la jornada de un escrutador

130

Upload: juan-fautsch

Post on 05-Aug-2015

332 views

Category:

Documents


26 download

TRANSCRIPT

Page 1: La Jornada de Un Escrutador
Page 2: La Jornada de Un Escrutador
Page 3: La Jornada de Un Escrutador
Page 4: La Jornada de Un Escrutador
Page 5: La Jornada de Un Escrutador

instituto electoral y de participaciónciudadana del estado de jalisco

consejero presidenteJosé Tomás Figueroa Padilla

consejeros electoralesJuan José Alcalá DueñasVíctor Hugo Bernal HernándezNauhcatzin Tonatiuh Bravo AguilarSergio Castañeda CarrilloRubén Hernández CabreraEverardo Vargas Jiménez

secretario ejecutivoJesús Pablo Barajas Solórzano

director generalLuis Rafael Montes de Oca Valadez

director de la unidad editorialMoisés Pérez Vega

Page 6: La Jornada de Un Escrutador

México, 2012

Page 7: La Jornada de Un Escrutador

“Este libro se produjo para la difusión de los valores democráticos, la cultura cívica y la participación ciudadana; su distribución es gratuita, queda prohibida su venta”.

Colección “Literatura y democracia”La jornada de un escrutadorTítulo original: La giornata d’uno scrutatore

D. R. © The Estate of Italo Calvino, 2002D. R. © Ediciones Siruela, S.A., 1999D. R. © De la traducción, Ángel Sánchez-GuijónD. R. © De la cronología, César PalmaD. R. © Del prólogo, Dulce María Zúñiga

D. R. © 2012, Instituto Electoral y de Participación Ciudadana del Estado de Jalisco Florencia 2370, Col. Italia Providencia, 44648 Guadalajara, Jalisco, México. www.iepcjalisco.org.mx

ISBN: 978-607-8054-24-4

Todos los derechos reservados conforme a la ley.

Las opiniones, análisis y recomendaciones aquí expresados son responsabilidad de sus au-tores y no reflejan necesariamente las opiniones del Instituto Electoral y de Participación Ciudadana del Estado de Jalisco, de su Consejo General o de sus áreas administrativas.

Impreso y hecho en MéxicoPrinted and bound in Mexico

Page 8: La Jornada de Un Escrutador

índice

Prólogo ixDulce María Zúñiga

Nota preliminar 19Italo Calvino

La jornada de un escrutador 23

Cronología 115César Palma

Page 9: La Jornada de Un Escrutador
Page 10: La Jornada de Un Escrutador

IX

prólogo

La jornada de un escrutador, imprescindible en la biblioteca ideal

I talo Calvino (1923-1985) es sin duda uno de los autores italianos contemporáneos más leídos, traducidos y res-petados en el mundo. A lo largo de su carrera de escri-

tor publicó novelas, colecciones de cuentos, ensayos sobre la literatura y su significación, crónicas de viaje, títulos de reflexión sobre fenómenos histórico-sociales y libros inclasi-ficables, como Las ciudades invisibles (1972) y El Castillo de los destinos cruzados (1973), que oscilan entre narrativa y poesía, entre la novela corta y el cuento largo, con una composición estructural basada en esquemas geométricos y fórmulas ma-temáticas (que por cierto pasan inadvertidas para el lector no avezado en esa materia).

Pocos escritores han practicado estilos tan diversos como Calvino, quien de un libro a otro, de una etapa a la siguiente, ensayaba voces poéticas distintas, modos de relatar diferen-tes y fabulaciones que iban desde el reporte realista, hasta la imaginación fantástica desbordada e inverosímil. En su última novela, de 1979 (también inclasificable por su compleja es-tructura narrativa), Si una noche de invierno un viajero, Calvino se vuelve personaje de su propia ficción y dice, de sí mismo como autor, dirigiéndose a un personaje Lector:

Te dispones a reconocer el inconfundible acento del autor. No. No lo reconoces en absoluto. Pero, pensándolo bien, ¿quién ha dicho

Page 11: La Jornada de Un Escrutador

X

La jornada de un escrutador

que este autor tenga un acento inconfundible? Al contrario, se sabe que es un autor que cambia mucho de un libro a otro. Preci-samente en estos cambios se reconoce que es él.

Si una noche de invierno un viajero asume y sintetiza los valores literarios que Calvino consideró dignos de ser conservados para la posteridad, incluidos en su libro póstumo Lecciones americanas. Seis propuestas para el próximo milenio (1988).1 Su última novela reproduce –por decirlo de algún modo– los varios estilos na-rrativos que Calvino practicó en su ejercicio literario, con líneas ficcionales y temáticas de naturaleza distinta, como dijimos an-tes: en un extremo, historias de pura fantasía e imaginación y en el otro, las de realismo social.

En su período realista, Calvino publicó libros que buscaron ser una representación de la realidad contemporánea, desde la perspectiva de un autor involucrado en política, (militó en el Partido Comunista Italiano hasta 1956) de un “combatiente” que había participado en la Segunda Guerra Mundial, (pero no en el ejército de Mussolini, del que desertó, sino en la Re-sistencia, en las brigadas “Garibaldi” de partisanos) y también desde su experiencia como ciudadano italiano que por azares del destino había nacido en Cuba, en el trópico, en la exube-rancia del reino vegetal.

Calvino sintió una necesidad ética, un ineludible “imperativo categórico”, como él mismo lo define, que lo impelía a verbalizar

1 Los seis “valores” que propuso Calvino en su libro, que inicialmente debía ser un ciclo de conferencias en la Charles Eliot Norton Poetry Lectures de Harvard en 1985 y que nunca llegó a pronunciar porque falleció poco antes de viajar a Cambridge, son: Levedad, Rapidez, Visibilidad, Exactitud, Multiplicidad y Consistencia. Solo escribió las cinco primeras, de la sexta no dejó sino el título.

Page 12: La Jornada de Un Escrutador

XI

Italo Calvino

su historia particular y las vivencias colectivas de antes y después de la guerra. Como escritor que vivió la transformación de su país y la división de Europa, no pudo sustraerse de la tarea de dar voz y palabra a los protagonistas de la historia que suelen quedar al margen: niños, jóvenes, mujeres, partisanos, obreros…

Calvino se inició como escritor en 1947 con la novela El sendero de los nidos de araña, donde relata las desventuras con tintes picarescos y en tono de fábula, del niño huérfano y partisano, Pin, de apenas diez años, quien a su cortísima edad ha vivido la violencia y sabe manejar armas mortales. Los siguientes títulos, Por último el cuervo (cuentos, 1949), Los jóvenes del Pò (novela in-conclusa, 1951), y La entrada en guerra (novela, 1954) se inscriben en la misma línea estética neorrealista y responden a la necesidad de enfrentar la dureza de lo real cotidiano con la levedad de la literatura.

Después de estos libros, Calvino sintió que el neorrealismo ya no le permitía expresar la complejidad del mundo. Europa había sido fraccionada, la Guerra Fría estaba en pleno y la ame-naza de un nuevo conflicto aún más destructivo flotaba en la atmósfera. Apenas comenzó la década de los cincuenta, el autor se propuso un nuevo acercamiento a la realidad, más simbólico y fantástico, menos directo. Inició una práctica narrativa que po-día ser leída en diferentes niveles interpretativos. Se trata de la trilogía llamada I nostri antenati (Nuestros Antepasados), una repre-sentación alegórica del hombre contemporáneo. Tres relatos tan inverosímiles como memorables que se desarrollan en países y épocas remotos: El Vizconde demediado (1952) El Barón rampante (1957) y El Caballero inexistente (1959). Nuestros Antepasados, sig-nificó para Calvino que sus libros fueran traducidos a otros idio-mas y su nombre trascendiera las fronteras italianas y europeas.

Page 13: La Jornada de Un Escrutador

XII

La jornada de un escrutador

El Vizconde demediado es la historia de Medardo di Terralba, quien fue partido por la mitad por una bala de cañón durante un combate con guerreros turcos en Bohemia, a finales del siglo xvi. Cada mitad continúa viviendo aislada de la otra, en una bipartición maniquea: una buena y otra malvada. La imagen de este personaje dividido, mutilado, “alienado”, se vuelve símbolo de la condición del individuo contemporáneo que, inconscien-temente, lucha contra sí mismo.

Por su parte, El Barón rampante, narra la vida de Cosimo Pio-vasco di Rondò, quien en 1767, después de una pelea con su padre en su villa de Liguria, decide subirse a un árbol y nunca volver a tocar tierra. Cosimo es un personaje que representa la relación entre el individuo y el curso de la historia, es el em-blema de la fuerza de voluntad que se requiere para rechazar la tiranía y la imposición. Cosimo adquiere tanta fama que muchos dignatarios e intelectuales europeos quieren conocerle. Su aven-tura le lleva a recorrer los bosques de Francia, hasta París, donde se encuentra con Diderot, Rousseau, Napoléon y hasta con el zar de Rusia. Escribe su propia Utopía: Proyecto de Constitución de un Estado ideal fundado sobre los árboles. En esta novela Calvino da espacio libre a su vena poética, con momentos de intenso lirismo a la vez que ensaya la ironía y la crítica severa a la irra-cionalidad de la violencia.

En El Caballero inexistente, Calvino lleva al extremo la ima-ginación fantástica: es una novela que se sitúa en el ciclo caro-lingio, el personaje Agliulfo, es un noble paladín al servicio de Carlo Magno. Es una flor de caballería, un ejemplo de osadía, reúne en sí las mayores virtudes que un caballero pueda tener. Solo tiene una falla: no existe. Bajo su armadura no hay nada, es el vacío. El guerrero es como un autómata que obedece las reglas

Page 14: La Jornada de Un Escrutador

XIII

Italo Calvino

sin oponer resistencia ni plantear preguntas. Este personaje, se-gún lo expresa Calvino, representa al individuo conformista, al hombre sometido por inercia a ideas y conceptos sin reflexio-narlo. Es una tipología muy presente en los años cincuenta, fruto de la alienación del mundo moderno. En la trilogía Nuestros Antepasados El Caballero asume el valor de prólogo, aún cuan-do fue escrita y publicada al final. Es una parábola pesimista de la incapacidad del hombre para distinguir el Bien del Mal. Sin embargo, aparece una chispa de optimismo: de la Nada de la armadura vacía, se pasa al hombre dividido, para llegar al cono-cimiento del Barón rampante, que aún cuando no tiene un pie en la tierra, es capaz de rechazar el sometimiento y sostenerse en su doctrina de libertad y lealtad a sí mismo.

A la vez que Calvino escribía y publicaba las tres novelas que lo llevaron a la celebridad mundial, vivió personalmente una época de militancia política en el Partido Comunista Italiano (al que renunció en 1956, a raíz de la invasión de la urss a Hun-gría), y a conocer desde adentro prácticas sociales, económicas y electorales que lo condujeron de nuevo a la literatura de cor-te realista. Una vez más, como hombre comprometido con su tiempo, Calvino no pudo frenar la pulsión que le exigía hacer un examen crítico de la situación histórica y social de Italia. La literatura, dice Calvino, tiene sus propias maneras de decir las cosas y por eso, en lugar de escribir panfletos o artículos de periódico para denunciar las irregularidades y fallas del sistema, escribió tres libros donde aborda y denuncia situaciones absurdas y de grave injusticia.

El ciclo de tres relatos debía titularse A mediados de siglo (fi-nalmente no aparecieron bajo este título, sino por separado) y se componía de: La nube de smog (1957), La especulación inmobiliaria

Page 15: La Jornada de Un Escrutador

XIV

La jornada de un escrutador

(1958) y La jornada de un escrutador (1963). En los dos primeros, Calvino hace el balance de una generación ideológicamente en crisis y denuncia la degradación moral y ecológica conectada directamente con el desarrollo económico salvaje promovido por el neocapitalismo.

El título de La nube de smog no deja lugar a dudas: es un rela-to que describe la ciudad industrializada, sumida en una neblina gris, plagada de desechos químicos. El protagonista representa al migrante del campo que se topa por primera vez con el ruido, la suciedad y la contaminación del paisaje citadino: “casas de facha-das ennegrecidas, cornisas en las que no te puedes apoyar, venta-nas de vidrios opacos a través de las cuales se ven rostros humanos casi borrados”. El narrador expresa su malestar describiendo el asco que le provoca la suciedad de la polución. El asco se torna obsesivo. Los personajes son representados en clave simbóli-ca, maniquea: el ingeniero Cordà, empresario voraz, culpable de la contaminación de la ciudad, se enfrenta a Omar Basaluzzi, un obrero especializado que lucha por sus derechos laborales y organiza la rebelión general, para contrarrestar el avance de la polución que amenaza con destruir todo. El protagonista se sabe perdido en esa batalla y finalmente decide abandonar la ciudad “podrida” y regresar al campo, libre de chimeneas, de máquinas, de smog, un locus amenus reencontrado.

La especulación inmobiliaria tampoco presenta misterio en cuanto a su contenido temático, es una novela que examina la crisis de valores éticos que permea de las grandes a las pequeñas ciudades italianas en la inmediata Posguerra: todo es válido en la carrera por el dinero, el confort y la adquisición de bienes de lujo. En el desarrollo de la anécdota, el autor intercala grandes digresiones sociológicas sobre el comportamiento anormal del

Page 16: La Jornada de Un Escrutador

XV

Italo Calvino

italiano de clase media lanzado en el consumismo irreflexivo, pretendiendo llenar el vacío de su existencia con objetos que representan el “triunfo” y la “realización” social. Calvino se re-vela profético al mostrar líneas de tendencia en la evolución socioeconómica de la Italia de la segunda mitad del siglo xx. El estilo literario de La especulación es directo, casi técnico, esen-cial; los protagonistas son esquemáticos, de nuevo encontramos al “malo” al “especulador” y por otro lado a sus “víctimas”, pero en este caso las mismas víctimas van en busca de su verdugo. La historia sucede en ***, pequeña ciudad de la Riviera Ligure. Los tres asteriscos quieren decir que la anécdota puede situarse en cualquier lugar, por la ausencia de nombre propio. En ***, como en toda ciudad pequeña, se vive el vertiginoso fenóme-no de la industrialización, la llegada de multitudes con poder adquisitivo que buscan invertir su dinero en tierra, ya no para cultivo, sino para edificar, para desplazar a la Naturaleza a favor del asfalto y el cemento.

Aunque publicada en 1963, La Jornada de un escrutador relata una experiencia del propio Calvino quien en las elecciones de 1953, fue candidato “de relleno” del pci y le correspondió visitar distintos colegios electorales, no como escrutador, sino como simple observador. Aunque solo estuvo diez minutos en el cole-gio ubicado en el Cottolengo de Turín, hospicio para huérfanos, enfermos mentales y personas disminuidas, esa visión le marcó con fuerza y le reveló la parte más ruin y miserable de la natu-raleza humana.

Frente a la maldad, la infelicidad, la fealdad y el dolor, Calvi-no reaccionó con negación, quiso ocultar y olvidar el episodio, como lo admite él mismo en el prólogo escrito varios años des-pués de haber publicado la novela, pero la sensación de haber

Page 17: La Jornada de Un Escrutador

XVI

La jornada de un escrutador

entrevisto el drama lo siguió hasta que finalmente decidió escri-bir el relato que le llevó diez años, más de lo que ningún otro de sus libros. Al inicio, no lograba hacer con ese tema más que una crónica o reportaje frío y sin valor literario, por lo que dejó de lado la escritura. Los diez minutos pasados en el Cottolengo en 1953 fueron insuficientes para construir su texto sobre la farsa electoral por lo que, refiere Calvino, se alistó como escrutador en las elecciones administrativas de 1961.

La novela tiene una gran carga autobiográfica, para eso Cal-vino inventa a Amerigo Ormea, su alter ego, que como el autor, está afiliado al Partido Comunista y asiste como representante a vigilar la jornada electoral. En Italia el sufragio era universal, de manera que hospicios e institutos religiosos fueron considerados grandes “reservas de votos” para el Partido Demócrata Cristiano: sucedieron toda suerte de trucos, fraudes, coacciones, para que los “beneficiarios” de la caridad dieran el triunfo a los candidatos democristianos.

El desfile de personajes deformes, locos, enfermos desahu-ciados, que son “arrastrados” a las urnas por monjas, sacerdotes y burócratas de la salud, hace que la mente de Amerigo estalle en preguntas. Ve aparecer a una Italia velada, a sus hijos secretos, rechazados, marginados de las familias, los cuerpos deformes que representan “el error, el riesgo que corre la materia con que está hecha la especie humana cada vez que se reproduce”. Frente a esos seres desvalidos Amerigo se descubre antidemocrático y llega a pensar que el voto de esos “despojos” no puede, no debe valer lo mismo que el suyo, un hombre entero y consciente. Amerigo deposita su desprecio en los agentes de la religión, que colocan sus privilegios por encima de la caridad y se prestan al dra-ma del horror prometiendo la Gracia Divina a cambio del sufragio.

Page 18: La Jornada de Un Escrutador

XVII

Italo Calvino

La búsqueda de la belleza que había impulsado la escritura de Calvino, en este relato se topa con la evidencia de la fealdad y el sufrimiento. La jornada de un escrutador, como señalamos antes, es el libro más atormentado y empeñoso de Italo Calvi-no, pero es también en el que se muestra que aún en medio del infierno aparece la chispa, el instante de perfección al que debe-mos aspirar. Esta novela no puede faltar en la biblioteca ideal, en la colección de libros que debemos leer para formarnos como ciudadanos.

Dulce María Zúñiga

Page 19: La Jornada de Un Escrutador
Page 20: La Jornada de Un Escrutador

19

nota preliminar

Con motivo de la publicación por el editor Einaudi de La jornada de un escrutador (febrero de 1963), Calvino escribió el texto de una presentación del libro, publicada en su redacción íntegra en la edición de Siruela de 1999 y transcrita aquí de forma completa. La pregunta ini­cial y los dos primeros párrafos aparecieron en Il Corriere della Sera el 10 de marzo de 1963 bajo el título “Una pregunta a Calvino”.

Su nuevo libro La jornada de un escrutador trata de una cues-tión contemporánea y es un relato entreverado de re-flexiones que abarcan la política, la filosofía y la religión.

¿Considera es te libro un viraje respecto a otros libros suyos tan distintos, na cidos de una imaginación libremente fantasiosa, como El viz conde demediado, El barón rampante y El caballero inexistente? Y si es un viraje, ¿a qué se debe?

No es un viraje ya que mi trabajo de representación y co-mentario de la realidad contemporánea no comenzó hoy. La especulación inmobiliaria es una novela breve que escribí en 1957 y que intenta –partiendo también de la experiencia autobio gráfica apenas deformada– una definición de nuestro tiempo. La nube de smog, que escribí en 1958, también está en esa línea. Entonces en mi ánimo tenía la idea de hacer una especie de ciclo que habría podido titularse A mediados de siglo, o sea historias de los años cincuenta, para resaltar un cambio de época que todavía estamos

Page 21: La Jornada de Un Escrutador

20

La jornada de un escrutador

viviendo. La jornada de un escrutador era precisamente uno de los relatos de esta serie. Dentro de es ta dirección (en la que creo que seguiré trabajando aún bas tante tiempo) es donde se puede hablar de un viraje o, mejor, de una profundización. Los temas que trato en La jornada de un escrutador, los de la infelicidad natural, el dolor, la respon sabilidad de la procreación, nunca me había atrevido ni siquie ra a rozarlos antes. No creo que ahora haya hecho más que ro zarlos; pero el hecho de admitir su existencia, el saber que hay que tenerla en cuenta, cambia muchas cosas.

En cuanto a las historias fantásticas de aventuras, no me planteo el problema de continuar o no el ciclo porque cada historia nace de una especie de maraña lírico-moral que se for ma poco a poco, ma-dura y se impone. Está claro que además hay una parte de diversión, de juego, de mecanismo. Pero es ta maraña inicial es un elemento que necesita formarse a sí mismo; las intenciones y la voluntad cuentan poco. No es que esto valga solo para las historias fantásticas; vale para todos los núcleos poéticos de toda obra narrativa, incluso realista y au tobiográfica, y esto es lo que decide, en el mar de las cosas que se pueden escribir, las que es imposible no escribir.

Es un relato no muy largo en el que no ocurren muchas co sas; se tiene en pie más que nada por las reflexiones del prota-gonista: un ciudadano al que durante las elecciones (estamos en 1953) le corresponde la tarea de hacer de “escrutador” en un colegio electoral en el “Cottolengo” de Turín. El relato si gue su jornada y se titula precisamente La jornada de un escru tador. Es un relato, pero, al mismo tiempo, es una especie de reportaje sobre las elecciones en el Cottolengo y de panfleto contra uno de los aspectos más absurdos de nuestra democra cia y también de reflexión filosófica sobre qué significa hacer votar a los retrasados

Page 22: La Jornada de Un Escrutador

21

Italo Calvino

mentales y a los paralíticos, y sobre cuán to se refleja en ello el desafío a la historia de toda concepción del mundo que conside-ra la historia como algo vano; y tam bién es una imagen insólita de Italia y una pesadilla del futuro atómico del género humano. Pero, sobre todo, es una refle xión acerca de sí mismo del prota-gonista (un intelectual co munista), una especie de Viaje del pere­grino de un historicista que de repente ve el mundo convertido en un inmenso Cotto lengo y que quiere salvar las razones del obrar histórico junto a otras razones, apenas intuidas en aquella jornada suya, del fondo secreto de la persona humana...

No, a poco que empiece a explicar y a comentar lo que es cribí, diría solo banalidades... Es decir, todo lo que sentía que debía decir está en el relato; cada palabra de más empieza ya a trai-cionarlo. Solo diré que el escrutador llega al final de su jor nada distinto de algún modo a como era por la mañana; y tam bién yo, para escribir este relato, de alguna forma tuve que cambiar.

