la dama negra, la dama palida y las tumbas de saint denis

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La Dama Negra. La dame noire, Alejandro Dumas. Hacía ya doscientos años que el castillo no era sino un montón de piedras derruidas. En mitad de aquellas rocas se había alzado un magnífico arce que en numerosas ocasiones los campesinos de los alrededores habían intentado derribar sin lograrlo, pues su madera era muy dura y nudosa. Finalmente, un joven llamado Wilhelm vino a su vez a intentar la aventura como los demás, y después de haberse desprendido de su chaqueta, asiendo un hacha que había mandado afilar a propósito, golpeó el tronco del árbol con todas sus fuerzas, pero el árbol repelió el hacha como si hubiera sido de acero. Wilhelm no se desanimó y propinó un segundo golpe, el hacha rebotó de nuevo; por fin, levantó el brazo, y reuniendo todas sus fuerzas, dio un tercer golpe, pero como al propinar ese tercer golpe oyó algo semejante a un suspiro, levantó los ojos y vio delante de él a una mujer entre veintiocho y treinta años, vestida de negro y que habría sido perfectamente bella si su palidez no hubiera dado a toda su persona un aspecto cadavérico que indicaba que desde hacía mucho tiempo aquella mujer ya no pertenecía a este mundo. -¿Qué quieres hacer con este árbol? -preguntó la Dama Negra. -Señora, -respondió Wilhelm mirándola sorprendido, pues no la había visto llegar y no podía adivinar de dónde salía-; señora, quiero hacer una mesa y unas sillas, pues me caso en la próxima fiesta de san Martín con Roschen, mi prometida, a quien amo desde hace tres años. -Prométeme que harás una cuna para tu primer hijo -dijo la Dama Negra-, y levantaré el hechizo que defiende este árbol del hacha del leñador. -Se lo prometo, señora -dijo Wilhelm. -¡Muy bien! ¡entonces golpea ahora! -dijo la dama. Wilhelm levantó su hacha, y del primer golpe hizo en el tronco una incisión profunda; tras el segundo golpe, el árbol tembló de la copa a las raíces; tras el tercero, cayó completamente separado de su base y rodó por el piso. Wilhelm levantó la cabeza para darle las gracias a la Dama Negra, pero ésta había desaparecido. El joven cumplió la promesa que había hecho, y aunque se burlaron bastante de él al ver que construía una cuna para su primer hijo antes de que se hubiera realizado el matrimonio, no por eso puso menos ardor y atención en su trabajo hasta el punto que, antes de que hubieran transcurrido ocho días, ya había acabado una encantadora cuna. Poco después se desposó con Roschen y nueve meses después, Roschen dio a luz a un hermoso niño que colocaron en su cuna de arce. Aquella misma noche, cuando el niño lloraba y su madre,

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Page 1: La Dama Negra, La Dama Palida y Las Tumbas de Saint Denis

La Dama Negra.

La dame noire, Alejandro Dumas.

Hacía ya doscientos años que el castillo no era sino un montón de piedras derruidas. En mitad de

aquellas rocas se había alzado un magnífico arce que en numerosas ocasiones los campesinos de

los alrededores habían intentado derribar sin lograrlo, pues su madera era muy dura y nudosa.

Finalmente, un joven llamado Wilhelm vino a su vez a intentar la aventura como los demás, y

después de haberse desprendido de su chaqueta, asiendo un hacha que había mandado afilar a

propósito, golpeó el tronco del árbol con todas sus fuerzas, pero el árbol repelió el hacha como si

hubiera sido de acero. Wilhelm no se desanimó y propinó un segundo golpe, el hacha rebotó de

nuevo; por fin, levantó el brazo, y reuniendo todas sus fuerzas, dio un tercer golpe, pero como al

propinar ese tercer golpe oyó algo semejante a un suspiro, levantó los ojos y vio delante de él a

una mujer entre veintiocho y treinta años, vestida de negro y que habría sido perfectamente bella

si su palidez no hubiera dado a toda su persona un aspecto cadavérico que indicaba que desde

hacía mucho tiempo aquella mujer ya no pertenecía a este mundo.

-¿Qué quieres hacer con este árbol? -preguntó la Dama Negra.

-Señora, -respondió Wilhelm mirándola sorprendido, pues no la había visto llegar y no podía

adivinar de dónde salía-; señora, quiero hacer una mesa y unas sillas, pues me caso en la próxima

fiesta de san Martín con Roschen, mi prometida, a quien amo desde hace tres años.

-Prométeme que harás una cuna para tu primer hijo -dijo la Dama Negra-, y levantaré el hechizo

que defiende este árbol del hacha del leñador.

-Se lo prometo, señora -dijo Wilhelm.

-¡Muy bien! ¡entonces golpea ahora! -dijo la dama.

Wilhelm levantó su hacha, y del primer golpe hizo en el tronco una incisión profunda; tras el

segundo golpe, el árbol tembló de la copa a las raíces; tras el tercero, cayó completamente

separado de su base y rodó por el piso. Wilhelm levantó la cabeza para darle las gracias a la Dama

Negra, pero ésta había desaparecido.

El joven cumplió la promesa que había hecho, y aunque se burlaron bastante de él al ver que

construía una cuna para su primer hijo antes de que se hubiera realizado el matrimonio, no por

eso puso menos ardor y atención en su trabajo hasta el punto que, antes de que hubieran

transcurrido ocho días, ya había acabado una encantadora cuna.

Poco después se desposó con Roschen y nueve meses después, Roschen dio a luz a un hermoso

niño que colocaron en su cuna de arce. Aquella misma noche, cuando el niño lloraba y su madre,

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desde su cama, lo mecía, la puerta de la habitación se abrió y la Dama Negra apareció en el

umbral, llevando en la mano una rama de arce seca; Roschen quiso gritar, pero la Dama Negra

puso un dedo sobre sus labios, y Roschen, por temor a irritar a la aparecida, permaneció muda e

inmóvil, con los ojos clavados en ella. La Dama Negra se acercó entonces a la cuna con paso lento

y que no producía ruido alguno. Cuando llegó junto al niño, unió las manos, rezó un momento en

voz baja, besó al bebé en la frente y dijo a la pobre madre aterrorizada:

-Roschen, coge esta rama seca que procede del mismo arce del que está hecha la cuna de tu hijo,

guárdala con cuidado, y tan pronto como tu hijo haya alcanzado los dieciséis años, introdúcela en

agua pura; luego cuando le hayan salido hojas y flores, dásela a tu hijo y pídele que vaya a tocar

con ella la torre del lado de Oriente: eso le traerá a él felicidad y a mí la liberación.

Luego, tras haber pronunciado estas frases, dejando la rama seca en las manos de Roschen, la

Dama Negra desapareció.

El niño creció y se convirtió en un hermoso joven; un buen genio parecía protegerlo en todo

cuanto hacía; de vez en cuando, Roschen le echaba una mirada a la rama del arce que había

colocado por debajo del crucifijo, junto al boj bendecido el Domingo de Ramos. Y como la rama

estaba cada día más seca, ella sacudía la cabeza dudando que una rama tan seca pudiera llegar a

tener hojas y flores. No obstante, el mismo día en que su hijo cumplió los dieciséis años, no dejó

de obedecer las órdenes expresas de la Dama Negra y, cogiendo la rama de debajo del crucifijo,

fue a colocarla en medio de un manantial que brotaba en el jardín. Al día siguiente fue a ver la

rama y le pareció que la savia empezaba a circular por debajo de la corteza; dos días después vio

que se le formaban brotes; al día siguiente esos brotes se abrieron, luego crecieron las hojas,

aparecieron las flores, y al cabo de ocho días de haber estado en el manantial, la rama estaba

como si acabaran de cortarla del arce vecino.

Entonces Roschen buscó a su hijo, lo condujo al manantial, y le contó lo que había sucedido el día

de su nacimiento. El joven, aventurero como un caballero andante, cogió de inmediato la rama e

inclinándose ante su madre le pidió su bendición, pues quería iniciar su aventura en aquel mismo

instante. Roschen lo bendijo y el joven se dirigió de inmediato hacia las ruinas.

Era ese momento del día en el que el sol, al ocultarse en el horizonte, hace surgir la sombra de los

lugares profundos a los más elevados. El joven, pese a ser valiente, no estaba exento de esa

inquietud que experimenta el hombre más animoso en el momento en el que se enfrenta a un

acontecimiento sobrenatural e inesperado; cuando puso el pie en las ruinas, su corazón latía con

tanta intensidad que tuvo que detenerse un instante para respirar. El sol se había ocultado por

completo y la oscuridad empezaba a alcanzar el pie de las murallas cuya cima estaba aún dorada

por los últimos rayos de luz. El joven avanzó con la rama de arce en la mano hacia la torre del

Oriente, y al oriente de la torre encontró una puerta; llamó tres veces, y a la tercera la puerta se

abrió y apareció la Dama Negra en el dintel. El joven dio un paso hacia atrás pero la aparecida

tendió una mano hacia él y con voz dulce y rostro sonriente:

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-No temas, joven -dijo- pues hoy es un día feliz para ti y para mí.

-Pero ¿quién es usted, señora, y qué puedo hacer por usted?

-Soy la dama de este castillo -prosiguió el fantasma- y como ves, nuestra suerte es similar; él no es

sino una ruina y yo no soy sino una sombra. De joven, estuve comprometida con el joven conde de

Windeck, que vivía a unas leguas de aquí, en el castillo cuyos restos llevan aún su nombre.

Después de haberme dicho que me amaba, y haberse asegurado de que yo compartía su amor, me

abandonó por otra mujer que convirtió en su esposa; pero su felicidad no duró mucho. El conde de

Windeck era ambicioso; entró en la Liga contra el emperador y murió en un combate en el que su

partido fue derrotado; entonces, los partidarios del emperador se desperdigaron por las

montañas, pillando e incendiando los castillos de sus enemigos. El castillo de Windeck fue pillado e

incendiado como los demás, y la joven condesa huyó con su hijo en los brazos; agotada por la

fatiga, cogió una rama de arce para usarla de cayado. Había visto desde lejos las torres de mi

castillo y, como ignoraba lo que había habido entre su marido y yo, venía a pedirme hospitalidad;

pero si ella no me conocía, yo sí la conocía a ella; la había visto pasar en silla de mano, embriagada

de amor, ardiente en el placer, seguida de lejos por muchos jóvenes guapos que, como si fueran

eco de mi ingrato enamorado, le decían que era hermosa. Al verla, en lugar de apiadarme de ella

como debía hacerlo una cristiana, todo mi odio se despertó. La vi con gusto, abrumada por el peso

de su tierno fardo subir con los pies descalzos y malheridos por el sendero rocoso que conducía a

la entrada de mi castillo.

Pronto se detuvo sobre la colina que domina aquel lago de agua oscura que ahí ves; haciendo un

esfuerzo, hundiendo su cayado en tierra para apoyarse en él, tendió hacia mí sus brazos en los que

estaba su hijo y, moribunda, se dejó caer exhausta abrazando a su pobre hijito sobre su pecho.

Entonces, sí, lo sé muy bien, yo habría debido descender de mi balcón, ir a su encuentro,

levantarla con mis manos, sostenerla sobre mi hombro, conducirla a este castillo y convertirla en

mi hermana. Eso habría sido hermoso y caritativo a los ojos de Dios; sí, lo sé, pero yo me sentía

celosa del conde, incluso después de su muerte. Quise vengarme en su pobre esposa inocente de

lo que yo había sufrido.

Llamé a mis criados y les ordené que la echaran como si fuera una vagabunda. Desgraciadamente,

me obedecieron: los vi acercarse a ella, insultarla, y negarle hasta el trozo de tierra en la que

reposaba un instante sus miembros fatigados. Entonces, se levantó como una loca, y cogiendo a su

hijo en brazos, la vi correr con el cabello al viento hacia la roca que domina el lago, subir a la cima

y luego, profiriendo una terrible maldición contra mí, precipitarse al agua, ella y su bebé. Lancé un

grito. Me arrepentí al instante, pero era demasiado tarde. La maldición de mi víctima había

llegado hasta el trono de Dios. Había pedido venganza y la venganza debería realizarse.

Al día siguiente, un pescador que había arrojado sus redes al lago sacó a la madre y al hijo aún

abrazados. Como, según la declaración de mis criados, había atentado contra su propia vida, el

capellán del castillo se negó a enterrarla en tierra consagrada y fue depositada en el lugar en el

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que había hundido su cayado de arce; muy pronto, aquel cayado, que aún estaba verde, echó

raíces y, a la primavera siguiente, dio flores y frutos.

Por lo que a mí respecta, devorada por el arrepentimiento, sin tranquilidad durante mis días ni

reposo durante mis noches, pasaba el tiempo rezando de rodillas en la capilla, o deambulando en

torno al castillo. Poco a poco sentí que mi salud se deterioraba y fui consciente de que padecía una

enfermedad mortal. Muy pronto, una languidez insuperable se adueñó de mí y me obligó a

permanecer en cama. Hicieron venir a los mejores médicos de Alemania pero, al verme, todos

movían la cabeza y decían: "No podemos hacer nada, la mano de Dios está sobre ella". Tenían

razón, yo estaba condenada. Y el día del tercer aniversario de la muerte de la condesa, yo morí a

mi vez. Por sugerencia mía, me vistieron con el vestido negro que había usado en vida con el fin de

llevar, incluso después de mi muerte, luto por mi crimen; y como, pese a ser muy culpable, me

habían visto morir como una santa, me depositaron en la cripta funeraria de mi familia y sellaron

sobre mí la losa de mi tumba.

La misma noche del día en el que allí me depositaron, en medio de mi sueño mortal, me pareció

oír sonar la hora en el reloj de la capilla. Conté las campanadas y oí doce. Tras la última, me

pareció que una voz me decía al oído:

-Mujer, levántate.

Reconocí la voz de Dios y exclamé:

-¡Señor! ¡Señor! ¿no estoy muerta entonces, y aunque creía haberme dormido en vuestra

misericordia para siempre, vais a devolverme a la vida?

-¡No! -dijo la misma voz- no temas, sólo se vive una vez; sí, estás muerta, pero antes de implorar

mi misericordia, es necesario que des satisfacción a mi justicia.

-¡Dios mío, Señor! -exclamé temblando- ¿qué vais a ordenar sobre mí?

-Errarás, pobre alma en pena -respondió la voz- hasta que el arce que da sombra a la tumba de la

condesa sea lo suficientemente grueso como para proporcionar tableros para la cuna del niño que

te liberará. Levántate pues de tu tumba y cumple mi designio.

Entonces, con la punta de un dedo levanté la losa de mi sepulcro, y salí, pálida, fría, inanimada, y

deambulé alrededor de mi castillo hasta que se oyó el primer canto del gallo; entonces, como

impulsada por un brazo irresistible, entré en esta torre cuya puerta se abrió sola ante mí, y me

tendí en mi tumba, cuya tapa se cerró sola. La segunda noche fue igual, y todas las noches que

siguieron a la segunda.

Esto duró casi tres siglos. Vi cada año caer una tras otra las piedras del castillo, y brotar una a una

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todas las ramas del arce. Finalmente, del edificio y de sus cuatro torres sólo quedó ésta; el árbol

creció y se hizo robusto hasta el punto que vi que se acercaba el momento de mi liberación.

Un día tu padre vino con un hacha en la mano. El arce, que hasta entonces había resistido al acero

más afilado, ablandado por mí, cedió ante el metal de su hacha; a petición mía, hizo del tronco una

cuna en la que te recostaron el día que naciste. El Señor ha cumplido lo que me prometió,

¡bendito sea Dios todopoderoso y misericordioso!

El joven hizo la señal de la cruz y preguntó: "¿Y ya no me queda nada más que hacer?".

-Sí -respondió la Dama Negra-, sí, joven, debes concluir tu obra.

-Ordene, señora -contestó- y yo obedeceré.

