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POLÍTICA, SOCIEDAD Y TEATRO RELIGIOSO DEL SIGLO XVI
Alfredo Hermenegildo Université de Montréal
La estrecha relación existente entre la órbita política, la vida social y la presencia del aparato
religioso en la España clásica parece una realidad indiscutible. La actividad política y el
consiguiente ejercicio de control de la sociedad fue un campo de batalla en el que se enfrentaron los
poderes civiles y religiosos o, mejor en singular, el poder político y el poder religioso. Y tomando
en consideración la existencia de un tipo de literatura muy útil para acercarse a las masas y para
conseguir su adhesión a los principios propios de los estamentos dominantes, es decir, el teatro, no
es de extrañar que durante el siglo XVI, época que ahora nos interesa, el ejercicio escénico fuera un
medio con el que se trataba de difundir un cierto modelo de sociedad, con sus componentes laicos y
divinales. El teatro religioso, de muy diversa condición, tendió a provocar en el espectador la
adhesión a unos principios que, por otra parte, sustentaban la base misma del entramado político
civil. No quiere esto decir que la Iglesia y el Estado caminaran siempre unidos al frente del proyecto
colectivo de sociedad, pero la sociedad civil, en sus fundamentos mismos, se regía, en general,
siguiendo las líneas de fuerza fijadas por la sociedad eclesiástica. La Iglesia Católica ha tendido a
definirse como «sociedad perfecta» y, en consecuencia, como estructura capaz de competir con la
civil y de ordenarla según sus propios criterios. De ahí el correr parejos el poder civil y el religioso,
y el enfrentarse por el control de las fuerzas determinantes de la vida social. De ahí también el
choque entre ambos poderes en torno a la existencia misma del ejercicio teatral y de su utilización
en beneficio de uno u otro.
Una buena prueba de cuanto venimos adelantando aparece en la relación de la batalla del
Saco de Roma (1527), redactada probablemente por Alfonso de Valdés. En un momento en que el
poder político, el de Carlos V, está en la cima, el secretario regio puede permitirse el lujo de afirmar
el liderazgo del monarca para asegurar la pervivencia de la cristiandad gracias a la protección
ejercida por el poder civil. Dice así: «Parece que Dios milagrosamente ha dado esta victoria al
Emperador para que pueda no solamente defender la cristiandad y resistir a la potencia del turco, si
osare acometerla; mas asosegadas estas guerras civiles (que así se deben llamar, pues son entre
cristianos), ir a buscar los turcos y moros en sus tierras, y ensalzando nuestra sancta fe católica,
como sus pasados hicieron, cobrar el imperio de Constantinopla y la casa sancta de Jerusalem que
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por nuestros pecados tiene ocupada. Para que como de muchos está profetizado, debajo deste
cristianísimo príncipe todo el mundo reciba nuestra sancta fe católica y se cumplan las palabras de
nuestro Redemptor: Fiet unum ovile et unus pastor»1. El dominio momentáneo del poder civil o, por
ejemplo, la opinión de Erasmo considerando más importante la paz entre los príncipes cristianos que
el triunfo de Carlos V, no hacen más que confirmar la presencia conjunta de los dos poderes y las
subidas y bajadas por la escala de la dominación de uno y otro.
Es cierto que ya desde el siglo XIII, las naciones practicaron «una política temporal cada vez
más independiente de la Santa Sede. Tal es el caso de Inglaterra, de Francia, de los reinos españoles.
Con ello la cohesión de la vieja Cristiandad se debilita. Sin embargo, en cada reino nacional, antes
de la crisis de la Reforma, no es cuestión de desinteresarse de la unidad de la fe»2. Se pone así en
marcha el proyecto de la unidad religiosa dentro de cada reino, «lo que no quiere decir que
quebranten y ni siquiera que deje de preocuparles la proyección universal de la misma ni tampoco
que dejen de servirse de esta tradición»3. Es decir, el unitarismo medieval, reino, imperio, papado,
lleva a una unidad religiosa y dogmática políticamente rentable. La afirmación de las nacionalidades
al final de la Edad Media y en el Renacimiento no rompe la unidad religiosa hasta la llegada de la
Reforma y de la Contrarreforma. Surgen los estados con su religión, pero siempre marcada por esa
proyección universal de la misma.
En España el juego político [religión/estado] funciona también en ese sentido. Trento estuvo
muy dominado por los teólogos españoles. Y la política nacional se asentó en las bases fijadas por
dicho concilio. En el teatro religioso, fundamentalmente catequístico y de propaganda, no se
plantea, en general, otro problema que el de la recuperación dentro de la «verdadera fe» de todo
movimiento diferenciador. El Estado podía afirmar su independencia, pero la proyección universal
de unas creencias, de una fe, se impone. En el teatro no hay, salvo algún caso que detallaremos,
ninguna afirmación de enfrentamiento de creencias. El poder impone la doctrina y el teatro no hace
más que manifestar la aquiescencia absoluta a los dogmas. Las dudas de los personajes son
elementales, inocentes y quedan rápidamente resueltas. El teatro vive del «no hay enemigo válido».
