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La Comuna de París Historia y recuerdos Louise Michel 1898

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La Comuna de ParísHistoria y recuerdos

Louise Michel

1898

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Índice general

Louise Michel pedagoga y poeta 7El análisis y las enseñanzas de la Comuna en

el movimiento libertario español. . . . . 20Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27

Prefacio 31

I. La agonía del imperio 37

1. El despertar 38

2. La literatura al final del Imperio – Manifes-taciones por la paz 48

3. La Internacional – Fundación y procesos –Protestas de los internacionales contra laguerra 62

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4. Entierro de Victor Noir – Los hechos referi-dos por Rochefort 82

5. El proceso de Blois 113

6. La guerra – Partes oficiales 119

7. El asunto de la Villette – Sedán 131

II. La República del 4 de septiembre 144

1. El 4 de septiembre 145

2. La reforma nacional 154

3. El 31 de octubre 174

4. Del 31 de octubre al 22 de enero 185

5. El 22 de enero 199

6. Algunos republicanos en el Ejército y en laFlota – Planes de Rossel y de Lullier 217

7. La asamblea de Burdeos – Entrada de losPrusianos en París 238

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8. Agitaciones en el mundo por la libertad 248

9. Las mujeres del 70 255

III. Los días de la Comuna 263

I. El 18 de marzo 264

2. Embustes de Versalles –Manifiesto –ComitéCentral 279

3. Los sucesos del 22 de marzo 307

4. Proclamación de la Comuna 315

5. Primeros días de La Comuna – Las medidas– La vida en París 324

6. El ataque de Versalles – Relato inédito de lamuerte de Flourens, por Hector France yCipriani 332

7. Recuerdos 361

8. La marea sube 374

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9. Las Comunas de provincias 381

10. El Ejército de la Comuna – Las mujeres del71 407

11. Últimos días de libertad 417

12. Los francmasones 424

13. Asunto del canje de Blanqui por el arzobis-po y otros rehenes 442

14. El final 456

IV. La hecatombe 482

1. La lucha en París – El degollamiento 483

2. Los fríos despojos 519

3. Los bastiones en Satory y Versalles 539

4. Las prisiones de Versalles – Los paredonesde Satory – Los juicios 563

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V. Después 621

1. Prisiones y paredones – El viaje a Nueva Ca-ledonia – Evasión de Rochefort – La vidaen Caledonia 622

2. El regreso 692

Apéndices 716

1. Relato de Béatrix Excoffons 718

2. Carta de un detenido de Brest 728

3. Manifiesto de la Comuna en Londres 733

4. Mis procesos 747Interrogatorio de la acusada. . . . . . . 757

Louise Michel: ni la muerte reclamada le fueconcedida 766

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Louise Michel pedagoga ypoeta

Dolors Marin Silvestre

La edición de este volumen sobre la Comuna de Pa-rís escrito por una de sus protagonistas es motivo decelebración y una oportunidad magnífica para acer-carnos a una de las figuras más destacadas del movi-miento obrero del mundo contemporáneo. El libro deLouise Michel llena un vacío historiográfico importan-te que nuestra historia reciente va subsanando pau-latinamente gracias a las aportaciones de editorialesindependientes y del esfuerzo personal y militante demuchas personas, compañeros y amigos.

Porque sin duda cabe recordar que a nivel de recu-peración de nuestra propia memoria histórica nos que-da por andar aún un largo camino. A partir de 1939nos vimos desposeídos como clase trabajadora de to-

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das las referencias y pistas importantes de nuestro pa-sado. Desaparecieron las cunetas y las cárceles del paíslos protagonistas de la lucha por la dignidad y la igual-dad, y desaparecieron también de la vida pública delos relatos, los rostros y los símbolos de aquellos quehabían luchado por la justicia social. En los años detransición hubo una recuperación urgente y apresura-da de todo aquello, pero naturalmente, unas partes denuestra historia se recuperaron antes que otras, algu-nas con apoyos institucionales y aparatos ideológicosincluidos. Otras, como ya sabemos, a base del esfuer-zo personal, la autoedición, el trabajo nocturno y laactuación militante.

Aparecieron biografías, autobiografías, materialesvariados, recuperaciones de testimonios, entrevistas yaportaciones, todas demuy diversa calidad, hechas porhistoriadores, periodistas, militantes, simpatizantes, ytambién, como no de detractores amateurs, o desde lamisma academia, que de todo hay en la viña del señor,que dice el refrán.

Algunas aportaciones eran imprescindibles en estaconstrucción del corpus historiográfico del anarquis-mo ibérico, desde los clásicos Peirats, Buenacasa, Gó-mez Casas y las biografías de Mera, Durruti, Pestaña,Seguí, Ferrer y un largo etcétera a los controvertidos

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García Oliver, Montseny, Abad de Santillán, y variosmás y como no, los testimonios de los militantes anóni-mos, los de las columnas y batallones, o los testimoniosde historia local. Poco a poco, en congresos y reunio-nes se va llenando el vacío de los últimos doscientosaños de movimiento obrero español. Indudablementetoda esta recuperación se realizó mayoritariamente ensoledad, a base de militancia pura y dura, ante el au-tismo universitario, ante la indiferencia de los mediosque nunca, nunca, entrevistaron a los exiliados que vol-vían a España. No podemos explicarnos, como histo-riadores, el porqué de este país que despreció tanto asus exiliados. Porque se ignoró a los y las anarquistas,o a los hombres y mujeres del POUM, que habían en-sayado nuevos métodos de relaciones económicas, so-ciales y culturales entre las personas. Como se prescin-dió en la transición de la experiencia de profesionalesde todas las ramas del saber que construyeron sus vi-das lejos de su hogar. Y como no se investigó sobre larepresión, sobre la experiencia de las mujeres, de losniños en escuelas racionalistas, las colectivizaciones,y un largo etcétera. La desmemoria histórica flagrantedice mucho de la madurez ideológica de las sociedadescontemporáneas y de sus intereses.

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Pero en este país, y en este totum revolutum pocoa poco los anarquistas vamos construyendo nuestropropio edificio. Libro a libro, folleto a folleto, películaa película, seguimos trabajando, acumulando ya unaexperiencia de años de trabajo y actuando colectiva-mente en diversos espacios geográficos, generaciona-les e incluso con prácticas y experiencias diferentes.Poco a poco hemos construido bibliografías y biblio-tecas importantes, los cimientos del conocimiento quenos permiten aprender, acumular y reflexionar sobrela experiencia. Y además, jóvenes investigadores reali-zan ahora nuevas aportaciones a la historia colectiva.

Porque escribir después de investigar en historia so-cial forma parte también de la lucha y la militancia co-mo han expresado a la perfección los miembros de losgrupos de los talleres de historia en Inglaterra.1 Comocomentaba en un hermoso volumen el historiador radi-cal Eric Hobsbawm: “Inevitablemente, todos nosotrosformulamos por escrito la historia de nuestro tiempocuando volvemos la vista al pasado y, en cierta medidaluchamos en las batallas de hoy con trajes de época”.2

1 Véase el trabajo de historiadores como E.P. Thomson, S.Rowbotham, R. Samuel, D. Vincent, etc.

2 E.J. Hobsbawm (1992): Los ecos de la Marsellesa. Barcelona.Ed. Crítica.

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Este volumen que el lector tiene entre las manos es-tá vestido, indudablemente con trajes de época, al sonde las canciones revolucionarias que sobre la Comunase cantan aún en las calles de París, o en las tabernas demedio mundo. Trajes de época, banderas, barricadas,símbolos de lucha que van, indudablemente, de las ban-deras negras de los tejedores de Lyon, a las petrolerasde París, los hombres de la Patagonia rebelde, NestorMakhno, Di Giovanni o las milicianas españolas. Po-co a poco conformamos un universo cultural que día adía se enriquece con nuevas aportaciones, con nuevosrostros y experiencias.

Y había de llegar, en esta recuperación del pasadoy de su lectura instructiva y gozosa el turno de LouiseMichel y la Comuna de París, una experiencia autoges-tionaria que nos queda más cerca de lo que podamospensar como podemos comprobar al final de este pró-logo a la luz del escrito de Federica Montseny.

Louise Michel es aún una gran desconocida del pa-norama cultural y social español. Indudablemente fuemucho más popular entre las generaciones obreras definales del siglo XIX y el primer cuarto del siglo XXdebido a la difusión que de su figura y sus acciones sehicieron.

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El historiador Jean Maitron realizó una detalladabiografía de Michel en su extenso Diccionario biográ-fico del Movimiento Obrero en Francia, a ella nos re-mitimos así como también a varias obras de recienteaparición sobre ella como el libro de Edith Thomas, ynaturalmente a las redes que van configurando uno delos archivos más ricos y diversos de la actualidad.

Louise Michel nació el 29 de mayo de 1830 enVroncourt-la-Côte (departamento de Haute-Marne,Francia). Murió en Marsella el 9 de enero de 1905 des-pués de una vida azarosa y plena de lucha social.

La vida de esta mujer menuda y activa se desarro-lló en los años convulsos que gestaron la aparición delmovimiento obrero en Europa y sus vicisitudes se en-trelazan continuamente. En su biografía aparecen y re-aparecen también los nombres de hombres y mujeresinternacionalistas que participaron de esa intermina-ble lucha social, una lucha hoy injustamente olvidadaincluso por aquellos que gozan de los beneficios que ala humanidad reportó.

Su perfil biográfico no difiere del de la mayoría demujeres obreras francesas de su época. Hija natural deuna sirvienta y de un terrateniente lleva el apellido desu madre, Marie Anne Michel, y hay dudas sobre suprogenitor (entre un padre, Étienne C. Demais, o su

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hijo). No obstante, fue tutelada y educada por sus abue-los paternos convencidos republicanos y racionalistas.Por esta razón su perfil biográfico se orientará haciaotros derroteros que los de trabajar como simple cria-da analfabeta en el campo. Sus abuelos le enseñaron nosolo a leer y escribir sino también fomentaron su inte-rés por la música, la lucha social y las ideas de la Ilus-tración. Conoció desde niña a los grandes ilustrados,inspiradores directos de las ideas anarquistas: Voltairey Rousseau. La lectura de los escritos sobre educación,tolerancia y bondad intrínseca del ser humano hicie-ron que germinara en ella la pasión por la enseñanza,por el instrumento de liberación personal más potenteque puede tener en sus manos la clase trabajadora yaque conlleva la concienciación y la acción.

Michel recuerda en sus memorias su deseo de serpoeta, en unos años en que la naturaleza era su mediofísico, donde se desarrolla su infancia y adolescenciapreñada de aspiraciones igualitarias. Enseñanza y poe-sía, que hermanadas recuerdan a los proletarios quepueden elevarse a otros niveles que trasciendan su uti-lización como bestias de carga o de trabajo. Como afir-maban los niveladores ingleses, pocos años antes: “lapoesía era el elemento liberador de la mente del hom-

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bre encerrado en un cuerpo que solo sirve para el tra-bajo”.

Después de la muerte del abuelo, su gran inspirador,a los veinte años obtiene el título de maestra, pero senegó a hacer el juramento a Napoleón III, y eso la apar-tó de la posibilidad de trabajar en la enseñanza públicacomo funcionaria.

Orientada hacia la escuela libre, veinteañera, abreescuelas entre los años 1852 y 1855 en varias poblacio-nes francesas (Audeloncourt, Clefmont, Millières) desu provincia natal. Invierte en este proyecto personallos ahorros que le había legado su abuelo.

Su proyecto de educación igualitaria pronto le trae-rá problemas y es denunciada por los padres de algu-nos alumnos que no comparten sus ideales republica-nos. En aquellos años fomenta la participación de lasalumnas en las clases, realizan trabajos prácticos nomemorísticos y además introduce el teatro en la es-cuela a partir de obras creadas por ella misma. Natu-ralmente se prohíben los castigos físicos o la coacciónmoral y además pone énfasis en la enseñanza raciona-lista a partir del desarrollo de las ciencias naturales yla observación y el respeto a la naturaleza.

Pero el medio rural no responde a sus expectativas,es retrógrado y costumbrista y Michel decide ir a la

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gran ciudad: París. La ciudad de la luz es el destino so-ñado de todos aquellos que creen en el progreso y elcambio. París es la ciudad donde las ideas ilustradas sepalpan en la calle, cuna de las grandes revoluciones, laciudad romántica donde los trabajadores se reúnen enconspiraciones nocturnas y donde la literatura circulalibremente. La joven Louise no ceja en su empeño deconvertirse en escritora y poetisa, y París es su opor-tunidad, como lo era para la mayoría de campesinosfranceses que se dirigen hacia las fábricas y talleres dela gran urbe.

París fue la ciudad descrita magistralmente por Vic-tor Hugo, el escritor más popular y reconocido de suépoca y que influencia, y mucho, la obra de Michel.Ambos mantendrán una buena amistad reflejada en sucolección de correspondencia que va del 1850 (Michelestá aún en el campo) hasta 1879.

Y así, en 1856 la ciudad conoce a la educadora LouiseMichel que trabajará quince años ininterrumpidamen-te desde su escuela de la calle Houdon número 24, parapasar tres años más tarde a Oudot.

La actividad de la joven maestra y escritora es fre-nética. Michel aprovecha las noches y los festivos paravolcar su capacidad creadora, escribir, buscar historias,investigar, conocer y naturalmente, publicar. Por fin

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sus obras ven la luz, su sueño dorado, y como mujerque es y que sabe como es de misógino el mundo li-terario de su época, firma algunos de sus poemas conpseudónimo: Enjoldras, un personaje de Los Miserablesla novela por entregas más popular de su tiempo don-de los héroes y antihéroes forman parte de la clase pro-letaria.

Activa, noctámbula y activista Michel pronto se veinmersa en los ambientes del París revolucionario y co-labora en la prensa obrera con sus escritos y poemas.Su singularidad es importante, no todas las mujeres es-criben, y pocas lo hacen bien, como ella. No obstante,dentro del medio revolucionario hay hostilidad mani-fiesta hacia las mujeres, las ilustradas, y también lasobreras. Pronto Michel observará, no sin dolor, la mi-soginia que se desprende de los medios más afines. Unejemplo de ello son las obras de su amigo Proudhonque en Amor y matrimonio ataca con violencia la con-dición femenina.

En cambio otros revolucionarios le brindan su apo-yo: uno de sus mejores amigos es Eugène Varlin, tam-bién conoce a Raoul Rigault y Èmile Eudes. Su perso-nalidad cautiva al popular editor de Le Cri du Peuple,Jules Vallès que la invita a colaborar con sus textos.

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La vida asociativa la apasiona, en 1862 forma partede la Unión de los poetas y también de varias asocia-ciones de ayuda a mujeres trabajadoras.

En 1865 se decide a vender las tierras heredadas delos Desmahis para poder establecerse definitivamenteen París. Todo contacto con su tierra natal se ha corta-do, y parece que a Michel le apasiona la vida en la granciudad. Se establece en la calle Cloys con una vieja ins-titutriz, la señora Vollier. La reemplazará a su muer-te Caroline Lhomme, también envejecida e indigente.Un problema común en las institutrices que al final desu vida no tenían salario alguno. Los problemas deri-vados de la falta de condiciones mínimas para podervivir la enervan. Muestra su solidaridad con los másdesfavorecidos, pero su acción no se para en la cari-dad, al contrario, su acción se encamina cada vez másadentro de la organización de la lucha social.

En 1870 conoce a una de sus parejas sentimentales.Se trata de un partidario de Blanqui, Théophile Ferré,que será ejecutado el 28 de noviembre de 1871. Ellamisma también es partidaria blanquista. El 12 de enerodel mismo año había participado en el entierro del pe-riodista republicano Victor Noir asesinado por un indi-viduo siniestro protegido en los medios policiales. Mi-chel acude vestida de hombre, y según cuenta con un

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revólver en el bolsillo. En agosto participa en la granmanifestación organizada por los radicales de Blanquien defensa de dos detenidos (Etudes y Brideau) y en-trega al gobernador militar de París, el general Trochu,un escrito redactado por el historiador Michelet. La ac-tividad de Michel no acaba aquí, la encontramos enoctubre lanzando proclamas a las enfermeras y a los“ciudadanos del libre pensamiento” para defender laciudad de los prusianos. Naturalmente forma parte delos comités de vigilancia de distrito XVIII y participaen una gran manifestación a final de mes a favor de LaComuna, dos meses después es arrestada por primeravez por participar en una manifestación de mujeres.

En aquellos días se presagia el gran momento delos trabajadores parisinos: La Comuna. La situación enFrancia es terrible: Napoléon III ha sido derrotado porlos prusianos y se prepara la marcha de los vencedo-res sobre la capital. Los parisinos no quieren rendir laciudad ni verla humillada, se organizan por barrios ypronto rememoran las últimas barricadas de 1848. Losinternacionalistas salen a las calles, los republicanos,los blanquistas y un sinnúmero de proletarios urbanos,mujeres, parados y un largo etcétera.

La actividad se multiplica en aquellos meses densosde febril actividad: la población se pone en marcha a

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partir del diálogo y la asamblea permanente, y es cons-ciente cada vez más de su propia fuerza. El pueblo pa-risino es hostigado por los versalleses ya rendidos Porfin en enero de 1871, Louise Michel abre fuego contralas tropas del general Trochu. Forma parte de la mul-titud organizada y armada que defiende la alcaldía deParís del ejército invasor y de los versalleses. LouiseMichel va vestida de guardia nacional. La Comuna haempezado a caminar. En marzo del mismo año se pro-duce un acontecimiento que cambiará la historia dela humanidad, y Louise Michel nos lo describe de pri-mera mano en una crónica a medio camino entre laliteratura y el moderno periodismo que está naciendoen aquellos años.

Louise Michel poco después, en 1871 formará partede aquello que se dio en llamar las petroleras, las muje-res que salieron a la calle, en las barricadas de París yse asombraron a su generación por su arrojo y valentía.A partir de aquí Michel entra de pleno en la historia dela lucha social y formará parte de la historia revolucio-naria de las clases trabajadoras europeas. Su compro-miso en aquellas jornadas la llevará al exilio en NuevaCaledonia y bajo la influencia de otra mujer, NathalieLemel, otra comunera también deportada, abrazará lasideas anarquistas.

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Son los anarquistas los primeros que describen lavida de esta luchadora en la prensa en España. Perió-dicos como La Tramontana de Llunas y Pujals ya publi-can a toda página informaciones sobre La Comuna oincluyen a Louise Michel en aquello que se dio en lla-mar Mujeres de la Revolución con breves semblanzasbiográficas de personajes destacados.

Sin duda alguna, uno de los textos literarios más po-pulares que hemos hallado es la monografía de los her-manos Paul y Victor Margueritte sobre la Comuna yque lleva el mismo título. Curiosamente se publica enEspaña en 1932 y se reedita varias veces, aunque seamputan partes de la obra original. La edición españo-la consta de más de quinientas páginas y es una obrafrecuente en las bibliotecas anarquistas. Aparecen en-tre los personajes de ficción el historiador que repre-senta clarísimamente al ya entrado en años Michelet.

El análisis y las enseñanzas de laComuna en el movimiento libertarioespañol.

En plena revolución social española, una gran admi-radora de Louise Michel decide escribir un opúsculo

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sobre la Comuna de París. Se trata de Federica Mon-tseny a quien su madre, la activa periodista TeresaMañé, introdujo en las biografías femeninas del movi-miento obrero europeo. Sin duda Teresa Mañé fue unade las divulgadoras de la obra de Michel ya que eratraductora de francés para diversas editoriales españo-las y además publica en la editorial familiar La RevistaBlanca y sus diversas publicaciones varias obras divul-gativas sobre temática de la mujer. El impacto de la ce-lebración del aniversario de la Comuna de París es tanimportante dentro del proletariado español que Tere-sa Mañé y Joan Montseny eligen esta celebración paraanunciar a sus compañeros y amigos su “unión libre”y editan además un folleto conmemorativo de la do-ble celebración: Dos cartas. Publicadas en 18 de marzode 1891, días de su enlace matrimonial.3 Un doble actopreñado de simbología laica y didáctica sobre las ges-tas del movimiento obrero internacional que impreg-nado de autodidaxia construye su propio calendario decelebraciones al margen de la sociedad establecida. Elproyecto de autoconstrucción de nuevas celebraciones

3 Publicado en Reus, 1891. Impremta Celesti Ferrando. Másinformación en MARIN SILVESTRE, Dolors y PALOMAR Y ABA-DIA, Salvador: Els Montseny Mañé. Un laboratori de les idees, Reus.Ed. Carrutza (2010, 2ª ed.).

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y de acontecimientos es una constante de las prácticasasociativas de los trabajadores industriales que luchancontra la despersonalización y el analfabetismo.

La escritora y publicista Federica Montseny redactadentro del contexto revolucionario una obrita publica-da por las oficinas de propaganda de la CNT-FAI bajoel título: La Commune, primera revolución consciente.La incorporación de las masas populares a la historia.

Con una agudeza impresionante, Montseny realizaaquí uno de sus mejores trabajos de introspección so-bre el hecho revolucionario. Una introspección quepronto habrá de abandonar por su participación en elgobierno de Largo Caballero como ministra de Sani-dad. A pesar de no tener el año de edición del opúscu-lo hemos de pensar que es de los primeros tiempos dela revolución. La virtulencia verbal de las afirmacio-nes —comunes en los textos de Federica y también desu padre Joan Montseny— contrasta con su actuaciónpolítica en el mismo periodo.

En todo el opúsculo se observan sus dotes de lectoraatenta y conocedora del pasado, del contexto de la Re-volución francesa y de la Comuna que acierta a compa-rar con la Revolución española: “Estalla la Revoluciónfrancesa, son decapitados los reyes, es destruido el po-der feudal, es arrebatado el poder absoluto de manos

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de la monarquía, y se produce una revolución de tipopolítico que destruye para siempre la idea de Dios, vin-culada a la soberanía de los reyes. Inmediatamente sehace la santa alianza de todas las monarquías contrala Revolución francesa, la misma santa alianza que seha hecho hoy contra España y la Revolución españo-la. Se unen los países, todos contra Francia”. El análi-sis agudo coincide con las primeras apreciaciones delos anarquistas que observan el autismo europeo antela situación española y el desgaste progresivo de lasconquistas revolucionarias que empiezan rápidamen-te a erosionarse a manos de las clases medias y de lospartidos socialistas, comunistas y republicanos que seoponen a las colectivizaciones, los proyectos de muni-cipalización de viviendas, de las escuelas o del salarioúnico.4

La idea, el municipalismo, es una constante en losescritos de la familia Montseny y ha sido puesta enpráctica en la mayoría de municipios donde se imple-mentan las premisas libertarias en julio de 1936. El po-der municipal es ejercido cotidianamente en la gestión

4 Escapa a este prólogo un análisis detallado pero puede con-sultarse en la prensa de la época como Ideas, Portavoz libertario delBajo Llobregat, Campo, etc.

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de los comités o de los ciudadanos desde la alcaldía ylas consejerías. No en vano el comunismo libertario hasido la opción aceptada por la mayoría anarcosindica-lista en el último gran debate sindical. Una idea esbo-zada ya por el pedagogo Ferrer Guardia en La HuelgaGeneral a principios de siglo. Una idea ensayada ya encooperativas de producción (ladrillerías, vidrierías, fá-bricas textiles o economatos y editoriales), es decir, tra-bajada y acariciada en prácticas alternativas al margende los ensayos capitalistas y del control del Estado.