-Excava al pie del arce y encontrarás los huesos de la condesa de Windeck y de su hijo: haz que los

entierren en tierra consagrada, y cuando estén enterrados, levanta la losa de mi tumba y ponme

una rama de boj bendecido en la última Pascua en la mano, luego clava totalmente la tapa, pues

no volveré a levantarme hasta el día del Juicio Final.

-Pero ¿cómo reconoceré su tumba?

-Es la tercera de la derecha al entrar; además -añadió la Dama Negra tendiendo hacia el joven una

mano que habría sido perfecta de no ser por su extrema palidez- mira este anillo, lo reconocerás

cuando lo veas en mi dedo.

El joven miró y vio un carbúnculo tan puro que iluminaba no sólo la mano de la dama, sino además

su bello y melancólico rostro al que, lo mismo que a la mano, sólo podía reprochársele una

excesiva blancura.

-Se hará como desea, -dijo el joven cubriéndose con la mano, porque estaba deslumbrado por el

brillo que irradiaba el carbúnculo- y desde mañana mismo.

-¡Que así sea! -respondió la Dama Negra y desapareció como si se la hubiera tragado la tierra.

El joven sintió que acababa de producirse algo extraño, retiró la mano de los ojos y miró a su

alrededor, pero estaba solo en mitad de las ruinas, con la rama de arce en la mano, frente a la

puerta de la torre del Oriente, y esta puerta estaba cerrada.

El joven regresó a su casa y se lo contó todo a su padre y a su madre que reconocieron en ello la

mano de Dios; al día siguiente, avisaron al párroco de Achern, que acudió al lugar indicado por el

joven entonando el Magnificat, mientras dos enterradores excavaban al pie del arce. A cinco o seis

pies de profundidad, como lo había dicho la Dama Negra, se encontraron los dos esqueletos; los

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huesos de los brazos de la madre apretaban aún a su hijo contra los huesos de su pecho. Ese

mismo día, la condesa y su hijo fueron inhumados en tierra consagrada.

Luego, al salir de la iglesia, el joven cogió de los pies de un crucifijo una rama bendecida en la

última Pascua, y llamando a dos de sus amigos, uno de los cuales era albañil y el otro cerrajero, los

llevó consigo a la torre del Oriente. Cuando vieron dónde los conducía, dudaron, pero el joven les

dijo con tal confianza que al obedecerlo a él obedecían a Dios, que no dudaron más y lo siguieron.

Al llegar a la puerta de la torre, el joven se percató de que había olvidado la rama de arce con la

que la había tocado la víspera, pero pensó que su rama bendecida tendría sin duda el mismo

poder; y no se equivocó. Apenas el extremo de la rama seca hubo rozado la maciza puerta, ésta

giró sobre sus goznes, como si la hubiera empujado un gigante, y una escalera surgió ante ellos.

Encendieron las antorchas de las que se había provisto y descendieron; tras el vigésimo escalón

llegaron a la cripta. El joven se dirigió a la tercera tumba, y llamó a sus dos acompañantes para

que le ayudaran a levantar la tapadera; una vez más dudaron, pero su compañero les aseguró que

lo que iban a hacer, lejos de ser una profanación, era un acto de piedad; unieron pues sus fuerzas

y destaparon la tumba. Contenía un esqueleto descarnado en el que el joven no logró reconocer a

la bella mujer que le había hablado la víspera, y a la que, como ya hemos mencionado, sólo podía

reprochársele una palidez excesiva. Pero en los huesos de su dedo, vio brillar el magnífico

carbúnculo sin par en el mundo. Le colocó en la mano la rama bendecida, cerraron la tumba e

invitó a sus amigos a sellarla lo más fuerte posible. Los dos acompañantes así lo hicieron.

Es en esa tumba, que aún hoy se muestra a los visitantes suficientemente animosos como para

atreverse a penetrar bajo las bóvedas de la capilla subterránea, donde reposa la Dama Negra,

esperando el Juicio Final.

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La Dama Pálida.

Alejandro Dumas.

Soy polaca, nacida en Sandomir, vale decir en un país donde las leyendas se tornan artículos de fe,

donde creemos en las tradiciones de familia como y -acaso más que- en el Evangelio. No hay

castillo entre nosotros que no tenga su espectro, ni una cabaña que no tenga su genio familiar. En

la casa del rico como en la del pobre, en el castillo como en la cabaña, se reconoce el principio

amigo y el principio enemigo.

A veces estos dos principios entran en lucha y se combaten. Entonces se escuchan ruidos tan

misteriosos en los corredores, rugidos tan horrendos en las antiguas torres, sacudidas tan

formidables en las murallas, que los habitantes huyen de la cabaña como del castillo, y aldeanos y

nobles corren a la iglesia en procura de la cruz bendita o de las santas reliquias, únicos resguardos

contra los demonios que nos atormentan. Pero otros dos principios más terribles aún, más

furiosos e implacables, se encuentren allí enfrentados: la tiranía y la libertad.

El año 1825 vio empeñarse entre Rusia y Polonia una de esas luchas en las cuales se creyó agotada

toda la sangre de un pueblo, como a menudo se agota la sangre de una familia entera. Mi padre y

mis dos hermanos, rebelados contra el nuevo zar, habían ido a alinearse bajo la bandera de la

independencia polaca, postrada siempre, siempre renacida. Un día supe que mi hermano menor

había sido muerto; otro día me anunciaron que mi hermano mayor estaba mortalmente herido; y

por fin, después de una jornada angustiosa, durante la cual yo había escuchado aterrorizada el

tronar siempre más cercano del cañón, vi llegar a mi padre con un centenar de soldados de a

caballo, residuo de tres mil hombres que él comandaba.

Había venido a encerrarse en nuestro castillo con la intención de sepultarse bajo sus ruinas.

Mientras no temía nada por él, temblaba por mí. Y en efecto, para él era único riesgo la muerte,

porque estaba confiado de no caer vivo en manos del enemigo; pero a mí me amenazaba la

esclavitud, el deshonor, la vergüenza. Mi padre escogió diez hombres entre los cien que le

quedaban, llamó al intendente, le hizo entrega de cuanto dinero y objetos preciosos poseíamos y,

recordando que -en ocasión de la segunda división de Polonia- mi madre, casi niña aún, había

encontrado un asilo inaccesible en el monasterio de Sabastru, situado en medio de los montes

Cárpatos, le ordenó conducirme a aquel monasterio que abriría a la hija, como hacía tiempo a la

madre, sus hospitalarias puertas.

A despecho del gran amor que mi padre alimentaba por mí, nuestros saludos no fueron largos.

Según todas las probabilidades, los rusos debían llegar el día siguiente a la vista del castillo, por lo

que no había tiempo que perder. Me puse de prisa un vestido de amazona, con el que solía

acompañar a mis hermanos en la caza. Me trajeron ensillado el mejor caballo de la cuadra; mi

padre me puso en los bolsillos del arzón sus propias pistolas, obras maestras de las fábricas de

Tula, me abrazó y dio la orden de partida.

Durante aquella noche y el día siguiente recorrimos veinte leguas, costeando uno de esos ríos sin

nombre que desembocan en el Vístula. Esta primer doble etapa nos había sustraído al peligro de

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caer en manos de los rusos. El sol se dirigía al tramonto, cuando vimos brillar las nevadas cimas de

los Cárpatos.

Hacia la noche del día siguiente llegamos a su pie: al fin, en la mañana del tercer día, comenzamos

a avanzar por una de sus gargantas. Nuestros Cárpatos no se parecen a los fértiles montes del

occidente de ustedes. Cuanto la naturaleza tiene de extraordinario y grandioso se presenta allí en

toda su majestad. Sus tempestuosas cumbres se pierden en las nubes cubiertas de eternas nieves;

sus inmensos bosques de abetos se inclinan sobre el terso espejo de lagos que por su vastedad

semejan mares; y de aquellos lagos, jamás navecilla alguna ha surcado sus ondas, jamás redes de

pescadores turbaron su cristal profundo como el azul del cielo; apenas, de tiempo en tiempo,

resuena allí la voz humana, haciendo escuchar un canto moldavo al que contestan los gritos de los

animales selváticos: y cantos y gritos van a desvelar algún solitario eco, atónito de que un ruido

cualquiera le haya revelado su propia existencia. Por millas y millas se viaja allí bajo la umbría

bóveda de los bosques entrecruzados de las inesperadas maravillas que la soledad nos descubre a

cada instante, y que hacen pasar nuestro ánimo del estupor a la admiración. Ahí doquiera hay

peligro, y el peligro se compone de mil riesgos diversos; pero no se tiene tiempo para

atemorizarse, tan sublimes son aquellos riesgos. Aquí hay alguna cascada a la que dio origen

súbitamente la licuefacción de los hielos y que, saltando de roca en roca, invade de pronto el

angosto sendero que se recorre, trazado por el paso de las fieras en fuga y del cazador que las

persigue; allí hay árboles minados por el tiempo, que se desprenden del suelo y se derrumban con

horrible estrépito semejante al de un terremoto; en otra parte, en fin, son los huracanes los que

nos envuelven de nubes, en medio de las cuales se ve centellear, extenderse y contorsionarse el

relámpago, como sierpe inflamada. Luego, tras de haber superado aquellas moles agrestes,

aquellos bosques primitivos, tras de encontraros en medio de gigantescas montañas y bosques

interminables, nos vemos ante inmensos páramos, como mares que tienen también sus ondas y

sus tempestades, áridas y gibosas estepas, donde la vista se pierde en un horizonte sin límite.

Entonces no es terror lo que experimentamos, sino una triste y profunda melancolía, de la cual

nada hay que pueda distraernos, porque el aspecto de la región, por lejos que se alargue nuestra

mirada, es siempre el mismo. Ascendamos o descendamos las cien veces iguales pendientes,

buscando en vano un camino trazado: al hallarnos tan perdidos en aquel aislamiento, en medio de

desiertos, nos creemos solos en la naturaleza, y nuestra melancolía se convierte en desolación.

Nos parece inútil caminar más adelante, porque no vemos una meta para nuestros pasos; no

encontramos una aldea, ni un castillo, ni una cabaña, ni en suma vestigio de humana morada. Sólo

de cuando en cuando, como una tristeza más en aquella región melancólica, un pequeño lago sin

cañas, sin arbustos, dormido en el fondo de un barranco, casi otro mar Muerto, nos cierra el

camino con sus verdes aguas, sobre las cuales se levantan al acercarnos algunas aves acuáticas de

gritos prolongados y discordantes. Rodeamos ese lago, trasponemos el collado que está delante

de nosotros, descendemos a otro valle, superamos otra colina, y así sucesivamente, hasta que

hayamos llegado a los comienzos de la cadena de montes que van siempre disminuyendo más.

Pero si al concluir esa cadena nos volvemos hacia el mediodía, la región recobra un carácter

majestuoso, se nos presenta una naturaleza más grandiosa y descubriremos otra cadena de

montañas más altas, de forma más pintoresca, de más rica vegetación, toda cubierta de espesos

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bosques, toda surcada de arroyos: con la sombra y con el agua renace también la vida en aquella

comarca; se escucha ya el tañido de la campana de una ermita, y sobre el flanco de aquella

montaña se ve serpentear una caravana. Por fin, a los últimos rayos del sol poniente se perciben

desde lejos, a guisa de bandada de pájaros blancos, apoyándose las unas en las otras, las casas de

una aldea, que parece que se hubieran agrupado en cierto modo para defenderse de un asalto

nocturno; pues con la vida ha vuelto el peligro: aquí no se luchará con osos y lobos, como en

aquellas altas montañas, sino con hordas de bandidos moldavos.

Entretanto nos acercábamos a nuestra meta. Diez días de camino habían transcurrido sin ningún

incidente. Ya distinguíamos la cumbre del monte Pion, que se eleva sobre toda aquella familia de

gigantes, y sobre cuya vertiente meridional está situado el convento de Sabastru al cual yo me

trasladaba. Tres días más, y nos hallábamos al término de nuestro viaje. Eran los últimos días de

julio. Habíamos tenido una jornada muy cálida, y hacia las cuatro respirábamos con ansioso deleite

las primeras brisas del atardecer. Habíamos dejado atrás hacía poco las torres ruinosas de Niantzo.

Bajábamos a una llanura que empezábamos a ver a través de una hendidura de la montaña.

Desde el sitio donde estábamos, ya podíamos seguir con la vista el curso del Bistriza, de riberas

esmaltadas de sonrosados viñedos y de altas campánulas de flores blancas. Bordeábamos un

abismo en cuyo fondo corría el río, que en aquel lugar tenía apenas forma de torrente, y nuestras

cabalgaduras tenían escaso espacio para caminar dos de frente. Nos precedía un guía, quien,

inclinado de flanco sobre la grupa de su caballo, cantaba una canción morlaca, cuyas palabras

seguía con singular atención. El cantor era también al mismo tiempo el poeta. Necesitaría ser uno

de aquellos montañeses para poder expresarnos la melancolía de su canción con su salvaje

tristeza, con toda su profunda sencillez. Las palabras de la canción eran poco más o menos las

siguientes:

"¡Vean allí ese cadáver en la palude de Stavila, donde corriera tanta sangre de guerreros! No es un

hijo de Iliria, no; es un feroz bandido, que después de haber engañado a la gentil María, robó,

exterminó, incendió.

"Rauda como el relámpago una bala ha venido a atravesar el corazón del bandido; un yatagán le

ha tronchado el cuello. Pero, oh misterio, después de tres días, su sangre, tibia aún, riega la tierra

bajo el pino tétrico y solitario y ennegrece el pálido Ovigan.

"Sus ojos turquíes brillan siempre; huyamos, huyamos: guay de quien pase por la palude cerca de

él: ¡es un vampiro! El feroz lobo se aleja del impuro cadáver, y el fúnebre buitre huye al monte de

calvo frontis."

De pronto se oyó la detonación de un arma de fuego y el silbar de una bala. La canción quedó

interrumpida, y el guía, herido de muerte, se precipitó al abismo, mientras su caballo se detenía

temblando y tendiendo la inteligente testa hacia el fondo del precipicio, donde desapareciera su

dueño. Al mismo tiempo, se levantó por los aires un grito estridente, y sobre los flancos de la

montaña vimos aparecer una treintena de bandidos: estábamos completamente rodeados. Cada

uno de los nuestros empuñó un arma, y bien que tomados inopinadamente, mis acompañantes,

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como que eran viejos soldados avezados al fuego, no se dejaron intimidar, y se pusieron en

guardia. Yo misma, dando el ejemplo, empuñé una pistola, y conociendo bien cuan desventajosa

era nuestra situación, grité: ¡Adelante!, y dí con la espuela a mi caballo que se lanzó a toda carrera

hacia la llanura. Pero teníamos que vérnoslas con montañeses que brincaban de roca en roca

como verdaderos demonios de los abismos, que aun saltando, hacían fuego, manteniendo a

nuestros flancos la posición tomada. Por lo demás, nuestro plan había sido previsto. En un punto

donde el camino se ensanchaba y la montaña se allanaba un poco, aguardaba nuestro paso un

joven a la cabeza de diez hombres a caballo. Cuando nos vieron, pusieron al galope sus

cabalgaduras, y nos asaltaron de frente, mientras aquellos que nos perseguían bajaban saltando

en gran cantidad, y cortada de tal modo nuestra retirada, nos rodeaban por todas partes.

