palpar para sentirlos de otra

manera.

-¿Tantas cosas puede decir una mirada? -comentó el invidente con su habitual

deje de tristeza.

-Dicen que la mirada es el espejo del alma… - respondí.

Comenzó aquella interesante partida con la sensación de que yo jugaba con

ventaja simplemente por ver. Sin embargo, Pedro “Grande” colocaba ambas manos

sobre la totalidad del tablero, lo que le permitía hacerse una imagen mental,

fidedigna del conjunto, y programar con precisión cada jugada.

-No te fíes de mí -le advertí bromeando-, puedo hacerte trampas…

-Me daría cuenta. Atención con las tres próximas jugadas. Me lo estás poniendo

muy fácil. ¿No te estarás dejando ganar?

-No. No tendré compasión contigo, porque no me gusta perder. Aunque no estoy

acostumbrado a jugar con un tablero tan diminuto, no se ven bien las piezas,

aparecen demasiado juntas…

-¡Excusas! ¡Jaque al rey! ¡Te lo advertí!

-Es difícil librarlo…

-¡Ya lo creo, es jaque mate!

-Tú ves más con las manos que yo con los ojos…

-El cerebro interpreta…

Se nos fue la tarde jugando al ajedrez. Sólo gané una partida. Nunca he podido

olvidar aquellas manos sensibles absorbiendo información. Finalmente le pedí que

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me escribiera el alfabeto Braille para aprenderlo y me regaló una revista de ajedrez

para que pudiera practicarlo. Durante la cena Pedro rebosaba tanta alegría que la

patrona se extrañó.

-¡Qué bien te veo hoy! ¡Nunca antes te había visto tan contento! ¡Hablas y

sonríes!

-¡Hay pocos días buenos en mi vida y hoy es uno de ellos! -contestó con una

sonrisa en sus labios.

Llevaba razón al afirmarlo, pues a tan breves destellos de felicidad sucedían

largas semanas de gran abatimiento, en las que naufragaba en un océano tenebroso

de soledad. Un sábado lluvioso, ya entrada la noche, encontré a Pedro tirado en una

calle cercana a la pensión, sobre el suelo mojado. Corrí hacia él preocupado, pues

permanecía inmóvil con su bastón blanco, y algunos peatones cruzaban indiferentes.

Le levanté como pude, ya que no colaboraba conmigo, y comprobé que estaba tan

borracho que no se tenía en pie. Quise llevarle a casa pero, ante la misma puerta de

entrada al domicilio, se puso serio y me dijo:

-Muchacho, agradezco tu preocupación por mi persona, tienes un buen corazón,

pero yo quiero seguir bebiendo hasta que reviente.

-No quiero que me agradezcas nada -le respondí- me conformo con que entres y

descanses, pues en estas condiciones no puedes ir a ningún sitio. Da por terminada la

fiesta.

-¡Déjame con mis cosas!

-¡Pasa! -quise ayudarle a entrar pero, cuando le sujeté del brazo, me empujó

amenazante hacia el interior de la vivienda.

-¡Déjame o tendré que ponerme serio! -dijo mientras cerraba la puerta.

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Fui a buscar a la patrona para contarle lo sucedido y que me ayudara, pero la

mujer se encogió de hombros y no quiso saber del tema.

-Algunos inquilinos se emborrachan y Pedro bebe en exceso desde hace muchos

años. No te preocupes por él. ¡Ya volverá! -aseveró para tranquilizarme-. Sin embargo,

yo regresé a las calles sombrías y estuve buscándole por los alrededores sin éxito. Me

dolió no haber sido más convincente. El hombre debió regresar durante la noche. Nunca

después hablamos de tal suceso. Algunos sábados le vi cruzar con paso incierto,

apoyándose en la pared y apestando a vino, pero no le dije nada para evitar una

situación violenta y vergonzosa.

Marino era analfabeto. Una tarde me dictó una carta de amor para su novia, de la que

se confesaba muy enamorado. Le costó confiarme sus sentimientos, pero la ocasión lo

requería, porque yo no estaba dispuesto a inventar ningún añadido. Cuando vino a

recogerle, para salir de paseo, se la entregó muy orgulloso e hizo las presentaciones

oportunas.

-¡Está va ser mi esposa! ¡Nos casaremos la próxima primavera y dejaré para siempre

esta pensión!

-¡Qué suerte tienes! -le respondí, mientras contemplaba su rostro iluminado por la

alegría.

-Yo no puedo verla… ¡pero me han dicho que es muy guapa! Dime… ¿qué te

parece? –me preguntó con su vozarrón seguro y jovial.

-Si te lo digo luego te pondrás celoso -bromeé.

-¡Yo no soy celoso!

-¡Pues no te han engañado!

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-¡Además es buena persona! -afirmó, mientras gesticulaba esforzándose por ver

mejor a la muchacha, que sólo sonreía, pues era muy tímida.

-¡Eso es lo más importante!

Marino apoyó el brazo izquierdo sobre el hombro de aquella frágil y menuda mujer,

no sé si afortunada, y se marcharon juntos.

Una mañana, cuando volvía de la Facultad, encontré a Marino vendiendo lotería en

una esquina y me acerqué a saludarle, pero no reconoció mi voz y se puso muy

nervioso. Pensó que yo era alguien que quería robarle.

-¡Tranquilízate, soy Pedro, tu compañero de pensión! - dije para calmarle.

-¡Me da igual quién seas! ¡No quiero que hables conmigo cuando esté trabajando!

Me fui un tanto molesto por su desconfianza y, por supuesto, nunca volví a saludarle

cuando me cruzaba con él, por temor a los escándalos que montaba en público,

posiblemente como una reacción defensiva pero desconcertante.

Después, durante la comida, me trató amablemente y, como al parecer era norma, no

se volvió a comentar el incidente. Supongo que estos ciegos vivían con miedo, lo que

justificaba, sólo en parte, su pésimo comportamiento ocasional conmigo.

Marino nunca quiso aprender aquel extraño juego donde un caballo podía comerse

una torre. El diminuto tablero le resultaba hostil al tacto, las orejas puntiagudas se

clavaban en la yema de sus dedos como alfileres y todas las piezas juntas le parecían un

enjambre de abejas enfurecido.

Nunca comprendí como Pedro “Grande” distinguía las blancas de las negras en el

trozo de sombra que minuciosamente palpaba. Su capacidad integradora de señales era

portentosa, pues siempre adivinaba mis intenciones y anticipaba su defensa. Para

complicarle más el juego yo elaboraba dos ataques simultáneos y distantes entre sí, e

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incluso realizaba algunos movimientos absurdos para confundirle, todo en vano, su

cerebro recomponía el conjunto.

-Esa jugada no tiene lógica.

-¡No se te pasa una!

-Te aventajo en muchas partidas, yo soy más viejo. Al menos tú no me haces

trampas.

-Tramposo no soy. No me importa perder si el rival es mejor, aunque a veces tiro el

rey cuando me veo perdido para privar al contrario del acto final del jaque mate.

Aquel tablero era tan diminuto que más que librar una batalla nos enzarzábamos en

una trifulca de taberna. Yo prefería la amplitud y ligereza del ajedrez de Sebastián. Mi

primo exhibía un juego minucioso y bien estructurado, lo que me produjo muchos

dolores de cabeza. Siempre se enrocaba y a salto de caballo desbarataba cada uno de

mis ataques. Hacía estragos con la reina por eso siempre que podía yo sacrificaba. Para

mí terminar en tablas era una victoria, pues sólo conseguí ganarle una vez, en una

partida histórica que duró más de seis horas y finalizó de madrugada. Con el tiempo

conseguí ser un especialista en despoblar el tablero sacrificando piezas: no era la

elegancia, sino la carnicería, lo primordial de mi estilo, aunque Sebastián siempre trató

de inculcarme las buenas maneras.

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CAPITULO TERCERO.

DE CÓMO ALGUNOS MANJARES PROPICIAN LA TEMPLANZA.

La señora María era poco original y por ello conocíamos de antemano el menú

correspondiente a cada día de la semana. Los jueves tocaba la especialidad de la

pensión, los “garbanzos gelatinosos”, así denominados porque, al enfriarse,

experimentaban un insólito proceso y el caldo, rojizo por el pimentón, coagulaba en

grumos amorfos de grasa rancia, que hacía de argamasa compactando los garbanzos

entre sí.

-Esto hay que tragarlo lo antes posible –me aconsejó Sebastián.

-¡Ni mirarlo, que desanima! - ironizó Ricardo mientras calentaba su rostro con el

humo pero sin probar bocado.

-Se necesitan tres manos para poderlo comer: una para taparse la nariz, otra para los

ojos y otra para la cuchara - dije con una mueca de asco.

-¡Qué suerte tienen estos ciegos que no lo ven! -comentó con aire gracioso el

viajante.

-¡No digas eso, no sea que Dios te castigue! -le reprendió Marino, enfadado por el

chiste.

-¡Lo que me faltaba, cojo y ciego!

En ese momento entró la patrona con el segundo plato conocido como “filete

sanguinolento”, porque lo servía casi crudo y al presionarlo rezumaba un líquido

marrón rojizo.

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-Mirad bien este filete -explicó Ricardo mostrándonos el plato recién servido -, es

más viejo que nosotros, es carne de vaca argentina, ha permanecido congelada un

montón de años.

-¡Qué cosas dice este hombre! ¡Por Dios! -replicó molesta la señora.

-¿Y este líquido negruzco?

-Está poco hecha para que conserve todas sus vitaminas…

-Querrás decir para ahorrar gas butano, porque vitaminas le quedan pocas, se

quedaron en la Pampa…

-¡Las cosas que tiene una que oír…!

-Mañana tendremos agujetas en la cara de tanto masticarla, como es vaca vieja es

dura como un trozo de cuero…

-¡Qué poca gracia tienes!

-¡Cuidado con las muelas!

Al principio pedíamos que los diera otro par de vueltas, se los llevaba a la cocina y

los volvía a traer en idénticas condiciones. Por último, el postre, una pieza de fruta de su

pueblo.

-Estas manzanas se las manda la familia y son las que no han querido comerse los

cerdos… -aseguró Ricardo- os aseguro que todas tienen gusano.

-Pedro “Chico”, mira a ver si la mía tiene agujero o si está podrida… ¡Pélamela y

quita lo malo! -me pidió Marino y obedecí al momento.

-A mí me da igual, lo que no mata engorda… -sentenció Pedro “Grande” antes de

dar un buen mordisco a la manzana en su parte pocha.

-¡Qué estómago tienes…! ¡Tragas como los pavos…! ¡Todo te sienta bien…!

¡María, sirve café y copa! -voceó el vendedor.

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-¡Y un puro…! ¡No te fastidia! ¡Las tres cosas te las ponen en el bar…! -contestó la

mujer molesta.

-¡Ahora mismo bajo!

