la guerra está a punto de...

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La guerra está a punto de desatarseen el Continente.

Los reinos del Sur se alían bajo lasórdenes de Dimitri, quien amenazacon reunir un ejército sinprecedentes y cobrarse su ansiadavenganza. Adhárel, tal y como lasMusas auguraron, ha compuesto laPoesía que podría cambiar eldestino de todos. Y mientras tanto,al Norte, la joven Lysell se preparapara descubrir quién es, enfrentarsea su pasado y asumir su papel en unmundo plagado de trampas, peligrosy desafíos.

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Javier Ruescas

Los versos deldestino

Cuentos de Bereth - 3

ePub r1.0Haiass 23.11.14

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Título original: Cuentos de Bereth 3: Losversos del destinoJavier Ruescas, 2011Ilustración de la cubierta: AnnaMaldonado VallhonestaDiseño de cubierta: Eva Olaya MartínColaboradora (Poesías y diseño delmapa): Carlota Echevarría Alemany

Editor digital: HaiassePub base r1.2

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A Carlota,sin la cual este cuento jamás

se habría hecho realidad.

A mis abuelos Luisita yManolo,

que me regalaron aquelprimer cuaderno

donde empecé a escribir.

A mis lectores,porque son los mejores de

este y otros mundos.

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Prólogo del autor a laedición digital

Ponerle punto y final a la trilogía deCuentos de Bereth ha sido una de lascosas más difíciles de mi carreraprofesional. Durante meses, abría eldocumento, lo miraba, y lo volvía acerrar sin atreverme a escribir una solapalabra. Sabía lo que quería contar, loque iba a ocurrir, los personajes queiban a vivir y los que no, pero poralguna razón me intimidaba ponerme conello.

No se debía ni a la presión de los

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lectores ni a cómo estaban funcionandolas anteriores novelas; en realidad eraun problema conmigo mismo. Queríaque fuese un final épico, que quedara enel recuerdo de todos para siempre. Perome asustaba sobremanera llegar adescubrir que no era capaz de hacerlo,que no podía atar de manera convincentetodos los cabos que había abierto en lascientos de páginas anteriores, por lo queprefería no intentarlo.

A marchas forzadas, escribí los tresprimeros capítulos, que más tarde tuveque borrar porque no me convencieron.Y cuando ya creía que no podríahacerlo, que el bloqueo sería definitivoy que la fecha de entrega se me echaría

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encima, mis padres nos invitaron a mihermana y a mí a un fantástico viaje porlos castillos del Loira.

La experiencia fue tal que miimaginación y las ganas de contarhistorias ambientadas en aquelloslugares de ensueño se dispararon. Y así,en las carreteras de Francia, nació LosVersos del Destino.

He tenido la infinita suerte de contarcon unos lectores fieles y entusiastas quehan llevado la historia más allá de losepílogos con preciosos fanarts,originales fanfics, canciones, videos,reseñas… Nunca dejará desorprenderme la manera en la que

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muchos han llegado a querer, a sufrir y aemocionarse con los personajes. Soyconsciente de que sin ellos laexperiencia de escribir esta trilogíanunca hubiera sido la misma.

Ahora, eres tú quien se adentra eneste universo de cuento, repleto desombras y luces, aventuras, amor ytraiciones. Espero que, como me sucedea mí, Bereth permanezca en tus sueñospara siempre.

Javier Ruescas

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Prólogo

Había una vez un castillo anclado a lascorrientes de aire y a las estelas de losastros que flotaba sobre las nubes. En él,la vegetación más dispar y hermosaflorecía como si estuviera plantada en lamejor tierra y regada por la lluvia máspura. Ningún humano había visto jamássemejante jardín y nunca lo vería, puesquienes habitaban aquel idílico edén nopermitían a ningún viajero acercarsemás allá de las puertas de la cancela deoro que lo bordeaba.

En su centro, más allá de loslaberínticos pinares y la frondosa selva

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multicolor, se erigía como un gigante laimponente fortaleza de alabastro,mármol blanco y teja oscura queescalaba el cielo hasta el infinito. Másde cien torretas, con sus balaustradas ytejados puntiagudos, coronaban losbrillantes muros de aquel castillo quesolo tenía cabida en los sueños de loshombres.

A su alrededor, un foso de aguacristalina servía de morada a uncentenar de peces multicolores cuyasvoces rivalizaban con las de lassopranos y los tenores más brillantes.Sin embargo, aquellas tonadas dignas delos más duchos trovadores no hablabande las gestas pasadas, sino de los

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acontecimientos presentes. Eran, por asídecirlo, los cronistas de aquel lugar.Con un simple vistazo al fondo de suestanque veían cuanto sucedía en elContinente y, a continuación, lopregonaban en forma de rimas y estrofasa quien pudiera interesarle.

Quienes estaban interesadas en elloeran las miles de aves que utilizabanaquella inmensa fortificación comopajarera de lujo. Una jaula de oro quesus dichosos moradores podían disfrutara cambio de llevar a cabo un sencillocometido: jugar a un juego.

Pero no un juego cualquiera, sinouno tremendamente complicado yadictivo, que hablaba del presente, del

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pasado… y del futuro. Las reglas, parabien o para mal, cambiabanconstantemente, y los participantes nisiquiera sabían que estabancompitiendo.

El tablero, una inmensa planicie quehacía las veces de suelo en la salaconocida como la de las Vanidades, seextendía de una pared a otra variando detonalidades según las estaciones delaño. Y las piezas, que no eran ni alfilesni peones, ni torres ni caballos, sinoreyes y mendigos, criadas y princesas,panaderos y artistas, príncipes ygranjeros o soldados y ladrones, sediseminaban por su superficie comoestatuas erigidas por seres diminutos.

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La estancia, de altas paredes einmensos pilares que sostenían el restode la estructura, permanecía siempreiluminada. Gracias a sus múltiplesventanales y a los dos enormesrosetones que derramaban su brillomulticolor desde las paredes este yoeste, la luz del sol, cuando no la de laluna y las estrellas, entraba a raudalespara alumbrar aquella partida que, comosus creadoras, nunca dormía.

Y es que, si aquellas aves queplaneaban de aquí para allá eran lasencargadas de arrastrar las piezas por eltablero en conveniencia a lo que lospeces del estanque les indicaban,quienes debían decidir a qué pruebas

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someterlas eran las dos mujeres que enese momento tomaban el té en el techoabovedado de la estancia como si fuerala cosa más normal del mundo, puestoque, para ellas, lo era.

Una, la más joven de las dos, eraregordeta, de ojos saltones, nariz afiladay dedos tan delicados como cuerdas deviolín. No existía nadie que tuvieramejor mano con los animales y, por ello,se había encargado de amaestrar a todoslos que vivían en el castillo para quellevaran a cabo sus funciones. Como suhermana, había recibido muchosnombres a lo largo del tiempo, pero elque más le gustaba era Átropos.

La otra, que prefería responder al

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nombre de Láquesis, se asemejaba a unaespiga de trigo de tan delgada y rubiaque era. En ella no había más curvas quelas que la brisa del exterior le confería asu vestido, y su particular belleza,remarcada por unos ojos tan claroscomo gotas de lluvia, era solocomparable a su destreza con las flores.

—Sabíamos que tarde o tempranosucedería —comentó Átropos, sirviendouna taza de té a su hermana. La colocósobre un platito de porcelana y loempujó con suavidad por el aire hasta suregazo. No estaba enfadada, pero símolesta. Si le había dedicado tantashoras, tantos años, al entrenamiento delas aves y los peces del castillo era,

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precisamente, para no tener que volver aponer un pie en aquella maldita estancia.Igual que su hermana.

—Ya lo sé, pero no deja de ser unaofensa —replicó la otra, cogiendo lataza y llevándosela a sus labiosprácticamente invisibles. Hacía tanto,tanto tiempo que no prestaban atención ala partida que venía desarrollándose,que, aunque les doliera reconocerlo, seles había olvidado cómo jugarlimpiamente.

Átropos se echó dos terrones deazúcar y removió la bebida con la mentepuesta en otra parte.

—Tendríamos que haber cortado contodo esto mucho antes. Yo lo sé. Tú lo

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sabes. Y ellos han tardado, pero tambiénlo han comprendido.

—¿A qué te refieres?—¡A que deberíamos habernos

marchado hace tiempo para dejar que sematasen y acabasen con todo de una vezpor todas! —Su voz reverberó por todala sala con extrema nitidez.

—¿Y qué hay de lo que nosotrascreamos? ¿Echarías todo por la borda?¿Dejarías que ellos ganasen?

Átropos miró a su hermana mayor ynegó con la cabeza.

—¿Qué sentido tiene seguirluchando contra lo inevitable?

—¡El sentido que nosotras le hemosdado desde el principio, maldita sea! —

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Con enfado, le dio un manotazo a su tazade té y ésta se desplazó por el aire hastaestrellarse contra la pared sur. Por elcamino, espantó a un cisne que estabamoviendo la pieza de un bufón.

Las dos hermanas se observaron sindecir una palabra. ¿Acaso habían dejadoque el juego enturbiase incluso surelación? Láquesis fue la primera enhablar.

—No podemos rendirnos ahora.Aceptar la derrota serviría parademostrarles que son mucho máspoderosos que nosotras, que puedenseguir haciendo lo que les plazca sinpensar en las consecuencias.Perderíamos todo lo que con tanto

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esmero construimos juntas.—Nunca debimos dejar que ella

interviniese… —masculló Átropos conamargura.

La otra soltó una carcajada.—¿Desde cuando hemos tenido

opción de controlar sus acciones? —suspiró, cansada, y se masajeó la frente—. Cloto nunca fue una niña fácil, perotiene tantos derechos y libertades comonosotras. No pudimos negarle que seinmiscuyera cuando nos lo suplicó. —Alzó la mirada—. Y te recuerdo queentonces a las dos nos pareció bien.Divertido, emocionante.

Átropos negó repetidas veces,intentando espantar el recuerdo.

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—Pero entonces no sabíamos en loque nos metíamos. Ahora sí, ¿por qué nopodemos acabar con todo de la maneramás rápida? —Chasqueó los dedos y ungorrión que sobrevolaba cerca de ellascayó fulminado sobre el tablero, muerto.

—Ay, mi pequeña hermana —selamentó Láquesis—. No es tan sencillo.Ellos no nos pertenecen como lo hacenlas plantas o los animales, y lo sabes.Podemos jugar con ellos, utilizarlosincluso, pero no poseerlos. Sus muertesno están en nuestras manos.

—Pero sí sus destinos.Ella se encogió de hombros.—En realidad solo los de aquellos

que lleven corona, no lo olvides. —La

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otra fue a replicar, pero su hermana se leadelantó sabiendo lo que iba a decir, yañadió—. Sí, y en consecuencia tambiénlos de sus pueblos, lo sé. Y ya ves adonde nos ha llevado todo esto. Por esome pregunto…

—¿Qué?Láquesis cerró los ojos y frunció el

ceño.—Las dos sabemos que nuestra

única intención ha sido siempre castigarla vanidad humana y demostrarles queno eran nadie en realidad, ¿correcto?

La otra asintió.—Que nada les pertenece y que

quien piense eso tendrá que enfrentarsea las consecuencias. —Hizo una pausa

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—. Pero ¿y si ya hemos cumplido connuestra misión?

—Explícate. —La paciencia enaquellos momentos era lo último que lesobraba.

—Mira hacia abajo un instante —leordenó con el tono más autoritario quesu voz aguda y estridente podía adoptar,lo cual no era decir mucho—. ¿Qué es loque ves?

La otra arrugó la nariz y obedeció.Apoyando la mano sobre el aire sereclinó hacia un lado, como si seasomase al mirador de un vertedero.

—Mi pesadilla eterna —replicó,agotada.

—Exacto. Nuestra pesadilla eterna.

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—Dio un sorbo a la taza de té—. Y porprimera vez tenemos la oportunidad dedeshacernos de todo ello.

—Pero…La otra la interrumpió, alzando la

mano.—Sería absurdo negar que las dos

estamos cansadas de todo esto. Sí, escierto que nosotras lo iniciamos y que lehemos dedicado más tiempo del queningún reloj podría acumular en susagujas, pero ¿nos hemos parado aobservar si ha servido de algo?

La otra hizo una mueca deindiferencia.

—Ahora tenemos la oportunidad deretarlos directamente, como al principio.

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Demostrarnos y demostrarles que hanmerecido la pena todos estos años deMaldiciones, avisos y Poesías. Creo queese joven príncipe nos ha dado laoportunidad que estábamos esperandosin tan siquiera saberlo. —Se frotó lasmanos y, con ojos emocionados, añadió—: Hermana, por fin hemos encontradoa unos adversarios dignos de nuestrojuego.

—¿Adversarios… dignos? —replicó la otra, con las palabrasatragantándosele, como si fuera incapazde pronunciar aquellos términos en lamisma frase, como si se tratara de undialecto olvidado hacía mucho tiempo.

La otra quiso dar marcha atrás.

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—Lo que intento decir es que por finpodemos jugar como antaño.

—¿Qué estás insinuando?Tras un sorbo de té un poco más

largo de lo normal, para mantener latensión, se acercó batiendo suavementesus esmirriadas piernas hasta el oído desu hermana.

—Que juguemos esta partida… porturnos.

—¡¿Perdón?! —El grito reverberópor toda la sala, y los pájaros que nosalieron huyendo por los ventanales,miraron hacia el techo, atemorizados.

—¿Es que no lo ves? —Láquesis laagarró de las rechonchas mejillas paraque la mirase directamente—. ¡Es la

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oportunidad que buscábamos! Si lograsuperar las pruebas y ganar la partida,habremos demostrado que nuestrométodo funcionó y que pueden seguiradelante.

—¿Y si no?—Bueno, si no siempre quedarán los

niños…—Los… —Átropos enmudeció un

instante sopesando las posibilidades.Láquesis, antes de que perdiera la

poca aceptación que había logradoacumular, añadió:

—Piénsalo. ¡Esto solo hará que lacosa se ponga más emocionante!

—¿Emocionante, dices? —replicó laotra. Sus ojos parecían estar perdidos en

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algún punto intermedio del camino, sinsaber hacia dónde dirigirse—. Espeligroso. ¡Muy peligroso! Podríavenirse todo abajo.

—No lo creo. ¿Cuántos de ellossaben de nuestra existencia? ¿Y cuántoshan hecho algo para detener el juego entodo este tiempo?

Ninguno. Lo sabía bien, pues cadadía se había despertado con la angustiade encontrarse el castillo ardiendo enllamas y cada noche se había ido a lacama dando gracias y despertando alamanecer con la misma sensación. Así,una y otra vez. Pero ahora que habíaalguien que sabía de su existencia…bueno, debía reconocer que no era para

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tanto.—Entonces propones jugar por

turnos.Láquesis asintió, emocionada. Sabía

que había logrado convencerla.—Si supera las pruebas, serán

libres. Nos marcharemos y dejaremosque el tiempo decida por sí mismo loque tenga que ser de este lugar. —Con lamano barrió todo el suelo extendidobajo ellas.

—Y si no…—Y si no, dado que fue él quien se

atrevió a desafiarnos, tendrá que pagarlas consecuencias: en caso de que nopueda ganar esta partida, lo perderátodo. Y nosotras habremos demostrado

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una vez más que estábamos en lo ciertodesde el principio y que estabanpredestinados a matarse los unos a losotros. ¿No es perfecto?

Átropos observó pensativa lasdiferentes figuras talladas en madera quelos pájaros movían aquí y allá,arrastrándolas con el pico y las patas,antes de regresar a la ventana paraescuchar las nuevas órdenes de lospeces y volver a empezar.

El juego estaba ya muy avanzado.Algunas figuras estaban tan desgastadasque daba pena mirarlas. Otras, lasnuevas, brillaban como si llevaranvarias capas de barniz encima.

Si jugaban por última vez terminaría

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todo. Para bien o para mal podríanmarcharse de allí, desaparecer. Sesabían demasiado orgullosas como paradejar algo a medias. Pero ahora, graciasa la osadía de aquel príncipe engreído,tenían la oportunidad que habían estadoesperando sin tan siquiera ellas saberlo.Y su hermana estaba en lo cierto: deningún modo debían desaprovecharla.Además, ¿a quién podía hacerle dañoalgo de diversión?

—De acuerdo, aceptemos el reto.Láquesis batió palmas,

entusiasmada, y le plantó un beso en lamejilla.

Sin esperar más tiempo, se deslizóhasta el suelo y comenzó a estudiar la

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disposición de todas las fichas. Mientrastanto, Átropos se acercó a los ventanalesy escuchó todas las historias que lospeces estaban cantando en ese momento.

Cuando estuvieron listas, dieron unapalmada y todos los pájaros salieronvolando hasta las vigas del techo y losalféizares, dispuestos a presenciar comopúblico el final de tan emocionantepartida.

—¿Estás preparada? —preguntó lamayor, exultante.

La otra asintió, conteniendo unarisita.

—Pues que dé comienzo el juego.

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Son palabras que todosrepetimos sintiendo como

nuestras, y vuelan. Son másque lo mentado. Son lo más

necesario: lo que no tienenombre. Son gritos en el cielo,

y en la tierra son actos.

GABRIEL CELAYA, La Poesíaes un arma cargada de futuro.

Apenas había tocado el huso,se cumplió el conjuro y se

pinchó con él en el dedo. Enel preciso momento en que

sintió el pinchazo, cayó sobre

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la cama que allí había y sesumió en un profundo sueño; yel sueño se enseñoreó de todo

el palacio.

LOS HERMANOS GRIMM, Labella durmiente.

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1. La niñasentomentalista

La rama terminó por ceder y combarsealrededor de las demás raíces y hojashúmedas que daban forma a laimprovisada diadema de hojas.

¿O era una tiara?Lysell arrancó varias margaritas que

crecían a su alrededor y las fuecolocando con cuidado en el entramado,como si fueran las perlas de un tocado.

O las puntas de una corona.

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Una vez que estuvo lista, la hizogirar para contemplar el resultado ysonrió, satisfecha. Había quedadopreciosa. Entonces cerró los ojos eimaginó que alguien se la colocabasobre su despeinado cabello platino.Después de ajustársela tras las orejas,se puso de pie en mitad del pequeñoclaro y giró lentamente para suponer, enfunción de lo que su sombra le mostraba,cómo le quedaba.

No pudo evitar darse cuenta, una vezmás, de lo mucho que había crecido enlos últimos meses. Hacía ya un tiempoque era incapaz de reconocerse ante lospocos espejos que encontraba en elcampamento, y eso la inquietaba.

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Aunque todavía no se apreciaban conevidencia las curvas de su cadera ni desus pechos, había dejado atrás elaspecto andrógino de la infancia paradar paso al de una mujercita de labiosgruesos y pestañas largas y claras queenmarcaban sus inquietantes ojos delcolor del cielo invernal.

Si bien seguía obstinándose enllevar sus habituales pantalones raídos ysus camisolas anchas que desdibujabansu aparente fragilidad, en secreto mirabacon envidia a las némades mayores quese confeccionaban sus propios atuendosde escotes generosos y faldasmulticolores. Quizás algún día ellatambién llevaría prendas así.

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Antes deberías aprender acomportarte como una mujer, espectro,le diría alguna de las niñas delcampamento con malicia.

Deja de cazar y de perderte por losbosques como ellos y a lo mejorempezaremos a considerarte una denosotras, corearía otra.

¿Una falda?, ¿tú? ¡Pero si ladesgarrarías antes de salir por lapuerta!, añadiría alguna madre queestuviera atenta a la conversación.

La sonrisa en el rostro de la niña sefue derritiendo como las últimas nievesdel bosque de Célinor. ¿A quién queríaengañar? Ella siempre sería Eis. Laincorregible y desesperante Eis. La

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antes deslenguada y ahora taciturna Niñade hielo. Una princesa sin trono. Unanémade sin campamento. Una joven sinfamilia.

Poco más de medio año habíatranscurrido desde que aquel misteriososentomentalista se presentase en esemismo claro para entregarle un don quecreía desear, pero que solo le habíatraído desdichas y problemas.

Con el invierno, Lysell dejó dehablar. Y aun entonces, a comienzos dela primavera más florida que nadie eracapaz de recordar, seguía sin pronunciarmás palabras que las estrictamentenecesarias para sobrevivir… o para nollevarse un coscorrón por parte de

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Bautata.En realidad los comprendía. Ella

temía tanto como ellos el incontrolablepoder que le había sido entregado y nohabía noche que no suplicara a lasestrellas para que desapareciera. Perode nada le sirvió.

En cuanto a lo de ser la princesa dealgún reino lejano, intentaba pensar enello lo menos posible. ¿Cómo iba a serla dueña de nada que no fuera su arco ysus flechas? ¿Quién se suponía que ibaobedecerla si osaba, por la razón quefuera, dar una orden?

Con un nudo en el estómago, la niñavolvió a sentarse sobre la hierba acontemplar cómo el sol se iba ocultando

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tras las copas de los árboles para darpaso a otra noche que auguraba serlluviosa. Ojalá pudiera quedarse almenos hasta el verano, pensóreprimiendo un escalofrío.

Si al menos pudiera contárselo aalguien además de a Bautata… Pero ¿aquién? ¡Solo complicaría más las cosas!Todos se alejarían de ella aún más pormiedo a que sus secretos más íntimosquedaran al descubierto con una simplepregunta suya. Si ya de por sí estabasola, ¿cómo se comportarían cuandorevelase su don? Solo lo había utilizadodos veces y las dos habían tenidoterribles consecuencias.

Todavía sentía remordimientos al

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recordar el rostro descompuesto de KilPatda cuando descubrió que su maridola engañaba con su hermana cuando ellase encontraba fuera. No había sido suintención preguntarle, pero un día en elque Lysell lustraba su arco sin molestara nadie, Tronbat se le acercó y, condesdeñoso humor y aliento a vino, lepreguntó si no estaba harta de vivir allícuando podía marcharse a su reino deorigen, fuera cual fuese. Entonces ella,sin reprimir su lengua, le preguntó condesparpajo si no estaba harto deacostarse con otras mujeres que nofueran su esposa. Para cuando quisocerrar la boca, Tronbat ya estabarespondiendo, con tan mala fortuna que

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la desdichada Kil Patda pasaba por allíen ese momento y lo escuchó todo.

La situación fue empeorando pormomentos. Se reprocharon verdades quehasta entonces habían permanecido enlas sombras y comenzaron a aflorarhistorias que deberían haberse perdidoen el olvido. La situación se resolviódías después con el destierro de Tronbaty de la hermana de Kil Patda y el receloposterior hacia Lysell por parte de todoel campamento como principal causantedel malestar general. Si hubieramantenido la boca cerrada, nada deaquello habría sucedido.

No pasaron ni dos meses antes deque la muchacha volviera a utilizar su

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don sin querer. Y aquella vez fueronmuchos más quienes salieron malparados. La infidelidad, a fin de cuentas,solo había afectado a tres personas,mientras que el hurto y las mentiras quea raíz de una inocente pregunta de Lysellse descubrieron entonces amenazaroncon echar abajo buena parte de loscimientos sobre los que se sosteníaaquel legendario clan.

Entonces fue cuando Bautata sereunió con ella y le sonsacó el secreto.Con lágrimas en los ojos, la niña leconfesó lo sucedido a su abuela postiza,la única que seguía mirándola con ciertaternura. Le habló del sentomentalista quese hacía llamar Ettore y del don que le

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había entregado tras descubrir lasbrumas de su pasado y su ascendenciareal.

Para comprobar que no le estabamintiendo, Bautata le pidió que lepreguntara lo que fuera. En cuanto lamujer se sintió impelida a responder, losojos se le agrandaron y la certeza sedibujó en sus pupilas. No tardó enrelacionar aquel suceso con la marchade Tronbat y el resto de situacionespasadas en las que la muchacha se habíavisto envuelta. Aquella niña, Eis, Lysell,se llamara como se llamase, era unasentomentalista. La primera de la que setenía constancia. La única,posiblemente.

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E incluso entonces, Bautata semostró serena y relajada. Antes quesentomentalista o princesa, Lysell seguíasiendo una cría asustada con undesolador futuro, suponía, por delante.

Por supuesto, se guardó de decirleaquello y lo único que pudo hacer fueconsolarla y advertirle de que a partirde entonces aprendiera a refrenar sulengua y a no ceder ante las burlas delos demás némades. Pero aquellosconsejos, como descubrirían pronto,llegaban tarde.

Para entonces, Azquetam, el chamándel campamento e hijo de Bautata, y sushombres de confianza habían tomado ladecisión de reunirse para ver qué hacían

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con ella. ¿Era buena idea quepermaneciese con ellos cuando, enrealidad, nadie la quería allí y noexistían lazos que la retuvieran?

De la peor manera y a tan tempranaedad, Lysell tuvo que aprender que, aveces, las palabras podían hacer másdaño que las espadas.

Suspiró agotada de tanto darlevueltas a la cabeza y miró condetenimiento el tocado al que habíadado forma sin apenas ser consciente deello. Aquella tarde se había internado enel bosque para aguardar la respuesta deltribunal y así aprovechar para buscarramas secas y construir nuevas flechas.¿Cómo había terminado con aquella

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corona de hierbajos en la mano? Depronto sintió la necesidad de tirarla,pero justo cuando se disponía a hacerlo,escuchó un grito a lo lejos.

La niña se puso en pie de un salto,tan rápido que sus botas resbalaron en lahierba húmeda y tuvo que agarrarse alesmirriado tronco de un abeto para nocaerse. Prestó atención.

Esta vez, el ulular del viento trajoconsigo el aliento cansado de algún tipode animal y el trote rápido de unas patassobre el terreno húmedo.

Lysell sacó rápidamente el cuchilloque siempre llevaba atado a la bota y secolocó en posición defensiva. Cada vezse escuchaba más cerca el jadeo del

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animal. Un lobo, supuso. O un lincegrande. Se maldijo por no haber llevadoconsigo ningún arma más contundente.¿Por qué se había vuelto tan confiada?¿Acaso la verdad la sacaría de unasituación como aquella?

Lo primero que vio emerger de entrelos arbustos fue una pata oscura. El restodel cuerpo vino detrás. Se trataba de unlobo de pelaje tan negro como la noche.Sus ojos, ambarinos, resaltaban comoestrellas luminosas y parecían tanhumanos que Lysell tuvo que contener latentación de alargar la mano paraacariciarle el hocico.

Por el contrario, el animal diovarios pasos hacia ella y después echó

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el cuello hacia atrás. Su aullido atravesóel bosque, y la niña se tapó las orejascon las dos manos por miedo a que fueraa estallarle la cabeza. Aquel sonidoparecía provenir del interior de la tierra.Antiguo y profundo, se fundió con elviento, que lo arrastró en todas lasdirecciones.

Lysell suspiró resignada. El lobobajó la vista para mirarla directamente.Sabía lo que tocaba ahora: esperar. Así,en silencio y con la respiraciónacelerada, aguardaron uno frente al otrohasta que escucharon unos pasos menoságiles a su derecha.

Lobo y niña se giraron para veraparecer junto a una roca a un muchacho

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de cabello lacio y tan negro como elpelaje del lobo. Vekka.

—Por fin te encuentro —dijo sinmostrar un ápice de interés ni variar sutono monocorde.

—No lo has hecho tú, ha sido Lue—replicó Lysell, señalando al lobo, quetrotó hasta el muchacho y se frotó contrasu pierna—. ¿Por qué me buscabas? —preguntó tras pensar cada palabra antesde pronunciarla.

—Te llama mi padre.Lysell sintió un nudo en la garganta.

¿Ya estaba? ¿Habían decidido qué hacercon ella?

—¿Sabes si…?Vekka se encogió de hombros y negó

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con la cabeza.—No me han dicho nada. —Su voz

parecía rasposa. Como si de pequeño sehubiera tragado un puñado de arena quesubiera y bajase cada vez que alzaba lavoz. No era desagradable, pero síinquietante.

A diferencia de su padre, Vekka eratodo huesos. Delgado como un palo ycon los músculos poco desarrollados,jamás intervenía en ninguna pelea, nicompetía en las carreras con los jóvenesde su edad, ni se mostraba interesadopor todo aquello que su padre, comochamán, pretendía enseñarle. Era, paramuchos, una desgracia de hijo y unapésima opción para suceder a Azquetam.

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Y por ese mismo motivo, a Lysell legustaba. Le consideraba su único amigo,o algo parecido.

—No creo que les haga gracia tenerque esperar, Eis —comentó el muchachoantes de dar media vuelta y echar aandar con la cabeza gacha y las manosen los bolsillos de su pantalón.

—Ya voy —respondió ella. Acontinuación añadió—: ¡Y me llamoLysell!

Él se giró y mostró una diminutasonrisa en sus labios.

Poniendo los ojos en blanco, estrujóentre sus dedos la corona que habíaconstruido y salió corriendo tras ellos.

—Me gustaría pedirte un favor —

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dijo de repente el joven con aquel tonode voz lánguido que crispaba losnervios de tantos, pero que a Lysell lerelajaba.

—Mientras no me pidas mi arco omis flechas…

—Nunca se me ocurriría —replicóél, en broma. A continuación tragósaliva y el atisbo de diversión que habíaasomado en sus ojos se disipó antes dedecir: —Quiero que… si te vas, melleves contigo.

Lysell se puso rígida. ¿Había oídobien?

—No sabes lo que dices, Vekka.El niño se detuvo un paso por

delante. El lobo los miró y bufó.

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—Sé lo que digo, Eis…—Lysell.—Lysell. Estoy harto de vivir en

este maldito campamento aferrado a estebosque año tras año. Harto de que todoel mundo me diga cómo debo ser y aquién debo parecerme. Quieromarcharme. Y lo voy a hacer… pero megustaría hacerlo con alguien.

El lobo gruñó y el chico añadió,palmeándole la cabeza:

—Aparte de contigo, amigo.—Pero tu padre… Bautata… —

Varias palabras le venían a la cabeza:traición, vergüenza, destierro.

—¿Son ellos quienes van a vivir mivida? —su voz se convirtió en un

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susurro al final.—No, supongo que no. Pero… —

esta vez fue ella quien bajó la vista antesde seguir—. ¿Y si no me marcho? ¿Te…te irás tú?

Vekka se encogió de hombros porrespuesta y acarició las orejas de Lue.

—Sí.La niña asintió y se mordió el labio

inferior. Sabía que era verdad. A fin decuentas, la pregunta la había formuladoella.

—Vamos, se hace tarde —dijo él. Yjuntos marcharon de regreso alcampamento con el lobo trotando a pasoligero por delante.

De reojo, la niña echó un vistazo a

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Vekka. No era particularmenteagraciado, se dijo, pero sus marcadasfacciones y aquellos ojos de un colorindefinido entre el negro de la noche y elgris de las sombras provocaban en quienlos miraba tanta fascinación comoangustia y desconcierto. Eran un pozo enel que nadie se atrevía a adentrarse sinuna luz. Nadie excepto Lysell, quedespués de tanto tiempo a solas con élhabía aprendido a controlar las ganas deapartar la mirada.

Pero Vekka no había sido siempreasí. Hubo un tiempo en el que aquelmuchacho esmirriado apuntaba maneraspara suceder a su padre. Desde queaprendió a hablar y a moverse solo por

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las inmediaciones, se había convertidoen el referente de todos los niños. Tenía,como muchos decían, alma de líder. Ypodría haber seguido siendo así; podríahaberse convertido en el perfectochamán que aquel sedentariocampamento necesitaba. Pero entoncesse produjo el ataque, y Vekka no volvióa ser el mismo.

Alguna vez había escuchado a losadultos murmurando acerca del chico yde su temible mascota. De cómo, consolo sentir cerca al muchacho, un sextosentido les advertía que debían tenercuidado, que tenían que estar alerta. Ytambién de cómo el miedo los dejabaparalizados sin razón, impidiéndoles

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reaccionar de ninguna forma. Un miedoirracional que palpitaba sin ningúnmotivo cada vez que él los observaba.Incluso si lo hacía con una sonrisa en loslabios.

Y, aunque aquello no tuviera sentido,era ese mismo miedo con el que losdemás lidiaban lo que a ella le llevaba asentirse unida a Vekka. A fin de cuentas,si alguien podía comprender lo sola quese sentía, si había alguien con quienpudiera bajar la guardia y pasar horassin necesidad de hablar, ese era él. Perosi se marchaba…

¿Qué haría ella si Vekka decidíaabandonar el campamento?

Si el chico se lo hubiera propuesto

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varios años atrás le habría hecho ellamisma el petate, pero ahora…

Sonrió para sí al recordar lo mal quese llevaban unos años atrás. Lo muchoque le gustaba a Vekka burlarse delgélido color de su pelo o de que secomportara como un chico. Pero ahoralas cosas habían cambiado. Y ella lenecesitaba tanto como él a ella. O eso legustaba creer.

Nunca se había atrevido apreguntarle qué fue lo que sucedió en elbosque aquella noche de verano. Sabíaque se había alejado del campamentopoco antes del amanecer y también quese había desorientado lo suficiente comopara no encontrar el rastro de vuelta.

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Más tarde, cuando quiso regresar, fueatacado por algún animal salvaje y allíquedó tendido hasta que su padre loencontró varias horas después. Esa erala información que Azquetam habíacompartido con el campamento, el restoeran rumores y especulaciones.

¿Cómo había sobrevivido si quieneshabían estado allí habían podidocontemplar su cuerpo destrozado? ¿Quéclase de brujería había tenido lugardurante aquella fatídica noche para quelos gritos del muchacho desgarrasen lapaz mientras unas sinuosas y aterradorassiluetas, proyectadas en la tela de latienda de campaña del chamán ante laluz de una vela, danzaran al compás de

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los sonidos del bosque?Y más importante aún, ¿por qué

había perdido su sombra el niño?Con solo diez años, Vekka pasó de

ser el más querido a ser una criaturatemida y evitada. Nadie lo hacía demanera directa. Siempre había sonrisascongeladas en sus rostros cuando élaparecía y suspiros de alivio cuando sealejaba. Y la situación no hizo más queempeorar cuando el cachorro de lobo, aquien el propio chico bautizó como Lue,apareció una mañana en la linde delcampamento y ya no se separó de él nide día ni de noche.

Lysell dio un par de zancadasrápidas y volvió a ponerse al nivel del

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muchacho. No conocía a nadie que semoviera entre aquellos árboles conmayor agilidad. Ni siquiera ella mismapodía seguir su ritmo sin esfuerzo. Dealgún modo, Vekka, para bien o paramal, se había convertido en parte delbosque. En una criatura que lospergaminos sobre plantas y animales quese habían recopilado a lo largo de losaños no contemplaban.

—¿Tienes miedo? —preguntó Vekka,sin dejar de mirar al frente. Lysell sepreguntó durante un segundo quésucedería si no contestaba a la pregunta.¿Insistiría su amigo en conocer larespuesta o lo dejaría pasar?

—No lo sé. Un poco, supongo.

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Él asintió, conforme.—Pase lo que pase, no les hagas

caso. Sobre todo a mi padre.Jamás le había visto hablar de los

mayores del campamento con undesgarro tan pronunciado en suspalabras.

—Una vez tú quisiste ser como ellos—replicó ella, incapaz de contenerse.

Le gustaba pensar que aquel pasadoen el que había estado sola, en el quetodos los niños se burlaban de ella conVekka capitaneándolos, no era más queel mal recuerdo de una pesadillaexcepcionalmente vívida. Sin embargo,también sentía una necesidad imperiosade recordarse una y otra vez que aquel

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tiempo fue real, que estuvo sola y que enel fondo no le fue tan mal. Por si en elfuturo volvía a no tener a nadie.

—Han cambiado muchas cosasdesde entonces —dijo él, serio—. Nolos conocía tanto como ahora. Es difíciltomar en serio la luz de quien se ocultaentre tantas sombras.

La niña fue a preguntarle a qué serefería, pero llegaron a los últimosárboles y el campamento se desplegóante sus ojos como por arte de magia. Elsilencio que había reinado hastaentonces se disipó en gritos dechiquillería, órdenes de voces graves yrisas cantarinas.

Vekka le indicó con un gesto de la

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cabeza que le siguiera. Se escabulleronpor la parte trasera de las cabañas, sinhablar con nadie hasta la más suntuosade todas.

La tienda de campaña de Azquetamera el doble de grande que la decualquier otro némade. Forrada congruesas pieles de animales y revestidaen algunas partes de madera, el hogardel chamán era el claro reflejo de sumorador. Presuntuoso, altivo, egoísta einsultantemente poderoso.

A las puertas, un corrillo de hombresy mujeres murmuraban con gesto adusto.Asintiendo y corroborando la opinión delos otros con solemnidad. Sin llegar aescuchar sus palabras, Lysell supo que

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habían llegado a una decisión unánime.Se giraron en cuanto advirtieron su

presencia, ¿o la del lobo y el niño sinsombra? Lentamente, se fueronapartando, ofreciéndoles una suerte depasadizo que a la niña se le antojó comoun corredor directo a la horca. Tragósaliva y bajó la mirada, sumisa.

Vekka iba delante. Se acercó alpedazo de piel curtida que hacía lasveces de entrada y se giró una últimavez para mirar a Lysell. Sin palabras,ella buceó en sus neblinosas pupilaspara encontrar el consuelo que suslabios no pronunciarían. Una oleada deoptimismo la embargó al tiempo que lasfacciones del chico se endurecían.

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Antes de que pudiera llegar aadvertir el cambio, Vekka se dio mediavuelta y penetró en la tienda. Lysell losiguió.

El olor a sudor y a hierbabuena, elagobiante calor y la falta de luz laaturdieron unos segundos mientras susojos se acostumbraban a la penumbra,solo cercenada en algunos lugares porlos rayos del sol que se filtraban aquí yallá como hilos dorados. Lysell podíaimaginar con extrema claridad cómo,quienes ahora aguardaban fuera, habíanestado pisando aquel mismo suelo,respirando aquel mismo aromaenrarecido y decidiendo sobre su futurominutos antes.

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—Gracias, Vekka —dijo Azquetamdesde el extremo más alejado sin tansiquiera girarse para mirarlos—. Puedesdejarnos solos.

El muchacho se dio media vuelta sinasentir, ni hacer una leve reverencia, nimostrar ningún respeto por el hombremás poderoso del campamento.Tampoco miró a Lysell al pasar a sulado.

El chamán se demoró unos instantesmás antes de volverse hacia ella con uncuenco de madera entre las manos. Lainfusión humeaba hipnóticamente,trazando en el aire el mismo caminohasta el enorme butacón que hacía lasveces de trono para aquel rey sin reino.

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Azquetam tomó asiento y siguió ensilencio otros insufribles minutosmientras daba pequeños sorbos a subebida y las voces del exterior secolaban por los resquicios de la tela,arropándolos como una nanaindescifrable. Un grueso goterón desudor se escurrió por la frente de laniña, trazó la forma de su huesudamejilla y se perdió bajo su cuello. Ellano se movió. Intuía lo que el chamánpretendía: que perdiera la paciencia yque preguntase; que le diera un motivoespecífico para comenzar a criticar suinsaciable curiosidad, la misma que lahabía metido en aquel embrollo.

Con estoicismo, aguardó sin

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pronunciar palabra, dispuesta a no darleaquel placer que tanto deseo denotaba lacreciente expectación del hombre. Por elcontrario, se atrevió a sonreír cándida einocentemente. Como si, de repente,hubiera olvidado por qué se encontrabaallí.

—Eis. —Azquetam pronunció sunombre con una mezcla de auténticasolemnidad e incontrolada burla. Comosi la admirase por haber provocado todoaquello y al mismo tiempo se riese deque hubiese cometido tantasequivocaciones juntas. También fue unmodo de tentarla a replicar, pues todo elmundo sabía que, desde el invierno,quería que la llamaran Lysell—. Me

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temo que no tengo buenas noticias parati.

Al menos estaba siendo franco,pensó ella. Después cambió el peso deun pie a otro.

—Cuando tu padre te trajo no erasmás que un bebé que apenas sabíagatear. Han pasado doce años desdeentonces y ahora no solo gateas, sinoque también correteas por los bosques yjuegas con tu arco y tus flechas. —Sí,con los mismos que habían alimentado abuena parte del campamento durante lasfechas más frías del invierno, se dijo—.Sin embargo. También aprendiste ahablar. Y te volviste insolente,preguntona y maleducada.

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Lysell abrió los ojos, incrédula.—Por tu culpa este campamento ha

estado a punto de venirse abajo, dedesaparecer. ¿Cómo es posible que unaniña tan impertinente haya estado tancerca de acabar con algo que existedesde casi el comienzo de los tiempos?

Estaba jugando con ella. Lo veía enel brillo de sus ojos y en la sonrisa quelos labios ocultaban con dificultad. Soloquería hacerle perder los estribos. Ella,por el contrario, bajó la mirada.

—Tu padre era un hombreagradable. No parecía estar muyacostumbrado a trabajar con las manoscuando llegó, pero aprendió rápido y seconvirtió en una persona útil. —¿Por

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qué no dejaba en paz a su padre? ¿Porqué no se limitaba a decirle elveredicto? ¿Por qué la odiaba tanto?—.Por desgracia, su repentina muerte fueun duro golpe para todos. ¿Quién seharía cargo de la pequeña Eis? ¿Cómose adecuaría a las agresivas condicionesdel bosque sin un padre ni una madreque la protegieran?

El monólogo empezaba a inquietarla.—Pero yo hablé con Bautata y le

dije: Madre, tenemos que cuidar de estaniña. Sé que no es nuestra y que bienpodríamos dejarla en el bosque para quese la comieran las alimañas, pero somospersonas de buen corazón y nuestrodeber ahora es protegerla. —El chamán

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la miró y se llevó a los labios el tazónhumeante—. Ella dudó: ya había criadoa Vekka cuando yo no podía atenderlepor culpa de mis tareas y estabacansado. Pero logré convencerla yjuntos te enseñamos cuanto hasaprendido. —Hizo una pausa y sereclinó hacia delante, entristecido—.Por eso, Eis, ahora me pregunto quéhicimos mal. Por qué nos deseas tantospesares cuando lo único que queríamosera darte el amor de una familia.

—Yo no…—¿Tú no? ¿Tú no? —La voz del

hombre cambió de registro a uno másfrío y peligroso, ya no había nadameloso en sus palabras—. Tú te has

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aprovechado de nuestra hospitalidad yde nuestra bondad. Te has burlado denosotros sin ningún respeto. Y eso mehace sufrir. Sobre todo cuando viene dealguien que consideraba mi hija.

Lysell estaba conmocionada. ¿Deverdad estaba sucediendo aquello? ¿Quépretendía diciéndole aquellas cosas?¡Aquellas mentiras! Las palabras se leacumulaban en la garganta, pero noencontraba el modo de que llegaran a suboca. Azquetam la miraba con rabia ydiversión, como quien le arranca lasalas a una mariposa y después laobserva intentar alzar el vuelo sinninguna oportunidad.

—El consejo ha decidido expulsarte

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del campamento. —Era lo que esperaba,pero no por ello fue menos doloroso—.Quieren que te marches inmediatamente.Al amanecer, a ser posible.

Lysell asintió y se tragó el nudo quela impedía respirar.

—Yo, sin embargo, te ofrezco algodiferente… —El hombre se puso en piey avanzó hacia ella. Antes de que sediera cuenta, lo tenía en frente y con lasmanos sobre sus hombros—. Sé quiéneres. Igual que también sé por qué tegusta que la gente te llame Lysell.

La niña reprimió un escalofrío ysintió cómo enrojecían sus mejillas,nerviosa. ¿Hablaba en serio? Necesitabasalir de allí y ordenar sus pensamientos.

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Aquel hombre le estaba haciendo perderla cabeza.

—Lo he sabido todo este tiempo ysin embargo no he dicho nada. Antes deque tu padre muriera me confesó dedónde proveníais para que, cuandofueras mayor, pudieras regresar y ocupartu lugar en el trono. Tu lugar en eltrono… —Lysell dio un respingo—.¿Ves? He guardado tu secreto y el de tupadre hasta el día de hoy. Podría habertevendido o haberle ofrecido lainformación al primero que me hubieradado una buena cantidad de berones,pero no lo he hecho. ¿Y sabes por qué?—Le alzó la barbilla con sus enormesdedos para que la mirase—. Porque eres

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como una hija para mí.Una lágrima se escurrió por la

mejilla de ella. Quería dejar deescuchar. Quería volver al bosque.Quería volver a estar sola.

—Y como familia que somos, quieromarcharme contigo.

Lysell se atragantó y comenzó atoser. Debía de estar alucinandorealmente. ¿Serían acaso los vapores desu infusión?

—He estado pensándolo y es lomejor para los dos —continuó él,indiferente a su reacción—. Aquí nadiete quiere. Y a mí hace tiempo que estelugar se me ha quedado… pequeño.

Así que era eso, pensó la niña,

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frunciendo el ceño. Aquel hombre lohabía enredado todo para que laexpulsasen y tuviera que marcharse. Asítendría una excusa para llevarle consigoa un lugar donde pudiera ser algo másque el chamán de un campamentolargamente olvidado.

Lysell se apartó de él un paso.—¿Qué sucede? —preguntó

Azquetam, compungido—. ¿No te gustala idea? ¿Piensas viajar tú sola por estosbosques sin rumbo fijo?

Siguió retrocediendo.—¿Cómo crees que vas a encontrar

tu lugar de origen sin mi ayuda? Nadie teconoce, nadie sabe quién eres. Nadie tebusca.

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—Quiero marcharme —dijo, con unhilo de voz.

—Y yo también. Por eso te ofrezcola oportunidad de acompañarte.

—No…—¿No? —Él avanzó hacia ella—.

¿Cómo que no? ¿Acaso tienes otraopción? Lo he pensado todo. Temarcharás primero y yo te alcanzaré alanochecer. Podemos trazar una ruta paraencontrarnos.

Lysell estaba asustada. Ya noquedaba apenas espacio entre el chamány la tela de la tienda. El rostro delhombre volvió a dulcificarse, pero no losuficiente. La sed de poder seguíaempañando sus ojos.

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—Por favor, Lysell. Los dosqueremos salir de aquí. Nada nos ata.Ayudémonos el uno al otro.

¿Que nada le ataba? ¿Y su familia?¿Su hijo? ¿Su pueblo?

—No —replicó una vez más, estavez intentando que no le temblara la voz—. Me iré sola.

—Pero… —el fuego brilló en suspupilas, un fuego que había tenido atadohasta el momento—. ¡Me lo debes, niñaingrata! ¡Yo te he mantenido viva todosestos años! ¡Te he cuidado y no hepermitido que nadie te hiciera daño!

—Eso es mentira —balbució ella.—¿Qué sabrás tú de las mentiras?El hombre la agarró del hombro e

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hizo fuerza con su enorme mano.—¡Me haces daño!—Más daño me haces tú, hija mía.—¡Yo no soy tu hija! —gritó Lysell,

y le escupió en la cara.—Insolente… —Azquetam se quitó

la saliva con la mano y después la mirócon furia—. Pues si yo no me marcho, tútampoco irás muy lejos.

La niña luchó con todas sus fuerzaspara liberarse, pero fue en vano. Vio conimpotencia cómo el chamán alzaba elpuño hacia ella y se disponía a atizarlecon él. Pero justo en ese momento,cuando ya creía que nada detendría elgolpe, escuchó una voz desde el otrolado de la tela.

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—¿Azquetam? —el hombre sequedó paralizado y rápidamente soltó ala niña.

—¿Qué… qué sucede? —preguntócon voz ronca.

—¡Tenéis que venir! Los cazadoreshan… encontrado algo en el bosque,señor.

El chamán miró a Lysell y despuésrespondió:

—Voy enseguida.Tras escuchar que los pasos se

alejaban, alzó el dedo en dirección a laniña:

—Tú sabrás lo que haces, pero sipiensas irte sola, más te vale salircorriendo. Por tu bien.

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Lysell se mordió los labios yaguantó la embestida cuando el hombrela apartó para salir de la tienda. Laslágrimas no tardaron en asomar en susojos claros, esta vez con más fuerza. Demiedo, de vergüenza, de ira y deimpotencia.

Se llevó las manos a los ojos y selas arrancó con rabia.

Ella era una reina.No permitiría que aquel hombre le

volviera a hacer llorar nunca más. Semarcharía cuando nadie lo esperase ycomenzaría una vida muy lejos de allí.Pero ¿y si con su misterioso donAzquetam se vengaba? Tendría quearriesgarse, decidió al salir de la tienda

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de campaña.Vekka la esperaba fuera, con el lobo

a los pies.—Lo siento mucho —dijo, taciturno.

Ella no supo si se refería a su expulsióno a lo que acababa de ocurrir. Pero, porlo que fuera, asintió y se encogió dehombros.

—¿Qué es lo que ha pasado en elbosque? —preguntó, tragándose lasúltimas lágrimas.

—No lo sé. Los hombres vienenpara acá. —Se acercó a ella y conemoción poco contenida añadió—:Dicen que han encontrado a una mujercon un monstruo, heridos.

—¿Qué clase de monstruo?

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El chico miró hacia ambos lados.—Uno mitad hombre, mitad cuervo.

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2. El rey de lasmarionetas

Dimitri irrumpió en sus aposentos con laropa cubierta de manchurrones de sangretodavía húmedos. Tras cerrar la puertase deshizo con repugnancia de la capaoscura y del chaleco; se desabotonó lacamisola blanca y la lanzó al suelo juntoa lo demás. De dos patadas se quitó losbotines para después hacer lo mismocon los pantalones oscuros. No queríatocarlos. No quería ni verlos. Jamás

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volvería a ponerse ninguna de aquellasprendas. Ordenaría que lo quemasentodo junto al cadáver del culpable deaquella escabechina.

Echó un último vistazo al montón deropa y sintió que la rabia recorría todosu cuerpo; ¡aquella capa era su favorita!,pensó cerrando los puños.

Así, con la respiración entrecortaday el pecho danzando todavía desbocado,quedó frente al enorme ventanal,observando el atardecer que se diluía enel horizonte de Manseralda como lasangre en el patio empedrado delcastillo. Las últimas horas habíanechado por tierra la labor de lasanteriores semanas y todo lo que había

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podido ir mal, había terminado saliendopeor.

Golpeó el marco de madera,enfurecido, y se volvió para encontrarsede frente con su reflejo en el espejosituado en la pared opuesta.

Su pelo cobrizo, oscurecido durantelos últimos meses, le caía sobre la frenteempapado en sudor. Las facciones de surostro parecían haberse cincelado concada decisión que había tomado desdeque abandonó Bereth, y su antañocolorida tez se había vuelto de un grislapidario. Con todo, su belleza seguíasiendo indiscutible. La nuez subía ybajaba en su garganta de maneraespasmódica mientras buscaba saliva

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con la que humedecerse los labios. Lospectorales, el vientre plano sin apenasvello y parte del brazo se encontrabandecorados con ribetes oscuros quehabían ido extendiéndose como lostentáculos de una medusa o las patas deuna araña desde su muñeca derecha.

La mano que reposaba junto a lapelvis se ocultaba tras un guante decuero del que rara vez se despegaba; enbuena medida, su segunda piel. Estabaclaro que hacía tiempo que había dejadode ser un príncipe malcriado. Ahora erael capitán de un ejército que daría suvida por él si así lo ordenara.

Con cuidado, como si temiera quepudiera convertirse en polvo si sufría la

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más leve sacudida, fue descubriendo lamano enguantada. Toda ella estabatiznada de color oscuro; como si lasangre que corría por sus venas fueraalquitrán, como si estuviera podrida pordentro.

El joven rey desentumeció los dedostal y como hacía siempre que sacabafuerzas de flaqueza para comprobar eldeterioro de su propia extremidad. Susojos siguieron en el espejo el recorridode la mancha en el brazo y el pecho. Porel momento su don no se había cobradomás piel, pero pronto los primeros hilososcuros comenzarían a reptar por elcuello y entonces no habría manera deocultarlos. Sentía tanta repulsión por su

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cuerpo como admiración y orgullo porsu poder. Era temible en todos lossentidos.

Sobre el pecho reposaba una fríallave dorada de la que nunca seseparaba.

Con paso lánguido se dirigió alarmario de doble puerta que había a suderecha y escogió unos pantalonesmarrones y una camisa oscura para bajara cenar. Si bien lo único que deseaba enrealidad era tirarse sobre la enormecama y dormir hasta el día siguiente,sabía que el tiempo apremiaba y quetenía que reunirse con sus hombres paradebatir cuál sería su siguientemovimiento.

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Si al menos hubieran contado con undon como el que habían descubiertoaquella tarde… se lamentó al tiempoque se vestía. Pero no. Se habíaesfumado con la vida de su portador.

Ya llevaba medio año en el trono deManseralda. Seis meses en los que suúnica preocupación había sido llevar acabo el sueño que rondaba en su cabezadesde que abandonó Bereth. Seis mesesen los que se había dedicado a expulsara cuantos habían osado interponerse ensu camino y a reunir a todos aquellossentomentalistas que alguna vez habíansido repudiados u obligados a servir aun rey. Hombres que vagaban sin rumbofijo por los caminos y los bosques en

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busca de un hogar donde no tuvieran queesconderse y donde pudieran prepararsu ansiada venganza.

Con el tiempo, Manseralda se habíaconvertido en el refugio de decenas depersonas con poderes inimaginables.

Sin embargo, había quienes no loveían así; quienes osaban rechazar lahospitalidad de Dimitri y optaban pormarcharse y seguir su camino ensolitario. Como si no fueran conscientesde la oportunidad que les brindaba paraformar parte de la Historia delContinente. Como si tuvieran opción.

—Desagradecidos… —mascullópara sí mientras se ataba los cordonesde los zapatos nuevos. ¿Acaso no lo

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veían? ¿No comprendían la magnitud delproyecto que intentaba llevar a cabo?

Le resultaba inconcebible imaginarque alguien en su situación, alguien conun don, quisiera oponerse a formar partedel brillante futuro que Dimitri sedisponía a escribir con sangre en lastierras del Continente.

Por el Todopoderoso, ¡tendrían quehaberle cortado el cuello antes de que lasituación se hubiera descontrolado tanto!

Al igual que tantos otros que ahoramoraban en los terrenos de Manseralda,el bárbaro que había provocado aquellaescabechina durante la tarde habíallegado al reino seducido por laspalabras de Mantra, su segundo al

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mando. Este peculiar sentomentalistatenía el maravilloso don de localizar asus semejantes a cientos de kilómetros ala redonda y enviarles mensajestelepáticos sin que ninguno fueraconsciente de su procedencia. Una buenamañana, Mantra se presentó ante elpalacio del reino, asombrado por lacantidad de sentomentalistas que habíasentido concentrados en un mismo lugar.En cuanto Dimitri descubrió lasposibilidades que ofrecía un donsemejante, decidió someterlo a suvoluntad y nombrarlo su mano derecha.

Gracias a él, el número desentomentalistas se había multiplicadoen los dos últimos meses, y con ello, las

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posibilidades de que su sueño llegaraalgún día a hacerse realidad. Pero, comobien habían podido comprobar, nosiempre resultaba sencillo…

Teradoc había llegado aquel mismodía a la hora del almuerzo, movido, nosolo por los hilos de Mantra, sinotambién por el olor a comida reciénhecha que se escapaba por laschimeneas del castillo. Hasta entoncesse había mantenido siempre en lassombras de los reinos como un animalsalvaje y un fugitivo, alimentándose delo que robaba y durmiendo enescondrijos y cuevas en mitad delbosque. Más bestia que humano, tenía lamirada huidiza y vacilante y se movía

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encorvado como un simio o un oso. Eraextremadamente delgado y llevaba elpelo grasiento y cubierto de hojas. Lapoca ropa que cubría su demacradocuerpo estaba hecha jirones y apestaba aorina y sudor. Cuando los lazos deMantra captaron su presencia, todos loshombres, incluido Dimitri, seprepararon para darle caza y averiguarqué clase de don ocultaba antes de quepudiera utilizarlo contra ellos.

Por desgracia, todo se habíatrastocado en el último momento.

Fidgerpatt, el hombre más gordo quese hubiera cruzado en la vida, seencontraba obnubilado mirando lacomida mientras el rey daba la orden de

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actuar con tranquilidad ante la llegadadel nuevo huésped. Así pues, cuandoTeradoc cruzó las murallas del palacio ysu pestilente aroma se extendió pordoquier, todos hicieron un esfuerzosobrehumano para ignorarle hasta queDimitri diera la señal. Todos menosFidgerpatt, que en cuanto susdesarrolladas fosas nasales percibieronsemejante hedor, se puso a maldecir y agruñir contra aquel que le habíaestropeado su hora de la comida.

Antes de que ninguno pudiera hacernada, el hombre se levantó, volcando lamesa y tirando parte de la cubertería, yse giró, gruñendo al recién llegado.Este, como una rata acorralada, abrió

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los brazos de manera amenazadora yenseñó los dientes amarillos con ungruñido gutural más propio de un roedorque de un humano.

Sin vuelta atrás, los treinta hombresque hasta entonces habían estadoconteniendo el aliento se pusieron en piey rodearon al sentomentalista.

—¡Que nadie se mueva! —Habíaadvertido Mantra—. No hasta quesepamos qué don oculta.

—¿Acaso no está claro? —bramó elgordo con una risotada—. ¡El de oler amierda!

—Fidgerpatt, cierra tu maldita bocasi no quieres terminar con la espadaensartada en tu enorme papada —siseó

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Dimitri cada vez de peor humor.Después se giró hacia el recién llegado—: ¿Cómo te llamas?

El tipo dio un paso hacia atrás,asustado ante la idea de que sedirigieran a él.

Viendo que no llegarían a ningunaparte por el método tradicional, el rey sevolvió hacia su izquierda.

—Tocón, su nombre.Tocón era un joven miope y

desgarbado cuyo poder consistía enaveriguar el verdadero nombre de todoaquel que le mirara a los ojos. Más deuna vez había tenido que soportar lasburlas del resto de sus compañeros porposeer, a su parecer, tan patético don.

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No obstante, en ocasiones como aquellapodía resultar de lo más útil.

—Teradoc, señor —informó trasrelamerse los labios resecos.

El hombre dio un respingo alescuchar aquello y flexionó las rodillasotro poco. La tensión se reflejaba en susagarrotados dedos.

—Tranquilízate, Teradoc —susurróel rey dando un paso al frente—. Noqueremos hacerte daño. ¿Te gustaríasentarte a la mesa y comer un poco?

El interpelado se irguió ante lapropuesta, pero continuó con la miradavigilante.

—Tenemos de todo: pollo, conejo,jabalí, pescado… —Un solo roce de

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mis dedos con su piel y se calmarácomo un bebé, se dijo para sí el rey.

—Rayos —masculló Fidgerpattimpaciente—, se me revuelven las tripassolo de imaginar que vamos a compartirnada con este… ¡engendro!

Al oír aquella palabra, Teradoc seirguió por completo y soltando un gritoinhumano, se lanzó a por él con lamirada fija en su oponente. El gordoFidgerpatt se colocó en posicióndefensiva con más miedo que vergüenzay aguardó el golpe.

Los acontecimientos posteriores sesucedieron a tal velocidad que inclusoahora, en la tranquilidad de susaposentos, Dimitri era incapaz de

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ordenarlos correctamente.Lo que sí recordaba con angustiosa

claridad era la manera en la que elmendigo había abierto los brazos hastacasi unir los reversos de las manos a laespalda para después invertir elmovimiento con intención de dar unapotente palmada colocando la gordacabeza de Fidgerpatt entremedias. Sinembargo, el diestro armero del ejércitose adelantó en un valiente y estúpidogesto, y presuponiendo el ataque, selanzó sobre su enorme compañero parainterceptar la trayectoria. Antes de quenadie pudiera evitarlo, las mugrientasmanos de Teradoc se aplastaron contrael cráneo del herrero, y en un abrir y

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cerrar de ojos, el cuerpo de este reventóen una tormenta de sangre, vísceras yhuesos que empapó a todos.

Todavía estaban aturdidos cuandoMantra se lanzó sobre el escuchimizadocuerpo del mendigo y le rebanó el cuellosin más contemplaciones.

Dimitri se agarró la mano izquierdacon la derecha para que dejara detemblar. ¿En qué momento se habíantorcido las cosas? El rey resoplóconsternado. Lo sabía perfectamente:cuando el maldito Fidgerpatt habíaabierto la boca.

En cualquier otra circunstancia lo

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habría matado directamente. Un cortelimpio en su enorme panza y suinoportuna lengua se habría callado parasiempre. Pero en el fondo sabía que nole convenía.

Cada uno de ellos, cada don, pormuy estúpido que pareciera, podríaserles útil durante el ataque. Y pormucho que le doliera reconocerlo,incluso el estómago sin fondo deFidgerpatt les podría beneficiar tarde otemprano. Haber perdido a uno ya habíasido más que suficiente. Con todo, leimpondría un castigo que jamásolvidaría. De eso podía estar seguro.

Enfurecido, golpeó la colcha de lacama.

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¿Quién se encargaría ahora de armara su ejército? ¿Quién podría elaborarespadas tan afiladas y ligeras? Habíanperdido a un peón insustituible de lanoche a la mañana.

Se puso de pie y se masajeó elcuello. La tensión de los últimos días sele acumulaba en los hombros y durantelas noches no le dejaba conciliar elsueño. Este era el segundo traidor que seencontraban en los últimos días yempezaba a estar cansado de ellos. Porsuerte, el otro no había causado ningunabaja.

Sintió otra punzada en la espalda ygruñó de dolor. ¿Cuándo llegaría unsentomentalista capaz de curar cualquier

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dolor con un simple masaje?Se rió ante aquella estupidez

mientras se dirigía hacia la puerta. Fueentonces cuando escuchó un ruido secosobre su cabeza.

—Espléndido… —murmuró condesgana. Tan oportuna como siempre,añadió para sí.

Giró sobre sus talones y se dirigió ala estantería que había junto al espejo depared. Agarró un libro con tapas oscurasy filigranas doradas y tiró de él haciaatrás. Como si de una palanca se tratara,el volumen puso en marcha unmecanismo de cadenas y engranajes queterminó con un suave «Clic» procedentedel espejo.

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Dimitri se acercó a él, metió losdedos en la finísima ranura que acababade aparecer entre el cristal y la pared ehizo palanca. Cuando el agujero fue losuficientemente holgado, se coló dentro.Tras esto, cerró la puerta secreta ycomenzó a subir las escaleras de caracolcon apatía.

Cuanto más avanzaba, másclaramente podía escuchar los golpes. Amitad del ascenso llegó a sus oídos unleve gemido entrecortado que lasparedes magnificaban hasta convertirloen el llanto de un alma en pena.

Jamás había mantenido a nadiedurante tanto tiempo bajo su hechizocomo a la joven reina Thalisa de

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Manseralda. Tras las primeras semanasactuando como un hipócrita enamorado,Dimitri había decidido pedirle la manoa la insegura y crédula muchacha. Esta,embriagada de amor, caricias y dulcesmentiras, aceptó sin pensárselo dosveces y selló su compromiso con unlargo y apasionado beso.

Dispusieron todo para celebrar laboda a la semana siguiente: fue unaceremonia tranquila, sin apenasinvitados y menos celebración. Durantela noche, el ahora rey le concedió elhonor a su nueva esposa de ver qué seocultaba bajo aquel guante del que nuncase desprendía. Cuando la mano negrasurgió del cuero, la muchacha intentó

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gritar, pero Dimitri la agarró con fuerzade la muñeca y, concentrándose en lalucha mental, logró doblegar el temor deThalisa hasta tranquilizarla porcompleto. Tras ello, se dedicó ajuguetear con sus pensamientos aquí yallá hasta convertirla en la marionetaque necesitaba.

En los siguientes días, la joven,instigada por la magia de Dimitri, fuedespidiendo uno a uno a todos aquellosque osaban cuestionarse el verdaderomotivo por el que el joven habíadesposado a su reina maldita. Tras ello,ordenó a todos los sentomentalistas deManseralda que se reunieran a laspuertas de su palacio y les prometió

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riquezas y cobijo en el propio palacio simostraban en público sus dones.

Fueron muchos quienes abandonaronlas tierras del reino tras aquel anuncio,aterrados ante la idea de una plaga dehombres con dones campando a susanchas bajo la protección de su propiareina. Precisamente lo que Dimitri habíabuscado.

De ese modo comenzó a reunir a suejército. A cada día que pasaba nuevossentomentalistas se presentaban ydemostraban sus diversas cualidades.Hubo, como siempre sucede, quienintentó engañarlos con tretas y trucos.Pero tras los primeros ahorcamientosdejaron de aparecer impostores.

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El rey se detuvo ante el último tramode las escaleras y se agarró alpasamanos de hierro. Después de laagotadora tarde que habían vivido, nadale complacía menos que tener que ir aver a su esposa. Ahora bien, sabía queno le quedaba otra opción si quería quelas cosas siguieran siendo igual quehasta el momento.

Dos semanas más le había dado a lajoven antes de apartarla de la vidapública. Tras informar a sus súbditos ymédicos de que había contraído unaterrible enfermedad por la cual nopodría abandonar sus aposentos en loque le quedaba de vida, Thalisa sedespidió de ellos y cumplió su palabra,

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no sin antes comunicarles que desde esedía su esposo, el rey Dimitri, tomaría elcontrol y el poder de Manseralda en suausencia.

Así de fácil y sencillo había sido.Hubo numerosos médicos y

sanadores que suplicaron ver a la reinapara probar con ella sus potingues, peroDimitri se deshizo de ellos tan prontocomo llegaron. Nadie excepto él teníaderecho a ver a la reina enferma. Yquien osara incumplir aquella sencillaregla lo pagaría con la vida.

Se encontró con la enorme puerta demadera justo cuando alguien la aporreósin apenas fuerza desde dentro.

—Ya voy, amor mío —dijo el rey,

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quitándose del cuello la cadena de laque colgaba una llave dorada y abriendola cerradura.

El cuerpo de Thalisa cayó sobre élcomo un peso muerto.

—Mmmsss Dimm… —murmuró ellacon los ojos medio cerrados. El reycogió a su esposa en brazos y ladepositó sobre la enorme cama condosel que había en el centro de lahabitación circular. Una mesa de maderacon una silla, un arcón y un biombo trasel que se ocultaba una bañeracompletaban el mobiliario.

—Ya estás, amada mía. Ahora,descansa.

Thalisa agitó los brazos sin fuerza

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por encima de su cabeza, como siintentara apartar una mosca… o unapesadilla. Dimitri se sentó a su lado ycon voz dulce le susurró al oído lomucho que la quería. Acarició su pelo ysu mejilla con delicadeza. El rostro dela joven se constriñó en una mueca deterror, acaso de tristeza. Dimitri laarrulló durante unos segundos antes dedeshacerse del guante que cubría sumano derecha.

—Tranquila, mi dama de lasestrellas. Pronto volverás a dormir…Shhh…

Con cuidado, sin hacer caso de laresistencia que la muchacha oponía, elrey se acercó a su rostro, y mientras unía

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sus labios con los de ella, posó la manosobre su pelo y su cuello. Losalborotados pensamientos de Thalisa seagolparon en las yemas de sus dedosantes de salir disparados hacia su mente.El rey cerró los ojos y se concentró endomarlos y combatirlos. A continuación,los intercambió por unos de calma ysueño, de protección y cuidado, de amory esperanza.

—Todo va bien, mi reina —lesusurró al oído.

Poco a poco los músculos de lajoven se fueron relajando hasta que, conun último suspiro, se quedó dormida. Ledio un último beso en los labios y selevantó. A continuación la arropó con

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las mantas y se puso a recoger lo queThalisa había tirado al levantarse.

Todo aquello podría haberse evitadode no haber sido por la maldita PoesíaReal, se dijo airado; por el miedo aenfrentarse a la que el destino lereservaba si su mujer fallecía; por lavergüenza de no saber si podría soportarla presión y si acabaría maldito junto atodo Manseralda tras destruirla.

No, aquello era mucho más sencillo:mientras Thalisa siguiera viva,independientemente de su estado, y suPoesía protegida, él podría reinar sinpreocuparse por unos Versos que sololimitarían sus propósitos.

Se dirigió al arcón que había a los

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pies de la cama y con la misma llavecon la que había entrado en la habitaciónabrió la tapa. En su interior, bajo unpuñado de camisones de diferentestexturas, había un pequeño cofre demadera. Dentro aguardaba el pergaminocon los designios de las Musas queThalisa había escrito con letra clara lanoche en que su anterior marido, eljoven Baudelor, falleció.

El rey lo cogió con dedostemblorosos y comprobó que seencontraba en perfectas condiciones,algo que hacía cada vez que subía a vera su esposa. Tras ello, volvió a dejarlotodo en su sitio y salió de la habitacióncon una sonrisa en los labios y mucho

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más tranquilo.Mientras bajaba al comedor donde

le aguardaban sus fieles siervos seatrevió a burlarse de las Musas y pensóque, por primera vez, un hombre lashabía vencido.

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3. Nueva vida

La luz del amanecer se derramaba por laenorme estancia cuando Duna bostezósonoramente y abrió los ojos.Inmediatamente volvió a cerrarlos ygruñó. Se arrebujó entre las sábanas deseda y las mullidas almohadas. Suscabellos, que parecían aún más oscurossobre aquella tela blanca, se escurríancomo hilos de humo negro hasta lalustrosa cabecera.

Alargó el brazo en busca deAdhárel, pero solo palpó más tela.

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Estaba sola.Abrió los ojos y se incorporó dando

un grito. Estuvo a punto de levantarsecuando se dio cuenta de dónde seencontraba. Sintiéndose una idiota, sedejó caer de nuevo sobre el colchón y setapó la cara con las manos, avergonzada.

Instantes después, como esperaba,escuchó unos suaves golpes en la puerta.

—Señora, ¿estáis bien? —preguntóuna voz suave y melódica desde elpasillo.

—Sí, sí —se apresuró a responder auna de sus diligentes doncellas—. Soloha sido un susto.

El mismo de cada mañana durantelas últimas semanas, durante los últimos

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meses. El mismo que la desvelaba enmitad de la noche y la obligaba a alargarel brazo y comprobar que su príncipe nose había convertido en dragón otra vez.

—¿Necesitáis algo?—Estoy bien. No te preocupes,

ahora bajaré a desayunar.—De acuerdo, señora.Los delicados pasitos se perdieron

en la distancia y Duna golpeó lassábanas con los puños. ¿Cuándo lograríahacerse a la idea de que la Maldición deAdhárel había quedado atrás y que laluna no volvería a traer consigo suforma draconiana, que volvía a ser unhumano corriente, que las Musas habíancumplido su parte del trato?

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Respiró hondo varias veces yjugueteó con las partículas de polvo queflotaban en el aire, sobre la cama,reflejadas en los rayos de sol. Hacíameses desde que regresaron de Trono dePiedra y disfrutaron del último vuelo deldragón, pero aún entonces le era difícilreprimir las ganas de recordarle aAdhárel que debían ocultarse en elbosque con el crepúsculo.

Algunas noches todavía soñaba conalzar el vuelo y perderse en elfirmamento, rodeada por las estrellas ycobijada bajo la acogedora panza de lacriatura plateada que durante tantasnoches había sido Adhárel.

Pero las correrías habían terminado.

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La batalla se había trasladado a losaposentos inferiores donde, siempre quesus quehaceres se lo permitían, el reyestudiaba con atención los Versos deaquella terrible broma llegada de loscielos.

Ahora vivían en el palacio.En ese lugar con el que tantas veces

había soñado cuando estaba a lasafueras del reino; cuando era unacampesina cuya mayor preocupación eraasistir a las clases en la escuela, quetodavía no había conocido al príncipe yque despotricaba contra la nobleza ytodas las demás formas de poder.

Ahora formaba parte de todoaquello. O al menos pronto lo haría. Por

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el momento vivía allí como huésped,como la futura esposa del nuevo rey deBereth y la hija que Ariadne siemprequiso tener.

Si bien a menudo intentaba realizartodas las tareas por su cuenta, habíamuchas que le estaban vedadas. Durantela primera semana, tras recibir una cartade saludo y felicitación de parte deWilma, la mujer encargada de lalavandería, había decidido bajar a lospisos inferiores para saludar a susantiguas compañeras. Sin embargo,cuando entró todas enmudecieron ycomenzaron a hacer reverencias en suhonor, Duna comprendió realmente lomucho que habían cambiado las cosas.

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Fueron pocas las caras quereconoció, pero no pasó por alto la de lapérfida Dora, la misma que durante suanterior estancia en el palacio le habíarecordado una y otra vez lo inútil y torpeque era frotando trapos y que ahoradebía mostrarse tan educada y reservadacon ella como con el resto de la familiareal.

Habían sucedido tantas cosas desdeque trabajara allí, desde que asistiera albaile y conociera a Adhárel, queaquellas humillaciones tan huecas leparecían cosa de la infancia. Con todo,no pudo evitar regodearse de su nuevaposición y la miró una última vez paraadvertirle con los ojos que estaría

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vigilándola de cerca.Quien no había cambiado en

absoluto su modo de tratarla por muycerca que durmiera del rey y por muchosrumores que recorrieran los pasillos delpalacio sobre la inminente boda era lavieja Grimalda. Vestida con la mismaropa de labor que Duna recordaba y consus anteojos desmesuradamente grandes,la mujer se paseaba por las cocinas, lospisos inferiores y las alcobas como si setratara de la mismísima reina. Y lo másdivertido de todo era que nadie seatrevía a contradecirle en nada.

Lo primero que le dijo en cuanto lavio regresar de su viaje por elContinente fue: «Espero que al menos tú,

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que sabes qué es estar ahí abajo, intentesmanchar menos que el resto». Duna nopudo por menos que sonrojarse y asentircomo si hubiera recibido un edicto real.Y desde luego que había intentadollevarlo a rajatabla. Incluso con susdoncellas personales, todas más jóvenesque ella, intentaba ser lo más cercanaposible.

Después de desperezarse, se ocultótras los biombos que hacían las veces deparedes y se desvistió para meterse enla enorme bañera. Aunque el agua estabaun poco destemplada, enseguida sintiócómo su cuerpo se relajaba y se dejabaescurrir hasta el fondo.

Le gustaba permanecer allí,

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conteniendo el aliento, donde losescasos sonidos del palacio llegabanamortiguados. Todavía no se habíaacostumbrado a la quietud y a latranquilidad que arropaban el lugar. Eracurioso preguntarse cómo en una casatan pequeña como en la que habíanvivido toda su vida pudiera haber másalgarabía y ruido que en la inmensamole donde ahora residían. Allí nollegaban las conversaciones de la genteo el canto de las chicharras en verano.La lluvia siempre repiqueteaba más alláde donde alcanzaba la vista, y solo elleve susurro de las gotas perturbaba elsueño.

Pero con todo, ya fuera por los

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cientos de soldados o por las anchasparedes de piedra, allí al menos sesentía segura y protegida. Y después detodas las idas y venidas por el peligrosoContinente, no había nada que pudieraagradecer más.

Cuando dio por concluido el baño,salió para ponerse un discreto vestidode seda verde que la aguardaba estiradosobre el butacón frente a la enormecama.

Ante el espejo, terminó de peinarsesu cabellera azabache y le dio un suavebeso al colgante de luzalita que sumadre le regaló tanto tiempo atrás. OjaláCinthia pudiera ver pronto todo aquello,se dijo, reprimiendo las ganas de llorar.

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Antes de que el recuerdo de suamiga y de su injusto cautiverio en lomás profundo de las MontañasSilenciosas enturbiase la mañana, salióde sus aposentos y tomó aire paraenfrentarse, una vez más, a su nuevavida.

Aya y la reina Ariadne seencontraban desayunando en el comedorprincipal, arrebujadas en una de lasesquinas del inmenso tablero que podíaacoger a más de ochenta comensales,parloteando y engullendo las delicias ypastas que los cocineros habíanhorneado aquella misma mañana. Dunainhaló el dulce aroma de los postresrecién sacados del fuego y se acercó a

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ellas.—¡Duna, hija! ¿Qué horas son estas

de levantarse? —preguntó Aya, con elceño fruncido—. ¿Te encuentras mal?

Ella se acercó y les dio un beso acada una.

—Estoy perfectamente, solo me hequedado dormida. ¿Vais a dejar algunapasta o pensáis coméroslas todas?

Con una sonrisa, su madrastra lepasó el plato mientras un criado leservía una taza de té.

—¿Habéis visto a Adhárel estamañana? —preguntó tras darle lasgracias.

Ariadne negó compungida.La muchacha se quedó observando

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los posos de la infusión flotando en elfondo. A veces se preguntaba si habíasido una buena idea proponerles a lasMusas aquel extraño pacto para queliberasen al resto del Continente de susMaldiciones y Poesías. A fin de cuentas,¿por qué tenían que luchar ellos lasbatallas de los demás reyes?

—Bueno, bueno —intervino Aya,haciendo un mohín—, tampoco hay quepreocuparse. Adhárel es un muchachofuerte y listo, y estoy segura de quesolucionará todo esto antes de que nosdemos cuenta.

—¡Ay!, ojalá que el Todopoderosote oiga. —La reina la agarró del brazo ycerró los ojos, intentando que su

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plegaria llegara a las nubes.Duna asintió y mordisqueó una de

las pastas. Por desgracia, sabía que allíarriba no había ningún Todopoderosoescuchando, sino dos mezquinascriaturas que habían esclavizado a loshombres con sus tiranas profecías y suscrueles castigos durante siglos. Sinembargo, tras regresar de su viaje,Adhárel, Sírgeric y ella habían decididono contar nada de lo sucedido a nadie yguardar el secreto de la verdaderaidentidad del Todopoderoso al quetodos alababan.

Solo de pensar en la responsabilidadque había caído sobre los hombros deAdhárel tras ser coronado, el vello se le

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erizaba y un nudo se le formaba en lagarganta. Y no era odio ni ganas devenganza lo que sentía entonces, sinomiedo. El más puro y acérrimo miedo.Aquel que seguramente sintieran losreos al notar la áspera soga en suscuellos, o el mismo que una madre sufríacuando veía partir a sus hijos a laguerra. Un terror apabullante que,además, no tenía un origen humano ycontra el que era mucho más difícillidiar. Por ello, la manera en la queDuna se enfrentaba al temor de losVersos era, simplemente, no pensando enellos.

Estaba apurando las últimascucharadas del té cuando la puerta que

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daba a las cocinas se abrió y por ellaapareció Sírgeric con una enormemanzana en la mano y la mirada perdidaen algún punto indefinido.

—Buenos días, Sírgeric —lo saludóla reina, captando su atención con lamano.

El chico pareció volver en sí y sefijó en las tres mujeres.

—Buenos días a todas. —Hizo unareverencia—. Majestad, no os habíavisto.

—Normal. —Duna asintió—. Esdifícil con toda la gente que nos rodea.

Él le sonrió con desgana y ella hizolo propio.

—¿Dónde has estado? —preguntó

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Aya. Su vena de madre seguía latiendocon la misma intensidad que el día enque decidieron adoptarlo en su peculiarfamilia—. ¿Y de dónde has sacado esafruta? Ya sabes que a Lebadier no legusta que andes por su huerto.

—¡Esta manzana es mía! —replicóel chico, cómicamente ofendido—. Lahe comprado con mis berones en elpueblo.

Duna se rió, divertida, y comprobólo mucho que había cambiado su amigodesde que regresaron de Trono dePiedra. Tras pasarse largas semanasbuscando a Cinthia sin ningún resultado,saber que se encontraba a salvo en lasmanos del inquietante Flautista le había

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permitido volver a vivir… al menos unpoco.

Se había dejado crecer el cabellocolor fuego hasta la nuca yhabitualmente lo llevaba recogido enuna coleta descuidada y mal atada. Suaspecto físico había mejoradoconsiderablemente y ya no era elmuchacho esmirriado que habíaaparecido aquella noche de tormenta enla casa de Aya para robarles algunasjoyas. No, ahora Sírgeric poseía unsemblante fuerte que arrancaba suspirosy comentarios a cuantas mujeres secruzaban en su camino.

Sus ojos azules, antaño inocentes ydivertidos, se habían endurecido por el

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dolor y la tristeza, otorgándole el toquenecesario para que nadie osaradesafiarlo con o sin espadas de pormedio…

—Todavía no me has dicho de dóndevienes.

… bueno, nadie excepto Aya, queseguía tratándolo como a un críotravieso.

Sírgeric se encogió de hombros y sesentó junto a Duna.

—He ido a dar un paseo por elreino. Hoy es día de comercio y queríasaber cómo de caldeados andaban losánimos.

—¿Y? —preguntó la reina,preocupada.

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—Me temo que no me he llevadouna buena impresión, majestad. Lamayoría se quejan de que el palaciohaya requisado todas las bombillas queno estuvieran gastadas sin dar motivos.

—Ya se lo advertí a Adhárel. —Ariadne asintió para sí— Sabía quepasaría.

—Algunos insinúan que nos estamospreparando para una batalla y tienenmiedo de que vuelva a suceder lo mismoque con Belmont.

—¿Cómo puede alguien pensar queAdhárel dejaría que sucediera algoremotamente semejante? —Duna golpeócon enfado la mesa, haciendo titilar lavajilla—. ¿Acaso no estaban allí cuando

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se les informó de la traición de Dimitri?—Cálmate, Duna. Muchos hablan

por hablar, ya lo sabes.—¡Me da lo mismo! Si supieran por

lo que está pasando, por lo que estamospasando, se guardarían sus palabras conmucho cuidado.

—Sírgeric tiene razón, querida. —La reina se masajeó el puente de la narizy añadió—: Además, esa gente no dejade estar en lo cierto. Si por algo hemosrecogido sus bombillas es paraprotegernos de lo que pueda venir.

—O atacar… —añadió el joven,taciturno.

Duna tragó saliva y bajó la mirada.Las máquinas de electricidad se habían

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destruido tras el intento de Teodragos dehacerse con su poder y con el reino deBereth, o eso les habían hecho creer alos berethianos. En secreto, losingenieros de palacio habían seguidoinvestigando con ellas las posibilidadesarmamentísticas que una fuerza tanpoderosa como la de los rayos ofrecía.Por ese motivo habían tenido que pedirde vuelta las bombillas que hasta esemomento habían servido para usopersonal de los aldeanos.

—Y eso no es todo —añadióSírgeric, tras dar un crujiente mordiscoa la manzana—. El hecho de que desdehace tiempo no se vea a ningúnsentomentalista por las calles está

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agudizando la sensación de que algo noanda bien.

—¿También nos culpan de ello? —preguntó la muchacha, airada.

—Duna… —le reprimió Aya.—No, lo digo en serio. ¿De cuántas

cosas somos nosotros los responsables?¿De intentar salvarles el pescuezo? ¿Dehacer todo lo posible para sobrevivir ala maldita Poesía Real?

—Pero todo eso ellos no lo saben —dijo la reina.

—Tampoco hacen ningún esfuerzopor entenderlo.

—Tampoco lo hacías tú cuandoestabas entre ellos —le espetó Aya, conserenidad y franqueza.

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La muchacha se quedó en silencio yaceptó con dignidad el punto de Aya.

Ariadne carraspeó y dijo:—Hablaré con Adhárel. Si

queremos que la calma siga reinando enBereth habrá que tomar medidas.

—Estoy segura de que el rey sabrácómo tranquilizar a su pueblo —comentó Aya, intentando quitarle hierroal asunto y con una sonrisa temblorosaen los labios.

El rey. Duna sentía escalofríos cadavez que alguien se refería a él con esenuevo título. Tardaría tiempo enacostumbrarse.

A pesar de la nueva situación,Ariadne seguiría siendo considerada la

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reina hasta que el muchacho sedesposase. Y ahora que ya no tenía quepasar las noches en vela cuidando de suhijo, su aspecto y lucidez habíanmejorado considerablemente. Sí, seguíateniendo el cabello más platino querubio, pero las arrugas de su rostro sehabían dulcificado y la tensión que antescubría sus ojos se había desvanecido. Susalud había mejorado por completo yhabía ganado algo de peso. Ya noparecía la mujer débil y quebradiza queDuna había conocido. Parecía más feliz.

Por el contrario, Aya se habíaconvertido en la sombra de lo queantaño había sido. Estaba mucho másdelgada y las oscuras ojeras la

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acompañaban noche y día. Ladesaparición de Cinthia no la dejabapegar ojo. Y aunque Duna le habíaasegurado que su sobrina se encontrababien, la mujer seguía tan inquieta ypreocupada como cabía esperar. Elfantasma de la ausencia de su buenaamiga se estaba cobrando, de un modo uotro, la vitalidad de todos, y Duna temíaque si el Flautista no la liberaba pronto,Aya terminara derrumbándose.

Sírgeric le dio un último bocado a lafruta y dejó los restos dentro de la tazavacía de Duna.

—Yo tampoco dudo de que Adháreltomará la decisión acertada, pero hastaentonces será mejor que todos lo

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ayudemos. Últimamente lo encuentroalgo… desmejorado.

En ese mismo momento, como si laspalabras del joven hubieran sido el pieque necesitaba, Adhárel entró en elcomedor vestido con la ropa de tonososcuros que habitualmente llevaba.

Desmejorado era solo un eufemismopara describir el aspecto del nuevo reyde Bereth. Si la falta de Cinthia estabadrenando las fuerzas de Aya, la PoesíaReal estaba consumiendo, literalmente, aAdhárel.

Sus ya de por sí marcadas faccionesse habían endurecido y angulado de talforma que la mandíbula se le marcabaincluso cuando estaba durmiendo. Tras

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el viaje, el rey se había cortado el peloy lo llevaba despeinado de una maneraque a Duna le encantaba. Nunca llevabala corona en público a no ser que fueraabsolutamente necesario. Quería dejarclaro que, por mucho que ahora sesentase en un trono, seguía siendo elmismo hombre que había llegado aBereth con la intención de luchar junto asus hombres. Fuera por la causa quefuese.

Por otro lado, la presión de lasnuevas circunstancias le hacía madrugarcada mañana para entrenar durantevarias horas antes de comenzar con susquehaceres de rey. Al menos, pensabaDuna, había ganado en musculatura lo

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que durante el viaje había perdido depeso.

Las dos noches anteriores a lainminente coronación, el rey, con ella, sehabía estado mentalizando para lo quelas Musas les depararían con su poesía.Habían estudiado a conciencia las desus antepasados, igual que las de losreinos vecinos, intentando encontrar lospuntos en común para, así, saber deantemano cómo reaccionar.

Por desgracia, todo fue inútil, ya quenada los preparó para lo queencontraron la madrugada del día de sucoronación…

—Buenos días a todos —saludóAdhárel, conteniendo un bostezo—.

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¿Habéis dormido bien?—¿A qué hora te has despertado? —

Duna se puso de pie y se acercó paradarle un beso en la mejilla cubierta poruna barba de tres días.

—Me he desvelado, pero me habíaacostado pronto.

Mentira, pensó Duna. Lamedianoche había quedado bastanteatrás cuando el rey se metió en la cama.Y aunque no dijo nada, una mirada bastópara hacerle saber que no lo creía.

—¿Has descubierto algo nuevo? —le preguntó Sírgeric.

—Nada. Esto es de locos. ¿Por quéme tiene que pasar algo así?

—Supongo que el hecho de que te

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enfrentaras a Ellas tendrá algo que ver—masculló Duna lo suficientementebajo como para que solo él la escuchara.

La reina suspiró, alicaída.—Adhárel, debes descansar. Ya

sabes que las poesías no se cumplen deun día para otro. —O sí, pensó lamuchacha. Si no que se lo dijeran aldifunto rey de Manseralda—. Esposible que pasen años hasta que losVersos empiecen a tener algún sentidopara ti. Agobiarte no servirá de nada.

Duna se mordió el labio.Qué equivocada estaba. Aquella

Poesía no era como la de los demásreyes y reinas del Continente. LosVersos que Adhárel había escrito en

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nombre de las Musas no eran corrientes.Más que una Profecía, era un reto. Másque un aviso, era una trampa. Más quehablar del futuro, hablaba del presente.Y más que una Poesía, eran solo cuatroestrofas.

Por eso habían ocultado el secreto atodos, incluso a sus familias. Solo ella yAdhárel habían leído una y otra vez laspocas palabras que las Musas habíandecidido compartir por el momento.

Por el momento.Como auguraban aquellos Versos, el

resto de la Poesía se iría hilando antesus ojos como un tapiz hecho conpalabras según las decisiones que fuerantomando y los actos que fueran llevando

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a cabo. Hasta el momento, solo tenían unpuñado de frases con las que empezar.Aunque, al menos, también les habíaninformado de que Ellas intervendríandos veces más. Cuándo y con quéintenciones, seguía siendo un misterioque estaba desquiciando al rey.

—Estoy bien —les aseguró con unasonrisa cansada. Se acercó a la mesa ycogió una pasta. Después se giró haciaSírgeric—. Heredias te está buscando.Dice que quiere hablar contigo sobre losnuevos reclutas.

—Ya le he dicho que esos críosnecesitan más mano dura y menos juegoscon espadas de madera —replicóSírgeric, alzando las manos en un gesto

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de desesperación—. Llevan tressemanas con los mismos ejercicios y noveo que hayan ganado ni un mínimo dedestreza.

Heredias era el nuevo capitán de laGuardia Real. Tal y como Barlof hizo ensu momento, se encargaba de adiestrar ypreparar al ejército del reino y deaconsejar a Adhárel en sus decisionesmilitares. Aun así, el rey había dejadoclaro que su segundo al mando seríaSírgeric y que ninguna decisión debíatomarse sin su consentimiento o el de suamigo.

Por otro lado, no es que al pelirrojole hiciera demasiada gracia verse atadopor las cadenas de una posición como

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aquella, pero sabía que era lo mínimoque podía hacer después de la ayuda queel rey le había prestado tantas veces enel pasado. Fuera como fuese, no sellevaba demasiado bien con el exigentecapitán ni tampoco estaba demasiado deacuerdo con sus métodos de enseñanza.

—Habladlo entre vosotros —lecortó Adhárel—. Pero intenta ser unpoco más comprensivo: este hombrelleva veinte años protegiendo el reino,es normal que no le agrade tenerte ahídiciéndole cómo hacer las cosas.

—No se lo diría si no fueranecesario —masculló el otro.

—Avísame cuando bajes, Sírgeric.Quiero acompañarte —intervino Duna.

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Adhárel carraspeó.—Duna…—Ya hemos hablado de esto,

Adhárel. ¿De verdad quieres tener lamisma discusión otra vez?

Desde que habían vuelto, lamuchacha se había mostrado más queinteresada en aprender a blandir unaespada tanto como en aprender a tensarun arco. Sabía que, llegado el momento,era posible que tuviera que recurrir a lasarmas y no quería volver a sentirse unainútil. Y aunque en todo ese tiempohabía dejado más que claro que ella noera como las demás jóvenes del reino,Adhárel todavía ponía algunas pegascon relación a este tema.

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—Sabes que no me gusta quepienses en ir a la guerra y combatir.

—Dará igual lo que te guste o no teguste cuando suceda y yo no pueda hacermás que huir, esconderme y esperar aque regreses vivo.

—Por favor…—Adhárel, ella tiene razón —

intercedió Sírgeric—. Además, ¿qué vaa hacer todo el día aquí encerrada?

El rey lo fulminó con la mirada yfrunció el ceño, pero no dijo más.

—Bajaré en cuanto me cambie,Duna. Te espero a la entrada.

Ella asintió y fue a preguntarle a Ayadónde estaban sus pantalones oscurospara entrenar, cuando la puerta se abrió

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una vez más y las carcajadas de variosadolescentes tronaron por toda la planta.

—¡Zennion! —Adhárel se acercó alviejo sentomentalista y le dio un abrazo.Seis muchachos desgarbadosaparecieron tras el maestre e hicieronuna breve reverencia al verlos a todosallí reunidos.

El rey les sonrió con ganas.—Cuánto me alegro de veros de

vuelta. ¿Cómo ha ido todo?—No ha ido mal, no ha ido mal…

—masculló el hombre, dirigiéndoles unasignificativa mirada—. Creo que almenos han aprendido algunas cosas.

—Unos más que otros —dijo Henry,cruzándose de brazos.

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—Y todos más que tú —le espetóMarco, audaz.

Enseguida se armó un revueloenorme para ver quién había conseguidohacer qué cosas mejor que el resto. Perobastó con que Zennion se llevara lamano a la cabeza y cerrara los ojos paraque los jóvenes dejaran de gritar y sepusieran a suplicar que les liberase deaquel extraño encantamiento. Dunacontuvo una sonrisa.

Poco quedaba ya de los niños quehabían ayudado a vencer a Teodragos enla torre del palacio. A medio caminopara convertirse en hombres, en aquelescaso tiempo sus cuerpos se habíanestirado y sus voces se habían agravado

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hasta puntos bastante cómicos enalgunos casos.

Tail y Henry, los dos hermanosgemelos capaces de controlar lossentidos de las personas, habían crecidocomo auténticas espigas. Rubios y con lapiel clara, era imposible distinguirlos deespaldas. Solo su rostro, el del primeromás dulce que el del otro, podía ayudara diferenciar a estos dos muchachos dedieciséis años recién cumplidos.Además, para hacerlo todo máscomplicado, les gustaba vestir siemprecon ropa idéntica. Una broma privada,decían cuando les preguntaban.

Marco, a pesar de ser el más jovende todos ellos, estaba a punto de

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alcanzar a los hermanos. Ya fuera porsus largas sesiones de entrenamientojunto con las del resto de soldados o porlas carreras que se daba alrededor delpalacio, el muchacho había superado elmetro setenta en el último año. Su pelonegro se había vuelto aún más oscuro, ylas pecas de su rostro se habíanextendido y diluido por los pómuloshasta quedar un rastro apenas visible.

El taciturno y esquelético Simon loseguía de cerca, pero debido a su nulafuerza física y a su siempre encorvadoaspecto, parecía estar a años luz deconseguir superarlo. Su pelo castañoestaba tan descolorido como su propiotono de piel, como si estuviera

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recubierto por una fina lámina depergamino, y sus ojos eran tan esquivoscomo los de una ardilla. Siempre teníala vista puesta en el suelo, y cuandoalguien le hablaba, se sonrojaba.

Andrew tampoco se encontraba lejosde los demás, pero su cabello rapado ysus hombros anchos agudizaban lasensación de ser más bajo y másvoluminoso que el resto. Nunca seseparaba de un trozo de hierro quemoldeaba a placer, creando desdeespadas hasta caballitos de juguete.Siempre que podía, Duna le pedía quepracticase algo nuevo para ella, y nuncala defraudaba.

Morgan, tan despistado como

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siempre, se encontraba unos pasos pordetrás de los demás, libre del hechizo deZennion, recogiendo en la mano unadiminuta araña que se había colado en elsalón para llevarla de regreso al jardín.Debido a su prematuro cambio de voz,había adoptado la costumbre de nohablar si no era absolutamentenecesario.

—Debemos hablar con vos,majestad —comentó el Maestre, serio.

Duna percibió la preocupación ensus palabras y se acercó. Sírgeric hizolo propio.

—¿Sucede algo? —preguntó lareina.

—Nada, majestad —replicó el

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sentomentalista, infundiéndoletranquilidad con una sonrisa—. Unatontería, seguramente, pero quierocotejarlo con vuestro hijo.

Ariadne asintió, poco convencida. Yen cuanto apartó la vista, Zennion lesindicó que salieran fuera a hablar. Por elgesto de su rostro, Duna percibió que, enrealidad, sí que sucedía algo.

Y no parecía ser bueno.

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4. La soledad de laMusa

Cloto llevaba incontables noches sindespegar los ojos del firmamento enbusca de alguna señal por parte de sushermanas.

Tras entonar ruegos, suplicar a loscielos y recurrir a las amenazas sinningún resultado, comenzaba aplantearse si habían hablado en seriocuando tomaron la decisión deabandonarla allí, en el Continente, para

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siempre.Sí, era cierto que la discusión que

habían tenido cuando el príncipe y susacompañantes se habían presentado enTrono de Piedra había sido acalorada; ytambién que no parecían demasiadoconvencidas de su decisión final, ni deque fueran a ponerlo todo de su partepara ayudar a los humanos. Pero de ahí adespedirse de ella tan repentinamente y,en principio, para siempre, había unlargo trecho.

La isla llevaba desierta meses, aexcepción de ella y de Tulius. Losperegrinos comenzarían a llegar pronto,ahora que las últimas nieves se habíanderretido y que el sol calentaba con

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mayor ímpetu. Aun así, las nochesseguían siendo desapacibles y no pudoevitar estremecerse con el gélido vientoproveniente del mar.

¿O acaso había sido por miedo asaberse, por primera vez, sola?

Los labios le temblaron. Después detantos años a su lado, velándola,protegiéndola, ¿poniéndola a prueba?,habían aceptado su sino y no iban aregresar más. ¿Era eso lo que queríanque creyese?

Se alisó los mechones de su cabelloplatino y miró al horizonte, allá donde elreflejo de la luna besaba el mar.

Después de cientos de años iba atener que aprender a vivir sin sus voces

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ni exigencias. Sin sus mandatos. Se lohabían dejado dolorosamente claro:

—Elegiste bando hace tiempo. Eshora de que empieces a echarles unamano, ¿no te parece?

No advirtió enfado en sus palabras,tan solo indiferencia. Pero quizás habíandescubierto la ayuda que les habíaprestado a los mortales.

Un escalofrío le recorrió elespinazo. No, si fuera así se lo habríandicho. Le habrían dejado explicarse,¿verdad?

—¿Jugarán limpio? —le preguntóaquella noche de invierno Kastar.

—Nunca lo han hecho, ¿por quéiban a empezar ahora? —respondió

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ella. Jamás imaginó la cruel verdad queocultaban aquellas palabras.

La claridad del tiempo le habíadespejado la mente, ¿o habían sido elmiedo y el repentino rencor que sentíahacia ellas? Ahora veía claro lo que sushermanas habían querido decir conaquello de que no se lo pondrían nadafácil al príncipe; estaban dispuestas acondenarle con una Poesía tan oscura ycontundente que nadie en todo elContinente quedara protegido.

Los bandos estaban claros. No losformarían los reinos ni tampoco susejércitos, no sería el Pueblo contra elPoder, ni tampoco los Sentomentalistascontra el resto de los hombres, como

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algunos creían. No, todo aquello era unasimple pantomima tras la que seocultaban los verdaderos propósitos.Sus hermanas, las Musas, queríanprobarse a sí mismas lo útiles quehabían sido durante todo aquel tiemposus Poesías y Maldiciones. Y para ellohabían colocado el Continente en unlado del tablero con el tenaz príncipedragón a la cabeza sin tan siquiera élsaberlo.

Y ella, que había sido maldecida conuna memoria infinita y una longevidadeterna, que se había mantenido desdetiempos inmemoriales apartada de susrencillas, moviendo cuando se lo pedíanlos hilos necesarios para que se

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cumplieran sus designios, se veía ahorarelegada a escoger. No, peor, a hacersea la idea de que ellas ya lo habían hechopor ella.

Bien, pues si así debía ser, cumpliríacon su papel de la mejor forma posible.

Aunque hubiera perdido su aspecto,ella también seguía siendo una Musa.

Con un gruñido, se levantó deltaburete que había colocado fuera de latienda de campaña, en la cima de la isla,y se apoyó en su bastón para regresaradentro. Los huesos le dolían con cadamovimiento y las telas y los pañuelosmulticolores que desdibujaban su figurase zarandeaban como una aurora boreala su alrededor. Parecía que fuera a echar

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a volar en cualquier momento.—¡Tulius! —Su voz sonaba

enfadada y cansada, clara y potente.Nadie podría haber imaginado por suaspecto la edad que enmascarabanaquellas arrugas.

El niño levantó la cabeza, comopillado en plena travesura, y se puso depie de un salto sobre sus escuchimizadaspiernecillas. Después se quitó el polvode los pantalones con sus todavía mássucias manos y salió corriendo.

—¿Qué sucede, Maestra?Maestra. La mujer no supo si

echarse a reír o a llorar. ¿Maestra dequé? Nada de lo que le había enseñadole serviría al otro lado del mar.

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—Recoge tus cosas. Nos vamos deviaje.

El niño la miró de hito en hito.Aquella isla había sido el mundo enteropara él desde que conservaba recuerdos.Nunca se había imaginado cruzando elembravecido mar en busca delContinente. Todo cuanto sabía de él lohabía escuchado de boca de los viajerosque venían a visitar a la Dama.

—Pero… pero… —La pregunta sele atragantaba.

—¡Date prisa! No tenemos todo eldía.

—Pero ¿y los que vengan a pedirosconsejo?

—Tendrán que darse media vuelta y

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regresar sin respuestas.El muchacho se quedó aún más

desconcertado. Durante días enteros, sinparar apenas para descansar, su maestrahabía atendido a todos aquellos némadesque, como mandaba la tradición, habíanperegrinado a Trono de Piedra paracomprender mejor sus vidas. ¿Quéharían sin ella allí?

—No me mires así, Tulius —lereprochó, consciente de su conmoción—. Tampoco es que yo les diganormalmente cosas que no pudieransacar por sí mismos si se esforzasen unpoco.

—Pero no es lo mismo, Maestra.—¿Ah, no? —se apoyó con las dos

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manos sobre el bastón y se inclinó sobreél—. ¿Por qué no?

—Porque yo creo que lo que muchosnecesitan no es el mensaje, sino vuestraspalabras. —Bajó la vista y se rascó unapierna con el empeine del otro pie,nervioso—. Porque… porque creo queles dais un motivo para hacer lo queellos ya saben que tienen que hacer.

Dama Cloto lo miró con ternura.—En ese caso se darán cuenta tarde

o temprano de que no pueden seguireludiendo lo ineludible solo porque nose lo haya dicho la persona adecuada,¿no te parece?

Tulius se quedó unos segundos ensilencio, pensativo.

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—Supongo…—Venga, ahora haz lo que te he

dicho. Quiero salir antes del amanecer.El niño asintió en silencio y se

perdió en el interior de la tienda decampaña.

Ocho años llevaba con Tulius a suservicio. Ocho años desde que suspadres fallecieron en el viaje de caminoa Trono de Piedra cuando su barca seestrelló contra las piedras. Solo el niñopudo ser rescatado. Un bebé de menosde un año. Un milagro.

Desde entonces lo había tenido a sulado y le había enseñado a leer y aescribir, a distinguir las plantasmedicinales de las venenosas, a ulular

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como un búho o a relinchar como unpotrillo. Siempre con el miedo a que enel futuro tuviera que marcharse alContinente para convertirse en unhombre de provecho.

¡Quién le iba a decir que iba a serella misma quien le llevaría de la manohasta las fauces de la bestia que le habíaarrebatado su dignidad, su felicidad ysus ganas de vivir en el pasado! Lamisma que sus hermanas habíanmaldecido desde los cielos.

Se obligó a no darle más vueltas alasunto. No serviría de nada más quepara ponerla de peor humor. Además,quién mejor que ella para mostrarle lacara más cruel y hermosa del

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Continente.Suspiró angustiada y se metió en el

interior de la tienda. Los postes fijadosa la tierra que sostenían las telas ydemás maderas que habían añadido paracombatir al frío en invierno sebalanceaban peligrosamente a causa delviento. Al menos esperaba que la barcaaguantase el viaje y que no acabaranestrellándose contra los acantilados.

Un atisbo de duda la sobrecogió. Porun instante estuvo a punto de decirle almuchacho que se estuviera quieto yregresase al exterior para seguirjugando, que no se marcharían. Pero secontuvo y ella también comenzó arecoger sus cosas. Si dejaba que las

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inclemencias del tiempo la detuvieranahora, ¿qué pasaría cuando tuviera queenfrentarse de verdad a los designios desus hermanas?

Así pues, sacó de un rincón su sacosin fondo y comenzó a guardar en suinterior todas las prendas de vestir, elcatalejo de latón, los tarros de especiasy ungüentos, sus escasas joyas y lospergaminos y manuscritos que había idoacumulando con el paso de los años. Latela, como si nada de lo que echara ahídentro le afectara, parecía seguir casivacía.

—¿Has terminado, Tulius?El niño cogió entre sus brazos todas

sus cosas y las llevó hasta el saco.

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Después fue metiéndolas ordenadamentede una en una en su interior.

—Me dijisteis que me lo ibais aregalar pronto —se quejó el muchacho.

—No, recuerdo que te dije que te loregalaría cuando crecieras un poco.Todavía no me fío de que no vayas ameterte dentro y después no puedasencontrar la salida.

La Dama soltó una carcajada al verla cara de enfurruñamiento del chico.

Aquel había sido uno de los muchosregalos que un viejo amigo había tenidoen consideración dejarle. Helindorhabía sido uno de los sentomentalistasmás talentosos que el Continente habíatenido el orgullo de albergar, capaz de

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hilar los prodigios más cautivadores queCloto hubiera visto en su larga vida. Enaquellos años le había traído desdecapas de invisibilidad hasta medias paraconvertir las piernas de cualquiera encolas de sirena, cuerdas tan bientrenzadas y fuertes que podrían contenera gigantes o aquella peculiar bolsa quepodía albergar cuanto se metiera en ellasin darse de sí.

Cuando el niño guardó su par dezapatos de repuesto en el saco y tiró delos cordeles para cerrarlo, se giró y,bostezando, preguntó:

—¿Adónde vamos?Dama Cloto echó un vistazo a toda

la tienda, asegurándose de que no se

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dejaban nada, y después miró hacia elhorizonte a través de la ventana. Losastros desprendían un brillo que, dealgún modo, logró tranquilizarla. Conuna sonrisa contenida respondió:

—A visitar a unos viejos amigos.

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5. Planes de guerra

El ejército privado de Dimitri contabacon siete hombres que consideraba suscamaradas más cercanos, aquellos quele ayudaban a planificar cadamovimiento y cada estrategia. Despuésestaban los soldados y exploradores.Los primeros formaban el grueso delejército y, además de contar con poderesútiles en la batalla, sabían pelear conespadas. Los segundos eransentomentalistas con poderes menores,muchos de ellos completamente inútiles

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para luchar o, simplemente, demasiadojóvenes, que servirían para ir enavanzadilla e informar a los demás de lasituación. Por último estaban losArrepentidos. Decenas y decenas dehumanos que, sin otro lugar más segurodonde vivir, habían optado por rogarasilo en Manseralda aunque fueraacatando todas las degradantes órdenesde sus nuevos amos.

El reino era amplio, más de lo queBereth llegaría a ser nunca, se decíaDimitri siempre que observaba elpaisaje desde la ventana de suhabitación. El territorio se dividía endos partes bien diferenciadas: por unlado estaba Mánser, en cuyo castillo

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moraban él y sus hombres mientras elresto de sentomentalistas se habíanadueñado de las casas abandonadas dealrededor. Al este, Alda, donde teníanlugar la mayor parte de losentrenamientos. En las casitasdesperdigadas junto a su fortaleza, loshumanos que se habían atrevido a cruzarlas fronteras del reino malvivían comoanimales sin más libertades que las delos presos.

Por último, en el centro, seencontraba el río.

El recuerdo de las aguas cristalinascomenzaba a emborronarse en sumemoria. Desde hacía meses aquel lugarse había convertido en una zona de

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combate constante. Día y noche, lossentomentalistas practicaban toda clasede dones sin dejar de lado losentrenamientos con armas.

El rey había dado una orden clara deque no se produjeran bajas. Losefectivos eran los efectivos, y perderlospor el camino no haría ningún bien alplan final. Incluso los Arrepentidostendrían su valor cuando todo aquellocomenzase. Por desgracia, sus órdeneseran desoídas con excesivahabitualidad.

Con energías renovadas dio unaspalmadas, se desentumeció el cuello ylos hombros y abrió el enorme portónque daba al exterior. Allí lo esperaban

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sus hombres con su caballo ensillado ylisto para ser montado.

Mantra hizo una suave reverencia sinbajarse del caballo y, los demás loimitaron.

Allí estaban Cuervo, tan delgado yoscuro como siempre; Vilanís, el de larisa siseante, capaz de encerrar a unhombre en sí mismo hasta volverlo lococon una simple mirada; el viejo Dareen,el mayor de toda la comitiva y poseedorde la percepción más aguda que pudieraexistir. Era capaz de sentir lasemociones que el viento le traía decualquier lugar. Solo necesitaba unasuave brisa para averiguar si loshombres que se acercaban por un

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camino, a kilómetros de distancia,llevaban buenas o malas intenciones, siestaban abatidos o emocionados, si lesmovía la sed de sangre o la ilusión delreencuentro con sus familias. Así habíalogrado permanecer invisible duranteaños hasta que decidió unirse a Dimitri.

Zuco estaba a su lado, el mejorlanzador de dagas de todo el Continente,con una puntería y un pulsosobrehumanos, el joven de tierrasnorteñas era tan pálido como una volutade humo y tan ágil como el viento.

