la leyenda de la casa del duende
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La leyenda de la casa del Duende
Antes de abandonar este trayecto de la calle de Almonas cumpliremos lo
ofrecido a nuestros lectores, contándoles la tradición de la casa del Duende, de
que antes hicimos mención.
Los ancianos de aquellos alrededores, en su sencilla y entonces muy
común credulidad, contaban que en el siglo XVI moraba en esta casa una señora
muy hermosa y rica, a quien un hermano tenía gran envidia por haber sido
mejorada en el testamento de sus padres. Quiso primero convencerla a que las
particiones fuesen iguales, y no consiguiéndolo, concibió el criminal propósito
de asesinarla con el mayor sigilo y heredar él todo, ya que no le daba la parte
apetecida.
A la vez había en la casa un
duende, ser humano condenado
por la Providencia a vivir penando
mientras el mundo exista, por el
inaudito crimen de haber
abofeteado al autor de sus días,
anciano indefenso, que en su
educación había invertido gran
parte de su fortuna. Este duende, llamado Martín -nombre obligado de todos
los de su gremio-, se enamoró hasta el delirio de aquella dama, la que no podía
menos de sentir repugnancia al ver tan espantosa figura, pues además de medir
poco más de media vara eran todas sus facciones tan exageradas, que infundía
espanto a los pocos que llegaron a verlo; mas así y todo, evitó siempre que el
hermano consumase sus criminales intentos.
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Por otro lado, la señora, no queriendo sufrir las persecuciones de Martín,
buscó casa para mudarse y arrendar la suya. Súpolo él y, presentándose, le rogó
no lo abandonara, ya que no podía seguirla. La enteró del peligro que la
amenazaba, le ponderó lo mucho que la había servido y todo fue inútil. A los
pocos días la hermosa joven vivía ya con su doncella cerca del colegio de San
Roque, quedando cerrada la casa, que nadie quería por temor al duende, que
gozaba de gran fama en todos aquellos alrededores.
Llegó la Nochebuena, y la señora fue a los maitines a la Catedral, donde
la vio el hermano, que saliéndose la esperó en la esquina de la Judería, en la que
al pasar le dio tal puñalada en el corazón que la dejó muerta, sin que nadie se
apercibiese de ser el autor de tan horrendo crimen. Presentose después,
fingiendo el más sincero quebranto, y todo quedó en el silencio, y dueño él de
todos los bienes que aquélla poseía.
Pasaron dos o tres años, y considerando que la casa de la calle de
Almonas nada le rentaba por la fama del duende, en quien él no creía,
determinó habitarla, mudándose a ella tan tranquilo, porque ni el menor ruido
turbaba su aparente sosiego. Una noche despertó muy fatigoso, se echó mano al
cuello, sintió una soga e iba a arrojarse al sucio para encender luz cuando
tiraron de él, y sin poderse valer, se encontró colgado de una viga, pagando
bien pronto el crimen cometido.
Aquel día y los dos o tres siguientes permaneció la casa cerrada, y
extrañándolo los vecinos dieron parte al corregidor, quien hizo hundir la
puerta, y encontraron el cadáver colgado de una viga, llamando aún más la
atención de todos un hombrecillo de horrible aspecto que, dirigiéndose a la
autoridad, le dijo con voz bronca y descompuesta: "Podéis dar sepultura en
sagrado a este cadáver, porque no ha sido él quien ha puesto fin a su vida; lo ha
hecho la Divina Providencia en castigo de ser el asesino de su hermana, y ya
que la justicia de la tierra dejó impune su delito, la del cielo ha querido
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castigarlo por mi conducto". Al mismo tiempo desapareció, dejando a todos
sorprendidos y logrando que la fama de este suceso llegue hasta nosotros, que
por cierto no le damos el crédito que nuestros antepasados.
Tomado de “Paseos por Córdoba”, de Ramírez de Arellano