Muchas anécdotas podrían contarse de aquellas manzanas, según Ricardo “recogidas

del suelo y despreciadas por los marranos”. La señora negaba con terquedad que su

fruta fuera domicilio de orugas, para demostrar que no decíamos ninguna mentira,

Sebastián y yo organizamos una intervención quirúrgica durante el postre para extraer

todas las larvas encubiertamente servidas. Me vestí de cirujano con mi bata de

prácticas, un gorro de papel verde, una mascarilla del mismo color y guantes de goma.

Ricardo estalló en carcajadas al verme entrar de esta guisa y la patrona acudió al

comedor.

-¡¿Qué es lo que pasa?! - chilló Marino nervioso.

-¡Pedro se ha disfrazado de operador! -le informó Ricardo entre risas.

Nos situamos de pie ante la mesa, donde extendimos varias servilletas encima de las

cuales colocamos el instrumental: una jeringuilla, un bisturí, un tenedor y un cuchillo.

Tomé la primera manzana y me dirigí al personal en tono serio y ceremonioso.

-Señores, tienen ustedes la oportunidad única de asistir a una de las intervenciones

quirúrgicas más complejas: la extirpación de gusanos. Pongan toda su atención pues

esta técnica les será muy útil en su práctica diaria. Me ayudará Sebastián, enfermero de

incuestionable valía.

Tomé agua de un vaso con la jeringuilla y la inyecté bajo la piel de la manzana,

provocando las risas de los presentes.

-¡¿Qué pasa?! ¡¿Qué es lo que hacen?! -preguntó ansioso Marino, que no estaba

dispuesto a perder detalle de lo que sucedía.

-¡Le ha pinchado la anestesia, supongo! -aclaró Ricardo.

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Marino se reía sin pudor y Pedro “Grande”, que hasta ahora asistía impasible al

espectáculo, esbozó una ligera sonrisa en sus labios.

-¡Qué ocurrencias…! -murmuró la dueña.

-Lo primero es inspeccionar la manzana para comprobar que tiene un agujero…

Aquí está. Luego secciono los tejidos alrededor de esta oscura fístula. Después,

desbrido la zona lesionada… -expliqué en voz alta.

-¿Me da usted permiso para limpiarle el sudor…? -preguntó mi primo.

-Proceda, ayudante. Proceda.

Sebastián me secó la frente con un pañuelo.

-Gracias. ¡Qué momento más delicado! En el fondo visualizo una estructura

blanquecina y móvil.

-¡Procure que no le tiemble el pulso! –me aconsejó el enfermero.

-Tranquilo, no le lesionaré. ¡Ya le tengo!

Con delicadeza extraje la larva, que se retorcía asustada por la luz y las risas, a

continuación la puse sobre uno de los platos.

Por el mismo procedimiento desalojé otros tres gusanos, pues Pedro “Grande”

prefirió comerse su manzana como solía, a mordiscos y sin pelar. La patrona asistió a

tan absurda ceremonia sin inmutarse.

-María, prefiero que siga comprando la fruta de oferta en la tienda de abajo… -

sugirió Ricardo.

-Si estas manzanas del pueblo son mejores… - respondió la mujer con cinismo.

-Sí, porque alimentan más, como llevan proteínas incorporadas… ¡Mire! -dijo el

viajante mostrando el plato con los gusanos- Aquí hay muchos inquilinos que no pagan,

se alojan en un fardo que tiene en la cocina…

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-¡No me haces ni pizca de gracia! -espetó la mujer al salir del comedor y después

murmuró en voz baja-. ¡Qué guarrerías!

-¡María, no guarde los bichos para el “potaje”!

Todas las noches cenábamos sopa de fideos, pero su sabor iba agriándose,

progresivamente, en el transcurso de la semana. Al llegar el viernes era intragable. Una

mañana, mientras desayunaba en la cocina, sorprendí a la señora vaciando la sopa

sobrante de todos los platos en una perola de aluminio. Así preparaba varios litros de

sopa que recalentaba, servía y rellenaba con los restos para no desperdiciar ni un solo

fideo, hasta que se consumía. A partir de aquel momento, me invadió un asco

insoportable por la comida de aquella casa. El privilegio de ser el único al que dejaba

entrar en la cocina durante unos minutos, se tornó en mi contra para los restos. Debía

fiarse más de mí al verme delgado e inapetente y me servía el desayuno en aquel

almacén vedado a los demás. Al principio me ponía nueve galletas para untar con

mantequilla y un tazón de café con leche, pero pronto el número disminuyó a cuatro y

cambió a una margarina con sal de oferta a punto de caducar. Entonces yo abría los ojos

como platos para curiosear las viandas allí apiladas: sacos de patatas y manzanas, una

hoja de tocino añejo que colgaba de un clavo, cajas con los más diversos productos y

sobre la rejilla de la cocina de butano el maldito perol de sopa fría, siempre a medias.

Para colmo, un domingo me quedé a comer con Pedro “Grande” y nos sirvió un plato

que ella llamaba “potaje”.

-Qué raro -le dije extrañado a mi compañero- si no tiene ni bacalao ni acelgas…

¿Qué será esto?

-¿Y no lo sabes tú, que puedes ver? Mira con atención y analiza los ingredientes,

encontrarás las sobras de toda la semana. Fíjate: hay alubias del lunes, lentejas del

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martes, garbanzos del jueves, trozos de salchicha y de filetes de ternera, y… ¡cómo no!,

fideos…

Di la razón a aquel ciego que veía más y mejor que yo con los ojos del

entendimiento. Estas y otras cosas cambiaron mi vida, pues no volví a ingerir ningún

alimento sospechoso y, como casi todos lo eran, la mujer recogía mis platos intactos

incrementando sus ganancias a mi costa. Subsistí gracias a las cuatro galletas, las

manzanas y dos cartones de leche diarios, que compraba por mi cuenta y fueron mi

sustento salvador en aquella segunda lactancia.

A pesar de todo, pronto me sobrevino el lógico quebranto, adelgacé varios kilos (y

eso que ninguno me sobraba) y me aparecieron sendas ojeras lívidas y amoratadas que

delataban mi deterioro. Algunas noches me miraba al espejo y me entristecía por mi

lamentable aspecto, más propio de uno de los esqueletos de la Facultad que de un joven

en la flor de la vida. Sebastián empezó a preocuparse por mí.

-¡Tienes que comer más…! ¡Te estás quedando en los huesos!

-Me entran náuseas sólo con sentarme en el comedor…

-¡Trágate lo que ponen como sea! ¡Tápate la nariz! ¡Come rápido para no saborear!

¡Esto no puede seguir así! ¡Te estás consumiendo!

Sebastián inventó el “día del sacrificio” para paliar mis males: nos comprometíamos

a tragar todo lo que nos sirviera los jueves, tapándonos la nariz y mirando la comida con

los ojos entornados para no verla claramente. Debía ser un espectáculo, porque la

patrona se molestó.

-¡Qué exagerados sois! ¡Cómo se ve que no os tocó vivir en el año del hambre!

-María, ¡parece que ya protestan también los estudiantes! ¡Ya no soy yo solo! -argüía

Ricardo con sorna.

-No creo que tengáis motivo de queja… - replicaba la mujer.

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-¡Cómo que no! –Contestó Sebastián, levantándose de su asiento rojo de ira- ¡Mire

que mal aspecto tiene mi primo Pedro! ¡Cada día está peor, porque no come la comida

que nos sirve! ¡¿Cuánto tiempo aguantará así?!

-Yo sirvo igual en todos los platos y si alguno no come es su problema.

Todas nuestras protestas cayeron en saco roto, pero no me faltó una sonrisa en los

labios gracias a los sorbos de leche de aquellas tetas de cartón que adquiría.

Cuando iba a Béjar mis padres se alegraban de que comiera tan bien desde que

estaba en Salamanca, yo permanecía en silencio pues no quería preocuparles ni tampoco

separarme de Sebastián.

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CAPÍTULO CUARTO

DEL FRÍO SALMANTICENSE Y DE ALGUNAS SUGERENCIAS PARA

MITIGARLO.

Al llegar el invierno, la niebla gélida brotaba del Tormes y se extendía por toda la

ciudad, insinuando la silueta de torres, edificios y personas, en un paisaje de grises

tonalidades. La cruda helada escarchaba el amanecer confiriendo a los árboles un

aspecto fantasmagórico y congelando las fuentes y las orillas del río. Aquel año también

nevó copiosamente.

Aunque la vivienda disponía de calefacción individual, con una caldera en la cocina

que funcionaba con leña, la propietaria sólo la encendía dos horas al día, porque su

obesidad dificultaba el trabajo de meter los leños y extraer las cenizas. Si mala es el

hambre, aún peor es con frío, el cuerpo nunca se acostumbra a tan desdichada

combinación. Pocos leños ardieron en aquella casa, cuyos radiadores no quemaban y

donde estuvimos contemplándonos el aliento durante varios meses. Los que llegaban

primero a comer esperaban de pie, con el trasero apoyado en los radiadores, para mejor

aprovechar el exiguo calor.

-¡Qué frío hace en esta puta casa! -gritaba Ricardo mientras se calentaba las manos

con su vaho-. ¡Se está peor que en la calle! ¡Me dan ganas de volverme al bar! ¡Esto es

una nevera!

-¡No será para tanto…! ¡Bien que os arrimáis al radiador! -respondía la dueña con un

aire irónico desde la cocina.

-¡María, échale mas leña a la caldera! ¡Nos tienes arrecidos! ¡No nos quemamos, no!

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Ante las protestas, la patrona acudía con aspecto sonriente y forrada con gruesas y

ajustadas prendas de lana.

-¿Podemos enchufar una estufa eléctrica? -pregunté inocentemente.

-¡Ni se os ocurra, demasiada luz pago porque estudiáis de noche!

-Usted no sabe lo sacrificado que es estudiar con frío, pasamos tantas horas sentados

que los pies y las manos se nos entumecen…

-¡Qué hombres! ¡Cómo los de antes, que desafiaban al cierzo arando las tierras…!

-María, no nos cuentes historias del pueblo -interrumpió Ricardo-. Mira los cristales,

no se empañan porque estamos a la misma temperatura que en la calle y eso que fuera

está nevando.

-Pues yo no siento frío… -replicó la mujer.

-Porque está gorda y va forrada, pero lo hace -insistió el viajante.

Para mí era muy duro sentarme toda la tarde a estudiar Anatomía, frente a la ventana,

y contemplar, a través de los cristales, los remolinos de copos de nieve en la ventisca.

En aquellas circunstancias era muy importante no perder el poco calor que almacenaba

mi cuerpo decrépito, por eso me ponía la ropa por duplicado, e incluso guantes, bufanda

y el abrigo, y aún más, llegué a echarme la manta de la cama sobre los hombros.

Una noche nos presentamos a cenar vestidos de tal guisa y la patrona se disgustó.

-¡Qué exagerados son estos chicos!

-Es tontería pasar frío… - contesté mientras Ricardo se reía.

