la curación por la palabra en la antigüedad clásica

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PEDRO LAIN ENTRALGO LA CURACIÓN POR LA PALABRA EN LA ANTIGÜEDAD CLASICA

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PEDRO LAIN ENTRALGO

LA CURACIÓN POR LA PALABRA

EN LA ANTIGÜEDAD CLASICA

LA CURACIÓN POR LA PALABRA EN LA ANTIGÜEDAD CLASICA

D E L MISMO AUTOR

Medicina e Historia (Madrid, 1941). Estudios de historia de la medicina y antropología médica

(Madrid, 1948). Sobre la cultura española (Madrid, 1948). Menéndez Pelayo (Madrid, 1944). Las generaciones en la Historia (Madrid, 1945). La generación del 98 (Madrid, 1945). Clásicos de la Medicina: Bichat (Madrid, 1946), Claudio Ber-

nard (Madrid, 194T), Hareey (Madrid, 1948), Lnennec (Ma­drid, 1946).

La antropología en la obra de fray Luis de Granada (Madrid, 1946).

Vestigios. Ensayos de crítica y amistad (Madrid, 1918). La historia clínica (Madrid, 1950). Introducción histórica al estudio de la patología psicosomática

(Madrid, 1950). Traducida al inglés (London, 1955) y al alemán (Salzburg, 1956).

Palabras menores (Barcelona, 1952). Historia de la Medicina. Medicina, moderna y contemporánea

(Barcelona, 1954). Mysterium doloris (Madrid, 1955). Traducción inglesa en el

libro «Faith, Reason and Modern Psychiatry» (New York, 1955).

España como problema (Madrid, 1956). La aventura de leer (Madrid 1956). La espera y la esperanza (Madrid, 195T). Mis páginas preferidas (Madrid, 1958). La empresa de ser hombre (Madrid, 1958).

PEDRO LAIN ENTRALGO

LA CURACIÓN POR LA PALABRA

EN LA ANTIGÜEDAD CLASICA

Revista., de; Occidente; Bárbara de Braganza, 12

M a d r i d

(c) C o p y r i g h t b y £RevisíaJ de> Occidente*, ¡S. CA.

M a d r i d * 1 9 S 8

Depósito L«á»l: M. 10.788-19*8. ArUs Gráfica» Clavilefio, S. A.-Pantoja, 6.-Tel. 34 04 Si-Madrid.

ÍNDICE DE MATERIAS

Págs.

PRÓLOGO 7

Cap. I .—LA PALABRA TERAPÉUTICA EN EL EPOS HOMÉRICO... 11

El epos homérico en la mente del hombre actual 12

I.—La enfermedad en la Jlíada y en la Odisea 16

Origen (16) y consistencia (21) de la enfermedad.

II.—Idea homérica de la naturaleza 25 III.—La curación de la enfermedad en el

epos homérico 32

Catarsis terapéutica (33). El ensal­mo mágico (88). El «decir placen-centero» (42).

Cap. I I . — D E HOMERO A PLATÓN 53

I.—La cultura de la Edad Arcaica griega como cultura de la culpabilidad 54

El enfermar del hombre en la Edad Arcaica griega (63).

II.—La acción curativa de la palabra en los lí­ricos y en los trágicos griegos 67

El ensalmo mágico. Orflsmo (68). Cul­to dionisíaco (82). Culto a Apolo (85). Misterios de Eleusis (88). La

23

354 índice de autores

Págs.

palabra terapéutica en los templos de Asclepio (89). Uso metafórico de los términos epodé, thelktérion y htléma (91). La diosa Persuasión (95). Acción psicológica y acción te­rapéutica de la palabra persuasiva (99).

III .—La curación por la palabra en los filósofos presocráticos y en los sofistas 105

Significación histórica de la filosofía presocrática (106). Los filósofos pre­socráticos y la curación por la palabra: Pitágoras (109), Empédo-cles (119) y Heráclito (125). Los so­fistas. El movimiento sofístico y la persuasión verbal (126): Gorgias (131) y Antifonte (140). Demócri-to y la curación por la palabra (150)

Cap. I I I .—LA KACIONALIZACIÓN PLATÓNICA DEL ENSALMO . . . 155

I.—El ensalmo en Platón 155

Empleo directo (157) y empleo metafó­rico y analógico (159) del término epódé.

II.—El ensalmo curativo del Cármides 168

Curación y sophros^ne (165). Raciona­lización del ensalmo (171). Teoría pla­tónica de la curación por la palabra (173). Idea platónica de la salud (177).

III.—Curación por la palabra y catarsis del alma 180

IV.—Resultado de la indagación 195

Cap. IV .—LA PALABRA EN LA MEDICINA HIPOCKXTICA 199

índice de materias 355

Unidad y diversidad del Corpus Hippocra-ticum 200

I.—La novedad del pensamiento hipocrático. 203

Consistencia de la enfermedad (205). Causa de la enfermedad (205). El tra­tamiento (206). Idea de la phijsis (207). Medicina hipocrática y ¿ogros (211).

II.—El lagos hipocrático como palabra comu­nicativa 215

La palabra como plegaria (216), como pregunta (217), como vehículo de la prescripción (219), como juicio pro­nóstico (219), como instrumento de prestigio (220) y como medio de ilus­tración (221).

III.—La palabra del médico hipocrático como agente de persuasión 224

El ensalmo mágico en el Corpus Hip-pocraticum (225). La psicoterapia hi­pocrática (225). Patología psicosomá-tica hipocrática (229). Limitación de la psicoterapia hipocrática (232).

Cap. V .—EL PODER DE LA PALABRA EN ARISTÓTELES 243

Aristóteles, heredero y contradictor de Pla­tón 243

I.—La Retórica de Aristóteles y la psicotera­pia verbal 247

El carácter del que habla (252). La dis­posición del que oye (253). Lo que el orador dice (256). Psicología aristotéli­ca de la persuasión verbal (258).

II.—La Poética de Aristóteles: la catarsis trá­gica 261

Los textos fundamentales (261). Inter­pretaciones estética, ética y médica.

356 índice de materias

Págs.

La interpretación médica de Ber-nays (264). Las ulteriores aportacio­nes de Doring (267), J . Croissant (267), Kommerell (272) , Dirlmeier (273), Schadewaldt (274), Flashar (267), y Pohlenz (280). Observaciones críti­cas (282).

III.—Catarsis trágica y lógos ... 287

Tragedia ática y vida griega. El «placer» de la tragedia (287). La situación trá­gica. Teoría de «lo trágico» (297). La acción trágica (305). La interna orde­nación de la acción trágica (309). Cua­lidades y curso de la acción trágica (311). Aspecto afectivo del estado de ánimo (316). Génesis y estructura de la catarsis trágica (320). Cotejo de opi­niones (331).

CONCLUSIÓN 335

I.—Recapitulación histórica 386

II.—Recupitulación sistemática 340

ÍNDICE DE AUTORES 347

PROLOGO

En el canto XII de la Eneida puede leerse una curiosa adjetivación del arte médico. Eneas, gra­vemente herido, ha de recibir auwilio técnico. En ello se emplea con ahinco Iapioo, varón que para prolongar los días de su padre, y frente a otros po­sibles dones de su protector Apolo,

scire potestatem herbarum, usumque medendi

maluit, et mutas agitare inglorius artes,

«.prefirió conocer las virtudes de las hierbas, y los usos del curar, y ejercitar sin gloria las artes mu­das» (Aen., XII, 396-97). Fiel a esta virgiliana ca­racterización de su preferencia, Iapix, sin palabras, con sólo sus manos y sus hierbas, intenta en vano la curación de Eneas, hasta que Venus se mueve a prestarle ayuda invisible y decisiva.

La medicina es llamada muta ars, «arte muda». ¿Qué sentido posee este adjetivo en la mente de Virgilio, como epíteto de la medicina? ¿Sirve sólo para subrayar el contraste entre la habilidad que Iapioo prefirió y las más sonoras que con ella le ha-

8 La curación por la palabra

bía ofrecido Apolo: la cítara y el augurio? ¿O alu­de el poeta, a la vez, a la resolución con que la me­dicina técnica de Grecia y de Roma había pros­crito el empleo de ensalmos y encantamientos mu­sicales? No es posible saberlo. Pero acaso esta ex­presión poética de la Eneida no sea ajena al sentir que cuatro siglos más tarde se hará patente en la Mulomedicina de Vegecio: «los animales y los hom­bres no han de ser tratados con palabras vanas, sino con el seguro arte de curar» 1, o al explícito parecer de Sorano que Celio Aureliano transcribe: «.jáctanse necia y vanamente quienes creen que la fuerza de la enfermedad puede ser expelida con melodías y cantosa 2 .

A diferencia de la medicina supersticiosa y po­pular, la medicina técnica o científica debe ser muta ars, arte sin palabras. La oposición entre este modo de considerar la acción terapéutica y el modo hoy vigente, al que con vínculo tan esencial e indi­soluble pertenece la psicoterapia verbal, no puede ser más notoria. El médico antiguo no supo o no quiso emplear la palabra como recurso curativo: tal parece ser la conclusión que se impone.

Pero, ¿fué así toda la medicina de la Antigüe­dad clásica? Y en la medida en que así fuera esa medicina, ¿pudo ser de otro modo? Mirada la li­teratura antigua desde la situación intelectual en que debe hallarse el historiador médico del si-

1 Animalia et nomines non inanibus verbis, sed certa me-dendi arte curentnr. Ed. de Ernst Lommatzseh, Leipzig, 1903, pág. 199, 3-4.

2 Sed Sorani indicio videntur hi mentís vanitate iactari, qui modulis et cantilena passionis robur excludi posse crediderunt. Caelius Aurelianus, De morbis acutis et chronicis, ed. J . Cr, Ammán, Amstelodami, 1709, pág. 555.

Prólogo 9

glo XX, y en el puro orden de la acción terapéu­tica, ¿contiene indicios de un verbum no tan ina­ne como el que Sorano y Vegecio tan resueltamen­te vituperaban? Las páginas subsiguientes quieren ser, a la vez, una respuesta a estas interrogaciones y una contribución histórica a la doctrina, todavía tan precaria, de la psicoterapia verbal.

Pedro Laín Entralgo

Madrid, septiembre de 1958

CAPÍTULO I

LA PALABRA TERAPÉUTICA EN EL EPOS HOMÉRICO

En la interpretación del epos homérico —y aun en la de toda la literatura helénica— hállase ex­puesto el historiador a dos riesgos contrarios ; a uno llamaremos «idealización», al otro «primitiviza-ción».

Desde la Antigüedad hasta el siglo xix, la ¡lia­da y la Odisea han sido siempre paradigma y pun­to de partida. Los ojos nostálgicos de historiado­res, escritores y filólogos han visto en ellas no sólo un modelo para la creación literaria, mas también el germen de casi todo lo que en el orden humano ha venido después : lo bueno, según el parecer de la mayoría; lo malo, o al menos parte de lo malo, según el juicio de algunos, presididos por el numen ilustre de Platón. Los poemas homéricos han cons­tituido durante veinticinco siglos el ejemplar más calificado y eminente de la obra «clásica». Con ge­nialidad personal o sin ella, todos los hombres de Occidente hemos sido ante Homero lo que esos

12 La curación por la palabra

graeculi que tan cuidadosamente estudiaba hace poco Félix Buffiére 1. Homero, padre o abuelo del Occidente.

Nunca ha llegado a perder su vigencia tal esti­mación del epos homérico. Dentro de ella se mue­ven, acaso sin pensarlo, quienes a veces se han planteado el problema de lo que en la Ilíada y la Odisea no hay, frente a la habitual consideración de lo que en ellas hay 2. Pero es el caso que desde el siglo x ix , y a favor de la mentalidad histórica y genetista que entonces surge y se instaura, el historiador y el filólogo comienzan a ver en esos dos eximios poemas, no lo que de ellos haya sido «origen», sino lo que en ellos es «resultado». Sin dejar nunca de ser, claro está, creaciones «clási­cas», la Ilíada y la Odisea empezaron a mostrar­se como documentos «arcaicos». No fué otro el sentido profundo de la famosa «cuestión homéri­ca» ; y todavía se hizo más clara esa novedad cuan­do llegó a entreverse la significación histórica del epos griego ¡mediante los recursos y las conquis­tas de la etnología, a la reciente manera de Nils-son, Dodds, Onians y Moulinier 3. Para escánda-

1 F . Buffiére: Les mythes d'Homere et la pensée grecque (París, 1956).

2 Tal es el caso de los autores que, mentalmente instala­dos en la concepción cristiana de la religiosidad, han atribuido a esos poemas una irreligiosidad casi total. «Nunca hubo un poema menos religioso que la llíada-o, escribe P. Mazon (In-troduction á l'Iüade, París, 194-8, pág. 294); la llamada «reli­gión homérica» fué «realmente todo menos religión», había di­cho antes G. Murray (Rise of Greek Epic, 4.a ed., pág. 265: cit. por E. R. Dodds en The Greelis and the Irrational, Ber-keley and Los Angeles, 1951).

3 M. P. Nilsson:" G-eschichte der griechischen Religión I (München, 1941); E. R. Dodds: op. cit.; R. B. Onians: The Origins of European Thought (Cambridge, 1954); L. Moulinier :

La palabra terapéutica en el epos homérico 13

lo del entusiasmo idealizador de los viejos helenis­tas, el venerando contenido de los hexámetros de Homero es analizado ahora desde los ¡modos «pri­mitivos» o «salvajes» de pensar y de actuar. No se mira ese contenido tanto desde lo que sea poste­rior a él como desde lo que a él haya sido ante­rior. Con otras pa labras : en cuanto hombre ac­tual , el helenista ha visto al «clásico» como «pri­mitivo» y —a la vez— ha convertido al «primiti­vo» en «clásico». Después de todo, ya los clásicos mismos lo habían dicho : humani nihil a me alie-num puto.

Tras la. sistemática «idealización» de la obra homérica, acaso hoy apunte el riesgo de su exce­siva «primitivización». La consideración etnológi­ca de la Ilíada y la Odisea, tan fecunda, sugesti­va y renovadora, no puede perder de vista lo que luego ha sido la cultura griega ; y si uno y otro poema son equiparables a las leyendas de los bos-quimanos y los yakutos, también son, histórica y humanamente, bastante más que todas ellas. Tan­to como un documento arcaico, ambos poemas constituyen —conviene no olvidarlo— el sillar pri­mero de la cultura occidental.

Bien es verdad que esta advertencia apenas pue­de ser hecha en lo que atañe al reducido campo en que yo debo moverme : la historia del saber médico. Los médicos que han estudiado a Home­ro han sido víctimas, por lo general, del primero de los dos riesgos apuntados ; víctimas a la vez ingenuas y entusiastas. Movidos por el fervor de su helenofilia, han solido idealizar la figura del

Le pur et Vimpur dans la pensée des Grees d'Homére a Ans­ióte (París, 1952).

14 La curación por la palabra

gran poeta jónico, hasta convertirle, como de Hi­pócrates dijo Galeno, en «inventor de todos los bienes». He aquí, a título de ejemplo, la limpieza de la sala donde Ulises ha dado muerte bárbara y sañuda a los pretendientes de Penélope (Od., XXII, 481-494). Cuando ya han sido apartados los cadáveres y lavadas las manchas de sangre, Uli­ses fumiga con humo de azufre ardiente (théeion) la sala del homicidio, las restantes habitaciones del palacio y el patio. ¿Cuál es la significación de este acto ? Para O. Korner la cosa no ofrece du­das : se trata de una medida de carácter higiénico. Así lo demostraría el hecho de que Ulises llame al azufre kakón. ákos, «remedio de los males» ; esos «males» tienen que ser forzosamente enfermeda­des, afirma Korner, porque la misma Odisea llama en otro lugar a los médicos ietéres kakón (XVII, 384) 4. Lo mismo opina A. Botto. Para «desinfec­tar» su casa, Ulises —escribe el médico italiano— «usa un procedimiento de la más acabada higie­ne», la fumigación con azufre. Y añade: «Este sistema de desinfección con azufre, ya usado en tiempo de Homero, se mantiene igual a través de los siglos, puesto que todavía hoy se practica en casos semejantes s. Pero el saberlo en vigor en aquel tiempo causa no poco asombro, como es ob­jeto de pasmo la previsión de todas estas opera­ciones, regida por la más escrupulosa regla higié­nica» 6. Según todo esto, Homero resultaría ser un

4 Die aerztlichen Kenntnisse va Ilias und Odyssee (Mün-chen, 1929), pág. 61.

5 Un inciso: ¿cuándo y dónde ha podido ver Botto que se azufre la habitación donde ha sido cometido un homicidio?

6 Omero médico (Viterbo, 1980), pág. 181.

La palabra terapéutica en el epos homérico 15

avisado precursor de Guyton de Morveau y Pet-tenkofer.

Bien se advierte que Kórner y Botto idealizan médicamente la figura del gran vate jónico. El primero, tan apasionado lector de la Ilíada y la Odisea, olvida que la expresión kakón eidos no in­dica «aspecto morboso», sino «fealdad» (II., X, 316), y que kake gyné significa «mujer malvada», no «mujer enferma» (Od., XI, 383). Y tanto él como Botto —y como tantos otros, porque no es­tán solos esos dos exegetas —no quieren recordar que la fumigación con humo de azufre (peritheí-ósis) fué en Grecia durante muchos siglos rito pu­rificatorio o catártico, expediente religioso contra la impureza moral, y no medida «higiénica», en el sentido actual de esta palabra 7.

En estas reflexiones acerca de la visión homéri­ca de la enfermedad humana y su tratamiento as­piro a evitar ambos escollos. Por supuesto, subra­yaré cuanto sea necesario el carácter arcaico del epos, pero sin desconocer el valor perennemente humano y ejemplar que tantas de sus páginas po­seen. ¿ Qué lector occidental de alma sensible no sentirá, hoy como hace siglos, una delicada con­moción estética y moral reviviendo en su intimi­dad la despedida de Héctor y Andrómaca ? ¿ Y qué hombre de ciencia no experimentará una entraña­ble y sutilísima sacudida intelectual leyendo en la Odisea la reducción de la phijsis de la mdly, esa

7 Basta para convencerse de ello la lectura de un elocuen­te texto de Platón en el Crattlo (405 b). No comprendo cómo Moulinier, en el excelente libro antes citado (pág. 28), pone en duda el carácter catártico de ese azuframiento del palacio de Ulises. ¿Pudo acaso tener otro sentido aquella cremación de azufre ?

ití La curación por la palabra

enigmática planta así llamada por los dioses, a un preciso, nítido y comprobable conjunto de propie­dades visuales ? Lo cual no debe ser óbice para re­conocer sin paliativos la condición arcaica y nada «racional» de la actitud homérica frente al esta­do de ánimo que el epos llama ate, el cegador arre­bato pasional del alma humana, y ante tantas otras realidades cósmicas o psicológicas.

Fiel a esta inexcusable y prometedora vía media —que aristotélicamente trataré de convertir en via virtutis— estudiaré sucesivamente la idea homéri­ca de la enfermedad y del tratamiento imédico y el papel que la palabra desempeña dentro de éste.

I.—Un examen detenido de los textos del epos en que aparece la enfermedad humana permite distinguir en él hasta cuatro modos distintos de concebirla e interpretarla: el traumático, el pu­nitivo, el ambiental y el demoníaco.

Compréndese fácilmente que sean lesiones trau­máticas las afecciones morbosas con más frecuen­cia mencionadas en la Ilíada y la Odisea, sobre todo en aquélla, y con más frecuencia comenta­das por los historiadores, desde el inicial estudio de Malgaigne s. No menos de 172 son consignadas

s fitudes sur Vanatomie et la physiologie de Homére (Pa­rís, 1842). Los más importantes trabajos acerca de la medicina homérica —aparte los de Korner y Bottp antes mencionados— son los siguientes : J . E . Friedrich: Die Realien in der Iliade und Odyssee (Erlangen, 1851); Ch. Daremberg: La médecine dans Homére (París, 1865); E. Buchholz: Die homerischen Rea­lien II, Erste Abtheil. (Leipzig, 1881); H . P. Frolich: Die Mi-litarmedizin Homers (Stuttgart, 1879); O. Schmiedeberg: Ue-ber die Pharmalca in der ñias und Odyssee (Strassburg, 1918); B. Coglievina: Die homerische Medizin (Graz, 1922).

No me ha parecido pertinente exponer aquí, ni siquiera en esbozo, la famosa e inacabable «cuestión homérica». Quien de­see orientarse bibliográficamente acerca de su estado actual,

La palabra terapéutica en el epoe homérico l í

y descritas en el conjunto de los dos poemas, se­gún el minucioso computo de Frolich y Botto. Pero ahora no importa tanto la acción vulnerante de lanzas, espadas, flechas y piedras en torno a Ilion o en el palacio de Itaca, cuanto la actitud inte­lectual de Homero frente a ella. Todas estas afec­ciones morbosas tienen a los ojos del aedo un ras­go común: todas son consecuencia inmediata de una violencia material, visible por los ojos del es­pectador y racionalmente comprensible para su in­teligencia. Recordemos la aventura de los Cíclopes. Ulises, que astutamente ha dicho llamarse «Na­die», acaba de cegar el ojo de Polifemo. Este gri­ta en la noche, y los Cíclopes le preguntan desde lejos si alguien le mata con engaño o con violen­cia. Contesta Polifemo : «Nadie me mata con en­gaño, y no con violencia.» A lo cual responden los Cíclopes : «Pues si nadie te violenta, estando solo, no es posible evitar la dolencia que te envía el gran Zeus; pero ruega a tu padre Poseidón, señor de los mares» (Od., IX, 406-412). El primer tér-imino del dilema de ios Cíclopes —o enfermedad por violencia externa (bía, biéphi), o enfermedad (nousos) enviada por Zeus:— abarca, como es ob­vio, todos los accidentes morbosos cuya causa pue­de ser claramente vista y entendida por un ojo hu­mano o ciclópeo; es decir, las lesiones traumáti­ca Die Homerforschung in der Oegenwart (Wien, 1952), de A. Lesky, y la Geschichte der griechischen Literatur (Bern,

1957-58) del mismo autor. Para mi personal investigación he

considerado al conjunto del epos homérico como expresión de la

mentalidad más arcaica del pueblo griego; lo cual, según los

filólogos actualmente más calificados (véase como ejemplo el

juicio de W. Jaeger en su Paideia), es cosa del todo válida.

18 La curación por la palabra

cas de cualquier índole 9. Retengamos esta preci­sa dicotomía nosológica y etiológica de Homero.

Distínguense netamente de las afecciones trau­máticas —y aun se oponen a ellas— las enferme­dades, tantas veces mortales, enviadas por los dio­ses a los hambres. Con la descripción de una de tales dolencias comienza la Ilíada: la peste que Apolo lanza sobre los aqueos para castigar el rap­to de la hija de Crises por Agamenón (I , 8 ss.). La condición punitiva de la enfermedad es ahora por completo indudable. También parece clara esa vi­sión del accidente morboso en el caso de la muer­te de los doce hijos de Níobe. Níobe osó compa­rarse con la diosa Leto —incurrió, por tan to , en pecado de hybris o desmesura— y fué castigada a sufrir en sus hijos la cólera de Apolo y Artemis, vastagos de Leto : las flechas de Apolo hirieron de muerte a los seis varones, las de Artemis a las seis hembras (11., XXIV, 605-606). No son atribuidas en cambio a castigo divino, aun habiendo sido en­viadas por los dioses, la dolencia que en opinión de los Cíclopes sufre Polifemo (recuérdese el texto antes citado) y las enfermedades que causan la muerte a Laodamia, hija de Belerofonte (II . , VI , 205), a la madre de Andró'maca (II . , VI , 428), a

9 El segundo término de ese dilema —enfermedad (nounos) enviada por Zeus—, se referiría, según Dodds (op. cit., pági­na 67), a una enfermedad mental. El razonamiento de los Cí­clopes que oyen lamentarse a Polifemo sería: si nadie hiere a Polifemo, Polifemo está loco, y la locura es enfermedad en­viada por Zeus. No me convence la interpretación. Los Cíclo­pes piensan así : si nadie hiere a Polifemo, Polifemo sufre una enfermedad dolorosa de causa súbita e invisible y, por lo tan­to, divina. No sólo la locura fué para Homero —véase lo que sobre el tema digo en el siguiente párrafo— enfermedad envia­da por los dioses.

La palabra terapéutica en el epos homérico 19

ílexénor (Od., VII , 64) y a los habitantes de la isla Siria, donde nadie conoce el hambre y los hom­bres mueren en edad avanzada (Od., XV, 402-410); y tampoco parece probable que la melanco­lía del hazañoso Belerofonte, motivada por el odio pertinaz de los dioses, según el texto homérico, castigase delito alguno contra la divinidad (II., VI, 199-200). El estremecedor problema humano del dolor no merecido apunta en estas enfermeda­des que las flechas de Apolo y de Artemis infligen a los mortales 10.

En otros casos parece atribuirse a la enferme­dad una causa natural , externa y no t raumát ica : así acaece en el modo de enfermar que más arriba he llamado «ambiental». A él alude Ulises, cuan­do llega desnudo a la ribera de los feacios y teme morir víctima del frío de la noche (Od., V, 453 ss.), y él es también el que quiere evitar Héctor, cuan­do rechaza, pensando en la posible acción nociva del vino, la bebida que le ofrece su madre (II., VI , 264-265), y el que pueden engendrar las «drogas mortíferas» (thymophthóra phármaka) que Telé-maco había de buscar en Efira (Od., I I , 329). Me­nos claro es el carácter morboso, febril, del «exce-

1 0 En otro lugar (Introducción histórica al estudio de la patología psicosomática, Madrid, 1940) he tratado de interpre­tar histórica y psicológicamente la concepción de la enfermedad como un castigo del nombre por los dioses. Tal concepción apa­rece con evidencia en las sociedades integrantes del nivel cul­tural que los etnólogos de la Kulturhistorische Scliulc llaman «cultura primitiva superior» y subsiste luego, adoptando modos distintos, en las culturas arcaicas semíticas e indoeuropeas : un modo más «personalista» en aquellas, otro más «naturalista» en éstas. Todos saben que la desgracia del justo —o si se quiere, el castigo no merecido— será luego uno de los temas cardina­les de la tragedia ática.

30 La curtición por te palabra

sivo calor» (pollón pyretón) que produce la estre­lla Orion, según un discutido verso de la litada l x .

Queda por mencionar la atribución de un origen demoníaco al enfermar humano, muy clara en un texto de la Odisea. Cabalgando sobre una tabla, Ulises, náufrago, vaga por el ponto a merced de las olas. Cuando al cabo de tres días ve tierra, ésta aparece ante sus ojos «tan grata como a los hijos la salud de un padre postrado por la enfer­medad (noúsó) y presa de graves dolores, consu­miéndose a causa de la persecución de un demonio hostil (dahnón), si los dioses le libran del mal (kakótes)» (Od., V, 394-398) 12.

1 1 Dice así el poema: «. . . tan resplandeciente como el as­tro que al fin del estío —la Opora— se distingue por sus vivos rayos entre muchas estrellas durante la noche oscura y recibe el nombre de perro de Orion, el cual con ser brillantísimo cons­tituye una señal funesta, porque trae excesivo calor a los mí­seros mortales» (II., XXII , 25-31). La expresión «excesivo ca­lor» ¿alude a la fiebre? Así lo pensó Brendel, ya en 1700, y así lo piensan Finsler, Coglievina y Kórner. «La aparición de Sirio en la Opqra (agosto y septiembre) —escribe este último— coincide con el brote de la malaria... Daremberg se burla de la explicación de Brendel, pero ésta me parece certera, porque yo no veo en las palabras pollón pyretón el fuerte calor de la estación, sino los muchos accesos febriles que caracterizan a la malaria» (op. cit., pág. 64). La hipótesis es aceptable, sin duda, aunque diste de ser concluyente. Una explicación semejante propuso ya el retor estoico Heráclito (Alegorías homéricas, VII I , 13) acerca de la peste del Canto I de la Ilíada.

1 2 «Homero aplica el término daímón —escribe Nilsson—- a los dioses antropomorfos de fuerte individualidad, pero más a menudo la individualidad viene concedida por la manifesta­ción misma del destino que ella impone... El hecho de que el resorte de la actividad humana esté oculto en las profundida­des de su alma, no permite al hombre citar un dios individual determinado a modo de causa. El hombre tiene a menudo la impresión de ser impulsado por una potencia oscura que se opone a sus intenciones y le conduce a un resultado final que él no ha preparado ni deseado. Esa potencia no podría ser uno de los dioses individuales, sino una potencia divina oscura, in-

La palabra terapéutica en el epos homérico 21

Desde el punto de vista de su origen, la enfer­medad puede ser traumática, divina, ambiental o demoníaca; y punitiva o incomprensible cuando es directamente divina su procedencia. Pero sea una u otra la etiología, ¿ qué es la enfermedad ? ¿ En qué consiste el aflictivo estado de la realidad hu­mana que designamos con ése nombre ? Y en el caso del epos homérico ¿cuál es, a los ojos de su autor, la consistencia real del modo de vivir a que la palabra nousos se refiere ? En un trabajo que puede pasar por clásico, F . E . Clements ha orde­nado las diversas interpretaciones de la enferme­dad entre los llamados «pueblos primitivos»1 3 . En esquema, esas interpretaciones son t r e s : la en­fermedad es concebida como una pérdida o evasión del alma del paciente, como la penetración mági­ca de un objeto en su cuerpo o como la posesión del hombre por espíritus malignos. No es difícil encontrar indicios de la primera y la tercera en los versos de Homero. En la ribera de los feacios, el desnudo Ulises dice as í : acaso la cruel helada y el rocío de la noche «eme venzan, a causa de mi debilidad, y exhale el aliento vital (kekapheóta thymón)y> (Od., V, 468). La posible enfermedad le­tal a frígore es interpretada como exhalación o pérdida del thymós; y aunque este término, como han demostrado J . Bohme 14 y B . Snell li¡, no sea

determinada, un datmon» (Les croyances religieuses de la Gré-ce antique, París, 1955, pág. 72). Véase también P. Chantrai-ne, «Le divin e t les dieux chez Hpmére», en La notion du di-oiii depuis Homére jusqu'á Platón (Vandoeuvres-Genéve, 1954).

13 Primitiva Concepta of Disease (University of California, 1932).

1 4 Dte Seele uncí das Ich im Homerischen Epos (Leipzig u. Berlín, 1929).

1 5 Die Entdechung des Geistes (Hamburg, 1955). Los pro-

22 La curación por la palabra

en el epos equivalente al de psykhé, es evidente que en la anterior expresión homérica late aquella visión primitiva del enfermar humano como una evasión del alma 16. Y no es menos perceptible esa idea en la precisa descripción de los desmayos que sufren Sarpedón, cuando cae herido (11., V, 696-698), y Andróimaca ante el cadáver de Héctor (II., X X I I , 466-476): ambos relatos atribuyen a una evasión de la psykhé la causa inmediata del ac­cidente morboso.

La concepción de la enfermedad como posesión demoníaca se expresa sin rodeos en el fragmento de la Odisea antes transcrito : en él, la penetra­ción de un daímón hostil consume morbosa y aflic­tivamente el cuerpo de la víctima. ¿Podrá decirse lo anisimo de la segunda de las interpretaciones mencionadas : la enfermedad como penetración má­gica de un objeto en el cuerpo del paciente ?

Aparentemente, nada hay en el epos homérico que recuerde esa tosca y primitiva visión del es­tado morboso. No nos parece admisible que la mente de Homero se mueva en niveles psicológi­cos tan primarios, tan alejados de la excelsitud en que Renán pensaba cuando habló del «milagro griego». Pero leamos atentamente la famosa des­cripción de la peste en el canto I de la Ilíada. Apo-

blenias filológicos y psicológicos que plantea el uso de la pa­labra psykhé en el epos homérico son ampliamente discutidos en el libro de Frenkian que más adelante menciono. Véase tam­bién el capítulo «El origen en la doctrina de la divinidad del alma», en el libro de W. Jaeger La teología de los primeros filósofos griegos (trad. cast. México, 1952).

1 6 Psylcht es el alma, en cuanto la realidad así llamada sostiene al hombre con vida, le «anima»; thymós es, en cam­bio, lo que causa los movimientos. Véase en el libro de Snell antes mencionado (cap. «Die Auffassung des Menschen bei

La palabra terapéutica en el epos homérico 23

lo desciende del Olimpo y desde lejos, como co­rresponde al epíteto con que suele nombrársele, comienza a disparar sus flechas contra los aqueos: «Disparó primero contra las acémilas y los ágiles perros; unas luego dirigió sobre los hombres sus agudas saetas» ( I , 50-52). Una peste mortífera (loimós) devasta así el campamento de los sitia­dores de Troya, hasta que Aquiles hace investigar la causa de la plaga. Dejemos ahora todo lo rela­tivo a la propuesta de Aquiles y a las medidas «te­rapéuticas» que de ella surgen; pongamos nues­tra atención sólo en lo que hoy llamaríamos «pa­togénesis» de esa peste devastadora. Dentro de la concreta y visible realidad de los individuos que la padecen, ¿ en qué consiste ? ¿ Qué son esas fle­chas que dispara Apolo ? ¿ Son los rayos del Sol, como supusieron el estoico Heráclito y otros esco­liastas de la Antigüedad, o representan la bilis, como llegó a pensar Metrodoro de Lampsaco ? 17

Mejor será abandonar las explicaciones alegóricas y atenerse al sentido inmediato del texto homéri­co. Las flechas de Apolo representan la llegada del agente morboso al cuerpo del enfermo : un objeto físico, aunque invisible, cuya presencia en quien lo recibe se manifiesta bajo forma de impureza o contaminación material (lyma); impureza suscep­tible de lustración catártica mediante el agua del

Hornera) la argumentación pertinente. No parece oportuno ex­ponerla aquí en su pormenor.

1 7 La identificación de Apolo con el Sol fué uno de los tó­picos de la Antigüedad; de él parte la interpretación del re-tor Heráclito. Metrodoro, en cambio, según un fragmento de Filodemo, afirmaba que «Deméter es eí hígado, Dioniso el bazo y Apolo la bilis». Véase el libro de F. Bufflée antes mencionado, págs. 127-132 y 195-200.

24 La curación por la palabra

mar (I, 314). La enfermedad enviada por Apolo a los aqueos consiste, de manera inmediata, en un objeto impurificador, en una realidad ¡material «di­vinamente» sobreañadida al cuerpo del paciente ; en suma, en una «mancha» física 18. No es posible negar el parentesco entre esta concepción del es­tado morboso y la idea dé la intrusión mágica de un objeto extraño y nocivo 19. Sin mengua de su luminosa genialidad, Homero fué un hombre de su pueblo y de su tiempo, no un ilustrado «pre­cursor» de la ciencia moderna 20.

1 8 En el caso de la peste de la llíada, la enfermedad es, en efecto, una «mancha». En el libro antes citado he puesto de relieve el carácter ambivalente, moral y físico, de esta «man­cha» morbosa y punitiva, así como el predominio del momen­to «físico» de esa ambivalencia en la interpretación de los pue­blos indoeuropeos j ' la preponderancia del momento «moral» en la ideología médica de los pueblos semíticos.

1 9 Ese parentesco entre la concepción homérica de la peste y el pensamiento médico de los pueblos primitivos queda es­pectacularmente demostrado por el siguiente relato de Vedder, relativo a los bergdama del África suroccidental: «.Gamab es considerado como el dios que hace morir a los hombres y los lleva al poblado del más allá. Para ello necesita flechas y arco. Quien siente en sí una grave enfermedad interna, dice sin es­peranza : Gamab ha disparado sobre mí» (T)\e Bergdama, 1923, pág. 103). Pero esta notable semejanza entre el proceder de Apolo y el de Gamab no demuestra sólo la realidad de un pa­rentesco entre la mentalidad homérica y la de los bergdama; manifiesta también la enorme distancia que entre ambas existe. La creencia de los griegos arcaicos se expresa en una esplén­dida obra de arte vigorosamente abierta al futuro: el canto I de la llíada; la creencia de los bergdama, tan tosca y rudimen­tariamente expresada, queda invariable como un fósil en la tra­dición oral de ese pueblo negro hasta que un etnólogo la reco­ge y publica.

2 0 Lo cual no excluye que la ciencia de Occidente tenga su «origen» en Homero, padre de la cultura griega. Homero —diría Zubiri— hizo posible la ciencia occidental, pero no la prefiguró, como ha solido pensar la ardorosa ingenuidad de mu­chos de sus intérpretes.

La palabra terapéutica en el epos homérico 25

II.—La actitud homérica frente al tratamiento de las enfermedades se halla, como es lógico, en estrecha relación con esa multiforme concepción del enfermar. Pero antes de estudiar el aspecto te­rapéutico de la medicina del epos tal vez sea con­veniente preguntarnos por la visión de la natura­leza subyacente a tal «nosología» —acéptese el empleo de un vocablo tan poco arcaico, tan poste­rior a la mentalidad de que la litada y la Odisea son testimonio— y a tal «terapéutica». El pensa­miento médico y la idea de la naturaleza se hallan siempre muy directa e inmediatamente relaciona­dos entre sí, y la obra de Homero no constituye una excepción a tan constante regla.

¿ Qué fué la Naturaleza en la mente del griego homérico ? Una indagación meramente atenida al nombre helénico de la realidad natural —physis— no puede darnos respuesta concluyente. La pala­bra physis, en efecto, es empleada en el epos sólo una vez (Od., X, 303), con significación muy elo­cuente, es verdad, pero no menos restringida. Con más frecuencia aparecen en sus versos el verbo de que ese nombre procede —phyein, «crecer», «bro­tar», «nacer»— 21 y el adjetivo physlzoos, en el sentido de «fértil» o «fecundo» : la tierra, en el caso más notorio (II, I I I , 243, y XII, 63; Od., XI, 301). Para Homero, Naturaleza, physis, es, según esto, el conjunto de todo lo que nace y crece, la realidad de lo que brota y se configura por obra de un impulso generador.

Ahora bien, las cosas que nacen y crecen, aque-2 1 El verbo phijd puede leerse en II., IV, 488, VI , 149, XIV,

288, XXI, 352; Od., V, 2S8, 241 y 477, VI I , 114 V 128, IX, 109 y 141, X, 898, etc.

26 La curación por la palabra

lias a cuya actividad puede y debe aplicarse el ver­bo pkyein, existen conforme a uno de estos dos posibles destinos: la inmortalidad, bajo forma de vida perenne y siempre fecunda, y la caducidad y la muerte. Lo cual permite deslindar en el con­junto de lo real, ta l como lo ve y concibe Homero, dos zonas distintas, bien que constante y estrecha­mente relacionadas entre s í : el mundo de los dio­ses, los cuales nacen y no mueren, y el de los se­res que luego llamarán «sublunares», sujetos al im­perativo de corromperse y fenecer : las nubes y las rocas, las aguas del mar, las plantas, los anima­les, el hombre. Dejemos por un momento a los dio­ses en Jas puras regiones del Olimpo, y tratemos de entender cómo concibe Homero la cambiante realidad de las cosas que nacen y mueren.

No me propongo ahora —quede esto claro— es­tudiar la relación genética que pueda existir en­tre la visión homérica de la realidad del cosmos y las tesis de la futura physiología de los pensado­res presocráticos, desde Tales de Mileto hasta Ana-xágoras y Demócrito : si el Okeanós de Homero, «origen de todo», según el epos (II., XIV, 246), ha inspirado o no la doctrina de Tales, para el cual es el agua el arkhé o «principio» de la physis; si el Zeus de la Illada es o no es el «aire» de Ana-xímenes y Diógenes de Apolonia, y otras cuestio­nes semejantes a éstas 22. Tampoco intento pre­sentar descriptivamente la idea del Universo

2 ? La idea que de esa relación genética tuvieron los anti­guos griegos puede verse en el libro de Buffiére ya mencio­nado ; la que hoy proponen los filólogos, en el de Onians, tam­bién citado ya, y en el de A. M. Frenkian, Le monde homéri-que. Essai de protophilosoplúe yrecqxie (París, 1934<).

La palabra terapéutica en el epos homérico 27

implícita en la Ilíada y la Odisea 2S. De modo más modesto e inmediato, aspiro a recoger y ordenar las notas que mejor parezcan definir la visión de la Naturaleza en los poemas homéricos.

El mar y las nubes, los ríos y las plantas, los animales y el hombre, son muchas veces descritos en las páginas del epos. Pues b ien: a la vista de todas esas descripciones, ¿ cabe señalar la común peculiaridad dé las diversas realidades a que se re­fieren ? Creo que sí. Tal peculiaridad genérica se halla integrada, a mi juicio, por las cuatro notas subsiguientes :

1.a La «mutabilidad».—Las realidades natura­les son por sí mismas cambiantes. Observarlas y describirlas así es, pues, cosa muy obvia : el viento, el mar y los animales se mueven en todo relato que se ocupe de ellos, sea arcaico o moderno. Pero sobre los movimientos que nosotros percibimos dia­riamente en los seres naturales, el autor del epos añade con frecuencia otros, a los cuales el hombre actual llamaría «extraordinarios» o «preternatura­les», si quisiese contentarse con denominaciones no muy comprometedoras : el Xanto , un río, sale de su madre y persigue a Aquiles, hasta que He-festo dirige contra él una gran llama (II., X X I , 331-384); el caballo de Aquiles, también llamado Xanto, habla al héroe y le profetiza su muerte

3 3 Léese una exposición clara y sucinta de la visión homé­rica del cosmos en E. Mireaux, La cíe qiiotidienne au temps d'Homere (París, 1954). Especialmente fino y sugestivo es, tam­bién a este respecto, el trabajo de W. Kranz «Kosmos und Mensch in der Vorstellung frühen Griechentums», en Nach-richten von der Gesellschaft der Wissenschaften zu Gottingen, Phil.—hist. Kl., Neue Foíge, I, Bd. 2, 1938, p. 121 y ss. El libro de Frenkian nombrado en la nota anterior contiene tam­bién abundantes indicaciones acerca del tema.

28 La curación por la palabra

(II., XIX, 400-420) ; Circe, mediante drogas má­gicas, convierte a los hombres en cerdos (Od., X, 229-243) ; Poseidón hiende con su tridente la roca en que Ayax se había sentado (Od., IV, 499-509), y así tantos otros.

2.a La «divinidad» de las propiedades y los mo­vimientos de los seres naturales.—Lo que antes he dicho parece indicar que el epos homérico distin­gue en el mundo visible dos órdenes de movimien­tos : los naturales o espontáneos y los producidos por la acción directa de los dioses. Esto es verdad, ciertamente, pero no es toda la verdad. Bruno Snell ha hecho notar la «naturalidad» de las inter­venciones divinas en la Iliada y la Odisea, así las que atañen a la conducta de los hombres —por ejemplo, la de Palas Atenea en la disputa entre Aquiles y Agamenón (II., I, 195-218)— como las tocantes a realidades no humanas. Snell ilustra bien este carácter de la mentalidad homérica —más generalmente: helénica— mostrando el contraste entre la actitud de los griegos y la actitud de los israelitas frente al augurio: «Para los griegos hu­biera sido sorprendente el modo cómo Gedeón tra­ta con su dios en el Libro de los Jueces (VI, 36-40)... El favor de Dios se revela en tal caso que­brantando el orden natural de las cosas ; para Dios nada es imposible. También en las leyendas grie­gas acaece que sus héroes pidan una señal visible de la asistencia divina, pero tales señales son un rayo, el vuelo de un pájaro, un estornudo —cosas todas de las cuales no puede admitirse, según las leyes de la probabilidad, que se presenten en el mo­mento deseado, pero que, como podría decirse siem­pre, es posible que ocurran en virtud de un azar

ha palabra terapéutica en el epos homérico 29

afortunado, agathe t'jjkhé... Para la mente de un griego clásico, los dioses mismos están sometidos al orden del cosmos, y en Homero siempre inter­vienen del modo más natural. Incluso cuando Hera obliga a Helios a hundirse rápidamente en el Océa­no, el suceso sigue siendo «natural», puesto que Helios, concebido como un auriga, puede hacer al­guna vez que sus caballos avancen con mayor ra­pidez» 24. Esta fina observación de Snell parece confirmada a sensu contrario por el empleo del ad­jetivo «divino» (theios) para expresar la virtuali­dad eminente de algunas realidades naturales, la sal («divina sal», se la llama en II., XI, 214) o el vino («divinal bebida», Od., I I , 341). Los dioses actúan sobre el mundo visible «naturalmente» y al­gunas cosas del mundo visible son «divinas» ; y «divinos» son también, naturalmente divinos, si se admite la expresión, los fenómenos más triviales y cotidianos de la Naturaleza, la aurora (Eos) o el viento (Aíolos). Una conclusión se impone: en el mundo homérico no hay solución de continui­dad entre los movimientos del cosmos que pare­cen espontáneos y los que la voluntad de los dio­ses directamente suscita ; o, más concisamente, en­tre lo «natural» y lo «divino». La frase «todo está lleno de dioses», atribuida a Tales por Aristóte­les (de anima, I, 5, 411 a 7), tiene sin duda un origen bastante más arcaico que la obra del pen­sador de Mileto.

3.a La «.caducidad».—Los seres del mundo visi­ble son caducos. En la roca como en el hombre, el movimiento natural tiene a su término la muerte,

24 «Der Glaube an die olympischen Gotter», op. cit., pá­gina 49.

30 La curación por la palabra

la extinción. En el seno de la vigorosa luminosidad del mundo homérico late, invencible, la melanco­lía. Es imposible no recordar aquí las famosas pa­labras de Glauco a Diomedes: «Cual la generación de las hojas, así la de los hombres. Esparce el vien­to las hojas por el suelo, y la selva, reverdeciendo, produce otras al llegar la pr imavera: de igual suerte, una generación humana nace y otra pere­ce» (II, 145-149).

4.a La incipiente «regularidad».—El movimien­to de las realidades naturales no es caprichoso, aun­que sea divino : hay en él una regularidad a la vez profunda y patente, si se le observa con calma y precisión. No es ciertamente escasa la precisión con que los ojos de Homero —ciego en su senectud, según la leyenda— supieron contemplar el mundo visible. Basta ir recogiendo los epítetos que en el epos expresan la apariencia del mar, como hizo Finsler, o leer la minuciosa descripción de las he­ridas que sufren Fereclo (II., V, 59-69) y Eneas (II., V, 297-311), o seguir el relato de la caída de Antínoo, cuando le hiere mortalmente la flecha de Ulises (Od., X X I I , 8-21), para advertir con pas­mo la agudeza y la exactitud de la mirada del poe­ta , jamás igualadas en ninguna de las restantes narraciones épicas de la humanidad. No en vano nos dice con elogio que los aqueos son helikopes, hombres de ojos agudos y vivaces (II., I , 389). Quien con t an ta minucia sabe contemplar la rea­lidad sensible, necesariamente tiene que observar en ella la existencia de hondas regularidades, y no sólo en cuanto al curso de los astros y al ri tmo de la vegetación, nías también en lo tocante a la in­tervención del hombre sobre los procesos natura-

La palabra terapéutica en el epos homérico 31

les que le son accesibles y a las propiedades ope­rativas de los seres que sobre la tierra nacen y mueren. La técnica quirúrgica de la litada se halla implícitamente regida ' por el siguiente principio : «Si en la realidad viviente del cuerpo humano he­rido se hace tal cosa, de ello resultará tal otra» ; lo cual no es sino la expresión de una regularidad de la Naturaleza, en orden a los movimientos reac­tivos del cuerpo humano. Pero donde resulta más claro y decisivo este descubrimiento de la relación esencial entre la apariencia y la propiedad —pri­mer fundamento de la futura visión «científica» de la naturaleza— es en los versos con que Homero describe la hierba que ha de librar a Ulises del encantamiento de Circe: «Cuando así hubo ha­blado —dice Ulises—, Hermes me dio el remedio, arrancando de la tierra una planta cuya natura­leza (physis) me enseñó. Tenía negra la raíz, y era blanca como la leche su flor ; Uámanla móly los dioses, y es muy difícil de arrancar para un mortal» (Ocl., X , 302-307). No es preciso subra­yar la significación y la importancia de este tex­to , el único del epos en que aparece la palabra physis. El poeta designa con ella una realidad ca­racterizada por tres notas : nace y crece, y de ahí que pueda ser nombrada con un vocablo derivado del verbo phyein; posee una figura constante, sus­ceptible de descripción precisa; lleva en su seno una propiedad operativa, la de impedir la acción de las drogas mágicas de Circe. Llámase physis, en suma, a la regularidad con que una apariencia visible —un eidos— manifiesta la existencia laten­te de una propiedad 25. La physiología de los pen-

25 El término eidos, • en el sentido de figura o apariencia

32 La curación por la palabra

sadores jónicos —y, por lo tanto, la filosofía grie­ga y la ciencia natural de Occidente— tienen su primer germen en esas sencillas palabras homéri­cas. No veamos en Homero' el primer hombre de ciencia de Occidente, como otros han visto en él, ingenuamente, el primer higienista o el primer ci­rujano mil i tar ; veamos en él, en cambio, al hom­bre en que por vez primera se expresa la mentali­dad que hizo posible la ciencia europea. Con ello nuestro elogio no resulta menor y es mucho más certero.

I I .—La realidad sensible muéstrase a los ojos de Homero mudable, divinamente movida, caduca y regular. Tal es, pues, el marco y el fundamento de lo que podríamos llamar el «pensamiento tera­péutico» del epos. Para llegar a éste, examinemos previamente las diversas prácticas en que se ma­nifiesta.

La mayor parte de ellas pertenecen a los tres capítulos que el ulterior pensamiento griego dis­tinguirá en el arte de curar : el quirúrgico, el far­macéutico o medicamentoso y el dietético 26. No debo transcribir y comentar una vez más los tex­tos homéricos en que se alude a maniobras qui-

de una cosa, aparece varias veces en el epos homérico (II., I I , 58, y I I I , 39; Od., XVII , 454, etc.). II., I I , 58, pone en co­nexión el aspecto (eidos), Ja magnitud (mégethos) y el vigo­roso crecimiento (ph-yé) de una figura humana vista en sue­ños, a la cual se parece Néstor. Eidos y mégethos manifiestan la ph$sis, la índole o «naturaleza» de aquello que nace y crece.

2 6 La antigüedad de esta tripartición del arte médico —es­colio del Venet. B a II., XI . 515; Platón, Rep., I I I , 405 d-407 d— ha sido oportunamente subrayada por W. Artelt en Studien zur Oeschiehte der Medizin, Leipzig, 1937, págs. 41-4S. La opinión contraria de Platón en el pasaje mencionado no excluye el empleo de recursos dietéticos con fines curati-

La palabra terapéutica en el cpos homérico 33

rúrgicas, drogas curativas o prescripciones dieté­ticas ; tanto menos, cuanto que la consideración de todos esos recursos contra la enfermedad es en cierto modo ajena a mi actual designio, el estudio de la palabra terapéutica. Me conformaré remi­tiendo al lector a las publicaciones antes señala­das. Debo indagar con atención, en cambio, lo re­lativo'a otras dos prácticas terapéuticas mucho me­nos estudiadas por los autores : la catarsis y el ensalmo.

La descripción de prácticas catárticas —o cuan­do menos la alusión a ellas— es frecuente en la Ilíada y la Odisea: véase la monografía de Mouli-nier que en páginas anteriores menciono. Pero ¿ hay entre esas prácticas alguna cuya intención sea la purificación de un hombre de la enfermedad que padece y, por consiguiente, la curación de ésta ? Tal es el urgente problema que plantea la conducta de los aqueos ante la peste, en el canto I de la Ilíada. Recordémosla. Movido por la grave­dad de la epidemia, Aquiles convoca al pueblo dá-nao, y habla as í : «Consultemos con algún adivino, sea sacerdote o intérprete de sueños —porque tam­bién los sueños vienen de Zeus—, y que él nos diga por qué se ha irritado tanto Febo Apolo, y si su enojo es por incumplimiento de un voto o de al­guna hecatombe. Acaso recibiendo humo fragan­te de corderos y cabras escogidas quiera librarnos de la peste.» A lo cual responde el augur Calcante Testórida: «El que hiere de lejos... no nos librará a los dáñaos de la odiosa peste mientras la doncella de los alegres ojos no sea devuelta a su padre y

vos en el epos: véase lo que luego se dice acerca de la cura­ción de Macaón por Néstor.

3

34 La curación por la palabra

llevemos a Crisa una sagrada hecatombe.» Dispu­tan con tal motivo Aquiles y Agamenón, median Palas Atenea y Néstor, accede al fin el Atrida, y Ulises parte hacia Crisa llevando consigo la donce­lla y las víctimas del sacrificio propiciatorio. Más aún hizo el Atrida: «ordenó que los hombres se purificaran (apolymainesthai), y ellos hicieron la lustración, echando al mar las impurezas (lyma-ta), y sacrificaron a la orilla del solitario piélago, en honor de Apolo, hecatombes perfectas de toros y cabras». Grises, por su parte, recibe la embajada de Ulises y pide a Apolo que ponga fin a su cóle­r a : «¡Aleja ya de los dáñaos la abominable pes­te!», dice al fin de su imprecación. A ello conspi­ran también la hecatombe y los himnos que Uli­ses y los suyos ofrecen al dios: «Durante todo el día los aqueos aplacaron al dios con el canto, en­tonando un hermoso pean a Apolo, el que hiere de lejos, que les oía con el corazón complacido». Y así acaba la peste que asolaba el campamento dánao.

Frente a la peste que les diezma, los aqueos si­guen una conducta terapéutica —prefiramos este nombre al de «tratamiento», de aire mucho más moderno— en la cual cabe distinguir tres momen­tos : la resuelta terminación del estado de injus­ticia cuyo castigo había determinado la enferme­dad, la satisfacción del dios enojado, en este caso Apolo, y la lustración purificadora. Agamenón de­vuelve a Criseida a su padre, Apolo recibe tributo de hecatombes y plegarias, las mesnadas aqueas se purifican bañándose en el mar.

Limitémonos ahora al examen de esta última práctica. El baño que el Atrida prescribe a los su-

La palabra terapéutica en el epos homérico 35

yos i es una verdadera kátharsis religiosa y moral, un rito de purificación ? Korner lo niega resuelta­mente : «La purificación de los pueblos y el lan­zamiento de la inmundicia al mar —escribe—, fué tan sólo una medida higiénica, porque si hubiese sido un acto ordenado a la conciliación con el dios, no podría comprenderse por qué se purificaron las gentes afectadas por la peste, y no el príncipe cul­pable que con su conducta había traído la epide­mia» 37. Una objeción semejante —aun cuando no motivada por este problema del baño lustral— corrió entre los comentaristas de la Antigüedad. Zoilo, sobre todo, subrayó la inconsecuencia de Apolo, que hubiera debido castigar a Agamenón, y no a la anónima muchedumbre de los soldados, muchos de los cuales es seguro que habían deseado la devolución de Criseida. Más aún : el dios causa mortandad hasta entre las acémilas y los perros, pobres seres que nada tenían que ver con el rapto de la hija de Crises 38. Todavía es más radical Sten-gel: según él, Homero no habría conocido una ká­tharsis de carácter mágico 2i). Instalados en su «ilustrada» veneración de los poemas homéricos, ni Korner, ni Stengel pueden admitir que su autor rinda pleitesía a una mentalidad tan arcaica e irra­cional como la que los ritos catárticos atestiguan.

27 O. Korner: Wesen und Wert der homeríschen Heilkun-<le (Wiesbaden, 1904), pág. 12.

2 8 Heráclito: Alegorías homéricas, XIV, 22. Un escolio del Venetus A a II., I , 50 trata de resolver la dificultad diciendo o,ue el dios comienza por herir a los animales a título de ad­vertencia : no quiere exterminar a los griegos, sino tan sólo darles una lección.

~'J P. Stengel: «Opferblut und Opfergerste», en Hermes, * U (1906), págs. 230-24fi.

;¡G La curación por la palabra

Más que «purificación» ritual, el baño de los aqueos habría sido mera «limpieza».

Entre los filólogos y los historiadores de las reli­giones —Wáchter, Nilsson, Dodds— ha prevaleci­do, sin embargo, la atribución de un carácter ri­gurosamente catártico al baño de los sitiadores de Troya '"'. «Parece del todo claro que las purifica­ciones descritas en II., 1, 314, y en Od., X X I I , 480 y siguientes, sean de índole catártica, conforme al sentido mágico de la palabra, en un caso para eli­minación de los lymata, en el otro por la descrip­ción del azufre como kakón ákos», dice, por ejem­plo, Dodds. La objección moral de Zoilo y Kórner no puede ser tenida en cuenta. Apolo castiga a Agamenón no con la peste, sino con la amenaza de una frustración catastrófica de su empresa ; y le castiga, por añadidura, en quienes se hallan en estrecha relación tribal con su persona. Como Glotz demostró, la liberación del individuo de los vínculos familiares y tribales es un suceso relativa­mente tardío en la historia de la cultura griega 31. El pecado de Agamenón era, para una mente ar­caica, un pecado del pueblo de Agamenón, y a todo ese pueblo había de llegar, de un modo u otro, el castigo divino i2.

3 0 Th. Wachter: «Reinheitsvorschriften im griechischen Kult», en Beligionsgeschichtlichen Vorarbeiten und Versuche, IX, 1910; M. P . Nilsson, Oeschichte der griechischen Religión, I, 82 y Griechische Veste con religióser Bedeutung (Leipzig, 1906), pág. 99; E. R. Dodds: op. eit., págs. 35 y 54.

3 1 G. Glotz: La solidante de Ja famille daros le droit cri­minal en Gréce (París, 1904).

3 3 Todavía Platón hablará de «las enfermedades y pruebas más horribles que a consecuencia de antiguas ofensas, y sin que se sepa de dónde vienen, afligen a algunas estirpes» (Pedro 244 d). Idéntico sentir en / / . , IV, 160 ss., Hesiodo, Trabajos y

ha palabra terapéutica en el epos homérico 37

Pero los autores suelen desconocer el decisivo ca­rácter «terapéutico» de ese baño lustral. Escribe, por ejemplo, Moulinier : «Cuando Agamenón aca­ba de ordenar la devolución de Criseida a su pa­dre, manda a sus tropas limpiarse (apolymaínes-thui). Ello es un preludio de la hecatombe que se va a ofrecer a Apolo. Antes de orar hay que la­varse» " . La observación es inobjetable : como en tantos otros lugares del epos, la lustración o ká-tharsis debe preceder a la plegaria y al sacrificio ; para t ra tar con los dioses hay que estar «puro», y la limpieza no es otra cosa que la señal externa de la pureza. Pero esto, en nuestro caso, no es toda la verdad, porque se olvida que cuando Aga­menón ordena el baño lustral, la peste no ha ce­sado todavía en el campamento aqueo. Calcante ha dicho que Apolo «no nos librará a los dáñaos de la odiosa peste mientras no haya sido restitui­da a su padre, sin permiso ni rescate, la joven de ojos vivos, y llevemos a Crisa una sagrada heca­tombe. Cuando así le hayamos aplacado, renace­rá nuestra esperanza» (II., I , 97-100). Ahora bien, ocurre que la lustración de los aqueos precede a la restitución efectiva de Criseida y a la doble he­catombe con que se da satisfacción al dios, la que va a ofrecer Agamenón con el grueso de sus ejér­citos y la que sacrificarán los veinte hombres que al mando de Ulises llevan a la joven hacia Crisa.

Días, 333, Solón frg. 1 Diehl, 30-32, etc. Cuando se despierte el sentimiento de la personalidad individual, su choque con esta creencia engendrará una típica situación trágica : quien se siente inocente, se ve castigado. Véase el capítulo siguiente.

3 3 Op. cit., pág. 26. Lo mismo Nilsson : «Después de la peste, los aqueos purifican el campamento y arrojan los lymata al mar antes de sacrificar.» (op. cit., pág. 82).

38 ha curación por la palabra

Más aún : estos hombres, que el Atrida tuvo que escoger entre los todavía sanos (II., I , 309), se pu­rifican antes de su hecatombe mediante la plega­ria y el esparcimiento ritual de la harina de ceba­da (II., I, 458), no por lustración en el agua del mar. La ceremonia lustral parece quedar reserva­da a los impuros por los lymata de la enfermedad. Con otras palabras : el baño de los aqueos en el canto I de la Ilíada es catártico en doble sent ido: dispone ritualanente para el sacrificio a los hom­bres que van a ofrecerlo, y lo hace limpiándoles o purificándoles de la impureza o contaminación física (lyma) en que cobra realidad sensible y mor-bígena el castigo infligido por Apolo. El t ra ta­miento de la peste es de índole catártica, y la ca­tarsis tiene, en tal caso, una intención a la vez ri­tual y terapéutica. Los apestados de la Ilíada «tratan» su enfermedad —acéptese tal expresión— lavando su cuerpo y aplacando a los dioses con plegarias y sacrificios 34.

También posee indudable carácter mágico la uti­lización terapéutica del ensalmo o conjuro (epo-dé). Una sola vez viene mencionada en el epos homérico. Cazando con los hijos de Autólieo, Uli-ses es herido en la pierna por un jabalí. Se reúnen en torno a él sus compañeros de caza, le vendan hábilmente la herida (desan) y restañan con un ensalmo (epaoidé) el flujo de sangre negruzca (Od., X I X , 457). Suele distinguirse en este t ra ta­miento una parte puramente médica, el hábil ven-

3 4 En otro lugar (Introducción histórica al estudio de la Patología psicosomática) he puesto de relieve la significación de este carácter primariamente «físico» de la purificación terapéu­tica descrita por el autor de la Ilíada.

La palabra terapéutica en el epos homérico 39

daje de la herida, y otra genuinamente mágica, la recitación del ensalmo. Pero Scheftelowitz y Pfis­ter han hecho notar que tanto el verbo griego déó, ligar o atar, como el latino ligare, significan con frecuencia el acto de encantar atando o ligando 35. «Las enfermedades y las heridas —escribe Pfis­ter— suelen atribuirse a la acción de demonios ma­lignos, aunque su causa sea manifiesta; tal es \'¿ creencia general. Mediante ligaduras se les pued' encadenar y se estorba su acción ; así debe enten derse, en mi opinión, ese désan. A la acción de la ligadura se une la del ensalmo o epode». Según es­to, la intervención de los hijos de Autólico ten­dría, desde su comienzo hasta el fin, un carácter pura y exclusivamente mágico, y sería un testi­monio más de la concepción demoníaca de la en­fermedad s s .

El nombre griego del ensalmo o conjuro (epa-oide, epódé) nace a la historia en el verso de la Odisea ahora mencionado, pero el empleo de en­salmos o conjuros con intención terapéutica —fór­mulas verbales de carácter mágico, recitadas o cantadas ante el enfermo para conseguir su cura­ción—• pertenece, acaso desde el paleolítico, a casi todas las formas de la cultura llamada «primiti­va» 37. Parece inexcusable pensar, en consecuen-

3 5 Scheftelowitz: «Das Schlingen und Netzmotiv im Glau-ben und Brauch der Volker», en Religionsgeschichtlichen Vor-arbeiten und Versuche, XI I , 2 ; H . Pfister: Art. «Epode» en la Realencyclopadie de Pauly-Wíssowa, Suppl. Bd. IV, 325,

3 6 Recuérdese el texto, también dé la Odisea (V, 394-398), que más arriba cité.

3 7 Véase A History of Medicine, de H . E. Sigerist, vol. I (New York, 1951), págs. 191-216, los arts. «Zauber» y «Zauber-arzt» (Thurnwald, Roeder, Sudhoff) en el BeaUexikon der Vor-

40 La curación por la palabra

cia, que la epaoidé de los hijos de Autólico es el testimonio literario de una tradición mucho más arcaica, igualmente arraigada en la cultura micéni-ca y cretense que en las costumbres de los invaso­res dorios. Desde esos remotos orígenes de la cul­tura griega hasta los últimos años de su período helenístico, nunca la epodé mágica perderá su vi­gencia en la medicina popular de la Hélade, y siempre con un carácter oscilante entre el conjuro y el ensalmo. Será conjuro cuando en ella predo­mine una intención imperativa o coactiva ante las realidades que se t ra ta de modificar o evitar, un flujo de sangre o la acción de un demonio; será ensalmo cuando en su intención prevalezca la im­petración, la súplica : su eficacia, en tal caso, no parece depender sólo de la fórmula misma del en­cantamiento y del «poder» o «virtud» de quien la emplea, sacerdote u hombre común, sino también, y en última instancia, de las potencias divinas que oyen las palabras del ensalmador.

No podemos saber cuál sería el contenido de la epaoidé de los hijos de Autólico ; más no parece aventurado suponer, si se tiene en cuenta lo que la epodé helénica fué en los siglos ulteriores, que en ella tendrían parte la palabra y la música. Una fórmula verbal salmodiada o cantada : eso debió ser el ensalmo con que fué «tratada» la herida de Ulises. Si su mención en la Odisea tiene o no tie­ne parentesco con las epódaí de la tradición órfica,

geschichte, herausg. von Max Ebert (Berlín, 1929), y La medi­cina primitiva, de A. Pazzini (Roma, 1941). En cuanto a los conjuros del chamanismo, comprendido el chamanismo indoeu­ropeo, M. Eliade, Le chamanaisme et les techniques archa'iqnes de l'extase (París, 1951).

La palabra terapéutica en el epos homérico 41

es cosa que acaso no pueda decidirse nunca. Sólo esto es seguro : que el ensalmo de intención tera­péutica existía ya en los orígenes de la cultura griega. El próximo capítulo mostrará su presencia y su ulterior configuración en el período postho-rnérico de esta cultura.

Pero en el epos de Homero no es siempre epódé mágica la palabra de intención curativa. Una lec­tura atenta de la Ilíada y la Odisea permite des­cubrir en sus páginas otros dos modos de emplear la expresión verbal para conseguir la curación de un enfermo o ayudar a ella : la impetración no má­gica de la salud, bajo forma de plegaria a los dio­ses, y la conversación sugestiva y roborante con el enfermo.

El pean que Ulises y sus compañeros de nave­gación elevan a Apolo para aplacar la ira del dios contra los aqueos (II., I , 473) constituye una clara y bella muestra del empleo impetrativo de la pa­labra, en orden a la curación de la enfermedad ; y en la alusión de los Cíclopes a una posible ple­garia de Polifemo a Poseidón, si su enfermedad no es causada por una violencia exterior visible (Od., IX , 412), no es menos patente esa actitud del es­píritu. Frente a la epaoidé, con su intención más o menos coactiva, la eukhe de los aqueos y de los Cíclopes se limita a la pura súplica. El ensalmador pretende siempre obligar en alguna medida a la naturaleza : ya dije que entre el ensalmo y el con­juro hay una transición continua ; el orante, por el contrario, no pasa de pedir a los dioses un cur­so favorable de los eventos naturales 3S.

:is Ello, sin embargo, no se opone a la existencia de un tránsito sin solución de continuidad entre la epóde y la eukhi

42 La curación por la palabra

Bien distintas del ensalmo y de la plegaria son, en cuanto a su intención curativa, las palabras que dirigen Néstor a Macaón y Patroclo a Eurípilo, cuando uno y otro han de curar las heridas que sus camaradas sufren. Néstor lleva a su tienda a Macaón, le tonifica con la mezcla de vino de Pram-nio, queso de cabra rallado y flor de harina que ha preparado la esclava Hecamede, y ambos se recrean mutuamente con sus relatos, m'ythoisin térponto (II., X I , 643). Patroclo, a su vez, cura técnicamente la herida de la flecha que padece Eurípilo y le entretiene con palabras durante su hábil intervención quirúrgica : «Patroclo permane­ció en la tienda del valiente Eurípilo, deleitándo­le con palabras (éterpe lógois) y curándole la gra­ve herida con drogas que le mitigaran sus acerbos dolores.» (II., XV, 392-94).

En una y otra cura, la palabra humana es te­rapéuticamente usada con un designio por comple-

en los textos de la Antigüedad clásica. Una misma imprecación es llamada a veces epddé por unos autores y eukhé por otros. Así (Pfistcr, l. c , 325), las palabras que Creso pronuncia en la hoguera para extinguir el fuego son llamadas epddé por He-ródoto (I, 87) y Xanto (FHG I, 41 s.),' y eukhé por Eustatio. También acaece que los secuaces de una creencia religiosa lla­men epodaí a los ensalmos o exorcismos de otras creencias, y cukhaí a los suyos. Así harán gentiles j ' cristianos cuando po­lemicen entre sí. En páginas ulteriores reaparecerá el tema. Por el momento, contentémonos con apuntar la gradual tran­sición entre la epódé-conjuro, en la cual la pretensión de una acción coactiva es máxima, y la eukhé o plegaria, en la cual no hay sino impetración, pasando por la epodé-ensalmo.

El término eukhé es usado en el epos homérico sólo una vez, cuando Circe indica a Ulises que debe elevar plegarias a los muertos (Od., X, 526); pero bajo otras formas (los sustan­tivos eukhos y eukholé, el verbo eúkhomai), su raíz es re­lativamente frecuente en la Iliada y la Odisea. Pienso, pues, que las consideraciones anteriores son por completo lícitas.

La palabra terapéutica en el epos homérico 43

to distinto de los dos anteriores: ya no es ensal­mo ni súplica, sino deliberada utilización de algu­na de las acciones psicológicas —psicosoináticas más bien— que el decir humano puede producir en quien lo oye; en este caso, la acción de recrear o contentar el ánimo (térpo). Néstor y Patroclo —más patentemente este último, según el texto del poema— hablan a sus pacientes para que el efecto recreativo de las palabras que entonces pro­nuncian coopere de algún modo a la correcta eje­cución y al buen éxito de su operación terapéuti­ca. También podría decirse ahora que las palabras del terapeuta ayudan a la curación «encantando» al enfermo; pero ese «encantamiento» no es con­secuencia de la virtud mágica que pueda poseer una fórmula verbal determinada, la propia del «canto» del ensalmador, sino, conforme al habitual sentido traslaticio de esa palabra, el sugestivo de­leite que lo que se dice, cuando «de suyo» es de­leitable, produce por su significación misma en el alma de quien lo escucha. Frente a la pretensión de una acción «mágica» de la palabra, tan paten­te en la epaoidé de los hijos de Autólico, se insinúa en el epos el consciente empleo «natural» de la ac­ción psicológica que por sí misma posee el habla del hombre 39.

3 9 El verbo castellano «encantar» —como sus correspondien­tes en otras lenguas: enchanter, incautare, etc.— tiene su ori­gen en los incantamenta o «encantamientos» de los romanos, y es semántica y morfológicamente paralelo al verbo griego epá-dein: como en aquél el prefijo in, en éste el prefijo epí refiere al «canto» (cantum, odt) en que consistía el ensalmo o conju­ro. Decir en griego epódt es lo mismo que decir incantamen-tum en latín. De esa significación originaria procede la más atenuada y no mágica que tienen nuestro «encantar», el fran­cés enchanter y el italiano incantare; significación del todo

44 La curación por la palabra

IV.—En relación con la enfermedad, la palabra es usada en el epos homérico con tres intenciones dis t intas: una impetrativa, otra mágica y otra psicológica o natural . La palabra impetrativa es la «plegaria» (eukhe); la palabra mágica es el «ensalmo» (epóde); la palabra de intención psi­cológica es el «decir placentero» (terpnós lógos) o «sugestivo» (thelktérios lógos). Estudiemos >más detenidamente la peculiaridad y la estructura de estos dos últimos modos de curar hablando.

Como ya dije, la práctica que los griegos lla­marán epóde, conjuro o ensalmo, existe en casi todas las culturas primitivas y arcaicas, en cuan­to alcanzan la relativa complejidad que exige la exactitud «mágica» frente a la realidad de las co­sas. Las sociedades de vida rudimentaria, los pue­blos cazadores y colectores, por ejemplo, no prac­tican la magia y parecen prestar muy escasa aten­ción a la enfermedad: el enfermo suele ser aban­donado a su suerte, y muchas veces del modo más literal, esto es, dejándole solo en algún paraje de la selva 40. Otro es el caso cuando la agricultura y la ganadería adquieren cierta vigencia social, y más aún cuando alborean las formas de vida que boy solemos llamar «culturas históricas» : la de Egipto, la de Sumer o las prehelénicas. Entonces el ensalmo terapéutico florece visiblemente, bajo las más variadas formas y con los contenidos más

semejante a la que, en virtud de un proceso parecido, poseen bewitch en inglés y bezaubern o behexen en alemán.

4 0 Véanse las obras anteriormente consignadas, en especial el libro de H. E. Sigerist, y el artículo de Thurnwald en e' ReaTlemkon de Ebert. Lo cual no quiere decir que en esas se ciedades más primitivas no haya, frente a la enfermedad, ap­titudes más o menos próximas a la que expresa la epodé griega.

La palabra terapéutica en el epos homérico 45

diversos. No son idénticos, por ejemplo, los en­salmos que Gutmann ha recogido entre los dschag-ga africanos, los observados por Preuss entre los indios de América y los que asiriólogos, egiptólo­gos y helenistas vienen desde hace tiempo publi­cando " . Pero sin mengua de su diversidad, en todos ellos se revela la pretensión de obligar a la naturaleza, mediante la recitación o el canto de una expresión verbal determinada, al cumplimien­to de lo que de ella se desea, la curación de una enfermedad, la presentación de la lluvia o el buen éxito de una partida de caza.

De ese tronco común proceden la epaoidé de los hijos de Autólico y las epodaí que con tan ta fre­cuencia mencionará la ulterior literatura griega. He aquí, en tanto llega el momento de estudiar estas últimas, las principales peculiaridades con que el ensalmo terapéutico aparece en el mundo helénico.

1.a A diferencia de lo que en otras culturas acon­tece, la recitación del ensalmo terapéutico no pa­rece reservada ahora a los miembros de una casta determinada, sacerdotes, chamanes o Medicine-men. Es probable que la recitación de ensalmos no fuese ajena a la práctica mágica y religiosa de los aretéres o sacerdotes imprecadores de los dio­ses que menciona la Illada (I , 11, y V, 78) ; pero

11 Gutmann: Dichten und Denhen der Dscliayga-Neger, ]909; Preuss: Psychologische Forschungen I I , 1922; Conte-nau: La médecine en Assyrie et en Babylonie, 1938; Wiede-mann : Magie und Zauberei im alten Aegypten, 1905. El prime­ro en advertir la importancia de la cpodí en la cultura griega fué F. G. Welcker, en su artículo «Epode oder die Bespre-chung», Kleine Scliriften I I I (Bonn, 1850). El ya mencionado artículo de Pfister en la Bealencyclopadie de Pauly-Wissowa es la mejor exposición filológica acerca del tema de la epoda.

48 La curación por la palabra

de Autólico y sus hijos no consta que tuviesen es* pecial cualificación sacerdotal. Sólo sabemos que aquél, abuelo /materno de Ulises, «descollaba so­bre los hombres en hurtar y jurar , dones que le había hecho el propio Hermes» (Od., X I X , 896-397); lo cual, por lo que al segundo de esos dones atañe, acaso tenga algo que ver con la posesión de una virtud especial para ensalmar enfermeda­des y heridas 42.

2.a Las palabras de que constara el ensalmo no se hallaban dirigidas a la persona del enfermo. Lo directa e inmediatamente «encantado» en este caso —aquello a que el «canto» mágico se endereza— no es el hombre que padece la enfermedad, sino las potencias que de manera normal o en trance anómalo rigen los movimientos de la naturaleza. Los hijos de Autólico recitan su epaoidé para que cese la hemorragia de la herida de Ulises, y a la potencia determinante de esa hemorragia dirigen su ensalmo; si la interpretación de Pfister es cer­tera, al daímon que con el vendaje se t ra taba de «ligar» o «atar» mágicamente 43.

4 2 Hórkos, juramento, es literalmente lo que encierra y obliga. Léese en Esquilo (Agam., 1198-99): «¿Y cómo un ju­ramento, por sincero y firme que sea, podría curar el mal?» Se refiere el texto al mal que aflige a la estirpe de los Atridas; y aun negando al acto de jurar virtud suficiente para «curar» a esa estirpe de su terrible destino, es evidente que la frase supone la creencia en cierta acción sanadora del juramento so­bre los diversos males punitivos, la enfermedad entre ellos. Véase, sobre el tema, el capítulo siguiente.

