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LA DIMENSIÓN METAFÍSICA EN ACACIA UCETA “La filosofía en la poesía de Acacia Uceta”, tal es el tema con el que la Sección quiere rendir homenaje a quien fue, y sigue siendo en un parto de alma que habrá de durar mientras vivamos, alma mater de muchos de nosotros. Para justificar los vasos comunicantes que existen entre poesía y filosofía, baste citar aquí el nombre de María Zambrano, tomado por la candidatura como propio, y citar también a modo de ejemplo a Hölderlin, por boca de Heidegger: “Ponen los poetas el fundamento de lo permanente”. Precisemos: el lugar poético-filosófico de Acacia Uceta, lo encuentro entre el vitalismo creador y ascensional, eros platónico citado en “El Banquete”, trabajando como lanzadera en el telar entre “el Caos y la Tierra de amplio seno, sede siempre firme de todas las cosas”. De otro lado, el fragmento 45 de los escritos de Heráclito: “No hallarás los límites del alma, no importa la dirección que sigas, tan profunda es su razón” . Razón, Logos. Entre el vitalismo ascensional y el logos descendente. Yo he tomado en esta tarde la perspectiva metafísica y ontológica que interpreto en la obra poética de Acacia Uceta. Concretamente en tres de sus libros: ÍNTIMA DIMENSIÓN, DETRÁS DE CADA NOCHE Y ÁRBOL DE AGUA. Y si, “Íntima dimensión” me sugiere un acercamiento a su ontología, y “Detrás de cada noche” su metafísica, “Árbol de agua” me sugiere su transfísica.

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LA DIMENSIÓN METAFÍSICA

EN ACACIA UCETA

“La filosofía en la poesía de Acacia Uceta”, tal es el tema con el que la Sección quiere rendir homenaje a quien fue, y sigue siendo en un parto de alma que habrá de durar mientras vivamos, alma mater de muchos de nosotros. Para justificar los vasos comunicantes que existen entre poesía y filosofía, baste citar aquí el nombre de María Zambrano, tomado por la candidatura como propio, y citar también a modo de ejemplo a Hölderlin, por boca de Heidegger: “Ponen los poetas el fundamento de lo permanente”.

Precisemos: el lugar poético-filosófico de Acacia Uceta, lo encuentro entre el vitalismo creador y ascensional, eros platónico citado en “El Banquete”, trabajando como lanzadera en el telar entre “el Caos y la Tierra de amplio seno, sede siempre firme de todas las cosas”. De otro lado, el fragmento 45 de los escritos de Heráclito: “No hallarás los límites del alma, no importa la dirección que sigas, tan profunda es su razón”. Razón, Logos. Entre el vitalismo ascensional y el logos descendente.

Yo he tomado en esta tarde la perspectiva metafísica y ontológica que interpreto en la obra poética de Acacia Uceta. Concretamente en tres de sus libros: ÍNTIMA DIMENSIÓN, DETRÁS DE CADA NOCHE Y ÁRBOL DE AGUA.

Y si, “Íntima dimensión” me sugiere un acercamiento a su ontología, y “Detrás de cada noche” su metafísica, “Árbol de agua” me sugiere su transfísica.

VAYAMOS A ELLO, PERO ANTES, PERMÍTANME UNA CONSIDERACIÓN METAFÍSICA: “Lo que hay es anterior a lo que es”, dijo Zubiri (Sobre el Hombre, p. 675), ¿o “el ser que se es”, es anterior a lo que hay?. Cualquiera que fuese la respuesta donde nos posicionemos, convengamos con Heráclito que “la naturaleza gusta de ocultarse” (123). Lo que hay y lo que es se nos ocultan, ya entendamos naturaleza como “natura”, realidad donde todas las cosas nacen, o “fisis”, realidad de donde todas las cosas brotan. Entonces, ¿“hay que llegar a las cosas naturales” y “hay que llegar a la naturaleza de las cosas”, tal y como nos recomendó Julián Marías en su Antropología Metafísica?. La metafísica, precisó su maestro Ortega, no es “ciencia primera” ni “ciencia del ente”, sino saber de la realidad radical. Es el saber dentro del cual se dan los demás saberes...”

“La naturaleza gusta de ocultarse”, y es fluyente, naciente, en permanente devenir, también incierto (¡Heráclito!). ¿Recuerdan la afirmación de Bergson, aquel tuno que decía Machado?: “el pensamiento griego está casi todo él dominado por un concepto: el devenir no es sólo menos comprensible que el ser, sino también menos real”.

La naturaleza está cada vez más cosificada, y es más artificial y más fluyente y absorbente. La cultura está conformada por los dominios de la economía, la política, el derecho, el estado, los medios de comunicación. Hoy, más que nunca, hay que ir desde las cosas naturales a la naturaleza de las cosas, llegar a la metafísica, a los “ta meta tà física”; al infinitivo del verbo ser, al “eïnai”; al “to on”, “siendo”; al “estin”, es; a la consistencia donde se especifica y se individualiza el hombre; a la subsistencia que decía Zubiri donde el “individuo se pertenece a sí mismo. Es una autopropiedad, se autoposee”. A esa consistencia que Parménides llamaba “eón” y luego se llamó “on”. Hay que superar los planteamientos de los pragmáticos, marxistas y positivistas lógicos que, de la mano de Hume, califican a la metafísica como seudociencia, añadiéndole su propio aliño lingüístico: “la metafísica, dicen, nace como consecuencia de las ilusiones en que nos envuelve el lenguaje. Es un abuso del lenguaje”, a lo que ya Bertrand Russell respondió que “el completo agnosticismo metafísico no es compatible con el mantenimiento de posiciones lingüísticas” y el propio Einstein declaró que “el miedo a la metafísica es una enfermedad de la filosofía empírica, contrapeso de aquel filosofar en las nubes que creía poder deshacerse de lo dado a los sentidos y prescindir de él”. Dice Marías: Las cosas sin “en on” devienen en asuntos o quehaceres (“pragmata”, “kremata”), las cosas de la vida. En tanto quehacer crematístico y pragmático estamos disolviendo la suidad de Zubiri, la raíz de donde brota la realidad de Ortega, el “ser que se es” machadiano, la Ley del corazón de Hegel: “la necesidad en la autoconciencia... sabe que tiene inmediatamente en sí lo universal o la Ley, la Ley del Corazón. Es para sí como singularidad, esencia... Este corazón se enfrenta a una realidad... Una ley que oprime la individualidad singular, un orden del mundo violento que contradice a la ley del corazón; una humanidad que padece bajo ese orden y que no sigue la ley del corazón, sino que se somete a una necesidad extraña” (Hegel, Fenomenología del Esíritu, pp. 217-218).