Puedo decir que escribir algo tan breve me llevó diez años, más de lo que había empleado en cualquier otro trabajo mío. La primera idea de este relato la tuve precisamente el 7 de ju lio de 1953. Estuve en el Cottolengo durante las elecciones unos diez minutos. No, no era escrutador; era candidato del Partido Comunista (candidato para completar la lista) y como candidato visitaba los colegios electorales donde los candida tos de la lista pedían la ayuda del partido para los problemas que pudieran surgir. De ese modo, presencié una discusión en una mesa elec-toral del Cottolengo entre democristianos y co munistas del tipo de la que constituye el centro de mi relato (mejor dicho, igual por lo menos en algunas frases). Y fue en tonces cuando se me ocurrió la idea del relato; es más su dise ño ideal ya estaba casi completo tal como lo he escrito ahora: la historia de un

Page 23: La Jornada de Un Escrutador

22

La jornada de un escrutador

escrutador comunista que se encuentra allí, etcétera. Me puse a escribirlo pero no me salía. Había estado en el Cottolengo apenas unos minutos; las imágenes que se me que daron grabadas eran demasiado poca cosa para las que se es peran del tema (aun-que no quería ni quise después hacer concesiones a escenas de “efecto”). Había una amplia docu mentación periodística sobre los casos más clamorosos de las distintas elecciones en el Cotto-lengo; pero solo me habría ser vido para una fría crónica indi-recta. Pensé que habría podido escribir un relato solo si hubiera vivido verdaderamente la ex periencia del escrutador que asiste a todo el desarrollo de las elecciones allí dentro. La ocasión de ser escrutador en el Cottolengo se me ofreció en las elecciones administrativas de 1961. Pasé en el Cottolengo casi dos días y también fui uno de los es crutadores que iban a recoger el voto en las salas. El resultado fue que me sentí completamente inca-paz de escribir durante muchos meses: las imágenes que tenían mis ojos de desdicha dos sin capacidad de entender ni de hablar ni de moverse, para los cuales se montaba la comedia de un voto delegado a través del cura o de la monja, eran tan infernales que solo habrían podido inspirarme un panfleto violentísimo, un manifiesto antidemocristiano, una sucesión de anatemas contra un partido cuyo poder se sostiene en los votos (pocos o muchos, no es es ta la cuestión) conseguidos de ese modo. Resumiendo: antes estaba escaso de imágenes, ahora tenía imágenes demasiado impresionantes. Tuve que esperar a que se alejaran, a que se dilu-yeran en la memoria, y tuve que hacer madurar cada vez más las reflexiones y los significados que de ellas irradian, co mo una sucesión de ondas o círculos concéntricos.

Italo Calvino

Page 24: La Jornada de Un Escrutador

la jornada de un escrutador

Page 25: La Jornada de Un Escrutador
Page 26: La Jornada de Un Escrutador

25

I

Amerigo Ormea salió de casa a las cinco y media de la ma ñana. El día se anunciaba lluvioso. Para llegar al co-legio elec toral del que era escrutador, Amerigo seguía

un recorrido de calles estrechas y tortuosas, empedradas todavía con viejos ado quines, a lo largo de muros de casas pobres ates-tadas, sin du da, de gente, pero en las que, en aquella madrugada dominical, no se advertía el menor signo de vida. Amerigo, que no estaba familiarizado con el barrio, descifraba los nombres de las calles en los rótulos ennegrecidos –nombres, tal vez, de olvi-dados be nefactores–, ladeando el paraguas y ofreciendo la cara a la llu via.

Era ya una costumbre entre los partidarios de la oposición –Amerigo Ormea estaba afiliado a un partido de izquierdas– considerar la lluvia en día de elecciones como una buena se ñal. Era una opinión que venía de las primeras votaciones ce lebradas en la posguerra, cuando todavía se creía que, a causa del mal tiempo, muchos electores de los democristianos –per sonas poco interesadas en política, o viejos inútiles, o gente que vivía en el campo, con malas carreteras– no se atreverían a asomar la nariz. Pero Amerigo no se hacía ilusiones. Era el año 1953, y con tantas elecciones como había habido se había visto que con lluvia o con sol la organización para hacer que todos votasen funcionaba siempre. Y mucho mejor en esta oca sión, en que los partidos gubernamentales intentaban que se aprobara una nueva

Page 27: La Jornada de Un Escrutador

26

La jornada de un escrutador

ley electoral (la “ley estafa”, como la ha bían bautizado los otros partidos) por la cual la coalición que obtuviese el cincuenta por ciento más uno de los votos ocupa ría dos tercios de los escaños... Amerigo había aprendido que los cambios en política se pro-ducen por caminos largos y com plicados, y que no era cosa de esperárselos de un día para otro, por un giro de la fortuna. Para él, como para otros muchos, la experiencia había significado vol-verse un poco pesimista.

Por otra parte, estaba la consigna de que es necesario seguir haciendo lo que se pueda, día a día. En política como en todas las cosas de la vida, y para quien no sea un necio, solo cuentan dos principios: no hacerse demasiadas ilusiones y no dejar de creer que cualquier cosa que hagas puede servir. Amerigo no era un tipo al que le gustase hacerse notar; en su profesión, prefería seguir siendo una persona como mandan los cánones antes que triunfar. En su vida pública y en sus relaciones labo rales no era lo que se dice un “político”, y hay que añadir que no lo era ni en el buen sentido ni en el mal sentido de la pa labra. (Porque la palabra también tenía un mal sentido, o tam bién uno bueno, se-gún se mire, y esto Amerigo lo sabía). Estaba afiliado al partido, es verdad, y aunque no pudiera decir que fuese un “activista”, porque su carácter le inclinaba hacia una vida más recoleta, no se rajaba cuando había que hacer algo que a él le pareciese útil o acorde con su modo de ser. En la Federación le consideraban un elemento preparado y con sen tido común. Ahora le habían nombrado escrutador; una tarea modesta, pero necesaria e inclu-so importante, sobre todo en aquel colegio electoral situado en una gran institución religio sa. Amerigo había aceptado de buen grado. Llovía. Estaría to do el día con los pies mojados.

Page 28: La Jornada de Un Escrutador

27

II

Si empleamos términos tan vagos como “partido de iz quierdas” o “institución religiosa”, no es porque no queramos llamar a las cosas por su nombre, sino porque, aunque dijéra-

mos de entrada que el partido de Amerigo Ormea era el par-tido comunista y que el colegio electoral estaba situado en el famoso Cottolengo de Turín, el paso adelante que daríamos por la vía de la exactitud sería más aparente que real. Suele ocurrir que cada cual, según sus propios conocimientos y ex periencias, se siente inclinado a atribuir valores diversos, o in cluso contradictorios, a la palabra “comunismo” o a la palabra Cottolengo. Entonces habría que hilar más fino y definir el pa pel de ese partido en esa precisa situación, en la Italia de esos años, y cómo era su militancia en él. En cuanto al Cottolengo, también conocido con el nombre de Piccola Casa della Divina Provvidenza −admitiendo que todos conozcan la función de aquel enorme hospicio de ofrecer asilo, entre tantos infelices, a inválidos, tarados y deformes, hasta llegar a las criaturas ocul tas que a nadie se permite ver−, sería necesario aclarar el lugar que ocupaba en la piedad de los ciudadanos, el respeto que in fundía aun en los más alejados de toda idea religiosa y, al mis mo tiempo, el papel completamente diverso que se le atribuía en las polémicas surgidas en tiempos de elecciones, como si nónimo de fraude, de embrollo y de prevaricación.

En efecto, desde que en la posguerra el voto se había con-vertido en obligatorio, y hospitales, hospicios y conventos eran

Page 29: La Jornada de Un Escrutador

28

La jornada de un escrutador

la gran reserva de votos del partido demócrata cristiano, era allí donde cada vez se presentaban casos de idiotas, o viejas mori-bundas o paralíticos por la arterioesclerosis, es decir, gen te sin capacidad de entender, a la que se llevaba a votar. En tor no a estos casos florecía un anecdotario entre grotesco y pe noso: el elector que se había comido la papeleta del voto; aquel otro que, al verse entre las paredes de la cabina con un trozo de papel en las manos, creyó que aquello era un retrete y había hecho sus necesidades, o la fila de retrasados mentales capaces aún de en-tender algo, que entraban repitiendo a coro el número de la lista y el nombre del candidato: “¡Uno, dos, tres, Quadrello! ¡Uno, dos, tres, Quadrello!”.

Amerigo sabía todo esto y no sentía ni curiosidad ni sorpre-sa; sabía que le esperaba un día triste y nervioso. Al buscar ba jo la lluvia la entrada señalada en la tarjeta del Ayuntamiento, tenía la sensación de adentrarse más allá de las fronteras de su mundo.

La institución se extendía entre barriadas populosas y po bres; ocupaba la superficie de un barrio entero, y era un con junto de asilos, hospitales, hospicios, escuelas y conventos, co mo una ciudad dentro de la ciudad, rodeada de muros y sujeta a otras reglas. Su contorno era irregular, como un cuerpo que hubiera ido engordando al compás de nuevas mandas testa mentarias, nuevas construcciones e iniciativas. Por encima de los muros sobresalían tejados, torres de iglesias, árboles y chi meneas, allí donde la vía pública separaba unas construcciones de otras, estas estaban unidas mediante galerías elevadas, co mo en algunas viejas fábricas que habían crecido según crite rios prácticos y no estéticos, y, como en ellas, muros desnudos y cancelas. El recuerdo de las fábricas evidenciaba algo que no era solo exterior: debían ser las mismas dotes prácticas, el mis mo espíritu

Page 30: La Jornada de Un Escrutador

29

Italo Calvino

de iniciativa solitaria de los fundadores de las gran des empresas, las que animaron –dedicándose al socorro de los desvalidos en vez de a la producción y al lucro– a aquel sen cillo cura que, entre 1832 y 1842, había fundado, organizado y administrado, en medio de dificultades e incomprensiones, es te monumento de la caridad, siguiendo las huellas de la na ciente revolución industrial. También el apellido de este pobre cura1 –dulce apellido campesino– había perdido toda conno tación individual para designar una institución famosa en todo el mundo.

...En la cruel jerga popular aquel nombre se había conver-tido, metafóricamente, en un epíteto burlón, sinónimo de cre tino e idiota, reducido, además, según el uso turinés, a sus dos primeras sílabas: cutu. Así pues, el nombre de Cottolengo era la suma de una imagen de desventura, de una imagen ridí-cula –como a menudo ocurre en la imaginación popular con los nombres de los manicomios y de las cárceles– y, al mismo tiem-po, de benéfica providencia, de potencia organizadora, y aho ra, con la explotación electoral, de oscurantismo, de espíritu medieval y de mala fe...

Cada uno de estos significados se diluía en el otro, y en los muros la lluvia empapaba los carteles electorales, inesperada-mente envejecidos como si su agresividad se hubiera apagado con la última noche de batalla electoral –dos días antes– y se

1 Giuseppe Benedetto Cottolengo (Bra 1786-Chieri 1842), primogénito de una numerosa familia, se ordenó sacerdote en 1811. En Turín se licenció en Teología (1816). Canónigo de la iglesia del Corpus Domini (1818), ejerció su ministerio durante nueve años. Comenzó a prestar asistencia a enfermos y des-validos en 1828 en una pequeña casa llamada Volta Rossa. El elevado número de asistidos le obligó a trasladar su obra pía al barrio turinés de Valdocco, donde surgió la Piccola Casa della Divina Provvidenza (1832). En la época de esta na-rración, el Cottolengo contaba con unos 6,000 asilados. En todo el mundo hay, en la actualidad, unos 600 cottolengos (N. del T.).

Page 31: La Jornada de Un Escrutador

30

La jornada de un escrutador

hubiesen reducido a una pátina de cola y de papel de mala ca-lidad, que de un estrato a otro dejaba entrever los símbolos de partidos opuestos. A veces, a Amerigo la complejidad de las co sas le parecía como una superposición de estratos netamente separa-bles, como las hojas de una alcachofa; otras, en cambio, le parecía un aglutinamiento de significados, como pasta de engrudo.

En su “comunismo” (y en el camino que, por designación de su partido, estaba recorriendo en esta madrugada húmeda como una esponja) no se distinguía hasta dónde llegaba un deber heredado de generación en generación (entre los mu ros de aquellos edificios eclesiásticos, Amerigo se veía, un po co en broma y un poco en serio, jugando el papel de un últi mo y anónimo heredero del racionalismo del siglo xviii, aunque solo fuera por un mínimo vestigio de aquella herencia nunca aprovechada en la ciudad que puso a Giannone2 en la picota) y hasta dónde desembocaba en otra historia, de apenas un siglo, pero ya erizada de obstáculos y pasos obligados: el avance del proletariado socialista (entonces, la lucha de clases había con-seguido sacudir al ex burgués Amerigo a través de “las contra-dicciones internas de la burguesía” o “de la autoconciencia de la clase en crisis”) o, mejor, la más reciente –de unos cuarenta

2 Pietro Giannone (Ischitella, Gargano 1676-Turín 1748), historiador y ju-rista, estudió jurisprudencia en Nápoles, ciudad que se vio obligado a aban-donar después de la publicación de su Storia Civile del Regno di Napoli, que le procuró la excomunión por parte del arzobispo de la ciudad. Vivió en Viena y Ginebra, donde terminó su obra Triregno, publicada en 1895. De Ginebra fue atraído con engaño al Piamonte, donde fue arrestado y encarce-lado por los Saboya. En su Storia narra las vicisitudes del Estado napolitano como una lucha entre el Estado y la Iglesia. El primero es fuente de progreso, mientras que la Iglesia es considerada la base del oscurantismo. Su críti-ca fue consi derada un ataque al poder temporal de la Santa Sede y de los Estados Pontificios. La obra de Giannone se engloba en el movimiento de revisión general de la Ilustración (N. del T.).

Page 32: La Jornada de Un Escrutador

31

Italo Calvino

años solamente– encarnación de aquella lucha de clases, desde el momento en que el comunismo se había con vertido en potencia internacional y la revolución se había hecho disciplina, prepa-ración para dirigir y trato de poder a poder, incluso donde aún no había conquistado el poder (también atraía a Amerigo este juego, muchas de cuyas reglas parecían fijas, inescrutables y oscuras, sin perjuicio de tener la sensación de participar en el establecimien-to de otras muchas de estas reglas), o bien, en esta participación suya en el comunismo, había como una sombra de reserva sobre las cuestiones gene rales que impulsaban a Amerigo a elegir las tareas de partido más limitadas y modestas, como si reconociera que estas eran las más útiles; incluso cuando desempeñaba estas tareas siem pre estaba preparado para lo peor, tratando de mante-nerse se reno a pesar de su (otra expresión vaga) pesimismo (en parte hereditario también: el quejumbroso aire de familia que dis-tingue a los italianos de la minoría laica, que cada vez que ven ce se da cuenta de que ha perdido), pero siempre subordina do a un optimismo igual o más fuerte; el optimismo sin el cual no sería comunista (entonces habría que decir: un optimismo he-reditario de la minoría italiana que cree haber vencido cada vez que pierde), y, subordinado al mismo tiempo a su optimis mo, el viejo escepticismo italiano, el sentido de lo relativo, la capacidad de adaptación y de espera (es decir, el enemigo se cular de aque-lla minoría: y entonces todas las cartas volvían a estar revueltas, porque quien parte a la guerra contra el es cepticismo no puede ser escéptico acerca de su victoria, no puede resignarse a perder, de otro modo se identifica con su enemigo), y sobre todo, el haber comprendido, finalmente, lo que no era tan difícil de com-prender: que este es solo un rin cón del inmenso mundo y que las cosas se deciden, no diga mos en “otra parte”, porque “otra

Page 33: La Jornada de Un Escrutador

32

La jornada de un escrutador

parte” está en “todas par tes”, pero sí a una escala mucho mayor (también en esto había razones para el pesimismo y razones para el optimismo, pero las primeras acudían a la mente de modo más espontáneo).

Page 34: La Jornada de Un Escrutador

33

III

Para transformar un espacio cerrado en colegio electoral (espacio que, normalmente, es un aula escolar, un juzga-do, un refectorio, un gimnasio o cualquier oficina muni-

cipal) bastan pocos enseres –unos biombos de madera cepillada y sin pintar que forman la cabina; una caja de madera, también tosca, que es la urna, y pocas cosas más (registros, paquetes de pape-letas, lápices, bolígrafos, una barrita de lacre, un poco de cuerda y tiras de papel engomado) de las que se hace cargo el presi dente en el momento de la “constitución de la mesa”– y una especial distribución de las mesas de que se dispone. En suma, un am-biente desolado y anónimo de paredes encaladas y ob jetos más desolados y anónimos aún, y estos ciudadanos que ocupan la mesa –presidente, secretario, encargados de hacer el escrutinio y eventuales “candidatos de lista”– también asu men el aire imper-sonal de su función.

Cuando empiezan a llegar los votantes, entonces todo se ani-ma: es la variedad de la vida que con ellos entra; tipos con sus propias características cada uno; gestos demasiado forza dos o demasiado desenvueltos; voces demasiado fuertes o de masiado finas. Pero hay un momento, antes, cuando los com ponentes del colegio electoral están solos contando los lápices, en que se siente el corazón en un puño.

Especialmente donde se encontraba Amerigo: el local de esta sección –una de las muchas instaladas dentro del Cottolengo,

Page 35: La Jornada de Un Escrutador

34

La jornada de un escrutador

pues había una por cada quinientos electores, y en el Cottolengo hay miles de ellos– era, en días normales, un locutorio para los parientes que iban a visitar a los asilados, con bancos de madera alrededor de las paredes (Amerigo evi tó las fáciles imágenes que el lugar evocaba: padres campesi nos esperando, cestas con un poco de fruta, diálogos tristes) y con altas ventanas que daban a un patio de forma irregular, en tre pabellones y soportales, con algo de cuartel y algo de hos pital (mujeres demasiado voluminosas em-pujaban carritos y bidones; llevaban faldas negras como las cam-pesinas de hacía tantos años, chales negros de lana, cofias negras y delantales azules; se movían rápidas, bajo la llovizna que caía. Amerigo dio un fugaz vistazo y se alejó de las ventanas).

No quería dejarse dominar por la sordidez del ambiente y para ello se concentraba en la sordidez de sus enseres electo rales –el material oficinesco, los carteles, el librito oficial del regla-mento, consultado en cada duda por el presidente, que ya estaba nervioso antes de empezar–, porque para él esta era una sordidez rica de signos y de significados, tal vez en con traste unos con otros.

La democracia se presentaba a los ciudadanos bajo esta apa-riencia humilde, gris y desnuda. A ratos, a Amerigo esto le pa-recía sublime: en la Italia sempiternamente rendida a todo lo que fuera pompa, fausto, oropeles y ornamento, aquello, fi nalmente, le parecía la lección de una moral honesta y auste ra y una per-petua y silenciosa revancha sobre los fascistas, so bre los que ha-bían creído poder despreciar a la democracia precisamente por esta sordidez externa, por esta humilde con tabilidad, y habían mordido el polvo, envueltos en bandas y la zos, mientras ella, la democracia, con su desnudo ceremonial de pedazos de papel doblado como telegramas, de lápices con fiados a manos callosas o inseguras seguía su camino.

Page 36: La Jornada de Un Escrutador

35

Italo Calvino

Allí estaban, a su alrededor, los otros miembros de la mesa, personas anónimas, en su mayor parte (parecía) reclutadas a pro-puesta de la Acción Católica, pero también había alguno (ade-más de Amerigo) de los partidos comunista y socialista (todavía no los había identificado), todos ellos entregados a un servicio común, un servicio racional, laico. Allí estaban, tra tando de resol-ver pequeños problemas prácticos, como hacer constar en acta los “votantes inscritos en otras secciones”, re hacer la lista de los inscritos de acuerdo con la lista llegada en el último momento de los “votantes fallecidos”. Helos allí, de rritiendo el lacre con cerillas para sellar la urna y sin saber qué hacer con la cuerda que sobra, hasta que deciden quemarla con las cerillas...

En estos gestos, en este ensimismarse en su efímera tarea, Ame-rigo reconocía el auténtico sentido de la democracia, y pensaba en la paradoja que significaba el que estuviesen jun tos allí los cre-yentes en el orden divino, en el reino que no es de este mundo, y sus camaradas, perfectamente conscientes del engaño burgués de todo aquel tinglado; en resumen, dos tipos de gente que, según las reglas de la democracia, deberían inspirarle muy poca confianza, y que, sin embargo, estaban se guros –los unos y los otros– de ser sus más celosos tutores y de encarnar su misma esencia.

Dos de los escrutadores eran mujeres: una llevaba un jersey color naranja, con la cara colorada y pecosa, de unos treinta años, y parecía obrera o empleada. La otra tendría unos cin cuenta años y llevaba una blusa blanca y un medallón con un retrato en el pecho; posiblemente fuese una viuda, con aire de maestra. ¡Quién hubiera dicho –pensaba Amerigo, decidido ya a ver todo por el lado mejor– que hacía tan poco tiempo que las mujeres gozaban de derechos civiles! Parecía que, de ma dre a hija, no hubieran hecho otra cosa que preparar eleccio nes. Por lo demás,

Page 37: La Jornada de Un Escrutador

36

La jornada de un escrutador

son las que más sentido común tienen en las pequeñas cuestio-nes prácticas y las que sacan a los hombres de apuros.

Siguiendo el hilo de sus pensamientos, Amerigo empezaba a sentirse satisfecho, como si todo marchase del mejor modo posible (independientemente de las oscuras perspectivas de las elecciones, independientemente del hecho de que las urnas se hallasen en un hospicio donde no había sido posible pronun ciar discursos ni pegar carteles ni vender periódicos), como si la vic-toria en la vieja lucha entre el Estado y la Iglesia fuese ya esta, la revancha de una religión laica de deber cívico contra...

¿Contra qué? Amerigo volvía a mirar a su alrededor, como buscando la presencia tangible de una fuerza contraria, de una antítesis, pero no hallaba ningún asidero, no lograba contra poner las cosas del colegio electoral al ambiente que las con tenía. En el cuarto de hora transcurrido desde que estaba allí, cosas y lugar se habían vuelto homogéneos, hermanados en una única y anó-nima mediocridad administrativa, igual para las prefecturas y las comisarías de policía que para las grandes obras pías. Y como quien, al zambullirse en el agua fría, se es fuerza en convencerse de que el placer de la zambullida está en aquella impresión géli-da, y luego, al nadar, vuelve a encon trar dentro de sí el calor y –al mismo tiempo– la sensación de la frialdad y hostilidad del agua, así también Amerigo, después de todas las operaciones mentales hechas para transformar dentro de sí toda la sordidez del colegio electoral en un valor precioso, había terminado por reconocer que la primera im presión de extrañamiento y frialdad de aquel ambiente era la impresión justa.

En aquellos años, la generación de Amerigo (o mejor di cho, aquella parte de su generación que había vivido de un cierto modo los años posteriores a 1940) había descubierto los recursos

Page 38: La Jornada de Un Escrutador

37

Italo Calvino

de una actitud hasta ahora desconocida: la nostalgia. Su memoria empezó a comparar el escenario que tenía ante sus ojos con el clima reinante en Italia en los dos primeros años después de la liberación. Ahora le parecía que el recuer do más vivo de aquellos años había sido la entrega de todos a las cosas, a los hechos polí-ticos, a los problemas del momento, graves y elementales (esto es lo que pensaba ahora: entonces había vivido aquellos años como algo natural, como todos, co mo una diversión –después de todo lo que había pasado–, en fadándose por las cosas que no marcha-ban, sin pensar que se podían idealizar). Recordaba el aspecto de las gentes de en tonces, que parecían igualadas en la pobreza y que se preocu paban por los problemas universales más que por los propios. Recordaba los locales improvisados de los partidos, llenos de humo, de ruido de ciclostil y de personas con abrigos que ri valizaban en la entrega voluntaria (y todo eso era verdad, pero solo ahora, en la distancia de varios años, empezaba a ver-lo y a convertirlo en una imagen, en un mito). Pensó que solo aque lla democracia recién nacida podía merecer el nombre de de mocracia. Ese era el valor que, poco antes, había ido buscando en vano y que no encontraba en la modestia de las cosas; por que aquella época ya había pasado, y, poco a poco, el campo había vuelto a ser invadido por la sombra gris del Estado bu rocrático, igual antes, durante y después del fascismo, con la vieja separa-ción entre administradores y administrados.