Sagath era quien más alejado seencontraba, pero no por ello dejó dehacer la reverencia frente a su nuevoseñor. La suya era una mirada tan

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enigmática y vacilante como las llamasde fuego que podía crear de la nada, yen todo momento la mantuvo fija en losojos de Dimitri.

Estaban controlados, se dijo depronto algo intimidado. No podríanhacerle nada ni aunque quisieran.

—Buenos días, caballeros —saludó,saltando sobre su montura con unmovimiento de lo más elegante—.¿Novedades?

Tiró de las riendas y en formaciónde flecha se dirigieron hacia el río.

—Ni rastro de Jack —informóMantra con un hilo de miedo implícitoen sus palabras—. Sentí que viajabahacia el norte, pero terminé perdiéndolo.

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Ese paleto nos la ha jugado bien.—Apestaba a miedo. No hay de qué

preocuparse —añadió Dareen. Su voz,gangosa y poco clara, se pegaba a sushúmedas encías y a sus dientes negros.Suponía un verdadero reto entenderle.

Dimitri asintió sin pronunciarpalabra. Al menos era un críodemasiado idiota como para haberaprendido nada durante la semana queestuvo con ellos. Sí, podría haberlesvenido bien su don, pero lidiar con suinteligencia hubiera sido complicado,añadió mordazmente para sí.

—¿Más?—Han llegado dos hombres y una

mujer más sin dones. Los hemos enviado

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directamente al castillo de Alda.Dimitri asintió. No hizo falta

preguntar en qué condiciones seencontraban. Como todos, seríanmendigos y muertos de hambre.

—También han llegado dos nuevossentomentalistas. —Vilanís era quien seencargaba de decidir a dónde enviar alos nuevos. Según su don, su edad y suestado, los mandaba entrenar con armaspara la lucha cuerpo a cuerpo o a unaposición más estratégica desde dondepudieran ayudar sin llegar a internarseen el campo de batalla.

—¿Dones?—Reproducir con la voz el sonido

de cualquier animal que haya escuchado

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antes y, el otro, retorcerse como unaculebra…

—Eso lo sé hacer yo también —masculló Zuco.

—… sin romperse los huesos.Dimitri frunció el ceño.—¿Solo sabe imitar el sonido de los

animales? ¿Y las voces de las personas?—Aquello podía ser interesante.

—Habría que comprobarlo. Al otrolo hemos enviado directamente a la zonade combate. Veamos si es tan ágil conuna espada y un escudo en las manos.

El río y las siluetas de loscombatientes en la plataforma de maderaque se había instalado entre las dosorillas aparecieron ante ellos en la

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lejanía.—Deberíamos comenzar a tantear

los demás reinos —dijo el rey—. Esposible que haya sentomentalistas quequieran dejar a sus reyes y venirse aluchar por nuestra noble causa.

—Si pudiera regresar a Bereth sinllamar la atención, os aseguro queconvencería a un buen puñado decobardes.

Sagath había sido uno de losestudiantes de Zennion que, años atrás,cuando Dimitri y Adhárel no eran másque unos niños, había abandonado elreino durante la llamada NocheEncapuchada. Si al rey le hubieran dichounos meses atrás que tendría bajo su

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mando a alguno de aquellos desdichadosque habían roto la seguridad del palaciopara escapar, escribiendo así una de laspáginas más negras de la historia deBereth, no se lo habría creído.

Tampoco hablaba mucho al respecto.Su memoria había hecho lo posible porolvidar todos los detalles. Recordabaque hubo muertos, que la huída no fuefácil y que los años que pasaron él y suscompañeros en Bereth fueron, cuantomenos, una pesadilla. Por ello, cuandoconoció a Dimitri y supo quién era, lasdudas lo asediaron. Pero tras una largacharla de confidencias y revelaciones yel toque especial del rey, Sagath quedótranquilo y apaciguado, ansioso por

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comenzar a trabajar en aquel ambiciosoproyecto.

—No, con Bereth debemos tenercuidado —le recordó—. Pero ¿qué medecís de Caravás? He oído que hubodisturbios y nadie sabe a ciencia ciertaqué sucedió.

—Al parecer llegó un noble y retó asu rey a un duelo. El viejo aceptó yterminó fregando el suelo de su palaciocon las tripas —explicó Dareen.

Dimitri hizo una mueca de disgusto.Sagath tomó la palabra:

—Por lo que me han contado los quevienen de allí, empezó a volverse loco yse olvidó de cuidar de ellos. Por eso semarcharon.

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—Todo eso no dejan de ser rumoresy habladurías. Quiero la verdad. Y temoque el asunto apesta asentomentalomancia. —Sabía que erauna teoría muy vaga, pero llevabademasiado tiempo rodeado por elloscomo para no imaginar los mil donesque podían haber afectado al reinado deese viejo hombre. Y lo más curioso detodo era que, por muchas versiones quehubiera oído de la historia, ningunaresultaba convincente. No para él—.Quiero que le mandéis una misiva y leinvitéis a visitarnos.

—No servirá de nada —mascullóDareen.

—Puede que sí, puede que no.

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Necesitamos averiguarlo cuanto antes. Alo mejor estamos perdiendo laoportunidad de ganar un aliado.

—O un enemigo… —repuso Mantra.Dimitri se volvió.—Ya sabes que esos no duran mucho

por aquí.Los demás se rieron con él. A veces

temía no estar preparado para aquello,pero después miraba a su alrededor,sorprendido por todo lo que habíaconseguido, y se daba cuenta de que nohabía nada que temer.

Unos minutos más tarde llegaron a lazona de entrenamiento. Las nubesdesperdigadas en el tranquilo cielo azulpresentaban un contraste tan radical con

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lo que se veía en la tierra que parecíandos imágenes completamente inconexas.

Allí abajo, los hombres luchabancomo si la vida les fuera en ello.Lanzando estocadas y deteniendoataques con una brutalidad más propiade los bárbaros némades que de unejército. Dimitri se dio cuenta de quenecesitarían más tiempo del que pensabautilizar para hacer de aquella cuadrillade inadaptados una legión de aguerridoscombatientes que pudieran enfrentarse asu enemigo.

Al menos, se dijo, era consciente desus limitaciones y de sus puntos débiles.

Como Zennion le había enseñadodesde que era un niño, la fuerza sin

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control era mucho más peligrosa quepresentar batalla sin ella.

Contó doce parejas peleando en esosmomentos. Era fácil dilucidar cuálestenían algo de nivel y quiénes habíancogido por primera vez una espada deese calibre. Muchos de ellos estabanacostumbrados al hurto rápido, a lasnavajas de filo desgastado y demáspuñales de pequeño tamaño. Losgruñidos y gritos que soltaban al atacartampoco ayudaban a mejorar el aspectogeneral.

—Es patético —masculló Dareen,como siempre haciendo patentes lospensamientos de los demás.

Dimitri se encogió de hombros.

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—Es lo que hay. Y tendrá queservirnos. Al menos para romper susprimeras filas. A lo mejor lesdesconcentra ver tanta desorganización.

El viejo se rió con sarcasmo.—A lo mejor, majestad. A lo

mejor…Su séquito se dispersó por los

alrededores, analizando los ejercicios.Cuervo avanzó con su caballo oscurohasta ponerse a su altura.

—¿Cuándo queréis que envíe lamisiva a Caravás?

—Hoy mismo, a ser posible.El hombre asintió.—Sin lluvia debería poder

entregarla en cinco días, aunque con un

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poco de suerte, las precipitacionesalcanzarán esta zona del Continentepronto.

No era casualidad que Dimitrihubiera orquestado todo aquello duranteel invierno para darle rienda suelta en laprimavera, cuando las lluvias fueranmucho más habituales.

—No especifiques los detalles denuestra empresa —dijo—. Limítate aengatusarle y a atraerle. Si vemos que noresponde, ya pensaremos algo máscontundente.

Cuervo asintió y desvió la miradahacia el horizonte, donde un par deniños golpeaban con saña un muñeco demadera coronado y con una sonrisa

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dibujada con pintura roja.—Cada vez son más jóvenes —

masculló con voz taciturna. El rey siguiósus ojos—. Lo que no os hanmencionado, majestad, es que los dossentomentalistas que han llegado hoy nosuperaban los veinte años.

—Bueno, es una edad más querazonable para luchar sin…

—Entre los dos.Silencio.—Ya veo. —Suspiró, ladeó la

cabeza hacia ese hombre que conociótanto tiempo atrás en circunstancias tandiferentes y se permitió bajar la guardiaal menos una vez—. Crees que tienesentido todo esto, ¿verdad?

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De pronto aquella frase parecíahaberla dicho el Dimitri del pasado.Aquel que intentaba enorgullecer a suhermano mayor, pero que al mismotiempo detestaba el hecho de quesiempre fuera a permanecer tras susombra. Ese que lloraba sin ton ni soncuando las cosas no salían como élquería. El mismo que había llevado alcolapso nervioso a casi todas susniñeras y que había dejado morir a unhombre a la temprana edad de siete añospor no rendirle pleitesía. El niño quequería ser rey, y no el rey que ahora era.

—Lo estáis haciendo bien, majestad.Eso no era una respuesta a su

pregunta, pero le valió.

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—Tenéis un buen ejército paraempezar, y los sentomentalistas quehabéis reclutado tienen sus dones.Además, está vuestro poder… —Dimitrilo miró para que se explicara—. Noconfiaría mi vida a ninguno de estoshombres, pero vos podéis estar segurode que se ahorcarían si así se lopidierais.

—Entonces…—Creo que esto tendrá el sentido

que nosotros queramos darle, majestad.Es posible que venzamos. Es posibleque perdamos. Pero de un modo o deotro, el Continente entero sabrá queestamos aquí y que volveremos aintentarlo una y otra vez hasta lograr

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nuestros fines. Y, sobre todo —esbozólo más parecido que le había visto el reya una sonrisa—, sobre todo,comprenderán por fin el poder queposeemos y que no tenemos que seguirocultando.

Dimitri se sorprendió al encontrartanta ferocidad y sentimiento en su voz,las dos emociones que necesitaba paravolver a avivar el fuego de su decisión.La venganza se llevaría a cabo. Teníanlas herramientas para que saliera bien.Con él a la cabeza, el Continente por fincomprendería que ellos no eran como elresto, que si habían permitido que losmaltratasen y los ninguneasen durantetanto tiempo era porque nadie se había

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puesto a la cabeza para organizar lavenganza.

Pero por fin el momento habíallegado.

Y de paso le enseñaría a su valientehermano Adhárel que jamás deberíahaber osado enfrentarse a él en elpasado.

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6. Los misterios delbosque

—¿A qué os referís con que oíaisvoces? —Adhárel se cruzó de brazos.

Llevaban cerca de diez minutosdiscutiendo. Durante la excursión devarios días que habían realizadoZennion y los seis muchachos por lasafueras del reino había ocurrido algofuera de lo corriente.

—Pues a eso exactamente —comentó Andrew sin dejar de dar forma

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a la barra de hierro—: no había nadie anuestro alrededor y todos escuchábamosesa voz que nos seducía para que lasiguiéramos.

—¿De dónde provenía? —preguntóSírgeric.

—No lo sabemos —respondióMarco—. En cuanto nos alejamos deBereth empezamos a escucharla conmayor claridad, aunque estoy seguro deque si me concentro todavía podríaoírla.

—¿Y, Henry, no has intentadoaumentar su agudeza auditiva paracaptar mejor el mensaje? —quiso saberDuna.

—Pues claro que lo he hecho —le

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espetó el muchacho, ofendido—. Y noescuchamos una sola respiración humanaen varios kilómetros a la redonda. Eracomo si no lo estuviéramos oyendo conlos oídos. Era como si…

—Como si estuviera dentro denuestras cabezas —balbució Simon,mirando al suelo. Sus mejillas se habíansonrojado antes de terminar de hablar.

—¿Y qué decían?—Que siguiéramos nuestro

instinto… y que rompiésemos lascadenas de los reinos. O algo así —respondió Marco.

—Sí, y que lucháramos unidos paraalcanzar lo que nos pertenecía —añadióMorgan, asintiendo.

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—Después el mensaje se escuchabapeor —intervino Tail.

—¿Romper las cadenas de losreinos? —preguntó Sírgeric. Duna yAdhárel se miraron consternados—. Lapróxima vez que salgáis, quiero ir convosotros.

Los muchachos asintieron,entusiasmados. Era evidente que lesencantaba pasar las horas deentrenamiento con Sírgeric.

—¿Crees que es obra desentomentalistas, Zennion? —preguntóel rey.

—Sin lugar a dudas. Pero nuncahabía oído hablar de un don tan peculiar.Sí, sé de alguno que puede leer la mente

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o mandar mensajes telepáticos, pero noa tantas personas al mismo tiempo, contanta claridad y a una distancia tanalarmantemente grande… pensé quedebía comunicároslo.

—Has hecho bien. —Adhárel sevolvió hacia el resto— Muchas graciasa todos. Por favor, si alguno descubrealgo más, por nimio que parezca, quenos lo diga. Estamos en tiempospeligrosos y cualquier chispa puede serel origen de un incendio.

—A veces eres de lo más alarmista—bromeó Sírgeric, palmeándole laespalda.

Adhárel no pudo por menos quesonreír, aunque su mirada seguía siendo

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seria.—¿Algo más?—También he percibido otra cosa en

el bosque, pero quiero comprobarloantes de preocuparos sin motivo.

El rey estuvo tentado de insistir,pero se contuvo por el momento.

—¿Y qué tal van los alumnos máspequeños?

Solo eran quince, de entre siete ydoce años, si mal no recordaba Duna.

Zennion gruñó y se encogió dehombros.

—Hacemos lo que podemos,majestad, pero su progreso no estásiendo demasiado significativo. Temoque nos vaya a costar más de lo

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esperado que desarrollen sus doneshasta un nivel aceptable.

Adhárel suspiró, taciturno.—¿Y cuántos adultos están listos?—¿A parte de ellos seis? Veintiocho.Los muchachos se miraron,

henchidos de orgullo al versecontemplados entre los «adultos».

—Habrá que confiar en que seansuficientes cuando llegue el momento.

El viejo se mesó la barba azulada ehizo una reverencia.

—Si me necesitáis para algo más,estaré en la Sala Estratega. Cómo megustaría poder volar para no tener quesubir todos esos escalones —selamentó.

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—¡Pero si estás hecho un toro,Zennion! —exclamó Henry, dándole conel codo a Tail en el pecho—. Tienesmejor forma que… ¡Ay! ¡Vale! ¡Ya paro!¡Ya paro! —El muchacho se masajeó lafrente, dolorido.

—Y tú te subes conmigo —ordenó,sin darse la vuelta. Henry refunfuñó algoy le siguió con la cabeza gacha mientraslos demás chicos se desperdigaban porlos jardines en busca de agua fresca,comida o una sombra bajo la quedescansar.

—Yo debería regresar para revisaruna cosa de la Poesía —comentóAdhárel con la cabeza ya en los VersosReales, supuso Duna.

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—Te acompaño.—¿No ibas a venir conmigo al

entrenamiento?—Te alcanzo después, Sírgeric.El joven fue a replicar, pero

enseguida entendió que sobraba.—No seáis malos.Duna alcanzó al rey de un par de

zancadas y lo agarró de la mano.—Adhárel, ¿te ocurre algo?Él la miró con aquellos ojos color

bosque que tantas cosas decían y quetantas callaban, y Duna sintió unescalofrío.

—Estoy bien, princesa. —Intentóesbozar una sonrisa, pero incluso aquelgesto le costó más de lo esperado—. Es

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solo que… es solo que no sé si podrécon todo esto yo solo.

—No digas eso. Sabes que no estássolo. Tienes a tus hombres, a Sírgeric.Me tienes a mí.

—Y no sabes lo que eso me hacesufrir. Ojalá pudiera enfrentarme yo soloa esas malditas arpías y regresar sinponerte en peligro.

Duna le soltó la mano y le pasó elbrazo alrededor de la cintura.

—Sabes que no te dejaría.—Entonces tendría que encerrarte en

una torre —replicó él, parándose a laspuertas del castillo con una sonrisapícara en los labios.

—¿Crees que eso me detendría? —

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Duna se acercó un paso hacia él ydespués se puso de puntillas paradecirle al oído—: Por si no lo sabes, yalo intentaron una vez y no sirvió denada.

Con los ojos cerrados, inhaló suaroma y después acercó sus labios a losde Adhárel. Cada vez echaba más demenos aquellos momentos en los queparecía que lo único importante en elmundo eran ellos dos, en los que nohabía ni Musas, ni Maldiciones, niPoesías. En los que parecía que un besopudiera resolverlo todo.

Adhárel la estrechó entre sus brazos.—A veces me pregunto si no debería

haber dejado las cosas como estaban.

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—No lo habrías permitido. Por esote quiero tanto.

El rey sonrió y le dio un beso en lafrente antes de que se separaran.

—Supongo que tienes razón.—Supones bien —bromeó ella—.

Te dije que romperíamos el hechizo yque no volverías a convertirte en dragóny lo hicimos, ¿verdad? ¿Qué te hacepensar que ahora estoy equivocada? —Se puso seria y añadió—: Esas Musasno saben a quién se enfrentan.

Se adentraron en el frescor delpalacio y se perdieron por los pasillos yescaleras hasta llegar al cuarto cerradocon llave y cuyo cartel, clavado en lamadera, rezaba: Almacén de la Guardia

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Real.La Poesía, como la de su madre, se

encontraba protegida en el interior.Nadie, excepto Adhárel y Duna, conocíasu escondite.

El rey se sacó de debajo de lacamisa la llave dorada que pendía de sucuello y la introdujo en la cerradura.Una vez que estuvo abierta, se giró haciaDuna y le dijo:

—Respecto a lo que te he dichoantes sobre entrenar…

Ella arrugó el morro.—Lo siento, Adhárel. Pero me

mantengo firme en ello. Quiero aprendera pelear y no voy a…

—Espera, espera. Solo quería

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pedirte disculpas. —Sonrió y le apartóun mechón tras la oreja—. Intentaré novolver a sacar el tema. Es solo que…

—Sé que lo haces para protegerme,pero piensa que a lo mejor no vas apoder estar ahí cuando te necesite y serámejor que sepa cómo manejar unaespada sin hacerme daño.

Adhárel asintió y se encogió dehombros.

—Te va a ser difícil separarte de míllegado ese momento, pero estoy deacuerdo.

Después se dio la vuelta y empujó lapuerta de madera. Las bisagras sequejaron con un gruñido seco ylastimero. Una vez que estuvieron

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dentro, volvieron a cerrarla.La poesía, a diferencia de la de la

reina Ariadne, no estaba protegida porningún encantamiento ni tampocopermanecía en un hermoso atril. Seencontraba, pues, sobre un demacradoescritorio de madera, con una piedra encada esquina haciendo las veces desujetapapeles. El pergamino permanecíavacío a excepción de los dieciséisprimeros versos, que rezaban así:

Ya que piensas que lasMusas

juegan con la vidahumana,

te damos esta ocasión

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de compartir nuestracarga.

Vuestro mundo es eltablero,

y las fichas, vuestrasalmas.

Y solo de ti dependesi al final pierdes o

ganas.

Las estrofas queescribimos

resultan de tuspalabras.

Este es nuestro primerturno

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dos más son los que teaguardan.

La batalla se aproxima,no podrás darle la

espalda,y, por mucho que lo

intentes,no sabrás cómo

ganarla.

—Bueno, al menos en algo seequivocan: Ellas creen que no sabremoscómo ganar esa guerra que se avecina,pero este nuevo descubrimiento de loschicos puede sernos muy útil —comentóDuna, inclinándose sobre la mesa para

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estudiar la última estrofa.—Eso parece, pero ¿qué se supone

que debemos entender? ¿Que lossentomentalistas están organizándosepara atacar a quienes los mantuvieronprisioneros en sus reinos? ¡Eso seríaprácticamente el Continente entero!

—Por ahora es lo único quetenemos. Habrá que esperarse lo peor.

Él se cruzó de brazos y observó laspalabras que tan bien se sabía dememoria.

—La batalla se aproxima… —repitió con voz ronca.

Duna se acercó a él y apoyó lacabeza sobre su brazo. Era conscientede que aquello era lo que más

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preocupaba al rey: el enfrentamiento consu hermano Dimitri.

—Sabes que no podrás impedirlo,¿verdad? —le dijo sin apartar la miradade la Poesía inacabada—. Que lo únicoque está en nuestras manos esprepararnos para el ataque e intentarsortear sus pruebas lo mejor posible.Que de nada sirve que sigas torturándotepreguntándote si cualquier decisión va aacarrear peores consecuencias.

—Lo sé. Aunque me temo que hay untrecho bastante amplio entre lo quedebería hacer y lo que decido. —Suspiró con sorpresa, desganado—.Estoy a su merced.

Duna se irguió y lo miró de frente.

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—No, Adhárel. En sus manospueden estar las armas para que nosenfrentemos a nosotros mismos, desdedentro y desde fuera, pero todavía nosqueda la libertad para decidir si hacerloo no. Si algo he aprendido en estetiempo es que el destino no se escribe entinta, y que nosotros somos quienes locambiamos a cada instante. Si te rindesahora que estamos tan cerca deconseguirlo, ¿de qué habrá servido todolo demás?

El rey se alejó unos pasos y apoyó laespalda en la pared de piedra.

—A veces solo tengo ganas derendirme, ¿sabes? Me despierto por lasmañanas lleno de fuerza y de ilusión,

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con el recuerdo de haber vencido lamaldición del dragón en mi conciencia.Pero después bajo aquí, cuando todavíani ha amanecido, y miro estas palabras,este galimatías, y no sé por dóndeempezar. Y la fuerza se me escapa, y lailusión desaparece, y el miedo a que eldragón vuelva a devorar mis nochesregresa. —Apretó los dientes, conseriedad, y añadió—: Te juro que quieroser fuerte, Duna. Y enfrentarme a todo loque me envíen. Pero ¿cómo voy ahacerlo si no sé ni qué rumbo tomar?Cuando acepté el trato creí que medictarían una Poesía corriente y quetendría que enfrentarme a mi vanidad, oa mi orgullo, o a mi temor a los

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conflictos, o a cualquiera de los demásdefectos que acarreo… ¡No esto!

—Bueno, quizás esta Poesía enrealidad sea como el resto, aunque ahorano lo veamos —sugirió Duna, intentandodrenar el miedo de Adhárel,suplicándole con la mirada que lepermitiera compartir parte del pesosobre sus hombros—. Además, ya sabesque eres perfecto. A lo mejor por esohan tenido que cambiar de estrategiacontigo.

—Seguro —replicó Adhárel,evitando a duras penas sonreír—. No séqué voy a hacer.

—Por el momento, empezar a luchar.—Ya lo hago.

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—No, debes empezar a hacerlo deverdad. Tienes que olvidarte de laPoesía y preocuparte por tu pueblo, portus amigos, por protegernos llegado elmomento. Si te obcecas solo en estudiarestas palabras será como si te centrarasen un solo árbol y perdieras de vista elresto del bosque. Y el ataque puedellegar por cualquier flanco, ya lo sabes.

Adhárel se quedó unos segundospensativo. Todo cuanto había hechohasta el momento había sido leer yreleer aquellas palabras envenenadascomo quien estudia el mapa de unlaberinto sin atreverse a poner un piedentro. Pero eso tenía que acabar. Dunatenía razón: mientras él aguardaba

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asustado en aquella habitación que cadavez le recordaba más a una madriguera,sus enemigos, su propio hermano, sepreparaban para actuar. De él dependíaque el reino de Bereth estuvieradispuesto a combatirlos o que perecieraen el intento.

Era consciente de que no sería algosencillo. De que su mente permaneceríapuesta en aquel papiro día y noche,esperando sentir la urgencia de tomaruna pluma para escribir los siguientesVersos. Pero Duna estaba en lo cierto: sise dejaba arrastrar por la obsesión,terminaría volviéndose loco. Soloesperaba tener la entereza suficientepara lograrlo.

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—Oye —Duna se acercó a él—, esnormal que tengas miedo; todos lotenemos. Pero lo estás haciendo bien.

Adhárel sonrió con algo más deconvicción y le dio un beso.

—¿No os he dicho que no hicieraiscosas malas? —Sírgeric habíaaparecido a su lado con un mechónnegro entre los dedos. Extrañado, diouna vuelta sobre sí mismo—. ¿Dóndeestamos?

—¿Qué haces aquí, Sírgeric? —eltono de Adhárel se volvió frío,protector. De un rápido movimiento secolocó entre el pupitre y el reciénllegado.

—Me manda Zennion. —Sus ojos no

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se quedaban quietos, estudiaban el lugar—. Dice que subáis inmediatamente.Hay algo que tenéis que ver.

A Duna no le pasó desapercibido elbrillo de sorpresa de su amigo cuandoreparó en el pergamino que el reyintentaba ocultar sin demasiadodisimulo.

—¿Puedes llevarnos? —preguntóella, desviando su atención.

Las preguntas se acumulaban en suslabios sin llegar a hacerlas por miedo alas represalias. Tuvo que hacer unesfuerzo titánico para controlar su innatacuriosidad y centrarse en lo que lehabían preguntado.

—Claro. —Guardó en el broche que

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llevaba al cuello ese mechón y sacó unpar de pelos gris-azulados—. Agarraosfuerte.

La Sala Estratega bullía de actividadcuando aparecieron junto al maestre.Los seis muchachos habían sidollamados y en ese instante todos seapelotonaban alrededor de uno de losventanucos.

—¡Henry, me toca! —exclamóMarco, apartando de un empellón aSimon.

—¡Eh, que estaba yo!—Estará quien yo diga.—¿Qué es lo que ocurre? —

preguntó Adhárel. En cuanto le oyeron,se volvieron y guardaron silencio.

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—Antes os he dicho que habíasentido algo en el bosque, majestad —explicó Zennion—. Bien, pues ahorapodemos verlo.

Con un gesto le señaló el agujero enla pared y en cuanto los muchachos ledejaron paso, se acercó paracomprobarlo por sí mismo.

—No veo nada —masculló,forzando la vista.

—Henry, por favor.El chico dio un paso al frente y,

entrecerrando los ojos, se concentró enAdhárel.

—¡Guau! —exclamó el rey,agarrándose a la pared para nomarearse. De un momento a otro, su

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visión se había multiplicado y ahora eracapaz de percibir cada detalle, cadacolor y textura que antes no habría nisiquiera advertido; como si le hubierancolocado un catalejo en cada ojo—. Esespectacular…

—Gracias —comentó Henry con unasonrisa de suficiencia.

—¿Qué es lo que tengo que…? —No llegó a terminar de formular lapregunta cuando advirtió, a lo lejos, unafigura que subía y bajaba entre las copasde los árboles, como si estuvieraagachándose e irguiéndose una y otravez—. ¿Qué es eso?

Se giró hacia los demás, pero tuvoque cerrar los ojos para no caer

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redondo. Enseguida, el sentomentalistaprocedió a dejarle la vista como la teníaantes.

—No lo sabemos —respondióZennion mientras Duna se colocaba en ellugar de Adhárel y le hacía un gesto aHenry para que la encantase—. Pero nome gusta. Lo bueno es que pronto entraráen nuestro campo de visión y podremosanalizarlo sin peligro. Lo malo es quequizás para entonces sea demasiadotarde…

—Entonces habrá que acercarse —intervino Sírgeric.

Los muchachos apoyaron la idea conentusiasmo. Adhárel, por el contrario,no parecía muy convencido.

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—¿Qué propones?—Propongo que yo los acompañe e

intentemos detenerlo para traerlo alpalacio. En caso de que la cosa secomplique, regresaremosinmediatamente —chasqueó los dedos ysonrió.

—Esto no es un juego, Sírgeric —leadvirtió Zennion.

—Ya lo sé. Pero creo que puede seruna buena oportunidad para que estosjóvenes os demuestren de lo que soncapaces.

El maestre los miró con los labiosarrugados.

—Ya sé de lo que son capaces, perono creo que sea buena idea…

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—¡Por favor! —rogó Morgan.—¡Nunca es buena idea! —se quejó

Marco.—¿De qué nos sirve que nos

condecorasen con la Insignia del Dragónsi no podemos salir ni a echar un vistazoal bosque? —rezongó Henry.

Sírgeric sonrió para sí.—Estaré con ellos todo el rato,

Zennion. Lo prometo. Y si alguno sepasa de la raya, recibirá un merecidocastigo.

—Eh… —Duna les hizo un gestocon la mano para que se acercasen—.Parece un hombre.

—¡A ver! —exclamó Marco, peroHenry le dio una colleja y guardó

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silencio.—Es como si estuviera… saltando o

algo así.—¿Le ves la cara? —preguntó

Adhárel—. ¿Qué edad puede tener?Duna se apartó del agujero y esperó

a tener de nuevo la vista de siempre.—No lo sé, pero a esa velocidad

llegará a Bereth antes de que oscurezca.Las miradas de preocupación de los

adultos se mezclaron con las de emociónpor parte de los jóvenes.

—Está bien —accedió Zennion,negando con exasperación—. Id concuidado y haced caso en todo a Sírgeric.—Después se giró hacia él—. Si ocurrealgo, cualquier cosa, los traes de vuelta.

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¿Entendido?—Claro como el agua.Adhárel le palmeó la espalda.—Tened cuidado.—Lo intentaremos. —Su gesto de

solemnidad se transformó en uno deurgencia al ver las caras de Adhárel y ladel maestre—. ¡Es broma! ¡Es broma!Además, ¿qué va a poder hacer contrasiete sentomentalistas como nosotros?

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7. Los dos visitantes

Lysell se mantuvo apartada junto aVekka mientras los hombres traían enuna camilla improvisada a la criaturaque habían encontrado en el bosque. Lamujer, cubierta de pies a cabeza con unvestido desgarrado, le seguía a su lado,sollozando y con el brazoaparatosamente vendado.

El incidente con Azquetam seguíapalpitando en su memoria como unaherida abierta. Sabía que en esemomento debería estar haciendo el

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petate para alejarse de allí lo másrápido posible, pero había algo en aquelsuceso que la atraía ferozmente.

Las palabras del hombre que leentregó su don resonaban en su cabezacon fuerza:

—Lysell, pronto vendrán abuscarte.

—¿Quién? ¿Quiénes? —preguntóella entonces.

—Alguien que te protegerá yalguien que intentará hacerte daño.

Alguien que la protegería y alguienque le haría daño. ¿Era casualidad queprecisamente el mismo día que pensabahuir tuviera lugar aquel suceso?

—¡Apartad! —gritó uno de los

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cazadores. Todo el campamento allíreunido se echó hacia un lado para dejarvía libre a los portadores del cuerpo.Lysell se puso de puntillas para intentarver algo, pero fue en vano.

—Ven —le dijo Vekka, agarrándoladel codo y tirando de ella—. Desde allílo veremos mejor.

Con la ayuda del otro y la miradasiempre atenta de Lue, se encaramaron aun árbol cercano de ramas anchas ytronco grueso. A una alturaconsiderable, tenían una panorámicaestupenda del círculo que se habíaformado alrededor de los reciénllegados.

La mujer se arrodilló junto a quien

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debía de ser su amado y comenzó asollozar suplicando ayuda. La angustiase reflejaba en cada espasmo de sucuerpo.

El otro, por su parte, parecía aprimera vista un hombre corriente, decabellos largos y negros, con algo debarba y una capa cubriéndole el torso.

Lysell se volvió hacia Vekka,decepcionada.

—¿De verdad es un…?Antes de que pudiera terminar de

preguntar, el muchacho le indicó quemirase. El capitán del grupo deexploradores se había arrodillado.Mientras una de las mujeres separaba ala herida con cuidado, el otro le apartó

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la capa al hombre de un tirón y dejó a lavista una lustrosa ala negra semejante ala de un cuervo. La extremidad se perdíapor debajo de la camisola que llevabaatada al hombro, e incluso en el cuellotodavía se percibía un suave rastrooscuro que nada tenía que ver con elvello humano.

Lysell reprimió un escalofrío. Losrumores eran ciertos. Era un hombrepájaro. O un pájaro hombre. Una rareza,en cualquier caso.

—¡Bautata! —Azquetam se cruzó debrazos y aguardó a que su madre llegaraa él—. Hazte cargo del monstruo hastaque despierte. Pero en cuanto abra losojos, envía a alguien a buscarme.

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—¡No es un monstruo! —gritó sucompañera, golpeando sin fuerza alchamán, desesperada—. No lo tratéiscomo tal. Él es… es…

Prorrumpió en sollozos y no pudoterminar la frase.

Lysell también se sintió ofendidaante el insulto, como si se lo hubieranllamado a ella. Quizás porque en elfondo creía comprender por lo quedebía de pasar ese hombre a diario altratarse, probablemente, de unsentomentalista.

Bautata se acercó a su hijo y lofulminó con la mirada. Después acogió ala mujer entre sus rechonchos brazospara que llorase sobre ella antes de

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acompañarla hasta su cabaña con pasorenqueante.

—¿Quieres que lo veamos de cerca?—preguntó Vekka.

La niña se quedó unos segundospensativa. Podía seguirle e investigar losucedido o, por el contrario, aprovecharla conmoción que ahora reinaba en elcampamento para huir. Vekka debió deintuir algo, pues frunció el ceño y dijo:

—Mi padre te ha pedido que temarches. —No era una pregunta. Eldiminuto brillo de sus ojos se extinguiósin dejar tras de sí ni un rastro deceniza.

No, tu padre me ha pedido que lolleve conmigo, pensó.

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—Algo así.Vekka se giró hacia el chamán y le

dedicó una mirada glacial.—Lo siento…El muchacho se volvió hacia ella.—No lo sientas. Yo me voy contigo.

Ya te lo dije.—Pero…Él se deslizó tronco abajo hasta el

suelo con la agilidad de un animal.—Ya he tomado una decisión. No

intentes disuadirme.—No intento disuadirte —sin

soltarse de la rama, se descolgó a sulado—. Intento que entres en razón. Aquítienes un futuro, una familia…

—¿Futuro, dices? —Tensó la

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mandíbula con indignación a pesar deque su tono seguía sin variar—.¿Permanecer como mi padre durante elresto de mi vida en este sitio te pareceun futuro? Y no hablemos de familia…

No, mejor que no hablasen sobreello.

—De acuerdo —sabía que seríainútil intentar hacerle entrar en razón y,por otro lado, ¿con quién mejor que conVekka para recorrer el Continente?—.Entonces nos marcharemos esta mismanoche, cuando no haya tanta luz.

Lue trotó a su alrededor. Parecíaencantado con la idea. El muchachotambién sonrió un poco. Lysell, sinembargo, tenía la cabeza puesta en los

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recién llegados. ¿Uno la ayudaría? ¿Elotro la haría daño?

—Pero hasta entonces —insistió elchico, sacándola de sus deliberaciones—, ¿no quieres que veamos al hombrecuervo de cerca?

—No creo que nos dejen.Vekka se encogió de hombros.—Es tu tienda de campaña, ¿no?—Bueno, técnicamente ya no —

replicó la chica.—Es igual. Bautata está a su cargo.

Seguro que no le importa que nosacerquemos. Además, será un buenmomento para que te despidas de ella.

Las palabras le provocaron un hondopesar. Si se marchaba no volvería a ver

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a la única mujer que había consideradoalguna vez su familia. ¿Quién laprotegería cuando ella no estuviera?¿Quién le aconsejaría qué caminoescoger o que decisión tomar? Parecíaque, en todos los aspectos, había llegadola hora de que creciese.

Se alejaron de allí a paso rápido. Unpar de hombres rondaban lasinmediaciones en caso de que la mujernecesitara ayuda, así que optaron por laentrada trasera.

—¿Bautata? —Lysell se arrastró porel suelo alfombrado seguida de Vekka.

La anciana y la recién llegada sevolvieron en cuanto los escucharonllegar.

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—¿Qué hacéis vosotros dos aquí?Marchaos antes de que os descubraalguien.

Los muchachos se habían quedadoparalizados a la entrada con la miradapuesta en la desconocida.

Ella sí que tenía la apariencia de unmonstruo, pensó Lysell sin podercontenerse.

El rostro de la mujer parecía másbien una máscara de arcilla como lasque los niños llevaban durante losfestejos. Nada en sus facciones teníasentido: mientras un ojo parecía el de unciervo, con una ceja peluda sobre él, elotro se asemejaba al de una rana,pequeño y viscoso. Su nariz tenía la

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forma de un tubérculo, mientras que suslabios parecían dos lombrices anilladasy finas. Y su piel, seca y llena de poros,daba la sensación de ser menos suaveque la misma tierra sobre la que seasentaba el campamento.

La mujer entrecerró los ojos aldescubrirla mirando sin ningún pudor, yella bajó la cabeza, avergonzada.

—No te preocupes. Estos dos sonmis nietos: Vekka y Eis —habló Bautatamientras aplicaba unas vendas sobre lapiel ensangrentada del hombre cuervo.

—Lysell —le corrigió la niña en unmurmullo, todavía con los ojos puestosen la alfombra.

—¿Lysell? —Su voz parecía

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pertenecer a otra persona. Era melosa yalgo grave, pero indiscutiblementefemenina. Si hubiera cerrado los ojos,no habría adivinado el rostro de suposeedora ni en un millón de años.

La anciana se inclinó hacia la reciénllegada y le sonrió con camaradería.

—Se me había olvidado. Eis, Lysell,¿qué importa un nombre?

—Así es —corroboró la mujer—.¿Qué importa un nombre cuando se estan bella?

La niña volvió a enrojecer.—¿A qué habéis venido?Vekka también bajó la mirada.—A verlo…—Está dormido —replicó la anciana

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sin más explicación—. Poco podrácontaros.

—¿Tenéis curiosidad por mihermano?

Lysell alzó la cabeza con la bocaabierta. ¡Era su hermano! Despuésasintió, primero con cautela, luego conentusiasmo.

—No creo que le importe. Leencantan los niños.

Por su tono de voz podría haberquerido decir que le encantaban losniños… cocinados. O que le encantabanlos niños… muertos. Pero aquello nodisuadió a los dos jóvenes.

Primero Vekka y después la niña, searrastraron con cierto reparo hacia el

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cuerpo y lo observaron de cerca. Lysellcalculó que debía de tener entre treinta ycuarenta años. Las arrugas, aunque finasy desperdigadas, decoraban su rostrocurtido y oscurecido por el sol. Su brazohumano presentaba un aspectoformidable; sin duda hacía todas laslabores con él, mientras que el ala, aexcepción de los lugares donde se veíala sangre reseca, se encontraba lustrosay limpia. Daba la sensación de que unopudiera ver su reflejo en cada pluma.

—¿Es… humano? —preguntó con unhilo de voz, intentando no sonarimpertinente.

—Yo diría que sí —respondió lamujer, apartándole el cabello de la

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frente. Si había sentido algún impulsopor culpa del hechizo de la niña, no lodemostró—. El pobre no es más que undesgraciado con una maldición acuestas. Como yo.

Vekka y Lysell se miraron,sorprendidos.

—¿Qué clase de maldición? —elchico no pudo contener la emoción.

Bautata también guardaba silencio,prestando atención.

—Bueno, la de cada uno es diferente—explicó la mujer—. Yo, por un lado,no siempre fui así de monstruosa. Unavez fui tan bella que todos los hombresse giraban al verme pasar, aunqueentonces no me importaba. Hasta que un

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día apareció un sentomentalista en lapuerta de mi casa y me ofreció un trato:a cambio de lo que yo menos valorabade mí misma, me concedería un deseo.

Los niños no apartaban los ojos delas manos de la mujer, que trazaba en elaire los renglones del cuento sinpercatarse.

—¡Cuál fue mi sorpresa alcomprender que se refería a mihermosura!

—¿Y cuál fue vuestro deseo? —preguntó Vekka.

Ella fue quien apartó esa vez lamirada.

—Poder tener un bebé.—¿Y os lo concedió? —insistió

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mientras Lysell pasaba la mirada de ellaa él, temiendo que aquella historia noacabara bien.

—Me lo concedió. Me concediópoder tener un bebé, no tener un bebé.—Una lágrima se escurrió por susdeformes facciones hasta caer en laalfombra—. Pero ¿quién iba a quererdarle un hijo a alguien como yo?

Lysell tragó saliva, conmovida porsu tristeza.

—¿Y… la de él? —Vekka señaló alhombre cuervo.

Cuando se recompuso, la mujerrespondió:

—Intentó timar a un hombre en unataberna. —Cuando dijo aquello parecía

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que todo rastro de dolor se hubieraesfumado—. Mi hermano no es unhombre sencillo. Bebe más de la cuentay, bueno, se pasa el día apostando. Poreso tuvimos que dejar nuestra casa ymendigar por los reinos. En una tabernacercana quiso jugársela a unsentomentalista y lo pagó caro. Desdeentonces cargo con él a cuestas.

—¿Quién os atacó en el bosque? —quiso saber Bautata.

Ella se volvió hacia la anciana.—Un grupo de forajidos que venía

siguiéndonos los pasos desde la taberna.Esperaron hasta que nos detuvimos adescansar para abalanzarse sobrenosotros.

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—No… —Lysell abrió la boca,conmocionada.

La mujer pasó la mano por la frentede su hermano.

—Una de sus armas lo atravesó casipor completo. Yo pude deshacerme delos otros dos y espantarlos, pero si nollega a ser por vuestros hombres, no sélo que habría sucedido. —Las lágrimasamenazaban con volver a derramarse—.Sé que no ha sido un hombre bueno, quees peligroso, pero no se merece esto. Nose lo merece…

—¡Bueno, ya basta de cháchara! —Exclamó Bautata, retomando el controlde la situación—. Es hora de descansar.

El hombre cuervo se removió con un

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gruñido sin llegar a abrir los ojos.—Al menos no está muerto —

murmuró Lysell.—Por el momento.—¡Vekka!—Lo siento…La sombra de uno de los guardias se

proyectó sobre la tela de la entrada.—¿Bautata?—Ahora no puedo salir. —La mujer

les hizo un gesto con la cabeza a loschicos para que se alejaran—. ¿Quéqueréis?

—Azquetam busca a su hijo. ¿Lo hasvisto?

Sin dejar de fulminar al chico conlos ojos replicó:

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—¿Cómo pretendes que lo hayavisto si no he salido de aquí? ¡Estará enel bosque con ese endiablado lobo!

Vekka se escurrió a gatas hasta laotra puerta. Lysell iba a moverse cuandoel guardia añadió:

—De todas formas quiere hablarcontigo y con la mujer.

—¿Y qué hago con el herido?—Dejarlo ahí, no creo que vaya a

salir volando. —El hombre soltó unacarcajada que coreó su compañero.

—Ahora voy —gruñó Bautata,poniéndose en pie. Después ayudó a larecién llegada y se giró hacia Lysell—.Márchate en cuanto salgamos, ¿me hasentendido?

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La niña asintió sin abrir la boca. Seocultó tras unos jarrones cuando lamujer abrió la puerta y después se pusode cuclillas para salir corriendo, peroen ese momento sintió algo bajo lasrodillas.

En la tierra, formando unadeformación en la juntura de dos de lasalfombras que cubrían el suelo, había unbulto en el que no había reparado hastaentonces.

Extrañada, separó los dos trozos detela para dejar libre lo que a primeravista parecía una hermosa flor depétalos dorados.

—¿Y tú de dónde has salido? —preguntó en voz baja. Comprobó que

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Bautata no andaba cerca y despuésacercó la mano al tallo. Pero justocuando iba a tocarlo, unos dedosgrandes y oscuros la agarraron.

Ahogando un grito, se apartó dellugar y se quedó con el corazóndesbocado observando al hombrecuervo, que a su vez la miraba con losojos entreabiertos.

—Lysell… —masculló con la bocaseca.

La niña miró hacia todos lados sinsaber si gritar para alertar a todos ydescubrir su posición o salir huyendo ydejarlo allí solo.

Un momento, ¿cómo podía saber sunombre?

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Los labios agrietados del enfermo securvaron en una sonrisa de lo menostranquilizadora.

—Te he… encontrado… —Lesobrevino entonces un ataque de tos.

Lysell se liberó de un manotazo y sealejó a rastras para que no pudieraalcanzarla. Podía haberle preguntadoquién era, si tenía buenas o malasintenciones, de qué la conocía; cualquiercosa, y habría conocido la verdad. Peroel miedo le agarrotó los músculos y lesecó la garganta.

—No… huyas… Te voy a…—¡Está despierto! —exclamó en ese

momento Bautata, entrando en la tienda,seguida de la hermana—. Y tú sigues

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aquí.—Pero ya me iba —balbució la niña

sin apartar los ojos del hombre cuervo.—¡No! —exclamó el hombre

cuervo, intentando alcanzarla.—¡Hermano, estás vivo! —exclamó

la mujer.—¡Tú…! ¡Debo… ahhh! —Su voz

se convirtió en un gemido de dolormientras Lysell se arrastraba a todaprisa hasta la salida. El corazón le latíadescontrolado y los pulmones noparecían querer trabajar.

En cuanto estuvo fuera se puso depie y, trastabillando, se alejó delcampamento hasta perderse en laespesura del bosque, en el único lugar

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en el que podía bajar la guardia y pensarsin sobresaltos.

Tenían que ser ellos. Uno laprotegería, el otro le haría daño. Aqueldesconocido sabía su nombre, aunquepodía haberlo escuchado mientras sehacía el dormido, pero ¿cómo podíaser? La había encontrado. ¿Qué habíaquerido decir con ello? ¿Por qué lahabía estado buscando? ¿Por qué suhermana no había dicho nada?

Se rodeó las rodillas con los brazosy metió la cabeza entre ellas para dejarde temblar.

¿Era casualidad que hubieranaparecido aquel preciso día? ¿Y sisabían de dónde provenía? ¿Y si podían

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ayudarla a encontrar su reino? ¿Y si soloestaban mintiendo para hacerle daño?¿Y si quienes los hubieran heridoseguían por los alrededores?

Las posibilidades la agitarontodavía más.

Tenía que marcharse delcampamento. Aquello era lo único quedebía preocuparle. Iría a buscar a Vekkainmediatamente y juntos escaparían delbosque de Célinor.

La había encontrado.Aquel fue el primer pensamiento

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lógico que inundó su mente antes devolver a perder la consciencia una vezmás. Despertó un rato después debido ala algarabía de voces que había a sualrededor. Una anciana vociferaba quetodavía no se había recuperado losuficiente como para interrogarlo.Supuso que hablaban de él. Por elcontrario, la voz grave de un hombrereplicó que no pensaban dejarlo en elcampamento durante la noche, en casode que fuera peligroso.

Entonces intervino una tercera vozen la que no había reparado y que leresultaba extremadamente familiar.

—¿Qué queréis de él? ¡No espeligroso!

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¿Quién lo defendía con tanto ahínco?—Eso no podemos saberlo. Querida,

tú misma has dicho que es un bebedor yque ha sido quien os ha metido en estosproblemas.

Debían de estar refiriéndose a otro.Él no bebía, al menos que recordase. Encuanto a los problemas…

—Pero…—Pero nada. —El hombre insistió

con más ferocidad—. Mientrasdecidimos qué hacer con él, tepediríamos que esperases fuera.

Su protectora fue a replicar, pero sedio por vencida y se alejó de allí.

Wilhelm curvó los labios en unasonrisa, intentando imaginar de quién

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podría tratarse, pero el latigazo quesintió en el hombro le hizo gruñir dedolor.

De pronto notó un aliento ranciocerca de su cara.

—¿Está despierto?—Despierto, sí —respondió la

anciana—. Con fuerzas para que loavasalles, no.

Hubo un silencio prolongado en elque Wil intuyó el crepitar de un fuegocercano y el arrullo del viento en elexterior. Debía estar en algún lugarcubierto.

—¿Crees que han utilizado mi donpara esto?

—¡Pamplinas! —exclamó la mujer

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—. ¿Cuántas veces tengo que decirte quelos poderes de los sentomentalistas sonirrepetibles?

—Pero entonces…—Es algo diferente. Algo mucho

más oscuro y perverso. Quien se lohiciera sabía cómo provocar dolor,aunque por lo que me ha dicho suhermana, él se lo buscó.

—Entonces está decidido: no loquiero aquí cuando anochezca. Soy elchamán y esas son mis órdenes.

—¡Pues yo soy tu madre y si no loquerías aquí, no haber permitido que tushombres lo recogieran!

Wilhelm sentía su cabeza a punto deestallar. ¿De qué hermana estaba

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hablando aquella mujer? ¿Y dóndeestaba la niña? Necesitaba salir de allí ybuscarla. Los gordolobos habían dadocon ella. Las Voces habían estado en locierto.

Las Voces.¿Dónde se habían metido? ¿Por qué

se habían callado? Llevaba sinescucharlas desde… desde…

Con un bramido se incorporó,asustando al hombre y a la mujer, que sealejaron aterrados. Indiferente allacerante dolor que sentía, intentóponerse de pie.

Ahora lo recordaba todo.—¿Adónde… crees que vas? —Con

más miedo que vergüenza, el que decía

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ser el chamán lo apuntó con una dagaque había desenvainado de su cinturón.

—Debo… la niña… mi hermana…No lo pudo soportar más. Con un

gemido, volvió a caer sobre la sábana.—¿De qué estás hablando? —La

mujer, tan anciana como la habíaimaginado al escuchar su voz, se inclinósobre él con los brazos en jarras—. Vasa tener que aguantar sin moverte almenos un par de noches.

—No hay… tiempo.—No, no lo hay —corroboró el

hombre—. Si se muere, que sea en elbosque, no en mi campamento.

La anciana no daba crédito a lo quedecía su hijo. Iba a replicar con fiereza

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cuando Wilhelm masculló una palabracasi sin aliento:

—Lysell…Madre e hijo se volvieron hacia él.—¿Has oído lo mismo que yo? —El

cuchillo le tembló entre los dedos.—Proteged a…Pero antes de que pudiera llegar a

pronunciar su nombre una vez más,volvió a caer inconsciente, no sin antesrememorar la mirada de su atacante enel bosque. Su fuerza y rabia alapuñalarlo. Las voces ordenándole queno se rindiera. Aquellos ojos y aquelrostro deforme que una vez fue bello.

Firela lo había seguido hasta allí. Élla había traído hasta su sobrina.

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Y ahora Lysell se encontraba a sumerced y completamente desprotegida.

—¿Lo tienes todo? —siseó lamuchacha con su petate a la espalda y unpañuelo oscuro alrededor del pelo parano llamar la atención.

Vekka asintió, seguro, y despuéssalieron fuera de su tienda de campaña.El sol se había ocultado casi porcompleto tras los árboles y elcampamento comenzaba a brillar con laluz de las hogueras que crepitaban en elcentro.

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De puntillas, intentando que la tierracrujiera lo menos posible, recorrierontodo el perímetro en dirección a la zonamás espesa del bosque. Pero cuandoiban a internarse en él, sintieron lapresencia de alguien a sus espaldas.

—¿Os marcháis?Los dos se dieron la vuelta para

encontrarse con la hermana del hombrecuervo.

—No… Nosotros…—Íbamos a cazar —intervino Vekka,

a la defensiva. El lobo se colocó a suspies y enseñó los dientes. La mujer no seinmutó.

—¿Con toda esa ropa? —Señaló suspetates.

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Vekka frunció el ceño.—¿Qué quieres?—Escapar con vosotros.Lysell dio un respingo.—¿Escapar de quién? —El

muchacho seguía en tensión.—De mi hermano, de mi vida con él.

Quiero volver a tener la oportunidad deser libre y no encontraré unaoportunidad mejor que esta paraalejarme.

—¿Lo dejarías solo ahora que estámuriéndose? —preguntó Lysell.

—Sí —respondió la mujer con laconvicción que el don de la niñaprovocaba en todos.

Los dos muchachos se miraron entre

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sí. Sobraban las palabras para saberque, una vez que abandonasen laseguridad del campamento, cuantos másfueran, menos peligros correrían. Perotambién era un riesgo acoger a unadesconocida.

Entonces Lysell tomó una decisión.—¿Sabes quién soy?—Sí, eres Lysell. —Guardó un

instante de silencio y después añadió—:Y he venido a ayudarte. Yo conocí a tumadre.

La niña abrió los ojos antes deentrecerrarlos, sorprendida por surevelación.

—Lo sabía —masculló para sí. Dioun paso hacia ella—. ¿Por qué no me lo

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dijiste antes?—Porque no quise. —Firela frunció

el ceño y movió los labios sinpronunciar palabra—. No quería que mihermano te descubriera. Lo siento.

Lysell asintió. La pregunta habíasido clara, y la respuesta, concisa.

—Puede venir —dictaminó.—¿Qué? —Vekka la agarró del

brazo—. ¿Te has vuelto loca? ¿Y simiente?

—Confía en mí.Él pareció debatirse entre si aceptar

o no cuando escucharon las voces devarios hombres y mujeres gritando susnombres. Con enfado, soltó a su amiga.

—Sea como sea, tenemos que

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movernos. Nos están buscando.Lysell le hizo un gesto a la mujer y

ella asintió con una mueca perturbadora.Manteniéndose siempre pegados a

las telas y con Lue trotando a su lado, sedeslizaron hacia la espesura del bosque,esquivando la mirada de los vigilantesque hacían guardia en los alrededoresdel poblado y de las luces quedesprendían las antorchas.

Una vez que se encontraronrodeados por árboles y arbustos,echaron a correr sin rumbo fijo con laúnica intención de alejarse lo máximoposible de allí. Ya decidirían quécamino tomar cuando estuvieran segurosde que nadie los perseguía.

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Firela se relamió con gusto cuandocomprobó que la mala suerte, porprimera vez en mucho tiempo, parecíahaberle dado un respiro. Habíaencontrado a su sobrina. Su hermanoseguramente moriría. Y ella, finalmente,sería la reina de Salmat. Kendra sehubiera sentido tan orgullosa de ella…

Tuvo que concentrarse en el bosque,que pasaba ante ella como unaexhalación, para dejar de pensar en suquerida y añorada hermana.

Su más leve recuerdo, fuera cualfuese: un consejo pasado, una anécdota,

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un asesinato perpetrado juntas… ladevolvía al claro del bosque dondehabía encontrado su cuerpo inerte. Almenos, ser un monstruo y que susfacciones se hubieran desfigurado tantotenía sus ventajas. Por mucho que semirase en un espejo, no vería ni rastrode su gemela. Ni siquiera su cabello sehabía salvado de la maldición deTézcar.

Esquivó un montículo de piedras ysiguió corriendo tras los niños. Desdeluego ya no se encontraba en la mismaforma que antes. Su pierna derecha sequejaba con cada irregularidad delterreno, había comprobado que el flatole sobrevenía mucho antes de lo que lo

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hacía en el pasado y montar en caballose había convertido en un auténticosuplicio. Al menos, se dijo, habíasacado una buena tajada al vender a suyegua, Zoya.

Con aquel intercambio de berones,además de vender su último lazo con elpasado, se había jurado no volver aquerer a nada ni a nadie en lo que lerestase de vida. Y por el momento no lehabía ido nada mal.

Tardó varios meses en encontrar elrastro de Wilhelm tras suenfrentamiento. De algún modo, mientrasella lloraba la muerte de su hermanadurante horas, él había logrado regresarpor sus medios hasta Hamel y allí había

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aguardado hasta recuperarse de todaslas heridas y contusiones que ella mismale había provocado.

Sin embargo, por mucha intenciónque el hombre hubiera tenido de resultarinvisible, alguien con un ala de cuervoera bastante fácil de recordar. Paracuando estuvo listo y se puso de nuevoen marcha, ella ya le seguía la pista.

Dieron vueltas durante semanas porel inmenso bosque de Célinor. Éldelante, ella a bastante distancia pordetrás. Lo peor habían sido las noches.A pesar de que el frío del inviernoresultaba menos crudo entre la foresta,no podía encender ni una hoguera parano descubrir su posición. Desde

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entonces sentía la respiración muchomás pesada y los ataques de tos lesobrevenían con mayor intensidadcuando se descuidaba.

Tuvo que apoyarse en un árbol parano caer. Los muchachos, al frente, sedetuvieron.

—¿Estás bien? —le preguntó Lysell,acercándose.

—Me duelen el pecho y la pierna.—¿La pierna? ¿Por qué le hablaba de lapierna también? Firela empezaba apreocuparse. No era la primera vez quesentía aquella urgencia tan desesperadapor responder la verdad a aquella niña.

—Lysell, no podemos pararnos. —El chico era mucho más angustiante. Con

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aquel lobo que parecía su mascota y conesos ojos del color de la tormenta, leponía los pelos de punta.

—Estoy mejor. —Se enderezó yforzó una sonrisa. No hizo falta quedijeran nada para saber que no les habíatranquilizado con el gesto. Era unmonstruo, incluso cuando sonreía; queno se le olvidara.

—Pues sigamos.Pronto tuvieron que encender unas

yescas para esquivar las trampas delbosque. No hablaron durante todo elrecorrido. El lobo aparecía ydesaparecía, y cada vez que su figura seperfilaba entre los árboles, a Firela ledaba un vuelco el corazón. Iba armada,

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sí, pero las heridas que se había tenidoque infligir a sí misma para que elsupuesto ataque de los bandolerostuviera algo de verosimilitud le escocíancomo mil demonios.

Y todo por esa niña que ahora teníaenfrente. Lysell. La reina de Salmat. Susobrina. Su presa.

La boca se le secó al recordar lapregunta que la niña le había hecho alsalir del campamento y el extraño deseoque había sentido de decirle la verdad.Dos veces seguidas. Pero ¿y si lehubiera preguntado por sus verdaderasintenciones? ¿Habría tenido la mismaurgencia de responder? Había mentidodurante toda la tarde a toda esa gente y

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después, en el momento más inoportuno,¿casi lo estropeaba todo? ¿Qué sentidotenía? ¿Tézcar, además de su edad y subelleza, también se había llevado suingenio?

No, ahí había algo más. Algo que seescapaba de toda lógica y que lacarcomía por dentro. Cada vez que esaniña le había preguntado algo solo habíapensado en la verdad, olvidándose detodo lo demás, incluso de lasconsecuencias que traería una respuestaequivocada.

Sabía que era imposible, pero ¿y sisu sobrina hubiera sido maldecida comosu hermano con algún poder?

Un sudor frío le recorrió la espalda.

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En mitad del bosque, rodeada por laoscuridad, Firela sonrió ante su buenafortuna. Si había superado aquellaprueba inesperada sin proponérselo, eraevidente que nada podría salir ya mal. Ypara colmo reconocía ese lugarescarpado rodeado por la foresta yaquella vista del Monte Érade.

Se detuvo en seco. No eranimaginaciones suyas, realmente sabíadónde se encontraba.

Semanas atrás, mientras buscaba aWilhelm, dio por casualidad con laenorme fortificación. En cuantoinvestigó por dentro las habitacionesdescubrió un puñado de pergaminosdesparramados por los suelos y todos

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ellos firmados por el mismo hombre:Drólserof.

Si estaba en lo cierto, y sabía que loestaba, las ruinas donde él habíamalvivido todo aquel tiempo no estabanparticularmente lejos y, a todas vistas,serían el lugar idóneo para llevar a cabola parte final de su plan.

—Esperad —exclamó. Ahora quehabían dejado el peligro atrás era elmomento de empezar a mover sus hilos—. ¿Tenéis idea de adónde nosdirigimos o qué rumbo hemos tomado?

Vekka miró hacia el cielo, pero elfollaje le impidió ver las estrellas.Avergonzado, negó sin decir nada.Firela sonrió para sí con suficiencia.

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—Hacia el este. En concreto, haciael sureste. ¿Tenéis algún destino enmente o…?

—Todavía no lo hemos pensado —respondió Lysell.

—El reino más cercano es Belmont,y dada su situación actual me temo queno encontraremos ni comida ni refugio.Si hubiéramos tomado la otra dirección,en un par de noches más habríamosllegado a Hamel.

—¿Y por qué no nos avisasteis? —le recriminó el muchacho.

—Porque pensé que sabíais adóndeos dirigíais. —Sonrió y demostró todasu entereza para no arrear un bofetón aaquel adolescente insolente—. Sin

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embargo, llegados a este punto yoconozco un sitio que puede servirnospara descansar.

—¿De qué se trata? —intervinoLysell. Su pelo destellaba como plataante el fulgor del fuego que sostenía.

—Un castillo abandonado. No estáen las mejores condiciones, pero nosservirá para relajarnos sin miedo a quenadie nos encuentre.

Vekka fue a replicar, pero Lysell leagarró de la muñeca.

—¿Lejos?—A dos noches de aquí. Quizás a

menos si nos apresuramos.—Está bien. Yo también creo que

deberíamos ir hacia allí.

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—Seguid andando entonces. En casode que nos desviemos, os avisaré.

Prosiguieron la marcha en silencio ysolo se detuvieron a comer algunosfrutos que habían recogido por elcamino. Calculó que llegarían a lasruinas al atardecer del día siguiente, talvez a la luz de las primeras estrellas. Sila niña hubiera estado sola podríahaberla descuartizado allí mismo. Peroel niño y el lobo eran harina de otrocostal y tenía la sensación de que ledarían más problemas de los que podíanaparentar a simple vista.

Unos pasos por delante, Lysell sedetuvo y se volvió para esperarla. Firelatemió que le fuera a preguntar algo, pero

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en lugar de eso, cuando llegó a su ladola niña dijo:

—Gracias por tu ayuda. Me alegrode que nos estés acompañando. No sé sihabríamos llegado a salir del bosque sinti. —Después bajó la mirada,avergonzada—. Y… y siento lo de tuhermano.

La Asesina del Humo le puso unamano sobre el hombro mientras que conla otra apartaba un diminuto atisbo deremordimiento.

—Yo también me alegro, Lysell. Yno te preocupes por mi hermano. Estoysegura de que sabrá apañárselas solo.

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8. El Marqués

Sentomentalistas había muchos a lolargo y ancho del Continente, peroninguno podía equipararse a Laugard deSiol, o como gustaba ser llamado: elMarqués.

Sus prodigios se contaban porcientos, si no miles. Se decía que habíaengañado a la muerte, mendigado a lavida y estafado a la suerte; que se habíadesposado con una decena de princesasy había combatido en miles de batallassin más armadura que su pecho

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descubierto; que todos los reinos ledebían favores y que él los cobraba a unalto precio, que había luchado contragigantes y los había vencido con unaaguja y un sedal, que había leído cuantoslibros se habían escrito y compuesto oinspirado casi todos los romances,sonatas y canciones que alguna vez sehubieran recitado; que tenía vástagosdiseminados de norte a sur y damasenamoradas de este a oeste; que, endefinitiva, era cuanto él creía que todohombre quería llegar a ser.

También se decía que era alto yapuesto, gallardo y valeroso, que suscabellos rivalizaban con las tonalidadesdel otoño y que su espalda era tan ancha

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como una cadena montañosa. Que susojos le habían robado el color al mar yque eran capaces de petrificar a susenemigos y derretir el corazón de lasmujeres; que sus labios, gruesos yenigmáticos, sabían dar los besos másdulces y lascivos del Continente y quesu lengua solo pronunciaba genialidadesagudas como saetas, respuestas afiladascomo dagas y piropos cálidos comohogares.

Todo esto y mucho más se decía delMarqués o, siendo fieles a la verdad, sedijo alguna vez de él, pues muchotiempo había pasado desde que Laugardno cabalgaba sobre su indómito corcelpor las tierras de los reinos avivando su

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leyenda y recordando a todos su nombrey sus proezas.

Desde hacía tanto tiempo que ni élmismo recordaba, su mundo y famahabían quedado reducidos a las paredesdel castillo donde ahora vivía y a laspocas hectáreas de terreno que lorodeaban. A nadie le interesaban ya sushistorias, a nadie excepto a su sirviente,a sus dos cocineras y al gato. Y seguroque ni a ellos engañaba ya.

La vergüenza que sentía por símismo era tal que había días en los queni se dignaba a salir de la cama para noenfrentarse a su reflejo.

Y aquel era uno de esos días.—¡Tengo hambre! —gritó desde sus

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aposentos, golpeando con los puños elcolchón y las sábanas descoloridas. Secruzó de brazos y se quedó mirando altecho de su cama, donde, hilado convivos colores, podía contemplar un tapizde sí mismo vestido con las ropas de unmonarca y una corona sobre su lustrosocabello.

¿Dónde habían quedado aquellasprendas tan dignas y delicadas? ¿Dóndela corona y las joyas? ¿Y su lustrosocabello?

—¡Sebastian! ¡Sebaaaastian! —Sugrito se convirtió en un lamento, en elgruñido de un recién nacido, en el agudoberrido de un niño consentido. El gatopersa que había a los pies de la cama se

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escurrió sin ser visto hasta ocultar porcompleto su pelaje abundante y blancobajo el mueble; conocía demasiado bienlos berrinches de su amo.

La puerta de sus aposentos se abrióde sopetón y en el umbral apareció unsirviente delgado como el cuello de unallave, de mirada alicaída, temperamentoinexistente y espalda en forma deinterrogación de tanto reverenciarse enla vida.

—¿Sucede algo, majestad? —Su vozera como las olas rotas a la orilla.Tranquila, grave, imperturbable.

—¡Quiero que mandéis quemar estetapiz! ¡Lo quiero ardiendo!¡ARDIENDO! —Lo contrario a la del

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Marqués, que mientras vociferaba,señalaba con su largo dedo índice hacialas nubes.

—Sí, majestad.—¡Cuando mañana me levante no

quiero verlo! Si por entonces sigue aquíos caerá un buen castigo a todos, ¿mehas oído? ¡A todos!

—Sí, majestad.El Marqués se quedó resollando con

los esmirriados brazos sobre el pecho.Hacía días que no forzaba tanto elcuerpo; estaba agotado. Sabía lo quevendría ahora: la jaqueca. Esa dolorosae incontrolable presión en la cabeza queanulaba cualquier intento por su parte dehacer algo más que no fuera lamentarse

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y gritar.Ahí venía.Se agarró la frente entre el dedo

índice y el pulgar y masajeó en círculosmientras que con la otra señalaba aSebastian.

—¿Qué haces todavía aquí? ¡Ponte atrabajar inmediatamente!

—Sí majestad. Ahora mismo buscola escalera y…

—¡¿Qué?! —Detuvo los dedos yalzó la mirada. La rabia volvía ainflamar sus pupilas—. ¿Pero te hasvuelto loco? ¡¿Cómo que vas a buscar laescalera ahora?! ¡Mírame! ¡Ni siquieraestoy vestido!

—Lo siento, majestad.

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—¡Y deja de llamarme majestad!—Mis disculpas, maj… señor.—Fuera de mi vista.Sin hacer ruido y con la misma

celeridad con la que se habíapresentado, el sirviente desapareciódejando al Marqués con la cabezaenterrada entre los dedos y un humor deperros.

Necesitaba salir de allí. No, debíasalir de allí. Si pasaba un minuto más enaquel lugar terminaría pidiéndole a sussirvientes que lo degollaran y lo tiraranal mar.

Con los últimos latigazos del mareoy de la jaqueca todavía persistiendo, sepuso de pie y avanzó hasta el ventanal

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con vistas al mar. Quitó el cerrojo ysalió al balcón.

La dulce brisa del océano le calmólos ánimos y le puso de mejor humor.Incluso el gato se atrevió a asomar lacabeza y a escurrirse fuera de su cobijo.

Aquella vista le recordó el motivode por el que había decidido asentarseallí tanto tiempo atrás. Llevaba toda lavida viajando sin descanso, viviendocomo si cada día fuera a ser el último,sin preocuparse por las consecuencias nipor el pasado, con la vista siemprepuesta en el futuro, en el siguiente paso,en el siguiente reino, en la siguientementira. Pero hasta de eso se habíacansado.

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Todo había empezado a venirseabajo cuando llegó allí. Desde que esedichoso castillo le llamó tanto laatención, desde que aquellas vistas leinstaron a tirar el ancla y a quedarse allía envejecer y disfrutar de la buena vidaque se había ganado.

—¡Pero esta no es la vida que yoquería! —gritó a nadie en particular, alcielo y a los acantilados que sedespeñaban ante él—. Esta no es mivida…

La puerta de la habitación se abrió ySebastian volvió a aparecer, solícito.

—¿Sucede algo, señor?—¡No! —gritó sin volverse—.

¡Dejadme solo! ¡Solo!

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Cuando la puerta se cerró a susespaldas, se deslizó hasta el suelo yquedó sentado con las piernasdespatarradas entre los barrotes dehierro de la barandilla.

Sabía que los sirvientes se reían deél, que las cocineras murmurabancuando preparaban sus fugaces comidasen la cocina, que hasta el gato sonreíaante su desdicha.

Cuánto odiaba a ese dichoso animal.Si a alguien tenía que culpar de susituación actual, y por supuesto no iba aser a él mismo, era al gato.

¡Qué feliz sería si aquel minino ytodas sus posesiones no se hubierancruzado en su vida!

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A él le gustaba visitar nuevoslugares sin un penique y pasar de ser unpetimetre al noble mejor atendido conquien toda madre quería casar a sushijas de la noche a la mañana. Legustaba enfrentarse a diez hombres másfuertes que él y salir airoso sin haberdesenvainado su espada, robarle lasrimas y las melodías a los mejoresartistas y hacerlas suyas, difundirrumores y alabanzas para que seadelantaran y que le fueran preparandoel terreno a su llegada. Moriría porvolver a sentir la admiración en los ojosde quienes le rodeaban, por escucharhalagos y buenas palabras rogandoformar parte de su círculo más personal,

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por ser el centro de atención y tenerlotodo sin haber hecho nada.

Una sonrisa lánguida se escurrió porsus labios resecos. Quería volver a serel alma de la fiesta.

El gato maulló desde el interior dela habitación y el Marqués se giró parafulminarlo con los ojos, sus labiosformando una fina línea.

—¡Deja de hacer ruido o te tiro a lasaguas!

Por respuesta, el animal bufó ycorreteó por la estancia hasta ocultarsebajo una mesita cubierta por un mantel.

—Eso, escóndete, ¡escóndete, bichodel demonio!

Se volvió hacia el mar y suspiró no

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una, sino dos veces. Tenía que calmarseo el dolor de cabeza regresaría.

¿A quién quería engañar? ¡Él eraquien se había metido en aquel lío! Ytambién el único que podría sacarlo deallí. Pero ¿cómo hacerlo sin mancharselas manos?

Tarea difícil. Muy difícil. Aunque,llegados a ese punto, ¿qué otraposibilidad le quedaba? Su don ya noera el mismo; no después del últimotruco. Y sus palabras, para qué negarlo,no causaban la más mínima impresiónsin ello.

Al principio había intentadoentrenarse con quienes se encontrabancerca de él, con quienes no huyeron en

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cuanto puso un pie en aquellas tierras.Principalmente fueron las decenas dedoncellas que lavaban su ropa a diario,los campesinos que araban la que ahoraera su tierra o los cocheros y lacayos delas cuadras. Pero pronto todos se fueronyendo uno a uno hasta solo quedarSebastian y las dos cocineras. Y el gato.Y seguro que los tres primeros sehabrían marchado también de no serporque ya eran demasiado mayores y notenían ni familia ni lugar donde caersemuertos.

¿Tan mal se le daba aquello deenfrentarse al mundo real sin utilizar supoder? ¿Cómo podía hacerlo el resto delos mortales? ¿Qué hacían ellos para

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ganarse a sus semejantes? ¿Cuál era elsecreto para hacer que la gente lossiguiese allá adonde ellos ordenasen?¿Una corona? ¡Él ya había llevado unade esas y no le había servido de nada!

Quería su don de vuelta. Su antiguavida. ¿Acaso era demasiado pedir?

Unos golpes en la puerta ledevolvieron a la realidad.

—¿Quién?—Soy yo, señor, Sebastian.Claro que era Sebastian. ¿Quién iba

a ser si no?—Adelante —dijo, de mal humor y

sin moverse del sitio. Lo escuchó entrary acercarse. Cuando se volvió, lo tenía amenos de un palmo de distancia. Dio un

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respingo, asustado.—Ha llegado una carta, señor.—¿Una…? —Le arrancó el sobre de

las manos y lo despidió con tan malasformas como siempre—. ¡Y que nadieme moleste!

Esperó unos segundos antes deabrirlo. ¡Una carta! Hacía meses; no,¡años! que no recibía ninguna. ¿De quiénsería? ¿Qué querrían? ¿Sería esa lapuerta hacia su…?

La emoción se fue disipando amedida que los renglones desfilabanante sus ojos.

—El rey Dimitri… —mascullaba—.En nombre de… libertad y justicia…rogamos atendáis nuestra propuesta…

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formar parte… ¡de un bando! —exclamóde pronto. El gato, que se había idoacercando sigilosamente, se alejó de unsalto—. ¡Quieren que forme parte de unbando de ataque! ¡Una guerra!

Se dejó caer de espaldas sobre elsuelo de la habitación con una sonrisaboba danzando en los labios y batiendopalmas.

—¡Por fin!, ¡por fin! —Aquel reyDimitri, fuera quien fuese, había oídohablar de él. Sabía de sus hazañas, teníala semilla de la curiosidad germinandoen su interior, ahora solo faltaba que élla regase con las palabras adecuadaspara que creciese y se hiciera fuerte. Ycon ella, su don resurgiría.

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Se volvió hacia el gato y lo miródesafiante.

—Ya no maúllas, ¿eh? Claro que no,gordinflón. Porque tú me vas aacompañar a esa guerra. —El felinobufó disgustado—. Te tendré vigiladodía y noche. No dejaré que te pase nada.¿Te gusta la idea?

El maullido seco fue una respuestamás que elocuente, pero ni eso le hizodejar de sonreír. Ahora debía escoger suropa, preparar su montura. No, mejor elcarruaje. Sebastian le llevaría como alrey que ahora era hasta Manseralda.

Todo saldría bien. Todo saldría másque bien. En sus treinta y cinco años devida no se había sentido nunca tan

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optimista.Con la energía renovada, se puso en

pie y se dirigió a los armarios, dondeguardaba todos sus trajes olvidadostiempo atrás. Los había de todos loscolores y telas, pero para la ocasión sepondría uno formal, altivo, elegante ydistinguido. Uno que sabía que pegabatan bien con sus ojos y su cabello queparecía haber nacido con él puesto.

No esperó ni un instante. Sinocultarse siquiera tras el decorosobiombo, se embutió en él y se miró dearriba abajo en el espejo de pared quecolgaba frente a la cama.

—¡Espléndido! —señaló, dando unavuelta para ver el vuelo de la pequeña

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cola de la chaqueta esmeralda. Con elpañuelo que encontró en uno de losbolsillos superiores, se frotó losdorados botones hasta dejarlosrelucientes. Orgulloso, se volvió haciael gato—. ¿Tienes envidia? ¿Te gustaríaverte así de apuesto? Temo que no está atu alcance.

Soltó una risotada y volvió a tomarla carta del suelo. El asunto de la guerraera lo que más le inquietaba, perotampoco en demasía. Un superfluodetalle sin importancia que solventaríaen cuanto tuviera oportunidad. Él noestaba hecho para guerrear. Solo paraque su nombre quedara bien deletreadoy claro en lo alto de la lista de soldados

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que participarían en ella. Si podía iracompañado de algún cargo, muchomejor. El asunto de la sangre, deembarrarse entero o de tener que clavarel filo de la espada en el pecho dealguien estaba completamente fuera detoda posibilidad.

Y no es que no fuera capaz de cogeruna espada y arremeter a mandobles sinpiedad, ni mucho menos. Conocía muybien el arte de las batallas. No en vano,su padre había sido general en AltoCielo muchos años atrás, cuandoLaugard no era más que un crío y aquelreino un lugar de inconmensurable poderahora olvidado por todos.

Por eso él había escapado. Porque

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para brillar no podía quedarse en sulugar de origen y esperar a quedestacase como soldado o comoartesano. Por eso y porque, cuando supadre descubrió que ocultaba un don, noquiso volver a llamarlo hijo.

Si le viese ahora… ¡amo y señor detodo Caravás! ¿Con un sirviente, doscocineras y un gato? Minucias sinimportancia. Los hechos eran loshechos. Él solo había llegado más lejosque su padre con todo un ejército, y enmenos tiempo. Ojalá pudiera estar allípara verlo.

Se repasó la indumentaria hasta quereparó en algo que se le olvidaba.

—¿Dónde la habré puesto? —

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masculló, poniéndose de cuclillas parabuscar bajo los muebles.

Sabía que la última vez que la habíavisto había sido hacía un par desemanas, cuando la tiró al suelo y estarodó a saber dónde. Tenía que estar porallí. Criando polvo en…

¡Ahí estaba!Bajo la cama, lejos de cualquier

lado y oculta en las sombras, el doradode la corona destellaba levemente.

Alargó el brazo y fue tanteando conla mano, apartando las pelusas de polvoque se adherían a ella hasta que creyóintuirla. Y entonces sintió un zarpazo.

—¡Ah! —Fue a levantarse pero segolpeó el codo con la madera. Un agudo

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dolor le subió hasta el hombro—.¡Maldito gato! ¡Maldito gato!

La puerta se abrió.—¿Sucede algo, señor?—¡Sí! ¡Quiero a ese gato muerto!

¡Muerto!—¿Disculpe, señor?—¡Ya me habéis oído! —Se puso de

pie y se lanzó a por el felino, que loesquivó con un maullido y una facilidadinsultantes—. ¡No te escaparás!

—Respecto a la misiva, señor…El Marqués se volvió hacia su

sirviente como un tornado.—¿Qué?—¿Queréis que prepare algo o…?La carta. Respiró. El traje. Una vez

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más. Lo esperaban. Poco a poco fuevolviendo en sí. Se recompuso comopudo y con toda la elegancia que lepermitía su voz, todavía ronca por losgritos, dijo:

—Preparad el carruaje. Ensillad losmejores corceles. Mañana partiremoshacia Manseralda.

Sebastian se quedó pensativo ymientras salía haciendo una reverenciase preguntó cuándo se habíananexionado aquellos dos reinos. ¿Tantotiempo hacía que no sabían nada delresto del Continente?

De nuevo solo, el Marqués cogióuna percha alargada y volvió a ponersede rodillas. Esta vez alcanzó la corona

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sin problemas. Cuando se presentó anteel espejo con ella sobre los cabellos,sonrió satisfecho, y como si aleccionaraa un niño pequeño, dijo:

—Voy a recuperar todo: mi don, mifama y mi poder. Ya basta de descansary de torturarme solo. Manseralda caerárendida a mis pies, y después el restodel Continente. —Se giró hacia el gato—. Y tú lo verás sin poder hacer nada,bicho inmundo.

El minino bufó con rabia antes delevantar la cola como desaire yasomarse al balcón.

Más allá de la barandilla, en elprecipicio donde las olas rompían, elMarqués creyó intuir una risa burlona

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que le retaba a cumplir su palabra, perono se dejó intimidar.

Pronto sería capaz, incluso, de secaraquellas aguas si así se lo proponía.

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9. Trabajo en equipo

—Te digo que lo hemos perdido.—¡Cierra el pico! —Marco volvió a

tirarse al suelo. Henry puso los ojos enblanco.

—¿Vas a seguir rebozándote la caramucho tiempo en la tierra o podemosempezar a buscar de verdad?

—¿Quieres que te reboce yo a ti lacara? —amenazó al gemelo, poniéndosede pie.

—Estoy esperando.Antes de que nadie pudiera hacer

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nada estaban con las frentes pegadas,como dos machos cabríos en celo.

—¡Parad! —Sírgeric los empujó unoa cada lado—. ¿Me habéis oído? ¡Dejadde haceros los duros y controlaos!

Los dos muchachos se separaron conun gruñido. Marco le pegó una patada aun trozo de piedra, haciéndolo volar porlos aires mientras Henry se quitaba a suhermano de encima con un empellón.

Llevaban dando vueltas cerca de doshoras. Al principio fue fácil: bastó conque Henry expandiese la capacidadauditiva de uno de ellos para seguir elruido a través de la espesura. Sinembargo, no tardó en quedar agotado ytuvieron que dejar de confiar en su don.

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Intentaron subir hasta la copa de algúnárbol, pero el riesgo era demasiado altoy Sírgeric no quiso tentar a la suerte.

—¿Nos hemos perdido? —preguntóSimon a nadie en particular y con losojos puestos en el camino.

—¡Claro que no! —Sírgeric lepalmeó la espalda para animarle—.Solo estamos un poco… desubicados.

—O sea, que nos hemos perdido.—¿Cómo se nos puede haber

escapado un tipo que vuela por encimadel bosque? —se quejó Andrew, con laesfera de hierro bailando sobre la palmay el dorso de su mano en un movimientohipnotizante.

—Yo te lo diré —intervino Henry—.

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Por culpa del papanatas de Marco.—¿Mi culpa? ¡Fuiste tú el que

decidió tomar este sendero! ¡Dijiste quenos encontraríamos con él de frente!

Sírgeric les dio una colleja a cadauno.

—¿No me habéis oído? Callaos yprestad atención. Esto no es un juego. Sino lo encontramos, no quiero ni pensarlo que Zennion o Adhárel nos harán.

—Nos cortarán en pedacitos —supuso Morgan, resignado.

—Nos expulsarán sincontemplaciones. —Andrew machacó elmetal con una palmada.

Henry miró de soslayo a Sírgeric.—¡Deberíamos haber venido con

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Zennion!—Vaya, pues no vi que ninguno os

quejarais cuando me propuse paraacompañaros.

—¡Porque pensábamos que podríasencontrarlo!

De pronto la tierra comenzó a rugircerca de ellos. El temblor se extendiópor el bosque y vieron a los animaleshuir en dirección opuesta. Los pájarosalzaron el vuelo y se alejaron caminoadentro, piando agitados.

—¿Qué está ocurriendo? —Marcose agarraba con firmeza a un troncocercano, temiendo que el bosque enterofuera a derrumbarse.

—¡Acercaos todos! —exclamó

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Sírgeric—. ¡Os llevaré de vuelta alpalacio! ¡Marco! ¡Aquí!

El muchacho asintió. Fue a separarsedel árbol, pero en ese instante el tallo deun vegetal, verde, oscuro, grueso comouna columna y con alguna hojadesperdigada, nació de la nada entre él yel resto del grupo y creció hasta el cieloa una velocidad imposible.

—¡Es él! —gritó, haciendo bocinacon la mano y mirando hacia arriba.

—¡Marco! ¡Ya!—¡No! Esperad, creo que tenemos

alguna oportunidad de…El suelo volvió a temblar como si se

tratara de un seísmo, más cerca de ellos.Todos se giraron a tiempo de ver cómo,

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una vez más, a varios metros de dondehabía surgido el primer tallo, crecía unonuevo e igual de vigoroso. Los pedazosde tierra saltaron por los aires,levantando el suelo por doquier ydejando a la vista numerosas raíces delos árboles colindantes.

Marco volvió a alzar la mirada, estavez con la intención de analizar el auradel tipo. Con una sonrisa se giró haciasus compañeros.

—¡Tenemos una oportunidad! ¡Él esquien está haciendo todo esto, y estáagotado!

Sírgeric dio un paso hacia alante.—Te estoy diciendo…—¿Cómo de agotado? —Simon se

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adelantó.Marco sonrió a su compañero.—Lo suficiente como para que no

tenga que costarte demasiado que pierdael conocimiento. Si pudiéramosdesequilibrarlo…

—¿Qué creéis que vais a hacer?—¡Esto servirá! —Andrew corrió

hasta Simon con su pedazo de hierro enforma de espada. La hoja era tan afiladay delgada que podía cortar cualquiercosa sin apenas esfuerzo.

—Estáis soñando si pensáis que…—¡Nosotros también ayudaremos!

—exclamó Tail, agarrando del brazo asu gemelo y a Morgan. La tierra volvió aretumbar y una nueva planta, más

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pequeña que las dos anteriores, emergióunos metros por delante.

—¡Vamos!—¡No! ¡Esperad! —Sírgeric salió

corriendo tras ellos, pero fue en vano.Los muchachos ya estaban colocándoseen posición—. ¿Quién me mandaría a mímeterme en estos berenjenales?

Los sentomentalistas sedesperdigaron entre los árbolescercanos al camino para esquivar losrecién aparecidos obstáculos. Cuandopasaron el último, Marco les hizo unaseñal para que siguieran avanzandohasta donde creía que aparecería elsiguiente. Y en el momento en que latierra comenzó a estremecerse, Simon,

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que se mantenía apartado tras unasrocas, cerró los ojos y se concentró enla silueta que se recortaba en las alturas.

—¡Henry! ¡Morgan! ¡Tail! —exclamó Marco—. ¡Ahora!

Los dos gemelos se concentraroncomo Zennion les había enseñado:dejando la mente en blanco yfocalizando su atención en la víctima.Tail alzó el pulgar y Henry asintió. Elgrito del perseguido resonó en el bosquepor encima del estruendo de la tierra.Entonces Henry le hizo su señal a Tail yeste se relajó mientras su hermanotomaba el relevo. Para rematar la faena,cuando Henry se quedó sin fuerzas ycayó agotado, Morgan se encargó de

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hacer hervir la sangre del desconocido.Esta vez el grito fue mucho más

agónico. Sírgeric observaba todo desdeuna distancia prudente, listo para saltaren cuanto se produjese un imprevisto.

Andrew tomó aquel grito como suseñal de entrada. Agarrando el hierrocon las dos manos, echó hacia atrás losbrazos y descargó con toda la fuerza dela que fue capaz el arma contra el últimotallo aparecido. Tras ello, se quedóobservando, ansioso, si había servido dealgo.

Empezaba a perder la fe cuando laparte superior comenzó a escurrirse,dejando un rastro de savia por elcamino.

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—¡Árbol va! —gritó el chico, conuna sonrisa y sin reparar en que elvegetal estaba cediendo hacia donde seencontraban sus compañeros.

—¡Apartaos! —Sírgeric saliócorriendo, esquivando todos losobstáculos.

Tail y Morgan tiraban de Henry condesesperación, pero pesaba demasiado.Sírgeric los apartó con impaciencia ylevantó al muchacho por las axilas.

—¡Corred con los demás! ¡Vamos!—De un tirón volvió a meterlo en elcamino y después lo arrastró hasta laspiedras donde se ocultaba el resto desus compañeros.

—No os mováis de aquí, ahora

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dejádmelo a mí.Esta vez, todos obedecieron sin

rechistar. Se dio media vuelta hacia lacopa del inmenso tallo, que poco a pocose iba desplomando sobre los árbolescercanos. A una distancia prudencial,observó cómo el intruso se agarraba confuerza a la planta mientras suplicabaayuda.

Sírgeric aceleró el paso y calculó ellugar exacto donde debía esperarlo. Elfollaje y las ramas amortiguaron la caídadel vegetal. Los troncos se partían y latierra rugía bajo su peso mientras losmontículos de tierra se desparramabanallí donde los árboles eran arrancadosde raíz. Sírgeric se detuvo y tanteó el

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terreno. El tallo dibujó todo el arco decaída y quedó suspendido a unos metrosde altura. En su cúspide, magullado ysangriento, se encontraba eldesconocido sentomentalista.

Corrió hacia él para comprobar suestado y soltó un suspiro de aliviocuando lo vio retorcerse y gemir.Después, escaló por la corteza deaquella extraña planta hasta él.

—¿Puedes oírme?Por su aspecto debía de tener

alrededor de veinte años, aunque su pelorizado y del color de la paja y las pecasque poblaban su redondeada cara leconferían una imagen mucho másinfantil. Iba vestido con un chaleco

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desgarrado sobre una camisa cubierta demanchurrones y unos pantalones hasta elempeine. Llevaba los pies al aire libre,manchados de verdín.

—Habrá que sacarte de aquí.—No me… toques… —No pudo

pronunciar más palabras. Al instantecayó inconsciente.

Los seis niños aparecieron entre elfollaje, cautelosos. Henry andabaapoyado en su hermano y con los ojosmedio cerrados.

—¿Está… muerto? —preguntóMarco, temeroso.

—No. Pero si no lo llevamos prontoal palacio podría acabar así.

Mientras los muchachos subían al

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tallo, trepando hasta donde estabaSírgeric, el otro sacó del guardapelo elcabello de Zennion.

—¿Listos? —preguntó. Todos seagarraron con fuerza de las manos. Élmiró a su alrededor una última vez y,antes de desaparecer, pensó en lo muchoque Adhárel se enfadaría cuando vieraaquel estropicio.

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10. Tras la reina

Wilhelm se despertó sobresaltado. Estavez, a pesar de que era de noche, podíavislumbrar su alrededor con claridad.Aquella era una noche que conocía, queno le daba miedo. No como la de lapesadilla. Las llamas de las hoguerasque crepitaban en el exterior lerecordaron dónde se encontraba. Lamemoria hizo el resto: Lysell; Firela, susmanos, la mentira, el ataque y su jugadamaestra para deshacerse de él.

Había fracasado.

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Sintió un tirón cuando se apoyósobre su brazo. Fue entonces cuandoreparó en las vendas manchadas quecubrían su hombro. Llevaba el brazo encabestrillo y a la altura del pecho teníauna mancha reseca de sangre.

¿Cuánto tiempo llevaba dormido?¿Dónde estaba la mujer que lo habíaestado buscando? ¿Y el chamán?¡Necesitaba hablarles de su sobrina yrogarles que se la trajeran! Por fin habíadado con Lysell. Por fin, después demeses y meses buscándola.

De pronto reparó en las voces queoía fuera. Tuvo que prestar atenciónpara distinguir sus palabras. Llamaban agritos a dos personas: Eis y Vekka. Las

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luces de unas antorchas aparecían ydesaparecían tras la tela de la tienda. Laincertidumbre le estaba carcomiendo.

Haciendo un esfuerzo sobrehumano,se puso de pie. Unos mareos lesobrevinieron como un oleajeembravecido. Se agarró a uno de lospilares de madera que aguantaban laestructura y esperó a que el malestarremitira. Una vez que se encontró mejor,abrió los ojos. Se colocó la capa conayuda de los dientes y la mano mientrasel ala negra daba bandazos a sualrededor. Cuando consideró que podíapasar desapercibido, salió fuera.

El campamento era un completo caosde grupos corriendo de un lado a otro

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armados con antorchas y gritando elnombre de los dos desaparecidos. Unniño lloraba en el interior de una de lastiendas, bañando la noche con suangustia. Había pasado algo malo, Willo sintió en cada pluma de su ala. Algoque, sin saber de qué forma, también leconcernía a él. ¿No era acaso elportador de la desdicha?

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó aun hombre mayor sentado frente a unahoguera.

—El endemoniado hijo de Azquetamha desaparecido con la niña.

¿El endemoniado hijo… delchamán?

—¿Qué niña? —insistió.

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El viejo se volvió hacia él.—¿Cómo que qué niña? Pues la

mocosa entrometida de Eis. ¡La delcabello de anciana! Espero que se lahaya tragado el bosque.

La del cabello de…—¡Lysell!Ignorando los pinchazos y la

sensación de que las curas y losvendajes que le habían aplicado estabanperdiéndose con la carrera, avanzó apaso rápido hasta el grupo de némadesentre los que se encontraba el hombretónque había visto antes en su tienda: elchamán.

Cuando llegó a su lado lo agarró delbrazo para llamar su atención.

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—Debéis encontrar a la niña, ellaes…

—¿Qué haces tú aquí? —Alzó lamirada en busca de alguien—. ¿Quéhace él aquí?

Wilhelm no se amilanó ante el brillode sus ojos o el desdén de sus palabras.

—¿Hace cuánto que se han ido?¿Dónde está mi… mi hermana?

—Ahora no tengo tiempo pararesponder a tus preguntas, bicho raro —le espetó, apartándolo de un empujón.

Wilhelm, ofendido, tiró la tela alsuelo y batió el ala con fuerza. Todos loshombres y mujeres que había cerca sevolvieron para admirar su maldición.Para contemplar al monstruo de cerca.

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El hombre cuervo apretó con fuerzalos dientes para no gritar. Si antes habíasentido un tirón, ahora le daba lasensación de que alguien lo estuvieradesgarrando. No tardó en ver la manchade sangre en su hombro tiñendo la vendaya de por si oscura.

—¿Dónde crees que vas? —Escuchóla voz de la anciana a su espalda.

Se dio la vuelta e intentóconcentrarse en sus ojos para no caerallí mismo desmayado, frente a aquellosdesconocidos que se mantenían ensilencio.

—Tengo que… encontrar a Lysell…—¿De qué conoces tú a Lysell? —El

chamán lo agarró del brazo y le obligó a

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girarse. Su cinturón, repleto depequeños saquitos, se bamboleó.

—He venido a buscarla. —Lecostaba seguir en pie. Le costaba noperder el equilibrio o dejar que lospárpados volvieran a enviarlo a lanoche.

Azquetam pareció desconcertadopor un instante. Si no creyese que eraimposible, Wil hubiera pensado queestaba incómodo por mantener aquellaconversación frente a tanta gente.

—Pues está claro que se hamarchado —respondió tras unossegundos—. Y se ha llevado con ella ami hijo.

—Vuelve dentro o la herida se te

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pondrá mucho peor. —La anciana señalóel camino con su bastón—. ¿Acasoquieres quedarte sin tu único brazo?

La angustia de haber perdido otravez a su sobrina colapsó sus sentidos.No escuchaba ni tampoco podía razonar.Había estado tan cerca… ¡tan cerca!Solo tendría que haber permanecidodespierto, haberse deshecho de suhermana.

Enfurecido, maldijo a gritos. Losnémades se alejaron varios pasos,asustados. Todos menos la anciana, quevolvió a ordenarle que la acompañara.

Sin prestar atención a los murmullosy comentarios, siguió sus pasos con lacabeza gacha. Cuanto más tardase, más

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posibilidades tendría Firela de cobrarsu ansiada venganza. Lysell nunca habíaestado tan en peligro.

—Túmbate.¿Por qué sus Voces habían dejado de

aconsejarle? ¿Cuándo volverían? Elcansancio estaba venciendo la batalla,pero tenía que permanecer despierto.

—¿De verdad conoces a… a Eis? —preguntó la mujer.

—Es mi sobrina.Ella le aplicó la pasta caliente y

olorosa sobre la herida abierta y asintió.No hacía falta ser sentomentalista parasaber que estaba guardándose muchaspalabras.

—¿Cuándo se han…?

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—Nadie lo sabe. Nadie. —Su vozya no sonaba tan autoritaria ni enérgica.Parecía haberse marchitado—. Estabanaquí. Vinieron a verte. Yo les dije que semarcharan, que tenías que descansar. Tuhermana nos pidió que…

Wilhelm se olvidó de respirar.—¿Mi hermana también se ha ido?Ella detuvo su mano sobre la herida

y se quedó pensativa.—Ahora que lo mencionas, no la he

vuelto a ver desde que… desde que mihijo me pidió que saliera y…

—¡No!Wilhelm intentó incorporarse, pero

ella lo detuvo.—¿Qué estás haciendo? ¡Estate

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quieto ahora mismo! Ella ya es losuficientemente mayor como para poderir por libre, ¿no te parece?

El hombre cuervo arrugó el ceño,confundido.

—Ya nos contó el motivo por el quesufristeis el ataque y no puedo decir queesté cómoda curando a alguien a quienle importa tan poco su vida y la de sufamilia.

—¿Cómo?—Jugar, beber, perder un brazo por

el camino… ¿No sabes de lo que tehablo?

Wilhelm la miró totalmentedescolocado. Le hablaba como si fuerasu madre, pero no comprendía ninguno

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de sus consejos.—Yo no bebo —replicó—. No

desde hace mucho.—No es lo que ella nos dijo.—¡Estaba mintiendo! —Soltó un

gruñido cuando la mujer presionó sobrela herida. Cuando el dolor remitió,añadió—: Mintió porque los dosbuscamos a Lysell.

Ella le miró ofendida.—¿De qué la conoces? ¿Y cómo

piensas cuidar de esa niña en tu estado?—¡Yo no estoy en ningún estado!—A mí no me grites —le ordenó la

señora, señalándole con el dedopringado—. No sé quién eres ni por quéla buscas, pero más te vale que no estés

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planeando hacerle ningún daño.—¡Es mi hermana quien quiere

hacerle daño!—Ella no me dijo que la

conociera…Wilhelm ladeó la cabeza, incapaz de

creerse la situación.—Por favor, escuchadme: Lysell

corre peligro. Más del que podáisimaginar. Mi hermana os engañó: ¡fueella quien me hizo esto! Vinopersiguiéndome hasta aquí y después…

—¿Ella te atacó? Pero si nos hablóde tu maldición, y de la suya, y de cómoos habían asaltado los bandoleros.

—Debéis creerme. Por eso necesitosalir de aquí cuanto antes.

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La anciana lo miró durante unosinterminables segundos valorando suspalabras. Pero ¿cómo podría averiguarsi le engañaba él o si era cierto que lamentirosa era su hermana? Y entonces seencogió de hombros: ¿y a ella qué másle daba? La niña había dejado de sernada suyo desde que su hijo habíadecidido echarla y, por otro lado,aquellos eran temas que no leincumbían. Suficiente tenía con aguantarel reuma y el incesante dolor de piernas.

—¿Cómo sabrás hacia dónde ir?Wil comprobó de un vistazo que las

semillas de gordolobos seguían en sucinturón y sonrió más tranquilo.

—Tengo mis trucos. ¿Cuándo creéis

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que podré ponerme en marcha?—Bueno… una herida como esta

tardará en cerrarse bastante y me temoque es posible que se infecte sincuidados diarios, pero…

La mirada del hombre fue más queelocuente.

—Si ahora descansas y cuando tepongas en marcha te llevas algo parahacerte las curas tú solo, mañana por lamañana deberías poder salir.

Quizás para entonces fuera ya tarde,pero no debía perder la esperanza. Talvez su hermana tuviera unos planesdiferentes para Lysell, a lo mejor nobuscaba su muerte.

—Os agradezco… —Con una

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mirada se señaló el cuerpo—. Bueno,esto.

—No tienes por qué. —Se puso depie y le miró a los ojos—. Lo hago porla niña. Quiera o no, le he cogidocariño. Y no me gustaría que le pasaranada malo. —Se fue a dar media vuelta,pero pareció pensárselo y añadió—:Aunque, por otro lado, quién sabe si noestaré ayudando al lobo en lugar de alcazador.

Los labios de Wilhelm se curvaronen una sonrisa cansada.

—Quién sabe…

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11. Jack

—Tienes tres segundos para contarmequé les ha pasado. —Zennion se cruzóde brazos y echo un último vistazo a suspupilos arañados, doloridos, cansados ycubiertos de barro.

—Ese tipo hacía crecer… ¡árboles!De la nada. Y caminaba sobre ellos.¿Qué más quieres que te cuente? Loschicos actuaron lo mejor que pudierondadas las circunstancias. Toda laresponsabilidad es mía.

—¡Desde luego que es tuya!

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Marco dio un paso al frente.—Pero al final lo atrapamos, ¿no es

eso lo que cuenta?—Lo que cuenta es que podíais

haber acabado muertos.Sírgeric puso los ojos en blanco. Y

vuelta a empezar. Llevaban desde quehabían llegado, unas horas atrás,escuchando el sermón del Maestre sindescanso y analizando todos los erroresque habían cometido. No quería pensarlo que habría sucedido si alguno hubieraresultado gravemente herido. Fuera, lanoche había caído sobre Bereth como unmanto de niebla y viento.

El intruso se encontraba en esemomento custodiado por un par de

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guardias sentomentalistas en la celdamás aceptable de los calabozos,inconsciente, mientras otro grupo dehombres había ido al bosque paraintentar arreglar el estropicioocasionado. Aquella era una zonapeligrosa en caso de producirse unataque, y no podían permitirse el lujo detener toda la foresta levantada.

—Sírgeric ya ha pedido disculpas,Zennion. ¿Qué más quieres? —Duna seencontraba sentada junto al maestre en lalarga mesa del salón principal con laespalda apoyada en uno de los brazos dela silla y las piernas cayendo por encimadel otro. No era precisamente la posturamás digna para una futura reina, pero

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había costumbres que costaba muchoerradicar.

—Quiero que le queden claros todoslos fallos cometidos y que estos jóvenes,por muy mayores que puedan parecer,siguen siendo unos niños.

Los gruñidos de protesta y losbufidos indignados se sucedieron entrelos muchachos.

—Son mucho más capaces de lo quecrees, Zennion. —Hacía tiempo queDuna no veía a Sírgeric tan molesto conalgo.

—¿Y lo dice alguien que solo seacerca a ellos para jugar?

El otro fue a responder, peroAdhárel entró en ese momento como una

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tromba.—Se ha despertado.Todos se pusieron de pie a

excepción de Henry, que en algúnmomento indeterminado se habíaquedado dormido en su sitio con lacabeza sobre los brazos cruzados.

—¿Dónde lo tienen? —preguntóSírgeric.

—Lo están trasladando a una de lashabitaciones superiores.

Duna le miró preocupada.—¿No crees que…?—Estará vigilado.—Pues ¿a qué esperamos? —

exclamó Marco, dando una palmada—.¡Veamos quién es!

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Zennion se dio la vuelta.—Vosotros id a descansar. Es más

de medianoche y mañana tenéisentrenamiento.

—¿Qué? ¡No! —replicó el chico.—Nosotros lo atrapamos —añadió

Morgan sin ninguna emoción en su tono.—Y os lo agradecemos —intervino

Adhárel, poniéndole la mano sobre elhombro—. Pero puede ser peligroso.

—Pero acabáis de decir…—Basta de cháchara. —La orden de

Zennion no admitía réplica—. Osinformaremos en cuanto tengamos algoconcluyente, no os preocupéis.

—Siempre nos dejan de lado… —masculló Andrew mientras despertaba a

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Henry de un codazo y salían de allí.

Se llamaba Jack y tenía diecinueveaños. El golpe le había provocado unabuena conmoción, pero poco a poco ibarecuperando la consciencia y parecía detodo menos agresivo. Sus ojos, de uncolor verde enfermizo, podrían haberresultado inquietantes y peligrosos de noser porque tenía los párpados algocaídos, como si siempre estuvieraadormilado o con un pie en la realidad yotro en otra parte. Su sonrisa bovinatampoco ayudaba.

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Por la descripción de Sírgeric,sabían que su cabello era de colorpajizo, aunque en ese momento seencontraba cubierto por unas gasas.

Le habían vendado las piernas conunas tablillas. Según los curanderos nohabía habido fractura, pero sí esguincesen los dos tobillos. La muñeca izquierdatambién estaba entablillada.

Lo habían amarrado con cuerdas alcamastro, aunque Duna se preguntó siaquello era realmente necesario: susextremidades parecían tan frágiles comoramas de árbol o carámbanos de hielo.

—¿Q’ago aquí? —preguntó encuanto los vio entrar en la habitación.Tenía un acento que Duna no consiguió

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identificar, pero que supuso de algúnpoblado alejado de las grandes urbes.

Sírgeric se acercó a la cama concara de pocos amigos.

—La pregunta es qué hacías tú en elbosque.

—¿Yo?—Sí, tú. —La voz de Sírgeric sonó

grave y poco amistosa.Adhárel le indicó con una mirada

que se calmara.—Pos… escapar.—¿Escapar de quién? —intervino el

rey, mucho más comedido.Los ojos de Jack saltaban de uno a

otro como una liebre inquieta. En elinstante en que se detuvieron en Duna,

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sus párpados parecieron cobrar algo devida antes de volver una vez más a suaspecto anterior.

Se quedó mirando fijamente aAdhárel hasta recordar la pregunta quele había formulado.

—De los locos… —Su labioinferior tembló un instante.

—Tendrás que especificar más siquieres ayuda.

Jack se puso a negar como unposeso.

—No, no, no. No podéis acercarosallí. ¡Es mu peligroso! ¡Sos matarán!

—¿Quién nos matará?—El rey loco y sus hombres. —

Parecía que hablase más de un monstruo

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que de una persona, pero ninguno de lospresentes necesitó más pistas parasuponer a quién se refería.

—¿El rey… Dimitri?Ante el nombre, Jack encogió los

hombros, asustado, y asintió.Duna miró a Adhárel, consternada.

Aquella era la primera mención a suhermano en mucho tiempo. Al menos porparte de una fuente más o menos fiable.Si el terror se había apoderado de Jack,la ira y la impaciencia lo habían hechode Adhárel.

—¿Has estado con él? ¿Dónde?—En… en… Yo estaba viajando y

la oí. Y, pos la seguí. A la voz, digo. Yentonces estaban allí. Los otros y él.

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—¿Qué otros? ¿Dónde? —Adhárelse acercó a la cama por el otro lado.

Jack tembló antes de responder.—Manseralda. En Manseralda, sí.

Eso me dijeron.Duna miró al rey y a Sírgeric.

Zennion negó con la cabeza,preocupado.

—¿Y qué estaban haciendo? —insistió Adhárel—. ¿Te enteraste de susplanes? ¿Por qué huiste? ¿Cuántoshabía?

—¡Ay yo no sé tanto! —se quejó elmuchacho, agobiado ante las preguntas.Parecía a punto de echarse a llorar.

Duna se obligó a respirar hondo.Echó un vistazo por la ventana, donde

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las estrellas brillaban en solitario sinuna luna que las acompañase. Fueincapaz de reprimir la idea de podersurcar el cielo de nuevo, libre, sinpeligro, sin el miedo a la guerra o alfuturo.

—Algo sabrás. —Adhárel se cruzóde brazos—. Habla.

—¿Soy un prisionero? —preguntóJack.

Sírgeric bufó.—Lo estamos decidiendo, y por el

momento tienes bastantes puntos paraque así sea.

—En cambio, si nos ayudas —añadió el rey—, te indultaremos. Peroantes tendrás que demostrar que no eres

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una amenaza y que podemos confiar enti.

—¡Yo no soy ninguna amenaza! —sequejó—. ¿Qué tengo que hacer pa queme creáis? ¡¿Y dónde estoy?!

—Estás en Bereth —respondió Dunacon voz dulce—. Por favor, intenta hacermemoria. ¿Qué viste en Manseralda?

Jack posó la mirada en la manta quelo cubría y se puso a dibujar con el dedolas filigranas de la tela.

—Están organizando un ejército oalgo así. Tienen un puñao desentomentalistas que entrenan tos losdías y a los que tratan como animales.Pero ellos parecen felices. —Parecenfelices porque alguien los está

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obligando a creer que son felices, sedijo Duna—. Y luego hay personascorrientes por ahí. Pero son menos y soncomo esclavos o así.

La respiración del rey se hizo máspronunciada.

—Juegan con ellos, los utilizancomo cebo o como peleles pa pelear.Mueren y a nadie le importa. A mí alprincipio tampoco. Yo también era feliz.Pero entonces un día descubrí por qué yno me gustó. Desde entonces me escondíhasta que empezó a importarme tó. Ypor eso me fui. —Una lágrima seescurrió por su mejilla—. Una noche sedistrajeron y dije que me se habíaolvidao una cosa en mi habitación.

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Cuando ya no había guardias me saltépor la ventana. —Duna dio un respingo—. Y huí. Me se echaron encima rápido.No llegué ni hasta los muros, pero habíaestado practicando en secreto y pudeutilizar mi regalo contra ellos.

—¿Tu regalo? —preguntó Sírgeric.—Tu don —aclaró Adhárel. Jack

asintió—. ¿Escapaste solo?El muchacho asintió, abatido.—Lo intentó otro amigo, pero no

llegó a los muros —se quedó callado—.Lo mataron antes.

Duna tragó saliva y masculló unpésame por aquel desconocido.

—Necesitamos más datos. Todos losque puedas proporcionarnos, Jack —el

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tono del rey se había suavizado. Quizásese muchacho fuera una brújula quepudiera ayudarlos a dar los primerospasos. Quizás no estuviera todo perdidoahora que conocían algo de los planesde Dimitri.

—Pero es que no sé más. ¿Cuándome liberaréis?

Sírgeric lanzó una mirada al rey.—¿De verdad querrías salir de aquí,

donde puedes estar protegido?Jack alzó la vista. Parecía un

cachorro apaleado intentando discernirla verdad de la mentira.

—Sírgeric tiene razón —añadió elrey—. Cuando se desate la guerra más tevale estar a cubierto y a ser posible en

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el bando adecuado. ¿Qué crees queharán Dimitri y sus hombres cuando dencontigo?

—Tú tienes una informaciónprivilegiada. Eres el primersentomentalista que logra escapar deallí. Sabes cómo funcionan las cosas. Loque están preparando. Quizás hasta susiguiente movimiento.

—¡Pero sos he dicho que no sé na!—Sabes más que todos nosotros

juntos, Jack —intervino Duna—. Porfavor, no solo nos ayudarías a nosotros,sino al Continente entero. Ya has visto loque Dimitri es capaz de hacer. ¿Se lovas a permitir?

El chico pasó la mirada de uno a

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otro, incómodo. Las emociones seacumulaban en los ojos del rey, deSírgeric y de Duna, incluso en los deZennion. Súplica, necesidad, cansancio,rabia, impotencia… Por mucho que lesdoliera, Jack era su única baza paraconseguir algo de ventaja en aquello queDimitri estuviera planeando en la otrapunta del Continente.

