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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XLII, N o 83. Lima-Boston, 1 er semestre de 2016, pp. 179-200 LA NOVELA DEL TRANVÍA Y OTROS RECORRIDOS URBANOS. LA MIRADA DE MANUEL GUTIÉRREZ NÁJERA SOBRE LA CIUDAD DE MÉXICO Miguel Orduña Carson Universidad Autónoma de la Ciudad de México-Cuautepec Resumen A lo largo del siglo XIX, la modernización alcanzó la Ciudad de México modi- ficando su diseño e impactando sobre los modos de habitar y vivir esta ciudad. La apertura de calles y la llegada del tranvía permiten nuevos recorridos y la adaptación de personajes modernos a estos territorios. El flâneur, como pasean- te de ciudades modernas, es encarnado gozosamente por Manuel Gutiérrez Ná- jera quien redefine el concepto y la práctica de esta figura. El artículo que se presenta establece un diálogo de percepciones urbanas sobre la Ciudad de Mé- xico, teniendo la La novela del tranvía y a su autor, Gutiérrez Nájera, como prin- cipales interlocutores. Palabras clave: Manuel Gutiérrez Nájera, La novela del tranvía, Ciudad de México, modernización urbana, Modernismo. Abstract During the 19th century, Mexico City reached new levels of modernization that had a great impact on its design and ways of living in the city. The opening of new streets and the implementation of a tranway system created new paths to walk and the apperance of new people in these territories. Manuel Gutiérrez Nájera joyfully incarnated and redefined the figure and experience of the flâneur, a wanderer of modern cities. This article proposes a new reading of urban per- ceptions of Mexico City, using La novela del tranvía and its author, Gutiérrez Ná- jera, as spokespeople. Keywords: Manuel Gutiérrez Nájera, La novela del tranvía, Mexico City, urban mo- dernization, Spanish American Modernismo. Las ciudades son espacios habitados, lugares donde la inevitable vecindad entrelaza experiencias diversas: es el lugar donde las distin- tas clases sociales comparten la calle, los medios de transporte, las

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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XLII, No 83. Lima-Boston, 1er semestre de 2016, pp. 179-200

LA NOVELA DEL TRANVÍA Y OTROS RECORRIDOS URBANOS.

LA MIRADA DE MANUEL GUTIÉRREZ NÁJERA SOBRE LA CIUDAD DE MÉXICO

Miguel Orduña Carson

Universidad Autónoma de la Ciudad de México-Cuautepec

Resumen A lo largo del siglo XIX, la modernización alcanzó la Ciudad de México modi-ficando su diseño e impactando sobre los modos de habitar y vivir esta ciudad. La apertura de calles y la llegada del tranvía permiten nuevos recorridos y la adaptación de personajes modernos a estos territorios. El flâneur, como pasean-te de ciudades modernas, es encarnado gozosamente por Manuel Gutiérrez Ná-jera quien redefine el concepto y la práctica de esta figura. El artículo que se presenta establece un diálogo de percepciones urbanas sobre la Ciudad de Mé-xico, teniendo la La novela del tranvía y a su autor, Gutiérrez Nájera, como prin-cipales interlocutores. Palabras clave: Manuel Gutiérrez Nájera, La novela del tranvía, Ciudad de México, modernización urbana, Modernismo.

Abstract During the 19th century, Mexico City reached new levels of modernization that had a great impact on its design and ways of living in the city. The opening of new streets and the implementation of a tranway system created new paths to walk and the apperance of new people in these territories. Manuel Gutiérrez Nájera joyfully incarnated and redefined the figure and experience of the flâneur, a wanderer of modern cities. This article proposes a new reading of urban per-ceptions of Mexico City, using La novela del tranvía and its author, Gutiérrez Ná-jera, as spokespeople. Keywords: Manuel Gutiérrez Nájera, La novela del tranvía, Mexico City, urban mo-dernization, Spanish American Modernismo.

Las ciudades son espacios habitados, lugares donde la inevitable

vecindad entrelaza experiencias diversas: es el lugar donde las distin-tas clases sociales comparten la calle, los medios de transporte, las

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plazas... Esta convivencia, sin embargo no se realiza de manera es-pontánea, es promovida, acotada y controlada por diversas instan-cias políticas. El ejercicio del Estado por medio de legislaciones y acciones represivas, el diseño urbano con su organización de espa-cios y, sin duda, el imaginario social, promueven una amplia gama de posibilidades del orden citadino; una diversidad de formas que a fin de cuentas restringen y limitan las posibilidades de habitar la ciu-dad. La ilusión de una ciudad que albergue la diversidad infinita, la pluralidad sin restricción; la angustiante fantasía de vivir la libertad como una necesidad incontenible, como una pulsión irrefrenable por lo desconocido. Aquella ciudad que encarna la ilusión moderna debería ser un asunto a reflexionar; no es este el momento de hacer-lo, sin embargo, esa ciudad es el punto de partida de mis reflexio-nes; esa imagen, que es deseo, me anima a señalar los prejuicios, los límites y el siempre renovado trazo del universo conocido. El ima-ginario urbano es una de las tantas instancias políticas que se encar-gan de recordar y reiterar las jerarquías sociales, que obligan a man-tener la distinción de raza, género y clase.

La intersección de sus calles, el encuentro de sus habitantes, el cruce de recorridos, son el tablado de la Ciudad de México del siglo XIX. Escenario de la convivencia cotidiana, la Ciudad parece obviar su minucioso diseño, su organización planificada, las cuidadas y ce-losas fronteras internas que le permiten ser reconocible. La literatura refuerza el trazo citadino reiterando los límites de lo permitido, re-construye sobre una ciudad armada el imaginario decimonónico. La literatura teje su narrativa sobre este diagrama urbano y, atestiguan-do el flujo de la gente y de sus personajes, refuerza la imagen de una ciudad que es la protagonista principal.

Registros literarios. Cruce de recorridos

“Cuando la tarde se oscurece y los paraguas se abren, como re-

dondas alas de murciélago, lo mejor que el desocupado puede hacer es subir al primer tranvía que encuentre al paso y recorrer las calles […]” (Gutiérrez, “La novela del tranvía” 345). Así empieza Manuel Gutiérrez Nájera el relato que publicó en 1882 en el periódico La Libertad bajo el nombre “Crónicas de color de lluvia”. Hoy conoce-mos este texto bajo el nombre de “La novela del tranvía”. Con este

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título lo incluyó en su libro Cuentos frágiles (1883), el único que publi-có en vida.

