la extraÑeza sublime de las soledades...su paciente y perspicaz refutación del panfl eto de...

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125 Las Soledades forman un conjunto de poco más de dos mil versos compuesto de dos partes, una Soledad primera, que empezó a circular a través de copias manuscritas en 1613, y una Soledad segunda, cuya composición se prolongó hasta 1617 o incluso más tarde 1 y cuyo texto se detiene de modo abrupto, cortando el hilo del relato, en un pun- to que parece cercano al previsto final. Este poema, desde las primeras fases de su difusión, provocó la controversia más encarnizada que haya conocido España sobre una cuestión literaria. 2 En el libelo carente de firma que circulará con el título de Antídoto contra la pes- tilente poesía de las Soledades, Juan de Jáuregui, 3 rival de Góngora en calidad de poeta culto y ambicioso, expresa su violento rechazo del desconcertante meteorito: unas So- ledades todavía en gestación, inacabadas, cuya inmensa fortuna en los años y décadas siguientes nadie podía adivinar. Diez años después, en un Discurso poético impreso y dedicado a su poderoso patrón el Conde Duque de Olivares (1624), 4 Jáuregui se remon- ta, en expresión de Menéndez Pelayo, a la «serena región de los principios». En el Dis- curso se pronuncia no contra Góngora, cuyo nombre ni siquiera menciona, sino contra «el disfraz moderno de nuestra poesía», «la extrañeza y confusión de los versos en estos años introducida de algunos». Pese a esa prudente impersonalidad, a nadie se le escapaba que bajo «algunos» había que entender al autor de las Soledades y a sus devo- tos y seguidores. Desde el doble observatorio, incivilmente satírico y civilizadamente polémico, que ofrecen el Antídoto y el Discurso, se ve o se adivina lo que en esta poesía subyugó a los más e irritó gravemente a muchos. Las Soledades fascinaron, explica Jáuregui, porque su autor quiso escribir «versos grandílocos y heroicos», con «alta armonía y magnificencia de estilo», inspirándose en los más venerados modelos, latinos e italianos, alterando todos los usos de la lengua Mercedes Blanco LA EXTRAÑEZA SUBLIME DE LAS SOLEDADES 1 Robert Jammes, el más autorizado gongorista actual, distingue en su redacción no menos de siete fases. La sexta concluye en el verso 936 de la Soledad segunda. Podemos añadir que no es posterior a 1617, puesto que una paráfrasis de los versos 886-936 se lee en el sermón pronunciado el 9 de octubre de 1617 por Hortensio Félix Paravicino en las fiestas de Lerma. En la séptima y últi- ma fase, Góngora añadió cuarenta y tres versos más, al parecer incitado por su amigo Antonio Chacón. Véase Luis de Góngora, Las Soledades, ed. R. Jammes, Madrid, Castalia, 1994, pp. 14-21. 2 Véase Joaquín Roses Lozano, Una poética de la oscuri- dad. La recepción crítica de las Soledades en el siglo xvii, Londres, Tamesis Books, 1994; Antonio Pérez Lasheras, «La crítica literaria en la polémica gongorina», Piedras preciosas…Otros aspectos de la poesía de Góngora, Grana- da, Universidad de Granada, 2009, pp. 77-133. 3 Disponemos de una excelente edición de este texto que circuló en numerosas copias manuscritas: Juan de Jáuregui, Antídoto contra la pestilente poesía de las «So- ledades», ed. J.M. Rico García, Sevilla, Universidad de Sevilla, 2002. 4 Juan de Jáuregui, Discurso poético, ed. M. Romanos, Madrid, Editora Nacional, 1978.

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Las Soledades forman un conjunto de poco más de dos mil versos compuesto de dos partes, una Soledad primera, que empezó a circular a través de copias manuscritas en 1613, y una Soledad segunda, cuya composición se prolongó hasta 1617 o incluso más tarde1 y cuyo texto se detiene de modo abrupto, cortando el hilo del relato, en un pun-to que parece cercano al previsto fi nal. Este poema, desde las primeras fases de su difusión, provocó la controversia más encarnizada que haya conocido España sobre una cuestión literaria.2

En el libelo carente de fi rma que circulará con el título de Antídoto contra la pes-tilente poesía de las Soledades, Juan de Jáuregui,3 rival de Góngora en calidad de poeta culto y ambicioso, expresa su violento rechazo del desconcertante meteorito: unas So-ledades todavía en gestación, inacabadas, cuya inmensa fortuna en los años y décadas siguientes nadie podía adivinar. Diez años después, en un Discurso poético impreso y dedicado a su poderoso patrón el Conde Duque de Olivares (1624),4 Jáuregui se remon-ta, en expresión de Menéndez Pelayo, a la «serena región de los principios». En el Dis-curso se pronuncia no contra Góngora, cuyo nombre ni siquiera menciona, sino contra «el disfraz moderno de nuestra poesía», «la extrañeza y confusión de los versos en estos años introducida de algunos». Pese a esa prudente impersonalidad, a nadie se le escapaba que bajo «algunos» había que entender al autor de las Soledades y a sus devo-tos y seguidores. Desde el doble observatorio, incivilmente satírico y civilizadamente polémico, que ofrecen el Antídoto y el Discurso, se ve o se adivina lo que en esta poesía subyugó a los más e irritó gravemente a muchos.