Jack enrolló la manta entre susmanos, nervioso, y asintió suavemente.

Adhárel aguantó la respiración.—¿Eso es un sí?El muchacho repitió el gesto.—¿Me soltaréis las cuerdas?Zennion dio un paso al frente,

iluminando su barba azul con la luz de la

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antorcha.—Eso será cuando nos cuentes en

qué consiste tu… regalo.

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12. Preguntas yrespuestas

Como Firela había previsto, llegaron alcastillo donde una vez se alojóDrólserof al atardecer del segundo díade viaje.

—Es aterrador —masculló Lysell,pegándose a Vekka.

A la luz del crepúsculo, las ruinasparecían la silueta de una dentadura depiedra y madera de incisivos rotos. Lamontaña sobre la que se erigía estaba

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pelada en su mayor parte y los pocosárboles que se veían eran delgados yfaltos de follaje. Abetos en su mayoría,las puntiagudas agujas verdes seclavaban en sus brazos desnudosmientras ascendían.

Lue iba delante, dando saltos ylevantando polvareda en la tierra seca.Lysell perdió pie un par de veces, y unpuñado de cantos rodados sedespeñaron montaña abajo. Quien máscómoda parecía con aquel terreno eraFirela, que, sin bajar el ritmo, los guiabapor el camino más transitable.

Alcanzaron la cima a tiempo de veral sol despedirse antes de ser engullidopor el horizonte. Sudorosos y con los

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músculos agarrotados por la tensión dela subida, se desplomaron sobre unasrocas cercanas a la entrada principalmientras Firela se aproximaba a lapuerta y tentaba el enorme picaporte concerradura.

Tras unos cuantos chasquidos y laayuda de su afilado puñal, losengranajes cedieron y las bisagrasdieron una lánguida bienvenida a losnuevos huéspedes con su tétricolamento.

Dos cuervos alzaron el vuelo,graznando, cuando entraron en el vastorecibidor del castillo. Las piedrastambién se quejaban en las estanciasocultas, y las maderas del suelo gruñían

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con cada paso que daban.Hacía tanto frío entre aquellas

paredes que parecía que el invierno sehubiera refugiado allí dentro a la esperade que el resto de estaciones volvieran apermitirle campar a sus anchas por elContinente.

—Lo primero será encender unfuego para calentarnos y cocinar —dijoFirela, alejándose en dirección a unapuerta lateral que se encontraba en unestado lamentable.

Lysell se agarró del brazo de Vekkapara entrar en calor y juntos siguieron ala mujer de una habitación a otra.

Tardaron más de veinte minutos enencontrar la adecuada: una que se

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encontrara en ese mismo piso, no fuera aderrumbarse con ellos dentro, nodemasiado grande como para quetardaran horas en aclimatarla y que seencontrara en un estado losuficientemente aceptable como paraque el viento no se colara por ningunagrieta. La cocina fue la elegida.

Tras salir de nuevo a la intemperie yrecoger la leña seca que encontraron enlos alrededores, encendieron lachimenea y comprobaron que tiraba; nofueran a ahogarse por culpa del humo.Después Vekka sacó de su atillo dosconejos que había cazado de camino allíy Lysell los condimentó con algunosfrutos silvestres. Mientras los chicos lo

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preparaban todo en una de las ollaspolvorientas que encontraron dentro deuno de los armarios bajos de laencimera, Firela se dedicó a abrillantary afilar sus dos puñales.

—Son lo más parecido a unos hijosque tengo —comentó con una sonrisatorcida cuando descubrió a Lysellobservándola con el ceño fruncido.

Minutos más tarde, la estancia enteraolía a bayas, carne frita y leña quemada.Los tres se reunieron alrededor de lamesa de madera que había en el centrode la habitación, sentados en sillascojas.

Durante un buen rato ningunopronunció palabra. Sus bocas estaban

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exclusivamente al servicio de la comida.El agotamiento del viaje se disipó con elaroma del plato y no hubo máspreocupaciones en las que pensar hastaque los estómagos no estuvieron llenos.

Cuando terminaron, serepanchingaron a descansar y arelamerse las comisuras de los labios.

Vekka soltó un eructo y las doschicas se rieron.

—Supongo que lo que Vekka quieredecir es que estaba delicioso —comentóLysell sintiéndose, por fin después detanto tiempo, relajada y tranquila. Porprimera vez desde que habían huido delcampamento empezaba a encontrarlealgún sentido a toda esa locura.

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—No puedo estar más de acuerdo.—Firela cerró los ojos y se colocó lasmanos en la nuca. También a ellaparecía que le hubieran quitado unenorme peso de encima.

Lue se encontraba frente a lachimenea, tumbado y con los ojoscerrados. Su respiración acompasada yprofunda se mezclaba con elchisporroteo del fuego y las ramasagitadas por el viento en el exterior.

Lysell se llevó a la boca uno de lospequeños huesos que quedaban en suplato y, olvidándose de su don,preguntó:

—Firela, ¿de dónde eres?—De Salmat —replicó la otra,

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abriendo los ojos de pronto.—¿Por dónde está? —preguntó la

niña, todavía con la vista puesta en sucomida y sin reparar en el gesto depreocupación de la mujer.

—Al sur, junto a la costa.—Debe de ser precioso…—Lo era —respondió Firela,

sonriendo con los labios, pero no conlos ojos—. Recuerda que hace muchoque me marché de allí.

—Querrás decir que os marchasteis,tu hermano y tú ¿No?

—No.La niña frunció el ceño y se giró

hacia ella.—¿No os fuisteis de Salmat juntos tu

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hermano y tú?—No.Lue abrió sus ojos oscuros y Vekka

se tensó al percibir que algo nomarchaba bien, a pesar de no saberdiscernir de qué se trataba.

—¿Te fuiste sola?—No.Lentamente, sin que nadie lo

advirtiera, Firela fue moviendo su manohacia la cintura.

—¿Con quién te marchaste de allí?—Con mi hermana Kalendra.Lysell miró a Vekka, que se mantenía

impasible. Parecía una estatua de símismo. El lobo alzó las orejas, alerta.

—¿Y dónde está… Kalendra?

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—Muerta.Parecía que estuvieran bailando una

coreografía sobre un campo repleto detrampas. Y que con cada paso quedaban, con cada pregunta que la niñarealizaba, el terreno se fueracomplicando.

—Lo siento mucho —guardósilencio—. ¿Cómo murió?

—Asesinada.Sabía que si dejaba de hablar

volvería a la seguridad que había dejadoatrás. Pero, si no lo hacía, nunca sabríaqué se ocultaba al final del camino. Yaunque en los ojos de Firela laoscuridad comenzaba a ganar terreno ala luz, no podía contener su lengua.

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—¿Por quién? —se sonrojó mientraspronunciaba las palabras.

—Adhárel Forestgreen.La niña meditó las palabras. Firela

sacó con suavidad uno de los puñales desu vaina y aguardó con el brazo entensión.

—¿Fue cuando te encontraste con tuhermano?

Firela pareció luchar contra símisma por no abrir la boca, perofinalmente respondió:

—Sí.—Y juntos vinisteis hasta el bosque

de Célinor, ¿no?—No.Lue comenzó a gruñir tan bajo que el

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sonido se confundía con el viento defuera.

—¿No vinisteis juntos?—No. —La Asesina del Humo tenía

los ojos puestos en su sobrina y losdedos alrededor de la empuñadura delarma mientras que su mente elucubrabael plan adecuado para la situación.Necesitaba ganar tiempo—. Parece quete has vuelto muy curiosa.

—Es un defecto —replicó Lysell,dando un rápido golpe a Vekka en lapierna—. ¿Te encontraste con tuhermano en el bosque de Célinor?

—Así es.La niña se giró hacia Vekka y

mientras volvía la cabeza preguntó:

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—¿Lo heriste tú?—Sí.El puñal salió disparado de debajo

de la mesa antes de que Lysell pudieraadvertirlo, pero Vekka estaba preparadoy la agarró del brazo para tirarla alsuelo. Lue también se levantó de unsalto y se abalanzó sobre la mujer.

De una patada, Firela se deshizo delanimal, que cayó gimiendo sobre laslosas de la cocina. Vekka recogiórápidamente el puñal que acababa delanzar para devolverle el ataque, peroFirela saltó por encima de la mesa y leagarró del brazo para retorcérselo hastaque el chico cayó al suelo, gritando.

Lysell no se quedó quieta: gateó

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hacia el rincón donde había dejado suarco y sus flechas. Los agarró con manostemblorosas, pero antes de queconsiguiera apuntar a nada, Firela learreó un puntapié y lanzó el arma y losproyectiles al otro extremo de la cocina.A continuación, desenvainó el segundopuñal.

—¡Dijiste que no ibas a matarnos!—sollozó la niña, pegándose a la pared.

—No. Lo que dije fue que queríaescapar de mi hermano y delcampamento. Lo demás lo dedujiste túsolita. —Se colocó un mechón tras laoreja y preguntó—: Entonces, ¿eresrealmente una sentomentalista?

Lysell entornó los ojos. El tiempo se

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agotaba. Vio una sombra cruzar lacocina como una exhalación.

—¿Por qué quieres matarme?—Porque fue el último deseo de mi

hermana. —Firela guardó silencio,paralizada por aquellas palabras quepara la niña seguían sin tener sentido.

El grito de Vekka las sacó a las dosde aquel extraño trance que habíancompartido. Se abalanzó sobre laespalda de la mujer con su cuchillo en lamano. De un golpe certero, la intentóapuñalar a la altura del omóplato, perofalló por un suspiro. Por suerte, el armade la mujer se escapó de sus manos ycayó al suelo con un tintineo metálico.De una patada, Vekka la mandó contra la

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pared. Cuando fue a repetir elmovimiento, Firela se revolvió y lolanzó contra la mesa.

Enfurecida, se giró hacia Lysell paradescubrir que la niña ya no seencontraba allí, sino junto a su arma.

Haciendo todo lo posible para quelos nervios no la traicionasen, cargó elarco y apuntó con él a la Asesina delHumo. Las tornas habían cambiado.

—Si haces cualquier movimientosospechoso, disparo.

Firela levantó las manos sobre sucabeza.

Vekka se acercó al lobo y le echóagua sobre el hocico para que sedespertara. En cuanto estuvo listo, se

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colocaron junto a la niña.—¿Por qué quería tu hermana

matarme?—Para hacerse con la corona de

Salmat.El arco tembló en sus manos. No

tuvo que aguardar para comprender lasimplicaciones de esa respuesta: su tronola aguardaba en Salmat.

—¿De qué está hablando? —preguntó Vekka.

Aquella mujer deforme era su tía,igual que el monstruoso hombre cuervo.Y solo había llegado hasta ella paraasesinarla.

—Tu hermano… tu hermano queríaprotegerme.

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Ella se encogió de hombros.—Una pena que fuera yo quien

llegara al campamento consciente, ¿nocrees?

Lue enseñó sus dientes. El rugidosalía de su garganta cada vez con másfuerza.

—¿Y si yo hubiera renunciado altrono?

—Te habría matado de todas formas—replicó con el mismo tonodesinteresado.

—¿Ahora tú quieres ser reina?—La verdad es que me da igual.—¿Reina de dónde? —insistió

Vekka.Lysell arrugó el morro. No podía

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comprender la lógica que motivaba aaquella mujer a manchar sus manos consangre inocente. No quería reinar. Lohacía por su hermana muerta. Y lavenganza…

—¿Qué pasa con el hombre que lamató? ¿Ya acabaste con él?

Firela se rió sin ganas.—No. Mis últimas noticias son que

ha sido coronado rey de Bereth. Ya lellegará su turno.

Lysell sintió que las fuerzasempezaban a fallarle. Todo aquello lasuperaba. Ella no estaba preparada paralas rencillas palaciegas donde, porencima de la vida de los hombres,estaba el ansia de poder.

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—Sé que no vas a dispararme —dijo Firela, acercándose a la mesa.

La niña retrocedió.—No te acerques más.—Estás temblando como una hoja,

Lysell. Nunca has matado a nadie, ¿creesque estás lista para hacerlo?

Dio otro paso. La yema de su dedose deslizó por su cintura en busca de ladaga oculta bajo la ropa.

—Lo haré si hace falta.—¿Matarías a alguien de tu propia

sangre?—No vi que a ti eso te preocupara.Vekka llamó su atención con un

dedo. Mientras hablaban, habíaentornado la puerta para que pudieran

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salir.—¿Pensáis huir solos? —Se

encontraba a un metro escaso de losmuchachos. Lue se adelantó y aguardó laseñal de su amo para tirarse sobre ella—. ¿Qué vais a hacer cuando osencontréis en mitad del bosque, denoche?

—Nos las apañaremos —replicó elchico.

—¡Permitidme que os lo ahorre!A la velocidad del rayo, Firela

agarró el mango de una sartén que habíasobre la encimera y se la colocó en elpecho al tiempo que Lysell disparaba.La flecha rebotó en el metal con un ruidoseco. La nueva daga brilló en sus manos.

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—¡Lue! ¡Ahora!El lobo se abalanzó rugiendo sobre

ella como una bestia poseída.—¡Corre! —Vekka agarró del brazo

a la niña, que se había quedado inmóvilante la imagen, y la arrastró fuera de laestancia, a través del recibidor y a laintempestiva noche.

Los gritos de dolor de la Asesina delHumo tronaron junto al aullido delviento y los truenos de la tormenta quepoco a poco se iba cerniendo sobre elbosque.

Sin detenerse a mirar hacia atrás, sedejaron caer pendiente abajo sinpreocuparse por las piedras que seclavaban en las suelas ni en las

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magulladuras que la vegetación seca lesestaba provocando. Más de cuclillas quede pie, alcanzaron la falda de lamontaña.

—¿Y Lue?Lysell se atragantó con su saliva y se

dobló con las manos en las rodillas. Unavez que se recuperó, se llevó los dedosa la boca y silbó. El sonido se escurrióentre las rocas y los arbustos hasta lacima. Vekka rodeó a Lysell con el brazoy ella apoyó la cabeza sobre su hombro.Estaba llorando.

—Tenemos que seguir.—¿Y si le ha pasado algo?—Estoy seguro de que podrá salir

de esta.

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Se perdieron entre la maleza cuandolas primeras gotas comenzaron aempapar el bosque. En pocos minutos suropa y sus pocas pertenencias estabancaladas y no había ni rastro del lobo.

Lysell permaneció en silencio con unhuracán de imágenes dando vueltas sincontrol dentro de su cabeza. Su arco, losojos de su tía, la flecha directa a sucorazón, el lobo saltando sobre ella, lahuída. Le dolía el pecho y no era por elcansancio.

Habían cambiado tantas cosas en losúltimos días, había desenterrado tantossecretos sobre su pasado de golpe ysobre el auténtico potencial de su don,que no se reconocía.

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¿Quién era ella? ¿Una princesaraptada? ¿Una niña maldita? ¿Una mujersentomentalista? ¿Eis? ¿Lysell?

De repente no supo qué hacía enaquel bosque ni hacia donde corría,tampoco de qué huía ni quién era eljoven que estaba a su lado. Pronto dejóde sentir la tierra bajo sus pies y antesde que pudiera detenerse para tomaraire, se desplomó y perdió el sentido.

No escuchó los gritos de angustia deVekka, ni tampoco el trote de unas patasa su lado.

La oscuridad fue tirando de suconciencia hasta robársela porcompleto.

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Firela rodó por el suelo de la cocinacon el persistente dolor de cabezaamenazando con hacer que estaestallara. ¿Qué había sucedido?

Recordaba a los niños corriendofuera de la cocina y al loboabalanzándose sobre ella con las faucesabiertas. También recordaba cómo cayóal suelo y el golpazo de su cabeza contrala piedra.

Los ojos dorados de la criaturahusmeando a través de sus pupilas másallá de donde nadie había llegado, suhambre feroz devorando algo que jamás

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había sido consciente de tener y que eraincapaz de explicar.

Abrió los ojos y alzó los brazosesperando encontrarlos cubiertos desangre. Se quedó aturdida al comprobarque no había ni rastro de mordeduras nide arañazos. El pecho tampoco parecíahaber sufrido un solo desgarrón. ¿Lohabría imaginado todo?

Se puso de pie apoyándose en lamesa, pero tuvo que agarrarse con laotra mano a la encimera para no perderel equilibrio. ¿Cómo era posible que nohubiera un charco de sangre allí dondesu cabeza se había estrellado?

Cerró los ojos y contó hasta cienantes de volver a abrirlos.

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Tardó un rato más en acordarse de susobrina y de Vekka.

Habían escapado.Habían escapado y ahora tenía que

buscarlos otra vez.El fuego de la ira inflamó sus

pulmones antes de desinflarse desopetón, como si alguien le hubiera dadoun puñetazo en el pecho.

Tomó aire varias veces y volvió aincorporarse. No sabía lo que acababade ocurrir, pero se sentía extraña.Notaba escalofríos, pero la chimeneaseguía encendida y no estaba tiritando.

El vacío en el pecho se hizo máspronunciado al dar un par de pasos;como si presintiera que se le hubiera

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olvidado algo, o como si echara demenos a alguien que ya no recordaba.Como si el deseo y la ambición porseguir adelante se hubieran evaporado.El repentino vértigo la llevó a agarrarsede nuevo a la mesa. Inhaló y exhaló confuerza, concentrándose en que el oxígenollegara bien a sus pulmones.

Cuando se encontró mejor, salió dela cocina con la mano en el pecho, comosi fuese a dar con el agujero que depronto sentía y que embargaba todo suser.

Vagó por las habitacionesacariciando las maderas astilladas y elmusgo entre las piedras. La única luzque entraba en las ruinas era la del cielo

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encapotado de la noche.Se preguntó qué clase de enfermedad

podía haber contraído. ¿Estaría elconejo envenado? No tenía sentido: losdos chicos lo habían devorado contantas ansias como ella. Pero ¿qué si no?¿Le habría contagiado algunaenfermedad el lobo al tirarse sobre ella?Imposible: no tenía rasguños ni marcasde sangre, ¿cómo si no? Tenía quecalmarse o no se iría el dolor de cabeza.

No tenía prisa por ponerse enmarcha. Solo quería sentirse mejor. Eracomo si una vela que no sabía quehubiera brillado dentro de ella sehubiera… extinguido. ¿Estaba perdiendola cabeza? Los niños se habían ido. El

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lobo la había atacado. Y ella solodeseaba sentarse allí mismo, en losmugrientos escalones de aquellaescalera y esperar a encontrarse mejor.

La situación estaba pudiendo conella, pero por mucho que intentaba verel lado positivo del asunto: que Lyselltodavía estaba cerca, que ella conocíaaquel terreno, que solo necesitabaponerse en marcha en ese instante paraalcanzarlos, no lograba levantar elánimo.

—Te echo de menos… —murmuróde repente a las ruinas.

La imagen de su hermana Kendra sepresentó ante ella como el fantasma queera. Quiso alargar la mano para

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acariciarle los tirabuzones caoba de sucabello, pero antes de que sus dedos seenrollaran en ellos, su gesto se crispó enuna mueca de dolor y cayó al suelo.

Hacía semanas que las pesadillashabían desistido, ¿por qué tenían queregresar de nuevo? Se puso en pie comoun resorte, intentando distraer a lasalucinaciones con la jaqueca. Dio unavuelta más a todas las estancias hastaque, de repente, su mano chocó contraalgo en lo que no había reparado antes.

Con gesto lánguido volvió sobre suspasos y agarró con las dos manos lo queparecía ser un picaporte. Parecía laentrada a un compartimento oculto entrelos demás tablones de la pared.

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Hizo presión con los dedos y,gastando las pocas energías queparecían quedarle, abrió de un empujónla puerta secreta. A punto estuvo decaerse rodando escaleras abajo porculpa de la inercia. Pero sus reflejos lahicieron agarrarse a la barandilla lateralque discurría en paralelo a losescalones.

Sabía que lo mejor era volver acerrarla. No podía haber nada losuficientemente valioso allí abajo, en lasprofundidades de la húmeda y oscuracueva que crecía a sus pies, como paraarriesgarse a despeñarse.

Y fue a cerrarla, convencida. Peroentonces cambió de opinión y regresó a

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la cocina, cogió una rama delgada y, trasprenderle fuego a una de las puntas, seinternó en el oscuro pasadizo reciéndescubierto.

Los escalones eran de piedra yparecían haberse escavado en la mismaroca que sostenía el resto de laestructura. La precaria cadena que hacíalas veces de barandilla era la únicaseparación que Firela encontró entre lapared y el oscuro vacío.

Bajó y bajó al tiempo que lossonidos de la planta superior semagnificaban allí abajo. Las goteras, elcorreteo de los roedores y otrosanimalejos chapoteando sobre loscharcos, los lamentos del viento…

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Llegó al final de la escalera.Zarandeó la improvisada antorcha

de un lado a otro para poder hacerse unaidea de las dimensiones y la utilidad deaquel sitio abandonado. A diferencia delo que había creído en un principio,aquella gruta no era un simple calabozo,sino un inmenso taller artesanal conobjetos a tamaño humano ocultos bajosábanas blancas.

Se dio la vuelta, intrigada por aqueldescubrimiento cuando reparó en lafigura que la miraba a unos metros dedistancia. El susto fue tal que la antorchacayó al suelo y rodó por las baldosashasta casi extinguirse. Tardó unosinstantes en descubrir que se trataba de

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su reflejo. Un reflejo monstruoso que lerecordaba lo que un día fue.

Rápidamente recogió el leño delsuelo y sopló sobre la llama paraavivarla. Después arrancó un trozo desábana y lo enrolló en la punta de larama.

Estaba rodeada de espejos. De todoslos tamaños y formas. Mirase dondemirase, a la vista u ocultos por las telas,los cristales se repartían por las paredesy el suelo hasta donde alcanzaban susojos.

Y si había algo que odiaba más quesu deformidad, era su reflejo.

De repente, el vacío que habíasentido hasta ese momento, se

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transformó en una rabia incontrolable.Para cuando quiso darse cuenta, seencontraba empujando y lanzando ydestrozando todos los espejos que teníaa mano. Los cristales estallaron por lossuelos, reflejando la luz de la antorchaen mil pedazos diseminados a sus piescomo estrellas.

Cuando la sensación de vacíoregresó con mayor intensidad y seencontró una vez más preguntándose aqué había venido aquel ataque de furia,se apoyó en la mesa y dejó que laslágrimas se escurriesen por sus mejillashasta precipitarse sobre la madera.

Iba a estirarse para marcharse deallí cuando reparó en la tenue luz

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blanquecina que irradiaba el espejo demano que había sobre una torre convarios libros, frente a ella.

Firela lo cogió con una mano y se locolocó enfrente para comprobar que nose había vuelto loca. Pero allí dondedebía estar observándola su reflejo, elrostro de un anciano de ojos azulescomo el hielo le sonreía con las arrugasintensificando su gesto de alegría.

—Por fin ha llegado el momento devolver a casa —dijo con voz cansada.

Firela, asustada, dejó caer el objetosobre la mesa.

Cuando creyó que se habíaimaginado todo, que aquello eraproducto de su agotada mente, que el

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veneno de la cena o el golpe en lacabeza o el cansancio le estabanprovocando aquellas visiones, volvió aescuchar la misma voz de antes,amortiguada.

—No es suficiente con pasarme unaeternidad encerrado en un espejo, queencima tengo que aguantar que me tratenasí. —Quien fuera guardó silencio antesde gritar—: ¿Me oye alguien?

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13. Palabrasenvenenadas

Adhárel también madrugó al díasiguiente, pero esta vez Duna estuvoatenta y se despertó con él. Durante lasúltimas noches se habían quedadohablando hasta tarde sobre Jack y lainformación que les habíaproporcionado.

—¿Y si lo ha enviado mi hermanopara que comprendamos a lo que nosenfrentamos? —preguntó entonces

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Adhárel.—¿Para asustarnos?—Para desmotivarnos y que nos

rindamos antes de que la sangre sederrame.

—No lo creo. ¿Viste sus ojos? ¡Estáaterrado!

Siguieron argumentando sus posturashasta bien entrada la madrugada y nollegaron a ninguna solución concluyente.Decidieron, pues, seguir con loplaneado y mantener vigilado al chicopor si revelaba una actitud diferente ypeligrosa.

En cuanto a su don, Duna nunca sehabía encontrado con algo tan… llenode vida. Aquel muchacho podía hacer

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crecer todo tipo de plantas, de cualquiertamaño, forma o color, solo condesearlo y… bueno, escupir en unpedazo de tierra. Así había sido comohabía escapado y huido de Manseralda.

Pero su historia, como la de tantosotros sentomentalistas en el Continente,estaba repleta de sufrimiento. Años atrástuvo que abandonar el hogar familiarcuando su padrastro descubrió que noera un humano corriente. En lugar deaceptarlo como era y huir los tres a unreino donde sí estuvieran permitidos losdones, su padre, fiel seguidor del rey deHamel, intentó venderlo a la corte.

Aquella parte de la historiaconmovió profundamente a Adhárel ya

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que él también había pasado por algosimilar: su padre era un desconocido alque Ariadne había amado inclusodespués de casarse con su posteriormarido por obligación.

Por suerte, Jack pudo escaparcuando su madre, arrepentida ante lo queestaba sucediendo, le habló del plan quesu padrastro había trazado a susespaldas. Antes de marcharse, la mujerle regaló una vaca para que tuviesealgún medio de subsistencia.

Llegó hasta Belmont, pero al finaltuvo que sacrificarla dado que noencontró a nadie interesado en elesquelético animal. Hacía semanas queya no daba leche y su aspecto resultaba

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enfermizo. Su voz sonó impasiblecuando comentó que al menos esa nochese dio un buen atracón. Lo malo fue quea la mañana siguiente lo vomitó todo.

Y así siguió, viajando en soledad,alimentándose nada más que de lasplantas que podía hacer crecer en elsuelo y de lo que lograba robar en losreinos hasta que, semanas después, llegóa Manseralda.

Duna y Adhárel se vistieron sinprisa antes de bajar. Al entrar en elcomedor, se encontraron con Ayadesayunando en uno de los extremos dela mesa. La mujer tenía la mirada

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perdida en el hermoso tapiz que colgabasobre el cuello de la chimenea. Dosgruesos lagrimones corrían por susmejillas mientras sus labiospronunciaban palabras sin sonido. En elexterior, las primeras luces del albacomenzaban a bañar el reino de Bereth.

Duna se acercó a paso rápido a lamujer.

—Aya, ¿estás bien? ¿Ha sucedidoalgo?

Ella se giró, sobresaltada y se secólos ojos al tiempo que componía unasonrisa.

—¿Qué? No, no, hija. —Le dio unbeso y Duna sintió los labios calientesde quien lleva un buen rato sollozando.

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Adhárel se mantuvo alejado, algoincómodo—. Estaba… no importa.¿Habéis dormido bien?

—¿Es por Cinthia? —Al oír sunombre, el gesto de Aya se quedócongelado. Después asintió y apretó losdientes. Hasta ese momento, y gracias almaquillaje, la muchacha no habíareparado en que tenía peor aspecto de loque aparentaba—. Estará bien. No tepreocupes.

—¿Cómo quieres que no mepreocupe? —dijo la mujer. No era unapregunta retórica. Sus ojos implorabanuna respuesta a la que aferrarse parapoder seguir adelante—. Me laarrebataron por un crimen que ella no

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cometió. ¿Cuándo se hará justicia? —Las lágrimas volvieron a salpicar elmantel—. Quiero a mi niña de vuelta.

Duna volvió a abrazarla con fuerzahasta que dejó de temblar.

—Mírame, parezco una tonta —masculló, quitándose las lágrimas con elreverso de las manos.

—No —replicó la muchacha—.Pareces la mejor madre que podríamostener.

Adhárel se acercó por detrás yapoyó una mano sobre su hombro.

—Cinthia volverá a casa, Aya.Confía en nosotros.

Duna asintió, convencida. Le diootro fugaz beso y se alejó de allí

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precipitadamente, en dirección a lascocinas.

El rey fue tras ella.Se la encontró frente a la encimera,

mirando a la pared.Con un gesto rápido ordenó a las dos

únicas cocineras que había allí que losdejaran solos. Con una breve reverenciasalieron por la puerta lateral.

—Duna… —le tocó el hombro y ledio la vuelta.

Ella tragó saliva y suspiró. Antes deque se diera cuenta también estaballorando.

Se cubrió el rostro con las manos yAdhárel la atrajo hacia sí. Sin decir unapalabra, le acarició el cabello y la

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espalda, deseando poder liberarla detodos esos miedos que la asediabanincluso cuando parecía estar bien.

Allí se quedaron mientras el solcomenzaba a espiar por las ventanas y areflejar su luz en las cacerolas ysartenes que colgaban de las paredes.

El ritmo del corazón de la muchachase fue acompasando con el de Adhárelhasta latir al unísono. ¿Qué les estabapasando? ¿Por qué le reconfortaba tantoun abrazo que creía tener siempredispuesto?

La respuesta dolía tanto como lapregunta, pero no por ello dejaba de sermenos cierta. Desde que habíanregresado, las circunstancias, la Poesía

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y todos los peligros que los acechabancomo una lluvia de cuchillos y cristalesles habían robado aquellos instantes queahora tanto necesitaban.

Entre sus brazos, disfrutando de suaroma, sintiendo sus manosprotegiéndola, Duna fue consciente de lomucho que lo echaba de menos a pesarde dormir con él en la misma camanoche tras noche; lo mucho que lonecesitaba para seguir adelante.

—Tengo miedo —dijo en un susurro,con la cabeza apoyada en el pecho deAdhárel y los ojos clavados en lasrojizas nubes del cielo a través de laventana.

El rey la abrazó con más fuerza.

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—Yo también. Por eso hay queseguir luchando.

—No, Adhárel. No tengo miedo deDimitri ni de su ejército. Ni siquiera delas Maldiciones. —Se apartó y lo miró alos ojos—. Tengo miedo de que tútambién desaparezcas.

El rey frunció el ceño.—¿A qué te refieres?Se secó las lágrimas con enfado.—A que esta maldita guerra te

transforme de tal forma que después nopuedas volver a ser el chico del que meenamoré.

Adhárel la apartó de él unoscentímetros, sin embargo a Duna lepareció una distancia más grande. Una

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que no podría salvar de un salto y que acada instante iba haciéndose mayor.

—Hace tiempo que ya no soy el niñoque solía tontear contigo por el palacio—dijo con la voz ronca, dolido—. Máso menos desde que tuve que lucharcontra mi propio hermano y salvar a mimadre de la muerte, desde que descubríque llevaba la vida entera maldito yengañado. Desde que tuve que viajarhasta el fin del mundo en busca de unacura y que volví con un castigo muchomayor sobre los hombros.

Duna guardó silencio, sorprendida.¿Cuándo había pasado Adhárel deconsolarla a mirarla con tanto reproche?

Intentó tender un puente entre los

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dos, disculpándose. Pero no sirvió denada.

—Si no eres capaz de apoyarme enesta guerra, dilo ahora. Porque temo quelo que venga después sea muchísimopeor.

—¡Desde luego que te apoyo!¿Cuándo no lo he hecho?

El rey bufó, pero no dijo nada. Lamuchacha se lamentó por habercomenzado aquella discusión.

—Adhárel, por favor. ¿No te dascuenta de lo que te está pasando? ¡Estánjugando contigo!

—Están jugando con todos nosotros.—Quieren que te vuelvas loco, que

desconfíes hasta de tu propia sombra.

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¿Es que no lo ves? Nos necesitas paralograrlo y cada vez nos estás alejandomás de ti. Crees que nos proteges,cuando lo único que haces es hacertemás vulnerable. —Duna se mordió ellabio antes de añadir—: Sé que no essencillo, Adhárel. Todos estamossufriendo, pero…

El rey se carcajeó.—¿Todos estáis sufriendo? —Su

mirada la desafiaba a responder. ¿Dóndehabía huido todo el cariño con el que lahabía estado abrazando? También ellaquería esconderse—. ¿De veras? ¿Todosos levantáis cada noche cubiertos ensudor y miedo, intentando despertar deuna pesadilla que perdura incluso

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cuando hay sol? ¿También vosotrosabrís los ojos rogando por noencontraros frente a un pergamino quehabéis escrito sin daros cuenta?

—Esas palabras me hacen tantodaño a mí como a ti —dijo en voz baja—. ¿Cómo puedes siquiera dudarlo?

—Porque nunca será cierto. Pormucho que las odies o las temas, laculpa de que esa Profecía exista es mía.Solo mía. Y el peso de laresponsabilidad nunca podráscomprenderlo. —Perdió la mirada en elexterior y después dijo—: Ojalá solo meafectara a mí.

—¿Qué estás diciendo?—Ojalá bastara con que yo sufriera

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para que todo esto terminara.—Por favor, no sigas.—Lo digo de verdad.—Adhárel, basta. Cállate.El rey bajó la vista. Aunque

pareciera imposible, había lágrimas ensus ojos cuando dijo:

—Ojalá no te hubiera conocido.Duna se quedó sin aliento mientras

las palabras penetraban en su cuerpo, ensu mente y en su alma.

No podía creer que aquelcomentario hubiera salido de los labiosde Adhárel.

Entendía por qué lo había dicho,pero no por ello le hizo menos daño.

Sin decir nada más, se recompuso

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como pudo para que él no viera el doloren sus ojos y lo apartó de un golpe antesde abandonar la cocina a toda prisa.Antes de que las puertas batientes demadera se cerrasen, estaba llorando denuevo.

Escuchó a su espalda la voz deAdhárel pidiéndole que se detuviera,que le escuchara, que le perdonase, perono tenía ni las fuerzas ni las ganas depoder cumplir sus deseos.

Y el día solo acababa de comenzar.

¿Qué se le había metido en la

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cabeza? ¿Cómo había sido capaz dedecirle algo así?

Adhárel corrió hasta el vestíbulo,por donde vio a Duna perderseescaleras arriba.

¿Qué le estaba pasando?La rabia que había sentido durante

toda la discusión se evaporó como uncharco de agua en pleno verano. Al salirdel palacio, ya no quedaba ni rastro deella, y ahora el hoyo se había llenado devergüenza y arrepentimiento.

—Soy un imbécil… —mascullópara sí, bajando las escalerasprincipales.

Pero ella no lo entendía, realmenteno lo hacía. Aunque, ¿cómo iba a

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culparla? Aquello era mucho más de loque nadie podría soportar. Y no queríaque los demás también sufrieran tantocomo él. Por eso le había dicho aquello.

Ese último pensamiento no leconsoló lo más mínimo. El daño estabahecho.

La falta de sueño tampoco ayudaba.No recordaba haber dormido de un tiróndesde que regresaron a Bereth. Solo losprimeros días pudo descansar hasta bienentrada la mañana, pero aquello sedebió al agotamiento acumulado duranteel viaje. En cuanto el cuerpo seacostumbró al lánguido ritmo palaciegoy fue coronado, las pesadillas sehicieron dueñas y señoras de sus noches.

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Los Versos se grabaron en sumemoria a fuego. Un fuego que, sin quese hubiera dado cuenta, le había idoconsumiendo el ánimo, las fuerzas y lasganas de seguir con todo aquello. Nohabía día en que las dudas no leasediasen. Solo hacía falta que bajara laguardia para que el nudo en el estómagosubiera hasta la garganta con la únicaintención de ahogarle e impedirlecontinuar. Duna solo había intentadoadvertirle…

¡Pero él ya lo sabía! Se dabaperfecta cuenta de que ya no era elpríncipe que la había rescatado de latorre convertido en dragón, ni elmuchacho que la había besado por

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primera vez o que la había acompañadopor el Continente.

Para empezar, ahora era rey. Sí, sumadre le ayudaba en las situaciones máscomplicadas, pero en general ya nopodía esconderse bajo su falda y jugar aser un caballero. Ahora tenía quedefender, proteger y cuidar de Bereth. Yen cuanto a la Poesía, ¿qué más podíahacer sino aguardar a que el resto de losVersos fueran apareciendo? No eran losdesignios de las Musas lo que más leaterraba, sino no saber cuándoaparecerían, que le pillarandesprevenido y con la guardia baja, quesupusieran un golpe tan duro que nopudiera seguir adelante y se rindiera.

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Con un gruñido, golpeó el tronco deun árbol y parte de su corteza seca cayóa sus pies. Esa actitud no le serviría denada.

Por eso no había querido casarsecon Duna por el momento. Sabía que losaldeanos murmuraban, que la corteentera se preguntaba por qué seguíansiendo pareja sin unirse ante elTodopoderoso cuando él ya había sidocoronado. Pero todo aquello le dabaigual. Mientras no contrajeranmatrimonio, Duna no tendría que temerque las Musas la encadenaran a unanueva Poesía si él fallecía.

Como esperaba, ella se mostrócompletamente en desacuerdo cuando se

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lo dijo. No por sus creencias ni porconvertirse de una manera absoluta ensoberana de Bereth. Simplementeporque ella también quería luchar contralas Musas si Adhárel llegaba a faltar.Pero en aquel tema él no dio su brazo atorcer y la muchacha tuvo que hacerse ala idea.

Sin darse cuenta, sus pasos le habíanllevado hasta el campo deentrenamiento. Allí, en dos patiosseparados por una pequeña muralla depiedra, humanos y sentomentalistaspracticaban sus ejercicios.

Sírgeric se encontraba dirigiendouno de los bandos, con Zennion a sulado, mientras Heredias gritaba órdenes

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a los soldados en el otro.El rey apartó sus preocupaciones de

nuevo al rincón más oscuro de suconciencia y se centró en la situaciónpráctica que tenía delante. Ante sus ojosse desplegaba un ejército de más decuatrocientos hombres cuyas edadesoscilaban entre los catorce y los casisesenta años. Estaban divididos poredades y dirigidos por los subordinadosde Heredias, expertos espadachines yguerreros que se encargaban de inculcarsu conocimiento a los demás.

—¿Marcha bien el entrenamiento?—dijo a modo de saludo, colocándose asu lado y con las manos entrelazadas ala espalda.

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—Majestad —respondió el otro,inclinando la cabeza sin apartar sus ojosde halcón del terreno—. Como veis, lastropas están cada día mejor preparadasy los nuevos reclutas se estánamoldando sin problemas a losentrenamientos.

—Me alegra oír eso. Es probableque contemos con menos tiempo del quehabíamos creído.

El capitán asintió, conforme, ypreguntó:

—¿Cuándo pensáis que estarán listaslas nuevas armas?

Esa era la manera en clave dereferirse a los artilugios en los quellevaban trabajando varios meses los

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ingenieros del palacio. Se trataba, enresumidas cuentas, de armas a pequeñaescala que pudieran utilizar laelectricidad en el combate. Por lo queAdhárel había entendido, la meta de losingenieros residía en lograr controlaresa fuente de energía tan codiciada en elContinente para la lucha cuerpo a cuerpoy no a gran escala, sin necesidad, pues,de las inmensas máquinas que antaño sehabían ocultado en las torres delpalacio.

—Es probable que tengamos lasprimeras muestras en las próximassemanas. Serás el primero en probarlas,ya lo sabes.

Heredias sonrió.

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—Gracias, majestad.Por precaución, y para evitar

posibles filtraciones entre sus propioshombres, había enviado a los ingenierosa las afueras del reino, a una casa depiedra que era vigilada día y nochemientras trabajaban sin descanso.

Era consciente de que había jurado alos berethianos deshacerse de aquelinfernal tesoro que tantos disgustos leshabía ocasionado en el pasado, perocuando llegó el momento y losingenieros le informaron de los avancesque habían hecho durante su ausencia,tuvo que reconocer que sería absurdo noaprovechar aquella ventaja frente alresto de los reinos. Su único golpe de

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suerte en el tiempo que llevaba en eltrono, se decía melancólico cuandocreía que todo estaba empeorando pormomentos.

—¿Os han informado ya delsentomentalista que llegó hace unos díasal palacio?

El capitán de la guardia se giróhacia el rey.

—¿El chico de las plantas?—Sí, el chico de las plantas.

Esperemos que tarde o temprano decidaunirse a nuestro bando. No nos vendríanada mal un don como el suyo.

—Me temo que ya ha hecho suelección. Yo por mi parte esperaríamejor que no fuese un espía y que

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hubiera mentido al facilitarnos esainformación sobre vuestro hermano.

Adhárel le miró sorprendido.—¿Quién os ha dicho eso?—Zennion ha madrugado para venir

a verme y comentarme la posibleincorporación de un nuevo recluta entrelos sentomentalistas.

Sin decir una palabra más, Adhárelse alejó de allí en dirección al Maestre.

—¿Has hablado con Jack estamañana? —El viejo se volvió hacia élcon el reflejo de la calma en todas susarrugas—. ¿Cómo sabes que piensaayudarnos?

—Buenos días a ti también, Adhárel.El rey se sintió enrojecer, pero no

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bajó la vista ni un ápice.—¿Y bien?—Así es. Cuando despertó hoy dijo

que se moría de sed después de laspruebas de ayer. Al parecer su don lecansa más de lo que aparenta y le drenatodo el agua del cuerpo. Yo mismo meencargué de llevarle un vaso y una jarrade agua y nos quedamos hablando hastaque amaneció.

—¿Te contó algo más? ¿Ha dadoalguna información sobre la situación enManseralda?

Zennion negó, pausado.—Nada que no dijera antes de

dormir.—¿Entonces?

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—Entonces he estado explicándolela situación en la que nos encontramos,quién eres tú y tu relación con esehombre que intentó destrozarle la vida.

Adhárel frunció el ceño. No le hacíamucha gracia que Zennion hubierahablado con el chico sin estar élpresente. No es que no confiara en elMaestre, pero de nuevo la sensación deque cualquier paso en falso podríaprovocar una catástrofe le obligaba amedir con tiento cada decisión tomadapor él o por quienes le rodeaban.

—No pongas esa cara, antes nosaseguramos de que se podía confiar enél.

—¿Como hicisteis con Barlof?

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Se arrepintió de sus palabras encuanto las hubo pronunciado, pero, unavez más, ya no había marcha atrás. Si alMaestre le afectaron, no dio muestras deello. En lugar de replicarle con enfado,a gritos, le miró fijamente y alzó unaceja, apesadumbrado y sorprendido a lapar.

—No, esta vez estábamospreparados y hemos utilizado otrosmétodos mucho más complejos quepudieran combatir el don de tu hermanoen caso de que lo hubiera utilizado en él.

—¿Se puede saber cuáles?—¿No confías ya en mi, Adhárel?¿No confiaba ya en él?, se preguntó

a sí mismo. ¿No confiaba ya en su

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maestro más sabio? ¿En quien habíaestado con él desde la cuna paraeducarlo y enseñarle cuanto ahorasabía? ¿También de él dudaba? Surespuesta inmediata fue que no, pero laincertidumbre del futuro se cernía sobrecada afirmación que sus labiospronunciaban. No velaba solo por susactos, sino también por los de losdemás. Y el tiempo y la experiencia lehabían enseñado que corromper el honorde un hombre era cuestión de averiguarel precio por el que llegaría a hacerlo.

—¿Entonces dices que podemoscontar con él?

—Él mismo se presentó voluntariopara ayudar a nuestro ejército, sí. Como

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pudiste comprobar, necesitará másdisciplina que el resto, pero meencargaré personalmente de prepararlopara la batalla.

El rey arqueó las cejas.—Parece que te ha caído en gracia

el muchacho.Zennion no se rió.—¿Eres consciente de lo que

podríamos hacer con alguien que puedelevantar una muralla de troncos con unpuñado de escupitajos?

—Supongo que sí.—Le enseñaré todo lo que pueda

antes de que empiece a practicar con losdemás.

—Pues parece que te ha salido un

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alumno aventajado. —Con un gesto de labarbilla, el rey señaló al campo debatalla de los sentomentalistas, donde elchico acababa de entrar con la cabezagacha, el paso renqueante y la miradaatenta—. Voy a decirle que vuelva a lacama.

—No. Veamos de qué es capaz.Zennion llamó con un silbido a

Sírgeric y este se acercó trotando.—Buenos días, Adhárel. ¿Necesitas

algo, Zennion?—Parece que Jack tiene ganas de

entrenar desde hoy mismo.—Ya veo —comentó el muchacho.

Adhárel sintió una punzada de envidia alcomprender que hasta Sírgeric había

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sabido de la incorporación del chico asus filas antes que él.

—Ponle con Benzo.El gesto de Sírgeric fue de lo más

elocuente.—No creo que sea buena idea.—Haz lo que te digo. Veamos qué es

lo que sabe hacer.El muchacho miró a Adhárel

intentando que inculcase algo de sentidocomún al Maestre, pero no sirvió denada.

Sírgeric puso los ojos en blanco ygiró sobre sus talones. Pegó un silbido yun puñado de chavales se giraron paramirarle. Señaló a uno de ellos, dehombros anchos y cintura estrecha, que

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llevaba el pelo rapado y le indicó aquién tenía que enfrentarse.

Todas las cabezas se volvieron haciaJack. Vestido con unos pantalones atadosa la cintura con un pedazo de cordelpara que no se le cayeran y una camisadesabotonada, todo su aspecto parecíadecir: «soy débil, pégame».

Benzo, que rondaba los dieciochoaños, se volvió hacia su profesor y abrióla boca para replicar con los ojosdivertidos. Sus labios pronunciaron unasola palabra:

—¿Bromeas?Sírgeric permaneció serio y volvió a

asentir. El muchacho se encogió dehombros y se machacó los nudillos.

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—¡Eh, tú! —gritó a Jack. Este,sintiéndose amenazado, se colocó enposición defensiva y con los puños enalto—. ¿Quién eres y qué haces aquí?

A su alrededor se fue formando uncírculo de sentomentalistas a modo dearena de combate. En su centro, el matónseguía haciendo crujir susarticulaciones.

—¿No me has oído? ¿Quién eres yqué quieres?

—He… he venido a practicar —balbució el muchacho, sin perder devista a ninguno de los sentomentalistasque se arremolinaban cerca de él.

—¿A practicar? No creo que estésen condiciones de practicar. Y menos

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con nosotros.—Zennion me dijo…Benzo se llevó las manos a la

cabeza.—¿Zennion? ¡Zennion! —le fulminó

con la mirada—. Maestre Zennion parati.

Los demás chicos se rieron y seagolparon con más ahínco, formando unaperfecta muralla humana, sin huecos.

—Demuéstranos que puedes entrenarcon nosotros.

—Yo no tengo que demostrar ná anadie.

—Tic-tac, se acaba el tiempo.Las risas tronaron una vez más al

escucharle hablar. Jack buscó algún tipo

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de ayuda en alguna parte, pero lasúnicas personas que conocía en aquellugar se encontraban lejos y fuera de suvista.

—Mira, paleto, aquí mando yo. Siconsigues vencerme y no morir en elintento, te quedas. Si no, te largas pordonde has venido.

Los ojos de Jack reflejaron suangustia y su miedo. Ya había pasadopor algo así muchas otras veces, ¿porqué había creído que iba a ser diferenteen Bereth? Zennion lo había engañado yél había vuelto a caer, se dijo.

Sin que nadie lo advirtiera, acumulóuna gota de saliva en la punta de lalengua y esperó, como siempre hacía, a

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que su contrincante hiciera el primermovimiento. Para cuando intentara unsegundo, él ya estaría muy lejos.

—Listo o no, aquí voy —la sonrisade Benzo se extendió por sus labiosmientras se llevaba la mano al chaleco ydel bolsillo extraía un brillante reloj deoro—. Te presento a mi amigo DonReloj.

El recién llegado observó elartilugio con cuidado. No parecíapeligroso, pero el tiempo le habíaenseñado a desconfiar de lasapariencias. Comprobó que la salivaestaba dispuesta y tensó los músculos.

Benzo se lanzó a por él en esemismo instante con el puño derecho en

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alto. Jack calculó a toda prisa dóndeestrellaría su mano el muchacho y sepreparó para esquivarlo, pero cuandoestaba a punto de moverse, advirtió quesu contrincante presionaba un pequeñobotón del reloj con su mano izquierda yque en lugar de abalanzarse sobre él,dibujaba un círculo en el aire con elpuño. Jack no esperó para ver quémaquinaba. Se concentró en el suelo quehabía bajo sus pies y escupió. Benzocompletó el dibujo y abrió la palma dela mano. El suelo tembló y la plantasurgió entre los dos muchachos con elgrosor de un barril. Todos losmuchachos se apartaron aterradosmientras Jack se disponía a saltar sobre

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ella y a huir.Pero entonces el tiempo se detuvo.—Fascinante —masculló Zennion.Los dos chicos se observaron

aturdidos para después observar laplanta a la altura de sus rodillas.

Jack no esperó más tiempo. Volvió atomar saliva y a escupirla con fuerza asu alrededor. Y, de nuevo, Benzo dibujóel círculo en el aire mucho más rápidomientras apretaba el botón de su reloj.El suelo volvió a temblar. Pero esta vezla planta apenas tuvo tiempo de asomarel comienzo del tallo. Había vuelto aquedarse congelada.

—Puedes parar el tiempo —dijoJack con la mirada fija en su

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contrincante y sin dejar de moversealrededor de los dos vegetales.

—Y tú puedes hacer… eso. —Señaló a las plantas.

Jack escupió no una, sino tres vecesa su alrededor. La tierra tembló mientrasBenzo dibujaba tres círculos rápidos enel aire. Esta vez no se molestó enapretar el extraño reloj. El resto de lossentomentalistas se alejaron unos pasos,asustados por el terremoto que se estabaproduciendo. No muy lejos de allí, lossoldados y el propio Heredias se habíandetenido para observar. Sin embargo,como había ocurrido las vecesanteriores, las plantas apenas crecieronunos palmos.

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—Pareces… cansado… —le dijoBenzo, apoyando las manos en lasrodillas.

Jack solo sonrió. No tenía fuerzas nisaliva para responder. Todavía no sehabía recuperado por completo de losucedido el día anterior y, además, habíaquedado claro que no tenían nada queenvidiar el uno al otro.

—¿Te rindes?Jack se encogió de hombros.—Supongo que es un empate.Benzo asintió.—Ahora, si no te importa, te pediría

que te alejases. —Jack frunció el ceño eiba a responder cuando el suelo volvió aestremecerse. Benzo cerró los ojos y

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dejó caer los brazos, agotado.Jack dio unos pasos hacia atrás para

observar cómo las plantas que se habíanquedado a medio crecer, comenzaban asacudirse y a alargarse como serpienteshacia el cielo. A menos de dos metros,volvieron a quedar congeladas.

—¡Enhorabuena! —la voz deZennion les llegó a lo lejos. Losestudiantes abrieron un camino alMaestre, que se acercó a los doscontrincantes batiendo palmas—.Gracias por tu colaboración, Benzo. Hasestado espléndido. Cinco lazos al mismotiempo, te felicito.

—Gracias, Maestre.—Y tú, Jack. Esperaba que te

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rindieras cuando tu primer truco fallase,pero ya he visto que tienes madera.

El muchacho le miró extrañado.¿Lazos? ¿Enhorabuenas?

Sírgeric también se acercó al grupoy les pidió que volvieran a susentrenamientos. Después se giró haciaJack y Benzo.

—Id a daros una ducha y comedalgo. Volved después, ¿entendido?

Los dos asintieron, conteniendo unbostezo y se alejaron de allí.

—Podrían haberse matado —dijoAdhárel con preocupación cuando seacercó.

—Nosotros lo habríamos evitado —replicó Sírgeric—. ¿Has visto lo bien

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que se complementaban sus dones?¡Podríamos utilizarlos en un millar desituaciones prácticas!

—¿Cuál es el poder concreto de esemuchacho?

Zennion se mesó la barba.—Benzo puede detener el tiempo de

un lugar durante unos instantes. Pero concada segundo que utiliza su don, suenergía se va agotando.

—¿Y así detuvo el crecimiento deestas cinco plantas? —preguntó el rey,palmeando uno de los tallos—. ¿Almismo tiempo?

—Así es.—¿Y Jack?—Ese muchacho controla a la planta

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en todo momento: sabe qué va a crecer,su altura y su grosor. Digamos que lasamaestra para que hagan lo que él desee.

—Entonces no entiendo por qué nopermitió que crecieran hasta el cielocuando Benzo dejó de utilizar su don.

Zennion sonrió.—Porque estaba tan cansado que,

cuando las plantas se liberaron de loslazos del otro muchacho, ya no teníafuerzas para hacerlas crecer más. Poreso nuestra principal labor seráenseñarle a aguantar con su don tantotiempo como sea posible y sin agotarse.

El rey asintió, conforme. Sírgeric lepuso una mano en el hombro y sonrió.

—Vamos por buen camino, Adhárel.

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El otro no se arriesgó a sonreírconvencido, no fuera a enfadar a lasMusas.

—Pedidle a alguno de vuestroschicos que arregle este estropicio. Nosvemos más tarde.

Los dos sentomentalistas hicieronuna reverencia y observaron al reyalejarse solo.

—Cada vez está más raro —masculló Sírgeric, negando con lacabeza.

—Cada vez está más asustado —lecorrigió el Maestre—. Y eso le estáhaciendo débil. —Guardó silencio ymiró al cielo—. Sus preocupaciones leestán nublando la razón. Y si existe un

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arma capaz de volverse contra el mismohombre que la empuña, esa es el miedo.Cada vez me gusta menos la situación…

—¿A qué os referís?Zennion no respondió. Simplemente

se dio la vuelta y llamó a un grupo demuchachos para que cortaran las plantasy alisaran de nuevo el terreno levantado.

El sol alcanzó su cenit unos minutosdespués.

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14. Alianzas

El Marqués descorrió la cortinita de sucarromato cuando atravesaron lasmurallas de Manseralda. Los dossoldados de la puerta, aterradores yfieros como perros de caza, los dejaronpasar sin hacer ninguna pregunta. Supusoque ya estaban informados de su llegada.

Sebastian iba en la parte superior,azuzando a los caballos con su fusta decuero. Durante todo el trayecto no habíaabierto la boca ni una sola vez y, aunquejamás lo reconocería en público,

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Laugard empezaba a aburrirse de notener a nadie con quien charlar o a quiengritar.

El gato parecía ser el único queestaba disfrutando del extenuante viaje.Aovillado en la hermosa jaula demadera que Laugard había hechoconstruir para ese tipo de ocasiones, leobservaba con los ojos bien abiertoscomo único público de su insoportabledrama mientras daba buena cuenta de lacomida que las cocineras le habíanpreparado. Se encontraba tan hastiadoque ni siquiera intentó divertirse a costadel animal.

El traqueteo se volvió mucho másconvulso cuando llegaron, una hora más

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tarde, al centro urbano. El Marquésarrugó el morro al contemplar,consternado, el precario estado en elque se encontraban las casas y las plazasde Manseralda. Parecía como si unamanada de bestias salvajes hubieraarrasado la ciudad dejando a su pasoparedes descascarilladas, estatuas rotasy desniveles en el suelo cubiertos debarro y otras sustancias en las queprefirió no detenerse a pensar.

Las dudas le acecharon como fierasentre la maleza: ¿cómo encontraría allílo que él necesitaba? Las personas quese paseaban por las sucias calles teníanla mirada perdida en el irregularadoquinado y la piel del color de la

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ceniza. Los pocos que parecían disfrutarde aquel lugar, ostentando sonrisas yabanderando carcajadas, eran hombres.Y él, sobre todo, necesitaba mujeres.Damas que estuvieran dispuestas adejarse engatusar por las palabras de unrey y le ayudaran a convertirse enemperador. No esas que observabadesde el carromato arrastrando los piesy vistiendo harapos cubiertos desuciedad.

¿Dónde se había metido?El balanceo se detuvo de golpe y a

punto estuvo de comerse la jaula delgato con el bicho incluido. Maldiciendo,golpeó con su bastón de ébano el techoenmoquetado del habitáculo.

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—Hemos llegado, señor —escuchódecir a Sebastian.

Laugard suspiró con fuerza, searregló la chaqueta y los pantalones lomejor que pudo y se atusó el pelo con lacorona. Si no le convencía lo que allí leaguardase, siempre podía dar mediavuelta y regresar a Caravás, dondepodría continuar marchitándose en elabono de los recuerdos.

El mayordomo, antes cochero yahora paje, abrió la portezuela, y elMarqués salió cubriéndose susdelicados ojos claros de la irritante luzdel sol. Su morro seguía tan arrugadocomo el del gato.

Con un movimiento rápido, se sacó

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un pañuelo de lino del bolsillo de lachaqueta y se lo llevó a la nariz. El olora suciedad y depresión ascendía por susfosas nasales como un veneno dispuestoa marearle.

Alzó la mirada y observó con ciertoresentimiento y envidia la preciosaconstrucción que era el palacio deMánser. Lo había visitado en el pasadopor motivos muy diferentes y todavíarecordaba la alcoba donde se hospedó:en la segunda planta, con vistas al río.Buenos tiempos que habían quedadoatrás y que ahora solo regresaban enforma de recuerdos para provocar dolor.

Las puertas dobles se abrieron conun gruñido tosco, y la figura de un

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muchacho apareció en el dintel con losbrazos abiertos. El Marqués alzó unaceja, incrédulo. ¿Qué hacía un muchachoque no superaría ni los veinticinco añoscon la corona…?

Imposible.—¡Bienvenido, majestad! —saludó,

dándole un apretón con las dos manos.El cuero de sus guantes dejó irritada sudelicada piel. Huraño, asintió aceptandode buen grado el título escogido—. SoyDimitri, marido de la hermosa Thalisa y,por tanto, rey de Manseralda.

—Rey de…—Por favor, no os quedéis en la

puerta. ¡Sois nuestro invitado!Seguidme, por favor. Decidle a vuestro

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lacayo que traiga vuestras pertenencias.Mis hombres le indicarán dóndedejarlas.

El Marqués subió las escaleras depiedra como un autómata mientras suspensamientos bullían como géiseres ensu cerebro. ¿Cuánto tiempo llevaba enCaravás como para no saber que los dosreinos de Mánser y Alda se habíanfusionado? ¡Si hasta donde él recordabalo único que les había unido habían sidolos ríos de sangre que sus espadashabían regado en esos campos! ¿YThalisa? ¿La cría de cinco años que nodejaba de preguntar tonterías cuando laconoció se había casado? ¿Con quién?¿Quién era ese Dimitri del que no había

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oído hablar nunca? Algún noble conmucha suerte, se dijo, entrando en elacogedor recibidor del castillo. Varioshombres aguardaban con las cabezasgachas mientras el nuevo soberano leguiaba por los pasillos alfombrados conpaso seguro, como el señor y amo deaquella propiedad que era.

El Marqués contuvo suincomprensible ira cerrando los puños ala espalda, con fuerza.

No hablaron durante todo el paseo.Mejor, se dijo. Todavía estabahaciéndose a la idea de aquellasituación y podía soltar algunainconveniencia que después pudieraacarrearle más problemas de los que ya

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tenía. Debía pensar en positivo. Conalgo de suerte el viaje no sería en vano ylograría encantar a un puñado depueblerinos ineptos. Es más, si jugababien sus cartas, la mismísima reinaThalisa le serviría de trampolín para suspropósitos. Pero ¿dónde estaba lamuchacha y por qué no había salido arecibirlo junto al rey?

—Majestad. —Se adelantó unospasos y se puso a su altura. Le sacabamedia cabeza, pero el chico era másapuesto que él. Sintió una nueva punzadade envidia en su orgullo.

El otro se volvió con una sonrisa enlos labios, sin dejar de andar.

—¿Sí?

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—¿Cuándo podré ver a la reinaThalisa? Como buen amigo de la familiaque soy, me encantaría poder conversarcon ella y que nos pusiéramos al día contodo el pasado.

El Marqués rió entre dientes yDimitri le imitó.

—Como buen amigo de la familiaque sois, sabréis de la enfermedad queachaca a mi pobre mujer desde hace yameses.

Touché.—Algo había oído…Dimitri asintió.—Los curanderos que la han tratado

insisten en que nadie la moleste hastaque no se recupere por completo.

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Definitivamente, la suerte lo habíaabandonado en el instante en el quehabía puesto un pie en aquel mugrientoreino. Sin la reina a mano, lasposibilidades de lograr un mínimoavance se veían drásticamentereducidas.

—¿Es muy contagioso? —insistió,desesperado.

—Me temo que sí —respondió eljoven, apenado.

—Lo siento mucho —dijo, tan bajoque dudaba que alguien le hubieraescuchado.

El rey de Manseralda lo guió porunas escaleras de caracol que había alfinal del pasillo. Al final de ellas se

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cruzaron con un muchacho miope que lededicó unas breves palabras al rey antesde despedirse con un apretón de manos.Al pasar junto al Marqués, sonrió einclinó la cabeza. Lo perdieron de vistaen cuanto giraron por la primera esquinay enfilaron el corredor iluminado porvidrieras multicolores hasta una puertade madera cubierta de puntas de hierro.

—Me temo que tenemos algo deprisa —explicó Dimitri, girándose—.Sé que debéis estar agotado por el viaje,pero os pediría que aguantaseis hastamás tarde para descansar.

—Lo comprendo —replicó él,mordiéndose la lengua.

El soldado que había junto a ella

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haciendo guardia se apresuró a abrirla ya esperar con la cabeza gacha hasta quehubieron pasado. A continuación, volvióa cerrarla.

El Marqués tuvo la repentinaurgencia de darse la vuelta y suplicarque le sacaran de allí, pero aguantó eltipo y alzó la barbilla.

La sala en la que acababan de entrarera circular y de techos altos. De sucentro colgaba una hermosa lámpara decandelabros que en esos momentospermanecía apagada a favor de la luzdel sol, que entraba con intensidad porlos amplios ventanales. Los espaciosentre ellos se encontraban cubiertos porestanterías repletas de libros y

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pergaminos que parecían haber estadoallí desde que se construyera el castillo.Bajo la lámpara, había una mesa grandey redonda cuyo pie central semejaba lascuatro patas de un león con sus garrasincluidas. Frente a ella aguardaban sietehombres de diversos aspectos y edadescon cara de pocos amigos.

—Caballeros —dijo Dimitri,acercándose a ellos con una sonrisa tanamplia como la que había exhibido a laentrada—, por fin tenemos con nosotrosal gran aliado de Manseralda y buenamigo de la familia, el rey de Caravás.—Laugard asintió, complacido, aunqueuna repentina angustia comenzaba aaflorar en su interior al preguntarse si al

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menos aquellos hombres conocían sunombre real—. Su majestad nos honrarácon su presencia los próximos díasmientras le informamos de nuestrospropósitos para el futuro. Unospropósitos que estaríamosabsolutamente encantados de compartircon él para, así, extenderlos por el restodel Continente y más allá de lasfronteras del sur. —Se volvió hacia él yañadió—: Sin más dilación, majestad,tomad asiento y prestad atención acuanto tenemos que contaros.

El Marqués aceptó el sitio que el reyle ofrecía a su lado y cruzó las manospor encima de la mesa de manerasolmene, dispuesto a escuchar lo que

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tuvieran que decirle.Fue el hombre que se sentaba en el

extremo opuesto de la mesa quien tomóla palabra. Un tipo rudo y de voz graveque retumbaba en los delicados huesosdel Marqués. Tras presentar a todos suscompañeros, dijo:

—Hace ya unos meses, como osinformamos en la misiva, su majestadDimitri puso en marcha un brillante planque hasta el día de hoy no ha dejado decosechar éxitos. Desde el comienzo, suintención y la de todos aquellos que leseguimos de manera fiel, fue la de…

Bla bla bla, se dijo el Marqués,dejando de prestar atención a laconversación sin parar de asentir.

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¿Cuándo empezarían a hablar de él?Acababa de sentarse y ya estabaaburrido. El viaje había sidoinsoportable, y temía que, encima, lohubiera hecho para nada. Allí nadiesabía quién era. Habían enviado la cartaal rey de Caravás sin preocuparse porquién la recibiese. ¡Si ni siquiera sabíansu nombre! Lo único que querían era unsoldado más en su guerrilla personalcontra algo que todavía no le habíaquedado demasiado claro.

¡Y encima esa silla era de lo másincómoda! Si seguía allí sentado durantemucho más tiempo acabaría con laspantorrillas destrozadas.

—¿Qué opináis, majestad?

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El silencio cayó sobre la sala comouna sábana. Todos los ojos puestos enél. Todos los oídos esperando surespuesta. Todas las espadas dispuestas,seguramente, a rebanarle el cuello si noacertaba a la primera.

¿Cuánto tiempo había estadohablando el hombre? ¿Y sobre qué?

Idiota, idota idiota, se reprochó.¡Debían de haber mencionado su nombremientras no prestaba atención!

No le pasaron desapercibidas lasmiradas que Dimitri le dirigía al talMantra. ¿Era irritación lo que veía? ¿Oquizás impaciencia? ¿Enfado acaso?Estaban sudándole las manos. Los ceñosfruncidos de los demás hombres se

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arrugaron todavía más aguardando suresolución. ¡Y ahora sentía la presenciade la jaqueca zumbando en sus oídoscomo una colmena de abejas!Necesitaba calmarse. Preguntar de quéhablaban, estaba descartado; solo podíaarriesgarse, dar una respuesta y rezarporque fuera la esperada.

—Estoy… ¿de acuerdo?El corazón dejó de latirle mientras

aguardaba la reacción. Tensó losmúsculos dispuesto a correr llegado elcaso. Las miradas se intensificaron.¿Había fallado? Había fallado, seguro.

Estaba a punto de ponerse en pie ydisculparse cuando Dimitri asintió y leagarró del brazo. El Marqués fue a

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retirarlo de un golpe cuando comprendióque era un gesto amistoso; al igual queel resto de sus hombres, estabasonriendo.

—Me alegro de que así sea,Laugard —comentó, distendido.

No tuvo tiempo ni de asimilar que síque sabían su nombre y que lo conocían,pues las felicitaciones y los halagos sesucedieron como una plaga mientras élmantenía el porte y les daba las graciasuna y otra vez sin saber de qué estabanhablando.

¿En qué lío se había metido?

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Estaba dentro. Ya eran uno más.Dimitri sonrió, emocionado ante las

posibilidades que se presentaban anteél. Un nuevo sentomentalista en sus filas,¡y nada menos que un rey! No podíacreerse su suerte. Cuando lo viodescender de su roñoso carruaje conaquel gesto de superioridad supuso quetodo serían complicaciones, quenecesitaría su don para lograr acercarsea él. Prejuicios infundados; el hombrehabía resultado manejable y dócil comoun cachorro. E igual de estúpido.

Con aquella corona tan deslucida yese traje tan viejo parecía más un bufónimitando a un soberano que un rey deverdad. Pero ¿qué importaba mientras

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hubiera decidido estar de su parte?Laugard de Siol.Hasta su nombre parecía una broma.

Dimitri arrugó el pedazo de pergaminoque Tocón le había entregado condisimulo cuando se cruzaron en lasescaleras y volvió a esconderlo en elbolsillo de su pantalón. Hasta esemomento no había sabido ni siquieracómo se llamaba.

Mantra fue el siguiente en actuar.Con un simple gesto de cabeza, leinformó de que el recién llegado era unsentomentalista. Ahora solo quedabaaveriguar cuál era su don.

Mientras el resto de los hombresterminaban de felicitar al rey de

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Caravás, Mantra le dirigió unasignificativa mirada desde el otroextremo de la mesa y Dimitri asintió,conforme. Le tocaba tomar el relevo dela conversación y terminar de atar todoslos cabos.

—Majestad, en ese caso habremosde saber primero cuál es vuestro don.

—¿Mi don?Laugard pareció de pronto

sorprendido. ¿Acaso no había estadoescuchando?

—Sí, vuestro don. Dado que vais ainfiltraros, desde este lado nos gustaríapoder…

—¿Infiltrarme? —Su piel, levementebronceada, se volvió casi tan pálida

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como la de Zuco—. ¿En dónde?Dimitri se mordió la lengua y volvió

a sonreír. O bien el hombre tenía muy,muy poca memoria, o bien no habíaestado prestando atención. La otraposibilidad era que se estuvieraburlando de ellos.

—Majestad, Laugard, quizás Mantrano se haya explicado con suficienteclaridad. —Con un gesto le advirtió a susegundo que no intentara excusarse.

—Es posible, es posible…—Lo que intentaba explicaros es la

importancia de vuestra ayuda paralograr sobreponernos a la tiranía de losreinos que han estado esclavizando ycontrolando a nuestra gente desde

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tiempos inmemoriales.—Ajá.¿Ajá? ¿Ajá? Dimitri apretó los

puños con fuerza bajo la mesa para noestampárselos a ese paleto ignorante enla cara.

—Entonces necesitáis que…—Necesitamos que vayáis a Bereth,

os coléis en la corte de mi hermanoAdhárel y trabajéis desde el interior anuestro servicio.

Laugard se golpeteó el labio inferiorcon el dedo índice, pensativo.

—O sea que, a fin de cuentas, estáispidiendo que haga lo mismo que, segúnvosotros, rechazáis.

Los murmullos de enfado se

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sucedieron por toda la mesa. No podíapermitir que se saliera con la suya nique por un leve descuido de su indómitalengua deshilachase alguna de lascorreas que mantenían tan mansos a sushombres. Con cuidado, se fuedeshaciendo de uno de sus guantes…

—No es lo mismo —dijo, con lasonrisa tensa—. Os pedimos ayuda,como un favor. Podéis negaros si noqueréis…

—¿Y qué ganaría yo a cambio?Lo acababa de interrumpir. Aquel

desconocido no solo parecía estarburlándose de él, sino que además habíatenido la osadía de interrumpirlo.

Dimitri hizo acopio de toda su

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paciencia y respondió:—Berones, títulos, mujeres… lo que

deseéis.El rey de Caravás se quedó

observando meditabundo el ventanal quese hallaba frente a él, como si las nubes,el cielo o el mismísimo Todopoderosole estuvieran infundiendo el toque justode inteligencia para comprender laspalabras de Dimitri. Este, por su parte,sacó otro trozo de su mano del guante,aunque solo utilizaría su poder antetodos sus hombres en caso de queLaugard mostrase algún signo más derebeldía. Lo mejor sería, en cualquiercaso, esperar a estar a solas con él paraapresar con doble nudo su razón.

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—Berones, ¿eh? —comentó elhombre al volver en sí.

—Eso es…—¿Y podré escoger yo a las

mujeres?—De entre todas las que encontréis.Laugard asintió, cada vez más

convencido.—¿Y qué decís que tendría que

hacer una vez que estuviera dentro deBereth?

—Este hombre es imbécil —dijoFidgerpatt lo suficientemente alto comopara que lo oyeran todos. Dimitri ledirigió una mirada tal que el gigantón seechó a temblar. Lo había traído paraque, llegado el caso, pudiera continuar

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con su castigo. Laugard no se dio porenterado.

—Tendréis que averiguar cuáles sonsus planes de ataque, dónde creéis queresiden sus puntos débiles, haceros conla Poesía de mi hermano, descubrir siaún queda algo de electricidad en elreino… Cualquier cosa nos será útil.

Una sonrisa malvada se extendió porlos correosos labios de Laugard antes devolverse hacia Dimitri.

—¿Y por qué he de hacerlo yo y noalguno de los hombres que se sientan enesta mesa?

Dimitri suspiró tan fuerte que apunto estuvo de marearse.

—Porque ellos ya tienen sus

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cometidos. Unos mucho más horribles ypeligrosos. Y porque será más sencilloque vos, como rey de Caravás, podáisquedaros un tiempo en el palacio.Aunque si preferís cambiaros por algunode ellos…

De nuevo guardó silencio. ¿Quétenía que sopesar?

—¿Y bien? —preguntó con tonoimpaciente.

—Supongo que no me queda muchaelección —masculló. Dimitri apretó losdientes.

—Ahora, Laugard, necesitamos quenos reveléis vuestro don para organizarentre todos la mejor táctica.

—Mi don, ¿eh? —La bruma volvió a

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cubrir sus ojos, como si hubiera bebidoo le faltara sueño. Quizás fuera eso yestaba cansado—. Mi don… bueno, midon consiste en…

Dimitri observó cómo sus hombresse tensaban en sus asientos. ¿Quéintentaba ocultar? ¿Por qué no respondíadirectamente? ¿Tan patético era supoder? ¿Quizás demasiado poderoso?Maldita sea, ¿cuándo llegaría alguienque pudiera descubrir los poderes deotros sentomentalistas con solo estar ensu presencia?

—Soy capaz de hacer crecer ladesconfianza en cualquiera que yo desee—respondió finalmente.

Los hombres le miraron en silencio

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antes de prorrumpir en carcajadas.—¿Nos tomáis el pelo? —preguntó

Vilanís.—¡Eso puede hacerlo cualquiera! —

Añadió Zuco, tan poco impresionadoque ni siquiera le estaba mirando, sinoquitándose la suciedad de las uñas consu daga.

Fidgerpatt golpeó la mesa con lapalma de su mano.

—Cortadle la cabeza y dejemos deperder el tiempo, por el amor delTodopoderoso.

Dimitri miró con recelo a Laugard.—¿Lo decís en serio?Si alguna vez había existido alguna

duda en aquellos ojos, se esfumó en

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aquel instante.Dimitri se giró hacia el único que

podía saber si decía la verdad:—¿Dareen?El viejo se encogió de hombros.—Parece nervioso, pero no está

mintiendo. Al menos yo no lo percibo,majestad.

Laugard le amenazó con un dedo,airado.

—Yo nunca miento. Y menos conalgo tan serio.

—Demostrádnoslo, pues —sugirióDimitri, abriendo los brazos—.Fidgerpatt se ofrece voluntario.

—¿Que yo qué?El rey lo miró significativamente.

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—Que te ofreces como voluntario,¿no es cierto?

Las palabras que tenía listas parareplicar se escurrieron por el interior desu enorme papada, y asintió.

—Hace tiempo que no lo practico —se excusó el recién llegado mientrasestiraba el cuello para desentumecerlo—. Pero no hace falta que os lodemuestre, pues todos aquí sabéisperfectamente que yo no siempre fui reyde Caravás, ¿verdad?

Dimitri hizo un gesto de sorpresacontenida. ¿A qué estaba jugando?Mientras continuaba con sus ejerciciosmetódicamente, prosiguió con lahistoria:

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—Odarión me precedió en el trono.Un tipo de lo más desagradable, si mepermitís la apreciación. —Estiró cadauna de las falanges de sus dedos antesde añadir—: Pronto se quedó sin familiani amigos. Los sirvientes abandonaron elreino para no volver más y sucomportamiento se volvió de lo másermitaño. Menuda peste desprendía elcastillo cuando lo encontré.

—¿Adónde queréis ir a parar? —preguntó Dimitri, alzando una ceja.

Laugard lo ignoró.—Llegué a Caravás una noche de

tormenta hace algunos años. ¡Y menudatormenta! Solo con recordar sus rayos ytruenos todavía se me ponen los pelos

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de punta.—¿Por qué será que no me extraña?

—masculló Vilanís, siseando.—Cuando llegué, el hombre quiso

echarme. Me dijo que no habíahabitaciones libres en su castillo y que,además, no pensaba dar cobijo a unharapiento mendigo. —Se puso de pie yse dobló hasta tocarse las puntas de lospies con los dedos. Dimitri lo miró sinentender qué hacía—. ¡Un harapientomendigo! ¡Yo! Tuve que contarle cuálera mi don y amenazarle con que medejara guarecerme si no quería sufrir miira.

Dimitri echó un breve vistazo desoslayo a sus hombres y descubrió, para

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su sorpresa, que el relato comenzaba ainteresarles y que guardaban silencio.

—¿Y creéis que incluso con esastretas me dejó entrar? Os aseguro queno. Ese tipo era un monstruo bajo la pielde un rey. Y se lo hice pagar con creces.—Estiró los brazos hacia el techo yañadió—: En cuanto cerró la puerta,comencé a utilizar mi don, hablándole ala mente sin que él se diera cuenta,susurrándole lo peligrosos que erantodos aquellos que le rodeaban. Lasintenciones ocultas que guardaban parahacerle daño. El peligro de muerte quecorría si se quedaba una sola noche másentre esas paredes. —Sonrió con ansia—. Pero no contento con eso también

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añadí que el resto del Continente lobuscaba, que, allá donde fuera, la muerteestaría al acecho. Que sus familiares yantiguos amigos habían puesto un preciomuy alto a su cabeza y que prontollegarían los primeros mercenarios arealizar el trabajo para cobrar susberones.

»El rey Odarión se volvió loco antesde llegar a sus aposentos. Para cuandoalcanzó el segundo piso del castillo, nopudo soportar más la presión y se lanzóa través de la cristalera del pasillo hacialos acantilados. —Se encogió dehombros y concluyó—. Así fue comollegué yo al trono. Tampoco es quehubiera muchos hombres sobre los que

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gobernar, y las tierras estaban tandescuidadas como un desierto. Pero meaceptaron como amo y señor del lugar y,dado que el hombre no había tenidodescendencia, nadie vino a reclamar eltítulo.

La sala continuó en silencio inclusocuando él calló. Dimitri percibió en losojos de sus hombres un brillo distinto alque tenían cuando Laugard habíacomenzado a hablar. Ya no le mirabancon la misma socarronería. No había niun ápice de burla en sus pupilas, si biencierta desconfianza.

—Bueno, ¿quién se había ofrecidopara la demostración?

Todas las cabezas se volvieron hacia

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Fidgerpatt, que abrió la boca paraquejarse.

Laugard miró a Dimitri y cuandoeste asintió, conforme, se concentró enlos ojos de su víctima.

Sin pronunciar palabra, comenzó avocalizar sin emitir sonido mientrastodos los hombres lo observaban decerca. Al principio no sucedió nada,pero de repente hubo algo que nubló losojos del gordo sentomentalista.Fidgerpatt comenzó a temblar y aobservar los rostros de sus compañeroscon una sombra de angustia ypreocupación que no había existidohasta entonces. Después comenzaron losgruñidos. Era como si se hubiera

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convertido en un animal que estuvieraapresado. Sus ojos saltaban de uno aotro, aterrado. Sus manos temblabancomo flanes, tensas y listas para arrearun mamporro al primero que se moviese.

El viejo Dareen y Cuervo, que nohabían intervenido apenas durante todala velada, se alejaron de él arrastrandosus sillas.

—Majestad, creo que ya essuficiente —sugirió el viejo.

No, no lo era. Se dijo. Quería sabercuál era su límite.

Laugard prosiguió con su habilidad,mascullando palabras cada vez másaudibles, aunque del todoincomprensibles.

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De repente, Fidgerpatt se levantó deun golpe y tiró la silla al suelo.

Todos se alejaron de él con susarmas en alto. El brillo de los acerosenfureció aún más al hombre, que sepuso a gruñir como un perro con losojos vidriosos. Dimitri se mantuvo en elmismo sitio, asombrado y convencido.

—¿Podrías hacer que matase acualquiera? —dijo en un murmullo.

—Podría hacer lo que me ordenaseis—replicó él—. Ahora mismo no se fíani de sí mismo.

—Espléndido.Sagath se aproximó a su rey.—Señor, no creo que sea buena idea

seguir con el experimento. Ya ha

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demostrado con creces su don.Dimitri alzó las cejas, fascinado.

Sus hombres temblaban como hojas,cuando ellos mismos poseían donesmucho más peligrosos.

Más que complacido, le puso unamano en el hombro al rey de Caravás yle indicó que podía parar.

Laugard asintió y de nuevo, con lamisma cantinela de antes, hizo queFidgerpatt regresara a su estado natural.Una vez que estuvo completamente libredel encantamiento, se llevó las manos ala cabeza, masculló que le dolía muchoy cayó redondo sobre el suelo de piedra.

Dimitri aplaudió con entusiasmo a sunuevo caballero y espía.

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15. Relámpagos

Lysell volvió en sí varias horas mástarde. No sabía dónde estaba, qué horaera ni qué había ocurrido. Su últimorecuerdo era el del suelo precipitándosecontra su cara y el grito de Vekka en lalejanía.

Los párpados le pesaban tanto que,aunque estaba consciente, tuvo queesperar varios minutos hasta poderabrirlos.

Se encontraba en algún tipo de cuevarocosa. Alguien, supuso que Vekka, la

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había cubierto con la capa y le habíacolocado el saco de tela a modo dealmohada. Un reguero lento peroconstante de gotas sueltas estabaformando a su lado un charco donde sereflejaba la insegura llama de unaantorcha.

Vekka la sostenía en alto mientrasobservaba el oscuro exterior sinmoverse. Parecía una estatuaprotegiendo la entrada junto al loboechado a sus pies. Con el halo que lasllamaradas despedían y su pelo largo yoscuro cayéndole sobre los hombros,parecía la viva imagen de aquellosguerreros némades que tantas leyendas ymitos habían inspirado en el pasado.

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El muchacho dio un respingo y Luese giró con sus ojos brillantes haciaLysell. Ella sintió la urgencia de apartarla mirada, como un niño pillado en falta,pero se limitó a aguardar a que su amigose acercase. Su gesto era serio.

—Me alegro de que te hayasdespertado, aunque todavía quedan unascuantas horas para que amanezca.

Lysell asintió conforme, como si elmuchacho pudiera hacer que el solsaliera antes si así lo prefería. El merorecuerdo de los últimos acontecimientosle provocó una serie de náuseas que seagolparon en su garganta. Se obligó arespirar hondo y a tranquilizarse.Habían salido vivos de aquel castillo en

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ruinas, pero ahora tenía que enfrentarsea su mejor amigo, a la única persona quele importaba, y explicarle por qué lehabía mentido y ocultado la verdad.

—Vekka…El chico se humedeció los labios y

se cruzó de brazos. Desde su posición,la imagen del guerrero se habíaintensificado y parecía mucho más alto,fuerte… y peligroso.

—Siento haberte mentido —musitófinalmente—. No se lo conté a nadie, noquise preocuparte ni que dejaras deverme como…

—¿Fue por eso por lo que decidisteabandonar el campamento? —leinterrumpió—. ¿Eres de verdad una…

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reina o algo así?Lysell no pudo contener por más

tiempo las lágrimas. Asintió.—Entiendo…—Por favor, Vekka.—¿Desde cuándo lo sabes?—Conocí a un hombre hace algunos

meses.—¿Un hombre? ¿De dónde?—Me dijo que su nombre era Ettore

y que, aunque yo no lo supiera, élconocía mi verdadero nombre yprocedencia.

—Lysell.Ella asintió.—Ese es mi nombre, sí. No Eis ni

cualquiera de los estúpidos apodos que

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me pusisteis de pequeña —no se atrevióa mirar hacia arriba, aunque supuso queun leve rubor se habría extendido porlas mejillas de Vekka—. Nací en Salmat.Mi madre fue la reina hasta que murió,según me dijo aquel hombre.

—¿Cómo sabes que no mentía?Lue se acercó a su amo y se quedó

rondando tras sus piernas.—Porque… —la voz se le quebró.

La posibilidad de perderlo a él tambiénla estaba asfixiando—. Porque soy unasentomentalista.

Si Vekka pensó que estababromeando no lo pareció. Se mantuvoquieto, observándola. Lysell creyó intuirlos engranajes de su cabeza intentando

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encajar las piezas de un puzleimposible, por ello se apresuró aañadir:

—Yo no quería nada de esto. Puedojurarlo. —Sentía las lágrimas en lacomisura de sus labios, amargas como laverdad—. Pero él me engañó. Meofreció la posibilidad y yo dije que sí.Me convirtió en una sentomentalista. Lohizo y desde entonces… desdeentonces…

La angustia y el llanto seconvirtieron en hipidos incontrolados.

—¿Por… por qué tiene que pasarmeesto a mí? ¿Cómo voy a reinar si no séni zurcir unos calcetines? Si solo soyuna salvaje que juega a cazar por los

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bosques. —Enterró la cabeza entre lasrodillas y se convulsionó con el llanto—. No deberíamos haber salido nuncadel campamento. Todo esto ha sido pormi culpa. ¡Podrías haber muerto! Y yo…no me lo habría perdonado.

No pudo seguir hablando. Laspalabras se le atragantaban sin orden niconcierto en la cabeza y en la lengua.Quería estar sola, dejar de ser egoísta yconseguir alejarse de él para que nosufriera.

De pronto sintió una caricia peluda.Todavía llorando, alzó la mirada y vio aLue arrebujado junto a ella. Vekka sesentó al otro lado con las rodillasagarradas entre los brazos y se quedó

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observando la entrada de la gruta.—Sé que debe sonarte extraño, pero

mientras esperaba a que despertases, mehe dado cuenta de que nunca antes mehabía sentido tan feliz y libre. Y que, pormucho que te hayas equivocado, esgracias a ti.

—No quise hacerte daño… —volvió a decir ella.

—Lo imagino. Supongo que yohabría hecho lo mismo. —Se volvióhacia ella y la miró con serenidad—.Pero espero que no vuelvas a mentirmeni a ocultarme nada. ¿De acuerdo?

Lysell asintió con efusividad y sesecó las lágrimas.

—¿No estás enfadado?

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Él suspiró y dijo que no con lacabeza.

—¿De verdad?—De verdad.Colocó el brazo sobre sus hombros y

la atrajo hacia sí. Fue un gesto torpe,nuevo para los dos, pero cargado de uncariño que Lysell necesitaba y que él nose sabía capaz de ofrecer.

Contagiada por aquella sensaciónque durante unos minutos había creídoperdida, Lysell tomó aire y se dejóllevar por el momento para intentarexplicarle cuanto le había sucedido enlos últimos meses, en qué consistía sudon o los problemas que le habíaacarreado. Intentó que comprendiese su

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miedo a que alguien lo descubriese y loutilizase en beneficio propio y laangustia de no poder compartirlo connadie.

Habló y habló mientras sentía quetodo el agobio acumulado se escapabacon cada palabra pronunciada. Tambiénlloró. Por lo que habían dejado atrás ypor lo que nunca conocerían. Por lavieja Bautata y por los buenos momentoscompartidos en el campamento.

Con cierto temor, le contó la últimaconversación que había tenido con supadre a la hora de ser juzgada.

—¿Mi padre te ordenó que lellevaras contigo? —preguntó, incréduloy enfadado—. ¿Cómo se pudo atrever?

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—Dijo que me sería útil allí dondeyo reinase. —Respiró hondo y se pensóbien cómo hacerle la pregunta sinpreguntar. Permitiéndole a él decidir siresponder o no—. Vekka, me gustaríasaber cuál es su don.

Desde pequeña había oído diversosrumores acerca del poder de Azquetam.Pero ni siquiera Bautata se habíapronunciado al respecto. Ahora que yano estaban en el campamento, esperabaque Vekka pudiera revelárselo. Pero elmuchacho permaneció en silencio con lacabeza puesta en otra parte.

Temiendo haberse confundido,Lysell preguntó:

—¿Crees que debería haberle hecho

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caso?—¡No!Lysell se apartó, asustada por el

grito. El muchacho le pidió disculpas.—Hiciste bien huyendo de allí. Mi

padre es… —Se lo pensó unos instantes—. Mi padre no es bueno. Estamosmejor lejos de él. Sobre todo tú. Ojaládejara el campamento y a todas esaspersonas…

Si ya de por sí era extraño descubrircierta emoción en la voz del muchacho,más aún era que fuera miedo lo quedestilaba. Miedo a su propio padre.

La niña se centró en la areniscaacumulada a sus pies y aguardó a queprosiguiera. Sin embargo, Vekka guardó

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silencio; la conversación habíafinalizado en aquel mismo instante.

—Deberías descansar un poco —sugirió la niña, cambiando de tema—.Yo puedo hacer guardia junto a Lue.

El muchacho no se negó. En cuantoLysell abandonó el improvisado jergón,se echó cuan largo era sobre él y cayódormido. Ella, por su parte, se acercó ala boca de la cueva y se sentó con laspiernas cruzadas a ver los regueros deagua correr montaña abajo.

Se encontraban en una pequeñacolina desde la que se percibía la densasombra del bosque de Célinor. Supusoque, a lo lejos, con algo más de luz ymenos lluvia, se recortaría la silueta de

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las ruinas donde su pesadilla había dadoun nuevo giro inesperado.

Allí, con la falsa sensación de tenerel mundo a sus pies, se preguntó si algúndía llegaría a sentirse realmente segura.Si existía ese lugar que pudierareconocer como hogar aguardándola enalgún rincón del Continente. Si máspronto que tarde podría dejar de correr,de esconderse y de fingir ser quien noera.

Meditabunda, acarició el ásperopelaje de Lue y este aulló suave con lavista puesta en los rayos que alumbrabanel cielo y congelaban el paisaje duranteuna fracción de segundo antes de volvera ser engullido por la oscuridad. Quizás

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su vida estuviera destinada a ser comouna noche de tormenta, se dijo: oscura ypeligrosa la mayor parte del tiempo yalumbrada solo de vez en cuando poralgunos momentos felices, frágiles,fugaces y brillantes como relámpagos.

Al menos, se dijo, había sido capazde confesarle la verdad a Vekka.

La esperanza la embargó y el corajepara enfrentarse a ese mundo que habíademostrado estar hecho de crueldadcreció lo suficiente como para que seatreviera a mirarlo de frente.

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El amanecer se llevó consigo lasnubes, la lluvia y los truenos. A cambiodejó un cielo despejado, el penetranteolor a tierra mojada y una suave brisaque agitaba las copas de los árboles.

Fue Vekka quien despertó a la niña,con una pequeña sonrisa en los labios.

—Me parece que la próxima vez voya tener que vigilarte para asegurarme deque haces la guardia correctamente.

Lysell fue a protestar, arguyendo queacababa de cerrar los ojos, cuando se leescapó un bostezo y perdió todacredibilidad.

—Intentaré estar más atenta lapróxima vez —aseguró, levantándose.

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Vekka ya había recogido todas suspertenencias. El lobo no estaba a lavista, por lo que supuso que habríasalido a dar una vuelta y a llenar elestómago.

La tripa de Lysell rugió molesta porel enorme apetito que sentía.

—Encontraremos algo por el camino—dijo él, adivinando sus pensamientosy ofreciéndole el pellejo para quebebiera—. Cuanto antes nos pongamosen marcha, mejor.

—¿Sabes adónde vamos?El chico se volvió, extrañado.—A Salmat, supongo. ¿No?Lysell apartó la vista. Ahora que el

sol había salido y todo adquiría un matiz

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mucho más real, no estaba demasiadosegura de que aquello fuera lo quedeseaba realmente. Tras descubrir que,además de la corona, el trono y lossúbditos también tendría que lidiar conlos peligros que el poder traía consigo ylas envidias de cuantos la rodeasen,sintió que algo se desinflaba en supecho.

—Lo he estado meditando mucho,Lysell —continuó diciendo el chico— yno creo que tengamos mejor opción.

Ella sonrió sarcástica.—Cómo se nota que no serás tú

quien tenga que llevar el peso del reino.Vekka la agarró del hombro.—Piénsalo, podemos ir, hacernos

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con suficientes provisiones y dinero, ydespués dejarlo todo y huir.

—¿Estás hablando de abdicar?—Bueno, eres tú quien no quiere

quedarse allí.Recordó el consejo que Bautata

siempre le daba en estas situaciones yoptó por enfrentarse a los problemas deuno en uno.

—Está bien. Vayamos a Salmat.Después ya veremos qué hacer. A lomejor todo esto no es más que unaconfusión y ya han encontrado a unsustituto para mi cargo.

—A lo mejor —bromeó.Lysell puso cara de enfadada y le

golpeó con el puño en el brazo.

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—¿Y qué camino tomamos?Vekka señaló una dirección con el

dedo.—Salmat está hacia el sur. Iremos en

esa dirección hasta que nos topemos conalgún reino. Allí podremos comprar unmapa para continuar con el viaje.

Descendieron la colina evitando losterraplenes y los charcos hasta volver ainternarse en el bosque. Lue les vino alpaso un rato después. Llevaba el hocicohúmedo y la lengua fuera. Vekka lepalmeó el lomo antes de que volviera aperderse de vista.

Caminaron sin prisa, deteniéndosede tanto en tanto a probar algunos frutossilvestres que crecían entre la maleza.

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En algunos puntos del recorrido, elfollaje era tan abundante que el suelo nopresentaba ni el más leve rastro delluvia. Lysell optó por sacar el arco ylas flechas, por si acaso se cruzaban conalgún animal desprotegido, pero prontose dio cuenta de que el cansancio no lepermitía estar suficientemente alertacomo para prestar atención más que a loque tenía delante.

A mediodía, incapaz de mantenerseen pie por más tiempo y temiendo volvera marearse como la noche anterior, rogóa Vekka que parasen a descansar. Elmuchacho se mostró algo reacio alprincipio, pero cuando se toparon con unpequeño riachuelo de agua cristalina, él

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también cedió al cansancio y se sentarona su orilla.

Lysell sacó de su petate lo que habíaido recolectando durante la caminata ylo colocó todo sobre una piedra paraseparar lo comestible de lo que no loera, tal y como Bautata les habíaenseñado tantos años atrás. La tareaapenas les llevó tiempo y para cuandoquisieron darse cuenta, no solo lo habíanseleccionado, sino que también se lohabían comido.

—Sigo muerta de hambre —selamentó Lysell, rellenando el pellejo conel agua helada del riachuelo—. ¿Creesque Lue podrá cazarnos algo para lacena?

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El muchacho se encogió de hombrosantes de apoyar la espalda sobre lahierba y meter los pies en el agua.

—Podría intentarlo, pero estáacostumbrado a comerse él solito todolo que atrapa.

Después, cerró los ojos y surespiración se fue ralentizando.

Lysell se tumbó sobre su pecho ymetió los dedos en el agua, distraída conla corriente y las algas inferiores que searremolinaban alrededor de sus uñas.Estaba a punto de quedarse dormidacuando sintió una presencia tras ella. Susilueta apareció reflejada en el agua yfue a darse la vuelta para gritar cuandouna mano grande y cubierta por un

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vendaje negro le tapó la boca.El tumulto hizo que Vekka se

incorporara de un salto dispuesto adefender a su amiga, pero el filo de laespada que el recién llegado portaba seencontraba a escasos centímetros de sucuello.

—No he venido a haceros daño —dijo el hombre con voz grave—. Pero nopuedo permitir que volváis a…

Lue apareció de pronto entre laespesura del bosque y se lanzó sobre elhombre con sus fauces abiertas. Lysellcayó al suelo con un grito antes degirarse y descubrir de quién se trataba.

—¡Vekka! —exclamó, agarrando delbrazo al muchacho—. Es… ¡Es el

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hermano de Firela!—¿Qué? —Sacó del cinturón su

puñal y se colocó en posición de ataque—. Vamos, tenemos que marcharnos.

Lysell lo retuvo.—¡No! ¡No! ¡Dile que pare! ¡Dile a

Lue que se esté quieto!El hombre apartó de un golpe al

animal, que volvió a arremeter con másferocidad.

El muchacho pareció dudar unossegundos mientras el hombre cuervo sedebatía contra el lobo en una clarasituación de inferioridad.

—¡Por favor! —rogó la chica con lamirada desencajada.

—¡Lue! —gritó el muchacho—.

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¡Aquí, Lue!El lobo se giró todavía con las

fauces abiertas y miró a su amo, sincomprender.

—¡Vamos! —Se golpeó el muslo—.Aquí. Ahora, Lue.

Sin dejar de gruñir, el animal cerrósu portentosa mandíbula y retrocedióunos pasos. El hombre cuervo se apoyóen la rodilla con la mano humana y seincorporó. Tenía parte de su ropadesgarrada y un fino hilo de sangre lemanaba por el antebrazo.

Había plumas negras esparcidas a sualrededor.

—¿Qué es lo que quieres? —preguntó Lysell.

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—Protegerte —respondió elhombre. Después se llevó la mano a laboca y cerró los ojos. Un gruñido seescapó entre sus dedos mientras unpuñado de plumas oscuras surgía dondeantes solo había habido piel de cuello.

Los dos muchachos dieron un pasohacia atrás y quedaron al borde delagua. El lobo dio uno hacia delante,gruñendo con fuerza.

—¿Qué…?—¡No! —le interrumpió el

desconocido—. Por favor, no hagas máspreguntas. Te lo ruego. Te diré quién soyy de dónde vengo, pero, por favor… —Una lágrima se escurrió entre susarrugadas facciones. Algo tan ajeno a

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ese rostro que a los chicos les causó aúnmás impresión—. No preguntes más.

—De… de acuerdo —balbució laniña tras mirar de reojo a Vekka—.Habla.

—Me llamo Wilhelm y soy… soy elhermano de Firela.

Vekka le fulminó con la mirada.—Eso ya lo sabemos. También que

eres el tío de Lysell.El hombre cuervo apretó los labios

con fuerza antes de asentir.—Así es. Y ya os he dicho a qué he

venido.—¿Cómo nos has encontrado? —

preguntó el chico.—Con esto. —Wilhelm se

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desenganchó una bolsa de la cintura y seechó sobre la palma de su mano unpuñado de semillas color mostaza— Songordolobos rastreadores. Pueden…pueden encontrar a quien sea por muylejos que se encuentre.

—Gordolobos rastreadores. —Lysell los miró atónita. ¿Tanto valía suvida como para que se tomaran aquellasmolestias en encontrarla?

—Tienes que creerme. Mi hermaname tendió una trampa. —Dio un pasohacia ellos, pero el lobo lo amenazó conlos dientes y Wilhelm se quedó quieto—. Me atacó antes de que encontrara elcampamento y después se inventó unahistoria. Lysell, por favor, créeme.

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—Te creo.Vekka se volvió hacia ella.—¿Cómo que le crees? ¿Y si está

mintiendo como la mujer?Lysell pasó su mirada de uno al otro.—Sé que es verdad porque Ettore

me advirtió de su llegada.—¿Ettore? —Esta vez fue el hombre

quien se mostró confuso—. ¿Conoces aEttore?

En pocas palabras le habló de suencuentro con el sentomentalista comoya había hecho con Vekka y despuésañadió la parte que había omitido a suamigo: la de los dos desconocidos quevendrían a buscarla.

—Me dijo que uno me haría daño y

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que el otro intentaría protegerme. —Avergonzada bajó la cabeza y suspiró—.Siento haberme guiado por lasapariencias en lugar de… de por…

Wilhelm se relajó un tanto y esbozóel comienzo de una sonrisa.

—Es comprensible. Yo tampoco esque muestre mi mejor aspecto. —Alzó elbrazo y el ala y un pedazo de tela seescurrió hasta el suelo. Las vendas delpecho estaban llenas de tierra y sangre.

—Nosotros vamos… —se lo pensóunos segundos antes de seguir—. Vamosa Salmat. Si quieres acompañarnos…

—Esa es mi intención, sí —respondió Wilhelm, anonadado—.¿Cómo habéis podido aprender tanto

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sobre… sobre ti en tan poco tiempo?—Firela nos lo contó —respondió la

niña.—Más bien se lo sacamos con el…

—Vekka miró de soslayo a Lysell yaguardó a que asintiera para continuar—. Con su don.

El hombre cuervo entrecerró losojos y después asintió.

—Ya veo. ¿Y ahora dónde está?Lysell negó lentamente.—No lo sabemos.—Nos llevó a un castillo e intentó

matarnos.La mirada de Wilhelm se enfureció.—Pero logramos escapar con ayuda

de Lue. —La niña se agachó y acarició

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al lobo en el cuello.—Tuvisteis suerte. Esa mujer es una

de las más peligrosas que el Continenteha conocido nunca.

—Y la más fea —añadió Vekka,haciendo que Lysell soltara unacarcajada nerviosa y que Wilhelmsonriera.

—Sí, supongo que eso también.—¿Crees que nos habrá seguido el

rastro? —preguntó Lysell. Después semordió el labio al darse cuenta de queacababa de preguntar, pero su tío latranquilizo al responder.

—Si lo hubiera hecho, ya estaríaisen sus manos. Es demasiado buena en sutrabajo como para dejar escapar a su

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presa.—También Lue lo es en el suyo.Lysell dio un respingo.—¿Lo ves capaz de matar?El muchacho observó de soslayo al

animal.—Sí. —Un leve rubor se extendió

por sus mejillas—. Nunca le he vistohacerlo, pero fuerza no le falta. Ysiempre hay una primera vez para todo,¿verdad?

Lysell reprimió un escalofrío. Y acontinuación se sintió estúpida. Firelahabía intentado asesinarlos. ¿Por quétenía ella que tener remordimientos?Ojalá el lobo la hubiera dejado losuficientemente malherida como para

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que no volviera a intentar acercarse aellos.

—Así que estáis decididos a ir aSalmat —dijo Wilhelm con seriedad.Una seriedad que a los dos muchachosles sorprendió, pues estabanacostumbrados a que ningún adultotuviera en cuenta sus sugerencias.

—Sí —respondió Lysell.—Me alegra oír eso.La niña sonrió y en un acto reflejo le

preguntó si no quería sentarse adescansar antes de seguir la marcha. Encuanto el hombre se derrumbó sobre lahierba, Vekka la agarró del brazo y se lallevó aparte. El lobo continuó con lamirada clavada en Wilhelm.

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—Entonces ¿ya lo hemos decidido?¿Vamos con él? —susurró.

—Sí. No sé qué puede haber demalo.

—¡Puede ser igual de peligroso quesu hermana! En cuanto se recupere delas heridas y Lue deje de prestarleatención, se abalanzará sobre nosotros.

—Eso no lo sabes —espetó la niña—. Te digo que podemos confiar en él.

—¿Cómo puedes estar tan seguradespués de…?

—¡Antes me equivoqué! ¿Vas aseguir reprochándomelo el resto de lavida?

Vekka entrecerró los ojos y apretólos labios. Parecía estar haciendo un

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esfuerzo sobrehumano para controlarse.—Nos ayudará a llegar a Salmat.

Correremos menos peligro yendo con él.—¿Tanto miedo te da ir sola

conmigo por el bosque?Lysell bufó, cansada.—¿Tienes que darle la vuelta a todas

mis palabras? ¡No tiene nada que vercontigo! Ese hombre conoce el bosque ytiene los… los… ¡las semillas esas! Yen caso de que sucediera algo, Luepodría actuar.

—Lue no estará siempre paraprotegerte. Y yo tampoco.

El muchacho dio media vuelta y deun salto se colocó en la orilla opuestadel riachuelo.

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—¿Adónde vas? —preguntó la niña,asustada.

—A dar un paseo —respondió demal humor. Después dio un silbido conlos dedos en la boca y el lobo se volvióhacia él antes de correr a su lado. Singirarse para mirar a la niña, azuzó alanimal y juntos se perdieron entre elfollaje.

—¡Vale! ¡Como tú quieras! —gruñóla niña, pateando una piedra ylanzándola al agua. Después regresó conlos puños cerrados hasta donde habíadejado sus cosas y se sentó. Sus ojosechaban chispas—. A veces esinsoportable.

—Supongo que todos lo somos de

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vez en cuando —comentó Wilhelm.—Pero es que… ¡es que no le he

hecho nada!—Él solo se preocupa porque estés

bien. Quiere protegerte.De ti, pensó la niña, aunque no llegó

a decirlo en voz alta.Reprimió un escalofrío y se negó a

permitir que los prejuicios de su amigohicieran mella en ella. Por eso la habíadejado sola con él: para que pudierarecapacitar y comprender el peligrocontinuo al que los sometería sifinalmente hacían el resto del caminojunto a Wilhelm.

—No vas a asesinarme, ¿verdad? —La pregunta salió de sus labios antes de

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que pudiera siquiera procesarla.—No, a no ser que sea la única

manera de protegerte. —Lysell se girócon un respingo y el hombre bajó lamirada, angustiado—. Te pidodisculpas. Tu don a veces puede resultardemasiado… hiriente.

—Es la sinceridad con la que todosrespondéis lo que duele —arguyó ellasin apartar los ojos—. ¿De verdad mematarías si fuera necesario?

—Sí. Si es de ti misma de quiendebo protegerte. Igual haría si fuera yoquien supusiera un peligro para ti.

Ahí tenía su respuesta. No tenía quever con amor, cariño o lazos familiares.Su deber era protegerla y traspasaría

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cualquier límite por conseguirlo.Asintió despacio, como si estuviera

aceptando un trato. Entonces reparó, unavez más, en las brillantes plumas negrasque Wilhelm estaba limpiandodespreocupado con agua del riachuelo.

—¿Tu maldición…?—¡No! —El hombre dejó lo que

estaba haciendo y alargó la mano paradetenerla—. Por favor, no me preguntessobre ello. Es… no puedo decírtelo. Losiento. Hay ciertas cosas que nopuedo… responder.

Ella asintió, cohibida.—No era mi intención asustarte —

dijo el otro con voz grave—. Es soloque… lo considero algo privado.

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—No tienes que dar explicaciones.A veces puedo ser demasiadoentrometida.

Wilhelm rió entre dientes.—A veces es bueno ser entrometida.

Espero poder contártelo más adelante.Cuando sea seguro.

No hablaron más el resto del tiempo.Lysell se tumbó boca arriba y se quedóobservando, obnubilada, el inmensotecho vegetal de aquel bosque mientrasWilhelm seguía curándose las heridas ycosiéndose los desgarrones de la ropa.

Un rato después escucharon el troterápido de Lue y vieron aparecer alanimal junto a Vekka. Llevaba en lasmanos un conejo y una perdiz.

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—Supuse que tendríais hambre.Lysell le sonrió al verle de buen

humor otra vez y asintió.—Yo me encargaré del fuego —

propuso Wilhelm.Y por un rato pudieron olvidarse de

sus diferencias, de Firela y del peligroque los acechaba a cada paso. Uno deaquellos relámpagos de luz, se dijoLysell, que la vida ofrecía tan pocasveces y que tenían que aprovechar.

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16. Juego de pies

—Concéntrate en tu objetivo y no lopierdas de vista, ¿me has entendido?

Duna asintió conforme, aunque conaquel inmenso casco de hierro pocohabría importado si se hubieramantenido quieta.

—De acuerdo. Pues volvamos aempezar.

La muchacha alzó la enorme espaday aguardó en posición defensiva.Sírgeric podía ser todo lo simpático ydivertido que quisiera fuera del campo

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de entrenamiento, pero cuando estabanpracticando se convertía en un ser tanfrío y desprovisto de tacto queempezaba a darle miedo.

—Los enemigos no tendrán ningúnrespeto cuando tengan que apuñalarte —decía siempre que ella le reprochaba suactitud. Aunque tampoco podía negarleque, de tanto en tanto, se molestaba enpedir disculpas si el golpe habíaresultado demasiado duro o difícil deesquivar. Muy de tanto en tanto.

El joven comenzó a moverse encírculos, cruzando las piernas.

—Esos pies —gruñó—. Más suaves,flexiona las rodillas un poco. ¡Estásllevando una espada en las manos, Duna,

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no una cesta de ropa!—¡Eh! —se quejó ella—. ¡No te

pases que sé dónde duermes!—Concéntrate.Lo intentaba, lo intentaba, pero no lo

conseguía. Llevaba días sin dejar dedarle vueltas a las palabras de Adhárely todavía no había sido capaz deasimilarlas. ¿Por qué no lo dejabacorrer? ¿Qué más pruebas necesitabapara saber que no había sido suintención herirla? Ninguna. Pero eso nocambiaba nada.

Bajó con disimulo la mirada paraintentar comprobar el movimiento de suspies.

—¡Duna! Mira al frente. Esto no es

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una clase de danza.—Pues a veces lo parece.Sírgeric cambiaba cada pocos

segundos de estrategia, desviando elpeso del cuerpo de un lado a otro parapillarla desprevenida. Su trabajoconsistía en imitarle tan rápido comopudiera para practicar los reflejos. Dejóla mente en blanco e intentó sacar lomejor de sí misma.

Aguantó con estoicismo los diezminutos largos que duró el ejercicioobteniendo como única recompensa un«no está mal» de su reluctante maestro.

—La idea es que termineshaciéndolo sin darte cuenta —explicó.

—Ya sé moverme sin prestar

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atención a mis pies, Sírgeric. Lo que túme pides es que me prepare unacoreografía.

—Sí, pero a diferencia de en elbaile, aquí tu agilidad y velocidadpueden evitar que alguien te corte unbrazo.

Duna hizo un mohín y se quitó elcasco. No quiso imaginar el aspecto quetendría con las mejillas enrojecidas y elcabello totalmente alborotado.

—A veces eres de lo másdesagradable, ¿lo sabías?

—Si quieres lo dejamos por hoy yotro día practicamos con las espadas.

—Si quieres le pido a Heredias queme ayude él —golpe bajo.

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Sírgeric se apartó un mechónrebelde de delante de los ojos.

—La verdad es que no sé de qué tequejas. Me tienes aquí esclavizado y a tuservicio cuando podría estardescansando en mi habitación y encimame regañas. ¡No seré yo quien se quedepara verte llevando una corona!

