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Manuscrits. Revista d’Història Moderna 32, 2014 61-84 http://dx.doi.org/10.5565/rev/manuscrits.51 ISSN 0213-2397 (paper), ISSN 0214-6000 (digital) La monarquía española y los últimos incas ¿una frontera interior? Manfredi Merluzzi Universidad Roma Tre [email protected] Recibido: octubre de 2014 Aceptado: noviembre de 2014 Resumen La conquista y el control de lo que fue denominado Reino de Perú resultaron en un proceso más largo de lo que comúnmente la historiografía considera. La resistencia indígena y la aspereza y fragmentación del territorio bajo el control de diferentes agentes y grupos étnicos complicaron el control ejercido por la administración española. Esto influyó en las estrategias políticas y militares de la corona. Así, entre 1532 y 1572, este fue un escenario cruzado en su interior por una multiplicidad de fronteras étnicas, económicas, políticas, militares, culturales y religiosas. Este artículo analiza la presencia de una frontera interior debida a la resistencia de los incas de Vilcabamba. La existencia de esta frontera interior influyó sobre la actuación de la corona espa- ñola. Analizar estas circunstancias de interacción permite profundizar en el conocimiento de la implantación colonial en estos escenarios. Estos entornos configuraban mosaicos móviles de relaciones —fronteras interiores— y tardaron décadas en consolidarse en las estructuras que surgieron después de la conquista. Palabras clave: monarquía hispana; Perú virreinal; incas; frontera interior; mosaicos móviles de relaciones; negociaciones; Vilcabamba. Resum. La monarquia espanyola i els darrers inques. Una frontera interior? La conquesta i el control del que va ser denominat Regne del Perú van resultar en un procés més llarg del que habitualment la historiografia considera. La resistència indígena i l’aspror i fragmentació del territori sota el control de diferents agents i grups ètnics van complicar el con- trol exercit per l’administració espanyola. Això va influir en les estratègies polítiques i militars de la corona. Així, entre el 1532 i el 1572 aquest va ser un escenari creuat en el seu interior per una multiplicitat de fronteres ètniques, econòmiques, polítiques, militars, culturals i religioses. Aquest article analitza la presència d’una frontera interior deguda a la resistència dels inques de Vilcabamba. L’existència d’aquesta frontera interior va influir sobre l’actuació de la corona espanyola. Analitzar aquestes circumstàncies d’interacció permet aprofundir en el coneixement de la implantació colonial en aquests escenaris. Aquests entorns configuraven mosaics mòbils de relacions —fronteres interiors— i van trigar dècades a consolidar-se en les estructures que van sorgir després de la conquesta. Paraules clau: monarquia hispana; Perú virregnal; inques; frontera interior; mosaics mòbils de relacions; negociacions; Vilcabamba.

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Manuscrits. Revista d’Història Moderna 32, 2014 61-84

http://dx.doi.org/10.5565/rev/manuscrits.51 ISSN 0213-2397 (paper), ISSN 0214-6000 (digital)

La monarquía española y los últimos incas ¿una frontera interior?

Manfredi MerluzziUniversidad Roma [email protected]

Recibido: octubre de 2014 Aceptado: noviembre de 2014

Resumen

La conquista y el control de lo que fue denominado Reino de Perú resultaron en un proceso más largo de lo que comúnmente la historiografía considera. La resistencia indígena y la aspereza y fragmentación del territorio bajo el control de diferentes agentes y grupos étnicos complicaron el control ejercido por la administración española. Esto influyó en las estrategias políticas y militares de la corona. Así, entre 1532 y 1572, este fue un escenario cruzado en su interior por una multiplicidad de fronteras étnicas, económicas, políticas, militares, culturales y religiosas. Este artículo analiza la presencia de una frontera interior debida a la resistencia de los incas de Vilcabamba. La existencia de esta frontera interior influyó sobre la actuación de la corona espa-ñola. Analizar estas circunstancias de interacción permite profundizar en el conocimiento de la implantación colonial en estos escenarios. Estos entornos configuraban mosaicos móviles de relaciones —fronteras interiores— y tardaron décadas en consolidarse en las estructuras que surgieron después de la conquista.

Palabras clave: monarquía hispana; Perú virreinal; incas; frontera interior; mosaicos móviles de relaciones; negociaciones; Vilcabamba.

Resum. La monarquia espanyola i els darrers inques. Una frontera interior?

La conquesta i el control del que va ser denominat Regne del Perú van resultar en un procés més llarg del que habitualment la historiografia considera. La resistència indígena i l’aspror i fragmentació del territori sota el control de diferents agents i grups ètnics van complicar el con-trol exercit per l’administració espanyola. Això va influir en les estratègies polítiques i militars de la corona. Així, entre el 1532 i el 1572 aquest va ser un escenari creuat en el seu interior per una multiplicitat de fronteres ètniques, econòmiques, polítiques, militars, culturals i religioses. Aquest article analitza la presència d’una frontera interior deguda a la resistència dels inques de Vilcabamba. L’existència d’aquesta frontera interior va influir sobre l’actuació de la corona espanyola. Analitzar aquestes circumstàncies d’interacció permet aprofundir en el coneixement de la implantació colonial en aquests escenaris. Aquests entorns configuraven mosaics mòbils de relacions —fronteres interiors— i van trigar dècades a consolidar-se en les estructures que van sorgir després de la conquesta.

Paraules clau: monarquia hispana; Perú virregnal; inques; frontera interior; mosaics mòbils de relacions; negociacions; Vilcabamba.

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Abstract. The Spanish monarchy and the last Incas: An internal frontier?

The conquest and administrative control of the Kingdom of Peru was a longer process than his-toriography has assumed. The resistance of the indigenous peoples and the ruggedness and frag-mentation of the territory under the control of different agents and ethnic groups complicated the Spanish administration and government. These factors had an influence on the political and military strategies of the Crown. As a result, between 1532 and 1572, this was an area criss-crossed by ethnic, economic, political, military, cultural and religious boundaries. This article analyzes the presence of an internal frontier due to the resistance of the Incas of Vilcabamba, which influenced the Spanish colonial government. Analyzing these particular circumstances of interaction provides a deeper understanding of the colonial presence in these lands. These environments formed mobile mosaics of social and political relations — internal borders — in which the consolidation of the Spanish Empire’s control took several decades after the Conquest.

Keywords: Spanish monarchy; colonial Peru; Incas; internal frontier; mobile mosaics of rela-tions; negotiations; Vilcabamba.

Sumario

La monarquía española y el desafío peruano

Recomponer la frontera interior: la opción de las negociaciones

Las negociaciones del presidente Gasca (1548-1550)

Sayri Tupac y Felipe II: la ilusión de la recomposición

(1552-1561)

Los incas de Cuzco y los de Vilcabamba: ¿integración o doble juego?

Desconfiado de los españoles: Titu Cusi en Vilcabamba (1561-1565)

Hacia el Tratado del Acobamba (1565-1569)

Desenlace y conclusión

Referencias bibliográficas

En el siglo xvi, ejercer el dominio y controlar un territorio distante más de dos mil leguas desde el centro neurálgico del poder real era un desafío para la monar-quía hispana. Si, además, a esta distancia se añadían los obstáculos geográficos, la magnitud del océano Atlántico y la altitud de los Andes, la tarea se demostraba aún más difícil. No cabe sorprendernos entonces si la visión de la historiografía tradicional de la conquista americana y del pasado virreinal peruano nos parece hoy en día, en buena medida, sorprendentemente simplista. La historiografía en el pasado se ha centrado en un enfoque demasiado atento a las instituciones polí-ticas y a las hazañas conquistadoras —alimentando una visión épica de la con-quista, eurocéntrica y, quizás, hispanocéntrica— poniendo de relieve los actores y la rapidez del fenómeno, mientras el control de estos territorios fue efectuado a través de una multiplicidad de actos y agentes muy diversificados y no meramen-te institucionales (Merluzzi, 2008).

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Partiendo desde enfoques metodológicos más atentos a los intereses actuales de una historiografía que ha sobrepasado tanto la visión nacionalista (Elliott, 1992; Cardim, Herzog, Ibañez, Sabatini, 2012), como la eurocéntrica (Elliott, 2006; Cardim, Palos, 2012: 12-16), en esta contribución se abordará la problemática de la gestión de los dominios pertenecientes al virreinato de Nueva Castilla, un con-junto de territorios muy dispares de cuya diversidad trataremos y cuya variedad requirió una estrategia compleja de gestión que la historiografía ha empezado a analizar en las últimas décadas (Stern, 1982; Spalding, 1984; Latasa, 1997; Merluzzi, 2003; Lamana, 2008; Mumford, 2012; Salinero 2014).

