la hija del sepulturero

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1 JOYCE CAROL OATES: La hija del sepulturero Tignor se apoderó del abrigo de Rebecca y de su americana sin soltarle la mano. Luego al sacarla a rastras de la mesa, Rebecca tropezó y estuvo a punto de caerse. La gente los miraba, pero nadie intervino. (…) En el aparcamiento del bar y dentro ya del Studebaker, el forcejeo continuó. Tan pronto como Tignor le soltó la mano, una llama de locura se apoderó de Rebecca, que empezó a tirar de la sortija. ¡No quería llevarla un momento más! De manera que Tignor la abofeteó con el revés de la mano y amenazó con hacer cosas peores. (…) Esta vez la agarró por el pelo, largo y espeso, cerró el puño y le golpeó la cabeza contra la portezuela con tanta fuerza que debió de perder el conocimiento durante unos instantes. Tignor confió (…) en no haber roto el cristal. Para entonces algunas personas los habían seguido hasta el aparcamiento para ver qué estaba sucediendo. Pero tampoco entonces hubo nadie dispuesto a intervenir. (…) -¡Vete al infierno! ¡No quiero saber nada de ti! (…) Y, sin embargo, no era capaz de llamar a la policía. Sabía que era eso lo que debía hacer, pero no era capaz. Porque si la policía trataba de detener a Tignor, se resistiría, y le harían daño de verdad. (Rebecca y Tignor se casan el 19 de marzo de 1954 y pasan su noche de bodas) en el lujoso hotel Niagara Falls: Cuando Tignor le pasaba la botella a la manera en que se presiona a un niño para que beba pegándole el recipiente a la boca-, como no le gustara que vacilara, Rebecca procuraba, discretamente, tragar lo menos posible, pensando: Nunca le digas que no a este hombre. La idea era consoladora, como si se le hubiera aclarado un misterio. (…) Rebecca estaba descalza, desnuda, y tiritando. Tignor le había quitado la bata nueva (…) y la había tirado debajo de la cama. La quería desnuda a su lado, le gustaba despertarse y tener al lado a una mujer desnuda. (…) Encontró (…) el arma de fuego en uno de los compartimentos de la maleta (…). (…) Confirmaba lo que había sabido ya en el coche que la llevaba a toda velocidad a Niagara Falls para casarse: Nunca le digas que no a este hombre. (…) Pocos meses más tarde escribió a Katy y a LaVerne (sus antiguas compañeras de piso.) (…)

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Page 1: La hija del sepulturero

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JOYCE CAROL OATES: La hija del sepulturero

Tignor se apoderó del abrigo de Rebecca y de su americana sin soltarle la

mano. Luego al sacarla a rastras de la mesa, Rebecca tropezó y estuvo a punto de caerse. La gente los miraba, pero nadie intervino. (…)

En el aparcamiento del bar y dentro ya del Studebaker, el forcejeo continuó. Tan pronto como Tignor le soltó la mano, una llama de locura se

apoderó de Rebecca, que empezó a tirar de la sortija. ¡No quería llevarla un momento más! De manera que Tignor la abofeteó con el revés de la mano y amenazó con hacer cosas peores. (…)

Esta vez la agarró por el pelo, largo y espeso, cerró el puño y le golpeó la cabeza contra la portezuela con tanta fuerza que debió de perder el

conocimiento durante unos instantes. Tignor confió (…) en no haber roto el cristal. Para entonces algunas personas los habían seguido hasta el aparcamiento para ver qué estaba sucediendo. Pero tampoco entonces hubo

nadie dispuesto a intervenir. (…)

-¡Vete al infierno! ¡No quiero saber nada de ti! (…) Y, sin embargo, no era capaz de llamar a la policía. Sabía que era eso lo

que debía hacer, pero no era capaz. Porque si la policía trataba de detener a Tignor, se resistiría, y le harían daño de verdad.

(Rebecca y Tignor se casan el 19 de marzo de 1954 y pasan su noche de

bodas) en el lujoso hotel Niagara Falls: Cuando Tignor le pasaba la botella –a la manera en que se presiona a

un niño para que beba pegándole el recipiente a la boca-, como no le gustara que vaci lara, Rebecca procuraba, discretamente, tragar lo menos posible, pensando: Nunca le digas que no a este hombre. La idea era consoladora,

como si se le hubiera aclarado un misterio. (…)

Rebecca estaba descalza, desnuda, y tiritando. Tignor le había quitado la bata nueva (…) y la había tirado debajo de la cama. La quería desnuda a su lado, le gustaba despertarse y tener al lado a una mujer desnuda.

(…) Encontró (…) el arma de fuego en uno de los compartimentos de la

maleta (…). (…) Confirmaba lo que había sabido ya en el coche que la llevaba a toda

velocidad a Niagara Falls para casarse: Nunca le digas que no a este hombre.

(…)

Pocos meses más tarde escribió a Katy y a LaVerne (sus antiguas

compañeras de piso.) (…)

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(…) os llamaría por teléfono, pero a Tignor no le gustaría, mucho me temo.