Estamos ante el imperio de las cosas sin metafísica; la consagración hierofánica de lo “pragmata”, lo “kremata”, sin ir ya “tras el rastro de las grandes intenciones de la metafísica”, que dijera Dilthey. “El ser se dice de muchas maneras”, dijo Aristóteles. Pero el ser ya no se dice; le dicen. Si el hombre es el “ontopoeta”, el poeta del ser que dijera Laín Entralgo, hoy más que nunca deberíamos intentar introducirnos en esa íntima dimensión, llegar “detrás de cada noche” y sumergirnos en el torrente troncal de su “Árbol de Agua” hasta llegar a las raíces. Eso si deseamos volver a distinguir entre los términos aristotélicos de “ser por accidente” y “ser por sí mismo”. Es tarea de la metafísica recoger las cosas. Ese es el significado primitivo de “legein” y por tanto de “logos”. Esta tarea de recogerlas en universales está encomendada a la palabra que recoge las cosas en su esencialidad, en su raíz universal. Ahí está el quehacer del poeta: “Poeta –ha dicho María Zambrano en Hacia un Saber del Alma- es el hombre devorado por la nostalgia de estos espacios, asfixiado más que ningún otro por la estrechez del que se nos da, ávido de realidad, de intimidad con todas sus formas posibles. La poesía pretende ser un conjuro para descubrir esa realidad, cuya huella enmarañada se encuentra en la angustia que precede a la creación”.

ÍNTIMA DIMENSIÓN

Hemos citado de Acacia Uceta su libro “Íntima Dimensión”, ¿no es eso ontología u ontosofía?. “Hay una dimensión que yo domino/ donde las rosas son inmarchitables,/ donde no puede descender la noche/ ni resbala una lágrima/ ni es ya morada de dolor alguno” ¿Qué dimensión es esta, qué `vasto dominio´ donde no haya cabida la marchitud y la belleza efímera es permanente, donde siempre es orto y nunca el poniente lo es del todo, donde la lágrima no es ya la plomada vertical, y ya no hay que habituarse al dolor, pues éste ya no es más uno de los hábitos avecindados con los que hay que convivir. Esta íntima dimensión es, en Acacia, un“Espacio sin puertas/ sin acceso posible a paso ajeno”, porque quien pretenda compartirlo debe exhibir su santo y seña. Espacio donde va desdoblándose ad infinitum la propia esencia. En este espacio “ha ido desdoblándose en mi esencia”, dice Acacia. Y, sin embargo, ¡es circular!: “diminuto universo donde gira/ mi pulso rutilante y solitario”. ¡Pulsos que como el transcurso de un cosmos orbitan gravitados!¡Soledad pascaliana de silencios infinitos que no ignoran. ¡Esencia!, “ousía”, sustantivación de “eimi” (ser), i.e., “lo que es siendo”, identidad consistente en la existencia inmune a los estados negativos, salvo cuando aporten positividad, por ejemplo la tristeza, si es mentira. Allí, en el ser, el tiempo, el río heraclitiano, la machadiana ceniza, no es sentido en su ausencia, tiempo que le falta al ser para ser más, porque allí se está poblado por tiempos esenciales, cargados de sustantividad, y siempre se está en la crencha de su fuente, porque esta dimensión “tiene fuentes que corren/ sin consumir el agua ni el murmullo”. El ser es el acuífero del tiempo y su remanso oceánico donde todos los tiempos vividos suenan.

“Burbuja de mí misma,/ vuelvo a mirar la esfera en que habitaba”. ¿Incomunicabilidad del ser poblado de sí mismo?. “Una puerta translúcida, hermética, se alza/ y cierra mi alegría a toda pena./ A veces se ha sentido golpeada/ por angustiosas manos,/ por nudillos sangrantes/ que intentaban/ albergar su tristeza en mi dominio,/... Otras manos traían/ todo el dolor del mundo entre sus dedos./ Fingidoras de amor/ intentaban fundirse con las mías,/ continuar la cadena/ solidaria y mortal de la tristeza./ Ofrecían/ el espejo terrible de la Nada/ poblando con la noche el infinito./ Traían los relojes/ hablando de la muerte en cada instante./ Repitiendo preguntas sin respuesta/ se acercaron los labios/ como dardos certeros,/ intentaron llegar y hacer herida,/ golpeando las sienes,/ el rescoldo más puro de la mente.../ Y le cerré la puerta a tanto miedo. Y abrí la dimensión de mi esperanza.”

¿Estamos ante una forma de “eudemonia” estoica, consistente en un modo de ser autárquico por el cual se alcanza la felicidad, la tranquilidad y la paz de espíritu? La esfericidad del ser en armonía, en sí-para sí-consigo,

actividad contemplativa que produce bienestar y conduce al bien como finalidad, ¿construye la “ataraxia”, la ausencia de inquietud, la imperturbabilidad, la tranquilidad de ánimo? ¿Es esa la íntima dimensión de Acacia, por la cual, desde la armonía interior, contra los desmentidos que llaman a su puerta puede abrirse a esa otra dimensión más amplia, llamada esperanza?

“Burbuja de mí misma,/ vuelvo a mirar la esfera que habitaba”, dice. Pero ¿la mira desde afuera o desde adentro? Y mirándola, ¿la reconoce como matriz, como placenta del ser-ahí-consigo. Rondan en torno suyo la múltiple oferta:“brazos de viento acercándola flores tronchadas a su paso”, “pasos de barro, amorosos y tiernos”, ofrenda de lo frágil y caduco; “fieras inquietudes” invitándola a jauría; “hogueras sobre las que baila, el ascua, de su piel, arrebatándola la luz, la llama pura...”. Desde sí, actividad del ser que percibe el doliente amor más allá de la burbuja de sí mismo; actividad del ser que se cosecha en luz, más allá de circunstancias trascendidas... Porque... “por un mar de tinieblas/ se puede navegar y ser el alba; sobre un río de sombras/ puede el amor cruzar a la otra orilla/ y se puede llegar hasta el abismo/ y ser rayo de sol”. El ser, otra vez el ser como recurso en el estar. ¿No es esto ontología?. No es ciega la burbuja, ni es impenetrable la esfera: “Hablo de alegría/ porque conozco el limite del llanto./ Porque crucé temprano la frontera/ de la desolación/ habló del gozo./... Tan vasto es el dominio en el que habito,/tan amplio el horizonte para el vuelo.../. Más allá de lo que la ronda, “hay una eternidad rodando siempre/ y va inmortalizando cada cosa./ ¡Oh, plenitud del beso y su alborada! Alzados sobre el tiempo,/ salvados de la cárcel de las horas,/ hechos sois ya de ardor y melodía,/ abrigando mi frío para siempre.”. ¿No es esto trascendencia, alcance, rebasamiento que no deja las cosas en su estacada? “De aquel tiempo lejano/ en que a mi paso/ florecieron los troncos más estériles/ yo fui cosechadora de su fruto/... Yo doy mi testimonio de que he sido/ consciente guardadora/ del más pequeño acorde de belleza,/ del soplo más liviano de la gracia...” ¿No es esto recoger las cosas en el Logos?