-¡¿Qué pasa?! -preguntó Marino.

-Los estudiantes se han sentado a la cenar con el abrigo puesto para protestar por el

frío que hace -explicó el viajante.

-¡Voy a ponérmelo yo también! –se solidarizó el joven ciego.

-¡Y yo! –se sumó Pedro “Grande”.

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-Sabes que tenéis razón… -dijo el vendedor- ¡Voy a abrigarme!

En un santiamén regresaron todos protegidos del frío con bufandas, guantes,

chaquetones y hasta gorras.

-¡Qué hombres tengo a mi cargo! ¡Cómo los de antes, que rompían el hielo de las

charcas para dar de beber al ganado…!

-¡Echa más tarugos a la caldera, coño, y déjate en paz de decir jilipolleces! -chilló

Ricardo indignado.

-El problema no es echar, sino sacar luego las cenizas…

-Qué las saque Pedro “Chico”, el único que dejas entrar en la cocina. ¡Cómo no

come…! O lo hago yo ¡no me importa! -se ofreció Ricardo.

-Pedro entra sólo a desayunar, cuando yo estoy presente, porque allí guardo cosas de

mucho valor…

-¡Qué desconfiada eres! ¿Acaso piensas que te vamos a robar? ¿Acaso guardas un

tesoro entre las manzanas podridas? Si yo fuera un ladrón de nada te valdría tanta

cerradura como tienes puesta.

-Parece mentira que a los bejaranos, que tenéis tan cerca la nieve de la sierra, os

afecte tanto el frío… -puntualizó María con cierta sorna.

-Béjar está más resguardada del cierzo que Salamanca… -respondí molesto.

Y para hacerla entender la situación, nos calentábamos las manos con el aliento que

humeaba en nuestras bocas y con el vapor de la sopa de fideos, que para mí no tenían

otra utilidad.

Todas las noches, antes de acostarnos, para entrar en calor, hacíamos gimnasia y

practicábamos artes marciales u otras modalidades de lucha. Era una manera de

calentarse mediante el ejercicio físico y los porrazos, combatir el sedentarismo y

liberarnos de la tensión diaria. Con el transcurrir del tiempo la ceremonia fue siendo

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más compleja. Nos poníamos sólo los pantalones del pijama para desafiar, a pecho

descubierto, la baja temperatura reinante en el dormitorio. Después desfilábamos, cada

cual con su almohada al hombro, por la habitación hasta el espejo del armario, donde

gesticulábamos un repertorio de muecas que nos provocaban la risa. Más tarde,

completábamos varias series de ejercicios gimnásticos y, finalmente, combatíamos. Las

modalidades de lucha fueron variadas: lucha de almohadones, boxeo, judo, karate,

cuerpo a cuerpo con la luz apagada… Tales prácticas, bastante ruidosas por los

batacazos, caídas, ayes de dolor y carcajadas, eran un misterio fastidioso para los demás

inquilinos, aunque nosotros, gracias al ajetreo y a los golpes, nos acostábamos calientes.

-¿Qué cojones hacéis por noches? –nos preguntó Ricardo amenazante- ayer estuve a

punto de levantarme para abroncaros.

-¡Sois como potros! ¡Vais a destrozarlo todo! -le secundó la patrona, que a veces

aporreaba la puerta pidiendo silencio.

-¡No, son como loros: se pasan la noche dándole al pico…! –añadió Marino-. El otro

día oí a Pedro recitando poemas y el anterior a Sebastián cantando hasta las tantas.

-Lo siento… procuraré hacer menos ruidos… -me disculpé avergonzado.

-Menos ruidos no, a las doce de la noche tenéis que estar dormidos -ordenó el

viajante enfadado-. Oigo llegar a los ciegos a golpes con el bastón, ¿cómo no voy a oír

vuestras risotadas?

-¿De quién os reís tanto? -quiso saber la dueña.

-¡De nadie…! ¡Nos reímos de chorradas! ¡Es relajante reírse…! -aclaró mi primo.

-¡Pues reíros a otras horas, coño, que el día es muy largo! ¡Quedáis advertidos! -

amenazó Ricardo.

A pesar de que la oposición era unánime, seguimos celebrando aquella absurda

ceremonia, pero en silencio absoluto, aunque era bastante difícil reprimir las carcajadas.

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Una única manta era insuficiente para librarnos de los escalofríos en las gélidas

noches de invierno, por lo que intercalábamos, debajo de la colcha, toda nuestra ropa de

abrigo y hasta las faldillas de la mesa. A veces, nos acostamos vestidos y otras en la

misma cama por no desperdiciar ni una pizca de calor.

- ¡Qué frío hace! ¡Quién pillara una bolsa de agua caliente! - le decía a mi amigo.

-¡Calla, que dice la señora María que no lo hace! ¡Qué no lo nota!

-Es que la grasa es el mejor aislante térmico y a mí no me sobra.

Es cierto que, una vez metidos en la cama y al no poder dormir, charlábamos durante

horas; la conversación a menudo se animaba, el tono de la voz subía, discutíamos

apasionadamente sobre cualquier tema y, a veces, uno se quedaba dormido mientras el

otro continuaba su monólogo. Por eso, de cuando en cuando, intercalábamos el famoso

“¿estás dormido?”, y si no había respuesta equivalía al punto y final. Efectivamente, yo

recitaba en ocasiones poemas de Antonio Machado, Lorca, Miguel Hernández y Paul

Valery; y Chan interpretaba canciones de la Cantata de Iquique, Jesucristo Superstar, o

Víctor Jara. Curiosamente, ambos éramos de ideología izquierdista y a la vez católicos,

aunque Sebastián era practicante y yo me debatía en un naufragio de fe.

-¡Cómo calentáis la lengua por la noche! -se quejaba Ricardo, que tenía un sueño

muy superficial.

Fueron diálogos sinceros, profundos y enriquecedores, gracias a los cuales aprendí

mucho de la vida y cambié para mejor. Aquellos debates fueron un abono para la

inteligencia.

Hartos de pasar frío, decidimos ir a estudiar a las bibliotecas públicas. Yo acudía,

todas las tardes, a la del convento de San Esteban, un lugar tranquilo y caliente, donde

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daba gusto permanecer y trabajar. A la salida, solía darme un paseo por el claustro

descubriendo la diversidad de seres imaginarios de los capiteles y los viejos cipreses del

patio, que se fundían con el cielo estrellado. Así me aficioné a acudir a este hermoso

templo no sólo por motivos puramente académicos, sino también por razones artísticas,

pues me encantaba contemplar el magnífico retablo churrigueresco de enormes

columnas salomónicas, o pasear por las inmensas naves curioseando en las ricas

capillas, o tomar asiento en el coro para escuchar más cerca la música del órgano en la

misa de los viernes por la tarde. Allí no recibía sólo calor espiritual.

Atravesaba, entonces, una crisis religiosa, lógico choque entre fe y razón de las

enseñanzas científicas, avivado por la constatación personal de la enfermedad, el

sufrimiento y la muerte en las prácticas médicas. Después de ver a un niño con parálisis

cerebral con importantes deformaciones que le condenaban a vivir postrado en un lecho,

se tambaleó la hipótesis de la existencia de Dios y mi espíritu se precipitó en un abismo

tenebroso y profundo. Sin embargo, visitaba aquel templo para apaciguar aquella lucha

interior en la que el ateísmo radical vencía.

El organista ensayaba los viernes por la tarde, antes de la misa, e interpretaba

delicadas piezas que me envolvían en un alud de emociones y de paz. Una tarde, subí al

coro para escucharle y me senté, permanecí recogido en la oscuridad y perdí la noción

del tiempo. Como tenía los ojos cerrados, no me percaté de la llegada de un monje, que

encendió la luz y me sorprendió en tal éxtasis. Me devolvió a la realidad con un toque

en un hombro.

-¿Te gusta la lectura? -me preguntó.

-Mucho.

-Entonces, sígueme. Te mostraré un libro.

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Fui tras él por pasillos en penumbra pensando que me enseñaría algún antiguo códice

de su biblioteca secreta, pero acabamos en la sacristía donde me mostró la Biblia

abierta.

-Nos leerás algo de Salomón. Desde aquí hasta el final –me dijo señalando en la

página correspondiente.

-El “Cantar de los Cantares”-exclamé, mientras me familiarizaba con la lectura.

-¿Lo conoces?

-Claro.

-¿Has leído alguna vez en misa?

-No.

-Entonces procura no ponerte nervioso.

No pude negarme, cuando el sacerdote me hizo una señal, subí al púlpito y, casi de

memoria, recité parte de aquel maravilloso poema. Por suerte no había ningún conocido

entre el público.

Estas y otras anécdotas enriquecedoras, que no contaré, nos sucedieron por buscar

calor fuera de la pensión que pagábamos.

No puedo terminar este capítulo sin un recuerdo para los gorriones, pues vivían en

peores condiciones que nosotros, pasaban la noche a la intemperie arrecidos en las

ramas desnudas y, a pesar de ello, me saludaban con sus trinos cada mañana, al cruzar

el parque de San Francisco camino de la Facultad de Medicina. Muchas veces me

detuve a contemplar el cadáver escarchado de algún pajarillo muerto de frío, y sufrí

cada pérdida como si de compañeros míos se tratasen. Descansen en paz aquellos seres

dignos y libres que, prematuramente, dejaron de revolotear en los frondosos cipreses de

los jardines y a los que dediqué varios poemas.

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CAPÍTULO QUINTO

DE LAS NOVEDOSAS EXPERIENCIAS CON CADÁVERES Y OTROS

RESTOS HUMANOS EN LA ANTIGUA FACULTAD DE MEDICINA.

Las prácticas de Anatomía trajeron nuevas y escabrosas sacudidas a mi existencia, ya

de por sí absurda. La sala de disección era amplia y luminosa; la luz se colaba desde

arriba, a través de varios ventanales desde los que se divisaba el cielo y las ramas de los

árboles del parque de San Francisco. Había dos filas de mesas de piedra artificial, con

un agujero en el centro, a través del cual drenaban los fluidos orgánicos al

correspondiente cubo de goma negra situado debajo. Como era de esperar, olía a

formalina y a putrefacción. En torno a cada mesa, los jóvenes estudiantes lucíamos

blancos uniformes y atendíamos a las explicaciones del jefe. Yo tuve suerte al poder

contemplar, desde mi posición, el ramaje de los olmos de la avenida, donde me

visitaban los pájaros y los rayos rojizos del atardecer.

Al principio recortábamos, pegábamos y coloreábamos las partes de un cuerpo

humano de papel: las venas azules, las arterias rojas, los nervios amarillos, los músculos

marrones… Era como una clase de trabajos manuales con tijeras, pegamento y lápices

de colores…

Al fondo de la estancia había un enorme cubo de goma negra, con una tapadera del

mismo material, que confundí con una papelera, pero al destaparlo para tirar los recortes

sobrantes vi dos o tres caretas humanas flotando en un líquido maloliente por el lado del

pabellón auricular. La visión de aquellos restos fue una sorpresa desagradable. Al cabo

de un rato, una compañera de mesa me preguntó:

-¿Dónde has tirado los papeles?