Las Soledades fascinaron, explica Jáuregui, porque su autor quiso escribir «versos grandílocos y heroicos», con «alta armonía y magnifi cencia de estilo», inspirándose en los más venerados modelos, latinos e italianos, alterando todos los usos de la lengua

Mercedes Blanco

LA EXTRAÑEZA SUBLIME DE LAS

SOLEDADES

1 Robert Jammes, el más autorizado gongorista actual,

distingue en su redacción no menos de siete fases. La

sexta concluye en el verso 936 de la Soledad segunda.

Podemos añadir que no es posterior a 1617, puesto que

una paráfrasis de los versos 886-936 se lee en el sermón

pronunciado el 9 de octubre de 1617 por Hortensio Félix

Paravicino en las fi estas de Lerma. En la séptima y últi-

ma fase, Góngora añadió cuarenta y tres versos más, al

parecer incitado por su amigo Antonio Chacón. Véase

Luis de Góngora, Las Soledades, ed. R. Jammes, Madrid,

Castalia, 1994, pp. 14-21.

2 Véase Joaquín Roses Lozano, Una poética de la oscuri-

dad. La recepción crítica de las Soledades en el siglo xvii,

Londres, Tamesis Books, 1994; Antonio Pérez Lasheras,

«La crítica literaria en la polémica gongorina», Piedras

preciosas…Otros aspectos de la poesía de Góngora, Grana-

da, Universidad de Granada, 2009, pp. 77-133.

3 Disponemos de una excelente edición de este texto

que circuló en numerosas copias manuscritas: Juan de

Jáuregui, Antídoto contra la pestilente poesía de las «So-

ledades», ed. J.M. Rico García, Sevilla, Universidad de

Sevilla, 2002.

4 Juan de Jáuregui, Discurso poético, ed. M. Romanos,

Madrid, Editora Nacional, 1978.

126 Mercedes Blanco

poética de su tiempo, con fi guras y «modos» nunca vistos. Siguiendo sus huellas, los jóvenes poetas de la gran generación barroca «se pierden por lo más remontado, aspi-ran con brío a lo supremo».

Y en efecto los admiradores de Góngora verán en las Soledades la cima de su ta-lento porque en ellas —al igual que en el Polifemo y en el Panegírico al duque de Lerma — su invención poética ya no se limita al registro de lo gracioso y elegante, como en los romances, sonetos y canciones que llevaba escribiendo desde hacía treinta años, sino que aspira al grado más alto de la elocuencia, el de lo heroico y sublime. Esta distin-ción procedente de la retórica helenística era por entonces referencia común de los hombres cultos. Según uno de los defensores más brillantes de la poesía gongorina,

Fig. 1

Eugenio Cajés, El rapto de Ganimedes (copia de Correggio), 1604,

Madrid, Museo Nacional del Prado.

127La extrañeza sublime de las Soledades

Vázquez Siruela,5 la poesía y las demás artes evolucionan en ciclos que van del mo-mento germinal de la inspiración a la esterilidad de la decadencia, y las lenguas im-periales, con vocación de universalidad, conocen todas un instante heroico en el que son llamadas a fundar su supremacía. Les sobreviene entonces un escritor inspirado y genial que las lleva a la cumbre de sus posibilidades. Para los españoles, llegados a ese momento, Góngora fue lo que Homero para los griegos, o Virgilio para los romanos, el fundador que recibe una «moción celeste», y luego la transmite a los demás. La sublimidad de su poesía sería pues no solo una cuestión de esfuerzo y de arte, sino el testimonio de un rapto, de un furor poético, de un don divino.

En cambio, según Jáuregui, todos esos bríos, esa ambición de volar por encima de los demás de que hizo alarde el poeta, se quedaron en temeridades infelices, destinadas a despeñarse en lo disparatado y ridículo. Las Soledades prometen grandeza y heroicidad con su «oscura extravagancia de terribles frases y formas tan remotas del lenguaje co-mún» (Antídoto, p. 24). Pero no comunican «pensamientos exquisitos» y «sentencias profundas», sino que aturden y confunden la inteligencia con sus extrañas dicciones, aunque están «diciendo puras frioneras, y hablando de gallos y gallinas, y de pan y de manzanas, con otras semejantes raterías» (p. 18). He aquí, a título de muestra de lo que abomina Jáuregui, un quesillo servido como postre en el banquete de bodas aldeano:

Sellar del fuego quiso regalado

los gulosos estómagos el rubio

imitador süave de la cera,

quesillo dulcemente apremïado

de rústica, vaquera,

blanca, hermosa mano, cuyas venas,

la distinguieron de la leche apenas… (i, 872-878)

¿Qué le queda al poeta por decir sobre la belleza de la novia, protesta Jáuregui, si derro-cha hipérboles en un personaje que solo está presente por el recuerdo y el refl ejo de sus manos blancas en el quesillo al que dieron forma? En esta criatura poética sin nombre y sin rostro, una vez quitada la máscara del lenguaje impropiamente sublime, debemos reconocer a «la gallegota que ordeñó las vacas» (Antídoto, p. 57).

