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Daniel Quinn LA HISTORIA La búsqueda de un misteriosouna novela diferente, que invita a reflexionar sobre el futuro de nuestra especie en el próximo milenio. EMECÉ

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La Historia de B

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Daniel Quinn

LA HISTORIALa búsqueda de un misterioso una

novela diferente, que invita a reflexionar sobre el futuro de nuestra especie en el próximo milenio.

E M E C É

Daniel Quinn nació en Omaha, Nebraska, en 1935. Estudió en las universidades de St. Louis y Loyola en Estados Unidos, ampliando sus estudios en Viena. En 1975 abandonó una larga carrera en el mundo editorial para dedicarse a escribir. Es autor de Providence: The Story of a Fifty-Year Vision Quest y de Ismaely o la salvación de la tierra. Con esta última obra (de próxima aparición en EMECÉ), obtuvo el premio li­terario Turner Tomorrow, galardón insti­tuido por el empresario de las comunica­ciones Ted Turner para estimular solu­ciones creativas a los problemas que pre­senta la realidad mundial. La novela, a la

que dedicó trece años de trabajo, se convirtió en un éxito de ventas sorprendente, al tiempo que susci­tó una viva polé­mica en su país por la radicalidad de sus ideas.

Pueden ponerse en contacto con otros lectores de La Historia de B e Ismael en

http ://www. B-network, com

Daniel Quinn

La Historia de B

Emecé Editores

Barcelona

Para Goody Gable y> naturalmente, para Rennie, siempre.

Cuando uno no ve lo que no ve, ni siquiera ve que está ciego.

Paul Veyne

PRIMERA PARTE

Viernes, 10 de mayn

Diario

Hoy me he metido en una tienda y he comprado un cuader­no, este cuaderno en el que estoy escribiendo ahora mismo. Sin duda se trata de un acontecimiento trascendental.

Nunca he llevado (ni he sentido la tentación de llevar) nin­guna clase de diario, y ni siquiera estoy seguro de que vaya a llevar éste, pero pensé que valía la pena intentarlo. Creo c¡ú£ se trata de un hecho especial, puesto que, aunque en teoría escribo sólo para mí, me siento obligado a explicar quién soy y qué estoy haciendo aquí. Sospecho que todos los que llevan diarios en realidad no escriben sólo para ellos, sino para la pos­teridad.

Me pregunto si habrá algún niño en alguna parte que, en algún momento del despertar de su conciencia, no haya añadi­do a su dirección «El mundo» y «El universo». Como yo ya lo hice (hace casi tres décadas), empiezo este diario escribiendo:

Soy Jared Osborne, sacerdote, pastor ayudante, parroquia de San Eduardo, formado en la Orden de San Lorenzo, de la Iglesia Católica Romana. Y una vez escrito esto, me siento obligado a añadir: un sacerdote no muy bueno. (¡Caramba, esto del diario es muy peligroso! ¡Estas son palabras que nunca me he atrevido a pronunciar, ni siquiera para mí!) Sin po­nerme a analizar la lógica de esto con demasiada atención, puedo afirmar que, precisamente porque soy «un sacerdote no muy bueno», siento la necesidad de empezar el presente diario en este momento de mi vida.

Esto es excelente. Aquí es exactamente donde tengo que empezar. Antes de pasar a cualquier otra cosa, tengo que dejar

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escrito aquí, en negro sobre blanco, quién soy y cómo llegué a este punto, aunque a Dios gracias no tengo que remontarme a mi infancia. Sólo tengo que retroceder lo suficiente para en­tender cómo llegué a involucrarme en una de las búsquedas más extrañas de los tiempos modernos.

Cartel de reclutamiento: por qué soy laurentino

De acuerdo con una vieja tradición, a los laurentinos se nos ha definido por nuestras diferencias con los jesuítas. Unos his­toriadores dicen que no somos tan malos, otros dicen que so­mos peores, y otros dicen que la única diferencia que hay en­tre nosotros es que ellos tienen mejor instinto para las relaciones públicas. Ambas órdenes fueron fundadas aproxi­madamente al mismo tiempo para combatir la Reforma, y cuando esta batalla se perdió (o por lo menos terminó), am­bas órdenes se redefinieron como educadoras elitistas. ¿Y cuál es el origen de los jesuítas y los laurentinos? Los reclutas je­suítas proceden de las escuelas jesuíticas, y los laurentinos de las escuelas laurentinas.

Llegué a los laurentinos desde la Universidad de San Je­rónimo, el centro intelectual de la orden en Estados Unidos. Esto puede explicar por qué me hice laurentino, pero natu­ralmente no explica por qué me hice sacerdote. Todo lo que puedo decir ahora acerca de ese punto es que las razones que di cuando tenía poco más de veinte años ya no me parecen muy convincentes.

Lo importante que hay que observar aquí es que se me con­sideraba un verdadero valor cuando todavía no me había licen­ciado. Se esperaba que fuera una nueva joya de la corona, pero cuando emprendí los estudios de posdoctorado ya se me tenía por un diamante de imitación: mucho brillo pero pura bisute­ría. Fui una gran desilusión para todos, en particular para mí mismo, por supuesto. Mis superiores lo tomaron con toda la bondad posible. Nunca me invitarían a incorporarme al claus­tro de profesores de San Jerónimo ni de ninguna otra universi­dad de la orden, pero sí me ofrecieron un puesto en una de sus

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escuelas preparatorias. Y si no me interesaba sentirme tan hu­millado, siempre me podían prestar a la diócesis para trabajar en las trincheras parroquiales. Esto último fue lo que elegí y así fue como terminé en San Eduardo.

Digo que no soy muy buen sacerdote. Supongo que esto es un poco como si el caballo que tira de un carro dijese que no es un caballo muy bueno porque esperaba participar en una ca­rrera pero no alcanzó el nivel requerido. La verdad desnuda es que no hay que ser muy buen sacerdote para alcanzar el ni­vel requerido para la parroquia. Este comentario no es tan cínico como parece: el sacerdote es sólo un mediador de la gracia, no una fuente de gracia, después de todo. Claro, hay que tener buen carácter y ser paciente y tolerante con los de­fectos humanos (lo que ya es mucho), pero nadie espera que uno sea un san Pablo o un san Francisco, y el sacramento que recibas de un perfecto cerdo es igualmente eficaz que el que te sea dado de manos de un dechado de virtudes. Tal como van las cosas hoy en día, te considerarán un verdadero tesoro mientras no resultes ser un pederasta o un borracho notorio.

Aparece el padre Lulfre

Hace seis días recibí una amable nota del secretario del deca­no en la que me preguntaba si podía tener la amabilidad de presentarme el miércoles siguiente (anteayer) en el despacho del padre Bernard Lulfre a las tres de la tarde. Pues bien, eso me pareció interesante.

Querido Diario: puedo afirmar sin la menor duda que no sabes quién es este Bernard Lulfre, de manera que tendré que aclarártelo. En una palabra, Pierre Teilhard de Chardin fue la estrella de los jesuítas, y Bernard Lulfre es la nuestra. Teilhard de Chardin era geólogo y paleontólogo, y Bernard Lulfre es arqueólogo y psiquiatra. Obviamente, la diferencia reside en que Teilhard de Chardin es mundialmente famoso, mientras que a Bernard Lulfre lo conocen unas diez.personas (que se llaman Karl Popper, Marshall McLuhan, Roland Barthes, Noam

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Chomsky, Jacques Derrida). No importa. Para aquellos que^ respiran el aire enrarecido de los Alpes eruditos, Bernard Lul- fre es un peso pesado.

Cuando era estudiante en San Jerónimo, presenté un tra­bajo que proponía que, aunque la creencia en la existencia de otra vida puede haber dado lugar a la práctica de enterrar a los muertos con sus posesiones materiales, es igualmente verosí­mil suponer que la práctica de enterrar a los muertos con sus pertenencias provocara la creencia en la existencia de otra vida. El profesor pasó el trabajo a Bernard Lulfre con la esperanza de que pudiera publicarse en alguno de los periódicos con los que él estaba vinculado. Naturalmente, no se publicó, pero atraje la atención del gran hombre y durante una temporada se me exhibió como a un joven prometedor en las reuniones de los profesores. Cuando comencé el noviciado, un año más tar­de, algunos imaginaron que yo era una especie de protegido, una confusión que estúpidamente no desmentí. El padre Lul­fre puede que siguiera mis progresos en los años siguientes, pero si lo hizo fue a una gran distancia, y cuando mi carrera académica empezó a flaquear, su distanciamiento se interpre­tó, con la misma falta de imaginación, como abandono.

En los cinco años que siguieron a mi ordenación, hasta que llegó la amable invitación del despacho del decano, no ha­bía sabido nada de él ni una sola vez (ni lo había esperado). Naturalmente sentí curiosidad, pero no me cortó precisamente la respiración. No me iba a mandar al baile en una carroza. Probablemente me pediría un pequeño favor. Tal vez algunas personas de San Jerónimo habían querido saber algo de al­guien de San Eduardo y habían dicho: «¿Por qué no hacemos que el padre Lulfre se ponga en contacto con ese joven padre Osborne que trabaja allí?». Nadie dudaría en pedirme que hi­ciera un poco de espionaje para la orden si el espionaje fuera necesario. Hemos tenido nuestra propia red de espionaje pri­vado durante siglos y estamos convencidos de que no es ni un ápice menos honorable que la del Mió o la CIA. (Estamos muy orgullosos de nuestras intrigas... en privado, como es na­tural. Durante las últimas décadas del reinado de Isabel, por ejemplo, nuestro «Colegio Inglés» de Reims infiltró muchísi­mos sacerdotes espías en Gran Bretaña para mantener vivo el

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espíritu de insurrección entre los católicos ingleses. Dimos nuestro golpe más sonado en 1773, cuando el papa Clemen­te XIV tenía ciertos escrúpulos a la hora de destruir a sus vie­jos amigos los jesuítas; fue uno de los nuestros quiert le indicó cómo razonar con su tierna conciencia y hacer el trabajo.) La orden es nuestra patria, después de todo, y habría que dar por sentado que ni siquiera en el exilio permitiría yo que un insig­nificante interés diocesano o parroquial hiciera flaquear mi lealtad hacia ella. Por otra parte, si fuera algo tan sencillo, una llamada telefónica habría sido suficiente. Cuanto más pensaba en ello, más intrigado me sentía.

En el despacho del padre Lulfre

Nada había cambiado en el despacho del padre Lulfre desde la última vez que yo lo había visitado, diez años antes. Estaba en la misma esquina de la misma planta del mismo edificio. El padre Lulfre tampoco había cambiado. Todavía medía cerca de dos metros, era ancho como una puerta y tenía una cabeza toscamente esculpida que podría pertenecer a un estibador o a un camionero. Los hombres como él no cambian hasta que llegan a los setenta u ochenta años, momento en que se des­moronan de la noche a la mañana y son apartados bruscamente.

He estado cerca de no pocos hombres brillantes para sa­ber que rara vez son brillantes en la realidad, y el padre Lulfre no es una excepción. Me saludó con una cordialidad poco con­vincente, charló extrañamente de banalidades, y parecía dis­puesto a andarse con rodeos durante horas. Por desgracia, yo no estaba de humor para colaborar con él en ese sentido, y después de cinco minutos nos envolvió un silencio espantoso.

Con el aire inequívoco de quien toma una decisión heroi­ca, dijo:

—Quiero que sepa, Jared, que hay muchos hombres en la orden que saben que es usted capaz de hacer más de lo que hasta ahora se le ha pedido.

Quise decir «caray», pero no lo hice. Murmuré algo en el sentido de que me gratificaba escuchar aquello, pero dudo

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haber logrado que en mi tono de voz no quedaran rastros de ironía.

El padre Lulfre suspiró, como quien se da cuenta de que debe ser todavía más decidido. Dispuesto a darle una oportu­nidad, le dije:

—Si tiene una misión diferente para mí, padre, desde lue­go que no debe tener reparos en proponérmela. Aquí tiene a un oyente dispuesto.

—Gracias, Jared, se lo agradezco —dijo, pero aún parecía poco decidido a continuar. Por fin añadió, con cierta rigidez, como si no esperara que le creyera—■: Sin duda recuerda el mandato especial de nuestra orden.

Por un instante lo miré fijamente sin‘entender. Luego, naturalmente que sí, lo recordé.

El mandato acerca del Anticristo. *

El «Mandato Especial»

Al estudiar la historia de la orden de los laurentinos, todos los novicios aprenden que las constituciones fundacionales de nuestra orden incluyen un mandato muy especial acerca del Anticristo, ordenándonos estar en la vanguardia de esa vigi­lancia. Debemos saber antes que nadie que el Anticristo se halla entre nosotros... y debemos saber pararle los pies o des­truirlo, si fuera posible.

En la época en que se redactó el mandato, naturalmente, se daba por sentado que la identidad del Anticristo era un asunto resuelto: eran Lutero y sus acólitos infernales. A medi­da que este convencimiento fue desvaneciéndose, los laurenti­nos comenzaron a discutir entre ellos acerca de los medios por los cuales se iba a cumplir el mandato. Teníamos que estar atentos y vigilantes, pero ¿atentos a qué? Para mediados del si­glo XVII, en Europa todos habían oído hablar de tanta gente acusada de ser el Anticristo que estaban completamente hartos del tema, y las especulaciones en ese sentido se convirtieron más o menos en lo que son hoy: el campo de los religiosos fa­náticos... excepto entre los laurentinos, que desarrollaron tran-

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.quilamente su propia teología diferenciada (y no autorizada)

.del Anticristo.Conocemos al Anticristo por una profecía de Juan, que

escribió en su primera epístola: «Hijos, es la hora final. Se os ha hecho saber que viene el Anticristo, y ahora han aparecido no sólo uno sino una multitud de anticristos, de manera que no puede haber ninguna duda de que la ultima hora ya ha llega­do». Como esta «hora final» no llegó mientras vivieron los contemporáneos de Juan, los cristianos de todas las generacio­nes sucesivas buscaron indicios del Anticristo en su propia época. Al principio lo buscaban entre los perseguidores de la Iglesia, especialmente Nerón, de quien se esperaba que regre­sara de entre los muertos para continuar su guerra contra Cris­to. Cuando la persecución romana se convirtió en un hecho del pasado, el Anticristo degeneró en una especie de monstruo de leyenda popular, un ser enorme de ojos sanguinolentos, orejas de asno y dientes de hierro. Cuando pasó la Edad Me­dia y cada vez más gente se sintió indignada por la corrupción eclesiástica, el papado mismo empezó a ser identificado con el Anticristo. Finalmente los papas y los reformistas se pasaron un siglo endilgándose mutuamente el mal nombre. Cuando los laurentinos, con su mandato especial, empezaron a recon­siderar el tema en los siglos siguientes, volvieron a lo funda­mental y tomaron nota de que las profecías rara vez son pre­dicciones literales de acontecimientos futuros. A menudo ni siquiera son reconocidas como profecías hasta que se cumplen. Hay muchos ejemplos en el Nuevo Testamento, donde los acontecimientos de la vida de Jesús se describen como el cum­plimiento de antiguas profecías que no fueron necesariamente comprendidas como tales por quienes las enunciaron. Los teó­logos laurentinos razonaron de la siguiente manera: si las pro­fecías acerca de Cristo deben cumplirse para comprenderse, ¿por qué no puede ocurrir lo mismo con las profecías sobre el Anticristo? En otras palabras, no sabremos verdaderamente de qué hablaba Juan hasta que la cosa suceda, de modo que es casi seguro que el Anticristo será distinto de como lo ima­ginamos.

Si alguien nos dice que Sadam Husein es el Anticristo (y en .realidad fue nominado para ese honor), tenemos todo el

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derecho de reírnos. El Anticristo no será peor que un Hitler o un Stalin; porque peor que ellos sería más de lo mismo a una escala mayor: sesenta millones de asesinados en lugar de seis. Si hemos de estar en guardia contra el Anticristo, y no sólo contra cualquiera de los malvados de este mundo, debemos es­tar en guardia contra alguien de un orden completamente nuevo de peligrosidad.

Y así es como están las cosas al final del segundo milenio. Pero no exactamente. Esta es sólo la versión «oficial», y la im­presión que se tiene al recibirla en el noviciado laurentino es que lo del Anticristo es un punto muerto y que así ha estado durante casi dos siglos.

Lo que supe en ese momento por el padre Lulfre es que esta impresión es falsa, inculcada adrede a los novicios, princi­palmente para impedir las murmuraciones que podrían con­vertirse en una historia bochornosa en la prensa sensacionalista. Esta política funciona. Entre la base de la orden nunca surge el tema del Anticristo. No obstante, en los niveles más altos todavía se mantiene una discreta vigilancia. Muy ocasional­mente, quizá una vez cada cincuenta años, surge un indivi­duo preocupante y se envía a alguien de la orden a echar un vistazo.

Alguien como yo. Alguien exactamente como yo.

El candidato

El candidato era un tal Charles Atterley, un norteamericano de cuarenta años, una especie de predicador ambulante que había estado recorriendo los países del centro de Europa du­rante una década, recogiendo una cantidad muy elevada pero desorganizada de seguidores que parecían cuestionar todo sentido y sabiduría demográficos. Lo seguían jóvenes y viejos y todo lo que hubiera en medio, de ambos sexos en aproxi­madamente las mismas cantidades, cristianos y judíos de la corriente principal, clérigos de una docena de confesiones (incluyendo a los católicos romanos), ateos, humanistas, rabi­nos, budistas, ecologistas radicales, capitalistas y socialistas,

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abogados y anarquistas, liberales y conservadores. Los úni­cos grupos que no estaban representados eran los cabezas rapadas, los fanáticos de la Biblia y los marxistas impeni­tentes.

El mensaje de Atterley parecía difícil de resumir y solía ser calificado de «alucinante» por quienes estaban favorable­mente impresionados por él, y de «incomprensible» por quie­nes no lo estaban. Confesé al padre Lulfre que no entendía qué lo hacía parecer peligroso.

—Lo que lo hace peligroso —dijo— es que nadie pue­de situarlo ni a él ni a su producto. No vende meditación, ni satanismo, ni teologías femeninas, ni la curación por la fe, ni espiritismo, ni umbanda, ni el don de lenguas ni ninguna de las tonterías de la New Age. Al parecer no gana dinero... y eso resulta inquietante. Siempre se sabe en qué anda al­guien cuando recoge millones a espuertas. Atterley no es otro ejemplo de un modelo conocido, como David Koresh, el reverendo Moon, Madame Blavatsky o Uri Geller. En re­alidad, su presentación y su estilo de vida recuerdan más a Jesús de Nazaret que a cualquier otro, y eso también es in­quietante.

—Comprendo lo de inquietante —dije—Pero no lo de peligroso.

—La gente escucha, Jared, sin duda algo totalmente nue­vo. Eso lo hace peligroso.

Aquello lo podía entender.Quien crea que la Iglesia está abierta a nuevas ideas vive

en un mundo de fantasía.

La misión

Atterley se encontraba por entonces en Salzburgo. El padre Lulfre dijo que tenía que ir ahí, escuchar, observar, mante­nerme cerca e informar a la vuelta. Cuando pregunté quién sería mi contacto europeo, se me dijo que no habría ninguno. No debía entrar en contacto con nadie de la orden en nin­guna circunstancia. Viajaría con mi nombre, sin ocultar mi

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condición de sacerdote pero sin difundirla tampoco. Iría de paisano, como si estuviera de vacaciones.

—¿Por qué no se encarga de este asunto alguien de Europa? —pregunté.

—Porque Atterley es norteamericano.—Pero se dirige a los europeos.—No sea ingenuo, Jared. Europa es sólo un ensayo. Por

muchas cosas que Estados Unidos haya perdido en las últimas tres o cuatro décadas, sigue marcando el estilo del mundo, y nada cuajará en ningún sitio a menos que cuaje primero aquí. Atterley lo sabe, si es la mitad de inteligente de lo que la gente cree, y cuando esté listo para nosotros, vendrá aquí, cuente con ello. Por eso va usted a Europa. Queremos estar preparados antes de que lo esté él.

—Parece estar tomándolo muy en serio.El padre Lulfre se encogió de hombros.—Si realmente no lo tomáramos en serio, no le haríamos

ningún caso.Después de discutir algunos asuntos mundanos, como las

agencias de viajes y las tarjetas de crédito, me puse de pie para retirarme, pero tenía en la mente una pregunta pesada que me hacía arrastrar los pies. Cuando estuve en la puerta por fin pude soltarla.

—¿Y qué pasará después? Conmigo, quiero decir.Lo meditó unos instantes y luego me preguntó qué quería

yo que pasara.—No lo sé —dije—·. Si le parece que pierdo el tiempo en

San Eduardo, entonces ¿cuál es el plan? ¿Que vuelva para se­guir perdiéndolo?

—Hace bien en preguntar —observó, como si yo no lo supiera ya—·. No hay ningún plan como tal, pero creo que existe una suposición tácita de que esto marcará el comienzo de algo nuevo para usted.

—Preferiría oír una suposición expresa, padre Lulfre.—La ha oído expresada por mí, Jared. ¿No le basta?No me hubiese molestado oírselo decir a otras personas,

pero él no se ofreció a preparar ningún encuentro y yo no que­ría ser grosero al respecto, de modo que le manifesté que esta­ba de acuerdo.

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El fin del principio

Eso fue anteayer. Ayer y hoy los he pasado cancelando com­promisos, repartiendo mis obligaciones en San Eduardo, ha­ciendo los trámites para el viaje, y poniendo al día este diario. Tengo otra cosa en mente que debería aparecer aquí (tal vez muchas), pero no sé muy bien qué es y no dispondré del tiempo libre para descubrirlo hasta que suba al avión para cruzar el Adántico.

Martes, 14 de mayo

Salzburgo

Si un jefe de espías, en las novelas de Len Deighton o John Le Carré, te manda a Salzburgo a vigilar a un hombre, lo más probable es que encuentres a ese hombre en Salzburgo. Los espías de la vida real no son tan infalibles. Charles Atterley no está en Salzburgo. Por lo que he podido averiguar en un par de días, nunca ha estado aquí y no se espera que esté. En realidad, nadie ha oído hablar de él.

No obstante, Salzburgo es una ciudad muy bonita, llena del encanto del Viejo Mundo, y los lugareños no dejan de re­petirme:'

—Probablemente su amigo esté esperándole en Múnich.Lo dicen como si Múnich estuviera repleto de amigos

norteamericanos que se han extraviado en Salzburgo y uno tu­viera que ser el mío.

Más vale que vaya allí a echar un vistazo.

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Jueves, 16 de mayo

Munich

No he podido encontrar ni rastro de Atterley aquí, y estoy empezando a sentirme medio estúpido. No he venido a Euro­pa con la intención de jugar a detectives, y no tengo un solo «conocido» en ninguna parte.

Conseguí encontrar una bibliotecária amigable con un ordenador, y ella dedicó media hora al asunto, pero no se puede ser muy inventivo cuando uno dibuja en el vacío. ¿Qué se hace después de haber verificado los archivos de to­dos los periódicos desde el intento golpista de la cervecería? Preguntar al conserje del hotel, supongo. El conserje lo sabe todo.

Pero ¿qué se hace después de que el conserje te haya res­pondido con una expresión ausente?

Supongo que debería telefonear y consultar con el padre Lulfre, pero no es una idea que me atraiga.

Hasta aquí he obrado más bien por obligación (aunque no sea exactamente la palabra que busco). He estado actuando como si pudiera encontrar a Charles Atterley como consecuen­cia de una decisión pura e irrevocable. Naturalmente, esta es­trategia no ha dado resultado, y el seguirla me ha hecho sentir ridículo e inepto.

Lo siguiente son hechos: no me dieron una fecha límite, mi misión no tiene ninguna urgencia especial, y no tengo la menor idea de qué más puedo hacer. Por lo tanto (¡por lo tan­to!) más vale que me relaje y me deje llevar por la corriente du­rante un rato.

Adiós.

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Una invitación

Salí a pasear.En realidad no soy un viajero aventurero. Como digo, salí

a dar un paseo por las inmediaciones del hotel y a mirar es­caparates. Me detuve aquí y allá para estudiar el menú en la puerta de los restaurantes, como si entendiera algo de lo que ponía. Así transcurrió una hora, que desperdicié como un va­gabundo despreocupado. Volví a mi hotel y me quedé rondan­do cerca de la recepción, con la absurda esperanza de que al­guien me dijera que había llegado un mensaje durante mi ausencia. Finalmente, desesperanzado, me dirigí al bar, me senté a una mesa y pedí una cerveza. Pocos minutos después el camarero trajo un bol lleno de cacahuetes salados y dijo que el caballero que estaba en la barra deseaba saber si yo era ame­ricano, y si lo era, si tendría algún inconveniente en que él com­partiera mi mesa.

El caballero de la barra era una persona enjuta, de ojos brillantes y unos sesenta años, europeo, a juzgar por el corte de su traje viejo, pero muy respetable. Me pregunté por qué que­rría sentarse conmigo en el caso de que yo fuese americano, pero presumiblemente no si no lo era. Sin embargo, le hice un gesto acompañado de una sonrisa de bienvenida, y él cogió su bebida, se presentó con una formalidad teutónica y se sentó.

Yo estaba dispuesto a recibir comprensión y sugerencias, y Herr Reichmann no necesitó arrancarme las uñas para ha­cerme hablar de mi búsqueda de un hombre llamado Charles Atterley (aunque por supuesto ni una sílaba acerca del Anti­cristo salió de mi boca). Hacía tiempo que había inventado una historia como tapadera, endeble pero al parecer adecuada, para explicar mi interés: soy un escritor independiente que está investigando a un hombre de quien se dice que lidera un nue­vo movimiento religioso.

—¿Un nuevo movimiento religioso? —preguntó Herr Reichmann con divertida incredulidad—·. Como usted sabe, nosotros los europeos no somos tan crédulos como ustedes los americanos, con sus ángeles y sus cristales mágicos.

—Exactamente —repliqué con tranquilidad—·. Por eso Atterley parece tan importante.

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Charlamos sobre banalidades durante unos minutos, has­ta que Reichmann se interrumpió y miró pensativamente hacia un rincón distante dél salón.

—Puedo ponerle en contacto con alguien mucho más importante que ese tal Atterley —dijo—·. Y es posible que un miembro de su círculo pueda aconsejarle.

—Se lo agradecería mucho —respondí con seriedad.Anotó un nombre en un posavasos de cerveza y me lo en­

tregó, diciendo:—Der Bau, esta noche a las nueve. El conserje le indicará

cómo llegar. —Se levantó y empezó a alejarse, pero de repente volvió ligeramente la cabeza y se inclinó—·. Pídale un mapa —dijo.

Pocos minutos después llevé obedientemente el posavasos al conserje y le pedí la dirección y un mapa. Consideró que el mapa no era necesario, pero sacó uno a regañadientes cuando insistí. Le pregunté qué era un Bau.

—Un Bau es un túnel —dijo, y después de pensarlo un momento añadió—No, ésa no es la palabra. Un Bau es una especie de... escondite subterráneo.

—-¿Una catacumba?—No, la guarida de un animal.—-¿Una madriguera?—Eso es. Una madriguera.

En la madriguera

No puedo imaginarme que un lugar como Der Bau exista en ninguna parte del Nuevo Mundo, aunque podría haber luga­res creados para parecérsele. Cuando fue construido, hacia 1330, a no mucha distancia del Karlstor, era el sótano del pa­lacio de un noble. El nivel de las calles que rodeaban el pala­cio se elevó con el paso de los siglos, convirtiendo gradual­mente la planta baja en un sótano, y el sótano original, en un segundo nivel más profundo. Durante la Segunda Guerra Mundial, el sótano inferior atesoraba reliquias de las iglesias y museos próximos. Después el palacio se mantuvo en ruinas

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hasta 1958, año en que fue arrasado y reemplazado por un edificio comercial. El segundo sótano se conservó como Der Bau, un típico cabaré donde corría el alcohol a raudales, un la­boratorio de experimentación intelectual y artística, más que un lugar de reunión para diversión popular. Se accedía a él desde el vestíbulo del nuevo edificio por medio de una escalera de cara­col que parecía descender a las entrañas de la Tierra.

En la entrada, una joven agradable trató de persuadirme de que estaba en el lugar equivocado y de que lo pasaría mu­cho mejor en cualquier otra parte de Múnich. Yo insistí en que sabía dónde estaba y que había sido expresamente invitado a la presentación de esa noche. El apellido Reichmann le res­baló por completo, pero me dejó pasar sin mayor problema al comprender que no podría disuadirme.

El local, naturalmente, se hallaba sumido en una oscuri­dad abismal, pero, por suerte, carecía del habitual toque bohe­mio de las mesas iluminadas con velas. El techo, de una sor­prendente altura de cinco o seis metros, estaba tachonado de diminutos focos móviles, en ese momento casi apagados pero capaces de producir el resplandor del mediodía. Resultaba di­fícil calcular el tamaño del salón, puesto que sus límites desa­parecían en la penumbra, pero probablemente no tuviera más de treinta metros cuadrados.

Un escenario circular bajo giraba lentamente en el centro del local, debajo de una marquesina con una estructura fija de cuatro lados con pantallas de vídeo. En el centro del escenario se alzaba una especie de atril combinado con el teclado de un ordenador. Avancé a tientas hasta que encontré un asiento en una mesa no mucho más grande que mi cuaderno. Una de las claves de mi éxito precoz como emdito había sido la habilidad de escuchar una conferencia al tiempo que la transcribía taqui­gráficamente al pie de la letra. Perfeccioné ese hábito hasta tal extremo que podía hacerlo en la oscuridad (como tendría que hacerlo esa noche) y sin pensar siquiera en lo que hacía. Una vez hechos los preparativos, sin embargo, se me ocurrió de re­pente preguntarme si no estaría perdiendo el tiempo. Herr Reichmann no me había dicho nada de que la conferencia de esa noche fuese a ser en inglés. En realidad, ¿por qué habría de serlo? Miré alrededor en busca de alguien a quien pregun-

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tar, pero descubrí que no me interesaba revelar que era tan ne­cio como para asistir a una conferencia en un idioma que no conocía. Ni siquiera sabía el nombre del orador.

Estos pensamientos que me inquietaban se interrumpie­ron de golpe cuando se encendieron las luces bajo la marquesi­na para indicar la llegada del orador en cuestión... que resultó ser un hombre y una mujer. Subieron al escenario, y el hombre ocupó su lugar ante el atril y conectó el teclado. Mientras lo accionaba con silenciosa concentración, ajeno a la presencia del público, me recordaba a una gran ave de rapiña, con su tra­je negro, ojos penetrantes y nariz ganchuda. También me re­cordaba a una gárgola, por sus anchos pómulos y boca grande, y a un desgarbado gángster parisino al que había conocido una vez en una fiesta y que citaba a san Agustín y a Schopenhauer y llevaba en el rostro las marcas de un pasado terrible. Calculé que tendría entre cuarenta y cuarenta y cinco años.

La mujer, alta, de complexión atlética y poco más de treinta años, se ubicó en el lado opuesto del escenario, de cara al público. Vestida con vaqueros metidos en las botas, una blusa negra de seda y una cazadora de cuero marrón que hacía juego con el color de su cabello recogido en una cola de caba­llo, miró solemnemente a la multitud. Cuando el escenario giratorio la llevó lentamente hacia mi lado del salón, vi que llevaba pintado en la cara algo extraordinario: una mariposa roja. A juzgar por su cutis exquisito y sus rasgos exóticos, no me cupo duda de que alguno de sus progenitores le había transmitido una infusión de Asia, Africa o de la América pre­colombina.

De repente las pantallas de vídeo cobraron vida exhibien­do un título:

EL GRAN OLVIDO

El hombre concedió al público un momento para que lo viera bien y luego comenzó a hablar.* Sentí la mirada de la mujer clavada en la mía cuando también ella empezó a hablar... por señas.

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* El texto de este discurso puede verse en las páginas 281-302.

Casi desde las primeras palabras que salieron de la boca del hombre, supe que había sido engañado misteriosa y gratui­tamente. No podía ser otro que Charles Atterley. Lo supe, no por un proceso estrictamente lógico, aunque la lógica cierta­mente desempeñó un papel. No había ninguna duda de que era norteamericano. Eso bastaba. Era imposible que dos ora­dores distintos de Estados Unidos estuviera difundiendo ideas incendiarias por Europa Central al mismo tiempo.

Después de lo sucedido, ahora me parece extraño que esta revelación me alterara tanto. Sencillamente, no podía com­prender por qué Herr Reichmann se había tomado la molestia de despistarme. Parecía completamente sin sentido, y era ese sinsentido lo que me aturdía. Por suerte, el adiestramiento no me falló. Aunque mi mente estaba estancada, mi mano seguía trabajando. Las palabras de Atterley llenaban la hoja como si hubieran sido creadas por arte de magia, como si hubieran es­tado escritas en tinta invisible y brotaran del papel por la ac­ción de mi pluma estilográfica. Me descubrí contemplando mi mano cuando ésta se detuvo de golpe porque Atterley se había interrumpido. Levanté la mirada para ver que un nuevo con­junto de palabras aparecía en la pantalla:

EN VERDAD OS DIGO...

UNA VEZ Y OTRA VEZ Y OTRA VEZ

Por algún motivo aquello logró arrancarme de mi trance. Me había perdido los primeros cuatro o cinco minutos de la charla de Atterley, pero naturalmente rio los había perdido por completo. Los minutos estaban allí, como una especie de eco que yo podía rebobinar para encontrar el quid de su mensaje.

Atterley hablaba de temas cercanos a mi vida y aún más cercanos a mi trabajo, y no me gustaba lo que oía. No porque no fuera verdad, sino por la razón opuesta: porque era verdad y no me había dado cuenta. Hacía comentarios agudos acerca de fenómenos que yo había presenciado miles de veces y nun­ca se me había ocurrido analizar. Había estado viviendo como uno de esos caballos ganadores de Ascot; al caballo no le im­presiona recibir una visita de la realeza, no porque sea republi­cano, sino porque es imbécil.

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Cuanto Atterley decía era obvio y, sin embargo, nuevo. Eso lo hacía exasperante, porque lo que es obvio debería ser viejo... y por lo tanto archiconocido, aburrido e innecesario. Observé a los oyentes que me rodeaban y, al verlos fascinados por las palabras de Atterley, sentí ganas de darles de puntapiés en las espinillas, agarrarlos de los pelos y zarandearlos gritando: «¿Por qué presta atención a esto? jUsted lo sabe! ¿Usted mis­mo podría haberlo resuelto!».

Pero no lo habían resuelto... y yo no lo había resuelto tampoco.

El escenario giraba, mostrándome primero a Atterley y después a la mujer, que se expresaba con las manos. Me puse tan nervioso que detestaba verlos llegar y alejarse... Los dos juntos, sin saber por qué, resultaban más de dos veces peor que por separado.

Detestaba verlos alejarse y volver... pero también los de­testaba por lo que estaban haciendo. Me estaban demostran­do que yo era exactamente como el maldito caballo del círculo vencedor de Ascot. Puedo mover la cabeza y retozar como un campeón, pero cuando hay que llegar al fondo de las cosas no soy capaz de distinguir la diferencia entre la reina de Inglaterra y un mozo de caballos.

Habían encontrado un punto débil en mí que yo ni si­quiera sabía que tenía, y los detestaba por ello. Continuaron durante cuarenta minutos o más. Lo oí todo, y cerré mis oídos a cada palabra, aunque mi mano seguía anotando. Luego, de repente, las pantallas se apagaron, las luces del escenario se desvanecieron y Atterley y su compañera bajaron y se perdie­ron en la oscuridad.

Salí de allí como un borracho que acaba de recordar dón­de ha escondido una botella. En realidad, necesitaba una copa, pero no quería tomarla allí ni en mi hotel, donde podía volver a encontrarme con Herr Reichmann.

No importaba. Múnich es una ciudad grandísima, con muchísima bebida en su interior.

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Viernes, 17 de mayo

Consecuencias de la conmoción

Es muy probable que la haya cagado, aunque supongo que no de manera irrevocable. Vine, vi y escapé. Obviamente no tengo intención de informar de esto al padre Lulfre.

También es evidente que debo recuperar la pista de At- terley.

Más tarde

Herr Reichmann no está inscrito en el hotel y el camarero que nos presentó dice que nunca lo había visto. En realidad, ya me esperaba algo por el estilo. El conserje buscó Der Bau en la guía y se enteró de que abre a las tres de la tarde, una información que resultó ser falsa o anticuada. Abría, a mi pa­recer con bastante desgana, a eso de las cinco y media. Una vez allí, el personal que estaba a mano en esa ocasión no sábía el suficiente inglés para servirme de ayuda, pero se las arre­glaron para hacerme entender que me enviarían a alguien llamado Harry si me sentaba y esperaba durante aproxima­damente una hora.

Me senté y esperé aproximadamente una hora, y, para mi sorpresa, me mandaron a alguien llamado Harry que resultó ser un inglés o tal vez un alemán que había estudiado en In­glaterra. Le dije que quería encontrar a Charles Atterley.

—El nombre no me resulta familiar —dijo Harry.—Es el hombre que habló aquí anoche —aclaré.

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;-η· -—Ah, ¿se llama así? i l Lo miré con incredulidad.

—¿Usted no sabe su nombre?—Ese no.—¿Qué quiere decir?Harry se encogió de hombros.—El nombre que yo conozco puede que no sea ni siquie­

ra un nombre. Se le conoce como B.—¿B? ¿B de barco?—En efecto.—¿Por qué se hace llamar así?Harry me sonrió con la típica sonrisa que se dedica al

niño que pregunta por los pajes que ayudan a los Reyes Ma­gos. Le pregunté dónde podía encontrarlo.

—No tengo la menor idea —respondió Harry.—¿Sabe en qué local podría hablar la próxima vez?-No.Medité unos momentos.—¿Cómo lo contrató para Der Bau?Harry frunció el entrecejo ante esta pregunta como si yo

estuviera rebasando el limite entre la curiosidad y el atrevi­miento.

—Esto no es el Caesars Palace, amigo mío. Las actuacio­nes se planean de muchas maneras y son habitualmente muy informales. No seguimos ningún proceso de «contratación».

—Pero debe de haber una forma de acceder a él...—Es posible que sí, y si me pusiera una pistola en la sien

podría llegar a recordarlo, pero a menos que lo haga, no es probable que lo recuerde. —Volvió a encogerse de hombros—. No hay vuelta de hoja. Esto no es una oficina de personas de­saparecidas y tengo otras cosas que hacer.

Le dije que lo comprendía, le di las gracias de todos mo­dos y me puse en pie para irme.

—-Vuelva más tarde —dijo Harry—. Siempre puede en­contrar gente con la que hablar si invita a algo, y alguno de los clientes puede saber más que yo acerca de ese sujeto.

Le di las gracias nuevamente y regresé al hotel.

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• · ·

Estando aquí, en mi cuarto —sentado, paseando por la habi­tación, mirando por la ventana—·, de repente me vino a la memoria que, cuando los héroes de los cuentos de hadas no sa­ben qué hacer, se sientan y lloran. En las mismas circunstan­cias, un héroe moderno puede asestar un puñetazo a alguien o salir a emborracharse, pero-nunca-sentarse a llorar.

He leído las suficientes novelas policíacas para saber que debería ir a sonsacar información a alguien, pero ¿a quién?

Aquí sentado, mirando fijamente este cuaderno, se me ha ocurrido por fin que hay algo que he evitado hacer, y es leer la charla que apunté en mi otro cuaderno anoche, en Der Bau. Confieso sentir una fuerte' resistencia a hacerlo.

Es interesante: recuerdo el título de la charla («El Gran Olvido»), pero he olvidado qué es el gran olvido. En realidad no lo he olvidado, por supuesto, pero he cerrado las puertas de mi memoria a ese tema, lo cual significa que...

Salvado por el timbre del teléfono. Como tenía que ser. Cuando el héroe se sienta y llora porque no sabe qué hacer, el universo de los cuentos de hadas envía ayudas mágicas. La mía no era muy mágica pero sin duda sí misteriosa. Creo que puedo transcribir la conversación al pie de la letra.

YO: ¿Diga?ÉL: ¿Padre Osborne?YO: Sí, ¿quién es?ÉL: ¿Qué diablos cree que está haciendo?YO: ¿Cómo?ÉL: ¿Comprende cuál se supone que es su misión?YO: ¿Quién habla?ÉL: Me hicieron creer que era usted un poco competente.

Resultaba imposible no captar el tufillo de la conversa­ción, y desde luego yo me estaba llevando la peor parte. Traté de reunir fuerzas para defenderme.

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YO: No sé quién es usted ni quién lo ha nombrado mi niñera, pero sé quién soy yo. Soy un párroco. Si es-

λο peraba a James Bond, una de dos: o lo engañaron ose engañó usted solo.

ÉL: ¿Que sea párroco significa que vive en estado de coma?

YO: Lamento haberle decepcionado.

Tras aquella frase terminante, colgué, algo que no he he­cho con un interlocutor desde que estudiaba el bachillerato. No hay nada peor que sentirse con la espalda contra la pared. Como era de esperar, volvió a llamar de inmediato.

—La chica está enferma —me dijo, como si nada hubiera sucedido—·. Se está muriendo.

—¿Qué? —Por un momento creí que me estaba dando alguna clase de contraseña. Tal vez se esperaba que yo respon­diera con algo como «pero de todos modos, las golondrinas volverán a Capistrano». Por suerte me contuve y dije—: ¿Se refiere a la que hablaba por señas?

—Desde luego. ¿No le vio la cara?—Le vi la cara. Sólo que no me di cuenta de que fuera...

¿qué es? ¿Lupus? El lupus no es mortal, ¿verdad?—Es esclerodermia, o quizás una enfermedad mixta del te­

jido conjuntivo. Son todas de la misma familia, incluido el lu­pus. Es una enfermedad autoinmune del colágeno, degenera­tiva e incurable.

—Bien. ¿Y qué he de hacer con esta información?—En Radenau hay un centro de investigación dedicado

al estudio y tratamiento de las enfermedades del colágeno. Por eso los dos están en Europa Central. Radenau es el centro del círculo, noventa kilómetros al sur de Hamburgo.

—Entonces, ¿qué me está diciendo? ¿Que cuando tenga dudas me dirija a Radenau?

—Cuando tenga dudas, recuerde que Radenau es el cen­tro del círculo.

—Podrían habérmelo dicho desde el principio.Mi interlocutor suspiró de un modo casi humano.—Alguien podría habérmelo dicho a mí también, pero

nadie lo hizo. Lo descubrí solo.La noticia no me hizo feliz, pero me las arreglé para ocul­

tarlo. Dije:

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—Esto me lleva de nuevo a la pregunta del principio: ¿quién diablos es usted? Y si se está ocupando de esto, ¿qué es­toy haciendo yo?

—En teoría, usted dirige y yo le sigo. En teoría, usted ni siquiera sabe que estoy aquí.

—¿Por qué en esa teoría no debo saber yo que usted está aquí?

—No lo sé. Tal vez la idea sea no poner a prueba su ca­pacidad de disimulo tal vez sea obligarle a tomar alguna ini­ciativa.

—Váyase a la mierda, Charlie —le dije. Hay gente que se escandaliza cuando oye a un clérigo soltar tacos como un ado­lescente, pero Charlie se limitó a esperar—·. Escuche —conti­nué—No soy detective. Lo admito. Me vendría bien un poco de ayuda.

—No de mi parte. Salga de la habitación y trabaje un poco.

Y colgó.

Trabajo detectivesco

El mapa me ayudó mucho. Si trazaba una circunferencia con el centro en Radenau, había cincuenta ciudades importantes donde B podía estar dando conferencias: Núremberg, Dresde, Berlín, Kiel, Hamburgo, Bremen, Essen, Colonia, Francfort, Heidelberg y Stuttgart, por mencionar sólo unas cuantas. No habría resultado difícil localizar a Billy Graham si hubiera es­tado allí haciendo una gira, pero ¿cómo demonios iba yo a rastrear los compromisos públicos de un desconocido lla­mado B?

Al no encontrar ninguna inspiración en la geografía, pasé un rato preguntándome quién era Charlie. Sin duda un lego. Como hubiese hecho cualquiera, traté de evocar una imagen que encajara con la voz. Lo imaginé de unos treinta y cinco años, nervudo, de estatura y peso medianos, una especie de personaje militar o paramilitar, con cara de rata y ropa barata comprada en los años cincuenta. Como puede deducirse de

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\ todo eso, Charlie no había logrado ganarse mi afecto. Consi­deré brevemente la idea de llamar al padre Lulfre y preguntar­le cuál era el trato, pero no logré encontrar el menor argumen­to que la sostuviera.

Si Charlie sabe dónde está B, ¿qué gana con negarme esta información? Si quiere que yo me sienta mal, ¿por qué llama y me da pistas? Por teléfono había querido venderme una expli­cación para estos misterios: estaba hablando con un escolar perezoso; yo había hecho mal los deberes y él no estaba allí para darme las respuestas justas, sino para hacerme probar la vara. Lo cual tendría sentido si el hombre fuera en realidad una especie de militar. Llevaba el asunto como si estuviera en un campamento. Bien.

Por lo que veo hay sólo un dato, de cuanto me dijo, que es a la vez sólido y pertinente: dondequiera que vayan B y «la chica», terminan volviendo a Radenau. Debo suponer que es la información más relevante que Charlie posee. Si él supiera con seguridad que B iba a pasar el verano en Spitsberg, por ejemplo, no me habría soltado todo el rollo de Radenau. O mu­cho me equivoco o el propio Charlie piensa ir a Radenau.

Y debo suponer que llamó para decirme precisamente eso.¿No es magnífico tener educación?

Sábado, 18 de mayo

Radenau

Partí después de un desayuno tardío y tranquilo y llegué a Hamburgo a media tarde. Alemania es más pequeña que Montana y, cuando se recorre de un extremo a otro en el rá­pido intercity, parece más pequeña aún. Como tenía un par de horas antes de coger otro tren hasta Radenau, visité la ofi­cina de turismo de la estación, donde me aconsejaron insis­tentemente que no me perdiera el Jungfernstieg, a un corto paseo de distancia que me permitiría ver por un lado el mag­nífico lago artificial de la ciudad y por otro sus tiendas más elegantes. Seguí su consejo y allí estaba, Dios mío, exacta­mente como me lo habían descrito.

Poco en Radenau es anterior a los años cuarenta. Albert Speer, el arquitecto y tecnócrata en jefe de Hitler, se propoma hacer no sé qué en el lugar durante las últimas etapas de la guerra, pero no creo que fuese un centro de bellas artes. Creo que iba a ser un lugar donde las fábricas estarían donde real­mente debían estar durante el Reich milenario. Ahora es una zona industrial en expansión salpicada de complejos de vivien­das que apenas se diferencian de un cuartel militar. Lo único bueno que mi guía era capaz de destacar acerca del hotel don­de había reservado habitación es que era moderno y escrupu­losamente limpio, y, desde luego, era ambas cosas. También estaba en el «centro», lo que significa la parte más antigua de la ciudad. El Radenau antiguo ni siquiera finge ser pintoresco.

En el tren había pasado el tiempo haciendo una copia legible, con escritura normal, de «El Gran Olvido», para man­dársela al padre Lulfre. Cuando me inscribí en el hotel pre-

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¿gunté al recepcionista si tenían fax y reaccionó con tanta in- 1,dignación como si le hubiera preguntado' si teman agua co- λ rriente.

rs Me voy a dar un baño, voy a disfrutar de una cena larga y contemplativa (meditando sobre la menor cantidad de cosas posible), y tal vez salga a dar un paseo antes de acostarme. Sólo eso. Nada de trabajo hasta mañana.

Empieza una larga nochei ·

Como dije que probablemente haría, salí a dar un paseo des­pués de cenar. La noche era agradable, las calles estaban tran­quilas. No soy un gran explorador. A unas tres manzanas dé distancia (en otras palabras, casi en el límite de mi espíritu de aventura) llegó a mis oídos un leve alboroto que tenía lu­gar algo más adelante. Si aquello hubiera sido Beirut, habría dado media vuelta y regresado al hotel, pero como era Rade- nau, sentí curiosidad. Dejé que el ruido me guiara hacia una travesía cercana, donde ante un pequeño teatro se manifesta­ba un grupo de cuarenta o cincuenta ciudadanos que parecían más bien sorprendidos de verse protagonizando tal desplie­gue de vulgaridad y desorden. Circulaban en masa de forma indisciplinada, haciendo desfilar pancartas torpemente gara­bateadas ante testigos inexistentes y voceando con desgana eslóganes cuya versión definitiva todavía estaba en trámite.

Tardé unos tres segundos en darme cuenta de que había encontrado a B, .o por lo menos el lugar de su siguiente confe­rencia. Una dé las actividades favoritas entre los que habían confeccionado las pancartas era interpretar el supuesto nom­bre de B. Así, lo llamaban el blasfemo, el bastardo, el bocazas, el bravucón, el bobo, le badauá’ la béte, le bobard,\ le boucher, le bruit, die Beerdigung, der Bettler y die Blattern, entre otras cosas que ya no recuerdo. Otros lo llamaban Belcebú, la Bestia, Be­lial y Barrabás, y dos o tres que desconocían por completo el pro­blema inicial no vacilaban en apodarlo el Anticristo, lo cual debo admitir que me sorprendió, teniendo en cuenta lo que yo sabía hasta entonces. En realidad, todo el asunto me sorprendía.

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La entrada del teatro estaba defendida por un guardia de uniforme que parecía más feroz y preocupado de lo que yo consideraba necesario en aquellas circunstancias. La única re­gla que parecía imponer a la hora de permitir la entrada era que había que dejar fuera las pancartas. Al observar el movimiento de la gente en la entrada, pronto vi que el procedimiento era manifestarse un rato y luego entrar para molestar al orador unos momentos, volver a salir y protestar un poco más. Me abrí paso para entrar.

Lo primero que advertí fue que el salón de conferencias no era muy grande, con capacidad para unas trescientas o cua­trocientas personas, y luego verifiqué el hecho, mucho más importante, de que los provocadores decididamente no hacían su trabajo con convicción; tal vez sea verdad que los alemanes se sienten incómodos cuando desafían a la autoridad. Las pri­meras veinte filas acomodaban a los partidarios de B, que pa­recían taciturnos y tensos, mientras que detrás de ellos, y por todas partes, se apiñaban sus antagonistas, ceñudos pero en su mayoría silenciosos. Había un asiento vacío en las primeras fi­las y me encaminé hacia él después de coger un montón de panfletos para usarlos como papel para notas. Me desilusionó ver que, a excepción de B, el escenario estaba vacío.

B alzó la mirada para clavarla en la mía mientras me sen­taba y entre nosotros se produjo una descarga eléctrica de re­conocimiento, o por lo menos eso me pareció.

Se hallaba de perfil ante el público, apoyado con dejadez en el atril e inclinado hacia delante para que sus labios queda­ran a un milímetro del micrófono. Me detengo en estos deta­lles en un intento por recrear la impresión que daba de ser del todo indiferente a las condiciones que podrían haber silenciado o intimidado a otros oradores, pues si bien los provocadores no eran muy ruidosos, su hostilidad era palpable. Tenía las manos quietas y relajadas y parecía completamente concentra­do en sus pensamientos, que compartía con el público tan ínti­ma y espontáneamente como si estuviesen manteniendo una conversación privada.

Yo no sabía cuánto tiempo llevaba hablando, pero al es­cuchar empecé a identificar un terreno conocido, ya oído en «El Gran Olvido». No obstante, aunque el terreno era conoci-

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do, era menos extenso. En otras palabras, aquello no era más que una reseña. Finalmente se interrumpió y paseó la mirada por el público.

—Esta noche —anunció— quisiera hablarles acerca de la cocción de la rana.

Desenfundé la estilográfica y me puse a escribir.*

Se envía una invitación

Hasta ahora no he tenido motivos para estudiarlo (ni siquiera lo había notado), pero cuando empiezo a transcribir una confe­rencia caigo en una especie de trance. Se produce una sensación muy agradable (ahora que me detengo a examinarlo), como si las palabras que brotan de la punta de la pluma fueran mías. Tengo la ilusión de que mi mano se adelanta a lo que oyen mis oídos... de que conozco las palabras antes de que sean pronunciadas y de que podría transcribir la conferencia aun­que el conferenciante dejase de hablar. Experimento una extra­ña sensación de intimidad con el orador. Puede que no logre comprender con exactitud lo que está diciendo, pero supon­go que percibo en profundidad su significado. Cuando se in­terrumpe, puede resultarme imposible responder a la pregunta más sencilla acerca de su exposición, lo cual no me preocupa porque sé que todo está celosamente guardado en mi trans­cripción.

Puesto que en esta ocasión B no usaba ayudas visuales, cerré los ojos, cosa que habitualmente contribuye a la concen­tración. Media hora más tarde, sin embargo, se abrieron de golpe, de forma involuntaria. Levanté la mirada hacia B, él bajó la suya hacia mí y nuestros ojos se encontraron breve­mente sin ningún reconocimiento especial. Sin hacer ninguna pausa en su discurso, paseó la mirada por la multitud, sin dis­tingos ni preferencias, por lo que pude ver, entre amigos y enemigos. Luego, con un gesto que no tenía ninguna relación evidente con nada que estuviera diciendo, levantó el índice de

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* El texto de este discurso se encuentra en las páginas 303-323.

la mano izquierda, lo tuvo así un momento y luego, decidida­mente, lo dobló hacia su derecha. Era inequívocamente alguna clase de señal, pero no logré detectar a nadie que la hubiera captado o pareciera reaccionar ante ella de algún modo. Con­sideré la idea de que la seña hubiera sido captada sólo por mí por estar destinada únicamen|£ir^fiasu-^^

Siguió hablando. Cerré los ojos para no oír el ruido ince­sante de la multitud y seguí transcribiendo. Pasaron los minu­tos. De repente noté que mi mano había dejado de moverse y me pregunté por qué. Cuando abrí los ojos vi que B había ter­minado. Aun así, no fue hasta que hubo recogido sus papeles y se hubo alejado del podio que el público se dio cuenta de que la charla de B había terminado. Sus provocadores lanzaron un grito de autofelicitación por un trabajo bien hecho, mientras que sus partidarios se apresuraron a aplaudir. Ya retirándose, B les hizo un gesto indiferente con la cabeza y desapareció en­tre bastidores.

Peregrinación

Cuando salí, la protesta se había convertido en fiesta, con abrazos, besos y vino en vasos de papel para todos los que hu­bieran tomado parte en la gran hazaña. Los partidarios de B salieron a la noche sin ser molestados excepto por silbidos y gritos de burla. Mientras observaba desde el otro lado de la calle, me di cuenta enseguida de que .los manifestantes esta­ban haciendo lo mismo que yo: vigilaban la callejuela lateral donde estaba la salida de artistas del teatro, esperando a que B apareciera. Pocos minutos después, un coche se acercó; no era en absoluto una limusina, sino un Mercedes pequeño y algo antiguo. Un segundo más tarde una cuña veloz de perso­nas se abrió paso entre la multitud, llegó hasta el pasajero del asiento trasero y montó guardia mientras el coche se alejaba a toda prisa por la derecha.

Tras ver cómo se esfumaba la oportunidad de un último y pequeño coup d'éclat, la multitud perdió rápidamente su ánimo alegre y empezó a dispersarse. Taparon las botellas, recogieron

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los vasos, y por supuesto todos tenían que estrechar la mano de todos antes de irse. Mientras esto ocurría, el guardia uni­formado reapareció en la entrada del teatro para dejar salir a un último asistente y cerrar con llave detrás de él. El individuo dio las gracias al guardia con un movimiento de cabeza, levan­tó el cuello de su abrigo para protegerse del aire de la noche y luego dobló a su izquierda y se abrió paso a través de la multi­tud hacia la oscuridad que había más allá. Si alguien se hubiera molestado en mirar, lo habría reconocido fácilmente. Esperé a que se alejara unos cincuenta metros y después lo seguí.

Evidentemente, yo no tenía la menor idea de adonde se dirigía... si es que se dirigía a alguna parte. Y no tan evidente­mente, no tenía la menor idea de por qué lo seguía; pero ima­ginaba que me había invitado a hacerlo. Al principio pensé que el Mercedes daría la vuelta a la manzana para recogerlo, pero estaba equivocado. Luego pensé que se encaminaría hacia alguna taberna o café cercano, pero me equivoqué otra vez. Caminaba y caminaba, alejándome del centro de la ciudad.

Empecé a dar vueltas en la cabeza a las posibles conse­cuencias de aquella aventura. Si B me abandonaba de repente, no me sería fácil volver al hotel. Los autobuses ya no circula­ban, al menos allí, y no había visto pasar ningún taxi desde hacía media hora. Peor aún, desde mi punto de vista, había­mos llegado a una zona de la ciudad que yo supuse que podría llamarse industrial. No había edificios de apartamentos, ni tiendas, ni cafés, ni almacenes abiertos toda la noche con útiles teléfonos y empleados posiblemente amables. Aquélla era una zona de fábiicas, tiendas de maquinaria, ladrillares y almace­nes de mercancías, habitados a esas horas sólo por vigilantes nocturnos y perros guardianes.

Una pregunta razonable sería: «¿Por qué no lo alcancé y le pregunté adonde iba?». Reflexioné al respecto. ¿Sería aquello lo habitual o lo extraordinario? ¿Lo normal o lo raro?

Pensarlo no ayudaba, por supuesto. Lo natural es siempre la cosa no estudiada, lo que se hace sin pensar. En ese caso en particular, era algo que, de hacerse, debía haberse*hecho de in­mediato. ¿Qué sentido tenía seguir ciegamente a alguien du­rante una hora y luego correr y exigir que me dijera adonde me llevaba? Era una situación absurda, la cual, al ser yo adulto, va-

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rón, competente, etc., etc., debería de algún modo haber afron­tado de una manera mejor y diferente (si bien ni siquiera ahora se me ocurre cuál podría haber sido esa manera).

Dejé a un lado mis oscuros pensamientos y vi que B en­traba en un pequeño edificio gris un poco más adelante. Pa­recía una especie de cobertizo abandonado, situado entre un almacén y una estación de ferrocarril. Me apresuré con la es­peranza de que ése fuera el destino de B. Sentí al mismo tiem­po asombro y diversión cuando llegué a la puerta y, junto a ella, vi un letrero deliberadamente tosco que rezaba:

LA PEQUEÑA BOHEMIA.

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Sábado, 18 de mayo (cont.)

La Pequeña Bohemia

Cuando abrí la puerta y entré, de mi garganta salió una car­cajada como un pájaro que huye espantado de la copa de un árbol. La Pequeña Bohemia era una taberna, pero una taber­na distinta de cualquiera que yo hubiera visto excepto tal vez en sueños o en mi imaginación. Podía haber sido el decorado de un escenógrafo para una película biográfica sobre Amedeo Modigliani. Tenía el techo bajo, lleno de telarañas y humo, y habría estado oscura como boca de lobo de no ser por unas cuantas velas metidas en los cuellos de botellas de vino. Las paredes estaban llenas de bosquejos, caricaturas y pinturas, la mayoría tan ennegrecidas por el humo que eran poco más que manchas posimpresionistas. De manera incongruente, aunque en cierto modo perfecta, una máquina de discos ilu­minada con un arco iris que había cerca de la puerta hacía so­nar entre silbidos un antiguo y rayado disco de la Piaf, que tenía que ser, que sólo podía ser y sin duda era... La vie en rose. Ni siquiera gastando millones habría podido Disney re­crear k escena de un modo mejor o más arquetípico, aunque el polvo y las telarañas hubieran estado hechas de plástico an­tiséptico y la canción hubiera sido interpretada por un clon de la mismísima Piaf, vestida con un duplicado exacto del fa­moso jersey viejo del Gorrión.

La clientela, no obstante, no estaba en role, al menos no conscientemente. No había boinas, ni jerseys de lana al esti­lo de los pescadores vascos, ni barbas de chivo. Los hombres que murmuraban en las mesas o se inclinaban sobre los table­ros de ajedrez podían haber sido cualquier cosa: poetas, no-

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velistas, dramaturgos, actores, artistas, modelos... Pero ¿quién sabe? Hoy en día, los encargados de relaciones públicas tienen pinta de pintores, los pintores de camioneros y los camioneros de futbolistas retirados.

B estaba sentado a una mesa del fondo y supuse que era un viejo cliente de hábitos arraigados, puesto que una camare­ra ya le estaba sirviendo y no había pasado ni un minuto desde su llegada. Al verme me invitó con un gesto de la cabeza a sentarme en la silla que había a su derecha. Mientras me acer­caba oí que decía a la camarera:

—Theda, tráele otro a mi amigo, ¿quieres? Ha caminado mucho. —Luego se dirigió a mí—·: Es whisky escocés, un La- gavulin de dieciséis años capaz de resucitar a un muerto si se administra dentro de un espacio razonable de tiempo.

Me senté y contemplé, probablemente sin expresión, su extraño rostro de gárgola.

—Bien, ¿qué le ha parecido mi conferencia? —preguntó.—No sé —dije, y luego agregué—■: No es que trate de

eludir el tema. Todavía estoy trabajando en ella.—Usted estuvo en Der Bau.—Así es.—Pero no en Stuttgart o antes.—No.—Estupendo. Ya sea por casualidad o intencionadamen­

te, se ha incorporado al comienzo del ciclo.—Fue por casualidad —le aseguré, y él sonrió con educa­

ción como si la diferencia no fuera importante,—A propósito, ¿cómo se llama?Se lo dije, y Theda eligió ese momento para llegar con mi

copa, un líquido de color ámbar oscuro en un vaso demasiado grande para la cantidad de bebida que contenía. Tomé un tra­go y parpadeé asombrado añte su intenso sabor a madera ahu­mada.

—Maravilloso, ¿no?Asentí, sintiéndome de pronto extrañamente al margen

de todo, como una página arrancada de un libro e insertada en otro.

—¿Y esa B? —pregunté—-. ¿Por qué le llaman B?Me respondió con una sonrisa irónica.

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—¿Sabe?... ¡No estoy del todo seguro! Fue un nombre que las multitudes eligieron para mí en respuesta a una per­cepción profunda e inconsciente. Cuando vi que todos me co­nocían por ese nombre, hice un poco de investigación, toda la que se puede hacer sobre algo así. Si en tiempos pasados uno se encontraba con un hombre o una mujer marcados con la le­tra sabía que su pecado era...

—El adulterio.—Exacto. No fue sólo una invención de Hawthorne para

La letra escarlata. Si uno encontraba a alguien marcado con la letra B, sabía que su pecado era la blasfemia.

—¿Y es ése en realidad su pecado?—Pues sí, pero no puedo creer que las multitudes eligie­

ran la letra por esa razón... al menos deliberadamente.—Entonces, ¿por qué?—Lo ignoro —dijo, encogiéndose de hombros.—¿Puedo preguntarle su verdadero nombre?—Preferiría que no. Ya no lo uso, excepto para inscribir­

me en los hoteles.—Está bien. ¿Por qué me hizo una seña para que lo si­

guiera?Sonrió de un modo distinto, como de puro placer.—¿Conoce la antigua novela china Peregrinación a Occi­

dente? Es la historia de un picaro mono de piedra salido, por una especie de casualidad divina, de un huevo de piedra en la cima de una montaña. Tras llevar una vida despreocupada du­rante muchos años, de repente se dio cuenta de que había mu­chas cosas que aprender de las que él no sabía nada, y partió para recorrer el mundo en busca de un maestro. Finalmente llegó a un monasterio dirigido por un famoso sabio, que le per­mitió asistir a las clases con los demás novicios mientras servía como una especie de chico de los recados. Un día, después de muchos años, el maestro preguntó al mono qué clase de sabi­duría buscaba. El mono preguntó a su vez qué clases de sa­biduría había y procedió a descartarlas una por una a medida que se las describían. El maestro se enfureció, golpeó al mono tres veces en la cabeza con su vara y se marchó airado. Los otros discípulos estaban furiosos, pero el mono no se sentía desalentado porque conocía el lenguaje de los signos secretos y

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sabía que el maestro le había ordenado que fuera a sus habita­ciones a la tercera llamada. Cuando llegó, el sabio alabó al mono por empeñarse en alcanzar una sabiduría más allá de la que otros aceptarían y le hizo una revelación mágica, tan po­derosa que el mono recibió la Iluminación en el acto.

Las enseñanzas públicas y secretas

Concedí a B un minuto para que siguiera y, al ver que no lo hacía, le pregunté si yo era un mono que él hubiera elegido para recibir una instrucción especial.

—Posiblemente —dijo—-. Pero no le he contado la histo­ria por eso.

—¿Entonces...?—¿Por qué tenía el sabio dos clases de enseñanza, una

pública y otra secreta?—No lo sé.B bajó la barbilla hacia el pecho y me dedicó una mirada

irónica que le salía de lo más profundo.—Piénselo un poco —me dijo—.Juguemos a descubrirlo.—¿Por qué tenía el sabio dos clases de enseñanza? Yo di­

ría que porque no sería un gran sabio si no las tuviera. Las ense­ñanzas públicas son las que todos reciben, porque son las que se pueden articular. Las enseñanzas secretas son las que no se pueden articular... porque no existen.

—Una respuesta muy buena y muy moderna. La respues­ta de un cínico —dijo, tras asentir pensativamente.

—No me considero un cínico.—Pero está completamente seguro de que no hay ense­

ñanzas secretas.—Completamente seguro.—Jesús no tenía pepitas mágicas para sus discípulos.—No.—Ni Gautama Buda ni Mahoma para los suyos.—Así es.—Usted puede estar en lo cierto, por supuesto, pero esto

elude el sentido de mi historia.

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—Bien, ¿por qué el sabio tenía dos clases de enseñanza?—Una era un conjunto de enseñanzas que son fáciles de

revelar, la otra un conjunto de enseñanzas muy difíciles de re­velar. La primera era pública: la clásica enseñanza que recibían todos los acólitos. La segunda era secreta, el conjunto de ense­ñanzas al que sólo los discípulos excepcionales pueden aspi­rar... o aceptar.

—¿Dicho en otras palabras...?—En otras palabras: las enseñanzas secretas no son las

que los maestros guardan para sí. Las enseñanzas secretas son las que a los maestros les cuesta mucho comunicar.

Cabeceé. Tenía que cabecear, maldita sea. Jamás lo he visto escrito, pero está implícito en todos los textos que, aparte de las tradiciones prohibidas (y probablemente ilusorias), como la brujería y la nigromancia, no hay secretos importan­tes. Hay muchísimas cosas que no sabemos ni sabremos nun­ca, pero todo lo que necesitamos saber ha sido revelado. Si esto no es así, es decir, si Moisés, Buda, Jesús o Mahoma se guardaron algo, entonces la revelación está incompleta; y es por definición inútil.

Dije:—No estoy seguro de cómo responde esto a mi pregunta

inicial. ¿Por qué me invitó a venir aquí?—Lo invité por la misma razón por la que el sabio invitó

al mono. Espero poder transmitirle algunas de las enseñanzas a las que nunca llego cuando hablo en público.

—No comprendo. ¿Por qué nunca puede llegar a ellas en público?

Mi pregunta pareció derrotarlo. Suspiró y miró a su alre­dedor sin expresión, en una especie de pantomima de la deses­peración pedagógica.

—Pensé que usted entendía lo que estaba pasando aquí.—Lo siento. Yo también lo creía.—Cada vez que Jesús se levantaba para dirigirse a un gru­

po, hablaba a mil años de historia, vivencias y conocimientos comunes. Al fin y al cabo, todo su público era judío. Sólo que no hablaban el mismo idioma. Pero sus pensamientos habían sido formados por las mismas escrituras, las mismas leyendas, la misma concepción del mundo. No tenía que enseñarles

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quién era Dios, quién Abraham, quién Moisés. No tenía que explicar conceptos tales como profeta, diablo, arrepentimiento, bautismo, escritura, sábado, mandamiento, paraíso, infierno y mesías. Eran ideas conocidas en su cultura. Cada vez que ha­blaba sabía con absoluta certeza que sus oyentes acudían a él preparados para entender lo que tenía que decirles.

—Sí, eso lo comprendo.—Jesús no tenía que echar los cimientos cada vez que ha­

blaba. Otros lo habían hecho por él durante cien generaciones, literalmente desde los tiempos de Abraham. Pero yo sí tengo que hacerlo con cada público al que me enfrento. Usted me escuchó en Múnich y aquí, en Radenau, pero aún no ha oído lo que tengo que enseñar. Todo lo que ha oído hasta ahora son los cimientos... y la casa está muy lejos de estar terminada.

—Pero finalmente...—Sí, finalmente llego a ese punto y por eso las multitudes

me llaman blasfemo, bestia y Anticristo. Pero nunca ltego al final de lo que tengo que enseñar... en público.

—¿Por qué no?—Porque no hay continuidad entre un público y el si­

guiente. Eso significa que a medida que se suceden las confe­rencias, menguan los que han estado conmigo desde el princi­pio y aumentan los que desaparecen. Después de cinco o seis conferencias es inútil continuar. El fin todavía está allí, pero no tengo esperanzas de llegar a él con el público que tengo delante... y muchas menos con el siguiente. Tengo que re­troceder y empezar de nuevo, que es lo que hice en Múnich. —Entonces B hizo un gesto con la cabeza en mi dirección y añadió—Y tengo que esperar la llegada de alguien como usted.

Sentí una punzada de temor ante estas palabras, lo mismo que siento cuando me imagino cayendo de un rascacielos.

El desenmascaramiento

Paladeamos nuestras bebidas estimulantes y escuchamos a la Piaf y a otras cantantes de su época, todas francesas o alema-

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nas. También inhalamos grandes cantidades de humo de se­gunda mano. Después de unos minutos dije:

—Todavía no sé por qué me ha elegido a mí en particular.B frunció el entrecejo y se rascó ligeramente el rabillo del

ojo derecho... un gesto que pronto me resultaría familiar.—Es evidente que esto le inquieta —dijo por fin—Y es­

toy tratando de imaginar por qué.Me dispoma a negarlo cuando me silenció con un movi­

miento de cabeza.—Usted sabe que no es un buen mentiroso.Lo miré boquiabierto.—Diría que no tiene bastante práctica.—¿Qué le hace pensar que estoy mintiendo?Volvió a menear la cabeza.—No haga eso, Jared, le aseguro que se le da muy mal.rí

Mienta con convicción o diga la verdad.—Tiene razón —confesé—·. No soy un buen mentiroso y

no tengo bastante práctica. Pero aun así, ¿qué le hizo pensar que mentía?

—La persistencia de sus preguntas, su insistencia en que mi invitación requería una explicación... Obviamente se pre­guntaba cómo había hecho para engañarme.

No estaba seguro de que tuviera razón a ese respecto, pero mi mente estaba muy obnubilada... demasiado adormecida por el humo y el alcohol para pensar con claridad.

De repente había una tercera persona sentada a nuestra mesa. Mi proceso mental fue el siguiente: primero percibí que era una persona; segundo, que era una mujer; tercero, que era una mujer a la que había visto antes. Era la mujer de Der Bau... la mujer que había traducido la charla de B al lenguaje de los sordos, la mujer con cazadora de cuero y una extraña mariposa en la cara. La mujer (me di cuenta de repente) que había ejercido una poderosa atracción sobre mí nada más ver- la, con sus anchas espaldas adéticas, su atuendo vaquero y su salvaje cabellera castaño claro.

Hablaba a B con las manos. Él «escuchaba» con mucha atención. De repente una gran sonrisa le llenó la cara, me miró... y rió:

—¡Un sacerdote!

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—¿Qué? —dije—¿Es usted sacerdote?Miré a la mujer y ella me devolvió la mirada sin expre­

sión, como si yo fuera un lagarto o un pez.B explicó:—Ella encontró su breviario.Lo miré con fijeza sin entender, hasta que agregó:—En su habitación del hotel.Incluso entonces tardé casi un minuto en comprender.

Me había invitado a una larga caminata a través de Radenau para que su asistente tuviera tiempo de encontrar mi hotel, averiguar cuál era mi habitación y entrar en ella. Gracias a Dios que no pudo encontrar mi diario, porque lo llevo siempre encima.

No supe qué decir. Me sentí profundamente estúpido e incompetente, como un chiquillo que hubiese elegido Tif­fany’s para debutar como ladronzuelo.

—¿Es un asesino o sólo un espía? —preguntó B.La mujer rió... no con sarcasmo, me pareció, sino con

auténtica diversión. Me sorprendí cuando habló... es decir, de que hablara, de que pudiera hablar.

—No es un asesino —dijo ella, mirándome como si yo fuera un cocker que alguien hubiera confundido con un dogo.

—No, estoy seguro de que tienes razón —dijo B—. Un asesino no, pero entonces, ¿qué?

Resultó casi gracioso. En ese preciso momento la Piaf empezó a cantar Non, je ne regrette rien... ¡No, no me arrepien­to de nada! No se me ocurrió nada que decir.

Los minutos siguientes transcurrieron como en un sueño. Pagamos la cuenta a Theda. B y la mujer se incorporaron para irse y parecieron sorprendidos cuando yo no seguí su ejemplo.

—¿Va a quedarse a pasar la noche? —preguntó B.—No.—Entonces venga, le llevaremos al hotel.Sintiéndome aún más idiota que antes, viajé en el asiento

trasero del Mercedes que había visto a la salida del teatro. Conducía la mujer.

—A propósito, ella es Shirin —me informó B.Asentí en silencio.

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Quince minutos más tarde nos detuvimos delante del ho­tel. Salí con dificultad del asiento trasero y les di las gracias por haberme acompañado. Shirin me dedicó un saludo con la cabeza y una sonrisa compasiva, y luego partieron.

Entré penosamente en el hotel.

Sábado, 18 de mayo (cont.)

La noche debió haber terminado entonces...

Pero no fue así.Cuando pasé por delante de recepción, el empleado me

detuvo para entregarme un mensaje en un sobre sellado. Cual­quiera con más experiencia que yo se lo habría metido en un bolsillo y lo habría olvidado, pero yo no estoy acostumbrado a recibir mensajes en los hoteles, así que lo abrí y leí:

Jared:Llámeme inmediatamente en cuanto reciba este men­saje, de día o de noche. Inmediatamente.

Bernard Lulfre

Lo arrugué hasta hacer una bola con él y me lo metí en el bolsillo. Cuando me volví para seguir mi camino en dirección a los ascensores, el recepcionista dijo:

—-Insistió mucho, señor.Me giré y me sorprendió ver que era el mismo empleado

que se había sentido herido por mi pregunta acerca de si el ho­tel tenía fax. Posiblemente fuera un cyborgs un organismo ci­bernético, incansable y eficiente.

—-¿Mucho? —pregunté.—Mucho, señor.—Quisiera una botella de whisky en mi habitación.El empleado frunció ligeramente el entrecejo.—Creo que el bar está cerrado, señor.—No quiero un bar, quiero un poco de whisky. Una bo­

tella normal y corriente, de las que sean habituales aquí.

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Le puse cien marcos en la mano y me alejé.¿Iba a llamar a Bernard Lulfre en aquel estado de ánimo?

Verdaderamente parecía no tener sentido, pues lo único que deseaba era tomar un trago, irme a dormir y despertarme sin aquel peso en la cabeza. De manera que hice la llamada. El padre Lulfre en persona contestó al teléfono.

—Jared! —exclamó—. Debe de ser medianoche ahí.—Sí, lo es.—¿Qué está pasando? Póngame al día.—He asistido a dos conferencias de B y he...—¿Dos conferencias de quién?—De B. No se le conoce como Atterley aquí. Para el pú­

blico es B.—¿B de barco?—B de blasfemo.—Comprendo. Ha asistido a dos conferencias suyas y...—Y he pasado una hora charlando con él.—¿De veras? ¿En calidad de qué? ¿De admirador? ¿De

seguidor?—Sí, posiblemente —repliqué con vaguedad.—¿Y cuál es su impresión?—Que es muy inteligente. Y muy sincero.—No su impresión sobre él. Su impresión sobre lo que

dice.Yo estaba demasiado cansado para pensar en aquello.—No sé. Parece bastante inofensivo.—¿Inofensivo? Eso no puede ser cierto.Le respondí encogiéndome de hombros, aunque nos se­

paraban unos seis mil quinientos kilómetros de cable telefónico.—¿Lo ha estado grabando?—No resultaría práctico. A menos que utilizara un mi­

crófono, sólo grabaría el ruido de la multitud.—¿Ha estado tomando notas por lo menos?—Mejor que eso. Lo tengo todo escrito, al pie de la letra,

en taquigrafía. ¿No ha recibido mi fax?—Hoy no he pasado por el despacho. ¿Está todo allí?—Sólo la primera conferencia. Tendré que hacer una

transcripción literal de la segunda. Tardaré unas horas.—No utiliza ningún sistema personal extraño, ¿verdad?

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—No, sólo taquigrafía común.—Entonces mi secretaria podrá transcribirlo. Mándelo

por fax ahora mismo, tal como está.Consideré otras dos o tres objeciones, como por ejemplo

que habría que fotocopiar primero las páginas del cuaderno para poder enviarlo por fax, pero me di cuenta de que estaba comportándome de manera pueril y me resigné a lo inevitable. Fui abajo y lo hice.

Una botella de Cutty Sark me esperaba en la habitación cuando regresé. Empecé a beber y a escribir. No sé qué demo­nios está pasando, sólo sé que este diario será inútil si no lo tengo al día.

Lo he actualizado hasta el momento presente y he termi­nado a tiempo de cerrar las cortinas para impedir que entre la luz de la mañana. Espero acordarme de colgar el letrero de «.Disturben Ver boten» antes de caer rendido.

Preguntas peligrosas

El servicio de fax de este hotel funciona las veinticuatro ho­ras, pero la comida sólo se sirve hasta las dos y apenas he logrado sentarme. Son las tres menos cuarto. Supongo que anoto la hora como una forma de dilación. No quiero pensar, no quiero escribir, así que anoto cuidadosamente la hora.

Son las tres menos diez y me pregunto qué me pasa.Son las tres menos ocho minutos y creo que mi vida se

derrumba.¿Qué clase de tensión hace que se derrumbe? No lo com­

prendo del todo. O no quiero comprenderlo. Sin duda el mayor culpable es B, pero no logro entender por qué. No me apetece en absoluto releer sus conferencias. Su mensaje es como una figura sombría y misteriosa que percibo por encima del hombro. La capto vagamente por el rabillo del ojo y me in­quieta porque no puedo verla con claridad. Sé que podría volverme y enfrentarme a ella cara a cara, pero como he dicho hace un momento, no tengo ganas de hacerlo. Aseguré al padre Lulfre que las enseñanzas de B son inofensivas. ¿Qué

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quise decir con eso? Creo que algo así: B es inofensivo porque sólo está cuestionando todos los cimientos del cristianismo... por no mencionar el judaismo, el islamismo y el budismo.

No hay nada de malo en eso, ¿no?Nada, padre Lulfre, porque usted mismo me enseñó que

ninguna pregunta es peligrosa... para nosotros. Tenemos todas las respuestas, así que no importa cuánto pregunten. Podemos contestar todo. Cualquier cosa. Para nosotros las preguntas no son riesgos, son oportunidades.

¿No es así, padre Lulfre?Entonces, ¿qué problema tiene, padre Lulfre?Por teléfono le dije: «Las enseñanzas de B son inofensi­

vas», y usted me respondió diciendo: «Eso no puede ser cierto».

¿Cómo?¿Qué significa esto, padre Lulfre? ¿Significa que después

de todo algunas preguntas son peligrosas?

El buen soldado Jared

Encontrar en esto algo turbador... me turba. No tendría que estar turbado en absoluto. Lo que quiero decir es que soy un buen soldado, ¿no?... inteligente como el demonio, pero bási­camente un hombre sencillo y sin complicaciones. ¿Cómo se llama el predicador atormentado de La letra escarlata? ¿Dim- mesdale? Yo no soy ningún Arthur Dimmesdale, ni de lejos. No soy ningún atormentado. ¿Quieren que espíe a un sujeto de quien se dice que es el Anticristo? Ningún problema, ¿por qué diablos no iba a hacerlo? ¿Dónde está mi pasaje de avión? ¿Qué límite tiene mi tarjeta de crédito?

Ah, por eso los grandes,,cerebros de los laurentinos me eligieron, ¿no? Querían alguien despierto, controlable y leal... no necesariamente fuerte en la fe, pero quizá un poco pobre en imaginación.

Sin embargo, lo gracioso es (sin duda la cosa tiene muchí­sima gracia) que porque soy sólo un buen soldado, sencillo y sin complicaciones, escucho al individuo al que en teoría estoy

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espiando. Y después de escuchar, digo: «Sí, entiendo lo que~ está diciendo. Es algo nuevo. Es algo realmente nuevo. Lo que dice este hombre tiene sentido. Tiene más sentido que cualquier otra cosa que haya oído decir hasta ahora. ¿Cuál es el problema?».

Después me lleva aparte y dice:Después me hace atravesar a pie media ciudad y dice:Después me invita a un whisky escocés cte dieciséis años y

dice:—Hay algunas enseñanzas que sólo los discípulos excep­

cionales pueden comprender. Espero transmitirle a usted al­guna de esas enseñanzas.

Pienso que las eminencias grises de lós laurentinos ten­drían que haber buscado un soldado que no fuera tan bueno... o que fuera mucho mejor.

Por supuesto, no estoy muy seguro de en qué situación estoy respecto de B en este punto. Repasando los hechos, creo que la revelación de Shirin me alteró mucho más a mí que a él. La verdad es que yo sólo estaba observando. Cuando me des­cubrió, di por sentado que él se sentiría disgustado o desilusio­nado. En realidad, no estaba ninguna de las dos cosas. Parecía divertido.

Bien, sigo sin estar seguro de mi situación respecto a él, pero no creo estar exactamente en el montón de la basura. No terminé pareciendo brillante, pero estoy bastante seguro de no terminar pareciendo escoria.

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Domingo, 19 de mayo

Radenau: segunda noche

Cuando llegué a las nueve al Schauspielhaus Wahnfried, es­tuve a punto de creer que me había equivocado de hora o de lugar, pues los manifestantes no estaban. Puede que las con-, ferencias de la segunda noche no estuvieran en su agenda o pensaban que una noche en las barricadas era suficiente; qui­zá faltaran provocadores en algún otro local. Sin embargo, un vestigio del grupo custodiaba la puerta: una mujer con cara de irritación repartía panfletos irritados; acepté uno, aunque es­taba en alemán.

La noche anterior las luces de la sala se habían intensifi­cado como para una evacuación de emergencia, pero esa noche las habían atenuado como para una lectura tranquila; el esce­nario estaba débilmente iluminado y vacío a excepción del po­dio para el disertante y había quizá unas cien personas en el público. Como no quería que B me reconociera desde el esce­nario, me senté en las últimas filas. La gente parecía tranquila, paciente, discreta... un grupo de extraños y, en su mayoría, pensé, solitarios.

Al cabo de unos minutos apareció B en el escenario, subió a la tarima y comenzó a arreglar sus papeles, lo que para un orador es sólo una táctica. Pocos minutos después el público ad­virtió su presencia y guardó silencio. B comenzó, como yo supo­nía, por resumir no sólo la charla de la noche anterior sino tam­bién la que había dado en Múnich, extendiendo el proceso para los asistentes nuevos, tal como había dicho en La Pequeña Bo­hemia. Conforme se sucedían las charlas, el resumen se ha­cía más amplio... y, proporcionalmente, menos efectivo.