¡Los maridos tienen celos de sus mujeres! (…) Tignor, sobre todo, tiene celos de otros hombres, como es lógico. Dice que sabe cómo son “en el fondo de su

corazón” y no está dispuesto a confiarle a su mujer a ninguno de ellos. Rebecca hizo una pausa, incapaz por un momento de continuar. No se podía permitir releer lo que había escrito. No quería imaginarse lo que diría Tignor si

leyera lo que había escrito. (…) aquella voz no era la suya; ni una sola palabra era suya; Rebecca, como tal, carecía de palabras; (…) Tignor estaría volviendo

a la habitación y no se atrevía a permitir que la viese escribiendo una carta.

(…)

Su primer hijo sería varón, esperaba Rebecca. Niles, hijo, lo llamarían. Si fuese chica… Rebecca no tenía ni idea.

(…)

Rebecca no tenía ni idea de cuáles eran los ingresos anuales de Tignor. Preguntárselo no se le habría pasado tampoco por la cabeza (…). Y, desde

luego, si se lo hubiera preguntado, Tignor no se lo habría dicho. Se hubiera reído en sus narices.

Y, posiblemente, si lo hubiera hecho cuando no estaba de humor, podría

haberle dado un bofetón. Podía abofetearla por “salirse de madre”. O por “hacerse la lista” con él.

Tignor nunca le pegaba con fuerza, ni con el puño cerrado. Tignor hablaba con desprecio de los hombres que golpeaban a las mujeres de aquella manera.

En una ocasión Rebecca, ingenuamente, quiso saber cuándo la llevaría a conocer a su familia; y Tignor (…) se rio de ella, divertido, y dijo:

-Los Tignor no tienen familia, cariño – luego se quedó callado y unos minutos después, bruscamente, se volvió hacia ella y le dio una bofetada con el revés de la mano al tiempo que le exigía saber con quién había estado

hablando. (…)

Esparcir dinero sobre la cama en su habitación de hotel (…) fue algo que repitió (…). Sacar billetes de la cartera, arrojar al aire billetes de diez y veinte dólares, a veces incluso cincuenta, para que revolotearan y cayeran como

mariposas heridas. -Para ti, gitanilla. Ahora eres mi esposa, no mi puta.

(…)

A veces, cuando acababan de llegar a un hotel, Tignor hacía o recibía una llamada telefónica y anunciaba a Rebecca que “había surgido” algo (…) y

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precisaba marcharse de inmediato. Su estado de ánimo en aquellos momentos

era entusiasmado, excitado. Aquella sensación de urgencia en él le señalaba a Rebecca la conveniencia de retirarse, de aceptar que no regresaría durante

algún tiempo. Y de no hacer preguntas. (…) Tignor tenía tendencia a los celos. Rebecca suponía que eso significaba

que la quería, nadie la había querido nunca de aquella manera , pero había un peligro en ello, como acercar demasiado una cerilla a una sustancia inflamable.

Porque Tignor no era una persona acostumbrada a compartir las atenciones de una mujer con otros hombres, aunque le gustaba que los hombres mirasen a Rebecca, y con frecuencia la llevaba con él a restaurantes, bares y tabernas

para que le hiciera compañía. No le gustaba, sin embargo, que Rebecca mirase a otros hombres, incluso amigos suyos. Sobre todo no le gustaba que

Rebecca hablara o se riera más que brevemente con tales hombres. “Un hombre tiene una idea cuando te mira. Y tú eres mi mujer y esa idea es mía.”

(…)

Lo sabía: a Tignor no le gustaba que se comportase de una manera

excesivamente amistosa con ningún varón. Se lo había dicho con toda claridad. Se lo había advertido más de una vez. Ahora estaba embarazada (…)

(…) De manera que Rebecca se esforzaba por rechazar las atenciones de

los hombres. Incluso de hombres de edad. Se mostraba distante e indiferente

incluso ante el más inocuo de los saludos (…) Y ahora, en su embarazo, deseaba con avidez la compañía de mujeres.

A Tignor le molestaba que “pegara la hebra” con camareras, dependientas y doncellas durante más de un minuto o dos. Le gustaba que su joven esposa, exóticamente bien parecida, fuese admirada, se mostrase llena de vida y que

manifestara tener “personalidad”; pero no le gustaba un exceso de ninguna de aquellas cosas a sus espaldas. En los hoteles en los que Niles Tignor era

conocido como huésped frecuente, sabía que el personal hablaba de él, lo sabía y lo aceptaba, pero no quería que Rebecca contase historias sobre él, historias que podría exagerarse al volver a contarlas, convirtiéndolo así en una

figura cómica. (…) En mayo de 1955 Tignor regresó de manera inesperada a su habitación

de hotel (…), y se encontró con que Rebecca no solo “había pegado la hebra” con la camarera que les arreglaba el cuarto, sino que la estaba ayudando a cambiar la cama. En el pasillo, del otro lado de la puerta, Tignor se quedó

inmóvil, observando. -(…) Cumplí años la semana pasada, diecinueve, y eso es más que

suficiente para tener un bebé. (…) Sin alzar la voz, Tignor le dijo a la camarera:

-Salga. Tengo que hablar con mi mujer. No trató de eludirlo. Recordaba con nitidez que su padre necesitaba

castigarla. No una vez sino muchas. Y Tignor había estado perdonándola hasta entonces. El método de su padre no había sido abofetearla, sino

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agarrarla por la parte superior del brazo y zarandearla hasta que le

entrechocaban los dientes. (…) qué era lo que ella había hecho para enojarlo, pero sabía que se lo tenía bien merecido, el castigo. Una lo sabía siempre.