Los personajes aceptan la doctrina y, en algún caso, la reconvención magisterial. El teatro religioso
del XVI, como gesto político, es un signo confirmador del pensamiento único -de la fe única- y no
1 .- Apud Bataillon, 1966, p. 227. 2 .- Maravall, 1972, t. 2, p. 234. 3 .- Lecler, 1955, t. 1, p. 98. Apud Maravall, 1972, p. 234.
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se manifiesta, fuera de algún caso de excepción, como afirmación del otro, como predicación de la
diversidad.
En otras palabras, lo político está muy unido a lo religioso en un siglo XVI -y en todos los
siglos- marcado por tantos enfrentamientos entre ambos. En nuestro trabajo vamos a ver de qué
modo el teatro religioso fue utilizado para consolidar las líneas de fuerza que organizaron las
creencias, el poder, la moral y, en general, la política de la Iglesia Católica de España. Y al mismo
tiempo, las bases mismas del Estado, puesto que una y otro coincidían en los principios más
elementales y se apoyaban mutuamente, a pesar de los pesares.
No hemos encontrado, dentro del teatro religioso del Quinientos, tomas de posición
abiertamente implicadas en aspectos precisos de los condicionamientos o de los enfrentamientos
políticos. Alguna excepción quedará apuntada más adelante. Sí hemos detectado el uso del teatro
religioso como instrumento de afirmación de unas bases marcadas por la ideología dominante, la
que compartían la Iglesia y el Estado. A dicho uso nos referiremos en las páginas que siguen.
Por ahora bástenos fijar algunos de los principios que delimitan las nociones mismas de
política y de poder. El uso del poder está siempre condicionado por el control de la libertad de
aquellos sobre quienes dicho poder se ejerce. Y en consecuencia, por la asunción o intento de
asunción de la libertad por parte de quienes sienten el peso de la mano del poder sobre sus vidas y
haciendas4. Entendemos el ejercicio del poder, que es el objetivo fundamental de todo gesto político,
como la expresión del control de la institución sobre el individuo, de la sociedad, de la jerarquía
política, religiosa y familiar, sobre la persona y sus apetencias y libertades. De ahí el enfrentamiento
constante que la historia occidental ha contemplado: la presión del conjunto sobre el yo, la fuerza
ejercida por el orden y sus representantes sobre la emergencia y la afirmación de la persona
individual.
Al estudiar el siglo XVI español, se descubren rastros del dominio omnímodo de la Iglesia y,
por ejemplo, de las instituciones de enseñanza dependientes de ella. La jerarquía romana,
enfrentándose a los vientos de la Reforma, mantuvo el dominio sobre sus fieles y la búsqueda de
nuevos adeptos por medio de una férrea catequesis y de una sólida enseñanza colegial. Y junto a
este intento de control del individuo por la institución, surgió también la reivindicación, por parte
del individuo, de la libertad que le negaba la institución. Esa doble ladera es la que se mantiene viva
en la sociedad española de la época. Y en el teatro, instrumento de control de la sociedad, se 4 .- Sobre la relación entre poder y libertad, véase nuestro trabajo «Ejercicio de poder y asunción de la libertad en el teatro del siglo XVI». En prensa.
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observan las dos tendencias, aunque una y otra tengan volumen y trascendencia diferentes. Frente a
afirmaciones de la libertad vigentes, por ejemplo, en la Égloga de Cristino y Febea, de Juan del
Encina, surgen las piezas religiosas de Lucas Fernández en que se ha reducido toda reivindicación
de la libertad individual. Pero de ello hablaremos más adelante.
En general, el teatro religioso del siglo XVI es un ejercicio uncido al carro de la propaganda,
sea esta de orden puramente catequístico o vaya disuelta en obras de contenido educador, como es el
caso del teatro de colegio. De todos modos, una y otra actividad vivían controladas por la Iglesia. Y
dicho control estaba fuertemente condicionado por una honda contradicción. La vieja usanza
eclesiástica negaba el pan y la sal al ejercicio escénico y lo prohibía. Tertuliano afirmó, muchos
siglos antes, que «quod nascitur, opus Dei est, ergo quod fingitur diaboli negotium est»5. Y el teatro
es cosa fingida, es decir, demoníaca. Realidad o ficción, obra de Dios u obra de Satán, son los dos
polos que atraen y condicionan toda actividad litúrgico-teatral, o simplemente teatral, puesta en
marcha en el ámbito eclesiástico y dedicada a propagar las «verdades» predicadas en el mismo. Pero
dicha tensión entre el bien y el mal no evita que la Iglesia haga la catequesis usando el teatro e
imponga unas «verdades», unos criterios, unos modos de existencia que le son propios. Es decir, la
«maldad» intrínseca del teatro no impide que la Iglesia haya hecho política por medio de dicho
artificio, política que no es más que la expresión de un poder compartido con lo civil o asumido en
solitario.