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Cuando B estuvo listo para adentrarse en territorio inex­plorado, hizo una pausa y paseó la mirada por el público, atra­yendo la atención de todos. Saqué la estilográfica.*

Creo que comprendí mi verdadera situación entonces, en los cuarenta minutos siguientes, mientras escribía sin pausa, inten­samente concentrado en oír y entender lo que oía (porque no se puede oír de verdad si no se entienden las palabras... todo se con­vierte en jerigonza). Las almas piadosas con frecuencia ima­ginan que el hecho de ser sacerdote lo sitúa a uno muy por delante de todos en la senda de la sabiduría. Al escuchar a B, me di cuenta de que no estoy ni un centímetro por delante de nadie en esa senda, sino en la oscuridad, en el comienzo... Prácticamente no soy más que un novato. En un momento dado mi mano vaciló y me dije: «No tengo que tomar nota de esto, lo único que debo hacer es escuchar». Pero dudé lo sufi­ciente para seguir escribiendo. Ahora me alegro de haberlo hecho, por supuesto. En ese momento me sentí como un mari­nero al timón de un barco que se hunde; algo totalmente inútil, pues cualquier barco encuentra por sí solo el camino hasta el fondo del mar.

Después de media hora me sentí como un boxeador que está perdiendo la pelea en el octavo o noveno asalto de un combate de diez. Me habían golpeado en todas las partes don­de está permitido hacerlo, en cada centímetro cuadrado. Las frases me llegaban como puñetazos, y las veía y recibía como tales. «Ah, sí, aquí viene otro directo al riñón; recuerdo uno así en el tercer asalto.» «Ah, sí, y aquí viene otro directo al bí­ceps... en teoría no duele, pero maldita sea, jno hace precisa­mente cosquillas!» «Y acabo de recibir otro que estaba seguro de que me iba a pasar por encima del hombro, pero me ha dado de lleno en la oreja.»

Cuando terminó, salí con los demás y me planté en el otro lado de la calle, suponiendo que B aparecería al cabo de pocos minutos. Tuve así algo de tiempo para pensar y esto es lo que pensé:

* El texto de este discurso se encontrará en las páginas 324-336.

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He estado viviendo en una especie de cápsula del tiempo, o tal vez en el pabellón especial de un hospital que no ha cam­biado, ay, desde los años cincuenta. Un pabellón donde mis padres y sus amigos hubieran sido felices. No estoy seguro de lo que quiero decir con esto, sólo estoy tanteando. En este pa­bellón, Glenn Miller todavía está de moda, no como una figu­ra nostálgica, sino como lo estaba para mis padres en su época de estudiantes. En este pabellón los jóvenes celebran bodas muy concurridas y pasan la luna de miel tratando de entender de qué va este mundo. En este pabellón las parejas utilizan el método de los ciclos de ovulación y tienen niños cuando falla. En este pabellón no existen hijos del crack, ni sectarios fanáti­cos, ni terroristas. En este pabellón, si alguien por casualidad sintonizara en la radio la charla de B, no dudaría en cambiar de emisora para buscar ptraxosa, algo acorde con la vida del pabellón.

No creo haber tenido en realidad estos pensamientos concretos mientras esperaba fuera del teatro, ni estoy seguro de que por mi cabeza pasara un solo pensamiento coherente. Estaba allí sin más, sintiéndome condenado a algo inevitable. Cuando me di cuenta, alguien había apagado las luces de la marquesina y del vestíbulo. Quizá pasaron diez minutos. Fi­nalmente reaccioné y me di cuenta de que no se iba a repetir la pauta de la noche anterior. B seguía dentro, y si yo quería ha­blar con él, tendría que entrar en el teatro. Me acerqué furtiva­mente a la puerta lateral; parecía una salida de emergencia para fumadores, con una caja de cerillas que impedía que se cerrase. Entré, tiré la caja de cerillas y dejé que la puerta se ce­rrara detrás de mí.

Muy a lo lejos se oían voces. No había nada especial en ellas, no parecían particularmente alegres o tristes, excitadas o tranquilas. Podrían haber pertenecido a personas que discu­tieran una ordenanza municipal o el fin del mundo. No había manera de saberlo, aunque me quedé parado escuchando duran­te un minuto entero mientras mis ojos trataban de encontrar un destello de luz que me permitiera ver el camino.

El escenario debía de estar más o menos frente a mí, más allá de una serie desconocida de pasillos, camerinos, zonas de espera, y por último las bambalinas del propio escenario. Como

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no había ningún ángel servicial que me guiara, comencé a avanzar tanteando, y después de un par de minutos fui recom­pensado con la visión fugaz de una luz gris, a mi izquierda. Era una bombilla desnuda que colgaba sobre un escenario des­nudo y que iluminaba débilmente el auditorio vacío.

En el submundo

El confuso murmullo de voces se oía igual de distante. Lo se­guí por detrás del escenario hasta una escalera metálica de ca­racol y descendí hacia la oscuridad. No necesitaba ver porque los peldaños eran regulares, y la barandilla, sólida. Una vez había visto en alguna parte el plano de la sección vertical de un teatro, que mostraba un primer nivel debajo del escenario, un se­gundo, un tercero y un cuarto, y recuerdo haberme preguntado qué se podría guardar provechosamente a tal profundidad. El mido de mis pasos no tardó en oírse abajo y el murmullo cesó. El cuarto nivel, donde la escalera terminaba, era espacioso y de techo alto. En el extremo más alejado, colocadas sobre cajas, mesas y estantes, un centenar de velas iluminaban una zona que parecía una salita en medio de una tienda de antigüedades.

B estaba sentado en un sillón, delante de mí. Me saludó con la mano y dijo en voz alta:

—¡No se preocupe! ¡No hay ratas! —como estimulándo­me a avanzar. De repente, una docena de rostros surgieron en­tre los objetos amontonados para mirarme confusamente des­de detrás de muebles antiguos y en mal estado, alfombras enrolladas, mohosos maniquíes de modista, animales diseca­dos, grandes armarios, montones de libros y revistas, y per­cheros con trajes desteñidos. B pareció percibir mi timidez y facilitó mi acercamiento con una explicación acerca de la ausencia de ratas—·. La dirección se esfuerza por representar El rey Lear por lo menos una vez cada dos años —dijo.

Cuando todos los ojos se hubieron posado en él, continuó:—«Rata, ratón y cervatillo durante siete largos años la co­

mida de Torn han sido»... Lear, acto III, escena IV —como si esto lo explicara todo.

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Señaló un sillón que había a su derecha, un espléndido Biedermeier con ajados cojines de terciopelo verde pálido. El mismo ocupaba una bergére Regencia aún más espléndida, en dorado y ébano, con patas en forma de garras y brazos con cabezas de león talladas. Me senté y miré a mi alrededor.

Había a mi derecha un estrambótico diván estilo Directo­rio, y Shirin se encontraba arrellanada en un extremo del mismo, ataviada como siempre con vaqueros, esta vez de color marrón claro, botas y una camisa de seda, esta vez de color verde oscu­ro en vez de negro. Me miraba con interés educado, y yo no estaba del todo seguro de que me hubiera reconocido. El otro extremo del diván estaba ocupado por una adolescente de fac­ciones muy marcadas que llevaba vaqueros azules y una ca­miseta gris.

—Les presento a Jared Osborne —dijo B a los demás, que asintieron con la cabeza... me pareció que sin la menor muestra de entusiasmo—·. Que cada uno se presente más tarde. —Se volvió hacia mí y dijo—: Todavía estamos deba­tiendo la pregunta que se planteó al final, acerca de la necesi­dad de un programa. ¿Cómo la hubiera respondido usted?

—Me temo que no la recuerdo.—En esencia, quien hizo la pregunta inquirió qué debe­

ríamos hacer ahora que vemos que nuestra cultura avanza ha­cia la autodestrucción.

—¿Y usted me está preguntando a mí cómo la contes­taría?

—Debería puntualizar —dijo B a su público— que Jared Osborne es sacerdote católico romano.

—No estoy aquí en calidad de sacerdote —repliqué.B se encogió de hombros.—Supongo que el punto de vista se conserva incluso

cuando se abandona el empleo.—Sí, es así, pero vine aquí para escuchar, no para hablar,

si le parece bien.—Claro... Poco antes de que llegara usted, acababa de

hacer un comentario acerca de la salvación del mundo, y Mi­chael... —señaló con la cabeza a un hombre alto que estaba entre el público— había puesto peros a este lenguaje basándo­se en que el mundo no necesita que lo salvemos, sino que lo

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dejemos tranquilo. Yo estaba explicando que no había em­pleado la palabra mundo en sentido biológico, sino en sentido bíblico tradicional y también en el literario, que no se refiere a la biosfera planetaria que llamamos «mundo», sino más bien a algo que se describiría mejor como «esfera de actividad ma­terial humana». A este mundo se refería Wordsworth cuando escribió: «El mundo nos abruma». Es también el mundo al que se refería Byron cuando escribió: «No he amado al mundo ni el mundo me ha amado a mí». Es el mundo al que se refería Juan cuando escribió: «Quien ama el mundo es un extraño para el amor del Padre». ¿No está de acuerdo, padre Osborne?

—Sí, es verdad que Juan no se refería a la biosfera.—Lo que dije fue lo siguiente: si el mundo se salva, será

salvado por gente con mentalidad nueva, gente con una nueva visión. No lo 'Sálvara gente con mentalidad vieja y programas nuevos, ni gente con una visión vieja y un programa nuevo.

Todos los presentes parecían estar mirándome, aguardan­do mi respuesta. No podía imaginarme el porqué, pero sin duda era así. Dije:

—No estoy seguro de conocer la diferencia entre una vi­sión y un programa.

—Reciclar es un programa —explicó B—Apoyar una le­gislación que beneficie al planeta es un programa. No se necesita una visión nueva para comprometerse con estos programas.

—¿Está diciendo que estos programas son una pérdida de tiempo?

—De ninguna manera, aunque sí tienden a crear en la gente un falso sentimiento de progreso y esperanza. Los pro­gramas se inician para oponerse o derrotar a una visión.

—Déme un ejemplo de lo que quiere decir usted con visión.—La visión de nuestra cultura defiende el aislamiento,

por ejemplo. Defiende un hogar separado para cada familia. Defiende los cerrojos en las puertas. Defiende enérgicamente el quedarse aislado detrás de las puertas cerradas viendo el mun­do electrónicamente. Como las cosas son así, no se necesitan programas para alentar a la gente a que se quede en casa vien­do la televisión. En cambio, si uno quiere que la gente apague el televisor y salga de su casa, se necesita un programa.

—Entiendo... creo.

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—El aislamiento está apoyado por la visión, de manera que éste se cuida solo, pero la formación de una comunidad no lo está, y por lo tanto necesita estar apoyada por programas. Los programas circulan invariablemente en dirección contraria a la visión y en consecuencia se tienen que endosar a la gente... se tienen que «vender». Por ejemplo, si se quiere que la gente viva con sencillez, que reduzca el consumo, que reiitilice y re­cicle, hay que crear programas que fomenten estos comporta­mientos. Pero si se quiere que consuman mucho y derrochen sin cesar, no se necesita crear programas de estímulo, puesto que estos comportamientos están apoyados por nuestra visión cultural.

—Sí, comprendo.—La visión es el río que fluye. Los programas son estacas

clavadas en el lecho del río para impedir que fluya. Lo que es­toy diciendo es que el mundo no será salvado por gente con programas. Si el mundo se salva, se salvará cuando la gente que lo habita tenga una nueva visión.

—En otras palabras, la gente con una nueva visión tendrá nuevos programas.

—No, eso no es lo que estoy diciendo. Repito: la visión no necesita programas. La visión es el río que fluye. La revolu­ción industrial fue un río que fluía. No se necesitaron programas para ponerla en marcha y mantenerla en movimiento.

—Pero no fluía desde siempre.—Exacto. No era un río en el siglo II, ni en el VIII, ni en

el XIII. No había indicios del río en esos siglos. Pero, una detrás de otra, surgieron diminutas fuentes burbujeantes y comenza­ron a manar juntas, década tras década, siglo tras siglo. En el siglo XV era un hilo de agua, en el XVI se convirtió en arroyo. En el XVII se convirtió en riachuelo y en el XVIII se convirtió en río. En el XIX pasó a ser un torrente. En el XX llegó a ser una inundación que anegó el mundo entero. Y durante todo este tiempo no hizo falta un solo programa para fomentar su desa­rrollo. Cobró vida y se sostuvo e intensificó exclusivamente por medio de la visión.

—Comprendo.—Un indicio de nuestro derrumbamiento cultural es que

apoyar nuestra visión haya llegado a considerarse perverso,

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mientras que tratar de minarla se considere noble. Por ejem­plo, a los niños, en la escuela, nunca se les incita a desear las recompensas materiales del éxito. El éxito es algo que debe bus­carse por sí mismo, en ningún caso por la riqueza que puede proporcionar. Los dirigentes empresariales podrían presentar­se como modelos por su «creatividad» y su «contribución a la sociedad». Pero nunca serían presentados como modelos idea­les de conducta porque tienen casas lujosas, coches carísimos y criados para satisfacer todas sus necesidades. En los libros de texto de nuestros hijos, una persona admirable no haría nada sólo por dinero.

—Sí, supongo que eso es verdad,—A la gente de nuestra cultura le gusta «morder balas».

Para quienes no estén familiarizados con esta expresión, diré que «morder la bala» equivale a tener buenas tragaderas y sirve en teoría para soportar el dolor. Primero tratamos de evitar el dolor, pero si éste es inevitable, hay que «morder la bala». Para la mayoría de quienes escriben y piensan sobre nuestro futuro, es una conclusión inevitable que todos tengamos que morder la bala con mucha fuerza para sobrevivir. A estos pensadores y escritores no se les ocurre que sería mucho menos doloroso empezar de nuevo. Tal como ellos lo ven, nuestra misión es apretar los dientes y aferramos fielmente a la visión que nos está destruyendo. A su modo de ver, nuestro destino es darnos de martillazos en la cabeza con una mano mientras usamos la otra para tomar aspirinas que nos calmen el dolor.

Le pregunté:—¿Es tan fácil cambiar una visión cultural?—No puede medirse por su facilidad o su dificultad. Las

medidas pertinentes son la predisposición o la no predisposi­ción. Si no es el momento indicado para una idea nueva, no hay poder en el mundo capaz de hacerla cuajar, pero si es el momento indicado, se extenderá por el mundo como un re­guero de pólvora. El pueblo de Roma estaba preparado para escuchar lo que san Pablo tenía que decirle. Si no lo hubiera estado, el santo habría desaparecido sin dejar rastro y su nom­bre nos sería desconocido.

—El cristianismo no se extendió precisamente como un reguero de pólvora.

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—Considerando la velocidad a la que era posible propa­gar ideas nuevas en aquellos tiempos, sin imprenta, radio ni televisión, se extendió como un reguero de pólvora.

—Sí, supongo que sí.—Lo que quiero dejar claro en este punto es que no tengo

la menor idea de qué hará la gente cuando haya cambiado de mentalidad. Pablo estaba en la misma situación cuando reco­rría el Imperio transformando puntos de vista en la mitad del siglo I. No pudo de ninguna manera prever la evolución insti­tucional del papado o el estado de la sociedad cristiana en la Europa feudal. Contrasta con esto el caso de uno de los pri­meros escritores de ciencia ficción, Julio Verne, que pudo ha­cer excelentes predicciones con un siglo de antelación porque nada cambió entre su época y la nuestra en lo que se refiere a la visión de las cosas. Si la gente del siglo venidero tiene un^ visión distinta, entonces hará algo que es completamente im­previsible para nosotros. En realidad, si no fuera así, si sus ac­ciones fueran previsibles, se probaría entonces que después de todo no tenían ninguna visión distinta, y que su visión y la nuestra eran esencialmente la misma.

—Me parece que, sin embargo, usted sí tiene un progra­ma. Su intención es cambiar la mentalidad —dije.

—¿Diría usted que Pablo tenía un programa?—No, en realidad no. Diría que tema un objetivo o una

intención.—Yo diría lo mismo de mí. Programa no es la palabra in­

dicada para lo que estoy haciendo, aunque sé que es la que em­pleé para responder a la pregunta de esa mujer esta noche. En este momento, en nuestra cultura, el río fluye en dirección a la catástrofe, y los programas son estacas clavadas en el lecho del río para obstruir su curso. Mi objetivo es cambiar la dirección de la corriente, desviarla de la catástrofe. Si el río discurriera en una nueva dirección, la gente no tendría que crear programas para impedir que fluya y todos los programas que existen actualmente quedarían clavados en el barro, a la vez innecesarios e inútiles.

—Muy ambicioso —comenté con concisión.—Puede decir que mis delirios son mesiánicos —dijo B

con una sonrisa—Otros lo han hecho... los que me acusan de ser el Anticristo.

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Esas palabras me produjeron una leve conmoción y pasé un momento reflexionando sobre ellas antes de responder que no veía qué tenía que ver el Anticristo con eso.

—Es porque no ha oído lo suficiente... o no ha podido seguir lo que ha oído hasta sacar conclusiones lógicas.

Aquí me había pillado. No cabía la menor duda. O al me­nos, eso pensé.

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Domingo, 19 de mayo (cont.)

La Inquisición

—Me gustaría saber qué hace el padre Osborne aquí —dijo Shirin. La miré, pero sus ojos estaban fijos en B.

—¿Y si dejamos que él mismo nos lo explique? —sugi­rió B.

Shirin cambió una rápida mirada con la joven sentada en el otro extremo del elegante diván Directorio. Todos los pre­sentes parecieron intercambiar fugaces miradas con sus veci­nos. Al parecer, la respuesta fue un sí para B, que se volvió y me indicó con la cabeza que esa pregunta era para mí.

Me imaginé que yo debía de tener un buen instinto de es­pía, pues vi en un instante que había muchas verdades nada peligrosas que podría decirles sin acercarme lo más mínimo a cualquier mentira que pudiera ponerme en un aprieto más adelante. Mi conversación con B había mantenido mi aten­ción concentrada en él hasta ese momento. Aiiora que me to­caba a mí hablar, miré alrededor. A Shirin ya la he descrito antes. Para mí era como una esfinge inescrutable, con sus ras­gos acentuados y su mirada penetrante. Bonnie, la joven situada en el otro extremo del diván (que después supe que era hija de un empresario estadounidense), se comportaba de un modo aún más desconfiado y hostil. Los oyentes situados detrás de ellas (fuera de lo que yo consideraba un círculo más íntimo) parecían más neutrales. El hombre a quien B había llamado Michael me inspiró una espontánea simpatía, no estoy seguro del porqué. Daba la impresión de ser alto, torpe, de apariencia un tanto cómica, con orejas grandes y carnosas, cara alargada, ojos soñolientos y labios gruesos y joviales, pero a la vez muy

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inteligente y modesto por naturaleza. Vestía con una ropa tan discreta que no la recuerdo en absoluto. Había una mujer de baja estatura y aspecto astuto, de unos cincuenta años, a la que, por alguna razón, catalogué como directora de escuela. Me fijé también en un hombre de aire distinguido, de unos se­tenta años, tal vez médico o bibliotecario jubilado; más tarde descubrí que era panadero. Había una pareja joven de clase trabajadora que parecía nerviosa y un tanto alarmada; eran los Teitel, Monika y Heinz. Había otro muchacho, de unos vein­te años, de sonrisa forzada y presuntuosa que parecía esperar la ocasión de aplastarme como a un insecto con su inteligencia colosal; era Albrecht.

—Permítanme comenzar explicando quz no hago aquí —les dije—·. No estoy aquí como emisario del Vaticano. Si lo estuviera, lo notarían por mi aspecto: llevaría traje negro y al­zacuello. Es cierto, por otra parte, que fui enviado por mi or­den, pero no como misionero o polemista. No estoy aquí para convertir a nadie ni para defender la Fe. Estoy aquí para escu­char y comprender.

—¿Qué orden? —preguntó Shirin.—Los laurentinos. —Resultó evidente que el nombre no

le sonaba en absoluto. Le expliqué que era una orden de edu­cadores similar a la de los jesuítas.

—¿Por qué quieren los laurentinos «entender» a B? ¿Por qué ellos y no los dominicos o tas franciscanos?

—Me temo que no puedo hablar por los dominicos o los franciscanos.

—Mi pregunta es: ¿por qué sienten curiosidad los lauren­tinos? Supongo que puede hablar por ellos.

Aquí me había cogido, por supuesto. No estaba lejos de admitir que los laurentinos buscaban la confirmación de que la acusación de Anticristo contra B era infundada, pero él acaba­ba de decirme que yo todavía no estaba a la altura de ese tema por lo que a él concernía.

—La pregunta resulta un poco ambigua —respondí—·. ¿Quiere saber por qué alguien de la Iglesia tiene curiosidad, o por qué los laurentinos en particular tienen curiosidad?

—¿Son respuestas diferentes?—Sí, lo son.

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—Pues bien, comience por decirnos por qué alguien de la Iglesia siente curiosidad.

—Evidentemente, ustedes llaman la atención en el terre­no religioso, es por eso. Cualquiera que hubiera pasado por delante del teatro anoche se habría dado cuenta y habría senti­do curiosidad por saber de qué se trataba.

—De acuerdo. ¿Y por qué tienen curiosidad los laurentinos?—Le voy a contestar sin rodeos: nos gusta adelantarnos a

los demás. Nos gusta ser un poco más ágiles, un poco más ob­servadores, un poco más curiosos y un poco más ávidos, para que nuestra curiosidad se vea satisfecha.

—Exploradores.—Es así como nos gusta vernos a nosotros mismos. ¿Es

reprensible?Shirin sonrió y negó con la cabeza.—Muy bien hecho —dijo.Miré a B, que asentía con la cabeza.—Estupendamente hecho —observó—-. Los lobos real­

mente listos saben que el lobo más sospechoso de la manada es el que va disfrazado de oveja.

—¿Qué quiere decir con eso? ¿Que los lobos realmente listos no tontean con disfraces?

B paseó la mirada por la habitación y finalmente hizo una seña con la cabeza a Michael, que me dedicó una sonrisa estú­pida y dijo:

—En realidad, los lobos listos se disfrazan de lobos bon­dadosos.

Unas cuantas réplicas enérgicas relampaguearon en mi ca­beza, pero sabía que nada de lo que dijera haría tambalear la verdad de aquella acusación implícita.

La mujer a quien había catalogado como directora de es­cuela empezó a hablar en ese momento en un inglés lento y con fuerte acento extranjero:

—Durante cuarenta años me he regido por este principio: «Nunca confíes en un cristiano». Ni una sola vez me ha dado ningún cristiano motivos para cambiar de actitud.

—¿Puedo preguntar por qué? —dije, contento por la dis­tracción.

Me miró con franco desprecio:

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—Su lealtad siempre es dudosa; está... corrompida.Al no encontrar las palabras que deseaba, se dirigió a Mi­

chael en alemán y éste tradujo:—Frau Hartmann dice que la lealtad de usted está siem­

pre sujeta al cambio. Siempre expuesta a ser revisada de acuer­do con una norma no revelada. Hoy es amigo mío, pero hay una línea oculta dentro de su cabeza que señala el comienzo de su lealtad hacia Dios. Si cruzo esa línea sin darme cuenta, en­tonces, aunque siga sonriéndome como amigo, pensará que es su deber destruirme. Esta semana es amigo mío, pero la sema­na que viene dirá alguien que soy una bruja y, como Dios quiere que quemen a las brujas, usted me quemará. Esta semana es mi amigo, pero la semana que viene dirán que soy anabaptista y, como Dios quiere que los anabaptistas mueran ahogados, usted me ahogará. Esta semana es mi amigo, pero la que viene dirán que soy valdense, y como Dios quiere que ahorquen a los valdenses, usted me ahorcará.

Michael me sonrió como disculpándose y me aclaró que Frau Doktor Hartmann era historiadora.

Como no se me ocurría ningún argumento para defen­derme de aquellas acusaciones, me volví hacia B y dije:

—Así que soy un lobo tratando de pasar por cordero; y por ser cristiano, poseo un sentido de la lealtad que resulta in­comprensible para los no cristianos. ¿Dónde nos deja esto?

—No lo sé. ¿Shirin?—¿Qué hace con las notas que toma cuando B habla?—No son notas —le respondí—·. Son transcripciones ta­

quigráficas.—Está bien. ¿Qué hace con ellas?Shirin ya había estado en mi hotel una vez para registrar

mi habitación. Si había hecho una cosa así, no sería ninguna hazaña averiguar qué hacía yo con mis transcripciones. (En otras palabras, debía suponer que ella ya lo sabía.)

—Las envío por fax a mi superior en Estados Unidos.—¿Para qué las quiere? Y, por favor, no me diga cuánto

anhela estar en la vanguardia del pensamiento religioso.Me volví hacia B y dije:—¿Qué viene después? ¿Astillas bajo las uñas? ¿La porra

de goma?

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El rostro gargoliano de B se torció en una mueca que pa­recía mitad seria y mitad humorística.

—¿Por qué insiste en remitirme sus problemas a mí? A quien debe contentar es a Shirin. Háblele a ella, no a mí.

Quedé pasmado por aquella traición al género masculino, y también por mi traición a mí mismo. Inconscientemente había querido dar un codazo a B para que se pusiera de mi parte: nosotros los tíos contra el enemigo común. Estaba de­cepcionado de mí mismo; me había imaginado por lo menos una década más allá de aquellos juegos de colegiales.

Miré a Shirin y mi condición de sacerdote me resbaló por los hombros como una capa con el cierre roto. En un instante se convirtió en persona y dejó de ser una feligresa impertinente y molesta a quien de alguna manera tenía que apaciguar y per­suadir. Ahora veía que lo que había en aquellos ojos no era hostilidad y sospecha, sino, sorprendentemente, miedo. Por alguna razón que me resultaba inconcebible yo era una fuente de terror para aquella mujer vigorosa y competente. El cora­zón se me derritió de pena por ella y de remordimiento por el calculado espejismo que había acabado por ponerme frente a ella.

En ese momento tenía verdadera intención de responder a su pregunta y hasta puede que pensara que lo estaba hacien­do cuando empecé a hablar.

Surge alguna verdad

—B asegura que el mundo al que pertenezco está extinguido —dije—·. Hace décadas que lo está y nosotros ni lo sospechá­bamos.

Shirin fruncía con fuerza el entrecejo, esforzándose por entender el sentido de mis palabras, pero sin querer distraer­me, puesto que sin duda, finalmente, me había decidido a confesar alguna verdad.

—No es del todo cierto —continué—. Nosotros sospe­chamos que estamos anticuados, pero confiamos en que nuestras sospechas sean infundadas. ¿Comprende lo que quiero decir?

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Shirin negó con la cabeza con aire de desamparo.—Estoy hablando de nosotros, los guardianes de la fe,

¿entiende? Los profesionales. Sabemos cómo resolver nuestras sospechas... tenemos que hacerlo, porque nuestra misión es resolver las sospechas de otra gente. Somos en gran medida consoladores profesionales, tranquilizadores profesionales, di­sipadores profesionales de la duda.

Shirin asintió levemente, un milímetro o algo así, como para hacerme saber que ya empezaba a seguirme, aunque con dificultad.

—Nuestro mensaje para aquellos a quienes debemos tranquilizar es: «No os preocupéis, no ha pasado nada, el mundo sigue siendo lo que era. No estéis inquietos, no estéis alarmados. Los cimientos son sólidos, los pilares siguen fir­mes. Nada ha cambiado desde... el año 1000, el año 200, el año 33, cuando Alguien abrió las puertas del cielo para noso­tros, Alguien que dio su vida por nuestros pecados y que al tercer día resucitó de entre los muertos. Ni una sola cosa ha cambiado desde entonces. Aunque vamos a la guerra con bom­bas inteligentes y gases paralizantes en vez de espadas y piedras y escribimos nuestros pensamientos en discos de plástico en vez de usar rollos de papiro, estos días son aún aquellos días».

De repente le tocó a Shirin recurrir a B en busca de ayu­da. Como B no se la ofreciera, se dirigió a la amiga sentada en el otro extremo del diván, a Frau Hartmann, a Michael. Nin­guno parecía tener nada similar a una sugerencia. Sin más po­sibilidades a la vista, se vio obligada a volver a mí.

—Creo que no entiendo por qué me está contando esto —dijo.

—Tuve la impresión de que usted quería la verdad.—Así es.—No puede decir alegremente: «Lo que yo entiendo por

verdad es esta única pieza del rompecabezas. Si no es esta úni­ca pieza, no quiero oír nada al respecto».

Shirin pestañeó y asintió con la cabeza.—Lo lamento —dijo—·. No entendía lo que usted estaba

haciendo.—Estos días son todavía aquellos días. ¿Entiende el sig­

nificado de estas palabras?

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—A decir verdad, no estoy segura.—Usted preguntó por qué mi superior se interesa por lo

que ocurre en Radenau. Y yo le explico: está interesado porque estos días son todavía aquellos días. Nada ha cambiado. Los cimientos son sólidos, los pilares todavía son firmes.

Shirin meditó aquello durante un momento y pidió ayu­da a B.

—Creo que el padre Osborne está a punto de aclararlo.—Les agradecería que omitieran mi título —le dije, a la

vez <çpie miraba alrededor, abarcando a todos los que estaban en la habitación—Al llamarme padre Osborne insisten en mi condición de persona ajena al grupo, de alguien puesto a pmeba.

—-¿Cómo quiere que le llamemos? —preguntó B con amabilidad.

—Si generalmente utilizan los nombres de pila, como pa­rece ser el caso, preferiría que me llamaran Jared.

—Para mí Jared está bien —dijo B—·. Pero cada uno se­guirá sus preferencias.

—De acuerdo —acepté, y me volví hacia Shirin—·. Hace cuatrocientos años, cuando nuestra orden fue fundada para defender a la Iglesia de las fuerzas de la Reforma, se hizo cargo de una misión adicional, excepcional, poco comentada en si­glos recientes. Esa misión era mantener una vigilancia espe­cial, una observación especial: debíamos ser los primeros en reconocer al Anticristo.

Un silencio sepulcral se cernió sobre nosotros, finalmente interrumpido por Frau Hartmann, quien con voz ronca dijo:

—Seguramente está bromeando.—Si piensa eso —le dije—·, es que no ha estado escu­

chando. Estos días son todavía aquellos días.—¿Quiere decir que los laurentinos todavía ejercen esa vi­

gilancia? —intervino Shirin.—Así es, aunque para ser sincero, no lo supe hasta hace

muy poco tiempo. Creí que había quedado olvidado hace si­glos. Hasta yo había empezado a olvidar que estos días son to­davía aquellos días.

—Pero no son más que tonterías. Es lo que el populacho dice en las calles —dijo Frau Hartmann.

—Para ellos también estos días siguen siendo aquellos días.

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—Debe negar eso —dijo ella a B con firmeza—·. La pró­xima vez que hable en público, debe negar que es el Anticristo.

—'¿Negarlo, cómo? ¿Cree que debo hacer circular mi partida de nacimiento para demostrar que soy una persona totalmente corriente?

—Debe atacar la idea misma.—¿Con qué fundamento? Si es concebible postular la

existencia de un Cristo, como obviamente lo es, entonces, ¿por qué no debería ser concebible postular su antítesis?

—Pero usted no es su antítesis.—Esa es su opinión. Otros dicen que lo soy, como bien

sabe.—No tiene ningún fundamento, ningún fundamento que

sea... vemünftig.—Racional —aportó Michael.—Tal vez Jared pueda decirnos cómo ven esos argumen­

tos los laurentinos.—Opino como Frau Doktor Hartmann —dije—·. No veo

ningún fundamento racional que lo asocie a usted con el Anti­cristo. Se lo dije hace veinte minutos y usted me contestó que yo no había oído lo suficiente para decidir.

—Eso no vale como respuesta —replicó B—-. La pregun­ta inicial de Shirin parece más pertinente que nunca: ¿para qué quiere su superior sus transcripciones?

—Creí que ya estaba claro. Quiere saber lo que usted dice porque la gente lo llama el Anticristo.

—Pero... ¿qué opina de lo que lee? Y, a propósito, ¿esta persona tiene un nombre que pueda compartir con nosotros?

—Se llama Bernard Lulfre.B se quedó momentáneamente perplejo.—¿El arqueólogo?—Sí. ¿Lo conoce?—Conozco su trabajo. No sabía que fuera laurentino.—¿Cuál de sus trabajos conoce?B esbozó una sonrisa. Pareció que estuviese recordando

algo agradable.—El defendió de manera un tanto inflexible la teoría de

que los Manuscritos del Mar Muerto fueron obra de una co­munidad esenia que residía en Qumrán.

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—No sabía que la teoría estuviera en duda.—Está muy en duda a pesar del padre Lulfre y otros vie­

jos defensores de la línea tradicional.—Es evidente que ya no leo las publicaciones adecuadas.B se encogió de hombros.—¿Cómo reaccionó ante sus notas?—No ha reaccionado; todavía.—¿Cómo va a reaccionar?—Francamente, no lo sé. Desde luego no de manera gro­

sera o manifiesta.—Ah, no —dijo B con una sonrisa de reserva—·. Estoy

seguro de que el padre Lulfre nunca reaccionaría de manera grosera ni manifiesta. El padre Lulfre es pura sutileza.

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Domingo, 19 de mayo (cont.)

El Anticristo durante el café

Heinz y Monika Teitel habían desaparecido sin que yo me diera cuenta. En ese momento reaparecieron empujando un carrito de servicio por un pasillo sombrío que se abría detrás del sillón de B. Incongruentemente, pensé, era la hora del Kaf­

feeklatsch [chismorreos de sobremesa]. Acepté una taza de café acompañada de un insípido pastelillo espolvoreado con azú­car y me retiré a mi asiento mientras los otros se enfrascaban en una conversación por lo visto intrascendente alrededor del carrito. Sólo Shirin hizo caso omiso de todo y se quedó don­de estaba para reflexionar en privado.

Cerré los ojos y encontré los abismos interiores de mi mente completamente desiertos.

Después de diez o quince minutos, cuando hubieron reti­rado todo y todo el mundo estuvo sentado de nuevo, B co­menzó a hablar con la tranquilidad que era habitual en él.

—A la luz de lo que hemos oído aquí esta noche, he decidi­do alterar mis planes para las próximas semanas. —Con excep­ción de Shirin, que reaccionó ante estas palabras con tanta im­pavidez como si ella misma las hubiera pronunciado, los demás se mostraron muy sorprendidos—Todos los aquí pre­sentes, excepto Albrecht, creo, han estado conmigo por lo menos durante una serie completa de conferencias. Esto signi­fica que saben lo que Jared no sabe. Vosotros sabéis por qué hay piquetes ahí fuera que me acusan de ser el Engendro del Diablo, Belcebú, la Bestia y, cómo no, el mismo Anticristo.

—Lo hacen porque no entienden nada —masculló Frau Hartmann.

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—-¿Tú qué piensas, Shirin?—Lo hacen porque sí entienden —replicó Shirin en un

tono sombrío.B dijo:—-Temo que Shirin tenga razón, Frau Hartmann. Pero si

la tiene o no, no viene al caso. El padre Lulfre, y probable­mente otros de su rango, se han erigido en jueces nuestros, y estos hombres no van a encuestar a las masas para conocer sus puntos de vista. ¿No está de acuerdo?

La pregunta era para mí y le dije que estaba totalmente en lo cierto.

Heinz Teitel levantó la mano. Aquel joven desgarbado y su esposa, Monika, parecían ser, de todos los presentes, los que estaban menos cómodos en aquel grupo tan dispar. Tras disculparse por hacer perder el tiempo a los demás con una pregunta cuya respuesta probablemente no necesitaban, pre­guntó si yo podía explicar brevemente el significado del térmi­no en discusión.

—Ninguno de nosotros fue educado en un ambiente reli­gioso —dijo—-. Creo que siempre supusimos que el Anticristo era más una persona simbólica que real, como Mammón o Pandora.

—No es en absoluto una pregunta fácil o evidente —le aseguré—y de ninguna manera soy un experto, pero haré cuanto pueda. El Anticristo es una figura central en la historia mitológica del cosmos tal como se entendía éste en épocas le­janas... en nuestra cultura, como diría B. La cultura del Gran Olvido percibía el universo y la humanidad como productos de un único esfuerzo creativo que había ocurrido sólo unos miles de años antes. Percibía los sucesos de la historia humana como sucesos centrales del universo mismo, que se desplega­ban sobre un período relativamente breve. Sólo un par de cientos de generaciones de seres humanos había vivido desde el co­mienzo del tiempo, y se creía que sólo vivirían un par de cien­tos más antes del fin del tiempo... quizá menos que eso. Es importante darse cuenta de que la gente de aquel período no concebía la idea de un universo de miles de millones de años y con más miles de millones de años por delante. Tal como ellos lo imaginaban, el drama cósmico terna tan sólo unos mi-

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les de años... y no estaba lejos de terminarse. El tema central de este drama cósmico era la lucha entre el bien y el mal que se libraba en este planeta. Para los judíos, que eran probable­mente los mitologistas religiosos más poderosos de su tiempo, el tema sería resuelto por dos paladines. El paladín de Dios, el mesías, era esperado de un momento a otro y su aparición marcaría el comienzo de los días finales. También aparecería un adversario: el paladín de Satán, un Hombre del Pecado. Los dos paladines se enfrentarían en una lucha, las fuerzas del mal serían vencidas, y la historia y el universo llegarían a su fin.

»Los primeros autores cristianos tenían la misma visión de la historia, pero para ellos, por supuesto, el mesías ya había llegado y lo que faltaba era la llegada del Hombre del Pecado. Y como el mesías se había llamado Cristo, su adversario sería Anticristo. Desde el momento en que la misión del mesías fue evidente, la misión de su adversario lo fue también. Puesto que Cristo había venido para conducir a toda la humanidad hacia Dios, el Anticristo vendría para conducir a toda la humanidad hacia Satán. Y el Anticristo no fracasaría, así como Cristo no había fracasado. El Anticristo sería amado y seguido tan fer­vientemente como Cristo... pero sólo durante cierto tiempo, claro.. En última instancia, después de una batalla universal, las fuerzas de Dios triunfarían, concluyendo así la historia.

»Esta clara concepción del Anticristo se volvió confusa y se trivializó en los siglos siguientes a medida que una genera­ción tras otra encontraba a alguien a quien acusar con ese nombre. Cualquiera que fuera odiado o temido por muchos podía esperar ser llamado el Anticristo, y con el tiempo los dos bandos de la Reforma tuvieron que cargar con el título. Des­pués de ese período, desde el siglo XVII en adelante, la gente empezó a estar harta del concepto mismo. Cada generación si­gue proponiendo su propio candidato: Napoleón, o Hider o Sa- dam Husein, pero nadie lo toma muy en serio.

Un silencio inquieto acogió mi resumen. Todos parecie­ron divagar mentalmente durante un minuto y medio más o me­nos, y luego Heinz estuvo listo para continuar.

—Puedo entender por qué nadie lo toma en serio —dijo—. Lo que no puedo entender es por qué usted sí. Usted, su orden y su padre Lulfire.

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Admití que era una buena pregunta. De hecho, lo admití de varias maneras mientras me esforzaba por imaginar cómo explicar por qué era posible seguir tomando al Anticristo en serio. Finalmente dije:

—Esta situación fue prevista por el antiguo teólogo cris­tiano Orígenes. No me refiero a esta situación concreta; quiero decir que lo que previo es aplicable a esta situación. Dijo, en efecto, que cada generación produciría precursores y prefigu­raciones del Anticristo, y éstos merecerían el nombre en tanto que encarnarían el espíritu del Anticristo. Entre todos éstos, finalmente llegaría uno que merecería el nombre en sentido pleno. A causa de este último mantenemos nuestra vigilancia.

—-¿Qué significa eso de «uno que merecería el nombre en sentido pleno»?

—Es eso precisamente lo que no puede saberse de ante­mano. Sólo podrá saberse cuando suceda. Es decir, cuando veamos al verdadero Anticristo, entonces sabremos lo que el nombre significa. En ese momento nos diremos: «¿Cómo pudimos imaginar que Nerón era el Anticristo, o el Papa, o Lu- tero, o Hider?». El verdadero Anticristo nos revelará el sig­nificado de la profecía misma. En realidad es así como lo conoceremos. El será quien nos indique qué significa ser el Anticristo.

La sentencia para el condenado

El silencio que siguió a este discurso fue aún más estremece- dor que el anterior. Por fin el joven Albrecht rompió su silen­cio para preguntar a B por qué iba a cambiar sus planes por mí. Me sorprendí cuando no habló con acento alemán, sino con acento inglés.

—Para librarme de él cuanto antes —respondió B.—Si quiere librarse de él, deje que lo hagamos Heinz,

Michael y yo. Podemos llevárnoslo y tirarlo al lago o algo por el estilo.

—Dudo mucho que eso fuese beneficioso. ¿Qué opina us­ted, Jared?

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—Estoy de acuerdo, no serviría de mucho. Soy totalmen­te sustituible, y si desapareciera, la sospecha recaería sobre us­tedes casi al instante.

—Me temo que Jared tiene toda la razón —dijo B al mu­chacho.

—-Todavía no veo qué ganaremos con ayudarlo.—Demuéstrame que obstaculizándolo conseguiremos más

y yo lo haré.Albrecht lo pensó seriamente, pero resultó evidente que

no se le ocurrió nada.B se puso de pie y dijo:—Creo que ya es suficiente por hoy. Shirin o yo estare­

mos en contacto con vosotros. —Luego se volvió hacia mí y añadió—: Shirin lo acompañará a su hotel. Vuelva mañana a las seis o las siete.

Me disponía a decir que no era necesario que me pusiera una escolta para un paseo de cuatro manzanas, pero entonces me di cuenta de que B lo sabía tan bien como yo.

El prisionero es liberado

Me sorprendí al comprobar que todavía era noche cerrada cuando salimos del teatro. Aunque veía la hora en mi reloj, tenía la sensación de que era mucho más tarde después de ese prolongado Sturm und Drang.

Caminamos en silencio durante unos minutos y luego co­menté que ellos parecían sentirse muy a gusto en el Schaus- pielhaus Wahnfried.

—El gerente es uno de los nuestros —dijo Shirin sin am­pliar el tema.

—¿Ustedes viven allí, entonces?—Podría decirse que es nuestra base de operaciones, sí.—Pero ¿por qué en Radenau?En cuanto lo hube preguntado recordé que sabía el moti­

vo. El «misterioso autor de la llamada» me lo había explicado por teléfono en Múnich. Por un segundo me quedé helado de pánico, pero luego me di cuenta de que era una pregunta to-

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talmente normal; el haberla evitado podría muy bien haber suscitado más sospechas que el formularla.

—Aquí hay un centro médico que se dedica al estudio y tratamiento de enfermedades mixtas del tejido conjuntivo —ex­plicó.

—¿B tiene una enfermedad mixta del tejido conjuntivo? —pregunté.

—-Yo la tengo. Esclerodermia, para ser exactos.—Lo siento —dije—·. Mis conocimientos médicos son

bastante pobres. ¿Tiene algo que ver con esto? —Me señalé con el dedo la nariz y las mejillas.

—La mariposa del lupus —dijo Shirin.—Perdón, ¿qué es el lupus?—Otra enfermedad mixta del tejido conjuntivo. Tengo

síntomas de las dos.—Espero que no sea grave.—¿De veras?—Sí, de veras. Lo crea o no, los sacerdotes de vez en

cuando somos capaces de tener sentimientos humanos —dije con la intención de aligerar un poco mi confusa sarta de men­tiras.

—Depende —aclaró—de la medida en que estén afecta­dos otros órganos: corazón, pulmones, riñones... Por desgracia, en mi caso es muy grave. Nadie cree que llegue a ver el nuevo siglo. La parte positiva, también en mi caso, es que el fin probablemente llegará de repente, y yo podré seguir bastante activa hasta entonces. No es una enfermedad agradable para andar por ahí con ella mucho tiempo.

El clero dispone de abundantes argumentos útiles y con­tundentes para utilizarlos en momentos así, pero no recurrí a ninguno. Por tercera o cuarta vez, ni siquiera quise decir que lo lamentaba. Seguimos caminando un trecho en silencio.

Finalmente me preguntó si yo sabía por qué B le había dicho que me acompañara al hotel. Le respondí que lo ig­noraba.

—Yo también, en ese momento —dijo—-. Pero ahora lo sé. El sabía que yo podría pensar en lo inconcebible y pregun­tar kximpreguntable. La gente que está en mi situación tiene práctica en eso.

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—¿Tiene una pregunta impreguntable para mí?—Así es.—Adelante.—¿Qué hará su padre Lulfre si decide que B es el Anti­

cristo?Me reí, en cierto modo.—Entiendo lo que quiere decir. Eso es completamente

inconcebible.—¿Sería impensable que él decidiera que B es el Anti­

cristo?—Sí.—Entonces, ¿qué sentido tiene que lo envíen a usted

aquí?Me llevó uno o dos minutos elaborar una respuesta. Aun­

que parezca increíble, no había encontrado una razón para hacerlo antes de ese momento.

—Si un día sale una mancha que parece una Virgen que llora en la pared del salón del señor Fulano, y todos juran que ven rodar lágrimas por las mejillas de la Virgen todos los viernes a las tres de la tarde, y miles de peregrinos desfilan por allí día y noche, semana tras semana, y la gente sostiene que los enfermos se curan milagrosamente en ese santuario, enton­ces, a la larga, la Iglesia enviará a alguien para que investigue. Y ese alguien será un desventurado sacerdote como yo, envia­do desde muy lejos, porque sería demasiado doloroso para el sacerdote del lugar hacer ver a sus vecinos que esa mancha apareció inmediatamente después de las fuertes lluvias de la primavera pasada, y que los Fulano llamaron a un albañil de la zona para que les arreglara las goteras del techo la misma semana, y que a nadie se le permite acercarse a la Virgen los viernes por la tarde excepto al señor Fulano, y que el frasco que usa para recoger las lágrimas podría muy bien usarlo para devolverlas a su lugar, y que aunque el señor Fulano en reali­dad no cobra a nadie por entrar en su casa, hay una cesta junto a la puerta que siempre está llena de dinero, y aunque un par afirmaron haber sido curados de algo, no se quedaron el tiem­po suficiente para que un médico los examinara.

—Entonces, a ese sacerdote no lo mandan para ver si ha ocurrido un milagro.

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—Por supuesto que no. Lo envían para cerciorarse de que no ha habido ningún milagro.

—Me temo que eso es demasiado retorcido para mí. Si todos suponen que no hubo milagro, ¿por qué mandar a un sacerdote?

—Porque a alguien tienen que mandar. No importa que sea inverosímil, no importa que sea improbable, hay que enviar a alguien.

—Y alguien tiene que leer su informe.—Por supuesto. Lo leerán, analizarán, confirmarán, certi­

ficarán bajo juramento y, finalmente, las copias del mismo lle­garán a los archivos diocesanos y es probable que incluso a los del Vaticano, donde descansarán hasta el fin de los siglos.

Continuamos recorriendo las calles desiertas de Radenau. Cuando ya se divisaba mi hotel, tuve la sensación de que Shirin preparaba una última pregunta.

—No estoy muy segura de cómo preguntar esto —dijo.—Pregúntelo como quiera.—¿Usted vino aquí considerando a B como una mancha

en la pared?—No, de ninguna manera. Cuando a uno lo envían debe

tomarse la investigación en serio.—Aunque la conclusión esté predeterminada.—Prácticamente predeterminada. Un noventa y nueve

coma noventa y nueve por ciento predeterminada. Siempre existe la remota posibilidad (casi infinitamente remota, pero no deja de estar ahí) de que la mancha sea una aparición milagro­sa que llora lágrimas reales todos los viernes por la tarde.

—O de que B sea el Anticristo.—Así es.—Entonces la pregunta aún no ha sido contestada: ¿qué

haría el padre Lulfre si decidiera que B es el Anticristo?—Diría a sus superiores que se prepararan para una nueva

era en la historia de la humanidad.—No le interesaría hacerlo.—No, en realidad no le interesaría.Nos detuvimos debajo de la marquesina y me volví para

mirarla de frente. Los ojos de Shirin buscaron los míos con una mirada suplicante que se hundió en mi corazón como un cu-

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chillo. Sostuvo mi mirada durante medio segundo y luego apartó la suya.

—Quiero creer que me está diciendo la verdad —mur­muró con incertidumbre.

—Lo estoy haciendo —dije.Y añadí para mí: «Por lo menos en lo que a eso se refiere».

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Lunes, 20 de mayo

Radenau: tercer día

Estoy sentado aquí, sin dejar de bostezar, esperando a que mis mandíbulas se desencajen. No de sueño, sino de nervios. Las seis, casi hora de marcharme.

El padre Lulfre ha recibido su fax diario en prolongado silencio. He hecho operaciones rutinarias de mantenimiento: dormir, ducharme, afeitarme, comer, etcétera, y he actualizado este diario hasta el último minuto. También he comprado un pequeño magnetófono muy bueno (y muy caro) que, a baja ve­locidad, graba dos horas completas de sonido en cada cara de una sola casete sin que yo tenga que intervenir.

6:07... Tengo la impresión de que debería seguir hasta haber encontrado el origen de este terrible nerviosismo. ¿Es el solo hecho de desempeñar este doble papel? Soy como un abogado tratando de representar a las dos partes en una dispu­ta... y luchando para persuadir a ambas partes de que es un profesional digno de confianza. Luchando para persuadirse a sí mismo de que es de fiar. Me revuelvo en un mar de mentiras mientras aparento ser alguien que pisa con firmeza sobre un terreno de gran solidez e integridad.

Por muy cierto que sea todo eso, sin embargo, sé que no es ésa la cuestión. Lo que me pone nervioso son los planes que B tiene para mí. Una cosa es investigar a alguien que podría ser el hombre vivo más peligroso... y otra muy distinta con­vertirse en su discípulo.

Escribir esto en palabras visibles no contribuye a que el nerviosismo se disipe, pero sí hace que dilatarlo más carezca de sentido.

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Otra vez allí abajo

B estaba solo en la sala de descanso subterránea del Schaus- pielhaus Wahnfried, y mientras yo recorría la distancia que nos separaba, serpenteando entre metros de desordenadas antigüedades teatrales, él me observaba con una sonrisa tris­tona. Estaba sentado, como la vez anterior, en su espléndida bergere Regencia, de oro y ébano. Yo me senté, como la no­che anterior, en mi espléndido sillón de cojines de terciopelo verde.

—Un par de veces —dijo después de que intercambiára­mos saludos educados—·, en Múnich y en mi charla de ano­che, me ha oído referirme a un colega, Ismael... otro maestro, pero una clase de maestro muy distinto de mí. Ismael era maestro mayéutico y yo no.

—¿Mayéutico?—Sí, de la palabra griega...—Creo que la conozco —le interrumpí—·. De la raíz

maia, que significa partera.—Así es. Un maestro mayéutico es el que se comporta

como una partera con sus alumnos, ayudándolos a dar a luz las ideas que han estado creciendo durante mucho tiempo en su interior.

Me detuve a pensar un momento y luego le pregunté si uno podía elegir ser maestro mayéutico o si era el tema que se enseñaba lo que lo decidía.

—No todo objetivo pedagógico se presta a un enfoque mayéutico. Por ejemplo: habría sido inútil que Isaac Newton hubiese querido extraer sus descubrimientos sobre óptica de la cabeza de sus alumnos... Inútil, porque no estaban en la cabeza de sus alumnos. En cambio, podría haber utilizado el enfo­que mayéutico para demostrar a los alumnos por qué le pa­recía que sus estudios de alquimia valían la pena. Sócrates, como se sabe, era famoso por el uso que hacía del método mayéutico. Jesús se interesó superficialmente por el mé­todo, casi siempre como medio de ayudar a la gente a enten­der sus propias preguntas, como cuando dijo: «Si yo expulso a los demonios por Belcebú, entonces, ¿por quién los expulsan vuestros hijos?».

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—Supongo que eso significa que lo que tiene que ense­ñarme no es algo que pueda sacar de mi cabeza —dije después de haberlo pensado un poco.

—En gran parte es así.Le enseñé el magnetófono que había llevado y le pregunté

si tenía inconveniente en que grabara nuestras conversaciones.—No tendría sentido que me opusiera —replicó—·. El

objeto de nuestra conversación es redactar un informe para su padre Lulfre.

Un mosaico

—Llegados a este punto, no tengo nada parecido a un pro­grama de estudios para ofrecerle —dijo B—·. Sabe lo que es un programa de estudios, supongo.

—Diría que es una secuencia de objetivos de enseñanza.—¿Una secuencia ordenada de qué manera? Presumible­

mente no es una secuencia arbitraria.—Supongo que lo ideal es que vaya de lo conocido a lo

desconocido o de lo simple a lo complejo. Un programa de es­tudios está estructurado como una pirámide, crece desde la base hacia arriba. Hay que saber A para aprender B, hay que saber A y B para aprender C, hay que saber A, B y C para aprender D, y así sucesivamente.

—Exacto, pero como le digo, no tengo un plan de estu­dios así; en vez de una pirámide, estoy construyendo un mo­saico: las teselas pueden organizarse en cualquier orden. En las primeras etapas no existe nada que se parezca a una imagen, pero a medida que se acumulan teselas, comienza a perfilarse una imagen. Conforme se añaden todavía más teselas, la ima­gen se hace más clara, más definida, hasta que finalmente uno está seguro de que tiene ante sí la imagen básica. En lo suce­sivo, la figura ganará en precisión y detalle a medida que se continúan añadiendo teselas. Por fin parece que ya no faltan piezas y sólo quedan por llenar las junturas entre teselas conti­guas... que deben rellenarse con teselas cada vez más diminu­tas. A medida que las junturas entre las teselas se rellenan, la

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figura comienza a parecer un dibujo coherente... un todo con­tinuo más que un conjunto de fragmentos, y al final ya no pa­rece un mosaico en absoluto.

—Entiendo.—-Tendrá que transmitir mis enseñanzas fragmentaria­

mente, creo. Tendremos que ver qué sucede. He tenido mu­chos discípulos, pero han aprendido sólo con estar a mi alre­dedor. Las circunstancias nos obligan a adoptar un método no probado.

Le dije que estaba dispuesto a intentar lo no intentado.—Aquí tiene un fragmento para empezar. ¿Recuerda a

Heinz y Monika Teitel, la pareja que estaba aquí anoche?Contesté afirmativamente.—Me han seguido a través de un curso completo de con­

ferencias y por lo tanto han oído por lo menos una vez todo lo que puedo decir en público que siento que van a comprender. Pero uno no es cristiano por escuchar un sermón ni freudiano por asistir a una conferencia, y nadie se vuelve marxista por leer un panfleto. Si un extraño pregunta a los Teitel algo que va más allá de cualquier cosa que me hayan oído decir, deben remitirme la pregunta a mí. Saben lo que estoy diciendo, pero mi mensaje no es lo bastante suyo para que puedan generar respuestas propias. Para ellos el mosaico es sólo un bosquejo tosco.

»Frau Doktor Hartmann ha seguido dos veces mi serie de conferencias y ha concurrido a muchas más veladas como la que tuvimos aquí anoche. Si un extraño le hace una pre­gunta que trasciende cualquier cosa que me haya oído decir, tal vez intente contestarla, pero cuando me informa de lo que dijo, generalmente descubre que mi respuesta hubiera sido totalmente diferente de la de ella, a veces hasta contraria. También sabe lo que estoy diciendo, pero mi mensaje no es lo suficientemente suyo para que pueda generar respuestas con seguridad. Es capaz de distinguir las lineas principales con bastante claridad, pero la imagen del mosaico es todavía im­precisa.

»Michael, por otra parte, ha estado conmigo un poco más que Frau Hartmann, y si un extraño le hace una pregunta que trasciende cualquier cosa que me haya oído decir, casi nunca se

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equivoca en la respuesta, aunque es probable que le falte la profundidad y seguridad que tendría si viniera de mí. El men­saje es casi suyo, y la imagen del mosaico está sustancialmente completa, aunque un poco borrosa todavía, como si no estu­viera bien enfocada.

»Pero Shirin es quien ha estado más tiempo conmigo, y si un extraño le hace una pregunta que trasciende cualquier cosa que me haya oído decir, contestará sin dudar. Su respuesta no tendrá necesariamente el mismo énfasis que la mía, o no se enunciará con el mismo estilo ni reflejará un punto de vista idéntico, pero tendrá la misma autenticidad y poder, porque la imagen del mosaico a la que se remite para responder es tan sólida y está tan bien enfocada como la mía. Ella es el mensaje en el mismo sentido en que lo soy yo.

B hizo una pausa como esperando una respuesta y le dije que entendía lo que decía, pero no estaba seguro de por qué lo decía.

—Le estoy concediendo un repaso de algo de lo que ha­blé en nuestra primera reunión —dijo B—·. Cuando Jesús se fue, no dejó a nadie que personificara el mensaje.

Contuve el impulso de soltar un «¡Guau!», pero ¡guau! fue precisamente lo que surgió de mi cabeza. Era una verdad in­negable... en ningún sentido condenatoria, pero innegable­mente verdad. Jesús no había dejado a nadie que pudiera ha­blar con su autoridad, a nadie que pudiera'decir: «Esto es así». Había preguntas muy elementales que los apóstoles no podían contestar con certeza, por ejemplo: ¿hasta qué punto los nue­vos designios divinos estaban ratificados por las leyes divinas antiguas? No se puede pedir nada más fundamental que eso. En realidad fue san Pablo, un hombre que jamás había visto a Jesús, quien terminó diciendo «Esto es así» con más autoridad que nadie. Más que Juan, que Pedro y que Santiago (hasta donde sabemos), Pablo fue el mensaje. Pero a pesar de los es­critos de Pablo y todos los evangelistas, todavía fueron necesa­rios trescientos años de pensamiento cristiano para reconstruir el mensaje de Cristo... para dar sentido a los indicios, reconci­liar las contradicciones aparentes, podar herejías, disparates, incoherencias, y organizado en un credo firme, coherente, so­bre el que más o menos todos estuvieran de acuerdo.

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Aun así, confesé a B que no sabía muy bien adonde que­ría llegar.

—Anoche hablé sobre cambiar la mentalidad. Dije que si el mundo se salva, lo salvará la gente con un cambio de menta­lidad, no lo salvarán programas, sino gente con mentalidad transformada.

—Lo recuerdo.—Usted está aquí hoy para que cambiemos su manera de

pensar.Lo miré sin comprender.—En este mismo momento, Jared, ¿qué mensaje es usted?—No le sigo.—Cuando Jesús partió, no dejó .a nadie detrás de sí que

fuera el mensaje; ninguno de sus apóstoles lo era. Entiende lo que quiero decir con eso, ¿verdad?

-Sí.—Pero usted no está en la misma situación que los após­

toles.—No, creo que no.—¿Lo está o no?—No lo estoy.—El mensaje de Cristo es suyo. Si le pregunto si tener re­

laciones sexuales antes del matrimonio está bien o mal, no tendrá que llamar al padre Lulfre para encontrar la respuesta, ¿verdad?

—No.—Si le pregunto si suicidarse está bien o está mal, no ten­

drá que consultar las Escrituras, ¿verdad?—No.—Usted posee estas respuestas como propias, éstas y diez

mil semejantes.—Cierto.—Entonces le preguntaré de nuevo: ¿qué mensaje es usted?—Soy el mensaje de Cristo.—Un ministro luterano diría lo mismo, y un ministro

presbiteriano y un predicador baptista, aunque algunas de sus respuestas difiriesen un poco de las suyas. Pero usted está aquí y quiero que entienda qué hace aquí.

—Sí, comprendo.

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—Aunque tal vez no lo pensara en estos términos, el pa­dre Lulfre lo envió aquí para que usted sea mi mensaje.

Un escalofrío helado me recorrió la espalda.

Un nuevo horizonte

—Si obliga a un grupo de estudiantes a explicar por qué va­mos de cabeza al desastre, enseguida sacarán a relucir y ago­tarán los típicos clichés de tertulia... todas las teorías que el Unabomber" expuso con gran solemnidad y muy extensamen­te en su opus magnum de hace un par de años: avance tecno­lógico incontrolado, codicia industrial incontrolada, expan­sión gubernamental incontrolada, etcétera. ¿Y cómo cree que se desarrollaron todos estos tópicos?

—No tengo ni idea —confesé—·. Disculpe que le contes­te con tanta rapidez, pero nunca me he parado a pensarlo.

—Entonces pensemos ahora. Uno de los mayores obs­táculos durante la construcción del Canal de Panamá en las últimas décadas del siglo XIX fue la fiebre amarilla. La causa era desconocida y la medicina de la época no sabía tratarla; tal vez usted sepa algo del tema.

—Sí. En aquel entonces se pensó que la causaba el aire de la noche. La gente que se quedaba a cubierto durante la noche contraía la enfermedad con menos frecuencia que la que salía.

—Pero algunos de los que permanecían en sus casas de noche enfermaban de todas maneras.

—Así es, porque dejaban las ventanas abiertas. Finalmen­te la gente se dio cuenta de que no debía dejar entrar aire noc­turno en ninguna circunstancia.

—Pero como Walter Reed descubrió más tarde, el porta­dor no era el aire nocturno, sino el mosquito Aedes aegypti, que caza de noche.

* Alusión al profesor de matemáticas Theodore Kaczynski, juzgado en Ca­lifornia en 1996 por enviar cartas y paquetes bomba desde 1978, causando en total 3 muertos y 23 heridos. El apodo Unabomber procede del nombre del grupo del FBI (UNABOM) que investigó el caso. (N delE.)

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—Sí.—¿Qué indujo a la gente a pensar que el aire nocturno te­

nía la culpa?Moví negativamente la cabeza, confundido por la pre­

gunta, y aseguré a B que no sabía cómo contestar.—Inténtelo de todos modos —dijo—·. Pruebe suerte.Me encogí de hombros y lo intenté.—Es lo que la gente pensaba. No existía nada intrínseca'

mente irracional en la idea y en realidad tema cierto mérito.—Bien. Yo debería añadir que la versión que acaba de dar

es más una leyenda que un hecho, pero sirve para ilustrar la cuestión. Las ideas que el Onabomber enunció son también «lo que la gente piensa». No hay nada intrínsecamente irracional en ellas y desde luego tienen cierto mérito.

—De acuerdo, entiendo lo que quiere decir. Más o menos.—Ambos grupos se ven limitados por un fuerte impedi­

mento. ¿Se da cuenta de cuál es?—Diría que en ambos casos el horizonte intelectual está

demasiado cerca, están buscando las causas demasiado cerca del efecto.

—Exactamente. Este es el efecto primordial del Gran Olvido. En nuestra cultura (Oriente y Occidente, gemelos na­cidos en un mismo parto), la historia de la humanidad es sólo lo que sucedió desde el comienzo de nuestra revolución agrí­cola. En nuestra cultura, a causa del Gran Olvido, la gente que mira hacia el horizonte se remonta sólo hasta hace unos miles de años. En 1654 el arzobispo Ussher calculó que la raza hu­mana nació en el año 4004 a.C. Después los arqueólogos calcularon que por esas fechas empezaron a construirse las pri­meras ciudades de Mesopotamia. Para un pueblo que imagina­ba que el Hombre había nacido como agricultor y como cons­tructor de una civilización, ¿qué podía tener más sentido? La raza humana apareció en Mesopotamia hace seis mil años... e inmediatamente comenzó a construir ciudades. El Gran Olvi­do estampó esta imagen de modo indeleble en nuestra menta­lidad cultural. No importa que todos «sepan» que la raza hu­mana es tres millones de años más antigua que las ciudades de Mesopotamia. Cada molécula del pensamiento de nuestra cul­tura lleva impresa la idea de que no necesitamos ver más allá

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del horizonte de la civilización mesopotámica para entender nuestra historia.

—Y me está diciendo que su horizonte tiene tres millones de años de antigüedad.

—Siempre. Para mí, la civilización mesopotámica está borrada como horizonte. ¿Cómo cree que se consigue?

—Supongo que subiéndose a una escalera de mano, para ver las cosas desde más arriba.

—Así es. Cuando uno lo hace, los acontecimientos que antes parecían enormes (porque estaban cerca) ocupan su lu­gar en un paisaje de mayor profundidad y ya no destacan tanto.

Subirse a la escalera

—Estábamos hablando de los clichés a los que la gente re­curre para explicar por qué nos tambaleamos al borde del desastre: avance tecnológico incontrolado, codicia indus­trial incontrolada, expansión gubernamental incontrolada, y así sucesivamente. Son explicaciones que tienen sentido para la gente del Gran Olvido, para la gente que cree que está viendo el horizonte humano cuando mira el horizonte meso- potámico. Para la gente del Gran Olvido, nuestra revolución agrícola fue literalmente el comienzo de la historia humana. Cuando yo contemplo el horizonte humano, retrocedo tres millones de años más allá del horizonte mesopotámico, por lo cual es grotesco considerar que nuestra revolución agrícola señala el comienzo de la historia del horñbre. Señala algo, sin duda, pero ni remotamente el comienzo de la historia de la humanidad.

Pensé que era hora de manifestar de alguna manera que estaba consciente y pregunté:

—¿Qué señala entonces?—Señala el momento de un cambio de mentalidad... una

nueva concepción del mundo y de nuestro lugar en éL—¿Cómo llega a la conclusión de que hubo un cambio de

mentalidad?

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—Llegué a ello basándome en que hubo una revolución —replicó B—·. Las revoluciones no se producen entre perso­nas que piensan de la misma manera.

—¿No puede producir una revolución el cambio de las condiciones económicas y sociales?

—Seguro que no se ha expresado bien. Las revoluciones las hace la gente, no las condiciones.

—Quiero decir, ¿no puede la gente reaccionar de manera revolucionaria ante condiciones económicas o sociales que se han modificado?

—Por supuesto que sí. Pero la pregunta es: ¿pueden reac­cionar de manera revolucionaria sin pensar primero de manera revolucionaria?

Tuve que admitir que no podía imaginar una acción revo­lucionaria con ausencia de un pensamiento revolucionario.

—He oído a pensadores ingenuos sugerir que nuestra re­volución agrícola fue producto de la hambruna —dijo B.

—¿Por qué es ingenuo?—Lo es porque la gente que se está muriendo de hambre

no siembra cultivos, del mismo modo que la gente que se está ahogando no construye balsas salvavidas. La única clase de gente que puede permitirse el lujo de esperar a que crezcan los cultivos es la que ya tiene comida.

—Sí, eso tiene sentido.—-También oirá decir que la agricultura era en gran medi­

da un acontecimiento inevitable porque hace la vida mucho más fácil y segura. En realidad, la hace más penosa y menos segura. Todos los estudios comparativos entre calorías gasta­das y calorías ganadas confirman que cuanto más depende el alimento de la agricultura, más hay que trabajar para conseguir­lo. Los primeros agricultores neolíticos, que probablemente sembraban unos cuantos cultivos y dependían en gran parte de la caza y la recolección de plantas silvestres, trabajaban mucho más intensamente que sus antecesores mesolíticos. Agriculto- res posteriores, que sembraron más cultivos y se dedicaron menos a la recolección, trabajaron aún más para seguir vivien­do, y los agricultores totalitarios modernos, que dependen ex­clusivamente de los cultivos, trabajan, para seguir viviendo, más intensamente que ningún otro. Y la hambruna, lejos de

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ser desterrada por la agricultura, es efectivamente un efecto se­cundario de la misma y nunca se encuentra separada de ella. Viaje al más inhóspito desierto de Australia durante la más tremenda sequía y no encontrará ni un solo aborigen murién­dose de hambre en ninguna parte.

—Está bien —dije—·. Creo entender lo que está hacien­do usted. Está contestando a todas las objeciones antes de que se las planteen.

—¿Todas las objeciones a qué?—A su tesis.—¿Que es cuál?—Que es que nuestra revolución agrícola señaló la apari­

ción de un cambio de mentalidad. No eran solamente perso­nas hambrientas intentando algo nuevo por desesperación. No eran solamente personas que buscaban más seguridad.

—Es cierto. Lejos de tener una vida más fácil o de aumen­tar su seguridad, trabajaron más intensamente y estuvieron menos seguros que los cazadores y recolectores anteriores. De manera que no se trata de que se hiciera algo porque era más cómodo.

Me pareció que B estaba en peligro de derrotarse a sí mis­mo con sus propios argumentos.

Le dije:—-Tal como usted lo cuenta, la revolución agrícola tenía

tan pocas probabilidades a su favor que es un milagro que se produjera.

—Verdaderamente es una maravilla que sucediera —afir­mó B con énfasis—·. Eso es precisamente lo que quiero que vea. Y cuando lo logre, su concepción de la historia humana cambiará para siempre.

Los pacíficos asesinos de Nueva Guinea

—Creo que en este punto me hace falta una tesela de mosai­co con un rasgo particular que me proporcionarán los gebusi de Nueva Guinea.

—Muy bien —dije.

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—En las últimas décadas se ha puesto de moda «endemo­niar» a las personas especialmente odiadas o temidas, convir­tiéndolas en monstruos depravados. Nunca he visto la tenden­cia opuesta, pero es igualmente posible «angelizar» a quienes son especialmente admirados o reverenciados... transformarlos en seres perfectos que encarnen todas las cualidades deseadas. Por ejemplo, una tendencia reciente ha angelizado a los pue­blos «dejadores» dondequiera que se encuentren, imaginán­dolos como santos ecologistas, prudentes, generosos y con vi­sión de futuro, que practican la igualdad de los sexos y nunca hablan el lenguaje de la calle. ¿Sabe a qué me refiero?

—Claro. No vivo en una cámara frigorífica; y he visto Bailando con lobos.

—Bueno —prosiguió B—·. Como los ángeles son todos más o menos iguales, el proceso de angelizar a estos pueblos... «dejadores», Los Que Dejan, o primitivos, no importa el tér­mino, tiende a hacerlos parecer también a todos más o menos iguales, lo cual está muy alejado de la verdad. Aquí es donde entran los gebusi de Nueva Guinea. Me gustaría que me con­cediera usted unos minutos para describírselos.

—De acuerdo.—Los gebusi son uno de esos pueblos agricultores cuyo

estilo agrícola nada debe a nuestra revolución. En realidad tendría más sentido llamarlos cazadores-horticultores que agricultores. Viven en aldeas y son personas que gustan de re­lacionarse, celebrar cosas y hacer fiestas con mucho griterío, canciones y bromas. Dos terceras partes fallecen de lo que llamaríamos causas naturales y un tercio muere a manos de amigos, vecinos o parientes. El homicidio es cosa de hombres, y en algún momento de su vida, dos tercios de la población masculina son culpables de homicidio,

—Qué simpáticos —comenté.—Aunque parezca extraño, son, en general, personas

simpáticas... no santas, evidentemente, pero sí amables y bienin­tencionadas, Si les preguntara por qué tienen esa pronunciada inclinación a la violencia, sin duda no sabrían de qué les está hablando. No son violentos de manera consciente, y si usted quisiera interrogarles a propósito del papel del delito en su so­ciedad, debería empezar por explicarles qué es el delito. Hacen

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cosas que molestan a unos y otros, por supuesto, y hay exacta­mente tantos codiciosos, groseros, desconsiderados y egoístas entre ellos como entre nosotros, pero el delito tal como lo en­tendemos nosotros no existe.

»Dejando aparte las estadísticas sobre los homicidios, la diferencia principal entre ellos y nosotros radica en su teoría sobre la enfermedad y la muerte. Nosotros creemos que se produce la enfermedad cuando unas criaturas invisibles llama­das microbios, gérmenes o virus invaden nuestro cuerpo. Esta teoría no nos parece otra cosa que insípidamente objetiva, pero a los pensadores del siglo ΧΧΙΙΙ (si por casualidad los hay) es probable que les parezca tan extrañamente irreal como a noso­tros la teoría renacentista de los humores. ¿Lo encuentra con­cebible?

—¿Que nuestra actual teoría sobre la enfermedad parezca extraña algún día? Desde luego que sí. Lo encuentro total­mente concebible.

—Bien. En la teoría gebusi, no hay nada que se corres­ponda con nuestra idea de la muerte por «causas naturales». Todas las causas de enfermedad y muerte son sobrenaturales, y toda enfermedad y muerte es causada por alguien que literal­mente «nos quiere mal». Puede ser un hechicero o el espíritu de un animal. Para lograr un diagnóstico en caso de enferme­dad, un médium visita el mundo de los espíritus para descubrir la parte culpable, y esta información indica el mejor medio de tratamiento. Si alguien muere, el médium realiza una investi­gación consultando con los espíritus. No toda investigación lleva a acusar a una persona viva, pero cuando es así, al acusado o acusada de la hechicería se le da la oportunidad de demostrar su inocencia practicando la adivinación del sagú, una hazaña culinaria tan difícil que la habilidad sola no basta para asegurar el éxito. Se podría comparar su dificultad con el acto de coci­nar un soufflé perfecto del tamaño de una bañera. El éxito total se interpreta como señal de que el espíritu del difunto estaba cerca para ayudar, y así exculpar al acusado. El éxito parcial deja el asunto en la duda, y el acusado probablemente será per­donado durante un tiempo mientras se examinan otros indi­cios, como el comportamiento del cadáver en presencia del sospechoso. Conforme el resultado del ritual del sagú se aleja

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del éxito, crece la impresión de culpa. En este caso, como ne­gar el crimen no tiene sentido ante tales pruebas, el hechicero generalmente expresará remordimiento y tratará de persuadir a todos de que la ira que lo movió a practicar la hechicería se ha agotado. Todos quieren creerlo e intentan persuadir al cul­pable de que todo está perdonado, pero es muy probable que los días del malhechor estén contados.

»Entre los gebusi, los espíritus de los muertos no tardan en volver a este mundo como animales. Los que mueren jóve­nes regresan como animales pequeños... pájaros o lagartijas; los que mueren a una edad más avanzada regresan como ani­males más grandes... casuarios o cocodrilos, por ejemplo. Pero los hechiceros ejecutados regresan invariablemente como jaba­líes, y ésa es la razón por la que (sospecho) a los hechiceros ejecutados los asan y los engullen. Mi suposición es que, al ser hechiceros, en cierto sentido son jabalíes a los que cazan no sólo porque sirven como comida, sino porque están habitados por espíritus maléficos.

Lo interrumpí para preguntar si los gebusi practican el ca­nibalismo en otras circunstancias.

7—Que yo sepa —dijo B—·, el único plato humano de su menú es el hechicero asado.

—F ascinante.—Ahora vayamos al meollo de este ejercicio antropológi­

co. Quiero que imagine que no fue la gente de nuestra cultura la que atestó el mundo y se apropió de él, sino los gebusi. Quiero que se imagine un mundo donde, si usted fuera instalador de teléfonos, legislador, director de orquesta o diseñador de mo­das en Berlín, Pekín, Tokio, Londres o Nueva York (o en Box Eider, Montana), en cualquier momento pudieran pedirle que realizara con éxito un ritual del sagú para salvar su vida. Quie­ro que se imagine un mundo donde comer hechiceros fuese algo normal... como mandar a sus hijos a campos de concen­tración educativos cuando alcanzan lo cinco o seis años. Quie­ro que se imagine un mundo donde matar a un hombre lo convertiría en un jabalí con tanta seguridad como castigar a un hombre lo convertiría en un buen ciudadano.

B se detuvo en este punto y me dirigió una mirada espe­ranzada a la que yo no estaba seguro de cómo responder.

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Le dije:—Creo que intenta hacerme ver que la locura de cada

cultura es para sus miembros cordura y sensatez.—Es verdad —corroboró B—·. Si yo le dijera que los ge-

busi están convencidos de que el creador del universo ha hablado a un solo pueblo en esta tierra a lo largo de toda su historia, y que ese único pueblo es el gebusi, usted sonreiría con aires de superioridad. ¿Verdad que sí?

—Supongo que lo haría.—Sin embargo, eso es precisamente lo que la gente de

nuestra cultura cree, ¿no es verdad? ¿El creador del universo ha hablado a alguien que no seamos nosotros?

—No.—Hace doscientos mil años que existen los seres huma­

nos modernos, pero de acuerdo con nuestras creencias, Dios no tenía nada que decir a nadie hasta que nosotros llegamos. Dios no habló a los alawa de Australia, a los gebusi de Nue­va Zelanda, a los bosquimanos de África, a los navajos de Norteamérica ni a los ihalmiut de las Grandes Tundras de Ca­nadá. Dios no dijo una sola palabra a los otros cientos de miles de pueblos del mundo, nos habló sólo a nosotros. Sólo a noso­tros nos reveló el orden y finalidad de la creación. Sólo a nosotros nos reveló las leyes esenciales para la salvación.

—Así es. Hablando con la voz de la fe de la que no se puede dudar, es cierto.

—Pero esto no es locura.—No. Hablando de nuevo con la voz de la fe de la que no

se puede dudar, no es locura.—Sería una idiotez que los gebusi creyeran que Dios les

habla sólo a ellos, pero que lo creamos nosotros es lógico.—Así es.—Evidentemente, no es sólo la historia del mundo lo que

los vencedores escriben, es también la teología del mundo.—Sí, es así.—De todos modos, en este momento no le estoy pidien­

do que entienda algo, le estoy pidiendo que haga algo.—¿Qué quiere que haga?—Quiero que imagine que el mundo, este mundo de

aquí, es un mundo gebusi. Usted, como sacerdote católico ro-

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mano, sería tolerado como vestigio de una superstición extraña e inofensiva. De noche los hombres se agruparían en los bares, no para ver partidos televisados, sino para mantener conversa­ciones obscenas con espíritus femeninos aferrados a este mundo. Los médiums espirituales estarían a mano para diagnosticar y curar enfermedades menores... y llevar a cabo pesquisas sobre muertes en la comunidad. Los amigos lo invitarían a un res­taurante para celebrar un asesinato... y usted se iría a casa con un filete de hechicero asado para su familia. ¿Qué más le pue­do decir? Las películas serían películas gebusi; las novelas, no­velas gebusi; la política, política gebusi; los deportes, deportes gebusi; la diversión, diversión gebusi.

Le aseguré que era capaz de imaginarlo, más o menos.—Pero no puedo imaginarme qué quiere que le diga.—¿Qué le parece?—¿Qué me parece? Me parece demencial. Obsceno.—Por supuesto que sí. Confinados dentro de sus escasos

cientos de kilómetros cuadrados, los gebusi son raros y grotes­cos. Si los transformamos en una cultura universal a la que todo ser humano debe pertenecer, se vuelve una obscenidad. Lo mismo ocurre con todo lo demás. Cualquier cultura se convertirá en una obscenidad si la hinchamos hasta volverla una cultura mundial y universal a la que todos debemos per­tenecer. Confinada en los escasos cientos de kilómetros en que nació, nuestra propia cultura habría sido igualmente ex­traña y grotesca. Ampliada hasta volverse una cultura mun­dial y universal a la que todos debemos pertenecer, es una obscenidad aterradora.

—Creo que empiezo a comprender —le dije—·. Creo que empiezo a entender adonde quiere llegar.

B asintió.—Probablemente no recuerde usted por qué al principio

saqué a colación a los gebusi. Usted dijo que era casi un mila­gro que alguna vez hubiésemos adoptado la agricultura totali­taria, dado que, lejos de hacer la vida más fácil o más segura, en realidad tema el efecto contrario.

—Sí, lo recuerdo.—Yo quería que usted viera que las estrategias del estilo

de vida que una cultura adopta no benefician necesariamente a

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la gente de modo palpable e indiscutible. No se adoptan por fuerza porque hagan la vida más cómoda, aunque la gente pueda emplear este argumento elemental para explicárselo a los niños y a los extraños. En nuestra cultura, por ejemplo, la adopción de nuestro sistema de agricultura se presenta a los niños como un inevitable paso adelante para la raza humana porque hace nuestra vida más fácil y segura.

Pregunté a B qué hacía en realidad, si no hace la vida más fácil y segura.

—Es exactamente lo que tratamos de entender aquí. Te­nemos ante nosotros una serie de conductas y estamos inten­tando explicar cómo se comportan juntas para producir los resultados que vemos. Por ejemplo, examine las peculiarida­des de los gebusi y vea si puede encontrar un mecanismo capaz de hacer que se extendieran hasta convertirse en una cultura mundial y universal a la cual todos deberíamos per­tenecer.

Le pregunté a qué clase de mecanismo se refería.—A una dinámica dentro de la cultura —añadió—-. Al­

guna costumbre, alguna creencia muy arraigada.Dediqué un par de minutos al tema, pero no pude encon­

trar ningún mecanismo capaz de producir ese efecto.—-Invente uno entonces —dijo B.—Supongo que la ambición territorial tendría ese efecto.—No por sí misma —dijo B, negando con la cabeza—·.

Los aztecas tenían ambiciones territoriales, pero una vez que conquistaban un territorio, les importaba un comino cómo se viviera en él. No estaban interesados en convertir a sus vecinos en aztecas. Por eso, por muy ruines que pudieran ser, no llega­ron a ser como nosotros... no llegaron a ser de los «tomado­res», o Los Que Toman, como dice Ismael.

—Exacto, entiendo a qué se refiere. Tendría que volverlos misioneros culturales si quisiera hincharlos hasta convertirlos en cultura dominadora del mundo.

—Y para convertirlos en misioneros culturales, tendría que dotarlos de una fe. Los misioneros no son otra cosa que cre­yentes. ¿Qué clase de creyentes tendrían que ser los gebusi?

—Tendrían que creer que su modo de vida es el más acertado.

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—Exactamente. Si los gebusi creyeran que la suya es la única manera justa de vivir para todos los humanos (cosa que no creen, por cierto), se sentirían lo bastante motivados para convertirse en misioneros culturales del mundo. Pero la fe sola no bastaría. La gente de nuestra cultura siempre ha tenido esta fe, ha demostrado a lo largo de la historia que tenía esta con­vicción, pero necesitó además otro mecanismo. Supongo que podría llamarlo mecanismo de propagación. Un mecanismo que los impulsara por toda la faz de la Tierra mientras ellos di­fundían el evangelio de su iluminación cultural.

—La agricultura —dije.—Un tipo particular de agricultura, Jared, porque no cual-'

quier clase de agricultura impulsa a un pueblo por toda la faz de la Tierra. La modesta agricultura de los gebusi no soporta­ría una expansión de este tipo.

—Entiendo.—En nuestra cultura, para sostener una particularidad,

necesitábamos otra particularidad y las dos se reforzaron entre sí. Creíamos (y todavía creemos) que poseíamos la única ma­nera justa de vivir para los seres humanos, pero necesitamos la agricultura totalitaria para apoyar nuestra acción misione­ra. La agricultura totalitaria nos dio fabulosos excedentes de alimentos, que son las bases de toda expansión económica y militar. Nadie pudo oponérsenos en ningún lugar del mundo, porque nadie tenía una maquinaria productora de alimentos como la nuestra. Nuestro éxito económico y militar confirmó nuestra creencia de que poseemos la única manera de vida jus­ta. Hoy sigue siendo así. Para la gente de nuestra cultura, que podamos derrotar y destruir cualquier otro estilo de vida es una prueba clara de nuestra superioridad cultural.

—Sí, me temo que es así. Cuando se trata de la «supervi­vencia (cultural) de los más aptos», somos los campeones.

—Quiere usted decir que somos campeones del proceso de selección natural.

—Bueno... sí, creo que quiero decir eso.B movió la cabeza negativamente.—No debería considerarse de esa manera. Las ideas evo­

lutivas siempre constituyen metáforas arriesgadas. La tenden­cia de la evolución biológica es hacia la diversidad... lo es ahora

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y siempre lo ha sido. La evolución no tiende hacia la «especie idónea». Desde el comienzo ha tendido a separarse de la singu­laridad de la que surgió la vida en el cocido primordial. Re­cuerdo haber leído de niño una historia de ciencia ficción-so­bre un organismo mutante nacido en un desagüe, en la fortuita confluencia de un poco de esto y un poco de aquello. Este or­ganismo estaba impulsado por un único tropismo, que era convertir la materia viva en él mismo. Poseía la capacidad ili­mitada de invertir en unos cuantos días miles de millones de años de evolución biológica devorando todas las formas de vida de este planeta, y convirtiéndolas en una sola forma, él mismo. Este organismo mutante es una metáfora perfecta de nuestra cultura, que sólo en unos cuantos siglos está invirtiendo el proceso de millones de años de desarrollo humano, devorando todas las culturas de este planeta y transformándolas en una sola cultura, la nuestra.