La hemorragia empezó media hora después. (…) Tignor no la había

golpeado, no había que echarle la culpa. Niles Tignor no era un hombre que

golpeara a una mujer con los puños, y menos en el vientre a una mujer embarazada. Sin embargo, la hemorragia empezó, aborto espontáneo, lo

llamarían. Tignor sirvió bourbon para los dos. -El próximo lo podrás tener.

(…)

Desde el “aborto espontáneo”, había sido amable con ella, y paciente.

Pero Rebecca ya no hablaba con nadie de manera despreocupada. Tanto daba que Tignor estuviera presente como que se hubiera marchado.

(…)

Desaparecía con frecuencia para lo que llamaba viajes de un día. Salida muy de mañana, regreso después de oscurecer (…)

Desde el aborto de Rebecca, y de la fiebre que había tenido después

durante días, los sentimientos entre Tignor y ella habían cambiado sutilmente. (…) Rebecca veía que la miraba entornando los ojos. Como si fuera un enigma

para él, y no le gustaran los enigmas. Estaba arrepentido y, sin embargo, indignado. (…)

Y es que Rebecca había causado el aborto con su comportamiento

irresponsable. ¿Hablar de Tignor con una camarera? ¡Ayudar a una camarera hacer la habitación! Siendo como era la señora de Niles Tignor y obligada a

mantener su dignidad. (…) El doctor Rice de Chautauqua Falls. Mientras la miraba como si fuera un

trozo de carne en la camilla de su consulta, remilgado pero grosero, minucioso pero haciéndole daño con sus condenadas manos embutidas en guantes de

goma y sus fríos instrumentos de metal, semejante a punzones para romper el hielo. Rebecca había tenido que morderse los labios para no gritar y para resistir la tentación de darle patadas en la tripa.

(…)

La novedad del bebé empezó a perder interés para Tignor al cabo de unos meses. (…). Porque Niley era un niño inquieto, que se negaba a comer,

que dormía raras veces durante más de tres horas seguidas (…). Nada más llegar a casa, Tignor amenazaba con marcharse de nuevo.

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-Dale de mamar, haz que se duerma. Eres su madre, por los clavos de

Cristo.

(…)

Tignor rio. Había obligado a Rebecca a levantarse, y la empujaba hacia

la cama (…). Rebecca sintió pánico y trató de apartar a Tignor, pero fue demasiado rápido, la agarró por el pelo, cerró el puño sujetándola bien y la zarandeó (…)

con suavidad, en actitud recriminatoria, como se puede zarandear a un niño recalcitrante.

(…) Rebecca llegó al trabajo a la mañana siguiente con una hora y veinte minutos de retraso. El coche de Tignor estaba en el camino delante de casa,

pero ella no tenía las llaves y no se atrevió a pedírselas, (…). Rebecca se movía con dificultad (…). En la cadena de montaje vio que tenía la cara

hinchada, y que su gesto era huraño. Cuando se quitó las gafas de sol (…) y las reemplazó por los anteojos protectores se pudo ver que tenía el ojo izquierdo hinchado y amarillento.

(…)

Y fue así como lo supo: lo dejaría. (…) Qué posibilidad, no tienes otra posibilidad, os matará a los dos. Antes de

que empezara a hacer sus cálculos llenos de desesperación: dónde podría ir, qué se podría llevar, cómo escapar con su hijo. Antes de contar la pequeña cantidad -¡cuarenta y tres dólares!- (imaginaba que sería más) que había

logrado ahorrar de su sueldo y que había escondido en un armario. Antes de que, a su manera juguetona y falsamente cómica, Tignor empezara a

maltratarla cada vez con más frecuencia a ella y al niño.

(…)

Tignor hablaba desafiante, bravucón (…)

(…) Finalmente le pellizcó el muslo, con la fuerza suficiente para hacerle

daño. Y extendió el brazo para alborotarle a Niley el pelo húmedo. -Eh, vosotros dos: os quiero.

Os quiero. Era la primera vez que Tignor les había dicho una cosa así. Y Rebecca pensó: No lo dejaré nunca.

Nos quiere. Quiere a su hijo. Nunca nos haría daño. Solo está… A veces…

(…)

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Por supuesto, se daba por hecho que Rebecca se encargaba de lavar y

planchar casi toda la ropa de Tignor. (…) ¡La maldita lavadora vieja que se daba por hecho que Rebecca tenía

que utilizar! (…). Se estropeaba con frecuencia y derramaba agua jabonosa sobre el suelo de linóleo del lavadero. Y luego Rebecca tenía que planchar, o tratar de planchar, las camisas blancas de su marido.