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-En aquel cubo -respondí señalando- pero ¡ten cuidado no te oigan!

-¡¿Por qué?!

-¡Por nada!

Un grito de terror aturdió los pabellones auriculares muertos y asustó a todos los

presentes, que miraron al fondo esperándose lo peor. Me dijeron que mi compañera no

pudo superar esta impactante visión y cambió la carrera de Medicina por la de

Enfermería. No había sido aún psicológicamente preparada.

Meses después, comenzamos el estudio del esqueleto. Al comenzar la clase, el

celador acudía con un saco lleno de huesos, como un rompecabezas desordenado, e iba

depositando en cada mesa los correspondientes a cada práctica. Como broma de mal

gusto, alguien colocó, a una alumna, un collar de vértebras humanas ensartadas en una

cuerda y perdió el conocimiento de la impresión sufrida, mientras otros extraían los

dientes de las calaveras o se batían con los fémures. Era una forma de erradicar

prejuicios y perder el respeto a la muerte, supongo. Conseguir algunos huesos

representativos, para estudiarlos en casa, era una aventura y los pocos disponibles

pasaban de una a otra generación de estudiantes por caminos oscuros, incluida su venta.

Aunque legalmente existía la posibilidad de obtenerlos en cualquier cementerio cuando

levantaran alguna tumba, siempre que se contara con los correspondientes permisos

otorgados por el Ayuntamiento, la mayoría de los sepultureros, incluidos los de Béjar,

desobedecían el mandato de las autoridades municipales. Por eso cuando presenté mi

demanda a uno de los enterradores me dijo con sarcasmo:

-El que entra aquí no vuelve a salir ni con la firma del alcalde.

Busqué sin éxito en los mercados de Salamanca, dispuesto a pagar bien a estudiantes

de cursos superiores. Mi padre habló con un bedel conocido de la Facultad de Medicina,

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empleado en el depósito de cadáveres y, aunque le puso muy buenas palabras, a la hora

de la verdad me fui con las manos vacías. Cansado de tanta incomprensión, decidí

colarme en el osario del cementerio de Béjar y tomar prestados algunos huesos.

Aprovechando las vacaciones de Navidad, un mediodía lluvioso, salté la tapia del

camposanto, mientras mi hermano Javier y mi amigo Leoncio, que también estudiaba

Medicina, vigilaban subidos a lo alto de un castaño del Plantío, para tener mejor visión

y avisarme si venía el sepulturero. Encajonado en aquel recinto angosto rebusqué en el

barro, entre cenizas de cremaciones, astillas de madera de los ataúdes, flores secas y de

plástico ajadas… Encontré algunas falanges intactas, que me guardé en los bolsillos, y

alguna otra pieza, quizá del carpo. De repente, me cegó una luz amarilla y todo

comenzó a temblar, perdí el conocimiento y me desplomé sobre los restos. No sé el

tiempo que permanecí así. Cuando desperté no sabía quién era ni dónde estaba porque

había perdido la memoria. Alguien gritaba en un árbol cercano y me dirigí en dirección

a la voz, choqué de cara contra el muro, trepé a lo más alto y di un paso en el vacío

cayendo desde una altura de más de tres metros. A pesar de todo, no sentí ningún dolor,

pues mi mente permanecía estuporosa. Me auxiliaron mis acompañantes porque yacía

manchado de barro; sangrando por la boca, porque me había mordido la lengua; y sin

poder mantenerme en pie. Entre los dos y como pudieron me llevaron a casa. Yo

andaba a trompicones con la cabeza y la mirada desviadas. Tardé muchas horas en

recuperar la memoria y estuve todo el día en cama con un gran quebranto. Mi madre,

después del susto inicial y tras oír lo sucedido, llegó a la conclusión de que había sido

obra de las ánimas para impedir el hurto. Algunos días después, el médico de cabecera

me atendió en consulta privada y me envió a Salamanca, donde un neurólogo me

diagnosticó de epilepsia y me puso tratamiento. Yo pienso que la causa fue el mal

comer, el poco dormir y el mucho estudiar, pues nunca más volví a sufrir otro ataque.

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Chor, mi hermano pequeño, por su cuenta, regresó al osar y me trajo, dentro de una

saca, dos calaveras y otros huesos que me fueron muy útiles para aprobar la Anatomía;

aunque mi madre, por respeto a los difuntos, nos prohibió que los guardáramos en casa.

Al reanudarse el curso, conté a Sebastián lo ocurrido en aquellas jornadas de

descanso frustrado.

-Tengo un amigo saqueador de osarios –me acusó, bromeando.

-Caras me salieron las cuatro falanges que cogí.

-No vuelvas al cementerio, por si acaso.

-No… Está pensión parece un hospital…Tengo que tomar seis pastillas al día y tres

son de barbitúricos… No sé si voy a rendir igual en los estudios tan sedado…

-¡Tendrás que poner más voluntad!

-¿Más todavía?

-¡Sí! Tú acabarás la carrera de Medicina, pase lo que pase. ¡Estoy seguro!

Fue mucha la ayuda moral que mi primo me dio en aquellos momentos difíciles,

cuando me parecía que el mundo se iba a derrumbar conmigo. Resultó que él también

era epiléptico, aunque sus crisis eran parciales, sufría ausencias sin derrumbarse al

suelo.

Pronto empezamos el estudio de las extremidades y nos habituamos a ver a los jefes

de mesa transportando los decrépitos miembros amputados, y a hurgar buscando tal

músculo o tal nervio. De ahí pasamos a inspeccionar los cadáveres completos de dos

hombres y una mujer que, según los repetidores, llevaban bastantes años en uso, por lo

que era difícil soportar su olor. Yo seguía las explicaciones desde la segunda fila,

mirando entre las cabezas de mis compañeros, tapándome la nariz y con los ojos

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enrojecidos por el formol. Mientras las manos de los alumnos separaban los órganos, mi

mente volaba con los gorriones, más altos que los pararrayos de la catedral.

-Desde que hago prácticas con cadáveres me asquea la carne -comentaba durante la

comida.

-No me extraña –me respondió Sebastián.

-Traes un tufo a muerto en la bata que apesta - protestó Ricardo.

-Ahora mismo me huele mal -se quejaba Marino.

-Porque ha traído un trozo de carne para el potaje de la señora María -bromeó

Ricardo.

-¡Eso no lo digas ni en broma! -le reprochó el invidente más joven.

-¿Te habrás lavado las manos antes de sentarte a la mesa? –quiso saber el viajante

con descaro.

-Claro que sí, siempre lo hago por higiene - respondí.

-¿Has escuchado, Marino? ¡Come el pan sin ascos! -insistió Ricardo.

A pesar de tantas dificultades, aprobé todos los parciales con notable, e incluso me

atreví a cuestionar la nota de un examen al doctor Amat, el catedrático de Anatomía,

pidiendo el sobresaliente. El profesor me recibió en su despacho y me habló muy

amablemente.

- Es la primera vez que alguien no se conforma con un notable -me dijo-, acepte

usted mi felicitación…

Juntos revisamos el ejercicio y encontramos algunos errores en la inserción de

algunos músculos, que debieron producirse al tomar apuntes.

-Estudie usted en libros -me aconsejó- evitará imprecisiones.

-No puedo comprarlos -le respondí.

-No hace falta que los compre, están a su disposición en la biblioteca de la Facultad.

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A partir de entonces, en largas horas de trabajo, fui copiando los libros que

necesitaba. Amat se aprendió mi apellido y siempre que nos cruzábamos nos

devolvíamos cordialmente el saludo. Durante toda la carrera tuvo un trato especial

conmigo.

Todo el día lo dedicaba al estudio de la Medicina con auténtica pasión, con

curiosidad insaciable y derrochando las pocas fuerzas que tenía. Madrugaba e iba

corriendo por las calles, para llegar pronto y sentarme en las primeras filas de bancos,

ilusionado por lo que iba a aprender en aquella jornada. Asistía a todas las clases

tomando apuntes en ocasiones artísticos, pues siempre estuve dotado para el dibujo y la

pintura. Revisaba y corregía el material manuscrito comparándolo con los libros de la

biblioteca. Pasé muchas horas solo, estudiando y tiritando de frío, cubierto en parte por

una manta o por el abrigo, esperando la primavera más que los gorriones. Con fuerza de

voluntad inquebrantable afronté cuantas dificultades tuve, pues no estaba dispuesto a

fracasar. A veces, me contemplaba en el espejo del armario durante varios minutos y en

mi mente surgían cientos de preguntas que no podía contestar.

-¿Por qué estoy destrozándome? ¿Merece la pena quemar mi juventud entre cuatro

paredes? ¿Servirá para algo tanto sacrificio?

Me fui consumiendo, adelgacé aún más y tuve que hacer nuevos agujeros a la correa

para que no se me cayeran los pantalones. Mi rostro demacrado lucía dos patéticas

ojeras debajo de los ojos cansados y doloridos por el estudio. Hubo que poner coderas a

los jerseys, agujereados del roce contra las superficies de madera.

Consulté libros de Medicina Interna y de Neurología para saber que era la epilepsia y

no me gustó lo que leí. Vivía con el temor permanente a sufrir un ataque imprevisto en

la Facultad o en la calle, pues los factores de riesgo eran muchos y los cuidados pocos.

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Aquel atiborre de pastillas disminuyó mi capacidad de concentración. No fueron días

maravillosos, aunque tampoco faltaron instantes de felicidad, como el rayo que se

filtraba entre nubes negras de tormenta. Los fines de semana Sebastián se iba a Béjar,

yo me quedaba en Salamanca estudiando, aunque en los ratos libres, salía a despejarme

y también disfrutaba con la música de los órganos de la Catedral y del convento de San

Esteban; de paseos por las orillas del Tormes bajo chopos desnudos y gaviotas libres,

cerca del soberbio puente romano y de los verracos de piedra contra los que golpearon

al Lazarillo. Sorprendí estrellas prisioneras entre el ramaje escarchado del amanecer.