Montseny establece rápidamente el paralelismo en-tre España y la Francia de 1871: “Han pasado sesentay seis años desde que la Commune, con sus Consejoscomunales y sus asociaciones de productores organiza-dos, fue vencida entre dos fuegos. Sesenta y seis añosde lucha, en los que las ideas han ido germinando. Noeran comunistas, porque no podían llamarse tal. Erancomunalistas. Aquel movimiento fue precisamente loque ha sido siempre en España el movimiento federa-lista y libertario. Era el municipio con derechos de po-der constituido, organizando la vida sobre el pacto o fe-deración y el mutuo acuerdo. Si la idea de la Communehubiera triunfado en Francia, se habría constituido elGran Consejo Federal. Cada provincia, cada ciudad ha-bría tenido Consejos comunales autónomos, con una

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Federación entre sí. Políticamente, estas eran las ideasde la Commune. Ideas arraigadas entre nosotros, vin-culadas a nuestra propia vida, y esa es la interpretaciónque tienen nuestras comunas libres” […] “después desesenta y seis años rebrotan en España, porque estasideas son completas, en el aspecto político. Se levan-tan sobre los derechos del hombre y del ciudadano. Elhombre con derecho a la libertad, con derecho igual ala vida; el hombre pactando de acuerdo con los demáshombres. Y del hombre al Municipio, del Municipio ala Asociación deMunicipios, a la Federación Universal.Ideas federalistas en el orden político, que representanla libertad humana, que la enlazan y la vinculan, resu-miéndola en esta frase casi definitiva de Pi i Margall:«La libertad de uno, termina donde empieza la libertaddel otro»”.

Si hemos hecho este pequeño inciso sobre el análi-sis de una periodista española sobre la Comuna en elcontexto de 1936 es para verificar cómo el movimientoanarquista español aprende continuamente de la pro-pia historia, cómo interactúa y reemprende constante-mente el hilo de las viejas conquistas para avanzar denuevo y cómo busca en el pasado nexos de formas delucha ya ensayadas.

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Por último, Federica Montseny rinde un pequeñohomenaje a la Virgen Roja a la menuda Louise Mi-chel, pedagoga, poeta, escritora, petrolera y barricadis-ta, conferenciante y activa luchadora, bajo el epígrafe:Dos figuras gloriosas de la Commune.

Se refiere, bajo este epígrafe a quien los anarquistasllaman: “un sabio justo y rebelde”, Élisée Reclus, queformaba parte de una familia de geógrafos y antropó-logos anarquistas y el autor de la obra traducida porAnselmo Lorenzo para los alumnos de la Escuela Mo-derna: El hombre y la tierra uno de los libros más leídosy estimados del proletariado español que dio a conocerde forma racionalista el globo y sus maravillas y queformó a nuestros abuelos en el respeto y el amor a lanaturaleza.

La otra gran figura descrita por Montseny, es LouiseMichel: “Una joven institutriz… mujer excelsa, nobilí-sima, que luchó como quién más luchara y que pro-nunció ante el Tribunal unas palabras solemnes que,por sí solas, bastarían para incorporarla a la historia.Por ser mujer y por ser hija, aunque ilegítima, de unafamilia noble, que trabajó constantemente para salvarsu vida, los jueces querían ser clementes con ella, sehabían comprometido a serlo, y la arrogancia de la re-volucionaria le hizo decirles: «No me ofendáis, no me

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degradéis con un perdón que ni quiero, ni necesito, nimerezco. He luchado junto con los que más han lucha-do, he disparado junto con los que más lo han hecho;exijo para mi el honor de la muerte que habéis dado alos otros»”.

Según Montseny: “Louise Michel sintetiza la Com-mune, todo lo que era como eflorescencia generosa,comomanifestación espléndida de ideas superiores, deuna nueva concepción de la sociedad y de la vida”.

Nos felicitamos pues, al tener este volumen entre lasmanos que nos lleva a las calles de París tomadas porsus ciudadanos y ciudadanas y a la experiencia de viviren libertad. Una traducción esmerada y una aproxima-ción al público de habla hispana que merece un lugaren nuestras bibliotecas.

Epílogo

Como cada primavera, desde hace décadas, en el lla-mado “tiempo de las cerezas” los revolucionarios acu-den al cementerio de Père-Lachaise a depositar un pu-ñado de cerezas, unos cigarritos y algunas ramas enflor en el llamado muro de los federados. Una ofrendalaica a los compañeros que empezaron el camino de

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la lucha social en el que todos seguimos. También al-gunos brindan a la salud de los bravos luchadores deParís. Unas canciones salen de varias gargantas entrela niebla del cementerio: “El Tiempo de cerezas”, “LaSemana Sangrienta” y el canto de Eugène Pottier quenos recuerda, como al pequeños Nicolas que la Comu-na no ha muerto;

Tout ça n’empêche pas NicolasQu’la Commune n’est pas morteTout ça n’empêche pas NicolasQu’la Commune n’est pas morte

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Los que conocen tus misteriosos y dulces versos,Días, tus noches, tus cuidados, tu llanto a todos

ofrecido,Tu olvido de ti misma por ayudar a los demás,Tu palabra similar a la llama de los apóstoles;

Los que saben de techo sin fuego, sin aire, sin pan.El jergón con la mesa de pino,

Tu bondad, tu orgullo de mujer del puebloLa amarga ternura que duerme bajo tu cólera,

Tu extensa mirada de odio a todos los desalmados,Y los pies de los niños calentados por tus manos;

Esos, mujer, ante tu arisca majestadMeditaban y, a pesar del pliegue amargo de tu boca,

A pesar del maldito que ensañándose contigoTe lanzaba todos los indignados gritos de la ley,A pesar de la fatal y grosera voz que te acusa,Veían brillar el ángel a través de la medusa…

Poema escrito en diciembre de 1871, probablementeal día siguiente de la condena de Louise Michel.Recogido Viro major (toute la lyre). Victor Hugo

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Ama al amargo y franco Pobre,O tímida, es la hoz

En el trigo maduro para el pan blancoDel Pobre, y la santa Cecilia

Y la Musa ronca y grácilDel Pobre y su ángel guardián

A ese simple, a ese díscolo.Louise Michel le va muy bien

Recogido en La Ballade en l’honneur de L. Michel.Tres estrofas y un envío, por Paul Verlaine,

octubre de 1886

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Prefacio

Cuando la multitud hoy mudaRuja como el océano

Y a morir esté dispuestaLa Comuna resurgirá

Volveremos multitud sin númeroVendremos por todos los caminos

Espectros vengadores surgiendo de las sombrasVendremos estrechándonos las manos

La muerte llevará el estandarteLa bandera negra velo de sangre

Y púrpura florecerá bajo el cielo llameanteLouise Michel. Canción de las prisiones, mayo de 1871

La Comuna en el momento actual está dispuesta pa-ra la historia.

Los hechos, desde esta distancia de veinticinco añosatrás, se dibujan, se agrupan bajo su verdadero aspec-to.

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En las lejanías del horizonte, los acontecimientos seacumulan de la misma manera hoy, con la diferenciade que entonces era sobre todo Francia la que se des-pertaba y ahora es el mundo.

Unos años antes de su fin, el Imperio, entre esterto-res, se aferraba a todo, lo mismo a la mata de hierbaque a la roca. Hasta la roca se resquebrajaba, y el Im-perio, sangrándole las garras, seguía sin desprenderse.No teniendo ya debajo más que el abismo, se resistía.

La derrota fue la montaña que, cayendo con él, loaplastó.

Entre Sedán1 y los días en que vivimos, las cosasson aterradoras y nosotros mismos somos espectroshabiendo vivido entre tantos muertos.

Esta época es el prólogo del drama en el que cambia-rá el eje de las sociedades humanas. Nuestras lenguasimperfectas no pueden expresar la impresión magnífi-ca y terrible del pasado que desaparece mezclado conel porvenir que apunta. En este libro he tratado sobretodo de revivir el drama del 71.

1 La Batalla de Sedán se libró entre el 1 y 2 de septiembre de1870 durante la Guerra franco-prusiana. El resultado fue la capturadel emperador Napoléon III junto con su ejército y decidió en lapráctica la guerra en favor de Prusia y sus aliados.

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Un mundo naciendo sobre los escombros de unmundo en su postrera hora.

¡Sí!, el tiempo presente es muy semejante al del fi-nal del Imperio, con un violento acrecentamiento delas represiones, una mayor intensidad de sangrientoshorrores exhumados del cruel pasado.

¡Como si cualquier cosa pudiese impedir la eternaatracción del progreso! No se puede ni matar la idea acañonazos ni destruirla.

El fin se apresura tanto más cuanto que el ideal efec-tivo aparece, poderoso y hermoso, sobrepasando todaslas fricciones que le precedieron.

Cuanto más agobiante sea el presente, aplastando alas multitudes, también mayor será la prisa por salirde él.

Escribir este libro es revivir los días terribles en quela libertad, rozándonos con sus alas, levantó el vuelodesde el matadero; es abrir de nuevo la fosa ensangren-tada donde, bajo la cúpula trágica del incendio, se dur-mió la Comuna, bella para sus bodas con la muerte, lasbodas rojas del martirio.

En esta terrible grandeza, gracias a su valor en lahora suprema le serán perdonados los escrúpulos, lasvacilaciones por su profunda honradez.

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En las luchas venideras no se volverán a encontraresos generosos escrúpulos, pues con cada derrota po-pular, se sangra a la multitud como a las reses en elmatadero. Lo que se encontrará será el implacable de-ber.

Los muertos, del lado de Versalles, fueron un ínfimopuñado, y por cada uno de ellos hubo miles de vícti-mas inmoladas a sus manes;2 del lado de la Comuna,las víctimas fueron sin número y sin nombre, no se po-dían calcular en los montones de cadáveres; las listasoficiales confesaron treinta mil, pero cien mil y más,estarían menos lejos de la verdad.

Aunque se hicieron desaparecer los muertos por ca-rretadas, se acumulaban de nuevo sin cesar; semejan-tes a montones de trigo dispuestos para la siembra, seles enterraba apresuradamente. Tan solo el vuelo de lasmoscas sobre los cadáveres que llenaban el mataderoasustó a los verdugos.

Por un momento, esperamos, en la paz de la liberta-ción, a la Marianne3 de nuestros padres, la bella, que

2 Manes, en la mitología romana, era un dios doméstico, jun-to a lares y penantes. Eran espíritus de antepasados, que oficiabande protectores del hogar.

3 Bajo la apariencia de una mujer tocada con un gorro fri-gio, Marianne encarna la República Francesa y representa la per-

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decían aguardaba la tierra y sigue aguardándola. No-sotros la esperamos más bella aún, después de habertardado tanto.

Duras son las etapas, mas no serán eternas; lo eternoes el progreso, que fija en el horizonte un nuevo ideal,cuando se ha alcanzado el que en la víspera se antojabala utopía.

También nuestra horrible época hubiera parecidoparadisíaca a los que disputaban a las bestias ferocesla presa y la guarida.

Tal como pasó en tiempo de las cavernas, el nuestrose hundirá; ayer u hoy, tan muertos están el uno comoel otro.

Nos gustaba, la víspera de los combates, hablar delas luchas por la libertad; también, en la hora actual, ala espera de un nuevo germinal, relataremos los días dela Comuna y los veinticinco años, que parecen más deun siglo, desde la hecatombe del 71 al alba que apunta.

Comienzan tiempos heroicos; las multitudes seunen, como en la primavera los enjambres de abejas;los bardos se levantan cantando la nueva epopeya: esla víspera del combate donde hablará el espectro demayo.

Londres, 20 de mayo de 1898

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L. Michel

manencia de los valores de la República y de los ciudadanos fran-ceses: Libertad, Igualdad, Fraternidad.

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I. La agonía delimperio

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1. El despertar

El Imperio acababa, mataba a placerEn su habitación, cuyo umbral olía a sangreReinaba, pero en el aire Silbaba la Marsellesa

Rojo era el sol del amanecerLouise Michel, Canción de las mazmorras

En la noche de espanto que desde diciembre cubríaal segundo Imperio, Francia parecía muerta; pero enlas épocas en que las naciones duermen como en sepul-cros, la vida en silencio crece y se ramifica; los acon-tecimientos se suceden unos a otros, se responden se-mejantes a ecos; de la misma manera que una cuerdaal vibrar hace vibrar otra.

Grandiosos despertares suceden entonces a esasaparentes muertes y se manifiestan las transformacio-nes resultantes de las lentas evoluciones.

Entonces, unos efluvios envuelven a los seres, losagrupan, los conducen, tan realmente, que la acción

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parece preceder a la voluntad; los acontecimientos seprecipitan, y es la hora en que se templan los corazo-nes como en la fragua el acero de las espadas.

Allá, a través de los ciclones, cuando el cielo y latierra son una sola noche, donde las olas protestan co-mo pechos humanos, lanzando furiosas a las rocas susgarras blancas de espuma, bajo los aullidos del viento,nos sentimos vivir en el fondo de los tiempos entre loselementos desencadenados.

En las agitaciones revolucionarias, por el contrario,la atracción va más allá.

El epígrafe de este capítulo nos participa la impre-sión que experimentaban al final del Imperio los quese lanzaban a la lucha por la libertad.

El Imperio acababa, mataba a placerEn su habitación, cuyo umbral olía a

sangreReinaba, pero en el aire Silbaba la Marse-

llesaRojo era el sol del amanecer

La libertad atravesaba el mundo; la Internacionalera su voz gritando por encima de las fronteras lasreivindicaciones de los desheredados.

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Los complots policíacos mostraban su trama urdi-da en el despacho de Bonaparte: la República romanadegollada, las expediciones de China y de México de-jando al descubierto su repulsivo fondo; el recuerdo delos muertos del golpe de Estado, todo esto constituíaun triste cortejo de aquel a quien Victor Hugo llamabaNapoléon el Pequeño: la sangre llegaba hasta el vientrede su caballo.

Por doquier, como una marea, subía la miseria, y noeran los préstamos de la sociedad del príncipe imperiallos que hubieran podido remediar gran cosa. París, sinembargo, pagaba por esa sociedad grandes impuestos,y debe probablemente aún dos millones.

El terror rodeando a la fiesta del Elíseo,1 la leyendadel primer Imperio, los famosos siete millones de vo-tos arrancados a través del miedo y la corrupción, for-maban en torno de Napoléon III una muralla juzgadainaccesible.

El hombre de los ojos bizcos esperaba perdurar, sibien en la muralla se multiplicaban las brechas; por lade Sedán pasó al fin la revolución.

Ninguno de nosotros pensaba entonces que nada pu-diese igualar los crímenes del Imperio.

1 El Palacio del Elíseo (en francés Palais de l’Elysée) es la

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Ese tiempo y el nuestro se asemejan, según la ex-presión de Rochefort,2 como dos gotas de sangre. Enaquel infierno, como hoy, los poetas cantaban la epo-peya que íbamos a vivir y morir; unos en ardientesestrofas, otros con una risa amarga.

¡Cuántas de nuestras canciones de entonces seríande actualidad!

El pan es caro el dinero escasoHaussmann sube los alquileresEl gobierno es avaro,¡Solo pagan bien a los soplones!Cansados por esta larga cuaresmaQue pesa sobre la pobre gentePodría ocurrir a pesar de todo¡Que perdiéramos los estribos!Bailemos la BonaparteNo pagamos nosotros¡Bailemos la Bonaparte!Pondremos en la carta los violinesJ.B. Clément

sede de la Presidencia de la República francesa.2 Victor Henri de Rochefort-Luçay (París 30 de enero de 1831

— Aix-les-Bains (Saboya) 30 junio de 1913) más conocido como

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Las palabras no atemorizaban por arrojar a la faz delpoder sus ignominias.

La canción de la Badinguette3 hizo aullar de furia alas bandas imperiales.

Henri Rochefort. Fue un periodista y político francés.3 Badinguet era elmote satírico dado al emperadorNapoléon

III (su esposa, la emperatriz Eugenia era llamada Badinguette).

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Amigos del poder¿Queréis saberComo BadinguetteDe un golpe de varitaSe tornó por sorpresaEn la Señora César?La bella en lo más recóndito de EspañaVivía¡Ah! ¡La bebedora de champañaQue era!Amigos del poder etc.――――――――――――――――――――――――――Que mi pueblo grite o blasfemeMe importa un bledoQuien fue soplón en InglaterraDespués verdugo,Puede sin desmarcarse, hacerseMacarraAmigos del poder etc.Henri Rochefort

Entre los alegres recuerdos de prisión está la can-ción de la Badinguette, cantada una noche a viva vozpor esa masa de presas que estábamos en el caóticoVersalles, entre los dos humeantes faroles que alum-

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braban nuestros cuerpos tendidos en el suelo contralos muros.

Los soldados que nos custodiaban, y por los que elImperio se mantenía aún, sintieron a la vez espanto yfuria. ¡Se nos aplicaría, aullaban, un castigo ejemplarpor insultar a S.M. el Emperador!

Otro estribillo, este recogido por la multitud, al sacu-dir los andrajos imperiales, tenía igualmente la virtudde enfurecer a nuestros vencedores.

A dos reales el paquete completoEl padre la madre BadingueY el pequeño Badinguet

El convencimiento de que el Imperio permaneceríaera tan fuerte aún en el ejército de Versalles que, co-mo seguramente muchos otros, pude leer en la ordende procesamiento que me fue notificada en el correc-cional de Versalles:

“En vista del informe y el dictamen delseñor ponente y las conclusiones del se-ñor Comisario Imperial, tendentes a la re-misión ante el 60 consejo de guerra, etc”.

El gobierno no consideraba que valiese la pena cam-biar de fórmula.

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Durante mucho tiempo, la resignación de las mul-titudes a sufrir nos indignó en los últimos convulsosaños de Napoléon III. Nosotros, los entusiastas de laliberación, la vimos con tanta antelación, que nuestraimpaciencia era mayor. De esta época conservo unosfragmentos:

A los que quieren continuar siendo esclavos.

Ya que el pueblo quiere que el águilaimperial

Se cierna sobre su, bajezaYa que duerme, agobiado bajo la fría rachaDe la eterna opresión;Ya que quieren todavía, todos aquellos a

quienes se degüella,Ofrecer el pecho al cuchillo,¡Forcemos, oh amigos míos, el horrible

degollamiento,Liberaremos al rebaño!Uno solo es legión cuando da su vida,Cuando a todos les ha dicho adiós:Iremos sin compañía, la audacia

aterroriza,¡Contamos con el hierro y el fuego!

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Basta de cobardías, los cobardes son unostraidores;

Multitud vil, bebe, come y duerme;Ya que quieres aguardar, aguarda, lamien-

do a tus amos.¿No tienes ya bastantes muertos?La sangre de tus hijos enrojece la tierra,Duerme en el matadero de sordos muros.Duerme, ¡aquí que se forma, abeja por

abeja,El heroico enjambre de los suburbios!Montmartre, Belleville, oh legiones

valerosas,Venid, es hora de acabar de una vez.¡En pie! La vergüenza es agobiante y pe-

sadas las cadenas.¡En pie! ¡Es hermoso morir!Louise Michel

Cuanto tiempo hacía que nos decíamos con resueltafrialdad esos versos de los castigos:4

4 Hugo, Victor, Los castigos y las contemplaciones. Barcelona1912. Sopena.

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Harmodio, es la hora,¡Puedes herir a este hombre con tranquili-

dad!

Así se habría hecho, como se quitara de las vías unapiedra que estorbara.

La tiranía no tenía entonces más que una cabeza, elsueño del porvenir nos envolvía, el Hombre de Diciem-bre nos parecía el único obstáculo para la libertad.

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2. La literatura al final delImperio – Manifestacionespor la paz

Venid cuervos. Venid sin miedoA todos se os saciará

Louise Michel. Canciones del 78

Las iras acumuladas, que fermentaban en silenciodesde hacía veinte años, rugían por doquier; el pensa-miento rompía sus cadenas y los libros, que por lo ge-neral no entraban en Francia sino clandestinamente,comenzaban a editarse en París. El Imperio asustadose disfrazaba haciéndose llamar liberal; pero nadie lecreía y cada vez que evocaba el 89 la gente pensaba enel 52.1

1 La autora hace referencia a la Revolución Francesa de 1789y a la proclamación del Segundo Imperio en 1852.

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El desplome del 69, de Rogeard, resumía, desde el 66,el sentimiento general.

La caída del 69 es una fecha fatídica; elvoto es unánime en cuanto a la derrotadel Imperio en el 69. Se espera la libertadcomo los milenaristas esperaban la vuel-ta del Mesías. Se conoce como conoce unastrónomo la ley de un eclipse; no se tra-ta más que de sacar el reloj y ver pasar elfenómeno contando los minutos que sepa-ran todavía a Francia de la luz.Las profundas causas —seguía diciendoRogeard en ese libro— residen en la opo-sición constante e irremediable entre lastendencias de los gobiernos y las de la so-ciedad; la violación permanente de todoslos intereses de los gobernados y la con-tradicción entre el dicho y el hecho de losgobernantes.La ostentación de los principios del 89 yla aplicación de los del 52.La necesidad de la guerra, para los gober-nantes, y sobre todo de la guerra de la con-

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quista, principio vital de una monarquíamilitar y la impopularidad de la guerra deconquista, de anexión, de saqueo y de in-vasión, en un siglo trabajador, industrial,instruido y un poco más racional que losque le precedieron.La necesidad de la policía política y de lamagistratura política, en un país donde elgobierno está en lucha con la nación, ne-cesidad que deshonra a la magistratura ya la policía, causa alivio a los malhechoresy desaliente a la gente de bien.2

Rogeard añade en la misma obra:

Hay una inmensa expansión del senti-miento popular, a la vez que un recrude-cimiento de la represión imperial; ahorabien, si la compresión aumenta de un ladomientras la expansión aumenta del otro,está claro que la máquina saltará.Yo veo, al igual que vosotros, esta agonía,y no quiero aguardar.

2 Louis Auguste Rogeard, Echeance de 69, V. Parent éd. 10,

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La opinión asciende, es cierto, rápida, irre-sistible, estoy de acuerdo; pero, ¿por quédecirle a la multitud; no irás más deprisa?El Imperio muere, el Imperio está muerto,solo se le hace perdurar con eso; se tratade rematarlo, y no de escuchar su estertor;no se le debe tomar el pulso, sino lanzarlela última carga.3

Antonin Dubost, más tarde Notario mayor del reino,ministro de Justicia de la 3ª República, ponente de lasleyes canallas,4 escribía entonces en Les suspects, obraen la que se relataban los crímenes del Imperio:

Al escribir sus nombres, nos parecía vercaer sus cabezas bajo el hacha del verdu-go.Al consagrarnos a este acto de reparación,hemos querido vengar la memoria de losmuertos.

Montagne de Sion, 1866. Nota de la A.3 L.A. Rogeard, op. cit. Idem.4 Ver Émile Pouget. La acción directa/Las leyes canallas/El

sabotaje. Editorial Hiru, Hondarribia 2012.