Las elecciones que ahora comenzaban (Amerigo estaba –¡ay!– seguro de ello) harían aún más gris aquella sombra y au mentarían aquella separación y alejarían aún más aquellos re cuerdos, hacién-dolos cada vez menos vivos y ásperos y más eté reos e idealizados. Así, pues, el locutorio del Cottolengo era el escenario perfecto para una jornada como aquella: ¿acaso no era este ambiente el

Page 39: La Jornada de Un Escrutador

38

La jornada de un escrutador

resultado de un proceso semejante al su frido por la democracia? En sus orígenes, aquí también debía sentirse (en una época en que la miseria era aún sin esperan za) el calor de una piedad que traspasaba personas y cosas (po siblemente todavía existía –Amerigo no lo excluía– en algunas personas y en algún lugar de allí dentro, separados del mun do), y debía haber creado entre valedores y desvalidos la ima gen de una sociedad diver-sa, en la que no contaba el interés, sino la vida. (Amerigo, como muchos laicos de escuela historicista, tenía a gala el saber com-prender y apreciar, desde su punto de vista, ciertos momentos y formas de la vida religiosa). Pero, ahora, esto era una gran institución de beneficencia, con instalaciones ciertamente an-ticuadas, que, bien o mal, cumplía su función y un servicio, y que, además, se había convertido en algo productivo, de una forma que nadie hubiera podido ima ginar en la época de su fundación: producía votos.

Entonces, ¿lo único que importa de todas las cosas es el mo-mento en que empiezan, en el que todas las energías están en tensión y en el que no existe más que el futuro? ¿No llega un momento en que todo organismo se ve dominado por la ruti na? (¿Al comunismo –no podía dejar de preguntarse Amerigo– no le pasaría lo mismo? ¿o no le estaba ya pasando?) O bien... o bien, ¿lo que cuenta no son las instituciones que envejecen, sino las voluntades y las necesidades humanas que siguen re novándose y dando autenticidad a los instrumentos de que se sirven? Para poner en orden esta sección electoral (solo falta ba exponer bien a la vista –según el reglamento– tres carteles: uno con los artículos de la ley y dos con las listas de candida tos), aquellos hombres y mujeres desconocidos, y en parte ene migos, trabajaban juntos, y una sor, quizá una Madre superiora, les echaba una mano (le

Page 40: La Jornada de Un Escrutador

39

Italo Calvino

habían pedido prestado un martillo y unos clavos), y algunas hospicianas con delantales a cuadros, curiosas, asomaban la ca-beza:

—¡Yo voy! —dijo una muchacha de cabeza gorda, adelantán-dose a sus compañeras, y echó a correr riendo; volvió con el mar-tillo y los clavos, y luego movió uno de los bancos.

Mientras tanto, en los patios mojados de lluvia había una gran excitación por estas elecciones, como si se tratase de una insó-lita fiesta. ¿Qué pasaba? ¿Qué era todo ese cuidado en colgar aquellos carteles como sábanas blancas (blancos, como pare cen todos los carteles oficiales, a pesar de toda la tinta negra que na-die lee), que hermanaba a un grupo de ciudadanos, to dos ellos, ciertamente, “integrados en la vida productiva”, a las monjas y a pobres muchachas que del mundo solo conocían lo que se ve cuando se va detrás de un entierro? Amerigo acaba ba de descu-brir en todo este concorde afán la nota falsa: para los componen-tes de la mesa del colegio electoral, se trataba de algo así como el interés que se pone durante el servicio militar en resolver situaciones que nos vienen impuestas y cuyos fines nos son ex-traños; para las monjas y las asiladas, era como si allí, alrededor, se estuviesen excavando trincheras, contra un ene migo, contra un asaltante, y como si todo este alboroto de las elecciones fuese, precisamente, la trinchera, el parapeto, pero, al mismo tiempo y en cierto modo, también el enemigo.

Así, cuando los componentes de la mesa hubieron ocupado su sitio, esperando en la sala vacía, y afuera empezó a moverse el pe-queño grupo de personas que querían darse prisa en votar, y el guardia hizo entrar a los primeros, todos tenían la convic ción de lo que estaban haciendo, pero también el presenti miento de algo absurdo. Los primeros votantes eran algunos ancianos –asilados

Page 41: La Jornada de Un Escrutador

40

La jornada de un escrutador

o empleados del asilo, o ambas cosas a la vez–, algunas monjas, un cura, y algunas mujeres viejas (Amerigo empezaba a pensar que aquel podía ser un colegio electoral no muy distinto a cualquier otro): como si la “contestación” que allí dentro se estaba incuban-do hubiese decidido presen tarse en su aspecto más tranquilizador (tranquilizador para los demás, que de aquellas elecciones espera-ban una confirma ción de lo antiguo, de deprimente normalidad para Amerigo), aunque nadie se sintiese tranquilo (ni siquiera los demás), y como si todos, en cambio, estuviesen allí esperando que de aquellos escondrijos invisibles se manifestase una presencia, o, quizá, un reto.

Hubo una pausa en el desfile de votantes, y se oyeron unos pasos renqueantes o, mejor dicho, unos golpes sordos, y todos los de la mesa dirigieron sus miradas a la puerta. En la puerta apareció una mujer bajita sentada en un taburete; es decir, no precisamente sentada, pues los pies no le llegaban al suelo, ni le colgaban, ni tenía las piernas encogidas. No tenía piernas. El ta-burete, bajo, cuadrado, una banqueta, estaba cubierto por la falda y debajo –debajo del talle y de las caderas de la mujer– no pare-cía que hubiese nada: solamente asomaban las patas del taburete, dos palos verticales como las patas de un pájaro.

—¡Adelante! —dijo el presidente de la mesa, y la mujercita empezó a caminar; es decir, echaba hacia delante un hombro y un costado, y el taburete se desplazaba de través hacia un la do; luego ponía en movimiento el otro hombro y el otro cos tado, y el taburete describía otro cuarto de circunferencia, y así, como si estuviera soldada al taburete, renqueaba por la lar ga sala hacia la mesa, mostrando su credencial electoral.

Page 42: La Jornada de Un Escrutador

41

IV

A todo se acostumbra uno más aprisa de lo que nos imagi namos. Hasta a ver votar a los asilados del Co-ttolengo. Al cabo de un rato, a los que estaban a este

lado de la mesa les parecía la cosa más normal y más monótona; pero, al otro lado, entre los votantes seguía bullendo el fermento de la excepción, de la infracción de la norma. Las elecciones en sí mismas no impor taban nada, ¿quién sabía nada de ellas? El pensamiento que los dominaba parecía ser, sobre todo, la insólita prestación públi ca que se les pedía a ellos, habitantes de un mun-do oculto, in capaces de representar el papel de protagonistas bajo la infle xible mirada de unos extraños, representantes de un orden desconocido. Algunos de ellos sufrían moral y físicamente (avan-zaban camillas con enfermos y renqueaban las muletas de baldados y paralíticos), pero otros hacían gala de una espe cie de orgullo, como si, finalmente, se reconociese su existen cia. Entonces ¿en esta ficción de libertad que se les había im puesto –se preguntaba Amerigo– había un atisbo, un presagio de libertad auténtica? ¿O era solo la ilusión momentánea de ser, de levantar acta de su presencia, de tener un nombre?

Era una Italia oculta que desfilaba por aquella sala, el re verso de la Italia que se exhibe al sol, que camina por la calle, que tiene pretensiones, que produce y que consume; era el se creto de las familias y de los pueblos; era también (pero no so lo) el campo pobre con su sangre humillada, sus contubernios incestuosos en

Page 43: La Jornada de Un Escrutador

42

La jornada de un escrutador

la oscuridad de los establos; el Piamonte sin es peranza que siem-pre ciñe de cerca al Piamonte eficiente y ri guroso; era también (pero no solo) el fin de las razas cuando en el plasma se sacan las cuentas de todos los males olvidados de desconocidos anteceso-res: la sífilis callada como una culpa, la embriaguez solo paraíso (pero no solo, no solo); era el peli gro de cometer un error que la materia de que está hecha la especie humana corre cada vez que se reproduce; el peligro (previsible, por otra parte, según el cálculo de probabilidades, como en los juegos de azar) que se multiplica por el número de los nuevos enemigos, los virus, los venenos, las radiaciones atómicas... el azar que gobierna la generación humana, que se dice humana, precisamente, porque sucede al azar...

¿Y qué otra cosa sino el azar había hecho de él, Amerigo Or-mea, un ciudadano responsable, un elector consciente, par tícipe del poder democrático, sentado a este lado de la mesa, en lugar –al otro lado de la mesa– de aquel idiota que se acer caba riendo como si estuviese jugando?

Al llegar ante el presidente de la mesa, el idiota se puso fir-me, hizo el saludo militar y presentó sus documentos: carnet de identidad, credencial: todo en orden.

—Muy bien —dijo el presidente.El idiota tomó la papeleta y el lápiz, volvió a ponerse firmes

saludó de nuevo militarmente y se encaminó con paso seguro hacia la cabina.

—Estos sí que son electores como Dios manda —dijo en voz alta Amerigo, aunque se daba cuenta de que era un chiste fá cil y de mal gusto.

—¡Pobrecillos! —dijo la escrutadora de la blusa blanca, y aña dió—: ¡Quién sabe! Dichosos ellos...

Page 44: La Jornada de Un Escrutador

43

Italo Calvino

Amerigo, velozmente, pensó en el Sermón de la Montaña, en las diversas interpretaciones de la expresión “pobres de es-píritu”, en Esparta y en Hitler, que eliminaban a los idiotas y a los deformes; pensó en el concepto de igualdad, según la tra-dición cristiana y según los principios de 1789 y en las luchas de todo un siglo para imponer el sufragio universal; pensó en los argumentos reaccionarios que se oponían a él, y en la Iglesia, antes hostil y ahora favorable, y pensó en el nuevo me canismo electoral de la “ley estafa” que habría dado mayor po der al voto de aquel idiota que al suyo.

Pero esta consideración implícita de que su propio voto era superior al de aquel idiota ¿no era reconocer que la añeja po-lémica antiigualitaria tenía su parte de razón?

¡Sí, sí, la “ley estafa”! La trampa estaba preparada desde ha-cía mucho tiempo. La Iglesia, después de haberla negado du-rante tanto tiempo, le había tomado la palabra a la igualdad de derechos civiles de todos los hombres, pero había sustitui do el concepto del hombre como protagonista de la Historia por el de carne de Adán, mísera e infecta, que, sin embargo, Dios siempre puede salvar con la gracia. El idiota y el “ciu dadano consciente” eran iguales ante la omnisciencia y la eter nidad; la Historia vol-vía a las manos de Dios, y el sueño de la Ilustración se hallaba en jaque mate cuando parecía a punto de triunfar. El escrutador electoral Amerigo Ormea se sentía un rehén capturado por el ejército enemigo.

Page 45: La Jornada de Un Escrutador
Page 46: La Jornada de Un Escrutador

45

V

Espontáneamente se llegó a una división del trabajo entre los componentes de la mesa: uno buscaba los nombres en el registro, otro tachaba sus nombres en una lista, un tercero

comprobaba los documentos de identidad y un cuarto enca minaba a los votantes a una u otra cabina a medida que iban quedando libres. En seguida se estableció entre ellos un en tendimiento para efectuar todas aquellas operaciones del mo do más rápido y sin confusión, y también se formó una especie de alianza contra el presidente, un hombre viejo, lento y te meroso de cometer errores, de modo que necesitaba que to dos le echasen una mano con decisión cada vez que estaba a punto de ahogarse en un vaso de agua.

Pero más allá de esta división práctica de funciones tomaba forma la otra, la auténtica, la que enfrentaba a los unos con los otros. La primera en descubrirse fue una de las dos mujeres, la del jersey naranja y nerviosa; empezó a poner pegas a causa de una vieja que salió de la cabina agitando la papeleta abierta:

—¡Voto nulo! ¡Ha enseñado el voto!El presidente dijo que él no había visto nada.—Vuelva a la cabina y doble bien la papeleta, ¿vale? —dijo a

la vieja, y dirigiéndose a la escrutadora—: Hay que tener pacien-cia... Hay que tener paciencia...

—La ley es la ley —insistió, dura, la escrutadora.—Si no ha habido mala intención —dijo un escrutador

espi gado y gafudo—, se puede hacer la vista gorda...

Page 47: La Jornada de Un Escrutador

46

La jornada de un escrutador

“Estamos aquí para tener los ojos bien abiertos”, podría ha-ber dicho Amerigo en apoyo de la mujer del jersey naranja, pe ro, en cambio, tenía ganas de cerrarlos, como si de aquella procesión de hospicianos emanase un fluido hipnótico y lo hi ciese prisio-nero de un mundo diferente.

Para él –un extraño– era una procesión uniforme, en su ma-yoría de mujeres a las que apenas distinguía unas de otras a no ser por los vestidos: las había con delantal a cuadros, con delantal negro, cofia y chal, y monjas blancas, negras y grises; las había que vivían fuera del Cottolengo y las que parecían lle gar de fuera aposta para votar. A él le daba lo mismo; todas eran de la misma pandilla, beatas sin edad, que votaban del mismo modo... amén.

(De repente se puso a pensar en un mundo en el que no existiese la belleza. Y pensaba en la belleza femenina).

Estas muchachas con trenzas, posiblemente huérfanas o aban-donadas por sus padres, educadas en aquel hospicio y des tinadas a quedarse en él para toda la vida, a los treinta años to davía tie-nen un aire infantil, no se sabe si porque son un poco retrasadas mentales o porque han vivido siempre allí, y se diría que pasan directamente de la infancia a la senectud. Se pare cen como si fueran hermanas, pero en cada grupo se distingue siempre una más lista, que trata de mostrarse diligente a toda costa y que explica a las demás cómo hay que votar, y si hay al guna que no tiene documentos, firma una declaración dicien do que la cono-ce, como manda la ley.

(Resignado a pasar todo el día entre aquellas criaturas opacas, Amerigo sentía un deseo devorador de belleza, que se concentraba en su amiga Lia. Y lo que en ese momento re cordaba de Lia era su piel, su color y, sobre todo, un punto de su cuerpo

Page 48: La Jornada de Un Escrutador

47

Italo Calvino

–donde la espalda forma un arco neto y tenso para recorrerlo con la mano y donde luego se alza, dulcísima, la curva de las caderas–, un punto en el que ahora le parecía que se concentraba la belleza del mundo, lejanísima, perdi da).

Una de las “listas” ya había firmado por otras cuatro. Llegó sin documento de identidad una de las vestidas de negro, de las que Amerigo no sabía si eran monjas o qué.

—¿Conoce a alguien? —le preguntó el presidente. Ella res-pondía que no, asustada.

(¿Qué es esta necesidad nuestra de belleza?, se preguntaba Amerigo. ¿Un carácter adquirido, un reflejo condicionado, un convencionalismo lingüístico? ¿Un signo, un privilegio, un da-to irracional de la suerte, como –entre estas infelices– lo es la fealdad, la deformidad, la mutilación? ¿O es un modelo siem-pre distinto que nos inventamos, histórico más que natural, una proyección de nuestros valores culturales?).

El presidente seguía insistiendo:—Mire a ver si hay alguien conocido que la pueda identi-

ficar.(Amerigo estaba pensando que, en vez de estar allí, podría ha-

ber pasado el domingo entre los brazos de Lia, y esta nos talgia ahora no le parecía en contraste con el deber civil que le había llevado a desempeñar la tarea de escrutador electoral: hacer que la belleza del mundo no pase inútilmente –pensa ba– también es una obra cívica...).

La pobre mujer movía los ojos sin comprender nada, y en-tonces saltó la “lista” de siempre y dijo:

—¡Yo la conozco!(Grecia... pensaba Amerigo. Pero ¿colocar la belleza dema-

siado alta en la escala de valores no es ya el primer paso hacia

Page 49: La Jornada de Un Escrutador

48

La jornada de un escrutador

una civilización inhumana, que condena a los deformes a ser despeñados desde una roca?).

—¡Pero esta conoce a todos! —se alzó la voz aguda de la mu jer del jersey naranja—. Presidente, pregúntele si sabe cómo se llama.

(Por pensar en su amiga Lia, ahora Amerigo se sentía en el deber de excusarse ante aquel mundo desierto de belleza que para él se había convertido en la realidad, y Lia aparecía en su re-cuerdo como si no existiera, como una apariencia. Todo el mun-do exterior no era más que apariencia, niebla, mientras este mundo del Cottolengo llenaba de tal modo su experien cia que parecía el único verdadero).

La “lista” ya se había acercado y tomaba la pluma para fir mar el registro.

—¿Conoce usted a Battistina Carminati? —preguntó el presi-dente de un tirón, y ella respondió decidida—: Sí, sí, Battistina Carminati —y firmó.

(El Cottolengo era un mundo –pensaba Amerigo– que po dría ser el único mundo del mundo si la evolución de la espe cie hu-mana hubiese reaccionado de forma diferente a algún cataclismo prehistórico o a alguna peste... ¿Quién podría ha blar hoy de re-trasados, de idiotas y de deformes en un mundo completamente deforme?).

—¡Presidente! ¿Qué reconocimiento es este? ¡Usted le ha di cho el nombre! —se enfadó la mujer del jersey naranja—. Pregúntele a Carminati si reconoce a la otra...

(...Un camino que la evolución podría emprender –refle-xionaba Amerigo– si es cierto que las radiaciones atómicas ac túan sobre las células que encierran los caracteres de la espe cie. Y el mundo se vería poblado por generaciones de seres humanos que

Page 50: La Jornada de Un Escrutador

49

Italo Calvino

para nosotros serían monstruos, pero que para ellos serían seres humanos del único modo en que se podría ser seres humanos...).

El presidente no sabía a qué santo encomendarse.—¿La conoce usted? ¿Sabe quién es? —decía sin saber a

quién se dirigía.—No sé, no sé —balbucía la mujer vestida de negro, asustada.—¡Claro que la conozco! El año pasado estaba en el pabellón

de San Antonio, ¿no? —protestaba la “lista” volviendo la cara hacia la escrutadora del jersey naranja, que respondía:

—Pues entonces que diga cómo se llama usted...(Si el único mundo del mundo fuese el Cottolengo –pensa-

ba Amerigo–, sin un mundo exterior que, para ejercitar su ca-ridad, lo domine, lo aplaste y lo humille, quizá este mundo también podría convertirse en una sociedad, empezar su pro pia historia...).

El escrutador espigado también se puso en contra de la mu jer del jersey naranja:

—Viven aquí, se ven todos los días; se conocen, ¿no?(El recuerdo de una posibilidad diferente de ser de la hu-

manidad sería como una fábula, como un mundo de gigantes, un Olimpo... Como nos sucede a nosotros, que quizá seamos, sin darnos cuenta, deformes, mutilados con respecto a una po-sibilidad distinta, y olvidada, de ser...).

—Si no se conocen por su nombre, no es válido —insistía la mujer del jersey naranja.

(Y cuanto más angustiado se sentía por la posibilidad de que el Cottolengo fuese el único mundo posible, más se debatía Amerigo para no ser absorbido por él. El mundo de la belleza desaparecía en el horizonte de las realidades posibles como un espejismo y Amerigo nadaba y nadaba hacia el espejismo, para alcanzar aquella

Page 51: La Jornada de Un Escrutador

50

La jornada de un escrutador

orilla irreal, y delante de él veía nadar a Lia, con la espalda a flor de agua).

—Si la única que hace respetar la legalidad en esta mesa soy yo... —decía la mujer del jersey naranja mirando a su alrededor molesta. En efecto, los otros escrutadores estaban muy ocupa-dos con sus papeles, como si la cosa no fuese con ellos, como si tratasen de soslayar la cuestión solamente con una actitud distraída y apenas molesta. Y Amerigo, que estaba allí, precisa-mente para echar una mano a la mujer del jersey naranja, na-vegaba en lejanos pensamientos, como en un sueño. Y en la parte de sí que permanecía despierta, reflexionaba en que, de todos modos, aquella gente se saldría con la suya y que harían votar sin documentación a quienes le diese la gana.

Apoyado por el escrutador espigado, el presidente se sintió con fuerzas para superar su incertidumbre y para decir:

—Para mí el reconocimiento es válido.—¿Puede constar en acta mi oposición? —dijo la otra, pero

el haber planteado la cuestión como una pregunta ya era un mo-do de darse por vencida.

—No hay razón para que conste en acta —dijo el escrutador espigado.

Amerigo dio la vuelta a la mesa, se puso detrás de la mujer del jersey naranja y le dijo en voz baja:

—Calma, camarada, esperemos —la mujer lo miró, con aire interrogativo—. Aquí no vale la pena enfadarse. Ya llegará el mo-mento —la mujer del jersey naranja se calmó—. Debemos im-pugnar toda la votación.

Page 52: La Jornada de Un Escrutador

51

VI

Por un momento Amerigo se sintió satisfecho de sí mis-mo, de su calma y de su autocontrol. Deseaba que la nor-ma cons tante de su comportamiento, tanto en la política

como en cual quier otra actividad, fuese esta: desconfianza, tanto del entu siasmo, sinónimo de ingenuidad, como de la rabia faccio-sa, sinónimo de inseguridad y debilidad. Esta actitud correspon día a una costumbre táctica de su partido, rápidamente asimi lada por él, porque le servía de coraza psicológica para domi nar los am-bientes extraños y hostiles.

Pero, pensándolo mejor, ¿este deseo suyo de esperar, de no intervenir hasta poder “impugnar toda la votación” no estaba dictado por una sensación de inutilidad, de renuncia y, en el fon-do, de pereza? Amerigo se sentía demasiado desalentado como para esperar de sí mismo alguna iniciativa. Su batalla legalista contra las irregularidades y los pucherazos todavía no había co-menzado, y ya toda aquella miseria le caía encima como un alud. Que terminasen cuanto antes, con todas sus ca millas y muletas; que se diesen prisa en cumplir con este ple biscito de todos los vivos y los moribundos y quizás hasta de los muertos: no era con las limitadas razones formales de que dis ponía un escrutador electoral como el alud podía ser detenido.