Un punto más queremos señalar antes de pasar a examinar el corpus. Decíamos más arriba
que hemos encontrado, dentro del teatro religioso del Quinientos, anécdotas abiertamente
identificadas con hechos históricos y con sus condicionamientos políticos. Lo que no excluye que
debajo de la dramatización de tales hechos históricos se escondan unos referentes inconfesados,
pero también reales. El lector debe descodificar la semejanza, la homología, no de la anécdota y del
referente real, sino la existente entre la estructura profunda de dicha anécdota dramática y la del
referente oculto, «vergonzante», «honteux», dicho con palabra de Roland Barthes6. Y la obra en
cuestión tiene por autor a un individuo fuertemente condicionado por la visión del mundo que
funciona como conciencia colectiva del grupo social privilegiado, cuyo sentir, cuyo
comportamiento, se orienta hacia la reorganización global de las relaciones entre los hombres y la
naturaleza o hacia la afirmación y la preservación total de la estructura social existente. El teatro
religioso del siglo XVI, con algunas excepciones, es fundamentalmente el instrumento adecuado 5 .- De culto feminarum, 1866, col. 1952. 6 .- Barthes, 1967, p. 74
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para conservar una visión del mundo caracterizada por las normas previstas en el discurso
eclesiástico y monárquico de la época.
Todo el teatro religioso del XVI, sobre todo el que se manifiesta en las cortes y palacios
aristocráticos, así como el teatro de colegio, forman parte de lo que hemos llamado ejercicio
colectivo llevado a la escena ante un público cerrado o cautivo7. En dichos teatros, cortesano y
colegial, la catequesis, la enseñanza, la moralización, se convierten en objetivos que no encuentran
una resistencia deliberada por parte del espectador. El público cautivo, de cierta manera, comparte
las coordenadas que definen la obra y su intencionalidad propagandística. De tal modo que los
conceptos de norma, de poder y, en consecuencia, los intereses políticos, vienen impuestos desde
arriba, desde el lugar social de los grupos o clases dominantes. El sermón catequístico se dirige a un
público ya ganado a la causa. Y los personajes que encarnan la dramatización no hacen más que
asumir unos roles en los que se representa la mínima y necesaria oposición al mensaje para justificar
la intervención de la voz «oficial» que comunica la «verdad» y la impone sin mayor discusión. Pero
al avanzar el siglo y empezar la profesionalización del ejercicio teatral, surge la otra característica
del público espectador, la del que contempla el espectáculo condicionado por una libertad cada vez
mayor, como veremos más adelante al estudiar las obras de Sánchez de Badajoz y las del Códice de
autos viejos..
En las obras navideñas de Juan del Encina, de Lucas Fernández, de Gil Vicente, de López
Ranjel, de Torres Naharro, etc., es el pastor grosero y embrutecido el encargado de manifestar la
ignorancia, la oposición o la transgresión de las normas propias de la «verdad» religiosa vigente. El
pastor y sus pintorescas lengua y costumbres son objetos manipulados por el escritor con el fin de
producir un cierto efecto anticatártico y distanciador de carácter transitorio. Lucas Fernández, por
ejemplo, observa en estas obras navideñas, representadas en lugares cortesanos y ante públicos
cautivos y selectos, no lo olvidemos, una línea constante de dramatización. Con ella marca la
separación dramática entre el estamento social al que pertenece el espectador, el noble y el
poderoso, y el grupo en el que se integran las figuras dramáticas, el campesino, el pastoril, el que
tiene su referente histórico en la parte social sometida a los grandes. Los pastores de Fernández
ponen de manifiesto su condición subalterna. En la obra se les concede una libertad provisional que
queda eliminada en la recuperación del final feliz, prevista en una sociedad estamental de perfiles y
roles definidos.
7 .- Sobre esta noción y la de público abierto, véase Hermenegildo, 1994b.
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En general, el pastor grosero del teatro primitivo, de tema religioso o profano, es la
encarnación dramática de un complejo mecanismo de carnavalización y descarnavalización, de
puesta en signo carnavalesco y de neutralización del carácter festivo. Este teatro primitivo religioso,
el que se representa en los ambientes cortesanos, utiliza unos personajes, los pastores, con los que se
libera el espíritu lúdico que gobierna la fiesta carnavalesca. Y a través de él, se recuperan, dentro de
los márgenes aceptados por el discurso oficial, la alegría y el desbordamiento propios del juego y de
la fiesta popular. Si en los primeros compases de varios autos navideños de Encina o de Fernández
los pastores adoptan determinadas actitudes, afirman tener ciertas dudas, se burlan de algunos
comportamientos instalados en el concierto social y religioso, la reafirmación de la «verdad oficial»,
puesta en boca de clérigos o de pastores ya convencidos e instruidos de antemano, termina borrando
los perfiles de la provisional «verdad popular».
Es decir, el juego político de esta catequesis propuesta ante el estamento noble con
personajes cuyos referentes históricos están ausentes y no figuran entre el público espectador,
consiste en la recuperación de los desvíos carnavalescos, liberadores, por medio del teatro. Los
pastores son los encargados de realizar la transgresión del discurso oficial, por leve que aquella sea,
para ser absorbidos más tarde, previa la catequesis, por el final restaurador. Este es el gesto
auténticamente político latente en ciertas obras del primitivo teatro cortesano. La escena permite
llevar al público, complaciente y ganado de antemano a la causa, la dramatización burlesca de unas
costumbres del estamento sometido, aunque paródicas de las que viven en el estamento dominante,
y su sometimiento final, junto con el acatamiento sin condiciones de las normas dictadas por las
creencias religiosas impuestas por la Iglesia. Y por el Estado mismo.