El desocupado se sube al tranvía y abre las posibilidades imagi-nativas de la observación. Como diría Marshal Berman sobre la ex-periencia de testimoniar la ciudad moderna, que se encuentra en la narrativa de Baudelaire: “En torno a la multitud de paseantes, podía tejer los velos de la fantasía: ¿quiénes eran esas personas, de dónde venían y a dónde iban, qué querían, a quién amaban? Cuanto más observaban a otros y más se mostraban –cuanto más participaban en ‘la familia de ojos’ extensa– más se enriquecía su visión de sí mismos” (Berman 152).

La ciudad moderna es espacio de la experiencia anónima, abre la posibilidad de atestiguar lo desconocido. Pero esto sólo ocurre en una ciudad abierta, de libre tránsito, con personas dispuesta al en-cuentro inesperado. El tranvía es la novedosa escenografía de una ciudad que se pretende moderna. En este sentido, y por el uso dos de los elementos metafóricos fundamentales para la definición de la modernidad (la mirada y la velocidad), se ha querido ver este cuento como “uno de los textos icónicos del modernismo hispanoameri-cano”, según afirma Hugo Achugar (s. p.). Es importante insistir en que la experiencia transmitida por Gutiérrez Nájera difiere de la que encontramos en la crónica de la época, difiere, por ejemplo, de Án-gel de Campo, quien antes que aprovechar el viaje en tranvía “para observar el delicioso cuadro que la ciudad presenta en ese instante”, prefiere convertirse en “taquígrafo (ratero de conversaciones o de argumentos)” para “consignar por la prensa los múltiples acciden-tes” que se sufren en el tranvía (“La semana alegre” 99). Gutiérrez Nájera, en cambio, se sumerge en sus pensamientos, en una volátil imaginación para reconstruir las posibles vidas de sus compañeros de viaje. No constata, no deja testimonio de lo que ha visto, sino de la placentera experiencia de observar personajes anónimos, refugia-do él mismo en el anonimato.

La experiencia en el tranvía hace que los eventos privados, como las charlas entre dos personas, sean atestiguadas por sujetos no par-ticipantes. Estos eventos privados irrumpen en el espacio público sin convertirse, en sí mismos, en actos públicos. No hay sujeto pú-blico en estos actos, no hay sujeto que enuncie, que sea dueño de la palabra y los actos, no hay a quién achacarle la responsabilidad de lo

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dicho o de lo hecho: la libertad nace y se enseñorea en los actos y dichos del anonimato. Los personajes de los que habla Gutiérrez Nájera no tienen nombre. Son “un viejo de levita color almendra” y “una matrona de treinta años”. El tercer personaje es el mismo na-rrador, quien no sólo atestigua lo acaecido, sino que, imaginando las vidas de los compañeros de viaje, lo recrea. Sin cruzar una sola pa-labra con ellos, les construye un pasado, un presente y un destino en el viaje. El autor se regodea en el placer de la imaginación. Ser testi-go es su personaje, pero también es su potencia. Los eventos son todos ejercicios de una mirada atenta que se atreve a observar y a inquirir: son producto del observador. En ese sentido, Gutiérrez Nájera se emparenta con Baudelaire. “De hecho, estos placeres pri-vados nacen directamente de la modernización del espacio público urbano. Baudelaire nos muestra un nuevo mundo, público y priva-do, en el mismo momento de su nacimiento” (Berman 152).

Baudelaire definía su trabajo a partir de la condición de flâneur: la actitud del hombre que callejea. “Sin duda, este hombre, tal como lo he pintado, este solitario dotado de una imaginación activa, viajando siempre a través del gran desierto de los hombres, tiene un fin más elevado que el de un simple paseante, un fin más general, otro que el placer fugitivo de la circunstancia” (Foucault, “¿Qué es la Ilustra-ción?” 84). Balzac, otro reconocido flâneur, según palabras de David Harvey, expone que este hombre “busca deliberadamente desvelar los misterios de la ciudad y de las relaciones sociales”. Más que un esteta o un observador reflexivo, la observación de Balzac pretende dar cuenta de lo que es la ciudad. Esta ciudad, que se construye con los personajes y los personajes que le otorgan el cariz de lo diverso a París. “En París, los diferentes tipos que contribuyen a la fisionomía de cualquier parte de esta monstruosa ciudad, se armonizan admira-blemente con el carácter del conjunto. Por ello el conserje, el porte-ro, el sereno, cualquiera que sea el nombre que se le dé a ese sistema nervioso esencial dentro del monstruo parisino, siempre se ajusta al barrio en el que funciona y al que frecuentemente representa” (Har-vey 75).

Gutiérrez Nájera no es Baudelaire ni es Balzac, pero gusta pen-sarse como flâneur, como paseante de ciudades modernas “como el anciano Víctor Hugo [que] las recorre sentado en la imperial de al-gún ómnibus”. La relación moderna con el movimiento, la mirada

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como modo, no sólo de atestiguar, sino de descubrir lo que la urbe es, lo que la ciudad nos oculta; la relación del instante observado como signo de lo perpetuo, del instante como el modo de acercarse a lo verdaderamente importante; el mundo cotidiano como refugio de la verdad, son todos elementos que Gutiérrez Nájera comparte con estos franceses. Es la voluntad de observador donde “el alto valor del presente es indisociable de la obstinación en imaginarlo de otra manera y en transformarlo, no destruyéndolo, sino captándolo tal cual es” (Foucault, “¿Qué es la Ilustración?” 84). La apertura de los registros sociales que pretende Gutiérrez Nájera nos obliga hoy a prestar atención a su narrativa para poder atisbar la realidad del México finisecular. “El movimiento disipa un tanto cuanto la triste-za, y para el observador, nada hay más peregrino ni más curioso que la serie de cuadros vivos que pueden examinarse en un tranvía” (Gutiérrez, “La novela del tranvía” 345).