La plancha era pesada y le dolía la muñeca (…) -Dios del cielo. Una persona lisiada y ciega lo haría mejor.

Era Tignor, examinando una de sus camisas (…) -¡No puedo llevar una camisa así! Tendrás que volver a lavarla y a plancharla.

(…) De hecho se quedó quieta sin hablar, resentida. Después Tignor se

marchó. Maldita sea, trabajaba ocho horas cinco días a la semana en la maldita fábrica, hacía todas las faenas domésticas y cuidaba de Niley y de él: ¿no era eso suficiente?

-Ese trabajo tuyo en la fábrica. ¿Cuánto te pagan?

(…) (Si mintiera y Tignor lo descubriese, sabría que estaba tratando de ahorrar dinero de su sueldo.)

-¿Tan poco? (…) -No es más que la cadena de montaje. Yo no tenía ninguna experiencia.

Y no quieren mujeres. (…) Y le tenía miedo: su presencia física, los altibajos de sus emociones, sus

ojos semejantes a los de un ciego al que de repente se le ha concedido la visión, y no le gusta lo que ve.

(…) Estaba empezando a enfadarse. Rebecca lo sabía, sabía sin ningún género de dudas que no debía provocarlo. Y sin embargo dijo:

-Solo acepté el trabajo (…) porque necesitaba dinero para Niley y para mí. (…). Y tú estabas fuera, no había sabido nada de ti…

(…) Rebecca conocía los signos que debían servirle de advertencia; no tenía que decir nada más.

Tignor se alejó furioso. Oyó sus pasos. Retumbar de pasos que latían en su cabeza. (…).

(…) -En la fábrica, ¿es dónde está? ¿Ese tipo? Rebecca abrió los ojos, confundida. Tenía a Tignor delante de ella, ¿no

se había marchado? (…)

Rebecca trató de sonreír. Creía que se estaba burlando de ella, que no hablaba en serio. Pero podía ser peligroso. -(…) Quienquiera que te esté follando ahora tiene que ser alguien del

montón. Lo huelo a ti: ese hedor a goma quemada y a sudor como de negro. Rebecca retrocedió.

-Tignor, por favor. No digas esas cosas tan horribles, Niley podría oírlas.

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-¡Déjale que las oiga! Tiene que saberlo, saber que su mamaíta, la muy

calentorra, es una p-u-t-a. (…)

Allí estaba Niley, acurrucado junto al sofá, escuchando. (…)

Se dejó caer pesadamente en el sofá. Alzó a Niley para sentárselo en el

regazo. Pareció no darse cuenta, a menos que le divirtiera, de que el niño hacía un gesto de dolor al sentir la presión de los dedos de su padre.

(…). Niley lo miró fijamente. Los ojos de su papá estaban inyectados en sangre (…) -¡Niley, hijo mío! Cuéntaselo a tu papá, ¿viene un hombre a casa a ver a

mamá? Niley lo miró como si no hubiera oído. Tignor lo zarandeó.

(…) Niley empezaba a estar confundido, asustado. Rebecca ansiaba arrancarlo de los brazos de Tignor.

(…) Niley trataba de mantenerse muy quieto. No iba a mirar a Rebecca: si lo

hacía se le saltarían las lágrimas y lloraría para que su madre lo salvara. (…) Niley susurró algo que sonaba como sí. Casi inaudible, suplicante.

-¿Un hombre? –preguntó Tignor con brusquedad-. ¿Eh? ¿Aquí? Rebecca tocó la mano de Tignor, que apretaba el frágil hombro de Niley.

-Lo estás asustando, Tignor. Está pensando en la radio. (…). Las voces de la radio.

(…)

-Niley ha admitido que hubo un hombre aquí. Ha oído la voz. El fulano de su mamá.

(…) -¡Es la radio, Tignor! (…) Niley necesita tener la radio encendida de día y de noche; se le ha metido en la cabeza que las voces masculinas son la tuya.

-Sandeces. Tignor disfrutaba con aquello, Rebecca se dio cuenta. (…). Ni por un

momento se había creído nada. Parecía, sin embargo, incapaz de parar. (…)

Tignor se puso en pie de repente, deshaciéndose del niño. Sujetó a

Rebecca por el cuello. -Reconócelo, judía.

-¿Por qué me odias, Tignor, cuando yo te quiero? El rostro de Tignor enrojeció más que nunca. Sus ojos humedecidos y crueles rehuyeron los de Rebecca: se avergonzaba. (…). Pero estaba furioso

con ella por desafiarlo delante del niño. (…)

-¿Por qué te casaste conmigo (…) si no me quieres? (…)

-Claro que te quiero. ¿Por qué demonios iba a estar aquí, en esta

pocilga, con ese niño imposible, medio judío, si no te quisiera? Sandeces. Niley había empezado a lloriquear y Tignor abandonó a grandes

zancadas el cuarto, lleno de indignación. Rebecca tuvo la esperanza de oírlo salir de la casa (…).