Atisbé la luz en el paisaje cambiante de aquellas tierras arcillosas, rojizas y

amarillentas. Me recreé en silenciosas caminatas por la ciudad brumosa y

fantasmagórica, rica en rincones donde el tiempo se había detenido gracias a

extraordinarias obras artísticas. Supe del recogimiento y la oscuridad de sus humildes

templos románicos. Comprendí la fantasía del gótico y la majestuosidad recargada del

barroco… Compendié parte de estas sensaciones en poemas simples, agrupados bajo el

título “El Vuelo Azul”, un poemario parido en soledad inhóspita, arrancado a impulsos,

con trozos imprecisos de sueños y esperanzas, con deseos irrealizables por imposibles,

pero con el coraje que nos obliga a luchar cada día, porque cada segundo de nuestra

existencia es importante por el simple hecho de pertenecernos. Nadie ha derrochado

tanta ilusión. Aquellos apuntes estaban plagados de frases de ánimo: “¡Vencerás! ¡Es

preciso seguir luchando! ¡Continúa! ¡Falta poco para el final!”, es posible que también

guarden alguna lágrima que emborronó algún subrayado. Sebastián me ayudó en aquel

trance complejo, también mi familia cuando regresaba a Béjar algún fin de semana. En

uno de estos viajes, un joven pasajero tuvo una crisis epiléptica y cayó convulsionando

en el pasillo del autocar. En medio del lógico revuelo, algunos hombres intentaban

sujetarle y devolverle a su asiento. Sebastián y yo nos acercamos con calma.

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-¡Déjenme con él, yo también soy epiléptico y sé cómo hay que atenderle! –advertí

con tanta autoridad que todos se apartaron y volvieron a sus sitios. Le dejé en el suelo

cuidando que no se lastimara hasta que recuperó la conciencia, después le ayudé a

sentarse junto a su madre, que lloraba impotente.

-¿A ti también te dan dos crisis al día? - me preguntó la buena mujer.

- No señora –respondí, aún avergonzado.

-Muchas gracias por vuestra ayuda… -nos dijo, mientras limpiaba la saliva de su hijo,

un muchacho de mi misma edad pero con evidente retraso mental.

Al regresar a mi plaza, sentí que todas las miradas se clavaban en mí, no sé si por

nuestra buena acción o por lo que, sin querer, confesé.

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CAPÍTULO SEXTO

DE LAS OTRAS CARRERAS.

La monotonía del curso se rompió cuando publicaron el anteproyecto de una ley que

encarecía la enseñanza, entre otras cosas. Aquella mañana, alguien colocó, en los

pasillos y clases, enormes pancartas llenas de frases alusivas escritas con grandes letras

rojas. En la fachada pintaron anuncios de huelga estudiantil y convocaron una asamblea

en la Facultad de Medicina. Como no me pareció bien que hubiesen manchado con

pintura un monumento artístico, no acudí a la reunión. Me atrincheré en la biblioteca y

estuve estudiando, no podía perder un minuto en parlamentos inútiles. Al salir, me topé,

en la misma puerta del recinto, con un grupo de estudiantes insultando a la Policía

Nacional, que cargó en ese momento, por lo que di media vuelta y corrí a refugiarme en

el viejo edificio. Fuimos testigos de un tumulto lamentable, ya que algunos chavales de

instituto apedrearon a los “grises”, que respondieron disparando pelotas de goma,

atrincherados tras sus escudos de plástico. En las escaramuzas que siguieron hubo

rotura de cristales, incluidos los de la biblioteca, desde donde yo contemplaba la escena.

Los coches aparcados en la zona sufrieron múltiples abolladuras por las pedradas que

recibieron. Hubo un momento de confusión y nerviosismo cuando los agentes del orden

controlaron la situación tomando la entrada del edificio, nos temimos un desalojo

violento, quizás con represalias. No fue así, al existir leyes que impedían a los

antidisturbios entrar en la Universidad. Los más jóvenes hostigaban desde dentro, pero

pronto gastaron sus municiones. Cuando se apaciguó el panorama, atravesé el

improvisado campo de batalla y volví a la pensión, dando un rodeo y con la carpeta

escondida. Después fui a ver a mis abuelos paternos, Pedro y María Antonia, alojados

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en casa de sus hermanas, y cuando narré lo sucedido mi abuelo aplicó unos de sus

sabios refranes:

-Más vale rodear que no mal andar. Una gitana que lo oyó dijo: “no son refranes, son

verdades”. No te metas en líos de política, que tu nombre no figure en ninguna lista de

partidos o sindicatos, que a veces se usan mal cuando vienen mal dadas.

Luego me contó algunas anécdotas alabando la prudencia y para que evitara

participar en cualquier conflicto, o como él decía:

- “Qué por curiosidad no te fotografíen junto al cadáver”, o “las cárceles y las

sepulturas están llenas de valientes”.

La gente mayor era muy desconfiada a causa de la Guerra Civil. No les faltaba

razón, pues entonces vivieron atrocidades absurdas, como el martirio y asesinato de su

tío, el beato Lorenzo Cosmes Martín, fraile de la Orden de los Predicadores, muerto en

Madrid el 11 de agosto de 1936, y cuyos restos, brutalmente mutilados y desfigurados,

fueron identificados gracias a un botón de otro color, cosido por mi abuela unos días

antes del regreso. Aquellas represalias eran previsibles y le alentaron a quedarse en el

pueblo hasta que la situación mejorase, sin embargo, él era un valiente y no quiso eludir

sus responsabilidades como religioso. Volvió como un cordero a un corral de lobos por

no renunciar a su fe en Jesucristo. Mi familia paterna procedía de Macotera, un ejemplo

de castellanos religiosos, amantes de las tradiciones de este campo charro, que el sol

abrasa en estío y la escarcha endurece en invierno, donde escasean las sombras de las

encinas bajo la inmensidad limpia del cielo. Comí con ellos y disfruté con sus historias,

que reforzaban mi identidad, hundían mis raíces en la tierra para nutrirme con su sabia

ancestral y me hacían sentir miembro de una saga de luchadores irreductos.

Al día siguiente, desoyendo consejos, acompañé a Sebastián a una asamblea de la

Universidad y los Institutos, que se celebró en el Aula Magna de la Facultad de

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Medicina por su mayor aforo. Surgieron espontáneamente líderes estrafalarios, rojetes

de nuevo cuño con espesa barba ya canosa, vozarrón poderoso y autoridad para

imponerse y arrimar el ascua a su sardina. Nadie sabía por qué presidían y algunos

dudábamos que fueran universitarios, entre otras cosas por su mucha edad.

-¿Quién coño ha elegido a esos para presidir? -pregunté a Sebastián, que se

emocionaba en estos actos multitudinarios e incluso se atrevía a exponer públicamente

sus opiniones.

-Creo que son estudiantes de Derecho -me aclaró mi primo.

-Deben ser repetidores del último curso.

-¿Por qué?

-Porque algunos ya deben tener nietos… ¿No crees?

Hubo un lleno absoluto, incluso quedó gente de pie, entre las volutas del humo de los

cigarrillos y las manos levantadas solicitando turno para intervenir, vimos y escuchamos

al chistoso de turno, al revolucionario convencido, al manipulador sutil, al pardillo que

no se entera, a los que quieren votar ya, a los que aplauden y abuchean, a los que

cuentan manos… Por supuesto, Sebastián y yo también intervenimos para que

apuntasen nuestra propuesta en la pizarra. Al final la gente dejó de atender y aquello se

transformó en una reunión pajarera, donde todos hablaban, nadie escuchaba, y los que

se aburrían iban saliendo. Todo para convocar una manifestación por la tarde, trazar su

recorrido y los puntos donde volvería a comenzar en caso de ser disuelta.

A las seis en punto, en la plaza de Anaya, junto a la Catedral, cientos de jóvenes

evidentemente nerviosos, pues no había sido autorizada, iniciamos la marcha. Todas las

bocacalles del itinerario estaban tomadas por la policía, que conocía a la perfección

nuestros planes. Mi primo y yo nos situamos en el centro de la muchedumbre y

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comentábamos las proclamas, algunas graciosas. Casi todas las entradas a la Plaza

Mayor estaban bloqueadas con coches patrulla. Seguimos por la calle Zamora.

-¡Chan, esto es una ratonera! ¡Nos han metido en la boca del lobo! –exclamé, al

comprobar que estábamos rodeados.

-Tú tranquilo - me respondió - nosotros somos buenos corredores…

-¿Y cómo vamos a correr entre tanta gente?

-¡Cuándo llegue el momento lo sabrás!

La marcha se detuvo en las proximidades de la plaza Zamora, pues la calle estaba

cortada con varios furgones y vehículos policiales, detrás de una barrera perfectamente

alineada de “grises” pertrechados con escudos, porras y rifles para disparar pelotas de

goma y botes de humo.

-¡Dispérsense! ¡Dispérsense o nos veremos obligados a intervenir! –amenazó una

voz a través de la megafonía, pero la muchedumbre no hizo caso porque no había

escapatoria.

Pronto sonaron las primeras pedradas contra los cristales y la carrocería de los

automóviles. Las sucesivas cargas policiales nos obligaron a retroceder hasta la Plaza

Mayor, donde la multitud se hizo fuerte y consiguió acorralar a un grupo reducido de

antidisturbios, que tuvo que guarecerse tras sus escudos de plástico de la lluvia de

guijarros y ladrillos que caían desde todas partes.

-¡Grises, asesinos! ¡Grises, asesinos! -gritaba la gente al unísono.

Varios furgones de refuerzo entraron en la plaza y los agentes azuzaron perros contra

los manifestantes, creando confusión y caos, que aprovecharon para detener a los

cabecillas más violentos. Fue tal el pánico ante los pastores alemanes sueltos y

enfurecidos, que forzamos una salida entre los vehículos policiales, esquivando sus

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porrazos, e incluso saltando por encima de otros con peor suerte, que yacían heridos en

el suelo. Nos fuimos a casa ilesos de milagro.

-¡Cómo sonaban los palos! - exclamó Marino sonriente.

-¡Los oíste! -dijo Ricardo-. ¡Sí, algunos chillaban como ratas!

-¡Ya lo creo! ¿Vosotros no os habéis manifestado? -se interesó el invidente.

-¡Allí estuvimos! -le respondí.

-¿Os han calentado?

-No, pero por el canto de un duro…

Los días siguientes hubo nuevas asambleas y manifestaciones, pero yo no asistí. En

una de ellas los estudiantes de Medicina tuvieron la desafortunada idea de acudir con

las batas puestas, distintivo por el que fueron fácilmente identificados y escarmentados.

También lo fue, según me dijeron, una pastelera con similar uniforme pero del todo

inocente.

Sebastián estaba muy interesado en la política, por acompañarle a actos públicos de

izquierdas me vi involucrado en otros altercados, como los ocurridos en el Pabellón

Municipal de Deportes, durante un concierto de “Quilapayún”, un grupo chileno famoso

por “La Cantata de Santa María de Iquique”, obra en la que denunciaban la matanza de

obreros de las minas de salitre en huelga a manos del ejército. Al final del espectáculo,

cuando el público emocionado cantaba el himno socialista con el puño en alto, irrumpió

en el escenario un grupo numeroso de militantes de Fuerza Nueva, armados con cadenas

y bates de madera, rompieron los instrumentos y el equipo musical, aunque los

integrantes del grupo consiguieron huir de los agresores. La reacción de los asistentes

no se hizo esperar y sonaron inmensas bofetadas a través de los altavoces. Tuvo que

intervenir la Policía Nacional, que acordonaba el polideportivo, para evitar el

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linchamiento de los ultraderechistas, lo que motivó empujones y golpes en el intento de

escapar.