¿Qué ha puesto a la poeta en el camino hacia el ser y hacia las cosas? Sin duda, el haber sido hecha aposento: “Irisada de lágrimas estaba/ cuando el amor me hizo su aposento/... Y regalé mi llanto solitario/ al cauce rumoroso de la vida/”. “Si no hubiera llorado, ¿qué tendría?”, se pregunta la poeta. Pero no es el llanto su vasto dominio; el llanto puede ser burbuja, esfera, recinto cerrado que nos domina, alicortado horizonte donde rebotamos. El llanto, para no resecar el ojo, para no convertir en fuego la pupila que calcine todo cuanto mira, para refrescar la mirada encendida y la sed ardiente de conocimiento, para volver floresta el páramo interior, para

transformar en musgo el suelo, para ser habitable, tiene que ser habitado, y Acacia dice por quién: Por aquel ser que aparece en el principio del Banquete de Platón, puesto en boca de Fedro, que se puso a trabajar entre la Tierra y el Caos, y que según el poema de Parménides “Sobre la Naturaleza”, “Fue Amor/ el primero que concibió de todos los dioses”.

Así habitada, la esfera aislante puede ser rota, y girar por los círculos de fuego donde poder alzar la copa en que nos demos como vino. En ese círculo quedan ya para siempre los amigos, y el nombre que hallamos y nos moviliza ya en torno nuestro gira, nos gravita para siempre, aunque, a veces, es cierto, ese círculo, como dice Acacia, se vuelva como “de hierro,/ elaborado a fragua y a martillo”.

“De la entrega total soy consecuencia”, dice Acacia... “Atardeceres hubo y madrugadas/ en que yo fui color para otros ojos,/ color cambiante en el que me veía,/ plural caleidoscopio por mi alma”. Somos en el amor que nos mira donde, por amar, se han despertado todos los colores luz. Pero puede darse una perversión: la esfera se rompe en círculo de fuego, y el fuego se hace espejo donde el otro ve, no el ser que somos, sino el que quiere ver, máscara suya de nosotros mismos. ¿No es esto metafísica?. Contra esta perversión se levanta Acacia cuando dice: “Renuncié a aquella máscara/. Me he quedado viviendo en un espejo/ que yo sola conozco,/ abstracción de mi forma/ que no puede tener el que me mira”. El ahí del ser vuelve a estar en sí. Comparecencia del “miraculum”... ¡suscitando asombros!: “¿O tal vez sea/ mirar ver solamente/ la aventura más plena de la vida?/ El círculo del ojo,/ la pupila insaciable,/ buscan sin tregua todo lo creado”. ¡No le sirven los espejos ni las máscaras a la insaciabilidad del ser: “El ojo, sí; el ojo ha sido/ la aventura que no encuentra reposo,/ que desea mirar y ser mirado/ hasta la última luz./ Y se lamenta/ de la pasividad de las estrellas”. El vértigo, el vértigo en el ojo surgido del encuentro entre dos rotaciones translaticias: la de las pupilas en sus cuencas anhelando ver, ante la vida y las cosas en rotación de enigmas y de nadas.

La esfera que fuera castillo almenado del ser, deviene en círculo rotatorio que busca expandir la trascendencia. ¿Alcanzará una nueva metamorfosis? Sí, en Acacia ese círculo en regresión a esfera se transforma en espiral: “Hice crecer un punto en línea pura,/ lo tensé con mi esfuerzo/ hasta que fue espiral, libertad plena.../. Rompí la esfera que antes me envolvía/ y el círculo de fuego en que giraba./ En mi espiral abierta sobre el tiempo/ un viaje hay sin retorno/ donde la novedad es sucesiva./ Mi amor en dispersión me multiplica... Aquel tiempo de heréticas esferas,/ de claustros maternales,/ de concéntricos círculos de fuego/ donde giró el amor enloquecido,/ me fue acercando/ en un lúcido y largo torbellino/ hasta la

dimensión siempre anunciada,/ desde e primer latido presentida,/ donde no intenta descender la noche/ ni resbalan las lágrimas/ y son las rosas siempre inmarchitables.”

¡Las rosas!, ¡vuelven las rosas reencontradas en la expansión infinita del ser en ascendente espiral! Son las mismas rosas que ya estaban en el segundo verso de la esfera: Recuerden: “Hay una dimensión que yo domino/ donde las rosas son inmarchitables...”. Esas rosas se transformaron en violetas en el círculo de fuego, ¡ay, el morado de la melancolía!: “Yo derramaré siempre,/ una esencia abundante/ de preciosas y puras violetas”... “... con este perfume/ de fragantes, de tiernas violetas/ que derramo en mi pecho cada aurora”. Las rosas reencontradas después de la tormenta, aún en la vorágine del círculo: “Por el perfume acredité la rosa./ Después de la tormenta,/ cuando el húmedo monte/ con la tierra fundía sus aromas,/ olía a Dios,/ a comunión con todo lo creado”. Las rosas, las rosas del principio vuelven a ser indicio, cuando el círculo se ha roto, y no puede ya ser esfera, y se comba y se convulsa hasta encontrar la perfecta forma geométrica que le corresponde a su identidad, a su intima dimensión: una infinita espiral de ascensos.

DETRÁS DE CADA NOCHEDetengámonos ahora brevemente en su libro “Detrás de Cada Noche”. ¿No es eso metafísica?.