¿A qué había venido al Cottolengo? ¡A cualquier cosa, me-nos a imponer respeto por la legalidad! Había que empezar desde el principio, desde cero: lo que había que poner en tela de juicio

Page 53: La Jornada de Un Escrutador

52

La jornada de un escrutador

era el sentido primigenio de las palabras y de las ins tituciones, para establecer el derecho de la persona más iner me a no ser usa-da como un instrumento, como una cosa. Y esto, hoy, en el mundo en que uno se hallaba, en que las elec ciones en el Cottolengo pa-saban por ser una expresión de la voluntad popular, parecía tan lejano que no podía ser invoca do sino a través de un apocalipsis general.

Se sentía engullido, como si se tratase de una turbulencia aérea, por el extremismo. Y con el extremismo lograba justifi-car su abulia y su desgana, y tranquilizaba su conciencia: si an te una impostura como aquella se quedaba de brazos cruzados y se callaba, era porque en estas cosas lo único que valía era to do o nada; o se hacía tabla rasa o se aceptaba.

Y Amerigo se encerraba en sí mismo como un erizo, en una oposición más cercana al desdén aristocrático que a la caluro sa y elemental militancia popular. Tanto es así que la proximi dad de otras personas de su mismo bando, en vez de darle fuerza, le co-municaba una sensación de fastidio, y cada vez que, por ejemplo, intervenía la mujer del jersey naranja se sen tía dominado por una reacción contra ella, como si tuviese miedo de parecérsele. Entonces se lanzaba con sus pensa mientos hacia un posibilismo tan ágil que le permitía ver con los mismos ojos del adversario las cosas que antes le habían in dignado, para volver a experi-mentar con mayor frialdad las ra zones de su crítica y a intentar expresar un juicio finalmente sereno. También en esto actuaba en él –más que un espíritu de tolerancia y adhesión al prójimo– la necesidad de sentirse su perior, capaz de pensar todo lo pensable, incluidos los pensa mientos de los enemigos, capaz de realizar la síntesis, de des cubrir en todas partes los designios de la Historia, como debería ser la característica del auténtico espíritu liberal.

Page 54: La Jornada de Un Escrutador

53

Italo Calvino

En la Italia de aquellos años el partido comunista había asu-mido, entre otras muchas, la función de un ideal, puesto que jamás existió partido liberal. Y así, el pecho de cada comunis-ta podía albergar dos personas al mismo tiempo: un revolucio-nario intransigente y un liberal olímpico. En aquellos tiempos duros, cuanto más esquemático y sin matices en sus expresio nes oficiales y colectivas se hacía el comunismo mundial, con más frecuencia sucedía que en el pecho de cada militante lo que el comunista perdía de riqueza interior al uniformarse al compacto bloque de hierro colado, el liberal lo adquiría en matices y en irisación.

¿Tal vez fuese un signo de que la verdadera naturaleza de Amerigo –y de muchos como él– habría sido, si se la hubiese de jado al albur, la del liberal, y que solo por un proceso –pre-cisamente– de identificación con lo diferente podría ser defini-do como comunista? Preguntarse esto significaba para Amerigo preguntarse qué era la esencia de una entidad individual (si es que existía...), al margen de las condiciones externas que la de-terminaban. Soldar en él –y en tantos como él– aquellos meta-les diferentes era “misión de la Historia” –pensaba Amerigo–, es decir, un fuego que estaba por encima de ellos (que supera ba a los individuos, con todas sus debilidades)...

Aquel fuego que reverberaba –aunque fuera débilmente–, incluso en aquel colegio electoral, en todos los componentes de la mesa, y que, poco a poco, se descubría en cada uno de ellos, diverso en el grado de intensidad y de temperatura indi vidual que ponían al representar su papel: las vacilaciones de Amerigo, la impaciencia de la mujer del jersey naranja (una camarada del partido socialista, como supo apenas se aparta ron un momento para hablar), la necesidad del joven democristiano espigado de

Page 55: La Jornada de Un Escrutador

54

La jornada de un escrutador

creerse (y no era este, precisamente, el caso) en un frente de ba-talla amenazado por los enemigos, el aprensivo formalismo del presidente, producto de su escasa convicción en el sistema, y la escrutadora de la blusa blanca (que no perdía ocasión de mani-festar su desacuerdo con su co lega) para quien todo aquello era una necesidad de sentirse edificada y protegida del escándalo de la desobediencia.

En cuanto a los restantes miembros de la mesa (todos ellos de-mocristianos, o algo así) parecían preocuparse solamente en limar aristas. Todos sabían que allí dentro se votaba de un solo modo, ¿no?, entonces, ¿para qué enfadarse y meterse en líos? No había más que aceptar las cosas tal como eran, inde pendientemente de que fueran amigos o adversarios.

Entre los votantes también variaba la consideración de lo que estaban haciendo. Para la mayoría, el acto del voto ocupa ba un mínimo lugar en la conciencia; se trataba de una crucecita que había que marcar con el lápiz encima de un signo im preso; algo que había que hacer como se les había enseñado cuidado-samente, como el modo de comportarse en la iglesia o de tener en orden el catre. Sin dudar ni un momento de que se pudiese hacer de otro modo, concentraban sus esfuerzos en la ejecución práctica, suficiente –especialmente en los inváli dos y los retrasa-dos mentales– para absorberlos por completo.

En cambio, para otros, más emotivos, o adoctrinados según un sistema didáctico diferente, parecía que la votación se hi ciese en medio de peligros y trampas; todo era motivo de des confianza, de ofensa, de miedo. Sobre todo, algunas monjas vestidas de blan-co tenían la obsesión de las papeletas mancha das. Entraba una de ellas en la cabina, permanecía en ella cin co minutos, y luego salía sin haber votado.

—¿Ha votado? ¿No? ¿Por qué? —la monja enseñaba la pape-leta abierta y señalaba un puntito más blanco o más oscuro.

Page 56: La Jornada de Un Escrutador

55

Italo Calvino

—¡Está manchada! —se quejaba al presidente con voz aira-da—. ¡Cámbiemela!

Las papeletas estaban impresas en un papel basto y verdo so, hecho de una pasta granulosa llena de impurezas, con re babas de tinta de parte a parte. Ya se sabía que cada vez que ve nía a votar una de aquellas monjas blancas se repetía la escena de la papeleta rechazada. Era imposible convencerlas de que se trataba simple-mente de defectos del material que no anula ban el voto. Cuanto más se insistía, más testarudas se ponían las monjitas: una de ellas –una vieja, cetrina, que venía de Cerdeña– hasta se enfadó. Sin duda habían recibido quién sa be qué particulares recomenda-ciones acerca de las manchas: que estuviesen muy atentas, que en el colegio electoral había comunistas que manchaban adrede las papeletas de las monjas para que sus votos fueran nulos.

Aterradas: eso es lo que estaban estas monjitas blancas. Y to da la mesa se sentía solidaria al querer hacerles entrar en ra zón; es más, los que más se irritaban eran precisamente el pre sidente y el escrutador espigado, al ver que no les creían y al sentirse tratados como enemigos poco de fiar. También ellos –con Amerigo– se preguntaban qué les podrían haber dicho a estas pobres mujeres para asustarlas de aquella manera; con qué horrores las habrían amenazado, anunciándoles la ame nazadora victoria comunista por un solo voto perdido. Un res plandor de guerra de religión invadía la sección electoral por un momento, para luego apagar-se en nada, y las operaciones seguían su curso normal, soñoliento y burocrático.

Page 57: La Jornada de Un Escrutador
Page 58: La Jornada de Un Escrutador

57

VII

Lo que ahora tenía que hacer, en la división del trabajo en tre los componentes de la mesa, era controlar los car-nets de identidad. Venían a votar bandadas de monjas, a

centenares: primero las blancas y luego las negras. Casi todas te-nían sus do cumentos en regla, con su carnet expedido pocos días antes, todo nuevecito. En las semanas precedentes a las eleccio-nes, las oficinas de registro del censo debían haber trabajado día y noche para proveer de documentos a órdenes religiosas ente-ras. Y también los fotógrafos: ante los ojos de Amerigo desfila-ban fotografías y más fotografías de tamaño carnet, todas ellas igualmente divididas en espacios blancos y negros, con la ojiva del rostro enmarcada por las blancas tocas y el trapecio del pe to, y todo el conjunto inscrito en el triángulo negro del velo. Esto quería decir que o el fotógrafo de las monjas era un ar tista o las monjas salían muy bien en fotografía.

No solo por la armonía de aquel ilustre motivo figurativo que es el hábito monjil, sino porque los rostros salían natura les, parecidos, serenos. Amerigo cayó en la cuenta de que este con-trol de los documentos de las monjas se estaba convirtien do en una especie de reposo espiritual.

Pensándolo bien, era extraño: en las fotografías de carnet, en el noventa por ciento de los casos, uno sale con los ojos de-masiados abiertos, los rasgos forzados y una sonrisa más bien estúpida. Por lo menos, él siempre salía así en fotografía, y ahora,

Page 59: La Jornada de Un Escrutador

58

La jornada de un escrutador

al controlar estos documentos de identidad, en cada fo to en que hallaba un semblante tenso que pretendía adoptar una expresión natural reconocía su misma falta de libertad frente al ojo de cristal que te transforma en objeto, su relación distante consigo mismo, la impaciencia que prefigura la muer te en las fotos de los vivos.

Las monjas no: posaban ante el objetivo como si su cara ya no les perteneciera, y, de ese modo, salían perfectas. No todas, naturalmente (Amerigo ya leía en las fotos de las monjas como un echador de cartas: reconocía las que todavía estaban poseí das de ambición terrena; las que se movían por envidia, por pasiones no apagadas; las que luchaban contra sí mismas y contra su des-tino): era necesario que hubieran traspasado una especie de um-bral, olvidándose de sí mismas, y entonces la fo tografía registraba esta espontaneidad y paz interior y beatitud. ¿Es señal de que existe la beatitud?, se preguntaba Amerigo (se sentía inclinado a relacionar estos problemas, que a él le eran poco familiares, con el budismo, con el Tíbet), y, si existe, ¿va le la pena perseguirla? ¿Hay que perseguirla, aun en detri mento de otras cosas, de otros valores, para ser como ellas, co mo las monjas?

¿O como los idiotas sin remedio? También ellos, en sus do-cumentos de identidad nuevecitos, se mostraban felices y foto-génicos. Para ellos tampoco era un problema el dar una ima gen de sí: ¿quería esto decir que el punto a que la vida monacal lleva, a través de una vida penosa, ellos lo han alcanzado por un capri-cho de la naturaleza?

En cambio, los que se quedan a medio camino, los retrasa dos, los inadaptados, los neuróticos, aquellos para quienes la vida es dificultad y pavor, en fotografía dan pena, con sus cue llos estirados y sus sonrisas leporinas, especialmente las muje res, cuando todavía les queda una mísera esperanza de salir graciosas.

Page 60: La Jornada de Un Escrutador

59

Italo Calvino

Traían a una monja en una camilla. Era joven. Cosa extraña, era una hermosa mujer. Iba vestida como si estuviese muerta: su cara, descolorida, aparecía compuesta como en los cuadros de las iglesias. Amerigo habría querido no sentirse atraído a mi rarla. La dejaron en la cabina tumbada en la camilla, con un ta burete al lado para que también ella marcase su crucecita. Mientras tanto, Amerigo tenía su documento. Miró la fotogra fía y tuvo miedo. Era, con los mismos rasgos, un rostro de aho gada en el fondo de un pozo, que gritaba con los ojos, mientras se sentía arrastrada hacia la oscuridad. Comprendió que en ella todo era negación y desasimiento, incluso su inmovilidad y su enfermedad.

¿Es buena la beatitud? ¿O es mejor esta ansia, esta carga que endurece los rostros con el relámpago del fotógrafo y que hace que no nos guste cómo hemos salido? Dispuesto siem-pre a ar monizar los extremos, Amerigo hubiera querido seguir cho cando con las cosas, batiéndose, y, al mismo tiempo, le hubie-ra gustado alcanzar la calma interior, más allá de todo... No sabía lo que quería. Lo único que sabía era cuán distante estaba –él como todos– del vivir como hay que vivir lo que deseaba vivir.

Page 61: La Jornada de Un Escrutador
Page 62: La Jornada de Un Escrutador

61

VIII

Los abusos que un escrutador electoral de la oposición pue de denunciar con cierta probabilidad de éxito du-rante las vo taciones del Cottolengo se pueden clasificar

en un limitado número de casos. Indignarse porque hagan vo-tar a los idiotas, por ejemplo, no conduce a grandes resultados: cuando los do cumentos están en regla y el elector es capaz de ir hasta la ca bina por su propio pie, ¿qué se puede objetar? No hay más remedio que aguantarse, esperando (pero esto ocurre raras veces) que no esté bien aleccionado, que se equivoque y au mente el número de los votos nulos. (Ahora, terminada la hor nada de las monjas, era el turno de una fila de jóvenes con las caras contrahechas que parecían hermanos, y vestidos con el que debía de ser su mejor traje, tal como se los ve en fila por las calles los domingos en que hace buen tiempo, y la gente los señala: “Mira, los cutu”). Hasta la misma mujer del jersey na ranja parecía que los animara.

Los casos en que hay que estar más alerta son, por ejem plo, cuando un certificado médico autoriza a la asilada medio ciega, o al paralítico, o al que no tiene manos, a ser acompa ñados a la cabina por una persona de confianza (general mente, un cura o una monja). Tantos infelices incapaces de entender y querer, que nunca habrían sido capaces de votar aunque hubieran tenido vista y manos, se veían ascendidos al rango de electores cumpli-dores de sus deberes cívicos.

Page 63: La Jornada de Un Escrutador

62

La jornada de un escrutador

En esos casos, casi siempre queda un cierto margen para al-guna objeción por parte de los componentes de la mesa; por ejemplo, en el caso de un certificado de pérdida bastante acen-tuada de la vista; en este caso, el escrutador puede crear pro-blemas.

—¡Presidente, este ve! ¡Puede ir a votar solo! —exclamaba la del jersey naranja—, ¡Le he dado el lápiz y él ha alargado la ma no y lo ha cogido!

Era un infeliz de cuello torcido y con bocio. El cura que lo acompañaba era de complexión recia y expresión brusca, to cado con una boina bien calada y con un aire duro y práctico, como un camionero; ya hacía un buen rato que se afanaba en llevar electo-res de una parte a otra. Enseñó la palma de la ma no, vertical, con un papel y lo golpeó con la otra:

—Aquí está el certificado médico que dice que no ve.—¡Ese ve mejor que yo! Ha cogido las dos papeletas, ¡se ha

dado cuenta de que había dos!—¿Quiere usted saber más que el oculista?El presidente, para ganar tiempo, hacía como si se hubiera

caído de un nido:—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —había que explicárselo todo des-

de el principio.—Hagámosle ir solo hasta la cabina —decía la del jersey na-

ranja. El del bocio ya echaba a andar...—¡No! —decía el cura—, ¿y si se equivoca?—¡Ya! ¡Si se equivoca es que no sabe votar! —remachaba la

del jersey naranja.—¿Pero por qué se ensaña usted con este pobre hombre?

¡Qué vergüenza! —decía la de la blusa blanca a su colega.En ese momento intervino Amerigo:

Page 64: La Jornada de Un Escrutador

63

Italo Calvino

—Se podría probar que la vista...—¿El certificado es válido o no? —decía el cura.El presidente examinaba el papel del derecho y del revés

como si se tratase de un billete de banco:—Sí, es válido...—Es válido solamente si dice la verdad —objetaba Amerigo.—¿Es verdad que no ve usted? —preguntó el presidente al

del bocio. El del bocio miraba de abajo arriba, con su cuello tor-cido. No dijo nada y se echó a llorar.

—¡Protesto! Se está intimidando al elector —dijo el escruta-dor espigado.

—¡Pobrecillo! —dijo la vieja de la blusa blanca—. Hace falta no tener compasión...

—Ya que la mayoría de la mesa está de acuerdo... —dijo el presidente.

—¡Yo me opongo! —dijo la del jersey naranja.—¡Yo también! —dijo Amerigo.—¿Qué es esto? —dijo el cura, brusco, al presidente, como si

este tuviese la culpa— ¿Impiden el voto a un elector? ¿Y usted no dice nada, presidente?

El presidente decidió que había llegado el momento de per-der la paciencia y de hacer una escena, la escena más vio lenta de que era capaz un hombre más bien blando y llorón, como, en el fondo, era:

—Pero, pero, pero —dijo— ¿por qué la han tomado con él? ¿Por qué no le dejan votar? ¿Por qué quieren impedírselo? ¡La Piccola Casa della Divina Provvidenza los tiene recogidos aquí desde pequeños, y cuando estos pobrecillos quieren demostrar su gratitud, se lo quieren impedir! ¡La gratitud a quien les ha hecho tanto bien! ¿Pero es que no tienen ustedes sentimien tos?

Page 65: La Jornada de Un Escrutador

64

La jornada de un escrutador

—Nadie pretende impedirle que exprese su gratitud, presi-dente —dijo Amerigo—, pero aquí se están celebrando unas elecciones políticas. Se trata de controlar que cada cual sea li bre de votar según sus ideas. ¿Qué tiene que ver la gratitud con todo esto?

—¿Y qué otra idea quiere usted que tengan, sino la gratitud? ¡Pobres criaturas, que nadie las quiere! ¡Aquí encuentran quien las quiere, quien las mantiene, quien las enseña! ¡Claro que quie-ren votar! ¡Mucho más que los que están fuera, por que saben lo que es la caridad!

Amerigo reconstruyó mentalmente aquella manera de pen sar y la calumnia implícita en ella (“Ya, quieren decir que el Cotto-lengo es posible solo gracias a la religión y a la Iglesia, y que los comunistas solo sabrían destruirlo, y que, por tanto, el voto de estos infelices es una defensa de la caridad cristia na...”); se sintió ofendido y, al mismo tiempo, la comparó con la certidumbre de su superioridad (“no saben que solo el nues tro es humanismo total...”), y la olvidó como si nunca hubiera existido todo ello en el espacio de un segundo (“...¡y que no sotros, y solo nosotros, podríamos organizar instituciones cien veces más eficientes que esta!”), pero se limitó a decir:

—Usted perdone, presidente, esto es una elección política; se elige entre los candidatos de los distintos partidos...

—¡No haga propaganda política en el colegio electoral! —le interrumpió el espigado.

—No se trata de votar a favor o en contra del Cottolengo... Por lo tanto, lo que usted está diciendo, la gratitud que hay que demostrar... Gratitud, ¿a quién?

Se alzó la voz del cura que hasta ese momento había es-tado escuchando con la barbilla sobre el pecho, las pesadas

Page 66: La Jornada de Un Escrutador

65

Italo Calvino

manos apoyadas en la mesa y mirando de reojo bajo la boina: —Gratitud a Dios Nuestro Señor, y basta.

Nadie dijo nada y todos empezaron a moverse en silencio. El hombre del bocio se santiguó, la vieja de la blusa blanca dio su aprobación con una inclinación de cabeza, la joven del jer sey naranja puso los ojos en blanco con resignación, el secre tario se puso a escribir de nuevo, el presidente volvió a revisar su lista, y cada uno de los miembros de la mesa se entregó a sus ocupa-ciones. Sometiéndose a la opinión de la mayoría, el pre sidente consintió en que el cura acompañase al del bocio a la cabina. Amerigo y su camarada socialista hicieron constar en acta su opinión en contra. Luego, Amerigo salió a echar un pi tillo.

Page 67: La Jornada de Un Escrutador
Page 68: La Jornada de Un Escrutador

67

IX

Había dejado de llover. De los desolados patíos brota-ba un olor a tierra y a primavera. Unas enredaderas verdeaban en un muro. Detrás de un pórtico, un gru-

po de escolares con una monja en medio jugaba. Se oyó un sonido prolongado, tal vez un grito, más allá de los muros y de los tejados: ¿eran los gritos y bramidos que se decía salían del Cottolengo día y noche, de las galerías donde se hallaban los seres ocultos? El sonido dejó de oírse. De la puerta de una capilla venía un coro de mujeres. Había un vaivén de gente en-tre las distintas secciones electo rales instaladas en casi todos los pabellones, en aulas de la planta baja o del primer piso. Carteles blancos con números y flechas negras destacaban en los pilares, bajo los viejos rótulos ennegrecidos con nombres de santos. Pa-saban guardias muni cipales con carpetas llenas de papeles. Los policías holgazane aban haciendo la vista gorda. Escrutadores de otras mesas ha bían salido, como Amerigo, a fumar un cigarrillo y a echar un vistazo al cielo.

“Gratitud a Dios”. ¿Gratitud por la desventura? Amerigo tra-taba de calmar sus nervios pensando (la teología le era po co fa-miliar) en Voltaire, en Leopardi (la polémica contra la bondad de la naturaleza y de la providencia) y luego –natural mente– en Kierkegaard y en Kafka (el reconocimiento de un dios inescru-table a los hombres, y terrible). Si no iban con pies de plomo, las elecciones se convertirían en un acto religioso. No solo para la

Page 69: La Jornada de Un Escrutador

68

La jornada de un escrutador

masa de votantes, sino también para él: la aten ción del escruta-dor a los posibles pucherazos acababa siendo capturada por un pucherazo metafísico. Desde esta perspecti va, desde el fondo de esta situación, la política, el progreso y la historia, posiblemente ni siquiera eran concebibles (estamos en la India); todo esfuerzo humano para modificar la realidad, cada tentativa de no aceptar la suerte que nos toca al nacer eran absurdos. (Esto es la India, la India, pensaba con la satis facción de haber hallado la clave, pero también con la sospe cha de estar rumiando lugares comunes).

En política, toda esta gente tarada no podía ser convoca-da más que para testimoniar contra la ambición de las fuerzas hu manas. Lo que quería decir el cura era esto: aquí cualquier forma de actuar (hasta el votar en las elecciones) se modelaba en la oración, toda obra que aquí se llevaba a cabo (el trabajo de aquel pequeño taller, aquella escuela, las curas que se ha cían en aquel hospital) eran solo variaciones de la única actitud posible: la oración, o sea el hacerse parte de Dios (Amerigo se atrevía a hacer definiciones), aceptar la poquedad humana, in-cluir la propia negatividad en una cuenta global en la que to das las pérdidas se anulan, admitir un fin desconocido, el úni co que podría justificar las desventuras.