Duna sonrió ante el comentario y semasajeó el puente de la nariz. El olor acuero de los guantes le hizo apartar losdedos rápidamente.

—Lo siento. Últimamente no duermobien y… bueno, da lo mismo.

Sírgeric se acercó a ella.—No lo da. ¿Qué ocurre? Sabes que

puedes hablar conmigo de lo que

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necesites.Ella respiró hondo y esbozó la

sonrisa más sincera de la que fue capaz.—Lo sé. Pero estoy bien. Es solo

cansancio. Y este tiempo horrible —añadió, alzando la mirada hacia lasoscuras nubes que se estabancongregando sobre Bereth como elaugurio de una pesadilla.

Sírgeric la miró con el ceño fruncidounos instantes más antes de rendirse.Conocía demasiado bien a Duna comopara saber que, si no quería, no abriríala boca aun siendo torturada.

—¿Seguimos entonces?La muchacha asintió y volvió a

colocarse el casco.

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—Sin olvidar lo poco que hayaslogrado aprender con el ejercicioanterior…

—Ja, ja.—… quiero que intentes atacarme.

Después probaremos qué tal están tusdefensas.

Dicho eso, Duna agarró con manodura su espada desafilada e hizo lo queSírgeric le había pedido. Tras cerca dedos horas esquivando espadazos,evitando perder el equilibrio y, de vezen cuando, probando suerte con elataque, las primeras gotas de la tormentadieron por concluido el entrenamiento.

—No ha estado mal —comentó elmuchacho con tal tranquilidad que

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parecía haber estado jugando al ajedrezen lugar de luchando. Rápidamente sepuso a recoger las pertenenciasdesperdigadas por el suelo.

—A veces no sabes lo mucho que teodio —le espetó Duna, levantando lavisera de su yelmo.

—Si tuviera que guiarme por tusgolpes, desde luego que no. Pero yasabes lo fácil que me resulta discernirtus miradas de odio de las de amor. —Se echó al hombro su camiseta y se giróhacia ella—. Sí, esa es de odio. ¿Loves?

—No tientes a tu suerte.Se quitó el casco por completo y se

lo lanzó al joven con algo más de fuerza

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de la necesaria para que lo llevara devuelta a la armería. Alzó la cabeza ydejó que la lluvia se escurriese por supiel y se llevara consigo el sudor de lafrente.

—Ve a cambiarte antes de que teresfríes —canturreó Sírgeric, riéndosemientras se alejaba de allí.

—¿Quién te crees ahora? —gritó lamuchacha al tiempo que el jovendesaparecía por la puerta—. ¿Mimadre?

La sonrisa se congeló en sus labiosal procesar las palabras. Chasqueó lalengua, molesta consigo misma porencontrarse últimamente tan irascible, yanduvo a paso rápido hasta el castillo

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sin preocuparse por los charcos que seestaban formando en la tierra.

Desde que habían regresado de susperiplos por el Continente, el recuerdode su madre se había vuelto másangustioso y latente. Como si habervisitado Luznal hubiera desenterradotodos los recuerdos, reales eimaginarios, que conservaba de ella.

De tanto en tanto se descubríatarareando una canción que juraría nohaber escuchado nunca, o acariciando elcolgante de luzalita que conservaba deella como si fuera el dorso de su mano osu mejilla. Alguna que otra vez incluso,se había despertado en mitad de lanoche, resollando, al imaginar sus gritos

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mientras los mercaderes de esclavos laalejaban de ella. El fantasma de surecuerdo poseía una inusitada solidezque la arrastraba a derramar máslágrimas de las que nunca hubierallorado por ella.

Al Flautista intentaba no dedicarle niun instante de su tiempo. Ni a él ni a lahistoria que les había contado en sucueva de Hamel.

¿Y qué si aquel hombre habíaconocido a su madre? ¿Y qué si erarealmente su padre? ¿Cambiaría algo?Solo atestiguaría la maldad de lasMusas y avivaría las llamas de la rabiaque sentía hacia ellas.

Y en su vida ya había demasiado por

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lo que odiar como para seguirañadiendo motivos.

Después de darse un largo yrelajante baño en su habitación, Duna seembutió en un vestido dorado con doshombreras redondas y manga larga parabajar a cenar.

Se miró en el espejo una vez más ysintió una punzada de nostalgia alrecordar aquel día de verano, tantotiempo atrás, cuando Aya las habíallevado a ella y a Cinthia a comprar algoque llevar al baile del vigésimo primercumpleaños de Adhárel. El vestido quese acababa de poner le recordaba aaquel que no pudieron permitirse.

¿Cómo podían haber cambiado

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tantas cosas en tan poco tiempo?En el comedor la esperaban Aya y la

reina, como siempre, charlandoanimadamente una al lado de la otra.

—Buenas noches —saludó lamuchacha, tomando asiento junto a sumadrastra.

—Duna, estás preciosa —le aseguróla reina.

—Gracias.—Era tan bonito que no pude resistir

la tentación de traérselo —explicó Aya.Duna se rió con suavidad.—Lo que me recuerda que, por

favor, no me compres más.—¡Pero es que no puedo evitarlo! —

arguyó la mujer—. Si vieras las nuevas

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telas que han traído del sur. ¡Sonespléndidas!

—Del sur… —Duna frunció el ceñoy se apuntó aquel detalle paracomentárselo a Adhárel cuando leperdonara. Es posible que ya lohubieran hecho, pero sus hombres nopodían perder la oportunidad de hablarcon quienes recorrían el Continente deuna punta a otra. Nadie mejor que ellosles podría informar de la situación deesos reinos.

—Ariadne —comentó de pronto,recordando algo.

—Dime, Duna.—He oído que sois buena amiga de

los soberanos de Gélinaz.

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Ella sonrió.—Así es. Nuestras familias llevan

muchos años siendo aliadas. Pasémuchos veranos de pequeña en susmontañas heladas.

Duna asintió, ansiosa.—Entonces, ¿creéis que en caso de

que la guerra estallase nos apoyaríancon sus ejércitos?

—Esperemos que el Todopoderosono quiera que nada de eso ocurra —rogóAya, agarrándose el faldón con las dosmanos.

—Es posible —respondió la reinacon aire ausente—. De todas formasAdhárel no quiere precipitarse. ¿Lo hashablado con él?

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Duna negó con vehemencia.—Pues debes hacerlo. Seguramente

a ti te escuche más que a los demás. Nose perdería nada por retomar elcontacto, desde luego.

Duna sonrió y asintió, complacidade haber ayudado. Ahora solo tenía quelograr perdonar a Adhárel lo suficientecomo para compartir su idea.

Se llevó un pedazo de pan a la bocacuando la puerta se abrió con un suavelamento y el rey entró en la sala. Susbotas iban dejando huellas húmedas enel suelo.

—Buenas noches a todos. Disculpadla demora. Estaba…

Con la Poesía. No hizo falta que lo

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dijera en voz alta para que todosasintieran. Con un gesto rápido, la reinainformó a la doncella que aguardabajunto a la puerta de la cocina de que yapodían comenzar a traer la cena.

—¿Hay noticias de Heredias? —quiso saber la reina.

Duna frunció el ceño sin saber dequé hablaban.

—Se ha tenido que marchar amediodía con Zennion —explicóAdhárel—. Uno de los mercaderesproveniente de Salmat nos ha reveladocierta información que queríamosinvestigar cuanto antes.

Desde luego que Adhárel ya habíatenido aquello en mente, se dijo la

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muchacha. ¿Cómo podía haberlodudado?

Aya se quedó sorprendida ante lanoticia.

—¿Con la que está cayendo?—La guerra, como el amor, no

entiende de tormentas —replicó él conuna media sonrisa—, solo detempestades.

Duna se mordió la lengua paraaguantarse las ganas de reír al escucharaquello.

Tres doncellas salieron de la cocinacon una olla humeante y varias bandejasrepletas de pescados y verduras. Cuandoterminaron de servir los platos,regresaron a sus quehaceres. Durante los

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siguientes diez minutos no se escuchómás que el ruido de los cubiertostintineando contra la vajilla.

Sírgeric llegó en ese momento conun elegante traje negro y burdeos. Hizouna rápida reverencia y por saludo dijo:

—Adhárel, deberías estar orgullosode tu chica. Cada vez me cuesta mástirarla al suelo.

Duna le fulminó con la miradamientras el muchacho tomaba asiento.¿Cómo se le ocurría sacar el tema delentrenamiento de esa forma? Parecía queuna bomba hubiera caído en mitad de lamesa. Un silencio mucho más pegajosose instaló entre los platos y las espinasde los pescados. Entonces, Adhárel

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respondió:—Lo sé, lo he visto. —Se volvió

hacia Duna y le sonrió—. Todavía tieneque mejorar su postura, pero desdeluego lo hace mucho mejor que algunosde mis soldados.

La muchacha sintió que sesonrojaba. ¿Había estado espiándolesmientras practicaban? ¿Desde dónde?¿Y por qué no se había acercado adecirle nada? Ariadne recibió la noticiacon un aplauso comedido, mientras quelos ojos de Aya permanecían puestos ensu comida. Su rostro había adquirido untono macilento.

Por debajo de la mesa, Duna agarrósu mano y se la apretó hasta que sintió

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que la mujer le respondía al apretón.—Es solo una manera de hacer

ejercicio. Odio montar a caballo y lo decorrer me resulta muy aburrido —comentó para quitarle hierro al asunto yanimar a su madrastra—. Además, miradqué brazos se me están poniendo.

Intentó sacar músculo pero apenas síse percibía algo bajo la tela.

—Impresionante —mascullóSírgeric, provocando una carcajadageneral en la mesa. Incluso Aya seatrevió a curvar los labios levemente.

—Adhárel, antes de que se meolvide —comentó la reina,recuperándose del ataque de risa—.Duna ha tenido una excelente idea.

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Quizás debamos…Las puertas del comedor se abrieron

lánguidamente y un criado se escurriódentro, carraspeó para llamar suatención y una vez que se giraron todos,dijo:

—Os pido disculpas por laintromisión, majestades, pero ha llegadoun hombre que dice ser el rey deCaravás. Ha pedido audiencia con voscuanto antes.

En un visto y no visto, Adhárel dejóa su madre con la palabra en la boca, selevantó de su sitio y desapareció fueradel comedor. Los demás no tardaron enseguirlo.

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17. Al otro lado delespejo

Firela intentó tragar saliva, pero tenía laboca seca. Después se arrodillódespacio y alargó la mano. Sus dedosestaban a punto de tocar el marfil querodeaba al espejo cuando la vozregresó, mucho más enfadada que antes.

—¡Cómo puedo tener tan malasuerte!

El susto la hizo caer de espaldas yarrastrarse lejos del objeto. Su corazón

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seguía desbocado. Sus ojos le decíanque aquello era imposible, pero sussentidos le mostraban lo contrario: aquelespejo estaba vivo. ¿Qué clase desentomentalista lo había embrujado?

Cerró los ojos y dejó que el aireentrara en sus pulmones. Se concentró enla inmensa cueva oscura y fría en la quese encontraba y dejó que el chapoteo delas goteras licuándose entre las piedrassosegara sus nervios.

Cuando estuvo lista, se puso derodillas y avanzó gateando hasta elespejo. Con cierto temblor todavía,agarró el intrincado mango y lo levantó.Un suave resplandor iluminó la piedradel suelo, la pared y la mesa que había

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junto a ella. También el cuerpo sin vidaque reposaba a sus pies, muerto.

Dio un respingo y se alejó, asustada.A continuación giró el espejo paraenfrentarse al cristal.

Ahí estaba el hombre de los ojosazules. Ya no parecía tan feliz como alprincipio. Sus despeinadas cejasblanquecinas se arrugaban en un gestode disgusto. Su boca parecía estar apunto de decir algo, pero volvió acerrarse en silencio. La asesina loagradeció en su fuero interno, aunquetampoco pronunció palabra. Poco apoco sus dedos fueron recuperando laestabilidad y dejaron de agarrar elmango del objeto con tanta fuerza.

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Más tranquila, estudió con detalle loque tenía ante ella: aparte del ancianoque la escrutaba con intensidad y quevestía con auténticos harapos, descubrióque, tras él, la habitación era la mismaen la que ella se encontraba, solo queinvertida. La luz provenía del propiocristal. Como si le hubiera robado undestello al amanecer o estuviera hechocon luzalita.

—¿Eres… real? —preguntó con unpequeño gallo al final. No recordabacuando fue la última vez que sintió elmiedo tan de cerca; mucho menos laúltima vez que permitió que llegara anotársele en la voz o en los gestos.

El viejo del reflejo asintió una vez

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sin cambiar su gesto. Con aquellamacilenta piel y esos ojos del color dela ventisca, parecía tallado en piedra yencerrado bajo el hielo.

—Di, ¿eres real? —esta vez sonómás confiada, más segura, más Firela.

—¿Qué es real y qué no lo es? —replicó el anciano sin relajar sus cejas.Su voz sonaba como el crepitar del hieloal echarle agua encima.

—¿Cómo te llamas? —insistió lamujer.

Algo se resquebrajó en laimperturbable mirada del hombre alescuchar aquella pregunta. Desfrunció elceño y sus párpados se cerraron antes deresponder.

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—Galasaz.Firela hizo memoria por si alguna

vez en su vida había escuchado hablarde él, pero fue en vano. Igual quetampoco había escuchado hablar jamássobre un sentomentalista que pudieraencerrar a nadie en un espejo. Y eso síque era extraño.

¿Cómo podía alguien con aquel dontan espeluznante no ser conocido ytemido en todo el Continente? ¿Podía serque nadie hubiera salido indemne de unencuentro con él? En tal caso, ¿por quéiba a dejar abandonada una prueba tanfehaciente como aquella sin ningunaprotección? Sintió un escalofrío y nopermitió que los nervios pudieran con

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ella. Cuanto más pensaba, más preguntasse acumulaban en su cabeza y más difícille resultaba asimilar aquello.

—¿Quién te hizo esto?Galasaz miró hacia abajo y de nuevo

a Firela.—Salió bien, ¿verdad? Por un

momento creí que no lo lograría, pero yaveo que mi plan funcionó.

—¿Lo… lo hiciste tú? ¿A ti mismo?El viejo asintió, y Firela reprimió

las incesantes ganas de lanzar el espejode nuevo a la oscuridad y huir de allípor miedo a que le hiciera algo similar aella.

—Esta fue mi única manera deliberarme de las cadenas.

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—Las… —de pronto la asesinareparó en las cadenas de hierro fijadaspor argollas a la pared que se escurríanbajo la mesa hasta los tobillos delcadáver. Asombrada, se volvió hacia elespejo.

—¿Drólserof te hizo esto?Galasaz soltó una carcajada

insidiosa.—Ese enano solo fue capaz de

ponerme las esposas, y no sin ciertadificultad. Después se limitó a darórdenes.

—Estabas a su cargo.—Era su prisionero.Necesitaba sentarse, pensó la mujer.

Y buscar algún lugar con más luz.

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—No tienes buena cara —comentóel anciano, genuinamente preocupado.

—Estoy bien. Solo necesito…¿Puedo sacarte del sótano sin que ocurranada?

—Bueno, esa es la idea, sí.¿La idea? ¿Qué idea? No quiso

saberlo. Primero volvería al pisosuperior.

Con ayuda de la luz que emanaba elespejo, logró encontrar los primerosescalones de la escalera. Las luces de latormenta seguían destellando en la nochecuando cerró la puerta y regresó a lacocina. Las llamas de la chimeneaestaban a punto de extinguirse, por loque echó un par de troncos a la lumbre y

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los azuzó hasta que las maderascomenzaron a prender con vigor.

En su pecho, más allá de lasensación física, tenía la impresión deque el agujero que había comenzado asentir al despertarse seguía creciendo yextendiéndose como un rumor incesante.No le dolía, ni tampoco reparaba en élsi no se fijaba, pero sentía un hondopesar cuyo origen desconocía y quedrenaba sus fuerzas y sus ganas deseguir adelante.

—He olvidado lo que es sentir caloro frío —escuchó decir a Galasaz desdeel espejo.

Con curiosidad, Firela lo levantó yse puso de espaldas al hogar. Después

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alzó el cristal y contempló las llamascrepitando en el reflejo, a la espalda delanciano.

—¿No lo notas? —preguntó.Galasaz se volvió dentro del reflejo

y anduvo unos pasos hasta su chimenea.Verlo de cuerpo entero dio unadimensión nueva a lo extraño de lasituación. El hombre colocó las manossobre las lenguas de fuego y se encogióde hombros.

—Nada —respondió de vuelta a suposición inicial—. Solo siento sucaricia, pero no su energía. Quécurioso…

Por su tono, Firela supuso que era laprimera vez que probaba algo así.

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—Mirar tan descaradamente aalguien es de mala educación —comentócon cierto humor el viejo.

—Lo siento. Es que nunca habíavisto algo así.

—Me halaga el comentario, hija.Eso significa que, como imaginaba, hesido el primero en lograr semejanteprodigio y demostrar que no estabaequivocado.

Firela arrastró una silla y despuéstomó asiento. Dejó el espejo en suregazo y se inclinó sobre él paraestudiarlo con paciencia.

—¿Cómo has hecho para llegar ahídentro? —preguntó en un hilo de voz.

—¿Quieres que te revele mis

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secretos cuando todavía no sé ni tunombre?

La asesina sintió que se sonrojaba.—Me llamo Firela. Fira para los

amigos —añadió sin saber muy bien porqué. Solo su hermana la había llamadoasí.

—¿Y a mí me consideras tu amigo?—preguntó el otro, imaginando suspensamientos.

—Eso depende de si tienesintenciones ocultas o no.

—¿Qué hombre no tiene intencionesocultas siempre que toma una decisión?

A diferencia de lo que podíaaparentar, no le molestaba que elhombre siempre replicara con otra

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pregunta; le gustaba.—En cualquier caso, si lo que me

quieres preguntar, pero no te atreves, essi saldré de aquí cuando menos te loesperes para matarte, o robarte, o lasdos cosas, no tienes de qué preocuparte.Hasta donde yo sé —golpeó el espejocon los nudillos—, estoy encerrado. Ymuerto.

Firela negó incrédula.—Esto es… ¿Cómo terminaste ahí?

¿Por qué?—No me quedaban más opciones…

—El hombre se alejó un poco del cristaly tomó asiento en el reflejo de una silla—. Sabía que Drólserof acabaría muertotarde o temprano. Era demasiado idiota

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para este mundo. Y albergaba ciertasdudas de que se acordara de liberarmeantes de fallecer. Por lo que veo, acertépunto por punto.

—¿Qué quería Drólserof de ti?Galasaz se meció en la silla.—Antes quiero saber de qué

conocías tú a ese hombre. —Sonriódesganado—. No tuve la oportunidad detratar mucho con él, pero no me dio lasensación de que fuera alguienparticularmente… famoso. ¿Cómo puedeser que dos almas tan dispares como lasnuestras lo conocieran? ¿Casualidad?¿Destino?

—Me temo que todavía no nosconocemos lo suficiente como para

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poder responderte a esto.—¿Y cuándo se conoce a alguien lo

suficiente?—Supongo que nunca.Galasaz asintió en silencio.—Soy sentomentalista —confesó—.

O al menos lo era antes de entrar aquí.Drólserof me secuestró cuando meencontraba de regreso a Gélinaz. Erafabricante y comerciante de espejos. —El anciano desvió la mirada a las llamasdel reflejo antes de proseguir—. Meencerró en el castillo para que trabajarapara él. Creé casi un centenar de espejosdiferentes. Unos que solo decían laverdad, otros que reflejaban el alma yno el aspecto exterior, los había para

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comunicarse a cualquier distancia… —La mujer dio un respingo al advertir queella misma había utilizado uno de esospara mantenerse en contacto conDrólserof—. No sé cuánto tiempo hapasado desde entonces. Ni siquiera sédonde estoy, ni si mi familia sigueesperando mi regreso.

Firela sintió un latigazo en elcorazón. Culpa, o pena, o algo similarque no sabía reconocer porque nunca sehabía identificado con aquellasemociones. Y menos por un desconocidocomo Galasaz.

—Lo siento —dijo.—Deja de sentirlo todo. Nada de

esto es culpa tuya.

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—Aun así, realmente… lo siento.Galasaz no peleó más. Asintió y

cerró los ojos.De pronto fue consciente de lo

mucho que había necesitado hablar conalguien después de todo ese tiempo sinKalendra. Antes, aunque fuera encontadas ocasiones, su gemela habíaestado allí para escuchar sus dudas ypreocupaciones. Desde entonces nohabía vuelto a abrir la boca más quepara comerciar o pasar desapercibidahasta que se encontró con su sobrina.Pero ni siquiera entonces, aun con laimperiosa necesidad de decir siempre laverdad, había sentido lo mismo que conaquella conversación. Y eso le

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preocupaba.—No sé cuándo te aprisionó

Drólserof, pero nosotras lo conocimoshace unos meses; a comienzos delinvierno.

—Era otoño cuando me encerró ensu castillo. ¿Sigo aquí?

—Supongo que sí. No son más queruinas, pero de un castillo a fin decuentas.

—Entonces puede que no hayapasado tanto tiempo.

—¿No pasan ahí los días y lasnoches?

Galasaz se encogió de hombros.—No lo sé. Desde que crucé a este

lado siempre he permanecido en los

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subterráneos del castillo, sin alejarmedel espejo. Esta es la primera vez quesubo. Y por las ventanas no veo más queoscuridad.

—Es de noche aquí también. —Leindicó la gemela, esforzándose porcomprender la realidad del espejo—.No entiendo a qué te refieres con que noquieres alejarte. ¿Tienes otra opción?

—Existen tantas opciones comodecisiones queramos tomar, querida. Yaquí, como en el otro lado, yo puedorecorrer el Continente entero, o al menoseso creo.

—¿Y qué te lo impide?—Déjame que te ponga un ejemplo

sencillo: ¿qué ocurriría si yo saliera por

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la puerta de este castillo y comenzara aalejarme hasta perder de vista lasruinas? ¿Y que, mientras eso sucede, túte llevaras el espejo en la direcciónopuesta?

—No lo sé.—Pues que mi única ventana a ese

mundo se iría contigo y tardaría unaeternidad en volver a encontrarla, si esque tuviera la suerte de cruzarme conella por casualidad. —El anciano atisbóel comienzo de una nueva pregunta enlos labios de Firela, por lo que se leadelantó—: Solo me reflejo en esteespejo. No puedo viajar de uno a otro aplacer.

La mujer guardó silencio, pensativa.

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En el exterior, la tormenta fuedisminuyendo de intensidad hastaconvertirse en una mera llovizna quegolpeteaba contra los cristales.

—¿Hay algo que yo pueda hacer?—¿Hay algo que quisieras hacer? —

replicó el viejo. Firela no respondió—.Me encerré aquí para huir del tiempo,consciente de que mi destino dejaría deestar en mis manos.

—¿Y de qué sirve escapar deltiempo si a cambio debes pasar laeternidad encerrado?

—¿Eternidad? ¿Quién ha hablado deeternidad?

Firela apretó los labios, sintiendoque jugaba con ella.

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—En este mundo no corren losminutos. Si decidí atravesarlo no fuepara esconderme, sino para huir. Pordesgracia, me di cuenta demasiado tardede que necesitaría a alguien en esa otrarealidad que me ayudara. Alguien queme llevara de vuelta a mi hogar parapoder ver una última vez a mi mujer y amis hijos.

Firela tragó saliva y dijo:—Yo te ayudaré.Ya estaba. Sin segundos

pensamientos. Sin meditarlo. El impulsohabía sido tan fuerte que no supocontrolarlo. El vacío que sentía ahídentro desde la pelea con los niños y ellobo seguía cavando su espacio a través

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de su pecho, sus pulmones, su alma…Quizás aquello, por algún extrañomotivo, la ayudaría a combatirlo. Quizásno.

—¿Estás segura? —Galasaz nisiquiera se atrevió a contradecirla o aofrecerle la oportunidad de queexplicara que no había dicho aquello,tan desesperado estaba. Sus ojos seabrieron por completo y se levantó paraacercarse al cristal—. ¿Podrías hacerlo?

Firela se mordió el labio y apartólos ojos para concentrase. ¿Podríahacerlo? ¿Podría anteponer aquel favora los deseos de su hermana? ¿Debíadejar que Lysell huyese ahora que estabatan cerca?

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Podía, se dijo. Y lo haría. Al menoshasta que volviera a encontrar elsuficiente sentido a sus actos como pararetomarlos.

¿Esperaba redimir sus años deasesina con un gesto de amabilidad tanvacuo y sencillo como aquel?

—Sí —respondió con seguridad.—¿Y ella qué opina? ¿También

vendrá?Firela sintió que se le secaba la

boca y se ponía en alerta.—¿De quién hablas?Galasaz fue a responder, pero en

lugar de eso señaló con su dedo más alláde Firela. Lentamente, la asesina se diola vuelta y se dispuso a defenderse de un

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ataque sorpresa. Colocó su mano sobresu puñal y se giró por completo.

Pero allí no había nadie.Se volvió hacia el espejo, enfadada.—¿Te burlas de mí? ¿Quieres que te

deje aquí la eternidad entera?El anciano pareció realmente

ofendido y extrañado.—¡No! ¡Desde luego que no!—¿Entonces?—¿No la ves?Firela volvió a darse la vuelta.—Me estás poniendo nerviosa.Galasaz se masajeó la frente.—Ahí, detrás de ti, veo a una mujer.

Lleva el pelo suelto largo, ondulado. Nohabla. Solo te mira fijamente.

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—¿Te has vuelto loco?Antes de que el viejo pudiera

responder, la asesina agarró el espejo.El hombre se asustó creyendo queintentaría machacarlo otra vez, pero ensu lugar, Firela movió el objeto hastaobtener una visión de la misma parte dela cocina a la que Galasaz se refería.

Y entonces la vio. Su corazón seolvidó de palpitar, la boca se le quedóseca y los ojos se le llenaron delágrimas.

Allí, observándola en silencio,estaba Kalendra.

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18. La mentira delMarqués

El Marqués apareció en plena tormenta,entre relámpago y relámpago. Sus labiosdejaron escapar un chillido cuandosintió las gotas de lluvia repiqueteandocon fiereza sobre todo su cuerpo. Estabadesnudo, asustado y de muy mal humor.

Se encontraba en mitad de uncallejón empedrado. Junto a él, como lehabían indicado que sucedería antes deemprender el viaje, había un morral de

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tela hundido en un charco de barro.—¡Gracias por vuestra

comprensión! —gritó a nadie enparticular mientras recogía la pesadabolsa de tela y deshacía el nudo. En suinterior encontró unos pantalonesoscuros y una camisa abierta concordeles a la altura del pecho. Se habíanolvidado de incluir los zapatos.

—Excelente. ¡Ay! —El gato salió dela tela de un salto. Cuando sus pezuñasentraron en contacto con la tierrahúmeda y el agua sucia, soltó un bufidotan agresivo que llegó a asustar alMarqués.

—¿Ves que yo esté mejor? —lereplicó.

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Haciendo equilibrios, se embutió enlas chorreantes prendas y después semiró entero con los brazos extendidos.No recordaba haber tenido peor aspectoen la vida.

—¿Y de verdad quieren que alguiense crea que yo soy un rey?

El animal se colocó a sus pies yantes de que pudiera evitarlo, se lanzósobre su pecho para que lo agarraraentre los brazos.

—Yo no puedo tener carruaje, perotú sí. ¡Me encanta!

Refunfuñando sobre su mala suerte eindiferente a la incesante cortina de aguaque no daba tregua, Laugard miró a sualrededor para intentar ubicarse. Por lo

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poco que se habían dignado a explicarlesobre Bereth, el palacio se encontrabaen lo alto de la ladera que ocupaba lazona amurallada del reino.

El agua corría por el empedrado endiminutos riachuelos. Intentando nopensar en las inmundicias queseguramente estuviera pisando con suspies desnudos, salió a una calle másancha y después la enfiló hacia arriba.

El gato maullaba cada vez que elMarqués saltaba de un extremo a otropara evitar las zonas más encharcadas.Más de una vez tuvo que reprimir lasganas de coger al felino y hundir suhocico en alguno de ellos hasta quedejara de respirar.

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—Lo haré como no te estés quieto—murmuró, seguro de que el animalhabía seguido el hilo de suspensamientos.

Diez minutos, varias piedrecitasclavadas y algún que otro arañazo degato en el hombro más tarde, Laugard deSiol llegó a una inmensa escalera depiedra. Con los pulmones echandohumo, alzó la mirada y contemplóensimismado la inexpugnable sombraque era el palacio, con la mano a modode visera para protegerse de la lluvia.

Una punzada de envidia le recorrióel espinazo. Quería vivir ahí. Queríareinar ahí. Se dio la vuelta y contemplóBereth. Incluso bajo el manto de la

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tormenta, las siluetas de las casas bajasy los tejados puntiagudos conferían allugar un halo hermoso y mágico que nohabía visto en otros reinos. Ni siquieraen Altocielo.

—Listo o no, allá voy. —Le palmeóla cabeza al felino y ascendió lasescaleras. A cada paso que daba, más seconvencía a sí mismo de poder lograrlo.Los hombres de Dimitri se encontrabanlejos, pero su don funcionaría mientrasalguien creyese en él.

Llegó al patio de entrada con unanueva actitud. Podía estar empapado,magullado y sucio, pero seguía siendo elrey de Caravás. Y así se lo hizo saber alos soldados que guardaban la puerta.

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Sin dejar de acariciar el pelaje de sugato, el Marqués les contó los terriblesacontecimientos que había tenido quesufrir de camino allí. Cómo una bandade ladrones le había dejado sin sumontura y pertenencias, cómo le habíanrobado la corona y hasta los zapatosantes de amenazarlo con asesinar al gatosi no hacía lo que ellos le ordenaban.Aderezó sus desventuras con algunoshipidos ocasionales y la desesperanzade quien ha estado a punto de morir sinhaber llevado a cabo la misión que lehabía llevado hasta allí.

Los soldados lo mirarondesconfiados durante buena parte delrelato, pero de pronto, igual que había

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sucedido con Fidgerpatt en Manseralda,hubo algo en su mirada que se nubló losuficiente como para que la segundaparte de su historia les resultara muchomás verosímil.

Y además estaba el hecho de que lainformación que llevaba era de vitalimportancia y que solo se la daría a sumajestad, el rey Adhárel Forestgreen enpersona.

Para cuando los lagrimones deLaugard se mezclaron con la lluviasobre sus mejillas, el más joven de losguardias ya se había dado la vuelta enbusca de su superior para que le dejaranpasar.

Cuál fue su sorpresa cuando, en

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lugar de ver al guardia de vuelta con unsoldado de más rango, se encontrómirando de frente al archiconocidosoberano.

—Pasad dentro —le dijo el joveninmediatamente.

Haciendo una breve reverencia,Laugard lo siguió al interior del palaciocon el rostro constreñido en una muecade desesperación.

—¡Traed toallas y ropa limpia! —ordenó el rey a un grupo de doncellasque se había arremolinado en lo alto delas escaleras principales—. ¿Cómo osllamáis?

—Laugard de Siol, majestad. Soy elrey de Caravás.

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—¡Odarión!El gato se le escapó de las manos al

escuchar el grito y correteó por elvestíbulo dejando a su paso las huellasde barro. Estuvo tentado de pedirdisculpas cuando la mujer que habíapronunciado aquel nombre maldito sedetuvo a unos pasos de Adhárel con lasmanos en el pecho. Sus ojos se cerraroncon suspicacia al contemplar alMarqués.

—Vos no sois Odarión.Una muchacha de pelo azabache, un

joven de hombros anchos y peloanaranjado y una mujerona regordeta secolocaron a su alrededor, en un clarogesto de protección.

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—No lo soy, no —replicó Laugardsin apartar sus ojos de los de ella.Dimitri la había descrito mucho másvieja y desmejorada, pero no le cabíaninguna duda de que se encontraba antela reina de Bereth, Ariadne—. Vuestrohijo me ha permitido entrar debido a latormenta.

—¿Entonces no sois quien decís ser?—intervino Adhárel al tiempo que dosdoncellas le tendían un par de toallas.

Necesitaba recuperar la confianza delos allí reunidos lo antes posible. Si no,toda su cuartada se vendría abajo.

—Soy el rey de Caravás, sí. Pero minombre no es Odarión —se volvió haciala reina y con gesto serio añadió—: mi

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predecesor falleció hace tiempo y yoocupé su lugar.

—No recuerdo que tuviera ningúnhijo.

Laugard se mordió la lengua y sonriótan cordialmente como fue capaz.

—No soy su hijo, sino su aprendiz.Me llamo Laugard de Siol y estuve a sulado hasta el día en que falleció.

La reina tragó saliva y cerró losojos. El gato se arrebujó junto a suspiernas hasta que la muchacha de peloazabache se agachó para acariciarle ellomo.

—No sabía que hubiera… Lo siento.—Laugard de Siol —repitió Adhárel

con extrañeza—. Juraría haber oído ese

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nombre en alguna parte.El Marqués se encogió de hombros

con inocencia.—El Continente es un lugar más

pequeño de lo que imaginamos,supongo.

—Supongo que sí.El silenció se apoderó del vestíbulo,

interrumpido solo por el incesanteronroneo del gato. Laugard aprovechópara tomar aire y volver a la carga.

—Majestades, me temo que notraigo buenas noticias.

—¿De qué se trata?El Marqués miró a todos los allí

reunidos y concluyó que sería unatemeridad intentar utilizar su don en

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tantos desconocidos a la vez.—¿Podría hablaros a solas?—Todo lo que tengáis que decirle

podéis compartirlo con nosotros —replicó el muchacho pelirrojo.

—Sírgeric —le dijo el rey,volviéndose—. Estaré bien. Mientrastanto, ve a buscar a Zennion. Dile quebaje cuanto antes.

El otro fue a replicar, pero secontuvo. Asintió y sacó el colgante quependía de su cuello. Laugard no habíaterminado de procesar aquello cuando elmuchacho desapareció.

—¿Qué…? —dio un paso haciaatrás.

Adhárel no le dio la más mínima

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importancia.—Madre, podéis terminar de cenar.

Yo me encargaré de esto. —Por el modoen que había sonado, pareció más unaamenaza velada hacia el recién llegadoque un mensaje tranquilizador para lareina. A continuación se volvió hacia elMarqués—. Seguidme.

El rey se abrió paso a través delgrupo sin bajar la mirada y cruzó elvestíbulo hasta una puerta lateral.

—¿Puedo al menos cambiarme deropa? —preguntó el Marqués. Adhárelno dio muestras de haberlo oído.Laugard tragó saliva y sonrió—. Mástarde, quizás.

Mejor no tentar a la suerte y darse

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prisa, recapacitó. Ya tendría tiempodespués para comodidades si lograbaque aquello saliera bien.

Nadie los siguió cuando atravesaronla puerta, pero el Marques sintió variospares de ojos puestos sobre suempapada nuca. Silbó una sola vez y elgato se levantó del suelo y lo siguióhasta el interior de la nueva estancia.

Se trataba de un pequeño despacho osala para tomar el té. El mobiliarioestaba compuesto por una mesa baja enel centro y varios sillones a sualrededor. De la pared colgaban lasamenazantes cornamentas de ciervos ymachos cabríos.

Aunque no le disgustaba la

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decoración, no podía evitar sentirseatrapado en una jaula de madera. Apartóde un plumazo sus dudas y se concentróen los hechos; ahora más que nuncanecesitaría hacer acopio de toda suconcentración para que Adhárel locreyese.

El rey no se sentó en ninguno de lossillones. Se quedó de pie escrutando alMarqués con la mirada.

—Vos diréis.—La guerra es inminente, majestad

—se apremió a decir con la vozquebrada. ¿De verdad iba a tener quemantener aquella conversación de pie?

—Lo sé.—No quería decirlo frente a vuestra

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madre, pero Caravás se encuentra en unestado horripilante: nadie cultiva loscampos ni cuida de los animales.Estamos viviendo de lo salvado en losúltimos años… y no sé cuánto tiempoaguantaremos de este modo.

Bajó la cabeza y se enjugó laslágrimas falsas con el reverso de lamano.

—Lo siento muchísimo —dijoAdhárel—, pero no sé qué tiene que vereso con la guerra o con…

—¡Fue vuestro hermano, majestad!—le interrumpió el Marqués, con ungruñido. El gesto torvo de Adhárel lehizo comprender que había dado en elclavo—. Dimitri se ha coronado a sí

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mismo rey de Manseralda y ahora envíaa sus secuaces a gobernar en las tierrasde otros para expandir su ejército.

Adhárel avanzó un paso hacia él.—¿Cómo sabéis eso?—Porque lo he visto con mis

propios ojos. —Por si no había quedadosuficientemente claro, se señaló la cara—. Vinieron a Caravás y me usurparonel trono. Después se llevaron aManseralda a todos los hombres,mujeres y niños que quisieron. ¡Por elTodopoderoso! —exclamó, llorando conmás fuerza—. ¿Por qué no me llevaron amí en su lugar? ¡¿Por qué?!

Adhárel le puso una mano sobre elbrazo.

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—Calmaos. ¿Hace cuánto quesucedió esto?

El Marqués hizo como que pensabay después respondió:

—Cerca de un mes, quizás menos. Elviaje hasta aquí ha sido horrible y lento.Y después, al llegar, los ladrones… —La voz se le desgarró de una maneramuy convincente.

—¿Pudisteis hablar con Dimitri?—Cada vez que vino. Antes de

llevarse a mi gente me advertía quetarde o temprano sería yo el quemontaría en sus jaulas con ruedas.

—¿Por qué no enviasteis a vuestroejército a defenderos?

—¿¡Creéis que soy tan idiota como

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para no hacerlo!? —El grito le saliódemasiado agudo y potente—. Os pidodisculpas, la tensión…

—¿Debo entender que mi hermano ysus hombres pudieron con vuestraguardia?

Laugard asintió y se sentó en elsillón, indiferente a la protesta en losojos del rey. Después enterró la cara enlas manos y sollozó.

—Fueron los primeros en sucumbir.Nunca debí quedarme en Caravás.Tendría que haber huido cuando mimaestro falleció.

—Me temo que no habría servido denada esconderse. Parece que mihermano sabe demasiado bien lo que

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hace y temo que lo hayamos subestimadotodos.

El Marqués alzó la mirada.—Y solo acaba de empezar.Adhárel se paseó alrededor de la

mesita hasta colocarse frente alMarqués. Tomó asiento y apartósuavemente al gato, que se paseabaindiferente a la conversación.

—¿Averiguasteis algo más acerca desus planes?

El Marqués asintió.—Tiene sentomentalistas. Más de

los que yo haya visto jamás reunidos enun mismo sitio.

—Somos conscientes de ello.Laugard suspiró, no lo dudaba.

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—Quieren hacerse con el control delos reinos colindantes antes de comenzarsu ascensión hacia el norte. Caravás fueel primero, pero yo logré escapar.

—¿Escapasteis? —la duda cruzó losojos de Adhárel—. ¿Cómo?

El otro sintió una gota de sudorescurriéndose por la nuca.

—Huí en un descuido de sushombres. Mientras se llevaban a unnuevo cargamento, yo me escabullí conmi caballo y el gato a través de losbosques que rodean Caravás. Pordesgracia, si lo que querían eran tierrasy soldados, los obtuvieron. Pero no amí.

El Marqués bajó de nuevo la cabeza

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y aguardó a que Adhárel hablara. Sihabía picado o no el anzuelo lo sabríaenseguida.

—¿Qué es lo que queréis?Perfecto.—Que me permitáis guarecerme

aquí.Adhárel lo miró circunspecto.—Os ayudaré cuanto esté en mi

mano —añadió con desesperación. Sepuso en pie de un salto y transformó lasonrisa en un gesto serio—. Yo lleguétarde para defender mi reino, ¡estabadesprevenido! Pero no permitiré queDimitri vuelva a salirse con la suya unavez más.

Adhárel asintió, agradecido, pero al

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Marqués le preocuparon las dudas queemanaban de sus ojos.

—No quiero mentiros —dijo—,pero es peligroso confiar endesconocidos con los tiempos quecorren. ¿Cómo sé que vos no sois unimpostor? ¿Y si tenéis a Odariónencerrado en una mazmorra en Caravás?¿Y si sois uno de los ladrones que hanatacado al verdadero Laugard de Siolcerca de Bereth y os estáis haciendopasar por él?

El Marqués sintió que se le secabala boca. Las indicaciones de Dimitrihabían sido sencillas y fáciles dememorizar: nunca, jamás, Adháreldesconfiaría de una pobre víctima. Era

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demasiado bueno y, por ende,demasiado tonto como para sospecharde él. ¿También se había confundido eneso?

Odiaba improvisar.—Adhárel, yo no puedo ofreceros

más que mi palabra. Si buscáis micorona, la encontraréis en los sacos deesos maleantes. Los pocos sirvientesque quedan en mi castillo podríancorroborar mi historia, pero ellos estánallí y yo aquí. Decidme, ¿debo seguircaminando en busca de un nuevo reinoque me acoja y se disponga a pelearcontra la locura de vuestro hermano?

Y eso sin haberlo previsto niensayado.

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—Laugard, yo… —El rey seinterrumpió al escuchar unos golpes enla puerta—. Adelante.

El Marqués se giró a tiempo de verentrar a un anciano de barba rala yazulada vestido con un camisónamarillento. Sus raquíticas piernasasomaban hasta los pies, calzados conunas botas claramente embutidas conprisa.

—Zennion, no era necesaria tantapremura.

El muchacho pelirrojo se encontrabadetrás del viejo con gesto serio.

—No importa —dijo el hombre conla voz pastosa de quien había sidoarrancado del sueño hacía poco—. ¿Es

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él?Laugard se puso en pie como un

resorte y le tendió la mano.—Mi nombre es Laugard de Siol, y

soy el nuevo rey de Caravás.—Eso tengo entendido. Ahora

comprobemos si es cierto.El Marqués se volvió hacia el rey y

lo observó consternado.—¿A qué se refiere?—No tenéis de qué preocuparos —

replicó Zennion, adelantándose—. Sidecís ser quien realmente sois, no tenéisnada que temer.

—¿Vais a… interrogarme?—Oh, no, claro que no. —El

Marqués suspiró más tranquilo—. Eso

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llevaría demasiado tiempo. Iremos másrápido si utilizo mi don.

Laugard creyó que se desmayaríaallí mismo. Tenía que pensar rápido sino quería…

—Al menos podré cambiarme antesde empezar, ¿no? —Alzó la nariz y miróa los allí reunidos con los aires que lecaracterizaban.

Zennion fue a replicar algo, peroesta vez Adhárel no le dejó.

—Le pediré a una de las doncellasque os acompañe a uno de los aposentoslibres. Después podremos terminar conesto.

El rey hizo un gesto rápido a alguieny enseguida se presentó una muchacha

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de pelo rubio que no debía alcanzar nilos dieciséis años.

—Acompaña a nuestro invitado auna de las habitaciones del primer pisopara que se cambie.

—Como deseéis, majestad —respondió la joven mostrando losmodales que se esperaban de ella.Después se dio la vuelta y le hizo ungesto a Laugard para que la siguiese.Antes de alcanzar la escalera escuchó alrey amonestar al viejo sentomentalista.

—No nos servirá de nada si cuandoestés a solas con él sufre un desmayo.

El Marqués sonrió para sí. Seadelantó un poco hasta ponerse a laaltura de la muchachita y se dispuso a

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utilizar sus encantos con ella.—Siento hacerte trabajar —dijo con

la voz más acaramelada que pudo.—No es problema —respondió ella

sin ralentizar el paso ni girarse paramirarlo.

—Desde luego que lo es. Si no fuerapor mí ahora podrías estar descansando.¡Y aquí está este viejo interrumpiendo tusueño!

Ella sonrió.—Lo digo de verdad: no es

problema. Estoy acostumbrada. Es unplacer serviros.

Giraron al final de las escaleras porun pasillo poco iluminado.

—¿Cuál es tu nombre?

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—Maia.—Es un nombre precioso. Conocí a

una Maia hace tiempo, pero no era ni lamitad de hermosa que tú.

El Marqués comprobó que susmejillas se habían sonrojado antes deañadir:

—Pero fue hace mucho tiempo.Cuando el Continente no se había vueltotan despiadado y peligroso. Cuando lamuerte no acechaba en cada rincón.

Ella no comentó nada. Por supuestoque no lo haría: le habían enseñado amantener las orejas bien abiertas y laboca igual de cerrada. Pero todavía lequedaban unos segundos.

—Temo estar siendo demasiado

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pesado —se excusó con voz inocente—.Ha sido una noche horrible. Unapesadilla que me gustaría olvidar loantes posible. He sido vapuleado,robado y agredido. Estoy empapado ymi reino… Mi reino se muere sin que yopueda hacer nada.

La doncella se detuvo frente a unapuerta.

—Es aquí —dijo. El Marqués setensó: si no conseguía lo que seproponía antes de meterse en el aseo, novolvería a tener oportunidad.

—Maia, ¿creéis que soy unmonstruo?

—Yo…—He dejado que todos mis súbditos

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fueran apresados o asesinados, he huidoy no sé qué hacer. Estoy asustado y temono estar preparado para enfrentarme alfuturo…

La doncella bajó la cabeza; susmejillas se habían coloreado todavíamás.

—Estoy asustándote una vez más. Losiento. Solo necesitaba alguien conquien hablar. Temo haberme excedidocontigo.

El Marqués se preparó para rendirsecuando Maia habló:

—No soy nadie para deciros si… sisois un monstruo o no, pues no osconozco. Pero no parecéis mala persona,si me lo permitís. Solo alguien asustado.

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Y por lo que me habéis contado, escomprensible.

Al menos es un comienzo, pensó.—Siento mi cabeza como… como un

laberinto. Quiero llegar al centro, dondeestá la salida, pero cada vez queencuentro el camino, el miedo se vuelvepiedra y me corta el paso. ¿Cómo voy ahacer para que alguien confíe en mí si niyo mismo me conozco?

Suspiró, abatido.—Supongo… —La doncella se

mordió el labio antes de proseguir—.Supongo que todos nos perdemos algunavez dentro de nosotros mismos, ¿no? —Él asintió, mostrándoseirrevocablemente interesado por lo que

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ella opinase—. El problema… elproblema es que nadie puede ayudarnosa salir de ahí, ¿no? Bueno, no lo sé, yono soy…

—¿Realmente lo crees? —leinterrumpió, con desesperación.

—Eh… sí, creo que sí —respondióla muchacha, bajando de nuevo lacabeza—. Ahora debería…

El Marqués se hizo el sorprendido.—Oh, claro. Discúlpame. Gracias

por tus palabras. Eres una jovencita muyinteligente. Solo espero que el miedoque siento no tarde en desvanecerse yme deje salir de aquí —se dio unosgolpecitos con el dedo en la cabeza ysonrió.

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Ella hizo una breve reverencia y élse metió en el cuarto. Salió unos minutosmás tarde. Con la ropa empapada hechaun gurruño y el corazón latiéndoledesbocado, anduvo por el pasillo delpalacio admirando cada pintura y cadaescultura que se encontraba. Tenía quealargar el momento todo lo que pudierasin llegar a llamar la atención.Necesitaba que la conversación quehabía mantenido con la joven terminarade aposentarse en su justa medida y quesu coartada se extendiese y tomarafuerza.

Cuando llegó al borde de lasescaleras calculó que debían de haberpasado cerca de diez minutos. ¿Sería

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suficiente? Se humedeció los labios ydescendió los escalones.

Había hecho cosas más complicadasen veces anteriores. Esto sería sencillo.Solo tenía que concentrarse. Y si la cosafallaba… bueno, si la cosa fallaba yDimitri había cumplido su parte deltrato, Cuervo estaría esperándole en latormenta para llevarle de regreso aManseralda. Aunque, ¿qué haríadespués? ¿Regresar a la soledad deCaravás y aguardar a que alguienenviado por los reyes de Bereth lecortara el pescuezo?

—¡Basta! —gruñó en voz baja.En el vestíbulo, Adhárel, el

pelirrojo y el viejo sentomentalista se

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dieron la vuelta.—¿Habéis dicho algo? —preguntó

el rey.—Ha sido un estornudo —improvisó

—. Me temo que me he constipado.—Si estáis listo, me gustaría acabar

con esto cuanto antes.—Lo estoy —respondió el Marqués,

amagando una sonrisa.—Os dejaré solos —anunció

Adhárel, apartándose de su caminomientras Zennion volvía a entrar en lamisma sala donde habían estado antes.

Cuando las puertas se volvieron acerrar tras ellos, Laugard de Siol supoque, para bien o para mal, su tiempo sehabía acabado y que si su don había

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surtido o no efecto lo descubriría en losinstantes siguientes.

Se aseguró de tener cerca la ventanaen caso de que algo fallara, tomó asientofrente al sentomentalista y le tendió lasmanos cuando este se lo pidió.

A continuación cerró los ojos y dejóque el Maestre intentara descubrir lossecretos que se ocultaban en sucabeza… si es que llegaba a dar conellos, claro.

—¿Y bien? —Adhárel se abalanzósobre Zennion en cuanto la puerta se

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abrió. Había pasado más de media horadando paseos por el vestíbulo sindescansar. Si hubiera tenido lacostumbre de morderse las uñas, ya nole quedaría ninguna.

El Maestre se limitó a negar con lacabeza y a poner gesto de aturdimiento.

—Parece que todo es correcto.El Marqués salió un instante

después, bostezando.—¿Cuál es vuestro veredicto? ¿Vais

a ofrecerme asilo o pensáis encerrarmeen un calabozo?

El rey agarró del brazo a Zennion ylo alejó del Marqués.

—No te veo muy convencido —dijo—. ¿Sucede algo?

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—Sí… o no. ¡No lo sé! —murmuró,con enfado—. Puede que solo sea queestoy cansado, pero ¡por elTodopoderoso!, ese hombre está perdidodentro de su cabeza.

—Tendrás que explicarte un pocomejor si quieres que te entienda,Zennion. Son más de las dos de lamadrugada y el cansancio empieza ahacer mella en mis nervios—. Adhárelse masajeó la frente, agotado.

Zennion suspiró.—Normalmente percibo la mente de

las personas como un enorme cristal quese extiende bajo mis pies. Con un leveesfuerzo puedo deshacerlo y entrar en elnivel inferior, donde esconden los

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recuerdos y secretos menos importantes:qué han comido por última vez, qué fuelo primero que hicieron al despertarse…si hago más presión, pasaré al siguienteestrato, donde ocultan otro tipo deinformación más privada: de quién estánenamorados, alguna mentira sinimportancia que pudieran haber contado,ese tipo de cosas. Por supuesto, todovaría en cada persona: para quien elalmuerzo no fue importante, para otrapuede suponer el más oscuro de sussecretos si envenenó la comida de suhuésped. Así, poco a poco, puedo irintroduciéndome en su mente hastallegar a los escalafones más bajos,donde guardan sus verdades más

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oscuras, aquellas que no desean quenadie, jamás, descubra. Traiciones,falsas intenciones… —Zennion se giróhacia donde aguardaba el Marqués yfrunció el ceño—. El problema con él esque, además de tener que atravesar loscristales, tengo que luchar contra…¡paredes que se alzan y se destruyencontinuamente y que no me dejanavanzar!

—¿Es un don?—No podría asegurarlo. Todas esas

barreras están creadas por su mente. Yalo he visto antes, pero no de una maneratan aguda. Normalmente las provoca unmiedo o un trauma reciente. Digamosque agitan de tal forma a la persona que

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ni siquiera ella sabe qué quiereesconder y qué no. Y si ni ella misma losabe, yo no tengo nada que hacer.

—¿Dimitri podía hacer eso?El Maestre negó, taciturno.—Tu hermano, por lo que sabemos,

es capaz de insertar pensamientos yrecuerdos que no existían previamentepara confundir a la víctima y, enconsecuencia, a quien intenteinvestigarla. Esto es diferente: no escuestión de separar los recuerdos ointenciones reales de los falsos; es que,simplemente, no puedo llegar a muchosde ellos porque… porque no sé dóndeestán.

Adhárel se cruzó de brazos,

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pensativo.—En tal caso lo mejor será que se

vaya.—¿Y si estamos echando al rey de

Caravás, Adhárel?—Me preocuparía más que

estuviéramos metiendo en Bereth a unespía de mi hermano.

Zennion seguía mirando al Marquéscon preocupación.

—Todo lo que he logrado desvelarsobre él no suponía ninguna amenaza.Realmente está aterrado por lo que tuhermano hizo con su reino. Te aseguroque los muros que su mente ha levantadono los provoca alguien de maneraartificial. Pero tú tienes la última

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palabra. Solo quiero que pienses en lasconsecuencias antes de decidirte.

—Te aseguro que las tengo muypresentes —masculló el rey. Elcansancio comenzaba a transformarse enun persistente dolor de cabeza. Pero¿qué podía hacer? ¿Arriesgarse a tener aaquel desconocido rondando por supalacio? ¿Estaba convirtiéndose, tal ycomo Duna le había dicho más de unavez, en un paranoico? ¿O solo estabasiendo prudente?

—Maldita sea… —¿Y si por elhecho de ordenarle que se fuera seganaba un nuevo enemigo queconfabulara contra él y Bereth?Necesitaba aliados. ¿Por qué no Laugard

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de Siol?—¿Vais a tardar mucho más? —

Cansancio, enojo y cierto aire petulantefue lo único que Adhárel percibió en lavoz del Marqués.

—Supongo que la decisión estátomada —le dijo en voz baja al Maestre.Zennion asintió.

El rey se volvió hacia Laugard.—Podéis quedaros. Siento que

hayáis tenido que aguardar tanto tiempo,pero cualquier medida es poca con lostiempos que corren.

El Marqués sonrió esplendoroso. Elgato, que había estado rondando de aquípara allá mientras investigaban a suamo, se frotó contra su pierna antes de

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maullar.—Os lo agradezco, rey Adhárel. No

imagináis cuánto.El joven apartó la vista antes de que,

una vez más, aquel hombre adulto sepusiera a llorar. Le inquietaba y le poníanervioso.

—Os enseñaré yo mismo dóndepodéis descansar.

—¿Has oído, minino? —escuchódecir al Marqués a su espalda—. Nosquedamos para luchar. ¿A que sí?¿Quién es el gato más mono? ¿Quién?¿Quién? ¡Au!

Adhárel se giró a tiempo de ver alMarqués levantando el puño contra elfelino. En cuanto percibió su mirada, se

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controló y sonrió.—A veces es tan juguetón que no se

da cuenta de que sus uñitas pueden hacerdaño —se excusó. Después se puso depie y se alisó la ropa—. Os sigo.

El rey se volvió con los ojos enblanco para encontrarse con Zennionriendo en silencio.

Duna se estremeció al sentirmovimiento a su lado. Abrió los ojos yaguardó hasta que sus pupilas seacostumbraron a la falta de luz. Paracuando logró ver algo, distinguió la

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silueta de Adhárel incorporándose de lacama.

Extrañada, se giró hacia la ventanapara comprobar que no se hubieraquedado dormida. Todavía era nochecerrada. El rey se había acostado largorato después que ella. ¿Ya se habíadesvelado? ¿Tan pronto?

—Adhárel, vuelve a la cama, porfavor —le dijo, intentando por todos losmedios controlar su mal humor y noreprocharle que ya ni siquiera fueracapaz de dormir tranquilo ni un par dehoras.

Pero él no contestó.—¿Adhárel?Por respuesta, el rey se puso en pie y

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rodeó la cama en dirección a la puerta.La escasa luz de la luna que se filtrabapor las cortinas de la habitación mostróel torso desnudo del joven.

—¿Por qué no me respondes? ¿Novas a ponerte nada para salir? —Dunase había despabilado por completo. Sedeshizo del barullo de sábanas y se pusoen pie—. ¡Estupendo!

Adhárel abrió la puerta de lahabitación y salió. Duna bufó, se colocóuna manta sobre los hombros y seprecipitó tras él. Lo adelantó a mitad depasillo.

Los ojos de él permanecíancerrados. Su cara presentaba el aspectomás apacible y tranquilo, pero ahí

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estaba: andando por los pasillos sinproblema alguno.

—Adhárel, por favor. Me estásasustando. —Duna le agarró del brazo,pero fue en vano. Él se deshizo de ellacon facilidad y torció por la esquinapara enfilar la escalera de caracol quelo llevaría a los pisos inferiores.

La muchacha se debatió entre pedirayuda a gritos o aguardar para ver quéocurría. No quería asustar a todos por unsimple ataque de sonambulismo. Porqueera eso, ¿cierto? Las dudas y el miedose agolparon en su pecho.

Lo siguió escalones abajo. Laspocas velas y bombillas que iluminabanlos corredores desiertos convertían el

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palacio en un paisaje onírico, aterradory fascinante al mismo tiempo.

¿Y si le despertaba? Temía que elremedio fuera peor que la enfermedad.¿Enfermedad? Que ella supiera esa erala primera vez que a Adhárel le ocurríaaquello, ¿no? ¿Y si lo había estadohaciendo todas las noches? ¿Y si alguienlo hubiera encantado?

—No… —Sintió la boca seca solocon imaginar la posibilidad de quevolviera a convertirse en dragón. Loagarró de la mano—. Por favor,despierta.

Sus dedos no reaccionaron. Elmuchacho tenía la piel de gallina portodo el pecho y estaba tiritando

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levemente. Sin pensárselo, Duna sequitó su manta y se la colocó por encimade los hombros.

Llegaron al primer piso y siguieronbajando por la escalera central.¿Adónde iba? Estaba decidida a gritaren caso de que optara por dirigirse alportón principal cuando, en el últimomomento, torció y se dirigió a la puertaque había debajo de las escaleras y quellevaba a la lavandería.

¿Estaría suficientemente conscientecomo para intentar huir por la puertaoculta en el jardín? Fuera como fuese,ella se encargaría de que no llegara máslejos. Con un grito alertaría a todos losguardias.

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Adhárel volvió a girar. No sedirigían a la lavandería. No se dirigían aningún sitio que ella conociese. Dieronvueltas sobre el suelo de piedra frío yhúmedo. Tomaron varias bifurcacioneshasta que comprendió que se habíaperdido y que no sería capaz deencontrar la salida. Y ya había tenidoaquella sensación tiempo atrás. Muchotiempo atrás.

Un escalofrío recorrió el cuerpo dela joven. De pronto supo adónde estabanyendo.

Las pocas dudas que albergaba sedisiparon cuando se encontró frente a lapuerta con el cartel de aviso. Adhárel sequitó la llave que colgaba de su pecho

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desnudo y la introdujo en la cerradura.Las volutas de su aliento y surespiración entrecortada se mezclabancon el sonido de las filtracionesempapando el suelo y el correteo dealgún animal pequeño.

La puerta chirrió como tantas otrasveces al abrirse. El pergamino de laPoesía Real brillaba con un haloancestral, seductor y peligroso.

Duna se quedó en el dintel de lapuerta observando al rey con lágrimasen los ojos, aterrada por lo que sabíaque ocurriría a continuación.

Adhárel se acercó a la mesita y tomóentre los dedos una pluma oscura quehabía en un extremo. La mojó en el

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frasco de cristal que había a su lado y acontinuación se reclinó sobre elpergamino.

El rasgar de la pluma sobre el papelpenetraba en los oídos de Duna comomil agujas afiladas. Eran latigazos sobrela piel de su espalda, puñaladas en supecho. Rápidas y continuas. Cerró losojos e intentó contener las lágrimas,pero no pudo. Todos los consejos quehabía osado darle a Adhárel sederramaban por aquella diminutahabitación al tiempo que el miedo y larabia ocupaban su lugar. ¿Quécrueldades les habrían preparado ahoralas Musas? ¿Podrían con ello?

El rasgar se detuvo. Adhárel se

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incorporó, dejó la pluma sobre la mesitay una gota de tinta negra se deslizó sobrela madera hasta formar un diminutocharco en la base. El joven agitó lacabeza, desorientado. Se dio la vuelta yse encontró con Duna llorando.

—¿Qué…? —de pronto cayó en lacuenta de dónde se encontraban y se girócomo una exhalación. Tomó elpergamino entre las manos y sus ojosrecorrieron los nuevos Versos que habíacompuesto sin saberlo.

Duna se acercó a paso lento.Adhárel dejó la Poesía en su lugar y sedesmoronó en el suelo. Se agarró lacabeza con las manos y la enterró entrelas rodillas. Duna se agachó y lo abrazó

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con todas sus fuerzas.—Lo siento… —susurró con la voz

entrecortada—. Siento todo lo que te hedicho… lo siento…

Adhárel sollozaba como un niño.Duna no se atrevió a leer los nuevosmandatos de las Musas. Todavía no. Loharía con la luz del sol, cuando el frío ylas sombras de la noche dejaran deresultar tan amenazadoras. Ahora debíapermanecer junto al rey para consolarlo.

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19. Reencuentro

La caminata fue larga y agotadora. Lalluvia no ayudó a mejorar los ánimos y,para cuando llegaron a la frontera delreino de Bereth, el mal humor se habíaextendido sobre ellos como una nubeoscura a punto de descargar unatormenta.

Lysell y Vekka habían vuelto adiscutir por un comentario del muchachoreferido a su mal ojo con Firela. Ella, enrespuesta, le había dicho que, si noquería seguir viajando a su lado, podía

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marcharse cuando le viniera en gana. Alo que Vekka se había limitado aresponder con una mirada glacial antesde acelerar el paso para colocarsevarios metros por delante.

Wilhelm, por su parte, intentó calmara ambos bandos sin lograr nada salvoenemistar a los dos muchachos contra él.El hombre cuervo no sabía cómo lidiarcon dos adolescentes en ciernes y loúnico que le apetecía cada vez que loscomentarios hirientes y los reprochesvolvían a florecer era amordazarlos conun trozo de tela y obligarlos a andarjuntos el resto del camino. Por supuestono lo haría nunca: primero, porque lepreocupaba demasiado que Lysell

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llegara a escaparse otra vez y, segundo,porque el animal que los acompañaba nose lo permitiría, de eso podía estarseguro.

Por suerte, Lysell se habíamantenido fiel a su palabra y no le habíapreguntado nada respecto a su parteanimal. Con todo, Wilhelm comenzaba asentir unas punzadas en los hombros porculpa de la tensión acumulada. Y es que,por mucho que lo intentara, no era capazde relajarse mientras su sobrina tuvieratal poder sobre él.

El único que parecía estardisfrutando con la larga marcha era Lueque, de tanto en tanto, se separaba delgrupo para campar a sus anchas, cazar y

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regresar varias horas después con elestómago lleno y la lengua fuera.

Vislumbraron la alargada silueta delpalacio de Bereth a media tarde, trasalcanzar la linde del bosque. La idílicaimagen y la promesa de comida y cobijolevantó los ánimos de los viajeros hastatal punto que Wilhelm salió de suhabitual hermetismo para contarles laspocas historias que recordaba sobre elreino y que sus amigos habíancompartido con él tiempo ha. CuandoLysell le preguntó acerca de Adhárel yde los motivos que le llevaron aasesinar a Kalendra, Wil les habló dealgunas de sus aventuras por elContinente.

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Escucharon todo tipo de historiasdurante un par de horas hasta que,todavía bastante alejados de losprimeros grupos de casas, comenzaron asentir algo extraño en el ambiente. Sinmotivo aparente, el vello de los brazosse les había erizado.

—¿Va a llover otra vez? —preguntóLysell, alzando la vista.

—No lo parece —respondió Vekka—. Además, yo nunca había sentido estopor culpa de una tormenta.

La intensidad de la energía seacrecentaba a cada paso que daban,electrizando cada poro de su piel, elpelo de la cabeza y el de la nuca.

—Esto no me gusta —masculló

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Wilhelm, sacando su espada del cinto.Los niños lo imitaron armándosetambién.

El zumbido fue lo siguiente queescucharon. Un zumbido suave yconstante como los gritos de unamuchedumbre muy, muy alejada o uncentenar de abejas revoloteando cercade sus oídos.

Los niños no supieron qué podía ser,pero de pronto a Wilhelm le sobrevinoun recuerdo de cuando no era más queun niño y jugaba con sus hermanas aencender y a apagar una bombilla en unahabitación a oscuras.

—¡Es electricidad! —dijo el hombrecuervo sin ninguna duda.

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—¿Te refieres a…?La pregunta murió en los labios de

Lysell al reparar en una casa de piedracercana en cuyas ventanas se advertía unresplandor que se encendía y se apagabade manera intermitente. Parecía como siuna tormenta de relámpagos en miniaturase estuviera produciendo en su interior.

—Tengo un mal presentimiento.Creo que no deberíamos acercarnos.

—¿No decías que eres amigo del reyde Bereth? —inquirió Vekka sin dejar deavanzar hacia la luz, como hechizado—¿Y si están conspirando contra él?

Wilhelm guardó silencio. Sucuriosidad era proporcional al temor deestar cometiendo una imprudencia, pero

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desde niño se había sentido extasiadopor todo lo relacionado con lasbombillas y las máquinas deelectricidad.

Lysell fue la más comedida. Concautela, se quedó a unos pasos de loshombres y alargó el cuello para intentarver lo que fuera que estaba sucediendoentre aquellas cuatro paredes. Tambiénfue la primera en ver al soldado quehacía guardia sentado en el escalón de lapuerta lateral.

Fue a advertir a sus amigos cuandoel hombre reparó en ella y de un salto sepuso en pie.

—¡Eh, vosotros! —exclamó andandohacia ellos con su lanza en alto. Un

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compañero más delgado y bajo apareciótras él, sorprendido y colérico a la par.

—¡Intrusos!Wilhelm se tapó con disimulo el ala

y levantó la mano en son de paz.—Somos amigos de la familia real.Los guardias desoyeron el

comentario y siguieron apuntándoles consus armas. Por detrás se acercaban unoscuantos más, igual de armados.

—Ni siquiera voy a perder el tiempointentando averiguar por qué osmolestáis en mentir. Os ordeno que osalejéis de esta propiedad antes de queterminéis con vuestros traseros en loscalabozos del palacio.

—Solo queríamos ver qué pasaba

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ahí dentro —se excusó el hombrecuervo, señalando a la ventana—. Nosabíamos que estaba prohibido; no lopone en ninguna parte.

—¡A lo mejor podemos quitarles suspertenencias como castigo! —sugirió elsoldado delgado.

—Cállate, Mirilla.—Nosotros ya nos vamos —insistió

Wilhelm—. ¡Vekka!Se giró hacia el chico justo cuando

éste se volvía para exclamar.—¡Son bombillas! ¡Luz artificial!Uno de los soldados que se

encontraban más cerca de la cabaña loagarró de la oreja sin contemplaciones ylo echó hacia atrás con malas formas.

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—Coge a tus hijos y marchaos deaquí si no queréis tener problemas —dijo.

El hombre cuervo fue a replicar queaquella no era su descendencia, perooptó por agarrar del brazo a Vekka y darmarcha atrás. El niño se soltó en cuantoestuvieron a cierta distancia.

—¡Y no se os ocurra volver! —lesadvirtieron—. ¡La próxima vez noseremos tan benévolos!

Sin volverse ni un instante,cambiaron de rumbo y enfilaron elcamino de gravilla húmeda quedesembocaba, en la distancia, en elpalacio.

—Menos mal que somos amigos. No

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sé qué nos habrían hecho si noconociéramos a nadie —comentó Vekka,mordaz.

—Por favor, no compliques más lasituación.

El muchacho se giró hacia Wilhelm.—¿Y lo dices tú? ¿No se supone que

aquí somos bienvenidos?—Cuando lleguemos le preguntaré a

Adhárel qué diantres está pasando ahí.Hasta entonces, haz lo que te han pedidoy no lo comentes con nadie.

—Como si tuviera muchos amigoscon los que…

—Vekka, cállate —le interrumpióLysell con un tono de lo más autoritario.

El muchacho cerró los puños, pero

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obedeció. Se llevó los dedos a la boca ysilbó con todas sus fuerzas. Unosinstantes más tarde, escucharon el trotede Lue a sus espaldas. Como actoreflejo, Wilhelm se colocó entre elanimal y la niña, lo que provocó unarisotada envenenada por parte del joven.

—¿Crees que Lue le haría daño aella?

El hombre cuervo lo fulminó con lamirada. Ya no quedaba ni rastro delpoco buen humor que habían cosechadoantes de encontrarse con la misteriosacabaña de piedra.

—Ese lobo sigue siendo un lobo pormucho tiempo que haya pasado contigo.No deberías olvidarlo.

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—Wilhelm, Lue sabe comportarse—dijo la niña con absoluta seguridad—.No le he visto atacar a nadie nunca.

—Querrás decir excepto a mí o aFirela.

—Vosotros os lo merecíais —leespetó el muchacho. Pero debió de veralgo en el rostro del hombre que le hizoañadir—: Al menos ella.

Era inútil discutir, se dijo Wilhelm.Y sumamente agotador. Pero con cadamomento que pasaba junto a Vekka y ellobo, más preocupado y nervioso sesentía. Los niños tenían razón: el animalparecía lo suficientemente bienamaestrado como para no tirarse encimade nadie si no era para protegerlos, pero

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aun así el peligro era más que plausible.Además, estaba la arrogancia velada deVekka con la que tenían que lidiar parano terminar gritándose. Más de una vezlo había descubierto burlándose con lamirada de él o de la niña, igual quetampoco le había pasado desapercibidasu rabia cuando tío y sobrina se poníanal día con lo vivido por separado.

Prosiguieron con la caminata cadauno inmerso en sus pensamientos.Cuando pasaron junto a la estructura demetal en forma de mano que parecíasalir de la tierra y agarrar una bombilla,solo Lysell se detuvo unos instantes acontemplarla. Su tío supuso que lepreguntaría por qué estaba allí, pero se

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contuvo y siguió andando cabizbaja.Llegaron a la muralla del reino poco

antes de que comenzaran a cerrarla hastala madrugada siguiente. Los soldadosles preguntaron adónde iban, qué habíanido a hacer a Bereth y de dónde venían.No había ni rastro del lobo cuando Wilse giró para explicarle al chico que elanimal debía quedarse fuera, lo cual nohizo más que acrecentar su turbación.

Los guardias se desentendieronrápido de ellos, cansados seguramentede haber estado todo el día haciendo elmismo trabajo. Pronto se vieronimbuidos por la marabunta de aldeanosque paseaban de aquí para allá concierta prisa, cerrando los

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establecimientos y talleres. Wilhelmvolvió a colocarse mejor la capa y guióa los niños mientras estos observabanobnubilados cuanto les rodeaba.Tardaron más de la cuenta, pues Lysell,cuando no Vekka, se detenía en cadapuesto que se encontraba hasta queWilhelm lograba convencerlos de quevolverían por la mañana.

Cuando llegaron al palacio, la luzque iluminaba los alrededores ya no erala del sol, sino la de los farolillos yantorchas que colgaban de las paredes.

—Venimos a ver al rey AdhárelForestgreen —informó Wil a losguardias que custodiaban el portón deentrada.

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—Me temo que es tarde paraconcertar citas —respondió este,mirándolos de arriba abajo—. Tendréisque esperar al amanecer.

Vekka resopló a su espalda.—No. Tenemos que verlo ahora.

Somos amigos.—¿Más? —preguntó el otro

soldado, con evidente burla—. ¿Por quéserá que los amigos de la realezaprefieren aparecer cuando el sol ya seha puesto?

El hombre cuervo lo miró sincomprender el comentario, pero semantuvo firme.

—No le hará ninguna gracia saberque he tenido que pasar la noche en una

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posada por vuestra culpa. Pero sipreferís arriesgaros, no es mi puesto elque está en juego…

Se dio media vuelta y comenzó adescender los primeros escalonescuando escuchó la puerta abriéndosetras él.

—Estoy harto de ser el recadero. Nome pagan para eso —masculló elsoldado, desapareciendo en su interior.

—¡Mi nombre es Wilhelm!Una brisa de viento agitó su capa y

su pelo cuando se dio la vuelta. El otrosoldado creyó ver algo, pero él se dioprisa en ocultar de nuevo su deformidad.Lysell estaba tiritando, frotándose losbrazos con fuerza. Vekka aguardaba con

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la mirada puesta en el oscuro horizonte,el fuego se reflejaba en sus pupilas altiempo que su pelo oscuro y lacio seagitaba a ambos lados de su rostro comolas alas de un murciélago.

—¿Wil?El hombre cuervo se giró para

encontrarse con un Adhárel muydiferente al que recordaba: con el pelocorto, las facciones más marcadas y elcuerpo más fuerte.

—¿Eres tú de verdad?Por respuesta, el hombre cuervo se

apartó la capa lo justo como paraenseñar las plumas de la punta.

—¡No puedo creerlo! —Además dela ilusión del reencuentro, Wil advirtió

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cierta inquietud en su voz.—Yo también me alegro de verte de

nuevo, amigo.El rey le dio un amistoso abrazo y

después se separó para observarloentero.

—No te esperábamos.—Ya sabes que rara vez planeo el

próximo paso que voy a dar.Adhárel reparó entonces en los dos

niños que había a cada lado de Wil.—¿Vienen contigo? —preguntó, sin

perder la sonrisa.—Majestad, os presento a mi

sobrina Lysell D’Artenaz.Adhárel lo miró de hito en hito.—¿Es…?

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—La futura reina de Salmat, sí.El rey se acercó a ella y con el

mismo desconcierto que había apreciadoWilhelm antes, le agarró la mano y se lallevó a los labios.

—Un honor conoceros, majestad.La niña sonrió y apartó la mirada. El

rey se volvió hacia el muchacho.—Este es Vekka —explicó Wil—.

Un… amigo suyo.—Encantado igualmente. —Adhárel

le tendió la mano y el chico se laestrechó con desgana—. Menudo fríohace aquí fuera —comentó—. Por favor,pasad adentro.

—¡Wil! —Duna bajó corriendo laescalera para saludarlos—. ¡No puedo

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creerlo! Qué alegría tenerte por aquí. —Le dio un abrazo y se volvió hacia loschicos—. Hola, me llamo Duna.

—Yo soy Lysell —respondió laniña. Después le dio un codazo a suamigo para que dijera algo.

—Vekka. —Apartó la mirada y laenterró en el suelo. Wil negó en silencio.

Duna, por el contrario, sonrióamigablemente.

—Encantada de conoceros, Lysell yVekka.

Se acercó a Adhárel y le pasó lamano por la cintura.

—¿No me digáis que me he perdidola boda? —preguntó Wil, jocoso.

—Por el momento no te has perdido

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nada —replicó Duna, haciendo un gesto.El hombre cuervo los miró extrañado yAdhárel se encogió de hombros.

La puerta de una de las habitacionesse abrió en ese momento.

—¿Adhárel, piensas volver otermino de…? —Sírgeric se quedó ensilencio al reconocer al recién llegado—. Alabados sean los ojos. ¿Wilhelm?

—El mismo —respondió haciendouna corta reverencia. Sírgeric se acercóy se estrecharon la mano.

—¿Y qué te trae por aquí?—Estamos de paso hacia Salmat.El muchacho pelirrojo frunció el

ceño.—¿Vas a volver?

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Wil señaló a Lysell.—Es mi sobrina. Tenemos algunos

asuntos pendientes por allí.—¿La hija de…? —Se volvió hacia

la muchacha—. Vaya. Un placerconoceros, majestad.

—El placer es mío —dijo ella conun hilo de voz, abrumada ante lasensación de que todos supieran quiénera.

Duna dio una palmada para llamar laatención.

—Debéis de estar muertos dehambre. Iré a avisar a las cocineras paraque os preparen algo.

—Gracias, Duna —respondió Wil.—Sírgeric, ¿puedes pedirle a

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Grimalda que prepare tres camas másesta noche? Y que tengan listos susbaños y cojan ropa limpia.

—¿Yo? ¿Hablar con Grimalda?¡Antes les cedo mi habitación entera!

Adhárel alzó las cejas.—No sé para qué tenéis criados si

siempre acabo yo haciendo losencarguitos —masculló el muchacho,perdiéndose por la puerta a lalavandería.

—Acompañadme. Podemossentarnos en el comedor, mientras.

Wil comprobó cómo los ojos de susobrina brillaban ante las maravillas quese desplegaban ante ella.

—Son bombillas… —musitó,

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acercándose a la pared y rozando con eldedo suavemente una para hacerla bajarde intensidad. Wil sonrió al recordarque aquella había sido su mismareacción cuando entró por primera vezallí.

Vekka, por el contrario, no se habíamovido. Tenía la cabeza gacha y seagarraba con una mano el brazocontrario. Wil le palmeó la espalda y lepidió que los siguiera.

Duna los esperaba en el comedormientras varias doncellas ponían lamesa para ellos. Wil se sentó en una delas esquinas y los niños lo imitaron.Adhárel se colocó enfrente, junto a lajoven.

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La comida no tardó en llegar. Elaroma del guiso de cerdo les hizo laboca agua.

—Que aproveche —comentóAdhárel con una sonrisa cansada. Losrecién llegados no esperaron más y seabalanzaron sobre su comida con mayoro menor educación.

Durante los siguientes minutos nadiehabló. Duna y Adhárel aguardaron a quellenaran sus estómagos con la miradaperdida, atendiendo a sus pensamientos.

—Está todo delicioso —dijoWilhelm, limpiándose la salsa de lacomisura de los labios con la servilleta.Bebió un trago de la copa de vino que lehabían servido y se recostó en la silla

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—. Delicioso.Duna corroboró el comentario.—Y decidme, ¿qué tal os va como

soberanos de Bereth? ¿Ya os habéisaburrido?

—No tenemos tiempo para eso —comentó Adhárel con amargura. Wilpercibió cierta tristeza en sus palabras ydejó de sonreír.

—¿Ocurre algo?—¿No te has enterado?Los niños dejaron de roer los huesos

del plato para prestar atención.—No, ¿de qué? —Wil tragó saliva y

se reclinó sobre la mesa, agitado.—Dimitri, mi hermano, es el nuevo

rey de Manseralda y ha declarado la

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guerra.—¿A quién? ¿Con qué hombres?

Siempre creí que el sur no interfería encosas del norte.

Adhárel negó con suavidad.—Está reuniendo a los

sentomentalistas de todo el Continentepara crear un ejército que conquiste elresto de los reinos.

—¿Hablas en serio?—No bromearía con algo así.Wil se masajeó la frente y dirigió

una mirada a su sobrina, que al mismotiempo lo observaba preocupada.

—Bueno. Yo creo que es hora deirse a dormir, chicos —los apremió—.El viaje ha sido agotador y tampoco

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podemos abusar de la hospitalidad deeste reino.

—¿Cómo que no? —le espetó Duna—. Podéis quedaros el tiempo quenecesitéis. ¿Verdad, Adhárel?

El rey se encontraba, de nuevo,inmerso en sus pensamientos.

—¿Adhárel? —insistió Duna.—¿Qué? ¡Oh! Desde luego. Lo… lo

que necesitéis, Wil.El hombre cuervo asintió,

complacido, y se puso de pie.—Ahora lo que necesitamos es

descansar. Sobre todo estos jovencitos.Vekka lo fulminó con la mirada por

llamarlo así, pero Wil no quiso darsecuenta y los acompañó a la puerta del

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comedor, donde esperaba un sonrientelacayo que hizo una pomposareverencia.

—Yo los acompañaré a susaposentos —dijo con una sonrisa.

Adhárel asintió desde la mesa.Lysell dio las buenas noches mientrasVekka se limitaba a asentir con lacabeza.

En cuanto los niños desaparecieron,Wil regresó a su asiento, ansioso.

—¿Qué sabemos al respecto? ¿Yahabéis mandado alguna ofensiva? ¿Hanintentado atacaros?

—No, por el momento no hemos…dado ningún paso.

—A excepción de la electricidad —

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tanteó Wil.Adhárel se puso tenso.—¿Qué sabes de eso?—Calma, amigo —le dijo con un

ademán—. De camino al palacio hemosdescubierto una casita cerca del bosquerepleta de guardias.

El rey asintió.—Lo estamos manteniendo en

secreto, por eso solo tenemos un pelotónencargado de su seguridad. En cualquiercaso, es solo un proyecto. La idea esutilizar la electricidad como arma,llegado el momento.

Wilhelm asintió.—Eso os proporcionará una gran

ventaja. ¿Ya habéis enviado rastreadores

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a inspeccionar la zona? ¿Algunacuadrilla?

—No, eso no.—¿Y a qué esperáis? —preguntó

con angustia.Duna le puso la mano sobre el brazo

a Adhárel para que le dejara respondera ella.

—No es tan sencillo, Wil. Hay máscosas en juego. —De soslayo observó alrey.

—La Poesía —adivinó el hombrecuervo—. ¿Tan mala es?

—Es… peligrosa —respondióAdhárel con una lacónica sonrisa. Subuen humor del principio se habíaesfumado.

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—Por suerte todavía no hanintentado atacarnos —añadió Duna—. Oal menos no somos conscientes de ello.

Sírgeric entró entonces en elcomedor amagando un bostezo.

—Si Dimitri decide atacar —dijo—solo tenemos que dejar que Grimalda seenfrente a él. Por las Musas, ¡esa mujertiene la energía y el mal genio de unbatallón entero!

—¡Te he oído! —escucharon gritar ala mujer desde el vestíbulo. Sírgerichizo una mueca de preocupación.

Duna le palmeó la espalda.—Olvídate de volver a tener

sábanas limpias en una buenatemporada.

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—Estoy muerto. —Se echó el pelohacia atrás con las dos manos y despuésmiró a Wil—. ¿De qué hablabais?

—Me estaban poniendo al día. Estosúltimos meses no he parado en ningúnreino el tiempo suficiente como paraenterarme de todas las… novedades.

—¿Dónde has estado? —preguntó elmuchacho—. Ya vemos que la búsquedaha dado sus frutos. Tienes una sobrinapreciosa.

El hombre cuervo sonrió, cansado yorgulloso.

—Ha sido duro, pero ha merecido lapena. Lysell tiene el alma de una reina,aunque haya vivido desde que era unarecién nacida con los némades.

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—¿Némades? —Adhárel entrecerrólos ojos con la cabeza en otra parte—.Némades…

Duna suspiró y le acarició el brazoal rey.

—Eso es fantástico, Wil —dijo—.¿Y el chico?

—Es solo un amigo. Apenas me hancontado nada sobre su anterior vida,pero no debían de ser muy felices. Encuanto Lysell le dijo que se marchaba, éldecidió acompañarla.

—No parece muy amigable, debodecir.

—No lo es. En absoluto. Tampocoparece alguien peligroso, pero…

—Pero ¿qué? —preguntó Adhárel,

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mirándole interesado.—Pero no tiene sombra.Los tres comensales se quedaron con

los ojos abiertos y sin palabras.—Lo sé, lo sé. Yo tampoco le

encuentro explicación.—¿Es un sentomentalista? —

preguntó Sírgeric.—Que yo sepa, no. Y el hecho de no

tener sombra no le…—No podemos arriesgarnos —

terció Adhárel—. Zennion tendrá queanalizarlo.

Wilhelm se cruzó de brazos.—Es solo un niño, Adhárel.El rey pareció sorprendido.—¿Solo un niño? Ahora mismo no

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me fío ni de mi propia alma, Wilhelm. Sitú no sabes nada de él y tampoco quieresque nosotros lo averigüemos, no podráquedarse aquí.

—Adhárel… —masculló Duna—.Por favor.

—No, Duna, Adhárel tiene razón —intercedió el hombre cuervo—. Pero noos preocupéis, tampoco pensábamosquedarnos mucho más tiempo.

—Wilhelm, no te enfades —intentómediar ella. El rey no dijo una palabra.Se limitó a observar al recién llegado—. ¿Pensáis iros a Salmat sin saber enqué situación se encuentra?

—¿Lo han asediado? ¿Han destruidoel castillo?

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—Que nosotros sepamos, no.—Entonces lo intentaremos, sí —su

voz sonó tajante y agotada—. El reinonecesita una soberana y esa es Lysell. Leprometí a mi hermana que la protegeríay la llevaría de regreso a Salmat.

Adhárel alzó una ceja.—Y después, ¿qué, Wil? ¿Piensas

quedarte con ella o, una vez que lasientes en el trono, te darás media vueltay desaparecerás?

—¡Adhárel, basta! —le recriminóDuna—. ¿A qué viene esto?

—Veo que sigues siendo igual deimpulsivo que cuando nos conocimos.—Wil ladeó la cabeza—. ¿Es eso lo quelas Musas te están enseñando a

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controlar?El rey se puso en pie de un golpe y

tiró la silla al suelo. Sírgeric le imitócon igual rapidez y lo agarró antes deque cometiera ninguna estupidez.

—No se te ocurra volver a insinuarnada sobre mi Poesía.

Duna también se puso de pie.—Creo que lo mejor será que todos

nos vayamos a descansar. Ha sido un díamuy largo y no somos conscientes de loque decimos.

—Yo siempre soy consciente de loque digo —replicó Wilhelm—. De cadapalabra que pronuncio, créeme.

—Será mejor que te vayas a dormir—insistió Duna.

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—Yo te acompañaré a tu habitación—se ofreció Sírgeric.

—Buenas noches —dijo el hombrecuervo antes de darse la vuelta.

El rey no respondió nada. Leobservó con mirada furibunda hasta quesalió del comedor. La muchacha se giróy le obligó a que le mirase a los ojos.

—Adhárel…—Ahórratelo —le espetó él,

liberándose—. O tendrás que volver apedirme disculpas.

Duna fue a replicar, pero laspalabras se le atragantaron en elpaladar, junto a la indignación, lavergüenza y la rabia. No hizo nada porimpedir que Adhárel abandonase

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también la sala. Se dejó caer sobre lasilla, apoyó los codos en la mesa y lacabeza en las manos mientras losúltimos Versos de la Poesíarevoloteaban en su mente como aves derapiña…

Bien sabe la reinablanca

que hay lazos que sedesatan;

el puñal que hoy tedefiende

mañana estará en tuespalda.

Pregunta a tu amigo el

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cuervosi confía en sus

hermanaso si vive con el miedode caer en una trampa.

La batalla es inminente,todos hacen alianzas.Deberías preguntartequién merece tu

confianza.

Te traicionará un amigoque ahora alojas en tu

casay has olvidado que

alguien

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sigue queriendovenganza.

Laugard sonrió nervioso al tiempoque se ocultaba entre las sombras delvestíbulo para no ser visto. Estabasudando a mares, pero ya estaba hecho.

Había resultado tan sencillo quehasta le costaba creer que hubiese salidobien.

Su don iba creciendo a cada día quepasaba y solo había necesitado unpuñado de palabras para alterar deaquella manera a Adhárel. Sabía que

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con cualquier otro habría tenido másdificultad, pero el rey estaba tan confusoque bastaba con tocar los engranajesadecuados para poner la maquinaria desu ira en marcha.

De mejor humor y recuperando elaliento, comenzó a subir las escalerashacia su habitación. Durante lamadrugada se pondría en contacto conDimitri y le contaría lo que habíadescubierto sobre las armas deelectricidad. Ya podía imaginarsevitoreado y adorado por todos. ¡Nuncaimaginó que su trabajo fuera a ser tansencillo!

Cerró la puerta de sus aposentos ybatió palmas como un niño pequeño. Se

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creía tan poderoso en ese momento quehasta podría lograr que Adhárel mataraa cuantos le rodeaban antes desuicidarse él mismo. Sin embargo,Dimitri no quería eso. Necesitaba a suhermano. En el peor estado posible,pero lo necesitaba.

Tenía que haber guerra para que elresto del Continente supiera quién era ély cuáles sus propósitos. Si Bereth caíasin que, a primera vista, Dimitri hubieraintercedido, nadie lo temería tanto comoprecisaba. Por lo poco que habíaconocido al rey de Manseralda, suorgullo se alimentaba del temor queprovocaba en los demás. Era mucho máscansado que los métodos de Laugard,

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pero también daba sus frutos.Con la conciencia tranquila de quien

había hecho un espléndido trabajo, elMarqués se desvistió y se metió dentrode su enorme cama. Se encontraba de tanbuen humor que hasta se permitióacariciarle la cabeza al gato antes dequedarse dormido.

¿Cómo podía la gente quejarse de lavida si era tan sencilla?

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20. Almas prisioneras

Firela no podía apartar los ojos delespejo. Llevaban una semana de viaje,pero todavía no se había hecho a la ideade que su hermana pudiera estar allí, conella, paseando por aquel mismo bosque.Que hubiera estado a su lado durantetodo aquel tiempo en que la creyómuerta y enterrada.

Kalendra estaba viva. Al otro ladodel espejo, pero viva.

—Tanto como yo —le aseguróGalasaz cuando Firela le hizo la

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pregunta—. Pero hay algo que debescomprender sobre este objeto…

Algo que su razón se obcecaba en nocreer mientras sus ojos insistían en locontrario. El dolor del pecho se habíaintensificado mientras sus emociones sedesbordaban. Su pena y alegría jugabancon sus recuerdos y su razón paradespués emborronarlos. Y todo elloporque la vida había escondido a suhermana en un mundo de fantasmas delque ningún mortal había tenidoconstancia hasta entonces.

—Somos almas prisioneras dedeseos incumplidos. Muertos a un lado,espíritus vivos al otro.

—¿Por qué? —quiso saber ella—.

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¿Cuál es tu deseo incumplido? ¿Cuál esel de mi hermana? ¿Por qué nunca haintentado ponerse en contacto conmigo?¿Por qué no sabía ni que estaba aquí?

Las preguntas se le atragantaban,incapaz de decidirse por una, impacientepor conocer las respuestas a todas.

—Mi deseo es volver a ver a mifamilia, como te dije cuando nosconocimos. El de tu hermana, lodesconozco. El motivo por el que nuncase ha puesto en contacto contigo, queridaniña, es porque ella no sabe que estásaquí. Te siente igual que me siente a mí,pero ni yo puedo hablar con ella ni ellapuede comunicarse contigo. Estarealidad ha existido desde siempre, pero

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ha permanecido oculta en los plieguesde la imaginación de los mortales. Soloyo, después de mucho tiempoinvestigando al respecto, me atreví acrear una ventana para estudiarlo. Claroque por entonces nunca imaginé quealgún día llegaría a atravesarlo.

—Sé más específico, por favor —lesuplicó ella sin ánimo de empezar unanueva pelea.

Se encontraban al noreste del bosquede Célinor. Llevaban caminando seisdías sin descanso. Galasaz le habíarecomendado internarse entre losárboles en busca de campamentosnémades que pudieran ofrecerle cobijo yalimentos, pero ella había desestimado

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la idea sin dar explicaciones.—Lo que te quiero decir —

prosiguió el viejo— es que hay quienesmorimos cuando todavía nos quedanasuntos pendientes que concluir a eselado.

Firela apartó la mirada de suhermana, que descansaba sobre unasrocas a su espalda, y la clavó en elsentomentalista.

—Pero tú quisiste cruzar… ¿no esasí? —Con solo intentar comprendervagamente la situación, le venían mareos—. ¿Por qué lo hiciste si todavía tequedaban cosas a este lado?

—Lo único que hice fue trabajar acontrarreloj para crear este espejo que

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me permitiera seguir atado al otro ladocuando muriese. ¡Y funcionó!

Y funcionó, sí, pensó ella alrecordar su cadáver en los sótanos delas ruinas.

—Una vez que vea a mi familia, lespida perdón y me despida de ellos podréabandonar para siempre este mundo. Poreso te agradezco tanto el esfuerzo queestás haciendo, Firela.

Ella apretó los labios y amagó unatriste sonrisa. ¿Hacía cuánto que nadiele agradecía nada? ¿Cuándo fue laúltima vez que ayudó a alguien sinesperar una retribución a cambio?

—¿Y Kalendra? ¿Qué puedo hacerpara que se marche también? —La mera

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idea de volver a perder a su hermana leescocía como sal en una herida, perocada vez le resultaba más insoportablela desesperación de verla y no poderacercarse.

—No lo sé. Ya te he dicho que nopuedo hablar con ella. ¿Cuántas vecesmás necesitas que te lo demuestre? Estemundo es tan nuevo para mí como parati, pero parece ser que nuestras almas seanclan a una persona al otro lado.Excepto la mía…

—Que lo está a este espejo —concluyó la Asesina del Humo, no sincierto hastío.

El viejo asintió.—Así es. Si mis cálculos son

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correctos, y rara vez me confundo,bastará con que rompas el espejo paraque yo quede libre.

Ojalá todo fuera tan sencillo, meditóFirela. Ojalá con romper un simplecristal su hermana quedara libre, opudiera regresar a su lado, o al menospudiera hablar con ella…

—Entonces, Kalendra… —lecostaba decirlo—. Entonces mi hermanava a permanecer siempre en ese estado,persiguiéndome sin saber que yo estoyaquí, que la veo, que la siento y que laescucho. Que podría liberarla si medijera cómo. —La mujer cerró el puñocon fuerza sobre el mango—. No esjusto.

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—Si la muerte no es el final másjusto, ¿cuál lo es? Trata por igual a ricosy a pobres, a reyes y a mendigos, a…

—Si no te callas, arrojaré el espejocontra el suelo —le advirtió ella con elcorazón abrasándose en las llamas de unfuego que creía extinto y que ahora sealimentaba de su impotencia.

—No lo harías, querida —dijo elotro con absoluta tranquilidad—. Nomientras sea la única manera depermanecer junto a tu hermana.

—Podría dar media vuelta y alejartede tu familia —lo amenazó.

—Podrías hacerlo, desde luego.Pero ¿qué harías después? ¿Regresaríasa tu anodina vida ahora que conoces los

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secretos de este mundo?—Mi vida nunca ha sido anodina.—Lo imaginaba, solo intentaba

engañarte para que me contaras algo mássobre ti.

Firela se masajeó el puente de lanariz negando levemente.

—Nada que yo haya hecho en elpasado puede interesarte, créeme. —Tomó aire y dijo—: Como te prometí, tellevaré hasta tu familia. Despuésencontraré el modo de sacar a mihermana de aquí.

—Eso es imposible —comentóGalasaz con indiferencia.

—¡Eso tú no lo sabes! —le espetóella—. No lo sabes. El Continente

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alberga a sentomentalistas de todaíndole. Si tú has podido crear esteespejo, otro podrá sacar a mi hermanade él.

—Si yo he podido crear este espejoha sido porque sabía lo que buscaba.Así fue como averigüé la necesidad demuchas almas de aferrarse, no a estemundo, sino a alguna de las personasque vagan por él. Así fue como pudecambiar mi destino y permanecer unidoa un objeto en lugar de al cuerpo de unfamiliar que jamás llegaría a percibirmesiquiera. ¡Y deja de intentar sonsacarmemis secretos!

Firela esbozó media sonrisa y negócon convencimiento.

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—Lo voy a lograr, Galasaz. Volveréa estar con ella.

El viejo suspiró cansado y seencogió de hombros.

—No hay un poder que logre másmilagros que el de la fuerza de voluntad.Si ese es tu sueño, no seré yo quien te loarrebate. Solo me limito a preparartepara una más que posible decepción.

—Y deja de sermonearme.Con ese último comentario, Firela se

colgó el espejo del cinturón y siguiócaminando.

Durante las jornadas que llevaban deviaje no se habían cruzado con nadie. Sino fuera porque sabía que era imposible,creería que todos habían desaparecido y

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que era la única superviviente. De tantomirar al espejo empezó a preguntarse si,quizás, el mundo real fuera ese y noaquel en el que le había tocado nacer.

Las tormentas se fueron volviendomás frías según dejaron el sur atrás. Unamañana, durante la duodécima jornadade camino, el frío viento de lasmontañas del norte trajo consigo unadelicada sábana de copos blancos.

Parecía que hubiera pasado unaeternidad desde que Firela vio porúltima vez la nieve. Y entonces lloró,pues el recuerdo de las precipitacionestrajo consigo el de su hermana.

Firela miró en el espejo y vio queKalendra observaba el cielo con gesto

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serio, indiferente a la nieve que seposaba en su piel y sus pestañas.Indiferente a estar muerta.

Semanas más tarde, aterida de frío ycon una posible pulmonía en ciernes,Firela llegó a Alto Cielo y se hospedóen una humilde posada a los pies de lainmensa y esperpéntica mole que era elreino. Pero su viaje no había concluido.

Las frías tierras de Gélinaz eran sudestino. La humilde casa enterrada enpiedra que tantas veces le había descritoel viejo Galasaz con ojos soñadores, sumeta. Aquella cuya entrada seencontraba en la ladera oeste de lasmontañas que ocultaban el reino.

Pero para llegar hasta allí, antes

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tendría que atravesar las inhóspitasMontañas Veladas, el fastuoso bosquede pinos y abetos que sombreaba sufalda… y el desangelado Desierto deCristal.

De haber sabido dónde le llevaría sujuramento, jamás habría emprendidoaquel viaje.

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21. Dicha de larealeza

Lysell dio vueltas sobre el colchón sinlograr conciliar el sueño. Llevaban allícuatro noches y todavía seguía pensandoque aquello era demasiado perfecto paraser real: el olor a lavanda y jabón que supiel desprendía, la suavidad de lassábanas que se escurrían entre sus dedoscomo el agua, el volumen de laalmohada que acariciaba sus mejillas…

Cuatro días y seguía creyendo que

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todo aquello era una fantasía.Intentó que el sueño la embargara

con su cálido aliento cuando un golpeseco al otro lado de la pared le hizoabrir los ojos. Alguien abrió una ventanacercana.

De un salto, se puso en pie y seacercó al cristal. La luna creciente,apuñalada por jirones de nubes grises,derramaba su fría luz sobre los jardinesdel palacio. La niña agarró el picaportey dejó que el viento se escurriera por suhabitación.

—¿Vekka? ¿Eres tú? —le preguntó ala noche.

—Sí. Vete a dormir —le espetó lavoz del niño.

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Lysell se aupó al alfeizar y,agarrándose con una mano de la pared,se asomó hasta ver a su amigo en laventana contigua.

—¿Vas a saltar? Porque está un pocoalto.

—No, no voy a saltar.La niña se mordió el labio. No

quería seguir preguntando sin estarsegura de que su amigo quisieraresponder, pero la curiosidad era muchomás fuerte.

—Entonces, ¿qué haces?—Llamar a Lue.—Oh.El niño echó hacia atrás la cabeza y

después la empujó hacia delante. El

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aullido que sus labios dibujaron en elaire se despegó del vaho de su boca y sealejó flotando por el cielo. La niña leobservó repetirlo con diferentestonalidades.

La respuesta llegó unos segundosmás tarde. Suave y lejana, pero llena devida. Vekka repitió una vez más latonada antes de guardar silencio.

—No sabía que podías hablar con él—masculló Lysell, con la vista puesta enel brillante astro.

—No sabes muchas cosas sobre mí,Lysell. Igual que tu tío.

—¿Qué tiene que ver mi tío en esto?—Sé que me odia —se limitó a

contestar—. No le caemos bien. Ni yo ni

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Lue.—Eso no es verdad.—Sabes tan bien como yo que sí lo

es. Estaría encantado si de prontodecidiéramos marcharnos y dejarte solacon él.

—Vekka, eso no lo sabes. Wil puedeser algo frío de vez en cuando, pero teaprecia.

—No. Él me está agradecido porhaberte mantenido con vida hasta quellegó; es muy diferente.

La niña se quedó en silencio.Valoraba a Wil por todo lo que suponíapara ella: una soga a la realidad que lehabía sido ocultada hasta que leconoció, la llave al mundo al que sus

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padres habían pertenecido… Pero Vekkaera su amigo. Su guía durante todo eseviaje. Alguien en quien podía confiarpor muchas peleas que tuvieran. Alguienque sabía que la escucharía cuandonecesitara hablar de algo y queguardaría su secreto.

Quería que se llevaran bien, peroella también era consciente de lo pocoque se agradaban el uno al otro.

—¿Qué te parece el palacio? —preguntó para cambiar de tema.

—Grande. Asfixiante. Supongo quebonito.

—A mí me gusta mucho. Y el reyAdhárel me resulta encantador.

—¿Te resulta encantador? —La

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imitó—. ¿Se te han pegado tan prontolas costumbres de la corte?

Lysell se sintió enrojecer yagradeció que Vekka no tuviera un donque le obligara a responder la verdad.

—Cállate.Él se rió entre dientes. Sí, se le

habían pegado. O al menos deseaba quese le hubieran pegado, pensó Lysell. Legustaba aquella vida que solo habíacomenzado a saborear. También seguíateniendo miedo de las pérfidasintenciones de quienes pudieran estar asu alrededor, pero los beneficios erandemasiado brillantes y hermosos comopara obviarlos.

Durante el viaje hasta allí se había

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concienciado de lo mucho que queríallegar a ser una buena soberana. Ayudara sus súbditos, aprender sobre política yarreglar las injusticias. ¿Por qué lecostaba tanto a Vekka comprenderlo? Nohabía hablado con él al respecto, pero¿de verdad no era capaz de advertir porsí solo lo feliz que se encontraba allí?¿No podía, aunque solo fuera por unavez, aceptar que ese podría ser sumundo?

—Me muero de sueño. Buenasnoches, Eis —dijo el muchacho.

La niña golpeó con los puños lapiedra.

—¡Mi nombre es Lysell! —exclamó,pero la ventana contigua ya estaba

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cerrada—. Idiota.Volvió a la cama y se tumbó con los

brazos cruzados sobre el pecho.Mientras los pensamientos se ibancalmando y el sueño le daba una nuevaoportunidad para que lo siguiera, la niñase olvidó de Vekka, de Wil, de losreinos, del bosque y de los némades. Ysolo intentó recordar a una madre quenunca conoció y nunca conocería.

Para cuando la primera lágrima seperdió en el intrincado tejido de laalmohada, la joven princesa ya estabadormida.

Le dio la sensación de que habían

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pasado apenas unos minutos cuando oyóque alguien llamaba con insistencia a lapuerta. Desorientada, abrió los ojos ygiró sobre sí misma hasta quedar bocaarriba.

—¿Lysell, estás despierta? —EraWilhelm.

—Sí… —masculló con la vozpastosa.

La puerta se entornó y el hombreasomó la cabeza.

—Buenos días.Lysell bostezó con una sonrisa.—Buenos días, tío.—Te traigo un vestido de parte de la

reina —explicó, mostrando la prenda decolor verde esmeralda perfectamente

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doblada sobre los brazos y otra mássencilla, blanca—. Lo ha pedidoexpresamente para ti.

Lysell salió de debajo de lassábanas y gateó por la cama hasta elextremo donde el hombre cuervo habíadepositado la ropa. Pasó los dedos porlas filigranas del suave escote y alzó lamirada.

—Es precioso. Dale las gracias.—Ya tendrás tiempo de dárselas tú

misma esta noche: han preparado unacena de gala en tu honor.

Lysell tragó saliva, intimidada yhalagada a la par.

—Vaya… —Tras unos segundos ensilencio, añadió—: Me gusta este lugar.

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—A mí también, pero sabes que nopodemos quedarnos mucho tiempo. —Suvoz quedó velada por algo que la niñano supo identificar y que no se atrevió apreguntar—. Vístete. Te esperaré fuerapara bajar juntos: este palacio parece unlaberinto.

Fue a salir cuando Lysell recordóalgo.

—¿Y Vekka?Él encogió los hombros en un gesto

de ignorancia.—He pasado por su habitación antes

y estaba vacía. Quizás haya salido a darun paseo por los jardines.

La niña desvió los ojos hacia laventana y, en cuanto su tío cerró la

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puerta, se lanzó a mirar por el cristal. Aparte de setos perfectamente recortadosy parterres de hermosas floresmulticolores, allí no se veía un alma.

Con cierta dificultad, se puso elvestido sobre la otra prenda de lino conforma de túnica y, agarrándose la partedelantera, se observó en el espejo quehabía junto a los armarios, sonriente.Ahora sí que parecía una princesa. Supelo blanco y enmarañado se asemejabaa los últimos vestigios de una nevadasobre el bosque. Se sorprendió de lomucho que había crecido en las últimassemanas; sin ningún lugar dondecontemplar su reflejo durante aqueltiempo, el cambio le resultó evidente.

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Estaba dando una vuelta sobre símisma cuando alguien llamó a la puerta.

—Lysell, soy yo otra vez. Me habíaolvidado del calzado. ¿Puedo pasar?

La niña se colocó el vestidocorrectamente y dijo que sí.

—¡Vaya! ¿De verdad eres tú? —bromeó Wil visiblemente sorprendido—. Estás guapísima.

Ella se sonrojó.—Necesito ayuda con los lazos de la

espalda…El hombre cuervo asintió, dejó los

zapatos que llevaba en la mano y fue aacercarse cuando reparó en algo.

—Me temo que no soy el másindicado —con la mano apartó la nueva

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capa que llevaba encima, roja y conbordados oscuros, y dejó a la vista lasplumas negras.

—Oh, lo siento. No pretendía… —la niña deseó que se la tragara la tierra.

—Lo sé. No pasa nada. —Latranquilizó con un ademán—. Esperaaquí.

Sin perder un instante, volvió a salir.Lysell se sentó al borde de la cama ynegó en silencio. ¿Cómo podía ser tandesconsiderada? ¿Así iba a actuarcuando tuviera que resolver los dilemasde sus súbditos? ¿Obviando susauténticos problemas? Wil era Wil, perocualquier otro podría haberse ofendidode verdad si hubiera pensado que se

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estaba burlando de él.La puerta volvió a abrirse y por ella

entraron Duna y el hombre cuervo.—Buenos días, Lysell.—Hola —saludó la niña, intentando

borrar de sus ojos cualquier rastro detristeza.

—Os dejo solas —dijo Wil,haciendo una breve reverencia.

La niña se puso de pie paraseñalarse la espalda.

—No llego a abrocharme —explicó.—Déjame a mí.Con manos expertas, Duna fue

cerrando el vestido desde la cinturahasta los hombros. Cuando terminó, ledio la vuelta.

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—¿Te aprieta demasiado?Lysell negó repetidas veces, ansiosa

por poder colocarse frente al espejo. Encuanto Duna le liberó los hombros segiró para encontrarse con su reflejo.

—Apenas me reconozco…Duna sonrió. Ella tragó saliva y se

atrevió a preguntarse si, por fin, lasnémades, esas que siempre se habíanburlado de ella por corretear por losbosques arco en mano y por llevarpantalones y camisolas desgarradas, lareconocerían y la respetarían.

—Tienes el porte de una reina —comentó Duna, mirándola sonriente—. Yesos zapatos te van a quedar como anilloal dedo.

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Lysell asintió, agradecida por elcumplido y, por primera vez en muchotiempo, se atrevió a ser algo coqueta.

—Pero mi pelo… —masculló sinsaber cómo seguir—. Es culpa de estecolor tan raro.

—¿Eso crees? —Duna se puso depie y se acercó a ella—. A mí me pareceuno de los colores más bonitos que hevisto nunca. Como la nieve o el hielo.

—Lo dices para que no me ofenda—repuso la niña.

—Todavía no me conoces —dijoDuna con una sonrisa—, pero pronto tedarás cuenta de que soy demasiadosincera como para mentir en estastonterías. —Lysell le regaló el atisbo de

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una sonrisa—. Pero sí que es verdad quenecesitas peinarte.

La niña asintió encantada.—Déjame que te quite el vestido

para no mancharlo.En cuanto se vio libre de las

ataduras, ataviada solo con la prendainterior, volvió a sentirse tan corrientecomo la noche anterior.

—Aguarda aquí.Lysell obedeció y se acomodó en la

silla que había frente al tocador, situadoen una esquina junto a la ventana. ¿Deverdad estaba ahí? ¿No despertaría depronto en mitad del bosque paradescubrir que todo aquello había sido unsueño?

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El corazón le latía con entusiasmo.Tenía que obligarse a respirar despaciopara tranquilizarse. Nadie, jamás, sehabía interesado y preocupado tanto porella como en aquel palacio. No entendíacómo Vekka no podía verlo tan clarocomo ella.

El recuerdo de su amigo le nubló elánimo. ¿Y si le había ocurrido algo? ¿Ysi… se había ido por su cuenta? No.Vekka nunca haría algo semejante.Estaría, como había presupuesto su tío,dando un paseo por los alrededores delpalacio. Quizás, incluso, se habíaacercado al bosque para reunirse conLue.

—Lysell, te presento a Maia.

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La niña dio un respingo y se girópara encontrarse con una muchacharubia que sonreía, algo azorada, con unabandeja repleta de frascos en la mano.

—Yo solo podría enredarte aún másel pelo —confesó Duna—, pero ella esuna auténtica artista.

—Encantada de conoceros,majestad.

—Bueno, todavía no me hancoronado —se atrevió a bromear—.Puedes llamarme Lysell.

Duna chasqueó los dedos.—Manos a la obra.La niña se dio la vuelta y se quedó

mirando a su reflejo mientras ladoncella jugaba con su cabello,

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levantando algunas capas y probandodiferentes opciones de flequillo. Durantetodo el rato que duró la prueba, Duna semantuvo de pie, observando complacidael hacer de la doncella.

