la dama de las aguas

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LA DAMA DE LAS AGUAS En el magnífico Parque Arqueológico de Tipón, existe una fuente que se alimenta de las aguas que bajan desde el nevado, el gran Apu Pachatusán. Ese día, luego de haber caminado varios kilómetros desde la pista, hasta el conjunto arqueológico, me detuve al lado de la fuente. Tenía un gran deseo de bañarme y tomar agua. Lo iba a hacer, pero vi a una joven mujer que me miraba. Al darse cuenta que me metería a la fuente, se acercó corriendo. Mientras llegaba, me llamó la atención su vestido translúcido, su larga cabellera, la misteriosa belleza de su rostro de niña, sus ojos claros que me miraban como queriendo absorberme, y su expresión de ansiedad. Al llegar hasta el borde de la fuente, me habló: -¡Señor! No se bañe, estas aguas sólo son para beber, nadie debe bañarse en ellas. -¿Y por qué no? –le respondí, mientras observaba admirado su extraña apariencia-, si tengo tanto calor. Estoy sudando por la caminata. -No debe bañarse, usted es sólo un hombre, los hombres comunes y corrientes no deben bañarse en esta fuente. Si se baña, quedará encantado. Dicho esto, la mujer se fue corriendo hacia la parte baja del parque, sin permitirme preguntarle nada más. Vinieron a mi mente las historias que me contó mi abuela, precisamente referidas al encanto que se apodera de los varones que se bañan en aguas mágicas. La magnífica fuente de Tipón es misteriosa y mágica, pero, eso de que uno no pueda tomar un baño, me pareció francamente ridículo. Ignoré la advertencia de la mujer y sin pensarlo dos veces, me quité la ropa, me di un renovador baño y bebí abundantemente de las mágicas aguas, hasta que quedé completamente renovado y fresco para continuar mi caminata. Subí y subí caminando con fuerza, sin mirar atrás, sin pensar en nada más que en llegar lo más lejos posible. Avancé siguiendo el sendero del acueducto que llega hasta la cumbre del nevado. Caminé todo el día, descansando, comiendo, tomando agua, observando la inmensidad del paisaje serrano, adentrándome más y más en el silencio de las montañas. Para las cinco de la tarde estaba bastante lejos del parque arqueológico, y aun más lejos de la cumbre del nevado. No calculé bien, pensé que en un día de caminata podría acercarme a la cumbre y volver. Lo cierto es que para llegar a la cumbre, hay que caminar mucho. Caminé hasta las seis de la tarde, entonces me encontré con un caminante nativo. Le hablé, le pedí que me acompañe de regreso. Me respondió que estaba caminando en otra dirección y me recomendó no seguir avanzando. -Quédese Señor, no intente bajar ni avanzar más, si baja puede accidentarse en la noche, y si avanza más, no llegará lejos, hay muchos seres que recorren este sendero. Yo lo voy a guiar hasta un lugar de seguro descanso, quédese allí. Acepté, después de todo yo era sólo un loco turista más. Caminé siguiendo al hombre nativo, pues parecía muy seguro de sí mismo. Habríamos caminado unos veinte minutos, hasta que llegamos a un lugar sin maleza ni hierbas, en el cual había una cavidad de piedra que podía albergar a una persona. Me indicó que debería quedarme allí a pasar la noche, que nada malo me pasaría. Atemorizado me refugié en la cavidad, utilicé mi mochila como almohada, me arropé lo mejor que pude, fumé mi último cigarrillo y me acomodé. Permanecí varias horas tratando de dormir. Mientras lo intentaba, escuché ruidos: aullidos, cantos de aves, voces extrañas de ignoto origen. A cierta hora, completamente agotado por el temor a la noche y el cansancio, con el cuerpo adolorido, finalmente caí rendido y me sumergí en el sueño.