—Un pensamiento terrible —dije.—Es un proceso terrible.

—La pólvora —dijo B— es una mezcla de nitrato potásico, carbón y azufre, y supongo que sabe que si falta cualquiera de estos ingredientes, la mezcla no es explosiva.

—Por supuesto.—-Al igual que una mezcla explosiva, nuestra cultura tam­

bién consta de tres ingredientes esenciales, y si hubiera faltado uno, no habría habido ninguna explosión en este planeta. Ya hemos identificado dos de los ingredientes: la agricultura tota­litaria y la creencia de que la nuestra es la manera justa de vi­vir. El tercero es el Gran Olvido.

Pensé un poco, pero finalmente le confesé que no podía entender cómo el Gran Olvido había contribuido a la explosión.

—Contribuyó a la explosión más o menos como el carbón contribuye a la explosión de la pólvora. ¿Cómo llegamos a sus­tentar la extraña idea de que nuestra cultura es la justa?

—No lo sé.—Retrocedamos otra vez a los pensadores básicos de

nuestra cultura: Herodoto, Confucio, Abraham, Anaximan- dro, Pitágoras, Sócrates, y cualquier otro que se le ocurra.

IOS

Reúnalos a todos en una habitación y pregúnteles: «¿Cuánto tiempo hace que la gente vive como nosotros?». ¿Cuál sería la respuesta?

—Su respuesta sería que la gente vive así desde el co­mienzo.

—En otras palabras: el Hombre nació viviendo de esta manera.

—Así es.—¿Y esto qué le dice acerca de la naturaleza del Hombre?—Me dice que el Hombre estaba concebido para vivir de

esta manera. El Hombre está concebido para vivir como un agricultor totalitario y un constructor de ciudades, de la misma manera que las abejas fueron concebidas para vivir como reco­lectoras de miel y constructoras de panales.

—Y dígame: ¿qué podía ser esto sino el único modo de vida justo?

—Sí, lo entiendo.—Entonces, ¿qué es lo que faltaba en la cabeza de estos

pensadores? ¿Qué se olvidó durante el Gran Olvido?—Lo que- ee olvidó fue que el Hombre no nació como

agricultor totalitario y constructor de ciudades. Lo que se olvi­dó fue que nuestro modo de vida no estaba prescrito en el ori­gen de los tiempos. Si esto no hubiera quedado en el olvido, nunca habríamos podido persuadirnos de que la nuestra es la única forma de vida justa.

—V;ayamos a dar un paseo —sugirió B—-. Hay algo que quiero darle.

—¿A mí?—Algo que necesitará más tarde.Me disponía a salir por donde había entrado, pero B me

hizo señas en la dirección opuesta, indicándome un pasillo que se abría detrás de su silla, el mismo por donde habían apareci­do Monika y Heinz Teitel con el café y las pastas durante la noche anterior. El pasillo se ensanchaba para dar cabida a sendos bancos de cemento a ambos lados, y B me dijo que se había con­cebido como refugio antiaéreo para el teatro y para un edificio de la administración pública que había al otro lado de la calle.

—Pero no creo que nunca lo hayan utilizado para ese fin —agregó.

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Después de unos doscientos metros, el túnel giraba en án­gulo y terminaba ante una pesada puerta contra incendios que daba a un almacén subterráneo de algún edificio oficial. Para sorpresa mía, al otro lado de la puerta había un escritorio, y al­guien lo ocupaba, evidentemente para vigilar el acceso a las zonas de almacenaje. Era un cuarentón de aire militar que sin duda se habría sentido más cómodo vistiendo de uniforme; nos dirigió una mirada de reproche, pero no se opuso a que atravesáramos su territorio. Subimos dos tramos de escaleras que nos llevaron hasta la planta baja y la calle.

Lunes, 20 de mayo (cont.)

Una visita al Cretácico

Eran las ocho y media cuando salimos... poco más que el fin de la tarde en esta ciudad norteña, a sólo unas semanas del solsticio de verano. A pesar de lo temprano de la hora, la ma­yoría de las tiendas tenían las persianas bajadas y las calles es­taban casi desiertas. Radenau no es un lugar que interese por su emocionante vida nocturna.

B es un paseante, como yo. No parecía dirigirse a ningún lado en especial y yo estaba contento de acompañarlo.

Dijo:—Estoy seguro de que está empezando a ver por qué no

me es posible arrastrar a públicos masivos en esta dirección.—Sí, lo veo —le respondí—·. Lo que no estoy seguro de

ver es la dirección.—Recuerde que estamos trabajando en un mosaico, no en

una historia ni en un silogismo. Después de esta conversación, todavía no habrá llegado a una solución, pero debería com­prender mejor todo lo que me ha oído decir.

—Sí, es verdad. La imagen del mosaico todavía es un poco vaga, pero no tan vaga como hace un par de horas.

—Hace un rato afirmó usted que, a juzgar por lo que yo decía, es un milagro que nuestra revolución cultural haya teni­do lugar alguna vez. Es realmente un milagro. No fue el des­tino, no fue ordenada por la divinidad desde los cimientos del universo, no fue algo que inevitablemente tuviera que ocurrir. No había ocurrido durante doscientos mil años con sujetos tan inteligentes como nosotros. Podría no haber sucedido durante otros doscientos mil años... o durante un millón más. Fue un

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capricho de la suerte, pura chiripa. Combine un elemento cul­tural no visto hasta entonces, con otro elemento jamás visto, añada un tercero igualmente extraño, y se encontrará con un monstruo cultural que literalmente estará devorando el mun­do... y que terminará por devorarse a sí mismo si no se detiene.

Seguimos andando un rato y luego pregunté a B si la fi­gura del mosaico finalmente resultaría ser nuestra cultura.

—Supongo que se podría decir así, aunque jamás lo he pensado de ese modo —dijo—Pienso en él como si fuera un mural compuesto por muchas escenas relacionadas, como el techo de la Capilla Sixtina. Lo que usted llama «nuestra cultu­ra» aparece en muchas de las escenas en distintos momentos de su historia, pero también hay escenas dentro de las escenas. Hay escenas que representan la historia del universo, y entre éstas hay escenas que representan la evolución de la vida en este planeta. Entre éstas hay escenas que representan la aparición de la raza humana. Entre las escenas que representan la apari­ción de la raza humana, hay escenas que representan el origen de cientos de miles de culturas, incluyendo la gebusi y la nues­tra. Entre las escenas que representan la evolución de la cultura, hay escenas que representan muchas otras cosas, tales como la conquista del mundo por nuestra cultura, como la aparición de las religiones salvacionistas en nuestra cultura, como la revolu­ción industrial. Pasamos de escena en escena, nos alejamos del mural para tratar de ver las relaciones entre las escenas, nos volvemos a acercar para enfocar los detalles, y así sucesivamen­te. A medida que pasa el tiempo, toda la composición empieza a unificarse para nosotros... pero no es un proceso que tenga un punto final. Nunca llegará el momento en que insertemos una pieza final y digamos: «Bueno, ya está, incluso la última pieza está en su lugar».

Nos detuvimos ante un letrero que rezaba MEYER-ÜBER-

BLEIBSELEN, fuera esto lo que fuese. B observó la persiana gris de acero como si tuviera la esperanza de localizar un botón para hacerla desaparecer. Al no encontrarlo, se puso a golpear­la con el puño, sin contemplaciones. Un minuto más tarde se abrió una ventana del piso superior y el Fantasma de la Navi­dad Pasada se asomó para preguntar en alemán qué diantres estábamos haciendo. Pronto me enteré de que el hombre era

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Gustl Meyer. Meyer y B gritaron durante un rato, en inglés y en alemán, y la ventana se cerró de golpe.

B me sonrió asintiendo con la cabeza, como para asegu­rarme que todo iba muy bien, y un par de minutos después la persiana subió ruidosamente y nos hicieron pasar al interior sombrío de la tienda de Meyer, que estaba atestada exclusiva­mente con los desechos y restos (Überbleibselen) de museos de­dicados a cualquier cosa menos al arte: historia militar, historia política, historia natural, ciencia, tecnología e industria. En cuanto cruzamos el umbral, los ojos de B destellaron con una especie de alegría electrizante, como la de un niño de cinco años en una juguetería, y empecé a darme cuenta de que era un hombre con el corazón de un coleccionista de curiosidades completamente loco. Se quedó fascinado al ver una maqueta en miniatura de un primitivo ascensor de «seguridad»; al ver un hombre de Neandertal, de cera y de tamaño natural, que estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas, absorto en alguna manualidad que ya no tenía en las manos; al ver una exquisita maqueta de una sección de una mina de cobre; al ver un asqueroso (y completamente inverosímil) dodo disecado que, según afirmaba Meyer, era auténtico; al ver un abollado submarino monoplaza de la era napoleónica; al ver una cabeza parlante transparente que describía (en holandés) el funciona­miento del cerebro, mientras en su interior se encendían luces diminutas para señalar las zonas en cuestión.

Había canastas con muestras de minerales, montones de lustrosos instrumentos de bronce, cajas de papiros que se esta­ban desintegrando, estantes de especímenes entomológicos, cubos con fósiles de todas clases... y fue en uno de éstos donde B finalmente se detuvo para empezar a revolver con aire serio. Extrajo y observó trilobites, crinoideos y objetos que supuse eran huevos, dientes y garras de dinosaurio. Por fin se detuvo ante un objeto del tamaño de una rosquilla, parecido a la con­cha de un nautilo, aunque estaba estriado como el cuerno en­roscado de una cabra montés.

—Un amoni tes —dijo B—. Cefalópodo... de la misma clase que el nautilo. —Lo dejó caer en mi mano diciendo—■: Hace unos sesenta y cinco millones de años que está extin­guido.

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Dije algo genial, como: «¿De verdad?», y me dispuse a de­volverlo, pero él se volvió hacia Meyer para preguntar el pre­cio. Después de regatear un poco, B le entregó lo que parecía el efectivo suficiente para pagar una cena para dos en un res­taurante bastante bueno.

—Un coleccionista hubiera pagado mucho más —me ex­plicó B cuando estuvimos fuera—pero Meyer no espera con­seguir grandes precios, por lo menos no de mí.

—¿Qué se supone que debo hacer con él? —le pregunté.—Métaselo en el bolsillo y llévelo siempre con usted. No

estoy seguro de cuándo llegaremos a él.

El mono conectado

Nos detuvimos en un típico Gasthaus para cenar y B me sugi­rió que tomara cerveza, no whisky.

—¿Le gustó La Pequeña Bohemia? Iremos allí más tarde, a tomar una copa de verdad.

Le dije que estaría muy bien. Creo que tiene la impresión de que todos los sacerdotes católicos somos grandes bebedores.

—-Tengo que volver a la primera tesela que quise colocar esta tarde —dijo B—-. Sé que no está puesta con solidez.

—Muy bien.—Anoche en el teatro hablé de los cambios de mentali­

dad. Dije que si el mundo se salva, será salvado por gente con un cambio de mentalidad; no por programas, sino por gente con mentalidad transformada.

—Lo recuerdo.—A la gente le cuesta dar crédito a esta idea porque no ve

que lo que tenemos aquí, cada tesela..., todo el triunfo, la glo­ria y la catástrofe de esto, es obra de personas con mentalidad cambiada.

—Yo tampoco acabo de verlo —4e dije.—Lo sé —respondió B—, por eso volvemos a este tema.

Tenemos que estar de acuerdo con respecto a ciertos hechos básicos. El cambio de mentalidad al que me estoy refiriendo ocurrió hace unos diez mil años, en lo que se ha llamado Cre-

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cíente Fértil, una zona entre los ríos Tigris y Eufrates, ahora ocupada por Irak. Fueron los habitantes de esta región quie­nes, hace diez mil años, echaron los cimientos de lo que es ahora nuestra cultura mundial. ¿Es esto lo que usted entiende?

—Sí.—Bien. Ahora estoy seguro de que se da cuenta de que la

raza humana no se originó en el Creciente Fértil. Las pruebas que tenemos en la actualidad indican, bastante concluyente­mente, que la raza humana se originó en AJrica.

—Le sigo.—Se originó en Africa y luego, muy lentamente, se ex­

tendió a todo el mundo: Oriente Próximo, el Lejano Oriente, Europa, hasta llegar por último a las regiones más distantes, lugares como las Américas, Australia y Nueva Guinea, hace unos treinta mil o cuarenta mil años. Oriente Próximo, al estar al lado de África, ha estado habitado por seres humanos mo­dernos durante un tiempo inmensamente largo, cien mil años o más. Esto incluye la región del Creciente Fértil. ¿Entiende lo que quiero decirle con esto?

—No, en realidad no.—La región que nos ocupa, el Creciente Fértil, estaba

habitada por seres humanos modernos unos cien mil años an­tes de que empezara nuestra revolución agrícola.

—Sí. Creo que eso ya lo había entendido.—Estoy señalando que la revolución que nos ocupa ocu­

rrió entre gente que había estado viviendo allí durante decenas de miles de años. La gente vivía allí y se produjo una revolu­ción. La revolución no fue un fenómeno meteorológico. No fue un terremoto ni la erupción de un volcán. Fue algo que ocurrió entre la gente. Hace unos diez mil años, la gente que había es­tado viviendo en el Creciente Fértil durante decenas de miles de años empegó a vivir de una manera nueva, de la manera a la que me he referido como del Que Toma.

—Entiendo.—No empezaron a vivir de una manera nueva porque se

estaban muriendo de hambre, porque, como he explicado, la gente que se está muriendo de hambre no inventa estilos de vida, como la gente que se está cayendo de un avión no inven­ta el paracaídas. Y esa nueva manera de vivir no se adoptó por-

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que sí, como un inevitable paso más en la evolución. Lo que estos fundadores de nuestra cultura inventaron en esencia para nosotros fue la idea de trabajo. Desarrollaron una manera dura de vivir... la manera más dura de vivir que se ha conocido en este planeta.

—Pero les dio otras cosas además de una vida dura.—Exactamente. ¡Ahora me está siguiendo, Jared! Ahora

está empezando a ver por qué digo que esta gente representa un cambio de mentalidad. No pensaban como los gebusi o los cheyenes, los alawa o los ihalmiut, los micmac o los bosquima- nos, o cualquier otro de los miles de pueblos que podría nom­brar. Lo que estaban haciendo no tenía sentido para sus vecinos, pero no hacía falta que lo tuviera. Lo que estaban haciendo no habría tenido sentido para sus remotos antepasados, pero, una vez más, no hacía falta que lo tuviera. Sin embargo, lo que es­taban haciendo tenía perfecto sentido para ellos, al igual que lo que hacen los gebusi tiene perfecto sentido para los miembros de su pueblo. Lo que hacían tenía perfecto sentido para ellos porque veían las cosas de una manera diferente... diferente de como la habían visto sus antepasados y diferente de como las veían sus vecinos. ¿Comprende ahora por qué digo que estos pueblos representan un cambio de mentalidad?

—Creo que sí.—Porque compartimos ese cambio de mentalidad, anali­

zamos lo que hicieron y decimos: «Pues claro, esto tiene senti­do. ¿Qué podría ser más obvio? Esto tenía que ocurrir. Los seres humanos estaban destinados a vivir como Los Que Toman». Porque compartimos su esquema mental, su revolución tiene perfecto sentido para nosotros. Para nosotros parece lógica e inevitable, tal como comerse a los hechiceros parece lógico e inevitable a los gebusi.

—Sí, comprendo.—Sabemos a qué grupo étnico pertenecían estos pue­

blos; evidentemente eran blancos, pero no hay ninguna razón para suponer que todos los pueblos blancos tomaran parte en esta revolución. Los gebusi y sus vecinos los kubor, los beda- mini, los oybae, los honibo y los samos pertenecen todos al mismo grupo étnico, pero no tienen una cultura común. ¿Me sigue?

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—Creo que sí.—Nunca sabremos cómo se llamaban a sí mismos los

pueblos de la revolución, pero inventemos un nombre para ellos. Llamémoslos tom. Así se relacionarán con la manera de vivir del Que Toma.

—De acuerdo.—Los tom no fueron agricultores porque tuvieran ham­

bre o porque les gustara más trabajar con tesón que holgaza­near. Prácticamente sin ayuda, usted captó el hecho clave de que obtenían algo de su laboriosa vida que les compensaba. ¿Por qué se hicieron agricultores? ¿Qué les dio la agricultura totalitaria que la caza y recolección no dio a sus vecinos y ante­pasados?

—Ya me lo ha explicado. Les dio poder.—Así es. Su revolución no fue para conseguir alimento,

sino poder. Y sigue siendo así.—Sí, lo entiendo.—Una vez alguien me preguntó cómo podía seguir soste­

niendo que la raza humana no es imperfecta si está tan ena­morada del poder. «Los tom sucumbieron al deseo de poder», dijo esa persona. «¿No es un defecto? Todos sus descendientes culturales sucumbieron al deseo de poder. ¿No es una imper­fección?» Le hablé de un famoso experimento psicológico efectuado a fines de los años cincuenta. Se implantó un elec­trodo en el centro del placer del cerebro de un mono. Pulsan­do un botón en una pequeña caja de mandos, se enviaba un impulso eléctrico al electrodo, produciéndole al mono una tre­menda sacudida de placer físico. Entregaron la caja al mono, que por supuesto no tenía la menor idea de lo que era, pero fi­nalmente oprimió el botón por casualidad, provocándose esa tremenda descarga de placer. No hicieron falta muchas repeti­ciones para que el mono descubriera la conexión entre el botón y el placer, y una vez que hubo ocurrido, se quedó allí sentado hora tras hora apretando el botón y provocándose descargas. Se olvi­dó por completo de la comida y del sexo. Si finalmente no le hubieran quitado la caja, el mono se habría quedado sentado allí y literalmente se habría matado de placer. He aquí la pre­gunta que formulé a mi interlocutor: «¿Tenía algo raro este mono? ¿Tenía algún defecto?». ¿Qué opina, Jared?

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—Yo diría que no. El mono no tenía ningún defecto.—Yo diría lo mismo. Y tampoco lo tenían los torn. Apre­

tar el botón de la agricultura totalitaria les produjo una tremenda descarga de poder. Produjo la misma sacudida de poder al pueblo chino y al pueblo europeo. Nos causa la misma descar­ga de placer hoy. Y al igual que el mono, nadie quiere dejar de pulsar ese botón, por lo que corremos un serio peligro de ma­tarnos de placer con interminables sacudidas de poder.

Asentí.—Creo que a esto es a lo que se refiere cuando dice que si

el mundo se salva, lo salvará la gente con mentalidad cambia­da. La gente con mentalidad sin cambiar dirá: «Minimicemos los efectos de apretar el botón». La gente con mentalidad cambiada dirá: «Tiremos la caja».

B asintió.—A mí no se me habría ocurrido decirlo de ese modo,

pero por supuesto está usted en lo cierto. En cuanto la gente de nuestra cultura decida dejar de oprimir el botón^ las cosas empezarán a cambiar espectacularmente. Y cuando usted em­pieza a expresar las cosas mejor de lo que yo mismo habría po­dido expresarlas, es un claro indicio de que está en camino de convertirse en el mensaje.

Los tom

En ese momento llegó la comida y ambos nos callamos para dedicarle nuestra atención. Por fin B dijo:

—Hay una conexión que debería explicarle y que he esta­do postergando en la creencia de que podría evitarla o pasarla por alto, pero será mejor que la haga de una vez.

Le pregunté por qué la había estado evitando.—La he estado evitando porque me siento algo presiona­

do a ahorrar tiempo en este punto. —Meneó la cabeza, dis­conforme con esa afirmación—·. No he sido lo suficientemente directo... La cuestión es que quiero deshacerme cuanto antes del espectro de Bernard Lulfre, que no deja de rondarnos. Quiero satisfacer su curiosidad y alejarlo de aquí.

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—Comprendo. ¿Cuál es la conexión que ha estado evi- " tando?

—Le he explicado que los tom parecían locos a sus veci­nos, tal como los gebusi nos parecen locos a nosotros. ¿Le re­sulta difícil de creer?

—Sí, pero supongo que a los gebusi les resulta igualmente difícil creer que nos parecen locos.

—Exactamente —dijo B—·. Los tom nos parecen total­mente lógicos y normales porque somos sus descendientes cul­turales. Tenemos la misma concepción del mundo que tenían ellos.

—Comprendo. Pero, aun así, no podemos saber verdade­ramente lo que los vecinos de los tom pensaban de ellos.

—En este caso, por un gran golpe de suerte, podemos sa­ber lo que al menos algunos de sus vecinos pensaban de ellos. O mejor dicho, lo sabemos, porque tenemos su versión de lo que sucedió. También sabemos a qué grupo étnico pertene­cían estos vecinos, pero no qué nombre recibían. Llamémoslos zeugen... es decir, testigos. En términos de estilo de vida, los zeu- gen eran muy parecidos a los masai de Africa Occidental. ¿Conoce a los masai?

—He oído hablar de ellos. Son pastores nómadas, ¿no?—Así es. Los zeugen también eran pastores nómadas y

cuando se fijaron en la revolución de los tom, no vieron en ella un adelanto tecnológico ni nada que se le pareciera. Lo que vieron fue un trastrocamiento del orden del universo. Vieron, igual que usted, que la agricultura totalitaria no tiene que ver con la comida, sino con el poder... el poder sobre quién vive y quién muere en el mundo. ¿Está claro por qué lo veían así?

—Hábleme un poco al respecto.—La manera más fácil de verlo es por medio del ejemplo.

Según la agricultura totalitaria, las vacas pueden vivir pero los lobos deben morir. Según la agricultura totalitaria, los pollos pueden vivir, pero las zorras deben morir. Según la agricultura totalitaria, el trigo puede vivir pero la chinche del trigo debe morir. Cualquier cosa que comamos puede vivir, pero cual­quier cosa que se coma nuestro alimento debe morir... y no meramente con el fin de que no lo haga. Nuestra postura no es «Si un coyote ataca a mi rebaño, lo mataré». Nuestra actitud

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es: «Borremos a los coyotes de la faz de la Tierra». Cuando se trató de las vacas y los lobos, dijimos: «Hay que destruir a los lobos», y los lobos fueron destruidos, y dijimos: «Que haya miles de millones de vacas», y hubo miles de millones de vacas.

—Muy bien, lo comprendo.—¿Quién ejerce normalmente este poder?—¿Qué quiere decir?—Mírelo desde el punto de vista de unos pastores nóma­

das dç hace diez mil años. ¿Quién decide quién vive y quién muere en este planeta?

—Los dioses.—Claro. Ahora bien, tal como lo imaginaban los zeugen,

los dioses poseen una sabiduría especial que les permite gober­nar el mundo. Esta sabiduría incluye el conocimiento de quién debería vivir y quién debería morir, pero abarca mucho más que eso. Son los conocimientos generales que los dioses utili­zan en cada elección que hacen. Lo que los zeugen percibieron es esto: que toda elección que los dioses hacen es buena para un ser pero mala para otro, y si lo pensamos bien, de hecho no puede ser de otro modo. Si la codorniz sale a cazar y los dioses le envían un saltamontes, entonces esto es bueno para la co­dorniz pero malo para el saltamontes. Y si la zorra sale a cazar y los dioses le mandan un^ codorniz, esto es bueno para la zorra pero malo para la codorniz. Y viceversa. Si la zorra sale a cazar y los dioses ocultan a la codorniz, esto es bueno para la codorniz pero malo para la zorra. ¿Me comprende?

—Sí.—Cuando los zeugen vieron en qué andaban los torn,

se dijeron: «Esta gente se ha nutrido en el propio árbol de la sabiduría de los dioses, el árbol de la sabiduría del bien y del mal».

—jEpa! —exclamé. No estoy seguro de haber pronuncia­do esa exclamación antes en mi vida, pero entonces lo hice—·. ¿De dónde ha sacado eso?

—Es una de las aportaciones de Ismael. '—¿La ha expuesto alguna vez ante algún estudioso de la

Biblia?B asintió.

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—Los estudiosos de la Biblia la conocen, y hasta ahora nadie ha encontrado ningún motivo para rebatirla. Uno asegu­ró que era la única explicación con sentido que había oído en su vida.

—También es la única que yo haya oído que tenga senti­do. Y las he oído todas.

Recuerdo haberme quedado inmóvil y en silencio durante dos o tres minutos, allí sentado, mientras trataba de encontrar todas las implicaciones de esta nueva interpretación de la his­toria de la Caída. Cuando por fin meneé la cabeza y abando­né, B continuó.

—Pensaba que tema que sacar este tema para que queda­ra claro el punto que he estado tratando de señalar acerca de esta revolución. Hasta los autores de la historia del Génesis la describieron como una cuestión de cambio de mentalidades. Lo que vieron nacer en sus vecinos no era un nuevo estilo de vida, sino una nueva actitud mental, una actitud mental que nos hizo ser tan sabios como ios dioses, que hizo que el mundo se convirtiera en propiedad del Hombre, que nos dio el poder de la vida y de la muerte sobre el mundo. Creían que esta nueva actitud mental significaría la muerte de Adán... y los aconteci­mientos demuestran que tenían razón.

Dejé la servilleta sobre la mesa y dije:—No puedo más.B me lanzó una mirada de perplejidad con el entrecejo

fruncido.—Eso es todo lo que puedo escuchar por esta noche —le

dije.—¡Pero si es temprano!—Lo sé, y lo lamento, pero no puedo asimilar nada más y

tengo que decidir cómo transmitir todo esto al padre Lulfre. No puedo enviarle sin más una transcripción de la cinta. Si se le ocurriera pensar que me estoy convirtiendo en aprendiz de brujo, me mandaría a casa al instante.

B se encogió de hombros.—Estoy de acuerdo. No podemos arriesgarnos a eso.Acordamos encontrarnos para cenar al día siguiente.

Cuando regresé a mi habitación, me resistí a la tentación que me ofrecía la cama. Quería mandar un fax al padre Lulfre a

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las dos o tres de la madrugada con el fin de mantener la pauta que había establecido en los días anteriores.

Se me ocurrió convertir mi conversación con B en una se­rie de historias cortas al estilo de los Evangelios: «Un hombre se acercó a Jesús y dijo...» o «A Jesús lo esperaba una gran multitud, de entre la que alguien gritó...». No estoy seguro de que me haya salido algo muy convincente. Por otra parte, ¿por qué iba a sospechar el padre Lulfre que era invención mía? (Respuesta: porque sus procesos mentales no se parecen ni remotamente a los míos.)

Son las cinco de la mañana y me siento electrizado y ten­so como las cuerdas de un clavicordio. Espero que un trago de whisky me ayude a dormir.

Martes, 21 de mayo

La fe y sus grados

El teléfono sonó a las nueve y trepé penosamente para salir de un estupor de kilómetros de profundidad y contestar. Era Shirin, explicando algo demasiado complicado para que yo lo pudiera comprender con menos de cuatro horas de sueño. Le pedí que lo repitiera despacio, y finalmente lo entendí. B te­nía un compromiso para hablar del que no había podido des­ligarse, y era ese mismo día en Stuttgart. Para poder llegar a tiempo, tendrían que coger un tren a las once, y me propo­nían ir con ellos a Stuttgart o quedarme en Radenau; era cosa mía. Le dije que me encontraría con ellos en el Bahnhof a las once menos diez. Colgué y decidí al instante que una ducha y el desayuno eran más importantes que otra hora de sueño.

Tenía algo en la cabeza que necesitaba explorar en el pa­pel, de modo que bajé al comedor con un cuaderno y escribí lo siguiente:

Sólo hay un modo de tener fe, pero hay cincuenta mo­dos de perderla. Presiento que debería trasladar esta importante observación a otro papel para poder sacarlo rápidamente y estudiarlo cada vez que sienta la necesi­dad: sólo una manera de tener fe, pero cincuenta de perderla.

Creo que conozco a un sacerdote que tiene fe en ese único grado que merece el nombre de fe. Todos los demás, incluyéndome a mí, estamos en uno de esos cincuenta mo­dos o niveles en que es posible perderla. La mayoría de los

fieles de mi parroquia probablemente considerarían que

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ésta es una confesión chocante, pero yo no creo que lo sea. Por supuesto que hay sacerdotes que han ido más allá de los cincuenta niveles en los que es posible perder la fe y se han apartado del ministerio. Todos lo saben, y yo mismo he conocido a media docena. Pero el resto seguimos en nuestro lugar, aferrándonos a él con los codos, las rodi­llas, las puntas de los dedos, /¿zr pestañas, /<w dientes y las uñas. Creo que esto es verdaderamente tranquilizador, y>zz<?r demuestra que ninguno de nosotros quiere perder su fe o pensar que la ha perdido. Admito que en parte es sólo cobardía; sabemos que una vez que nuestra fe haya desa­parecido, la vida religiosa se volverá completamente in­tolerable y tendremos que dejarla y salir a un mundo desconocido. Pero también es en parte porque tenemos la

fe suficiente para querer seguir teniendo fe. Sin embargo, cuando esa cantidad de fe desaparece, desaparece por completo, y uno está en el nivel quincuagésimo primero. Uno está fuera, acabado.

Me imagino que estoy en algo así como el trigésimo cuarto nivel. Cuando tenía quince años, estaba en el úni­co grado que significa fe. Cuando ingresé en el seminario, estaba en el tercer nivel de pérdida de fe. Cuando me orde­naron, estaba en el duodécimo nivel. Cuando entré en el despacho del padre Lulfre hace tres semanas, estaba en el vigésimo quinto. Que ahora esté en el trigésimo cuarto probablemente suene fatal, pero en realidad no es tan malo. Cuando me senté aquí para hacer este examen es­piritual\ temí que iba a descubrirme en un nivel real­mente espeluznante, como el cuadragésimo séptimo. Quiero decir que cuando se está en el cuadragésimo séptimo, se está realmente al borde del precipicio. ¡Tres pasos más y te caes sin remedio!

A Stuttgart

El grupo de viajeros estaba formado por B, Shirin, Michael y yo. Cuando nos estrechamos la mano, Michael por primera

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vez me dio un apellido por el que identificarlo, aunque sólo puedo adivinar cómo se escribe. Sonaba algo así como Ders- hinsky. Shirin estaba seria y neutral. B parecía lúgubre y preo­cupado.

Nadie tenía ganas de conversar, excepto tal vez Michael, que no paraba de hacerme gestos con la cabeza y guiños amis­tosos, pero que por otra parte parecía estar refrenando su buen humor por deferencia hacia Shirin y B. Cuando ya llevábamos unos diez minutos de viaje, me atreví a preguntar qué clase de compromiso era el de esa conferencia. Nadie parecía tener in­terés en contestarme. Finalmente B me explicó que había sido organizada por un hombre y una mujer de la universidad lo­cal, que conocían sus puntos de vista acerca de la población y querían darlos a conocer.

—No parece muy entusiasmado —observé.—Mis opiniones acerca de este tema siempre generan

una gran furia.—-¿Furia entre quiénes? ¿Los católicos?—No, en absoluto. Entre los marxistas.—¿Por qué los marxistas?Se encogió de hombros y se volvió para mirar por la ven­

tanilla. Tanto Michael como Shirin me hicieron un leve gesto con la cabeza para advertirme que dejara el tema.

En Hamburgo cambiamos de tren a uno más rápido y un poco menos austero, pero la atmósfera en nuestro comparti­miento siguió siendo desapacible y no mejoró cuando abrimos las bolsas del almuerzo que Michael nos había comprado en la estación de Hamburgo.

A mitad de camino de Stuttgart, B dijo a Shirin:—¿Por qué no le cuentas a Jared el cuento del Frío Im­

perial?Si no interpreté mal sus pensamientos, a Shirin no le in­

teresó la sugerencia, pero estaba tan aburrida como los demás. Para hacerlo un poco más atractivo, saqué el casete y lo puse en marcha.

Sorprendentemente, Shirin no manifestó ningún indicio de timidez o bochorno, cosa que yo sí habría hecho en su lu­gar. En cambio, pasó un minuto preparándose y luego se lanzó a ello como una actriz profesional.

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El Frío Imperial

—El Frío Imperial había sido una preocupación imperial du­rante tanto tiempo que ya nadie llevaba la cuenta de los si­glos. Era obvio que se trataba de algo genético, pero saberlo no servía de nada... desde luego no al emperador, que no de­jaba de tintar. Todas las instituciones académicas y científicas del reino tenían un aspecto frío. Todos los sabios y científicos trabajaban en algún sentido o en cierta medida en el proble­ma, y todos estaban de acuerdo en que la causa era metabólica y tal vez estaba relacionada con la clase de alimentación. Por supuesto, el régimen alimenticio del emperador no tenía nin­gún defecto, pero se suponía que algún ajuste (posiblemente infinitesimal) daría en la tecla indicada y proporcionaría ali­vio a Su Majestad. Había dietas de bellotas y dietas de man­zanas, dietas de berros, y dietas de zanahorias, por ir al otro extremo del abecedario. Todas las subvenciones de las uni­versidades dependían de sus investigaciones sobre los efectos de la dieta y los alimentos... una investigación que todos sa­bían que podría alargarse sin el menor esfuerzo hasta el fin de los tiempos.

»No obstante, un día, el primer ministro convocó una rueda de prensa y anunció que ge había logrado un gran pro­greso. Naturalmente, los'progresos importantes ya habían sido anunciados antes y siempre habían quedado en la nada, de manera que nadie se preocupó de verdad hasta que vieron la ex­presión del rostro del primer ministro. Esta vez, les decía esa expresión, algo inquietantemente nuevo estaba a la vista.

Shirin se detuvo y preguntó a B si debía terminar la histo­ria o esperar hasta más tarde.

—Ah, termínala ahora —dijo B, malhumorado—·. Así podrá meditar sobre ella.

Shirin continuó.—El anuncio del primer ministro (de que se había encon­

trado la causa del Frío Imperial) fue escandalosamente breve... Siguió un silencio conmocionado que pronto se convirtió en murmullo de horror, incredulidad y negación. La verdad de las palabras del ministro no era lo que enfurecía a los oyentes. Lo que los enfurecía era la idea de que, después de derrotar a las

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mejores inteligencias de una docena de generaciones, el frío del emperador se pudiera explicar de un modo tan sencillo. Parecían considerar que los problemas críticos (como el frío del emperador) debían de tener causas tremendamente com­plejas e impenetrables, y debían de ser muy difíciles (y quizás hasta imposibles) de solucionar. Mientras se paseaba sin rum­bo entre la multitud, se oía a un sabio aturdido murmurar una y otra vez: «No hay respuestas fáciles. No hay respuestas fáciles. No hay respuestas fáciles». No lo deda con verdadera convicción, sino más bien como si la repetición pudiera devolver la vitali­dad a esas palabras familiares, consoladoras.

»Lo que los afligía no era que la causa del frío se conocie­ra, sino que siempre se había conocido... pero nunca como causa. La habían tenido delante de sus narices, y por mirar más allá en busca de causas remotas e ininteligibles se les había escapado su importancia. En todo el imperio no había literal­mente nadie que no supiera que el emperador, que no dejaba de tiritar... no llevaba ropa.

Afirmar que no supe qué decir a esto sería un eufemismo. Por suerte, no esperaban ninguna respuesta, según parece. B continuaba mirando con desgana por la ventanilla. Sin dirigir una sola mirada a su público, Shirin recogió el libro que ha­bía estado leyendo. Sólo Michael reconoció que algo había pasado y me lanzó un guiño que me transmitió algo de su in­finita tranquilidad.

No había pasado siquiera un gran intervalo de tiempo. Guardé la grabadora, sintiéndome un poco como la Alicia de Lewis Carroll, que vivió muchas experiencias así, dispuesta a disfrutar de entretenimientos apasionantes que no resultaron entretenidos.

Diversión con los marxistas y otros

En la estación nos esperaban nuestros anfitriones, una pareja de cuarentones con un coche en el cual era concebible que

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cinco personas se apretaran, pero no seis, a menos que hubie­se algún desmembramiento- El problema se solucionó con facilidad: Michael y yo los seguimos en un taxi. El trayecto me dio una nueva oportunidad de observar el comportamien­to de mi compañero; Michael había permanecido cañado en el tren, no por consideración a B y a Shirin, sino por pura ti­midez... proyectada aún con más intensidad en aqueños mo­mentos en que podría haber hablado cuanto quisiera. Un par de veces intenté sacarlo de su sñencio, pero enseguida com­prendí que en realidad prefería permanecer en segundo plano y nunca adelantarse hacia la luz.

El taxi nos dejó frente a un edificio grande, una escuela que parecía una prisión neogótica, y nos condujeron al piso de arriba, a un aula que habría deprimido a una tribu de monos. Mi corazón dio un vuelco al verla. Unos veinte espectadores silenciosos estaban diseminados por el recinto, la mitad con aire de actores que se estuvieran mentalizando para interpretar el Casio de Julio César. B, Shirin y la pareja de anfitriones se situaron delante del público, charlando... o tratando de dar la impresión de que lo hacían.

Michael y yo nos fuimos a la parte de atrás. Unos minutos después Shirin se sentó en la primera fila y B fue presentado con todo detañe (en alemán). Decidí no grabar el discurso de B porque tendría que transcribirlo de todos modos, pero no había contado con que sería su charla más larga hasta la fecha.*

No estaba preparado para lo que oí. No es que alguna vez lo hubiera estado cuando se trataba de escuchar a B. El mate­rial era extraordinario, en nada parecido a lo que yo había oído o leído sobre el tema, y a medida que la exposición se desarro­llaba, comencé a comprender el sentido de la historia del Frío Imperial. B estaba revelando hechos cruciales tan alejados de toda discusión como la desnudez del emperador (o así lo ima­ginaba yo ingenuamente). Cuando terminó, unas siete perso­nas aplaudieron: dos eran nuestros anfitriones y los otros tres éramos Shirin, Michael y yo.

Con aspecto de estar agotado, casi al borde del desfañeci- miento, B empezó a contestar preguntas... aunque más bien

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El texto de este discurso se encuentra en las páginas 337-360.

eran disquisiciones y refutaciones, todas en alemán. Michael se indinó hacia mí para explicarme que, al negarse a hablar en inglés (idioma que sin duda dominaban), los participantes esta­ban manifestando su desprecio por los puntos de vista de B.

Antes de contestarles, B resumió las preguntas en inglés (era de suponer que lo hacía por mí). Por lo que pude enten­der, sencillamente negaban todo lo que B había dicho... Un enfoque interesante, pensé. Al final (o cuando se cansó), con­cluyó con un breve epílogo sobre el Frío Imperial que iba diri­gido a mí:

—Cuando los eruditos de la capital del emperador que siempre tenía frío dedicaron unos días a examinar detenida­mente la situación, comenzaron a recobrar sus facultades y a ver que, al fin y al cabo, no todo estaba perdido para ellos. Convocaron una rueda de prensa que fue dos veces más so­lemne que la del primer ministro y tres veces más concurrida. Después de que los diversos medios fueran agasajados con vino y un banquete digno de la realeza, el individuo que enca­bezaba la Comisión Real para la Investigación del Frío pidió silencio e hizo la siguiente afirmación: «Es cierto que el empe­rador está desnudo», dijo; «lo hemos sabido siempre y hemos preferido no hacer caso porque es una pista falsa. Las causas del estado del emperador son muchas, demasiado complejas y difíciles para que los legos las entiendan... y no pueden redu­cirse a esta explicación única e infantil: que tiene frío porque no lleva encima más que el traje con el que vino al mundo. La sugerencia de que la ropa de abrigo podría aliviar el malestar del emperador es encantadora y bienintencionada, pero no se recomendará para su puesta en práctica o posterior estudio». Después de este anuncio el primer ministro fue despedido por incompetencia, se renovaron todas las subvenciones para los estudiosos, y el emperador siguió tiritando hasta convertirse en un anciano con nieve en las sienes.

B dio las gracias al público y se alejó en medio de un si­lencio abstraído. Era evidente que habían organizado una es­pecie de reunión social para nosotros después de la charla, pero nos la saltamos para coger el tren de Hamburgo. Por suerte ese tren nocturno era de los antiguos, cómodo y con compartimientos separados.

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Entre Stuttgart y Francfort

—Recuérdame que no vuelva a hacerlo nunca más —dijo B una vez que nos hubimos acomodado.

—-Te lo recordé antes de que decidieras aceptar al princi­pio —señaló Shirin con sequedad.

—No lo hiciste con la suficiente energía.Michael se aclaró la voz y comentó:—Nunca se sabe cuándo hemos plantado una semilla —y

enrojeció violentamente.—Eres muy amable por decir eso —respondió B con sua­

vidad—pero era un terreno muy duro.—Durísimo.—¿Dónde lo dejamos anoche? —me preguntó B unos

minutos más tarde.Pensé un momento y dije:—Usted acababa de argumentar que lo que los autores de

la historia de la Caída vieron en nuestra revolución agrícola no era una nueva tecnología, sino una nueva concepción del mun­do que nos demuestra que somos tan sabios como los dioses... lo bastante sabios para ejercer el poder de la vida y la muerte sobre el mundo.

B asintió.—Me alegra haber llegado tan lejos, pero ésa es la parte

fácil.—¿Por qué?—Es bastante fácil imaginar qué estaba sucediendo cuan­

do nació el universo, porque vemos el universo cada vez que levantamos la mirada. Pero es muy, muy difícil imaginar qué es­taba sucediendo antes de que el universo naciera.

—No estaba sucediendo nada antes de que el universo naciera. Por definición.

—Precisamente.Moví la cabeza y dije:—-Tendrá que relacionar esto con el tema que nos ocupa.—Nos resulta fácil entender qué pensaban esos primeros

agricultores cuando se establecieron en aldeas para vivir. Nos resulta fácil entender lo que pensaban los comerciantes de la Edad del Bronce cuando transportaban mercancías en carava-

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nas, recorriendo miles de kilometros entre Tebas, Heracleó- polis, Damasco, Assur y Ur. Nos resulta fácil entender qué pensaban los constructores del imperio de Akkad y Sumer, qué pensaban los constructores de la Gran Muralla China, qué pensaban los constructores de las colosales pirámides de Egip­to. Confío en que comprenda lo que quiero decir; podría se­guir acumulando ejemplos durante horas.

—Comprendo lo que quiere decir.—Entendemos lo que pensaban porque hacían lo que no­

sotros hubiéramos hecho en su lugar. Eran nuestro linaje cul­tural; eran personas que veían el mundo como lo vemos noso­tros y veían el lugar del Hombre en el mundo como lo vemos nosotros.

—Entiendo.—Pero en cuanto miramos atrás, más allá de nuestra re­

volución agrícola, y penetramos en el pasado humano, ya no entendemos lo que aquellas personas pensaban. No entende­mos qué se proponían cuando vivían durante docenas de miles de años sin intercambios ni comercio, sin imperios, reinos rri aldeas, sin adquisiciones de ninguna clase.

—Es muy cierto. Diría que nuestra impresión es que no se proponían nada. No es que no lo entendamos, es que allí no había nada que entender.

—Es semejante al nacimiento del universo, Jared. No po­demos entender qué ocurría antes del nacimiento del universo porque no ocurría nada, y no podemos entender qué pensaba la población humana antes del nacimiento de nuestra cultura porque imaginamos que no pensaba nada.

-—Sí, así parece.—Es otro resultado del Gran Olvido. Hemos olvidado

qué pensaba la humanidad antes de nuestra revolución.—Creo que no lo capto —dije—·. ¿Por qué es importante

saber qué se pensaba antes de nuestra revolución agrícola?B suspiró.—Existen algunos problemas pedagógicos que sólo pue­

den resolverse con parábolas, y creo que éste es uno. Déjeme pensar un minuto.

Miré a los otros, pero estaban con la mirada y el pensa­miento recogidos. Llegábamos a Francfort. B y yo estábamos

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sentados uno frente a otro en el lado de la ventanilla, y puesto que no tenía nada mejor que hacer, me puse a contemplar el rostro de los pasajeros que esperaban para subir al tren y me sorprendió ver una cara conocida. El tren ya había dejado atrás a aquel hombre cuando recordé quién era. Era Herr Reichmann, el caballero de edad avanzada que me había aconsejado que re­nunciara a Charles Atterley en favor de una persona que se había comprometido a dar una charla en Der Bau... que resul­tó ser B. Estaba pensando vagamente en la posibilidad de pre­sentarlos cuando B se puso a contar otra historia.

Los tejedores

—Es bien sabido —dijo B— que toda pieza de tela tejida a mano contiene un elemento de magia, que es la magia espe­cia], de su tejedor. Esta magia no muere necesariamente con el tejedor que creó la tela, sino que puede transmitirse de ge­neración en generación y compartirse entre familias y hástau entre naciones enteras, de manera que quien es sensible a es­tas cosas puede decir en un instante si la tela fue tejida en Ir­landa, Francia, Virginia o Baviera. Esto sucede en todos los planetas del universo donde semieje, y sucedió en el planeta sobre el que me gustaría hablarle ahora.

»Sucedió en este planeta que llegó un tejedor llamado Nixt, que era una extraña combinación de genio y locura, vio­lencia y habilidad artística, crueldad y encanto... y ésta era la magia que entretejía en su tela, y aquellos que usaban las pren­das hechas con ella se volvían como el tejedor. Muy pronto se hizo famoso y todos querían telas impregnadas con su magia. Cuando usaban esas ropas, los artistas creaban obras maestras, los mercaderes se hacían ricos, los dirigentes aumentaban su poder, los soldados ganaban las batallas y los amantes derrota­ban a sus rivales. Casi de inmediato se advirtió que la magia nixtiana tenía algunos inconvenientes: era tan poderosa que tendía a devorar lo que tocaba. En vez de durar siglos, las obras maestras de los artistas se desintegraban después de unas décadas. En vez de durar varias generaciones, las riquezas de

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los mercaderes tendían a esfumarse en una sola generación:' En vez de durar décadas, el poder de los dirigentes tendía a re­ducirse a unos años. En vez de durar años, la pasión de los enamorados tendía a extinguirse en unos meses. A nadie le importaba: los artistas querían obras maestras, los mercaderes querían dinero, los dirigentes querían poder y los amantes que^ rían conquistas.

«Naturalmente, todos los tejedores del país deseaban tejer con la magia nixtiana, y el mismo Nixt se hizo en poco tiem­po tan desmedidamente rico que estaba encantado de compar­tirla con ellos. En una generación, todos los tejedores del reino estaban practicando tan sólo esa clase de magia y habían olvi­dado todas las demás. Desde pañales hasta mortajas, todos en el lugar usaban prendas tejidas con magia nixtiana... y, como puede imaginarse fácilmente, esta nación ocupó casi de la no­che a la mañana un lugar preeminente entre las naciones del mundo. No hubo nada que les impidiera apoderarse de todo el planeta, y así lo hicieron en pocas generaciones, y en cada país que conquistaban, los tejedores que en ese momento practica­ban otra clase de magia, o bien aprendían la magia nixtiana o bien cambiaban de oficio.

»La expansión de la magia nixtiana reveló otro de sus in­convenientes: sus cualidades de exhaustividad parecían au­mentar a un ritmo exponencial. Cuando se creaba el doble de obras maestras con la magia nixtiana, se desintegraban cuatro veces más rápidamente. Cuando el triple de mercaderes se en­riquecía con la magia nixtiana, su dinero se esfumaba nueve veces más rápidamente. A nadie le gustaba esto, pero los artis­tas seguían queriendo obras maestras, los mercaderes seguían queriendo riquezas, los dirigentes seguían queriendo poder, y así sucesivamente.

»A1 cabo de miles de años, todos los tejedores del planeta conocían sólo una clase de magia y habían olvidado todas las demás. Al cabo de otros miles de años, habían olvidado que alguna vez se había practicado otra clase de magia al tejer, y la gente pronto dejó de considerarla magia; para ellos era sólo parte del proceso de tejer, y por lo que ellos sabían, siempre había sido así. En otras palabras, con el tiempo llegaron a pen­sar que la magia nixtiana formaba parte de la tejeduría; de la

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misma manera que la gente de nuestra cultura acabó por pen­sar que la agricultura totalitaria era parte del ser humano.

»E1 problema file que una vez que todos los hombres, muje­res y niños del planeta se pusieron ropa nixtiana, la capacidad de agotamiento de la misma actuaba a un nivel tan alto que las obras de arte duraban sólo semanas... y nadie las quería. Se ha­cían fortunas y sistemáticamente se perdían en unos días, y los mercaderes vivían en un estado de depresión suicida. Los go­biernos y sistemas políticos iban y venían como las estaciones del año y nadie se molestaba ni siquiera en aprenderse los nom­bres de los presidentes o primeros ministros. Los romances y re­laciones amorosas rara vez duraban más de dos o tres horas.

»Fue en este punto de total agotamiento sistémico donde algunos paleoantropólogos emprendedores descubrieron de ma­nera completamente fortuita que el arte de tejer había existido mucho antes de la época de Nixt, y que la gente, durante cien­tos de miles de años, se había sentido muy contenta vistiendo ropa tejida con otra clase de magia. Y lo que era más sorpren­dente, incluso sin la magia de Nixt, los artistas habían produ­cido ocasionalmente obras de arte, los mercaderes se habían hecho ricos, los dirigentes se habían vuelto poderosos, y los amantes habían hecho conquistas. Y algo más importante aún, estas hazañas, de acuerdo con los haremos modernos, habían sido duraderas hasta niveles inconcebibles.

»Con gran entusiasmo, estos paleoantropólogos expusie­ron su descubrimiento al jefe del departamento y le pidieron que los relevara de otras obligaciones para poder analizar tejidos antiguos y tal vez descubrir la magia empleada en su produc­ción. «Creo que no acabo de entenderlo», dijo el jefe del departa­mento, después de escuchar sus propuestas con paciencia: «¿Por qué es importante saber qué hacían los tejedores antes de la era de Nixt?».

Ahora viene la parábola

—Supongo que ve los paralelismos con lo que hemos estado hablando —dijo B—·. Creo que sus palabras fueron: «¿Por

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qué es importante saber qué se pensaba antes de nuestra revolu­ción agrícola?». ¿Todavía necesita una respuesta a esa pregunta?

—Ojalá pudiera decir que no —contesté—·, pero sincera­mente, no puedo. Mi problema es éste: consigo ver qué idea nos motivó, porque puedo ver qué logramos, pero no puedo entender qué idea motivó a nuestros antepasados porque no puedo entender qué lograron ellos. Por lo que alcanzo a en­tender, no lograron nada. Enséñeme sus victorias, entonces quizá pueda creer que había una idea que los motivaba.

—¿Qué lograron los tejedores prenixtianos en mi parábola?—¿Quiere decir entre el momento en que apareció su

raza y la era de Nixt?—Eso es —dijo B.—Supongo que aprendieron a tejer.—Exactamente... y no es una hazaña insignificante, se lo

aseguro. Nuestros antepasados lograron algo similar en los primeros tres millones de años de vida humana: aprendieron a vivir como seres humanos, a vivir bien, a darse la gran vida. Desarrollaron un estilo de vida que era exclusivamente huma­no, muy distinto del estilo de vida de otros primates, un estilo de vida para criaturas capaces de cosas como la poesía, la filo­sofía, la música, la danza, la mitología, el arte y la invención tecnológica.

—¿Y hay una idea detrás de eso?—Creo que se dará cuenta de que la hay. De todos mo­

dos, es el reto al que me enfrento, Jared: revelarle esa idea. En este mismo momento sé que le parece que todo esto, toda esta belleza y catástrofe nuestra, estaba destinada a suceder. Que estaba de alguna manera en la propia naturaleza de la humani­dad ser lo que es, de igual modo que está en la naturaleza de la oruga ser mariposa.

—Sí, así es como lo veo.—Algún día, si tengo éxito, usted comprenderá que la

humanidad no estaba más destinada a ser nosotros de lo que estaba destinada a ser gebusi. La gente de nuestra cultura no representa el último estadio del desarrollo humano más que los gebusi.

—Espero que consiga su objetivo —dije—·. Lo deseo de verdad.

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Se levantó y, para no perder el equilibrio, se asió al por­taequipajes que había encima de nuestra cabeza.

—Es hora de dar un paseo —dijo, y se dirigió a la puerta.Me quedé sentado y miré a Michael y a Shirin un mo­

mento, invitándolos a hablar. Como no aceptaron, saqué el diario y lo puse al día.

Miércoles, 22 de mayo

La última parada

Al cabo de una hora Shirin no coincidió conmigo en creer que hacía ya mucho rato que B se había ido del compatimen- to... Ella imaginaba que se habría encontrado con algún cono­cido, y Michael, como era típico en él, no consideraba que le correspondiese tener una opinión al respecto, así que fui a buscarlo solo.

Los compartimientos estaban separados del pasillo por divisiones que tenían un panel de cristal, de manera que resul­taba fácil ver quién estaba y dónde, y B no estaba en la parte delantera del tren. Unos cuantos compartimientos estaban va­cíos y a oscuras, y no vi ninguna razón para revisarlos hasta que no tuve más sitios donde buscar. Me di cuenta de que es­taba tan falto de sueño como yo, y después de la dura velada en Stuttgart, podría muy bien haber decidido acostarse en un compartimiento vacío para dormir. Cuando finalmente lo en­contré, creí que había acertado, pero no era así. No estaba dur­miendo, estaba muerto, con los ojos abiertos y un orificio de bala en la sien izquierda.

Tal vez algún día escriba lo que sentí durante aquel minu­to, pero ahora no. Creo que estuve a punto de hacer lo que soha entenderse como «perder la razón», antes de que esas pa­labras se convirtieran en otro sinónimo trillado de volverse loco. Sabía que tema que tirar de la palanca de emergencia y detener el tren, por más que no quisiera. No parecía haber otra elección, aunque muchos pasajeros pensaran de otra manera. Se produjo una gran confusión, desde luego, una pesadilla. Primero pensé que me iban a ejecutar en el acto. Finalmente el

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jefe de tren entendió lo del cadáver. Luego llegó Michael y tomó las riendas como intérprete. Más tarde llegaron algu­nos policías... Me pareció que habían transcurrido horas... Después llegaron oleadas de policías, cada uno con las mismas preguntas. Me esposaron dos veces y casi una tercera.

Por fin el tren reemprendió la marcha hasta Hannover, unos kilómetros más adelante. La noche siguió, siguió y si­guió. Finalmente Michael y Shirin convencieron a la policía de que era muy poco probable que yo fuese un asesino y me dejaron ir después de confiscarme el pasaporte. Ya estaba amaneciendo. Michael encontró un taxista que aceptó llevar­nos a Radenau y salimos de aquel lugar.

Dormí hasta las ocho, bajé a cenar y envié un fax al padre Lulfre explicándole lo sucedido. Un agente de policía que ha­blaba muy bien el inglés me había dicho que lo llamara si re- « cor daba algo que no estuviera en mi declaración. Lo llamé y le conté que había visto a Herr Reichmann en el andén de la es­tación de Francfort.

—¿Cómo sabe que no estaba esperando a alguien que lle­gaba en ese tren?

—No lo sé. Pero la gente que espera a alguien no se acer­ca al tren como él lo hizo; se detiene a cierta distancia para po­der ver a la gente que baja de todos los vagones.

—Es una buena observación —reconoció el agente—■. En­tonces digamos que subió al tren. ¿Cree que tenía alguna ra­zón para desearle algún mal a su amigo?

—No, ninguna.—Entonces, ¿qué sentido tiene?—Usted me dijo que lo llamara si recordaba algo, y eso es

lo que estoy haciendo.—Bien. Se lo agradezco. A propósito, en el análisis de sus

manos no se encontraron restos de pólvora.—Una novedad para ustedes, pero no para mí —dije—·.

Ya sabía que no había restos de pólvora en mis manos. ¿Me devuelven el pasaporte?

—Dentro de un par de días. Queremos tener la seguridad de que podremos hablar con usted si lo consideramos nece­sario.

Nos despedimos.

13S

Me sentía medio muerto. No quería pensar, no quería re­cordar, no quería hacer nada. Saqué la botella de whisky y tomé un trago, pero ni siquiera tenía ganas de beber.

Me tendí en la cama vestido, cerré los ojos y dormí diez horas seguidas.

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Jueves, 23 de mayo

Radenau: sexto día

El padre Lulfre telefoneó a las ocho de la mañana y empezó la conversación diciéndome, en tono de suave reproche, que donde él estaba era medianoche.

—No le he pedido que llamara —le repliqué con irrita­ción. Se produjo un largo silencio mientras él, evidentemente, decidía que lo más sensato era no responder.

—¿Cuándo vuelve? —dijo finalmente.—No lo sé. La policía me retiene el pasaporte.—¿Por qué?—Para que no salga de Alemania, claro.—¿No tienen al asesino de Atterley?—Que yo sepa, no tienen ninguna pista y mucho menos

un sospechoso. Créame, no les inspiro confianza.—¿Qué les ha contado sobre su misión en Alemania?—Ni un maldito detalle. Lo único que quieren saber es:

¿Discutió con él? ¿Llevaba un arma? ¿Le disparó? No sienten el más mínimo interés por la historia de mi vida. Tal vez lo sientan algún día, pero ahora mismo no.

—¿Le consigo un abogado?—No. Aparte de que encontré el cadáver, no tienen

motivo alguno para pensar que tengo algo que ver con su muerte.

El padre Lulfre reflexionó unos instantes, y luego dijo con la cómoda seguridad de quien está a seis mil quinientos kiló­metros de distancia:

—No pueden retenerlo indefinidamente.—Se lo explicaré a ellos. ¿A qué viene tanta prisa?

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—No hay prisa. Es solamente que ya no tiene nada que hacer ahí, así que supuse que estaría deseoso de volver a casa.

Me pregunté por qué pensaba que yo necesitaba que me explicara todo eso, pero lo dejé pasar.

—Me pondré en contacto con usted cuando sepa algo más —dije.

—-¿Necesita algo?—Tengo la American Express y la Visa Oro. ¿Qué más

puedo necesitar?—Jared, está comenzando a alarmarme.—No han sido momentos divertidos.—Pronto terminará —dijo el padre Lulfre, y lo dejamos así.

Me duché, me vestí, desayuné y me fui a pasear... algo que nunca había hecho en aquella ciudad a plena luz del día. No era un lugar en el que uno pudiera perderse; había sido dise­ñado con demasiada lógica teutónica para eso. Por una de esas grandes casualidades, me encontré en la misma calle que la tienda de restos y desechos de Gustl Meyer. El anciano me miró sorprendido cuando entré. Le pregunté si sabía lo que le había pasado a B, y me dijo que lo había leído en el perió­dico. Le expliqué que no sabía suficiente alemán para leer el periódico, así que ignoraba si la policía había detenido a alguien.

—No encontrarán a nadie a quien detener —me aseguró el anciano.

—¿Por qué?Se encogió de hombros con parsimonia.—Charles era un hombre que estaba destinado a que lo

mataran.Parecía creer que eso lo explicaba todo.

Vuelta a la madriguera

Después del almuerzo fui hasta el teatro, con la esperanza de que Shirin y Michael estuvieran allí; estaban. También esta-

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ban Frau Hartmann, la adolescente norteamericana, Bonnie, y los Teitel. No esperaba que nadie se pusiera contento al verme, y nadie lo hizo. Excepto Shirin, que estaba sentada en el sillón de B, todos ocupaban sus lugares habituales. Tal vez desearan mantener al menos esa continuidad. Nadie hablaba.

Me senté y les pregunté cuál era la teoría predominante acerca de quién mató a B y por qué.

Me miraron de modo inexpresivo, excepto Shirin, quedijo:

—No lo llamaría una teoría. El sentimiento predominan­te parece ser que B todavía estaría vivo si usted no hubiera venido.

—Me alegro de que no sea una teoría. Reconoce la falacia implícita... post hoc ergo propter hoc: sucedió después de, luego sucedió a causa de. De acuerdo con este razonamiento, el ma­trimonio es la causa de todos los divorcios.

—No nos dé una conferencia, Jared.—No lo haré si ustedes no me endosan la muerte de B.—¿Por qué cree usted que fue asesinado? —Esta vez ha­

bló Michael.—No lo sé. Las posibilidades son demasiado numerosas y

no tengo manera de reducirlas. Evidentemente mucha gente estaba disgustada con lo que él decía.

—Esto no lo hizo alguien a quien disgustaba en general lo que B decía —dijo Shirin—·. Esto lo hizo alguien que sabía que B iba a estar precisamente en ese tren. Alguien subió a ese tren para matarlo.

—O alguien subió a ese tren para matar a cualquiera que estuviese a tiro,

—Si subió al tren para matar al azar, ¿por qué mató sólo a B?

—No lo sé; tal vez una víctima era suficiente. Tal vez na­die estaba tan a mano como B.

Bonnie dijo:—¿Cómo se llama su jefe? El hombre que lo mandó aquí.—Padre Lulfre.—Quizá el padre Lulfre lo mandó matar.—¿Por qué iba a hacer eso?

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—¿No lo envió aquí para averiguar si B era el Anticristo?—Bueno, para simplificar las cosas, supongamos que lo

hizo. ¿Entonces que?—Entonces, tal vez él decidió que B era el Anticristo.Negué con la cabeza.—Es imposible que lo decidiera basándose en la informa­

ción que ha recibido de mí, y aunque lo hubiera hecho, no ha­bría reaccionado mandando asesinar a B. Ve usted demasiada televisión, Bonnie. El padre Lulfre es arqueólogo y psiquiatra, no un jefe de la Mafia.

Bonnie sonrió con afectación como si mi conducta fuese muy ingenua o deliberadamente estúpida.

Nadie parecía tener nada más que decir.

Sentado allí, en medio de toda aquella gente silenciosa, em­pecé a preguntarme si habría interrumpido alguna clase de reunión... una reunión a la cual no había sido invitado. Deci­dí que tenía que saberlo y estaba considerando cómo formu­lar la pregunta cuando se oyó un confuso ruido de pasos en la escalera de caracol. Miré alrededor para ver si esperaban a al­guien, pero tuve la impresión de que no era así. Todos per­manecieron tensos hasta que finalmente apareció un grupo de cinco personas. Eran de edad variada, desde adolescentes hasta cuarentones, vestidos con estilos estrafalarios que iban desde el hippy de la primera época hasta el punk tardío. Se detuvieron en la escalera para miramos con detenimiento, como si fuéramos piezas de museo. Luego, tras intercambiar miradas entre ellos, terminaron de descender con esfuerzo y se abrieron camino a través del desorden hasta donde nos ha­llábamos reunidos.

—¿Estamos donde corresponde? —preguntó el cabecilla, un individuo barbudo de unos cuarenta años—Venimos de Suecia, y nos han indicado que fuéramos al teatro de Radenau, bajáramos al sótano, y allí estarían reunidos.

Como continuáramos mirándolo con fijeza y sin hablar, nos dirigió a cada uno una mirada sonriente y esperanzada. Por fin, sin dejar de sonreír, aunque con una sombra de duda, preguntó: "V

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—-¿Quién de ustedes es B?Como nadie parecía inclinado a hablar, yo asumí la res­

ponsabilidad de decir:—B no está aquí.—Cállese, estúpido —dijo Shirin. Luego se levantó y se

volvió hacia los recién llegados para pronunciar las tres pala­bras que supe al instante que iban a desgarrar mi vida en pe­dazos—■. Yo soy B.

SEGUNDA PARTE

Viernes, 24 de mayo(dos de la mañana)

Ganar tiempo

Una de las cosas que se decidieron ayer es que B hablará en público mañana por la noche. El hecho se considera como «volver a montar el caballo que nos tiró». Nadie pidió mi opi­nión, que es que programar la misma charla para una semana más tarde lograría el mismo fin y daría un poco más de tiem­po para que el público se enterase. Dije que ayudaría a poner carteles, pero tendré que faltar a mi palabra si quiero dormir (y debo hacerlo, pase lo que pase).

Se está terminando mi tiempo aquí; me devolvieron el pa­saporte hace unas horas, y debo suponer que el padre Lulfre se enterará casi de inmediato, puesto que tiene sus propias fuen­tes de información aquí. Puedo postergarlo unos días (pero no muchos más) alegando que la policía me ha pedido que me quede por si encuentran a Herr Reichmann, el anciano caba­llero que me recomendó a B por primera vez y que subió a nuestro tren en Francfort la noche del asesinato de B. Si se les ocurriera, tal vez me pidieran de verdad que me quedara para ese fin... o para algún otro.

Shirin; Jared

Después de acomodarme en mi sitio, B habló a los suecos durante cerca de una hora (a decir verdad, preferiría con desesperación llamarla Shirin, pero hacerlo sería aliarme con extraños como, digamos, su madre o uno de sus médi-

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cos; me parece que negar que Shirin es B sería negar que Charles era B).

Les dio una orientación básica acerca de las enseñanzas de B y prometió encontrarse con ellos nuevamente por la maña­na. Luego echó a todo el mundo para que nosotros dos pudié­ramos hablar.

La cosa no marchó bien de inmediato. Yo no sabía qué quería discutir ella, y ella no parecía querer decírmelo. Des­pués de unos minutos resultó evidente que no quería hablar conmigo en absoluto, y le pregunté por qué se estaba moles­tando en hacerlo. La pregunta dio en el clavo, porque ella se puso furiosa.

Dijo:—Hace un rato le llamé estúpido, y realmente debo decir

que es uno de los hombres más estúpidos que he conocido. ¿Entiende por qué?

Admití que no lo entendía.—He conocido a muchos hombres que eran infinitamen­

te menos brillantes, hombres carentes de algo parecido a un bagaje mental, por llamarlo de algún modo, pero jamás conocí a nadie con tanto bagaje mental mal aprovechado.

Solté una carcajada entre histérica y amarga.—Parece mi tutor de la facultad —le dije—·. No sabe us­

ted cuánto me lo recuerda.Dejó escapar un suspiro y vi que su enfado se disipaba.

De modo inesperado, se disculpó por haber perdido los es­tribos:

—-Tengo que acostumbrarme a esto, Jared. Lo que me irrita de usted es justamente lo que Charles encontraba útil. Usted es capaz de retener información en la cabeza durante muchísimo tiempo sin sacar ninguna conclusión. A mí esto me parece estupidez. A Charles, le parecía... otra cosa.

—Quiere decir que soy lento para comprender.—Es mi opinión. Charles creía que usted tenía una capa­

cidad extraordinaria para no precipitarse, para resistir la ten­tación de aferrarse a algo, aunque no fuera lo que él estaba di­ciendo.

—¡Guau! —exclamé—·. Qué fabuloso es tener esa ca­pacidad.

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—No se burle, Jared, yo procuraré no burlarme tampoco. Pero donde esta cualidad se vuelve contra usted es en el trato con el padre Lulfre. Usted cree que peón a reina cuatro es una apertura brillante, pero mientras usted mueve el peón, él saca los dos caballos, los dos alfiles y se enroca. Siempre le lleva ocho movimientos de ventaja.

—¿Cómo ha entrado el padre Lulfre en el juego?—-A través de usted. Le ordenó esta misión hace dos se­

manas y puede apartarlo de ella en el momento que le plazca. —-Inclinó la cabeza hacia un costado y dijo—·: A menos que usted esté dispuesto a abandonar su vocación.

—No lo estoy.—Entonces debe hacer frente a esto ahora mismo: el pa­

dre Lulfre lo conoce por lo menos tan bien como yo. Esto quiere decir que, consciente o inconscientemente, lo eligió porque usted no se le adelantará sacando conclusiones que desea re­servar para sí.

—Ahora tengo una ligera idea —dije— de cómo se siente una persona retrasada mental cuando por fin se da cuenta de que es retrasada mental.

—No sea ridículo.—Hay una pregunta que no tengo derecho a hacer, pero

que voy a hacer de todos modos. ¿Qué relación tenía con Charles?

Me lanzó una mirada fría y se la devolví.—No se atrevió a preguntárselo a Charles.—Así es.—Pero se atreve a preguntármelo a mí. ¿Por qué?—Porque usted es la persona a quien quiero oírselo decir.—¿Por qué? —inquirió, dirigiéndome una mirada fu­

riosa.—Si el padre Lulfre va ocho jugadas por delante de mí,

usted debe de llevarme como mínimo cuatro de ventaja, y en ese caso ya sabe por qué. Yo estoy todavía en la jugada uno, esforzándome por entender.

B me miró largamente como si quisiera poner orden a la confusión. No estoy seguro de si aquello era superior a sus fuerzas o sólo lo fingía. En cualquier caso, dijo:

—B y yo no éramos amantes.

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—Comprendo. ¿No hay nada que añadir?—Éramos exactamente lo que usted vio. ¿Qué punto ne­

cesita que le aclare?—Ninguno —dije—■. Es que sencillamente no me di

cuenta de que estaba en presencia de un milagro: amistades como la suya hay sólo una entre mil millones. Ustedes dos fue­ron muy afortunados.

Permaneció sentada como una roca durante un minuto entero, resistiéndose a dejarme ver las lágrimas que le asoma­ban a los ojos, y si yo hubiera sido tan tonto como para decir una palabra o extender una mano, es probable que ella me hu­biera rechazado. Finalmente se enjugó las lágrimas y no le im­portó que la viera hacerlo porque ya había pasado.

—Como es típico en mí —dije—ignoro qué está suce­diendo. ¿Qué estamos haciendo aquí?

—Pretendo continuar enseñándole, reanudar el hilo don­de Charles lo dejó.

La miré un instante con fijeza y luego le pregunté por qué iba a hacerlo:

—Sé por qué lo haría Charles, pero no entiendo por qué quiere hacerlo usted.

—Es probable que no le guste esta respuesta —dijo des­pués de pensarlo un momento—·, pero es la única que tengo. Usted considera que le transmitimos estas enseñanzas como un favor, no como una necesidad. Nosotros lo vemos como una necesidad porque vamos cuatro movimientos por delante de usted. ¿Puede aceptarlo?

—Creo que no me queda más remedio.—En cuanto se ponga al día, verá la necesidad por sí mis­

mo; no tendrá ninguna duda al respecto.—-Tiene razón —dije—-. No me gusta esa respuesta.

Defender la grieta

—Cuando Charles comenzó, pensamos que temamos sema­nas. Ahora, con su asesinato, supongo que tenemos días, tal vez horas.

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Le pregunté qué tenía que ver la muerte de Charles con eso, pero se limitó a mover la cabeza y continuó:

—Charles eligió el enfoque que le pareció más adecua­do, pero a decir verdad, yo consideraba que era demasiado cerebral y poco directo. Debo empezar a un nivel más ele­mental.

—De acuerdo —dije con vacilación. Y luego añadí-—: ¿Está hablando de empezar en este mismísimo instante?

—¿Tiene otro compromiso?—No, claro que no.—Si esperaba que guardase luto durante un mes, eso sen­

cillamente no puede suceder. No en estas circunstancias.—Lo lamento, continúe.—Charles no quería ayudarle a salvar la grieta, Jared.

Quería que usted saltara al otro lado solo, por eso procedió como lo hizo. ¿Sabe a qué me refiero?

—¿Se refiere al salto que he de dar para llegar a la conclu­sión a la que él quería que llegara?

—Exacto. Cada frase que decía estaba pensada para cons­truirle un puente centímetro a centímetro. Estaba rellenando la grieta con diminutas piedras, una tras otra, con la esperanza de que usted finalmente saltara solo.

—Pero no lo hice.—No lo hizo. No tengo paciencia suficiente para seguir

ese procedimiento, Jared... ni paciencia ni tiempo. Voy a arrojarlo al otro lado de la grieta; voy a empezar por la con­clusión.

Esperó a que respondiera, y creo que podría haber dicho «está bien», o «me parece estupendo», pero no me parecía ni lo uno ni lo otro. Me sonaba a algo así como el fin, que sin duda es exactamente lo que es una conclusión.

—De acuerdo —dijej—·. Me parece magnífico.Me dirigió una mirada vacilante, como si no me creyera

más de lo que yo mismo me creía. Luego siguió:—Hay algo que quiero que me diga, Jared. Usted es sa­

cerdote de la Iglesia Católica Romana. Entiende cuál fue el ministerio de Jesús, ¿verdad?

—Sí, creo que sí.—¿Lo entiende o no lo entiende?

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—Lo entiendo.—Dígame en tres palabras a qué vino Jesús.—-¿En tres palabras?—¿Lo dice usted o se lo digo yo? En tres palabras, ¿a qué

vino Jesús?—-A salvar almas.—-Esa no es la interpretación exclusiva de los católicos

romanos, ¿verdad? Podría trasladarla a todas las confesio­nes cristianas que existen, y todas estarían de acuerdo con ello, ¿no?

—Sí, creo que sí. Es probablemente la única afirmación con la que estarían de acuerdo.

—No vino a salvar ballenas, ¿verdad que no?—No.—No vino a salvar bosques milenarios o tierras pantano­

sas, ¿verdad?—No.—Ahora dígame qué piensa que estamos haciendo aquí,

Jared. ¿De qué va todo «esto»?—¿Qué quiere decir con «esto»?—Lo diré de otra manera: sabemos qué vino a hacer Je­

sús. ¿Qué vino a hacer B?—Lo ignoro —dije, alarmado.—Sí lo sabe, Jared. ¿Cuál es el tema de todas nuestras

charlas?Negué con la cabeza.—j Salte ahora, Jared! La grieta tiene apenas unos centí­

metros de ancho; tres palabras tenderán un puente sobre ella.La miré fijamente, petrificado.—jHable, maldición! No me obligue a decirlo por usted.

¿Cuál es el tema de todas nuestras charlas?Logré que saliera de mi garganta como un ronco graz­

nido:—Salvar al mundo.—Salvar al mundo. Lo tema ahí, delante de las narices

todo el tiempo, ¿verdad? Ahora, Jared, vamos a llegar directa­mente al Anticristo, sin ninguna maldita demora. Ahora mis­mo. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

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—Para eso está aquí, ¿no?—Sí.—Bien, a lo largo de la historia del Anticristo se sobren­

tendía que él sería lo opuesto a Cristo. Si el Cristo vino para la salvación de las almas, el Anticristo vendría ...

—Para la perdición de las almas.—Exactamente. Si el Cristo predicaba las buenas obras y

la perfección, entonces el Anticristo predicaría ...—El pecado y la maldad.—Así es como se interpretó tradicionalmente. Pero, se­

gún entendí por lo que usted nos dijo, los pensadores más perspicaces teológicamente ban ido más allá de la interpreta­ción tradicional. Ya se dan cuenta de que, si hay que tomar en serio las profecías acerca del Anticristo, no las cumplirá quien predique el pecado y la maldad... no en estos tiempos y esta época. ¿A qué clase de pecados y maldades podría referirse un telepredicador que no hiciera bostezar de aburrimiento a un pú­blico moderno?

—A ninguna —convine.—El Anticristo tradicional, entendido como predicador

de pecados y maldades no haría mella en el mundo moderno, por consiguiente...

—¿Por consiguiente?—Piense, Jared. Si un predicador de pecados y maldades

no tuviera éxito como Anticristo, entonces...—Entonces el Anticristo sería algo diferente.—Entonces el Anticristo sería lo opuesto al Cristo en una

dirección distinta.Era evidente que ella esperaba mi reacción llegado ese

punto, así que dije:—Comprendo eso. El Anticristo será lo opuesto al Cristo

en una dirección diferente.—¿Qué otra dirección?.—No lo sé. —Realmente no lo sabía.—Vamos, Jared. La grieta tiene apenas un palmo de

ancho.Me limité a negar con la cabeza.—Lo repasaremos —dijo—■. El ministerio de Cristo es...—Salvar almas.

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—Pero salvar almas no es el ministerio de B ¿verdad?—No —dije.—El ministerio de B es salvar al mundo.—No —repetí, negándome porfiadamente a ver la luz.—Quiere decir ’sí’, Jared. Esta es la inversión que el padre

Lulfre ve: no considera la salvación de las almas como lo opues­to a la perdición de las almas, sino salvar almas como lo opuesto a salvar al mundo. Es por esto que lo enviaron a usted. Esto es lo que hace de B un candidato.

—¡No!—¿Por qué dice que no? Charles le repitió una y otra vez

que al final usted entendería por qué la gente lo llamaba el Anticristo. A esto es a lo que se refería.

—Digo que no porque, si tratar de salvar al mundo la convierte en el Anticristo, entonces Greenpeace es el Anti­cristo, Earth First es el Anticristo, Conservación de la Natura­leza es el Anticristo, World Wildlife Fund es el Anticristo.

—Jared, esas organizaciones no quieren lo mismo que B. No quieren nada ni remotamente parecido. Usted lo sabe.

—No lo sé.Soltó una risita exasperada:—Es usted un prodigio, Jared, de veras que lo es. Para

usted una grieta de un palmo podría muy bien ser el Gran Cañón.

Un paseo arriesgado

—Soy B —dijo Shirin—-, pero no soy una maestra experi­mentada. Acabo de anunciar que no iba a seguir el ejemplo de Charles de acicatearlo para que cruzara la grieta y al ins­tante empiezo a acicatearlo para que la cruce.

Dejó de hablar y miró alrededor con incertidumbre, con­templando nuestra caverna teatral, sórdida y deslucida.

—Creo que deberíamos irnos de aquí, para empezar a romper el esquema.

Estuve de acuerdo y salimos.—¿Le importa que paseemos? —me preguntó.

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—De ninguna manera, siempre y cuando no nos dirija­mos a La Pequeña Bohemia.

Sonrió.—Era el lugar preferido de Charles, no el mío. Hay un

pequeño parque a unos tres kilómetros de aquí que podría re­sultar conveniente.

Me pregunté por qué un parque podía resultar «conve­niente», pero acepté encantado. Paseamos durante el prolon­gado atardecer.

Cuando estoy en la patria nunca salgo a pasear con muje­res hermosas en agradables ocasos primaverales. No se vería con buenos ojos y no estoy loco que digamos.

Se me ocurre que a menudo he deseado que alguien escri­biera un libro útil sobre la verdadera vida de los sacerdotes ca­tólicos. Me gustaría, no porque un libro así pudiera incluir co­sas que sé, sino porque podría incluir cosas que no sé. Tengo la impresión de que los sacerdotes tienen más relaciones amo­rosas fracasadas que ningún otro grupo de personas sobre la tie­rra, incluyendo a los adolescentes y a las estrellas de cine. Y no son grandes romances prohibidos al estilo de El pájaro espino. Estos son desastres silenciosos, estúpidos, torpes y dolorosos, porque, por la propia naturaleza de las cosas, los sacerdotes ape­nas tienen la oportunidad de aprender de la experiencia de manera normal. (Algo que el libro tendría que abordar de una vez por todas es la idea totalmente risible de que los sacerdotes apren­den en el confesionario todo lo que hay que saber de la vida.)

Debo apresurarme a aclarar en este punto que no hablo de relaciones amorosas fracasadas por experiencia personal. Si he evitado enredos románticos no es porque sea noble y devo­to, es exactamente por las mismas razones que he evitado practicar la caída libre, el ala delta y el windsurf. Las invitacio­nes para enredarse son abundantes, y oscilan desde lo directo hasta lo apenas perceptible, no sólo para mí sino para todos los sacerdotes. En parte es porque las mujeres imaginan que so­mos inofensivos (que no nos vamos a poner exigentes y pesa­dos), en parte porque nos perciben como un desafío sexual, y en parte porque nuestro papel las confunde. Estamos entrena­dos para ser, se espera, y hasta nos pagan para que seamos atentos, sensibles, comprensivos, sabios y autoritarios y esto

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es un estímulo para un montón de mujeres... y qué diablos, para un montón de hombres también.

Otra cosa que este libro debería señalar es que los votos son los votos, y los sacerdotales no son ni más ni menos serios que los matrimoniales. La gente casada generalmente no se desespera si llega a romper sus promesas, y la cruda realidad es que los sacerdotes tampoco, excepto en la ficción. En la fic­ción, tener una relación amorosa hace que el sacerdote se de­bata en una crisis de conciencia que le destroza la vida; en la realidad, tener una relación amorosa no significa más que un maldito lio. De nuevo, hablo a partir de la observación de otros colegas y no por experiencia personal. Hasta el momento.

Pensaba en estas cosas mientras paseaba en un agradable atardecer primaveral con una mujer hermosa a mi lado. Lejos de casa, donde nunca soñaría con hacer nada semejante.

Es algo que tengo desde que nací: no soy de hierro.Pregunté:—¿Cómo es que sabe hablar por señas?—Mis padres eran sordos.No era una gran conversación, pensé, sobre todo en cir­

cunstancias tan románticas.Continué hablando con voz monótona y pies de plomo:—¿Es igual en Alemania que en Estados Unidos?—No, en realidad no.Añadí, siempre con cautela:—Cuando utilizó el lenguaje por señas en el escenario,

con Charles, ¿sabía si alguien del público la entendía?—No. Y si está pensando en preguntarme por qué me mo­

lesté en hacerlo, la respuesta es que lo hacía para mí misma. Es un lenguaje diferente.

—Lo sé, pero ¿qué tiene que ver?—Cuando hablamos por señas, tenemos que pensar de

manera muy diferente. Muy diferente.Caminamos un trecho en silencio.—Es difícil explicárselo a alguien que no entiende el len­

guaje —añadió finalmente—·. Traducir a señas no es como traducir a otro lenguaje articulado; hay que pensar las cosas de manera muy básica.

—¿Challes conocía ese lenguaje?

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—Lo entendía, pero no sabía usarlo bien. —Por el rabillo del ojo vi que se insinuaba una leve sonrisa en los labios de Shirin—Aunque cuajado lo hacía, tenía un estilo maravilloso, totalmente propio.

Mi estómago se contrajo bajo la pesada carga de los celos. Supe que me encontraba en un gran aprieto.

Fronteras

El «pequeño parque» de Shirin me pareció grande en la cre­ciente oscuridad. No sé si era un parque descuidado o había sido diseñado de aquel modo, como una selva en miniatura con senderos apenas trazados, sin luces y con algún banco perdido. No soy un experto en parques ni en selvas. Seguimos avanzando con dificultad unos diez minutos más o menos y luego nos ins­talamos en un banco. Como los árboles tapaban la poca luz que quedaba en el cielo, bien podía haber sido medianoche.

\ —Las fronteras son siempre engañosas e intrigantes —dijo B por fin—-. Los niños salvajes nos fascinan porque están en la frontera del mundo animal. Los gorilas y los delfines nos fas­cinan porque están en la frontera del mundo humano. Aunque sop sólo consecuencias arbitrarias del hecho de que usamos un sistema de numeración decimal, las fronteras entre siglos y milenios nos fascinan. Los bufones de Shakespeare nos fasci­nan porque viven en la frontera entre la cordura y la locura. Los héroes de tragedia nos fascinan porque se mueven en la frontera entre el triunfo y la derrota. Las fronteras entre lo prehumano y lo humano, entre la niñez y la edad adulta, ente paradigmas políticos y sociales... todos nos resultan intensa­mente fascinantes.

»La frontera sobre la que Charles y yo hemos querido concentrar su atención es la que se cruzó cuando un grupo de humanos que vivían en el Creciente Fértil hace diez mil años se convirtieron en «nosotros». Cruzar aquella frontera nos llevó a un tipo muy especial de agricultura que produce enormes exce­dentes de alimentos; cruzar aquella frontera nos condujo al es­tilo de vida más penoso que se ha conocido en este planeta.