"13 Toda práctica mágica intenta «obligar» a la Naturaleza. La expresión es tanto más idónea, cuanto que la palabra «obli­gar» —de ob-ligare— tiene en sí misma un origen mágico. Pro­cede de la práctica romana de «ligar» mágicamente una cosa para «obligarla» a hacer lo que de ella se pretendía. Véase el trabajo de Scheftelewítz antes mencionado.

La palabra terapéutica en el epos homérico 47

3.a El supuesto mecanismo de la acción mágica atribuida a la epaoidé o incantamentum parece ser muy distinto de la magia nominal que han prac­ticado otros pueblos, sobre todo los semíticos. Los asirios y babilonios, por ejemplo, creyeron que po­see fuerza mágica quien sabe el «verdadero» nom­bre de las cosas y de los demonios que las modifi­can : pronunciando el nombre verdadero de una cosa se es dueño de ella, y sobre ella se puede im­perar. La significación metafísica que el nombre tiene en el pensamiento semítico constituye el fun­damento de esa idea acerca de la dominación má­gica de la realidad 44. No es este el caso en el en­salmo mágico de los griegos. Su presunta eficacia no proviene de «nombrar» secreta y mágicamente la realidad —recuérdese el «¡ Sésamo, ábrete!» de los cuentos árabes—, sino de «encantar» o «sedu­cir» el ánimo de las potencias divinas e invisibles que gobiernan el proceso cuya modificación se per­sigue ; y esta es la razón por la cual la fórmula verbal del ensalmo griego no suele ser «palabra secreta», sino «expresión funcional» más o menos

4 4 Para lo que se refiere a los conjuros y ensalmos terapéu­ticos de los asirios y babilonios, véase el libro de Contenau más arriba citado (págs. 146 y ss.). «La metafísica bíblica —escribe Cl. Tresmontant— es una metafísica del nombre, del nombre propio.» «Yo te he conocido por tu nombre» (Ex., 33, 12, 17 et saepe)... Los seres particulares son queridos y creados por razón de ellos mismos. Su nombre propio, su esencia, es único e irreemplazable. Cada ser es, según la expresión de Laber-thonniére, un hápax legómenon. Esta metafísica del nombre propio se halla evidentemente en los antípodas de la individua­ción por la materia, y late en el origen del personalismo cris­tiano» (La pensée hébratque, París, 1953, pág. 100). Para el semita, la palabra (dabar) es creación: Dios creó el mundo diciendo el «nombre» de las cosas, y en su medida y a su modo, eso mismo hace el hombre que conoce los «nombres ver­daderos.»

ié La curación por la palabra

adecuada a la naturaleza del fin que se pretende alcanzar. Lo que del pean de Ulises y los suyos se dice en el canto I de la Ilíada —«Apolo les oía con el corazón complacido» (I, 474)— podría repetir­se, mutatis mutandis, de la epaoide con que en la Odisea es t ra tada la herida del héroe.

4.a La posible relación entre el ensalmo terapéu­tico y la catarsis. <¡ Tuvo algún efecto catártico la epaoide de los hijos de Autólico ? Nada parece in­dicarlo en el texto que la describe. Sabemos, sin embargo, que las palabras y los cantos son, con gran frecuencia, agentes catárticos 45 —pronto ten­dremos ocasión de comprobarlo en la historia ul­terior de la cultura griega—, y no es improbable que el autor de ese texto atribuyese a un daimon cierto papel determinante en la génesis de la he­morragia que se t ra taba de cohibir. En tal caso, el ensalmo, cuya aplicación se hallaba enderezada a la expulsión o a la inactividad de) daimon no­civo, había de poseer alguna virtud catártica en la mente de quienes lo emplearon.

Apártase esencialmente de la epaoide mágica, como sabemos, el modo de utilizar terapéuticamen­te la palabra humana que antes llamé «decir pla­centero» o «sugestivo». A quien conozca el alto prestigio que el habla y sus diversas operaciones psicológicas poseen en el epos, ¿podrá extrañar que los héroes homéricos conozcan y empleen la acción sugestiva de la palabra humana sobre el ánimo de quien la escucha ? Aquiles es educado, por designio de su padre, tanto para el bien hablar ramo para la hazaña ilustre (II., I X , 443); Eumeo

15 Pfister, art. «Katharsis» en Pauly-Wissowa, Suppl.-Bd., VI, 159.

La palabra terapéutica en el epos homérico 49

pone al aedo entre los que ejercen oficios útiles al pueblo (Od., XVII , 385); Femio, comparado por su habilidad en el canto con los propios dioses (Od., I, 370), a esa habilidad debe la salvación de su vida (XXII , 330); los relatos de Demódoco, el cantor feacio, deleitan y hacen llorar (Od., V I I I ) ; Ulises proclama el honor y la reverencia que los hombres t r ibutan por doquier a los aedos (Od., VIII , 479-80). Todo el epos es, en cierto modo, un homenaje entusiasta a la excelencia en el uso de la palabra y a la virtud de ésta para cambiar el co­razón de los hombres 46. Repito mi interrogación anterior : ¿ puede extrañar que Néstor y Patroclo utilicen la eficacia de un «decir placentero» para templar el ánimo de sus pacientes ?

Anotemos la incipiente peculiaridad de este nue-

16 La acción de encantar o seducir (thélgo) por medio de la palabra y, por tanto, la concepción de la palabra como me­dio de seducción mágica (thellctérion) son frecuentes en el epos homérico, sobre todo en la Odisea. El cinturón de Afro­dita contiene el encanto o hechizo de los dulces coloquios amo­rosos (II., XIV, 215); . Calipso retiene a Ulises hechizándole con palabras tiernas y seductoras (Od., I, 57); Femio encanta a los hombres con sus relatos de hazañas humanas y divinas (Od., I, 337); Egisto ha sabido encantar o seducir con sus pa­labras a la esposa de Agamenón (Od., I I I , 264); las sirenas hechizan a los hombres con su canto (Od., XII , 40); uno de Etolia engaña a Eumeo mediante la seducción de sus pala­bras (Od., XIV, 387); Eumeo habla a Penélope de un hués­ped —Ulises— cuyos relatos han de encantarle el corazón (Od., XVII , 514); la recitación de los aedos encanta a los mortales (Od., XVII , 521); con sus dulces palabras, Penélope ha sabido seducir astutamente el ánimo de los pretendientes (Od., XVIII , 282). Desde su origen- mismo la cultura griega, mágicamente unas veces, racionalmente otras, es una cultura del lógos, del habla. Y, sin embargo, la medicina griega no fué capaz de elaborar una psicotei-apia verbal de carácter «técni­co». En los capítulos subsiguientes se hará patente tan curiosa incapacidad.

4

50 La curación por la palabra

vo género de la palabra terapéutica. Dos parecen ser las notas que principalmente lo caracterizan:

1.a A diferencia de lo que acontece en el caso de la plegaria y el ensalmo, la palabra del «decir pla­centero» se halla dirigida al enfermo, en cuanto individuo humano ; mas no a su intimidad moral, como acontecía en los interrogatorios rituales de la imedicina asiria, sino a su ánimo o thymós, es decir, a lo que en él es capaz de producir movi­mientos afectivos y somáticos. El bárü asirio ha­blaba a la «persona» del enfermo ; Néstor y Pa-troclo hablan a la «naturaleza» individual de sus pacientes. El contraste entre el personalismo de la mentalidad semítica y el naturalismo de la men­talidad griega se manifiesta una vez más 4 r .

2.a El «decir placentero» de Néstor y Patroclo ejerce su peculiar acción terapéutica por la efica­cia que naturalmente posee lo que ellos dicen, no por obra de una presunta virtud mágica de ese de­cir suyo. Así la operación curativa del terpnós la­gos es «natural» en doble sentido : por su índole propia y por la realidad sobre que ac túa ; el te­rapeuta habla ahora para que sus palabras, ac­tuando sobre la naturaleza del enfermo, produz­can en ella la operación que les es natural . Home­ro llama physis de la moly —la planta capaz de proteger contra los encantamientos de Circe— a la regularidad con que Ja figura de esa planta mani­fiesta su índole y sus propiedades latentes. Pues bien, no sería lícito definir la «naturalidad» que posee la acción terapéutica del «decir placentero»

4 7 De nuevo remito al libro de Contenau antes menciona­do y a mi Introducción al estudio de la patología psicosomática.

La palabra terapéutica en el epos homérico 51

afirmando que la physis de éste consiste en la re­gularidad con que su apariencia sonora —sus pa­labras, la entonación de éstas— manifiesta su la­tente propiedad de modificar de manera favorable el ánimo de quienes menesterosamente lo oyen.

Miremos ahora en su conjunto el abigarrado cua­dro que en la Ilíada y la Odisea ofrecen el pensa­miento médico y la práctica de curar. La enfer­medad puede ser traumática, ambiental, demonía­ca y punitiva, y en este caso con previo delito del paciente o sin é l ; la terapéutica, a su vez, adopta las formas más variadas : es alternativa o simul­táneamente quirúrgica, farmacológica, dietética, catártica o purificatoria y verbal, y en este caso con intención mágica o por vía estrictamente na­tural . Sirve de fondo a ese cuadro la visión ho­mérica de la naturaleza que antes diseñé : una rea­lidad cambiante, lábil, con movimientos someti­dos a determinaciones e influencias de muy diver­so género y todavía incalculables por el hombre que los contempla, pero en cuyo seno la mente hu­mana empieza a entrever cierta regularidad ra­dical e inmanente. Tales de Mileto y Anaxhnan-dro están todavía bastante lejos de los hombres que ven a Eos, la esposa de Titón, detrás de la aurora, y la cólera de Poseidón bajo el oleaje de la tempestad ; pero, a la vez, Tales de Mileto y Anaximandro son posibles y aún probables en el futuro de una sociedad que llama physis al con­junto de las notas visibles en que se hace patente la índole de una planta, como son posibles y pro­bables Sócrates y Platón en la estirpe espiritual de quienes tan altamente han empezado a estimar

.52 La curación por la palabra

y entender la excelencia de la paiabra humana. La cultura griega de los sigios subsiguientes a la coim­posición del epos homérico va a mostrarnos cómo en orden al empleo terapéutico de la palabra se realizan —o no se realizan— las posibilidades con­tenidas en la rica, inagotable trama de sus versos.

CAPÍTULO I I

D E HOMERO A PLATÓN

Frente al hecho aflictivo de la enfermedad, el hombre homérico empleó, industriosa o creyente-mente, fármacos, intervenciones quirúrgicas, re­medios dietéticos, ritos catárticos y palabras. La logoterapia es en la medicina occidental tan anti­gua como la cultura occidental misma. Mas, como ya hemos visto, la palabra curativa —quiero de­cir : la utilización de la palabra para conseguir la curación de un enfermo— revistió en el mundo ho­mérico tres formas netamente distintas entre s í : la «plegaria» (eukhe), el «ensalmo» o «conjuro» (epóde) y el «decir placentero» o «sugestivo» (terpnós, thelktérios lógos). Las páginas que an­teceden nos han mostrado la existencia de una transición continua entre la plegaria y el ensal­mo ; lo cual, por supuesto, no niega la realidad de formas puras de aquélla y éste en los tipos de vida más arcaicos. El presente capítulo, a su vez, pon­drá ante nuestros ojos el proceso histórico de un paulatino acercamiento de la epodé —o, al me-

54. La curación por la palabra

nos, de un cierto modo de entender las epodaí— a la palabra sugestiva. Pero antes de estudiar de­talladamente este proceso, bueno será considerar en su conjunto la época en que se inicia.

I.—Desde el siglo v m hasta bien entrado el si­glo V a. de C. —entre Homero y Pericles, si se prefieren los nombres a los números—, prodúcese en la vida griega una importante modificación, que afecta a todos los órdenes de la existencia hu­mana : la religiosidad, la vida social, la relación entre el hombre y las cosas, la actitud del indivi­duo humano frente a su propia realidad. Usando modos de expresión de los antropólogos america­nos, Dodds habla del tránsito de una «cultura del pundonor» a una «cultura de la culpabilidad» ; la shame-culture del epos se convierte en guilt-cul-ture 1 . ¿Para qué pelear, si el buen guerrero no recibe más honra (time) que el malo ?, dice una vez Aquiles (II., I X , 315 ss . ) ; «Me avergüenzo ante los troyanos», aidéomai Trdas, exclama Héc­tor antes de partir hacia su útimo combate (II., X X I I , 105). La sed de honor y fama y el temor al público vituperio, anverso y reverso de una misma disposición del alma, son los resortes principales de la poderosa fuerza moral del hombre homéri­co 2. Es verdad que los dos siguen vigentes en las ciudades de Grecia : la idea homérica de la «vir­tud» (arete) y de la excelencia individual (kalo-kagathía) no se extinguen en los siglos de Solón y Pericles. Pero junto a ellas y dentro de ellas, un

1 Dodds, op. cit., págs. 18 y 28-63. Por las razones que luego indico, he traducido shame-cvlture. por «cultura del pun­donor». El «pudor» (shame, aiclós) a que ahora se refiere Dodds atañe al valimiento social.

3 Véase Paideia, de W. Jaeger, I, 1,

De Homero a Platón 55

hondo sentimiento de culpabilidad religiosa y mo­ral —sólo ocasional y levemente perceptible en la Ilíada y la Odisea— va ganando extensión y fuer­za en todo el mundo helénico, y muy especialmen­te en la Grecia continental. Hesíodo, Solón, Teo-gnis, Esquilo y Heródoto (éste, griego colonial) son testigos literarios de ese profundo cambio de situación y sensibilidad.

Rebasaría mucho los límites de mi actual pro­pósito una pintura detallada de esta nueva situa­ción de la vida griega. Debo desistir de ella 3. Pien­so, sin embargo, que la exposición de mi pesquisa requiere el rápido diseño de un doble fondo. De modo inmediato esa exposición debe destacarse so­bre la general actitud que el pueblo griego adop­tó frente al hecho de la enfermedad durante el pe­ríodo arcaico de la cultura helénica 4 ; de modo me­diato, tanto n: i particular descripción como esa idea del enfermar humano exigen, para ser com­prensibles y comprendidas, su adecuada incardi-nación en la vida a que pertenecieron o, cuando menos, en las estructuras de esa vida que les fue-

3 Quienes deseen mayor información pueden leer —aparte la clásica Psyche, de E. Rohde (trad. castellana. México, 1948), y la bibliografía hasta ahora mencionada— Vom Mythos zum Logos, de W. Nestle (Stuttgart, 1940), Gríechentum, de V . Kranz (Baden-Baden y Stuttgart, s. a.), libro en el que se reú­nen otros dos del autor, Kultur der Griechen y Griechische Li-teraturgeschichte, así como los estudios de F. M. Cornford From Religión to Philosophy (London, 1912), todavía vigente, a pesar de su fecha, y Principium Sapientiae. The Origins of Greelí Philosophicál Thought (Cambridge, 1952).

4 Llamo «período arcaico» de la cultura griega, con Dodds y casi todos los actuales helenistas, al comprendido entre los pe­ríodos «homérico» y «clásico». Es parte de la que F. G. Vele-]cer denominó «Edad Media» dt la historia helénica,

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ron más próximas. Comencemos por apuntar estas últimas.

Importan ahora, sobre todo, los ingredientes re­ligiosos, morales y psicológicos de la «cultura de culpabilidad» que se constituyó en Grecia a par­tir del siglo vn . En el orden religioso cambia sen­siblemente la disposición del hombre frente a la Divinidad, y los mortales, siempre bajo un hon­do temor de incurrir en pecado de hybris o desme­sura, sienten con mayor pesadumbre la influencia que los inmortales ejercen sobre su destino. Una famosa expresión de Heródoto acerca de los dio­ses —«celosos y perturbadores», les llama— ex­presa con gran fuerza la nueva situación de las al­mas. Aparecen y se difunden en el pueblo heléni­co, por otra parte , formas de religiosidad distin­tas de la olímpica y reveladoras de aquellas an­sias de inmortalidad, felicidad y libertad trans­mundanas que oscuramente latían en el corazón de los griegos post-homéricos; bastará mencionar el culto orgiástico a Dioniso, los misterios órficos y eleusínicos, el coribantismo del culto a Cibeles. P a r a sus adeptos, Dioniso, Orfeo, Cibeles y las di­vinidades de Eleusis cumplían una misión a la vez liberadora y purificadora. Debe consignarse, en fin, la frecuencia considerable con que los daímó-nes, benignos a veces, malignos casi siempre, son mencionados en los textos literarios de la época. La conciencia de ser «intervenido» por una poten­cia desconocida y exterior —recuérdese lo que el daímdn comenzó siendo en la cultura helénica— crece visiblemente entre los griegos posteriores a Homero. Acaso sea suficiente observar, entre tan­tos ejemplos posibles, que Teognis no vacila en

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llamar «peligrosos daímónes» al temor y la espe­ranza. En la Grecia de Solón y Esquilo, el hom­bre siente constantemente en torno a sí la sorda amenaza de lo desconocido.

Intimamente conexo con este cambio en la ac­ti tud religiosa se halla otro, tocante a la vida mo­ral, cuyo centro es el difuso y vago sentimiento de culpabilidad antes nombrado. El cegador arre­bato pasional que los griegos llamaron ate deja de ser accidente psíquico imprevisible y se convierte en castigo o calamidad : Teognis llama ate al in­fortunio de recibir oro falsificado (I, 119); Antí-gona e Ismena son, para Eurípides, las atai de Creonte (Tro., 530). La importancia y la exten­sión que los ritos catárticos alcanzan en Grecia, tanto en la vida pública como en la existencia in­dividual y privada, hacen bien patente esa gene­ral conciencia de culpabilidad. Por sumario que sea mi diseño, se impone aquí el recuerdo de la significativa y famosa «purificación» de Atenas por el cataría Epiménides de Creta, a fines del siglo vn. La contaminación punitiva de la realidad huma­na y de la realidad cósmica por un miasma invisi­ble —no es infrecuente que el miasma sea conce­bido como daímon— se trueca ahora en ominosa y constante posibilidad. Ni siquiera la rectitud de la conducta personal exime de culpabilidad y cas­tigo, porque a los ojos helénicos la «mancha» con­taminante llega a ser, no sólo contagiosa, mas tam­bién hereditaria. El destino personal de los indivi­duos pertenecientes a las estirpes trágicas (los atri-das de Argos, los labdácidas de Tebas) ilustra bien la común creencia helénica en ese carácter here­ditario —a la postre, «físico»— de la impureza ¡mp-

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ral 5. No puede extrañar que en las ciudades pu­lulasen los catarías profesionales a que alude Pla­tón en un célebre paso de la República: «los char­latanes y adivinos que van llamando a las puer­tas de los ricos y les convencen de que han reci­bido de los dioses el poder de borrar, por medio de conjuros realizados entre regocijos y fiestas, cualquier falta que haya cometido alguno de ellos o de sus antepasados» (Rep., I I , 864 b). No sólo se hace más frecuente la kátharsis en la Grecia post-bomérica ; también —y esto es aún más sig­nificativo— se profesionaliza, pasa a manos de su­jetos especializados en la ejecución remunerada de los ritos de la purificación 6.

Ese hondo sentimiento de culpabilidad tuvo ne­cesariamente que manifestarse en la psicología del hombre helénico. A la par que el temor al pecado de hybris y a la impureza moral, las potencias psí­quicas de índole «irracional» y los modos de com­portamiento que a ellas corresponden, fueron ga­nando importancia en las almas griegas. La manía, el arrebato extático causado por los dioses —arre­bato morboso en la locura y en la epilepsia, arre­bato ennoblecedor y benéfico en las formas de po­sesión divina que Platón describe en el Fedro 7—, no aparece mencionada en el epos homérico, como

5 Recuérdese lo dicho en el. capítulo anterior. 6 Acerca de la probable condición órfica de esos catartas

profesionales que Platón vitupera, véase Boyancé, Le cuite des Muses chez les phjlosophes greca (Paris, 1937), págs. 11 y sigs,

7 Cuatro son esas formas: la manía profética en que Apo­lo pone a la Pitonisa de Delfos, la manía teléstica o ritual del culto a Dioniso, la manía poética, inspirada por las Musas, y la manía erótica que Afrodita y Eros regalan a hombres v anir niales (Fedro, 244 a-2§5 b).

De Homero a Platón 59

no sea en forma harto vaga y precaria s . En elo­cuente contraste con ese silencio, Heródoto, los trágicos, Empédocles, el Corpus Hippocraticum y Platón atestiguan la frecuencia con que el pueblo griego tuvo presente la realidad psicológica de la theía manía en los siglos subsiguientes al VIII. Y muy pareja significación posee la creciente impor­tancia atribuida en Grecia a los sueños, durante ese imismo período de su historia 9.

J Cuáles fueron las causas en cuya virtud la «cul­tura del pundonor» que el epos nos presenta pasó a ser una «cultura de la culpabilidad» ? Y ante todo : la real intensidad de ese cambio en la 'mentalidad helénica, ¿fué tan acusada como las fuentes lite­rarias hacen pensar ? Cabe suponer, en efecto, que Homero, más atento a la nobleza del género épico que a la fidelidad documental de la pintura, y de-

s Dodds (op. ctí., pág. 67) no puede citar más que dos pa­sajes de la Odisea. Cuando Ulises se presenta disfrazado en el palacio de Itaea y la sierva Melanto le llama ekpepatagménos, «salido de sus cabales» (Od., XVII I , 327), es probable que ésta no quiera decir más de lo que nosotros decimos al afirmar que alguien está <run poco tocado»; pero Dodds piensa que tal ex­presión pudo aludir en su origen a una intervención demónica. Poco más adelante (XX, 377), uno de los pretendientes se re­fiere a Ulises llamándole epímaston alét&n. Frente a la versión habitual de epímaston, «mendigo», Dodds piensa que esta pa­labra procede de epimaínomai y significa «loco» o «tocado». Tal vez tenga, razón el autor de The Greeks and the Irrational. Mas no creo que la tenga, como ya dije en el capítulo precedente, cuando propone interpretar como locura la «enfermedad» que, en opinión de los Cíclopes, había enviado Zeus a Polifemo (Od., IX, 410 ss.).

9 Véase J . S. Lincoln, The Dream in Primlthe Cultures (London, 193o); J . Hundt, Der Traumglaube bel Homer (Greifswald, 1935); Ad. Palm, Studien zar Hippokratischen Schrift aPeri diattes» (Tübingen, 1933); Dodds, op. cit., pá­ginas 102-134, y P. Meseguer, El secreto de los sueños (Ma­drid, 1956), así como la bibliografía sobre Asclenio que más adelante se indica.

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liberadamente ceñido en ésta, por otra par te , a los modos de vivir propios de la aristocracia aquea, estilizase su descripción y omitiese en ella creen­cias, sentimientos y prácticas más frecuentes en­tonces en el bajo pueblo que entre los magnates. Algo de esto hubo de acaecer, según la opinión hoy dominante entre los filólogos que mejor saben leer los hexámetros de la Ilíada y la Odisea. Pero bas­ta un rápido cotejo entre ambos poemas para ad­vertir que en la Odisea, cronológicamente poste­rior, son más frecuentes los textos en que se revela esa conciencia de inseguridad y culpabilidad. No hay duda : el cambio de la mentalidad griega fué real e intenso. Aun admitiendo esa involuntaria es­tilización selectiva de la descripción homérica, el fuerte contraste de un poema de Homero y una tragedia de Esquilo en cuanto a la realidad y a la idea de la vida que uno y otra suponen, impide quitar importancia a la mutación histórica que se produjo entre los siglos v m y v. Utilizando la tan sabida oposición de Nietzsche, es preciso decir que si el mundo homérico no fué puramente «apolí­neo», y si el mundo trágico, a su vez, no fué pu­ramente «dionisíaco», no por ello dejó de existir entre ellos la clara y fuerte diferencia cualitativa que las páginas precedentes delatan. El problema consiste en saber cuáles fueron las causas que de­terminaron tal diferencia.

Dos parecen ser esas causas, según el saber ac­tual acerca de la Edad Media griega. Una atañe a la sociedad helénica en su conjunto ; otra perte­nece a la vida intrafamiliar. El desorden social con­secutivo a la invasión doria —inseguridad de la existencia individual, pesimismo, alteraciones brus-

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cas de carácter económico y político, sobrepobla-ción de la Grecia continental— viene siendo justa y tópicamente aducido por los historiadores. Con la constitución de la polis, el auge de la demo­cracia y la conversión de la economía agrícola en economía comercial y dineraria, salen a la super­ficie del cuerpo social formas de religiosidad y de vida anteriormente sojuzgadas por la vieja aristo­cracia y, sobre todo, surge un clima espiritual fa­vorable a la intensificación de ciertas creencias an­tiguas y a la difusión de otras nuevas : cultos or­giásticos, orfismo, ¡misterios, influencia de daímó-nes, ritos mágicos diversos. Del sentimiento de in­seguridad ha nacido la magia, según Malinowski. Para evadirse de la amenaza que le rodeaba, el griego arcaico se habría refugiado en lo irracional.

A esta explicación del cambio operado en la cul­tura post-homérica —explicación poco objetable y muy comúnmente admitida— ha añadido Dodds otra, compatible con ella y más directamente re­ferida a la génesis del sentimiento de culpabilidad. En la familia griega de los tiempos homéricos, tan fuertemente patriarcal, el padre es el rey y el hijo no tiene derechos. El deber de honrar y obedecer al padre venía inmediatamente después de los de­beres frente a los dioses (Píndaro, Pit., VI, 23-28), y el propio Zeus manda en el Olimpo precisamen­te por ser Dios Padre. Paternidad y autoridad se confundían en la Grecia de Homero y siguieron confundiéndose en la Grecia de los siglos subsi­guientes.

Pero esta solidaridad patriarcal de la familia griega, ¿ podía seguir inalterada a través de la cri­sis social que antes he mencionado ? Indudablemen-

62 La curación por ¡a palahrú

te, no. Con la constitución de la polis y el progre­so de la democracia van surgiendo tensiones psi­cológica* en el seno de la vida familiar : el hijo s iente ' lat i r en su alma una honda exigencia de autonomía, y el padre se ve obligado a sustituir la vieja 'máxima «harás esto porque yo lo digo» por un «harás esto porque es justo». Toda una se­rie de sucesos —la reforma jurídica de Solón, la significativa actitud de los griegos frente al mito de Cronos y Urano, la frecuencia con que en el siglo v se presenta entre los helenos el sueño de Edipo (Sófocles, Ed. R., 980-983; Heródoto, Hist., VI , 107; Platón, Rep., I X , 571 c)— dan fe de aque­lla sorda y paulatina transformación de las rela­ciones familiares. Compréndese ahora que en Nefe-lococcygia o Nefelocucolandia, el país de la uto­pía aristofahesca de las A ves, sea cosa admirable y aplaudida la rebelión del hijo contra el padre. No es difícil adivinar la realidad social y pedagó­gica del movimiento sofístico bajo estas aladas y canoras burlas de Aristófanes.

La sociología, la etnología y la psicología actua­les permiten sospechar lo que aconteció en las al­mas de los jóvenes griegos durante los siglos v n y vi. Psicológicamente, esas almas vivirían con ín­tima desazón la ambivalencia entre la fuerte vin­culación moral y afectiva a la costumbre patriar­cal y un creciente deseo de existencia autónoma ; deseo que, como acabamos de ver, quedó casi siem­pre insatisfecho hasta la segunda mitad del siglo v. La génesis del sentimiento de culpabilidad —sub­siguiente casi siempre, como se sabe, a los deseos mal reprimidos y mal sublimados— era así punto menos que inevitable. Y siendo la vida y la ¡menta-

De Homero a Platón 63

lidad griegas lo que realmente fueron, ¿ podía que­dar sin expresión religiosa esa ambivalente desa­zón de las almas ? La secreta rebelión del hijo con­t ra el padre hácese también rebelión contra Zeus, Padre celestial y clave suprema del orden cósmi­co, y el sentimiento de la culpa moral fué, a la vez, sentimiento de culpa religiosa. Necesariamente ha­bían de prosperar y difundirse en tal sociedad las actitudes de ánimo subyacentes a las, palabras más características de la guilt-culture helénica: htfbris, •miasma, kátharsis, claímon, manía, enthousiasmós, teletaí10.

En el seno de este mundo religioso y moral fué configurándose la medicjna griega anterior a Pi-tágoras y Alcmeón de Crotona. Descontada la exis­tencia de una práctica médica crasamente empíri­ca —la ejercida por los que más tarde llamarán y acaso ya entonces llamasen «rizotomas» y «farma-cópolas», la que en el tratamiento de heridas pu­diesen ejercer los continuadores de Néstor y de Patroclo—, creo que la medicina popular de la Edad Media helénica puede ser descrita distin­guiendo en ella cuatro rasgos principales :

1.° Se intensifica y extiende la creencia en el ca­rácter punitivo de la enfermedad. El difuso senti­miento de culpabilidad a que tantas veces me he referido dio copioso pábulo a ese proceso, y la en­fermedad, castigo de una falta personal, de un de­lito colectivo o de un crimen de los antepasados (Esquilo: Coef., 278-281, Supl, 262-270; Sófocles,

1 0 Sólo la última de estas palabras requiere traducción: teletaí eran las ceremonias religiosas de los iniciados en una re­ligión de misterios. Véase a tal respecto la discusión de P. Bo-yancé, op. cit., págs. 11-31.

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Ed. II., 96-99 ; Platón, Fedro, 244 a e), fué popu­larmente concebida como la contaminación de la naturaleza individual del enfermo por un miasma más o menos invisible o como la posesión del pa­ciente, bien.por un dios dotado de nombre (Héca-te , Cibeles, Pan y los Coribantes, según Eurípides, HipoL, 141 s s . ; Hécate, Cibeles, Poseidón, Eno-dia, Apolo Nomio, Ares y los Héroes, según la enumeración dpi escrito de morbo sacro, Li t t ré , VI, 360-362), bien por una divinidad anónima, por un oscuro daímdn maligno (Eurípides: Med., 129-130; HipoL, 2 4 1 ; escrito seudohipocrático de vir-ginibus, Li t t ré , VIII, 466). Lo que expresa y tó­picamente se decía entonces de la epilepsia y la locura, no menos debía decirse de cualquier enfer­medad de aparición brusca y de etiología oscura y desconocida 1X.

2.° Como consecuencia psicosomática del senti­miento de culpa y de los ritos a que tal sentimien­to condujo, aparecieron entre los griegos nuevas «enfermedades», o al menos disposiciones y ac­cidentes del alma y del cuerpo muy próximos a lo que nosotros llamamos «enfermedad». La difu­sión epidémica de la religiosidad dionisíaca —es­cribe Rohde— «dejó en la naturaleza del hombre griego una disposición morbosa, una propensión a experimentar súbitos y fugaces trastornos en la ca­pacidad normal de percibir y sentir. Noticias ais­ladas nos hablan de ataques de ese delirio transi­torio, que afectaban epidémicamente a ciudades

1 1 Acerca de las concepciones «no fisiológicas» de la en­fermedad, véase L. Edelstein, «Greek Medicine in Its Rela-tion to Religión and Magic», en Bull. of the Inst. of the Hist. of Med., V (1937), págs. 201-246.

12 Pysche, VI I I , 2, «La religión dionisíaca en Grecia».

De Homero a Platón 65

enteras» 12. Usando con cierta amplitud la termi­nología médica actual, no parece atrevimiento ex­cesivo llamar «neurótica» a la vida anímica de los griegos durante su Edad Media. «La línea que se­para la salud perfecta de la enfermedad —dirá Esquilo— es sumamente tenue; porque la enfer­medad, su vecina inmediata, se confunde con ella» (Agam., 1.001-1.003).

3.° En orden al tratamiento de las enfermeda­des, hácense mucho más frecuentes las curas má­gicas de carácter mántico o purificador: encanta­mientos diversos, ceremonias catárticas, oráculos medicinales, cultos orgiásticos, sueño en los tem­plos de Asclepio. Un empirismo más o menos efi­caz y una medicina mágico-religiosa fueron los dos recursos principales del pueblo griego contra la en­fermedad durante los siglos inmediatamente ante­riores a la constitución de la physiologia preso-crática ,3.

l a Acerca de todas estas formas de la medicina griega de carácter religioso y popular —medicina cccreencial», según la terminología que en otro lugar he propuesto (Historia de la Medicina. Medicina moderna y contemporánea. Barcelona, 1954)—, véase mi ya mencionada Introducción al estudio de la patología psicosomática. A la bibliografía . allí consignada hay que añadir los libros y estudios ya citados de Pfister, Boyancé, Dodds y Moulinier. Al oráculo de Delfos han consagrado re­cientemente una importante obra H . W. Parke y D. F . W. Wbrmell (The Delphic Oracle, I-II , Oxford, 1956). Después de las investigaciones de O. Weinreich («Antike Heilungswun-der», R. G. V. V., VI I I , 1, 1909); S. Herrlich (Antike Wun-derkuren, Wiss. Beilage z. Jahresber. des Humboldt-Gymna-siums zu Berlín, 1911) y K. Herzog (ccWunderheilungen: Die Wunderheilungen von Epidauros», Philologus, Suppl. Bd. XXII , 1931), los aspectos histórico y médico del culto a Ascle­pio han sido magistralmente estudiados por E. J . y L . Edel-stein (Asclepius. A Collection and Interpretation of the Tes­timonies, I-II, Baltimore, 1945) y K. Kerény (Der gottliche Arzt, Darmstadt, 1956).

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4.° Según todo esto, en la sociedad griega de los siglos VIII al vi el médico era, a la vez, un libera­dor o purificador de la mancha física en que la en­fermedad parecía consistir (un «catarta» más o menos próximo a este o al otro culto religioso) y un heredero de alguno de los «primeros invento­res» a que popular y místicamente solía referirse el origen del saber médico (un «experto» en el uso de hierbas y remedios) 14. No es azar que Apolo y los médicos arcaicos sean llamados iatromántes (Esquilo, Eum., 62-63, y Supl., 263), ni que esta palabra llegue a ser empleada metafóricamente para expresar la operación «purificadora» del do­lor : «Para enseñar a la misma vejez, las cadenas y el hambre son iatromántes de los corazones, phrenón iatrománteis», dice una vez Esquilo (Agam., 1.621-1.623). La condición chamanística de estos «iatromántes» (Abaris, Apis y Mopso, en-

1 4 Sobre el sugestivo tema de los «primeros inventores», véase A. Kleingiinter «llpcu-co,; sbpíxr^. Untersuchungen zur Geschichte einer Fragestellung», en Philologiis, Suppl.-—Bd., XXVI, 1933. Esquilo atribuye el origen del arte médico a Prometeo (Prom., 478-483) y a Apis (Supl., 262-270). Para lo que atañe al Centauro Quirón, remito a F . G. Welcker (op. cit., páginas 3 ss.), W. A. Jayne (The Heáling Gods of Ancient Ci-vilizations, 1925), Edelstein (op. cit., II), Kerény (op. cit.,) y J . Kof Carballo (El Centauro Quirón, Madrid, 1957). En el es­crito de prisca medicina se Jee que los «primeros inventores» (protoi eurónte's) del arte médico, conscientes de su gran ha­llazgo, juzgaron que tal arte «merecería ser atribuido a un dios, como es costumbre pensar» (Littré, I , 600-602). Véase mi estudio «El escrito de prisca medicina y su valor historiográ-flco», en Emérita, XII (1944), 1-28. Todo ello parece oponerse formalmente a la tesis de L. Englert («Untersuchungen zu Galens Schrift Trasybulos», Studien zur Gesch. der Med., Heft 18, Leipzig, 1929), según la cual el origen de la Medici­na fué interpretado por los griegos, dilemáticamente, o bien mediante la atribución mitológica a un dios, o bien a favor de una hipótesis racionalista.

t)e Homero a Platón M

fcre los legendarios; Onomácrito, Epiménides y Za-molxis, entre los ya históricos) y su conexión con el orfismo y con los cultos dionisíacos, parecen hoy más que probables. A tal estirpe de chamanes grie­gos debió de pertenecer, por áspero que a muchos parezca el aserto, el mismísimo Pitágoras l s .

Sobre este doble fondo —cultura de la Edad Me­dia helénica, idea de la enfermedad y práctica mé­dica en esa época de la historia griega— estudiare­mos en este capítulo el empleo terapéutico de la palabra, desde los poemas de Homero hasta los diálogos platónicos. En un primer apartado con­sideraremos el testimonio de los poetas líricos y t rágicos; en otro ulterior trataremos de explorar los escritos de los filósofos presocráticos y los so­fistas. La actitud de los médicos hipocráticos fren­te al problema de la curación por la palabra será objeto de un capítulo especial, ulterior al consa­grado a la obra de Platón.

II.—Apenas parece necesario afirmar, después de todo lo expuesto, que el ensalmo o conjuro (epo­do) fué ampliamente usado para remedio de la en­fermedad a lo largo de los siglos que median en­tre el epos homérico y Platón. No he de repetir aquí lo dicho en el capítulo anterior a propósito de la epaoide de los hijos de Autólico y de su más que verosímil arraigo etnológico e histórico en las

1 5 Sobre el problema de los cciatromantes», del chamanismo griego y del chamanismo en general, véase, junto a los libros de Ronde, Boyancé, Dodds y Mircea Eliade antes citados, el revelador trabajo de K. Meuli «Scythica», en Hermes, LXX (1985), pág. 13T ss. No parecen distar mucho de esos iatroman­tes legendarios los «charlatanes y adivinos» de que habla Pla­tón en la República (II , 364 b) y los curanderos que vitupera y combate el autor del escrito de morbo sacro.

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costumbres de los pueblos primitivos que con su fusión dieron origen a Grecia. Dondequiera que impera o pervive la mentalidad mágica es emplea­do el ensalmo, y no sólo con intención medicinal. El uso de la epódé griega, por tanto, perdura te­nazmente a lo largo de toda la historia helénica, desde Homero hasta el mundo bizantino.

Pese, sin embargo, a esa inquebrantada y mo­nótona perduración de la epódé y a la tan cono­cida resistencia al cambio que suelen presentar las costumbres populares o intrahistóricas, en el seno de la cultura griega es posible descubrir la exis­tencia de una verdadera «historia» del ensalmo. La concreta realidad de éste recibe su forma y su contenido dentro de la situación histórica a que él pertenece ; y así, si la intención mágica del ensal­mador pasa punto menos que inalterada de un si­glo a otro, la figura y los ingredientes del rito no dejan de experimentar alguna mudanza con el co­rrer del tiempo. Respecto de la epódé que men­ciona la Odisea, dicho queda todo lo que hoy sa­bemos. Algo más puede decirse de los ensalmos empleados en la Grecia post-homérica, y eso me propongo hacer en este capítulo.

Cuatro elementos principales parecen condicio­nar la figura de la epódé griega entre Homero y Platón: el orfismo, el culto dionisíaco, la mántica de Delfos y el prestigio mítico y fundacional que desde el punto de vista religioso adquieren los poe­mas de Homero y Hesiodo.

Después de la publicación del artículo de Meuli y de. los libros de Nilsson, Boyancé, Dodds y Gu-thrie 1S, el tracio Orfeo aparece ante nuestros ojos

1 6 W. K. C. Guthrie, Orphée et la religión grecque (tra-

De Homero a Platón «9

como un cha/már. maestro de chamanes. El funda­dor del orfismo —imoviimiento religioso tan decisi­vo en la historia de la cultura griega— fué a la vez itnago, encantador, músico y catarta o puri-ficador. Un fragmento de Empédocles acerca de la transmigración de las almas asocia significativa­mente los adivinos, los himnópolas y los médicos17. Pues bien, Orfeo reunió en sí mismo la virtud de esas tres actividades, virtud que en la Grecia ar­caica llevaba también consigo la propia del mago y del catarta. Pese al esfuerzo de algunos filólogos por distinguir dos orfismos, uno noble y puro, el de las comunidades órficas, y otro degenerado, el de ciertos conjuradores, catartas y curanderos errantes —los Orfeotelestes y Metragirtas, los «charlatanes y adivinos» de que hablará Platón en la República—, es casi seguro que no hubo tal se­paración entre los primitivos adeptos de Orfeo, y que todos ellos ejercieron individualmente en el seno de la sociedad griega las varias actividades chamanisticas de su fundador.

Atengámonos ahora a nuestro tema y tratemos de penetrar en la estructura de los encantamientos órfieos. La leyenda más tópica y las más antiguas representaciones gráficas —entre ellas, una copa beocia de fines del siglo vi a. C-— nos muestran a Orfeo amansando aves y fieras con el tañido de su lira. Según esto, ¿habremos de concluir que fué la música y sólo la música el agente del poder má­gico de Orfeo ? O dicho de otro modo : en los pri-

ducción franc, París, 1956). Los estudios de Meuli, Nilsson, Boyancé 3' Dodds han sido citados anteriormente.

1 7 Diels, Fragmente der VorsokratUier, 5.a ed., B 146, 1.

70 La curación por la palabra

mitivos encantamientos órneos, ¿ careció de impor­tancia la palabra ?

La respuesta debe ser negativa. Ya Simónides de Ceos (frg. 27 Diehl) atribuye al canto la poten­cia mágica de Orfeo; y cuando Esquilo, por boca de Egisto, contrapone la fuerza encantadora del mago tracio a la torpeza del Corifeo, habla expre­samente de las palabras de éste y de la lengua y la voz de aquél (Agam., 1.628-1.630). «La fama de Orfeo como gran cantor —ha escrito Nilsson— no se basa en su música, sino en los poemas que él declamaba acompañándose con la lira» 18. En suma: la fórmula operativa de los encantamientos mágicos de Orfeo fué el ensalmo, la epodé, en el sentido (más literal y etimológico del vocablo: epi-ddé, in-cantamentum. Más aún: desde el punto de vista de la intención con que primitivamente fue­ron cantados, los himnos órficos deben ser conside­rados como genuinas epódaí. En un luminoso es­tudio sobre las relaciones entre la música y la ma­gia, pudo llegar Combarieu a la conclusión siguien­te : «Las fórmulas mágicas han pasado por las fa­ses siguientes: al comienzo se las ha cantado; luego se las ha recitado ; al fin se las ha escrito sobre un objeto material portado en ciertos casos como amuleto» 19. Todas las formas de la epodé griega hállanse comprendidas en ese esquema.

i Cuáles fueron los fines del ensalmo órfico ? ¿ Cómo se ordenó, dentro de ellos, el tratamiento mágico de la enfermedad humana ? ¿ Fueron em­pleados ensalmos mágicos, epodaí, en otros movi­mientos médico-religiosos más o menos próximos al

1 9 Combarieu, La musique et la magie (París, 1909). 1 8 Geschichte der griechischen Religión, I , pág. 654.

De Homero a Platón n orfismo ? ¿ Qué papel desempeñó en éstos la pa­labra, desde un punto de vista médico ? Antes de responder a esta serie de interrogaciones veamos los textos preplatónicos en que se habla de evo-daí 20.

Después de la Odisea, Píndaro es el primero en usar, todavía en fonma no contracta, el término epaoidé. El ensalmo mágico, la epaoidé, sirve una vez en sus odas para el encantamiento amoroso, y es nombrado en significativa conexión con la manía: Afrodita «trajo por vez primera a los hom­bres el ave de la manía (mainá d'ornin) y enseñó al hábil hijo de Jasón ensalmos y fórmulas para que pudiese hacer olvidar a Medea el respeto a sus padres» (Pit., IV, 216-219). Mas también conoce Píndaro el uso medicinal de la epaoidé. En la I I I Pítica expone el poeta la virtud sanadora de As-clepio y su adiestramiento por el Centauro Qui-rón : «¿No es él —Quirón—, el que antaño instru­yó al dulce artesano de la salud robusta, Asclepio, héroe sanador de todas las enfermedades... ? Apo­lo le llevó al Centauro de Magnesia y se lo confió para que éste le enseñase a curar las aflictivas en­fermedades de los hombres. A todos los que vienen a él, portadores de úlceras nacidas en su carne, heridos en alguna parte por el bronce reluciente o por la piedra de la honda, (maltratado el cuerpo por el ardor del estío o por el frío del invierno, les libra del mal, ya curándoles con suaves ensalmos (ynalakais epaoidais), ya administrándoles pocio­nes benéficas, ya aplicando a sus miembros toda

13(1 Los textos pertenecientes a los pensadores presocráticos y a los sofistas serán considerados, como he dicho, en el apar­tado siguiente.

72 La curación por la palabra

clase de remedios, ya, en fin, poniéndoles en pie mediante incisiones» (Pit., I I I , 5-8 y 45-53). En relación con nuestro tema, y dejando aparte el co­mentario de las ideas etiológicas y terapéuticas que esos versos encierran, dos son las principales cues­tiones que el tan famoso texto de Píndaro nos pro­pone : 1.a ¿En qué pudieron consistir, para el can­tor de Tebas, esos «suaves ensalmos» de que nos habla ? 2.a Puesto que Asclepio aprendió de Qui-rón a curar mediante ensalmos, ; desempeñará lue­go la palabra un papel importante en los tratamien­tos médicos de los templos de Asclepio ?

Más adelante t ra taré de dar respuesta a esta se­gunda interrogación. La primera ha sido suscita­da por L. Edelstein ; el cual, relacionando aque­llas dos palabras de Píndaro con un pasaje de las Noches Áticas, de Aulo Gelio, piensa que la expre­sión griega malakais epaoidáis es literalmente tra­ducida por la expresión latina modulis lenibus («con suaves cadencias»), y que según ésta debe ser interpretada. «Cuando más intensos son los do­lores de ciática, llegan a disminuir si un flautista tañe suaves cadencias», dice Aulo Gelio haber leí­do en el escrito per) enthousiasmou, de Teofrasto. El papel de la música parece así preponderante en las epaoidaí de Asclepio ; éstas serían más bien meloterapia natural que logoterapia mágica.

¿ Puede ser admitida esta interpretación ? No lo creo. Que en las epodaí griegas, y más aún en las primitivas, tuvo importancia considerable la mú­sica, no .parece cosa dudosa. Pero tanto el cotejo de ese texto de Píndaro con los otros dos en que el poeta usa el vocablo epaoide —el verso ya ¡men­cionado (Pit., IV, 218) y el de Nem., VI I I , 49, que

De Homero a Platón 78

luego he de comentar—, como, por otra parte, la historia de lo que la epóde fué luego en la cultura griega, obligan a reconocer el papel eminente de la palabra en las salutíferas epaoidaí de Asclepio. En la mente de Píndaro, los «suaves ensalmos» que el Centauro Quirón enseñó a Asclepio no po­dían ser otra cosa que canciones mágicas, cantos en los cuales la letra —la fórmula verbal de la epaoide— había de tener tan ta importancia como la música, y acaso más que ella. Frente a la.s en­fermedades, el proceder mágico de los cantores Quirón y Asclepio no diferiría gran cosa del que he­mos visto seguir a Orfeo, maestro de la canción y del encantamiento.

En las obras y fragmentos que han llegado has­ta nosotros, Esquilo emplea los términos epdde y epaeidé (Agam.., 1.021), ambos en su más clara y plena acepción mágica 21, no menos de cuatro veces. Dos de ellas (Agam., 1.021; Eum., 649), para expresar el carácter irrevocable de la muer­te : «Cuando el polvo ha bebido sangre de un hom­bre, una vez que ha muerto —dice Apolo en Eum., 647-649—, no hay resurrección para él. Mi padre no ha inventado ensalmos para esto.» Por boca de Clitemnestra, Esquilo llama otra vez epodos, en­cantador o ensalmador, a Agamenón, que sacrificó a su hija en las playas de Aulis, camino de Troya, para conseguir vientos favorables (Agam., 1.418). El sacrificio de Ingenia habría tenido, según esto, el valor y la significación de una epóde mágica. En fin, un breve fragmento aislado (Pap. Ox., 2.256, 9 a : 20) parece decirnos que el autor con-

2 1 Acerca de las acepciones no mágicas de la voz epódt, véa­se lo que más abajo digo.

74 La curación por la palabra

trapone a la eficacia de cierto recurso la fuerza mágica del ensalmo.

Más parco y circunspecto es Sófocles. En las Tra-quinianas, Heracles descarta la existencia de un encantador o ensalmador capaz de curarle sin la ayuda de Zeus : «¿ Qué encantador (aoidós), qué artífice de la curación (kheirótékhnés iatorías) en­cantará, sin Zeus, el mal que me mata?» (Traq., 1.001-1.003). Sófocles parece establecer aquí una contraposición entre el mago que t ra ta de curar con ensalmos y el médico que emplea sus manos (kheirótékhnés) para t ra tar al enfermo; contra­posición más patente aún cuando Ayax lanza al aire, poco antes de darse muerte, su célebre excla­mación : «No es propio de médicos sabios recitar ensalmos (epodas) frente a dolencias que exigen el cuchillo» (Ayax, 581-582). El gran trágico no re­chaza todavía de un modo absoluto el eimpleo de epodai con fines terapéuticos; pero sabe ya que hay enfermedades contra las cuales nada pueden los ensalmos, y no admite la realidad de acciones mágicas que no hayan sido bien contrastadas por la experiencia. Muy elocuentemente lo declara un diálogo de las Traquinianas entre Deyanira y el Co­rifeo. «Mi fe —dice aquélla, refiriéndose al supues­to poder mágico de la túnica de Neso-— no es más que una presunción : no lo he puesto a prueba» ; y responde el Corifeo : «Es preciso saberlo por ex­periencia, porque incluso creyendo en el buen éxi­to , no puedes tener certidumbre si no lo has ensa­yado» (Traq., 590-593). Tan prudente modo de pensar no estaba muy lejos del espíritu crítico que Anaxágoras y los sofistas supieron crear entre las gentes de Atenas.

De Homero a Platón 75

También los personajes de Eurípides siguen dan­do testimonio del empleo popular del ensalmo y manifiestan muy claramente la conexión entre los encantamientos y el orfismo. En el Cíclope, el Co­rifeo dice conocer un «óptimo ensalmo (epdde) de Orfeo» para acabar con Polifemo. La respuesta de Ulises es muy significativa. Rechaza el recurso má­gico que le ofrecen, pero acepta a continuación que los «cantos cadenciosos» del sátiro den ánimo a sus amigos (Cid., 646-658). Si el «ilustrado» Ulises eu-ripideo no cree ya en la virtud de los encantamien­tos mágicos, no por eso desdeña la acción robo­rante de las canciones. La fuerza encantadora de las palabras de Orfeo, es dos veces nombrada en Alcestis: esas palabras mágicas son en un caso «himnos» (359), y en otra signos escritos sobre unas «tablillas tracias». Contra la Necesidad o Anánke —en esta ocasión : frente a la muerte de Alcestis—, nada puede hacerse, dice el Coro: «Yo, mediante el t ra to con las Musas, me lancé al cie­lo, y entre muchas razones que he mirado, nada más fuerte que la Necesidad encontré, ni contra ella hay remedio alguno en las tablillas tracias que escribió Orfeo melodioso, ni en cuantos medica­mentos escogidos dio Febo a los Asclepíadas para los enfermizos mortales» (Ale, 965-972) 22. Y tam­bién en los encantamientos de Orfeo piensa Ifige-

2 2 Sigo la traducción de A. Tovar en Eurípides. Tragedias, I (Barcelona, 1956), págs. 76-77. Acerca de la discusión en tor­no a lo que fuesen esas «tablillas tracias», véase Boyancé, op. cit., pág. 39. Como observa el escoliasta, es el autor, Eurí­pides, el que habla ahora por la boca del coro. En su edición para «Les Belles Lettres» (4.a ed., París, 1956, págs. 93-94) hace notar Méridier que este paso de Alcestis manifiesta la con­dición «ilustrada» y filosófica de Eurípides.

7« La curación por la palabra

nia cuando, impotente frente a su trágico destino, sueña con la posesión del poder mágico que ella no t iene: «Si yo, oh padre mío, tuviera el lengua­je de Orfeo para persuadir con mis ensalmos (pei-thein epádousa) a las rocas, y hacer que me siguie­ran, y para hechizar (kélein) con mis palabras a quien yo quisiera...» (If. Auh, 1.211-1.213). Tam­bién la Nodriza de Fedra y la de Medea —a tra­vés de las Nodrizas habla siempre en la tragedia el bajo pueblo, con su sabiduría tradicional, su buen sentido y sus creencias supersticiosas— tie­nen fe en la eficacia mágica de las epodaí. «Estás enferma —dice aquélla a su dueña—: pon término a tu mal con algún remedio feliz. Hay ensalmos (epódaí) y palabras encantadoras (lógoi thelktP-rioi) ; aparecerá un remedio para tu mal» (Hipol., 477-479) 23. Menos tajante es la Nodriza de Me­dea : ni con himnos festivos, ni con canciones acompañadas por la lira (polykhordors odais) pue­den ser mitigados los pesares de los hombres, nos dice; más no por esto deja de creer ella en la vir­tud curativa del canto : «los mortales —añade— obtendrían provecho curando mediante canciones íakeisthai molpaisi)i> (Med., 195-203). Igual fe en la palabra mágica expresa el Mensajero de las Fe­nicias, cuando dice a Yocas ta : «Si posees algún recurso, si conoces sabias palabras (sophoüs 16-

2 3 Anota Méridier: «Este lenguaje es voluntariamente d« doble intención. Puede referirse a los ensalmos y palabras má­gicas propias para hacer desaparecer el amor, como a declara­ciones capaces de satisfacerle despertando la pasión en quien es objeto de este amor.» La frecuencia de las creencias popu­lares en la acción de los «filtros amorosos» inclina más bien a la admisión de la segunda hipótesis.

De Homero a Platón 11

gous) o ensalmos hechizadores (philtr'epodon), parte» (Fen., 1.259-1.260).

Una breve frase de Hécuba parece poner en co­nexión la presunta eficacia mágica de las epodaí con la vieja creencia en la virtud evocadora y apo-tropaica de los nombres rectamente pronunciados. Cuando Polimestor predice a Hécuba que su tum­ba será conocida mediante un sobrenombre, ella responde: «¿ Ensalmador de mi forma (Morphes epódón), o cuál otro vas a decir?» (Hec, 1272). La pronunciación de ese sobrenombre sería un en­salmo evocador de la forma de Hécuba. Más que canto, la epódé es ahora palabra eficaz, fórmula verbal certeramente conocida y pronunciada 24.

Menos clara es la acción mágica de la danza y el canto en Electro,, no obstante el empleo del ver­bo epaeidein para designar esa acción (EL, 864). En cuanto al epodos que una vez aparece en Bac., 234, véase lo que más adelante se dice 33.

2 4 No está lejos de esta fe en la eficacia del nombre ver­dadero una célebre invocación a Zeus en el Agamenón de Es­quilo : «Zeus, quienquiera que él sea, bajo este nombre le in­voco, si este nombre le complace» (Agam., 160-162). Pero agu­damente comenta A. Lesky: «Usase aquí la más antigua for­ma cultual del himno de invocación. Su raíz última es la idea, extendida por el mundo entero, del poder mágico del nom­bre : quien con su invocación quiere llegar hasta el dios, debe llamarle con su verdadero nombre, y si tiene varios, con todos ellos. Pero ¡ qué hondo contenido ha recibido en Esquilo esa forma ancestral! Cuando comienza con la frase Zeus, ostia pot' estin, en ese «Quienquiera que él sea», no expresa una duda sofística acerca de la posibilidad de saber algo sobre el ser di­vino, sino la plenitud de un corazón que ya no sabe nombrar a su dios con palabras y, a la vez, la superioridad de este dios suyo sobre aquel al que la poesía homérica había dado el nom­bre de Zeus» (Die griechische Tragodie, 2.a ed., Stuttgart, 1958, págs. 101-102).

2 5 Entre los prosistas griegos Hérodoto es el primero en haber usado la palabra epaoidé. Cuando describe los sacrificios

Í8 La curación por íá palabra

Los términos thelktérion y keléma o keléterion poseen por sí mismos un significado mucho más amplio que epóde; significan «encantamiento», «sortilegio» o «hechizo», en su imás general sen­tido ; son, pues, acciones mágicas ejecutadas por cualquiera de los procedimientos a que los magos recurren, y no sólo por medio de las «canciones» a que etimológica e históricamente aluden las ex­presiones epi-óde e in-cantamentum. Pero hay ca­sos en que también aquellos tres términos —y como ellos los verbos de que proceden, thelgó y keléo, «encantar» o «hechizar»— nombran accio­nes mágicas ejecutadas mediante la palabra hu­mana ; más aún, acciones de carácter terapéutico. Según un fragmento de Arquíloco, «todo el que existe es hechizado (keleitai) por las canciones (aoidais)v (frg. 106 de Diehl, 19 de R. Adrados) 26. ¿Habla Arquíloco, en un sentido general, del en­cantador gozo que producen las bellas canciones en el ánimo de quienes las escuchan, o se refiere al encantamiento mágico de las que específicamen­te poseen tal virtud ? Dicho de otro modo : el ver­bo keléo, «hechizar», ¿es usado ahora según su sentido propio o con un sentido metafórico ? No

rituales de los magos persas, cuenta que el sacerdote oficiante canta a modo de ensalmo (epaeidei) una «teogonia» (I, 132). El sacerdote, comenta Pfister, «es aquí, por consiguiente, el aretér, el impetrador, el único que conoce las palabras verda­deramente eficaces y que puede pronunciarlas» (RE Sppl.— Bel, IV, 321-327). También Pausanias (V, 27, 6) habla de las epoda! de los magos persas: «cantan un bárbaro conjuro, in­comprensible para los griegos, a cierto dios», dice el rerato.

2 6 Remito a la excelente edición de este último autor, que en más de un aspecto mejora la de Diehl: Líricos griegos. Ele­giacos y yambógrajos arcaicos (Ediciones Alma Mater, Barce­lona, 1956).

í>e Homero a Platón 79

parece posible decidirlo con seguridad. Menos du­dosa sería la intención metafórica en la IV Nemea de Píndaro, cuando el poeta afirma que sus can­ciones (aoidaí) serán capaces de encantar o hechi­zar (thélwan) las fatigas del duro vivir: en la ale­gría (euphrosy~ne) que aquéllas producen, tendrían éstas su mejor médico (Nem., IV, 4-5). La decla­mación de las odas de Píndaro —la palabra poé­tica del aedo— actúa, según esto, encantando el ánimo de sus oyentes y borrando de él las penas inevitables del existir cotidiano.

No es en la tragedia menos patente la mención de thelkteria y kélémata de rito verbal 37. Pron­to tendremos ocasión de contemplar cómo los au­tores trágicos aluden a tales ritos, siquiera sea por modo metafórico. Baste aquí la rápida aducción de un texto de Esquilo, de evidente sentido médi­co-moral. Resuelto a suprimir la maldición y la mancha hereditaria que pesan sobre Orestes, Apo­lo le promete librarle para siempre de sus penas mediante «relatos encantadores» (thelkterious my-thous) (Eum., 81-83). La palabra de Apolo en­canta, purifica y sana. No en vano afirma Pínda­ro (Pit., IV, 176) que en Apolo tiene su cabeza el linaje de Orfeo, «padre de las canciones».

El parentesco semántico de los tres vocablos griegos que nombran el «encantamiento» —epódé,

2 7 Modos no verbales de thelkteria —o, por lo menos, no explícitamente verbales— son los mencionados por Esquilo (Supl., 571: Zeus «encanta» el dolor de lo, perseguida por el tábano; Prom., 865: encantamientos amorosos de Afrodita, et­cétera), Sófocles (Traq., 355 y 585: hechizamiento de Hera­cles) y Eurípides (If. Taur., 166: ofrendas para aplacar a los muertos; Hipol., 509: filtros para producir mágicamente el amor, etc.). Lo mismo puede decirse de keléma (Eurípides, Tro., 898; Hec, 585, etc.).

80 La curación por la palabra

thelktérion, kélema— es, pues, sobremanera evi­dente. La práctica de la epódé comportaba casi siempre el empleo de canciones mágicas, pero a veces son designados con ese nombre encantamien­tos no «cantados». Mas, por otra parte, no son in­frecuentes los thelktéria y los keWmata en que la música y la palabra constituyen la fórmula instru­mental del encantamiento 2S. De ahí que a estos tres conceptos mágicos puedan ser referidas las in­terrogaciones que páginas atrás quedaron sin res­puesta. ¿Con qué fines fué practicado el ensalmo órfico ? Dentro de esos fines, ¿ cómo se ordenó el tratamiento mágico de la enfermedad humana ? Los ensalmos mágicos verbales ¿tuvieron un lugar dentro de los movimientos médico-religiosos más o menos próximos al orfismo?

Con uno u otro nombre, bajo una forma u otra, el ensalmo griego pretendía el logro mágico de todo cuanto el hombre necesita y no puede alcanzar mediante sus recursos naturales: tiempo favora­ble, amor a voluntad, obediencia automática de otra persona, alteración preternatural del cosmos, curación de la enfermedad. Bajo la presión del en­salmo, las potencias superiores al hombre —dioses con nombre propio o daímónes oscuros e innomi­nados— se plegarían al deseo del ensalmador o de quienes creyentemente han recurrido a él. Pero junto a la operación apotropaica —mejor dicho, como consecuencia de ella—, otra de índole catár­tica era no pocas veces cumplida: el ensalmo «pu-

2 8 Un verso de Eurípides ya citado (Ale, 359) llama kélein a la acción de encantar mediante himnos órficos. Como en tan­tos otros casos, trátase ahora de un encantamiento a la vez musical y verbal.

De Homero a Platón 81

rificaba» de miásmata y daímónes impurificadores la realidad con él «encantada», fuese ésta un hoom-bre, un animal o un objeto inanimado. «Orfeo —dirá más tarde Pausanias, recogiendo el sentir del pueblo griego— fué muy superior en la belle­za de su canto a sus predecesores, y llegó a tener tanto poder que se cree de él que inventó la ini­ciación de las diosas, las purificaciones de sacrile­gios, remedios pa ra las enfermedades y medios para desviar la cólera de los dioses» 2Í1.

La palabra mágica, sola o acompañada de ¡mú­sica, canta a los dioses en las ceremonias de los iniciados (teletaí), ejerce acciones maravillosas —entre ellas la curación de enfermedades— y pu­rifica lo impuro. ¿ Quiere esto decir que se juzga omnipotente la fuerza del ensalmo ? No sabemos con precisión suficiente hasta dónde pudo llegar la creencia del pueblo griego durante los siglos de su Edad Arcaica. Pero los testimonios literarios del siglo v expresan con mucha claridad la convicción profunda de que el poder mágico del encantamien­to se halla dentro de límites infranqueables: la moña o destino de cada cual, la naturaleza, la ne­cesidad. «Tú has querido hechizar lo inhechizable», dice el coro de las Danaides a sus servidoras, en las Suplicantes de Esquilo (Supl., 1.056). Para las hijas de Dánao, algo hay que —incluso por enci­ma de los designios de los dioses— es «inhechiza­ble», áthelkton; en este caso, la terca voluntad

2 9 Pausanias, IX, 30, 4. Sigo la traducción de A. Tovar, Pausanias. Descripción de Grecia, Universidad de Valladolid, 1946. También Diodoro (II, 29; I I I , 58) pondrá en relación los ensalmos con los «agentes purificadores» o katharmoí. Acerca de la relación entre epodé y kátharsis en la obra de Platón, véase el capítulo subsiguiente.

G

82 La curación por la palabra

esponsalicia de Afrodita. ¿Y qué otra cosa sino la moira podía ser la causa última de esta limita­ción? 30. Lo mismo piensa Electra de los padeci­mientos que le impone su destino cruel: «Se les puede mitigar, mas no hechizar (thelgetai)», dice al Coro (Coef., 420). La muerte, a su vez, no pue­de ceder a los ensalmos, no es ¡mágicamente revo­cable (Agam., 1.021; Eum., 649), obedece a la ley inexorable de la Necesidad o Anánke (Eurípides, Ale, 965). Con otras palabras: en la naturaleza hay eventos «necesarios» contra los cuales nada logra la fuerza de los encantamientos. Y no sólo la muerte ; también, en ciertos casos, la enferme­dad y el dolor: «Los .males como los míos siempre han sido tenidos por incurables», dice la Electra de Sófocles (EL, 229-231). La experiencia —esa peira a que sabe apelar, como ya vimos, el Cori­feo de las Traquinianas— acabará demostrando a los griegos ilustrados cuál es el verdadero poder del ensalmo mágico. Pero los griegos no ilustrados, ¿dejarán de creer en él?

También los ritos orgiásticos del culto a Dioni-so tuvieron, a los ojos helénicos, fuerte virtud cu­rativa. Uno de los epítetos de Dioniso es el de Ly-sios; y hoy parece doctrina común que con esa pa­labra se quería aludir a la condición sanadora del dios: Dioniso «Liberador» de los males, y princi­palmente de la locura y del delirio báquico 31. Me­diante el enthousiasmós de la orgía ritual, y a fa-

3 0 Acerca del papel de la moira en el pensamiento griego, véase W. C. Greene MOIRA. Fate, Good and Evil in Greek Thought (Cambridge, Mass., 1948).

3 1 Véase una breve noticia acerca de la discusión antigua y moderna en torno al epíteto Lysios en Boyancé, op. ctt., pá­gina 16.

De Homero a Platón 83

vór de una suerte de homeopatía psíquica, el dios purificaba y sanaba a sus fieles. Curábales por modo directo de la locura con que él solía casti­gar la resistencia a la aceptación de su culto (tal fué, según la leyenda, el caso de las hijas de Mi­nias en Oreómeno y de las hijas de Preto en Tirin-to) ; y por extensión, les libraba de toda posible enfermedad. Directamente apoyado en el culto dio-nisíaco actuó con sus hechizos y con «sacrificios y purificaciones inefables» (Pausanias, VI I I , 18, 6-7) el casi mítico curandero Melampo; y también a Dioniso son atribuidos por Pausanias los t ra ta­mientos teúrgieos de un sacerdote de Anficlea: «Muy dignas de verse [en Anficlea] son las orgías de Dioniso... Las enfermedades de los de Anficlea y sus vecinos se curan mediante sueños, y es adi­vino el sacerdote, que responde poseído por el dios» (X, 23, 11) 3 \

Ahora bien: en estas «curaciones» dionisíacas, <¡ tenía algún papel la palabra humana, o fueron sólo la música y la danza los vehículos de su po­sible eficacia corporal ? «No tenemos noticia de que en el culto a Dioniso se entonasen cantos— escri­be Rohde—, probablemente porque la violencia de la danza quitaba a los celebrantes el aliento y no les permitía cantar. Pues no era el de estas dan­zas orgiásticas, por cierto, el ritmo suave y mesu­rado con que los griegos de Homero se movían a los sones del pean, sino como un torbellino furio­so, delirante, que arrastraba los corros de las dan­zantes, a modo de un río desbordado, por las fal-

3 2 Para todo lo referente al culto de Dioniso, véase la bi­bliografía antes citada, y especialmente los libros de Rohde y Nilsson.

84 La curación por la palabra

das de las colinas» 33. Pusanias, por otra parte, llama «inefables» o «indecibles» (aporretoi) a los ritos purificadores o catárticos de Melasnpo. De­bemos concluir, según esto, que en la psicoterapia dionisíaca —sit venia verbo— hubo creencia, gri­tos, danza frenética y música (cuernos de bronce, panderos, flautas frigias), más no «palabra» en sentido estricto. Dentro de la concepción nietz-soheana de lo dionisíaco, cabría hablar de una te­rapéutica aus dem Geiste der Musik. Y así, el dic­terio de epodos o «ensalmador» que Eurípides lan­za una vez contra Dioniso (Bac, 234) debe ser en­tendido en su sentido (metafórico de «mago» o «he­chicero», porque el culto orgiástico no dejó lugar alguno a la epddé, en cuanto ensalmo cantado o recitado 34.

Pero si la psicoterapia orgiástica no tuvo ca­rácter verbal, sí lo tuvieron los oráculos y exor­cismos —muchas veces de intención terapéutica— de los videntes extáticos que en algún santuario determinado, como ese de Anficlea que menciona Pausanias, o errantes de una ciudad a otra, como los que más tarde llamarán Báquidas y Sibilas, se hallaron en alguna conexión genética con el culto del dios tracio. Lo cual —y aun sin entrar en el

3 3 P 8 y che, VII I , 1 (págs. 146-147 de la traducción caste­llana).

3 4 Extremando un poco las cosas, cabría decir que Dioniso era tan enemigo de la palabra, que enloquecía a quienes la em­pleaban para argumentar contra él. «También fué sometido a la Necesidad —léese en la Antígona de Sófocles— el hijo im­petuoso de Dryas [Licurgo]..., que por sus violentos arreba­tos fué encerrado por Dioniso en cárcel de piedra. Así declinó el furor terrible, exuberante, de su locura. Reconoció que era insensato atacar al dios con discursos insolentes, porque pre­tendía poner fin al delirio de las Bacantes» (Antig., 955-964).

D e Homero a Platón 85

arduo problema de las relaciones entre Dioniso y Apolo— nos lleva a considerar brevemente el as­pecto médico de los oráculos de Delfos y del cul­to apolíneo.

En el epos homérico aparece Apolo como dios sanador : y aunque ¡muy desplazado luego de esta función por su hijo Asclepio— no olvidemos que Apolo fué anterior a Asclepio en el templo de Epi-dauro—, nunca dejó de ser invocado en el trance aflictivo de la enfermedad. Muchos de los epítetos griegos del dios —akésios, epikourios, aleooikakos— aluden a su condición médica ; Apollo medicus, se­guirán llamándole los romanos ; y Clemente de Alejandría, cristianizando esta vieja creencia en la eficacia terapéutica de Apolo, no vacilará en lla­mar a Cristo «médico peónico» (Paedag., I , 2, 6). Pero esta virtualidad sanadora de Apolo, ¿fué sólo medicamentosa —Eurípides habla, como ya sabe­mos, de cdos medicamentos escogidos que Febo dio a los Asclepíadas» (Ale, 969)—, o hizo también de la palabra un instrumento ?

La respuesta debe ser ahora afirmativa. Apolo, en efecto, legó a los griegos dos formas de la pa­labra terapéutica : el pean y el oráculo. Recorde­mos el «hermoso pean» con que Ulises y sus com­pañeros piden a Apolo la terminación de la peste que diezima a los aqueos (II., I , 473). Ese cántico tuvo, sin duda, una intención impetrativa. ¿ Sólo impetrativa ? El pean de Ulises ¿ fué sólo una ple­garia? La filología y la etnología actuales autori­zan a decir algo más 3S. Paiéon, el nombre del dios que en el Olimpo cura a Hades y Ares (II., V,

3¿ L. Deubner, «Paian», N. Jahrb. für klass. Alt., XLIII, 1919, págs. 385 ss. : Nilsson, Griechische Peste, pág. 100, y

86 La curación por la palabra

401 y 899-890), Paión, el epíteto de Apolo como sanador, y Paián, el pean o canto solemne de im­petración o de alabanza, son palabras etimológica y semánticamente conexas entre sí. Pues bien, un estudio detenido de los textos en que esas tres pa­labras aparecen, permite reconstruir el proceso de su indudable mutación semántica. En una prime­ra etapa, paieón fué un nombre dado a las cancio­nes mágicas de carácter curativo. Siglos y siglos más tarde dirá Proclo en su Crestomatía, reco­giendo un último resto de ese antiquísimo sentir griego, que el pean es «un cántico para el cese de las pestes y las enfermedades». Vaitón, el dios mé­dico del Olimpo, dios sin existencia autónoma y sin culto propio, no sería otra cosa que una per­sonificación de aquellos cantos mágicos. Más tar­de, las palabras Paiéón y Paión se hacen epítetos del sanador Apolo, y escritas con minúscula (pai­éón, paión) o convertidas en paián, nombrarán como sustantivos los cánticos religiosos de alaban­za al dios, petición y victoria; hasta que al fin, secularizado ya, el término paián sirva para de­signar una forma literaria. Magia terapéutica, cul­to religioso y técnica literaria son, pues, las tres etapas principales de la historia del pean 38. Lo cual —esto es lo que ahora especialmente impor­ta— nos conduce a descubrir que el pean de Uli-ses en el canto I de la Ilíada y la epaoidé de los hijos de Autólico en el canto X I X de la Odisea no son sino dos fonmas y dos nombres distintos de

Geschichte der Griechischen Religión, I, págs. 147-14.8 y 511-512.

3 6 Muchos de los vocablos en que se expresa la actividad humana tienen una historia semejante a esta del pean,

De Homero a Platón 8V

un mismo rito : el rito de «encantar» la enferme­dad mediante canciones mágicas. A través de Apo­lo en el caso del pean —y probablemente también en el caso de la epaoidé— la palabra humana ten­dría la virtud mágica de sanar a los mortales. In­vocado por Glauco, Febo Apolo le calma sus do­lores, restaña la sangre de su herida e infunde va­lor en su ánimo (II., XVI , 527-528). He aquí lo que los griegos esperarán siempre de Apolo el Sa­nador cuando canten sus péanes y epddaí o cuando, ya «profesionalizada» la práctica del encantamien­to, encarguen a otros que les ayuden mágicamen­te a salir de su menester.

El aspecto verbal de la virtud sanadora de Apo­lo no queda agotado por el pean ; a él pertenece también el oráculo. La mántica de inspiración tuvo en imuchas ocasiones carácter terapéutico. Frente a la peste de Tebas, Edipo envía a Delfos a su cuñado Creonte con el fin de que éste «apren­da lo que él, Edipo, debe hacer o decir para sal­var a la ciudad» (Ed. R., 69-72). «En sus arreba­tos de locura —escribirá Platón—, la profetisa de Delfos y las sacerdotistas de Dodona obraron mu­chos beneficios, públicos y privados, para Grecia. Incluso de las enfermedades y pruebas más ho­rribles que, a consecuencia de faltas antiguas, y sin que se sepa de donde vienen, afligen a algunas familias, encontró la locura profética una libera­ción» (Fedro, 244 a e). El adivino, mántis, es a la vez médico, iatrós, y por eso fueron llamados «ia-tromantes» los curanderos mediante exorcismos y oráculos, desde aquellos legendarios personajes que, más o menos vinculados a Apolo, como Apis y Abaris el Hiperbóreo, de tan alto y antiguo pres-

P8 La curación por la palabra

tigio gozaron en Grecia. Sabemos ya que hasta el propio Apolo pudo recibir de Esquilo el nombre de «iatromante» (Eum., 62), porque a él eran atribuidos los oráculos sanadores de Delfos y de tantos otros lugares en que habló como dios de la buena salud 37.

i Tuvieron los misterios de Eleusis alguna rela­ción con el tratamiento de la enfermedad ? Y si la tuvieron, <¡ fué esa relación de carácter verbal ? Nada dicen a tal respecto los historiadores de la religión griega; menos aún los historiadores de la medicina. Pero si, como hoy se admite, hubo una conexión real entre el orfismo y Eleusis, y si, como piensa Boyancé, tal conexión tiene su nervio más íntimo en la idea del encantamiento mágico, pa­rece que la respuesta a esas dos interrogaciones debe ser afirmativa. Dice, en efecto, el autor de Le cuite des Muses: «La aproximación de los en-cantaimientos y las teletaí (las ceremonias religio­sas de la iniciación y de los iniciados) se funda so­bre un carácter imuy importante de estos ritos : unos y otros actúan sobre los dioses por una suer­te de acción irresistible, derivada en gran parte de la fuerza mágica de la palabra y del canto. Si Orfeo y los Orficos se hallan tan estrechamente li­gados a los misterios, es porque son ellos los más eminentes especialistas del encantamiento ; no es, pues, la «vida ornea», ni es una predicación moral

3 7 Apolo daba la salud y podía enviar o anunciar la enfer­medad. A la peste del canto I de la lliada pueden añadirse las «enfermedades espantosas que atacan las carnes y las lepras que con diente feroz devoran un cuerpo sano hasta entonces», de que habla Orestes (Coef., 278-281). «No hay médico que pueda poner remedio a mi predicción», dice por su parte la inspirada Casandra (Agam., 1.248).