Cierto, una vez que se admite que cuando se dice “hombre” se quiere decir el hombre del Cottolengo y no el hombre do-tado de todas sus facultades (a Amerigo, a su pesar, le pasaban por la memoria las imágenes estatuarias, forzudas y prometeicas que ilustraban algunos viejos carnets del partido), la acti tud más práctica era la religiosa, es decir, establecer una rela ción entre la propia tara y una universal armonía y plenitud (¿significaba esto reconocer a Dios en un hombre clavado en una cruz?). En-tonces, ¿libertad, progreso y justicia eran sola mente ideas de los

Page 70: La Jornada de Un Escrutador

69

Italo Calvino

sanos (o de quien pudiera –en otras condi ciones– ser sano), es decir, ideas de privilegiados, esto es, ideas no universales?

El límite entre los hombres del Cottolengo y los sanos ya no estaba claro: ¿qué tenemos nosotros más que ellos? Extremida des un poco mejor terminadas, un poco más de proporción en el aspecto, capacidad de traducir un poco mejor las sensacio nes en pensamientos... poca cosa respecto a lo mucho que ni nosotros ni ellos logramos hacer y saber... poca cosa para la presunción de que somos nosotros los que estamos constru yendo nuestra historia...

En el mundo-Cottolengo (en nuestro mundo, que podría ser, o ya lo era, Cottolengo) Amerigo ya no conseguía seguir la línea de sus opciones morales (la moral impulsa a actuar; pe ro ¿si la acción es inútil?) o estéticas (todas las imágenes del hombre son viejas, pensaba mientras caminaba entre aquellas vírgenes de escayola y aquellos santos; no era casualidad que los pintores coetáneos de Amerigo se hubieran ido inclinando, uno a uno, hacia el arte abstracto). Obligado durante un día de su vida a tener en cuenta la inmensidad de lo que se llama miseria de la naturaleza (“Y menos mal que solo me han he cho ver a los más presentables...”), sentía abrirse bajo sus pies la vanidad de todo. ¿Era eso que llaman una “crisis religiosa”?

“¡Vaya!, uno sale un momento a echar un pitillo –pensó– y tiene una crisis religiosa”.

Pero había algo en él que oponía resistencia. Es decir, no en él, ni en su modo de pensar, sino alrededor suyo, en las mis mas cosas y personas del Cottolengo. Muchachas con trenzas se afanaban con cestas de sábanas (hacia –pensó Amerigo– al guna secreta ga-lería llena de paralíticos o de monstruos); los idiotas marchaban en pelotones, capitaneados por otro que parecía un poco menos

Page 71: La Jornada de Un Escrutador

70

La jornada de un escrutador

idiota que los otros (estas hermosas “familias” –se preguntó con inesperado interés sociológico–, ¿cómo están organizadas?); un rincón del patio estaba lleno de cal, arena y andamios porque estaban añadiendo nuevos pisos a un pabellón (¿cómo se admi-nistran los donativos?, ¿qué par te va a gastos generales, o a am-pliaciones o a aumento de ca pital?). El Cottolengo era la prueba, y al mismo tiempo la ne gación, de la inutilidad de la acción.

El historicista iba recuperando terreno en Amerigo: todo es historia, el Cottolengo, estas monjas que van a cambiar las sá-banas. (Historia, posiblemente inmovilizada en un punto de su curso, encallada, revuelta contra sí misma). También este mundo de tarados podía ser distinto, y sin duda lo sería en una sociedad diferente. (Amerigo solo tenía ideas un poco vagas al respecto: instituciones de curas luminosas y ultramodernas, sis temas peda-gógicos modelo; recuerdos de fotografías de perió dico; todo con un aire demasiado limpio, vagamente suizo...).

La vanidad de todo y la importancia de cada cosa hecha por cada cual se hallaban contenidas entre los muros del mismo pa-tio. Era suficiente con que Amerigo siguiese dando vueltas alre-dedor de él para que cayese cien veces en las mismas pre guntas y respuestas. Igual daba volver a la mesa; el cigarrillo se había consumido; ¿qué estaba esperando? “Quien actúa bien en la his-toria –intentaba llegar a una conclusión–, aunque el mundo sea el Cottolengo, tiene la razón de su parte”. Y añadió rápidamente: “Cierto, tener la razón de su parte es demasiado poco”.

Page 72: La Jornada de Un Escrutador

71

X

Un coche grande y negro entró en el patio. El chofer ba-jó a abrir la portezuela quitándose la gorra. Del coche salió un hombre bien plantado, de pelo gris, bien afei-

tado. Lleva ba un impermeable claro, de esos llenos de botones y trabillas, con una solapa hacia arriba y la otra hacia abajo. La gente se arremolinó y los policías saludaron.

El escrutador espigado, en voz baja —ejem— le dijo al presi-dente que, como había llegado el honorable diputado candi dato de su partido, si, por favor, le permitía salir un momento —usted comprende— para informarle de cómo iban las cosas.

El presidente le respondió en voz baja —ejem— que espera-se, porque, como los parlamentarios —usted ya sabe— tienen de recho a entrar en todas las secciones, seguramente pasaría por allí también.

Efectivamente, pasó. El honorable diputado se movía por el Cottolengo con confianza, desenvoltura, eficacia y euforia. Se informó acerca del porcentaje de votantes, dirigió algunas pa-labras bonachonamente bromistas a los electores que espera ban en fila, como si estuviese de visita en una colonia infantil. El es-crutador espigado fue a decirle algo; probablemente, que los co-munistas estaban haciendo obstruccionismo, y a pregun tarle cómo comportarse con los que, a cada momento, querían hacer constar en acta su oposición. El diputado apenas lo es cuchaba, porque de lo que pasaba allí dentro solo quería saber lo estrictamente necesario,

Page 73: La Jornada de Un Escrutador

72

La jornada de un escrutador

y sin darle demasiada importancia. Describió con la mano un gesto vago y rotatorio, como si dije se que daba lo mismo, que la máquina daba vueltas y que las daba bien, había votos a millones, y los casos un poco espino sos, si se pueden resolver en seguida, bien, si no, adelante, ni caso.

Luego, de repente, empezó a preguntar a diestro y siniestro:—¿Dónde está la reverenda Madre? ¿Dónde está? —y volvió

a salir al patio. La Madre, que había sido avisada, ya venía; él fue a su encuentro y le habló como si fuera un viejo amigo, ha ciéndole algunos reproches en broma.

Acompañado por la Madre, se fue a visitar las otras seccio-nes. Le seguía un pequeño grupo, compuesto en gran parte por candidatos de lista de las distintas mesas (de vez en cuan do, al-guno se acercaba para contarle alguna pequeña dificul tad que había surgido) y muchachos del servicio de enlaces del partido (que iban arriba y abajo con las listas de los electores trasladados a otras instituciones, pero que todavía seguían ins critos allí, o de personas que había que transportar de alguna manera), y el honorable diputado daba órdenes rápidas, ponía en movimiento a los enlaces y choferes, y a todos les respondía tomándolos por el brazo o por el codo, para animarlos, pero también para empujar-los y para que se marchasen pronto.

Los coches destinados al transporte de los electores habían salido para ir a buscar gente. Algunos enlaces se habían que dado holgazaneando en espera de hacer otro viaje; al honora ble di-putado no le gustaba ver gente mano sobre mano y los mandó a buscar más electores con su propio coche. Así, a me dida que cada cual se fue a cumplir con sus obligaciones, su sé quito fue disminuyendo, hasta que el honorable diputado se quedó solo en el patio, esperando a que volviese su coche. El sol estaba ya

Page 74: La Jornada de Un Escrutador

73

Italo Calvino

en la mitad del cielo, pero, de vez en cuando, de las nubes caían algunas gotas de lluvia. El honorable diputado estaba disfrutando de aquel momento de soledad de reyes y potentados, cuando han terminado de dar órdenes y ven que el mundo gira por sí mismo. Lanzó a todo lo que le rodeaba una mirada fría, hostil.

Amerigo lo estaba mirando desde una ventana. Y pensó: “A este tipo el Cottolengo le importa un comino”. (Era el pesi-mismo católico sobre la naturaleza humana que se podía re conocer bajo el aire desenvuelto del parlamentario, pero Amerigo sen-tía un cierto placer en considerarlo lúcido cinis mo). Y también pensó: “Es un hombre al que le gusta la bue na mesa, que fuma con boquilla de cerezo. Tal vez tenga un pe rro y vaya de caza. Seguro que le gustan las mujeres. Quizá anoche se acostó con una mujer que no era la suya”. (Posiblemente, lo que daba al diputado aquella apariencia jo vial no era más que la indulgencia católica hacia la propia conciencia gris de buen padre de fami-lia burgués, pero Amerigo prefería verla como la manifestación de un espíritu pagano y epicúreo). Y, de repente, su aversión se transformó en solidaridad: ¿acaso no eran ellos dos más seme-jantes entre sí que cualquier otro de los que estaban allí dentro? ¿No per tenecían a la misma familia, al mismo bando; al bando de los valores terrenos, de la política, de la praxis, del poder? ¿No es taban los dos desacralizando el fetiche del Cottolengo, el uno usándolo como una máquina electoral y el otro tratando de desenmascararlo en esta función?

Mirando desde su ventana observó que detrás de los crista les de otra aparecían dos ojos y una cabeza que no dejaba ver más allá de la nariz; una gruesa caja craneana cubierta de pe lusa: un enano. Los ojos del enano estaban fijos en el honora ble diputado, y contra el cristal de la ventana se alzaron unos dedos diminutos,

Page 75: La Jornada de Un Escrutador

74

La jornada de un escrutador

la rugosa palma de una mano, que golpeó dos veces el cristal, llamándolo. ¿Qué querría decirle?, se pre guntó Amerigo. ¿Qué pensaría el enano de aquel personaje tan importante? ¿Qué pen-saría –se dijo– de nosotros, de todos nosotros?

El honorable diputado se volvió, su mirada fue hasta la ven-tana, se posó apenas sobre el enano, y pasó de largo, indife rente. Amerigo pensó: “Se ha dado cuenta de que no puede votar”. Y pensó: “Ni siquiera lo ve; no lo considera digno de una mirada suya”. Y siguió pensando: “Eso es; el honorable di putado y yo estamos de un lado y el enano de otro”, y se sintió más seguro.

El enano volvió a golpear en la ventana con su manecita, pe-ro el honorable diputado ya no se volvió. Sí, el enano no tenía nada que decirle; sus ojos solo eran ojos, sin ningún pensa miento detrás de ellos, y, sin embargo, se diría que quería ha cerle llegar un mensaje de su mundo sin palabras, que quería establecer una relación desde su mundo sin relaciones. ¿Cuál será el juicio –se preguntaba Amerigo– que un mundo exclui do del juicio daría de nosotros?

Volvió a sentirse dominado por el sentido de la vanidad de la historia humana que, poco antes, se había apoderado de él, allí en el patio: el reino del enano aplastaba al reino del ho norable diputado, y ahora Amerigo se sentía de parte del ena no, se identificaba con todo lo que el Cottolengo testimoniaba contra el honorable diputado, contra el intruso, el único y au téntico enemigo infiltrado allí dentro.

Pero los ojos del enano se detenían con igual falta de parti-cipación en todo lo que se movía en el patio, incluido el ho-norable diputado. El negar valor a los poderes humanos im plica la aceptación (o sea la elección) del peor poder: el reino del enano, demostrada su superioridad sobre el reino del ho norable dipu-tado, se lo anexionaba y lo hacía suyo. Y he aquí que el enano y

Page 76: La Jornada de Un Escrutador

75

Italo Calvino

el honorable diputado confirmaban que se ha llaban del mismo lado, y ahora Amerigo no podía estar en ese lado, estaba fuera...

Regresó el coche negro y descargó un cargamento de tem-blorosas beatas. Con gran alivio, el honorable diputado se me tió dentro, bajó la ventanilla para dar los últimos consejos, y se fue.

Page 77: La Jornada de Un Escrutador
Page 78: La Jornada de Un Escrutador

77

XI

Hacia el mediodía, el aflujo de votantes disminuyó de in-tensidad. Los componentes de la mesa se pusieron de acuerdo para establecer turnos, de modo que algunos

escrutadores que no vivían lejos pudiesen acercarse a sus casas a comer un bo cado. A Amerigo le tocó el primer turno.

Vivía solo en un pequeño apartamento, una asistenta le ha cía la limpieza y le preparaba la comida.

—La señorita ha telefoneado dos veces —le dijo. Y él:—Tengo prisa, deme la comida —pero, más que comer, lo

que deseaba era darse una ducha y sentarse un rato con un li bro abierto ante los ojos. Se duchó, volvió a vestirse... mejor di cho, se cambió y se puso una camisa limpia. Luego acercó el si llón a la librería y empezó a buscar en los estantes bajos.

Su biblioteca era pequeña. Con el paso de los años se había ido dando cuenta de que era mejor concentrarse en pocos li bros. En su juventud leía de forma desordenada y nunca se hartaba. Ahora la madurez le hacía reflexionar y evitar lo superfluo. Lo contrario que con las mujeres, que en la madurez le producían hastío: un carrusel de historias breves y banales que, cada vez, se veía que no podían ir bien. Era uno de esos solteros a los que por cos-tumbre les gusta hacer el amor por la tarde y dormir solos por la noche.

El pensar en Lia, que durante toda la mañana, mientras era inalcanzable, le había sido necesario, ahora le irritaba. Tendría

Page 79: La Jornada de Un Escrutador

78

La jornada de un escrutador

que llamarla por teléfono, pero hablar con ella en aquel mo-mento pondría patas arriba la red de pensamientos que lenta-mente estaba tejiendo. De todos modos, Lia no tardaría en vol ver a llamarle y Amerigo quería, antes de oír su voz, enfrascarse en una lectura que acompañase y encauzase sus reflexiones, de forma que pudiera seguir el hilo después de la llamada telefó nica.

Pero no encontraba el libro adecuado entre los que allí te-nía: unos cuantos clásicos elegidos al azar y algunos modernos, sobre todo filósofos y algunos poetas y ensayistas. Hacía tiem po que trataba de alejar de sí la literatura, como si se avergon zase de su vanidad juvenil de haber querido ser escritor. Se había dado cuenta muy pronto de su error: había sido la pre tensión de sobrevivir individualmente sin haber hecho otra co sa para mere-cerlo que poner a salvo una imagen –verdadera o falsa– de sí. La literatura de las personas le parecía una super ficie cubierta de lá-pidas sepulcrales: la de los vivos y la de los muertos. Lo que ahora buscaba en los libros era otra cosa: la sabiduría de cada época o, simplemente, algo que sirviese pa ra comprender algo. Pero como estaba acostumbrado a razo nar por imágenes continuaba eligiendo en los libros de los pensadores el meollo imaginativo, es decir, transformándolos en poetas o bien convertía en ciencia, en filosofía o en historia el hecho de que Abraham quisiera sa-crificar a Isaac, la cegue ra de Edipo y la locura del rey Lear.

Pero aquí no se trataba de abrir la Biblia, sabía ya a qué jue go se iba a dedicar con el Libro de Job, identificando a los compo-nentes de la mesa –presidente y cura– con los persona jes que iban a persuadir al afligido sobre el modo de tratar con la eter-nidad.

Ciñéndose a esos textos que apenas se hojean, siempre se halla en ellos algo que llama nuestra atención, el comunista Amerigo

Page 80: La Jornada de Un Escrutador

79

Italo Calvino

Ormea cogió un libro de Marx; en los Manuscritos ju veniles en-contró un fragmento que decía:

...La universalidad del hombre aparece en la práctica justamente en la universalidad que hace de toda la naturaleza su cuerpo inorgá nico, tanto por ser 1) un medio de subsistencia inmediato, como por ser 2) la materia, el objeto y el instrumento de su actividad vital. La naturaleza es el cuerpo inorgánico del hombre, precisamente en cuan to ella misma no es cuerpo humano. Que el hombre vive de la natu raleza quiere decir que la naturaleza es su cuerpo, con el cual ha de mantenerse en progreso continuo para no morir...

Rápidamente se convenció de que también podía significar esto: una vez fuera de la sociedad que convierte a los hombres en co-sas, la totalidad de las cosas –naturaleza e industria– se vuelve hu-mana, y al mismo hombre tarado, al hombre-Cotto lengo (o sea, en la peor de las hipótesis, el hombre) se le res tituyen los derechos del género humano, en cuanto disfruta de este cuerpo total, de esta prolongación de su cuerpo: la rique za de todo lo que existe (incluso la “naturaleza inorgánica es piritual” –se leía más arriba, quizá debido a un residuo de he gelianismo–, es decir, como ob-jeto de la ciencia y del arte) se volvía en su conjunto, finalmente, objeto de la conciencia y de la vida humana. ¿Querrá decir que el “comunismo” (Amerigo trataba de dar a esta palabra un so-nido como si fuese la pri mera vez que se pronunciaba, para que hiciese posible el pen sar, bajo la apariencia del nombre, en este sueño de una muer te y resurrección de la naturaleza, el tesoro de la utopía sepultado bajo los cimientos de la doctrina “cien-tífica”), que rrá decir que el comunismo devolverá sus piernas a los cojos y la vista a los ciegos? ¿Tendrá el cojo a su disposición

Page 81: La Jornada de Un Escrutador

80

La jornada de un escrutador

tantas pier nas para correr que no se dará cuenta de que le falta una de las suyas? ¿Dispondrá el ciego de tantas antenas para conocer el mundo que se olvidará de que no tiene ojos?

El teléfono sonó. Lia preguntaba:—Pero ¿dónde has estado toda la mañana?Amerigo no le había dicho nada ni tenía intención de ha-

cerlo. No por un motivo especial, sino porque con Lia había co-sas de las que hablaba y cosas de las que no hablaba en ab soluto, y esta era una de las segundas.

—Bueno, ya lo sabes, hoy hay elecciones, ¿no? —se limitó a decir.—Las elecciones duran dos minutos. Uno va y vota. Yo tam-

bién he ido a votar.(Por quién habría votado la muchacha era un problema que

Amerigo ni siquiera se planteaba; le hubiera costado un gran esfuerzo preguntárselo, sería mezclar un tipo de proble mas –sus relaciones con él– con otro –sus relaciones con la po lítica–. Pero tenía un poco de mala conciencia, tanto por lo que se refería al partido –el deber de todo comunista era ha cer “propaganda capilar” y él no la había hecho ni siquiera con su amiga– como por lo que se refería a ella —¿por qué no hablaba nunca con ella de las cosas que para él eran impor tantes?)

—Bueno, tenía cosas que hacer. Soy uno de los que forman parte del colegio electoral —dijo con una sensación de hastío.

—Ah. Te lo decía porque quería organizar algo para esta tar de.—No puedo. Tengo que volver allí.—¿Otra vez?—Ya estoy comprometido —y añadió—: sabes, el partido...(Para Lia, el hecho de que Amerigo fuese comunista tenía la

misma importancia que si fuese hincha de un equipo de fútbol. ¿Era justo esto?).

Page 82: La Jornada de Un Escrutador

81

Italo Calvino

—¿Por qué no te pones de acuerdo con otro para que vaya en tu lugar?

—No puedo. Cuando uno se compromete, debe estar allí hasta el final; es la ley...

—¡Qué listo eres! —¿Eh?Hay que ver lo nervioso que conseguía ponerle esta mucha-

cha.—Era el último día de tu semana. Sí, ya lo sabes, te lo había

dicho, ¡la semana del horóscopo!—Lia, me vienes ahora con el horóscopo...—“Semana decisiva en la vida amorosa, desfavorable para

iniciativas de otro tipo”.—¡El horóscopo de aquella revista!—Es el más seguro; no se equivoca nunca.Se entabló una de las clásicas discusiones, provocada por el

hecho de que Amerigo, en vez de decirle –como quería– que los horóscopos eran un cuento chino, se metió en el berenje nal –por su costumbre de mirar las cosas desde el punto de vista del adver-sario y por su resistencia a expresar conceptos obvios– de hacer un análisis técnico de la astrología, tratando de demostrarle que, quien creyese en la influencia de los as tros, era imposible que se fiase de los horóscopos de los pe riódicos.

—Mira, la hora del nacimiento no está determinada sola-mente por la posición del sol, sino...

—¿Y a mí qué me importa? Contigo y conmigo ese horósco-po acierta siempre.

—Irracional, Lia, siempre serás una irracional —se enfadaba Amerigo—. Basta un poco de lógica; los planetas, Plutón, por ejemplo, según dónde se encuentre...

Page 83: La Jornada de Un Escrutador

82

La jornada de un escrutador

—Yo me baso en la experiencia, no en las palabras —tronaba Lia. En suma, que no había forma de entenderse.

Después de la llamada, Amerigo se sentó en la mesa y em pezó a comer con el libro abierto delante, y, mientras tanto, trataba de recuperar el hilo de su pensamiento interrumpido. Había llegado a un punto, a una rendija sutil como el agujero dejado por un alfiler, desde la cual podía ver un mundo hu mano de estructu-ra tan distinta que hasta las injusticias de la naturaleza perdían peso e importancia, y terminaba aquella lu cha por el dominio recíproco que hay en la caridad, entre quien la ejerce y quien la solicita... No había nada que hacer; era inútil, había perdido el hilo. ¡Siempre le pasaba lo mismo con aquella chica! Se diría que bastaba el sonido de su voz pa ra alterar todas las proporciones a su alrededor, por lo cual cualquier cosa que discutiese con Lia (una cosa cualquiera, una estupidez, los horóscopos, el coronel Townsend, la dieta más conveniente para el que sufre de colitis) adquiría una im portancia inusitada, y él se veía absorbido en cuerpo y alma en una discusión que luego seguía en forma de soliloquio, de des varío interior que le acompañaba durante todo el día.

Se dio cuenta de que había perdido el apetito.“¡Irracional! ¡Eso es lo que es! –se repetía, enfadándose, pe-

ro, al mismo tiempo, seguro de que Lia no podía ser de otra forma, y si no fuera así, sería como si no fuera–. ¡Irracional, prelógica!”, y sentía un doble placer al pensar en cómo le mo-lestaba el modo de pensar de Lia, y al ejercer cruelmente so-bre su modo de pensar la agresión de la lógica más elemental. “¡Prelógica! ¡Prelógica!” En su imaginaria pelea seguía arro-jando esta palabra a la cara de Lia, y ahora se arrepentía de no habérsela dicho: “¡Prelógica! ¿Sabes lo que eres? ¡Prelógica!”,

Page 84: La Jornada de Un Escrutador

83

Italo Calvino

y habría querido que ella entendiese inmediatamente lo que quería decir; mejor dicho, no; mejor que no lo entendiese, y así él podría explicarle con pelos y señales lo que quería de cirle con “¡Prelógica!”, y que ella se ofendiese y él pudiera se guir diciéndole “¡Prelógica!”, y explicarle claramente que no había ninguna razón para sentirse ofendida; que precisamente a ella había que decirle “¡Prelógica!”, porque cada vez que se le de-cía “¡Prelógica!” se enfadaba como si “¡Prelógica!” fuera una ofensa, y, en cambio...