1. Los testimonios literarios que dan cuenta de la Ciudad de Mé-

xico a lo largo del siglo XIX son expresiones que muestran, sin re-paros ni pudores, el modo en que se estableció en esta urbe un or-den clasista, racista y sexista. Con el juego de representaciones del que se sirven, en ese diálogo con lectores cómplices que comparten los mismos referentes y, con frecuencia los mismos prejuicios, las novelas y crónicas decimonónicas nos permiten atestiguar la diver-sidad social urbana de la segunda mitad del siglo XIX. Esta literatu-ra describe a la sociedad urbana, reafirma la distribución social ubi-cando los rumbos de barrios y arrabales donde pululan las vecinda-des, los recorridos donde se podía atestiguar la grandeza de las casas principales. La literatura permite hacer un recorrido que da cuenta de los itinerarios del boato, de los trayectos usuales del diario desfile de léperos, de los periplos del entretenimiento y la vagancia. La Ciudad de México del siglo XIX es una región fragmentada, marca-da por la distinción y la discriminación; una comunidad que se iden-tifica con un entorno urbano compartido.

La ciudad literaria es un escenario donde se construyó una repre-sentación de la Ciudad de México. Al tiempo que delineaba una ciu-dad con fronteras espaciales que organizaban la distribución social, la literatura decimonónica exponía el frecuente encuentro de dife-rencias. La literatura servía para que los lectores, que compartían de

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antemano buena parte de los códigos cifrados en ella, pudieran edu-carse en las respuestas posibles, ante la diversidad de situaciones que podía enfrentar el lector en estos espacios urbanos1.

En la literatura decimonónica podemos encontrar una infinidad de narraciones sobre la Ciudad de México donde las clases sociales conviven, se rozan, luchan entre sí. Para mostrar esta diversidad, pa-ra explicar sus roces e, incluso, para justificar sus conflictos, la litera-tura romántica y realista del siglo XIX2 construyó personajes, tramas y paisajes que le permitieron explicar el modo en que esta conviven-cia desordenada podía articularse en una propuesta de convivencia. En ella se puede observar el modo en que se reconstruía la lucha de identidades, se reproducían las formas de sociabilidad y se señalaban los modos de comportamiento que eran pertinentes a cada estrato social. La Ciudad de México es, en la literatura decimonónica, el es-cenario donde los actores representan el teatro de lo social.

2. “Hice mi debut en México yendo a misa a la Catedral. […] Pa-

samos por la calle de San Francisco, la calle más hermosa de Méxi-co, tanto por sus tiendas como por sus casas (entre ellas, el palacio de Iturbide, ricamente labrado, pero ahora casi en ruinas), y que termina en la plaza donde se levantan la Catedral y el Palacio” (Cal-derón 53). Para entrar a la Ciudad de México del siglo XIX, como lo

1 Hablando de una muchacha provinciana que está a punto de ir por prime-

ra vez a la Ciudad de México, Gutiérrez Nájera apunta: “Si la dormida soñadora no ha venido nunca a la capital, se le figura mitad, como sus amigas le han refe-rido que es, y mitad como describe el novelista que ha leído, las grandes capita-les de Europa”. Con los comentarios morales que apuntan sobre el peligro que representa la literatura, Gutiérrez Nájera señala: “es un maridaje de las narra-ciones exageradas y los cuentos fantásticos”, e inmediatamente después cons-truye sobre lo abonado una narración romántica y emocionada de una mucha-cha que es ya sorprendida por un galante joven. “Su imaginación abulta las di-versiones de las que va a gozar, pero al fin y al cabo no son éstas diversiones fabulosas, sino perfectamente reales”. El peligro, parece concluir Nájera, no está en la literatura sino en la realidad misma. Entonces el texto de Gutiérrez Nájera concluye didácticamente: “¡Oh, novios provincianos! No permitáis ja-más que vuestras novias vengan a México” (Gutiérrez, “Después del 5 de Ma-yo” 111-116).

2 Un personaje de Rafael Delgado unifica las corrientes realista y romántica, afirmando: “No son términos antitéticos” (Delgado, Los parientes ricos 235).

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hizo Fanny Calderón de la Barca en 1840, era necesario pasar por las calles de San Francisco y Plateros (ambas conforman lo que hoy es Madero).

La alameda era un paseo a las afueras de la ciudad, apenas la en-trada de la urbe. La llamada ciudad de los palacios se restringía a unas cuantas cuadras al Oeste del Zócalo. Para el otro lado, a unas cinco cuadras al este, como expone el cronista Guillermo Prieto, en “la calle de la Alegría [hoy Calle de la Soledad], puede decirse que se acababa la ciudad: que ya se escondía por la calle de las Moscas [hoy Manuel Doblado]”. A las afueras de la ciudad, los callejones “son laberintos de adobe en donde si no hay un hoyanco es porque se enseñorea un caño pestilente”. “Al sur, muladares y ruinas; al norte, marañas de encrucijadas” (Prieto, Memorias de mis tiempos 198).

Manuel Gutiérrez Nájera, por su parte, sostiene que hay más ciudad que el espacio que lleva de Palacio Nacional a Reforma, pero su perorata mantiene un cierto tono irónico que lo lleva a reiterar lo dicho con un juramento, un modo de convencer a un auditorio: “No, la Ciudad de México no empieza en el Palacio Nacional ni acaba en la Calzada de Reforma. Yo doy a ustedes mi palabra de que la ciudad es mucho mayor. Es una gran tortuga que extiende hacia los cuatro puntos cardinales sus patas dislocadas. Esas patas son sucias y velludas. Los Ayuntamientos, con paternal solicitud, cuidan de pintarlas con lodo mensualmente” (Gutiérrez, “La novela del tranvía” 346). Estas patas de tortuga, estos rincones urbanos suelen no aparecer en la literatura decimonónica. Quizá sea Prieto, asiduo caminante y frecuente visitador de los espacios marginales, quien más ha hablado de estos barrios.

La ciudad que se recrea en la novelística del siglo XIX es un re-cuadro de manzanas entre la Alameda y el Zócalo, un paseo inter-minable entre esos dos puntos de referencia. Más allá está la perife-ria, la pestilencia y el lodo. Juan Quiñones, personaje de El cuarto poder, de Emilio Rabasa, provinciano que llega a la ciudad, se asienta entre las calles de las Ratas (hoy Aldaco) y de Garrapata (hoy Izaza-ga), que se encontraba apenas a seis calles al sur del Zócalo, pero donde los humores anuncian ya el umbral de la ciudad. Quiñones entra a la urbe después de una fuerte lluvia: “La calle del Puente de Monzón [hoy Bolívar] estaba de bote en bote, al grado de no dejar ver las banquetas sino en uno que otro punto cerca de las paredes.