La monarquía española y el desafío peruano

El primer aspecto que cabe subrayar es que la conquista del Perú fue algo que necesitó varias décadas para realizarse y no fue absolutamente tan rápida y prodi-giosa como en el pasado se consideró. Los incas defendieron, orgullosamente y tenazmente, sus tierras frente a los cristianos por más de cuarenta años, hasta la derrota militar del joven inca Tupac Amaru (1572). Abandonada su antigua capi-tal, conquistada por los españoles, una parte consistente de las elites incaicas se atestaron en una vasta área montañosa y silvestre situada entre los ríos Apurimac y Acobamba (Matienzo, 1967: 294). Desde allí asaltaban los asentamientos de los castellanos y sus líneas de comunicación y abastecimiento, llegando a estar en 1536-37 muy cerca de derrotar a los cristianos. Una amplia ofensiva militar sometió a cerco entonces a Cuzco y Lima (Ortega Morejón, Castro, 1934).

El control sobre las antiguas provincias del Tawantinsuyu fue posible gracias al acuerdo con las diferentes etnias indígenas que residían en las diferentes áreas y con una parte de los descendientes de los incas, vencidos solo parcialmente. La resistencia indígena a la conquista española fue un fenómeno que se mantuvo por alrededor de unos cuarenta años después de la fecha considerada por buena parte de la historiografía como referencia de la conquista del Perú, generalmente aso-ciada a la captura de Athaualpa por Pizarro después de caer Cajamarca. Pero, al mismo tiempo, fue necesario, por parte la corona de Castilla, encontrar un punto de equilibrio entre sus propias necesidades y exigencias y las de los «antiguos conquistadores» y primeros «pobladores de la tierra», algo que requirió varios años de conflictos. Así, la imagen que nos ha sido ofrecida sobre la conquista desde finales del siglo xix carece de unos elementos de análisis y perspectivas que se van ahora reconstruyendo gracias a una historiografía renovada que pro-fundiza en el estudio de los espacios fronterizos.

Uno los conceptos útiles a la comprensión de la realidad de la Nueva Castilla durante el arco diacrónico que va desde 1532 hasta 1572 —y posiblemente más allá— , puede ser el de «frontera interior» (Merluzzi, 2009: 405-408). Es esta una conceptualización que presentamos precedentemente, pero, respecto a la formu-lación que hicimos en su momento, creo que es oportuno matizar que no se trata de imaginar simplemente una frontera lineal de carácter geográfico-político entre el área controlada por los castellanos y aquella donde se habían refugiado los incas resistentes, bajo el mando del inca Manco y sus descendientes (Kubler,

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1947; Hemming, 1975). Esta también existía, marcada sobre todo por aspectos geomorfológicos. Sin embargo, en realidad, la frontera interior era más que eso. En este caso era una región articulada, como un mosaico móvil, dentro del cual coexistían una pluralidad de actores, controles, fidelidades, intereses y etnias, los cuales se podían componer y descomponer según sus necesidades e intereses, dis-poniéndose por un bando o por otro en diferentes ocasiones.

Algunos autores han subrayado el protagonismo de las múltiples etnias indí-genas en el proceso de implantación española, así como sus capacidad de aliarse con los españoles según sus necesidades tanto contra los incas —antiguos domi-nadores—, como contra otros indígenas, incluso contra otros españoles. Poloni Simard (2000) ha presentado eficazmente esta articulación a través de la imagen de un «mosaïque indienne», aunque su estudio se concentraba en el análisis de una sola de las áreas del antiguo Tawantinsuyu y su interés se enfocaba en el mundo indígena que allí residía, considerándolo en una perspectiva de larga duración.

Las diferentes etnias, sobre todo, las que habían apoyado a los castellanos en la primera etapa conquistadora de los años 1530-1532, encontraron en los nuevos dominadores un medio para emanciparse del dominio incaico y llegaron pronto, como demostró Stern (1982: 27-40), a establecer un nuevo equilibrio de poder, que el propio historiador denomina «post inca alliance». Las evidencias arqueo-lógicas más recientes confirman lo que cronistas como Pedro Sarmiento de Gam-boa y Juan de Betanzos escribieron sobre la formación del Tawantinsuyu: los mismos incas habían conquistado sus dominios a través de un complejo sistema de alianzas con diferentes grupos y de expediciones militares (Sarmiento de Gamboa, 1968; Betanzos, 2004; Poma de Ayala, 1980; Covey, 2006). Los traba-jos de Pease (1982) y Van Buren (1992) nos empujan a buscar el origen de esta configuración de «mosaico móvil» en tiempos anteriores a la llegada de Pizarro, fundándose en las relaciones de conquista y dominio que se había generado con la repentina expansión incaica entre los reinos del inca Yupanqui (ca. 1380 - ca. 1460), Túpac Yupanqui (ca. 1430 - ca. 1475) y Huayna Capac (1455?-1525). Las modalidades de la conquista y de la dominación incaica variaron armonizándose con «the nature of the existing societies and the types of resources available in the area» (Van Buren, 1992: 53).

El mosaico móvil que representaba la primera etapa de la vida del mundo andino virreinal se apoyaba, entonces, en una trama construida por la tipología de lazos establecidos entre los incas y los grupos sometidos por ellos en el siglo y medio antecedente a la llegada de los europeos al mundo andino. Sobre su mol-deamiento influyeron radicalmente las relaciones que estas etnias y grupos esta-blecieron tanto con los antiguos dominadores como con los nuevos, que, posiblemente, en una primera fase, no eran percibidos como tales.

Si se mira este cuadro desde la perspectiva de la corona castellana, la estabili-dad del reino de Nueva Castilla se encontraba amenazada continuamente, por un lado, entre súbditos españoles no siempre fieles y, por otro lado, por las posibles rebeliones de los amerindios. La presencia de un reducto de resistencia incaica representaba indudablemente el peligro más fuerte y constante a los intereses de

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la corona. Como nos explica una fuente tan informada como el oidor Juan de Matienzo, eso era así porque bajo el dominio de los incas de Vilcabamba se encontraba «mucha tierra y mucha gente que la posee» (Matienzo, 1967: 284). Además, también porque, como explicó el virrey Francisco de Toledo, protagonis-ta, quizás, del mayor esfuerzo para simplificar el mosaico andino, el entorno repre-sentaba un refugio para «los delincuentes del reino y una cabeza de lobo que todos los indios tenían, con que estaban inquietos y alborotados» (Toledo, 1921, 79).

La proximidad de los territorios controlados por los incas «rebeldes» —como los consideraban los españoles— con el área estratégica de Cuzco y las vías de comunicación con las áreas mineras del interior, así como el valor simbólico que seguía manteniendo la dignidad del soberano inca, hacían veraz la posibilidad —al menos para los ministros del rey en Nueva Castilla— de que diferentes grupos étnicos se uniesen con el inca y contra los cristianos. Había además otras regio-nes en las cuales una resistencia indígena se mantuvo activa por varias décadas, como en la provincia de los Charcas, donde aún en la década de los años 1570 «estaban llamando y pidiendo cada día remedio para los robos y asaltos que los indios Chirihuanas de aquellas cordilleras y montañas hacían todas las veces que salían, que era casi cada luna» (Toledo, 1921, 79).

En fin, cabe recordar, igualmente, la frontera araucana. En este caso, era asi-milable a una frontera militar del reino de Chile. En cada momento se corría el riesgo de que los ataques indígenas destruyesen los asentamientos castellanos, como ocurrió hasta con la capital. Fundada por Pedro de Valdivia en 12 de febre-ro 1541 y ambiciosamente llamada Santiago del Nuevo Extremo, para celebrar su posición a los límites del Nuevo Mundo, la ciudad fue arrasada en septiembre del mismo año por los propios indios Picunche que habían colaborado con los caste-llanos en la edificación urbana. Significativo es que la historiografía reciente-mente haya llegado a definir la frontera meridional del virreinato peruano, o sea el reino del Chile, como los «Flandes indianos» (Lázaro Ávila, 1997). A la otra orilla de los Andes las situaciones eran similares. Basta pensar que el primer asentamiento de Buenos Aires en 1536 fue abandonado cinco años después por la hostilidad de los nativos. La fundación definitiva se atrasó hasta 1580.

En general, la efectiva capacidad de control del reino en los primeros cin-cuenta años de la conquista era muy débil. Es sorprendente comprobar los esca-sos recursos económicos que se invertían en asegurar la estabilidad de territorios tan estratégicos para la corona (Merluzzi, 2003: 15-79). Esta consideraba otras prioridades, particularmente las dictadas en los tradicionales ejes geopolíticos en el ámbito dinástico y europeo, que consumían el grueso de los escasos recursos disponibles (Parker, 1998; Yun, 2004). La recomposición de este mosaico móvil de relaciones en lo que era una frontera interior no solo fue reconocida por la Monarquía, sino que, además, la corona realizó esfuerzos constantes para reducir esta complejidad, incluso a través de la negociación con los últimos incas. Se lle-garon a concebir soluciones inusuales, incluso con la desaprobación de los pro-pios agentes que debían ponerlas en marcha debido a su carácter innovador. Francisco de Toledo, virrey del Perú, por ejemplo, comentó muy negativamente la actividad diplomática con los incas rebeldes. Consideraba la firma del tratado

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del Acobamba entre el rey Felipe II y el inca como una quiebra de la dignidad y autoridad del rey (Merluzzi, 2003, 161-167).