La situación era grave; sin embargo, acostumbrada desde niña a las escenas de guerra, pude

apreciarla sin que se me escapara una sola circunstancia. Todos aquellos hombres, vestidos de

pieles de carnero, llevaban inmensos sombreros redondos, coronados de flores naturales al modo

de los húngaros. Cada uno de ellos manejaba un largo fusil turco, que agitaban vivamente luego de

haber disparado, dando gritos salvajes, y en la cintura portaba un sable corvo y dos pistolas. Su

jefe era un joven de apenas veintidós años, de tez pálida, de ojos negros y cabellos ensortijados

que le caían sobre las espaldas. Vestía la casaca moldava guarnecida de piel y ajustada al cuerpo

por una faja con listas de oro y seda. En su mano resplandecía un sable corvo, y en su cintura

relucían cuatro pistolas. Durante la lucha daba gritos roncos e inarticulados que parecían no

pertenecer al habla humana, y sin embargo eran una eficaz expresión de sus deseos, pues a

aquellos gritos obedecían todos sus hombres, ora echándose a tierra boca abajo para esquivar

nuestras descargas, ora levantándose para disparar a su vez, haciendo caer a aquellos de nosotros

que aún estaban de pie, matando a los heridos, haciendo en suma de la lucha una carnicería. Yo

había visto caer uno después del otro los dos tercios de mis defensores. Cuatro estaban aún ilesos

y se apretaban a mi alrededor, no pidiendo una gracia que tenían la certidumbre de no conseguir,

y pensando sólo en vender la vida lo más cara que fuese posible. Entonces el joven jefe dio un

grito más expresivo que los anteriores, tendiendo la punta de su sable hacia nosotros. En verdad

aquella orden significaba que debía rodearse nuestro último grupo de un cerco de fuego y

fusilarnos a todos juntos, pues de un golpe vimos apuntarnos todos aquellos largos mosquetes.

Comprendí que había llegado la hora final. Alcé los ojos y las manos al cielo, murmurando una

última plegaria, y aguardé la muerte. En ese instante vi, no descender sino precipitarse de peña en

pena, un joven que se detuvo enhiesto sobre una roca que dominaba la escena, semejante a una

estatua en un pedestal, y, extendiendo la mano hacia el campo de batalla, pronunció esta sola

palabra: "¡Basta!" Todas las miradas se volvieron a esa voz, y cada uno pareció obedecer al nuevo

amo. Sólo un bandido apuntó de nuevo su fusil e hizo el disparo. Uno de nuestros hombres dio un

grito; la bala le había roto el brazo izquierdo. Se volvió al punto para lanzarse sobre el que le

hiriera, pero aún no había hecho cuatro pasos su caballo, que un relámpago brilló por encima de

nosotros y el bandido rebelde cayó herido por una bala en la cabeza... Tantas y tan diversas

emociones habían acabado mis fuerza; me desvanecí. Cuando recobré los sentidos, me hallé

acostada sobre la hierba, con la cabeza apoyada en las rodillas de un hombre, de quien no veía

Page 11: La Dama Negra, La Dama Palida y Las Tumbas de Saint Denis

sino la mano blanca y cubierta de anillos rodeándome el cuerpo, mientras ante mí estaba parado,

de brazos cruzados y la espada bajo la axila, el joven jefe moldavo que dirigiera el asalto contra

nosotros.

-Kostaki -decía en francés y con gesto autoritario el que me sostenía- que tus hombres se retiren

de inmediato. Déjame al cuidado de esta joven.

-Hermano, hermano -respondió aquel a quien eran dirigidas tales palabras, y que parecía

contenerse con esfuerzo- cuídate de no cansar mi paciencia; yo te dejo el castillo, déjame a mí el

bosque. En el castillo tú eres el amo, pero aquí yo soy todopoderoso. Aquí me bastaría una sola

palabra para obligarte a obedecerme.

-Kostaki, yo soy el mayor; lo que quiere decir que soy amo en todas partes, así en el bosque como

en el castillo, allá y aquí. Como a ti, me corre por las venas la sangre de los Brankovan, sangre real

que tiene el hábito de mandar, y yo mando.

-Manda a tus servidores, Gregoriska, no a mis soldados.

-Tus soldados son bandidos, Kostaki... bandidos que haré ahorcar en las almenas de nuestras

torres si no me obedecen al instante.

-Bien, intenta darles una orden.

Sentí entonces que quien me sostenía retiraba su rodilla, y colocaba suavemente mi cabeza sobre

una piedra.

Lo seguí ansiosa con la mirada y pude examinar a aquel joven que cayera, por así decirlo, del cielo

en medio de la refriega, y que yo había podido ver apenas, estando desmayada, mientras aparecía

a punto en escena. Era un joven de veinticuatro años, de alta estatura y con dos grandes ojos

celestes y resplandecientes como el relámpago, en los que se leía una extraordinaria decisión y

firmeza. Los largos cabellos rubios, indicio de la estirpe eslava, le caían sobre las espaldas como los

del arcángel Miguel, circundando dos mejillas rubicundas y frescas; sus labios realzados por una

sonrisa desdeñosa, dejaban ver una doble hilera de perlas. Vestía una especie de túnica de velludo

negro, calzones ceñidos a las piernas y botas bordadas; en la cabeza tenía un gorro puntiagudo

ornado de una pluma de águila; en la cintura portaba un cuchillo de caza, y al hombro una

pequeña carabina de dos caños, cuya precisión había aprendido a apreciar uno de los bandidos.

Extendió la mano, y con ese gesto imperioso pareció imponerse hasta a su hermano. Pronunció

algunas palabras en lengua moldava, las cuales parecieron causar profunda impresión sobre los

bandidos. Entonces, a su vez, habló en la misma lengua el joven jefe, y me pareció que su discurso

estaba lleno de amenazas y de imprecaciones. A aquel largo y vehemente discurso el hermano

mayor contestó con una sola palabra. Los bandidos se sometieron; hizo un gesto, y los bandidos se

sometieron; hizo un gesto, y los bandidos se reunieron detrás de nosotros.

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-¡Bien! Sea, pues, Gregoriska -dijo Kostaki volviendo a hablar en francés-. Esta mujer no irá a la

caverna, pero no por ello será menos mía. La encuentro hermosa, la he conquistado yo y la quiero

yo.

Así diciendo, se lanzó hacia mí y me levantó entre sus brazos.

-Esta mujer será llevada al castillo y entregada a mi madre, yo no la abandonaré -dijo mi protector.

-¡Mi caballo! -gritó Kostaki en lengua moldava.

Varios bandidos se apresuraron a obedecer, condujeron a su señor la cabalgadura pedida...

Gregoriska miró en torno, asió las bridas de un caballo sin dueño, y saltó a la silla sin tocar los

estribos. Kostaki, bien que me tenía aún apretada entre sus brazos, montó en la silla casi tan

ágilmente como su hermano, y partió a todo galope. El caballo de Gregoriska pareció haber

recibido el mismo impulso y fue a ponerse pegado al flanco y al pescuezo del corcel de Kostaki.

Extraño de verse eran aquellos dos caballeros que volaban el uno junto al otro, taciturnos,

silenciosos, sin perderse de vista un solo instante, aun cuando aparentaran no mirarse, y se

entregaban por entero a sus cabalgaduras, cuya impetuosa carrera los llevaba a través de bosques,

rocas y precipicios.

Tenía la cabeza caída, y esto me permitía ver los bellos ojos de Gregoriska fijos en mí. Kostaki lo

advirtió, me levantó la cabeza, y ya no vi más que su tétrica mirada devorándome. Bajé los

párpados, pero en vano; a través de su velo, veía no obstante siempre aquella mirada

relampagueante que me penetraba hasta las vísceras y me punzaba el corazón. Entonces me

acaeció una extraña alucinación; me parecía ser la Leonora de la balada de Bürger, llevada por el

caballo y el caballero fantasmas, y cuando sentí que se me cerraban abrí los ojos amedrentada, tan

persuadida estaba de ver alrededor mío sólo cruces rotas y tumbas abiertas. Vi algo un poco más

alegre; era el patio interno de un castillo moldavo construido en el siglo XIV.

Kostaki me dejó resbalar a tierra, bajando casi en seguida después que yo; pero, por rápido que

hubiera sido su acto, Gregoriska le había precedido. Como lo dijera, en el castillo él era el amo. Al

ver llegar a los dos jóvenes y a la extranjera que llevaban con ellos, acudieron los servidores; pero,

aunque dividieron sus diligencias entre Kostaki y Gregoriska, aparecía claro que los mayores

miramientos, el respeto más profundo eran para el segundo. Se aproximaron dos mujeres,

Gregoriska les dio una orden en lengua moldava, y con la mano me indicó que las siguiera. La

mirada que acompañaba aquel gesto era tan respetuosa que yo no vacilé absolutamente en

obedecerle. Cinco minutos después me encontraba en una cámara que, aun cuando pudiera

parecer desnuda y triste a una persona de menos fácil contentamiento, era sin embargo

evidentemente la más hermosa del castillo. Una gran habitación cuadrada, con una especie de

diván de sayal verde, asiento de día, lecho de noche. Había también allí cinco o seis sillones de

encina, un inmenso cofre, y en un ángulo un trono semejante a una gran silla de coro.

No había que hablar de cortinas en las ventanas y en el lecho. A los costados de la escalera que

llevaba a aquella cámara, se erguían, dentro de nichos, tres estatuas de los Brankovan de tamaño

Page 13: La Dama Negra, La Dama Palida y Las Tumbas de Saint Denis

superior al natural. Al poco rato trajeron nuestros bagajes, entre los cuales se encontraban

también mis maletas. Las mujeres me ofrecieron sus servicios. Pero no obstante, reparando el

desorden que lo sucedido causara en mi tocado, conservé mi vestimenta de amazona, la cual, más

que cualquier otra, acordaba con el modo de vestir de mis huéspedes. Apenas había hecho los

pocos cambios necesarios en mis ropas, cuando oí golpear levemente en la puerta.

-Adelante -dije en francés, siendo esta lengua para nosotros los polacos, como saben, casi una

segunda lengua materna.

Entró Gregoriska.

-¡Ah! señora, cuánto me complace que hables francés.

-Y yo también -respondí- estoy contenta de saber esta lengua, porque de tal modo he podido,

gracias a este hecho, apreciar toda la generosidad de tu conducta conmigo. En esa lengua me

defendiste de los designios de tu hermano, y en esa lengua te ofrezco yo la expresión de mi

sincero reconocimiento.

-Te lo agradezco, señora. Era cosa muy natural que me preocupara de una mujer que se

encontraba en tu situación. Andaba de caza por los montes cuando llegaron a mi oído algunas

detonaciones anormales y continuas; comprendí que se trataba de un asalto a mano armada, y

marché al encuentro del fuego, como decimos nosotros en términos guerreros. A Dios gracias,

llegué a tiempo, pero ¿sería tal vez demasiado atrevido si te preguntara, oh señora, por cuál

motivo una mujer de alto linaje, como eres tú, se ha visto reducida a aventurarse en nuestros

montes?

-Soy polaca -contesté-. Mis dos hermanos sucumbieron, no ha mucho, en la guerra contra Rusia;

mi padre, a quien dejé yo mientras se preparaba a defender su castillo, sin duda se les ha reunido

ya a esta hora, y yo, huyendo por orden de mi padre de todos aquellos estragos, iba en busca de

refugio al monasterio de Sabastru, donde mi madre, en su juventud y en circunstancias

semejantes, había encontrado asilo seguro.

-Eres enemiga de los rusos, tanto mejor -dijo el joven- este título te será poderosa ayuda en el

castillo, y nosotros necesitaremos de todas nuestras fuerzas para sostener la lucha que se prepara.

Pero ante todo, señora, pues que ya sé quién eres, debes saber también quienes somos nosotros:

el nombre de los Brankovan no te es desconocido, ¿verdad, señora? -Yo me incliné-. Mi madre es

la última princesa de este nombre, la última descendiente del ilustre jefe mandado matar por los

Cantimir, los viles cortesanos de Pedro I. Casó en primeras nupcias con mi padre, Serban Waivady,

príncipe también él, pero de estirpe menos ilustre. Mi padre había sido educado en Viena, y allí

pudo apreciar las ventajas de la civilización. Decidió hacer de mí un europeo. Partimos para

Francia, Italia, España y Alemania. Mi madre -no le toca a un hijo, lo sé, narrar lo que te diré, pero,

ya que por nuestra salvación es necesario que nos conozcamos bien, reconocerás justos los

motivos de esta revelación- mi madre, digo, que durante los primeros viajes de mi padre, mientras

era yo aún niño, había tenido culpables relaciones con un jefe de parciales (que con tal nombre,

Page 14: La Dama Negra, La Dama Palida y Las Tumbas de Saint Denis

agregó sonriendo Gregoriska, se llaman en este país a los hombres por quienes fuiste agredida),

cierto conde Giordaki Koproli, medio griego y medio moldavo, escribió a mi padre confesándole

todo y pidiéndole el divorcio, apoyando su demanda en que no quería ella, una Brankovan,

continuar siendo por más tiempo mujer de un hombre que se tornaba día a día más extranjero a

su patria. ¡Ay! Mi padre no tuvo necesidad de dar su asentimiento a esa petición, que te podrá

parecer extraña, pero entre nosotros es cosa muy natural. Él había muerto de un aneurisma que

desde mucho tiempo lo atormentaba, y la carta de mi madre la recibí yo. A mí ahora no me

quedaba otra cosa que hacer votos sinceros por la felicidad de mi madre, y le escribí una carta, en

la que le comunicaba estos votos míos junto con la noticia de su viudez. En aquella carta le pedía

también permiso para poder continuar mis viajes, que me fue concedido. Tenía yo la firme

intención de establecerme en Francia o Alemania para no encontrarme cara a cara con un hombre

que aborrecía, y que no podía amar, quiero decir al marido de mi madre; cuando he aquí que, de

improviso, vine a saber que el conde Giordaki Koproli había sido asesinado, según decires, por los

viejos cosacos de mi padre. Amaba yo demasiado a mi madre para no apresurarme a regresar a la

patria, comprendía su aislamiento y la necesidad en que debía encontrarse de tener junto a ella en

tales circunstancias las personas que podían serle queridas. Aun cuando ella nunca se hubiera

mostrado muy tierna conmigo, era su hijo. Una mañana llegué inesperadamente al castillo de mis

padres. Allí encontré a un joven, a quien al principio tomé por un extranjero, pero luego supe que

era mi hermano. Era Kostaki, el hijo del adulterio, legitimado por un segundo matrimonio; Kostaki,

la indomable criatura que viste, para quien son leyes sólo sus pasiones, que nada tiene por

sagrado aquí abajo fuera de su madre, que me obedece como la tigresa obedece al brazo que la ha

domado, pero rugiendo por siempre, en la vaga esperanza de poder devorarme un día. En el

interior del castillo, en el hogar de los Brakovan y de los Waivady, yo soy aún el amo; pero fuera de

este recinto, en la abierta campiña, él se convierte en el salvaje hijo de los bosques y de los

montes, que quiere doblegarlo todo bajo su férrea voluntad. Cómo hoy él y sus hombres hicieron

para ceder, no lo sé; quizá por antigua costumbre, o por un resto de respeto que me tienen. Pero

no quisiera arriesgar otra prueba. Permanece aquí, no salgas de esta cámara, del patio, del castillo

en suma, y respondo de todo; si das un paso fuera del castillo, no puedo prometerte otra cosa que

hacerme matar por defenderte.

-¿No podré entonces -dije yo- según el deseo de mi padre, continuar el viaje hacia el convento de

Sabastru?

-Obra, intenta, ordena, yo te acompañaré, pero quedaré en mitad del camino, y tú... tú

ciertamente no alcanzarás la meta de tu viaje.

-Pero ¿qué hacer, entonces?

-Quédate aquí, aguarda, toma consejo de los hechos y aprovecha las circunstancias. Suponte

haber caído en una caverna de bandidos, y que sólo tu valor podrá sacarte del apuro, tu calma

salvarte. Mi madre, a despecho de la preferencia que concede a Kostaki, hijo de su amor, es buena

y generosa. Por otra parte, es una Brankovan, vale decir una verdadera princesa. La verás: ella te

defenderá de las brutales pasiones de Kostaki. Ponte bajo la protección de ella: sé cortés y te

Page 15: La Dama Negra, La Dama Palida y Las Tumbas de Saint Denis

amará. Y en realidad (agregó él con expresión indefinible), ¿quién podría verte y no amarte? Ven

ahora al comedor donde mi madre te espera. No demuestres fastidio ni desconfianza: habla

polaco: aquí nadie conoce esta lengua; yo traduciré a mi madre tus palabras, y estate tranquila,

que sólo diré aquello que sea conveniente decir. Sobre todo ni una palabra de cuanto te he

revelado: nadie debe sospechar que estamos de acuerdo. Tú no sabes aún de cuánta astucia y

disimulación es capaz el más sincero de entre nosotros. Ven.