Todo lo que asoma por el poema, y en él asoman infi nidad de cosas, como em-pujadas por un torbellino incesante, ostenta los atributos de lo admirable y de lo bello, que se comunican de lo grande a lo pequeño, de lo divino a lo trivial: fl uyen del alba a la leche ordeñada al amanecer, cuando resplandecían «los blancos lirios de su frente bella»6; pasan del fuego al queso o a la cera que el fuego «regala», uniendo en este verbo los signifi cados de «derretir» y de «acariciar». Desaparecen pues las distancias entre lo grande y lo menudo, lo noble y lo plebeyo. El proceso de realce afecta a cuan-tos objetos entran en el campo de la representación y el poema se detiene en cosas sin prestigio y sin valor: el «cuadrado pino» de una mesa, el boj elegantemente torneado que contiene la leche, una ternera, unos álamos, las retamas sobre roble que forman una choza, unas redes de pescador, un vestido puesto a secar al sol, una fuente en una encrucijada. De todo ello gozan y se recrean «legiones de serranas y pastores», una

5 Martín Vázquez Siruela, «Discurso sobre el estilo de

don Luis de Góngora», ed. Saiko Yoshida, en Autour des

Solitudes. En torno a las Soledades de Luis de Góngora, eds.

F. Cerdan y M. Vitse, Toulouse, Presses Universitaires du

Mirail, 1994, pp. 89-106.

6 Soledad primera, vv. 147-149.

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rústica «caterva que baila, juega, canta y zapatea hasta caer» (Antídoto, p. 7). Dilapidar los recursos del gran estilo para tales «raterías» y para este vulgo anónimo e insigni-fi cante no es para Jáuregui transfi gurar lo banal, sino envilecer y ridiculizar la poesía.

Quien lee hoy estas críticas recordará inevitablemente los sarcasmos arrojados por los defensores de la tradición académica de las Bellas Artes contra los grupos re-beldes del arte moderno: el romanticismo, el realismo, el simbolismo, las vanguardias, el pop art. Claro que Jáuregui no era, como muchos de estos defensores, un burgués de mente prosaica escudado en un idealismo hipócrita y convencional. Él era un verdade-ro idealista, un platónico, como su admirado Torcuato Tasso.7 El paralelo peca pues de anacrónico y engañoso, pero no deja de ser cierto que en ambos casos quienes censuran y recriminan expresan un malestar auténtico: malestar del docto y experto ante objetos que no entran en sus esquemas, que le piden que renuncie a sus hábitos y criterios; in-comodidad y disgusto de quienes ven profanado un recinto en que se custodian objetos venerables. Así Góngora, profanamente, contamina la esfera de lo sublime, cuyo acceso debería vedarse a cuanto no sea grande y exquisito, metiendo en ella cosas vulgares y «domésticos modos»: coscoja, cecina, chupa, humeros, mufl ón, bachillera, cuchara, que-sillo... Para colmo, estas vulgaridades malsonantes andan mezcladas en impura «ensa-lada» con expresiones de alta alcurnia y sonido majestuoso, como pira erige, crestadas aves, bipartidas señas, «parangonando lo humilde y vulgar con lo terrible y remoto y empanando una voz muy ilustre entre dos soeces» (Antídoto, p. 54).

Los defensores del poema, para alzar el reto de estas críticas, tuvieron que em-pezar discutiendo la cuestión del género. Quienes se acercan a la literatura con ánimo de averiguar sus leyes establecen las normas del buen hacer poético por referencia a los géneros, puesto que cada género se defi ne por un determinado propósito, a cuya conse-cución se ordenan todos los aspectos de la obra, lo que justifi ca que se prescriban ciertos medios y se proscriban otros como contraproducentes. Así lo heroico y lo satírico están en tensión, lo sublime y lo cómico se estiman incompatibles y, en principio, no se puede a la vez hacer reír de una cosa y despertar admiración por ella. Justifi car la grandeza esti-lística de las Soledades implicaba demostrar que su género la hacía oportuna o necesaria.

Pero el poema se presta difícilmente a esta estrategia puesto que no se deja enca-sillar en los géneros practicados en la España del siglo xvii8 y ni siquiera en la más amplia gama de los que en algún momento fueron cultivados por algún autor de renombre. En su paciente y perspicaz refutación del panfl eto de Jáuregui, titulada Examen del Antídoto, Francisco Fernández de Córdoba asevera que las Soledades son un poema lírico y que el poema lírico es aquel «que los contiene y abraza a todos».9 Y sin embargo ¿cómo no ver que en nada se ajusta a los modelos de la lírica renacentista? Las odas al modo de Horacio o de Píndaro y las canciones y sonetos al modo de Petrarca tienen en común una con-fi guración estrófi ca, que recuerda su destinación musical. En estas formas poéticas se van sucediendo los actos verbales de un sujeto apasionado que aclama, invoca, celebra, delibera y arguye, maldice y se queja, suplica y desafía. Estos rasgos, defi nidores de la lírica, no se verifi can en las Soledades cuya cohesión es narrativa, salvo en la dedicatoria y en los fragmentos retóricos y efectivamente líricos engastados en el poema.

En cambio, el ambiente rural estilizado de la historia que se nos cuenta invita a vincularlo al mundo de la pastoral renacentista inaugurado un siglo antes, en España,

Mercedes Blanco

7 Véase Juan Matas Caballero, Juan de Jáuregui: Poesía y

poética, Sevilla, Diputación Provincial, 1990.

8 Sobre la discusión acerca del género, véase Antonio

Vilanova, «El peregrino de amor en las Soledades de

Góngora», Estudios dedicados a Menéndez Pidal, Madrid,

CSIC, 1952, iii, pp. 421-460; Nadine Ly, «Las Soleda-

des, esta poesía inútil…», Criticón 30, 1985, pp. 7-42;

Antonio Cruz Casado, «Hacia un nuevo enfoque de las

Soledades de Góngora: los modelos narrativos», Pasos de

un peregrino. Estudios sobre don Luis de Góngora y su in-

fl uencia, Rute, Ánfora Nova, 2009, pp. 9-45.