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cualquiera lo que hay en el origen de ese lazo, sino algo más primitivo y tal vez más profundo.» 38 En los ritos de Eleusis no hubo sólo silencio y visión ; hubo también palabra, lógos. Bien antiguas son las noticias acerca de las «palabras secretas» (apórre­ta) de los misterios eleusínicos: fórmulas verbales rítmicas, reservadas a los iniciados, que recitaba o cantaba el hierofante y repetían luego los fieles. En la mente de quienes los pronunciaban, ¿ten­drían estos (misteriosos apórreta alguna virtud me­dicinal de carácter ¡mágico ? Nada parece más pro­bable ; y la sentencia de Aristóteles acerca del es­tado psíquico de los participantes en los misterios —ese estado «no es un aprehender (mathein), dice el filósofo, sino una pasión (pathein) y una dispo­sición del ánimo» (frg. 15, Rose)— refuerza la pro­babilidad de tal conjetura. En Eleusis, y desde un punto de vista médico, los apórreta y teletaí fue­ron con toda probabilidad algo muy semejante a lo que en otros lugares de Grecia venían siendo los himnos y epddaí órneos y los péanes del más pri­mitivo culto apolíneo.

Queda por considerar —dejando para el aparta­do próximo el examen del pitagorismo— el papel de la palabra en las curaciones de los templos de Asclepio. Aquellos «suaves ensalmos» que el hijo de Apolo aprendió del Centauro Quirón, según el relato de Píndaro, ¿tuvieron luego algún papel en las curas de Epidauro y los restantes santuarios asclepieos ? Las descripciones habituales del sueño en el templo —comenzando por la famosa de Aris­tófanes (Pluto, 633-747)— imponen una respuesta tajantemente negativa : Asclepio no curó en sus

3S Le cuite des Muses, pág. 58.

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templos mediante fórmulas verbales y canciones de carácter .mágico; las palabras que el paciente oía durante la incubación —por tanto , durante el sueño o en un estado semionírico— eran no más que las pertinentes a la descripción terapéutica del dios. Sólo en muy contados casos tuvieron esas pa­labras condición oracular, y no siempre fué medi­cinal el contenido de los oráculos de Asclepio. ¿ Quiere esto decir que la psicoterapia verbal —una «psicoterapia»», claro está, no técnica y no deli­berada— estuvo totalmente ausente de las curas de Epidauro ? En modo alguno. Un examen dete­nido de las fuentes permite descubrir aspectos psi-coterápicos en el benéfico decir de Asclepio el Sa­nador. A veces actuaba la belleza y suavidad de su voz —emmeléstaton phthóngon, «voz armo­niosísima», según un relato de Suidas (Lexicón, s. v. Domninos); placido emittere pectore voces, «habló con sosegado ánimo», dícese en otro de Ovidio (Metam., XV, 657)—, y a veces operaba, a la par, lo que esa voz comunicaba al enfermo. Cuenta, Oribasio que Asclepio se le apareció a Teu­cro el de Cízico durante su incubación en el tem­plo de Pérgamo, conversó con él y le preguntó si deseaba que su enfermedad —Teucro padecía de ataques epilépticos— fuese cambiada por otra (Coll. Mecí., XLV, 30, 10-14); y todavía es más clara y elocuente una noticia de Galeno, según la cual Asclepio ordenaba no pocas veces a los en­fermos la tarea de componer odas, piezas cómicas, y canciones para corregir la desproporción o ame­tría de las emociones de su alma (de san. tuenda, I , 8, 19-21). No hay duda : sin intención expresa­mente mágica, pero sí directamente apoyadas so-

De Homero a Platón 91

bre le honda fe del pueblo griego en la virtud sa­nadora de Asclepio, las palabras de éste tuvieron con frecuencia innegable carácter psicoterapéutico.

Lo expuesto ahora puede ser resumido en esta breve conclusión: bajo nombres diversos —epodé o «ensalmo», thelkterion y kéléma o «hechizo», pa-iéón o «pean», apórreta o «palabras secretas» y teletaí o «ritos iniciáticos»— 39 la Grecia arcaica usó ampliamente, frente al penoso evento de la en­fermedad humana, fórmulas verbales de carácter mágico, meramente recitadas en ocasiones, canta­das casi siempre. El contenido de esas fórmulas fué muy diverso : himnos religiosos con el presti­gio- de su antigüedad, fragmentos de Homero o de Hesiodo, exclamaciones breves y hasta palabras ininteligibles 40. El pueblo griego —y no sólo el bajo pueblo— creyó en la magia y recurrió a ella con frecuencia, desde los tiempos prehoméricos hasta el fin de la época helenística; es decir, a lo largo de toda su historia. La filosofía de Platón, Aristóteles y los estoicos será impotente contra esa vigorosa creencia o —con ciertas restricciones— se-

3 9 A esta serie podría añadirse la palabra hórkos, «jura­mento». En el capítulo precedente consigné un texto de Es­quilo (Agam., 1.198-1.199), en el que transparece la creencia en la virtud sanadora y catártica del juramento. Acerca de la significación del juramento entre los griegos, véase Wilamo-witz, Der Glaube der Rellenen, I (Berlin, 1931), pág. 32. Aná­loga acción curativa y purificadora habría de ejercer el «decir» (tí phonon) que Edipo pronunciará para librar a Tebas de la peste, si así se lo indica el oráculo de Delfos (Ed. R., 72).

4 0 Un fragmento de Aristóteles (frg. 454; FHG, I I , 188) cuenta que en cierta ocasión fué empleado contra una peste el siguiente ensalmo: «¡ Vete a los cuervos!». Con ello la peste habría quedado «ensalmada». Al exponer la psicoterapia verbal de los pitagóricos reaparecerá este tema del contenido de las upadai arcaicas.

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guirá admitiéndola. Afirmemos con energía tal rea­lidad, frente a tantas desmesuradas idealizaciones de la cultura helénica. Pero, dicho esto, es preciso y urgente advertir que cuando los autores del si­glo v emplean las palabras epddé, thelkterion y kélema, no siempre aluden con ellas a ritos o ce­remonias de índole mágica. Poco a poco, desde los líricos del siglo vi hasta Platón, va insinuándo­se el empleo (metafórico de esos tres vocablos. Un suceso literario que, bajo su aparente insignifican­cia, va a tener muy importantes consecuencias en la historia de la cultura griega.

Acepciones metafóricas del verbo thelgó y del sustantivo thelkterion —recuérdese la parte final del capítulo anterior— no son infrecuentes en el epos homérico. El «hechizo» amoroso que encierra el cinturón de Afrodita (II., XIV, 215) y el que da su peligrosa virtud a las palabras de Calipso (Od., I , 57) y al canto de las sirenas (Od., X I I , 40) po­seían sin duda en la mente de Homero el carác­ter que hoy solemos llamar «mágico». Mas cuando se nos dice que Penélope supo con dulces palabras «hechizar el ánimo» (thelge de thymbn) de sus pretendientes (Od., XVI I I , 282-283), o que el ae-do Femio encantaba con sus «relatos hechizadores» (thelkteria) el corazón de quienes le oían (Od., I, 337), entonces el sentido de tales términos no pue­de ser sino metafórico, porque ni las palabras de Penélope ni los relatos de Femio son «hechizos má­gicos», en el sentido fuerte de esta expresión. Pues bien : lo que ya se había iniciado en los versos del epos, se intensifica en la literatura del siglo v. Me ceñiré, por vía de ejemplo, a la obra de Esquilo. En las Suplicantes habla así el Rey de los Argi-

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vos:.. «un relato hechizador (m^thos thelktérios) puede curar el imal que otras palabras hayan cau­sado ; más para impedir que la sangre de los ar-givos sea derramada, son precisos los sacrificios» (Supl., 446-448). El uso metafórico del adjetivo thelktérios, harto patente ya en el primer término de la frase, cobra ahora redoblada claridad por la contraposición entre la humana naturalidad del «relato seductor» y la sacralidad y el poder sobre­humano del «sacrificio». Igualmente clara es la transposición metafórica en dos pasajes de las Eu-ménides. «Si respetas la venerable Persuasión, si mis palabras son para tu corazón dulcedumbre y hechizo (thelkterion), permanecerás aquí», dice Atena al Coro de las Euménides (Eum., 885-886); a lo cual responde poco después el Corifeo de éstas : «Me parece que mi animosidad, hechizada ya (thelcoein), cede» (900). En todos estos textos se nos dice que la palabra «hechiza» para ponderar la fuerza de su acción sugestiva sobre el ánimo de quien la escucha; y así, más bien que por «decir hechizador», las expresiones thelktérios lógos o thelktérios myihos deben, en tales casos, tradu­cirse por «decir sugestivo» 41.

Otro tanto acaece con el sustantivo epódé y con el verbo epádó, «ensalmo» y «ensalmar». Píndaro, por ejemplo, llama una vez «ensalmos» o «encan­tamientos» (epaoidaí) a sus poemas: «Me com­plazco mucho cuando doy a una hazaña la ala­banza que merece y con mis ensalmos (epaoidais) ve el atleta calmarse su fatiga» (Nem., VI I I , 49-

4 1 Aun cuando no se refiere a una expresión verbal, sino al regalo del cuerpo, es también patente el uso metafórico de thelkterion en Coef., 670.

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50). El juego metafórico de la jactancia pindárica es evidente: el poeta estima en tanto la virtud le­tificante y sugestiva de sus odas, que se atreve a llamarlas epaoidai, «ensalmos», como si esa virtud fuese realmente mágica. «No me dejaré hechizar (thékvei) por los melosos ensalmos (epaoidaisin) de la Persuasión», dice Prometeo en la tragedia de Esquilo (Prom., 172-174). Tampoco ahora se t ra ta de ensalmos ¡mágicos stricto sensu, sino de palabras seductoras; y tampoco Pericles es llama­do «ensalmador» por Eupolis, cuando éste t ra ta de ponderar cómicamente la gran capacidad del estadista ateniense para la seducción verbal (Dem., frg. 98 EDM). La misma metáfora aparece, ya a fines del siglo v, en boca de la noble hija de Edi-p o : «Otros también tienen hijos culpables y áni­mo arrebatado ; pero aconsejados por los ensalmos (epódais) de los amigos, encantan (apaciguan: expádontai) su naturaleza» (Sófocles, Ed. Col., 1.192-1.194). Teseo, en fin, llama a Hipólito en­salmador (epodos) y hechicerofgóés,), cuando cree que éste t ra ta de engañarle con sus palabras (Hi-pol., 1.038).

El empleo metafórico de los términos epódé y thelktérion, con el propósito de subrayar vigoro­samente la capacidad sugestiva de la palabra hu­mana, es, pues, un suceso bastante general en la literatura griega del siglo v ; suceso que todavía hemos de ver confirmado en el apartado próximo, Cuando examinemos el flanco psicoterapéutico de la obra del sofista Gorgias. Una pregunta surge con presteza en el ánimo del historiador: esa trans­posición metafórica, ¿tiene sentido profundo, o es nc más que una afortunada ocurrencia estilísti-

De Homero a Platón 95

ca ? Basta un mediocre conocimiento de lo que des­de Homero fué la cultura griega para obtener opor­tuna respuesta: la ocurrencia y la decisión de lla­mar osada e hiperbólicamente «epodéy> a la pala­bra sugestiva, a toda expresión verbal capaz de seducir por lo que ella es en sí misma, tuvieron por causa la altísima estima que entre los griegos go­zó siempre la eficacia social del habla y la crecien­te importancia que el bien hablar fué logrando en las «.póleis» democráticas de los siglos VI y V. Píndaro, Esquilo, Sófocles, Eupolis, Gorgias y Eu­rípides sienten en sus almas y advierten en torno a sí que «hablar» —hablar bien— es a la vez sa­ber y poder, hasta tal punto que el bien hablante es equiparable a los hombres dotados de poderes mágicos, los epódoí o ensalmadores. La excelen­cia mítica de la educación de Aquiles (II., IX, 443) y el prestigio legendario del aedo (Od., VIII, 479-480) pasan lúcidamente a la conciencia histórica y social de los griegos del siglo v. Y por tanto —esto fué la sofística— a la reflexión intelectual y a la técnica de la enseñanza.

El fundamento psicológico de esa eficacia de la palabra recibe el nombre de «persuasión» (peithó). No es un azar que Peithó, la Persuasión, llegase a alcanzar entre los griegos condición divina. Ho­mero no la nombra, pese a la importancia que la expresión literaria del epos otorga al verbo pei-thein, «persuadir». Peitó, la «augusta Persuasión», aparece como diosa en la obra de Hesiodo: es una de las hijas de Océano y Tetis (Teog., 349) y está entre las deidades que adornan y hacen seductora la figura recién formada de Pandora (Trab., 73). Los testimonios ulteriores (Ibico, Safo, Anacreon-

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te) nos la presentan como acompañante y colabo­radora de Afrodita, y hasta llegan a declararla hija suya (Esquilo, Supl., 1.041). Peitó, según es­to , comienza siendo la diosa de la seducción eró­tica. Ella es la que con su dulce aguijón incita el amor de Medea (Píndaro, Pit., IV, 219) y la que posee las secretas llaves del amor divino (Pit., I X , 39). Nada puede resistir al encanto de la divina Persuasión.

Pronto, sin embargo, y sin perder su olímpico patronazgo de la seducción amorosa, Peitó va a mostrársenos como diosa de la eficacia persuasiva de la palabra. Aloman (frg. 44 Diehl) la declara hija de Prometea, hermana de Tyche y Eunomía y diosa de la persuasión política. Su figura queda ahora bien definida por la oposición entre ella, Peitó, y Bía (la fuerza) o Ananke (la necesidad). Recogiendo esa antigua tradición, también Heró-doto contrapone a Peitó y Anankaie (VIII , 111); y un escolio al Orestes de Eurípides (1239) convier­te .muy significativamente a la Oceánida en espo­sa de Foroneo, fundador del orden político y ci­vil. Durante el siglo v se ha ido acusando sin tre­gua esta amplísima función persuasiva de Peitó. En Jas Suplicantes, Esquilo nos presenta al rey de Argos encomendándose a la Persuasión y a la For­tuna (hermanas entre sí, según Alemán), para con­vencer con sus palabras a la asamblea de su pue­blo (Supl., 523); en las Euménides, la «venerable Peitó» presta dulcedumbre y hechizo al discurso suasorio de Atena (885), y bajo su mirada encan­tadora (Ibico, frg. 8 : Peitó es aganoblépharos, «de dulce mirada») triunfan la lengua y la boca de la divina abogada de Orestes. «Ha vencido Zeus

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Agoraios», proclama Atena al final de su hábil ale­gato (970-973). «Zeus Agoraios» : el Zeus de las asambleas públicas, el supremo dios de la palabra eficaz. Ya bajo la influencia de la sofística, dirá la Hécuba de Eurípides : «¿ Para qué, mortales, es­forzarse por los saberes y su investigación ? Sólo la Persuasión (Peitó) es la soberana de los hom­bres. ¿ Por qué no trabajamos más bien por adqui­rir, mediante salario, la ciencia perfecta ?» (Hec, 816). Más aún que las casas de mármol en que se venera a los dioses, la palabra es el verdadero templo de Peitó, sentencia Eurípides (Antígona, frg. 170 N.) . Para un griego, nada podía expresar con más fuerza y eficacia la conexión entre la per­suasión y la palabra.

Mas no siempre es benéfica la influencia de la diosa, porque la seducción de la palabra humana también puede ser corruptora. Deshaciendo la vie­ja antítesis entre Bía y Peitó, Esquilo dirá que a veces la «funesta persuasión» íuerza(biatai) al hombre (Agam., 385), y llamará «engañosa» a la divina Oceánida (Coef., 726). El mismo sentido peyorativo tiene en Sófocles la obra de Peitó (EL, 562; Traq., 661, frg. 781-786). Es posible que, como apunta Peek 42 , esta estimación negativa de la persuasión verbal no sea ajena al destino polí­tico de Atenas, tantas veces descarriada por la ora­toria durante el siglo v. Lo cierto es que a la decli­nación de este siglo pertenece la cómica visión aris-tofanesca de la diosa de la persuasión. La persua-

12 W. Peek, art. «Peitho», R. E., XIX/1 , col. 204. A este excelente artículo remito, para lo que atañe a la bibliografía y a las fuentes epigráficas y arqueológicas acerca de la dio­sa Peitó.

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98 La curación por ía palabra

sión sirve para dar apariencia de justicia a lo que se dice, enseña ladinamente el Corifeo de Las nu­bes (1938). Nada, sin embargo, tan revelador del nuevo sentir popular como un torneo poético de Las ranas entre Eurípides y Esquilo, en presencia de Dioniso. «La persuasión no tiene otro templo que la Palabra», dice Eurípides, citando el famo­so verso de su Antígona. Replica Esquilo con otro verso de su Niobe:' «De los dioses, sólo Thanatos no ama a los presentes» (frg. 156). ¿Cuál de esos dos versos será el más grave ? Dioniso resuelve la cuestión hablando as í : «La Persuasión es cosa li­gera y no tiene seso (noun ouk ékhon)» (Ranas, 1.391-1.396). Bien se advierte que la sofística y Sócrates —Las ranas fueron representadas el año 405— han pasado por Atenas : el arte de conven­cer con la palabra no ha dado a los atenienses todo lo que de él esperaban.

Peitó, diosa de la seducción amorosa y del de­cir persuasivo, la Peitó «augusta» (Hesiodo), «oji-dulce» (Ibico), «sabia» (Píndaro), «encantadora», «venerable» (Esquilo) y «soberana» (Eurípides), no fué otra cosa que una personificación de la efi­cacia psicológica y social de la palabra. «El po­der de la argumentación», Aie Macht der Gründe, llama Wilamowitz a Peitó, olvidando acaso que la fuerza del decir humano no es sólo lógica y ar-gumental 43. La gran importancia que el bien ha­blar tuvo para el pueblo griego, desde que se le ve comparecer en la historia, es sacralizada y di­vinizada en la figura de esta diosa Persuasión 44.

4 3 Der Glaube der Hellenen, I, pág. 32. 14 Esa personificación debió de acaecer en la Grecia post-

De Homero a Platón 99

Algo divino hubo para el hombre de Grecia en la hazaña de convencer y brillar socialmente median­te la palabra ; y cuando el espíritu racionalizador y secularizador del siglo v reduzca a ser sólo «im­portante» lo que antes había sido «divino» —todo lo que para los hombres es «importante» comen­zó siendo «divino» en una etapa anterior de la historia—, la gran frecuencia de los términos pei-thó, «persuasión», y peithein, «persuadir», en los textos literarios, delatará inequívocamente la an­tigua estimación sacral —y en cierto modo eró­tica— de la fuerza de la palabra 4S. La compla­cencia de persuadir hablando debió de ser en el alma de los viejos helenos un sentimiento religio­sa y psicológicamente conexo con el placer se­xual. Eros y lagos cobraron significativa unidad en la figura de la diosa Peitó 1C. Mas pronto lo di­vino se humaniza : la idea de la retórica que Có-rax y Gorgias van a proponer a los griegos —la retórica como «demiurgo de la persuasión»— no será sino el resultado a que necesariamente había de conducir la secularización de aquella arcaica divinidad oceánida.

La palabra del hombre es divina y gustosa por­que expresa y comunica, más también porque per­suade La palabra persuasiva es apaciguadora (Es-homérica. Recuérdese lo dicho sobre el silencio del epos acer­

ca de Peitó. 16 La obra de Eurípides —en la cual esos vocablos figuran

no menos de ciento setenta y dos veces (me atengo para este dato a la cuidadosa recopilación de J. T. Alien y G. Italie en A Concordante to Eurípides, Berkeley and Los Angeles, 1!).5'1)— lo demuestra de modo bien patente. Baste este ejemplo.

•"• Tosca y unilateralmente libidinizada, la misma intuición late en la reducción psicoanalítica del placer de hablar —y hasta de la función de hablar— a una suerte de erótica oral.

too La curación por la palabra

quilo, Persas, 837), suave (Sófocles, Filoct., 629), bella (Filoct., 1.268), encantadora (Eurípides, Andr., 290); sólo las mentes muy firmes y afila­das pueden resistir la fuerza de su encanto (Es­quilo, Siete, 715). ¿ Qué es, entonces, la palabra humana ? ¿ Qué significa la palabra en la vida del hombre? ¿Cómo actúa en quien la pronuncia y en quien la escucha ? ¿ Cuáles son los límites de esa operación suya ? Los sofistas —y luego Sócra­tes, Platón y Aristóteles— meditarán tenaz y pro­fundamente sobre estos temas. Pero el pensamien^ to de los sofistas y los filósofos tuvo como incita­ción y como supuesto aquella altísima estimación griega del decir, de que los poetas líricos y trági­cos ofrecen tan claro testimonio. Sería necio espe­rar de esos poetas una doctrina sistemática acerca de la operación psicológica y social de la palabra, pero no resulta imposible ni parece inoportuno re­coger ordenadamente algunas de las ideas que en torno a esa operación ellos describieron; las ideas que sin duda circulaban por las cabezas de Atenas durante los decenios centrales del siglo v.

Me limitaré a los autores trágicos. La palabra expresa el ser y la intimidad del hombre (Sófo­cles, Ed. Col., 1.188) y hace «vidente» a quien rec­tamente la emplea (Ed. Col., 74). Mas cuando sir­ve de medio de comunicación entre los hombres, ¿qué función cumple? Dos recursos principales y contrapuestos darían realidad y orden concretos a la convivencia humana : la fuerza y la palabra. El grave y permanente problema social de la oposición —o de la complementariedad— entre la palabra y la fuerza preocupa vivamente a Sófocles. «¿Quién manda aquí por la palabra y por la fuerza ?», pre-

De Homero a Platón 101

gunta Edipo al llegar a Colono (Ed. Col., 68). «Fuerza» —en el sentido de «coacción»— y «pa­labra» o «persuasión» son un constante doblete conceptual en la t rama del Filoctetes (563, 593-594, 612); y cuando Polinice, en Edipo en Colono, relata su desplazamiento por Eteocles, a esos dos términos recurrirá para demostrar la sinrazón de su hermano : «Eteocles rae ha expulsado del país sin haberme vencido con la palabra (quiere decir: por su elocuencia) y sin haber competido conmigo con sus manos y con sus obras» (1295-1298). La fuerza y el decir se oponen y se complementan en­tre sí. Pero i es alguno de los dos términos supe­rior al otro ? Un parlamento de Ulises en Filocte­tes da la respuesta de Sófocles, y acaso de todo el pueblo griego : «En la vida de los hombres es la lengua —esto es : la palabra—, y no la acción, la que conduce todo» (98-99). Peitó debe prevalecer sobre Bía 4 r .

Palabras, palabras vigorosas y persuasivas : ellas son la clave de la relación interhumana y del buen éxito en la ciudad. Una palabra puede tener la fuerza de' una flecha (Esquilo, Coef., 380-381) y penetrar hasta lo más profundo del alma de quien la oye (Coef., 451-458). Por la palabra debe el hom­bre discreto buscar su buen renombre, sin olvidar que los discursos demasiado bellos —más atenidos, por tanto, al primor de su forma que a la eficacia de su persuasión— pierden a veces a las ciudades

17 Más tarde, y por obra de la filosofía, Peitó llegará hasta asumir el papel de Bía y de Ananke, porque la verdad nos fuerza necesariamente a aceptarla, cuando el lógos, la palabra, nos la hace conocer. Por eso Platón podrá hablar de una «per­suasión necesaria» o «irresistible», peithi ananlcaia (Sof., 265d).

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(Eurípides, Hipol., 486-489), y que la buena con­ducta es el recurso óptimo para bien hablar (Hec, 1.238-1.239). Un discurso artificioso es la peor de las enfermedades (Esquilo, Prom., 685-686); los discursos bien compuestos, en cambio, ya encan­ten, ya irriten, ya enternezcan, otorgan prestada voz al silencioso (Sófocles, Ed. Col, 1.281-1.283), sobre todo si quien los pronuncia es hombre de prestigio : «El habla —enseñará Eurípides— no tiene la misma fuerza en la boca de hambres os­curos que en la de los hombres prestigiosos» (Hec, 293-295). La palabra del amigo calienta el corazón (Med., 143). El doliente, en fin, logra algún con­suelo expresando ante otro su dolor (Filoct., 692-694).

¿Puede entonces extrañar que la palabra, ins­trumento tan poderoso para modificar y gobernar la realidad del hambre, tenga por sí misma, sin el añadido de una virtud mágica, el poder de conse­guir la curación de la enfermedad humana, o por lo menos de ayudar a ella ? Tenuemente apunta­ba en el «decir placentero» de las curas de Néstor y Patroclo, la curación por la palabra —curación ya no mágica, sino natural— sigue siendo nom­brada en la literatura del siglo v. Dice Océano a Prometeo, en la tragedia de Esquilo: «¿No sa­bes, Prometeo, que hay discursos que curan la en­fermedad de la cólera (iatrol lógoi) ?» A lo cual contesta el Encadenado : «Sí, si se sabe apaciguar oportunamente el corazón, en lugar de empeñarse en secar por la fuerza (bía) un ánimo repleto de humor colérico» (Prom., 377-380). Desde nuestro punto de vista, ese texto —a cuya dialéctica in­terna pertenece la ya conocida oposición entre la

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palabra y la fuerza— es de valor inestimable: un desorden de las pasiones especialmente violento re­cibe ahora el nombre de «enfermedad», y es con­cebido como afección a la vez psíquica y somáti­ca de la realidad humana, de acuerdo con el sen­tido del término thymós en la antropología de la Grecia arcaica 4 S ; y comparando acaso la acción de la palabra a la de un masaje suavizador y ate­nuante, se afirma sin ambages su virtud terapéu­tica sobre la morbosa «hinchazón» del ánimo de­terminada por el humor colérico, sphrigonta ihy-món. La palabra oportuna del médico —y, en ge­neral, del amigo— puede ser iatrós lógos; y no sólo porque a veces cura o alivia, mas también por­que enseña y consuela. «Es dulce para los enfer­mos saber claramente lo que todavía han de su­frir», dice Esquilo (Prom., 698-699) con profunda agudeza. Desde un punto de vista estrictamente médico, este pensamiento de Esquilo completa su famoso páthei máthos, la máxima según la cual sólo a través del dolor se aprende. Ahora se nos dice que el dolor del enfermo puede ser «dulce» —dentro, claro está, de la dulzura que el dolor per­mite—, si llega a ser «sabido», si el doliente logra «situarlo» en su propia vida mediante las pala­bras de quien entiende su dolor y su enfermedad mejor que él.

También Eurípides sabe que la palabra puede curar. Víctima de su pasión morbosa, Fedra ex­clama : «¡ Oh funesto y miserable destino de las mujeres ! ¿ Qué artes, qué palabras poseemos para

1S Además de los libros de Snell y Onians ya citados, véa­se Le vocabulaire medical d'Eschyle et les écrits hippoeratiques de J . Dumortier (París, 1935).

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deshacer el abrazo de la desgracia que nos ha de­rribado?» (Hipol., 668-671). Pero esta inferioridad social de la ¡mujer en lo concerniente a las «artes» y las «palabras» que ayudan a capear las desgra­cias quedaría psicológicamente compensada por la mayor plasticidad de la naturaleza femenina a la acción sanadora —«encantadora»— de la palabra oportuna. En la tragedia de su nombre, Andró-maca da su réplica a la Fedra del Hipólito: «Está en la naturaleza de las mujeres encantar (térpsis) los males presentes teniéndolos siempre en la len­gua y en los labios» (Andr., 93-95). La esposa de Héctor se refiere, como en el contexto es obvio, a la operación psicológica de la queja verbal; pero es evidente que su pensamiento tiene como rever­so la acción curativa o consoladora de la palabra oída. La palabra capaz de ayudar eco ore, en cuan­to proferida, ayuda también ex auditu, en cuanto meramente escuchada.

Pero los poetas trágicos no desconocen la rela­tiva estrechez del límite que la naturaleza ha pues­to a la eficacia psicológica y curativa de la pala­bra. Cuando el miedo es excesivo, no hay palabras que puedan dominarlo, afirma Esquilo, por boca del Rey de Argos (SupL, 514) ; y la Electra de Sófocles sabe, a su vez, que para ella no puede ha­ber palabra útil (El., 225-228). La realidad del hombre es con frecuencia más poderosa que la pa­labra humana, aunque tan grande sea en ocasio­nes la fuerza de ésta. Peitó, la persuasión, queda muchas veces vencida por Bía, la violencia, o por Ananke, la necesidad. Ya el avisado Teognis lo había dicho, allá en los años tan agitados y con­fusos del siglo vi : «Si los hijos de Asclepio hubie-

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sen recibido de los dioses el poder de curar la mal­dad y la perversión de los hombres, ¡ qué pingües beneficios obtendrían! Si el buen sentido fuese cosa que se pudiese producir e infundir en el hombre, nunca el hijo de un padre honrado y al que hubie­sen persuadido sabios discursos habría llegado a ser un malvado» (I , 430-436).

En relación con nuestro problema —la posible eficacia psicológica y curativa de la palabra hu­mana—, un enjambre de graves cuestiones asedia Jas mentes de Atenas en la segunda mitad del si­glo v. La perversidad y el desorden de las pasio­nes, ¿son, en sentido estricto, «enfermedades» del hombre ? Y si lo son ¿ hasta qué punto pertenecen a su naturaleza, a su physis? Frente a la physis en general y frente a la physis del hombre en par­ticular, ¿qué puede hacer el lógos, en su doble di­mensión de «razón» y «palabra» ? ¿ Y cómo esa acción del lógos puede convertirse en tékhne, en «arte» o «técnica» ? En la vida del hombre, ¿ dón­de acaba lo que es «naturaleza», phy'sis, y dónde empieza lo que es «convención» o «estatuto», no­mos? Filósofos, sofistas y médicos van a esforzar­se por dar respuesta satisfactoria a esta ardua se­rie de interrogaciones.

I I I .—La Sabiduría o Sofía, ha escrito Xavier Zubiri, adoptó en la Grecia del siglo v dos formas: una forma patética, la tragedia ; otra noética, la filosofía 49. Arraigadas ambas en un mismo sue­lo histórico —la mentalidad griega arcaica—, aquélla fué obra de los griegos continentales, y esta otra, creación de los griegos coloniales. Ática y Jonia, cada una a su modo, fueron la cuna del

*9 Naturaleza, Historia, Dios (Madrid, 1944), pág. 226.

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clasicismo helénico ; quiero decir, de lo que para nosotros es «clásico» en la Grecia antigua.

Howald 50 ha contrapuesto la profunda religio­sidad de los griegos continentales y la escasa reli­giosidad de los griegos coloniales. Los movimien­tos religiosos de los siglos vni y vn, que tan hon­damente conmueven el mundo helénico —Dioniso, el orfismo, los misterios—, apenas llegan a Jonia, o llegan muy atenuados. Arquíloco, el poeta de Paros, quiere cantar un ditirambo estando beodo, lo cual es blasfemia, porque el ditirambo debía ser cantado por un coro. Pitágoras funda su secta or­nea en la Magna Grecia ; en Sarrios, su patria, no hubiese hallado suelo favorable. Jenófanes, en cam­bio, supo expresar bien la actitud «racional» de su mundo jónico frente a la religión tradicional. Así, la inseguridad íntima y el hondo sentimiento de culpabilidad del griego arcaico no se expresan en­t re los jonios religiosamente, como en la Grecia peninsular, sino en el ansia de saberse inscrito en una armonía cósmica humanamente cognoscible y conocida. «La idea y el deseo de encontrar en el cosmos la armonía que le faltaba en su mundo in­terior —concluye Howald— condujo a Tales de Mileto y a sus sucesores, los llamados filósofos pre-socráticos, a ocuparse de la naturaleza allende las necesidades prácticas. Tal fué la forma jónica de la vivencia religiosa... Pero la armonía así postu­lada no debía descansar sobre una creencia, sino que había de ser comprobada por el experimento y la conclusión lógica ; debía ser accesible a la ra­zón, debía ser verdadera. De este modo vino al

5 0 «Kultur der Antike», en el Handbuch dar Kultnrge-schichte herausg. von Kindermann (Potsdam, 1936).

De Homero a Platón 107

mundo —con el símbolo cósmico, que duró poco tiempo— el concepto de la verdad».

Certera en su conjunto, la descripción de Ho-wald debe ser matizada. La filosofía no fué expre­sión de irreligiosidad o rostro intelectual de una asébeia colectiva ; respecto de la Grecia peninsu­lar, el pensamiento de los jonios fué más bien un resultado de otra religiosidad. También Teognis, un noble de Megara, sabe enfrentarse desenfada­damente con Zeus y dudar de su justicia, en ple­no siglo vi. El emigrante griego llevó consigo sus antiguos dioses y su culto tradicional a la costa del Asia Menor, y hay más de un motivo para suponer que Apolo en Mileto, Artemis en Efeso y Hera en Samos fueron tan venerados como en sus templos de Ática, Beocia y Tesalia. Pero es lo cierto que las condiciones psicológicas y sociales de la vida colonial —una «colonia» es, ante todo, un conjunto de hombres tan obligados como decididos a vivir por sí solos— llegaron a crear en la mente griega un tipo de religiosidad y una osadía intelectual que, siendo por una parte tradicionales, implicaban por otra una considerable novedad, y condujeron a la postre a la idea de la divinidad imperante entre los physiologoi presocráticos. No en vano pudo de­cir Tales de Mileto, según Aristóteles (de anima, 411 a 7), que «todo está lleno de dioses», y no por azar ha podido escribir Werner Jaeger un libro cer­teramente titulado La teología de los primeros fi­lósofos griegos. Más que rostro intelectual de una asébeia habitual y colectiva, la filosofía jónica fué la forma teorética de un nuevo modo de ensébela, ese en cuya virtud Hipócrates podía considerarse más «piadoso» que los curanderos supersticiosa-

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mente dados a la práctica de ensalmos y purifica­ciones 51.

Algo semejante debe decirse de la concepción de la historia griega subyacente a una expresión que W. Nestle ha hecho célebre: Vom Mythos zum Logos 52. E l clasicismo griego sería la obra de un tránsito de lo «mítico» a lo «lógico», de un modo de vivir en el cual la palabra del hombre nombra imágenes, a otro en el cual expresa conceptos. En términos generales, esto es ve rdad ; mas también lo es —y el propio Nestle gustosamente lo recono­ce— que nunca el pensamiento griego pudo ni qui­so prescindir del mito. Ni siquiera es preciso re­currir al ejemplo de Platón, el gran mitopoeta. El mismo Aristóteles, tan ascéticamente concep­tual en su filosofía, ; n o confesó una vez que la soledad y el aislamiento iban haciéndole cada vez más amigo de los mitos ? (frg. 668 Rose). Más exac­to fuera decir que el pensamiento jónico fué el tránsito de un cclógos preponderantemente mítico» a un ulógos preponderantemente noético» ; tránsi­to en el cual los griegos llegaron a descubrir que, si el conocimiento humano empieza con el mito, en él se ve obligado a terminar, si quiere ser ínte­gramente fiel al impulso que desde dentro le anima.

No debo exponer aquí la génesis de la filosofía jónica : ese mal conocido proceso por cuya virtud

5 1 Contrapone Howald, por ejemplo, la «creencia» de los griegos peninsulares y la «actitud experimental y razonadora» de los griegos coloniales. Pero ¿acaso en éstos no había una nueva forma del modo griego de creer? ¿Acaso Parménides, valga su ejemplo, no habló de una pistis alethés («creencia verdadera») y de pístios iskhys, la «fuerza de la creencia» (Diels, B 1, 30 y B 8, 12)?

5 2 Aludo al excelente libro de ese autor y este título (Stutt-gart, 1940).

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algunos hombres de Mileto pasaron de la mytho-logía a la physiología en los decenios centrales del siglo vi 53. Fiel a la breve área de mi tema, he de limitarme a mostrar cómo los filósofos presocráti-cos, y luego los sofistas, estimaron y entendieron la operación psicológica y curativa de la palabra humana. Para ello, y como en el apartado ante­rior, estudiaré sucesivamente la utilización mági­ca y la utilización natural de la palabra, el ensal­mo y el decir sugestivo.

La indagación tiene que comenzar con Pitágo-ras y su escuela. ¿ Quién fué, qué fué Pitágoras ? Buceando osadamente en el trasfondo etnológico e histérico-religioso de la vita pythagoríca, no son hoy pocos los que responden a esa pregunta di­ciendo : Pitágoras fué, ante todo, un chamán grie­go. El contacto del mundo helénico con Tracia y su abertura colonial hacia el Mar Negro habrían llevado el chamanismo —o, al menos, una gotas de chamanismo— al cuerpo de la naciente cultura griega. La famosa expresión de Rohde acerca del orfismo y del culto a Dioniso —«una gota de san­gre ajena en las venas de los griegos»— debe ex­tenderse a otras formas de la religiosidad y no li­mitarse, geográficamente, a la tópica idea de atri­buir siempre al Oriente y al Sur la procedencia de lo que en la cultura helénica no parece ser del todo griego 54. Toda una serie de figuras de la Grecia

5 3 Remito a las exposiciones de Burnet, Cornford, Zubiri, Jaeger, Gigon, Nestle, etc., y, naturalmente, a los textos de los propios pensadores presocráticos. Yo los citaré siempre por la 5.a ed. —preparada por W. Kranz—• de los Fragmente der Vorsokratiker, de H . Diels (Berlín, 1934).

5 4 Véanse los ya mencionados trabajos de Meuli, Dodds, Boyancé, Nilsson y Eliadp

ÜO La curación por la palabra

arcaica, más legendarias unas, más históricas otras —Abaris de Hiperbóreo, Aristeas de Proconeso, Henmótimo de Clazómene, Epiménides, Zamolxis, quién sabe si el mismo Orfeo—, serían la conse­cuencia de aquella temprana «vacunación» chama-nística de los viejos helenos. Recuérdese lo dicho en páginas anteriores a propósito de los «iatro-mantes».

i Qué es un chamán ? Dentro de una morfología histórico-religiosa construida con precisión y rigor, un chaimán es un hombre que después de haber sentido dentro de sí una llamada religiosa y de haber cumplido un período de aprendizaje «pro­fesional» llega a adquirir capacidad técnica para una serie de actividades : caída en el trance extá­tico, vuelo mágico (ascensiones, descensos y via­jes del alma durante ese trance), dominio de los espíritus y dominio del fuego (M. Eliade). El cha­mán, por tan to , es a la vez vidente, ensalmador, curandero y maestro de vida. Su función en las so­ciedades primitivas permitiría llamarle sin false­dad «técnico en el remedio de la precariedad y la impureza de la existencia humana».

Sería inútil buscar en la Grecia antigua chama­nes «morfológicamente puros», como los que toda­vía hace pocos años operaban entre los tonguses, yakutos, buriatos y samoyedos de Siberia. Mas no resulta difícil encontrar «rasgos chamanísticos», mezclados a veces con elementos «orientales», en buen número de figuras, instituciones y leyendas griegas, comenzando por las que ya han sido nom­bradas y siguiendo por otras, como la relativa a los Centauros 55. Tal es el caso de la figura de Pi-

5 5 En el excelente libro Le problema des Centaures, de G.

De Homero a Platón Í U

tágoras. Muy poco sabemos con certidumbre acer­ca de la vida y la doctrina de este hambre. Pero un examen reflexivo de la frondosa «leyenda pi­tagórica» ha permitido descubrir, o al menos con­jeturar muy fundadamente, la pertenencia del sa­bio de Samos al área del chamanismo. Varios mo­tivos de esta leyenda —encarnaciones previas del alma de Pitágoras (Heráclides Póntico apud Dió-genes Laercio), descenso a los Infiernos, ascensión a una nube (Ovidio), relaciones con Zamolxis 56

(Heródoto), dominio sobre dalmones (Jámblico)— dan considerable verosimilitud a la tesis de una iniciación ehamanística del «filósofo» de Samos. En ella tendría una de sus principales raíces la medicina pitagórica 57.

Cualquiera que fuese la relación del pitagoreís-mo con el movimiento órfíco , s , es indudable la

Dumézil (París, 1929), son descritas iniciaciones de carácter chamánico. El recuerdo de la sabiduría médica del Centauro Quirón viene con presteza a las mientes.

3 6 M. Eliade no acepta la condición chamánica de Zamol­xis, aunque sí la de Pitágoras (op. cit., págs. 351-3.Í3).

5T Acerca del «problema de Pitágoras» deben ser leídas, ante todo, las publicaciones de A. Delatte, Eludes sur la lit-térature pythagoricienne (París, 191a), Essai sur la politique py-thagoricienne (Liége, 1922) y La Légende de Pythagore de Diogene Laerce (Bruxelles, 1922)., Y también La Légende de Pythagore: de Oréce en Palestine (París, 192T), de I. Lévy, y Quaestiones Pythagoreae, Orphicae, Empedocleae, de Gu. Rathmann (Halle, 1938), y Pythagoras und Orpheus, de K. Kc-rény (Berlín, 1938). La bibliografía tocante a la «filosofía» pi­tagórica viene ampliamente reseñada en la Oeschichte der Phi-losophie, de Ueberweg, en el Diccionario de Filosofía, de Fe-rrater Mora, y en otras publicaciones semejantes.

5 8 Comúnmente es aceptada esa relación entre el pitago-reísmo y el orfismo. La afirman sin reservas liohde, Cornford, Nilsson y Kerény, y de modo más circunspecto, Guthrie. Me­nos explícitos son Delatte y Boyancé. Sin negar valor a las cautelas que imponga un examen minucioso de las fuentes, al

112 La curación por la palabra

semejanza entre la medicina mágica de los pitagó­ricos y las «curaciones» realizadas por los seguido­res de Orfeo. Tres notas, en efecto, parecen carac­terizar el proceder terapéutico de Pitágoras y sus discípulos: el propósito de expulsar daímones del cuerpo y el alma del enfermo, el empleo de la mú­sica y la concepción catártica de la dieta. Ponga­mos ahora nuestra atención en las dos primeras.

Las más antiguas concepciones pitagóricas acer­ca de la enfermedad fueron crasamente «primiti­vas» : dentro de ellas, un enfermo sería un hom­bre poseído e impurificado por algún daimdn ma­ligno (Diog. Laer., VIII, 32) 59. En consecuencia, la intención del tratamiento médico había de ser ante todo apotropaica (expulsión del daimdn per­turbador) y catártica (restitución de la naturale­za del enfermo a su «pureza» inicial). A. Delatte ha puesto en evidencia el gran parecido entre la terapéutica supersticiosa de los charlatanes y cu­randeros combatidos en el escrito de morbo sacro y las prácticas medicinales y rituales de los pita­góricos. «Los remedios de esos charlatanes —co­menta Boyancé— van dirigidos contra un mal de­terminado, pero en sí mismos son prácticas de al­cance muy general; todo pasa casi como si la vida pitagórica fuese presentada por aquéllos como ne-

lector profano le parece más que probable la existencia de un parentesco histórico entre Pitágoras y Orfeo. Las consideracio­nes sociológicas de Kerény acerca de tal parentesco son muy sugestivas.

5 9 Sobre la interpretación «demónica» de la enfermedad en la antigua Grecia, véase J. Tamborino, De antiquorum daemo-íásmo, en RGVV, VI I , 8 (Giessen, 1909), y Ch. Michel «Les bons et les máuvais esprits dans les croyances populaires de la Gréce ancienne», en Rev. d'hist. et litt. religieuses, N. S. I , pág. 291.

De Homero a Platón 113

cesaría para evitar la epilepsia.» Una doble conje­tura surge, bajo forma de dilema, en el ánimo del historiador: o bien los catarías mencionados en el escrito hipocrático son indignos herederos de Pi-tágoras, o bien los pitagóricos habrían acogido en su regla de vida las creencias y los ritos que men­ciona Hipócrates. El saber actual no nos permite optar con seguridad entre una y otra conjetura eo.

En cualquier caso, no sólo la epilepsia y la lo­cura fueron enfermedades atribuidas a la irrupción de un daímon innominado o dotado de nombre en el cuerpo del enfermo; también lo fueron otras muchas afecciones morbosas, especialmente las sú­bitas y febriles 61, e incluso afecciones psíquicas de condición no (morbosa, como los sueños y las pasiones. Para la mente primitiva, todo lo que «sobreviene» en la vida del hombre de un modo inopinado e incomprensible tiene como causa ocul­ta la penetración de un daímon perturbador e in­visible en la realidad de aquél. Arístides Quinti-liano dirá que ciertos «varones sabios» —es más que probable la alusión a los pitagóricos— llaman a las pasiones cqjequeñas epilepsias» 6 2 ; expresión que (manifiesta muy claramente la interpretación de los estados afectivos intensos como «pequeñas posesiones» 63 y la transición continua que para el

6 0 Boyancé, op. cit., págs. 106-107. 6 1 Véase a este respecto —además de las monografías de

Tamborino y Michel antes mencionadas— el trabajo de A. Hofler en Zentralblatt für Anthropologie, I (1900), pág. 1.

6 2 De música, I I I , XXV, pág. 93. Jahn. 6 3 Como el estornudo, eliminación súbita de «hálito vital»,

es para el pueblo andaluz una «muerte chiquita». Lo mismo debía de pensar Ulises (Od., V, 468). En otro sentido, De-mócrito llama «pequeña apoplejía» (Diels, apud Estobeo) o «pequeña epilepsia» (Delatte) al acto sexual (frg. 32 Diels).

114 ha curación por la palabra

griego hubo siempre entre el páthos como «pasión» y el páthos como «enfermedad». No será inopor­tuno anotar que esa transición poseía a la vez ca­rácter cuantitativo, porque una pasión muy inten­sa es ya afección morbosa, y carácter genético, porque las enfermedades stricto sensu producen pa­siones, y las pasiones pueden producir enfermeda­des o expresarse con los ¡mismos signos que ellas.

Así concebidas la enfermedad y las pasiones, ¿ cuál podía ser su tratamiento ? Los primitivos pi­tagóricos, como tantos otros «primitivos», apela­ron a la presunta eficacia mágica del ensalmo y la música; más precisamente, al ensalmo cantado. Decía Aristoxeno de Tarento que los pitagóricos purificaban el cuerpo con la medicina y el alma con la imúsica (Anecd. París., Cramer, I, 172). Pero es seguro que esta precisa dicotomía catártica y te­rapéutica procede de la ordenadora mentalidad de Aristoxeno, porque tanto Jámblico (Vita Pythag., 164) como Porfirio (Vita Pythag., 33 y 64) nos di­cen muy claramente que también las enfermeda­des del cuerpo fueron tratadas por los pitagóricos mediante la música. La música de la lira —Pitá-goras, como luego Platón, repudiaba la flauta: el soplo de ésta «impurificaría» el oído de quienes la escuchan— fué el principal recurso de la medicina mágica de Pitágoras y sus secuaces. Había en el círculo pitagórico hasta una suerte de farmacopea musical, un arte de mezclar sonidos, enteramente equiparable al de mezclar medicamentos simples y enderezado, como éste, al logro de acciones te­rapéuticas especiales. Es notable la analogía entre dicha práctica y la que Hofman ha podido obser­var entre los chamanes de los indios Ojibua: «En

De Homero a Platón 115

el curso de la instrucción preparatoria que consti­tuye el primer estadio de la iniciación, el maestro enseña al alumno cantos particularmente eficaces, pero éste aprende también a «preparar cantos» para las necesidades de la práctica, exactamente como un alumno de farmacia aprendería a com­poner medicamentos» 64.

i Quiere esto decir que la palabra humana no tuvo papel alguno en los encantamientos musica­les de los pitagóricos ? La verdad es que tales en­cantamientos, como los órficos, fueron casi siem­pre canciones, y que en ellas la letra no tuvo me­nor importancia que la música. Jámblico y Por­firio hablan textualmente de epódaí cuando expo­nen las actividades terapéuticas de Pitágoras. Acompañándose con la lira, el mago pitagórico in­tentaba la expulsión del daímon y la curación «pu­rificadera» del enfermo cantando péanes de Tha-letas y fragmentos de Homero y Hesiodo, más o menos próximos por su contenido a la naturaleza del caso t ra tado. Cuenta Jámblico, por ejemplo, que un joven ebrio y violentamente enamorado llegó hasta el paroxismo de su doble pasión por obra de un tañedor de flauta que hacía sonar su instrumento al modo frigio. Llamado Pitágoras en ayuda del mozo, le sanó sustituyendo el sonido de la flauta por el grave canto de un espondeo (Vita Pythag., 112). El carácter sacral y teológico que la poesía de Homero y Hesiodo tuvo para los hom­bres de Grecia —«la Biblia de los griegos», ha lla­mado Wilaimowitz a esa poesía—¡ explica bien la preferencia de los que buscaban en ella el texto de sus ensalmos. Siglos más tarde, Proclo heredará

6 4 Cit. por J. Combarieu, La muiique et la magie, pág. 78.

116 La curación por la palabra

esa vieja práctica pitagórica, y hasta la utilizará in propria persona. Un día en que le atormenta­ba un dolor violento se hizo cantar ciertos him­nos, y sus dolores se mitigaron S5. La misma in­tención antidemónica tenían, según todas las apa­riencias, las purificaciones matinales y vesperales de los pitagóricos. Por la mañana, esas purificacio­nes eliminaban del alma la confusión creada en ella por los daímones nocturnos y los malos en­sueños que éstos hubiesen podido causar; por la tarde preparaban la vía a los buenos daímones —es decir, a los buenos ensueños— y cerraban el paso a los malos G6.

Parece razonable, según esto, atribuir a Pitá-goras algunos rasgos chaananísticos. En cierta me­dida, el fundador del pitagoreísmo fué un hombre de Ja estirpe de Abaris, Aristeas y Hermótimo de Clazómene. Pero la figura de Pitágoras quedaría lamentablemente desconocida y degradada olvi­dando que si él fué de algún modo un chamán, lo fué, en definitiva, sin perder su condición de hom­bre griego. Utilizó mágicamente la música, pero lo hizo —a tanto no había llegado hombre alguno anterior a él— orientando su mente hacia lo que la música «es» ; y si concibió de manera primitiva y demónica las pasiones del alma y el hecho de la enfermedad, su inteligencia, genialmente atenta a una intelección rigurosa de lo que las cosas «son», llegó por primera vez a formular —o cuando me­nos a preparar— una doctrina verdaderamente

6 3 Marino, Vita Procli. 20, pág. 161, 21 Boissonade. 6G A la bibliografía antes consignada debe añadirse la di­

sertación de S. N. Newhall Quid de somniis censnerint quoque modo eis nsi sint quaeritur (Harvard, 1928).

De Homero a Platón 117

«científica» acerca de la enfermedad y las pasio­nes 6r. Sin haber dejado de ser «mago» y «hechi­cero», en el más amplio sentido de estas palabras, Pitágoras constituye un hito histórico decisivo en el proceso que conduce desde la medicina camá-gica» a la medicina «científica».

¿ Qué es la ¡música ? En su realidad propia, e in­dependientemente de los efectos que su audición produzca en nosotros, la música es a la vez sonido y númiero, porque la altura del sonido de una cuer­da se halla en estricta relación numérica con la lon­gitud de ésta. Hazaña genial de Pitágoras : con ese descubrimiento suyo, la acción mágica de la mú­sica queda en inmediata relación con la acción má­gica del número 6S. Pero hay más. La música es armoniosa cuando imita la armonía del movimien­to de los astros ; y puesto que los astros son lo más divino en la divina naturaleza, sigúese de ahí que el número ha de poseer una significación y un va­lor a la vez religiosos y cósmicos. Para los pita­góricos —dirá luego Aristóteles— «los números son la esencia de todas las cosas, y los cielos, armo­nía y número» (Met., A, 5, 985 b 23). El número sería el principio y el fundamento del cosmos.

Con ello, la buena salud del hombre, en su do­ble aspecto psíquico y somático, es pureza divina

6 7 La consideración de las cosas desde el punto de vista de su «ser» no comienza de un modo «explícito», como Zubiri ha hecho ver, hasta Parménides y Heráclito («Sócrates y la sabi­duría griega», en Naturaleza, Historia, Dios); pero «implíci­tamente» estaba ya en las especulaciones de los pensadores griegos anteriores a ellos.

6 8 Quede intacto el problema de las relaciones entre la «metafísica del número» de los pitagóricos y la sabiduría del Irán. Me conformo ahora remitiendo a los trabajos de Reitzen-. stein, Gotze y Kranz,

118 La curación por la palabra

y armonía. «Para que su ánimo se hallase siempre imbuido de divinidad, Pitágoras.. . acostumbraba a cantar con la cítara» (Censorino, de die natali, 3). Es ta sentencia de Censorino expresa bien el ver­dadero sentido de las canciones pitagóricas —si­multáneamente mágicas, morales, -metafísicas y re­ligiosas— y nos permite entender con suficiente hondura las ideas que acerca de las pasiones y la enfermedad germinaban en la Magna Grecia a fines del siglo v.

La enfermedad, los estados afectivos violentos y los sueños son «pasiones» (páthé) del hombre producidas por la interrupción de daímdnes en la individual realidad de quien las padece. Tal pare­ce ser la causa de dichas alteraciones. Pero, ¿ cuál será su real consistencia ? ¿ En qué consisten las alteraciones de la vida humana que llamamos «pa­sión» y «enfermedad» ? Es previsible la respuesta de los pitagóricos. Las pasiones violentas y las en­fermedades —nos dirán— son «faltas de armonía», desórdenes del número a que en último término pueden y deben ser reducidas la pureza divina del hombre, la concordancia de su vida con el orden universal de la naturaleza y la buena salud. La vita pythagorica —dieta alimenticia, canciones, ciencia del número, preceptos diversos— sería el método para conservar la divina armonía de la sa­lud o para conquistarla de nuevo si por azar un páthos violento nos la ha hecho perder. Siéntese ya la inminencia de la «patología fisiológica» de Alcmeón de Crotona, con su fecunda idea de la isonomía 69.

W Acerca de la medicina pitagórica véase, ante todo, el ca»

De Homero a Platón 119

Volvamos ahora al texto de Jámblico : «Los pi­tagóricos usaron más pomadas y cataplasmas que sus predecesores ; el tratamiento con fármacos no lo estimaban mucho ; usábanlo casi siempre sólo en las úlceras ; menos aún recurrían a las incisiones y al cauterio; en algunas enfermedades emplea­ban también canciones mágicas (ensalmos canta­dos, epódaí)» (Vita Pythag., 163-164). En esas canciones, ¿qué papel tenían, junto a la música, las palabras del cantor ? ¿ Cómo interpretó Pitá-goras la operación mágica de la palabra cantada ? ¿ Cómo lo que en la canción se dijera podía con­tribuir al restablecimiento de la armonía perdida ? La verdad es que la mente de Pitágoras, demasia­do arcaica todavía, ni pudo llegar a proponerse estas interrogaciones, ni era capaz de darles res­puesta adecuada. Para obtenerla será preciso es­perar hasta Platón.

Tan indudable como en los tratamientos médi­cos de Pitágoras fué el empleo de la palabra má­gica en las curaciones de Empédocles. Muy clara­mente nos lo dice él mismo en sus Katharmoí o «Doctrina de la purificación» : «Los hombres me siguen a millares para averiguar a dónde conduce el beneficio de la senda [el camino de salvación] ; unos, menesterosos de oráculos ; y otros, a causa de las más diversas enfermedades, quieren oír una palabra sanadora, ya largo tiempo atormentados por grandes dolores» (frg. 112 Diels). Pronuncia­da por Empédocles y recordada por él con jactan­ciosa alabanza en los Katharmoí, ¿ qué otra cosa sino ensalmo mágico podía ser esa «palabra sana-

pítulo correspondiente a Pitágoras en Antíke Medizin. de J . Schumacher (Berlín, 1940).

120 La curación por la palabra

dora» (euékés báxis) de que ahora se nos habla ? ¿No la proclama acaso un hombre que en aquel momento se siente muy próximo a ser «dios inco­rruptible» ? Cuenta Diógenes Laercio, apoyado en el testimonio de Sátiro, que Gorgias afirmaba ha­ber estado presente cuando Empédocles practica­ba la hechicería (goeteúonti) (Dióg., VI I I , 59). Más explícito aún es el relato de Jámblico. Cier­to joven quería matar a un huésped de Empédo­cles llamado Anqui to ; y Empédocles, acompañán­dose de la lira, entonó el pasaje de la Odisea que comienza con el verso «Nepenthes (la droga así llamada) contra el llanto y la cólera, la que hace olvidar todos los males» (Od., TV, 220), y logró disuadir de su idea al que t ramaba el homicidio (Vita Pythag., 113). No puede haber d u d a : las «palabras sanadoras» de que nos habla Empédo­cles —mago, médico, poeta, filósofo, adivino y po­lítico— no podían ser sino epódaí, en el sentido más directo y tradicional del término.

Pero como en el caso de Pitágoras, y todavía con más firme fundamento, lo logoterapia mágica de Empédocles ha de ser entendida sin perder de vista la total personalidad de quien la empleaba. Compleja y singular figura, en verdad, la del sa­bio de Agrigento. Por un lado, verdadero chamán y autor de un encendido poema religioso y catár­tico sobre las «Purificaciones» ; por otro, el natu­ralista perspicaz y el filósofo profundo del poema «Acerca de la naturaleza». ¿ Qué pensar de él ? ¿Fué Empédocles un chamán, un ca tar ía y un mago que evolucionó luego hacia la ciencia natu­ral , como afirman Bidez y Kranz, o fué un hom­bre de ciencia más tarde convertido al orfismo y

De Homero a Platón 121

al pitagoreísmo, como suponen Diels y Wilamo-witz ? Las dos hipótesis son posibles. Más también es posible imaginar algo más simple y verosímil; a saber, que en la persona de Empédocles, como en la de Pitágoras, se fundieron en unidad vital e histórica dos actitudes mentales sólo incompatibles cuando las traducimos a nuestros actuales modos de pensar, tan esquematizadores de lo «racional» y lo «irracional», y en definitiva tan alejados de los que tenían vigencia en Sicilia y en la Magna Grecia, durante la primera mitad del siglo v 70.

Elmpédocles ve en el cosmos una realidad a la vez una y múltiple, permanente y plástica 71. Pi-

7 0 Tal es el autorizado parecer de Ettore Bignone en su Empedocle (Turín, 1916). «La complejidad del mundo interior de Empédocles —escribe, por su parte, W. Jaeger— es, con evi­dencia, algo más que una cuestión puramente individual: refleja en forma especialmente impresionante los muchos estratos in­ternos de la cultura de Sicilia y Ja Magna Grecia... El hecho de que tan diversos elementos intelectuales estuviesen ya tra-dicionalmente a mano y prestos a fundirse entre sí en el mismo individuo no podía dejar de dar origen a un nuevo tipo, sinte­tizados de personalidad filosófica. No es sorprendente, por tan­to, que el espíritu de Empédocles sea de una extraordinaria amplitud y tensión interna» (La teología de los primeros filósofos griegos, pág. 133).

7 1 Sería impertinente aquí una exposición de la cosmología y la fisiología de Empédocles; búsquese en las historias de la filosofía griega (Zeller, Ueberweg, Burnet, etc.). La figura y la obra de Empédocles han sido recientemente estudiadas —no contando los ya mencionados trabajos de Bignone y Jaeger— por W. Kranz (Empedokles, Zürich, 1949) y J. Zafiropulo (Empedocle d'Agrigente, París, 1953). A la idea empedocleica de la manía ha consagrado algunas páginas A. Delatte en su monografía Les coneeptions de Venthousiasme chez les philoso-phes présocratiques (París, 1934). En uno de sus últimos escritos —el titulado «Análisis terminante e interminable»— Freud hace de Empédocles un precursor suyo : los dos poderes que según Empédocles rigen el cosmos, Amor y Discordia, serían equiva­lentes a los dos protoinstintos del análisis freudiano, Eros y Destrucción, Véase el profundo y sugestivo trabajo de .T. ftof

122 La curación por la palabra

tágoras, el orfismo, Parménides y Heráclito pesan sobre su mente. La cuádruple multiplicidad de los elementos o «raíces» de las cosas y la plasticidad que en el moviimiento de éstas pone el mutuo jue­go de los dos poderes que la rigen —Philótes y Neikós, el Ajmor y la Discordia—, se hallan últi­mamente ordenadas en la suprema, divina, única y quiescente armonía del Sphaíros, clara reminis­cencia de la «esfera» de Parménides. Pero no es esto lo decisivo; desde nuestro actual punto de vista, lo decisivo es que el hambre Empédoeles se siente personal y dramáticamente incluido en el proceso del cosmos. «Yo he sido ya un mozo, y una muchacha, y un arbusto, y un pájaro, y un mudo pez que ha saltado fuera del mar», dice una de sus más famosas sentencias (frg. 117). Quien habla así no es embaucador ni demente ; es un hombre que en el fondo de su alma sabe y siente su viviente comunidad con la realidad del univer­so y con todas las formas que el cíclico movimien­to de esa realidad va adoptando. El saber cosmo­lógico del filósofo y la doctrina catártica del «hom­bre divinizado», del theios anér, no son sino dos modos distintos de una misma Sofía, el modo teo­rético y el modo soteriológico.

En uno y otro caso, en Per), physeós y en los Katharmoí, esa Sofía es para Empédoeles resul­tado de una divina revelación de la Musa (frg. 3 y 131), y por tanto objeto de creencia, de fe (pís-tis). «Yo sé que la verdad reside en estas pala­bras que voy a proferir; pero la verdad es ardua

Carballo «Freud y Empédoeles de Agrigento», en Revista de Psiquiatría y Psicología médica de Europa y América latinas. I I (1956), págs. 725-745

De Homero a Platón 123

para los hambres, y sólo con esfuerzo llega a su alma el envite de la creencia» (frg. 114), dícese en las «Purificaciones». Tratándose de este poema, no nos extraña tal modo de pensar y de hablar. Pero i acaso no se repite esa expresión en el poema cos­mológico ? La alusión a la «fe» con que su doctri­na debe ser recibida es en él sobremanera patente. «No creas más a tu vista que a tu oído, ni pongas tu rumoroso oído sobre las sutiles precisiones de tu lengua; y de los restantes miembros, en cuan­to conduzcan al conocimiento, no rehuses a ningu­no la creencias (frg. 3) ; las enseñanzas de la Musa —de la Divinidad—, son pistomata, como si dijé­ramos «fidelidades» o «confianzas», saberes obje­to de pístis (frg. 4 ) ; y cuando Empédocles declara a Pausanias, destinatario del poema Perl physeos, el supremo saber —o el supremo no saber— acer­ca del origen de las cosas, termina as í : «Sabe claramente esto: tú has oído el discurso de un dios, tehou mythonv (frg. 23). Para Empédocles, en suma, saber es creer y creer es saber.

Es ello así, porque el saber que expone el sabio de Agrigento se refiere al divino gobierno y a la divina consistencia de la Naturaleza, a la cual per­tenece el hombre como ente capaz de deificación. Por eso el acto de conocer y decir la verdad tie­ne sede y raíz en el fondo de un corazón puro (frg. 110). No deja de ser significativo que Empé­docles llame reiteradamente prapídes, «diafragma» —si se quiere, «corazón»— (frg. 110 y 129) a las «potencias» o «facultades», a un tiempo intelecti­vas y afectivas, que se ponen en tenso ejercicio con ocasión del conocimiento genial: cuerpo y alma se conmueven y exaltan cuando el hombre llega a

124 La curación -por la palabra

conocer con esfuerzo y con pureza la divina entra­ña de la realidad. Sabiendo así, el lagos es una suerte de llave maestra para el dominio de la na­turaleza. Solemnemente lo proclama el último frag­mento de Perl phijseos. Fármacos contra el mal y la vejez, señorío sobre el viento, la sequedad y la lluvia, y hasta algún poder sobre la muerte : todo esto obtendrá quien sepa oír con fidelidad la pa­labra reveladora y salvadora del sabio.

Fué muy grande, sin duda, el talento de Empe­docles para la seducción verbal. Diógenes Laercio le declara imaestro de Gorgias, el creador de la Re­tórica. Pero es seguro que a los ojos del iatroman-te agrigentino esa capacidad no pasaba de ser ins­trumento y vestidura. Lo importante era el men­saje divino a que sus palabras daban expresión. En la cima de la humanidad se hallarían, con los príncipes, los adivinos, los himnópolas o compo­sitores de himnos y los médicos (frg. 146). Pues bien : Empedocles fué adivino, himnópola y mé­dico, esto es, hombre capaz de hablar «con boca santificada» (frg. 3) y de pronunciar con ella pa­labras que salvan y sanan a quienes saben escu­charlas y hacerlas suyas con entendimiento y fe. No otro debió de ser el último sentido de las epó-daí de Empedocles. En ellas, la magia era también religión y filosofía. Pero en este mundo sometido al odio, ¿logrará un mortal, aunque su nombre sea Empedocles de Agrigento, que su palabra sea seguramente sanadora y salvadora ? Poco después de la inicial jactancia de las Purificaciones —«como dios inmortal ando entre vosotros»—, la desga­rrada amargura del cuarto fragmento de ese poe­ma parece darnos respuesta definitiva : «Yo tam-

De Homero a Platón 125

bien soy ahora uno de éstos, un desterrado de los dioses y un peregrino —que ha puesto su confian­za en la furiosa Discordia» (frg. 115).

Pitágoras y Enapédocles trataron de sanar a los enfermos mediante ensalmos mágicos; Heráclito, en cambio, parece referirse a éstos con un dejo de vituperio. Uno de sus fragmentos expresa así el sentir aristocrático de su alma : «Pues ¿ qué son su mente y su entendimiento ? Les embaucan los cantores populares (démón aoidoisi), y tienen a la plebe por maestro. No saben esto : que los muchos son malos y que sólo pocos son buenos» (frg. 104, Diels). Esos «cantores populares» que Heráclito menosprecia, ¿ qué podían ser, sino catartas am­bulantes y recitadores de epódaí, como los «char­latanes y adivinos» que Platón fustigará en la Re­pública? Librémonos de creer, sin embargo, que la mente y el entendimiento del propio Heráclito se hallaron totalmente exentos de rasgos arcaicos y, si se quiere, mágicos. Pa ra él, la enfermedad no ha dejado de ser «impureza» : «Las almas de los caídos en la guerra son más puras que las de los muertos de enfermedad» (frg. 136), nos dice a través de un escoliasta de Epicteto. Un tratamien­to curativo, según esto, sería en cierta medida «pu­rificación», kátharsis del enfermo. Algo del Ulises homérico —del Ulises del canto I de la Ilíada— hay todavía en Heráclito 72. Y por otra parte , ¿no fué el sabio de Efeso un devoto creyente en los oráculos de Delfos (frg. 92 y 93), hasta el punto de afirmar que en ellos el Lógos del universo se

7 2 La verdad es que, para los griegos, la curación de la enfermedad fué siempre «purificación».

326 La curación por la palabra

hacía lógos del hombre, razón y palabra huma­nas ? 73

Entre los poetas griegos del siglo v, los vocablos epodé y thelktérion comenzaron a ser usados en sentido metafórico, con el designio de ponderar atrevida y vigorosamente la gran fuerza sugesti­va de un discurso o de una expresión verbal cual­quiera. Recuérdese lo expuesto en páginas ante­riores. Pues bien : lo que ocurrió entre los poetas también acontece entre los pensadores. Mas no parece un azar que fuesen los sofistas, y no Jos fi­lósofos presocráticos, los primeros en hacer uso de esta significativa novedad estilística.

E l lógos de los filósofos, desde Tales hasta De-mócrito, se empleaba en declarar lo que las cosas «son». Debe incluso afirmarse con Zubiri que des­pués de Empedocles, Anaxágoras y Demócrito, el logos, más que un mero decir o entender, como hasta ellos había sido, significa lo entendido y dicho, y pertenece, por tan to , a la estructura mis­ma del ente. Empedocles sostendrá, por ejemplo, que las aves son, sobre todo, fuego. La «cosa-fuego» es, por un lado, el ser del a v e ; pero, por otro lado, nos da a entender lo que el ave e s ; y así el fuego, a la vez que el ser del ave, es razón suya, su lógos. Muy distintas serán las cosas cuan­do el lógos, en cuanto instrumento de la convi­vencia humana, sea principalmente empleado para convencer o persuadir a los demás ; o, como dice Zubiri, cuando el «es» de la conversación venga a ser el «es» de las cosas. «Mientras el hombre no

7 3 La actitud de Heráclito ante el «entusiasmo» y Ja «manía» ha sido bien estudiada por A. Delatte en Les conceptions de Venthousiasme chez les phüosophes présocratiques.

De Homero a Platón 127

hace más que contemplar las cosas y enunciarlas, no tiene ante sus ojos sino las cosas. Pero, en cuanto dialoga, eso que las cosas son transparece a través de lo que otro dice. Lo que inmediata­mente tengo entonces ante mis ojos no son las cosas, sino los pensamientos del otro. Los proble­mas del ser se convierten automáticamente en pro­blemas del decir... Y así como el razonamiento es lo que lleva al logos científico, el antüégein, la antilogía o contra-decir lleva derechamente a la técnica de la persuasión, que es algo así como la lógica de la opinión. Como ser es parecer, persua­dir será hacer que una opinión parezca más fuer­te que otra. Y esto se conseguirá cuando se logre hacer vacilar al adversario, conmoverle. El razo­namiento quedará sustituido por el discurso: es la Retórica» 74. Puesto que tanta importancia ha llegado a tener la persuasión, ya no puede sor­prender que se llame metafóricamente «ensalmo», «encantamiento» y «hechicería» (epodé, thelkte-rion, goéteía) a la fuerza sugestiva de la palabra hábilmente empleada. Tal fué el caso de Gorgias en su Encomio de Helena: «Los ensalmos (epoidaí) inspirados mediante la palabra producen placer y apartan la pena; en efecto, frecuentando con intimidad la opinión del alma, el poder del ensal­mo la seduce (éthelxe), la persuade, la transforma mediante una suerte de hechicería (goéteiai)y> (Ene. HeL, 10). Tal debió de ser también el caso de Trasímaco, este «coloso de Calcedonia» que, se­gún el testimonio de Platón, era capaz de enfu­recer a una multitud para luego calmarla median­te el «ensalmo» de su palabra (Fedro, 267 c-d)'.

?4 Naturaleza, Historia, Dios, págs, 238 y 242.

128 ha curación por la palabra

Esto, sin embargo, no quiere decir que fuesen los sofistas quienes descubrieron a los griegos la importancia social y moral de la persuasión. El apartado anterior lo demostró de manera más que suficiente. Y como los poetas líricos y trágicos, los pensadores y filósofos presocráticos —griegos, ante todo— no fueron remisos en rendir racional tr ibuto al prestigio sacro de la diosa Peitó.

El lógos —en su doble sentido de «palabra» y «razón»— es el más alto y específico de los dones de la naturaleza humana. Mediante el lógos, el hombre expresa lo que las cosas son, brilla en la sociedad y es fuerte en ella convenciendo a los de­más. Bellas palabras y altas hazañas son los t í tu­los de la excelencia social en el epos homérico. Pero, como ha demostrado Heinimann, en el siglo v se rompe la relación complementaria entre la «pa­labra» (épos, mythos, lógos, glótta) y la «obra» (érgon), y surge entre estos dos conceptos una re­lación que ¡muchas veces es antitética. La pala­bra y la obra no van siempre unidas entre sí, y en ocasiones se oponen una a otra. «Atendéis a los discursos y a las palabras de un hombre astuto —decía Solón a los atenienses— y no miráis a nin­guna de las cosas [de las «obras» : erg orí] que su­ceden» (frg. 8 Diehl, 11 R. Adrados). No serán po­cos los escritos griegos del siglo v que den expre­sión literaria al mismo sentir. «Obras son amores, y no buenas razones», dirá luego la sabiduría po­pular española r 5 .

Dentro del área circunscrita por la antítesis 16-

7 5 • F . Heinimann, Nomos und Physis (Basel, 1945). El mis­mo sentido tiene la oposición entre «nombre» (ánoma) y «obra» o «realidad» (érgon). ¿Expresa el «nombre» de una cosa lo que

De Homero a Platón 129

gos-érgon se dibuja la varia actitud de los pensa­dores y filósofos presocráticos ante el problema de la persuasión. Aunque a veces engañen las pala­bras de los hombres, no por eso la «palabra hu­mana» es realidad menos admirable. Su misma ca­pacidad para descarriar a los hombres { no es, aca­so, la mejor prueba de su poder ? El lagos, por tan­to, merecerá todo encomio cuando en boca del fi­lósofo exprese la verdad de las cosas y cuando en boca del político haga inútil la violencia y persua­da a obrar con justicia. «Lo que tengas, tenlo por la persuasión y no por la fuerza» ; «Convence con buenas razones», enseñaba la vieja sabiduría de Bías de Priene. Es patente en estas sentencias aque­lla oposición entre «persuasión» y «fuerza» a que en páginas anteriores me he referido. El lagos rec­tamente persuasivo viene a ocupar así un «virtuo­so» término medio entre dos extremos : a un lado, aquello contra lo cual nada puede la palabra hu­mana, Bía, la ciega y sorda violencia de los hom­bres, o Anánke, la invencible necesidad de los mo­vimientos naturales; a otro lado, el lógos enga­ñador, la nefasta persuasión de las palabras que inducen al mal o al error. Paraiénides, por ejem­plo, afirmará una vez que «la vía de la persuasión sigue a la verdad» (frg. 2 Diels), y sostendrá otra

ella es «en realidad»? Recuérdese la discusión del Cratilo pla­tónico en torno a los nombres de los dioses. Pertenece a la misma serie y posee significación semejante la antítesis entre «ser» y «parecer» o entre «verdad» y «opinión», tan central, como se sabe, en el pensamiento filosófico de Parménides.

No debe pensarse, sin embargo, que en el siglo v lógos y érgon son siempre términos antitéticos. Tucídides llama a Pén­eles «eminentísimo en el decir y en el hacer» (I, 139, 4), y Quirísofo aprueba el proceder de Jenofonte tanto por lo que éste dice como por Jo que hace (Anab., I I I , 1, 45).

9

180 La curación por la palabra

que el lenguaje de los hambres les persuade a ad­mitir cosas que no corresponden a la realidad ver­dadera (frg. 8, 38-39). No podía Parménides ser enemigo total de la persuasión : gracias a ella, las dos muchachas que le guían en el camino de la verdad consiguen que Dike acceda a franquearle el paso (frg. 1, 15-16). También Empédocles ha­bló del «camino real de la persuasión» (frg. 133) y contraponía, según Plutarco (Quaest. conv., I X , 5), la música Persuasión a la no música y silen­ciosa Necesidad ; «las Gracias odian a la insoporta­ble Anánké-», solía decir (frg. 116), mal resignado acaso frente a las barreras que la Naturaleza opo­ne al poder del hombre. No menos creyente en el divino poder de la palabra se mostrará Demócri-to . «Más fuerte para la persuasión es muchas ve­ces la palabra que el oro», proclama uno de sus fragmentos (frg. 51). En otro aparece una vez más la oposición entre peithó y anánké, esta última en el sentido —político y no cósmico o «natural»— de «coacción» : «Más fuerte incitador a la virtud será el que emplee el estímulo y la palabra persuasiva, que quien use la ley y la coacción» (frg. 181). Tam­bién la «ley» (nomos) puede ser violenta y coac­tiva ; y así, sólo será buena cuando persuada: «sólo a aquellos a quienes persuade les manifiesta su virtud» (frg. 248).

La fuerza persuasiva de la palabra se halla en­cerrada dentro del muro que Bía y Anánké levan­tan en torno a ella. Lo que las cosas «son» por na­turaleza no puede cambiar por la acción de nues­tro lógos. Pero, ¿y si lo que las cosas «son» no de­pende tanto de su naturaleza, de su phtfsis, como de lo que nosotros convengamos que «sean», del

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nomos o estatuto de nuestra convivencia? 7,i Es verdad que en .uuchos aspectos de la realidad nada podrá nunca la convención contra la naturaleza, el nomos contra la physis: digamos lo que digamos y convengaimos lo que convengamos, el oro será siempre amarillo. Pero que el oro sea valioso, ¿no depende acaso de un tácito acuerdo o convenio entre los hombres ? Indudablemente, hay muchos aspectos de la realidad en los cuales el nomos ven­ce a la physis. Este es el grande, el deslumbrador descubrimiento de los sofistas. Tanto va a fasci­narles ese descubrimiento suyo, que no pocas ve­ces abusarán de él sin escrúpulo. Mediante la per­suasión, la palabra del hombre puede crear nuevas convenciones; puede, por tanto, determinar el ser de las cosas. Como si tuviese la fuerza mágica de un ensalmo o un hechizo, la palabra persuasiva cambia la realidad. No puede ya asombrarnos que Gorgias dé el nombre de epódé a la palabra per­suasiva, o que, con su maestro Córax, llame a la Retórica —su gran invento— peithous demiourgós, «demiurgo de la persuasión» (Platón, Gorgias, 453 a, 455 a).