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Pero éstas son observaciones superficiales. Charles deseaba que viera que esta frontera representa una travesía mental y espiritual muy importante y trató de guiarlo hacia el conoci­miento de esta travesía haciéndolo «retroceder» desde este lado, desde el presente, pero yo voy a emplear la táctica con­traria: trataré de guiarlo hacia el conocimiento de la travesía conduciéndolo hacia delante, hacia ella, desde el otro lado, desde nuestros orígenes en la comunidad de la vida.

Más que verla, la sentí temblar. Creo que debió de perci­bir mi pregunta a su vez, porque dijo:

—No tengo frío, estoy aterrorizada.—¿Por qué?—Charles podría haber hecho esto, y lo habría hecho

muy pronto. Pero esperaba no tener que hacerlo. Esto es mu­cho más... difícil.

Las palabras «lo siento» estuvieron a punto de escapárse­me de la boca, pero logré contenerlas.

La mirada de B se perdió en la nada durante unos minu­tos. Luego dijo:

—El engaño fundamental de Los Que .Toman es que. la humanidad se hizo para ser nosotros. Va intrínsecamente liga­do a la idea de que todo el universo fue creado con el fin de producir este planeta. Sonreiríamos con condescendencia si los gebusi se jactaran de que la humanidad estaba destinada por designio divino a convertirse en gebusi; sin embargo, estamos totalmente convencidos de que la humanidad estaba destinada por designio divino a convertirse en nosotros.

—Creo que estoy empezando a entenderlo, aunque desde luego no lo entendí la primera vez que Charles dijo que noso­tros no somos la humanidad.

B asintió con distancia, como si se aferrara a un pensa­miento sutil.

—Porque imaginamos que somos lo que la humanidad estaba destinada a ser según designio divino, suponemos que nuestros antepasados prehistóricos querían ser nosotros pero carecían de las herramientas y la técnica para lograrlo. Investi­mos a nuestros antepasados con nuestras propias predileccio­nes en lo que nos parecen formas /primitivas y no evoluciona­das. Un ejemplo de todo esto es/que damos por sentado que

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nuestras religiones representan el desarrollo espiritual supremo y más elevado de la humanidad y entre nuestros antepasados sólo esperamos encontrar precursores torpes e imperfectos de estas religiones. Ciertamente no esperamos encontrar religio­nes plenamente desarrolladas y sanas cuyas «expresiones» sean totalmente distintas de las nuestras.

—Muy cierto —dije.—¿A qué hecho nos remontamos para encontrar los ves­

tigios del comienzo del pensamiento religioso humano?—Yo diría que a la práctica de enterrar a los muertos, que

empezó hace treinta o cuarenta mil años.B asintió.—Es exactamente como encontrar vestigios del comien­

zo del lenguaje humano en la práctica de la escritura, que em­pezó hace unos cinco mil años.

—Entiendo lo que quiere decir, creo.—Nunca se le ocurriría a un lingüista buscar los orígenes

del lenguaje humano en las tablillas de arcilla de Mesopota­mia, ¿verdad?

—Supongo que no —dije.—¿Dónde buscaría un Lingüista los orígenes del lenguaje

humano?—Supongo que se remontaría hasta los orígenes de la

vida humana.—Porque ser humano significa tener un lenguaje.—Diría que sí.—Si el Homo habilis careciera de lenguaje, entonces, en

ese caso, se le habría dado un nombre falso... no merecería llamarse Homo.

—Estoy de acuerdo.—¿Cuál será entonces el método de nuestro lingüista hi­

potético?—Supongo que será más filosófico y especulativo que lin­

güístico, ya que no dispone de ningún espécimen humano pri­mitivo cuyo lenguaje pueda estudiar.

—Perderá el tiempo con insignificancias en una de esas fascinantes zonas fronterizas: a un lado de la frontera, criaturas semejantes al hombre, sin lenguaje, que usan herramientas (como hacen incluso los modernos chimpancés), pero carentes

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de lo que nosotros entendemos por lenguaje; al otro lado de la frontera, personas.

—Exacto —dije.—Pero no estudiará ninguna tabla de arcilla.—No, ni un minuto.—Bien, porque no pienso dedicar ni un minuto a las

prácticas funerarias del Paleolítico Superior. Tienen tanto que ver con los orígenes de la religión como las tablillas de arcilla con el origen del lenguaje.

—Comprendo.

Bricolaje

—-Tanto el lingüista como yo debemos practicar el bricolaje, que es la habilidad de construir con cualquier cosa que tenga­mos a mano. La palabra procede del francés bricoler, andar por ahí chapuceando, ocupándose en trabajos de poca impor­tancia. Nosotros deberíamos andar por este extraño territorio habitado por cuasihumanos de un lado y verdaderos humanos del otro.

—Entonces usted supone que ser humano significa ser religioso, tal como el lingüista supone que ser humano es tener un lenguaje articulado.

—Siendo bricolense, no hago nada tan definido como lo que acaba usted de mencionar. Sólo curioseo, voy dando vuel­tas. Me pregunto si hay una dimensión del pensamiento que sea intrínsecamente religiosa. Me digo a mí misma que tal vez el pensamiento sea como un tono musical, que, por naturaleza, no es nunca un tono único, puro, sino que siempre es un com­puesto de muchos armónicos, altos y bajos. Y me digo a mí misma que cuando el proceso mental se volvió pensamiento humano, comenzó a resonar con un armónico correspondiente a lo que llamamos religión, o tal vez a la conciencia de lo sagra­do. En otras palabras, me pregunto si la conciencia de lo sa­grado no será tanto un concepto separado como un armónico, una resonancia secundaria del pensamiento humano. Una conjetura de esta clase puede producir scientia, conocimiento,

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pero como no es refutable, no puede producir ciencia en el sentido moderno. Un trabajo de bricolaje nunca es ciencia, Jared, pero puede sin embargo sorprender, tener sentido y es­timular el pensamiento. Puede sin embargo impresionar por su veracidad, validez, sensatez y eficacia.

—Entiendo.Me parecía que, en toda la charla, ella estaba de alguna

manera tratando de hacer acopio de valor hasta el punto de dolerle. No sabía por qué era necesario, o cómo ayudar, así que me limitaba a asentir con la cabeza y a decir: «Entiendo, entiendo».

Finalmente levantó la mirada hacia las copas de los árbo­les y dijo:

—Ha salido la luna.Como si esto fuera una señal, se levantó y me guió haciaJ

el bosque, fuera del camino. Varias veces en los pocos minutos siguientes se detuvo para mirar alrededor (en busca de qué, lo ignoro), y luego siguió avanzando. De vez en cuando se paraba para recoger algo encontrado entre la hierba. Finalmente llegó a un claro que le pareció bien, y nos sentamos.

Me enseñó lo que había juntado en el camino: un clavo, la vaina de un cartucho gastado, la cajita de un carrete de película de 35 mm, un sujetapapeles, un peine de plástico y una bellota. A petición suya le enseñé lo que tenía en mis bolsillos, y eligió una llave y una estilográfica para la colección.

—Esto es lo que el universo me ha suministrado esta no­che, Jared. Tendremos que ver qué puedo hacer con ello.

De repente me acordé del fósil de amonites que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Lo miró con evidente sorpresa cuan­do se lo entregué y le expliqué que Charles me lo había dado para que lo guardara hasta que llegáramos a él (pero no lo ha­bíamos hecho).

—Esta será la pieza central de nuestro trabajo de bricolaje —dijo poniéndolo en el suelo—·. Charles tenía una intención distinta para este objeto; estoy segura de que sé cuál era, y lle­garemos a eso también, pero mientras tanto servirá como pie­za a la cual deberán adherirse todas las otras piezas de nuestro trabajo. Es la comunidad de la vida en este planeta.

—De acuerdo.

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—Hace unos minutos dije que tal vez, cuando el prcíceso mental se hizo pensamiento humano, comenzó a resonar con una armonía que corresponde a lo que llamamos religión o conciencia de lo sagrado.

—Lo recuerdo.—Quiero que considere esta concha como la comunidad

de la vida. Quiero que piense que si sabe cómo escucharla, re­sonará con ese armónico. ¿Puede hacerlo?

—Puedo intentarlo.

Animismo

—Hubo una vez una religión universal en este planeta, Jared —dijo B—■. ¿Tenía conciencia de ello?

Respondí que no la tenía.—El público casi siempre se asombra de esta noticia.

Ocasionalmente alguien pensará que me estoy refiriendo a lo que a veces se llama antigua religión... el paganismo, la magia blanca, pero no es así. En primer lugar, el paganismo no es an­tiguo. Es la religión del agricultor, lo cual significa que tiene sólo unos miles de años de antigüedad, y desde luego nunca fue una religión universal, por la sencilla razón de que la agri­cultura nunca fue universal. Es posible que en muchísimos ca­sos ni siquiera se reconozca el nombre de la religión a la cual me estoy refiriendo, que naturalmente es el animismo. Literal­mente nunca han oído hablar de ella.

—Lo creo —dije.—¿Conoce el animismo?—Creo que es mejor que usted suponga que no lo conoz­

co. La mayoría de la gente en mi situación, con mi formación, tiene conciencia del animismo de la misma manera que los químicos de hoy tienen conciencia de la alquimia.

—Quiere decir que usted tiene conciencia del animismo como precursor tosco y simple de la religión, de la misma ma­nera que los químicos tienen conciencia de la alquimia como precursora tosca y simple de la química. Nodo consideran reli­gión en todo el sentido de la palabra, del mismo modo que la

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alquimia no se considera química en el sentido propiamente dicho.

—Así es.Ella revolvió en su colección de objetos varios y seleccionó

la cajita de película fotográfica.—Esto es animismo —dijo, levantándolo para que lo vie­

ra—. Un envase vacío, por lo a que usted respecta.Metió la mano en su bolso y sacó un pequeño costurero

de viaje, del cual extrajo una hebra de hilo lo suficientemente larga para atar juntas la cajita y el amonites.

—Aquí está, tenga —dijo, y lo cogí—·. Hábleme de la concha.

—-¿Qué quiere decir?—¿Qué es?—Bueno —respondí—·. Es la comunidad de la vida en

este planeta.—¿Y qué le dije hace un momento?—Dijo que cuando el proceso mental se convirtió en pen­

samiento humano, quizá esta comunidad comenzó a resonar con un armónico que corresponde a lo que llamamos religión o conciencia de lo sagrado. Si aprendo a escucharlo, resonará con ese armónico.

—Bien. Pero ahora me doy cuenta de que aquí he plan­teado un pequeño rompecabezas. Dije que cuando el proceso mental (un fenómeno común en el reino animal) se hizo pen­samiento humano, eso comenzó a resonar como un armónico que identifiqué como conciencia de lo sagrado. Pero ahora es­toy diciendo que la comunidad de la vida resuena con ese armó­nico. ¿Cuál de los dos es el pensamiento humano o la comuni­dad de la vida?

—No me parece que esto sea tan enigmático —le contes­té—·. Creo que la comunidad de la vida empezó a resonar con ese armónico cuando lo hizo el pensamiento humano.

—Exacto, es lo que yo quería que viera. Y cuando esta concha empiece a resonar con ese armónico, esta cajita vacía que he llamado animismo también empezará a resonar, porque está en contacto con la concha.

—Está bien —dije—¿Es esto lo que usted llama bricolaje?—Esto es lo que llamo bricolaje.

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Pensar en el número de dioses

—Algunos, de manera inevitable, preguntan por qué hablo de dioses en vez de Dios, como si no me hubiera informado sobre el tema y estuviera hablando desde el error, y les pre­gunto cómo es que ellos saben el número de dioses. A veces me responden que es algo que «todo el mundo» sabe, de igual manera que todos saben que el día tiene veinticuatro horas. A veces me dicen que Dios debe ser uno porque es el número más «esclarecedor» para que Dios lo sea... como si los hechos no contaran en este caso particular. Es como razonar que la Tierra debe ser el centro del universo porque ningún otro lu­gar tiene tanto sentido. Muy a menudo me dicen que es un número innegable, porque es el número que se da en las es­crituras monoteístas. No és necesario decir que yo tengo una concepción bastante diferente sobre este tema.

»E1 número de dioses no está escrito en ningún lugar del universo, Jared, de manera que no hay modo de decidir si el número es cero (como creen los ateos) o uno (como creen los monoteístas) o muchos (como creen los politeístas). El tema me resulta completamente indiferente. No me importa si el número de dioses es uno, cero o nueve mil millones. Si re­sultara ser cero, no me haría modificar una sola sílaba de lo que he dicho.

Parecía esperar alguna reacción por mi parte, así que dije que lo entendía.

—Hablar de dioses en vez de Dios tiene una ventaja adi­cional y es que me ahorro la molesta necesidad de jugar con el género gramatical. No tengo que decidir entre el Dios o la Diosa. Para mí son solamente ellos.

—Una ventaja nada desdeñable —observé.Cogió el peine de plástico y recorrió las púas con la uña.—¿Es un objeto o muchos?—¿Quiere decir el peine? No lo sé; depende de cómo se

mire.—Este peine es el número de dioses. No es algo que deba

añadirse a nuestro trabajo de bricolaje, sino más bien algo que discutir y después descartar.

Lanzó el peine por encima del hombro, lejos de la vista.

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Donde los dioses escriben lo que escriben

—El Dios de las religiones reveladas, y aquí me refiero a las religiones como la suya, las religiones de Los Que Toman, es un dios profundamente incapaz de expresarse. No importa cuántas veces lo intente, no puede hacerse entender con clari­dad o completamente. Habla a los judíos durante siglos pero no logra hacerse entender. Finalmente envía a su hijo unigé­nito, y a su hijo no parece irle mejor. Jesús pudo haberse senta­do con un escriba y haberle dictado las respuestas, en términos inequívocos, a todas las preguntas teológicas concebibles, pero eligió no hacerlo, dejando que las generaciones posteriores pusieran en orden las intenciones de Jesús con pogromos, purgas, persecuciones, guerras, la hoguera y el potro. Habien­do fracasado con Jesús, a continuación Dios trató de hacerse entender a través de Mahoma, con éxito limitado, como siempre. Después de miles de años de silencio lo intentó de nuevo con Joseph Smith, el fundador del movimiento mor­mon, y los resultados no fueron mejores. Sacando la media, lo único que Dios nos dijó es que debemos hacer a los demás lo que queremos que ellos nos hagan a nosotros. ¿Cuánto es eso? ¿Una docena de palabras? No es mucho para justificar cinco mil años de trabajo, y probablemente nosotros habría­mos llegado de todos modos a la misma conclusión por nues­tra propia cuenta. Para ser sincera, me molestaría estar aso­ciada con un Dios tan incompetente.

—¿A sus dioses les ha ido mejor?—Santo cielo, sí. ¡Infinitamente mejor! jNo tiene más

que mirar a su alrededor! —Con un gesto de la mano señaló el mundo que teníamos ante nosotros—·. ¿Qué ve?

—El universo.—Eso es, Jared. Ahí es donde los dioses reales del univer­

so escriben lo que escriben. Su Dios escribe con palabras; los dioses a los que me refiero escriben en galaxias, constelaciones, planetas, océanos, bosques, ballenas, pájaros y gusanos.

—¿Y qué escriben?—Bueno, escriben sobre física, química, biología, astro­

nomía, aerodinámica, meteorología, geología... todo eso, pero no es lo que usted busca, ¿verdad?

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—No.—¿Qué busca?—-Busco... lo que los dioses han escrito sobre nosotros.B cogió mi pluma y la sostuvo en alto:—Esto es lo que busca. Esto es la Ley de la Vida. —Co­

gió el fósil de amonites y deslizó la pluma por debajo del hilo que sujetaba el carrete—·. ¿Qué es esto? —preguntó, señalando el fósil.

—La comunidad de vida de este planeta.—¿Y esto? —señalando la cajita.—El animismo.—La Ley de la Vida está entre los dos, tocando a la vez la

comunidad de la vida y el animismo.—¿Qué es la Ley de la Vida? —pregunté.—Ya llegaremos a eso. Es nuestro tema principal esta noche.

Ciencia contra religión

—Las religiones como la suya, las religiones reveladas, se perciben, todas, en desacuerdo con el conocimiento científi­co... están en desacuerdo o no son pertinentes. Me pregunto si comprende por qué.

—Creo que se ha llegado a la conclusión de que la reli­gión y la ciencia son sencillamente incompatibles.

B estuvo de acuerdo.—Siguiendo la pauta habitual de Los Que Toman: «No­

sotros somos la humanidad, y si nuestras religiones son intrín­secamente incompatibles con el conocimiento científico, la religión en general es intrínsecamente incompatible con el co­nocimiento científico».

—Eso es verdad. ^-----—Pero, como verá, el animismo se siente totalmente có­

modo con el conocimiento científico. Está mucho más cómo­do con las ciencias de ustedes que con sus religiones.

—¿Por qué es así?—¿Qué hay ahí? —preguntó, haciendo su gesto habitual

para referirse al espacio.

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—El mundo, el universo.—Ahí es donde los verdaderos dioses del universo escri­

ben lo que escriben, Jared. Los dioses de sus religiones revela­das escriben en los libros.

—-¿Qué tiene que ver con el animismo?—El animismo busca la verdad en el universo, no en los

libros, las revelaciones o las autoridades. La ciencia es igual; aunque el animismo y la ciencia leen el universo de diferentes maneras, los dos tienen plena confianza en su veracidad.

Revolvió entre sus piezas de construcción, eligió la vaina del cartucho y lo levantó para que yo lo observara.

—Esto es la ciencia —dijo—·. Las religiones como la suya, Jared, son escépticas al respecto, temen usarla. Dicen: «¡Supongamos que la usamos y nos explota en la cara! Es me­jor no confiar en ella». Pero el animismo no está preocupado por nada que pueda revelarse acerca del universo, así que la ciencia está a su lado.

Deslizó el casquillo bajo la hebra que unía el carrete con el fósil. Me pidió que describiera lo que veía.

Dije:—El animismo está flanqueado por la Ley de la Vida y

por la ciencia. Los tres se encuentran frente a la comunidad de la vida.

La frontera

—Ahora quiero estar segura de que no perdemos el rastro de lo que vinimos a hacer. Estamos investigando una frontera entre cuasihumanos por un lado y verdaderos humanos por el otro. Lo estamos haciendo porque tengo la creencia de que vinimos a la humanidad como seres religiosos.

—Muy bien.—Extendamos nuestro ^ricolaje para que incluya un pe­

queño panorama mental del área que nos rodea. Coja un palo y dibuje un círculo a nuestro alrededor, a un par de pasos de distancia.

Hice lo que me pedía y volví a sentarme.

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—Este círculo representa la frontera que investigamos, unos tres millones de años atrás, cuando el australopiteco se convirtió en Homo. ¿Está claro?

Le dije que sí.—Estoy segura de que entiende que esta línea es imagi­

naria. No hubo un día concreto en el que hubiera podido señalar una generación de padres y decir: «Estos son australo- pitécidos», y luego señalar a sus hijos y decir: «Estos son hu­manos».

—Entiendo.—No podemos saber qué anchura tiene la línea. Podría

tener doscientos años o mil años, o diez mil años de ancho. Lo único que sabemos es que en nuestro lado de la línea hay cria­turas a las que llamamos con convencimiento Homo y en el otro lado hay criaturas a las que no nos atrevemos a llamar Homo.

—Comprendo.—Ignoro cuánto sabe acerca de todo esto, así que iré so­

bre seguro y señalaré que la línea no corresponde al uso de he­rramientas. Quiero decir que usted no tiene quienes usan herra­mientas a este lado de la línea y quienes no las usan en el lado más alejado. Tiene, a ambos lados de la línea, quienes las usan. Podemos estar prácticamente seguros de esto, ya que es bien sabido que los chimpancés son capaces de usar herramientas, y los predecesores inmediatos del Homo iban mucho más allá que los chimpancés.

Le dije que sabía todo eso, pero que no me molestaba que fuera «sobre seguro».

La Ley de la Vida: el holograma

B me dijo que describiera el estado de nuestro trabajo de bri- colaje. Lo cogí y lo estudié de nuevo antes de comenzar:

—Esta concha fósil es la comunidad de la vida en este planeta. La religión que llama animismo está ligada a esta co­munidad. Algo que llama la Ley de la Vida está escrito en la comunidad de la vida y también está ligada al animismo. Qui-

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zá la función del animismo sea leer la Ley de la Vida que está escrita en la comunidad de la vida.

—Una excelente conjetura, Jared. Continúe.—El animismo se percibe a sí mismo aliado con la cien­

cia, porque los dos buscan la verdad en el universo.—Bien. Ahora estamos preparados para dedicar algo de

tiempo a la Ley de la Vida. La Ley de la Vida es un hologra­ma. ¿Sabe algo de holografía?

—Un poco. Fui aficionado a la fotografía en el instituto, y la holografía es básicamente fotografía sin lentes. En la foto­grafía común, se expone una placa fotográfica a la luz reflejada por un objeto, y aparece una imagen sobre la placa porque interviene una lente. En la holografía, se expone una placa fo­tográfica a la luz reflejada por un objeto, pero no aparece nin­guna imagen sobre la placa porque no interviene ninguna len­te. Lo que se registra en la placa son formas de ondas de luz recibidas desde cada parte del objeto fotografiado. Este es el holograma. Y cuando se coloca el holograma en un rayo de luz, aparece una imagen tridimensional del objeto fotografiado en un puAto del espacio donde estaba el objeto original. Y porque cada parte del mismo lleva impresas las ondas de luz del objeto entero, cada fragmento del holograma puede usarse para volver a generar la imagen completa.

—En eso es en lo que la Ley de la Vida se parece al holo­grama, Jared: cada fragmento de la misma lleva impresa toda la ley.

—¿La Ley de la Vida es lo que gobierna la vida?—No, la Ley de la Vida no es lo que gobierna la vida, es

lo que fomenta la vida, y cualquier cosa que fomente la vida pertenece a la ley.

Le dije que un ejemplo sería útil.—He aquí la Ley de la Vida para los patitos recién naci­

dos: «Unete a lo primero que veas moverse y síguelo pase lo que pase». Como lo primero que los patitos recién salidos del cascarón suelen ver es a su madre, generalmente la siguen, pero seguirán a cualquier cosa que se mueva. Como su mejor pers­pectiva de supervivencia es seguir a su madre, pase lo que pase, podrá entender por qué ésta es la ley que fomenta la vida de los patitos.

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—Sí, lo entiendo.—Lo siguiente es una generalización sobre la Ley de la

Vida: los que la siguen tienden a estar mejor representados en la reserva genética de sus especies que los que no lo hacen.

—Entonces, ¿no todos los individuos siguen la ley?—El patito que por una razón u otra no recibe el gen de

«seguir a mamá», es eliminado. No sobrevive el tiempo sufi­ciente para reproducirse.

—Entiendo.—Evidentemente, la ley varía en sus detalles de una espe­

cie a otra. En los patos, la ley está escrita para los patitos, y dice: «Quédate cerca de tu madre pase lo que pase». En las ca­bras, la ley está escrita para la madre, y dice: «Amamanta sólo a tu propia cría».

Pensé en ello durante un momento y pregunté cómo «amamanta sólo a tu propia cría» podía proteger la vida en el caso de las cabras.

—Digamos que Cabra Blanca y Cabra Negra tienen cada una un cabrito, al que deben amamantar. Cabra Negra muere, y entonces su cabrito se acerca a Cabra Blanca y le dice: «Hola, tengo hambre, ¿qué tal si me das de comer?». La mejor posibilidad de sobrevivir que tiene el cabrito de Cabra Blanca es que su madre le diga al extraño: «Vete, cabrito, no eres mío». Si la Cabra Blanca le dice: «Bueno, cómo no, arrímate a una teta», estará disminuyendo las posibilidades de supervivencia de su propia cría, lo cual significa la supervivencia de sus pro­pios genes.

—Sí, lo comprendo.—Este es un enunciado más general de la ley que obser­

van las cabras: «Si tus recursos son de dudosa abundancia para dos descendientes, te conviene más dar todo a uno solo que la mitad a cada uno».

—No es precisamente la ley de la generosidad.—Más bien diría que no es la ley de la «generosidad inú­

til». Creo que la mayoría de las madres prefieren tener un hijo vivo a tener cualquier cantidad de hijos muertos. Sin embargo, sin duda es cierto que, si las dos están en conflicto, la ley favo­rece a la vida por encima de la generosidad. Los que observan la ley contraria, la que favorece la bondad por encima de la

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vida, contribuirán a perder su representación en la reserva de los genes de su especie. Es así porque su prole tenderá a sobre­vivir y a reproducirse menos que la prole de los que observan la ley que favorece la vida.

—Entiendo.—Sobre el tema de la bondad... No sé si conoce a David

Brower, uno de los ecologistas más destacados de este siglo, el fundador del Instituto John Muir, Amigos de la Tierra, y el Ins­tituto Isla Tierra. Cuenta la siguiente anécdota de sus prime­ras aventuras como naturalista: cuando tenía once años, reco­gió unos huevos de mariposa Papilo, y los vigiló mientras se incubaban hasta transformarse en orugas, que a su vez se con­virtieron en crisálidas. Finalmente, el primer capullo comenzó a abrirse y lo que Brower vio fue lo siguiente: la mariposa que estaba a punto de salir se abría paso con dificultad, con el ab­domen hinchado por un fluido que expulsaba por encima de las alas mientras colgaba cabeza abajo de una pequeña rama. Media hora más tarde estaba lista para volar, y eso hizo. En cambio, cuando los otros capullos comenzaron a abrirse, Bro­wer quiso serles útil. Suavemente facilitó la apertura de la pe­queña grieta para ayudar a la salida de las mariposas, y éstas rápidamente se deslizaron al exterior, caminaron un poco, y una tras otra cayeron muertas. Brower no se había dado cuenta de que los esfuerzos que había ahorrado a las mariposas eran esenciales para su supervivencia, porque provocaban la salida del fluido que tenía que llegar a las alas. Esta experiencia le enseñó una lección de la que todavía seguía hablando unos se­tenta años más tarde: lo que parece bueno y se hace con buena intención puede resultar todo lo contrario.

—Comprendo.—Enére las cabras, es la madre la que se encarga de cum­

plir esta ley: «Si tus recursos son de dudosa utilidad para dos, entonces te conviene más dárselo todo a uno, y no repartirlo en­tre dos». Entre las águilas (y muchas otras especies de aves), la ley es aplicada por el mayor de los dos descendientes. La hem­bra suele poner dos huevos con unos días de diferencia, que es naturalmente una mejor política de supervivencia que poner uno solo. Pero si el primer polluelo sobrevive, casi con seguri­dad picoteará o dejará morir de hambre al más joven.

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Entonces intervine:—Creo haber tenido la impresión de que el infanticidio

se justificaba como reacción a la superpoblación.—Sí, solía explicarse así, pero esto pone de manifiesto un

concepto de la evolución que no resistía un análisis rigu­roso, una idea de la evolución como promotora de lo que es «bueno para las especies». Ahora parece claro que la evolución fomenta lo que es bueno para el individuo, en el sentido de asegurar el éxito reproductivo del mismo, lo que he estado lla­mando «representación en la reserva de genes».

—Entiendo.—En el caso de los leones y los osos, las hembras a menu­

do abandonan una camada que tiene sólo un superviviente... aun cuando éste goce de perfecta salud. Esto no es «bueno para la especie» en ningún aspecto, pero es bueno para el éxito del período reproductivo del individuo. Su representación en el conglomerado genético mejorará definitivamente si se dedica de forma exclusiva a las camadas con más de un des­cendiente.

—Debo admitir que todo esto es nuevo para mí.—Nadie puede saberlo todo —dijo encogiéndose de

hombros.—Muéstreme hacia dónde nos lleva este punto; me siento

perdido otra vez.—No puedo enseñarle la totalidad de la Ley de la Vida en

una sola noche, Jared. No podría hacerlo aunque viniéramos a este lugar todas las noches durante una década. Lo que puedo hacer en una sola noche es ofrecerle unos cuantos fragmentos, a la manera de un bricoleur. Pero busquemos algunas piezas en una nueva dirección.

La Ley de la Vida: el entierro de un ratón

Se puso de pie y me dispuse a seguir su ejemplo, pero me dijo que me quedara donde estaba.

—Veamos si tengo suerte esta noche —dijo, e inclinán­dose ligeramente se metió en el sotobosque que había delante

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de nosotros; era evidente que se había convertido en la caza­dora en busca de un rastro. Diez o quince minutos más tarde regresó por la derecha y me hizo señas para que la siguiera, cosa que hice con cierta aprensión. Ignoro si es cosa propia de hombres o de la gente en general, pero no me gusta que me hagan sentir como un idiota, lo cual sospechaba que iba a su­ceder. Cuando nos hubimos adentrado no más de diez pasos entre la maleza, Shirin se detuvo, se puso en cuclillas y me in­vitó a inspeccionar un pedazo de suelo pelado del tamaño de un tablero de damas. Lo identifiqué enseguida:

—-Tierra.Cabeceó con impaciencia y cogió una ramita que usó

como puntero, señalándome algo aquí, allá y en todos lados. Al mirar con detenimiento distinguí terrones de hierba seca, ramitas troceadas, pequeños pedazos de corteza, hojas rotas y más tierra.

—No me haga esto —4e dije—No soy Natty Bumppo y nunca lo seré.

No me lo discutió. En cambio, estiró el brazo para levam tar con la ramita la rama de un arbusto y me invitó a mirar de­bajo del mismo. Lo que había allí parecía algo así como un ra­tón muerto al que estaban enterrando igual que a un bañista en la playa. Se le veía sólo la cabeza, recostada sobre un peque­ño cúmulo de tierra. Mientras lo observaba, bajo la luz más mortecina que pueda existir, la tierra suelta alrededor del cue­llo burbujeaba aquí y allá, y el ratón se deslizaba visiblemente un milímetro hacia abajo, como si estuviera literalmente hun­diéndose en la tierra.

—Dentro de una hora más o menos —explicó B—, el ra­tón estará completamente bajo tierra y fuera de vista, gracias al trabajo de los escarabajos enterradores que están quitando la tierra de debajo.

Le pregunté qué había querido enseñarme en el suelo de­lante del arbusto. Usó la ramita como puntero mientras trata­ba de enseñarme las señales.

—Los escarabajos, y estoy casi segura de que hay sólo dos, encontraron el cadáver del ratón aquí, pero evidentemente no les interesó como lugar de entierro, así que lo llevaron a un si­tio más protegido debajo de esa rama.

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—¿Dos escarabajos se llevaron al ratón?—Lo que hacen es excavar el suelo debajo del cadáver y

luego se dan vuelta sobre sus espaldas y lo empujan con las pa­tas en la dirección que quieren seguir. Es un proceso muy la­borioso. Una vez que lo tienen bajo tierra, endurecen la cáma­ra que lo rodea, y mientras el cadáver se pudre la hembra pone sus huevos cerca, de manera que las larvas tengan fácil acceso a la masa de carroña una vez abierta.

—Delicioso —dije.—Bueno, hay mucha competencia por este ratón, Jared:

otros insectos, microbios y muchos vertebrados que se alimen­tan de carroña. Las moscas son especialmente molestas, por­que pueden haber puesto sus huevos en la piel del ratón antes de que aparecieran los escarabajos. Por suerte, pero no hay que sorprenderse, los mismos escarabajos cuentan con barredores de huevos, ácaros que viven sobre sus cuerpos y se alimen­tan de los huevos de las moscas. El ratón, los escarabajos, los ácaros y las moscas son todos símbolos inspiradores de la Ley de la Vida.

Me quedé pensando en esta última afirmación mientras nos abríamos paso hacia el claro.

—Temo no entender qué convierte a estas criaturas en símbolo de la ley —le dije.

—La Ley de la Vida, en una sola palabra, es abundancia.Cuando parecía que no iba a añadir nada más, le pregunté

si podía ampliar un poco la explicación.—Sería un ejercicio muy útil que regresara usted al cadá­

ver del ratón y trajera uno de los escarabajos. Luego le haría extraer un par de docenas de ácaros que lleva encima el escara­bajo para que pudiera examinarlos con un microscopio.

—¿Qué aprendería así?—Aprendería que cada ácaro, ¡una criatura tan insignifi­

cante!, es una obra de tal delicadeza, perfecciórvy complejidad que comparada con ella un ordenador parecería un par de ali­cates. Después aprendería algo aún más sorprendente, y es que, a pesar de toda su perfección, estas criaturas no han salido de un mismo molde. No hay dos iguales... ¡ni siquiera dos en todo el universo, Jared!

—¿Y esto sería una demostración de... abundancia?

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—Exacto. Esta fantástica abundancia genética es el mis­mísimo secreto del éxito de la vida en este planeta.

Seguimos caminando; al cabo de unos minutos me di cuenta de que habíamos dejado nuestro claro muy atrás. No había transcurrido mucho tiempo cuando estábamos otra vez en los senderos públicos.

B dijo:—No lo he hecho tan bien como creía. No le he enseñado

ni la décima parte de lo que esperaba. Mañana será mejor.

Viernes, 24 de mayo(diez de la noche)

Uno de los malos

El comedor del hotel estaba abierto cuando terminé la anota­ción anterior, de manera que bajé a desayunar, después volví a la habitación y dormí hasta primera hora de la tarde. En el teatro todos estaban descorazonados porque no habían logra­do publicar el anuncio de la charla de B en el periódico de aquel día. Aparecería al día siguiente, pero todos sabían que eso sig­nificaba que la concurrencia de público sería aún más depri­mente de lo esperado.

Me asusté al mirar a B. Estaba pálida como una oblea, nerviosa y visiblemente encogida, como si hubiera envejecido diez años de la noche a la mañana. La vida había desapareci­do de su cabello y de sus ojos, y me pareció verle un temblor en la mano izquierda. La verdad es que hasta entonces no había creído realmente en su enfermedad. En ese momento pensé que debería estar en la cama de un hospital... o al menos en al­guna cama, con alguien que le sirviera té con miel, que ali­mentara un pequeño y chisporroteante fuego y le leyera en voz alta pasajes de El viento en los sauces.

Alrededor de las cinco sugirió que saliéramos de allí y le pregunté adonde quería que fuésemos. Cuando dijo que al parque, le pregunté si de veras se sentía en condiciones de hacerlo. Me lanzó una mirada fría y la mitad de una respuesA ta airada, pero luego pareció darse cuenta de que no me la merecía.

—Tengo mis días buenos y mis días malos —dijo, con el aire de quien admite algo—·. Lo que pasa es que hasta ahora sólo habías visto los buenos.

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De {odos modos, cogimos el Mercedes en lugar de ir a pie. Durante el trayecto, me preguntó si era teólogo.

—-¿Yo? En absoluto.—Es una lástima —comentó sin dar más explicaciones—.

Sé que Charles hizo hincapié en este punto, pero lo repetiré: cuando san Pablo introdujo el cristianismo en el mundo roma­no, ya existían ideas muy fundamentales. La idea de los dioses como «seres superiores». La idea de la salvación personal. La idea de otra vida. La idea de que los dioses están involucrados en nuestra vida, de que se puede invocar su ayuda, de que se sienten complacidos u ofendidos por las cosas que hacemos, de que pueden premiar y castigar. Las ideas de sacrificio y redención. Eran cosas que Pablo no tuvo que explicar partien­do de cero.

Creí adivinar hacia dónde se encaminaba. Dije? 15

—En cambio, al trabajar con alguien como yo, hay que luchar por destronar estas ideas fundamentales y reemplazarlas por otras que jamás he oído.

—Exactamente. Cuando los cristianos empezaron a en­viar misioneros a las «tierras salvajes», tuvieron que enfren­tarse con la misma dificultad que yo tengo contigo. Los aborí­genes desconocían por completo de qué les hablaban los misioneros.

—Es verdad.—Charles y yo somos los primeros misioneros animistas

de tu mundo, el mundo de las religiones reveladas, soteriológi- cas: el cristianismo, el islamismo, el judaismo, el budismo, el hin- duismo. No hay ningún proyecto original de lo que estamos haciendo. Ningún precedente, ni catecismo, ni plan de ense­ñanza. Por eso es tan... improvisado. Estamos tratando de trazar algún tipo de esquema. Estamos tratando de descubrir qué es lo que da resultado.

—Es probable que parezca una pregunta estúpida, pero... ¿por qué? ¿Por qué estás haciendo esto?

B condujo en silencio durante un minuto. Luego res­pondió:

—¿Recuerdas cuando B dijo que «la visión es el río que fluye»?

—Sí...

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—Las religiones que acabo de mencionar, las religiones reveladas, están casadas fundamentalmente con nuestra vi­sión cultural, y uso deliberadamente la palabra «casadas». Estas religiones son como un harén de mojigatas casadas con un marido lujurioso y grosero. Ellas siempre quieren mejo­rarlo, siempre esperan que se dedique a «cosas más elevadas», no dejan de sermonearlo con desprecio, pero el marido y el harén son, de hecho, completamente inseparables. Estas religiones reveladas funcionan claramente como nuestra «me­dia naranja». Son la expresión más elevada de nuestra visión cultural.

—Sí, supongo que podría decirse así.—Es lo que Charles decía después: «En estos momentos,

en nuestra cultura, el río fluye hacia la catástrofe». ¿Tiene eso algún sentido para ti?

—Sí.—Entonces únelo todo, Jared. La visión es el río que flu­

ye. Las religiones reveladas de nuestra cultura son la expresión más elevada de esa visión, y el río fluye hacia la catástrofe.

Mi mente vaciló ante aquello. Como no contesté, Shirin me echó una mirada por el rabillo del ojo y dijo:

—Querías saber por qué estamos haciendo esto. Charles lo explicó la otra noche. «Nuestro objetivo es cambiar la direc­ción de la corriente, apartándola de la catástrofe.» Nada que sea menos lo logrará, Jared. Absolutamente nada.

Me estremecí.—Creo que comprendo por qué las multitudes llaman a

B el Anticristo.Sonrió y meneó la cabeza.—¿Sabes quién era el Baal Sem Tob?—Tengo una idea general. Era un gran santo hasid, una

especie de Francisco de Asís judío, que apareció unos cinco si­glos después.

—Bastante exacto. ¿Sabes el significado del nombre?—No.—Un baal sem es un maestro de nombres; en otras pala­

bras, un mago. Baal Sem Tob significa «maestro del buen nombre», lo que quiere decir un mago del orden superior, ca­paz de esgrimir el nombre de Dios.

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—Entiendo.—Se cuenta que una vez hubo un mercader que tenía

miedo de viajar a una ciudad cercana porque el único camino pasaba por un bosque que se sabía habitado por bandoleros. Su esposa le dijo que tenía que acudir al Baal Sem Tob en bus­ca de ayuda, pero esto irritó al mercader, que no creía en las historias que había oído acerca de este supuesto hacedor de prodigios. Su mujer le dijo: «Confía en mí. Ve a la casa del Baal Sem Tob y dale disimuladamente unas monedas a su portero. Este te hará saber la próxima vez que su amo planee un viaje por esos bosques, y podrás ir con él. Si estás con el Baal Sem Tob no te ocurrirá nada». El mercader siguió a re­gañadientes el consejo de su esposa, y antes de que pasara mucho tiempo tuvo una oportunidad de viajar con el Baal Sem Tob.

»Cuando llegaron a la parte más densa y peligrosa del bosque, el Baal Sem Tob ordenó hacer un alto para que los ca­ballos pudieran descansar y pastar. Esta parada aterrorizó al mercader, pero el Baal Sem Tob sacó con toda calma su ejemplar del Zohar y se puso a leer. Las ramas que bordea­ban el camino se apartaron de pronto, aparecieron ladrones y se acercaron, cuchillo en mano. Pero cuando estaban a sólo dos o tres pasos de las carretas, se echaron a temblar deTorma incontrolada. No entendían qué les pasaba, pero no estaban en condiciones de atacar a nadie, de manera que regresaron a la espesura del bosque. En pocos minutos se recuperaron e hicieron otra tentativa, con el mismo resultado. Antes de que pudieran acercarse lo suficiente para tocar siquiera la cabeza de uno de los caballos, una extraña parálisis les impidió de nuevo avanzar y se vieron obligados a retirarse. El mercader, encogido de miedo en su carreta, observaba todo esto con asombro.

»Cuando el Baal Sem Tob finalmente levantó la mirada del libro y dio orden de continuar, el mercader se arrojó a sus pies y le besó la mano. “Ahora comprendo", dijo. “¡Ahora comprendo por qué la gente te llama el Baal Sem Tob!”

»E1 Baal Sem Tob lo miró ceñudo y dijo: “Así que crees que lo comprendes, ¿verdad? Créeme, amigo, ¡sólo estás empe­zando a comprender!”.

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Las dos visiones

Una vez dentro del parque, el agotamiento de B pareció des­vanecerse. Iba delante y yo la seguía, exactamente igual que un marido arrastrado en medio de un centro comercial. No te­nía la menor idea de lo que estaba buscando, pero sin duda buscaba algo. Cuando por fin nos detuvimos, estábamos en un lugar que, a mi entender, podía haber sido el mismo que ha­bíamos ocupado la noche anterior. Nos sentamos frente a un claro polvoriento no mucho más grande que una mesa de co­medor.

Shirin dijo:—Tenemos muchísimo que hacer aquí, Jared. Debemos

emprender un gran viaje, y no estoy segura de ser una guía lo bastante buena para acompañarte. Pero lo haré lo mejor que pueda.

Deseé musitar alguna palabra de aliento, pero decidí que era mejor no hacerlo. Buscó en su bolso y sacó de él nuestra obra de bricolaje. Hacía falta volver a colocar algunas cosas, puesto que la vaina del cartucho y la pluma no estaban bien sujetas en su lugar, junto al carrete fotográfico; cuando terminó, me lo dio y me preguntó si recordaba de qué trataba todo.

—El fósil representa la comunidad de la vida —le dije—·. El animismo está ligado a esa comunidad y resuena con ella. La Ley de la Vida, representada por la pluma, está escrita en la comunidad de la vida, y el animismo lee esta ley, tal como, a su manera, lo hace la ciencia.

—Excelente. Me he referido al animismo como una reli­gión, pero hay un sentido muy real en el que el «animismo- como-religión» es un invento de la cultura del Que Toma, una construcción intelectual.

—¿Por qué es así?—Te dije que el animismo fue antaño una religión uni­

versal en este planeta. Todavía es una religión entre los pue­blos Que Dejan: pueblos que tú identificas como «primiti­vos», de la «Edad de Piedra», etcétera. Pero si hablas con estos pueblos y les preguntas si son animistas, no tendrán la menor idea de lo que les estás diciendo. Y el hecho es que si les sugieres que ellos y sus vecinos tienen las mismas creencias religiosas,

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probablemente creerán que estás loco. Esto se debe a que, como los vecinos de todas partes, tienden a tener mucha más conciencia de sus diferencias que de sus similitudes. Lo mismo pasa con tus religiones reveladas. Para ti, el cristianismo, el ju­daismo, el islamismo, el budismo y el hinduismo parecen muy distintas, pero a mí me parecen iguales. Muchos de vosotros di­ríais que el budismo ni siquiera pertenece a esta lista, puesto que no relaciona la salvación con la adoración divina, pero para mí sólo es una objeción menor. El cristianismo, el judaismo, el isla­mismo, el budismo y el hinduismo, todas estas religiones, perci­ben a los seres humanos como criaturas imperfectas, heridas y necesitadas de salvación, y todas se apoyan fundamentalmente en revelaciones que explican cómo ha de obtenerse la salvación, ya sea abandonando esta vida o elevándose por encima de ella.

—Es verdad. „ „—Los adeptos a estas religiones están fuertemente afecta­

dos y obsesionados por sus diferencias (hasta el punto de llegar a la violencia, el crimen, la guerra santa y el genocidio), pero para mí, como digo, todos se parecen. Lo mismo ocurre entre los pueblos Que Dejan. Ven lo que hay de diferente entre ellos y yo veo lo que es semejante, y lo que es semejante no es tanto una religión (tal como la entienden los cristianos, los judíos, los musulmanes, los budistas y los hinduistas), sino una visión religiosa del mundo. En realidad no existe una religión que se llame animismo... ésa es la construcción que se ha hecho: el animismo como religión. Lo que existe, y lo que es universal, es una manera de ver el mundo. Y eso es lo que trato de expo­nerte aquí.

—Comprendo... supongo.—Ten siempre en cuenta por qué estamos aquí, Jared.

Los dos estamos aquí por las visiones. Una visión nos arrastra hacia la catástrofe. Es una visión propia de una sola cultura, nuestra cultura, adoptada y sancionada por las religiones reve­ladas de nuestra cultura durante los últimos tres mil años. Es­toy tratando de exponerte otra visión, saludable para nosotros y saludable para el mundo, que fue abrazada por cientos de miles de culturas durante cientos de miles de años.

—Bien —dije—, pero no puedes saber realmente durante cuánto tiempo fue abrazada.

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—Creo que sí, Jared. Piensa esto: ¿durante cuánto tiempo hemos vivido de acuerdo con la ley de la gravedad?

—¿Con la ley de la gravedad? Siempre.—¿Cómo puedes saberlo?—Supongo que lo sé porque si no hubiéramos vivido de

acuerdo con la ley de la gravedad, no estaríamos aquí.—Pero antes no se entendía la ley de la gravedad. Quiero

decir que nadie la podía expresar como lo haría un físico actual. —No.—Sin embargo, se sabía que era una ley, ¿verdad? Si saltas

por el borde de un acantilado, te caerás; siempre. Si dejas caer una piedra, te dará en el pie; siempre.

—En efecto.—Ahora trata de responder a esto: ¿cuánto tiempo ha es­

tado viviendo la población de acuerdo con la Ley de la Vida?—No lo sé.—¿La Ley de la Vida es...?—La Ley de la Vida es... «cualquier cosa que fomente la

vida».—Entonces inténtalo otra vez, Jared: ¿cuánto tiempo ha

estado viviendo la población de acuerdo con la Ley de la Vida?—Desde el principio.—¿Por qué? ¿Cómo lo sabes?—Porque si no hubiera estado viviendo de acuerdo con la

ley que fomenta la vida, no estaría aquí, no existiría.—Muy bien. Pero no entendía necesariamente esa ley,

¿verdad? Probablemente no habría podido expresarla como lo haría un biólogo.

—No.—Sin embargo, la población sabía lo que sabía acerca de

la ley de la gravedad: que estaba ahí. Sabía cuándo una ley existe. Sabía, por ejemplo,' que hay que cuidar a los niños hasta que éstos se valgan por sí mismos. Sabía que los niños abando­nados mueren; siempre. Sabía que un león lucha por obte­ner su presa; siempre. Sabía que no es necesario ser tan veloz como un gamo para cazar un gamo. Sabía que si acechas a un animal que corre más que tú, será mejor que estés a favor del viento. Podría seguir toda la noche. Podría seguir durante días y semanas, y me sería imposible hacer una lista de todo lo que

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sabía la población humana gracias a la sencilla experiencia de haber vivido en comunidad durante miles de generaciones.

—No me cabe duda de que estás en lo cierto. Lo que to­davía no veo es la conexión entre esto y el animismo.

—¿Qué es el animismo, Jared?—Estoy cada vez menos seguro conforme pasa el tiempo.

Tal como lo entiendo ahora, es una visión. Supongo que te re­fieres a una concepción del mundo, una Weltanshauung.

—Sí, pero prefiero seguir utilizando el término visión. Por eso hemos llegado a este punto: hay dos visiones, una que nos permitía vivir bien y en armonía con la tierra durante mi­llones de años, y otra que nos ha llevado al borde de la extin­ción y nos ha convertido en enemigos de la vida en este plane­ta en sólo diez mil años.

—Bien.—¿Y cuál es la visión animista?—No lo sé. No tengo la menor idea.—Entonces, explícame esto: ¿cuál es nuestra visión, Ja-

red, la del Que Toma, la visión que nos ha convertido en amos del mundo y enemigos de la vida? ¿Puedes expresarla en pa­labras?

—Puedo intentarlo.—Adelante.—Somos la criatura para la que fue creado el mundo, de

manera que podemos hacer con él lo que nos plazca. Esa sería una forma de empezar.

—Sí, es un buen comienzo. Según esta visión, Dios pare­ce tener poco interés en el resto del mundo.

—Así es. A Dios le preocupa la gente. La gente es su prin­cipal preocupación. Por ella es por quien creó él universo.

—De manera que el mundo fue creado para el Hombre, y el Hombre... ¿Qué se suponía que iba a hacer el Hombre con el mundo?

—Se suponía que iba a gobernarlo. Le fue dado para que lo gobernara.

—Pero, aunque parezca extraño, el mundo no estaba pre­parado para que él lo gobernara, ¿no es así? El Hombre estaba hecho para gobernar el mundo pero el mundo no estaba hecho para que él lo gobernara.

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—No, es verdad. Nunca me lo había planteado.—Entonces, ¿qué tuvo que hacer el Hombre para que el

mundo estuviera listo para ser gobernado?—Tuvo que someterlo, conquistarlo.—Así es. Y todavía lo está haciendo, ¿verdad? Por consi­

guiente, ésta es la visión del Que Toma: el mundo fue hecho para el Hombre y el Hombre fue hecho para conquistarlo y gober­narlo.

—Sí.—Lo que estamos buscando, Jared, es la visión del Que

Deja o visión animista. Antes de que nos vayamos de aquí hoy, la tendrás, te lo prometo.

Estrategias: las estables y las otras

—Quiero que comprendas que lo que llamo la Ley de la Vida en ningún sentido fue impresa en la comunidad de la vida por acción divina. Dios o los dioses no dieron a sus criaturas los «buenos instintos» que ahora llamo colectivamente la Ley de la Vida. No ocurrió así. Postular una acción semejante sería excesivo, una violación del principio de economía del pensamiento de Occam. Entiendes lo que quiero decir con eso, ¿no?

—Sí, estás diciendo que la Ley de la Vida no debe expli­carse como un sistema de intervención divina más de lo que las leyes de la termodinámica deben ser explicadas como un sistema de intervención divina.

—Así es. Probablemente un biólogo diría que lo que ña­mo la Ley de la Vida no es más que un conjunto de estrategias evolucionistas estables... o mejor dicho, el conjunto universal de tales estrategias. ¿Sabes qué es una estrategia evolutivamen­te estable?

—Perdona —le dije—·, pero soy un experto en el mundo clásico, no un biólogo. En la universidad leí a Homero en griego y a Cicerón en latín. Puedo hacerte un discurso acerca de la prueba de la inmortalidad del alma de Platón... que por cierto no está nada mal, si aceptas sus premisas. Pero no

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tengo la menor idea de lo que es una estrategia evolutivamente estable.

—Bien. Vayamos por partes. En este contexto, una estra­tegia no es más que una política conductista. Por ejemplo, ayer mencioné la política conductista seguida por las cabras que amamantan: «Amamanta a tu propia cría y a ninguna otra». Esto es evolutivamente estable para las cabras porque no pue­de ser mejorado por ninguna estrategia alternativa. Por ejem­plo, podría ocurrir que algunas cabras siguieran la estrategia de negarse a amamantar a cualquier cría, incluso a la propia. Pero eso sin duda tendría el efecto de reducir su representatividad en la reserva de genes, de manera que la negativa a amamantar tendería a desaparecer de la especie. Del mismo modo, algunas cabras podrían seguir una política de lactancia indiscriminada, amamantando a cualquier cabrito que apareciera. Pero como esto perjudica a sus propias crías, también tendrá el efecto de reducir su representatividad en la reserva de genes, de manera que la lac­tancia indiscriminada también tenderá a desaparecer. La única estrategia que no tenderá a desaparecer es «Amamanta a tu propia cría y a ninguna otra». Por eso esta estrategia en espe­cial es estable desde el punto de vista evolutivo: el proceso nor­mal de la evolución, la selección natural, no la elimina.

—Comprendo. Esta es la Ley de la Vida para las cabras no porque Dios decidiera que las cabras deben comportarse así, sino porque, en cualquier mezcla de estrategias, las ca­bras que amamantan a sus propias crías tenderán a estar mejor representadas en la reserva de genes que otras. En realidad, es un concepto muy ingenioso.

—De vez en cuando la ciencia produce un concepto inge­nioso —dijo con una sonrisa ligeramente irónica—·. Estoy se­gura de que comprendes que lo que es estable o inestable para una especie no es necesariamente estable o inestable para otras.

y Por ejemplo, muchos pájaros son criadores sin distinción. Ali­mentan a cualquier polluelo que aparece en su nido, incluyen­do a los polluelos de otras especies.

—Dando así ayuda y consuelo al alegre cuclillo —dije, respondiendo a la sorprendida mirada de B con otra sonrisa ligeramente irónica, esta vez mía—·. Los estudiosos de los clá­sicos no somos ignorantes totales —le informé—El bufón ad-

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vierte al rey Lear: «Como ya sabéis, mi amo y señor, durante tanto tiempo al cuclillo nutrió el gorrión que por las crías su cabeza arrancada acabó».

—Me alegra saber que los estudiosos del mundo clásico no sois ignorantes totales, Jared —replicó B, dedicándome una sonrisa llena de benevolencia, tan dulce que durante un momento aterrador realmente tuve que luchar contra el deseo de abrazarla. Sin haber notado nada, prosiguió—Sé que oíste a Charles mencionar a un colega conocido como Ismael. Aun­que él no usó esta terminología, Ismael identificaba un con­junto de estrategias que parecen ser evolutivamente estables para todas las especies. Llamó a este conjunto de estrategias la Ley de Competencia Limitada, que expresó de la siguiente manera: «Puedes competir hasta el límite de tus capacidades, pero no puedes perseguir a tus competidores ni destruir su alimento ni negarles el acceso a él». En la mal llamada comu­nidad «natural» (que se refiere a la comunidad no humana), encontrarás a competidores que se matan entre sí cuando se presenta la oportunidad, pero no los encontrarás creando las oportunidades para matarse. No los encontrarás cazándose unos a otros tal como cazan a sus presas. Hacerlo no sería evo­lutivamente estable. Las hienas carecen de energía suficiente para cazar leones: las calorías que obtendrían tras eliminar a estos competidores no compensarían las calorías gastadas en eliminarlos, y demasiadas hienas morirían en el intento. Del mis­mo modo, en la comunidad «natural», no encontrarás competi­dores que destruyan el alimento de sus rivales: el beneficio no es tan grande como para que valga la pena.

—-¿Cuál sería el motivo para destruir el alimento de tus competidores?

—Si destruyes el alimento de tus competidores, los des­truyes a ellos, Jared. Supon, por ejemplo, que eres un ave de una especie que prefiere los alimentos A, B, C, D, E y F. Otra especie de ave prefiere los alimentos D, E, F, G, H e I. Eso sig­nifica que compites con ellos por los alimentos D, E y F. Al destruir los alimentos G, H e I (que no te interesan), puedes asestarles un golpe importante.

—Pero entonces, ¿no competirán más duramente por los alimentos D, E y F?

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—Claro. Por eso es por lo que necesitas la tercera estrate­gia. Quieres negarles el acceso a los alimentos D, E y F. De esta manera, tus competidores no tendrán la menor oportunidad. Les estarás negando el acceso a la mitad de los alimentos que les gustan y destruyendo la otra mitad.

—Pero como tú dices, eso no ocurre.—No ocurre en la comunidad no humana, pero eso no sig­

nifica que no pueda ocurrir. Decir que no ocurre es decir que no se encuentra, y no se encuentra porque es autoeliminatorio. ¿Entiendes? No ocurre que las cabras se nieguen a amamantar a sus crías, pero no porque semejante comportamiento sea impo­sible. Seguramente ha habido cabras que se negaran a dar leche, pero rara vez o nunca las encontramos, porque la cría muere y ellas pierden su representatividad en la reserva de genes.

—Comprendo —dije.—Ha ocunido que una especie haya tratado de vivir vio­

lando la Ley de la Competencia Limitada. O mejor dicho, ha ocurrido una vez, en una cultura humana... la nuestra. De eso es de lo que trata nuestra revolución agrícola. De eso exacta­mente trata la agricultura totalitaria. Perseguimos a nuestros competidores, destruimos sus alimentos y les negamos el acce­so a la comida. Eso es lo que la hace totalitaria.

Mi cabeza giró vertiginosamente al oír aquello. Tardé un rato en darme cuenta de por qué giraba. Por fin dije:

—A ver, el tema que nos ocupa es el de las estrategias evolutivamente estables, ¿no?

—Así es.—Hay tres estrategias que, según dices, son evolutivamente

inestables: perseguir a tus competidores, destruir sus alimentos y negarles el acceso a los alimentos, ¿no es así?

—Así es.—Pero ahora me estás diciendo que toda nuestra cultura

está basada en estas estrategias destables desde el punto de vista e\/olutivo.

-A-De nuevo, así es.—Si estas estrategias son evolutivamente inestables, ¿cómo

nos las arreglamos para seguirlas?—El seguir una estrategia evolutivamente inestable no te

elimina instantáneamente, Jared, te elimina con el tiempo.

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—Pero ¿cómo nos está eliminando a nosotros?B inclinó la cabeza como para preguntar por qué era tan

torpe de repente.—Jared, ¿dónde estabas la otra noche en Stuttgart cuando

Charles explicaba la conexión entre la agricultura totalitaria y la superpoblación? Porque puesto que seis mil millones de no­sotros seguimos una estrategia evolutivamente inestable, esta­mos atacando fundamentalmente los mismísimos sistemas ecológicos que nos mantienen con vida. Al igual que la cabra que se niega a amamantar a su cría, estamos en el proceso de eliminarnos a nosotros mismos. Piensa en la línea temporal que Charles dibujó en su charla acerca de la cocción de la rana. Durante los primeros seis mil años, el impacto de nuestra es­trategia evolutivamente inestable fue mínimo y estuvo limitado a Oriente Próximo. En los dos mil años siguientes, la estrate­gia se extendió a Europa Oriental y al Lejano Oriente.

»En los mil quinientos años siguientes, la estrategia se ex­tendió por todo el Viejo Mundo. En los trescientos años si­guientes abarcó todo el globo. Al finalizar los doscientos años siguientes... es decir, ahora, era tanta la gente que seguía la es­trategia que el impacto se estaba volviendo catastrófico. Ac­tualmente estamos a un par de generaciones para conseguir que esta estrategia inestable se extinga.

Hice un esfuerzo para ponerme de pie y me fui a pasear.

Los ojos empiezan a abrirse

Cuando volví, quince minutos después, conté a B por qué había tenido que alejarme para meditar. Había oído todo lo que Charles había dicho en Stuttgart y había creído que lo com­prendía, pero no había sido así. A pesar de todo lo que él ha­bía dicho, yo estaba seguro de que nos estaba demostrando que nuestra explosión demográfica es un problema social, di­gamos, como la delincuencia o el racismo. No le oí decir que nuestra explosión demográfica fuera un problema biológico, que si seguimos una política que sería fatal para cualquier es­pecie, será fatal para nosotros exactamente del mismo modo.

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No podemos hacer que sea de otra manera. No podemos de­cir: «Bueno, sí, nuestra civilización está construida sobre una estrategia evolutivamente inestable, pero de todos modos po­demos hacer que funcione porque somos seres humanos». El mundo no hará una excepción por nosotros. Y naturalmente, lo que la Iglesia enseña es que Dios hará una excepción por nosotros. Dios nos permitirá portarnos de una manera que sería fatal para cualquier otra especie, porque de algún modo «lo arreglará» para que podamos vivir de una manera que es autoeliminatoria en un sentido muy real. Es como esperar que Dios haga que nuestros aviones vuelen aunque sean aerodi­námicamente incapaces de volar.

—Es probable que esto suene muy ingenuo —dije— pero ¿por qué es éste un secreto tan grande? ¿Por qué es algo que jamás había oído antes? ¿Por qué no se enseña en las es^ cuelas?

—No es un secreto. Es sólo que las piezas del rompeca­bezas están esparcidas entre tantas disciplinas; tantas discipli­nas que casi nunca se comunican entre sí: la arqueología, la historia, la antropología, la biología, la sociología. ¿Y quién exactamente iba a enseñarlo en las escuelas?

—-Todos deberían enseñarlo —respondí—Deberían en­señar esto antes que nada. La lectura, la escritura y la aritméti­ca pueden esperar.

—Bueno, es obvio que estoy de acuerdo contigo. Esta es la palabra de B, Jared: si el mundo se salva, no lo salvará la gente que tenga la visión antigua y programas nuevos. Si el mundo se salva, lo salvará la gente que tenga una nueva vi­sión y ningún programa. Esto se debe a que la visión se difun­de sola y no necesita programas. En la última media hora tus ojos han empezado a abrirse a esa nueva visión. Pero hasta ahora sólo captas el lado desolado de la visión... el lado de la sombra.

Tuve que coincidir con ella en aquel punto.—De manera que volvemos de nuevo, como debemos ha­

cer continuamente, Jared, a estas dos visiones: la visión del Que Toma y la visión del Que Deja o animista. Hace pocos minutos supiste articular muy bien la visión del Que Toma, la visión que ha propulsado nuestra cultura en sus diez mil años

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de triunfo y catástrofe. Tai como lo ven Los Que Tornan, el mundo fue creado para el Hombre, y el Hombre fue creado para conquistarlo y gobernarlo. La pregunta siguiente es: ¿de dónde vino esta visión?

—Me temo que no entiendo bien el significado de la pre­gunta —le dije.

—Está bien. Charles habría insistido en ayudarte a cruzar este vacío dándote pequeños empujones, pero he prometido no seguir su ejemplo. Te diré de dónde vino la visión, y tú puedes decirme si mi explicación es admisible y convincente. La visión del Que Toma vino de la experiencia del mundo del Que Toma... por el modo en que los hombres y mujeres de nuestra cultura empezaron a organizar su vida, que fue, des­pués de todo, conquistando y gobernando el mundo. La prác­tica de la agricultura totalitaria durante miles de años les dio la idea de que el mundo había sido hecho para el Hombre, y de que el Hombre había sido hecho para conquistarlo y gober­narlo. ¿Tiene sentido?

—Sí, es comprensible. Supongo que podría considerarse una especie de empirismo tosco: «Siempre hemos vivido como si el mundo hubiese sido creado para nosotros, de manera que tiene que haber sido creado para nosotros».

—Lo que importa destacar es que la visión surgió del estilo de vida, que el estilo de vida no surgió de la visión. ¿Está claro?

—Bueno... casi claro.—Lo que quiero decir es que lo que pasó no file que un

día, hace once mil años, los cazadores mesolíticos de Irak se reunieron y dijeron: «Mirad, hemos inspeccionado el mundo y hemos llegado a la conclusión de que fue hecho para que los seres humanos lo conquisten y lo gobiernen. Por lo tanto, de­beríamos mover el culo y empezar a conquistarlo y gobernarlo». Más bien, lo que ocurrió fue que, después de miles de años de vivir como conquistadores y soberanos, la gente de nuestra cultura empezó a concebir gradualmente la curiosa idea de que el mundo realmente había sido creado para que lo conquistá­ramos y lo gobernáramos. Empezó a imaginarse que estaba cumpliendo el mismísimo destino humano.

—Comprendo. La visión del Que Toma surgió de su es­tilo de vida y no a la inversa.

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—-Ahora bien, ¿de dónde supones que surgió la visión del Que Deja?

—Supongo que surgió de su estilo de vida.—-Y estás en lo cierto. ¿Y qué sabes de ese estilo de vida?—Para ser sincero... nada en absoluto.—Ese es nuestro problema actualmente, Jared. Tengo

que revelarte la visión que surgió de un estilo de vida del que no sabes nada.

—Parece difícil —comenté.—Lo es, pero no tengo que enseñarte todo lo que hay

que saber acerca de ese estilo de vida. Para articular la visión del Que Toma, lo único que realmente tuviste que entender fue cómo viven los Que Toman. Los Que Toman viven com­portándose como si el mundo les perteneciera... y la visión del Que Toma apoya ese comportamiento. El estilo de vida del Que Toma es mucho más que esto, pero esto fue todo lo que nece­sitaste para comprender esa visión.

—Sí, es cierto.—Puedo ser, y seré, igualmente selectiva cuando me re­

fiera a Los Que Dejan.

Silenciar al inquisidor

Tras decir esto, B se calló. Después de unos minutos, hice un examen mental para ver si se suponía que yo debía estar tra­bajando en alguna pregunta, pero descubrí que no. Ella no estaba en trance ni nada, sólo parecía estar mirando con fije­za, sin ver, a una distancia media. Pronto empecé a ponerme nervioso, y ella me miró de reojo.

—No he hecho esto antes, Jared —me dijo—, y ahora que estoy a punto de hacerlo, no sé cómo empezar. Sé todo lo que quiero que suceda, sólo que no sé cómo lograrlo. Sé donde quiero terminar, pero no sé cómo llegar allí.

Como yo realmente no comprendía el problema, no en­contraba la manera de ayudar, más allá de darle una palmadita tranquilizadora en la espalda, lo que probablemente no nos habría servido a ninguno de los dos.

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Finalmente dijo:—Tengo una idea, pero no sé cómo te la tomarás. Creo

que mi problema es que nuestra relación es intrínsecamente de confrontación. No quiero decir que sea una confrontación to­tal, pero tiene un aspecto antagónico que no desaparece así, sin más. No es culpa tuya ni mía, sencillamente es así. Fuiste enviado aquí para tu satisfacción y la de otros, para formular las preguntas que querías formular y las que ellos querían for­mular, de manera que tu papel aquí, te guste o no, es el de un inquisidor. «Te guste o no» es la manera indicada de decirlo, creo, porque a ti en principio no te gusta pero sientes que tie­nes que hacerlo de todos modos. Debes preguntar por ti, y por los que te mandaron aquí.

—Sí, es verdad.—Lo que he hecho hasta ahora le ha venido muy bien al

inquisidor. —Puso un dedo sobre nuestro trabajo de bricola- je—·. Esto ha funcionado bien para él, ¿no?

Asentí.—Mi problema en este momento es que no se me ocurre

ninguna manera de llenar los ojos de un inquisidor con la vi­sión animista. Realmente no creo que pueda hacerse. Lo cual significa que debemos adoptar un par de papeles nuevos.

Volví a asentir.—Una vez tuve un hijo, Jared... que no fue uno de los

afortunados. Vivió sólo unas horas, ni siquiera lo suficiente para que se le pusiera un nombre oficialmente, pero en privado yo lo llamé Louis, de algún modo un nombre muy adulto. No tendré otros hijos, por razones obvias... o si no son obvias, puedes deducirlas a tu gusto. Si Louis viviera, tendría ocho años, y sin duda yo le estaría enseñando lo que ahora nece­sito enseñarte a ti.

—Entonces, ¿qué me estás pidiendo.^—Te estoy pidiendo que desconectes al inquisidor duran­

te una hora y me escuches como lo harta Louis.Le dije que creía que podría hacerlo.—No sé si te estoy pidiendo algo fácil o algo difícil. Pro-ba-

blemente a muchos hombres les resultaría imposible.—Yo tampoco lo sé —confesé—·. Pero para ser sincero,

no parece una cosa tan terrible. Sin embargo, permíteme pre-

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guntarte una cosa: ¿estás diciendo que no quieres que formule ninguna pregunta? Eso no me parece bien, pues si Louis tu­viera ocho años, sin duda haría muchas preguntas.

Pareció desconcertada por aquello, tal vez un poco fasti­diada. Era inevitable, la pregunta había que hacerla.

—Un niño de ocho años no es un inquisidor —dijo.—Ya lo sé. Confía un poco en mí.Lo meditó un rato y luego dijo:—Louis haría preguntas. —No me molesté en señalarle

que acababa de decírselo—-. ¿Crees que puedes hacer sus pre­guntas y no las del padre Lulfre?

—Creo que sí, Shirin. Concédeme el beneficio de la duda.

Se encogió de hombros con aceptación poco entusiasta. Después de reflexionar unos minutos, apartó la mirada*

—-No te sorprendas si digo cosas que no esperabas escu­char. Son cosas que tengo que decir.

—Comprendo.—Me gustaría que comprendieras el lenguaje de las se­

ñas —agregó con cierta melancolía—·. Las barreras se derrum­ban inmediatamente con las señas.

Yo también deseé conocer ese lenguaje.

La red

No sé qué hizo durante los minutos siguientes. Yo no la esta­ba observando. En momentos como ése, se deja tranquila a la gente, se vuelve la atención hacia otro lado y se le da un res­piro para que pueda prepararse. Cuando estuvo lista, empezó a hablar con voz grave y firme... y yo conecté mi magnetófo­no discretamente.

—Te he dicho que me estoy muriendo —comenzó—·. Sé que sufres al oír esto, Louis, pero cuanto más cerca estés de comprenderlo, menos desgraciado te sentirás. Cuando haya­mos terminado aquí hoy, todavía no te sentirás bien, pero po­drás soportarlo. De cualquier modo, es por aquí por donde debo empezar. Quieres comprenderme y quieres comprender

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lo que está ocurriendo, y es de eso de lo que nos vamos a οαι-~Ί par enseguida. Si yo fuera otra, trataría de consolarte con una historia mágica, como la que cuentan acerca de los Reyes Ma­gos todas las Navidades. Te diría que a mamá se la llevarán al cielo a vivir con Dios y con los ángeles, y que desde allí miraré hacia abajo y cuidaré de ti. La verdad es mejor que eso... en parte porque es la verdad.

»Déjame comenzar con el gran secreto de la vida animis- ta, Louis. Cuando otras personas buscan a Dios, las ves mirar automáticamente al cielo. Realmente imaginan que, si hay un Dios, está muy, muy lejos... remoto e intocable. No sé cómo pueden soportar vivir con un Dios semejante, Louis, verdade- ramente no lo sé. Pero esas personas no son problema nuestro. Te he contado que, entre los animistas del mundo, ni uno solo puede decirte cuántos dioses hay. Desconocen la cantidad y yo también. Nunca he conocido a ninguno ni he oído de nadie que se preocupe por cuántos hay. Lo importante para nosotros no es cuántos son, sino dónde están. Si te perdieras entre los alawa de Australia, los bosquimanos de Africa, los navajos de Norteamérica, los kreen-akrore de Sudamérica, los onabasulu de Nueva Guinea, o cualquiera de los cientos de pueblos Que Dejan que podría nombrar, descubrirías pronto dónde están los dioses. Los dioses están aquí.

Por primera vez B me miró directamente a los ojos al hablar.

—No quiero decir allí, no quiero decir en otra parte, quie­ro decir aquí. Entre los alawa: aquí. Entre los bosquimanos: aquí. Entre los navajos: aquí. Entre los kreen-akrore: aquí. Entre los onabasulu: aquí. .¿Comprendes?

—No estoy seguro —le respondí con franqueza.—No es una afirmación teológica la que están haciendo.

Los alawa no dicen a los bosquimanos: «Vuestros dioses son falsos, los verdaderos son los nuestros». Los kreen-akrore no dicen a los onabasulu: «Vosotros no tenéis diqsós, sólo nosotros los tenemos». Nada por el estilo. Lo que dicen es: «Nuestro lu­gar es un lugar sagrado, como no hay otro en el mundo». Nunca buscarían en otro lugar a los dioses. A los dioses hay que encontrarlos entre ellos... viviendo donde ellos viven. El dios es lo que anima su lugar. Eso es un dios.

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»Un dios es esa fuerza extraña que convierte un lugar cual­quiera en un lugar único en el mundo. Un dios es el fuego que arde en este lugar y no en ningún otro, y ningún lugar don­de arda el fuego está vacío de dios. Todo esto debería explicarte por qué no rechazo el nombre que nos dio un extraño. Aunque dotado con una concepción falsa de nuestra visión, la palabra animismo capta una pequeña parte de su significado.

»A1 contrario que el Dios cuyo nombre empieza con ma­yúscula, nuestros dioses no son todopoderosos. ¿Te lo imagi­nas? Cualquiera podría ser destruido con un lanzallamas, un tanque o una bomba... silenciado, arrasado, extenuado. Siénta­te en medio de un centro comercial a medianoche, rodeado de ochocientos metros de hormigón en todas direcciones, y allí el dios que antaño fue tan fuerte como un bisonte o un rinoce­ronte es tan débil como una polilla rociada con insecticida. Débil... pero no muerto, no extinguido por completo. Si demo­lemos todas las tiendas y abrimos grietas en el hormigón, en pocos días ese lugar estará palpitante de vida otra vez. No es necesario hacer nada más que llevarse los venenos. El dios sabe cómo cuidar ese lugar. Nunca volverá a ser lo que había sido... pero nada es nunca lo que fue. No hace falta que sea lo que fue. Oirás a la gente hablar de convertir las llanuras de Norteamérica nuevamente en lo que eran antes de que lle­garan Los Que Toman. Eso es una tontería. Lo que eran las llanuras hace quinientos años no era su forma definitiva, no era la forma definitiva y sacrosanta que había sido ordenada para ellas desde el principio de los tiempos. No existe esa for­ma y nunca existirá. Aquí todo está en marcha. Todo está en curso.

»Te contaré una historia. Cuando los dioses se pusieron a hacer el universo, se dijeron: “Hagamos con él una manifesta­ción de nuestra abundancia infinita y un cartel para ser leído por los que tengan ojos para leer. Prodiguemos un cuidado sin límites sobre todo... no menos sobre la brizna de hierba más frágil que sobre la más grande de las estrellas, no menos sobre el mosquito que zumba durante una hora que sobre la mon­taña que se mantiene en pie durante un milenio, no menos so­bre una escama de mica que sobre un río de oro. No hagamos dos hojas iguales en dos ramas distintas, dos ramas iguales

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en dos árboles diferentes, dos árboles iguales en dos tierras, dos tierras iguales en dos mundos, dos mundos iguales en dos estrellas. De este modo, la Ley de la Vida será evidente para todos los que tengan ojos para leer: el conejo que sale de su madriguera para alimentarse, el zorro que acecha, el águila que vuela en círculos, el hombre que tensa su arco hacia el cielo”. Y así es como se hizo del principio al fin. No hay dos cosas iguales en todo el universo infinito y poderoso, ni la menor cosa hecha con menos cuidado que cualquier otra cosa a través de generaciones de especies más numerosas que las estrellas. Y los que tuvieron ojos para ver, leyeron el cartel y siguieron la Ley de la Vida. ¿Comprendes esa historia, Louis? —preguntó.

—No, me parece que no.—No hay dos cosas idénticas en todo el universo, Jared.

Esa es la clave. Por eso aquí todo está en marcha y no en su forma definitiva. Te lo dije ayer cuando hablaba de los ácaros que viajan con los escarabajos enterradores. Si pones estos áca­ros bajo un microscopio para estudiar la forma definitiva de esta especie, serás derrotado porque cuanto más de cerca los mires, más claramente verás que no hay ni siquiera dos idénti­cos... y si no hay dos idénticos, ¿qué sentido puede tener soste­ner en alto a uno y decir: «Aquí está la forma definitiva de es­tos ácaros»?

»A esto me refiero cuando hablo de abundancia, Jared: entre esos ácaros al parecer prescindibles ni siquiera dos han sido hechos idénticos en todo el universo, y ninguno ha sido creado con menos cuidado que una estrella de neutrones o una galaxia. El cerebro que está en tu preciosa cabeza humana no es más maravilloso que el de uno de esos ácaros.

—Ya lo sé.—¿Habría enviado el Dios judeo-cristiano-islámico a su

hijo unigénito para salvar a esos, escarabajos y a los ácaros que viven en ellos, Jared?

—No.—Pero el dios de este lugar los cuida tanto como a cual­

quier otro ser del mundo. Por eso creí que podría resultarte provechoso ver a esos escarabajos ayer. Esos escarabajos son una manifestación de la abundancia infinita de los dioses y un *

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signo para ser leído por quienes tengan ojos para ver. Quería que vieras cómo los dioses derrochan un cuidado sin límites sobre todas las cosas: no menos en un escarabajo cuya hazaña suprema es enterrar a un ratón que en el cerebro de Einstein, no menos en un ácaro cuyo plato favorito es el huevo de una mosca que en el ojo de Miguel Ángel.

—Ahora lo comprendo... o estoy empezando a compren­derlo.

—-¿Dónde vamos a encontrar a este dios, Louis?Puesto que me había llamado por mi nombre sólo un mi­

nuto añtes, me sentí momentáneamente desconcertado por la insistencia. Conforme pasaba el tiempo, vi que podía dirigirse a mí de cualquiera de las dos maneras sin que descarrilara su tren de pensamiento. Unas veces su mensaje iba dirigido espe­cíficamente a Louis (e incidentalmente a mí), otras iba dirigi­do a mí (y a Louis de rebote), y otras, supongo, iba dirigido a los dos por igual. En cualquier caso, mi respuesta a esa pre­gunta en particular fue una mirada inexpresiva.

—No te estoy pidiendo que des un salto aquí, Jared. Ya te he dicho dónde vamos a encontrar a este dios... pero volveré sobre eso más adelante. Tenemos muchas otras cosas de las que hablar. Jared, tú y yo siempre volvemos a la visión. Louis y yo siempre volvemos al significado de la muerte.

»Todos los seres nacidos en la comunidad viva pertenecen a esa comunidad. Digo que pertenecen en el mismo sentido en que tu piel o tu sistema nervioso te pertenecen. El ratón que vimos no sólo “vivía” en la comunidad del parque, tal como podrías vivir tú en un apartamento de Chicago o Fresno. Cada molécula del cuerpo del ratón se originó en esta comunidad y finalmente debía ser devuelta a esta comunidad. Sería legítimo decir que ese ratón era una expresión de esta comunidad, del mismo modo que Leonardo da Vinci fue una expresión de la Italia del Renacimiento.

»E1 individuo vive en una tensión dinámica con la comu­nidad, se retira a su guarida, colmena, nido, cabaña o cueva por razones de seguridad, pero nunca es totalmente autosufi- ciente allí, siempre se ve obligado a volver al exterior y estar a disposición de cualquiera, tal como hizo el ratón. Esta tensión es parte de la ley, que inspira a la araña del agujero de ventila-

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ción a sellar su guarida como si fuera la cámara acorazada de? | un banco y a la avispa que come arañas a convertirse en desva- lijadora de cajas fuertes.

»Nada en la comunidad vive aislado del resto, ni siquiera las reinas de los insectos sociales. Nada vive sólo por sí mismo, como si no necesitara nada de la comunidad. Nadie vive sólo para sí, sin deber nada a la comunidad. Nada es intocable ni queda intacto. Todas las vidas son un préstamo de la comu­nidad desde su nacimiento; y se devolverán sin falta a la co­munidad cuando se produzca la muerte. La comunidad es una red de vida, y cada hilo de la. red es un sendero que lleva a todos los demás hilos. Nadie está exento o excusado. Nada es especial. Nadie vive a solas en una de las hebras, desconectado del resto. Como viste ayer, nada se pierde, ni siquiera una gota de agua o una molécula de pro teína... o el huevo de una mosca. Esta es la bondad y el milagro de todo, Jared. Todo ser vivo es alimento para otro ser vivo. Todo lo que se alimenta es fi­nalmente consumido, o al morir devuelve su sustancia a la co­munidad.

Se interrumpió y me dedicó una mirada que recibí y de­volví.

—Cada hilo de la red es un sendero hacia todos los demás hilos. ¿Tiene eso algún sentido para ti?

—Sí, creo que sí.—¿Dónde encontraremos al dios de este lugar?Pestañeé ante eso y gruñí débilmente.—¿De este lugar?—De este mismísimo lugar, Jared.Esa no era una pregunta que yo pudiera contestar, de ma­

nera que me limité a mirarla con ojos desorbitados.—Hace diez mil años, esta región estaba habitada por un

pueblo mesolítico cuyo nombre jamás sabremos. Si cavas en el suelo encontrarás sus hachas y las puntas^de sus lanzas. Ellos pertenecían a Los Que Dejan, eran animistas, y sabían dónde encontrar al dios de este lugar. El dios de este lugar está aquí, Jared. No buscaron en el cielo ni en el Monte Olimpo. Busca­ron aquí, donde estamos sentados.

Asentí. Era lo máximo que yo podía hacer en ese mo­mento.

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fjjbJv;—Aquí —repitió, esta vez dando palmaditas en el suelo !I frente a nosotros.

—De acuerdo, φ —Ahora quiero que mires.

Meneé la cabeza... sólo un poquito, sólo lo suficiente para indicar: «No, no gracias, creo que esta vez paso».

—Vamos —ordenó, y se tendió boca abajo en la tierra. A disgusto, hice lo mismo.

En el centro de la red

—Aquí es donde aprenderás todo —dijo—·. Aquí es donde todo confluye. Este es el centro de la red, donde el pasado, el presente y el futuro se unen, y donde nació la mente huma­na, Quiero que mires. No vuelvas a decirme que no eres Natty Bumppo. Te oí la primera vez. No tienes que compren­der lo que ves, pero por lo menos debes esforzarte por ver lo que ves.

»BIace unas décadas, cuando las ideas de Lamarck todavía se presentaban ocasionalmente como ciencia, había una teoría popular según la cual lo que había estimulado el crecimiento del cerebro de los primates hasta llegar a adquirir el tamaño humano habían sido los suspiros y resoplidos mentales de nuestros antepasados en su deseo por inventar herramientas. Esto es naturalmente lo que puede esperarse de una cultura como la nuestra, que equipara el progreso^al uso de las herra­mientas.

Emití un gruñido, como para que supiera que seguía des­pierto.

—El hecho es que, sin embargo, el progreso humano no tuvo que ver con ningún adelanto en la confección de herra­mientas. ¿Comprendes a qué me refiero?

—Creo que sí —dije, después de meditarlo un momen­to—·. A los que mejoraban las herramientas no se los recom­pensaba especialmente. No tenían ventajas sobre los usuarios de herramientas comunes... sobre las personas que usaba las mismas herramientas que sus padres.

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—Exactamente. El progreso humano no estuvo asociado con ningún progreso en la fabricación de herramientas, pero sí que estuvo asociado con una especie diferente de progreso, un progreso tan crucial para la evolución humana como el progreso en el lenguaje. ¿Tienes alguna idea de a qué puedo estar refiriéndome?

—No, ninguna.—No me sorprende. Este progreso no está reconocido en

la.versión de la historia humana de Los Que Toman... ni si­quiera está mencionado, puesto que no contribuye en nada a la gloria de Los Que Toman. Este es el adelanto que señaló decisivamente la adquisición de un estilo de vida singularmen- te humano, un nuevo estilo de vida que dependía en forma crítica de la inteligencia. Es el adelanto que nos separó decisi­vamente de los simios. ¿Todavía no tienes ninguna idea de a qué me refiero?* —No, me temo que no.

—Si observas a los gorilas, los chimpancés y los oranguta­nes, te impresionará, o debería impresionarte, que su estilo de vida no se parezca ni siquiera remotamente al estilo de vida vinculado con los seres humanos más primitivos. Los primeros seres humanos, a diferencia de aquellos de quienes descendían, eran cazadores-recolectores. En cambio, el resto del orden de los primates son todos sólo recolectores. Matarían y en realidad matan por comida, de manera oportunista, pero ninguno vive como cazador. Entre los primates, sólo los seres humanos son cazadores, porque entre los primates sólo los seres humanos tienen el equipamiento biológico necesario para hacer de la caza un pilar de la vida... y ese equipamiento es estrictamente intelectual.

»Los seres humanos podían tener éxito en la caza de una soLrmanera. No podían tener éxito a la manera de las águilas, los leopardos o las arañas. Estas estaban fuera de su alcance. Ellos descubrieron su propia manera de tener éxito... una ma­nera que estaba fuera del alcance de cualquier otra especie de la Tierra. ¿Comprendes lo que estoy tratando de decirte, Jared? No nos volvimos humanos haciendo chocar dos piedras. Nos volvimos humanos leyendo la historia de los acontecimientos escritos aquí... en la mano del dios.