Recomponer la frontera interior: la opción de las negociaciones

Careciendo de recursos para financiar una verdadera expedición militar que salie-se a «pacificar» a los indios rebeldes, la corona tuvo que apoyarse en las fuerzas disponibles en el territorio peruano, que no eran muchas, basadas en el apoyo de los vecinos y encomenderos. Rodrigo Orgóñez, en el julio de 1537, después de haber vencido en batalla a Alonso de Alvarado, persiguió las fuerzas de Manco Inca hasta muy cerca de Vitcos. Estuvo a punto de vencerle. Una segunda expedición, en 1539, fue guiada por el más prestigioso entre los peruleros, Gonzalo Pizarro, hermano menor del gobernador, considerado el mejor caballero del reino. Esta expedición cruzó la frontera con el territorio incaico y desbarató las tropas indí-genas en Chuquillusca, pero todavía, tras varios meses de intentos, no consiguió capturar al inca rebelde.1 Los españoles destruyeron Vilcabamba, la nueva capital incaica, y capturaron a un hermano y a la esposa del inca, con la intención de aviar negociaciones que se mostraron trágicamente prematuras (Vaca de Castro, 1921: 3, 42; Yupangui, 1973: 89).

Tras varios años, la situación seguía sin resolverse. En 1544 se mantenían intactos los temores por la presencia amenazadora de los incas de Vilcabamba. Esta vez, todavía, no se llegó ni a enviar la expedición militar, porque Gonzalo Pizarro, encargado del mando, aprovechó la ocasión para proclamarse capitán general del reino y marchar con su ejército contra el primer virrey del Perú, Blas-co Nuñez Vela (Hemming, 1975: 263 n.93, y 269), dando el primer paso a la rebelión de los encomenderos que desencadenó en conflicto bélico entre 1544 y 1548. Dadas estas premisas, y considerando que durante la rebelión incaica desde mayo de 1536 hasta julio de 1537 habían muerto alrededor de dos mil sobre los cinco mil españoles presentes en todo el reino, y que habían seguido otros cuatro años de enfrentamientos entre castellanos rebeldes y lealistas, se entiende por qué la corona optó por privilegiar posteriormente una estrategia diplomática.

A pesar de todo, la opción de la negociación poseía dos puntos débiles, que la harían fracasar. El primero era la falta de homogeneidad de las partes involucra-das, faltando aquella «réciprocité des partenaires» que, como explica Hugon, es la precondición indispensable para la creación y el mantenimiento de relaciones diplomáticas (Hugon, 2004: 2). En la mayoría de los casos, los europeos contem-plaban a los amerindios desde una postura de presunta superioridad cultural y religiosa y eso no facilitaba las negociaciones. Sin embargo, la corona no podía reconocer al inca rebelde como un soberano, sino como a un súbdito rebelde. Esta postura no era otra cosa que el reflejo de la segunda desigualdad, la repre-sentada por la distancia cultural entre el mundo amerindio y el mundo de los cas-tellanos (Merluzzi, 2010b).

1. AGI, Patronato, 90b, n.1, R.55, Informaciones de los méritos y servicios del Marqués don Fran-cisco Pizarro..., 1572.

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Las negociaciones con los incas duraron varios años, con diferentes etapas y altibajos. A la cabeza de los amerindios se sucedieron Manco Inca (1535-1544), Sayri Tupac (1544-1561), Titu Cusi (1561-1571) y Tupac Amaru (1571-1572). Como representantes de Carlos V y Felipe II, se fueron sucediendo las negocia-ciones con el virrey Blasco Núñez Vela (1544-46), el presidente Pedro Gasca (1546-1550), los virreyes Antonio de Mendoza (1551-1552), Andrés Hurtado de Mendoza (1556-1560), Diego López de Zúñiga y Velasco (1561-1564), el presi-dente Lope García de Castro (1564-1569) y el virrey Francisco Álvarez de Tole-do (1569-1572, virrey hacia 1581). Tanta fragmentación en la cúpula de la toma de decisiones relativa a esta negociación muestra plásticamente la tortuosidad que encontraron los contactos y conversaciones.

Se llegó a un tratado entre las dos partes, denominado del Acobamba (río que marcaba la frontera entre las tierras dominadas por los españoles y las controla-das por los incas). Los acuerdos se adoptaron al final el 24 de agosto de 1566, pero Felipe II solo lo ratificó más tarde, a principios de enero de 1569. No vamos aquí a detenernos en los términos del tratado, sino en fases de la negociación, que nos demuestra no solo la existencia de una «frontera interior» en los dominios peruanos de la monarquía de España, sino también la importancia que esta man-tenía y las repercusiones que poseía sobre aquel equilibrio que definimos como un mosaico móvil.

Las negociaciones del presidente Gasca (1548-1550)

Si se excluyen las etapas de negociaciones entre Francisco Pizarro y los demás con-quistadores del Perú, y el breve paréntesis de gobierno del infortunado virrey Nuñez Vela, el primer intento verdadero de encontrar una solución diplomática a la cuestión fue planteado por el presidente Pedro Gasca. En el verano de 1548, des-pués de haber recompuesto la fractura política y militar interna (¿otra frontera inte-rior?) entre los mismos castellanos debido a la revuelta capitaneada por Gonzalo Pizarro, Gasca consideró que las condiciones del virreinato después de cinco años de guerras civiles no permitían otra opción que no fuese pacífica. Había que recons-truir desde los cimientos las relaciones entre los súbditos y la corona, y se necesita-ba verificar las condiciones de los súbditos amerindios. La rebelión de los incas de Vilcabamba fue considerada como parte integrante de la cuestión indígena. Gasca escribió al Consejo de las Indias explicando que sus esfuerzos serían dedicados a que el inca rebelde «viniese sin rotura a dar la obidiencia a Su Magestad y a vivir fuera de aquel fuerte». A la vez que enviaba a visitadores a todas las provincias para averiguar las condiciones locales, adecuando a las reales condiciones el res-pectivo cargo fiscal, Gasca eligió a Cayo Topa, un pariente de Sayri Tupac, para enviar emisarios al inca «a persuadille que viniese al servicio de Su Magestad».2

A principios de julio de 1548 los mensajeros regresaron a Cuzco con seis emisarios de Sayri Tupac encargados de ofrecer dones al presidente y averiguar

2. Carta de Gasca al Consejo de Indias, Lima, 25 de septiembre de 1548, Colección de Documen-tos Inéditos para la historia de España (CDIHE), 49, p. 406.

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si efectivamente había autorizado el envío de los emisarios de Cayo Topa.3 El número de los emisarios enviado por el joven inca, la copiosidad de ofertas (papagayos, felinos selváticos, frutos exóticos), así como las palabras de los enviados nativos demostraban que el inca consideraba positivamente la apertura de un canal diplomático para resolver sus contiendas con la corona. Los mensaje-ros referían que Sayri Tupac se alegraba mucho por «las buenas nuevas que le daban de la voluntad que» el mismo Gasca «tenía al bien de los naturales». Ade-más, el inca estaba dispuesto a recibir emisarios de Gasca porqué él «y los que con él estaban holgarían de hablar en reducirse a la obediencia de Su Magestad».4

El presidente Gasca respondió las cortesías indígenas con un envío de dones para el inca y sus consejeros: ricas prendas de seda, chaquetas, mantos, dos barri-les de conservas, dos botellas de vino. Junto con los seis emisarios incas iba un «indio muy españolado», llamado don Martín, que debía convencer a los indíge-nas a reducirse, explicándoles que «si no venían por bien sería forzado venir por fuerza».5 Este don Martín era un indio que hablaba un buen castellano desde que, en 1528, Francisco Pizarro lo trajo consigo a España. Martín estuvo al lado de Pizarro durante la conquista y las guerras contra los almagristas. Fue el único indígena que recibió una parte del rescate de Atahualpa y una encomienda cerca de Lima. Don Martín estaba cristianizado y vestía a la moda española, recibió como gracia regia el trato de don y un escudo de armas. Se había casado con una española, Luisa de Medina.6 Su elección por Gasca como emisario demuestra el claro intento de demostrar a los incas de Vilcabamba que una integración pacífica era posible e incluso ventajosa.