La doctrina sofista de la persuasión tiene su más original y cuidadoso expositor en Gorgias. En la escuela siciliana de Retórica de Córax y Tisias, donde Gorgias recibió su primera formación, se enseñaba a estimar la verosimilitud por encima de la verdad, y a dar apariencia de grandes a las co­sas pequeñas, y de pequeñas a las cosas grandes, por la fuerza de la palabra (Platón, Fedro, 267 a-b). Nada ilustra tan bien la importancia de la per-

7 0 De nuevo remito al excelente estudio de Heinimann Nomos und Physis.

182 La curación por la palabra

suasión en esta escuela como una anécdota acerca de aquellos dos retores sicilianos. Tisias dijo a Có­rax : «Si tú me has enseñado a persuadir, enton­ces yo te persuado de no cobrarme honorario algu­no por tu enseñanza ; y si no me has enseñado, tampoco te pagaré, porque nada me enseñaste.» Córax retorció la argumentación en su favor, y el tribunal que había de juzgarles dijo por toda sen­tencia : «Un mal cuervo (kórax = cuervo) ha pues­to un .mal huevo» 7T. El «mal huevo» sería Tisias, discípulo de Córax.

Educado en esta escuela y dotado, por añadi­dura, de un maravilloso talento de orador, Gor-gias hizo de la persuasión fundamento de su vida profesional y eje de su pensamiento propio. La pa­labra, recurso supremo para el logro de la acción persuasiva, «es un poderoso soberano, porque con un cuerpo pequeñísimo y del todo invisible ejecu­ta las obras más divinas. Tiene, en efecto, el po­der de quitar el miedo, remover el dolor, infundir la alegría y aumentar la compasión» (Ene. Hel., 8). Muy certera y significativamente, Gorgias compa­ra la operación de la palabra a la acción de los medicamentos. Respecto al buen orden del alma (psykhes taxis), la palabra tendría una dynamis o potencia del todo equiparable a la que los fár­macos bien compuestos (pharmákon taxis) poseen respecto a la naturaleza del cuerpo (EH, 14). Tan­to es así, que si peithó, la persuasión de la palabra humana, debe ser contrapuesta a bia, la fuerza o violencia de los hombres (EH, 6), como enseña el saber tradicional, no es menos cierto que también

77 La anécdota procede probablemente de la comedia sici­liana. Yo la he tomado de Nestle, op. cit., pág. 310.

De Homero a Platón 133

ella, peithó, puede llegar a forzar la voluntad de quienes son objeto de su influencia. Pronto vere­mos cómo.

¿ Cómo actúa la persuasión ? ¿ Qué pasa en el alma de aquel a quien la palabra ha persuadido ? Con expresión que acaso proceda de Gorgias, Pla­tón llama una vez a la retórica psykhagdgía, ar te de conducir a las almas mediante el discurso. El orador, por tanto , deberá conocer los diversos «as­pectos» (eide) que las almas de los hombres pre­sentan, si de veras pretende hablar adecuadamen­t e a la índole de cada uno de ellos (Fedro, 271 c d). Más aún : tendrá muy en cuenta la «ocasión» (kai-rós) en que él habla (Gorgias, frg. 13 Diels); esto es, la ocasional disposición anímica de quien con sus palabras ha de ser persuadido. Eidos y kairós del alma son, pues, las dos realidades primarias en el arte de la «psicagogía».

Esto, por lo que atañe al sujeto de la persua­sión, al oyente. En lo que al método concierne, Gorgias recurre implícitamente a tres modelos : el «meteorólogo», el «orador político» y el «filósofo». El «meteorólogo» —con esta palabra alude Gor­gias, como es obvio, a los «fisiólogos» presocráti-cos— consigue con sus razonamientos suprimir del alma las opiniones cotidianas acerca de las cosas y sustituirlas por otras, en las cuales se hace pa­tente lo que antes era increíble e invisible; el «ora­dor político», a su vez, deleita y persuade a las asambleas públicas con la fuerza de su argumen­tación, si ésta ha sido escrita según las reglas del a r t e ; el «filósofo», en fin, muestra en sus discusio­nes la celeridad y la sutileza de su pensamiento, y con ellas logra cambiar fácilmente en el alma de

134 La curación por la palabra

quienes le oyen la anterior confianza de éstos (pís­tis) en alguna opinión determinada (EH, 13) 7S. Quien con sus palabras pretenda «grabar» la per­suasión en el alma de otro, a estos tres distintos modelos habrá de atenerse en su práctica.

No es difícil advertir que, para Gorgias, las con­vicciones producidas en sus oyentes por el meteo­rólogo, el orador político y el filósofo coinciden entre sí en algo fundamental: las tres serían «opi­niones» (dóccai), más que verdades objetivas, y en las tres es la fe o confianza (pístis) lo que hace considerarlas aceptables y verdaderas. En griego, peitho, opinión, y pístis, creencia, son palabras de­rivadas de una misma raíz. Esto nos permite dar un paso más en la comprensión del pensamiento gorgiano y responder a la segunda de las interro­gaciones antes formuladas : ¿ qué pasa en el alma del persuadido ?

La palabra persuasiva, piensa Gorgias, actúa so­bre el alma como los fármacos sobre el cuerpo. «Así como ciertos fármacos eliminan del cuerpo cierto humor, y otros fármacos otro, y unos libran de la enfermedad y otros quitan la vida, así tam­bién ciertas palabras afligen, otras alegran, otras aterran, otras enardecen al que las escucha y otras, en fin, con eficaz persuasión maligna, envenenan y hechizan el alma» (EH, 14). Todo lo cual es po­sible, en cuanto la palabra es técnicamente capaz de suscitar alguna creencia (pístis) en el alma del oyente. «La retórica —dice tajantemente Sócra-

7 8 ¿A qué «filósofos» alude Gorgias? ¿A los eleáticos, como sospecha G. Bux («Gorgias und Parmenides», en Kermes, 16, 1941, págs. 393-407), o a los cultivadores de la erística, como sostienen Diés y Nestle (op. cit., pág. 326)?

De Homero a Platón 135

tes a Gorgias en el diálogo platónico de este nom­bre— sería el demiurgo de la persuasión ; persua­sión relativa a una creencia, no a un conocimiento acerca de lo justo y lo injusto» (Gorg., 454 e-455 a). Por su naturaleza misma, que requiere virilidad, osadía y capacidad de conjetura y adivinación (Gorg., 463 a ; Isócrates, c. soph., 17), y por la educación que ha recibido, el retor es hombre más persuasivo y más fácilmente creído (pithanoteros) que los cultivadores de las restantes técnicas (Gor­gias, 456c, 457a , 459a) . Ahora bien: ¿por qué el hombre se ve obligado a atenerse a «opiniones», y por qué éstas deben estar obtenidas por persua­sión y mantenidas por creencia ?

La respuesta de Gorgias es radical, aunque no suficiente: sucede esto, viene a decirnos, porque el hombre es un ser limitado y deficiente. «Si to­dos los hombres tuviesen recuerdo de todos los eventos pasados, y conocimiento de los presentes, y previsión de los futuros, la palabra, aún siendo semejante, no engañaría como ahora. Mas no te­nemos un camino para recordar el pasado, con­templar con profundidad el presente y adivinar el futuro. Por tan to , acerca de la mayor parte de los problemas, los más ofrecen al alma una opinión consejera (dóxan symboulon). Pero la opinión es insegura y poco firme, y por esto lanza a infortu­nios también inseguros y poco firmes a los que a ella recurren» (EH, 11). Quiere Gorgias decir: el hombre no puede conocer con certidumbre suficien­te la real idad; por consiguiente, tiene que atener­se, no a un saber verdadero, sino a una «opinión» (dóxa) ; resulta, empero, que la opinión es inse­gura y conduce a descarríos. En tal caso, ¿ qué po-

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drá hacer el hombre, si quiere vivir con alguna se­guridad ? Sólo esto le cabe : conseguir que quien sabe más que él le infunda por persuasión una opi­nión «mejor» que las suyas ; con otras palabras, que otro más sabio —el «sofista»— le haga creer y confiar en aquello que para su menester sea lo más favorable. Esa creencia en la opinión recibi­da dará a su vida la seguridad y el fundamento que antes no tenía ; la excelencia de tal opinión le evitará, por otra parte , caer en infortunio (aty-khla). Con lo cual acaece que la persuasión, para­dójicamente, llega a actuar sobre las almas como sobre ellas actúan la violencia (bía) y la necesi­dad (anánke) (EH, 12). Diríase, en suma, que la convención (nomos) creada por la palabra persua­siva, se ha hecho de alguna manera naturaleza (phtfsis) del hombre en quien esa palabra ha lle­gado a actuar.

La persuasión es en cierto modo «engaño» (ava­lé) (EH, 11): pero engaño conveniente y justifi­cable (dikala apáté),. si es el bien del persuadido lo que con él se busca. La persuasión es también, en alguna forma, «enfermedad» : dice Gorgias que la contemplación de una bella escultura coproduce en los ojos una dulce enfermedad», y que en el contemplador «despierta amor y ansia de cosas (prágmata) y personas (somatón)-» (EH, 18). Y la audición de la poesía —Gorgias piensa, ante todo, en la t ragedia : otro engaño justificable (frg. 23)— ¿ no causa por ventura en el oyente «un escalofrío lleno de terror, una compasión que se de­r rama en lágrimas y un ansia vehemente que se complace en su propio dolor» ? (EH, 9). La seduc­ción del alma por todo aquello que realmente es

De Homero a Platón 187

capaz de seducir altera, conmueve, apasiona, en­gendra un páthos que casi puede ser llamado «en­fermedad», nósos. Todo lo cual equivale a decir que el «engaño justificable», la instalación de la existen­cia humana en una determinada «convención» o nomos —aunque tal «convención» quede limitada en ocasiones a dos personas, la del que persuade y la del persuadido—, ha llegado a modificar artifi­ciosa y técnicamente una physis. No es traicionar el pensamiento de Gorgias diciendo que, según él, sólo a favor de cierta «enfermedad», cierto «enga­ño» y cierto «hechizo» podría alcanzar nobleza y eminencia la physis humana. Ahora entendemos bien la intención última de las metáforas que true­can la palabra persuasiva en «placentera sacie­dad» (térpsis), «ensalmo» y «hechicería».

Mas también hemos oído que la palabra persua­siva es phármakon, en la doble acepción —medica­mento y veneno— de ese término griego : un «fár­maco» por cuya virtud se cumple la gran ley de la naturaleza, tal y como Gorgias la entiende: que el más débil sea dominado y conducido por el más fuerte (EH, 6). Quien sabe persuadir es siempre el más fuerte y el que sabe hacer esclavos a los de­más : «Con este poder —el que da la retórica—, t ú harás tu esclavo del médico, y tu esclavo del pedotribo ; y el financiero pronto advertirá que no ha financiado para él, sino para otro, para t i , que sabes hablar y persuades a la multi tud», dice Só­crates al Gorgias del diálogo platónico (Gorg., 452 e). El «fármaco» de la palabra sugestiva pue­de ser veneno o medicamento de los demás, según la intención con que se le emplee. En tal caso, y puesto que esa palabra modifica la physis de quien

138 La curación por la palabra

la oye, ¿ podrá ser a la vez remedio curativo del hombre enfermo ? La doctrina sofística de la per­suasión, ¿ es también la doctrina de una logotera-pia, en el sentido más puramente médico de este vocablo ?

La verdad es que el movimiento sofístico tuvo desde su origen una íntima relación con la medi­cina, cuyo prestigio como tékiine —si se quiere, como «saber técnico»— era ya grande en Grecia durante la primera mitad del siglo v. Cabe inclu­so decir, con Zubiri, que «la medicina ha sido el gran argumento para el mundo de la sofística». A la experiencia médica recurre Pitágoras para jus­tificar las tesis relativistas de su escrito «Sobre la verdad». El sabor de un mismo alimento, por ejemplo, puede ser uno para el sano y otro para el enfermo ; lo que para aquél es dulce, es amar­go para éste. Cada cual tiene sus propias sensa­ciones, y la cualidad de éstas se halla condicio­nada por el estado habitual o «hábito» (héxis) de la salud o la enfermedad. De ahí —concluye Pro-tágoras— que no pueda decirse que la sensación del sano es «más verdadera» que la del enfermo; para éste «lo amargo» es tan real como «lo dulce» para aquél. La sensación es siempre «verdadera». El médico, por tanto , no intentará convencer al enfermo de que su sensación es «falsa» ; pero con sus remedios terapéuticos t ra ta rá de convertir el «hábito» del enfermo en otro mejor, lo cual trans­formará la sensación morbosa en una sensación normal no anas «verdadera» que aquella 79. Doble consecuencia va a tener este .modo de ver las co­sas. En lo que atañe a la filosofía, se sostendrá que

79 Véase Nestle, Vom Mythos zum Logos, págs. 269-270

De Homero a Platón 139

el «pensar» es, en cierto modo, un «sentir» ; con lo cual «ser» acabará significando «ser sentido» (Zufoiri). El pensamiento filosófico se instala así muy resueltamente en el dominio de la sensación y la opinión : lo importante no será ya tener opi­nión «verdadera», sino tener opinión «mejor». En lo tocante a la medicina, se pensará que la salud y la enfermedad —los modos de vivir así llama­dos— son estados o hábitos «convencionales» de la naturaleza humana, no distintos entre sí por­que el uno corresponda más que el otro a la «ver­dad» y al «ser» de esa naturaleza, sino porque uno de ellos, la salud, es «más conveniente», «más va­lioso» que el otro (ámeinón, beltión) para la vida del hombre 80.

Pero más que esta conexión teorética entre los sofistas y la medicina nos importan ahora las po­sibles consecuencias terapéuticas de la doctrina so­fística acerca de la presunción. Las hubo, en efec­to. La comparación entre los discursos persuasi­vos y los fármacos no era en la pluma de Gorgias una simple habilidad retórica. Un texto de Pla­tón lo demuestra sin sombra de duda. Dice Gor­gias a Sócrates: «Si tú supieses todo, Sócrates, ve­rías que ella [la retórica] engloba en sí y tiene bajo su dominio todas las potencias. Voy a darte bue­na prueba de ello. Me ha ocurrido muchas veces acompañar a mi hermano 81 o a otros médicos a

8 0 Según l'h. Gomperz (Die Apologie der Heilkunst, 2.a ed., Leipzig, 1910) no acabarían ahí las relaciones entre Protágoras y la medicina; el sofista de Abdera sería también el autor del escrito que en el Corpus Hippocraticum lleva por título perl télihnes o de arte. La conjetura de Gomperz no goza hoy de mucho crédito.

8 1 Gorgias era hermano del médico Heródico de Leontini (Gorg., 448 b).

140 ha curación por la palabra

la casa de algún enfermo que rehusaba un medica­mento o no quería dejarse operar por el hierro y el fuego, y cuando las exhortaciones del médico eran impotentes, yo persuadía al enfermo, sin otro arte que la retórica. Que un retórico y un médico vayan juntos a la ciudad que tú quieras: si se emprende una discusión en la asamblea del pue­blo o en una reunión cualquiera para decidir cual de los dos será elegido como médico, yo afirmo que el médico desaparecerá, y que el orador será pre­ferido, si así le place» (Gorg., 456 b).

Dejemos por un momento la certera respuesta de Sócrates, y consideremos otro testimonio toda­vía más valioso, relativo al sofista Antifonte 82. «En el tiempo en que se consagraba a la poesía —dice el Seudo-Plutarco (Vit. X orat., I , 18)—, instituyó un arte para curar los pesares, análogo al que entre los médicos sirve de fundamento para t ra tar las enfermedades: en Corinto, cerca del ago­ra , dispuso un local con una enseña, donde se mostraba capaz de t ra tar a los afligidos (tous ly-pouménous) por medio de discursos ; e informán­dose de las causas [de la aflición], aliviaba y con­solaba (pareiwytheito) a los enfermos. Pero juz­gando que este oficio (tékhne) estaba por debajo

8 2 En los últimos decenios del siglo v hubo probablemente en Atenas tres Antifontes, que la tradición ulterior mezcló y confundió con frecuencia: un sofista, un orador político de la oligarquía y un autor de tragedias. Los filósofos han discutido no poco en torno a la personalidad y a la obra de cada uño de ellos. Véase: J . Stenzel, art. «Antiphon» en RE, Suppl-Bd., IV, cois. 33-43; Nestle, Vom Mythos zum Logos, págs. 395-400; L. Gernet, Antiphon (París, «Les Belles Lettres», 1954). Hay quienes admiten la existencia de un solo Antifonte (Joel, por ejemplo), frente a los que afirman que hubo dos (Nestle), y aun tres (Heinimann).

De Homero a Platón 14.1

de él, se orientó hacia la retórica» s s. Filóstrato nos cuenta que el ejercicio de ciertas «recitaciones sedantes» o «consoladoras» (népentheis akroáseis) valió al sofista el sobrenombre de «Néstor» (Diels, A 6). Sabemos, en fin, que Antifonte fué intérpre­te de prodigios y de ensueños (teratoskópos kai oneirokrítes), según concordante noticia de Suidas, Hermógenes, Diógenes Laercio y Luciano (Diels, A 1, 2, 5 y 7) 84.

He aquí, pues, que con Gorgias y Antifonte se ha convertido en técnica aquel incipiente «decir placentero» o «sugestivo» de que Néstor y Patro-clo hicieron uso en el mundo homérico. Mediante la persuasión verbal, los enfermos aceptan confia­damente el tratamiento médico (Gorgias) y cier­tos afligidos, taxativamente considerados ahora como enfermos (kámnontas, dice el texto del Seu-do-Plutarco), reciben alivio y consuelo (Antifonte). ¿ Cómo y hasta qué punto era esto posible ? Y, so­bre todo, <¡ de qué modo interpretaban esos dos so­fistas su indudable actividad psicoterapéutica ?

Conocemos ya lo que en la posible respuesta de Gorgias sería fundamental. El sofista siciliano con­trapone a su Encomio de Helena las afecciones anó­malas causadas pos los dioses y las «enfermedades humanas» (anthropinon nosema); las cuales, dice, son «infortunio» no culposo (atykhla) y no com-

8 3 El verbo paramythéomai, que tan expresamente alude a la palabra narrativa o m$thos, significa a la vez «aliviar» y «consolar». Me ha parecido que su sentido en este caso quedaba más claro sumando las dos acepciones.

8 4 Además de a las fuentes aquí citadas, remito a W. Kranz y W. Leibbrand, «Der erste Arzt für seelische Leiden», en Attg. Ztschr. für Psych., 1943-1944, y al libro de W. Leibbrand Der gOttUche Stáb des Aeskulap, 3 . a ed. (Salzburg, 1989).

11.2 La curación por la palabra

portan responsabilidad moral del que las padece (EH, 19). ¿ Cómo frente a ellas puede ser mejor médico el retórico profesional que el practicante de la medicina ? Gorgias respondería as í : porque la persuasión verbal, el fármaco de la palabra per­suasiva, no sólo domina la voluntad, mas también logra modificar la physis entera, cuerpo y alma, del hombre sobre que actúa. La persuasión, por tanto , hará creer al sano que el retórico es más hábil sanador que el médico, y al enfermo, modi­ficándole su physis alterada, podrá llegar a sanar­le. Tanto .más, si al fármaco de su palabra sabe el retórico unir los medicamentos que actúan sobre el cuerpo.

Vale la pena exponer la objeción de Sócrates. He aquí el esquema de su argumentación : a) el retórico es más persuasivo que el médico ante la multi tud, es decir, ante los que no saben; ante los que saben no podría serlo ; b) el retórico, en principio, no sabe medicina; persuadiendo a la multitud es un ignorante hablando ante ignoran­tes ; c) la retórica, pues, no necesita conocer la realidad de las cosas; bástale la persuasión que ella ha inventado, para aparecer ante los ignoran­tes más sabia que los sabios ; d) impónese, pues, esta conclusión : o el retórico que t ra ta de curar ha de saber la medicina según arte, es decir, sa­biendo hacer las cosas conforme a lo que los fár­macos y la realidad del enfermo «son», o la retó­rica no es más que un rudo y rutinario empirismo, sin otra nota que el mero placer o la pura venta­ja del que la practica, como cualquiera de las va­rias actividades que «buscan lo agradable sin cui­darse de lo mejor» (Gorg., 459 a-465 a). «La co-

De Homero a Platón 148

ciña —dirá luego Sócrates— me parecía ser una ru­tina y no un arte, a diferencia de la medicina, y yo daba esta razón: que, cuando t ra ta a un enfer­mo, la medicina ha comenzado por estudiar la na­turaleza, y sabe por qué obra como lo hace, y pue­de dar razón de todo ello ; al paso que la cocina, cuyo esfuerzo no tiende sino al placer, va hacia su meta sin arte, sin haber estudiado la naturaleza del placer ni su causa, al azar en todo, por decir­lo así, desprovista de cálculo, conservando sólo por una práctica rutinaria el recuerdo de lo que se hace de ordinario, y t ratando así de conseguir el pla­cer» (501 a). Ya al fin de la vida, en el Filebo, volverá a exponer Platón su antigua idea. Tráta­se de saber en qué consiste el «poder del diálogo». La cuestión es importante, si se piensa que la «dia­léctica» tiene su fundamento y su origen en el «diá­logo» o dia-légein. Persuasión o dialéctica; ta l es el problema. ¿ Qué pensar acerca de él ? El joven Protarco ha oído a Gorgias decir una y otra vez que «el arte de persuadir sobrepasa con .mucho a las restantes, porque todo lo sujeta a su imperio de grado, y no por la fuerza». Sócrates, más avi­sado y profundo, afirmará con solemnidad induda­ble que «el conocimiento del ser, de la realidad ver­dadera y siempre idéntica por naturaleza» es la verdadera razón de aquella dynamis eminente del dialogar (FU., 58 a b). Frente a la fuerza movedi­za de las opiniones que la persuasión infunde, le­vanta Platón la fuerza suprema e inconmovible de la verdad que la inteligencia conoce.

En resumen: la retórica curativa de Gorgias no consideraría más que la «opinión» del paciente; las curaciones técnicas del experto en medicina se

144, ha curación por la palabra

atienen, en cambio —o intentan al menos atener­se—, a la «verdad» de lo que la salud, la enferme­dad y la naturaleza del paciente «son». Sobre el logos persuasivo estaría el logos noético y cientí­fico. Así se verá obligado a pensar el propio Gor-gias, el Gorgias real, cuando en su Apología de Palamedes quiera persuadir a sus oyentes «no con palabras de conmiseración, sino con la máxima evi­dencia de lo justo y con la demostración de la ver­dad» (AP, 33). Pero ¿y si a la «persuasión» del re­tórico se añade el «saber técnico» del médico ? Con otras palabras : ¿ y si el lógos mítico o persuasivo, el lógos pithanós, fuese en la vida del hombre tan imprescindible coimo el lógos dialéctico ? En tal caso, ¿no tendrán que matizar sus juicios Sócra­tes y Platón ? El próximo capítulo nos daré la ge­nial respuesta de entrambos.

Vengamos ahora al pensamiento de Antifonte; indaguemos con algún cuidado cómo el autor del escrito «La verdad» (Alétheia) pudo entender y explicar sus tratamientos psicoterápicos de Corin-to. Antifonte consolaba y aliviaba, mediante la pa­labra, a enfermos cuyo síntoma dominante era el pesar, la añicción(lype). ¿ Qué podía pensar él de esta práctica suya ? No es grande osadía suponer que el punto de partida de su doctrina sería la an­títesis entre el nomos (la ley: lo convencional, lo estatuido y preceptuado, lo «legal») y la physis (la naturaleza, lo originario y radical, lo genuino y espontáneo, lo verdaderamente «natural» y «real» de la vida humana) 8 5 ; antítesis ya esbozada en

8 5 Ténganse en cuenta todas esas acepciones para entender con alguna fidelidad lo que esos dos términos eran para un griego del siglo v. Para lo que atañe al concepto de physis,

De Homero a Platón 145

la literatura griega anterior a la publicación de aquel escrito de Antifonte, y en él muy vigorosa y sistemáticamente elaborada. Trasladando al len­guaje de tan famosa contraposición 8C el pensamien­to de Gorgias, éste diría as í : mediante la persua­sión del retórico, el enfermo, afligida y desvalida-mente instalado en su opinión convencional —en su propio nomos—•, e incapaz de salir de ella por sí ¡mismo, llega a instalarse en otro nomos más fa­vorable que el anterior y 'más acorde con su propia phijsis. Un conocimiento intuitivo del «aspecto», «tipo» o eidos del alma del enfermo y de su oca­sional estado o kairós, permitiría al retórico actuar según arte en su faena persuasiva. A ese saber acer­ca del eidos y el kairós del alma del paciente, An­tifonte añade —me atengo al texto del Seudo-Plu-tarco— un nuevo requisito : el conocimiento de la causa (aitía) de la aflicción. Con lo cual se acer­cará más a la exigencia intelectual de Sócrates, Platón y Aristóteles, según la cual no puede ser llamada «arte» (tékhne) una actividad humana, si ésta no se funda en un saber acerca del «por qué» de lo que se hace. Algo más, sin embargo, diría el sofista Antifonte.

Directamente influido por la filosofía eleática, Antifonte es menos relativista que Protágoras y Gorgias: muy expresa es, en efecto, la oposición que él establece entre pensamiento (gnóme) y sen­sación (aísthesis), y entre verdad (alétheia) y

véanse —aparte Nomos und Physis, de Heinimann— los traba­jos de H . Diller, Dér griechische Naturbegriff, en Neue Jahrbü-cher für Antike und deutssche Büdung 2 (1939), pégs. 241-257, y de K. Deichgraber, Die Stellung des griechischen Arztes zur Natur, en Die Antike XV (1939), págs. 116-138.

8 6 Gorgias, como hemos visto, se mueve en ella.

u

146 La curación por la palabra

opinión (dócca). Pero lo decisivo en él sería, como he dicho, su resuelta apelación a la antítesis nó-mos-physis. El nomos es obra de la convención humana (homológesis); sus preceptos son arbitra­rios, artificiosos, como sobreañadidos (epítheta); opónese, pues, al libre desarrollo de la phy'sis del hombre. Ahora bien, todo esto acaba por ser no­civo. La physis tiene en su seno una última e inexo­rable «necesidad» (anánké physeos); la cual es de tal índole, que obedecerla —seguir los impulsos de la propia naturaleza— hace que el hombre se sien­ta gozosamente libre. «¡ Goza de la naturaleza, ríe, salta y no tengas nada por vergonzoso !», dice un personaje de Aristófanes (Nubes, 1.078), después de haber invocado la anánké physeos, y segura­mente influido por la misma mentalidad que el pensamiento de Antifonte expresa. Es verdad que el hoimbre puede, con sus caprichos y convenciones, contravenir los mandatos de esa «necesidad de la naturaleza» ; el ser humano es, en cierto modo, independiente de su phy'sis; pero quien los contra­venga, habrá de atenerse a las consecuencias, por­que la anánké de la physis subsiste inexorable. Lo conveniente —hacer lo conveniente (tb xymphé-ron) debe ser la regla suprema de la vida— con­siste, pues, en ser fiel a la physis y en librar a ésta de las coacciones perturbadoras del nomos. La de­valuación del nomos, desde los tiempos en que Píndaro llamaba nomos pharmákon o «ley de los fármacos» a su recta aplicación (Nem., I I I , 55), y veía a Zeus tras la «ley» o nomos de la ciudad (Pit., I I , 86), es sobremanera evidente. Algo gra­ve ha pasado en la vida griega para que se haya producido ese impresionante cambio.

De Homero a Platón U1

Pero en el pensamiento de Antifonte, ¿no hay acaso una contradicción interna y una peligrosa amenaza de hedonismo y libertinaje ? Al hombre le libera la necesidad (anánké physeós) y le a ta y avasalla lo que en su vida es libre convención (nomos), i Cómo es esto posible ? Y la entrega a la libre espontaneidad de la naturaleza, la rebel­día contra el nomos ¿ no conducirá, como en la co­media de Aristófanes, al más individualista y des­enfadado libertinaje ? Antifonte parece haber sos­pechado esta objeción, que Demócrito —aún sin haberla expresamente formulado— t ra ta rá acaso de salvar, distinguiendo una anánké verdadera y otra aparente en la t rama de la conducta de los hombres, y afirmando la humana necesidad de aña­dir «convenciones» razonables a los «impulsos» es­pontáneos.

Dejemos por ahora la solución de Demócrito, y vengamos a nuestro problema: la curación psico-terapéutica de los pesares y aflicciones de carácter morboso. El hombre puede actuar contra la «ne­cesidad» de su physis, y eso le t rae dolor; más también puede actuar según esa «necesidad», y eso le procura placer. Esto último es lo convenien­te (tó xymphéron). Pero ¿no hay acaso en la vida dos órdenes de «conveniencias», las que correspon­den a la physis y las que son regidas por el no­mos? Así lo cree Antifonte: «Lo conveniente, en cuanto lo preceptúan las leyes, es atadura de la naturaleza; es libre, en cambio, si depende de ésta. Pues, según el recto parecer, no es verdad que lo doloroso (ta algtfnonta) favorece más a la naturaleza que lo gustoso (ta euphrainonta); por consiguiente, tampoco será verdad que lo penoso

148 La curación por la palabra

(ta lypounta) sea más conveniente que lo placen­tero (ta hédonta). Lo en verdad conveniente no debe dañar, sino favorecer» (Diels, B 44, 4).

Importante párrafo. Antifonte echa en él por la borda la vieja enseñanza de Esquilo : aquel páthei mathos que postulaba la necesidad de sufrir para saber y, por tanto , para dar excelencia a la phy­sis. Establece, además, dos órdenes de «convenien­cias» : las verdaderas, atañentes a la phtfsis, y las aparentes y falsas que sugiere o impone el nomos; aquellas favorecen siempre y éstas acaban dañan­do. Contrapone, en fin, dos pares de afecciones : doloroso-gustoso y penoso-placentero. ¿ Qué sen­tido tiene este alarde expresivo ? Diels 87 pensó que el primer par de conceptos tendría un sentido cor­poral y el segundo un sentido anímico. Heinimann lo niega, porque la contraposición posee la estruc­tura formal de los juegos retóricos que Pródico había enseñado a u sa r ; pero se ve obligado a con­ceder que por debajo de la habilidad verbal hay ahora algo más, porque algynonta («lo doloroso») se refiere, en contraste con lypounta («lo penoso»), al dolor inmediatamente sentido y al cual reac­ciona la physis; esto es, al dolor que todavía so­lemos llaimar «físico». Diríase que «lo doloroso» es la reacción de la physis a lo que por modo directo es inconveniente para ella, y que «lo penoso» es el estado producido por lo que pareciendo conve­niente —siendo xymphéron según el nomos— aca­ba no siéndolo y dañando. Tal vez la distinción de Antifonte no esté muy lejos de la que Plutar­co establecerá entre los «pesares por naturaleza»

s r Intern. Monatschrift, 11 (1916), pág. 98.

De Homero a Platón 149

(lypoun physei) y los «pesares según la opinión» (lypoun dóxé) (peri euthym., c. 17).

Sea de ello lo que quiera, lo importante es saber cómo lo penoso puede ser eliminado de la vida. Antifonte cree que para tal fin hay una «técnica» (tékhne alypías); más aún, practica esa tékhné, informándose acerca de las causas de la aflicción y hablando al paciente en consecuencia. Actuan­do según las causas, la persuasión verbal logra eli­minar la pena del a lma: el pensamiento y la pa­labra del retórico sanador —su lógos— ordenan y racionalizan la vida anímica y corporal del afligi­do. «En todos los hombres —dice otro fragmento de Antifonte— la inteligencia (gnomé) rige el cuer­po, tanto en orden a la salud y a la enfermedad, como en todo lo demás» (frg. 2, Diels). Para el cobarde, «la enfermedad es una fiesta, porque así no va al trabajo» (frg. 57); mas para el que go­bierna razonablemente su vida, la enfermedad es ocasión para dominar y poner en orden el cuerpo haciendo lo conveniente; en último extremo, «ra­cionalizándolo» y «naturalizándolo» a la vez, some­tiéndole por un lado a los dictados de la inteligen­cia y reduciéndole por otro a lo que por naturaleza le conviene. También al problema de la curación puede ser aplicado un juicio de Stenzel sobre la doc­trina de Antifonte acerca de la realidad de la vida humana : «No hay en esa actitud una naturaliza­ción del logos, ni una racionalización de la natu­raleza, sino la inseparada unidad de una realidad eo ipso psicofísica» 88. Sobre esa «inseparada uni­dad» operaría la palabra del retórico, indicando al apenado el camino hacia la «racionalización» y

8S J . Stenzel, loe. cit„ col, 33,

150 La curación por la palabra

la «naturalización» de su vida y moviéndole per­suasivamente a recorrerlo.

Pero esto, ¿sería posible si el retórico no diese a la physis del paciente un nuevo nomos, una nueva «convención» vital creyentemente aceptada por él y más conveniente para su vida —más «natu­ral»— que aquella en que penosa y morbosamen­te vivía ? Con otras palabras : ¿ es posible para la physis del hombre existir sin convenciones, sin nómoi? ¿Acaso el hombre no es un ser física y constitutivamente «nómico» o «convencional» ? La liberación de los nómoi que propone Antifonte como recurso para la salud y el bien vivir del gé­nero humano, la vida «según la naturaleza» o katá physin, ¿no es por ventura un nomos nuevo, dis­tinto de aquel que tradicionalmente venía rigiendo en la ciudad griega y habían cantado Píndaro y Solón ? La cerrada enemistad del sofista contra la «convención» le impide ver esto. Detnócrito, en cambio, alcanzará a verlo y decirlo 89.

También Demócrito apela a la eficacia del lógos —en este caso, del lógos científico, del razonamien­to— para el tratamiento de la aflicción : «Expulsa

8 9 La obra de Antifonte —«incunable de la filosofía ática» ha sido llamada— demuestra claramente lo que hoy todos admi­ten : que las relaciones entre la sofística y la filosofía propia­mente dicha son bastante más complejas y matizadas de lo que permite pensar el cuadro pintado por Platón. Respecto de los temas aquí tratados, y además de los trabajos de Nestle, Jaeger, Th. Gomperz, Stenzel y Heinimann, ya consignados, puede verse la siguiente bibliografía : A. Diés, «Notes sur l 'HELENES ENKHOMION de Gorgias», Remie de plúlol. 37 (1913), páginas 192-206; H . Gomperz, Sophistik und Rhetorik (Lipzig, 1912); W. Süss, Ethos. Studien zur alteren griechischen Rhetorik (Leiuzig, 1910); W. Luther, Walirheit und Lüge im illtesten Griechentum (Leipzig, 1935); M. Untersteiner, I Sofisti (To-rino, 1940) y Sofisti. Testimoniavze c. frummcnti (Firenze, 1949).

De Homero a Platón 151

mediante el razonamiento (logismói) el rebelde pe­sar de un alma entumecida», dice una de sus sen­tencias (frg. 290, Diels). La sabiduría libra al alma de pasiones, como la medicina cura las enferme­dades del cuerpo (frg. 31). Sabe adettnás Demó-crito que hay tres géneros en la enfermedad: las enfermedades «de la casa» (oikou), las «del modo de vivir» (biou) y las «del cuerpo» (skéneos) (frg. 288). Genial concepto éste de la nósos biou o «enfermedad del modo de vivir» ; de ella pade­cerían los que en Corinto acudían al consultorio de Antifonte, y de ella padecen no pocos de los que hoy consultan a los psicoterapeutas. Mas ¿ para qué les consultan ? ¿ Para que el médico, median­te su técnica diagnóstica y su palabra, suprima de la physis del enfermo su adhesión a toda clase de nómoi y le enseñe a dominar libremente sobre ellos ? ¿ Para actuar, en suma, con arreglo a las doctrinas de Antifonte ?

Demócrito es más profundo. En el hombre, como en todos los seres vivientes, actúan los impulsos de la natura leza; pero un impulso —por ejemplo, el sexual— no es verdaderamente «humano» si no ha sido configurado por nómoi o convenciones, como las de pensar que la descendencia es venta­josa (frg. 278) o, por el contrario, que conviene tener pocos hijos (frg. 276). Muy general y clara­mente lo declara el fragmento 33 : «La naturaleza y la enseñanza son cosas análogas; la enseñanza transforma a los hombres, pero por esa transfor­mación crea naturaleza (pliysiopoiei).» De ahí que el sabio deba saber discernir entre las distintas «ne­cesidades» (anankai) de la naturaleza. Las hay, en efecto, muy profundas e inexorables, como la

152 La curación por la palabra

de vivir, y frente a ellas es necio no obedecer (frg. 289); mas también las hay superficiales y aparentes, y ante ellas hay que distinguir las que convienen y las que dañan (frg. 223, 284, 235), para arraigarlas más y más en la naturaleza me­diante la eficacia educadora y «fisiopoética» de nó-moi razonables, en el caso de las convenientes, y para eliminarlas enérgica y combativamente, en el caso de las nocivas. «Luchar contra el [propio] ánimo es cosa difícil; pero de hombres prudentes es lograr la victoria», dice Demócrito (frg. 236).

Parece seguro que Demócrito ejerció la medici­na. Una noticia de Aulo Gelio —rechazable para Diels, aceptable para Delatte— 90 le presenta como autor de un libro acerca de la curación de enfer­medades por la música, mas no es posible saber si el filósofo de Abdera puso en práctica su manda-imiento de expulsar las aflicciones del alma me­diante el razonamiento. Es seguro, en todo caso, que en sus escritos hubo un pensamiento capaz de explicar la psicoterapia verbal —con sus reales po­sibilidades y sus límites indudables— harto mejor que las doctrinas sofísticas de Gorgias y Antifon-

9 0 Les conceptions de V'enthousiasme..., págs. 74-78. Demó­crito es más filósofo y más tradicional que Antifonte. Su acti­tud ante el enthousiasmós y la manía —a la vez tradicional y «científica», en cuanto apoyada en su atomismo— lo demuestra muy claramente. Muy probable parece que Demócrito, como Delatte conjetura, interpretase también atomísticamente la acción medicinal de la música. Sobre el empleo terapéutico de ésta en la Antigüedad clásica, véase el trabajo de L. Edelstein Oreek Medicine in Its Relation to Religión and Magic, antes mencionado. La relación entre la retórica y la música ha sido recientemente estudiada por W. Gurlitt («Musik und íthetorik», Helicón, V, 1944, pág.s 67 sigs.) y A. Schmitz (Die Bildlichkeit der wortgebundenen Musik Johann Sebastian Bachs. Mainz, 1950),

De Homero a Platón 158

te. Pero mucho más amplia, sutil y profundamen­te que filósofos presocráticos y sofistas va a ha­blarnos en torno a la curación por la palabra al­guien que sobre todos ellos se levanta : el divino Platón.

CAPÍTULO I I I

LA RACIONALIZACIÓN PLATÓNICA DEL ENSALMO

En el año 1925 fué publicado en Viena un libro de indudable importancia en la historia de la medi­cina contemporánea 1. Al frente de sus páginas iba impreso un fragmento del Cármides platónico (156 d-157a), aquel en que Sócrates dice haber aprendido de un tracio, discípulo de Zamohds, que las dolencias del cuerpo no pueden ser curadas sin t ra tar , ante todo y sobre todo, el alma. «Pero el alma —termina diciendo el fragmento entonces transcrito— es curada con ciertos ensalmos». Fué grande, sin duda, el acierto de quien supo elegir ese texto : las páginas que subsiguen lo demostra­rán cumplidamente. Mas tan grande como su acier­to fué su insuficiencia, porque lo verdaderamente genial y decisivo del pensamiento de Platón acer­ca del tema aparece en otras partes del mismo diá­logo ; insuficiencia, conviene añadirlo, nunca re-

1 Psychogenese und Psychotherapie liirperUcher fiymptome, licrausg. von O, Schwaiv. (Wien. 192/;).

156 La curación por la palabra

mediada por los muchos médicos que desde enton­ces han copiado esas sibilinas palabras del filósofo ateniense.

Tampoco los filósofos han estudiado de manera plenamente satisfactoria la idea platónica del en­salmo o conjuro (epódé): ni el agudo Welcker, ni el concienzudo Pfister, ni Heiim, en su colección de textos 2, ni los autores que como Boy aneé y Dodds han escrito luego, de modo más o menos di­recto y detenido, acerca de la actitud de Platón ante la epódé.

Parece, pues, que un estudio de este problema desde doble punto de vista, histórico-cultural y médico, puede aportar todavía alguna luz al co­nocimiento de la antropología de Platón y de sus personales ideas en torno a la acción sanadora del médico.

I.—La palabra epódé y las con ella emparenta­das —los verbos epádó, katepádó y ewepádó, el ad­jetivo y el sustantivo epodos-— se hallan usadas en los escritos platónicos, si no yerra mi recuento, no menos de 52 veces 3 : 20 en el Cármédes, 2 en el Gorgias, 1 en el Menón, 2 en el Eutidemo, 1 en el Banquete, 5 en el Fedón, 4 en la República, 1 en el Fedro, 2 en el Teeteto y 14 en las Leyes. Esta enumeración demuestra con entera claridad que la idea de la epódé estuvo presente en la mente de Platón a lo largo de toda su vida de escritor, des­de los diálogos de su juventud hasta los de su ex-

2 Heim, «Incautamente mágica Graeca et Latina», Jahrb. f. Philol., Suppl. XIX. Los trabajos de Welcker y Pfister han sido reseñados en páginas anteriores.

3 La recopilación que ofrece el Lexicón de Ast es incom­pleta.

La racionalización platónica del ensalmo 157

trema vejez; mas no deja de ser curioso que la frecuencia mayor del empleo corresponda a una de sus primeras obras, el Cármides, y a la que pasa por ser la postrera, las Leyes. Veremos luego la re­lación que existe entre estas concepciones inicial y final del ensalmo.

Pero la necesidad de considerar cronológicamen­te la visión platónica en la epódé ha de acordarse desde ahora con otra, no menos importante, deri­vada del diverso sentido con que Platón va usan­do la palabra. Hay ocasiones en que el filósofo se limita a mencionar con ella, de un modo tradicio­nal y directo, los ensalmos o conjuros mágicos que desde los tiempos prehoméricos venía practicando el pueblo griego. La palabra es, en tales casos, mucho más denominativa o descriptiva que inter­pretativa, aun cuando su significación concreta no se halle totalmente exenta de un juicio de valor, positivo unas veces y negativo otras. Hay textos, en cambio, en los cuales es patente la intención interpretativa. El término no es usado entonces según su sentido directo y tradicional, sino con una original significación metafórica o analógica. En consecuencia, habrá que estudiar por separado estos modos de empleo de la palabra epódé, y ana­lizar luego lo que ella significa en los dos diálogos donde el esfuerzo constructivo de Platón es más concluyente, el Cármides y las Leyes.

Desde la epódé con que los hijos de Autólico cu­ran la herida de Ulises, la mención de este rito terapéutico es frecuente en la literatura griega; recuérdese lo dicho en el capítulo anterior. Trá­tase, como sabemos, de una fórmula verbal de ca­rácter mágico, de contenido variable, según los ca-

158 Lá curación por la palabra

sos, y recitada o cantada ante el enfermo para con­seguir su curación. Epodé, en consecuencia, signi­fica conjuro, ensalmo^ encantamiento o hechizo: «conjuro» cuando predomina en el rito una inten­ción imperante o coactiva; «ensalmo» cuando es la intención impetrativa o suplicante la que pre­valece*

Platón alude a veces con muy estricta sobrie­dad a estas epddaí tradicionales. Por ejemplo, cuando habla de cómo las parteras saben excitar o aliviar los dolores del parto mediante la recita­ción de ensalmos (Tee., 149 c), o cuando enumera los varios recursos terapéuticos del médico griego: medicamentos, cauterios, incisiones y ensalmos, epddaí (Rep., IV, 426 b). A la mera enumeración de la práctica mágica se añade en otros casos la expresión de una clara actitud de vituperio moral e intelectual. Así acaece en el libro I I de la Re­pública: en su alegato táctico en favor del vivir injusto, Adimanto menciona «los charlatanes y adivinos que van llamando a las puertas de los ri­cos y les convencen de que han recibido de los dio­ses el poder de borrar, por medio de conjuros rea­lizados entre regocijos y fiestas, cualquier falta que haya cometido alguno de ellos o de sus antepasa­dos» (Rep., I I , 364 b) 4. Todavía es más duro el ataque contra las epddaí mágicas en los últimos libros de las Leyes. Quienes engañan y menospre­cian a los hombres «pretendiendo que pueden evo-

4 La capacidad de la manía para borrar culpas y males de carácter hereditario es también mencionada, pero sin tono de vituperio, en Fecho, 244 e. Los textos de la República serán citados por la traducción de J. M. Pabón y M. Fernández Ga-liano (Platón. La República, Madrid, 1949).

Lia racionalización platónica del ensalmo 159

car las almas de los muertos y prometiendo sedu­cir hasta a los dioses, hechizándolos con sacrificios, plegarias y conjuros, kaí epódaisv (Leyes, X , 909 b), son condenados a incomunicación perpetua en la prisión central ; y lo son a muerte los adi­vinos (mántis) e intérpretes de prodigios (teratos-kópos) que tengan fama de perjudicar mediante invocaciones infernales, conjuros (epodais) y otras hechicerías (Leyes, X I , 933 d).

Con igual explicitud y univocidad se refieren a la epodé mágica otros textos de P l a tón ; pero en ellos apunta ya de un modo o de otro la intención metafórica o analógica que hemos de estudiar en el apartado próximo. Tal acontece en la alusión al ensalmo que se hace en Leyes, X , 906 b : las «palabras lisonjeras y plegarias encantadoras» a que ahora se alude son tanto ensalmos stricto sen-su como medios naturales de seducción. Y no me­nos evidente es el propósito de sacar a la epodé del turbio y condenable dominio de la superstición y la impostura cuando Sócrates, en el Banquete, la incluye entre las varias formas de lo demónico (tó daim-ónion): la mántica, los sacrificios, las ini­ciaciones, los ensalmos, la adivinación y la ma­gia (Banq., 201 e-203 a). En cuanto operación de-mónica, la epodé es una de las vías para la mutua comunicación de los dioses y los hombres. En tal caso, ¿ podrá ser declarada absolutamente ne­fanda ?

Una página del Eutidemo nos introduce resuel-taimente en el campo de la utilización metafórica o analógica del vocablo. Sócrates propone, en efec­to , una precisa clasificación dicotómica del arte de los ensalmos : en su sentido más estricto, ese arte

160 TAI curación por la palabra

consiste en encantar serpientes, tarántulas, escor­piones, otros animales y enfermedades; en otro sentido, es el de los hacedores de discursos (logo-poioí), y se dirige a los jueces, a los miembros de la Asamblea y a las multitudes para encantarlas y calmarlas (Eutid., 290 a). La palabra del ora­dor hábil es, pues, causa de encantamiento o de hechizo (kélésis), y por eso puede decirse que su arte es divino, inspirado por los dioses (289 e) s. Con ello el término epódé puede ser legítimamente aplicado a actividades humanas muy diferentes del tratamiento mágico de heridas y enfermedades. Así lo habían hecho ya, como sabemos, no pocos escritores del siglo v.

No es parvo el empleo que Platón hace de este hallazgo literario. En las más diversas ocasiones, con los más distintos motivos, los personajes de sus diálogos llaman epódé a la palabra psicológi­camente eficaz, a la expresión verbal virtual o real­mente persuasiva. En el Gorgias, con ocasión de una apasionada defensa de la ley del más fuerte, Calióles llama «ensalmadores», a los que con dis­cursos blandamente seductores persuaden a los ni­ños de que lo justo y lo bello consisten en no tener más que los otros (484 a) 6. Menón, por su parte, sostiene que Sócrates le llena de perplejidad con el

3 En el conjunto del texto hay, como observa L . Méridier en su edición (Les Señes Lettres, París, 1949), una pequeña con­tradicción. Después de afirmar que el arte de los discursos es una parte del arte de los ensalmos, se dice que «apenas es in­ferior a él» (289 e.), como si fuese distinto. El sentido es: el arte de los discursos y el de los ensalmos son partes de un mismo todo, y apenas una de esas partes es inferior a la otra.

6 Tal faena de persuasión sería inútil en el caso del hombre verdaderamente fuerte: ese hombre se rebelará contra la falsa educación, «echando por tierra nuestros escritos, nuestros sor-

La racionalización platónica del ensalmo Z61

«extremado ensalmo» de su dialéctica (Men., 80 a) : la dialéctica es así llamada epodé. Sócrates mis­mo, en el Fedro, después de haber aludido iróni­camente al arte oratorio de varios sofistas, ensal­za el poder verbal del «coloso de Calcedonia» —el sofista Trasímaco—, capaz de enfurecer a una mul­titud, y luego, sometidos los furiosos a sus ensal­mos, de calmarla (267 d). No menos claro es el sentido no mágico de la epodé en el Teeteto, cuan­do Sócrates, que antes ha recordado expresamen­te las epódaí de las parteras, llama mayéutica, arte de partear, a su personal arte de persuadir me­diante la palabra, y dice a su discípulo que con él le encanta y hechiza (157 c). Y así es como puede entenderse rectamente la propuesta de convertir en epodé el alegato que en la República intenta demostrar la acción nociva de la poesía: «en tanto la poesía no se haya justificado, hemos de oírla he­chizándonos a nosotros mismos con el razonamien­to que hemos hecho a modo de ensalmo, para li­brarnos de caer en un amor más bien propio de ni­ños y del común de los hombres» (Rep., X, 608 a).

Párrafo aparte merece la significación que la epodé ostenta en el Fedón. El temor a la muerte es en el fondo un temor infantil, afirma Cebes, después de la argumentación socrática. Por tanto —concluye Sócrates—, necesitamos ensalmarnos o encantarnos a nosotros mismos a diario hasta que nuestro ensalmo haya extinguido en nosotros ese temor (77 e). Es preciso, pues, buscar a toda cos­ta un encantador o ensalmador eficaz (agathbn

tilegios, nuestros ensalmos, todas nuestras leyes contrarias a la naturaleza...» (Qorg. 484 a.)

11

162 La curación por la palabra

epodón) contra tales terrores 7; o, lo que acaso sea más seguro entre hombres inteligentes, conver­tirse cada uno en el encantador de sí mismo (78 a). Sea, empero, uno u otro el caso, ¿cuál habrá de ser el texto del ensalmo ? Por boca de Sócrates, ya al borde de la muerte, Platón da su respuesta en las últimas páginas del diálogo : es un ¡mito, el lar­go y complejo mito del destino de las a lmas ; un mito en el cual acaso no creerán los varones a quie­nes suele llamarse «sesudos» o «de buen sentido» (noun ékhontes) pero sí los hombres capaces de arriesgarse. «Bello es este riesgo, en efecto, y en tal género de creencias hay como un ensalmarse a sí mismo», es la definitiva sentencia de Sócrates (144 d). El mito, un relato bello y suasorio, ac­túa como epodé contra la nociva puerilidad del temor a la muerte.

La epodé, que comenzó siendo conjuro o ensal­mo mágico, ha venido a ser razonamiento o relato contra el error o contra los afectos dañosos. ¿De qué índole es esa transposición semántica ? ¿ Es una simple ¡metáfora, como aseguran Boyancé s y Dodds 9, o algo más importante y profundo ?

Pa ra responder adecuadamente a esta interroga­ción cotmencemos por afirmar la existencia de una transición continua entre la metáfora y la analo­gía intrínseca. Una metáfora genuina es siempre algo más que una caprichosa asimilación verbal de

7 Sócrates, claro está, podría serlo de modo óptimo; pero Cebes y Simias se ven obligados a pensar en otro, porque el filósofo va a separarse de ellos.

8 Op. cit., pág. 36: «Fusage méme métaphorique du mot epodé».

9 Op. cit., pág. 226. Dodds habla textualmente de un «me-taphorical sense».

La racionalización platónica del ensalmo 163

dos realidades por completo dispares entre s í ; y así, cuando Jorge Manrique llama metafóricamen­te a las vidas huimanas «ríos que van a dar en la mar que es el morir», su expresión supone que en­tre la realidad de la vida humana y la realidad del río fluyente, tal y como el hombre las ve, hay una relación «real» y no puramente arbitraria. Yo di­ría, reduciendo la cuestión a fórmula escueta, que la metáfora es una analogía en que predomina la pars loquentis, y la analogía una metáfora en que predomina la pars reí. Cualquier ejemplo puede servir para convencerse de ello ; y, por lo tan to , también el uso que Platón hace de la palabra evo-dé 10. Un análisis del Cármkles y las Leyes va a demostrárnoslo con evidencia.

II .—A su vuelta de la batalla de Potidea, Só­crates se encuentra con el joven Cánmides en el gimnasio de Taureas y acepta el encargo de cu­rarle del dolor de cabeza que sufre. Sócrates, en efecto, conoce un remedio eficaz contra los dolo­res de cabeza : cierta planta, a la cual es preciso añadir una epodé, un ensalmo. Para explicar al muchacho la potencia o virtud de este ensalmo, le recuerda que los buenos médicos curan siempre las dolencias de las partes atendiendo taimbién, mediante un régimen adecuado, a la totalidad del cuerpo, diaíta epi pan tb soma 11. Pues bien, la

1 0 Acerca del problema de la analogía y la metáfora, véase: Ortega y Gasset, Obras completas (Madrid, 1946-47), I , 448-451; I I , 379-392; I I I , 372-375, y VI , 256-261; B. Snell, «Gleich-nis, Vergleich, Metapher, Analogie», en Die Entdeckung des Oeistes, 3.a e c j . (Hamburg, 1955), y mi estudio «Poesía, ciencia y realidad», en Palabras menores (Barcelona, 1952).

1 ' En Leyes, X, 902 d, subrayará Platón, complementaria­mente, el imperativo del cuidado de la par te : «Un médico en­cargado de cuidar el todo (hólon) y que quiere y puede ocu-

164 ha curación por la palabra

aplicación del ensalmo obedece a este mismo prin­cipio, si bien llevándolo hasta sus últimas conse­cuencias. «Yo lo aprendí —dice Sócrates— en el ejército, de un médico tracio, uno de esos discí­pulos de Zamolxis que, según ellos afirman, hacen inmortales a los hombres. Este tracio me dijo que los médicos griegos tienen razón hablando así; pero Zamolxis, nuestro rey, que es un dios —añadió—, enseña que así como no es lícito curar los ojos sin curar la cabeza, ni la cabeza sin curar el cuerpo, así tampoco el cuerpo puede ser curado sin curar el altma, y que ésta es la causa' por la cual entre los griegos son impotentes los médicos frente a la mayor parte de las enfermedades, porque descono­cen el todo sobre el que debiera actuar su cuida­do, y con cuyo malestar es imposible que una par­te pueda estar bien. Pues todo, decía él, así lo bueno como lo malo, brota del alma, para el cuer­po y para el hombre entero, y fluye desde ella como del cuerpo los ojos; por lo cual es ella la que, ante todo y sobre todo (kai 'protón ha\ má-lista), hay que tratar, si se quiere el bienestar de la cabeza y de todo el cuerpo. Pero el alma, oh bendito, me dijo, es curada con ciertos ensalmos (epódais tisin)-» (Carm., 156 d-157 a). ¿En qué consisten estos ensalmos, capaces de curar el alma ? Por boca del Tracio y de Sócrates, Platón da una respuesta breve y clara: tales ensalmos son «los bellos discursos», tous lógous eínai tous kaloús. «Mediante ellos nace en las almas templanza, só-phrosyne, y, una vez engendrada y presente ésta,

parse de los grandes conjuntos, pero que descuida las partes y 1P° detalles, ¿verá acaso el todo fió pan) en buen estado?».

ha racionalización platónica del ensalmo 165

es fácil ya procurar la salud a la cabeza y al res­to del cuerpo» (157 a) 12.

El primer término de la respuesta no pasa de repetir una vez más lo que en el apartado anterior se nos ha dicho : que los bellos discursos, los dis­cursos bien aderezados y capaces de persuadir, son epodaí, ensalmos del alma. El secundo término, en cambio, añade una importante novedad, en cuanto nos descubre el pensamiento platónico acerca de la acción psicológica de estas metafóri­cas o analógicas epodaí que son los discursos per­tinentes y bellos ; esa acción consiste en producir sóphrosyne 1S. Lo cual plantea a Sócrates el pro­blema de saber y decir con precisión qué cosa es en sí misma la virtud a que los griegos dieron nom­bre tan bello.

Pero, antes de conocer el resultado de tal pes­quisa, bueno será recoger ordenadamente las va­rias indicaciones del tracio zamolxida acerca del buen empleo del ensalmo contra el dolor de cabe­za. Tres parecen ser principales : 1.a El ensalmo y el medicamento vegetal deben ser usados con­juntamente : para que la planta sea remedio (phár-

1 2 No es posible expresar con una sola palabra castellana el conjunto de notas intelectuales, éticas y estéticas que encierra el concepto griego de sophros'fjné. Decir «templanza», con la tradicional enumeración de las virtudes cardinales, no es bas­tante, como tampoco lo es decir «serenidad». Con la misma im­posibilidad topan las restantes lenguas modernas. Por eso me he decidido a emplear sin traducción el término griego.

13 Ya Píndaro había dicho (Nem., IV, 1-6) que la eiiphro-afina es el mejor médico de las penalidades duraderas; «las sa­bias hijas de las Musas, las canciones, saben encantarlas (thél-xan) con la suave caricia de su mano, y el agua caliente no da a nuestros miembros tanta ligereza como los elogios acordados a los sones de la lira». Es patente la comparación entre la ac­ción de la palabra y el efecto del masaje y el baño termal.

166 La curación por la palabra

makon) ha de serle añadido el ensalmo (155 e ) ; es ahora un error muy extendido entre los ham­bres, dícese luego, querer ser separadamente mé­dicos del alma y del cuerpo (157 b). 2.a La prác­tica del ensalmo debe ser anterior a la adminis­tración del medicatmento: «sin el ensalmo, para nada sirve la planta» (155 e ) ; «que nadie te per­suada a t ra tar su cabeza con el fármaco si antes no ha presentado su alma para que tú la cures con el ensalmo» (157 b). 3.a El ensalmo, por tanto, no puede actuar si el enfermo no ha «presentado» u «ofrecido» su alma (paraskhein) a quien con aquél haya de t r a t a r l a : «Y si tú quieres, conforme a las prescripciones del extranjero, presentar previa­mente tu alma para que ella sea encantada con los ensalmos del Tracio, te daré el fármaco para la cabeza ; si no, querido Cármides, no sé lo que puedo hacer por ti» (157 c) 14.

La epddé terapéutica, en suma, es un lógos ka-lós, un «bello discurso» ; éste es eficaz producien­do en el alma sophrosyne; en consecuencia, la po­sesión de sophrosyne es condición previa para la operación sanadora de la epódé. ¿ Qué es, enton­ces, la sophrosyne? ¿La posee ya en su alma Cár­mides, o bien hay que procurársela por imedio del ensalmo ? «Si la sophrosyne está ya en ti y en medida suficiente no necesitas ni de los ensalmos de Zamolxis ni de los de Abaris el Hiperbóreo, y puedo darte en seguida el medicamento para la cabeza ; pero si estimas que te falta algo de ella,

1 4 Es posible añadir una cuarta indicación, consignada en la República: si el enfermo, por indocilidad, no quiere abandonar un régimen de vida nocivo, para nada servirán los medicamen­tos ni las epódai (Rep., IV, 425 e-426 a).

ha racionalización platónica del ensalmo 167

debes someterte al ensalmo antes de la adminis­tración del fármaco» (158 b-c). Y si en el alma de Cármides existe ya la sóphrosyné, ¿ será capaz el joven de expresar certera y precisaimente lo que ella es ?

El cuerpo del diálogo es una respuesta a estas tres interrogaciones. En su coloquio con Cármides y Critias, Sócrates t ra ta de saber lo que es la só-phrosijne, si ésta existe en el alma de Cármides antes de recurrir al ensalmo y si el muchacho po­see una idea suficientemente clara de tal virtud. Sea o no necesario en este caso el empleo de la epóde, el imperativo de la «presentación» del alma por el paciente es así expresa y metódicamente cumplido.

El resultado de la investigación socrática no es terminante. Las varias definiciones de la sóphro­syné que sucesivamente van apareciendo —«ha­cer todo con buen orden y con sosiego» (159 b), «sensibilidad al pudor» (160 e), «hacer cada uno lo que le es propio» (161 b), «práctica del bien» (163 e), «conocimiento de sí mismo» (164 d) , «la única que entre todas las ciencias tiene por objeto a sí misma y a las demás» (166 e), «ciencia de la ciencia y de la ignorancia» (169 a)— no resisten la presión de una crítica fina y r igurosa; en el mejor de los casos, son meras aproximaciones a la esencia de aquella virtud. «Henos aquí derro­tados en toda la línea —confiesa Sócrates— e in­capaces de descubrir a qué dio el nombre de só-phrosy~ne el legislador del lenguaje» (175 b) ; y lo que es peor, arrastrados por la fuerza del razona­miento a la conclusión de que la sóphrosyné no sirve para nada (175 d).

1«8 La curación por la palabra

i Qué puede y debe hacerse en tal trance ? ¿ De­clarar que el ensalmo del Tracio no tiene valor al­guno ? Sócrates prefiere considerarse «mal busca­dor» y seguir creyendo que la sóphrosyne es un gran bien (175 e). Muchos años más tarde, ya al término de su vida, afirmará Platón que la só-phros'yne, existente también en los animales y en los niños, debe ser considerada como forma irra­cional de la virtud (Leyes, VI, 710 a) l s . La vir­tud humana puede ser irracional; ciencia y vir­tud no son términos interconvertibles. Con ello Platón, discípulo y continuador de Sócrates, se aparta resueltamente del pensamiento socrático 16.

Cármides, a su vez, se entrega confiadamente al proceder de su maestro : cree en la bondad y en la utilidad de la sóphrosyne, aunque su razón no sea capaz de demostrarlas, y confiesa sin re­servas su necesidad de ella : «estoy bien cierto de necesitar mucho el ensalmo, y nada por mi parte impedirá que yo sea ensalmado por t i todos los días, hasta que tú digas que es bastante» (176 b), dice a Sócrates, y esa decisión —«ofrecerse para ser encantado por él» (176 b)— es para Critias, tu-

l s Lo cual no es óbice para que algunos hombres especial­mente dotados y educados puedan tener un conocimiento inte­lectual de lo bello y lo bueno. Tal es el caso de los nomophfflahes o «guardianes de las leyes». Acerca de lo bello y lo bueno, es­tos «guardianes» deben conocer «no solamente lo que es múl­tiple, mas también lo que es uno» (Leyes, XII , 966 a). El pro­blema de la masa y la minoría queda así enérgicamente plan­teado por Platón.

1 6 Por lo menos, del radical intelectualismo ético del Só­crates a que tópicamente se refieren los autores. El Sócrates que nos presentan Platón y Jenofonte fué todo menos un «intelec-tualista puro». Véase Vida de Sócrates, de A. Tovar (Madrid, 1947),

La racionalización platónica del ensalmo 169

tor del joven, la mejor demostración de que en el alma de éste existe la sophrosijné.

A la vez que una discusión en torno a la só-phrosyné, el Cármides es un poderoso esfuerzo por racionalizar la epodé. La «fuerza» de ésta, su dy-namis, no le viene ahora de una virtud mágica ; esa «fuerza» no es un orenda manejable por hom­bres especialmente dotados para ello, chamanes, magos o hechiceros, sino algo natural e inherente a la palabra misma, cuando la palabra es idónea y bella. Gorgias y Antifonte habían iniciado el ca­mino. Los textos de las Leyes en que aparece el término epódé van a conducirnos hasta el límite de ese empeño racionalizador de Platón.

El sentido traslaticio, no directamente mágico de la voz epódé, es frecuente en las páginas de las Leyes. Encantar con palabras o ensalmar, epá-dein, es a veces, como en tantos pasajes ya cita­dos, usar de la expresión verbal con eficacia per­suasiva : el Ateniense se propone «encantar» a Cli-nias para convencerle de algo (VIII , 837 e ) ; la aducción de ejemplos suasorios es llamada en otra ocasión epádein (XI I , 944 b) ; en orden a la polí­tica de los enlaces matrimoniales, se proclama la necesidad de recurrir al ensalmo —esto es, a la palabra eficaz— «para persuadir a cada uno de que ha de dar más importancia al equilibrio de los hijos que a una igualdad de alianzas jamás sa­ciada de riquezas» (VI, 778 d) ; la creencia en Dios va naciendo por persuasión paulatina en las almas de los niños que «oyeron cantar a sus nodri­zas y a sus madres relatos encantadores, epddal, a veces placenteros y a veces graves» (X, 887 d).

Otras veces se llama epódé a todo recurso ver-

170 La curación por la palabra

bal, relato o canto, que sirve para educar el alma de los jóvenes. Así acaece en I I , 659 e ; I I , 665 c ; I I , 670 e ; VII , 812 c. La acción sugestiva de la ¡música acrecienta sin duda la eficacia «encanta­dora» de la palabra ; también la fuerza de la epo-dé crece aus dem Geiste der Musik, como Nietz-sche diría ; ¡mas nunca deja de ser decisiva la ope­ración de aquello que se recita o can ta : «todos los coros, en número de tres, dice el Ateniense, deben encantar (epádein) las almas de los niños mientras son jóvenes y tiernas, diciendo todas las cosas bellas (hala pánta) que ya hemos expuesto» (II , 664 b). La relación de estas kala pánta con los lógoi kaloí del Cármides es por demás evi­dente.

Un texto del libro X nos permite conocer más precisamente la idea platónica de esas kala pán­ta. Trátase de convencer a los disputadores o er-gotistas de la providencia de los dioses respecto de las cosas pequeñas y de la ordenación de éstas dentro del bien del conjunto a que pertenecen, y el Ateniense manifiesta la conveniencia de añadir a la discusión «mitos encantadores», relatos o his­torias " de fuerza persuasiva suficiente (X, 903 b). La discusión (dialégein) obliga o fuerza (biázes-thai) mediante argumentos o razones (tois lógois) a confesar el error y a reconocer la verdad ; la narración de un «¡mito encantador», en cambio, es capaz de persuadir (peíthein) a la aceptación fa­vorable (apodékhomai) de aquello que puede y debe creerse (X, 903 a) 1S. No son otras, como vi-

1 7 «Este mito (mijthos), este relato (lógos), o como sea ne­cesario llamarle», se dice en IX, 872 d.

1 8 A. Diés relaciona justamente esta oposición entre el mito

La racionalización platónica del ensalmo 111

mos, la función y la significación que en el Fedón posee el mito acerca del destino de las almas. Tam­bién Platón rinde tributo al poder de Peitó, dio­sa de la persuasión. El mito mueve el ánimo a recibir solícita y creyentemente aquello que la ra­zón del hombre —o la razón de «tal» hombre— no es capaz de demostrar con argumentos lógicos evi­dentes e irrefragables 19. Con ello la epodé alcan­za el ápice de su valor.

Examinemos ahora en su conjunto el pensamien­to de Platón acerca del ensalmo. El hecho de lla­mar epodé a la expresión verbal persuasiva, ¿ es, acaso, no más que simple metáfora ? La epddé-ensalmo mágico y la e^ocfó-palabra suasoria, ¿son términos totalmente equívocos entre sí, con ho-monimia semejante a la que existe entre gato-ani­mal felino y gato-aparato mecánico para levantar pesos ? El empleo del mismo nombre para desig­nar realidades tan distintas, ¿ es tan sólo una in­geniosa arbitrariedad del gran escritor Platón ?

No lo creo. La metáfora de Platón es también, en cierta medida, verdadera analogía. La asimi­lación nominal de esas dos realidades tiene un fir­me fundamento in re, susceptible de ser reducido a las dos siguientes notas: una y otra epódé son

y el argumento con la que el propio Platón establece entre el preámbulo de la ley y la ley misma, y entre la persuasión y la necesidad (Leyes, IV, 722 c) .

1 9 Cf. Boyancé, op. cít., págs. 155-165; L . Edelstein, «The Function of the Myth in Plato's Philosophy», en Journal of the History of Ideas, X (1949), págs. 463 y sigs., y J . Marías, «Introducción a Platón», en Platón. Pedro, trad. de María Araujo (Buenos Aires, 1948), págs. 93-96. Como se ve, Platón distingue muy resuelta y expresamente entre la «evidencia ló­gica» y la «evidencia mítica»; y después de haber combatido a Gorgias, da a Gorgias su parte de razón.

172 La curación por Zo palabra

expresiones verbales ; una y otra pretenden pro­ducir y producen de hecho una modificación real y efectiva en el alma de aquel sobre que actúan. En la epod^-ensalmo mágico hay una par te con­siderable de superstición y superchería, contra la cual se rebela lúcida y expresamente el filósofo y legislador Platón (Leyes, X , 909 b ; X I , 938 d ; Rep., I I , 364 b ) ; pero ello no es óbice para que su audición, cuando es creyentónente recibida, opere de modo real sobre el estado anímico —me­jor aún, psicosamático— del oyente. Es lo que hoy solemos llamar «sugestión» o «acción sugestiva». La epode-ccbello discurso» o epode-mito, en cam­bio, no sólo actúa sugestivamente cuando el oyen­te creía ya en ella, sino que por la virtud natural de su forma y de su contenido (entonación musi­cal, índole y significación de su texto) es capaz de suscitar persuasivamente una creencia nueva en el alma de quien la escucha o de hacer más intensas las creencias que en la intimidad de éste ya exis­tieran. Tales son el genus proximum y la differen-tía specifica de una y otra epddé y, por lo t an to , la verdadera razón de la analogía entre ellas.

En uno y otro caso —pero de manera eminente en el segundo, el de la epodé-«hello discurso» o epodé-mito—, la modificación real del alma del oyente consiste en la producción de sdphrosyne; taxativamente lo dice el Cármides (157 a). Bajo la acción de la palabra «encantadora», el alma del oyente —y consecutivamente su cuerpo, en la me­dida en que ello es posible— se serenan, esclare­cen y ordenan, se hacen sóphrones, se «sofroni-zan», si se admite tan expresivo neologismo. Y todo ello de una manera estrictamente «natural»,

La racionalización platónica del ensalmo 17S

por la virtud que de suyo tiene lo que se dice y por la disposición personal de quien oye eso que se le dice 20. Platón se halla ahora a cien leguas de la magia o hechicería en sentido estricto, de la ne­fanda goeteía.

A esto es a lo que llamo «racionalización del en­salmo». Pero la palabra «racionalización» debe ser entendida aquí cum grano salis. En ¡modo alguno piensa Platón que la acción «encantadora» de un bello discurso o de un mito sea por completo inte­ligible mediante las razones discursivas de la men­te humana; que sea una idea «clara y distinta», como siglos más tarde se dirá. La epódé «raciona­lizada» actúa engendrando sóphrosijne, virtud que, como sabemos, dista mucho de ser para el hombre un hábito plenamente racional; el «bello discurso» y el «mito», a diferencia del «argumen­to» racional, operan sobre el alma suscitando en ella persuasiones y, a la postre, creencias, las cua­les nunca son enteramente reducibles a la estricta razón; la epódé filosóficamente aceptable perte­nece, en suma, a «lo detmónico», esto es, a lo que pone en mutua relación a los hombres y a los dio­ses (Symp., 202 e-203 a). Como hay adivinos fal­sos y adivinos verdaderos (Carm., 173 c), hay tam­bién epddoí falsos y epódoí verdaderos. A este se­gundo y salutífero género de «ensalmadores» o «en­cantadores» quieren pertenecer Sócrates y Platón cuando relatan sus mitos educativos; y bajo la ocasional e innegable ironía de su discurso, uno y

2 0 «Siendo el alma de tal género y de tal género los discur­sos, [el arte oratorio] enseña cuál es la causa en cuya virtud éstos producen en un alma la persuasión y la incredulidad en otra» (Ftdro, 271 b).

in La Curación por la palabra

otro hablan muy seriamente convencidos de ayu­dar a una real «divinización» de los hombres que con buen ánimo les sigan 2 I . Sea más o menos hu­mana y racional la sophrosyne 22, el sdphrón es siempre hambre bienaventurado, makários (Carm., 175 e).

La salud anímica de un hombre, condición de su salud somática y necesario presupuesto para la recta administración de cualquier medicamento, consiste, pues, en el buen orden de las dos partes principales de su alma : aquella en que predomina lo racional o lógico, modificable por la acción de la dialéctica, y aquella otra en que prepondera lo irracional o creencial, susceptible de educación o psykhagogía (Fedro, 261 a-271 c) por el encan­to persuasivo de la epddé, el «bello discurso» o el «mito». Este dualismo psicológico de Platón, sub­yacente a la tan conocida tripartición del alma en la República y en el Timeo, no excluye el ca­rácter divino de la actividad de entrambas partes de la vida anímica; podría decirse, incluso, que para Platón el hombre es «divinamente uno». La theoría, forma suprema del ejercicio de la inteli­gencia, diviniza al hombre : «por convivir con lo divino y ordenado —léese en la República— el

2 1 Decía Sócrates, según el testimonio de Jenofonte, que sus amigos y discípulos le seguían día y noche para aprender de él phíltra y epodaí (Mem., I I I , 11, 16 s).

2 2 «Por su belleza, la manía (se. la manía no patológica) es superior a la sophrosyne; aquélla viene de Dios, esta otra es obra de los hombres», léese en el Fedro (244 d). Cabría decir que, para Platón, la manía es divina por «infusión» de la divi­nidad, y la sophrosyne por «aspiración» hacia ella. Acerca del origen social de la sophrosyne, véase A. ,T. Festugiére, Con-templation et vie contemplative selon Platón (París, 1986), pági­na 183.

La racionalización platónica del ensalmo l ío

íilósofo se hace todo lo ordenado y divino que pue­de serlo un hombre» (VI, 500 c-d) 2 3 ; y otro tan­to cabe decir, como sabemos, de la epodé no su­persticiosa, de la creación poética y de todas las prácticas y modos de vivir que Platón llama «de-mónicos» 24. En todos los órdenes de la existen­cia, los racionales y los creenciales y afectivos, la perfección humana consiste en homoíósis theó o «asimilación del hombre a Dios» (Téet., 176 a-b).

Vengamos ahora al problema de la epodé tera­péutica. ¿Cuándo esta epodé dejará de ser supers­ticiosa y mágica ? ¿ Cuándo no será «ensalmo» o «conjuro», en el sentido estricto de estas pala­bras ? Creo que la respuesta de Platón puede ser lícitamente formulada as í : una epodé será filo­sóficamente aceptable y médicamente eficaz cuan­do alcance la condición de lógos kalós, «bello dis­curso», y cuando el enfermo la reciba habiendo previamente «ofrecido», «entregado» o «presenta­do» su alma. Lo cual nos plantea el problema de saber cuándo el «discurso» del terapeuta es real y verdaderamente kalós, «bello», y en qué consiste eso de «presentar», «entregar» u «ofrecer» el alma.

Para que la palabra del médico sea persuasiva y engendre sophrosyne es preciso, ante todo, que se adecúe finamente a la índole y al estado del

2 3 No sería difícil acumular textos análogos a éste. Acerca del tema, véase el libro de A. J . Festugiére antes mencionado.

2 4 Platón no es un intelectualista «puro», mas no por ello deja de ser intelectualista. Quien lo dude, lea en Fedro, 248 d-e, la diversa jerarquía en la ordenación de las almas humanas: el íilósofo y el amigo de la belleza ocupan el primer lugar; el adivino y el participante en ritos de iniciación, el quinto; el poeta, el sexto. Sobre el problema del racionalismo de Platón, véase el cap. «Plato and the Irrational Soul» del libro de Dodds antes mencionado.

lf« La curación por la palabra

alma del enfermo. El precepto general que el Fe-dro establece para el buen orador —«saber de cuántos aspectos es capaz el alma» (271 d)— no puede dejar de ser válido en el caso del «orador-médico» ; tanto menos cuanto que, según el mis­mo diálogo, hay un estrecho paralelismo entre la medicina y la retórica (270 b). Desde el punto de vista de la acción terapéutica, el lógos del médico será kalós cuando su contenido y su forma se ha­llen rectamente ordenados a la peculiaridad y a la situación del alma del paciente.