9 Francisco Fernández de Córdoba, «Examen del Antí-

doto» en Miguel Artigas, Don Luis de Góngora y Argote.

Biografía y estudio crítico, Madrid, Real Academia Espa-

ñola, 1925, pp. 400-467.

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por las églogas de Garcilaso. Ya sean cabreros, labradores, pescadores o cazadores, los personajes de las Soledades viven en lo que podría llamarse una «Arcadia». En este mundo que, contrariamente al de las églogas de Virgilio, está exento de confl ictos, la elegancia de los cuerpos y de las costumbres, el libre disfrute de bienes que la natura-leza ofrece a todos no es incompatible con una vida modesta y laboriosa. Este progra-ma arcádico se hace patente desde el primer encuentro humano del poema, cuando el náufrago vomitado por el mar y que ha caminado, pisando crepúsculos y espinas, hacia la luz entrevista en la lejanía, es acogido por unos cabreros, cuyo pecho alberga un candor digno de la Edad de Oro:

No, pues, de aquella sierra, engendradora

más de fi erezas que de cortesía,

la gente parecía

que hospedó al forastero

con pecho igual de aquel candor primero

que, en las selvas contento,

tienda el fresno le dio, el robre alimento. (i, 136-142)

Fig. 2

Anónimo, Retrato de Pedro de Valencia, primer tercio del siglo xvii, Madrid,

Instituto Valencia de Don Juan.

La extrañeza sublime de las Soledades

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Sin embargo el poema se aparta de la tradición bucólica por el papel decisivo que en él desempeña este náufrago, un personaje sin nombre al que se designa como el peregri-no, el joven, el mancebo, el forastero. Recorre el peregrino la pequeña e innominada Arcadia como tránsfuga doliente del mundo al que por nacimiento y hábitos perte-nece, el vasto mundo de las navegaciones de más allá del océano, el gran mundo de la aristocracia urbana y palatina. El universo arcádico, visto a través de la mirada del joven errante, forma una esfera perfecta y compacta que por un lado lo incluye, puesto que lo acoge amistosamente, pero que por otra parte se sitúa frente a él, puesto que en ningún momento deja de revestir el peregrino su condición de huésped y nunca toma parte activa en las actividades o intereses del mundo que lo rodea. Se limita a mirarlo con afectuosa benevolencia y contribuye, desde la autoridad que debe a su esencia aristocrática, a consolidarlo y protegerlo. Este dispositivo parece anticipar cierta poe-sía simbolista en que la subjetividad aparece como defecto, desequilibrio, contradic-ción, frente a un ser que, al modo de la esfera de Parménides, reposa en la soberana y uniforme luz de un mediodía sin sombras. Así en el Cementerio marino de Valéry:

Midi là haut, midi sans mouvement

en soi se pense et convient à soi-même.

Tête complète et parfait diadème,

je suis en toi le secret changement.

Tu n’as que moi pour contenir tes craintes!

Mes repentirs, mes doutes, mes contraintes,

sont le défaut de ton grand diamant.10

La acción, el patetismo, las aventuras y peligros, los «accidentes de amor y de for-tuna», como se decía entonces, quedan relegados en las Soledades a los márgenes del relato. Aparecen solo en las alusiones misteriosas al pasado del peregrino, y ocasio-nalmente al de algún otro personaje con quien se cruza, el cabrero que fue soldado, el viejo serrano que fue mercader y perdió en el mar a su hijo junto con su hacienda, sin que sepamos cómo ni cuándo.

La «silva» métrica, la no regulada alternancia de endecasílabos y heptasílabos con rimas irregularmente distribuidas, fórmula nunca usada antes en castellano para textos extensos, invita, aunque de modo equívoco, a relacionar las Soledades con un an-tecedente clásico: la silva, un tipo de poema de métrica variable y de difícil defi nición. La silva, cuya resurrección emprendió otro gran adversario de Góngora, Francisco de Quevedo,11 es a veces poema de circunstancias, compuesto para festejar bodas, aniver-sarios, inauguraciones de palacios o de estatuas; otras veces un a modo de ensayo en verso, compuesto con un desorden aparente que simula la espontaneidad, pero asom-broso por la pompa y la elegancia del estilo. Sus modelos se encuentran en Estacio, poeta contemporáneo del emperador Domiciano, y en Angelo Poliziano, el gran fi lólogo y poeta activo en la Florencia de Lorenzo el Magnífi co.12 Góngora, a quien sus contem-poráneos califi caron de culto y que en efecto tenía en su memoria viva y había hecho carne propia la mejor poesía española, portuguesa, italiana y latina, conocía bien a estos

Mercedes Blanco

10 Paul Valéry, «Cimetière marin», Poésies, París, 1942,

p. 191. Existen muy buenas traducciones españolas del

poema, pero no conozco ninguna perfectamente fi el de

este pasaje. Propongo una versión literal para facilitar la

lectura del original: «El mediodía allá arriba, el medio-

día sin movimiento, en sí se piensa y a sí mismo se con-

viene. Cabeza completa y perfecta diadema, soy en ti el

cambio secreto. No me tienes más que a mí para conte-

ner tus temores. Mis arrepentimientos, mis dudas, mis

penas son el defecto de tu gran diamante».