Martín regresó a Cuzco a mediados de agosto de 1548 refiriendo que Sayri Tupac y sus consejeros manifestaban un positivo entusiasmo con la idea de volver a Cuzco, lamentándose particularmente por el clima húmedo e insalubre de la región de Vilcabamba. También trajo las condiciones de los incas para regresar pacíficamente a su antigua capital. Sayri Tupac pretendía mantener el territorio de Vilcabamba, además de un área muy vasta entre la confluencia de los ríos Apuri-mac y Abancay y el camino real inca. Reclamaba, también, algunos edificios en la ciudad de Cuzco, que fueron de su abuelo Manco, y unas residencias reales y tie-rras en Jaquijahuana.7 Gasca aceptó la mayoría de las peticiones incas, excepto la asignación de la provincia de Vilcabamba. Hacerlo hubiera dejado a los indígenas un fácil camino para ulteriores rebeliones.8 Igualmente, dispuso la forma de nego-ciar sobre las tierras requeridas a Sayri Tupac y a sus descendientes.9

3. Ibidem.4. Ibid., p. 407.5. Ibid., p. 407.6. Martín de Gueldo contesta a la VIII pregunta, en Probanza di Paullu Inca, Cuzco, 6 de abril de

1540, Colección de documentos inèditos par al aistoria de Chile, 5, p. 351.7. Alonso de Toro contesta a las preguntas VIII, XI y XIV, en Probanza di Paullu Inca, 6 de abril

de 1540, CDIHC, 5, pp. 346-347.8. Carta de Gasca al Consejo de Indias, Lima, 25 de septiembre de 1548, CDIHE, 49, pp. 417-418.9. Ibidem.

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Los emisarios del inca regresaron satisfechos a Vilcabamba (Hemming, 1975: 271). En noviembre, un capitán de Sayri Tupac se presentó en Cuzco para tomar posesión de los bienes de su señor y empezar los preparativos para el regreso del inca. Se decoraron los edificios y sembraron los campos, preparándose la llegada de Sayri Tupac para la próxima cosecha del maíz. Los preparativos para el trasla-do de la corte incaica fueron anunciados al arzobispo de Cuzco, que informó pun-tualmente a Gasca.10 Todo dejaba pensar que el problema de los incas disidentes se había encaminado hacia una solución. En mayo de 1549, Gasca escribía al Consejo de Indias y expresaba su satisfacción por la rendición pacífica de Sayri Tupac y manifestaba las consecuencias que había tenido para la pacificación del reino. En Vilcabamba se había instalado una guarnición militar española coman-dada por Juan Pérez de Guevara, asegurando la paz.11

En Cuzco había mucha expectación por la llegada del joven inca con su corte. El propio príncipe inca don Cristóbal Paullu Inca, hermano de Manco y tío de Sayri Tupac, que se había quedado a vivir en el territorio controlado por los espa-ñoles, recibiendo ventajas por su colaboración, se encaminó con un largo séquito de curacas e indios para acoger al nieto del inca hasta Vilcabamba y acompañarle triunfalmente a la ciudad (Molina, 1968: 59-95). Paullu enfermó. Retornó a Cuzco sin haber encontrado a Sayri Tupac y murió pocos días después. La repen-tina muerte del hermano de Manco perturbó a los incas de Vilcabamba, que sos-pecharon que había sido debida a una traición de los españoles. Sayri Tupac y su corte decidieron quedarse en Vilcabamba12 y fracasó, entre sospechas y recelos, el intento diplomático de Gasca para resolver el problema de la frontera interior incaica.

Sayri Tupac y Felipe II: la ilusión de la recomposición (1552-1561)

La amenaza de los incas de Vilcabamba quedaba todavía en las preocupaciones de la corona. Tres años después, en 1552, el propio Felipe II escribió directamen-te a Sayri Tupac una carta importante. Reconocía que la rebelión del inca Manco era debida no a infidelidad contra la propia autoridad de soberano, sino causada por las vejaciones recibidas por parte de Pizarro y los suyos. El rey garantizaba a Sayri Tupac el perdón general de todos los crímenes y de las acusaciones por acciones cometidas durante la rebelión incaica desde la muerte de Manco. Felipe II prometía, además, que la provincia de Vilcabamba no sería nunca asignada por parte de la corona a ningún súbdito castellano, reconociendo así la importancia simbólica de esta área sacra para los indígenas. La carta de Felipe II, a pesar de las importantes implicaciones jurídicas y políticas que contenía, no tuvo inmedia-tas consecuencias. Tres años más tarde, al nombrar al nuevo virrey del Perú, Andrés Hurtado de Mendoza, marqués del Cañete, en 1556, se le dieron instruc-

10. Ibid., p. 440.11. Carta de Gasca al Consejo de Indias, Lima, 2 de mayo de 1549, CDIHE, 50, p. 61.12. Carta de Gasca al Consejo de Indias, Lima, 17 de julio de 1549, CDIHE, 50, p. 69; Gobernantes

del Perú (GP), I, p. 198.

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ciones para que siguiera con las negociaciones con Sayri Tupac (Fernández, 1963: 76).

El virrey siguió sus instrucciones y se resolvió a reanudar las negociaciones. Hurtado de Mendoza requirió que Doña Beatriz Huayllas Ñusta, hija del difunto inca Huayna Capac, considerada entre las personas con más autoridad entre los incas de Cuzco, tomase parte en las negociaciones (Fernández, 1963: 76-77). Se optó, una vez más, por la estrategia de involucrar a miembros de la familia real incaica residentes en Cuzco. Ella envió como emisario a un pariente llamado Tarisca que volvió a Cuzco con varios capitanes y consejeros de Sayri Tupac. Fueron recibidos con muchas honras y ceremonias (Cobo, 1963: 103-107). Pare-ce que la opción de la diplomacia parental era preferida también por los de Vilca-bamba porqué el inca requirió expresamente que su primo Juan Sierra, hijo de Doña Beatriz y del conquistador Mancio Sierra de Leguizamo, tomase parte de la embajada (Garcilaso, 2001: 1335-1339).

Esta vez los emisarios enviados a Sayri Tupac eran de rango y conocedores del idioma y de las costumbres incaicas. Además de Juan Sierra, que guiaba la expedición, estaba Juan de Betanzos, español que se había casado con la hermana de Atahualpa, Angelina Yupanqui. Betanzos había aprendido correctamente el quechua y había preparado el primer diccionario del idioma de los incas (Betan-zos, 2004). Había actuado como intérprete de Francisco Pizarro desde mediados de los años treinta y mantenía muy buenas relaciones con la elite incaica de Cuzco, así como con los gobernantes españoles. Había apoyado la misión de Pedro Gasca contra los encomenderos rebeldes. Los acompañaban el dominico Melchor de los Reyes, Diego Hernández, marido de Doña Beatriz, y el portugués Alonso Suárez. Hernández y Suárez venían de Lima y traían los papeles oficiales con el perdón que Felipe II había otorgado para el joven inca. No obstante el clima cui-dadoso y la táctica de los consejeros del inca que intentaban aplazar las decisio-nes, los encuentros entre emisarios y el intercambio de dones se intensificaron (Fernández, 1963: 78) y, el 5 julio de 1557, el virrey Hurtado de Mendoza, des-pués de haberse reunido con el arzobispo Loaysa y los oidores de la audiencia, otorgó públicamente la clemencia a Sayri Tupac (Garcilaso, 2001: 1340-1344). Se le concedieron importantes beneficios de tierras a condición de que dejara Vilcabamba en seis meses.

En Vilcabamba se dudó mucho sobre la propuesta. Se hicieron sacrificios rituales para consultar con las divinidades. Se buscaron presagios y señales divi-nos. Al fin, el joven soberano y sus consejeros optaron por aceptar las propuestas de los castellanos y trasladarse con toda la corte a Cuzco (Garcilaso, 2001: 1344-1348). Titu Cusi Yupanqui, hermano mayor (aunque ilegítimo) y sucesor de Sayri Tupac, refiere, en su Instrucción, que esta decisión fue muy sufrida porque comportaba dejar el título de inca y traicionar la resistencia contra los cristianos que el padre Manco había llevado por muchos años con gran determinación (Yupangui, 1973: 117-118). Se decidió que Sayri Tupac se fuese a Cuzco porque el joven inca no parecía ser bastante carismático para seguir luchando como el padre. El hermano, Titu Cusi, se reveló, sin embargo, ser un buen seguidor de las huellas de Manco (Hemming, 1975: 282).

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Las ceremonias rituales de despedida de Sayri Tupac duraron una semana y se concluyeron con un discurso solemne del joven inca en la «plaza grande de Vilcabamba» (Guillén Guillén, 1984: 22). La procesión directa hacia la capital del territorio español contaba con una guardia de honor de más de trecientos indí-genas, muchos dignatarios y caciques, además del séquito personal del inca que iba junto con su mujer (y hermana) Cusi Huarcay. Los pueblos de las provincias se asomaban al camino para asistir al tránsito de su señor y, según Garcilaso, doliéndose por la grandeza de su pasado que iba perdiéndose (Garcilaso, 2001: 1347). Llegada a las puertas de Lima, la procesión fue recibida por el virrey en persona, «que traýa una mula para que Sayri Tuppac entrase a la manera euro-pea», y acompañó al inca hasta su residencia, realizando una curiosa hibridación ceremonial entre el indígena y el español (Guillén Guillén, 1984: 22). Junto con el virrey estaba todo el cabildo de la ciudad y cuando Sayri Tupac entró en la sala de audiencias, el virrey se levantó invitándole a sentarse a su lado entre los oido-res (Huaman Poma, 1980: 327-329).