Pero este modelo de teatro catequístico de calado político, tiene en una obra de Lucas
Fernández una excepción importante. Nos referimos al Auto de la Pasión. Hemos dicho, líneas
arriba, que dentro del teatro religioso del Quinientos había pocas anécdotas abiertamente
identificadas con referentes históricos y con sus condicionamientos políticos. En el caso del auto
que nos ocupa creemos haber encontrado un gesto político de evidente importancia para la
convivencia colectiva8. Al margen de que la pieza dramatice la integración de un individuo en vías
de conversión religiosa y el rechazo del discurso judío, etc., hay otro problema que nos interesa de
modo especial en estos momentos. Muy probablemente la obra fue representada en una iglesia o
capilla cortesana inmediatamente después de los oficios del Jueves o del Viernes Santo. La puesta
8 .- Hermenegildo, 1983, pp. 31-46.
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en escena primordial tuvo que dirigirse a un público aristocrático, cortesano, reunido en el palacio
de los duques de Alba o en lugar semejante, y fuertemente condicionado por los símbolos de la
tradición nacional portuguesa. Las constantes escaramuzas y guerras entre Castilla y Portugal
tuvieron momentos de calma y de encuentro político, favorecidos por la casa de Alba. La visita de
los reyes lusitanos pudo ser el momento en que se representó el Auto de la Pasión. La invocación de
«esta bandera / con cinco plagas bordada», bandera que sólo puede identificarse con la cruz que
momentos antes se ha presentado «de improviso» en escena, parece ser un guiño a un público
cautivo y capaz de descodificar el sentido de la bandera bordada con cinco llagas, la bandera
portuguesa adornada con las cinco quinas. Sólo dentro del ambiente de complicidad luso-castellana
puede explicarse el Auto de la Pasión, al menos su primera escenificación. El guiño viene a fijar el
lugar y el momento de la representación, al mismo tiempo que integra la obra dentro de un
movimiento de acercamiento político existente entre las dos cortes nacionales y apoyado
fuertemente por la Casa de Alba. Si el referente queda oculto, «vergonzoso y vergonzante,
honteux», dentro de la red de signos de la pieza, fluye en el fondo de la estructura dramática un río
de intereses que tiene su referente homólogo en la estructura global de la vida política de aquellos
momentos. De ahí el interés que la primera representación de la pieza tiene para nosotros.
Es difícil comprender y explicar la historia del primitivo teatro renacentista sin tomar en
consideración la obra castellana del portugués Gil Vicente. Aparte de su Auto pastoril castellano,
muy atado a la tradición de Encina y de Fernández y, en consecuencia, analizable desde la
perspectiva que hemos señalado, hay en la Trilogía de las barcas una transposición al lenguaje
teatral de uno de los temas eternos que alimentan la reflexión del ser humano, el de la muerte y su
inevitable más allá. La tercera pieza del conjunto, la Barca de la gloria, pone en escena a los
individuos y los grupos dominantes en la sociedad (papa, emperador, obispo, noble). La Barca
actualiza la vieja tradición de las danzas de la muerte. El modelo medieval ha sido transformado por
el teatral y renacentista. Adquiere así el tema una virtualidad operatoria que nunca había tenido.
Cuando Jesucristo resucitado aparece al final, como un claro deus ex machina, va a neutralizar las
dudas, los errores y los temores humanos. La pregunta parece necesaria: ¿cómo es posible la
inconsecuente absolución de los grandes del mundo, agentes de una vida perfectamente
desordenada? ¿Es esta una concesión religiosa o política del escritor lusitano? Según la lógica
dramática, los altos personajes debieran ser condenados. Y dentro de la perspectiva teológica
tradicional, la de tipo «justiciero», también debieran recibir las iras y damnación divinas. La
intervención final de Cristo hace que todos los grandes suban a la barca de la Gloria. ¿Es un gesto
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irónico? Tal vez. Pero también nos inclinamos a pensar en el fondo erasmista que alimenta la obra
vicentina, fondo en el que actúa como eje estructural la llamada «locura de Cristo», capaz de
recuperar incluso a los aparentemente insalvables. El gesto que escenifica la Barca es de honda
envergadura política y de evidente trascendencia social, si se deja de lado la posible lectura de la
ironía subyacente en el texto del escritor luso.
López de Yanguas, autor instalado en los círculos de la nobleza cortesana, escribe, siguiendo
la trayectoria de las églogas navideñas de Encina y Fernández, una Égloga de la Natividad, un
pretexto para exponer la doctrina evangélica. Viene a ser una simple presentación de la estirpe de
Cristo, con la que los rudos pastores son recuperados e integrados dentro de la doctrina oficial.
Aunque no se trata de una obra estrictamente religiosa, la Farsa de la concordia de López de
Yanguas, plena y puntualmente política, nos interesa en este momento como planteamiento pacifista
anclado en una visión cristiana y religiosa cercana a la de Erasmo, visión que subyace igualmente en
el teatro vicentino. La Farsa de la concordia9, pieza docente y festiva, fue escrita probablemente
para celebrar el acuerdo de Cambray concluido entre Francia y España. En dicho tratado se concertó
el matrimonio de Leonor, la hermana de Carlos V y viuda de don Manuel de Portugal, con Francisco
I de Francia. La pieza, construida con figuras morales (Correo, Tiempo, Mundo, Paz, Justicia,
Guerra, Descanso y Placer), es una alegoría profana de ambiente contemporáneo; es una alabanza de
la paz y un denuesto de la guerra. El marco político queda desequilibrado por una dramaticidad
extremadamente pobre. La predicación de una moral cívica, de unos valores anclados en la
concordia entre las naciones y los pueblos, hace de la farsa una especie de catequesis laica en la que
se mezclan los recursos de otras obras de ambiente y moralidad religiosa con la intencionalidad
festiva provocada por el acuerdo entre los dos reinos. De ahí el que la hayamos incluido en esta
reflexión sobre lo religioso y la política en el teatro del XVI. Y no responde al modelo señalado
hasta ahora, sino que apunta, directamente y sin rodeos ni ocultación de referentes «honteux», a la
anécdota histórica vivida y celebrada.