11 Véase Eugenio Asensio, «Un Quevedo incógnito. Las

silvas», Edad de Oro, 2 (1983), pp. 13-48; Miguel Cande-

las Colodrón, Las silvas de Quevedo, Vigo, Universidad de

Vigo, 1997; Rodrigo Cacho Casal, La esfera del ingenio: las

silvas de Quevedo y la tradición europea, Madrid, Bibliote-

ca Nueva, 2012, en prensa.

12 Véase Aurora Egido, «La Silva en la poesía andaluza del

Barroco (con un excurso sobre Estacio y las Obrecillas de

Fray Luis», Criticón 46, 1989, pp. 5-39; Begoña López

Bueno (ed.), La silva, Sevilla, Universidades de Sevilla y

Córdoba, 1991.

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poetas y los recuerda a menudo. Es probable que pensara en un epitalamio de Estacio al contar magnífi camente en la Soledad primera la historia de unas bodas aldeanas;13 que recordara la silva Rusticus de Poliziano, entusiasta introducción a Hesíodo y a las Geór-gicas de Virgilio, cuando intenta creer y nos invita a fantasear que la felicidad está al alcance de los seres humanos, y debe de existir en una sociedad rural armoniosa y que rinde discretamente culto a Ceres y a Pomona, a Apolo y a Vertumno, a Baco y a Venus, a Diana y a Minerva. Sin embargo, la índole narrativa del poema gongorino no permite que lo consideremos sin más un ejemplar del problemático «género» de la silva latina.

De ahí que lectores antiguos y modernos hayan buscado modelos del lado de la epopeya, género con el que comparten las Soledades su aspiración a lo sublime, además de motivos característicos como los juegos atléticos y el desfi le de las aves cetreras, de estructura y tonalidad parecidas a las revistas de guerreros que suelen contener los poemas épicos desde Homero. Y, lo que es más obvio todavía, el perfi l señorial del peregrino remite a la epopeya de viajes, cuya arcaica matriz es la Odisea. El poema se abre con la presencia solitaria de este personaje que, náufrago y agarrado a una breve tabla de la nave en que viajó, toma tierra en un país sin nombre que pronto se revelará pacífi co, ameno y hospitalario. A la diferencia de Ulises o de Eneas, el náufrago habla poco y jamás llegará a contar su historia de amores desdichados y largos exilios. No le-jos del comienzo de la Soledad segunda, mientras es llevado en una barca de pescadores, con el acompañamiento del rumor del bajel y al compás de los remos, rompe a cantar un refi nado poema lírico, un «métrico llanto»,14 en que se habla de una oscura culpa cometida por el hecho mismo de amar:

13 Sobre Góngora y la tradición del epitalamio véase Jesús

Ponce Cárdenas, ‘Evaporar contempla un fuego helado’:

género, enunciación lírica y erotismo en una canción gongo-

rina, Málaga, Universidad de Málaga, 2006.

14 Véase Joaquín Roses Lozano, «Pasos, voces y oídos: el

peregrino y el mar en las Soledades», Soledades habita-

das, Málaga, Universidad de Málaga, pp. 79-95.

Fig. 3

Jan Gerrit van Bronchorst, Joven tocando la tiorba, ca. 1642-1645, Madrid,

Museo Th yssen-Bornemisza.

La extrañeza sublime de las Soledades

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Esta pues culpa mía,

el timón alternar menos seguro

y el báculo más duro

un lustro ha hecho a mi dudosa mano,

solicitando en vano

las alas sepultar de mi osadía

donde el sol nace o donde muere el día. (ii, 144-150)

Estos versos revisten al peregrino con los atributos del héroe épico: las persecucio-nes de alguna divinidad implacable, los largos trabajos y peregrinaciones, la mano del hombre de acción, la amplitud de un escenario que abraza el orbe de la tierra, las alas del deseo heroico. Pero las reminiscencias de la epopeya y la índole épica de una larga narración con un protagonista ilustre son desviadas de su destinación originaria. Por una inversión sistemática, los pueblos monstruosos de lestrigones y de cíclopes se han convertido en «bárbaros» corteses y acogedores; al héroe que actúa y que narra se ha sustituido un héroe que mira y se calla, cuya inmortal fama ha borrado el anonimato.

Góngora ha inventado en suma un diseño poético que no cuadra en ningún marco preestablecido, que no cabe en ningún género. Aunque cada elemento tenga parentesco con una varia tradición, el todo que componen es inclasifi cable, y si a toda costa se le quisiera dar al poema una etiqueta, habría que califi carlo simplemente de «soledad». Las Soledades de Góngora, por ser dos, que se continúan, se contraponen y en cierto modo se oponen, crean un paradigma que permite que sigan sus pasos otras «soleda-des», desde las de Pedro Espinosa, contemporáneas de Góngora15 hasta las Soledades tercera y cuarta de Fernando de Villena, divertido pastiche escrito en nuestros días,16 pasando por la Soledad a imitación de la de Luis de Góngora de Agustín de Salazar y Torres,17 Soledad tercera de José de León y Mansilla a comienzos del xviii,18 la Soledad insegura de Federico García Lorca y la Soledad tercera de Rafael Alberti.19 Estos poemas reproducen el dispositivo de las Soledades originales: un peregrino, joven, hermoso, errante y solitario, que al desplazar sus pasos y su mirada, lleva consigo los versos: versos armónicos en su extrañeza, insólitamente complejos en su sintaxis20 y en la trama de sus imágenes, ver-sos que, describiendo un mundo de bellas apariencias, parecen inventarlo. Pero es tan difícil recrear este dispositivo que estas soledades ajenas pecan por infi delidad o exceso de fi delidad, calcando a Góngora, incurriendo en el centón o en la parodia.