En la violenta e intensa historia de las relaciones entre incas y españoles en el mundo andino, era la primera vez que un soberano indígena visitaba pacífica-mente una ciudad española. Además, se trataba de la capital de los nuevos domi-nadores. También era la primera vez que los europeos festejaban a un soberano indígena que se acercaba a sus esquemas. Dos días después, durante un banquete organizado por el arzobispo Loaysa, se entregaron solemnemente, sobre una ban-deja de plata, las concesiones que Felipe II otorgaba a Sayri Tupac. El trámite lo siguió el virrey (Garcilaso, 2001: 1348). Los beneficios concedidos al joven inca le convertían en uno de los miembros más destacados, como es natural, de la sociedad virreinal peruana. Se le concedía también el título honorífico de adelan-tado del valle de Yucay, lugar de su principal y rentable posesión, y lugar donde los incas solían tener sus residencias de campo hasta los tiempos del abuelo de Sayri, Huayna Capac Inca. Se le habían concedido otras propiedades cerca de la ciudad de Oropesa, entre los valles de Cuzco y de Yucay, además de una enco-mienda entre las más rentable del reino, en Jaquijahuana, que había sido secues-trada al rebelde Francisco Hernández Girón (Hemming, 1975: 283-284).

Después de tantas ceremonias en Lima, la nueva capital del reino español, el antiguo soberano inca se marchó hacia Cuzco, antigua capital de su gente. En el camino, los indios seguían visitándolo y haciéndole homenajes. Cuando llegó a Huamanga, ciudad fundada por los españoles, los vecinos lo acogieron aplau-diéndole y haciéndole cortesías y le acompañaron ceremonialmente hasta su alo-jamiento (Garcilaso, 2001: 1349). Los indios aclamaron también la entrada del inca y su séquito en Cuzco, los cuales esperaban al antiguo soberano ordenados por grupos étnicos, con sus trajes tradicionales. Le acompañaron en su entrada en la ciudad y se celebraron corridas de toros y desfiles de carros decorados muy ricamente (Garcilaso, 2001: 1350-51). Posteriormente, para su educación a la fe católica, Sayri Tupac fue encomendado al agustino Juan de Vivero y fue solem-nemente bautizado a finales de 1558 con el nombre de don Diego Hurtado de Mendoza Inca Manco Capac Yupanqui. Su esposa, Cusi Huarcay, recibió el nom-bre de María Manrique y la hija fue bautizada como Beatriz Clara Colla.

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Se pidió al papa Julio III una dispensa para poder reconocer el matrimonio del inca con su hermana. La carta, escrita por el virrey, fue acompañada por otra carta del mismo Felipe II. Sayri Tupac, ahora don Diego Hurtado de Mendoza Inca Manco Capac Yupanqui, se retiró a vivir con su corte en el palacio de Yucay (Hemming 1975: 286). Parecía haberse, por fin, llegado a recomponer la fractura interna en el mundo andino entre este y el virrey. Los españoles quedaban enton-ces satisfechos por haber solucionado la cuestión de la disidencia incaica de Vil-cabamaba (Hemming 1975: 285).

Los incas de Cuzco y los de Vilcabamba: ¿integración o doble juego?

La acogida festiva al nieto de Huayna Capac por parte de los indígenas residentes en la antigua capital del Tawantinsuyu nos lleva a detenernos en la existencia de una considerable parte de la antigua elite incaica que no se fue con Manco Inca a las montañas de Vilcabamba en 1535. Varios fueron los miembros de la dinastía incaica que habían encontrado un entendimiento pacífico con los nuevos domina-dores. Vivieron con ellos tanto en Cuzco como en Quito gracias a las concesiones de beneficios y de encomiendas que les habían sido otorgadas. Entre ellos se con-taban dos hijos de Huayna Capac, el príncipe Paullu Inca, que falleció en 1549, y doña Beatriz Huayllas Ñusta, que se casó con Mancio Sierra de Leguizamo (Mar-tín Rubio, 1993). Si se excluyen los ya mencionados y, obviamente, al joven Sayri Tupac, el miembro más importante de la comunidad indígena cuzqueña era don Carlos Inca, hijo de Paullu Inca.

Don Carlos se había convertido al cristianismo y vivía en una condición muy próspera (Temple, 1948: 142). Su preeminencia fue solo temporalmente oscure-cida por la presencia de Sayri Tupac entre los españoles de 1558 a 1561. Don Carlos representaba un perfecto ejemplo de hibridación entre el mundo de los españoles y el mundo de los incas. Había sido el único descendiente real inca que fue criado con los hijos de los principales vecinos españoles, los descendientes de los conquistadores. Había aprendido a montar a caballo, a cazar con las armas europeas y a manejar la espada. Tuvo a dos preceptores españoles que le hicieron conocer los clásicos y aprendió la música europea, siendo criado como un gentil-hombre castellano de la época (Vaca de Castro, 1920-21: 47). Casado con doña María de Esquivel, una peninsular de Trujillo, vivía en su prestigioso palacio de Colcampata, donde tenía su corte y los indios que se reunían para sus ceremonias tradicionales. Después de la muerte de su padre Paullu, toda la sociedad cuzque-ña le consideraba la cabeza de la sociedad indígena, y era bien querido también por los españoles, hasta el punto que mantenía un lugar privilegiado en las fiestas y ceremonias públicas de la ciudad. Formó parte de la administración de la ciu-dad y se integró a la nueva economía postincaica hasta el punto de ocuparse de comerciar coca y de arrendar mano de obra indígena en las minas de Potosí (Hemming, 1975: 328-330), dos de las actividades más rentables a cuenta de los nativos andinos.

Otro miembro destacado de la dinastía incaica que vivía en Cuzco, aparen-temente bien integrado en la nueva sociedad peruana, fue don Alonso Titu

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Atauchi. Nieto directo del inca Huáscar, hijo de Huayna Capac y hermano de los más conocidos Athaualpa, Manco y Paullu, fue considerado por muchos como el heredero legítimo de Huáscar, después de que Athaualpa asesinara a este en 1532. Don Alonso demostró una extraordinaria habilidad siendo el único de los descendientes legítimos del antiguo inca Huáscar que sobrevivie-ra tanto a las guerras civiles incaicas como a la conquista española (Fernández, 1963: 182). En 1553-54, durante la rebelión de Francisco Hernández Girón, Alonso Titu, que tenía entonces unos veinte años, capitaneó un contingente de más de cuatro mil indígenas al lado de las tropas del rey de España en la deci-siva batalla de Pucará, recibiendo de Carlos V el título perpetuo de alcalde mayor de los Cuatro Suyos (Espinosa Soriano, 1960: 206-207). Era un título más honorífico que efectivo, pero expresaba la hibridación cultural entre el lenguaje de la heráldica nobiliaria española y aquella incaica. La concesión que el rey le hizo del privilegio de llevar la mascapaicha, la corona real incaica que en las tradiciones andinas solo podía llevar el soberano inca, era muestra tam-bién de esa hibridación cultural que adoptaba no solo en estas representacio-nes formales.

A principios de los años 1560, los hijos de Manco y Paullu, los descendien-tes directos de Huayna Capac que habían sobrevivido a la conquista, o sea Sayri Tupac y don Carlos Inca, vivían entre los españoles en una condición de inigua-lable comodidad económica, gracias a los beneficios y privilegios que Carlos V les había concedido y sus gobernantes Gasca y Hurtado de Mendoza les recono-cían. Al mismo tiempo, algunas princesas reales se habían casado con ricos vecinos españoles y muchas otras vivían cómodamente gracias a pensiones vita-licias concedidas por la corona española. En general los miembros de la descen-dencia real incaica podían considerarse como un grupo privilegiado que había mantenido una posición destacada en la nueva sociedad postincaica y que se enriquecía gracias a los tributos de los indígenas o de otras actividades econó-micas exactamente como lo hacían los beneficiados españoles (Hemming, 1975: 365-366).

Estos descendientes de los incas no componían un número demasiado reduci-do, si consideramos que el solo Paullu tuvo, además de dos hijos legítimos, unos treinta ilegítimos, que sus hermanas (las hijas de Huayna Capac) eran cinco, todas casadas con españoles destacados, con los cuales tenían unos dieciséis hijos, todos hispanizados. Sayri Tupac y don Carlos Inca tenían, a su vez, una corte propia compuesta por decenas de peruanos de diferente rango, la mayoría descendientes de los antiguos dominadores de la tierra. Cuzco, en aquel tiempo, se presentaba como una ciudad particular donde los descendientes de los incas vivían con los ochenta destacados vecinos españoles originarios y con sus fami-lias, a los cuales se iban agregando otros peninsulares. Todos ellos mantenían una plétora de servidores y criados tanto españoles como indígenas.