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Monserrate y Tompeate [hoy ambas son parte de la calle de Bolívar] no estaban menos favorecidas; aquello era un río encausado por los edificios de una y otra banda, pero río de agua sucia, espesa y pesti-lente, que exponía a la visita de todos los asquerosos intestinos de la ciudad” (Rabasa 14). Con la excepción de estos desvíos, el recorrido urbano marcaba siempre los mismos derroteros, los mismos signos delimitaban la experiencia urbana. Sobre todo, esta ciudad se ve, se atestigua, se apuntala en el imaginario literario decimonónico.

No obstante las frecuentes e irreconciliables dicotomías entre el centro y la periferia, entre lo conocido y lo que da asco, cabe insistir en que esta imagen literaria, esta ciudad construida con los trazos de la narrativa y las descripciones ambientales, está siempre caracteri-zada por la ambivalencia. En los nervios que anticipan la salida de la familia protagonista de Los parientes ricos con rumbo a México, Rafael Delgado expone: “todo era embuste y fraude, oropel y mentira”. Reservorio de la hipocresía, la Ciudad de México era el contraste entre la abulia y el entusiasmo, el centro de lo moderno y el lugar que habitaba el diablo, es palacio y podredumbre: “Muchos pala-cios, muchos paseos, muchos teatros, muchos coches de lujo […]. Pero al lado de tanto lujo y de tanto dinero, una pobreza como no la había en ninguna ciudad veracruzana; almas perversas; personas fal-sas; gentes codiciosas; rateros, timadores mujerzuelas… […] La ciu-dad inmensa, muy bonita, es cierto pero hedionda, pestífera” (Del-gado, Los parientes ricos 143-144).

Política y diseño urbano. Intersección de calles

Durante el siglo XIX, y particularmente con la ayuda de las leyes

de desamortización de bienes eclesiásticos, la Ciudad de México cambió radicalmente su trazo y forma. Muchos de los colegios reli-giosos y conventos, tanto de monjas como de frailes, fueron cerce-nados o derruidos en su totalidad. La ciudad reforzó su diseño reti-cular construyendo calles en varios de los grandes terrenos en los que las órdenes religiosas habían establecido sus inmensos edificios. Se trataba de romper con el enclaustramiento, de abrir la ciudad a la circulación que, desde el siglo XVI, se había diseñado para el reco-gimiento espiritual y la protección de la amenaza externa.

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La Ciudad de México fue cambiando su fisonomía, derruyendo viejos conventos que remitían a una sociedad corporativa: conven-tos de frailes, como el de San Francisco; de monjas, como el de La Concepción, o colegios como el de San Pedro y San Pablo fueron destruidos parcialmente para dar lugar a calles que continuaban la traza urbana. Las modificaciones geográficas fueron resultado de una transformación en la forma de concebir la organización política del espacio urbano, una política urbana que, bajo el pretexto de re-gularizar la ciudad y de lograr una administración eficiente, lucharía constantemente contra la preponderancia de las corporaciones en el espacio urbano. Se trataba de abrir los espacios clausurados o con acceso limitado a los integrantes de la corporación: “liberalizar”, le dirán muchos años después. Abrir su privacidad y promoverlos al público, que sus claustros fueran calles donde circulara la gente, el aire, los productos, el dinero. Destruir las altas paredes conventuales para construir un espacio público3. El diseño urbano es apenas un modo de dar forma, un correlato del nuevo orden social que se pre-tendía establecer en la Ciudad de México.

1. Aunque las transformaciones más importantes pueden apre-

ciarse hasta la segunda mitad del siglo XIX, ya desde mediados del siglo anterior, como parte de las llamadas reformas borbónicas, se había iniciado un proceso que modificaría el modo en que se admi-nistraba a la ciudad. Desde mediados del siglo XVIII una concep-ción de la administración urbana comenzó a hacerse presente en el

3 Está claro que estamos asumiendo aquí que el espacio público se entiende

como oposición a lo privado. A diferencia de una interpretación que asume que el espacio público como un espacio visible y accesible a todos, y en el que esos todos que participan de ese espacio luchan por definir su significado, la oposi-ción privado-público asume la necesidad de hacer público el espacio como una condición para el “libre” enfrentamiento por la definición de dichos espacios. Esta distinción, no sobra decirlo, va siempre de la mano con una definición del Estado como poder público, un poder que dirime su función y sentido en el debate entre todos los participantes. La oposición privado-público es parte del enfrentamiento por definir el significado y sentido del espacio, es una forma de evidenciar la parcialidad estatuida por los particulares, aunque no supone la li-bre participación de todos. Por el contrario, impone una lógica institucional diferente de la establecida por la privacidad, pero acota el espacio a la lógica institucional del Estado.

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diseño arquitectónico y en la organización de los espacios de la Ciu-dad de México. La ciudad tendría que exhibir en su fisionomía una práctica de gobierno que insistía en visibilizar las prácticas sociales: según señalaban las ordenanzas de policía, todas las actividades so-ciales debían realizarse en espacios visibles, susceptibles de ser vigi-lados. De este modo, si la ciudad era el espacio natural donde el Es-tado debía ejercer su control, entonces la ciudad debía adaptarse a una práctica de gobierno que se pretendía de amplio alcance, regular y constante, práctica compartida por el juicio de la mirada. En con-secuencia, desde finales del siglo XVIII y durante el XIX, se pro-movió un diseño urbano más regular, que ampliara calles y obligara a la convivencia social en espacios públicos. Se trataba de garantizar la seguridad y tranquilidad con una ciudad visible y accesible, para lo cual el diseño de calles rectas y amplias era muy útil.

La descripción que hace Guillermo Prieto sobre el mercado del Volador quizá ayude a tener una idea de lo que el Estado se propo-nía evitar: “Pero cuando llovía, la estrechez de las callejuelas, la mul-titud de transeúntes y la propensión de la gente de bronce [los in-dios] a las apretaduras. Codazos, empujones y manoteos hacían que se traficase en el fango, entre cáscaras y plumas, despojos de aves y toda especie de desechos” (Prieto, Memorias de mis tiempos 196).