Tardaron cerca de una hora enterminar de arreglarla. Para entonces,sus tripas se quejaban con tantas ansiaspor el hambre como su cuello doloridopor la incómoda postura que debíaadoptar. El ir y venir de tijeras, pinzas ypeines llegó después.

—Ya está —dijo Maia un rato mástarde. Dio un paso hacia atrás y aguardó.

Lysell se giró poco a poco con lareminiscencia del tacto de los dedos dela doncella todavía fresca en la cabeza y

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observó a la jovencita que le devolvíala mirada desde el espejo.

—No puede ser… —fue lo únicoque se atrevió a decir.

Con temor, alargó los dedos hastalas puntas de su nuevo peinado y lasacarició con cuidado.

—Buen trabajo —dijo Duna a ladoncella.

Aquello era mejor que un buentrabajo. Era perfecto, pensó la niña. Yano había pelos flotando a su alrededor,ni mechones más largos y encrespadosque otros. Llevaba el cabello liso ybrillante hasta los hombros y el flequillorecogido en dos trenzas.

—Es… —sintió que se iba a poner a

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llorar cuando un grito en el exterior hizoque las tres se volvieran hacia laventana—. ¡Vekka!

La niña se lanzó contra el cristalpara descubrir a su amigo y a Luerodeados por un puñado de muchachosque iban cerrando el círculo a sualrededor.

—¿Qué están haciendo?El niño empuñaba un palo alargado

y decía algo que, a esa altura, Lysell nolograba entender.

—Tengo que ayudarle.Sin dejar tiempo a Duna y a Maia

para que reaccionasen, vestida solo conla camisola interior, se puso los zapatosque su tío le había traído y bajó

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atropelladamente las escaleras.Tras perderse un par de veces y

tomar las escaleras equivocadas, searrojó a la intemperie del exterior con larespiración entrecortada. El frío deljardín la abrazó con descaro, burlándosede lo poco que le cubría la prenda quellevaba.

Cuando llegó al lugar donde suamigo lidiaba con los otros, el grupo sehabía cerrado casi por completo. Inclusoa aquella distancia podía distinguir elrugido apagado del lobo.

—¡Vekka! —exclamó. Losmuchachos que estaban acosándolo sevolvieron al unísono, clavando susdesdeñosas miradas en ella.

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—La que faltaba —masculló el másalto de ellos.

—Henry, déjala en paz y vayámonosde una vez.

—Cállate —le espetó este,avanzando hacia Lysell.

—¿Qué le estáis haciendo? —preguntó la niña, sintiendo una inyecciónde adrenalina por todo el cuerpo.

—Asustándolo un poco. No te metassi no quieres salir mal parada.

—Dejadlo en paz si no queréis salirvosotros mal parados.

Se reprochó no haber cogido con lasprisas el arco y el carcaj. En realidad notenía más que sus palabras paraamedrentarlos.

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—¿De verdad? —insistió elmuchacho, cruzándose de brazos. Losotros chicos también se alejaron unospasos de Vekka, aunque sin quitarle elojo de encima—. ¿Vas a llamar a tuejército? ¡Uy! Pero si no tienes…

Lysell se mordió con fuerza el labioinferior antes de responder.

—Como reina de Salmat osordeno…

Hubo un instante de silencio que casiestuvo por parecer reverencial antes deque Henry estallara en carcajadas.

—¿De qué te ríes?—De que yo no obedezco tus

órdenes —replicó el muchacho, algoconfundido.

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Lysell arrugó la nariz y se tiró sobreel chico, que le sacaba una cabeza ymedia. El empujón le hizo retrocederunos pasos, pero rápidamente volvió arecuperar la estabilidad. Ya no estaba enel campamento. Ya no tenía que seguirlas normas de Bautata o de Azquetam.Allí, si alguien se metía con ella, podíadefenderse sin miedo a las represalias.

—¡Mirad a la gatita!—Henry, basta —esta vez fue un

chico moreno quien se interpuso entreella y el abusón.

—¿Todavía no entiendes que nonecesito estar a su lado para darlecciones, Marco? —El tal Henry cerrólos ojos y Lysell sintió que todo a su

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alrededor se magnificaba como si depronto le hubieran puesto dos lupas enlos ojos.

Gritó angustiada mientras caía alsuelo. Cerca de ella escuchó un grito deenfado, varios de terror y un rugidoanimal. Después se hizo el silencio.

Cuando logró recuperarse delinesperado mareo y abrió los ojos seencontró tirada en la tierra. Alguien laestaba agarrando del brazo.

—¿Te encuentras bien? —lepreguntó el muchacho de pelo azabachey tez morena. Ella asintió y, con suayuda, se puso en pie.

Un hombre anciano estabaregañando a gritos al grupo de

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muchachos mientras Vekka acariciabacon paciencia a Lue. Lysell se deshizode la mano del chico y se acercó a suamigo un poco mareada.

—¿Estás bien? —le preguntó,acuclillándose a su lado.

—Sí. ¿Qué te has hecho en el pelo?—quiso saber el muchacho, arrugando lanariz.

—¿No te gusta? —Lysell se acariciócon nerviosismo las puntas. Por unossegundos se había olvidado de su nuevoaspecto.

—Sí. Supongo. Te queda raro.—¡Esto es vergonzoso! —gritaba el

anciano mientras señalaba a los chicoscon el dedo—. No puedo creer que seáis

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alumnos míos.—¡Pero la sombra…! —intentó

excusarse el más beligerante de todos.—¡Basta! ¡No quiero saber las

estúpidas razones que os han llevado aactuar así con un inocente! Henry… Tú yyo ya hablaremos. Antes de que seponga el sol habrás recibido tu castigo,no te quepa la menor duda. ¡Y vosotrostambién!

Con un gruñido, el hombre se dio lavuelta y se acercó a Lysell y a Vekka.También el chico de pelo negro seencontraba junto a ellos.

—¿Estás mejor? —le preguntó. Laniña asintió, cohibida.

—Mi nombre es Zennion, majestad,

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y soy el Maestre sentomentalista de lacorte. Es un honor teneros aquí.

—Gracias —respondió ella,tragando saliva. Cuatro días y todavíano conocía ni a los principales hombresdel reino, meditó.

—Os pido disculpas en nombre delos muchachos. Y a ti también —añadió,ladeando su cabeza hacia Vekka—. Novolverán a atreverse a haceros nada.

Lysell echó un vistazo al grupo ycomprobó cómo el joven que habíaempezado todo los fulminaba con lamisma rabia, o más, que antes.

—Ahora hay algunos asuntos querequieren mi presencia, pero sinecesitáis algo podéis llamarme.

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Dicho esto, se dio la vuelta y sealejó de allí. Antes de llegar a la puertadel palacio, Duna apareció pidiendoexplicaciones. El anciano la detuvo y lecontó lo que había sucedido. Lamuchacha le dedicó un vistazo a Lysell yella aprovechó para sonreír y decirlecon las manos que se encontraba bien.Duna le devolvió el gesto y pareciótener la intención de acercarse, peroZennion le pidió que regresara alpalacio con él.

—Vamos, levántate —le dijo la niñaa su amigo—. Tenemos que llevar a Luede vuelta al bosque. Aquí no se puedequedar.

—¿Qué? No —replicó tajante—.

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Lue se queda aquí o yo me voy con él.—Pues entonces ya estás tardando

—intervino una voz desdeñosa a suespalda. El resto del grupo permanecíaalejado.

—¿No te ha dicho tu maestro quenos dejes en paz? —le espetó Lysell.

—Sí —replicó sin querer elmuchacho.

—Pues entonces para ya, Henry —ladefendió de nuevo el otro chico—. O tevas a meter en un lío muy grande.

—¡Aquí viene el salvador dedamiselas, Marco Sin Padre!

El niño cerró con fuerza los puños yse encaró a Henry.

—Repítelo si te atreves —le dijo

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entre dientes.—¿Me estás amenazando?El muchacho se preparó para atacar,

pero en ese momento un chico cuyoparecido a Henry era innegable se leacercó por detrás.

—Debes de haberte golpeado en lacabeza o algo, hermano. ¿Qué crees quehaces?

—Sí, Henry, es una reina —añadióuno con pinta de estar a punto de caerseredondo allí mismo—. Deberías dejarlade una vez.

Henry se deshizo de sus amigos y secruzó de brazos con aire desuperioridad.

—No era con ella con quien

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hablaba. De hecho, ni siquiera me estabametiendo con la niña. Es él quien nodebería estar aquí. Alguien sin sombrano puede ser… normal.

El lobo se puso a gruñir otra vez.Estaba claro que Vekka estaba haciendotodos los esfuerzos posibles porcontrolar al animal y que no se lanzasesobre el muchacho a desgarrarle elcuello.

—Es un invitado —terció Marco.—¿Y su alimaña también? Ya

veremos qué le parece a Herediascuando descubra que hay un loboasesino paseándose a sus anchas por losterrenos.

—¡No es un asesino! —gritó Vekka,

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a la defensiva.—Vaya, pero si el raro sabe hablar.—Vekka, vámonos —le dijo Lysell,

agarrándole del brazo. Pero él se soltócon premura.

—Hazle caso, sí. Márchate yesconde a tu bicho antes de que venganlos soldados; ellos no tendrán tantapaciencia como nosotros.

—No te tengo miedo —masculló elniño con la rabia implícita en cadapalabra.

—Pues deberías —le advirtió—.Esta noche, más te vale cerrar tu puertacon pestillo porque a lo mejor teencuentras con una sorpresa aldespertar.

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Vekka se acercó a él hasta que susnarices estuvieron a punto de tocarse.Era algo más bajo que Henry, pero elodio que emanaba era tal que Henrytragó saliva.

—Eres tú quien debería tenercuidado —se limitó a decir antes dedarse la vuelta y echar a correr hacia laexplanada verde que había más allá deljardín. El lobo gruñó al chico y despuéslo siguió. Lysell se quedó en su sitio sinsaber muy bien qué hacer.

Henry tardó unos segundos enquitarse el escalofrío de encima.

—Menudo gallito está hecho el niño—comentó a sus amigos una vez logróserenarse.

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—Henry, déjalo de una vez —repitióMarco con la mirada puesta en la siluetaya lejana de Vekka—. Lo decíademasiado en serio.

—¿Y si se vuelve loco y prendefuego al palacio entero? —dijo el másapartado del grupo mientras jugaba conuna bola de hierro en sus manos.

Lysell se volvió hacia ellos,escandalizada.

—Vekka nunca haría algo así. Soisvosotros los… los… ¡Ugh! —con ungruñido se marchó tras su amigo.

Mientras se alejaba, llegó a escucharel comentario que hacía Henry:

—Mira, en eso estoy con ella. Noseáis idiotas. Le tendremos vigilado y si

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se atreve a mover un solo dedo… se lopartimos.

La niña no paró de correr hastaalcanzar a Vekka, que se había sentadoen el borde de una hermosa fuenterodeada por un camino de gravilla.

—Vekka, —dijo, recuperando elaliento. Las tripas le rugían cada vez conmás fuerza—. ¿Estás bien?

El niño se secó las lágrimas con elbrazo y apartó la cara para que su amigano lo viera.

—No. ¿Qué quieres?—Yo… —Lysell se sentó a su lado,

azorada. Lue se encontraba a sus pies,repanchigado—. Lo siento.

—¿Qué sientes? —le espetó—.

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¿Acaso los enviaste tú?—No, claro que no. Siento… siento

que te hayan hecho eso. Fuera lo quefuese. —De repente se sintió idiota y serevolvió—. ¿Qué pasa, que tampocopuedo sentir lástima?

—¡Sí que puedes! —Vekka se giróhacia ella. Tenía los ojos rojos—.¿Contenta? ¿Has llorado suficiente pormí?

Lysell no supo qué responder.—Este es tu maldito mundo, no el

mío —le dijo el chico—. Y esos…desgraciados solo me lo han recordado.No existe ningún lugar para mí.

—No digas eso, sabes que no esverdad.

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El muchacho sonrió con desgana.—Tú puedes decirlo, doña reina.

Todo el mundo te mima y te quiere.Después de sonreírte todos se giranhacia mí y se preguntan quién soy, quéhago perturbando su perfecto mundo ydónde está mi sombra…

Lue alzó las orejas.—¡No todos son así! —se defendió

Lysell—. Duna es encantadora. YAdhárel también. Esos chicos sonbobos, ¿por qué dejas que te afecte loque te han dicho?

—¡Porque tienen razón!Las palabras flotaron entre los dos

como una maldición. Lysell comprobóasombrada el mal aspecto que Vekka

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había adquirido en las últimas horas. Supiel, de por sí macilenta, se había vueltoun poco más gris, y sus ojos enrojecidosno ayudaban a mejorar su aspecto.

—Deberías descansar —le dijo—.Tienes muy mala cara.

—No pienso hacerlo hasta que… —no quiso continuar y su mirada le indicóa Lysell que más le valía no preguntar.

—Volvamos al palacio. Seguro queAdhárel entiende que no quierassepararte de Lue.

—Me voy a marchar esta noche —anunció de pronto el niño.

Lysell creyó que se iba a marear.—No puedes irte.—Claro que puedo. Y voy a hacerlo.

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Tú decides si acompañarme o quedarteaquí y vivir en tu casita de muñecas.

Sintió que algo se partía dentro de sucorazón.

—Vekka, por favor… —¿Ahora quehabía encontrado su sitio, ahora que porfin empezaba a sentir que encajaba, leobligaba a elegir?

Tragó saliva.—Lo he decidido y no pienso

volverme atrás —se puso en pie yañadió sin mirarla—. Ojalá decidasacompañarme. Nosotros no necesitamosnada de esto. Todo este lugar estápodrido, como el campamento. Yonecesito ser libre. —Se volvió haciaLysell—. Y la Eis que yo conozco,

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también. El pelo que llevas, la ropa,esos zapatos… son solo cadenas paraencerrarte aquí. ¿De verdad quieres quete cacen?

Colocó su mano sobre su mejilla,con suavidad y tensión. La niña sintió elfrío manando de su piel, igual que sifuera roca. Cerró los ojos e intentóaveriguar qué callaba su amigo. Cuandolos abrió, Vekka se alejó corriendo juntoa Lue.

Sola y asustada, agachó la cabezapara encontrarse con su imagen en elagua de la fuente. Con la palma de lamano deshizo el reflejo y gruñó conexasperación.

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22. Auraemponzoñada

Duna llamó con los nudillos a la puertay aguardó a que Adhárel le permitiera elpaso.

—Buenos días, princesa —dijo,sonriendo.

—¿A qué hora te has despertadohoy? —le preguntó ella, sentándose enuno de los taburetes. La luz del solinundaba el enorme mapa desplegadosobre la mesa de la torre Estratega.

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—Pronto, como siempre —contestóél, despreocupado y sin dejar deobservar los diagramas.

—Tenemos que hablar. Sobre Wil ysu sobrina. Y el niño.

Adhárel alzó la mirada.—¿Ha ocurrido algo? Si vas a venir

a hablarme del lobo tú también, no tengotiempo.

—Henry y su pandilla hanaprovechado la mañana para acosar alcrío.

—¿Y Zennion? ¿Dónde estaba?—En clase con Jack, como siempre.

—Hizo una pausa—. Ese muchacho,Henry, cada vez está más descontrolado.

—¿Por qué no estaban entrenando?

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—insistió el rey.—No lo sé, Adhárel. No soy su

niñera. Solo te estoy advirtiendo de quemás os vale pararle los pies a ese chicoantes de que meta la pata en un agujerodemasiado profundo y no pueda sacarla.

—Se lo diré a Heredias para que loscanse tanto que no tengan ganas ni decomer.

Duna asintió y se puso a juguetearcon un compás que había sobre la mesa.

—¿Has hablado con Wil? —preguntó, con cuidado.

—No creo que haya nada de lo quehablar.

—¿Ah, no? ¿Y qué me dices sobrealguno de los últimos Versos de la

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Poesía? ¿Esos que mencionan uncuervo?

Adhárel suspiró.—¿Estás insinuando que debería

compartirlos con él? ¿Darle la ventajade saber que lo vigilo con cuidado?

—¿Por qué hablas así de tu amigo?¿No te ha demostrado suficientes vecesque es de fiar? Si las Musas quierendividirnos, lo están consiguiendo. Algúndía tendrás que volver a dirigirle lapalabra.

—No mientras suponga unaamenaza.

—Para ti todos somos amenazas.Se quedaron observándose en

silencio.

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—No es tan fácil —dijo Adhárelfinalmente.

—Me temo que sí que lo es. Yaestamos otra vez con lo mismo: vuelvesa no confiar en quienes te rodean.

—Y tú vuelves a insistir sin motivo.—Adhárel, ¿tengo que recordarte la

cena del primer día? ¡Saltaste como unmaníaco!

—Las Musas me advierten de unatraición, Wil ha traído a un chico que noconocemos de nada, que, por lo que sé,ronda con un lobo los jardines delpalacio y que encima se enfrenta a missentomentalistas, ¿y dices que yo soy elmaníaco?

Duna golpeó con los puños la mesa.

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—¡No tergiverses las cosas! Yo nohe dicho que el crío se haya enfrentado atus sentomentalistas, sino al contrario.¿Y por qué te pones a la defensiva? ¡Nodigo que no tengas tus reservas! Peroeso no debería ser un motivo para quelos demás…

—Estoy seguro de que solo estabanjugando.

—¡Bah! —Duna se dio la vuelta y secruzó de brazos—. Estoy cansada deenfrentarme a ti día tras día. —Volvió agirarse y a mirarlo de frente—. Sé quelos últimos Versos y la llegada de Wilno son buena señal, pero no entiendo porqué te cuesta tanto confiar en él. Teayudó a rescatarme y aun después se

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mantuvo a nuestro lado.—Tú no lo entiendes…—¡Desde luego que no, si no me lo

explicas! ¡No soy adivina!Adhárel abrió la boca, pero al

instante volvió a cerrarla.—Estoy trabajando, Duna. Las

máquinas de electricidad están casi apunto y debo…

La muchacha tragó saliva y asintió.—Lo entiendo. —Se dio la vuelta y

abrió la puerta para marcharse—.Avísame cuando deje de ser unamolestia.

—Duna…La puerta se cerró con un chasquido

seco.

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Para Adhárel fue como el ruido deun cañón. Aquel sonido tan inofensivosignificaba otra muralla levantada entreél y Duna.

Miró el mapa con desgana. Enfadadocon las Musas, con los Versos y, sobretodo, consigo mismo. ¿Por qué no eracapaz de medir sus palabras antes depronunciarlas?

Todavía podía correr escalerasabajo y no dejar que se fuera. Darle unbeso y pedirle perdón. Asegurarle queella nunca estorbaba, que siempre erabienvenida, que sin ella nada de lo que

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hacía tenía sentido… Y con todo sequedó allí parado, observando aquelpergamino extendido, intentandodescifrar, no solo los secretos de sumundo, sino los del mismísimo cielo.

Wilhelm era una nueva prueba, losabía. Desde que había llegado, unaincomprensible desconfianza se habíaapoderado de él. No porque pudieraatacar desde dentro o porque creyese lasúltimas palabras que Kalendra habíacompartido con él antes de morir enmitad del bosque. Wilhelm oía voces.Voces que le decían qué hacer y qué nohacer en cada momento, qué rumbotomar y qué decisiones llevar a cabo acada instante. Voces que, perfectamente,

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podían pertenecer a las propias Musas.¿Y si le habían enviado para vigilarle,para conocer de primera mano susestrategias? ¿Y si la trampa de la quelos Versos hablaban los arrastraba atodos con él?

No podía fiarse. Tiempo atrás juróque no revelaría a nadie su secreto, peroaquello no significaba que él tuviera queconfiar en su presencia. Wilhelm no erade fiar, estaba manchado por unaMaldición que podía salpicar a cuantosse encontraban a su alrededor. Tenía quesacarlo de Bereth. Era su deber comosoberano y como protector de Duna y desu familia. Ella se quejaba de que noconfiaba en quienes tenía a su alrededor

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cuando lo único que intentaba eramantenerlos lejos del peligro.

Se levantó del taburete,malhumorado, y anduvo en círculos porla sala hasta quedar frente a una de lasventanas, observando la mañana.

Pero ¿y si era él quien estabaequivocado? ¿Y si Wil, a pesar de loque los Versos insinuaban, tuviera queestar a su lado para ayudarlo? ¿Y si…?

Alguien llamó a la puerta en esemomento.

—Adelante —respondió él,deseando que fuera Duna. Sin embargo,fue Laugard quien entró.

—Estoy agotado de subir escaleras—se quejó el hombre, pasándose un

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pañuelo por la frente.Adhárel recuperó la compostura y le

indicó un taburete donde podíadescansar. El rey de Caravás lo observócon cierto reparo, pero terminóaceptando.

—¿Queríais verme, majestad? —preguntó, estudiando con interés elestado de sus uñas.

—Sí —respondió Adhárel—.Necesito que me sigáis contando condetalle todo lo que sepáis acerca deDimitri y sus planes de ataque.Cualquier dato puede ser fundamental,así que no os dejéis ninguno.

Laugard de Siol suspiró con hastíoantes de asentir y comenzar a divagar…

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Durante la siguiente hora, elMarqués habló sin parar acerca de losterribles ataques que su gente habíasufrido. Se inventó el número desoldados que los asediaron, los métodosque emplearon y la formación queutilizaron. Imaginó en voz alta elsufrimiento de cientos de familias y lasamenazas de los hombres de Dimitri ydel propio rey. También mencionóalgunos dones sentomentalistas paradarle verosimilitud al relato, aunquedejó bien claro que él siempre semantuvo lejos de todos ellos.

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Fue hilando una mentira con otramientras salpicaba su historia concomentarios en voz baja que ibancalando en Adhárel sin que él se dieracuenta.

Al tiempo que la mente del reydigería las tragedias inventadas deCaravás, su alma se iba emponzoñandocon las dudas hacia Wilhelm que elMarqués iba compartiendo con él.

Un rato más tarde, cuando se quedósin ideas, comenzó a llorar.

—Es suficiente —le dijo Adhárel,incómodo.

—Siento… siento no ser de másayuda.

—Nos habéis ayudado más de lo que

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creéis. Ahora podéis… retiraros.El Marqués se puso de pie y asintió.—Si necesitáis algo más, estaré en

mis aposentos.El rey le dio las gracias, inmerso en

las notas que había tomado. Laugardsalió de la torre Estratega y bajó lasescaleras sintiendo algo extraño.

No era enfado ni indignación.Tampoco era la falsa rabia que habíaintentado transmitir a Adhárel unosinstantes antes, ni el remordimiento dequien sabe que está haciendo algo malo.

Era vergüenza.Vergüenza de sí mismo por haberse

dejado embaucar para aquel juego tanmezquino. Vergüenza por saber que

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aquello era como una bola de nievebajando sin ningún tipo de freno por unamontaña helada. Vergüenza porque, sidecidía encararse a Dimitri y decirleque no quería seguir con su juego deverdades y mentiras, acabaría muertoantes de que se diera cuenta. O, peor,olvidado por todos.

¡Con lo feliz que se había sentidounos días atrás!

Cerró de golpe la puerta de suhabitación y se tiró en la enorme camacon dosel. El gato se encontraba en unaesquina, limpiando con la boca unasraspas de pescado que algunaconsiderada sirvienta le debía de habertraído.

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¿Qué iba a ser de él?, se lamentó.Cuando habló con Dimitri y le contó sushallazgos respecto a las máquinas deelectricidad, esperaba que le felicitarapor su trabajo y le permitiera regresar ala seguridad de Manseralda. Pero, por elcontrario, el rey le había ordenado quesiguiera investigando, sembrando laduda en Adhárel e intentando hacersecon aquellos artilugios de los que habíaoído hablar.

¡Quería que fuese un ladrón!¿Y si Dimitri se equivocaba y la

cosa no salía tan bien como él pensaba?¿Y si terminaba muerto? La posibilidadno resultaba tan remota, dadas lascircunstancias.

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Se arrastró hasta el borde de la camay volvió a ponerse de pie. Anduvo hastala ventana, desganado, y se quedóobservando los jardines tal y comohabía hecho cuando se entretuvopracticando su don con los críossentomentalistas y el niño del lobo.

Entonces recordó los entrenamientosque había visto los días anteriores y leinvadió un hondo pesar. Se dio la vueltapreocupado y se apoyó en el cristal conlos brazos alrededor del pecho.

No, Bereth no tenía nada que temer alos hombres de Dimitri. Allí debía dehaber varios centenares de soldadosejercitándose y lo menos cuarentasentomentalistas desarrollando sus

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dones. Dones poderosos, peligrosos.Estaba asustado. Diantres, estaba

asustado. Sabía que si se marchaba sinacabar el trabajo, Dimitri se encargaríade que acabara muerto en alguna ciénagaen mitad del bosque de Célinor. Viviríacon miedo el resto de su vida, incapazde fiarse de nadie.

El gato maulló en ese momento,satisfecho con la panza llena.

—¿Te lo estás pasando bien? ¿Tegusta este sitio? —le inquirió elMarqués con desdén—. Pues como a míme corten la cabeza, tú vas detrás.

El animal lo miró sin comprender.Laugard sintió que le faltaba el aire.Tragó saliva y cerró los ojos. Era el

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sentomentalista más poderoso delContinente, ¿verdad? Pues debíaempezar a demostrarlo.

Necesitaba salir de allí. Respiróhondo y agitó los brazos paradeshacerse de aquella sensación tanmiserable. Después salió de susaposentos.

Llegó a la escalera precisamentecuando el portón principal se abría y lajauría de críos de antes irrumpíaarmando barullo en el vestíbulo. Condesgana, los saludó a todos y después sedirigió al exterior, dispuesto a pasar unhermoso día por las calles de Berethpracticando su especialidad: engatusar amujeres y engañar a hombres. No le

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pasó desapercibida la mirada que unode los críos le dedicó.

—¡O estás con ellos o estás connosotros! —le advirtió Henry a Marcocuando entraron en el palacio.

El muchacho tardó unos segundos endarse cuenta de que hablaba con él. Susojos siguieron al rey de Caravás hastaverlo desaparecer por la puerta.

—No estoy ni con unos ni con otrosporque no tengo que estar ni con unos nicon otros.

—Ya, seguro —prosiguió Henry—.

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Todos vimos cómo cambiaste de bandoen cuanto la niña del pelo de viejaapareció.

—Esa niña con el pelo de vieja es lareina de Salmat. Más te valdría tener unpoco de respeto.

Iban de camino a la clase dondeZennion los esperaba. El resto del grupovenía detrás.

—Espero que no sea muy duro conel castigo… —masculló Tail a suespalda.

Su hermano gemelo se encogió dehombros.

—A mí no me preocupa. ¡Esta nochehe quedado otra vez con Divania! —Sedio la vuelta sin dejar de andar y alzó

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las manos para que se las chocaran—.Gracias, gracias…

Marco se mordió la lengua. Sesuponía que no debían salir del palaciopasada la hora de la cena, y muchomenos para reunirse con chicas. Era unaregla sencilla de cumplir, ¿por quéHenry tenía que complicarlo todosiempre? Desde que había conocido aesa aldeana, su concentración durantelos entrenamientos había menguadomientras su mal humor por falta desueño aumentaba en proporción. Si lacosa seguía así, hablaría con Zennion aexpensas de que le llamaran traidor.Parecía que solo él se preocupaba por lasituación tan delicada en la que se

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encontraba Bereth.Llegaron al aula indicada y se

alisaron los chalecos y casacas hastaquedar medianamente presentables.Después, Henry llamó a la puerta conlos nudillos.

—¡Pasad! —les gruñó el Maestredesde dentro.

Entraron en fila, rápido y con lasmiradas pegadas al suelo. Cada unotomó asiento en un pupitre. Jack tambiénse encontraba allí, en la mesa de laprimera fila más alejada de la puerta.

—Solo cinco minutos tarde —masculló el hombre, mirando el reloj decuco que colgaba de la pared.

—Lo sentimos —dijeron todos al

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unísono.—No sentís nada, panda de zagales

mentirosos.Marco tragó saliva, solo le bastó

echar una mirada rápida para comprobarla rabia y la decepción que el aura deZennion irradiaba.

—¿Habéis perdido la cabeza? —lespreguntó, moviéndose de un lado a otrocon sus andares renqueantes—. ¡Primeroatacáis a un invitado del rey y más tardedejáis inconsciente a una reina!

Jack dio un respingo en su sitio,anonadado.

—No fuimos todos —mascullóMorgan, sin atreverse a apartar los ojosde su mesa.

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—Fuisteis todos, dado que ningunodetuvo al principal agresor.

Henry esbozó una sonrisa maliciosa.—¡Ay! —exclamó de pronto,

golpeando la mesa con los puños—.¿Por qué yo?

Zennion se acercó al muchacho y leamenazó con el dedo.

—Ni se te ocurra reírte de algo tanserio. La próxima vez removeré tussecretos de tal forma que no sabrás ni loque intentas ocultar.

El muchacho enrojeció. Marco sevolvió para ver cómo los colores de suaura pasaban del verde más oscuro alburdeos más intenso, salpicado enalgunos sitios por motas oscuras. Su

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rabia solo era comparable a la delMaestre.

—Como castigo —prosiguióZennion, volviéndose hacia los demás—, esta semana os encargaréis de hacerla guardia del Palacio.

—¿¡Qué!? —Los muchachosgruñeron y maldijeron en voz baja. Nohabía cosa que detestaran más que pasarla noche en vela, a la intemperie y, dadasu suerte, en plena tormenta.

—Vigilaréis —añadió, subiendo eltono para acallar sus voces— la murallaexterior y la interior. Si descubro quealguno se escabulle —miró a Henry conespecial interés— las consecuenciasserán peores.

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Dio una palmada y tomó asiento ensu silla de respaldo alto.

—Ahora poneos con el trabajo queos mandé ayer e intentemos sacar algoproductivo de esta mañana tan nefasta.

Marco fue a replicar, pero Zennionalzó un dedo y le advirtió que cerrara laboca y obedeciera. Con un gruñidoapagado, el muchacho guardó silencio yse recostó en su silla para pasar doshoras en aquella claustrofóbica aula.

Más tarde, tras la comida, losentrenamientos con Heredias y losejercicios de meditación, los seisamigos se vistieron con sus mejoresgalas, como el capitán del ejército leshabía dicho, y bajaron a cenar. Ninguno

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esperaba encontrarse con aquel banquetepreparado en la sala de baile delpalacio donde se habían dispuestocuatro largas mesas que cruzaban depunta a punta la inmensa estancia y queestaban cubiertas de manjares de todotipo y condición.

—Por si te cabía alguna duda dequién era la niña —le dijo en voz bajaMarco a Henry.

Siguieron a Zennion por el pasillocentral hasta el lugar que les habíanpreparado, frente a la mesa horizontalque presidía el resto de la sala. En ella,además de Duna, Adhárel, Sírgeric, Aya,Heredias y la reina Ariadne, se sentabanla joven Lysell y su oscuro acompañante

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de aspecto peligroso. En uno de losextremos, el otro recién llegado, el reyde Caravás, sonreía emocionado. Nohabía, sin embargo, ni rastro del niñocon el lobo.

—A lo mejor lo han expulsado porfin del reino —sugirió con maliciaHenry.

La enorme sala fue llenándose pocoa poco de gente y, en consecuencia, devoces y risas que tronaban con mayor omenor fuerza. Marco miró de soslayopara ver a la reina hablandoanimadamente con la niña.

Lysell llevaba un hermoso vestidoverde que se ceñía a su pálido cuerpocomo una segunda piel. Tenía su

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misterioso pelo platino recogido tras lasorejas, adornadas con un par deelegantes pendientes de esmeraldas quetitilaban cuando la luz los rozaba. Pero,al igual que cuando la muchacha salió adefender a su amigo, lo que másimpresionó a Marco fue su aura: de unoscolores tan claros y dulces queeclipsaba las de todos los demás. Eracomo ver un arco iris en mitad de unatormenta. La del rey Adhárel variaba delnegro más oscuro a un ocre dorado,mientras que la de Duna se manteníaestática en un aséptico gris plata. Lamenos sincera de todas, comprobó elniño, era la de Laugard. Era como si unaparte de él estuviera luchando porque

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sus verdaderos colores no salieran a laluz, si es que aquello tenía algúnsentido…

La colleja le llegó sin esperarla.—¡Ay! —se quejó, girándose para

encontrarse con un sonriente Andrew—.¿A qué ha venido eso?

—¿No sabes que es de malaeducación mirar tan fijamente?

—Cierra el pico y déjame en paz —replicó él, gruñón.

Zennion dio una palmada y todos segiraron para mirarle.

—No quiero tonterías esta noche. Oshe colocado aquí cerca para tenerosbien vigilados. En cuanto den las once,os marcháis sin hacer ruido a vuestros

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puestos en la muralla. Afuera os estaráesperando Igdom.

—¿Igdom? —se lamentó Tail.—Pasad una dulce velada —dijo

Zennion antes de darse la vuelta y tomarasiento junto a Heredias en la mesaprincipal.

—Tenéis que cubrirme —les pidióHenry en cuanto se aseguró de que elMaestre no podía oírle.

—No. Tú haces la guardia comotodos nosotros —le cortó Andrew antesde que siguiera hablando.

—¿Estás pirado? ¿Y perderme lacita con Divania? Ni muerto.

—Seguro que a Divania no leimporta esperar a mañana —añadió

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Simon sin demasiado convencimiento.—Cómo se nota que no conoces a

las mujeres. —Henry puso los ojos enblanco—. Como no vaya hoy, ya puedoolvidarme de volver a verla nunca.

—Henry… —le amonestó suhermano, preocupado.

—Por favor, Tail. Por favor. —Juntó las manos para rogarle—. Túdeberías comprenderlo mejor que nadie.Cúbreme.

—¿Y cómo quieres que te cubra conIgdom vigilándonos?

—Sí, ese tipo está pirado. He oídoque una noche despeñó a uno de sushombres por la muralla porque ledescubrió durmiendo en plena guardia.

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—Pamplinas. No me da miedo.De repente Marco sintió un

escalofrío en la nuca y se dio la vuelta atiempo de ver llegar al muchacho dellobo. El resto de los amigos ladearontambién la cabeza. Sin decir unapalabra, Vekka tomó asiento junto aAndrew y se quedó mirando fijamente sucubertería.

—¿Qué hace el raro en esta mesa?—gruñó en voz baja Henry.

Marco se volvió hacia la mesaprincipal para descubrir a Zennionvigilándolos fijamente.

—Nos está poniendo a prueba —ledijo a su amigo—. Intenta no armarlaotra vez y, a lo mejor, nos reducen el

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castigo.El gemelo arrugó el labio con asco y

giró la cara para escuchar el discursoque Adhárel, ahora de pie, se disponía apronunciar.

—Queridos berethianos —dijo conuna sonrisa—, guerreros,sentomentalistas, amigos y compañeros.Se acercan tiempos oscuros y peligrosospara el Continente. Los momentos dedicha y las celebraciones son cada vezmás escasos mientras que el duelo y lapena se van cobrando a cada día quepasa más almas inocentes. —Marco leobservaba con atención mientras lastonalidades de su aura bailaban a sualrededor como las olas del mar,

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cambiando del anterior ocre a unbrillante dorado—. Pero hoy podemosolvidarnos del miedo y de la tristeza.Hoy nos hemos reunido en esta mesa, enesta sala, para honrar la presencia de lajoven y futura reina Lysell D’Artenaz, deSalmat, y de Laugard de Siol, soberanodel lejano reino de Caravás. Juntos,luchando como hermanos,protegiéndonos los unos a los otros,podremos hacer frente a todos lospeligros que el destino nos tengapreparados. —Una mancha oscura seextendió de pronto por su aura,contaminando el resto de los colores sinque Adhárel dejara de sonreír. Marcofrunció el ceño, extrañado—. Por ello,

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hermanos en armas, os pido que alcemoslas copas y brindemos por el porvenir.Por el triunfo del bien sobre el mal. Porla paz en el Continente, la familia, laamistad y el amor.

—¡Viva! —vitorearon un centenarde voces al unísono. Marco y el resto dela pandilla también levantaron sus copasy asintieron.

El muchacho sonrió, aún preocupadopor lo que acababa de percibir con susexto sentido, cuando descubrió que lajoven Lysell lo estaba observando desdela mesa. Con cierto reparo y el corazónacelerado, se humedeció los labios,sonrió tímidamente y alzó la copa unpoco más, antes de llevársela a los

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labios. Pero ella no se movió. Sus ojosparecían traspasarle y observar algo quehubiera más allá, más…

Marco se volteó para encontrarsecon Vekka, que también miraba a Lysellcon gesto serio. Negó una vez y secentró en la comida que había ante él.Después se volvió hacia la jovenprincesa para descubrir que ella tambiénhabía dejado de estudiar el panorama,centrándose en la conversación de lasoberana Ariadne.

Mohíno, dejó la copa en su sitio y sesintió aliviado de ser el único en aquellasala capaz de estudiar las auras.Esperaba que Lysell no le hubiera visto.

—Oye, ¿estás bien? —le preguntó

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Andrew.Simon alzó la mirada.—Sí, Marco, tienes la cara roja.

¿Quieres salir a dar un paseo fuera?—¡Estoy bien! —les espetó de mal

humor—. Que aproveche.Sus amigos pusieron cara de

extrañeza y también comenzaron acomer.

—Oíd, lo digo en serio. —Henrydejó los cubiertos sobre el plato yvolvió a la carga—. Por favor, quealguien me cubra esta noche. Os juro queos devolveré el favor.

—Povavia efcoi efpeando a que meeulvas el e a eana asada —se quejóAndrew con la boca llena. Los demás

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rieron.—Si estamos en este lío es por tu

culpa —le recordó Tail—. Encima nonos dejes solos ahora.

—Pero Divania… —Cambió deestrategia—: Hagamos una cosa. Ospago un berón a cada uno si me ayudáisa ir hasta la plaza y a volver antes deque amanezca.

—Pero ¿cuánto tiempo piensas estarcon ella? —le preguntó Tail, asombrado.

—El que haga falta —replicó suhermano, guiñándole un ojo.

—No —zanjó Marco.—Me niego —añadió Andrew.—Yo no quiero líos —comentó

Morgan.

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—Lo siento, hermanito —mascullóTail.

Henry golpeó la mesa con los puños.—No tendría que estar pidiéndoos

esto si la gente rara tuviera prohibido elpaso al palacio.

Marco se volvió para descubrir aVekka centrado en su comida, indiferentea su conversación.

—Henry, para —le advirtió.—¿Qué? ¿Tampoco puedo hablar?

¡Sois unos cobardes! —gruñó. Le dio unmordisco a su muslo de pollo y dijo—:Y todo para que seguramente hayansacrificado al asqueroso lobo y hayamosevitado que alguien resultara herido.

Esta vez el muchacho se volvió para

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mirarlo. Marco dio un respingo. Suaura… su aura resultaba casitransparente, invisible. La comida se leatragantó en la garganta y se apresuró abeber agua. Jamás había visto algoparecido. Zennion nunca le habíamostrado esa posibilidad en sus libros.

Vekka no dijo nada, observó ensilencio a Henry, entrecerró los ojos y acontinuación se levantó.

—¿Adónde te crees que vas, bichoraro?

Pero él no dijo nada. Apartó su sillay sin mirar atrás se dirigió a la puertapor el pasillo central.

Marco se quedó unos instantesobservándolo, anonadado ante aquel

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extraño descubrimiento. Tenía los pelosde punta cuando Zennion apareció alotro lado de la mesa.

—¿Qué le habéis hecho? —Marcose volvió con el corazón en un puño,sorprendido.

—Nada —respondieron los seis alunísono.

El Maestre los miró con el ceñofruncido.

—Más os vale… Más os vale. —Alzó la cabeza y miró el reloj que habíaen la pared opuesta, sobre la puerta porla que Vekka acababa de marcharse—.Os quedan veinte minutos.

Y dicho esto, se dio media vuelta.—Yo ya no tengo más hambre —

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masculló Marco, cruzándose de brazos yfijándose de soslayo en Lysell. Ella,como esperaba, tenía la mirada puestaen la lejanía.

—Yo tampoco —confesó Tail,imitando a Marco.

—¿También vais a culparme a mí deeso?

—Por una vez, Henry —le dijo suhermano—, cierra el pico y termina decomer.

—¡Vale, vale! Yo también heacabado. Vámonos.

Sin esperar a que Andrew, Morgan ySimon decidieran si su cena habíaconcluido, todos se levantaron, hicieronuna breve reverencia a la mesa del rey y

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se alejaron a paso rápido de allí.Una vez fuera, se arroparon con sus

capas para combatir el frío.—¡Buenas noches, princesitas! —

rugió Igdom con las manos entrelazadasa la espalda. Más ancho que alto,parecía la viva imagen de un minotauro,peludo, sucio y con cara de mala uva—.¿Estaba rica y calentita la cena? ¡Esperoque sí porque no vais a volver a estar acubierto hasta que el sol despunte!

Los niños se miraron entre ellos,desesperados.

—¡Vamos, gandules! ¡A vuestrospuestos! Tú, tú y tú —dijo señalando aMarco, Henry y Andrew —os quedáisaquí, vigilando la entrada al palacio.

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Los otros tres, bajad a la muralla delreino. En la puerta os indicarán dóndetenéis que colocaros.

El aura de Henry se volvió de unrojo brillante mientras las aletas de sunariz se abrían y se cerraban con furia.

—¿Algo que objetar? —preguntócon voz dulce Igdom—. ¿No? ¡Puesfuera de mi vista! ¡Ya!

Bajaron las escaleras del palacio ensilencio y fueron a separarse según leshabía indicado el hombre, cuando Tailagarró a su hermano del brazo.

—Escucha, voy a acercarme a laplaza de camino a mi puesto. Si veo aDivania hablaré con ella y le diré lo queha ocurrido. ¿De acuerdo?

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El enfado de Henry disminuyóconsiderablemente y asintió agradecido.

—¡Nada de cháchara! —gritó Igdomdesde arriba.

Los muchachos se despidieron entregruñidos y se prepararon para combatirel frío y a las sombras de la noche.

—Yo me desvío por aquí —anuncióTail a Morgan y Simon.

—Te vas a meter en un buen lío porculpa de tu hermano… —le advirtió elsegundo, arrebujándose bajo su capa.

—No tardaré.

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El muchacho salió corriendo calleabajo sin mirar atrás. Si se encontrabacon alguien, reduciría sus sentidos hastaque no pudiera percibirle. Además, solopensaba quedarse un minuto paradisculpar a Henry.

Torció por la segunda bocacalle queencontró, descendió unas escaleras depiedra y dejó atrás la tienda de artesaníamás grande del reino. Comenzó avislumbrar la plaza al fondo cuandoescuchó unos pasos a su espalda. Sedetuvo en seco.

Miró hacia todos lados para intentaraveriguar en qué dirección debía lanzarsu don, pero el sonido no volvió arepetirse. A lo lejos, una contraventana

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suelta golpeteaba contra un cristal acausa del viento.

Con cierta angustia, retomó lacarrera.

Los latidos de su corazón seintensificaron según se apremiaba porllegar al final y regresar con sus amigos.Entonces los ruidos volvieron arepetirse. Más cerca, más intensos. A laderecha.

Se giró como una exhalación paratoparse con la misma negrura. La luz delos farolillos que titilaban en lasparedes reflejaba como fuegos fatuos sumarchita luz en el húmedo adoquinado.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó sinconvicción—. ¿Sois vosotros, chicos?

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Se ordenó a sí mismo respirar contranquilidad y prepararse pararesponder a un posible ataque. Pero unavez más, quien fuera, habíadesaparecido en la penumbra.

A paso mucho más lento recorrió losúltimos metros que le quedaban hasta ellugar de la cita. El viento arreció alllegar a él. Un gato maullaba a la nochecon desgana. Tail supo que no era buenaidea lo que estaba haciendo. Si el idiotade su hermano quería meterse en máslíos, que se las apañara él solito.

Un trote rápido le sacó de suspensamientos. Definitivamente tenía quesalir de ahí. El ruido de pisadas seaceleró. El viento parecía arrastrarlo

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desde la izquierda. No, desde laderecha. No, desde la espalda. Se giró,desesperado, y alzó las temblorosasmanos.

—¿E… eres tú, Divania?Por respuesta, un gruñido

amortiguado penetró en sus oídos,directo a sus nervios. Sintió unescalofrío y echó a correr. No queríaquedarse a averiguar qué era aquello. Sedio la vuelta y enfiló la primera callecon la que se topó. Sentía los latidostronando en sus oídos y los pulmonesamenazando con salírsele por la boca.Pero no bajó el ritmo. Necesitaba llegarcomo fuera a la muralla. Pedir ayuda.¡Algo!

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Una sombra le cortó el paso a unosmetros de distancia.

Tail gritó. Ni siquiera se detuvo apracticar su don. Se dio la vuelta yprobó una nueva dirección. No habíadado ni diez pasos cuando una nuevasilueta oscura y mucho más pequeña secruzó en su camino.

—¿Q… qué queréis? —logróarticular. Se giró, pero la otra sombra yale había dado alcance. No teníaescapatoria: estaba atrapado.

La pequeña se arrastró por la noche,evitando los círculos de luz quedespedían los fuegos de los faroles hastaque Tail fue capaz de percibir las nubesde vaho que escalaban su hocico al

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respirar.—Eres… el lobo… —sin esperar un

instante, alzó la mano e intentó dejar alanimal aturdido: sin oído, sin vista, ¡sinalgo! Pero de nada sirvió. El cánidosiguió avanzando con calma hasta que elniño advirtió el brillo dorado de susojos—. ¡Lobo! —gritó condesesperación para advertir a losvecinos—. ¡Lobo! ¡Socorro!

Pero si alguien lo escuchó, llegódemasiado tarde. Pues en aquelmomento, el animal rugió con ferocidady se abalanzó sobre el niño con elhambre, el ansia y la rabia brillando ensus pupilas como ascuas del infierno.

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Las puertas de la sala de baile seabrieron de par en par y una doncella seescurrió presurosa hasta la mesa real.Allí, se inclinó junto a Adhárel y lesusurró al oído unas palabras. El rey sepuso en pie inmediatamente y corrió porel pasillo, seguido por los demásmiembros de la realeza y la doncella.

La música de los trovadores dejó desonar y las voces se fueron acallando asu paso.

—Una niña lo vio todo —explicabala doncella, sin dejar de avanzar a sulado.

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—¿Ha habido heridos?—Sí, majestad…—¡Henry! —exclamó Duna al salir

al vestíbulo y encontrarse a Morgan y aSimon sosteniendo a su amigo,inconsciente. No parecía tener ningúnrasguño visible.

—No, es Tail —dijo Zennion convoz pausada.

—¿Qué ha ocurrido? —quiso saberAdhárel.

Los niños estaban conmocionados.Unos pasos más allá, una muchachatapada con un mantón lloraba ensilencio.

—No lo sabemos. Se… separó delgrupo —respondió Andrew—. Dijo que

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volvería pronto, pero… pero no volvió.—Escuchamos el grito después —

añadió Simon—. Pero ya era tarde.—Hay que llevarlo a algún sitio

urgentemente —dijo Adhárel—.Sírgeric, súbelo a la enfermería.Deprisa.

El muchacho obedeció. Cogió alchico entre sus brazos y se perdióescaleras arriba.

—Yo voy con él —dijo el Maestre.Wilhelm fue el último en entrar, tras

el Marqués. Cerró la puerta en silencioy apoyó la espalda. Lysell también seencontraba allí, a su lado, agarrada a sularga capa.

Adhárel se giró hacia los niños.

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—Ahora quiero que me contéis loque hayáis visto.

Andrew y Simon se miraron entre síy comenzaron a relatar el motivo por elque Tail se había rezagado, sin ganas deseguir mintiendo. Habían llegado a lamuralla unos minutos más tarde.Intentaron inventarse alguna excusaverosímil para compartir con losguardias, pero sin demasiada suerte. Fueentonces cuando escucharon el grito.Primero el de Tail. Después el de unamuchacha.

Divania, a su lado, se convulsionócon el llanto y se tapó la cara con lasmanos. Adhárel fue a acercarse, peroDuna lo detuvo, negó con la cabeza y se

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agachó ella frente a la niña.—Necesitamos que nos ayudes,

Divania —le dijo con voz dulce—.Tenemos que saber qué ha ocurrido paraintentar curar a Tail, ¿lo entiendes?

Ella asintió y se apartó las manos delos ojos. Tragó saliva varias veces antesde hablar.

—Fue el lobo —dijo con un susurro.A Duna se le detuvo el corazón.—¿Le atacó un lobo?La niña asintió con más vehemencia.—Se… se lanzó sobre él y… y yo

grité y salí corriendo —de nuevo volvióel lamento.

La puerta del comedor se abrió depar en par.

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—¿Dónde está mi hermano? —gritódesesperado Henry. Tras él veníanMarco y Andrew.

—En la enfermería —respondióSimon, acercándose a ellos.

—¿Qué le ha pasado? ¿Qué le hanhecho?

Duna miró a Adhárel pococonvencida de que fuera una buena ideadecírselo, pero el rey no estabaprestándole atención: sus ojos estabanfijos en Wilhelm.

—Ha sido tu culpa… —masculló elrey con la voz ronca.

Morgan agarró a Marco y a Henrydel brazo para llevarlos al piso dearriba, pero el primero se liberó para

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observar aquella escena tan… extraña.Los otros cuatro muchachos salieron delcomedor sin que nadie les prestaraatención.

Adhárel se acercó al hombre cuervo.—No te precipites, Adhárel —le

avino Wil, separándose de la pared.—Ha sido tu culpa —repitió el rey.—No tenemos más que la palabra de

esa niña —replicó, poco convencido.—Niña o no, es la única testigo. Y

no creo que haya muchos lobosrondando por mi reino, Wilhelm. Hasido ese maldito niño que vino contigo ysu endiablado animal.

—¡No hables así de Vekka! —intervino Lysell, colocándose entre los

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dos.—Lysell… —dijo Duna.La niña se apartó de su tío y corrió

hasta Divania. La agarró del brazo y lamiró directamente.

—¿Es verdad que viste al loboatacándole?

—Sí.—¿Qué más pruebas necesitas? —

preguntó Adhárel, dando otro paso haciael hombre cuervo.

Ninguna, pensaron él y Lysell alunísono. Porque sabía que la respuestahabía sido absolutamente sincera.

—Adhárel, por favor, yo…—¡Cierra la boca! —rugió el rey.Duna corrió a su lado y le puso la

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mano en el brazo de maneraconciliadora.

—Debe de haber una explicación…—¿También para esto? ¿Cuándo vas

a darte cuenta, Duna? ¡Él está con ellas!¡Él trajo al niño y al lobo!

—¡Yo no traje a nadie! —sedefendió Wilhelm—. Vinieron solos. Yolos quería a mi lado tan poco como tú.

Lysell se volvió hacia él, abatida ycon la sorpresa y el dolor impregnandosu inocente mirada.

Marco seguía la escena, atónito yasustado.

—No son más que excusas —leespetó el rey—. Quiero que me digasqué haces aquí. Cómo te manejan las

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Musas. A qué has venido. Todo.—Adhárel… —Sus ojos brillaron

con auténtico pavor.El rey desenvainó su espada.—Ahora.—¡Adhárel! ¿Qué estás haciendo?

—le espetó Duna.—No te metas. Esto es algo entre

nosotros.Lysell se quedó en el sitio, junto a

Divania, paralizada de miedo.—Adhárel, te lo ruego… —Duna no

podía creer lo que veían sus ojos:lágrimas en el rostro de Wilhelm.

Volvió a acercarse a Adhárel.—¡Basta! ¿Estás loco? ¿No podéis

hablarlo como personas civilizadas?

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El rey se zafó de su mano y seacercó al hombre cuervo con la espadaen la mano.

—Las palabras ya no sirven —dijoen voz baja—. Nada ocurre porque sí.No cuando este hombre está cerca.Responde a mis preguntas.

—¡Sabes lo que me pasará si lohago!

Adhárel avanzó en dos zancadashasta ponerse a su lado.

—No sé lo que ocurrirá si hablas.Pero sí sé lo que pasará si no lo haces—el filo de la espada rozó el cuello deWil.

El hombre cuervo se convulsionó enun sollozo silencioso e intentó soltarse,

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pero fue inútil.—Te lo ruego…El hilo de sangre se perdió entre las

plumas negras de su cuello. Dunaobservaba la escena, aterrada e incapazde moverse.

—Se acaba mi paciencia —susurróAdhárel con los ojos desorbitados.

Y entonces Wilhelm comenzó ahablar.

Les contó cuanto había sucedidodesde que se separaron. Su viaje por elContinente en busca de su sobrina, elataque sorpresa de Firela en elcampamento, su reencuentro con Lysell,su peregrinaje hasta allí… Cómo lasVoces le habían indicado qué paso dar

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en cada instante y qué decisión tomarcuando no parecían existir opciones. Sunegativa a que se interpusiera entreLysell y el niño con el lobo. Sus órdenespara que le dejara viajar con ellos y susavisos de que no informara a nadie enBereth de la existencia de aquelpeligroso animal. Sus deseos de queaguardase más disposiciones cuandollegara al palacio…

Habló sin descanso durante largosminutos mientras su cuerpo se ibacubriendo de un plumaje tan oscurocomo el de su extremidad. Pronto nohubo ni rastro de piel humana. Sutamaño fue menguando al tiempo queAdhárel lo soltaba, asustado, y

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observaba cómo el hombre se retorcíaen el suelo sin dejar de hablar hasta quesu última palabra salió en forma degraznido del pico de un cuervo grande yde un lustroso color azabache. Sus ojoshabían perdido cualquier rastro dehumanidad.

El ruido de la espada de metalcayendo al suelo reverberó por toda lahabitación.

—¡Wil! —gritó Lysell, echándosesobre la ropa que había quedado bajo elanimal, a modo de nido, para intentarcazarlo. Pero el ave fue mucho másrápida y se escabulló de sus dulcesdedos, remontó el vuelo y antes de quenadie pudiera impedirlo se coló por el

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resquicio de la puerta—. ¡No!—¿Qué he hecho? —escuchó

lamentarse a Adhárel.Sin pensárselo dos veces, la niña

agarró las pertenencias de Wilhelm ysalió tras el animal.

—¡Ha sido él! —gritó de prontoMarco desde el comedor, pero ella no sevolvió para ver a quién se refería—.¡Que venga la guardia!

El vestíbulo se encontraba todavíaatestado de curiosos. El cuervosobrevoló las cabezas y atravesó elportón principal ante las miradas desorpresa y los gritos. Al mismo tiempo,Lysell esquivó piernas y vestidos tanrápido como pudo hasta llegar a la fría

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noche.Después, echó a correr tan rápido

como pudo lejos de aquel lugar depesadilla sin volver la vista atrás.

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Después de todos los cuentosde hadas que había leído y

estudiado, la únicaposibilidad que nunca se le

había ocurrido era esta: quefuesen verdad o que tuvierancierta base de verdad. Que el

mundo pudiese admitir dehecho posibilidades como lasde gigantescos osos mágicos

que supiesen lanzar piedras ylas de mujeres encantadas que

pudieran yacer siempre encoma en espera de… Un

caballero.

ORSON SCOTT CARD,

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Encantamiento.

Mientras estaban sacando alpobre Marqués del río, el gato

se acercó a la carroza y dijoal Rey que, mientras se

bañaba su amo, habían venidounos ladrones que se habían

llevado su ropa, aunque élhabía gritado «¡al ladrón!»

con todas sus fuerzas; el muypícaro las había escondido

bajo una gran piedra. El Reyordenó en seguida a los

encargados de su guardarropaque fueran a buscar uno de sus

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hermosos trajes para el señorMarqués de Carabás.

CHARLES PERRAULT, Maesegato o el gato con botas.

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1. Misivas desdeBereth

Tres fueron las cartas que la reinaAriadne escribió aquella terrible nochede dolor y engaños.

Mientras los guardias apresaban aLaugard de Siol, Marqués de Caravás…

Mientras el joven Tail se esforzabapor aferrarse a la vida sin un hilo deesperanza…

Mientras el cuervo negro que ahoraera Wilhelm sobrevolaba el cielo de

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Bereth en dirección al bosque…Mientras la joven heredera de

Salmat huía en busca de Vekka y de sulobo…

Mientras Duna intentaba consolar elcorazón emponzoñado de su amadoAdhárel…

La soberana de Bereth se encerró ensus aposentos y se sentó frente alescritorio para suplicar ayuda, como supadre hizo cuando los dragonesasolaban el Continente.

Quizás fue la oscuridad que sepegaba a los cristales como el alientodel mundo, o tal vez el temor queimpregnaba la tinta con la que Ariadneescribía, pero un escalofrío recorrió su

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espinazo al recordar a aquella niña dediez años que compuso, tanto tiempoatrás, los Versos de las Musas.

Sin embargo esta vez lo hacía demanera consciente. Esta vez habíatomado papel y pluma como reina deBereth para suplicar ayuda en aquellainminente guerra. Se guardó las lágrimaspara más tarde, para cuando todo sehubiera perdido, para cuando solopudiera llorar y no luchar, y se dispuso ahablar con el corazón.

Mientras la pluma desfilaba renglóna renglón por los pergaminos, rogandopor que los demás reinos se alzaran enarmas contra el joven al que una vezllamó hijo, comprendió que por mucho

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mal que las Musas y sus Versos hubieranhecho al Continente eran una vez más lacodicia y el odio humanos los que, denuevo, amenazaban con destruir cuantoexistía…

El rey Dramma de Hamel fue elprimero en recibir su carta. La leyóprimero en voz baja, saltándose párrafospara llegar a la cuestión principal.Después la leyó en susurros,concentrándose en lo que Ariadne pedíay ofrecía. Por la noche, en la cama, antesde dormir y para escuchar la opinión de

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su mujer, la volvió a releer en voz alta.—¿No tenemos suficiente con lo

nuestro que encima tenemos que lucharotras batallas? —comentó la reinaSabella, airada, mientras se colocaba supeluca de dormir—. ¿Nos ayudaronellos acaso con el asunto del endiabladoFlautista?

—No te sulfures, cariño. Mira quésencillo es. —Dramma agarró la carta yla rompió por la mitad. Y despuésvolvió a repetir el gesto con esa mitad.Y así hasta que tuvo un montoncito depapeles en su rechoncha mano—. Yaestá. Que se apañen ellos solos.Nosotros tenemos que velar por nuestroreino, no por el de los demás.

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—Así es.—Si quieren que los ayudemos, que

nos ofrezcan tierras a cambio o dinero.—Tierras o berones, eso está bien.

—Sabella le acarició con cariño lospocos pelos rizados que le quedaban alrey en la cabeza y asintió.

—Pero no la simple amenaza de quealguien, en el remoto sur, piensa atentarcontra todo el Continente.

Ella prorrumpió en venenosascarcajadas.

—¡Habrase visto! Esa Ariadnenunca ha estado bien de la chaveta, y sushijos tampoco. ¿El fin del Continentecomo lo conocemos? ¿La venganza delos sentomentalistas? Más le valía

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descansar un poco y dejarse de molestara los que no tenemos ninguna culpa.

—Hum.Dramma asintió dos veces y después

se rascó el vello oscuro que cubría supapada.

—Aunque en algo tiene razón —concedió tras meditarlo—. Esosmonstruos de la naturaleza…

—Sentomentalistas, cariño —leinterrumpió la reina—. Ya sabes que…

—¿No puedo referirme a ellos comome venga en gana ni siquiera cuandoestoy contigo? —se quejó, cruzándosede brazos.

—Claro que sí, mi amor. Perdona.—Le dio un beso en la mejilla para que

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no siguiera enfurruñado—. ¿Qué estabasdiciendo?

—Esas abominaciones… yo ya lodije: algún día iban a dar problemas.Problemas de verdad. Pero ¿crees quealguien me escuchó cuando propuse suexterminación?

—No. No lo hicieron —corroboróella.

—Exacto. Pues ahora que seaguanten. Nosotros ya echamos a todosde Hamel hace mucho tiempo. Ni unoosaría poner un solo pie en nuestrastierras. Todavía quedan horcas porprobar.

La reina sonrió con los labios, perono con los ojos. Su mente se encontraba

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allí donde el viento ululaba con fuerza,en las Montañas Silenciosas.

—¿Y qué haremos con…? —la reinacerró la boca.

—Ese Flautista terminará muriendo—le espetó Dramma, con la mismaconfianza con la que decía que el díadaba paso a la noche—. Tarde otemprano. Y yo estaré ahí para verlo.

—Pero… pero llevamos tantos añoscon lo mismo. Tu padre y tu abuelo yanos lo advirtieron, ¡y ahí sigue!

El miedo se había colado sin queninguno se diera cuenta en los aposentosreales y se había acurrucado a los piesde su cama. Hablar del Flautista estabaprohibido en todo el reino, igual que

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permitir a nadie pasear durante lasnoches en las que las corrientes de airetrajeran consigo el macabro sonido desu pífano endemoniado.

—¡No es el mismo! No lo es. Nopuede ser. Debe de ser su hijo o unpariente lejano.

—Pero ¿y si…?—¿Y si qué? —le retó su marido.—¿Y si fuera inmortal y no

pudiéramos matarlo?Dramma golpeó la colcha con los

puños, enfurecido, ofendido ysecretamente asustado.

—Yo te demostraré que no lo es.—Me estás asustando, cariño. —

Sabella conocía aquella mirada. La

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había visto demasiadas veces en la vida.La misma que puso cuando decidióerradicar a los sentomentalistas deHamel.

—No tienes nada que temer.Durmamos ahora, mañana lo veremostodo más claro.

La reina asintió poco convencida yse giró para apagar la vela que habíasobre su mesilla de noche. Dramma fuea hacer lo mismo, sin embargo elresplandor rojizo de la llama lo dejóobnubilado.

Para cuando tomó aire y la extinguióde un soplido, ya había esbozado uncobarde y eficaz plan en su cabeza…

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La segunda persona en recibir lamisiva de Bereth fue el príncipe Loriande Alto Cielo. La leyó con premuramientras se dirigía a los aposentos de supadre, el rey Filócades, en lo más altode la estructura que hacía las veces dereino y de palacio.

Alto Cielo era conocido por muchosen el Continente como la Ciudad de lasnubes. No existían calles ni plazas allí.No como las había en el resto de losreinos. Debido a las guerras y a la maladisposición de los reyes anteriores,aquel lugar no había crecido a lo ancho

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sobre inmensas extensiones de tierra,pues no tenía, sino a lo alto. Torre sobretorre, conectadas entre sí con largospuentes y galerías y escaleras ycolumnas que sostenían un piso sobreotro como un castillo de naipes, el reinose había desarrollado hasta alcanzar unaaltura que rivalizaba con las de lasmontañas de los alrededores.

Por ello, no había nadie querecordase la última vez que aquel lugardejó de estar en construcción. Cuandono era una reforma en una de las torresdel este, era una ampliación en las deloeste. La cuestión era que nunca, jamás,parecía estar acabada. Y aquellocostaba más berones de los que las

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arcas reales guardaban, y más humanos ysentomentalistas de los que podíanpermitirse trabajar gratis a cambio de unpar de míseros platos de comida diariosy un lecho en el que pasar las noches.

Aquel era el motivo por el que sumajestad había enfermado tanto tiempoatrás. Su único sueño, su única meta enla vida era ver terminada la obra ylograr que fuera mucho más brillante ygrande que la que su padre le dejó enherencia. Con todo, la realidad era otramuy diferente y ni los materialesllegaban ya, ni los constructores seguíantrabajando en ello. E igual que AltoCielo presentaba el aspecto de lasruinas de lo que debía haber sido, la

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salud de su soberano se encontraba en elmismo estado.

Cuando el improvisado ascensor demadera, que funcionaba con cuerdas ypoleas distribuidas por todo el lugar, sedetuvo en el piso correcto y el guardiaapostado allí le abrió la portezuela demadera, Lorian bajó de él y corrió porel pasillo hasta el fondo. Allí tragósaliva, respiró profundamente, se agitócomo para quitarse de encima el miedoy se alisó la ropa antes de llamar a lapuerta con los nudillos. Su padre podíaestar a punto de morir, pero su vistaseguía siendo igual de afilada que sushirientes comentarios.

—¿Quién? —La voz sonó

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autoritaria, ronca y agrietada, como laspiedras del palacio.

—Soy yo, padre.—Pasa.Lorian tuvo que contener el aliento

cuando el hedor de la habitación cerradale golpeó en la cara.

—Padre, ¿no deberías ventilar esto?—¿Y tú no deberías estar

organizando a los obreros? —El gruñidoterminó en un estrepitoso ataque de tosque le hizo doblarse por la cintura.

El príncipe fue a acercarse, pero supadre le indicó con la mano que seestuviera quieto.

—Ha llegado una carta de Bereth —dijo, inseguro.

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—¿De Bereth? Déjame ver.Lorian le tendió el sobre y después

colocó las manos a la espalda para quesu padre no pudiera ver cómo temblabande emoción.

—Este sobre está abierto —dijoFilócades, mirando a su hijo de soslayoy con los labios apretados.

—Tenía… curiosidad, padre. Losiento.

—No, no lo sientes, pero ya no haynada que hacer —le espetó su padre,cogiendo de la mesilla las gafas condedos temblorosos y colocándoselassobre su ganchuda nariz.

Lorian había cumplido losveinticinco años a comienzos de verano

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y sin embargo seguía comportándosefrente a su padre como un niño de diez.Nunca le levantaba la voz, jamás seatrevía a rebatirle nada a pesar de saberque estaba equivocado y bajo ningúnconcepto le llevaba la contraria enninguna de sus órdenes. Desde que elviejo rey se había visto obligado apermanecer en la cama por culpa de susfrágiles huesos, al amparo de curanderosy sentomentalistas que nada podíanhacer por su salud, el príncipe se habíaconvertido en sus ojos, boca y oídos.

Era su deber reportarle todo lo quesucedía al otro lado de la puerta y, a lavez, llevar las órdenes de su padre adonde requiriese. Siempre de manera

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diligente, jamás recibiendo a cambio unagradecimiento o felicitación. Nuncaesperándolos.

Filócades tosió de nuevo y Lorianapartó la vista en dirección al cuadro desu madre que colgaba frente a la cama.De ella había heredado los ojos verdesy el abundante pelo rizado y negro quese había dejado crecer hasta loshombros. De su padre, la barbillacuadrada y la prominente nariz.

La reina Edna había sido todo lo queun hijo habría deseado por madre. Eracariñosa, amable, protectora y sabíaescuchar. Cuando su hijo le habló de susueño viajar lejos de allí, ella le animóa hacerlo y le regaló mapas y libros

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sobre el Continente. Cuando le dio lanoticia de que no pensaba casarse conninguna de las doncellas que su padrehabía propuesto, ella lo comprendió y ledijo que no había de qué preocuparse.

Por eso Lorian sufrió tanto cuando,cuatro años atrás, su madre falleció alcaérsele encima una enorme loseta deltecho mientras paseaba por una de laszonas del reino en construcción. Fue unamuerte instantánea. Nadie pudo hacernada por ella.

Durante meses, Lorian lloró supérdida y regó con aquellas mismaslágrimas el odio hacia su padre y haciasu afán por construir un reino más y másalto. Con velado deseo esperaba que, a

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raíz del trágico accidente, la locura desu padre remitiese, pero el efecto fue elopuesto. Al tiempo que su salud y humorempeoraban, sus ansias por que su reinosiguiera escalando el cielo, aumentaron.

De todas las maneras posibles,Lorian intentó convencer al rey de quese olvidara de una vez de aquellaempresa tan absurda y se centrara enrevivir lo poco que quedaba del antiguoesplendor de Alto Cielo, pero su padreno era alguien que atendiera a razones yle amenazó con desterrarlo si insistía enel asunto. Aquella fue la última vez quehablaron sobre el tema.

No tenía más hermanos, y los pocosamigos que había hecho de pequeño

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abandonaron el reino en cuanto pudieronen busca de futuros más prometedores.Él, por el contrario, seguía preso enAlto Cielo como un pájaro en unainmensa jaula de piedra, madera ycristal.

—Puedes echarla al fuego —dijo depronto su padre, tirando la carta al sueloy quitándose las gafas con gestocansado.

—¿Al fuego, padre? —respondióincrédulo, agachándose a recoger elpergamino—. Nos pide ayuda.

—Nos pide un ejército quenecesitamos y también berones paracostear su guerra.

—En la carta no pone nada de

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dinero.—A mí no me repliques —le

advirtió el viejo, con el dedo en alto.—¡Pero es que no lo entiendo! ¿No

lo has leído? ¡El sur se está levantandoen armas y los sentomentalistas nos handeclarado la guerra!

Filócades rió con aspereza.—Mi pobre e ingenuo hijo.—No soy ingenuo —le corrigió

entre dientes.—Y sin embargo te comportas como

tal. —La tos regresó de nuevo con másfuerza, pero Lorian ni se inmutó—. ¿Noves… no ves lo que quieren? ¡Será unatrampa! Querrán que nuestro ejércitoabandone sus posiciones para partir al

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sur mientras nos atacan desde el norte.Lorian le miró con incredulidad.—¿Qué ejército? ¡Apenas tenemos

un puñado de soldados que hacen máslabores de albañiles que de guardias!

El rey entrecerró los ojos.—No se te vuelva a ocurrir

levantarme la voz, Lorian. —Acontinuación negó con la cabeza—.¿Cómo puedo tener un hijo tan tonto?¡Ay, qué será de mi reino cuando yofalte!

El príncipe se mordió la lengua unavez más para no responder a susimprecaciones. Aquella era laoportunidad que había estado esperandodurante años para poder abandonar el

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reino y cumplir sus sueños. No serendiría tan fácilmente como las otrasveces.

—Padre, yo guiaré nuestro ejército.—¿Ejército? ¿No decías que eran

solo albañiles? —se mofó el anciano—.Además, tú no podrías dirigir ni a unpuñado de doncellas a las cocinas.

Lorian se sonrojó violentamente,pero esperaba que con la falta de luz dela habitación su padre no lo percibiera.Se recuperó del ataque y volvió a lacarga.

—Lo digo en serio, ¿qué mejoroportunidad que esta para recordar atodos que Alto Cielo sigue vivo ydispuesto a luchar?

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Filócades desvió la mirada hacia laventana cerrada.

—Pronto no harán faltaoportunidades como esta, hijo. Dentrode nada, cualquiera que alce la vista alcielo verá la magnificencia de nuestroreino.

—Padre, por favor…—¡No! —rugió el rey, volviendo de

sus ensoñaciones—. ¡Maldita sea!¿Además de cobarde e inútil te hasvuelto sordo de pronto?

Lorian sentía el corazón latiendo confuerza en sus oídos y la boca seca.Jamás había estado tan enfadado. Surespiración se aceleró como si hubieraestado corriendo durante horas. La

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lengua habló sola.—Me marcho —dijo con voz seria.—Sí, vete y deja de desatender tus

quehaceres.Lorian negó una vez.—No, padre, me marcho del reino.

Me llevaré a los hombres que quieranvenir conmigo.

La expresión del rey se suavizó conterror antes de endurecerse con rabia.

—¿Qué has dicho?—Que me marcho —Cuánto más lo

repetía, más fuerte se sentía y más realle parecía la idea, menos descabellada—. Me marcho a Bereth, a ayudar en laguerra.

Filócades prorrumpió en risotadas

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venenosas.—¿Tú? ¿Qué va a hacer una

princesa como tú en una batalla?—Más de lo que un cobarde

egocéntrico como tú ha hecho en supropio reino —respondió el muchachosin poder contener la rabia.

—¿Cómo has dicho?—Adiós, padre.El anciano se incorporó de la cama,

pero pronto volvió a doblarse de dolor.—No hagas algo de lo que te vayas a

arrepentir más tarde, Lorian. —Su vozera estricta, pero su mirada, vacilante.

—Nunca he estado más seguro dealgo. —Se encaminó a la puerta.

—Si te marchas no podrás volver.

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Te desterraré. ¡Dejaré de considerartemi hijo!

Giró el picaporte y se volvió haciael rey.

—Yo hace tiempo que dejé deconsiderarte mi padre.

Con una reverencia, abandonó losaposentos.

—¡Lorian! ¡Hijo ingrato! ¡Vuelveaquí y pídeme disculpas! ¡Lorian!

Los gritos del rey Filócades lopersiguieron por todo el pasillo. A pesarde las lágrimas que recorrían susmejillas, el príncipe jamás se habíasentido más libre y feliz.

—¡Más te vale llevarte a toda laguardia contigo, pues el resto irá a por ti

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por traidor! ¿Me oyes? ¡Por traidor!El príncipe se metió en el ascensor

de madera ante la mirada de sorpresadel guardia y le hizo un gesto para quelo bajase. Mientras descendía, el vientoarrastró las últimas palabras que oiríade su padre.

—¡Lorian, regresa! ¡Traidor!¡LORIAN!

La reina Kylma se encontraba en lahabitación de sus hijos cuando sudoncella le entregó la carta que acababade llegar desde Bereth. Una sonrisa se

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extendió por su cara al reconocer lacuidada caligrafía de su buena amigaAriadne.

Con dedos ágiles abrió el sobre ysacó la hoja de su interior, se acomodóen el sillón y se dispuso a leer. Mas subuen humor y alegría se fueronextinguiendo según iba comprendiendoel propósito de aquella misiva. Cuandollegó al final, sus ojos se desviaroninstintivamente hacia sus tres hijos, quejugaban en el suelo con un cazo de agua.

Los sentomentalistas habíandeclarado la guerra al resto de losmortales. El sur amenazaba conconquistar el Continente y Ariadne loconsideraba suficientemente importante

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como para pedirle ayuda a ella y aGélinaz.

—Niños, enseguida vuelvo —dijo,poniéndose en pie.

Los críos dejaron lo que estabanhaciendo y alzaron la mirada.

—¿Adónde vas, mamá? —quisosaber Urik.

—Sí, ¿adónde? —le secundó Ashaz.—¿Puedo ir contigo? —preguntó

Eldavor.—Erikä jugará con vosotros hasta

que yo vuelva, tengo que hablar convuestro padre.

Los niños se encogieron de hombrosy siguieron a lo suyo.

—Pero ¿puedo ir contigo? —insistió

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el más pequeño de todos.—No, cariño. —Le dio un beso en

la cabeza y salió de la habitación a todaprisa. Afuera se encontró con sudoncella.

—No tardaré —le aseguró traspedirle que cuidara de ellos en suausencia.

Enfiló el largo pasillo de marfilblanco con la mirada puesta en elpasado. Pocas veces había salido delreino que la vio nacer; aquella inmensamontaña helada había sido todo lo queella buscó del mundo. En los pocosviajes que realizó al sur fue cuandoconoció a Ariadne, entonces princesa deBereth y algo mayor que ella. Desde el

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primer instante se hicieron buenasamigas y la correspondencia entre losdos reinos nunca se detuvo. En ellaencontró una maestra y una hermana conla que poder desahogarse. Los veranosen los que ella la visitaba habían sidoinolvidables. Por eso le entristecía tantola desesperación que impregnaba suspalabras en la última carta.

La cola de su largo vestido azul searrastraba por el brillante suelo comolas ondas de un pez sobre la superficiedel mar. Sus zapatos de cristal marcabanel ritmo de su carrera en busca de sumarido. El tiempo apremiaba y eraconsciente de que cada segundo podíaser crucial en los acontecimientos

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venideros. No se dio cuenta de lo fuerteque estaba agarrando la carta en la manohasta que se detuvo frente a la puerta deldespacho del rey Oer.

No llamó. Irrumpió en ella con elcorazón en un puño.

—Lee —ordenó a su marido conmirada suplicante. El rey no esperó másindicaciones, hizo lo que le pedíamientras ella aguardaba de pie.

Cuando terminó, Oer alzó la miradaconsternado.

—¿Los niños…? —preguntó con vozgrave.

—No parece que hayan oído nada,que yo sepa. Pero les preguntaré.

El rey asintió, despacio. La

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preocupación se vislumbraba en cadaarruga de su rostro. Su barba blanca ysus ojos casi transparentes le conferíanun aspecto peligroso que nada tenía quever con su afable carácter.

—¿Qué hacemos?—Bueno, creo que está claro, ¿no?

—releyó la carta y volvió a mirar a sumujer—. Debemos ir a Bereth.

Kylma asintió y las puntas del cuellode su vestido, largas y afiladas, sezarandearon tras su nuca. Nonecesitaban más palabras niexplicaciones. Desde que se conocierondescubrieron en el otro el alma gemelaque siempre habían buscado. El suyo eraun matrimonio feliz, unido e igualitario.

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Como en su reinado, ninguno tomabadecisiones sin consultarlo con el otro.

—Partiremos pasado mañana —dijoOer, poniéndose en pie. Tenía el aspectode un oso grande, fuerte y algo barrigón.Se acercó a su mujer y sin que ella lopidiera la estrechó entre sus enormesbrazos.

Ella, delgada y frágil como un copode nieve, agradeció el gesto y sepermitió un instante de debilidad quejamás mostraba en público. Sus labiosazules, a juego con la sombra de ojos,dejaron un suave rastro en la casaca desu marido al separarse.

—¿Deberíamos dejar a los niñosaquí? —preguntó, dubitativa.

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Oer pensó la respuesta antes dehablar.

—Creo que estarían mejor connosotros, Kylma. Al menos allípodremos protegerlos en caso de queocurra algo.

La reina respiró más tranquila. Nodeseaba separarse de ellos por nada delmundo.

—Entonces iré a disponer el viaje—dijo.

Su marido le devolvió la misiva yella la guardó en uno de los pliegues desu falda. Después se dio media vuelta yregresó a sus aposentos. Debía contestarenseguida a Ariadne para hacerle saberque, como siempre le había jurado,

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Gélinaz respondería a su grito de ayudacuando lo necesitase.

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2. Sombras

Aquella era la segunda noche que Lysellpasaba a la intemperie, sola y en mitaddel bosque sin más armas que unpequeño puñal. Sabía que no se podíapermitir más que un par de horas paradescansar, pero sus piernas no lasostenían por más tiempo y, si intentabaseguir buscando a Vekka sin darse unrespiro, terminaría desfalleciendo.

Por el camino había logrado cazarun par de liebres que ahora se estabancocinando en el pequeño fuego que

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crepitaba frente a ella. A su lado teníaun puñado de arena listo para extinguirlas llamas si presentía que alguien podíaestar cerca.

El olor a carne chamuscada hizo quesus tripas gruñeran, hambrientas.Después de haberse acostumbrado alcómodo ritmo del palacio, donde nuncafaltaba de nada, pasar hambre no eraalgo que le estuviera sentandodemasiado bien. Rápidamente se quitóde la mente aquellos pensamientos.Sabía que si se dejaba llevar por ellosterminaría llorando a mares ysuplicando ayuda. Debía ser fuerte,buscar a Vekka, intentar comprender quéle había llevado a huir con tanta

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premura… y averiguar si realmente Luehabía atacado a aquel chico.

De ser así, tenía que haber unaexplicación razonable a todas laspreguntas que no conseguía quitarse dela cabeza. Pero era imposible, ella vioel cuerpo de Tail y no estaba sangrando.No tenía arañazos ni mordeduras, ¿cómose suponía que le había podido hacerdaño Lue?

—¡Déjalo ya! —gruñó para sí,quitando del fuego el palo que sujetabala carne de la liebre. Aguardó a que seenfriara un poco mientras soplaba.

El graznido de un cuervo le hizo darun respingo. ¿Sería… su tío?

—Wil… —susurró a la noche, pero

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no obtuvo respuesta.El corazón le dio un vuelco al

recordar la imagen del hombreconvirtiéndose en ave. ¿Cómo habíapodido ocurrir? El rey Adharel tenía laculpa. No hacía falta más que ver elrostro de terror de Wilhelm para saberque estaba sufriendo con elinterrogatorio. Ahora comprendía porqué no quería que Lysell le preguntaranada en su viaje hasta allí.

Una lágrima se escurrió por susmejillas.

¿Dónde estaba su tío? ¿Qué iba ahacer ella sola en Salmat?

No, no podía volver a su reino. Noen aquellas circunstancias. El poco

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valor que su estancia en Bereth le habíainsuflado había desaparecido con elcuervo en la noche. Cuando encontrara aVekka le propondría otro plan. Fuera elque fuese, sería mejor que aceptar eltrono y hacer como si nada de aquellohubiera sucedido.

Cuando encontrara a Vekka…La voz que la había acompañado

durante todo el camino volvió con másfuerza. Se tapó los oídos y escondió lacabeza entre las rodillas, pero no sirvióde nada. Como el frío que anidaba ensus huesos, las palabras de aqueldesconocido se asentaban en su mentecomo la letra de una nana. Debía ir aManseralda, le decía. Donde sería feliz

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y podría luchar por los suyos, dondeningún rey volvería a someter suvoluntad. ¿Sería a esto a lo que se habíareferido el rey Adhárel durante suprimera noche en Bereth? Pues quizás nofuera tan descabellada la posibilidad deacercarse y ver qué ofrecían, barruntóaltiva y ofendida.

Probó su comida y tuvo queesforzarse por no escupir la correosacarne del animal. Sin ninguna especiaque echar por encima, el sabor de laliebre era más bien amargo. Dejó elpalo de nuevo sobre el fuego y tomóagua de la cantimplora de su tío.

Menos mal que había cogido todo loque Wil había dejado a su paso antes de

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salir corriendo tras él. Entre suspertenencias, además de la gruesa capaen la que ahora se arrebujaba, tambiénencontró el pellejo que utilizaba decantimplora, un puñal y la bolsita conlas semillas de gordolobos rastreadores.

Por instinto, se llevó la mano a lacintura y comprobó que, sobre elhermoso vestido de la cena, ahoraestropeado por las inclemencias delbosque, seguía el saquito. Wil le habíaexplicado cómo funcionaba cuando sedirigían a Bereth y gracias a ello, almenos, sabía que estaba siguiendo elcamino correcto hacia su amigo.

Se terminó el resto de la liebre y acontinuación se alejó unos pasos para

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enterrar los restos en la tierra y así notener que preocuparse por las alimañasdurante las horas de sueño.

Avivó el fuego echando algunasramas secas que encontró a su alrededory después se echó sobre la hierba con elpuñal de Wilhelm agarrado con fuerza.Echaba en falta su arco y sus flechas.

Despertó varias horas más tarde conun persistente dolor de cabeza y la voztomada. Temió haberse constipado, puespronto comenzaron la tos y losestornudos.

Recogió a toda prisa el campamentoy, tras comprobar que no quedaba ningúnascua encendida, desperdigó la ceniza yla cubrió de hojas húmedas para

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camuflar su paso. Si los guardias deBereth iban tras ella, y temía que asífuera, no se lo quería poner fácil.

Tardó unos instantes en dar de nuevocon el rastro de gordolobos que llevabaguiándola desde que se internó en elbosque. Cuanto más crecía lavegetación, más complicado eraencontrar las pequeñas flores de colormostaza.

Se colocó la capa burdeos sobre lacabeza y los hombros para entrar encalor y reanudó la marcha. Todavíarecordaba el susto que se había dadocuando, tras ver que las floresfuncionaban y que iban marcando elcamino hacia lo que esperaba que fuera

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el paradero de Vekka, había empezado arecogerlas con la mano. Antes de llegara olerlas, estas se deshicieron en humonegro. A partir de entonces, para borrarsu rastro, se limitó a aplastarlas con lospies.

El amanecer se escurrió pronto entrelas ramas más altas del bosque, seguidode la mañana y del mediodía. PeroLysell no se detuvo a descansar. Siquería alcanzar a Vekka tenía queesforzarse por llevar un ritmo, comomínimo, tan rápido como el suyo. Soloesperaba que no le diera por correr…

Encontró un montículo de piedrasvarias horas después, donde se detuvo acocinar la segunda liebre antes de

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continuar la marcha. Apenas pudo darleun par de mordiscos antes de escupir losrestos, de tan seca que estaba la carne.Parecía que había olvidado todo lo quehabía aprendido en el campamentodurante los últimos diez años. No podíacazar y guardar las presas sin ponerlasen sal o agua helada, ¿a qué venía esedescuido?

Tuvo que agarrarse con fuerza lacabeza por culpa del dolor y de laincesante cantinela que no callaba. Latos se había vuelto mucho más agresivaen el último tramo y la garganta parecíaque se le hubiera llenado de espinos. Nopodía ni tan siquiera respirar sin sentirdolor. Si no se tomaba algo pronto

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comenzaría la fiebre, y en mitad delbosque algo así podría terminar con suvida de un plumazo.

A media tarde el sol quedó cubiertopor los nubarrones y el bosque seensombreció, pero para entonces Lysellya no era apenas consciente de ello.Vagó durante el resto del caminosiguiendo el rastro de los gordolobos eintentando encontrar alguna de lasplantas medicinales que Bautata lehabría recomendado tomar en susituación. Pero no era capaz de recordarcuales eran ni de distinguir ninguna otraque no fueran las hermosas floresambarinas.

Con el ocaso, el sol se llevó sus

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últimas fuerzas. Rendida, se apoyó en elinmenso tronco de un roble y se dejócaer hasta quedar sentada en el suelo.Cerró los ojos y se arropó con la capa.Sin darse cuenta, se quedó dormida.

Soñó con sombras. Sombras que searremolinaban a su alrededor y que sedesvanecían, que regresaban y lazarandeaban y volvían a dejarla allí,sombras con ojos rojos, blancos ydorados. Sombras que aullaban a lanoche y que se enterraban entre susbrazos para conservar el calor. Sombrasque se camuflaban en los resquicios dela oscuridad, asustadas. Sombras que lallamaban y le pedían cosas que noentendía. Sombras…

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—Lysell, ¿me oyes? —La voz lellegaba distorsionada, como si tuviera lacabeza metida en agua y el sonidoproviniera de la superficie—. Lysell,tienes que despertarte… Por favor,Lysell, haz un esfuerzo…

Poco a poco fue entendiendo conmayor claridad las órdenes. Debíadespertarse. No podía seguirremoloneando. Seguramente Bautata yahubiera salido de la cabaña. Si queríacazar debía darse prisa. Las presasgrandes eran más fáciles de atrapardurante la mañana…

Con lentitud, abrió los ojos. Tardóunos segundos en enfocar y entender loque estaba viendo. Era un muchacho. El

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pelo le caía a ambos lados de la cara.Vekka. Intentó hablar, pero desistió alsentir un pinchazo agudo en la garganta.

—Shhh —le conminó él—.Tranquila, estoy contigo.

La niña volteó la cabeza y descubrióque se encontraban dentro de una cabañade madera. La luz de una chimeneabrillaba cerca de ella, arrullándola consu calor.

—Tómate esto —le dijo.Lysell cerró los párpados y volvió a

abrirlos. Parecía que le pesaran unatonelada. Sintió que Vekka laincorporaba y le colocaba unos cojinesen la espalda. Estaba en una cama juntoa una pared.

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—Lysell, bebe.La niña lo miró sin comprender.

¿Qué hacía allí y por qué se encontrabatan mal? ¿Dónde estaba Bautata?

—Vamos, tienes que ponerte mejor—insistió el muchacho.

Le colocó un cuenco humeante en loslabios y ella abrió la boca. El contenidoabrasó su garganta, pero no tuvo fuerzasni para escupirlo. Siguió bebiendo ensilencio, sorbito a sorbito, hastaterminarse todo el líquido. No ledesagradó el sabor, dulzón y un pocoácido. Además tuvo la sensación de queera lo primero que llegaba a suestómago en días. Pero eso eraimposible, porque la última vez que

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comió fue…El último sorbo salió disparado de

su boca al recordar de sopetón losúltimos acontecimientos. Se volvióhacia Vekka, indiferente al cansancio, yle echó los brazos al cuello.

—Pues sí que es potente estemejunje —dijo el muchacho con unamedia sonrisa—. Debería plantearmecomercializarlo.

Lysell se separó lentamente de suamigo y lo observó con lágrimas en losojos.

—¿Te encuentras mejor? —lepreguntó él. Ella asintió como unaautómata. Como retazos de humo, losrecuerdos de sus últimas horas vagando

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por el bosque le vinieron a la cabeza.Podía haber muerto. Podía haber sidoatacada por cualquier fiera sin que nadiese enterara. Pero ahora Vekka estabaallí, frente a ella, sano y salvo.

El joven le secó una lágrima con susásperos dedos.

—Ya pasó todo. Aquí estás a salvo.Había algo en los ojos del muchacho

que Lysell había echado de menos y enlo que no había reparado hasta ahora,algo que por fin había regresado a suspupilas. No sabía qué era, pero leagradaba volver a encontrarlo en sumirada.

Lysell hizo un gesto para preguntarcómo habían llegado hasta allí. Vekka le

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hizo tomar otro sorbo de la bebida y leexplicó cómo Lue la había encontradoen mitad del bosque, resollando,mientras él descansaba en aquellacabaña abandonada que habíaencontrado. En cuanto escuchó el aullidodel animal, salió corriendo.

—Y hasta ahora —concluyó.La niña asintió agradecida y, con

ayuda de las manos, le preguntó dóndeestaban.

—Seguimos en el bosque de Bereth,cerca de Salmat.

Al decir aquello, sus ojos seensombrecieron. Lysell le puso unamano en la mejilla y negó con la cabeza.Después se señaló a ella y luego a

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Vekka.—¿Te… te quedas conmigo? —le

preguntó el muchacho.Ella asintió con entusiasmo. Vekka

sonrió un instante, pero después volvió aponerse serio.

—No sé si es buena idea —echó unvistazo a través de la ventana y añadió—: lo de Bereth…

Lysell negó con la cabeza. No queríahablar del tema, no en ese momento. Yahabría tiempo para las explicaciones.

—Bueno, ahora lo importante es quete mejores, ¿de acuerdo?

Se incorporó y la ayudó a tumbarsesobre la cama. Después la arropó con lamanta.

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—Que descanses.Lysell sonrió, cerró los ojos y se

quedó dormida.

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3. Dones y máquinas

—¡Levántate! —rugió Adhárel,agarrando a Laugard del cuello de lacamisa y volviendo a tumbarle de unpuñetazo en la cara. El sonido reverberópor todos los calabozos, ahora vacíos.

—¡Adhárel, para! —Sírgeric loagarró de los hombros y lo apartó delmagullado rey de Caravás—. Si lomatas no nos servirá de nada.

Era el tercer día de interrogatorio ytodavía no habían logrado sacarle nada.El Marqués sollozaba hecho un ovillo

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con la nariz sangrante y una mirada deconmiseración que no sirvió más quepara empeorar el humor de Adhárel. Susropas, igual que el resto de su cuerpovisible, se encontraban en un estadodeplorable.

—¡Es un espía, Sírgeric! ¡Nos haengañado y ha hecho que Wil…! —nopudo terminar la frase. Con un rugidolevantó al hombre y lo colocó en la sillade madera que había junto a la pared.

—¡Y tendrá su castigo! —insistió eljoven, volviendo a agarrarle del brazo—. Pero ahora lo que necesitamos sonrespuestas.

—Sírgeric está en lo cierto,majestad. —Heredias le volvió a

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colocar las cuerdas alrededor delcuerpo. Aunque, en su estado, más quepara que no los atacase, servían paraque no se cayera.

Laugard intentaba mantener elequilibrio sobre la silla sin dejar dellorar lastimosamente.

—Más te vale hablar de una vez ycontarnos la verdad sobre ti y mihermano —le advirtió Adhárel con iracontenida—. Si estás intentando ganartiempo para que Dimitri venga asalvarte, pierdes el tiempo. Te hautilizado como a tantos otros antes que ati y ahora vas a pagar las consecuencias.Estás agotando nuestra paciencia.

El hombre apartó la cara, esperando

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recibir un nuevo golpe que no llegó.Zennion, que no había podido bajar

a los calabozos hasta entonces debido alestado tan grave en el que Tail seencontraba, se acercó con paso lentohasta él y, apoyado en su bastón, lepreguntó:

—¿Cuál es tu don? Sabemos quetienes uno, de ti depende darnos lainformación por las buenas o por lasmalas.

El Marqués tembló sin abrir la boca.Desde que el niño aquel había gritadoacusándolo de lo sucedido la noche dela cena, todo su plan se había ido altraste, y con él, su libertad. Antes de quepudiera siquiera reaccionar, dos

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guardias lo apresaron sin esperar ni unaexplicación por su parte. Más tardeaveriguó que ese maldito crío le habíadescubierto influyendo en Adhárel paraque perdiera los estribos con su don.

Zennion no esperó más. Cerró losojos y aguardó a escuchar el grito dedolor del Marqués para detenerse.

—Si no hablas, seguiré haciéndotesufrir.

—Por favor… —masculló elMarqués, sin apenas fuerzas.

—Esa no es la respuesta correcta.El Maestre repitió su táctica.—¡Basta! ¡Basta! —rogó entonces.—Te repito la pregunta: ¿cuál es tu

don?

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—Os… os lo diré. ¡Os diré laverdad! Pero por favor, no volváis a…—Las lágrimas se tragaron el resto de lafrase.

Adhárel se cruzó de brazos yaguardó, impaciente.

El Marqués no sabía por dóndeempezar. ¿Cómo explicar un poder queél apenas comprendía?

—Mi don… es el que yo quiera quesea. El que les diga a los demás quetengo —explicó—. Y funcionarásiempre que… siempre que alguien creaen mí lo suficiente.

Adhárel se acercó un paso.—Está mintiendo.—¡No! ¡No! —el Marqués abrió los

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ojos desmesuradamente—. ¡Es laverdad!

—¿Es posible, Zennion?El viejo se encogió de hombros.—Supongo que en la

sentomentalomancia todo es posible. —Se giró hacia Laugard de nuevo—. Y sinadie te conoce, ¿qué ocurre? ¿Y si no terecuerdan?

—Entonces no tendré ninguno —respondió, con un hilo de voz.

De nada había servido su silenciolos últimos días, como Adhárel le habíadicho, Dimitri no pensaba ir arescatarlo. Ahora solo podía intentarquedar lo mejor posible para recibir unapena menos dura.

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—¿Mi hermano lo sabe?Laugard negó repetidas veces sin

atreverse a mirarlo.—Solo sabe lo que yo le he hecho

creer, os lo juro.—Tu palabra ha dejado de tener

valor —comentó Sírgeric con voz seria.—¿Qué le dijiste a Dimitri

entonces? —quiso saber Zennion.Laugard tuvo que hacer un esfuerzo

por recordarlo.—Que… que podía crear

desconfianza en cualquiera. Con que él ysus hombres creyeran en mi don, tuvesuficiente para… —Dejó la fraseinconclusa—. Pero esta no es mi guerra.No sabía lo que hacía. Por favor,

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liberadme y perdonadme la vida. ¡Fueun error!

—Cállate —le espetó Adhárel—.Limítate a responder a lo que tepreguntemos. ¿Fue eso lo que hicisteconmigo? ¿Te metiste en mi cabeza?

El Marqués asintió, asustado de queaquello incendiara de nuevo la furia delrey.

—No sabía que él… lo del cuervoyo no…

—Y sin embargo es culpa tuya. —Adhárel apretó los puños, conteniéndosepara no golpearlo.

—Es curioso —comentó Zennion,extrañado—, cuando te analicé la nocheque llegaste no parecía que Dimitri

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hubiera hecho nada contigo. ¿Fue tudecisión venir y ayudarlo, entonces?

—¡Yo no sabía que pasaría esto! —se excusó Laugard con lágrimas en losojos. Jamás había caído tan bajo, nosabía cómo se debía comportar uno enestos casos. Él siempre había sido quienpreguntaba y ordenaba a los demás, noel que debía suplicar.

—¿Qué te prometió? —insistióAdhárel.

Las mejillas se le sonrojaronviolentamente, aunque esperó que con lasangre pasaran desapercibidas.

—Fama y berones…Adhárel gruñó con desprecio.—Y tú te ofreciste sin pensártelo.

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No eres nada sin tu don. Solo el reflejode lo que los demás ven en ti, y para esolos necesitas. —Guardó silencio antesde añadir—: También pensabastraicionar a Dimitri, ¿me equivoco?

El Marqués asintió.—Es mi naturaleza. Yo solo

quiero… —Se pensó cómo continuar lafrase— que me quieran.

—Lo que quieres es que te quieranpor tus mentiras —aclaró Sírgeric.

—Y lo peor es que te da igual cómoconseguirlo —secundó Adhárel—. ¿Quémás da si mueren cientos de personasmientras a ti te alaben lossupervivientes? Eres mucho máspatético y rastrero de lo que creía.

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Por primera vez en mucho tiempo,Laugard no tuvo que fingir las lágrimasque ahora derramaba con desesperaciónporque sabía que Adhárel estaba en locierto y que, por mucho que le doliera,no podría cambiar jamás.

—Vas a ser condenado a la horca —anunció el rey. Laugard alzó la mirada,desesperado—. No intentes hacernoscambiar de parecer.

—No, no, no, no. Por favor… porfavor…

—Estarás solo —dictaminó el rey—. Sírgeric se encargará de traerte lacomida hasta el día de tu ejecución. Seráinútil que intentes utilizar tu patéticopoder con él, ya te lo advierto.

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Sírgeric se acercó al Marqués ylevantó su espada hasta la altura de sucabeza. El hombre soltó un aullido depavor, cerró los ojos esperando que lerebanase una oreja o el cuello, pero élse limitó a cortarle un mechón de pelo.

—Tampoco ha sido para tanto —comentó el muchacho, socarrón.Después partió las cuerdas que le atabana la silla.

Adhárel se giró para salir de lacelda cuando el Marqués se tiró a suspies y le rogó que no lo dejara allí.

—¡Os he dicho la verdad! ¡Tenedpiedad de mí!

—Haberlo pensado antes —replicóel rey, liberándose de una patada.

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Todos salieron y Heredias cerró conllave. El Marqués se abalanzó sobre lasrejas.

—¡No sabía lo que hacía! No mematéis. Por favor. Clemencia, os pidoclemencia… —Las lágrimas semezclaban con la sangre de la cara ybajaban hasta su camisa.

—Tú no la tuviste con nadie. Ahorano nos la pidas a nosotros.

Dicho esto, Adhárel y el resto de loshombres se perdieron pasillo adelantecon los lamentos del preso tras ellos.

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Duna los esperaba en el comedorjunto a la reina y Aya. El gato delMarqués se paseaba entre sus piernas,indiferente a la situación en la que seencontraba su amo, cuando la puerta seabrió.

—¿Y bien? —preguntó Duna,levantándose.

La reina se inclinó hacia delante.—¿Ha hablado?—Sí —respondió Sírgeric—. Es un

sentomentalista, como Marco dijo.—¿Y cuál es su don? ¿Cómo

logró…?—¿Engañarme? —le interrumpió

Adhárel—. ¿Hacer que perdiera la

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cabeza y traicionara a mi amigo?Sírgeric volvió a tomar la palabra.—No tiene un don específico. Ese

hombre es más peligroso de lo que nospensábamos.

Con pocas palabras les explicó loque el Marqués les había dicho en loscalabozos.

—Será ahorcado esta semana —añadió Adhárel, sentándose en uno delos sillones y apoyando la cabeza en sumano.

Duna se volvió hacia él.—¿Qué? ¿Pena de muerte?—Es peligroso tenerlo vivo, y

además es un traidor.—También es un rey.

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—Eso habrá que comprobarlo —espetó Adhárel. A continuación reparóen el felino—. ¿Todavía no os habéisdesecho de él?

—¿Y qué culpa tiene el gato de loque hiciera su amo? —preguntó Aya,ofendida ante la mera idea de sacrificaral pobre animal.

El rey no discutió. Se limitó a negarcon la cabeza.

—¿Ha regresado ya la partida delbosque?

Ariadne negó, taciturna.—Deben de estar a punto de volver.

Esperemos que hayan tenido suerte.Duna se mordió la lengua para no

decir lo que pensaba. Wil se había

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marchado en forma de cuervo, ¿cómoiban a dar con él? Podía estar encualquier rincón del bosque, o inclusomás lejos. Igual que Lysell.

—Voy a salir a dar un paseo —anunció.

—¿Quieres que te acompañe? —preguntó Adhárel.

Ella asintió, taciturna. El rey se pusoen pie y antes de salir tras Duna le dijo aSírgeric:

—Ven a buscarme en cuanto hayaalguna noticia.

—Descuida.Los dos jóvenes abandonaron el

palacio en dirección a los jardines. Elsol del mediodía, apenas cubierto por un

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puñado de nubes desperdigadas,brillaba con la fuerza del verano.

Anduvieron en silencio sin tansiquiera darse la mano, cada unoinmerso en su mundo, intentando poneren orden sus preocupaciones. Cuandollegaron a la fuente de Calíame, Duna sesentó. Adhárel se limitó a colocar el piesobre la piedra y a apoyarse en surodilla.

—Aquella noche estuve a punto debesarte —dijo de repente.

Duna sonrió sin volverse hacia él.—Una lástima que tu madre

apareciese en el momento másinoportuno.

—Bueno, hizo que la cosa se pusiera

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más emocionante.—Que empezaras a dudar de si

estaba bien o estaba mal…—De si alguna vez un príncipe

podría enamorarse de una campesina…—De si explotarla a trabajar era la

mejor manera de hacer que ella se fijaraen ti…

El rey soltó una suave carcajada. Laprimera en muchos días, tantos que nirecordaba cuándo fue la última.

—¿Tanto he cambiado? —preguntótras un instante de silencio.

—Me temo que todos hemoscambiado —respondió Duna. Despuéssuspiró con fuerza—. Si esto es hacersemayor, me gustaría permanecer como

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una niña para siempre.Adhárel se sentó a su lado y le cogió

la mano.—Eso no es propio de ti. Tú eres

Duna la valiente, la indestructible. Soyyo el que se esconde y se lamenta porlas esquinas como un bebé.

—No es justo. A veces a mí tambiénme gustaría sentirme como un bebé —bromeó—. Y no querría imaginar cómoestaría en tu situación.

Adhárel amagó una sonrisa, pero nodijo nada. En el jardín no había mássonidos que los de la brisa meciendo lasramas de los árboles y los trinos de lospájaros.

—Mi madre ha mandado las cartas a

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los demás reinos —dijo—. Sé que fuistetú quien le dio la idea.

—No fue nada… —comentó ella,intentando quitarle importancia alasunto.

—Es igual. Lo importante es que loha hecho y que todo se ha puesto enmarcha.

Duna se volvió para mirarle a losojos.

—Supongo que la guerra ya esinevitable, ¿verdad?

Adhárel se masajeó los párpados ydijo que sí con la cabeza. Ella seacurrucó junto a él y esperó hasta que lepasó un brazo por encima del hombro.

—Todo saldrá bien, ya lo verás.

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—Eso me digo cada mañana antesde bajar a echar un nuevo vistazo a laPoesía. Si al menos… —se mordió ellabio inferior—. Si al menos supieracómo utilizar la ventaja de los Versos,pero no hacen más que complicarme másy más la cabeza.

—Adhárel, tienes que parar. —Dunase separó para mirarle con seriedad—No puedes seguir leyéndolos. Debesdejar de pensar en las Musas, en susPoesías y en sus Maldiciones. Lo únicoque hacen es distraerte. Quiero que mejures que no vas a volver a leerla.

—Sabes que no he terminado deescribirla…

—¡Me da igual! El día que escribas

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los últimos Versos cerrarás la puerta deesa habitación a cal y canto y tecentrarás en lo que importa: esto —conla mano señaló a su alrededor—. Depoco servirá que logres entender suspredicciones si para entonces ya no tequeda nada que proteger.

Adhárel no dijo nada. Esperó a queDuna terminara de hablar y después laagarró de las mejillas y se inclinó parabesarla en los labios. Cuando se separódijo:

—Me encanta cuando te pones tanseria.

—Hazme caso —consiguió decir,obligándose a no caer en la tentación desonreír… o de devolverle el beso.

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—Lo haré. —Levantó la palma de lamano y añadió—: Lo juro.

La joven volvió a apoyarse sobre elpecho de Adhárel y cerró los ojos. Allí,en ese instante, respirando la paz y latranquilidad del palacio, nadie podíaimaginar que pronto fuera a estallar unaguerra.

Asustada, sus pensamientosregresaron al Marqués y al extrañopoder que Sírgeric les había descrito:poseer el don que quisiera con que elresto creyera en él. Podría volar,vomitar berones, crear electricidad,devolver la vida a los muertos…

Devolver la vida a…Duna se incorporó de un golpe.

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—¿Qué? —preguntó Adhárel,alarmado.

Ella lo miró con el ceño fruncido.Quería contarle el plan que habíaestallado en su cabeza como un fuegoartificial, pero sabía que no le permitiríallevarlo a cabo. Antes de aceptar queaquello podría salir bien la encerraríade nuevo en una torre. Por eso guardósilencio.

—¿Qué te ocurre, Duna? —insistióél—. ¿Estás bien?

—Sí, sí… estoy… —No se leocurría qué decir. Su mente seguía enotra parte, lejos de allí, en los calabozosdel palacio.

De repente escucharon un silbido

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lejano. Se volvieron al unísono para vera Sírgeric saludándolos desde ladistancia. Antes de que pudieranlevantarse de la fuente, Sírgericapareció junto a ellos. Dentro del agua.

—¡Oh, venga ya! —Se lamentó,guardando el cabello de Duna en elcolgante—. ¡Creí que esto ya lo habíasuperado!

El rey y Duna lo miraron, divertidos.—Ya. Muy gracioso —coreó

Sírgeric—. Venía a deciros que lasmáquinas de electricidad acaban dellegar.

El semblante de Adhárel se volvióserio.

—¿Dónde están?

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Sírgeric salió del agua y se sacudiólos pantalones con pocos resultados.

—Heredias está con ellas en laarmería. Le he dicho que no tocase nadahasta que… —Adhárel le dejó con lapalabra en la boca y echó a correr haciaallí— tú llegaras.

Duna se agarró los bajos del vestidoy también salió corriendo tras él.

Para cuando llegaron al enormealmacén que había junto a los campos deentrenamiento, Adhárel sostenía entresus manos una alargada y estrecha cajade madera que dejó sobre una mesa.Sofocados, Duna y Sírgeric se colocaronjunto a Heredias a esperar. A sualrededor, cerca de treinta cajas

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idénticas se amontonaban en el suelo,todas ellas custodiadas por un hombreenjuto que los observaba con extrañeza.

Con un ruido seco, la tapa cedió y elrey pudo empujarla hasta apartarla porcompleto. Colocó la caja en posiciónhorizontal, frente a él, y se reclinó parasacar su contenido. Los demás tambiénse acercaron.

Rodeado por varias capas de pajaque lo protegían, había una especie debáculo cilíndrico de piedra y cristal deun metro y medio de largo. Adhárel locogió con manos temblorosas y lo sacópara estudiarlo con precaución. Hastaentonces Duna no había reparado en lapunta del arma: hecha con espejos

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combados, se disponían de mayor amenor tamaño hasta llegar al último, tanpequeño como la uña de su meñique.

—Ante vos tenéis un inventorevolucionario, majestad —dijo eldesconocido, dando unos pasos haciaAdhárel—. Una máquina de electricidadpara combatir a vuestros enemigos. Lafuerza del relámpago en las manos de unhombre, como nos pedisteis.

—¿Cómo funciona? —quiso saber elrey, admirando el artilugio.

—Aquí debajo tenéis una palanca,mi señor. —El hombre se colocó a sulado y le mostró a lo que se refería.

Duna también se inclinó paraobservar cómo Adhárel echaba hacia

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atrás una fina vara de metal. En cuantolo hizo, comenzó a sonar un zumbidoseco.

—Se está cargando —explicó elingeniero—. Todo el cilindro estárepleto de electricidad con una carga dedisparo de al menos diez rayos depotencia considerable. Cuando estabombilla se encienda —como si lehubiera escuchado, una pequeña luzambarina refulgió casi en la punta de lamáquina— querrá decir que ya estálista. Lo único que hace falta esseleccionar un objetivo y volver a bajarla palanca anterior.

Adhárel asintió, con el rostroconstreñido en un gesto de seguridad, y

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después se encaminó al exterior. Losdemás lo siguieron intrigados. Una vezfuera, el rey seleccionó un objetivoalejado dentro de la zona deentrenamiento, que en esos momentos seencontraba vacía, y disparó.

Duna soltó un grito y se pegó aSírgeric cuando vio salir el rayo. Conuna potencia sin par, el relámpagoatravesó en un abrir y cerrar de ojos ladistancia y se estrelló contra el maderoal que había apuntado el rey, haciéndolosaltar en llamas. Tras unos instantes, laluz se desvaneció.

Los brazos de Adhárel todavíatemblaban cuando se giró hacia elingeniero.

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—Es perfecto. ¡Perfecto! Se osrecompensará por ello —le aseguró,sonriente. A continuación se volvióhacia los demás—. ¿Lo habéis visto?¡Con solo un rayo podríamos arrasar unacaballería entera!