Tiró la servilleta, se levantó de la mesa, agarró el teléfono y la llamó. Necesitaba volver a pelearse con ella y decirle: “¡Pre-lógica!”, pero antes de que pudiese decir “Aló”, Lia le di jo en voz baja:

—Chissst, silencio...Desde el fondo del teléfono se oía una música amortigua da.

Amerigo había perdido toda su seguridad.—¡Bueno! ¿Qué pasa?—Chissst... −respondía Lia como si no quisiera perderse ni

una sola nota.—¿Qué disco es? —preguntó Amerigo por decir algo.—“La-la -la...” ¿Cómo? ¿No lo oyes? ¡Pero si te he regalado

uno igual!—¡Ah, ya!... —dijo Amerigo; le importaba un comino—. Oye,

quería decirte...—Calla —susurró Lia—, debes escucharlo hasta el final...—¡Sí! ¡Estoy yo como para ponerme a oír discos por teléfo no!

Si es por eso, puedo oír uno de los míos sin levantarme de la mesa.Se produjo un silencio al otro extremo del hilo, la música

también se interrumpió. Luego, Lia dijo lentamente:—¡Ah!... ¿Tus discos?

Page 85: La Jornada de Un Escrutador

84

La jornada de un escrutador

Amerigo se dio cuenta de que había dicho lo último que de-bía haber dicho. Trató de arreglarlo rápidamente:

—Los míos, es decir, los tuyos, los que tú me has regalado...Pero ya era demasiado tarde.—¡Oh!... Ya sé, no importa quién te los haya regalado...Se trataba de una vieja pelotera, insoportable para Amerigo.

Él tenía algunos discos –¿está claro?– que no le im portaban nada en absoluto, pero una vez, quién sabe por qué, le dijo a Lia que nunca se cansaba de escucharlos; hasta aquí, nada importante. Pero cuando en cierta ocasión él dijo de mo do distraído que se los había regalado una tal Maria Pia, a Lia le sentó tan mal la cosa que era imposible hablar de ello sin pe learse. Luego, ella le regaló otros discos, pero quería que tira se los viejos. Amerigo se negó por principio: no le importaban un rábano ni los discos ni Maria Pia –agua pasada no mueve molino– pero se negaba a relacionar hechos objetivos, como la música de un disco, con hechos subjetivos, como el sentimien to hacia quien se los había regalado; se negaba a tener que dar cuentas; en suma, se negaba a tener que explicar por qué se negaba: una historia insoportable, y ahora había vuelto a caer en ella una vez más.

Tenía prisa, pero no podía cortar por lo sano sin empeorar la situación. Con mayor razón ahora: entre ella, que fingía de cir las cosas que decía él: “¡Oh, sí!, lo entiendo; una música es una mú-sica, ¿qué tiene que ver el recuerdo de una perso na...?”, y él, que trataba de decir las cosas que le deberían gus tar a ella: “Pero yo escucho los discos que más me gustan, los que tú me regalaste, ¿no es así?”, ya no se sabía si estaban de pelotera o no.

Lia volvió a poner el disco, y los dos juntos tarareaban la me-lodía, y a la pregunta de la criada de si se podía llevar los platos, Amerigo respondió:

Page 86: La Jornada de Un Escrutador

85

Italo Calvino

—Un momento, que tengo que terminar la sopa.Y Lia, riendo, le dijo:—Pero, tonto, ¿todavía no has terminado de comer? —y

se despidieron, y no había duda de que habían hecho las paces.El pensamiento que dominaba a Amerigo mientras comía el

segundo plato era este: que el único que había entendido al go era Hegel. Se levantó tres veces antes de terminar el plato para buscar algunos libros; pero en casa no tenía ningún tex to de Hegel, solo algún libro sobre Hegel o con capítulos so bre Hegel, y por mucho que los hojease, entre bocado y bo cado –el Deseo del Deseo, el Otro, el Reconocimiento–, no encontraba lo que deseaba.

El teléfono volvió a sonar. Era Lia otra vez. —Oye, tengo que hablar contigo. Había decidido no decirte

nada todavía, pero te lo voy a decir. No, por teléfono no; es al go que no se puede decir por teléfono. La verdad es que to davía no estoy segura; te lo diré cuando esté segura; no, es me jor que te lo diga ahora. Una cosa importante, me temo que sí (hablaban con frases entrecortadas, ella porque no se decidía, él porque por allí estaba la criada –fue a cerrar la puerta de la cocina– y también porque tenía miedo de comprender); es inútil que te enfades, querido, si te enfadas es que lo has com prendido, pero segura al ciento por ciento todavía no, pero...

En resumen, quería decirle que estaba embarazada. Había una silla al lado del teléfono y Amerigo se sentó. No decía nada y Lia gritaba:

—¡Aló! ¡Aló! —creyendo que se había cortado la línea. En casos como este, a Amerigo le hubiera gustado mante ner la calma, dominar la situación —¡ya no era un chiquillo!—, ser una presencia tranquilizadora, serena y protectora, y, al mismo

Page 87: La Jornada de Un Escrutador

86

La jornada de un escrutador

tiempo, fría, lúcida, como el que sabe todo lo que hay que hacer. En cambio, perdía la cabeza inmediatamente. Se le ponía un nudo en la garganta y ya no sabía hablar con calma ni reflexionar antes de hablar:

—Pero estás loca, pero ¿cómo es posible...? —y se dejaba lle-var de la ira, una ira precipitada, que era como querer recha zar hacia atrás, al no ser, la eventualidad que se insinuaba, el pen-samiento que no permitía otro pensamiento, la obligación de hacer algo, de asumir responsabilidades, de decidir sobre la vida ajena y sobre la propia. Se atropellaba al hablar, al malde cir—: ¡Y me lo dices así! ¡Eres una inconsciente! ¡Cómo puedes quedarte tan tranquila...! —hasta que provocaba su reacción, indignada y herida:

—¡El inconsciente lo serás tú! ¡Mejor dicho, yo, por decírte lo! ¡No debí decirte nada y arreglármelas yo sola y no volver a verte!

Amerigo sabía muy bien que, al llamarla “inconsciente”, lo que quería era llamárselo a sí mismo; estaba indignado solo con-sigo mismo, pero en aquel momento la amargura y la sen sación de culpa se traducían en una aversión hacia la mujer que se hallaba en un lío, hacia aquel riesgo que podía trans formar en una presencia irrevocable, en un futuro sin fin, lo que ahora le parecía una relación que ya había durado bas tante, terminada y relegada al pasado.

Al mismo tiempo, no le abandonaba el remordimiento de ser tan egoísta, de llevar la parte más cómoda comparada con la de ella, y el valor de la muchacha le pareció grandísimo, subli me, y ahora su admiración por este valor, su afecto por la incertidum-bre de ella, tan ligada a la suya, y la certidumbre de ser, en el fondo, mejor de lo que aquellas primeras reacciones apre suradas le hacían aparecer, y la seguridad de poder echar mano de una

Page 88: La Jornada de Un Escrutador

87

Italo Calvino

reserva de maduro equilibrio y responsabilidad, le im pulsaron a adoptar una actitud completamente distinta –en es te caso tam-bién con la misma precipitación– y a decir:

—No, no, querida, no te preocupes, estoy a tu lado, cual quier cosa...

La voz de ella se enternecía, buscando una expresión de con-suelo:

—Oye, quiere decir que si... —y de él se apoderaba el miedo de haber ido demasiado lejos, hasta casi hacerle creer que es taba dispuesto a tener un hijo de ella, y entonces, aún sin in terrumpir su presión protectora, trataba de matizar sus inten ciones:

—Verás, querida, no será nada; yo me ocupo de todo, pobre-cita mía; tranquilízate, será cuestión de pocos días y luego ni te acordarás... —y aquí se alzaba al extremo del hilo la voz aguda, casi estridente:

—¿Qué estás diciendo? ¿De qué te tienes que ocupar tú? ¿Qué tienes tú que ver en todo esto? ¡El hijo es mío...! ¡Si yo quiero un hijo, lo tengo! ¡Yo no te he pedido nada! ¡No quie ro verte más! ¡Mi hijo crecerá y nunca sabrá quién eres tú!

Esto no quería decir que verdaderamente quisiera el hijo: tal vez quería solo desahogar el natural resentimiento de la mujer contra esta facilidad del hombre para hacer y deshacer. Pero bas-tó para aumentar la alarma de Amerigo, que protes taba:

—¡Pero no, no es posible! ¡No es posible hacer hijos así! ¡No es serio, no es responsable...! —hasta que ella colgó y le dejó con la palabra en la boca.

—No quiero más; quite los platos —dijo a la criada. Volvió a sentarse junto a la librería y recordaba el momento en que es-taba sentado allí, poco antes, como si fuera un tiempo lejano, sereno y sin preocupaciones. Más que nada, se sentía humilla do.

Page 89: La Jornada de Un Escrutador

88

La jornada de un escrutador

Para él, la procreación, en primer lugar, era una derrota de sus ideas. Amerigo era un entusiasta defensor del control de la natalidad, a pesar de que su partido se mostrase a este respec to entre agnósti-co y contrario. Nada le escandalizaba más que la frivolidad con que los pueblos se multiplican, y cuanto más atrasados y ham-brientos son, más hijos echan al mundo, no porque los deseen, sino porque están acostumbrados a dejar hacer a la naturaleza, a la desidia y al abandono. Pero para se guir dando muestras de aquella distante amargura y estupor de socialdemócrata escandi-navo respecto al mundo subdesarrollado, era preciso que él mismo estuviese libre de pecado...

Además, las horas pasadas en el Cottolengo le pesaban; to-da aquella India de gente nacida para la infelicidad, aquella muda interrogación o acusación a todos los que procrean. Le parecía que aquella visión y aquella conciencia no quedarían sin con-secuencias, como si la madre encinta fuese él, suscepti ble como una placa fotográfica, o como si hiciera tiempo que la disección atómica trabajase dentro del él, y de él no pudie se nacer más que una progenie perdida.

¿Cómo podía volver a la lectura y a las reflexiones universa-les? Hasta los mismos libros abiertos ante él eran sus enemigos: la Biblia con todo aquel problema de perpetuar, entre ham bres y desiertos, las generaciones de una especie humana que quiere salvar cada gota de su semilla e insegura aún de su su pervivencia; y el mismo Marx, que tampoco quiere frenos a la inseminación humana, persuadido, también él, de la Infinita riqueza de la tie-rra. ¡Venga! ¡Todo a rebosar fecundidad!

¡Hale! ¡Viva! ¡Todos contentos! ¡Échales un galgo! ¿Cómo es posible no haber comprendido que, ahora, el peligro del gé nero humano es todo lo contrario?

Page 90: La Jornada de Un Escrutador

89

Italo Calvino

Se hacía tarde, lo esperaban en el colegio electoral; tenía que relevar a los demás; debía irse a la carrera. Pero antes vol vió a llamar a Lia, aunque no sabía qué decirle:

—Oye, Lia, ahora tengo que irme, pero yo...—Chissssst —respondió ella: el disco seguía sonando como

antes, como si aquella llamada nunca hubiera existido, y Ame-rigo tuvo un amago de ira (“¡Vaya!, para ella no significa nada, es el curso de la naturaleza, para ella no cuenta la lógica de la razón sino la lógica de la fisiología”), y, al mismo tiempo, sintió una especie de alivio porque Lia era realmente la Lia de siempre:

—Silencio... Debes escucharlo tú también hasta el final... —y en el fondo, ¿qué es lo que podía haber cambiado en ella? Poca cosa: algo que todavía no era y que, por tanto, se podía relegar a la nada (¿en qué punto un ser empieza a ser real mente un ser?), una potencialidad biológica, ciega (¿en qué punto un ser humano empieza a ser humano?), un algo que solo una delibe-rada voluntad de hacerlo ser humano podía in cluirlo entre las presencias humanas.

Page 91: La Jornada de Un Escrutador
Page 92: La Jornada de Un Escrutador

91

XII

Cierto número de electores del Cottolengo eran enfer-mos que no podían levantarse de la cama. En estos casos, la ley es tablece que de entre los componentes de la mesa

se elijan al gunos para constituir una “mesa volante” que vaya a recoger los votos de los enfermos en los “lugares de cura”, es de-cir, allí donde se encuentren. Se pusieron de acuerdo y la “mesa vo lante” quedó constituida por el presidente, el secretario, la es crutadora de la blusa blanca y Amerigo. La “mesa volante” dis ponía de dos cajas, una con las papeletas de voto y la otra para recoger los votos, un registro y la lista de los “votantes en los lugares de cura”.

Tomaron sus cosas y se fueron. Les guiaba por las escaleras un asilado de los “listos”, un joven pequeño y retaco, que, a pe sar de la fealdad de sus rasgos –la cabeza pelada al cero y cejas pobladas y juntas–, demostraba estar a la altura de su misión y ser muy diligente, hasta el punto de que parecía que estuviese allí por equivocación o por su fealdad.

—En este dormitorio hay cuatro —y entraron.Era un dormitorio largo y caminaban entre dos blancas fi las

de camas. Viniendo de la penumbra de la escalera, la vista sufría un sensación de deslumbramiento doloroso, que quizá solo era una defensa, algo así como una negativa a percibir en medio del blanco de cada monte de sábanas y almohadas la forma de color humano que emergía de él; o bien una prime ra traducción, del

Page 93: La Jornada de Un Escrutador

92

La jornada de un escrutador

oído a la vista, de la impresión de un grito agudo, animal, conti-nuo: ¡guiii... guiii... guiiii!, que se alzaba de algún punto del dor-mitorio, al que respondía desde otro punto un sonido parecido a una carcajada o a un ladrido: ¡Gaa! ¡gaa! ¡gaa! ¡gaa!

El grito agudo provenía de una carita enrojecida, toda ojos y boca abierta en una risa inmóvil, de un muchacho con cami sa blanca, sentado en la cama, de forma que su busto emergía de las sábanas como una flor de un florero, como el tallo de una planta que terminaba (no había el menor indicio de bra zos) en aquella cabeza de pez, y este muchacho-planta-pez (¿hasta dónde un ser humano puede llamarse “humano”?, se preguntaba Amerigo) se movía de arriba abajo, inclinando el busto a cada “¡guiii... guiii... guiii!”. Y el “¡gaa! ¡gaa!” que le ha cía eco era de un enfermo que todavía tenía menos forma, y que, sin embargo, dejaba ver una cabeza toda boca, ávida y con gestionada, y que debía tener brazos –o aletas– que se movían bajo las sábanas en las que esta-ba como empaquetado (¿hasta qué punto un ser puede llamarse “ser”, de la especie que sea?). Otras voces le hacían eco, excitadas tal vez por la aparición de tantas personas en el dormitorio, y jadeos y gemidos, como un grito ahogado apenas nacido, que salía de un adulto.

Los que ocupaban aquella enfermería eran en parte adultos –por lo menos lo parecían– y en parte muchachos y niños, a juz-gar por sus dimensiones o por signos como el pelo o el color de la piel, que son cosas que cuentan entre las gentes de fuera. Uno de ellos era un gigante con una desmesurada cabeza de re cién nacido que se mantenía erguida a fuerza de almohadas: es taba inmóvil, con los brazos escondidos en la espalda, con la barbilla sobre el pecho que se alzaba en un vientre obeso, con ojos que no miraban nada y cabellos grises que le caían sobre una frente

Page 94: La Jornada de Un Escrutador

93

Italo Calvino

enorme (¿un anciano superviviente en aquel largo crecimiento de feto?), petrificado en una tristeza atónita.

El cura –el de la boina– estaba ya esperándoles en el dor-mitorio, con su propia lista en la mano. Al ver a Amerigo, su faz se ensombreció. Pero Amerigo en aquel momento ya no pensaba en la insensata razón por la que se hallaba allí; le pa recía que el límite, cuyo control se le exigía ahora, fuese otro: no el de la “vo-luntad popular”, al que hacía rato que había perdido de vista, sino el de lo humano.

El cura y el presidente se acercaron a la monja encargada de aquel dormitorio, con los nombres de los cuatro electores inscritos. Otras monjas traían un biombo, una mesita y todo lo necesario para las elecciones.

Al final de la sala había una cama vacía y hecha. Su ocu pante, posiblemente convaleciente, estaba sentado en una silla al lado de la cama, vestido con un pijama de lana y una cha queta. Sentado al otro lado de la cama había un viejo con el sombrero puesto, seguramente su padre, que había venido a visitarlo aquel domin-go. El hijo era un joven retrasado de es tatura normal, pero de movimientos torpes. El padre cascaba almendras y se las pasaba al hijo por encima de la cama y el hi jo las cogía y lentamente se las llevaba a la boca. Y el padre lo miraba masticar.

Los muchachos-pez alborotaban con sus gritos, y, de vez en cuando, la monja se alejaba del grupo de la “mesa volante” pa ra hacer callar a los más agitados, pero con escaso éxito. Cualquier cosa que sucedía en el dormitorio era ajena a las otras, como si cada cama encerrase un mundo sin comunica ción con el resto, a no ser por los gritos con que se incitaban unos a otros, cada vez más fuertes, y que comunicaban una agi tación general, en parte como un gorjeo de pájaros, en parte dolorosa y gimiente. Solo

Page 95: La Jornada de Un Escrutador

94

La jornada de un escrutador

el hombre de la enorme cabeza es taba inmóvil, como si no le llegase ningún sonido.

Amerigo seguía mirando al padre y al hijo. El hijo era largo de miembros y de cara, peludo y de expresión atónita, posi blemente medio inválido por una parálisis. El padre era un campesino con su traje de los domingos, y, en cierto modo, es pecialmente en las dimensiones de su cara y de sus manos, se parecía a su hijo, pero no en los ojos; el hijo tenía una mirada animal e inofensiva, mientras que el padre miraba con ojos semicerrados y recelosos, como los viejos campesinos. Estaban sentados de lado en las sillas a ambos lados de la cama para po der mirarse fijamente a la cara, sin prestar atención a lo que sucedía a su alrededor. Amerigo tenía la mirada fija en ellos, tal vez para descansar (o escapar) de otras visiones, o, tal vez era esta la razón, porque estaba fascinado.

Mientras tanto, los demás hacían votar a uno de los enfer mos, de este modo: le ponían el biombo con la mesita, y, como era pa-ralítico, la monja votaba por él. Quitaron el biombo y Amerigo lo miró: tenía una cara violácea, como la de un muer to, boca abierta, encías sin dientes y ojos de par en par. En la almohada hundida no se veía nada más que aquella cara: esta ba insensible como un leño, salvo un jadeo que le silbaba en el fondo de la garganta.

Pero ¿cómo tienen el valor de hacerlo votar?, se preguntó Amerigo, y solo entonces se acordó de que a él le correspon día impedirlo.

Ya estaban montando el biombo en otra cama. Amerigo los siguió. Otra cara lampiña, hinchada, rígida con la boca abier ta y torcida, con los bulbos de los ojos fuera de los párpados sin pestañas. Este estaba inquieto y agitado.

—¡Aquí hay un error! —dijo Amerigo—, ¿cómo puede vo-tar es te?

Page 96: La Jornada de Un Escrutador

95

Italo Calvino

—Pues aquí está su nombre. Giuseppe Morin —dijo el presi-dente, y añadió dirigiéndose al cura—: ¿Es él?

—Aquí está el certificado —dijo el cura—: impedimento motor en las extremidades. Madre, ¿no es usted la que lo cuida?

—Sí, sí, ¡pobre Giuseppe! —dijo la monja.El infeliz se agitaba como sacudido por una corriente eléc-

trica, gimiendo.Había llegado el momento de intervenir. Haciendo un es-

fuerzo, se apartó de sus pensamientos, de aquella lejana zona límite apenas vislumbrada –¿límite entre qué?–, y todo lo que estaba a este lado y al otro le parecía niebla.

—Un momento —dijo con una voz inexpresiva, sabiendo que repetía una fórmula y que hablaba en el vacío—, ¿el elector es capaz de reconocer a la persona que vota por él? ¿Está en si tuación de expresar su voluntad? ¡Eh!, le digo a usted, señor Morin, ¿es capaz?

—La historia de siempre... —dijo el cura al presidente—, le pregunta si conoce a la Madre que está con ellos día y noche... —y movió la cabeza con una risita.

La Madre también sonrió, pero su sonrisa era por todos y por nada. El problema de ser reconocida, pensó Amerigo, pa ra ella no existía; y comparó la mirada de la vieja monja con la del cam-pesino que había venido a pasar el día al Cottolengo para mirar fijamente a los ojos a su hijo idiota. La Madre no necesitaba el reconocimiento de sus enfermos; el bien que ob tenía de ellos –a cambio del bien que ella les dispensaba– era un bien general del que nada se debía perder. En cambio, el viejo campesino miraba fijamente a los ojos de su hijo para ha cerse reconocer, para no perderlo, para no perder aquella po ca cosa y aquel mal –pero suyo– que era su hijo.

Page 97: La Jornada de Un Escrutador

96

La jornada de un escrutador

Si aquel tronco humano provisto de certificado electoral no daba ninguna señal de reconocimiento, la Madre era la que me-nos se preocupaba por ello; y, sin embargo, se afanaba en cum-plir con todas las formalidades de las elecciones como una de las muchas que el mundo exterior imponía y que, por ca minos que ella no se tomaba la molestia de averiguar, condi cionaban la eficiencia de su servicio; y, por ello, trataba de le vantar aquel cuerpo, apoyando su espalda en las almohadas, para que pare-ciera que estaba sentado. Pero aquel cuerpo era incapaz de estar en ninguna posición: los brazos estaban en cogidos dentro del camisón blanco, con las manos dobladas hacia dentro, lo mismo que las piernas, como si los miembros tratasen de volver a entrar dentro de sí mismos en busca de re fugio.

—Pero —dijo el presidente levantando un dedo, como si se disculpase por su duda—, ¿verdaderamente no puede hablar?

—Hablar no, señor presidente —dijo el cura—. ¡Eh! ¿Puedes hablar? ¿No puedes hablar? Ya ve que no habla, pero entiende. ¿Sabes quién es la monja? ¿Es buena? ¿Sí? Entiende. Por lo de-más, ya votó la última vez.

—Sí, sí —dijo la monja—, este ha votado siempre.—Está así, pero entiende... —dijo la escrutadora de la blusa

blanca: una frase que no se sabía si era una pregunta, una afir-mación o una esperanza. Y se dirigió a la monja, como si quisie ra implicarla en su pregunta-afirmación-esperanza—: Entiende, ¿no?

—Eh... —la monja abrió los brazos y puso los ojos en blanco.—Basta de comedias —dijo Amerigo secamente—. No puede

expresar su voluntad, o sea que no puede votar. ¿Está claro? Un poco más de respeto. Creo que no es necesario decir nada más.