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Había llegado la hora en que, sin moti-vo, sin explicación, sin proceso, iban aser arrojados a las mazmorras del podery transportados a Cayena o a África.5

Los financieros a quienes Napoléon III había entre-gado México esperaban con otra guerra de conquistanuevas presas que devorar. La guerra asestó el golpede gracia al Imperio. Hubo entrenamiento de hombres,como se hace con las jaurías en la época de caza; pe-ro ni los toques de anacoras, ni las promesas de botíndespertaban a las masas; el Imperio, entonces, entonóLa Marsellesa. Esto las hizo erguirse, inconscientes, ycantaban creyendo que con la Marsellesa alcanzaríanla libertad.

Los soplones y los imbéciles vociferaban: ¡A Berlín,a Berlín!

¡A Berlín!, repetían los ingenuos, imaginando queirían allí cantando El Rin alemán; pero esta vez, no cu-po en nuestro vaso, y fue en nuestra sangre donde que-daron marcados los cascos de los caballos.

Los financieros volvían a escena; uno de ellos, Jec-ker, era el más conocido. Rochefort habla así de él, enLes aventures de ma vie.

5 Antonin Dubost, Les suspects, 1868. Nota de la Autora.

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Sabido es, o quizá no se sabe, que este fi-nanciero, turbio como por lo demás sontodos los financieros, había prestado, usu-reramente a un interés de trescientas ocuatrocientas veces, todo lomás unmillóny medio de francos al gobierno del gene-ral Miramon, quien le había reconocido acambio setenta y cinco millones.Cuando el presidente de la República me-xicana, Juárez, llegó al poder, se negó na-turalmente a hacer efectivos los pagaréscuyas firmas habían sido obtenidas de ma-nera fraudulenta.Jecker, con sus setenta y cincomillones enpapel, fue a ver a Morny, a quien prome-tió el treinta por ciento de comisión si con-seguía persuadir al emperador de que exi-giera el cumplimiento del tratado firmadopor Miramón.En 1870, encargado de examinar los pape-les encontrados en les Tuileries, palacioque se había quedado vacío al huir la em-peratriz y sus servidores, la mayoría delos cuales había jurado morir por ella, tu-

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ve la prueba material de esta complicidadde Morny quien mediante la promesa quese le hiciera Jecker de entregarle veintidósmillones de los setenta y cinco, nos embar-có en una guerra liberticida, que había decostarnos más de mil millones, preparan-do además el desastre de Sedan.Este Jecker, que era suizo, había obtenidoen la noche a la mañana cartas de natura-lización francesa, y en su nombre se pre-sentó la reclamación al intrépido Juárez.El asunto ha vuelto a repetirse casi exac-tamente con el pretexto de la expedicióntunecina.6

Un duelo a la americana entre el periodista OdysseBarot y el financiero Jecker causó, algún tiempo des-pués de la guerra de México, un alboroto tanto mayorcuanto que Barot, que había sido considerado de an-temano como muerto, al recibir una bala en el pecho,mejoró de repente y al fin se restableció por completopara proclamar que los enemigos del Imperio tenían

6 H. Rochefort. Les aventures de ma vie (Las aventuras de mivida). París Paul Dupont de. 1895-1896, vol. I.

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la piel dura. Más tarde, se vieron empresas financierasmás monstruosas aún que las de aquella época. Frentea la propaganda en favor de la guerra, había manifes-taciones por la paz, integradas por estudiantes, inter-nacionales y revolucionarios.

Los siguientes versos, escritos una noche despuésde la masacre de una de ellas, dan una idea.

Manifestación por la pazAnochece; marchamos en largas filas,Por los bulevares, diciendo: ¡paz!, ¡paz!En la sombra nos acechan las jaurías

serviles.¡Oh, libertad! ¿No llegará jamás tu día?Y el pavimento, golpeado pesadamente

por los bastones,Resuena sordo, el bandido quiere resistir;Para reavivar con sangre su laurel que se

marchita,Precisa de combates, aunque Francia pe-

rezca.

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¡Maldito! ¿Oyes pasar a esos hombres des-de tu palacio?

¡Es tu fin! ¿Los ves, en un espantososueño,

Marchar por París, semejantes afantasmas?

¿Lo oyes?, por París cuya sangre beberás.Y la marcha, cadenciada con su ritmo

extraño,A través de la masacre, como un gran

rebañoPasa; y César blandiendo, centuplicada, su

falangePara herir a Francia afila su cuchillo.Ya que son necesarios los combates, ya

que se quiere la guerra,Pueblos, curvada la frente, más tristes que

la muerte,Es contra los tiranos que juntos hay que

hacerla:Bonaparte y Guillermo correrán la misma

suerte.Louise Michel 1870

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Rochefort escribió en La Marsellesa que el caminohasta Berlín no sería un sencillo paseo militar, por loque destrozaron las prensas de ese periódico aquellosagentes disfrazados de trabajadores a quienes llama-ban las blusas blancas, arrastrando tras ellos a muchosinconscientes.

Sin embargo, el grupo de ¡Paz! ¡Paz! superó a vecesal de las bandas imperiales de ¡a Berlín! ¡a Berlín!

París se desligaba cada vez más de Bonaparte, eláguila llevaba plomo en las alas.

La revolución llamaba a todos los jóvenes, entusias-tas, inteligentes. ¡Oh que hermosa era entonces la re-pública!La Lanterne de Rochefort, paseándose por el dego-

lladero, iluminaba sus profundidades. Sobre todo estoplaneaba la ígnea voz de los Castigos.

Suena hoy el fúnebre tañido, badajo deNotre Dame

Suenda hoy el fúnebre tañido y mañana eltoque a rebato.

Malon ha trazado un cuadro de los últimos tiemposdel Imperio de un gran realismo.

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Entonces —dice—, la camisa de fuerza quesofocaba a la humanidad crujía por todaspartes; un desconocido estremecimientoconmueve a ambos mundos. El pueblo in-dio se levanta contra los capitalistas ingle-ses. América del Norte combate y triunfapor la liberación de los negros. Irlanda yHungría se agitan.Polonia está en pie. La opinión liberal enRusia, impone un comienzo de liberaciónde los campesinos eslavos. Mientras quela joven Rusia, entusiasmada con los acen-tos de Chernichevski, de Herzen, de Baku-nin, propaga la revolución social, Alema-nia, a la que han agitado Karl Marx, Lasa-lle, Boeker, Bebel y Liebknecht, entra enel movimiento socialista. Los obreros in-gleses, que conservan el recuerdo de Er-nest Jones y de Owen, están en pleno mo-vimiento de asociación.En Bélgica, en Suiza, en Italia, en España,los obreros se dan cuenta de que sus políti-cos les engañan y buscan los medios paramejorar su suerte.

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Los obreros franceses salen del marasmoen el que les habían sumido en junio y di-ciembre. El movimiento se acentúa por to-das partes y los proletarios se unen paraayudar a la reivindicación de sus aspira-ciones, vagas aún, pero muy vivas.7

Todos los hombres inteligentes combatían a la gue-rra. Michelet escribió a un periodista amigo suyo lasiguiente carta para que se publicara:

Querido amigo,Nadie quiere la guerra, pero se va a hacery haciendo creer a Europa que la quere-mos.Esto es un golpe sorpresa y de escamoteo.Millones de campesinos votaron ayer aciegas. ¿Por qué? Creyendo evitar unaconmoción que les asustaba, ¿acaso creye-ron votar la guerra, la muerte de sus hijos?Es horrible que se abuse de este voto irre-flexivo.

7 J.B. Malon, La troisième défaite du prolétariat, p.2. N. de la

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Pero el colmo de la vergüenza, la muertede la moral, sería que Francia cediese has-ta ese punto contra todos sus sentimien-tos, contra todos sus intereses. Hagamosnuestro plebiscito y este serio; consulte-mos sin problemas a las clases más ricasa las clases más pobres; de los vecinos delas ciudades, a los campesinos; consulte-mos a la nación, dirijámonos a aquellosque, hace un momento, constituyeron esamayoría olvidadiza de sus promesas; a ca-da uno de ellos se le ha dicho: ¡Sí! ¡Perosobre todo, nada de guerra!No se acuerda, Francia se acuerda; ella fir-mará con nosotros un manifiesto de fra-ternidad con Europa, de respeto a la inde-pendencia española.Plantemos la bandera de la paz. Guerraúnicamente a aquellos que pudieran que-rer la guerra en ese mundo.8

A.8 Michelet, 10 de julio de 1870. N. de la A.

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El gran historiador no podía ignorarlo: los que po-seen la fuerza no suelen ceder ante el razonamiento.Solo la fuerza, puesta al servicio del derecho contra Na-poléon III y Bismarck, podía detener su complot con-tra tantas vidas humanas arrojadas como pasto a loscuervos.

¡El 15 de julio, la guerra estaba declarada! ¡El ma-riscal Lebeuf anunciaba al día siguiente que nada lefaltaba al ejército, ni siquiera un botón de polaina!

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3. La Internacional –Fundación y procesos –Protestas de losinternacionales contra laguerra

Los polacos sufren; pero hay en el mundouna gran nación más oprimida: el proleta-riado.

Mitin del 28 de septiembre de 1864

El 28 de septiembre de 1864, se celebró en el Saint-Martin-Hall, de Londres, un mitin convocado a propó-sito de Polonia. Delegados de todas partes del mundotrazaron, de la miseria de los trabajadores, un cuadrotal que se acordó considerar los padecimientos genera-

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les de la humanidad como parte de la causa común delos desheredados.

Así nació la Internacional en su momento; y graciasa sus procesos durante los últimos años del Imperio, sedesarrolló con rapidez.

Cuando, ya muy cerca del 71, se subía la polvorientaescalera de aquella casa de la Corderie du Temple, don-de se reunían las secciones de la Internacional, parecíaque se ascendía por las gradas de un templo. Y era untemplo, en efecto, el de la paz del mundo en libertad.

La Internacional había publicado sus manifiestos entodos los periódicos de Europa y de América. Pero elImperio, inquieto, como si se hubiese juzgado a sí mis-mo, audazmente la consideró como sociedad secreta.

Lo era tan poco que las secciones se habían organi-zado públicamente, lo que a pesar de todo se calificócomo agrupación clandestina.

Los internacionales, declarados malhechores,enemigos del Estado, comparecieron por primera vezel 26 de marzo de 1868 ante el tribunal correccionalde París, sala 6ª, bajo la presidencia de Delesveaux.Los acusados eran quince: Chémalé, Tolain, Hé-ligon, Murat, Camélinat, Perrachon, Fournaise,Dantier, Gautier, Bellamy, Gérardin, Bastier, Guyard,Delahaye, Delorme.

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Los documentos expoliados parecían extremada-mente peligrosos para la seguridad del Estado. Desgra-ciadamente, no había nada de eso. Tolain presentó asílas conclusiones generales de los acusados:

Lo que acaban ustedes de oír al ministe-rio público, es la prueba más grande delpeligro que corren los trabajadores cuan-do tratan de estudiar las cuestiones queabarcan sus intereses más preciados, y deilustrarse mutuamente, en fin de recono-cer las vías por las cuales caminan comociegos.Hagan lo que hagan, cualesquiera quesean las precauciones con las que se ro-deen, y cualesquiera que sean también suprudencia y su buena fe, se hallan siempreamenazados, perseguidos y cayendo bajoel peso de la ley.

Cayeron esta vez, como siempre; pero la sentenciafue relativamente leve comparada con las que siguie-ron.

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Cada uno de los acusados tuvo que pagar cien fran-cos de multa, y la Internacional fue declarada disueltalo cual era el mejor medio para multiplicarla.

Hay que recordar que en aquella época de juicios,los tribunales eran la única tribuna en Francia. En lasapelaciones se exponían los principios de la Interna-cional; sus afiliados declaraban que no querían seguirempleando su energía en escoger entre posibles amosni combatir por la elección de los tiranos; cada indivi-duo era libre en la libre agrupación.

Fuemuy emocionante el espectáculo de aquellos po-cos hombres oponiéndose al Imperio en sus tribunales.Tolain, que generalmente presentaba las conclusiones,terminó así esta vez:

La palabra arbitrario —dijo— os duele. Ybien, ¿qué es lo que nos ha ocurrido? Undía, un funcionario se ha levantado demalhumor, un incidente le ha traído a la me-moria la Asociación Internacional, y esedía lo ha visto todo negro; la víspera éra-mos inocentes, nos volvimos culpables sinsaberlo. Entonces, en medio de la noche,invadieron el domicilio aquellos que se su-ponía eran los jefes, como si nosotros diri-

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giésemos a nuestros afiliados, cuando porel contrario, todos nuestros esfuerzos tien-den a inspirarnos en su espíritu y a ejecu-tar sus decisiones.Registraron todo y recogieron lo que po-día considerarse sospechoso; pero sin en-contrar nada en absoluto que pudiera jus-tificar una acusación cualquiera.No encontraron respecto a la Internacio-nal más que aquello que conoce todo elmundo, lo que ha sido proclamado a loscuatro vientos de la publicidad.Confiesen ustedes que en este momentose nos procesa por tendenciosos, no porlos delitos que hayamos cometido, sinopor aquellos que se piensa que podríamoscometer.

¿No se creería estar asistiendo a losmodernos proce-sos a libertarios, llamados igualmente procesos a mal-hechores?

El juicio fue rubricado, aunque a sabiendas que losdocumentos considerados como secretos habían sidopublicados.

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La propaganda hecha por el tribunal volvió a la In-ternacional más popular aún, y el 23 demayo siguientecomparecieron nuevos acusados por los mismos car-gos, alcanzando casi la perfidia de las leyes canallas.

Eran Varlin, Malon, Humber, Grandjean, Bourdon,Charbonneau, Combault, Sandrin y Moilin.

Declararon pertenecer a la Internacional, de la queeran activos propagadores, y Combault afirmó que, ba-jo sus convicciones, los trabajadores tenían el derechode ocuparse de sus propios asuntos. Delesveaux excla-mó: “¡Es la lucha contra la justicia!”. “Al contrario, es lalucha por la justicia”, respondió Combault, con la apro-bación de sus coacusados. Las citas recogidas por losjueves en los documentos hallados se volvían contraellos; tal fue la carta del doctor Pallay, de la universi-dad de Oxford, en la que decía que la miseria no debedesaparecer por la extinción de los pobres, sino porla participación de todos en la vida. “La antigüedad —decía— pereció por haber conservado en sus flancos lallaga de la esclavitud. La era moderna caducará si per-siste en creer que todos deben trabajar e imponerseprivaciones para procurar el lujo a unos cuantos”.

Declararon disuelta a la Internacional, como de cos-tumbre, condenando a cada uno de los acusados a tresmeses de prisión y cien francos de multa, pero se pre-

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sentía otro proceso. Los registros de la Internacionalfueron guardados por el juez de instrucción. Combault,Murat y Tolain restablecieron dememoria su contabili-dad, en una carta publicada por Le Réveil (circunstan-cia agravante que sirvió para demostrar que la Inter-nacional se rodeaba de misterios y disponía de publi-cidad). He aquí ahora los grandes procesos.

Aumentando el número de los internacionales pro-porcionalmente a cada disolución de la sociedad, huboal final treinta y siete acusados, aunque, por no sé quétendencia a las series exactas, lo llamaban el procesode los treinta.

Estaban divididos en dos categorías: los que eranconsiderados como jefes y aquellos a quienes se teníapor afiliados, sin que se pudiera saber muy bien porqué, ya que las acusaciones señalaban los mismos he-chos.

La primera categoría se componía de Varlin, Malon,Murat, Johannard, Pindy, Combault, Héligon, Avrial,Sabourdy, Colmia conocido por Franquin, Passedouet,Rocher, Assi, Langevin, Pagnerre, Robin, Leblanc, Car-le, Allard.

La segunda: Theisz, Collot, Germain-Casse, Ducau-quier, Flahaut, Landeck, Chalain, Ansel, Berthin, Bo-

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yer, Cirode, Delacour, Durand, Duval Fournaise, Fran-kel, Girot, Malezieux.

El fiscal era Aulois. Los defensores, Lachaux, Bigot,Lenté, Rousselle, Laurier, que tenía que presentar lasconsideraciones generales.

Se oyeron terribles detalles sobre el resultado de lasindagaciones; el peligro que suponía dejar sin castigo alos criminales que amenazaban al Estado, la familia, lapropiedad, la patria y encima de todo a Napoléon III.

Hubo violentos discursos, informes sobre lashuelgas insertos en La Marseillaise, Moniteur del’insurrection.

Varlin había dicho, el 29 de abril del 70, en el salónde La Marseillaise:

La Internacional ha vencido ya los prejui-cios de pueblo a pueblo. Sabemos a quéatenernos sobre la Providencia, que se hainclinado siempre del lado de los millones.El buen Dios está fuera de juego, ya es-tá bien; hacemos un llamamiento a todoscuantos sufren y luchan. Somos la fuer-za y el derecho, debemos bastarnos a no-sotros mismos. Nuestros esfuerzos deben

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tender contra el orden jurídico, económi-co y religioso.Los acusados suscribieron sus palabras.Combault exclamó: “¡Queremos la revolu-ción social y todas sus consecuencias!”.

Las tres mil personas apiñadas en la sala se levan-taron y aplaudieron, y el tribunal, descompuesto, hizoun espantoso revoltijo con los términos picrato de pota-sa, nitroglicerina, bombas, etc., en manos de un puñadode individuos, etcétera.

“La Internacional —dijo Avrial— no es un puñadode individuos, sino la gran masa obrera reivindicandosus derechos. Es la dureza de la explotación lo que nosempuja a rebelarnos”.

Había en algunas cartas aprehendidas apreciacionesque fueron confundidas con las acusaciones sin que sellegara a comprender bien lo que esto significaba.

En una carta de Hins se encontraba el siguiente pá-rrafo que era profético:

“No comprendo esta carrera de obstácu-los por el poder por gran parte de las sec-ciones de la Internacional. ¿Por qué que-

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réis entrar en esos gobiernos? Compañe-ros, no sigamos ese camino”.

Hubo adhesiones en la misma cara del tribunal. “Yono soy de la Internacional —declara Assi—, pero esperoformar parte de ella un día”. Esta fue su admisión.

Abandonaron una acusación por complot contra lavida de Napoléon III por prudencia; la idea estaba enel aire, y se temía evocar el suceso.

La ofuscación del fiscal general era tan grande quecalificó de signos misteriosos las palabras de oficio em-pleadas en una carta interceptada por el gabinete ne-gro; el término compañeros usual en Bélgica fue incri-minado. Germain Casse y Combault expresaron el pen-samiento general de los acusados.

“No trataremos —dijo Germain-Casse—de librarnos, con un embuste, de variosmeses de prisión; la ley no es ya más queun arma puesta al servicio de la venganzay de la pasión; no tiene derecho al respeto.La queremos sometida a la justicia y a laigualdad“. Terminó así: “Permítame, señorfiscal general, que le devuelva a la frase demi amigo Mallet: no toque usted el hacha,

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el arma es pesada, sumano débil y nuestrotronco es nudoso”.

Combault, al refutar la afirmación del tribunal queen la Internacional había jefes y dirigidos, dijo:

Cada uno de nosotros es libre y actúa li-bremente; no hay ninguna presión en elpensamiento entre los internacionales…Me cuesta tanto más trabajo comprenderla persistencia del ministerio público poracusarnos de lo que no hemos hecho cuan-to que podría fácilmente acusarnos por loque reconocemos haber hecho. La propa-ganda de la Internacional, a pesar de losartículos 291 y 292, que violamos abierta-mente, habiendo sido decretada la disolu-ción de la sociedad. A pesar de esta disolu-ción, la oficina de París sigue reuniéndose.Por lo que a mí respecta, jamás me heencontrado con los miembros de ese bu-ró, con tanta frecuencia como durante lostres meses transcurridos entre el 15 de ju-lio y el 15 de octubre de 1868.

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Cada uno de nosotros actuaba por su lado;no tenemos cadenas; cada cual desarrollaindividualmente sus fuerzas.

Este proceso fue uno de los más apasionantes. Cha-lin, al presentar la defensa colectiva, afirmó que con-denar la Internacional era chocar con el proletariadodel mundo entero.

Cientos demiles de nuevos afiliados respondieron alllamamiento, en unas cuantas semanas; en elmomentoen que todos los delegados estaban presos o proscritos.

Hay en este momento —dijo— una espe-cie de santa alianza de los gobiernos y losreaccionarios contra la Internacional.Que los monárquicos y los conservadoresse enteren bien: la Internacional es la ex-presión de una reivindicación social muyjusta y muy conforme con las aspiracio-nes contemporáneas, como para caer an-tes de haber alcanzado su objetivo.Los proletarios están cansados de la re-signación, están cansados de ver sus ten-tativas de emancipación siempre reprimi-das, siempre seguidas de represiones; es-

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tán cansados de ser las víctimas del parasi-tismo, de verse condenados al trabajo sinesperanza, a una dependencia sin límites,de ver toda su vida devorada por la fati-ga y las privaciones, cansados de recogerunas migajas de un banquete que se reali-za totalmente a su costa.Lo que quiere el pueblo es en primer lu-gar gobernarse por sí mismo sin interme-diario y sobre todo sin salvador, es la com-pleta libertad.Cualquiera que sea vuestro veredicto, con-tinuaremos como hasta ahora conforman-do abiertamente nuestros actos a nuestrasconvicciones.

Después de los insultos del fiscal imperial, Com-bault añadió:

Es un duelo a muerte entre nosotros y laley: la ley sucumbirá, porque es mala. Sien el 68 cuando éramos un pequeño nú-mero, no lograsteis matarnos, ¿creéis po-der hacerlo, ahora que somos miles? Po-déis golpear a los hombres, pero no acaba-

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réis con la idea, porque la idea sobrevivea cualquier clase de persecución.

Siguió a esto las sentencias:

A un año de prisión y cien francos demulta, Varlin, Malon, Pindy, Combault,Héligon, Murat y Johannard. A dos me-ses de prisión y veinticinco francos demulta a Avrial, Sabourdy, Colmia, cono-cido por Franquin, Passedouet, Rocher,Langevin, Pagnerie, Robin, Leblanc, Car-le, Allard, Theisz, Collot, Germain Casse,Chalain, Mangold, Ansel, Bertin, Boyer,Cirode, Delacour, Durand, Duval, Four-naise, Gioty Malezieux.

Assi, Ducanquie, Flahaut y Landeck fueron absuel-tos.

Solidariamente todos fueron privados de sus dere-chos civiles y condenados a las costas.

Los internacionales que tenían que sufrir un año deprisión no lo cumplieron, liberadores por los aconteci-mientos.

Estos hombres tan firmes ante la justicia imperialfueron junto con los revolucionarios, blanquistas y

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oradores de los clubes, los que integraron la Comuna,donde la legalidad y el peso del poder aniquilaron suenergía, hasta el momento en que, libres de nuevo porla lucha suprema, recobraron la potencia de su volun-tad.

Francia era ya bajo el Imperio el país menos libre deEuropa.