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Abrió la mano, con la palma hacia arriba, para enseñarme lo que quería decir.

—No soy una rastreadora experimentada, Jared. Los nati­vos de esta región, cualquiera de esos cazadores mesolíticos que he mencionado antes, podría contarte cosas que ocurrie­ron aquí hace días. Literalmente todas las señales más ínfimas que puedas ver en el polvo son el registro de un hecho, aunque no sea más que la huella de una hoja arrastrada por el viento. Podrían identificar a todos los seres que dejaron una señal aquí en el pasado reciente, y podrían contarte cuándo estuvieron aquí y qué estaban haciendo, si tenían prisa o si paseaban, si buscaban algo para comer o trataban de regresar a casa.

»Elegí este lugar para instalarnos porque me di cuenta de que algo había ocurrido aquí que yo quizá pudiera adivinar. No quiero decir que haya tenido lugar un gran melodrama, sólo algo. ¿Ves esta línea de marcas que describen una curva? Pare­cen haber sido hechas apretando una cremallera gigante contra el polvo.

—Sí, las veo ahora que tu las señalas.—Son las huellas de un escarabajo, no tengo la menor

idea de qué especie. Obviamente, un ejemplar fuerte. El rastro es bastante fresco; no tiene más que unas horas. Aquí se ve donde se cruza con un rastro más antiguo, de una ardilla.

—Por sorprendente que parezca, lo veo.—Bien, aquí viene la parte emocionante. El escarabajo

avanza con dificultad, ocupado en sus cosas, cuando de repente por la izquierda salta a la escena un roedor para atacar al esca­rabajo. Puedes ver, por la forma en que las huellas se juntan, que el roedor no está sólo paseando, sino saltando. Si estuvié­ramos en América Meridional, diría que es una chinchilla, pero no sé qué podría ser éste, de manera que lo llamaré roedor. El roedor se apodera del escarabajo, y aquí se ven las marcas del lugar donde luchan.

—Sí, las veo.—Ahora las huellas del roedor continúan hacia la dere­

cha... y las del escarabajo ya no se ven. De manera que lo que está escrito aquí es que el roedor se ha conseguido un aperitivo de escarabajo.

Volvimos a sentarnos.

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Lo primero: leer las señales

—Impresionante —dije.—Todo lo contrario, créeme, en comparación con lo que

podría hacer un verdadero rastreador, pero lo suficientemen­te bueno para cumplir nuestro objetivo. Hay varias cosas que quiero que comprendas a partir de aquí. La primera es: los chimpancés fabrican y utilizan herramientas, de manera que la confección de herramientas y el uso de éstas no son exclusiva­mente humanos, aunque la lectura que aquí he hecho es exclusi­vamente humana. Naturalmente, lo que he hecho hasta ahora es sólo una muestra del proceso de la caza. Es como un foto­grama de una película, que puede sugerir un estado de ánimo y un tema, pero que no transmite el proceso de la película, que es intrínsecamente movimiento. En cualquier momento de la cacería, el cazador considera las siguientes preguntas: ¿qué es­taba haciendo el animal cuando dejó su huella? ¿Cuánto tiem­po hace que estuvo aquí? ¿Con qué rapidez se mueve? ¿A qué distancia estará ahora?... teniendo en cuenta la estación del año, la hora, la temperatura, el estado del suelo, la naturaleza del terreno y el comportamiento típico del animal perseguido, y también el de otros animales que se encuentren en las inme­diaciones.

»He aquí un pequeño ejemplo. Un día, un antropólogo acompañaba a un cazador !Kung por el desierto de Kalahari. Alrededor del mediodía abandonaron la persecución de una pre­sa, dándola por imposible, y se pusieron a buscar alguna otra cosa. Pronto encontraron unas huellas de antílope que, según el cazador, no tenían más que un par de horas. Sin embargo, después de media hora de seguir el rastro, el cazador dio por terminada la persecución. Explicó que, al parecer, el rastro no había sido dejado esa mañana, señalando como prueba una huella del antílope cruzada por el rastro de un ratón. Puesto que los ratones son nocturnos, la huella del antílope tenía que haber ¿ido dejada durante la noche. En otras palabras, el antí­lope en particular se había alejado hacía tiempo.

—Sí, comprendo.—Ahora bien, esto no es ninguna hazaña de observación

y raciocinio que haga ganar al cazador !Kung el premio Nobel,

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pero es una hazaña que está a años luz de cualquier cosa que nuestro pariente primate más cercano pueda hacer. Un simio con el entrenamiento adecuado puede persuadirte de que está haciendo lo que hacemos cuando hablamos, pero ningún si­mio, tenga el entrenamiento que tuviere, te persuadirá nunca de que está haciendo lo que hacía el cazador !Kung cuando se­guía las huellas del antílope.

—Estoy seguro de que tienes razón.—Esto es lo que trato de plantear: no cruzamos la línea

cuando empezamos a usar herramientas, sino cuando nos con­vertimos en cazadores. Nuestros antepasados no humanos eran fabricantes y usuarios de herramientas porque carecían del equipamiento mental para ser cazadores. En otras palabras, nos volvimos humanos por medio de la caza... y natural­mente nos hicimos cazadores al convertirnos en seres humanos. Y, dicho sea de paso, la caza no es una actividad exclusivamen­te masculina entre los pueblos aborígenes de la actualidad, de manera que no hay motivo para suponer que era una actividad exclusivamente masculina entre nuestros primeros antepasa­dos humanos.

—Perdóname... y espero que esto no parezca la pregunta de un inquisidor, pero parece como si estuvieses diciendo que cazamos antes de ser cazadores. ¿Cómo se puede cazar antes de ser cazador?

—¿Cómo se puede volar antes de ser aviador, Jared?—No estoy seguro de entender lo que quieres decir.—La misma pregunta tiene que ser resuelta para cada

proceso evolutivo. He aquí el desafio clásico: si el ojo evolucio­nó gradualmente, antes de estar totalmente completo y ser funcional era inútil, y al ser inútil, no reportaba ningún benefi­cio a su propietario... de manera que ¿por qué evolucionó? La respuesta es que algo inferior a un ojo es útil para su dueño. Cualquier tejido sensorial, por primitivo que sea, es mejor que ninguno. Sin que nos importe cómo empezó el ojo, dio a su dueño una leve ventaja. Lo mismo es aplicable a un comporta­miento como la caza. Aun la más primitiva capacidad de ras­treo te dará una ligera ventaja sobre quienes no la tienen... y cualquier ventaja leve tiende a aumentar tu representatividad en la reserva de genes. A medida que aumenta la representatividad

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de los cazadores en la reserva de genes, el comportamiento se extiende, y en cada generación los mejores cazadores, aunque estén muy por debajo de los estándares modernos, tendrán una ventaja y tratarán de estar mejor representados en la reserva de genes. En otras palabras, la habilidad para cazar (que en los seres humanos no significa velocidad ni fuerza, sino más bien inteligencia) fue el vector de la selección natural en el caso de la evolución humana. La inteligencia de orden humano no fue sólo un accidente afortunado; no evolucionó sólo para que pu­diéramos tener hermosas ideas.

—Me da la impresión de que el lenguaje tuvo algún papel en todo esto.

—Claro que lo tuvo. Te he dicho que nos hicimos huma­nos cuando desarrollamos un nuevo estilo de vida. Los prima­tes no humanos viven de la recolección de alimentos, lo cual no requiere mucha comunicación. Un gmpo de primates se puede instalar en una zona y empezar a recoger los alimentos que proporciona la naturaleza, sin ningún tipo de plantea­miento, coordinación, cooperación o asignación de cometidos. Llegan y todos empiezan a masticar. Pero esta clase de com­portamiento no da resultado con los primates cazadores. No puedes llegar a un lugar porque sí y hacer que todos empiecen a cazar. La cacería en equipo es lo que dará resultado, pero en­tre los primates la caza en equipo no está genéticamente insta­lada, como sí lo está entre los lobos o las hienas. Entre los pri­mates, la cacería en equipo sólo se puede realizar mediante la comunicación.

—¿Estás diciendo que el lenguaje se desarrolló como algo accesorio a la caza?

—El lenguaje evolucionó porque confería ventajas. No tenía que conferir sólo una ventaja. La habilidad pata7el len­guaje te hacía valioso como compañero de cacería... de manera que también te hacía valioso como pareja. La habilidad para el lenguaje significaba que tenías más posibilidades de sobrevivir y también más probabilidades de reproducirte.

—Entonces, creo poder afirmar que la cacería y el lengua­je se desarrollaron de forma interdependiente. Y si la cosa es así, nos volvimos humanos no sólo por la caza sino por cazar y hablar.

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B asintió.—No me estás contradiciendo, aunque te lo parezca. Sólo

te me estás adelantando. No puedo decir todo de una vez.Por alguna razón encontré gracioso el comentario, espe­

cialmente cuando me imaginé contestando: «Bueno, ¿y por qué no?». Durante un minuto pensé que podía contenerlo y repri­mirlo, pero mi sistema nervioso central tenía otras intenciones y empecé a sonreír con disimulo, dejé escapar una risita por debajo de la nariz, me puse a jadear, a reír a carcajadas... y fue en ese punto cuando B decidió imitarme, y nos reímos como idiotas durante un par de minutos.

Los dos terminamos sin aliento y sonriendo tontamente, con las lágrimas resbalándonos por las mejillas, y durante una fracción de segundo hubo algo en su expresión que me hizo creer que casi me confundía con un compañero humano. Lue­go respiramos profunda y temblorosamente, recogimos las rien­das de nuestras emociones y volvimos al trabajo.

El gen de la caza

Volvió a golpear el suelo con la palma de la mano.—Dije que había varias cosas que quería que sacaras de

esta demostración. La primera es que nos convertimos en seres humanos al leer las señales o, dicho de otro modo, al interpre­tar los signos de la naturaleza y al hablar. No nos convertimos en seres humanos por golpear dos piedras o por componer sonetos. La inteligencia nos invitaba a explorar un nuevo estilo de vida, basado en la caza y en la recolección más que en la recolección sola. Este nuevo estilo de vida exigía... y re­compensaba, con nuevas formas de comunicación y de coope­ración.

»He aquí la segunda cosa que quiero que aprendas de esta demostración. Habrá inevitablemente personas que imaginen que estoy justificando la “violencia humana”. Nada más lejos de mi intención. En primer lugar, los seres humanos no nece­sitan ninguna justificación especial, puesto que los seres hu­manos no son desmesurada o excepcionalmente violentos...

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fuera de nuestra propia cultura, que representa una fracción infinitesimal de la humanidad. Fuera de nuestra cultura, los seres humanos son violentos en las mismas circunstancias en que otras especies son típicamente violentas: al establecer y defender territorio. Esto no tiene nada que ver con las fronte­ras políticas. Alemania no es un territorio en un sentido bioló­gico. La conexión entre la territorialidad política y la territoriali­dad biológica es puramente metafórica. ¿Sabes lo que quiero decir con esto?

—No tengo ni la más remota idea.—Tal vez podamos aclararlo más tarde. En este momen­

to sólo quiero asegurarme de que comprendes que, fuera de esta loca cultura nuestra, nosotros los seres humanos no somos má$ violentos que otras especies... y no fue la caza lo que nos hizo tan violentos como somos. Nuestros antepasados recolec­tores eran igualmente violentos. Los no cazadores eran igual­mente violentos. Las especies vegetarianas son igualmente violentas. Tampoco somos la única especie cuyos miembros se infligen violencia entre sí. Nada podría estar más alejado de la verdad. Aparte de la depredación, prácticamente toda la vio­lencia observada en la comunidad biológica es violencia entre las especies. No puedo explicar todo a la vez sobre este punto, de manera que tendrás que seguir con esto por tu cuenta si estás interesado.

»Habrá personas que oirán lo que estoy diciendo y lo in­terpretarán como una sanción de la caza como deporte. Una vez más, nada podría estar más lejos de mis intenciones. Que los seres humanos evolucionaran como cazadores no implantó en ellos una necesidad irresistible de diezmar la vida natural. El cazador afortunado no es el que más sed de sangre tiene. La sed de sangre no hace falta... es improcedente. Observa a los cazadores en la selva y lo verás. No se ocupan de sus asuntos echando espuma por la boca, y no matan por matar.

—Perdóname —dije—-, y una vez más espero que esto no suene inquisitorial. Creo haber leído acerca de descubrimien­tos arqueológicos de grandes matanzas de bisontes a los que los cazadores humanos abandonaban en su mayor parte para que se pudrieran. Los mataban, elegían las partes que querían y abandonaban el resto.

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—Aunque parezca improbable a juzgar por los hechos que acabas de mencionar, no eran matanzas gratuitas o des­perdiciadas. Los cazadores del Lejano Oeste, quiero decir, los cazadores de nuestra propia cultura, podrían haberlas expli­cado. Sabían por experiencia que podían literalmente morir­se de hambre rodeados de bisontes, si éstos eran flacos, tal como se ven a finales de invierno. En ausencia de otros ali­mentos, el único modo de sobrevivir entre bisontes flacos era matar gran cantidad de ejemplares y coger la grasa que tuvieran entre todos. No voy a adentrarme en la bioquí­mica del asunto, pero si quieres puedo prestarte un libro so­bre el tema.

Le dije que le tomaba la palabra.—¿Por dónde iba?... Estaba explicando que la caza no es

violencia. Déjame expresarlo de la siguiente manera: el gen que se estaba salvando mientras evolucionábamos como caza­dores humanos no era el de matar. Era el gen de la observa­ción, la deducción, la predicción, la astucia, la cautela, la rapi­dez de reflejos. Estas son las cualidades que componen el éxito de un cazador... y no todas pertenecen específicamente a la caza. Si así fuera, sin duda sentiríamos un impulso irresistible por salir a cazar. Pero sí hay cosas que nos sentimos irresisti­blemente impulsados a hacer... y puedes verlas aquí.

Dio unas palmadas en el suelo, ante sí.

El gen de contar historias

—Cuéntame lo que ocurrió hace unas horas en este preciso lugar, Jared.

—Pues bien, un escarabajo venía caminando cuando un roedor saltó de entre la hierba que hay a la izquierda e intentó atrapar al escarabajo. Dijiste que estas marcas parecían señales de lucha, aunque no sé por qué un roedor iba a tener que lu­char con un escarabajo.

—Tal vez el escarabajo se encaró con él.—Es verdad... De cualquier modo, después de la lucha, el

roedor se llevó al escarabajo hacia la derecha.

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—Comprendes que esto que acabas de hacer está total­mente más allá de la capacidad de cualquier otro animal de este planeta, ¿verdad?

---bí.—¿Qué has hecho exactamente?—-Bueno... en realidad no he hecho nada. Tú lo hiciste.—Es extraño. Habría jurado que vi que tus labios se

movían.—Sí, pero... ¿Cuál es exactamente tu pregunta?—-Te he preguntado qué acabas de hacer.—Dijiste: «Cuéntame lo que ocurrió aquí», y yo te he

contado lo que ocurrió. ¿No es así?—Sí, así es. Lo que estoy tratando de hacerte ver es que

los dos hicimos cosas distintas. Yo hice una cosa y tú hiciste otra. Quiero que pongas un nombre a lo que tú hiciste.

Lo único que se me ocurría decir era que había hablado... y no iba a decir eso.

—El motivo por el cual no puedes darle un nombre, Ja- red, es que lo subestimas. ¿Sabes quién es Koko?

—¿Koko? Es una gorila a la que han enseñado a hablar por señas, ¿no?

—Si sentaras a Koko aquí, y un escarabajo empezara a andar por la tierra, y saliera un ratón de la hierba y se lo lleva­ra, Koko podría decir por señas algo así: «Insecto insecto ratón insecto correr pelear ratón correr insecto». Si, diez minutos más tarde, pudieras transmitirle tu deseo de que te describiera lo que había visto (lo cual es bastante improbable), lo ifnejor que podrías esperar sería algo así: «Koko ratón ver ratón msec- to Koko ver». Incluso eso seria admirable. Pero lo que/Koko jamás podrá hacer es lo que tú hiciste, ¿que es...?

—Organizado todo como una historia.—Exactamente. —B golpeó el suelo—·. Aquí es donde

empezó la relación de historias, Jared. Aquí es donde la pobla­ción humana empezó a interpretar el mundo como una co­lección de relatos. No hay un solo niño, en ningún rincón del mundo, en ninguna cultura del mundo, que no quiera escu­char un cuento... y en todas partes del mundo, en todas las culturas del mundo, un cuento es un cuento, con sus tres par­tes: planteamiento, nudo y desenlace. Planteamiento: «Una

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noche un ratón volvía a su casa entre la hierba alta cuando de repente detectó a un gran escarabajo negro avanzando por un claro que había delante. “Bien”, pensó el ratón, “los escarabajos no son precisamente mi comida favorita, ¡pero las proteínas son las proteínas!”». Nudo: «Entonces el ratón se escondió entre la hierba hasta que el escarabajo estuvo a un salto de distancia, y entonces arremetió contra él. Para sorpresa del ratón, sin embargo, el escarabajo tenía un poderoso par de mandíbulas, que se cerraron sobre el hocico del ratón. Los dos lucharon hasta que por fin el ratón pudo deshacerse del escarabajo». Desenlace: «‘Ya te tengo”, dijo el ratón, empleando su hocico lastimado para poner al escarabajo panza arriba. Evitando cui­dadosamente las patas del escarabajo y sus poderosas mandí­bulas, el ratón engulló al escarabajo y se fue trotando contento hacia su casa».

—Muy bonito, pero... ¿realmente crees que tenemos un gen de contar historias?

—Es una manera de decirlo, Jared, aunque no veo nada que no sea convincente en teoría. ¿Acaso los niños que oyeron y recordaron las historias de caza de sus padres no tendrían una ventaja sobre los que no las oyeron? Los cazadores que in­tercambiaban historias de cacerías, ¿no serían más efectivos como equipo que los que no lo hacían?

—Tienes razón —dije—■. Las personas capaces de orga­nizar los hechos como una historia siempre tendrán ventaja sobre la que no puede hacerlo.

Leer el futuro

—La población del Gran Olvido se contenta con imaginar que la historia humana comenzó hace sólo unos miles de años, cuando se empezó a construir ciudades, pero aquí es don­de nos convertimos en seres humanos en primer lugar. No estoy hablando de cómo empezamos a caminar sobre dos pa­tas o de cómo llegamos a perder el pelo. Fuimos bípedos y tuvimos menos pelo que el resto de los animales durante mi­les de años antes de cruzar esta frontera. —Volvió a dar con

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la palma en el suelo—Es aquí donde la estructura temporal· del universo empezó a imprimirse en el cerebro humano. Es­tas huellas que tenemos delante están con nosotros en el pre­sente, pero no tendrán sentido hasta que las reconozcamos como huellas de hechos pasados. Le serían inútiles a cual­quier otra especie, porque ninguna otra especie podrá leerlas como huellas del pasado.

—¿No es lo mismo que hace un perro con un rastro olfa­tivo?

—No, en absoluto. Sentados aquí, tú y yo estamos libe­rando una emanación física que queda en el aire. Este aroma, esta emanación física, se extiende desde aquí hasta el coche, y un perro que la encontrara allí podría fácilmente seguirla hasta aquí, pero no estaría leyendo el pasado, estaría leyendo el pre­sente. No nos seguiría con el hocico de la forma en que tú se­guirías con los oídos hasta llegar a un concierto al aire libre a algunas manzanas de distancia.

—Sí, comprendo la diferencia.—Volviendo a las huellas de esta pequeña parcela de te­

rreno que tenemos delante: para que les encontremos sentido, no sólo tienes que reconocer que son huellas de hechos pasa­dos, sino que tienes que reconocer también que tienen una dirección en el tiempo: planteamiento, nudo y desenlace. La historia del escarabajo comienza aquí, avanza hasta aquí, y ter­mina aquí, donde se cruza con la historia del ratón. Vemos que la historia del ratón continúa... hacia un futuro acerca del cual podemos hacer predicciones. En algún momento, anoche, un ratón estuvo aquí, y ahora se ha ido... hacia allí. Si segui-¡ mos las huellas, finalmente encontraremos algo... y ese algo será... ¿qué? /

—Un ratón.—Un ratón, Jared, al que no hemos echado el ojo hasta el

momento. ¿Comprendes lo que digo? Sentados aquí hemos adquirido la habilidad de predecir el futuro. ¡Nos hemos con­vertido en videntes! Hace unos minutos dije que nuestro «gen de la caza» no nos produce un deseo irresistible de destmir la vida salvaje, pero sí nos produce otras necesidades irresistibles. ¿Lo recuerdas?

—Sí.

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—He aquí una urgencia que este gen nos provoca, Jared: la urgencia de saber qué encontraremos al final de ese rastro que tenemos delante. Todos y cada uno de nosotros queremos conocer el futuro... por el medio que sea, racional o irracional, sensato o fantástico. Esto está tan profundamente arraigado en nosotros, lo damos tan por sentado que no dedicamos ni un momento a pensar en lo maravilloso que es. Para muchos de nosotros, hasta la acción más pequeña nos da un punto de apoyo para el futuro. Al levantarnos, nos vestimos de determi­nada manera anticipándonos al encuentro con alguna persona. Leemos el periódico no tanto para saber qué ha ocurrido como para descubrir lo que es probable que ocurra en los temas mun­diales, en la política, en las finanzas, en el deporte, etc. Con­sultamos el pronóstico del tiempo para ver si vamos a necesitar un paraguas. De camino al trabajo, repasamos nuestros planes para el día, lo que indudablemente implicará hacer planes para mañana, para la semana que viene, y, quizá, hasta para el año que viene. Es probable que consideremos un buen día aquel en el cual las cosas salen tal como estaban planeadas, que no tiene sorpresas desagradables. En algún momento hacemos planes acerca de cómo pasaremos la noche. Sin duda, dedicaremos tiempo a pensar en cosas que hay que hacer como prevención para acontecimientos futuros. Reservaremos pasajes de avión, haremos reservas en hoteles, nos encargaremos de que alguien reciba un regalo de cumpleaños con días o semanas de ante­lación.

»Nos costaría incluso imaginar una especie inteligente que no estuviera obsesionada por el futuro... y tal vez una es­pecie que no estuviese obsesionada por el futuro no nos pare­cería completamente inteligente. Más allá de todos los planes presumiblemente racionales que acabo de describir, cada uno de nosotros es un lector de presagios y señales... por más que lo desdeñemos. Cuando nos levantamos por la mañana y el periódico que estaba tirado en el césped está empapado, la le­che con la que tomamos los cereales está agria, la camisa que pensábamos ponernos está en la lavandería y el coche no arranca, no hay uno solo de nosotros que pueda evitar pensar: ‘"Va a ser una mierda de día”. Ninguno de nosotros puede ele­gir a un ganador en las carreras sin pensar: “¡Lo sabía!”. No

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hay uno solo de nosotros que pueda recibir una llamada de al­guien en quien había estado pensando sin sentir un asomo de orgullo por sus cualidades de clarividente. No tengo ninguna fe racional en la astrologia, pero si alguien me lee mi horósco­po, una parte diminuta de*mí siempre escucha y dice: “Sí, sí, eso podría ocurrir, tiene sentido”.

»Tú y yo podríamos insistir en que no creemos en la capa­cidad de nadie para predecir el futuro, pero otros no son tan soberbios y darán crédito inmediato a su lector psíquico, su lector del tarot, su lector quiromántico, su lector del aura, su lec­tor del I Ching, su lector de sueños. Y esto es algo que atravie­sa todas las fronteras culturales. La creencia en la adivinación se encuentra en todas las culturas humanas, en todas partes del mundo. Esto no quiere decir que todos los que estudian el fu­turo practiquen la magia. La astronomía evolucionó como un medio de predecir los acontecimientos celestiales. Toda inves­tigación científica sobre nuevos medicamentos está destinada a determinar los efectos futuros, de manera que un médico pue­da decir, “Tome esta pastilla tres veces al día, y en dos semanas estará mejor”. En todas las culturas, los médicos se asocian con la adivinación, incluyendo a los nuestros, y esperamos que sean expertos interpretadores de indicios proféticos. No im­porta que estemos en una aldea de la Edad de Piedra o en un instituto médico de la era atómica, esperamos que digan: “Hoy seguiremos este procedimiento y mañana estará mejor”. El método científico mismo se basa fundamentalmente en hacer predicciones. “La teoría predice que haciendo A, B y C resul­tará D. Verificaré la teoría de este modo y veré si esta predic­ción es exacta o no.”

»Porque nacimos como cazadores, tenemos un ansia ge­nética por saber adonde conducen las huellas y qué hay al fi­nal de ellas. Tenemos una sed de futuro que es tan persistente corno nuestra sed de alimentos o de sexo. Decir que esto es genético es, naturalmente, proponer una teoría, pero, una vez más, no veo nada inverosímil en ella. El cazador que no sólo está hambriento sino también ávido de conocer el futuro, sin duda tendrá ventaja sobre el cazador que sólo está ham­briento.

—Sí, creo que tiene sentido.

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Cuando el dios te acompaña

—Dime, Jared, ¿eres jugador?—No, no en especial.—No en especial. ¿Qué significa eso?—Supongo que significa que soy jugador de un modo nor­

mal, ocasional. Puedo pasarme una noche jugando con amigos al póquer apostando muy poco dinero, o si alguien quiere ir al hipódromo, juego unos dólares sólo para hacerlo más intere­sante. Pero no soy de los que no se sienten vivos si no apues­tan algo.

—Hablas como si conocieras a alguna persona así... a un jugador compulsivo.

—Sí, en realidad conozco a uno, mi hermano mayor.—Háblame de él. ¿Cómo se llama?—Se trata de Harlan. Harlan me resulta muy extraño,

un enigma, un ser de otro planeta.—Continúa.Suspiré y me comí los puños de rabia mentalmente por

no haber contestado a su primera pregunta de alguna manera que me hubiese evitado aquel interrogatorio.

—Harlan es tal como lo he descrito... no está vivo si no apuesta. Su razón para levantarse por la mañana es comprobar los resultados, para saber cómo le fue durante la noche. Apuesta a cualquier cosa, en cualquier parte. Lo sabe todo. Si hay un partido de fútbol que se juega en Melbourne, sabe de­cirte quiénes son los jugadores, quiénes son los entrenadores, y cuáles han sido sus récords en los últimos cinco años. Pero no ama el deporte... ni a los equipos. Sólo le interesan los puntos y las probabilidades; y ganar.

—¿Pierde mucho?—No, por extraño que parezca, no. Sé que muchos juga­

dores se jactan de lo que ganan y mienten acerca de lo que pierden, pero Harlan es sincero. Y si no ganara bastante, o por lo menos no recuperara los gastos, habría caído en la bancarro­ta hace tiempo, por la forma en que juega. No da la menor im­portancia a apostar diez mil dólares en un juego. Si no arriesga una cantidad así de dinero, no le interesa.

—Debe de dolerle cuando pierde.

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—Desde luego. Nace y muere cincuenta veces al día.Shirin sonrió.—¿Y de verdad no entiendes qué le ve a eso?—Bueno... una cosa es oír hablar de ello y otra es tenerlo

cerca. Estuvo casado una vez... creo que duró tres semanas. No tiene amigos, tiene corredores de apuestas.

—¿De qué vive... o es jugador profesional?—No, es agente inmobiliario. Se pasa los días pegado al

teléfono móvil, hablando con los clientes y con los corredores de apuestas. Se pasa las noches frente al televisor cambiando constantemente de canal para comprobar el resultado de sus apuestas. Si decidieran que hubiera un mes sin deportes, creo que habría que hospitalizarlo.

—¿No juega en el casino?—-Ah, sí. Lo había olvidado. Eso lo reserva para las vaca­

ciones. Siempre las pasa en Las Vegas o en Adantic City. Tam­bién tendrían que cerrar los casinos durante un mes.

—Eso no importaría. Encontraría cualquier otra cosa en la que apostar. Jugaría a las máquinas tragaperras en los bares. Tiraría los dados en las esquinas. Haría apuestas sobre el tiem­po, las elecciones, la marca del siguiente coche que diera la vuelta a la esquina, el número de personas que bajaran de un ascensor...

—Tienes razón, naturalmente.—¿De verdad no ves que vosotros dos sois hermanos en

algo más que en sentido biológico?—No. ¿A qué te refieres?—¿Qué hay en la raíz de la obsesión de tu hermano? Di­

ces que nace y muere cincuenta veces al día. ¿Para descubrir qué, nace y muere cincuenta veces al día?

—Nace y muere cincuenta veces al día para saber si acierta.—No, no comprendes el verdadero sentido. Si apuestas

con alguien a que el Nilo es más largo que el Amazonas, la cuestión es saber si tienes razón. Pero si apuestas con alguien a que la próxima moneda que lances al aire será cara, tener razón no tiene nada que ver. La cuestión es: ¿te apoyará el universo? Si dices cara y sale cara, no significa que tienes razón, significa que Dios está de tu parte. Con la misma facilidad podrías ha­ber dicho cruz, y si Dios hubiese querido que ganaras, habría

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salido cruz. Esto es lo que todo jugador compulsivo está tra­tando verdaderamente de descubrir: ¿estás conmigo, Señor, o contra mí? Cuando Harlan gana se siente tan divinamente se­guro como cualquier santo, y cuando pierde durante muchos días seguidos, conoce la noche oscura del alma, porque Dios lo ha abandonado.

—Sí —dije—. Comprendo lo que dices. Recuerdo que, en cierta ocasión, en una jugada a cinco cartas, me dieron la carta que necesitaba para ligar una escalera de colori Con­seguir esa carta fue realmente una experiencia religiosa. Fue como una transfiguración. Esperaba que todos los que estaban a la mesa quedaran cegados por la refulgencia divina que irra­diaba de mí.

—Cuando la llajnas una experiencia religiosa, ¿estás ha­ciéndote el gracioso?

—En absoluto. Supongo que es la clase de experiencia llamada oceánica. Me hallaba en un estado de trascendencia cósmica. Sentía que en ese momento el universo se había fijado en mí. Estaba en contacto con el manantial del significado y del ser.

—Una experiencia religiosa pero presumiblemente ño una experiencia cristiana.

—No. No fue una experiencia cristiana.—Se ha conjeturado que esta sensación oceánica que des­

cribes es la fuente del impulso religioso, pero sólo B es capaz de traer esa sensación oceánica hasta este pedazo de tierra que te­nemos delante, con sus huellas de escarabajo y de ratón. Es aquí donde por primera vez empezamos a alcanzar una di­mensión que está más allá del conocimiento de cualquier otra criatura de la Tierra, una dimensión que seguramente no per­tenece a nuestro propio dominio. Pero si no podemos imagi­narlo como el dominio de alguien, entonces ¿de quién es?

—De los dioses.—Arrojar una moneda al aire y apostar a que saldrá cara

es entrar en el dominio de los dioses. Coger una carta y ligar una escalera de color es entrar en el dominio de los dioses. Leer las señales que hay eia este fragmento de tierra y ponerse a cazar es entrar en el dominio de los dioses. Y cuando la mo­neda sale cara, cuando la quinta carta que pedimos completa la

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escalera de color, y cuando la cacería tiene éxito, no importa si crees en un dios, en mil dioses o en ninguno, sabes que el uni­verso se ha fijado en ti, que has estado en contacto con el manantial del significado y del ser.

El armónico sagrado

—-Ahora comprendes, o al menos espero que comprendas, a qué me refería cuando ayer hablaba del armónico. Dije que cuando el proceso mental cruzaba la frontera y se convertía en el pensamiento humano, tal vez el pensamiento mismo empezaba a resonar con un armónico que se corresponde con lo que llamamos religión o conciencia de lo sagrado.

—Sí. En aquel momento no sabía a qué te referías. Me parecía muy improbable que alguna vez pudieras persuadirme.

—¿Y ahora?—Ahora tiene sentido. El pensamiento humano es el

pensamiento que se abre al futuro y el futuro es ineludible­mente el dominio de los dioses. Si cruzas la frontera no puedes evitar encontrarte con ellos.

—Y ahora estás en situación de entender la universalidad de la experiencia animista... de entender por qué hubo antaño una religión universal en este planeta. No importa dónde cru­ces esa frontera y conozcas a esos dioses, la experiencia es la misma. La experiencia africana no es diferente de la asiática, la europea, la australiana o la americana. Toda cacería empieza aquí... —golpeó de nuevo el suelo—y continúa en el dominio de los dioses.

Dinamitar la «naturaleza»

B me pidió que volviera a explicar el significado de nuestro tra­bajo de bricolaje. Lo cogí y lo observé durante un momento.

—La concha fósil representa la comunidad de la vida —le dije—■. El animismo está vinculado a esa comunidad y resuena

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con ella. La Ley de la Vida, representada por la estilográfica, está escrita en la comunidad de la vida, y el animismo lee esta ley, tal como, a su manera, hace la ciencia.

—Bien. Hemos hablado de la resonancia en dos casos, ¿verdad, Jared? El pensamiento humano resuena con un ar­mónico que se corresponde con la conciencia de lo sagrado, y el animismo resuena con la comunidad de la vida. ¿Cuál es la conexión? ¿Son estas resonancias en realidad una sola?

—-Tendría que imaginar que son la misma.—Son la misma, y una vez que comprendas esto, estarás

preparado para comprender la visión animista del mismo modo que has comprendido la visión del Que Toma.

Tras decir esto, B se sumió en un silencio pensativo. Por fin, después de un par de minutos, continuó:

—A veces hay que rellenar un bache del camino para que, la gente pueda seguir en la dirección justa, y a veces hay que dinamitar parte del camino para evitar que se encamine en la dirección equivocada... y a veces hay que hacer ambas cosas, que es donde estoy ahora contigo. Creo que empezaré por lo segundo, aunque sé que no tengo la dinamita o el tiempo sufi­ciente para destruir esta parte del camino tan completamente como quisiera.

»Verás a la gente dirigirse a esta parte del camino cuando empieza a hablar de la naturaleza, que se percibe como el con­junto de los procesos y fenómenos del mundo no humano... o el poder que está detrás de esos procesos y fenómenos. Tal como la gente suele verlo, nosotros los “tomadores”, Los Que Tornamos, hemop tratado de “controlar” la naturaleza, nos he­mos “apartado” de ella y vivimos “contra” ella. Es casi imposible

que B dice mientras sigan aferrados a estas gañosas.

jza es un fantasma que surgió del Gran Ol­vido, que, después de todo, no es más que un olvido del he­cho de que somos tan parte de los procesos y fenómenos del mundo como cualquier otro ser, y que si hubiera algo seme­jante a lo que entendemos por naturaleza, seríamos una parte de ella del mismo modo que las liebres, los calamares, los mosquitos o los narcisos. Somos incapaces de separarnos de la naturaleza o de “vivir contra ella”. No podemos apartarnos

que entiendan lo ideas inútiles y er

»La natúrale

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más de la naturaleza de lo que podemos apartarnos de la en­tropía. No podemos vivir contra la naturaleza más de lo que podemos vivir contra la gravedad. Por el contrario, lo que esta­mos viendo aquí cada vez más claramente es que los procesos y fenómenos del mundo nos afectan exactamente del mismo modo que a todas las demás criaturas. Nuestro estilo de vida es evolutivamente inestable... y está por lo tanto en vías de elimi­narse de una forma totalmente normal.

—Creo que comprendo todo eso.—-Te aseguro que, aun comprendiéndolo todo, la gente te

dirá: «De todos modos, ¿no cree que debemos acercarnos más a la naturaleza?». Para mí, esto es tan disparatado como decir que tenemos que acercarnos más al ciclo del carbono.

—Comprendo. Por otra parte, a alguna gente le gusta es­tar al aire libre.

—Eso está bien... siempre que no me digan que estar sen­tado en el claro de un bosque es «estar más próximo a la natu­raleza» que estar sentado en la butaca de un cine.

A través de los ojos de los ciervos

—A nadie se le ocurriría decir que un pato o un gusano están «cerca de la naturaleza», y es igualmente cierto que nuestros antepasados animistas no estaban «cerca de la naturaleza». Eran la naturaleza... eran una parte de la comunidad general de la vida. Pertenecían a esa comunidad tan completamente como las polillas, las mofetas y los lagartos le pertenecen... tan completamente y, podría añadir, tan irreflexivamente. Lo que quiero decir es que no se felicitaban por pertenecer a ella, lo daban por sentado. J

»Lo mismo se aplica a los pueblos modernos Que Dejan. No pertenecen a esta comunidad de vida por una cuestión de principios o porque crean que es justa o noble, o “buena para los niños” o “buena para el planeta”.

»Señalo esto para destacar mi posición en contra de la ac­tual tendencia a angelizados, pues personalmente creo que.no es mejor que demonizarlos como hacían nuestros antepasados.

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No necesitan ser angelizados. Es verdad que tienen un estilo de vida que es más saludable para la gente y más saludable para el planeta, pero no se aberran a él porque son nobles. Se aferran a él por el mejor motivo del mundo: porque lo prefie­ren al nuestro y preferirían morir a vivir como nosotros.

Asentí para hacerle saber que hasta ahí estaba de acuerdo con ella.

—Sin duda vivir en la comunidad de la vida les dio algo que nosotros hemos perdido, que es la comprensión total de nuestros orígenes. Los niños de nuestra cultura creen que la vida nos viene de nuestros padres humanos y que la comida no es más que otro producto que fabricamos, como la pintura, el plástico o el vidrio. Los niños de las culturas cazadoras-re- colectoras saben que la vida no nos viene sólo de nuestros pa­dres. Nos viene con igual certeza de todas las cosas vivientes gracias a las cuales subsistimos. Estas plantas y animales no son productos más de lo que nosotros lo somos, y si vivimos en la mano del dios, ellos también lo hacen exactamente del mismo modo. —Meneó la cabeza, obviamente insatisfecha—·. Hay cosas que la prosa no puede expresar, Jared. Déjame con­tarle esto a Louis. —Cerró los ojos—La gente de la que aprendí la Ley de la Vida, Louis, es la gente que en realidad dio ese nombre a la ley: los esquimales íhalmiut que vivían en las Grandes Tundras de Canadá, dentro del Círculo Polar Ar­tico. La s/iya era una vida extraña según nuestros cánones, pero es una extrañeza fácil de comprender. Los ihalmiut eran el Pueblp de los Ciervos. Lo eran porque vivían de los ciervos. Dependían completamente de ellos porque escaseaban otros animales y la vegetación que es comestible para los seres hu­manos prácticamente no existe en el Círculo Polar Artico. Es difícil imaginar vivir exclusivamente de carne... jamás un pe­dazo de pan, jamás un trozo de chocolate, jamás un plátano, un melocotón o una mazorca de maíz... pero ellos lo hacían y estaban totalmente sanos y contentos.

»No tenían que explicar a sus propios hijos quiénes eran o qué eran, pero si lo hubieran hecho, habrían dicho algo así: “Sabemos que vosotros nos miráis y nos llamáis hombres y mujeres, pero éste es sólo nuestro aspecto, ya que no somos hombres ni mujeres, sino ciervos. La carne que cubre nuestros

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huesos es la carne del ciervo porque está hecha de la-carne de los ciervos que hemos comido. Los ojos que se mueven en nuestras cabezas son los ojos de los ciervos, y observamos el mundo en su lugar y vemos lo que ellos podrían haber visto. El fuego de la vida que una vez ardió en los ciervos arde ahora en nosotros, y vivimos su vida y seguimos sus huellas a través de la mano del dios. Por eso somos el Pueblo de los Ciervos. Los ciervos no son nuestra presa ni nuestra propie­dad... son nosotros. Son nosotros en un punto del ciclo de la vida y nosotros somos ellos en otro punto del ciclo. Los ciervos son nuestros padres dos veces, puesto que tu madre y tu pa­dre son ciervos, y el ciervo que te ha dado su vida hoy también es tu madre y tu padre, ya que no estarías aquí si no fuera por ese ciervo”.

Abrió los ojos y me miró... Una señal, supuse, de que de nuevo se dirigía a mí en vez de a su hijo.

—Esta percepción de nuestro parentesco con el resto de la comunidad de la vida es fundamental para la visión animis- ta, Jared, aunque es naturalmente muy misteriosa e improba­ble para la gente de nuestra cultura. Todos deberíamos pasar algún tiempo observando las pinturas rupestres del Paleolítico Superior... y no me refiero a un ejercicio de apreciación artística. Identificar estas pinturas como un arte, tal como entendemos el arte, significa mirarlas muy superficialmente. Son magnífi­cas y geniales, pero no fueron hechas por la clase de motivos que atribuimos a pintores como Giotto, El Greco, Rembrandt, Goya, Picasso o De Kooning. Tampoco hay ninguna razón para suponer que fueron pintadas como ayudas mágicas para las ca­cerías. Lo que queda claro al examinarlas es que son guías para la caza... ayudas visuales para el entrenamiento del cazador. Por ejemplo, una y otra vez, en lugar de exponer las patas de perfil, como el resto del arúrpru, aparecen vueltas en una posi­ción que pone al descubierto fa suplítficie que deja las huellas en el suelo. Otra manera de exponer lo mismo es pintar la huella del animal sobre su imagen o a un lado, y esto también aparece repetidamente. Se presta atención a los excrementos del animal y al aspecto que tienen los animales cuando están produciendo esos excrementos (una actividad de la que supon­go que los cazadores pueden sacar ventaja).

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»Se presta atención a la forma en que los animales ruedan por el suelo, a sus revolcones y a la forma en que escarban la tierra... todo pistas importantes para el cazador. Los animales aparecen en asociación con las plantas de las que se alimentan (“encuentra la planta y encontrarás al animal”), con los anima­les que los atacan (“sigue al depredador y encontrarás la presa”), y con especies simbióticas (“sigue a las golondrinas y encontra­rás el bisonte”). Se presta atención a los animales que emiten rugidos y bramidos característicos. Se presta atención a lo que es probable que veas si un animal está prácticamente oculto entre las rocas o la hierba alta: un par de cuernos, una joroba distintiva. Se presta atención a las pistas estacionales del com­portamiento... “cuando los salmones saltan así, busca a los ve­nados que también estarán en marcha”. Estas cuevas no son galerías de arte ni templos de chamanes, son escuelas dedas ar­tes de la caza... el equivalente de uno de nuestros museos de la ciencia y la industria.

Después de tratar de digerir todo eso, le dije que estaba confundido.

—Has sacado el tema de las cuevas para señalar que pasar un tiempo en ellas podría convencer a cualquiera de que nuestros antepasados cazadores intuían un parentesco con el resto de la comunidad viviente. Y ahora estoy tratando de despojar a las pinturas de todo aspecto mágico.

—Asfés. Trataré de aclararlo un poco. Supongo que no estoy hablando de magia, sino de algo que podríamos llamar «armonizar». Estos cazadores obviamente reverenciaban a los animales que pintaban... les tenían admiración, los idealiza­ban, del mismo modo que la gente de nuestra cultura idealiza a las estrellas de cine y a los héroes deportivos. Para pintarlos como lo hicieron, tenían que sentirse gozosamente involucra­dos e identificados con las magníficas criaturas que cazaban. Pero veo que todavía no estás muy convencido de todo esto. Es difícil ser persuasiva en ausencia de las pinturas mismas. ¿Has visto alguna vez una reproducción de una de ellas, que se co­noce como El brujo?

—Creo que sí, aunque no recuerdo ningún detalle.—Se la interpreta convencionalmente como un chamán

que usa una máscara ritual, pero hay que tener una mente bas-

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tante prosaica (y no ser un gran anatomista) para verlo de ese modo. Tiene la cornamenta y el cuerpo de un venado, las ore­jas de un león, la cara de un búho, y la cola y los genitales de un caballo... y no existe el menor indicio de que esté usando una máscara. Creo que es único en el arte paleolítico en el sen­tido de que no sólo habita el plano en el que está pintado. Hace algo que ningún otro hombre o ser hace: se asoma desde el plano en el que está pintado y nos mira a los ojos... con sus extraños ojos de búho.

»La regla principal de la narrativa cinematográfica con­vencional es que el actor jamás debe mirar directamente al “ojo” de la cámara, porque si lo hace, destruye la ilusión de que está actuando con el resto de personas que vemos en la panta­lla. Si el actor mira a la cámara, de repente está relacionán­dose con nosotros. El hombre-animal pintado en la pared de la cueva de Les Trois Fréres está indudablemente interactuan­do con nosotros... presentándose gráficamente en ausencia de texto: “Aquí”, está diciendo, “podéis ver lo que soy... no soy simplemente un hombre. No sería en absoluto tan maravilloso si sólo fuera un hombre. Mirad con toda vuestra atención y veréis un hombre, un caballo, un búho, un león y un venado. Soy una mezcla de todos ellos. ¿Habéis visto alguna vez algo más hermoso?”»

Sonreí, me encogí de hombros y moví la cabeza.—Me parece que me gusta más como lo has descrito tú

que como lo pintaron esos individuos.También ella se encogió de hombros.—Lillian Heilman dijo una vez algo que me sorprendió:

«Nada que escribas saldrá nunca como esperabas». No son sus palabras exactas, pero era algo parecido. Me sorprendió porque pensé: «Eh, tienes el control total/sobre lo que ocurre en la pá­gina en blanco. Entonces, ¿pprqué no ha de salir como quie­res?». Supongo que la respuesta es que lo que esperamos lo­grar está siempre más allá del poder humano. Queremos hacer que la tierra tiemble, que las piedras lloren y que los cielos se abran.

Por un momento casi pensé que ésa era una ambición dis­paratada para cualquiera. Luego me acordé de mí mismo cuando era joven. Mis propias ambiciones no habían sido muy

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diferentes, pero se habían secado y habían perdido 1a. sustan­cia, y los vientos y las lluvias las habían erosionado con el paso del tiempo hasta convertirlas prácticamente en nada.

La red tejida sin cesar

—Dije que iba a ser selectiva en lo que te revelara acerca del estilo de vida del Que Deja, de manera que pudieras com­prender la visión animista con la misma facilidad con la que pudiste comprender nuestra propia visión.

—Lo recuerdo.—Te dije que en este pequeño pedazo de tierra que está

delante de nosotros es donde empieza todo (el pensamiento humano, la conciencia humana de lo sagrado y la historia hu­mana), pero a pesar de haber vuelto a ello muchas veces, no creo haber sido totalmente directa contigo. He sido tímida. No lo he explicado detalladamente porque supongo que, a pe­sar de todo, me intimida la burlona superioridad de tu clase.

No quise preguntar qué clase era «mi clase» (y probable­mente tampoco hiciera falta). En cambio, cometí el error de preguntarle si alguna vez me había visto burlarme.

—Me temo que muchas veces. Sé que no eres consciente de ello, y sé que tratas de reprimirlo, pero también sé que esto no es fácil para alguien con tu adoctrinamiento intelectual y cultural.

—Lo siento —dije inadecuadamente—·. Lo siento mu­chísimo.

—Ya lo sé. Charles también lo sabía. De otro modo no estarías aquí.

Reflexioné unos segundos y finalmente dije:—Creo que si quieres que haga lo que dices que quieres

que haga, vas a tener que decir las cosas que temes decir.—-Tienes razón —reconoció—·. Y lo sé.—Díselas a Louis, por si te sirve de algo. En cierto modo

a mí también me ayuda.—Está bien, lo haré cuando llegue el momento —dijo—

Entretanto... Hace una hora, no sé si lo recuerdas, te dije que

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nos volvimos humanos al leer los acontecimientos escritos aquí, en la mano del dios. Y te enseñé mi propia mano, así. ¿ Sabes lo que quise decir con eso?

—No estoy seguro.—¿Ves estas marcas en mi mano?—Claro.—Las estoy comparando con esas señales. —Señaló las

huellas del escarabajo y el ratón—·. Ambos grupos de señales son huellas... señales dejadas por el paso de la vida. Mi idea es... y no es más que una idea... que estas huellas, que se en­cuentran aquí en la mano y aquí en el suelo, dieron origen a la idea de que vivimos en la mano del dios de este lugar.

Alargó la mano y dibujó una línea con el dedo índice por el rastro del escarabajo.

—La marca de Shirin —-dijo—·. Como el escarabajo y el ratón, estuve aquí antaño. Ύ si otra persona viene a estudiar estas señales, dirá: «Los tres estuvieron aquí, en diferentes mo­mentos, todos en la palma de la mano del dios... y todavía si­guen sostenidos por la mano del dios aunque ya no estén aquí». Todas las huellas empiezan y terminan en la mano del dios, y todas las huellas tienen la duración de una vida. Tanto el caza­dor como el cazado se detienen sobre sus huellas cuando se en­cuentran, y no hay ningún rastro, por más remoto que sea, que caiga fuera de la mano del dios. Todos los senderos se unen como una red interminablemente tejida, y el tuyo y el mío no son ni mayores ni menores que los del escarabajo o el ratón. Todos se mantienen unidos.

»Estas son las cosas que quisiera decirle a Louis. Hace­mos nuestro viaje en compañía de otros. El ciervo, el conejo, el bisonte y la codorniz caminan delante de nosotros, y el león, el águila, el lobo, el buitre y la hiena caminañ detrás. Todos nuestros senderos se juntan en la mano deLdios y ninguno es más ancho que otro ni goza de un favor especial. El gusano que se arrastra bajo tu pie viaja por la mano del dios exacta­mente igual que tú.

»Recuerda que nuestras huellas son un hilo de la red in­terminablemente tejida en la mano del dios. Están unidas a las del ratón de los campos, a las del águila de las montañas, a las del cangrejo en su refugio, a las del lagarto debajo de su

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roca. La hoja que cae al suelo a miles de kilómetros de distan­cia toca tu vida. La huella de tu pie en el suelo se percibe a tra­vés de mil generaciones.

En el mar de hierba

—Ahora estoy al borde de mis fuerzas, Jared, pero quiero ha­cer una excursión más antes de dar por terminado el trabajo. Esta será imaginaria, de manera que no tendrás que ponerte tu sombrero de Natty Bumppo. ¿Dónde te criaste?

Le dije que en Ohio.—No he estado allí, pero no puede ser muy diferente del

lugar donde crecí, en las Grandes Llanuras. No son todo camr pos de maíz, ni siquiera en la actualidad. Quiero que viajes con­migo a un lugar que recuerdo de cuando era niña, un lugar sal­vaje de la llanura... Una vez, de pequeña, recuerdo haber visto por televisión una vieja película del oeste titulada El mar de hierba. No sé de qué trataba. Lo único que recuerdo es una es­cena donde Spencer Tracy contempla ese vasto mar de hierba que se extiende de horizonte a horizonte y que el viento agita, convirtiéndolo en olas como si fuera el mar. El lugar del que te estoy hablando no era tan grande, pero era de la misma clase. Cierra los ojos y trata de imaginar un lugar así.

»Lo importante, lo que debes tener en cuenta, es que esto no es hierba, Jared. Es el ciervo, el bisonte, las ovejas, las ciga­rras, los topos y los conejos. Agáchate y coge lo primero que te venga a la mano. Adelante... al menos con la imaginación. ¿Lo tienes? Ahí está, un ratón. Y el ratón, el buey, la gacela, la cabra y el escarabajo, todos arden con el fuego de la hierba, Jared. La hierba es su madre y su padre, y sus hijos son tam­bién hierba.

»Un ser: la hierba y el saltamontes. Un ser: el saltamontes y el gorrión. Un ser: el gorrión y la zorra. Un ser: la zorra y el buitre. Un ser, Jared, y su nombre es fuego, que arde hoy como una caña en el campo, mañana como un conejo en su madriguera y al día siguiente como una niña de once años lla­mada Shirin.

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»E1 buitre es zorra; la zorra, saltamontes; el saltamontes; conejo; el conejo, niña; la niña, hierba. Todos juntos somos la vida de este lugar, imposibles de distinguir, mezclándonos en el crepitar del fuego, y el fuego es dios... no Dios con mayús­cula, sino uno de los dioses con minúscula, no el creador del universo sino el animador de este lugar único. A cada uno de nosotros nos corresponde en un momento arder con ese fuego, Jared, para que entreguemos su chispa a otro cuando llegue el momento, de manera que la llama nunca se extinga. Nadie puede negar su chispa al fuego general y vivir para siempre... nadie en absoluto. Ni siquiera yo, con todo mi intelecto gigan­tesco. A todos, a todos sin excepción se nos envía a dar el fue­go a otro alguna vez. Tú estás en camino, Jared... Louis. Los dos estáis en camino. Yo también he sido enviada. Al lobo, al puma, al buitre, a los escarabajos o a la hierba. He sido envia­da y doy las gracias a todos: a la hierba en todas sus formas, al fuego en todas sus formas, a los gorriones, a los conejos y los mosquitos, mariposas, salmones y serpientes de cascabel, por compartir el fuego conmigo esta vez, y estoy devolviendo hasta el último átomo, devuelvo totalmente lo que me ha sido pres­tado, y lo aprecio.

»Mi muerte será la vida de otro, Jared... te lo juro. Y pres­ta atención, ven a buscarme porque estaré de nuevo en este mar de hierba y me verás mirando a través de los ojos de la zorra y volando con el águila y corriendo sobre el rastro deja­do por el ciervo.

Los secretos

—Estas son nuestras enseñanzas secretas; Jared. Sé que Charles te dijo que las enseñanzas secretas son precisamente las que a los maestros les resulta difícil impartir. ¿Compren­des ahora por qué?

—Sí.—Los pueblos Que Dejan han estado tratando de decir­

nos estas cosas durante siglos, y siguen siendo secretos. Cierta­mente nosotros no las hemos ocultado... al contrario. No so-

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mos como los miembros de alto rango de los francmasones, los templarios o el Ku Klux Klan, que susurran secretos en ha­bitaciones cerradas y arrancan promesas de silencio a los que los oyen.

»Allí donde la gente se comporte de esa manera puedes estar seguro de que están ocultando o secretos muy insignifi­cantes o simples realidades, por ejemplo dónde planeaban de­sembarcar los aliados al final de la Segunda Guerra Mundial. Los verdaderos secretos pueden guardarse publicándolos en carteles y anuncios.

Para entonces ya nos habíamos puesto en pie y estábamos regresando al coche.

B dijo:—Cuando empezamos este proceso, resumiste así la vi­

sión del Que Toma: «El mundo fue hecho para el Hombre y el Hombre fue hecho para conquistarlo y gobernarlo». ¿Te he dado el material suficiente para comprender la visión animista o visión del Que Deja?

—Creo que sí.Seguimos caminando un poco más y, por suerte, no me

apremió. Finalmente, cuando la calle estuvo a la vista, me de­tuve y dije:

—Esto es todo lo que puedo hacer. No me parece muy brillante.

—No hará temblar la tierra.—No. Ni las piedras llorarán ni se abrirán los cielos —con­

tinué.—Sé lo que quieres decir, Jared. De verdad lo sé.—El mundo es un lugar sagrado y un proceso sagrado —le

dije—y somos parte de él.—Excelente, Jared. Sencillo y pertinente. Esto es lo que

comprendieron, y todavía comprenden, los pueblos Que De­jan. Dondequiera que vayas, encontrarás gente que da por sentado que el mundo es un lugar sagrado y que pertenecemos a ese lugar sagrado tanto como cualquier otro ser. —Sonrien­te, paseó la vista por el parque, como si se despidiera silencio­samente. Luego me incluyó en la sonrisa mientras decía—·: Tal vez algún día alguien encontrará una manera de decirlo que haga temblar la tierra.

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El fósil

Al volver al hotel, a mitad de camino, dije:—-Ibas a contarme lo que pensaba Charles cuando me dio

el fósil del amonites.—Ah, sí. —Siguió conduciendo durante un par de man­

zanas y luego frenó y aparcó—·. Charles era mucho mejor que yo en estas cosas. Te habría pedido que te sentaras y te habría hecho ver cómo el pasado, el presente y el futuro estaban en­tretejidos en aquel pequeño pedazo de tierra. Te habría ense­ñado que realmente podías leer el futuro a partir de los indi­cios que veías allí. Nada mágico. Como yo misma dije, todos estamos involucrados en leer el futuro constantemente. A él le gustaba señalar que nuestro gen de la caza, nuestra fascinación por el futuro, ha encontrado un nuevo objeto... como forjar re­latos de misterio, donde todas las cualidades anteriores siguen enjuego: la observación, la deducción, la predicción, la astucia, la cautela y la vigilancia.

—¿Qué tiene que verfesto con el fósil?—¿Dónde está?Lo saque y se lo di.—Sospecho que planeaba preguntarte el futuro de este

fósil, que es por lo menos sesenta millones de años más viejo que la raza humana. Hay una gran parte de su pasado que co­noces. ¿Conoces su futuro?

—En absoluto.Rió y negó con la cabeza.—Estoy segura de que él habría podido predecir esa res­

puesta sin la menor dificultad.—Estoy seguro de que sí —repliqué, un poco ofendido.—Ven —dijo. Bajó del coche, fue al maletero, sacó el

gato y me lo dio.—¿Qué se supone que debo hacer con esto? —pregunté

con el gato en la mano.Caminó hasta el bordillo de la acera, se sentó y, cuando

me senté a su lado, puso el fósil entre los dos y me dijo que lo hiciera pedazos.

—No lo haré —respondí.—Sí, adelante.

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—No pienso hacerlo —le repetí—·. ¿Por qué quieres que haga eso?

—Quiero enseñarte a leer el futuro —dijo, me pareció que medio riendo.

Cogí el fósil, guardé de nuevo el gato en el maletero y vol­ví a subir al coche.

—Charles lo habría hecho mejor —dijo cuando arranca­mos—·. Debería haber explicado el objetivo del ejercicio con más detalle.

Bufé con desdén.—Charles habría conseguido que lo rompieras.—¡Bah! —exclamé, incapaz de pensar en nada mejor.B rió... en mi estado de aturdimiento, me pareció un so­

nido más dulce que el canto de un pájaro.

En el hotel

Dije a B que no me esperara en el teatro esta noche, lo cual resultó muy adecuado, puesto que he terminado a las once de escribir lo anterior.

Ahora voy a bajar al bar a tomar un par de copas y a no pensar en nada durante una hora. Después, por extraño que parezca, disfrutaré de una noche de sueño. Mañana por la no­che Shirin hablará en público como B por primera vez. Fran­camente, me muero por saber cómo irá.

TERCERA PARTE

Fecha desconocida

Me dicen que estoy en un hospital.Me dicen que llevo aquí tres días.Me dicen que sufro una conmoción cerebral.Me dicen que las costillas contusionadas duelen más que las

rotas.Me dicen que estuve en una explosión.Me dicen que el teatro explotó.Me dicen que se desconoce la causa de la explosión.Me dicen que está enterrada bajo toneladas de escombros.Me dicen que probablemente fue una explosión de gas.Me dicen que ocurrió alrededor de las seis de la tarde.Me dicen que el teatro estaba vacío a esa hora.Me dicen que allí no vivía nadie.Me dicen que la idea es ridicula.Me dicen que no van a retirar un millón de toneladas de

escombros.Me dicen que no se encontraría ningún cadáver.Me dicen que no se ha informado de la desaparición de

nadie.Me dicen que nadie ha pedido visitarme.Me dicen que nadie ha llamado excepto el padre Lulfre.Me dicen que hablé con él al día siguiente de la explosión.Me dicen que lo he olvidado porque sufro una conmoción

cerebral.Me dicen que hablé con él ayer.Me dicen que lo he olvidado porque sufro una conmoción

cerebral.Me dicen que este estado es «casi seguro» que pasará.Me dicen que tal vez un día recuerde la explosión.

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Me dicen que tal vez nunca recuerde la explosión.Me dicen que volveré a casa en avión en cuanto me sienta

con fuerzas.Me dicen que puedo recuperar las fuerzas pasado mañana.Me dicen que todas mis pertenencias están en el armario.Me dicen que las trajeron desde mi hotel.Me dicen que todos mis cuadernos de notas están intactos. Me dicen que no debería leerlos.Me dicen que no debería escribir en ellos.Me dicen que no debería alterarme.Me dicen que no debería preocuparme.Me dicen que no debería estar pensando.Me dicen que debería descansar.Me dicen que debería tomarme las cosas con calma.Me dicen que es hora de ponerme una inyección.Les digo que tengo que conservar el cuaderno de notas.Me dicen que el cuaderno de notas no se perderá.Les digo que necesito recordar lo que he escrito aquí.Me dicen que seguirá aquí cuando despierte.Me ponen la inyección.Empiezo a tomármelo con calma.

Fecha desconocida

Parece que es verdad que esto lo escribí yo.

Fecha desconocida

Yo, Jared Osborne, escribo esto para Jared Osborne, para cuando despierta en medio de la noche, como parece que hace, y no sabe dónde diantres está. Las páginas anteriores, que empiezan con «Me dicen que estoy en un hospital», tam­bién fueron escritas por mí para el momento en que uno des­pierta en medio de la noche... pero no recuerdo haberlas escrito más de lo que recordaré haber escrito lo presente la

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próxima vez que despierte en medio de la noche y lo encuen­tre en la mesa que hay al lado de la cama.

Fecha desconocida

Esto es una conmoción cerebral. Esto es lo que debes meter­te bien en la cabeza. Tienes una conmoción cerebral y por el momento tu memoria a largo plazo ha salido a almorzar. Es­peramos que sea «por el momento»... todos nosotros, los Ja­reds que leemos y escribimos en este cuaderno. Los médicos que pacientemente nos dicen su nombre todos los días, y que normalmente olvidamos todos los días, nos aseguran que tal vez sea un estado transitorio. „ „

31 de mayo

Al parecer duermo mucho. No sé si son horas o días. Ahora, cuando me despierto, automáticamente tiendo la mano en busca de este cuaderno. No recuerdo lo que hay en él, pero sí recuerdo que tiene las respuestas.

Creo que la idea es que, aun cuando mi memoria a largo plazo no vuelva nunca, este cuaderno de notas pueda servir como una especie de archivo acumulativo. He reunido en la última hora muchísima información que debería anotar aquí.

Para empezar, he vuelto a Estados Unidos. (Siento el im­pulso de decir hemos, refiriéndome al Jared que está haciendo esta anotación y a todos los Jareds que leerán esto en los días venideros.) Estoy en lo que los seminaristas solían llamar la «Granja de la Compañía», que es el lugar adonde vas cuando «necesitas un pequeño descanso», o unas pequeñas vacaciones del alcohol, o cuando los rumores acerca de ti y los monagui­llos están empezando a volverse un poco ruidosos. Todas las grandes órdenes las tienen, algunas tienen varias, muy especia­lizadas. Naturalmente, ya no se las llama penitenciarías; ac­tualmente se las llama centros de retiro. Esta está ubicada en la

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ondulante campiña, a unos ciento cincuenta kilómetros al sur de San Jerónimo.

Descubrí todo esto al levantar el auricular del teléfono que está en la mesita que hay junto a mi cama. Al parecer siempre lo hago. Tim, el joven que contestó (no sé si es joven, pero suena joven), me dijo que leyera lo que había apuntado en mi cuaderno de notas, y yo le dije que ya lo había hecho. Entonces me dijo dónde estaba, y que llevaba aquí dos días, que eran las dos de la mañana (sin duda mi hora preferida para llamar) del 31 de mayo. Lo que él llama «el accidente» ocurrió «hace aproximadamente una semana». Si está en lo cierto, la explosión debió de producirse el sábado, el día en que Shirin tenía que hablar en el teatro. Pero el sábado parece imposible a la luz de lo que apunté al principio sobre lo que «ellos» me di­jeron, probablemente en Radenau. Si se hubiese producido el viernes yo no habría estado allí, puesto que planeaba pasar la noche durmiendo como un bebé después de haber pasado el día en el parque con B. Por lo tanto, deduzco que se produjo el domingo.

Tim no sabe acerca de la explosión más que me sacaron de entre los escombros; y por \a que dicen, fue una suerte que estuviera con vida.

Le pregunté cómo conseguir línea con el exterior y me dijo que tendría que hablar con el doctor Emerson al respecto. Le dije que sólo quería llamar a mi madre para hacerle saber que estoy bien, pero él dijo que tendría que hablar con el doc­tor Emerson acerca de eso. Le pregunté qué otra clase de pa­cientes hay en este pabellón, y él me dijo que una pregunta como ésa tendría que hacérsela al doctor Emerson. Le pre­gunté si podía mandar a alguien para que conversara conmigo, y entonces me dijo que era muy tarde y que él mismo vendría, pero que tenía que permanecer en la recepción. Le pregunté si yo podía ir a buscarlo y me contestó que no sería una buena idea a esas horas de la noche, pero que le encantaría charlar conmigo por teléfono todo el tiempo que yo quisiera.

Le pregunté si esto es como un hospital normal y me dijo que no, que en realidad no, porque aquí no hay nadie con lo que se llaman verdaderas enfermedades, como cáncer, neumonía o apendicitis. Esto es más como una clínica de reposo, dijo.

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Le pregunté si podía hacer una llamada por mí, y me dijo que sólo si el doctor Emerson lo autorizaba. Le pregunté si yo había tenido alguna visita y me dijo que estaba casi seguro de que no. Le pregunté si se esperaban visitas y me respondió que podría haberlas, pero que él no necesariamente se enteraba con antelación. Le pregunté si alguien preguntaba por mí y me dijo que claro, que llaman todos los días para saber cómo sigo. Le pregunté quién llamaba, pero me contestó que no lo sabía.

Le dije que me sorprendía que me hubieran traído desde Alemania.

Me contestó:—Bueno, usted no tiene ningún problema de funciona­

miento, ya sabe. Sólo olvida lo que ha hecho. Como ahora. Todo lo que está diciendo tiene sentido, pero cuando se des­pierte por la mañana, es probable que no recuerde haberlo di­cho. No está inconsciente, es que olvida las cosas. Como ha olvidado que ya hemos tenido esta conversación tres veces.

—-¿Ya hemos hablado acerca de esto tres veces con ante­rioridad?

—Dos veces anoche, y ésta es la tercera.—Creo que esta vez no lo olvidaré.—Bien, espero que no. Sin embargo, eso es lo que dijo la

última vez.Le dije que me ataría un cordel en el dedo y se rió.Rió, pero no conoce la parte realmente divertida, que es

que yo ya llevaba un cordel atado alrededor del dedo.

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Sábado, 1 de junio

Mañana

Sin embargo, cuando desperté, recordé la conversación que había tenido con Tim. He perdido una semana casi completa.

Tuve que esperar hasta el mediodía para entrar a ver al doctor Emerson, que era bastante parecido a como lo había imaginado y también a como supongo que tiene que ser una persona que dirija un sitio como éste: lo bástante mayor para ser autoritario pero no un ciudadano de la tercera edad; imper­turbable, incapaz de impresionarse o agobiarse... pero muy amistoso y dispuesto a escuchar cuanto tengas que decir.

Le dije que quería hablar con el padre Luifre, y me sor­prendió saber que se esperaba que el padre Luifre llegase al centro ese mismo día, a tiempo para la cena.

Al igual que Tim, el doctor Emerson no sabía nada acerca del «accidente». Cuando pedí permiso para llamar a Alemania, me preguntó con quién quería hablar. Yo estaba preparado para la pregunta, y le entregué un papel con tres nombres es­critos. Lo más increíble es que no conozco el apellido de Shi- rin. No fuimos presentados formalmente y en ningún mo­mento creí oportuno preguntárselo. Reconozco el apellido de Michael si lo oigo... pero podría escribirse Dzerjinski o Dyurzhinsky, puesto que yo entendí algo como Dershinsky. Sin un nombre de pila, Frau Doktor Hartmann era imposible de localizar. De manera que las tres personas que aparecían en la lista eran Monika y Heinz Teitel y Gustl Meyer, el propie­tario de la tienda de «restos», Überbleibselen.

El doctor Emerson echó una ojeada a los nombres y ob­servó que debía de ser medianoche en Alemania.

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—No, en realidad está sólo anocheciendo... la mejor hora para llamar.

—¿Habla el alemán suficiente para entenderse con un operador?

Cuando le dije que no, hizo algo que me impresionó so­bremanera. Sin dudarlo un momento, cogió el auricular y em­pezó a pulsar botones. En menos de sesenta segundos tenía el prefijo de Alemania, el prefijo de la ciudad de Radenau, y ha­bía tenido la voluntad y autoridad suficientes para conseguirse una operadora que hablara inglés. Cuando tuvo los números, la operadora le preguntó si deseaba que estableciera comunica­ción y él le dijo que sí, que intentara dar con Gustl Meyer. Como nadie contestara, la operadora probó con el número de los Teitel. Cuando contestaron a la llamada, el doctor Emer­son preguntó si hablaba con Monika Teitel. Evidentemente,, la respuesta fue afirmativa, puesto que me pasó el teléfono.

—¿Monika? ¿Eres tú? —dije—·. Te habla el padre Jared Osborne. Nos conocimos en el sótano del teatro...

—Ah, sí —respondió—-. ¿Qué quiere?Estaba así de antipática. Le dije:—Llamo desde Estados Unidos. Sabes que estuve en la

explosión...-¿

sí?

—Monika, quiero descubrir qué pasó.—Hicieron explotar el teatro.—Lo sé. Yo estaba allí, pero recibí un golpe en la cabeza y

no recuerdo nada. Lo que estoy tratando de descubrir es si ha­bía alguien allí abajo, en el...

Colgó el teléfono con estrépito.Esperé durante un doloroso minuto hasta que oí que al­

guien volvía a levantar el auricular.—Todos están muertos —dijo Monika.—¿Qué? ¡No!—Lx he preguntado a Heinz, y dice que murieron todos.—¡Pero a mí me dijeron que el teatro estaba vacío!Le oí decir: «¡Ven!», y se oyó otra voz en la línea: la de

Heinz.—¿Qué quiere? —preguntó—·. Todos están muertos.—¡No! Heinz, me dijeron que el teatro estaba vacío.

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—¿Quién le ha dicho eso?—Me lo dijeron en el hospital. Me dijeron que nadie bus-

caba los cuerpos porque el teatro estaba vacío.—Ja, así que eso es lo que le dijeron, ¿eh?—¿Sabes si Shirin estaba allí?Oí una breve y apagada conversación entre los dos.—Voy a colgar —dijo Heinz.—jNo, espera! ¿Puedes darme el apellido de Shirin? Heinz reflexionó un momento antes de decir:—-Tú también deberías estar allí.Luego colgó.

Tarde

Pasé las tres horas siguientes en la cama, y no hace falta dejar constancia aquí de los pensamientos que tuve.

Alrededor de las cuatro alguien llamó a la puerta, entró y se presentó amistosamente como el padre Joe. Quería saber si debía reservarme hora en la capilla.

—¿Cómo? —respondí.—Mañana es domingo, padre —me dijo—-. Supongo que

dirá misa.—No tengo intención de decir misa —repliqué.El padre Joe desapareció como una marioneta súbitamen­

te arrancada del escenario. Al menos eso ya está solucionado. He alcanzado y superado el quincuagésimo nivel de mi pérdi­da de fe.

Noche

Tim, mi confidente nocturno, es un norteamericano nativo con el físico de un luchador de sumo. Este es un trabajo de verano para él. Durante el curso escolar estudia en el colegio universitario de una ciudad cercana. Como no había comi­do en todo el día y yo estaba muerto de hambre, me indicó

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cómo llegar al comedor, pero le eché un solo vistazo y decidí que en ese momento no podría soportarlo: demasiada ani­mación, demasiada conversación en la que querrían incluir­me. Volví y pregunté a Tim si me podían mandar una ban­deja a la habitación, y él dijo que claro, que no había ningún problema.

Le informé que esperaba una visita de la Universidad de San Jerónimo que respondía al nombre de padre Lulfre, y él me preguntó cómo llegaría. Le respondí que suponía que en coche.

Tim consultó sus papeles y me preguntó si se quedaría a pasar la noche.

—Supongo que sí.Negó con la cabeza.—No lo creo —comentó—Tienen mucho cuidado de

informarnos de estas cosas, y aquí no hay ningún padre Lulfre.—Lo esperan para la cena.Tim se encogió de hombros y repitió que no lo creía.Regresé a mi cuarto y, como no tenía nada mejor que ha­

cer hasta que llegara mi bandeja, decidí hacer inventario y ver cuántas de mis pertenencias se habían extraviado. Asombrosa­mente, a excepción de mi billetera, con el dinero en efectivo y las tarjetas de crédito, todo parecía estar allí, incluyendo mi pasaporte. Llamé a Tim, que confirmó mi sospecha de que la billetera estaba guardada bajo llave en la oficina, «para mayor seguridad».

El elemento de mayor interés era el magnetófono, que te­nía dentro una cinta que había funcionado alrededor de una hora. Después de haber comido y devuelto la bandeja, rebobi­né la cinta y oprimí el botón de play, cruzando mentalmente los dedos y conteniendo el aliento. El primer segundo confir­mó mis sospechas: era una grabación de la conferencia de Shi- rin en el teatro el 25 de mayo. Paré la cinta para considerar que, si Heinz Teitel estaba en lo cierto, ésas serían las últimas palabras que oiría de ella. La idea no me hizo ningún bien, en ningún sentido. Volví a poner en marcha el magnetófono y es­cuché.*

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* El texto de este discurso aparece en las páginas 361-381.

Era evidente que había seguido mi práctica habitual de no- grabar el resumen de introducción y había empezado a grabar a mitad del discurso. No es fácil resumir lo que sentí al oír lo que ella tenía que decir. Por fin lo dijo todo. Yo no tenía idea de cuál era el título «oficial» de la conferencia. Sabía que sólo podía llamarse «El Gran Recuerdo». Allí estaba, el cumpli­miento de la promesa..., y me dejó con tan sólo un millón de preguntas.

Pero hubo una cosa que finalmente comprendí más allá de toda duda, y fue por qué tanto Charles como Shirin se ne­garon a formular una defensa ante la acusación de ser el Anti­cristo. Me sentía decepcionado por haber sido tan torpe al res­pecto y no haber oído lo que ellos me decían y lo que el padre Lulfre me decía. De cualquier modo, por fin comprendí po* qué, cuando dije que B parecía inofensivo, la respuesta del pa­dre Lulfre fue: «Eso no puede ser cierto».

Naturalmente, no era cierto.He hecho una copia escrita de la conferencia. En estas

circunstanciais de inseguridad toda precaución es poca.Obviamente, el padre Lulfre no ha aparecido por aquí

esta noche... o si lo hizo, lleva horas durmiendo.

Tres de la mañana

Finalmente me he dado cuenta de por qué no consigo conci­liar el sueño. Voy a tener que aprender a pensar como un fugitivo. Estoy demasiado acostumbrado a ser pasivo y con­fiado. Después de más de dos horas de dar vueltas, he com­prendido que ésta es una situación potencialmente desastrosa para mí.

No sé por qué el padre Lulfre no ha aparecido esta noche, pero me alegro muchísimo de que no lo haya hecho, porque posiblemente no podría haber un lugar peor para que yo me en­frentara a él. Si lo quisiera, él podría encerrarme aquí y tirar la llave. Tengo que salir de aquí ahora mismo y espero encontrar­me con él en un terreno más favorable. Por suerte, si aquí hay un ala de alta seguridad, no es ésta. Creo que podría salir sólo

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con lo esencial (el magnetófono, los cuadernos, las cintas y el pasaporte), pero un viaje de ciento cincuenta kilómetros con nada más que pelusa en los bolsillos no es una perspectiva atractiva. Al menos debería convencer a Tim de que saque una tarjeta de crédito de la billetera que está en la caja fuerte.

Lunes, 3 de junio

El fugitivo a 10.000 metros

Pues así son las cosas. Hasta que llegue a Hamburgo tengo un hermoso montón de horas por delante durante las cuales podré dormir y poner al día este diario... y en un agradable y espacioso asiento de primera clase, ya que no había otro dis­ponible en este vuelo. Los laurentinos no notarán la diferen­cia, y seguramente suelen expulsar a sus apóstatas con un pe­queño apretón de manos Visa Oro. Aunque me costó casi dos horas, logré persuadir a Tim. Puedo ser tonto, pero nadie

Aáijo nunca que no supiera hacerme entender. Traté de conse­guir que añadiera las llaves de su coche, pero se negó a ir tan lejos. Tardé otro par de horas, pero finalmente conseguí que un coche me llevara. Los sacerdotes tienen que cultivar un aspecto inocente e inofensivo, que resulta muy conveniente a la hora de hacer autostop (como bien sabe cualquier asesino de serial). En cuanto llegué a un cajero automático, estuve en libertad.

Entré en el despacho del padre Lulfre a las once de la ma­ñana y, Dios mío, ahí estaba, exactamente donde lo había de­jado casi un mes antes... algo con lo que no había contado exactamente, ya que era domingo.

Me miró desde detrás de su escritorio, obviamente pas­mado, y dijo:

—No tenía que haber hecho esto, Jared. Planeaba ir a verle hoy.

Realmente no lo entendía, pensaba que yo había saltado la tapia en mi impaciencia por estar cerca de él.

—Estoy aquí para tratar de recordar, padre Lulfre.

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Puso el capuchón a su estilográfica y la dejó a un lado con movimientos suaves, bien meditados.

—-Tratar de recordar, ¿eh? Suena como el héroe aguerrido de un melodrama de fin de siglo.

—El siglo es otro —dije, sentándome—·, pero de eso se trata.

—¿Qué quiere recordar?—Le diré lo que recuerdo, y luego usted puede contarme

el resto.—Muy bien.—Dijeron que yo podría recordar o no la explosión con el

tiempo, pero todo lo que recuerdo ahora es un pequeño deste­llo, Por un tiempo pensé que era algo que había soñado, y tal vez lo sea, pero no lo creo. ¿Sabe lo que pasó en el teatro?

—Su hombre en Radenau lo fraguó para usted. —El pa­dre Lulfre asintió, y luego agregó—■: Nuestro hombre en Eu­ropa, en realidad.

—¿Es el hombre mayor que se me presentó como Herr Reichmann?

—Así es.—¿Por qué no me dijo que ya tenía un hombre allí, sobre

el terreno?Se encogió de hombros.—Siempre es mejor si cree que todo depende de usted.—Entonces, ¿por qué me telefoneó él para darme instruc­

ciones?—Se puso impaciente. Los profesionales siempre se po­

nen impacientes con los aficionados. Usted lo sabe.Meneé la cabeza.—¿Por qué me mandó, entonces?—Lo mandamos exactamente por las razones que le di.

—Sonrió brevemente—-. O casi exactamente por las razones que le di. Con su verdadero nombre, Reichmann tiene despa­chos muy respetables en Berlín, Praga y París y trabaja con contrato para una docena de empresas e individuos diferentes, principalmente en Estados Unidos... Es una persona muy útil, muy bien informada, y el noventa y nueve por ciento de los tra­bajos que le damos son rutinarios e inofensivos, pero cuando le pedimos que investigara a Charles Atterley por cuenta nuestra,

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puso una cara que nunca habíamos visto. Su propuesta fue: «No entiendo lo que dice ese cabrón, así que ¿por qué no le pegan un tiro y terminamos con el asunto?». Piense lo que piense de noso­tros después de esta terrible experiencia, Jared, absolutamente nadie pensó en seguir ese consejo. Teníamos que mandar a uno de los nuestros a echar un vistazo a Atterley y, créame, deseá­bamos mucho que nos persuadiera de que era inofensivo.

—Y no lo logré.—En realidad estaba fuera de su alcance. El se condenó por

su propia boca, por medio de los faxes que usted nos enviaba.—¿Y usted autorizó verdaderamente su ejecución?El hombre se encogió de hombros.—Usted lo expresó muy bien, Jared. Estos días todavía

son aquellos días. Nada ha cambiado en los últimos quinientos años, o en los últimos mil, excepto que los herejes ya no pue­den ser ejecutados en público. Me tomo todo esto con la mis­ma seriedad que el papa Inocencio III, que ordenó una cruzada contra los albigenses. Lo tomo tan en serio como Pío V, que, cuando fue el gran inquisidor, instigó personalmente la masacre de miles de protestantes en el sur de Italia. Me lo tomo todo con la misma seriedad que Tomás de Aquino, que dijo: «Si los criminales comunes pueden ser ejecutados con justicia, con cuánta más justicia pueden ser ejecutados los herejes», porque Tomás sabía bien que el asesino sólo acorta la vida terrenal de su prójimo, mientras que el hereje lo priva de la salvación para toda la eternidad. Si usted ya no comprende la diferencia, o si ya no le importa, entonces supongo que ha perdido la fe.

—Supone bien, padre. Me temo que se ha derrumbado ante la falacia modernista.

—-Lamento oírlo —dijo, y me di cuenta de que lo decía sinceramente.

—Puesto que ha citado mis palabras acerca de que «estos días todavía son aquellos días», presumo que el ingenioso Herr Reichmann había instalado micrófonos ocultos en el teatro.

—Claro que sí. Tenía que hacerlo. Atterley y sus seguido­res eran increíblemente confiados para sobrevivir como sub­versivos.

—Sí, lo eran. Así que supo usted que trataban de reclu­tarme.

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—Sí. Ése fue un añadido inesperado y usted lo afrontó muy bien.

—Sólo que al final terminé reclutado.—Sí... excepto por eso. —Se puso ceñudo un momento, y

luego levantó la mirada—·. ¿Dice que recuerda la explosión?—He dicho que recuerdo un pequeño destello. Estoy mi­

rando a Herr Reichmann desde un pozo, y él me mira a mí desde arriba. Creo que era el hueco de la escalera del teatro.

—Eso es. ¿No recuerda nada más?Negué con la cabeza.—No estoy exactamente seguro de lo que ocurrió allí. La

versión de Reichmann es que usted se tropezó con él en las es­caleras unos momentos antes de que la bomba estallara. Evi-, dentemente usted supuso que él no andaba en nada bueno y no se dejó convencer de que debía abandonar el teatro, con él. En cuanto comenzó a bajar la escalera para prevenir a los de­más, él le asestó un golpe y lo abandonó a su suerte. Esto fue bastante afortunado para usted, ya que esa escalera de hierro fue la única estructura que sobrevivió tanto a la explosión como al derrumbamiento del techo.

—Usted no acaba de creer que sucediera así, ¿verdad?—Pudo haber ocurrido así. Lo único que sé con certeza es

que esto es lo que Herr Reichmann quiere que creamos, y no estamos en condiciones de contradecirlo.

Ya no quedaba nada más que formular la pregunta que tanto me aterraba:

—¿Le dijo Reichmann quién estaba en el teatro cuando fue destruido?

—Nos comunicó que la explosión había liquidado a todos.Lo miré fijamente, con tristeza.—Sus palabras exactas fueron: «El círculo interno ha de­

saparecido».—Todos los demás parecen creer que el teatro estaba va­

cío —dije.El padre Lulfre se encogió de hombros.—Bueno, le faltó alguien: yo.Movió la cabeza.—Jared, ya sabe que tengo muy buena opinión de usted,

pero no es un agitador carismático.

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—No creo que ser un agitador tenga nada que ver con esto.Volvió a encogerse de hombros.—¿Sabe?, no logré descubrir por qué B insistía en suspen­

der sus compromisos mientras se ocupaba de mí. Tuvo menos sentido todavía después de la muerte de Charles. ¿Sabe de lo que le estoy hablando?

—Francamente, no. ¿Qué es lo que tuvo menos sentido después de la muerte de Charles?

—Que B insistiera en pasar tanto tiempo conmigo.El padre Lulfre se disponía a decirme que ignoraba de

qué demonios le estaba hablando, cuando de repente se le hizo la luz.