(¿Quería decir “un poco más de respeto” a las elecciones o “un poco más de respeto” a la carne doliente? No lo especifi có).

Page 98: La Jornada de Un Escrutador

97

Italo Calvino

Esperaba que sus palabras provocasen un batiburrillo, pero no pasó nada. Nadie protestó. Suspirando y moviendo la cabe za, miraban al tullido:

—La verdad es que está peor —reconoció el cura en voz ba-ja—. Pero hace dos años todavía votaba.

El presidente ofreció el registro a Amerigo:—¿Qué hacemos? ¿Lo dejamos en blanco o levantamos un

acta aparte?—Déjelo estar —fue lo único que supo responder Amerigo.

Estaba pensando en otra pregunta: si era más humano ayu darles a vivir o a morir, y tampoco habría sabido darle una res puesta.

Así que había ganado su batalla: al paralítico nadie le había arrancado el voto. Pero ¿qué importaba un voto? Esto es lo que le decía el Cottolengo con sus gemidos y sus gritos. ¡Mira tu vo luntad popular, convertida en una burla! Aquí no hay nadie que crea en ella; aquí todos se vengan de los poderes del mun do; habría sido mejor dejar pasar aquel voto, que aquella par te de po-der ganada de aquel modo quedase imborrable, inse parable de su autoridad, y que la llevasen sobre ellos para siempre.

—¿Y el 27? ¿Y el 15? —preguntó la monja—. Los otros, ¿votan o no?

El cura echó un vistazo a la lista y se acercó a una cama. Vol-vió meneando la cabeza:

—Ese también está mal.—¿No puede reconocer? —preguntó la mujer de la blusa

blanca, como si se tratase de un pariente suyo.—Está peor. Está peor —dijo el cura—. No hay nada que

hacer.—Entonces ¿también lo dejamos en blanco? —preguntó

el presidente—. ¿Y el cuarto?, ¿dónde está el cuarto?

Page 99: La Jornada de Un Escrutador

98

La jornada de un escrutador

Pero el cura ya había aprendido la lección y lo único que le interesaba era cortar por lo sano:

—Si uno no puede, tampoco pueden los otros; vámonos, vá-monos —y empujaba por el brazo al presidente, que intentaba controlar los números de las camas y que se quedó parado an te el gigante inmóvil de la enorme cabeza y buscó en la lista pa ra comprobar si el número del cuarto votante era el suyo, pe ro el cura seguía empujándole—: Vamos, vamos, ya veo que estos de aquí están todos muy mal.

—Los otros años lo hacían —decía la monja, como si se estu-viese hablando de poner inyecciones.

—Bueno, pero ahora han empeorado —concluyó el cura—. Ya se sabe: el enfermo o se cura o empeora.

—No todos son capaces de votar, se comprende, ¡pobrecitos! —dijo la mujer de la blusa blanca, como disculpándose.

—¡Pobres de nosotros! —rió la monja—. Ya lo creo que hay quienes no pueden votar. Si viese los que hay en la terraza...

—¿Se pueden ver? —preguntó la de la blusa blanca.—Sí, vengan por aquí —y abrió una puerta de cristales.—Hay algunos que impresionan, a mí me dan miedo —dijo

el secretario—. Amerigo también había dado un paso atrás.La monja seguía sonriendo:—No, ¿miedo?, ¿por qué?; son buenos chicos...La puerta daba a una terraza, una especie de veranda don-

de había un semicírculo de sillones en los que estaban senta dos otros tantos jóvenes pelados al cero y sin afeitar, con las manos apoyadas en los brazos de la butaca. Llevaban guarda polvos de rayas azules cuyos faldones llegaban hasta el suelo ocultando el orinal que había debajo, pero el hedor y la orina que rebosaba se perdían por el pavimento, entre sus piernas desnudas y sus

Page 100: La Jornada de Un Escrutador

99

Italo Calvino

pies calzados con zuecos. Estos también tenían aquel parecido fraterno que reina en el Cottolengo y la misma expresión, con las bocas abiertas, sin forma y desdentadas que emitían risas que lo mismo podían ser llanto, y cuyo estrépito se fundía en un apagado parloteo de risa y llanto. De pie ante ellos, un ayu-dante –uno de aquellos muchachos feos pero listos– mantenía el orden con una caña en la mano, e intervenía cuando alguno quería tocarse o levantarse o cuando se pelea ba con los demás o armaba demasiado ruido. En los cristales de la veranda brillaba un poco de sol, que con sus reflejos pro vocaba la risa de los mu-chachos, que luego se cambiaba en ira, y se ponían a gritar, para luego olvidarse de todo.

Los miembros de la mesa miraron un rato desde el umbral y luego se marcharon, pasando de nuevo por el dormitorio. La monja los guiaba.

—Es usted una santa —dijo la mujer de la blusa blanca—. Si no hubiera almas como la suya, estos infelices...

La vieja monja movía sus ojos claros y alegres, como si se en contrase en un jardín lleno de salud, y respondía a las alaban-zas con las frases usuales, llenas de modestia y de amor al pró-jimo, pero naturales, porque todo debía ser muy natural para ella; no debía tener ninguna duda desde el momento en que había elegido, de una vez por todas, vivir para ellos.

Amerigo también hubiera querido decirle alguna frase de admiración y de simpatía, pero lo único que se le ocurría era un discurso sobre cómo debería ser la sociedad: una sociedad en la que una mujer como ella ya no sería considerada una santa porque las personas como ella se multiplicarían, en vez de quedarse mar-ginadas y distanciadas en su aureola de santi dad; una sociedad en la cual vivir como ella, por un objetivo universal, sería más

Page 101: La Jornada de Un Escrutador

100

La jornada de un escrutador

natural que vivir por cualquier finalidad particular, y en la que a cada cual le sería posible expresarse a sí mismo, proyectar su pro-pia carga sepultada, secreta e indi vidual en las propias funciones sociales, en su propia relación con el bien común...

Pero cuanto más se obstinaba en pensar en estas cosas, más se daba cuenta de que no era esto lo que le importaba en aquel momento, sino otra cosa que no podía expresar con palabras. En suma, en presencia de la vieja monja aún se sentía en el ám bito de su mundo, confirmado en la moral a la que siempre (aunque por aproximación y con gran esfuerzo) había tratado de ajustar-se, pero el pensamiento que le roía allí en el dormi torio era otro, era la presencia de aquel campesino y de su hi jo, que le mostra-ban un territorio para él desconocido.

La monja había elegido el hospicio con un acto de libertad, se había identificado –con su rechazo del mundo– toda entera en aquella misión o milicia, y sin embargo –mejor dicho, pre cisamente por ello– seguía siendo distinta del objeto de su mi sión, dueña de sí, felizmente libre. En cambio, el viejo campe sino no había elegido nada; él no había querido el vínculo que lo mantenía atado a aquel dormitorio; su vida estaba en otra parte, en sus tierras, pero todos los domingos hacía el viaje pa ra ver masticar a su hijo.

Ahora que el joven idiota había terminado su lenta me rienda, padre e hijo, sentados a cada lado de la cama, estaban con las pe-sadas manos venosas y huesudas apoyadas en las ro dillas, con las cabezas inclinadas de través –bajo el sombrero calado el padre, y pelado al cero como un recluta el hijo– pa ra poder seguir mi-rándose con el rabillo del ojo.

Esos dos, pensó Amerigo, tal como son, se necesitan recí-procamente.

Page 102: La Jornada de Un Escrutador

101

Italo Calvino

Y pensó: sí, este modo de ser es el amor.Y siguió pensando: lo humano llega donde llega el amor; no

tiene otros límites que los que nosotros le ponemos.

Page 103: La Jornada de Un Escrutador
Page 104: La Jornada de Un Escrutador

103

XIII

Anochecía. La “mesa volante” seguía recorriendo salas y dormitorios de mujeres. Nunca se terminaba de re-coger los vo tos con aquellos biombos que había que

montar cada vez. Estas enfermas, estas viejas tardaban a veces diez minutos o un cuarto de hora:

—¿Ha terminado, señora? ¿Podemos recogerlo? —a lo mejor, la pobrecita del otro lado del biombo estaba agonizando—. ¿Ha cerrado la papeleta? ¿Sí? —retiraban el biombo y la papeleta es-taba allí, abierta y en blanco o bien con un garabato escrito en cima.

Amerigo vigilaba; la enferma debía quedarse sola detrás del biombo; aquel cuento de la vista y de las manos impedidas ya no valía; ya ni se hablaba de que ninguna monja votase en lu gar de nadie. Amerigo era inflexible: quien no era capaz de vo tar por sí mismo, sintiéndolo mucho, no votaba.

Desde el momento en que se había sentido menos extraño a aquellos infelices hasta el mismo rigor de su función política era menos forzado. Se diría que en aquel primer dormitorio se hu-biese roto la tela de araña de las contradicciones objetivas que lo tenían atrapado en una especie de resignación a lo peor, y ahora se sentía lúcido como si ya todo estuviese claro y com prendiese lo que se debía exigir a la sociedad y qué era lo que no se le podía exigir; o lo conseguía uno por sí mismo o nada.

Ya se sabe cómo son esos momentos en los que parece que se ha comprendido todo: a lo mejor, un momento después se trata

Page 105: La Jornada de Un Escrutador

104

La jornada de un escrutador

de definir lo que se ha comprendido y todo se escurre. Posi-blemente en él no había cambiado gran cosa: sus acciones y el motivo de estas, la defensa de sí mismo, etc., todo eso es di fícil que cambie: se habla mucho, pero al final uno es como es.

Ahora le parecía haber llegado, finalmente, a comprender su relación con Lia, y entre aquellas camas que parecían es conder en una vaga penumbra todo el mal que puede desfi gurar los cuerpos de mujer (estaban en una sala radial de am plias bóvedas, apenas iluminada por el reflejo de lámparas mortecinas –sobre la vuelta blanca de las sábanas se apoyaban brazos contraídos como ramas rosadas o amarillas– y aquellas bóvedas o radios convergían en un pilar; de una cama situada al pie de este se alzaba un grito continuo y estridente, que sa lía de una silueta con cofia que debía ser –no quiso mirar– una niña, pero reducida al latido de aquel grito, y todo lo que ha bía a su alrededor –el escenario y las sombras que se alzaban en las almohadas– parecía existir en función de aquel esfuer zo infantil por vivir, y parecía que el coro de gemidos y el jadeo de todas las camas servía de apoyo a aquella voz casi sin cuer po). Amerigo veía a Lia, pero lo que veía era la tristeza de sus ojos grises, una sombra huidiza en el fondo de sus ojos que no lograba desanidar, el modo sumiso en que sus cabellos caían sobre sus suaves hombros, como una criatura montaraz, aga zapada, que escapa apenas se la toca; y veía la punta de su se no inerme que asomaba por encima de su brazo y todo lo que en ella pedía protección y piedad, pero que no se sabía cómo dársela, porque en el momento propicio se daba vuelta con una risita retadora, ensombreciendo su mirada gris y hostil, y la cascada de sus cabellos caía hasta el arco de sus caderas y las largas piernas se movían con pasos ligeros, como si quisieran quitarse de encima todo lo anterior. Pero ahora

Page 106: La Jornada de Un Escrutador

105

Italo Calvino

esta ensoña ción de Lia con los ojos abiertos, este tipo de amor como un recíproco y continuo desafío o corrida o safari, ya no le pare cía en contradicción con la presencia de aquellas sombras hospicianas: eran lazos del mismo nudo con que estaban atadas entre sí –dolorosamente, con frecuencia (o siempre)– las per-sonas. Es más, por espacio de un segundo (o sea siempre) le pareció haber comprendido que en el mismo significado de la palabra “amor” podían convivir una relación como la suya con Lia y la muda visita dominical del campesino a su hijo.

Estaba tan excitado con este descubrimiento que no veía la hora de contárselo a Lia, y –habiendo visto un despacho con la puerta abierta– pidió permiso a una monja para telefonear. El teléfono de Lia estaba ocupado.

—Volveré más tarde, ¿le molesta? Gracias —y comenzó a ir y venir entre la “mesa volante” que seguía su camino por los dis tintos dormitorios, y el teléfono, que daba siempre la señal de ocupado, y cada vez tenía menos claro lo que quería decir a Lia, porque ahora habría querido explicarle todo: las eleccio nes, el Cottolengo, las personas que había visto allí, pero una monja entraba y salía en la oficina y le era imposible hablar con cla-ridad. Y cada vez que oía la señal de que estaba comu nicando, tenía una sensación de contrariedad y de alivio, pues temía que la conversación cayese en “aquel” tema y no quería plantearse el problema; o mejor, quería solo hacerle com prender que, aunque no había cambiado de idea, su estado de ánimo era distinto.

De este modo, aun esperando que el teléfono de Lia si-guiese comunicando, no dejaba de llamarla, y cuando, de re-pente, logró hablar con ella, empezó a decirle cosas que nada tenían que ver, y a preguntarle por qué su teléfono estaba siem-pre comunicando.

Page 107: La Jornada de Un Escrutador

106

La jornada de un escrutador

Lia también le contestó algo que nada tenía que ver; es de cir, entre ellos todo seguía como siempre, pero a Amerigo le parecía que todo lo que seguía como siempre era emocionan te, y no prestaba atención a las palabras, sino a su sonido, co mo si fueran una música.

De repente aguzó el oído. Lia decía:—Y además no sé qué ropa tengo que llevar ni si debo llevar

un abrigo de entretiempo. ¿Qué tiempo hará ahora en Liver pool?—¿Cómo? ¿No te irás ahora a Liverpool?—Sí que me voy. Salgo mañana.—¿Qué dices? Pero ¿por qué? —y Amerigo se sintió alar-

mado por lo que podría significar un viaje a Liverpool, pero al mis mo tiempo se tranquilizó, porque, posiblemente, aque-lla par tida excluía los temores de antes, y se quedó un poco deso rientado porque Lia decidía siempre lo que menos se esperaba, pero también se sintió tranquilo porque Lia seguía siendo Lia.

—Ya lo sabes, tengo que ir a ver a mi tía a Liverpool.—Pero me habías dicho que no irías.—Pero si tú mismo me dijiste: ¡vete!—¿Yo? ¿Cuándo?—Ayer.—¡Vaya! ¡Ya estamos como siempre! Te dije ¡vete! como te

podía haber dicho ¡vete al diablo!, para que no me dieses más la lata con esta historia de tu tía de Liverpool, como ahora te po-dría decir ¡vete!, sin que esto quiera decir que te vayas.

Se estaba enfadando, pero sabía que el amor de Lia era pre-cisamente eso: enfadarse.

—Pero tú me dijiste: ¡vete!—Eres de esas que se toman todo al pie de la letra.

Page 108: La Jornada de Un Escrutador

107

Italo Calvino

Lia se ofendió:—¿Quiénes son esas? ¿De qué me estás hablando? ¿Qué

quie res decir? —como si hubiera captado algo muy ofensivo en la frase de Amerigo. Y Amerigo ya no sabía cómo acabar con aquella conversación y se sentía lleno de irritación y de rabia, pero, al mismo tiempo, sabía que estaba metido hasta el cue llo, y que colgar el teléfono no significaba nada.

Page 109: La Jornada de Un Escrutador
Page 110: La Jornada de Un Escrutador

109

XIV

Faltaba recoger los votos de algunas monjas que no po-dían levantarse de la cama. Los escrutadores avanzaban por largos dormitorios, entre filas de baldaquines de cortinas

blancas, que en algunas camas estaban recogidas y servían de marco a una vieja monja apoyada en las almohadas y que surgía de las sábanas vestida y acicalada de punta en blanco, con las alas de la cofia recién almidonadas. La arquitectura conventual (qui-zá de mediados del siglo pasado, pero era como si no pertene-ciese a ningún tiempo), el mobiliario y los vestidos ofrecían un espectáculo que debía ser el mismo que el de un monasterio del siglo xvii. Era la primera vez que Amerigo ponía los pies en un sitio como aquel. Y en estos casos un tipo como él –entre la fasci-nación histórica, el esteticismo, el recuerdo de libros famosos y el interés (propio de los revolucionarios) por cómo las instituciones modelan la faz y el alma de las civilizaciones– era capaz de lle-gar a sentir un inesperado entusiasmo por el dormitorio de las monjas, y casi envidia en nombre de las so ciedades futuras, y por una imagen que, como esta exposición de baldaquines blancos, encerraba en sí tantas cosas: sentido de lo práctico, represión, calma, imperio, exactitud, absurdo.

En cambio, no pasaba nada. Había atravesado un mundo que rechazaba la forma, y al encontrarse ahora en medio de es ta armonía casi fuera del mundo, se daba cuenta de que no le im-portaba. Ahora trataba de concentrarse no en las imágenes del

Page 111: La Jornada de Un Escrutador

110

La jornada de un escrutador

pasado o del futuro, sino en otra cosa. El pasado (precisa mente por el hecho de poseer una imagen tan acabada en la que no se podía pensar en cambiar nada, como en este dor mitorio) le parecía una gran trampa. Y el futuro, cuando nos hacemos una imagen de él (es decir, si se equipara al pasado), se convierte en otra trampa.

Aquí las votaciones iban más deprisa. Se ponían las papele tas en una bandeja sobre las rodillas de la monja sentada en la cama, y se corrían las cortinillas del baldaquín.

—¿Ha votado, reverenda? —se descorrían las cortinillas y se metían los votos en la caja. La cabecera del alto lecho estaba dominada por la montaña de almohadas y por la persona de la anciana, bajo el gran peto blanco y con las alas de la cofia que llegaban hasta el techo del baldaquín. Mientras esperaban allí, tras la cortina, el presidente, el secretario y los demás escruta-dores parecían empequeñecidos.

“Parecemos Caperucita Roja que va a ver a su abuelita en-ferma –pensó Amerigo–. Posiblemente, si abrimos la cortina, no encontraremos a la abuela sino al lobo”. Y añadió men talmente: “Cada abuela enferma siempre es un lobo”.

Page 112: La Jornada de Un Escrutador

111

XV

Todos los componentes de la mesa volvieron a reunirse en el colegio electoral. No había mucha afluencia de votan-tes: los nombres no señalados en la lista de electores ya eran

pocos. El presidente, una vez pasada la tensión nerviosa, hacía gala, por reacción, de una jovialidad igualmente forzada:

—¡Ah! Mañana se hace el escrutinio y ya hemos terminado. Nosotros, señores, hemos cumplido con nuestro deber, y du rante cuatro años no volveremos a preocuparnos de esto.

—Entonces es cuando habrá que preocuparse —refunfuñó Amerigo, que preveía (pero se equivocaba) que la jornada que estaba viviendo sería recordada entre las fechas de un retroce so italiano (en cambio, la famosa “ley estafa” fue derrotada e Italia siguió adelante mostrando, una vez más, su alma bifronte), de una petrificación mundial (pero en todo el mundo, las cosas que más petrificadas parecían se estaban moviendo), que tranqui-lizaría solo a las conciencias perezosas, como la del pre sidente de la mesa, y ahogaría la necesidad de buscar en las conciencias despiertas (en cambio, las cosas fueron cada vez más complejas, y cada vez fue más difícil distinguir lo positivo de lo negativo dentro de cada cosa positiva y negativa, y se hi zo más necesario desdeñar las apariencias y buscar las esencias no provisionales: pocas y aun inciertas...).

Los escrutadores formaban corro alrededor de uno de los úl-timos votantes, un hombrón tocado con una gorra. Había nacido

Page 113: La Jornada de Un Escrutador

112

La jornada de un escrutador

sin manos: dos muñones cilíndricos sobresalían de sus mangas, pero apretando uno contra otro era capaz de coger y manejar algunos objetos, incluso pequeños (el lápiz, una hoja de papel; en efecto, había votado él solo y había doblado la papeleta), como si tuviese dos enormes dedos.

—Lo hago todo, hasta encender un cigarrillo —decía el hom-brón, y con rápidos movimientos sacaba el paquete del bolsi llo, se lo llevaba a la boca para sacar un cigarrillo, apretaba la caja de cerillas bajo el sobaco, encendía, y soltaba una boca nada, impasible.

Estaban todos a su alrededor preguntándole cómo había apren-dido. El hombre respondía de modo brusco. Tenía una gran cara sanguínea de viejo obrero, decidida, sin expresión:

—Yo sé hacer todo —decía—. Tengo cincuenta años y he cre cido en el Cottolengo —hablaba con la barbilla hacia arriba, con un aire duro, retador. Amerigo pensó: el hombre es capaz de vencer hasta las mutaciones biológicas malignas; y recono cía en los rasgos del hombre, en su vestuario y en su actitud, los rasgos característicos de la humanidad obrera, también ella mutilada –el símbolo y la significación– de algo de su plenitud, y sin embargo, capaz de autoconstruirse, de afirmar la parte decisiva del homo faber.

—Yo sé hacer todo solo —decía el hombrón de la gorra—. Las monjas me enseñaron. Aquí, en el Cottolengo nosotros hace mos todos los trabajos. Los talleres y todo. Esto es como una ciudad. Yo he vivido siempre en el Cottolengo. Aquí no nos fal ta nada. Las monjas no nos privan de nada.

Era seguro e impenetrable, en aquella especie de sosiego que emanaba de su fuerza y de su adhesión a un orden que ha bía hecho de él lo que era. La ciudad que multiplicara las ma nos del hombre, se preguntaba Amerigo, ¿será la ciudad del hombre completo?

Page 114: La Jornada de Un Escrutador

113

Italo Calvino

¿O el homo faber vale en la medida en que no cree poder alcanzar toda su plenitud?

—¿Quiere usted a las monjas? ¿Eh? —preguntó al hombrón la mujer de la blusa blanca, ansiosa de oír una palabra de con suelo al final de aquella jornada.

El hombre seguía contestando secamente, casi hostil, como el buen ciudadano de las civilizaciones productivas (Amerigo pensa-ba en cada uno de los dos grandes países).

—Gracias a las monjas he conseguido aprender. Sin las mon jas que me han ayudado yo no sería nada. Ahora puedo hacer todo. No se puede hablar mal de las monjas. No hay nadie co mo las monjas.

La ciudad del homo faber, pensó Amerigo, siempre corre el ries-go de confundir sus instituciones con el fuego secreto sin el que las ciudades no se fundan ni las ruedas de las máquinas se ponen en movimiento; y al defender las instituciones, sin darse cuenta, puede dejar apagar el fuego.

Se acercó a la ventana. El crepúsculo enrojecía entre los tristes edificios. El sol ya se había puesto, pero quedaba un res plandor de-trás del perfil de los tejados y de las esquinas, y ofre cía en los patios la perspectiva de una ciudad nunca vista.