Tolain, delegado en el 68 al congreso de Bruselas,dijo con razón que se necesitaba mucha prudencia enuna región donde no existía “ni libertad de reunión, nilibertad de asociación; pero —añadió—, si bien la Inter-nacional no existe ya oficialmente en París, todos noso-tros seguimos siendo miembros de la gran asociación,aunque tuviésemos que estar afiliados aisladamente enLondres, en Bruselas o en Ginebra. Esperamos que delcongreso de Bruselas salga una solemne alianza de lostrabajadores de todos los países contra la guerra, quesiempre se ha hecho en provecho de los tiranos y con-tra la libertad de los pueblos”.

En efecto, por doquier se hacían protestas contra laguerra. Los internacionales franceses enviaron a lostrabajadores alemanes la siguiente:

Hermanos de Alemania:

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En nombre de la paz, no escuchéis las vo-ces corrompidas o serviles que tratan deengañaros sobre el verdadero espíritu deFrancia.Manteneos sordos a las insensatas provo-caciones pues la guerra entre nosotros se-ría una guerra fratricida.Manteneos serenos, como puede hacerlosin comprometer su dignidad un gran pue-blo valeroso.Nuestras divisiones no llevarían consigo,más que el triunfo completo del despotis-mo a un lado y al otro del Rin.Hermanos de España, nosotros también,hace veinte años, creímos ver apuntar elalba de la libertad; que la historia de nues-tros errores os sirva al menos como ejem-plo. Dueños hoy de vuestros destinos, noos inclinéis como nosotros bajo una nuevatutela.La independencia que habéis conquistado,sellada ya con nuestra sangre, es el biensoberano; su pérdida, creednos, es para

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los pueblos adultos la causa del más pun-zante pensar.Trabajadores de todos los países, cualquie-ra sea el resultado de nuestros comunesesfuerzos, nosotros, miembros de la Inter-nacional de los Trabajadores, que no co-nocemos ya fronteras, os dirigimos, comouna prensa de solidaridad indisoluble, losvotos y los saludos de los trabajadores deFrancia.

Los internacionales franceses

Los internacionales alemanes respondieron:

Hermanos de Francia,Nosotros también queremos la paz, el tra-bajo y la libertad; por lo cual nos unimosde todo corazón a vuestra protesta, inspi-rada en un ardiente entusiasmo contra to-dos los obstáculos puestos a nuestro pací-fico desarrollo principalmente por las sal-vajes guerras. Animados por sentimientosfraternales, unimos nuestras manos a lasvuestras y os afirmamos, como hombres

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de honor que no saben mentir, que no hayen nuestros corazones el menor odio na-cional, que sufrimos la fuerza, y no entra-mos sino obligados y forzados en las ban-das guerreras que sembrarán la miseria yla ruina en los apacibles campos de nues-tros países.Nosotros también somos combatientes,pero queremos combatir trabajando pa-cíficamente y con todas nuestras fuerzaspor el bien de los nuestros y de la huma-nidad; queremos combatir por la libertad,la igualdad y la fraternidad, combatir con-tra el despotismo de los tiranos que opri-men la santa libertad, contra la mentira yla perfidia, vengan de donde vengan.Solemnemente, os prometemos que ni elruido de los tambores, ni el tronar de loscañones, ni la victoria, ni la derrota, nosapartarán de nuestro trabajo en pro de launión de los proletarios de todos los paí-ses.Nosotros tampoco conocemos ya fronte-ras, porque sabemos que, a un lado y al

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otro del Rin, tanto en la vieja Europa, co-mo en la joven América, viven nuestroshermanos, con los cuales estamos dispues-tos a llegar hasta la muerte a la meta denuestros esfuerzos: la república social. ¡Vi-va la paz, el trabajo, la libertad!En nombre de los miembros de la Asocia-ción Internacional de los Trabajadores deBerlín.

Gustave Kwasniewski

Adjunto al manifiesto de los trabajadores francesesiba este otro:

A los trabajadores de todos los paísesTrabajadores,Protestamos contra la destrucción siste-mática de la raza humana, contra la dilapi-dación del oro del pueblo, que debe servirsolo para fecundar el suelo y la industria,contra la sangre vertida para la odiosa sa-tisfacción de la vanidad, del amor propio,de las arrugadas e insatisfechas ambicio-nes monárquicas.

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Sí, con toda nuestra energía protestamoscontra la guerra, como hombres, comociudadanos, como trabajadores.La guerra es el despertar de los instintossalvajes y de los odios nacionales.La guerra es el medio indirecto que tie-nen los gobiernos para acallar las liberta-des públicas.

Los internacionales franceses

Estas reivindicaciones tan justas, quedaron ahoga-das por los clamores guerreros de las bandas imperia-les, que empujaban hacia el matadero a ambos rebaños,el francés y el alemán.

¡Pueda la sangre de los proletarios de los dos paísesllegar a cimentar la alianza de los pueblos contra susopresores!

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4. Entierro de Victor Noir –Los hechos referidos porRochefort

Éramos trescientos mil ahogando nuestros sollozos.Dispuestos a morir en pie ante los fusiles.

Victor Noise. Canción 1870

Comienza el año 70, trágico, con el asesinato de Vic-tor Noir por Pierre Bonaparte en su casa de Auteuil, adonde había ido con Ulrich de Fonvielle como testigode Paschal Grousset.

Este crimen, fríamente realizado, fue el colmo delhorror que inspiraban los Bonaparte.

Igual que el toro en la plaza agita su piel traspasadapor las banderillas, la multitud se estremecía.

Los funerales de Victor Noir parecían indicados pa-ra aportar la solución. El asesinato era uno de esos fa-

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tídicos acontecimientos que acaban con la tiranía mássólidamente asentada.

Casi todos los que acudieron a los funerales pensa-ban regresar a su casa o con la república o no regresaren lo absoluto.

La gente se había armado con todo lo que podía ser-vir para una lucha a muerte, desde el revólver hastael compás. Parecía que por fin íbamos a arrojarnos alcuello del monstruo imperial.

Yo, por mi parte, tenía un puñal que, soñando conHarmodius, había robado, hacía ya algún tiempo, encasa demi tío, e iba vestida de hombre para no estorbarni ser molestada.

Los blanquistas, un buen número de revoluciona-rios, todos los de Montmartre iban armados; la muertese cernía en el aire, y se vislumbraba la próxima libe-ración.

Por parte del Imperio, habían sido llamadas todaslas fuerzas. Semejante movimiento no se había vistodesde diciembre.

El cortejo se extendía inmenso, difundiendo entorno suyo una especie de terror. En determinados lu-gares, se notaban extrañas impresiones; teníamos frío,y los ojos quemaban como si fueran de fuego; pare-

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cía una fuerza a la que nada resistiría, y veíamos ya latriunfante república.

Pero durante el trayecto el viejo Delescluze, que noobstante, supo morir heroicamente unos meses des-pués, se acordó de diciembre y, temiendo el sacrificioinútil de tantos miles de hombres, disuadió a Roche-fort de pasear el cadáver por París, sumándose a laopinión de los que querían conducirlo al cementerio.¿Quién puede decir si el sacrificio hubiera sido inútil?Todos creían que el Imperio atacaba y se manteníanpreparados.

La mitad de los delegados de las cámaras sindicalesopinaba que debía llevarse el cadáver por París hastaLa Marseillaise, y la otra mitad quería seguir el caminodel cementerio.

Louis Noir, a quien se creía inclinado por la inme-diata venganza, zanjó la cuestión declarando que noquería para su hermano unos funerales sangrientos.

Los que estaban empeñados en pasear el cadáverpor París se negaron al principio a obedecer.

Las voluntades estaban tan divididas que hubo unmomento en que la multitud se nubló; las oleadas hu-manas se sucedían, formando entre ellas anchos espa-cios vacíos.

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Con la cabeza gacha, volvimos todos a casa, todavíabajo el Imperio. Algunos pensaban en matarse; peroluego reflexionaron que la multiplicidad de los críme-nes imperiales multiplicaría también las ocasiones deliberación.

Esta era una ocurrencia peregrina; pero dominaba laopinión generalizada de que una tentativa desesperadano habría dado otro resultado que el degüello, ya quetodas las fuerzas imperiales se hallaban preparadas.

Varlin, tan valiente como Delescluze, escribió des-de su prisión que, si aquel día se hubiera entablado lalucha, habrían perecido los más apasionados soldadosde la revolución, y felicitó a Rochefort y a Delescluzepor ser de esta misma opinión.

Pierre Bonaparte fue juzgado en Tours, en junio del70, una comedia de juicio, en el que se le sentenció irri-soriamente a indemnizar con veinticinco mil francos ala familia de Victor Noir, lo cual aumenta el horror delcrimen.

Rochefort estuvo involucrado más que nadie en elasunto Victor Noir, por lo que su relato será más in-teresante.

La desavenencia de Pierre Bonaparte con la fami-lia de Napoléon III no era un secreto. Badingue habíainsultado a su menesteroso pariente, que le suplicaba

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que comprara su propiedad de Córcega, y le había re-prochado la ilegitimidad de sus hijos.

Pierre Bonaparte se vengó censurando el matrimo-nio de su primo con la señorita de Montijo.

El mundo político —dice Rochefort— estaba total-mente al corriente de este odio de familia, y él [PierreBonaparte] había llegado a volverse incluso interesan-te. Por eso me sorprendió mucho recibir en mi perió-dico La Marseillaise una carta en estos términos:

Señor,Después de haber ultrajado, uno tras otro,a cada uno de los míos sin olvidarse de lasmujeres ni de los niños, me insulta usteda través de la pluma de uno de sus peones.Es muy natural, y tenía que llegarme elturno.Solamente que quizá tengo una ventaja so-bre la mayoría de aquellos que llevan miapellido, es la de ser un simple particulara la vez que un Bonaparte.Por lo tanto voy a preguntarle si su tinteroestá avalado por su corazón, y le confieso

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que solo tengo una mediana confianza enel resultado de mi gestión.Me entero, en efecto, por los periódicos,que sus electores le han dado el imperati-vo mandato de negarse a toda reparaciónde honor conservando su preciosa existen-cia.No obstante, me atrevo a intentar la aven-tura, con la esperanza de que un leve restode sentimientos franceses le hará renun-ciar en favor mío a las precavidas medidasen las que se refugia.Si, por lo tanto, consiente en descorrer losprotectores cerrojos que hacen a su hono-rable persona dos veces inviolable, no meencontrará ni en un palacio ni en un cas-tillo.Vivo sencillamente en la calle de Auteuilnúmero 59 y le prometo que si se presentano le dirán que he salido.En espera de su respuesta, señor, le saludomuy atentamente.

Pierre-Napoléon Bonaparte

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Esta carta, a la vez que muy injuriosa, era totalmen-te incorrecta desde el punto de vista de lo que ha veni-do a llamarse una provocación. El artículo que la habíamotivado no era mío, sino de uno de mis colaborado-res, Ernest Lavigne, respondía en términos casi mode-rados, a un párrafo de un documento firmado por Pie-rre Bonaparte y donde se leía esta innoble frase refi-riéndose a los republicanos:

¡Cuántos valientes soldados, hábiles caza-dores, osados marinos y laboriosos labra-dores hay en Córcega que abominan lossacrilegios y que les hubiesen sacado yalas tripas de no haberles contenido!

En segundo lugar, cuando se desea una satisfacciónpor las armas, se escribe al ofensor:

Me considero ofendido por tal o cual pá-rrafo de su artículo y le envío a dos amigosmíos a quienes le ruego se digne poner encomunicación con los suyos.

Pierre Bonaparte, que había sido condenado en Ro-ma por un asesinato cometido en Italia, se había batido

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con la suficiente frecuencia para saber que las cuestio-nes de honor se zanjan por intermediación de testigosy no entre los propios adversarios.

Esta extrañamanera de atraerme a su casa, donde yono tenía nada que hacer, cuidándose de indicarme queno lo encontraría ni en un palacio ni en un castillo, seasemejaba a una trampa en la que, a fuerza de ultrajes,evidentemente esperaba hacerme caer.

En efecto, sus impertinencias no tenían ninguna ra-zón de ser, puesto que no me había negado jamás abatirme y que precisamente por haberlo hecho dema-siado fue por lo que, en una reunión electoral a la queni siquiera asistí los electores habían votado una ordendel día conminándome a no repetirlo.

Qué curioso era que el Bonaparte queme pedía satis-facción en nombre de su familia fuese el mismo que ha-bía reprochado injuriosamente a Napoléon III su desa-certada unión, es decir, su matrimonio con la señoritaMontijo.

¿De dónde procedía este brusco viaje? Es fácil adi-vinarlo. El príncipe Pierre solo se escudaba momentá-neamente en su dignidad de proscrito; se había harta-do de malos alimentos y, con una gran dosis de sen-tido común, había pensado que el procedimiento más

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seguro para reconciliarse con su primo era el de des-embarazarle de mí.

Pero yo era joven y ágil, y manejaba la espada, si nobien, por lo menos bastante peligrosamente. Él habíaengordado mucho, sufría de gota y, de haberle sacudi-do como se dice, hubiera resultado un buen golpe parala fanfarria bonapartista.

El hecho es —aquí reside en cuanto a su memoria enel punto grave de la aventura— que, después de haber-me dirigido directamente la más violenta de las provo-caciones, ni siquiera tenía nombrado a los testigos. Porlo tanto, a quien esperaba en su domicilio, donde mecitaba, no era a los míos, sino a mí mismo.

Solo más tarde, releyendo la carta después del ase-sinato de Noir, comprendí toda la perfidia que en ellase escondía; pero en el primer momento no vi más queuna andanada de injurias y pedí a Millière y a ArthurArnould, mis dos colaboradores, que se pusieran encontacto con él para concertar un encuentro de inme-diato.

Hubiese comprendido que el señor Ernest Lavigne,autor y firmante de la carta, al que yo ni siquiera co-nocía, pretendiese sustituirme, cosa a la que, por lo de-más, me hubiese negado; pero con frecuencia me hapreguntado a qué tipo de obsesión obedeció el hecho

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de que nuestro colaborador Paschal Grousset enviaraa su vez sus testigos al príncipe Pierre Bonaparte, queni lo había nombrado ni tenía ninguna razón para ocu-parse de él.

Según parece, en su calidad de corresponsal del pe-riódico corso La Revanche, acusado por el primero delEmperador, Paschal Grousset se arriesgó a adoptar talactitud, que no podía llegar a ningún fin, ya que era mipersona y no a otra, a la que atacaba el príncipe, queasí se erigía como vengador de toda su familia.

Victor Noir, que fue asesinado, no era pues mi testi-go, como generalmente se ha creído y con frecuenciase ha repetido, sino el de nuestro colaborador Grous-set, quien lo había enviado a Auteuil con Ulrich de Fon-vielle sin advertírmelo siquiera.

Solo aquel día me enteré de tal trámite, que retrasa-ba y contrariaba el mío. Sin embargo, como yo estabaseguro de que Pierre Bonaparte no tendría en cuentaen absoluto esta nueva petición de reparación, aguar-dé en el palacio del Cuerpo Legislativo el regreso demis testigos Millière y Arnould, que debían concertarcon los del príncipe todo lo relativo al duelo del díasiguiente.

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Enseñé a varios miembros de la izquierda la cartade provocación que había recibido, y Emmanuel Aragosospechó inmediatamente una trampa.

Tome usted precauciones al respecto —medijo— y sobre todo no vaya a su casa, puesya ha tenido asuntos de nefastas conse-cuencias.

El asunto hubiera sido desagradable, sin duda yaque los testigos de Paschal Grousset le encontraron enel salón de su casa, aguardando en bata, con un revól-ver cargado en el bolsillo, no a ellos sino a mí, a quiense había invitado en los términos expuestos a presen-tarme en su casa. Estaba seguro que con sus insultosexasperaría la violencia que me achacaba y de la queyo acababa de dar pruebas al abofetear al impresor Ro-chette.

Estaba pues, allí sin testigos, cuando hubiese debido,conforme a las reglas, elegirlos aún antes de habermeescrito su provocadora carta y que, en todo caso, debíaestar obligado a designarlos inmediatamente después.¿Cuál hubiera sido, en efecto, su postura si le hubieseenviado a mis amigos, para decirle, como por lo demásera mi intención y mi costumbre, puesto que nuncademoraba en tales asuntos?: Partamos rápidamente.

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Se habría visto obligado a contestar: Aguarden us-tedes, que primero tengo que buscar dos personas dis-puestas a representarme.

Lo que tras sus bravatas, hubiera sido para él ver-gonzoso y ridículo a la vez.

Mi convicción, no bien se produjo el hecho, se con-formó sin duda alguna: jamás había pensado batirseconmigo, y sencillamente tenía decidido matarme pa-ra volver a ganar el favor del emperador y sobre todode la emperatriz.

Después del 4 de septiembre, un antiguo servidordel castillo de les Tuileries, me contó incluso que Na-poléon III no estaba al corriente de los proyectos de suprimo político, pero sí su mujer además como aliada.

Este familiar me dio el nombre de otro miembro dela familia que había actuado como intermediario en-tre España y el príncipe corso. Sin embargo aunqueposiblemente verdadera, al no estar esta informacióncorroborada por ningún otro testimonio ni prueba es-crita, no le he concedido más que una mínima impor-tancia.

Hacia las cinco de la tarde, me disponía a salir delpalacio Borbón para ir a desentumecerme un poco lamano en una sala de armas, cuando recibí este telegra-ma de Paschal Grousset:

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Victor Noir ha recibido del príncipe Pie-rre Bonaparte un disparo de revólver, y hamuerto.

Yo ignoraba que sus testigos hubiesen llegado antesque los míos a la casa de Auteuil, por lo que en losprimeros momentos el telegrama me pareció inexpli-cable. Fue en la redacción de La Marseillaise, a la quellegué precipitadamente, donde supe con detalle todaslas frases del suceso.

Victor Noir era un joven alto y fuerte, de unos vein-tiún años, de genio muy alegre, muy espontáneo ymuy expansivo, que nos proporcionaba con bastantefrecuencia informaciones y primicias para nuestro pe-riódico.

Además, siempre estaba dispuesto a acompañarnosen las acciones peligrosas. En fin, un verdadero amigode la casa.

Su trágico final, al que parecía tan poco destinado,nos trastornó hasta el punto de volvernos locos de ira.A Millière y Arnould, que habían llegado a la casa delcrimen diez minutos después que Noir y Fonvielle, lesimpedí pasar el gentío que se apiñaba ya ante el núme-ro 59 de la calle de Auteuil.

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—¡No entren ahí —les gritaban—, que están asesi-nando!

Vieron al pobre Victor Noir tendido sobre la acera,el pecho agujereado, y recogieron su sombrero, que sele había escapado de la mano.

Muy decepcionado por la llegada de unos extraños aquienes no esperaba, en lugar del que quería ver, Pie-rre Bonaparte, tras un breve diálogo con ellos, habíasacado del bolsillo de la bata un revólver de diez ba-las, pensando probablemente que si el primero fallabaacertaría con alguno de los otros nueve. Después habíadisparado a bocajarro sobre Victor Noir, con aquel ar-ma múltiple que, desde el punto de vista de la armeríafrancesa, era lo que podríamos llamar el último grito,el grito de la muerte.

Después de haber disparado igualmente contra Ul-rich de Fonvielle dos balas, afortunadamente errandoel tiro, se inventó para explicar su agresión a VictorNoir, la fábula que había indudablemente preparadopara mí. Pretendió que su víctima le había dado unabofetada, como habría sostenido que yo lo había he-cho, de haber acudido a su invitación.

Me condenaron a cuatro meses de prisión por agre-sión al impresor Rochette, por lo que hubiera sido fácilpersuadir a un jurado especialmente seleccionado, que

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no podía sino dejarse convencer por la inocencia de suacusado, que me había dejado llevar por mi carácter denormales arrebatos y el príncipe se hubiera visto en uncaso de legítima defensa.

Esta impostura no hubiese explicado por qué el prín-cipe del revólver de diez balas, lo llevaba en el bolsillode su bata para andar por el salón de su casa, y por quésobre todo, en espera de un encuentro inevitable por élmismo había provocado, se había abstenido de elegirunos testigos; pero yo era el enemigo, y los conseje-ros generales con quienes se constituyó el alto tribu-nal encargado de juzgar al asesino no habrían dejadode llevar su absolución a los pies del emperador.

La emperatriz tuvo incluso, al enterarse del asesina-to, una frase que retrataba su estado de alma y el detoda su camarilla:

—¡Ah! ¡Qué buen pariente! — exclamó refiriéndoseal asesino, sin preocuparse por el asesinado.

Los periódicos oficiosos, con la ingenuidad de la vi-llanía, no tuvieron incluso el menor reparo en repro-ducir, honrándola, esta acusadora exclamación.

La conmoción producida en París por este golpe trai-dor fue inconmensurable. Ignoro si reconcilió a PierreBonaparte con les Tuileries, pero enemistó para siem-pre a les Tuileries con Francia.

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Me comunicaron el crimen a las cinco de la tarde. Alas seis redacté el siguiente artículo, que era más bienun pasquín, dado el estado en que lo imprimimos:

¡He tenido la debilidad de creer que unBonaparte podía ser otra cosa que un ase-sino!Me atreví a imaginar que era posible unduelo leal en esa familia en la que el asesi-nato y la traición son tradicionales y usua-les.Nuestro colaborador Paschal Groussetcompartiómi error, y hoy lloramos a nues-tro pobre y querido amigo Victor Noir,asesinado por el bandido Pierre-NapoléonBonaparte.Hace ya dieciocho años que Francia se ha-lla en las manos ensangrentadas de esosmatones que, no contentos con ametrallara los republicanos en las calles, los atraena trampas inmundas para degollarlos a do-micilio.Pueblo francés, ¿decididamente no te pa-rece que ya está bien?

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Henri Rochefort

Este toque a rebato fue inmediatamente diferido alos tribunales por considerársele un llamamiento a lasarmas, aunque podría ser igualmente un llamamientoal sufragio universal.

Al mismo tiempo que se castigaba así, mi mala vo-luntad por no dejarme tirotear, se detenía al asesino pa-ra dar una sombra de satisfacción a la opinión públicairritada. Pierre Bonaparte fue instalado en la Concier-gerie, en las habitaciones del director, en cuya mesacomía.

Inmediatamente después de disparar, el príncipe ha-bía enviado a buscar un médico quién, naturalmente,se apresuró a certificar la marca de una bofetada en lamejilla del asesino, ya que los médicos certifican todolo que se les pide y extienden todos los días a cualquieractriz certificados de una enfermedad que les ha impe-dido representar por la noche, pero no ir a cenar a losrestaurantes más caros.

En segundo lugar, no habrá duda de que si VictorNoir, elegido como testigo por Paschal Grousset, conla misión que comporta tal título, se hubiera olvidadode ello hasta el punto de abofetear al adversario de su

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cliente, a mí se me hubiese informado personalmentede tal acto de violencia y de los motivos que tuvo.