Un ejercicio teatral en que se altera la función primera del acontecimiento escénico, es el que
tuvo lugar en los colegios religiosos, especialmente en el utilizado por la Compañía de Jesús como
vehículo de enseñanza y moralización. Y la enseñanza y la moralización llevan siempre consigo una
inevitable dosis de intencionalidad política. El teatro fue sometido a una manipulación que le dejó
confinado a servir intereses educativos o propagandísticos. El discurso dominante se impone tras y
9 .- López de Yanguas, 1975.
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bajo las anécdotas bíblicas, históricas, costumbristas, etc., que llenan esta amplia producción teatral.
En ese sentido, creemos que el teatro de colegio fue un instrumento de politización de los jóvenes
que, andando el tiempo, se convertirían en los líderes sociales del país, de la región o de la ciudad.
El autor, el que se dirige al público noble y rico de los colegios andaluces o el que anima las
fiestas celebradas en los colegios castellanos de las pequeñas ciudades, público burgués o letrado,
trata de establecer contacto con las minorías dominantes, sean cuales fueren. El dramaturgo y, por
vía de consecuencia, el director de escena, es el vehículo de una ideología al servicio de la que pone
su trabajo creador. Las balizas que controlan, ordenan y limitan la actividad teatral de los colegios
jesuíticos, son la pedagogía, la temática impuesta por ciertas festividades religiosas, la rigurosa
fidelidad a la doctrina oficial de la Iglesia y la preocupación espectacular, junto con las limitaciones
impuestas por los lugares de representación o por el tipo de actores, varones (salvo alguna
excepción aparecida en un colegio femenino), aficionados, niños o jóvenes adolescentes separados
por la pertenencia a los distintos niveles sociales de la célula familiar a que pertenecían, etc.
Detrás de todo el entramado de piezas escritas en castellano o en latín, o en una mezcla de
las dos lenguas, hay, pues, una voluntad pedagógica y, por lo tanto, política. No vamos a entrar en
detalles que resultarían excesivos en el corto espacio de que disponemos. Pero sí queremos
detenernos brevemente en la pieza más representativa del corpus dramático colegial, la Tragedia de
san Hermenegildo, obra de Hernando de Ávila, de Melchor de la Cerda y de Juan de Arguijo10. La
anécdota dramatizada sale de la tradición historiográfica consagrada al reino visigodo. No
entraremos ahora en más detalles. El príncipe Hermenegildo, mártir de la fe y patrón religioso de
Sevilla, es el héroe de una tragedia cristiana en un momento de gran actividad contrarreformista. Y
es el pretexto de la comunión, que rechaza Hermenegildo por llegarle en manos de un obispo hereje,
el eje en torno al que gira la acción trágica, bajo la que está latente la insurrección del príncipe
contra su padre, el rey Leovigildo. El príncipe, rebelde en cuestiones religiosas y políticas, puesto
que desobedece al rey su padre, instalado en la sede central del estado, en Toledo, surge así como
signo, como símbolo de la inestabilidad política existente en la España «actual», la de la época
filipina. El Santo era el patrono de Sevilla. Y en la Andalucía de la época corrían vientos poco
conformes con los conceptos políticos vigentes en la España de la segunda mitad del Quinientos. El
día 25 de enero de 1591 se estrenó la tragedia sobre el príncipe rebelde contra su padre, contra la
10 .- La «Tragedia de San Hermenegildo»,1952.
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«herejía» arriana y contra la presión política de la corte toledana y de sus maneras de concebir la
existencia colectiva del reino.
Los jesuitas crean el colegio de san Hermenegildo, estrenan la obra citada y predican, desde
la escena, un concepto religioso/político en el que resalta el enfrentamiento de la ciudad visigoda de
Sevilla y la sede central del poder. El personaje y su trayectoria vital se convierten en estandarte
político de la afirmación de la Andalucía del XVI. No es aventurado sospechar que la figura del
príncipe mártir por cuestiones de fe, fuera usada al mismo tiempo como afirmación y estandarte
político. Habiendo sido una figura que en la anécdota histórica luchó contra el centralismo toledano,
surge así como símbolo usado para expresar un cierto nacionalismo andaluz dentro del marco de
tirantez existente entre la España periférica y la política absolutista del tercero de los Austrias. ¿Por
qué no recordar a ese propósito los sucesos de Aragón, la invasión y conquista de Portugal, el
control militar y la destrucción de la resistencia en las Alpujarras? El referente histórico lejano, el
del reino toledano visigótico, oculta el otro, el «honteux», mucho más significativo e interesante
para comprender la razón jesuítica «hermenegildeando» -permítaseme la cabriola léxica-
plenamente el nombre del colegio, la historia representada, etc. La Compañía de Jesús se apodera,
por medio de la figura de san Hermenegildo, del sentir local sevillano y regional andaluz, con lo que
hace gala de un fino olfato y de un agudo sentido de las conveniencias a la hora de lanzar la
andadura de la nueva institución. Se trata, pues, de una obra de circunstancias que, a pesar de todo,
ha logrado superar la contingencia y lo relativo del momento histórico para convertirse en la pieza
clave de toda la literatura dramática de ámbito colegial.