—Habrá que tener mucho cuidadocon ellas —conminó Heredias, con elceño fruncido.

—Solo se las daremos a los mejorestiradores y les haremos practicar antesde la batalla. No podemos arriesgarnosa que haya un accidente.

Sírgeric se volvió hacia el hombreque había creado aquellas armas.

—¿Cómo de seguras son?—¿Me preguntáis si pueden estallar

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en las manos de un hombre?El muchacho se encogió de hombros.—No quería plantearlo así, pero sí.

Eso es a lo que me refería.—Podéis estar tranquilos. El

cilindro de piedra y cristal que recubreel tanque de la electricidad está tratadopara evitar esos incidentes. Ahora bien,no puedo aseguraros que, si reciben unduro golpe, no suceda lo inevitable.

—Es comprensible —accedió el rey,sin apartar la mirada de la máquina quetenía en las manos—. ¿Tú qué opinas,Duna?

—Es… increíble, supongo —dijo,con una sonrisa congelada. No legustaba el modo en que Adhárel

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admiraba aquel artilugio. La demenciade quien se cree todopoderoso brillabacon demasiada intensidad en sus ojos—.Pero debes tener cuidado, esto no escomo una espada.

El ingeniero soltó una risita entredientes.

—Una espada —masculló—. Eso,jovencita, está completamente obsoleto.Bienvenida al futuro —añadió,ensanchando su sonrisa.

Duna fue a replicarle que por muypasado de moda que estuviera unaespada, en el tiempo que cargabaaquella cosa, su filo podía rebanarle elcuello, pero en ese momento el jovenSimon apareció, boqueando por la

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carrera.—Majestad… Zennion os busca.Adhárel se acercó a él.—¿Ahora qué ha ocurrido?—Son los demás, se han ido.Sírgeric soltó una maldición y salió

corriendo hacia el palacio.Adhárel le entregó el arma de

electricidad a Heredias.—Guárdala en su sitio y ordenad

que cierren el almacén hasta que yo déla orden.

—Sí, majestad.Tras esto, siguió a Sírgeric. Duna se

quedó algo rezagada y después seencaminó al palacio, pero no siguió aAdhárel. En cuanto pudo, se desvió e

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intentó poner en orden sus pensamientos.Si quería que aquel plan funcionara,necesitaba a alguien que la ayudase.Alguien que pudiera tener tanta fe comoella misma. No tuvo que dar muchasvueltas para dar con la personaindicada: Aya.

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4. La ciudad de hielo

Fue una expedición la que encontró elcuerpo de Firela medio enterrado en lanieve. El capitán del grupo dio la voz dealarma cuando, desde su trineo, advirtióuna mancha oscura en mitad del infinitoblanco. A su alrededor, la planicie dehielo, otrora lago, comenzaba aresquebrajarse bajo su peso.

Los aguerridos norteños tuvieronque actuar deprisa para intentar salvar,si es que todavía seguía con vida, a latemeraria mujer que se había aventurado

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sola en aquel infierno congelado. Así,armados con picos, cuerdas y el don desu capitán, capaz de crear hielo solo conposar las manos sobre una superficie,avanzaron con tiento hasta ella.

Una vez que la alcanzaron, uno delos hombres se quitó la gruesa manoplaque protegía su mano derecha y colocósus dedos sobre el cuello de la mujer.

—Vive —dijo, tras encontrar sulento pulso.

Sin cruzar más palabras, losexploradores llevaron el cuerpo deregreso a sus trineos de madera ycolocaron a la desconocida entre mantasy cojines. El más rezagado de todosadvirtió, justo antes de darse media

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vuelta, el elaborado espejito que lamuchacha llevaba consigo y que habíacaído con ella en la nieve. Lo recogiócon cuidado y contempló cómo el hieloy los copos se habían adherido alcristal, haciendo imposible ver elreflejo. Sin mencionar sudescubrimiento y con el espejoprotegido dentro de su enorme abrigo,regresó a su trineo y emprendieron elviaje de vuelta a Gélinaz.

Firela despertó cuatro días mástarde, cuando todos creían que ya nuncalo haría. La fiebre seguía siendo alta,pero a lo largo de la mañana y gracias a

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los cuidados de la mujer que la habíahospedado en su hogar, fue remitiendo.

Esa noche fue capaz de tomarse unahumeante sopa de verduras y a lamañana siguiente se despertó sin habersufrido pesadillas. En ningún momentofue consciente de dónde estaba nitampoco tuvo ánimo para preguntar. Sedejó cuidar en silencio.

Durante todo ese tiempo no recordóel espejo, a Galasaz ni a su hermana.Pero cuando una mañana escuchó unaestampida irrumpiendo en la guaridadonde reposaba, supo que algo habíaocurrido. Algo relacionado con aquellostres elementos que habían permanecidotantos días alejados de su conciencia.

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—¡Tengo que hablar con ella! —exigió alguien al otro lado de la puertade su habitación.

—Está durmiendo, ¿qué sucede? —preguntó Nivae, pues así se llamaba lamujer—. ¿Qué estás haciendo? ¡Tray!¡Detente!

La puerta se abrió de golpe y Firelarecibió un bofetón de aire sobre sudeforme rostro. Intentó arrebujarse entrelas mantas, pero alguien se sentó sobreel colchón y la obligó a volverse.

—¿Eres una sentomentalista?Se trataba de un joven apuesto y

fuerte, de hombros anchos y barba negray recortada. Su oscuro vello contrastabaradicalmente con su pálida tez y sus ojos

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azules. Unos ojos que en esos instantesatravesaban a Firela como dos puñales.

—¡Responde!—N… no, no —eran las primeras

palabras que pronunciaba desde que elDesierto de Cristal pudo con ella—.¿Cómo voy a…?

—Entonces ¿eres una ladrona?—¡Tray, basta! —La voz de Nivae

sonó preocupada y colérica a la par—.¿No ves que todavía sigueconvaleciente?

El hombre se volvió hacia la puerta.—¡Encontramos esto entre sus

pertenencias! No pienso irme de aquíhasta que me diga de dónde lo sacó.

El hombre se refería, por supuesto,

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al espejo. Los recuerdos regresaron a lamemoria de Firela de golpe. Seincorporó como un resorte e intentórecuperar el objeto, pero el hombre fuemás rápido y lo alejó de ella.

—Así que sabes de lo que hablo —le dijo, con seriedad.

—Es… mío —dijo con la voz rota.—Tray, es un maldito espejo —le

recriminó la mujer—. Y tú ya tienes másde los que ningún ser humano utilizaríaen la vida, ¿de verdad tienes que…?

—¡Este era de mi padre, Nivae! —leinterrumpió él, enarbolándolo como sifuera una bandera.

La mujer se quedó paralizada. Consu falda de lana, la chaqueta de punto,

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las rosadas mejillas y el pelo peinado endos trenzas sobre la cabeza, aquel gestoserio resultaba extraño en ella.

Tray se volvió hacia la Asesina delHumo.

—Por eso quiero saber de dónde loha sacado esta ladrona.

Firela bufó ofendida. Si quisiera,podría cortarle el cuello allí mismo yhuir antes de que la mujer llegara apedir ayuda. Si quisiera… y si tuvieraalgún sentido hacerlo.

Por el contrario, respiró hondo ydijo:

—Tu padre… tu padre me pidió quelo trajera.

—Mientes. —El frío que las gruesas

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paredes del hogar se afanaban encontener había penetrado con aqueljoven—. Mi padre está muerto.

—¡No! —respondió ella, antes demeditar sus palabras—. No… del todo.

Tray alzó su poblada ceja y apretólos labios con firmeza.

Firela reparó en que aquella sería laprimera vez que hablaría con alguiensobre el espejo. Con alguien vivo, almenos.

—Está al otro lado.—Al otro… —Le dio la vuelta al

espejo y observó el reflejo de suhabitación—. ¿Qué quieres decir?

Firela se lo arrebató de las manos ycontempló con angustia el cabecero de

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la cama. No había ni rastro de su propioreflejo, ni tampoco de la imagen delviejo Galasaz.

—Estaba… estaba aquí —asegurócon la boca seca.

—¿Te burlas de mí? —gruñó,haciéndose de nuevo con el objeto de ladisputa.

—Tray… —Nivae quiso acercarse,pero el joven se puso de pie y la detuvocon un gesto de la mano.

—Escúchame, ladrona —le advirtióa Firela, señalándola con el espejo—.Averiguaré de dónde sacaste este espejoy qué hiciste con mi padre. Y te juro quete haré pagar por ello.

Nivae apartó la mano del joven,

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irritada, y dijo con voz seria:—Creo que deberías marcharte,

Tray. Es tarde y ella todavía tiene que…Firela aprovechó su distracción para

descubrirse completamente yabalanzarse sobre el hombre. De unempellón le quitó el espejo de la manoy, trastabillando a su paso, le lanzó lamanta contra el rostro para distraerle altiempo que huía ante el desconcierto deNivae.

—¡Maldita sea! —rugió Tray,deshaciéndose de la tela y corriendohacia la puerta que Firela había cerradoa su paso—. ¡Da el aviso! ¡Te advertíque era peligrosa!

Nivae asintió con absoluto

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desconcierto.—¡Vamos! —escuchó gritar al joven

antes de verlo desaparecer por elcorredor tras la enferma.

Firela también escuchó el grito, peroya estaba atravesando un nuevo y ampliocorredor de paredes blancas, techosabovedados y suelos de losas de marfil.Con los pies descalzos y cubierta solopor el largo camisón que le habíanprestado, dejó atrás estatuas esculpidasen cristal y cuadros de paisajes gélidosde indiscutible belleza. Necesitabaescapar de aquella cueva como fuera.Huir de los guardias que pronto saldríanen su busca. Esconderse. Pero ¿dónde?Y, ¿para qué?

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De pronto reparó en una ampliapuerta entreabierta batiéndosesuavemente al son de una corriente deaire. El frío en aquel nuevo pasillo eraconsiderablemente mayor que el delresto de las galerías que habíaatravesado hasta el momento. Tanto eraasí que ni siquiera había antorchasencendidas. Sin dudar un instante,empujó la puerta y cruzó al otro lado…

… para descubrir, cuando logróacostumbrarse a aquella blancura, unmirador con una gruesa balaustrada depiedra. A su derecha, una escalera depeldaños cortos descendía hasta el reinoque se presentaba ante ella como lamaqueta de un lugar de ensueño.

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A pesar del peligro que corría, nopudo evitar detenerse unos instantes acontemplar el paisaje. Las casas deGélinaz, pues ahora no le cabía la menorduda de dónde se encontraba, eran de uncolor gris, casi blanco, como el cieloque se percibía allá en lo alto de lacumbre acristalada. Solo era necesarioobservar las corrientes que arrastrabanpor el exterior ribetes de nieve, paraadvertir que aquel aislamiento debía deser obra de sentomentalistas.

Hombres y mujeres entraban y salíande las casas, paseaban por las cuidadascalles embutidos en gruesos abrigosmientras los niños correteaban en gruposcon sus cabezas cubiertas con gorros de

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colores. Había plazas con fuentes,galerías estrechas y amplios soportales,edificios de varias plantas y casitaspequeñas, jardines con estanques ytrovadores desperdigados que cantabanpara un público siempre en movimiento.En el horizonte, allá donde apenasalcanzaba la vista, se percibía un ampliocampo sobre el que pastaban animales, yun lago en su extremo occidental.

Y en mitad de aquel reino, en la zonamás elevada de la suave ladera quedescribía el paisaje, encerrado entre lasparedes de la montaña, el palacio deGélinaz se alzaba como un baluarte conocho torretas puntiagudas coronándolo.Construido con diferentes tipos de

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piedra, se contaba que en su interiorocultaba varias salas hechas enteramentede hielo.

Descendió los últimos escalones,con los pies ateridos de frío y lasrugosidades de la piedra clavándoseleen las plantas, hasta la parte inferior delo que era uno de los múltiples edificiosescarbados en la propia pared de lamontaña y que bordeaban el resto delreino. Una vez abajo, se internó entre lascallejuelas. Pronto se dio cuenta de quellamaba demasiado la atención;necesitaba encontrar ropa adecuada.

Cuando le sobrevino un ataque detos, se apoyó en la pared de una casapequeña para recuperar el aliento. ¿Qué

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estaba haciendo? ¿Dónde pensaba huirsi aquel reino era una prisión de roca ensí mismo?

—¿Te encuentras bien? —escuchódecir a alguien. Firela se giró como unanimal acorralado, y la señora que sehabía detenido para ayudarla dio unpaso hacia atrás, sobresaltada ante sudeforme rostro.

Mejor, pensó ella echando a corrercon más fuerza y desapareciendo por laprimera bocacalle que encontró paravolver a girar en la siguiente esquina.

Así fue avanzando, ocultándose delas aglomeraciones de gente hasta quedescubrió un pequeño patio junto a unacasa solitaria en el que había tendidas

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varias prendas de ropa.Con poco disimulo, con las piernas

heladas de frío y la piel de gallina, seacercó hasta las cuerdas y arrancó unabrigo y un par de calcetines algohúmedos. Desapareció antes de quenadie descubriese el hurto.

Una vez segura, escondida en unasolitaria plazoleta y rodeada por variascasas altas, se cubrió con el abrigo y sepuso los calcetines con manostemblorosas. Nunca se había sentido tanindefensa como hasta entonces. Yaquello le aterraba.

Se colocó el espejo encantadodelante de los ojos y dio un respingo alreparar en la oscura figura de Kalendra,

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aguardando de pie tras ella, vigilante yperdida.

Firela susurró el nombre de Galasaz,esperando que acudiera, pero no sucediónada. El viejo había desaparecido. ¿Y sise había perdido mientras cruzaban elDesierto de Cristal? Firela reprimió unescalofrío. No. No quería ni pensarlo.Debía de estar…

Entonces escuchó una voz lejana. Lamujer alzó la vista, preparada para salircorriendo, cuando advirtió que el sonidollegaba del espejo.

—¿G… Galasaz? —preguntó con unhilo de voz, tiritando. Debía de haberlesubido la fiebre—. ¡Galasaz!

Pero el espejo seguía vacío, a

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excepción de Kalendra.—Estoy aquí —repitió con más

fuerza—. ¡Gala…!El viejo apareció ante ella de

sopetón y Firela estuvo a punto de dejarcaer el objeto al suelo.

—Estamos en Gélinaz —dijo elhombre con una sonrisa—. Loconseguiste.

—¿Dónde estabas? —le preguntóella, aliviada y molesta a la vez—. ¡N…no sabes en el l… lío en que me has m…metido!

—¿Por qué estás temblando? —sepreocupó Galasaz—. Y permíteme quesea yo quien te pregunte a ti qué ocurrió.Cielos, creí que…

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Firela se frotó un brazo con la manocontraria para entrar en calor y cerró losojos.

—M… me salvaron un grupo dehombres, p… por lo que me explicaron.Me encontraron a punto de morir c…congelada.

—No… —se lamentó él.—Sí. He estado varios días

inconsciente.—Por eso no supe nada de ti… —

dedujo él.Firela asintió.—¿Y qué diablos haces fuera de la

cama? ¡Vuelve adentro!Ella sonrió con desgana antes de

envolverse con más ahínco.

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—Esta mañana ha entr… rado unhombre en la casa d… dondedescansaba. Ll… llevaba el espejo.M… me acusó d… de habértelo robado.

El viejo se mostró ofendido.—Y… yo le aseguré que no. P…

pero no me creyó.—¿Y quién era? ¿Cómo pudo

alguien reconocer mi firma en el espejo?—Era t… tu hijo. Tray.Galasaz se quedó lívido. Sus arrugas

parecieron desaparecer al tiempo queabría los ojos desmesuradamente.

—¿Has visto a… Tray?—Me ha am… menazado con mat…

tarme si no le decía d… dónde habíaescondido t… tu cadáver, cuanto menos.

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—Creen que he muerto. —No erauna pregunta.

—Que yo t… te maté, para serexactos.

—Tienes que volver —le apremió—. Tienes que llevarme con él. Necesitoverlo.

Firela advirtió cierto brillo deansiedad en sus ojos, que no había vistohasta entonces, tan calmado como sehabía mostrado en todo momento.

—¿Por q… qué no estabas en elespejo antes? —quiso saber ella.

—¡Me perdí! —respondió conimpaciencia—. Cuando caíste en lanieve el espejo se empañó y me quedésolo, así que me puse a andar hasta que

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llegué a Gélinaz, el Gélinaz de aquí:solitario y frío. En caso de que novolvieras a despertar… al menos podríapasar la eternidad en mi reino.

Firela se sintió molesta porque lahubiera dejado allí sola en mitad de laestepa, pero no dijo nada. Tampocopodía. Los temblores cada vez eran másfuertes, y los calcetines húmedos enlugar de ayudar, habían empeorado suestado.

—¡La hemos encontrado! —escuchógritar a alguien de repente. Un guardia.Detrás aparecieron otros tres, Tray entreellos.

Levantó la mirada dispuesta a salircorriendo, pero no sirvió de nada. Los

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hombres le cerraron el paso inclusoantes de que se levantara del banco.

—N… no he hecho nada —lesaseguró, sin fuerzas para intentardefenderse.

—Miente —dijo con voz ronca Tray—. Si no, no habría salido corriendo.

—¡C… corrí para s… salvar mivida! —No recordaba la última vez quetuvo que rebajarse a dar explicaciones.¿Cómo podía haber cambiado tanto sinadvertirlo?—. ¡T… tu padre me dijo quet… te trajera el espejo!

Tray se acercó a ella y la agarró delcuello del abrigo. A un palmo de surostro, siseó:

—No vuelvas a hablar de mi padre.

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—¿Tray?El joven tragó saliva sin soltar a

Firela. Los dos habían oído aquella vozlejana.

Con ferocidad el tipo soltó a Firelay esta cayó sobre el banco.

—¿Cómo has hecho eso? ¡Nointentes hechizarme!

—¿Tray qué sucede? —le preguntóuno de sus compañeros, acercándose.Pero él lo alejó y se colocó las manosen la cabeza.

—¡N… no te estoy hechizando! —leaseguró Firela—. T… tu padre estáaquí.

Y con estas palabras, alzó el espejopara que los ojos de padre e hijo se

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volvieran a reencontrar después de tantotiempo.

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5. Medidasdesesperadas

—Ha sido durante la noche —dijoZennion con la mirada clavada en lapared opuesta de la habitación. Seencontraban en los austeros aposentosde los sentomentalistas.

—¿Nadie los vio marcharse? —preguntó Sírgeric.

—Supongo que utilizarían sus donespara que no los descubrieran —comentóel Maestre con una lacónica sonrisa en

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los labios—. Parece que les hemosenseñado bastante bien…

Adhárel se paseó entre las literas,esperando descubrir alguna pista deadónde podían haberse marchado. Lascamas estaban deshechas, y lasestanterías, vacías. El rey se volvióhacia su amigo.

—¿No puedes hacer nada paraencontrarlos?

Sírgeric negó, compungido.—No tengo nada de ellos para viajar

hasta donde estén. No puedo hacer másque vosotros.

—Pero ¿por qué se fueron? ¿Yadónde? —Adhárel se apoyó en laventana, preocupado por lo que aquello

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podía suponer a esas alturas del juego.—Van a buscar a Vekka y al lobo —

respondió una voz tras ellos. Los tresadultos se giraron para encontrarse conSimon en la entrada.

Adhárel se puso de pie como unresorte.

—¿Se han marchado por venganza?—Su preocupación se había convertidoen ira—. ¿Cómo se les ocurre algosemejante conociendo la situación?

—Porque son niños, majestad —terció el Maestre, intentando calmarlo.

—No. Llegados a este punto, sonsoldados.

Sírgeric se mordió la lengua para noresponder al rey y se acercó al

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muchacho.—Simon, cuéntanos todo lo que

sepas. Los chicos pueden estar enpeligro ahora mismo.

—Ya lo sé —dijo él, serio—. Peroya os he dicho todo lo que sabía.Querían vengarse por lo que le hicierona Tail. Fue idea de Henry.

—Menuda novedad… —masculló elrey, bloqueando de manera intencionadael recuerdo de Duna, advirtiéndole alrespecto—. ¿Y Marco lo permitió?

—Intentó detenerlos, pero al ver queno le escuchaban, decidió unirse.

—¿Y tú por qué te has quedado? —preguntó Sírgeric.

El muchacho enrojeció más de lo

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habitual.—Porque sabían que solo los

retrasaría.—Has hecho bien contándonoslo,

Simon —le dijo Zennion, levantándosepara palmearle la cabeza—. Sirecuerdas algún detalle más, dínoslo.

Sírgeric forzó una sonrisatranquilizadora.

—No te preocupes, losencontraremos.

—Mandaré a un grupo de soldadospara rastrear el perímetro —dijoAdhárel, apretando los labios—. Si nosdamos prisa, podremos alcanzarlosantes de que salgan de Bereth.

—¿Cómo pensaban ellos encontrar

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al niño y al lobo? —preguntó Sírgeric.—Con el don de Henry —replicó

Simon.

Morgan se tiró al suelo y cerró losojos. Era la tercera vez que lo hacíaaquella mañana, y sus ropas comenzabana resentirse.

—Se dirigen al sur —dijo conmenos emoción que en las anterioresocasiones.

Marco bufó en voz baja.—Podría ser cualquier animal,

¿cómo sabes que estamos siguiendo su

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rastro y no el de algún comerciante?—Porque si así fuera —intervino

Henry con desdén—, habría escuchadoel traqueteo de las ruedas de su carro olas boñigas del animal estrellándosecontra la tierra. ¿Alguna pregunta más?

Morgan se sacudió la tierra de lospantalones.

—Esta vez creo que los he oído.Los otros tres muchachos se

volvieron hacia él. Uno conescepticismo, el otro con el brillo delansia en sus pupilas, y el último,aburrido.

—¿De verdad? ¿Sus voces? —preguntó Henry.

—Eso creo, pero…

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—¡Debemos de estar al lado! —exclamó el muchacho, sin prestar másatención a Morgan—. Vamos, tenemosque aprovechar esta ventaja.

Marco alzó los brazos al cielo.—¡Dijiste que si andábamos durante

toda la noche podríamos descansar alamanecer!

Henry se masajeó los ojos confuerza. Estaba tan cansado como losotros tres, pero si por él fuese no sedetendrían ni para comer.

—¿No quieres vengar a Tail o qué?Marco se puso a la defensiva.—¡Esa no es la cuestión, maldita

sea! Si estoy aquí es porque quieroayudarte, pero no quiero morir antes

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incluso de encontrarme con ellos.—Lo que intentas es retrasarnos

para no tener que luchar.Marco dio un paso hacia él con el

puño medio alzado, pero Andrew secolocó entre los dos con su fragmento dehierro convertido en una vara.

—Vale, tiempo muerto. Calmaos losdos.

Marco bufó sonoramente y se diomedia vuelta. A cada hora que pasabafuera del palacio, más convencidoestaba de que debería haberse quedadopara avisar a Zennion de los planes desu amigo.

Henry no atendía a razones desde elataque de Tail. Su aura brillaba con una

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intensidad inusitada. Era como si todo loque el Maestre les había enseñadodurante los últimos años sobre elautocontrol y la paciencia se hubieraesfumado de su memoria.

—Puedo seguir solo, no necesitovuestra ayuda —espetó Henry, echandoa andar.

Andrew puso los ojos en blanco.—Oye, espera un momento. Hemos

llegado hasta aquí juntos y seguiremosjuntos, ¿verdad, Marco?

Una mirada que podía significar:«por el Todopoderoso, di que sí yacabemos con esto» o bien «si no medas la razón, te zurro» bastó para que elotro gruñese una aceptación.

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—Supongo que sí.Henry se detuvo a unos metros de

ellos y asintió.—Entonces, sigamos. Nos

detendremos a mediodía, cuando hagamás calor.

—Bieeen… —canturreó Marco envoz baja, incapaz de seguirenfrentándose a él.

Si bien era cierto que solo llevabanaproximadamente seis horas caminando,la voz que todos oían en la cabeza y queno dejaba de tentarlos para que sedirigieran a Manseralda, los estabavolviendo locos. El apagado murmulloque el primer día advirtieron se habíaconvertido en una letanía que se repetía

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una y otra vez y que era imposible deobviar.

De nada servía que se distrajerancharlando entre ellos o tarareando unacanción, el misterioso ente persistía ensu cabeza martilleando todas sus ideas.A tal punto llegó la obsesión que duranteun rato fueron mascullando en voz cadavez más alta la frase, hasta terminarcoreándola los cuatro a gritos en mitaddel bosque.

Y lo peor de todo era que, cuantomás se alejaban de Bereth y más seacercaban al sur, más real y consistentese volvía.

—Si no nos mata el cansancio lohará el dolor de cabeza —se quejó

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Morgan con las manos en las orejas—.¿Es que no se va a callar nunca?

—Yo creo que ya no lo oigo. —Marco guardó silencio y añadió unossegundos después—. Ah, sí. Ahí está. Alfinal vamos a terminar acercándonos,aunque solo sea para ver qué ofrecencon tanta insistencia.

Henry se detuvo en seco y Morganse chocó con él.

—¡Eh! ¿Pero qué te pasa?—He tenido una idea.—¿Otra? —se quejó Marco,

doblándose por la cintura para estirarlos músculos.

—Es más una suposición, pero nosería mala idea tenerla en cuenta.

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—¿De qué se trata? ¿Volvemos acasa? —preguntó Morgan.

Henry sonrió con sarcasmo.—Muy gracioso. No. Todo lo

contrario. Quizás no sea tan mala idea loque has dicho y debamos dirigirnos aManseralda.

—¿Qué? —le espetó Marco,incorporándose de golpe.

—Bromeas, ¿no? —La sonrisa deAndrew se congeló en su cara—. ¿No?¡No!

—Desde luego que no. ¿Soy el únicoque lo ve lógico? ¡Ellos se dirigen haciaallí!

—¿Y por qué no hacia Salmat?¿Tengo que recordarte que ella es la

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reina?—Pensadlo un momento: después de

todo lo que sucedió en Bereth, ¿creéisque la niña tendrá ganas de subirse a untrono? Esa está huyendo con su amiguitoa un lugar donde puedan ser libres.

—¿Y qué te hace pensar que eselugar es Manseralda? —preguntóMorgan.

—¿Entonces damos por hecho queson sentomentalistas? —añadió Andrew.

Apenas había una base sólida sobrela que sostener aquel argumento, pero nodebían pasarlo por alto. Por lo queZennion les había dicho cuando subierona ver a Tail y lo que Marco pudocomprobar en su aura, el ataque que el

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gemelo había sufrido no había sidofísico, sino de otra índole. Como si solole hubieran dejado los despojos delalma para no desfallecer.

Además, estaba el hecho de que eljoven se paseara por ahí sin sombra…

—Ya casi no me duele —mascullóTail cuando logró despertar. Norecordaba nada. Solo los ojosambarinos del animal abalanzándosesobre él. Después sintió miedo y ganasde llorar. Sus ojos estaban agrietados yla alegría y la tranquilidad queacostumbraba a transmitir se habíanesfumado con el color de su aura. Y esque, ante el asombro y el temor deMarco, la luz que siempre había

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acompañado a Tail se había evaporadocasi por completo, volviéndose tanfrágil como una pompa de jabón.

—Tengo un presentimiento, ¿vale?—dijo Henry—. ¿A alguno os cabe lamenor duda de que Vekka es unsentomentalista? ¡Fijaos cómo secomporta con ese lobo sarnoso! Estoyconvencido de que tarde o tempranoterminará yendo a Manseralda, con o sinreina.

—No sé si será buena idea. —Marco intentaba poner algo de sentidocomún al asunto, pero era inútil— Yahabéis oído las noticias. Dimitri es elrey allí.

—¡Pues mucho mejor! —exclamó

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Henry—. Seremos los espías de Bereth.Morgan asintió, entre convencido y

deseoso de que aquello terminara de unavez.

—Nos vamos a meter en un líocuando volvamos, ya veréis.

Henry esbozó su primera sonrisadesde que su gemelo fue atacado.

—¿Más de lo que nos hemos metidoya?

Duna llamó a la puerta de lahabitación de Aya, primero con suavidady después con premura. Sabía que si se

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paraba a sopesar todo lo que estaba enjuego no se atrevería a seguir adelante.

—¡Ya voy! —le llegó la voz de lamujer desde dentro—. ¿A qué vienetanta…? Duna, ¿qué sucede?

—Tengo que hablar contigo —respondió ella, entrando en la habitacióny sentándose a los pies de la cama.

Aya cerró la puerta y se colocófrente a ella. Su gesto se habíacongelado en una mueca depreocupación.

—¿Ya ha empezado? La guerra,digo. Porque si es así, yo también puedoluchar.

Duna la miró como si no fuera capazde comprender su dialecto.

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—¿Qué? No. No tiene que ver con laguerra ni con Bereth —dijo,masajeándose los dedos, nerviosa.

Aya suspiró aliviada y se llevó lamano al pecho.

—Entonces ¿de qué se trata? —sesentó junto a ella.

—Es… sobre Cinthia.La mujer se enderezó, alerta, pero no

habló.—No te dijimos toda la verdad

sobre su… situación.—¿Está… herida? ¿Muerta? —Las

palabras salían de su boca con un miedoatroz a que se hicieran realidad.

—No está muerta, ni tampocoherida. Pero… pero tampoco está bien.

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Una lágrima furtiva se escurrió porlas demacradas mejillas de Aya.

—Quiero que me lo cuentes todo,Duna —dijo con voz grave—. Por muyhorrible que sea, será mejor que lo quemi imaginación ha supuesto.

La muchacha asintió y respiróhondo. En un intento por proteger a lamujer de la verdad, le habían hecho másdaño del que podían imaginar. Ya erahora de poner algún remedio y, consuerte, una solución efectiva.

—Tenías razón, Aya. Cinthiadesapareció por culpa de la Maldiciónde las Musas.

Su expresión fue más que elocuente.—¿Cómo puedes estar tan… segura?

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—preguntó con un hilo de voz, temiendola respuesta.

—Porque la vimos. A ella y a loscientos y cientos de niños que elFlautista había raptado por todo elContinente.

—Mi hija…Duna temía que, si seguía hablando,

la mujer terminase desmayándose.Quizás se había precipitado. Pero Ayase volvió para mirarla.

—¿Dónde está?—En… Hamel.—¿Y Adhárel lo sabe? ¿A qué

espera para enviar a la guardia? ¿No loha hecho por su amigo cuervo? ¿Y mihija?

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Duna cerró los ojos e inspiró.—No seas así, Aya. Es mucho más

complicado de lo que parece y voy anecesitar un buen rato para explicartetodos los detalles.

—Pues empieza a hablar, jovencita—le ordenó la mujer, secándose los ojosy recuperando de pronto el tono de vozque tanto había echado de menos—.Empieza a hablar inmediatamente.

Y ella obedeció.Al igual que Corpuskai y el propio

Flautista hicieron en su momento, Dunale habló acerca del origen de lasMaldiciones y de las Poesías. De lahistoria de amor y odio que habíadesencadenado todo en un principio, de

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la avaricia de Kastar, otrora Ettore, y dela locura de su hermano Giacomo. Delcastigo de las Musas y de la labor a laque estaría sometido el joven Flautistade ahí en adelante, raptando a los niñosde los reinos malditos y ocultándolos enlas profundidades de la MontañaSilenciosa.

Los ojos de Aya se fueronentrecerrando según iba avanzando elrelato, pero no dijo palabra. Duna leexplicó tan bien como pudo el estado enel que su amiga se encontraba, elencantamiento que la manteníacongelada en el tiempo y presa en eselugar. Le aseguró que nada podían hacerpor despertarla y que, al menos, allí

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estaría protegida. Cuando terminó dehablar, gruesos goterones se escurríanpor la piel ajada de la mujer.

—¿Volveré a verla? —preguntó conla voz tomada.

—¡Sí! —le aseguró Duna,agarrándole las manos—. Claro que sí,Aya. Volverá a Bereth pronto, te lo juro.Pero necesito tu ayuda.

La mujer se secó las lágrimas con unpañuelito que guardaba en el vestido.

—No digas tonterías, Duna —soltóuna carcajada amarga y volvió aquedarse seria—. ¿Qué puede hacer unavieja como yo en una situación comoesta si ni siquiera vosotros pudisteis…?—guardó silencio—. Es inútil.

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La muchacha negó repetidas veces.—Esa es la cuestión: ¡no lo es! —

Miró a su alrededor, como si pudierahaber alguien oculto en la habitación ydespués prosiguió—. El rey de Caravásnos ayudará.

—¿Te has vuelto loca? —la mujerabrió los ojos, aterrada—. Es un traidor,un asesino y un mentiroso. ¿Te crees quevoy a dejar siquiera que te acerques aél?

—¡Pero tengo un plan!Aya bufó, molesta.—No. Un plan que necesite a alguien

como ese hombre no puede ser buenaidea.

—¡Creí que querías salvar a Cinthia!

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—Con toda mi alma, Duna —dijocon voz grave—. Pero no voy aarriesgarme a perderte a ti también porel camino.

—¡No tienes por qué perderme!Déjame que te lo explique, por favor. —La desesperación estaba implícita encada palabra.

Aya fue a replicar una vez más parazanjar el asunto, pero fue incapaz. Eratan consciente como Duna de las ganasque tenía de volver a tener a Cinthia a sulado, protegida. Y, como ella sabía,haría lo que estuviera en su mano paralograrlo. Con un suspiro y sin cambiar elgesto de preocupación preguntó:

—¿Para qué me necesitas?

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—Bajemos a la cocina, cojamos unamanzana y te lo explicaré por el camino.Debemos darnos prisa.

Al Marqués no le quedaban yalágrimas que llorar. Se encontraba tiradoen el rincón de la celda, con losmúsculos entumecidos en una patéticaposición fetal y con la cara aplastadacontra el frío suelo de piedra. Surespiración era un gruñido enfermizo yflemático que arrastraba por las losas elpolvo y los granitos de arena. Iba amorir. ¿Qué importaba que alguien le

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viera de esa guisa o que su traje, ya depor sí manchado por su propia sangre,se ensuciara aún más? Su tiempo seagotaba desesperantemente rápido, yantes de que pudiera darse cuenta estaríacon la soga al cuello y sufriendoespasmos a varios metros sobre elsuelo.

Un lamento propio de los reos seescurrió por su garganta como unababosa. Tenía sed y hambre y ganas debañarse. Quería volver a Caravás, alpasado, a su imperfecto y tranquilomundo. Allí al menos había tenido unmayordomo, dos cocineras y un gato.¿Qué habría sido de Sebastian? ¿Se lohabría dado Dimitri a sus hombres para

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que lo desollaran? ¿Lo haría cuandodescubriera su situación? Sorprendido,dejó escapar una lágrima por el viejosirviente.

Al menos cuando estaba en Caravásle quedaba la esperanza de que su vidavolviera a ser tan perfecta como lohabía sido en el pasado. Ahora ya notenía ni eso. Había jugado sus cartas yhabía perdido la mano; la vida vendríadespués. Y todo por hacer caso a eseloco de Dimitri. ¡Él no estabaacostumbrado a luchar ni a actuardirectamente! Él solo había aprendido acolgarse las medallas y a lucir trajesbonitos en las galas, ¿cómo se le habíapodido ocurrir que esta vez sería

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diferente?Iba a volver a aullar de

desesperación cuando advirtió un haz deluz proveniente del pasillo. Conesfuerzo, volteó la cabeza para vercómo una luz anaranjada ibaarrinconando la oscuridad a su paso.Una muchacha apareció poco despuésagarrando una antorcha con las dosmanos. Y no estaba sola.

—A lo mejor ya está muerto… —oyó susurrar a la mujer que iba con ella.Se trataba de Aya, la otra era…

—¿Duna? —masculló con lagarganta seca. Quizás no estuviera todoperdido a fin de cuentas.

—Parece que hemos llegado a

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tiempo —comentó la joven, acercándosea los barrotes de la celda—. Levántate,queremos hablar contigo.

Apenas habían cruzado cuatropalabras durante su estancia en elpalacio. No entendía qué podía hacerallí abajo sin Adhárel y con la otramujer, pero guardó silencio para noespantarlas. Con un poco de suerte…

Se puso de pie apoyándose en lasmohosas paredes y después avanzó hastala luz de la antorcha como una moscatullida.

—Vosotras diréis —comentó,aparentando indiferencia y ocultando elmiedo y la desesperanza en las sombras.

La muchacha se giró hacia la mujer y

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le hizo un gesto. Esta, sin apartar lamirada del Marqués, sacó de su espaldauna manzana roja y brillante como unrubí.

—Gracias… —masculló el hombre,abalanzándose sobre ella, pero antes deque sus dedos la rozaran, la fruta volvióa desaparecer tras el faldón de laseñora.

—Esto no es para ti —le espetóDuna, alejándose un paso de él—. Nopara que te la comas, al menos.

El Marqués esbozó una sonrisacansada.

—¿Quieres que le quite las pepitas yla plante para estar entretenido?

—Vaya, no sabía que además de un

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mentiroso y de un traidor fueras unbromista —dijo Duna, sin amilanarse.

Laugard volvió a desinflarse yestuvo a punto de echarse a llorarpatéticamente. La petulancia que durantetantos años le había acompañadoparecía haberse escurrido fuera deaquella celda.

—Adhárel me ha hablado sobre tudon. ¿Has vuelto a mentir o esta vez hasdicho la verdad?

El Marqués se encogió de hombros ypaseó los dedos por los barrotes,despacio.

—Es la verdad.Duna asintió y volvió a pedirle a

Aya la manzana. La agarró con una mano

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y la lanzó al aire antes de recogerla denuevo.

—Tenemos una misión para ti.El Marqués abrió los ojos,

contrariado.—¿No ha quedado claro lo mal que

se me da eso de cumplir órdenes yllevar a cabo misiones?

—Esta no es difícil —le aseguró—.No tendrás ni que salir de la celda.

—Espléndido…—A cambio, si nos ayudas, intentaré

que Adhárel te perdone la vida.—¿Lo intentarás? —se mofó—. Voy

a necesitar un aliciente mucho másprometedor si quieres que te escuche.

Duna cambió el peso de un pie a

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otro.—De acuerdo, haré todo lo que esté

en mi mano.—No es suficiente.—¿Qué quieres entonces? —

preguntó, alzando la voz.La mujer le puso una mano sobre el

hombro para que se calmara.—No alces la voz, Duna.—Así que el rey no sabe que estáis

aquí abajo —dedujo el Marqués,ensanchando su sonrisa.

—¿Qué quieres? —repitió ella conlos labios apretados. Habían logradocolarse en las mazmorras durante elcambio de guardia. Si Adhárel ladescubría…—. Di.

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—La libertad. Que me saques deesta ratonera.

—Imposible.—Entonces creo que podéis volver a

vuestras mullidas camas.Duna lo agarró de la manga antes de

que llegara a girarse.—Primero tendré que comprobar

que no nos has engañado.—No sé de qué se trata, pero ¿qué

ocurre si todo funciona y aun así decidesno cumplir tu parte del trato?

—Mi palabra, a diferencia de latuya, sigue valiendo algo. ¿Crees queestás en situación de dudar de ella?

El Marqués se deshizo condelicadeza de la mano de Duna y la

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observó con detenimiento.—Si le contara a Adhárel que has

estado aquí proponiéndome un trato seenfadaría mucho.

—Si lo hicieras, te colgaríaninmediatamente. Ten por seguro que mipelea con Adhárel no sería nada fuerade lo corriente.

Laugard tragó saliva y arrugó elmorro.

—Qué buscáis.Duna levantó la manzana y la colocó

frente a sus ojos.—Necesito que hagas que esta

manzana consiga despertar a cualquieraque le dé un mordisco.

—¿Disculpa?

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Duna bufó y se apartó el pelo de lafrente.

—O que pruebe su jugo, da lomismo. —Se volvió hacia Aya,intranquila—. Técnicamente si estádormida no creo que pueda morder, ¿no?Bueno, me las ingeniaré como sea paraque…

—¡Un momento! —El Marqués ledio en el hombro para que se girara—.¿Quieres que hechice esta fruta?

Las dos mujeres asintieron. Laugardse las quedó mirando antes de soltar unacarcajada que pronto mutó en una tosincontrolable.

—¿Dónde está el truco? —dijo,recuperándose.

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—No hay truco. Necesitamos que lohagas para poder… despertar a unaamiga.

—¿No sirve con un sopapo o unjarro de agua fría?

Duna puso los ojos en blanco.—No.—Ya veo: sentomentalomancia, ¿eh?

—El Marqués asintió, pensativo—. Encualquier caso, no es posible. Si tu reyte ha explicado algo sobre mi don,necesito nutrirme de una fuente de fesuficientemente potente…

—Y aquí la tengo. —Duna se apartóy agarró a Aya del brazo para que seacercara.

—¿Solo ella? —sus cejas se alzaron

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hasta casi pegarse con las entradas delcabello.

—Bueno, y yo. ¿Puedes hacerlo ono?

El Marqués observó condetenimiento a las dos.

—Puedo intentarlo.Sin entrar en detalles, la muchacha

le explicó las particularidades de lasituación en la que se encontrabaCinthia. No mencionaron a las Musas nitampoco al Flautista, pero el Marquésno tardó en comprender que se tratabade algo mucho más complicado de loque aparentaba a simple vista.

—Por supuesto no podía ser algosencillo.

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—No voy a insistir más: ¿vas aayudarnos o no?

El Marqués cruzó su mirada con lade la joven y después con la de Aya. Elbrillo de sus ojos a la luz del fuegoreflejaba la predisposición que siemprehabía necesitado para llevar a cabo sustrucos. Funcionara o no, debíaintentarlo; no encontraría muchas másoportunidades de poder escapar convida de aquella celda.

—Dame la manzana —dijo con tonocansado. Duna se la tendió y después seseparó de la jaula—. Necesito que osconcentréis en creer en mí. Deboadvertiros que es la primera vez queintento algo así; siempre logro que mis

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víctimas crean por sí mismas, no sé sifuncionará.

—Tú haz tu trabajo que nosotrasharemos el nuestro. Tienes el poder parahacer que esta manzana pueda despertara cualquiera que pruebe su jugo,¿verdad, Aya?

La mujer asintió, primero despacio ymás tarde con entusiasmo.

—Un poder ilimitado —prosiguióDuna, con asombro—. Con una gota deella podrías despertar a un centenar dedurmientes. Los ejércitos te temen y losreyes te buscan para que compartas tupoder con ellos.

El Marqués cerró los ojos y fuealimentándose de las palabras de la

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muchacha y del deseo de creer de lamujer. Al principio temió que nofuncionaría, que su propio don se habíadado cuenta de que estaban haciendotrampas. Respiró hondo y se concentróen aferrarse a los hilos de fe que poco apoco comenzaban a manar de susvisitantes. Unos hilos tan finos como losde las arañas, que pronto fueroncreciendo en intensidad y embargándolopor dentro.

Ya no prestaba atención a laspalabras de Duna. Sus sentidos estabanconcentrados en la inagotable fuente dela mujer que, sin verla, sabía quelloraba de la emoción, no por creer queaquello podía funcionar, sino porque

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habían encontrado a alguien que podíasalvar a la joven Cinthia con ayuda deaquella manzana roja. Su fe en élcomenzaba a desbordarse con cadaminuto que pasaba. Limpia, clara yperfecta para el fin último.

Cuando consideró que estaba listo,apretó los dedos contra la fruta y dejóque su consabido don hiciera su trabajo.¿Despertar a una durmiente con aquellamanzana? Pan comido; lo llevabahaciendo toda su vida, a fin de cuentas.Sintió un cosquilleo recorriéndole elpecho y viajando por los brazos hastalas yemas. La energía fue abandonandosu piel y se fundió con la de la manzana.Como detalle personal, se permitió el

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lujo de ofrecer a la fruta un brilloespecial que la diferenciara de cualquierotra.

—¡Listo! —dijo, abriendo los ojos ysonriendo, cansado.

Duna interrumpió su letanía.—¿Ya está? ¿Ha funcionado?Por respuesta, el Marqués lanzó la

fruta al aire como había hecho antes lamuchacha y volvió a recogerla, la estelarojiza pintó la oscuridad con claridad.

—Créeme, esta manzana podríadespertar hasta a un muerto.

Aya se secó las lágrimas con elreverso de la mano y después le dio lasgracias. Laugard asintió complacido y leacercó la fruta a Duna, pero cuando iba

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a cogerla, este la alejó.—En cuanto comprobéis que

funciona, me liberaréis —le dijo.—En eso hemos quedado, sí —

replicó ella, ansiosa—. Hablaré conAdhárel para que no te ejecuten. Te lojuro.

Laugard negó con impotencia y se laentregó. Tendría que confiar en ella.

—Espero que así sea.

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6. La sombra por ellobo

Dejaron atrás la espesa foresta deBereth en el tercer día de viaje. Frente aellos, los últimos árboles previos alValle Inocente se mostraban como elprólogo de un terreno sin apenasvegetación y salpicado por riachuelosocultos entre la maleza corta.

—Atravesarlo supondría exponernosa que nos vieran desde cualquier punto—dijo Vekka, preocupado—.

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Deberíamos bordearlo.—¿Salmat está al este? —preguntó

Lysell.El muchacho señaló a lo lejos,

donde, prestando mucha atención,podían advertirse las siluetas de lasprimeras casas del reino.

—¿Quieres que vayamos?La niña negó con energía.—Sigamos hacia Manseralda —

comentó.—¿No sabes dónde está Salmat pero

sí Manseralda?Lysell enrojeció. No le había dicho

todavía nada sobre la hipnótica voz desu cabeza.

—Ya escuchaste a Adhárel la

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primera noche: los sentomentalistas seestán reuniendo allí.

Vekka alzó una ceja.—¿Y crees que es buena idea que

nos acerquemos?Ella se encogió de hombros,

intentando aparentar indiferencia.—Si no nos gusta, siempre

podremos marcharnos.Lue llegó al trote de entre los

árboles con algunas hojas y ramaspequeñas enganchadas al pelaje. Vekkase agachó a su lado y le limpió el lomocon esmero mientras la niña losobservaba con el ceño fruncido. Ahora onunca, se dijo.

—Vekka…

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—¿Hum? —no se giró para mirarla.—Me… gustaría saber qué fue lo

que pasó en Bereth.Él dejó la mano quieta sobre el lobo

y Lysell vio cómo se crispaban susdedos, pero no habló.

—Vekka, por favor. Necesitosaberlo.

—¿Lo necesitas? —preguntó él,girando el cuello lentamente—. ¿Paraeso viniste tras de mí? ¿Para encontraruna razón para perdonarme?

La niña enrojeció al versedescubierta.

—¿Qué harás si no te lo digo? —insistió Vekka—. ¿Te irás sola?

—¡No! Es solo que…

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El chico se puso de pie. Sus ojosgrises se ensombrecieron cuando lamiraron.

—Voy a ponértelo sencillo: sí, Lueatacó a ese idiota en Bereth —reveló depronto.

Lysell no dio crédito. Se llevó lamano a la boca y se echó para atrás,asustada.

—¿Tú… tú también estabas allí? —preguntó aturdida y sin saber si mirarlea él o al animal.

—Sí.Lysell negó, incrédula.—¡Cómo…! —no terminó la frase

—. ¡Puede que ahora mismo estémuerto!

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Vekka hizo un mohín.—Si así fuera, se lo merecería.

Espero que los demás hayan aprendidola lección.

—Tú no eres un asesino. ¿Cómodejaste que Lue…?

—¡Lue hizo lo que yo le ordenaba!—le interrumpió—. ¿También vas ajuzgarme tú?

El arranque de sinceridad estabacayendo sobre ella como una lluvia deguijarros. Quería que parase, perotambién necesitaba saberlo todo.

—¿Solo porque se rieron de ti? —preguntó.

—No.—¿Me harías lo mismo si llegara el

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caso?Vekka apretó los labios. Sus fosas

nasales se abrieron y cerraron conenergía, pero no sirvió de nada.

—Sí.Ella sintió un escalofrío. Una

lágrima se escurrió por la cenicienta tezde Vekka.

—Será mejor que nos separemos —masculló el muchacho.

Lysell cerró los puños con fuerza.—No vamos a separarnos —le dijo,

golpeándole en el hombro para que sediera la vuelta—. Cuéntame qué estápasando contigo y con Lue. Dime porqué no hiciste nada para evitar el ataquey por qué huiste. Necesito saberlo.

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El muchacho se dio la vuelta, perofue incapaz de enfrentarse a los ojos desu amiga. Los clavó en la tierra, por elcontrario.

—Es peligroso que sigamos juntos ytú ya te has recuperado lo suficiente.

—No te he preguntado eso —leespetó ella—. Dime qué está pasandoaquí.

Seguía temblando y tenía miedo. Yano solo de la verdad, sino también deLue y de los cambios de temperamentotan incontrolados de su amigo, pero eseterror era el mismo que le estabaotorgando la fuerza para seguir adelante.

—No soy un chico corriente —dijoVekka con un hilo de voz—. Mi padre se

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encargó de ello hace tiempo…—¿Tu padre? ¿Qué tiene que ver él

con todo esto?El muchacho alzó la mirada.—Él me convirtió en lo que soy. Él

me robó la sombra y se la entregó albosque.

El corazón de Lysell se detuvo uninstante antes de seguir palpitando conmás fuerza. El viento arrastró un puñadode hojas de los árboles cercanos, quenavegó sobre sus cabezas sin rumbo fijo.

—Alguna vez me has preguntado quéocurrió esa noche en el bosque, cuandome atacaron los lobos.

La niña asintió.—Mi padre intentó curarme con

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todos los ungüentos que encontró, perolos cortes, según me dijeron más tarde,eran tan profundos que apenas mequedaba sangre en el cuerpo parasobrevivir. Fue entonces cuando decidiórecurrir a su don.

Lysell se había pasado la mayorparte de su infancia preguntándose sirealmente Azquetam escondía un podersecreto o si todo lo que había oído sobreél era mentira. Ahora, más lejos delcampamento de lo que jamás habíaestado, no creía estar lista para conocerla verdad.

—Mi padre siempre ha sido uncobarde. Tenía tanto miedo a su propiodon que solo cuando vio que su hijo

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moriría se decidió a utilizarlo, y nisiquiera entonces lo hizo bien. —Vekkaalzó la mirada a las nubes—. Por lopoco que entendí, tenía la capacidad derealizar cualquier intercambio, siempreque fuera justo. Según me explicó, todasnuestras acciones tienen consecuencias.Esas consecuencias son la naturalezareajustándose, equilibrando la balanza.Nosotros no podemos elegir el precioque pagamos por ellas; mi padre, sí.

—¿Eso qué significa?—Que puede modificar la realidad

si a cambio hace sacrificios querestauren el orden. —Se cruzó de brazosy miró a Lysell—. En mi caso, viendoque estaba a punto de morir, le pidió al

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bosque que me salvara y, a cambio demi sombra, este me entregó una nueva…Luz.

—¿Una luz?Vekka sonrió, observándola con

admiración, orgulloso de que ellahubiera permanecido ignorante deaquellas pesadillas que a él lo habíanasediado sin descanso.

—La Luz es eso que nos hace seguiradelante cuando hemos perdido laesperanza —explicó—. Es la ilusión yel deseo de vivir, de luchar por lo quequeremos. —Hizo una pausa antes deseguir—. Yo perdí la mía esa noche.Según mi padre, llegué a estar muerto uninstante, suficiente para que se

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extinguiera por completo dentro de mí.Por eso el cambio fue más complicado;no valía con que siguiera con vida,necesitaba algún modo de recuperar unafuente de… de Luz como la que habíaperdido. Sin ella, simplemente, notendría ganas de vivir.

Una posible teoría comenzó afraguarse en los aterrados pensamientosde Lysell.

—Al final llegaron a un acuerdo. Elbosque se llevaría consigo mi sombra yme ofrecería a cambio una criatura quepudiera robar la Luz de otros para mí.

—Un lobo —supuso la niña.—Así es. Al mismo tiempo que yo

recuperaba la vida, esta cría abandonó

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su manada y apareció en el campamento.—Vekka se acercó al lobo y rozó sulomo con la punta de los dedos—. Porentonces Lue no tenía más que unascuantas semanas, pero encontró elcamino hasta mí y me reconocióinmediatamente, igual que yo a él.

—¿Por eso está contigo? ¿Para robara otros su Luz?

Vekka asintió.—La misma que se va extinguiendo

dentro de mí a cada instante que pasa.—Se mordió los labios y añadió—: Tejuro, Lysell, que hacer daño a laspersonas es lo último que deseo, pero aveces el hambre es tan… esinsoportable y la desesperanza… siento

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un agujero aquí —se golpeó el pechocon el puño— que se va haciendo cadavez más grande y que me engulle cuandome despisto.

Las lágrimas rodaron por susmejillas hasta la puntiaguda barbilla.

—Yo no quería convertirme en unasesino ni hacer daño, pero nadie me haenseñado cómo parar. Y quiero seguirviviendo. —Su voz se convirtió en unsusurro—. Tengo miedo de morir otravez.

Lue se levantó en ese momento y seacercó al muchacho para restregarsecontra su pierna amistosamente.

—¿Por qué no me dijiste nada antes?—acertó a preguntar Lysell,

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conmocionada.—Por vergüenza. Igual que tú

tampoco me mencionaste tu don. Comoves, mis secretos son un poco másoscuros que los tuyos —bromeó sin unápice de ganas—. Estoy maldito, Lysell.Por eso creo que lo mejor será que nosseparemos; tengo miedo de lo que puedallegar a hacerte.

—Eso lo decidiré yo —replicó ella,testaruda.

—Por desgracia, aquí no mandamosni tú ni yo, sino el hambre. Mi hambre.

La niña se echó el pelo hacia atráscon los ojos cerrados, intentandoencontrar una solución. Quería seguircon Vekka, ayudarlo.

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Independientemente de lo que supusierapara ella.

—¿Y no puedes… evitarlo de algúnmodo?

El muchacho la miró con ojos tristes.—Me temo que no. Tú no sabes lo

que es… esto. Descubrir que no tienesmotivos para seguir adelante, desear queel tiempo se detenga como lo han hechotus ganas de vivir, sentir que todo temolesta, que nada te agrada porquesabes que el agujero no se cerrará conpalabras bonitas ni buenas intenciones.

—Quiero ayudarte.—Pero no puedes —añadió él, con

una sonrisa triste.—¡Haré lo que sea! —estalló la niña

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de golpe—. Quiero que sigamos juntos.Me da igual si me paso el resto de lavida amargada y triste.

—¿Así es como me ves? —dijoVekka, con una media sonrisa.

—Por favor, no te separes de mí. Tenecesito.

Los ojos de Vekka eran un banco deniebla impenetrable, pero Lysell no teníamiedo. Necesitaba perderse en ellospara hallar a su amigo y liberarlo.

Se acercó un paso y lo agarró de lasmanos. El joven no apartó la mirada,pero se puso tenso como la cuerda de unarco. Su respiración se volvió fuerte ypesada, y los músculos de sus brazos seagarrotaron, alerta. Lysell no se inmutó.

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Tragó saliva e intentó olvidarse delpalpitar que tronaba en sus oídos y delas posibles consecuencias de sus actos.Lentamente acercó los labios a los de suamigo hasta rozarlos.

Vekka no reaccionó en un primerinstante, pero en cuanto la piel de Lysellcomenzó a desear la suya, su boca cedióy le devolvió el beso. Torpe y brusco,tierno y real. Todas las emociones quelos jóvenes sentían se licuaron en aquelgesto y se mezclaron con las caricias desus inexpertos dedos. El muchachoagarró a Lysell de la nuca y la atrajohacia sí, enterrando la mano en suscabellos platino. La vergüenza y la dudadieron paso a la decisión y a la avidez;

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al deseo de que pudieran alargar aquelbeso eternamente sin tener quepreocuparse más por lo que el porvenirles tuviera preparado ni por otra hambreque no fuera la del cariño contrario.

Cuando se separaron, la piel pálidade Lysell se había sonrojado. La tez deVekka también se había oscurecido. Semiraron de soslayo y amagaron unasonrisa. Él dejó escapar el cuello deella y ella liberó su espalda. Y sinembargo, sus manos encontraron elmodo de volver a juntarse.

—¿Esto… significa que te quedas?—preguntó Lysell con un nudo en lagarganta.

—No, no significa eso —respondió

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Vekka—. Pero lo haré de todas formas.Lysell se humedeció los labios y sin

previo aviso se abalanzó sobre su pechopara que no la viera llorar. Cuando losbrazos del muchacho la cubrieron, dejóescapar un suspiro y cerró los ojos.

Se quedaron en silencio unosminutos antes de que Vekka dijera:

—¿Hay algún motivo en particularpor el que quieras ir a Manseralda?

Lysell respiró hondo antes deresponder.

—Oigo una voz que me dice quevayamos hacia allí.

El muchacho se separó para mirarlacon preocupación.

—¿Una voz en la cabeza?

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Ella asintió.—Parece de hombre y me dice

que… que los sentomentalistas nosreunamos en ese lugar donde estaremosprotegidos.

—Pero…—La guerra —le interrumpió ella,

bajando la vista—. Lo sé. Pero noquiero acercarme a Salmat, Vekka.Tengo miedo de lo que me puedan hacerallí.

—Y lo entiendo, pero…—Quizás podamos sacar algo de

dinero para no depender de nadie ydespués…

Vekka ladeó la cabeza hacia elinmenso valle y después se encogió de

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hombros.—Lue siempre puede sacarnos de

apuros si nos equivocamos —se limitó adecir.

Le palmeó el hocico al animal yechó a andar hacia el sur.

—Espera. —Lysell le agarró delbrazo otra vez—. ¿Cómo te encuentrasahora?

—Estoy bien —respondió él—.Mejor de lo normal.

Ella le apretó el brazo.—Estoy aquí, ¿vale?Vekka asintió, taciturno, y volvió a

retomar la marcha. Lysell no le soltó.Esquivaron el primer riachuelo queencontraron casi cuando ya estaban

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sobre él. Aquel camino, incluso si lobordeaban, estaba repleto de zanjas ypequeñas charcas bastante peligrosaspara los tobillos.

A pesar de que el sol brillaba confuerza, el frío cada vez era más intenso.Poco a poco el catarro de Lysell ibaremitiendo, pero la muchacha no dejó deingerir infusiones calientes hechas abase de las plantas medicinales queencontraban por el camino.

Vekka, por el contrario, parecíaincombustible. Se mantenía en silenciola mayor parte del tiempo y con laatención puesta en el camino y en elhorizonte. No había irregularidades enel terreno que sus ojos no percibiesen a

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tiempo para esquivarlas.Cuando llegó el amanecer del

segundo día consideraron que todos susmiedos previos eran infundados y que nohabía lugar más desamparado y solitarioque aquel valle en mitad del Continente.Apenas se cruzaron con un puñado decarretas que viajaban hacia el norte ycuyos conductores no se dignaron ni amirarlos.

Quizás por eso, o porque en esemomento estaban riéndose de uncomentario de Lysell, ninguno de los dosprestó atención a tiempo a los aullidosde alerta de Lue.

Cuando quisieron darse cuenta, dosdardos puntiagudos se clavaron en el

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brazo de Lysell, otro en el pecho deVekka y varios en el lomo del animal.Antes de que lograran arrancárselos ode que al menos pudieran advertir quiénse los había lanzado, el veneno quecontenían las puntas se extendió por susangre hasta hacerlos desfallecer sobrela húmeda explanada.

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7. El ejército delnorte

Bereth parecía estar de fiesta aquellamañana. Los aldeanos se arremolinabanen las calles y los balcones para ver elimpresionante ejército plateado queatravesaba las calles del reino endirección al palacio. Los comerciantesse frotaban las manos con avariciapensando en las ganancias, mientras lasjóvenes solteras cuchicheaban engrupitos admirando la pose de aquellos

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hombres del norte. Los niñoscorreteaban entre las piernas de los másadultos, con los ojos brillantes deemoción ante semejante espectáculo.

Gélinaz cautivaba a todos con unmaravilloso desfile donde no faltaba denada: jamelgos blancos de patasrobustas y pelaje largo, caballerosvestidos con las más elegantesarmaduras, carrozas cubiertas deintricados detalles invernales en susparedes, y un séquito de cortesanos ysirvientes que saludaban a los allíreunidos con entusiasmo.

En la cola de la comitiva cabalgabaun grupo de treinta hombres con capasdiferentes de color burdeos. En silencio

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y sin girar tan siquiera la cabeza hacia elpúblico, avanzaron al unísono a buenpaso.

El rey Oer presidía la enormecabalgata con una sonrisa cálida y lamano derecha siempre en alto parasaludar a todos. Su mujer, Kylma,viajaba a su lado en una yegua ensilladacon la más brillante pedrería. Sobre suscabezas, la corona y la tiara de cristaldestellaban cuando los rayos del solesquivaban las sombras de las casas.Tras ellos, un caballero erguido y desonrisa bondadosa saludaba a losaldeanos con parsimonia. Sus ropajes,rojos y negros, iban a juego con lasarmaduras de los últimos caballeros.

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En lo alto de la colina, al final de lacalle principal, Adhárel, Duna y la reinaAriadne aguardaban con entusiasmo sullegada. También se habían congregadoallí Heredias, Sírgeric y Zennion, todosellos con sus mejores ropas y unassonrisas deslumbrantes.

Oer bajó de un salto de su monturacuando llegó al comienzo de laescalinata y después ayudó a su mujer adescabalgar. En cuanto estuvo en elsuelo, las dos reinas corrieron aabrazarse, ilusionadas con elreencuentro. A gran velocidad, mientraslos vítores de los berethianos se ibanapagando paulatinamente, los sirvientesdel palacio se dispusieron a ayudar a la

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caballería a instalarse en lasinmediaciones.

—¡Bienvenidos a Bereth,majestades! —saludó Adhárel,ofreciendo su mano para que el rey Oerse la estrechase.

—Es un verdadero honor volver aestas tierras.

—¡Qué tiempo tan maravillosotenéis aquí siempre! —dijo Kylma,acercándose a Adhárel para cederle sumano y que él la besara.

—Os presento a Duna Azuladea —dijo él—, mi futura esposa.

Los reyes le miraron sonrientes ydespués saludaron con entusiasmo a lajoven, aturdida al haber sido presentada

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por primera vez de ese modo porAdhárel.

—Eres preciosa —le aseguró lareina—, no me extraña que hayascautivado el corazón de un rey.

—Gracias, majestad —dijo Dunaante tanto cumplido.

—Y estos de aquí son mis hombresde confianza —prosiguió Adhárel—:Heredias, capitán del ejército; Zennion,maestre de los sentomentalistas, ySírgeric mi segundo al mando.

Tras los saludos de rigor, Oer segiró hacia el hombre que habíaaguardado todo ese tiempo a unos pasosde distancia para pedirle que seacercase.

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—En el camino a Bereth —explicó— nos hemos encontrado con otrocaballero que también se dirigía haciaaquí.

—Es un honor servir a la causa, reyAdhárel —dijo por presentación eljoven de tirabuzones negros. Tras lareverencia de rigor añadió—: Soy elpríncipe Lorian, de Alto Cielo.

Adhárel lo miró sorprendido antesde volverse hacia su madre.

—¿Y vuestro padre, querido? —preguntó ella.

El muchacho pareció incómodo.Negó lentamente y dijo:

—Me temo que no atenderá vuestrapetición, majestad —pareció que iba a

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decir algo, pero después cerró la boca yse lo pensó mejor—. Su salud se loimpide.

—Oh, cuánto lo siento —musitóAriadne—. Espero que no sea grave yque se reponga pronto.

—Yo también lo espero. —Loriansonrió y ladeó la cabeza.

—No dejan de ser buenas noticiasque estéis todos aquí —intervinoAdhárel—. Es estupendo que hayáispodido venir tan pronto. Pero no nosquedemos…

—¡Papá!—¡Madre!—¡Esperadme!Las vocecitas acristaladas de tres

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niños vestidos con chaleco, camisa ypantalones hasta media pierna enminiatura se abrieron paso hasta Oer yKylma.

El orondo rey soltó una carcajadamientras cogía a uno de ellos en brazos.

—Os presentamos a nuestrossoldados de confianza, Ashaz, Urik yEldavor.

—Yo soy Eldavor —advirtió el máspequeño de todos, señalándose el pecho—. ¿Y tú?

—Adhárel —respondió elinterpelado.

—Yo soy príncipe, ¿y tú?—Yo lo fui. Ahora soy rey.El niño lo escrutó con sus ojos

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azules antes de girarse hacia Oer.—Él también es rey —le dijo a su

padre al oído.—Lo sé, lo sé —respondió el

hombre.—Pero no tiene barba…—¡Cállate! —le espetó su hermano

mayor, molesto e impaciente.Los demás rieron el comentario.—No nos quedemos aquí —

intervino Ariadne—. Estaremos muchomás cómodos en los jardines delpalacio.

Dicho esto, agarró del brazo aKylma y juntas ascendieron la escalinatahablando sobre trivialidades acerca delviaje y del clima. Los demás las

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siguieron, alegres. Ya habría tiempo mástarde para enfrentarse al verdaderomotivo por el que se habían reunido allí.

—Sírgeric, tengo que hablar contigo.—Duna interceptó a su amigo en cuantoAdhárel desapareció junto a los demásmiembros de la realeza.

—¿No puede esperar? Tu futuromarido quiere que esté a su lado comobuena mano derecha que soy —bromeó.

—Es urgente.Debió de ver la angustia en los ojos

de Duna, pues sin decir una palabra la

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siguió hasta una de las salas laterales.—¿Y bien?La muchacha sacó de su vestido la

manzana roja encantada por el Marqués.—No tengo hambre.—No es para ti, bobo. Es para

Cinthia.El gesto de Sírgeric se tornó frío.—¿Ya lo hemos superado como para

burlarnos de ello?—¿Qué? ¡No! —Duna hizo un gesto

con la mano para tranquilizarlo—.Déjame que te lo explique y no meinterrumpas hasta que termine, por favor.

El joven se cruzó de brazos.—Esta manzana podrá despertar a

Cinthia. Está… encantada.

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Los ojos de Sírgeric brillaron conemoción y pánico a la par.

—¿Estás segura? ¿De dónde la hassacado?

—Te he dicho que no meinterrumpas.

—Duna…—Se la di a Laugard para que la

hechizara.El pánico venció a la emoción y

Sírgeric estalló:—¡¿Qué?! ¿Has perdido la cabeza?

—Agarrándola del brazo, la alejó de lapuerta para internarse más en lahabitación—. ¿Cómo se te ocurre andara solas con ese loco?

—Ese loco es nuestra única

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posibilidad de que Cinthia vuelva acasa.

—¡Tonterías! —El pánico habíadado paso a la rabia contenida—. Voy adecírselo a Adhárel. No sabemos hastaqué punto nos has comprometido.

—¡No! —De un manotazo se liberóde Sírgeric—. No te estoy pidiendopermiso, solo te estoy informando. Estamanzana tiene la capacidad de despertara cualquiera que beba su jugo.

—¿Cómo sabes que no te hamentido? ¿La has probado ya?

Duna cerró la boca con fuerza yrespiró varias veces antes de responder.

—Sé que funcionará.—¿Y si es una trampa? ¿Otra

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mentira más de ese hombre?—¡Pero mira cómo brilla! —la fruta

irradiaba un suave halo rojizo queiluminaba la penumbra de la sala. Losdos se quedaron observándola hasta quelos labios de Sírgeric se curvaron en unasonrisa. Antes de darse cuenta estabacarcajeándose en voz baja. Duna loimitó sin poder contenerse.

—Sí, Duna. Me has convencido. —Volvió a ponerse serio—. ¿Y si lahubiera hechizado para que Cinthia setransformara en rana? ¿O para que sevolviera de oro? ¡No me fío!

—Déjame intentarlo, por favor.Hemos sido nosotras quienes leotorgamos el don. ¡La manzana la

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despertará!—¿No decías que no me estabas

pidiendo permiso?Ella bajó la vista hacia la manzana.—Supongo que sí.—Escucha, yo tengo las mismas

ganas que tú de que Cinthia regrese,pero temo hacer algo que puedacomplicar la situación.

—Funcionará, Sírgeric. Estoysegura. Nos convencimos de queLaugard podía hechizar la manzana paranuestros propósitos y surtió efecto.

—¿Nos?—Aya y yo.El joven se llevó la mano a la

cabeza.

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—¿Aya también está enterada deesto? ¿Quién más?

—Solo ella.—Adhárel nos cortará el cuello a

todos.Duna lo agarró de la mano.—No tiene por qué enterarse.—Claro, como no se ha convertido

en un rey paranoico que no nos deja ni ira los jardines solos…

—No te pases —le amonestó Duna.—Lo siento. Pero sabes que tengo

razón. ¿Qué piensas decirle para que tedeje salir de Bereth ahora que está apunto de estallar una guerra?

—No se lo diré.—Ah. Escaparte. Una idea

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sensacional. ¿Quieres que de paso tecorte una mano y se la deje comorecuerdo? ¡No puedes irte sin decírseloo se volverá loco y a nosotros con él!

—No me ha dejado otra opción.—¿Lo has intentado al menos?—No, pero…—Hazlo. Explícaselo. Pero intenta

ser más clara que conmigo.La muchacha bufó desesperada.—No me has dado ni tiempo para

hablar antes de ponerte como unbasilisco.

Enfrentarse a Adhárel. ¡Ni siquierase le había pasado por la cabeza! Desdeun principio había decidido marcharse yvolver sin decirle nada. Estaba

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convencida de que el mal humor del reyse aplacaría en cuanto viera a Cinthiacon vida.

—Hazme caso, Duna —insistió.—¡De acuerdo, de acuerdo! No hay

quien te aguante cuando te ponesresponsable.

—Aya no piensa lo mismo —replicóél, sonriendo más tranquilo—. Volvamosantes de que alguien pregunte.

Cuando salieron al jardín, losinvitados mantenían una acaloradadiscusión sobre el modo de actuar.Mientras que Oer estaba convencido deque la mejor estrategia era no esperar ypillarlos por sorpresa, Lorian y Adhárelopinaban que debían aguardar.

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—Si le queda algo de dignidad,Dimitri declarará la guerra como debe.

—¿Y desde cuándo ese crío hahecho lo que se espera de él? —leespetó Ariadne con ferocidad.

—Por eso debemos utilizar laventaja con la que contamos ahora —intervino Oer tras dar un trago a su copa.

—No nos rebajaremos a su altura.—Adhárel se giró cuando vio llegar aDuna y a Sírgeric. Extrañado por sumisteriosa desaparición, les dedicó unamirada acusadora, pero no añadió nada.

—¿Con cuántos hombres contamos?—preguntó Lorian—. En Alto Cielosolo he podido reclutar a cincuenta…

—Y os agradecemos el esfuerzo —

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comentó la reina de Bereth, sonriendocálidamente.

—Desde Gélinaz hemos traído aunos doscientos soldados y dieciochosentomentalistas.

—Veintiuno, querido —le corrigiósu mujer Kylma, divertida.

—Me temo que nuestros hijos noestán todavía… entrenados.

El comentario hizo reír a los allíreunidos y relajó considerablemente losánimos.

—Ahora es pronto para hablar sobreesto —dijo Adhárel—, estáis cansadosy seguramente hambrientos. Pero por latarde, después de comer, me gustaríareunirme con vosotros para poneros al

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corriente de todo.Los murmullos fueron de

consentimiento. Un sirviente se acercóen ese momento a la reina Ariadne y,tras susurrarle unas palabras, volvió aretirarse.

—Ya están dispuestos vuestrosaposentos —comentó la mujer—. Nosveremos a la hora del almuerzo.

En escasos minutos, el jardín quedóen silencio y vacío a excepción de Duna,Adhárel y Sírgeric.

—¿Dónde os habíais metido? —preguntó el rey—. Creí que veníaisdetrás.

Duna miró a Sírgeric.—Tenía que hablar con él. También

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contigo —añadió—, pero tú estabasdemasiado ocupado.

Su amigo asintió para atestiguarlo.Adhárel frunció el entrecejo.

—¿Y qué es lo que ocurre?Duna se humedeció los labios.—Quiero… quiero ir a buscar a

Cinthia.—¿A Hamel? —No había enfado en

sus palabras, solo extrañeza.Ella asintió.—Tengo algo que podría

despertarla. —Sin esperar a que lepreguntara, sacó la manzana.

—Yo la veo bastante corriente…—Está encantada —intervino

Sírgeric.

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—¿Qué sentomentalista te haayudado? —preguntó el rey, tomándolaentre las manos para inspeccionarla. Alver que no respondían, alzó la mirada—.¿Y bien?

—Laugard.La rabia dilató las pupilas de

Adhárel.—¿Hablas en serio?—Adhárel, cálmate un momento y

escúchala —avino Sírgeric.—¡No hay nada que escuchar! Ese

hombre es un traidor y un asesino.¿Cómo has podido…?

Duna le arrebató la manzana de lamano.

—Sabía que no era buena idea

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intentar razonar contigo sobre esto.Sírgeric le dio un golpe en el brazo a

Adhárel en cuanto Duna apartó lamirada, y le hizo un gesto con la cabeza.El rey fue a responder algo, pero optópor calmarse.

—¿Y si es una trampa? —dijo convoz suave.

—Eso mismo le he preguntado yo —comentó Sírgeric, agarrando la fruta—,pero tiene razón en que han sido ellasquienes le han proporcionado su don.Quisiera o no, esta manzana deberíadespertar a cualquiera que la mordiese.Y además, fíjate: brilla —añadió conhumor.

Adhárel alzó la ceja por respuesta.

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—No perderemos nada si nofunciona —dijo Duna, con ánimosrenovados—. Solo necesito ir hastaHamel, ponerle unas gotas del jugo en suboca y ver si reacciona.

—¿Y qué ha pedido Laugard acambio? Porque sé que no habráaceptado ayudarte de manera altruista.

—Su libertad.—Denegada —replicó el rey—.

¿Algo más?—No, nada más. Pero al menos

espera hasta que regresemos, quizáspara entonces…

Adhárel la interrumpió:—No voy a cambiar de opinión, te

lo advierto. Ha mentido y traicionado a

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Bereth y nos ha puesto en peligro atodos.

—Al menos perdónale la vida —imploró Duna, sin comprender por quéle preocupaba tanto aquel desconocido.

—Ya lo hablaremos cuandoregreses.

El rostro de Duna se iluminó con unasonrisa, creía haber escuchado mal.

—¿Puedo… ir?Adhárel se encogió de hombros.—Te ibas a escapar de todos modos.

No intentes negarlo —le advirtió, antesde que pudiera siquiera separar loslabios.

—Gracias —dijo Duna, dándole unfugaz beso en los labios—. Volveré lo

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antes posible, te lo prometo.—Sírgeric te acompañará —añadió,

girándose hacia su amigo.—¿Quién eres tú y qué has hecho

con Adhárel? —bromeó el muchacho—.¿Lo dices de verdad? ¿Puedo ir conDuna?

—No puedes, debes. Es una orden.Y si le pasa algo serás tú quien paguelas consecuencias.

—Estoy deseando ponerme enmarcha —comentó con ironía.

—Saldremos esta noche, Sírgeric —le dijo Duna—. Ve a preparar tus cosas.

—Traducción: déjanos solos un ratoy piérdete por el palacio.

El buen humor del muchacho era

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contagioso. Tras despedirse de ellos,regresó al interior.

Duna se volvió hacia Adhárel.—Sé que ya te lo he dicho, pero

gracias.—No hay de qué, princesa —

respondió él, acariciándole el pelo—.Las cosas parecen ir de mal en peor,quizás una buena noticia nos levante elánimo a todos. Y, oye, ya va siendo horade que haga caso a alguno de tusconsejos, ¿no?

—Lo estás haciendo bien, Adhárel.Pero hay cosas que no puedes controlar.

La imagen de los niñossentomentalistas desapareciendo enmitad de la noche o la de Wilhelm

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convirtiéndose en cuervo le perforó lamemoria. Adhárel debió de sentir lomismo, pues se acercó para abrazarla.

—Necesito que todo termine pronto,no aguantaré mucho más.

—Acabará antes de que te descuenta. Encontraremos a Marco y a losdemás, Wilhelm volverá a ser humano yDimitri acabará ahogado en su propioveneno.

Adhárel sonrió cansado.—Almorcemos algo, me temo que

nos esperan unos días agotadores.Fue a separarse de ella, pero Duna

tiró de él inesperadamente y lo atrajohacia sí para juntar sus labios una vezmás. Con aquel beso quiso perdonarle

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todas las rencillas de los últimos días yagradecerle su confianza en ella. Lolograra o no, fue un gesto que selimitaron a disfrutar sin prisas,evadiéndose una vez más de la oscurarealidad.

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8. La Corte deManseralda

Dimitri aguardaba a que sus hombresregresaran de la cacería reclinado en eltrono, impaciente. Llevaban fuera seisdías. Si los cálculos de Mantra erancorrectos y no había habidocomplicaciones, debían de estar a puntode llegar. Entre sus dedos, la llave deoro que mantenía encerrados a Thalisa ylos Versos Reales en lo alto de la torre,se zarandeaba de un extremo a otro del

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colgante de manera hipnótica.Obnubilado por los débiles reflejos quedespedía el metal, se perdió en unosrecuerdos que creía extintos desde queabandonó Bereth…

Era su decimosegundo cumpleañosy, en el exterior, una tormenta sinprecedentes arrasaba el reino entero,amortiguando los demás ruidos. Por laoscuridad reinante y el incesante ruidode la lluvia sobre los cristales, el jovenDimitri se sentía, más que nunca,encerrado en una claustrofóbica jaula.

Se encontraba en la sala del trono.Su hermano Adhárel tamborileaba conlos dedos distraído a su lado mientras

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aguardaban a que su madre bajara. Lacama en la que la reina se pasaba lamayor parte del día parecía encontrarsea una distancia insalvable, y el jovenpríncipe comenzaba a impacientarse. Laropa le picaba como si estuviera hechade esparto, y los zapatos amenazabancon llenarle los pies de ampollas, perono se movería de allí hasta que la reinahiciera acto de presencia y le rindierapleitesía como se merecía. Al fin y alcabo, era su día.

Cuatro sirvientes de espalda recta ymodales impolutos les hacían compañíacon la misma cháchara que la de lasarmaduras decorativas. Sus miradas seperdían en la pared opuesta sin tan

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siquiera parpadear. Por un instante,Dimitri jugueteó con la idea de quepudieran estar disecados. Una sonrisatraviesa elevó sus rechonchas mejillasantes de recordar el motivo por el queestaban allí.

La vastedad de la sala hacía muchomás evidente la insoportable vacuidadde esta. No había venido nadie a lafiesta. Ningún familiar había podidoacercarse para celebrar con el príncipesu cumpleaños. Las doncellas y loscriados que aguardaban sus órdenesesperaban a ambos lados de la salamientras los cocineros dejaban unapetitoso pastel sobre la mesa que habíafrente al trono. Un rubor se elevó desde

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el cuello del muchacho hasta la punta dela nariz.

Y su madre seguía sin aparecer.A cada segundo que pasaba, más

odiaba ser quien era. Si se hubieratratado del cumpleaños de Adhárel lasala estaría a rebosar, no le cabía lamenor duda. Nadie habría tenido encuenta que se tratara de un día de fiestay la corte entera habría hecho lo quefuera por asistir.

Sin embargo, con él las cosas eranmuy distintas. Nadie en la corte loagasajaba con cumplidos o saludoscordiales a no ser que no les quedaramás remedio. Tampoco los sirvientescuidaban de manera especial la sazón de

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sus platos o lo mullidas que estuvieransus almohadas de la cama, como hacíancon Adhárel. En sus ojos, Dimitri solopercibía miedo, hastío e inquietud a lahora de servirle. Pero al menos lorespetaban. Su hermano era tanbondadoso y educado, tan gentil ycaballeroso, tan humilde y consideradoque nadie, excepto Dimitri, advertía laverdad que yacía más allá de sussonrisas y sus aduladoras palabras.Adhárel era presuntuoso y egoísta ysiempre que tenía oportunidad lerecordaba su inferioridad. Por supuestosu hermano mayor se guardaba mucho deno hacerlo con palabras; eran sus actoslos que manifestaban semejante actitud.

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Dimitri cerró los puños y se clavócon fuerza el anillo que llevaba en eldedo corazón. Cuando sintió que surespiración volvía a estar controlada,fue desentumeciendo los músculos. SiAdhárel había advertido su repentinoataque de ira, no dio muestras de ello.

Había robado el anillo de la cómodade su madre el día anterior durante elcorto rato que esta salió de susaposentos para bajar a almorzar. Cuandonadie miraba, se coló dentro y, trasrebuscar por todos los cajones yarmarios, dio con el pequeño cofreaterciopelado que escondía el únicorecuerdo de su padre. Por el momentonadie lo había advertido, y así quería

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que siguiera siendo.Se trataba de una joya única, quizás

por eso su madre no se había deshechode ella como había ocurrido con todo lodemás. El aro, de oro macizo, llevabaengarzadas tres piedras de alabastro enforma de lágrimas con las puntas unidasformando un elegante triángulo.

Las puertas del salón se abrieron depar en par en ese momento. Su madre,con ojos cansados y sonrisa lánguida,avanzó escoltada por tres doncellashasta la silla donde Dimitri esperaba. Elniño no se movió. La fulminó con lamirada y los labios pegados en una finalínea.

—Siento la tardanza, cariño —dijo

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la reina, con la voz gangosa. Aunquellevaba un hermoso vestido, sudesmejorado rostro apagaba la ilusión—. ¿No habéis probado la tarta todavía?

—Te estábamos esperando —leespetó el muchacho.

De un salto se puso en pie y pasó asu lado como una exhalación, sindetenerse tan siquiera a darle un beso.Escuchó a su hermano mascullar algo asu espalda, pero no se volvió. Por elcontrario, tomó asiento en la cabecerade la mesa y con el cuchillo de platacortó un trozo del pastel de cumpleaños.

Adhárel y su madre se sentaron cadauno a un lado sin decir una palabra.Dimitri carraspeó con fuerza y un

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sirviente se acercó para servirle unpedazo de pastel, que comenzó adevorar con voracidad. Apartó lamirada cuando a su madre se le cayó suservilleta al suelo mientras les servíanel agua, y Adhárel se agachó pararecogerla.

—Gracias, cielo —le dijo Ariadne.Dimitri puso los ojos en blanco y

engulló el último trozo de galleta quequedaba en su plato. La reina se giróhacia él y le agarró de la muñeca.

—Feliz cumpleaños, Dimitri. Esperoque lo estés pasando muy bien hoy.

—Llueve a cántaros y no puedosalir. Todos los invitados están con susfamilias o fuera del reino. La tarta

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estaba bastante insípida… Sí, creo quees el mejor día del año.

Adhárel bufó molesto.—¿Y es nuestra culpa también eso?—Cállate. No hablaba contigo.—Niños —intervino la reina,

conteniendo la tos—, no os peleéis hoy,por favor.

—¿Dónde está mi regalo? —demandó el pequeño.

Ariadne forzó una sonrisa e hizo unademán.

—Estaba fuera, cariño. Te heconseguido un hermoso corcel para quelo cuides y…

La voz de Ariadne se apagó derepente. Como si se hubiera quedado sin

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aliento o no supiera qué venía acontinuación. Dimitri se volvió haciaella, extrañado y con el semblante frío.Todavía entonces recordaba los ojos desu madre fijos en su mano. No, en sumano no, en el anillo.

Como acto reflejo, fue a esconder lamano debajo del mantel, pero Ariadnelo detuvo y con una velocidad pasmosale agarró los dedos.

—¿Qué es eso? —preguntó con vozgélida.

—Me haces daño —se quejó elniño.

Adhárel seguía la escena perdido.—¿De dónde… lo has sacado? —

repitió Ariadne con un hilo de voz.

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—¡Era de mi padre! —gruñó elniño, liberando sus dedos.

—Quítatelo inmediatamente.—¡No! —De un empellón, separó la

silla de la mesa y se puso en pie.Ariadne hizo lo mismo y antes de

que el muchacho pudiera salircorriendo, lo agarró del brazo y forcejeócon él para sacar la joya, indiferente alos gritos y gruñidos de Dimitri.

—¡Suéltame! ¡Déjame en paz,maldita!

Con un sonoro bofetón, el muchachose quedó quieto y Ariadne terminó dearrancarle el anillo. Una vez libre,Dimitri se llevó la mano a la mejilla ysintió el calor del tortazo.

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—Hijo… —intentó excusarse ella,pero el muchacho dio un paso atrás.

—Te odio… —masculló—. Te odio,te odio, te odio…

Ariadne lo miró con tristeza, pero nodijo nada más. Apretó los labios y lanzóla joya al fuego que crepitaba en lachimenea. Con un grito de rabia, Dimitrisalió corriendo de la sala del trono sinvolver la vista atrás…

Casi diez años habían pasado desdeaquel incidente, pero el recuerdo era tanvívido como si hubiera tenido lugar eldía anterior. En una sala del tronodiferente, en unas circunstanciasdistintas, Dimitri esperaba un regalo decumpleaños muy especial mientras se

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preocupaba por no dejar a la vista losdedos de su mano derecha.

Con parsimonia, se colocó el guantey observó fijamente la enorme puerta alotro extremo de la sala. A continuacióndesvió la mirada hacia el ventanal. Elsol brillaba con una extenuante claridad.Él necesitaba la lluvia y las tormentas,¿dónde se habían metido? La luz leprovocaba dolor de cabeza y retrasabatodos sus planes. No debía perder laesperanza; el tiempo volvería a cambiarpronto y las tormentas regarían desangre los campos del Continente.

Irritado, se puso en pie para pasearalrededor del trono.

Ojalá estuviera su padre allí, pensó.

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A diferencia de Ariadne, estabaconvencido de que él sí se sentiríaorgulloso de todo lo que había logradopor su cuenta.

Desde que era un bebé había oídorumores sobre el antiguo rey de Bereth.Acerca de su mal genio y de sutemperamento difícil, siempresusurrados por miedo a que la reinaAriadne llegara a escucharlos.

Ojalá hubiera sido su padre quienviviera y su madre quien hubiera muerto,se lamentó. Pero considerando las cartasque el destino le había entregado, notenía de qué quejarse. Pronto, si nadafallaba, sería él quien repartiría lasuerte en el Continente entero. Y que no

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esperasen benevolencia.En esos momentos escuchó un

estruendo al otro lado de la puerta y seapresuró a retomar su posición en eltrono. No había terminado de colocarsela casaca cuando las puertas se abrieron.

—¿Majestad? —Mantra asomó lacabeza—. Ya hemos llegado.

—Adelante —ordenó el joven,alzando la cabeza.

Fidgerpatt y Cuervo aparecieron trasél, llevando cada uno un fardo queresultaron ser dos niños.

—¿Qué me traéis? —preguntóDimitri, levantándose interesado.

Dejaron a los pies del trono a losdos críos con un gruñido.

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—Están a punto de despertar —advirtió Mantra.

—¿Y los demás?—Zuco, Vilanís y Dareen se han

quedado unas horas más —explicóCuervo.

—¡No tenían… suficiente con un díaentero de paseos por el bosque! —bromeó el gordo intentando tomar aire.

Dimitri puso los ojos en blanco eignoró al hombre.

—¿Mantra?—He percibido a cuatro

sentomentalistas más y han decididoesperar para traerlos también aManseralda.

El rey alzó la ceja.

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—¿Sin mi consentimiento?—Si esperábamos, majestad,

perderíamos el rastro.—Y estaban cerca —aseguró

Cuervo con voz queda.El joven asintió despacio. No le

gustaba que hubieran actuado por sucuenta. Sin decir nada, se puso en pie ybajó los dos escalones de la tarimadonde se encontraba el trono. Se agachóy descubrió el rostro de la niña primero.No debía de superar los trece años, y sucabello blanco era tan desconcertantecomo el hermoso vestido que llevabapuesto. El muchacho, por el contrario,parecía más bien un mendigo con ropasajadas y botines descosidos.

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—¿Iban juntos?—Sí, majestad. Zuco les disparó los

dardos en cuanto entraron en su campode visión. Solo percibí a la niña, pero elmuchacho…

—¿A la niña? —le interrumpióDimitri, aturdido—. ¿Cómo que a la…?¿Es una sentomentalista?

Mantra asintió con premura.—Sabía que os interesaría. También

había un lobo, pero lo hemos encerradoen una jaula, fuera.

—Una niña sentomentalista —repitió el rey, sin dar crédito—. ¿Cómoes posible?

Ninguno respondió.—¿Habéis averiguado cuál era su

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don?De repente, la jovencita se removió

en sueños y batió las pestañas antes deenfocar por completo a su alrededor. Nohubo pasado un instante cuando seincorporó y comenzó a gritar. Dimitridio un paso hacia atrás al tiempo queCuervo la agarraba de los brazos y laretenía.

—Cálmate, shhhh… —le pidióDimitri, haciendo gestos con la mano—.No grites, somos… amigos.

La niña lo miró asustada mientras sedebatía con los brazos para soltarse.

—¿Quiénes sois? —preguntó con unhilo de voz.

—Mi nombre es Dimitri.

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—Cuervo.—Mantra.—Fidgerpatt.Los cuatro hombres se quedaron

aturdidos al percatarse de cómo habíanreaccionado ante su pregunta. La niñatambién observó al rey con extrañeza.

—Somos amigos, os encontramos enel bosque —improvisó Dimitri a todaprisa—. ¿Os habían atacado?

La jovencita abrió la boca, perovolvió a cerrarla. Se habían sonrojadoen el último segundo.

—No lo recuerdo…El otro muchacho se revolvió en el

suelo y abrió los ojos. El narcótico conel que Zuco había impregnado los

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dardos lanzados había perdido su efecto.En cuanto vio a Cuervo agarrando a suamiga, se arrastró por el suelo hastaponerse de pie, pero Fidgerpatt estabalisto y lo agarró por los hombros.

—¿Dónde te crees que vas?—¡Vekka…! —dijo la niña.—Lysell, ¿qué está pasando? —

preguntó el chico, pasando la mirada deun hombre a otro.

—¡Calmémonos un poco, por favor!—pidió Dimitri, masajeándose la frente—. No es lo que parece.

—¿Nos habéis cazado vosotros? —preguntó de repente la muchacha.

—Sí —respondió el rey conseguridad—. ¡No! —se corrigió

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rápidamente—. Nosotros osestábamos…

—¿Intentas mentir? —prosiguió laniña, con la voz atropellada.

—Sí —silencio—. ¡Maldita sea!¡Cuervo, tápale la boca!

El hombre fue a obedecer, pero losdientes de la muchacha se cerraronsobre su piel cuando lo intentó. Con unrugido de dolor, la tiró al suelo y sacósu espada.

—Si vuelves a intentar algo así, tecorto el pescuezo.

La sala quedó en silencio. Dimitrinunca le había visto perder los estribosde esa manera. Lysell resollaba sobrelas losas de piedra, pero no se movió.

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—¿Vais a matarnos? —preguntó conun hilo de voz, temerosa de que el filo larebanase en un abrir y cerrar de ojos.

—No —respondieron todos alunísono.

Dimitri la observó fascinado. ¿Quémás pruebas necesitaba paraconvencerse de su insólito don? Elentusiasmo le embargó al pensar en todolo que podía conseguir con él.

—¿No vais a… matarnos? —insistióla niña.

—No —repitió Dimitri—. ¿Noconfías ya en tu don?

Lysell tomó aire.—Sí, nosotros os disparamos los

dardos para dormiros, pero solo fue

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para traeros hasta aquí.—¿Dónde estamos?—En Manseralda —respondió

Mantra.Ella dio un respingo al escuchar su

voz.—Tú eres… ¡te oía en mi cabeza! —

exclamó, asustada.Por respuesta, el hombre hizo una

reverencia.—Os estábamos esperando —

comentó Dimitri, intentando esbozar lasonrisa más sincera de la que era capaz.La muchacha pareció tranquilizarse unpoco. A continuación se volvió hacia elchico, que seguía con gesto huraño laconversación—. Os pedimos disculpas

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por las medidas de… seguridad quehemos tomado, pero el reino ya no es loque era y solo pueden entrar quienesnosotros autorizamos.

—¿Y en qué reino no es así? —masculló el chico, insolente. Dimitricontuvo las ganas de arrearle un bofetón.

—¿Y dónde está Lue? —quiso saberla niña—. ¿El lobo?

—Afuera —respondió Mantra—. Enuna jaula.

—¡Soltadlo ahora mismo! —ordenóVekka, intentando de nuevo liberarse deFidgerpatt.

—Calma, pipiolo.—Por favor, soltad al lobo —

suplicó la niña, más calmada—. Es

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inofensivo.—Lo haremos —le aseguró Dimitri

—, pero antes quiero hablar convosotros y saber qué hacíais vagandosolos por el Continente.

De repente, las tripas de Lysellgruñeron. La niña bajó los ojos.

—¿Tenéis hambre? ¡Por elTodopoderoso, soy un desconsiderado!—Hizo un gesto a sus hombres—.Liberadlos. Cuervo, baja el arma. Sonamigos, ¿verdad?

Cuervo no pareció convencido, perohizo lo que le pedían y se alejó un pasode la niña. Fidgerpatt tardó unosinstantes más en reaccionar, perotambién soltó a Vekka.

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—Marchaos y dejadnos solos. Deciden las cocinas que nos sirvaninmediatamente la comida, ¡y que noescatimen en nada! —Se volvió haciaLysell y le hizo una leve reverencia—.Por favor, seguidme al comedor.

Los dos niños se miraron sincomentar nada. Después, siguieron aDimitri fuera de la sala del trono por losamplios pasillos del castillo.

Con un gesto rápido, el rey ordenó asus hombres que desaparecieran de suvista. Mientras aguardaba a que el restollegara del bosque y le contara lasnovedades, aprovecharía para manteneruna charla con los recién llegados. Sitodo iba bien, antes del atardecer

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estarían bajo su control.

El mediodía había quedado bastanteatrás cuando Morgan, Henry, Andrew yMarco salieron de la espesa arboledadel bosque de Bereth.

—¡Fantástico! —exclamó el último,con desgana—. Ya nos hemos recorridomedio Continente y todavía no hemosencontrado ni un mísero rastro de ellos.

—Tampoco exageres —le espetóHenry, estirándose y dejando que el solacariciase su piel, húmeda por lavegetación.

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—¿Entonces vamos a seguir adelantecon el plan de ir hasta Manseralda? —preguntó Morgan, desconfiado.

—Sí —respondió Henry sin dudar.El joven soltó un bufido y se apoyó

en el tronco de un árbol cercano. Elcansancio general era casi taninsoportable como el hambre. En los dosúltimos días no habían comido más quebayas y otros frutos silvestres, aparte dealguna perdiz despistada que se habíacruzado en su camino. Tenían la ropacubierta de suciedad y las manos negrasde tierra.

—Ahora mismo cambiaría hasta laInsignia del Dragón por un buen baño —masculló Andrew, utilizando el pedazo

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de hierro para quitarse la tierra de lasuñas.

—Marco, te toca —dijo Henry.—¿Qué? —se quejó el otro—. ¿Por

qué a mí?—En el bosque no has subido ni una

sola vez —le recordó Morgan.Con un gruñido, se acercó al último

árbol de la foresta y se dispuso aescalarlo. Minutos más tarde, pegó ungrito desde la copa.

—¿Contentos?—Agárrate a algo y no te marees —

le advirtió Henry antes de cerrar losojos y concentrarse en aumentarle lavisión a su amigo.

Nadie dijo nada durante los

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siguientes instantes. Entonces Marcoexclamó:

—¡Veo algo rojo a dos kilómetros deaquí, más o menos!

—¿Sangre? —preguntó Morgan,preocupado.

—Parece más… ropa o algo así. —Se fijó con atención antes de añadir—.Creo que es una capa. ¡Sí, es una capa!—De golpe, sus ojos volvieron a lanormalidad y a punto estuvo deprecipitarse al vacío—. ¡Eh!, avisaantes, ¿no?

El silencio fue la única respuestaque recibió de sus amigos.

—¿Os parece divertido? —preguntó,restregándose los ojos con las manos

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hasta recuperarse—. ¡Es la última vezque subo! ¿Me oís? ¡La última!

Olió el humo antes de verlo.Cuando abrió los ojos, una espesa

nube oscura lo rodeaba por completo.—¡Eh! ¿Qué hacéis? ¿Qué pasa?—Te recomendamos que bajes

cuanto antes —le dijo una vozdesconocida desde el suelo. Una vozadulta—. No sabemos cuánto másaguantará este arbolito, pero no tienebuen aspecto.

Aterrado y con una tos incontrolable,el muchacho buscó a tientas una ramaque le sirviera de asidero para comenzara bajar. El aire se volvió más espesosegún iba descendiendo. De repente

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sintió que el tronco cedía.Desesperado y sin ninguna

referencia de dónde estaba el suelo,Marco saltó al vacío y dejó que lahumareda se lo tragara. La caída, aunquea él le resultó eterna, no duró más de unsegundo. Sintió un pinchazo agudo en larodilla cuando chocó contra la tierra. Elestrépito de la planta derrumbándose asu lado le obligó a rodar por el suelo sindirección. Abrió los ojos y atisbó unasombra que se acercaba hasta él.

—¡Sonríe! —dijo el tipo de pielpálida antes de lanzarse sobre él yclavarle la punta de un dardo a la alturadel hombro. Marco intentó revolverse yescapar de allí, pero no se hubo puesto

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ni siquiera de rodillas cuando un sueñosoporífero fue paralizando sus músculoshasta dejarlo inconsciente.

Después todo fue oscuridad.

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9. El ejército de losdurmientes

Avistaron la muralla de Hamel en elcuarto día de viaje. Sírgeric iba delante,mientras Duna galopaba a su espalda.

—Llegáis, probáis la manzana conCinthia y, si funciona, regresáisinmediatamente a donde yo esté —leshabía advertido Adhárel antes de quepartieran. Los dos asintieron conformes.

Un trueno retumbó a lo lejos. Nohabía llovido en los últimos días, pero

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parecía que, en las alturas, comenzaba afraguarse una tormenta.

Sírgeric hizo un gesto con la manopara indicar que bordearían el reino enlugar de atravesarlo; su destino eran lasMontañas Silenciosas, a fin de cuentas.Azuzando a los animales, los dosjóvenes dejaron a la izquierda el altomuro de piedra y prosiguieron con lamarcha.

No se detuvieron a descansar hastabien entrada la tarde, cuando laintimidante silueta de las montañassurgió ante ellos como un monstruo depiedra y arena.

—Será mejor que sigamos a pie apartir de aquí —surgió Sírgeric—, no

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recuerdo exactamente dónde estaba laentrada.

Se bajaron de los caballos yamarraron las riendas a un árbolcercano. Sin la ayuda de Timmy, el niñocojo que los guió hasta la gruta delFlautista, el trabajo no sería tan sencillo.Todas las paredes de piedra y areniscaparecían iguales, pero sabían que una delas rocas los conduciría a las entrañasde la tierra, a la guarida del Flautista, ala prisión de Cinthia.

Se separaron para cubrir el terrenocercano. Durante los siguientes minutosninguno habló, cada uno estaba inmersoen sus pensamientos y recuerdos, en supropia versión del despertar de su

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amiga.—¡Sírgeric! —exclamó de pronto

Duna, señalando hacia abajo, a variosmetros de su posición—. ¡Creo que lohe encontrado!

—¿Es ahí? —preguntó él, pococonvencido.

Sin responderle, Duna se dejó caer ypalpó la piedra con mano experta,arrancando con el pie algunas malashierbas del suelo.

—Aquí fue donde esperamos a queGiacomo saliera la última vez —dijo,sonriendo con ánimos renovados.

El joven se arrastró hasta suposición y ella agarró con fuerza elcolgante de su pecho. Cinthia estaba al

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otro lado de aquella pared. Si no fueraporque era imposible, juraría queincluso escuchaba latir su corazón.

—¿Cómo vamos a entrar? —preguntó el joven, buscando algunafisura oculta.

Duna alzó la mirada con las manosen la cintura.

—Debería abrirnos él, pero puedenpasar días hasta que descubra queestamos aquí.

—¿Y si gritamos? —propuso elmuchacho.

—Por probar…Primero con cierta reticencia y

después a pleno pulmón, los dos jóvenescomenzaron a llamar al Flautista.

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Golpearon la piedra, desesperadosporque el ruido se transmitiera por latierra hasta el interior. Sírgeric lanzópiedras del tamaño de su cabeza contrala pared, pero todo fue estéril. El vientose burló de ellos arrastrando sus voceslejos de las montañas. Al cabo de unosminutos, sus gritos se convirtieron enlamentos y, más tarde, en susurroscansados.

—Tiene que haber otra entrada…—¿Y si no está? —preguntó Duna,

con temor—. ¿Y si se ha ido a raptarmás niños y no piensa volver hastadentro de varios días?

—Tiene que estar —replicóSírgeric, exasperado—. Tiene que estar.

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¡Cinthia! —gritó de nuevo—. ¡Flautista!¡Giacomo, déjanos entrar! ¡Flautista!

Duna se dejó arrastrar hasta quedarsentada en el suelo. Enterró la cabezaentre las manos y suspiró condesesperación. Su plan era perfecto, nopodía fallar. Tenía la manzana, habíanviajado hasta allí. Solo faltabaencontrarse con Cinthia y…

¿Cómo habían podido ser tan idiotasde creer que no habría complicaciones?,se lamentó.

—No pienso rendirme —escuchódecir a Sírgeric en ese momento.

—¿Y qué piensas hacer?—Crear una puerta.Duna le miró de hito en hito.

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—¿Qué estás diciendo? ¡Es unamontaña!

—No te muevas de aquí, enseguidavuelvo.

—¡Sírgeric!No tuvo tiempo de retenerlo. Entre

un parpadeo y el siguiente, el joven sevolatilizó.

—¡Maldita sea! —gruñó Duna,poniéndose de pie—. ¡Vale! ¡Ya esperoaquí sola!

Con enfado, le atizó una patada a unarbusto cercano y lo arrancó de raíz.¿Adónde había ido? Esperaba que no sele ocurriera sacar de su jaula alMarqués; Adhárel los trituraría.Además, seguía siendo peligroso.

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Comenzó a andar en círculos, comouna fiera enjaulada, hasta que su amigoregresó de improviso y se chocó con él.

—¿Dónde estabas? —al menoshabía vuelto solo.

—He encontrado una llave —respondió él, sonriente.

—¿De qué estás…?Sírgeric dio un paso hacia atrás y

sacó de su espalda una de aquellasmáquinas de electricidad con forma debáculo.

—Sírgeric…—Aparta. —Se colocó frente a la

pared de piedra y agarró el arma con lasdos manos.

—¿Estás seguro de que es buena

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idea? —la muchacha se colocó a suespalda y se tapó los oídos.

—Ahora lo comprobaremos. —Suslabios dibujaron una sonrisa tensa altiempo que movía la palanca quecargaba el arma—. Tres, dos, uno…¡fuego!

La luz se acumuló en el extremopuntiagudo antes de salir despedidacontra la roca. El estruendo fueensordecedor. Las piedras saltaron porlos aires cuando el rayo golpeó lamontaña. El rugido de sus entrañasparecía el comienzo de una avalancha.

Cuando el humo y la polvareda sedisiparon, comprobaron que, si bienhabían logrado abrir un pequeño

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boquete en la superficie, seguía sin sersuficiente.

—Voy a intentarlo otra vez.La segunda explosión fue mucho más

calamitosa. Tuvieron que volver laespalda y cubrirse con los brazos lacabeza para evitar que los alcanzasealgún fragmento. El estallido debía dehaberse oído en varios kilómetros a laredonda y aun así, la pared seguíasiendo eso: pared.

—¿Y si nos hemos equivocado delugar? —preguntó Duna sin apartar losojos de las alturas, esperando verprecipitarse una roca gigante sobreellos.

—Era… aquí —respondió Sírgeric,

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recuperando el aliento.—¿Entonces por qué no vemos el

túnel?—No lo sé, ¿de acuerdo? —Con

rabia, dejó la máquina en el suelo—.Esto es estúpido. ¡Nos dijo que era unamarioneta más! ¿Por qué no nos echa unamano para terminar con todo esto?

Enojado, cogió una de las piedrasdesprendidas y la lanzó con fuerza sinesperar el temblor posterior que seprodujo de repente. Asustados, seapartaron varios metros y se ocultarontras un montículo cercano. Duna seagarró a Sírgeric por si tenían quedesaparecer de allí mientras elmuchacho sacaba un mechón de pelo de

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su colgante.El suave terremoto fue remitiendo

hasta focalizarse en el lugar dondehabían disparado los rayos. Duna sevolvió hacia Sírgeric, asustada. Estecorrió a recoger la máquina deelectricidad.

Una fisura en la piedra comenzó acrecer soltando arenisca. Cuando fue losuficientemente ancha, el Flautistaenmascarado surgió de la falda de lamontaña blandiendo una espadaoxidada. No había cambiado ni un ápiceen todo aquel tiempo.

—¿Quién anda ahí? —preguntó elhombre, buscando a los culpables.

Duna salió a toda prisa del escondite

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y se colocó frente a él.—Somos nosotros.Giacomo enarboló el arma contra

ella.—¿Y quién eres tú? ¿Querías

encontrar al Flautista? ¡Pues ahora vaisa pagar las…!

—¿No nos recuerdas? —leinterrumpió Sírgeric, contrariado.

El hombre se colocó mejor lamáscara que le cubría la mitad delrostro y dio un paso hacia ellos.

—¿Qué… qué hacéis vosotros aquíotra vez?

—Al menos baja el arma, ¿no? —dijo Sírgeric, conteniendo las ganas dereír.

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—Hemos venido a por nuestraamiga.

El Flautista envainó la espada altiempo que negaba con la cabeza.

—¿No os quedó claro la última vezque vinisteis? ¡No puedo hacer nada porvosotros!

Se dio media vuelta con intención deregresar adentro.

—Espera, por favor —Duna loagarró del hombro—. Esta vez tenemosalgo que puede despertarla. Tú no tienesque intervenir. Déjanos intentarlo…

—¡No puedo! —exclamó elFlautista, apartando su mano—. Sientoque hayáis vuelto a hacer el viaje enbalde.

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—No nos vamos a ir de aquí sinCinthia —lo amenazó Sírgeric,colocándose frente a él—. Si esnecesario te ataremos de pies y manos.

Giacomo soltó un bufido dedesesperación.

—¿Nunca te rindes, muchacho?—No cuando se trata de ella.El Flautista se volvió hacia Duna,

que lo miraba con angustia contenida.Después se giró hacia el agujero de lagruta.

—Pasad. No quiero que nadie osvea —dio unos pasos hacia la entradaantes de añadir—: me he ganado unareputación que no quiero perder porvuestra culpa.

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El interior de la cueva estaba tal ycomo lo recordaban. El mismo sofádesvencijado, la hoguera improvisada,las escasas antorchas desdibujando lasrugosas paredes…

—Me habéis destrozado la entrada—se quejó mientras colgaba de la paredla capa oscura. Cuando se volvió haciaellos, había cambiado la espada por elpífano—. ¿Y bien? ¿Cómo pensáisdespertar a vuestra amiga?

Duna se metió la mano en losdobleces de la ropa para sacar labrillante manzana roja.

—Bastará con que pruebe esta frutapara que se recupere.

El Flautista los miró, divertido,

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esperando que en cualquier momento ledijeran que era una broma. Acontinuación soltó una carcajada.

—Debéis de estar tomándome elpelo.

—Qué va —le aseguró Sírgeric—.¿Es que nadie se fija en cómo brilla lamanzanita?

Duna le dio un codazo para que sedejara de tonterías. Aunque sabía quesolo intentaba aplacar los nervios, loque menos les interesaba era hacerenfadar a Giacomo.

—Por favor, haz que venga Cinthia ylo probaremos. Si no funciona… —Duna tragó saliva—. Si no funciona nosmarcharemos inmediatamente.

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—Y no volveréis —añadió elhombre.

—Y no… volveremos.El Flautista se dio unos golpecitos

con el instrumento en la barbilla.—Supongo que si yo no intervengo y

vosotros lográis despertarla…Con cierta reticencia, Giacomo se

llevó el pífano a los labios para tocaruna rápida melodía. Duna se quedóensimismada observando sus largos yelegantes dedos. Con disimulo, agachólos ojos para observar su propia mano.

Un ruido en el túnel más cercano lehizo dar un respingo. Eran pasos.Sírgeric se adelantó, pero el Flautista loretuvo por la espalda. El muchacho no

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forcejeó, se quedó junto a Dunaesperando ver emerger a Cinthia. Ycuando ella apareció, le faltó aire paraseguir respirando.