Ulrich de Fonvielle, a quien Pierre Bonaparte dispa-ró dos balas fallidas, hubiese podido tener interés ennegar ante la justicia la pretendida bofetada; pero amí, su colaborador y su redactor jefe, no tenía nadaque ocultarme. Ahora bien, me ha afirmado siempre,y doy de ello mi palabra de honor, que no solo nuestroamigo no dio la menor bofetada, sino que, sostenien-do el sombrero con la mano enguantada, conservó du-rante todo el rato la actitud más serena y en ningúnmomento hizo el menor gesto que pudiese dejar supo-ner una intención agresiva. Es más, nadie se dejó en-gañar por esta impostura, ni los consejeros generalesque absolvieron siguiendo órdenes, ni el fiscal generalGrandperret que mintió a la carta, ni el infame ÉmileOllivier que, tanto en este asunto comomás tarde en lacuestión de la guerra franco-alemana, se mostró comoel cómplice más vil de las venganzas napoleónicas.

El miserable ministro no tuvo una palabra de censu-ra para el asesino, una palabra de pesar por la joven yleal víctima. Llevó hasta los extremados límites de laabyección, el servilismo ante su nuevo amo.

Si, en lugar de prestar oídos a su vanidad de pavo,hubiera después de aquel crimen, arrojado resuelta-

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mente su cartera a los pies del emperador, el imbécilse habría creado una soberbia situación, incluso entrelos moderados a quienes soñaba ganarse, y al mismotiempo se habría ahorrado la responsabilidad de losdesastres ulteriores. Su dimisión la noche misma de lamuerte de Victor Noir le hubiese evitado, pocos mesesdespués, una vergonzosa revocación y el horror de unanación entera.

Pero el patético señor había hecho durante demasia-do tiempo antecámara, para decidirse a salir del salóndonde al fin le habían permitido entrar y sentarse.

Tras la fulminante noticia del atentado, se organi-zaron aquella noche numerosas reuniones públicas deprotesta. Amouroux, que fue después miembro de laComuna, condenado a trabajos forzados por los conse-jos de guerra versalleses y que murió siendo miembrodel consejo municipal de París, extendió un ancho velonegro sobre la tribuna. Gritos de furor sonaron en lascalles. Formábanse grupos para ir por el cadáver, de-positado en una casa particular de Neuilly, y llevarloa París, a la redacción de mi periódico, La Marseillaise,desde donde partiría el cortejo fúnebre. Era un verda-dero delirio de venganza.

En realidad, la detención del asesino no había teni-do otro objeto que arrancárselo a la multitud que se-

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guramente lo habría linchado. Se hablaba de atacar laConciergerie y degollar al seudopreso.

El fracaso del complot, según se me relató despuésdel 4 de septiembre, desconcertó a la gente de les Tui-leries, que quería mi muerte y en ningún modo la deljoven Victor Noir, que iba a hacérsela pagar cara algobierno.

Cuando al día siguiente entré, pálido y deshecho, enel salón de sesiones del cuerpo legislativo, se me reci-bió con un silencio más inquietante para el Imperioque para mí.

Sabía ya que había sido denunciado por Ollivier asus criados carceleros, y le oí responder en los pasillosa un diputado que le señalaba el peligro de tal perse-cución:

—Hay que terminar de una vez; es imposible gober-nar con el señor Rochefort.

Pedí inmediatamente la palabra y reproduzco delOf-ficiel el incidente que siguió.

Señor Henri Rochefort: —Deseo hacer una pregunta alseñor ministro de Justicia.

Señor presidente Schneider: —¿Le ha avisado usted?Señor Henri Rochefort: —No señor presidente.

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Señor presidente Schneider: —Tiene usted la palabra.El señor ministro juzgará si ha de responder inme-diatamente.

Señor Émile Ollivier, ministro de justicia: —Sí, inme-diatamente.

Señor Henri Rochefort: —Ayer se cometió un asesinatoen la persona de un joven protegido por unmandatosagrado, el de testigo, es decir, de parlamentario. Elasesino es un miembro de la familia imperial.

Pregunto al señor ministro de Justicia si tiene la inten-ción de oponer al juicio y a la condena probable, lasdesestimaciones de demanda como las que se opo-nen a los ciudadanos que han sido reprimidos o in-cluso golpeados por altos dignatarios del Imperio.La situación es grave, la agitación es enorme. (In-terrupciones). El asesinado es un hijo del pueblo…(Rumor).

Señor presidente Schneider: —Ayer quedó convenidoque las interpelaciones debían hacerse sumariamen-te, sin desarrollo explicativo. Su pregunta ha sidohecha, y es clara y concisa. Al ministro correspondeahora decir si quiere contestar hoy mismo. (¡Eso es!)

Señor Henri Rochefort: —Digo que el asesinado es unhijo del pueblo. El pueblo pide juzgar por sí mismo

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al asesino… Pide que el jurado ordinario… (Interrup-ción y rumor).

Señor presidente Schneider: —Todos los que estamosaquí somos hijos del pueblo; todo el mundo es igualante la ley. No le incumbe a usted establecer distin-ciones. (¡Muy bien!)

Señor Henri Rochefort: —Entonces, ¿por qué nombrarjueces al servicio de la familia?

Señor presidente Schneider: —Pone usted bajo sospe-cha a unos jueces a quienes no conoce. Le invito,por el momento, a no salirse de los términos de supregunta. No puedo permitir otra cosa.

Señor Henri Rochefort: —Pues bien, yo me pregunto,ante un hecho como el de ayer, ante los hechos queacontecen desde hace mucho tiempo, si estamos enpresencia de los Bonaparte o de los Borgia. (Excla-maciones; gritos: ¡Orden! ¡Orden!) Invito a todos losciudadanos a armarse y a hacer justicia por ellosmismos.El cobarde Ollivier se apresuró a hacer una seña al

presidente Schneider de que cerrara el debate, que co-menzaba ya a encender las tribunas, y, tras de haberpedido la palabra, llamó al crimen de la víspera “el su-ceso doloroso”.

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—¡Diga usted: “el asesinato”!, le gritó Raspail. Y elministro de Justicia explicó que la ley, hecha especial-mente para los miembros de la familia Bonaparte, yque databa de 1852, no permitía hacer comparecer alpríncipe Pierre ante el jurado, que le habría condenadosin remisión; que todo lo que se podía hacer era enco-mendarle a un alto tribunal, del que naturalmente seelegiría uno por uno los jurados, con promesas de to-do género de favores y de condecoraciones a cambiode un veredicto de absolución.

Y Ollivier, después de haberse jactado de su respetoa la igualdad, terminó con estas amenazas dirigidas anosotros:

—Somos lamoderación, somos la libertad y, si se nosobliga, seremos la fuerza.

Esta amenaza fue recibida con aplausos más vivospor parte de aquella mayoría que meses más tarde ha-bría de hundirse en el cieno, el silencio y el remordi-miento, hasta el punto de que los entonces miembrosse postrarían ante mí repitiéndome: ¡Cuánta razón te-nía usted!

1 Jean-Baptiste Troppmann (Brunett, 5 de octubre de 1848 —París, 19 de enero de 1870). Sentenciado a muerte por ocho asesi-natos y ejecutado en la guillotina el 19 de enero de 1870.

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Raspail, indignado, pidió la palabra para contestar alos bravos de la turba ministerial.

—Se ha cometido —dijo— un asesinato tal, que loscrímenes de Troppmann1 (a quien se juzgaba por en-tonces) no han producido semejante impresión y, sinembargo, la justicia a la que le remiten ustedes no esla justicia; lo que necesitamos es un jurado que no seaelegido entre los enemigos de la causa popular.

Y como se le recordara la independencia de la ma-gistratura, exclamó:

—Ya conozco yo vuestros altos tribunales, por ha-ber pasado por ellos. En uno hubo hasta un hombrecondenado a galeras.

Raspail fue interrumpido por el presidente, queanunció que en aquel momento recibía del fiscal gene-ral Grandperret una demanda contra mí por ofensas alemperador, incitación a la rebelión y provocación a laguerra civil.

Cinco minutos antes había declarado Émile Ollivierque desdeñaba mis ataques. Eso no era precisamentedesdén.

He querido conservar para el público la fisionomíade esta parte de la sesión en la que Raspail y yo estu-vimos solos en escena.

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Se ha podido advertir que ni un miembro de la iz-quierda intervino, ni Gambetta2 ni Jules Favre3 ni Er-nest Picard;4 este abandono proporcionaba a las inso-lencias del cínico Ollivier una considerable autoridadsobre el rebaño de los mayoritarios. De este modo, elministro tenía el derecho, que usaba y abusaba, parahacer ver que todos mis colegas de la oposición, salvouno solo, se negaban a solidarizarse conmigo.

El entierro había sido fijado para la mañana siguien-te, y se anunciaba un día espantosamente agitado. Des-de el amanecer, la casa de la calle del Mercado, deNeuilly, donde el ataúd descansa sobre dos sillas, hasido invadida por una multitud que crece hasta el pun-to de volver casi impracticable toda circulación. ¿Có-mo se logrará hacer llegar el coche fúnebre hasta lapuerta? Es un problema que parece insoluble.

2 Léon Gambetta. (Cahors, 2 de abril de 1838 — Sèvres, 31 dediciembre de 1882). Político republicano. Miembro del Gobiernosde Defensa Nacional de 1870. En el extranjero durante la Comunade París.

3 Jules Claude Gabriel Favre (Lyon, Francia, 21 de marzode 1809 — Versalles, Francia, 20 de enero de 1880). Político repu-blicano francés. Miembro del Gobiernos de Defensa Nacional de1870.

4 Ernest Picard (París, 24 de diciembre de 1821 — París, 13de mayo de 1877). Abogado y político francés.

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Llego extenuado, sin comer en tres días ni dormiren tres noches, hasta tal punto las emociones de to-do género me habían sofocado y agitado. Me llevanen volandas por encima de unos y otros hasta la en-trada de la casa, una vez en ella subo, encontrándomecon Delescluze y con Louis Noir, conocido novelista,hermano de la víctima.

Pronto llega Flourens entablándose una primera ba-talla entre los partidarios del entierro en el mismo Pa-rís, en el Père-Lachaise,5 donde se trasladaría el cadá-ver, o la inhumación en Neuilly.

Movilizaron a cien mil hombres, tanto de infanteríacomo de caballería, de todas las guarniciones circun-dantes, para ahogar en sangre cualquier tentativa deinsurrección. Sin embargo, lamultitud estaba desarma-da; sorprendida por la detonación que partió de la casade Auteuil, no había tenido tiempo para organizarse nipara ponerse de acuerdo.

Movida por un mismo sentimiento de cólera, habíaacudido espontáneamente a manifestarse contra dosasesinos, el de les Tuileries y el otro.

5 Cementerio de París. Al sur del mismo se encuentra el mu-ro de los Federados, contra el cual 147 comuneros fueron fusiladosel 28 de mayo de 1871.

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Delescluze y yo habíamos arengado a nuestros ami-gos, y la inmensa mayoría de los asistentes estaba de-cidida a escucharnos y a seguirnos, cuando, en me-dio del camino que conduce al cementerio de Auteuil,Flourens y varios hombres que le rodeaban, a los quepor desgracia, con su generosa credulidad, no llegabaa controlar lo suficiente sus relaciones, se arrojarona la cabeza de los caballos, tratando de hacer que sevolvieran hacia París. Después como el cochero de laspompas fúnebres se negara a este cambio de itinera-rio, cortaron las bridas con el fin de engancharse ellosmismos al macabro vehículo.

Yo conducía el duelo, o más bien el duelo me condu-cía a mí, y, oprimido por una marea humana que meaplastaba escoltándome, en varias ocasiones me lan-zaron a las ruedas, que al menor retroceso hubieranacabado por atropellar mi cuerpo.

Al fin me alzaron hasta dejarme sentado al lado delataúd sobre el propio coche fúnebre, con las piernascolgando. Desde aquel lúgubre observatorio veía pro-ducirse remolinos, gente cayéndose y levantándose,otros pasando casi bajo las patas de los caballos o bajoel vehículo, en constante peligro de ser triturados.

Por más que yo les gritaba desesperadamente que seapartaran, mis llamamientos, con el rumor de la mar-

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cha, ni siquiera les llegaban. Para colmo de males elviento al que estaba expuesto había agujereado mi es-tómago, casi vacío desde hacía tres días, desarrollandoen él súbitamente un hambre que acabó con mis pos-treras fuerzas. De repente, y sin nada que al parecerlo explicara, comenzó a darme vueltas la cabeza y caíinanimado al pie del coche fúnebre.

Cuando abrí los ojos, me encontré en un coche dealquiler con Jules Vallès6 y dos redactores de La Mar-seillaise. Mis primeras palabras fueron:—Quevayan enseguida a por algo de comer, que me muero de hambre.

El propio Vallès se apeó y corrió a una panadería, co-gió un pan de dos libras del que devoré la mitad, y unabotella de vino de la que bebí un trago. Entonces está-bamos en París, al final de la avenida de los CamposElíseos cerca de la puerta de La estrella.

Recordé vagamente que me llevaron a una tienda decomestibles cuyo dueño me frotó las sienes con vina-gre e hizo llamar al coche en el cual me desperté.

6 Jules Vallès, seudónimo de Jules Louis Joseph Vallez (Puy-en-Velay, 11 de junio de 1832 — París, 14 de febrero de 1885). Pe-riodista, escritor y revolucionario francés. Fundador del periódicoLe Cri du Peuple. Miembro de la Comuna de París. Autor de unatrilogía imprescindible: el niño, el bachiller y el insurrecto. Publica-das en castellano por ACVF Editorial.

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Tal es la historia de ese desmayo que la reacción bo-napartista me reprochó tanto y en realidad se debióal extraordinario deterioro en que me habían puestosetenta y cinco horas de agotamiento, sin alimento ysin dormir. Las fuerzas humanas tienen límites, lími-tes que las mías habían sobrepasado, por lo que mefue imposible mantenerme más tiempo de pie o inclu-so sentado.

Esta explicación, la única verdadera así como la úni-ca plausible, ya que yo no podía correr ningún riesgoen medio de doscientos mil acompañantes entre loscuales no habría encontrado ni uno solo que no mefuese leal, no impidió a los oficiosos acusarme de debi-lidad. No tenía pormi lado, repito, absolutamente nadaque temer. En efecto, después de unos instantes de lu-cha, se había impuesto la sensatez, y la inhumación, deacuerdo con el deseo de Delescluze y el mío, se llevó acabo en el cementerio de Neuilly.

Fue por el contrario en París donde el peligro creció.Después de la ceremonia, muchos de los nuestros vol-vieron a pie por el Arco de Triungo. A la altura de laglorieta de los Campos Elíseos estaban apostados, conlos sables desenvainados, varios escuadrones de caba-llería, con la misión de dispersar a la multitud, aunque,en realidad, no tuviesen delante sino a unos hombres

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que, de regreso de un entierro, se veían forzados a en-trar por el único camino que les conducía a su casa.

Pero el imbécil de Ollivier quería probar que él era lafuerza, tal como lo había anunciado, con lo que veo derepente venir al encuentro de mi simón a un comisariode policía con el abdomen tricolor,7 que nos anunciaque va a mandar cargar después de tres avisos.

Primer redoble.Reconfortado por mi almuerzo tan frugal como im-

provisado, salto del coche y me adelanto hacia el comi-sario de policía, a quien grito estas palabras que vuelvoa encontrar en un número de La Marseillaise en el quese relata esta jornada:

—Señor, los ciudadanos que me rodean, regresan delentierro por el camino por el cual fueron; ¿pretendeusted cortarles el paso?

Segundo redoble.—Todo lo que diga será inútil —me respondió el

abdomen—; retírese, se va a emplear la fuerza, vamosa pasarles por las armas.

—Soy diputado —repliqué mostrando mi insignia—;déjeme pasar.

—No —dijo—, usted será el primero en caer.

7 Referencia a la faja con la bandera tricolor francesa.

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En aquel momentome vuelvo, la avenida estaba casivacía, la mayor parte de los manifestantes se habíanretirado a las aceras laterales.

—Apártense —dije a los que quedaban—; no tieneobjeto que les masacren inútilmente, haga lo que hagaahora, el Imperio ha recibido el golpe de gracia.

Todo el mundome obedeció, y fue contra los árbolesde los Campos Elíseos que la caballería, que no desis-tió de su propósito efectuó su carga. Incluso hubo unjinete que cayó de su caballo y quedándose tendido enel sueño sin movimiento, hizo reír mucho al públicoque se mantenía fuera del alcance de los sables, puesel cadáver de un enemigo tiene siempre buen olor.

Pero si bien el proceso del inquilino de la Concier-gerie marchaba lentamente, el mío iba a una velocidadinfernal; la discusión sobre la demanda contra mí sellevó a cabo al día siguiente de presentar la propues-ta. Ollivier, que la presentaba, declaró que no queríaesperar jornadas.

—Pero, ¿y la jornada del 2 de diciembre? ¡Esa sí quele gusta a usted! —le grité desde mi sitio.8

8 H. Rochefort. op. Cit.5 (N.A.)

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5. El proceso de Blois

Por doquier va rampando el policía bizcoTodo son emboscadas, vagamos ariscos

En las emboscadasLouise Michel, el degollador

Como los gobernantes que necesitan desviar a laopinión pública de ellos, el Imperio establecía a su al-rededor un continuo rumor: complots, que él mismotrazaba; bombas puestas por auxiliares de la policía; es-cándalos; crímenes, oportunamente descubiertos, quedesde hacía tiempo se conocían y se mantenían en re-serva; todo esto abunda en ciertos finales de reinado.

No era difícil implicar a los más arrojados revolu-cionarios en algunas de estas maquinaciones. El poli-cía que ofreciese proyectiles hubiese encontrado cienmanos, no una, tendidas para recibirlos; pero las co-sas propuestas así, por los soplones, nunca sucedenoportunamente: los hilos mueven al títere, y llega un

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tiempo en que no hubiese estado de más un verdaderocomplot a cielo abierto, grande como Francia, como elmundo. Al traidor Guérin y a otros no les costó trabajosuministrar a sus amos las apariencias de una conspi-ración.

En la tormenta que se preparaba rugiendo sobre elImperio se elaboró el proceso de Blois.

Guérin, que había dado las bombas, sabía dónde vol-ver a encontrarlas, y se lo indicó a los investigadores.

Pero el escenario había sido pobremente creado. Da-da la magnitud de los elementos se hubiera podido enesta gigantesca representación, construir una obra ca-paz de entusiasmar al propio hombre de diciembre. Lossoplones carecen de aliento por lo general, y la tramafue absurda.

El teatro elegido para representar la acusación quedebía aterrorizar a la gente, dejando al descubierto losmanejos revolucionarios, fue la sala de los Estados deBlois.

El Imperio quería un gran escándalo, y lo obtuvopero fue todo lo contrario de lo que deseaba.

A nosotros nos pareció que la grandeza del decoradole iba bien a los que se representaban ante la barreradel Imperio la lucha por la justicia; en efecto, allí se

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sintieron cómodos y arrojaron la verdad a la faz de losjueces.

Los acusados eran: Bertrand, Drain, Th. Ferré, Ruis-seau, Grosnier, Meusnier, Ramey, Godinot, Chassaig-ne, Jarrige, Grenier, Greffier, Vité, Cellier, FontaineProst, Benel, Guérin, Claeys, Lyon, Sapia, Mégy, Ville-neuve, Dupont, Lerenard, TonyMoilin, Perriquet, Blai-zot, Letouze, Cayol, Beaury, Berger, Launay, Dereure,Laygues, Mabille, Razoua, Notril, Ochs, Rondet, Biré,Évilleneuve, Gaeau, Carme, Pehian, Joly, Ballot, Cour-net, Pasquelin, Verdier, Pellerin, Bailly.

Los abogados Protot y Floquet, a quienes se atri-buían la interpelación al zar (¡Viva Polonia, señor!), fi-guraban entre los defensores.

Algunos preventivos, que no se habían visto nuncahasta entonces, iniciaron allí sólidas amistades.

Como en los procesos de la Internacional, llamadosasociación de malhechores, se dividió a los acusadosen dos categorías, aunque todos ellos confesasen abier-tamente su odio y desprecio por el Imperio y su amora la República.

Los jueces, furiosos, perdían la cabeza; quizá veíanllegar ellos también la revolución de la que los acusa-dos hablaban con audacia.

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Hubo condenas de prisión, otras a trabajos forzados,sin motivos para ninguna.

Las acusaciones eran tan endebles que en un mismoauto una cosa hacía caer a otra.

Hubo pues, forzosamente algunos absueltos, entreellos Ferré, que había insultado al tribunal, pero con-tra el cual los hechos habían sido tan torpemente re-copilados, que caían por sí mismos ante el estupefactoauditorio, lo que se le atribuía era inexistente y los tes-timonios contradictorios no descubrían otra cosa quela estúpida mano de la policía.

Los condenados que fueron deportados no tuvierontiempo de partir.

El Imperio había contado en vano con el proceso deBlois, fijado el 15 de julio frente a la declaración deguerra, para hacer tragar esta guerra, resultado de unacuerdo entre déspotas, como algo necesario y glorio-so, a la vez que motivaría las persecuciones contra losrevolucionarios.

Los hombres del proceso de Blois eran capaces decombatir y de conspirar contra Napoléon III; pero nolo habían hecho de la manera indicada por los policías;eran unos audaces a quienes no se les había sabido darunos roles que convinieran a su carácter. Entre el te-rror de la revolución y la marcha triunfal a Berlín, Na-

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poléon III, felicitado por Zangiacommi por haber esca-pado del complot para acabar con su vida, se pregun-taba si las maquinaciones policíacas no acabarían porayudar a que se organizara un verdadero complot.

Mientras tanto, los viejos burgraves1 Bismarck yGuillermo soñaban con el imperio de Occidente, deCarlomagno y de sus pares.

El traidor Guérin compareció con los demás; pero suequívoca actitud, las torpezas del Alto Tribunal, así co-mo antiguas dudas respecto a él, reveladas por el inte-rrogatorio, llevaron a la opinión sobre la odiosamisiónque había llevado a cabo.

Como no tendremos más ocasión de hablar de esteindividuo, relataremos aquí la fase última de su exis-tencia.

Al no poder ya servir a la prefectura, por estar que-mado, la encontró ingrata.

Sin saber cómo ganarse la vida ni qué hacer, marchóa Londres, en el momento en que algunos proscritos dela Comuna habían encontrado allí asilo.

Se hacía pasar por refugiado político con aquellosque no le conocían, tras tener la precaución de cam-biarse de nombre, y buscaba trabajo.

1 Título medieval alemán que designaba en la Edad Media al

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En esta situación Guérin se presentó en casa de unode los proscritos, Varlet, que no lo había visto nunca,para pedirle que le ayudara a encontrar un empleo.

Conmovido por el desamparo de aquel hombre aquien nadie conocía, Varlet le envió a un amigo, igual-mente proscrito.

Apenas Guérin entró a la casa, huyó aterrado: aca-baba de reconocer la voz de Mallet, que tenía contra élpruebas irrefutables.

Guérin ahora es un viejo patético, de andares y ade-manes inquietos. Volviendo a menudo la cabeza, comopara ver algo tras él, lo que ve así es su traición.

señor de una ciudad.

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6. La guerra – Partesoficiales

Napoléon III, que había tenido el 2 de diciembre su18 Brumario1 quería su Austerlitz.2 Por ello desde elcomienzo todas las derrotas se llamaban victorias.