Paradójicamente, esta fuerte implicación de destacados miembros de la des-cendencia inca con los dominadores españoles se demostró contraproducente en el caso de Sayri Tupac. Según refiere el cronista mestizo Felipe Huaman Poma de Ayala, en 1561, muchos pensaron que hubo una responsabilidad directa de

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don Carlos y don Alonso Titu en el supuesto envenenamiento y muerte del joven inca, pues les incomodaba la presencia del soberano indígena entre la elite cuz-queña (Poma de Ayala, 1980: 327-329).

Desconfiado de los españoles: Titu Cusi en Vilcabamba (1561-1565)

Si una parte de los herederos de los antiguos dominadores del Tawantinusyu habían encontrado un favorable modus vivendi con los nuevos dominadores cris-tianos, otros se le oponían ásperamente: es el caso de Titu Cusi Yupanqui, que había sucedido, entre los incas rebeldes, al más remisivo hermano Sayry Tupac, después de su paz con los españoles. Titu Cusi seguía aislado en Vilcabamba, que no había sido abandonada por los indígenas ni convertida en un presidio militar español, como se había previsto por los gobernantes castellanos. El caso apareció en toda su gravedad a la muerte de Sayry Tupac, que quebró el clima de apaciguamiento en la tierra peruana y la relativa estrategia conciliadora de la monarquía.

Según declaró el propio Titu Cusi en su Relación de la conquista del Perú, dictada a fray Marcos García en 1570 (Yupangui, 1973; Chang Rodríguez, 1980; Cantù, 1992: 163-194; Cattan, 2011), y confirmado por varias otras fuentes, los asesores del joven Sayri Tupac y de Titu Cusi se habían mostrado más advertidos y sabios que los castellanos, escogiendo enviar a vivir entre ellos al joven y menos carismático Sayri para que «esperimentase la viuienda de los españoles», manteniéndoles informados a los nativos de cómo «lo haçían con él y que se lo hiçiesen bien, entonces yo saldría» (Yupangui, 1973: 117-118). Titu Cusi, consi-derado más astuto en una eventual gestión de un conflicto, se había mantenido protegido por las montañas y las selvas al mando de las tropas que no se habían rendido en el área de Vilcabamba (Rodríguez de Figueroa, 1913: 189). Además, Titu Cusi fue elegido inca aunque en la línea sucesoria tenía menos derechos que el joven Tupac Amaru. Era más experimentado y sagaz para la guerra y, además, había vivido tres años cuando era niño con los españoles y seguía manteniendo constantes relaciones con sus parientes de Cuzco.

Los castellanos percibieron los efectos que causaba la muerte de Sayry Tupac y reaccionaron con rabia y frustración, acusando inmediatamente al curaca cañarí Francisco Chilche de haber envenenado al inca. Chilche, que se encontraba con el soberano indígena en el momento de su muerte, pertenecía a los Cañari, grupo que siempre se había mantenido muy hostil con los incas, y les había combatido al lado de Francisco Pizarro. La colaboración había dispensado a Chilche el título de curaca del valle de Yucay, lugar donde ahora se le habían restituido las pose-siones de los antepasados de Sayri. Efectivamente, Chilche hubiera podido tener varias razones para promover el asesinado del inca, incluso más que los otros incas de Cuzco. No obstante, no se encontraron pruebas suficientes para culpar al curaca cañarí y, después de un año de cárcel, el cacique fue liberado (Hemming, 1975: 290). Los españoles, además, reaccionaron a la elección de Titu Cusi decla-rándolo ilegítimo y bastardo. Mientras, los incas de Vilcabamba acusaban a los españoles de haber causado la muerte del Inca.

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El corregidor de Cuzco, el licenciado Polo Ondegardo, muy atento al mundo y a la cultura de los nativos (Polo Ondegardo, 1990), comprendió muy bien que se estaban dando las premisas para un nuevo conflicto. Envió de inmediato una embajada no oficial al nuevo soberano de Vilcabamba para explicar que su her-mano había muerto por causas naturales. Fueron elegidos como emisarios Juan de Betanzos, que ya había sido empleado en las negociaciones con Sayri, y un mestizo llamado Martín Pando. La embajada no sirvió para abrir una nueva nego-ciación. Además, Pando decidió quedarse en Vilcabamba al servicio del inca, como intérprete y guardia personal (Yupangui, 1973: 118-119). Poco después, el nuevo virrey don Diego López de Zúñiga, conde de Nieva (gobernante de abril de 1561 a febrero de 1564) envió una embajada oficial a Titu Cusi, presentando las mismas ofrendas que se habían hecho a su antecesor. Como el propio Titu declaró, los españoles pretendían la paz concediéndole «algo de lo mucho que el rey poseía de las tierras de mi padre» (Yupangui, 1973: 119).

El virrey Nieva, entonces, propuso a Titu Cusi casarse con la hija del difunto inca Sayri, Beatriz Clara Colla, de manera que hubiera podido sucederla legal-mente en todas las posesiones que habían sido otorgadas por Felipe II al padre de la princesa (que entonces tenía solo cuatro años y era la única sucesora de Sayri). A cambio el inca hubiera consentido «que entrasen» a Vilcabamba «saçerdotes a predicar la palabra de Dios». Titu no fue contrario a este acuerdo, pero consideró más oportuno «que se efectuase una vez la paz, e después se harían lo que fuese justo» (Yupangui, 1973: 120). La propuesta española hubiera garantizado una pequeña presencia de cristianos en el territorio de Vilcabamba y si los misioneros hubiesen conseguido cristianizar a los indios, se hubieran fortificado los lazos entre la Monarquía Católica y los señores andinos en la región.13

Entretanto, los incas seguían con sus incursiones en territorio español, crean-do serios problemas a la Monarquía y a sus colonos, así que, en 1562, Nieva pla-neó otra embajada a Vilcabamba. Esta vez se encargó el corregidor de Cuzco, Gregorio Gonzáles de Cuenca. Siguió una diferente modalidad de negociación a las de sus predecesores. Escribió una carta al inca en la cual se preguntaba por algunos indios desaparecidos del repartimiento de un encomendero español situa-do cerca del límite marcado por el río Acobamba. Los españoles sospechaban que habían sido capturados por los incas. En su carta Cuenca no se mostró muy diplo-mático, injuriando a Titu Cusi, al que se refirió como «perro borracho» y «saltea-dor de caminos» (Matienzo, 1967: 296). El corregidor pretendía la restitución de los indios desaparecidos y amenazaba con «la más cruda guerra que se hauía dado a hombre». La carta radicalizó los ánimos y Titu Cusi proclamó su extrañe-za por los hechos referidos pero afirmó que «si guerra querían, aparejado estava para cada y quándo que viniesen» (Yupangui, 1973: 121). Con este torpe intento de negociación del corregidor de Cuzco, las vías diplomáticas se interrumpieron por unos años.

Desde septiembre de 1564 hasta noviembre de 1569 el virreinato peruano quedó sin virrey, siendo este substituido en el gobierno por el licenciado Lope

13. Carta de García de Castro al Consejo de Indias, 30 de abril de 1565, GP, III, p. 82.

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García de Castro, presidente de la Real Audiencia de Lima.14 A comienzos de 1565, Castro envió nuevamente a Vilcabamba a García de Melo, que parecía ser un negociador más eficaz y más en sintonía con el interlocutor. Esta vez se pro-ponía que el hijo de Titu Cusi, Quispe Titu, se casase con Beatriz Clara Colla. Además de los beneficios concedidos a Sayri Tupac, se añadían dos ciudades de indios y otros nativos que habían estado anteriormente al servicio de la catedral de Cuzco y de los frailes mercedarios. Habiendo aprendido de experiencias pre-vias, esta vez se involucró también el hermano de Titu Cusi, Tupac Amaru, ofre-ciéndole beneficios a cambio de su salida de Vilcabamba.

Titu Cusi agradeció la propuesta y expresó su preocupación por los gastos que su marcha a Cuzco le comportaría. Explicaba que su hermano Sayri había gastado más de diez mil pesos para su viaje y de estos solo cinco mil en los dones efectuados al virrey Cañete. Castro contestó que, en caso de que Titu Cusi se redujese, no eran necesarios los regalos, al tiempo que envió ricos homenajes en telas de Damasco y otras prendas al inca e hizo regresar con ricas prendas a todos los emisarios indígenas que el inca le había enviado.15 Castro se mostraba como un negociador más atento que muchos de sus predecesores en un momento —entre diciembre de 1564 y abril de 1565— en que los asaltos de los indígenas se iban incrementando y mientras se descubrían intentos de rebelión tanto en Chile como entre los jurie y los diaguita.

Castro escribía al Consejo que sospechaba una alianza entre Vilcabamba y estos grupos.16 Efectivamente, en diciembre de 1564, los españoles descubrieron un verdadero arsenal en el que había más de treinta mil picas y hachas de batalla y unos diez mil arcos con flechas. Además de estas armas tradicionales, se encon-traron alabardas y espadas, que hacían sospechar una posible implicación de muchos mestizos, preparados en el manejo de las armas españolas. Además, se encontraron mapas que informaban sobre caminos de escape desde Jauja hacia Vilcabamba.17 No sabemos si la táctica dilatoria de Titu Cusi en las negociacio-nes servía para ganar tiempo a la espera del alzamiento de los indios o si este for-maba parte de su presión contra los cristianos, aunque, por el tamaño del arsenal encontrado, parece ser más probable la primera opción, así como la preocupación por los gastos parece ser más que nada un ardid.