Nada quedaba de los andares ágilesde su amiga; aquella Cinthia se movíacomo una autómata. Llevaba el pelorubio algo despeinado y los ojosinusitadamente abiertos. No diomuestras de reparar en su presencia. Secolocó frente al Flautista y aguardóórdenes.

Sírgeric dio un paso hacia ella yalzó la mano, pero no llegó aacariciarla. Con una lágrimaescurriéndose por sus mejillas, se apartópara dejar vía libre a Duna.

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—Daos prisa, no tengo todo el día.La joven hizo un agujero a la

brillante piel de la fruta y después lacolocó en los labios de Cinthia. Apretócon fuerza para que varias gotas sederramaran por sus labios. Cuandodesaparecieron dentro de la boca, seseparó y aguardó con la respiracióncontenida.

De golpe le asediaron las dudas.Hasta ese instante no se había queridoparar a pensar que el plan fuera afracasar o que el don del Marquéshubiera fallado. Cinthia debíadespertar…

¿Y entonces por qué no lo hacía?¿Por qué seguían sus ojos congelados

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mirando la distancia? ¿Por qué no sevolvía hacia ellos y les dedicaba unasonrisa? ¿Qué estaba ocurriendo?

—Voy a intentarlo otra vez —dijo,agujereando la manzana de nuevo altiempo que la colocaba sobre la boca deCinthia. Esta vez la cantidad de jugo quese escurrió entre sus labios fue mayor—.Vamos, despierta Cinthia, por favor…—masculló entre dientes.

El Flautista y Sírgeric aguardabantras ella sin hacer un solo ruido e igualde expectantes. Tras unos segundos desilencio, el Flautista suspiró.

—Y aquí termina vuestra aventura.Por favor, marchaos inmediatamente y…

Cinthia parpadeó. Fue algo tan fugaz

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y repentino que todos creyeron que lohabían imaginado. Pero entonces suspupilas parecieron reaccionar yenfocaron el rostro que tenía enfrente, elde Sírgeric. Su garganta se movió en unespasmo al tragar saliva y sus músculosse relajaron. Justo cuando parecía queiba a caerse allí mismo, el joven laagarró de la cintura y la sostuvo.

—Sírgeric… —musitó ella,esbozando una fina sonrisa.

Duna soltó un gritito de emociónmientras él acercaba sus labios a los deCinthia.

—Soy yo, mi vida. Ya estás a salvo.Ya estás a salvo.

—Es imposible —dijo el Flautista

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sin aliento.Duna no pudo contenerse por más

tiempo y se abalanzó sobre sus amigospara abrazar a su hermanastra.

—Bienvenida de vuelta —le dijo,enterrando las lágrimas en su cabellodorado.

—¿Cómo…? —Giacomo seguía sindar crédito a lo que veían sus ojos. Eraun milagro, un descuido de las Musas,un error…— Tenéis que marcharos. Osfelicito por… por esto, pero no podéisseguir aquí. —El miedo empañaba suspalabras.

Duna se incorporó para mirarlefijamente a los ojos.

—¿Y los demás? ¿Por qué no

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intentamos despertar al resto? ¡Al menosa unos cuantos!

—¡Ni lo pienses! —estalló elFlautista, negando con la cabeza y lasmanos—. Esto ha sido… un favorpersonal. No puedo. No debo permitirque sigáis aquí. Si lo descubren…

—¿Qué… ocurre? —preguntóCinthia con voz cansada. Poco a poco supiel iba ganando color.

—Luego te lo explico —susurróSírgeric, sin soltarla.

—¿Por qué no? ¡Tú no les debesnada! —insistió Duna.

Giacomo tuvo que cerrar los ojospara recuperar el control.

—Es mi deber. Os pido que os

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marchéis.—¡No sin una explicación! ¿Qué

piensan hacer con estos niños?¿Utilizarlos en la guerra? ¿Convertirlosen soldados?

El Flautista se llevó las manos a losoídos, como un crío que no quisieraescuchar la verdad, como si no pudieraenfrentarse a los hechos.

—¡Responde! ¿Es ese su plan?¿Lucharán con un bando o con otro ydejarán que mueran niños inocentes?

—¡Cállate! —gruñó Giacomo—.¡Marchaos de una vez!

—No sin una respuesta. ¡Contesta deuna vez!

El Flautista rugió en voz baja y

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agarró de los hombros a Duna.—No los quieren para pelear. Los

quieren para repoblar el Continentecuando no quede nadie tras la guerra.Ellos son el futuro.

Duna se quedó paralizada. Elmensaje fue calando en su cabezalentamente.

Repoblar. Repoblar el Continentetras la guerra. Ellos eran el futuro…

La guerra acabaría con todo…El enfrentamiento entre los reinos

había sido previsto desde el principiopor Ellas.

No iba a haber vencedores enaquella batalla que estaba a punto deestallar. Solo sangre, muerte y vencidos.

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—Adhárel… —musitó, al tiempoque el Flautista la liberaba.

—Debemos regresar a Bereth yavisar a todos inmediatamente —dijoSírgeric tras llegar a la mismaconclusión que Duna.

Una lágrima se escurrió bajo lamáscara del hombre y recorrió suafilado perfil.

—Salvaos vosotros que podéis.Huid ahora que estáis a tiempo.

Sírgeric agarró a Cinthia de losbrazos para levantarla del todo. Una vezque estuvo de pie, comenzó a andar apasos cortos.

—Gracias por…El Flautista no dejó que Duna

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continuara. Con un gesto de la mano lepidió que no siguiera hablando. Se secólas lágrimas de su rostro y se dirigió a laentrada para liberarlos.

—Buena suerte —dijo—. La vais anecesitar.

Sin segundos pensamientos, Duna lorodeó con los brazos y le dio un suavebeso sobre la mejilla.

—Por todo.No hubo ninguna reacción por parte

del hombre. Se limitó a colocar elpífano en sus labios y a tocar seis notasrápidas.

Cuando la grieta desgarró la pared yabrió un conducto al exterior, las llamasde un incendio y su consiguiente

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humareda los obligaron a dar marchaatrás. Más allá del crepitar del vorazfuego, los gritos de protesta de unamultitud engulleron el atronador silenciode la Montaña Silenciosa.

Estaban atrapados.

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10. Los últimosVersos

Adhárel se despertó con el repiqueteodel agua sobre su cabeza. Abrió los ojosa la oscuridad y al instante prefirió laseguridad del sueño. Se encontraba en lahabitación de la Poesía y tenía los dedosmanchados de tinta húmeda. Frente a él,sobre el desgastado pergamino, habíacompuestas cuatro nuevas estrofas; unanueva prueba; el último reto.

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¿De verdad habíascreído

que podrías hacertrampa?

¿Que íbamos a ignorarque te ayuda nuestra

hermana?

¿Que podríasengañarnos

y no te haríamos nada?¿Que más tarde o más

tempranono querríamos

venganza?

Ahora vamos a tener

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que equilibrar labalanza

por eso te quitaremostu más poderosa arma.

Lucharás contra tuhermano

portando solo tuespada.

Nuestro juego haterminado.

Que comience labatalla.

Su aliento contenido se escapólentamente en forma de vaho. Las Musashabían dictado sus últimas órdenes. Que

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comenzara la guerra, decían. Queluchara contra Dimitri con su espada.Pero lo más inquietante de todo no eraeso, sino el hecho de que, por un motivoque desconocía, los iban a castigar. Elmiedo arañó su pecho con garrasheladas.

Necesitaba a Duna a su lado, ahoramás que nunca.

Sabía lo que le había prometido,pero en esos momentos se veía incapazde cumplirlo. Aquellas palabras eran elmapa hacia el futuro. No podía dejarlasallí enterradas y olvidarse de ellas. Nopodía.

Cogió el pergamino y, trascomprobar que la tinta se hubiera

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secado por completo, lo enrolló paraocultarlo en un bolsillo interior con laintención de no volver a separarse de élen ningún momento.

Los pasillos del palacio seguíandesiertos cuando regresó a susaposentos. Sentía la presión sanguíneamartilleando su cabeza con intensidad.¿Dónde estaban Duna y Sírgeric? ¿Porqué no habían vuelto todavía?

Se obligó a calmarse. Quizáshubieran tenido problemas paraencontrar al Flautista, o a lo mejor noestaba en la guarida y habían decididoesperarlo en Hamel. No había de quépreocuparse. Sabían cuidar de símismos.

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Se sentía completamente desveladoy ahora tendría que hacer muchosesfuerzos para llegar a dormirse antesdel amanecer.

Encendió un par de velas quereposaban sobre el escritorio y se sentóen la silla aterciopelada para releer losnuevos Versos.

Alguien había hecho trampas enaquel juego. Su hermana. ¿Cloto? Pero¿cómo podía haber hecho nada aquellaanciana que se encontraba en losconfines del Continente?

En consecuencia, Ellas equilibraríanla balanza, advertían. Les arrebataríansu arma más poderosa. Su…

—La electricidad —masculló

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Adhárel al caer en la cuenta.¡Solo podía tratarse de eso! ¿Qué

otros juguetes tenían si no? Lasmáquinas les conferían una enormeventaja frente a su hermano. Si lasperdían… si las perdían tendrían pocoque hacer contra el ejército de Dimitri.Debía prevenir a la Guardia para queprestaran más atención y reforzaran laseguridad; no se lo pondría fácil.

De un soplido volvió a dejar lahabitación a oscuras. Regresó a la camay se tumbó boca arriba sobre el colchón.Fuera se había desatado una nuevatormenta igual de fuerte que lasanteriores. Tendría que ir haciéndose ala idea de que el tiempo no los

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acompañaría durante la batalla.La batalla…¿Estarían preparados para

enfrentarse al ejército de su hermano?Por un instante se preguntó si podríahaber evitado todo aquello. Si, de habertratado mejor a su hermano de pequeños,todo aquello no habría sucedido.

Se dio media vuelta y se quedóobservando los relámpagos y elaguacero a través del cristal. No podíaseguir preocupándose por el pasado. Nocuando el presente requería toda suatención. Todavía no había rastro deWilhelm, los niños se habíanvolatilizado en la noche y Duna ySírgeric seguían sin aparecer. Sintió un

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nudo en el estómago al comprender deuna manera tan desgarradora lo solo quese encontraba en esos momentos.Siempre había combatido junto a susamigos. Duna, Sírgeric, Wilhelm,Cinthia… ¿Dónde estaban ahora?

Alguien llamaba a la puertainsistentemente.

—¡Adhárel, abre!El rey maldijo entre gruñidos y abrió

los ojos. La claridad de la mañana habíasido engullida por un cúmulo de nubesque descargaba una incesante manta deagua sobre el reino.

Se levantó en pleno bostezo y sepuso una bata. Entonces reparó en elpergamino con la Poesía sobre el

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escritorio. Rápidamente, lo ocultó enuno de los cajones de la cómoda. Nohubo ni girado por completo elpicaporte cuando su madre irrumpió enla habitación como un torbellino,enarbolando una carta en las manos.

—¡Ha llegado esta mañana!—¿Qué es? —preguntó su hijo,

ahora totalmente espabilado.—La ha traído un hombre en mitad

de la tormenta.Se la tendió con un temblor que no

presagiaba nada bueno. Adhárel rasgó elsobre y sacó la hoja de su interior. Notardó en reconocer la caligrafía quefirmaba la misiva. Era la de su hermano.

Sus ojos cruzaron los renglones

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como un animal encabritado, captandoideas sueltas, incapaz de concentrarse enninguna. Una vez que llegó al final,volvió a empezar, esta vez con máscalma. Cuando terminó, se volvió haciasu madre.

—¿Dónde está el mensajero? —Sentía sus manos ardiendo, como si elpapel estuviera hecho de fuego.

—Desapareció en cuanto la entregó.—La reina se sentó al borde de la camay lo miró preocupada—. Dijo quevolvería esta noche para conocer larespuesta. ¿La respuesta a qué, Adhárel?

—Reúne a todos en la sala del trono—replicó con voz seca.

Diez minutos más tarde abría las

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puertas del salón, congelando losmurmullos en el aire. Cruzó lahabitación sin apartar la mirada delfrente y llegó hasta el final. Una vez allíse volvió hacia sus súbditos y aliados yhabló con voz clara.

—Como ya debéis de saber, Dimitrinos ha enviado un mensaje esta mismamañana. —Nadie dijo nada. Laincesante lluvia exterior chocaba en loscristales, obligándole a elevar el tono devoz—. Nos ofrece un ultimátum:rendirnos sin sufrir bajas o seguiradelante con la guerra.

Esta vez sí que hubo algún que otrocomentario, pero no fue capaz decaptarlos.

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—Tiene a los chicos.—No… —musitó su madre junto a

él. Zennion también se revolvióincómodo entre el público.

—Sus hombres los atraparon ayer enla linde sur del bosque. Cuatrosentomentalistas jóvenes que decidieronpor su cuenta y riesgo marcharse deBereth y que ahora sirven de rehenes aManseralda. —Se obligó a contener laimpotencia que sus palabras destilaban,como si Duna se lo estuvieraadvirtiendo al oído—. Dicen que iránmatándolos uno a uno por cada nocheque tardemos en responder.

—¿Qué hay que pensarse? —preguntó Oer, alzando la voz—. ¡Hemos

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venido a luchar y no nos iremos de aquíhasta aplacar la rebelión!

—¿Podemos confiar en su palabra?—Zennion estaba pálido como elmármol—. ¿Y si ya los ha asesinado?¡No tenemos pruebas!

—Tendremos que arriesgarnos —intervino Heredias.

Ojalá estuviera allí Sírgeric, pensóAdhárel. Necesitaba su opinión también.¿Por qué no habían vuelto todavía?

—¡Podéis contar con Alto Cielo! —exclamó Lorian con la seguridad de unrey.

Adhárel asintió, conforme. No podíadudar, ahora no.

—Partiremos mañana hacia el sur,

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pues. Nos encontraremos con ellos en elValle Inocente. Preparad a vuestroshombres para la batalla. Zennion, túdiriges a los sentomentalistas. Heredias,Lorian y Oer, por favor, reuníos paraorganizar los batallones. Madre, Kylma,Aya. —Las tres mujeres asintieron,expectantes. La última tenía los ojosrojos de haber estado llorando largotiempo—, necesito que os encarguéis dereunir a los ancianos, mujeres y niñosdentro de las murallas interiores. Querecojan todos los víveres y los guardenen los almacenes. Enviad exploradores alas afueras para que ningún aldeano sequede atrás. Avisad de que los portonesse cerrarán mañana al mediodía y no

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volverán a abrirse hasta que… —Debíaser optimista—. Hasta que regresemos.

Hizo una pausa y añadió:—No sé cuáles de mis decisiones

nos han llevado a esta situación ni sipodríamos haberlo evitado. Tampoco sési su ejército será diez veces más fuerteque el nuestro. Pero lo que sí que sé esque cuando os llamamos, vinisteis.Cuando os pedimos ayuda, nos laofrecisteis. Cuando no quedabanesperanzas, vosotros aparecisteis. Metemo que no tengo el poder de predecirsi esta batalla terminará bien o mal, o siserá la última o solo la primera de cienaños de guerra. Pero cuando os mirodesde aquí no veo territorios ni percibo

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las murallas que se alzan alrededor denuestros reinos. Veo a hombres ymujeres que van a ofrecer todo lo quetienen, incluidas sus vidas si fueranecesario, para luchar juntos pordefender el Continente. Por nuestratierra. No dejaremos que nadie nos laarrebate a base de tretas, engaños yamenazas. Y este deseo que hoy nos uneaquí, aunque sea bajo circunstanciasoscuras, es más fuerte que cualquiermáquina de rayos o cualquiersentomentalista que pueda existir jamás.

»Dicen que la unión hace la fuerza.Demostrémosle a Dimitri que elContinente no le teme y que nopermitiremos que siga haciendo más

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daño a su gente. Podéis marcharos; yasabéis lo que tenéis que hacer.

Pero nadie se movió. El silenciotenso que lo había recibido al entrar enla sala minutos atrás se había vuelto máscálido, más humano y más cercano amedida que hablaba.

—¡Por la victoria! —exclamóHeredias.

—Por la victoria —lo secundaronZennion y la reina Ariadne.

El resto de los presentes, los reyesde Gélinaz, el príncipe Lorian y demásguerreros y sentomentalistas, fueronuniéndose al grito con fiereza. Adhárelalzó los brazos y también lo repitió. Unavez más se lamentó de que ninguno de

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sus amigos estuviera presente. Pero senegó a volver a caer en las cruelesfauces de la desesperación. Comenzó agritar con más energía. Por ellos. PorDuna, Sírgeric, Cinthia, Wilhelm y elresto. Porque pronto estarían con él.

Cuando abandonó el salón del tronoseguía con los nervios a flor de piel. Loprimero que haría sería bajar a hablarcon los guardias encargados de lasmáquinas de electricidad. Tenía queadvertirles de que, a partir de esemomento, podía ocurrir cualquier cosa.Ahora solo necesitaba…

El hilo de pensamientos se cortó enseco cuando vio los ojos de la mujer queacababa de aparecer en el portón del

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palacio. Como si se hubiera tragado unyunque, sus pies se quedaron clavadosen el suelo.

—Buenos días, Adhárel —saludó laanciana Cloto con la misma voz rasposaque recordaba. Llevaba un descoloridovestido y colgantes y medallonesalrededor del cuello. De su hombrocolgaba un enorme saco. A sus pies,agarrado a su cintura, el niño quetrabajaba para ella como paje observabaal joven con los ojos bien abiertos.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó elrey.

—Siento no haber podido avisar demi llegada con antelación —respondióella con una sonrisa.

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—No sois bienvenidos —le espetósin contemplaciones.

—Ni siquiera sabes por qué hemosvenido —replicó ella, avanzando unospasos. El cayado sobre el que seapoyaba parecía más viejo quecualquiera de los árboles que hubiera enel bosque de Bereth.

—Eres una de ellas. No necesito niquiero saber por qué te han enviado.¿Les parecen insuficientes susamenazas? ¿Quieren ver qué tal me lasapaño?

—Ha sido decisión mía venir hastaaquí —le aseguró ella, con voz calmada—. Mis… hermanas me hanabandonado.

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—Mientes.La Musa soltó una carcajada amarga.—Me encantaría que así fuera, pero

me temo que no, Adhárel. Me obligarona escoger bando, y el suyo estaba yacompleto.

—¿De qué estás hablando?—¿Podemos retirarnos a algún lugar

más apacible? El reuma me estámatando. —El comentario debió deparecerle de lo más ingenioso, puesvolvió a reír con ganas.

El rey la examinó con cuidado antesde asentir e indicarle el camino.

Una vez que estuvieron acomodadosen los sillones de la pequeña habitación,dijo:

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—Más te vale ser concisa yconvincente, estoy preparando unaguerra.

A Cloto no le pasó desapercibido eltono con el que había añadido el últimocomentario.

—Quiero ayudaros —dijo. El críose arrebujó junto a ella sin dejar deobservar en silencio al rey.

—Nos apañamos bien sin vosotras.—No me entiendes —le espetó ella,

aparentando preocupación por primeravez—. No sé qué intenciones tienen másallá de enfrentar al Continente entero enuna guerra sin precedentes, pero esperanque perdáis.

—¿Y tú no?

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—¡He cruzado el mar del sur ymedio Continente para llegar hasta aquí!¿Crees que lo habría hecho de saber queestaba todo perdido?

—No lo sé. Tú eres la sabia aquí.Adhárel recordaba con dolorosa

claridad la noche en la que aquellamujer le puso entre la espada y la paredobligándole a decidir sobre su destino yel del resto del Continente. ¿Quépretendía apareciendo allí precisamenteel día en que había terminado decomponer su Poesía? ¿De verdad queríaque creyese que se trataba de unacasualidad?

—Soy una víctima, como todosvosotros.

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—No, como todos nosotros no. Túno tuviste que enfrentarte a ningunaPoesía ni a ninguna Maldición.

Por respuesta, la mujer metió lamano en el saco que traía y rebuscó ensu interior hasta dar con algo. Sinmediar palabra le tendió a Adhárel untrozo de pergamino en un estado tanprecario que parecía a punto dedeshacerse en polvo.

—¿Qué es?—Mi Poesía. Mi Maldición.El rey frunció el ceño y bajó la vista

para leer.—Y ahora, ¿no lo ves como una

enfermedad? —leyó en voz baja—. ¿Note parece un mal sueño del que querer

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despertar?…Aquellos Versos destilaban tanta

maldad como los de su propia Poesía,no cabía la menor duda. Pero seguía sinfiarse. Leyó una estrofa tras otra sindetenerse…

—Porque no es un castigo, tequeremos ayudar. Pero tú nos olvidastey lo tienes que pagar. Despreciaste atus hermanas y el calor de nuestrohogar. Ya que solas nos dejaste…Disfruta tu soledad.

Alzó la mirada y se encontró con lamirada de Cloto.

—Es real, te lo juro. Y tiene tantosaños como yo llevo en este mundo.

—¿Por qué no nos lo dijiste?

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Ella se secó las lágrimas.—¿Que era la reina de un peñón en

mitad del mar? ¿Que esto fue lo únicoque me dejaron mis hermanas a cambiode una eternidad siendo su esclava?Porque no podía. No debía. —Guardósilencio y le acarició el cabello al niño—. Yo también fui joven una vez,Adhárel. Y cometí errores que hearrastrado hasta ahora. No sé si mishermanas saben que estoy aquí o handejado de prestarme atención, pero nome importa. No puedo luchar nirecomendarte tácticas de ataque —se rióentre dientes—, pero quería quesupierais que cuando acepté cerrar aqueltrato contigo, mis hermanas…

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—¿Has venido aquí ahora que te handejado sola? —le interrumpió Adhárel.

—No… —Se quedó en silenciounos segundos—. Bueno, supongo queen parte sí. Todo acto tiene susconsecuencias. Esta ha sido la mía ysería inútil negarlo, igual que también losería pararse a pensar qué habríaocurrido si las cosas siguieran comoantes.

El rey le devolvió su pergamino conrespeto y cuidado.

—Siento que todos estemossufriendo por culpa de Ellas —dijo, nosin cierta ironía—, pero no esperes untrato especial por mi parte.

—No lo espero, muchacho. Pero

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permíteme que te pregunte una cosa:¿habéis conocido ya a la niñasentomentalista?

Lysell.Adhárel abrió la boca y volvió a

cerrarla sin articular sonido.—¿Cómo la conoces?La Musa ignoró la pregunta.—En tal caso, quizás no esté todo

perdido.—Ya no está aquí —le advirtió el

rey, sintiéndose obligado moralmente—.Me temo que ha desaparecido.

Cloto se encogió de hombros.—A lo mejor ya ha hecho su trabajo

o puede que esté de camino a ello.Adhárel no quiso contradecirle. Por

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desgracia conocía demasiado bien susgalimatías.

—¿Y qué tienes que ver con ella? —preguntó, por el contrario.

La vieja se encogió de hombros.—Tenemos algún conocido en

común.Y entonces el rey cayó en la cuenta.—¡La trampa! ¿Fue así como

intercediste? ¿Hechizando a Lysell?Cloto lo miró de hito en hito.—¡Yo no hice trampas! —respondió,

ofendida—. Me limité a darle másemoción al juego.

Adhárel fue a replicar, peroescucharon unos ruidos fuera y selevantaron a toda prisa.

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—¡¡Alerta!! —gritó un soldadoarmado.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó elrey, saliendo del salón.

—Los guardias han sidoenvenenados. Las… las máquinas deelectricidad —tartamudeó el joven,intimidado—. No están. Las han robado.

Adhárel se volvió hacia la Musa,que se había asomado a la puerta.

—No te muevas de aquí —leadvirtió. Después salió corriendo hacialos almacenes con los últimos Versosmartilleándole la conciencia. Podíahaberlo evitado, podía haberloevitado…

Se detuvo a varios metros de la

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puerta, donde se reunían un puñado dehombres en círculo.

—Dejadme pasar. ¡Apartad! —ordenó.

En el suelo, tendidos sobre paja ytierra, ocho de los nueve hombresencargados de guardar el portónpermanecían inconscientes. Junto a lamano de uno de ellos, un pellejo abiertoderramaba su contenido sobre el suelo.Vino, a primera vista.

Un tipo joven, vestido con la túnicade los sentomentalistas, se acercó al reycon gesto circunspecto.

—Envenenaron la bebida, majestad.Están todos dormidos.

—¿Quién? ¿Quién ha sido? —

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preguntó el rey, pasando la mirada delos cuerpos al hueco vacío donde debíanencontrarse las máquinas deelectricidad.

—Solo falta un soldado, majestad.Marius Path.

Adhárel conocía a ese joven.—Mirilla.El sentomentalista asintió, hizo una

breve reverencia y se alejó.Adhárel apretó los labios,

conteniendo la rabia y las ganas de darun puñetazo a algo. Los habíatraicionado un propio soldado de suguardia. ¿De repente? ¿Por qué?

Un nombre le vino a la mente en eseinstante, y no era el de Cloto.

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—Laugard…

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11. Presos

Dimitri no podía creer su suerte.Primero la niña sentomentalista y elmuchacho del lobo y después lacuadrilla de berethianos. Parecía que suhermano se lo estuviera poniendo enbandeja, que no quisiera ni pelear. Nisiquiera la noticia de que hubieranapresado al rey de Caravás habíalogrado empañar su buen humor. Elhombre ya había cumplido con su labor,lo que le ocurriera de ahí en adelante leera del todo indiferente.

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El rey dio una palmada,emocionado, y descendió las escalerasde piedra hacia los calabozos delcastillo, donde habían encerrado a losrecién llegados. Lysell y Vekka iban trasél con la cabeza gacha.

Cuando le vio llegar, el hombre quecustodiaba la entrada a la prisión hizouna gran reverencia y a continuaciónposó una mano sobre el muro que habíaa su espalda. Este, como si de un telónde escenario se tratara, se retorció sobresí mismo hasta dejar a la vista el oscuropasillo que albergaba las celdas. Dimitrino se inmutó, pero los dos muchachos sequedaron observando anonadados lapiedra maciza mientras cruzaban. Una

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vez al otro lado, la pared volvió a suposición normal; la función que Dimitrise disponía a interpretar no era aptapara todos los públicos.

Había decidido encerrar a cadasentomentalista en una celda diferente;lo que menos le interesaba era quepudieran urdir algún plan cuando él nolo previera. Además, por si eso fuerapoco, había ordenado a Vilanís que lossometiera a su don, encerrándolos en símismos.

—Están tan mansos como corderitos—dijo el hombre, frotándose las manosy siseando su risa con expectación a suespalda.

Dimitri no le contestó. Golpeó los

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barrotes según pasaba frente a losdistintos agujeros. Los niños alzaban lacabeza cuando advertían su presenciaantes de ponerse a gritar desesperadosporque los sacaran de allí. Las llamasde las antorchas que colgaban de lasparedes brillaban en sus ojos ciegos. Nopodían ni ver ni escuchar lo que había asu alrededor. Dimitri soltó una suavecarcajada.

—¿Quién será el primero en morir?—se preguntó, divertido.

—A lo mejor vuestro hermanocontesta hoy y no hace falta que osmanchéis las manos, majestad —respondió Lysell, impasible a lassúplicas de los muchachos bajo el don

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de Dimitri. Con aquel vestido blanco deThalisa y el pelo recogido hacía atrás enuna diadema de rubíes, parecía una reinade las nieves.

—A lo mejor, a lo mejor… —comentó Dimitri—. Pero ¿y si no lohace? ¿Quién queréis que sea elprimero?

Vekka se detuvo frente a la celda deHenry.

—Este —dijo sin un ápice de duda.Dimitri se acercó para contemplar

cómo el muchacho intentaba ponerse depie, con las manos apoyadas en lasparedes. Las piernas le fallaban cadapoco y se precipitaba contra el suelo deuna manera patética.

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Se volvió hacia Vekka.—Me parece estupendo.Más de tres horas había necesitado

Dimitri para obtener la sumisión deaquel misterioso joven. No era unsentomentalista, pero tampoco unhumano corriente.

Por lo poco que había logrado sacaren claro con ayuda del don de Lysell,era el lobo quien lo mantenía con vida abase de robarle a las personas algo quellamaban Luz. No le hizo falta investigarmás. El animal seguía encerrado en unajaula y el joven había terminadorindiéndose a los deseos de Dimitri.Esmirriado y sin un talentoespecialmente marcado, no creía que le

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sirviera demasiado, pero siempre eramejor tenerlo de su lado que muerto.

Los gritos de socorro delsentomentalista encerrado a su derechale hicieron dar un respingo.

—¡Cierra la boca! —gritó, enojado.El joven enmudeció al instante.

—Tú te encargarás de él —añadió,palmeándole la espalda—. O tu lobo.

Vekka asintió con convicción.Anduvieron en silencio otro par de

metros hasta la celda contigua. Marco seencontraba acurrucado en la esquinaopuesta, con la cabeza entre las piernas.No lloraba ni tampoco gritabaclemencia. Una mueca de disgusto seextendió por el rostro de Dimitri al

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mirar al hijo de Barlof. Él había sidouno de los principales culpables de quela anexión en el pasado de Bereth conBelmont saliera mal, y no se loperdonaría nunca.

Señaló al chico.—Vilanís, libera a este. Quiero

charlar con él.El sentomentalista cruzó el pasillo

en unas cuantas zancadas y se quedóobservando al muchacho durante unossegundos hasta que, con un gemido, estevolvió en sí.

—Buenos días, Marco —susurróDimitri. El chico desentumeció losmúsculos y se incorporó. De un vistazorápido advirtió dónde se encontraba—.

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¿Has dormido bien?—Cobarde traidor —le espetó con

rabia.Dimitri ignoró el comentario.—Acércate.—Entra a buscarme.—Vilanís…Bastó un segundo para que Marco

cayera al suelo sufriendo un espasmo.Cuando volvió en sí, estaba llorando derabia.

—Acércate —repitió el rey sinalterar el nivel de voz.

—N… no —masculló el chico.Un gesto de cabeza bastó para que

Vilanís actuara de nuevo. Esta vez elaullido de dolor debió de llegar hasta el

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exterior.—Podemos seguir así toda la

mañana —comentó Dimitri, mirándoselas uñas, distraído.

No hizo falta más. El muchacho searrastró por el suelo hasta dondeaguardaban ellos. Cuando alzó lamirada, advirtió la presencia de los dosmuchachos que escoltaban a Dimitri.

—Ly… Lysell… —tartamudeó.—Parece que tu memoria sigue

intacta —bromeó el rey, recordandocómo había reaccionado el grupo enteroal descubrir a Vekka y a la niña a sulado cuando los arrastraron dentro delcastillo. ¡Se volvieron locos! Unosgritando que los matarían, otros que eran

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unos traidores, Marco intentandoadvertirles acerca del don de Dimitri…Tuvo que cerrarle la boca de unguantazo para que no siguierafarfullando más verdades de la cuenta.

—Levántate —ordenó el rey.Apresando con fuerza los barrotes,

Marco fue poniéndose de pie. Laspiernas le temblaban como si estuvieranhechas de papel. Al menos sabía que supatético don no le serviría más que paraver sus auras.

—Necesitaba preguntarte algunascosas, Marco.

—Tú mataste a mi padre —le espetóel muchacho a un palmo de su cara.

—¿Yo? —Dimitri pareció

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genuinamente sorprendido—. Fue mihermano quien dio la orden, si norecuerdo mal.

Marco sacó la mano entre losbarrotes y le arreó un puñetazo en lamejilla. Antes de que pudiera seguir,Vilanís volvió a encerrarlo en sí mismo,arrancándole otro grito de las entrañas.

—¡Déjalo! —ordenó Dimitri,colérico—. ¡Levántate! ¡Levántateahora!

El niño tuvo que intentarlo variasveces antes de conseguir ponerse en piede nuevo. Una vez que estuvo a sualtura, Dimitri lo agarró del cuello.

—Yo mismo te cortaré la cabeza, telo aseguro.

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Marco sonrió, cansado.—Sigues siendo… el mismo

cobarde que se escondía en el palaciode Bereth… Pero pronto terminará todo.

El rey desenvainó la daga corta quellevaba en el cinto y con un tajo certerole rebanó uno de los dedos que sesujetaban a los barrotes.

Al tiempo que el muchachoprorrumpía en gritos, le dio un empellóny lo mandó de vuelta al suelo con unsonoro golpe.

Dimitri apartó de una patada el dedoseccionado y limpió el arma en la ropade Vilanís. Después se giró hacia laniña.

—Pregúntale cuáles son los planes

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de mi hermano.Lysell asintió y obedeció.—No lo sé —respondió Marco entre

sollozos.El rey fulminó a Lysell con la

mirada. La niña dio un paso hacia atrás,asustada.

—No puedo hacer nada si no losabe, majestad.

Dimitri se relajó un poco.—Quiero saber cuántos hombres

tiene su ejército.—Cerca de doscientos, creo —dijo

Marco tras escuchar la pregunta de bocade la muchacha. Con el bajo de lacamiseta intentaba detener la hemorragia—. ¡Lysell, tienes que despertar! ¡Te

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está utilizando!—Pregúntale cuántos

sentomentalistas hay en Bereth.Marco apretó la mandíbula para no

tener que responder, pero fue inútil.—Treinta o así… —Más que

palabras, parecieron gruñidos.Dimitri sonrió. Aquella niña era un

portento.—La electricidad. ¿Qué sabes de las

máquinas que mi hermano ha mandadoconstruir?

—¡Nada!Dimitri bufó, molesto.—Déjame que piense… —Se

acarició la barbilla, distraído.Marco aprovechó la oportunidad.

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—¡Lysell, mira lo que nos estáhaciendo! ¡Te tiene hechizada! ¡Debesdesp… Ahh!

Dimitri se volvió hacia Vilanís.—Bien hecho.El hombre asintió, complacido.—Pues no se me ocurren más cosas

por ahora —dijo el rey en voz baja—.Bueno, siempre podemos bajar mástarde, ¿verdad?

Lysell y Vekka asintieron al unísono.—Vuelve a encerrarlo —ordenó a

Vilanís tras darse media vuelta. Marcose arrastró corriendo por el suelo paraagarrar el vestido de Lysell y mancharlocon su sangre.

—Por favor, tienes que despertar.

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¡Lysell! —No vio venir la bota deVekka, que se estampó contra su nariz.

—No la toques —siseó elmuchacho.

Dimitri lo miró, complacido.—Que descanses, Marco.

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12 Recuerdosenterrados

—¿Cuándo piensan marcharse? —preguntó Duna, jugueteando con el polvodel suelo entre sus dedos.

Se encontraban sentados cerca delfuego con unos cazos de comida queGiacomo había preparado. Cinthia noapartaba los ojos de la pared de roca,preocupada porque se abriera derepente. Desde que había vuelto en sí,no había dicho más de cuatro palabras.

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—Cinthia, tómate un poco más —insistió Sírgeric, acercándole la cucharaa la boca—. No van a entrar, no tienesde qué preocuparte.

Con la pared cerrada, todos losgritos y protestas de fuera habíandesaparecido, pero no el humo, queflotaba sobre sus cabezas como unaadvertencia.

—¿Los habéis traído vosotros? —preguntó el Flautista, indiferente. Cinthiadio un respingo y se pegó a Sírgeric alescuchar su voz. Aunque no recordabaqué le había ocurrido durante losúltimos meses, sentía un miedoirracional hacia ese hombre.

—¡Claro que no! —le espetó el

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muchacho—. ¿Por qué íbamos a traer auna cuadrilla de enajenados a tu puerta?

Giacomo se encogió de hombros.—No lo sé. ¿En caso de que lo de la

manzana no funcionara? —Sacó elcucharón a rebosar de la cacerola—.¿Alguien quiere más?

—Necesitamos regresar a Bereth —dijo Duna—. ¡No podemos permaneceraquí escondidos! Adhárel estarápreocupado.

—Adhárel… —Cinthia sonrió alescuchar el nombre y cerró los ojos.Duna miró al Flautista, consternada.

—Tranquilos. Está volviendo en sípoco a poco. No la agobiéis. Imaginadcómo os sentiríais si hubierais

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permanecido dormidos tanto tiempo.Mañana se encontrará perfectamente.

—¿Cómo lo sabes? —le increpóSírgeric—. ¿Alguna vez habíadespertado alguien?

—No, pero…No le dejó seguir:—Pues espero que sea como dices,

porque si no seré yo quien intenteprenderte fuego.

—¿Otra vez? —replicó el Flautistacon una lacónica sonrisa que levantó unpoco la máscara que llevaba.

—Dejad de pelearos —intervinoDuna—. Cinthia se recuperará porcompleto. Centrémonos en nuestroproblema principal: salir de aquí.

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Lo habían intentado varias veces,pero los hombres al otro lado de la grutase habían mostrado igual de amigablestodas ellas, enarbolando sus antorchas ylanzando bolas de fuego improvisadassobre ellos.

—Han venido a por mí —dijoGiacomo, con aburrimiento—. Y no mepreocuparía si no fuera porque vosotrosestáis aquí; no pensaba salir de lamontaña en una larga temporada.

Duna esbozó media sonrisa y seterminó de un sorbo el caldo quequedaba en su cuenco.

—Lo mejor será que esperemos —propuso el Flautista—. No es la primeravez que pasa algo similar y siempre

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terminan marchándose, aburridos deesperar.

Cinthia bostezó en ese momento y seacurrucó en los brazos de Sírgeric. Él lamiró con los ojos brillantes,emocionado de poder sostenerla tancerca.

—¿Por qué no os echáis un rato? —sugirió Duna—. Os avisaré si hay algunanovedad.

Sírgeric tomó en sus brazos a lajoven y la llevó hasta el butacón.Después se sentó a su lado a velarle elsueño.

Duna se volvió cuando escuchó unsuspiro del Flautista.

—Hacen buena pareja, ¿verdad?

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El hombre hizo un gesto deindiferencia, aunque después asintió.Sacó del bolsillo el pífano y comenzó alimpiarlo metódicamente. La muchachale observó hacer, intentando que no senotara lo nerviosa que estaba.

Fue a decir algo, pero se detuvoantes de pronunciar palabra. Recogiólos cuencos de sus amigos y los apiló,después le dio vueltas sobre el suelo sinalzar la mirada.

—Háblame sobre mi madre. —Nofue consciente de lo que acababa dedecir hasta que lo procesó, y paraentonces ya era tarde.

Giacomo siguió limpiando suinstrumento en silencio. Primero por un

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extremo, después por el otro.Mejor así, pensó Duna. Quizás no

estuviera preparada para…—Era maravillosa —dijo Giacomo

con voz agrietada—. Su voz era tandulce que nunca me cansaba deescucharla. Mientras yo tocaba el pífanoella cantaba letras inventadas hasta quela rima terminaba por no tener sentido ynos echábamos a reír.

Duna sonrió y dobló las rodillaspara apoyar la barbilla sobre ellas.

—Algunas mañanas me dejabaacompañarla a la escuela y, entrelección y lección, yo entretenía a losniños e inventaba juegos con la música.Le encantaba pasear y encontrar nuevos

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lugares ocultos en los que no hubieraestado nadie antes. Un día estuvimos apunto de caernos al mar cuando decidióque tenía que enseñarme una cueva queencontró junto a los acantilados.

La sonrisa que se había idoformando en los labios del Flautistaquedó congelada. Duna imaginó larazón: los acantilados; los niños que lasMusas lanzaron al mar cuando éldecidió desobedecer…

—Me alegro de que al menos uno delos dos la recuerde —dijo con un hilode voz.

Giacomo se volvió hacia Duna.—Te regalaría todos mis recuerdos

con ella si fuera posible.

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Sus palabras destilaban tanto dolorque la muchacha tuvo que apartar lamirada de la hermosa máscara quecubría el rostro del hombre.

¿Era realmente su padre? ¿Corría susangre por sus venas? ¿Su maldición?¿Y si así fuera, qué cambiaría? ¿Iríacada día a visitarlo? ¿Lo acompañaríaen sus viajes por el Continente en buscade más víctimas de las Maldiciones? ¿Ysi un día acabara en Bereth? Ella ya noera una niña a la que salvar; ¿seríacapaz de dejarla allí, marchitándose?

—Estás llorando —le dijo elFlautista, acercando su mano parasecarle una lágrima.

Duna dejó que lo hiciera, pero

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después se volvió para quitarse lasdemás con las mangas del vestido.

—Estoy bien.—Lo siento.Ella se giró hacia él.—No tienes nada que sentir; es tu

castigo y no puedes hacer nada porevitarlo.

—No me refiero a eso —dijo él,apretando los labios—. He hecho muchodaño que podía haber evitado y quenada tenía que ver con mi maldición.

Silencio. Las palabras quedaronenterradas donde ninguno llegara aalcanzarlas.

Duna acercó su mano temblorosahasta el hombro del Flautista. Sin estar

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segura de por qué, quería trasmitirle…algo. Demostrarle que no estaba solo.Sus dedos temblaron hasta aferrarse enel hombro de Giacomo. Este se volvió yla miró, primero sorprendido, despuésagradecido.

—Pronto se acabará todo —leaseguró. Él sonrió.

—Debería ser yo quien te dijeraalgo así. Aunque supongo que da igualquien lo haga; temo que no se harárealidad.

Duna suspiró.—Quién sabe…Sin apartar los ojos de los de

Giacomo, fue subiendo la manolentamente hasta rozar la máscara. Tenía

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un tacto frío y seco, pero los relievesdorados eran suaves. Dibujó con layema las cartas del tarot que parecíanmanar de los ojos del Flautista comolágrimas. Después, la echó hacia arriba.

El rostro de Giacomo, desfiguradotanto tiempo atrás por el fuego, aparecióante ella como un recordatorio de lo quelas Musas eran capaces de hacer. Nosintió miedo ni aversión. Con ternura, leacarició el rostro igual que su madredebía de haber hecho cuando seenamoraron.

Una lágrima furtiva bajó por sudeforme mejilla hasta estrellarse en elsuelo.

—Deberíamos descansar nosotros

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también —dijo Giacomo, agarrando consuavidad la mano de Duna y apartándolade su rostro. Ella asintió, conforme, y sepuso de pie para extender la manta sobrela que habían estado sentados.

—Estaré vigilando —le dijo elhombre, mientras recogía la comida.

Duna musitó un agradecimiento ycerró los ojos. Sin darse cuenta, sequedó dormida.

Parecía el picoteo de un pájarocarpintero en busca de comida. Unsonido seco, rápido e incesante que serepetía a intervalos regulares. Como sialguien estuviera chasqueando los dedoso practicando con la espada en un pelele

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de madera. Un golpeteo constante queparecía no tener fin.

Estaban echando la pared abajo.La claridad con la que llegó a

aquella conclusión le hizo abrir los ojose incorporarse de golpe. Giacomo pasóen ese momento junto a Duna como unaexhalación en dirección a la entrada.

—¿Mmm… qué está pasando? —preguntó Sírgeric desde el sofá,bostezando sonoramente.

—Intentan entrar.Ahora que estaba despierta podía

percibir claramente el ruido de losmartillos y los picos golpeando la rocaal otro lado.

—¿No decías que terminarían

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marchándose? —imprecó Sírgeric.—Sería la primera vez que…Duna soltó un grito cuando se

produjo un golpe mucho más potente ycercano que los anteriores.

—¡Se han vuelto locos! —exclamóla muchacha. Sírgeric y Cinthiaaparecieron a su lado.

—Tenemos que salir y hablar conellos antes de que sea demasiado tarde—propuso Sírgeric.

—Giacomo, abre. Por favor.El Flautista se encontraba frente a la

pared, observándola obnubilado como sise tratara de un espejo.

—No creo que sea buena idea —respondió en voz baja, sin moverse—.

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No os escucharán. Están obcecados enentrar…

—¡Tenemos que intentarlo! ¿O esque quieres que se cuelen por toda lacueva?

El hombre se giró y los amenazó consu dedo. Parecía un niño asustado. Noquedaba ni rastro del hombre con el queDuna había hablado la noche anterior.

—¡Si vosotros no hubieraisdestrozado la mitad de la pared ahoraellos no estarían intentando echar abajola otra mitad!

—¿Vas a seguir echando culpas onos vas a dejar actuar?

Con un bufido de resignación sacó elpífano y tocó la melodía

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correspondiente.Los tres jóvenes se dispusieron a

salir juntos. Sírgeric se armó con lamáquina de electricidad y apretó loslabios. Al tiempo que la grieta ibacreciendo, escucharon más gritos ycomentarios asustados al otro lado. Seestaban apartando. Cuando el agujerofue suficientemente amplio, cruzaron alotro lado. Una vez fuera, la entradavolvió a desaparecer.

Lo primero que advirtieron fue queel sol había salido hacía tiempo. Losegundo, que el suelo estaba cubierto demontículos de piedras y areniscamachacada.

Ante ellos, una multitud de al menos

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treinta personas los miraba furiosa,desconcertada y temerosa. Sírgeric dioun paso hacia delante y los apuntó con elinvento. Los intrusos dieron un pasohacia atrás.

—¿Q… quiénes sois vosotros? —preguntó un hombre de papadaconsiderable.

—Venimos del reino de Bereth —improvisó Sírgeric sin bajar el arma.

—¿Y qué hacíais ahí dentro? —leimprecó una mujer de ojos diminutos ytan ancha como el hombre que había a sulado.

—Nosotros…—¡Sois compinches del Flautista! —

exclamó otra mujer, escondida entre la

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multitud.—¡No! —aseguró Duna—. Hemos

venido a ayudar. Sabemos… sabemospor qué estáis aquí.

—¿Habéis visto a los niños?—¿Siguen vivos?—¿Se los ha comido?Las preguntas se sucedieron como

olas rompiendo en un acantilado.—¡Los niños están perfectamente!

—exclamó para hacerse entender.—¿Dónde están?—¿Cuántos hay?—¿Por qué no los habéis sacado?—¿Cómo habéis conseguido entrar?Con cada pregunta, se acercaban

más y más a ellos. Para entonces, se

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encontraban a un metro escaso de lapiedra.

—No… —Duna no sabía qué decir.¿Cuántos de aquellos hombres y mujereshabían perdido a sus hijos?—. Tenéisque creernos. Están…

—¡Protegidos! —intervino Sírgericde pronto, tomando el control de lasituación con decisión.

—¿Protegidos de qué? —preguntó elhombre que había hablado primero.

—De la guerra.—¿Guerra? ¿Qué guerra?El muchacho se volvió hacia Duna.

¿Cómo podía haber alguien que nosupiera lo que estaba a punto de ocurriren el Continente?

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—¿De dónde sois vosotros? —preguntó extrañado.

—De aquí, de Hamel —respondió lamujer, bajando el pico que llevaba en lamano.

—¿Todos sois de Hamel? —Duna seacercó a Sírgeric—. ¿Y no sabéis…nada sobre la guerra?

—¡Intentan distraernos! —gritóalguien a su derecha.

—¡No! ¡No! —les aseguró el joven,separando los brazos y apartando lamáquina—. El sur se ha alzado en armascontra el norte. Los… lossentomentalistas se han reunido enManseralda, ¡podéis comprobarlo! ¿Noos ha dicho nada vuestro rey?

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El silencio se extendió entre los allíreunidos con miradas de extrañeza.

—Él nos dijo que liberásemos a losniños y que prendiéramos fuego a estaguarida del mal —confesó el hombretón,visiblemente extrañado.

—¿Prender fuego a una montaña? —Sírgeric no daba crédito—. ¿Y no osdijo nada de todo lo demás? Berethenvió misivas a todos los reinos paraque estuvieran listos.

—¡Siguen mintiendo! —insistió lamujer, en sus trece.

—¡Yo loz cdeo! —dijo una voz entrela muchedumbre—. ¡Loz conozco!

Duna sonrió antes de verlo, incluso.El muchacho tullido se abrió paso hasta

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ellos con una muleta de madera máslarga que la que recordaba, sus ojosgrandes y su perenne sonrisa.

—¡Timmy! —exclamó, acercándosepara darle un abrazo. Sírgeric lerevolvió el pelo cuando Duna lo soltó.

—Y yo también —añadió una mujertras el jovencito; su madre. Les guiñó unojo y a continuación se giró hacia lamuchedumbre—. ¿Qué os extraña tanto?El reinado de Dramma siempre ha sidouna tiranía. ¿Cuántos de nuestrosvecinos han tenido que marcharsecuando tuvieron un hijo sentomentalista?¿Cuántas mujeres siguen sin poder entraren las escuelas? ¿De verdad os pareceraro que no nos haya dicho nada sobre

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esa guerra que se fragua en el sur?La gente escuchaba en silencio.

Duna no pudo evitar recordar el golpazoque le asestó a lord Guntern tiempo atráscuando intentaba asesinar a su hijo.

—Sin embargo, nos azuza para quevengamos hasta aquí e intentemos acabarcon un hombre que lleva más tiempo enestas montañas que nuestros propiosabuelos —su voz transmitía carácter ydecisión—. ¿Dónde está mientrasDramma? En su castillo, aguardandoplácidamente a que regresemos con sucabeza para exhibirla. ¿Y si morimos enel intento? Estoy segura de que no lepreocupará lo más mínimo. A él losniños le traen sin cuidado; él quiere al

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Flautista muerto, como al resto desentomentalistas del Continente. Ynosotros se lo hemos permitido.

Duna se acercó a ella.—Tenéis que creernos. Los niños

están bien; duermen. El Flautista loscuida y los protege y los dejará librescuando todo acabe.

—Es la verdad.La voz de Cinthia sonó cansada,

pero sincera. Agarró la mano de Dunaantes de añadir:

—Yo he estado ahí dentro durantemeses, y miradme. Estoy bien.

Los murmullos de sorpresa eincredulidad se extendieron como unenjambre de abejas. Allí no había

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madres ni padres de niños hechizados,comprendió Duna. Solo curiosos yperros azuzados por su amo para actuarsin detenerse a recapacitar sobre elporqué.

—No es aquí donde deberíamosestar —prosiguió la madre de Timmy—,sino en el castillo de Drammapidiéndole explicaciones. ¿Se acercauna guerra y ni siquiera nos ha advertidopara que nos preparemos? ¡Ya es horade que las cosas cambien!

No hizo falta más. Rumiando laspalabras, los hamelienses fueronabandonando el lugar con susherramientas al hombro, de regreso alreino. La mujer más escéptica los miró

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una última vez con el ceño fruncido,como si fuera a descubrir la trampa,pero el hombretón la agarró del brazo yla instó a que lo acompañase. Pronto ellugar quedó vacío a excepción de ellostres y sus dos intermediarios.

—Pod poco oz linchan —comentóTimmy, secándose una gota de sudorinvisible de la frente.

—¿Qué hacéis vosotros por aquíotra vez? —preguntó su madre conalegría.

—Hemos venido a buscarla —respondió Sírgeric, abrazando a Cinthia,que también sonrió.

—Entonces… ¿es cierto? —Sus ojospasaban de los de Duna a los de su

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amiga.—Tanto como la guerra de la que os

hemos advertido —respondió Sírgeric—. Debéis protegeros por lo que puedapasar.

—¡Yo quiedo luchad! —exclamóTimmy—. ¿Puedo acompañados?

—Me temo que no vas a poder —ledijo el otro, agachándose frente a él—.Recuerda que tienes que proteger a tumadre.

—Clado… —dijo el chico,resignado. Después miró a Duna—. ¿Yel pdíncipe? ¿Eztá en la guedda ya?

Fue como si la realidad los hubieragolpeado en el pecho.

—Tenemos que volver —dijo ella,

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nerviosa.La mujer agarró a Timmy de los

hombros.—No os entretenemos más. Gracias

por el aviso.—Espero que nos volvamos a ver

pronto —dijo Sírgeric, revolviéndole elpelo al crío.

—Cuando todo esto acabe —añadióDuna—, no dudéis en visitarnos enBereth. Estaremos encantados derecibiros.

—En cuanto reunamos suficientedinero, nos marcharemos de Hamel.Buena suerte.

No aguardaron más. Sírgeric sacódel guardapelo el mechón de Adhárel

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y…—Espera —le detuvo Duna—. ¿Y si

ya han salido? Necesitamos el dealguien que sepamos que va a estar en elpalacio, no podemos aparecer enmitad… de la refriega.

Sírgeric estuvo de acuerdo. Guardólos cabellos de Adhárel y sacó elmechón de Aya.

—¿Mejor?Duna asintió. Los tres se agarraron

del brazo y se despidieron de Timmy yde su madre. Con el suspiro de unaráfaga de aire, se desvanecieron.

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13. El As de lasMusas

Aldernath Kastar se tragó sus lágrimas,consciente de las repercusiones que susactos tendrían en los acontecimientosvenideros, y se volvió hacia MariusPath, que miraba a su alrededor como sidescubriera por primera vez el mundo.

—¿Cómo has hecho eso? ¿Dóndeestamos? —preguntó, maravillado.

El hombre ignoró la pregunta quehabía contestado una decena de veces

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antes y le espetó:—¿Ya sabes lo que tienes que decir?—Estamos en Manseralda, ¿a que

sí? ¡Ya lo creo que sí!Kastar sintió auténtico desprecio por

aquel muchacho que acababa deenvenenar a sus compañeros por unabolsa de berones para robar lasmáquinas de Bereth. La que él le habíapagado.

—¿Nos dejarán pasar? Espero quesí. ¡Por el Todopoderoso, vamos a sermás ricos que un rey! —Alzó el puño alaire y después azuzó a los caballosenganchados al carro para que sepusieran en marcha.

El sentomentalista se colocó en la

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parte trasera, con los pensamientos tanrevueltos como su estómago.

Con un poco de suerte aquello noafectaría por completo al devenir de laguerra, ¿verdad? Con un poco de suerte,Bereth podría crear más máquinas deelectricidad o algo semejante paracombatir a Dimitri…

El hombre resolló, desesperado.¿A quién quería engañar? Las Musas

sabían lo que se hacían. Si le habíanenviado a Bereth para engatusar a aquelenclenque pelirrojo era precisamentepara que Manseralda tuviera toda laventaja. Pero ¿por qué él? ¿Por qué nolo podían haber mantenido apartado deesto al menos?

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Inspiró y espiró aire varias vecescon los ojos cerrados. Lo hecho, hechoestaba. Le había pagado al crío unamiseria y lo había convencido de lomucho que el rey de Manseralda le daríapor las valiosas máquinas deelectricidad. Y él había aceptado sinpensarlo. Se había deshecho de suscompañeros sin dudar y había cargadotodas las cajas en aquel carro sinrechistar, con una sonrisa de oreja aoreja.

Él, que era libre de hacer lo quequisiera, que las Musas no controlabande ninguna manera su sino, habíaaceptado al instante. La codicia, el odioy la estupidez humana nunca dejarían de

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sorprenderle.Pero no era su deber juzgar, sino

acatar órdenes. Y eso hacía ahora, yendode camino al castillo de Manseralda yprotegiendo el contenido de esecarromato hasta que llegara a manos deDimitri. Tenía vía libre para utilizar losdones que necesitara para ello; así habíaconseguido teletransportarse en un abriry cerrar de ojos sin levantar sospechasdesde Bereth.

Con lo feliz que había sido durantelos últimos meses.

—No vamos a requerir tu serviciopor más tiempo —le habían dicho unanoche, meses atrás.

—Seguirás bajo nuestro yugo —

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añadió la otra—, pero sin órdenes.Queremos que los acontecimientos sedesarrollen sin nuestra intervención.

Sin nuestra intervención.—Mentirosas… —masculló.—¿Dices algo? —preguntó Marius,

girando la cabeza por encima delhombro.

No respondió.Y en un principio cumplieron su

palabra; le dejaron vagar por elContinente en paz, sin tener quepreocuparse más que por encontraralgún sitio donde dormir o comida parallenar el estómago. Una suerte delibertad que le hizo feliz, pero que durópoco.

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Hasta que descubrieron que habíaencantado, meses atrás, a unamuchachita bajo las órdenes de Cloto.

—¡No sabía que os estabatraicionando! —les aseguró conconvicción cuando le acusaron. ¡Y eraverdad! Él servía a las tres Damas,¿cómo imaginar que una jugaba aespaldas de las otras dos?

—Eso no importa. Ahora tendremosque intervenir —dijo con voz lastimosauna de ellas.

Kastar se agarró una mano con laotra para que dejara de temblar. Cloto lehabía advertido lo que significaría parael Continente entero que Bereth y sunuevo rey, Adhárel, fracasasen o

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vencieran a las Musas. Pronto locomprobaría con sus propios ojos.

—¡Hemos llegado! —avisó el jovencochero, alegre.

Todo se iba por la borda y eseimbécil no dejaba de sonreír y batirpalmas. Y lo peor era la impotencia desaberlo y no poder hacer nada paracorregir el transcurso de losacontecimientos. Un sentimiento que ibadevorando sus entrañas con gula.

Bajó de un salto y arrastró los pieshasta el portón cerrado de la muralla.Marius lo imitó y se colocó a su lado.

—Yo antes trabajaba en la murallade Bereth, ¿sabías? —dijo tras escupiren el suelo—. Menudas propinas te

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sacabas si sabías con quién hablar.—¿Quién va? —preguntó una voz

desde lo alto.Kastar se cubrió los ojos con la

mano y alzó la mirada.—Venimos a ver a su majestad, el

rey Dimitri.—¿Qué traéis en ese carro?—Un regalo muy especial —aseguró

el muchacho, frotándose las manos porel frío. Las nubes iban y venían sinorden por el cielo, aguardando elmomento para comenzar a descargar otravez.

Un repentino vendaval alzó la telaque cubría las cajas por los aires. Elsoldado de la torre sacó un catalejo y

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las estudió con él.—¿Qué contienen?—Máquinas de electricidad —dijo

Kastar, cansado—. Y su majestad seenojará mucho si averigua que no nosdejaban pasar con ellas.

No hizo falta más. Las cadenas quesujetaban la puerta de entradacomenzaron a gruñir hasta que el agujerofue suficientemente amplio como paraque pudieran pasar.

—Aguardad aquí —les advirtió elsoldado cuando bajó. Se alejó unosmetros y habló con otro guardia querápidamente salió corriendo endirección a la tosca fortificación que erael castillo.

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Marius se apoyó en el carromato yempezó a tararear una insoportablecancioncilla mientras lanzaba su daga alaire y la recogía al vuelo. Se le veía tanfeliz que Kastar tuvo que hacer acopiode todas sus fuerzas para noestrangularlo allí mismo. Él no era unasesino. No si no se lo pedían Ellas.

Un tumulto a su espalda le hizogirarse; llegaba el rey con su séquito.Seis hombres de aspecto variopinto seacercaron con gesto serio y elresplandor de las armas brillando en suscintos.

Marius se alisó la ropa y se colocójunto a Kastar. En cuanto Dimitri reparóen este último, frunció el ceño.

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—Yo os conozco. Vos sois el amigode mi madre… Maese Kastar, ¿no escierto? —Se detuvo frente a él y surostro se oscureció—. ¿Qué os trae poraquí?

El sentomentalista hizo una brevereverencia que Mirilla se apresuró aimitar.

—Hemos traído algo que quizás osinterese. —Alzó el brazo y señaló alcarromato. Los ojos del rey traspasaronal joven antes de posarse en las cajas.

—¿Qué son?—Las máquinas de electricidad,

majestad —respondió Marius, corriendoa su lado—. Las he robado yo, majestad.De Bereth.

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Dimitri lo miró como si estuvieraloco.

—Imposible. —Se volvió hacia sushombres—. Bajad una de ellas. Deprisa.

Con ayuda de las espadas, abrieronla tapa.

Entre paja, como habían dicho,reposaba el báculo de electricidad.

Dimitri lo cogió con emoción pococontenida.

—¿Cómo funciona? —preguntó,girándose hacia Kastar. Pero el hombreya no estaba allí; se había esfumadocuando nadie miraba—. ¿Dónde…?

Mirilla estaba tan asombrado comolos demás. Se encogió de hombros eintentó sacar partido de ello.

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—Él solo me indicó el camino —explicó, orgulloso de su proeza—. Perofui yo quien robó las máquinas para vos,majestad.

—¿Y tú quien eres? —preguntóDimitri, con indiferencia.

—Marius. Marius Path. —Le tendióla mano—. Pero algunos me conocencomo Mirilla.

El rey se alejó con el arma en lasmanos sin tocar los dedos del muchacho.

—¿Cuánto me pagaréis por ellas? —insistió el joven, guardándose la manoen el bolsillo del pantalón. Todavíallevaba puesto el uniforme de Bereth—.Hay veintiocho. Las he contadomientras…

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—Corre —le ordenó Dimitri.—¿Disculpad?—He dicho que corras. Hacia allí.

—Señaló en dirección el camino por elque había venido.

—¿Pa… para qué?—¿No me has oído? —Dimitri le

dedicó una mirada repleta de odio—.Ahora.

La nuez de Marius subía y bajaba enla garganta de manera espasmódica.

—Estáis bromeando, ¿verdad?—Diez.—¿No iréis a…?—Nueve.—¡Soy de fiar! ¡Os las he traído!—Ocho. —Dimitri apuntó al pecho

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de Marius.—¡Os lo suplico! —El muchacho

juntó las manos en señal de plegaria—.¡Por favor!

—Siete… —Encontró la palanca enel extremo del báculo y la accionó. Unsuave zumbido se extendió por el patiodel castillo—. ¡Seis!

Las lágrimas se escurrieron por lasmejillas de Marius. Sin esperar mástiempo, echó a correr por el campo,zigzagueando como un loco.

—Cinco, cuatro, tres, dos, uno… —El rey se acercó hasta el portón.

—Cero.El haz de luz iluminó las caras de

los allí reunidos. Con un grito agudo,

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Marius Path quedó reducido a un puñadode cenizas y una columna de humo.

Complacido, el rey se volvió haciasus hombres.

—Nunca me han gustado lostraidores —dijo con las primeras gotasde lluvia cayendo sobre sus cabezas—.Llevad las cajas adentro.

Aquella noche, además derelámpagos, truenos y más lluvia, latormenta trajo consigo a Cuervo y larespuesta de Bereth: acudirían a laguerra.

Emocionado, Dimitri acarició una delas máquinas de electricidad que tenía amano y sonrió. Por fin, después de tantotiempo esperándolo, llevaría a cabo su

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deseada venganza.

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14. El gato

Aya y Simon se encontraban en losaposentos de los sentomentalistashumedeciendo la frente de Tail cuandoDuna, Sírgeric y Cinthia aparecieron.

La mujer se pegó tal susto que eltrapo salió volando por los aires, ySimon se cayó de la silla desde dondeguardaba el sueño de su amigo.

—¡Por el Todopoderoso! ¿Peroqueréis matarme de un susto o…?

Las palabras quedaron colgando dela frase cuando la mujer reparó en

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Cinthia.—Aya… —La muchacha se

abalanzó sobre los brazos de la mujer,que permanecía inmóvil, incapaz dereaccionar.

—Ya dije que la traeríamos —bromeó Sírgeric.

Y entonces ella también la abrazó.Con fuerza, con emoción, con necesidad.Enterró su rostro en sus cabellos y llorótodas las lágrimas que había derramadopor su falta. La balanceó entre susbrazos como si fuera un bebé y no lasoltó durante los siguientes minutos.

Sírgeric rodeó por los hombros aDuna, que también estaba llorando sindarse cuenta, y ella apoyó la cabeza en

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su hombro. Las guerras y las prisaspodían esperar un poco, se dijo.

—Mi niña. Has vuelto. Has vuelto…Tail se removió entre las sábanas de

la cama y abrió los ojos.—¿Mmhhqué pasa? —musitó.Aya agarró de las mejillas a Cinthia

y le plantó otro puñado de besos más,que la muchacha recibió con entusiasmo.

—¿Cinthia…?Simon también se acercó para

saludarla al tiempo que Tail seincorporaba para comprobar que noestaba soñando.

—Me alegro de verte —dijo elprimero, realizando una brevereverencia frente a ella.

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—Simon, ¿eres tú de verdad? —Ellale dio un abrazo y se asombró de lomucho que había crecido en los últimosmeses. Después se giró hacia la cama—.¿Tail? ¿Qué te ha ocurrido?

Sírgeric le pasó un brazo por lacintura y le dijo al oído:

—Tenemos mucho que contarte.Aya no soltaba la mano de la

muchacha. Se aferraba a ella condesesperación, temiendo que fuera adesaparecer en cualquier momento.

—Deberíamos salir —sugirió Dunacuando Tail cerró los ojos y se quedódormido de repente—. Todavía no se harecuperado.

Cinthia quiso preguntar qué sucedía,

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pero Sírgeric le pidió que esperaran aestar fuera. Con un gesto rápido, Duna ledijo a Simon que también losacompañara.

Aya giró a Cinthia para que la mirarade frente en cuanto cerraron la puerta.

—¿Estás bien? ¿Te hizo daño esehombre?

—Estoy perfectamente, Aya —leaseguró la muchacha, sonriendo—.Aunque tengo un poco de hambre.

No hizo falta más. Aya se precipitópasillo adelante en dirección a lascocinas.

—Traedla inmediatamente, Sírgeric—exclamó, sin tan siquiera volverse—.Voy a pedir que le preparen una buena

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comida.Duna sonrió, aliviada de ver de

vuelta a la antigua Aya y comprobar queCinthia iba despertando del sopor pocoa poco.

—¿Dónde está Adhárel? —preguntóa Simon.

—Se marcharon antes de queamaneciera.

Duna se llevó la mano al pecho.—¿Entonces…?—¿Ha comenzado la guerra? —

tanteó Sírgeric.El joven asintió, apesadumbrado.—Zennion me pidió que me quedara.

—Con la cabeza gacha, añadió—: Todoel mundo prefiere que me quede.

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Sírgeric negó con incredulidad y lepuso una mano en el hombro.

—Vendrás con nosotros.—¿Y quién está en el palacio?El chico pareció recobrar cierta

vivacidad gracias al comentarioanterior.

—Su majestad Ariadne y la reina deGélinaz se encuentran abajo con otramujer que no conozco y los niños.

—¿Una mujer que no conoces?Duna miró a sus amigos con el ceño

fruncido.—Mejor bajemos a verlas —dijo

Sírgeric—. Se alegrarán de saber quehemos vuelto.

Las muchachas asintieron y fueron a

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seguirle cuando Duna recordó algo.—Una cosa más, Simon: Laugard de

Siol sigue…—Está en su celda, sí. —Se quedó

pensativo antes de añadir—: Pero séque Adhárel se enfadó mucho con élayer. Creo que ha ocurrido algo con unasmáquinas, o algo así.

—Unas… ¡Las de electricidad!Sírgeric puso pies en polvorosa.—Necesito comprobar algo —le

explicó a Cinthia, ya en movimiento.—Claro. No te preocupes por

nosotras. Ve.Cuando Sírgeric desapareció por las

escaleras, Duna y Cinthia se despidieronde Simon y se dirigieron al salón. De

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camino hacia allí, Duna agarró confuerza la mano de su amiga.

—Me alegro de que estés de vuelta—le aseguró.

—Yo también —respondió ella,devolviéndole el apretón—. Pero mesiento tan perdida… Parece que hayapasado una vida entera desde… que nosmarchamos.

La muchacha se había tomado conbastante tranquilidad el hecho de quehubiera pasado hechizada tanto tiempo.Cuando se lo contaron por encima, selimitó a asentir. Ahora parecía que laidea iba calando poco a poco en suconciencia.

—Tampoco es necesario que te

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agobiemos con todo lo que ha ocurrido—dijo Duna, intentando quitarle hierroal asunto. Temía que si la presionabanno pudiera soportarlo.

—No todo, Duna, pero me gustaríasaber qué ha pasado en Bereth. ¿Dóndeestá Adhárel? ¿Qué es eso de la guerra?¿Qué le ha ocurrido a Tail? —Hizo unapausa antes de añadir—: ¿Y qué habéishecho con mi Sírgeric?

Duna sonrió extrañada.—¿Qué le ocurre?—¿Tú le has visto? No recuerdo que

tuviera esos músculos.Duna prorrumpió en carcajadas. Esa

era la Cinthia que ella conocía.—¡Y todavía no has comprobado su

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sentido de la responsabilidad! ¡Pero sihasta dejó que Adhárel lo nombrara suhombre de confianza! —bromeó,haciendo que Cinthia se riera—. Sevolvió loco cuando desapareciste. Hizocuanto estuvo en su mano para sacartede allí. Ha luchado cada día por quevolvieras. Y si ha entrenado tanto hasido precisamente por si tenía que zurraral Flautista para que nos dejara sacarte.

Cinthia perdió la mirada en elinfinito con una sonrisa en los labios.Una sonrisa ilusionada, de enamorada.La misma que a Duna tanto le costabadescubrir en Adhárel últimamente.

—Para mí no ha sido más que unsueño… —dijo, con los dedos rozando

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la barandilla de la escalera—. Sírgericme contó que la noche en queacampamos cerca de Belmont medesperté siguiendo una melodía que soloyo oía y me fui andando sola hastaHamel, pero no recuerdo nada de eso.Para mí solo ha pasado un día desde queme dormí bajo las estrellas a su lado,¿cómo es posible?

Su voz se había convertido en unmurmullo.

—Estabas hechizada, no le des másvueltas. Lo importante es que por finestás de vuelta y que cuando todo estotermine podremos contarte todas lashistorias que te has perdido.

La agarró del brazo y la condujo por

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el largo pasillo que desembocaba en laescalinata principal.

—¿De verdad vamos a ver a la reinaahora?

—Desde luego. No va a creerse queestés aquí.

—Pero mírame, Duna. ¡Estoy hechaun trapo y seguro que huelo mal!

Duna le dedicó una sonrisatranquilizadora.

—Cálmate, nadie va a juzgarte. —Ledio unos golpecitos con el codo en elcostado.

Cinthia negó con fingido asombro.—Ojalá pudiera hablar con mi yo de

hace un par de añitos, solo para quedejara de coquetear con cualquier noble

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que se cruzara en su camino.—¿Hacías eso?La muchacha se encogió de hombros.—Solo cuando no me veías.—Para que terminaras enamorada de

un ladronzuelo…—De la mano derecha del rey,

disculpa —le corrigió ella.Volvieron a reírse con ganas. Duna

no veía el momento de poder sentarsecon ella tranquilamente y hablar y hablary hablar… como habían hecho hasta quedesapareció. Pero debía ser pacientehasta que llegara el momento oportuno.Hasta que, como tantas otras veces sehabía repetido, todo aquello terminara.Porque todo aquello debía terminar. Y

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Adhárel podría volver a casa, feliz. Ylas Musas abandonarían ese mundo. YWilhelm recuperaría su forma humana. Yel Continente volvería a ser un lugarhabitable y tan peligroso como loshombres quisieran que fuera.

Necesitaba creer que iba a ser así.¡Tenía que serlo! El resto de lasposibilidades eran tan tristes yangustiosas que el mero hecho deplanteárselas le drenarían las ganas deseguir luchando.

Llegaron a las puertas del salón.Tras llamar suavemente con los nudillos,entraron. Las tres mujeres que seagolpaban sobre unos mapas extendidos,se volvieron hacia ellas.

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—Es un milagro —mascullóAriadne, poniéndose en pie.

Esquivó a los niños que jugaban asus pies y al gato del Marqués. Con unasonrisa vacilante, agarró de los hombrosa Cinthia y la estrechó entre sus brazos.

—Bienvenida, pequeña.Bienvenida…

La muchacha se quedó rígida,cohibida y abrumada por la inesperadarecepción. Con disimulo, le dio unosgolpecitos a Duna en la mano para quele ayudara a salir del atolladero, peroesta ni se inmutó. Sus ojos estabanclavados en la mujer más anciana delsalón.

—¿Qué hace ella aquí? —preguntó

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con frialdad.Ariadne se separó de Cinthia y miró

extrañada a Duna.—Es una amiga vuestra, ¿no es así?

Adhárel nos dijo que se quedaría unosdías.

—¿Una… amiga?Cloto le dedicó una agradable

sonrisa y ella volvió en sí a tiempo paraasimilar la situación. Adhárel sabía queestaba allí y le había dejado quedarse.Es más, se la había presentado a sumadre sin mencionar su verdaderaidentidad. Con un esfuerzosobrehumano, la muchacha intentó seguirel juego, fuera el que fuese.

—Me alegro de veros de nuevo,

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Dama Cloto. ¿Qué os trae por aquí?—Pensé que ya era hora de que

Tulius conociese el Continente —respondió la anciana amigablemente—.He creído que sería mejor que lo vierapor sí mismo. ¡Menuda casualidad quetermináramos aquí!

—Sí, qué casualidad —rezongóDuna sin emoción en la voz.

Kylma permaneció en su sitio,sonriendo amigablemente y con unapluma en la mano.

—¿Qué es todo esto? —preguntóDuna, acercándose a la mesa coninterés. Parecían mapas de Bereth y delpropio palacio.

—Esta tarde recibiremos en el

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palacio a todos los berethianos —explicó la reina del norte.

—Hemos enviado a una cuadrilla desoldados para que den la orden y paracargar con las provisiones.

Duna reprimió un escalofrío. Laguerra había dejado de ser unaposibilidad para convertirse en unarealidad. Y las consecuencias estabanallí mismo, frente a ella. Las palabras deGiacomo retumbaron con fuerza en sucabeza.

—Tenemos que pararla… —dijo, envoz baja.

—¿El qué, querida? —preguntóAriadne.

Duna la agarró de las muñecas.

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—La guerra. No puede haberla. Sino lo hacemos…

Las mujeres la miraron como siacabara de escupir fuego por la boca.

—Necesitas descansar, Duna —lerecomendó Ariadne antes de girarsehacia Cinthia—. Y tú también.

—No —le espetó Duna, dando unpaso hacia atrás—. Tenemos queencontrar el modo de detenerla.

—Duna, espera…Antes de que la mano de la reina

llegara a tocarla, la muchacha se dio lavuelta y salió del salón a toda prisa,seguida de Cinthia, que se alejórealizando todo tipo de reverencias.

—¡Duna! —exclamó su amiga una

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vez fuera—. ¿Adónde vas?—Tengo que hablar con alguien —

replicó, sin dejar de correr.—¡Niñas! —Aya apareció en el

dintel de la puerta del comedor—.¿Adónde vais?

—Tenemos… ¡ahora vamos, Aya! —atajó. La mujer puso cara deexasperación, pero volvió dentro.

Duna se giró justo cuando Sírgericapareció frente a ella. Sin tiempo dereaccionar, se chocó contra su pecho yestuvo a punto de caerse al suelo. Eljoven la agarró a tiempo.

—¿Adónde vas con tanta prisa?—Eso misma le acabo de preguntar

yo —dijo Cinthia, alcanzándolos.

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—Tengo que hablar con Laugard.—Yo también: ayer el soldado

encargado de proteger las máquinas deelectricidad envenenó a los demásguardias y se las llevó.

Duna sintió que la boca se le secaba.—¿Qué? ¿Ha sido él?—Es lo que quiero comprobar.—¿De quién habláis? ¿Quién es ese

Laugard? —preguntó Cinthia.Duna suspiró con nerviosismo y se

encaminó a los calabozos.—Es el rey de Caravás y un traidor.

Se presentó en Bereth como aliado, peroresultó que trabajaba para Dimitri…También fue quien hechizó la manzanaque te despertó.

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Cinthia alzó una ceja.—¿Entonces es bueno o es malo?—Es peligroso —replicó Sírgeric,

tras ellas.El guardia de la puerta los dejó

entrar en cuanto vio a Sírgeric.Recorrieron el oscuro túnel a pasorápido hasta la celda del Marqués.

—Laugard —Duna golpeó losbarrotes para despertarlo—. ¡Laugard,arriba!

El Marqués abrió los ojos y sedesperezó como su minino.

—¿Qué queréis ahora de mí?—¿Qué ha ocurrido con las

máquinas de electricidad? —le preguntóSírgeric.

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El hombre terminó de incorporarse.Se sentó con las piernas cruzadas y sefijó en Cinthia, ignorando la pregunta.

—¿Es posible que esta sea lajovencita que fuisteis a buscar?

—¡Laugard! —Sírgeric lo amenazócon el dedo—. No juegues con nosotros.¿Hiciste algo al soldado para que robaralas máquinas?

—¡Desde luego que no! —respondió, ofendido—. ¿Qué te hascreído? Ya se lo dije a vuestro rey. Yosiempre cumplo con mi palabra,¿verdad, Duna?

La joven lo fulminó con la mirada.—Mientes. Ya lo hiciste con

Adhárel: lo engañaste para que

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traicionara a Wil. Le metiste en lacabeza esos pensamientos y seguramentehayas hecho lo mismo con el soldado.

Laugard alzó las manos al cielo.—¡Ya os expliqué cómo funciona mi

don, maldita sea! ¡He estado encerradoaquí desde que os marchasteis! ¿Cuándose supone que he hablado con esesoldado? ¿Os tengo que recordar minuevo don? Dame una cesta de manzanasy despertaré a todo un reino, pero no mepidas que me meta en la cabeza dealguien que no estoy viendo porque nopodré.

—¿Y si lo hiciste antes de que teencerraran? —le espetó Sírgeric.

—Esto no funciona así.

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—¿Y si todavía creen en ti loshombres de Dimitri y posees el primerdon?

—Entonces me habría metido en tucabeza para que me liberaras la últimavez que me trajiste la comida, que porcierto fue hace bastante.

Duna miró a Sírgeric sin saber quédecir.

—Pues si tú no has robado lasmáquinas, ¿quién ha sido?

—Aldernath Kastar. Ettore —respondió una voz a su espalda.

Los tres se volvieron al tiempo queSírgeric desenvainaba su espada yapuntaba al túnel.

—Baja eso antes de que te hagas

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daño, muchacho.Cloto apareció ante ellos portando

una antorcha en una mano y su bastón enla otra. Con paso renqueante se acercóhasta la celda de Laugard, miró en suinterior y después se volvió hacia Duna.

—Mis hermanas han enviado aEttore para equilibrar la balanza.

—¿Qué balanza? —preguntóSírgeric—. ¿Y cómo has entrado aquí?

La mujer desestimó la segundapregunta negando con la cabeza.

—Parece que todavía no lo habéisentendido: esto es una guerra entre ellasy vosotros… o, mejor dicho, nosotros.Y no les hizo mucha gracia que, bueno,intentara ayudaros. Aunque ya veo que

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sabéis apañároslas solos —añadió,echando un vistazo rápido a Cinthia.

—¿Cómo se supone que nosayudaste, si puede saberse? —preguntóDuna.

—Mandé a Kastar encantar a esadulce niñita némade. A la reina deSalmat.

—¿Lysell?—Soy un desastre con los nombres.Sírgeric le indicó con las manos que

se detuviera.—¿Por qué hiciste eso? ¿Con qué

propósito?—Para ayudaros, ¿cuántas veces

más me vais a hacer que lo repita?—Son bastante desconfiados —

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comentó el Marqués de pasada.—Supongamos que dices la verdad

—aceptó Duna—, ¿cómo sabías que eraeso lo que necesitábamos? No veo queLysell haya ayudado a detener la guerra.

—No todas nuestras acciones tienerepercusiones inmediatas.

Sírgeric bufó, impaciente.—Así que, como tú encantaste a

Lysell seguida por un presentimiento…—Por un presentimiento, no. Por

recomendación de un buen amigo y ungran sentomentalista, muchachoimpertinente.

—¿Y qué te dijo ese amigo tuyo? —preguntó Duna.

—¡Por todos los cielos, os hablo de

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alguien que vivió incluso antes de quevosotros nacierais! ¿Creéis querecuerdo los detalles?

—Haz un esfuerzo. —Sírgericexhibió una amplia sonrisa.

—Vay-Kaz podía leer el futuro conuna hermosa baraja de cartas que élmismo construyó —explicó Cloto,reticente—. Se paseaba por los reinosganando berones a cambio de leer elfuturo a los viandantes más confiados.

—Al grano —le apremió el joven.Ella lo fulminó con la mirada.

—Una vez vino a verme porqueestaba preocupado. Me contó que habíavaticinado una guerra a varias personascompletamente ajenas entre sí, de

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diferentes reinos. Quería averiguar quéme saldría a mí, pues era de los pocosque sabía acerca de mi… —miró alMarqués de soslayo— inmortalidad.

—Y entonces… —el muchacho hizoun gesto con la mano para que avanzase.

—¡Un día esa lengua tuya va ameterte en problemas! —Soltó ungruñido y continuó—. En mi manoaparecieron, entre otras, la figura de undragón, la de una niña con corona y lade la Muerte.

—¿Y eso qué quería decir? —insistió Duna.

—Yo no sabía leerlas, pero él medijo que, por el orden en el que habíanaparecido, de mí dependía seguir al

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dragón… o a la Muerte. En mitad delcamino entre esas dos solo había unacarta: la de la reina.

—Resumiendo —la cortó Sírgeric—: como ese amigo tuyo te dijo eso, túdecidiste, tras conocer a Adhárel, que loque debías hacer era encantar a Lysell, yno a cualquier otra reina del Continente,y evitar así la Muerte. Y por ese motivo,tus hermanas, allá en los cielos, handecidido castigar a Bereth robándonosla única ventaja que teníamos sobreManseralda, ¿es así?

La vieja asintió dos veces, confirmeza.

—Ya veo… —Sírgeric tambiénasintió, pensativo—. Pues la próxima

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vez, mantente al margen, por favor.—Crío maleducado… —le regañó

la señora, golpeando con su bastón en elsuelo.

—Estupendo. Ahora que hemosaclarado el asunto del ladrón debombillas —dijo el Marqués,sacudiéndose el polvo de los pantalones—, ¿os importaría sacarme de aquí ydecirme dónde está mi gato?

Duna miró a Sírgeric sin nada queobjetar.

—Él ha cumplido, ahora me toca amí. Llama al carcelero.

—No será necesario.Con resignación, el muchacho sacó

del colgante el mechón de pelo que le

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había cortado al Marqués días atrás yapareció dentro de la jaula.

—¡Ah! —gritó el hombre.Sin inmutarse, el muchacho cambió

el mechón por el de Duna y cruzó devuelta a la libertad.

—¡Basta! —exigió Laugard,alejándose de él con un tambaleo—.¿Qué ha sido eso?

—Eso es mi don. Algunos lotenemos bastante definido. Ya puedesmarcharte.

—No sin mi gato —le espetó elhombre, alisándose la roñosa casaca condignidad.

Cloto se acercó a él y le golpeó enel pecho con la punta de su bastón.

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—¿Tú eres el rey de Caravás?El hombre la miró de arriba abajo

con desprecio.—¿Quién lo pregunta?—Sí, es él —respondió Duna.La mujer se acercó todavía más a

Laugard y alzó la antorcha paraexaminar sus facciones.

—Este no es Odarión —le espetó lavieja—. Recuerdo a Odarión. El únicorey tan supersticioso como paraacercarse a mi isla para encontrarrespuestas sin ser un némade. Tú no eresrey de nada —añadió, arrugando ellabio.

Sírgeric y Duna se colocaron tras lamujer.

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—¿Nos mintió en eso también? —preguntó el muchacho.

—Decidme dónde está el malditogato y me marcharé de aquí —insistióLaugard, cada vez más alterado.

—Responde a la Musa y terminemoscon esto. —Duna bufó hastiada.

—¿A la…? ¿Vos sois…? —Elmiedo paralizó al Marqués.

—¿Qué has hecho con Odarión? —le preguntó Cloto, golpeándole dosveces en el pecho—. Oí los rumores deque un desconocido se había hecho conel trono de Caravás, pero nunca llegué acreerlos. Y hasta donde yo sé, Odariónsigue vivo…

El Marqués se llevó la mano a la

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boca.—Yo no he matado a nadie.—Pues entonces dime una cosa,

¿cómo puedes estar reinando allí sinPoesía?

Laugard cambió el peso de un pie alotro, intimidado. Duna no entendía nada.

—¿Cómo sabes que no tiene Poesía?—Tengo mis fuentes. Caravás sigue

teniendo el mismo rey, créeme. Asípues… —se volvió hacia Laugard—.¿Dónde está Odarión?

Pero el Marqués dio un paso atrás,desesperado.

—Si esto fuera verdad —comentóSírgeric—, ¿por qué el verdadero rey noha intentado volver a Caravás y

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reclamar su trono o… o suicidarse paracastigarle a él con una Poesía?

Cloto se volvió con una sonrisa.—A lo mejor no puede. A lo mejor

no sabe que le han robado todo.—¿Cómo no va a…?—¿El gato? —propuso Cinthia.Duna y Sírgeric se volvieron para

mirarla, anonadados.—Ya sé que no tiene sentido, pero

me sentía un poco fuera y quería ayudar—se disculpó ella—. Lo siento.

—¡No! —exclamó Duna, girándosehacia el Marqués—. Claro que tienesentido. De alguna manera engañaste aese pobre rey para hacerle creer que…que tenías algún tipo de don que te

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permitía convertir a los humanos enanimales, o algo así. Una vez lolograste, solo tuviste que transformarlo aél. ¿Es así?

Laugard los miró de hito en hitoantes de echarse al suelo de rodillas ycomenzar a llorar con histerismo, conlas manos cubriéndole el rostro.

—¡Yo no quise que pasara eso! ¡Lojuro! —Los demás no dijeron nada—.Él… él me retó y el sitio era tan bonito yel castillo tan grande y la gente… tancrédula. Solo quise jugar un rato, pe…pero después… —Se sorbió los mocos—. Ay, después fue demasiado difícil noprestar atención a todo lo que ganaría sime quedaba. A… así que me quedé. Y

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luego… luego ya no pude dar marchaatrás porque todos huyeron y el rey yano podía… era un… yo no quise…

—El gato está arriba —dijoSírgeric, dándose la vuelta y tomando aCinthia de la mano—. Y ya hemosperdido demasiado tiempo.

—¿Estás seguro de que habéisperdido tiempo? —le increpó la Musa,sin volverse. Su voz auguraba elcomienzo de un acertijo—. ¿O quizás lohabéis… ganado?

Duna no lo soportó más. Le dio igualqué ocurriría a continuación, pero lasituación exigía medidas desesperadas.Con una arrebato, agarró a la mujer porlos hombros y la zarandeó.

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—Si sabes algo, más te valedecírnoslo o te quedas aquí abajoencerrada el resto de la eternidad.

—¡Duna! —exclamó Cinthia,corriendo hacia ella.

—No, de Duna nada. Estoy harta desus juegos y adivinanzas. Quiero que nosdiga qué ha querido decir con esecomentario. Y quiero que nos lo digaahora —se volvió hacia Cloto—, nocuando sea demasiado tarde.

La Musa debió de considerar queestaba hablando en serio, pues sus ojosvacilaron en la oscuridad y los labios letemblaron como si fuera un pezboqueando por aire.

—¿Y bien? —insistió la joven.

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—Tenéis… tenéis que averiguarlovosotros. Yo no puedo…

—¿Como lo del gato? —Dunaapretó los dientes con fuerza—. ¿Está apunto de desatarse una guerra queterminará con el Continente como loconocemos y a ti solo te preocupan lasnormas?

—¡Si yo rompo esta norma todo seirá al traste, niña ingrata! —le espetóCloto—. Utilizad un poco la cabeza yllegad a la conclusión vosotros mismos.Si yo hablo, mis hermanas lo sabrán. Yentonces no habrá servido de nada.

Gatos. Musas. Poesías. La guerra.Dimitri. ¿Cómo podía estar todo aquellorelacionado? La respuesta tenía que

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estar ahí, ante ellos. Solo tenía que verlodesde otra perspectiva. Necesitabapensar con la mente febril de esasdiosas vanidosas que creían podercontrolarlo todo. Algo que fuera tanbásico que les hubiera pasadodesapercibido. Algo como…

—Creo que ya lo tengo. —Dunasoltó a la musa—. Es Dimitri.

—¿Qué tiene que ver él con el gato?—¡Él es como el Marqués! ¿Verdad?

—Cloto se encogió de hombros porrespuesta. No parecía molesta por elcomportamiento anterior de Duna, tansolo indiferente—. Tiene que serlo: lasúltimas noticias que tenemos deManseralda son que la reina Thalisa

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sigue enferma, muy enferma, ¿no? Y quenadie la ve desde hace meses…

—Solo Dimitri —dijo Sírgeric,siguiendo el razonamiento.

—Eso es.Duna se acarició la barbilla,

pensativa.—Así que… Dimitri está reinando

sin Poesía.—¡Por eso mantiene viva a Thalisa!

—exclamó el muchacho—. Para poderactuar a sus anchas, sin miedo a lasMusas.

—Cerdo cobarde… —masculló lamuchacha para sí—. Entonces ¿cómovamos a detenerlo si no conocemos supunto débil?

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—Bueno… —intervino Cinthia—. Alo mejor ese es su punto débil.

Se volvieron para mirarla.—Ayer me dijisteis que cuando un

rey destruye su poesía viene el Flautistay… se lleva a los niños. Por eso meraptó a mí en Hamel, porque yo escapéde Térmidi cuando era pequeña, ¿no?

Todos asintieron al unísono, inclusoel Marqués, que había dejado de llorar yno entendía muy bien de qué hablaban,pero que contemplaba la escena igual deintrigado que el resto.

—Pero a los adultos no se losllevaba el Flautista. Les ocurría lo queles sucedió a los belmontinos y a tantosotros: perdían las ganas de vivir.

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—Y de luchar —concluyó Duna.Entendiendo adónde quería ir a parar suamiga.

Sírgeric soltó una carcajada,incrédulo.

—Entonces, ¿solo tenemos que ir aManseralda y hacer que Thalisa rompasu propia Poesía? ¿Así de sencillo?

—Así de sencillo —ironizó Duna.—Ese ya no es su reino —prosiguió

Sírgeric—. Los habitantes deManseralda son todo sentomentalistasinducidos por Dimitri a luchar contra elnorte, la mayoría criminales y asesinos.

—¿Y no afectará a gente inocente?—preguntó Cinthia.

Sírgeric se encogió de hombros.

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—En principio solo deberían pagaraquellos que estén allí por voluntad, yno presos o esclavizados.

—Lo más difícil será encontrar a lareina y su Poesía —dijo Duna.

—Y llegar allí a tiempo —añadióCinthia.

Sírgeric hizo un ademán, restándoleimportancia.

—Eso tiene solución… —Con unasonrisa pícara se volvió hacia elMarqués—. ¿Verdad?

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15. El pago

Gélinaz parecía más frío que nunca. Ensus calles ya no había rastro del bullicioni del fervor que Firela encontró a sullegada. Los soldados y la familia realse habían llevado consigo el calorcuando marcharon a la guerra. Al sur.

Y todavía no había habido noticiasde cómo se estaban desarrollando losacontecimientos. Los pocoscomerciantes que regresaban a casaapenas sabían qué estaba ocurriendo.Sentomentalistas uniéndose en un

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ejército sin precedentes, decían unos.Bereth a la cabeza del ejército del norte,añadían otros. Nada, en definitiva, queno les hubieran dicho los reyes deGélinaz antes de partir.

El reino de la montaña parecióreplegarse en sí mismo por temor a loque el futuro trajera consigo. La gente yacasi no salía de sus casas, como si losejércitos del sur fueran a arrasar de unmomento a otro las calles. Lasmercancías habían subido de precioconsiderablemente de la noche a lamañana y los ánimos estaban cada vezmás crispados.

En el único lugar en el que parecíaseguir existiendo cierta alegría, cierta

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calidez hogareña e ilusión, era en el dela familia de Galasaz, pues, aunque nofuera como ninguno esperaba, elpatriarca había vuelto.

Firela se recostó en la silla demadera y contuvo un bostezo. La familiay los amigos del sentomentalista seapiñaba a su alrededor para hablar conel viejo con ojos llorosos y emocionespoco contenidas.

Atrás habían quedado las riñas y lasamenazas de muerte. En cuanto Galasazdemostró que realmente era él y queFirela no era más que la mensajera, quenada tenía que ver con que estuvieraencerrado en el espejo, todo fueronpalabras de agradecimiento y disculpas.

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Ludaela, la mujer del anciano, eramenuda, de baja estatura y ojospequeños. Su cabello gris y rizado lecaía en cascadas hasta casi la cintura yno parecía estar acostumbrada a llorarni, mucho menos, a que nadie la vierahacerlo. En cuanto recibió la noticia deque su marido había regresadoencerrado en uno de sus endemoniadosinventos que tanto había detestado yadmirado durante su largo matrimonio,se metió en su habitación con el objeto ydurante varias horas estuvo hablandocon él. Desde el otro lado de la puertaapenas llegaba más que algún que otrosusurro o sollozo. Una vez que terminó,salió con gesto serio y les tendió el

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espejo a sus hijos. Firela no vio nirastro de llanto en su mirada. Por elcontrario, parecía un poco más feliz,calmada y… libre.

La noticia del regreso de Galasazcorrió como la pólvora. El rumor viajóde punta a punta de la montaña. ¡Nadiequería perderse la historia del creadorde espejos que había logrado engañar ala muerte! Así, sin darse cuenta, Firelase descubrió de un momento a otrorodeada por los vecinos, amigos yfamiliares cercanos y lejanos del viejosentomentalista, que venían a ver elprodigio.

Firela no se movió de su asiento enningún momento. Su repentina fama entre

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los norteños era algo que le costabaasimilar. Sobre todo siendo esta tanpositiva y halagadora. Estabaacostumbrada a que la temieran, a que larespetasen por su crueldad. Y aunqueuna parte de ella se sentía sobrecogidaante la bondad de esas personas, la otra,más grande y decisiva, detestaba todaaquella situación.

—Voy a salir a tomar el aire —dijoen un murmullo, indiferente a la opiniónde los demás.

—Espera. —Fue Galasaz quienhabló—. Déjame acompañarte.

Firela puso los ojos en blanco,alargó el brazo y la hija pequeña delsentomentalista, Daya, le tendió el

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espejo.Sin decir nada más, abandonaron la

casa en dirección a la quietud nocturnade la ciudad.

—No eres una mujer a la que legusten las multitudes —bromeó Galasazen cuanto salieron a la intemperie.

—Vaya, para lo observador que eressiempre, te ha costado mucho apreciarese rasgo mío —le espetó ella conhastío.

Descendió las escaleras de piedra yse sentó en los últimos peldaños. Acontinuación apoyó la cabeza en lasrodillas y se obligó a respirarprofundamente.

—Firela. —La voz del viejo le

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llegaba amortiguada—. Todavía no te heagradecido como mereces el esfuerzoque has realizado para traerme hastacasa.

Ella alzó la mirada y se colocó elobjeto frente a los ojos. Llamarlo espejole parecía absurdo. Podía tener esaforma, pero en realidad era una ventana.Una ventana desde donde podíacontemplar su mayor deseo y su peorpesadilla. Kalendra aguardaba unosescalones por encima, sentada con laspiernas juntas y estiradas sobre lapiedra.

—Si te soy sincera —replicó convoz queda—, preferiría que dejases deagradecérmelo y te limitaras a decirme

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cómo sacar a mi hermana de allí.Galasaz se masajeó el puente de la

nariz y negó en silencio.—No sabes lo que me pides.—¡Lo sé perfectamente! —exclamó

ella—. Lo sé desde que te conocí.Déjate de evasivas, Galasaz. Ya hetenido suficiente paciencia. Si realmentecrees que merezco alguna recompensapor haberte traído, quiero que sea esta.Al menos dime por dónde empezar abuscar —añadió en un susurro.

Los ojos de la Asesina del Humoresplandecían bajo la luz de lasantorchas cercanas. Galasaz apretó lamandíbula y, después, con tono paternal,dijo:

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—Al menos prométeme que nocometerás ninguna locura.

—Si no hubiera cometido unalocura, me temo que no estaríamos aquíninguno de los dos, así que no puedoprometerte algo así.

El viejo aceptó el comentario, perono se dio por vencido.

—Este mundo es frío, Firela. Másfrío y solitario de lo que puede parecerdesde ese lado. Más que el desierto dehielo donde estuviste a punto de fallecer.Aquí no hay más luz que el reflejo delsol y los vestigios de su brillo… no haymás vida que la que nosotros nosempeñamos en conservar en nuestramemoria. La única emoción que

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recordaba hasta que tú apareciste fue ladesesperación y la añoranza. Laesperanza no tiene cabida en este ladodel espejo. —Guardó silencio ydespués, con voz grave e impotencia,añadió—: La única manera de quevuelvas a reunirte con tu hermana es queaceptes cruzar a este lado con esepropósito, ¿de verdad estás dispuesta asacrificarlo todo por alguien que ya noestá?

Firela ignoró la pregunta. Su miradase afiló entre sus párpados. Ladeferencia y, quizás, el cariño con losque había terminado mirando a Galasazse habían esfumado como el vaho sobresu cabeza. En su lugar, solo quedó la

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incredulidad, el dolor y el odio de habersido traicionada.

—Me mentiste —dijo.—¡Solo quise…!—Me mentiste —le interrumpió ella,

alzando la voz—. Me dijiste que nosabías qué tenía que hacer para… ¡Medijiste que era imposible!

—¡Tendrías que morir para ello! —se excusó él, alzando también la voz—.¿Cómo iba a permitírtelo? ¿Cómo iba acargar con tu muerte en mi conciencia?

Firela tragó saliva y sintió quetragaba arena y cristales.

—Lo único que te preocupaba erallegar a casa. Me has utilizado.

—No digas eso…

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—Confié en ti y me utilizaste. —Lapalabra resultaba rara en su boca. Ella,que jamás se había acercado a nadie queno fuera su hermana, que había juradoodiar y asesinar a cualquier hombre queosara aprovecharse de ella, que habíadesconfiado de todos cuanto larodeaban, había caído en una burdatrampa. Tonta, se dijo. Había bajado laguardia y ahora pagaría lasconsecuencias. Estaba destinada a lasoledad. ¿Por qué se había planteadosiquiera que aquello cambiaría?

—Firela. —Galasaz le implorabacon la mirada—. Escúchame, por favor.Siento… siento haberte mentido, ¿deacuerdo? Pero estaba desesperado. Mi

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familia… ¡ya los viste!Una lágrima se escurrió por su

arrugada mejilla, pero Firela se mantuvoimpasible. Sabía que no lloraba porpena, sino por miedo.

—Explícame cómo funciona elespejo. Y no quiero la versión corta.Responde a todas mis preguntas y a lomejor…

El viejo entrecerró los ojos,asustado.

—A lo mejor, ¿qué?—No rompo el espejo aquí mismo.

Ahora mismo.—No te atreverías… —masculló

con inseguridad.Por respuesta, Firela recogió del

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suelo una piedra afilada y la pasó por elextremo del cristal, dibujando una grietazigzagueante. Allí donde la roca rajabael cristal, la oscuridad se tragaba elreflejo.

—¡Detente! ¡Hablaré! —Se apresuróa decir el viejo con genuino terror—.Hablaré, pero, por favor…

Ella apartó la piedra y la dejó a sulado. A continuación, asintió.

El sentomentalista miró hacia todoslados y ella lo imitó. La calle estabadesierta. El reino dormía sin saber sussecretos.

—No soy más que un viejo que haobservado durante mucho, mucho tiempola realidad. Esta y esa —señaló al

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espejo—. Pero, a fin de cuentas, lamayor parte de mi conocimientorespecto a este tema… bueno, secompone de suposiciones.

—Las mismas que te llevaron allí —le recordó Firela.

—Pero no por ello deja de ser ciertoque, hasta que crucé, no tuve la certezade que fuera a servir de algo. Eransuposiciones. Como lo que me pides quete diga.

Ella se encogió de hombros.—Me conformo.—Igual que tu realidad tiene sus

reglas y su equilibrio, la que hay másallá de la vida, también. Y la Muerte essu ama y señora. La única que decide

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quién entra y cuándo.—Quiero la verdad, no uno de tus

cuentos para dormir. Y me estoyempezando a impacientar.

—¡Escucha y presta atención! Estoyintentando que lo comprendas confacilidad.

—No me subestimes.—Imagina la muerte como… ¡como

una posada! Una posada inmensa conmiles de habitaciones, todas ellasocupadas. Cuando una nueva alma tieneque cruzar a ese lado, la Muerte leprepara una habitación y deja quedescanse allí.

—Hablas de ese lado como si tú noestuvieras en él.

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—¡Y es que no lo estoy! —respondió él con exasperación—. Ni tuhermana tampoco. Como tantos otrosdesdichados hemos quedado atrapadoseternamente en este… limbo sinposibilidad de llegar a la posada. Noshemos perdido por el bosque —añadiócon una risita boba—. Pero, a diferenciadel resto de almas en pena, yo sí quepuedo encontrar el camino. Bastaría conque…

—Con que el espejo se rompiera —dedujo ella.

—Así es.—¿Y mi hermana?Galasaz ladeó la cabeza para

observar de soslayo a Kalendra.

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—Ella te está buscando. Quiereestar contigo…

—Por eso yo necesitaría morir. —Guardó silencio—. ¿Y no habríaposibilidad de…?

—¿De que volviera de entre losmuertos? Me temo que no. Si tandesesperada estás por reunirte con ella,tendrás que pasar tú.

Firela fue a asentir, pero entoncesadvirtió algo en la mirada delsentomentalista que le hizo dudar.

—Hay algo más, ¿verdad? No podíaser tan sencillo. ¿De qué se trata?

Galasaz se masajeó la frente.—Cuando yo crucé, sabía lo que

hacía, que no me iría del todo. Que, por

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mi deseo de permanecer atado al espejo,lo conseguiría. —Hizo un mohín con lamano—. Bueno, al principio fue unasuposición desesperada, ¡pero funcionó!

—Al grano…—Tu hermana murió sin saber que

tenía asuntos pendientes en vida. Oquizás sí lo supo, pero no podía hacernada por cambiarlo… y al no irse enpaz, como tantos otros, quedó atrapadaen esta realidad —señaló a sus pies—, amitad de camino entre la vida y lamuerte sin pertenecer a ninguna ni poderdar marcha atrás. Como fantasmas.

—¿Atada a mí? ¿Yo soy su asuntopendiente? —Frunció el ceño—. ¿Cómosabes que no es… otra cosa? —Que se

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convirtiera en reina, que vengara sumuerte, que acabara con su sobrina…Un millón de ideas cruzaron su mente.

—Porque te persigue —respondió él—. Antes de cruzar, antes incluso decrear el espejo, de hecho, aprendí acomprender esta realidad y advertí quelos… fantasmas —parecía que ledoliera usar esa palabra—, nos atamostanto a personas como a objetos. Si tuhermana hubiera querido poseer, porejemplo, tu riqueza, no se habríaseparado del arca donde guardaras losberones durante el resto de la eternidad.No de ti.

Firela pareció poco convencida, poreso Galasaz añadió:

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—Mírame si no a mí.—¿Y entonces qué se supone que

debo hacer? ¿Bastará con que… con queme suicide?

La impaciencia había borrado todorastro de odio de su voz.

—Ahí está el problema: ninguno delos que estamos aquí tenemos…habitación en la posada de la Muerte.

—¿Qué quieres decir?—Que no sé qué ocurrirá si tú te

decides a cruzar para liberarla y tuhermana queda libre para seguirte.

—La Muerte tendrá que dejarnoscompartir habitación, supongo.

Galasaz no se rió, estabaconcentrado en sus huesudos dedos.

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—¿Qué piensas? —preguntó ella.—Que quizás… ¡y solo digo quizás!

Para que tu hermana pueda morir,alguien tendría que volver a la vida.

La mera idea le hizo estremecerse.—Eso es…—No digas imposible —le ordenó

el sentomentalista—. No mientras yoesté aquí. La Muerte no cuenta connosotros, ¡se ha olvidado de queexistimos! ¿Qué hará cuando intentemoscruzar a sus dominios?

—Habrá sitio de sobra. Es lamuerte, al fin y al cabo.

—¡No lo entiendes! Te lo he dichoantes: hay un equilibrio, unas leyes queno se pueden romper. Nosotros…

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nosotros ahora pertenecemos a estemundo. Es donde debemos estar. Si lointentamos…

Firela apretó los labios.—Es solo una teoría.—Rara vez me equivoco.—Pues entonces la Muerte tendrá

que cambiar sus reglas —siseó, notandocómo la rabia se apoderaba de ella—,porque si yo decido cruzar para salvar ami hermana, te puedo asegurar que alláadonde yo vaya, ella vendrá conmigo.

Galasaz suspiró resignado.—Haz lo que quieras. Pero

cuando… cuando decidas cruzar, tenbien claro que tu único deseo sea volvera estar con tu hermana o las dos

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quedaréis atrapadas como fantasmas aeste lado.

La Asesina del Humo asintiódespacio antes de que la puerta en loalto de las escaleras se abriera y Tray seasomara.

—Deberíais volver, ya es tarde —comentó.

Firela le dijo que no se preocupara yse puso en pie. Kalendra la imitó al otrolado del cristal.

—Voy a hacerlo, Galasaz. Nopermitiré que mi hermana pase el restode la eternidad encerrada ahí dentro.Cuando esté lista, volveré areencontrarme con ella. Y esta vez serápara siempre.

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16. La batalla delValle Inocente

El cielo derramaba su llanto sobre elvalle como preludio de la guerra queestaba a punto de desatarse.

Adhárel se encontraba en el interiorde su tienda de campaña, con el pellejode agua en la mano y la mirada perdidaen la tela desgastada de la entrada. Sinapartar la vista, inclinó el recipientesobre su boca y dio un largo trago. Aundespués de una jornada de viaje sin

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descanso hasta la linde sur del bosquede Bereth, no había logrado hacerse a laidea de lo que sucedería a la mañanasiguiente. Estaba a punto de liderar unpueblo a la guerra. Una guerra deverdad.

¡Cuántas veces había leído acerca delas batallas en los libros de Historia!¡Con qué entusiasmo escuchaba aZennion explicar las motivaciones, lasestrategias y las alianzas que tuvieronlugar para llegar a aquella situación! Yqué pocas se había detenido a pensar,aunque solo fuera durante un instante, enalguno de los miles de individuos queparticiparon en ellas.

Un hijo que había abandonado a su

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madre para combatir. Un padre queesperaba regresar a casa cargado de oropara su familia. Un soldado obligado aluchar en una guerra que no comprendía.Un amante que soñaba con volver a verlos ojos de su amada. Un rey que tuvieraque mostrar a su pueblo su sonrisa máscreíble y segura cuando por dentro elmiedo estaba resquebrajándolo en milpedazos…

Y aunque no era justo, fue entoncescuando pensó en ellos. En los soldadosque hacían guardia ahí fuera, con latormenta arreciando por momentos. EnHeredias, todavía reunido con loscapitanes de los diferentes batallonesasegurando posiciones. En su madre,

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protegiendo a los desvalidos en Bereth ycon la preocupación de que su hijo nofuera a regresar. En Duna…

Necesitaba a Duna. Todo sería unpoco más sencillo con ella a su lado.Sabría decir las palabras adecuadaspara calmarlo y otorgarle la confianzaque estaba abandonándolo pormomentos. Los nervios lo estabanconsumiendo. La cabeza amenazaba conestallarle si no cerraba los ojos de unavez por todas. Tenía que descansar. Enlos últimos días no había dormido másde cinco horas y la jaqueca comenzaba ahacer mella en su razón.

Con un suspiro en forma de vaho, serecostó sobre la cama improvisada y se

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cubrió con una manta. Escuchando elsonido de la lluvia y los truenos sobresu cabeza, fue perdiendo la conscienciahasta que…

—¡Adhárel! ¡Majestad, despertad!El rey apretó los párpados con

fuerza antes de atreverse a abrirlos.—¿Qué sucede? —preguntó,

incorporándose. Sentía las pupilasirritadas, como si se hubiera pasado lanoche entera admirando las llamas deuna hoguera.

Heredias se encontraba frente a él,vestido con la armadura de combate y elyelmo en forma de cabeza de dragón

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sobre la cabeza. Estaba empapado yformaba un charco a sus pies.

—Ya están aquí, mi señor. Losvigías han dado el aviso: el ejército deManseralda acaba de abandonar lasfaldas de las Montañas Áridas.

Adhárel asintió y tomó aire.—Gracias, Heredias. Voy a

vestirme. Enseguida salgo.—Muy bien, majestad.Hizo una reverencia y abandonó la

tienda chapoteando con las enormesbotas.

Adhárel se puso de pie y se estiró.Al menos el dolor de cabeza se habíaido. Se frotó los brazos con fuerza paraentrar en calor y después se agachó

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frente al arcón que guardaba su ropa… yla Poesía.

Sacó del cuello el colgante del quependía la llave que lo abría y laintrodujo en la cerradura. Las diferentespartes de la armadura destellaron con laluz de las velas que había en la tiendacuando abrió la tapa. Bajo ellas,doblado con esmero, aguardaba su trajede combate.