Mas ya sabemos que la «presentación», «entre­ga» u «ofrecimiento» del alma es requisito previo para la operación de la epodé. No menos de tres veces lo advierte el Cármides, y siempre con la misma palabra, como si ésta —el verbo parékhó— tuviese aquí condición de término técnico (157 b, 157c, 176 b). ¿En qué consiste, pues, esa parás-khesis del alma, sin la cual no puede alcanzar efi­cacia la palabra del médico ? Nada nos dice de ello Platón; mas no parece que Cármides pueda «ofrecer» su alma a la epodé (157 b) o a Sócrates (176 b) si ese acto psicológico no lleva consigo dos cosas : por una parte, la creyente confianza pre­via del joven en la eficacia de la epodé con que van a tratarle y en la idoneidad del médico para que esa epodé sea en su boca lógos kalós; y, por otra, cierta expresión de sí mismo, mediante la cual logre el terapeuta conocer la peculiaridad y la situación del alma que le «ofrecen». Cuando, interrogado por Sócrates, habla Cármides de sí mismo y de su personal opinión acerca de la só-phrosyné, su conducta viene a ser un incipiente y anticipado cumplimiento de lo que al fin del

ha racionalización platónica del ensalmo VIH

diálogo le ordena Critias : que se entregue u ofrez­ca a Sócrates para ser ensalmado por él. El dis­cipulado filosófico al lado de Sócrates es a la vez causa de progreso intelectual (157 c), fuente de sóphrosyne y condición previa para un tratamien­to terapéutico eficaz.

¿ Qué es, entonces, la salud humana ? Para Pla­tón, algo anas que la isonomía ton dynámeón o «equilibrio de las potencias» de Alcmeón, y que la eukrasía o «buena mezcla» de los hipocráticos. En un célebre paso del Fedro —coincidente, por lo de­más, con la común opinión de Sócrates y el tra-cio zamolxida en la página del Car-mides antes co­mentada—, Platón atribuye a la medicina hipo-crática una preocupación exclusiva por la salud del cuerpo (270 b-c). Por eso él, Platón, quiere pro­ceder en su investigación pros tó Hippokrátei, «más allá de Hipócrates». La salud del hombre entero, lo que cada hombre llama, sin necesidad de otras precisiones, «mi salud», es algo más que eukrasía somática. Requiere que el alma posea un ordenado sistema de «persuasiones» o «conviccio­nes» (peithó) y de «virtudes» intelectuales y mo­rales (aretaí) (Fedro, 270 b ) ; requiere, en suma, la sóphrosyne que el «bello discurso» de Sócrates debe producir en el alma de Cármides. Pueda o no pueda ser reducida a una definición racional la esencia de la sóphrosyne, ¿ qué es ésta, descrip­tivamente considerada, sino un conjunto de creen­cias, saberes, apetitos y virtudes bella y ordena­damente combinados entre sí (kosmíós)? (Carm., 159 b). Cuando el hombre se halla gozando de una salud plena y verdaderamente «humana», su eu­krasía descansa y florece psicológica y metafísica-

12

178 La curación por la pal-abra

mente, si vale hablar así, en el buen orden de ese conjunto de hábitos anímicos 2 5 ; de tal manera, que el desorden de éstos corrompe de algún mnodo aquella «buena mezcla» de humores y potencias corporales que es la eukrasía e impide que los me­dicamentos puedan ejercer sobre el cuerpo toda la acción terapéutica de que son capaces 26. Tal es el sentido platónico y real de la necesaria prece­dencia temporal de la epódé sobre la administra­ción del phármakon, tan expresa e insistentemen­te proclamada por Sócrates en el Cármides.

Obsérvese la sutileza y la profundidad del pen­samiento de Platón. Cuando se t ra ta de la physis del hombre —viene a decirnos—, la salud, vida kata physin, debe ser también vida kata, peithó, actividad psicosomática en la cual las creencias fundamentales de la existencia genérica e indivi­dual se hallen en buen orden psicológico y mo­ral (Rep., X , 618 b). La salud no es indiferente

2 5 La constitutiva participación del alma en el estado de salud ha sido afirmada por Platón, directa o indirectamente, un copioso número de veces. Me conformaré con referir a Gorg., 526 d ; Fedón, 89 d ; Rep., I I I , 408 e ; FU., 63 e ; Leyes, XI I , 960 d ; Ep., X, 358 c. El sentimiento placentero de la salud y el de la sophrosijne (tou sophronein) acompañan a la virtud como a un dios su cortejo, dice el bello texto del Filebo.

3 6 La acepción usual de la palabra «platónico» —amor pla­tónico, admiración platónica— tiene poco que ver con el ver­dadero Platón. Al erds platónico pertenece también la pro­creación sexual, esto es, una operación estrictamente corpo­ral e instintiva (Banq., 206 a-e). Otro tanto cabe decir de la sopliros-yue, aunque sea virtud del alma. El cuerpo no es y no puede ser ajeno a ella, al menos antes de la muerte. Sin sophrosijné no hay salud. ¿Es posible, sin embargo, la coinci­dencia de la sophros^né y la enfermedad corporal? Platón no se plantea expresamente este problema. Siglos más tarde, el Cristianismo dará a mi pregunta una terminante respuesta afir­mativa.

La racionalización platónica del ensalmo 179

a la relación del hombre con la divinidad, y esto no sólo por el hecho de ser Hygíeia una diosa. Por eso la epódé racionalizada, el lógos halos del médico, es una operación demónica, pertenecien­te por modo esencial a la relación del hombre con los dioses (Banq., 203 a ) ; y esa constitutiva per­tenencia de la persuasión y de la creencia a la salud humana —peitho, «persuasión», y pistis, acreencia», son palabras que, como sabemos, tie­nen la misma raíz— es también lo que exige del paciente, frente al médico, la honda y creyente confianza con que Cármides debe entregarse u ofre­cerse (parékhein) a la acción del ensalmo socrá­tico 27.

Con ello Platón se convierte sin sombra de duda en el inventor de una psicoterapia verbal riguro­samente técnica. Gorgias y Antifonte no pasan de ser «prehistoria» al lado de Platón. Gracias al vi­goroso y sutil empeño racionalizador de éste, la vieja epódé terapéutica, el ensalmo o conjuro má­gico de los tiempos arcaicos, queda resuelta en tres elementos muy distintos entre s í : el mágico, el racional 28 y el impetrativo. El elemento mági­co, acre y resueltamente combatido por Platón, será el único que perdure en las epódaí de la me­dicina supersticiosa 29. El elemento racional, inci­piente como pura e indiferenciada acción sugesti-

2 7 Las actuales doctrinas psicoanalíticas acerca de la rela­ción entre el médico y el enfermo no son otra cosa que una elaboración más o menos unilateral de ese parékhein platónico.

2 8 Racional, pero con las salvedades que respecto al sentido de esta palabra impone la peculiar índole del racionalismo de Platón. Recuérdese lo antes dicho.

2 9 Alguna acción real de carácter sugestivo hay también en ellas. Baste recordar la tan conocida cura de las verrugas cu­táneas mediante ensalmos mágicos.

180 La curación por la palabra

va en la epódé arcaica, adopta la forma de lagos kalós y se hace psicoterapia técnica. Técnicamen­te empleada, la palabra actúa por lo que ella es, por la virtud conjunta de su propia naturaleza y la naturaleza del paciente, no por obra de nin­guna potencia mágica. El elemento impetrativo, en fin, pervivirá en forma de eukhé o plegaria a los dioses. La famosa plegaria de Sócrates a Pan (Fedro, 279 b-c) contiene implícitamente una pe­tición de salud, y es seguro que también la con­tendría la oración que el filósofo elevó a Helios en el campo de batalla de Potidea (Banq., 220 d).

III.—No quedarían completas estas reflexiones sobre la concepción platónica del ensalmo sin es­tudiar con algún pormenor la relación que dentro del pensamiento de Platón pueda existir entre la epódé y la kátharsis. ¿Acaso el encantamiento verbal y la purificación no han ido indisoluble­mente juntos desde los tiempos más antiguos de la cultura griega ? «Orfeo —escribe Boyancé— es esencialmente un encantador, y porque es un en­cantador es también un cataría» 30. En un poema de Valerio Flaco, el adivino Mopso entona un carmen lustrificum para librar a los Argonautas de la impureza que sobre ellos ha hecho caer el asesinato del rey Cízico y de su pueblo 31. Pues bien : si el ensalmo purifica, <¡ cuál es, según Pla­tón, la relación existente entre la epódé y la ká­tharsis?

La idea platónica de la kátharsis ha sido muy

a» Op. cit., pág. 88. 3 1 Boyancé, «Un rite de purification dans les Argonautiques

de Valérius Flaccus», en Reme des Mudes latines, 1885, pági­nas 107-186.

La racionalización platónica del ensalmo 181

estudiada en los últimos años 33. No parece per­tinente exponer aquí, ni siquiera en sucinto ex­tracto, el contenido de cada uno de tales estudios. Me contentaré con indicar, siguiendo a Moulinier, que la idea de la kátharsis ocupa un lugar esen­cial en el corazón .mismo del pensamiento plató­nico. De ahí que para resolver con alguna preci­sión el problema que ahora importa —la relación entre la epódé terapéutica y la kátharsis, tal y como Platón las entiende— sea necesario deslin­dar previamente los diversos sentidos con que esta última palabra es usada en los escritos del filósofo.

Estos sentidos son, por lo menos, cinco: 1.° En su acepción más neutra y cotidiana, kátharsis es para Platón, como para todo el pueblo griego, la «limpieza» o «purificación» de los objetos mate­riales sucios: la tierra potásica sirve para la ká­tharsis de las manchas del aceite y polvo (Tim., 60 d ) ; la criba es instrumento para la kátharsis del grano (Tim., 52 e), etc. Katharós, «puro», es en tal caso el cuerpo que se halla exento de todo lo que no es el mismo : oro «puro», vino «puro». 2.° Según otra acepción, igualmente tradicional y popular, kátharsis es un concepto religioso: la «purificación» a que obliga el ingreso en un lugar sagrado, el estado de «pureza» en que ciertos cul­tos ponen a sus fieles o la «lustración» ritual y

3 2 Además de la clásica Psyche, de Rohde, y de los libros de Boyancé, Festugiére, Dodds y Moulinier, ya mencionados, véase el artículo «Kátharsis» de Fr. Pfister, en Pauly-Wissowa, Suppl. VI , cois. 146-162, la disertación inaugural de G. van der Veer Reiniging en Reinheid bij Platón (Utrecht, 1936) y el trabajo de H . Flashar «Die medizinischen Grundlagen der Lehre von der Wirkung der Dichtung in der griechischen Poe-tik», en ffermee, 84 (1956), págs. 12-48,

182 La curación por la palabra

punitiva de quien se ha .manchado con algún cri­men. Más que suficiente será leer, a título de ejemplo, la frecuente referencia de las Leyes a los ritos catárticos de carácter religioso. 3.° Káthar­sis es también, en varios escritos platónicos, un concepto estrictamente médico: como en tantos lugares del Corpus Hippocraticum, el término nom­bra ahora la acción de «purgar» al cuerpo de los humores o las impurezas que en él son causa de en­fermedad 33. Eso significa el término en Tim., 72 c, 83 d-e, 86 a y 89 a-b ; en Rep., I I I , 406 d ; en Le­yes, I , 628 e, etc. 4.° La kátharsis que define y propugna el Fedón —que el alma se libre o «puri­fique» del cuerpo mediante el ejercicio de la vida teorética 34— es, en cambio, un concepto riguro­samente filosófico. Dos imperativos determinaron esa sutil y extremada elaboración platónica de la vieja kátharsis religiosa y popular : uno de carác­ter religioso (salvar la realidad de los dioses y de lo «divino en nosotros») y otro de índole intelec­tual , a la vez metafísico y antropológico (garan­tizar la realidad de las cosas, puesta en cuestión por la sofística, y entender en qué consiste la pu­reza del nous o mente del hombre). 5.° La pala­bra kátharsis es empleada por Platón, en fin, con un sentido a la vez ético, psicológico y ¡médico, que convendrá examinar con especial deteni­miento.

3 3 Cf., junto a la bibliografía citada, la monografía de W. Ar-telt Studien zur Oesckichte der Begñffe «Heilmittel» und «Gift», en Studien zur Oesckichte der Medizin (Leipzig, 1937).

3 4 Cuantas veces hablamos de «razón pura», «conocimiento puro», etc., nuestras expresiones tienen detrás, sepámoslo o no, la kátharsis del Fedón platónico.

La racionalización platónica del ensalmo 183

Antes de proceder a tal pesquisa, no será in­oportuno señalar el doble vínculo que t raba en unidad esas cinco acepciones de la kátharsis pla­tónica. Entre todas ellas hay, en primer término, un nexo formal y externo, porque todas aluden a la «pureza» o «limpieza» de algo. Pero también hay —y esto es lo decisivo— un nexo profundo, radical, afincado en el fundamento mismo de la realidad a que cada una de ellas se refiere: el carácter sacro o divino de lo verdaderamente «puro», sea la physis cósmica, la contemplación de las ideas o la armonía anímica del hombre que vive según la justicia. Como la realidad del ham­bre bajo la aparente diversidad de sus partes y actividades, la kátharsis, tan diversa en los es­critos de Platón, es también «divinamente una», y ello hace que sea analógico —y no meramente metafórico, como a veces se ha dicho— el empleo de un mismo vocablo para designar cosas en apa­riencia tan distintas entre sí como el lavado de un ¡mueble, un rito lustral y el conocimiento filosófi­co. Bajo el juego verbal y conceptual de la me­táfora hay en este caso verdadera analogía, la analogía que los escolásticos denominan «intrín­seca».

De las cinco acepciones antes señaladas, las tres primeras eran tópicamente griegas en tiempo de Platón, en contraste con las dos últimas, tan en­tera y originalmente platónicas. Platón fué, en efecto, el primero en hacer del alma el sujeto de la «purificación» o kátharsis S5. «La kátharsis y

3 5 La expresión hathairein ten psykhén, «purificar el alma», aparece por vez primera en el círculo socrático (Jenofonte, Pla­tón). Ha de pensarse, pues, que Sócrates debió de ser su in-

184 La curación por la palabra

los agentes catárticos (katharmoi) de la medici­na y la adivinación —dice Sócrates en el Crati-lo—..., todo ello no parece tener más que una v i r tud : hacer al hombre puro de cuerpo y de alma» (405 a-b). Pero éste es el problema. ¿ En qué consiste eso de ser «puro de alma» ? La «pu­reza» del cuerpo se obtiene con medicamentos y baños higiénicos y lústrales. ¿ Cómo se consigue, en cambio, la «pureza» del alma ? Y, sobre todo, ¿qué ha pasado en el alma de quien se ha some­tido a la kátharsis que Platón propugna ?

Tratemos de recoger y ordenar el sutil, matiza­do y disperso pensamiento platónico acerca del tema. El nous, la mente, «lo divino en nosotros» —«el puro nous», se le llama una vez (Crat., 396 b)—, es puro por sí mismo ; por t an to , no tiene necesidad de kátharsis. Pero el hombre es a la vez nous y cuerpo viviente; o, si se quiere más precisión, mente o nous, cuerpo o soma y alma o psykhé, entendiendo por ésta la vida del cuerpo individual y el principio de esa vida. De lo cual se desprende que el hombre viviente sólo podrá ser katharós, «puro», mediante la kátharsis de su cuerpo y de su alma. «Purificar el alma» : tal es la nueva consigna3 0 . ¿Cómo cumplirla?

Todos conocen la solución simplista y extrema­da del Fealón. El hombre consigue la pureza de su

ventor. Hasta él, para decir que algo distinto del cuerpo era impuro en el hombre, los griegos usaban la palabra phrÉn. En la famosa inscripción de Epidauro, donde se manifiesta, pare­ce, una preocupación moral, se lee phronein, y en Eleusis se trataba de gnomen kathareúein, «purificar el pensamiento» (Cf. Moulinier, op. cit., pág. 329).

3 6 Quede intacta la cuestión de si los órneos y los pitagóri­cos hablaron expresamente de ese kathairein ten psykkén.

La racionalización platónica del ensalmo 185

alma —y, por tanto , su propia pureza— entregán­dose a la vida teorética ; esto es, actuando en su vida con sólo el nous, siendo puro nous, en la me­dida en que esto es posible en la existencia terre­na, y preparándose así para la bienaventuranza que al verdadero filósofo está reservada allende la muerte. La «purificación del alma», en suma, con­siste en librarse del cuerpo hasta donde se pue­da. La sensación impurifica, el cuerpo mancha al alma, la impregna de mal (65 e-66 b ) ; si el aluna quiere lograr su pureza deberá adquirir el hábito de «retraerse sobre sí misma desde todos los puntos del cuerpo» (67 c) 3 7 ; la injusticia, mal del alma, procede en último extremo de la conta­minación de ésta por el cuerpo, y tanto la valen­tía (andreía) como la templanza (sóphrosyné) sólo cobran su recto y salutífero sentido cuando se ejercitan en el menosprecio del cuerpo (68 c-69 a).

Con ello adquiere expresión radical un pensa­miento platónico ya esbozado en los diálogos de la juventud. La injusticia y la intemperancia son enfermedades del a lma ; la justicia es, por consi­guiente, la medicina de la perversidad, iatriké po­nerlas, dice Sócrates en el G orgias (477 b-478 e). La impureza del alma, añadirá el Cratilo, es de­bida al desorden de los deseos corporales (403 e-404 a). Pues bien, eso es así —concluye el Fedón— porque el cuerpo en cuanto tal impurifica al alma, la mancha, la hace enferma y menesterosa de ká-

3 7 Indica claramente este texto, hace notar Boyancé (op. cit., pág. 83 y sigs.), que la psykhé es para Platón una realidad ma­terial. Sin ello, añado yo, no sería posible el carácter analógico de la nósos psykhée (vide infrq).

186 La curación por la palabra

tharsis. La injusticia del hombre no sería otra cosa que la infección de su alma por la corporeidad.

La concepción de la injusticia y la perversidad como enfermedades del alma no desaparece en la obra ulterior de Platón. Recuérdese la cuidadosa definición y división de la kátharsis en el Sofista. La kátharsis es el arte de separar lo bueno de lo malo ; es, en consecuencia, tékhné diakritiké, arte de criba o discernimiento. Ahora bien, parece ne­cesario distinguir la kátharsis de los cuerpos in­animados y la de los cuerpos vivientes, y en esta última la del cuerpo y la del alma. La kátharsis del cuerpo es procurada por la gimnástica, que aparta de él la fealdad, y por la medicina, que le libra de la enfermedad. La kátharsis del alma, a su vez, borra de ésta la perversidad, que es su «enfermedad» más propia (nósos psykhes), y la ignorancia, que no es sino su peculiar ¡modo de padecer fealdad (226 c-228,a). «Enfermedad del alma» es también el desenfreno venéreo, según un texto del Timeo (86 d), y «enfermedades» de Aqui­les —del alma de Aquiles, se entiende— fueron la avaricia y el desprecio de dioses y hombres (Rep., I I I , 391 c) 38.

El alma es susceptible de enfermedad, y puede librarse o purificarse de ella mediante una káthar­sis especial. ¿Cuál es la índole propia de esta ká­tharsis? Más de una vez da Platón su respuesta. Pero antes de estudiar el t ratamiento platónico de las «enfermedades del alma» conviene indagar

3 8 Leyes, XI , 925 e, habja de «manquedades de la inteligen­cia», péróseis dianoías, por oposición a las «enfermedades del cuerpo» (somatón nosémata). Textos semejantes en Gorg., 477 b-c y 480 b ; Rep., X, 609 c-e y 610 C; Leyes, IX, 862 c,

La racionalización platónica del ensalmo 187

brevemente la consistencia, la estructura y la etio­logía de tales dolencias.

Como en el caso de la epódé, una cuestión pre­via surge ante nosotros. La expresa consideración de la impureza anoral como «enfermedad del alma», i es sólo un recurso metafórico de Platón, o es algo más vinculante y profundo ? De modo silen­cioso o explícito, la literatura reciente parece op­ta r por el primer término del dilema 3 9 ; yo me inclino resueltamente hacia el segundo. Es cierto que cuando quiere describir la consistencia y la estructura de la nósos psykhes, Platón parece li­mitarse a trasponer al orden anímico y moral las expresiones y los conceptos que los asclepíadas hipocráticos habían elaborado, desde Alcmeón, para entender científicamente la enfermedad del cuerpo 40. La mancha o impureza física y ¡moral que era la enfermedad somática en el período ar­caico de la cultura griega se convierte a lo lar­go del siglo v, merced al esfuerzo raoionalizador de los médicos «fisiólogos», Hipócrates entre ellos, en dysmetría de la physis individual, en desorden o desequilibrio de los elementos materiales que componen esa physis (dyskrasía, dysrroia). Pues bien, eso es lo que Platón hace con la impureza moral o «enfermedad del alma». Esta deja de ser mancha o suciedad susceptible de «lavado» me­diante los recursos materiales de una kátharsis re-

39 p o r completo explícita es la opinión de H. Flashar. Para él, Platón no pasaría de usar metafóricamente el lenguaje mé­dico (op. cit., págs. 23 y 25).

4 0 Véase, para lo que atañe a este problema, mi Introducción histórica al estudio de la patología nsicosomática.

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ligiosa y jurídica 41 , y se trueca en ametría del alma, en desequilibrio o desorden de las creencias, los saberes, los sentimientos y los apetitos que dan a la psykhé su contenido y su estructura. E n cuan­to «estados psicológicos» de un hombre concreto, la injusticia y la perversidad no son sino altera­ciones morbosas del buen orden interno del alma, «discordias» (stásis) de los elementos que la com­ponen (Sofista, 228 a-d ; Rep., IV, 444 d ; Tim., 87 d). Un hombre injusto no sería en el fondo otra cosa que un hambre anímicamente desacor­dado 42.

i Cuáles son las causas determinantes del des­orden en que la «enfermedad del alma» consiste ? Ya conocemos la expeditiva y sencilla respuesta del Fedón: la impureza moral del alma —o, con otra palabra, su ametría— procede siempre de una contaminación por el cuerpo. El cuerpo, he ahí el enemigo de quien aspire a la perfección ; tanto más «puro» será un acto humano cuanto menos corporal haya conseguido ser, cuanto más parti­cipe de la pureza exenta y cimera del nous. Pero la mente de Platón no podía quedar encerrada dentro de los límites de tan rígido y estrecho anti-somatismo. Apenas compuesto el Fedón comien­za a ser matizada o revisada su doctrina. La gim­nástica y la música sirven para ordenar y hacer «puras» las sensaciones del hombre (Rep., I I I ,

4 1 Esto no excluye que Platón, gran conservador bajo su genial empeño de esclarecimiento filosófico, siga admitiendo en su ciudad ideal algunos de los viejos ritos catárticos. Cf. los libros de Dodds y Moulinier antes mencionados.

4 2 Lo cual no quiere decir que el alma sea «una cierta ar­monía», como los pitagóricos habían afirmado. Cautamente lo advierte Platón en Fedón, 86 c,

La racionalización platónica del ensalmo 189

411 e-412 a) ; poco más tarde aparece, sugestiva, la doctrina del «placer puro», cuyo primer ejem­plo constituyen los deleites del olfato (Rep., IX, 584 b-c). El Filebo dará consistencia y perfil in­telectual a esa doctrina, y mencionará toda una serie de placeres «sin mezcla» : «los que nacen de los colores que llamamos bellos, de las formas y de la mayor parte de los perfumes y sonidos ; to­dos los goces, en suma, cuya ausencia no es pe­nosa ni sensible, al paso que su presencia nos procura plenitudes sentidas, placenteras, exentas o puras de dolor» (51 b). Sigue habiendo para Pla­tón, claro está, placeres «impuros», perturbado­res, necesitados de kátharsis, como ese «placer de rascarse» que él, por vía de ejemplo, tan graciosa y expresivamente cita (FU., 51 c); pero su ex­plícita y resuelta afirmación de la existencia de goces corporales no menesterosos de kátharsis —plenamente aceptables, según esto, por quienes en esta vida aspiren a la perfección— demuestra con evidencia una nueva actitud intelectual y afec­tiva frente a la realidad del cuerpo. El cuerpo en cuanto tal no impurifica el alma ; y hasta de los placeres impuros o «mezclados» —ni siquiera el de la ciencia deja de serlo, porque el «hambre de saber» pone en él una veta de ansiedad y dolor (52 a)— es posible extraer algo que no sea impu­reza o causa de desorden anímico e injusticia.

i Qué es, entonces, lo que pone al alma en es­tado de ametría? ¿Cuál es la causa real de la na­sos psykhés? Si la injusticia es «enfermedad del alma», ¿cuál es la verdadera etiología de esta do­lencia? No el cuerpo, sino el acto y el deseo des­ordenados : la impiedad en sus diversas formas,

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el crimen, la vida licenciosa, la voluntad de per­judicar, la ignorancia voluntaria. Todo el hondo y rico sustrato religioso y ético de las Leyes es una glosa de esta serena y definitiva actitud es­piritual de Platón. Sin hacerse menos exigente y severo, el filósofo ha llegado a ser más complejo y sutil. Lo que llaman «resignación» ¿no es, a veces, una maduración en complejidad y sutile­z a ; o, con palabra de Aristóteles (Problem., 954 a-b), en melancolía ?

Es ta nueva y matizada concepción etiológica de la «enfermedad del alma» nos permite enten­der con mayor suficiencia el sentido en que ese nombre fué para Platón algo más que una metá­fora llamativa y cómoda. En efecto: entre las enfermedades del cuerpo y las del alma no hay sólo paralelismo metafórico o analogía extrínseca; hay también transición continua y estrecha rela­ción genética, tanto en el caso de las enfermeda­des que hoy solemos llamar «mentales» como en los desórdenes de índole moral, injusticia o per­versidad. Aquéllas son temáticamente estudiadas en Tim., 86 b-87 b . Platón las reduce a dos espe­cies, la manía o locura exaltada y la amathía o ignorancia morbosa 43. Una y otra son etiológica-

4 3 La discusión de H. Flashar (op. cit., págs. 23-24) con A. E. Taylor (A Comentary on Plato's «Timaeus», Oxford, 1928) y con F. M. Cornford (Plato's Theory of Knowledge, Lon-don, 1935) apropósito de esta página del Timeo, podría resol­verse, a mi juicio, teniendo en cuenta que en ese diálogo habla Platón de las «enfermedades del alma» médicas en sentido es­tricto o psiquiátricas, al paso que la nósos psykhes del Sofista se refiere más bien a desórdenes morales, perversidad (ponería) o ignorancia culposa (ágnoia). La amathía del Timeo corres­pondería, aproximadamente, a lo que hoy solemos llamar «re­traso mental».

La racionalización platónica del ensalmo 191

mente referidas a determinada alteración del cuer­po : «el semen cunde y se derrama a oleadas en la .médula». Mas también las «enfermedades» mo­rales del alma pueden ser causadas por enferme-, dades somáticas o ser causa de ellas si el cuerpo estaba previamente sano. «Cuantas veces nuestro cuerpo sea relajado o tendido desmedidamente por las 'enfermedades y otros males, es consecuencia necesaria que el alma sea al punto destruida» (Fe-dón, 86 c ) ; la acción irritativa de cierta sustancia que baña y humedece el cuerpo a través de las porosidades de los huesos determina en el alma un desorden moral (Tim., 86 d ) ; y, actuando en sentido opuesto, los deseos inmoderados, las pe­nas y los terrores pueden hacer que el hombre cai­ga enfermo (Fedón, 83 b-c). La desmesura de al­guna de las partes del alma o, en el caso de la injusticia, el sentimiento de culpabilidad, la desa­zón subjetiva que la propia ametría anímica sus­cita en el injusto, son capaces de producir des­órdenes somáticos —si se quiere, psicosomáticos— de carácter estrictamente morboso. Dicho de otro 'modo: sin sóphrosyne no es posible la plena sa­lud corpora l 4 i .

Es ahora cuando podemos comprender con en­tera claridad la kátharsis platónica de las «enfer­medades del alma». ¿Cuáles podrán ser los ka-tharmoí, los agentes catárticos capaces de reins­taurar el orden en las almas afectas de ametría? ¿Acaso las fumigaciones de azufre o los baños lús­trales de la kátharsis tradicional ? Sólo en la me­dida en que tales prácticas ejerzan una acción

** Por otra vía, aparece aquí una noción ya descubierta en páginas anteriores.

J92 La curación por la palabra

suasoria y educativa sobre el alma de quien a ellas se somete45.; porque es del todo evidente que el katharmós propio del desorden moral no puede ser otro que la palabra adecuada y suaso­ria, la epódé, en el sentido más platónico del vo­cablo. Desde tiempo inmemorial, los griegos ve­nían usando el canto y la recitación con fines es­pecíficamente catárticos. Pues bien: moviéndose dentro de esa vieja tradición, pero racionalizán­dola religiosa y filosóficamente, Platón llama ká-tharsis tes psykhes, «purificación del alma», a la adecuada reordenación verbal de las creencias, los saberes, los sentimientos y los apetitos que dan contenido al «alma» del hombre; dio, tou lógou kátharsis, «purificación por la palabra», diré si­glos más tarde un neoplatónico 46.

No son pocos los textos en que Platón alude expresamente a esa kátharsis verbal y racionali­zad ora de las «enfermedades del alma». Una línea del Cratilo declara peritos en las operaciones ca­tárticas a los sacerdotes y a los sofistas (396 e) ; con lo cual la sofística, el arte de persuadir me­diante la palabra, queda conceptuada como ka­tharmós verbal: el buen sofista tiene por oficio «purificar» el alma de quienes menesterosamente le oyen. Análogo sentido poseen las artificiosas fantasías etimológicas de ese mismo diálogo acer­ca del nombre de Apolo. Apolo es el dios de la adi­vinación y de la medicina 47. Una y otra purifican

4 5 Recuérdese lo dicho acerca del carácter «conservador» de Platón. Frente a la polis griega, Platón se propuso salvar lo que Dodds llama «Inherited Conglomérate».

4 6 Eunapio, vit. goph. 474 s. (ed. de Fr. Boissonade). 47 Y también de la música y del arte del arco (Crat., 405 a).

La racionalización platónica del ensalmo 193

al cuerpo y el a lma ; el cuerpo mediante baños, aspersiones y fármacos, el alma mediante la pa­labra verdadera del oráculo de Delfos. Fiel a su nombre, concluye Sócrates, Apolo es dios que lava (apoloúón) y desata (apolyón), y a la vez veraz (talethés) y sin doblez, sincero (aploun) (405 b). La Pit ia , a través de cuya boca habla el dios de Delfos, opera con la verdad de su palabra una verdadera kátharsis adivinatoria y medicinal 4 8 . No es menos clara la alusión a la kátharsis ver­bal de la «enfermedad del alma» —en este caso, la injusticia contra los dioses— cuando en el Fe­cho decide Sócrates seguir el ejemplo de Estesí-coro 49 y «lavar» con el agua dulce de un discur­so la amarga salinidad de las ofensas inferidas al dios del amor (243 a-d). La palinodia tiene así un decisivo efecto catártico 50. El diálogo en que la «purificación por la palabra» queda más rotunda y temáticamente afirmada es, sin embargo, el So­fista (229 d-280 d). Ya sabemos que la kátharsis del alma debe librar a ésta de la perversidad y de la ignorancia, si es que una u otra la enferman. ¿ Cuál podrá ser el agente de esa purificación ? ¿Cómo un alma desequilibrada, desordenada por

1S Lo mismo en Fedro, 244 a-e. La verdad limpia y sana : tai es la esencia del pensamiento platónico acerca de la ká­tharsis verbal.

4 9 Según la leyenda, Estesícoro quedó ciego por haber in­sultado a Helena en su poema La destrucción de Troya. Para recobrar la vista tuvo que «purificar» su alma mediante una explícita retractación. Palinodia fué el título de este nuevo poema.

5 0 La kátharsis por la palabra es en este caso ex ore y no ex auditu. En otro lugar (Estudios de Historia de la Medici­na y de Antropología médica, Madrid, 1943) he expuesto con alguna amplitud la teoría de estos dos modos de la kátharsis verbal.

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194 La curación por la palabra

la ametría, podrá recobrar la sana y bella com­postura de la salud moral ? Mediante la corrección punitiva y la palabra educadora, dice la precisa respuesta de Platón. Pero esta última comprende, a su vez, dos artes distintas, el arte de amonestar persuasivamente y el de argüir o refutar con efi­cacia 51. Los dos modos de acción de la palabra que distingue el libro X de las Leyes, el modo co­activo o dialéctico y el suasorio o mítico, surgen bajo distinta apariencia en estas sutiles discrimi­naciones del Sofista.

No hay duda: para Platón, el agente catártico que la «enfermedad del alma» específicamente re­quiere es la palabra idónea y eficaz. Imponiendo evidencias o infundiendo persuasiones, la expresión verbal de quien sepa ser a la vez maestro y mé­dico —«psicagogo», diría Platón— es capaz de re-ordenar las almas afectas de ametría y de reinte­grarlas a su verdadero ser. «Nadie es perverso por su voluntad», enseña el Timeo (86 d). El ser del hombre es naturalmente émmetron, bien propor­cionado, y por eso resulta sanadora la operación de «purificarle» de aquello que no es él. No pa­rece ser otro el efecto que la kátharsis «por la palabra» produce en el alma de quienes a ella se someten.

La esencial conexión entre la kátharsis y la epó-dé se dibuja ahora con entera nitidez. Toda epode es un katharmós verbal, un recurso para la «puri­ficación» del alma mediante la palabra. La epodé engendra sóphrosyne; y ésta, cualquiera que sea

5 1 No puede extrañar, según esto, que Platón llame «la más alta y principal de las liaihárseis» (230 d) a la élegxis o argu­mentación convincente.

La racionalización platónica del ensalmo 195

su esencia última, se manifiesta descriptivamente como bien mesurada y lúcida compostura de todo aquello que constituye el alma del hombre : creen­cias, saberes, sentimientos e impulsos. Más que templanza o moderación derivada del menospre­cio del cuerpo, como el puritanismo extremoso del Fedón pudo sostener, la sóphrosyné es kósmos, «buen orden y dominio de los placeres y los ape­titos», de modo que «lo que por naturaleza es mejor prevalezca sobre lo que es peor» (Rep., IV, 430 e-481 a). Y la serena posesión de esta emme-tría u ordenada proporción del alma (Rep., VI, 486 d), ¿no es acaso el término a que debe con­ducir la kátharsis verbal, tal y como Platón la entendió ? No puede extrañar que el platónico Quión —o el escritor que más tarde tomase ese nombre— afirme que la filosofía es epodé, ensal­mo benéfico (Ep., 3, 6 p . , 196 H). Tal había sido el más íntimo nervio de la enseñanza intelectual y ética de su maestro.

IV.—Contemplemos ahora retrospectivamente el conjunto de nuestra indagación. Un examen atento de la concepción platónica del ensalmo ha arrojado alguna luz sobre tres campos distintos, la historia del saber médico, la antropología ge­neral y la teoría de la expresión verbal.

Las páginas precedentes obligan a ver en Pla­tón el inventor de la psicoterapia verbal científi­ca o kata tékhnen. A su lado, como antes decía, Gorgias y Antifonte son pura «prehistoria». Nun­ca olvidó el filósofo su hallazgo del Cármides. Ya al fin de su vida, discurriendo ocasionalmente acer­ca de lo que debe hacer el médico, escribirá: «El médico libre —el que no atiende a esclavos— co-

1<)6 La curación por la palabra

tounica sus impresiones al enfermo y a los amigos de éste, y mientras se informa cerca del paciente, al mismo tiempo, en cuanto puede, le instruye, no le prescribe nada sin haberle persuadido de antemano, y así, con ayuda de la persuasión (meta peithous), le suaviza y dispone constante­mente para tratar de conducirle poco a poco a la salud» (Leyes, IV, 720 d-e). Sin la obra psicagó-gica de la persuasión verbal no sería enteramente eficaz ni totalmente humana — n̂o sería propia de enfermos y médicos «libres»— la acción terapéu­tica que pueden ejercer el fármaco, la dieta y la incisión quirúrgica; el imperativo de la epodé ra­cionalizada, tan sutilmente descubierto en aquel diálogo juvenil, sigue conservando todo su vigor en los escritos de la suma vejez.

En orden a la antropología general, la medita­ción platónica acerca de la epodé y la kátharsis permite entender desde un favorable punto de vis­ta la relación entre lo que en el ser del hombre es «racional», susceptible de intelección lógica evi­dente, y aquellos ingredientes de la realidad hu­mana que hoy solemos llamar carracionales». El famoso «intelectualismo» de Platón puede así ser más rectamente comprendido.

Queda más clara y articulada, en fin, la doc­trina de los griegos acerca del efecto psicológico y ético de la palabra. Las consideraciones de Aris­tóteles sobre la acción persuasiva del silogismo re­tórico o de probabilidad (enthyméma) y la deba­tida frase de la Poética en que el Estagirita men­ciona la operación catártica de la tragedia cobran sin duda inédito relieve cuando se las examina desde el punto de vista de este victorioso comba-

La racionalización platónica del ensalmo 197

te intelectual de Platón contra la magia de la epó-dé y la kátharsis. Pero antes de estudiar la doc­trina aristotélica acerca de la catarsis trágica de las pasiones conviene examinar con algún cuidado la actitud de los médicos propiamente dichos —los asclepíadas que compusieron el Corpus Hippocra-ticum— ante el problema de la curación por la palabra.

CAPÍTULO IV

LA PALABRA E N LA MEDICINA HIPOCRATICA

Más o menos barruntada por los poetas y los primeros filósofos, esbozada luego por los sofistas y genialmente elaborada por Platón, entre la se­gunda mitad del siglo vi y la primera del siglo iv se constituye en Grecia una doctrina acerca del empleo terapéutico de la palabra humana. Aho­ra bien, ésa es la época de la historia griega en que nace y toma cuerpo la medicina «técnica», «fisiológica» o «científica» : la ciencia y el arte de curar de los médicos que luego hemos llamado «hipocráticos». Alcmeón de Crotona —«joven cuan­do Pitágoras era viejo», según la noticia de Aris­tóteles (Met., 986 a)— debió de componer los es­critos de que proceden sus famosos y decisivos fragmentos en torno al año 500 a. C. Poco des­pués actuaba con general reputación el médico He-ródico de Selimbria, probable maestro de Hipó­crates. Treinta años más viejo que Platón, Hipó­crates —nacido, como se sabe, hacia el año 460— pudo leer la producción de Gorgias y Antifonte, y

200 La curación por la palabra

hasta no pocos de los diálogos del gran filósofo ateniense. Es tradición bien acreditada que Hipó­crates fué discípulo de Gorgias y Demócrito. Más a ú n : una buena parte de los escritos del Corpus Hippocraticum fué compuesta en el siglo iv, y algunos de ellos es casi seguro que proceden de época todavía posterior \ Cabe, pues, preguntar­se : ¿qué pensaron, qué dijeron los autores del Cor­pus Hippocraticum acerca de la curación por la palabra ? ¿ Qué acogida prestaron a lo que sobre ese tema habían pensado y dicho sofistas y filó­sofos ?

En las páginas que subsiguen t ra taré de dar res­puesta suficiente a estas interrogaciones. Mas no debo iniciar mi tarea sin exponer con claridad el método que voy a seguir y las razones que lo abo­nan. La diversidad de los escritos que componen la colección hipocrática es sin duda extraordina­ria. A las divergencias que impone la distinta fe­cha de unos y otros, hay que añadir las que de­penden de su distinta materia (teorética, médica, quirúrgica, ginecológica, etc.) y las que dimanan de la peculiar orientación intelectual de cada au­tor, bien por la escuela a que perteneciera, bien

1 Asegura Edelstein (art. «Hippokrates», R. E., Suppl.— Bd. VI , col. 1.331) que, pese a su diferente fecha y origen, los escritos del Corpus Hippocraticum proceden de los siglos v y iv; sólo señala la excepción del libro V I I de las Epidemias, compuesto, según Herzog (Abh. Akad. Berl., 1928, 6, 38), en el siglo ni. Pero ulteriormente U. Fleischer («Untersuchungen zu den pseudohippokratischen Schriften zapcrfjsXíai, ~zp\ irrzpyj und Tcepi sucj/7¡|xoaúvr¡<;», Neue Deutsche Forsch., Berlín, 1939) piensa con buenas razones que perl ietrou es producción del siglo ni , y que otros dos escritos fueron compuestos en la épo­ca de la segunda sofística (siglos i al n d. C ) . Jaeger, por su parte (Paideia, I I I , pág. 58), cree que perl diaítes fué es­crito «bien avanzado el siglo iv».

La palabra en la medicina hipocrática 201

por obra de su personal singularidad 2. Así acon­tece que no sólo discrepan unos de otros los diver­sos escritos, sino que incluso, en no pocos casos, po­lemizan entre sí. Pues bien : paladinamente recono­cida esta indudable realidad, advierto desde ahora que en mi indagación consideraré al Corpus Hippo-craticum como un conjunto unitario. Llegado el caso, prestaré atención suficiente a la especial sig­nificación que otorgue a un texto la condición del escrito a que pertenece; pero esto no será óbice para su orgánica conexión con los textos restantes. Das razones autorizan este proceder:

1.a Pese a las diferencias que de hecho existen entre los distintos escritos de la colección hipocrá­tica, y salvado el caso de los pocos posteriores al siglo iv, es el conjunto de tales escritos lo que doc-trinalmente constituyó la tékhné iatrike de los grie­gos durante el «siglo de oro» de la medicina he­lénica y, por tanto , lo que ha determinado el cur­so de la historia del saber médico occidental a par­tir de entonces. En una investigación acerca de la

- Mis referencias a la bibliografía hipocrática —tan copio­sa desde Littré y las Hippolcratische Untersuchungen, de C. Fredrich (Berlín, 1899) y, sin embargo, tan insuficiente toda­vía— tendrán siempre carácter selectivo. Acerca de esa inter­na diversidad del Corpus Hippocraticum, véanse los trabajos de Edelstein, Schumacher, Nestle y Jaeger ya mencionados, y ade­más : L. Edelstein, rispe áírjun und die Sammlung der hip-pokratischen Schriften (Berlín, 1931), y «The genuine Works of Hippocrates», en Bull. of the History of Medicine, VI I (1939), págs. 136-148; K. Deichgraber, Die Epidemien und das Corpus Hippocraticum, Abh. Preuss. Akad. der "Wiss., 1933; H . Diller, Wanderarzt und Aitiologe, en Philologus, Suppl.— Bd. 26, 1934: W. Nestle, «Hippocratica», en Griechische Stv-dien (Stuttgart, 194<8). Los textos hipocráticos serán siempre re­feridos a la edición de Littré, indicando en números romanos el tomo y en cifras arábigas la página en que aparecen.

202 La curación por la palabra

importancia de la palabra terapéutica en la me­dicina griega se impone, pues, una visión global del Corpus Hippocraticum.

2.a La tantas veces mencionada diversidad inter­na no excluye la existencia de una básica y radi­cal unidad entre los distintos tratados que consti­tuyen él Corpus. Algo fundamental hace que coin­cidan y se parezcan entre sí los autores discrepan­tes ; algo por lo cual tanto el escrito neumático Sobre los vientos como el escrito humoral Sobre la naturaleza del hombre son a nuestros ojos —y seguramente a los ojos de un médico griego del si­glo iv— «medicina hipocrática». La posibilidad que hace años abrió O. Temkin con su búsqueda de una «conexión sistemática» (systematischer Zusam-menhang) en el seno del Corpus, no ha sido, a mi juicio, suficientemente aprovechada 3. Es necesa­rio distinguir con precisión y cuidado ; sin esto no habría ciencia. Más también conviene, según la tó­pica sentencia, que los árboles dejen ver el bos­que ; y bosque venerable es la colección hipocrá­tica, no obstante el considerable número de árbo­les diversos que la integran.

Vengamos ahora a nuestro t e m a ; intentemos averiguar qué realidad y qué significación tuvo la palabra en la medicina hipocrática. Palabra en griego se dice lógos. Pues bien : ¿ qué fué y qué significó el lógos en el pensamiento y en la prác­tica de los médicos hipocráticos ? Pa ra resolver este problema histórico no debemos olvidar que el tér­mino lógos tuvo, entre otras varias, dos acepcio­nes principales: «razón» y «palabra» ; y por aña-

3 O. Temkin, «Der systematische Zusammenbang im Cor­pus Hippocraticum», en Kyklos, I (1928), págs. 9-43.

La palabra en la medicina hipoerática 203

didura, que la palabra humana puede ser expresi­va y comunicativa. En consecuencia, comencemos estudiando lo que en la medicina hipoerática fué el lógos, en cuanto razón y palabra expresiva.

I.—Aquello por lo cual el hombre puede «dar razón» de la realidad y expresar in mente o ex ore lo que las cosas tienen de «racionales», o al «me­nos de «razonables», recibió de los griegos el nom­bre de lógos; lo cual vale tanto como afirmar que el lógos es el instrumento supremo del conocimien­to intelectual. Si la mente o nous del hombre es capaz de conocer la realidad, es porque tiene la­gos, porque el hombre es por naturaleza un ani­mal dotado de lógos: lógon ékhon, «poseedor de lógos», dirá luego Aristóteles; si la realidad, a su vez, puede ser conocida fpor el hombre, es porque el cosmos tiene en su seno una razón u ordenación inmanente, cierto soberano lógos. Tal fué el des­cubrimiento genial de Heráclito, que luego here­dan y explotan Empédocles, Anaxágoras y Demó-crito. Y puesto que la medicina hipoerática se constituyó como ciencia en el regazo de la physio-logía presocrática, ¿pudo no operar en la inteli­gencia de sus creadores esa bifronte idea del lógos: el lógos como razón —razón del hombre, razón de ser de las cosas— y como palabra expresiva ?

No debo exponer aquí lo poco que se sabe acer­ca de la paulatina constitución de la medicina «científica» durante la Edad Arcaica del pueblo griego 4 . Me contentaré recordando una vez más

4 Sigue en buena parte vigente el libro de Ch. Daremberg Lo médecine entre Homére et Hi-ppocrate (París, 1869).. V é a ­se además R. Fuchs, «Geschichte der Heilkunde bei den Grie-chen», en el Handbuch der Geschichte der Medizin, de Neu-

204 La curación por la palabra

la progenie pitagórica de Alcmeón de Crotona y afirmando que en la génesis de esa medicina «cien­tífica» o «fisiológica» concurrieron —para no ha­blar de lo fundamental: la madurez intelectual y técnica del genio griego en el siglo v— tres ins­tancias históricas distintas : una empírica (la acu­mulación de experiencia por los prácticos nóma­das y sedentarios capaces de ello) s, otra religio­sa (algo tuvo que ver con la medicina hipocrática el culto médico a Asclepio) 6 y otra filosófica (el pensamiento presocrático acerca de la ph^sis). Esta última fué, sin duda, la instancia fundamen-tadora y configuradora. «¿Por qué —se pregunta Jaeger— una medicina tan desarrollada como la egipcia no llegó a convertirse en ciencia, tal como nosotros la concebimos ? Los médicos egipcios no adolecían ciertamente de falta de especialización, muy acentuada ya entre ellos, ni de falta de ex­periencia.» Y Jaeger contesta: «La solución del enigma no puede ser más sencilla : estriba pura y simplemente en que aquellos hombres no adop­taron ante la naturaleza en su conjunto el punto de vista filosófico que supieron adoptar los jonios... Los médicos griegos, disciplinados por el pensa­miento de sus precursores filosóficos, fueron los pri­meros capaces de crear un sistema teórico que pu-

burger-Pagel, Vom Mythos zum Logos, de W. Nestle, y An-tike Medizin, de J . Schumacher.

5 Una inscripción funeraria del siglo vi nos hace conocer la existencia de un médico prestigioso, llamado Carón, en Ti-tronio de Fócida (Nestle, op. cit., pág. 208). Como él hubo de haber tantos otros, de los cuales ni siquiera el nombre cono­cemos.

6 Remito a los trabajos de Edelstein y Herzog antes ci­tados.

La palabra en la medicina hipocrática 20á

diese servir de base a un movimiento científico.» r

Rebasa también el límite de mi actual empeño la exposición detenida y sistemática de lo que en la medicina hipocrática puede ser considerado como «doctrina fundamental y general». Otra vez debo remitir a los manuales de Historia de la Medicina y a las publicaciones monográficas antes reseña­das. Mas no sería posible mostrar la significación del lógos en la medicina hipocrática, sin apuntar sumaria y sinópticamente las novedades principa­les que ésta ofrece, respecto de lo que con algu­na libertad podríamos llamar el (pensamiento mé­dico» de la Grecia arcaica. Son, a mi juicio, las cinco siguientes:

1.a Desde el punto de vista de su «consistencia», la enfermedad deja de ser algo perturbadoramen-te sobreañadido a la realidad individual del pa­ciente (lyma, miasma o daímón), y es concebida como un «desorden» interno de esa realidad. Pre­ludiada por la noción de monarkhía («predominio de una de las potencias») que genialmente había introducido Alcmeón de Crotona, la idea de ese «desorden» se expresará en la medicina hipocráti­ca bajo forma de ametría (desorden de las poten­cias), dyskrasía (desorden en la mezcla de los hu­mores) o dy~srroia (desorden en el flujo del pneu-ma). La «mancha física» se convierte así en «des-armonía de la physisi>.

2.a Desde el punto de vista de su «causa», la en­fermedad deja de ser consecuencia de posesión, contaminación o castigo, y es vista como efecto de una acción «natural» suficientemente anómala y violenta para perturbar de modo patológico el

i. Paideia, I I I , pág. 14.

206 La curación por la palabra

doble equilibrio dinámico —equilibrio interior del cuerpo, equilibrio entre el cuerpo y el cosmos— en que la salud consiste. La enfermedad es ahora «castigo» sólo cuando la transgresión del buen or­den de la naturaleza ha sido culpa del paciente; en otro caso, la enfermedad es atykhía, infortu­nio azaroso, incomprensible y exento de culpa. «No hay enfermedades que sean más divinas que otras», dicen concordantemente los escritos Sobre los aires, las aguas y los lugares y Sobre la enfer­medad sagrada.

3. a La práctica terapéutica, en consecuencia, deja de ser empirismo rutinario, operación mágica o «purificación» del enfermo, y se trueca en «arte» o tékhne, en tékhne iatriké. Es la medicina la pri­mera de las tékhnai que dentro de la poco dife­renciada «sabiduría» tradicional adquieren reali­dad propia, así en el orden intelectual como en el social, y de ahí su indudable prestancia en la vida griega de la segunda mitad del siglo v y la condi­ción paradigmática que muchas veces adquiere el arte médico en la mente de sofistas y filósofos, llá­mense éstos Sócrates, Platón o Aristóteles,

Tékhne, para los griegos, era un saber hacer, integrado por dos capacidades del hombre que lo posee —el «artista» o tekhnites— esencialmente conexas entre s í : saber qué es aquello que se hace (lo que la habilidad puesta en práctica «es») y aquello sobre que se opera (lo que «es» la reali­dad a que se aplica el «arte»), y saber por qué se hace lo que se hace, cuando se actúa «según arte». El «arte» desplaza para siempre a la «magia». El tekhnites de la medicina debe saber qué son el tratamiento y el diagnóstico, qué es el hombre,

La palabra en la medicina hipocrática 207

qué es la enfermedad y qué el remedio ; con todo lo cual sabrá de manera suficiente por qué él hace en cada caso lo que un tratamiento correcto re­quiere. Más aún : haciendo de la téhkné vía de co­nocimiento, llegará incluso a pensar que «sólo me­diante la medicina será posible conocer algo segu­ro acerca de la naturaleza (humana)» (de prisco, med., 20, L. I , 620-622).

4.a Todo esto exige la posesión de una idea su­ficiente acerca de la physis. El conocimiento mé­dico de la «naturaleza» del hombre y de la «natu­raleza» del remedio, ¿podría alcanzarse sin un pre­vio y fundamental saber científico acerca de la «naturaleza» en general, sin una physiologia? La physiología presocrática fué así el arkhé o «prin­cipio» de la medicina hipocrática, en los dos sen­tidos principales que la palabra arkhé tuvo para los griegos: el sentido de «comienzo» (principio cronológico) y el de «fundamento» (principio cons­tituyente).

¿ Qué fué la physis para los médicos hipocráti-cos ? 8 Fundamentalmente, la «naturaleza» del con­junto de todas las cosas y la «naturaleza» de cada cosa en par t icular ; o, como dice el libro I de las Epidemias, la koiné physis apánton o «común na­turaleza de todas las cosas» y la idíe physis ekástou o «naturaleza propia de cada cosa» (L I I , 670); si se quiere, la Physis y las physies.

En su más general acepción, Physis no es la mera adición de todas las «cosas naturales» que existen, sino lo que en ese conjunto de todas ellas es fun-

8 El problema ha sido filosóficamente estudiado por Nestle, Diller y Deichgraber. Sus respectivos trabajos han sido men­cionados en páginas anteriores.

208 La curación por la palabra

damental y radical; algo que para un griego era a la vez unitario, generador, armonioso y divino. No fué excepción a esta regla el médico hipocrá-tico. En el Corpus Hippocraticum, la realidad de la Physis es unitaria; todo tiene physis; 9 «todas las enfermedades tienen physis, y ninguna se ori­gina sin ella», dice el autor de Sobre los aires, las aguas y los lugares (L. II , 78). Es también fecun­da, generatriz : el escrito Sobre la naturaleza del niño (Peñ physeos paidiou) no se refiere tanto a la constitución anatómica y fisiológica del infante como a la génesis de éste, y así se entiende que sus páginas sean continuación del tratadito Sobre la genitura. El verbo phijein significó, como sabe­mos, crecer o brotar. La physis es también armo­nía, y no sólo armonía estática o resultante, sino también causa de armonía, activo y eficaz princi­pio de ordenación. «Según la physis», katá phy'-sin, es lo que está en buen orden morfológico y funcional. Bien conocidos son los textos del Cor­pus Hippocraticum en que se proclama la teleolo­gía de la Physis: «Las naturalezas son los médi­cos de las enfermedades. La naturaleza encuentra los caminos por sí misma, no por reflexión... Bien instruida por sí misma (eupaideutos) 10, sin apren­dizaje, hace lo que conviene» (Epid., VI, L. V, 814); «La naturaleza se basta en todo para todo...

9 El nomos no es physis, pero la supone. Véase Diller, Wan-derarzt und Aitiologe, pág. 57. La antítesis nomos-pilosis tie­ne en el Corpus Hippocraticum dos versiones: una presofísti-ca (contraste entre europeos y asiáticos en Sobre los aires, las aguas y los lugares) y otra sofística: «Acerca de esto —léese en Sobre la dieta, I— el uso (nomos) está en oposición con la naturaleza (physis)» (L. VI , 476).

1 0 Sigo la lección de Jaeger (Paideia, I I I , pág. 45), frente a la de apaideutos, «sin instrucción», que adoptó Littré.

La palabra en la medicina hipocrátioa 209

Las naturalezas en nada tienen maestro» (De alim,, 15 y 39, L. I X , 102 y 112). No en vano la palabra kósmos, de la que se derivan «cosmología» y «cos­mética», significó en griego «universo» y «ornato» o «aderezo». La realidad de la physis es, en fin, divina. Ni la religiosidad del médico hipocrético (de morbo sacro, L. VI , 358), ni muchos pasajes del Corpus, podrían entenderse sin tener en cuen­t a esa divina condición de la physis. Cuando en Sobre la enfermedad sagrada y en Sobre los aires, las aguas y los lugares se nos dice que la epilepsia y el afeminaoiiento de los escitas no son enferme­dades «más divinas» que las restantes (de morbo sacro, L. VI , 864 y 886; de aere, aquis et locis, L. I I , 76), porque todas las enfermedades «son igualmente divinas y humanas» (L. VI , 394) y «nin­guna es más divina o más humana que las otras» (L. I I , 76), lo que se quiere decir es que las enfer­medades del hombre son accidentes «naturales», y que todas tienen de divino —y claro está, de hu­mano— lo que a su condición de procesos «natura­les» pertenece; en suma, que la phy'sis es en todo divina (L. VI, 364). El curso natural de las cosas se cumple «con necesidad divina» (anánké theie), se lee en Sobre la dieta (L. VI , 478); y así, si la phy­sis se opone a los esfuerzos del arte, todo es vano (Lex, L. IV, 638). Igual sentido tienen, a mi juicio, las primeras líneas del escrito Sobre las vírgenes: «El principio (arkhé) de la medicina es la constitu­ción de las cosas perdurables (aieigenéón, evige-neradas y evigenerantes)» (L. VI I I , 466). ¿ Qué sentido puede tener, según esto, la fugaz alusión a «lo divino» en el Pronóstico y en Sobre la natura­leza fem,enina? Dícese en aquel escrito : el médico

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210 La curación por la palabra

debe «discernir si hay algo divino (tí iheion) en las enfermedades» (L. I I , 112); léese en este otro : «He aquí lo que yo digo acerca de la naturaleza de la mujer y sus enfermedades : lo divino es en los humanos la principal causa ; luego vienen las naturalezas de las mujeres y sus colores» (L. VI I , 312). O sea : el médico debe conocer si en las en­fermedades hay algo «naturalmente» invencible, si en su apariencia y en su curso opera de modo per­ceptible la «necesidad divina» de la physis. Eso que en los hombres es «natural» —por t a n t o : «di­vino»— es en su realidad lo básico, y después vie­nen las peculiaridades sexuales, típicas e individua­les que a veces expresa el color. Siglos 'más tarde, ya en pleno helenismo, explicará el autor de So­bre la decencia que ante las curaciones espontá­neas o «naturales» el buen médico se siente movi­do a reverenciar a los dioses (L. I X , 234). La phy­sis, no hay duda, era para el hipoerático lo divino, tó theion " .

La physis se manifiesta y realiza en las physies, en las peculiares «naturalezas» de las cosas en par­ticular. Con otras palabras, en lo que cada cosa tiene de suyo o «por naturaleza», en el conjunto de sus «propiedades naturales». Es ta restringida acepción de la palabra physis permitirá a los hi-pocráticos hablar de la «physis del hombre» (L. VI , 32) o, concretando más, de la «physis del raquis» (de artic, 45, L. IV, 190). La anatomía, la embrio-

1 1 Además de las publicaciones mencionadas —sobre todo el trabajo de W. Nestle «Der Begriff des theion und daimó-nion», en Griechische Studien— véase H. W. Miller, «The Con-cept of the Divine in De Morbo Sacro», en Transactions and Proceedings of the American Philological Association, LXXXIV (I95S), págs. 1-16.

La palabra en Zo medicina hipocráticá 211

logia y la fisiología del Corpus Hippocraticum, con sus diversas explicaciones «dinámicas», humorales o neumáticas, no fueron sino la expresión de un saber científico acerca de la peculiar physis del hombre, en cuanto parte y engendro de la Physis general y universal.

5.a Ese saber y ese decir «técnicos» acerca de la physis tuvieron por nombre physio-logía; fueron, por tanto, el lógos de la physis humana en estado de salud y de enfermedad. Así considerada, Ja me­dicina hipocráticá resultó de un peculiar ejercicio del lógos, entendido éste como razón del hombre y de las cosas y como palabra expresiva. La quin­ta de las grandes novedades que destellan en la medicina hipocráticá fué la constitución de un ló­gos iatrikós o «razón médica». Tratemos de pene­trar en su estructura.

El lógos cognoscitivo del médico hipocrático tuvo en la physis del hombre —más aún, en el aspecto somático de esa physis— sujeto y objeto : objeto, en cuanto la physis es en sí misma «razonable», como Heráclito había enseñado; sujeto también, en cuanto es la «razón natural» del hombre la que desvela y declara esa interna razonabilidad de la physis. Muy expresamente lo proclama el autor de Sobre los lugares en el hombre: «La physis del cuer­po es el principio (arkhé) del lógos en medicina» (L. VI, 278). Esto es : la naturaleza del cuerpo hu­mano es la realidad a que se ha de aplicar ante todo el lógos del médico. Aquel que así lo haga descubri­rá que la physis es regular en sí misma : que «para los que conocen [la naturaleza humana], ésta es siempre recta o regular (aiei orthós), y para los que no conocen, siempre irregular (aiét allós) de

212 La curación por la palabra

un modo o de otro», según la apretada fórmula del libro I de Sobre la dieta (L. VI, 488). Por eso el médico sabio, que conoce la divina naturaleza, y cuando ésta enferma la ayuda a reconquistar el orden perdido, es —tal reza una sentencia famo­sa— «semejante a un dios» : ietrbs gar philósophos isótheos (de hab. dec, 5, L. IX, 232).

Esta convicción de que la naturaleza es en sí misma regular y razonable permitiría comprender unitariamente el sentido de un considerable nú­mero de antítesis dispersas en los escritos del Cor­pus Hippocraticum. Lógos y érgon, palabra y obra, aparecen unas veces en contraposición (Praecep-ta, 2, L. IX, 252) y otras en relación de comple-mentariedad (de vulner. cap., 10, L. I I I , 214); en el primer caso, cuando el lógos del médico se apar­ta de la realidad de la physis, en el segundo, cuan­do se atiene fielmente a ella. «Ojos, no palabras», pide el tratadito sobre la reducción de luxaciones (Vect., 36, L. IV, 381); esto es, ojos fieles al ló­gos de la ph'ysis, no discursos —lógoi— extravia­dos y vanos. Por esto los hombres expertos saben el valor de la palabra recta y se complacen más en probar con obras (ergon) que con discursos (16-gón) (de arte, 13, L. VI, 26); y también por esto debe el sabio preferir la inteligencia a los ojos, si trata de conocer lo que las cosas son bajo el man­to de su apariencia inmediata: «Es opinión de las gentes, que lo que crece de Hades a la luz, nace, y lo que decrece de la luz a Hades, muere. Se da más confianza a los ojos que a la inteligencia (gnó-rrue), cuando ellos no son suficientes ni aun para discernir lo que ven. Por mi parte, a la inteligen­cia pido explicación» (de diaeta, I, 5, L. VI, 474).

La -palabra en la medicina hipocrática 213

El autor del alegato Sobre el arte contrapone a la convencionalidad de los nombres de las cosas, so­brepuestos a la naturaleza por el arbitrio humano (nomothetémata), la realidad espontánea y emer­gente de los «aspectos» de aquellas (eidéa): éstos serían «producciones» o «formaciones» (balstéma-ta) de la naturaleza, y en su contemplación debe buscar pábulo la inteligencia bien orientada (Lit-tré VI, 4) 12. «Dos cosas hay —enseña eleática-mente La ley—, ciencia (epistéme) y opinión (dócca); aquélla crea el saber, ésta el ignorar» (L. IV, 642). Aquélla es obra del lógos recto y ver­dadero ; ésta otra, engendro del lógos volandero y superficial.

El ejercicio concreto del lógos en cuanto «razón» es el «razonamiento» o logismós; y puesto que hay un lógos iatrikós —el lógos que permite conocer lo que verdaderamente «son» la salud y la enferme­dad—, habrá también un «razonamiento médico». Este razonamiento puede ser diagnóstico o tera­péutico. «Cuando el médico no ha podido conocer la afección por visión directa ni por los datos oídos, la busca por razonamiento (logismó)», nos

1 3 Son importantes las cuestiones médicas, filológicas y fi­siológicos que plantea el empleo de los términos eidéa, idea y eide en el Corpus Hippocraticum. En mi estudio sobre la his­toria clínica hipocrática (La historia clínica, Madrid, 1950, pá­ginas 29-64) he visto en ellos el primer esbozo de las «especies morbosas» de la patología tradicional. Jaeger, por su parte (Paideia, I I I , págs. 33, 36 y 54), apoyado en los trabajos de A. E. Taylor (Varia Socrática, Oxford, 1911) y G. Else («The Terminology of the Ideas», Harvard Studies in Classical Phi~ lology, 1936), escribe: «Cuando se distingue una variedad tí­pica, se habla en medicina de eidé, pero cuando se trata sim­plemente de la unidad dentro de la variedad, se emplea ya el concepto de una idea, mía idéa.i> FJ lógos del médico discierne las «ideas» de la realidad.

2 H La curación por la palabra

dice el autor de Sobre el arte (L. VI, 20). El razo­namiento se hace especialmente necesario cuando la alteración morbosa es inaccesible a la mirada, y adopta a veces en la práctica la forma de una verdadera «prueba de sobrecarga» o «funcional» : «así, la medicina, ora fuerza al calor innato a disi­par hacia afuera la pituita mediante alimentos y bebidas acres, a fin de apoyar su juicio sobre la vista de algo en los casos en que de otro modo le sería absolutamente imposible percibir nada, ora, mediante paseos cuesta arriba y carreras, obliga al pneuma a revelar aquello de que él es revela­dor» (de arte, 12, L. VI , 24). Pero nunca el mé­dico razonará sin tener presentes los resultados de su observación sensorial. «El razonamiento —ad­vierten cauta y aristotélicamente los Praecepta— es una suerte de memoria sintética de lo que ha sido recogido por la sensación» (L. I X , 250). He aquí la alambicada pauta que para la buena con­ducción de un juicio diagnóstico propone el libro VI de las Epidemias: «Hacer un resumen de la génesis y el arranque (de la enfermedad) y de dis­cursos múltiples y exploraciones minuciosas, reco­nocer las concordancias (de los síntomas) entre ellos, y luego las discordancias entre las concordan­cias, y por fin nuevas concordancias entre las dis­cordancias, hasta que de las discordancias resulte una única concordancia : tal es el camino» (L. V, 298). A favor de este proceso mental, el médico llega a conocer el orden interno de los síntomas y entiende su aparente diversidad desde un punto central de referencia ; lo cual sería imposible si ta l cerazonamiento» (logismós) no se apoyase inmedia-

La palabra en la medicina hipocrática 215

tamente sobre una doctrina científica (lagos) acer­ca de la physis humana.

Mas también la acción terapéutica exige ejerci­ta r la razón por el camino del razonamiento. «Un •mismo razonamiento (logismó) puede conducir (en el tratamiento) a tomar caminos opuestos», enseña uno de los Aforismos (Ajor., IV, 9, L. IV, 504); «la medicina dispone de razones (lógous) que le proporcionan recursos para el tratamiento», sub­raya el autor de Sobre el arte (L. VI , 26). Mas tan sólo acontecerá así cua,ndo el razonamiento sea en sí mismo razonable, cuando rectamente obedezca al lógos. Así debe entenderse la curiosa oposición entre logismós y lógos que contiene este precepto : «Para practicar la medicina no hay que atenerse al primer razonamiento persuasivo (logismó pró-teron pithanó), sino a la experiencia según ra­zón (tribe meta lógou)» (Praecepta, 1, L. I X , 250-252). Junto a los razonamientos fieles al lógos de la physis hay siempre, a modo de peligro, la po­sibilidad de otros meramente probables, falaces, antes basados en la opinión que en la verdad. Mas cuando son aquéllos los que la inteligencia emplea, el lógos del médico tiene la conveniencia y la fuer­za de una «ley justa» (nonios dikaios)» (de fract., 7, L. I I I , 442). Moviéndose en la verdad y en el bien, el nomos es justo y concuerda con la physis. El pensamiento hipocrático se halla así mucho más cerca de Demócrito que de Antifonte.

I I .—En el Corpus Hippocatricum, el lógos es, ante todo, razón y palabra expresiva; mas tam­bién es —y esto ya atañe de modo directo a nues­tro tema— palabra comunicativa, decir a o t r o ; en suma, pregunta, respuesta o discurso, en el sentido

216 La curación por la palabra

oratorio de este último término 1S. Además de ex­presar con su lógos lo que la realidad «es» —la fracción de la realidad que a él como médico le importa—, el médico hipocrático habla para co­municarse con alguien: los dioses, el enfermo o las personas que rodean a éste. Persigamos y con­templemos ordenadamente cada una de estas di­versas formas de la palabra comunicativa.

La palabra dirigida a la divinidad recibe técni­camente el nombre de «plegaria», eukhé. No la desconocieron los médicos hipocráticos ; al menos aquéllos cuya mentalidad viene expresada por el libro IV del escrito Sobre la dieta. «Así, después de haber conocido los signos celestes —dícese en él, a propósito de los sueños en que aparecen tor­mentas—, el (médico tomará precauciones, seguirá el régimen indicado y elevará plegarias a los dio­ses» (L. VI, 652). La intención impetrativa es aho­ra evidente; el ¡médico pide a los dioses —el con­texto indica muy precisamente a cuáles— que el resultado de sus prescripciones sea favorable. Pero quien como el médico hipocrático cree en la «ne­cesidad de la naturaleza» y en el carácter divino de esa «necesidad», ¿ podrá apelar a la plegaria con la ingenua confianza del hombre que no es physiológos? Polemizando contra los intérpretes de sueños que aplican a los ensueños «corporales» o causados por el cuerpo los mismos criterios que a los ensueños «divinos» o enviados por los dioses,

13 En mis libros Estudios de Historia de la Medicina y Antropología médica (Madrid, 1941) y La empresa de ser hom­bre (Madrid, 1958), puede leerse una descripción de la acción psicológica de la palabra que amplía considerablemente la pro­puesta por Karl Bühler en su Psychologie der Sprache,

La palabra en la medicina hipocrática 217

dice el autor de ese cuarto libro de Sobre la dieta: «Se contentan con prescribir plegarias. Orar es sin duda cosa conveniente y buena ; pero aun invo­cando a los dioses, es preciso ayudarse a sí mis­mo» (L. VI , 642). O sea : el médico tiene que con­tar con la insuficiencia de su a r t e ; pero debe pro­curar ante todo que sus prescripciones acierten con la divina «necesidad d'e la naturaleza». Tal es el pensamiento implícito en el escrito Sobre los lu­gares en el hombre, cuando su autor contrapone metódicamente la fortuna (tykhe) y la ciencia (epistéme): «La fortuna es soberana, no obedece a mandato , y la misma plegaria no la hace venir ; mas la ciencia obedece y trae buena fortuna, cuan­do el que la posee (epistámenos) quiere usar de ella» (L. VI, 342). Actuar piadosa y técnicamen­te según la necesidad divina de la physis sería, se­gún esto, la mejor plegaria del médico.

Con más frecuencia que a los dioses, la palabra del médico hipocrático iba dirigida al enfewmo y a quienes al enfermo rodeaban. Mas no siempre era igual la intención del locuente. Has ta cinco in­tenciones distintas —y, por lo tanto , hasta cinco géneros de la palabra médica comunicativa— cabe discernir en el Corpus Hippocraticum. En sus pá­ginas la palabra médica es, en efecto, pregunta, prescripción, instrumento de prestigio, medio de ilustración y agente persuasivo.

E l decir comunicativo del médico se hace «pre­gunta» o «pesquisa» (ereuna, erótesis) en la anam­nesis. Los más diversos escritos del Corpus Hippo­craticum, unas veces con carácter general, otras al servicio de un propósito muy concreto y deter­minado, indican la necesidad de interrogar al en-

218 La curación por la palabra

fermo, si el médico quiere actuar según arte. «In­terrogando al enfermo y examinando todo con cui­dado...», dice el autor de Sobre la dieta en las en­fermedades agudas (L. I I , 436). Una concisa nota del libro VI de las Epidemias orienta la atención del médico hacia «lo que explica el enfermo mis­mo, y cómo ; cómo recibir sus explicaciones, los discursos...» (L. V, 290). Y en términos semejan­tes se habla en Sobre las enfermedades de las mu­jeres (L. VII I , 128), en el Pronóstico (L. I I , 114), en Sobre las heridas de la cabeza (L. I I I , 214 y 240) y en tantos otros lugares de la colección hipo-crática.

En la anamnesis, la pregunta del médico es ne­cesaria, más la respuesta del enfermo no es sufi­ciente. No debe extrañarnos. El enfermo no habla de sí mismo según la ciencia, sino conforme a su opinión; según su «sentir», en la ¡más plena signi-cación de este verbo. «En los informes que t ra tan de dar al médico los individuos afectos de enfer­medades ocultas, éstos hablan más por opinión (doooázontes) que por saber» (de arte, 11, L. VI, 20). Por tanto , el modo de conocer que el interro­gatorio brinda al médico no es la ciencia, sino la conjetura: «El que quiera, en cuanto al t ra ta­miento, interrogar rectamente, responder a las in­terrogaciones y rectamente replicar —léese en So+ bre las enfermedades— deberá recordar... lo que se hace o se dice por conjetura (eikasíé) por el mé­dico al enfermo o por el enfermo al médico» (L. VI, 140). Los juicios diagnósticos y terapéuticos basa­dos en las palabras del paciente son conjeturales. Atenerse sólo a ellos no es, pues, conducta de ex­pertos, sino error de ignorantes. Tal habría sido

La palabra en la medicina Jiipocrática 219

el método de los autores de las Sentencias cnidias. «Han procedido —dícese de ellos en Sobre la dieta en las enfermedades agudas— como un ignorante en medicina: éste podría dar una descripción exac­ta de las enfermedades, informándose cuidadosa­mente cerca de los enfermos sobre lo que ellos ex­perimentan» (L. II , 224). El médico debe conocer lo que el enfermo no puede decir (ibidem), e inqui­rir, por tanto, cdo que se puede percibir mirando, tocando, oyendo, y mediante el olfato, el gusto y la inteligencia» (de ofjic. med. 1, L. III , 272). ¿Acaso no era de rigor, según la pauta diagnós­tica de las Epidemias, degustar atentamente el sa­bor del cerumen ? (L. V, 318).

La palabra del médico hipocrático es, en otros casos, «prescripción», medio para comunicar al pa­ciente lo que debe hacer en el tratamiento de su enfermedad (ta prospheroména: Epid., I, L. II , 670); o bien «precepto» enderezado a la enseñan­za del aprendiz de .medicina (dogma: Leoo, 3, L. IV, 640; parangélia, L. IX, 250). No requiere comen­tario especial esta modalidad del lagos comuni­cativo.

Sí lo exige, en cambio, el caso en que la pala­bra del médico expresa un juicio pronóstico. El «pronóstico» o «predicción» (prognostikón, progno­sis, prorretíkón, prolégein) pertenece esencialmen­te a la tékhne del hipocrático. Si el curso de los procesos naturales obedece a una interna «necesi­dad» (ananké ph'yseos, theía anánké), nunca un médico podrá decir que conoce la phijsis de un en­fermo, si no es capaz de anunciar lo que en el futu­ro acontecerá a esa physis. «Es preciso decir los an­tecedentes, conocer el estado presente, predecir el

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futuro», enseñan las- Epidemias (L. I I , 634). Fren­te a enfermos que no sienten su enfermedad, «al médico toca predecir lo que les amenaza», advier­te el escrito Sobre las articulaciones (L. IV, 100). Así considerado, el pronóstico constituye una par­te esencial del diagnóstico.

Pero el lógos pronóstico no es sólo expresión de conocimiento; es también instrumento de presti­gio, tanto para conseguir la confianza del enfer­mo, como para brillar socialmente en la ciudad. «Me parece que el mejor médico es —comienza di­ciendo el Pronóstico— el que sabe conocer por ade­lantado. Penetrando y exponiendo de antemano, cerca de los enfermos, el presente, el pasado y el porvenir de sus enfermedades, explicando lo que ellos omiten, ganará su confianza (pisteúoite); y convencidos de su superioridad, no vacilarán en someterse a su cuidado. Y también tratará tanto mejor las enfermedades cuando sepa, mediante el estado presente, predecir el porvenir» (L. II , 110). Procediendo así, el médico «será justamente ad­mirado» (L. II , 112), sobre todo si el enfermo es inteligente (Prorret., 2, L. IX, 10). Los adjetivos usados en el Corpus Hippocraticum para ponderar las predicciones acertadas muestran bien la impor­tancia atribuida al prestigio que tales prediccio­nes conceden. Llámaselas, en efecto, bellas (kalai) admirables o maravillosas (thaumastai), brillan­tes (lampra), espectaculares (agonistika) (Prorret., 1, L. IX, 6; de artic, 58, L. IV, 252). Pero este prestigio sólo puede ser lícito si la predicción es «científica» y se basa en un recto conocimiento de la naturaleza del enfermo: «Las predicciones bri­llantes y espectaculares —dice el texto de Sobre

La palabra en la medicina hipocrática 221

las articulaciones— se sacan del diagnóstico, que prevé por qué vía, de qué manera y en qué tiem­po acabará cada afección, ya se oriente hacia la curación, ya hacia la incurabilidad» (L. IV, 252). Es este el único camino para no cometer un error frecuente entre los malos médicos : el error de «no prometer curar lo curable y prometer curar lo in­curable» (de morbis, I, 6, L. VI, 150) 14.