Mujeres enanas pasaban por el patio empujando un carrito car-gado de leña. La carga era pesada. Llegó otra, alta como un gigante, y lo empujó a la carrera riendo, y todas se echaron a reír. Otra, también muy grande, venía barriendo con una es coba. Otra, muy gorda, empujaba las varas de un carro-cuba montado en ruedas de bicicleta, que, posiblemente, servía pa ra llevar la sopa. Hasta la última ciudad de la imperfección tie ne su hora perfecta –pensó el escrutador electoral–, la hora, el instante en el que en cada ciudad está la Ciudad.

Page 115: La Jornada de Un Escrutador

114

La jornada de un escrutador

La substancia de lo que he narrado es verdad, pero los personajes son completamente imaginarios y en particular, el diputado que aparece en el capítulo x; es inútil tratar de identificarlo; es un personaje alegórico de mi invención. Me he informado de si alguien podría reconocerse en él, y no hay nadie. Salvo en ese capítulo, he tratado de basarme siempre en cosas vistas con mis propios ojos (en dos ocasiones, en 1953 y en 1961), admi­tiendo que esto pueda importar algo en una narración más de reflexiones que de he chos (N. del A.).

Page 116: La Jornada de Un Escrutador

115

cronología

1923 Nace en Santiago de Cuba el 15 de octubre de 1923, “bajo un cielo donde el sol radiante y el sombrío Saturno eran huéspedes de la armoniosa Libra”. 1 Hijo de Mario Calvino, agrónomo y botánico de origen ligur, y de Evelina Mameli, profesora de botánica de origen sardo. En 1925 la familia se traslada a San Remo, Italia, donde los padres dirigen una esta-ción experimental de floricultura. En 1927 nace su hermano Floriano, futuro geólogo de fama internacional y docente en la Universidad de Génova. En San Remo, donde vive hasta los veinte años, Calvino recibe una educación primordialmente laica y mazziniana.

1941-1947 Se matricula en la Facultad de Agrónomos de la Universidad de Turín, donde su padre era profesor de Agri cultura

1 De una carta enviada por Calvino a Franco María Ricci y reproduci-da en el volumen Tarocchi, fmr, Parma 1969, luego incluida en 1990 en el volumen Eremita a Parigi. Pagine autobiografiche [Ermitaño en París. Pá-ginas autobiográfi cas, Siruela, Madrid 1994, pág. 179, traducción de Ángel Sánchez-Gijón].

Su prosa más francesa que toscana, su estro más volteriano que tradicionalista: su sencillez no gris, su mesura no tediosa,

su claridad no presuntuosa. Su espléndido amor por el mundo

fermentado y enrevesado de la fábula.

P. P. Pasolini (1960)

Page 117: La Jornada de Un Escrutador

116

La jornada de un escrutador

Tropical. Durante la ocupación alemana combate con los par­tigiani en las Brigadas Garibaldi. En 1944 se hace mili tante del Partido Comunista Italiano (pci). Tras la liberación se matricula en la Facultad de Letras de Turín, licenciándose en 1947 con una tesina sobre Joseph Conrad. Escribe entonces sus primeros cuentos (luego integrados en Ultimo viene il corvo [Por último, el cuervo]) y su primera novela (Il sentiero dei nidi di ragno [El sen­dero de los nidos de araña]), que terminó en veinte días. Colabora además en el semanario ii Politécnico (dirigi do por Elio Vittori-ni) y el periódico L’Unitá, y empieza a tra bajar para la editorial turinesa Einaudi, primero como vende dor de libros a plazos y, desde 1947, como redactor. Il sentiero..., presentado a la edito-rial Einaudi por Cesare Pavese (“A la en señanza de Pavese, al que estuve cotidianamente próximo en los últimos años de su vida, debo mi formación de escritor”), 2 alcanza un moderado éxi-to y obtiene el Premio Riccione. En la editorial turinesa entabla amistad con escritores como el mencionado Pavese, Elio Vittorini y Natalia Ginzburg, con his toriadores como Franco Venturi y con filósofos como Norberto Bobbio y Felice Balbo.

1948-1950 Deja la editorial Einaudi para incorporarse a la redacción turinesa de L’Unitá. Empieza a colaborar en el se-manario comunista Rinascita, con cuentos y notas de lectura. Publica Ultimo viene il corvo.

En enero de 1950 se reincorpora a la editorial Einaudi como redactor. La editorial turinesa crea ese año una nueva colec ción, la Piccola Biblioteca Scientifica-Letteraria, con Calvino como responsable de la parte literaria.2 En “Questionario 1956”, publicado en Il Caffe, iv, número 1, enero 1956, más tarde recogido en Ermitaño en París, op. cit., págs. 21-29.

Page 118: La Jornada de Un Escrutador

117

Italo Calvino

El 27 de agosto de 1950 Cesare Pavese se quita la vida. Diez años más tarde, en “Pavese: essere e fare” [Pavese: ser y hacer], que incluirá después (1980) en la recopilación de ensayos Una pietra sopra. Discorsi di letteratura e societá [Punto y aparte: ensayos sobre literatura y sociedad], Calvino aborda la herencia moral y literaria del poeta. Además, en 1951 prologa el volumen de Pa-vese La letteratura americana e altri saggi (Einaudi), en 1962 ano ta la edición de sus Poesie edite e inedite (Einaudi) y en 1966 la de Lettere 1945­1950 (Einaudi).

1951 Concluye una novela de corte realista, I giovani del Po [Los jóvenes del Po], que publicará unos años después en la revista Officina, entre enero de 1957 y abril de 1958. En el vera no de ese año escribe Il visconte dimezzato [El vizconde deme diado].

Viaja a la Unión Soviética. La correspondencia de su via-je apa rece en L’Unitá entre febrero y marzo del año siguiente, consi guiendo el Premio Saint-Vincent.

El 25 de octubre fallece su padre, del que años después (1962) trazará una semblanza en el cuento “La strada di San Giovanni” [El camino de San Giovanni].

1952 Publica Il visconte dimezzato, que obtiene un enorme éxito.

En mayo aparece el primer número del Notiziario Einaudi, ca tálogo de novedades editoriales con textos de Calvino, quien se encargará de su dirección a partir del número 7 de ese mismo año.

Publica en Botteghe Oscure (revista romana de literatura dirigi da por Giorgio Bassani) el cuento “La formica argentina” [La hormiga argentina]. En los últimos meses de ese año aparecen los primeros cuentos de Marcovaldo.

Page 119: La Jornada de Un Escrutador

118

La jornada de un escrutador

1953-1955 En la revista romana Nuovi argomenti (fundada en 1953 por Alberto Moravia y Alberto Carocci) publica el cuento “Gli avanguadisti a Mentone” [Los vanguardistas en Mentón]. Publica, en la editorial Einaudi, L’entrata in guerra [La entrada en la guerra].

Empieza a ocuparse del proyecto de Fiabe italiane [Cuentos po pulares italianos], selección y transcripción de doscientos cuen-tos del folclor italiano.

Colabora asiduamente en el semanario marxista Il Contemporá neo.

1956 Aparecen las Fiabe italiane, que tendrán una fantásti-ca acogida. “En cuanto a trabajos que impliquen un cierto es-fuerzo de estudio y de investigaciones bibliográficas hice el de los Cuentos populares italianos (1956); me ocupó un par de años y me gustaba, pero luego no seguí el camino del estu dioso; me agrada más ser escritor y eso ya me hace sudar bas tante”.3

Escribe el acto único La panchina [El banco], con música de Sergio Liberovici, que se representará en octubre en el Teatro Donizetti de Bérgamo.

1957 Publica en Cittá aperta (revista quincenal creada en 1957 por un grupo de intelectuales comunistas romanos disi-dentes) el cuento “La gran bonaccia delle Antille” [La gran bo-nanza de las Antillas].

Presenta su dimisión al pci con una carta que publica el 7 de agosto el diario L’Unitá. “Mi decisión de abandonar la condi ción de miembro del Partido no madura sino cuando com prendo que mis discrepancias con el Partido se han converti do en un obstáculo para cualquier participación política que yo pudiera tener”.

3 Ermitaño..., op. cit., pág. 29.

Page 120: La Jornada de Un Escrutador

119

Italo Calvino

Publica Il barone rampante [El barón rampante], con el que ob-tiene el Premio Viareggio, y, en el fascículo veinte de Botteghe Os­cure, “La speculazione edilizia” [La especulación inmobiliaria].

1958 Publica, en Nuova Corrente (revista genovesa fundada en 1954), “La gallina di reparto” [La gallina de reparto], frag-mento de la novela inédita La collana della regina [El collar de la reina] y, en Nuovi argomenti, “La nuvola de smog” [La nube de smog]. Aparece el volumen antológico Racconti [Cuentos], que al año siguiente recibirá el premio Bagutta.

Escribe los textos de cuatro canciones de Sergio Liberovi-ci (“Canzone triste”, “Dove vola l’avvoltoio”, “Il padrone del mondo” y “Oltre il ponte”) y una de Fiorenzo Carpi (“Sul verde fiume Po”). También la letra de una canción de Laura Betti, “La tigre”, y la de “Turin-la-nuit”, con música de Piero Santi.

Colabora en la revista Passato e Presente y en el semanario Italia Domani.

1959 Publica Il cavaliere inesistente [El caballero inexistente]. Aparece el último número del Notiziario Einaudi.

Se crea la revista Il menabó di letteratura, dirigida por Elio Vitto rini y el propio Calvino.

En septiembre, en la Fenice de Venecia, se representa su cuen to mímico “Allez-hop”, con música de Luciano Berio. En noviembre emprende viaje a los Estados Unidos, donde perma-necerá seis meses, cuatro de ellos en Nueva York. La ciu dad le pro-duce una honda impresión. “Del otro lado del Atlántico, me siento parte de esa mayoría de italianos que van a Norteamérica con gran facilidad (...) y no de esa minoría que se queda en Italia, tal vez porque la primera vez que estuve en Norteamérica con mis

Page 121: La Jornada de Un Escrutador

120

La jornada de un escrutador

padres tenía un año. Cuando ya adulto volví por primera vez a los Estados Unidos, tenía una grant de la Ford Foundation que me daba derecho a ir por todos los Es tados sin ninguna obliga-ción. Naturalmente me di una vuelta viajando al Sur y también a California pero yo me sentía neo yorquino: mi ciudad es Nueva York”.4

1960 En el número 2 de Il menabó di letteratura aparece el en-sayo “Il mare dell’oggetivitá” [El mar de la objetividad].*

Publica, en Einaudi, la trilogía I nostri antenati [Nuestros an­tepasados], que incluye Il visconte dimezzato, Il barone rampante e Il cavaliere inesistente.

1962 En abril conoce a Esther Judith Singer, traductora ar-gentina de origen ruso que trabaja para organismos interna-cionales como la Unesco y la International Energy Agency. Calvino vive entre Roma, Turín, París y San Remo.

En el número 5 de Il menabó aparece “La sfida al labirinto” [El reto al laberinto];* y, en el número uno de Questo e altro, el cuento “La strada di San Giovanni”.

1963 Publica Marcovaldo ovvero Le stagioni in cittá [Marcovaldo o sea las estaciones en la ciudad]. Aparece La giornata d’uno scrutatore [La jornada de un escrutador].

4 Ermitaño..., op. cit., pág. 270.

* También incluido en Una pietra sopra, como todos los que más adelante figuran señalados con un asterisco.

Page 122: La Jornada de Un Escrutador

121

Italo Calvino

1964 El 19 de febrero, en La Habana, se casa con Esther Ju-dith Singer. “En mi vida he conocido a mujeres de gran fuerza. No podría vivir sin una mujer a mi lado. Soy solo una parte de un ser bicéfalo y bisexuado, que es el auténtico organismo bio-lógico y pensante”.5

El viaje a Cuba le permite visitar algunos lugares de su infan-cia. Se entrevista con varias personalidades de la isla, entre ellas, Ernesto Che Guevara.

Se establece en Roma. Cada dos semanas se desplaza a Turín para las reuniones de la editorial Einaudi. En el número siete de II menabó aparece el ensayo “L’antitesi operaia” [La antítesis obrera].*

Aparecen en la revista Il Caffe cuatro cosmicómicas.

1965 Nace en Roma su hija Giovanna. Publica Le Cosmico­miche [Las cosmicómicas].

1966 El 12 de febrero fallece Elio Vittorini. Al año siguien te, en un número de Il menabó dedicado al escritor siciliano, Calvino publica el ensayo “Vittorini: progettazione e letteratura” [Vitto-rini: planificación y literatura].* La desaparición de Vittorini marcará un nuevo rumbo en la vida de Calvino. “...los años in-mediatamente posteriores a su muerte coinci den con una toma de distancia por mi parte, con un cambio de ritmo (...). No es que disminuyera mi interés por lo que sucedía, pero dejé de sentir el impulso a estar en medio en primera persona. Sobre todo por el hecho, claro, de que de jé de ser joven. El stendhalismo, que había sido la filosofía práctica de mi juventud, termina en un momento 5 En Se una sera d’autunno uno scrittore, entrevista de Ludovica Ripa di Mea- na, L’Europeo, XXXVI, 47, 17 de noviembre de 1980, págs. 84-91.

Page 123: La Jornada de Un Escrutador

122

La jornada de un escrutador

dado. A lo mejor no es más que un proceso del metabolismo, algo que llega con la edad, había sido joven largo tiempo, a lo mejor demasiado, de repente sentí que debía empezar la vejez, sí, la vejez, tal vez con la esperanza de prolongarla empezándola antes”.6

1967 En julio se traslada con su familia a París. Aunque su intención inicial era la de permanecer cinco años, se queda hasta 1980, con frecuentes viajes a Italia.

Traduce Les fleurs bleus [Flores azules] de Raymond Queneau, autor que tendrá una influencia decisiva en sus nuevas crea ciones literarias.

Publica en Nuova corrente (revista literaria genovesa fundada en 1954) el ensayo “Appunti sulla narrativa come processo combina-torio” [Notas sobre la narrativa como proceso com binatorio] En la misma revista publica, además, La cariocinesi [Mitosis], y en Ren­diconti (de Bolonia) “Il sangue, il mare” [La sangre, el mar], textos que luego incluirá en el volumen Ti con zero [Tiempo cero].

1968 Participa en dos seminarios dirigidos por Roland Bar-thes sobre Sarrasine de Balzac en la École des Hautes Études de la Sorbona y en una semana de estudios semióticos en la Uni versidad de Urbino, entre cuyos invitados se cuenta Algirdas Julien Greimas.

En París frecuenta a Queneau y conoce a otros miembros del grupo Oulipo (Ouvroir de littérature potentielle), como Georges Perec, François Le Lionnais, Jacques Roubaud y Paul Fournel.6 Ferdinando Camón, IC. Il mestiere di scrittore. Conversazioni critiche, Garzanti, Milán 1973, pág. 191.

Page 124: La Jornada de Un Escrutador

123

Italo Calvino

Publica La memoria del mondo e altre storie cosmicomiche [Memoria del mundo y otras cosmicómicas].

1969 Aparece “Il castello dei destini incrociati” [El castillo de los destinos cruzados] en el volumen Tarocchi. Il mazzo visconteo di Bergamo e New York, editado por Franco María Ricci. En la revista Il Caffe aparece “La decapitazione dei capi” [La decapitación de los jefes].

1970 Publica el volumen de cuentos Gli amori difficili [Los amores difíciles].

Publica una selección de pasajes del Orlando furioso de Lu-dovico Ariosto, que previamente había narrado en una emisión ra diofónica.

Vuelve a ocuparse del mundo de las fábulas y escribe varios prólogos para ediciones de obras de autores como Basile, Lan-za, Grimm, Perrault, más tarde recogidos (1980) en el volumen Sulla fiaba [De fábula].

1971 Dirige la colección Centopagine de la editorial Ei-naudi, colección en la que se editarán importantes textos bre ves de autores clásicos europeos.

En la miscelánea Adelphiana aparece “Dall’opaco” [De lo opaco]. Selecciona e introduce, para Einaudi, Teoria dei Quattro movimenti­Il Nuovo Mondo Amoroso, de Charles Fourier.

1972-1974 Publica Le cittá invisibili [Las ciudades invisi bles].En noviembre de 1972 participa en un déjeuner del Oulipo, gru-

po del que, en febrero de 1973, se convertirá en membre étranger. En el primer número de la edición italiana de la revista Play boy

Page 125: La Jornada de Un Escrutador

124

La jornada de un escrutador

aparece “Il nome, il naso” [El nombre, la nariz]. En octubre de 1973 publica, en Einaudi, Il castello dei destini incrociati, con el añadido de un nuevo texto, La taverna dei desti ni incrociati [La taberna de los destinos cruzados]. En 1974 empieza a colaborar en el Corriere della Sera. Publica, entre otros, los artículos “Ricordo di una battaglia” [Recuerdo de una batalla] y “Autobiografia di uno spettatore” [Autobio grafía de un espectador], que servirá además de prólogo a Quattro film, de Federico Fellini.

Para la serie radiofónica Le interviste impossibili escribe los diá-logos “Montezuma” y “L’uomo di Neanderthal”.

1975 Con el cuento “La corsa delle giraffe” [La carrera de las jirafas], publicado en el Corriere della Sera, empieza una se rie protagonizada por el señor Palomar.

1976 Dicta conferencias en distintas ciudades norteameri-canas. Viaja a México y Japón y publica varios artículos en el Corriere, que más tarde (1984) serán recogidos en Collezione di sabbia [Colección de arena]. “Italo Calvino, ligur de San Re mo, se reveló como escritor en la inmediata posguerra y desde entonces ha publicado una veintena de libros, muchos de ellos traducidos en todo el mundo. En su formación han tenido un papel impor-tante los años de trabajo editorial en Einaudi de Turín. Desde los años sesenta en adelante ha vivido sobre todo en París. En los se-tenta colaboró en el Corriere della Sera; desde 1980 es un colabo-rador habitual de La Repubblica”. 7 Recibe en Viena el Staatpreis.

7 Nota biográfica de la primera edición de Collezione di sabbia (Garzanti, Mi lán

1984), cuya redacción pertenece, casi con seguridad, al propio Calvino.

Page 126: La Jornada de Un Escrutador

125

Italo Calvino

1978 Fallece su madre, que contaba 92 años de edad.

1979 Publica Se una notte d’inverno un viaggiatore [Si una no che de invierno un viajero]. Empieza a colaborar en el diario La Re­pubblica con cuentos, re señas de libros y críticas de exposiciones de arte.

1980 Se instala de nuevo en Roma. Publica Una pietra sopra. “Recogidos aquí por primera vez en volumen unos cuarenta en-sayos de Italo Calvino, del año 1955 al 1980, entre los que figuran ‘El meollo del león’, ‘El mar de la objetividad’, ‘El reto al labe-rinto’ y algunos inédi tos. En ellos el escritor trata de poner en orden sus lecturas, sus preferencias, sus antipatías, sus proyectos. El horizonte cultural cambia repetidas veces a su alrededor: de la ‘ litera tura comprometida’ de la posguerra a la experiencia de las vanguardias internacionales, de las filosofías de la historia a la lingüística y a las ‘ ciencias humanas’, del ‘ rigor’ al ‘de seo’. En este escenario en movimiento, seguimos el itinerario de alguien que trata de comprender y que nunca se siente plenamente satisfecho de sus intentos de ordenación. Am pliando continuamente su án-gulo visual para abarcar los as pectos más alejados, Italo Calvino quiere seguir decidiendo en cada ocasión sus síes y sus noes, frente a una realidad ca da vez más difícil de dominar”.8

1981 Le conceden la Legión de Honor. Edita Segni, cifre e lettere e altri saggi [Signos, cifras y letras y otros ensayos], de Raymond Queneau. Al año siguiente, como epí logo a la edición italiana

8 Texto de contraportada de la primera edición de Una pietra sopra (Einaudi,

Turín 1980), cuya autoría, con toda probabilidad, es del propio Calvino.

Page 127: La Jornada de Un Escrutador

126

La jornada de un escrutador

de la Petit cosmogonie portatile del mis mo autor (traducida por el poeta y ensayista Sergio Solmi), aparecerá su “Piccola guida alia piccola cosmogonía” [Peque ña guía a la cosmogonía portátil].

1982 Preside el jurado de la XXIX edición del Festival de Ci ne de Venecia.

En el teatro La Scala de Milán se representa La Vera Storia [La verdadera historia], ópera en dos actos escrita en colaboración con Luciano Berio. Del mismo año es Dúo, acto musical que anun-cia el futuro Un re in ascolto [Un rey a la escucha], que com pone también con Berio.

Publica en fmr “Sapore sapere” [Sabor saber],Edita una selección de cuentos de Tommaso Landolfi (Le piúbe­

lle pagine di Tommaso Landolfi), con una nota final.

1983 Durante un mes es directeur d’études en la École des Hautes Études de la Sorbona. El 25 de enero imparte una lec-ción magistral sobre Scienze et métaphore chez Galilée en el semi-nario de Algirdas Julien Greimas. En la Universidad de Nueva York (“James Lecture”) dicta, en inglés, la conferencia “Mun do escrito y mundo no escrito”.

Selecciona y prologa Racconti fantastici dell’Ottocento [Cuentos fantásticos del xix]. Publica Palomar.

1984 En abril viaja a Argentina y en septiembre a Sevilla, donde participa, con Borges, en un congreso sobre literatura fan-tástica organizado por Ediciones Siruela y celebrado en la Uni-versidad Internacional Menéndez Pelayo. Dicta, en castella no, la conferencia “La literatura fantástica y las letras italianas”(luego recogida en Literatura fantástica, Siruela, Madrid 1985, págs. 39-55).

Page 128: La Jornada de Un Escrutador

127

Italo Calvino

Se representa en Salzburgo Un re in ascolto. Publica Collezione di sabbia.

1985 Durante el verano prepara un ciclo de conferencias que iba a pronunciar en la Universidad de Harvard (“Norton Lectures”). Son las Six Memos for the Next Millennium [Seis pro­puestas para el próximo milenio]. Sin embargo, el 6 de sep tiembre tuvo que ser ingresado en el hospital Santa María della Scala de Siena, donde falleció de hemorragia cerebral en la madrugada del día 19 de dicho mes.

Page 129: La Jornada de Un Escrutador

La jornada de un escrutador,se terminó de imprimir en noviembre de 2012

en los talleres de Enlace y Gestión Bibliotecaria S.A. de C.V.,Libertad 1780-8, Col. Americana, C.P. 44160

Guadalajara, Jal., México.

Coordinación editorial: Carlos López de Alba.Cuidado de la edición:

Mexitli Nayeli López Ríos.Diseño de cubiertas: Paulina Magos.Diagramación y diseño de colección:

Arturo Cervantes Rodríguez.

Tiraje de 2,000 ejemplares.

Page 130: La Jornada de Un Escrutador