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Pero no parecía que Tignor se estuviera yendo. Solo había ido al

frigorífico por otra cerveza. La sensación de cosas que se derrumban. Una vez que le hielo empieza

a resquebrajarse, todo sucede deprisa. (…)

Estaba arropando a Niley en la cama, pero el niño se colgaba de ella y

quería retenerla. -¡No llores! Trata de no llorar. Si tienes que llorar, esconde la cara

debajo de la almohada. Papá se pone nervioso si te oye llorar, de tanto como te quiere. Y quédate en la cama. No salgas de la cama. Oigas lo que oigas, Niley. Quédate aquí, no salgas. ¿Me lo prometes?

Niley estaba demasiado alterado para prometer. Rebecca apagó la luz de la mesilla y salió.

(…) La intención de Rebecca era cortar el paso a Tignor, ir a la parte delantera de la casa y evitar así que entrara en el dormitorio. Pero Tignor ya

estaba allí, despeinado, fulminándola con la mirada, en la mano una botella de cerveza espumeante.

-Escondiéndolo, ¿eh? Haciendo que se asuste de su padre. (…) -Lo has estado envenenando contra mí, ¿no es eso? Todo este tiempo.

Rebecca negó con la cabeza. -Volviéndolo contra mí. Por qué le doy tanto miedo. Nervioso como un

perro apaleado. No le he levantado nunca la mano. Rebecca permanecía muy quieta, mirando un punto en el suelo. Sin estar de acuerdo ni discrepar. Ni resistencia, ni rebeldía.

-Como si no os quisiera, ni a él ni a ti. Como si no lo estuviera haciendo francamente bien. Así es como se me agradece –Tignor hablaba con la voz de

quien se siente ofendido, al tiempo que se buscaba algo en el bolsillo. Actuaba con torpeza y sin prisa. Se sacó la cartera y hurgó para sacar billetes-. ¡Judía tenías que ser! Siempre detrás del dinero, ¿eh? Como si no te diera lo

suficiente. Como si durante cinco jodidos años no me hubieras chupado bien la sangre.

Empezó a arrojarle billetes, de la manera que Rebecca aborrecía. (…). Detestaba que le arrojara dinero, pero trató de sonreír. A pesar de todo trató de sonreír. Sabía que para Tignor era necesario verse como divertido y no como

amenazador. Si se daba cuenta del mucho miedo que le tenía, se enfadaría aún más.

-¡Ten! ¡Recógelos! ¿No es eso lo que quieres de mí? Los billetes revolotearon hasta el suelo, a los pies de Rebecca. Se esforzó aún más por sonreír, como Niley sonreía, presa del pánico, ante las

burlas de su papá. Sabía que estaba obligada a fingir, de algún modo. Tenía que rebajarse una vez más para proteger a su hijo. Le daba igual lo que le

pasara a ella, ¡estaba tan cansada! (…) Por el amor de Dios, ¿por qué no se había llevado a los niños, por qué no había corrido en busca de ayuda, por qué esperar a que fuera demasiado tarde? Sin embargo, ahora que le estaba

sucediendo, entendía la extraña inercia, el deseo de que la tempestad pasase, de que la furia masculina se agotara y cesase. Porque Tignor estaba muy

borracho, con dificultades para mantenerse en pie. Sus ojos inyectados en

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sangre –heridos, avergonzados- buscaron los de Rebecca. Pero la furia lo

mantenía atrapado y no estaba dispuesta a soltarlo. Repitiendo con voz falsamente amorosa.

-Gitana y judía. Puta. Arrugaba billetes para hacer bolas con ellos y arrojárselos a la cara a Rebecca, que tenía los ojos llenos de lágrimas, hasta cegarla por completo.

-¿Qué es lo que te parece mal? ¿Demasiado orgullosa? Ahora ganas dinero por tu cuenta, ¿no es eso? ¿Poniéndote de espaldas? ¿Abriéndote de

piernas? ¿Es eso? Tignor había dejado la botella de cerveza en el suelo, (…). Agarró a Rebecca, riendo mientras trataba de meterle un puñado de billetes por el

escote de la blusa. Le rasgó los pantalones (…). Tignor le estaba metiendo billetes dentro del pantalón, dentro de la ropa interior y entre las piernas

mientras ella forcejeaba para zafarse. Tignor le estaba haciendo daño, s us dedos poderosos arañándole la vagina. Pero se reía, y Rebecca quería pensar Si se ríe es que no está enfadado. No me va a hacer daño, se está riendo.

Deseaba con toda su alma que Tignor no oyera cómo Niley reclamaba, plañidero, a su mamá.

Tignor había dejado de hacerle daño, y Rebecca pensó que aquello podía ser el fin, excepto por una súbita explosión de luz en un lado de la cabeza. De repente, estaba en el suelo, aturdida. Algo le había golpeado por

aquel lado. No tuvo clara conciencia de si había sido el puño de un hombre ni tampoco de quién era el hombre que le había golpeado.

Tignor, por encima de ella, la empujaba con un pie. La punta del zapato entre sus piernas, haciéndola retorcerse de dolor. -¿Eh, princesa? Lo que te gusta, ¿no es eso?