Vengamos ahora al cuarto de los modos del la­gos comunicativo, aquél en que la palabra es me­dio de ilustración. En la época hipocrática, la si­tuación social de la medicina griega se hallaba so­metida a una fuerte ambivalencia. Era por un lado el saber de una comunidad de hombres religiosa y técnicamente iniciados en los secretos de la en­fermedad y la curación; por tanto, un saber ve­dado a los profanos. «Las cosas sagradas —dice La ley— sólo a los hombres sagrados se revelan; está prohibido comunicarlas a los profanos, en tan­to no hayan sido iniciados en los misterios de la ciencia» (L. IV, 642). «Comunicaré los preceptos, las lecciones orales y el resto de la enseñanza a mis hijos, a los hijos de mi maestro y a los discí-

1 4 El apetito de prestigio y fama fué muy intenso en el alma del médico griego; con ello demostraba su condición he­lénica y la pervivencia de la shame-culture en el seno de la guilt-culture. Ya en época helenística, dirán los Praecepta: «A veces prestaréis vuestros servicios gratuitamente, teniendo en cuenta el recuerdo de una obligación o el motivo actual de la reputación» (L. IX, 258). Sigue el texto prescribiendo al mé­dico el socorro a los enfermos extranjeros y pobres, «porque donde está el amor al hombre (philanthrópié) está también el amor al arte (philotelchní¿)y>. La philanthrópía era una de las motivaciones morales del médico helenístico; así lo exigía la cultura de la época. El sentido real de esta conexión entre el «amor al hombre» y el «amor al arte» no puede ser discuti­do aquí.

222 La curación por la palabra

pulos ligados por un compromiso y un juramento según la ley médica, pero a ningún otro», prescri­be el Juramento (L. IV, 680). Mas por otro lado, y como tan convincentemente ha demostrado Jae -ger, la medicina griega fué desde el siglo v par te importante de la educación o paideia del hombre particular, del idiotes, aunque éste nunca hubiese de consagrarse al arte de curar. El autor de Sobre la medicina antigua indica la necesidad de escri­bir la doctrina médica de un modo inteligible para el ciudadano común (démotes) (L. I , 572); el t ra­tado Sobre las afecciones, a su vez, proclama la conveniencia de que el profano —el mero «particu­lar» o idiotes— adquiera cierta formación médica (L. VI , 208). Así se entiende que una parte de los escritos del Corpus Hippocraticum sean alegatos en favor del arte de curar (Sobre el arte, Sobre los vientos, Sobre la medicina antigua) o exposiciones simultáneamente enderezadas a la formación téc­nica del médico y a la educación científica del hom­bre culto (Sobre la naturaleza del hombre, Sobre la dieta salubre, Sobre la enfermedad sagrada, So­bre la dieta). En todos estos casos, la palabra del médico enseñaba el profano 1S.

Más estrictamente médica es la intención ilus­tradora o esclarecedora del lógos iatrikós, cuando éste se dirige al propio enfermo con el propósito de explicarle su enfermedad. Léase la página de las Leyes en que Platón contrapone el ejercicio del médico de esclavos y el proceder del médico de

15 El designio del médico era a veces polémico y aun de-nigratorio. El autor de Sobre el arte, vitupera a los médicos que con «discursos no bellos» (logan ou halón) vilipendian a otros médicos, sin aportar nada nuevo por su parte (L, VI , 2).

La palabra en Ja medicina hipocrátlca 223

hombres libres. Aquél va corriendo de un enfermo a otro y da sus prescripciones rutinariamente y sin razonarlas (áneu lógou). Y sigue diciendo Platón : «Si uno de estos oyese hablar a un médico libre con pacientes libres en términos muy semejantes a los de las conferencias científicas, exponiendo cómo concibe la enfermedad en su origen y remon­tándose a la naturaleza de todos los cuerpos, se echaría seguramente a reír y diría lo que la mayoría de los llamados médicos replican de inmediato en tales casos : Lo que haces, necio, no es curar a tu paciente, sino enseñarle, como si tu misión no fue­se devolverle la salud, sino poco menos que ha­cerle médico» (Leyes, 857 c-d). Que esta ilustra­ción del enfermo era una práctica relativamente frecuente en tiempos de Platón, no puede ponerse en d u d a ; que tal proceder tenía considerable im­portancia terapéutica —psicoterapéutica— a los ojos del filósofo, otro párrafo de Leyes ya aducido en el capítulo anterior (Leyes, 720 d e) lo declara con transparencia. ¿ Quiere decir esto que los hi-pocráticos vieron en dicha práctica una par te esen­cial del tratamiento médico según arte ? No pare­ce cosa muy segura. Según los textos del Corpus Hippocraticum —bien escasos a tal respecto—, esa explicación del .médico al enfermo aspiraba a lo­grar la confianza de éste, el prestigio de aquél o la verificación táctica de un saber que el asclepíada previamente poseía. E n cuanto al logro de con­fianza y prestigio, recuérdese lo antes dicho. Y en cuanto al papel verificador de la explicación, véa­se lo que afirma el autor de Sobre la medicina an­tigua: «Los discursos y las pesquisas de un médi­co no tienen otro objeto que las enfermedades de

224 La curación por la palabra

que cualquier hombre enferma y padece. Sin duda, los ignorantes en medicina no pueden saber, en sus enfermedades propias, ni cómo éstas nacen y ter­minan, ni por qué causas crecen y disminuyen; pero si los que han descubierto estas cosas se las explican, Jes será fácil instruirse en ellas ; porque entonces no se trata para ellos más que de recor­dar, escuchando al médico, lo que ellos mismos han experimentado. Si el médico no llega a ha­cerse comprender de los profanos y si no pone a sus oyentes en esta disposición de espíritu, no al­canzará (a conocer) lo que las cosas son» (L. I, 572-574). O sea: la concordancia entre el saber del médico y la intelección que el enfermo hace de sí mismo, cuando su mente es conducida por la pa­labra de aquél, es criterio de verdad; lo cual in­dica que dicha palabra tiene ahora una intención mucho más noética que terapéutica. Sólo, pues, cuando procura la confianza del enfermo en la su­ficiencia del médico, sólo entonces la explicación esclarecedora tendría una vaga y relativa significa­ción psicoterapéutica.

¿Habremos de concluir, según esto, que los hi-pocráticos desconocieron el empleo de la palabra persuasiva ? La curación por la palabra, tal y como la habían entendido los sofistas y Platón, ¿fué una idea absolutamente ajena a la mentalidad de los autores del Corpus Hippocraticum? Este quin­to modo del lógos iatrikós — la palabra en cuanto medio de persuasión y agente terapéutico— debe ser objeto de exploración más detenida.

III.—Dos son, como sabemos, las especies prin­cipales de la palabra terapéutica: el ensalmo má­gico y el decir persuasivo o sugestivo, la epodé y

La palabra en la medicina hipocrática 225

el lógos pithanós. Los médicos hipocráticos cono­cen la epodé; no podía ser de otro modo, siendo ellos griegos y hombres de su tiempo ; pero su ac­ti tud frente al ensalmo mágico —la actitud de un «técnico» educado en la idea presocrática de la physis y del saber— es de franca y aun violenta repulsa. Por tres veces son nombrados en Sobre la enfermedad sagrada «los agentes de purificación y los ensalmos» (epaoidaí), siempre para rechazar­los con lúcida energía y para denostar a los ma­gos, catartas, charlatanes e impostores que hacen de ellos tratamiento de la epilepsia (L. VI, 354, 356 y 862). La epilepsia no es anas divina que el resto de las enfermedades; todas son igualmente divinas e igualmente humanas ; la divinidad, pu­reza suma, no puede manchar al hombre, ente el más deleznable de la natura leza; pretender man­dar sobre los dioses mediante ensalmos es la peor de las impiedades. En suma : la epaoidé médica no puede ser sino superstición o impostura. El mis­mo sentido tiene la diatriba contra los adivinos que engañan a ciertas mujeres enfermas —acaso histé­ricas, por lo que de ellas se dice— haciendo que consagren a Artemis vestidos y objetos valiosos (de virgin., 1, L. VII I , 468). Es muy probable que también esos adivinos emplearan epodaí en sus presuntas curas.

Esta enérgica repulsa de la epódé mágica, ¿irá acompañada, como en los diálogos platónicos, de una razonable estimación de la palabra sugestiva y de su virtualidad como agente terapéutico ? El Corpus Hippocraticum conoce la importancia que para la eficacia del tratamiento poseen la persona del enfermo y la del médico. «Es preciso que el

15

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enfermo ayude al médico a combatir la enferme­dad», dice el libro I de las Epidemias (L. II , 636); «Es preciso —subrayan los Aforismos—, no sólo hacer uno mismo lo debido, más también que el enfermo, los asistentes y las cosas externas con­curran a ello» (L. IV, 458). Pero esta activa co­laboración del enfermo en el tratamiento, ¿ en qué consistirá ? Por lo pronto, en confiar firmemente en la suficiencia del médico que le atiende, lo cual exige que sea real el saber técnico del terapeuta y, a la vez, que la persona de éste sepa demostrar­lo con dignidad y tacto. «El que prescribe... pue­de engendrar tdmores y esperanzas», dice también el autor del libro I de las Epidemias (L. I I , 670). Dos de los más tardíos escritos del Corpus —Sobre el médico y Sobre la decencia— dibujan un retra­to muy completo del médico ideal. El médico debe ser un hombre de buen color y cuerpo no muy fla­co, porque no pocas gentes piensan que mal pue­de sanar a los otros quien no sabe sanarse a sí mis­mo ; vestirá con decoro y limpieza y se perfuma­rá discretamente, «porque todo esto complace a los enfermos» ; será honesto y regular en su vida, grave y humanitario (philánthropon) en su tra­to ; sin llegar a ser jocoso y sin dejar de ser justo, evitará la excesiva austeridad; quedará siempre dueño de sí. «Así debe estar dispuesto el médico para el alma y para el cuerpo» (de medico, 1, Lit-tré IX, 204-206). Mucho más detalladas y concre­tas son las prescripciones del tratadito Sobre la decencia. El médico y el sabio han de ser «serios sin rebuscamiento, severos, en los encuentros, dis­puestos a la respuesta, difíciles en la contradic­ción, penetrantes y conversadores en las concor-

La palabra en la medicina hipócrática 227

dancias, moderados para con todos, silenciosos en la turbación, resueltos y firmes para el silencio, bien dispuestos para aprovechar la oportunidad..¡ ; y hablarán declarando con su discurso, en cuanto sea posible, todo lo que ha sido demostrado, usan­do del buen decir... y fortificados por la buena re­putación que de ello resulte» (L. IX, 228). En­trando en la cámara del enfermo, el médico de­berá «recordar la manera de sentarse, la continen­cia, el indumento, la gravedad, la brevedad en el decir, la inalterable sangre fría, la diligencia fren­te al paciente, el cuidado, la respuesta a las ob­jeciones» (L. IX, 238-240); y procederá en todo «con calma, con habilidad, ocultando al enfermo, mientras actúa, la mayor parte de las cosas, ex­hortándole (parakeleúonta) con alegría y sereni­dad..., y ya reprendiéndole con vigor y severidad, ya consolándole (paramythéesthai) con atención y buena voluntad» (L. IX, 242).

Hay en estos párrafos la descripción de una psi­coterapia verbal de carácter no específico ; orde­nada, por tanto, a conquistar la confianza del en­fermo y a sostener en buen nivel su tono psicoso-mático —en términos familiares, la «buena moral» de su ánimo— como condición previa para la efi­cacia del tratamiento. Es verdad que tales indica­ciones proceden de un escrito que acaso fuera com­puesto ya en el siglo i de nuestra era; mas nada nos impide suiponer —recuérdese la vivaz pintura de Platón en las Leyes— que ese modo de prac­ticar la medicina fuese habitual varios siglos an­tes. Un breve apunte del libro VI de las Epide­mias y una prescripción del libro II de ese mismo tratado muestran que la importancia de una psi-

'228 La curación por la palahrd

coterapia general o básica había sido descubierta mucho antes de que viviera el autor de Sobre la decencia. El apunte en cuestión alude a las «com­placencias» (khárites) para con los enfermos, y dice as í : «Limpieza en sus bebidas, en sus alimen­tos y en todo lo que se ofrece a sus ojos; blandu­ra en lo que está en contacto con su cuerpo; per­mitir aquello cuyo efecto no es nocivo y es fácil­mente reparable, por ejemplo, agua fría cuando sea preciso hacer esta concesión; las visitas, las pala­bras, el aspecto, el vestir..., la cabellera, las uñas, los olores» (L. V, 308). La prescripción, por su parte , se refiere al restablecimiento «del buen co­lor y la buena difusión de los humores», y ordena «excitar los movimientos del ánimo, las alegrías, los temores y otros sentimientos semejantes; si este estado se halla complicado con una enferme­dad del resto del cuerpo, se la t r a t a r á ; si no, esto basta» (L, V, 126). Como es patente, t rátase ahora de conseguir cierta acción somática a favor de una suerte de gimnasia psicoafectiva. Más clara es la apelación al efecto somático de la sugestión pura en una ladina y nada científica receta contenida en el libro VI de las Epidemias: «Si hay dolor de oído, arrollar lana en torno a un dedo, instilar un cuerpo graso caliente, y luego, habiendo puesto la lana en la palma de la mano, colocar la mano bajo la oreja, de manera que el enfermo crea que esto le sirve de algo» ; y la receta termina diciendo, con graciosa y desenfadada sinceridad: «engaño (apá-te)» (L. V, 318).

Todo esto autoriza la formulación de tres con­clusiones provisionales : 1.a El médico hipocrático no desconoció la importancia de una psicoterapia

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general o básica en el t ratamiento de los enfermos. 2.a El médico hipocrático conoció la eficacia so­mática de la vida psíquica y supo utilizarla tera­péuticamente. 3. a El médico hipocrático supo em­plear la palabra sugestiva como agente psicotera-péutico.

No es muy frecuente, en verdad, la mención del alma en los escritos del Corpus Hippocraticum, y no parece un azar que sea en el t ra tado Sobre la dieta —compuesto ya avanzado el siglo iv y muy probablemente influido por el Oriente babilonio, el orfismo y la Academia Platónica, como sugieren Palm y Jaeger— donde el uso de la palabra psy-khé se muestre más copioso 16. «El alma del hom­bre, y el cuerpo como el alma, tienen su buena disposición (diakosméetai)», dice el libro I de So­bre la dieta (L. VI. 478); y en el cuidado de esa dúplice «buena disposición» tiene su deber princi­pal el buen médico. Mas tampoco resulta insólito que otros escritos del Corpus aludan a la correla­ción psicosomática y describan aspectos suyos mé­dicamente importantes. «Los cuerpos, así como las almas, difieren mucho y tienen gran poder», ad­vierte el Prorrético (L. I X , 34) ; la extenuación 'del alma, como la del cuerpo, puede ser causa de apóstasis humorales, enseña el t ra tado Sobre los humores (L. V, 488); «si el alma está abrasada

16 Palm, loe. cit.; Jaeger, Paideia, III, 56-5T. Véase tam­bién W. Müri, Bemerkungen zur hippokratischen Psychologie, en Festtchrift für E. Tuche (Bern, 1947). La identificación en­tre el alma y el fuego es muy clara a lo largo de todo el es­crito Sobre la dieta. Me conformaré con remitir a L. VI, 4*6, 514-516, 174 y 576. La influencia de los sonidos sobre el alma —valga este solo ejemplo— es concebida como un problema de calor y sequedad (L. VI , 574-576).

230 La curación por la palabra

(ekpyróthé) por la enfermedad, consume el cuer­po», afirma el libro VI de las Epidemias (L. V, 314), probablemente basado, como el tratado So­bre la dieta, en la concepción ígnea del alma. El alma humana, que es pensamiento (gnóme), y por lo tanto conciencia (x^nnoia) —léese en otra par­te—, «por sí misma, sin órganos y sin cosas, se aflige, se regocija, se espanta, se reanima, espera, menosprecia; como en la portera de Hipotóo, que con sólo el pensamiento (gnóme) conoció los inci­dentes de su enfermedad» (Epid., VI, 8, 10; L. V, 348). La idea órfica del alma —un alma capaz de operación «separada»— parece hallarse detrás de esa visión de la actividad anímica l r .

Tanto más importante debe ser para el médico el conocimiento de la vida psíquica del hombre, cuanto que existe cierta correlación entre la ín­dole de las pasiones y la parte del cuerpo en que éstas se localizan y sobre que actúan. He aquí dos textos bien significativos: «El arrebato del áni­mo (oxythymdé) contrae el corazón y el pulmón sobre sí mismos y llama hacia la cabeza el calor y los líquidos, al paso que el buen temple del áni­mo (euthymíe) dilata el corazón... El ejercicio es alimento para los miembros y la carne y sueño para las visceras. El pensar es para el hombre el paseo del alma» (Epid., VI, 5 ; L. V, 316). La co-

1 7 La idea de una actividad «separada» del alma debió de ser bastante general en Grecia durante la primera mitad del siglo v. Aristóteles creía en ella cuando joven, en la época en que compuso el Eudemo y a que se refieren las noticias de Pro-clo (In Rempubl., I I , págs. 1211, 1.22 ss.) y Cicerón (De di-vin., I, 25, 53). Aristóteles, según Proclo y Clearco, cuenta haber visto cómo un mago era capaz de «separar» el alma del cuerpo. Debía de tratarse de una maniobra de hipnotismo.

La palabra en la medicina hipocrática 231

rrelación psicosomática no puede ser más vigoro­sa y elegantemente expresada. «En cuanto al alma —dice el segundo texto-—: desórdenes en las be­bidas y en los alimentos, del sueño y de la vigilia, por ciertas pasiones como, por ejemplo, el juego de dados, por trabajos prolongados, ya en el ejer­cicio de las profesiones, ya por necesidad, y en ellos la regularidad o la irregularidad y los cam­bios, y en éstos de qué a qué. Y en cuanto a los hábitos morales (ek ton éthéon), la laboriosidad del alma, buscando, ocupándose, mirando, hablan­do y de otros modos semejantes, como los pesa­res, los arrebatos, los deseos; todo lo que apena al pensamiento accidentalmente, bien por la vista, bien por el oído; y cómo entonces se comporta el cuerpo : el roce de una muela de molino da den­tera : fallan las piernas al que camina sobre el bor­de de un precipicio; tiemblan las manos cuando se ha levantado un fardo muy pesado ; hace palide­cer la aparición súbita de una serpiente. Los te­mores, el pudor, las penas, el placer, la cólera y otros sentimientos : así obedece a cada uno de ellos la parte del cuerpo a él correspondiente; en estos casos, sudores, palpitaciones del corazón y otros fenómenos debidos a tales potencias» (de humor., 9, L. V, 488-490). La vida anímica altera el cuer­po de un modo selectivo. Por tanto, también po­drán hacerlo las palabras, porque «las cosas oídas son ventajosas o aflictivas» (Epid., VI, 8, 7 ; L. V, 346). Así lo entiende sin duda el autor del libro IV de Sobre la dieta, cuando afirma que la visión de astros errantes durante el sueño es signo de «per­turbación del alma a causa de un cuidado (hypd merímnes)y> y prescribe al paciente «orientar el

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alma hacia los espectáculos teatrales, sobre todo hacia los que hacen re i r ; o si no, hacia los que más le complazcan» (L. VI , 648-650).

La lectura de los últimos párrafos —en los cua­les ha sido ordenado todo o casi todo lo que en el Corpus Hippocraticum se acerca a la actual «me­dicina psicosomática»— puede hacer pensar que la psicoterapia tuvo una significación clara y un lugar importante en la mente y en la práctica de los médicos griegos del siglo iv. Nada más lejos de la realidad. Como varias veces he dicho, los textos hipocráticos de carácter psicoterapéutico apuntan a fines excesivamente generales, inespe-cíficos : ganar la confianza del enfermo y mante­ner en buen nivel el tono de su ánimo. De ahí no pasó el médico de la Grecia antigua. Gorgias y An-tifonte habían iniciado una consideración ordena­dora y etiológica de los estados aflictivos —sus «especies» (eidé), su «ocasión» (kairós) y su «cau­sa» (aitía)—, como base de un tratamiento «téc­nico» y eficaz de la aflicción patológica. Poco más tarde, en fecha seguramente anterior a muchos de los escritos hipocráticos, Platón elaboró toda una genial doctrina acerca de la acción psíquica y so­mática de la pa labra ; por tan to , acerca de la psi­coterapia verbal. Es seguro que un cultivo prác­tico y consecuente de los puntos de vista platóni­cos hubiese conducido pronto a la edificación de algo así como un «psicoanálisis griego». Pues bien : ni el más leve vestigio de todo esto puede ser des­cubierto en la colección hipocrática. Resulta tan­to más extraño el hecho si se piensa en la casi se­gura relación discipular entre Hipócrates y Gor­gias, y sobre todo si se tiene en cuenta la estrecha

La palabra en la medicina hípocrática 233

conexión estructural y genética que existió entre la medicina hipocrática y el arte retórico. Expues­ta diáfanamente por Platón (Gorgias, 464 b , 465 a, 501 a ; Fedro, 270 a-d), esa conexión debió de ser entrevista y comentada ya en el círculo socrático. Hipócrates, dice Platón, enseña a preguntar siem­pre y ante todo si la naturaleza del objeto en que se ha de ejercitar nuestra tékhné es simple o mul­tiforme ; si es simple, hay que investigar cómo y en qué medida es capaz de influir sobre otro ob­jeto determinado o sufrir la influencia de és te ; si, por el contrario, es multiforme, será preciso enu­merar y describir sus distintas formas y averiguar respecto a cada una de ellas lo que habríamos de saber si se tratase de un objeto simple, pregun­tándonos cómo influye sobre los restantes y cómo puede ser influido por éstos. Lo cual no sería po­sible si no se procurase entender la naturaleza del objeto en cuestión —el cuerpo en el caso de la me­dicina, el alma en el caso de la retórica— desde un conocimiento de «la naturaleza del todo» (tou hólou physeós: Fedro, 270 c) 18. Como la medici­na procede en su inteligente esfuerzo por ser tékh­né —concluye Platón—, así debe proceder la re­tórica. Pero ¿ qué arte fué la primera en operar así, la medicina o la retórica ? ¿ Acaso Gorgias, probable maestro de Hipócrates, no había descu­bierto por sí mismo la necesidad que el retórico tiene de hablar según las eidé y el kairós de las al-

1 8 Sobre este paralelismo entre el método hipocrático y el método retórico, véanse los trabajos de Edelstein, Deichgraber, Nestle y Jaeger antes mencionados. Si ese hólon o «todo» a que se refiere Platón es el «todo del cuerpo», como afirma Edelstein, o el «todo del universo», como sostiene Deichgra­ber, es cuestión que no puede ser discutida aquí.

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mas de quienes le escuchan ? A juzgar por los da­tos del propio Platón, el pensamiento retórico y el pensamiento médico debieron de entrelazarse y coiníluirse más de una vez durante la segunda mi­tad d d siglo v y Jos primeros decenios del iv. Por eso es tanto más sorprendente el casi total silen­cio del Corpus Hippocraticum acerca de la acción psicoterapéutica de la palabra, y la extraordinaria vaguedad práctica y teorética de sus escritos en todo cuanto a la psicoterapia atañe.

Intentaré demostrar la tesis que ahora expongo —la poquedad y la vaguedad de la psicoterapia hipocrática— mediante dos series de argumentos documentales, relativa la primera a la disposición psíquica del enfermo frente al t ratamiento médico y concerniente la segunda a la conducta terapéu­tica del asclepíada hipocrático ante enfermedades y estados psicosomáticos tan menesterosos de cura sugestiva como de prescripción medicamentosa; o, como diría el Sócrates del Cármides, t an necesi­tados de lógos kalós como de phármakon.

Jactábase Gorgias de la habilidad retórica con que él persuadía a los enfermos de su hermano para que aceptasen los tratamientos de éste. El Corpus Hippocraticum, a su vez, establece la ne­cesidad de que el enfermo colabore de algún modo en la faena terapéutica del asclepíada. Pero so­bre el concreto proceder del médico, ¿qué nos di­cen los escritos de ese Corpus? A juicio del autor de Sobre el arte, es más probable el incumplimien­to de las prescripciones terapéuticas por parte del enfermo, que el error del médico al formularlas. Y considerando la posibilidad más grave y extre­mada, la de una terminación funesta de la enfer-

La palabra en la medicina hipocrática 23,í

medad, defiende así su opinión : «El médico cum­ple su oficio sano de mente y sano de cuerpo, ra­zonando sobre el caso presente y, entre los pasa­dos, sobre aquellos que se parecen al presente, has­ta el punto de poder citar curaciones debidas al tratamiento que emplea. Pero el enfermo, que no conoce su enfermedad, ni las causas de ésta, ni en qué parará su estado actual, ni lo que sucede en casos semejantes al suyo, recibe las prescripciones sufriendo en el presente, espantado del porvenir, Heno de su mal, vacío de alimentos, deseando más aquello que la enfermedad le hace agradable que aquello que conviene a su curación, no queriendo morir, sin duda, pero incapaz también de resistir con firmeza. ¿Cuál de estos dos eventos es más ve­rosímil : que el enfermo así dispuesto no cumpla o cumpla mal las prescripciones del médico, o que éste, actuando en las condiciones descritas, yerre en su prescripción ? ¿ No es más probable que el uno prescriba lo debido y que el otro, incapaz sin duda de persuadirse, y por tanto no persuadido (me peithoménous), se arroje a la ¡muerte ?» (L. VI, 10-12). La lectura atenta de este texto, tan dies­tramente retórico en sí mismo, muestra bien que el ejercicio de la persuasión no era muy habitual entre los hipocráticos y suscita serias dudas res­pecto a la capacidad persuasiva de sus palabras. Frente al enfermo —frente a enfermos tan bien dispuestos a la obra de la sugestión como los aho­ra pintados—, el asclepíada hipocrático no quería o no sabía ser «retórico», en el sentid© de Gorgias, Antifonte y Platón. En cuanto a la aceptación de las prescripciones, el poder persuasivo del médico —el uso del «razonamiento persuasivo» o logismós

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pithanós que los Preceptos (L. I X , 250-252) y So­bre la decencia (L. I X , 232) tan visiblemente me­nosprecian— sería menos fuerte que la peculiar na­turaleza del enfermo, y por tanto menos decisivo que ella. «Es preciso tener en cuenta —dice el Prorrético— la índole de la inteligencia y la fuer­za del cuerpo de los enfermos, porque unos obe­decen fácil o difícilmente a una prescripción, y otros a otra» (L. I X , 14-16). Decide, pues, la phy-sis del paciente, con su peculiaridad y su albedrío, no el nomos que la palabra esclarecedora y suges­tiva del médico t ra ta de establecer 19. Como ya hice notar , las explicaciones verbales del médico ante el enfermo cumplían para el hipocrático una función más bien cognoscitiva que terapéutica.

A la misma conclusión nos lleva un análisis de­tenido del proceder hipocrático frente a los enfer­mos en que más indicada nos parece hoy la cura psicoterápica. H e aquí, entre tantos ejemplos po­sibles, dos casos, uno de hipocondría y otro de histeria femenina. Aparece el primero en el escri­to Sobre las enfermedades: «Preocupación, enfer­medad difícil: al enfermo le parece tener en las visceras una espina que le p i ca ; la ansiedad le a tormenta ; huye de la luz y de los hombres; gus-

1 9 En el mismo sentido debe ser interpretada la prudente salvedad pronostica que más de una vez aparece en Sobre las fracturas: «La curación es perfecta al cabo de unos cuarenta días, si los heridos permanecen acostados» (L. I I I , 452); «La curación acaece a los sesenta días, si el herido guarda reposo» (L. I I I , 458). Gorgias no hubiera hablado así. Repito lo que antes he dicho: ' frente al enfermo, el asclepiada no quería o no sabía ser retórico; en la aceptación de sus tratamientos pe­saban más la naturaleza y la libertad del paciente que la vir­tud sugestiva del terapeuta. Lo cual —desde otro punto de vista— no habla en menoscabo del médico hipocrático.

La palabra en la medicina hipocrática '¿'¿~i

ta de la tiniebla; es presa del terror; su diafrag­ma parece saliente y duele si se le toca; tiene mie­do ; sufre de visiones espantosas y sueños terri­bles ; ve muertos. La enfermedad suele sobrevenir en primavera» (L. VII, 108-110). Procede el se­gundo del tratado Sobre la naturaleza femenina: «Si la matriz va hacia el hígado, la mujer pierde inmediatamente la voz, aprieta los dientes y su color se ennegrece. Estos accidentes la afectan de modo súbito y en plena salud. Se presentan sobre todo entre las solteras viejas y entre las viudas que siendo todavía jóvenes y habiendo tenido hi­jos, siguen en viudedad» (L. VII, 314). ¿En qué consiste el tratamiento de estos dos casos ? Al hi­pocondríaco se le prescribe eléboro, purgación de la cabeza y del vientre, leche de asna, restricción de alimentos y de ejercicio, dieta fría; a la histé­rica, opresión manual del vientre por debajo del hígado, envoltura del hipocondrio, versión de vino perfumado en la boca de la enferma, fumigaciones fétidas de la nariz y aromáticas de la matriz, pur­gantes, leche de asna y pesarios con preparados vegetales diversos 20. Igual carácter tiene la cura ordenada en el escrito Sobre la dieta para el trata­miento de los sueños cuyo contenido contraría las acciones y los pensamientos de la víspera (vomi­tivos y paseos matinales : L. VI, 642-644), y de mentalidad análoga procede la módica receta con­tra la «inquietud» (alyke) que propone el libro I I de las Epidemias (ingestión de vino aguado a par­tes iguales : L. V, 136).

2 0 El escrito Sobre las enfermedades de las mujeres (L. VIII) describe varios casos semejantes a este último, tan­to en el cuadro sintomático como en cuanto al tratamiento.

288 La curación por la palabra

En todas estas descripciones clínicas y terapéu­ticas es harto patente la condición predominante­mente psíquica del cuadro sintomático. El sínto­ma está en el alma. Pues bien: el hipocrático —para el cual, como sabemos, no era un secreto la gran influencia del alma sobre la salud y la enfer­medad del hombre— ni aplica su vigorosa menta­lidad etiológica a indagar la posible motivación psí­quica del trastorno, ni acierta a emplear un t ra­tamiento psíquico, psicoterápico, para restaurar el orden anímico alterado. Diríase que en estos casos el alma del enfermo no existe para el médico, y que la clasificación de las artes correctivas que por vía táctica propondrá Sócrates en el Fedro (la me­dicina, arte de sanar los desórdenes del cuerpo ; la retórica, arte de enderezar las perturbaciones del alma) se había erigido ante los ojos del asclepíada en canon intangible. En los libros V y VII de las Epidemias se describe sumariamente la neurosis de cierto Nicanor : «Cuando se lanzaba a beber, la tañedora de flauta le espantaba; cuando oía en un banquete los primeros sonidos de una flauta, le asediaba el terror ; decía no poder apenas conte­nerse, si era de noche; pero si de día oía ese ins­trumento, no se alteraba. Esto le duró bastante tiempo» (L. V, 250 y 444). Ante este cuadro, la indiferencia etiológica y psicoterapéutica de su des­criptor no puede ser más completa. No puede ser más olímpica, diríamos, si en el Olimpo no hubie­sen habitado los divinos terapeutas Apolo y Peón. Es verdad lo que enseña el autor del libro I de Sobre la dieta: que «el alma, por la dieta (alimen­tación, baños, ejercicio) puede hacerse mejor o peor» (L. VI, 522). Pero tanto como la misma

La palabra en la medicina hipocrática 239

diaíta —o, si se quiere, diestramente incluida en ella—, ¿no es acaso la palabra persuasiva y ejem­plar el recurso óptimo del hombre para conseguir que un alma se haga mejor ?

Matizando con carácter ya definitivo las conclu­siones que antes provisionalmente consigné, debe­mos ahora decir : el hipocrático pudo ser y hasta comenzó a ser un psicoterapeuta, mas no llegó a serlo de modo suficiente. <¡ Por qué ? Dos razones me parecen decisivas. Una es accidental y tác t ica : la repulsa de la epóde mágica en nombre de la me­dicina fisiológica. La justificada y laudable vehe­mencia con que el autor de Sobre la enfermedad sagrada polemiza contra los ensalmadores por su­perstición o por impostura le impidió tal vez ad­vertir lo que los poetas y los sofistas del siglo v ya habían descubierto : que hay «encantamientos ver­bales» no mágicos, capaces de modificar la reali­dad de quien los escucha y susceptibles, por tan­to, de ser empleados como agentes terapéuticos. No es puro azar que el Corpus Hippocraticum no conozca el empleo metafórico o analógico del tér­mino epóde,

Pero mayor importancia que ésta tiene otra ra­zón, ya no táctica y accidental, sino metódica y sustantiva : la irreprimible tendencia del hipocrá­tico a ver y entender somáticamente, y aun sólo somáticamente, la bifronte naturaleza del hombre. La medicina necesita un métron, una medida para verificar la exactitud de sus observaciones, dícese en Sobre la medicina antigua; «ahora bien, ese métron con referencia al cual podrá conocerse la verdad exacta no es ni un peso ni un número, sino la sensación del cuerpo, tou sómatos aísthe-

240 La curación por la palabra

sis» (L. I, 588-590) 21. Recuérdese, por otra par­te, la tardía sentencia de los Preceptos: «El ra­zonamiento es una suerte de memoria sintética de lo que la sensación ha recogido» (L. IX, 250). Durante cinco siglos, la percepción del cuerpo a través de los sentidos fué canon permanente de la medicina hipoerática, alfa y omega de la tékh-ne iatriké, tal colmo Hipócrates la entendió y en­señó a entenderla. Grande, inmenso acierto. Gra­cias a él la medicina occidental pudo ser cien­cia e iniciar con rigor y fecundidad su historia glo­riosa. Pero la fidelidad a ese valioso principio me­tódico, ¿ no habrá sido a veces excesiva ? ¿ No ha­brá conducido en ocasiones, frente a la realidad del hombre, a identificar abusivamente ph^sis y soma, y a menospreciar, por consecuencia, todo conocimiento acerca de la physis humana que no pueda ser rápida y expeditivamente reducido a «sensación del cuerpo» ? La incapacidad de la -me­dicina occidental para la psicoterapia verbal has­ta hace algunos decenios pendía, en último térmi­no, de ese gran acierto y esa gran limitación de la medicina hipoerática.

Volvamos a la lección del Fedro. Después de haber invocado el ejemplo de Hipócrates para construir el arte retórica, Sócrates afirma la nece­sidad de proceder en esa tarea «más allá o por encima de Hipócrates», pros to Hippokrátei. He aquí lo que hasta fines del siglo xix no ha sabido hacer la medicina occidental: actuar a la vez «des-

2 1 Acerca de la significación que la serie medida-peso-nú­mero tuvo en la Grecia de la segunda mitad del siglo v y la primera del IV, véase A. J . Festugiére, Hippocrate. L'Ancien-ne Médecine (París, 1948), págs. 41-43.

La palabra en la medicina hipocrática 241

de Hipócrates», pros tou Hippokrátous, y «más allá de Hipócrates», pros td Hippokrátei. Era ese el único camino para ser recta y enteramente fiel a la realidad del hombre, en la cual el estado que solemos llamar «enfermedad» es siempre cuerpo, pero nunca es sólo cuerpo. El camino arduo y com­plejo que los hipocráticos supieron entrever, mas no ver y seguir con claridad y decisión suficientes.

16

CAPÍTULO V

EL PODER DE LA PALABRA EN ARISTÓTELES

La porción más importante del legado médico de Platón —su personal visión de la psicoterapia verbal— no fué recogida por los continuadores de Hipócrates en la segunda mitad del siglo iv. In­dudablemente, la desconocieron \ ¿Acertará a re­cogerla Aristóteles, máximo heredero y contradic­tor máximo de su maestro ? La tradición intelec­tual se constituye por obra de los que, sabiendo heredar, saben también contradecir; o, si se pre­fiere, por los que sabiendo contradecir, saben tam­bién heredar. A este linaje perteneció, y por modo sumo, el filósofo de Estagira. Repitamos, pues, la pregunta anterior : ¿ recogió Aristóteles aquel le­gado médico de Pla tón? La respuesta debe ser dúplice; debe decir: sí y no. No, porque la obra aristotélica —la fracción de la obra aristotélica que ha llegado hasta nosotros— no alude en par-

1 La singular posición de Diocles de Caristo frente a la epddi será comentada en las páginas finales de este libro.

244 La curación por la palabra

te alguna a la psicoterapia verbal, como no sea para mencionar de pasada la práctica de ensalmos mágicos -. Sí, a la vez, porque Aristóteles lleva a extrema precisión el pensamiento platónico acer­ca de la operación de la palabra, y porque el sa­ber médico es principal recurso en esta empresa intelectual del Estagirita.

Había enseñado Platón que el lagos comunica­tivo puede adoptar dos formas distintas y produ­cir, en consecuencia, dos distintos efectos psicoló­gicos. Hay por una parte el lagos dialéctico, el cual, mediante razonamientos convincentes, fuer­za a conocer y reconocer la ve rdad ; está por otro lado el lógos mítico, que a favor de la persuasión es capaz de suscitar creencias y de mover a una resuelta aceptación de lo que con él se dice. Este último sería preámbulo del anterior, cuando la ver­dad que se t ra ta de conocer es accesible a la ra­zón humana, y sucedáneo suyo, cuando la verdad buscada no es racionalmente accesible a quien la busca : «La génesis es respecto de la esencia, lo que es la creencia respecto de la verdad», dice una vez Platón (Tim., 29 c). La creencia sería el modo humano de poseer verdades que pueden ser cono­cidas y todavía no han llegado a serlo.

Pues bien, una par te considerable de la obra aristotélica es el resultado de elaborar genial y sis­temáticamente esa platónica discriminación. Los

2 Tal vez hubiera algo en los escritos perdidos. Resulta ex­traño, en efecto, que un tema tan permanente en Platón no fuese tratado o comentado por Aristóteles. Alusiones a epoda! de carácter mágico hay en la Historia animalium, VI I I , 24, 605 a (a propósito de las enfermedades de los caballos) y en el fragmento 454 (el conjuro para transferir a los cuervos una peste, de que ya hice mención en páginas anteriores).

El poder de la palabra en Aristóteles 243

varios escritos que componen el Organon —«Cate­gorías», «Analíticos», «Tópicos», «Sobre la interpre­tación», «Sobre las refutaciones sofísticas»— no son sino un t ra tado acerca del lógos dialéctico. El ejer­cicio de éste recibe ahora el nombre técnico de «ló­gica» ; su forma principal es el «silogismo» pro­piamente dicho o «silogismo lógico» ; su finj el con­vencimiento y la convicción del oyente ; su ma­teria, la verdad necesaria o convincente, esa ver­dad que por modo inexorable se impone a la inte­ligencia. Un silogismo lógico bien construido deja a quien lo oye convencido y convicto, cualquiera que sea su peculiaridad personal; viceversa, toda convicción de carácter racional, aunque no haya sido obtenida por vía discursiva, puede ser expre­sada mediante un silogismo lógico o una serie de ellos. Pero, discípulo de Platón, Aristóteles sabe bien que la palabra humana puede persuadir, ade­más de convencer. Jun to al lógos dialéctico hay, complementariamente, un lógos retórico, el lógos que el arte retórica nos enseña a ejercitar. Habrá también, por consiguiente, un «silogismo retórico», el «entimema», cuyo simple nombre (en y thymós, «en el ánimo») ya indica que su operación psicoló­gica es más «cordial» que «cerebral», se orienta más hacia la afectividad que hacia la inteligencia. Si­métrica del Organon, la Retórica de Aristóteles —cima del camino que durante un siglo han ido jalonando Córax y Tisias, Gorgias y el Pedro pla­tónico— es el t ratado técnico de la palabra per­suasiva.

No quedó ahí la preocupación aristotélica en tor­no al problema de la persuasión verbal. Esa preo­cupación, tan griega y tan platónica —Platón, el

24« La curación por la palabra

antisofista, comulgó en ella tan fervorosamente como la sofística—, late también en algunas pá­ginas de la Etica a Nicómaco y de la Política y en casi todas las de la Poética. En cuanto palabra comunicada a otro, ¿ qué otra cosa persigue la obra literaria sino persuadir de algo ? Y entre todos los géneros literarios, ¿no es acaso el teatral el que de manera más directa cumple esa función persua­siva ? Desde este punto de vista hay que conside­rar, a mi juicio, el viejo, siempre vivo y nunca re­suelto problema de la kátharsis a que alude la fa­mosa definición aristotélica de la tragedia.

En este capítulo intentaré exponer e interpretar el pensamiento aristotélico acerca del poder per­suasivo de la palabra. Quedarán al margen de mi empeño los aspectos psicológicos del Organon —lo que Aristóteles dice y piensa acerca de la opera­ción psicológica del lógos dialéctico ; con otras pa­labras : la psicología de la convicción lógica—, y estudiaré sucesivamente la doctrina de la persua­sión contenida en la Retórica y la acción catárti­ca de la tragedia que la Poética menciona. No tar­daremos en percibir que una y otra pesquisa se hallan en esencial conexión con el tema permanen­te de este libro, la curación por la palabra.

I.—Acabo de apuntar que la Retórica de Aris­tóteles es el punto culminante de una empresa secu­lar, jalonada por los nombres de Córax y Tisias, Gorgias y el Fedro 3. Pero en esa culminación, es-

3 Esta enumeración dista mucho de ser completa; a ella habría que añadir los nombres de Lisias, Teodoro, Antifonte e Isócrates, el Gorgias platónico, etc. Una excelente sinopsis de la historia de la retórica hasta Aristóteles puede leerse en la «Introducción» de A. Tovar a su edición de la Retórica aris­totélica (Aristóteles. Retórica, Madrid, 1958).

El poder de la palabra en Aristóteles 247

pléndida sin duda, no llegaron a madurez todas las semillas contenidas en la obra de quienes la habían hecho posible. Dice Aristóteles que sus pre­decesores, atentos sobre todo al género judicial o forense de la oratoria, abandonaron el cultivo de los otros dos, el deliberativo (la oratoria de las asambleas políticas) y el epidíctico o demostrativo. Lo cual es históricamente cierto ; más también lo es que Gorgias, Antifonte y Platón habían inicia­do la edificación de un cuarto género de la .palabra retórica, el género terapéutico o curativo, no fá­cilmente incluíble en alguno de los tres que Aris­tóteles considera y nunca nombrado por el filóso­fo. Contemplada a esta luz la Retórica aristotélica, ¿lograremos descubrir en su cuerpo el hueco de este nonnato y posible cuarto género del lógos pi-thanós o «decir persuasivo» ? ¿ Hubo en Aristóte­les, de manera larvada, un teórico de la psicote­rapia verbal ? Tratemos de verlo, examinando con atención lo que la Retórica fué y trasladando me­tódicamente su doctrina a la empresa curativa del psicoterapeuta.

La Retórica de Aristóteles nace de un propósito a la vez platónico y antiplatónico. En cuanto he­reda buena parte del pensamiento del Fed.ro, el Filebo y las Leyes, y da cumplimiento al proyec­to patente o latentemente contenido en esos diálo­gos —la composición de un Arte retórica que sea verdadera tékhne y hasta verdadera «ciencia» o epistéme (Político, 304 c-d)—, Aristóteles es se­cuaz de Platón. Pero puesto a cumplir su empeño, pronto advierte el discípulo que no puede llevarlo a término sin separarse de su maestro en dos pun­tos graves, uno de carácter moral y otro de índole

21S ha curación por la palabra

lógica. Para ser verdadera tékhne, la retórica debe distanciarse de la mora l : «su regla —escribe M. Dufour— no es, por supuesto, el inrnoralismo, la subversión contra la moral recibida, sino el amo-ralismo, la indiferencia provisional frente al impe­rativo» *. El orador, en principio, debe ser técni­camente capaz de persuadir de una cosa y de su contraria (Ret., I , 1, 1855, a 30). No es esto sólo. Frente a la prevención platónica contra la clóooa u «opinión» —prevención sólo vencida por el filó­sofo ateniense cuando pensaba que la opinión, me­diante el «decir mítico», puede ponerse en camino hacia la verdad—, Aristóteles descubre que tam­bién de lo verosímil cabe ciencia, y que esta cien­cia es precisamente la retórica. Las premisas de los razonamientos retóricos tienen que ser las opi­niones corrientes, éndowa, y las nociones comunes, koiná. Mas no por ello va necesariamente la retó­rica contra la verdad y contra el bien. El orador debe ser capaz de persuadir de una cosa y de su contrar ia; «mas no para hacer una y otra cosa, pues de lo malo no se debe persuadir, sino para que no nos pase inadvertido cómo es lo malo, y para que cuando otro use las mismas razones, po­damos deshacerlas» (I , 1, 1355, a 31-34). La con­dición moral de la destreza retórica la decide el fin del orador, y por tanto su intención: «la sofística no consiste en facultad, sino en intención» {I, 1, 1355, b 18). Y, por otra parte, «tanto el ver lo ver­dadero como el ver lo verosímil es propio de la misma facultad», y así el hábito de conjeturar frente a lo verosímil no es esencialmente distinto

4 Aristote. Khétorique, I , pág. 3 («Introduction» a la edi­ción de «Les Belles Lettres», París, 1932),

El poder de la palabra en Aristóteles 249

del hábito de encontrar lo verdadero (I , 1, 1355, a 17-19). El lógos dialéctico y el lógos retórico tie­nen, a la postre, un mismo sujeto, y entre la dia­léctica y la retórica no hay oposición, sino corre­lación y complemento (I, 1, 1354, a 1). Frente a Platón, «Aristóteles acepta en definitiva —dice cer­teramente A. Tovar— que la retórica no persigue sólo deloun (hacer ver), sino que le es lícito tam­bién psykkugógein (conducir las almas), para lo cual hay que estudiar el carácter y las pasiones. Y con ello logra, al perfeccionar la dialéctica y a la vez transigir con las posiciones sofísticas tradi­cionales en la retórica, una verdadera síntesis en que sofística y platonismo se confunden» s.

Mas a todo esto, ¿ qué es la retórica para Aris­tóteles? Es —o «sea», como Aristóteles dice, para subrayar la pertenencia del tema retórico al área de la opinión— cda facultad de considerar en cada caso lo que en él puede ser propio para persuadir» (I, 2, 1355, b 25). La misión de la retórica no es, pues, persuadir, sino descubrir lo que de persua­sivo pueda haber en cada caso, como la misión de la medicina no es sanar —así, en absoluto—, sino averiguar cómo y hasta qué punto es sanable cada enfermo (I, 1, 1355, b 10-15). A su manera, Aris­tóteles sigue la idea del paralelismo entre la me­dicina y la retórica que Platón había expuesto en

3 Op. cit., pág. XXXI. Los textos de la Retórica serán ci­tados por mí según esta versión. El problema filológico y filosó­fico de la Retórica de Aristóteles ha ganado actualidad desde que Fr. Solmsen (Die Entimcklung der aristotelischen Logik und Rhetorik, Berlín, 1929) aplicó a esta obra el método gené­tico y estratigráfico que W. Jaeger había aplicado a la Meta­física y a otras obras del Estagirita. Baste aquí con esta so­mera indicación. El deseoso de penetrar en el tema, vea la ((Introducción» de A. Tovar antes mencionada,

250 La curación por la palabra

el Fedro. Pero tal correlación no excluye el ca­rácter más general de la retórica, porque ésta, a diferencia de las demás artes, que tienen una ma­teria particular y bien determinada (la medicina, la salud y la enfermedad ; la geometría, las pro­piedades de la magnitud ; la aritmética, el núme­ro), tiene como objeto la persuasión acerca de cual­quier cosa dada en la cual sea posible persuadir (I , 2, 1355, b 32-35). Cabe preguntar, por tanto : si el estado de enfermedad es en alguna medida modificable por persuasión, ¿ podrá negarse la exis­tencia de un género terapéutico o curativo en el cuerpo de la retórica ?

Tres son, como dije, los géneros que Aristóte­les distingue en ésta : el deliberativo o político, el judicial o forense y el demostrativo o epidíctico, y en los tres son distintos el fin del discurso y la actitud del oyente. En el género deliberativo, el fin es lo conveniente o lo dañoso, y el oyente —el miembro de la Asamblea— está psicológicamente orientado hacia el futuro ; en el género judicial, el fin es lo justo o lo injusto, y el oyente —el juez— contempla en primer término el pasado ; en el gé­nero demostrativo, el fin es lo hermoso o lo feo, y el oyente —la persona a la cual se elogia o se vitupera— tiene en cuenta ante todo el presente.

En todos los géneros de la persuasión retórica, el orador usa, para conseguir su objeto, los argu­mentos propios de su arte. No por azar son éstos llamados pistéis; como si dijéramos «confianzas» o «creencias». Persuasión, peithó, y creencia o con­fianza, pístis, son en griego, como sabemos, pala­bras procedentes de una misma raíz. Un hombre está persuadido cuando cree lo que le dicen. Por

El poder de la palabra en Aristóteles 2.51

tanto, aquello que persuade, la prueba o argumen­to de la persuasión, es también aquello en que se cree o confía, pístis. Y estos «argumentos suaso­rios» o pistéis pueden ser —dice Aristóteles— prue­bas «técnicas» o pertenecientes al arte del orador y pruebas «no técnicas» o dadas al orador de un modo previo y ajeno a su arte, como los testigos y los documentos y objetos de toda índole. Para el conocimiento dialéctico, las cosas reales son ante todo «seres», ónta; para el conocimiento retórico, las cosas son primariamente «pruebas suasorias», pistéis. Por esto ha podido decir Heidegger, lle­vando el agua a su molino, que la Retórica de Aris­tóteles es «la primera hermenéutica sistemática de la cotidianidad del estar con otro».

Volvamos ahora a la posibilidad de un quartum gemís de la persuasión retórica, el género terapéu­tico o curativo. Si entre los tres aristotélicos o tra­dicionales hay alguno que le sea próximo, ese es, sin duda, el deliberativo. Fin principal del orador deliberativo es «lo conveniente», íó symphéron (I, 3, 1358, b 23; I, 6, 1362, a 18, etc.); pues bien, ya sabemos que esa palabra es repetidamente usa­da en el Corpus Hippocraticum, casi con el valor de un término técnico, para designar el criterio supremo de la acción terapéutica 6. La persuasión deliberativa tiene como objeto lo posible; mas no lo que por naturaleza (physei) es posible, como el que de la bellota nazca la encina o que el baño refresque, ni lo que es posible por azar (apb ty-khés), como el encuentro con un amigo a quien

6 Sobre el symphéron en el Corpus Hippocraticum —y, más generalmente, en la literatura del siglo v— véase F. Heini-inann, Nomos und Physis, pág, 128 y ss,

232 La curación por la palabra

no se espera ver, sino «las cosas que pueden de­pender de nosotros, y de las cuales el principio de que sucedan en nosotros consiste» (I, 4, 1359, a 88).. ¿ Y no es éste también el objeto de la medicina? ¿No se dice en Sobre el arte que el médico debe abstenerse de tocar a los enfermos en cuya enfer­medad no le sea posible hacer nada útil (L. VI , 26) ? Escribió una vez Virchow que «la política es medicina en grande». Desde el punto de vista del parentesco entre la persuasión terapéutica y la per­suasión deliberativa o política, cabría también de­cir, aristotélicamente, que la medicina es política en pequeño. También la salud se halla entre los bienes que para Aristóteles integran «lo convenien­te» (I, 6, 1362, b 14).

Consiste el arte del orador, según la Retórica, en utilizar diestramente las tres pruebas «técnicas» cardinales: el carácter del que habla, la disposi­ción del oyente y lo que con el discurso se dice (I. 2, 1356, a 1-5). Estudiemos, pues, desde nues­tro punto de vista, estos tres momentos principa­les de la persuasión retórica, y tratemos de enten­der luego cómo concibe Aristóteles la acción de lo oído sobre el alma del oyente.

El carácter (ethos) del orador es «casi la prin­cipal de las pruebas suasorias» (I, 2, 1356, a 13), sobre todo en el caso de la oratoria deliberativa, porque «creemos según cómo parece ser el que ha­bla, es decir, si parece ser bueno o bien intencio­nado o ambas cosas» (I, 8, 1366, a 10-12). Ese «ca­rácter» no depende sólo de las condiciones natura­les del que habla, sino de los hábitos morales que en su vida haya adquirido —probidad (I , 2, 1356, a. 13), prudencia, virtud, benevolencia (II , 1, 1378.

El poder de la palabra en Aristóteles 253

a 9)— y, en último extremo, de la relación que en­tre él y sus oyentes se establece: «porque impor­ta mucho para la persuasión, sobre todo en la ora­toria deliberativa..., cómo se presenta el orador y el que los oyentes supongan que está en cierta dis­posición acerca de ellos, y además, si ellos están de algún modo dispuestos respecto de él» (II, 1", 1377, a 25-29). El orador pone a prueba su carác­ter cuando se presenta ante sus oyentes y les habla. La proximidad moral entre él y éstos da actualidad y vigencia decisivas a lo que ese ca­rácter era ; y así acaece que en ocasiones, por es­tar más cerca de su auditorio, son más persuasi­vos los oradores ignorantes que los muy doctos y alambicados (II, 22, 1395, b 27-32).

Ahora bien, todo esto se repite con impresio­nante paralelismo en la relación entre el médico y el enfermo. El carácter del terapeuta —sus con­diciones naturales, sus hábitos, sus virtudes ad­quiridas, su prestigio— tiene considerable impor­tancia en la eficacia de sus prescripciones, según varios escritos hipocráticos: el Pronóstico, La ley, Sobre el médico, Sobre la decencia. Ese carácter se actualiza y opera cuando el médico toma con­tacto con su paciente. Y tampoco es imposible en el ejercicio de la medicina —sobre todo cuando la actividad del médico es psicoterapéutica— que el indocto tenga mejor éxito que el erudito.

No menos importante para la eficacia de la per­suasión retórica es la disposición (diáthesis) del oyente. Ya Platón (Fedro, 271 a-272 b) había en­señado que el orador debe atenerse en sus discur­sos a los varios «aspectos» (eidé) de las almas de quienes le oyen. Pues bien, Aristóteles llama diá-

254 La curación por la palabra

thesis a la ocasional disposición del alma en cada uno de sus posibles «aspectos» —más tarde dirá Galeno que la enfermedad es «disposición preter­natural» de quien la padece, diáthesis para ph'y-sin—, y ve determinada tal «disposición» por las pasiones (patiné) y los caracteres (edad, fortuna, Hábitos viciosos y virtuosos) de los oyentes del discurso. Sobre todo las pasiones, porque median­te ellas se realiza y manifiesta en cada ocasión el carácter de los hombres. La persuasión, dice Aris­tóteles, se produce en los oyentes «cuando son arrastrados a una pasión por el discurso, pues no son iguales nuestros juicios con pena que con ale­gría, con amistad que con odio» (I, 2, 1356, a 15-16). Lo cual pone a la mente de Aristóteles ante un doble problema retórico: definir lo que es una pasión y exponer el. modo de modificarla o pro­vocarla 7.

¿ Qué es una pasión ? Desde el punto de vista de la retórica, las pasiones son «aquello por lo que los hombres cambian y difieren para juzgar, y a las cuales siguen la pena y el placer ; tales son la ira, la compasión, el temor y las demás semejan­tes, y sus contrarias» (II, 1, 1378, a 22-24). Ac­tuando sobre el modo de juzgar, las pasiones son la parte más importante en la determinación de las «opiniones» de los hombres. La Etica a Nicó-maco dirá que la pasión es un movimiento (kíne-sis) y una alteración (alloiósis) en el ser del hom­bre (1105, b 19 ss.); el tratado De anima subraya-

7 «No es un azar —escribe Heidegger— que la primera in­terpretación sistemáticamente elaborada de los afectos, no haya sido expuesta en el marco de la Psicología. Aristóteles inves­tiga las páthe en el libro segundo de la Retóricas (Sein wtd Zeit, 4.a ed., Halle, 1935, pág. 186).

MI poder de la palabra en Aristóteles 255

fá la esencial participación del cuerpo en esa al­teración del que se apasiona (De an., 403, a 16 ss.). Más que un simple estado afectivo, el páthos es para Aristóteles un cambio más o menos fugaz en el ser de quien lo experimenta ; cambio al cual per­tenecen simultáneamente una mudanza del cuer­po y otra en el modo de juzgar y opinar.

Pero el orador no puede conformarse con saber lo que es una pasión. En cuanto tekhnítés o «téc­nico» de la retórica, necesita saber también cómo producirla y por qué la produce. Para suscitar, extinguir o modificar una pasión —para cambiar la «disposición» de su auditorio—, el orador debe tener en cuenta los cuatro datos que constituyen las pruebas, subjetivas o morales de la persuasión : la peculiar disposición del alma en cada una de las pasiones (psicología de la ira y la calma, del amor y el odio, del temor y la valentía, etc.), las perso­nas frente a las cuales suele experimentarse cada pasión, las ocasiones o situaciones en que cada pa­sión más frecuentemente sobreviene y, en fin, los diversos caracteres del auditorio, según su edad, sus virtudes y vicios y su fortuna (nobleza, rique­za, etc.) (II, 1, 1377, b 24-27, y II , 12, 1388, b 32-1389, a 2). A la vista de esta cuádruple realidad —cuidadosamente la va estudiando Aristóteles en los capítulos 2-17 del libro II—, el orador sabrá cómo producir en sus oyentes ira, calma, amistad, odio, temor y las restantes pasiones.

Me pregunto si no es éste el caso del «orador mé­dico» o sanador por la palabra, tal como Antifon-te lo fué en Corinto a fines del siglo v a. de C , y tal como hoy lo son quienes a sí mismos se llaman psicoterapeutas. Ciñámonos a la letra de la Retó-

256 La curación por la palabra

rica de Aristóteles. ¿ No es la enfermedad, según ella, causa de ira? (II , 2, 1379, a 15). Y, por otra parte , ¿ no puede ser la ira causa de enfermedad ? Sin un conocimiento amplio y preciso de esas cua­tro pruebas subjetivas de la persuasión, sin una idea clara y pormenorizada acerca de los siete mó­viles de las acciones humanas —fortuna, natura­leza, violencia, costumbre, reflexión, apetito iras­cible y apetito concupiscible (I, 10, 1369, a 6-8)— y sin distinguir con cuidado, entre los diversos ape­titos, los irracionales o espontáneos y los raciona­les o suscitados (I, 11, 1370, a 19-27), no hay po­sibilidad de ser orador «según arte», ni de practi­car técnicamente la psicoterapia verbal. Incluso desde un punto de vista meramente psicoterapéu-tico, nadie juzgará inane esta aguda observación de Aristóteles acerca del temor : «tampoco temen los que ya creen que les ha ocurrido lo peor y es­tán fríos ante el futuro... ; pues para temer es pre­ciso que reste alguna esperanza de salvación so­bre aquello que nos angustia (agoniosin)» ( II , 5, 1383, a 3-6).

Todo esto —carácter del que habla, disposición del que oye— es sobremanera importante para el orador, mas lo decisivo será siempre lo que su dis­curso diga, tercera de las tres pruebas «técnicas» que Aristóteles dist ingue; pues «por el discurso creen los oyentes, cuando con él mostremos la ver­dad o lo que parece verdad, según lo que sea per-suadible en cada caso particular» (I, 2, 1356, a 20-21). También en la retórica el lógos está siem­pre por encima del ethos. No puede extrañar que sea en la explanación de esta prueba suasoria don­de más cuantiosa e importante se muestre la per-

M poder de la palabra en Aristóteles 257

sonal contribución de Aristóteles a la retórica: Aristóteles fué, como es sabido, el inventor de la disciplina que hoy llamamos «lógica». Toda una serie de formas del razonamiento —el entimema, silogismo de probabilidad o silogismo retórico; el ejemplo, modo retórico de la inducción; la sen­tencia o aseveración acerca de aquello sobre que versan las acciones y puede elegirse o evitarse al obrar; la aducción de tópicos o lugares comu­nes— y, por añadidura, un atento estudio de la elocución oratoria y de la forma externa e inter­na del discurso (libro III), componen la doctrina aristotélica acerca del decir persuasivo. No creo pertinente exponer aquí con más detalle la estruc­tura de este cuerpo central de la Retórica; mas tampoco es necesaria esa más detallada exposición para descubrir que los entimemas, los ejemplos, las sentencias, los tópicos, la buena locución y la buena composición —lleno todo, por supuesto, del contenido que exija la concreta peculiaridad del «caso» tratado— constituyen lo más importante en el elenco de los recursos que utiliza la psicote­rapia verbal. Como Mr. Jourdain con la prosa, el psicoterapeuta hace retórica aristotélica sin saber­lo. Claramente lo demostraría un análisis «retóri­co» de cualquiera de las historias clínicas de Freud.

Llegamos por fin al cuarto y último de los te­mas que antes propuse: el modo como Aristóte­les entiende la acción de la palabra persuasiva en el alma de aquel en quien es eficaz. He aquí un hombre persuadido por obra de un discurso hábil. ¿ Qué ha pasado en su alma ? Aristóteles trata de comprender el mecanismo de esa transformación psicológica mediante cinco conceptos principales :

17

258 La curación por la palabra

carácter (éthos), disposición (diáthesis), pasión (páthos), opinión (dóooa) y creencia (pístis, pei-thó). En el encuentro retórico —el del orador con su oyente— se ponen en mutua conexión dos carac­teres, el de quien habla y el de quien escucha. Como consecuencia de ese contacto personal, a la vez intelectivo y afectivo, el alma y el carácter del oyente adoptan una determinada disposición, a la cual pertenecen tales o cuales pasiones. Actuan­do sobre ellas con los recursos de su arte , el orador las modifica conforme a los fines a que su discur­so está ordenado; y por obra del influjo que la pasión ejerce sobre el modo de ver y juzgar las cosas, va suscitando en quien le oye un conjunto de opiniones nuevas o un cambio de las opiniones preexistentes. Con otras palabras, el oyente que­da persuadido de algo ; lo cual vale tanto como decir —puesto que persuadirse, a la postre, es creer— que en el alma del oyente han ido apare­ciendo creencias nuevas, o se han ido modificando creencias antiguas, o han ido entrando en vigor creencias dormidas. En todo lo cual tiene parte decisiva el esclarecimiento que respecto de sí mis­ma gana el alma del que oye. La palabra del ora­dor, en efecto, conduce al oyente a ver la reali­dad y a verse a sí mismo de un modo inédito, y a veces le descubre zonas de su propia vida cuya existencia no sospechaba antes.

Y todo ello, ¿ para qué ? La técnica del orador puede servir, en principio, a un fin y a su contra­rio. Pero si la intención de aquél es honesta y se atiene a lo que piden la naturaleza del arte y la naturaleza del hombre, sus fines no pueden ser otros que la verdad, el bien y la felicidad. Pide

El poder de la pal-abra en Aristóteles 259

estos fines la naturaleza del arte, porque «siempre lo verdadero y lo bueno son naturalmente de razonamiento mejor tramado y más persuasivo» (I, 1, 1355, a 37-39); y los pide también la natu­raleza del hombre, porque la felicidad (eudaimo­nía) cees el objeto en vista del cual cada hombre en particular y todos en común eligen o repudian» ; razón por la cual d a s persuasiones y las disuasio­nes son siempre acerca de la felicidad y de las co­sas que a ella tienden o de sus contrarios» (I, 5, 1360, b 4-11). La sóphrosyne que tenía como meta el lógos kalós de Sócrates en el Cármides p la tón i ­co, no parece hallarse muy lejos de la eudaimonía que el discurso según arte debe producir, según la Retórica de Aristóteles.

Repito una vez más mi pregunta : lo que Aris­tóteles dice de la persuasión deliberativa, demos­trativa y judicial, ¿ no podría ser llanamente tras­puesto a la persuasión terapéutica ? También en el encuentro psicoterapéutico se produce un choque más o menos armonioso entre el carácter del mé­dico y el del paciente ; también en el de éste y en su disposición —que ahora recibe el nombre de enfermedad— predominan con tal motivo tales o cuales pasiones ; también el psicoterapeuta procu­ra modificarlas, conforme a los fines que en cada sesión se proponga; también el t ratamiento mé­dico va suscitando en el enfermo opiniones y creen­cias nuevas, a la vez que le esclarece e ilumina res­pecto de sí mismo; también, en fin, es la felici­dad —ahora bajo forma de salud, una de las par­tes de la eudaimonía (I , 5, 1361, b 3-7)— el fin a que la curación se ordena. La adición de un quar-tum genus al cuerpo de la Retórica de Aristóteles

260 ha curación por la palabra

no parece ser ocurrencia gratuita e infundada. II.—En la obra de Aristóteles, el poder de la

palabra es, ante todo, persuasión, pero no sólo persuasión. Ese poder recibe el nombre de káthar-sis en un famoso texto de la Poética. Mas coimo la mención de la catarsis poética viene anunciada en otro texto, no menos famoso, de la Política, co­menzaré transcribiendo éste. Discurre Aristóteles acerca de la utilidad de la música en la educación de los jóvenes, y dice así: «Admitimos la división de las melodías establecida por algunos filósofos, que las clasifican en éticas, prácticas y entusiásti­cas, y atribuyen a cada una de estas clases una naturaleza peculiar de armonía, y afirmamos, por otra parte, que la música no debe estudiarse por­que proporcione un solo beneficio, sino muchos, pues debe cultivarse con vistas a la educación y a la purificación (kátharsis) —cuando tratemos de la poética explicaremos con más claridad qué que­remos decir con el término purificación, que aho­ra simplemente empleamos—; en tercer lugar, debe cultivarse también como divertimiento y como solaz y descanso tras el esfuerzo. Es claro, por tanto, que deben utilizarse todas las armonías, pero no todas de la misma manera, sino predomi­nantemente las éticas para la educación; y para la audición, ejecutadas por otros, también las prác­ticas y las entusiásticas. Pues las pasiones que en algunas almas revisten mucha fuerza, se dan en todas con diferencias de grado, como la compa­sión, el temor y el entusiasmo. Algunos incluso tie­nen propensión a dejarse dominar por este último, y así vemos que cuando usan las melodías que arre­batan el alma, la música sagrada les afecta como

JS? poder de la palabra en Aristóteles 261

si encontrasen en ella curación y purificación (ká-tharsis). Esto mismo tienen que experimentar ne­cesariamente los que están poseídos de compasión y terror, o en general de cualquier pasión, y los demás en la medida en que cada uno es afectado por esos sentimientos, y así en todos se producirá cierta purificación (kátharsis) y alivio acompaña­do de placer. De un modo análogo, también las melodías catárticas inspiran a los hombres una ale­gría inocente» (Poltt., VI I I , 7, 1341, b 32-1342, a 16) 8. El texto de la Poética a que me refería es la definición de la t ragedia ; ésta es, según Aristóte­les, «la imitación de una acción levantada y com­pleta, de cierta extensión, con un lenguaje sazo­nado en su especie conforme a sus diversas par­tes, ejecutada por personas en acción y no por me­dio de relato, y que por obra de la compasión y el temor lleva a término la purgación (kátharsis) de tales pasiones. Llamo «lenguaje sazonado» —prosigue diciendo Aristóteles— al que tiene rit­mo, melodía y canto ; y digo «conforme a sus di­versas partes», porque ciertas de ellas son ejecu­tadas con ayuda de metro, al paso que otras lo son con ayuda del canto» (Poét., 6, 1449, b 24-31). Como toda poesía, la tragedia es imitación, mi­mesis; pero se distingue de los restantes géneros poéticos por la índole del objeto imitado (una ac­ción humana levantada o esforzada), por los me­dios de que se vale para la imitación (los reúne todos : discurso, armonía y ritmo) y por el modo de llevar a cabo el designio mimético (la acción de personas dramáticas y no el relato). Pero, so-

8 Cito por la traducción de Julián Marías y María Araujo, Aristóteles. Política, (Madrid, 1951).

262 La curación por la palabra

bre todo, por producir en el espectador un placer (hédoné) específico y una purgación o purificación (kátharsis) de las dos pasiones que el espectácu­lo trágico suscita en el alma: la compasión y el temor.

Las palabras en que se expresa la acción del poema trágico tienen, pues, un peculiar poder, que Aristóteles llama purgación, purificación o ca­tarsis. ¿ Qué fué esta catarsis trágica en el pensa­miento de Aristóteles ? La presunta acción catár­tica de la tragedia, ¿ se halla en alguna relación con la (medicina y, más concretamente, con la cu­ración por la palabra ? Tales son ahora nuestros problemas.

Delicada, enigmática, interminable cuestión, ésta de la catarsis trágica. «Apenas habrá en la litera­tura universal un pasaje de igual extensión, sobre el cual se haya vertido tal diluvio de escritos», dice Gudeman en su edición crítica de la Poética9. «No hay en la literatura griega un paso más cé­lebre que las diez palabras de la Poética relativas a la catarsis», escribe Hardy en el prólogo a la suya 10. Desde los tratadistas italianos del Rena­cimiento (Robortelli, Vettori, Minturno, Castelve-tro) y los preceptistas franceses y alemanes de los siglos xvn y xvín (Batteux, Chapelain, Scudéry, Lessing), hasta nuestros días, pasando por los de­cisivos trabajos de J. Bernays y H. Weil, en ple­no siglo xix, no hubo para las plumas filológicas punto de reposo. No menos de ciento cincuenta trabajos de adhesión o de repulsa determinó el es-

9 A. Gudeman, Aristóteles. Poetik (Berlín und Leipzig, 1934), pág. 167.

1° J, Hardy, Aristote. Poétique (Paris, 1932), pág. 16.

El poder de la palabra en Aristóteles 263

tudio de Bernays, apenas publicado ; y ya un año antes de que apareciera, en 1856, escribía el bue­no de don Juan Valera acerca de la definición aris­totélica de la t ragedia: «palabras de Aristóteles que cada cual entiende a su modo» u .

No sería difícil componer una historia del sen­timiento y el pensamiento europeos al hilo de este inmenso fárrago filológico y exegético. Los comen­taristas del Renacimiento interpretaban el efecto favorable de la catarsis trágica como un endure­cimiento frente a las vicisitudes de la vida, pro­ducido por la familiaridad con los espectáculos que nos llenan de temor y compasión. Los preceptis­tas y dramaturgos franceses del siglo xvn , más píos, extienden la operación catártica a todas las pasiones y la interpretan como una purificación del individuo. Corneille, por ejemplo, piensa que el espectáculo de la tragedia nos incita a «purgar, moderar, rectificar e incluso desarraigar en nos­otros la pasión que ante nuestros ojos sume en la desgracia a las personas que compadecemos» 12. En el siglo xvn apunta una nueva actitud herme­néutica. Comienza a recordarse la acepción médica de la palabra kátharsis y se la entiende desde el punto de vista de la felicidad y el bienestar indi­viduales. Bat teux estima que «la tragedia nos da el terror y la compasión que nos gustan y les cer­cena ese grado excesivo o esa ¡mezcla de horror que nos desplace». La atención se centra ahora en la «alegría sin mezcla de pena» que Aristóteles con-

11. J . Valera, Obras Completas (Ed. Aguilar, Madrid, 1942), I I , pág. 73.

1 2 P . Corneille, Les granas écrivains de la Frunce (París, 1862), I , pág. 53.

264 La curación por la palabra

sidera fin propio de las melodías catárticas. Y ya bien entrado el siglo xix, bajo la influencia del po­sitivismo, comienza en la interpretación del texto aristotélico la etapa que bien podemos llamar «ac­tual». Jacob Bernays fué, como he dicho, su prin­cipal iniciador 13.

Apoyado en un análisis minucioso del texto de la Política antes transcrito, en el pasaje del escrito De mysteñis, de Jámblico, en que éste concibe la catarsis trágica como una descarga de afectos re­tenidos y exaltados por la retención, en el comen­tario de Proclo a la República de Platón y, por su­puesto, en los escritos del Corpus Hippocraticum, Bernays rompe resueltamente con la interpreta­ción moral de la definición aristotélica y entiende la «catarsis de las pasiones» como una purgación del alma, en el sentido más puramente médico de tal expresión. «Tomada concretamente —escri­be—, la palabra kátharsis significa en griego una de estas dos cosas : o bien la expiación de una cul­pa por obra de ciertos ritos sacerdotales, o bien la supresión o el alivio de una enfermedad median­te un remedio médico exonerativo». Aristóteles se habría atenido exclusivaimente a esta segunda acepción ; por tanto, su teoría estética no tuvo ca­rácter moral, como solía creerse antes de Bernays, ni carácter hedonístico, como había pensado Ed.

1 3 El estudio de Bernays apareció por vez primera en las Memorias de la Academia de Breslau, en 1857, y fué luego reimpreso en Zwei Abhandlungen über die Aristotelische Theo-rie des Drama (Berlín, 1880). Paralela a esa interpretación de Bernays e independiente de ella es la de H . Weil, que bajo el título Ueber die Wirkung der Tragódie nach Aristóteles fué presentada por su autor en la X Asamblea de Filólogos Ale­manes (Basilea, 1848).

El poder de la palabra en Aristóteles 265

Müller; el término «catarsis» de la definición aris­totélica sería tan sólo «una designación transpor­tada de lo somático a lo afectivo para nombrar el tratamiento de un oprimido; tratamiento con el que se pretende, no transformar o reprimir el ele­mento opresor, sino excitarlo y fomentarlo, para producir así un alivio del oprimido». El agente purgativo determinaría un recrudecimiento del trastorno en el humor causante de la enfermedad, y esta exacerbación del trastorno provocaría la expulsión o «descarga» de la materia pecante y restablecería el equilibrio corporal. Semejante a ésta sería, a su modo, la acción de las melodías entusiásticas. La «catarsis de las pasiones» podría ser reducida, en último extremo, a un tratamien­to «homeopático» del espectador de la tragedia, al término del cual éste, «sanado» conforme al principio similia similibus, lograría un alivio acom­pañado de placer " .

Pese a la copiosa discusión de que ha sido ob­jeto, la interpretación de Bernays —escribía hace poco M. Pohlenz— ha logrado crear «un suelo co­mún» a toda la investigación filológica ulterior l s . Pero sobre ese suelo ha proseguido sin descanso el debate en torno a la kátharsis aristotélica. No voy a seguirlo en todo su pormenor; mas tal vez no sea inútil señalar las principales orientaciones que en él han surgido. Tres me parece ver: en cierto número de opinantes, el acento de la inter­pretación es más bien de carácter estético; otros

i* Op. cit., págs. 12, 16, 64, 6o y 92. Los subrayados (ent-weder... oder) son del propio Bernays.

15 M. Pohlenz, «Furcht und MiHeid? Ein Nachwort», en Hermes, 84 (1956), pág. 60.

268 La curación por la palabra

adoptan una postura hermenéutica en la que pre­valece claramente un punto de vista moral; en el juicio de un tercer grupo predomina, en fin, la consideración médica del problema. Permítaseme que, fiel al tema de mi estudio, limite a esta últi­ma actitud mi comentario 16.

1 6 Entre los representantes de la orientación más estética pueden ser mencionados E. Howald («Eine vorplatonische Kunst-theorie», en Hermes, 54. (1919), págs. 187-207); A. Rostagni (Aristotele. Poética, 2.a ed., Torino, 1945); M. K. Lienhard (Zur Entstehung und Geschichte von Aristóteles Poetik, Diss. Zürich, 1950) y H . Koller (Die Mimesis in der Antike, Bern, 1954). Según éstos, Aristóteles, apoyado en la vieja doctrina musical de los pitagóricos, habría liberado a la poética de la exclusividad retórica con que Gorgias la había concebido.