“Me asombro de estar viva,/ de mantener la frente levantada”. Estos son los dos primeros versos que abren este libro. Están en el primer capítulo que titula “La mañana”. Detrás de cada noche siempre se recolecta el día; el día como un asombro renovado pese a las derrotas o su colección de fracasos, el sumatorio de huidas y de yugos. Porque en el principio no fue el asombro, sino el arrobo, el embeleso; después, tomando conciencia de la sombra, hermana siamesa de la luz, vino el asombro. “Me asombro de estar viva,/ de mantener la frente levantada”, nos dice Acacia en la mañana de su Detrás de cada Noche. Detrás de cada noche... ¡detrás!, ¿no es esto metafísica? El asombro virginal persiste en quien ha gustado la muerte anticipada, sufriendo en la mañana de su vida, primera parte del libro, un golpe como de muerte, como de los “heraldos negros” de Vallejo, como una tempestad vertical y sin brillo, dice. Les recuerdo que este capítulo Acacia lo titula “La Mañana”, y es que en la mañana de la vida de pronto puede irrumpir la noche y apagarnos la vida recién amanecida. En el instante infinito y luminoso puede aparecer sorpresivamente el “¡fiat umbra!”. ¿No es esto metafísica?, porque el ser puede ir estrenando la mañana y en las cosas hacérsele de noche por sorpresa; y viceversa: de nada sirve que en las cosas nos sonría plácidamente la mañana, que el

tiempo nos abra sus besanas y ofrezca sus primicias, si llevamos instalada en el ser la noche polar. Vivimos en medio de un océano de latencia, más allá de lo patente. Por eso, acaso convenga volver a citar la solicitud de María Zambrano: “Que transitar no sea deambular, sino trascender”.

Entiendo que Acacia se sorprende de estar viva y en pie, con su frente levantada, en la mañana de la vida; por consiguiente, tiene conciencia de su lado sombrío, donde ha bebido la noche, acaso vicariamente, como hace el poeta, a tragos largos, pausados, sin hacerle ascos, sin encontrar “un recuerdo jubiloso/ en que apoyar la frente”, “... sola en medio de su (“mi”) nada;/ pequeña, como todo lo vencido”, mientras “la tierra que pisaba/ iba cediendo al peso de su (“mi”) pena”. Sobre ella no encuentra “ni una estrella que pudiera/ abrir a su (“mi”) dolor una ventana”. Pero pasa el golpe de lo muerto y se descubre asombrosamente viva, viva y el pie, asombro puesto en pie; vida con la frente levantada; una frente que no halló en su momento un recuerdo jubiloso en donde reposar, pero aún levantada, sin haber perdido la conciencia del propio valor; sin haber visto estrella que la sostuviera en su momento, pero alzada, contemplativa todavía.

Y con la noche en el alma, en plena amanecida, abandonada de la memoria, enmudecida por el silencio de Dios; huidizo el suelo que pisa bajo el peso de la pena; huidizo el cielo sobre la propia cabeza, sin abrirle ventana a la esperanza, en pleno cerco de la noche al día recién estrenado, una intuición tiende la mano; un vislumbre de sol tras ella; la hoguera de la vida llama suavemente, acariciadoramente, a la puerta que sólo se abre desde adentro, a los dominios de la noche. A su llamada el ser comparece ante su propia mañana, y otra vez se enciende “el afán de seguir, de hallar senderos”, y a la luz de una intuición se iluminan los mundos, se distribuye “en orden cada cosa”, se multiplica “alegre la mirada”, se restituye “el color y la armonía”, colocando de nuevo cada forma y cada color en su propio sitio: el rojo a los tejados, el gris al campanario (¡qué curioso que el rojo de la vida se localice poniéndole cubierta al convivir humano, y el gris en el campanario!), el verde al río y el azul a mar. ¿Tiene intención la poeta de dar significado a la simbología de los colores, el verde de la esperanza con el fluir y fecundar del río, y el azul del pensamiento con el insondable misterio agitado de la mar?. Sea como fuere, el orden de las cosas, su armonía y su color se redescubren donde siempre estuvieron, ajeno antes a ellas el ojo atormentado, porque las miraba desde el mirador de la noche en él instalada.

El mar ahora está dorado; el alba lo acaricia y se ha vuelto suave, como un coala panza arriba; la tierra, sobre la que el mar descarga su instinto de

macho en celo, es como un cuerpo de nácar incipiente, adolescente y entregado a su primer instinto. “¿Quién se atreve/ a hablar de soledad en esta aurora”. Detrás de la noche, esa noche que toma por asalto, como un ocupa, o es insensatamente invitada, aguardaba el día. Ahora, detrás de la noche, “todo el renacer se justifica”, halla su razón la tempestad vertical sin brillo, el silencio de Dios, la soledad en medio de la propia nada, la pequeñez compañera de todo lo vencido, la tierra en retroceso bajo los pies, el cielo mudo... ¡Todo queda justificado en la nueva manera de mirar!, “...hasta el charco de llanto/ en que anoche me hundía/ refleja hoy una nube vaporosa/ mientras bebe en sus aguas/ el primer pajarillo que despierta”.

¿No es esto metafísica? ¿No significa ir de lo patente a lo latente, descubriéndolo para dar razón de ello y, por lo tanto, dar mayor consistencia a lo real? ¿No es como marchar, llevando como cestillo el corazón, a recoger significantes quebrados. como si fueran una vidriera rota por el impacto de todo lo sombrío, delirio sin ensoñación, cadenas de sombra que mantienen seres presos en la ergástula, en el fondo de una caverna sin luz, o de luz manoseada?.

“A la esperanza, sí/ levantaré los muros de mi casa. Si es preciso cantar, la haré cantando...”, dice Acacia.