—¿Habla de la mujer, de Sharon?—Shirin —corregí—Shirin es B.—Creía que Charles era B.—Charles fue B, como lo fue Shirin.Sacudió la imponente cabeza para espantar una mosca.—B tenía que dedicarme tiempo para que, si ocurría lo

peor, pudieran decirle a usted que había fracasado.—Está hablapdo de un modo demasiado enigmático para

este viejo eerebío, Jared. ¿Si ocurría lo peor?—Si usted conseguía matar a Charles y a Shirin.—Si conseguía matar a Charles y a Shirin, ¿habría fraca­

sado igual?—Así es. Porque no me mató a mí. No soy un agitador

carismático, pero eso no importa. Soy B.—¿Usted es B? ¿Realmente lo cree?—No es una cuestión de creencia, padre. Ya no soy lo que

era cuando estuve sentado aquí hace tres semanas y media... y usted no puede volver a convertirme en lo que era.

El padre Lulfre se inclinó hacia delante, interesado por fin.—¿Y de verdad cree que eso importa, Jared? ¿Cree que

hará algo distinto, ahora que es B?—Sí —le dije, poniéndome en pie—No me cabe la me­

nor duda al respecto. Es una certeza.—No sé si burlarme o estremecerme, Jared. Pero si tuvie­

ra una pistola en el escritorio, la cogería y lo mataría de un tiro sólo por precaución.

—¿De verdad lo haría?

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—Sí, lo haría. ¿Recuerda el último discurso de su amiga Shirin en el teatro, hace una semana? ¿O lo olvidó igual, que la explosión?

—Lo olvidé pero escuché una grabación de él ayer.—No lo sabía. De cualquier modo, Reichmann también

lo grabó, y me puso la cinta por teléfono. Eso fue lo que... —Abrió las manos en un gesto de impotencia.

—Eso fue lo que decidió la suerte de Shirin —sugerí.—Sí, así es. Verá, ella me enseñó con mayor claridad que

ningún defensor del ecumenismo por qué somos una confrater­nidad, Jared... nosotros los cristianos, los judíos, los musulma­nes, los budistas, los hinduistas. Nos hemos levantado del lodo en el que el animismo se arrastra con tanto orgullo. Repre­sentamos lo más elevado, lo que tiende hacia lo más alto, lo más trascendental y lo más sublime de la humanidad. Lo que se interpone entre los miembros de la confraternidad son desa­venencias menores. Lo que se interpone entre la confraternidad y el animismo es un abismo tan grande como el abismo que hay entre el Hombre y la bestia, el espíritu y la materia.

—Estoy de acuerdo.—¿Qué hará ahora?Saqué el magnetófono del bolsillo y le enseñé que estaba

funcionando.—Primero, buscaré un lugar seguro para esta cinta, padre.

Usted dijo que éramos increíblemente confiados para ser cons­piradores, pero usted también es bastante confiado.

—-Tiene mucha razón, Jared. Ninguno de nosotros ha sido entrenado para mirar al mundo con ojos suspicaces. Pero usted no se la entregará a la policía.

—Desde luego que no. Este es mi salvoconducto por lo menos mientras usted viva. Si llegase a manos de la policía, no me serviría para ese fin.

Asintió.—Sí. Sin duda tendrá que encontrar un lugar muy seguro

donde guardarla.Me fui, y como parecía haber llegado la hora de empezar

a ser un poco menos increíblemente confiado, no le di la es­palda hasta que estuve Riera del despacho, con la puerta cerra­da entre ambos.

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Martes, 4 de junio

De nuevo en Radenau

Estoy instalado en mi antigua habitación del hotel, y me pro­duce una sensación bastante extraña. El recepcionista no mostró la menor sorpresa ante mi reaparición, y se permitió la libertad de desearme que estuviera completamente repues­to, después de mi «desagradable experiencia» de haber sido casi volado en pedazos por la explosión.

Había llegado¡obstante temprano para dedicar un poco de tiempo a trabajos preliminares, lo cual resultó muy útil. Sa­qué de la bolsa unas cuantas cosas indispensables, como ropa interior y artículos de afeitar, y pasé algún tiempo en la biblio­teca con las guías telefónicas. Puse un anuncio en el periódico local solicitando que Shirin o Michael se comunicaran conmi­go. Naturalmente, quienes tomaron nota del anuncio sólo aceptaban dinero en metálico, de manera que mañana tendré que comprobar si este pedazo de plástico mágico realmen­te produce más efectivo si se inserta en la ranura indicada de la máquina indicada.

Mi trabajo con las guías telefónicas dio resultado hasta el punto de que pude localizar a Frau Doktor Hartmann; dice que tendrían que cortarme la cabeza y echarla a los perros? y que ni siquiera la tortura la induciría a ayudarme a encontrar a Mi­chael o a Shirin si estuvieran vivos; aunque no se me ha hecho ningún juicio, yo soy, por lo que a ella respecta, el culpable de los asesinatos. Visto el panorama, creo que puedo tachar a Frau Hartmann de mi lista de seguidores.

Hablé con media docena de personas con nombres de pila parecidos a Michael y apellidos parecidos a Dershinsky, y ten-

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go docenas más que probar tan al norte como Hamburgo y tan al sur como Hannover, y si quiero probar tan al este como Berlín podría mantenerme ocupado hasta el Día de la His­panidad-

Son ahora las ocho de la noche y se me están agotando las pilas. Lo único que puedo hacer a estas alturas es quedarme despierto el tiempo suficiente para reajustar mi reloj biológico a la hora local.

En realidad, no estoy seguro de qué estoy haciendo aquí. Supongo que he venido para probar que Herr Reichmann y Heinz Teitel están equivocados, que el círculo interno no ha desaparecido... pero no sé cómo hacerlo. No puedo esperar se­riamente que las autoridades municipales retiren un millón de toneladas de escombros para probar algo que ellos ya dan por cierto. Entonces, ¿qué? Los Teitel no van a ser más solidarios en persona de lo que fueron por teléfono. ¿Puedo imaginarme convenciendo a los celadores de la clínica de Shirin de que soy un íntimo amigo al que deben dar su dirección y su núme­ro de teléfono aunque ni siquiera sepa su apellido? No, fran­camente no puedo. Aunque sí puedo plantarme en persona en la escalinata de entrada a la clínica y esperar a que aparezca al­gún día.

Por el momento no se me ocurre ninguna otra cosa útil que hacer, y estoy demasiado agotado a causa del largo viaje en avión para pensar en nada.

Miércoles, 5 de junio

Muerte plástica

Esta mañana encontré un cajero automático, introduje la tar­jeta de plástico y me enteré de que un servidor había dejado de existir. La tarjeta había sido anulada y había perdido toda su magia. Me consideré afortunado. Habrían podido mover­se un día antes, en cuyo caso la tarjeta no habría sido acepta­da en el hotel.

Tenía un par de opciones. Podía devolver el pasaje de avión o llamar a^casa^pedir un préstamo a mi madre. Decidí que me devolvieran el importe de mi pasaje de avión. Después tenía que pensar en mi situación en el hotel. Mientras no tra­tara de volver a usar la tarjeta allí, supuse que no habría ningún problema, y al hotel no le afectaría en absoluto, puesto que la tarjeta todavía era válida cuando me inscribí. Probablemente los laurentinos tendrían que hacerse cargo de la cuenta, lo cual no afectaba en lo más mínimo a mi delicada conciencia.

Como la compañía aérea no tiene oficinas en Radenau, tendría que hacer un viaje a Hamburgo, y decidí resolverlo de inmediato. Estaba de vuelta a las seis, ansioso por cenar, ya que no había comido. Cuando subía a mi habitación para la­varme un poco, el recepcionista me llamó para informarme de que mi tarjeta no había sido aceptada. No les debía ya un día, sino dos, pues ya pasaban varias horas del plazo para desocu­par la habitación... y naturalmente de ese momento en adelan­te debería pagar en efectivo si deseaba quedarme algún día más. Deposité casi la mitad de mis recursos sobre el mostrador y le dije que lo pensaría.

Oh, sí.

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Sábado, 8 de junio

Paseos

De manera que el jueves por la mañana me incorporé a las fi­las de los sin techo, con todas mis posesiones mundanas en una bolsa de plástico. Me detuve en una cafetería para tomar un café y un croissant mientras me preguntaba qué hacer conmi­go mismo. Más tarde pensé en buscar una pensión barata o quizá sólo un banco agradable en el parque.

Fui al lugar donde había estado el teatro. Se hallaba extra­ñamente limpio y en orden, rodeado por una cerca de más de dos metros de alto. Los edificios que lo rodeaban estaban total­mente intactos. Un contratista de demoliciones habría podido pedir un plus por un trabajo tan bien hecho. El eje superior de la escalera de caracol sobresalía de los escombros como el más­til de una goleta que se hunde. La experiencia en general no fue ni inspiradora ni educativa. Me quedé allí mirando a través de la valla unos cinco minutos y luego me marché.

Hice una visita a la tienda de restos exóticos de Gusd Meyer. Estuvo amable, incluso comprensivo, pero no tema ninguna sugerencia.

Pasé la tarde en la biblioteca descubriendo nuevas mane­ras de deletrear Michael y Dershinsky. Decidí llevar mi lista de números a la tienda de Gustl Meyer por la mañana, para ver si me permitía usar su teléfono.

Regresé al hotel para comprobar si habían respondido a mi anuncio. Nadie lo había hecho.

Cené sin prisa una pizza y una cerveza, hasta que se hizo completamente de noche. Luego empecé a caminar. Tengo muy buen sentido de la orientación, pero no encontré ensegui-

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da lo que buscaba. ¿Y qué? En verdad, si algo me sobraba era tiempo.

Caminé y caminé, con los pies ya doloridos, y las imáge­nes y los olores empezaron a volver a mí. A medida que la at­mósfera social y económica bajaba en la balanza, mi espíritu se elevaba. Me encaminaba hacia el barrio más sucio de Rade- nau, el territorio de las fábricas, las tiendas de maquinaria, los ladrillares y los almacenes, habitados a esas horas sólo por vigi­lantes nocturnos y perros guardianes. Muy pronto, divisé un edificio pequeño y gris un poco más adelante, una especie de cobertizo entre un almacén y una estación de ferrocarril aban­donada. Me encaminé hacia él confiando en que la puerta se abriría, y así fue; me arrojó una triple bocanada de humo de ta­baco, alcohol y La vie en rose. Era La Pequeña Bohemia y vive Dios que me sentí como si hubiera llegado a mi casa.

Me abrí paso hacia una mesa del fondo... bien al fondo, con­tra una pared repleta de dibujos y grabados enmarcados, ni uno solo derecho, ni uno solo con un cristal que hubiera sido limpiado en veinte años. A la altura de mis ojos, cuando me senté, vi que había un esbozo descolorido de Igor Stravinsky que parecía estar firmado por Picasso. Por lo demás, daba la impresión de que nadie se había movido desde que Charles y yo habíamos salido de allí tres semanas antes.

Cuando la camarera se acercó para ver qué quería tomar, le pregunté si su nombre era de verdad Theda.

—Lo es —dijo con una sonrisa—·. ¿Tomará Lagavulin esta noche?

—Ponme el matarratas más barato que tengáis, por favor, Theda —le dije con amabilidad, pero lo que me sirvió un par de minutos más tarde me supo exactamente igual que el Laga­vulin.

Alguien habló muy cerca de mí y levanté la mirada hacia un rostro vagamente familiar. Era Albrecht, el del intelecto gi­gantesco, el joven caballero inglés presuntuoso, de veinte años,

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que se había ofrecido a arrojarme a un lago la primera vez que visité el sótano del teatro.

—¿Cómo? —dije.—¿Es usted B ahora? —preguntó con tono burlón.Lo pensé un poco. No había tenido muchas oportunida­

des de aprender a tratar con gente hostil, algunos sacerdotes las tienen y otros no, pero supongo que debo de tener las no­ciones básicas. Le dije:

—¿Por qué no se sienta y me cuenta qué le preocupa?—¿Es una pregunta demasiado difícil para usted?—Sí, lo es —repliqué. Con una carta de triunfo ya en la

mano, se sentó frente a mí—·. ¿Por qué me hace esa pregunta? —inquirí.

—Lo estaban preparando, ¿no? ¿No es ésa la palabra?—Bien, es verdad que esa palabra existe, pero nadie me

dijo que me estuvieran «preparando».Se encogió de hombros con aire despectivo.—He abandonado el sacerdocio —le dije. Eso le hizo

parpadear ligeramente—Cuando hablé con el hombre que me envió aquí al principio, el padre Lulfre, le dije que matar a B había sido un esfuerzo desperdiciado, porque B sigue aquí... en mí persona... pero en realidad no creo estar listo para conti­nuar donde Shirin lo dejó. Y, dicho sea de paso, he dejado una copia de la grabación de esa conversación al cuidado de \in amigo, de lo contrario sería un hombre perseguido, incluso puede que un hombre muerto a estas alturas.

Esto provocó en él tres rápidos parpadeos, uno detrás de otro. Le pregunté si eso respondía a su pregunta, lo que tal vez fue un error, puesto que le hizo reaccionar de nuevo.

—Cualquiera puede estar perseguido —dijo—·. La pre­gunta es: ¿puede hacer lo que hacía B?

—¿A qué se refiere exactamente?—Usted asimiló sus ideas, pero ¿tiene alguna propia? ¿Es

un pensador y un maestro o sólo un recitador de las Sagradas Escrituras? Si lo único que sabe hacer es recitar las Escrituras, usted no es más B que yo. No es más que un monaguillo que tiene todas las respuestas preparadas.

Tragué un poco del matarratas y deseé que ese joven me­quetrefe estuviera muy, muy lejos. Finalmente le dije:

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—Albrecht, los últimos diez días han sido un poco taóti- cos para mí, de modo que es cierto que no he agregado una sola palabra a las enseñanzas de B. Si sé hacerlo o no es otro tema. Sea como sea, tienes toda la razón del mundo. Si lo úni­co que soy capaz de hacer es recitar las Sagradas Escrituras como se las escuché a Charles y a Shirin, entonces no soy más que un monaguillo.

Albrecht sonrió satisfecho.—Pero usted no cree serlo realmente, ¿verdad?—No, en realidad no creo serlo, pero no he tenido la

oportunidad de ponerme a prueba.—¿Desea tener la oportunidad de probarse?¿Qué podía responder yo a eso? ¿Que no?

La prueba

Albrecht comenzó:—La gente de nuestra cultura se imagina que inventamos

la tecnología, la agricultura, la ley y la civilización, pero tam- Hriéa podemos atribuirnos otros logros menos dignos de elo­

gio. ¿Se le ocurre alguno?—Bien —respondí—, supongo que podemos atribuirnos

cosas como la pobreza, la delincuencia y la discriminación ra­cial y social. Lo que Shirin llamaba «las clases que sufren» son, sin duda alguna, invento nuestro. La represión política. La en­fermedad mental.

—Se está olvidando del más importante, padre.—He dejado de ser un padre. Llámame Jared, por favor

—repliqué.—Muy bien.—El más grande de todos sería... la guerra.—Claro. La guerra es, con mucho, el mal más grande que

hemos introducido en el mundo, ¿no?—Sí.Albrecht meneó la cabeza, disgustado.—Eres de lo más patético, Jared. Ni siquiera te detienes

para- dudar, para cuestionarte lo que la Madre Cultura te su-

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surra al oído. Sigues siendo un completo cautivo del Gran Olvido.

—Escucha, evitemos los insultos por un rato, ¿quieres? No pretendo saber todo lo que sabían Charles y Shirin... ni si­quiera todo lo que tú sabes. ¿Qué me estás diciendo? ¿Que la guerra no fiie un invento nuestro?

—Eso es lo que te estoy diciendo. La guerra no es un de­fecto que se encuentra sólo en nuestra cultura estrafalaria y desquiciada. Se la encuentra dondequiera que se encuentre la cultura humana... tanto en el pasado como en el presente. El mito del salvaje noble y pacífico es exactamente eso, un mito.

—Bien. ¿Y?Albrecht se levantó.—Eres verdaderamente lamentable, Jared. Que yo no me

entere de que te haces llamar B en esta ciudad. Si lo haces, apareceré y te abochornaré, te lo aseguro.

—Siéntate, por favor. —Se sentó—■. Por favor, compren­de que no pretendo ser un erudito en historia ni en antropolo­gía. Lo seré, espero, pero en este preciso momento no entien­do cuál es el punto que quieres señalar.

—Entonces, ¿por qué no preguntas?—Pregunto.—Los pensadores que fundaron nuestra cultura imagina­

ban que la vida humana comenzó cuando comenzó nuestra cultura, hace sólo unos miles de años. Por lo tanto, era imposi­ble aprender nada acerca de la vida humana más allá de ese punto. Más allá de ese punto no había más que un vacío. Así pues, miraron en el pasado y vieron que el Hombre había na­cido como agricultor y constructor de civilizaciones. Pensaron que ésa era la naturaleza del Hombre y su destino... y eso es lo que enseñamos a nuestros hijos. La raza humana nació para convertirse precisamente en nosotros. ¿No es eso lo que les en­señamos?

—Sí.—B ha tratado de revelarte el absurdo de esta enseñanza

quitándote el antifaz del Gran Olvido. Diciéndote que lo que hubo antes del nacimiento de nuestra cultura no fue un vacío. Enseñándote que nuestra cultura no nació en un mundo va­cío, en un mundo carente de religión y ley. La religión y la ley

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se remontan a cientos de miles de años antes, a los orígenes mismos de la vida humana.

—Comprendo.—-¿Comprendes? ¿Comprendes que la religión y la ley se

remonten a cientos de miles de años antes?—Sí.—-Pues lo mismo pasa con la guerra, Jared. Explícalo.—Explícalo —repetí con desesperación.—¿Es ésta otra prueba de nuestra naturaleza perversa, Ja­

red? ¿Es ésa la explicación? ¿Tenemos un amor innato por matar?

—No.—¿Representa ese «no» una profesión de fe o la afirma­

ción de un hecho?—En este momento representa una profesión de fe, pero

espero convertirlo en la afirmación de un hecho.—Bien. Hazlo. Quítate el antifaz del Gran Olvido que te

impide ver y explícalo... o por el amor de Dios, deja de llamar­te a ti mismo B. Vuelve a tu pequeña y cómoda parroquia en tu país y discúlpate por haberte portado de una manera tan tonta.

Sentí miedo. Luego pensé que él no podía esperar que yo realizara semejante hazaña en el acto... pero sí lo esperaba. Dijo:

—Si quieres convertirte en B algún día, Jared, dímelo, por favor. Dime que ésa es tu ambición... convertirte en B algún día. Luego, por favor, vete a casa.

—Pero ni siquiera B podría realizar este milagro sentado en una taberna, sin un solo libro de referencia, sin siquiera una enciclopedia general.

—-Yo seré tu enciclopedia. O si quieres libros acerca de las guerras prehistóricas, puedes tenerlos aquí en media hora.

—De manera que ya conoces la respuesta a tu pregunta.—No. En absoluto. Los libros no fueron escritos por per­

sonas que piensan como B. Fueron escritos por gente que en lo más profundo de su ser cree que el Hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios para conquistar y gobernar el mundo. La guerra prehistórica los escandaliza. No la explican, sólo la lamentan. Se sienten desconcertados, porque la criatura

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destinada desde todos los tiempos a convertirse en el soberano del mundo tendría que haber sido mejor, más noble, más an­gelical.

—Sí, comprendo. ¿Me equivoco al suponer que la guerra prehistórica fue similar a la clase de guerra que se encuentra en­tre los pueblos tribales en la época moderna?

Negó con la cabeza, disgustado.—O sabes cómo quitarte el antifaz o no sabes, Jared. No

esperes que yo lo haga por d. Estaré a mano si quieres consultar una enciclopedia, pero no me pidas que piense por ti.

Se puso de pie y se trasladó a una mesa para él solo en el otro extremo del local.

Me sentí aliviado. Albrecht tema razón: o yo sabía cómo quitarme el andfaz o no sabía, y sería más fácil hacerlo solo que acompañado. Hice una seña a Theda y pedí otra copa. > «

El punto que había estado discudendo con Albrecht era un punto que nunca había explorado con Charles ni con Shi- rin, aunque estaba implícito en todo lo que ellos decían. ¿Cómo sabemos que los pueblos tribales modernos viven como vivían los pueblos tribales antiguos? La respuesta de B es ésta: el esti­lo de vida tribal ha sobrevivido hasta el presente porque da re­sultado. Lo que existe en el mundo es lo que ha perdurado, lo que es estable, lo que da resultado.

Las experiencias fallidas desaparecen, las exitosas se repi­ten una y otra vez. Es de necios suponer que la hibernación es una innovación reciente para los osos... aunque no hay forma de demostrar que no lo es; los osos hibernan porque eso les da resultado. Es igualmente necio suponer que la migración es una innovación reciente para los pájaros... aunque, una vez más, no hay manera de probar que no lo sea; los pájaros mi- gran porque eso les da resultado. Es fatuo suponer que la con­fección de telarañas es una innovación reciente para las arañas, aunque no hay forma de probar que no lo es; las arañas tejen las telarañas porque eso les da resultado.

Si retrocedemos en el tiempo un millón de años, no espe­raremos encontrar a los osos tejiendo telarañas, a los pájaros hibernando, y a las arañas migrando. Los osos hibernan en la actualidad muy probablemente porque la hibernación les dio resultado hace un millón de años. Los pájaros migran hoy muy

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probablemente porque la migración les dio resultado hace-un millón de años. Y las arañas tejen telarañas hoy muy prob­ablemente porque tejer telarañas les dio resultado hace un mi­llón de años. Porque los seres humanos no fueron el objeto de una creación especial sino que evolucionaron en el seno de la comunidad de la vida con todos los demás seres, esta clase de razonamiento se aplica a la gente igual que se aplica a los osos, los pájaros y las arañas. Sabemos con certeza que la agricul­tura totalitaria es una innovación reciente, pero no hay nin­gún motivo para suponer que el estilo de vida tribal sea una innovación reciente. Los pueblos viven de forma tribal muy probablemente porque vivir en tribus les dio resultado hace un millón de años.

Me pregunté qué sabía acerca de la guerra en la comuni­dad no humana. Lo que sabía era lo siguiente: lo más parecido al arte de la guerra en la comunidad no humana se encuentra dentro de las especies, no entre especies. La depredación no es la guerra. Los pájaros no están en guerra con los gusanos, las ranas no están en guerra con los mosquitos, las águilas no es­tán en guerra con los conejos, los leones no están en guerra con los antílopes. Los depredadores no batallan con sus pre­sas... sólo se las comen. Cuando los animales pelean, es siem­pre con miembros de su propia especie, por un territorio o por una pareja, y nadie los desprecia por ser moralmente imperfectos ni sueña con una época más feliz en la que todos aprenderán a vivir juntos como Tambor y Bambi.

Cuando los animales no humanos luchan, los triunfa­dores suelen apoderarse del territorio o de las hembras de los perdedores. La guerra tribal no funciona así. (Albrecht me lo confirmó en su calidad de biblioteca básica de referência.) Las tribus que viven en una región determinada están más o me­nos constantemente en un estado de guerra de bajo nivel, pero cuando la tribu X ataca a la tribu Y, normalmente no se apo­dera de su territorio ni de sus hembras; más bien, después de infligir cierta cantidad de daños, se da media vuelta y vuelve a su casa.

Por regla general, antes de que pase mucho tiempo, la tri­bu Y devuelve el favor atacando a la tribu X, infligiendo cierta canddad de daños y volviéndose luego a su casa. Esta relación

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de hostilidad de bajo nivel más o menos permanente entre X e Y no es especial. La misma relación existe entre X y Z y entre Y y Z... y las tres tienen relaciones hostiles similares con los veci­nos que las rodean.

Normalmente, los miembros de estas tribus no conside­ran que tienen un «problema» con sus vecinos; normalmente, nadie «trabaja por la paz»; normalmente, nadie cree que hay algo malo o reprensible en esta manera de vivir. También nor­malmente, a la gente de la tribu X no se le ocurre pensar que su vida sería más dulce si un día fueran y mataran a todos sus vecinos; saben que hay vecinos más allá de los suyos, y que es­tos vecinos distantes no serían más amistosos que los cercanos. En realidad, la cosa no está tan mal. Pasan años en los que X no ataca a Y e Y no ataca a X, y en estos años las relaciones entre ellos suelen ser muy cordiales.

La misión de B es preguntar: ¿qué está dando resultado aquí? o ¿por qué este sistema es tan exitoso que todavía fun­ciona después de cientos de miles de años?

Lo que da resultado es que se conservan las identidades y las fronteras culturales. Cuando X ataca a Y, no la anexiona. No destruye la identidad de Y ni borra sus fronteras, sólo le inflige cierta cantidad de daños y luego se da media vuelta y se vuelve a su casa. No es distinto cuando Y ataca a X. En otras

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palabras, cada ataque sirve como una demostración y una afir­mación de la identidad de ambas partes. «Nosotros somos X y vosotros sois Y, y aquí está la frontera que nos separa. La cruzamos bajo nuestro propio riesgo, y vosotros la cruzáis bajo el vuestro. Sabemos que vosotros sois sanos y fuertes. De vez en cuando vamos a asegurarnos de que nosotros también so­mos sanos y fuertes. Sabemos que si nos metemos con vosotros, vamos a sufrir. Queremos que sepáis que si vosotros os metéis con nosotros, también sufriréis.»

Uno debería pensar que debe de haber algún sistema me­jor, pero si miles de siglos de experimentación cultural no lo han encontrado, ¿qué significa «mejor»? La evolución es un proceso que elige lo que da resultado, y «mejor» se descarta con la misma facilidad que «peor»... si no da resultado.

Lo que da resultado, evidentemente, es la diversidad cul­tural. Esto no debería ser ninguna sorpresa. Si consideramos la cultura como un fenómeno biológico, entonces deberíamos es­perar que la diversidad sea favorecida por encima de la unifor­midad. Mil proyectos, uno para cada lugar o situación, siem­pre dan mejor resultado que un proyecto para todos los lugares y situaciones. Es más probable que los pájaros sobre­vivan con diez mil modelos de nido que con uno. Es más probable que los mamíferos sobrevivan con diez mil modelos sociales que con uno. Y es más probable que los seres huma­nos sobrevivan con diez mil culturas que con una, tal como es­tamos en camino de demostrar ahora. Estamos en vías de ha­cer que el mundo sea inhabitable, precisamente porque se obliga a todo el mundo a vivir de una sola manera. No habría ningún problema si una sola persona entre diez mil viviera como nosotros vivimos. El problema aparece sólo cuando nos acercamos al punto en que a una sola persona entre diez mil se le permite vivir de forma distinta de como nosotros vivimos. En un mundo con diez mil culturas, una cultura puede ser completamente disparatada y destructiva, porque hará poco daño. En un mundo con una sola cultura, y donde esa única cultura es completamente disparatada y destructiva, la catás­trofe es inevitable.

Por lo tanto: el arte de la guerra tribal, sin trascendencia, intermitente, en pequeña escala y frecuente, dio resultado a los

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pueblos tribales porque salvaguardó la diversidad cultural. No era ni dulce, ni hermoso, ni angelical, pero dio resultado, du­rante cientos de miles de años, o tal vez millones.

Entre los escombros

Sentado en La Pequeña Bohemia cogiendo una borrachera, no descubrí esto ni tan fácilmente ni con tanta claridad como lo he expuesto aquí; y desde luego no estoy sugiriendo que sea la última palabra sobre el tema. Al quitarme el antifaz del Gran Olvido, pude vislumbrar un sendero borroso donde antes pa­recía haber sólo una espesura impenetrable. De ningún modo he explorado el sendero en toda su extensión. Creo que esto es lo que B hace. B abre un sendero que debe explorarse.

Albrecht no tuvo más remedio que estar de acuerdo. Ob­viamente no estaba entusiasmado, pero tuvo que admitir que mi enfoque del problema tenía el sello de B.

Cuando todo terminó, me sentí satisfecho y sorprendido a la vez. ¿Cómo no me había dado cuenta de que tenía que pa­sar una prueba? ¿Cómo me había atrevido a pensar que podía ponerme el manto de B sin demostrarme primero que po­día llevarlo?

Me sentía satisfecho, sorprendido y borrachísimo. Había aceptado el desafío de Albrecht a eso de las nueve y ya eran casi las dos. La multitud de La Pequeña Bohemia había mer­mado y, curiosamente, se había apiñado alrededor de mi mesa para presenciar el examen que Albrecht me estaba haciendo. No podría decir si comprendían lo que yo estaba diciendo, pero escuchaban con actitud animada y sonriente, aplaudiendo los puntos bien expuestos, intercambiando apreciaciones acerca de mi éxito y, en general, alentándome a seguir. A esas alturas, la mayor parte de las velas se habían extinguido, y estaba muy oscuro.

Alguien preguntó:—¿Qué es eso?De manera totalmente inconsciente, había sacado el fósil

de amonites para tener los dedos ocupados en algo mientras

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hacía mi presentación ante Albrecht. Ahora yacía en un char­co de luz junto a la vela de mi mesa.

—Es otra prueba que me dieron, que todavía no he logra­do pasar. Son los restos fosilizados de un ser que pudo haber vivido hace unos cuatro millones de años. Me han asegurado que el pasado, el presente y el futuro están escritos en él. Ima­gínenlo como una huella en el polvo. Una huella en la tierra revela no sólo dónde ha estado la criatura, sino también dónde está y dónde estará.

—¿Puede usted predecir su futuro? —preguntó alguien entre las sombras.

—No estoy seguro. Charles Atterley me lo dio pero lo mataron antes de que tuviera la oportunidad de explicarme por qué. Shirin quería que yo lo hiciera pedazos.

—¿Por qué?—Para ser sincero, no lo recuerdo. —La memoria no era

lo único que estaba empezando a fallarme en ese momento.—Tiene dentro un mensaje de B —sugirió alguien—-.

Como una galleta china de la suerte. Por eso tiene que rom­perlo.

—Es imposible meter un mensaje dentro —dije por decir algo—·. Es roca sólida.

—Puede que B lo hiciera.Varios oyentes invisibles estuvieron totalmente de acuer­

do con eso.Antes de comprender lo que estaba pasando, se había or­

ganizado un grupo para partir el fósil. Me arrancaron de mi mesa y me arrastraron al'úxteíior en medio de una pequeña muchedumbre borracha. Por mi vida que no podía entender adonde íbamos o por qué íbamos a alguna parte. Otros enca­bezaban la marcha, en busca de algún lugar o recurso inimagi­nables para mí.

Tan súbitamente como empezamos nos detuvimos, y fui­mos al punto aplastados y pisoteados por los que seguían avanzando a tontas y a locas, al estilo de una payasada. Al­guien se volvió delante de mí, me tendió un ladrillo y dijo:

—¡Toma!—¡Traedlo aquí! —gritó otro—·. ¡Veamos lo que hay

dentro!

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Se abrió un camino delante de mí y me llevaron hasta un montón de ladrillos del tamaño de una mesa de billar.

—No hay nada dentro —protesté.—¡Eh, dámelo a mí! —dijo otro—·. ¡Yo lo haré!Apreté el fósil contra mi pecho y alguien me empujó por

detrás.—¡Adelante! —ordenó, con una voz que ya no era muy

cordial.Con el ladrillo a la espalda, me volví para mirarlos cara a

cara.—No voy a destruir el fósil —dije.Recibieron la noticia como si hubiera sido una bomba.

Después de un momento, alguien que se encontraba al fondo inquirió con tono perplejo:

—¿No le dijo Shirin que lo hiciera pedazos?Un hombre muy alto que iba al frente preguntó:—¿Es usted un cobarde?—No, no lo creo.—Entonces, ¿por qué vacila? El fósil no tiene ningún va­

lor intrínseco.Una mujer gritó desde atrás:—No es un cobarde en general, Günter. Sólo tiene miedo

a este mensaje en particular.Dos personas de entre la multitud hablaron a la vez. Una

de ellas dijo:—¿Cuál es el mensaje?Y la otra:—¿De qué tiene miedo?El hombre alto llamado Günter se adelantó y me habló

casi confidencialmente.—No es algo que pueda negarse a hacer sin más. Charles

le dio el fósil por alguna razón y Shirin dijo que tendría que hacerlo pedazos para descubrir cuál era esa razón, así que tiene que hacerlo pedazos. De lo contrario, este momento de su vida permanecerá incompleto y carente de significado.

Sabía que tema razón y de un modo u otro sabía que no iba a marcharme de aquel lugar con el fósil intacto, de manera que, sin más vacilación, lo coloqué sobre el montón de ladri­llos y lo hice pedazos. Mientras seguía allí, aturdido, Günter

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se adelantó, cogió ain papel blanco de los escombros, y lo con­virtió en una pelota dentro de su puño.

—¡Déme eso! —grité.—No hay forma de meter un mensaje dentro —me repli­

có con seriedad, alejándose—Es roca sólida.Los otros rieron y alguien dijo:—No le hagas caso, está bromeando. No es más que un

truco, un juego de manos. Se pasa el día sacando monedas de las orejas de la gente.

Al oír estas palabras, Günter arrojó la pelota de papel por encima del hombro, sin detenerse ni un instante, y una mujer que estaba sentada en un montón de ladrillos cercano se aba­lanzó para recogerla y guardarla como recuerdo. Tan de re­pente como había empezado, el espectáculo terminó y el gen­tío comenzó a dispersarse. Sólo la mujer que había recogido el pedazo de papel perecía dispuesta a quedarse. Tuve ganas de llorar.

—Es probable que no me recuerde —dijo—·. Estaba sen­tada junto a Shirin la primera vez que usted bajó al sótano. Bonnie.

—La recuerdo, Bonnie; lo que pasa es que no la reconocí. Parece mayor.

—Soy mayor —me aseguró con toda seriedad.Permanecimos allí, en una situación incómoda, durante

unos momentos in term imbles.—Shirin no abrigabaAnuchas ‘ esperanzas con respecto a

usted —comentó Bonnie.—Al menos al principio.Bonnie descartó mi puntualización con un encogimiento

de hombros.—Consideraba que usted era demasiado fijo.Sopesé los distintos significados de la palabra, y evidente­

mente Bonnie hizo lo mismo, pues pronto agregó una aclara­ción—·. Demasiado rígido en su manera de ser.

Asentí.—Como, por ejemplo, ahora... Ha hecho pedazos el fósil

y ni siquiera lo va a mirar.Eché un vistazo al pequeño montón de piedra desmenu­

zada que había encima de los ladrillos.

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—Bonnie, es sólo un poco de carbonato de calcio aplastado.—Sí, eso es lo que ella quería decir. Ese es exactamente el

tipo de comentario que ella esperaba de usted.Vaya, demonios. Al parecer era la noche de ser perseguido y

vapuleado. Con tin suspiro de agotamiento dirigí mi atención a los escombros que tenía al lado y percibí más que vi a Bonnie retirarse para hacerme un poco de sitio.

¿Qué tenía que ver allí (en teoría), si es que había algo que ver? O mejor dicho: ¿cómo debía mirarlo (en teoría)? ¿Qué había dicho Shirin acerca del fósil? No creía que el recuerdo estuviera allí en absoluto, cuando de repente me vino a la cabeza. Ella dijo: «Quiero enseñarte a leer el futuro». Luego observó que Charles lo habría hecho mejor y que había que «explicar con más detalle» el objetivo del ejercicio.

Quería enseñarme a leer el futuro. Cerré los ojos y traté de escuchar lo que diría. ¿Qué palabras no me sorprendería oír de sus labios respecto a ese tema?

De repente la oí decir: «El universo es de una sola pieza, Jared». Lo oí tan claro que abrí los ojos, casi esperando encon­trarla delante de mí, pero allí sólo estaba Bonnie, sentada sobre un montón de ladrillos próximo y contemplando las es­trellas. Volví a cerrar los ojos, pensando: «Así que el universo es de una sola pieza. ¿Qué me dice eso?».

La dejé hablar: «Te dice que el vuelo de un ganso sobre Escandinavia tiene que ver con un hombre que se está murien­do en la habitación de un hospital de Nueva Jersey... pero hace falta un poco de imaginación para darse cuenta. Te dice que lo que está escondido dentro de un fósil de doscientos millones de años tiene algo que ver con Jared Osborne. Para esto tam­bién hace falta imaginar un poco. Esta clase de especulaciones son la especialidad del adivino, aunque cualquiera puede aprender a hacerlo. El adivino es sólo un rastreador especial, un rastreador de los acontecimientos y las relaciones. Piensa en lo que deseas ahora mismo. ¿Qué estás buscando?».

Era fácil: «Te busco a ti».«Tu búsqueda empieza en este fósil, Jared. Podrías haber

visto con facilidad su futuro cuando te lo pedí, pero fuiste de­masiado cobarde para intentarlo. Ahora conoces su futuro, ¿noes así?»

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—Sí, su futuro es el polvo. No tenía otro futuro desde que Charles me lo dio. Aunque no lo hubiera hecho pedazos, no tenía otro futuro. Un día, dentro de una semana o de un mi­llón de años, iba a convertirse en polvo, y jamás tuvo otro des­tino posible.

«El universo es de una sola pieza, Jared. Charles compró este fósil para ti porque sabía que en él encontrarías un mensa­je, un mensaje de alguna clase, aunque en ese momento él ignoraba cuál. Pregúntale por ese mensaje, Jared. Pregúntale al fósil qué tiene que ver contigo, pregúntale qué quiere ense­ñarte.»

—No lo sé.«Vuélvete adivino, Jared. Buscas algo. Abre un pájaro y

observa sus entrañas, consulta tus sueños, recurre a la geo- mancia... mira los restos de este fósil. Míralo y hazle la pre­gunta.»

Lo miré y le pregunté: ¿Dónde está Shirin? Supongo que tardé medio segundo en darme cuenta de que sabía la respues­ta. Casi me caí de espaldas al recibir el impacto de la ilumina­ción. Casi me levanté flotando del suelo al entrar en contacto con la fuente del significado y del ser. Creo que si Bonnie no hubiera estado cerca, habría dejado escapar un grito de deses­peración hacia el universo que en ese momento se había fijado en mí. Los ojos se me llenaron de lágrimas y las piernas y los brazos me empezaron a temblar de forma incontrolada.

«Imbécil, imbécil, imbécil», me decían los restos del fósil. «jMira con atención, mira con atención... mira por donde quieras! ¿Ves a alguna Shinn aquí? ¿Alguna Shirin en absolu­to? ¡Imbécil, imbécil! ¡Shirmji^se encuentra entre los restos! ¡No está ahí!»

Esperé muchísimo tiempo, hasta estar seguro de poder caminar sin tambalearme y de poder hablar sin sollozar. Puede que tardara veinte o treinta minutos, y creía que Bonnie se ha­bía marchado, pero no, todavía seguía ahí. Después de barrer los restos con la mano, me acerqué a eüa y le dije que había descubierto lo que el fósil tenía que decirme. Con una mirada se dio cuenta de que era verdad, y fue lo bastante indulgente para no pedirme detalles.

—Me alegro —dijo. Y luego añadió—·: ¿Quiere esto?

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Le contesté que sí y le tendí la mano, donde dejó caer la bola de papel que Günter, el mago, había arrojado por encima de su hombro.

—Debo darme prisa —dijo, bajando del montón de la­drillos—. ¿Quiere que lo lleve al hotel?

No me tomé el trabajo de explicarle que ya no seguía hos­pedado allí, sólo le dije que no.

—Y gracias por hacer que me enfrentara al fósil. De otro modo no lo hubiera hecho.

—Bueno, ya sabe lo que Shirin siempre decía. Todo el uni­verso es de una sola pieza.

—Nunca se lo oí decir personalmente, pero me alegro de oírlo ahora.

Se precipitó en la noche y yo seguí su estela, pero más lentamente. Al llegar a la primera farola, me detuve y abrí cui­dadosamente la pelotita de papel, sólo para asegurarme de que estaba tan en blanco como yo suponía. En él había escritas con lápiz diez palabras justas:

«Shirin vivirá... no para siempre, pero lo bastante para ti.»

Un breve intervalo

Media hora más tarde empezaba a lamentar haber rechazado la oferta de llevarme que me había hecho Bonnie. Había que­rido estar solo, pero en ese momento gemía por la oportuni­dad de quitarme los zapatos durante diez minutos. A esa hora no había otro sitio adonde encaminarse más que al par­que. Se me había ocurrido la remota posibilidad de que Shi­rin pudiera estar allí, pero no era más que una ilusión nacida del alcohol más que del opio. Cuando por fin llegué, no pen­saba en nada más que en tenderme sobre un banco y dejarme ir, y si no encontraba un banco aislado, encontraría un claro aislado y dejaría que los escarabajos comprobaran hasta dónde podían llegar enterrándome. Finalmente, me olvidé de lo del aislamiento y me instalé en el primer banco que encontré.

Era mi primera gran lección sobre la vida de vagabundo: si vas a elegir la opción del banco del parque, más vale que es-

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tés preparado para dormir como un muerto. Estaba listo para hacerlo cuando me desplomé a las cuatro de la mañana, pero hacia las siete sólo deseaba estar muerto. Había descubierto en mis propias carnes por qué los vagabundos prefieren siempre el alcohol a la comida. Si alguien me hubiera puesto una bote­lla con tapón de corcho en la mano, le habría costado mucho recuperarla.

A eso de las ocho abandoné la lucha y fui cojeando en busca de café, una aspirina y desayuno. El primer sitio que en­contré era un modesto bar de obreros, y yo tema un aspecto lo bastante demacrado para que ellos fingieran que yo era invisi­ble hasta que les mostré algo de dinero. Tragué un poco de ca­feína, un analgésico y todos los hidratos de carbono que pude meterme dentro y traté de calcular mi siguiente movimiento. Si mi poder de adivinación era de fiar, sabía dónde no estaba Shirin: no estaba enterrada bajo un millón de toneladas de escombros en el lugar donde había estado el Schauspielhaus Wahnfried.

Las autoridades municipales alegaban que el teatro estaba vacío cuando explotó, pero eso era improbable, por no decir otra cosa peor. Si el teatro estaba vacío, ¿por qué iba a moles­tarse Herr Reichmann en volarlo? No, Shirin estaba en el tea­tro cuando explotó, pero de algún modo se las arregló para escapar. Por supuesto que alli había una salida por donde esca­par: el refugio antiaéreo que iba desde el segundo nivel del só­tano del teatro hasta un edificio administrativo contiguo. Yo no había pasado por alto la existencia del refugio, pero no lo ha­bía incluido en mi reconstrucción de los hechos poique no se puede ser más velo^-qutfla explosión de una bomba. Cuando, sin previo aviso, un techo se te cae encima a causa de una ex­plosión, los mejores reflejos del mundo no harán que te levan­tes de la silla... y mucho menos que te levantes y corras hacia un refugio que está a cuatro pasos de distancia. Sólo en las pe­lículas ocurren cosas así, en cámara lenta. Aquí las palabras clave son «sin previo aviso». Si alguien hubiese estado cerca para prevenirles con unos segundos de antelación, eso explica­ría su supervivencia. Y naturalmente hubo alguien cerca para prevenirles: yo, aunque no tengo el menor recuerdo de eso, si es que sucedió así.

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Aunque toda esta suposición fuera válida, seguía sabiendo solamente dónde no encontrar a Shirin. Pero me ofrecía un nuevo punto de partida.

Succésfoii

El edificio administrativo seguía allí, estaba abierto y había gente paseándose en el interior con el mismo aire aburrido que tiene la gente en los edificios administrativos de todo el mun­do. Las escaleras que bajaban al segundo sótano también se­guían allí, lo mismo que el funcionario cuarentón en su escri­torio. Me miró mientras me acercaba con un guiño suspicaz que daba a entender que no me reconocía. Yo no estaba inte­resado en él, estaba interesado en la puerta de acceso al refugio antiaéreo, que ahora estaba sellada para impedir el acceso, con maderas fijadas con tornillos de dos por cuatro. Me acerqué a inspeccionarlo y el guardián me ladró en alemán, de lo cual hice caso omiso.

Me marché un minuto más tarde para meditar las cosas. La manera más apropiada de destrabar la puerta sería usando un destornillador, pero yo no creía que el sabueso me diera tiempo para hacerlo. La manera más rápida de abrirla sería con una motosierra, pero no creía que el sabueso me ayudara a buscar un enchufe. La forma más rápida y brutal de abrirla sería con una palanqueta, y yo creía que sería capaz de hacerlo antes de que el sabueso se las arreglara para pedir refuerzos. Al re­cordarlo, todo este razonamiento me parece un disparate, pero en aquel momento, con una resaca de campeonato, todavía afectado por el largo viaje en avión y tras haber dormido sólo tres horas, se me antojó una solución completamente sensata y apropiada. Regresé al cabo de una hora con una palanqueta... no una de las tradicionales, sino una que yo pensaba que servi­ría, astutamente oculta en la manga de mi chaqueta. Cuando llegué a la puerta sellada, saqué la herramienta, la coloqué en el lugar oportuno y supe en una milésima de segundo lo equi­vocado que estaba. Considerando el efecto que logré, podía muy bien haber querido mover una viga de la torre Eiffel.

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El guardián ya estaba pidiendo ayuda, pero no se conten­tó con aquello. Después de colgar el teléfono, avanzó hacia mí y me echó las manos al cuello. Por suerte, su intención no era estrangularme, sino inmovilizarme hasta que llegaran los refuer- zos. Dispuse así de mucho tiempo para analizar lo que tenía delante de mis narices, que resultó un nombre y un número de teléfono cuidadosamente grabados en una de las maderas que cerraban la puerta.

Cuando por fin llegó la caballería, apareció una persona que sabía el inglés suficiente para convencerse de que yo era un loco inofensivo que se iría muy lejos, para no volver nunca, no sin haber dejado antes en el suelo la dichosa palanqueta.

Reunión

Casi no reconocí a Shirin cuando safio de la pequeña y en­cantadora cabaña en el bosque que Michael tenía unos veinte kilómetros al oeste de Radenau. La mariposa escarlata de lu­pus que le cubría el rostro había desaparecido casi por com­pleto, lo que indicaba una notable remisión de la enfermedad, aunque fuese temporal.

Fue un momento embarazoso. Ninguno de los dos sabía cómo actuar, ni siquiera cómo deseaba hacerlo. Por fin, lo de­jamos en un abrazo de camaradas que fingimos que no podía alargarse mucho porque teníamos que ocuparnos del impor­tante asunto de ponernos al corriente.

Mientras me llevaba a su chalé en el coche, Michael ya me había contado la mayor parte. Mi reconstrucción de los hechos ocurridos en el teatrcréra lo bastante exacta para no ne­cesitar más explicaciones. Gracias a los gritos de advertencia que pude dar, Shirin, Michael, Frau Hartmann y Monika Teitel estaban en el refugio cuando tuvo lugar la explosión. Causaron sensación cuando aparecieron entre una nube de polvo en el segundo sótano del edificio administrativo adyacente, pero reinaba la suficiente confusión para que pudieran desaparecer sin ser retenidos en la escena de los hechos. Tal como me lo contó Michael cuando nos dirigíamos al chalé, Shirin había

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querido volver para buscarme entre los escombros, pero los demás se las habían arreglado para disuadirla. Según la versión que me contó Shirin, era Michael quien había querido regre­sar a buscarme entre los escombros.

Todos habían coincidido en que era hora de ponerse a cu­bierto y mantenerse alejados durante un tiempo. El grupo es­taba claramente dividido a raíz de la noticia de mi superviven­cia. Para algunos, que yo no hubiese muerto confirmaba mi culpabilidad. Para otros (principalmente Shirin y Michael) el hecho de que casi muriera confirmaba mi inocencia. Los Tei- tel, convencidos de que Shirin debía ser protegida de su propio criterio equivocado, se habían callado lo de mi llamada desde Estados Unidos. Ni Bonnie ni Albrecht se hallaban en el tea­tro en el momento de la explosión y ninguno de los dos sabía dónde estaba Shirin... ni siquiera si estaba viva.

Ni Shirin ni Michael habían oído hablar nunca de un prestidigitador llamado Günter.

Con esto pongo mi diario al corriente hasta el momento actual.En la casa rige una extraña regla: no hablamos de lo que

pasará. Michael es soltero, hijo único de padres pudientes, sin nadie a su cargo; no tenemos problemas económicos.

Es muy pronto para decir si Shirin y yo nos encaminamos hacia algo más que lo que tenemos actualmente. Su reserva es profunda, lo mismo que su necesidad de ser independiente y de no ser compadecida. El tiempo dirá.

No tengo prisa.

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EPÍLOGO

Sin fecha

Vuelta a la madriguera

Como he mencionado con anterioridad, confié a un amigo la grabación de mi última conversación con el padre Lulfre. Acabo de tener noticias de mi amigo, quien me informa de que hace dos días su apartamento fue allanado y registrado, y de que la casete ha desaparecido. Yo le había pedido muy en­carecidamente que hiciera una copia para dejarla a buen re­caudo en alguna otra parte, pero no lo había hecho. Culpa mía, por no haberle dicho que era un asunto de vida o muer­te. Culpa mía, por no averiguar si lo había hecho. Culpa mía, por seguir siendo demasiado confiado.

Shirin y yo debemos dejar a Michael solo en su refugio del bosque y pasar a la clandestinidad total. El estará a salvo cuan­do nos hayamos ido, pues ni el padre Lulfre ni Herr Reichmann comprenden verdaderamente de qué va todo esto.

¿Dónde entras tú?

Termino como empecé, preguntándome si hubo una vez al­guien que llevara un diario y que, en realidad, no escribiera para la posteridad, no confiara secretamente en que sus pala­bras (tan cuidadosamente escondidas, ay) serían descubiertas y apreciadas algún día. Eñ cualquier caso, si esos dechados de modestia existen, yo no soy uno. Desde el principio supe que escribía con la posibilidad de ser leído por otros, por el lector que me tiene ahora en las manos.

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Desde el primer episodio de mi aventura (esa conversa­ción inicial con el padre Lulfre), supe que se estaba tramando algo que con el tiempo habría que compartir con un público más amplio que el que tengo dentro de la cabeza. Por decirlo sin ro­deos: aunque yo tratara de fingir lo contrario, sabía que aquí es­taba dejando constancia de todo, y, de no haber sido así, no habría perseverado en ponerlo al día con tanta diligencia.

¿Por qué lo interrumpo en este punto? ¿Es porque las en­señanzas de B están completas y no hace falta añadir nada mas? Difícilmente. La idea es risible. Como cultura, hemos cre­cido con las gafas ahumadas del Gran Olvido. Desde el princi­pio, nuestro crecimiento intelectual quedó atrofiado y deformado por la fenociclidina de la amnesia. Esto no es algo que pueda ser reparado por un autor... ni por diez autores juntos. Tampoco lo reparará un maestro, ni diez maestros. Si se repara, lo repa­rará toda una nueva generación de autores y maestros.

Uno de los cuales es usted.No hay nadie, en posesión de estas palabras, que no sea

capaz de pasárselas a otro diciendo: «Toma, lee esto».Padres, enseñad a vuestros hijos. Niños, enseñad a vues­

tros padres. Maestros, enseñad a vuestros alumnos. Alumnos, enseñad a vuestros maestros.

La visión es el río y quienes hemos cambiado somos el torrente.Supongo que la gente os pedirá que le resumáis de qué se

trata. Os ofrezco esto, aunque soy consciente de lo inadecuado que es: Viejas mentalidades con programas nuevos no cambiarán el mundo. Si el mundo se salva, lo salvarán las mentalidades nue­vas... sin ningún programa.

No creo que guste esto, en especial la última parte. Si al lector le parece que vale la pena seguir, recordemos las estacas en el río. Recordemos la revolución industrial, el gran río de la visión que no necesitó ni un solo programa que lo hiciera fluir para abarcar incluso el mundo.

¿Quién es B?

Charles Atterley fue B. Shirin ha dicho que ella es B. Yo he dicho que soy B. Esto es lo que nos ha convertido en blancos.

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Debo conseguir que el padre Lulfre cambie de opinión a este respecto. Es lo que estoy haciendo aquí. He perdido la graba­ción que era mi salvoconducto, y sólo puedo reemplazarla por el lector mismo. Porque si el lector ha leído estas palabras, el daño ya está hecho y el padre Lulfre lo sabrá.

No me estoy expresando con coherencia. El hecho es que me están metiendo prisa. Shirin tiene el equipaje preparado, y Michael está esperando para llevarnos al aeropuerto de Ham­burgo... y debo dejar este manuscrito en su poder. Es lo mejor. Los pasos que hay que dar con él no puede darlos alguien que está huyendo, alguien sin dirección ni número de teléfono.

En resumen: si no estamos aquí, Michael estará a salvo, por­que el padre Lulfre cree que Shirin y yo somos B.

¿Qué significa para mí decir que soy B? No significa que pueda igualar la sabiduría o las habilidades de Charles y Shirin. Significa que he cambiado, fundamental y permanentemente. Significa que es imposible hacer que vuelva a ser lo que era.

Por eso soy B: no puedo volver a ser lo que era.

Shirin acaba de asomar la cabeza para decirme que si no nos vamos en los próximos tres minutos, vamos a perder el avión.

De manera que... con muchísima prisa...He escrito las palabras, y ellas han encontrado el camino

hasta el lector... no sé exactamente cómo. Michael dicé que tiene conocidos que saben cómo afrontar ese tema. No me preo­cuparé por eso.

Las palabras han llegado hasta el lector, aun cuando, ha­biéndolas leído, las odie, aun cuando las oculte a los ojos de sus hijos o las arroje a las llamas.

Le han llegado, así que ya es demasiado tarde. Aun cuan­do, entretanto, el padre Lulfre nos localice y nos mande a sus asesinos, llegará demasiado tarde... debido a lo que se ha leí­do aquí.

El contagio se ha extendido.Todos somos B.

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ENSEÑANZAS PÚBLICAS

El Gran Olvido16 de Mayo, Der Bau, Munich

Me pregunto si alguna vez han considerado lo extraño que resulta que las estructuras educativas que forman el carácter, de nuestra cultura nos pongan sólo una vez en la vida ante las ideas de Sócrates, Platón, Euclides, Aristóteles, Herodoto, Agustín, Maquiavelo, Shakespeare, Descartes, Rousseau, Newton, Racine, Darwin, Kant, Kierkegaard, Tolstoi, Scho­penhauer, Goethe, Freud, Marx, Fdnstein y muchos otros de la misma categoría, y que en cambio nos pasen por la cara anual, mensual, semanal, incluso diariamente, las ideas de personas como Jesús, Moisés, Mahoma y Buda. ¿Por qué piensan us­tedes que necesitamos disertaciones trimestrales sobre la cari­dad, mientras que se cree que una sola conferencia sobre las leyes de la termodinámica nos durará toda la vida? ¿Por qué se considera que el significado de la Navidad es tan difícil de comprender que debamos oír una docena de explicaciones acerca de la misma, no una vez en la vida, sino cada año, uno tras otro? Tal vez sea más pertinente preguntar: ¿por qué los piadosos (que ya conocen cada palabra de cualquier texto que consideran sagrado) necesitan oírlos semana tras semana, in­cluso día tras día, indefinidamente?

Apuesto a que, si hay físicos escuchándome aquí esta no­che, no guardan un ejemplar de los Principia de Newton en su mesita de noche. Apuesto a que los astrónomos que hay entre ustedes no buscan al despertarse un ejemplar del De revolutio- nibus de Copérnico, que los genetistas no pasan una hora dia­ria en comunión reverencial con La doble hélice, que los anato­mistas no se esfuerzan por leer todas las noches un pasaje del De humani corporis fabrica, que los sociólogos no llevan encima

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ningún ejemplar de La ética protestante y el espíritu del capitalis­mo. Pero saben muy bien que cientos de millones de personas hojean diariamente los libros sagrados que serán leídos de cabo a rabo, no una docena de veces durante la vida, sino do­cenas de docenas.

¿Se han preguntado alguna vez por qué es el deber del sa­cerdote de tantas sectas leer los Oficios Divinos diariamente? ¿Por qué las mismas afirmaciones de fe se repiten palabra por palabra, en tantas comunidades religiosas alrededor del mun­do, diariamente? ¿Es tan difícil recordar que Alá es Uno o que Cristo murió por nuestros pecados, que debe reiterarse por lo menos una vez al día durante toda la vida? Lógicamente, sabe­mos que estas cosas no son en absoluto difíciles de recordar. Y sabemos que los piadosos no van a la iglesia todos los do­mingos porque se han olvidado de que Jesús los ama, sino más bien porque no han olvidado que Jesús los ama. Lo quieren oír una y otra vez, y otra, y otra. En un sentido u otro, necesitan oírlo una vez y otra vez y otra vez. Pueden vivir sin escuchar las leyes de la termodinámica diez mil veces, pero por alguna razón, no pueden vivir sin escuchar las leyes de sus dioses diez mil veces.

En verdad os digo... una vez y otra vez y otra vez

Unos años antes, cuando empecé a hablar en público, tenía la idea un tanto ingenua de que sería suficiente, en realidad to­talmente suficiente, decir cada cosa tan sólo una vez. Sólo gra­dualmente llegué a entender que decir algo una vez equivale a no decirlo en absoluto. Es suficiente que la gente oiga las leyes de la termodinámica una sola vez, y entienda que están escritas en algún sitio, por si en algún momento necesitan con­sultarlas de nueyo^pero hay otras verdades, de un orden humano diferente, que o,eben enunciarse una vez y otra vez y otra vez... utilizando las mismas palabras y utilizando palabras diferentes: una vez y otra, y otra.

Como ustedes saben, yo no había hablado en Der Bau antes de esta noche. Sin embargo, algunos de ustedes tal vez

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me hayan oído hablar en otro lugar y se digan a sí mismos: «¿No le escuché decir estas cosas en Salzburgo, o Dresde, o Stuttgart, o Praga, o Weisbaden?». La respuesta a esa pregun­ta es sí.

Y cuando Jesús habló en Galilea, estaban aquellos que preguntaban: «¿No le oí decir estas cosas en Cafarnaúm, Jeru- salén, Judea, Genesaret o Cesárea de Filipo?». Por supuesto que le oyeron decirlas en todos esos lugares. Todas las ense­ñanzas públicas atribuidas a Jesús en los Evangelios podían ser pronunciadas en tres horas o menos, y si no se repetía en todos los lugares a los que acudía, entonces permaneció en silencio durante el noventa y nueve por ciento de su vida pública.

En cualquier lugar del mundo

En cualquier lugar del mundo, Oriente u Occidente, cual­quiera puede acercarse a un extraño y decirle: «Permítame que le exponga cómo salvarse», y el interlocutor le entenderá. Tal vez no le crea o tal vez no sea bien acogido cuando pro­nuncie estas palabras, pero seguro que lo entenderá. Que le entiendan debería sorprenderle, pero no le sorprende porque usted ha estado preparado desde su niñez por cientos de mi­les de voces, un millón de voces, para entender esas palabras. Sabe instantáneamente que significa «ser salvado», y no tiene la menor importancia que usted crea o no en la idea de salva­ción de los otros. Además, tiene muy claro que salvarse supo­ne algún método. El método podría ser un ritual: el bautis­mo, la extremaunción, el sacramento de la penitencia, la práctica de ritos ceremoniales, cualquier otra cosa. Por otro lado, podría ser una acción interna de arrepentimiento, amor, fe o meditación. Además, sabe que el método de salvación que se propone es universal: todos pueden usarlo y funciona para todos. Y más aún: sabe que el método no ha sido descu­bierto, desarrollado o probado en ningún laboratorio científi­co; o Dios lo ha revelado a alguien o alguien lo ha descubierto en un estado de conciencia supranormal. Aunque inicialmen­te transmitido por medios divinos, el método es sin embargo

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transmisible por medios normales, lo cual explica por-qué es posible para un individuo corriente ofrecer el método a otros.

Pero esto apenas araña la superficie de lo que se quiere decir cuando alguien dice: «Le explicaré cómo salvarse». Hay una concepción del mundo profunda y compleja implícita en este ofrecimiento. De acuerdo con esta concepción del mun­do, la condición humana es tal que todos nacemos en un estado de no salvación y permanecemos sin ser salvados hasta que se ejecutan el ritual o la acción interior requeridos, y todos los que mueren en ese estado, o pierden su oportunidad de eterna felicidad junto a Dios, o no escapan al tedioso círculo de muerte y renacimiento.

Como nos han enseñado desde que nacimos a entender todo esto, no nos extraña oír decir a alguien: «Le explicaré cómo salvarse». La salvación es tan simple y común para noso­tros como lo son el amanecer y la lluvia. Pero ahora tratemos de imaginar cómo serían acogidas estas palabras en una cultura que no tuviera la idea de que la gente nació en un estado de no salvación, que no tuviera la idea de que la gente necesita ser salvada. Una afirmación como ésta, que nos parece sencilla y normal, para ellos carecería de significado y sería incomprensi­ble en parte o en su totalidad. Ni una sola palabra tendría sen­tido para ellos.

Imaginemos todo el trabajo que tendríamos que hacer para preparar a la gente de esa cultura con objeto de que en­tendiera nuestra afirmación. Tendríamos que persuadirlos de que ellos (y todos los humanos) nacen en un estado en el que necesitan la salvación. Tendríamos que explicarles qué signifi­ca no salvarse y qué significa salvarse. Tendríamos que persua­dirlos de que la salvación es de importancia vital, en realidad lo más importante^qn el mundo. Tendríamos que convencerlos de que poseemos uh método que asegura el éxito. Tendríamos que explicarles de dónde salió el método y por qué funciona. Tendríamos que asegurarles que pueden dominar este método y que surtirá el mismo efecto con ellos que con nosotros.

Si alguien puede imaginar la dificultad que encontraría en una empresa así, entonces puede imaginar la dificultad que yo encuentro cada vez que me dirijo a un público. Rara vez es po­sible abrir la boca sin más y decir las cosas que tengo en la ca-

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beza. Más bien debo comenzar echando los cimientos de ideas que son obvias para mí pero fundamentalmente extrañas para quienes me escuchan.

El Gran Olvido

A cada público y a cada individuo debo comenzar por hacer­les comprender que la conciencia cultural que heredamos de nuestros padres y transmitimos a nuestros hijos está directa y sólidamente construida sobre el Gran Olvido que tuvo lugar en nuestra cultura en todo el mundo durante los milenios formativos de nuestra civilización. Lo que ocurrió durante esos milenios formativos fue que las comunidades-agrícolas neolíticas se convirtieron en aldeas, las aldeas se convirtieron en ciudades y las ciudades se unieron en reinos. En relación con estos acontecimientos se dieron el desarrollo de la di­visión del trabajo en tendencias artesanales, el establecimien­to de sistemas de comercio regionales e interregionales, y el surgimiento del comercio como profesión independiente. Lo que se estaba olvidando mientras todo esto ocurría era que había habido una época en que ninguna de estas cosas existía, una época en que la recolección de alimentos que la naturale­za ofrecía era, más que la agricultura, la base de la vida hu­mana, cuando ni siquiera se soñaba con aldeas, ciudades ni reinos, una época en la que nadie se ganaba la vida como alfa­rero ni haciendo canastas ni trabajando el metal, una época en que el comercio era algo ocasional o informal, una época en que el comercio era inconcebible como medio de vida.

Apenas podemos sorprendernos de que el olvido tuviera lugar. Por el contrario, es difícil imaginar cómo pudo haberse evitado. Habría sido necesario aferrarse al recuerdo de nuestro pasado cazador-recolector durante cinco mil años hasta que alguien hubiera escrito una crónica sobre la época.

Cuando por fin estuvimos preparados para escribir la his­toria humana, los acontecimientos fundamentales de nuestra cultura eran hechos antiguos, muy antiguos... pero esto no los convierte en inimaginables. Por el contrario, eran muy fáciles

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de imaginar, extrapolándolos hacia el pasado. Era evidente que los reinos e imperios de ese presente eran más grandes y populosos que los del pasado. Era evidente que los artesanos de ese presente teman más conocimientos y más habilidad que los artesanos del pasado. Era evidente que los productos dis­ponibles para la venta y el comercio eran más numerosos en ese presente que en el pasado. No se requería un gran esfuerzo de inteligencia para entender que, a medida que uno retroce­día más y más en el tiempo, la población (y en consecuencia los pueblos) se volvían cada vez más pequeños, los oficios cada vez más primitivos, y el comercio cada vez más rudimentario. De hecho, era obvio que, si retrocedían lo suficiente, llegarían a un comienzo en el cual no había pueblos, no había oficios, no había comercio.

En ausencia de cualquier otra teoría, parecía razonable (incluso inevitable) suponer que la raza humana debía de ha­ber comenzado con una sola pareja humana, un hombre y una mujer originales. No había nada inherentemente irracional o improbable con respecto a esa suposición. La existencia de un hombre original y de una mujer original no era un argumento a favor o en contra de un acto de creación divina. Tal vez sea así como comienzan las cosas. Tal vez en el comienzo del mundo había un hombre y una mujer, un toro y una vaca, un caballo y una yegua, una gallina y un gallo, y así sucesivamen­te. ¿Quién sabía más en este punto? Nuestros antepasados cul­turales no sabían nada acerca de ninguna «revolución» agríco­la. Por lo que a ellos respectaba, los humanos habían nacido labrando la tierra, de la misma manera que los venados habían nacido pastando. Tal como ellos lo veían, la agricultura y la civilización eran tan naturalmente humanos como el pensa­miento o el lenguaje. Nuestro pasado cazador-recolector no fue solamente olvidado, sino que era inimaginable.

El Gran Olvido estaba tejido en la urdimbre de nuestra vida intelectual desde sus mismísimos comienzos. Este tejido temprano fue realizado por los esqiibas anónimos del Antiguo Egipto, Sumer, Asiria, Babilonia, dndia y China; luego, más tarde, por Moisés, Samuel y Elias de Israel, por Fabio Pictor y Catón el Viejo de Roma, por Ssu-ma T’an y su hijo Ssu-ma Ch’ien de China, y más tarde por Helánico, Herodoto, Tucí-

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dides y Jenofonte de Grecia. (Aunque Anaximandro conjeturó que todo evoluciona a partir de una materia informe, que él llamó «lo ilimitado», y que el Hombre surgió de antepasados con aspecto de pez, era tan poco consciente del Gran Olvido como los demás.) Estos antiguos fueron los maestros de Isaías y Jeremías, Confucio y Gautama Buda, Tales y Heráclito, y fueron los maestros de Juan Bautista y Jesús, Lao-Tzu y Só­crates, Platón y Aristóteles... que a su vez fueron los maestros de Mahoma y Tomás de Aquino, Bacon y Galileo, Newton y Descartes, y cada uno, inconscientemente, materializó y ratifi­có el Gran Olvido en sus obras de manera que todos los textos de historia, filosofía y teología, desde los orígenes de la escri­tura hasta casi la época presente, lo incorporaron como una suposición integral e incuestionada.

Ahora espero, espero sinceramente, que haya muchos en­tre ustedes que estén ardiendo en deseos de saber por qué ni uno solo de ustedes jamás oyó una palabra acerca del Gran Olvido (dándole el nombre que sea) en cualquiera de las clases a las cuales han asistido en cualquier escuela y en cualquier nivel, desde el jardín de infancia hasta el ciclo universitario. Si se hacen esta pregunta, estén seguros de que no es de nin­gún modo una cuestión académica; es una pregunta vital, y no dudo en decir que el futuro de nuestra especie en este planeta depende de ello.

El Gran Recuerdo

Lo que se olvidó en el Gran Olvido no fue que los humanos habían evolucionado a partir de otras especies. No existe nin­guna razón para pensar que los humanos paleolíticos o los humanos mesolíticos no supusieran que habían evolucionado. Lo que se olvidó en el Gran Olvido fue que, antes del adve­nimiento de la agricultura y la vida en la aldea, los humanos habían vivido de una manera muy distinta.

Esto explica por qué el Gran Olvido no fue revelado por el desarrollo de la teoría evolutiva. La evolución, en realidad, no tiene nada que ver con esto. Fue la paleontología la que

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puso al descubierto el Gran Olvido (y lo habría hecho aunque - nunca se hubiera propuesto una teoría de la evolución). Lo hizo demostrando de manera irrefutable que los humanos ha­bían existido muchísimo antes de cualquier fecha concebible para el inicio de la primera cosecha y el comienzo de la civili­zación.

La paleontología hizo insostenible la idea de que la hu­manidad, la agricultura y la civilización comenzaron aproxima­damente al mismo tiempo. La historia y la arqueología habían dejado fuera de toda duda que la agricultura y la civilización tenían apenas unos miles de años de antigüedad, pero la pa­leontología dejó bien sentado que la humanidad tenía millones de años. La paleontología hizo imposible creer que el Hom­bre hubiese nacido agricultor y constructor de civilizaciones.

Ii# paleontología nos obligó a llegar a la conclusión de que el Hombre había nacido como algo totalmente diferente... un nómada sin hogar y dedicado a recoger los alimentos que la naturaleza le ofrecía... y esto es lo que se había olvidado en el Gran Olvido./

Resulta desconcertante preguntarse qué habrían escrito los pensadores que fundaron nuestra cultura si hubieran sabido que ios humanos habían vivido bien en este planeta durante millones de años sin agricultura o sin civilización, si hubieran sa­bido que la agricultura y la civilización no son ni remotamente innatos en los humanos. La única conclusión a la que puedo llegar es que el curso íntegro de nuestra historia intelectual hu­biera sido dilerente de lo que encontramos hoy en nuestras bi­bliotecas.

Pero aquí tenemos uno de los acontecimientos más sor­prendentes de toda la historia de la humanidad. Cuando los pen­sadores de los siglos XVIII, XIX y XX se vieron finalmente obligados a admitir que toda la estructura del pensamiento, en nuestra cultura, se había levantado sobre un error tan grave, no sucedió nada.

Es difícil darse cuenta de que no sucede nada. Todo el mundo lo sabe. Los lectores de novelas de Sherlock Holmes recordarán que lo más extraordinario que el perro hizo durante la noche fue... que no hizo nada. Y esto es lo extraordinario que estos pensadores hicieron: nada. Evidentemente no les in-

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teresó hacer algo; no les interesó retroceder a todos los pensa­dores fundadores de nuestra cultura y preguntarles cómo hu­biera cambiado su obra si hubieran conocido la verdad acerca de nuestros orígenes. Me temo que la verdad es que querían de­jar las cosas tal como estaban. Querían continuar olvidando... y eso es exactamente lo que hicieron.

Por supuesto, se vieron obligados a hacer algunas conce­siones. No podían seguir enseñando que los humanos habían nacido labrando la tierra. Tuvieron que enfrentarse con el he- cho de que la labranza era en realidad un acontecimiento muy reciente, be dijeron: «bueno, ñamémoslo revolución... revolu­ción agrícola». Esta era una idea inadecuada hasta extremos inconcebibles, pero ¿quién iba a discutírsela? El asunto era vergonzoso, y se sintieron felices de darlo por solucionado con una etiqueta. Entonces se convirtió en la revolución agrír cola, una nueva mentira que iba a ser perpetuada a través de los tiempos.

Los historiadores se disgustaron seriamente cuando se enteraron del verdadero alcance de la historia humana. La dis­ciplina que cada uno de ellos estudiaba, toda su concepción del mundo, había sido moldeada por personas que creían que todo había comenzado unos miles de años antes, cuando la población humana apareció sobre la Tierra e inmediatamen­te comenzó a labrar el suelo y a construir una civilización. Esto era la historia, la historia de los agricultores que apare­cieron unos miles de años antes para convertir comunidades agrícolas en aldeas, aldeas en ciudades, ciudades en reinos. Esto era todo, o así les parecía a ellos. Esto era lo que les im­portaba, y los millones de años precedentes merecían ser ol­vidados.

Los historiadores se negaron a tocar este otro material, y aquí está la excusa que crearon para justificarse: no tenían que tocarlo... porque no era historia. Era algo novedoso llamado prehistoria. Eso era lo que necesitaban, que alguna raza infe­rior se ocupara del tema... no verdaderos historiadores, sino más bien prehistoriadores.

De esta manera los historiadores modernos pusieron su sello de aprobación sobre el Gran Olvido. Lo que se olvidó en el Gran Olvido no fue algo importante, fue sólo prehistoria.

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Algo que no valía la pena considerar. Un período enorme­mente largo donde no pasaba nada.

El Gran Recuerdo se convirtió de esta manera en algo que nunca sucedió. Los guardianes intelectuales de nuestra cultura, es decir, los historiadores, los filósofos, los teólogos... no querían saber nada al respecto. Los cimientos de todas sus disciplinas habían sido echados durante el Gran Olvido y no querían someterlos a revisión. Estaban totalmente sa­tisfechos de que continuara el Gran Olvido... y, a todos los fines prácticos, eso fue exactamente lo que hicieron. La con­cepción del mundo que transmitimos a nuestros hijos hoy es fundamentalmente la misma que se transmitía a los niños hace cuatrocientos años. Las diferencias son simplemente su­perficiales. En vez de enseñar a nuestros hijos que la huma­nidad comenzó hace unos miles de años (y que no existía an­tes), les enseñamos que la historia humana comenzó hace unos miles de años (y que no existía antes). En vez de enseñar a nuestros hijos que la civilización es lo que es la humanidad, les enseñamos que la civilización es lo que es la historia. Pero todo el mundo sabe que ambas cosas se reducen a lo mismo.

De esta manera la historia humana se reduce al período que corresponde exactamente a la historia de nuestra cultura, con el otro noventa y nueve coma siete por ciento de la histo­ria humana descartada como un simple preludio.

El mito de la revolución agrícola

Que la Tierra es el centro inmóvil del universo fue una idea aceptada durante miles de años. En cuanto tal parece inofen­siva, pero generó mil errores y limitó lo que podíamos enten­der con respecto al universo. La idea de la revolución agrícola que aprendemos en la escuela y enseñamos a nuestros hijos en la escuela parece de igual manera inofensiva, pero también ha generado mil errores y limita lo que podemos entender acerca de nosotros mismos y de lo que ha sucedido en este planeta.

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En pocas palabras, la idea central de la revolución agrícola es ésta: que hace alrededor de diez mil años, la gente comenzó a abandonar la vida de recolección en favor de la agricultura. Esto nos engaña de dos maneras muy importantes: primero, al implicar que la agricultura es básicamente sólo una cosa (de la misma manera que la recolección es básicamente sólo una cosa), y segundo, al implicar que esta única cosa fue adoptada en to­das partes más o menos en la misma época. Hay tan poca verdad en esta afirmación que no vale la pena ocuparse en ella, así que yo expondré otra:

Muchos estilos diferentes de agricultura se usaban en todo el mundo hace diez mil años cuando nuestro particular estilo de agricultura emergió en Oriente Próximo. Este es­tilo, nuestro estilo, es el que yo llamo de agricultura tota­litaria para recalcar la manera en que subordina todas las formas de vida a la producción implacable y exclusiva de alimento para los seres humanos. Incentivado por los enormes excedentes de alimentos generados únicamente por este estilo de agricultura, se dio un rápido crecimiento de población entre los que la practicaban, seguido de una expansión geográfica igualmente rápida que borró todos los demás estilos de vida que encontraba a su paso (inclu­yendo los que se basaban en otros estilos de agricultura).Esta expansión y arrasamiento de estilos de vida continuó sin pausa en los milenios siguientes, llegando finalmente al Nuevo Mundo en el siglo XV y continuando hasta el presente en áreas remotas de Africa, Australia, Nueva Guinea y América del Sur.

Los pensadores fundamentales de nuestra cultura imagi ­naron que lo que nosotros hacemos es lo que la gente en todas partes ha hecho desde el comienzo de los tiempos. Y cuando los pensadores del siglo XIX se vieron obligados a reconocer que no era así, imaginaron en cambio que lo que nosotros ha­cemos es lo que la gente en todas partes ha hecho durante los últimos diez mil años. Podían muy fácilmente haberse procu­rado mejor información, pero obviamente no creyeron que va­liese la pena molestarse en hacerlo.

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Oriente y Occidente

Forma ya parte indiscutible de nuestra mitología cultural la idea de que un profundo abismo separa a Oriente de Occi­dente, y que los dos no se encontrarán jamás. Esto hace que la gente se desconcierte cuando hablo de Oriente y Occidente como una sola cultura. Oriente y Occidente son gemelos, con una madre y un padre comunes, pero cuando estos gemelos se miran, se asombran ante las diferencias que ven, pero no ante las similitudes, igual que ocurre con los gemelos biológi­cos. Es necesario que los mire un extraño como yo para sentir asombro ante la identidad cultural fundamental que existe entre los dos.

Nada podría ser más fundamental para cualquier pueblo que la manera en que obtiene los recursos de los que vive. La gente de nuestra cultura, Oriente y Occidente, lo hace por medio de la agricultura totalitaria, y lo ha hecho así desde el comienzo... el mismo comienzo para los dos; durante los últi­mos diez mil años, la gente tanto de Oriente como de Occi­dente ha contado de manera firme, sólida y exclusiva con la agricultura totalitaria como su base. No hay una sola cosa que los diferencie en este aspecto.

La agricultura totalitaria es más que un medio de obtener lo que uno necesita para vivir, es la base del estilo de vida más trabajoso que jamás se haya desarrollado en este planeta. Esto suele ser una sorpresa desagradable para gran parte del públi­co, pero no hay ninguna duda: nadie trabaja con más ahínco para permanecer vivo que la gente de nuestra cultura. Esto ha sido documentado con tal detalle en los últimos cuarenta años que dudo que pueda encontrarse a un antropólogo en cual­quier lugar del mundo que lo discuta.

Mi idea es que la laboriosidad de su estilo de vida ha he­cho surgir otra similitud fundamental entre ios pueblos de Oriente y Occidente, y ésta es la similitud en su perspectiva espiritual. Nuevamente, es un tópico imaginar que un abismo enorme separa a Oriente de Occidente en este aspecto, pero a mí los dos me parecen gemelos, porque ambos están obsesio­nados con la extraña idea de que la gente necesita ser salvada. En décadas recientes, el aspecto soteriológico de las religiones

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orientales ha sido suavizado para su exportación a los merca­dos Beat, hippy y New Age, pero resulta inequívoco cuando se ve en sus orígenes, en su hábitat natural.

Es cierto sin duda que los fines y los medios de la salvación difieren de manera notable entre Oriente y Occidente, pero los medios y fines de la salvación difieren entre todas las reli­giones salvacionistas del mundo... así es precisamente como las diferenciamos. El hecho esencial es que, en cualquier lugar del mundo, Oriente u Occidente, ustedes pueden acercarse a un extraño y decirle: «Permítame que le diga cómo salvarse», y les entenderá.

La nada de la prehistoria

Cuando los pensadores fundamentales de nuestra cultura vol­vieron la vista atrás, más allá de la aparición del hombre agri­cultor, no vieron nada. Era lo que esperaban ver, ya que, como habían dilucidado, la gente no podía existir antes de la agricultura, del mismo modo que el pez no podría existir an­tes del agua. Para ellos el estudio del hombre preagricultor hubiera sido como el estudio de «nadie».

Cuando la existencia del hombre preagricultor se hizo in­negable en el siglo XDC, los pensadores de nuestra cultura no se preocuparon por alterar el saber tradicional de los antiguos, así que el estudio del hombre preagricultor se convirtió en el es­tudio de nadie. Sabían que no podían decir que los pueblos preagricultores habían vivido en la no historia, así que afirma­ron que habían vivido en algo llamado «prehistoria». Estoy se­guro de que ustedes entienden qué es la prehistoria. Es algo así como la «preagua», y todos saben qué es eso, ¿no es cierto? La preagua es el elemento en el cual vivió el pez antes de que hubiera agua, y la prehistoria es aquello en lo que la gente vivió antes de que hubiera historia.

Como he señalado una y otra vez, los pensadores funda­mentales de nuestra cultura imaginaron que el Hombre había nacido agricultor y constructor de civilizaciones. Cuando los pensadores del siglo XDC se vieron obligados a revisar esta fan-

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tasía, lo hicieron de la siguiente manera: «Puede que el Hom­bre no naciera agricultor o constructor de civilizaciones, pero nació para convertirse en agricultor y constructor de una civili­zación». En otras palabras, el hombre de esa ficción conoci­da como prehistoria entró en nuestra conciencia cultural como una especie de principio lento y la prehistoria se convirtió en un conjunto de personas que iniciaban con gran lentitud el proce­so que les haría ser agricultores y constructores de civilizacio­nes. Si necesitan un dato para confirmar lo dicho, consideren la designación tradicional de los pueblos prehistóricos como pertenecientes a la «Edad de Piedra»; esta terminología fue elegida por personas que no dudaron ni un momento que las piedras eran tan importantes para estos lamentables antepasa­dos nuestros como la imprenta y la máquina de vapor para los ciudadanos del siglo XIX. Si quieren hacerse una idea de la importancia de las piedras para los pueblos prehistóricos, vi­siten una moderna cultura de la «Edad de Piedra» en Nueva Guinea o Brasil y verán que las piedras ocupan un lugar tan importante en su vida como el pegamento en las nuestras. Usan piedras siempre... como nosotros usamos pegamento para todo, pero llamarlos pobladores de la Edad de Piedra tie­ne el mismo sentido que llamarnos a nosotros pobladores de la Edad del Pegamento.

El mito de la revolución agrícola (cont.)

Los pensadores fundamentales de nuestra cultura imagi­naron la descendencia del Hombre de esta manera:

PRIMEROS HUMANOS

ψNOSOTROS

Los críticos recalcitrantes del siglo XIX enmendaron la descendencia del Hombre hasta dejarla así:

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PRIMEROS HUMANOS

iHUMANOS PALEOLÍTICOS

IHUMANOS MESOLÍTICOS

4HUMANOS NEOLÍTICOS

4EL GRAN OLVIDO

4NOSOTROS

Naturalmente, no dudaron en suponer que la totalidad de la historia humana conducía hasta «Nosotros», los miembros de nuestra cultura, y es así como se ha enseñado en nuestras escuelas desde entonces. Lamentablemente, al igual que gran parte de lo que se pensó en este punto, todo era tan grotesca­mente falso como hacer que los chiflados más pedestres parez­can gigantes intelectuales.

Así es como debe quedar el esquema si ustedes comien­zan por reconocer que los miembros de nuestra cultura no son los únicos humanos de este planeta:

PRIMEROS HUMANOS

4HUMANOS PALEOLITICOS

4HUMANOS MESOLÍTICOS

4HUMANOS NEOLÍTICOS

OTRAS 10.000 CULTURAS NOSOTROS

Este diagrama revela una escisión de la humanidad mu­cho más profunda que la que vemos entre Oriente y Occiden­te. Aquí vepios la escisión que tuvo lugar entre los que experi- mentaroífel Gran Olvido y los que no.

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La Ley de la Competencia Limitada

Durante el Gran Olvido la gente de nuestra cultura llegó a convencerse de que la vida en «estado natural» estaba gober­nada por una sola ley, una ley cruel conocida en nuestro idioma como «la Ley de la Selva», que se puede traducir a todos los de­más por «matar o morir». En décadas recientes, por medio del proceso de observar (en vez de solamente suponer), los etólogos han descubierto que esta ley de «matar o morir» es fic­ticia. En realidad, un sistema de leyes, observado universal- mente, conserva la tranquilidad de «la selva», protege a las es­pecies y hasta a los individuos, y propicia el bienestar de la comunidad como un todo. Este sistema de leyes se ha llama­do, entre otras cosas, ley del mantenimiento de la paz, ley de la competencia limitada y ética animal.

En pocas palabras, la ley de la competencia Ümitada es ésta: uno puede competir usando sus habilidades al máximo, pero no puede perseguir y destruir a sus competidores, destruir su alimento o negarles el acceso al mismo; uno puede com­petir pero no hacer la guerra a sus competidores.

La capacidad para reproducirse es claramente un requisito previo para el éxito biológico, y podemos estar seguros de que cada especie nace con esa habilidad como herencia esencial de su especie de origen. De la misma manera, seguir la ley de la competencia limitada es un requisito previo para el éxito biológico, y podemos estar seguros de que cada especie nace siguiendo esa ley como herencia esencial de su especie de origen.