La transformación del espacio urbano que trazaba calles rectas tenía, entonces, al menos cuatro funciones administrativas: 1) per-mitir la ventilación y así, con esa idea del siglo XVIII, se promovía la higiene; 2) garantizar el comercio interior de la ciudad, su función económica; 3) permitir la vigilancia, su función política (Foucault, Seguridad, territorio, población 37) y 4) evitar “las calles tortuosas y re-torcidas” que eran comparables con las malas costumbres de sus habitantes, su función moral. La ciudad y sus calles se transforma-ban, desde una concepción urbana que redefinía como sus priorida-des las funciones económicas y, sobre todo, las morales. Esta trans-formación forma parte de una idea generalizada en la literatura del siglo XIX: “Todas las naciones cultas de la tierra, en sus paseos y obras de recreación pública, han presentado las páginas fieles […] de su estado de cultura” (Prieto, Cuadros de Costumbres I 245).

2. El urbanismo contemporáneo ha llamado sendas a estas calles

rectas que ayudan a la circulación de personas y productos: son re-

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corridos identificables y continuos que ayudan a mantener articulada a la ciudad. Para el diseño urbano estas sendas deben distinguirse unas de otras de modo que contribuyan a generar una imagen clara de la ciudad, tanto para los residentes como para los visitantes. De este modo, el urbanismo insiste en la necesidad de hacer que las sendas tengan orígenes y destinos definidos, frecuentemente con-formados por nodos4. Siguiendo esta terminología, tendríamos que decir que los más importantes nodos de la Ciudad de México fueron, sin duda, la Plaza de Armas (el Zócalo) y la Alameda; en consecuen-cia, la senda más frecuente: la que llevaba, por Plateros y San Fran-cisco [hoy Madero], de la Plaza de Armas a la Alameda y de regreso. Estas calles, a lo largo de todo el siglo XIX fueron además el reco-rrido comercial más importante. Todavía en 1900, la suma de im-puestos pagados por los locales comerciales de la calle de Plateros ocupaba el primer lugar, seguida por Capuchinas (dos cuadras al sur, hoy República de Uruguay), Don Juan Manuel (República del Salva-dor) y San Bernardo (Uruguay), ambas al sur del Zócalo, a la altura de lo que hoy es 20 de Noviembre, calle que no existía) y en quinto lugar San Francisco. No está de más señalar que buena parte de las 23 manzanas identificadas se encontraban entre la Alameda y el Zó-calo y se organizan en importantes sendas que van de Oriente a Oc-cidente y viceversa (Aguirre 352). Como puede verse, el Zócalo jue-ga un papel fundamental en el orden comercial urbano.

Las calles principales de la ciudad siempre parten de la plaza pú-blica. En ellas se encuentran las mejores casas, habitadas por fami-lias acaudaladas. Aquí se realiza por las mañanas el comercio más intenso; los funcionarios públicos acuden presurosos a sus oficinas, los comerciantes a sus tiendas […] (Sartorius 193).

La ciudad se diseña y se ocupa para satisfacer intereses económi-cos, políticos o administrativos, intereses que pugnan por establecer

4 Las sendas, como hemos dicho, son los conductos que normal, ocasional

o potencialmente sigue el observador. Los nodos, por su parte, están estrecha-mente vinculados con las sendas, pues suelen ser precisamente “acontecimien-tos en el recorrido”. “Los nodos son los puntos estratégicos de una ciudad a los que puede ingresar un observador y constituyen los focos intensivos de los que parte o a los que se encamina. Pueden ser ante todo confluencias, […] un cruce o una convergencia de sendas, momentos de paso de una estructura a otra” (Lynch 62-63).

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un diseño urbano acorde con sus necesidades, intereses que impo-nen una geografía de trazos premeditados. Pero la ciudad también es definida por el modo en que se usan esos espacios, por el modo en que se delimita socialmente esa geografía. Para entender esta dia-léctica entre planeación y ocupación de la ciudad es necesario ob-servar el modo en que la ciudad es también un lugar de conflicto, donde instituciones, grupos sociales, individuos destacados, inmi-grantes, familias, negocios y parias, entre otros actores, pelean la po-sibilidad de ocupar el espacio urbano.

El urbanismo ha insistido en que la ciudad marca a los hombres y mujeres que la habitan, pero ellos, una y otra vez, con cotidiana constancia, hacen de la ciudad un espacio propio. En 1960, Kevin Lynch propuso que las ciudades deben explicarse atendiendo el modo en que los elementos urbanos son utilizados por la población como marcas del espacio. El urbanista reconoce que la ciudad es un espacio habitado, vivido cotidianamente. La ciudad es un espacio que se transforma con el uso y que sólo puede ser aprehendida des-de la fugaz percepción cotidiana. Las sendas y los nodos son apenas formas de entender el modo en que la gente observa su ciudad, marcas que organizan y conectan los demás elementos ambientales (Lynch 62).

Hay testimonios literarios que exponen con mayor claridad lo dicho por Lynch. Madame Calderón de la Barca afirmaba, en la cró-nica de su corta estancia en México, que Plateros era “la calle más hermosa de México, tanto por sus tiendas como por sus casas”. Desde esa misma calle observó la ciudad y apreció “la falta de des-proporción en sus edificios, el primor de tantas iglesias y viejos conventos; y ese aire de grandeza que reina por todas partes” (Cal-derón 53).

También podemos encontrar a Plateros ocupando un papel des-tacado en Los parientes ricos, la novela más importante de Rafael Del-gado. En ella se narran las desventuras de una familia provinciana que, a la muerte del padre, quedan en una relativa situación de po-breza. En esas condiciones, la familia es acogida por unos parientes ricos de la capital. La llegada a la ciudad, que realizan también por la calle de plateros, quizá para resaltar el asombro provinciano, es na-rrada desde la perspectiva de Filomena, la doméstica de la familia: “la arteria principal, ruidosa, espléndida, deslumbrante, en la cual los

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carruajes, a cuál más hermoso, apenas cabían; tiendas magníficas; fondas aristocráticas; dulcerías soberbias que en sus aparadores os-tentaban mil y mil prodigios de azúcar de colores” (Delgado 180). La senda de Plateros, tanto por la refinada Madame Calderón de la Barca como por la humilde Filomena, irradia grandeza.