Rebecca, aturdida, reaccionaba con demasiada lentitud a los deseos de su agresor, de manera que Tignor perdió la paciencia y se sentó a horcajadas

sobre ella. Ahora estaba enfadado de verdad, y la maldecía. Enfadadísimo, y Rebecca no tenía ni idea de por qué. No había luchado con él, había tratado de no provocarle. Él, sin embargo, le apretaba el cuello con las manos, solo para

asustarla. Para darle una lección. ¡Avergonzarlo delante de su hijo! Golpeándole la nuca una y otra vez contra las tablas del suelo. Rebecca se

ahogaba, perdía el conocimiento. (…). El niño en la habitación vecina estaba gritando ya, y Rebecca supo que aquel hombre la culparía a ella. (…) aterrorizada, pensaba que Tignor tendría que parar enseguida, por supuesto

que pararía pronto, nunca había seguido tanto tiempo, nunca le había hecho daño de verdad en el pasado. Existía ese entendimiento entre ellos -¿verdad

que sí?- de que Tignor nunca le haría daño de verdad. Amenazarla, sí, pero no llegaría tan lejos. Sin embargo, la estaba asfixiando, y llenándole la boca de billetes, intentando metérselos garganta abajo. Nunca había hecho nada como

aquello, era algo completamente nuevo. Rebecca no lograba respirar, se estaba ahogando. Forcejeó para salvarse, el pánico le invadió las venas.

Tignor la insultaba: -¡Judía! ¡Zorra! ¡Puta! Estaba furioso y exhalaba un terrible calor de superioridad moral.

En conjunto, la paliza se debió de prolongar por espacio de cuarenta minutos.

Más tarde Rebecca llegaría a creer que no había perdido el conocimiento.

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Sin embargo, allí estaba Tignor zarandeándola:

-¡Eh! No te pasa nada, hija de puta. Despierta. Hizo que se pusiera en pie, tratando de lograr que se sostuviera sola .

(…) -¡Vamos! ¡Deja de fingir! Las rodillas de Rebecca no tenían ninguna fuerza. (…)

-¡Despierta! –gruñía Tignor-. ¡Abre los ojos! Te voy a romper la crisma como no…

La zarandeaba, golpeándola contra la pared. Vibraban los cristales de las ventanas. Algo había caído y rodaba por el suelo, lanzando espuma. Rebecca se habría derrumbado como una muñeca de trapo, de no haber sido

porque Tignor la sostenía, pegándole en la cara. -¡Contéstame, anda! ¡Avergonzar a un hombre delante de su hijo!

Tignor arrastró a Rebecca hasta la cama. Tenía la ropa rasgada y extrañamente húmeda. La blusa completamente abierta. Le enfurecía verle los pechos, Rebecca tenía que esconderlos. Su carne femenina al descubierto lo

sacaría de quicio. Tignor la arrojó sobre la cama, e intentó torpemente desabrocharse los pantalones. La culpaba a ella, estúpida hija de puta. Sus

pantalones ya no estaban planchados como era debido. (…). Las camisas estaban mal planchadas, con arrugas en el cuello. ¡Una persona lisiada y ciega lo haría mejor!

Allí estaba Niley, tirando de las piernas de su papá, gritándole para que no siguiera.

-Ese cabrón de niño. Rebecca se dio cuenta entonces: había cometido una terrible equivocación. La peor equivocación que una madre puede cometer. Había

puesto en peligro a su hijo por una estupidez y descuido. Una brillante floración de sangre sobre la boca y la nariz del niño.

Rebecca suplicó al hombre que tenía sentado a horcajadas que no golpeara a Niley, que le golpeara a ella. A él no, a ella.

-¡Condenado llorica! –Tignor alzó por un brazo al niño que chillaba y lo lanzó contra la pared.

Niley dejó de llorar. Se quedó inmóvil en el suelo, donde había caído Rebecca, sobre la cama, también tumbada en silencio. Las telarañas sobre sus ojos se habían espesado aún más. Estaba

ciega, su cerebro se hallaba al borde de la extinción. No conseguía respirar por la nariz, tenía algo roto, el paso bloqueado. Como un pez dando boqueadas,

sorbía aire por la boca y toda su fuerza se concentraba en aquella tarea. Oía, sin embargo: su sentido del oído se había agudizado. El pesado jadeo de un hombre a su lado. Resoplidos húmedos en la

garganta. Tignor se había desinteresado al dejar Rebecca de resistirse. Se había derrumbado en la cama a su lado. Dormiría entre la ropa revuelta de la

cama, rodeado de manchas de sangre. Era como hundirse bajo el agua: Rebecca, una y otra vez, perdía la conciencia y luego se despertaba. Pareció pasar muchísimo tiempo antes de

reunir las fuerzas suficientes para despertar del todo y ponerse en pie. Se movía con tanta lentitud, con tanta torpeza, que tuvo la seguridad de que

Tignor se despertaría y la sujetaría por un brazo. Casi oía sus palabras convertidas en gruñidos. ¡Hija de puta! ¿Dónde crees que vas? Pero Tignor no

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se despertó, Rebecca estaba a salvo. Se acercó al sitio donde su hijo seguía

tumbado. A ella le sangraba la cara, tenía el ojo izquierdo hinchado y cerrado. Apenas conseguía ver a Niley, pero lo supo enseguida: estaba bien. No le

pasaría nada, también él estaba a salvo, no podía sucederle nada verdaderamente grave. No podía ser. Su padre lo quería, su padre no tenía la intención de hacerle daño.