Entonces, los que, bajo las cargas de la policía, ha-bían gritado: ¡Paz! ¡Paz!, los que habían escrito: no ire-mos a Berlín en un paseo militar, se levantaron, sinquerer la invasión.

El sentimiento popular estaba con ellos, adivinandobajo las imposturas oficiales, la verdad que más tarde

1 El 18 de Brumario del año VIII hace referencia a una fe-cha del calendario republicano francés, coincidente con el 9 de no-viembre de 1799 según el calendario gregoriano. En esa fecha, Na-poléon Bonaparte dio un golpe de Estado que acabó con el Direc-torio, última forma de gobierno de la Revolución francesa, e inicióel periodo conocido como Consulado.

2 El 2 de diciembre de 1805 (11 de Frimario del añoXIV segúnel calendario republicano francés) un ejército francés comandado

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brilló a la meridiana luz de la publicación de los partesoficiales.

En la investigación oficial sobre la guerra del 71 apa-rece la verdad tal como se la juzgaba a través de losacontecimientos.

He aquí cuáles eran los informes enviados por lasprovincias del este al ministerio de la Guerra, que ase-guraba que al Ejército no le faltaba ni un botón de po-laina haciendo caso omiso de las reclamaciones.

Metz, 19 de julio de 1870El general de Failly me informa que los179 batallones de su ejército han llegado,y transcribo aquí su despacho que tienecarácter urgente.Ningún recurso, ningún dinero en las ca-jas, ni en los cuerpos, reclamo dinero con-tante. Tenemos necesidad de todo en to-dos los aspectos. Envíe coches para los es-tadosmayores; nadie tiene. Envíe tambiénlas cantinas para los hospitales de campa-ña.

por el emperador Napoléon I derrotó a un ejército ruso-austriaco

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El 20 de julio siguiente, el intendente general Blon-deau, director administrativo de Guerra, escribía a Pa-rís:

Metz, 20 de julio de 1870, 9:50 de la maña-naNo hay en Metz ni azúcar ni café, ni arroz,ni aguardiente, ni sal: poco tocino y galle-tas. Envíe urgentemente, por lomenos, unmillón de raciones hacia Thionville.

El mismo día, escribía el general Ducrot al ministe-rio de Guerra:

Estrasburgo, 20 de julio de 1870, 7:30 de latardeMañana habrá apenas cincuenta hombrespara defender la plaza de Neuf-Brissac yel fuerte Mortier. —La Petite Pierre y Li-chlemberg están igualmente desguarneci-das; es la consecuencia de las órdenes queejecutamos. Parece comprobado que los

bajo mando del zar Alejanro I de Rusia y del emperador FranciscoII del Sacro Imperio Romano Germánico.

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prusianos son dueños ya de todos los des-filaderos de la Selva Negra.

En los primeros días de agosto, menos de doscientosmil hombres defendían las fronteras.

La guardia móvil, que hasta entonces no se habíaempleado más que en los días de revuelta, para ame-trallar y que en tiempo de paz no figuraba más que enlos registros del ministerio de la Guerra, fue dispuesta.

París se enteró, no se sabe cómo, de que cierto gene-ral no había podido encontrar sus tropas. Pero nadiedaba crédito a esta broma; fue preciso, mucho tiempodespués, reconocer su exactitud, leyendo en la investi-gación sobre la guerra del 70:

General Michel al departamento de Gue-rra, ParísHe llegado a Belfort, ’no he encontrado ami brigada’, no he encontrado general dedivisión, ¿qué debo hacer? No sé dónde es-tán mis regimientos.

Siempre según los despachos oficiales, los envíos,pedidos con urgencia por el general Blondeau, el 20de julio, no habían llegado a Thionville el 24, atesti-

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guando por el general que mandaba el 4° Cuerpo, enun parte al mayor general en París:

Thionville, 24 de julio de 1870, 9:12 de lamañanaEl 4° Cuerpo no tiene todavía ni cantinasni hospitales de campaña, ni transportepara las tropas y los estados mayores; to-do está completamente desguarnecido.

Continúa el increíble olvido.

Intendente 3er. Cuerpo a GuerraMetz, 24 de julio de 1870, 7 de la tardeEl tercer regimiento sale mañana; no ten-go ni enfermeros, ni empleados de admi-nistración, ni arcones de ambulancia, niforraje, ni trenes, ni instrumentos para pe-sar, y en la 4ª división de caballería no ten-go ni siquiera un funcionario.

La serie continúa sin interrupción en julio y agosto,¿Hubo fatalidad, desconcierto, ignorancia? Los partesconfiesan la incuria.

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Coronel director Parque, 3er. Cuerpo, a di-rector artillería, Ministerio de la Guerra,París;Las municiones de las ametralladores nolleganMayor general a Guerra, ParísMetz, 27 de julio de 1870, 1:15 de la tardeLos destacamentos que se incorporan alejército siguen llegando sin cartuchos ysin petates.Mayor general a Guerra, ParísMetz, 29 de julio de 1870, 5:36 de la maña-naCarezco de galletas para avanzar.El mariscal Bazaine, al general Ladmi-rault, en ThionvilleBoulay, 30 de julio de 1870Tiene usted que haber recibido la hoja deinformes núm. 5, en la cual se le adviertede grandes movimientos de tropas sobreel Sarre, y la llegada del rey de Prusia a

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Coblenza. Ayer vi al emperador de Saint-Cloud; nada se ha acordado aún sobre lasoperaciones que tenga que emprender elEjército francés. Sin embargo, parece quese tiene a un movimiento ofensivo avan-zado el 3er. Regimiento.

En ese momento mismo Roucher decía a su sobe-rano: ¡Gracias a vuestros esfuerzos Francia está prepa-rada!

Casi inmediatamente se advirtió que no había nadapreparado, ni la décima parte de lo necesario.

En tanto que se intercambian estos partes, en su mo-mento secreto, el puñado de hombres diseminados a lolargo de las fronteras desaparecía frente a los numero-sos soldados de Guillermo:

Cuarenta mil prusianos, que marchaban a lo largode las riberas del Lauter, encontraron allí algunos gru-pos dispersos, que machacaron al pasar; era la divisióndel general Douay.

En Froeschwiller, Mac-Mahon, apoyado de un ladopor Reichshoffen, y del otro por Elsanhaussen, aguar-daba tranquilamente a Failly, que no llegaba, sin ad-vertir que poco a poco grupos insignificantes de solda-dos prusianos iban subiendo apiñándose en la llanura;

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era el Ejército de Federico de Prusia. Cuando hubo allíalrededor de ciento veinte mil hombres, portando cua-trocientos cañones, atacaron, arrollando las dos alasde los franceses a la vez.

Así fue sorprendido Mac-Mahon, con cuarenta milhombres. Entonces, como antaño, los coraceros se in-molaron, lo que recibe el nombre de la carga de Reichs-hoffen.

El mismo día, en Forbach, derrota del 2°Cuerpo.El desastre avanzaba rápido.Los partes se sucedían, lamentables.

General subdivisión, a general divisiónMetzVerdún, 7 de agosto de 1870, 5:45 de la tar-deEn Verdún faltan aprovisionamientos: vi-nos, aguardiente, azúcar y café; tocino, le-gumbres secas, carne fresca, ruego pro-veer urgencia para los cuatro mil móvilessin armas.

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No podía enviarse nada, como lo prueba lo que si-gue:

Intendente 6° Cuerpo a Guerra, ParísCampo de Châlons, 8 de agosto de 1870,10 h 52 de la mañanaRecibo del intendente jefe del Ejército delRin petición de quinientas mil raciones devíveres de campaña. No tengo una sola ra-ción de galletas ni de víveres de campaña,a excepción de azúcar y café.

La declaración sobre la situación, por lo generalFrossard, no deja lugar a dudas.

El total de los efectivos —dice— alcanzabaapenas 200.000 hombres al principio. Des-pués de la llegada de diversos contingen-tes, pudo alcanzar a 250.000, pero jamásexcedió esta cifra. El gran Estado Mayorgeneral revelaba 243.171 hombres, el 1° deagosto de 1870.La organizaciónmaterial estaba incomple-ta; los comandantes de los regimientos no

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tenían aún conocimiento de ningún plande campaña. Sabíamos tan solo que íba-mos a encontrarnos frente a fuerzas ale-manas de unos 250.000 hombres, que enmuy poco tiempo podían duplicarse.

Se puede leer un testimonio no menos terrible enLes forteresses françaises pendant la guerre de 1870,3 delteniente coronel Prévost:

Cuando se hubo declarado la guerra a Pru-sia, ninguna de las ciudades vecinas dela frontera alemana poseía el armamen-to adecuado, sobre todo en cuanto a cure-ñas; las piezas rayadas, los cañones nue-vos eran allí escasos; lo mismo ocurría encuanto a las municiones y los víveres, asícomo los aprovisionamientos de cualquierclase.

En las obras del general de Palikao se encuentra estacarta de un oficial general:

En cuanto llegué a Estrasburgo (hace unosdoce días), me asombró la insuficiente de

3 Las fortalezas francesas durante la guerra de 1870.

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la administración y de la artillería. Le cos-tará a usted trabajo creer que en Estras-burgo, en ese gran arsenal del este, ha si-do imposible encontrar agujas, arandelasy cerrojos para nuestros fusiles.Lo primero que nos decían los comandan-tes de las baterías de ametralladores eraque habría que administrar bien las muni-ciones, porque no había.En efecto, en la batalla del 7, las bateríasde ametralladores y otras tuvieron que de-jar durante cierto tiempo, el campo de ba-talla para ir en busca de nuevas provisio-nes al parque de reserva, que por lo demás,estaba también bastante escaso.Como el 6 se dio la orden de volar un pues-to, no hubo manera de encontrar pólvorade mina en todo el grueso del cuerpo deejército, ni en ingenieros ni en artillería.

Los prusianos entraron en Francia a la vez porNancy, Toul y Lunéville.

Federicho marchaba sobre París persiguiendo aMac-Mahon que, simple y terco, invocaba a Nuestra

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Señora de Auray; o quizá de acuerdo con Eugenia, quellamaba su guerra a aquella desastrosa serie de derro-tas, imploraba a alguna virgen andaluza.

El joven Bonaparte, a quien llamábamos el peque-ño Badingue, y a quien los viejos militares llamaban,anticipadamente, Napoléon IV, recogía bobamente lasbalas del suelo después de la batalla, a una edad enla que tantos heroicos muchachos combatieron comohombres, en los días de mayo.

Lo grotesco se mezclaba con lo horrible.

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7. El asunto de la Villette –Sedán

Decíamos adelante, Viva la RepúblicaTodo París responderá, Todo París sublevado

Todo París sublime, heroico,En su generosa sangre del imperio lavada.

La gran ciudad enmudeció,Cada postigo cerrado y la calle desierta.

Y nosotros con furia gritábamos ¡a por el Prusiano!Louise Michel

Solo la República podía liberar a Francia de la inva-sión, limpiarla de los veinte años de Imperio que habíapadecido y abrir de par en par las puertas del porvenircerradas por las pilas de cadáveres.

En Montmartre, Belleville y el Barrio Latino, los es-píritus revolucionarios, y por encima de todos los de-más los blanquistas, gritaban a las armas.

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Se conocía el desastre, del que el gobierno no confe-saba más que una sola cosa: la carga de los coraceros.

Se sabía que cuatro mil cadáveres, y el resto prisio-nero, era todo lo que quedaba del Ejército de Frossard.

Se sabía que los prusianos se habían establecido enFrancia. Pero cuanto más terrible era la situación, ma-yor era el valor. La República cerraría las heridas y en-grandecería las almas.

¡La República! Vivir para ella no era bastante, que-ríamos morir por ella.

Con estas aspiraciones, el 14 de agosto del 70 tuvolugar el asunto de La Villette.

Sobre todo los blanquistas creían poder proclamarla República antes de que el Imperio carcomido se des-plomara por sí mismo.

Para esto se necesitaban armas y como no había sufi-cientes, se quiso empezar por tomar el cuartel de bom-beros del bulevar de La Villette, en el número 141, meparece, donde nos apoderaríamos de las armas.

Se dijo que mataron a un bombero; solo resultó he-rido, y él mismo lo hizo saber después. El puesto eranumeroso y estaba bien armado. La policía, prevenidano se sabe cómo, cayó sobre los revolucionarios. Losde Montmartre, que llegaron tarde, vieron en el bule-var desierto, los postigos de cuyas casas se cerraron de

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golpes, el coche en el cual habían arrojado a Eudes yBrideau, presos, rodeado de moscones y de imbécilesque gritaban: ¡a los Prusianos!

Esta vez y de nuevo todo había terminado, pero yavolvería a presentarse la ocasión.

El 16 de agosto, una cierta ventaja obtenida por Ba-zaine en Borny, y deliberadamente exagerada por elgobierno con el fin de enarbolarla ante la credulidadpopular, pareció retrasar todavía más la marcha delEjército francés.

Los combates de Gravelotte, Rézonville, Vionville yMars-la-Tour fueron los últimos antes de la confluen-cia de los dos ejércitos prusianos, que rodearon con unsemicírculo al Ejército francés.

Pronto se cerraría el círculo. El gobierno seguíaanunciando victorias.

Estos rumores de victoria hicieron más fácil la con-dena a muerte de Eudes y de Brideau.

Incluso algunos radicales llamaron bandidos a loshéroes de La Villette. ¡En un primer momento, Gam-betta propuso contra ellos, la ejecución inmediata ysin proceso!

El complot de La Villette estuvo durante algún tiem-po a la orden del día en el terror burgués.

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Los revolucionarios, sin embargo, no eran los únicosen juzgar la situación y a los hombres en su justo valor.

Había en el ejército mismo algunos oficiales repu-blicanos. Uno de ellos, Nathaniel Rossel, escribía a supadre (aquel mismo 14 de agosto en que se intentó pro-clamar la República en París) la siguiente carta, conser-vada entre sus papeles póstumos:

He tenido desde el principio de la guerra,aventuras extrañas y bastante numerosas,pero un detalle particular que te asombra-rá es que no he sido jamás enviado al com-bate. Alguna vez he ido, pero por mi únicocapricho, y corriendo pocos peligros.En Metz, no tardé en darme cuenta de laincapacidad de nuestros jefes, generalesy Estado Mayor; incapacidad sin remedioconfesada por todo el ejército, y como ten-go la costumbre de llevar las deduccioneshasta el final, pensaba, incluso antes del14, en los medios para expulsar a toda estapandilla.Imaginé para ello, algunos que no seríanimpracticables. Recuerdo que por las no-

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ches, con mi camarada X, de espíritu ge-neroso y decidido, y que compartía total-mente mis ideas, paseábamos delante deesos ruidosos hoteles de la calle de lesClercs, llenos a todas horas de caballos, co-ches, de intendentes cubiertos de galonesy de todo el tumulto de un Estado Mayorinsolente y vividor. Examinábamos los ac-cesos, la situación de las puertas y cómo,con cincuenta hombres decididos, era po-sible apoderarse de todos aquellos tipos;entonces buscamos a esos cincuenta hom-bres, pero no encontramos ni diez.El 14 de agosto, al anochecer, vimos, des-de lo alto de las murallas de Serpenoise, elhorizonte desde Saint-Julien hasta Queu-leu iluminado por los fuegos de la batalla.El 16, el ejército había pasado el Mosela yencontraba delante al enemigo. En cuantoterminé mi servicio, los convoyes de he-ridos que llegaban anunciaban una granbatalla. Cabalgué por Moulins y Chatelhasta la meseta de Gravelotte donde asis-tí a una parte de la acción, al lado de una

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batería de ametralladoras magníficamen-te mandada (volví a ver después, el día dela capitulación, al capitán de esta batería).El 18, por la tarde, fui otra vez a ver la ba-talla y encontré al general Grenier, queregresaba habiendo perdido su división,la cual se dispersaba tranquilamente, trashaber combatido durante siete horas sinser relevada. A la mañana siguiente, secompletó el bloqueo.No por eso dejé de seguir buscando enemi-gos para aquellos ineptos generales.El 31 de agosto y el 1° de septiembre, tra-taron de librar una batalla, y ni siquierasabían hacer entrar en acción a sus tropas.El desdichado Lebouef trató, según dicen,que le mataran; solo logró que mataranestúpidamente a muchos valerosos hom-bres.La tarde del 31 fui a ver la batalla al fuertede Saint-Julien y al día siguiente, 1° de sep-tiembre, en el extremo del campo de ba-talla, me encontré particularmente a Sai-

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llard, a quien habían nombrado jefe de es-cuadrón y que aguardaba con dos bateríasel momento de entrar en batalla.Rara vez he sentido encogérseme de talmodo el corazón como al ver que las úl-timas posibilidades que nos quedaban, sedesperdiciaban tan vergonzosamente, yaque cada vez que combatíamos recobrabala confianza.1

¿No es algo extraño que aquellos hombres descono-cidos los unos de los otros, soñando al mismo tiempo,en la misma nefasta hora en que los déspotas rema-taban su obra, los unos en proclamar la República li-beradora, los otros en desembarazar al ejército de losinsolentes y vividores estados mayores del Imperio?

En tanto que las victorias continuaban en los comu-nicados, hacían sonar sus trompetas sobre todas las de-rrotas, se hubiera ejecutado a Eudes y a Brideau si unacarta de Michelet cubierta de miles de firmas protes-tando contra aquella medida criminal no hubiera apla-zado esta ejecución.

1 N. Rossel. Documentos póstumos, recogidos por Jules Ami-gues. N. de A.

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Era tal el viento de espanto que atravesaba París du-rante esta última fase de la agonía imperial, que variosde los que habían firmado con entusiasmo al principio,acudían a retirar su firma (¡les iba, decían, su cabeza!).

Pero como tenía que ver sobre todo con la cabezade nuestros amigos Eudes y Brideau, confieso por miparte que me negué a devolver ninguna de aquellasfirmas de las listas que me fueron confiadas.

Se nos encargó, a Adèle Esquiros, a Andrée Leo y amí, llevar el voluminoso documento al gobernador deParís. Era el general Trochu. No era cosa fácil conse-guirlo, pero habían tenido razón al contar con la auda-cia femenina.

Cuanto más se nos decía que era imposible llegar aldespacho del gobernador, más avanzábamos.

Conseguimos entrar al asalto, en una especie de an-tecámara rodeada de bancos apoyados contra las pare-des.

En medio, una mesita cubierta de papeles; allí solíanaguardar quienes querían ver al gobernador. Estába-mos solas.

Esperaban echarnos cortésmente; pero después dehabernos sentado en uno de los bancos, declaramosque veníamos de parte del pueblo de París para entre-

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gar en mano al general Trochu, unos papeles que eranecesario que conociese.

Las palabras “de parte del pueblo” les hicieron refle-xionar un poco. No se atrevían a echarnos y emplearonla persuasión para que dejáramos nuestros documen-tos sobre la mesa, cosa imposible de obtener por partenuestra.

Uno de los que estaban allí se destacó entonces vol-viendo con un individuo que nos dijo ser el secretariode Trochu.

Este entró en negociaciones con nosotras, y nos ase-guró que, estando ausente Trochu, él tenía orden derecibir en su lugar lo que estuviera dirigido al general.Quiso consignar en un registro el depósito del docu-mento que le entregamos, tras tener prueba de que nose nos engañaba.

Aquel secretario no parecía hostil a lo que pedíamos,y las precauciones tomadas por nosotras le parecieronnaturales.

El tiempo apremiaba y, a pesar de la afirmación delsecretario de que el gobernador de París sentía un granrespeto por la voluntad popular, vivimos desde aquelmomento bajo el continuo temor de saber que la eje-cución pudiera llevarse a cabo de pronto, en un accesocualquiera de delirio imperialista.

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Al descender un ejército alemán a lo largo del Mosa,los franceses se replegaron sobre Sedán.

Se lee, a tal propósito, en el informe oficial del ge-neral Ducrot (el que no debía regresar sino muerto ovictorioso, pero que no fue ni lo uno ni lo otro): “Estaplaza de Sedán, que tenía su importancia estratégica,ya que, comunicándose por todos lados con Mézièresy el entronque de Huson, y que era el único medio deavituallamiento de un ejército que operase por el nor-te sobre Metz, estaba a merced de un golpe de mano.Sin víveres, sin municiones, ni provisiones de ningu-na clase; algunas piezas tenían treinta proyectiles paradisparar, otras seis, pero la mayoría carecían de esco-billones”.

El 1° de septiembre, los franceses fueron rodeados ytriturados como en un mortero por la artillería alema-na que ocupaba las alturas.

Cayeron dos generales: Treillardmuerto, Marguerit-te herido de muerte.

Entonces, Baufremont por orden de Ducrot, lanzótodas las divisiones contra el Ejército prusiano.

Estaban allí el 1° de húsares y el 6° de cazadores, bri-gada Tillard.

Los primeros, segundos y cuartos de cazadores deÁfrica, brigada Margueritte.

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Fue horrible y hermoso; es lo que se llama la cargade Sedán.

La impresión fue tan grande, que el viejo Guillermoexclamó: ¡Qué gente tan valiente!

La carnicería fue tal, que la ciudad y el campo dealrededor estaban cubiertos de cadáveres.

En aquel lago de sangre, los emperadores de Franciay Alemania hubiesen podido apagar con creces su sed.

El 2 de septiembre, en la bruma del anochecer, elejército victorioso, en pie sobre las alturas, entonó uncántico de acción de gracias al dios de los ejércitos, alque invocaban igualmente Bonaparte y Trochu.

Las melodiosas voces alemanas, repletas de sueños,planeaban inconscientes sobre la sangre derramada.

Napoléon III no queriendo probar la suerte de losdesesperados, se rindió y con él más de noventa milhombres, las armas, las banderas, cien mil caballos yseiscientas cincuenta piezas de artillería.

El Imperio estaba muerto, y tan profundamente se-pultado que parte alguna pudo jamás volver.

El hombre de diciembre, que terminaba en el hom-bre de Sedán, arrastraba con él a toda la dinastía.

Es un hecho, en adelante no se podrán remover másque las cenizas de la leyenda imperial.

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Por el valle de Sedán, parece verse pasar, semejantea un vuelo fantasmal, la fiesta imperial conducida conlos dioses de Offenbauch, por la burlona orquesta deLa bella Helena;2 en tanto que asciende, espectral, elocéano de los muertos.

Se ha atribuido después a Gallifet lo que hizo Baufre-mont, para disminuir el inolvidable horro del degüellode París. Sabemos que Gallifet estaba en Sedán, ya querecogió allí el sombrero de plumas blancas de Margue-ritte: esto no disminuye en nada la sangre con la queestá cubierto, y que no se borrará jamás.

Los prisioneros de Sedán fueron conducidos a Ale-mania.

Seis meses después, la comisión de saneamiento delos campos de batalla hizo vaciar las fosas en las que,apresuradamente, se habían amontonado los cadáve-res. Se vertió sobre ellos pez, y con madera de alercese hizo una hoguera.

Sobre los restos se echó cal viva para que todo que-dase consumido.

2 La bella Helena (en francés *La belle Hélène) es una óperabufa conmúsica de Jacques Offenbauch y libreto de Henri Meilhacy Ludovic Halévi. La opereta parodia la historia de la huida deHelena con Paris, que se ambienta en la Guerra de Troya.