Lo seguí por la escalera iluminada de antorchas de resina ardiendo, puestas dentro de manos de

hierro que sobresalían del muro. Era evidente que aquella insólita iluminación había sido dispuesta

para mí. Llegamos al comedor. Apenas Gregoriska hubo abierto la puerta de aquella sala, y

pronunciado en el umbral una palabra en lengua moldava, que después supe significaba la

extranjera, vino a nuestro encuentro una mujer de alta estatura. Era la princesa Brankovan. Tenía

cabellos blancos entrelazados alrededor de la cabeza, la cual estaba cubierta de un gorro de

cibelina, ornado de un penacho, signo de su origen principesco. Vestía una especie de túnica de

brocado, el corpiño sembrado de piedras preciosas, sobrepuesta a una larga hopalanda de estofa

turca, guarnecida de piel igual a la del gorro. Tenía en la mano un rosario de cuentas de ámbar,

que hacía correr rápidamente entre los dedos. Junto a ella estaba Kostaki, vestido con el

espléndido y majestuoso traje magiar, en el cual me pareció aún más extraño. Su traje estaba

compuesto de una sobrevesta de velludo negro, de ancha mangas, que le caía hasta debajo de la

rodilla, calzones de casimir rojo, y los largos cabellos de color negro tirando a azulado le caían

sobre el cuello desnudo, rodeado solamente por la orla blanca de una fina camisa de seda. Me

saludó torpemente, y pronunció en moldavo algunas palabras para mí ininteligibles.

-Puedes hablar en francés, hermano mío -dijo Gregoriska-; la señora es polaca y comprende esta

lengua.

Entonces Kostaki dijo en francés algunas palabras casi tan incomprensibles para mí como las que

pronunciara en moldavo; pero la madre, tendiendo gravemente el brazo, interrumpió a los dos

hermanos. Aparecía claro que intimaba a sus hijos que esperaran a que sólo ella me recibiera.

Comenzó entonces en lengua moldava un discurso de cumplimiento, al cual la movilidad de sus

facciones daba un sentido fácil de explicarse. Me indicó la mesa, me ofreció una silla cerca de ella,

señaló con un gesto la casa toda, como diciendo que estaba a mi disposición, y, sentándose antes

que los demás con benévola dignidad, hizo la señal de la cruz y pronunció una plegaria. Entonces

cada uno ocupó su lugar propio, establecido por la etiqueta, Gregoriska cerca de mí. Como

extranjera, yo había determinado que a Kostaki le tocara el puesto de honor junto a su madre

Smeranda. Así se llamaba la condesa. También Gregoriska había mudado de vestimenta. Llevaba él

igualmente la túnica magiar y los calzones de casimir, pero aquélla de color granate y estos

turquíes. Tenía colgada del cuello una espléndida condecoración, el nisciam del sultán Mahmud.

Los otros comensales de la casa cenaban en la misma mesa, cada uno en el sitio que le

correspondía según el grado que ocupaba entre los amigos o los servidores. La cena fue triste:

Kostaki no me dirigió nunca la palabra, si bien su hermano tuvo siempre la atención de hablarme

en francés. La madre me ofrecía de todo con sus propias manos con ese ademán solemne que le

era natural; Gregoriska había dicho la verdad: era una verdadera princesa. Luego de la cena,

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Gregoriska se acercó a su madre, y le explicó en lengua moldava el deseo que yo debía tener de

estar sola, y cuán necesario me sería el reposo después de las emociones de aquella jornada.

Smeranda hizo un gesto de aprobación, me tendió la mano, me besó en la frente, como lo hubiera

hecho con una hija suya, y me deseó buena noche en su castillo. Gregoriska no se había engañado:

yo ansiaba ardientemente aquel instante de soledad. Agradecí por eso a la princesa, quien me

condujo hasta la puerta, donde me esperaban las dos mujeres que antes ya me acompañaran en

mi cámara. Saludado que hube a la madre y a los dos hijos, volví a mi aposento, de donde saliera

una hora antes.

El sofá estaba transformado en lecho. Otros cambios no se habían hecho. Agradecí a las mujeres:

les hice comprender que me desvestiría sola, y ellas salieron en seguida con mil testimonios de

respeto que querían significar tener órdenes de obedecerme en todo y por todo. Quedé sola en

aquella inmensa cámara, que mi candela podía alumbrar apenas en parte. Era un singular juego de

luces, una especie de lucha entre el resplandor trémulo de mi cirio y los rayos de la luna que

pasaban a través de la ventana sin cortinados. Además de la puerta por la que entrara, y que caía

sobre la escalera, habían otras dos en la cámara; pero sus gruesos cerrojos, que se cerraban por

dentro, bastaban para tranquilizarme. Miré la puerta de entrada; también ella tenía medios de

defensa. Abrí la ventana: daba sobre un abismo. Comprendí que Gregoriska había elegido aquella

cámara calculadamente. De vuelta por fin a mi sofá, encontré sobre una mesita puesta junto a la

cabecera una tarjeta doblada. La abrí y leí en polaco: Duerme tranquila: nada tienes que temer

mientras permanezcas en el interior del castillo. Seguí el buen consejo, y como el cansancio vencía

sobre las preocupaciones que me tenían desazonada, me acosté y en seguida me dormí.

Desde aquel momento quedaba fijada mi permanencia en el castillo y tenía principio el drama que

voy a narrarles.

Los dos hermanos se enamoraron de mí, cada uno según su índole. Kostaki me confesó de

improviso, al día siguiente, que me amaba, y declaró que sería suya y no de otro, y que me mataría

antes que cederme a quienquiera que fuese. Gregoriska no me dijo nada, pero se mostró lleno de

amor y de consideraciones conmigo. Para complacerme puso en práctica todos los medios de su

refinada educación, todos los recuerdos de una juventud transcurrida en la más nobles Cortes de

Europa. ¡Ay! No era cosa tan difícil pues ya el primer sonido de su voz me había acariciado el alma,

y ya su primera mirada me había serenado el corazón. Al cabo de tres meses Kostaki me había

repetido cien veces que me amaba, y yo lo odiaba; Gregoriska aún no me había dicho una palabra

de amor y yo sentía que cuando él lo deseara sería toda suya.

Kostaki había renunciado a sus incursiones. Encerrado siempre en el castillo, había cedido

momentáneamente el mando a un lugarteniente, quien de cuando en cuando venía a pedirle

órdenes, y en seguida desaparecía. También Smeranda había concebido por mí una amistad

apasionada, cuyas expresiones me causaban temor. Protegía ella visiblemente a Kostaki, y parecía

celosa de mí más aún de lo que él lo fuera. Pero como no hablaba polaco ni francés, y yo no

comprendía el moldavo, ella no tenía modo de insistir ante mí en favor de su hijo predilecto. Había

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sin embargo aprendido a decir en francés unas palabras que me repetía siempre cuando posaba

sus labios en mi frente:

-¡Kostaki ama a Edvige!...

Un día recibí una noticia horrible que colmó mi desventura. Los cuatro hombres sobrevivientes del

combate habían sido puestos en libertad y regresado a Polonia, prometiendo que uno de ellos,

antes de que pasaran tres meses, volvería para darme noticias de mi padre. En efecto, una

mañana se presentó de nuevo uno de ellos. Nuestro castillo había sido tomado, incendiado,

destruido, y mi padre se había hecho matar defendiéndolo. En adelante estaba sola en el mundo.

Kostaki redobló sus insinuaciones, y Smeranda sus ternuras; pero esta vez aduje como pretexto mi

duelo por la muerte de mi padre. Kostaki insistió diciendo que cuanto más sola me encontraba

tanto más necesidad tenía de apoyo, y su madre insistió al par y acaso más que él.

Gregoriska me había hablado del poder que los moldavos tienen sobre sí mismos, cuando no

quieren que otros lean en su corazón. Él era un vivo ejemplo de ello. Estaba segurísima de su

amor, y sin embargo, si alguien me hubiera preguntado en qué prueba se fundaba tal certidumbre,

me habría sido imposible decirlo: nadie en el castillo había visto nunca que su mano tocara la mía,

o que sus ojos buscaran los míos. Sólo los celos podían hacer clara a Kostaki la rivalidad del

hermano, como sólo el amor que alimentaba yo por Gregoriska podía hacerme claro su amor. Sin

embargo, lo confieso, me inquietaba mucho aquel poder de Gregoriska sobre sí mismo. Yo tenía fe

en él, pero no bastaba; necesitaba ser convencida; cuando he aquí que una noche, de vuelta

apenas en mi cámara, oí golpear levemente a una de las dos puertas que se cerraban por dentro.

Por el modo de golpear adiviné que era una llamada amiga. Me acerqué, preguntando quién

estaba allí.

-Gregoriska -contestó una voz cuyo acento no podía engañarme.

-¿Qué queréis de mí? -le pregunté toda temblorosa.

-Si tienes fe en mí -dijo Gregoriska- si me crees hombre de honor, ¿me permites una pregunta?

-¿Cuál?

-Apaga la luz como si te hubierais acostado, y de aquí en media hora, ábreme esta puerta.

-Vuelve dentro de media hora... -fue mi única respuesta.

Apagué la luz y aguardé. El corazón me palpitaba con violencia, pues comprendía que se trataba

de un hecho importante. Transcurrió la media hora: oí golpear más levemente aún que la primera

vez. Durante el intervalo había descorrido los cerrojos; no me quedaba pues sino abrir la puerta.

Gregoriska entró, y sin que me dijera, cerré la puerta tras él y eché los cerrojos. Él permaneció un

instante mudo e inmóvil, imponiéndome silencio con el gesto. Luego, cuando estuvo seguro de

que ningún peligro nos amenazaba por el momento, me llevó al centro de la vasta cámara, y

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sintiendo, por mi temblor, que no habría podido sostenerme de pie, me buscó una silla. Me senté

o más bien me dejé caer sobre el asiento.

-¡Dios mío! -le dije- ¿qué hay de nuevo, o por qué tantas precauciones?

-Porque mi vida, que no contaría para nada, y acaso también la tuya, dependen de la conversación

que tendremos.

Amedrentada, le aferré una mano. Se la llevó él a los labios, mirándome como si quisiera pedir

excusas por tanta audacia. Bajé yo los ojos, era un tácito consentimiento.

-Yo te amo -me dijo con aquella voz melodiosa como un canto- ¿me amas tú?

-Sí -le respondí.

-¿Y consentirías en ser mi mujer?

-Sí.

Llevó la mano a la frente con profunda expresión de felicidad.

-Entonces, ¿no rehusarás seguirme?

-Te seguiré doquiera.

-Pues comprenderás bien que no podemos ser felices sino huyendo de estos lugares.

-¡Oh sí! Huyamos -exclamé.

-¡Silencio -dijo él estremeciéndose-. ¡Silencio!

-Tienes razón.

Y me le acerqué.

-Escucha lo que he hecho -continuó Gregoriska- escucha por qué he estado tanto tiempo sin

confesarte que te amaba. Quería yo, cuando estuviera seguro de tu amor, que nadie pudiera

oponerse a nuestra unión. Yo soy rico, querida Edvige, inmensamente rico, pero como lo son los

señores moldavos: rico en tierras, en ganados, en servidores. Ahora bien, he vendido por un

millón, tierras, rebaños y campesinos al monasterio de Hango. Me han dado trescientos mil

francos en muchas piedras preciosas, cien mil francos en oro, el resto en letras de cambio sobre

Viena. ¿Te bastará un millón?

Le apreté la mano.

-Me hubiera bastado tu amor, Gregoriska, júzgalo tú.

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-¡Bien! Escucha; mañana voy al monasterio de Hango para tomar mis últimas disposiciones con el

superior. Él me tiene listos caballos que nos esperarán de las nueve de la mañana en adelante

ocultos a cien pasos de castillo. Después de la cena, subirá de nuevo como hoy a tu cámara; como

hoy apagarás la luz; como hoy entraré yo en tu aposento. Pero mañana, en vez de salir solo tú me

seguirás, saldremos por la puerta que da sobre los campos, encontraremos los caballos,

montaremos, y pasado mañana por la mañana habremos recorrido treinta leguas.

-¡Oh! ¡Por qué no será ya pasado mañana!

-¡Querida Edvige!

Gregoriska me apretó sobre el corazón, y nuestros labios se encontraron. ¡Oh! Lo había dicho él,

yo había abierto la puerta de mi cámara a un hombre de honor; pero comprendió bien que si no le

pertenecía en cuerpo le pertenecía en alma. Transcurrió la noche sin que pudiera cerrar los ojos.

Me veía huir con Gregoriska, me sentía transportada por él como ya lo había sido por Kostaki: sólo

que aquella carrera terrible, espantable, fúnebre, se trocaba ahora en un apuro suave y delicioso,

al que la velocidad del movimiento agregaba deleite, pues también el movimiento veloz tiene un

deleite propio... Nació el día. Bajé. Me pareció que el ademán con que me saludó Kostaki era aún

más tétrico que de costumbre. Su sonrisa era irónica y amenazadora. Smeranda no me pareció

cambiada. Durante la colación, Gregoriska ordenó sus caballos. Parecía que Kostaki no pusiera ni la

mínima atención en aquella orden. Hacia las once Gregoriska nos saludó, anunciando que estaría

de regreso recién a la noche, y rogando a su madre que no lo esperase a cenar: después, se volvió

hacia mí y me rogó quisiera admitir sus excusas.

Salió. La mirada de su hermano lo siguió hasta cuando dejó la cámara, y en ese momento le brotó

de los ojos un tal relámpago de odio que me estremecí. Pueden imaginarse con qué inquietud

pasé aquel día. A nadie había confiado nuestros designios, a duras penas le hablé a Dios de ello en

mis plegarias, y me parecía que todos los conocieran, que cada mirada puesta en mí pudiera

penetrar y leer en lo íntimo de mi corazón... La cena fue un suplicio; hosco y taciturno, Kostaki, por

costumbre, hablaba raramente: esta vez no dijo más que dos o tres palabras en moldavo a su

madre, y siempre con tal acento que hacía estremecer. Cuando me levanté para subir a mi

aposento, Smeranda, como de ordinario, me abrazó, y al abrazarme repitió aquella frase que

desde ya ocho días no le saliera de la boca: ¡Kostaki ama a Edvige!

Esta frase me siguió como una amenaza hasta mi cámara, y aun allí me parecía que una voz fatal

me susurrase al oído: ¡Kostaki ama a Edvige! Ahora el amor de Kostaki, me lo había dicho

Gregoriska, equivalía a la muerte. Hacia las siete de la noche vi a Kostaki atravesar el patio. Se

volvió para verme, pero me aparté para que no pudiera descubrirme. Estaba inquieta, pues por

cuanto podía yo ver desde mi ventana, me parecía que él iba directamente hacia la caballeriza. Me

arriesgué a correr los cerrojos de una de las puertas internas de mi cámara y pasar a la cámara

vecina, desde donde podía ver todo lo que él estaba por hacer. Se dirigía, en efecto, hacia la

caballeriza, y cuando hubo llegado a ella sacó él mismo su caballo favorito, ensillándolo de su

propia mano con el cuidado de un hombre que da la mayor importancia a cada detalle. Vestía el

mismo traje que cuando se me apareciera la vez primera, pero no llevaba otra arma que el sable.