¿Es la mañana un periodo, una etapa de la vida asociada a un tiempo cronológico? ¿Es un instante eternizado, habitado por la alteridad, que se abre camino en lo sombrío?. No sé. Lo que sí sé es que también esa mañana pasa aunque se quede residiendo en la memoria, aunque haya dejado “la primera piedra colocada” (p. 16), y el sol deje un beso en la mano que la puso...”. Así llega el Mediodía, y sorprende a la poeta, conducida por el amor, “donde el amor me trajo”, dice, tendida en esa playa, ayer de nácar, hoy de doradas arenas, mientras el sol sigue en lo alto, y el ojo que lo puso lo mantiene arriba, y en lo más alto destruye toda sombra, fecunda “con fuego/ la voz y el pensamiento,/ empujando/ los briosos corceles de la sangre”. Sólo está viva la luz, no la sombra, mientras el ojo siga poniendo al sol en su sitio; y con la luz, la voz, el pensamiento, las sensaciones, los pulsos del instinto. Todo está en su sitio. La cestilla del corazón hizo bien su recolecta a tiempo; no todo vale para ella. En ella, “el HOMBRE, el elegido,/ el único entre todos... soledad de dos al fin lograda”. “Es la hora... para hacer realidad/ todo lo dulcemente presentido”... “el momento pleno de la entrega”. “A esta cita solemne/ había que llegar –el alma arriba-/ en el momento justo/ de la gran plenitud.” A ese mediodía del ser, del tiempo y de las cosas hay que llegar a tiempo, dando la estatura: la obra en camino y el alma arriba; porque las cosas, los seres y los tiempos

maduran como las cosechas, y todo está en espera de su cita; hay un “kairós”, un ahora latente, sorpresa en el roscón del tiempo cronológico, y cada momento puede contener el instante eternizado, aunque nosotros debamos despertarle, porque el tiempo puede ser despertado por el ser.

“Lanzas de amor/ defienden este instante./ ¡Que no se acerque nadie!”, exclama la poeta. “Sólo un momento, sí,/ un momento tan sólo. Pero cabe/ toda la Eternidad en un abrazo”. ¿No es esto una metafísica? ¡Negación de la entropía! ¡El paso del tiempo no ha conseguido mermar la energía que aún transmite el instante eternizado! ¡El tiempo auroral, instalado en el ser, lo recrea, lo vuelve ser para sí consigo, ser ahí con su carga de auroras, el tiempo en que amó!. Pese al tiempo imparable de Cronos, trayendo la tarde, “me he llenado de frutos, y su peso dulcísimo/ me inclina hacia la tierra la mirada”, dice Acacia. Son frutos nacidos al calor de su costado, como aquella mítica costilla de Adán; como de aquella lanzada verdadera de la cruz, por donde manó un corazón en su líquido pleural, rosario de latidos. “Quiero seguir la marcha/ y trenzar nuevamente/ la esperanza y el beso./ He de acabar lo que quedó empezado/ en la limpia mañana/... Mas..., ¿dónde puse la primera piedra?... “He de seguir. He de seguir andando./ El sol está muy alto todavía. No puedo defraudar tanta esperanza./ El amor se ha hecho inmenso,/ se ha desdoblado en múltiples facetas./ Donde pongo los ojos/ hallo una puerta abierta a la ternura”. ¿Metafísica del tiempo? ¡bendito atardecer de unos ojos que ven sus frutos, sí, pero no se quedan varados en ellos, sino que acumulan visión para trenzar el beso que hay que dar en el instante, un beso con todo lo pasado allá en la boca, con la esperanza puesta en acciones de amor que todavía esperan, pues en sus manos han sido dejadas; en la esperanza que espera en el tiempo todavía, entre el ya y el todavía no. ¡Benditos los ojos cargados de tiempo que, donde miren, aún encuentran puertas abiertas a la ternura. Amor en los frutos cosechados, amor que, viviente en el pecho, se asoma a la vista, amor trascendente, engendrador de mil posibilidades de emplearse, por él descubiertas; amor que al traspasar la perfecta geometría del prisma del corazón, se descompone como la luz en varianzas infinitas. ¿No es esto metafísica, ilimitación descubierta desde el “ontós on”. El “ser en sí” ha podido ser, íntegramente y por amor, “ser ahí”, instalarse plenamente donado en la sucesión de los ahoras, y descubrir en su maduración que, en todo cuanto se dio, es ser consigo y para sí, aún cuando todavía lo mantenga ser donado en el ahí, sostenido en la sucesión de los ahoras, levadura en los aiones. “¡Arriba, monte arriba!/ Arriba! ¡Hasta la cumbre!./... este abismo que crea/ mi pie montaña arriba/ y sobre el cual elevo/ mi cesto de manzanas olorosas”. ¿No es esto tratar de hacer de la propia vida un acontecimiento metafísico?

Pero la noche llega. ¡Otra vez la noche, pese a llevar el día en las entrañas! Y esas manzanas olorosas habrán de serlo en el almario de quienes la conocimos. No pararé más en este capítulo, ¿metafísica de la muerte?; no, no quiero remover mi propia tristeza, ni la vuestra. Ella, Acacia, no lo hubiera querido tampoco. Ella se llevó, es cierto, todas las flores que cada uno que la conocimos teníamos para ella en el dintel de nuestra puerta; no es fácil, imposible más bien, que este que habita en mí pueda transitar libremente por todos mis recintos interiores; cuando tratamos a otros seres, sólo hasta el dintel llegamos. Se llevó las flores porque supo cosecharlas en nosotros. Nos ha dejado el pan y el fuego y el fruto. Y ella, con esas flores prendidas en su pecho enamorado, aún desde la noche ya escuchaba: “Unos pasos se acercan./ No me son conocidos./ Parecen de un gigante/ porque estremecen todo con su peso...”. Ahora que ya le ha visto el rostro al gigante quizás haya comprobado que su peso se debe a que lleva consigo las flores de todos, ya convertidas en frutos. Así, desde el otro lado de la raya, al otro lado de la noche, me gusta encontrarme con el mismo verso con que comenzó su libro: “Me asombro de estar viva,/ de mantener la frente levantada...”. Y puntos suspensivos... ¿Estamos ya ante una “Phylosofía Theologiké”?. No creo que Acacia nos lo haya planteado, pero sí considero que en su impulso metafísico existe implícita una indagación en la “trans physica”. Permítanme que nos detengamos, ya brevemente, en su libro “Árbol de Agua”