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Durante aquellos años la cal viva fue una terribledevoradora de hombres.

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II. La República del 4de septiembre

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1. El 4 de septiembre

Amigos, bajo el maldito Imperio¡Cuán hermosa era la República!

Louise Michel, Canción de las cárceles

A través del espanto que inspiraba el Imperio, laidea de que estaba en las últimas se difundía por Pa-rís, y nosotros, entusiastas, soñábamos con la revolu-ción social en la más alta acepción de ideas que fueraposible.

Los antiguos vocingleros del “a Berlín”, aunque sos-teniendo todavía que el Ejército francés por todas par-tes era victorioso, dejaban escapar cobardes tenden-cias hacia la rendición, que la gente les hacía volver atragarse, diciéndoles que París moriría antes que ren-dirse, y que se arrojaría al Sena a quienes propagarantal idea. Irían a reptar a otro lado.

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El 2 de septiembre por la tarde, rumores de victo-rias que procedían de fuente sospechosa, es decir delgobierno, nos hicieron pensar que todo estaba perdido.

Una tumultuosa multitud llenó las calles durante to-do el día, y por la noche fue aún mayor.

El 3, hubo sesión nocturna en el Cuerpo Legislati-vo, a petición de Palikao, que confesó la existencia decomunicados graves.

La plaza de la Concordia estaba llena de grupos;otros seguían a lo largo de los bulevares, hablando al-borotadamente entre ellos: había ansiedad en el am-biente.

Por la mañana, un joven, que había sido uno de losprimeros en leer el anuncio del gobierno, lo comen-tó con gestos de estupor. Inmediatamente le rodeó ungrupo que gritaba: ¡A los Prusianos!, le llevó al puestode Bonne-Nouvelle, donde un agente se arrojó sobreél hiriéndole mortalmente.

Otro más que afirmaba que acababa de leer el desas-tre en el cartel del gobierno, iba a parecer sin más,cuando uno de los atacantes, este de buena fe, levantócasualmente los ojos y vio la siguiente proclama quetodo París leía en aquel momento con estupor:

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La patria ha sufrido una gran desgracia.Después de tres días de una heroica lu-cha, mantenida por el ejército del mariscalMac-Mahon contra trescientos mil enemi-gos, ¡cuarentamil hombres están prisione-ros!El general Wimpfen, que había tomado elmando del ejército para reemplazar al ma-riscal Mac-Mahon, gravemente herido, hafirmado una capitulación: este grave revésno altera nuestro valor.París está hoy en estado de defensa, lasfuerzas militares del país se están organi-zando; en pocos días, un nuevo ejército es-tará en los muros de París.Otro ejército se está formando en las ori-llas del Loira.Vuestro patriotismo, vuestra unión, vues-tra energía salvarán a Francia.El Emperador ha sido hecho prisionerodurante la batalla.El gobierno, de acuerdo con los poderespúblicos, asume todas las medidas que

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comporta la gravedad de los aconteci-mientos.El Consejo de Ministros: Conde de Pa-likao, Henri Chevreau, Almirante Ri-gault de Grenouilly, Jules Brame, Latour-d’Auvergne, Grandperret, Clément Du-vernois, Magne, Busson, Billot, JérômeDavid.

Por hábil que fuese esta proclama, a nadie se le ocu-rrió pensar que el Imperio podía sobrevivir después dela rendición de un ejército con sus cañones, sus armas,su equipo, con los que luchar y vencer.

París no se entretuvo en preocuparse por NapoléonIII, la República existía antes de proclamarse.

Y por encima de la derrota cuya vergüenza recaíasobre el Imperio, la evocación de la República era unresplandor que iluminaba todos los rostros; el porvenirse abría hacia la gloria.

Unamarea humana llenaba la plaza de la Concordia;Al fondo, estaban en orden de batalla los últimos de-

fensores del Imperio, guardias municipales y policía,creyéndose obligados a acatar la disciplina del golpede Estado; pero sabíamos muy bien que no podrían re-sucitarlo de entre los muertos.

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A eso del medio día, llegaron por la calle Royaleunos guardias nacionales armados.

Ante ellos, los municipales, sin protección se forma-ron en apretado batallón, y se replegaron con los po-licías cuando la Guardia Nacional avanzó con la bayo-neta calada.

Entonces, hubo un grito enorme entre la multitud,un clamor que subió hasta el cielo como llevado por elviento: ¡Viva la República!

Los policías y los municipales rodeaban el CuerpoLegislativo; pero la multitud invasora, llegó hasta lasrejas, gritando: ¡Viva la República!

¡La República! ¡Era como una visión de ensueño!¿Iba, pues, a llegar?

Los sables de los policías vuelan por el aire, las re-jas se rompen, la multitud y los guardias nacionales,entran en el Cuerpo Legislativo.

El ruido de las discusiones llega hasta el exterior in-terrumpido de cuando en cuando por el grito de ¡Vivala República! Los que habían entrado arrojan por lasventanas unos papeles en los que figuran los nombrespropuestos para los miembros del gobierno provisio-nal.

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La multitud canta La Marsellesa. Pero el Imperio laha profanado, y nosotros, los rebeldes, no la entona-mos más.

La canción del Buenhombre pasa cortando el airecon sus vibrantes estribillos:

Buen hombre buen hombreAfila bien tu hozsentimos que somos la rebelión y la desea-

mos.

Continuamos pasando nombres; en algunos, talescomo Ferry, hay murmullos, otros dicen: “¡Qué im-porta! Puesto que tenemos la República, se cambia-rán aquellos que no valgan nada”. Son los gobernan-tes los que hacen las listas. En la última están: Arago,Crémieux, Jules Favre, Jules Ferry, Gambetta, Garnier-Pagès, Glais-Bizoin, Eugène Pelletan, Ernest Picard, Ju-les Simon, Troche, gobernador de París.

La multitud grita: ¡Rochefort!, se le pone en la lista;es la multitud la que manda ahora.

Un nuevo clamor se eleva en el Ayuntamiento. El es-pectáculo era ya hermoso ante el Cuerpo Legislativo,pero lo es mucho más fuera. La multitud corre haciael Ayuntamiento, está viviendo uno de sus días de es-plendor.

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El gobierno provisional está ya allí; uno solo lleva lafaja roja, Rochefort, que acaba de salir de la prisión.

Más gritos de ¡Viva la República! ¡Se respira la libe-ración!, pensamos.

Rochefort, Eudes, Brideau, cuatro desdichados que,por los falsos informes de los agentes, fueron conde-nados por el asunto de La Villette (del que no sabíannada), los condenados del proceso de Blois, y algunosotros a quien perseguía el Imperio, fueron liberados.

El 5 de septiembre, Blanqui, Flotte, Rigaud, Th. Fe-rré, Breullé, Granger, Verlet (Henri Place), Ranvier ytodos los demás aguardaban la salida de Eudes y Bri-deau, cuya libertad había ido a firmar Eugène Pelletana la prisión de Cherche-Midi.

Creíamos que con la República se alcanzaría la vic-toria y la libertad.

A quien hubiese hablado de rendirse se le habría ma-chacado.

París alzaba bajo el sol de septiembre quince forta-lezas, semejantes a navíos de guerra tripulados por va-lientesmarinos; ¿qué ejército de invasión osaría entraral abordaje?

Por lo demás, en lugar de un largo asedio que pade-cer, habría salidas en masa; porque ya no estaba Badin-gue, estaba la República:

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La república universalSe alza bajo los ardientes cielosCubriendo los pueblos con su alaComo una madre a sus pequeñosEn el oriente blanquea la auroraLa aurora del gigantesco siglo¡En pie! ¡Por qué seguir durmiendo!¡En pie Pueblo, sé fuerte y grande!

El gobierno juraba que no se rendiría jamás.Toda la gente de buena voluntad se ofrecía, abne-

gada hasta la muerte; hubiéramos querido tener milexistencias para ofrecerlas.

Los revolucionarios estaban en todas partes, se mul-tiplicaban; nos sentíamos con una enorme fortaleza vi-tal, parecía como si fuéramos la revolución misma.

Íbamos, cual Marsellesa viviente, sustituyendo a laque el Imperio había profanado.

Esto no durará, decía el viejo Miot, que se acordabadel 48.

Un día, en la puerta del Ayuntamiento, Jules Favrenos estrechó a los tres entre sus grandes brazos, a Ri-gaud, a Ferré y a mí, llamándonos sus queridos hijos.

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Por mi parte, le conocía desde hacía mucho tiempo;había sido, como Eugène Pelletan, presidente de la So-ciedad para la Educación Elemental, y en la calle Hau-tefeuille, donde se daban los cursos, gritábamos ¡Vivala República! mucho antes del fin del Imperio.

Pensaba todo esto durante los días de mayo, en Sa-tory, ante la charca de sangre en la que los vencedoresse lavaban las manos, único líquido que se dio a be-ber a los prisioneros, tendidos bajo la lluvia, en el lodoensangrentado del patio.

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2. La reforma nacional

Compañeros tenemos la RepúblicaEl oscuro pasado se va a terminar

En pie todos, es la heroica horaBravo es aquel que sabe morir.

Louise Michel. Respublica

¿Era, entonces, el poder el que cambiaba así a loshombres de septiembre?

Ellos, a quienes tan valientes vimos ante el Imperio,estaban espantados por la revolución.

Se negaban a tomar impulso ante ese abismo quesortear; prometían, juraban, contemplaban la situa-ción, y querían permanecer eternamente encerradosen ella. Con otros sentimientos, nosotros también nosdábamos cuenta.

Guillermo se acercaba, ¡tanto mejor! ¡París, con unasalida torrencial, aplastaría la invasión! Los ejércitos

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de provincias se nos unirían, ¿no teníamos la Repúbli-ca?

Y una vez reconquistada la paz, la República no seríabelicosa ni agresiva contra los otros pueblos; la Inter-nacional llenaría el mundo bajo el brote ardiente delgerminal social.

Y con la profunda convicción del deber, pedíamosarmas que el gobierno negaba. Quizá temía armar alos revolucionarios; quizá crecía realmente de ellas; te-níamos promesas, eso era todo. Los prusianos seguíanavanzando; se hallaban en el punto en que el ferroca-rril cesaba de funcionar para París; más cerca, cada vezmás cerca.

Pero, al mismo tiempo que los periódicos publica-ban el avance de los prusianos, una nota oficial con lacifra de los aprovisionamientos tranquilizaba a la mul-titud.

En los parques, el Luxemburgo, el Bois de Boulogne(Bosque de Bolonia), doscientas mil ovejas, cuatrocien-tos mil bueyes, doce mil cerdos amontonados moríande hambre y de tristeza, ¡los pobres animales!, perodaban una visible esperanza a los ojos de quienes seinquietaban.

La provisión de harina sumada a la de los tahone-ros era de más de quinientos mil quintales; había unos

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cienmil de arroz, diez mil de café, de treinta a cuarentamil de carnes saladas, sin contar la enorme cantidad deartículos que hacían llegar los especuladores centupli-cando el precio, y que en caso desesperado hubiesenindudablemente pasado, con las demás provisiones ala vida general.

Las estaciones, losmercados, todos losmonumentosestaban llenos.

En la nueva Ópera, el grueso de cuya obra estabaacabado, el arquitecto Garnier hizo horadar la capa decemento sobre la que se asentaban los cimientos. Unacorriente que desciende de Montmartre brotó por allí:tendríamos agua.

Más hubiera valido que faltara todo: lo provisional,en sus primeros días, no habría obstaculizado el impul-so heroico de París, y se hubiera podido vencer todavíaal invasor.

Algunos alcaldes caminaban en la misma direcciónque la población de París; Malon en Batignolles y Cle-menceau en Montmartre, con Jaclard, Dereure y La-font como adjuntos de Clemenceau, hizo por momen-tos temblar a la reacción.

Pero pronto se apaciguó; los más fieros corajes sevolvían inútiles en los viejos engranajes del Imperio

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donde, con nuevos nombres se seguía machacando alos desheredados.

Los prusianos ganaban terreno; el 18 de septiembre,estaban bajo los fuertes; el 19, se establecían en la me-seta de Châtillon. Pero antes que rendirse, París arde-ría como antaño Moscú.

Rumores de traición por parte del gobierno comen-zaban a circular, solo eran unos incapaces. El poderefectuaba su eterna obra, y la seguirá efectuando siem-pre que la fuerza sostenga al privilegio.

Llegó el momento en que, si los gobernantes hubie-sen vuelto las bocas de los cañones contra los revolu-cionarios, no se habrían sorprendido nada.

Pero cuanto más empeoraba la situación, mayor erael entusiasmo por la lucha.

El impulso era tan general, que todos sentían la ne-cesidad de terminar.Le Siêcle mismo publicó el 5 de septiembre un ar-

tículo titulado Llamamiento a los audaces, empezabaasí:

Con nosotros, los audaces. En circunstan-cias difíciles se necesita la inteligenciapronta y las desconocidas audacias.

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Con nosotros, los jóvenes. Los temerarios,los audaces indisciplinados se conviertenen nuestros hombres. La idea y la accióndeben ser libres. No os molestéis más, noos sometáis más, desembarazaos de unavez, de los viejos collares y de las viejascadenas: es el consejo que daba el otro díanuestro amigo Joigneaux, y este consejoes la salvación.

Los audaces acudieron en masa, no era preciso lla-marles, ¡era la República! Pronto, el lento funciona-miento de las administraciones, las mismas que bajoel Imperio, lo paralizaría todo.

Nada había cambiado, puesto que todos los engrana-jes solo tuvieron nombres nuevos; tenían una careta,eso era todo.

Las municiones falsificadas, los suministros por es-crito, la falta de todo lo que era de primera necesidadpara el combate, la ganancia escandalosa de los abas-tecedores, el armamento insuficiente… No cabía dudaalguna: era la misma cosa.

Según el testimonio del ministro de la Guerra, el úni-co batallón totalmente armado era el de los empleadosde los ministerios.

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“No me hablen ustedes de esa estupidez”, decía elgeneral Guyard refiriéndose a los que se cargaban porla culata.

Cierto es que los peores hubiesen valido, utilizadosen el arrebato de la desesperación por hombres decidi-dos a reconquistar su libertad.

Jeliz Pyat, demasiado suspicaz (aunque pagado paraserlo), y los evadidos de junio y de diciembre revivíanlos días pasados; los revolucionarios, queriendo pres-cindir del gobierno para vencer, se dirigían sobre todoal pueblo de París en los comités de vigilancia y losclubes.

Estrasburgo, cercada el 13 de agosto, no se había ren-dido aún el 18 de septiembre. Estando ese día en el Pa-rís más angustiado, al sentir la agonía de Estrasburgoque herida, bombardeada por todas partes, no queríamorir; se nos ocurrió a algunos, mejor dicho a algunas,pues la mayoría éramos mujeres, conseguir armas ymarchar por encima de todo a ayudar a Estrasburgo adefenderse o a morir con ella.

Nuestro pequeño grupo partió en dirección al Ayun-tamiento gritando: “¡A Estrasburgo, a Estrasburgo!¡Voluntarios para Estrasburgo!”.

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A cada paso se nos unían nuevos manifestantes; lasmujeres y los jóvenes, estudiantes en su mayoría, pre-dominábamos.

Pronto hubo un considerable gentío.En las rodillas de la estatua de Estrasburgo había un

libro abierto, en el que firmamos nuestro alistamientovoluntario.

De allí, en silencio, nos dirigimos al Ayuntamiento.Éramos ya un pequeño ejército.

Un buen número de maestras acudieron; habían al-gunas de la calle del Faubourg-du-Temple a las que hevuelto a ver después, y allí encontré por primera vez ala señora Vincent, que quizá conservó de aquella ma-nifestación la idea de las agrupaciones femeninas.

Delegaron en Andrée Leo y en mí para pedir armas.Para nuestra sorpresa, fuimos recibidas sin dificul-

tad, y creímos aceptada la petición, cuando, tras haber-nos conducido a una sala grande en el que solo habíaunos bancos, nos cerraron la puerta.

Había ya allí dos presos, un estudiante que había idoa la manifestación y que se llamaba, creo, Senart, y unaanciana que, al atravesar la plaza, llevando en la manoel aceite que acababa de comprar, había sido detenidasin que ella supiera por qué, como tampoco lo sabíanaquellos que la habían encerrado. Temblaba tanto que

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derramaba el aceite alrededor de ella mojando su ves-tido.

Al cabo de tres o cuatro horas, un coronel vino parainterrogarnos; pero no quisimos contestar nada antesde que pusieran en libertad a la pobre anciana. Su te-rror y la aceitera vacilante en sus manos eran pruebamás que suficiente de que no había acudido a ningunamanifestación.

Acabamos por entendernos y salió temblándole laspiernas, tratando de no dejar caer la alcuza cuyo aceiteseguía derramándose.

Entonces procedieron a interrogarnos, y como apro-vecháramos la ocasión para exponer nuestra deman-da de armas para nuestro batallón de voluntarios, eloficial, que no parecía comprender, exclamó estúpida-mente: “¿Y qué puede importarles que caiga Estrasbur-go, si no están ustedes allí?” Era un hombre gordo, decara regular y boba, ancho de hombros, bien plantado,un ejemplar dorado con grado de coronel.

No había otra cosa que contestar sino mirarle defrente.

Y como dije en vox alta el número de su quepis, com-prendió quizá lo que acababa de decir y se marchó.

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Algunas horas más tarde, un miembro del gobiernoque llegó al Ayuntamiento hizo que nos pusieran enlibertad al estudiante, a Andrée Leo y a mí.

Mitad por la fuerza, mitad con mentiras, dispersa-ron la manifestación.

Aquel mismo día sucumbía Estrasburgo.Se hablaba mucho del ejército del Loira. Guillermo,

decían, iba a encontrarse atrapado entre aquel ejércitoy una formidable salida de los parisinos.

La confianza en el gobierno disminuía día a día; sele juzgaba incapaz, por lo demás como todo gobierno,pero se contaba con el empuje de París.

Mientras tanto, cada uno encontraba tiempo paraejercitarse en el tiro en las barracas. Llegué a ser muydiestra, lo que pudimos comprobar más tarde en lascompañías de marcha de la Comuna.

París, queriendo defenderse, vigilaba ella misma.El consejo federal de la Internacional tenía su sede

en la Corderie du Temple. Allí se reunían los delega-dos de los clubes, y así se formó el Comité Central delos veinte distritos, que a su vez creó en cada distritocomités de vigilancia formados por entusiastas revolu-cionarios.

Uno de los primeros actos del Comité Central fue ex-poner al gobierno la voluntad de París. Estaba expresa-

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da en pocas palabras en un cartel rojo que arrancaronen el centro de París los agentes del orden, aclamadoen los suburbios y estúpidamente atribuido por el go-bierno a agentes prusianos; para ellos era una obsesión.He aquí el cartel:

¡RECLUTAMIENTO EN MASA!¡ACELERACIÓN DE LA ENTREGA DE ARMAS!

¡RACIONAMIENTO!

Los firmantes eran Avrial, Beslay, Briosne, Cha-lain, Combault, Camélinat, Chardon, Demay, Duval,Dereure, Frankel, Th. Ferré, Flourens, Johannard, Ja-clard, Lefrançais, Langevin, Longuet, Malon, Oudet,Pottier, Pindy, Ranvier, Régère, Rigaud, Serrailler, Tri-don, Theisz, Trinquet, Vaillant, Varlin y Vallès.

En respuesta al cartel que era la voluntad real deParís, se difundieron rumores de victoria como bajoel Imperio, anunciando la próxima llegada del ejércitodel Loira.

Lo que llegó no fue el ejército del Loira, sino la noti-cia de la derrota de Bourget y de la rendición de Metzpor el mariscal Bazaine, que entregaba al enemigo unaplaza de guerra que nadie había podido tomar, con losfuertes, las municiones y cien mil hombres, dejando alnorte y al este sin defensa.

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El 4 de septiembre, cuando Andrée Leo y yo reco-rríamos París, una señora que nos invitó a subir en sucoche, nos contó que el ejército carecía de víveres, demuniciones, de todo, respondiendo por adelantado ala acusación que debía ser formulada después de la to-ma de Metz, y nos aseguró que Bazaine no traicionaríajamás. Era su hermana.

Quizá fue más cobarde que traidor; el resultado esel mismo.

El periódico Le Combat, de Félix Pyat, anunciaba el27 de octubre la rendición de Metz. La noticia, decía,procedía de fuente segura; en efecto, procedía de Ro-chefort que, impuesto por la multitud al gobierno el 4de septiembre, no podía traicionar callándose, y se lohabía dicho a Flourens, comandante de los batallonesde Belleville. Este se lo transmitió a Félix Pyat, que lopublicó en Le Combat.

Enseguida se desmintió la noticia y las prensas delCombat destrozadas por gentes de orden; pero cadainstante aportaba nuevas pruebas. Tampoco Pelletanhabía guardado silencio respecto a la rendición deMetz.

1 Apodo dado a Adolphe Thiers. Palabra francesa que signi-fica persona insignificante, enclenque, etc.

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Los otros miembros de la Defensa Nacional, hipnoti-zados por su perverso genio, el enano foutriquet,1 quevolvía a París después de haber preparado la rendiciónen todas las cortes de Europa, seguían negándolo, des-concertados entre la derrota y la marea popular.

En el Journal Officiel apareció una nota en la quecasi se anunciaba que se iba a hacer comparecer a FélixPyat ante un consejo de guerra.

He aquí la nota, fechada el 28 de octubre de 1870:

El gobierno ha tenido la deferencia de res-petar la libertad de prensa. A pesar de losinconvenientes que puede a veces ocasio-nar en una ciudad asediada, el gobiernohubiese podido, en nombre de la salud pú-blica, suprimirla o restringirla. Ha preferi-do remitirse a la opinión pública, que essu verdadera fuerza. A ella denuncia lassiguientes líneas odiosas y que aparecenescritas en el periódico Le Combat, dirigi-do por el señor Félix Pyat:

La rendición de Bazaine, hechocierto, seguro y verdadero queel gobierno de la Defensa Na-cional retiene en cuanto a él

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como un secreto de Estado yque sometemos a la indigna-ción de Francia como hecho dealta traición.El Mariscal Bazaine ha enviadoun coronel al rey de Prusia pa-ra tratar la rendición de Metz yde la paz, en nombre de Su Ma-jestad el emperador NapoléonIII. (Le Combat)

El autor de esta infame calumnia no se haatrevido a publicar su nombre, y ha fir-mado: Le Combat. Es indudablemente elcombate de Prusia contra Francia, ya quea falta de una bala que llegue al corazóndel país, dirige contra quienes lo defien-den, una doble acusación tan infame co-mo falsa; afirma que el gobierno engaña alpueblo, ocultándole importantes noticiasy que el glorioso soldado de Metz deshon-ra a su país con una traición.Desmentimos absolutamente esas dos in-venciones.

