la cortina de hierro
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LA CORTINA DE HIERRO
"Hay historias en nuestra vida que queremos borrar para siempre, creamos entonces una
cortina de hierro y por años no dejamos filtrarse al presente ninguno de esos recuerdos.
Pero tenlo por seguro lector que en algún momento antes del fin de tus días, algo tan
simple como una imagen, un olor, un sonido, moverá el interruptor y al correrse la cortina,
caerán sobre tí (como finas dagas afiladas) aquellas viejas sensaciones que creíste desterradas de
tu mente."
En algunas tardes de julio como aquella, después de una fina y rápida llovizna, el sol
reaparece entre las nubes. Entonces la humedad parece ensañarse con todo ser vivo aplastándolo
y reduciéndolo a una simple masa gelatinosa que resbala por las calles de Miami.
Mientras caminaba por Collins Ave. (acercándome al hotel) trataba de encontrar una
explicación a esta olvidada sensación que recorría nuevamente mi ser.
No lo conocía personalmente, pero a través de mi niñez y adolescencia me había
extasiado viendo sus películas de increíbles aventuras. Época de la vida en la que con muy poco
argumento elevamos a nuestros admirados a la categoría de ídolos. Vaya si lo admiraba y aunque
como actor dejaba mucho que desear, sus cintas que siempre eran despedazadas por la crítica, se
convertían en éxito de taquilla seguro.
A la distancia pienso que aquella devoción estaba relacionada con el ambiente de
represión en el cual yo vivía. Internado en el colegio de los hermanos maristas y con unos padres
castradores y déspotas, toda mi frustración e impotencia encontraban su válvula de escape a
través de esos largometrajes.
Amaba cada día más al detective Suarez al punto de haber copiado en aquel tiempo su
forma de hablar y de moverse. Llegué a ser un distorsionado clon del mediocre artista, con sus
tics , su ropa y hasta conseguí un bigote idéntico al de él. Vivía en un mundo paralelo, excitante y
peligroso. Mis padres y los curas eran los malhechores, mi hermanito mi ayudante. Reproducía
diálogos y escenas. Un día persiguiendo al "cabeza" (el bandido más odiado) me tiré desde el
balcón del segundo piso de nuestro departamento, enredándome con el toldo y partiéndome tres
costillas, peroné y tabique nasal en la caída.
Tenía grabadas sus 19 cintas y las veía una tras otra. A veces rebobinaba hasta en cinco
ocasiones alguna parte para volver a gozarla.
Dejaba en mis interlocutores la sensación de ser un joven al borde de la demencia. Era
como estar poseído por el espíritu de mi ídolo. Caminaba por la fina cornisa de la locura y
disfrutaba de ello. Los estudios psiquiátricos fueron concluyentes: desdoblamiento de
personalidad con delirios esquizofrénicos.
El asunto "preocupó" tanto a mis progenitores (creo que eran más las ganas de sacarse
una carga de encima) que por recomendación de los médicos me mandaron a una clínica en
Miami, donde vivía una tía mía. Corría el año 82 y a duras penas había terminado la escuela
secundaria.
Dice la vieja que mis últimas palabras al despedirnos fueron:
—No llores madre, esos bastardos pagarán con creces lo que te han hecho —y mirando a mi
imaginario acompañante, agregué:— despega Juan, la calle esta dura y tenemos que ablandarla—
célebre frase de mi bien amado detective.
Por la nueva tierra desgasté veinticinco años de mi vida. Unos cariñosos tíos y un buen
tratamiento siquiátrico tapiaron mi pasado. Ayudó que la fama de mi semi-Dios no se extendiera
más allá de las fronteras de mi lejana nación. Nada conocían de él por estos lares.
Me gradué con honores en periodismo, tengo una vida común, totalmente predecible,
mujer, dos hijos y... ni rastros de mi demencia precoz.
Una semana atrás mi jefe (trabajo en una revista latina de espectáculos) me dijo que
llegaba un viejo actor de mi país y le agradaría que hiciese una nota.
—Sería bueno —agregó— porque nuestra revista se vende también en Argentina.—
Al mencionar su nombre la piel se me erizó, estuve a punto de negarme. El único
argumento convincente hubiese sido contarle sobre mi desquiciado pasado. Asentí sin decir
palabra y pensé que después una gripe pasajera me libraría de aquella traumática obligación.
En los días que siguieron me debatí entre ir o no ir. Estaba seguro de que el trauma ya no
existía y que no había resquicio por donde el inspector pudiera colarse en mi presente. ¿Por qué
el nerviosismo entonces?, ¿Por qué temblaba mi cuerpo a medida que me acercaba al Sheraton
Four Points? No me pregunten como me contuve y no salí corriendo de aquel lobby..