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Cuando hubo ensillado el caballo, miró otra vez hacia la ventana de mi cámara. No habiéndome

visto, saltó sobre la silla, se hizo abrir la misma puerta por la que saliera y debía volver su

hermano, y se alejó a todo galope en dirección del monasterio de Hango. Se me apretó entonces

terriblemente el corazón; un fatal presentimiento me decía que Kostaki iba al encuentro de su

hermano. Estuve en la ventana hasta cuando pude distinguir el camino que, a un cuarto de legua

de distancia del castillo, hacía un recodo a la izquierda y se perdía en el comienzo de un bosque.

Pero la noche se tornaba cada vez más cerrada, y pronto no pude distinguir más el camino.

Me quedé todavía.

Finalmente, la inquietud que me atormentaba renovó, precisamente por exceso, mis fuerzas, y

pues las primeras noticias, de uno o de otro hermano, debían llegarme en la sala inferior, bajé.

Miré ante todo Smeranda. En la tranquilidad de su rostro advertí que no tenía ninguna aprensión;

daba órdenes para la acostumbrada cena, y los cubiertos de los hermanos estaban en los lugares

habituales. No me atreví a interrogar a nadie. Por otra parte, ¿a quién hubiera podido dirigirme?

En el castillo ninguno, excepto Kostaki y Gregoriska, hablaban las dos lenguas que yo sabía. Me

sobresaltaba al mínimo rumor. Por costumbre, nos poníamos a la mesa a las nueve.

Había bajado a la sala a las ocho y media, y seguía con la mirada la aguja de los minutos, cuyo

avance era casi visible sobre el amplio cuadrante del reloj. La viajera aguja transitó la distancia que

nos separaba del cuarto de hora.

El cuarto golpeó, y las vibraciones resonaron profundas y tristes; en seguida, la aguja continuó su

girar silencioso, y la vi recorrer de nuevo la distancia con la regularidad y la lentitud de la punta de

un compás. Algunos minutos antes de dar las nueve me pareció oír el pataleo de un caballo en el

patio. Lo oyó también Smeranda, y volvió el rostro hacia la ventana: pero la noche era demasiado

oscura para poder distinguir objeto alguno. ¡Oh! Si me hubiera mirado en aquel momento, cuán

presto habría adivinado lo que pasaba en mi corazón...

Se había oído el patalear de un solo caballo, y era cosa muy natural, pues estaba yo bien segura de

que habría regresado un solo caballero. ¿Pero cuál? Resonaron algunos pasos en la antecámara;

pasos lentos, como los de un hombre que camina hesitando: cada uno de ellos me parecía

transitarme el corazón. La puerta se abrió, y en la oscuridad vi delinearse una sombra.

La sombra se detuvo un instante en la puerta; el corazón se me quedó en suspenso. La sombra

avanzó, y a medida que entraba en el círculo de la luz, recobraba yo el aliento.

Reconocí a Gregoriska. Algunos momentos más, y el corazón se me quebraba. Reconocí a

Gregoriska, pero estaba pálido como un cadáver. Con sólo verle se podía adivinar que había

acontecido algo terrible.

-¿Eres tú, Kostaki? -preguntó Smeranda.

-No, madre mía -contestó Gregoriska con sorda voz.

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-¡Ah, al fin! -dijo ella- ¿y desde cuándo acá toca a tu madre esperarte?

-Madre mía -dijo Gregoriska mirando la péndola- apenas son las nueve.

Y efectivamente en ese mismo momento sonaron las nueve.

-Es verdad -dijo Smeranda-. ¿Dónde está tu hermano?

A pesar mío se presentó en mi mente el pensamiento de que Dios había hecho la misma pregunta

a Caín. Gregoriska no contestó.

-¿Nadie ha visto hasta ahora a Kostaki? -preguntó Smeranda.

El vatar, o sea el mayordomo, fue a informarse.

-Hacia las siete -dijo él de regreso- el conde ha estado en las caballerizas, ha ensillado con propia

mano su caballo, y ha partido por el camino de Hango.

En ese instante mis ojos se encontraron con los de Gregoriska. No sé si fue realidad o alucinación,

pero me pareció notar una gota de sangre en medio de su frente. Me llevé lentamente el dedo a la

frente indicando el punto donde creía yo ver aquella mancha, Gregoriska me comprendió: sacó el

pañuelo y se secó.

-Sí, sí -murmuró Smeranda- habrá encontrado algún lobo u oso, y se habrá entretenido en

perseguirlo. He aquí por qué un hijo hace esperar a su madre. ¿Dónde le has dejado, Gregoriska?

-Madre mía -respondió éste con voz conmovida pero firme- mi hermano y yo no hemos salido

juntos.

-Bien -dijo Smeranda-. Vamos a la mesa, cada uno póngase en su lugar, y luego ciérrense las

puertas; quien esté afuera, dormirá afuera.

Las dos primeras partes de estas órdenes fueron estrictamente ejecutadas. Smeranda se puso en

su lugar, Gregoriska se sentó a su diestra, yo a su siniestra. Después los servidores salieron para

cumplir la tercera parte de las órdenes, es decir para cerrar las puertas del castillo. En ese

momento mismo se escuchó un gran estrépito en el patio, y un servidor entró espantado diciendo:

-Princesa, ha entrado en este instante al patio el caballo del conde Kostaki, solo y por entero

cubierto de sangre.

-¡Oh! -murmuró Smeranda levantándose pálida y amenazadora- de tal modo volvió una noche al

castillo el caballo de su padre.

Dirigió una mirada a Gregoriska: no estaba pálido ya, estaba lívido. El caballo del conde Koproli, en

efecto, había regresado una noche al castillo todo manchado de sangre, y una hora después los

servidores encontraron y trajeron el cuerpo del amo cubierto de heridas. Smeranda tomó una

antorcha de manos de un criado, se acercó a la puerta y abriéndola bajó al patio. El caballo,

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espantado, era retenido trabajosamente por tres o cuatro servidores que hacían toda clase de

esfuerzos para tranquilizarlo. Smeranda se aproximó al animal, examinó la sangre que cubría la

silla y vio una herida en su testuz.

-Kostaki fue muerto de frente -dijo ella- en duelo y por un solo enemigo. Busquen su cuerpo, hijos

míos, más tarde buscaremos al homicida.

Así como el caballo había entrado por la puerta de Hango, todos los servidores se precipitaron

afuera por ella, y se vieron sus antorchas perderse en la campiña y entrar en lo profundo del

bosque, como en una hermosa noche de estío se ven centellear las luciérnagas en la llanura de

Niza o de Pisa.

Smeranda, como si hubiera estado segura de que la búsqueda no duraría mucho, aguardó enhiesta

en la puerta. Ni una lágrima humedecía las mejillas de aquella madre desolada, sin embargo se

veía que la desesperación rugía tempestuosa en lo profundo de su corazón... Gregoriska estaba

detrás de ella, y yo cerca de Gregoriska. Al abandonar la sala, pareció querer ofrecerme su brazo,

pero no se había atrevido a hacerlo. De ahí en cerca de un cuarto de hora se vio aparecer en el

recodo del camino una antorcha, luego una segunda, una tercera, y finalmente se distinguieron

todas. Sólo que ahora, en vez de dispersarse estaban agrupadas en torno a un centro común. Ese

centro era, como bien pronto se pudo advertir, unas parihuelas1 con un hombre tendido sobre

ellas. El fúnebre cortejo avanzaba lentamente, pero al cabo de diez minutos quienes lo llevaban se

descubrieron instintivamente la cabeza, y taciturnos entraron en el patio, donde fue depositado el

cuerpo. Entonces, con un majestuoso gesto, Smeranda ordenó que se le abriera paso, y

acercándose al cadáver puso una rodilla en tierra ante él, apartó los cabellos que le formaban un

velo sobre el rostro, y estuvo contemplándolo largamente, sin derramar una lágrima. Le abrió

luego la vestimenta moldava y apartó camisa ensangrentada. La herida se hallaba en la parte

diestra del pecho. Debía haber sido hecha con una hoja recta y de dos filos. Recordé haber visto

esa mañana misma al costado de Gregoriska el largo cuchillo de caza que servía de bayoneta a su

carabina. Busqué con los ojos el arma: no estaba ya allí. Smeranda se hizo llevar agua, mojó en ella

su pañuelo y lavó la llaga. Una sangre pura y tibia todavía enrojeció los labios de la herida. El

espectáculo que tenía bajo los ojos era a un tiempo atroz y sublime. Aquella vasta cámara

ahumada por las antorchas de resina, aquellos rostros bárbaros, aquellos ojos centelleantes de

ferocidad, aquellos ropajes singulares, aquella madre que, a la vista de la sangre aun cálida,

calculaba cuánto tiempo hacía que la muerte arrebatara a su hijo, aquel profundo silencio

interrumpido sólo por los sollozos de los bandidos cuyo jefe era Kostaki, todo eso, repito, tenía en

sí algo de atroz y de sublime. Smeranda acercó sus labios a la frente de su hijo, y se levantó; en

seguida, echándose a las espaldas las largas trenzas de blancos cabellos que se le habían desunido:

-¡Gregoriska! -dijo.

Gregoriska se estremeció, sacudió la cabeza y saliendo de su atonía:

-Madre mía -respondió.

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-Ven aquí, hijo mío, y escúchame.

Gregoriska obedeció, temblando, pero obedeció.

A medida que se aproximaba al cuerpo de Kostaki, la sangre brotaba de la herida más abundante y

más roja. Afortunadamente Smeranda no miraba más hacia aquel lado, pues a la vista de aquella

sangre no habría tenido ya necesidad de buscar el asesino.

-Gregoriska -dijo ella- bien sé que Kostaki y tú no se miraban con buenos ojos, bien sé que tú eres

un Waivady por parte de tu padre, y él un Koproli por parte del suyo, pero por parte de madre son

ambos de la sangre de los Brankovan. Sé que tú eres un hombre de ciudad occidental y él un hijo

de las montañas orientales; pero por el seno que los llevó a ambos, son hermanos. ¡Pues bien!

Gregoriska, quiero saber si mi hijo será llevado a yacer junto a la tumba de su padre sin que haya

sido pronunciado el juramento, si yo en fin podré llorar tranquila, como mujer, descansando en ti,

vale decir en un hombre, para el castigo.

-Dime, señora, el nombre del homicida, y ordena; te juro que dentro de una hora, si tú lo exiges,

habrá dejado de vivir.

-¿Juras so pena de mi maldición, lo has entendido, hijo mío? ¿Juras que el asesino morirá, que no

dejarás piedra sobre piedra de su casa: que su madre, sus hijos, sus hermanos, su mujer o su

prometida perecerán por tu mano? Júralo, y, al jurarlo, invoca sobre ti la cólera celeste si faltas a la

sacra promesa. Si faltas a esta sacra promesa, padecerás la miseria, la execración de los amigos, la

maldición de tu madre.

Gregoriska extendió la mano sobre el cadáver, y:

-¡Juro que el asesino morirá -dijo.

A aquel singular juramento, cuyo verdadero sentido yo sola y el muerto quizá podíamos

comprender, vi o creí ver cumplirse un horrendo prodigio. Los ojos del cadáver se abrieron, se

fijaron sobre mí más vivos cual nunca los viera, y, como si aquella mirada hubiera sido palpable,

sentí penetrarme hasta el corazón un hierro candente. No resistí tanto dolor, y me desvanecí.

Cuando recobré los sentidos me encontré acostada sobre el lecho de mi cámara: una de las dos

mujeres velaba cerca de mí. Pregunté dónde estaba Smeranda; me fue contestado que velaba

junto al cuerpo de su hijo. Pregunté dónde estaba Gregoriska: se me dijo que en el monasterio de

Hango.

Ahora no era preciso huir: ¿no había muerto Kostaki? No se debía ya hablar de boda, ¿podía yo

casarme con el fratricida? Transcurrieron así tres días y tres noches en medio de extraños sueños.

En la vigilia y en el sueño veía siempre aquellos dos ojos vivos en ese rostro de muerto: era una

visión horrenda. Kostaki debía ser sepultado al tercer día.

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Por la mañana me fue traído de parte de Smeranda un vestido completo de viuda. Me lo puse y

bajé. La casa parecía vacía, todos estaban en la capilla. Me encaminé hacia ella, y al tiempo que

trasponía su umbral, vino a mi encuentro Smeranda a quien no había visto desde hacia tres días.

Se hubiera dicho que era la imagen del Dolor. Con lento movimiento como el de una estatua, posó

sobre mi frente sus helados labios, y con voz que parecía salir ya de la tumba, pronunció las

habituales palabras; ¡Kostaki te ama!... No se pueden imaginar el efecto que produjeron en mí

aquellas palabras. Esa protesta de amor expresada en presente en vez de en pasado, que decía te

ama, y no ya te amaba; ese amor de ultratumba que venía a buscarme en la vida, hizo sobre mi

corazón una impresión terrible. Al mismo tiempo se apoderaba de mí un extraño sentimiento, tal

como si fuera verdaderamente la mujer de aquel que había muerto, no la prometida del vivo.

Aquel ataúd me atraía a mi pesar, dolorosamente, como la sierpe atrae al pajarillo por ella

fascinado.

Busqué con los ojos a Gregoriska; lo vi pálido y enhiesto contra una columna: miraba hacia lo alto.

No sé decir si me vio. Los monjes del convento de Hango rodeaban el cuerpo cantando salmos del

rito griego, a veces armoniosos, con frecuencia monótonos. También yo hubiera querido orar,

pero la plegaria expiraba en mis labios; mi mente estaba tan confusa que me parecía antes bien

presenciar un consistorio de demonios que una reunión de monjes. Cuando fue sacado el cuerpo

de allí, quise seguirlo, pero desfallecieron mis fuerzas. Sentí doblárseme las piernas, y me apoyé en

la puerta. Entonces Smeranda se me acercó e hizo una seña a Gregoriska. Este se aproximó.

Smeranda me habló en moldavo:

-Mi madre me ordena repetirte palabra por palabra lo que va a decir -me expresó Gregoriska.

Smeranda habló de nuevo; cuando hubo terminado:

-He aquí las palabras de mi madre -dijo él-: Lloras a mi hijo, Edvige, tu lo amabas, ¿verdad? Te

agradezco las lágrimas y tu amor; de ahora en adelante tienes una patria, una madre, una familia.

Derramemos las muchas lágrimas debidas a los muertos, luego seamos de nuevo dignas ambas de

aquel que ya no es... ¡yo su madre, tú su mujer! Adiós, vuelve a tu cámara; yo acompañaré a mi

hijo hasta su última morada; cuando regrese, me encerraré en mi estancia con mi dolor, y me

volverás a ver sólo cuando lo haya vencido; quédate tranquila, mataré este dolor, porque no

quiero que me mate a mí.

A estas palabras de Smeranda, traducidas por Gregoriska, no pude responder sino con un gemido.

Subí a mi cámara: el fúnebre cortejo se alejó, y lo vi desaparecer en el ángulo del camino. El

convento de Hango estaba a sólo media legua de distancia del castillo en línea recta; pero los

obstáculos del suelo hacían dar muchas vueltas al camino, de modo que se empleaban dos horas

en recorrer aquel espacio. Era el mes de noviembre. Las jornadas se habían tornado frías y breves,

y a las cinco ya era noche oscura. Hacia las siete vi reaparecer las antorchas; el cortejo fúnebre

había regresado. El cadáver reposaba en la tumba de sus padres; todo estaba concluido.

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Les dije ya en qué singular pesadilla vivía presa luego del fatal suceso que nos sumergiera a todos

en el duelo, y sobre todo después que viera reabrirse y fijarse sobre mí los ojos cerrados del

muerto. La noche que siguió, oprimida por las emociones experimentadas durante el día, estaba

aún más triste. Escuchaba sonar todas las horas del reloj del castillo, y a medida que el tiempo

fugitivo me acercaba al momento en que había muerto Kostaki, me sentía cada vez más

desconsolada. Sonaron las nueve menos cuarto. Entonces se apoderó de mí una extraña

sensación. Me corría por todo el cuerpo un terror, un estremecimiento que me helaba; luego una

especie de sueño invencible entorpecía mis sentidos, me oprimía el pecho, y me velaba los ojos.