Con Sebastián también asistí a una conferencia de un importante líder socialista y a

un ciclo de películas de Bertolucci donde proyectaron “La Estrategia de la Araña”, entre

otras.

Aunque yo procediera de una familia obrera, en la que hubo algún sindicalista, y por

ello me sintiese más próximo a la izquierda, no estaba aún políticamente definido. Mi

gran afición era el arte, sobre todo la poesía, por eso amaba la libertad individual e

íntima inherente a cada existencia y aborrecía cualquier forma de gregarismo. La

instauración reciente de la democracia en nuestro país puso de moda el interés por los

temas políticos. La Transición trajo un indescifrable jeroglífico de siglas de partidos de

dudosas intenciones. Los domingos, a mediodía, instalaban sus puestos

propagandísticos en la Plaza Mayor para repartir panfletos y pegatinas, tramitar

afiliaciones, recoger firmas en apoyo de las más inverosímiles causas, vender insignias

o banderas… La gente acudía con curiosidad e interés a las reuniones y conferencias

que organizaban… Hasta en la Facultad de Medicina se discutía de política. Era difícil

cruzar aquel océano tenebroso como yo lo hice: como un demócrata sin pasión y sin

rumbo, pero no a la deriva. Me declaré apolítico y humanista, aunque nadie me creyó.

Mientras Sebastián se entusiasmaba con la canción social de cantautores como Víctor

Jara, yo prefería el rock sinfónico de Pink Floid y Genesis, de los que traje dos cintas:

“La Cara Oculta de la Luna” y “Engaño en la Cola”, que escuchaba en el radiocasete de

mi primo. Así, yo veneraba la individualidad y era introvertido, tímido y poco sociable,

lo contrario de Sebastián, que participaba en múltiples proyectos y actividades, e

incluso ejercía de monitor en Junior, una asociación de jóvenes católicos para la que

quiso captarme sin éxito.

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CAPÍTULO SÉPTIMO.

SOBRE EL RITUAL DE INICIACIÓN.

A menudo, incumpliendo la norma del silencio, narré a Sebastián algunas aventuras

de la banda de los 7 K, a la cual pertenecía. Se emocionaba con estas historias y reía a

carcajadas, sin embargo, como era comunicativo, las contó en Béjar, llegaron a oídos de

mis amigos y se molestaron conmigo, así perdí las pocas influencias que aún

conservaba en el grupo. Con mi marcha hubo un cierto distanciamiento, rara vez nos

escribíamos y sólo en una ocasión vinieron a verme a Salamanca. Lo más memorable de

aquella fugaz visita, en un día invernal, fue el frío que pasamos y la bronca que me echó

un tío segundo por haber aceptado la invitación de mis tías, que se empeñaron en que

comiéramos en su casa. Les enseñé la pensión y luego fuimos a ver al otro amigo que

también cursaba primero de Medicina y vivía en una residencia de estudiantes a las

afueras de la ciudad, en la carretera de Zamora. No creo que nadie recuerde algo más de

tan desastrosa jornada que, por supuesto, no volvió a repetirse.

Yo propuse el nombre 7 K en memoria de una banda de la Plaza Mayor de Béjar,

pues todos sus integrantes llevaban tatuado en un brazo la palabra KIE, que al parecer

significaba amigos en un idioma extranjero. La K no era la inicial de karate, como

después se dijo, y aunque al principio fuimos 7 amigos, después pertenecieron a ella

otros muchachos, aunque el nombre ya no se modificó. Luis y yo empezamos a salir

juntos a la edad de 8 años, como entonces los hermanos mayores nos ocupábamos de

los pequeños, también venía Ángel y yo llevaba a Javi y Chor, y a mi primo Juan, que

siempre fue como un hermano, pues nos criamos en la misma casa, Barrioneila número

20. En una época posterior se unieron Mario y José Charli; y finalmente Leoncio.

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Aún conservo un diario que data de 1969 donde describo las batallas con otra banda

rival de la Antigua por el control de un extenso territorio: desde el puente de Don Paco

hasta el del regato Ontoria, un escenario agreste con enormes canchaleras de granito

como el Tranco del Diablo; bosques de robles, arces y avellanos como la Umbría;

pastizales como el de la Casa de la Vega; grutas como la cueva de los Murciélagos y

piscinas naturales de aguas cristalinas.

La guerra duró varios años y concluyó con la quema de todas las casetas, cuando tras

duros entrenamientos en mitad del campo, aprendimos artes marciales. Entonces

abandonamos la vieja táctica de saquear y huir, dejamos de correr y nos convertimos en

una de las bandas más respetadas de Béjar. Fue una gran paradoja, pues comenzamos

luchando entre nosotros como una práctica deportiva, ya que ninguno era especialmente

pendenciero. Hubo peleas con otros grupos, absurdas costumbres de la juventud de

entonces, y aunque no buscásemos tales afrentas tampoco las rehuíamos cuando

surgían. En una de ellas tuve que desviar un navajazo que me hubiera malherido en el

pecho, al final inmovilicé al agresor, le quité la navaja y le dije que se marchara.

Aquella noche, aprendí que la violencia es un veneno que mata en un abrir y cerrar de

ojos. En consecuencia no merecía la pena arriesgarse en reyertas inútiles que siempre

terminaban mal para alguno y generaban nuevos rencores. Hice mío aquel verso: “no

buscar más odio del que te tengan”. Aquel fue mi último combate, después permanecí

pensativo en la penumbra del Hospital Viejo, bajo un castaño de Indias, mojado por la

lluvia, cubierto de barro y con un arma ajena en mi mano derecha. También luchó y

venció Luis. Aquel incidente fue muy comentado en Béjar y nos ganamos el respeto de

los grupos más hostiles. Aunque Sebastián nos tildase de macarras, nunca lo fuimos. Mi

consideración hacia él no era mucho mejor, antes de convivir en la pensión, mi primo

simbolizaba al típico joven idealista y religioso, aparentemente feliz, que a los 18 años

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ya tenía novia formal e incluso proyectos de futuro, que nunca había peleado con nadie

ni realizado actividades de riesgo… Me gustaba hacerle rabiar con tales argumentos,

acusarle de poner la otra mejilla, traspasarle mis dudas religiosas para conocer sus más

profundos pensamientos, así cuestionaba la existencia de Dios y el amor cristiano como

norma de vida. Era difícil enfadarle y contraatacaba recordándome que, hasta hacía

algunos meses, yo también ejercí de catequista en la parroquia de los Pinos y preparé a

un grupo de niños para la Comunión. Ambos podíamos conversar sobre cualquier pasaje

del Nuevo Testamento, porque nos lo sabíamos casi de memoria.

En el transcurso de los días fuimos acercando posiciones, gracias a las largas y

educativas conversaciones sobre los más diversos temas, o a aquellas discusiones

apasionadas, tan molestas para el resto de los inquilinos.

Un día Sebastián me pidió que le enseñara a luchar y así empezamos las prácticas

nocturnas que tantos perjuicios nos trajeron. Me sorprendió cuando quiso superar las

tres pruebas del rito de iniciación para pertenecer, simbólicamente, a los 7 K. Una

mañana de finales invierno fuimos al legendario lugar, con Javi como testigo, a cumplir

con el arriesgado ceremonial. El campo olía ya a primavera, verdeaban los árboles de

las frondas y los álamos de las choperas, el rocío brillaba sobre la hierba y florecían

violetas y botones de oro. Dimos un largo rodeo corriendo campo a través entre zarzas y

arbustos, por sendas intrincadas y entre peñas, por ver si mi compañero se fatigaba y

desistía, pero no lo conseguimos. El rito comenzó en el puente de los “Tres Troncos”,

vestigio ruinoso con un trío de vigas gruesas de castaño apoyadas en dos machones de

granito, a varios metros de altura sobre el río Cuerpo de Hombre. Cruzamos como

equilibristas, pues la madera estaba húmeda y resbaladiza, cada cual sobre un tronco. Al

alcanzar el tramo final, el menos alto, Sebastián resbaló y se desplomó en la orilla

fangosa; a pesar del traspié, salió ileso, aunque embarrado hasta las rodillas. Bromeó

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sobre el incidente y quiso seguir. Caminamos por el sendero de la Umbría, un bosque

frondoso de castaños, robles, avellanos, arces y nogales, que recibía muy pocas horas de

sol, lo que explicaba un ecosistema especial con todo tipo de musgos, líquenes y

helechos. A finales de febrero, florecían los narcisos silvestres y las prímulas. Subimos

a lo alto de la Bota del Tranco del Diablo, un canchal de reducidas dimensiones en

medio de un abismo profundo, desde donde si se superaba el vértigo y la inseguridad

inherentes a la altura, se disfrutaba de una panorámica a vista de pájaro. Bajamos,

después, al fondo del precipicio por la “Cueva del Polvo”, descolgándonos por la hiedra

trepadora. No nos pareció prudente escalar la pared contraria por “El Canal”, una

pendiente vertical con rocas que se desprendían fácilmente. Dimos la prueba por

concluida y superada. Al día siguiente, los tres subimos a Hoya Moros para confirmar

su ingreso, pues una de nuestras actividades preferidas era el montañismo en la Sierra

de Béjar y en los montes cercanos.

Sebastián me hablaba a menudo del amor como eje de la vida, sin embargo en la

panda se consideraba un signo de debilidad y dependencia. Hubo amores idealizados y

platónicos, que habían de ocultarse para evitar burlas y represalias de los demás, pues

este sentimiento ni se aceptaba ni se comprendía. Aconsejado por mi primo transformé

mis pretensiones imaginarias en reales, lo que me supuso una rotunda decepción, que

quedó reflejada en algunos poemas, por aquel rechazo fui ridiculizado sin piedad, igual

que antes le sucedió a otros, pero dejé atrás un lastre del pasado que me impedía vivir

con sosiego. En la distancia fructificaron tales rupturas y el olvido limpió lo demás.

Durante los pocos fines de semana que iba a Béjar, me incorporaba a las actividades

de la panda como uno más, aunque, como no podía consumir bebidas alcohólicas,

asistía con demasiada serenidad a las fiestas. Por aquel entonces nos gustaba ir a la

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discoteca a bailar rock duro, sobre todo las canciones de “Deep Purple” incluidas en el

disco “Made in Japan”.

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CAPÍTULO OCTAVO

DE NUESTRA EXPULSIÓN, PARA EL BIEN DE TODOS

Faltaban pocos días para la Semana Santa y ambos estábamos eufóricos por las

vacaciones próximas. Sebastián había progresado en la práctica de las artes marciales.

Aquel día nos preparamos para otro combate como solíamos, desnudos de cintura para

arriba.

-¡Estás en los huesos! –me recordaba mi primo- ¡Me da pena pelear contigo!

-¡Preocúpate por ti, que yo tengo mucho nervio!