Las sendas y los nodos son urbanísticamente importantes, pues permiten compartir la vivencia de la ciudad, vuelven comunes las referencias urbanas. La ciudad se carga de significados sociales, ca-lles de comercio, lugares de paseo, fronteras entre los barrios, casas y monumentos que marcan y delimitan el espacio. La ciudad es un espacio de tránsito, de habitación y permanencia, un lugar donde se reiteran las identidades y se reestablecen las fronteras sociales, pero el diseño de la ciudad ayuda a esta demarcación, a este modo social de ocupar el espacio. Estas marcas, sin embargo, también son obje-to de debate y lugar de conflicto. Las sendas son marcas que organi-zan el espacio y símbolos sociales con diversos significados en pug-na. Con significaciones cotidianas que les permiten a los habitantes identificarse con y en la ciudad, las calles, los espacios, las construc-ciones, son también parte del entramado cultural en el que se mue-ven sus habitantes.

Al encuentro con sus habitantes

Uno de los medios que tiene la historia para acercarse a este con-

flicto es la literatura. Los escritores se apropiaron de la ciudad al ha-cerla un escenario fundamental de sus novelas, cuentos y poemas. A veces, incluso, como señala Vicente Quirarte, la ciudad fue el per-sonaje mismo de sus narraciones (Quirarte). Sirviéndose de la com-plicidad del lector, aprovecharon los símbolos sociales con los que se reconocían los habitantes de la ciudad y, sirviéndose de las refe-rencias comunes, construyeron a sus personajes en la geografía ur-bana. Recordemos que, según lo dicho anteriormente, la literatura, más que dar cuenta de la historia de la ciudad, hace que ésta repre-sente la tramoya en que se escenifica el drama social. Como había dicho Balzac: “los diferentes tipos que contribuyen a la fisionomía de cualquier parte de esta monstruosa ciudad, se armonizan admira-blemente con el carácter del conjunto” (en Harvey 54). Se trata de entender la diversidad con personajes que representen los distintos

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barrios, las calles que forman la ciudad. Y viceversa, las calles repre-sentan el carácter de los sujetos.

1. Manuel Gutiérrez Nájera, en el poema más importante del

modernismo mexicano, escrito hacia 1884, hace de la calle de Plate-ros el escenario donde se paseaba la bella duquesa de Job. Plateros era famosa porque en sus edificios se exhibían grandes escaparates donde se desplegaba la moda y el arte de la joyería. En esa calle se pasea la duquesa de Job, quien pese a no usar alhajas, es respetada por las más afamadas modistas. A pesar de no ser una mujer aristó-crata, su paseo por Plateros nos permite reconocer un respeto que no es producto del consumo, sino del buen gusto (Gutiérrez, “La duquesa de Job”).

Gutiérrez Nájera reitera las diferencias sociales vinculándolas a la geografía en una narración de 1883: “La pícara distinción de castas y de clases, que trae tan preocupados a los pobres, existe entre los pa-raguas y las sombrillas. Hay paraguas de algodón y paraguas de seda, como hay hombres que se visten en los sepulcros de Santo Domin-go [hoy República de Brasil], y caballeros cuyo traje está cortado por la tijera diestra de Chauveau [que se encontraba en la calle de Plate-ros]” (Gutiérrez, “Memorias de un paraguas” 419).

La calle es un símbolo del que se apropian sus habitantes, aque-llos que son saludados por sus habitantes, aquellos a los que se les reconoce pertenencia a ese espacio. La duquesa de Job era aceptada en ese espacio por su belleza y elegancia, mientras que otras muje-res, quizá haciendo lo mismo que la duquesa de Job, aunque ha-ciéndolo a otra hora, eran señaladas por ocupar ilegítimamente ese espacio.

Dice un periódico que causa ya escándalo el ver por las calles de Plateros, San Francisco, Vergara [hoy Bolívar] y Santa Clara [hoy Tacuba], el número que de esas mujeres se pasean nocturnamente. / ¡¡¡Escándalo!!! ¿Y por qué? ¿Nada más porque se pasean? ¡Vaya una tontería! (“Mujeres públicas” 4).

De hecho, más que una tontería, es la pugna por el espacio, por la legitimidad del uso del espacio urbano. Las calles son símbolos que marcan a los hombres y mujeres. Sólo por estar en ellas se aven-turan juicios de la más diversa índole. En un espacio social en el que, según Marcos Arróniz, “la mayor parte del año sólo se dejan

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ver las damas aristocráticas por las ventanillas de sus rápidos coches; ahora [en Jueves Santo] asoma su leve pie por entre el raso y tercio-pelo de sus ricos vestidos y honra las calles de la ciudad”, el escán-dalo es mayúsculo (Arróniz 146-147). Aquel periódico que citaba El Hijo del Trabajo denunciaba a las mujeres que ocupaban ese espacio y sugería que esas mujeres se dedicaban a la vida galante. En eso radi-caba el escándalo: “¿Y cómo nadie se ha escandalizado de los hom-bres públicos que por doquiera y a todas horas se pasean?” (“Muje-res públicas” 4).

Esto es, hay una distribución de género en el espacio urbano: la calle podía ser ocupada por los hombres a toda hora, mientras las mujeres sólo podían ocuparla de día, y si acaso el Jueves Santo. Ahí, en la pugna por la posibilidad de ocupar la calle se desarrollaba un conflicto de género que excluye a las mujeres del espacio público. Llamarlas mujeres públicas es, paradójicamente, cancelarles la posi-bilidad de participar en el espacio común. Su presencia nocturna en el espacio está acotada a aquellas que son prostitutas. La calle y la hora le otorgan significado a la mujer que ocupa la calle, que la tran-sita. En consecuencia, “las mujeres decentes” no podrán estar en la calle de noche, a menos que estén dispuestas a poner en duda su honorabilidad. Esta es también la interpretación que el personaje que viaja en tranvía de Gutiérrez Nájera gusta de elaborar cuando ve a “la matrona de treinta años” yendo a la iglesia: “La única explica-ción de estos viajes en tranvía y de estos rezos, a hora inusitada, es la existencia de un amante” (Gutiérrez, “La novela del tranvía” 351).

La participación de las mujeres en la definición de la calle, del espacio público, está en principio cancelada por la interpretación hegemónica y masculina del espacio. ¿Por qué no se les dice a los hombres públicos? ¿Por qué no hay escándalo con ellos? Esa es la pregunta clave. La masculinidad ocupa el espacio y obliga a que toda mujer que transite de noche sea una mujer indecente, una mujer que, en última instancia, no merece respeto.