Le susurró unas palabras a Niley. Estaba a salvo, su mamá se iba a ocupar de él. Pero no tenía que llorar más.

Niley respiraba, aunque de manera superficial y errática. La cabeza le caía hacia delante en un ángulo demasiado agudo. (…). Pese a no tener fuerzas alzó a Niley, tambaleándose bajo su peso mientras lo sacaba del

dormitorio. El niño respiraba, no le pasaba nada grave. Rebecca estaba segura.

(…) también el niño tenía la cara ensangrentada e hinchada, con una fea brecha en la raya del pelo, por donde continuaba la hemorragia; (…) -Niley, estás con mamá.

Su hijo vivía, respiraba y empezaba a rebullir, lloriqueando, en brazos de Rebecca.

-Estás bien, cariño. ¿Puedes abrir los ojos? Sus bracitos y piernas no parecían estar rotos. (…)

¡Quería creerlo! Tanteando con los dedos, pasando las puntas de los dedos por todo su cuerpo, los brazos y las piernas que ya se movían, la cabeza

caída hacia delante, contra el pecho. (…) Le lavó la cara al niño y se la lavó ella. Niley estaba grogui, pero empezaba a despertarse. No tenía fuerza para llorar de verdad, algo que

Rebecca agradeció. Se lavó las manos y los brazos, el pecho manchado de sangre. Haciendo pausas para escuchar, por si Tignor se despertaba y venía

en su busca. (…) Aunque Rebecca había sabido desde semanas antes que acabaría por

dejar a Tignor, no había hecho ningún preparativo. (…) (…) No a la policía (…)

¡Nunca a la policía! (…). Parecía saber que aquellos hombres, tan semejantes a Niles Tignor, simpatizarían con él, esposo y padre. No los protegerían ni a ella ni al niño.

Niley estaba ahora tumbado en el suelo de la cocina; Rebecca le había puesto una toalla doblada debajo de la cabeza. Ya estaba bien, respiraba casi

con normalidad. Tampoco tenía la cara tan blanca: le había vuelto un poco de color a las mejillas. Se lo llevaría al coche, sin perder tiempo cambiándolo de ropa. (…) tan

solo lo envolvería en una manta. (…) lo había colocado con el mayor cuidado en el asiento de atrás. Y allí

dormiría. Regresó al dormitorio donde Tignor seguía en la cama (…), roncando. No se hubiera creído con el valor suficiente ni con la temeridad ni con la

desesperación necesarias para regresar al escenario de semejante desastre, que olía aún a su terror, pero no le quedaba otro remedio. Su marcha pasaba

por Tignor, no tenía otra solución que meterle la mano en el bolsillo del pantalón y quitarle las llaves del coche.

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(…)

Tignor no se movió, no tuvo conciencia alguna de su presencia. (…) Ahora que la furia de aquel hombre se había agotado, Rebecca la sentía

revivir en ella. (…) Hizo el equipaje con destreza. No iba a perder tiempo cambiándose de

ropa aunque estuviera manchada. Unas pocas cosas suyas y de Niley, dobladas y arrojadas a la maleta (…). Y a continuación recogió todos los

billetes que encontró por la habitación. Lo hizo de manera metódica, decidida. (…) De la estantería más alta del armario cogió el dinero que había estado

escondiendo desde marzo. Cincuenta y un dólares en total. Y el suéter raído en el que había envuelto la tira de acero de unos veinte centímetros.

Ahora Rebecca sabía ya por qué se había guardado aquel cuchillo improvisado. Por qué lo había escondido en aquella habitación. Probó la punta del acero con un pulgar. Estaba tan afilado como un

punzón. Si golpeaba a Tignor con rapidez y precisión y con toda su fuerza en la gruesa arteria que le latía en el cuello, estaba convencida de que acabaría con

él. No moriría de inmediato, pero se desangraría. (…) Tignor podría revivir y (…) quitarle el acero y volverlo contra ella; incluso podía matarla sin más armas que sus manos. Ya tenía el cuello magullado, consecuencia de su intento de

estrangularla. (…) Y ¿quería de verdad matarlo? Vacilaba, insegura. ¿Quería matar a un

ser humano? (…) Castigar a Tignor, hacerle daño de verdad. Hacerle saber has qué punto les había hecho daño a ella y a su hijo y debía ser castigado. El niño la estaba esperando. No le quedaba otro remedio, tenía que

darse prisa. Rebecca dejó la tira de acero en la cama junto al hombre que dormía.

Quizá se dé cuenta. De que le he perdonado la vida. Y sabrá por qué.