Tendí el brazo y fui a caer de espaldas sobre el lecho. Sin embargo no había perdido totalmente los

sentidos como para que no pudiera oír como unos pasos acercándose a mi puerta, después me

pareció abrirse la puerta, en seguida no vi ni escuché más nada. Sólo sentí un vivo dolor en el

cuello. Luego de lo cual caí en profundo letargo.

Me desperté a medianoche; mi lámpara ardía aún; intenté levantarme, pero estaba tan débil que

hube de repetir la tentativa dos veces. Finalmente logré superar mi debilidad, y como despierta

sentía en el cuello el mismo dolor que experimentara en el sueño, me arrastré, apoyándome en el

muro, hasta el espejo, y miré. Algo que semejaba la punzadura de un alfiler marcaba la arteria de

mi cuello. Creí que algún insecto me hubiera picado durante el sueño, y como me sentía abatida

por la extenuación, me acosté de nuevo y me dormí. A la mañana me desperté como de

costumbre; pero entonces sentí una tal debilidad como la experimentara sólo una vez en mi vida,

a la mañana siguiente de un día en que fuera sangrada. Me miré en el espejo, y me sorprendí de

mi extraordinaria palidez. La jornada transcurrió triste y oscura; experimentaba yo una cosa

singular; cuando me encontraba en un lugar sentía necesidad de quedarme allí: cualquier cambio

de posición me fatigaba.

Llegada la noche, me trajeron la lámpara; mis mujeres, según podía yo comprender por sus gestos,

se ofrecieron a quedarse conmigo. Se lo agradecí y salieron. A la misma hora que la noche

precedente experimenté los mismos síntomas. Quise levantarme entonces y pedir ayuda; pero no

pude llegar a la salida. Oí vagamente dar las nueve menos cuarto; los pasos resonaron, se abrió la

puerta, pero yo no veía ni escuchaba nada, y, como la noche anterior, caí de espaldas sobre el

lecho. Como el día anterior experimenté un dolor en el mismo sitio. Como el día anterior me

desperté a medianoche; pero más pálida y más débil aún. Al día siguiente se renovó la horrible

pesadilla.

Estaba decidida a bajar a la estancia de Smeranda por muy débil que me sintiera, cuando entró en

la cámara una de mis mujeres y pronunció el nombre de Gregoriska. El joven la seguía. Intenté

levantarme para recibirle; pero volví a caer en mi sillón. Él dio un grito al verme, y quiso lanzarse

hacia mí; pero tuve la fuerza de tender el brazo hacia él.

-¿Qué vienes a hacer aquí? -le pregunté.

-¡Ay! -dijo él- ¡venía a decirte adiós! A decirte que abandono este mundo que me es insoportable

sin tu amor y tu presencia; a anunciarte que me retiro al monasterio de Hango.

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-Gregoriska -le respondí- estás privado de mi presencias, pero no de mi amor. ¡Ay! Te amo

siempre, y mi mayor pena es que este amor sea en adelante casi un delito.

-Entonces, ¿puedo esperar que rogarás por mí, Edvige?

-Sí, pero no lo podré hacer por largo tiempo -repliqué yo con una sonrisa.

-¿Por qué no? Pero en verdad te veo muy abatida. Dime, ¿qué tienes? ¿Por qué tan pálida?

-Porque... Dios tiene ciertamente piedad de mí, y a él me llama.

Gregoriska se me acercó, me tomó una mano que no tuve fuerza de sustraerle, mirándome fijo al

rostro:

-Esa palidez no es natural, Edvige -me dijo- ¿cuál es la causa?

-Si te la dijera, Gregoriska, creerías que estoy loca.

-No, no, habla, Edvige, te lo suplico; estamos en un país que no se parece a ningún otro país, en

una familia que no se asemeja a ninguna otra familia. Dime, dímelo todo, te lo encarezco.

Se lo narré todo: la extraña alucinación que me poseía a la hora en que Kostaki debió morir; ese

terror, ese letargo, ese frío glacial, esa postración que me hacía caer de espaldas sobre el lecho,

ese ruido de pasos que me parecía oír, esa puerta que creía ver abrirse, y finalmente ese agudo

dolor en el cuello seguido de una palidez y de una debilidad siempre crecientes. Creía yo que mi

relato parecería a Gregoriska un comienzo de locura, y lo terminaba con una cierta timidez,

cuando por el contrario advertí que me prestaba gran atención.

Cuando hube terminado de hablar, Gregoriska reflexionó un instante.

-¿De manera -preguntó él- que te duermes cada noche a las nueve menos cuarto?

-Sí, por muchos que sean los esfuerzos que haga para resistir al sueño.

-¿Y a esa misma hora crees ver abrirse la puerta?

-Sí, aunque eche el cerrojo.

-¿Y luego experimentas un agudo dolor en el cuello?

-Sí, aunque sea apenas visible la señal de la herida.

-¿Me permites ver?

Doblé la cabeza hacia atrás. Examinó él la cicatriz.

-Edvige -dijo Gregoriska después de un momento de reflexión-, ¿tienes confianza en mí?

-¿Me lo preguntas? -contesté.

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-¿Crees en mi palabra?

-Como creo en el Evangelio.

-¡Bien! Edvige, por mi fe, te juro que no tienes ocho días de vida si no aceptas hacer, hoy mismo, lo

que voy a decirte.

-¿Y si consiento?

-Si consientes, quizás te salves.

-¿Quizás? -él se calló-. Suceda lo que fuere, Gregoriska -continué diciendo yo- haré cuanto me

ordenes hacer.

-Escucha entonces -dijo él- y ante todo no te espantes. En tu país, como en Hungría y en nuestra

Rumanía, existe una tradición.

Temblé porque esa tradición ya había vuelto a mi memoria.

-¡Ah! ¿Sabes lo que quiero decir?

-Sí -contesté- en Polonia vi algunas personas padecer el horrendo hecho.

-Quieres hablar del vampiro, ¿no es verdad?

-Sí, niña aún, me sucedió ver desenterrar en el cementerio de una aldea perteneciente a mi padre

cuarenta personas muertas en quince días, sin que se hubiera podido en ninguna ocasión acertar

con la causa de su muerte. Diecisiete de esos cadáveres expusieron todos los signos de

vampirismo, es decir fueron encontrados frescos como si hubieran estado vivos; los otros eran sus

víctimas.

-¿Y qué se hizo para liberar de eso a la región?

-Se les clavó un palo en el corazón, y luego los quemaron.

-Sí, así se acostumbra hacer; pero para nosotros eso no basta. Para librarte de tu fantasma antes

quiero conocerlo, y ¡por Dios! lo conoceré. Sí, y si es preciso, lucharé cuerpo a cuerpo con él,

quienquiera fuere.

-¡Oh, Gregoriska! -exclamé espantada.

Dijo:

-Quienquiera que fuere, lo repito. Mas para llevar a buen fin esta terrible aventura, es necesario

que hagas todo lo que te exigiré.

-Di.

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-Estate preparada a las siete. Desciende a la capilla, pero desciende sola; es necesario que venzas a

toda costa tu debilidad, Edvige. Allí recibiremos la bendición nupcial. Consiéntemelo, amada mía:

para velar por ti. Luego subiremos de nuevo a esta cámara, y entonces veremos.

-¡Oh! Gregoriska -exclamé- ¡si es él, te matará!

-No temas, amada Edvige. Consiente solamente.

-Sabes bien que haré todo lo que quieras, Gregoriska.

-Entonces, hasta luego a la noche.

-Sí, haz lo que creas más oportuno, y te secundaré yo cuanto mejor pueda; adiós.

Se fue. Un cuarto de hora después vi a un caballero precipitarse a toda carrera por el camino del

monasterio; era él.

Apenas le hube perdido de vista, caí de rodillas y oré, oré como ya no se reza en nuestras tierras

sin fe, y aguardé a las siete, ofreciendo a Dios y a los santos el holocausto de mis pensamientos; no

me levanté sino al sonar las siete. Estaba débil como una moribunda, pálida como una muerta. Me

eché sobre la cabeza un gran velo negro, descendí la escalera, apoyándome en el muro, y me dirigí

a la capilla sin encontrar a nadie.

Gregoriska me esperaba con el padre Basilio, prior del monasterio de Hango. Ceñía una espada

santa, reliquia de un antiguo cruzado que asistiera a la toma de Constantinopla con Ville-Hardouin

y Baldouin de Flandes.

-Edvige -dijo él golpeando con la mano su espada- con la ayuda de Dios, ésta romperá el

encantamiento que amenaza tu vida. Acércate, pues, resueltamente; este santo hombre, que ya

ha recibido mi confesión, recibirá nuestros juramentos.

Comenzó la ceremonia; quizá nunca otra fue más sencilla y a un tiempo más solemne. Nadie

asistía al monje; él mismo nos puso sobre la cabeza las coronas nupciales. Vestidos ambos de luto,

giramos en torno al altar con un cirio en la mano; luego el monje, tras pronunciar las sacras

palabras, agregó:

Váyanse ahora, hijos míos, y el Señor les dé fuerza y valor para luchar contra el enemigo del

humano género. Armados de la inocencia de ustedes y defendidos por Su justicia, vencerán al

demonio. Vayan, y benditos sean.

Besamos los libros santos y salimos de la capilla. Entonces por vez primera me apoyé en el brazo

de Gregoriska, y me pareció que al contacto de aquel fuerte brazo, de aquel noble corazón, volvía

a mis venas la vida. Estaba segura del triunfo, porque Gregoriska estaba conmigo; subimos a mi

cámara. Sonaban las ocho y media.

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-Edvige -me dijo entonces Gregoriska- no tenemos tiempo que perder. ¿Quieres dormir, como de

costumbre, para que todo suceda durante tu sueño, o bien permanecer desvelada y verlo todo?

-Junto a ti nada temo: quiero permanecer despierta y verlo todo.

Gregoriska extrajo de su pecho un boj2 bendito, húmedo aún de agua santa, y me lo dio:

-Toma entonces esta ramita -me dijo- acuéstate en tu lecho, recita las preces de la Virgen y

aguarda sin temor. Dios está con nosotros. Cuida ante todo de no dejar caer la ramita; con ella

podrás ordenar aun en el infierno. No me llames, no des ningún grito; reza, confía y aguarda.

Me acosté en el lecho. Crucé las manos sobre el seno, y puse sobre él la ramita bendecida.

Gregoriska se ocultó tras del trono de que ya hablé. Contaba yo los minutos, y de seguro mi

esposo hacía lo mismo. Sonaron los tres cuartos. Vibraba aún el tañir del martillo, cuando me sentí

presa del mismo entorpecimiento, del mismo terror y del mismo frío glacial de los días

precedentes; acerqué a mis labios la rama bendita, y aquella primera sensación se desvaneció. Oí

entonces muy claro el ruido de aquel conocido paso lento y medido que subía los peldaños de la

escalera y se aproximaba a la puerta. Luego la puerta se abrió despaciosamente, sin ruido, como

empujada por sobrenatural fuerza, y entonces... -La voz se apagó a medias, casi sofocada en la

garganta de la narradora-. Y entonces -continuó haciendo un esfuerzo- vi a Kostaki, pálido como se

me apareciera en las parihuelas2; los largos cabellos negros, cayéndole sobre las espaldas,

goteaban sangre; vestía como de costumbre, pero tenía descubierto el pecho y dejaba ver su

sangrante herida. Todo estaba muerto, todo era cadáver... carne, ropas, porte... solamente los

ojos, aquellos terribles ojos, estaban vivos.

Ante aquella aparición, ¡extraño es decirlo!, en vez de sentir duplicárseme el espanto, sentí

crecerme el valor. Dios me lo enviaba de seguro para decidir mi situación y defenderme del

infierno. Al primer paso que el espectro dio hacia mi lecho, le clavé intrépidamente los ojos en el

rostro y le presenté la rama bendita. El espectro intentó avanzar, pero un poder más fuerte que él

lo retuvo en el sitio. Se detuvo.

-¡Oh! -murmuró- ella no duerme, lo sabe todo.

Pronunció él estas palabras en lengua moldava, y sin embargo las comprendí yo como si hubieran

sido pronunciadas en lengua por mí sabida.

Estábamos así uno frente al otro, el fantasma y yo, sin que pudiera apartar mis miradas de las

suyas, cuando con el rabillo del ojo vi a Gregoriska salir detrás del baldaquino, semejante al ángel

exterminador y con la espada en el puño. Se hizo la señal de la cruz con la mano siniestra, y avanzó

lentamente con la espada tendida vuelta hacia el fantasma; éste, al ver al hermano, desenvainó

también el sable soltando una horrible carcajada; pero apenas su sable tocó el hierro bendito, el

brazo le cayó inerte junto al cuerpo. Kostaki exhaló un suspiro de rabia y desesperación.

-¿Qué quieres de mí? -preguntó al hermano.

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-En nombre del Dios verdadero y viviente -dijo Gregoriska- te conjuro a que respondas.

-Habla -dijo el espectro rechinando los dientes.

-¿Te he tendido yo una emboscada?

-No.

-¿Te he asaltado yo?

-No.

-Te he herido yo?

-No.

-Te arrojaste tú mismo sobre mi espada y tú mismo corriste al encuentro de la muerte. Luego,

ante Dios y los hombres no soy culpable yo del delito de fratricidio; luego no has recibido una

misión divina sino infernal; luego has salido de tu tumba no como una sombra santa sino como un

espectro maldito, y volverás a tu tumba.

-¡Con ella, sí! -exclamó Kostaki haciendo un supremo esfuerzo para apoderarse de mí.

-¡Volverás allá solo! -exclamó a su vez Gregoriska-. Esta mujer me pertenece.

Y al pronunciar tales palabras tocó con la punta del hierro bendito la llaga viva. Kostaki exhaló un

grito como si le hubiera tocado una espada de fuego y, llevándose una mano al pecho, dio un paso

atrás. Al mismo tiempo, Gregoriska, con un movimiento que parecía coordinado con el del

hermano, dio un paso adelante; entonces, con los ojos fijos en los ojos del muerto, con la espada

contra el pecho de su hermano, comenzó una marcha lenta, terrible, solemne. Era algo semejante

al pasaje de don Juan y el comendador; el espectro retrocedía bajo la presión de la sacra espada,

bajo la voluntad irresistible del campeón de Dios, que lo seguía paso a paso, sin pronunciar una

palabra, ambos anhelantes, ambos lívidos del rostro, el vivo arrojando al muerto y obligándolo a

abandonar el castillo, su anterior morada, para volver a la tumba, su morada futura... Lo aseguro,

a fe mía, ¡era cosa horrenda de verse! Y sin embargo, yo misma, movida por una fuerza superior,

invisible, desconocida, sin saber lo que hacía, me levanté y los seguí. Bajamos la escalera,

iluminados sólo por las ardientes pupilas de Kostaki. Atravesamos la galería y el patio, y luego

traspusimos la puerta siempre con el mismo paso medido, el espectro retrocediendo, Gregoriska

con el brazo tendido, yo detrás de ellos.

Esta marcha fantástica duró una hora, pues era necesario volver el cadáver a su tumba; pero en

vez de seguir el camino acostumbrado, Kostaki y Gregoriska atravesaron el terreno en línea recta,

cuidándose poco de los obstáculos, que para ellos ya no existían; ante ellos el suelo se allanaba,

los torrentes se secaban, los árboles se apartaban, las rocas se abrían. El mismo milagro se

operaba para mí: sólo que el cielo me parecía todo cubierto de un negro velo, las lunas y las

estrellas habían desaparecido y en medio de las tinieblas sólo veía resplandecer los ojos

Page 31: La Dama Negra, La Dama Palida y Las Tumbas de Saint Denis

llameantes del vampiro. Llegamos de tal modo a Hango y pasamos a través del seto vivo de

madroños que servía de cerco al cementerio. Apenas entrada, distinguí entre las sombras la tumba

de Kostaki, junto a la de su padre, no sabía que estuviera allí y sin embargo la reconocí. Nada me

era desconocido en aquella noche.