Como si de un ritual se tratara, fuevistiéndose con parsimonia,asegurándose de no dejar ninguna correao enganche sueltos. Tras protegerse laspiernas y la cintura, se colocó el petocon el dragón de Bereth en el frentesobre la cota de malla. En las manos se

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puso los mismos guantes de cuerocubiertos de pequeños fragmentos demetal que había utilizado Barlofmientras estuvo vivo. Los guanteletestambién eran suyos. Sería la maneraperfecta de vengar su muerte si llegaba aenfrentarse a Dimitri.

Una vez listo, sacó el hermoso cascoque había pertenecido a su abueloAmadís y contempló su reflejo en él. Denuevo volvería a convertirse en dragón,pensó. Quizás por última vez. Las faucesde la criatura hacían las veces de visera,y el yelmo estaba coronado con unpenacho de plumas rojas y verdes.Respiró hondo y se lo colocó en lacabeza. A continuación, sacó el pequeño

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cofre cilíndrico en el que guardaba lapoesía y extrajo el pergamino. Lo doblócon cuidado y lo guardó en el interior desu guante, protegido. Después salió alexterior.

El viento agitaba con fuerza lascopas de los árboles bajo las que secobijaba el campamento. Los hombrescorrían de allá para acá, ensillandocaballos, terminando de colocarse lasarmaduras o practicando con las armas.Los sentomentalistas se encontrabanreunidos en un enorme círculo conZennion en el centro, que gesticulabacon las manos al tiempo que daba lasórdenes pertinentes.

Adhárel se acercó a Heredias, que

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estudiaba con interés un mapa de lazona.

—No es el mejor lugar para pelear,pero me temo que no hay otra opción,¿verdad? —Heredias se volviósonriente y Adhárel negó taciturno—. Yahe advertido a los hombres que debentener cuidado con el terreno: hayriachuelos escondidos entre la malezaque pueden hacerles caer o partirles eltobillo si no tienen cuidado.

El rey asintió con un nudo en elestómago. ¿Cómo se suponía que iban aestar intentando protegerse de losataques de los soldados de Dimitri altiempo que esquivaban zanjasinvisibles? Alzó la mirada y la perdió

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en el lluvioso horizonte. Un relámpagoiluminó el paisaje.

—¿Cuándo está previsto que nospongamos en marcha?

—Enseguida, mi señor. Zennionquería dar unas últimasrecomendaciones a los sentomentalistas.Las máquinas…

Adhárel se volvió hacia el capitán.—Ya sabíamos que las utilizarían —

replicó, resignado.—Son más de los que esperábamos.—¿Y su ejército?—Tienen de todo: bárbaros,

criminales, hombres salvajes sin ningunaformación, pero que pueden resultarincluso más peligrosos que nuestros

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soldados. No tienen nada que perder y siconsideran que su misión merece elsacrificio, arrasarán con todo el que secruce en su camino aunque pierdan lavida.

No hablaron más. El sonido de uncuerno lejano les advirtió que laprórroga había terminado. Que, parabien o para mal, la batalla másimportante de sus vidas los esperaba.

Dimitri movió el cuello dentro delyelmo para desentumecerlo y volvió afijar la vista al frente. Su caballo trotaba

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sin prisa a la cabeza de su ejército. Aambos lados, sus hombres lo escoltabanen silencio con las máquinas deelectricidad en sus manos.

El Valle Inocente se extendía comoun mar dorado y esmeraldaembravecido. El viento dibujaba olas enla hierba y las espigas. Dimitri sonriócon suficiencia. Llovía. Tal y comohabía previsto y deseado.

Todas las dudas que habíacosechado en los últimos meses sedesvanecieron aquella madrugada aldespertar y comprobar que, punto porpunto, su plan había funcionado. Bereth,con Adhárel a la cabeza, aguardaba paraenfrentarse a Manseralda. En sus filas

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había logrado reunir mássentomentalistas de los que en unprincipio imaginó. Los hombres sindones habían respondido con entusiasmocuando, uno a uno, fue convenciéndolospara que combatieran por su reino y suContinente. Y además llovía. ¿Qué máspodía pedir?

Cuervo era el único que no seencontraba allí, sino en el castillo,protegiéndolo de posibles intrusos juntoa un puñado de guardias. En caso de quehubiera algún problema grave, tenía eldeber de viajar hasta la batalla yllevarse a Dimitri de regreso aManseralda. Por supuesto le habíaordenado tácitamente que nadie, bajo

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ningún concepto, entrase en susaposentos reales. Por las joyas y tesorosque ocultaba en ellos, le había dicho. Elsecreto de Thalisa seguía siendo eso: unsecreto.

La silueta del ejército de su hermanoapareció a lo lejos. Una mancha oscuraque se extendía por el horizonte comouna capa de alquitrán. Dimitri alzó lamano para indicar a sus hombres que sedetuvieran. A continuación se acercó alviejo Dareen.

—Sienten miedo —dijo el hombre,cerrando los ojos para poder captarmejor las emociones del bando contrario—. Pero también decisión. Consideranque es su deber estar ahí para proteger

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al Continente de la devastación.Dimitri se rió entre dientes.—Cómo no… ¿Algo más?—Nada que no sepamos: no parece

que el miedo vaya a frenarlos.—Bien. A nosotros tampoco.Dicho esto, tiró de las correas de su

montura para girarse y encararse a suejército.

—¡Guerreros, sentomentalistas yaliados…!

—¡Reinos libres! —El viento y lostruenos engullían la voz de Adhárel—.

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Hoy será un día que el Continenterecordará siempre. El día en quehombres corrientes, guerreros ysentomentalistas dejaron sus diferenciasa un lado y unieron sus fuerzas paracombatir por su tierra.

—Todos nos temen. Vosotros, misaliados, ¡mis hermanos!, habéis hechoposible el sueño de levantar desde loscimientos un reino donde no tenemosque ocultarnos, donde no debemosesconder nuestros dones. Un reino quepodéis llamar hogar. ¡Manseralda es el

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refugio de las mentes más brillantes ylos hombres más poderosos de todo elContinente! Y no nos detendremos aquí:si lo hemos hecho con el sur, lograremosconquistar el resto del Continente.¡Nadie podrá detenernos!

—Los lazos que nos unen noentienden de aspecto, creencias ocondición. Y son estos lazos los que noshacen más fuertes. ¡Hoy luchamos pornosotros y por quienes nos sucederán!Estamos aquí para demostrar a quienhaga falta que el Continente se ha

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levantado sobre los hombros depersonas humildes y trabajadoras, depadres e hijos, de amigos que hantrabajado codo con codo para perpetuarla paz que ahora intentan arrebatarnos.¿Vamos a permitírselo? ¡No!

—¡Aquí tenéis la oportunidad queestabais esperando para saciar vuestrased de venganza! —Dimitri señaló alValle—. Hoy, en esta tierra que prontoserá nuestra, podréis dar rienda suelta avuestros instintos, hermanos. ¡Liberadlos dones que durante tanto tiempo os

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han obligado a ocultar como criminalesy demostradles lo que valéis! ¡Que susangre riegue nuestros campos!

—¡Por nuestros hijos! ¡Por nuestrasfamilias! ¡Por el Continente! ¡Pornuestros destinos! ¡¡Al ataque!!

Adhárel se colocó el yelmo y clavósus espuelas en el lomo del caballo. Conun relincho, el animal se lanzó a lacarrera hacia el enemigo. Heredias, elrey Oer, Lorian y Zennion seencontraban a ambos lados con lasespadas alzadas y la mirada fija en el

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batallón de combate de Manseralda.Tras ellos, el ejército y lossentomentalistas rugieron con la fuerzade un dragón.

Manseralda también se puso enmarcha. A una velocidad inconcebible,las hordas de guerreros recortaronterreno con una decisión más propia decaballos desbocados. Los bramidos delos dos bandos se fundieron en un coroque auguraba muerte, sangre ydesolación.

Y entonces comenzó la lluvia derayos. Sus propias invenciones, susenvidiadas armas se habían vueltocontra ellos. La electricidad cegaba yconsumía vidas por doquier mientras los

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sentomentalistas, dirigidos por Zennion,levantaban muros de tierra y plantaspara protegerse de los relámpagos.Pronto el valle se cubrió de una espesanube de humo oscuro que los envolviócomo preludio del infierno que sevislumbraba en el horizonte.

Adhárel se encontró de prontoasestando mandobles a diestro ysiniestro para abrir un camino hacia elfrente. Había dejado de prestar atencióna los fogonazos de luz, preocupado solopor avanzar. Los hombres gritaban entodas las direcciones. Los caballosrelinchaban desesperados en mitad de larefriega. Un hombre convirtió en piedrauna montura con el simple toque de su

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mano. Otro durmió a cuantos rozó consus dedos hasta que alguien le rebanólos brazos. Un muchacho, que se retorcíacomo una serpiente, esquivó espadazosy arremetió con su propio sable hastaque unas raíces salieron del suelo y loinmovilizaron por completo. Adhárel nose quedó a observar cómo perdía lavida.

Jack, en primera línea de ataque,escupía sobre la tierra de sus enemigossin mostrar un ápice de cansancio, losojos brillando de emoción y fuerza.Troncos y tallos se alzaban bajo sucontrol golpeando, protegiendo ycerrando el paso a quienes osabancruzarse en su camino. Adhárel se

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maravilló ante el trabajo que Zennionhabía hecho con el asustadizo muchachoen tan poco tiempo.

Bolas de fuego surcaron los cieloscomo fuego fatuos, indiferentes al humoy a la lluvia. Las flechas sobrevolabanlas cabezas en busca de objetivosinciertos. Los relámpagos sesgabanvidas con estallidos indiscriminados. Elincesante murmullo de espadas yescudos entrechocando parecía advertir:el siguiente eres tú, el siguiente erestú…

Durante un fugaz instante pudo ver aZennion gritando órdenes y haciendogestos. Entonces reparó en un hombreque se dirigía hacia él con un hacha en

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alto. Adhárel azuzó a su animal y selanzó contra él. Detuvo el arma aescasos centímetros de la cabellera delMaestre. Con un segundo golpe y unapatada logró desequilibrar al contrario ytirarlo al suelo. Un instante después, laespada de Zennion se clavaba en supecho.

—Gracias.Adhárel asintió por respuesta, de

vuelta a la batalla. El viento comenzó aagitarse. No de manera natural, sino deuna forma extraña. Un surco circular seformó a sus pies. Las briznas de hierbase sacudían violentamente. Adhárel alzóla mirada.

Para cuando advirtió al hombre que

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estaba llevando a cabo la proeza ya eratarde. Como si agarrara un enormelátigo, el sentomentalista dirigió lacorriente o el ciclón en miniatura haciael rey. Adhárel intentó saltar de lamontura para huir, pero no fuesuficientemente rápido. Como si ungigante lo hubiera agarrado de loshombros, sintió que el viento lo elevabapor los aires.

Intentó gritar, pero su boca estabaconcentrada en respirar dentro de aqueltornado. Sus manos apenas podíansostener la espada. Los ojos se lecerraron por la velocidad. Estaba apunto de perder la consciencia. Elmundo entero comenzó a dar vueltas a su

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alrededor… y entonces se detuvo. Elviento, el ruido ensordecedor y lasensación de inestabilidaddesaparecieron.

Y se descubrió cayendo al vacío.Un grito le hizo abrir los ojos. Se

encontraba a unos centímetros de lahierba, flotando. Benzo permanecíacerca de él, con una mano contraída queparecía estar domando al vientomientras con la otra sostenía todo elpeso de Adhárel.

Un gesto rápido del rey bastó paraindicarle que estaba listo. El muchachoasintió y este se preparó para la cortacaída. En cuanto se hubo recuperado delgolpe, se puso en pie. El muchacho

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liberó el pequeño tifón en ese momento,pillando desprevenido alsentomentalista adulto, que perdió elcontrol sobre la ráfaga de viento. Sinesperar más, el rey se abalanzó sobre ély antes de que pudiera desenvainar suarma, le clavó la suya en el estómago.

—Me has salvado la vida —dijo.—Vos habríais hecho lo mismo por

mí, majestad —respondió el chico.De nuevo se separaron sin más

palabras; la batalla no había hecho másque comenzar.

A lo lejos, Heredias combatía con suespada y un hacha ensangrentada. Unaavalancha de salvajes sin másprotección que una simple malla o

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incluso a pecho descubierto, seabalanzaban sobre él, desesperados poralcanzarlo como una jauría de lobos. Elpríncipe Lorian corrió a su lado parasocorrerlo.

Adhárel comprobó condesesperación la juventud de muchos deellos, el lamentable estado en el que seencontraban, las armas tan inútiles conlas que luchaban. Mientras loscaballeros con armaduras blandíanespadas anchas como puertas, aquellospobres desgraciados no tenían más queazadas y cuchillos de cocina enormes ydesafilados.

Un ruido a su espalda le hizovolverse a tiempo de esquivar las púas

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del mangual que enarbolaba un hombrebarbudo con gesto animal. Adhárelagarró su espada con fuerza y aguardó alsiguiente ataque. Cuando se produjo, seagachó y arremetió contra el tipo, peroel golpe apenas le rozó el muslo.Necesitaba ser más rápido. No previnoel segundo ataque con suficienteantelación y la cabeza del arma logolpeó en el hombro, arrancándole unaullido de dolor. A pesar de laarmadura, había sentido el golpe en lacarne. La rabia y la adrenalina seapoderaron de sus músculos. Con unafuerza que desconocía tener, se abalanzósobre el hombre y le arreó dospuñetazos en la cara con los guantes de

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hierro. El tercero no hizo falta, pues elhombre no parecía estar en condicionesde volver a levantarse.

Adhárel miró a su alrededor tras lamanta de lluvia con la espada en alto.Aquí y allá, sentomentalistas y humanos,con armaduras o sin ellas, seenfrentaban con una voracidaddesesperada. Las bolas de fuego seguíancayendo desperdigadas junto a lasflechas, pero la primeras tardaban pocoen apagarse a causa del agua y lassegundas no tenían ningún objetivoconcreto, por lo que la mayoríaterminaban clavadas a su alrededor osobre los cadáveres.

Había decenas. Desperdigados por

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doquier, mirara donde mirara la lluviaarrastraba como ríos de lava la sangrede sus cuerpos. Hombres anónimos queya no abrirían los ojos nunca más. Queno regresarían a sus casas ni volverían aabrazar a sus familias.

Adhárel cerró los ojos un soloinstante para concentrarse. No podíaperder el control ahora; tenía que seguirluchando. De aquella batalla dependía eldestino del Continente, de él mismo. Elpergamino de la Poesía lo abrasabadentro del guante, como si fuera hierrofundido. Los últimos versos no dejabancabida a dudas: debía enfrentarse aDimitri. Pero ¿de qué serviría matar a suhermano cuando aquella cruenta batalla

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seguiría tiempo después? ¿Cómodetendría a todos esos sentomentalistasque ahora lanzaban por los aires a sushombres, que los disminuían de tamañopara machacarlos, que los transformabanen piedra o los volvían locos?

Un simple vistazo sirvió paracomprobar la situación tan precaria enla que se encontraban ambos bandos.Principalmente el del norte. Lasmáquinas de electricidad, comoesperaban, habían hecho estragos. Losgritos de ataque y rabia habían dadopaso a los aullidos de auxilio y dolor.Almas en pena que se retorcían con filosy puntas y hojas clavadas en la piel.Habían perdido. No podía seguir

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mirando. De nada habían servido losúltimos meses. No estaba preparadopara aquello. Era el fin…

De repente escuchó un galope decaballos en la lejanía. Parecíantambores sobre la tierra húmeda.Latidos palpitando esperanza. Larefriega a su alrededor también sedetuvo al advertir aquel sonido. Adhárelse dio la vuelta para observar, entre lamanta de agua, varias docenas de jinetescon hachas y espadas en alto.

Némades.Según se fueron acercando, el rey de

Bereth advirtió a Corpuskai a la cabezadel séquito, seguido de cerca por sushombres de confianza y por el joven

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Leda, que empuñaba un hacha corta.Se encontraban a una distancia

considerable de la batalla cuandoAdhárel advirtió a dos hombresarremetiendo el uno contra el otro. No lehabrían llamado la atención de no serporque los dos eran manseraldinos. Elmás grande, un gigantón de barrigaprominente, desencajó su mandíbulacomo una cobra ante su presa y se tirósobre el otro para zampárselo de untrago. Pero su contrincante fue muchomás rápido y lo esquivó lanzándose alsuelo. Con manos temblorosas, agarró lamáquina de electricidad enterrada en elbarro cerca de él y se volvió a tiempode cargarla y disparar contra el gordo

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sentomentalista, que estalló en cenizas.Adhárel apartó la mirada, aturdido.—Me alegro de verte, hermano —la

voz carente de sentimiento de Dimitri lehizo volverse como un resorte con laespada en alto.

—Dimitri… —Por respuesta, el otrose levantó la visera de su casco yasintió.

No podía ser él… y sin embargo loera. ¿Cómo podía haber cambiado tantoen poco más de un año? No había en élni rastro del muchacho que abandonóBereth. Su rostro, su musculatura… sumirada. La maldad y la oscuridad que lorodeaban eran perceptibles incluso sinel don de Marco. Aquel era el artífice

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de tamaña locura. Por fin le ponía caraal monstruo. Con todo, no permitió queel asombro se reflejara en sus ojos, porel contrario, le imprecó:

—¡Mira lo que has hecho!—¿Yo? ¡Has sido tú, Adhárel! —

Dimitri bamboleaba su espada confingido desinterés—. ¡Tú nos hasllevado a esto! ¡Tú has condenado alContinente!

—¿Tus hombres se matan entre ellosy me echas a mí la culpa?

Con cada palabra la distancia entreellos se recortaba. Adhárel permanecíapendiente a su alrededor, augurando unposible ataque.

—¡Fuiste tú quien decidió

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entrometerse cuando no debía!—¿Te refieres a cuando estuviste a

punto de condenar a tu reino?—¡Bereth nunca fue mi reino!Adhárel soltó una carcajada cargada

de lástima.—¿Cuándo vas a dejar de engañarte

a ti mismo? Ya eres mayor para afrontarla realidad, ¿no? —Las mejillas de suhermano se encendieron con ira,empapadas por la tormenta, pero no dijonada. Se limitaron a seguir rotando conla espada en alto—. ¡Mira hasta dóndeha llegado tu pataleta esta vez! ¿Cuántosde estos hombres están bajo tu don?¿Cuántos de ellos te siguen por tusideales o porque confíen en ti; por quien

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eres tú y no por una mentira?—Pronto no tendrás lengua con la

que aleccionar a todos los que te rodean,Adhárel. Dime, ¿ya te ha dejado esafulana de Duna o sigue robando de lasarcas reales?

Con un gruñido, el rey de Bereth seechó sobre su hermano. Las espadasrestallaron en mitad del fragor de labatalla a su alrededor. Con un empujón,Dimitri se quitó de encima a Adhárel yvolvió a la posición de defensa.

—Veo que sigues peleando comouna doncella —se jactó Dimitri,recuperando el aliento— y que necesitasa tus amigos los salvajes del bosquepara que te ayuden en una guerra que los

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dos sabemos que perdiste hace tiempo.La ira de los dos brillaba en sus ojos

como la sangre y el agua sobre susarmaduras.

—Piensas que controlas a todasestas marionetas, pero el único que tienela razón atada a un hilo eres tú, hermano.

—¡Hace tiempo que dejé de ser tuhermano!

El arma de Dimitri atravesó la lluviay se abalanzó sobre Adhárel. Este, apocos centímetros de ser golpeado, seapartó para después contraatacar.Dimitri esquivó el golpe con una finta.

En aquella lucha estaban presentestodas las rencillas, todas las pelas,todos los momentos de ira contenida que

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habían compartido a lo largo de su vida.Ya no existía ningún Maestre ni ningunamadre que pudiera detenerlos. No erauna riña entre hermanos lo que estabateniendo lugar.

Adhárel y Dimitri arañaban lasoportunidades que la suerte propiciabapara golpear con más fuerza y más sañaque nunca. La rabia y la locura eran lasúnicas dueñas de su razón en aquellosmomentos. La impaciencia y ladesesperación por vencer al otro, por nomorir en el intento. Pues los dos sabíanque de aquella lucha solo podía saliruno con vida.

Adhárel esquivó una nueva estocaday arremetió con un mandoble fuerte y

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certero que desequilibró a su hermano.En un movimiento se colocó a suespalda y, de una patada, lo lanzó alsuelo embarrado. Su arma salió volandohasta clavarse en la tierra húmeda. Laarmadura de Dimitri se cubrió de unfango espeso cuando intentó levantarse.El rey de Bereth no perdió la ocasión:se lanzó sobre él con la espada en alto,pero cuando se acercaba, Dimitri alzó lapierna y le arreó un fuerte puntapié en laespinilla. Adhárel intentó cambiar elpeso de pierna, pero no tuvo tiempo y seestrelló contra la tierra. La espada cayóinstantes después fuera de su alcance.

Su mirada se cruzó con la deDimitri. No hizo falta más. Como un

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poseso, el rey de Manseralda se arrastróa por su arma al tiempo que Adhárelhacía lo propio con la suya. Antes deque Dimitri llegara a tocar el mango dela suya, se encontró con el filo de laespada de su hermano a la altura de lagarganta.

Sobre la punta se escurrían las gotasde lluvia en procesión. Un relámpago sereflejó en la hoja. Adhárel dejó depercibir las trifulcas y peleas de sualrededor. Dimitri y el final de todaaquella pesadilla eran lo único que leimportaba.

—Hasta siempre, hermano.Alzó la espada. Los dedos se

aferraban al mango con decisión.

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Observó por última vez los ojos de suhermano. El miedo, la vergüenza y la irase mezclaban con el agua en suspárpados. Un solo golpe. Era lo únicoque necesitaba. Concentró toda la fuerzaen los brazos y lanzó el filo contra suadversario.

De súbito, algo desvió su ataque. Laespada salió volando de sus manos y seclavó en la tierra, junto a Dimitri. Unrasguño en el metal de su peto fue elúnico rastro que había dejado. Los doshermanos se observaron, sorprendidos.

Adhárel se volvió para averiguarquién lo había atacado. No había nadie.Entonces recibió un golpe en elestómago. Antes de caer de espaldas

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pudo advertir una silueta oscura que sedesvaneció sin darle tiempo aprocesarla.

Se enderezó con dificultad,intentando recuperar el aliento, a tiempode ver aparecer junto a Dimitri a unhombre vestido entero de negro y conuna capa cubriéndole las facciones. Searrodilló junto a su hermano y le susurróalgo al oído. El rostro de Dimitri secontrajo en una mueca de enfado antesde mostrar una sonrisa canina. Se volvióhacia Adhárel.

—Me temo que tendremos queposponer nuestra pelea—. El rey deBereth lo miró sin comprender. Dimitrise puso de pie con ayuda del recién

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llegado—. Parece que tu queridaaldeana se ha metido en un lío del queme temo no saldrá bien parada.

—Duna… —Intentó ponerse en pie,pero su hermano lo apuntó con su espada—. Si se te ocurre hacerle algo tearrancaré la vida con mis manos. ¡Te lojuro!

—Cálmate, Adhárel. La trataré comose merece. —Sonrió con suficiencia y seagarró al otro hombre—. Por cierto,mira detrás de ti.

En ese momento ocurrieron trescosas.

La primera fue que Dimitri y eldesconocido se desvanecieron en mitadde la lluvia.

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La segunda, que Adhárel se volvió atiempo de ver a un tipo pálido como uncadáver lanzándole una daga directa a lagarganta.

La tercera fue que alguien apareció asu lado.

El tiempo pareció ralentizarse a ojosdel joven. Todo a su alrededor seemborronó. Aquella daga iba aacertarle, hiciera lo que hiciese. Lo viocon tanta claridad que solo pudoresignarse y pedir perdón por haberfallado. El arma cruzó el aire al tiempoque el recién aparecido se interpuso ensu camino.

No hizo falta que Adhárel sevolviera para saber quién era. Y lo que

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más lamentó fue no poder actuar paradetenerlo.

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17. Intrusos

Aparecieron en el interior de un salónamplio y vacío. Durante los primerossegundos, nadie se movió. Duna sosteníacon decisión una espada mucho másligera que las que había utilizado paraentrenarse. Sírgeric, su puñal y elmechón de pelo de Aya. Cinthia portabasu antiguo arco y, a la espalda, su carcajde flechas. Simon llevaba un sable, y elMarqués… bueno, el Marqués seagarraba con fuerza la tripa para novomitar allí mismo. Les habían dejado

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la máquina de electricidad a las mujeresen el palacio por si necesitabandefenderse.

—Todo despejado —susurróSírgeric, separándose unos pasos delgrupo para inspeccionar el lugar.

—¿Estamos en Manseralda? —lepreguntó Duna a Laugard.

—¿Dónde si no? —le espetó él—.¿Puedo irme ya? ¡Por favor!

—Tendrás que acompañarnos unratito más —respondió Sírgeric—. Nome fío de que no vayas a avisar aalguien en cuanto te soltemos.

Laugard apretó los puños conenfado.

—¿Cómo podéis seguir

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desconfiando de mí?Duna le palmeó la espalda.—No me hagas responder, por favor.Habían viajado hasta aquella sala

del trono creyendo fervientemente en eldon del Marqués. La suave luz delamanecer teñía la lluvia y las grandescristaleras con nitidez. Al fondo estabala regia silla sobre la tarima. Latormenta del exterior amortiguabacualquier sonido, provocando lasensación de que estuvieran en uncastillo abandonado.

—Y ahora, ¿adónde vamos? —preguntó Cinthia, sacando una de lasflechas y colocándola sobre el arco.

—Primero rescataremos a los

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chicos. Luego nos encargaremos de laPoesía.

Sírgeric regresó junto al grupo.—¿Conoces la disposición de los

calabozos?—Ni siquiera sé si tienen —

masculló Laugard, enfadado.—Entonces tendremos que

averiguarlo.Abrieron la puerta de la habitación

con cuidado de no hacer ruido. Sírgericasomó la cabeza y comprobó que elvestíbulo estaba vacío.

—Para no arriesgarnos, haremos unacosa. Duna, quédate con Laugard ySimon. Yo iré con Cinthia a investigar.Una vez que encontremos un sitio

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seguro, volveré a por vosotros.Todos asintieron.—Sabéis que podría gritar, ¿verdad?

—comentó de repente el rey de Caravás.Chasqueó los dedos—. Esto es lo quetardarían en aparecer los guardias aquí.

—Estamos tranquilos —le aseguróDuna—. Somos conscientes de lo muchoque aprecias tu vida y de lo poco queduraría si se te ocurriera hacer algo así.

El Marqués apretó los labios y sesonrojó.

—Enseguida vuelvo —les aseguróSírgeric, agarrando de la mano aCinthia. Las dos amigas se miraron yasintieron.

El suelo de aquel lugar estaba

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formando por un centenar de baldosasnegras y blancas, semejando un tablerode ajedrez. A ambos lados del anchocorredor habían dispuesto algún queotro banco de madera tallada ypequeños abetos enterrados en macetasde cerámica. Sírgeric se escurrió hastauno de los arcos que guardaban losventanales y luego le hizo un gesto aCinthia para que lo siguiera.

—¿Y si estamos solos? —mascullóCinthia.

—Pues a lo mejor… —bromeó, eiba a continuar cuando advirtió unasombra a lo lejos. Colocó su brazosobre el pecho de Cinthia y la pegó alcristal.

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Un instante después escucharon unospasos acercándose a su posición.Cinthia preparó el arco y la flecha. Apesar de haber transcurrido cerca de unaño desde la última vez que tuvo unarma en la mano, sus dedosreaccionaron al instante, como si setratara de una tonada de la infancia queno hubiera olvidado.

El guardia se puso a tarareardistraído. Sírgeric le hizo una señal aCinthia. Se agachó y se asomó paracomprobar que el tipo se encontraba adiez metros de ellos. La muchachasostuvo el arma en alto, lista para salir ydisparar. El joven le mostró tres dedos.Después dos. Uno. Y cuando iba a

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bajarlo, escucharon los pasosapresurados de un segundo hombre.

Sírgeric echó un vistazo y descubrióque se trataba de otro soldado.

—¿Qué haces aquí? —preguntó elrecién llegado.

—Me dijeron que vigilara laentrada.

—Vuelve inmediatamente a lasescaleras. Una patrulla ya se dirige alpatio.

—Pero…—¿Qué parte de «vigila los

calabozos» no has comprendido?Con un gruñido, el interpelado dio

media vuelta y se alejó de allí. El otro,por el contrario, avanzó hacia ellos.

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Sírgeric asintió con la cabeza y sepuso de pie, pegado a la pared. Cuandoel hombre pasó a su lado sin advertir supresencia, se lanzó sobre él y lo dejóinconsciente con un golpe en la nuca.

Cinthia salió del escondrijo paraayudarle a ocultar el cuerpo cuandoescucharon nuevos pasos a su espalda.

—Estoy pensando que de todasformas debería… ¡Eh!

La muchacha volvió a agarrar elarco con las dos manos. Cargó la flechay disparó. Todo terminó en un abrir ycerrar de ojos. El guardia no tuvotiempo ni de reaccionar. Cayó al suelo,fulminado.

Sírgeric la observó anonadado.

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—Es que iba a dar la alarma… —seexcusó ella, bajando el arma.

Él sonrió, todavía sorprendido.—Ayúdame con este y ahora iremos

a por el otro.Unos metros más allá, en mitad del

vestíbulo, había una puerta. Seacercaron con el cuerpo a rastras ycomprobaron que estuviera vacía. Unavez que recogieron al segundo guardia,atravesaron el resto del pasillo. Cinthiaestaba temblando, pero se obligó arespirar hondo y a tranquilizarse.

—Los calabozos deben de estar poraquí —supuso Sírgeric.

Siguieron el nuevo corredor,deteniéndose cada pocos metros para

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comprobar que no venía nadie, hasta unanueva bifurcación. La tormenta en elexterior se oía cada vez más lejanasegún se iban internando más y más. Porel contrario, el silencio reinante en elvestíbulo había dado paso a unacháchara socarrona de al menos cuatrohombres, no muy lejos de allí.

Sírgeric le pidió a Cinthia quevolviera hasta la última puerta quehabían dejado atrás. La abrieron sinhacer ruido y entraron. Se trataba de lascocinas. Las paredes, el techoabovedado y el suelo eran enteramentede piedra. En el centro, sobre un mueblede metal negro, se amontonaban lassartenes y cacerolas que no colgaban de

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las repisas. En uno de los extremosestaba la enorme chimenea, ahoraapagada. Descendieron los trespeldaños que la antecedían y seocultaron en una de las esquinas.

—Voy a ir a buscarlos. No podemosenfrentarnos a todos esos soldadosnosotros solos.

Cinthia se mostró conforme.—No te muevas de aquí, ¿de

acuerdo?—Descuida.Sírgeric sacó el mechón de pelo de

Duna y se volvió hacia la joven. Iba arepetirle que tuviera cuidado cuandoella se abalanzó sobre él. Sus labios seencontraron en un nuevo beso.

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Sin aire, el joven se separó, sonrió ydesapareció. Cinthia no tuvo tiempo másque de colocarse en un lugar alejado dela cacharrería de la cocina antes de quesus amigos se materializasen a su lado.

Sírgeric se colocó frente al grupo.—Bien, este es el plan: Simon, tú te

encargarás de dejar inconsciente con tudon a uno de los soldados que hay fuera.Del resto nos ocupamos nosotros.

—¿Y yo? —preguntó el Marqués.El joven se encogió de hombros.—Tú limítate a que no te maten.Salieron de nuevo al pasillo y se

apelotonaron contra la pared. Sírgeric ySimon iban a la cabeza. Cuando llegarona la esquina, el muchacho cerró los ojos

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y se concentró en absorber las defensasde uno de los cuatro soldados queguardaban la puerta.

—¡Eh, Bralián! ¿Qué te ocurre?—Me encuentro… —El cuerpo de

uno de ellos cayó al suelo, produciendoun estrépito metálico.

—¿Se ha mareao? —preguntó otravoz.

—No lo sé…Sírgeric les hizo un gesto a todos

para que se movieran.Los soldados no supieron cómo

reaccionar cuando los vieron aparecerde pronto. Uno estaba sentado en untaburete, los otros dos, intentandodespertar al compañero desfallecido.

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Cinthia los apuntaba con su arcomientras Duna, Sírgeric y Simonenarbolaban sus espadas. El Marqués selimitó a sonreír inocentemente,agazapado a su espalda.

—¿Quiénes sois vosotros? —preguntó el que estaba descansando.

Los demás fueron mucho másavispados. Dejaron el cuerpo del otro enel suelo y sacaron sus espadas. Mientrasel del taburete se ponía de pie, los otrosdos se lanzaron sobre ellos.

Cinthia disparó una flecha directa alpecho del que intentaba incorporarse.

Duna sintió que le temblaban laspiernas cuando vio al tipo de narizaguileña abalanzarse sobre ella con su

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espada en ristre. Levantó su arma deforma automática y repelió el primerataque. Se miró para comprobar queseguía bien y advirtió que el punzantedolor del brazo se debía a la presión; nola habían herido.

Con mayor seguridad, se volviócontra el mismo guardia y comenzó aesquivar estocadas y a intentar recordarel juego de pies en el que Sírgeric lahabía instruido. Pronto dejó de hacerlo:lo único que le preocupó fue evitar elfilo contrario.

Todo iba bien y no había sidoalcanzada ni una vez cuando su espaldachocó contra algo frío. La pared estabatras ella y no le quedaba más espacio

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para seguir retrocediendo. El hombresonrió con suficiencia y se preparó paradescargar un golpe letal. Duna agarrócon fuerza el mango de su espada, listapara recibirlo. Pero, de pronto, el gestodel hombre se transformó. Su sonrisapareció licuarse hasta quedar serio. Losojos se le pusieron en blanco y Dunaapenas tuvo tiempo de apartarse cuandovio que los brazos, y la espada conellos, se precipitaban contra el suelo.

Simon se encontraba tras él,sonriente.

—¿Te he dicho ya que siempre hassido mi favorito? —le preguntó Duna,aprovechando la oportunidad paragolpear al guardia con el mango de su

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arma.Sírgeric estaba teniendo más

problemas con el que quedaba… hastaque este reparó en que el resto de suscompañeros habían caído en combate yque los demás insurrectos tenían lamirada y las armas apuntándole.

Asustado, dirigió su filo hacia unosy otros sin decidirse a quién atacar.Desesperado, se abalanzó sobreSírgeric, con tan mala suerte que, justocuando iba a golpearle, estedesapareció. Con un sonoro golpe, elguardia colisionó contra la pared depiedra y cayó al suelo, fulminado.

El joven sentomentalista apareció unsegundo después junto a Duna.

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—Buen trabajo —les dijo,envainando su espada.

Apartaron el taburete y el cuerpo delguardia caído sobre él y cruzaron lapuerta a su espalda. Las escaleras seencontraban iluminadas por un puñadode antorchas amarradas a la pared.

Bajaron en fila, con los músculos entensión y el entusiasmo comedido de suprimera victoria. Simon se ibaagarrando a la pared con sus pálidosdedos, y Duna temió que fuera a caerinconsciente en cualquier momento,agotado.

Abajo solo había un hombre yparecía dormido. Tenía la cabezaapoyada sobre la pared y la boca

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entreabierta. El pasillo no tenía más detres metros de largo.

Sírgeric se volvió para mirar algrupo, desconcertado. Sin pensárselomucho, se acercó al hombre y lozarandeó por los hombros.

—¡Eh! —El guardia abrió los ojos,asustado—. ¿Qué pasa? ¿Qué ocurre? —Fue a incorporarse, pero Sírgeric se loimpidió.

—¿Dónde están los calabozos? —preguntó.

—¿Quiénes sois vosotros? ¿Qué…qué queréis?

El joven volvió a empujarlo contrala pared.

—Responde.

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El guardia se quedó en silencio unossegundos antes de responder.

—A… aquí, están aquí… —Colocóla palma de su mano sobre la pared yesta se descorrió. Los adoquines depiedra se doblaron y el resto del túnelapareció ante ellos. Alguien al fondosoltó un grito ahogado.

—Estupendo. —Con un golpe en lacabeza le hizo perder el conocimiento. Acontinuación se enfrentó a las sombrasque venían hacia él. Dos eran de estaturanormal, la otra…

—¡Lysell! —exclamó Duna,acercándose a la niña. Pero antes de quepudiera llegar a su lado, el lobo deVekka se abalanzó sobre ella y la tiró al

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suelo.—¡Duna! —Sírgeric corrió a

socorrerla y con ayuda de la espada yuna patada certera echó al animal alsuelo. En cuanto tocó la piedra, el lobovolvió a ponerse a cuatro patas y aarremeter contra él.

Cinthia no aguardó: sacó una nuevaflecha de su carcaj y la disparó. Leacertó en una pata, haciéndole tropezar ygolpearse el morro contra la piedra.

Lysell y Vekka observaban la escenaa unos metros.

—¡Arriba, Lue! ¡Arriba! —el animalobedeció, pero esta vez más despacio—. ¡Aquí!

Más allá, los gritos y gemidos de un

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puñado de niños les pusieron la piel degallina.

—¿Por qué no podemos irnos ya? —preguntó el Marqués, asustado.

Duna se levantó con ayuda deCinthia.

—Lysell, Vekka…—Están bajo el control de Dimitri

—explicó Sírgeric—. No intentesrazonar con ellos. No hay tiempo.

La joven fue a acercarse, pero Luese volvió contra ella, amenazante. Vekkale arrancó la flecha de la pata y losatravesó con su mirada.

—¡Tenéis que despertar! —les gritóDuna desde una distancia prudencial.

—No debéis estar aquí —dijo

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Lysell, con tono monocorde—. ¿A quéhabéis venido?

—A salvar a los niños —respondieron todos prácticamente alunísono.

—No podéis.Cinthia se acercó con el arco

cargado de nuevo.—Ya lo creo que sí.Y sin esperar a más reacciones,

tensó la cuerda y soltó la flecha. El lobono pudo esquivarla y cayó abatido conun aullido mudo.

—¡Lue! —gritó Lysell. Como si deun cristal estrellándose contra el suelose tratase, el encantamiento de Dimitrise desvaneció en la niña.

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—¿Qué has hecho? —exclamóVekka, igual de alterado y con los ojosllenos de rabia.

El muchacho desenvainó su puñal yse lanzó sobre Cinthia, pero Sírgeric loagarró de la cintura al pasar por su ladoy lo retuvo.

—¡Suéltame! ¡Te mataré! —Ellaretrocedió, asustada por su ferocidad—.¡Lo has matado! ¡Lo has… matado!

De pronto pareció quedarse sinenergía. El puñal cayó al suelo, y mástarde el resto de su cuerpo perdióconsistencia.

—¿Qué estás haciendo, Simon? —preguntó Sírgeric, volviéndose hacia elchico.

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—¡No he sido yo! —se excusó elotro.

Duna corrió hasta la primera celdasin prestar atención a los sollozos deLysell y miró en su interior.

—¡Sírgeric! ¡Es Henry!Hecho un ovillo, cerca de la entrada,

el joven se contraía gimiendo en vozbaja.

El sentomentalista dejó a Vekka en elsuelo y se acercó a Duna. Con su armale cortó un mechón de pelo a Henry y seapareció dentro de la celda, lo rescató yvolvió a sacarlo ayudándose del cabellode Duna.

—¿Qué le ocurre? —preguntóSimon, acercándose mientras los otros

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dos iban liberando a los demás.—Están hechizados —respondió con

un murmullo Lysell, agachada junto aVekka. Simon se volvió hacia ella. Susojos habían recuperado el brillo natural—. Un… un sentomentalista los encerródentro de sí mismos.

Duna soltó un grito al llegar a laprisión de Marco.

—¿Qué le han hecho? —Sírgericapareció con el niño en brazos y lo llevójunto a una antorcha. El muñón del dedocercenado tenía un pésimo aspecto.

Duna creyó que iba a marearse.Desde su posición veía a todos losmuchachos tendidos en el suelo,gimiendo y suplicando ayuda; a Vekka

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tirado en el suelo, removiéndose ensueños; al lobo con los ojosentreabiertos, echado sobre un baño desangre, y a Lysell con lágrimas en losojos, observándola con seriedad.Parecía una pesadilla.

—¡Laugard! —gritó Sírgeric—.¡Rápido!

—¿Y ahora qué quieres de mí? —Lavoz le temblaba tanto como las piernas.

—Cúralos.—¿Yo?—¡Deprisa!No hizo falta nada más. Todos los

que ya sabían cómo funcionaba su doncerraron los ojos y se concentraron enhacer que funcionara.

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—Solo tú puedes liberarlos. Vamos,Laugard —decía Sírgeric—. Ese es tudon y siempre lo ha sido. ¿Cómo…cómo no nos lo dijiste antes? Liberar lasmentes de la gente es lo que mejor se teha dado siempre. Hazlo una vez más.Una vez más…

No sucedió nada. Al menos duranteel primer minuto. Después, Marco tomóuna sonora bocanada de aire y abrió losojos. Con un gesto, Sírgeric le pidió alMarqués que fuera con los demásmientras él ayudaba al muchacho avolver completamente en sí.

Minutos más tarde, los cuatrojóvenes respiraban con normalidad y losojos abiertos. Laugard, por el contrario,

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se desplomó en el suelo sin energía.—Lo has hecho estupendamente —le

dijo Sírgeric, palmeándole la espalda.Cinthia ayudó a Duna y a Simon a

que todos se fueran despertando porcompleto. Tras los minutos dedesconcierto y los saludos, se fueronponiendo de pie. Con paso tambaleantese acercaron a Sírgeric para darle lasgracias.

—Hicisteis una locura y podríahaberos costado la vida —los amonestóél, serio.

Todos bajaron la cabeza.—A mí me ha costado un dedo —

masculló Marco, mirándose la sangre dela mano. El grupo sonrió en silencio. Al

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instante siguiente se echaron sobreSírgeric para abrazarlo, indiferentes atodo.

Henry fue el primero en separarse.Tenía la mirada puesta unos metros másallá, en el cuerpo de Vekka.

—Es él… —masculló.—Henry, no. —Sírgeric lo agarró

del brazo, pero el muchacho se zafó.—¡Suéltame! Si hemos venido hasta

aquí ha sido para hacerle pagar por eldaño que le hizo a mi hermano.

—Pero Tail está mejor, Henry —leaseguró Simon, colocándose frente a él.De un empujón, lo apartó de su camino.

Cuando estaba a punto de llegar alcuerpo de Vekka, Lysell se puso en pie

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con los brazos abiertos.—No se te ocurra tocarle —le dijo

con un hilo de voz tan afilado como ladaga que sujetaba.

—Déjame pasar —le espetó él,empujándola del hombro. Ella descargócon fuerza el arma sobre su brazo, yHenry dio un salto hacia atrás—. ¿Quéte crees que haces?

—Te lo he dicho. Déjalo.Los adultos rodearon al muchacho.—Henry, deja de comportare como

un idiota y escúchame —le ordenóSírgeric—. El Continente está en guerray solo hay una manera de detener todaesta masacre: destruyendo la Poesía deThalisa. Tenemos que encontrarla y

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necesitamos trabajar juntos para ello,¿entendido? —le agarró de la cara paraque le mirase—. ¿Lo has entendido? Élno es el enemigo.

El muchacho permaneció unossegundos más con los músculos tensosantes de respirar hondo y asentir.

—De todas formas, parece estar másmuerto que vivo.

Lysell comenzó a llorar en silenciotras escuchar aquello. Se volvió aagachar junto a Vekka y le acarició lacabeza. Cuando Henry regresó con elgrupo, Simon le atizó un puñetazo en elhombro.

—Esto por dejarme tirado —dijo. Yantes de que él llegara a reaccionar, le

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atizó otro en la cara—. Y esto por ser unchulo.

Henry fue a devolvérselo, peroSírgeric lo agarró del brazo condecisión.

—He dicho que se acabó.Duna se acercó a Lysell.—¿Qué le ocurre? —preguntó,

mirando a Vekka, que mascullaba algo.—Es… el lobo —dijo entre

lágrimas la niña—. Están u… unidos. Ysi Lue muere, Vekka…

El llanto se hizo más pronunciado.Duna alzó la mirada para encontrarsecon la de Cinthia.

—Yo… lo siento —dijo la joven—.No quería… vino hacia mí y tuve que

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defenderme.Lysell no respondió. Le dio un beso

en la frente a Vekka y se puso de pie.—Quiero que lo cure vuestro amigo.

Como hizo con ellos —su voz sonó tanseria y clara como la de un adulto.

Todos se volvieron hacia el Marquésde Caravás, que intentaba sentarse recto.

—Podría… intentarlo… —masculló, con la cabeza bamboleándosehacia delante y los ojos entrecerrados.

Sírgeric le hizo un gesto a Andrew yjuntos lo arrastraron hasta el lobo. Unavez ahí, le colocaron las manos sobre ellomo y a continuación explicaron en vozalta cómo funcionaba el don de Laugard.

—Pero no debemos quedarnos aquí

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—dijo cuando terminó.—Entonces habrá que creer en él…

a distancia —bromeó Marco.El joven asintió. Lysell se acercó al

Marqués.—Yo me quedo.—Lysell, a lo mejor necesitamos tu

don —le dijo Duna, poniéndole unamano en el hombro.

—¿Mi don? Está claro que lo únicoque ha hecho hasta ahora ha sidometernos a todos en problemas.

La joven se acuclilló frente a ella.—Todo sucede por alguna razón —

le explicó, recordando el comentario deCloto—. Tienes que ser valiente.Cuando todo esto acabe serás la reina de

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Salmat, y tus súbditos te querrán y teprotegerán como tú a ellos. Ayúdanos asalvar al Continente. Por ellos, porVekka, por tu familia…

La niña se mordió el labio, nerviosa.Volvió la vista hacia su amigo. Se laveía tan perdida como a un barquito depapel en mitad del océano. Los ojos sele llenaron de lágrimas antes de echarsesobre Duna.

—Todo saldrá bien. Vekka se pondrábien. Cree en Laugard y él hará lodemás.

El Marqués sonrió ante elcomentario.

—Tenemos que irnos —avisóSírgeric desde la entrada. Antes de

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subir, le dio un nuevo golpe en la cabezaal guardia de la entrada para asegurarsede que no despertaría. A continuación,subieron las escaleras corriendo. Fuerase hicieron con las armas de lossoldados heridos y se dispusieron pararecibir órdenes de Sírgeric.

—Buscamos a la reina Thalisa.Debe de estar oculta en algunahabitación. Conociendo a Dimitri, en lamás inaccesible.

—El castillo tiene una torre —dijoLysell—. Por lo que sé, los aposentosdel rey estaban allí.

—Excelente. —Sírgeric le dedicóuna sonrisa de agradecimiento—. Nosdirigiremos hacia allí. Lo mejor será

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que…—¡Eh! ¡Ahí hay alguien!Sírgeric se volvió a tiempo de ver a

un tipo vestido de negro en el extremoopuesto del palacio.

—¡Sé quien es! —exclamó Marco—. ¡Fue quien nos trajo hasta aquí!Viaja con la lluvia.

—Con la… —Sírgeric se giró haciala ventana más cercana, donde losgoterones dibujaban caminos en elcristal. Sin decir más, salió corriendohacia él—. Maldita sea. ¡Id yendo! ¡Osalcanzaré!

Atravesó el vestíbulo como unaexhalación. El tipo de la ropa oscura lesacaba una ventaja considerable, pero el

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portón principal estaba cerrado yaprovechó aquel tiempo para recuperardistancias. No sabía hacia dónde sedirigía, pero tenía una premonición…

… que se confirmó en cuanto salió ala intemperie y vio ante sus propios ojoscómo el hombre se desvanecía entregotas.

—Maldita sea… —Con los dientesapretados, rebuscó en su colgante, peroel broche estaba atorado.

—¡Ahí está!Una voz a su derecha le hizo

volverse. Una patrulla de soldados sedirigía hacia él corriendo.

—¡Ábrete! —masculló, intentándolocon las uñas.

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Los soldados estaban a escasos tresmetros.

El colgante cedió.Con dedos temblorosos buscó el

mechón de Adhárel.El filo de una de las espadas se

encontraba sobre su cabeza.Cerró los ojos…

El cuchillo perforó su abdomendesprotegido con una suavidad extrema.

—¡No! —gritó Adhárel, cogiendo elcuerpo de Sírgeric antes de que cayeraal suelo. Una mancha oscura comenzó a

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impregnar su camisa a la altura delestómago.

Adhárel se volvió para ver cómo suagresor sacaba una nueva daga y sedisponía a repetir el tiro. Pero no llegó ahacerlo. Cuando echó la mano haciaatrás para tomar impulso, el filo de unhacha se la rebanó. A continuaciónperdió la cabeza de la misma forma.Corpuskai asintió tras él con gesto serioy volvió a la refriega sin másmiramientos.

—Coge… el… Duna —mascullóSírgeric, con una mueca de dolor.Adhárel no le hizo caso. Con la mayordelicadeza posible le arrancó el arma dela herida y después colocó la tela sobre

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ella para intentar detener la hemorragia.—No intentes hablar… —le dijo.Sírgeric negó con los ojos cerrados

y los dientes apretados.—¡Vamos! —El grito desesperado

se convirtió en un gruñido.Adhárel obedeció. Se quitó uno de

los guantes a toda prisa y sacó elmechón negro del colgante de su amigo.A continuación se lo puso entre losdedos.

—A… agárrate —le dijo Sírgeric,amagando una sonrisa. Cerró los ojos ylos sacó de allí.

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18. Sangre y fuego

Duna lideraba el grupo. Habían dejadoatrás el vestíbulo y ahora recorrían unnuevo pasillo con una hermosa escalerade piedra al fondo. Los muchachosparecían ir despertando poco a poco delsopor al que habían sido sometidosdurante tanto tiempo. De vez en cuandosentía que sus oídos se agudizaban o queapreciaba las corrientes de aire con unasensibilidad sobrehumana.

—Lo siento —oía mascullarinstantes después a Henry—. Quiero

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estar listo para cuando lo necesitemos.Andrew, por su parte, había

modificado la espada que le habíarobado a uno de los guardias paraobtener una doble hoja y un mangomucho más manejable. Marco llevaba lamano herida vendada con la propia telade su camisa y manejaba una espada conla otra. El resto vigilaba la retaguardiacon sus armas en alto.

Alcanzaron la escalinata yadvirtieron que seguían tan solos comoantes.

—Henry, oído —le pidió Duna.Cerró los ojos y aguardó hasta que eldon del muchacho hizo efecto. Entoncesse concentró para percibir cualquier

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ruido cercano. Escuchó pasos y tambiéngritos de alarma. Espadas tintineandocontra armaduras.

—Se acercan soldados —dijo,volviéndose hacia el pasillo—. Están enel patio y vienen hacia aquí.

—¿Cuántos son? —preguntó Cinthia.—Al menos una decena.Marco hizo un mohín con la mano.—Podemos con ellos.—Nos retrasarán. Y no podemos

arriesgarnos —añadió al descubrir aMorgan restregándose los párpados—.Vamos, arriba parece todo mástranquilo.

Se pegaron a la pared y fueronascendiendo uno tras otro. El piso

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superior era igual de amplio que el quehabían dejado atrás. Tenían que seguirsubiendo. Duna fue la primera enadvertir la extraña disposición deaquella segunda escalinata, mucho másancha que la anterior.

—Parece doble… —mascullóCinthia a su espalda.

La escalera era de doble revolución,por lo que tenía dos comienzos en aquelmismo piso. Los gritos y las carrerasascendieron por el hueco de la escaleracomo el humo por una chimenea.

—Ya están aquí —masculló Simon.—¿Y Sírgeric? —preguntó Cinthia,

preocupada.Duna negó con la cabeza y se calmó

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para tomar una decisión.—Será mejor que encontremos algún

sitio donde esperarlo. Aparecerá encualquier momento.

—¡Eh! —Marco les hizo una señal atodos. Acababa de abrir una de laspuertas cercanas a la escalera—. Estávacía.

—Corred —dijo Duna.Una vez que estuvieron todos dentro,

Andrew colocó la mano sobre el pomode la puerta y lo deformó paraatrancarla. Se volvió para enfrentarse auna espaciosa habitación con cuadroscolgando de las paredes y variossillones desperdigados alrededor de unahermosa mesa de madera.

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—¿Y ahora? —preguntó Henry.—Esperemos. Seguramente esté…Duna sintió un empujón y cayó al

suelo con un grito ahogado.—¡Sírgeric! —exclamó Cinthia,

tirando el arco. Duna se volvió paraencontrarse a Adhárel agarrando elcuerpo ensangrentado de su amigo.Ambos estaban empapados.

—Lo han herido —explicó el rey,quitándose el yelmo y apoyando lacabeza de Sírgeric en el suelo consuavidad. Cuando vio a Duna se echó asus brazos—. ¿Estás bien? Y habéisvuelto con Cinthia.

Ella asintió con un nudo en lagarganta y después corrió junto a su

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amigo.—Te… lo dije… —balbució

Sírgeric. Intentó sonreír, pero no pudoaguantar la mueca en los labios. Tosiócon fuerza, salpicando su camisa conmás sangre.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntóDuna.

En pocas palabras, Adhárel les pusoal corriente de la situación en el valle.

—Esa… esa daga era para mí —masculló al final—. Sírgeric no deberíahaber…

—No puedes morirte, ¿me oyes? —Cinthia le apartó un mechón de peloempapado y le dio un beso en los labios—. No te lo permitiré.

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El joven volvió a toser y ella nopudo aguantar por más tiempo laslágrimas.

—¿Qué hacemos? —preguntó,volviéndose hacia los demás. Sus labiostemblaban incontrolados. Duna lerompió la camisa y dejó a la vista laherida. Con el trozo que acababa deromper su amiga, Cinthia taponó el corte—. Se desangra… —masculló,impotente.

—Tenemos que volver a porLaugard —dijo Henry. El resto de losniños observaban la escena, mudos.

—Es inútil —le espetó Marco,intentando mantener la cabeza fría—. Nocreo que tenga fuerza ni para curar al…

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Se calló cuando advirtió la miradade Lysell, acuosa.

—Lo siento…—¿Dónde estamos? —preguntó

Adhárel, deshaciéndose de su armadura.En el último momento ocultó elpergamino de la Poesía en su cintura.

—Manseralda —respondió Duna. Acontinuación se volvió hacia Morgan—.Mantén su cuerpo caliente.

El muchacho asintió y cerró los ojos.Frunció el ceño y alzó las manos sobreel tembloroso cuerpo de Sírgeric.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó el rey, con un atisbo de enfado.

—Salvarlos y destruir la Poesía deThalisa.

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—¡¿Qué?! ¿La Poesía de…?—Si lo hacemos, todos los

habitantes del reino dejarán de luchar.¡Se detendrá la guerra!

Adhárel fue a replicar, pero un golpeen la puerta los advirtió de que ya noestaban solos.

—¡He oído algo aquí dentro! —dijouna voz al otro lado. El picaporte sezarandeó con un ruido seco, peropermaneció atrancado.

—Dimitri está en el castillo también—explicó Adhárel con un susurrorápido—. Debe de saber lo que tramáis.

Un nuevo golpe hizo temblar lamadera.

—Si entran, Sírgeric no tendrá

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ninguna oportunidad —advirtió Morgan.Cinthia levantó la mirada. El joven

había cerrado los ojos y su respiraciónse había vuelto más pesada en losúltimos minutos.

—Tenemos que encontrar a Thalisa ydespertarla —insistió Duna—. Creemosque estará en lo alto de la torre.

—Primero tendremos que salir deaquí. Hay que distraerlos.

—¡Pero no sabemos cuántos son!Lysell se secó una lágrima que se

escurría por su mejilla y se acercó a lapuerta.

—¿Cuántos sois? —preguntó en vozalta.

—Seis —respondieron varias voces

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al otro lado.—Solucionado —se encogió de

hombros ante aquella diminuta victoria.Los soldados siguieron aporreando

la madera, protestando ante laincomprensión de lo ocurrido.

—Muy bien —dijo Adhárel con vozronca—. Cinthia y Morgan, vosotros osquedaréis aquí con Sírgeric. Nosotrosencontraremos a Thalisa… y a Dimitri.Ocultaos en esa esquina para que no osvean cuando salgamos. Les haremoscreer que no queda nadie dentro.

Entre todos los muchachos movieronel cuerpo del joven hasta colocarlo enuno de los sillones.

—Se pondrá bien —le aseguró Duna

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a Cinthia, dándole un beso en la frente.La otra asintió y volvió a abrazar aSírgeric para protegerlo del frío.

Cuando estuvieron listos, Andrewagarró el picaporte de la puerta y laabrió de un golpe. El camino quedólibre y el soldado que se disponía uninstante antes a atravesar con su cuerpola madera perdió pie y se estrelló contrael suelo.

Después solo hubo confusión.Espadas entrechocando, hombresgritando al sentir simples rasguños comosi los hubieran atravesado con hierroshirvientes, espadas que se convertían enplatos planos sin motivo, estocadas ydefensas, gruñidos de victoria y de

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derrota…Una vez que los soldados fueron

reducidos, Morgan regresó a la puertaastillada y arregló con su don losestropicios. Después bloqueó desdefuera la cerradura y las bisagras,fundiéndolas para que permanecieranrígidas y no pudieran girar.

—Asegurada —dijo cuando terminó.Adhárel asintió y encabezó la

marcha. Los escalones eran amplios ysin apenas altura. Como Duna ya habíavisto, existía una segunda hileraenrollada sobre el mismo eje, y aunqueparecía la misma escalera, se trataba deuna diferente. Apartó la mirada y seconcentró en el suelo que pisaba para no

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marearse. Al llegar arriba descubrieronque aquel era el último piso. No parecíahaber manera de seguir ascendiendo. Ellugar se encontraba completamentedesierto.

—Los aposentos de Dimitri seencuentran… —Lysell no terminó lafrase. La puerta a la que señalaba seabrió de par en par y una docena dehombres tan empapados como Adhárelirrumpieron en el silencioso corredor.Guerreros del valle.

Tras ellos surgió el rey deManseralda vestido con ropas igual dehúmedas. Durante un segundo se quedósorprendido al ver a Adhárel allí de pie,aunque no dijo nada. Con una serie de

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órdenes a sus hombres bloqueócualquier posibilidad de que pudieranpasar.

—No sé cómo habéis llegado hastaaquí —dijo—. Pero puedo asegurarosque no saldréis con vida del castillo.

—Eso ya lo veremos —replicóAdhárel.

Dimitri asintió con una sonrisabravucona y chasqueó los dedos. Sushombres se abalanzaron contra losintrusos como perros de caza sin ningunaorganización. Eran, supuso Adhárel,humanos hechizados por su hermano sinninguna voluntad sobre sus actos. Losmuchachos se prepararon para recibirloscon sus espadas en alto y sus dones

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dispuestos.—Tú quédate pegada a la pared —le

susurró Marco a Lysell antes deembestir al primer hombre que se cruzóen su camino, con la mano sana. La niñamiró a su alrededor antes de agazaparsedetrás de una columna, junto a laescalera.

El primer soldado cayó al suelopocos segundos más tarde, con dos hilosde sangre escurriéndose por sus oídos.Dimitri fue apartando de su camino atodos hasta encontrarse de nuevo conAdhárel. Esta vez ninguno habló. Elhermano menor lanzó una estocadadirecta al pecho de Adhárel, que este aduras penas pudo esquivar. Con un giro

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rápido, el rey de Bereth le devolvió elataque y le obligó a retroceder variospasos. Los dos tuvieron la sensación deque ya habían peleado aquella batallamucho antes, en una torre y un palaciodiferentes.

Adhárel sintió que el destino, acambio de la vida de Sírgeric, le habíaofrecido una segunda oportunidad paraenmendar sus errores.

Se arrepintió enseguida de habertenido aquel pensamiento. Sírgeric sepondría bien. Sírgeric no estaba muerto.

No estaba muerto.Con la seguridad absoluta de que así

era, arremetió contra su hermanolanzando una ristra de ataques

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indiscriminados que el otro lograbarepeler con dificultad. Pronto seencontraron en el extremo opuesto de lagalería, donde el entrechocar de susespadas provocaba un eco a sualrededor y apagaba el resto de lossonidos del mundo. Los ventanalesestaban abiertos, empapando el suelocon la fría lluvia del exterior.

Ellos eran las propias espadas quesostenían, y cada golpe, cada intento dearrancarle la vida al otro de unadentellada mortal, era la única maneraque la vida y las circunstancias leshabían dejado para resolver susdiferencias. Y a los dos les parecía bienla alternativa.

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En un momento de distracción porparte de Dimitri, Adhárel encontró suflanco bajo descubierto y le lanzó unapatada al estómago. Su hermano cayó alsuelo con un sonoro golpe y cuando fuea coger su espada, Adhárel se la alejóde un puntapié. La lluvia caía sobre élpor la ventana abierta.

No hubo palabras. No quisoremarcar su acción con una fraselegendaria que solo un cadáverrecordaría. Con un movimiento rápido,su espada le atravesó el pecho…

… solo que no fue Dimitri quienrecibió la estocada. El mismo hombreque le había arrastrado fuera de labatalla en el valle boqueaba frente a él

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con el filo de su espada clavado en elpecho.

Adhárel se apartó con el arma en lamano, incapaz de reaccionar. Elsentomentalista de facciones afiladas seescurrió hasta el suelo y quedó tendido asus pies, muerto. Dimitri aprovechó elmomento para ponerse de pie y apartarlosin más miramientos.

—Una lástima —dijo, sin atisbo depena. Se agachó y recogió su arma.Adhárel no daba crédito a su frialdad—.Era un buen hombre.

—¡Adhárel! —la voz de Duna llegódesde la otra punta del corredor, aunquele pareció que provenía de otro mundo—. Vamos a entrar en la habitación.

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Dimitri soltó una carcajada.—¿A qué jugáis? ¿No os rendís

todavía? Habéis vencido a un puñado depueblerinos, pero todavía me queda unescuadrón en la manga.

Adhárel escuchó el tumulto de susamigos entrando en la sala contigua a lasescaleras; los aposentos de Dimitri.

—No jugamos a nada —le espetóAdhárel, intentando distraerle. Su armabrillaba ferozmente con la sangre delsentomentalista muerto—. Vamos adestruir la Poesía de Thalisa y con ellatu plan de gobernar el Continente.

Un atisbo de duda y preocupacióncruzó la mirada de su hermano, peroenseguida mutó en una de fingida

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sorpresa.—Parece que alguien ha hecho sus

deberes…Sin previo aviso lanzó la primera

estocada, que Adhárel repelió conenergía.

—Ríndete ahora que puedes y quizáste perdone, Dimitri.

Esta vez la risotada fue más sonora.—¿No tiene límites tu misericordia,

hermano? ¿Cuánto más necesito paraenfadarte? ¿Bastará con que mate a Dunadelante de ti o…?

Adhárel no le permitió acabar.Desató una tanda de golpes que fueronhaciéndole retroceder. El último leacertó en el brazo.

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Con un grito de dolor, Dimitri sedeshizo del guante que lo protegía y dejóa la vista la piel pútrida y cuarteada.

—¿Qué…? —Adhárel lo observóconmocionado.

—¡Aquí no hay nada! —exclamóDuna con urgencia—. ¡Alguien se acercapor las escaleras!

Adhárel volvió en sí.—¿Dónde escondes a Thalisa?

¿Dónde está su Poesía?—¿Crees que te lo voy a revelar así

como así?Alguien se acercó corriendo por el

pasillo.—A él no, pero a mí sí —dijo

Lysell, con decisión.

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—¡Cállate! —le ordenó Dimitri.—¿Dónde está Thalisa y dónde

escondes su Poesía?El rey se puso rojo de ira, apretando

los labios como si se tratara de un niñodispuesto a no respirar, pero no le sirvióde nada.

—En lo alto de la torre —la voz lesalió rasgada y seca—. La Poesía estáen un arcón a sus pies.

Dimitri intentó esquivar a Adhárelpara atacar a la niña, pero el rey deBereth se lo impidió.

—¿Y cómo podemos acceder a latorre?

—Hay un pasadizo secreto —másque palabras, parecía que estuviera

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escupiendo arena.—¿Dónde?—En mi habitación… —Dimitri

soltó un gruñido—. ¡Te mataré como note calles!

La niña no se amedrentó.—¡Lysell, deprisa! —le apremió

Duna.—¿Cómo accedemos al pasadizo?

¿Dónde está la puerta?—El espejo es la puerta. Si tiras del

libro con tapas oscuras y filigranasdoradas que hay en la estantería, seabrirá.

La niña giró sobre sus talones ysalió corriendo hacia la habitación. Losdos hermanos se quedaron solos en el

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amplio vestíbulo.—Es cuestión de minutos —le dijo

Adhárel a Dimitri—. Pronto todo esto seacabará y el Continente podrá volver ala normalidad.

Las aletas de la nariz de Dimitri seabrían y se cerraban con rabia.

—Antes te ensartaré esta espada enel estómago —le aseguró.

—Me das lástima, hermano. Nuncahas apreciado todo lo que tenías ysiempre has necesitado más. Parece quetu avaricia ha terminado destruyéndote—con un gesto señaló su mano.

—¿Destruirme, dices? —Dimitrialzó los dedos negros—. Esto me hadado poder. El mundo entero me

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recordará como el gran emperador queunió a todos los sentomentalistas en unaguerra sin cuartel.

Esta vez fue Adhárel quien rió conlástima.

—No, Dimitri. Todos te recordaráncomo el cobarde que engañó y traicionóa su propio reino y a su familia paraconseguir poder. Y a ese tipo depersonas, el tiempo termina borrándolesel nombre.

Descubrieron el pasadizo secreto yentraron. Al final de los escalones se

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encontraron con una nueva puertacerrada. Andrew se acercó a ellamientras Duna inclinaba la antorcha quehabían desenganchado al comienzo de laescalera para facilitarle la labor.

—Si al final resultará que su poderera más útil de lo que parecía… —bromeó Henry, dándole un codazo aMarco. El otro ni se molestó en sonreír.

La habitación que descubrieron eracircular, amplia y sin apenas muebles.En su centro, sobre la cama con dosel, lareina Thalisa dormía plácidamente. Almenos en apariencia.

—También ella se encuentra bajo elinflujo de Dimitri —dijo Marco,acercándose.

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—Tenemos que despertarla. Es ellaquien tiene que destruir su Poesía.

Andrew se puso de rodillas ycomenzó a trastear con el cerrojo delbaúl hasta que lo deshizo. Tras rebuscarentre la ropa guardada, encontró uncofre de madera.

—La tengo —dijo, sin aliento yalzando el pergamino.

Duna zarandeó el cuerpo de Thalisa,pero no dio resultado.

—Vamos, despierta. ¡Tienes quelevantarte! ¡Thalisa!

—Esta es para mí —comentó Henry.Cerró los ojos y respiró hondo. Todos sequedaron en silencio, aguardando. Elmuchacho volvió a abrirlos—. ¿Qué

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hacéis? ¡Seguid diciéndole cosas o noservirá de nada!

Los muchachos y Duna empezaron allamar a gritos a Thalisa para quevolviera en sí. Mientras Duna laagarraba del brazo, Marco agitaba suhombro opuesto.

Y entonces, abrió los ojos.—¡Ah! —Intentó alejarse, pero no

pudo moverse apenas—. ¿Qué…?¿Dónde estoy? ¿Quién… Quiénes sois?—Las palabras se le atragantaban en lagarganta, por el miedo.

—Reina Thalisa, soy DunaAzuladea. Os conocí tiempo atrás.Necesitamos que destruyáis vuestraPoesía.

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Dimitri atacó sin piedad. Sus golpescontenían toda la rabia que su oscurocorazón podía albergar, pero Adhárellos detuvo uno tras otro.

—Siempre te has creído tanperfecto, Adhárel —dijo, resollando—,cuando no has sido más que el productodel azar. Yo tendría que haber nacidoprimero. Cuántas cosas habrían sidodiferentes. Yo habría sabido cómodomar al dragón.

Adhárel le miró aturdido, no creíahaber oído bien.

—¿Estás diciendo que también

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envidiabas mi maldición?—Más bien me daba lástima ver lo

poco que la aprovechaste. Hasta comobestia resultaste una decepción.

Adhárel contuvo su rabia y, con loslabios en tensión, masculló:

—Quizás debas saber que el dragónno siempre fue una decepción.

—¿Ah, no? ¿Cuándo no lo fue? —Los dos giraban al unísono, retándosecon las mirada. Las espadas soloestaban separadas por el frío viento defuera.

—Cuando asesiné a tu padre.Cuando lo carbonicé al proteger anuestra madre.

—¿Mi padre?

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—Somos medio hermanos —revelóde pronto—. ¡Yo ni siquiera debería serrey! Mi padre fue un pobre berethianoque se enamoró de nuestra madre antesde casarse.

—Mientes.—Sabes bien que no, Dimitri. —

Inclinó la cabeza—. Así que ya ves: enrealidad tú deberías haber sido el rey deBereth después de nuestra madre.

Su hermano pequeño entrecerró losojos. ¿Era dolor lo que reflejaban?

—Todos estos años… —Laspalabras se le atascaron en un estertor—. Tú mataste a mi padre. —No era unaacusación. Era un hecho. Y por cómo semarcaba su mandíbula, se notaba los

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esfuerzos que estaba haciendo porcontener la rabia—. Mi padre. Noestá… por tu culpa.

Adhárel tragó saliva, desconcertado.No esperaba que la noticia fuera aafectarle de ese modo. Esperaba queavivase su ira de tal modo que perdierael control, no que lo desarmara. Unalágrima se escurrió por la mejilla deDimitri. Otra la siguió.

Su hermano estaba llorando. Soltó laespada y dejó que tintinease sobre elsuelo de mármol.

—Acaba de una vez —dijo en unsusurro.

Pero el rey de Bereth se quedóquieto sin saber cómo reaccionar.

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—Tendría que haber sido diferente—replicó, intentando poner en orden susideas.

Adhárel y Dimitri burlándose deZennion cuando se volvía hacia lapizarra…

Dimitri robando comida aescondidas de las cocinas mientrasAdhárel vigilaba…

Adhárel enseñándole a montar acaballo con dos ponis…

Dimitri llorando con las rodillasensangrentadas tras caerse y Adhárelintentando tranquilizarlo…

De noche, junto a la chimenea,escuchando un cuento leído por sumadre…

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Recuerdos, recuerdos, recuerdos…—No puedo —masculló Adhárel,

tan sorprendido como devastado. Larabia, el odio, el enfado… todo se habíaesfumado. Estaba cansado. De luchar, dellevar sobre sus hombros semejantecarga. De sus responsabilidades y delsufrimiento que conllevaban como unamaldición. ¿Una muerte más? ¿La de suhermano? No podría con ella. No así…

Dimitri alzó la mirada, taciturno.—¿Qué nos ha pasado? —preguntó

el pequeño, llorando—. ¿Qué he…hecho?

El rey de Bereth negó sin palabras.—Han sido Ellas. Las Musas.El otro asintió con los labios

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apretados.—Estoy harto —musitó—. Quiero…

quiero que todo esto termine. Quierovolver a Bereth.

Se secó las lágrimas con la manoizquierda y fue a dar un paso, pero sintióun mareo y se tambaleó. Adhárel seapresuró a agarrarlo del brazo paraevitar que se cayera.

Y entonces se dio cuenta de su error.

—¿Qué? ¡No! Desde luego que no—exclamó la joven reina con las manosen la cabeza para contener la jaqueca—.

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¿Cómo podéis pedirme algo así? —Reparó entonces en todos los demásmuchachos que la contemplabanensimismados—. ¿Y quiénes soisvosotros? ¡Abandonad mis… misaposentos!

—No estáis en vuestros aposentos—le dijo Duna con voz calmada.

—No estoy… —frunció el ceño—.¿Y dónde estoy?

Duna respiró hondo y hablódespacio para hacerse explicar.

—Dimitri os ha tenido encerrada enesta torre desde que se casó con vos.

—¿Mi príncipe de la luna? —Sisintió algún apuro por revelar el apodofrente a todos aquellos desconocidos, no

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dio muestras de ello.—Sí, majestad. Dimitri. Ha

convertido Manseralda en un reinocuyos únicos habitantes sonsentomentalistas con sed de venganza.Debéis destruir la Poesía para que todosellos pierdan las ganas de luchar.

—¡Hay una guerra en marcha! —intervino Marco, mucho menosimpaciente.

—¿Manseralda…? —No parecíaentender nada—. ¿Un reino de…?¿Dimitri me encerró aquí? ¡No decísmás que majaderías! Os advierto quegritaré si no me…

Duna la agarró de los hombros y laobligó a que se centrase.

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—Utilizó su don, majestad. ¿No osacordáis? Os hechizó para quedurmierais, pero no murieseis. Queríareinar sin Poesía, pero también sinvuestras restricciones. ¡Llamad a laguardia sino y comprobadlo vos misma!

—Me hacéis daño… —se quejóThalisa, asustada.

—Por favor. Tenéis que recordar.¿Cuándo fue la última vez que visteis laluz del sol? ¿Que os paseasteis porvuestro reino?

—Fue… yo… —Su respiración seaceleró. Perdió la mirada en la lejanía eintentó concentrarse, pero de nada sirvió—. No me acuerdo.

—Dimitri os ha estado utilizando.

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¡Debéis hacérselo pagar!Thalisa asintió. Primero despacio, a

continuación con seguridad.—Lo recuerdo. Sus… sus visitas —

balbució—. Me… Me… —una lágrimase escapó de sus ojos. Duna la abrazó.

—Destruid vuestra Poesía y acabadcon todo esto.

Los dedos negros de Dimitri secerraron alrededor de la muñecadesnuda de Adhárel como un cepo a supresa.

—Ya eres mío —musitó Dimitri con

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el más acérrimo y frío odio.Adhárel intentó liberarse, pero

entonces sintió la oscuridad ascendiendopor sus nervios y directa a su razón. Laspiernas le flaquearon y comenzó a vertodo borroso.

—Nunca cambiarás, Adhárel —dijoDimitri, concentrándose en combatir laresistencia que su hermano oponía—. Unpuñado de lágrimas y te desmoronas.Patético. Y ahora que sé lo que sucediórealmente con mi padre, acusaré anuestra madre de asesinato. O mejor, loharás tú.

Los tentáculos se desperdigaron porsu cuerpo y su mente como milserpientes. Devorando su voluntad y su

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interés por seguir luchando. Por seguiradelante. La oscuridad que ofrecían eramucho más dulce que la realidad. Solotenía que ceder, dejarse mecer por esasvoces que se lo pedían con ronroneos ycaricias. Ya no sentía miedo. Pronto nilo recordaría.

—Despídete de este mundo —escuchó en la lejanía—. Ahora serás mimarioneta.

Una marioneta. ¿Despedirse de estemundo?

Todavía no podía. Había algo…algo que se le olvidaba y sin lo que nose iría. O alguien.

Sí, alguien que no estaba con él enaquella oscuridad y que tampoco quería

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que lo hiciera.Duna.Duna debía permanecer fuera. No

podía dejar que llegara allí. Tenía queadvertirle. La oscuridad le daba miedo.

Aunque las voces intentaranconvencerle de que no tenía por qué, elpánico comenzó a crecer en su interior.Y con el pánico también regresaron lasganas de volver a ver la luz, de volver averla a ella. De salir de allí.

Algo de todo aquello no estaba bien.No podía dejarse vencer. No podía…

Con todas sus fuerzas, Adhárelempujó a Dimitri lejos de él.

Su hermano sacudió la cabeza,aturdido, y rápidamente volvió a

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armarse. Adhárel advirtió de pronto laespada que sujetaba con dedostemblorosos en la otra mano y sedispuso a responder a los ataques.

Sin un instante de respiro, Dimitriarremetió contra él con la sañarefulgiendo en sus ojos. Pero esta vezsus estocadas fueron diferentes: noexistía ningún método ni control. Ladesesperación era lo que movía elcuerpo y el arma del joven. La sangre devenganza, la necesidad de salir vivo deaquel combate lo cegaron y se tropezó…

El grito de Adhárel contuvo todo sudolor, lástima y triunfo.

Su espada arrebató la vida deDimitri de un solo golpe. Sus ojos se

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llenaron de lágrimas y el arma seprecipitó al suelo con un tintineo seco.

Alivio. Pena. Miedo. Angustia.Paz… no lograba controlar susemociones.

Cayó de rodillas ante el cuerpoinerte de su hermano y dejó que el llantose mezclara con la sangre de Dimitri.

La reina de Manseralda se volvióhacia Duna y asintió, seria. Después,agarró el pergamino que Andrew letendía y lo colocó con decisión sobre lallama de la antorcha que sujetaba Lysell.

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Acto seguido observó cómo lasllamas iban consumiendo su PoesíaReal. Y mientras esto ocurría, losúltimos milagros y pesadillas tomaronforma a lo largo y ancho delContinente…

Dos pisos más abajo, ante ladesesperada mirada de Cinthia y laimpotencia de Morgan, Sírgericexpulsó su último aliento.

Lue abrió los ojos, se revolviócontra el desconcertado Marqués yantes de que este pudiera defenderse,

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saltó sobre su pecho y muy lentamentele fue robando la escasa Luz quequedaba en su interior para salvar aVekka.

Los manseraldinos del vallebajaron sus armas, detuvieron susdones y se preguntaron al unísono quéhacían tan lejos de sus hogares con lasropas y las manos teñidas de sangre.Sus ganas de luchar se consumíancomo la tinta en el pergamino.

En mitad del bosque de Bereth, enplena tormenta, en lo alto de losfrondosos árboles, sin recuerdos niemociones, guiado tan solo por un

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instinto que había traspasado lasbarreras del cuerpo, el cuervo negroque ahora era Wilhelm abrió los ojos ysupo hacia dónde debía dirigirse.

Caminó hasta el borde de la ramadonde se encontraba y batió las alas.Pronto remontó el vuelo y se perdióentre la niebla y la lluvia. Su destino,Salmat.

Aldernath Kastar sintió una presiónen el pecho como si todo el universo sehubiera reunido sobre sus costillas,como si alguien intentara arrancarle elcorazón de cuajo. Boqueó sin aliento.Intentó no gritar para no preocupar altabernero. Sus manos se agarraron al

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borde de la mesa y apretó hasta que sevolvieron blancas. Y entonces el dolorremitió. Tan repentinamente comohabía llegado, desapareció.

Un par de campesinos lo miraronpreocupados, pero él no se inmutó. Sucabeza intentaba procesar las últimaspalabras que solo él había escuchado.Eres libre. Eres libre. Tienes hasta lapróxima luna llena. Con lágrimas en losojos, se puso de pie y abandonó lataberna en busca de su hermano.

Giacomo despertó con sus voces.Libéralos. Una lágrima se escurrió porsus mejillas deformadas. Con manostemblorosas tomó el pífano que

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descansaba sobre su regazo y observóel instrumento como si fuera la primeravez que lo veía, como si hubieraolvidado para qué servía.

Había llegado el momento. Parabien o para mal… para bien o paramal…

Lo agarró entre sus dedos, cerrólos ojos y sopló su música encantadapor última vez.

Cloto también lo sintió en loshuesos. Sin previo aviso se desmayó enel sillón del palacio en el que hastahacía un instante había estadohablando animadamente. Cuandodespertó, escuchó las voces de sus

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hermanas. Era libre hasta la próximaluna llena, después abandonaría elContinente… quisiera o no.

Su tiempo allí había llegado a sufin.

Las Musas aceptaron su derrotacon dignidad. Miraron con resignaciónlo que dejaban atrás y abandonaron loscielos del Continente sin intención deregresar jamás. Que, para ellas,suponía una temporada muy, muylarga.

Y Firela aceptó cruzar al otro lado.

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19. Y fueron felices…

Adhárel volvió el cuello y tomó lasmanos de Duna entre las suyas. Estabapreciosa con aquel vestido blanco conlos hombros al aire y unas mangasanchas, vaporosas, casi transparentes. Elcorazón le latía con fuerza en el pecho,como si hubiera estado corriendo enlugar de quieto, de pie, los últimosminutos. No pudo evitar sonreír. Duna ledevolvió la mirada y advirtió unadiminuta lágrima cristalina corriendopor su mejilla…

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El castillo de Manseralda parecióahogarse en el silencio cuando elpergamino con la Poesía de Thalisaterminó de consumirse en ceniza. Unsilencio claustrofóbico y frío, falto devida. Asustada e impaciente por lo quepudiera encontrar, Duna regresócorriendo a la galería donde Adhárel yDimitri se habían batido en duelo paraencontrarse al rey de Beretharrodillado junto al cadáver de suhermano. Se acercó con paso vacilante,temerosa de descubrir que aquelcharco de sangre que crecía a sualrededor perteneciera a su amado.Pero entonces Adhárel se giró, alzó la

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mirada y asintió.—Ya está —dijo con un nudo en la

garganta. Duna corrió hasta él y seabalanzó en sus brazos, enterró lacabeza en su pecho y sollozó aliviada.Sí, ya estaba.

Aya ordenó a sus sobrinos que seestuvieran quietos. Hänsel y Korbes, losdos hermanos de Cinthia, de cinco ysiete años respectivamente, habíanregresado junto con los demás niñosencantados de la cueva del Flautistavarias semanas atrás. Desde entonces, sehabían convertido en el sueño y lapesadilla de la mujer, que se debatía acada momento entre estrujarlos en sus

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brazos o mandarlos a sus habitacionesen el palacio, castigados.

Cinthia, indiferente al enfado de sutía, admiraba la escena con los ojosbrillantes y la boca seca. ¿Podía ser realaquello? Después de tanto sufrimiento,de tanto dolor, ¿era posible que al fin eldestino les hubiera dado un final feliz?

Instigada por un presentimiento,ladeó la cabeza para encontrarse con ladulce mirada de Sírgeric clavada enella. Apretó los labios para no llorar yse recostó sobre su hombro. Unescalofrío le sobrevino al recordar losúltimos momentos en Manseralda. Habíaestado tan cerca de perderlo. Tancerca…

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Andrew posó las manos sobre lasbisagras deformadas de la puerta ycerró los ojos. En cuanto estasvolvieron a su forma habitual, abrieronla puerta de un empellón y entraron enla sala donde aguardaban Cinthia,Morgan y Sírgeric.

Duna se quedó paralizada ante laescena. Su amiga lloraba sobre elcuerpo inerte del sentomentalistamientras Morgan se manteníaaovillado, con los brazos alrededor desus rodillas, en un sillón cercano.

Su corazón se saltó un latidocuando su abotargada mente llegó a lacruel conclusión de que Sírgeric,

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finalmente, había dado su vida porsalvar a Adhárel. Cinthia levantó lamirada y, con los ojos rojos, negósuavemente. No podía ser. No se locreía. No podía estar sucediendo…

Duna corrió a consolarla comotantas otras veces había hecho depequeña. Como se esperaba de lahermana mayor que era.

Cinthia se dejó mecer, agonizandode dolor. Sírgeric se había ido. Los milrecuerdos compartidos con el jovencruzaron por sus mentes, estallando enla oscuridad y desvaneciéndose denuevo en su memoria como fuegos deartificio.

Y entonces, sucedió lo imposible. El

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joven tomó una sonora bocanada deaire y volvió a quedar tendido en elsuelo con los ojos abiertos.

Había regresado a la vida. Pero¿cómo?

Sírgeric inhaló el aroma quedesprendía el cabello de Cinthia y le dioun suave beso en la cabeza. Despuésvolvió a mirar al frente. El traje de galaque llevaba puesto, con la Insignia deldragón resplandeciendo bajo el sol ydemás condecoraciones, le molestabacon los vendajes y gasas que protegíansus cicatrices. Al menos, se dijo, habíasobrevivido.

Todavía no era capaz de describir

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con palabras lo que había sucedido conexactitud. Recordaba haber cerrado losojos a pesar de los ruegos de Cinthia,que le suplicaba que siguiera despierto.Sintió el frío embargándolo por dentro,indiferente al don de Morgan, que habíaluchado por mantenerlo caliente hasta laextenuación.

Había querido pedirle perdón aCinthia y recordarle cuánto la quería,cuánto la echaría de menos; que nosufriera, que estaría bien… Un centenarde ideas que se quedaron sin palabraspues, de allí a donde iba, jamás podríaescapar con su don. Pronto dejó de notarel lacerante dolor en su estómago einstantes después sintió cómo el suelo se

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desvanecía bajo su cuerpo. Y entoncestodo se volvió oscuro.

Más allá de aquel recuerdo no hubonada. Fueron sensaciones y no hechos loque experimentó entonces. El miedo a lodesconocido, el desaliento de haberabandonado a Cinthia, la tranquilidad dehaber hecho lo correcto, la esperanza deque hubieran vencido a las Musas…

Y de pronto sintió un tirón queincluso en aquel estado letárgico supoque no podía ser natural. Sin entenderpor qué ni por quién, se vio arrastrado yzarandeado por una marea invisible, porunas corrientes de aire y un oleajeintempestivo y fuera de control. Y enaquel último instante antes de abrir los

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ojos de regreso en Manseralda, creyóver algo. Algo que no había comentado anadie y que se había convertido en unaobsesión sin respuesta.

Antes de despertar vio un rostro. Unrostro que apenas recordaba. El de unamujer de cabello rojizo y enmarañado,mirada afilada y labios congelados enuna mueca de terror.

Abrazó con fuerza a Cinthia y seobligó a tranquilizarse. No era más queun recuerdo, se dijo.

Su nombre le vino a la memoriacuando abrió los ojos.

Kalendra, la hermana de Wilhelm.

Lejos de Manseralda, del Valle

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Inocente o de Bereth. Lejos del calordel sol y del fragor de la batalla, de lastormentas y de los ojos de las Musas,Firela alzó el espejo con las dos manosy con su respiración empañó levementeel cristal.

Kalendra se encontraba allí, trasella, encerrada en el reflejo, con lamirada tan perdida como las otrasveces y la tristeza maquillando surostro. Galasaz también la miraba conpreocupación y lástima. Pero ella yahabía tomado una decisión y erairrevocable.

Desenvainó su puñal. El mismo quesu hermana le había regalado tantotiempo atrás, cuando no eran más que

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unas niñas que jugaban a serguerreras, y dejó que su filoresplandeciera bajo la tenue luz del solque se filtraba por la ventana.

No quería tener que presenciar losruegos ni el llanto de personas que noconocía. Suficiente tendrían con llorarla marcha de Galasaz cuando lellegara la hora. No, para evitar todoeso se había encerrado en unadespensa vacía de la casa delsentomentalista. Un lugar como otrocualquiera para morir.

Dejó el espejo sobre una mesitacoja y agarró el puñal con las dosmanos.

Ya voy, hermana, Pensó.

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Era su turno de cruzar al otro ladoy arrastrar con ella a Kalendra.

¿Trastocaría los planes de laMuerte? ¿Provocaría un cataclismoimposible de imaginar? ¿Otorgaría lavida a alguien que muriese?

Con la mirada puesta en suhermana y su deseo de volver a estarcon ella, se clavó el puñal en elcorazón.

Que fuese lo que tuviera que ser.

Lysell colocó las manos detrás de laespalda y se secó las palmas con lafalda del hermoso vestido que llevaba.Estaba nerviosa y cansada. No dormíabien desde que regresaron de

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Manseralda y no parecía que lasituación fuera a mejorar pronto. Solocon las pócimas de Zennion lograbarelajarse lo suficiente como para nopasar la noche en vela. Y reinar en eseestado estaba siendo muy duro.

Vekka la había abandonado, peroregresaba todas las noches en lasrecurrentes pesadillas…

Cuando bajaron a los sótanos delcastillo de Manseralda y descubrieronel cuerpo del Marqués, aparentemente,sin vida, ella salió corriendo en buscade su amigo, indiferente a los peligrosque todavía pudieran aguardarle másallá del portón principal. Pero todo fue

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en vano. Vekka y Lue se habíandesvanecido como si nunca hubieranexistido.

Nunca lloró unas lágrimas tanamargas. Habían huido como la arenaentre los dedos; se habían desvanecidosin dejar más pruebas de su existenciaque el recuerdo. Y ella se habíaquedado sola. Sola en un Continente enguerra, lleno de traiciones y penurias.Ya no habría más relámpagos de luz ensu vida.

Duna la encontró un rato después,llorando con la cara enterrada en susmanos, arrodillada en mitad de lallanura que rodeaba el castillo y bajola incesante tormenta. Como un recién

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nacido, se dejó abrazar yconsolar.Como si las palabras pudieranhacer algo, se lamentó.

¿Volvería a verlo? ¿Se atrevería aregresar y a pedirle disculpas?¿Cuándo? El lobo había vuelto a cazar.Esta vez había sido Laugard de Siolquien había perdido su Luz, sus ganasde vivir, pero ¿y si la siguiente eraella? Sabía que el único motivo por elque se había marchado era para noponerla en peligro, pero seguíadoliendo lo mismo.

Sin saber muy bien cómo sucedió,varios días después se descubrió en elreino que la vio nacer para sercoronada ante su pueblo. La Reina sin

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Poesía fue como muchos la llamaron.La Reina Cuervo, otros, pues durantela ceremonia, Wilhelm descendió desdelas alturas, se posó sobre el trono ygraznó con fuerza. Como otorgándolesu beneplácito.

Desde ese día, no se volvió aseparar de su sobrina.

Echó un vistazo a su derecha yacarició la jaula de oro que contenía a laoscura ave. La impotencia y eldesconsuelo le hicieron derramar un parde lágrimas que alguien se apresuró asecar de su rostro. Lysell levantó losojos, aturdida, y se encontró con lacálida y sincera mirada de Marco, que

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amagó una sonrisa. Ella asintió parahacerle saber que estaba bien y volvió amirar al frente al tiempo que susmejillas se sonrojaban levemente.

Marco, por su parte, bajó la miradahacia sus lustrosas botas y le ordenó asu corazón que dejara de palpitar tanfuerte. Como si fuera a hacerle caso…

Llevaba la mano herida vendada y elmismo traje oficial que el resto de suscompañeros sentomentalistas. InclusoTail, acomodado en una silla de maderay con cierta inquietud en sus ojos,contemplaba el panorama con una levesonrisa. No volvería a ser el mismo, leshabía advertido Zennion, aunque almenos podía hablar y cada vez lograba

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mantenerse despierto más tiempo. Nocomo el Marqués.

Laugard no reaccionó ante ningúnestímulo. Parecía muerto en vida. Elataque que había sufrido Tail no eracomparable al de aquel hombre. Elúnico sonido que lograba arrancar desus resecos labios era un continuadolamento que parecía no tener fin. Sumanipuladora labia se había apagado.Su mirada inquieta se había vueltovidriosa.

El Marqués que todos conocían sehabía perdido para siempre.

Con todo, lo llevaron de vuelta aBereth y allí permaneció atendido por

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sanadores y sentomentalistas. CuandoLysell explicó lo que le había sucedido,cuando les habló de la Luz y de laverdad sobre el lobo de Vekka,perdieron las últimas esperanzas derecuperarlo.

Y con ello la posibilidad de volver aotorgar su forma humana al rey deCaravás, ahora felino…

El gato dio una vuelta sobre lasrodillas del Marqués, cuya silla seencontraba junto a la de Tail, y volvió arepanchigarse indiferente a losacontecimientos. Soltó un maullido y sequedó dormido.

Henry le dio un codazo a Morgan y

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señaló al animal. En cuanto comprobóque su amigo estaba prestando atención,se concentró y chasqueó los dedos. Elgato alzó las orejas, abrió los ojos ypegó un brinco antes de salir huyendolejos de allí ante el desconcierto detodos.

El joven se volvió para recibir losaplausos de sus amigos cuando se topócon la iracunda mirada de Zennion. Nohizo falta más para que supiera quevolvía a estar castigado. Genial.

Unos metros por detrás, Cloto pusolos ojos en blanco y se aguantó la risa.Tulius dormía sobre su regazo mientrasGiacomo y Ettore la escoltaban cada unoa un lado. Los tres sonreían, vestidos

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con sus mejores galas. Todo olvidado.Todo perdonado.

La máscara del Flautista brillabacomo nunca, ocultando su deformidad,pero no las lágrimas que de vez encuando encontraban su camino hasta suafilada barbilla…

Las Maldiciones no habíandesaparecido con las Musas. Al menosno las que ya estaban en marcha. Losreinos cuyos soberanos habíandestruido sus Poesías siguieronencantados, aletargados, marchitos.Sin embargo, como le prometieron aAdhárel al cerrar el pacto, los niñosque el Flautista había mantenido

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protegidos en su cueva quedaron libres.El tiempo no había pasado por

ellos. Muchachos que se encontraroncon una realidad que desconocían:padres muertos años atrás, casas quehabían sido derruidas, hermanos a losque no reconocían… Muchosdescubrieron que no quedaba nadie quecelebrase su regreso.

En cuanto a los sentomentalistasque habían participado durante laguerra en el bando de Manseralda, lesocurrió como al resto de los aldeanos yaldeanas cuyo rey o reina habían rotola principal regla de las Musas. Poco apoco fueron convirtiéndose en almas enpena que vagaban por el Continente sin

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poder recordar su pasado ni disfrutarsu futuro.

Ni siquiera cuando se marcharonpudieron jugar limpio, meditó Cloto conlástima.

Al menos a ellos tres les habíandado todo un ciclo lunar para cerrarsus asuntos pendientes y despedirse.

Y todo gracias a un príncipevaliente…

Adhárel pronunció el «Sí, quiero» yatrajo a Duna hacia sí para darle unbeso. Cuando se separaron, losinvitados estallaron en vítores dealegría. El rey fue a girarse para saludar,pero Duna lo agarró con decisión y

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volvió a juntar sus labios con los suyosen un beso más largo y apasionado.

El público comenzó a aplaudiremocionado al tiempo que lostrovadores y juglares daban riendasuelta a sus melodías. Levantando losbajos de su delicado vestido blanco,Duna descendió los escalones del altaragarrada con decisión del brazo deAdhárel.

Aya y la reina Ariadne les salieronal paso para abrazarlos y besarlos. Losrecién casados respondieron conentusiasmo a todos los comentarios ysaludaron con la mano a los másalejados mientras recorrían el largopasillo hasta el portón del santuario.

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Cuando Duna pasó junto a Giacomo,se detuvo unos instantes. Lo agarró de lamano y se la acarició con fuerza. Bajo lamáscara, ambas miradas se encontraron.No hicieron falta palabras paratransmitir aquellos sentimientos.Después, lentamente, la dejó marchar.Tras ellos, la corte entera se puso enmarcha.

En el exterior, un centenar deberethianos se agolpaban en la plaza ylas calles circundantes gritando salvas yfelicitaciones. Adhárel atrajo hacia sí aDuna y le dio otro beso junto a la oreja.

—Lo logramos —dijo en un susurro,sin dejar de saludar.

—Lo logramos —respondió Duna

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con un nudo en el estómago y laslágrimas amenazando con desbordarsede felicidad.

Frente a ellos, varios carruajes decaballos aguardaban para llevarlos aellos y a los invitados al palacio, dondeproseguiría la celebración. Adhárel yDuna se metieron en el primero, el másespléndido de todos, y se pusieron enmarcha.

—Lysell… —La voz de la viejaCloto se escurrió entre los invitadoshasta la muchacha, que se volvió con la

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jaula de oro entre las manos.—¿Me habéis llamado? —preguntó,

algo intimidada por la anciana. Tulius seencontraba a su lado, agarrado de lafalda de su vestido.

—Sí, querida. ¿Te importa sicompartimos carruaje?

La muchacha miró a los dos guardiasque la escoltaban como su sombradentro y fuera de Salmat y despuésasintió, intentando mostrarse cortés.

Una vez dentro de uno de losvehículos y con el traqueteo de lasruedas de fondo, la Musa se metió lamano entre los pliegues de su vestidomarrón y sacó una bolsa de tela doblada.Bajo la atenta mirada de Lysell y Tulius,

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fue abriéndola hasta que adquirió untamaño considerable. La joven miró elsaco con preocupación.

—Tranquila, no estoy pensando enencerrarte dentro, si es eso lo que tepreocupa —bromeó ella al ver su gesto.

Lysell se puso colorada y desvió losojos hacia la estrecha calle por la quecirculaban. Mientras tanto, Cloto metióla mano en la bolsa, aparentementevacía, y comenzó a revolver en suinterior.

—Juraría que estaba por aquí… —mascullaba cuando no se mordía el labio—. Siempre guardo las cosas y luego…¡Ah! ¡Aquí está!

Con una sonrisa triunfal sacó una

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bola de lana de un color marrón de lomás corriente. Lysell creyó que se habíavuelto loca.

—Esto que te entrego vale más quecualquier tesoro que hayas visto jamás.Más que todas las coronas y joyas de losreyes del Continente juntas. Guárdalocon cuidado —le advirtió la mujer conseriedad.

—Es… lana —se atrevió a replicarella.

—¡Ya sé que es lana! —le espetóella, ofendida—. Pero no una lanacualquiera. Fue un regalo de un viejoamigo —explicó tras un suspiro—. Delmismo que me regaló este saco tan útil.La prenda que tejas con esta lana,

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querida niña, será capaz de deshacercualquier hechizo que recaiga sobre lapersona que se la pruebe.

Lysell dio un respingo y se volvióhacia el cuervo negro, que observaba laescena en silencio entre los barrotesdorados.

—¿Podría…?La anciana asintió con una sonrisa.—Pero todo en esta vida tiene un

precio y esto no será menos. —Seinclinó un poco hacia delante yprosiguió—. Mientras lo tejas, nopodrás pronunciar una sola palabra.Desde el momento en que des la primerapuntada y hasta el día en que termines lachaqueta, no podrás comunicarte con

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nadie, ni asentir ni negar en silencio, nipodrás reírte ni esbozar una sonrisa. Ytampoco podrás advertir a nadie de loque vas a hacer. Si incumples alguna deestas reglas, su magia no surtirá efecto.

—¿Necesito tejer… en silencio?—En absoluto silencio, así es. Una

sola palabra, querida, y tus esfuerzoshabrán sido en balde.

—Pero…—Hemos llegado —se escuchó la

voz del cochero.Cloto guardó de nuevo el saco en su

vestido y se dispuso a abandonar elcarruaje.

—De ti depende intentarlo o no. Megustaría que fuera más sencillo, pero

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hace tiempo que esas cosas dejaron dedepender de mí.

Con un guiño fue a salir, pero la niñala agarró del brazo.

—¿Es cierto…? —Respiró hondo ylo intentó de nuevo—. ¿Es cierto quevos mandasteis que me hechizaran?

—Sí —respondió la mujer—. Asíes. Y estoy segura de que tu don te serámuy útil durante tu largo reinado, Lyssel D’Artenaz.

Y esta vez sí, la muchacha se quedósola en el compartimento con el ovillode lana en una mano y la jaula de oro enla otra.

Los violines comenzaron a sonar

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cuando Duna y Adhárel entraron en lapista de baile. Del brazo del rey, lajoven se acercó al centro de la sala ydespués se colocó frente a él. Uncosquilleo la embargaba por dentro. Losnervios, la emoción, un repentino pánicoescénico. No sabía lo que era, pero contodo, no podía dejar de sonreír.

Adhárel alzó su mano y ella laagarró con delicadeza antes de sentircómo la acercaba a él por la cintura.Entraron las arpas y el piano y elloscomenzaron a girar lentamente. Lamúsica se extendió por toda la sala y losenvolvió con su melodía, haciéndolesolvidar cuanto había a su alrededor.

Los ojos de ella puestos en los de él.

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La respiración de él acompasada a la deella. Dieron una vuelta y sus rostrosvolvieron a encontrarse. Ambostranquilos, sonrientes, felices. Violas yviolonchelos tronaron con decisión,coronando escalas y arpegios.

Y entonces Duna lo recordó.—Esta fue… —susurró.—La pieza que sonó durante nuestro

primer baile —terminó él, sonriendo.—¿Cómo…?—¿Cómo he hecho para que la

tocaran de nuevo? —sugirió él, altiempo que la reina Ariadne entraba enla pista acompañada de Heredias ySírgeric de Cinthia—. ¿O cómo es quela he recordado?

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Duna no sabía qué decir. El gestohabía sido tan perfecto, tan dulce einesperado que no pudo contener pormás tiempo las lágrimas.

—¿Todavía no entiendes lo muchoque me importas? —le preguntó el rey,atrayéndola hacia sí y apoyándola contrasu pecho—. ¿Qué más necesitas paracomprender que no podría vivir sin ti,que te amo con locura? —Respiró hondoy añadió—: Siento mi comportamientodurante los últimos meses, yo…

Pero ella no le dejó continuar.Colocó un dedo sobre sus labios y negósuavemente.

—Hagamos como si todo eso nohubiera sido más que un sueño; una

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historia más que contar a nuestros hijos.Al menos por esta noche.

Adhárel sonrió, complacido.—El cuento de una desvalida

doncella algo testaruda y de un valerosopríncipe dragón.

Duna soltó una suave risa.—Me temo que te has confundido de

historia —replicó ella con bravuconería—. En mi cuento ella es hermosa ydiestra con la espada y él… bueno, él esun poco quejica.

—¿Ah, sí? —preguntó él en vozbaja.

—Ahá. —Batió las pestañas concoquetería y añadió—: Está en loslibros. Puedes comprobarlo.

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Adhárel se detuvo en mitad de lapista de baile, indiferente a la música ya los invitados, y acercó su rostro al deella para darle un nuevo beso.

—Entonces supongo que será cierto.Sin la amenaza de las Musas

cerniéndose más sobre ellos seatrevieron a pensar que, por fin, susdestinos eran completamente suyos.

Unos destinos que, por el momento,guardarían en sus corazones parasentirse, al menos durante una noche,felices para siempre.

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Epílogo

Lysell abandonó la sala del tronoseguida por toda la corte de Salmat y sedirigió, como cada mañana, al hermosojardín interior del castillo. Allí, en loalto del árbol bajo el que había sidoenterrada su madre, se sentaba día trasdía para confeccionar una sencillachaquetita con el ovillo de lana queCloto le había entregado en la boda deDuna y Adhárel.

El resto de la corte se desperdigópor la hierba, algunos con instrumentos

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para amenizar la velada y otros conlibros, costuras o lienzos. El árbol erasolo para ella. Además, ¿quiénes detodos ellos se atreverían a subir a susramas? La más joven de susacompañantes le doblaba la edad.

La muchacha dejó la jaula doradacon el cuervo a los pies de la planta, seremangó el vestido y sin ayuda de nadieescaló igual que hacía cuando vivía enel campamento. Una vez que alcanzó surama preferida, sacó todos los bártulosde labor y prosiguió con la extenuantetarea, indiferente a las miradas desoslayo de sus cortesanos.

Llevaba tres semanas sin pronunciarpalabra, tiempo este durante el cual los

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cortesanos creyeron que había perdidola cabeza. Mal de amores, decían unos.El trauma de lo vivido, argüían otros.Pronto las palabras de lástima y deconsuelo se volvieron mucho másmezquinas y peligrosas. Susurradas enlos pasillos o cuando ella abandonabauna habitación, los comentarios erancada vez más hirientes. Como si, por nocontestar, tampoco pudiera oírlos.

Pero ella tampoco podía hacer nadapor defenderse. A pesar de haberescogido a conciencia el momento másadecuado para comenzar la labor,parecía que si no se daba prisa prontolos cuchicheos y murmullos terminaríanahogándola o, peor, empujándola fuera

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del trono.En aquel tiempo, la lana encantada

se había convertido en su única amiga.Con ella compartía todos sus recuerdosrelacionados con Vekka, con su viaje através del Continente, con los furtivos yescasos besos que había compartido conel muchacho… o con las miradascómplices que había descubierto enMarco las últimas veces que la habíavisitado en Salmat.

Aquella tela y las agujas fuerontambién confidentes de su pena y rabiapor no haber estado ahí para defender asu madre de sus hermanas o por haberpermanecido tanto tiempo engañada,oculta sin ella saberlo en lo más

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profundo del bosque de Célinor.Pero todo aquello había quedado

atrás. Por fin estaba allí, de vuelta en sureino y pronto terminaría de coseraquella chaqueta para su tío. Una mangamás, se decía. Una manga más y mivida será algo menos solitaria.

Por eso apreciaba tanto las visitasde sus amigos de Bereth. En especial lasde Marco, pues de nada servía negar quesolo con él llegaba a encontrarse tan agusto como lo hizo en su momento conVekka.

Vekka… Su nombre seguía doliendocomo los pinchazos de una zarza. ¿Quéhabría sido de él? ¿Seguiría vivo?¿Estaría escondido en las montañas o

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pasaría las noches en posadas? Unsuspiro silencioso se escapó de suslabios antes de dar la siguiente puntada.

Aquella era la segunda vez que lointentaba, pues la primera, cuandoacababa de comenzar, se rió en voz altadurante una comida y supo que de nadahabría servido seguir. Pero esta vezestaba convencida de que lo lograría.

Varias horas más tarde comenzaron arepiquetear en la copa del árbol lasprimeras gotas de lluvia. Conparsimonia, guardó todo de nuevo ydobló la chaqueta con esmero antes dedescender de vuelta al jardín.

Los cortesanos corrían de un ladopara otro gritando como niños y

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riéndose con histerismo. Lysell puso losojos en blanco e intentó esconder lapunzada de envidia que sentía. Recogióla jaula de Wilhelm y acarició el pico alave antes de alejarse del árbol. Cuandoestuvo a una distancia prudencial, se diomedia vuelta, como hacía siempre, ylanzó un beso con la mano. Sabía que sumadre estaría allí para recibirlo.

Apretó la chaquetita a medioterminar contra el pecho y cerró losojos.

Pronto, se repitió con el entusiasmorenovado. Muy pronto…

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Agradecimientos

Han pasado más de cinco años desdeque Cuentos de Bereth comenzó agestarse en mi cabeza. Durante todo estetiempo, amigos y familiares, libros ypelículas, melodías y versos han idoentretejiendo, sin yo darme cuenta, losdetalles de esta trilogía que concluyecon este libro.

Dicen que es mucho más complicadocerrar una historia que abrirla. Esabsolutamente cierto. Por ello quierodar las gracias a una serie de personasque han estado a mi lado en todomomento durante mi lucha personal por

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concluir este cuento que nunca dejará depalpitar con fuerza en mi corazón.

A Carlota. Como siempre, porprácticamente todo. Por las horas desueño que te he robado para corregir,por la maravillosa Poesía de Adhárelque has compuesto, por mostrarme la luzcuando no veía más que oscuridad. Poresas clases de Historia y Arquitecturarápidas que tan bien le han venido allibro. Por obligarme a no conformarmecon cualquier cosa y a intentar mejorar,mejorar y mejorar. Por estar siempreahí. Este cuento es para ti, ya lo sabes.

Al equipo de Versátil y en particulara Irene, por estos tres años de trabajo ydedicación. Por todos vuestros consejos

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e ilusión. Porque si he llegado a ponerleel punto y final a esta aventura ha sido,en buena parte, gracias a que me disteisla oportunidad de comenzarla. Nunca osolvidaré.

A mi familia, por apoyarme yrecordarme una y otra vez que esto no esmás que el comienzo de un largocamino. Por ese inolvidable e inspiradorviaje por los castillos del Loira que tanbien me vino para moldear con másdetalle el Continente. Gracias, papá,mamá y Marta.

A Keko, Leara, María José y Pablo,por haberos dejado embaucar para quefuerais mis «lectores-esclavos» ysufrierais conmigo las correcciones de

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los primeros borradores. Espero que,aun con todo, hayáis disfrutado lanovela.

A todos mis lectores, que en loscorreos, mensajes en las redes sociales,firmas de libros y presentaciones estáissiempre apoyándome y otorgándome losánimos que me faltan. Todo este sueñono sería ni remotamente parecido sinvosotros. Gracias.

A mis blogueros favoritos, porquehace tiempo que dejé de considerarosmeros críticos para llamaros amigos.Gracias.

Y ahora sí: colorín, colorado…

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JAVIER RUESCAS (Madrid, 1987).Javier Ruescas Sanchez nació en Madriden 1987 y es Licenciado en Periodismo.Su carácter abierto y dinámico, suprofesionalidad y afición por la lectura,le han convertido en uno de los jóvenesmás conocidos de la red. Compagina laescritura con el trabajo editorial y la

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creación de páginas web.

Hasta el momento ha publicado latrilogía Cuentos de Bereth (EditorialVersátil), Tempus Fugit. Ladrones deAlmas (Alfaguara), PLAY, SHOW yLIVE (Montena) y Pulsaciones,coescrita con Francesc Miralles (SM), yvarios relatos en diferentes antologías.Tanto su novela PLAY como Pulsacioneshan sido seleccionadas entre las mejoresnovelas juveniles de 2012 y 2013,respectivamente, según los expertos enBabelia (El País).

Además, Ruescas es editor y haparticipado en numerosas ponencias,charlas y mesas redondas

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internacionales sobre las nuevastecnologías, los jóvenes autores y lasituación de la literatura juvenil enEspaña.