Fuera ya del marco cortesano y educativo, en que el discurso dominante se despliega ante un
público cerrado ya convencido de antemano, aparece un tipo de teatro catequístico dirigido a un
espectador también cautivo e indefenso, pero menos predefinido y predeterminado por su condición
social. Nos referimos al ejercicio propagandístico puesto en marcha por Sánchez de Badajoz y los
autores de las piezas contenidas en el Códice de autos viejos, entre otros. El público catequizable
forma parte del conjunto de fieles a los que hay que instruir; asiste a la representación con una cierta
libertad, puesto que se trata de escenificaciones de calle o de lugares abiertos, como la iglesia, que
no exigen, por ejemplo, el pago debido en los corrales. No se trata de un público cautivo, como el
cortesano o el escolar, pero tampoco es el que paga y exige. Las características de este teatro hacen
que sus autores necesiten ganar la atención del espectador recurriendo, por ejemplo, a escenas de la
vida diaria contemporánea, escenas que sirven de cebo para conseguir la presencia de un público al
que hay que hacer llegar el mensaje religioso. La masa que asiste a las representaciones de las obras
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de Diego Sánchez o del Códice de autos viejos, conserva las características que hemos señalado en
el espectador cautivo, pero, al mismo tiempo, se «libera» poco a poco y obliga al escritor a
considerarla como una colectividad no necesariamente convencida de antemano.
Las farsas escritas y escenificadas por Sánchez de Badajoz vienen a ser sermones en
imágenes, exhibidos públicamente con ocasión de una determinada festividad. Al mismo tiempo,
son una especie de «catálogos de faltas morales que someten a examen la conciencia de la
colectividad que contempla el espectáculo»11. En el teatro de Sánchez de Badajoz tiene suma
importancia la dimensión escénica, lo que transforma las piezas de elemental literariedad en
instrumentos de considerable teatralidad. De ahí su capacidad para alcanzar las mentes y la atención
del público al que se quiere proponer una visión del mundo, unos comportamientos morales, unas
pautas religiosas de indudable alcance social. El gesto catequístico de Badajoz está hondamente
marcado por la voluntad de imponer un movimiento de reforma católica. Se ha hablado de la honda
huella del erasmismo vigente en estos textos, de ser el reflejo de las profundas inquietudes sico-
sociales de los conversos, abundantes en la zona toledano-extremeña. Más tarde volveremos a tocar
el tema. En el fondo, la Recopilación en metro de Badajoz no es, ni más ni menos, que un gran
retablo, construido con las manos hábiles de quien conocía los resortes escénicos, por el que
circulan y en el que se agitan algunas de las preocupaciones profundas de la España del segundo
tercio del siglo. Los estrechos contactos existentes entre la ficción de estas farsas y la realidad de la
vida cotidiana permiten al autor usar del teatro como de un instrumento para intervenir en la vida
diaria. La intencionalidad política de esta empresa teatral es indudable. Y salta a la vista su eficacia
como instrumento de control social, por el simple hecho de que los poderes fácticos de todo orden
se convirtieron en un poderoso agente modificador de la experiencia teatral.
La obra de Diego Sánchez de Badajoz toma posición frente a la práctica vital de diversos
sectores de la sociedad (clérigos, caballeros, oficios varios, mendigos vergonzantes). En otras
palabras, el autor extremeño no se limita a hacer una obra exclusivamente catequística, entendida
esta como estrictamente religiosa, lo que ya sería en sí un gesto político e invasor de la conciencia
pública. Pero es que además este teatro no es inocente desde el punto de vista de la coexistencia
colectiva, aunque no llega a replantear de modo radical la ordenación de las estructuras sociales de
la época. El teatro de Badajoz está al servicio de la ideología clerical y eclesiástica dominante12. Por
una parte, trata de difundir un mejor conocimiento del hecho religioso. Lo que es estricta catequesis. 11 .- Pérez Priego, 1982, p. 24. 12 .- Pérez Priego, 1982, p. 81.
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Por otra, utiliza ciertos motivos no necesariamente catequísticos, pero muy directamente ligados a
los problemas de la época (crítica social, sátira anticlerical, recuperación del tema judío y converso,
etc.), lo que proyecta una cierta visión del mundo y una toma de posición de indudable calado
político.
De forma más estrechamente atada a la empresa propagandística de la Iglesia Católica, el
teatro de los autos religiosos se extiende por toda la geografía peninsular. El Códice de autos
viejos13, la principal colección conservada, es la muestra más preclara de cómo los medios
eclesiásticos utilizaron el teatro para dar respuesta a ciertos problemas socio-religiosos de la época.