La raza humana empezó a existir siguiendo la ley de la competencia limitada. Esta es otra manera de decir que vivió como todos los demás seres en la comunidad biológica, com­pitiendo al máximo de sus posibilidades pero sin librar batallas contra sus competidores. La especie humana nació siguiendo la ley y continuó siguiendo la ley hasta hace unos diez mil años, cuando la gente de una sola cultura en Oriente Próximo comenzó a practicar una forma de agricultura contraria a la ley en todos sus aspectos, una forma de agricultura que nos alentó a entablar combate con nuestros competidores... a perseguirlos y destruirlos, a destruir su alimento, y a negarles el acceso al mismo. Esta fue y es la forma de agricultura practicada en

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nuestra cultura, tanto en Oriente como en Occidente, y en ninguna otra.

PRIMEROS HUMANOS

(Seguidores de la Ley)

IHUMANOS PALEOLÍTICOS

(Seguidores de la Ley)

iHUMANOS MESOLÍTICOS

(Seguidores de la Ley)

IHUMANOS NEOLÍTICOS

(Seguidores de la Ley)

OTRAS 10.000 CULTURAS NOSOTROS

(Seguidoras de la Ley) (Negadores de la Ley)

Los Que Dejan y Los Que Toman

Por fin hemos llegado a un punto donde podemos abandonar esta manera vaga y torpe de hablar acerca de «gente de nues­tra cultura» y «gente de todas las demás culturas». Podríamos llamarlos «Seguidores de la Ley» y «Negadores de la Ley», pero un colega me proporcionó un par de términos más simples para identificar a estos grupos: Los Que Dejan y Los Que To­man. Explicó el significado de estos nombres de la siguiente manera: Los Que Dejan, al seguir la ley, «dejan» el dominio del mundo en manos de los dioses, mientras que Los Que To­man, al rechazar la ley, «toman» el dominio del mundo en sus propias manos. No estaba del todo satisfecho con esta termi­nología (y yo tampoco lo estoy), pero tiene bastantes segui­dores, y no se me ocurre nada mejor con que reemplazarla.

El punto que debe destacarse es que existe una continui­dad culturáí entre los pueblos Que Dejan que se remonta a

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tres millones de años hasta el comienzo de nuestra especie. El Homo habilis nació como El Que Deja y seguidor de la misma ley que hoy siguen los yanomami de Brasil y los bosquimanos del Kalahari... y cientos de pueblos aborígenes en zonas no de­sarrolladas de todo el mundo.

Es precisamente esta continuidad cultural la que fue in­terrumpida en el Gran Olvido. Por decirlo de otra manera: después de rechazar la ley que nos había protegido de la extin­ción durante tres millones de años y de hacernos enemigos del resto de la comunidad biológica, suprimimos nuestra condi­ción de proscritos olvidando que alguna vez hubo una ley.

PRIMEROS HUMANOS

(dej adores)

iHUMANOS PALEOLÍTICOS

(dej adores)

iHUMANOS MESOLITICOS

(dej adores)

IHUMANOS NEOLÍTICOS

(dej adores)

OTRAS 10.000 CULTURAS NOSOTROS (tomadores)

(dej adoras)

Buenas y malas noticias

Si saben aunque sea un poco acerca de mí, sabrán que me han dicho cosas vergonzosas. La razón es que soy portador de buenas noticias, las mejores que hayan oído en mucho tiem­po. Podrían pensar que traer buenas noticias me convertiría en un héroe, pero les aseguro que no es el caso en absoluto. La gente de nuestra cultura está acostumbrada a las malas

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noticias y está totalmente preparada para ellas. Nadie pensa­ría por un instante en denunciarme si me pusiera de pie y proclamara que estamos todos predestinados y condenados. Es precisamente porque no proclamo esto que me denuncian. Antes de anunciar la buena noticia que traigo, permítanme mostrarles con transparencia cristalina cuál es la mala noticia que la gente siempre está preparada para oír.

El Hombre es el azote del planeta, y NACIÓ como azote hace unos miles de años.

Créanme, puedo recibir aplausos en todo el mundo pro­nunciando estas palabras. Pero la noticia que he venido a traerles es muy diferente:

El Hombre NO nació hace unos miles de años y NO

nació como azote.

Y por esta noticia me condenan.

El Hombre nació hace MILLONES de años y no fue más verdugo que los halcones, los leones o los cala­mares. Vivió EN PAZ con el mundo... durante MILLO­

NES de años.

Esto no significa que fuera un santo. Esto no significa que transitara por la tierra como un Buda. Significa que vivió tan inocentemente como una hiena o un tiburón o una ser­piente de cascabel.

No es el HOMBRE el azote de este mundo, sino una sola cultura. Una cultura entre cientos de miles de culturas. NUESTRA cultura.

Y aquí está la mejor de mis noticias:

No tenemos que cambiar la HUMANIDAD para sobre­

vivir.

Solamente tenemos que cambiar una sola cultura.

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No pretendo sugerir que sea un trabajo fácil. Pero por lo menos no es imposible.

Preguntas del público

P. ¿Está usted identificando lo que los devotos fanáticos llaman la Caída con el nacimiento de nuestra cultura ?

R. Eso es precisamente lo que hago. Hace mucho tiempo que se observó el parentesco entre estos sucesos, que ambos van asociados al nacimiento de la agricultura y que ambos ocu­rrieron en la misma parte del mundo. Pero la dificultad a la hora de identificarlos como un solo suceso ha sido que la Caída se percibe como un hecho espiritual mientras que el naci­miento de nuestra cultura se percibe como un hecho tecnoló­gico. Sin embargo, me temo que tendré que volver en otra ocasión para explorar con ustedes las profundas ramificacio­nes espirituales de este hecho tecnológico.

P. Usted dice que el Hombre vivió en paz con el mundo durante los millones de años que precedieron a nuestra revolución agrícola. Pero ¿no han revelado los hallazgos recientes que los antiguos ca­zadores-recolectores cazaron muchas especies hasta su extinción ?

R. Creo que todavía recuerdo las palabras que utilicé hace un momento, cuando dije que el Hombre vivió en paz con el mundo: «Esto no significa que transitara por la Tierra como un Buda. Significa que vivió tan inocentemente como una hiena o un tiburón o una serpiente de cascabel». Siempre que aparece una nueva especie en el mundo, hay ajustes en toda la comunidad de la vida... y algunos de estos ajustes son fatales para algunas especies. Por ejemplo, cuando los poderosos y rápidos cazadores de la familia del gato aparecieron a finales del período Eoceno, las repercusiones de este acontecimiento fueron sufridas por toda la comunidad... a veces como extin­ción. Las especies de «presa fácil» se extinguieron porque no

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pudieron reproducirse con la suficiente rapidez para reempla­zar a los individuos que los felinos estaban matando. Otras especies que no eran competidoras de los felinos se extinguie­ron porque no sólo estaba desapareciendo la «presa fácil», sino también porque la «presa difícil» era exactamente aquella por la que no podían competir adecuadamente contra los feli­nos, pues no eran lo bastante grandes o veloces. Esta apari­ción y desaparición de especies es precisamente de lo que tra­ta la evolución después de todo.

Los cazadores humanos del período Mesolítico pueden muy bien haber cazado el mamut hasta extinguirlo, pero desde luego que no lo hacían como política, de la manera en que los agricultores de nuestra cultura cazan coyotes y lobos, sólo para librarse de ellos. Los cazadores del período Mesolítico pueden muy bien haber cazado el alce gigante hasta su extinción, pera sin duda no lo hacían con insensibilidad e indiferencia, de la manera en que los comerciantes de marfil matan a los elefan­tes. Los comerciantes de marfil saben muy bien que cada muerte lleva a la especie más cerca de la extinción, pero los cazadores mesolíticos no podían de ninguna manera haber supuesto algo así con respecto al alce gigante.

El punto importante que debe recordarse es éste: es una política de la agricultura totalitaria borrar las especies no desea­das. En cambio, si los antiguos cazadores mataban cualquier especie hasta su extinción, ¡desde luego no era porque quisie­ran borrar de la faz de la Tierra su propio suministro de ali­mentos!

P. ¿No se desarrolló la agricultura como respuesta al hambre?

R. La agricultura como respuesta al hambre no sirve. Usted no puede responder al hambre plantando un cultivo, como no puede responder a la caída desde un avión tejiendo un para- caídas. Pensar esto es realmente no comprender. Decir que la agricultura se desarrolló como respuesta al hambre es como decir que fumar tabaco se desarrolló como respuesta al cán­cer de pulmón. La agricultura no cura el hambre, la promue­ve: crea las condiciones en las cuales se da el hambre. La

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agricultura hace posible que en una zona viva más gente de la que esa zona puede mantener... y ahí es exactamente donde se originan las hambrunas. Por ejemplo, la agricultura hizo posible que muchas poblaciones de Africa agotaran los recur­sos de su suelo natal... Y ésa es la causa por la cual esas pobla­ciones se están muriendo de hambre.

La cocción de la rana18 de Mayo, Schauspielhaus Wahnfried, Radenau

Los científicos nos han proporcionado una metáfora muy útil con la que explicar cierto tipo de comportamiento humano: el fenómeno de la cocción de la rana. El fenómeno es el siguiente. Si dejamos caer una rana en un recipiente con agua hirviendo, sin duda tratará desesperadamente de salir. Pero si la coloca­mos suavemente en un recipiente con agua tibia a Riego suave, flotará con placidez. A medida que suba la temperatura del agua, la rana se sumirá en un tranquilo sopor, exactamente igual que uno de nosotros en un baño caliente, y antes, de que transcurra mucho tiempo, con una sonrisa en el rostro, sin resistirse, permitirá que se la hierva hasta morir.

Todos nosotros conocemos historias de ranas que han sido arrojadas al agua hirviendo; por ejemplo, una joven pareja que se hunde en una deuda catastrófica debido a una emer­gencia médica no prevista. Un caso contrario, un ejemplo de la rana hervida sonriente, es el de una joven pareja que gradual­mente hace uso de un sistema de crédito fantástico hasta hun­dirse en una deuda catastrófica. También existen ejemplos culturales. Hace seis mil años, aproximadamente, las socie­dades adoradoras de diosas de la Vieja Europa estaban sumer­gidas en un proceso de ebullición de nuestra cultura que Mari- ja Gimbutas llamó la Ola Kurgan Número Uno; lucharon para salir, pero finalmente sucumbieron. Los indios de las llanu­ras de Estados Unidos, que estuvieron sumergidos en otro pro­ceso de ebullición de nuestra cultura en la década 1870-1880, constituyen otro buen ejemplo; lucharon para salir durante las dos décadas siguientes, pero también ellos finalmente sucum­bieron.

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Un ejemplo contrario, un ejemplo del fenómeno de la rana-hervida-sonriente, lo proporciona nuestra propia cultura. Cuando nos deslizamos dentro de la olla, el agua tenía una temperatura perfecta, ni caliente ni fría. ¿Alguien puede decir­me cuándo fue eso? ¿Alguno de ustedes?

Rostros inexpresivos.Ya lo he dicho, pero haré la pregunta de nuevo, de otra

manera. ¿Cuándo nos convertimos en nosotros? ¿Dónde y cuándo comienza lo que se llama nosotros? Recuerden: Oriente y Occidente, gemelos de un mismo nacimiento. ¿Dónde? ¿Y cuándo?

Claro: en Oriente Próximo, hace diez mil años. Allí fue donde nació nuestra forma de agricultura peculiar y defmito- ria, y nosotros comenzamos a ser nosotros. Ese fue nuestro lu­gar de nacimiento cultural. Ese fue el lugar y el momento en que nos sumergimos en esas aguas tan placenteras: Oriente Próximo, hace diez mil años.

A medida que el agua de la olla se va calentando lenta­mente, la rana siente sólo un agradable calor, y eso es todo lo que hay que sentir. Ha de pasar mucho tiempo antes de que el agua empiece a estar peligrosamente caliente, y nuestra propia historia así lo demuestra. Durante más de la mitad de nues­tra historia, los primeros cinco mil años, las señales de sufri­miento son casi inexistentes. Las innovaciones tecnológicas de este período indican una vida tranquila, centrada alrededor del hogar y la aldea: ladrillos secados al sol, alfarería cocida en el horno, tela tejida, el torno del alfarero, y así sucesivamente. Pero de forma gradual, imperceptible, empiezan a aparecer las primeras señales de sufrimiento como diminutas burbujas en el fondo del recipiente.

¿Qué buscaremos como señales de sufrimiento? ¿Suici­dios en masa? ¿Revolución? ¿Terrorismo? No, claro que no. Esos vinieron mucho después, cuando el agua estaba intolera­blemente caliente. Hace cinco mil años estaba sólo templada. La gente se enjugaba el sudor de la frente y sonreía a su prójimo diciendo: «¿No es grandioso?».

Sabrán dónde buscar las señales de sufrimiento si identifi­can el fuego que ardía debajo de la olla. Ardía allí al comienzo y seguía ardiendo cinco mil años después... y aun hoy sigue ar-

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diendo exactamente de la misma manera. Fue y es el gran ele­mento caldeador de nuestra revolución. Es lo esencial. Es la con­dición sine qua non de nuestro éxito, si es que es un éxito.

¡Hablen! ¡Que alguien me diga de qué estoy hablando!.«¡La agricultura!» La agricultura, me dice este caballero.No. La agricultura no. Un estilo particular de agricultura.

Un estilo particular que ha sido la base de nuestra cultura des­de sus comienzos, hace diez mil años, hasta el presente; la base de nuestra cultura y que no se encuentra en ninguna otra. Es nuestro, es lo que nos hace a nosotros nosotros. Por su total impiedad hacia cualquier otra forma de vida en este planeta, y por su firme determinación de convertir cada metro cuadrado de este planeta en terreno propicio para la producción de ali­mento humano, lo he llamado agricultura totalitaria.

Los etólogos, los estudiosos del comportamiento animal y unos cuantos filósofos que han reflexionado acerca del tema saben que hay una forma de ética que se practica en la comu­nidad de la vida de este planeta... exceptuándonos a nosotros, claro. Es un tipo de ética muy práctica (se podría llamar dar- winiana), puesto que sirve para salvaguardar y promover la diversidad biológica dentro de la comunidad. De acuerdo con esta ética, observada por todo tipo de criaturas dentro de la co­munidad de la vida, tanto tiburones como ovejas, tanto abejas asesinas como mariposas, un ser puede competir usando su ca^ pacidad al máximo, pero no puede perseguir y aniquilar a sus competidores, destruir su alimento o impedirles acceder a él. En otras palabras, uno puede competir pero no desatar guerras. Esta ética es violada en todos los puntos por los que practican la agricultura totalitaria. Nosotros perseguimos y aniquilamos a nuestros competidores, destruimos su alimento, y les nega­mos el acceso al mismo. En realidad, ése es el propósito y la intención de la agricultura totalitaria. La agricultura totalitaria se basa en la premisa de que todo el alimento del mundo nos pertenece a nosotros, y no hay limite en absoluto para aquello que podamos tomar para nosotros y negar a los demás.

La agricultura totalitaria no se adoptó en nuestra cultura por pura maldad. Se adoptó porque, por su propia naturaleza, es más productiva que cualquier otro estilo (y hay muchos otros estilos). La agricultura totalitaria representa la product! -

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viciad al máximo. Representa la productividad de una forma que literalmente no puede superarse.

Muchos estilos de agricultura (no todos, pero sí muchos) producen excedentes de alimentos. Pero, y no es sorprendente, la agricultura totalitaria produce mayores excedentes que cual­quier otro estilo. Produce excedentes al máximo. Lo que ocu­rre es que nadie puede producir más que un sistema diseñado para convertir todo el alimento del mundo en alimento para los seres humanos.

La agricultura totalitaria es el fuego que hay debajo de nuestra olla. La agricultura totalitaria es lo que nos ha man­tenido «en ebullición» durante diez mil años.

Disponibilidad de alimentos y crecimiento de la población

La gente de nuestra cultura da tan por sentado el tema del alimento que a menudo le resulta difícil ver que hay una co­nexión necesaria entre la disponibilidad de alimentos y el cre­cimiento de la población. Por este motivo, he creído necesa­rio idear un pequeño experimento ilustrativo con ratones de laboratorio.

Imagínense, si lo desean, una jaula con lados móviles que puede agrandarse hasta alcanzar el tamaño deseado. Comen­zamos por colocar diez ratones sanos de ambos sexos en la jau­la, con abundante comida y agua. En sólo unos días sin duda habrá veinte ratones y nosotros aumentamos en proporción la cantidad de alimento que metemos en la jaula. Dentro de po­cas semanas, durante las cuales aumentamos constantemente la cantidad de alimento disponible, habrá cuarenta, después cincuenta, después sesenta, y así sucesivamente, hasta que un día haya cien ratones. Y pongamos que hemos decidido detener el crecimiento de la colonia una vez alcanzado el número cien. Estoy seguro de que ustedes se dan cuenta de que no necesita­mos distribuir pequeños condones o píldoras anticonceptivas para lograr este efecto. Lo único que tenemos que hacer es de­jar de incrementar la cantidad de alimento que depositamos en la jaula. Todos los días introducimos la cantidad que sabemos

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que es suficiente para mantener a den ratones... y no más. Ésta es la parte que muchos encuentran difícil de creer, pero, créan­me, es la verdad: el crecimiento de la comunidad se detiene brus­camente. No de la noche a la mañana, pero sí en un período muy corto. Introduciendo una cantidad de alimento suficiente para cien ratones, comprobaremos que la población de la jaula en poco tiempo se estabiliza en cien individuos. Bueno, no quiero decir exactamente cien; fluctuará entre noventa y ciento diez, pero nunca sobrepasará esos límites. Como término me­dio, día tras día, año tras año, década tras década, la población contenida en la jaula será de cien individuos.

Pero en el caso de que decidiéramos tener una población de doscientos ratones en vez de cien, no tendremos que añadir un afrodisíaco a su dieta o proyectar películas eróticas para ra­tones. Solamente tendremos que aumentar la cantidad de ali­mento que depositamos en la jaula. Si colocamos suficiente alimento para doscientos ratones, pronto habrá doscientos. Si depositamos suficiente para trescientos, en poco tiempo habrá trescientos. Si ponemos suficiente para cuatrocientos, en poco tiempo tendremos cuatrocientos. Y si dejamos suficiente ali­mento para quinientos, en poco tiempo tendremos quinientos. Esto no es una suposición, amigos míos. No es una conjetu­ra. Esto es una certeza.

Comprenderán, desde luego, que no hay nada especial en los ratones a este respecto. Lo mismo sucederá con grillos, tru­chas, tejones o gorriones. Pero me temo que mucha gente rechaza la idea de que los humanos podamos estar incluidos en esta lista. Porque como individuos podemos gobernar nues­tra capacidad reproductiva, ellos imaginan que nuestro creci­miento como especie no debería responder a la mera disponibili­dad de alimento.

Afortunadamente para lo que estoy tratando de demos­trar aquí, tengo considerable cantidad de datos que demues­tran que, como especie, somos tan sensibles a la disponibilidad de alimento como cualquier otra: tres millones de años de da­tos, en realidad. Durante todo ese período, con excepción de los últimos diez mil años, la especie humana fue un miembro muy poco importante del ecosistema del mundo. Imagínen­se... ¡Tres millones de años y la raza humana no había inunda-

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do la Tierra! Hubo cierto crecimiento, a través de la simple migración de un continente a otro, pero este crecimiento avanzaba a la velocidad de un glaciar. Se calcula que la pobla­ción humana al comienzo del Neolítico sumaba alrededor de diez millones... ¡Diez millones!, ¿se imaginan? ¡Después de tres millones de años!

Luego, de repente, las cosas empezaron a cambiar y el cambio fue que la gente de una cultura, en un rincón del mun­do, desarrolló una forma peculiar de agricultura que logró que el alimento estuviera disponible para los seres humanos en cantidades sin precedentes. Después, en este rincón del mun­do, la población se duplicó en tres mil años escasos. Se duplicó nuevamente, esta vez en sólo dos mil años. En el transcurso de un abrir y cerrar de ojos en la escala geológica, la población humana saltó de diez millones a cincuenta millones; proba­blemente el ochenta por ciento practicaba la agricultura totali­taria: miembros de nuestra cultura, Oriente y Occidente.

El agua de la olla se estaba calentando, y estaban empe­zando a aparecer señales de sufrimiento.

Señales de sufrimiento: 5.000-3.000 a.C.

La población se estaba amontonando. Piensen en eso. Suele imaginarse que la historia es inevitablemente cíclica, pero lo que estoy describiendo aquí no había ocurrido antes. En todo ese período de tres mil años, los seres humanos no ha­bían estado apiñados en ningún lugar. Pero en ese momento la gente de una sola cultura, nuestra cultura, estaba apren­diendo qué significaba estar apiñados. Estaba comenzando el amontonamiento, y la tierra, agotada por los cultivos y el pas­toreo, se hacía cada vez menos productiva. Había más gente, y competían por recursos menguantes.

El agua en que flota la rana está aumentando de tempera­tura, y recuerden qué estamos buscando: señales de sufrimien­to. ¿Qué sucede cuando más gente comienza a competir por menos? Es evidente. Cualquier niño que vaya a la escuela lo sabe. Cuando más gente comienza a competir por menos, em-

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piezan las peleas. Pero desde luego no pelean al azar. El carni­cero del pueblo no se pelea con el panadero del pueblo, el sas­tre del pueblo no se pelea con el zapatero del pueblo. No, el car­nicero, el panadero, el sastre y el zapatero del pueblo se unen para luchar contra el carnicero, el panadero, el sastre y el zapa­tero de otro pueblo.

No tenemos que encontrar cadáveres en el campo de ba­talla para saber que éste es el comienzo de la era de la guerra que ha continuado hasta el presente. Lo que tenemos que encontrar es la maquinaria bélica. No me refiero a máquinas mecánicas: carros de guerra, catapultas, máquinas para sitiar, etc. Hablo de maquinaria política. Los carniceros, panaderos, sastres y zapateros no se organizan a sí mismos en ejércitos; ne­cesitan jefes militares: reyes, príncipes, emperadores.

Durante este período, que se inició hace unos cinco mil años, encontramos la formación de los primeros estados con el propósito de la defensa armada y la agresión. Durante este pe­ríodo vemos el ejército permanente forjado como la espada del poder del monarca. Sin un ejército permanente, un rey es sola­mente una persona pretenciosa vestida con ropas extravagan­tes. Ustedes lo saben. Pero con un ejército permanente, un rey puede imponer su voluntad a sus enemigos y dejar escrito su nombre en la historia... y sin duda los únicos nombres gue nos han llegado de aquella era son los nombres de~Tos reyes con­quistadores. No hay científicos, no hay filósofos, no hay histo­riadores, no hay profetas, sólo conquistadores. Nuevamente no hay nada cíclico aquí; por primera vez en la historia humana, la gente importante es la gente con ejército.

Ahora fíjense bien en que nadie pensó que la aparición de los ejércitos fuese una mala señal, una señal de sufrimiento. Pensaron que era una buena señal. Pensaron que los ejércitos representaban un adelanto. El agua se estaba volviendo agrada­blemente caliente, y nadie se preocupaba por unas cuantas burbujas.

A partir de ese momento las necesidades militares se con­virtieron en el estímulo principal para el progreso tecnológico en nuestra cultura. No hay nada de malo en eso, ¿verdad? Nues­tros soldados necesitan mejores armaduras, mejores espadas, mejores carros, mejores arcos y flechas, mejores máquinas para

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escalar, mejores arietes, mejor artillería, mejores armas de ^fue­go, mejores tanques, mejores aviones, mejores bombas, mejo­res misiles, mejores gases venenosos... Bueno, ustedes ya me entienden. En este punto nadie consideró que la tecnología al servicio de la guerra fuese una señal de que algo malo estaba sucediendo. Pensaron que era un adelanto.

Desde este momento en adelante, la frecuencia y severi­dad de las guerras servirá para medir el aumento de tempera­tura del agua alrededor de nuestra rana sonriente.

Señales de sufrimiento: 3.000-1.400 a.C.

El fuego siguió ardiendo debajo de la olla de nuestra cultura y la siguiente duplicación de la población tardó solamente mil seiscientos años. En el 1400 a.C. había cien millones de seres humanos, y probablemente el noventa por ciento eran miem­bros de nuestra cultura. Oriente Próximo no había resultado lo bastante grande para nosotros durante mucho tiempo. La agricultura totalitaria había avanzado hacia el norte y hacia el oeste y había entrado en Rusia, la India y China hacia el nor­te y hacia el este en Asia Menor y Europa. En todas estas tierras se había practicado otra clase de agricultura, pero aho­ra... ¿es necesario que lo diga?, la palabra «agricultura» se re­fiere a nuestro estilo de agricultura.

El agua se está calentando más, cada vez más. Todas las antiguas señales de sufrimiento siguen ahí, desde luego; ¿por qué habrían de desaparecer? A medida que la temperatura del agua sube, las antiguas señales se vuelven más acentuadas y dramáticas. ¿La guerra? Las guerras de los períodos anteriores eran juegos de niños comparadas con las guerras de esta etapa. ¡Esta es la Edad del Bronce! ¡Armas verdaderas! ¡Enormes ejércitos permanentes, mantenidos por la increíble riqueza im­perial!

A diferencia de la guerra, otros signos de sufrimiento no están moldeados en bronce o cincelados en piedra. Nadie es­culpía frisos para describir la vida en los barrios pobres de Menfis o de Troya; nadie escribía crónicas periodísticas para

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denunciar la corrupción oficial en Cnossos o en Mohenjo-Daro; nadie recopilaba documentos filmados sobre el tráfico de es­clavos. Sin embargo, hay por lo menos una señal quç, puede interpretarse a partir de la evidencia: el delito estaba surgiendo como problema.

A juzgar por los rostros que tengo delante, veo qué poco impresionados están ustedes con esta noticia. ¿Delito? El delito es universal entre los seres humanos, ¿no es así? No, en reali­dad no lo es. El mal comportamiento sí lo es. El comporta­miento desagradable, destructivo, sí lo es. Siempre hay gente que se enamora de la persona equivocada, o pierde los estri­bos, o se porta de manera estúpida, o es codiciosa o venga­tiva. El delito es algo diferente, y todos lo sabemos. Lo que nosotros entendemos por delito no existe entre los pueblos tri­bales, pero no es así porque sean mejores personas que noso­tros, sino porque están organizados de manera diferente.

Vale la pena que dediquemos un momento a esto.Si alguien les irrita, digamos que constantemente les inte­

rrumpe cuando están hablando, no es un delito. No pueden llamar a la policía y hacer detener a esta persona, llevarla ajui­cio y mandarla a la cárcel, porque interrumpir a la gente no es un delito. Eso significa que deben solucionarlo ustedes mis­mos, como puedan. Pero si esa misma persona entra en su propiedad y se niega a salir, eso es violación de la propiedad, un delito, y ustedes tienen todo el derecho a llamar a la policía, a hacer arrestar a esta persona, hacer que la juzguen y tal vez incluso que la envíen a la cárcel. En otras palabras, los deli­tos comprometen la maquinaria del estado, mientras que otros comportamientos desagradables no lo hacen. Los delitos son lo que el estado define como delitos. La violación de la propie­dad es un delito pero interrumpir a quien habla no lo es, y en consecuencia tenemos dos maneras completamente diferentes de tratarlos, cosa que la sociedad tribal no tiene. Sea cual fuere el problema, ya se trate de malos modales o de asesinatos, ellos lo solucionan por sí mismos, de la misma manera que ustedes accionan un interruptor. Apelar al poder del estado no es una opción que ellos tengan, porque no tienen estado, en las socie­dades tribales el delito no existe como categoría aparte del comportamiento humano.

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Fíjense de nuevo: no hay nada cíclico en la aparición del delito en la sociedad humana. Por primera vez en la historia la gente estaba ocupándose del delito. Y dense cuenta de que el delito apareció durante la era incipiente de la escritura. Lo que esto significa es que, tan pronto como la gente empezó a escri­bir, comenzó a escribir leyery esto es así porque el escribir es hacer algo que no habían podido hacer antes. Escribir les per­mitió definir en términos exactos y fijos los comportamientos que ellos querían que el estado regulara, castigara y suprimiera.

Desde ese momento en adelante, el delito tendría una identidad propia como «problema» en nuestra cultura. Al igual que la guerra, estaba destinado a permanecer entre nosotros, Oriente y Occidente, hasta el presente. A partir de ese mo­mento, el delito será junto a la guerra lo que nos permitirá me­dir el aumento de temperatura del agua alrededor de nuestra rana sonriente.

Señales de sufrimiento: 1.400-0 a.C.

El fuego siguió ardiendo debajo de la olla de nuestra cultura y la siguiente duplicación de la población tardó solamente mil cuatrocientos años. Había doscientos millones de seres hu­manos al comienzo de nuestra «Era Cristiana», y el noventa y cinco por ciento o más pertenecía a nuestra cultura, Oriente y Occidente.

Fue una era de improvisación temeraria tanto en lo polí­tico como en lo militar. Hammurabi se adueñó de toda Meso­potamia. Sesostris III de Egipto invadió Palestina y Siria. Te- glat-Falasar I de Asiria extendió su imperio hasta las playas del Mediterráneo. El faraón egipcio Sesonkis sojuzgó Palestina. Teglat-Falasar III conquistó Siria, Palestina, Israel y Babilo­nia. Nabucodonosor II de Babilonia se apoderó de Jerusalén y Tiro. Ciro el Grande extendió sus dominios a través de todo el Occidente civilizado, y dos siglos después Alejandro Magno realizó la misma hazaña imperial.

Fue también una era de revuelta civil y asesinato. El reino de Salmanasar de Asiria terminó en revolución. Una rebelión

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en Calcídica contra el dominio ateniense señaló el comienzo de un conflicto que duró veintidós años y se conoció con el nombre de guerra del Peloponeso. Unos años más tarde, Miti- lene, ciudad de la isla de Lesbos, también se sublevó. Los es­partanos, aqueos y árcades organizaron una rebelión contra el poder macedonio. Una sublevación en Egipto hizo que Tolo- meo III volviera a su tierra tras abandonar la campaña militar en Siria. Filipo de Macedonia fue asesinado, como también lo fueron Darío III de Persia, Seleuco III Soter, el general carta­ginés Asdrúbal, el reformador social Tiberio Sempronio Gra- co, el rey seléucida Antíoco VIH, el emperador chino Wong Mong, y los emperadores romanos Claudio y Domiciano.

Pero éstos no fueron los únicos signos de tensión que se ob-v servaron en este período. La falsificación, la devaluación de la moneda, la inflación catastrófica... todos estos desagradables ardides aparecieron regularmente en esa época. El hambre se convirtió en una característica sistemática de la vida en toda la extensión del mundo civilizado, al igual que la peste, siempre sintomática del hacinamiento y las malas condiciones sanita­rias; en el año 429 a.C. la peste barrió unas dos terceras partes de la población de Atenas. Los pensadores tanto de China como de Europa comenzaban a aconsejar a la gente que tuvie­ra familias menos numerosas.

La esclavitud se convirtió en un inmenso comercio inter­nacional, y desde luego permanecería como tal hasta el presen­te. Se calcula que a mediados del siglo V uno de cada tres o cuatro habitantes de Atenas era esclavo. Cuando Cartago cayó ante Roma en el 146 a.C., cincuenta mil supervivientes fueron vendidos como esclavos. En el 132 a.C. unos setenta mil es­clavos romanos se rebelaron. Cuando la rebelión fue sofocada, veinte mil murieron en la cruz, pero esto distaba mucho de ser el fin de los problemas de Roma con sus esclavos.

Sin embargo, aparecieron en este período nuevas señales de sufrimiento que son mucho más pertinentes para nuestro propósito de esta noche. Por primera vez en la historia, la gen­te empezaba a sospechar que algo básicamente malo estaba su­cediendo. Por primera vez en la historia, la gente comenzaba a sentirse vacía, comenzaba a sentir que su vida no valía mucho, empezaba a cuestionarse si todo lo que la vida ofrecía era eso,

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empezaba a anhelar algo más, aunque no sabía muy bien-qué. Por primera vez en la historia, la gente comenzó a escuchar a los maestros religiosos que prometían la salvación.

Resulta imposible exagerar la novedad que supuso esta idea de salvación. La religión había existido en nuestra cultura durante miles de años, pero nunca había hablado de salvación tal como nosotros la entendemos o como la gente de ese período empezó a entenderla. Los dioses más antiguos habían sido dioses talismánicos de la cocina y la cosecha, de la mina y la niebla, de la pintura de brocha gorda y los rebaños. Cuando era necesario, eran acariciados como amuletos de la suerte, y las religiones más antiguas habían sido religiones estatales, parte del aparato de la soberanía y del ejercicio del poder (como se ve por sus templos, que se construyeron para las ce­remonias de la realeza, no para las prácticas religiosas públicas y populares).

El judaismo, el brahmanismo, el hinduismo, el sintoísmo y el budismo hicieron su aparición durante este período; antes no existían. De repente, después de seis mil años de agricultu­ra totalitaria y construcción de la civilización, las gentes de nuestra cultura, Oriente y Occidente, gemelos de un solo naci­miento, estaban comenzando a preguntarse si su vida tenía sentido, empezaban a percibir un vacío dentro de sí mismos que el éxito económico y el reconocimiento de la comunidad no podían llenar, estaban empezando a imaginar que había un

fallo en ellos, profundo, e incluso innato.

Señales de sufrimiento: 0-1200 d.C.

El fuego siguió ardiendo debajo de la olla de nuestra cultura y la siguiente duplicación de la población tardaría solamente mil doscientos años. Al final de este período había cuatro­cientos millones de seres humanos, el noventa y ocho por cien­to pertenecientes a nuestra cultura, Oriente y Occidente. La guerra, la peste, el hambre, la corrupción política y el desaso­siego, el delito y la inestabiÜdad económica fueron elementos permanentes en nuestra vida cultural y como tales perdura-

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rían. Las religiones que predicaban la salvación se habían atrincherado en Oriente durante siglos cuando este período comenzó, pero el gran imperio de Occidente todavía salu­daba a sus docenas de deidades talismánicas, desde Eolo a Céfiro. Sin embargo, la gente normal y corriente de ese im­perio: los esclavos, los conquistados, los campesinos y las ma­sas desposeídas... todos estaban preparados cuando la pri­mera gran religión de Occidente llegó a sus puertas. Fue fácil para ellos imaginar a la humanidad como innatamente im­perfecta e imaginarse a sí mismos como pecadores que nece­sitaban ser salvados de la condenación eterna. Estaban an­siosos por despreciar al mundo y soñar con una vida dichosa después de la muerte en la cual los pobres y los humildes de este mundo serían exaltados por encima de los orgullosos y los poderosos.

El fuego continuó ardiendo sin vacilar debajo de la olla de nuestra cultura, pero ahora la gente de todas partes tenía reli­giones que predicaban la salvación, que les mostraban cómo comprender y soportar la inevitable incomodidad de estar vi­vos. Los seguidores de estas religiones tienden a concentrarse en las diferencias que hay entre ellas, pero yo me concen­traré en los puntos que tienen en común, que son los siguientes: la condición humana es lo que es y no hay esfuerzo por parte nuestra que pueda cambiar esa condición; ninguno de ustedes puede salvar a su gente, a sus amigos, a sus parientes, a sus hi­jos o a su cónyuge, pero hay una persona (y sólo una) a quien pueden salvar, y esa persona es usted. Nadie puede salvarlo a usted excepto usted mismo y no hay nadie a quien pueda sal­var excepto a usted mismo. Puede transmitir la palabra a otros y ellos pueden transmitírsela a usted, pero nunca irá más allá, ya se trate del budismo, el hinduismo, el judaismo, el cristianis­mo o el islamismo: nadie puede salvarlo excepto usted mismo y no hay nadie a quien pueda salvar sino a usted. La salvación es lo más maravilloso que pueden conseguir en la vida, y no sólo no tienen que compartirla, sino que ni siquiera es posible compartirla.

De acuerdo con lo que estas religiones han elaborado, si ustedes no se salvan, entonces su fracaso es total, aunque otros tengan éxito o no. Por otra parte, si ustedes encuentran su sal-

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vación, entonces su éxito es completo; de nuevo no importa si los otros lo logran o no. Y por último, de acuerdo con lo que estas religiones dicen, si usted se salva, entonces nada más en el universo tiene importancia. Su salvación es lo que Importa. Nada más, ni siquiera mi salvación (salvo para mí).

Era una nueva idea de lo que importa en el mundo: olví­dense del hervor del agua, olvídense del dolor. Nada tiene im­portancia sino usted y su salvación.

Señales de sufrimiento: 1200-1700

Toda una visión... pero, en efecto, el fuego siguió ardiendo bajo la olla de nuestra cultura, y la siguiente duplicación de nuestra población tardaría sólo quinientos años. Había ocho­cientos millones de seres humanos al final de ese período, el noventa y nueve por ciento pertenecientes a nuestra cultura, Oriente y Occidente. Es la era de la peste bubónica, la hordas mongólicas, la Inquisición. En Londres se abre la primera prisión para deudores y el primer asilo para dementes. Los trabajadores agrícolas se rebelan en Francia en 1251 y 1358, los trabajadores textiles se rebelan en Flandes en 1280; la re­belión de Wat Tyler reduce a Inglaterra a la anarquía en 1381, cuando trabajadores de todas clases se unen para exigir que termine la explotación; los trabajadores se amotinan en el Japón asolado por la peste y el hambre en 1428 y de nuevo en 1461; los siervos rusos se rebelan en 1671 y 1672; ocho ark>s después hacen lo mismo los siervos de Bohemia. La peste lle­ga a Europa para devastarla a mediados del siglo XIV y vuelve periódicamente durante los dos siglos siguientes, causando docenas de miles de muertes con cada estallido; en sólo dos años, en el siglo XVII, acabará con dos millones de personas en el norte de Italia. Los judíos constituyen un chivo expiato­rio útil para el sufrimiento de todos, para todo lo que va mal; Francia quiere expulsarlos en 1252, más tarde les obliga a usar insignias distintivas, después los despoja de todas sus po­sesiones, más tarde quiere expulsarlos nuevamente; Gran Bretaña quiere expulsarlos en 1290 y 1306; Colonia quiere

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expulsarlos en 1414; acusados de extender la peste allí donde están, miles son ahorcados o quemados en la hoguera; Casti­lla quiere expulsarlos en 1492; miles son exterminados en Lisboa en 1506; el papa Pablo III los separa del resto de Roma haciendo construir murallas, creando la primera judería.

La angustia de la época encuentra su expresión en los mo­vimientos de los flagelantes, que fomentan la idea de que Dios no estará tan tentado de infligirnos castigos excesivos (epide­mias, hambrunas, guerras, etc.) si nos adelantamos infligién­donos estrafalarios castigos a nosotros mismos.

Durante un período del año 1374, Aix-la-Chapelle está atrapada por una extraña manía que llenará las calles de miles de frenéticos bailarines. Millones de personas morirán cuando el hambre asuele Japón en 1232, Alemania e Italia en 1258, In­glaterra en 1294 y 1555, toda Europa Occidental en 431$, Lisboa en 1569, Italia en 1591, Austria en 1596, Rusia en 1603, Dinamarca en 1650, Bengala en 1669, Japón en 1674. La sífilis y el tifus aparecen en Europa. El ergotismo, una intoxicación alimentaria causada por el cornezuelo de centeno, se hace en­démico en Alemania y mueren miles de personas. Una fiebre epidémica desconocida visita y vuelve a visitar Inglaterra, matan­do a docenas de miles. Las epidemias de viruela, tifus y difteria llevan a la tumba a otros miles. Los inquisidores desarrollan una nueva técnica para combatir la herejía y la brujería, tortu­rando a los sospechosos hasta que éstos implican a otros, que son torturados hasta que implican a otros, que son torturados hasta que implican a otros, ad infinitum. El comercio de escla­vos florece cuando millones de africanos son transportados al Nuevo Mundo. No me molesto en mencionar la guerra, la co­rrupción política y el delito, que continúan constantes y alcan­zan nuevas cimas. Habrá pocos que disientan con Thomas Llobbes cuando, en 1651, describe la vida del hombre como «solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta». Unos años más tarde Blaise Pascal hará notar que «Todos los hombres se odian los unos a los otros por naturaleza». El período finaliza con décadas de caos económico, exacerbado por rebeliones, hambrunas y epidemias.

El cristianismo se convierte en la primera religión mun­dial que predica la salvación, penetrando en el Lejano Oriente

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y en el Nuevo Mundo. Al mismo tiempo se fractura. Eí"pri­mer resquebrajamiento encuentra mucha resistencia, pero des­pués de eso, la desintegración es moneda corriente.

Por favor, no pasen por alto lo que estoy tratando de decir aquí; no estoy haciendo una lista de indicios de maldad huma­na. Todo ello son reacciones ante la superpoblación: demasiada gente compitiendo por recursos insuficientes, ingiriendo ali­mentos en mal estado, bebiendo agua contaminada, viendo cómo sus familias mueren de hambre, viendo cómo sus fami­lias caen víctimas de la peste.

Señales de sufrimiento: 1700-1900

El fuego siguió ardiendo debajo de la olla de «uestra cultura y la siguiente duplicación de la población tardaría sólo doscien­tos años en llegar. Al final del período había mil quinientos millones de seres humanos, y todos, menos el 0,5 por ciento, pertenecían a nuestra cultura, Oriente y Occidente. Serla un período en el cual, por primera vez, los profetas religiosos atraerían a sus seguidores predicando el inminente fin del mundo; un período en el que el comercio del opio se convert­iría en un gran negocio internacional, patrocinado por la Compañía de las Indias Orientales y protegido por barcos de guerra británicos; un período en el cual Australia, Nueva Guinea, la India, Indochina y África seguirían siendo recla­madas o apropiadas como colonias por las principales poten­cias de Europa; un período en el cual millones de pueblos indígenas de todo el mundo serían aniquilados por las enfer­medades introducidas entre ellos por los europeos (sarampión, pelagra, tos convulsa, viruela, cólera) y millones más serían hacinados en reservas o asesinados para dejar sitio a la expan­sión de los blancos.

Esto no significa que sólo los pueblos aborígenes estuvie­ran sufriendo; sesenta millones de europeos murieron de vi­ruela sólo en el siglo XVIII, y docenas de millones murieron con las epidemias de cólera. Necesitaría diez minutos para hacer una lista de todas las docenas de apariciones fatales que la pes-

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te, el tifus, la fiebre amarilla, la escarlatina y la gripe hicieron durante este período. Y cualquiera que dude de la existencia de una conexión total entre agricultura y hambre necesita sola- mente examinar la crónica de este período: fracaso de las cose­chas y hambre, fracaso de las cosechas y hambre, fracaso de las cosechas y hambre, una y otra vez a lo largo y a lo ancho del mundo civilizado. Las cifras son espeluznantes: diez millones de personas perecieron de hambre en Bengala en 1769; dos millones en Irlanda y Rusia en 1845 y 1846; casi quince millo­nes en China y en la India desde 1876 a 1879. En Francia, Alemania, Italia, Gran Bretaña, Japón y otros lugares, decenas de miles, cientos de miles murieron en otras hambrunas de­masiado numerosas para mencionarlas.

A medida que la población de las ciudades aumentaba, la angustia humana alcanzaba niveles que hubieran sido inconce­bibles en épocas anteriores, con cientos de millones de perso­nas habitando barrios pobres de inimaginable sordidez, presas de las enfermedades transmitidas por ratas y agua contami­nada, sin educación o medios para mejorar. El delito proliferó como nunca y en general fue castigado públicamente: se muti­laba, se marcaba con hierro candente, se flagelaba o ejecutaba a los culpables; la prisión como forma alternativa de castigo se desarrolló más tarde en este período. Las enfermedades mentales también proliferaron como nunca: demencia, alucinación, como quieran llamarlo. Nadie sabía qué hacer con los locos. Nor­malmente eran encarcelados con los criminales, encadenados a las paredes, flagelados, olvidados.

La inestabilidad económica continuó y sus consecuencias se notaron mucho más que antes. Tres años de caos económi­co en Francia llevaron directamente a la Revolución de 1789, que costó unas cuatrocientas mil víctimas quemadas en la ho­guera, tiroteadas, ahogadas o guillotinadas. Los altibajos del mercado destruyeron cientos de miles de comercios y conde­naron a millones de personas a morir de hambre.

La época también introdujo la revolución industrial, en efecto, pero ésta no llevó desahogo y prosperidad a las masas, sino más bien la explotación totalmente despiadada y codicio­sa, con mujeres y niños trabajando diez, doce y más horas dia­rias por salarios de hambre en talleres, fábricas y minas. Pue-

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den comprobar por sí mismos las atrocidades, si no están ya familiarizados con ellas. En 1787 se estimaba que los obreros franceses trabajaban dieciséis horas diarias y gastaban el sesen­ta por ciento de sus salarios en una dieta que consistía en poco más que pan y agua. Promediaba el siglo XIX cuando el Parla­mento británico limitó la jornada de trabajo de los niños a diez horas. Desesperanzada y frustrada, la gente se rebeló por todas partes y los gobiernos respondieron con represión, brutalidad y tiranía sistemática. Sublevaciones generales, sublevaciones campesinas, sublevaciones coloniales, sublevaciones de escla­vos, sublevaciones de trabajadoras... Elubo cientos, no puedo siquiera hacer una lista de todas ellas. En Oriente y Occidente, gemelos de un mismo nacimiento, fue la época de las revolu­ciones; decenas de millones de personas perdieron la vida en el transcurso de las mismas.

Como interacción común y habitual entre gobernados y gobernantes, las revueltas y represiones eran algo nuevo, por lo cual comprenderán ustedes que eran señales características del sufrimiento de la época.

El lobo y el jabalí fueron deliberadamente extermina­dos en Europa durante este período. El gran alca de la isla de Edley, cerca de Islandia, fue perseguida hasta su extin­ción por la obtención de sus plumas, en 1844, y se convirtió en la primera especie aniquilada con fines puramente co­merciales.

En América del Norte, para facilitar la construcción del ferrocarril y socavar la base de la alimentación de poblaciones nativas hostiles, los cazadores profesionales aniquilaron reba­ños de bisontes, eliminando hasta tres millones de los mismos en un solo año; en 1893 sólo quedaban mil.

En esta época, la gente ya no iba a la guerra para defender sus creencias religiosas. Todavía las tenían, todavía se aferra­ban a ellas, pero las divisiones teológicas y las disputas habían perdido relevancia porque había preocupaciones materiales más apremiantes. El consuelo que ofrece la religión es una cosa, pero otra muy distinta son los empleos, los salarios jus­tos, una vida digna, así como condiciones de trabajo dignas, el fin de la opresión, y una débil esperanza de mejoras sociales y económicas.

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No sería, creo, demasiado fantasioso sugerir que las espe­ranzas que se habían puesto en la religión en épocas anteriores se estaban poniendo en esta época en la revolución y las refor­mas políticas. La promesa de «una récompensa en el cielo des­pués de la muerte» ya no era suficiente para hacer soportable la infelicidad de la vida en la olla. En 1843 el joven Karl Marx llamó a la religión «el opio del pueblo». Desde la mayor pers­pectiva que ofrece el transcurso de un siglo y medio, sin em­bargo, es evidente que en realidad la religión no era ya muy efectiva como narcótico.

Señales de sufrimiento: 1900-1960

El fuego siguió ardiendo bajo la olla de nuestra cultura, y la siguiente duplicación de la población tardaría solamente se­senta años en producirse, sólo sesenta años. Había tres mil millones de seres humanos al final del período, y todos, me­nos el 0,2 por ciento, pertenecían a nuestra cultura, Oriente y Occidente.

¿Qué necesito decir acerca del agua que humeaba en nues­tra olla en esta etapa? ¿Creen que está hirviendo ya? El primer hundimiento económico mundial que comenzó en 1929, ¿les parece una señal de sufrimiento? ¿Dos catastróficas guerras mundiales les parecen señales de sufrimiento? Aléjense unos miles de kilómetros y observen desde el espacio exterior cómo sesenta y cinco millones de personas son exterminadas en los campos de batalla, o vuelan en pedazos a causa de la explosión dé bombas, cómo otros cien millones se consideran afortu­nados porque escapan solamente ciegos, mutilados o lisiados. Estoy hablando de un número de personas equivalente a toda la población humana que había en el planeta durante la Edad de Oro de la Grecia clásica. Estoy hablando de la cantidad de personas que moriría si hoy se lanzaran las correspondientes bombas de hidrógeno sobre Berlín, París, Roma, Londres, Nueva York, Tokio y Hong Kong.

Creo que el agua está muy caliente, señoras y señores. Creo que la rana se está cociendo.

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Señales de sufrimiento: 1960-1996

La siguiente duplicación de nuestra población se produjo en treinta y seis años, lo cual nos trae hasta el presente, cuando hay seis mil millones de seres humanos en el planeta, todos pertenecientes a nuestra cultura, Oriente y Occidente, menos unos cuantos millones en situación dispersa.

Las voces en nuestro prolongado coro de sufrimiento se han ido sumando poco a poco, época tras época. Primero fue la guerra, la guerra como rasgo permanente, la guerra como modo de vida. Durante dos mil años o más, la guerra parece ha­ber sido la única voz en el coro. Pero antes de que transcu­rriera mucho tiempo, se le sumó el delito, el delito como rasgo social permanente, como modo de vida. Y luego hubo corrup­ción, corrupción como rasgo social permanente, como modo de vida. Antes de que pasara mucho tiempo se le sumó la es­clavitud, la esclavitud como comercio mundial y como ele­mento social permanente. Muy pronto siguieron las subleva­ciones: los ciudadanos y los esclavos sublevándose para dar rienda suelta a su rabia y dolor. Luego, cuando los apremios de la superpoblación adquirieron intensidad, el hambre y la peste encontraron sus propias voces y comenzaron a cantar por do­quier en nuestra cultura. Numerosas clases pobres comenzaron a ser explotadas sin piedad en su trabajo. Las drogas se suma­ron a la esclavitud como comercio mundial. Las clases trabaja­doras, las llamadas clases peligrosas, se alzaron en rebelión. La economía de todo el mundo se derrumbó; las potencias indus­triales del globo participaron en el sometimiento del mundo y en el genocidio.

Y luego vinimos nosotros: desde 1960 hasta hoy.¿Qué lamento entona nuestra voz en el coro del sufri­

miento? Durante unas cuatro décadas el agua ha estado hir­viendo alrededor de la rana. Una por una, de mil en mil, de millón en millón, sus células han dejado de funcionar, inútiles ya para aferrarse a la vida.

¿Qué estamos contemplando aquí? Les daré un nombre y ustedes me dirán si estoy en lo cierto o no. Estoy preparado para llamarlo... hundimiento cultural. De esto habla el lamen­to que nosotros entonamos en el coro del sufrimiento ahora, y

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no en lugar de todo lo demás, sino además y encima. Ésta es nuestra única contribución al aullido de dolor de nuestra cul­tura. Por primerísima vez en la historia del mundo, lloramos por el hundimiento de todo lo que conocemos y entendemos, el hundimiento de la estructura con la que se ha construido todo, desde del comienzo de nuestra cultura hasta ahora.

La rana está muerta y no podemos imaginar qué significa para nosotros o para nuestros hijos. Estamos aterrorizados.

¿Estoy en lo cierto? Piénsenlo. Si estoy equivocado, no hay nada más que decir. Pero si piensan que estoy en lo cierto, vuelvan mañana por la noche y continuaré a partir de este punto.

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El hundimiento de los valores19 de Mayo, Schauspielhaus Wahnfried, Radenau

Antes de nuestra era, el coro de desolación que se había for­mado durante los diez mil años de nuestra vida cultural estaba compuesto por nueve voces: la guerra, el crimen, la corrup­ción, la rebelión, el hambre, las epidemias, la esclavitud, el genocidio y el desastre económico. Desde 1960, nuestra pro­pia era encontró una décima voz que añadir al coro, una voz no oída antes, que es la voz de la catástrofe cultural... una voz que gime por la pérdida de la visión, el fracaso de los ob­jetivos y el hundimiento de los valores.

Toda cultura tiene un lugar definitorio en el esquema de las cosas, una visión acerca de dónde encaja en el universo. No hace falta que la gente exprese esta visión con palabras (por ejemplo, a sus hijos), porque está expresada en su vida, en su historia, sus leyendas, sus costumbres, sus leyes, sus rituales, sus artes, sus danzas, sus anécdotas y canciones. De hecho, si alguien les pide que expliquen esta visión, no sabrán cómo empezar y hasta puede que no sepan de qué se les está hablan­do. Podría decirse que es una especie de canción queda y su­surrante que está en sus oídos desde que nacieron, que han oído tan constantemente durante toda su vida que nunca la escu­chan conscientemente. Sé que muchos de ustedes están fami­liarizados con la obra de mi colega Ismael, que llamó Madre Cultura a la intérprete de esta canción e identificó la canción misma como mitología.

El famoso mitólogo Joseph Campbell lamentaba el hecho de que, en la actualidad, la gente de nuestra cultura no tenga mitología, pero, tal como expuso Ismael, no toda la mitología surge de la boca de los poetas y fabulistas que se reunían alre-

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dedor del fuego. Otra clase de mitología nos ha llegado por boca de emperadores, legisladores, sacerdotes, dirigentes polí­ticos y profetas. Y hoy nos llega desde los púlpitos de las igle­sias, desde las pantallas de cine y televisión, por boca de los curas, maestros de escuela, comentaristas de noticias, novelis­tas, autoridades intelectuales... No es una mitología de relatos exóticos, sino otra que nos cuenta qué pensaban los dioses cuando crearon el universo y cuál es nuestro papel en ese universo. Sin esta clase de mitología un pueblo funciona tan mal como un individuo sin sistema nervioso. Es el principio organizador de todas nuestras actividades. Nos explica el sig­nificado de todo cuanto hacemos.

Puede ocurrir que las circunstancias hagan trizas la visión que una cultura tiene de su lugar en el esquema de las cosas, que hagan que esta mitología pierda su sentido, que ahqgue su canción. Cuando esto sucede (y ha sucedido muchas veces), todo se cae en pedazos en esa cultura. El orden y los objetivos son reemplazados por el caos y el desconcierto. La gente pier­de la voluntad de vivir, se vuelve indiferente, violenta, suicida, y se entrega a la bebida, las drogas y el delito. El molde que una vez mantenía todo en su lugar está ahora hecho pedazos, y las leyes, las costumbres y las instituciones caen en desuso y no son respetadas, especialmente por los jóvenes, que ven que ni siquiera sus mayores les encuentran ya sentido. Si ustedes quisieran estudiar a algunos pueblos que fueron destruidos de este modo, no escasean los lugares que podrían visitar en Esta­dos Unidos, Africa, América del Sur, Nueva Guinea, Austra­lia... en realidad en cualquier parte donde los pueblos aboríge­nes hayan sido aplastados por las ruedas de nuestro monstruo cultural.

O, sencillamente, pueden quedarse en casa.Ya no hace falta que viajen a los confines de la Tierra para

encontrar gente que se ha vuelto apática, violenta y suicida, que se ha entregado a la bebida, las drogas y el delito, cuyas le­yes, costumbres e instituciones han caído en desuso y ya no son respetadas. Nosotros mismos hemos caído bajo las ruedas de nuestro monstruo, y nuestra propia visión del lugar que ocupamos en el esquema de las cosas se ha hecho trizas, nues­tra propia mitología ha perdido todo su sentido, y nuestra pro-

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pia canción se ha ahogado en nuestras gargantas. Estas son las cosas que todos percibimos. No importa adonde vayamos ni con quién hablemos: con un ganadero de Montana, un comercian­te en diamantes de Amsterdam, un agente de bolsa de Nueva York o un conductor de autobuses de Hamburgo.

Tengo edad suficiente para recordar una época en que las cosas no eran así, y naturalmente mis padres recuerdan esa época, y los de ustedes también. Desde luego que no me estoy refiriendo a «los buenos tiempos». El coro de plañideras se la­mentaba a pleno pulmón; el cielo sabe que es cierto, puesto que hablo de las décadas que siguieron a la guerra más des­tructiva y mortífera de la historia de la humanidad. Aun así, a finales de los años cuarenta y durante los cincuenta, los miem­bros de nuestra cultura todavía sabían adonde iban, todavía confiaban en que nos esperaba un futuro glorioso. Lo único que teníamos que hacer era aferrarnos a la visión y seguir ha­ciendo todas las cosas que al principio nos habían traído hasta aquí. Podíamos contar con esas cosas. Eran las cosas que nos habían traído universidades y teatros de ópera, la calefacción central y los ascensores, a Mozart y Shakespeare, los trasadán- ticos y el cine.

Más aún, y es importante señalarlo, las cosas que nos tra­jeron a este punto eran cosas buenas. En 1950 no había el me­nor rumor de duda acerca de ello en ningún lugar de nues­tra cultura, Oriente u Occidente, capitalista o comunista. En 1950 todos coincidíamos en una cosa: explotar el mundo era un derecho que Dios nos había otorgado. El mundo fue crea­do para que nosotros lo explotáramos. En realidad, explotar el mundo lo mejoraba. No había límites para lo que podíamos hacer. Recorten cuanto quieran, excaven cuanto quieran. Arrasen los bosques, rellenen las zonas pantanosas, construyan diques en los ríos, arrojen venenos donde quieran y en la can­tidad que deseen. Nada de esto se consideraba perverso o peli­groso. ¡En el nombre de Dios! ¿Por qué había de serlo? La Tierra había sido creada específicamente para usarla de ese modo. Era una sala de juegos ilimitada e indestructible para los seres humanos. Uno no tenía que considerar la posibilidad de que algo se agotara o de estar dañando algo. La Tierra esta­ba diseñada para recibir cualquier castigo, para absorber y en-

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dulzar cualquier elemento tóxico, en cualquier cantidad. ¿Ha­cer estallar armas nucleares? ¡Por el amor de Dios, sí, todas las que quieran! ¡Miles, si les apetece! El material radiactivo gene­rado mientras tratábamos de alcanzar nuestro destino otorga­do por Dios no podía hacernos daño.

¿Borrar de la faz de la Tierra especies enteras? ¡Claro que sí! ¿Por qué no? ¡Si el hombre no necesita a estos seres, obviamente son supérfluos! Ejercer un control semejante sobre el mundo es humanizarlo, es dar un paso que nos acerque más a nuestro destino.

Escuchen: en 1948, el suizo Paul Müller recibió un pre­mio Nobel por sus maravillosos experimentos con el diclorodi- feniltricloroetano, considerado el medio químico ideal para acabar con las especies de insectos indeseables. Tal vez ustedes no lo reconozcan con ese nombre tan poético, diclorodifenil- tricloroetano. Estoy hablando del DDT. En los años cincuenta y sesenta el DDT fluía sobre la tierra como leche y miel, como la ambrosía. Todos sabían que era un veneno mortal. ¡Claro que era un veneno mortal! ¡De eso precisamente se trataba! Pero podíamos usar todo el que quisiéramos porque, no nos haría daño. La tierra, cumpliendo con su deber, se ocuparía de eso. Se tragaría todo este veneno maravilloso y mortal y nos devolvería agua dulce, tierra dulce y aire dulce. Se tragaría siempre y para siempre todos los desechos radiactivos, todos los desechos industriales, todos los venenos que pudiéramos ge­nerar, y nos devolvería agua potable, tierra fértil y aire limpio. Este era el contrato, ésta era la visión misma: el mundo fue creado para el Hombre, y el Hombre fue creado para conquis­tarlo y gobernarlo. De eso nos habíamos estado ocupando des­de el principio: de conquistar y gobernar, de tomar el mundo como si hubiera sido moldeado para nuestro uso exclusivo, para usar lo que quisiéramos y descartar el resto... destruyendo ese resto por supérfluo. Esta no era una obra perversa (fíjense bien); al contrario, ¡era una obra sagrada! ¡Dios nos creó para llevarla a cabo!

Y, por favor, no supongan que esto es algo que aprendi­mos en el Génesis, donde Dios ordenó a Adán que llenara la tierra y la sometiera. Esto es algo que sabíamos antes de Jeru- salén, antes de Babilonia, antes de Catal Huyuk, antes de Jeri-

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có, antes de Ali Kosh, antes de Zawi Chemi Shanidar. No es algo que nos enseñaron los autores del Génesis, sino algo que nosotros les enseñamos a ellos.

Permítanme repetir, como debo hacer siempre, que ésta no fue la visión humana, no fue la visión que nació en nosotros cuando nos convertimos en Horno habilis o cuando el Homo habilis se convirtió en Homo erectas o cuando el Homo erectus se convirtió en Homo sapiens. Esta es la visión que nació en noso­tros cuando nació nuestra cultura particular, hace diez mil años. Este fue el manifiesto de nuestra revolución, que debía llevarse a todos los rincones de la Tierra.

Los constructores de los zigurats de Ur o las pirámides de Egipto no pusieron en duda este manifiesto. Tampoco lo pu­sieron en duda los cientos de miles de personas que trabajaron para amurallar China y separarla del resto del mundo. No lo pusieron en duda los mercaderes que transportaban oro, vidrio y marfil de Tebas a Nippur y Larsa. No lo pusieron en duda los escribas de los hititas, los elamitas y los mitanni, que fue­ron los primeros en dejar constancia de la conquista imperial en tablillas de arcilla. No lo pusieron en duda los herreros que llevaban sus poderosos secretos de Babilonia a Nínive y Da­masco.

No lo pusieron en duda ni Darío de Persia ni Filipo de Macedonia ni Alejandro Magno. No lo pusieron en duda ni Confucio ni Aristóteles. No lo pusieron en duda ni Aníbal ni Julio César ni Constantino, el primer protector imperial del cristianismo. No lo pusieron en duda los saqueadores que se llevaron los restos del Imperio romano: los hunos, los vikin­gos, los árabes, los ávaros y otros. No fue puesto en duda por Carlomagno ni por Gengis Jan. No fue puesto en duda ni por los cruzados ni por los asesinos chiítas. No fue puesto en duda por los comerciantes de la Liga I íanseática. No fue puesto en duda por el papa Alejandro VI, que en 1494 decidió cómo de­bía repartirse el mundo entre las potencias colonizadoras de Europa. No fue puesto en duda por los pioneros de la revolu­ción científica: Copérnico, Kepler y Galileo. No lo pusieron en duda los grandes exploradores de los siglos XVI y XVII... y,

ciertamente, no lo pusieron en duda los conquistadores y los colonizadores del Nuevo Mundo. No lo pusieron en duda

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los fundadores intelectuales de la edad moderna, pensadores como Descartes, Adam Smith, David Hume y Jeremy Ben- tham. No lo pusieron en duda los pioneros de la revolución democrática, los teóricos políticos como John Locke y Jean- Jacques Rousseau. No lo pusieron en duda los incontables in­ventores, picaros, aficionados, inversores y visionarios de la revolución industrial. No fue puesto en duda por las bandas luditas que destrozaban fábricas en el centro y norte de Ingla­terra.

No lo pusieron en duda los gigantes industriales que construyeron los ferrocarriles, armaron a los ejércitos y exten­dieron el acero: los Du Pont, los Vanderbilt, los Krupp, los Morgan o los Carnegie. No lo pusieron en duda los autores del Manifiesto Comunista, los organizadores del movimiento obrero ni los artífices de la Revolución rusa. No lo pusieron en duda los gobernantes que arrojaron a Europa al remolino de la Primera Guerra Mundial. No lo pusieron en duda los autores del Tratado de Versalles ni los autores de la Liga de las Nacio­nes. No lo pusieron en duda la Fraternidad de la Reconcilia­ción ni los firmantes del Oxford Pledge. No lo pusieron en duda los millones de ciudadanos que se quedaron sin trabajo durante la Gran Depresión. No lo pusieron en duda los que luchaban para establecer la democracia parlamentaria en Ale­mania ni los que finalmente los derrotaron.

No lo pusieron en duda los cientos de miles de personas que trabajaban en una industria mortífera creada para librar a la humanidad de las «razas inferiores». No lo pusieron en duda los millones de soldados que lucharon en la Segunda Guerra Mundial ni los dirigentes que los mandaron a luchar. No lo pusieron en duda los esforzados científicos e ingenieros que hicieron uso de sus mejores cualidades para sembrar el te­rror en las ciudades inglesas y alemanas.

El mundo fue creado para el Hombre, y el Hombre fue creado para conquistarlo y gobernarlo.

Es evidente que no pusieron en duda este manifiesto los equipos rivales en la carrera científica para dividir el átomo y construir un arma capaz de destruir a todas nuestras espe­cies. No lo pusieron en duda los fundadores de las Nacio­nes Unidas. No lo pusieron en duda los cientos de miles de

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personas que en los años de la posguerra soñaban con una utopía en la que la gente descansaría y todo el trabajo lo ha­rían los robots, en la que el poder nuclear sería ilimitado y libre, en la que la pobreza, el hambre y la criminalidad se habrían superado.

Pero ese manifiesto es puesto en duda ahora, señoras y se­ñores... casi en todas partes de nuestra cultura, por gente de toda condición, entre los jóvenes y los viejos, pero especial­mente entre los jóvenes, para quienes el sueño de un futuro ra­diante en el que la vida será cada vez más dulce, década tras década, siglo tras siglo, ha sido rechazado y carece de sentido. Sus hijos lo saben bien. Lo saben bien en gran parte porque ustedes lo saben bien.

Sólo nuestros políticos siguen insistiendo en que el mun­do fue hecho para el Hombre, y en que el Hombre fue hecho para conquistarlo y gobernarlo. Tienen la obligación profesio­nal de seguir afirmando y proclamando el manifiesto de nues­tra revolución. Si quieren aferrarse a sus puestos, tienen que asegurarnos con absoluta convicción que un futuro glorioso nos espera... siempre que marchemos hacia delante bajo la bandera de la conquista y la autoridad. Nos aseguran esto, y luego se preguntan, año tras año, por qué cada vez acuden a las urnas menos votantes.

La primavera silenciosa y más all á

He dicho que esta nueva era del hundimiento de los valores comenzó en 1960. En realidad, debería fecharse exactamente en 1962, el año de La primavera silenciosa de Rachel Carson, el primer desafío real lanzado a la visión motivadora de nues­tra cultura. Los hechos que Carson presentó para detallar los efectos devastadores del DDT y otros pesticidas sobre el me­dio ambiente eran asombrosos: el DDT no sólo cumplía con su misión de matar insectos indeseables; había entrado en la cadena alimentaria de las aves, trastornando procesos repro­ductivos y alterando la estructura del huevo, con el resultado de que muchas especies ya habían sido destruidas y muchas

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más estaban amenazadas, lo que no hacía impensable que al­gún día el mundo despertara a una primavera silenciosa... una primavera sin pájaros. Pero La primavera silenciosa no fue sólo una exposición sensacionalista más, bien acogida en cualquier temporada de novedades editoriales. Con un solo golpe poderoso, hizo añicos para siempre un conjunto de ar­tículos fundamentales de nuestra fe cultural: que el mundo era capaz de reparar cualquier daño que pudiésemos hacer­le; que el mundo estaba diseñado para hacer exactamente eso; que el mundo estaba «de nuestra parte» en nuestro progreso, y que siempre toleraría y facilitaría nuestros esfuerzos; que Dios mismo había moldeado el mundo para apoyar específica­mente nuestros esfuerzos por conquistarlo y gobernarlo. Los datos que aparecieron en La primavera silenciosa contrade­cían claramente todas estas ideas. Algo supuestamente bene­ficioso para nosotros no era necesariamente tolerado ni facili­tado por el mundo. El mundo no apoyaba nuestra visión cultural. Dios no apoyaba nuestra visión cultural. El mundo no estaba inequívocamente de nuestro lado. Dios no estaba inequívocamente de nuestro lado.

Si el tema se hubiera terminado con Rachel Carson y el DDT, con seguridad nuestra visión cultural se habría serena­do y recuperado, pero como todos sabemos, Rachel Carson y el DDT no fueron más que un simple comienzo. Carson fue la primera en fijarse, la primera en mostrarnos que aquí había algo nuevo que comprender. Decenas, cientos, miles de perso­nas se fijaron en el mundo desde entonces, y cuanto más ahondaban, más hacían trizas nuestra fe cultural. No lo repa­saré para ustedes. En una noche sólo podría arañar la superfi­cie y no haría más que decirles cosas que se pueden descubrir en cualquier enciclopedia.

La conclusión es la siguiente: en nuestro número actual y ejecutando nuestros sueños actuales, la raza humana está ejerciendo un impacto letal sobre el mundo. Los lagos se están muriendo, los mares se están muriendo, los bosques se están mu­riendo, la propia tierra se está muriendo... por motivos direc­tamente atribuibles a nuestras actividades. Nada menos que ciento cuarenta especies desaparecen todos los días... por moti­vos atribuibles directamente a nuestras actividades.

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Escuchen, les oigo revolverse en sus asientos... pero no estoy diciendo esto para hacer que se sientan culpables. Ese no es mi objetivo en absoluto.

Estoy aquí esta noche para deducir... qué es lo que ha ido mal.

Las teorías: ¿qué ha ido mal?

Descubrir qué es lo que está mal se ha convertido en una preocupación mundial. Gente de todas las edades está traba­jando en ello, gente de todas las clases sociales y económicas, de todas las tendencias políticas. Niños de diez años están tratando de descifrarlo. Lo sé porque me hablan de ello. Lo sé porque los he visto detenerse en medio de sus juegos para prestar atención al tema.

Cada año nacen más niños fuera del matrimonio. Cada año hay más niños que viven en hogares destrozados. Cada año hay más personas víctimas de la delincuencia. Cada año hay más niños que sufren malos tratos y son asesinados. Cada año hay más mujeres violadas. Cada año hay más personas con miedo a salir de noche. Cada año se suicida más gente. Cada año hay más adictos a las drogas y al alcohol. Cada año hay más gente encarcelada por cometer delitos. Cada año hay más gente que encuentra un entretenimiento rutinario en la violen­cia asesina y la pornografía. Cada año más gente se inmola en cultos dementes, terrorismo engañoso y estallidos de violencia repentinos e incontrolables.

Las teorías que se formulan para explicar estos hechos son en su mayor parte generalidades vulgares, perogrulladas y tó­picos. Son la sabiduría tradicional, transmitida a través de los tiempos. Se oye decir, por ejemplo, que la raza humana está mortal e irremediablemente enferma. Se oye decir que la raza humana es una especie de enfermedad planetaria de la que Gea finalmente se librará. Se oye decir que la insaciable codi­cia capitalista tiene la culpa o que la tecnología tiene la culpa. Se oye decir que los padres tienen la culpa o que la culpa es de la escuela o del rock. A veces se oye decir que los síntomas

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mismos tienen la culpa: cosas como la pobreza, la opresión y la injusticia; cosas como la superpoblación, la indiferencia buro­crática y la corrupción política.

Estas son algunas de las teorías más comunes que se for­mulan para explicar qué es lo que ha ido mal. Oirán otras. La mayor parte debe deducirse de los remedios que proponen para corregirlas. Habitualmente, estos remedios se expresan del siguiente modo: lo que tenemos que hacer es tal y tal cosa. Elegir el partido político justo. Deshacerse de tal o cual diri­gente. Maniatar a los liberales. Maniatar a los conservado­res. Dictar leyes más estrictas. Sentenciar a penas más largas. Restaurar la pena de muerte. Matar a los judíos, matar a los antiguos enemigos, matar a los extranjeros, matar a quien sea. Meditar. Rezar el rosario. Aumentar la concienciación. Desa­rrollar un nuevo nivel de existencia.

Quiero que comprendan qué estoy haciendo aquí. Estoy proponiendo una nueva teoría para explicar qué es lo que ha ido mal. No es una variación menor, no es una refacción de la sabiduría convencional. Se trata de algo inaudito, algo com­pletamente novedoso en nuestra historia intelectual. Aquí lo tienen: estamos sufriendo un derrumbamiento cultural. El mismo hundimiento que sufrieron los indios de las praderas cuando se destruyó su estilo de vida y fueron confinados en re­servas. El mismo hundimiento que sufrieron innumerables pueblos aborígenes arrasados por nosotros en Africa, Amé­rica del Sur, Australia, Nueva Guinea y otras partes. Lo que importa no es que las circunstancias del hundimiento* fueran distintas para ellos y para nosotros. Los resultados fueron los mismos. Para ambos, en pocas décadas, las realidades im­pactantes invalidaron nuestra visión del mundo y despojaron de todo sentido a un destino que siempre había parecido evidente. La canción que habíamos estado cantando desde el principio de los tiempos enmudeció de repente en nuestras gargantas.

El resultado fue el mismo para ambas partes: todo se desmoronó. No importa si uno vive en tiendas o en rasca­cielos, las cosas se desmoronan. El orden y los objetivos son reemplazados por el caos y el desconcierto. La gente pierde la voluntad de vivir, se vuelve indiferente, se vuelve violenta, se

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vuelve suicida y se entrega a la bebida, las drogas y el delita. El molde que una vez sostuvo todo en su lugar está hecho añicos, y las leyes, las costumbres y las instituciones caen en desuso y dejan de ser respetadas, especialmente entre los jóve­nes, que ven que ni siquiera sus mayores les encuentran ya ningún sentido.

Y eso es lo que ha pasado aquí, lo que nos ha pasado a nosotros. La rana sonrió durante diez mil años, mientras el agua se calentaba cada vez más, pero finalmente, cuando por fin el agua empezó a hervir, la sonrisa dejó de tener sentido porque la rana estaba muerta.

Por fin las circunstancias han hecho añicos nuestra de­mente visión cultural, han despojado de sentido nuestra mitolo­gía autoengrandecedora, han sofocado por fin nuestra arrogante canción. Hemos perdido la capacidad de creer que el mundo fue hecho para el Hombre y que el Hombre fue hecho para conquistarlo y gobernarlo. Hemos perdido nuestra capacidad de creer que automática e inevitablemente el mundo aprobará nuestras conquistas, que se tragará todo el veneno que poda­mos generar sin sufrir ningún daño. Hemos perdido nuestra capacidad de creer que Dios está inequívocamente de nuestro lado, contra el resto de la creación.

Y por lo tanto, señoras y señores, nos estamos... viniendo abajo.

Por fin, buenas noticias

Recientemente, una mujer me contó que quería traer a un amigo para oírme hablar, pero su amigo le dijo: «Lo siento, ya no soporto más malas noticias». [Risas.] Sí, es gracioso, porque ustedes saben que, por extraño que parezca, están aquí, oyéndome en este teatro, porque saben con toda certeza que soy portador de buenas noticias.

Sí, así es, y como ustedes saben que es así, se ríen. ¡Ya se sienten mejor! Hacen bien en sentirse mejor, y he aquí el mo­tivo. En realidad es sumamente sencillo. He aquí mi buena noticia: Nosotros no somos la humanidad’

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¿Pueden sentir la liberación que hay en esas palabras? Ha­gan la prueba. Vamos. Digan para sí mismos: Nosotros... no so­mos... la humanidad.

Estoy seguro de que como mínimo les parecen extrañas. Antes de terminar por esta noche, quiero que comprendan por qué estas palabras parecen extrañas.

Nosotros no somos la humanidad.Pronunciarlas es como ponerse los zapatos de un desco­

nocido, confundiéndolos con los propios... ¡Toda la vida cam­bia en un instante!

Nosotros no somos la humanidad. Quiero que comprendan lo que son estas cinco palabras. Son un resumen de todo lo que se olvidó durante el Gran Olvido. Lo digo en un sentido completamente literal. Al final del Gran Olvido, cuando la gen­te de nuestra cultura empezó a construir la civilización en serio, esas cinco palabras eran prácticamente impensables. En cierta manera, en eso consistía el Gran Olvido: olvidamos que no éramos más que una cultura y empezamos a pensar en noso­tros como la humanidad misma.

Todos los cimientos intelectuales y espirituales de nuestra cultura fueron echados por gente que creía de forma absoluta que somos la humanidad misma.

Tucídides lo creía. Sócrates lo creía. Platón lo creía. Aris­tóteles lo creía. Ssu-ma Chi’en lo creía. Gautama Buda lo creía. Confucio lo creía. Moisés lo creía. Jesús lo creía. San Pablo lo creía. Mahoma lo creía. Avicena lo creía. Tomás de Aquino lo creía. Copérnico lo creía. Galileo y Descartes lo creían, aunque fácilmente podrían haber visto que no era así. Hume, Hegel, Nietzsche, Marx, Kant, Kierkegaard, Bergson, Heidegger, Sartre y Camus, todos lo dieron por sentado, aun­que sin duda no carecían de la información necesaria para sa­ber que no era así.

Pero es inevitable que ustedes se estén preguntando: ¿por qué sería una noticia tan mala que fuésemos la humanidad? Trataré de explicarlo. Si fuéramos la humanidad misma, todas las cosas terribles que decimos acerca de la humanidad serían ciertas... y ésa sería una noticia muy mala. Si fuéramos la hu­manidad misma, toda nuestra destructividad pertenecería no a una cultura mal encaminada sino a la humanidad misma... y

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ésa sería una noticia muy mala. Si fuéramos la humanidad- misma, que nuestra cultura estuviera condenada significaría que la humanidad misma está condenada... y ésa sería una no­ticia muy mala. Si fuéramos la humanidad misma, que nuestra cultura fuese enemiga de la vida en este planeta significaría que la humanidad misma es enemiga de la vida en este plane­ta... y ésa sería una noticia muy mala. Si fuéramos la humani­dad misma, que nuestra cultura fuera horrible y deforme sig­nificaría que la humanidad misma es horrible y deforme: sin duda una noticia terrible.

¡Gime, oh humanidad, si es que somos la humanidad! ¡Gime de horror y desesperación, ay de nosotros, si es que las criaturas desgraciadas y mal encaminadas de nuestra cultura son la humanidad!

Pero no somos la humanidad, sólo somos una cultura, una cultura entre cientos de miles de culturas que han vivido su visión en este planeta y han cantado su canción, ¡y ésa es una noticia maravillosa, incluso para nosotros!

Si fuese la humanidad la que necesitase cambiar, entonces no tendríamos suerte. Pero no es la humanidad la que necesita cambiar, sólo lo necesitamos... nosotros.

Y ésa es una noticia muy buena.Síganme, amigos. Llegaremos a ese punto, paso a paso.

La población: un enfoque sistemático21 de Mayo, Stuttgart

Como las ideas que voy a presentar aquí esta noche han re­sultado ser muy inquietantes para la gente, he aprendido a abordarlas con cautela, desde una distancia adecuada y pru­dente... una distancia adecuada y prudente que en este caso esC3 de unos doscientos mil años. Hace doscientos mil años que una nueva especie llamada Homo sapiens empezó a ser vista por vez primera en este planeta.

Como ocurre con cualquier especie joven, no tenía mu­chos integrantes al principio. Puesto que el tema que nos ocu­pa es la población, será mejor que aclare qué quiero decir con esto. Tenemos una fecha aproximada de la aparición del Homo sapiens porque tenemos restos fósiles y tenemos restos fósiles porque una cantidad suficiente de miembros de esta especie vivió alrededor de esa época para proporcionar esos restos fósi­les. En otras palabras, cuando digo que el Homo sapiens apa­reció hace unos doscientos mil años, no estoy hablando del primer par ni de los primeros cien. Pero tampoco estoy ha­blando del primer millón.

Hace doscientos mil años, había cierto número. Digamos, diez mil. En los ciento noventa mil años siguientes, el Homo sapiens creció en cantidad y emigró a todos los continentes del mundo.

El paso de estos ciento noventa mil años nos lleva hasta el inicio de la era histórica de este planeta. Nos lleva al co­mienzo de la revolución agrícola que está en los cimientos de nuestra civilización. De esto hace unos diez mil años, y la población humana de aquella época se calcula en unos diez millones.

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Quiero dedicar un par de minutos a observar ese período de crecimiento que va de los diez mil a los diez millones de per­sonas. En realidad, lo que este período de crecimiento repre­senta es diez duplicaciones. De diez mil a veinte mil, de veinte mil a cuarenta mil, de cuarenta mil a ochenta mil, y así sucesi­vamente. Empiecen con diez mil, duplíquenlos diez veces y terminarán con unos diez millones.

Por lo tanto, nuestra población se duplicó diez veces en ciento noventa mil años. Fue de unos diez mil habitantes a diez millones. Eso es crecimiento. Un crecimiento innegable, un crecimiento claro, incluso considerable... pero un crecimien­to en una proporción infinitesimal. He aquí lo infinitesimal que era: nuestra población, por término medio, se duplicaba cada diecinueve mil años. Este ritmo es muy lento; tenía la lentitud de un glaciar.

Al final de este período, es decir, hace diez mil años, la cosa empezó a cambiar drásticamente. El crecimiento en una proporción infinitesimal se convirtió en un crecimiento veloz. Partiendo de diez millones, nuestra población se duplicó no en diecinueve mil años, sino en cinco mil, llegando a los veinte millones. La siguiente duplicación, algo más del doble, sólo tardó dos mil años, lo que nos llevó a los cincuenta millones. La siguiente duplicación' tardó sólo mil seiscientos años, lle­vándonos hasta los cien millones. La siguiente duplicación tar­dó sólo mil cuatrocientos años... llevándonos hasta los dos­cientos millones en el año cero de nuestro calendario. La siguiente duplicación se produjo en sólo mil doscientos años, y nos llevó hasta los cuatrocientos millones. Era el año 1200 de la Era Cristiana. La siguiente duplicación tardó sólo quinien­tos años, llevándonos hasta los ochocientos millones en 1700. La duplicación siguiente se produjo en sólo doscientos años, y nos llevó hasta los mil quinientos millones en 1900. La si­guiente duplicación sólo tardó sesenta años, llevándonos hasta los tres mil millones en 1960. La siguiente duplicación tardará sólo unos treinta y siete años. En diez o veinte meses llegare­mos a los seis mil millones de habitantes en el planeta, y si esta tendencia al crecimiento continúa sin restricciones, muchos de los que estamos en esta sala viviremos lo suficiente para ver que llegamos a los doce mil millones. No intentaré imaginar

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para ustedes lo que eso significará. A ojo de buen cubero, se­gún mis cálculcfe7 st*cogemos todo lo malo que está pasando actualmente (la destrucción del medio ambiente, el terrorismo, el delito, las drogas, la cormpción, el suicidio, la locura, la vio­lencia de todo tipo), deberemos multiplicarlo por cuatro... como mínimo. Pero, créanlo o no, no estoy aquí para depri­mirles con imágenes lúgubres acerca del futuro.

Tenemos un problema de población. Play unos cuantos que piensan que todo va bien y que no tenemos un problema demográfico en absoluto, pero yo no estoy aquí para hacerles cambiar de idea. Estoy aquí para sugerir que el ángulo desde el que tradicionalmente hemos querido hacer frente a este pro­blema es ineficaz y nunca podrá ser sino ineficaz. Después quiero enseñades un ángulo de ataque más prometedor. Pero en este mismo momento quisiera leerles una fábula que creo que les parecerá pertinente. Es acerca de un pueblo que tiene su propio problema demográfico y de cómo lo combate. Se titula «Bendición: una fábula acerca de la población».

Bendición: una fábula acerca de la población

Sucedió una vez, en un planeta no muy distinto del nuestro, que los investigadores de una compañía farmacéutica tuvie­ron suerte con una sustancia que estaban probando como analgésico. Al ingerir esta sustancia, llamada D3346, los rato­nes que sufrían dolor empezaron a dar muestras de alivio: se pusieron más retozones, se apareaban con mayor frecuencia, tenían más apetito, etcétera. Las pruebas con seres humanos extasiaron a los altos cargos de la compañía. El D3346 era más eficaz que otras drogas mucho más poderosas y no tenía efectos secundarios nocivos (aparte de provocar en el sujeto un olor desagradable que desaparecía enseguida cuando se in­terrumpía el uso de la droga).