La curiosidad pudo más que el temor, ahí estaba yo saludando al tipo aquel, con la voz
entrecortada y una agitación digna de quien termina de disputar la maratón de New York. Gracias
a Dios la tranquilidad regresó pronto a mi cuerpo. Me di cuenta que no era "mi héroe" lo que
veían mis ojos. Solo quedaban despojos, jirones de aquel que alguna vez había conmovido mi
existencia. Su aliento a alcohol me llegaba en bocanadas nauseabundas. Me contaba
tartamudeando y con frases inconexas (me habían anticipado que tenía el mal de Alzeimer) una y
otra vez las mismas historias. Para mi sorpresa yo ya conocía estas anécdotas de memoria. ¿Sería
acaso que comenzaba a deslizarse la cortina de metal? ¡No...no podía ser!, este patético ser
humano no podía provocarme ni una emoción, pero sus ojos, ....sus ojos tenían algo que me
impacientaba.
La nota no me consumió ni veinte minutos. Ni siquiera pude tomarme el café, al primer
sorbo se me quedó atragantado en la garganta. No valía la pena perder tiempo, iría a pegarme un
duchazo a casa. Un ilusionista y una cantante me esperaban más tarde. Me despedí de él
sintiendo una profunda pena en mi interior. Sus vividos ojos me acompañaron hasta las puertas
automáticas y aun en la calle me pareció seguir sintiendo su presencia junto a mí.
En un tacho de basura del estacionamiento tiré el papel con las pocas anotaciones que
había tomado. No me gustaba llevar grabador, a veces mis entrevistados se ponían a la defensiva
y el encuentro perdía espontaneidad. No habría historia, mejor que la gente guardase en su
memoria la imagen de aquel vigoroso y entusiasta detective. Dejaría incólume su recuerdo. Al
boss le diría que el tipo estaba en tan lamentable estado que fue imposible realizar la entrevista.
Al fin y al cabo no estaba mintiendo.
Cuando doblé por la 41st street y bajé por Pine Tree había comenzado a llover. El aire
acondicionado del Kia Rió cinco no funcionaba bien, así que preferí mojarme a cerrar los
vidrios. Por suerte mi casa estaba cerca y en esos diez minutos de viaje medité sobre el
encuentro. Estaba tranquilo, había superado una prueba a la que por años evité enfrentar.
Siempre me intrigó saber que pasaría al abrir una puerta a mi traumático pasado. Por suerte nada
especial había sucedido y pensé que con el correr de los días me iría olvidando del tema y
volviendo a mi rutina.
Llegué a casa justo a tiempo para cruzarme con mi mujer y mi hija menor, iban a la
biblioteca de Miami Beach y después a caminar por Lincon Road, la mayor estaba en su clase de
capoeira. Era como las cuatro y disfruté la idea de que estaría solo por las próximas dos horas.
Un buen baño, una reparadora siesta y a laburar de nuevo.
En el momento en que entraba al ascensor me sorprendí nombrando de corrido las 19
películas de mi adorado tormento (no sabía que aun las tenía registradas en algún lugar de la
memoria). La idea de que estaba sucediendo algo que no podía controlar, me petrifico.
—No pasa nada, todo está bien — dije para tranquilizarme mientras respiraba profundo.
El terror y la angustia que denotaba mi voz indicaron todo lo contrario.
Antes de meterme en la bañera, revisé (no sé porque) una pequeña y vieja valija que
guardaba en un doble fondo del ropero. Tenía colgado un amarillento papel que la identificaba
como equipaje proveniente de Argentina.
—Por qué habré escondido esto — me pregunté. Quizá serian algunos recuerdos de mi
juventud. Más tarde la revisaría, ni me acordaba lo que tenía adentro. Necesitaba con urgencia
relajarme reposando en el agua.
Trizábase en mil matices de rojos y naranjas el firmamento. Un pelotón de ciclistas con
camisetas de Colombia, Venezuela y puerto Rico (escoltados por dos patrulleros) bajaban por
Sheridan Ave. El hombre esperó que pasaran y cruzó la calle. Se paró por un momento enfrente
del Scott Rakov Center. Miró con desconfianza a ambos lados y tanteó el bolsillo derecho de su
descolorido gamulán. Un grupo de jóvenes que salían del centro juvenil se detuvo a observarlo,
era raro ver a alguien con tanta ropa en un día tan caluroso.
—Otro homeless —dijo un rubiecito.
—Está loco de remate — acotó la chica que estaba a su izquierda.
Pasada la novedad siguieron caminando hacia la parada de bus.
Se bajó el sombrero negro (desteñido por los años) hasta la altura de los ojos. Con la
yema de dos dedos peinó un poblado bigote negro que a todas luces parecía postizo. Fijó la vista
en un costado e hizo una seña como invitando a una imaginaria persona a avanzar. Bordeando la
piscina de natación penetró en el campo de golf y se perdió en la distancia.
El Nuevo Herald de hoy, se hace partícipe en la búsqueda del reconocido periodista de
espectáculos Jose Golondria, desaparecido la semana pasada. Publica en su segunda página una
foto de él y reproduce la última información que sobre el caso maneja la policía. La aparición de
un sospechoso que fue visto por una vecina saliendo de la casa de Golondria la tarde de su
desaparición. Acotan también que dos entrenadores de un club al lado del golf vieron ese día al
mismo vagabundo. Al pasar junto a ellos dijo en voz baja: "Despega Juan la calle esta dura y
tenemos que ablandarla"...