(…)

Cuando ella hablaba con desconocidos, (…): Se llama Zacharias. Un nombre de la Biblia. (…). Su padre ha muerto, no hablamos nunca de ello.

(…) Ella hablaba de que su vida, de momento, era como “seguir adelante”. Cambiando siempre, (…). Solo unos cuantos días, como mucho, en

el mismo sitio. (…) (…) su madre (…) tampoco quería que recordara su antiguo nombre ahora que era Zack, (…)

(…)

(…) Finales de verano de 1960. Llevaban casi cinco meses huyendo de Niles Tignor.

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(…)

Si a estas alturas no nos ha matado todavía, no hay razón para pensar que llegue a hacerlo alguna vez. (…)

Durante la huida con su hijo nunca iba a volver la vista atrás. Tal sería su estrategia durante semanas y después meses; durante años, con el paso

del tiempo. Lo llamaba seguir adelante (…) (…) Antes nos mato a los dos. A Zack y a mí. Y eso no sucederá nunca.

No sentía el menor remordimiento por abandonar, como lo había hecho, al padre de su hi jo. Ni le pesaba ni se sentía culpable. Aunque sí sentía miedo.

De la vaga manera desvaída en que nos imaginamos el hecho de nuestra propia muerte, no como inminente pero sí como próxima. Mientras sigamos adelante nunca nos encontrará.

(…) Sus heridas se curarían, sus cardenales desaparecerían. A veces,

cuando estaba cansada, oía un débil zumbido muy agudo en el oído derecho. (…). Tenía en la frente costras de un ro jo furioso que se tocaba distraídamente (…). Pero aquellas cicatrices podía esconderlas bajo mechones de pelo. Se

preocupaba más por el niño que por ella, la posibilidad de que a Niles le enfureciera la necesidad de recuperar a su hijo.

(…) Tal era el plan de Rebecca: abandonar el coche de Tignor en un sitio público para que las autoridades lo encontrasen de inmediato y se descubriera

quién era el propietario y Tignor lo recuperase y tuviera menos motivos para perseguirla. Sabía que a Niles le enfurecería sobremanera el robo de su

automóvil. (…) -Ahora me mataría, ¿no es cierto? Pero estoy fuera de su alcance.

(…) Nunca hablaría de Tignor al niño ni volvería nunca a tolerar que su hijo gimoteara y lloriquease por causa de su papá.

-Ahora está mamá. Ahora mamá lo será todo para ti. -Pero papá… -No. No hay ningún papá. Ya no. Solo mamá.

(…) Tenía que rebautizarlo para que la ruptura con el padre fuese completa.

(…)

(…) Rebecca no se atrevió a detenerse en ningún sitio donde el niño y ella pudieran ser reconocidos, de manera que siguió adelante, entre dolores atroces y exhausta. En un riachuelo rocoso poco profundo junto a una de las

carreteras lavó al niño y se lavó ella, tratando de limpiar las heridas de ambos. Besó a su hijo repetidas veces, dominada por la gratitud al ver que no estaba

gravemente herido; (…)

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Agradecida también porque el niño no se veía los propios ojos

hinchados y ennegrecidos, el labio superior, deformado y con costras, las ventanas de la nariz, con sangre coagulada. (…)

(…) Extraño lo feliz que Rebecca se iba sintiendo a medida que Poor Farm Road se iba hundiendo en su pasado.

Extraño el júbilo que sentía pese a la cara hinchada y el dolor en todos los huesos.

(…) Se escondieron en los maizales para no ser vistos desde la carretera (…)

(…) Había salvado a su hijo y se había salvado ella. Haría todo lo que estuviera en su mano para que su vida, aunque herida y zarandeada (…),

fuese una existencia dichosa. (…)

Estacionó el coche (…) cerca de la estación de autobuses de

Greyhound. Pensará que viajamos hacia el este. No nos encontrará nunca.

Rebecca invirtió la dirección de su huida (…) hacia el oeste. (…)

(…)

Unas veces en la calle. Otras en una tienda. En cualquier sitio público. Zack advertía el repentino temor de su madre, la manera en que se

inmovilizaba en mitad de una frase, o le apretaba la mano hasta hacerle daño, mirando a alguien a quien él, Zack, no había visto aún. Y al que podía no llegar

a ver. Su madre podía decidir que no, que no había peligro, o dejarse de repente llevar por el pánico y empujarlo al interior de un portal, meterlo en unos almacenes y correr con él hasta la puerta trasera, (…), la madre joven pálida

como una muerta y su hijito corriendo a medias como si temieran por sus vidas. (…)

-¡Niley! Te quiero. Su antiguo nombre, su nombre de bebé. Su mamá lo había pronunciado sin darse cuenta, presa del pánico. Más tarde Zack se daría cuenta de que su

mamá había creído que iban a matarla, y de que aquello había sido su despedida.

O había pensado que iban a matarlo a él. (…)

Zack quedaba estremecido, asustado a causa de aquellos encuentros.

Porque sabía que en cualquiera de ellos podía tratarse de él. Y que a su mamá y a él los castigarían por lo que fuese que habían hecho, porque él no

perdonaba nunca.