No son escasos los autores en que prevalece el punto de vis­ta moral, más o menos religiosa, psicológica o metafísicamen-te concebido. Más que «purgación» o «criba» —diákrisis, como Platón diría—, la catarsis es ahora «purificación» o «depura­ción» —en suma: «mejora»— de quien la experimenta. Citaré entre ellos a F . Susemihl (Aristóteles. Ueber die Dichtkunst, Leipzig, 1874, y Aristóteles. Politik, Leipzig, 1879); Al. Un-tersteiner (Origine della Tragedia, Milano, 1942); A. Turnar-kin («Die Kunsttheorie von Aristóteles im Rahmen seiner Phi-losophie», Mus. Reí., 2 (1945), pág. 108); E. P . Papanoutsos («La catharsis aristotélicienne», en Éranos, 46 (1948), pág. 77', y «La catharsis des passions d'aprés Aristote», en Collections de l'Institut Frangais d'Athénes, 1953, pág. 26); K. H . Volk-mann-Schluck («Die Lehre von der Katharsis in der Poetik des Aristóteles», en Varia Variorum, Festgabe für K. Rein-hardt, 1952, pág. 104); H . Weinstock (Die Tragodie des Hu-manismus, Heidelberg, 1953); R. Schottlander («Eine Fessel der Tragodiedeutung», en Hermes, 81 (1953), pág. 22); R. Stark («Aristotelesstudien», en Zetemata, 8 (1954), pág. 37) y K. v. Fritz («Tragische Schuld und poetische Gerechtigkeit in der griechische Tragodie», en Studium Genérale, 8 (1955), pá­gina 235). Una importante vena de la mentalidad suscitada por la primera guerra mundial y no extinguida luego (antipositi-vismo, irracionalismo, vuelta a la metafísica, neorromanticis-mo) se expresa en esta visión moral y religiosa de la tragedia ática y de la catarsis de las pasiones que a la tragedia atribuyó Aristóteles,

El poder ífo la palabra en Aristóteles 267

Poco después de publicada la primera versión del trabajo de Bernays, A. Doring 17 emprendió un estudio detenido del Corpus Hippocraticum para confirmar documentalmente el nudo de la ar­gumentación bernaysiana. Según ésta, la doctrina médica tradicional en Grecia enseñaba que el pur­gante actúa exarcerbando previamente y hasta lle­vando el paroxismo la enfermedad que luego ha de curar ; ese sería, en un orden psicológico, el efec­to de las canciones religiosas de naturaleza «entu­siástica» a que se refiere el texto de la Política, y también el efecto de la tragedia, en cuanto a las pasiones que el espectáculo trágico suscita en el alma del espectador. Pero Doring sólo pudo con­seguir su empeño forzando la significación de los verbos kínein (mover) y ágein (obrar) con que la colección hipocrática suele nombrar la acción de los purgantes, y suponiendo gratuitamente que esos dos términos, y sobre todo el primero, suelen te­ner en el Corpus el «mismo sentido que tarakhe (trastorno) y taráttein (trastornar o perturbar).

Más sutil y matizado ha sido, ya en fecha re­ciente, el excelente estudio de Jeanne Croissant 1S. La interpretación de Mlle. Croissant, que en lo fundamental coincide con la de Bernays, difiere de ésta en dos puntos importantes, tocante el pri­mero al origen y a la significación de la palabra kátharsis y relativo el otro a la acción purgativa de los agentes catárticos.

Para nuestra autora, Aristóteles habría añadido

1 7 Die Kunstlehre des Aristóteles (Jena, 1876). También es bernaysiana la actitud de Bywater en su Aristotle on Art of Poetry (Oxford, 1909).

i 8 Avistóte et les mystéres (Liége et Paris, 1982).

268 La curación por la palabra

una significación nueva a las que anteriormente poseía aquella palabra: «Empleando el término kátharsis para designar el papel que él atribuía a la música patética, Aristóteles enriqueció con un sentido metafórico nuevo un concepto de aspec­tos ya muy varios» (68). Pero esto no excluye que el filósofo tomase el vocablo del lenguaje religioso, dentro del cual era usado para designar muy di­versas «purificaciones» rituales. Un texto de la Po­lítica lo indica claramente: «La flauta no es un instrumento de carácter moral, sino más bien or­giástico, de modo que deberá emplearse en aque­llas ocasiones en que el espectáculo persigue más bien la purificación (kátharsis) que la enseñanza» (1341, a 21-22). La alusión de Aristóteles a los ri­tos orgiásticos —dionisíacos o coribánticos— no puede ser más clara. Ahora bien, ese texto es sólo una página anterior al que tan hábil y oportuna­mente supo aducir Bernays. Más aún: Bernays yerra de modo palmario en la interpretación del texto en que Proclo discute la teoría de Aristóte­les acerca de la acción de la tragedia, y con ese error suyo viene a confirmar la procedencia de aquella palabra 19. Pero si el término kátharsis de

1 9 En su Comentario a la República (I , p. 42, 1.12, p. 50 passim), Proclo define el efecto que Aristóteles atribuía a la tragedia, no como una kátharsis, sino como una apho-xíosis ele las pasiones, y luego combate al autor de la Poética afirmando que las ideas por él sostenidas no corresponden al sentido que generalmente tiene el término aphosíosis (purifica­ción o expiación). Aristóteles, por tanto, debió de usar también tal palabra. Bernays admite que el Estagirita usó realmente dicho término, pero imagina que lo empleó con el sentido me­tafórico y profano de mero «ajuste» o «acomodación»: ajuste o acomodación de las pasiones (Abfinden der Affehte). En lo cual yerra, según J. Croissant: en la época clásica, aphosídsis

til poder de la palabra en Aristóteles 269

la Política y la Poética tiene un origen religioso, su significación ya no posee tal carácter : káthar-sis significa ahora la «purgación» de las pasiones que la audición de música entusiástica y la con­templación de la tragedia comúnmente suscitan. El «entusiasmo» religioso y el espectáculo trágico tendrían un mistmo mecanismo de acción, de índo­le catártica o purgativa. Lo cual nos conduce al se­gundo punto de la discrepancia entre J. Croissant y Bernays : el relativo al mecanismo de la purga­ción musical y trágica.

Ese mecanismo sería de índole psicofisiológica, y hasta puramente fisiológica y somática; la psi­cología de Aristóteles es siempre psicoíisiología (44), y no se aparta de tal regla la explicación aristotélica de los fenómenos religiosos, en este caso el entusiasmo (31). Un examen muy fino y detenido del Problema XXX, 1 —cuya doctrina es para Mlle. Croissant totalmente aristotélica— daría la clave del enigma. En efecto, según ese Problema, toda una amplia serie de fenómenos muy diversos —la sucesiva acción psicológica del vino, los efectos del acto venéreo y de los purgan­tes en los sujetos melancólicos, el entusiasmo mu­sical y religioso-— tienen para Aristóteles un sus­trato somático común, de cuyo proceso son par­tes principales la economía del calor animal y la fisiología de la bilis negra. Tal sería la razón por

sólo tuvo dos sentidos: uno directo, religioso, y otro metafó­rico, «hacer algo para tranquilizar la conciencia» (Iseo, Pla­tón), en modo alguno «ajuste de las pasiones». Todo ello acre­dita que, contra el parecer de Bernays, Aristóteles extrajo esas dos palabras —kátliarsis, aphos'óíis— de la cantera religiosa. Lo mismo opina Rohde (Psique, ed. cit., pág. 248) acerca del empleo platónico de la palabra kátharsis.

270 La curación por la palabra

la cual descuellan en la educación, la filosofía, la política y las artes, los melancólicos cuya bilis ne­gra no es muy caliente ni muy fría (Problem., 954, a 38-b 4). «En Platón —escribe J . Crois­sant— había encontrado Aristóteles los elementos que iban a dar nacimiento a su teor ía : la proxi­midad entre la ebriedad y el entusiasmo y, por otra par te , un ensayo de explicación que descri­bía, según leyes mecánicas, un proceso análogo al que él había observado en los melancólicos ebrios20. Estos dos fenómenos habían de unirse natural­mente en el espíritu de Aristóteles. Tanto más se imponía la asociación cuanto que los hechos de psicología religiosa que el filósofo quería explicar llevaban corrientemente los nombres de kátharsis y katharmós. Lo cual suscitó otra aproximación, no menos necesaria en quien buscaba una explica­ción fisiológica; porque la kátharsis médica, t ra­tamiento directo de los melancólicos, conducía al mismo resultado sedante... La comparación de Aristóteles —«como si encontrasen en ella (en la música sagrada) curación y purgación» (Política, 1342, a 10-11)— tiene así un alcance general, que

2 0 Escribe Platón en las Leyes, a propósito de lo que en el entusiasmo báquico acontece: «Cuando en los estados de este género se imprime desde fuera una conmoción, el movi­miento que viene de fuera se yuxtapone al movimiento interior, que es temeroso y delirante, le domina, y cuando le ha domi­nado, devuelve visiblemente al alma la paz y el sosiego, librán­dola de las penosas palpitaciones del corazón: resultado ente­ramente satisfactorio; este movimiento hace dormir a los ni­ños, y en cuanto a los otros que están despiertos y que danzan y escuchan los sones de la flauta en compañía de los dioses a que bajo auspicios favorables sacrifican, vemos que su delirio es sustituido por la salud mental; y esta explicación, aún cuan­do la hayamos expresado en tan pocas palabras, tiene alguna fuerza persuasiva» (790 e, 791 b).

Él poder de la palabra en Aristóteles 2vl

rebasa la mera idea de una purgación medica a que la primera visión del texto parece llevar. Si el Estagirita se ha expresado de tal suerte, es por­que pretendía conservar el término original y re­ligioso de kátharsis, transportándolo pura y sim­plemente al dominio fisiológico. Nada revela me­jor el origen del término de que se ha servido... El vocablo kátharsis tenía la doble ventaja de re­cordar el cuadro en que acaecía la curación del entusiasmo y su interpretación religiosa, y de ser una fórmula sintétiea que en la obra de Aristóte­les designaba un fenómeno fisiológico. En su pen­samiento, el efecto del vino, la purga y el acto venéreo fueron tres distintos modos de purgación, cuyos resultados sobre los melancólicos serían idén­ticos... Sobre este conjunto de datos construyó Aristóteles su doctrina de la catarsis psíquica: ca­tarsis del entusiasmo por el espectáculo de los mis­terios y de otras pasiones por el del teatro profa­no.. . En su crítica del teatro, Platón había adop­tado la posición del estadista moralizador. Pero si Aristóteles exigía menos del hombre, no por ello quedaba menos moralista, porque él era filósofo y nunca perdió de vista el ideal del «bien vivir» (tb eu zén)... Cuando no perjudican —piensa Aris­tóteles—, los placeres sirven al fin último tanto coímo el reposo, y el placer del teatro es uno de ellos» (104, 105, 110). Tal es, en esquema, la cons­trucción de Mlle. Croissant. Concedámosle de buen grado su mérito, pero no desconozcamos su limi­tación. La psicología de Aristóteles es siempre fi­siológica. Cierto. Pero siendo siempre fisiológica —en el sentido que hoy tiene esta última pala­bra—, ¿ es sólo fisiológica ? Tal es, como veremos,

2Í2 La curación por la palabra

la clave de la insuficiencia de esa tan bien traba­jada interpretación de la idea aristotélica de la kátharsis ".

Bernaysiana es también la actitud hermenéuti­ca de M. Kommerell en su libro Lessing und Aris­tóteles 22. Después de estudiar la historia de las interpretaciones del texto aristotélico hasta Les­sing y Goethe, el autor expone su personal punto de vista. Un detenido análisis formal y material del genitivo que depende de la palabra kátharsis en la definición aristotélica —«catarsis de la com­pasión y el temor»—, mostraría su condición de «genitivo separativo». Piensa Kommerell que la «compasión» tuvo en la mente de Aristóteles más importancia que el «temor», y que éste y aquélla constituyen, juntos, una «perturbación» del alma del espectador. Así, «la acción psicológica de la tragedia» es concebida como una «completa purga­ción del alma de los afectos perturbadores» —tal sentido posee el carácter «separativo» del geniti­vo antes nombrado—, y el proceso de la catarsis,

2 1 P . Boyancé (Le cuite des Muses, págs. 186 ss.) ha he­cho notar que la explicación «fisiológica» del entusiasmo des­cubierta por Jeanne Croissant no indica que éste no poseyese carácter religioso y divino a los ojos de Aristóteles. La bilis negra —«esto es su carácter esencial», dice Mlle. Croissant, glosando a Aristóteles— tiene en sí misma una «potencia pneu­mática» ; ahora bien, «el pneuma es el éter que Aristóteles ha­bía definido en Pen philosopMas como un quinto elemento (pémpton soma) de naturaleza divina, que constituiría la ma­teria de los astros y les conferiría su divinidad. Aristóteles ha conservado esta teoría». Pero aparte estas razones de carácter religioso, otras de orden psicológico demuestran la limitación de la tesis de Mlle. Croissant. Pronto las conoceremos.

2 2 M. Kommerell, Lessing und Aristóteles (Frankfurt am Main, 1940). A. Lesky ha publicado una valiosa recensión del mismo en Gnomon, 17 (1941), pág. 241 ss.

El poder de la palabra en Aristóteles 278

análogo al de la acción de un remedio terapéutico, queda «por fuera de toda categoría de valor» (265 ss.).

Un concienzudo estudio filológico condujo a F. Dirlmeier 23 a la misma tesis gramatical: el geni­tivo que expresa la operación de la kátharsis es se­parativo ; la catarsis trágica, por tanto, suprimi­ría del alma, no sólo la compasión y el temor que la perturban, mas también otras pasiones 24. Pero Dirlmeier va más lejos, y a lo largo de su traba­jo sostiene estas dos resueltas tesis: 1.a La catar­sis de la Política y de la Poética no son semejan­tes, sino idénticas entre sí; ambas serían pura­mente musicales; la tragedia produce una acción catártica en cuanto la música es parte de ella. 2.a La letra del libro VIII de la Política —dentro del cual parecen ser equivalentes estas dos series verbales: «juego-educación-divertimiento» y «ca-tarsis-educación-divertümiento»— obligaría a pen­sar que la kátharsis de que habla Aristóteles sale por completo del dominio de la paideia (educa­ción) y la diagóge (divertimiento del adulto tras el trabajo), por tanto de lo ético (ethikón), y con la paidiá (juego o pasatiempo) pertenece al orbe del placer (hédoné). Pero con razón pregunta Pohlenz: quien como Aristóteles ha llamado «es­forzada» o «levantada» (spoudaía) a la acción que la tragedia imita, ¿puede llamar «juego» o «pasa-

2 3 F . Dirlmeier, «Kátharsis pathemáton», en Hermes, 75, (1940), págs. 81 ss.

2 4 Habría que traducir, según esto, el texto famoso: la tra­gedia... opera la purgación «de tales pasiones» («tales», en el sentido de «ellas y las demás») y no «de dichas pasiones». Lo mismo piensa Pohlenz: no dice el texto griego tontón, sino toi-outón.

18

271 La curación por la palabra

tiempo» a su operación más propia ? «Esquilo hu­biera sentido como blasfemia que alguien conside­rase paidiá su interpretación profundamente reli­giosa de la victoria de Salamina. Y Sófocles y Eu­rípides no hubiesen soportado mejor que su per­sonal empeño en torno al problema del parricidio fuese caracterizado como juego... Ni una sola pa­labra en toda la Poética nos autoriza a suponer que Aristóteles ha considerado simple paidiá a la tragedia» 2S.

Debo comentar ahora un reciente e importante trabajo de Wolfgang Schadewaldt2 6 . En la inter­pretación del inagotable texto aristotélico —«por obra de la compasión y el temor, la tragedia lleva a término la catarsis de tales pasiones»— se ha discutido lo que en él significan el genitivo «de las pasiones», el pronombre «tales» y el sustantivo «catarsis». Pues bien : ¿ por qué no comenzar el análisis t ra tando de entender lo que ese «temor» (phóbos) y esa «compasión» (éleos) fueron en la mente de Aristóteles ? Y ante todo : el phóbos y el éleos de la definición aristotélica <; pueden ser lícitamente traducidos por «temor» y «compa­sión» ? La catarsis trágica purga el alma del es­pectador ; pero éste ¿ de qué se purga o libera en realidad ? Tal ha sido el punto de partida de Scha­dewaldt.

Su respuesta es, por lo pronto, negativa. «Te­mor» es una palabra harto floja para traducir phó­bos; «compasión» es término demasiado influido

2 3 M. Pohlenz, loe. cit., pág. 69. 2 6 W. Schadewaldt, «Fureht und Mitleidr», en Hermes, 83

(1955), págs. 129 ss.

El poder de la palabra en Aristóteles '¿lo

por la sensibilidad moral del cristianismo para ex­presar con fidelidad el sentido real de éleos. Phó-bos debe ser traducido por Schrecken (espanto u horror) o por Schauder (estremecimiento u horri­pilación) ; éleos significa propiamente Jammer (aflicción) o Rührung (emoción, conmoción afec­tiva). Uno y otro son afectos psicosom áticos ele­mentales, no pasiones «superiores». El sencillo es­pectador moderno a quien un espectáculo teatral «pone piel de gallina» y «hace caer las lágrimas» hasta empapar su pañuelo, se hallaría más que próximo a la realidad que Aristóteles quiso tan ce­ñidamente describir.

En consecuencia, la kátharsis aristotélica debe ser entendida sin recurrir a motivos o exigencias de orden, como suele decirse, «superior», y sólo viendo en ella un proceso psicosomático elemen­tal. El efecto propio de la catarsis trágica no es mora l : es, pura y simplemente, placer (hédone), el placer a que específicamente se hallaba ordena­da la asistencia al espectáculo de la tragedia. El érgon de ésta, lo que el espectáculo trágico por sí mismo opera y produce en quien lo contempla, es un placer, y en éste tiene su efecto final la «pur­gación» psicosomática en que la kátharsis consis­te. En tal sentido, la doctrina de Bernays no pue­de ser más cierta. Cuando escribía su célebre de­finición, Aristóteles no pensaba en aludir próxima o remotamente a una operación purificadora, me-joradora, educativa o moral de la kátharsis; fiel a su propósito de «determinar o acotar la esencia» (hóros tes ousías) de la tragedia ática, no preten­día sino caracterizar con precisión y verdad el pla~

276 La curación por la palabra

cer y la alegría que la tragedia específicamente produce 27.

Ahora bien: para Aristóteles, como para Pla­tón (Filebo, 82 a-b; Time o j 64 d), el placer es, ante todo, el retorno del organismo desde ün es­tado de perturbación a la armonía propia de su peculiar naturaleza, la armonía kata physin» ¿Y no es precisamente esto lo que acontece en el or-ganismo humano con la purgación medicamento­sa y tras la exaltación del entusiasmo dionisíaco y coribántico ? El bienestar que produce la acción

2 7 Schadewaldt, que en no pocos puntos de importancia dis­crepa de Bernays (pág. 167, nota 1), ofrece una tabla sinópti­ca de las actitudes recientes frente a la kátharsis, que creo útil transcribir. Hela aquí:

A. El genitivo que la palabra kátharsis determina es un ge­nitivo objetivo. En este caso caben dos posibilidades:

1. Los efectos del temor y la compasión son «purificados» en sí mismos. En tal caso, «purificar» significa traer los afec­tos «al justo medio» (Lessing) o «a lo puro de su esencia» (Volk-mann — Schluck); o bien llevar a dichos afectos, desde un es­tado irracional, indisciplinado y confuso, a otro estado racio­nal, moderado, mutuamente armónico y armónico con la totali­dad del alma (Papanoutsos); o bien, por fin, la «purificación» se refiere a la tosca hédoné provocada por éleos y phóbos, hace a ésta «inocente» y la levanta desde las bajas regiones de la sensibilidad hasta las alturas del bien espiritual (Rostagni).

2. La purificación no atañe a los afectos en sí, sino a las nocivas consecuencias, impresiones y alteraciones —pathéma-ta— que ellos dejan en el alma; la cual quedaría así como «desintoxicada» (R. Stark).

B. El genitivo regido por la palabra kátharsis es un genitivo separativo. Y en este caso, dos actitudes:

1. El alma, por la vía de la catarsis, queda libre y curada de los «trastornos» que el temor, y sobre todo la compasión —sen­sibilidad excesiva, irritabilidad—, llevan consigo (Kommerell).

2. Ambos afectos no son eliminados, quedan tan sólo libres de su exceso nocivo, y así el hombre mejora (Pohlenz).

C. La excitación de temor y compasión es sólo un medio para librar el alma de otras pasiones o del exceso de éstas (Schott-lander).

El poder de la palabra en Aristóteles 277

de un medicamento exonerativo, el sosiego conse­cutivo al entusiasmo religioso y el placer causa­do por la contemplación de una tragedia son, no sólo «placeres purgativos» (Purgierungs-Lüste), mas también, y ello es sobremanera importante, «placeres no nocivos», «placeres inocentes» (un-schadliche Lüste). Así lo entendió Aristóteles y así lo dice a todos cuantos sepan leer poniendo en mu­tua relación el capítulo VI de la Poética y el libro VII de la Política. Con lo cual consigue el filóso­fo dos fines principales : deshacer los recelos po­líticos de Platón contra los espectáculos teatrales y acotar precisa y terminantemente la «esencia» de la tragedia. La poesía y el arte se movían para los griegos en el dominio de lo bello ; lo bello, a su vez, pertenecía al orbe de lo placentero ; y en el caso de la tragedia, lo placentero tuvo su lu­gar específico en el gusto elemental y profundo del hambre por lo terrible y conmovedor. Ya Homero había hablado en la litada (XXIV, 507) del «de­seo de llorar», y el uso popular más espontáneo ha acuñado en todos los idiomas una significati­va acepción placentera de los adverbios «terri­blemente» y «tremendamente» : cualquier reali­dad bella o deseable puede hoy ser «terriblemen­te» linda o apetitosa. Concebido a la manera de Aristóteles, el placer propio del espectáculo trá­gico vendría a ser, en suma, «una potencia vital, sensible y espiritual a un tiempo, que abarca la entera realidad del hombre» (160).

La catarsis trágica no es sólo efecto de la mú­sica, contra lo que Birlmeier afirma, sino obra de la total acción del drama, como el propio Aristó­teles tuvo cuidado de advertir (Poét., 1458, b 5).

2*8 La curación por la palabra

A lo largo del espectáculo, la excitación anímica del espectador va ascendiendo según una «curva unitaria» ; hasta que, llegados el espanto y la aflic­ción de su alma a la tensión máxima, se produce la «purgación» de esas dos pasiones y se alcanza el alivio placentero en que la hedoné de la trage­dia consiste. El espectador vuelve a su casa «me­jor», mas no en orden a su vida moral, sino en relación con su bienestar físico. Lo cual importa mucho a Aristóteles, no ya en cuanto tratadista o tekhnikós de poética, sino en cuanto teórico de la vida c iudadana; porque, como dijo una vez Goethe, si la obra literaria no debe tener «fines morales» —salvo el de su propia perfección—, no por eso deja de tener «consecuencias morales». Los trabajos y las tensiones de la tarea cotidiana —la dura aslíholía, el nec-otium de los latinos— traen al hombre pesares (lypai), y nada como el placer de la tragedia para aliviarlos. Aristóteles deslinda limpiamente la catarsis de la educación y la ense­ñanza (Polít., 1841, a 22); la tragedia, por tanto , no persigue en sí misma fines éticos; pero con la suscitación del placer que le es propio, puede cum­plir y cumple, pese a Platón, valiosos fines polí­ticos.

La argumentación de Schadewaldt, tan fuerte y ágil, ha tenido un valioso secuaz en el joven H. Flashar y un crítico severo en el viejo Max Pohlenz. Flashar 2S se ha aplicado a estudiar en Gorgias, Platón, el Corpus Hippoeraticum y Aris­tóteles lo que en su concreta realidad psicosorná-tica fueron el «espanto» (phóbos) y la «aflicción»

2S Su trabajo fué ya mencionado en el cap. I I I

El poder ríe la palabra en Aristóteles 279

(éleos) a que afecta la catarsis trágica. A la co­mún descripción del primero pertenecen el escalo­frío, el temblor, las palpitaciones del corazón y la horripilación; la segunda se expresa con llanto y lágrimas. Según el Corpus Hippocraticum, phóbos y sus síntomas son consecuencia de una «frialdad» desmedida del cuerpo, al paso que las lágrimas, principal signo de éleos, provienen de una desme­dida «humedad» orgánica. Lo mismo viene a de­cir Aristóteles. Los escritos científiconaturales del Estagirita enseñan que el espanto, phóbos, es con­cebido como una «frialdad excrementicia, residual o secretiva» (katápsyxis perittomatiké); lo cual permite inferir para la aflicción, éleos, el concep­to de una «humedad excrementicia» (hygrótes pe­rittomatiké), expresión que aparece en Aristóte­les, aunque no inmediatamente referida a éleos. Todo ello confirmaría las ideas de Schadewaldt: phóbos y éleos son «espanto» y «aflicción». La «frialdad» anormal que según los médicos da lu­gar al phóbos, se concreta y realiza en el escalo­frío que acomete al espectador de la tragedia ; y él éleos, consecuencia de «humedad» orgánica ex­cesiva, es a su vez la emoción que pone lágrimas en los ojos de aquél. Decir, pues, que la kathar­sis de la tragedia es análoga a la katharsis de la medicina, no sería decir bastante. Lo que Aristó­teles afirma es que por obra del espectáculo trá­gico se produce en el cuerpo una «purgación», en el sentido más módico de esta pa labra : el orga­nismo, en efecto, queda materialmente «purgado» de] exceso de frío y humedad que le perturbaba, con lo cual se restablece en su interior el equili­brio norma] de esas dos cualidades y nace una

230 ha curación por la palabra

grata sensación de alivio. El genitivo de la defini­ción aristotélica no puede ser sino «separativo». Flashar, sin embargo, no cree que su investiga­ción haya resuelto todos los problemas que esa definición suscita ; por lo cual —concluye cauta­mente— deben seguir planteados aquellos «que no pertenecen de manera inmediata al círculo de las cuestiones tratadas».

De intento he dejado para este lugar —last but not least—• la alusión al pensamiento de Max Pohlenz. Antigua es en él, ciertamente, la preo­cupación por el tema ahora discutido 2 9 ; pero con su ya mencionada respuesta al estudio de Scha-dewaldt, este viejo maestro de la filología clásica ha sido el último en hacer patente su opinión acerca de la kátharsis trágica. Más de una vez apa­recerán sus ideas —también, por supuesto, de es­tirpe bernaysiana— en las páginas subsiguientes. Ahora quiero limitarme a consignar la quinta esen­cia de algunas de sus objecciones al filólogo de Tubinga. He aquí, numerahnente ordenadas, las que me parecen más importantes: 1.a Es verdad que phóbos significa muchas veces «horror» o «es­panto» ; mas también significa «temor», y ésta parece ser la traducción que mejor cuadra a la de­finición del propio Aristóteles en la Retórica: «pila­bas es la pena o perturbación resultante de la re­presentación de un mal inminente, ya dañoso, ya penoso» (II, 5, 1382, a 21). 2.a Es asimismo cier­to que no debe injerirse la sensibilidad cristiana

2 9 «Ueber die Anfange der griechischen Poetik», Nachrích-ten der Gótt. Gres., 1920, y Die griechische Tragodie (Leipzig und Berlín, 1930); esta última reelaborada en su edición de Gottingen, 1954.

El poder de la palabra en Aristóteles 281

en nuestro modo de entender el término éleos; pero ello no excluye que la «aflicción» del éleos helénico se reñera también a una relación entre hombre y hombre : la minuciosa investigación de W. Burkert ha demostrado que esa peculiar «aflic­ción» llamada éleos poseía regularmente en la Gre­cia clásica un carácter interindividual. 3.a El ér-gon de la tragedia, lo que ésta por sí misma obra en el espectador, no es el placer, sino la catarsis; y en todo caso, la Jiedoné trágica —que Pohlenz no niega— debe ser entendida con arreglo a lo que del placer dice Aristóteles en la Etica a ~Nicóma-co. 4.a La catarsis trágica es, desde luego, un pro­ceso purgativo ; pero su esencia no se agota en su acción momentánea; su misión más propia con­siste en ordenar la vida psíquica, de modo que los impulsos y apetitos racionales queden subordina­dos a lo que en el alma humana es superior, la inteligencia; para Aristóteles, el hombre no debe vivir «según la pasión» (kata páthos), sino «se­gún el entendimiento» (kata diánoian). 5.a La ca­tarsis trágica, por tanto, cumple también una ac­ción moral. Un griego —un hombre en cuya men­te la sensibilidad ética y la sensibilidad estética, tb halón y id agathón, se hallaron siempre indi­solublemente unidas entre sí— no hubiera podido concebir lo contrario. Aunque el teatro griego no fuese nunca «un sanatorio para curas morales», como certeramente dice Schadewaldt, la tragedia tuvo para el pueblo helénico una indudable mi­sión educativa y ética. El testimonio de las Ra­nas de Aristóteles —luego volveré a él— es para Pohlenz del todo irrecusable.

Hasta aquí las diversas opiniones de los que han

2S2 La curación por la palabra

aceptado el torso de las ideas de Bernays y afir­man, en consecuencia, la analogía o la identidad entre la catarsis trágica y la catarsis medicinal3 0 . No parece abusivo decir que la filología actual ve una profunda relación analógica entre la asisten­cia a un espectáculo trágico y la operación de una cura psicoterápica eficaz: en aquélla y en ésta, el sujeto paciente resulta psicosomáticamente sose­gado y aliviado por obra de lo que oye y ve. Pero la contemplación atenta y sinóptica de tales opi­niones despierta inexorablemente en el alma del lector —en la mía, al menos— una serie de ob-jecciones importantes. Cuatro veo en primer plano :

1.a Los intérpretes del pensamiento aristotélico acerca de la catarsis trágica suelen limitarse a con­siderar el texto de la definición de la tragedia. Ahora bien, no parece probable que ese pensa­miento pueda ser rectamente entendido sin tener en cuenta todo lo que Aristóteles dice sobre el es­pectáculo trágico y sin ordenar metódicamente la investigación dentro del marco de lo que la tra­gedia fué en su concreta realidad histórica, y no sólo —conno Aristóteles dice— «en su esencia». Schadewaldt advierte con lucidez esta necesidad : «Ahora habría que examinar —dice al fin de su estudio— cómo la frase aquí considerada se rea­liza en la explicación de las partes de la tragedia que tras ella viene (en el texto de la Poética). Es aquí, y no en el lloros tés ousías (en la definición «esencial» de la tragedia).. . donde Aristóteles des-

3 0 El pensamiento de A. Lesky acerca de la tragedia —ex­puesto por él en las primeras páginas de su libro Die griechi-sche Tragodie— será considerado por mí en el apartado IIT de este mismo capítulo,

El poder de la palabra en Aristóteles 28í!

pliega la total esencia de lo trágico» (164). Pero lo cierto es que Schadewaldt no cumple su propia indicación.

2.a Todos los hermeneutas parecen aceptar im­plícitamente la disyuntiva de Bernays. Kátharsis fué para los griegos —decía Bernays— una de es­tas dos cosas : o bien la expiación de una culpa mediante ritos lústrales, o bien la curación de una enfermedad por obra de un medicamento exone-r a t i vo ; o purificación, o purgación. Con lo cual la catarsis trágica viene a ser purgación y sólo pur­gación. Hasta la misma J . Croissant —para la cual, como sabemos, Aristóteles habría tomado aquella palabra del vocabulario religioso— termi­na aceptando el dilema : Aristóteles extrajo el tér­mino kátharsis del léxico religioso, nos dice, pero le dio un contenido pura y exclusivamente médi­co. Más aún : la realidad psicosomática de la ca­tarsis a que conduce el entusiasmo ritual —pro­ceso térmico, economía de la bilis negra—, en nada diferiría de la que el médico provoca cuan­do administra un purgante ; fisiológicamente, to­das las kathárseis serían iguales en la mente del Estagirita. Admitamos esto. Concedamos a Ber­nays —¿ cómo no ?— que para un griego del si­glo iv eran cosas muy dispares entre sí la adminis­tración médica de un purgante y la participación en un rito lustral o dionisíaco. Pero el historiador cuidadoso y exigente, ¿puede desconocer o menos­preciar el hecho de que la catarsis médica comen­zara siendo religiosamente entendida por quienes la usaron ? La purgación con eléboro para el tra­tamiento de la manía (de diaeta, I , 35, L. VI, 518) era en el siglo iv una práctica técnicamente

284 La curación por la palabra

médica ; pero Dioscórides nos hace saber que el elé­boro fué también llamado melanipódion, porque con él había curado el iatromante Melampo la ma­nía dionisíaca de las hijas de Preto; y añade que, cuando las gentes lo arraneaban para usarlo, re­zaban a Apolo y Asclepio, dioses sanadores (Mat. inéd., IV, 162). Algo análogo debe decirse de la escila, según las investigaciones de E. Hirsch-feld 31. «La catártica —escribe con razón O. Tem-kin— no es la raíz de la medicina griega, pero sí es una raíz suya; raíz que no fué amputada y arro­jada cuando la medicina científica alcanzó pre­eminencia, sino que siguió fecunda bajo la meta­morfosis. No podría comprenderse sin ella la pe­culiaridad de la medicina bipocrática.» 32 Purgar a un enfermo era también, en cierto modo, puri­ficarle, librar de materia pecante —dejar «puro»-— un fragmento de la divina Physis. No debiera ol­vidarse esto cuando se pretenda interpretar médi­camente una acepción cualquiera de la palabra ká-tharsis.

3.a Contra la exégesis de Dirlmeier —más o me­nos confesada tafmbién por J . Croissant y P. Bo-yancé—, la catarsis trágica no fué y no pudo ser exclusivamente musical. La indudable conexión entre el texto de la Política y la definición de la Poética indica que Aristóteles atribuyó a la mú­sica cierto papel en la producción de la catarsis

3 1 «Studien zur Geschichte der Heilpflanzen», en Kyklos, II, pág. 163.

32 «Beitrage zur archaischen Medizin», en Kyklos, III, pá­gina 101. Lo mismo opina E. Howald (loe. cit. y Die griechi-sehe Tragddie, München-Berlin, 1980), en cuanto a la unitaria raí? religios» —pitagórica, piensa él— de la kátharsis.

El poder de la palabra en Aristóteles 28o

trágica. Negar esto es negar la evidencia. Pero ese papel tuvo importancia secundaria, porque el poder de la tragedia —dice Aristóteles— subsiste aún sin público y sin actores (Poét., 6, 1450, b 19-20). Con otras palabras: el lagos de la tragedia, lo que en ella se dice, es el agente principal de la catarsis trágica.

Ahora bien, la hermenéutica actual de la pathé-mátón káiharsis considera ante todo la realidad psicosomática del efecto final de esa catarsis : pro­cesos térmicos y humorales, vicisitudes de la bilis negra, horripilación, lágrimas. Demos todo ello por imuy cierto; admitamos sin reservas que eso fué la catarsis trágica en la mente de Aristóteles. Pero ¿ pudo ser sólo eso ? ¿ Pudo no pensar Aris­tóteles en lo que acontece dentro de la realidad psicosomática del espectador, en su psykhé y en su soma, desde que las palabras de la tragedia herían su oído hasta que sus pelos se erizaban y lagrkaeaban sus ojos ? Entre el oído y la piel del que la oye, ¿ qué pasa con la palabra trágica ? For­zosamente habrá que dar respuesta a estas inte­rrogaciones, si se quiere entender con cierta su­ficiencia lo que la catarsis fué para Aristóteles.

4.a La cuestión de si la catarsis trágica tuvo o no tuvo un valor moral a los ojos de su definidor, no parece que haya sido planteada en toda su in­tegridad. A tenor de lo que unos y otros dicen, tanta razón tienen los defensores de la tesis «mo­ralista» como los paladines de la tesis «amoralis-ta». Ni el espectador acudía al teatro sólo para horripilarse y lagrimear, porque eso gusta secre­tamente al alma humana, ni ocupaba su asiento en la grada para corregirse morahnente y hacerse

286 La curación por la palabra

mejor persona. «El teatro -escribió con razón Grillparzer— no es un correccional para picaros, ni una trivial escuela para irresponsables» 33. Mas tampoco es —añado yo— sólo un lugar para es­tremecerse y llorar con gusto 34. En espera de mo­mento oportuno para replantear la cuestión del modo que yo estimo correcto, dos preguntas vie­nen a la pluma. ¿Puede hablarse del pensamien­to de la Poética sin tener en cuenta que su autor fué también el autor de la Etica a Eudemo y la Etica a Nicóniaco? El problema de la acción de la catarsis trágica sobre el hombre que la experimen­ta —más ampliamente : el problema de la acción psicológica de la tragedia—, ¿ debe ser planteado no más que en términos de amoral o placer» ?

Desde mi /modestísimo escabel de historiador de la curación por la palabra, intentaré llegar a una idea de la catarsis trágica en que estas cuatro ob­servaciones obtengan respuesta congruente. Liceat experiri35.

3 3 Cit. por A. Lesky, Dic griechische Tragodie, pág. 36. 3 4 No deja de reconocerlo el propio Schadewaldt. Aristóte­

les —dice— no pensaba que los ciudadanos atenienses fuesen al teatro durante las fiestas dionisíacas por haber sentido un día que paulatinamente se había acumulado en ellos una incli­nación demasiado intensa a la medrosidad y a la emotividad, o porque se notasen más propensos que de costumbre a las ex­plosiones de cólera o a los ataques de odio, envidia, soberbia o afán de dominio, para volver a sus casas aliviados y tranqui­los. No es esto lo que Aristóteles considera esencial en su de­finición de la tragedia (loe. cit., págs. 156-157).

3 5 Tal intento sería ocioso si, como pretende Wilamowitz (Einleitung in die griechische Tragodie, 3.a ed., Berlín, 1921, pág. 110), no fuese lícito utilizar ese «inestimable tesoro» de la Poética en que se menciona la catarsis trágica. Escribe Wi-lamowitz: «Ni Esquilo pretendió producir una acción catárti­ca, ni los atenienses la esperaron jamás. Acaso el filósofo haya observado aguda y finamente la acción que ejercía una trage-

El poder de la palabra en Aristóteles 287

III .—Hace ya no pocos años —en Estudios de Historia de la Medicina y Antropología médica (Madrid, 1943)— me atreví a presentar una con­cepción de la catarsis trágica desde doble punto de vista : el lógos de la tragedia y las tesis más seguramente válidas de la interpretación de Ber-nays. La katharsis de que nos habla Aristóteles en su Poética sería ante todo una «catarsis ver­bal ex auditu», equiparable mutatis mutandis a la que con sus palabras puedan producir el orador en su auditorio y el psicoterapeuta en su pacien­te. Mejor abastecido de lectura que entonces —las páginas precedentes muestran bien cuánta tinta ha seguido corriendo en estos quince años—, ex­pondré mi pensamiento ordenándolo en varios apartados sucesivos.

1. Tragedia ática y vida griega.

La interpretación de Ja katharsis aristotélica debe partir de un hecho fundamental: el esencial carácter religioso de la tragedia griega, desde Tes-pis hasta las creaciones de los últimos trágicos. Aun cuando la tragedia perdiese a veces el acen­to profundamente sacral que tenía en los tiempos

dia sobre el público o sobre él mismo, en su solitaria lectura; pero tal acción fué desconocida de los poetas y del público.» En mi opinión, el argumento de Wilamowitz no concluye. Aca­so los atenienses no llamasen katharsis a la acción de la trage­dia ; pero lo importante es que la tragedia producía en el es­pectador una acción bien determinada, y. que Aristóteles la llama así. ¿En qué consiste propiamente ese fenómeno que Aris­tóteles quiso llamar katharsis en su definición de la tragedia? ¿Qué se propuso decir el filósofo con esa expresión, acaso no usada antes en el mismo sentido? Tal es nuestro problema.

288 La curación por la palabra

venerables de Esquilo, siempre conservó su esen­cial vinculación a las tradiciones religiosas del pue­blo helénico. «Servicio divino, parte del culto re­ligioso del Estado griego..., la figura más perfec­ta alcanzada por el éxtasis dionisíaco», la define Pohlenz 36. En la página final de El nacimiento de la tragedia, Nietzsche pone estas palabras en boca de un ateniense: «¡Sigúeme hacia la trage­dia, y sacrifiquemos juntos en el templo de am­bas divinidades !» ; es decir, a Dioniso y Apolo 3 r. Con lenguaje menos poético y más positivista filo­logía, lo mismo pensará el antinietzscheano Wi-lamowitz : una tragedia griega es —reza su de­finición— «un fragmento de la leyenda heroica, completo en sí mismo, tratado por un poeta en es­tilo elevado para que lo representasen un coro de ciudadanos áticos y dos o tres actores en el san­tuario de Dioniso, como parte integrante del cul­to público» 38. Desde el punto de vista de su for­ma, la tragedia fué, pues, la configuración ática de las primitivas representaciones orgiásticas y ex­táticas del culto a Dioniso; y desde el punto de vista de su sentido, como ha dicho Zubiri, la ver­sión patética de la Sofía griega.

Este profundo carácter religioso de la tragedia —acentuado, si cabe, por la índole heroica y tradi­cional de las fábulas llevadas a la escena— otorga al autor trágico una peculiar significación en la vida de la polis griega. El poeta se convierte en

3 6 Die griechische Tragodie (ed. de 1930) pág. 9. 3 7 Pese a su arrebatado «cdionisismo» musical, Nietzsche no

llegó a olvidar el elemento apolíneo —lógico, verbal— de la tragedia ática.

as Op. cit., pág. 108.

El poder de la palabra en Aristóteles 289

educador religioso de su propio pueblo. En el diá­logo que Aristófanes hace sostener en Las ranas a Esquilo y Eurípides, pregunta aquél : «¿Por qué debemos admirar a un poeta?», y la respuesta de Eurípides dice as í : «Por su inteligencia y sus amo­nestaciones, y porque hacemos mejores a los hom­bres en las ciudades» (Ranas, 1007-1009). La vin­culación entre la tragedia y la polis queda ahora tan claramente expresada como el papel educador del trágico. «Para los más niños, el educador es el maestro de escuela; para los jóvenes, el poeta», dice luego Esquilo en esa misma comedia (1054-1055). Asentado sobre la tradición religiosa de su pueblo, más aún, utilizándola, el poeta trágico va educando moral y religiosamente a los atenienses; el buen arte de la fábula, la belleza del lenguaje y el aparato escénico no pasaron de ser notas ex­ternas —importantísimas, pero externas— de la sublime función que la tragedia desempeñó entre los helenos. El trágico griego, como el predicador cristiano 39, va expresando literariamente la con­ciencia religiosa e histórica de sus coetáneos; y a la vez, cumpliendo su oficio de educador, orien­ta y gobierna con su obra la actitud del hombre común ante- su tradición y sus dioses. El autor trágico, en suma, fué para los griegos intérprete de su situación espiritual, vigía de su destino y t i­monel de su conducta i0. Con lo cual no pretendo

3 9 La comparación es de Pohlenz, op. cit., pág. 17. 4 0 Hasta Dirlmeier y Schadewaldt, la opinión de los filóso­

fos a este respecto ha sido muy concordante. Wilamowitz reco­noce expresamente la función educativa y edificante del poema trágico griego, aunque prefiera atribuirla a su genérica condi­ción de poema (op. cit., pág. 110). Jaeger comenta el carácter político de la tragedia de Esquilo con estas palabras : «En él se

19

290 La curación por la palabra

decir, claro está, que la escena ateniense fuese un pulpito o un reformatorio moral.

El problema viene ahora. Para interpretar ade­cuadamente la kátharsis aristotélica, ¿ debe tener­se en cuenta esta peculiar condición educativa de la tragedia griega? Tal proceder no sería lícito si, como piensa Pohlenz, Aristóteles fué ciego para la real significación histórica y social de la trage­dia. Pero ¿ es cierto que la concepción aristotélica del poema trágico no pasa de ser una especulación estética y hedonística ? Un ¡meteco de Estagira, un hombre que no era ciudadano ni ateniense, afir­ma PoMenz, no podía ser el «auténtico esclarece-dor de la tragedia ática» ; y así acaece que Aris­tóteles «ni dedica una palabra a decirnos que la tragedia desempeñaba un papel en el servicio di­vino y en el mundo de los héroes, ni siquiera nos

funda su fuerza educadora moral, religiosa y humana...» (Pai-deia, I , pág. 257). Nestle, por su parte, escribe que la trage­dia «ofreció la posibilidad de mostrar el poder de la divinidad, incluso sobre el destino del hombre activo y doliente, y la de hacer más lúcida y profunda, más íntima y esclarecida, la re­ligiosidad cultual de la burguesía ateniense» (Von Mythos zum Logos, pág. 169).

Schadewaldt argumenta su actitud diciendo que la doctri­na de Aristófanes en Las ranas no pasa de ser una «teoría so­fística» ajena al sentir del pueblo griego, y que Aristóteles se opone a ella tanto como a la conocida hostilidad de Platón contra la tragedia (165). Pero Pohlenz responde que también personajes y autores nada sofísticos confesaron esa teoría (Pla­tón, Ion, 541 b ; Jenofonte, Banq., 4, 6), y que los sofistas, por su parte, no dejaron de ser helenos. Los tres grandes trágicos —escribe A. Lesky— «hablan a los atenienses en el teatro de Dioniso, y a impulsos de un deber sagrado (Esquilo y Sófo­cles) o con profunda confianza en el poder del logos (Eurípi­des), tratan de comunicarles su saber acerca de los dioses y los hombres» (Die griechische Tragodie, pág. 37). Recuerda también Lesky que Homero fué siempre materia principal en la educación de los jóvenes griegos.

El poder de la pal-abra en Aristóteles 291

hace saber que era representada en las fiestas de la polis, o que el poeta trágico hablaba a su pue­blo como delegado suyo». ¿Fué por ventura el autor de la Poética no más que un aséptico y for­mal preceptista ?

Mal sistema es, sin duda, discutir a un autor por lo que éste no dice; y todavía más grave cosa, no atenerse a lo que él realmente quiso hacer y decir. Con su Poética, Aristóteles no pretendió ser historiador a la manera de Heródoto o a la de Tu-eídides; quiso ser, muy escuetamente, expositor de la tékhne poiétiké, y así lo aclara sin rodeos al comenzar su pequeño tratado: «Hablaremos del arte poética en sí misma y de sus especies, de la virtualidad propia de cada una de éstas, de la ma­nera de componer Ja fábula si se quiere que la com­posición poética sea bella...» (1447, a 8-10). Por si esto fuera poco, su definición (hóros) de la tra­gedia se refiere taxativamente a la «esencia» (ou-sía) del poema trágico (1449, b 28). El lógos de la definición «acota» esencias —hóros significa preci­samente «límite» (Top,, I , 5, 101, b 39)—, no des­cribe apariencias ni sucesos. Esto y no otra cosa quiso hacer Aristóteles, y ya sabemos que él no solía emplear sino las palabras en cada caso nece­sarias. El concepto aristotélico de la tragedia no pudo ser y no fué ajeno a la vida histórica y re­ligiosa de los atenienses, aunque el filósofo fuese un «meteco de Estagira». Pero esa conexión no debe buscarse en las esenciales palabras de una definición, sino a través del sentido que para Aris­tóteles tuvieron los distintos conceptos que él em­plea en su visión técnica del poema trágico.

He aquí, por ejemplo, el concepto de «placer»

'M2 La curación por ta palabra

o «fruición» (hedoné). Hasta seis veces se refiere expresamente la Poética al placer propio de la tragedia: la imitación artística es causa de plá̂ -cer (1448j b 18); el placer propio de la tragedia no consiste en que los buenos acaben bien y los malos mal, ni en que unos y otros se reconcilien (1453, a 36); el poeta trágico debe procurar el placer que dan el terror y la compasión suscita­dos mediante imitación (1458, b 10-12); siendo una y entera como un ser vivo, la tragedia causa el placer que le es propio (1459, a 21); lo maravi­lloso es placentero (1460, a 18); el poema trágico produce un placer específico (1462, b 18). No hay duda : el fin más propio e inmediato de la trage­dia es una determinada hédoné, una fruición es­pecíficamente caracterizada por las notas que con­signan los textos precedentes; la kátharsis trági­ca no pasa de ser un proceso enderezado a produ­cir en el espectador —en su alma y en su cuer­po— esa peculiar fruición. En esto, Schadewaldt acierta por completo.

¿Debemos concluir, entonces, que Aristóteles nos propone una concepción «hedonística» de la tragedia? Desde luego. Pero bajo la condición de entender esa hedoné exactamente como Aristóte­les la entendía, y no como la entendemos nosotros al pronunciar o al leer las palabras «hedonista» y «hedonístico». Placer, hédoné, es —dice la Retó­rica— «cierto movimiento del alma, y una vuelta total y sensible hacia el estado natural» (I, 11, 1369, b 83-34). Ahora bien, el hombre puede mo­verse de muchos modos hacia lo que le es natural, y así existen para él muy distintas especies de pla­cer. Entre las varias que enumera la Retórica, los

El poder de la palabra en Aristóteles 293

placeres de admirar, luchar o imitar parecen ser los más próximos a la hedoné de la tragedia. Mas también la Etica a Nicómaeo se ocupa en definir y describir el placer humano. Ahora es mayor la precisión intelectual. El placer no es movimiento, ni es génesis ; es un todo que no aumenta con la duración (X, 3, 1174, b 10, y 1174, a 17-19); con­siste el placer en la actividad no estorbada de los hábitos que pertenecen a la naturaleza de quien los posee y ejercita (VII, 18, 1153, a 14-15) ; o, precisando más, en la perfección de esa actividad, aun cuando el placer no perfeccione la actividad como una forma habitual , sino como un fin so­breañadido a la forma, a la manera como la be­lleza del cuerpo se añade al pleno desarrollo de la juventud (X, 4, 1174, b 31-33). Todos los seres vivientes dotados de sensibilidad, hombres o ani­males, desean el placer, lo cual indica que el sumo bien es el placer, en cierto sentido. Es verdad que no todos aspiran al mismo placer, pero es placer aquello a que todos aspiran; pues todos los se­res —concluye Aristóteles— tienen por naturale­za algo divino (VII, 14, 1153, b 32). En tal caso, ¿ cuál será el placer anas propio del hombre ? La respuesta aristotélica es bien conocida : ese placer es la felicidad (eudaimonía); y aunque la felici­dad humana exija bienes materiales y exteriores (I, 9 ; VII , 14, y Polít., 1331, b 41), el placer más adecuado a ella y a la vez más divino (X, 7, 1177, a 16-17, y 1177, b 30-31) es el que corresponde a la actividad del pensamiento. Entre todas las rea­lidades naturales, el hombre es, para Aristóteles, un ser reduplicativamente divino, si vale decirlo así, y según esta condición suya adquieren consis-

294 La curación por la palabra

tencia específica y ordenación propia los placeres de su peculiar naturaleza.

Lo dicho indica que en la vida del hombre ha­brá tantas especies de placer como actividades: cada placer se empareja, en efecto, con la activi­dad que él perfecciona (X, 5, 1175, a 30). Hay , pues, placeres dianoétieos o del pensamiento y pla­ceres somáticos o del cuerpo. Estos últimos son más violentos y más comunes ; por lo cual el nom­bre de placer parece haber pasado a ellos como por herencia (VII, 14, 1158, b 33), al menos en el lenguaje del vulgo. ¿Por qué los placeres y los deleites corporales suelen ser más codiciados que los otros ? Según Aristóteles, por dos razones prin­cipales. La primera, que el placer corporal tiene siempre un desplacer o pesar (lype) contrario, el cual puede llegar a ser excesivo ; y cuando esto acontece, el placer corporal, a cuya naturaleza per­tenece la facultad de expulsar el desplacer, es de­seado como se desea un medicamento. La segun­da, que los placeres del cuerpo, a causa de su in­tensidad y aun de su violencia, son perseguidos por los hombres que no pueden deleitarse con otras alegrías. Esto sucede sobre todo entre los jóvenes •—los jóvenes, dice Aristóteles, son semejantes a los ebrios— y entre los melancólicos ; los cuales, a causa de su crasis humoral, viven como corroí­dos por una suerte de ansia y necesitan siempre alguna medicación o, en su defecto, algún placer corporal suficientemente intenso para servir como medicación expulsante o represiva (VII , 15, 1154, b 11).

Dentro de esta doctrina, ¿ qué podrá decirse del placer propio de la t ragedia? Sabemos que en su

El poder de la palabra en Aristóteles 29.)

producción tienen par te la imitación (Poét., 1148, b 18, y 1453, b 12), lo maravilloso (1460, a 18), el terror y la afligida compasión (1453, b 12). Es , pues, un placer a la vez dianoético y somático, que acompaña —luego insistiré acerca de ello— a la actividad de seguir y convivir lo que en la es­cena acontece; de tal manera que, actuando como un medicamento y deseado como éste, expulsa el desplacer causado por el exceso de los afectos t rá­gicos. Utilizando el apretado léxico de la Etica a Nicómaco, cabe decir que el espectáculo trágico es a un tiempo placentero por naturaleza y por accidente (VII, 15, 1154, b 16-17). Es placentero «por naturaleza» (phijsei) aquello que provoca la actividad más natural y propia del sujeto que ex­perimenta el placer; en este caso, el pensamiento. Es placentero «por accidente» (kata symbebBkbs) lo que produce placer a manera de medicamento, porque la curación —precisa Aristóteles— es gra­t a en cuanto acaece por una operación de aquello que en el organismo es todavía sano ; lo «placen­tero por accidente» sería en este caso el estado psieosomático que la intelección de la tragedia sus­cita 41. El placer propio del espectáculo trágico —fin sobreañadido a la actividad a que acompa­ña— es de algún modo divino por dos razones di­ferentes : porque los dioses omnividentes intervie­nen siempre en el curso de la acción trágica, aun­que no se les vea en escena (Poét., 1454, b 6), y porque ese placer pertenece a la naturaleza del su­jeto que lo experimenta; en este caso, la del ser reduplicativamente divino que llamamos hombre.

41 Es seguro que para Aristóteles sería más intenso el pía., cer trágico en los sujetos de temperamento melancólico,

296 La curación por la palabra

Dígase ahora si la concepción aristotélica de la tragedia era o no era propia de la mentalidad he­lénica, y si correspondía o no a lo que la tragedia fué para el pueblo griego.

Igualmente inaceptable me parece otra afirma­ción de PoMenz, según la cual Aristóteles no ha­bría sabido comprender el sentido de la religiosi­dad dionisíaca. Me limitaré a copiar unas líneas de W. Jaeger : «La gravedad con que la Etica a Eudemo se ocupa del entusiasmo, la alta estima­ción de la ¡mántica, de la tykhé (la «fortuna») y de lo instintivo, en cuanto tal instinfcividad des­cansa sobre una inspiración divina y no sobre una disposición na tu ra l ; en una palabra, la acentua­ción que de lo irracional hace Aristóteles esté en el mismo plano que aquella idea de peñ philoso-phías, según la cual las fuerzas irracionales y cla­rividentes del alma constituyen una de las dos fuentes de la creencia en Dios.» 43 Ni siquiera es preciso para demostrarlo apelar a los escritos ju­veniles de Aristóteles. En la Etica a Nicóviaco vuelve a decimos el filósofo que la «buena fortu­na» del hombre verdaderamente afortunado tiene «causa divina» (theia aitia) (X, 10, 1179, b 22), y en la misma Poética destaca expresamente la es­pecífica virtualidad de la «manía» y el «éxtasis» para la creación del poema (1455, a 32-85). Más a ú n : entre los antecedentes históricos de la t ra­gedia cita Aristóteles el ditirambo, canción propia del culto dionisíaco. Y la deliberada apelación al vocablo kátharsis para designar la acción psicoló­gica de la tragedia, ¿ no delata por ventura el pro-

« W. Jaeger, Aristóteles (Berlín, 1928), pág. 251.

El poder de la palabra en Aristóteles 29í

pósito de despertar en el alma del oyente griego una representación a la cual pertenecían, tanto como las purgaciones medicamentosas, las cere­monias del culto a Dioniso ? La letra de la Polí­tica (1841, a 21-2) no permite dudarlo.

O sea : nuestra idea de la catarsis trágica —con más precisión : nuestro juicio acerca de lo que Aris­tóteles pensaba al hablar de ella— debe tener muy en cuenta el carácter religioso y educativo que la tragedia tuvo para los griegos de los siglos v y rv y el acento a la vez religioso y médico que un he­leno antiguo, fuese médico, filósofo, poeta o sim­ple ciudadano, nunca dejó de percibir en la sig­nificación de la palabra kátharsis. Más concisamen­te : la tragedia y su acción catártica tuvieron una esencial conexión con las creencias del hombre he­lénico, así en la concreta realidad de éste como en la mente de Aristóteles.

2. La situación trágica.

En la significación de este epígrafe hay que dis­tinguir dos círculos concéntricos. El círculo inte­rior concierne a la ((situación trágica» en sentido estricto : aquella en que vitalmente se encuentra el héroe de la tragedia. El círculo exterior, envol­vente de aquél, se refiere a la peculiaridad de las épocas históricas a cuyo contenido pertenecen la vivencia de lo trágico y la creación de piezas lite­rarias real y verdaderamente dignas del nombre de «tragedia». Para evitar confusiones, a este se­gundo círculo le llamaré «coyuntura trágica». Exa­minemos sucesivamente la «situación trágica» y la

298 La curación por la palabra

«coyuntura trágica», e intentemos ver si tiene al­guna relación con estas cuestiones la Poética de Aristóteles.

El problema de lo trágico ha ganado desde hace varios decenios muy viva actualidad, sobre todo —y no por azar— en el ámbito de la cultura ger­mánica. Como en tantas otras cosas, el fino olfa­to histórico de Max Scheler venteó bien tempra­no (Ueber das Tragische, 1914) la renovada ac­tualidad del tema. Desde estonces no ha cesado la apasionada especulación en torno a é l 4 3 . ¿Es po­sible hacer un balance de todo lo pensado ? En un excelente ensayo de visión sinóptica 44, A. Lesky ha t ra tado de reducir la «esencia de lo trágico» a las seis siguientes notas : 1.a La dignidad del caso. Para que la «caída» del héroe trágico sea conmo­vedora, debe ser alta su personal situación en el conjunto de los destinos humanos. A tal «digni-

4 3 He aquí una selección de títulos: M. Scheler, «Ueber das Tragische», en Die Weissen Blatter, 1914, pág. 758; J . Geffcken, Der Begriff des Tragischen in der Antike (Ber­lín, 1930); O. Walzel, «Vom Wesen des Tragischen», en Ev-phorion, 34 (1933), pág. 1; Th. Haecker, Schopfer und Schop-fnng (Leipzig, 1934); J . Bernhardt, De pro fundís (Leipzig, 1939); E. Bacmeister, Die Tragodie ohne Schulcl und Silhne (Wolfshagen-Scharbautz, 1940); J . Sellmair, Der Mensch in der Tragik (Krailing vor München, 1941); F . Sengle, «Vom Absoluten in der Tragodie», en Dtsch. Vierteljahrsschr., 20 (1942), pág. 265; W. Rasch, «Tragik und Tragodie», en Dtsch. Vierteljahrsschr., 21 (1943), pág. 287; A. Weber, Das Tragi­sche und die Geschichte (Hamburg, 1943); H. Bogner, Der tra­gische Gegensatz (Heidelberg, 1947); K. Jaspers, Von der Wahrheit (München, 1947); H . J . Badén, Das Tragische (Ber­lín, 1948); H . Weinstock y K. von Frítz, op. cit. ¿Y por qué no citar también la obra de Heidegger y la producción lite­raria del- existencialismo francés? Tragische Existenz es el tí­tulo de una obra —de A. Delp— que comenta Sein und Zeit.

4 4 Capítulo «Zum Problem des Tragischen», en Die griechi-sche Tragodie, págs. 11-45.

El poder de la palabra en Aristóteles 299

dacb se refería Aristóteles cuando hablaba de la «acción esforzada» o «levantada» de la tragedia. 2.a La posibilidad de referir el conflicto al mundo propio de quien como espectador lo considera. 3. a La clara conciencia del héroe frente a la situa­ción en que se encuentra. Sin ella, la situación es­cénica será lastimera, pero no trágica. 4.a El ca­rácter inconciliable de la tensión u oposición a que el héroe se ve conducido. El pesimismo y la deses­peración del hombre contemporáneo han acentua­do hasta el máximo la inexorabilidad de esta nota definitoria de lo trágico. Pero ¿ es siempre irreso­luble e inconciliable la oposición trágica entre los dioses, entre la divinidad y el hombre o entre dos mitades de un mismo hombre? No parece cosa tan segura. Nadie negará a la Orestíada su condición de trilogía trágica porque Orestes salga con bien de ella. Lesky resuelve la cuestión distinguiendo la «visión cerradamente trágica del mundo» (la propia de los que afirman esa total inconciliabili­dad de la tensión trágica) y el «conflicto cerrada­mente trágico» (el de una oposición no concilia­ble en sí misma, pero sí en un orden de la realidad sobrehumano y creído) 45. En un mundo realmen­te cristiano no es posible la primera, porque la existencia humana y el cosmos tienen para el cris­tiano un sentido que trasciende el orden racional ; pero sí es posible el segundo, y así puede enten­derse —con Bernhardt y contra Haecker— la po-

45 Lesky añade todavía una tercera posibilidad, represen­tada por lo que él llama «situación trágica», en la cual, sin mengua de esa su genuina condición «trágica», todavía es po­sible una resolución favorable. Tal sería la situación de Ores-tes después de haber dado muerte a Clitemnestra y Egisto.

300 ha curación por la palabra

sibilidad de una verdadera «tragedia cristiana». 5.a La existencia de una «culpa trágica» no impu­table moraltmente. El héroe de una tragedia co­mete un error, del cual —por modo misterioso— es consecuencia objetiva e inevitable la acción trá­gica ; mas no por ello deja él de ser subjetivamen­te inocente (K. von Fritz). 6.a La posibilidad de discutir si tiene para nosotros algún sentido el suceso trágico o si, por el contrario, carece total­mente de él. El curso de la tragedia ¿ es absurdo o no ? Hebbel, Scheler y muchos de los actuales «existencialistas» sostienen resueltamente lo pri­mero. Sengle, Jaspers y el propio Lesky piensan que hay siempre un orden «absoluto» y «trascen­dente», en el cual puede tener sentido razonable la acción trágica ; un orden trascendente a lo hu­mano en cuanto tal, a toda la historia, en los con­flictos más arduos y extremados, y sólo trascen­dente a lo que antes he llamado «coyuntura trá­gica» en los casos no tan graves. «Su ruina —es­cribe Lesky, hablando del héroe trágico— es in­evitable, pero no carece de sentido. Todavía no está maduro su tiempo para el valor por el cual él lucha y cae; pero su sacrificio deja libre el ca­mino para un futuro mejor.»

Estas palabras nos introducen en el segundo de los dos círculos antes deslindados: la «coyuntura trágica». Pertenece a la existencia humana una radical menesterosidad frente al propio destino. Es lo que Dilthey llamó una vez «la permanente co­rruptibilidad de nuestra vida» y lo que Ortega tie­ne ante sus ojos cuando dice que la vida del hom­bre es «problema» y «naufragio». Ser hombre en la tierra es vivir de un modo constitutivamente

lü podíir de la palabra en Aristóteles 301

deficiente, problemático, precario, al cual da cier­ta seguridad —nunca una seguridad total— lo que se cree y lo que se sabe (Ortega). «Por poderoso y semejante a Dios que el hambre sea —escribe Sengle—, habita en las sombras de un ocaso; por sabiamente construida y ordenada que una crea­ción humana esté, acaba víctima de la destruc­ción ; por puro que sea el camino de un héroe, éste cae siempre en culpa.» 4S

Pero ese sentimiento que de su propia deficiencia tiene el hombre, cobra especial brío y relieve en determinadas situaciones históricas, justamente aquellas en que nace y vive la tragedia como gé­nero literario. Son tiempos en que el hombre, sin haber perdido el creyente apoyo de su existencia en el regazo de las tradiciones religiosas e histó­ricas de su pueblo, empieza a desprenderse de ellas, sediento de autonomía personal, mas tam­bién inseguro en el desligado regimiento de su pro­pia existencia, y hasta temeroso de él. Más conci­samente : son épocas en que ha comenzado a pro­ducirse una crisis en las creencias básicas de una comunidad histórica. La osadía ante lo sagrado y el temor de lo sagrado se mezclan entonces en las almas de un modo turbio y angustioso.

La tragedia muestra literariamente esta situa­ción, a través de un destino humano individual y eminente. En ella se ofrece como espectáculo la vida de un hombre que se mueve y lucha en la zona límite de la existencia humana, aquella en que las posibilidades de ser hombre son más graves y ame­nazadoras. El poeta trágico pone sobre la escena

*6 Fr. Sengle, op. cit., pág. 265.

302 La curación por la palabra

el conflicto de una persona noble y esforzada que pretende vivir en sí y por sí misma —Orestes en Argos, Antígona en Tebas—, y que todavía no sabe y no puede hacerlo, tall vez porque eso que ella pretende no es y no será nunca posible en su mundo, o acaso, de un modo más radical, porque no es humanamente posible. Cabría decir que el héroe trágico vive en su mundo, pero no es de su mundo. Con lo cual su aventura termina en tra­gedia, en conflicto doloroso y compasible. El des­enlace de la acción trágica es así el retorno del hombre a la creencia que, herida y viva a la vez, todavía sigue dando sustentación a su alma y a su pueblo: un retorno que necesariamente ha de pasar por el dolor o por la muerte —este último es el caso de la verdadera tragedia—, porque el héroe ha ido más allá de los límites a que llega­ba su propia suficiencia en cuanto hombre de su mundo, acaso en cuanto mero hombre. Sólo su­friendo o muriendo puede concillarse con la reali­dad quien ha rebasado el ámbito en que le era posible ordenar autónomamente sus propios pa­sos. Retengamos, pues, esta módica conclusión: la tragedia escenifica la vida de un hombre en una situación nueva, imprevista y máximamente grave de su propia existencia; el poeta trágico educa al espectador mostrándole lo que ese hom­bre puede hacer y hace en tal situación. La ac­ción educativa de la tragedia es, pues, moral —nada en la vida del hombre puede ser a-moral—, pero en un plano mucho más profundo que aquel a que suele referirse tal palabra 47.

4 r W. Jaeger ha sabido percibir bien ese incipiente desga­rro entre la fe religiosa y la autonomía del hombre, que late

El poder de la palabra en Aristótelei 308

Esta es, en último término, la causa por la cual sólo ha existido la tragedia como género literario en tres situaciones históricas: la Grecia del siglo v (crisis de las creencias del mundo griego), la Eu­ropa moderna (crisis de las creencias de la Edad Media, secularización de la existencia) y el Occiden­te actual (crisis de las creencias propias del mun­do secularizado, el optimismo progresista y la fe en la razón desligada: Kafka, Sartre, Faulkner, Miller) 4S. Y ésa también es la causa de la inquie­tante coincidencia de la tragedia y la originali­dad filosófica en la historia de la cultura. La ge-nuina filosofía, en efecto, parece ser inseparable compañera histórica del dolor, aunque la vida per­sonal de los filósofos creadores pueda ser llana y plácida. «¡Cuánto debió de sufrir este pueblo —el griego— para ser tan bello !», ha escrito Nietz-sche; y también hubiera podido escribir : para ser

en el seno de la tragedia griega. Alude a la «descarga del destino» sobre la cabeza del héroe trágico y a la convivencia de esa descarga por parte del autor y el espectador de la tra­gedia, y escribe: «Si había de ser resistida esa convivencia de la descarga del destino que ya Solón comparó con la tor­menta, era necesaria por parte del hombre la máxima fuerza de su ánimo; y frente al temor y Ja compasión —las inmedia­tas acciones psicológicas de la situación convivida—, esa con­vivencia reclamaba como última reserva la fe en un sentido de la existencia» (Paideia, I, pág. 268). Lo mismo en H. Wein-stock, op. cit. y Sopholrf.es (Berlín, 1947). Sobre la constituti­va «moralidad» de los actos humanos —a veces bajo forma de «in-moralidad»— véase la Etica de J. L. L. Aranguren (Ma­drid, 1958).

4 8 Los problemas se agolpan. ¿Qué sentido tiene la trage­dia en la vida de los pueblos —y de los hombres individua­les— que siguen arraigados en la antigua fe? ¿Cómo es posi­ble una tragedia cristiana? ¿Hubo en verdad «tragedia» en el teatro de Calderón? ¿Son verdaderas tragedias, en el de Lope, El castigo sin venganza y El caballero de Olmedo? ¿Lo ha­bía sido La Celestina?

yin La curación por la pulahrü

tan sabio. El empeño de «abolir de la esencia de la tragedia el elemento de la razón, del lógos, de la sabiduría, a favor de su componente musical y ex­tático» (Nietzsche) es, pues, radicalmente erróneo, aun cuando no sea totalmente infundado. Las pa­labras imperecederas de Esquilo : pathei máthos, «por el dolor al conocimiento», podrían ser el lema de toda la tragedia griega (Nestle) 40. En la «co­yuntura histórica» de la tragedia, la creencia co­munal y sustentadora —decía yo antes— hállase a la vez herida y viva. Más heridamente en unos hombres, más vivamente en otros, ella es la ins­tancia que permite ordenar escénica y existencial-mente el suceso trágico.

Sería inútil buscar en Aristóteles una teoría de lo trágico : Aristóteles no la da. Sería necio, por otra parte, pedir a un autor antiguo la contem­plación de la historia del hombre con una concien­cia histórica semejante a la nuestra. Pero si se afi­na la mirada al leer la Poética, se descubrirán en ella indicios de una actitud intelectual ante la tra­gedia muy congruente con lo expuesto. Aristóte­les afirma claramente la necesidad de que la acción escenificada sea alta y noble, subraya con energía la condición no culposa del error (amartía) en que el héroe trágico cae, alude expresamente al carác-

4 9 «El dolor —comenta Jaeger— lleva consigo la fuerza del conocimiento. Esto pertenece a la sabiduría popular más an­tigua. La epopeya no lo utiliza como motivo poético domi­nante. En Esquilo adquiere una significación más profunda y central. Constituye un grado intermedio el «conócete a ti mis­mo» del dios deifico, que exige el conocimiento de los lími­tes de lo humano, como constantemente enseña Píndaro con devota piedad apolínea... Pero esto no agota la concepción esquilea del phronéin, del conocimiento trágico por la fuerza del dolor» (Paideia, I , pág. 273).

El poder de la palabra en Aristóteles 805

ter de «no merecido» (anáxios) del dolor que ese héroe padece (1453, a 5-16) y considera a Eurípi­des el «imás trágico» (tragikotatos) de todos los poetas, porque en sus tragedias es mayor el nú­mero de los desenlaces funestos; a Eurípides, el trágico de la época en que la resolución favorable o conciliadora del conflicto trágico griego era ya más difícil. El autor de la Poética no fué simple preceptista. Era filósofo —et pour cause!— y supo atisbar el abismal problema histórico y humano de la tragedia.

8. La acción trágica.

No podría entenderse la catarsis trágica olvi­dando que la tragedia es, ante todo, la imitación escénica de una acción humana. La Poética se halla insistentemente atravesada por este motivo conceptual: que lo más importante de la tragedia es su fábula o argumento (m'ythos), y precisamen­te porque la fábula imita o representa una acción de los hombres, una praxis (1448, a 23; 1448, a 27; 1449, b 24; 1450, a 15 ss.). La diferencia fundamental entre la tragedia y la epopeya radi­caría en ese carácter a la vez activo y representa­tivo de aquélla: todos los personajes trágicos es­tán en escena, dice expresivamente Aristóteles, práttontas kái energountas, «actuando y en acto» (1448, a 23). La fábula —y por tanto la acción— es literalmente el alma de la tragedia.

La relación entre la índole del espectáculo trá­gico y la peculiaridad de la vida humana por él representada queda expuesta con gran fuerza en

20

SOfl La curación por la palabra

el pasaje siguiente: «La más importante de estas partes —las seis de que consta la tragedia— es la ensambladura de las acciones, porque la tra­gedia no es imitación de hombres, sino de una ac­ción y una vida ; y la felicidad y el infortunio 50

están en la acción del hombre, y el fin es una ac­ción, no una cualidad. Pues los hombíes son ta­les o cuales según su carácter, pero son dichosos o desgraciados según sus acciones. Los personajes no actúan para imitar los caracteres, sino que re­ciben sus caracteres en razón de sus acciones; de suerte que los actos humanos y la fábula son el fin de la tragedia, y el fin es en todas las cosas lo principal» (1450, a 15-23). La idea de que la feli­cidad, el infortunio y el bien de un hombre deben referirse a su actividad como hombre y no a una cualidad o a un hábito, es muy de Aristóteles 51. Conocida es su definición del bien en la Etica a Nicómaco: «La actividad del alma según la vir­tud mejor y más perfecta» (I, 6, 1098, a 18).

En resumen : la tragedia representa el destino de un hombre en acción; de ahí la felicidad o el in­fortunio de éste y la posibilidad de que el alma del espectador conviva una u otro. En cuanto el télos o fin propio e inmediato de la tragedia es la imi­tación de una acción humana, la hedoné o frui­ción específica del espectáculo trágico —recuérde­se que el placer es la perfección de una actividad natural no estorbada— debe consistir en la feliz

s o Me atengo al texto propuesto por Gudeman frente al de Hardy y otros.

« Et. Nic, I, 6-7, 1098, a 16 y b 2 1 ; ibid., X, 2, 1178, a 14; ibid., X, 6, 1176, a 34; Fie., I I , 6, 197, b 4 ; Polít., VII , 3, 1325, a 32.

El poder de la palabra en Aristótelet 801

o funesta ordenación de esa acción, imaginativa y afectivamente convivida por el público, dentro de las posibilidades de la existencia del persona­je trágico y del propio espectador.

4. La interna ordenación de la acción trágica,

Esta acción humana en que la tragedia tiene su «alma» no es lo que suele llamarse «pura acción» ¿ no es la acción de un mero «activista». Hállase ordenada y articulada mediante la palabra y el discurso, mediante el lagos; por tanto, «lógica­mente». Junto al lógos dialéctico o convincente del Grganon y al lógos retórico o persuasivo de la Retórica hay que poner ahora una nueva especie, el lógos trágico o catártico de la Poética. Por gran­de que fuese la parte del elemento dionisíaco y or­giástico en la producción del efecto trágico —'me­lopeas, canciones del coro—, parte mucho mayor tuvo la palabra en que la acción se expresaba: más nace la tragedia aus dem Geiste des Logos que aus dem Geiste der Musik, pese a la genialidad de Nietzsche.

Nadie mejor que el inventor de la lógica para valorar el componente expresivo y verbal —«ló­gico»— de la tragedia. En la misma definición de ésta, y tan pronto como ha señalado el medular carácter «activo» de la imitación trágica, Aristó­teles prescribe que tal acción ha de expresarse «en bien sazonado lenguaje». Fué mérito de Es­quilo, dice en otro lugar, «rebajar la importancia del coro y dar el primer término al discurso o diá­logo» (1449, a 6-17). La acción trágica es insepa-

308 La curación por la palabra

rabie del lenguaje; tanto, que cuando Aristóte­les enumera y define las seis partes constitutivas de la tragedia, considera expresamente a la elo­cución o léxis como «la cuarta de las pertinentes al lenguaje» (1450, b 13). Las otras tres son la fá­bula o acción, el pensamiento o «facultad de de­cir lo adecuado a la situación» y el carácter, que se realiza y manifiesta en el partido que adopta o evita el que habla. Por eso puede decir la Poé­tica que la «fábula debe estar de tal suerte com­puesta, que incluso sin ver sus acciones sea poseí­do de estremecimiento y compasión el que la oiga» (1453, b 3). La acción trágica puede causar su efecto propio en el alma del oyente aun reducida a ser puro discurso o lógos. Las sensaciones audi­tivas son las que más impresionan al hombre, dirá luego Teofrasto (frg. 91 W.).

La interpretación de la catarsis trágica no debe perder de vista esta articulada ordenación que la palabra imprime a la acción de la tragedia 52. Si el poema trágico imita poética y patéticamente una extremada vicisitud del destino humano, gra­cias al lógos es posible el cumplimiento de dos condiciones esenciales del espectáculo : la adecua­da ordenación de ese choque del hombre con su destino indominable y la recta comprensión del

5 2 Compréndese ahora que —contra lo afirmado por Dirl-meier— la kátharsis nombrada en la Política no sea idéntica a la káiharsis de la Poética. En aquélla actúa fundamental­mente la música; en esta otra, junto a la melopoiía, también el lógos. Es verdad que también el lógos tiene un componen­te musical, la entonación de lo que se dice (libro I I I de la Retórica); pero es preciso convenir que en el efecto de la palabra es bastante más decisivo el «qué» del discurso —lo que con él se dice— que su acornó».