Gregoriska se detuvo al borde de la fosa abierta.

-Kostaki -dijo él- aun no está todo terminado para ti, y una voz del cielo me avisa que puede

concebirse el perdón si te arrepientes; ¿prometes retornar a la tumba?, ¿no salir de ella más?,

¿consagrar a Dios el culto que consagraste al infierno?.

-¡No! -respondió Kostaki.

-¿Te arrepientes? -preguntó Gregoriska.

-¡No!

-Por última vez, ¿te arrepientes?

-¡No!

-¡Bien! Invoca la ayuda de Satanás, como invoco yo la de Dios, y veremos quién saldrá esta vez aún

victorioso.

Resonaron simultáneamente dos gritos; los hierros se cruzaron despidiendo centellas, y la lucha

duró un minuto que me pareció un siglo. Kostaki cayó; vi alzarse la terrible espada de su hermano,

introducírsela en el cuerpo, y clavar ese cuerpo sobre la tierra recién removida. Un último grito

que nada tenía de humano se alzó por el aire. Acudí: Gregoriska estaba en pie, pero vacilante. Le

di apoyo con mis brazos.

-¿Estás herido? -le pregunté ansiosamente.

-No -me respondió- pero en tal duelo, querida Edvige, la lucha, no la herida, mata. He luchado con

la muerte, y a ella pertenezco.

-Amigo, amigo -exclamé- aléjate de aquí y acaso vuelvas a la vida.

-No, ésta es mi tumba, Edvige, pero no perdamos tiempo; toma un poco de esta tierra impregnada

de su sangre y aplícala a la mordedura que te hizo; es el único medio que puede preservarte en el

porvenir de su horrendo amor.

Obedecí temblando. Me incliné para recoger aquella tierra sanguinosa, y al doblarme vi el cadáver

clavado al suelo: la espada bendita le atravesaba el corazón, y una sangre oscura le brotaba

abundante de la herida, como si hubiera muerto en aquel momento.

Amasé un poco de tierra con la sangre, y apliqué a mi herida el espantoso talismán.

Page 32: La Dama Negra, La Dama Palida y Las Tumbas de Saint Denis

-Ahora, mi adorada Edvige -dijo Gregoriska con voz semiapagada- escucha bien mi último consejo.

Abandona el país apenas te sea posible. Sólo la distancia es una seguridad para ti. El padre Basilio

recibió hoy mi suprema voluntad y la cumplirá. ¡Edvige, un beso! ¡El último, el único beso! ¡Edvige,

me muero!

Y así diciendo, Gregoriska cayó junto al hermano.

En cualquier otra circunstancia, en medio de aquel cementerio, cerca de aquella tumba abierta,

con aquellos dos cadáveres yaciendo uno junto al otro, hubiera enloquecido; pero como dije ya,

Dios me había inspirado una fuerza igual a los acontecimientos, de los que él me hacía no sólo

testigo sino también actriz. Mientras miraba a mi alrededor en busca de ayuda, vi abrirse la puerta

del monasterio y avanzar los monjes de a dos conducidos por el padre Basilio, llevando cirios

ardientes y cantando las preces de difuntos. El padre Basilio había llegado hacía poco al convento,

y previendo lo sucedido, se dirigía al cementerio con toda la congregación. Me encontró viva cerca

de los dos muertos. Una última convulsión había retorcido el rostro de Kostaki; Gregoriska en

cambio estaba tranquilo y casi sonriente. Fue sepultado, como lo deseara él, junto al hermano, el

cristiano junto al maldito. Smeranda, cuando tuvo noticia de la nueva desdicha, quiso verme, fue a

buscarme al convento de Hango, y supo de mis labios cuanto había acontecido en aquella

tremenda noche.

Le referí todos los detalles de la fantástica historia, pero ella me escuchó, como ya me escuchara

Gregoriska, sin mostrar estupor ni espanto.

-Edvige -me contestó ella después de un instante de silencio- por muy extraño que sea lo que me

has narrado, dijiste sólo la verdad. La estirpe de los Brankovan está maldita hasta la tercera y

cuarta generación, porque un Brankovan mató a un sacerdote. El término de la maldición ha

llegado, pues tú, aunque esposa, eres virgen, y en mí se extingue el linaje. Si mi hijo te ha dejado

en herencia un millón, tómalo. Después de mi muerte, salvo los píos legados que tengo la

intención de hacer, recibirás el resto de mis bienes. Y ahora sigue el consejo de tu esposo. Vuelve

lo más presto que puedas a aquellas tierras donde Dios no permite que se cumplan tan horrendos

prodigios. No necesito de nadie para llorar conmigo a mis hijos. Mi dolor quiere soledad. Adiós, no

me tengas ya en cuenta. Mi suerte futura me pertenece a mí sola y a Dios.

Y luego de besarme en la frente como de costumbre, me dejó y fue a encerrarse en el castillo de

Brankovan.

Ocho días después partí para Francia. Como lo esperara Gregoriska, mis noches no fueron

turbadas ya por el terrible fantasma. Se restableció mi salud, y de aquel suceso no me quedó otro

recuerdo fuera de esta palidez mortal que suele acompañar hasta la tumba a toda humana

criatura que haya sufrido el beso de un vampiro.

Page 33: La Dama Negra, La Dama Palida y Las Tumbas de Saint Denis

Las Tumbas de Saint Denis.

Les Tombeaux de Saint-Denis; Alejandro Dumas (1802-1870)

En 1793, había sido nombrado director del Museo de Monumentos franceses y, como tal, estuve

presente en la exhumación de los cadáveres de la abadía de Saint-Denis cuyo nombre había sido

cambiado por los patriotas ilustrados por el de Franciade. Cuarenta años después, puedo contarles

las cosas extrañas que acompañaron a aquella profanación.

El odio que habían logrado inspirarle al pueblo en contra del rey Luis XVI, y que la guillotina del día

21 de enero no había podido saciar, había retrocedido hasta los reyes de su dinastía: quisieron

perseguir a la monarquía hasta en su origen, a los monarcas hasta en su tumba, lanzar al viento las

cenizas de sesenta reyes. Además es posible también que tuvieran curiosidad por comprobar si los

grandes tesoros que decían estaban encerrados en algunas de aquellas tumbas se habían

conservado tan intactos como pretendían. El pueblo se abalanzó pues sobre Saint-Denis. Del 6 al 8

de agosto destruyó cincuenta y una tumbas, la historia de doce siglos. Entonces, el gobierno

resolvió regularizar aquel desorden, excavar por su cuenta las tumbas y heredar de la monarquía a

la que acababa de golpear en la persona de Luis XVI, su último representante. Pues se trataba de

aniquilar hasta el nombre, hasta el recuerdo, hasta los huesos de los reyes; se trataba de borrar de

la historia catorce siglos de monarquía. Pobres locos los que no compenden que los hombres

pueden a veces cambiar el futuro... pero jamás el pasado.

Habían preparado en el cementerio una gran fosa común según el modelo de las de los pobres. En

aquella fosa, y sobre un lecho de cal, debían ser arrojados, como a un basurero, los huesos de los

que habían hecho de Francia la primera de las naciones, desde Dagoberto hasta Luis XV. Así se

daría satisfación al pueblo, pero sobre todo se daría placer a los legisladores, a los abogados, a los

periodistas envidiosos, aves de rapiña de las revoluciones, cuyo ojo queda herido por cualquier

esplendor, como el ojo de sus hermanas, las aves nocturnas, es herido por cualquier tipo de luz. El

orgullo de los que no pueden edificar es destruir.

Fui nombrado inspector de las excavaciones; era para mí una posibilidad de salvar gran cantidad

de cosas valiosas, y acepté. El sábado 21 de octubre, mientras se instruía el proceso de la reina,

mandé abrir la cripta de los Borbones, al lado de las capillas subterráneas y empecé por sacar el

ataúd de Enrique IV, asesinado el 14 de mayo de 1610, a la edad de cincuenta y siete años. Su

estatua del Pont-Neuf, obra maestra de Jean de Bologne y de su discíplo, había sido fundida para

hacer monedas de perra gorda. El cuerpo de Enrique IV estaba maravillosamente conservado; las

facciones, perfectamente reconocibles, eran sin duda las que el amor del pueblo y el pincel de

Page 34: La Dama Negra, La Dama Palida y Las Tumbas de Saint Denis

Rubens han consagrado. Cuando lo vieron salir de la tumba y mostrarse a la luz en su sudario, bien

conservado como él, la emoción fue grande, y poco faltó para que el grito de «¡Viva Enrique IV!»,

tan popular en Francia, no brotara instintivamente bajo las bóvedas de la iglesia. Cuando vi

aquellas muestras de respeto, yo diría incluso de amor, mandé colocar el cuerpo de pie, apoyado

sobre una de las columnas del coro, y así cada cual pudo acercarse a contemplarlo. Estaba vestido,

como en vida, con su jubón de terciopelo negro, sobre el que destacaban la gola y las puñetas

blancas; calzas de terciopelo semejante al del jubón, medias de seda del mismo color, y zapatos de

terciopelo. Sus hermosos cabellos canosos seguían formando una aureola alrededor de la cabeza,

su bella barba blanca le caía sobre el pecho. Entonces comenzó una inmensa procesión como la

que se organiza para honrar las reliquias de un santo: unas mujeres venían a tocar las manos del

buen rey, otras besaban la orla de su capa, otras obligaban a sus hijos a ponerse de rodillas

susurrando en voz baja: «¡Ah! si él viviera, el pueblo no sería tan desgraciado» Y habrían podido

añadir: «Ni tan feroz», pues lo que origina la ferocidad del pueblo es la infelicidad.

La procesión se prolongó durante las jornadas del sábado 12 de octubre, del domingo 13 y del

lunes 14. El lunes las excavaciones se reanudaron después del almuerzo de los obreros, es decir,

hacia las tres de la tarde. El primer cadáver que salió a la luz después del de Enrique IV fue el de su

hijo, Luis XIII. Estaba bien conservado y, aunque las facciones estaban hundidas, se le podía

reconocer aún por el bigote. Luego salió el de Luis XIV, reconocible por los rasgos que han hecho

de su cara la máscara típica de los Borbones, sólo que estaba negro como la tinta. Luego salieron

sucesivamente los de María de Médicis, segunda esposa de Enrique IV; de Ana de Austria, esposa

de Luis XIII; de María Teresa, infanta de España y esposa de Luis XIV; y del gran Delfín. Todos

aquellos cuerpos estaban putrefactos. Sólo el del gran Delfín estaba en putrefación líquida.

El martes 15 de octubre las exhumaciones continuaron. El cadáver de Enrique IV seguía estando

allí de pie sobre la columna, asistiendo impasible a aquel amplio sacrilegio que se cometía a la vez

con sus predecesores y con su descendencia. El miércoles 16, justo en el momento en que se le

cortaba la cabeza a la reina María Antonieta en la Plaza de la Revolución, es decir, a las once de la

mañana, se sacaba de la cripta de los Borbones el ataúd del rey Luis XV. Estaba, según la antigua

costumbre del ceremonial de Francia, situado a la entrada de la cripta esperando a su sucesor, que

no iría a reunirse con él. Lo cogieron, lo trasladaron y sólo lo abrieron en el cementerio, al borde

de la fosa. Cuando se sacó el cuerpo del ataúd de plomo, bien envuelto en paños y vendas, parecía

entero y bien conservado; pero una vez que se le retiró lo que le envolvía, no ofrecía sino la

imagen de la más repugnante putrefación y se desprendía de él un hedor tan infecto, que todos

huyeron, y hubo que quemar varias libras de pólvora para purificar el ambiente. Arrojaron de

inmediato a la fosa lo que quedaba del héroe del Parc-aux-Cerfs, del amante de Madame de

Châteauroux, de Madame de Pompadour y de Madame du Barry, y caídas sobre un lecho de cal

viva, se recubrieron además con más cal aquellas inmundas reliquias.

Page 35: La Dama Negra, La Dama Palida y Las Tumbas de Saint Denis

Me había quedado el último para quemar la pólvora y arrojar la cal cuando oí un gran ruido en la

iglesia; entré rápidamente y vi a un obrero que se debatía en medio de un grupo de compañeros,

mientras las mujeres le enseñaban el puño y lo amenazaban. El miserable había abandonado su

penoso trabajo para ir a contemplar un espectáculo más triste aún, la ejecución de María

Antonieta; y luego, embriagado por los gritos que había lanzado y había oído lanzar, por el

espectáculo de la sangre que había visto derramar, había vuelto a Saint-Denis y, acercándose a

Enrique IV, apoyado sobre su pilar y rodeado aún de curiosos, yo diría incluso de devotos, le

espetó: «¿Con qué derecho sigues ahí de pie, cuando se corta la cabeza de los reyes en la Plaza de

la Revolución?». Y, simultáneamente, agarrando la barba con la mano izquirda, que había

arrancado, con la derecha daba una bofetada al cadáver real. El cadáver había caído al suelo

produciendo un ruido seco semejante al de un saco de huesos que se hubiera dejado caer.

De inmediato, un grito resonó por todas partes. A cualquier otro rey, se podría haber arriesgado a

hacerle un ultraje semejante, pero un ultraje a Enrique IV, el rey del pueblo, era casi un ultraje al

pueblo mismo. El obrero sacrílego corría pues el mayor peligro cuando acudí en su ayuda. Tan

pronto como vio que podía encontrar apoyo en mí, se puso bajo mi protección. Pero, mientras lo

protegía, quise dejarlo bajo el peso del acto infame que había cometido.

—Muchachos, —dije a los obreros— dejad a este miserable; aquel a quien ha insultado se

encuentra en buena posición allá arriba como para obtener de Dios su castigo.

Luego, tomando la barba que le había arrancado al cadáver y que aún tenía en la mano izquierda,

lo expulsé de la iglesia, anunciándole que ya no formaba parte de los obreros a mis órdenes. Los

abucheos y amenazas de sus compañeros lo acompañaron hasta la calle. Temiendo que se

produjeran nuevos ultrajes a Enrique IV, ordené que fuera transportado a la fosa común; pero

hasta llegar allí, el cadáver fue acompañado de muestras de respeto. En lugar de ser arrojado,

como los demás, al osario real, fue bajado, depositado suavemente y acostado en una de las

esquinas; luego una capa de tierra, en lugar de la capa de cal, fue piadosamente extendida sobre

él. Una vez terminada la jornada, los obreros se retiraron y sólo quedó el guarda; era un buen

hombre que yo había colocado allí por miedo a que por la noche entraran en la iglesia, bien para

realizar nuevas mutilaciones, bien para operar nuevos robos; aquel guarda dormía de día y vigilaba

de siete de la tarde a siete de la mañana. Pasaba la noche de pie, paseándose para calentarse, o

sentado junto a una hoguera encendida junto a uno de los pilares más próximos a la puerta

En la basílica todo presentaba la imagen de la muerte, y la devastación convertía esa imagen de la

muerte en algo más terrible aún. Las tumbas estaban abiertas y las lápidas apoyadas sobre los

muros; las estatuas rotas cubrían las losas de la iglesia; aquí y allá, ataúdes forzados habían

Page 36: La Dama Negra, La Dama Palida y Las Tumbas de Saint Denis

devuelto los muertos de los que creían no tener que dar cuenta sino el día del Juicio Final. Todo

abocaba al espíritu humano, si era elevado, a la meditación; y si era débil, al terror.

Afortunadamente, el guarda no era un espíritu sino una materia organizada. Contemplaba todos

aquellos restos como si hubiera contemplado un bosque talado o un campo segado, y sólo se

preocupaba de contar las horas de la noche en la monótona voz del reloj, único objeto vivo aún en

la basílica desolada. Cuando dieron las doce y la última campanada resonaba aún en las oscuras

profundidades de la iglesia, oyó grandes gritos provenientes del lado del cementerio. Aquellos

gritos eran llamadas, quejas prolongadas, dolorosos lamentos. Tras el primer momento de

sorpresa, se armó con un piocha y se dirigió hacia la puerta que comunicaba la iglesia y el

cementerio; y, una vez abierta aquella puerta, reconociendo claramente que los gritos procedían

de la fosa de los reyes, no se atrevió a ir más allá, volvió a cerrar la puerta, y corrió a despertarme

al hotel en el que me alojaba.