Otra preocupación para la Monarquía fue el descubrimiento de que en los últimos años se iba fortaleciendo un movimiento religioso indígena: el llamado Taqui Onqoy. Se trataba indudablemente de una amenaza para la religión católica y para el control político del reino desde Castilla, pero es importante subrayar que este fenómeno se insertaba en un cuadro de sincretismo religioso y de hibri-dación cultural. El Taqui Onqoy era un movimiento religioso milenarista que

14. Instrucciones reales a Castro, Monzón de Aragón, 29 de noviembre de 1563, Colección de Documentos inéditos relativos al descubrimiento, conquista y organización de las antiguas posesiones españolas de Ultramar (CDIU), 15, p. 270.

15. Carta de Castro al Consejo de Indias, Lima, 30 de abril de 1565, GP, III, pp. 82-83.16. Carta de Castro al Consejo de Indias, Lima, 6 de marzo de 1565, GP, III, p. 59.17. Carta de Felipe Briceño de Balderrábano a Lope García de Castro, 5 de diciembre de 1564,

Documentos Históricos del Perú, III, Lima, 1872, pp. 3-9.

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aunaba elementos de religiosidad tradicional indígena con formas cristianas como la concepción de un tiempo lineal y el milenarismo que no pertenecían a la men-talidad religiosa andina. Los sacerdotes nativos profetizaban la venida de un pachacuti, un apocalíptico cambio de dominio sobre el mundo andino por parte de los dioses tradicionales que habrían vencido al cristiano, restableciendo el orden tradicional que los europeos habían alterado (Cantù, 1992: 195-216; Millo-nes, 1964; Millones 1965; Zuidema, 1965).

Ante la expansión del mensaje Taqui Onqoy, las autoridades españolas se alarmaron mucho, sospechando que Vilcabamba impulsaba la recuperación de las tradiciones prehispánicas y que formaba parte de la tentativa de revuelta anti-española (Duviols —Albornoz—, 1967, 37-38). Se entiende que la preocupación de los españoles les empujara a intensificar la estrategia diplomática, cuando menos para ganar tiempo y organizar una mejor defensa. Así, el cabildo de Cuzco, la ciudad más vulnerable a los asaltos de los nativos,18 decidió enviar una embajada a Titu Cusi. Diego Rodríguez de Figueroa, corregidor de indios de la ciudad y defensor de los indios del reino, se encargaría de ello. Había demostrado ya anteriormente una buena actitud con los nativos y, además, era uno de los pocos españoles dispuesto a entrar en el territorio controlado por los incas (Matienzo, 1967: 295).

Hacia el Tratado del Acobamba (1565-1569)

A la decisión del cabildo cuzqueño se sumó el parecer de Juan de Matienzo, un jurista de los más destacados del virreinato, que había estudiado y enseñado en Valladolid, oidor de la audiencia de Charcas, área limítrofe y particularmente expuesta a los ataques de los indios rebeldes. Matienzo escribió unas cartas que Rodríguez de Figueroa debía entregar personalmente al inca, pidiéndole que se encontrase con el jurista para reanudar las negociaciones. Rodríguez de Figue-roa salió de Cuzco el 8 de abril de 1565 y encontró muchas dificultades para entrar en contacto directo con Titu Cusi (Rodríguez de Figueroa, 1913: 170-179). Cuando se encontraba negociando con el inca y sus consejeros (entre ellos el mestizo Martín Pando), llegaron unas cartas enviadas a Titu Cusi para el presidente Castro. En ellas se mencionaba el descubrimiento de los motines entre los indios chilenos y entre los jurie y los diaguita (Rodríguez de Figueroa, 1913: 185).

Castro enviaba también regalos preciosos para el inca y le proponía el envío de García de Melo para comunicar detalladamente las ofertas que quería presen-tar a Titu Cusi a cambio de su pacífico traslado a Cuzco. Al mismo tiempo enviaba al inca cartas que probaban que un ejército de españoles estaba prepa-rándose para la guerra en caso de respuesta negativa. Además, añadía pruebas de que los caciques involucrados en el motín habían sido apresados y que los cabil-dos de Cuzco y de Huamanga estaban listos para la guerra (Rodríguez de Figue-roa, 1913: 185). Castro ofrecía a Titu Cusi una importante ocasión para salir

18. AGI, Lima 121, Carta de Juan de Sandoval al Consejo de Indias, Cuzco, 5 de mayo de 1565.

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pacíficamente, y de manera económicamente muy gratificante, justo en el momento en que la trama del inca había sido desvelada, sus aliados encarcelados y las armas para la rebelión habían sido secuestradas. En estas circunstancias, el inca reaccionó con prudencia. Decidió reanudar las negociaciones sin dejar su habitual táctica dilatoria, fundada en la minuciosa discusión de las modalidades de su traslado y en los pormenores de los beneficios que la corona española le habría reconocido.

El inca declaraba ser demasiado pobre para cubrir los gastos que su posición necesitaba para moverse a Cuzco, pero lo que verdaderamente le preocupaba era encontrar, con la boda de su hijo Quispe Titu y la nieta de Sayri Tupac, Beatriz Clara, una manera de recomponer las dos ramas de los descendientes de su padre Manco Inca, y al mismo tiempo reconciliara a los incas de Cuzco con los de Vilcabamaba. Además, pretendía, por razones de reconocimiento de su posi-ción, obtener privilegios iguales a los que había logrado su hermano Sayri Tupac y los que hubieran sido propios para con su padre Manco. Se comprome-tía que, en el término de dos años, una vez reconstruido el patrimonio necesario para salir de Vilcabamaba triunfalmente como lo había hecho Sayri unos años antes, tuviera lugar su pacífico trasladado a Cuzco o a Huamanga (Rodríguez de Figueroa, 1913: 185).

Llegó en este momento una carta del oidor Matienzo que pedía encontrarse personalmente con el inca. Posiblemente quería concluir él mismo las negocia-ciones, con las ventajas que esto le hubiera podido proporcionar para su carrera personal. El inca envió a Melo y Matienzo regalos adecuados y mensajeros para confirmar sus intenciones a Castro (Rodríguez de Figueroa, 1913: 193). Se enviaron también treinta capitanes indígenas para servir como rehenes y tantear las intenciones de los españoles, los cuales serían huéspedes del juez y manten-drían informado al inca sobre lo que pasaba en Cuzco. Llevaban cartas en las que se aceptaba el envío de dos religiosos cristianos para predicar el cristianis-mo en el territorio inca. Por otro lado, muy preocupado por su integridad, Titu Cusi aceptó hablar directamente con Matienzo (Matienzo, 1967: 300-303; Loh-mann Villena, 1941).

El encuentro tuvo lugar a mediados de junio de 1565 en el puente de Chu-quichaca, que marcaba el límite entre el área controlada por los incas y aquella bajo dominio español. Rodríguez y Melo quedaron como rehenes en la orilla indígena y Matienzo se presentó solo, habiendo ordenado a sus acompañantes abandonar el lugar para asegurar la seguridad del inca. El diálogo fue breve. Titu Cusi entregó a Matienzo dos documentos. En uno se contenían sus condiciones para la paz; en el otro, la detallada lista de los agravios que los españoles habían hecho a Titu Cusi y a su padre Manco Inca. De repente, Titu Cusi se alarmó y volvió a su territorio. Todavía, sin embargo, se declaraba preparado para aceptar a religiosos cristianos en sus territorios, así como la presencia de un corregidor español en Vilcabamba. El inca se trasladaría a Cuzco después de que su hijo Quispe se casara con Beatriz Clara Coya, hija de Sayri Tupac. Pedía, además, una renta vitalicia de cinco mil pesos y el mantenimiento de sus actuales pose-siones, además de los pueblos de Cachana y Canora. Igualmente pedía un antici-

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po de otros cinco mil pesos para pagar los gastos de su traslado y ponía mucha atención en que le fuera otorgado un perdón (como se había hecho con su her-mano Sayri) por cualquier crimen que hubiera cometido —o se le atribuyera— durante su estancia en Vilcabamba y por su resistencia anticastellana. En fin, pedía mantener todas las dignidades y el rango que le correspondía como inca (Matienzo, 1967: 294-310).