SI poder de la palabra en Aristóteles 809

conflicto por parte del espectador. Quien partici­pa en la orgía dionisíaca se confunde en ella, al paso que la representación del poema trágico se contempla. Espectáculo teatral y contemplación se dicen en griego theorla, y ésta, en el teatro y en la vida filosófica, sólo gracias al lógos es posible. Lo que era confluente participación directa en el entusiasmo báquico nácese en el teatro contem­plación imitativa. La tragedia fué el resultado ge­nial de esa doma del toro dionisíaco por el lógos ático.

5. La posibilidad de la acción trágica.

La acción humana que la tragedia ática imita, representa o propone por medio del lenguaje, tie­ne esta singular propiedad : que podría aeaecerle al espectador miisimo, en cuanto hambre y —imás próximamente— en cuanto griego.

Apenas los helenos se pusieron a reflexionar so­bre el fenómeno poético advirtieron con suma cla­ridad el carácter constitutivo que en él tiene la participación personal de quien oye o lee el poe­ma. Habla Gorgias de la poesía, y nos dice : «Juz­go a la poesía en su totalidad coar.o discurso con metro. Quienes la oyen se ven asaltados por teme­roso estremecimiento, aflicción lacrimosa y llanto que se complace en su dolor, y frente a sucesos alegres y a cuestiones y personas extrañas a él, siente en el alma una pasión propia, por obra de la palabra» (EH, 9). Es evidente que Gorgias está pensando ante todo en la tragedia. Análogo sen­tido tiene un fragmento suyo más expresamente

310 La curación por la palabra

atenido al poema trágico: «La tragedia... es un engaño en el cual es más justo el que engaña que el que no engaña, y el engañado más sabio que el no engañado» (frg. 23 Diels). Sólo si ese «en­gaño» o «ficción» que es la tragedia constituye para el espectador una efectiva posibilidad de su propia vida, sólo entonces puede ser discreto el engañado y es justa su ilusión.

No escapa a la penetrante mirada de Aristóte­les esta esencial condición de la acción trágica. Cuando en un famoso pasaje quiere demostrar que la poesía es más filosófica que la historia, comien­za por contraponer la índole de sus respectivos relatos: «La historia cuenta los eventos que suce­dieron, la poesía los que podrían suceder... La poe­sía narra lo general y la historia lo particular. Lo general consiste en que a tal cualidad corresponde hablar o actuar de tal modo, según la verosimili­tud y la necesidad..., y lo particular, lo que un Alcibíades ha hecho o ha sufrido» (1451, b 5-11). Por tanto : si el personaje de la tragedia represen­ta verosímilmente la condición general de ser hom­bre, griego o ateniense, el espectador ateniense se sentirá siempre más o menos representado en la acción de la tragedia. Lo que en la escena acon­tece al personaje trágico podrá también aconte­cer en la vida del espectador. La insistente argu­mentación de Aristóteles en torno a la posibilidad de la acción trágica en sí misma (1451, b 15), y la frecuencia con que amonesta acerca de la «ve­rosimilitud» de la fábula apuntan muy derecha­mente a esta imaginable posibilidad del suceso trágico en el destino del espectador.

La producción de la catarsis trágica exige que

El poder de la palabra en Aristóteles 811

el espectador de la tragedia conviva su fábula como posible en la línea de su propia existencia. Esta posibilidad puede ser turbiamente sentida o clara y distintamente entendida por aquél; puede ser un sentimiento informe o una noticia articu­lada. Llama Aristóteles philánthropon (1452, b 38 ; 1458, a 2 ; 1456, a 21) al sentimiento de comuni­dad y solidaridad con que el espectador convive la desgracia del héroe; y según la Etica a Nicó-maco (VIII, 1, 1155, a 20) ese philánthropon es el equivalente humano del lazo afectivo existente en­tre los animales de la misima estirpe. Pues bien : en el seno de las dos pasiones trágicas —temor y compasión— y en el vínculo amistoso que une al espectador con el héroe hay siempre un esquele­to preconceptual más o menos expreso y claro : la conciencia de que la acción trágica contempla­da es posible en la vida del que la contempla. Si no fuese así, el espectáculo de la tragedia no pa­saría de ser pasatiempo o arqueología.

6. Cualidades y curso de la acción trágica.

La acción trágica debe ser esforzada y estreme-cedora. Sin ello no habría tragedia; el espectador no podría experimentar temor y compasión. «La imitación —advierte Aristóteles— no sólo tiene por objeto una acción completa, mas también unos sucesos que produzcan temor y compasión» (1452, a 1). Mas tampoco habría tragedia si la acción no fuese para quien la contempla inesperada y sor­prendente o maravillosa. No podría ser entendida la idea aristotélica de la kátharsis sin tener muy

312 La curación por la palabra

en cuenta estas líneas de la Poética: «Puesto que tales pasiones —el temor y la compasión— son producidas sobre todo cuando los sucesos transcu­rren contra nuestra opinión, aunque los unos sal­gan de otros 53 [es lo maravilloso un eficaz ele­mento de la tragedia] ; porque lo maravilloso ejer­cerá imayor acción que [si los sucesos parecen sur­gir] del azar y de su fortuna, puesto que entre los sucesos debidos a la fortuna juzgamos los más ma­ravillosos aquellos que parecen, por decirlo así, intencionados» (1452, a 3-7). La producción de temor y compasión —y la de su consiguiente ca­tarsis— exige, pues, que el desarrollo de la acción transcurra contra las previsiones del espectador. Los sucesos deben seguir unos a otros con «vero­similitud y necesidad» 54, aunque esta «necesidad» o anánke de la conducta humana —lo que el hom­bre hace porque corresponde a su natural modo de ser— no equivalga a la «previsión necesaria» de los movimientos cósmicos. Lógrase, en fin, la impresión de «sorpresa» o «maravilla» que el hilo de la tragedia debe producir cuando los sucesos, además de ser imprevistos, parecen ser intencio­nados. Las acciones trágicas se nos muestran como tales cuando en la imprevisión de su curso se jun­tan la amenaza y la incitación, dos de las posibles direcciones en que puede diversificarse «lo impre­visto».

Esta esencial impresión del suceso trágico en el

5 3 Es decir, aunque haya entre ellos una conexión «vero­símil y necesaria».

5 4 El «carácter» de los personajes da verosimilitud y ne­cesidad a la serie de sus diversos actos dentro de la fábula trágica.

El poder de la palabra en Aristóteles SIS

ánimo del espectador se hace patente en el «cam­bio de fortuna» (metdbolé o metábasis) que el hé­roe debe experimentar en escena, y más aún cuan­do ese cambio de fortuna adopta forma de «peri­pecia» (peripéteia) o giro de la acción trágica en un sentido opuesto al que la previsión del espec­tador aguardaba. La peripecia lleva al máximo la impresión de sorpresa que por necesidad suscita el cambio de fortuna, y debe considerarse, según el propio Aristóteles, como una especie de ironía del destino (Hist. anivi., VIII, 2, 590, b 13-15).

Recapitulemos brevemente lo que en el espec­táculo trágico acaece. Fíngese sobre la escena una acción humana a la vez extremada y terrible. La palabra de los personajes, diestra y poéticamente compuesta por el autor, cumple doble menester: expresa ordenadamente esa acción y permite que el espectador la conviva como propia. La fábula trágica se desgrana en diversos sucesos, concate­nados en su curso por la doble atadura de la vero­similitud y la necesidad. Pero esta interna nece­sidad de la acción trágica no lleva consigo una segura previsibilidad de los varios sucesos que la componen. Al contrario: la aparición del efecto trágico exige que alguno de tales sucesos sea im­previsto y sorprendente para el espectador, sin dejar por ello de parecer libre e intencionadamen­te decidido por el personaje. Entonces el suceso escénico adquiere condición de maravilloso.

He aquí, pues, que por obra del cambio de for­tuna, y más cuando éste se configura como peri­pecia, llega el espectador a un estado de ánimo caracterizado en el orden afectivo por el temor y la compasión —o por el espanto y la aflicción.

5J4 La curación por la palabra

como propone decir Schadewaldt—, y en el orden intelectivo —si se quiere: en un orden «lógico»— por la desorientación, por una tensa y confusa des­orientación. Las cosas no suceden en la escena y en el alma del que las contempla de acuerdo con las indeliberadas previsiones que éste ha ido esta­bleciendo a lo largo del espectáculo. Hay en todo ello una curiosa mezcla de ficción y verdad: de ficción, porque la acción trágica no pasa de imi­tar poéticamente la realidad, y de verdad, porque el espectador, arrastrado por esa acción que ve y oye, la vive como si verdaderamente acaeciera en su propia existencia. A esta sutil mixtura de ilu­sión y realidad se refería Gorgias en el fragmento antes transcrito.

¿Cómo saldrá el espectador de esa extraña si­tuación en que el cambio de fortuna y la peripe­cia le han sumido ? Sólo de un camino dispone: es­clarecer el trance, ordenar expresa y articulada­mente la confusión producida por la ruina de to­das sus previsiones fallidas. Este esclarecimiento de la acción trágica tras la sorpresa de la peripecia es la anagnórisis o reconocimiento: «el paso de la ignorancia al conocimiento que conduce a la amis­tad o a la enemistad entre los destinados a la fe­licidad o a la desgracia», según la definición de Aristóteles (1452, a 29-32). Gracias a la anagnó­risis sale el espectador de su ocasional confusión y «se da cuenta» de lo que pasa en la escena, y, por tanto, en su propia vida.

Distingue Aristóteles entre las fábulas simples y las complejas o, como decían los viejos precep­tistas, «implexas». Cuando el cambio de fortuna se produce sin peripecia ni anagnórisis, se dice que

El poder de la palabra en Aristóteles 315

la acción es simple. La imprevisión y la sorpresa de la acción trágica quedan entonces limitadas a la pura metábasis. Cuando la metábasis lleva con­sigo peripecia y anagnórisis, la tragedia es de fábu­la implexa. Estas son las tragedias que la Poética considera más perfectas.

Va implícita en los párrafos anteriores la afir­mación de que existen anagnórisis no precedidas de peripecia. En rigor, la idea que Aristóteles tie­ne de la anagnórisis es tan amplia que se extien­de hasta el reconocimiento de seres inanimados (1452, a 34). Todo reconocimiento de algo hasta ta/1 sazón ignorado, en cuya virtud se hace más clara y abierta la acción trágica —para el perso­naje y para el espectador—, es una anagnórisis en la mente de Aristóteles : «La anagnórisis más bella —nos dice— es la que va unida a una peri­pecia» (1453, a 33, y 1454, b 28); «lo mejor es que se ejecute la acción sin saberlo [sin advertir sobre quién recae], pero con anagnórisis después de eje­cutarla» (1454, a 2); «el reconocimiento óptimo —concluye— es el que se deriva de los hechos mis­mos» y no de descubrir artificios, signos exter­nos, cicatrices y collares (1455, a 18 ss.). Peripe­cia, inadvertencia del personaje respecto al tér­mino de su acción y apoyo del reconocimiento en los hechos mismos son, en resumen, las notas que definen la buena calidad dramática de la anagnó­risis.

No debo exponer y comentar aquí los cinco ti­pos de reconocimiento que distingue Aristóteles, ni las consideraciones del filósofo sobre la mayor o menor conveniencia poética de las diversas peri­pecias posibles. Es importante, en cambio, subra-

3HJ La curación por la palabra

yar la extraordinaria atención que la Poética de­dica a la anagnórisis. Quiere esto decir que una situación de sorprendido y confuso desconocimien­to —llegúese a ella por simple cambio de fortuna o mediante peripecia— es fundamental en orden a la producción del efecto trágico en el ánimo del espectador. Hasta los mitos tradicionales más co­nocidos eran capaces de mover a sorpresa. «No es absolutamente necesario —dice Aristóteles— ate­nerse a las fábulas tradicionales que sirven de base a las tragedias. Sería incluso un cuidado ridículo, porque las cosas conocidas [fábulas, mitos o le­yendas] son conocidas de un pequeño número, y no obstante solazan a todos» (1451, b 15) 55. Se­pamos entender en toda su significación esta sin­gular importancia del reconocimiento.

7. Aspecto afectivo del estado de ánimo.

Una acción humana esforzada, terrible, convi­vida y maravillosa debe producir inmediatamente en el espectador un singular estado de ánimo. No derrama Aristóteles su léxico, ante el empeño de

5 5 Gudeman (op. cit., pág. 163) ha pretendido disminuir la importancia de ese «desconocimiento» en que el curso de la acción trágica pone al espectador. La expresión de Aristó­teles ahora transcrita no sería sino una «sutileza epigramática», máxime cuando en el prólogo de la tragedia explicaba el poe­ta al público el contenido de la acción trágica. Pero el argu­mento de Gudeman no es excluyente. Puede uno haber visto cinco veces El rey Lear y sufrir en la quinta igual o más fuerte conmoción que en la primera. El prólogo mismo cum­pliría más bien la función de un aperitivo de la emoción trá­gica. Pienso que no disgustaría a Aristóteles esta concepción-dietética o medicamentosa de la acción del prólogo.

El poder de la palabra en Aristátele* 81Í

definirlo. Con ejemplar ascesis conceptual y esti­lística cercena de su prosa cualquier fronda ver­bal, y por toda descripción nos deja estas pala­bras : «por obra de la compasión y del temor —o de la aflicción y el espanto, si se acepta la versión de Schadewaldt—, el poema trágico lleva a término la purgación de tales pasiones». El estado de áni­mo propio de la tragedia viene descrito sólo con dos notas positivas : el temor y la compasión. No es esto decir demasiado, mas tal vez sea decir bas­tante.

Dista de ser nuevo en la literatura griega el aco­plamiento del temor y la compasión. Gorgias y Platón lo emplearon, acaso con intención descrip­tiva semejante a la de Aristóteles. Pero la exis­tencia de tales antecedentes históricos no excluye que la enumeración aristotélica se refiriera a una experiencia psicológica inmediata.

i Qué representa, en efecto, la tragedia ? Deje­mos decirlo al propio Aristóteles : «Es el caso de un hombre que, sin exceder sobremanera en vir­tud y en justicia, cae en la desgracia; mas no por su maldad y perversidad, sino a causa de algún error suyo» (1453, a 7). Contémplase en la escena trágica a un hombre de alma noble y elevada (1448, a 17), mas no tan eminentemente virtuoso que no pueda ser mirado por el espectador como par y semejante suyo, y aun como representante de su propia existencia. Sobre ese hombre se aba­te terca, cruel e inmerecidamente la desgracia. ¿Qué estado de ánimo cabe al espectador que de veras conviva como propio este destino ? Sentirá, por lo pronto, temor y estremecimiento. «El te­mor (phóbos) —nos dice la Retórica— es la pena

318 ha curación por la palabta

o perturbación que resulta de la representación de un mal inminente, ya dañoso, ya penoso..., y esto si no parece lejano, sino inminente» (II, 5, 1882, a 21-25). Adoctrínase luego al orador que desee infundir temor en el ánimo de sus oyentes. Lo me­jor será —sugiere Aristóteles— disponerles «dicién-doles que están en condiciones de que algo les so­brevenga, porque también otros mayores que ellos han sufrido, y mostrándoles que otros como ellos padecen o han padecido» (II, 5, 1883, a 9-11). Es­tos pasajes de la Retórica, tan genéricamente con­cebidos por su autor, pueden aplicarse con plena licitud a la comprensión del efecto trágico. Tam­bién la tragedia sugiere de modo inmediato la ima­ginación de un mal venidero, destructor e inmi­nente, porque ante el público sufre un hombre del que, después de todo, él puede considerarse par. ¿ Qué pasión puede entonces dominar en su esta­do de ánimo, sino el temor ?

No sólo el temor, mas también la aflicción com­pasiva. La compasión (éleos), nos dice Aristóte­les, es «cierta pena por un mal que aparece gra­ve y penoso en quien no lo merece, el cual se po­dría esperar padecerlo une mismo o alguno de los allegados, y esto cuando aparezca cercano; por­que es claro que es necesario que el que va a sen­tir la compasión esté en situación tal que pueda creer que va a sufrir, bien él mismo, bien alguno de sus allegados, y un mal tal como se ha indica­do en la definición, o semejante, o casi igual» (II, 8, 1385, b 13-19). La repetida mención que de la compasión hace Aristóteles a lo largo de la Poé­tica tiene ahora, por tanto, doble sentido. Por una parte, completa la descripción del afecto trágico

Él poder de la palabra en Aristóteles 819

en la persona del espectador: un temor como el que la tragedia suscita debe ir acompañado de aflicción compasiva 56. Por otro lado, el concepto aristotélico de la compasión certifica plenamente uno de mis asertos anteriores: cuando el especta­dor de la tragedia experimenta compasión siente confusamente o percibe con bien articulada clari­dad que aquella dolorosa y terrible acción es po­sible en su propio destino. La idea aristotélica de la catarsis trágica no pudo ser independiente del pensamiento de su autor acerca de la compasión y el temor.

<¡ Cómo son producidas en el espectador las dos pasiones trágicas ? «El temor y la compasión pue­den nacer —se nos dice— del aparato escénico, y también de la conexión imisima de los sucesos, lo cual vale más y es obra de mejor poeta» (1458, b 1). Es la acción misma la que debe producir te­mor y compasión, no el empleo de trucos y ha­bilidades exteriores al hilo de la fábula trágica. Lo cual nos indica que será siempre implexa la fábula que por obra de la peripecia y la anagnó-risis mejor suscite en el público el estado de áni­mo propio de la tragedia (1452, a 39); y esto es así, porque es entonces cuando el suceso trágico se hace más imprevisto y maravilloso a los ojos del personaje y del espectador. «Estas pasiones —afirma resueltamente Aristóteles— nacen sobre todo cuando los sucesos transcurren contra nuestra

5 6 Es probable, sin embargo, que para Aristóteles no fue­se forzosa la simultánea presentación de los dos afectos trá­gicos. Gudeman (op. cit., pág. 163) apunta finamente que las palabras phóbos y éleos no van siempre enlazadas por la con­junción kai.

320 La curación por la palabra

opinión» (1452, a 3) ; es decir, cuando son a la vez verosímiles y sorprendentes.

Y si la acción trágica no bastase por sí misma, ahí está el coro. «El coro —ha escrito Wilamowitz— no es para la tragedia ática sólo un personaje ac­tivo ; es también el altavoz de los sentimientos y pensamientos que el autor se propone suscitar me­diante la acción» " . Representa el coro el círcu­lo humano que más directamente convive con el héroe las terribles vicisitudes de su destino. Sus miembros son, entre otras cosas, una suerte de espectadores más próximos a la acción trágica y más inmediatamente afectados por sus maravillo­sos eventos ; y tan singular situación les hace ser a la vez intermediarios del efecto trágico y orien­tadores de la concreta expresión de éste en el alma del espectador. El corega fué, en cierto modo, un vulgarizador de la alta y ardua enseñanza que en torno el destino del hombre —del hombre en ge­neral y del hom'bre griego— contenía la acción de la tragedia.

8. Génesis y estructura de la catarsis trágica.

Acaso nos hallemos ya en condiciones de enten­der en toda su integridad la génesis y la estruc­tura de la catarsis trágica, tal y como debió de entenderla Aristóteles.

Para ello, tratemos de reconstruir en su diná-

5" Die griechische Tragodie, I I , pág. 145. Véase también, acerca de la función del coro, W. Jaeger, Paideia, I («El dra­ma de Esquilo») y el artículo «Hypokrites» de A. Lesky en el volumen de homenaje a Paoli (Firenze, 1955).

Él poder de la palabra en Aristóteles 321

mica real la situación de los espectadores de una representación trágica en la Atenas de los siglos v y iv. Durante las fiestas dionisíacas, y como par­te del culto de la polis al dios del entusiasmo bá­quico, de la fecundidad y del vino, el ateniense asistía a la representación de una tragedia. Des­de las gradas del teatro veía actualizarse sobre la escena un fragmento de la leyenda heroica poéti­camente elaborado por el autor, mas también una posibilidad más o menos próxima de su propio destino. Unos hombres, griegos como él, apoyados sobre la misma tradición mítica y religiosa, inser­tos en el mismo destino histórico y creyentes en los mismos dioses, van tejiendo ante sus ojos la malla de una acción esforzada y penosa. Muéven-se en la zona de la existencia humana que más ar­dua y extremada parecía al griego ant iguo: aque­lla en que el hombre se siente impelido y desga­rrado a la vez por una secreta tensión entre el hado y la libertad. La constante dificultad y la grave amenaza en que el héroe trágico se halla, inundan de confusa desazón el ánimo del especta­dor. Todo en la escena es hermoso, sorprendente y terrible. El temor y la compasión se adueñan de las almas. Teme el espectador por el héroe, pero en el héroe teme por sí mismo ; compadece con su dolor propio la desgracia ajena, y en este sentido tal desgracia es un poco suya, mas también sien­te la infelicidad del héroe, en cuanto esa infelici­dad podría ser íntegramente suya. El camnbio de fortuna engendra terror, aflicción y confusión; la peripecia lleva al máximo la tensión de los áni­mos ; la intensidad de la emoción va así subiendo hasta su acmé, es decir, hasta que la anagnórisis

21

822 La curación por la palabra

resuelve en temor y compasión más claros y dis­tintos la estremecida y aflictiva confusión inicial. Gracias a la anagnórisis conoce y reconoce el es­pectador lo que verdaderamente acaece en la es­cena, y por tanto en su posible destino; y lo sabe de un modo expreso, ordenado en palabras bellas, en acciones verosímiles y en precisas imágenes sen­soriales. La primitiva confusión de la existencia se trueca en orden; orden doloroso o feliz, según sea el desenlace de la acción trágica, pero ya trans­parente. Sólo porque la anagnórisis lo permite pue­de haber desenlace —funesto o afortunado— en el curso de la tragedia. Sólo por la virtud del re­conocimiento se hacen patentes la verdad, la co­herencia interna y el sentido de la fábula —senti­do sobrehumano, casi siempre— en el alma del es­pectador. La anagnórisis representa, en suma, el triunfo de aquella honda exigencia de expresión y esclarecimiento del destino humano —expresión y esclarecimiento figurados, verbales— que, fren­te a toda posible interpretación puramente mu­sical y dionisíaca, latía en los senos más íntimos de la tragedia ática.

A esta «resolución» del estado afectivo del es­pectador llama kátharsis la Poética. ¿Por qué eli­gió Aristóteles este nombre, a la vez religioso y médico ? Yo creo que por la doble razón implícita en ese doble sentido : por lo que de culto dionisía-co tenía todavía la tragedia— «Aristóteles pensaba en el tiempo en que el teatro no estaba todavía distanciado del culto», escribe con acierto J . Crois­sant— 5S, y por lo que de «purgación» psicosomá-tica y medicinal había en la «resolución» afectiva

5 8 Op. cit., pág. 58.

El poder de la palabra en Aristóteles 32Í3

consecutiva a la anagnórisis. En todo caso, pare­ce necesario distinguir en la estructura de la ca­tarsis trágica cuatro momentos principales.

En primer término, su momento religioso-mo­ral. La tragedia, no lo olvidemos, era parte del culto de Dioniso. La música que acompañaba a la representación trágica —aparte la acción mera­mente sonora o tonal que por la índole de su me­lodía pudiera ejercer : hay músicas que excitan y músicas que apaciguan— por necesidad había de suscitar en el público recuerdos y emociones de ca­rácter religioso. Pero más honda y claramente que la música, el contenido mismo de la acción trági­ca ponía al espectador ante un hondo problema religioso y moral, referible en última instancia al conflicto entre la fe tradicional y la noble volun­tad de autonomía del héroe. Error, virtud, esfuer­zo y desgracia se entrelazaban inquietantemente en la vida de éste bajo la mirada de los dioses, y casi siempre por decisión suya. Quisiéralo o no el espectador, allí estaban en juego sus creencias re­ligiosas y morales. Solón había dicho que quien posee lo más que puede poseer, extiende su mano para tomar el doble. El pecado de hybris o des­mesura es tentación constante para el alma del hombre. «Pero lo que en Solón no pasó de ser una reflexión sobre la imposibilidad de que el afán ili­mitado de los hombres se sienta alguna vez satis­fecho —comenta Jaeger—, conviértese en Esqui­lo en el páthos de un enlace entre la seducción de­moníaca y el deslumbramiento del hombre, el cual la sigue sin resistencia a Jo largo de un camino hacia el abismo». De ahí la ambivalente concien­cia moral del héroe trágico —mezclábanse en ella

824. La curación por la palabra

oscuramente el sentimiento de la propia justicia y el sentimiento de la propia culpabilidad—, y la subterránea necesidad de expiación que atravesa­ba su alma. No olvidemos que, como fenómeno histórico, la tragedia es inseparable de la guilt-culture o «cultura de la culpabilidad» que fué la Edad Arcaica del pueblo griego. El desenlace de la tragedia, ¡metábasis final hacia la felicidad o ha­cia la desgracia (Poét., 1455, b 28), vendría a ser el resultado desgraciado o feliz de aquel ansia de expiación.

Dice Aristóteles que «mediante la imitación ad­quiere el hombre sus primeros conocimientos» (Poét., 1448, b 7). La tragedia —imitación poé­tica de la leyenda tradicional— da también cono­cimiento ; «conocimiento a costa de dolor», según la fórmula de Esquilo. Desde Tespis a Eurípides, cada tragedia es un osado paso del hombre ate­niense hacia la conquista de posibilidades de exis­tencia inéditas, peligrosas y, en su iniciación al menos, terriblemente confusas. La genial empre­sa poética de los grandes trágicos constituyó una tentativa del espíritu griego gemela de la que si­multáneamente iniciaron los filósofos, desde Tales hasta Sócrates, en orden al conocimiento intelec­tual de la physis y del ser. Un verso del Prometeo encadenado expresa con especial fuerza esta fae­na ateniense de aprender a ser hombre —hombre griego— mediante la tragedia: «Esto lo conozco yo —dice el coro a Prometeo— porque he contem­plado tu aniquilador destino» (558). Nunca el coro ha representado con mayor profundidad al espec­tador del poema trágico.

Pero el conocer, aunque sea a través del dolor

El poder de la palabra en Aristóteles 325

y la muerte, limpia el alma de confusión y hace al hombre .más dueño de sí. Y así, no sólo en la emoción trágica del espectador —en su temor y en su compasión— hay un esencial >motaento reli­gioso y mora l ; también lo hay en la catarsis de esas pasiones y en el placer que necesariamente la acompaña. El desenlace funesto o afortunado de la tragedia reordena la existencia respecto de aquello que en la estructura de ésta es más cen­tral y decisivo, su relación con la divinidad. Y cuando la propia vida o su ficción escénica reve­lan esa realidad, «bastan muy pocas palabras —es­cribe Sengle— para hacer brillar de nuevo con pureza el sentido del mundo, el Absoluto que está sobre todas las disonancias». Lo cual, añado yo, también es una operación catártica.

Al estado trágico del ánimo y a la catarsis en que se resuelve pertenece en segundo lugar un momento dianoético o lógico. El conocimiento de que he hablado no es una iluminación inefable; es sobre todo un proceso psicológico de expresión verbal. Mediante la anagnórisis, el espectador aprende a expresar ordenada y satisfactoriamente lo que sucede en la escena y lo que sucede en su a lma; pasa, pues, de la confusión indecible al sa­ber decible. No he de repetir ahora todo lo ya ex­puesto. Mas no resisto la tentación de copiar unas significativas líneas de Nietzsche: «A la vista del mito que ante él se movía, el espectador se sentía ensalzado a una suerte de omnisabiduría, como si la fuerza visiva de sus ojos no quedase en la pura superficie y lograse penetrar en el seno de las co­sas ; colmo si ahora, merced a la música, viera ante sí, sensorialimente perceptibles, las efusiones

32« La curación por la palabra

de la voluntad, la lucha de motivos, la henchida corriente de las pasiones, a modo de una plenitud de líneas y figuras vivamente agitadas, y pudiese con ello sumergirse hasta los más delicados secre­tos de los movimientos inconscientes.» 59 Quítese el ropaje nietzscheano a este exaltado párrafo, póngase la influencia de la música en su justo lu­gar, y no será difícil reducirlo a cuanto he dicho yo, interpretando a Aristóteles, acerca del poder esclarecedor de la anagnórisis. Ciertamente, la «ca­tarsis de las pasiones» era también un proceso in­telectivo o dianoético.

Más fácil de ver es —y hasta más importante en la definición aristotélica de la tragedia— el mo­mento patético o afectivo del estado trágico del ánimo y de la catarsis resolutoria. La fábula, con su gravedad religiosa y moral, el destino cruel del héroe trágico, la dignidad del lenguaje, la música, la belleza del aparato escénico —«lo bello no es más que el primer grado de lo terrible», ha escri­to Rilke (Eleg. Duino, I, 2-3)—, todo conspiraba a la producción de las dos pasiones trágicas y del sentimiento de comunidad vital (philánthropon) que a una y a otra servía de fundamento. Que el temor, la compasión y el sentimiento de comuni­dad vital tuviesen, como afirma Schadewaldt, con­dición de «afectos psicosomáticos elementales», no es cosa que pueda dudarse ; que el «terror» trági­co de los atenienses fuese un afecto meramente equiparable a la estremecida angustia psicosomá-tica de una neurosis vegetativa, es cosa ya cues­tionable. Admitiendo por vía de orientación la cla­sificación de las actividades humanas en «superio-

S9 Die Geburt der TragSdie, 22 (ed. Kroner, I), pág. 178.

El poder de la palabra en Aristóteles 327

res» e «inferiores», es preciso reconocer que las pasiones trágicas eran suscitadas por instancias muy «superiores» a la afectividad cenestésiea o a la simple percepción visual de un objeto terrorí­fico. Todo cuanto hasta aquí he venido diciendo lo demuestra de manera evidente. Y otro tanto cabe sostener respecto de la «catarsis» de tales pa­siones. La «catarsis» trágica era sin duda «purga­ción» o eliminación de afectos que no existían en el alma antes de la contemplación de la tragedia, y acontecía cuando la tensión emocional alcanza­ba su acmé. Pero el impulso desencadenante del proceso catártico no llegaba al espectador «desde abajo» —quiero decir: desde sus visceras y sus humores, aunque también a unas y otros afectase el estado trágico del ánimo—, sino «desde arriba», desde la iluminación dianoética suscitada por el lógos del poema. En cuanto concernientes a las creencias del espectador, las palabras del poema trágico removían y promovían pasiones; en cuan­to expresivas de un destino terrible, amenazador y sorprendente, el buen compuesto climax de esas palabras hacía máxima la tensión emocional; en cuanto determinantes de un conocimiento esclare-cedor, borraban del alma la confusión e incitaban la catarsis. No sólo en la filosofía; también en la tragedia es el lógos superior al éthos y al páthos*0. Afirmar lo contrario hubiese sido un insulto grave para cualquiera de los tres grandes autores trá­gicos.

Viene, en fin, el momento somático o medicinal de la catarsis trágica. Las palabras del poema en-

í 0 Sobre la significación del lógos en la filosofía antigua, véase E. Grassi, Vom Vorrang des Logos (München, 1939).

328 La curación por la palabra

t raban por el oído del espectador y llegaban a su alma, mas no quedaban a h í ; también operaban sobre sus humores y sus cabellos. Los tres proce­sos catárticos a que en distintos lugares de su obra se refiere Aristóteles —el entusiástico y mu­sical, el medicinal o exonerativo y el trágico— coincidirían en su realidad somática o terminal. La (minuciosa, excelente investigación filológica de Jeanne Croissant y Hellmut Flashar nos ha ense­ñado con gran detalle el pensamiento fisiológico de Aristóteles, tanto acerca del aspecto térmico, humoral y sintomático de las dos pasiones trági­cas (frialdad y humedad excrementicias, vicisitu­des de la bilis negra, horripilación, estremecimien­to , palpitación cardíaca, lagrimeo), como en tor­no al mecanismo de la «purgación» catártica, aun cuando ninguno de los dos autores haya pensa­do, en relación con este último tema, que el agen­te de la catarsis trágica no es un purgante material, ni siquiera una .melodía, sino esa realidad aérea e invisible, material e inmaterial, que llamamos «palabra». Hecho éste harto olvidado por la su­til filología contemporánea, más amiga a veces de perseguir purgantes que de estimar decires.

Desde este punto de vista somático y medicinal, la catarsis trágica sería el retorno de la crasis del espectador a un estado humoral y térmico más equilibrado y natural —por lo tanto , más sano y placentero— que el inmediatamente anterior al proceso catártico. Mas tampoco debiera olvidarse, aun limitada la consideración del hermeneuta al aspecto corporal de la purgación, que la idea he­lénica de la catarsis medicinal no fué independien­te del pensamiento religioso del pueblo griego. Do-

El poder de la palabra en Aristóteles 329

ble era el nexo entre aquélla y és te : la general atribución de un carácter divino a la physis y el significado real de la palabra kátharsis, del cual nunca faltó en la mente de los griegos un hondo ingrediente religioso. La «purgación» era también «purificación», y más cuando se t ra taba de dejar «puro» un fragmento de la physis. Ya hemos vis­to cómo el eléboro fué a la vez purgante y agente de purificación, katharmós.

Ahora podemos entender con la debida integri­dad lo que para Aristóteles fué el placer propio de la tragedia, la oikeía hédoné del poema trágico. «A cada uno le produce placer lo que conviene a su naturaleza», dice la Política (1342, a 25). Pues b ien: la catarsis trágica fué placentera porque convenía a toda l& naturaleza del hombre. Lo era, desde luego, porque en ella se producía una pur­gación térmica y humoral de la crasis, especial­mente intensa en los melancólicos, mediante la cual volvería el cuerpo del espectador a una dis­posición más concordante con su naturaleza, más kata phijsin. Pero este componente de la hedoné trágica no pasaba de ser resultativo o terminal. Previos a él y determinantes de su génesis eran y tenían que ser los pertinentes al buen orden del alma, tanto de carácter afectivo o tocantes al thy-més, como de naturaleza intelectiva o concernien­tes a la diánoia, porque la Divinidad es pensamien­to , y el hombre «no llega a vivir como hombre, sino en cuanto tiene en sí mismo algo divino» (Eti­ca a Nicómaco, X , 8, 1177, b 31). Placer, lo repeti­ré una vez más, es la perfección de una actividad natural no estorbada ; perfección sobreañadida o coronante (epiginómenón), como la belleza corporal

330 La curación por la palabra

del joven se añade a la plenitud de su crecimiento. La actividad a que otorga placer y coronación la hédoné trágica es un tránsito existencial —dianoé-tico, afectivo y corporal a un tiempo— desde la confusión y el desorden al bien ordenado esclare­cimiento. Dice Aristóteles que no sólo hay activi­dad en el movimiento, ¡mas también en la libertad de moverse. Pasando, pues, del orden de las apa­riencias al orden de las esencias, el placer trágico sería el pertinente a la humana actividad de co­nocerse mejor a sí misoio y disponer más suelta y conscientemente del propio destino a i .

El placentero y bien ordenado estado de ánimo producido por la tragedia, ¿no es el mismo que los «bellos discursos» de Sócrates habían de sus­citar en el alma del joven Cármides, y al que Pla­tón quiso dar el nombre ya prestigioso de sophro-

6 1 La tragedia concede al espectador la posibilidad de ejer­citar su libertad en un ámbito inédito y deseado de su propia existencia. Es previsible el término. Ejercitándose una y otra vez en la empresa de vivir por sí mismo, pierde el griego su antigua fe ; se acaba en Atenas la posibilidad de escribir tra­gedias originales y «vivas», y se extingue la vida creadora de Grecia. Las tragedias de Eurípides «llevan al espectador a la escena», como dice Níetzsche; el héroe creyente y atormen­tado del tiempo antiguo se trueca en el hombre ilustrado, ra­zonador, casi despegado de la fe tradicional de la segunda mitad del siglo v y la primera del iv. Con ello se cierra el ciclo trágico en Grecia, aunque luego, ya en el siglo iv, tan­tas tragedias se escriban. La vivencia de una kátharsis trági­ca fué palideciendo sucesivamente, hasta quedar en simple curiosidad arqueológica. Es probable que Aristóteles fuera tes­tigo de esa etapa terminal de la catarsis. Parece seguro, en todo caso, que su mente supo percibir todo el hondo sentido del proceso catártico en que terminaba la contemplación «in­genua» de una tragedia. Unas generaciones más tarde la ca­tarsis trágica será ya puro recuerdo, tema de conversación o de enseñanza para uso de «snobs», retóricos, filólogos y este­tas. O de historiadores de la medicina, como ahora acontece.

El poder de la palabra en Aristóteles 331

syné? Así lo enseña una fina intuición de Menén-dez Pelayo acerca de la «purificación de los afec­tos», como se decía antes, o «purgación», como después de Bernays preferimos decir: «Despojada del aparato escolástico y de las sutilezas y cavi­losidades sin número con que la han enmarañado los expositores, la purificación de los afectos no viene a ser otra cosa que el restablecimiento de la sdphrostfné, templanza y aquietamiento de las pasiones, tan divinamente celebrada en los diálo­gos socráticos. La diferencia está sólo en que Aris­tóteles espera tales efectos del arte mismo y de la imitación escénica, pidiendo a la pasión artística­mente idealizada medicina contra la pasión real que cada espectador lleva en su pecho.» 62 La in­tuición de Menéndez Pelayo es en verdad fina y certera, pero con ella el problema no pasa de que­dar planteado. La dificultad comenzará cuando se intente explicar cómo esa «pasión real» ha llega­do a producirse en el pecho del espectador, y cómo la «pasión idealizada» puede ser eficaz medicamen­to suyo.

9. Cotejo de opiniones.

Creo que mi interpretación de la catarsis trági­ca asume en sí y ordena en unidad más amplia las de Jeanne Croissant, Schadewaldt y Flashar. Y, por otro lado, también da cuenta suficiente de aque­llas otras que prefieren considerar el aspecto meta-físico de la kátharsis, como la de Untersteiner,

62 Historia de Zos ideas estéticas (Santander, 1940), I, pá­gina 74.

332 La curación por la palabra

subrayan ante todo su condición ética y moral, como las de Volkmann-Schluck, Schottílánder y Stark, o ponen de relieve su íntimo nervio religio­so, como las de Weinstock y Sengle.

Otro tanto me atrevo a decir de la concepción histórica y psicoanalítica de Pohlenz. Aristóteles se propuso salvar a la tragedia del juicio condena­torio que sobre ella había lanzado Platón. Entre las varias acciones del poema trágico sobre el es­pectador, Platón vio .muy en primer término la remoción de afectos irracionales. La poesía robus­tecería los componentes irracionales del alma a ex­pensas de la razón, y esto la hace condenable a los ojos de Platón. «Quien había concebido la tra­gedia como psicagogía —comenta Pohlenz— era quien menos podía impugnar el que ejerciese ac­ciones irracionales y produjese placer por la satis­facción de una dijnamis psíquica sedienta de llan­to y quejumbre. Pero si Aristóteles quería salvar la tragedia, debía demostrar que esa satisfacción no conduce a robustecer lo irracional en el hom­bre a costa de la razón. A tal fin sirve la famosa doctrina de la catarsis.» Y más adelante añade: «Platón rechazó la tragedia porque robustece lo irracional del alma por remoción de los afectos. Aristóteles replica psicoanalíticamente que si este robustecimiento tiene lugar, es con ocasión de una represión violenta. Con mucha más energía que su maestro, reconoce como naturales y útiles los impulsos irracionales, y por esto considera natural su apetencia de satisfacción. Tiene por nocivo, sin embargo, su exceso, y ve en la Activa vivencia del dolor ajeno la cura purgativa que concede al exceso descarga inocua y reduce los afectos a su

El poder de la palabra en Aristóteles 353

justa medida. Quien se purifica es ciertamente el hambre mismo, y él es también él que halla ali­vio bajo ese sentimiento de placer. Ahí está para Aristóteles la fuente de la fruición trágica. Pero el lenguaje habitual de los médicos ofrecía ocasión para hablar de la purgación de los afectos, y se­gún esa acepción emplea el término la famosa de­finición de la tragedia, de la cual la doctrina de la kátharsis, como nota principal, es conclusión rotunda.» 63. Con la kátharsis recobraría el alma el buen orden entre sus diversas partes.

Aristóteles, en suma, atribuye a la palabra —al lógos expreso y comunicativo— un triple poder. Cuando la palabra humana es razonamiento dia­léctico, convence ; cuando es discurso retórico, per­suade ; cuando es poema trágico, purga y purifica. Las páginas precedentes han mostrado la esencial relación que con la medicina y la curación de la enfermedad humana tienen la persuasión y la ca­tarsis verbales. Pero tal conexión se hará todavía más patente contemplando el pensamiento de Aris­tóteles dentro de la constante preocupación grie­ga por la acción psicológica de la palabra. Tal es el objetivo principal de la «Conclusión» que sub­sigue.

63 Die griechische Tragodie (1. a ed.), págs. 529-581.

CONCLUSIÓN

Con la muerte de Aristóteles se acaba en Gre­cia la especulación original acerca de la acción psi­cológica de la palabra humana, y por tanto acer­ca del poder curativo de ésta. No creo que la doc­trina estoica sobre el lógos prophorikós y la mo­deración de las pasiones añada algo verdadera­mente sustancial a lo que en torno a la psicagogía verbal ya habían dicho Platón y Aristóteles 1. Sólo con el cristianismo —dentro del cual será llama­da Logos, «Verbo», la persona divina que «se hizo carne»— comenzará una nueva posibilidad para la psicoterapia verbal; pero esta posibilidad, no más que incipiente en Gregorio de Nisa, Basilio de Capadocia y Clemente de Alejandría, tardará siglos en fructificar, y sus frutos no tendrán siem­pre apariencia cristiana 2. Parece, pues, que este es el momento de recapitular el legado psicotera-

1 El profesor W. Leibbrand y sus discípulos de Munich estudian con gran sagacidad la psicopatología y la psiquiatría de los filósofos estoicos. Acaso sus investigaciones obliguen a rec­tificar o a matizar este juicio negativo.

2 De nuevo remito a mi Introducción histórica al estudio de la patología psicosomática.

Ü¡¡6 La curación por ta patabrd

péutico-verbal de la Antigüedad clásica, según do­ble punto de vista, histórico y sistemático.

I.—Ya en el epos homérico es posible recoger datos acerca del empleo de la palabra con un pro­pósito curativo. Más aún : una lectura atenta de la Ilíada y la Odisea permite descubrir que la pro­nunciación de palabras con motivo de la enferme­dad de un hombre adopta en el epos tres modos radicalmente distintos entre sí: la «plegaria» (eukhe), el «ensalmo mágico» (epaoidé) y el «de­cir sugestivo» o «placentero» (terpnós lógos). La acción de este último tendría un carácter pura y exclusivamente natural.

Pero es tan grande en la Grecia post-homérica la importancia social de la palabra persuasiva, y se encuentra tan maravillosa la acción de ésta so­bre el hombre en quien actúa, que los poetas y los pensadores comienzan a llamarla metafóricamen­te epodé, «ensalmo», y thelktérion, «hechizo». Como si hubiera sido «ensalmado» o «hechizado», el hombre cambia de condición bajo la acción de la palabra persuasiva. No puede extrañar que algunos (Gorgias, Antifonte) concibieran la idea de apli­carla «técnicamente» a la curación de ciertas en­fermedades.

También Platón llama epódé a la palabra eficaz­mente sugestiva, imas ya no bajo especie de sim­ple metáfora o analogía extrínseca, sino bajo es­pecie de analogía propiamente dicha o intrínseca. Por tanto, se ve obligado a explicar la razón de esa analogía. Puede ser llamada «ensalmo» la pa­labra sugestiva, cuando sea «bello discurso» (ló­gos kalós) y cuando, por serlo, produzca en el alma sophros^nS, bella, armoniosa y justa orde-

Conclusión 83T

nación de todos los ingredientes de la vida aními­ca : creencias, sentimientos, impulsos, saberes, pensamientos y estimaciones. Ello se logra reorde­nando el contenido del alma en torno al eje de sus creencias vivas, o suscitando en ella creencias o persuasiones nuevas y más nobles que las anti­guas. Tal sería la función propia del lenguaje «mí­tico» frente a la virtualidad convincente e inexo­rable del razonamiento «dialéctico». Y esa opera­ción reordenadora y esclarecedora de la palabra persuasiva recibe de Platón el viejo y sugestivo nombre de kátharsis.

Ahora bien, la sóphrosyne, virtud del alma, tie­ne importancia médica desde doble punto de vis­ta : produce efectos somáticos beneficiosos —tan­to, que sin sophrosijnS no podría haber salud in­tegral— y es condición previa para que sea máxi­ma y óptima la eficacia de los fármacos. Por tan­to, no sería «técnicamente» completo el saber de un médico, si éste no es capaz de producir sophro-sijne mediante su palabra en el alma de sus en­fermos. Con ello adquieren justificación intelectual los intentos de Gorgias y Antifonte y nace, ya en forma verdaderamente técnica y rigurosa, la doc­trina de la psicoterapia verbal.

Los médicos hipocráticos —los médicos conti­nuadores de Hipócrates— no supieron recoger y hacer suyo este legado de Platón. Conocieron, es cierto, la psicoterapia verbal; pero no pasaron de emplearla para lograr la confianza del enfertmo y para mantener en buen tono la amenazada «moral» del ánimo de éste. Pudiendo haberlo sido, la tékhné de los hipocráticos no supo ser dih tou 16-gou tékhné, arte locuente. La «curación por la

338 La curación por la palabra

palabra» -—el conocimiento y el aprovechamiento «técnicos» de la physis propia de la palabra hu­mana o physiología del lógos— no llegó a tener verdadera existencia en la medicina científica tra­dicional.

Aristóteles recoge el legado de Platón, pero a su modo. A la palabra persuasiva consagrará todo un t ra tado, la Retórica, en cuyo cuerpo no es di­fícil adivinar la posibilidad de una «oratoria te­rapéutica». Y, por otra par te , distinguirá en la Poética un nuevo modo de acción de la palabra, el modo «catártico». Platón había llamado «ca­tarsis» a la reordenación convictiva y persuasiva del a lma : un argumento convincente, dice una vez, es la ¡más alta y principal de las kathárseis (Sofista, 230 d). El Estagirita, en cambio, llama kátharsis a la purgación que ciertas palabras —las del poema trágico— pueden producir en la entera realidad del ser humano. Desde el punto de vista de su operación sobre el que los oye, hay así tres lógoi dist intos: un lógos dialéctico o con­vincente, otro retórico o persuasivo y otro trágico, purgativo o catártico. El estudio aristotélico del lógos persuasivo se halla implícitamente referido a la psicoterapia verba l ; por contraste, el lógos purgativo o catártico tiene en la obra del filósofo una esencial y expresa relación con la medicina. Pa ra Aristóteles, un médico que con su palabra fuese capaz de producir en ciertos enfermos ac­ciones psicológicas semejantes a las del poema trá­gico, sería terapéuticamente más eficaz y más completo que el que sólo ve la práctica terapéu­tica como «arte muda», a la manera del Iapix vir-giliano.

Conclusión 339

¿Kecogió esta lección de Platón y Aristóteles el médico aristotélico Diocles de Caristo ? Tal vez. El fragmento 92 de Wellmann dice a s í : «Diocles consideraba como ensalmo (epaoidé) la consola­ción amistosa. Pues ésta detiene el flujo de san­gre, cuando el pneuma del herido está atento [en este caso : cuando es grande la atención del alma del herido] y queda como vinculado al que le ha­bla» 3. También los hijos de Autólico emplearon una epaoidé para cohibir la hemorragia de la he­rida de Ulises. Pero Diocles no llama ahora epaoi­dé a un ensalmo mágico, sino —como Platón en el Cármides— a la palabra consoladora y suges­tiva del ¡médico. El rapport psicoterapéutico que­da muy concisa y vigorosamente descrito en ese par de líneas de Diocles. Sea o no sea capaz de esa intensa acción hemostática la cura psicotera­p i a a que se refiere el médico de Caristo, ¿se ex­presa en las palabras de éste la herencia intelec­tual de Platón ? Es posible. Pero la conjetura del historiador no puede pasar ahora de hacer paten­te tal posibilidad.

Si Diocles tuvo ojos para ver la doctrina psico-terápica de Platón, la medicina ulterior al siglo iv no siguió su camino. Cuando esa medicina fué cien­tífica, desconoció la psicoterapia verba l ; cuando recurrió al empleo terapéutico de la palabra, no fué medicina «técnica», sino práctica mágica y su­persticiosa. El ensalmo mágico no desapareció de las curas populares, ni aun de otras muchas que parecían hallarse por encima de la vulgar supers-

3 M. Wellmann, Die Fragmente ¿ler sikelhchen Aerzte (Berlin, 1901).

340 La curación por la palabra

tición 4. «Si me cuentas tu mal —decía Pleberio a Melibea, mil y tantos años después de la Odi­sea—, luego será remediado, que ni faltarán me­dicinas, ni médicos, ni sirvientes para buscar tu salud, agora consista en yerbas, o en piedras, o en palabras, o esté secreta en cuerpos de animales» (La Celestina, auto 15). Y la vigencia del ensal­mo en la medicina popular —todos lo sabemos— no termina con la publicación de La Celestina.

II.—Tal es, muy a grandes rasgos, la aventura de la curación por la palabra en la Antigüedad clásica. Puesto que la historia no ha dejado de ser vitae magistra —aunque en bien distinto sentido del que Cicerón y el pragmatismo histórico de la Ilustración dieron a tales palabras—, tratemos de recoger sistemáticamente la lección que enseña al hombre actual la pequeña historia contada en este libro.

Para la producción de efectos psicológicos y te­rapéuticos de alguna importancia, la palabra, nos dicen los griegos, debe ser «bella» (lógos kalós). Exígelo así la condición humana del oyente, y a veces su misma imperfección (Aristóteles, Retóri­ca, I I I , 1, 1404, a 7-8), porque el buen aderezo externo del discurso ayuda a persuadir, y hasta es lo más eficaz para muchos. Mas no sólo a las no­tas externas y ornamentales del discurso atañe esta exigencia de belleza; también a su pureza, a su propiedad, a su buen orden y, sobre todo, a su adecuación.

4 Remito de nuevo a los artículos «Epode», de Fr. Pfister, y «Aberglaube», de Riess, en la R. M. de Pauly-Wissowa, y al estudio Greck Medicine in Its Relation to Religión and Magic de L. Edelstein.

Conclusión 841

Sólo cuando proceda de un hombre prestigioso y se ajuste a la índole y a la disposición del oyen­te , sólo entonces llegará a ser plenamente eficaz la palabra. El prestigio del que habla se basa en sus condiciones naturales (cierta capacidad para la elocución patética, semejante a la de los acto­r e s : Aristóteles, Ret., I I I , I , 1404, a 15), mora­les (probidad, prudencia) y técnicas (dominio de la materia de que se t ra te y del arte de hablar). Mas de nada servirían al locuente su prestigio y su saber, si no conociese lo que entonces el oyen­te pide o necesita; lo cual depende de tres mo­mentos psicológicos distintos, aunque íntimamente conexos entre s í : el carácter o ethos (en el cual se funden naturaleza, phtfsis, y educación, pai-deia), la disposición o diáthesis (a ella pertene­cen la enfermedad y la índole de ésta, en el caso de la oratoria curativa) y la oportunidad o kairós (el ocasional estado del oyente en el curso de la vida). Más a ú n : para que la operación de la pa­labra logre máxima eficacia —y así lo exige espe­cialmente la cura psicoterápica— es preciso que se establezca una peculiar relación entre el que ha­bla y el que oye : éste tiene que haber hecho a aquél una suerte de «presentación» o paráskhesis de su alima (Platón), y debe oirle como atado a él por el vínculo de la atención (Diocles).

Ya se ha establecido la necesaria relación entre el locuente y el oyente. Ya el orador ha comen­zado a hablar. ¿Cuándo será verdaderamente idó­neo su discurso ? La respuesta de Platón y Aristó­teles es coincidente: cuando ese discurso sea ca­paz de remover pasiones (pathe) y creencias (pis­téis) en quienes lo oigan. Ahora bien, esta ramo-

342 La curación por la palabra

ción puede acontecer de dos modos distintos. Uno es suave, puramente persuasivo. Suscitando per­suasivamente nuevas creencias en el alma del que oye, o (modificando con arte y tacto las que en ella ya hubiera, la palabra psicagógica crea en esa alma un orden nuevo, más «natural» y conveniente que el anterior al discurso, o corrige el desorden (ame­tría) que acaso venía padeciendo la complexión de la vida psíquica. A esto es a lo que Platón llama «catarsis del alma» ; es la catarsis verbal plató­nica o ¡meramente persuasiva.

Pero hay otro modo más violento de remover pasiones y creencias, consistente en provocar con la palabra un estado de confusión y tensión emo­cional, y en llevar tal estado hasta cierto acmé, para resolverlo luego de manera brusca mediante expresiones verbales adecuadas y oportunas. La transición al «nuevo orden» es ahora rápida y lleva consigo una participación del cuerpo bastan­te más intensa que en el caso anterior. Es , por tan to , más sensiblemente placentera. En ello con­siste el proceso de la catarsis verbal aristotélica; «catarsis verbal», en el sentido fuerte de tal ex­presión.

Todo esto, como se ve, tiene estrecha relación con la medicina. Triple fué el vínculo que entre la acción de la palabra y la curación de las enfer­medades vieron los griegos. El buen orden del alma tiene siempre beneficiosas consecuencias cor­porales, lo mismo en estado de salud que en es­tado de enfermedad. Ese buen orden anímico se­ría, por otra par te , condición necesaria para hacer óptima y máxima la operación curativa de los fár­macos, la dieta y las intervenciones quirúrgicas.

Conclusión 343

Y en el caso de la catarsis verbal aristotélica, la acción de la palabra es tan intensa que opera como si el discurso mismo fuese un verdadero medica­mento.

He aquí el esquema de la psicoterapia verbal que proyectaron los filósofos de Grecia y no supie­ron recoger y hacer suya los ¡médicos griegos. Los filósofos, en efecto, creyeron en la acción curativa de la palabra, y con mayor o menor explicitud pensaron acerca de ella. Ni siquiera desde este par­ticularísimo punto de vista fueron infieles al po­deroso genio verbal de la tradición helénica ; mas tampoco dejaron de advertir los límites del poder transformador de la palabra. En páginas anterio­res transcribí un viejo texto elegiaco, relativo a esta limitación. «Si los hijos de Asclepio hubiesen reci­bido de los dioses el poder de curar la maldad y la perversión —escribió Teognis— ¡ qué pingües beneficios obtendrían ! Si la razón fuese cosa que se pudiese producir e infundir en el hombre, nunca... aquel a quien hubiesen persuadido sabios discur­sos habría llegado a ser un malvado» (I, 431-436). Cosa curiosa: dos siglos más tarde, a ese mismo texto poético recurrirá Aristóteles, cuando en el último capítulo de la Etica a Nicómaco quiera mostrar la necesidad de las leyes coactivas. Los discursos suasorios que añora Teognis —piensa Aristóteles— son eficaces para la educación de los jóvenes de ánimo noble, pero no son capaces de traer a la multi tud hacia lo bueno y lo bello. El vulgo no obedece al pudor moral, sino al miedo. «A tales hombres, ¿qué discurso podría convertir­les ? No es posible o es muy difícil destruir con la palabra hábitos muy arraigados» (X, 10, 1179,

344 La curación por la palabra

b 17). El hombre puede ser virtuoso por natura­leza, cuando la divinidad así lo determina (theia aitía), mas también por costumbre y por doctri­na. «Pero la palabra y la doctrina no tienen para todos fuerza suficiente, y el alma del oyente debe ser cultivada por la costumbre para amar y odiar con rectitud, como la tierra destinada a recibir la semilla. Pues nadie que viva según la pasión oirá y entenderá la palabra disuasiva. A ese, ¿ cómo será posible persuadirle a ser otro mediante pala­bras ? Puede decirse de un modo general que con­tra la pasión no basta la palabra y es necesaria la coacción. Sin embargo, debe ya haber de algún modo un hábito próximo a la virtud, amador de lo bello y repudiador de lo feo» (1179, b 25-31). De ahí —concluye Aristóteles— que sea ineludible la ley justa, la cual «tiene fuerza coactiva y es a la vez un discurso que procede del entendilmiento práctico y de la mente», de la phrónesis y del nous (1180, a 22-23).

¿Acaso no son transportables a la medicina es­tas palabras de Aristóteles ? Recuérdese que a los ojos de los hipocráticos un tratamiento correcto es equiparable a una «ley justa» (de fract., 7, L. I I I , 442). Pues b ien: moviéndonos «más allá de Hi­pócrates», como Platón quería, interpretemos aris­totélicamente esa expresión. Cuando el arraigo de la enfermedad en la ph^sis del enfermo es intenso y duradero, la palabra del médico no basta para curar. Es preciso entonces asociar a ella la «coac­ción», bajo forma de fármaco, dieta o acto quirúr­gico. Pero no habrá tratamiento médico correcto, como no hay ley justa, si en él no existe y opera, junto a sus componentes «coactivos», un bello

Conclusión 845

discurso que proceda a la vez del entendimiento práctico y de la mente. Siempre la Antigüedad clásica dice o puede decir algo valioso al oído del hombre que la frecuente con amor. Me atrevo a pensar que esta vieja regla de la cultura occiden­tal se ha visto una vez más confirmada.

ÍNDICE D E AUTORES I

A

Adrados, F . E . : 78, 128. Alemán: 96. Alcmeón de Crotona: 63, 118,

177, 187, 199, 204, 205. Alien, J . T . : 99. Ammán, J. Cr. : 8. Anacreonte: 95. Anaxágoras: 26, 74, 126, 203. Anaximandro: 51. Anaxfmenes: 26. Antifonte: l/fi-150, 151, 152,

169, 179, 195, 199, 215, 232, 235, 246, 247, 255, 336, 337.

Aranguren, J . L. L. : 303. Araujo, M.: 171, 261. Arístides Quintiliano: 113. Aristófanes: 62, 89, 97, 146,

147, 289, 290. Aristóteles: 29, 89, 91, 100,

107, 108, 117, 145, 190, 196, 203, 206, 230, U3-383, 334, 338, 339, 340, 341, 342, 343, 344.

Aristoxeno : 114. Arquíloco: 78, 106. Artelt, W. : 32, 182. Ast : 156. Auto Gelio: 72, 152.

B

Bacmeister, I,. : 298. Badén, J . : 298.

1 Las cifras en cursiva re autor ha sido especialmente e

Basilio de Capadocia. San : 235 Batteux: 262, 263. Bernays, J . : 262, 263, 264,

265, 267, 268, 269, 275, 276, 282, 283, 287, 331.

Bernhardt, J . : 298, 299. Bias de Priene: 129. Bidez, ,T. : 120. Bignone, E . : 121. Boguer, H , : 298. Bohme, X. : 21. Boissonade, Fr . : 192. Botto, A. : 14, 15, 16, 17. Boyancé, P. : 58, 63, 65, 67,

68, 69, 75, 82, 88, 109, 111, 112, 113, 156, 162, 171, 180, 181, 185, 272, 284.

Brendel: 20. Buchholz, E. : 16. Buffiére, F . : 12, 23, 26. Bühler, K. : 216. Burkert, W. : 281. Bumet, J . : 109, 121. Bywater: 267.

C

Calderón: 303. Castelvetro : 262. Celio Aureliano: 8. Censorino: 118. Cicerón: 230, 340. Clearco: 230. Clemente de Alejandría: 85,

335.

ten a las páginas en que el uliaílo.

348 Índice de autores

Clemente, F . E . : 21. Coglievina, B . : 16, 20. Combarieu: 70, 115. Contenau: 45, 50. Córax: 99, 131, 182, 245, 246. Corneille: 263. Cornford, F . M . : 55, 109, 111. Croissant, J . : 267-272, 283,

284, 822, 328, 331.

CH

Chantraine, P . : 21. Chapelain: 262.

D

Daremberg, Ch. : 16, 20, 203. DeichgrSber, K . : 145, 201,

207, 233. Delatte, A . : 111, 112, 113,

121, 126, 152. Delp, A . : 298. Demócrito: 26, 113, 126, 130,

147, 150-152, 200, 203, 215. Deubner, L . : 85. Diehl: 37, 78, 96, 128. Diels, H . : 69, 108, 109, 118,

119, 121, 133, 141, 148, 149, 151, 152, 310.

Diés, A . : 134, 150, 170. Diller, H . : 145, 201, 207, 208. Diocles de Caristo: 243, 339,

841. Diodoro: 81. Diógenes de Apolonia: 26. Diógenes Laercio: 11, 112,

120, 124, 141. Dioscórides: 284. Dirlmeier, F . : 273, 277, 289,

308. Dodds, E. R . : 12, 18, 36, 54,

55, 55, 59, 65, 67, 68, 69, 109, 156, 162, 175, 181, 188, 192,

Dóring, A . : 267. Dufour, M . : 248. Dumézil, G . : 111. Dumortier, J . : 103.

E

Ebert, M. : 40, 44. Edelstein, E. J . : 65. Edelstein, L . : 64, 65, 66, 72,

152, 171, 200, 201, 204, 238, 340.

Eliade, M. : 40, 67, 109, 110, 111.

Else, G. : 213. Empédocles: 59, 69, 119-125,

126, 130, 203. Englert, L . : 66. Epicteto: 125. Epiménides : 57, 67, 110. Esquilo: 46, 55, 57, 60, 68,

65, 66, 70, 73, 79, 81, 88, 97, 98, 99, 100, 101, 102, 103, 104, 148, 286, 289, 290, 304, 307, 323.

Estesícoro: 193. Eunapio: 192. Eupolis: 94, 95. Eurípides: 57, 64, 75, 79, 80,

82, 95, 96, 97, 98, 99, 100, 102, 103, 274, 289, 290, 805, 324, 330.

F

Faulkner: 803. Fernández Galiano, M. : 158. Ferrater Mora, J . : 111. Festugiére, A. J. : 174, 175,

181, 240. Filodemo: 23. Filóstrato: 141. Finsler: 20. Fleischer, U . : 200. Fredrich, C. : 201.

Índice de autores 349

Frenkian, A. M. : 22, 26, 27. Freud, S . : 121, 257. Friedrich, J . R . : 16. Fritz, K. yon: 266, 298, 300. Frolich, H . F . : 16, 17. Fuehs, R . : 208.

G

Galeno: 14, 90, 254. Geffeken, J . : 298. Gernet, L . : 140. Gigon, O . : 109. Glotz, G . : 36. Goethe: 272, 278. Gomperz, H . : 150. Gomperz, T h . : 139, 150. Gorgias: 94, 95, 99, 120, 124,

127, 1S1-H0, 141, 142, 148, 144, 145, 152, 169, 171, 179, 195, 199, 200, 232, 233, 234, 285, 236, 245, 246, 247, 266, 309, 314, 317, 336, 337.

Gotze: 117. Grassi, E. : 327. Greene, W. C. : 82, Gregorio de Nisa: 335. Grillparzer: 286. Gudeman: 262, 306, 816, 819. Gurlitt, W . : 152. Guthrie, W. K. C. : 68, 111. Gutmann: 45. Guyton de Morveau: 15.

H

Haecker, T h . : 298, 299. Hardy, J . : 262, 306. Hebbel : 800. Heidegger, M. : 251, 254, 298. Heim : 156. Heinimann, F . : 128, 131, 140,

145, 148, 150, 251. Heráclides Póntico: 111.

Heráclito: 117, 122, 125, 126, 203, 211.

Heráclito, retor: 20, 23, 85. Hermógenes: 141 Heródico de Leontini: 139. Heródico de Selimbria: 199. Heródoto: 55, 56, 59, 62, 77,

96, 98, 111, 291. Herrlich, S. : 65. Herzog, R . : 65, 200, 204. Hesiodo: 36, 55, 68, 91, 95,

115. Hipócrates: 14, 107, 113, 177,

187, 199, 200, 232, 238, 240. 241, 243, 337.

Hirschfeld, B . : 284. HSfler, A . : 113. Hofman : 114. Homero: 11-52, 54, 56, 61, 67,

68, 83, 91, 92, 95, 115, 277, 290.

Howald, E. : 106, 107, 108, 266, 284.

Hundt, J . : 59.

1

Ibico: 95, 96, 98. Iseo: 269. Isócrates: 185, 246. Italie, G . : 99.

J

Jaeger, W . : 17, 22, 54, 107, 309, 121, 150, 200, 201, 204, 208, 213, 222, 229, 233, 249, 289, 296, 302, 804, 320, 328, 324.

Jámblico: 111, 114, 115, 119, 120, 264.

Jaspers, K . : 298, 300. 'ayne, W. A . : 66. Jenófanes: 106.

850 Índice de autores

Jenofonte: 168, 174, 183, 290. Joel, H . : 140.

K

Kafka: 303. Kerény, K. : 65, 66, 111, 112. Kindermann: 106. Kleingünther, A. : 66. Koller, H . : 266. Kommerell, M. : 272, 276. Korner, O. : 14, 15, 16, 20, 35. Kranz, W. : 27, 55, 109, 117,

120, 121, 141.

L

Laberthonniére: 47. Leibbrand, W. : 141, 335. Lesky, A. : 17, 77, 272, 282,

286, 290, 298, 299, 800, 320. Lessing: 262, 272, 276. Lévy, I . : 111. Lienhard, K . : 266. Lincoln, J . S . : 59. L i t t r é : 201, 208. Lisias : 246. Lommatzsch, E. : 8. Luciano: 141. Luther, W. : 150.

M

Malgaigne: 16. Malinowski: 61. Manrique, Jorge: 163. Marías, J . : 171, 261. Marino: 116. Mazon, P . : 12. Menéndez Pelayo, M. : 331. Méridier, L. : 76, 160. Meseguer, P. : 59. Metrodoro de Lampsaco: 28. Meuli, K. : 67, 68, 69, 109.

Michel, Ch. : 112, 113. Miller, A. : 210. Miller, H . W. : 303. Minturno: 262. Mireaux, E. : 27. Moulinier, L. : 12, 15, 33, 37.

65, 181, 184, 189. MüUer, Ed . : 265. Müri, W. : 229. Murray, G.: 12.

N

Nestle, W. : 55, 108, 109, 132, 134, 138, 140, 150, 201, 204, 207, 210, 233, 290, 304.

Neuburger, M. : 203, 204. Newhall, S. N. : 116. Nietzsche: 60, 84, 170, 288,

303, 304, 307, 325, 330. Nilsson, M. P. : 12, 20, 36, 37,

68, 69, 70, 83, 85, 109, 111.

O

Onians, R. B. : 12, 26, 103.. Ortega y Gasset, J . : 163,

300, 301. Oribasio : 90. Ovidio : 90, 111.

P

Pabón, J . M.: 158. Pagel, J . : 204. Palm, A. : 59, 229. Papanoutsos, E. P. : 266. Parke, H . W. : 65. Parménides: 108, 117, 122,

129, 130, 134. Pauly: 37, 48, 181. Pansanias: 78, 81, 83, 84. Pazzini, A. : 40. Peek, W. : 97.

índice (le autores 351

Tericles: 54, 129. Pettenkofer : 14. Pfister, H. : 39, 48, 45, 46,

48, 65, 78, 156, 181, 340. Píndaro: 61, 71, 72, 78, 79,

93, 95, 96, 98, 146, 150, 165, 304.

Pitágoras: 63, 67, 106, 109-119, 120, 121, 125, 199.

Platón: 11, 15, 51, 58, 59, 62, 64, 67, 68, 69, 81, 87, 91, 92, 100, 101, 108, 114, 119, 125, 127, 131, 133, 139, 143, 144, 145, 150, 153, 155-197, 199, 206, 222, 223, 224, 227, 232, 233, 234, 235, 243, 244, 245, 247, 253, 266, 269, 270, 271, 276, 277, 290, 317, 332, 334, 336, 337, 338, 339, 341, 342, 344.

Plutarco : 148. Pohlenz, M. : 273, 274, 276,

278, 280, 281, 288. Porfirio: 114, 115. Preuss : 45. Proelo: 86, 115, 230, 265, 268. Pródico: 148. Protágoras : 138, 145.

Q

Qnion : 195.

R

Rasch, W. : 298. Rathmann, G. : 111. Reitzenstein: 117. Renán : 22. Riess: 340. Ri lke : 326. Robortelli: 262. Rof Carballo, J . : 66, 121. Kohde, E. : 55, 64, 67, 83,

109, 111, 181, 269.

Rose : 89, 108. Rostagni, A. : 266, 276.

S

Safo: 95. Sartre, J . P. : 303. Scudéry: 262. Schadewaldt, W. : ¡27/, - 278,

279, 281, 282, 283, 286, 289, 290, 292, 317, 326, 331.

Schef telowitz: 39, 44. Scheler, M. : 298, 300. Schmiedeberg, O. : 16. Schmitz, A. : 152. Schottlander, R. : 266. Schumacher, J. : 119, 201,

204. Schwartz, O. : 155. Sellmair, J . : 298. Sengle, F . : 298, 300, 301, 325,

332. Seudo-Plutarco: 140, 141, 145. Sigerist, H . E. : 39, 44. Simónides de Ceos: 70. Sócrates: 51, 98, 100, 117,

134, 137, 139, 140, 143, 144., 145, 159, 160, 161, 162, 163, 164, 165, 167, 173, 176, 177, 178, 180, 183, 185, 193, 206, 234, 238, 240, 259, 324, 330.

Sófocles: 62, 63, 74, 79, 81, 84, 94, 95, 97, 100, 102, 104, 274, 290.

Solmsen, Fr. : 249. Solón: 37, 54, 57, 62, 128,

150, 303, 323. Sorano : 8, 9. Snell, B. : 21, 22, 28, 29, 103,

163. Stark, R. : 266, 276, 332. Stengel, P . : 35. Stenzel, J . : 140, 149, 150. Suidas: 90, 141. Susemihl, F . : 266. Süss, W . : 150.

352 índice de autores

T

Tales de Mileto: 29, 51, 106, 107, 126, 324.

Tamborino, J . : 112, 113. Taylor, A. E . : 218. Temkin, O . : 202, 284. Teodoro: 246. Teofrasto: 72, 308. Teognis: 55, 56, 57, 104, 107,

843. Tespis: 324. Thurnwald: 39, 44. Tisias: 131, 132, 245, 246. Tovar, A. : 75, 81, 168, 246,

249. Trasfmaeo: 127, 161. Tresmontant, CL : 47. Tucídides: 129, 291. Tumarkin, A. : 266.

U

Ueberweg: 111, 121. Untersteiner, M. : 150, 266,

381.

V

Valera, J . : 268. Valerio Flaco: 180. Vedder : 24.

Veer, G. van der: 181. Ve^ecio : 8, 9. Vettori: 262. Virchow, R . : 252. Virgilio: 7. Volkmann-Schluck, K. H. :

266, 276, 362.

W

Waechter, Th. : 36. Walzel, O . : 298. Weber, A . : 298. Weil, H . : 262, 264. Weinreich, O . : 65. Weinstock, H . : 266, 298, 803,

332. Welcker-, F . G. : 45, 55, 66,

1.56. Wellmann, M. : 339. Wiedemann : 45. Wilamowitz, U. von: 91, 98,

115, 121, 286, 287, 288, 289, 320.

Wissowa: 37, 48, 181. Wormell, D, F . W . : 65.

Z

Zafiropulo, J . : 121. Zeller, Ed. : 121. Zubiri, X. : 24, 105, 109, 117,

126, 138, 189, 288.

NOTA IMPORTANTE.—En la página 1S8, línea IS, debe leer»» aProtágomev en lugar de aPitágoraa».

ÍNDICE DE MATERIAS

Págs.

PRÓLOGO 7

Cap. I .—LA PALABRA TERAPÉUTICA EN EL EPOS HOMÉRICO... 11

El epos homérico en la mente del hombre actual 12

I.—La enfermedad en la Jlíada y en la Odisea 16

Origen (16) y consistencia (21) de la enfermedad.

II.—Idea homérica de la naturaleza 25 III.—La curación de la enfermedad en el

epos homérico 32

Catarsis terapéutica (33). El ensal­mo mágico (88). El «decir placen-centero» (42).

Cap. I I . — D E HOMERO A PLATÓN 53

I.—La cultura de la Edad Arcaica griega como cultura de la culpabilidad 54

El enfermar del hombre en la Edad Arcaica griega (63).

II.—La acción curativa de la palabra en los lí­ricos y en los trágicos griegos 67

El ensalmo mágico. Orflsmo (68). Cul­to dionisíaco (82). Culto a Apolo (85). Misterios de Eleusis (88). La

23

354 índice de autores

Págs.

palabra terapéutica en los templos de Asclepio (89). Uso metafórico de los términos epodé, thelktérion y htléma (91). La diosa Persuasión (95). Acción psicológica y acción te­rapéutica de la palabra persuasiva (99).

III .—La curación por la palabra en los filósofos presocráticos y en los sofistas 105

Significación histórica de la filosofía presocrática (106). Los filósofos pre­socráticos y la curación por la palabra: Pitágoras (109), Empédo-cles (119) y Heráclito (125). Los so­fistas. El movimiento sofístico y la persuasión verbal (126): Gorgias (131) y Antifonte (140). Demócri-to y la curación por la palabra (150)

Cap. I I I .—LA KACIONALIZACIÓN PLATÓNICA DEL ENSALMO . . . 155

I.—El ensalmo en Platón 155

Empleo directo (157) y empleo metafó­rico y analógico (159) del término epódé.

II.—El ensalmo curativo del Cármides 168

Curación y sophros^ne (165). Raciona­lización del ensalmo (171). Teoría pla­tónica de la curación por la palabra (173). Idea platónica de la salud (177).

III.—Curación por la palabra y catarsis del alma 180

IV.—Resultado de la indagación 195

Cap. IV .—LA PALABRA EN LA MEDICINA HIPOCKXTICA 199

índice de materias 355

Unidad y diversidad del Corpus Hippocra-ticum 200

I.—La novedad del pensamiento hipocrático. 203

Consistencia de la enfermedad (205). Causa de la enfermedad (205). El tra­tamiento (206). Idea de la phijsis (207). Medicina hipocrática y ¿ogros (211).

II.—El lagos hipocrático como palabra comu­nicativa 215

La palabra como plegaria (216), como pregunta (217), como vehículo de la prescripción (219), como juicio pro­nóstico (219), como instrumento de prestigio (220) y como medio de ilus­tración (221).

III.—La palabra del médico hipocrático como agente de persuasión 224

El ensalmo mágico en el Corpus Hip-pocraticum (225). La psicoterapia hi­pocrática (225). Patología psicosomá-tica hipocrática (229). Limitación de la psicoterapia hipocrática (232).

Cap. V .—EL PODER DE LA PALABRA EN ARISTÓTELES 243

Aristóteles, heredero y contradictor de Pla­tón 243

I.—La Retórica de Aristóteles y la psicotera­pia verbal 247

El carácter del que habla (252). La dis­posición del que oye (253). Lo que el orador dice (256). Psicología aristotéli­ca de la persuasión verbal (258).

II.—La Poética de Aristóteles: la catarsis trá­gica 261

Los textos fundamentales (261). Inter­pretaciones estética, ética y médica.

356 índice de materias

Págs.

La interpretación médica de Ber-nays (264). Las ulteriores aportacio­nes de Doring (267), J . Croissant (267), Kommerell (272) , Dirlmeier (273), Schadewaldt (274), Flashar (267), y Pohlenz (280). Observaciones críti­cas (282).

III.—Catarsis trágica y lógos ... 287

Tragedia ática y vida griega. El «placer» de la tragedia (287). La situación trá­gica. Teoría de «lo trágico» (297). La acción trágica (305). La interna orde­nación de la acción trágica (309). Cua­lidades y curso de la acción trágica (311). Aspecto afectivo del estado de ánimo (316). Génesis y estructura de la catarsis trágica (320). Cotejo de opi­niones (331).

CONCLUSIÓN 335

I.—Recapitulación histórica 386

II.—Recupitulación sistemática 340

ÍNDICE DE AUTORES 347