Me negué en un primer momento a creer en la existencia de aquellos gritos saliendo de la fosa

real; pero como me alojaba justamente enfrente de la iglesia, el guarda abrió mi ventana y, en

medio del silencio turbado sólo por el ruido sordo de la brisa invernal, me pareció oír

efectivamente largos lamentos que me parecieron que no eran sólo el lamento del viento. Me

levanté y acompañé al guarda hasta la iglesia. Cuando llegamos allá, y una vez que cerramos la

cancela detrás de nosotros, oí más claramente las quejas de las que me había hablado. Era tanto

más fácil distinguir de dónde provenían los lamentos, cuanto que la puerta del cementerio, mal

cerrada por el guarda, se había vuelto a abrir cuando él se marchó. Era pues, efectivamente, del

cementerio de donde venían los lamentos. Encendimos dos antorchas y nos dirigimos hacia la

puerta; pero por tres veces, al acercarnos a la puerta, la corriente de aire que se establecía entre

el exterior y el interior, las apagó. Comprendí que era algo similar a los estrechos difíciles de

franquear, y que una vez que estuviéramos en el cementerio, la dificultad disminuiría. Mandé

encender un farol además de las antorchas. Las antorchas se apagaron, pero el farol aguantó.

Franqueamos el estrecho y, una vez en el cementerio, volvimos a encender las antorchas, que el

viento respetó. No obstante, a medida que nos acercábamos, los lamentos habían ido apagándose

y en el momento en que llegamos al borde de la fosa, habían desaparecido prácticamente.

Pasamos las antorchas por encima de la ancha abertura y, en medio de los esqueletos, sobre la

capa de cal y tierra agujereada por ellos, vimos algo informe que se debatía. Aquel algo se parecía

a un hombre.

—¿Qué le pasa y qué desea? —pregunté a aquella especie de sombra.

—¡Ay! —murmuró— soy el miserable obrero que abofeteó a Enrique IV.

—Pero ¿cómo es que te encuentras ahí? —pregunté.

—Sáqueme primero de aquí, señor Lenoir, porque me estoy muriendo; luego lo sabrá todo.

Page 37: La Dama Negra, La Dama Palida y Las Tumbas de Saint Denis

Desde el momento en que el guarda de los muertos estuvo convencido de que tenía que vérselas

con un vivo, el terror que antes se había apoderado de él, desapareció; había levantado una

escalera que se encontraba sobre la hierba del cementerio, y manteniendo de pie la escalera,

esperaba mis órdenes. Le ordené que introdujera la escalera en la fosa, e invité al obrero a subir.

Se arrastró, efectivamente, hasta el pie de la escalera; pero, una vez llegado allí, cuando quiso

ponerse de pie y subir los peldaños, se dio cuenta de que tenía una pierna y un brazo rotos. Le

lanzamos una soga con un nudo corredizo; la pasó por debajo de los brazos. Yo sujeté al otro

extremo la soga entre mis manos; el guarda bajó unos cuantos escalones y, gracias a aquella doble

ayuda, conseguimos sacar a aquel vivo de la compañía de los muertos.

Apenas estuvo fuera de la fosa, se desmayó. Lo transportamos junto al fuego; lo acostamos sobre

un lecho de paja, luego envié al guarda a buscar un médico. El guarda volvió con un médico antes

de que el herido hubiera recuperado el conocimiento, y sólo abrió los ojos durante la cura. Cuando

ésta estuvo concluida, le di las gracias al médico y, como quería saber por qué extraña

circunstancia se encontraba el profanador dentro de la fosa real, despedí también al guarda. Éste

no pedía nada mejor que ir a acostarse después de las emociones de una noche semejante, y me

quedé a solas con el obrero. Me senté sobre una piedra cerca de la paja en la que estaba acostado

y frente a la hoguera, cuyas llamas temblorosas iluminaban la parte de la iglesia en la que nos

encontrábamos, dejando todas las profundidades en una oscuridad tanto más densa, cuanto que

la parte en la que estábamos estaba muy iluminada. Interrogué al herido, y esto es lo que me

contó:

Su despido lo hay inquietado poco. Tenía dinero en el bolsillo y hasta entonces había visto que con

dinero no falta de nada. Por lo que había ido a sentarse en una taberna. En la taberna, había

empezado a atacar una botella, pero al tercer vaso había visto entrar al dueño.

—¿Acabamos pronto? —había preguntado éste.

—¿Y eso por qué? —había contestado el obrero.

—Porque he oído decir que eras tú el que había abofeteado a Enrique IV

—¡Pues sí, soy yo! —dijo insolentemente el obrero— ¿Qué pasa?

—Pasa que yo no quiero darle de beber a un mal tipo como tú, que atraerá la mala suerte sobre

mi casa.

—Tu casa, tu casa es la casa de todo el mundo y desde el momento en que uno paga, está en su

casa.

Page 38: La Dama Negra, La Dama Palida y Las Tumbas de Saint Denis

—Sí, pero tú no pagarás.

—¿Y eso por qué?

—Porque yo no quiero tu dinero. Por lo tanto, como no pagarás no estarás en tu casa sino en la

mía; y como estarás en mi casa, yo tendré derecho a ponerte en la calle.

—Sí, si eres el más fuerte.

—Si no soy el más fuerte, llamaré a mis muchachos.

—¡Ah, bien! llámalos, para que veamos.

El tabernero había llamado; tres chicos, avisados por anticipado, habían entrado al oír su llamada,

cada uno con un bastón en la mano, y aunque tuviera ganas de resistir, el obrero se había visto

obligado a marcharse sin decir palabra. Entonces había salido, había errado un rato por la ciudad

y, a la hora de la cena, había entrado en el figón en el que los obreros acostumbraban a comer.

Acababa de tomarse la sopa cuando los obreros que habían terminado la jornada de trabajo

entraron. Al verlo, se detuvieron en el umbral y, llamando al figonero, le dijeron que si aquel

hombre seguía comiendo en su establecimiento, ellos dejarían de venir desde el primero hasta el

último. El figonero preguntó qué había hecho aquel hombre para ser víctima de la reprobación

general. Le dijeron que era el hombre que había abofeteado a Enrique IV.

—Entonces, ¡sal de aquí! —dijo el figonero dirigiéndose a él— ¡y que lo que te acabas de comer te

sirva de veneno!

Había menos posibilidades de resistir en el figón que en la taberna. El obrero maldito se levantó

amenazando a sus compañeros, que se apartaban para dejarlo pasar, no por las amenazas que

había proferido, sino por la profanación que había cometido. Salió con rabia en el corazón, erró

una parte de la noche por las calles de Saint-Denis, jurando y blasfemando. Luego, hacia las diez de

la noche, se dirigió hacia su pensión. En contra de la costumbre de la casa, las puertas estaban

cerradas. Llamó a la puerta. El hospedero se asomó a una ventana. Como la noche era oscura, no

pudo reconocer al que llamaba.

—¿Quién es? —preguntó.

El obrero dijo su nombre.

—¡Ah! —dijo el hospedero— tú eres el que ha abofeteado a Enrique IV; espera.

Page 39: La Dama Negra, La Dama Palida y Las Tumbas de Saint Denis

—¡Qué! ¿qué hay que esperar? —dijo impaciente.

Al intante, un paquete cayó a sus pies.

—¿Qué es esto? —preguntó el obrero.

—Todo lo tuyo que hay aquí.

—¡Cómo! Todo lo mío que hay aquí.

—Sí, puedes ir a dormir adonde quieres; no tengo ganas de que se me caiga la casa encima.

El obrero furioso, tomó un adoquín y lo lanzó contra la puerta.

—Espera —dijo el hospedero— voy a despertar a tus compañeros, y vamos a ver.

El obrero comprendió que no podía esperar nada bueno. Se marchó y como encontró una puerta

abierta a unos cien pasos de allí, entró y se acostó en un hangar. En el hangar había paja; se acostó

sobre la paja y se quedó dormido. A las doce menos cuarto, le pareció que alguien le tocaba en un

hombro. Se despertó, y vio ante él una forma blanca que tenía el aspecto de una mujer, y que le

hacía señas para que la siguiera. Creyó que era una de esas desgraciadas que tienen siempre una

cama y placer que ofrecer a quien puede pagar ambas cosas; y, como tenía dinero, como prefería

pasar la noche a cubierto y acostado en una cama, antes que pasarla en un hangar acostado sobre

paja, se levantó y siguió a la mujer.

La mujer bordeó primero las casas del lateral izquierdo de la calle Mayor, luego cruzó la calle y se

introdujo en una calleja a la derecha, haciéndole constantemente señas al obrero para que la

siguiera. Éste, acostumbrado a aquel trajín nocturno, conociendo por experiencia las callejas en las

que normalmente viven las mujeres del tipo de la que seguía, no puso ninguna dificultad, y se

introdujo en la calleja. La calleja desembocaba en el campo; pensó que aquella mujer vivía en

alguna casa aislada, y la seguía. Al cabo de cien pasos, pasaron por un portillo; pero, de repente, al

levantar la vista, vio ante él la antigua abadía de Saint-Denis, con su gigantesco campanario y las

ventanas ligeramente tintadas por la hoguera interior junto a la cual velaba el guarda. Buscó a la

mujer, pero ésta había desaparecido. Se encontraba en el cementerio. Quiso volver a salir por el

portillo. Pero en el portillo, sombrío, amenazador, con un brazo tendido hacia él, le pareció ver el

fantasma de Enrique IV.

El fantasma dio un paso hacia delante, el obrero un paso hacia atrás. Al cuarto o quinto paso, la

tierra le faltó bajo los pies y cayó de espaldas en la fosa. Entonces, creyó ver erguirse a su

alrededor todos aquellos reyes, predecesores y descendientes de Enrique IV; creyó que

Page 40: La Dama Negra, La Dama Palida y Las Tumbas de Saint Denis

levantaban sobre él unos sus cetros, otros sus manos de justicia, deseándole desgracia al sacrílego.

Entonces, le pareció que al contacto con aquellas manos de justicia y aquellos cetros, pesados

como el plomo y ardientes como el fuego, sus miembros se rompían uno tras otro. Fue en aquel

momento cuando sonaron las doce y cuando el guarda oyó sus lamentos.

Hice cuanto pude por tranquiizar a aquel desgraciado; pero había perdido la razón, y después de

un delirio de tres días murió pidiendo clemencia.

-Perdón, —dijo el doctor— pero no comprendo muy bien la consecuencia de su relato. El

accidente de su obrero prueba que, con la cabeza preocupada por lo que le había ocurrido durante

la jornada, bien en estado de vigilia, bien en estado de sonambulismo, se había puesto a errar por

la noche; caminando, había entrado en el cementerio y mirando hacia arriba en lugar de hacia sus

pies, había caído en la fosa donde, naturalmente, al caer se había roto un brazo y una pierna. Pero

usted ha hablado de una predicción que se ha cumplido y yo no veo en esto ni la más mínima

predicción.

—Espere, doctor —dijo el caballero— la historia que acabo de contar y que, usted tiene razón, no

es sino un hecho, conduce directamente a la predicción de la que voy a hablarle, y que es un

misterio.

Ésta es la predicción: hacia el 20 de enero de 1794, después de la demolición del panteón de

Francisco I, se abrió el sepulcro de la condesa de Flandes, hija de Felipe el Largo. Aquellas dos

tumbas eran las últimas que quedaban por excavar: todos los esqueletos estaban en el osario. Una

última sepultura permanecía sin identificar: la del cardenal de Metz que, según decían, había sido

enterrado en Saint-Denis. Todas las criptas habían sido cerradas más o menos, la de los Valois, la

de los Carlos. Sólo faltaba la cripta de los Borbones que debíamos cerrar al día siguiente.

El guarda pasaba su última noche en la iglesia y como ya no había nada que guardar en ella, se le

dio permiso para que durmiera, y él aprovechó el permiso. A medianoche, lo despertaron el

sonido del órgano y unos cantos religiosos. Se despertó, se frotó los ojos y volvió la cabeza hacia el

coro, es decir, hacia el lugar de donde provenían los cantos. Entonces vio con sorpresa que la

sillería del coro estaba ocupaba por los religiosos de Saint-Denis; vio un arzobispo que oficiaba en

el altar; vio la capilla ardiente encendida; y bajo la capilla ardiente encendida, el gran paño

mortuorio dorado que, normalmente, sólo cubre el cuerpo de los reyes. En el momento en el que

se despertaba, la misa había concluido y empezaba el ceremonial del entierro.

Page 41: La Dama Negra, La Dama Palida y Las Tumbas de Saint Denis

El cetro, la corona y la mano de justicia, colocados sobre cojines de terciopelo rojo, eran

entregados a los heraldos que los presentaban a tres príncipes, que los cogían. Inmediatamente se

adelantaron, más deslizándose que andando y sin que el ruido de sus pasos despertara el menor

eco en la sala, los nobles de la Cámara que cogieron el cuerpo y lo trasladaron a la cripta de los

Borbones, la única que permanecía abierta, pues las otras habían sido cerradas de nuevo.

Entonces el rey de armas descendió y cuando estuvo abajo, gritó a los demás heraldos que bajaran

y cumplieran con su misión. Los heraldos era cinco. Desde el fondo de la cripta, el rey de armas

llamó al primer heraldo, que descendió llevando las espuelas; luego al segundo, que descendió

llevando los guanteletes; luego al tercero, que descendió llevando el escudo; luego al cuarto, que

descendió llevando el almete; luego al quinto, que descendió llevando la cota de mallas. Luego

llamó al primer lacayo, que trajo el pendón; al escudero mayor, que trajo la espada real; al primer

chambelán, que trajo el estandarte de Francia; al gran maestre, ante el que pasaron todos los

maestresala arrojado sus bastones blancos a la cripta y saludando a los tres príncipes que

sostenían la corona, el cetro y la mano de justicia, a medida que iban desfilando; luego a los tres

príncipes que depositaron a su vez el cetro, la mano de justicia y la corona.

Entonces, el rey de armas gritó en voz alta y por tres veces: «El rey ha muerto. ¡Viva el rey! — El

rey ha muerto. ¡Viva el rey! — El rey ha muerto. ¡Viva el rey!». Un heraldo, que había permanecido

en el coro, repitió el triple grito. Finalmente, el gran maestre rompió su baqueta como símbolo de

que la casa real había acabado, y que los oficiales del rey podían establecerse. Entonces sonaron

las trompetas y el órgano se despertó. Luego, mientras las trompetas iban sonando cada vez más

suavemente, mientras el órgano gemía cada vez más bajo, las luces de los cirios palidecieron los

cuerpos de los asistentes desaparecieron y, tras el último lamento del órgano y el último sonido de

la trompeta, todo desapareció.

A la mañana siguiente, el guarda, llorando, contó el entierro real que había visto, y al que el pobre

hombre había asistido solo; prediciendo que las tumbas destrozadas serían restauradas y que,

pese a los decretos de la Convención y al trabajo de la guillotina, Francia volvería a ver una nueva

monarquía y Sainte-Denis a nuevos reyes. Esta predicción le valió la cárcel y casi la guillotina al

pobre diablo que, treinta años después, es decir, el 20 de septiembre de 1824, detrás de la misma

columna junto a la que había tenido su visión, me decía tirándome del faldón de mi levita:

—Y bien, señor Lenoir, cuando le dije que nuestros pobres reyes volverían algún día a Saint-Denis,

¿me equivocaba?

Efectivamente, aquel día se procedía al entierro de Luis XVIII con el mismo ceremonial que el

guarda de las tumbas había visto realizar teinta años antes.

Alejandro Dumas (1802-1870)