ÁRBOL DE AGUANo, no está el nombre propio de aquel a quien se dirige por ningún sitio. Recordando la importancia atribuida conocer los nombres, y sobre todo el de Dios, puesto que conocer el nombre, decirlo, como si fuera un sortilegio, suponía ser conocedor de su esencia y traerlo a la existencia si invocado. Recordando que Dios fue entendido como una experiencia liberadora e indisponible de lo nuoménico, antes que como una formulación; que la fe fue antes confianza, punto donde apoyar la vida, que no conceptualización de algo a lo que hay que asentir, la mayor parte de las veces dejándose la razón por el camino, este hecho de que en “Árbol de Agua” se rehúse el nombre y se elija el pronombre Tú, como si se os estuviera diciendo que acerca de Dios sólo prohombres podemos utilizar, las palabras humanas sólo pueden ser tenues sustitutivos de esa realidad sustantiva que pretendeos denominar, tenemos que preguntarnos: ¿Es que tras este monumental poemario está latiendo una concepción filosófica en el uso del Tú? ¿Acaso está Mounier y su proclama personalista según la cual “La relación del yo al tú es el amor, por el cual mi persona se descentra y vive en el otro aún poseyéndose y poseyendo su amor. El amor es la unidad de la comunidad, como la vocación es la unidad de la persona. Y el aprendizaje de la comunidad es el aprendizaje del prójimo como persona

en su relación con mi persona, lo que se ha llamado, felizmente, el aprendizaje del tú”? ¿Está Martín Buber y su relación sujeto-sujeto, ejemplificada en la relación yo-tú, relación que sólo puede ser enunciada con el ser entero, donde “la autenticidad de cada hombre reside en su inserción en la relación yo-tú, hasta el punto de que cada uno de los hombres pueda ser `tu en su autenticidad´”, a diferencia de la relación yo-ello, donde “un yo que todo lo posee... es incapaz de decir tú”?.

No sé si es intertextualidad, hermanamiento o coincidencia no buscada, pero si es, ¿no es hacer metafísica indagar en la identidad que subyace tras el yo y el tú en relación, conservando intencionadamente la conjunción copulativa, para no caer en el ello?.

Amor es el tema que abre el libro, y la realidad humana es una “senda calcinada”, un desierto, un páramo, y de su centro mismo, una presencia inesperada: “brotó un árbol de agua”, dice Acacia. Si recordamos a Cirlot, “el centro equivale al paso de lo exterior a lo interior, de la forma a la contemplación, de la multiplicidad a la unidad, del espacio a lo inespacial, del tiempo a lo intemporal”. Es el `motor inmóvil´ de Aristóteles, o “el Amor que mueve el Sol y las altas estrellas” del Dante. Pero, para llegar a ese centro hay que haber consumido las jornadas a través del desierto y el páramo, porque es ahí, sólo en ese centro, donde brotará el árbol de agua. Entonces, las hojas secas, caídas, se transforman en “lluvia de hojas” abatidas sobre el páramo “para enjoyar de verde/ la calcinada senda”, para ser “acariciantes gotas” que salpiquen la frente (¡ay!, el pensamiento), y refresquen “la palma de la mano extendida” (¡todavía extendida!). La hojas ya no se abaten, ya caen, se baten “arrulladas al viento”; ¡es un batir el suyo! ¡una incitación de alas regalando su música a la tierra!. Ese descenso es una incitación de ascensos. Ese batir de alas descendidas engendra música en el viento, ¡viento!, ¡pneuma!, ¡ruach!, respiración, aliento del misterio y del arcano que algunos llamamos Dios. “Tu voz desde el silencio/ se elevó como un árbol/ creando/ la primera plegaria/ de amor sobre la tierra”, diciendo acaso: ¡ven al centro de tu centro!, ¡tu senda ya no está calcinada, sino enjoyada en verdes, refresca el pensamiento y las manos, la idea y la acción, y sube. Esta parece ser la plegaria de ese Tú para este yo.

“Llovió sobre la hoguera/ sin que ésta se apagara./ Brilló como una estrella/ sin destruir la noche./ De la órbita del tiempo/ una palabra sola/ liberada de tu mano/ quedó por siempre escrita:/ Amor era su nombre,/ total fue su mensaje/ y ninguna ley ciega/ podía dominarla;/ sembró de eternidades/ espacios infinitos,/ acarició sin tacto/ las sienes más dolientes/ y canción fue el sollozo/ vertido en la inocencia./ Hablaba de la herida/ y

rosa la llamaba;/ si hablaba de la rosa/ olvidaba su nombre/ y había que encontrarla/ a través del perfume.”. Itinerario de la palabra: Amor. De una palabra, acaso nacida de un alef. Metonimia que descubre el nombre verdadero de aquellos otros nombres que están en camino como dolor, sollozo, herida... Y se para ante ellos y dice: No es ese tu nombre; tu te llamas rosa, tú canción, y tu... calla y deja que te lo diga el silencio de una acaricia sin decir nada. Y se olvida de su nombre ante la rosa, porque no precisa argumentar la verdad, mientras sostiene la realidad, la dura realidad... desde sus raíces.

La trascendencia de ese tú a partir de sí para llegar hasta lo arrojado en el tiempo cronológico como un yo, un ello muchas veces reiterado, se deja ver en poemas que, a mi juicio pretenden expresar esos primeros pasos del tú hacia el yo. No olvidemos que uno de los nombres del Amor es el de autotrascendencia. Así aquel “Empezó a andar un día/ y no regresó nunca./ Cruzó sobre el paisaje/ con las manos abiertas: llevaba en él la casa,/ el trino y el racimo./ Llamó a todas las puertas/ y no golpeó nunca:/llamaba como llama/ el alba en los cristales./ Los que le abrieron recuerdan/ que se quedó habitando/ para siempre en su casa,/ mas avanzó incansable/ aunque allí se quedara./ Estaba en todas partes/ sin ocupar espacio,/ bebía en las fuentes/ donde todos bebían/ y él, que era el agua misma,/ hacia el frescor pequeño/ agradecido siempre se inclinaba:/ canción que no se escucha/ y en humildad comparte su pureza”.... O este otro fragmento: “Sin aguja cosía las ilusiones rotas,/ sin hilo iba trenzando/ la cuerda de las horas,/ enlazando la noche/ hasta el alba sin límites./La senda que tocaba/ con su pie de rocío/ era la Tierra toda/ y el universo era./ Cuando decía hermanos/ su palabra cubría/ la extensión de los siglos/ y no quedaba nadie/ fuera de su promesa/ ni dolor que no hallara/ lágrima de sus ojos...”. ¡Pascua!, me suena a Pascua, paso, “Pasa”, tránsito de la trascendencia que todo pone en movimiento, en “kinesis” de trascendencia.“Sé que me esperas aunque no me encuentres...”, le dice Acacia a ese Tú desde su yo. Y ese Tú que espera no empuja, no avasalla, no olvida, no abandona. Es como un “caramillo que suena”; es el “amor que tañe/ y sigue desgranando el sencillo lenguaje/ del amoroso encuentro”. El mismo caramillo que escuchó cuando niña. La musicalidad, la armonía de un mundo primordial que la inocencia estrena, la “juventud sonora/ triunfando sobre el tiempo”, el Absoluto, segundo capítulo en donde desemboca el primero llamado Amor, “mar sin orillas/ absoluto y total”, donde el plural “somos” nace de ese singular único del “Tú que te manas y te esparces”.