2. Los discursos de género y clase del siglo XIX pasan frecuen-

temente por la definición del espacio urbano. Las calles son símbo-los que construyen la identidad de los hombres y las mujeres que se pasean en ellas. Son marcas que dan significado al espacio y a la gente que lo ocupa. Las calles son el lugar predilecto para el desplie-

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gue de las metáforas del orden social. Es necesario insistir en que, como símbolos, las calles no son marcas con significados acabados, ni son imágenes definitorias. En el espacio social discursivo, los símbolos cambian de sentido con el debate y la discusión o con el simple uso5. En la pugna por los significados de la calle los literatos abonan siempre. La calle, espacio en disputa, es también escenario del conflicto social.

Manuel Payno en Los bandidos de Río Frío, la novela mexicana más famosa del siglo XIX, también se sirve de la calle para narrar el más descarnado encuentro entre clases sociales. En Plateros, “un caba-llero vestido con elegancia, bastón de puño de oro y anteojos” se encuentra a un humilde carpintero llamado Evaristo, quien le quiere vender una almohadilla. Después de un inocente intercambio de ex-presiones, el aristócrata le dice “¡Bruto, bribón, lépero, insolente que con pretexto de vender baratijas vienes a injuriar a las gentes y tal vez a robarlas!” (Payno 57). Tomándolo del cuello de la camisa, lo amenaza con meterlo en la cárcel. Evaristo se defiende, pero es tun-dido a golpes y conducido a la comisaría. El aristócrata apenas tiene que dar su dirección y con eso queda libre: “Soy una persona decen-te y nunca vamos a donde va la canallada” (Payno 55). Este violento encuentro llevará a Evaristo a dejar su honesto trabajo de artesano y convertirse en el líder de Los bandidos de Río Frío. Pese a que Payno muestra en su narración que el enfrentamiento de Plateros es dispar y hasta injusto, expone un evento que no resulta extraordinario, re-vela un orden social que enfrenta a las clases sociales. En Plateros el artesano era un intruso y el aristócrata tenía todo el derecho a gol-pearlo y expulsarlo de un espacio que consideraba suyo. El espacio del trabajador es, según el propio discurso, el de la cárcel.

José Tomás de Cuéllar, en otra importante novela decimonónica, Ensalada de pollos, también se sirve de la calle para proponer su pro-

5 Como puede verse en una desfachatada declaración en torno de la em-

briaguez, el conflicto no es sólo contra ciertas actitudes y vicios, sino en torno a quiénes y en qué momentos pueden tener esas actitudes y vicios. Combatida intensamente por la administración urbana en la segunda mitad del siglo XIX, la embriaguez horripilaba pero, como decía un artículo periodístico, “única-mente en el espectáculo del borracho callejero, medio desnudo, temulento. La borrachera discreta, bien vestida y paseada en coche, era cosa diferente, respe-table y decente” (Pérez 168).

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yecto social6. Mientras “en la Avenida de los Hombres Ociosos, o sea calle de Plateros, no veamos cruzar mil blusas en vez de cien le-vitas, mil obreros en vez de cien pollos ociosos, no tenemos espe-ranza de remedio” (Cuéllar 97). Cuéllar reitera el código que hacía de Plateros el lugar donde se pasea la población económicamente pudiente. Pero a Cuéllar no le basta con caracterizar el espacio, ni con destacar el vínculo moral que existe entre el lujo y la ociosidad. En esta descripción vemos con claridad una característica propia de los escritores ilustrados y progresistas del siglo XIX. Sus discursos en torno al trabajo y a los trabajadores no se emiten desde la posi-ción de la clase trabajadora. Lo que se representa es el ideal burgués de una sociedad constituida por hombres productivos y no por una aristocracia ociosa. Son los trabajadores los que deberían ocupar el lugar de privilegio en la Ciudad de México. Cuéllar reafirma el ima-ginario que comparte con los lectores y, desde el lugar común que lo compone, invierte sus términos. La descripción comparte una imagen, pero al mismo tiempo la trueca, la transforma, le exige una realidad que no ocurre y la abre a una imagen posible. La prédica moral se realiza desde la voz del autor y es él quien asume la res-ponsabilidad del universo que recrea, que desea, que construye.

La imagen de una ciudad

El espacio público es el lugar donde progresivamente se recono-

cen los actores sociales, donde se comparten experiencias y se inter-cambian modos de enfrentar las emociones cotidianas; donde los proyectos colectivos se vuelven compartidos; donde se hace común el proyecto social. En los últimos años se ha utilizado la noción del espacio público para aludir a cierta potencialidad democrática, por lo que se ha advertido sobre las condiciones necesarias para que este espacio sea efectivamente democrático. A esta discusión se alude cuando agregamos el adjetivo “moderno”. En el espacio público moderno cualquiera de los integrantes de la comunidad puede parti-

6 Los jóvenes ociosos fueron señalados constantemente. Cuéllar los llama

pollos. Gutiérrez Nájera se refiere a éstos como lagartijos. Son “jóvenes ociosos que tomaban el sol afuera de los establecimientos públicos de la calle de Plate-ros y cuya presencia molestaba a las gentes decentes de la ciudad” según los define Alicia Bustos Trejo, nota 2 de Gutiérrez, “Los amores del cometa”.

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cipar, ejercer una voluntad individual y hacer público aquello que, desde sus intereses particulares, considera importante. Idealmente se trata de una práctica en que se participa sin ninguna coerción y sin restricciones corporativas.

Sin menoscabar la valiosa conceptualización normativa, es perti-nente estudiar al espacio público desde una óptica empírica: como un espacio históricamente construido y socialmente condicionado. En tanto que depende de un juego de fuerzas entre los diversos ac-tores políticos que en él participan, es un elemento funcional del ejercicio político. El espacio público requiere que los actores socia-les se reconozcan, y para eso tienen que verse, tocarse, escucharse. En este sentido es que hay que resaltar lo dicho por Georg Leiden-berger: “El tranvía fue quizá el espacio público más arquetípico de la ciudad moderna móvil, no sólo fue el medio de transporte, sino también lugar de sociabilidad para un amplio segmento de la pobla-ción urbana. Dentro de los carros se encontró (y desencontró) gente de distintas clases sociales, con múltiples hábitos culturales y ocupa-ciones, provenientes de distintas regiones del ‘área metropolitana’”. La diversidad social que habitaba y visitaba la Ciudad de México pudo encontrase, no sólo en la calle, sino el espacio de obligada convivencia que era el tranvía: “[…] el tranvía debe ser considerado como un factor democratizador en la vida de la ciudad” (Leidenber-ger 183-184).