Se ha discutido sobre el motivo de que las Soledades quedaran sin acabar y sobre el crédito que merecen los amigos de Góngora, Pedro Díaz de Ribas y Francisco Fer-nández de Córdoba, que aseguran que fueron pensadas para ser cuatro.21 Los críticos que se atienen al método fi lológico, como Robert Jammes y Antonio Carreira,22 pien-san que efectivamente debió de ser así y que razones externas, y entre ellas tal vez el desaliento ante la violencia de las críticas, determinaron la interrupción del proyecto. Cierta crítica americana que interpreta el poema como un síntoma de grandes convul-siones históricas, la pretendida descomposición del imperio hispánico y la crisis de la modernidad, cree al contrario que Góngora calculó este fi nal truncado para producir un efecto de «ruina», siendo esta «ruina» una metáfora del antiguo orden arruinado, orden teocrático e imperial.23

Mercedes Blanco

15 Sobre los poemas titulados «Soledad» de Espinosa,

véase Rafael Bonilla Cerezo, «Góngora entre azahares.

La ‘Epístola I a Heliodoro’ de Pedro Espinosa», Analecta

malacitana, xxx, 1, 2007, pp. 53-100.

16 Las soledades tercera y cuarta que compuso el licenciado

Fernando de Villena a continuación de las tan celebradas de

don Luis de Góngora, Granada, Diputación Provincial de

Granada, 1981.

17 La publica y comenta Jesús Ponce Cárdenas, «El oro

del otoño: glosas a la poesía de Agustín de Salazar y To-

rres», Criticón 103-104, 2008, pp. 131-152.

18 Nigel Glendinning, «La Soledad tercera de José León

y Mansilla (1718)», Bulletin of Hispanic Studies, lxviii, 1,

1991, pp. 13-24.

19 Rafael Alberti, Soledad tercera, ed. A. Egido, Madrid,

Fundación Federico García Lorca, 2005. Véase Javier Pé-

rez Bazo, «Las Soledades gongorinas de Rafael Alberti y

Federico García Lorca o la imitación ejemplar», Criticón

74, 1998, pp. 125-154.

20 Para un magnífi co y reciente análisis de la sintaxis

gongorina, véase Nadine Ly, «Gramática gongorina del

hipérbaton (1609-1615), en El Poeta Soledad. Góngora

1609-1615, ed. B. López Bueno, Zaragoza, Prensas Uni-

versitarias de Zaragoza, 2011, pp. 83-121.

21 Véase Robert Jammes, «Las cuatro Soledades» en

Góngora, Soledades, pp. 43-47.

22 Luis de Góngora, Antología poética, ed. A. Carreira,

Barcelona, Crítica, 2009, p. 413.

23 Los críticos que profesan estas ideas adoptan las te-

sis de John Beverley, Aspects of Góngora’s «Soledades»,

Amsterdam, John Benjamins, 1980, que las ha reiterado

en formas cada vez más extremosas en otros trabajos.

133

Esta interpretación, además de basarse en las categorías de decadencia y de mo-dernidad, tan confusas y recargadas de ideología que cabe dudar de que sean utilizables en un discurso racional, además de proyectar sin mayores precauciones en un autor del pasado los prejuicios del presente, tiene el defecto de observar el poema de modo parcial y distraído y de exagerar caprichosamente la melancolía que se desprende de los obje-tos presentados en último lugar: la tropa de cazadores, con sus cansados caballos, cuyo sudor se oculta en la niebla de su propio aliento; una aldea de pescadores de aspecto miserable; los chillidos de los jerifaltes, «raudos torbellinos de Noruega»; el vuelo del búho, ave nocturna y fúnebre que en el mito ovidiano fue responsable de que Proserpina siguiera siendo prisionera de los infi ernos. He aquí el desfi le fascinante de estos objetos, cuyo cansancio refl eja tal vez el del poeta, en las últimas líneas escritas por Góngora:

A media rienda en tanto el anhelante

caballo, que el ardiente sudor niega

en cuantas le densó nieblas su aliento,

a los indignos de ser muros llega

céspedes, de las ovas mal atados.

Aunque ociosos, no menos fatigados,

quejándose venían sobre el guante

los raudos torbellinos de Noruega.

Con sordo luego estrépito despliega,

injurias de la luz, horror del viento,

sus alas el testigo que en prolija

desconfïanza a la sicana diosa

dejó sin dulce hija

y a la stigia deidad con bella esposa. (ii, 966-979)

Fig. 4

Simone Pignoni, El rapto de Proserpina, ca. 1650, Nancy, Musée des beaux-arts.

La extrañeza sublime de las Soledades

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El hilo cortado de la narración no hace del poema una ruina, puesto que el corte se produce limpiamente en un texto hasta entonces homogéneo en su perfecto acaba-do y cuyas últimas secuencias presentan el posible arranque de un episodio más de la caza de cetrería. Esta caza, incluso en el segmento fi nal que acabamos de leer, es recreación espectacular de un exquisito placer aristocrático24 y no apocalíptico pa-roxismo de la violencia y de la muerte, como quieren verlo estos críticos, que creen inútil hacer distingos entre la muerte de una cuerva y el asesinato de masas. El corte no parece tampoco puramente accidental y arbitrario. Al no concluir por algo que se parezca a un desenlace, el poema confi rma que el relato carece de tensión y que no nos presenta una fábula, una intriga dramática.