Habló ese Tu y dijo “Eternidad”, “y voló la palabra/ como una mariposa inaprensible/, ala zigzagueante/ frente al ojo implacable que interroga”. No, el hombre no era todavía esfinge, sumatorio de los enigmas arrancados

al arcano, como un tú contra el Tú, transformado ya en león yacente, sin niño en sus entrañas. Voló la mariposa fecundante, la psique de los griegos, ante “las pupilas de azogue –horizontal perpetua-“, vuelto espejo hacia sí para sólo ver un yo y azogue fuera pintado desde adentro, ¡horizontal perpetua!. Sobre esa horizontal, “tu vertical, trazada/ desde todos los ángulos,/ nos contempla sin pausa/ desde el día primero”. La cruz está trazada. La cruz del azogue que persiste en su horizontalidad de yo como un ello. La cruz de la verticalidad que la asume y abraza, inseparablemente, “hasta la única aurora”, dice Acacia, pues conoce “que, en la noche del mundo,/ no retiene el espejo la belleza que mira/ ni el beso vive sobre el labio inerte”. Así, en ese impulso que dijo Eternidad se mantendrá este Tu, en la noche del mundo, ante el azogue implacable, “hasta la única aurora”.

Así, dice Acacia: “De una pupila inmensa,/ anterior a la vida y a la idea/, me llega tu mirada”. A este lado, sólo espejo vuelto con el azogue afuera. “Todo vacío siempre es un espejo/ donde el alma se mira/ en su forma integral,/ ardiente y sola”. ¡Ay!, si pudiéramos propinar una pedrada de verdades a nuestro azogue de forma que llegáramos a ese otro espejo llamado vacío, silencio, calma y blancura, al encuentro con el vuelo de la mariposa, la pupila inmensa, que la ronda al otro lado. Pasa el tiempo, se va “cerrando el círculo sonoro”, se va estrechando el campo de visión. “Puedo estar sola/ sin que me abandones”, dice Acacia. ¡Bendita soledad si nos sirve para encontrar el espejo yacente detrás del espejo!. Entonces, “cuando el invierno borra los senderos,/ si exijo tu respuesta,/ tu mano deposita suavemente/ sobre la nieve el ascua redentora”. ¿Es el ascua de la ciencia, no incompatible? ¿Es la ciencia del amor, “inmensa en el amor que me procuras... amorosa potencia creadora/ derramando la vida... laboratorio en templo convertido”? ¡Otra vez el Amor! ¿Es la ciencia del Tú-Amor, que espera nuestro retorno al conocimiento?, ¿un conocimiento como trascendencia?, ¿un “conocimiento en llamas” pues comprende la sapiencia de la pasión?. El Tú-amor o anula la identidad: “Amo/ la individualidad que me concedes”, dice Acacia, pero el conocimiento no queda ahí porque, entonces, “al borde del orgullo” se descubre que “mi amor precisa, para que amor sea,/ que volcado en los otros se acredite”. Mas salta la espiral, no se queda tampoco en este espejo: “A tu imagen me hiciste,/ oh, trinitaria y fúlgida hermosura”. Ya está el triángulo del conocimiento formado: saber de “la individualidad que me concedes”; saber de amor acreditado en los otros, “plural de espigas y de oros” que tuvimos en torno nuestro. Saber de “imago Dei”, ¡y hay tanto que aprender también por ese lado!.

¡Saber de la belleza en suma!: “Hay un deslumbramiento jubiloso/ cuando el hombre,/ a tu imagen,/ consigue recrear lo ya creado... y crea el arte/ hasta alcanzar un mundo de armonía,/ anticipo de un tiempo prometido,/ de un transparente, universal encuentro/ donde la perfección sea absoluta/ y fuera para siempre/ inseparable el bien de la belleza”. Pero este saber de la belleza esparcida, que concentra el arte, nace de una comunión, de la imitación de una manera de mirar, de aquella contemplación gozosa de este Tú a quien se dice: “sellaste con tus ojos la belleza... Alojaste lo bello junto al bien/ y nido fue el amor de tu sonrisa/ donde el arte soñara el primer vuelo,/ primigenia bondad/ embelleciendo todo lo existente”

Este saber de la belleza no es tan sólo saber de un tiempo auroral donde ese Tú construyó la armonía suma entre el bien y la belleza. No es tan sólo engendrar sentido a través del arte hacia ese “universal encuentro”. Es también saber perceptivo de una presencia: “Como la luz navega sobre el agua/ sin hacer peso al apoyar su brillo,/ así vas enjoyando lo que tocas/ sin que pidas la espiga que germinas./ Devolviendo a lo turbio su blancura,/ así llegan tus palomas.../ así vas regalando tu presencia/ lo mismo entre las sombras/ que en el día radiante...”. El instante eternizado es una presencia de armonía, y el arte consagra la materia cuando lo capta y expresa. Pues, “desde el primer momento de su estirpe/ el hombre está habitando en la belleza/... desde las cuevas más sombrías” y, ya desde entonces, el arte es un “mensaje que nos llega/ como ofrenda de amor a la belleza”. Permítanme una breve digresión: de igual modo que hoy dedicamos el pensamiento a plantear siquiera un esbozo de la metafísica de Acacia Uceta, en algún momento alguien debería dedicarle un estudio a su concepción estética. Dicho esto, volvamos donde solíamos:

Encuentro; cada encuentro con el instante eternizado es un retorno anticipador, como un “deja vú” brotado más allá de lo esperado: “Del viaje que regreso/ no conocí el lugar de la partida”, dice Acacia. “El latido primero/ en el fondo del orbe se recrea/ y vano es el esfuerzo/ por encontrar un tiempo en que no fuimos/ más que un sueño de amor en tu regazo.../ “... Dueños somos del mundo en que vivimos,/ mas, fuera del ayer y del mañana,/ una absoluta fuerza nos dio vida/ y una vida absoluta nos espera./ Porque existe a lo largo de este viaje/ un arrullo inicial sobre el silencio/ y el blanquear, perdido entre la bruma,/ de un pañuelo en el aire/ diciéndonos adiós en la partida/ que nos llenó la senda de esperanza./ Este viaje en que vivo mientras sueño,/ sin conocer principio ni llegada,/ va doblando distancias por fundirse/ de nuevo en tu latido,/ cuando cante otra vez/ el dulce pájaro/ que en la enramada aguarda mi regreso”. El arrullo, el arrullo inicial acompaña a lo largo del camino a quienes tengan oído para oírlo. No conocemos el origen ni el final, tan sólo los momentos