El nuevo medicamento funcionaba tan bien que el depar­tamento de comercialización sabía que tenía más que un sim­ple calmante en las manos. La gente se las arregla para vivir con multitud de molestias y dolores casi continuamente, y por

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el solo hecho de librarlos de ellos, el D3346 daba a los usuarios una sensación de bienestar tan intensa que era casi como estar «en el cielo». Se adoptó el nombre de «Bendición» para el nue­vo producto sin discusión, así como su eslogan: «¡Calma el do­lor que usted ni siquiera sabía que tenía!».

Al principio el medicamento se comercializó en forma de píldoras y jarabe, pero en menos de un año alguien mvo la bri­llante idea de presentarlo en forma de polvo en envases dese- chables diseñados para ocupar su lugar junto al salero y el pi­mentero en la mesa del comedor. En pocos meses, todas las formas «medicinales» habían desaparecido de los estantes de los comercios y la «Bendición» ya no se tomaba para «combatir el dolor». Se había convertido en un beneficioso aditivo ali­menticio más, como una vitamina.

Nadie se sorprendió cuando, nueve meses después de la introducción de la droga, la natalidad empezó a aumentar. Esto ya se había pronosticado, y todos entendían el motivo. Bendi­ción no aumentaba la fertilidad ni el apetito sexual; no era un afrodisíaco. La gente que lo tomaba se sentía mejor, era más lúdica, más cariñosa, más extrovertida. Estaba previsto que pronto la natalidad se estabilizaría... y así fue: aproximada­mente un diez por ciento por encima de la tasa anterior.

En este planeta, el pueblo del que he estado hablando no constituía una cultura mundial dominante, como la nuestra, pero pronto empezaron a hacerse notar mundialmente. En primer lugar, olían mal, lo que les valió el nombre por el que se hicieron famosos en todo el mundo: los apestosos. En segun­do lugar, respondiendo a presiones demográficas internas, eran unos transgresores e invasores incorregibles. No obstante, los apestosos habitualmente se las arreglaban para llevar a cabo sus invasiones sin violencia... haciendo que Bendición llegara antes que ellos.

No importaba que nadie quisiera terminar oliendo como los apestosos. La Bendición estaba allí, y pocos podían resis­tirse a tomar una dosis ocasional para aliviar un dolor de espal­da o una jaqueca, y antes de que se dieran cuenta la estaban usando como sal de mesa. La gente empezó detestando a los apestosos y resistiéndose con vehemencia a sus invasiones, pero terminó convirtiéndose ella misma en apestosa. Después

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de unos cientos de años la expansión de los apestosos llegó a su fin... porque no había nuevas tierras en las que expandirse. Todo el planeta era apestoso.

Los dirigentes perspicaces se dieron cuenta de que el pro­blema demográfico iba a ser grave en poco tiempo, pero pasó un siglo sin que se tomaran medidas significativas. La pobla­ción humana, al no tener motivos para hacer otra cosa, siguió creciendo. El hambre se convirtió en un rasgo característico de la vida en ciertas partes del mundo, y en algunas regiones la solución al problema llegó a comprenderse no como la necesi­dad de limitar la natalidad, sino como la necesidad de aumen­tar la producción de alimentos. Pasó otro siglo y la población humana continuaba creciendo.

En círculos informados, la gente empezó a practicar y a defender distintas estrategias para el control demográfico, que iban desde el control de la natalidad en una u otra forma hasta programas escolares diseñados para reducir los embarazos en adolescentes, pero ninguna de estas iniciativas tuvo un resultado apreciable. A medida que más y más gente tomaba conciencia de la crisis, los sociólogos y los economistas comenzaron a in­vestigar más profundamente sus causas. Observaron, por ejem­plo, que en muchas partes del mundo tener hijos era una forma de éxito económico; a falta de otras oportunidades, especial­mente para las mujeres, la gente traía hijos al mundo para que sirvieran de trabajadores no asalariados y de garantes de una seguridad para la vejez.

Un biohistoriador llamado Spry quiso llamar la atención de la gente hacia el hecho de que, antes de la aparición de Bendición, la población humana del planeta se había manteni­do prácticamente estable, pero a sus oyentes les costaba mucho comprender la conexión entre las dos cosas.

El profesor Spry trataba de explicarla: «Si se introduce Bendición en la dieta de cualquier especie», decía, «el resulta­do será el mismo: la tasa de natalidad aumentará. Sin ningún aumento compensatorio en la tasa de mortalidad, la población total de la especie también aumentará inevitablemente».

Los que escuchaban al profesor realmente no tenían idea de lo que quería señalar, puesto que Bendición había sido una característica constante en la dieta humana durante mil años, y

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no podían ni siquiera imaginar cómo se sentirían vivienda sin ella. El profesor tuvo que explicar con mucha paciencia que, sin una ingestión constante de Bendición, todos experimenta­rían un montón de molestias y dolores menores, y que, al experi­mentar estos dolores menores, se sentirían un poco menos lúdicos, un poco menos cariñosos, un poco menos extroverti­dos... y un poco menos propensos a mantener relaciones sexua­les. Como resultado, la tasa de natalidad bajaría, y la población pronto volvería a estabilizarse.

—¿Está diciendo que la solución a nuestro problema de­mográfico es vivir con dolor? —le preguntaba la gente con in­credulidad.

—Es una exageración total de mi punto de vista —decía el profesor—·. Antes de que llegara Bendición, la gente no pensaba que «vivía con dolor». Sencillamente, vivía.

Otros decían:—-Todo esto en realidad no tiene nada que ver. El profe­

sor Spry ya ha señalado que Bendición no es un afrodisíaco y que no aumenta la fertilidad por sí mismo. Que usemos Ben­dición no nos obliga a apareamos con más frecuencia. Podemos aparearnos con tanta o tan poca frecuencia como deseemos. Más aún, podemos usar cualquier cantidad de métodos anticoncep­tivos para evitar el embarazo. De manera que resulta difícil comprender qué tiene que ver Bendición con el asunto.

—Tiene que ver —replicaba el profesor Spry—·. Si pone­mos Bendición a disposición de cualquier especie, los miem­bros de esa especie se acoplarán más a menudo, y su tasa de natalidad aumentará. No es cuestión de lo que ustedes o yo hagamos... de que ustedes o yo elijamos utilizar anticonceptivos, por ejemplo. Es una cuestión de lo que hará la especie como conjunto. Y puedo demostrar esto con experimentos: la tasa de natalidad de cualquier especie que tenga libre acceso a Bendi­ción aumentará. No importa que sean ratones, gatos, lagartos, pollos... o seres humanos. No es cuestión de lo que hacen los individuos, es cuestión de lo que hacen poblaciones enteras.

Pero el público del profesor siempre rechazaba esta obser­vación con indignación.

—¡No somos ratones! —gritaban—·. ¡No somos gatos ni lagartos ni pollos!

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Cada vez más lo consideraban un chiflado y un extremis­ta, hasta que finalmente Spry perdió su puesto como profesor y con él su credibilidad como autoridad en cualquier tema, de manera que no se supo más de él.

La crisis demográfica aumentó. Los biólogos ecologistas calculaban que la población humana ya había excedido lo que podía soportar el planeta y se encaminaba hacia la catástrofe. Hasta los optimistas y los que antes se burlaban empezaron a comprender que algo tenía que cambiar. Finalmente, los jefes de Estado de las principales potencias del mundo convocaron una conferencia mundial para estudiar y analizar el asunto. Fue un acontecimiento impresionante, sin precedentes en la historia de la humanidad. Miles de pensadores pertenecientes a docenas de disciplinas distintas se reunieron para examinar a conciencia el problema.

Pronto el concepto de control surgió de la conferencia como tema 4j»«¿nante. El control demográfico fue, natural­mente, el tema clave. Pero lograr el control demográfico im­plicaba el control a todo tipo de niveles y en toda clase de formas. Los nuevos controles económicos estimularían a las parejas a controlar el tamaño de la familia. En los países más atrasados, donde las mujeres eran poco más que máquinas de procrear, los nuevos controles sociales utilizarían su creatividad para realzar la prosperidad familiar. Los dispositivos, las sustancias y las es­trategias para el control de la natalidad requerían una difusión más amplia. Naturalmente, a nivel individual, era necesario me­jorar el control personal. Se discutieron acaloradamente los controles educativos. Algunos argumentaban que los controles eran necesarios para mantener a los niños en la ignorancia acerca del sexo, mientras otros argüían que los controles eran necesarios para que los niños tomaran conciencia acerca del sexo.

Control control control... era la palabra que se oía miles, millones de veces.

A diferencia de la palabra Bendición.En la gran conferencia mundial de los apestosos acerca de

la superpoblación, la Bendición no era un tema importante, ni siquiera un tema secundario.

En realidad, no se mencionó la palabra Bendición ni una sola vez.

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Naturalmente, la gente que escucha esta parábola quiere saber cómo interpretarla. La gente comprende que los apesto­sos eran fundamentalmente irracionales al negarse a admitir la relación entre Bendición y su explosión demográfica. La relación parece evidente. La explosión demográfica de los apes­tosos empezó exactamente con la introducción de la droga lla­mada Bendición, y estaba claro que la introducción de Ben­dición produciría el resultado observado. La lógica y la historia se combinan para acusar a Bendición de ser la causa de la ex­plosión demográfica apestosa. La lógica y la historia se com­binan para sugerir que, eliminando esta causa, terminaría la explosión demográfica y se recuperaría la estabilidad.

Pero en nuestra cultura, ¿qué es lo que equivale a Bendi­ción?

Contestaré primero una pregunta más fácil y les diré que mi papel hoy aquí equivale al papel del infortunado pro­fesor Spry. Les daré el nombre de la causa de nuestra explo­sión demográfica, con muchas más pruebas y mayor credibi­lidad de las que el profesor Spry pudo reunir en el caso de Bendición, y entonces comprenderemos. Ya estoy acostum­brado a que la gente se enfurezca conmigo cuando llego a la exposición de este punto. Se enfurece porque, como el pro­fesor Spry, estoy acusando a lo que se percibe como la ben­dición más importante de nuestra cultura, una bendición mucho más esencial para nuestro estilo de vida que cualquier calmante.

El crecimiento y el ABC de la ecología

Entre las formas de vida que se encuentran en la superficie de nuestro planeta, toda la energía alimenticia se origina en las plantas verdes y en ninguna otra parte. La energía que se ori­gina en las plantas se transmite a los seres que se alimentan de ellas, y a su vez a los depredadores que se alimentan de co­medores de plantas, y a su vez a los depredadores que se ali­mentan de esos depredadores, y a su vez a los carroñeros que devuelven al suelo los nutrientes que las plantas necesitan

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para hacer que el ciclo continúe. Puede decirse, que ésta es la A del ABC de la ecología. Las distintas poblaciones de la comunidad, que sirven de alimento o se alimentan, mantie­nen un equilibrio dinámico al alimentarse o servir de alimen­to. Los desequilibrios dentro de la comunidad, causados, por ejemplo, por la enfermedad o los desastres naturales, tienden a disminuir y a erradicarse a medida que las distintas pobla­ciones de la comunidad se ocupan de su función habitual de comer o ser comidas, generación tras generación. Contemplada desde el punto de vista de los sistemas, la dinámica del creci­miento o disminución demográficos en la comunidad bioló­gica es un sistema de reacción negativa.

Si hay demasiados ciervos en el bosque, éstos devorarán su base alimentaria... y esta reducción de la base alimentaria hará que su población disminuya. Y a medida que su poblar ción disminuye, su base alimentaria se repone, y como esto hace que haya más comida a disposición de los ciervos, la po­blación de ciervos aumenta. A su vez, el aumento de la pobla­ción de ciervos agota la disponibilidad de alimento, que, a su vez, produce una disminución de la población de ciervos. Dentro de la comunidad, las poblaciones que se alimentan y las que sirven de alimento se controlan entre sí. Cuando aumen­tan las poblaciones que sirven de alimento, aumentan las que se alimentan. Cuando aumentan las poblaciones que se ali­mentan, las que sirven de alimento disminuyen. Cuando las po­blaciones que sirven de alimento disminuyen, las que se alimen­tan disminuyen. Cuando disminuyen las poblaciones que se alimentan, aumentan las que sirven de alimento. Y así sucesi­vamente. Ésta es la B del ABC de la ecología.

Para los analistas de sistemas, la comunidad natural pro­porciona un modelo perfecto de reacción negativa. Un modelo más sencillo es el del termostato que controla la caldera de sus casas. Las condiciones que capta el termostato transmiten la información «demasiado frío» y el termostato enciende la caldera. Después de un rato, el estado del termostato transmi­te la información «demasiado caliente» y el termostato apaga la caldera. Reacción negativa. Gran cosa.

La A del ABC de la ecología es la comida. La comunidad de la vida no es ninguna otra cosa. Es alimento que vuela, que

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corre, que nada, que repta, que está ahí creciendo. La B del ABC de la ecología es lo siguiente: que los altibajos de todas las poblaciones están en función de la disponibilidad de comi­da. Un aumento en la disponibilidad de alimentos para una especie significa crecimiento. Una reducción en la disponibili­dad de alimentos significa disminución. Siempre. Puesto que es tan importante, permítanme decirlo de otro modo: invaria­blemente. Un aumento en la disponibilidad de alimentos para una especie significa crecimiento. Una reducción significa dis­minución en la población. Todas las veces, siempre y para siempre. Semper et ubique. Sin excepción. Jamás es de otro modo.

Más comida, crecimiento. Menos comida, decadencia. Cuenten con ello.

No hay especie que mengüe en medio de la abundancia, no hay especie que prospere en medio de la nada.

Esta es la B del AJ3C de la ecología.

La derrota de los controles del sistema

Con la A y la B de la ecología a nuestra disposición, estamos listos para volver atrás y observar de nuevo el origen de nues­tra explosión demográfica. Durante ciento noventa mil años, nuestra especie creció en una proporción infinitesimal des­de unos miles a los diez millones de miembros. Luego, hace unos diez mil años, empezamos a crecer con rapidez. Este no fue un hecho milagroso, ni un suceso accidental, ni siquiera un hecho misterioso.

Empezamos a crecer con mayor rapidez porque habíamos encontrado una forma de derrotar los controles de reacción negativos de la comunidad. Nos habíamos convertido en pro­ductores de alimentos... en agricultores. En otras palabras, ha­bíamos encontrado la manera de aumentar la disponibilidad de comida a voluntad.

Esta capacidad para hacer que la comida estuviera dispo­nible a voluntad es la bendición en la que se cimenta nuestra civilización. Es también la bendición que el calmante del dolor representa en mi parábola. La capacidad para producir ali-

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mentos a voluntad es una bendición indudable, pero su misma bienaventuranza puede volverla peligrosa... y peligrosamente adictiva, tal como ocurre con el analgésico de mi fábula.

La expresión clave aquí es «a voluntad». Porque desde el momento en que podíamos producir alimentos a voluntad, nuestra población ya no estaba sujeta al control ejercido por la disponibilidad aleatoria de alimentos. Cada vez que quisiéra­mos más alimentos podíamos cultivarlos. Después de ciento noventa mil años de estar limitados por lo que estaba disponible, empezamos a controlarlo que estaba disponible... e invariable­mente empezamos a aumentarlo. Uno no se convierte en agri­cultor para reducir la disponibilidad de comida; uno se convierte en agricultor para aumentarla. Y lo mismo hacen los vecinos de al lado. Y lo mismo hacen todos los que cultivan la tierra en una región. Todos contribuyen a aumentar la cantidad de co­mida para su especie.

Y aquí llega la B del ABC de la ecología. Un aumento en la disponibilidad de comida para una especie significa creci­miento para la misma. En otras palabras, la ecología predice que la bendición de la agricultura nos traerá crecimiento... y la historia confirma la predicción de la ecología. En cuanto em­pezamos a aumentar la disponibilidad de nuestra propia comi­da, nuestra población comenzó a crecer, y no de forma lenta, como antes, cuando estábamos sometidos a los controles de reacción negativos de la comunidad, sino con rapidez.

La expansión demográfica entre los agricultores estuvo seguida por la expansión territorial de los mismos. La expan­sión territorial hizo que hubiera más tierra disponible para la producción de alimentos... y nadie se dedica a la agricultura para reducir la producción de alimentos. Más tierra, más pro­ducción de alimentos, más crecimiento de la población.

Con más gente, necesitamos más comida. Con más comida disponible, pronto tenemos más gente, tal como predicen las leyes de la ecología. Con más gente, necesitamos más comida. Con más comida, pronto tenemos más gente. Con más gente, necesitamos más comida. Con más comida, pronto tenemos más gente.

En la terminología de los sistemas esto recibe el nombre de reacción positiva. Otro ejemplo: cuando el estado del ter-

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mostato transmite la información «demasiado caliente»,'el termostato enciende la caldera en lugar de apagarla. Esa es una reacción positiva. La reacción negativa controla un efecto de aumento. La reacción positiva refuerza un efecto de aumento.

La reacción positiva es lo que vemos en funcionamiento en esta revolución agrícola nuestra. El aumento de la población estimula el aumento en la producción de alimentos, lo cual hace que aumente la población. Más comida, más gente. Más gente, más comida. Más comida, más gente. Más gente, más co­mida. La reacción positiva. Mala cosa. Cosa peligrosa.

El experimento repetido 10.000 veces

Lo que se observa en la población humana es que la intensifi­cación de la producción para alimentar a una población que ha crecido lleva invariablemente a un crecimiento aún mayor de la población. He visto llamar a esto una paradoja, pero en realidad no es más que lo que predicen las leyes de la eco­logía. Escúchenlo de nuevo: «La intensificación en la pro­ducción de alimentos para nutrir a una población que ha cre­cido lleva invariablemente a un crecimiento aún mayor de la población».

Piensen en ello como un experimento que ha sido llevado a cabo anualmente en nuestra cultura durante los últimos diez mil años: vamos a ver qué pasa si aumentamos la producción de alimentos este año. ¡Oh, qué sorpresa, nuestra población tam­bién ha aumentado! Vamos a ver qué pasa el año próximo si aumentamos la producción de alimentos.

¡Oh, qué sorpresa, nuestra población ha vuelto a aumen­tar! ¿Suponen que hay alguna relación?

¡Noo! ¿Por qué habría de haberla? Bueno, ¿y qué hace­mos este año? ¿Aumentamos la producción o la disminuimos? ¡Bueno, tenemos que aumentarla!, ¿verdad?, ¡porque tene­mos más bocas que alimentar!

Bien, volvamos a aumentar la producción de alimentos este año y veamos qué sucede. ¡Guau, miren eso! La población ha vuelto a aumentar.

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Pues bien, volvamos a aumentar la producción y veamos qué sucede. Quién sabe, quizá esta vez la población baje.

No, hacia arriba otra vez. Sorprendente.Estas conversaciones simplificadas describen los resulta­

dos de cinco experimentos anuales llevados a cabo en la anti­güedad. Imaginemos otros nueve mil novecientos noventa y cinco experimentos y ya estamos en 1996, cuando tenemos que preguntarnos: bueno, ¿qué vamos a hacer este año? ¿Re­ducir la producción de alimentos?

De ninguna manera, no seamos ridículos.Bueno, ¿qué me dicen si seguimos igual que el año pasado

sólo por una vez? Ya saben, para ver qué pasa.¿Está bromeando? La civilización se haría pedazos y se

extinguiría.¿Por qué? Si el año pasado produjimos la cantidad de ali-«

mentos suficiente para cinco mil millones y medio de perso­nas, ¿por qué tendría que hacerse pedazos y extinguirse la civi­lización si este año producimos lo suficiente para cinco mil millones y medio?

Porque lo suficiente para cinco mil millones y medio no era bastante. Hay millones de personas que mueren de hambre.

Sí, pero todos sabemos que eso no se debe a que no haya bastante comida. La comida está ahí, lo que pasa es que no lle­ga a la gente que está muriendo de inanición.

Oiga, ¿no tuvimos ya esta conversación en 1990?Claro que la tuvimos en 1990.La tuvimos en 1990 y en 1921, durante la hambruna rusa,

y en 1846, durante la hambruna irlandesa, y en 1783, durante la hambruna japonesa, y en 1591, durante la hambruna italia­na, y en 1315, durante la hambruna europea. Recuerdo haber tenido esta conversación en el siglo VI a.C., durante el hambre romana.

Pues bien, ése es el punto que estoy señalando. ¿Cuántas veces hemos hecho este experimento?

Unas diez mil veces. Diez mil veces hemos decidido aumen­tar la producción de alimentos, y diez mil veces la población también ha aumentado. Esto no prueba nada, claro. Esta vez podría resultar diferente. Esta vez la población podría bajar.

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Bueno, muy bien, probemos una vez más. Volveremos a aumentar la producción de alimentos este año y veremos qué pasa...

¡Eh, vaya sorpresa! La población ha vuelto a aumentar esta vez. ¡Qué casualidad!, ¿no?

Tres demostraciones

Permítanme dedicar unos minutos a resumir una serie de demostraciones que aclararán los problemas que he planteado.

Esta es la demostración número uno. Introducimos dos ratones jóvenes y sanos en una jaula bonita y espaciosa. La jaula tiene un comedero incorporado que nos permite poner a disposición de los ratones todo el alimento que queramos. Después de instalar a los dos ratones, metemos dos kilos de co­mida. Evidentemente, es mucho más de lo que necesitan dos ratones, pero no causará ningún daño y pronto comprenderán por qué razón lo hacemos. Al día siguiente, quitamos el come­dero, descartamos lo que los ratones no se han comido y lo reemplazamos por otros dos kilos de comida. Hacemos lo mis­mo todos los días. Pronto los dos ratones se convierten en cua­tro, los cuatro se convierten en ocho, los ocho se convierten en dieciséis, los dieciséis se convierten en treinta y dos. Este cre­cimiento demográfico confirma que los ratones tienen comida abundante. Seguimos poniendo dos kilos de comida todos los días y, a medida que pasa el tiempo, cada vez comen más. Eso no es ninguna sorpresa, porque cada vez hay más ratones para consumir la comida. Finalmente, llega el día en que se lo co­men todo. No importa. Seguimos poniendo dos kilos de comida todos los días, y todos los días se comen los dos kilos. Adivi­nen ahora qué pasa con esa población, que ha estado creciendo tan activamente desde el primer día del experimento. Deja de crecer. Se estabiliza. Una vez más, no es ninguna sorpresa. Mientras seguimos poniendo dos kilos de comida diarios, contamos cada día los ratones durante un año y vemos que la población fluctúa entre los doscientos ochenta y los trescientos veinte ratones, con un promedio de trescientos. Dos kilos de

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comida por día mantendrán a unos trescientos ratones. Ésa es la demostración número uno.

La demostración número dos comienza de manera muy parecida. La jaula. Dos ratones. Sin embargo, esta vez segui­mos un procedimiento distinto. En lugar de poner todos los días la misma cantidad de comida, empezamos con una canti­dad y la aumentamos diariamente. Por más que el par de ratones coma el primer día, ponemos el cincuenta por ciento más el segundo día. Coman lo que coman el segundo día, ponemos el cincuenta por ciento más de comida el tercer día. Muy pronto vemos que hay cuatro ratones. No importa, seguimos con nues­tro procedimiento. Sea cual sea la cantidad que coman en un día, ponemos el cincuenta por ciento más al día siguiente.

Antes de que pase mucho tiempo hay ocho ratones, dieci­séis ratones, treinta y dos ratones. No importa. Sea cual sea la cantidad de alimento que coman en un día, ponemos el cincuen­ta por ciento más al siguiente. Sesenta y cuatro ratones, ciento veintiocho, doscientos cincuenta, quinientos, mil. Sea cual sea la cantidad de alimento que los ratones comen en un día, po­nemos el cincuenta por ciento más al siguiente, ampliamos la capacidad de la jaula ensanchando las paredes todo lo que sea necesario para evitar el hacinamiento estresante. Dos mil, cua­tro mil, ocho mil, dieciséis mil, treinta y dos mil, sesenta y cuatro mil. En este punto, alguien entra y grita:

—¡Basta! ¡Basta! ¡Esto es una explosión demográfica!Caramba, creo que tiene razón. ¿Qué vamos a hacer?Tengo una sugerencia. Empecemos por responder a esta

pregunta: ¿cuánto comieron los sesenta y cuatro mil ratones ayer? Respuesta: quinientos kilos de comida. Bien. Normal­mente, pondríamos setecientos cincuenta kilos de comida en la jaula hoy, pero abandonemos ese procedimiento. Nuestro nuevo procedimiento estará basado en la siguiente teoría: ayer quinientos kilos les bastaban, así pues, ¿por qué no habrían de bastarles quinientos kilos hoy?

De manera que hoy ponemos sólo quinientos kilos de co­mida en la jaula, igual que ayer.

Ahora observen con atención. No se producen tumultos a causa de la comida. ¿Por qué habrían de producirse? Los rato­nes tienen hoy tanto para comer como tenían ayer.

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Ahora vuelvan a observar con atención. No hay ratones muriéndose de hambre. ¿Por qué habría de haberlos?

Ahora es el día siguiente y volvemos a poner sólo qui­nientos kilos de comida en la jaula.

Una vez más, observen con atención. Todavía no hay tu­multos por la comida. Todavía no hay ratones muriéndose de hambre.

Lo repetimos el tercer día. Una vez más, no hay tumultos por la comida ni hay ratones muriéndose de hambre.

Pero ¿acaso no nacen más ratones? Claro que sí... y los ra­tones viejos se mueren.

Cuarto día, quinto día, sexto día. Estoy esperando a que se produzcan revueltas por la comida, pero no se producen. Estoy esperando el hambre, pero no hay hambre.

Hay sesenta y cuatro mil ratones, y quinientos kilos de comida alimentan a sesenta y cuatro mil ratones. ¿Por qué ha­bría de haber revueltas? ¿Por qué tendría que haber hambre?

Ah, y casi me olvido de mencionarlo... la explosión de­mográfica se detuvo de la noche a la mañana. ¿Qué otra cosa podría producir ese efecto? La explosión demográfica tiene que estar apoyada por el aumento en la disponibilidad de ali­mento. Siempre. Sin excepción. Menos comida: disminución. Más comida: crecimiento. La misma cantidad de comida: es­tabilidad. Eso es lo que tenemos aquí: estabilidad.

Demostración número tres. Esta demostración es idéntica a la número dos hasta el final. Sesenta y cuatro mil ratones, quinientos kilos de comida, estabilidad. Luego el jefe del de­partamento aparece de repente y dice:

—¿Quién necesita sesenta y cuatro mil ratones? Estos ra­tones nos están desalojando de nuestra casa. De todos modos, ¿qué tienen de especial sesenta y cuatro mil ratones? ¿Por qué no ocho mil? ¿Por qué no cuatro mil?

Dios mío, qué desastre. jPronto! ¡Consultemos las Pági­nas Amarillas, veamos si se fabrican preservativos para ratones! ¿Cómo? ¿Que no hay condones ratoniles? Bueno, ¡busquemos en Planificación Familiar! ¿Cómo? ¿Que no hay planificación familiar para los roedores?

No, todos sabemos que ésta no sería la reacción. Lo sabe­mos porque comprendemos la B del ABC de la ecología. No

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necesitamos controlar la natalidad. Lo único que necesitamos es controlar la comida.

Alguien sugiere esto: ayer, quinientos kilos de comida fueron a parar a la jaula. Hoy reduciremos esa cantidad en un kilo. Ah, no, objeta otro. Un kilo es demasiado. Reduzcámosla en un cuarto de kilo. Y eso es lo que hacen. Cuatrocientos no­venta y nueve kilos y tres cuartos de comida van a parar a la jaula. Hay tensión en el laboratorio mientras todos esperan las revueltas por la comida y el hambre... pero naturalmente no hay revueltas por la comida ni hay hambre. Entre sesenta y cuatro mil ratones, un cuarto de kilo de comida es como una escama de caspa por cabeza.

Mañana se meterán cuatrocientos noventa y nueve kilos de comida en la jaula. Aún no hay revueltas por la comida ni hambre.

Este procedimiento continúa durante mil días... y ni una sola vez se producen revueltas ni hambre. Después de mil días sólo doscientos cincuenta kilos de comida se ponen en la jaula... ¿y adivinan qué pasa? Ya no hay sesenta y cuatro mil ratones en la jaula. Hay sólo treinta y dos mil. No es un mi­lagro, no es más que la demostración de las leyes de la ecolo­gía. La disminución de la comida tiene como reacción una dis­minución de la población. Siempre. Semper et ubique. Nada de revueltas. Nada de hambre. La reacción normal de una pobla­ción consumidora de comida ante la disponibilidad de ésta.

Objeciones

Siempre me ha sorprendido lo estimulantes que son estas ideas para quienes las escuchan. Las personas se sienten amenaza­das por ellas. Se enfadan. Piensan que estoy atacando los cimientos de su vida. Creen que estoy cuestionando la bendi­ción más grande de la vida civilizada. De algún modo piensan que estoy cuestionando el carácter sagrado de la vida misma.

Quisiera ocuparme de algunas de las objeciones que la gente formula ante estas ideas. No lo hago para desalentarlos a que expresen sus propias objeciones, sino porque puedo expre-

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sarme a mí mismo estas objeciones con toda la dureza que se me antoje sin poner nervioso a nadie.

Me ocuparé primero de la objeción más general, que es que los seres humanos no somos ratones. Esto es cierto, espe­cialmente a nivel individual. Cada uno de nosotros, como in­dividuo, es capaz de tomar decisiones en el caso de la repro­ducción, cosa que los ratones no pueden hacer en absoluto. No obstante, y éste es el punto que plantea la ecología y que yo he planteado hoy aquí, nuestro comportamiento como población biológica no se diferencia del comportamiento de cualquier otra población biológica. En defensa de esta afirmación, ofrezco la prueba de diez mil años de obediencia a esta ley fundamen­tal de la ecología: el aumento en la disponibilidad de comida para una especie significa crecimiento para dicha especie.

Se me ha dicho que no tiene por qué ser así. Se me ha dicho que es posible que aumentemos la cantidad de comida y que reduzcamos simultáneamente nuestra población. Esta es básicamente la posición adoptada por los defensores del con­trol de la natalidad. Es básicamente la posición adoptada por organizaciones bien intencionadas que se ocupan de mejorar las técnicas agrícolas de los indígenas en los países del Tercer Mundo. Quieren dar a los pueblos tecnológicamente subde- sarrollados los medios para aumentar su población con una mano y con la otra ayudas para el control de la natalidad... aunque sabemos muy bien que estas técnicas para el control de la natalidad ¡no nos dan resultado ni siquiera a nosotros! Están seguros de que podemos seguir aumentando la producción de alimentos mientras ponemos fin al crecimiento demográfico por medio del control de la natalidad. Esto representa una ne­gación de la B del ABC de la ecología.

La historia, y no sólo treinta años de historia sino diez mil, no brinda el más mínimo apoyo a la idea de que podemos aumentar la producción de alimentos y simultáneamente dis­minuir el crecimiento demográfico. Al contrario, la historia confirma de manera clamorosa lo que nos enseña la ecología: si hacemos que haya más comida disponible, habrá más gente para consumirla.

Evidentemente, el tema es distinto a nivel individual. El viejo Macdonald, en su granja, puede aumentar la producción

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de alimentos y contener al mismo tiempo el crecimiento de su familia hasta el punto cero, pero es obvio que la historia no acaba ahí. ¿Qué hará con el aumento de producción que con­siguió en la granja? ¿Lo rociará con gasolina y lo quemará? De ser así, en realidad no ha producido ningún aumento. ¿Lo venderá? Presumiblemente, eso es lo que hará con él, y si en efecto lo vende, el aumento entrará a formar parte del aumen­to agrícola anual que ayudará a mantener nuestro crecimiento demográfico mundial.

Con frecuencia me dicen que incluso si dejáramos de au­mentar la producción de alimentos, nuestra población seguiría creciendo. Esto representa una negación tanto de la A como de la B del ABC de la ecología. La A del ABC de la ecología es ésta: somos alimento. Somos alimento porque somos lo que comemos... y lo que comemos es alimento. Por decirlo con claridad, todos y cada uno de nosotros estamos hechos a partir de alimento.

Cuando la gente me dice que nuestra población seguirá creciendo en más millones aunque dejemos de aumentar la producción de alimentos, me veo obligado a preguntar de qué van a estar hechos esos millones adicionales de personas, pues­to que no se está produciendo nada de comida adicional para ellas. No tengo más remedio que decir: «Por favor, tráiganme a alguna de esas personas, porque si no están hechas de ali­mento, quiero saber de qué están hechas. ¿Estarán hechas de ra­yos de luna, de polvo de arco iris, de luz de estrellas, de aliento de los ángeles, o de qué?».

Casi invariablemente alguien pregunta si no me doy cuenta de que el crecimiento demográfico es mucho más lento en el norte, rico en alimentos, que en el sur, que es pobre en ellos. Parece que este hecho aporta una prueba de que las sociedades humanas no están sometidas a las leyes de la ecología, que (se supone) predicen que, a mayor cantidad de alimentos, más rá­pido crecimiento. Pero esto no es lo que predice la ecología. Permítanme repetirlo: la ecología no predice que la población de una región rica en alimentos crecerá con más rapidez que la población de una región pobre en alimentos. Lo que la ecolo­gía predice es: cuando se pone a disposición de la gente más comida, la población aumenta. En el norte, cada año hay

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más disponibilidad de alimentos, y cada año aumenta la po­blación. En el sur hay más comida disponible todos los años, y todos los años aumenta la población.

Entonces me aseguran con gran énfasis que en el sur no hay más alimentos disponibles cada año. La población crece como un reguero de pólvora, pero este crecimiento no se apo­ya en ningún aumento en la cantidad de alimentos. Lo único que puedo decir acerca de eso es que, si lo que ustedes dicen es verdad, estamos claramente en presencia de un milagro. Esta gente no está hecha de alimento, porque, según ustedes, no tiene comida a su disposición. Debe de estar hecha de aire, de carámbanos o de polvo. Pero si resulta, y tengo la fuerte sospecha de que así será, que esta gente no está hecha de aire, ni de carámbanos, ni de polvo, sino de carne y hueso corrien­tes, entonces lo que tendré que decir es: ¿qué creen que es esta materia? [En este punto, B se coge la piel del brazo.] ¿Creen que pueden crear esta carne y esta sangre de la nada? No, la existencia de la carne y de la sangre es la prueba de que esta gente está hecha de alimento. Y si hay más gente en el mun­do este año, ésa es la prueba de que hay más comida en el mundo este año.

Y tengo que hablar de los millones de personas que se es­tán muriendo de hambre. ¿No tenemos que seguir aumentan­do la producción de alimentos para dar de comer a los millo­nes de personas que se mueren de inanición? Aquí hay dos cosas que entender. La primera es que el exceso de alimento que producimos todos los años no dará de comer a los millo­nes de personas que se mueren de hambre. No alimentó a los millones de hambrientos de 1995, no alimentó a los millones de hambrientos de 1994, no alimentó a los millones de hambrien­tos de 1993, no alimentó a los millones de hambrientos de 1992... y no alimentará a los millones de hambrientos de 1996. ¿Dónde fue a parar? Alimentó a nuestra explosión demo­gráfica.

Esta es la primera cuestión. La segunda es que todos los que están involucrados en el problema del hambre mundial sa­ben que el problema no es la escasez de comida. Producir más alimentos no resuelve el problema, porque no es el problema. Producir más comida sólo produce más individuos.

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Se me dirá entonces: «¿No se da cuenta de que nuestra base agrícola ya está siendo destruida? Estamos eliminando millones de toneladas de sustrato vegetal todos los años. Ni si­quiera el mar está produciendo tanto alimento como antes. No obstante, la explosión demográfica continúa».

El argumento de la objeción está contenido en esa última afirmación: nuestra capacidad para la producción de alimentos está disminuyendo y, a pesar de esta disminución, la explosión demográfica continúa. Esta contradicción (disminución de la capacidad de producción de alimentos y, a la vez, explosión demográfica), se ofrece como prueba de que no hay relación en­tre la comida y el crecimiento. Una vez más, me temo que debo insistir en que esto es un pensamiento mágico. Nuestra explo­sión demográfica puede continuar sin alimentos tanto como un incendio puede seguir sin combustible. Que nuestra po­blación siga creciendo año tras año es la prueba de que estamos produciendo más alimentos año tras año. Hasta que empiece a aparecer gente que esté hecha de sombras o de limaduras de metal o de grava... cuando eso ocurra, tendré que aceptar este argumento.

Cuando todo lo demás fracase, se objetará que los pueblos del mundo no van a tolerar una limitación de los alimentos. Puede ser, pero no tiene nada que ver con los hechos que he presentado aquí.

Nunca me ha preguntado nadie qué tengo en concreto en contra del control de la natalidad, pero contestaré la pregunta de todos modos. No tengo nada contra el control de la natali­dad como tal. Sólo representa una estrategia muy pobre para resolver el problema. La regla para enfrentarse a una crisis es: no hagas que tu objetivo sea controlar los efectos, haz que tu objetivo sea controlar las causas. Si se controlan las causas, en­tonces no hay que controlar los efectos. Esta es la razón por la cual tenemos que pasar por el sistema de seguridad del aero­puerto antes de subir a un avión. No quieren controlar los efectos. Quieren controlar las causas. El control de la natali­dad es una estrategia que apunta a los efectos. El control de la producción de alimentos es una estrategia que apunta a las causas.

Será mejor que le echemos un vistazo.

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Preguntas y respuestas

[Todas las preguntas tal como B las resumió para los oyentes que no hablaban alemán.]

P.: Usted menciona en una de sus «demostraciones» que se ensan­chan las paredes de la jaula para acomodar a una población de ra­tones que ha aumentado. Me parece que esto invalida la demos- tración, ya que no hay manera de que podamos ampliar la capacidad de este planeta para acomodar a una mayor población humana.

R.: Lo que hicieron las naciones de Europa, a partir del si­glo XVI, fue precisamente ensanchar las paredes de su jaula para acomodar una mayor población... en el Nuevo Mundo, Australia, Melanesia y África.

P. Me resulta difícil comprender en qué ha superado a Thomas Mal thus, que hacía predicciones semejantes hace un siglo.

R. La advertencia de Malthus se refería al inevitable fracaso de la agricultura totalitaria. Mi advertencia se refiere a su éxi­to continuado.

P. Sus modelos de explosión demográfica no tienen en cuenta la bien sabida relación entre el nivel de vida y la explosión demográ­

fica. Los países que tienen un nivel de vida elevado tienen una tasa de crecimiento cercana a cero o incluso por debajo de cero (como en Alemania), mientras que los países que tienen un bajo nivel de vida son los que presentan un mayor crecimiento. Esto demuestra que la producción de alimentos y la explosión demográ­

fica no están necesariamente relacionados.

R. El argumento que usted ha presentado es la clase de argu­mento que gusta a la industria tabacalera: «Una de mis mejores amigas no probó el tabaco en toda su vida, no creció entre fu­madores ni trabajó entre ellos, pero murió de cáncer de pulmón

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a los treinta y siete años. En cambio, mi padre lleva fumando dos paquetes diarios desde los diecisiete años y todavía está fuerte y sano a los sesenta y tres. Esto demuestra que el hábito de fumar y el cáncer no están necesariamente relacionados».

Cuando nuestro sistema demográfico se evalúa en con­junto... a escala mundial, más que país por país, no hay la me­nor duda de que, en conjunto, nuestra población está aumen­tando de forma catastrófica, de tal manera que los estudios llevados a cabo por grupos internacionales como las Naciones Unidas predicen sin reservas que habrá diez mil millones de seres humanos en el planeta dentro de unos cuarenta años.

P. El punto que usted está pasando por alto es que el crecimiento demográfico se puede reducir si se mejoran las condiciones de vida.

R. Hace quinientos años, en el Nuevo Mundo, el índice de población no nativa era cero. Hoy, esa población es de tres­cientos millones. Este crecimiento no ha sido el resultado de condiciones de vida precarias. Es el resultado de las causas que he resumido aquí esta noche.

P. Los apicultores del mundo no producen alimentos primordial­mente para dar de comer a una población en expansión, tal como usted sugiere. Esta no es la fuerza que les mueve. Una cantidad cada vez mayor de apicultores se dedica a producir cultivos que no alimentan a nadie, cultivos como el café, el algodón y el tabaco.

R. Entonces ¿de dónde vienen los alimentos para dar de co­mer a nuestra población en expansión? Si no los están produ­ciendo los agricultores, entonces ¿quién los produce? Este es un hecho biológico que está más allá de toda discusión: si se añaden cien millones de personas a la población, esta gente estará hecha de alimentos y no de ninguna otra cosa.

P. Según Karl Marx, la población de cada cultura está determi­nada por los imperativos de su subsistencia. Por ejemplo, los pue-

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blos cazadores-recolectores, para mantener su estilo de vida, deben mantener una población muy reducida. Podrían alimentar a más gente, pero sólo si abandonan algún aspecto de su estilo de vida. En otras palabras, su estilo de vida les pone un límite forzoso. Nuestro estilo de vida también nos pondrá un límite forzoso.

R. Comprendo. Y mientras tanto, ¿la producción de alimen­tos no tiene nada que ver?

P. Por lo que a mí respecta, no tiene nada que ver.

R. Sólo puedo señalar que las ciencias biológicas ven el tema de forma distinta.

P. A mí me parece que no necesitamos hacer nada con respecto a nuestra población en aumento. El sistema mismo se ocupará de eso.

R. Quiere decir que lo hará dernimbándose. Sí, eso es muy cierto. Si usted se entera de que el edificio en el que vive tie­ne un fallo estructural que pronto causará su derrumbe por acción de la fuerza de la gravedad, sin duda usted es libre de dejar que el sistema se ocupe de él. Pero si sus hijos están vi­viendo en el edificio cuando finalmente se derrumbe, puede que ellos no tengan una opinión tan buena como la suya acerca de esta solución.

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El Gran Recuerdo25 de Mayo, Schauspielhaus Wahnfried, Radenau

Hay una droga alucinógena, conocida como «polvo de ángel» o fenociclidina (C17H25N), que tiene el efecto de hacer que la gente no reconozca sus limitaciones físicas y su vulnerabili­dad. Bajo su influencia, la gente acomete empresas que .están más allá de los límites para los que ha sido destinado el cuer­po humano, de tal manera que sin la menor preocupación se rompen los huesos y se desgarran la carne y los ligamentos imaginándose que son indestructibles, y se dan cuenta del daño que se han hecho sólo cuando el efecto de la droga de­saparece.

Nuestra cultura tiene su propia forma de polvo de ángel, que nos impide ver nuestras limitaciones biológicas y nuestra vulnerabilidad. Bajo su influencia, nos hemos lanzado de for­ma maníaca a cometer hazañas que están más allá de las limi­taciones no sólo de nuestra especie, sino de las de cualquier especie de la Tierra, de manera que, sin darnos cuenta, nos he­mos roto huesos, arrancado la carne y desgarrado los ligamen­tos, creyendo que éramos indestructibles. Sólo ahora, como sucede con el adicto cuando el efecto de la droga empieza a desaparecer, estamos empezando a contar las heridas que nos hemos infligido durante nuestro desmán enloquecido. Pero incluso mientras hacemos este recuento, seguimos tomando la droga, porque todavía no la hemos identificado como el origen de nuestra manía.

La droga de la que estoy hablando es el Gran Olvido. Así como la fenociclidina ciega a quienes lo usan ante el hecho de que son de carne y hueso, el Gran Olvido nos ciega ante el he­cho de que lo que no resulta para ninguna especie tampoco re-

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sultará para nosotros. Así como la fenociclidina tienta a la gente a hacer cosas que serían mortalmente peligrosas para cualquier ser humano, el Gran Olvido nos tienta a hacer cosas que serían mortalmente peligrosas para cualquier especie.

Hay muchos que creen que es demasiado tarde para que la humanidad se salve. Oigo hablar de ellos a diario, y me cau­san simpatía. Su desesperanza es comprensible, porque con­funden los efectos de la droga con la propia naturaleza huma­na. Estamos a tiempo de dejar de tomar la droga y de dejar de dársela a nuestros hijos. Estamos a tiempo de iniciar el Gran Recuerdo.

La destrucción del sistema tribal

Hace poco expliqué que el Gran Olvido fomentó el engaño de que en el mundo no hubo seres humanos hasta que la gen­te de nuestra cultura apareció, hace unos miles de años. Como corolario de este engaño, se comprendía que nuestra cultura no sólo era la primera cultura humana auténtica, sino que era la única que Dios había destinado a toda la humani­dad. Estos engaños permanecen vigentes en la actualidad en todo el mundo, en Oriente y en Occidente, gemelos de un nacimiento común, aun cuando la verdadera (y bien conoci­da) historia de los orígenes del ser humano obviamente no los apoya en lo más mínimo.

Cuando los pensadores fundadores de nuestra cultura re­construyeron la historia, los seres humanos aparecían en el mundo con un instinto para la civilización pero, naturalmente, sin la menor experiencia. Pronto descubrieron las ventajas evi­dentes de la vida comunitaria, y a partir de ahí el curso de la civilización estuvo claro. Las aldeas agrícolas se convirtieron en pueblos, los pueblos se convirtieron en ciudades, las ciuda­des se convirtieron en reinos, y así sucesivamente. Todo estaba claro, pero no era fácil, porque faltaba inventar un instrumento social clave, y ese instrumento era la ley. Ignorantes incluso del mismo concepto de ley, los ciudadanos de estas primeras ciu­dades y reinos se veían obligados a sufrir delitos, disturbios,

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opresión e injusticia. La ley era una invención de autoridad vi­talmente importante, de la que el desarrollo social ordenado debía depender, del mismo modo que la navegación en alta mar tenía que depender de la invención del astrolabio.

Uno esperaría descubrir que las leyes existieron mucho antes que la escritura, pero parece no haber sido así. Si las le­yes hubieran sido formuladas de forma oral en épocas anterio­res a la escritura, con seguridad los primeros escritos tendrían que haber sido las transcripciones de esas leyes... pero dichas leyes no aparecen en estos escritos. En realidad, el primer có­digo legal escrito, el Código de Hammurabi, data sólo de alre­dedor del 2100 a.C.

Esto era aproximadamente lo que los pensadores funda­mentales imaginaban, y esto es lo que se convirtió en la sabiduría transmitida en nuestra cultura, fijada en todo el pensamiento social... y en los libros de texto infantiles. En todo el orbe, in­cluso hasta la actualidad. Resulta innecesario aclarar que se acerca tanto a la verdad como el cuento de hadas de que a los niños los traen las cigüeñas.

Quitémonos ahora el antifaz del Gran Olvido y echemos una mirada a lo que realmente ocurría en el mundo hace diez mil años. Los miembros de la especie Homo sapiens habían es­tado saliendo de su lugar de nacimiento, en Africa, durante más de cien mil años y habían llegado prácticamente a todos los rincones del mundo... y no quiero decir recientemente. Para la época a la que me estoy refiriendo, hace diez mil años, Oriente Próximo, Europa, Asia, Australia y el Nuevo Mundo habían estado ocupados por seres humanos modernos al me­nos durante veinte mil años. Y, lejos de estar vacío, Oriente Próximo estaba entre las regiones más densamente pobladas del mundo... es decir, densamente pobladas por pueblos triba­les, como los que se encontraban en todas partes del mundo en ese momento y como los que se encuentran todavía hoy donde se les ha permitido sobrevivir.

De manera que hemos dado dos pasos más allá del cuento de hadas: los fundadores de nuestra cultura no vivían en un mundo vacío, eran un pueblo tribal rodeado por muchos otros pueblos tribales... y ninguno era nuevo en el asunto de la cul­tura. Eran muy, muy, muy veteranos en el tema, lo cual signi-

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fica que ni uno solo desconocía el concepto de ley. Ni una sola vez en toda la historia de la antropología se ha encontrado un pueblo tribal no equipado con un conjunto completo de le­yes... es decir, completo para el estilo de vida de esa tribu en particular.

Los nombres de las tribus que en esa época habitaban la región que viene al caso serán siempre desconocidos para no­sotros. Es igualmente desconocido el nombre de la tribu en la que nació nuestra propia aproximación caprichosa a la vida. Como sus descendientes se han denominado «tomadores» o Los Que Toman, les daré un nombre que es un poco el eco de ése. Los llamaré torn. Partiendo de aquí, les contaré una histo­ria que he inventado y que obviamente no está destinada a tomarse como historia real, desde luego, pero tampoco como un ridículo cuento de hadas, como los que oímos en boca de quienes todavía están cegados por el Gran Olvido.

No cabe duda de que el pueblo de los torn existió (¡tiene que haber existido o no estaríamos aquí!) y sin duda era un pueblo tribal rodeado de otros pueblos tribales, que aquí presen­to con el nombre de aom, bom, com, y así sucesivamente hasta llegar a los kom.

Este gráfico refleja dos realidades de vital importancia en la vida tribal. Primero, el fondo oscuro de cada región tribal

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es lo que hace que el nombre de la tribu resalte. Lo que esto intenta mostrar es que cada tribu se define por la solidez y la densidad de sus propias leyes y costumbres. No hay práctica­mente ninguna otra manera de distinguirlas. Las leyes y cos­tumbres de los aom son lo que los distingue como tribu. Las leyes y costumbres de los bom son lo que los distingue como tribu. Las leyes y costumbres de los com son lo que los dis­tingue como tribu. Y así sucesivamente. Segundo, la línea gruesa que delimita cada tribu hace evidente que las fronte­ras culturales entre las tribus son impenetrables. Un miem­bro de los bom no puede decidir un día, sin más, convertirse en miembro de los hom; semejante cosa es completamen­te impensable entre los pueblos tribales de cualquier lugar del mundo.

Es probable que en esta época algunos de estos pueblos tribales fueran agricultores y otros cazadores-recolectores. No hay nada de extraño en encontrar los dos estilos de vida convi­viendo uno al lado del otro. De cualquier modo, sabemos que los torn (los fundadores tribales del estilo de vida que estamos acostumbrados a llamar el estilo de vida de Los Que Toman) eran agricultores... aunque no hay ningún motivo para suponer que inventaran ellos la agricultura. Su invención fue un nuevo estilo de agricultura: el estilo totalitario.

Pero la extraordinaria innovación de los tom no fue sólo un nuevo estilo de agricultura. Los torn tuvieron la idea bri­llante y sin precedentes de que todos teman que vivir como ellos. Es imposible recalcar hasta qué punto fueron originales en este particular. No puedo nombrar ningún otro pueblo de la historia que tuviera como meta ganar como prosélitos a sus vecinos. Sin duda, ningún pueblo tribal de la historia ha mani­festado ningún interés por convertir a sus vecinos a su modo de vida... y no conozco ningún pueblo civilizado que eviden­ciara tampoco un interés semejante. Por ejemplo, ni los ma­yas, ni los nátchez, ni los aztecas tuvieron interés por exten­der su estilo de vida a los pueblos que tenían alrededor, sin excluir a los que conquistaban. Los torn fueron decidida­mente revolucionarios en este aspecto. Fuera por inspiración, persuasión o agresión, la revolución torn empezó a absorber a sus vecinos.

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Al adoptar una cultura común, los tom, dom y fom harr perdido necesariamente parte de la solidez que una vez los definía como pueblo tribal. Por eso se representan un tanto difuminados. Las leyes y costumbres de los torn significan poco para los dom o los fom; las leyes y costumbres de los dom significan poco para los torn o los fom; las leyes y cos­tumbres de los fom significan poco para los torn o los dom. Como ahora estos tres pueblos comparten un estilo de vida común, las fronteras culturales entre ellos se esfuman. Aho­ra ya no es tan fácil distinguir a uno de otro, de modo que ser un dom o un fom no es tan importante como lo fuera una vez. Lo que importa ahora es que se han aliado con los torn. Debería tenerse en cuenta que en esta afianza las leyes y costumbres originales de los tom no son más importantes que las de ningún otro. Los dom y los fom no se han con­vertido en torn. Sólo han dejado de ser en gran medida dom y fom.

El proceso continúa.Las leyes y costumbres de las distintas tribus siguen des­

vaneciéndose en la irrelevancia. Los dom y los fom han perdi­do ya prácticamente su identidad tribal, y los hom y los kom se les unirán pronto.

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Por fin la docena original de tribus se ha integrado en una única y vasta colectividad de agricultores. Como las leyes y costumbres tribales se han reducido a la nada, la identidad tri­bal de cada cual es casi ilegibles. Es tan fácil para un aom vivir entre los hom como para un belga vivir en Francia o para un neoyorquino vivir en San Francisco.

Ahora estamos listos para describir el estado de la ley en esta agricultura colectiva.

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Los pensadores que fundaron nuestra cultura imaginaron que ésta nació en un mundo carente de ley. Tal como indica esta serie de gráficos, nuestra cultura nació en un mundo lleno de leyes, y luego procedió a borrarlas... estoy seguro de que muy inadvertidamente (por lo menos al principio). Incluso la ley de la primera tnbu torn desapareció, convertida por este proceso en tan irrelevante como el resto.

Quiero que observen que esta reconstrucción no es del todo un producto de la imaginación. Estudien la propagación de nuestra cultura en América, en Australia, en Africa y en cualquier otra parte, y será casi imposible no advertir que la ley tribal se ha ido borrando por allí por donde ha pasado... y que con la ley tribal se ha borrado asimismo la identidad tribal.

Acerca de la naturaleza de las leyes tradicionales

A medida que pasaba el tiempo y el vacío aumentaba de ta­maño, se hizo evidente que se necesitaba alguna forma nueva de ley. Como la ley tribal, se había vuelto obsoleta, no queda­ba más remedio que empezar a inventar leyes...

Creo que cualquiera que hable mucho en público apren­de con el tiempo a percibir cuándo ha tocado la fibra sensi­ble de los oyentes. Eso es exactamente lo que he sentido

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después de decir que no quedaba otro remedio que empezar a inventar leyes. γ^ί -. .

Naturalmente, ésta es una idea sorprendente, la idea de que las leyes no podían ser sino inventadas... pero ése es exac­tamente el punto destacable de las leyes tribales. Las leyes tri­bales nunca son leyes inventadas, siempre son leyes transmiti­das. Nunca son obra de comités de individuos vivos, sino siempre de la evolución social. Están formadas del mismo modo que se ha formado el pico de un pájaro o la garra de un topo: en consonancia con lo que funciona. Nunca reflejan la preocupación de una tribu por lo que es «bueno» o «indicado» o «justo», sencillamente funcionan, para esa tribu en especial. Lo expondré con un ejemplo.

Veo que hay una señora que tiene una pregunta urgente. Adelante, por favor...

Sí, repetiré la pregunta para quienes no la hayan oído. Se refiere a la mutilación genital de las mujeres entre los pueblos tribales, especialmente la ablación del clítoris disfrazada de cir­cuncisión femenina. He estudiado el tema y no he encontrado ningún pueblo tribal intacto que siga esta práctica abominable. Se encuentra sólo entre los pueblos que han sido absorbidos casi completamente por la cultura de Los Que Toman... y es­pecíficamente por la cultura de Los Que Toman en la esfera islámica. La ablación del clítoris no se recomienda en el Co­rán, pero quienes la practican tienen sin duda la impresión de que el Islam la aprueba y de que es una cosa muy musulmana, una práctica que no se encuentra fuera de las zonas que están bajo la influencia musulmana. Una prueba irrefutable de que no es una práctica «tribal» es que no se encuentra entre los pueblos que todavía viven de forma tribal, como los pagibeti o los yaka. Se encuentra sólo entre pueblos que han abandonado la identidad, las leyes y las costumbres tribales y que ahora pertenecen a la más amplia comunidad de Los Que Toman en alguna entidad política reconocida como Senegal o Mali.

¿De acuerdo?Decía que un ejemplo les aclarará la diferencia entre las

leyes tribales tradicionales y las leyes inventadas por comi­tés. He aquí cómo los alawa de Australia tratan el tema del adulterio.

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Supongamos que usted es un joven soltero de la tribu tie los alawa. Se encuentra en la desgraciada circunstancia de sen­tirse atraído por Gurtina, la esposa de su primo segundo, y de saber que ésta se siente atraída por usted. Ahora bien, su pri­mo segundo es una persona excelente, y usted no le hará daño adrede, pero estas cosas suelen suceder: usted y la mujer de su primo segundo son víctimas de un amor «loco».

Sin duda es muy conmovedor y patético. Al vivir en el mismo campamento, no pueden por menos de verse a diario. Giran el uno alrededor del otro como estrellas binarias, atraí­dos por una fuerza y separados violentamente por otra. Lo que leen en los ojos del otro es simple, pero aún no lo han proba­do. Anhelan probarlo, pero... saben que la prueba tendrá un precio inevitable.

No importa. Pronto llega el día en que no pueden aguan­tar más. El fuego del amor los quema vivos. Un día, al pasar por las afueras del campamento, la ve de frente. Gurtina baja la mirada con pudor, como siempre, pero su decisión es firme. «Esta noche», susurra usted, «al pasar el tamarindo que hay al otro lado del arroyo.»

Gurtina vacila un momento para consultar con su propio corazón, pero también sabe que ha llegado el momento. «¿Al salir la luna?» «Al salir la luna.» Gurtina asiente y huye corrien­do con el corazón a punto de estallar de alegría y de temor.

Esa noche usted llega allí con un poco de antelación, para preparar el nido amoroso, la morada de pasión. Gurtina llega por fin. Sus manos se tocan. Se abrazan. ¡Ah!

Horas más tarde, agotados de tanto placer, se sientan jun­to a una pequeña hoguera y contemplan las llamas hasta que despunta el alba. Cambian una mirada y hay más cosas escritas en esa mirada que en todos los mimos y caricias de la noche. Los dos han probado su pasión. AJiora, dice esa mirada, es hora de probar el amor.

Con un suspiro, apagan el fuego y vuelven al campamen­to, procurando no arrastrar los pies. Sus rostros tienen una emoción contenida. La exultación sería infantil e insolente. La vergüenza sería la negación del amor. En cambio, lo que se ve en ellos es algo parecido al reposo, la aceptación, la fortaleza. Los dos saben lo que van a ver, y lo ven sin falta. A un lado del

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campamento están dispuestos los hombres, ya hirviendo de fu­ria. Al otro lado esperan las mujeres, ardiendo de indignación.

Cambian otra mirada, esta vez más breve que el aleteo de un mosquito, y luego se ven envueltos por una ola de ira. Los hom­bres caen sobre usted, las mujeres sobre ella. Piedras, lanzas y bumeráns vuelan por el aire. Se esgrimen palos y garrotes. Pero los dos amantes no se quedan quietos. Ambos pelean por su amor, respondiendo a los gritos con gritos, a las piedras con pie­dras, a las lanzas con lanzas, a los golpes con golpes, hasta que fi­nalmente todas las armas y los combatientes quedan exhaustos.

Gurtina, sangrante y apaleada, es devuelta a su esposo y a usted le dicen que haga los bártulos y se largue de allí si sabe lo que le conviene. Aunque durante un rato los hombres e$tán exhaustos, su furia no lo está, y cuando ellos se recuperen, usted volverá a ser su víctima, de manera totalmente legítima. Así que usted lía su hatillo, mientras piensa. Piensa muy intensa­mente. La prueba de su amor no ha terminado, sólo acaba de empezar. Las próximas horas serán la verdadera prueba, y esta prueba estará sólo en su cabeza y en su corazón. Abandona la aldea sabiendo que todavía tiene una alternativa...

La cuestión es: ¿quiere de verdad a la mujer? ¿La quiere más que a ningún otro ser que ame en el mundo? Si no es así, si hay la menor duda... entonces irá por ahí deambulando du­rante unas semanas. Cuando regrese, la furia de los hombres se habrá mitigado. Se burlarán de usted durante un tiempo y luego lo olvidarán todo. Gurtina... Ah, Gurtina lo conocerá tal como es, un seductor pusilánime, un hombre vacuo, engañoso, y nunca lo olvidará. Y como es lógico, habrá un precio que pa­gar al primo segundo. Pero todo esto es soportable. La alter­nativa, por el contralio... Así que da vueltas por el campamen­to todo el día, manteniéndose fuera de la vista y del alcance de todos, y pensando. Pero hacia el atardecer sabe que sus dudas se han desvanecido. En la creciente oscuridad se acerca furti­vamente al campamento, al lugar donde su amada está custo­diada. Ligeramente custodiada...

Para impedir que huya con usted. ¡Ah, qué forma de cus­todia tan exquisita! ¿Comprenden ustedes su efecto?

Gurtina tiene que tomar su propia decisión, una decisión tan terrible como la suya. Y la represión que representan los

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guardianes define y delimita su elección. Porque ella está cus­todiada y usted no. Usted tiene que probar su valor yendo en busca de ella. Ella no necesita probar su valor yendo por usted. Y en realidad, no puede. Está custodiada, ¿comprende? De manera que si no Riese a buscarla, ella no sufriría vergüenza. Más bien sería usted quien la sufriría.

Pero esto es sólo parte del asunto. Los guardianes están allí para protegerlo a usted también, porque Gurtina también tiene que tomar una determinación. ¿Realmente lo quiere? ¿Lo quiere más que a todo lo que ama en el mundo? Si no, si existe la menor duda, cuando reciba su señal al atardecer ella no tendrá más que encogerse de hombros con impotencia, como diciendo: «No puedo escapar, amor mío. Me vigilan muy bien». De este modo la presencia de los guardianes le permite poner fin a todo el episodio en un momento, sin una sola palabra, de la forma menos dolorosa posible.

Tengan muy en cuenta que nada de esto es o fue hecho racional o conscientemente. No obstante, la guardia de Gurti­na es, en realidad, curiosamente ineficiente. Lo bastante efi­ciente para servir a todos los fines que acabo de mencionar... pero lo bastante ineficiente para permitir a Gurtina que escape respondiendo a su señal, si ésa es su voluntad. Porque natural­mente los alawa son lo suficientemente sensatos para saber que si lo desea tanto a usted, sería insensato impedirle la huida.

La prueba ya ha terminado. Usted y ella han tomado su determinación. Ahora hay que pagar el precio. El precio por turbar la vida de la tribu, por depreciar el matrimonio ante los ojos de los niños. Y ese precio es, después de la propia muerte, el más caro que se puede pagar: ser apartado de la tribu, el destierro de por vida.

Respondiendo a su señal, Gurtina se aleja furtivamente de los guardianes y, juntos por fin y para siempre, los dos escapan corriendo hacia la noche, para jamás volver. Ahora viajan por el país de los muertos. No tener tribu significa que están muertos para todo lo que dejan y para todo lo que lleguen a encontrar en el resto de su vida. Ahora están realmente sin ho­gar, por su propia elección, solos y a la deriva en un mundo vasto y vacío. Su patria es ahora ella y la patria de ella es usted, pues lo prefirieron a la tribu. Nunca jamás habrá ninguna ca-

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maradería para ustedes excepto la que encuentren el uno en el otro: ni amigos, ni padres, ni tíos, ni primos, ni sobrinos. Lo han tirado todo por la borda... para tenerse el uno al otro.

Y ustedes saben que éste es verdaderamente un precio que han pagado por decisión propia, no un castigo. Tenerse el uno al otro y seguir viviendo con la tribu sería impensable y des­honroso, todavía peor que el destierro. Sin duda destruiría a la tribu, porque una vez que los niños vieran que no había que pagar ningún precio por cometer adulterio, el matrimonio se convertiría en el hazmerreír de todas las instituciones, y la base de la familia y de la tribu misma se desintegraría.

Lo que puede verse en funcionamiento en este ejemplo es la estupenda eficacia de la ley tribal. A diferencia de la ley inven­tada, que se limita a elaborar una lista de delitos y castigos, la ley tribal es algo que funciona. Funciona bien para todos los invo­lucrados. Un hombre y una mujer cuyo amor sea tan grande como el descrito deben tenerse el uno al otro. Pero, por el bien de la tribu, deben desaparecer de la vista y de la cabeza de todos para siempre. Los niños de la tribu han visto con sus propios ojos que el matrimonio y el amor no son los temas insignifi­cantes en que se han convertido entre los pueblos «adelantados» como nosotros. El deshonor del marido ha sido vengado... y no habrá risitas entre sus camaradas al respecto, puesto que estuvieron junto a él para apalear a los adúlteros.

Pero quizá se hayan hecho ustedes una pregunta en este punto de la historia: ¿por qué volvieron los amantes al campa­mento?

Ah, ése es exactamente el quid de la ley. No funcionaría en absoluto sin eso. Suponga que, después de su noche de amor, usted sugiriera a Gurtina: «Oye, ¿por qué esperar otro día para estar ¡untos? ¡Huyamos ahora!». ¿Qué pensaría ella? Pensaría: «Oh, ah, ¿en qué lío me he metido? ¿Qué clase de hombre es éste? Evidentemente un cobarde que desaparecerá en la noche para no enfrentarse a los demás y decirles: “¡Ea, aquí estamos! ¡Haced lo que queráis con nosotros!”».

Y si fuese Gurtina quien hiciese la sugerencia, usted pensa­ría lo mismo de ella. De manera que los dos deben regresar...

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Cada parte de este proceso es la ley y cada uno de los que actúan en ella es partícipe de la ley. Para esta gente la ley no es un estatuto aparte escrito en un libro. Es la trama misma de su vida, es lo que hace que los alawa sean los alawa y lo que los distingue de los mara y de los malanugga-nugga, que tienen su propio modo de tratar el adulterio, que es el mejor para ellos. Nunca me cansaré de repetir que no hay una sola manera justa de vivir para la gente; ése es sólo el engaño forjado por la cul­tura más asesina y destructiva que la historia haya producido jamás.

Estoy seguro de que no puede ser menos que evidente para ustedes que esta ley del adulterio no podría haber sido nunca el invento de un comité. No es una improvisación ni un artilugio, y como no es ni una improvisación ni un artilugio, tiene peso entre los alawa. A ninguno se le ocurriría analizarla del modo en que yo lo he hecho aquí esta noche, pero eso no importa lo más mínimo. Ellos obedecen las leyes de los alawa porque son los alawa y renunciar a la ley sería renunciar a su identidad... destribalizarse.

El mundo de los destribalizados

Espero haberles dado una idea del precio que hay que pagar para ser parte de*la revolución de Los Que Toman: la destri- balización, la pérdida de las leyes, costumbres e identidad tri­bales. Desde la destribalización del Viejo Mundo (y con ello me refiero a Oriente Próximo, el Lejano Oriente y Europa), ocurrida miles de años antes de los primeros anales históricos, la vida tribal se convirtió en parte del Gran Olvido, y como tal fue invisible para los pensadores fundadores de nuestra cultu­ra. Cuando la reconstruyeron en su imaginación, los primeros seres humanos fueron sólo proto-urbanitas: agricultores sin granjas, aldeanos sin aldeas, ciudadanos sin ciudades. Era im­posible que imaginaran todo un mundo de pueblos tribales que se estaban destribalizando... o más importante aún, que imaginaran lo que significaba ser destribalizado. Cuando in­vestigaron el pasado, vieron gente que empezaba a construir

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la civilización, gente con una inclinación innata hacia la civi­lización. En cambio, cuando investigamos el pasado ya sin la influencia del Gran Olvido, vemos algo muy diferente: gente que inadvertida (pero sistemáticamente) destruye un estilo de vida muy eficaz... y que luego corre como loca para idear otro con que reemplazarlo. Hemos estado corriendo desde enton­ces, y todos los años nuestros legisladores y pensadores políti­cos vuelven a trabajar en la incesante labor de idear algo que funcione tan bien como lo que destruimos.

La gente a veces me acusa de estar enamorado del triba- lismo. De hecho me dicen: «Ya que lo ama tanto, ¿por qué no lo practica y nos deja en paz?». Quienes me interpretan así no comprenden nada de lo que estoy diciendo. El estilo de vida tribal no es valioso porque sea hermoso o encantador o porque esté «cerca de la naturaleza». Ni siquiera es valioso por ser «la manera natural en la que deben vivir las personas». Para mí, eso son monsergas. Es como decir que la migración de los pájaros es buena porque es la manera natural en la que deben vivir los pájaros, o como decir que la hibernación de los osos es buena porque es la manera natural en la que deben vivir los osos. La vida tribal es valiosísima porque está comprobada. Durante diez millones de años funcionó para la gente. Fun­cionó para la gente del mismo modo en que los nidos funcio­nan para los pájaros, igual que las telarañas funcionan para las arañas, igual que las madrigueras funcionan para los topos, igual que la hibernación funciona para los osos. Eso no lo hace adorable, lo hace viable.

La gente también me pregunta: «Si era tan maravilloso, ¿por qué no duró?». La respuesta es que sí duró... fía durado exactamente hasta el momento actual. Sigue funcionando, pero que algo funcione no lo vuelve invulnerable. Tanto las madrigueras como las telarañas y los nidos pueden ser destrui­dos, pero eso no cambia el hecho de que funcionan. El triba- lismo puede ser destruido y sin duda ha sido ampliamente destruido, pero eso no cambia el hecho de que funcionó du­rante tres millones de años y todavía funciona hoy, con tanta eficacia como siempre.

Y el hecho de que el tribalismo funcione no significa que otra cosa no pueda funcionar. El problema es que nuestra

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«otra cosa» particular no está funcionando; no funciona y no puede funcionar. Lleva consigo su propia semilla de destruc­ción. Es fundamentalmente inestable. Y desgraciadamente tuvo que alcanzar proporciones mundiales antes de que se re­conociera la naturaleza de su inestabilidad.

Es importante darse cuenta de que el nuestro no era el único estilo de vida en fase de experimentación. Los pájaros experimentan con los nidos... es así como los nidos evolucio­naron en los comienzos y como siguen evolucionando. Los to­pos experimentan con las madrigueras... así es como las ma­drigueras evolucionaron en los comienzos y como siguen evolucionando. Las arañas experimentan con las telarañas... así es como las telarañas evolucionaron en los comienzos y como siguen evolucionando. No podemos saber qué experi­mentos de culturas humanas se realizaron en el Viejo Mundo, pues todos fueron borrados por el experimento de Los Que Toman, pero sabernos mucho acerca de los experimentos que se hicieron en otras partes.

Lo fascinante de ellos es que estas variantes culturales se pusieron a prueba tal como se ponen a prueba las variantes dentro de una especie. Lo que funcionaba sobrevivió, lo que no funcionaba pereció, dejando sus restos fosilizados: canales de riego, caminos, ciudades, templos, pirámides. En todas partes la gente buscaba alternativas a la forma tradicional y tri­bal de ganarse la vida (la caza y la recolección). Su idea fija era la agricultura y el asentamiento permanentes, pero si su expe­rimento en particular no funcionaba, estaban preparados para abandonarlo... y así lo hicieron una y otra vez. Solía conside­rarse un gran misterio. ¿Qué pasó con esos antiguos construc­tores que esculpían ciudades extrañas fuera de las selvas y los desiertos? ¿Fueron barridos hacia otra dimensión? No, senci­llamente abandonaron. Sencillamente volvieron la vista hacia algo que podían contar con que funcionaba.

Lo que hizo el experimento de Los Que Toman distinto de todos los demás fue su extravagante convicción de que su modo de vida era el que debían abrazar todas las poblaciones... siempre, pasara lo que pasara. A Los Que Toman no les im­portaba si funcionaba o no. No les importaba si a la gente le gustaba. No les importaba si la gente sufría los tormentos del

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infierno. Era el único modo justo de vivir. Esta extraña idea hizo imposible que la gente la abandonara, por muy mal que funcionara. Si no funciona, hay que sufrir.

Si no funciona, sufrid

Y sufrieron.No es difícil imaginar qué hizo que la gente se aferrara a

la vida tribal... y lo que la hace aferrarse a ella dondequiera que todavía se encuentre hoy. Los pueblos tribales también tienen su propia cuota de sufrimiento, pero en la vida tribal nadie su- ’ fre a menos que todos sufran. No hay ninguna clase o grupo de gente de los que se espere que sufran... y ninguna clase"ò grupo de gente que esté exenta de sufrimiento. Si creen que esto sue­na demasiado bien para ser cierto, compruébenlo. En la vida tribal no hay gobernantes de los que hablar, los mayores o los jefes, siempre a tiempo parcial, ejercen influencia más que po­der. No hay nada equivalente a una clase gobernante, o a una clase rica o privilegiada.

No hay nada que equivalga a una clase trabajadora, o a una clase pobre o sin privilegios. Si esto parece ideal, bueno, ¿por qué no podría ser así después de tres millones de años de formación evolutiva? A ustedes no les sorprende que la selección natural haya organizado a los gansos de una manera que fun­ciona bien para los gansos. No les sorprende que la selección natural haya organizado a los elefantes de una manera que funciona bien para los elefantes. No les sorprende que la se­lección natural haya organizado a los delfines de una manera que funciona bien para los delfines. ¿Por qué debería sorpren­derles que la selección natural organizara a las personas de una manera que funcionara bien para las personas?

Y a la inversa, ¿por qué debería sorprenderles que los fun­dadores de nuestra cultura, después de borrar un estilo de vida probado durante un período de tres millones de años, fueran incapaces de poner en práctica inmediatamente un sustituto que fuera igualmente bueno? Sin duda era un trabajo formida­ble. Llevamos en ello diez mil años, y ¿dónde estamos?

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Lo primero en desaparecer fue la propia esencia que hacía de la vida tribal un éxito: su igualitarismo social, económico y político. En cuanto empezó nuestra revolución, empezó el proceso de división entre gobernantes y gobernados, ricos y pobres, poderosos y desposeídos, amos y esclavos. La clase sufriente había llegado y esa clase era (como lo sería siempre) la masa. No voy a repetir una historia que todos conocen. Sólo unos miles de años separan el comienzo de nuestra cultura, en las toscas aldeas agrícolas, de la era de los reyes-dioses, cuando las clases reales vivían en un esplendor sobrecogedor y todos los demás (las masas sufrientes) vivían como ganado.

Por fin hemos llegado a la era histórica. El Gran Olvido estaba completo. La vida tribal había desaparecido desde hacía miles de años. Nadie, en todo el mundo civilizado, Oriente u Occidente, recordaba la época en que la gente totalmente nor­mal, la gente que en aquel momento constituía la masa de hu­millados y ofendidos, vivía bien, y la sociedad humana no esta­ba dividida entre aquellos que se espera que sufran y aquellos que están exentos de sufrimiento.

Todos pensaban que había sido así desde el principio. Todos pensaban que ésa era la naturaleza del mundo... y la naturaleza del hombre. Empezaron a pensar que el mundo es un lugar mal­vado. Empezaron a pensar que la existencia misma es malvada. Empezaron a pensar (¡y quién puede culparlos!) que había algo fundamentalmente malo en los seres humanos. Empezaron a pensar que la humanidad estaba condenada, que estaba maldita.

Empezaron a pensar que alguien tenía que salvarlos.Es importante que comprendan que ninguna de esas

ideas surgió de la vida tribal... y que resulta inimaginable que surgieran de la vida tribal. Estas son ideas que uno espera en­contrar entre gente que lleva una vida angustiada, una vida va­cía. Es posible hacer que la gente viva como ganado, pero es imposible hacerle creer que vive bien. Se la puede despojar de todo poder, desposeerla, pero no se la puede privar de sus sue­ños. Las masas que sufren sabían que sufrían, sabían que había algo que iba desesperadamente mal, sabían que necesita­ban algo. Y lo que necesitaban era la salvación.

El origen y la causa del sufrimiento humano, y la manera de terminar con él, se convirtieron en la principal preocupa-

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ción intelectual y espiritual de nuestra cultura, que empezó hace unos cuatro mil años. Los tres milenios siguientes verían la evolución de todas aquellas religiones que estaban destina­das a convertirse en las religiones más importantes de nuestra cultura (el hinduismo, el budismo, el judaismo, el cristianismo y el islamismo) y cada una tenía su propia teoría acerca del ori­gen y la causa del sufrimiento humano y su propio enfoque para terminar con él, trascenderlo o tolerarlo. Pero todas coin­cidían en una visión central y única: la salvación, ya sea la libe­ración del círculo interminable de la muerte y la resurrección o la bendita unión con Dios en el cielo, es la meta más elevada de la vida humana, mucho más allá de cualquier otra, ya sea la riqueza, la felicidad, el honor o la fama... y cada uno de noso­tros está completamente solo en el universo con ella. No hay ningún mercado en el que el nirvana o el mérito o la gracia o el perdón de los pecados se puedan comprar. No hay padre, cón­yuge o amigo que pueda obtener la salvación para usted por ningún medio. Y como nada puede compararse ni siquiera re­motamente con su valor, la salvación es lo único en el mundo acerca de lo que uno puede ser totalmente egoísta y estar inta­chablemente libre de culpa. Su salvación no necesita ocupar un segundo puesto después de nada. La amistad, la lealtad, la gra­titud, el honor, el rey, el país, la familia, ocupan un lugar se­cundario. En todo un universo de posibilidades, ni una sola de ellas tiene prioridad sobre su salvación, y cualquiera que le pida que anteponga algo a ella está pidiendo demasiado, se trate de lo que se trate, y puede rechazarlo sin la menor vacila­ción, reserva o disculpa.

¿Es B el Anticristo?

Por fin estamos listos para abordar este problema tan difícil que tantos de ustedes me piden que solucione. Una y otra vez me dicen: «Dígame cómo enfrentarme a aquellos que lo acu­san. {Dígame cómo explicar que usted no es el Anticristo!».

Tienen que empezar por comprender qué representa el Anticristo. Todos los comentaristas serios acerca del tema

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coinciden en opt Anticristo es sólo el último nombre que se dio a una antigua figura de la leyenda religiosa de nuestra cultura... mucho más antigua que el Cristo a quien el nombre lo hace oponerse. En otras palabras, no representa la antítesis de Je­sús. Todas nuestras religiones soteriológicas han temido la aparición de alguien que desviara a los justos de los senderos de la salvación. El Anticristo no es sólo la antítesis de Jesús. Es igualmente la antítesis de Buda, de Elias, de Moisés, de Mahoma, de Nanak, de Joseph Smith, de Maharaj Ji... de todos los salvadores y proveedores de salvación del mundo. Es en realidad el Antisalvador.

La leyenda del Anticristo ha estado casi siempre acompa­ñada por la idea extraña y casi risible de que su atractivo será su maldad desenfrenada. Esto demuestra qué opinión tan pobre tienen de nosotros nuestras religiones soteriológicas. Así nos desprecian, creyendo que anhelamos el mal, la vileza y la corrup­ción, y que seguiremos como esclavos a cualquiera que nos pro­meta estas cosas.

De manera que ya estoy preparado para decirles cómo enfrentarse a quienes acusan a B. Cuando les digan: «B es el Anticristo», no crean que están haciendo algo admirable si res­ponden: «Oh, no, no, no, usted no lo comprende», porque estos acusadores sí lo comprenden.

Cuando les digan: «B es el Anticristo», he aquí lo que de­ben responder. Díganles: «Sí, tienen razón, toda la razón. B se propone apartar de ustedes el corazón de las personas para que el mundo pueda vivir. B se propone reunir las voces de los se­res humanos de todo el planeta en una sola voz que cante: “¡El mundo debe vivir! ¡El mundo debe vivir! Somos una sola espe­cie entre miles de millones. Los dioses no nos aman a nosotros más de lo que aman a las arañas, a los osos, a las ballenas y a los nenúfares. La época del Gran Olvido ha terminado, y todas sus mentiras y engaños se han disipado. Ahora recor­damos quiénes somos. Nuestros parientes no son los queru­bines, los serafines, los tronos, los principados ni las potesta­des. Nuestros parientes son los moscardones, los lémures, las serpientes, las águilas y los tejones. La ceguera que sufrimos durante el Gran Olvido ha desaparecido. Ya no imaginamos que el Hombre fue hecho de manera defectuosa. Ya no imagina-

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mos que los dioses cometieron una torpeza a la hora de crearnos. Ya no creemos que sabían crear hasta el ultimo ser del vasto universo, todo menos un ser humano. La ceguera que sufri­mos durante el Gran Olvido ha pasado, de manera que ya no podemos vivir como si ninguna otra cosa importara excepto nosotros. Ya no podemos creer que el sufrimiento es la suerte que los dioses nos tenían reservada. Ya no podemos creer que la muerte sea la dulce liberación hacia nuestro verdadero desti­no. Ya no suspiramos por la nada del nirvana. Ya no soñamos con llevar coronas de oro en la corte del paraíso”».

Díganles: «Tienen razón en ver que nos estamos desvian­do del camino de la salvación. Nos estamos desviando de ese camino exactamente como ustedes temieron desde siempre. Pero escuchen, no nos estamos desviando del camino de la salvación por culpa del pecado y la corrupción, como ustedes imaginaron desde siempre. Nos estamos desviando del camino de la salvación porque recordamos que una vez pertenecimos al mundo y fuimos felices con esa pertenencia. Nos estamos apartando del camino de la salvación... pero no por amor al vicio y la maldad, como ustedes despectivamente imaginaron que haríamos. Nos estamos desviando del camino de la salvación por amor al mundo, como ustedes no soñaron ni siquiera una vez en mil años de sueños».

Juan el Evangelista escribió: «No debéis amar al mundo, ni las cosas del mundo, porque aquellos que aman al mundo son extraños al amor del Padre». Luego, sólo dos frases después, escribió: «Hijos, ¡la hora final se acerca! Habéis oído que viene el Anticristo. No es uno sino muchos, y cuando esos muchos es­tén entre nosotros, sabréis que ha llegado la hora final».

Juan sabía de lo que hablaba. Tenía razón en prevenir a sus seguidores en contra de los que aman al mundo. Hablaba de nosotros y ésta es la última hora... pero es su última hora, no la nuestra. Ellos han tenido su día y ésta es sin duda la última hora de ese día.

Ahora empieza nuestro día.

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«Una meditada y valiente novela sobre el papel de nuestra especie en el planeta... desarrollada con una

originalidad y claridad innegables.» The New York Times Book Review

«Con la misma dosis de suspense, inventiva e impacto social que

cualquier otro libro de ficción o no ficción que se haya podido leer en los últimos años.» The Austin Chronicle

«El autor escribe con una prosa clara y5 directa, y las ideas que quiere

transmitir son de una importancia evidente. Quinn es un pensador provocativo.» Kirkus Reviews

«Se esté o no de acuerdo con cada palabra, no cabe duda de que La

historia de B nos ofrece una oportunidad única de reflexionar sobre

las creencias y suposiciones más arraigadas, que han moldeado nuestra cultura a lo largo de diez mil años y que, de permanecer incuestionadas, nos conducirán por un camino cada

vez más intransitable.»Peter M. Senge, autor de The Fifth

Discipline

El padre Jared Osborne es enviado al corazón de Europa tras las escurridizas huellas de un extraño predicador al que sus seguidores llaman simplemente B. Cuando finalmente da con élr su asombro es mayúsculo: B. no predica la meditación ni idolatra a ningún dios; tampoco enseña la curación por la fie ni el espiritualismo de la Nueva Era; mucho menos anhela la riqueza material ni pretende crear una secta de fanáticos. Su verdadero propósito es descubrir la realidad desconocida de nuestro planeta, redefinir el papel del hombre en la Tierra y desandar el camino de la espiritualidad humana; adentrándose en los senderos ocultos de la Historia. ..J:·..;

La provocadora lucidez de Daniel Quinn y una trama-de intriga y suspense de ajustada composición hacen de La historia de B. una novela diferente, que mantiene al lector atento hasta la última página al tiempo que pone en tela de juicio nuestras ideas preconcebidas sobre la civilización occidental y sus posibilidades de supervivencia en el próximo milenio.