-¡Mira que músculos…!

-¡Cómo juegas a balonmano!

Después cogimos las almohadas.

-¡Toma, forzudo! - bromeé mientras le asestaba un buen golpe.

-¡Me has hecho daño! -protestó Sebastián, molesto.

-¡De eso se trata! ¿No?

-¡Tú lo has querido! ¡Voy en serio! -me dio un porrazo por todo lo alto.

-¡Ten cuidado con la bombilla!

Al escucharnos acudió la patrona enfadada.

-¡Gamberros! ¿Qué hacéis ahí dentro? ¡Vais a romper algo! -nos advirtió, mientras

golpeaba la puerta cerrada.

Entonces nos entró la risa tonta y no la podíamos parar. En vano nos tiramos sobre la

cama y mordimos la ropa para que no se nos oyera.

-¡Culpable de adulterio! -exclamó Sebastián, apuntándome con el dedo en tono

acusador-. ¡Te pillé “in fraganti” morreando con el almohadón!

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Y yo estallaba en una nueva e incontenible carcajada.

-¡Dejadme entrar! -gritó María desde el pasillo.

-¡No estamos visibles…! -dije entre risotadas, ambos ya por el suelo, cada cual con

su almohada.

-¡Apagad la luz! ¡Inmediatamente! ¡A la cama! –ordenó la dueña.

-¡Cómo mande! -respondimos y apagué.

Tardamos un buen rato en dominar las risas.

-Te reto a una pelea cuerpo a cuerpo y en la oscuridad -propuse.

-¡Vale!

Y nos enzarzamos en silencio. Intenté un volteo pero mi primo se agarró a mí con

fuerza y perdimos el equilibrio, cayendo sobre mi cama, que se desplomó con tanto

estruendo que la patrona acudió fuera de sí.

-¡Potros! ¡Sois unos potros! -gritó mientras aporreaba la puerta- ¿Qué habéis roto?

¡Salvajes!

Nosotros permanecimos inmóviles en la sombra, enredados entre la ropa y

sorprendidos por el accidente.

-¿Qué habéis roto? -insistió la patrona.

-Nada. No ha pasado nada. –contesté con nerviosismo, pero al escuchar mi respuesta

Sebastián comenzó a reír de nuevo, su hilaridad me contagió y tuvimos que morder las

mantas muchos minutos hasta sofocar la risa. Como no abrimos la mujer se cansó y se

marchó a la cama, momento que aprovechamos para investigar los daños con una

linterna.

-Se ha roto una de las pestañas metálicas sobre las que apoya el somier y otra está

doblada - diagnosticó mi primo.

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Intentamos enderezarla pero fue imposible porque amenazaba con partirse.

Solucionamos la situación sujetando el somier con una correa de cuero y, después, con

una cadena y un candado que adquirimos; así dormía, sin hacer movimientos bruscos

para no descuajaringar aquella instalación tan precaria y con miedo a partirme la cabeza

durante el sueño. Por la mañana retirábamos las ataduras y el lecho quedaba en un

estratégico equilibrio inestable, con el somier apoyado sobre dos patillas sanas y otra

torcida. El invento funcionó durante medio mes pero, como lo mal hecho mal acaba,

aquel estropicio también fue descubierto. Ocurrió mientras la señora hacía la cama, al

apoyarse derrumbó aquel castillo de naipes y quedó atrapada en sus ruinas.

-¡Socorro! ¡Qué alguien me saque de aquí! -vociferó angustiada, pues a pesar de

muchos esfuerzos era incapaz de incorporarse, en parte a causa de su gordura y torpeza.

Después de bastante rato, se despertó Marino, acudió a ayudarla asustado por las

voces y sin ver que sucedía.

-¡¿Qué pasa?! ¿Por qué grita? -preguntó el ciego con manifiesta inquietud.

-Estoy aquí, en el suelo, entre las ropas de la cama que me han destrozado esos

sinvergüenzas. ¡Ayúdame a levantarme!

-¿Se ha hecho daño? -se interesó el invidente mientras palpaba agachado para

localizarla.

-No. Ha sido un susto de muerte.

-Tranquila. ¡Apóyese en mí, voy a tirar para sacarla de ahí!

Aunque Marino era corpulento tuvo que emplearse a fondo para conseguirlo.

Después la mujer inspeccionó el catre y localizó el desperfecto.

-¡Aquí falta una patilla!

-Tendrá que venir a un herrero a soldarla -aconsejó el hombre.

-¡El que rompe paga! ¡Me van a escuchar esos salvajes!

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Al volver de la Facultad, encontré a María iracunda en el dormitorio e imaginé lo

sucedido.

-¡Mira! -me chilló señalando el amasijo de hierros, sábanas y manta-. ¡El trompazo

de la otra noche! ¡Y encima tuve que aguantar vuestras risas y burlas…!

-Fue sin querer -respondí en un intento de justificar el inesperado accidente.

-Me da igual. Recoge tus cosas y os marcháis de la pensión en cuanto venga tu primo

–me ordenó sin dudarlo.

-¿Nos echa? –pregunté, ingenuamente, para ver si recapacitaba sobre tan drástica

medida.

-¡Ya me has oído!

-¿Y adónde vamos a ir a mitad del curso?

-¡Me da igual lo que hagáis! ¡Cuánto más lejos mejor!

-Por favor, nos deje hasta que encontremos otro alojamiento, para no perder clases -

supliqué preocupado.

-¡Tres días! ¡Ni uno más! ¡Llama a tus padres y cuéntales lo sucedido! ¡Diles que

también me adeudan lo que cueste el arreglo de la cama, a medias con tu primo!

-¡Se lo diré! ¡No se preocupe!

-Gracias a que Marino estaba en casa para socorrerme… ¡Casi me mato por vuestra

culpa!

-Discúlpenos… -dije arrepentido al ver el estado de nerviosismo de la patrona.

María salió de la habitación y Marino me narró el dramático rescate, también

enfadado con nosotros. Cuando vino Sebastián le comuniqué la noticia, aunque no le

afectó tanto como yo esperaba.

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-¡Qué ingenuos hemos sido! ¡Quizá sea lo mejor para todos! ¡En cualquier otro lugar

estaremos mejor que aquí! Realmente no sé por qué no nos hemos ido nosotros a

principio del curso… -comentó mi primo sentado sobre la cama.

-Por seguir juntos, supongo… -respondí.

-Sí, una buena razón para soportar tantas calamidades… Esta tarde empezaremos a

buscar otro alojamiento, aunque será difícil encontrar para los dos a estas alturas… El

próximo año volveremos a ser compañeros y espero que tengamos mejor suerte que

éste.

-Tendremos que comportarnos mejor para que no nos echen.

-Sí, se acabaron las peleas de almohadones.

-Y las artes marciales.

-Y cantar ópera rock de madrugada.

-Y recitar poemas a la luna.

-Y los monólogos en la oscuridad mientras el mundo duerme.

-¡Nos aburriremos como ostras…!

-¡Ya se nos ocurrirán cosas nuevas…!

Así acabó mi estancia en aquella lúgubre y gélida vivienda. Mis tías me encontraron

alojamiento a la vuelta de la esquina, en el domicilio de una patrona viuda, la señora

Alejandra, que me trató de modo muy diferente durante los cinco años que tardé en

licenciarme en Medicina. Como quedó convenido, Sebastián fue mi compañero dos

cursos más y nadie tuvo queja de nosotros, al contrario, la señora nos puso como

ejemplo de estudiantes ideales a las generaciones posteriores que residieron en su casa,

aunque esa fue otra historia.

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CAPÍTULO NOVENO

EL VUELO AZUL

Es el título del libro de poemas que escribí en la pensión de Salamanca, en los ratos

de ocio, sobre todo los fines de semana; o en el parque de San Francisco, entre clase y

clase; o en la biblioteca de la Facultad de Medicina; o en el coro del convento de San

Esteban. Recoge mis sentimientos en este periodo de ruptura, soledad, confusión y

dificultades. La poesía era pura fotografía del alma, destinada a conservar emociones

que de otra manera se hubieran perdido. La lejanía y la ausencia me invitaron al olvido

como recurso para comenzar de nuevo, libre de recuerdos y ataduras pasadas, como un

pájaro que vuela por el cielo azul y descubre la pequeñez del mundo bajo sus alas.

Tenía 18 años y se lo dedique a mi madre, Teresa Martín Álvarez. Lo incluyo aquí

como un texto anexo, que pretende enriquecer el relato, aunque al lector que no le

interese la poesía puede dar la narración por terminada.

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SUEÑOS EN LA MARCHA

25/9/1976

Escarcha en el alma, un manojo de violetas

secas

tengo.

Mi corazón está en calma, velado de tristeza,

ella limpia en mi mente como engastada gema.

Su amor vaga en falsos nimbos de polen y rocío,

diminuta mira, ama y sueña, aunque nunca conmigo.

Me cubre un musgo amargo:

en mis paraísos floridos

me quedo escondido,

falsamente

de nieve

y jazmines rodeado, sonriente

y doliente.

Y siento que la vida me arrastra, y no sé dónde iré mañana,

y toco los barrotes de esta jaula,

de esta mi jaula humana.

Cuando me haya ido, congelaré los recuerdos de mi extraña vida,

caminaré preso de una penumbra antigua,

seré un vagabundo en una ciudad desconocida,

un soñador de tibias y perfumadas brisas…

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*

IRIS EN LA MEMORIA

21/10/1976

Anude tiernos nardos con mis dedos,

apenas si amanecidos, y supe

que las almas amadas se mecían

en una roja hermosura sin nombre.

No comprendo la fuerza de esta oculta

golondrina, negra en carne tan pálida,

que regenera diablos hipotéticos

donde hubo penas y llantos baldíos.

Soy del granito añejo y desvaído

que taladra frágiles corazones

buscando. Sueño con ella: tristeza

condensada en racimos, virginal

como la luz mas repleta de sombras.

Busco, busco pájaros en otoño.

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RAZONES

21/10/1976

Vivo por otros parajes rasgados

bajo la luz del cielo, más propicios

para la soledad y el llanto, más

fragantes, más húmedos, más risueños.

Curtido voy, sin vendimias astrales,

claro como el rocío, casi alegre,

y compruebo como aquella dulzura

vaga en soles que jamás oscurecen.

Jamás, contra los besos en embrión;

jamás, contra las manos con caricias;

jamás, contra las almas fecundadas.

Porque se pende de un hilo, sediento

de comprensión, aguardando un calor

que apenas se dibuja en sus pupilas.

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ESTADOS

21/10/1976

Estoy naufragando en mi amor.

Siento sus torbellinos,

sus abismos húmedos

de besos y lágrimas.

Quiero romperme en soledad,

olvidarme de otros seres.