de ruptura, las despedidas, y el arrullo entre el boscaje de ese pájaro oculto que habremos de ver un día. Homo viator que, cuando acuesta su fatiga en la noche, cuando sólo sabe de la tierra en que se apoya, adquiere transparencia, y en el recodo, en la esquina a ningún sitio, recibe el aroma de un jazmín que, aún sin ser visto, le hace compañía. Encuentro desde la fiesta destronada, desde la risa extenuada, desde las rosas marchitas y el vino agriado, desde los empañados cristales que tapan el jardín, desde la estancia de los sueños imposibles a los que renunció el olvido. Entonces, “Cuando llegas,/ te sientas a la mesa/ y ya no tengo nada que ofrecerte./ En el vaso de oro que te acerco,/ al saberlo vacío,/ se me cae una lágrima./ Y entonces/ para demostrar que siempre/ queda algo inmarchitable/ que te pueda brindar, pones tu mano/ sobre la albura del mantel intacto./ Y me asombra/ que después del banquete,/ que después de los brindis y el exceso,/ no sé por qué milagro,/ haya permanecido tu pureza.”

Encuentro con la perennidad que nos contagia. No, no se trata de la perennidad de lo amargo de la que difícilmente se escapa. “Me siento joven cuando a ti regreso./ Intacto está el mensaje,/ que no envejece el tiempo tu memoria/ ni muere/ la amapola que diste a mis trigales./ Terso como la aurora en que me miras,/ en que tú me atesoras,/ perenne está el aroma de aquel monte/ donde escuché tu voz por vez primera./ Como una ola jubilosa vuelvo/ a la playa desierta en que te hallara,/ y vuelve a estar la juventud conmigo/ y está la plenitud en sol naciente./ Hubo un tiempo –lo sé-/ de roca y nube/ donde sólo se oía la tormenta./ Te quise contestar y no podía,/ y era mi voz ausente/ como un tambor abandonado,/ cubierto de hojarasca/ en el centro del parque más sombrío./ Tú me andabas buscando,/ querías devolverme/ la juvenil pujanza de otros días,/ apoyaste tus pies en mi contorno/ y resonó otra vez la primavera./ Y volví a ser mi voz cuando tu mano/ me levantó del suelo en que dormía/ y aquel tambor herido que yo era/ sonó de nuevo alegre/ lo mismo que si un niño lo tocara.”

¡Que magistral juego de pronombres!, y detrás de cada uno, ¡el nombre verdadero!. Un participio pasado vinculado al yo, se encuentra como pronombre personal en nominativo me, con su pronombre posesivo mi, en otro pronombre personal en nominativo: Tú. ¿Se encontrarán los nombres?.

El yo, el me y el mi, descubren lo que son, y el verbo que les mueve, y lo verdaderamente propio que siempre les estuvo esperando, en ese tú: “Yo buscaba tu amor y tu cobijo/ para dar trascendencia a mi alegría/ - raudal de vida libre por mis venas-.” A partir de ahí, “como la flor callada/ que no dice su nombre si florece/ y en el silencio extiende su perfume,/ que no alienta soberbia en su hermosura/ ni busca admiración ni premio exige,/

así quisiera llevar a nuestro encuentro/ -primaveral ofrenda- mi ternura/ y volcarla en tu copa rebosante,/ regresando despacio,/ igual que el polen de la flor caído,/ hacia el mismo lugar en que naciera./ Porque tuya es la savia/ que verdea mi áspero ramaje/ y no quiero que el fuego de la vida/ evapore soberbio/ esa pequeña gota de rocío,/ inmenso mar si vuelve a tu corriente”. Una flor callada que no buscó su nombre; siempre rosa, a veces violeta recuperada en rosa, pasó en pascua y está. Amor fue su ser y su siendo; su impulso trascendente, ascensional, su “ta meta tà física” que supo distinguir las “manos fingidoras de amor” que ya citamos, de “los pasos de barro, amorosos y tiernos”. “Amor la hizo su aposento”. Detrás de cada noche fue hasta “donde el amor me trajo”, se confiesa; “lanzas de amor defienden este instante”, “el momento pleno de la entrega”, y amor es la primera plegaria sobre la tierra. Hoy, ya trascendida, “Ego eimí”, le habrán dicho en sus oídos, a lo que acaso ella, arrebatada, ya habrá contestado aquello de “basileis basileion kai kirios kirion”.

Desde la esfera descubierta como burbuja hacia el círculo, desde los círculos a la espiral ascendente. Ser amor que en el amor se expande y reconoce. Hoy, cuando tanto se habla de las “ontologías del presente”, presente insignificante y anodino donde el ser se diluye o se afianza como ego, presente donde se alza la pregunta de Foucault: “¿Qué ocurre hoy, qué somos nosotros que acaso no somos nada más que lo que ocurre”?, habrá que recordar el desierto que Acacia cita: El “ser para la nada”, que sólo frente a y sobre la nada existe; el ser que, recordando a Heidegger, “va siendo sin el ente”, es en Acacia ser en el amor que en la belleza acontece y va siendo y adquiere la consistencia del ente trascendido, pensamiento determinado por “lo otro” como Tú; pensamiento esencial que milita contra el pensamiento cosificador. Ser, que Gadamer dice, es pensamiento intuitivo y anticipador; lo suyo es “crear presencia con el pensar y el hablar”; ser ahí que busca la palabra para ser a la sombra de su árbol de agua, y para ello no teme trascender sus formas conocidas. Pensamiento poético engendrador de ficciones que precisa encontrarse con “lo ente”, presencia que va siendo con el ser, y hasta él se trasciende. El “arbor scientiarum” que cita Gadamer, que trata de alejarse de su base, se lleva aquí su base consigo, pues que en ella tiene fuertemente echadas sus raíces, y Acacia está en ello. La esfera de armonía que ella compusiera, envuelta luego en círculos cerrados y en formas geométricas abiertas, en su intento de trascender la insuficiencia de las formas, ya está en la luz-sombra de su árbol de agua, perfecta geometría que todo abraza, ser que se es y que irás viendo: “Yo soy el que soy”. Si aguzáis el oído, seguro que podréis escucharla: “Me asombro de estar viva/ de mantener la frente levantada”.