El espacio público de finales del siglo XIX se fue delineando en las plazas y las calles, bajo la mirada del Estado y de tantos otros ac-tores sociales. Sujetos de la observación, los actores fueron juzgados a partir de los prejuicios de un imaginario social que insistía en man-tener los límites de lo admitido. Los tranvías atravesaron la ciudad y permitieron que el flâneur, consagrado al callejeo y la observación, diversificara el paseo cotidiano. Esta extraña experiencia, tan nove-dosa que todavía no se naturalizaba la wagon, empleada por Gutié-rrez Nájera en el original, permite al narrador exponer las posibili-dades de nuevos encuentros, de nuevos cruces con lo desconocido. Ahí, sin embargo, se reafirmaron los prejuicios del imaginario social y también ahí, en el tranvía, tomó lugar la disputa social por los sig-nificados.

Regresemos a la imagen de “La novela del tranvía”: “la ciudad de México no empieza en el Palacio Nacional, ni acaba en la calzada de

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la Reforma. Les doy mi palabra de que la ciudad es mucho mayor”, decía Manuel Gutiérrez Nájera. La insistencia no sólo es de orden geográfico, como podría sugerir la primera oración del siguiente pá-rrafo: “Más allá de la peluquería de Micoló, hay un pueblo que habi-ta barrios extravagantes, cuyos nombres son esencialmente antiape-ritivos” (Gutiérrez, “La novela del tranvía” 346).

Los elementos que se encuentran en la narración sugieren que el interlocutor de Gutiérrez Nájera conoce la peluquería de Micoló. Ésta fue un tema constante en sus escritos; era un lugar de reunión y sociabilidad donde se debatían los acontecimientos de actualidad. En este sentido, la peluquería jugaba un papel fundamental en la construcción del espacio público de un determinado sector social. Se encontraba en la 3ra de San Francisco y Puente de Espíritu Santo (hoy Madero con Isabel la Católica), lo cual nos debe de advertir sobre la posible clientela7. Más que suponer al interlocutor, vale la pena hacer caso a lo dicho por el propio Gutiérrez Nájera, quien nos da su palabra de que hay más ciudad que la que se puede reco-rrer entre Palacio Nacional y Paseo de la Reforma, esto es, pasando por la Peluquería de Micoló. Hay más que este mundo, dice con vehemencia el narrador.

La descripción que emprende inmediatamente después de haber dicho esto muestra que no habla en términos geográficos, sino mo-rales. “Hay hombres muy honrados que viven en la plazuela de Te-quesquite [actual Mercado de la Lagunilla] y señoras de invencible virtud cuya casa está situada en el callejón de Salsipuedes [hoy en la calle de Dolores]”. Hombres honrados y mujeres virtuosas hay más allá del mundo que conocemos. Más allá hay gente como nosotros, insiste en afirmar el narrador a sus interlocutores. “No es verdad que los indios bárbaros estén acampados en estas calles exóticas, ni es tampoco cierto que los pieles rojas hagan frecuentes excursiones a la plazuela de Regina [hoy Bolivar, entre Regina y San Gerónimo]” (Gutiérrez, “La novela del tranvía” 346). Basta con subirse al tranvía para atestiguar casas en las que viven “muy discretos caballeros y señoritas muy lindas. Estas señoritas suelen tener novios, como las

7 La ubicación geográfica de los lugares mencionados en el texto de Manuel

Gutiérrez Nájera se la debemos a Alicia Bustos, quien hizo las notas de la edi-ción de Gutiérrez, Obras XII).

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que tienen balcón y cara a la calle en el centro de la ciudad” (Gutié-rrez, “La novela del tranvía” 347). ¡Son como nosotros!, parece reiterar el autor.

Pero hay que insistir en algo que se dijo antes: los personajes de los que habla Gutiérrez Nájera no tienen nombre. Son “un viejo de levita color almendra” y “una matrona de treinta años”. Sabemos de ellos por el narrador, quien imagina a estos personajes, construyén-doles una vida, un entorno, un reto, un marco acotado de posibili-dades. El viejo de levita “indudablemente” es padre de dos mucha-chas “¿Serían bonitas? La existencia de esas desventuradas criaturas me parecía indisputable […] ¡Tal vez no tuvieron con qué pagar la casa y el propietario les embargó los muebles! […] Estas niñas son de buena familia. No están acostumbradas a pedir”. La imaginación de esta tragedia le lleva a pensar que quizá si se casara con alguna de las hijas podría ayudar a la familia. “¿Por qué no? Después de todo, en esa clase suelen encontrarse las mujeres que dan la felicidad”. Pe-ro, “¿Con cuál me caso?, ¿con la rubia?, ¿con la morena? Será mejor con la rubia… digo, no, con la morena. En fin, ya veremos” (Gutié-rrez, “La novela del tranvía” 348-349). La narración completa es producto de una imaginación incontenible que sólo se detiene cuando el señor baja del tranvía.

El reconocimiento de este mundo no se da a través del habla: se construye con la mirada. El autor no cruza palabra con sus compa-ñeros de viaje, los que viven en esos lejanos lugares. Los eventos son todos ejercicios de una mirada atenta que se atreve a observar y a inquirir: son producto del observador. Es cierto que la conviven-cia en el tranvía obliga a una tolerancia del tacto, del oído, de las ideas. La tolerancia podrá ser uno de los valores de la convivencia urbana que sin duda permite que los contactos no terminen siempre a golpes. Pero la tolerancia es bastante menos que la posibilidad democrática que se espera del espacio público.

La literatura de Manuel Gutiérrez Nájera muestra precisamente la reconstrucción del lugar compartido. La sorpresa de un mundo desconocido se aclimata, se domestica, se reproduce desde el mismo universo conocido. Abrir las posibilidades de la urbe es, sin duda, una virtud. Ampliar los términos conocidos es una necesidad políti-ca. Reconstruir los parámetros de la comprensión es una deliciosa veleidad. Gutiérrez Nájera convive pero no interactúa, no le intere-

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san sus compañeros de viaje más que para promover su imagina-ción, una imaginación que gusta de perderse entre las calles de la ciudad y que, muy probablemente, es mucho más emocionante que la realidad.

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