No vamos a entrar en el detalle de tan magno corpus. Sirva de ejemplo el grupo de obras
consagradas a la temática salida de la tradición judía inscrita en la Biblia. La cuestión de los
conversos sigue siendo contemplada como un problema no resuelto. Una parte de la catequesis
pretende recuperar, dentro del «redil» eclesiástico, ciertas manifestaciones y tradiciones salidas del
fondo hebreo. De ahí el uso y manipulación catequística de la mitología judía como expresión de
unos criterios, no bien estudiados todavía, según los cuales se emplean ciertos personajes de la
antigua tradición testamentaria para desactivar cualquier probable desviación de la doctrina católica.
La Iglesia cristiana, en general, ha canonizado y recuperado solamente una parte de los héroes
judíos a la hora de construir su propia galería de seres excepcionales, su santoral. Hay personajes
bíblicos que no forman parte del cielo cristiano y, sin embargo, alguno de ellos (Agar, Dina,
Naamán, Tobías, Adonías, Abigail, etc.) están integrados en ciertas obras del Códice. Sirven para
poner de relieve y propagar unas creencias y una moral que, paradójicamente, excluyen la
veneración de dichos personajes. El gesto recuperador puede leerse como un ejemplo de las trampas
y contradicciones en que la predicación, y la propaganda de todo género, suelen caer. El Códice no
sería así excepción. Pero también podría leerse como un intento de atraer hacia la «buena doctrina»
a aquellos que se veían identificados en los personajes bíblicos, incluso los que no formaban parte
del panteón cristiano. Pero, contradicción o no, el problema está presente y es un ejemplo más de
ese extraordinario esfuerzo integrador, esfuerzo político que no siempre produjo los efectos
deseados.
Para terminar, queremos comentar brevemente tres obras que integran, dentro de una
anécdota religiosa, ciertos elementos de la vida diaria, con sus problemas y angustias, sus triunfos y
sus fracasos. En ellas se dramatiza una anécdota religiosa, en la que se intercalan datos y detalles
13 .- Reyes Peña, 1988.
[La paginación no coincide con la publicación]
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característicos de las tensiones propias de la sociedad del XVI. Sus autores están ligados a la historia
teatral de Extremadura, tan prolífica y abundante en estos años que comentamos.
Siendo obras de temática religiosa, no son propiamente catequísticas, en el sentido en que lo
fueron las de Sánchez de Badajoz o las del Códice de autos viejos. Abren un interrogante sobre la
necesaria reflexión en torno a problemas existenciales bien precisos. La primera es la titulada Cortes
de la muerte14, de Micael de Carvajal y Luis Hurtado de Toledo. Es obra inscrita en la tradición
medieval. En ella, abiertas las cortes solemnemente y presididas por la Muerte, se van presentando
de modo sucesivo las figuras de un obispo, un pastor, un caballero, un rico, un pobre, una monja, un
hombre casado, un viudo, un juez, un abogado y algunos más. Es decir, se trata de un abanico que
recoge ejemplos de diversos estados sociales y personales. Todos van describiendo sus propias
experiencias individuales y reclamando, salvo alguna excepción, una vida más larga. El Mundo, el
Demonio y la Carne discuten sobre la pertinencia de dichas reclamaciones y piden la opinión de san
Agustín, san Jerónimo y san Francisco. Sus respuestas, cargadas del peso que les da la tradición
eclesiástica, quedan ampliamente compensadas por las de un pastor tozudo, de los dos frailes Milón
y Brocano, y de los dos rufianes. Hasta ahí el espectador se encuentra ante un retablo ya conocido e
inscrito dentro de una acerada crítica social. Pero hay un elemento nuevo que aparece cargado de
actualidad. Y de actualidad política. Es la reclamación presentada por los indios americanos contra
la intervención española en las tierras recién «descubiertas». Hay en dicho alegato un claro eco, este
marcadamente politizado, de la agitación iniciada por Bartolomé de las Casas y otros intelectuales
españoles en torno a la colonización de las tierras ultramarinas.
La obra más famosa de Carvajal, la Josefina15, indudablemente relacionada con la presencia
de los conversos judeo-españoles, toca el tema del patriarca bíblico José y su legendaria presencia
en el Egipto faraónico. Es evidente la cristianización del tema, pero también resulta significativo
que dicha cristianización no sea global. El autor placentino utiliza la lexía [Dio] en lugar de la
utilizada en castellano y más conforme con la forma etimológica [Deus>Dios]. Es tema ya
dilucidado por los filólogos. Pero la tragedia ofrece un cierto desprecio por los judíos fieles a la
tradición antigua, la que consideraba como plural la forma [Dios] y tenía en cuenta de forma radical
el monoteísmo bíblico. De esta manera, Carvajal, de más que posibles raíces hebreas, ha establecido
una clara diferencia entre el patriarca José y algunos de sus hermanos -identificados uno y otros con
Jesús y los judíos considerados como canónicamente integrados por la tradición católica- y los otros 14 .- Hurtado, 1964; Teijeiro Fuentes, 1997. 15 .- Carvajal, 1932.