En las Soledades, al revés de cuanto sucede en el mito y en la epopeya clásicos de que se nutre su lenguaje, el héroe surge, sin pasado ni identidad conocida, sin genea-logía ni biografía, de un naufragio que es la última peripecia dramática de su historia. Desde este punto de arranque, la sucesión de los momentos narrativos no está regida por una lógica de la acción sino por un entramado espacial y cronológico; cinco jor-nadas se desarrollan siguiendo uniformemente el ritmo de los movimientos del sol y de los cambios de luz. Al mar sucede el acantilado, luego la montaña boscosa, luego el valle y el curso de un arroyo, luego el pueblo, la ría, un islote ajardinado en que viven unos pescadores, después unas marismas, un palacio sobre un altozano, un paisaje la-custre, una aldea de aspecto rudo y miserable. No hay ninguna razón interna para que este paseo sin fi nalidad no se prolongue indefi nidamente; solo podría detenerse por la irrupción de un deus ex machina, ajeno a la economía del relato. La decisión soberana de cesar de escribir, exterior al relato, no es más o menos arbitraria que lo hubiera sido la irrupción, en la historia, de un accidente feliz o desgraciado que nada preparaba y que todo parecía excluir. Los personajes son miembros de un coro o sus corifeos, emanados de una entidad colectiva que constituye su única identidad: una serrana, un cabrero, un viejo pescador, cuyas intervenciones habladas en nada se distinguen estilísticamente de la voz del narrador. Solo tienen nombre unos cuantos pescadores

Mercedes Blanco

24 Un trabajo en preparación de Jesús Ponce sobre el

episodio de la caza de cetrería lo demostrará cumplida-

mente. Entre tanto, puede leerse su artículo,» Góngora

y el conde de Niebla. Las sutiles gestiones del mecenaz-

go», Criticón, 106, 2009, pp. 99-146.

Fig. 5

Jan Wildens, Paisaje con Mercurio y Herse, ca. 1635, Madrid, Museo Nacional del Prado.

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25 Ovidio, Metamorfosis v, vv. 533-550.de la Soledad segunda: Éfi re, Filódoces, Micón, Lícidas, Leucipe, Cloris. Estos nombres funcionan como indicios de fi liación textual, y rinden homenaje a Virgilio y a los poe-tas napolitanos del Renacimiento, inventores de la égloga marítima o piscatoria.

Este relato sin intriga y sin personajes apasiona por su dicción, por su lengua-je. Por mención directa o por perífrasis se nos presentan Júpiter, Ceres, Baco, Apolo, Neptuno, Pan, Pales, Vertumno, Minerva, Pomona, entre los dioses mayores y me-nores; entre los héroes, las ninfas y los monstruos del mito, Cástor y Pólux, Ganime-des, Hércules (o Alcides), Sísifo, Siringa, Dafne, Acteón, Dédalo, Ícaro, Andrómeda, Casiopea, las Arpías, la Parca, el Fénix, y otros muchos. Es como si el poema, en su relativa brevedad, concentrara la selva de narraciones míticas de las Metamorfosis de Ovidio, y diera un equivalente español de ese gran agregado latino de tramas narra-tivas y dramáticas griegas. Aprovechando la familiaridad de los lectores de su tiempo con Ovidio, conocido en el original y en múltiples traducciones, ilustraciones y adap-taciones, Góngora transforma los personajes de la fábula en elementos de una lengua reconocible como suya. Así el búho concreto y real de que se sirven los cazadores se hace inseparable del mito ovidiano de Ascálafo. Este personaje siniestro denunció que Proserpina, la esposa raptada del dios de los infi ernos, la «estigia deidad», había pro-bado una granada en este mundo subterráneo, por lo que no pudo ser enteramente de-vuelta al mundo de la luz y de la vida. La reina del Érebo lo convirtió en pájaro agorero, de pesado vuelo, condenado a vivir perpetuamente en una incierta luz crepuscular.25 El búho de las Soledades se encuentra a medio camino entre Ascálafo y el pájaro: es un «grave de perezosas plumas globo / que a luz lo condenó incierta la ira / del bello de la Estigia deidad robo», es «el deforme fi scal de Proserpina»; es, en los últimos ver-sos en que se detiene el poema, «el testigo que en prolija / desconfïanza / a la sicana diosa / dejó sin dulce hija / y a la estigia deidad con bella esposa». Su genealogía mi-tológica se integra en un conjunto de propiedades que lo hacen único, esplendoroso y sombrío, majestuoso e inquietante: su forma «grave de perezosas plumas globo»; el sordo estrépito de sus alas prolijas; el «oro intuitivo» de sus ojos. Estas metáforas icó-nicas se combinan con el léxico mitológico para producir en la imaginación del lector un convincente simulacro de la presencia del pájaro, un retrato en pocos y enérgicos trazos, a un tiempo dotando esta presencia de un complejo de valores simbólicos: una majestuosa deformidad, un movimiento vigoroso pero lento y solemne, una sabiduría luminosa (el magnífi co oro intuitivo) que vela en una perenne penumbra crepuscular.