Castro entonces ordenó a García de Melo, Francisco de las Veredas y Diego Rodríguez de Figueroa ultimar las negociaciones en Vilcabamba.19 Después de algunos meses, el 24 de agosto alcanzaron un acuerdo, denominado tratado del Acobamba, consiguiendo que Titu Cusi aceptase «la paz y redución al servicio de Su Majestad».20 Entre las muchas capitulaciones incluidas en el documento, nos interesan algunas que examinaremos rápidamente porque ayudan a comprender la forma que ambas partes buscaron para reconciliar un disenso que duraba desde hacía más de tres décadas. Titu Cusi podría elegir su residencia acordándola con el presidente Castro. El gobernador español poseía un amplio margen discrecio-nal «para que honradamente» el inca «se pueda sustentar». Además, conscientes de lo que había desencadenado la revuelta de Manco, se explicitaba que el res-ponsable del gobierno del reino debía vigilar para un «buen tratamiento» del inca, y debía «honrarle y favorecerle en todo lo que se ofreciere», informando constan-temente a la corona. El inca deseaba ser «vasallo del Rey», por lo tanto, pedía la presencia de un corregidor en Vilcabamba «que le tenga en justicia, y que lo sea por ahora Diego Rodríguez de Figueroa, que queda con él.» Se consentía que el gobernador enviase a «un clérigo y frailes que le dotrinen y a los indios cristianos que con él están, y que hará iglesias donde convincere».

El hijo de Titu Cusi, Quispe Titu, después de la boda con «Doña Beatriz de Mendoza, hija primera del inca don Diego Sayre Topa, difunto, que está en el monasterio de Santa Clara del Cuzco», debía recibir, «con título de mayorazgo», «todos los indios, pueblos y coca que el marqués de Cañete dio a don Diego Sayre Topa». A la nueva pareja se le concedían dos mil pesos de pensión anual, sacándolos de los «del capitán Gómez Arias sobre los tributos de los dichos indios, e mil quinientos que se dan a Pablo González de Ávila por sustentar la vecindad de la dicha doña Beatriz». Como tutor del joven hijo y de su esposa quedaba solo Titu Cusi, excluyéndose taxativamente cualquier intromisión por parte de los españoles.21 Para el sustentamiento de Titu Cusi se le concedían en encomienda «los indios que hoy tiene en el asiento donde está, que son muchos.» A cambio, el inca renunciaba al ejercicio de su soberanía, «como vasallo de los Reyes de Castilla» y jurando que ni él ni sus capitanes ni su gente causarían nunca más ningún daño «en los pueblos ni indios de los terrenos de la ciudad de Cuzco, ni de los demás destos Reinos, de hoy en adelante, sino que terná paz per-

19. Carta de Castro al Consejo, 30 de abril de 1565, en GP, III, p. 82.20. AGI, Lima 578, lib. 2, ff. 402-417, Asiento que el licenciado Castro tomó con Titu Cusi Yupan-

qui, para que se redujese de paz, en virtud de cédula real, Monzón de Aragón, 29 de noviembre de 1565, CDIU, 15, II, pp. 270-276.

21. Asiento que el licenciado Castro tomó con Titu Cusi Yupanqui, ibid., pp. 271-272.

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petua, como tiene aquí tratado con el dicho tesorero García de Melo.» El inca mantenía la propiedad sobre los indios que el había sustraído de diversos enco-menderos españoles, cuya pérdida Castro debería compensar.

También Titu Cusi se empeñaba en restituir a sus propietarios españoles «los negros que se huyeren para donde está», así como los indios que habían escapado de sus propietarios castellanos y también los españoles que se habían refugiado en Vilcabamba para evitar la justicia española. Estas cláusulas son muy impor-tantes, ya que demuestran que, efectivamente, la existencia de un poder alternati-vo al de los españoles se proyectaba como protector y carismático, no solo para los nativos, sino también para los elementos disidentes a la autoridad del rey de Castilla, lo que significaba que el inca era más que una resistencia nativa frente al dominio de los cristianos.22

Las capitulaciones se firmaron por Castro en Lima el 14 de octubre de 1566. La «provisión» fue presentada al inca para que la controlase y aceptase y él «aprobó, consintió y firmó.» Sin embargo, la cuestión quedaba parcialmente abierta. Eso hizo que el 9 de julio de 1567 se añadieran algunas cláusulas, nego-ciadas por Diego Rodríguez de Figueroa y Titu Cusi. En ellas, entre otras cosas, se explicitaba que los acuerdos comprometían también a los hermanos de Titu Cusi —Capac Tupac Yupanqui, Tupac Huallipa y Tupac Amaru— y sus descen-dientes. El inca se empeñaba en que sus parientes y sus indios mantendrían la paz y que los religiosos cristianos podrían «libremente predicar el Evangelio en todos pueblos», de modo que «los indios no hagan idolatrías, ritos ni ceremonias gentí-licas, sino que todos los baptizados vivan como cristianos.»23 El inca juró tam-bién «según su rito e ceremonia»,24 de manera que los emisarios españoles tuvieron la certeza de que él se sentía verdaderamente comprometido con lo que se había acordado.

Desenlace y conclusión

Pocos días después de estas capitulaciones, en la iglesia edificada en el pueblo de Zarco, fue bautizado don Felipe Quispe Titu, el hijo de Titu Cusi. El tratado fue ratificado por Felipe II en enero de 1569. Sin embargo, los acontecimientos siguieron un camino diferente a lo que estaba establecido, a pesar de que ambas partes siguiesen atentamente los acuerdos. La prematura muerte de Titu Cusi, en mayo de 1571, quebró las circunstancias del pacto, subvirtiendo los términos del acuerdo y los intentos de pacificación para recomponer la frontera entre el Perú de los españoles y el Perú de los incas de Vilcabamba. Las circunstancias de la muerte de Titu Cusi generaron sospechas entre los incas. El mestizo Martín Pando, que había intentado suministrar un remedio para su salud, fue considerado responsable de su muerte y ejecutado. Se pidió a fray Diego Ortiz, uno de los que se habían trasladado a Vilcabamba después del tratado, que celebrase una misa

22. Ibid., pp. 272.23. Ibid., pp. 273-274.24. Ibid., pp. 275-276.

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para resucitar al difunto. Cuando la tentativa se demostró ineficaz, el fraile fue martirizado. La misa de Diego Ortiz no consiguió resucitar al inca, pero las muertes de Titu Cusi, Martín Pando y Diego Ortiz consiguieron reactivar el clima de acusaciones, prejuicios y sospechas recíprocas que tan fatigosamente se habían vencido.

La desconfianza que el nuevo virrey Francisco de Toledo, instalado en noviembre de 1569, sentía por la política negociadora con los incas y la eficacia del tratado del Acobamba25 radicalizó aún más la crisis. El virrey, que gobernaría hasta agosto de 1581, organizó rápidamente una expedición militar, guiada por Martín Hurtado de Abrieto, que conquistó Vilcabamba el 24 de junio de 1572. El joven inca Tupac Amaru, que había conseguido escapar del asalto, fue persegui-do por los españoles durante varias semanas, hasta que los hombres del capitán Martín García de Loyola le capturaron. Después de un controvertido y rápido jui-cio, Tupac Amaru fue ejecutado el 24 de septiembre. García de Loyola, que había capturado al último inca, se casó con Beatriz Clara Coya, heredera de los conspi-cuos bienes que la corona había concedido a Sayri Tupac. El matrimonio engen-dró, en 1596, a Ana María Lorenza García Sayri Tupac de Loyola, primera marquesa de Oropesa, descendiente de incas y españoles, quizá la primera gene-ración de nacidos en un Perú pacificado. Quispe Titu, hijo de Titu Cusi, que, según las condiciones establecidas por el tratado de Acobamba, se habría casado con la rica princesa inca, había muerto antes, con menos de veinte años de edad, en 1578.

Abusos, antiguas enemistades, prejuicios, sospechas recíprocas, dobles jue-gos, causas naturales, diferencias culturales, torpeza diplomática, multiplicidad de los actores en juego: todos estos factores jugaron un papel importante en el fracaso de una reconciliación pacífica entre los antiguos dominadores andinos y los castellanos. Esos mismos factores lo fueron también de la dilación y larga recomposición de las muchas fracturas existentes en el virreinato peruano entre 1533 y 1572, y aún después. De hecho, la destrucción del epicentro inca de Vil-cabamba canceló una peligrosa frontera interior en los territorios del virreinato de Nueva Castilla, desactivando un punto neurálgico de la resistencia antiespañola, así como un referente para la mayoría de las provincias. Esto aumentó la estabili-dad de aquel mosaico móvil que hasta entonces había distinguido la vida del virreinato, por lo menos hasta 1780-1782, cuando estalló una revuelta contra las políticas de reformas borbónicas, capitaneada por un curaca indio, José Gabriel Condorcanqui, que, no por casualidad, se hacía llamar Tupac Amaru II (Flores Galindo, 1988). Antes de este último episodio, y aún después del mismo, siempre los indios fronterizos no reducidos (araucanos, chiriguanos y otros grupos) ofre-cían ejemplos concretos de negociaciones con la corona y de configuración de fronteras interiores.

25. Carta de Toledo a Felipe II, 8 de febrero de 1570, GP, III, pp. 344 e 401; carta de Toledo a Feli-pe II, 25 de marzo de 1571, GP, III, pp. 452-453.

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