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HERMENEGILDO / 14
hermanos del héroe, los que son vistos como responsables de la muerte del Nazareno. Los primeros
usan la forma [Dios] como marca de su cristiandad. Los segundos hablan de «Dio», como bandera
de su pertenencia a la tradición judía no adoptada como suya por el cristianismo. Son dos marcas
textuales que vienen a precisar la selección hecha por la tradición cristiana, sobre todo la católica:
frente a José y algunos de sus hermanos, perfectamente canonizados, se alzan los «otros», los
sellados por el «Dio» singular y no trino, los que han quedado marginados y rechazados por la
mitología cristiana como pertenecientes a otra órbita. Algunos de los hermanos convertidos quedan
así identificados como los malditos del drama. Y en el fondo de todo ello, está latiendo el problema
del trasvase de ciertos españoles de una corriente judaica a una ideología cristiana. Los conversos y
su inestable situación en la España del Renacimiento aparecen así dibujados en esta doble
perspectiva. Y dibujados en la marginalidad como signo de imposible integración. De ahí el gesto
político que el autor extremeño está inscribiendo en su tragedia.
Unos comentarios sobre la Comedia pródiga, obra del poeta Luis de Miranda, cierran
nuestra reflexión sobre política y teatro religioso del siglo XVI. Su autor, que vive entre 1500 y
1575 -son fechas no del todo seguras-, es un caso más entre los de tantos aventureros que surcaron
las aguas del Atlántico. Sus andanzas americanas, notablemente en el Paraguay, acabaron en la
cárcel. Al volver a España, se hizo franciscano en Plasencia, donde murió hacia 1575. No
entraremos en otros detalles de su vida16.
Publica la Pródiga en Sevilla el año 1554. Usando como referente anecdótico la parábola
evangélica del hijo pródigo, Miranda inscribe en ella sus preocupaciones personales y la huella de la
aventura americana y sus consecuencias. El autor extremeño presenta en la comedia el resultado de
una vida en que el contacto con la humanidad tortuosa y atormentada, los amigos falsos, las mujeres
de vida licenciosa y los criados traidores, llevan irremediablemente al fracaso y al alejamiento del
recto proceder. La gran virtud del autor ha sido construir, sobre el entramado tradicional, una fábula
que integra la perspectiva religiosa y la dinámica social de la época. En ella queda un espacio
abierto para ofrecer aspectos de la vida colectiva española, tomando como punto de partida su
experiencia personal y contando con personajes salidos de los bajos fondos sociales (soldados,
rufianes, venteros, doncellas, viejas terceras en amores, criados, esclavos negros, etc.) o de la
tradición textual castellana (literaturas costumbrista y celestinesca). La Comedia pródiga, tratando
un tema religioso y proponiendo la ascesis característica del teatro catequístico -el hijo pródigo es
16 .- Miranda, 1982.
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HERMENEGILDO / 15
recuperado finalmente e integrado en el ámbito de la casa del padre acogedor y misericordioso-, se
aleja, sin embargo de él, y se convierte en un gran retablo de la vida aventurera y licenciosa de la
época imperial. El héroe derrotado por la vida, con la amarga experiencia y la conciencia del
fracaso, es el icono escénico útil para denunciar el carácter culpable de la sociedad y de su propia
aventura.
La recuperación del individuo dentro del orden predicado por la Iglesia es un gesto de
indudable alcance político, puesto que la comedia pone enfrente un espacio secular corrompido -el
secular no corrompido no aparece- y el espacio de la casa del padre, el que estructura el discurso
eclesiástico dominante. Es obra que no plantea un problema político puntual, sino que propone una
forma de organización social radicalmente distinta de la que aparece como anécdota en las
diferentes aventuras por las que ha pasado el hijo pródigo. Y el puerto de amarre de tan vacilante
navegación, no es otro que el de la casa paterna, encarnación de las doctrinas y de los modelos
existenciales de la Iglesia.
En la obra de Miranda el relato evangélico flota sobre la estructura y la moralidad de la
comedia humanística17. En todo caso, más que obra de catequesis, parece una reflexión moral hecha
en los círculos minoritarios característicos de dicha comedia humanística, donde, al tiempo que se
denuncia la corrupción de la sociedad, se propone la vuelta a la pureza evangélica y a las normas
morales subyacentes en la doctrina de la Iglesia.
En conclusión, salvo algunos ejemplos concretos en que los autores han llevado a escena
ciertos aspectos, explícitos u ocultos, relativos a la actividad política -el Auto de la Pasión, la Farsa
de la concordia, la Danza de la muerte, la Tragedia de san Hermenegildo- el teatro religioso del
siglo XVI resultó ser una tribuna desde la que se proyectó un modelo social, moral, de fe, atado
sólidamente a la doctrina de la Iglesia. El teatro funcionó como instrumento de catequización o de
instrucción y pedagogía. Se empleó como instrumento útil para implantar una visión del mundo
favorable al dominio del discurso eclesiástico sobre la sociedad, dominio que le fue disputado por el
Estado en numerosas ocasiones. Lo mismo el teatro religioso de ámbito cortesano -Encina,
Fernández, Vicente, etc.- que el más abierto a la catequesis popular, o el teatro de colegio, fueron
caminos seguidos para «predicar» e imponer las categorías morales, religiosas y sociales
características de la Iglesia. Gesto y práctica de gran eficacia política, por otra parte. La prueba de
tal eficacia fue el interés que el Estado y la Iglesia tenían en el control de la maquinaria teatral, tan
17 .- Canet, 1991, p. 37.
[La paginación no coincide con la publicación]
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pronto como esta se convirtió en lugar de gran encuentro social y en vehículo claro de la
comunicación de masas.
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