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LA DAMA DE LAS AGUAS

En el magnífico Parque Arqueológico de Tipón, existe una fuente que se alimenta de las aguas que bajan desde el nevado, el gran Apu Pachatusán. Ese día, luego de haber caminado varios kilómetros desde la pista, hasta el conjunto arqueológico, me detuve al lado de la fuente. Tenía un gran deseo de bañarme y tomar agua. Lo iba a hacer, pero vi a una joven mujer que me miraba. Al darse cuenta que me metería a la fuente, se acercó corriendo. Mientras llegaba, me llamó la atención su vestido translúcido, su larga cabellera, la misteriosa belleza de su rostro de niña, sus ojos claros que me miraban como queriendo absorberme, y su expresión de ansiedad. Al llegar hasta el borde de la fuente, me habló: -¡Señor! No se bañe, estas aguas sólo son para beber, nadie debe bañarse en ellas. -¿Y por qué no? –le respondí, mientras observaba admirado su extraña apariencia-, si tengo tanto calor. Estoy sudando por la caminata. -No debe bañarse, usted es sólo un hombre, los hombres comunes y corrientes no deben bañarse en esta fuente. Si se baña, quedará encantado. Dicho esto, la mujer se fue corriendo hacia la parte baja del parque, sin permitirme preguntarle nada más. Vinieron a mi mente las historias que me contó mi abuela, precisamente referidas al encanto que se apodera de los varones que se bañan en aguas mágicas. La magnífica fuente de Tipón es misteriosa y mágica, pero, eso de que uno no pueda tomar un baño, me pareció francamente ridículo. Ignoré la advertencia de la mujer y sin pensarlo dos veces, me quité la ropa, me di un renovador baño y bebí abundantemente de las mágicas aguas, hasta que quedé completamente renovado y fresco para continuar mi caminata. Subí y subí caminando con fuerza, sin mirar atrás, sin pensar en nada más que en llegar lo más lejos posible. Avancé siguiendo el sendero del acueducto que llega hasta la cumbre del nevado. Caminé todo el día, descansando, comiendo, tomando agua, observando la inmensidad del paisaje serrano, adentrándome más y más en el silencio de las montañas. Para las cinco de la tarde estaba bastante lejos del parque arqueológico, y aun más lejos de la cumbre del nevado. No calculé bien, pensé que en un día de caminata podría acercarme a la cumbre y volver. Lo cierto es que para llegar a la cumbre, hay que caminar mucho. Caminé hasta las seis de la tarde, entonces me encontré con un caminante nativo. Le hablé, le pedí que me acompañe de regreso. Me respondió que estaba caminando en otra dirección y me recomendó no seguir avanzando. -Quédese Señor, no intente bajar ni avanzar más, si baja puede accidentarse en la noche, y si avanza más, no llegará lejos, hay muchos seres que recorren este sendero. Yo lo voy a guiar hasta un lugar de seguro descanso, quédese allí. Acepté, después de todo yo era sólo un loco turista más. Caminé siguiendo al hombre nativo, pues parecía muy seguro de sí mismo. Habríamos caminado unos veinte minutos, hasta que llegamos a un lugar sin maleza ni hierbas, en el cual había una cavidad de piedra que podía albergar a una persona. Me indicó que debería quedarme allí a pasar la noche, que nada malo me pasaría. Atemorizado me refugié en la cavidad, utilicé mi mochila como almohada, me arropé lo mejor que pude, fumé mi último cigarrillo y me acomodé. Permanecí varias horas tratando de dormir. Mientras lo intentaba, escuché ruidos: aullidos, cantos de aves, voces extrañas de ignoto origen. A cierta hora, completamente agotado por el temor a la noche y el cansancio, con el cuerpo adolorido, finalmente caí rendido y me sumergí en el sueño.

Pasé una noche pesada, entre dormido y despierto. Pese a que me había alejado de la maligna ciudad para olvidar y disipar los pesares que produce el ambiente urbano, soñé nuevamente con mis problemas cotidianos: el dinero, las mujeres, los amigos, el maldito teléfono celular... Desperté una y otra vez, sobresaltado por la cercanía de misteriosos ojos brillantes; por el aullido y los sonidos de extraños animales, presintiendo la presencia de seres fantasmales. Salí de la cavidad una y otra vez para observar la noche, hasta que finalmente, completamente rendido, volví a ingresar y quedé dormido. Luego de muchas horas oscuras, percibí el advenimiento del esperado amanecer, delineado en el horizonte por el perfil de las montañas. Entonces, mientras me encontraba en un estado intermedio entre el sueño y la vigilia, sentí un llamado,

un irresistible deseo de ir a la fuente. Quise incorporarme y caminar; pero no logré despertar totalmente, percibí que la irresistible atracción, era tan sutil que no le correspondía a mi cuerpo; entonces salí de mi cuerpo material, y en espíritu me transporté hasta la fuente. En este extraño estado bajé, ansioso por tomar un baño y beber de la purificadora agua. Embriagado de encanto, me detuve unos instantes a cierta distancia y observé la fuente, en ella se hallaba la bella mujer, casi transparente, bañándose, mezclándose entre las aguas, entrando y saliendo de la fuente, riendo ligeramente, cantando dulces melodías embriagadoras, murmurando bellas frases poéticas. Sus movimientos armónicos, su voz melodiosa, su mirada cristalina, reflejaban completamente la naturaleza del agua. Mi corazón se alborozó, sentí un regocijo nunca antes sentido, me fui acercando irresistiblemente, sin poder ni desear evitarlo. Cuando estuve a cierta distancia fui consciente de la turbiedad de mi conciencia y de lo agotado de mi espíritu. Volví a observar a la bella mujer en su incesante actividad. Me vio, me sedujo, sentí sus cánticos como un llamado irresistible, como un encanto imposible de evitar. Tomé un profundo respiro, me llené de entusiasmo, abandoné mis pensamientos terrenales en la medida en que me acercaba; y muy cerca ya, desposeído de egoísmos y maldades, de enojos y pesares, me sumergí en las aguas y me uní al danzar de ese espíritu femenino; me abrazó y recibió en su regazo. Por última vez, un pensamiento terrenal ocupó mi mente: -¿Y qué será de mi cuerpo? -Murmuré. -Descansará en paz –me susurró al oído la bella dama-, ha quedado en un lugar de seguro descanso. Luego, aunque intenté volver a mi conciencia y entendí que si permitía que tal estado de encantamiento continúe, no volvería a mi vida; no pude, no quise evitarlo. Me dejé llevar por la suavidad melodiosa del encanto de la dama, y me fundí con ella, disolviéndome en los cristalinos reflejos de las aguas. FIN. Escrito en Cusco. 2004. - Autor: David Concha Romaña