Que los mitos clásicos se conviertan en suplemento léxico propio de la poesía es obviamente una prolongación de lo que ocurre en la poesía antigua y en la rena-centista. En la poesía amorosa del Renacimiento se establece un repertorio de fábulas tratadas como emblemas de un aspecto ejemplar del amor: son fi guras del amante, entre otros muchos personajes, Acteón, castigado por haber mirado una belleza veda-da; Ícaro, que vuela temerariamente hacia el sol; el Fénix, porque arde, se consume y renace de sus cenizas. Parecida galería de prototipos mitológicos se da también en la poesía panegírica que celebra a príncipes y otros potentados y que puede movilizar a Vulcano con su artillería de rayos, a Marte y a Hércules, a Apolo y a Júpiter.

Sobre el fondo de este ornato convencional, las Soledades se distinguen porque los mitos no se emplean retóricamente, como ejemplo ilustrativo de una doctrina del

La extrañeza sublime de las Soledades

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Amor o de una ideología de signo político. Los mitos y sus nombres son los materiales más vistosos de una escritura cifrada que construye conceptos fi rmemente trazados, de límpida estructura, para dar cuenta de efectos visuales o de objetos transitorios y puramente subjetivos. He aquí los álamos que bordean el arroyo en el pueblo en la vís-pera de las bodas, celebrada con una pródiga iluminación, con fuegos artifi ciales y con música y baile que dura hasta el amanecer:

De Alcides lo llevó luego a las plantas

que estaban, no muy lejos,

trenzándose el cabello verde a cuantas

da el fuego luces y el arroyo espejos. (i, 659-662)

Como el búho procede de Ascálafo, los álamos, plantas de Alcides, o sea consagradas a Hércules, surgieron de la metamorfosis de las Helíades, las hermanas de Faetón que lloraron su trágica muerte hasta quedar transformadas en árboles.26 La movilidad de esos álamos, bajo la luz de los fuegos multiplicada por sus refl ejos en el arroyo, sostiene la proyección sobre los árboles de siluetas femeninas, las de muchachas que trenzan sus cabellos. Esta movilidad parece un efecto de iluminación y, como el resto de los elementos de la descripción de la aldea nocturna y festiva, resulta de la integración de los heterogéneos componentes del mundo representado:

fanal es del arroyo cada onda:

luz el refl ejo, el agua vidrïera. (i, 675-676)

Conceptuosamente las ondas del arroyo, porque ponen una pantalla translúcida, una vidriera, sobre la fuente de luz que constituye el refl ejo, se vuelven fanales, a la vez agua y fuego, imagen fi ja y materia en movimiento. A la luz trémula de los fuegos y de su refl ejo en el agua, los álamos pasan a ser muchachas que trenzan el cabello verde en el espejo centelleante del arroyo. La música de la gaita y del salterio, que hace danzar a las mismas constelaciones y a los mismos troncos en la ribera,27 preside esta anima-ción que invierte la metamorfosis ovidiana, en modalidad no atroz y patética, como en Ovidio, sino gozosa.

Algo similar ocurre en estas líneas:

Seis chopos, de seis yedras abrazados

tirsos eran del griego dios, nacido

segunda vez, que en pámpanos desmiente

los cuernos de su frente.

Los seis chopos que circundan el lugar elegido por las seis bellas hijas del pescador para agasajar al peregrino, se vuelven tirsos, bastones rematados en una piña, y adornados por espirales de vid o de hiedra, que blanden los coribantes en el thiasos o cortejo báquico. Diónisos a quien se consagran los tirsos es señalado en el texto por la perífrasis «el griego dios, nacido segunda vez, que en pámpanos desmiente los cuernos de su frente».28 Como

Mercedes Blanco

26 Ovidio, Metamorfosis, ii, vv. 40-366.

27 Soledad primera, vv. 669-674.

28 Diónisos, hijo de Júpiter y Sémele, nació prematura-

mente del seno de su madre fulminada y su gestación se

terminó en el muslo de su padre, Júpiter. Se le atribuyen

cuernos y suele coronarse de pámpanos.

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en los casos anteriores, se combina aquí la fi delidad naturalista de la imagen y una meta-morfosis de efecto maravilloso. El tirso es un buen esquema icónico de un chopo revesti-do de hiedra, porque pone de relieve las propiedades visuales de este árbol, con su tronco liso y recto por el que trepan yedras y su copa de follaje apretado. Pero al mismo tiempo la metáfora transfi gura y pone en movimiento al árbol. La metamorfosis esbozada trans-fi gura el apacible idilio del banquete campestre y gracias a la incandescencia del lenguaje gongorino, los sobrios placeres del idilio albergan la sugerencia del frenesí orgiástico.

No es pues de modo gratuito o insensato como Góngora inyecta grandeza y su-blimidad, mediante la extrañeza de la expresión, en un relato desprovisto de elevadas doctrinas fi losófi cas o religiosas, de proezas y de ejemplos de magnanimidad. El poeta urde conceptos que presuponen amplios conocimientos y la familiaridad con el mun-do de la poesía clásica, gracias a lo cual consigue ser denso, complejo y nítido como nadie antes o después en la lengua española. Estos conceptos son a la vez sumamente plásticos por el modo en que seleccionan y ponen de relieve las propiedades formales y materiales de las cosas, y ricos en sugerencias emocionales y simbólicas. Por medio de estas últimas, cada objeto resume el paisaje que lo rodea y la vastedad del mun-do de que es parte. Por ello, pese a la gigantesca difi cultad de entender su lenguaje y de prestarnos a sus juegos, pese a la incomprensión a que se enfrentaron y seguirán enfrentándose, las Soledades siguen siendo hoy, en su ardua singularidad, uno de los textos más estimulantes y memorables que pueden leerse en castellano.

La extrañeza sublime de las Soledades