Necesito ser yo, más que nunca,

hablar conmigo mismo,

poblar mis paraísos…

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MÁS ALLÁ DE SU PALIDEZ

7/11/1976

Sueño los ojos del invierno enjuto

que, agrio y feroz, atravesó mi pecho

y entre mis pardos campos en barbecho

hendió su arado despiadado y bruto.

Densas semillas brotan de sus frutos,

mieles y aves, muchachas como helechos.

La paz se bate en lastimado pecho,

es un clamor que raya con el luto.

No he de robar tan sólo una caricia

tersa como la piel de las ciruelas.

No he de caer hacia la luz de un alma

llena de crisantemos y primicias.

Negro el camino, la soledad me hiela

la punta de la lengua con su calma.

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PRELUDIO

3/11/1976

Cae la tarde otoñal, toda de mirra,

los cielos lloran humedades rojizas.

Busco, en el aire partido, la semilla,

la dulce voz del chubasco que me habita.

Rosas transparentes, pájaros hambrientos,

follajes dorados y humos resinosos,

dureza de piedra añoro y me sepulto

en un cuerpo frágil como una amapola.

Busco el tibio reguero que une la luna

con mis ojos amargos, aquel camino

florecido que siembra oro en las alturas.

No soy feliz del todo, no podré serlo

tan lejos, tan pequeño, casi olvidado,

tan triste ya y consumido por las sombras.

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RESONANCIAS

3/10/1976

No me digáis que es vuestro este gorrión

desgarrado de mis arterias duras,

dejadme creer que soy de granito

pero surgen de mí seres tan bellos.

En los jardines mi trino acaricia

los árboles y las hojas caídas

en la arcilla, sobre oscuros charcos…

No consigo habituarme a este vaivén.

No me digáis que es vuestro este gorrión,

tan gris como un gris domingo de lluvia,

que queríais parte de su galleta

para alimentar los inútiles llantos,

los miedos, las angustias pasajeras,

el pánico que escondéis en las uñas.

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RECUERDOS

5/11/1976

Toda de mármol a los crisantemos

se anuncia: es sabio el linaje que, golpe

tras golpe, alza la luz hasta sus párpados.

Cuando el recuerdo tenaz vuelve y ocupa

su lugar adorado, ara de esperanza,

mis labios elevan un ciprés construido

con cielos azules y ardientes astros.

¡Qué dulce te me vas, alegría antigua,

hoy sólo vivo de sueños y añoranzas!

Cubierta de rosarios la carne grita:

me pide frondosidades y cavernas.

Finge la noche. La luna cruza altiva.

Caen las estrellas, su luz arrancada.

Pienso en el día y sonrío sin querer.

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ÚLTIMO SUEÑO DE MARCHA

2/10/1976

La muchacha feliz que se movía

a través de la lluvia, gris como ella,

ávida por sus húmedos espacios,

canta en mi corazón herido, ahora

que estoy lejos, tardía y sutilmente.

Sus perfiles voy tramando, su frágil

armazón, pero la pena desteje.

Un rayo de luna que penetró

entre las nubes, inocente luz

a través de mil prismas, eso fui:

miré su rostro y no fui mirado.

Los ojos sin pupilas de la noche

se clavaron en mi alma vulnerada

y comprendí su negrura infinita.

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LA HUELLA DEL PRESENTE

10/10/1976

Mientras caminaba bajo los álamos,

sentí que un cordón me unía al pasado,

era tan débil que, sin dudar, quise

deshilacharlo y ser libre de nuevo.

Cuanto más tiraba de él, más fragmentos

de mis venas saltaban por los aires,

aunque un último hilacho me traía

un borbotón de fértiles recuerdos.

Me desgarré más y más, con esfuerzo

mi carne concebía hojas de sílice,

hongos helados y gorriones frágiles,

brotaban con una facilidad

increíble de la herida profunda,

en aquella alameda, junto al Tormes.

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RETORNO

10/10/1976

Regreso a la flor marginal que tanto amo,

en un rayo ardiente cruzo y me invagino,

floto, al fin, en pura mística de roca

y de barro que me descubren la eternidad.

Ya no hay brillos metálicos en mis ojos

cuando navego a través de su imagen,

cual nido o cual espuma, no hay luz, presiento

la huella de soles antiguos, cenizosos…

la almendra mística que fuera el centro

del Universo, embrión en esencia, clave

de la existencia de la efímera rosa.

Así agobio, con mis torpes conjeturas,

tu existir ancestral y perecedero…

¿Adónde iré si no confío en mí mismo?

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UNA LÁGRIMA CAE DE LAS NUBES

5/11/1976

No es mi penar una prolongación del otoño

que nos muerde el pecho y se adueña de sus manjares,

sus hojas doradas penden ya sobre mis párpados,

leves soles maduros, frágiles, azufrosos.

Un canto hice con mis amores de piedra y cal,

me di a los pájaros, tanteé brisas y brumas.

Junto a mi cruzaban mujeres hermosas como

inflorescencias que predisponen al misterio.

Caí en el barro, que no rasga ni despedaza

con su espolón súbito, y supe que era feliz

e inocente como la luz lechosa del alba.

Los corazones cruzan helados, me refugio

en la niebla, busco árboles en cualquier jardín.

Río mi tristeza y gozo con lo cotidiano.

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SOMBRA BAJO LOS ÁRBOLES

5/11/1976

El otoño siembra su azufre en los árboles enhiestos.

En alguna plaza triste florecen mis pensamientos.

Noto penumbras que laten sin lograr perfiles ciertos.

Oculto en la niebla fría vaga impreciso mi aliento.

El ramaje de olmos desnudos es una trama de hielo.

El humo en torno se ciñe, titubeante en su vuelo.

Agrandaré los cálices que contenían su cuerpo.

Quede mudo mi semblante sin transparentar el duelo.

Ofreceré cera y luto al aire azul que pide sueños.

Haré valer la soledad inmensa del mundo entero.

Porque esta luz ya no me pertenece, tampoco la quiero.

Ayer fui un manzano florecido en un jardín secreto

pues, aunque amé sin ser amado, atesoré sentimientos.

Mi fe se apaga porque en la lejanía desespero.

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LEJANÍAS

20/10/1976

Como una paloma, como un manojo de lirios

me he batido, la noche, al fin, ha roto mis órganos.

Entre estos muros petrifiqué tristes recuerdos,

hice un altar de los minutos interminables.

Estaba solo, bajo los escudos antiguos,

paseando los andamios del anochecer,

cuando cuajó la sombra fría sobre mis sienes.

Era precioso fingir ser nube entre la niebla.

Cualquier grito que muere sin brotar a los labios

deja una grieta enorme en el alma, yo lo supe,

pero estaba tan cansado que elegí callar…

Solo, ante el paredón, tenía sed por la savia

de los árboles, pero no supe succionarla,

me hundí en esta desdicha sin poder remediarlo.

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EL RASO DE LA REALIDAD

25/10/1976

(A Marino y Pedro, los ciegos de la pensión)

Unos ojos que miran y no ven

son como pájaros sin alas,

como álamos sin otoño.

La noche se alojó en ellos

e impera su linfa de abismo.

No hay manos, ni rostros,

ni pórticos, ni jardines,

ni formas, ni colores…

Unos ojos dados a la sombra

no ven como otros ojos miran,

si son negros o azules,

si están enrojecidos

por un reciente llanto

o brillan de felicidad.

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PENSAMIENTOS

25/10/1976

Pues esta ciudad de brumas azules

y fachadas amarillas humedece

mi piel, con el alba, cuando camino

tan libre y feliz como los pájaros.

Entrégate a los demás y descifra

su silencio. Ama y ama. Ama nuevamente.

La luz clarea en el cielo. Las calles

están hoy muy concurridas. Alégrate,

todo irá mejor. Puede que te sientas

árbol. Puede que estés enamorado.

Afloja la marcha, contempla como

los gorriones ateridos acuden

a por las migajas de pan, y pían,

pían casi congelados de frío.

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EL REFLEJO GRIS DE LA CENIZA

3/12/1976

No es mi penar una prolongación

del invierno que ahora nos acecha,

que después se propaga en hondas brechas

hasta la entraña y roba su calor.

Acuso la perenne tentación

de volver sobre mis pasos, en flechas

hirientes, hasta las felices fechas

de infantil inocencia sin dolor.

Solo me he quedado, la noche viene

a dormir. Cien calientes ruiseñores

nos empañan los vidrios y las horas.

Solo, al borde de tétricos andenes:

lo blanco aquí no surge de las flores,

nace de un alma pura y se evapora.

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VISCOSIDADES

3/12/1976

Hubo una plaza gris con grises árboles,

el viento invernal era cruel y frío,

y una fuente puso la nota azul

que habíamos soñado cualquier día.

Hubo una plaza gris con grises árboles;

al atardecer, las aves venían

a dormir en los desnudos ramajes.

Extendió la noche un manto de escarcha

bajo el silencioso sueño de Dios.

Al amanecer, los niños hallaron

gorriones ateridos en la altura

y algunos inmóviles en el suelo,

rígidos entre la sucia hojarasca,

cerca de la fuente que olvida y llora.

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TRANSPARENCIAS

8/12/76

Cuánto cansancio acumulado en silencio,

hoy me rompo tras una sombra y un cantar,

el alma me socorre con sus cipreses,

la tierra deposita granos de arena.

Bajo las losas duermen vivos recuerdos,

son aletazos llenos de vehemencia,

rosas fragantes para un cuerpo tan frágil.

Si amas, si amas, si amas con el corazón

tus penas serán las gotas de rocío,

cuando camines no vagarás sin rumbo,

cuando sonrías la luna brindarás.

Hoy que el recuerdo es un hilo reluciente,

una fibra de luz, un rayo, un soplo,

un poema transparente y personal.

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CATEDRALES

23/1/1977

Sí, días atrás vagué por templos silenciosos,

entre las trémulas llamas de cirios que brillan,

entre largas sombras que ennegrecen cuanto tocan

y preservan la penumbra en capillas y altares.

Levanté mis ojos para abrasarlos de estrellas

y la roca acechaba desde todos los ángulos.

Contemplé imágenes cuyas gotas de sudor

y sangre aplacaron mi sed, mi angustioso intento

de lamer viejas heridas, profundas, internas.

Atravesé la inmensidad de naves solemnes

preguntando el porqué de la grandeza perdida.

Así, en mi rotunda soledad, hallé un recuerdo,

con mis flores tejido y sin piedad destrozado,

supe lo trascendente y hermoso que fue aquel día.

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PASEO FINAL

15/1/1977

Mis ojos escrutaron la niebla gris,

el ayer permanecía inalterado,

prisionero bajo una costra de escarcha.

No quise saber más.

Contemplé mi aliento cálido en la noche,

dibujé improvisadas, lentas figuras,

indicios evanescentes de calor

así visualizado.

La piedra perforó amores sin medida.

Ya no me pregunto por aquellas jóvenes

hermosas y vacías.

Me alejo del pasado con cicatrices.

Así asumo mi realidad presente.

Cesó la fantasía.

FIN.