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Denunciadas ante un consejo de guerra,expondrían a su autor al castigo más se-vero. Creemos más eficaz el de la opinión,que condenará como lo merecen a esospretendidos patriotas cuyo oficio es sem-brar la desconfianza frente al enemigo yarruinar con sus mentiras la autoridad delos que le combaten.Desde el 17 de agosto, ningún parte di-recto del mariscal Bazaine ha podido fran-quear las líneas. Pero sabemos que, lejosde pensar en la felonía que sin rubor se leimputa, el mariscal no ha cesado de hosti-gar al enemigo con brillantes incursiones.El general Bourbaki ha podido escapar-se, y sus relaciones con la delegación deTours, así como aceptar de un importantemandato, demuestran de manera suficien-te las noticias inventadas que exponemosa la indignación de toda la gente honrada.

Al día siguiente, el 29, la declaración del gobierno,insertada en Le Combat, iba seguida de esta nota:

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Es el ciudadano Flourens quien me hapuesto en antecedentes, por la propia sa-lud del pueblo, del plan Bazaine, y me hadicho que ha sido informado directamentepor el ciudadano Rochefort, miembro delgobierno provisional de la Defensa Nacio-nal, Félix Pyat.

Ya no se trataba solamente del plan Trochu, depo-sitado, según la canción y según la historia también,en el despacho del maestro Duclou, su notario, sinoademás del plan Bazaine, que consistía en abandonartodo.

Un parte oficial fijado en París el 29 de octubre anun-ciaba con infinitas precauciones la toma de Le Bourget,y ante el informe, firmado Schmidt, los policías podíanoír las reflexiones de los parisinos poco favorables algobierno.

Los imbéciles pretendían que el parte era falso, yla gente de orden se apresuraba, para ganar tiempo,a apoyar esa insensata opinión. El 30 por la tarde, unnuevo parte confesaba casi tal como había sido la ma-tanza de Le Bourget.

A la mañana siguiente, leíamos este cartel:

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El señorThiers ha llegado hoy a París, y seha trasladado inmediatamente al Ministe-rio de Asuntos Exteriores dando cuenta algobierno de su misión. Gracias a la fuer-te impresión producida en Europa por laresistencia de París, cuatro grandes poten-cias neutrales, Inglaterra, Suiza, Austria eItalia se han adherido a una idea común.Proponen a los beligerantes un armisticioque tendría por objeto la convocatoria deuna asamblea nacional.Queda entendido que tal arministicio de-bería tener como condición el avitualla-miento, en proporción a su duración, parael país entero.El Ministerio de Asuntos Exteriores encar-gado interinamente del ministerio del In-terior.Jules Favre

La noticia seguía con la capitulación de Metz y elabandono de Le Bourget.

2 Historia de la Defensa Nacional.

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No podíamos, dice Jules Favre, en su His-toire de la Défense Nationale,2 retrasar ladivulgación de las dos primeras noticias.Anunciada la llegada del señor Thiers, ha-bía que decirle al público lo que iba a haceren Versalles.La evacuación de Le Bourget se había sabi-do en París desde la mañana del 30; por latarde, todos los parisinos la conocían. Laduda solo se permitía en cuanto aMetz; noposeíamos un informe oficial, pero desgra-ciadamente no podíamos dudar. Nos pare-ció que no teníamos derecho a guardar si-lencio. Con él hubiésemos dado la razóna las calumnias del periódico Le Combat.De acuerdo con nuestra decisión, El Offi-ciel del 31 publicaba lo siguiente:

El gobierno acababa de ente-rarse de la dolorosa noticia dela rendición de Metz. El maris-cal Bazaine y su ejército han te-nido que rendirse después deheroicos esfuerzos, que la ca-rencia de víveres y de municio-

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nes no les permitía continuar;son prisioneros de guerra.

Este triste final de una lucha de casi tresmeses causará en toda Francia una pro-funda y penosa emoción, pero no abati-rá nuestro valor. Llena de agradecimientopor los bravos soldados, por la generosapoblación que ha combatido palmo a pal-mo por la patria, la villa de París querráser digna de ellos, apoyada en su ejemploy en la esperanza de vengarlos.

Finalmente, el parte militar anunciaba en los si-guientes términos el desastre y retirada de Le Bourget.

30 de octubre, 1:30 de la madrugadaLe Bourget, pueblo situado delante denuestras líneas, que había sido ocupadopor nuestras tropas, fue cañoneado duran-te todo el día de ayer sin éxito para elenemigo.Esta mañana a temprana hora, masas deinfantería calculadas en más de dieciochomil hombres se han presentado de fren-

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te con numerosa artillería, en tanto queotras columnas han rodeado el pueblo,procedentes de Dugny y Blanc-Mesnil.Cierto número de hombres que estaban enla parte norte de Le Bourget han queda-do separados del cuerpo principal y hancaído en poder del enemigo. No se conoceexactamente el número, que se precisarámañana.El pueblo de Drancy, ocupado desde hacíatan solo veinticuatro horas, ya no se en-contraba resguardado por su izquierda yha faltado tiempo para ponerlo en estadode respetable defensa.Se ha ordenado la evacuación para nocomprometer a las tropas que allí se ha-llaban.El pueblo de Le Bourget no formaba partede nuestro sistema general de defensa, suocupación era de una importancia muy se-cundaria y los rumores que atribuyen gra-

3 Journal Officiel, 31 de octubre de 1870; citado por Jules Fa-vre, Gouvernement de la Défense Nationale, vol. I. N. de A.

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vedad a los incidentes que se acaban deexponer son exagerados.3

Adornada con todo este riego de agua bendita es co-mo confesó la catástrofe. De los feroces tribunos quecombatían al Imperio no quedaba nada: se habían me-tido como ardillas en la jaula donde antes que ellosotros corrían, haciendo girar inútilmente lamisma rue-da que otros habían hecho girar antes que ellos, y queotros harán girar después.

Esta rueda es el poder, aplastando eternamente a losdesheredados.

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3. El 31 de octubre

La confianza ha muerto en el fondo de los bravíoscorazones

Hombre tu mientes, sol, cielos vosotros mentísSoplad vientos de la noche, llevaos, llevaosEl honor y la virtud, esa sombría quimera.

Victor Hugo

Las noticias de las derrotas, el increíble misterio conque el gobierno había querido ocultarlas, la decisiónde no rendirse nunca y la certidumbre de que la ren-dición se preparaba en secreto, causaron el efecto deuna gélida corriente precipitándose en un volcán encombustión. Se respiraba fuego, humo ardiente.

París, que no quería ni rendirse ni ser entregado yque estaba harto de los embustes oficiales se alzó.

Entonces, del mismomodo que se gritaba el 4 de sep-tiembre: ¡Viva la República!, se gritó el 31 de octubre:¡Viva la Comuna!

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Los que el 4 de septiembre se habían dirigido a laCámara marcharon hacia el Ayuntamiento. A veces,en el camino, se encontraban algún borreguil rebaño,contando que el ejército prusiano había estado a puntode ser cortado en dos o tres partes, ya no sé bien porquién; o bien lamentando que los oficiales franceses nohubiesen conocido un sendero por el cual llegar dere-chos al corazón del enemigo. Otros todavía agregaban;tenemos todas las carreteras. En cuanto a las tres par-tes, se trataba de tres ejércitos alemanes, y eran estoslos que controlaban todas las carreteras.

Algunos papanatas arrastrados por soplones se-guían gritando ante los carteles del gobierno que eranpartes falsos fabricados por Félix Pyat, Rochefort yFlourens para generar desconcierto y provocar los mo-tines antes el enemigo, que desde el comienzo de laguerra, era, y fue todo el tiempo que duró, la frase de-dicada a estorbar a la resistencia y a reprimir todos losimpulsos generosos.

Las diversas corrientes seguían la marcha hacia elAyuntamiento. Llegada de todas partes, empujando alos papanatas y a los soplones la marea humana crecía.

La Guardia Nacional se concentraba ante la reja, y através de la multitud se paseaban unos carteles en losque se leía:

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ARMISTICIO NOLA COMUNA

RESISTENCIA HASTA LA MUERTE¡VIVA LA REPÚBLICA!

La multitud aplaudía y a veces, presintiendo alenemigo, lanzaba en clamores formidables, el grito de:¡Abajo Thiers! Hubiérase dicho que aullaba a la muer-te. Muchos de los que habían sido engañados gritabanmás fuerte que los otros: ¡Traición! ¡Traición!

Los primeros delegados fueron rechazados con losacostumbrados juramentos de que París no se rendiríajamás.

Trochu trató de hablar, afirmando que no quedabamás que derrotar y echar a los prusianos con el patrio-tismo y la unión.

No le dejamos proseguir, y siempre, como en el 4 deseptiembre, un solo grito se elevaba hacia el cielo: ¡LaComuna! ¡Viva la Comuna!

Un enorme empujón precipita a los manifestantessobre el Ayuntamiento, donde los guardias móvilesbretones estaban agolpados en las escaleras. Lefra-nçais se mete como una cuña por en medio de ellos, yel viejo Beslay, haciendo subir a sus hombros a Lacour,de la cámara sindical de los encuadernadores, le hace

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pasar por una pequeña ventana que había cerca de lapuerta principal; unos voluntarios de Tibaldi se preci-pitaban, se abre la puerta y engulle a toda la multitudque puede caber.

Alrededor de la mesa, en la gran sala, estaban Tro-chu, Jules Favre y Jules Simon, a quienes seriamenteunos hombres del pueblo pedían cuentas por la cobar-día del gobierno.

Trochu, con frases interrumpidas por gritos de in-dignación, explicó que dadas las circunstancias habíasido ventajoso para Francia abandonar las plazas to-madas en la víspera por el Ejército alemán.

El obstinado bretón proseguía a pesar de todo, cuan-do de repente palideció; acababan de pasarle un papelen el cual estaban escritas las voluntades del pueblo:

Dimisión del gobierno.La Comuna.Resistencia hasta la muerte.Amnistía no.

¡Es el fin de Francia! — dijo Trochu profundamenteconvencido.

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Comprendía al fin lo que desde hacía varias horasno cesaban de repetirle: la dimisión del gobierno deDefensa Nacional.

En aquel momento, Trochu se quitó una condecora-ción y se la dio a un oficial de los móviles1 bretones.

¡Esto es una señal! — exclamó Cipriani, el compañe-ro de Flourens.

Sintiéndose descubierto Trochu miró en torno suyoy pareció tranquilizarse al ver que los reaccionarioscomenzaban a deslizarse en gran número.

Los miembros del gobierno se retiraron para delibe-rar y, a petición suya, Rochefort consintió en anunciarel nombramiento de la Comuna, puesto que nadie lescreía ya. Se situó en una de las ventanas del Ayunta-miento, anunció a la multitud la promesa del gobierno,depositó su dimisión sobre la mesa y algunos revolu-cionarios se lo llevaron a Belleville donde decían recla-marle.

Alrededor de Trochu se alineaban los bretones, inge-nuos y obstinados como él, custodiándolo, como hubie-

1 La Guardia Nacional Móvil, llamada los Móviles de formaabreviada, fue creada por ley el 1 de febrero de 1868 con el finde auxiliar al Ejército en la defensa de plazas fuertes, ciudades,costas, fronteras del Imperio y para funciones de mantenimientodel orden interior.

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ran hecho con una virgen de las landas de Armórica;esperaban sus órdenes, pero Trochu no dio ninguna.

Mientras tanto, algunos miembros del gobierno,contando con la buena fe de Flourens y de los guar-dias nacionales, salieron con diversos pretextos y paratraicionar emplearon útilmente el tiempo.

Picard hacía tocar a formación, y el batallón 106 dela Guardia Nacional, compuesto por entero de reaccio-narios, acudió al mando de Ibos, cuyo valor era dignode mejor causa, a formarse junto a la reja del Ayunta-miento.

Como el 106 gritara: ¡Viva la Comuna!, le dejaronentrar.

Pronto, cuarenta mil hombres rodearon el Ayunta-miento y, “para evitar un conflicto”, dijo Jules Ferry,habiéndose establecido los acuerdos, las compañías deFlourens debían retirarse.

Menos ingenuo que los otros, el capitán Greffier ha-bía detenido a Ibos, pero Trochu, Jules Favre y JulesFerry, dando de nuevo su palabra para el nombramien-to de la Comuna, prometieron además que se garantiza-ría la libertad de todos, cualquiera que fuese el resultadode los acontecimientos.

Los miembros del gobierno que habían quedado enel Ayuntamiento se agruparon en el hueco de una ven-

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tana desde donde se veían alineados a los hombres delbatallón 106.

En ese momento, Millière pensó en que probable-mente era una traición y quiso llamar a los guardiasnacionales de los suburbios, puesto que habían dadosu palabra. Millière se dejó convencer y disolvió su ba-tallón que había ido a formarse a la ribera.

La multitud se había calmado ante el cartel que seestaba pegando y en el que se anunciaba el nombra-miento de la Comuna por vía de elección. Aquellosque, confiados, regresaron a sus casas, se enteraron ala mañana siguiente con estupor de la nueva traicióndel gobierno.

Ferry, que había ido a reunirse con Picard, volvió ala cabeza de numerosas columnas que se situaron enorden de batalla.

Al mismo tiempo, por el subterráneo que comunica-ba el cuartel Napoléon con el Ayuntamiento iban lle-gando nuevos refuerzos de móviles bretones. Trochulo había dicho, iban a:

El señor de Charette ha dicho a los de nuestra casaVenir todos; Hay que combatir a los lobos.

Habiéndose apagado el gas para la emboscada, losbretones con la bayoneta calada, se deslizaban por

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el subterráneo, en tanto que los batallones del ordenmandados por Jules Ferry entraban por la verja.

Blanqui, no sospechando que se pudiera faltar así ala palabra, hizo entregar a Constant Martin la ordende instalar en la alcaldía del primer distrito al doctorPilot en sustitución del alcalde Tenaille-Saligny. En lapuerta de la alcaldía, un soldado la atraviesa con la ba-yoneta; Constant Martin levanta el fusil y entra consus amigos. En el salón del consejo, Méline, horroriza-do, va a buscar al alcalde, nomenos aterrado, y entregalos sellos y la caja fuerte a los enviados de Blanqui. Pe-ro por la tarde la alcaldía estaba retomada. Blanqui yMillière salieron también, puesto que el gobierno nose atrevía a mostrar su desprecio a la palabra dada. Lamisma noche del 31 de octubre tuvo lugar en la Bol-sa una reunión de los oficiales de la Guardia Nacional,para tratar los acontecimientos de los tres últimos días.

Como desde fuera gritaban: ¡Todos los oficiales a suspuestos!, un hombre que llevaba el cartel blanquistacorrió a la oficina anunciando que en París se tocaba agenerala. El cartel era el decreto de convocatoria parala mañana siguiente, con el fin de nombrar la Comuna.

—¡Viva la Comuna! gritaron los guardias naciona-les presentes. —Mas hubiera valido, dijo una voz, laComuna revolucionaria nombrada por la multitud.

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—¡Qué importa! exclamó Rochebrune, con tal deque permita a París defenderse de la invasión.

Expresó entonces la idea, que Lulier proponía unassemanas antes, de que con París cercado no habría, encualquier punto del recinto, más que algunos miles dehombres, con lo que una salida de doscientos mil hom-bres debía y podía servir para triunfar.

Se oyeron aclamaciones. Acababan de nombrar a Ro-chebrune general de la Guardia Nacional; pero él excla-mó:

—¡La Comuna primero!Entonces, un recién llegado se lanza a la tribuna,

cuenta que el batallón 106 había liberado al gobierno,que el cartel es mentira, que la Defensa Nacional hamentido, que más que nunca el plan de Trochu era elque regulaba la marcha y el orden de las derrotas y queParís más que nunca, debía velar por sí misma más pa-ra no ser entregada. Gritamos: ¡Viva la Comuna!

Un hombre gordo que esperaba no se sabía qué en laplaza se mezcló con los guardias nacionales y trató deexponer su opinión: —Siempre hacen falta jefes, dice,siempre se necesita un gobierno que os dirija.

Debe ser un orador de la reacción, no tenemos otracosa mejor que hacer que escucharle.

Sí. El cartel era mentira, el gobierno había mentido.

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París no nombraba su Comuna.Todos los que la víspera habían sido aclamados eran

objeto de acusación: Blanqui, Millière, Flourens, Ja-clard, Vermorel, Félix Pyat, Lefrançais, Eudes, Levrault,Tridon, Tanvier, Razoua, Tibaldi, Goupil, Pillot, Vési-nier, Régère, Cyrille, Maurice Joly y Eugène Chatelain.

Algunos estaban ya presos. Félix Pyat, Vésinier, Ver-morel, Tibaldi, Lefrançais, Goupil, Tridon, Ranvier, Ja-clard y Bauer estaban ya detenidos; las prisiones se lle-naban, contando en ellas, entre los revolucionarios unbuen número de pobre gente detenidos como siemprepor desdén, y que no habían hecho nada, esos tristesfigurantes no faltan nunca en todas las revueltas. Al-gunos de ellos aprenden allí por qué hay rebeldes.

El asunto del 31 de octubre fue formulado así porlos jueves al servicio de la Defensa Nacional:

Un atentado, cuyo objeto era incitar laguerra civil armando a los ciudadanos losunos contra los otros; incluyendo secues-tro arbitrario y amenazas con condicio-nes.

Entonces, ¿va a volver el Imperio?, preguntaban losingenuos. Jamás había desaparecido; sus leyes no han

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dejado aún de existir, e incluso se han agravado, peroel retroceso de las olas hace más terribles las tempes-tades.

Los jueves encargados del expediente del 31 de octu-bre eran Quesenet, antiguo juez del Imperio, y HenriDidier, fiscal de la República.

Leblond, fiscal general —aquel mismo Leblond quehabía defendido a uno de los acusado del Alto Tribunalde Blois—, casi se recusó, es cierto, diciendo que él noera sino el mandatario de Jules Favre y de EmmanuelArago.

Edmond Adam, prefecto de policía, presentó su di-misión, al no querer llevar a cabo las detenciones quese le habían ordenado.

En el Ayuntamiento, los móviles bretones, con susojos azules fijos en el vacío, se preguntaban si el señorTrochu desembarazaría pronto a Francia de los crimi-nales que tantos desastres causaban, con el fin de queles fuese permitido ver de nuevo el mar, las rocas degranito, tan duras como su cráneo, las landas donde re-tozan los poulpiquets,2 y poder bailar en las romeríascuando Armor está en fiestas.

2 Pequeños genios malignos bretones.

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4. Del 31 de octubre al 22de enero

Aquí están cubiertos con el sudario del ImperioSepultándose y Francia con ellos

Y el enano foutriquet, el gnomo fatídicoCosiendo el horrible velo con sus repugnantes dedos

Louise Michel Les spectres (Los espectros)

Sí, ¡en efecto era el Imperio!, con las prisiones lle-nas, el temor y las delaciones a la orden del día, y lasderrotas convertidas en victorias en los carteles.

Las salidas prohibidas; el nombre del viejo Blanquiagitado como un esperpento ante la estupidez huma-na.

Los generales, tan lentos durante la invasión, apre-surándose a amenazar a la multitud.

Junio y diciembre en el horizonte, más espantososque en el pasado.

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Jules Favre, a quien no se puede acusar de falsearel cuadro con propósitos revolucionarios, refiere así lasituación de cara al ejército:

El general Ducrot, que ocupaba (el 31 deoctubre) la puerta Maillot, enterado delfracaso del gobierno, no esperó las órde-nes, su tropa tomó las armas, enganchósus cañones, y se puso en marcha haciaParís, no se retiró hasta que terminó to-do.1

Ducrot no se retrasó esta vez; claro que se tratabade la multitud.

Jules Favre, en el mismo libro, dice a propósito dela teoría sostenida por Trochu en cuanto a las plazasabandonadas por el ejército.

Por lo que se refiere a la pérdida de LeBourget, el general declaró que la plazano tenía ninguna importancia militar, yque la población de París se había impre-sionado muy inoportunamente. La ocupa-ción del pueblo se había realizado sin ser

1 J. Favre, op. cit., París 1872, vol. I. N. de A.

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ordenada y en contra del sistema generaldispuesto por el gobierno de París y el co-mité de la Defensa. De todos modos, hubié-ramos tenido que retirarnos.2

Se trataba del mismo Jules Favre que, bajo el Impe-rio, había dicho osadamente: “Este proceso puede serconsiderado como un fragmento de un espejo roto enel que el país puede verse por entero (se refería a lascorrupciones del régimen imperial); pero ningún hom-bre se resiste al poder, tiene que caer”.

La República de septiembre recurría a los plebisci-tos. Ahora bien, todo plebiscito, gracias al temor y a laignorancia, da siempre la mayoría contra el derecho,es decir al gobierno que lo convoca.

Los soldados, los marineros, los refugiados de los al-rededores de París votaron militarmente, y quizá agre-garon los trescientos mil parisinos que se abstuvieron,con lo que la Defensa Nacional contó 321.373 síes.

Los rumores de victoria no cesaban. El general Cam-briel había realizado tantas hazañas que no creíamosni una sola.

2 J. Favre, op. cit. N. de A.

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Se decía que los malhechores del 31 de octubre sehabían llevado del Ayuntamiento los objetos de platay los sellos del Estado.

Después del plebiscito del 3 de noviembre, el go-bierno anunció que iba a cumplir sus promesas y aproceder a unas elecciones municipales.

Mientras tanto, los detenidos del 31 de octubre se-guían en prisión; pero cuando comparecieron tres me-ses después ante un consejo de guerra, hubo que ab-solver a todos los presentes. Habiéndoles reprochadola acusación el “haber sido adversarios del Imperio”,esta imputación cayó por sí sola, desde el momentoen que se consideraba vivir en república. Esta vez seles olvidó Constant Martin; se desquitarían veintiséisaños después.

Una parte de los inculpados fueron elegidos comoprotesta, para las diversas alcaldías de París, y los al-caldes y los adjuntos republicanos fueron reelegidos.

Hubo en las diversas alcaldías, como alcaldes o ad-juntos: Ranvier, Flourens, Lefrançais, Dereure, Jaclard,Millière, Malon, Poirier, Héligon, Tolain, Murat, Cle-menceau y Lafont (Ranvier, Flourens, Lefrançais, Mi-llière y Jaclard seguían presos).

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En Montmartre, alcaldía, comités de vigilancia, clu-bes y vecinos eran, con Belleville, el terror para la gen-te de orden.

Se acostumbraba en los barrios populares a no ha-cer demasiado caso a los gobernantes; la guía era lalibertad, y no se apagaría.

En los comités de vigilancia se reunían los hombresabsolutamente devotos a la revolución, que estaban deantemano condenados a la muerte. Allí se templabanlos valientes.

Nos sentíamos libres, considerando a la vez el pasa-do sin copiar demasiado el 93, y el porvenir sin temora lo desconocido.

Se iba por atracción puesto que había armonía decarácteres: ¡los entusiastas y los escépticos, fanáticostodos de la revolución; la queríamos bella, idealmentegrande!

Una vez reunidos en el 41 de la calle Clignancourt,donde nos calentábamos con más frecuencia con el ar-dor de las ideas que con el de la leña o del carbón, arro-jando solo en las grandes ocasiones cuando se recibíaa algún delegado, un diccionario o una silla a la chime-nea; nos costaba siempre trabajo salir de allí.

A eso de las cinco o las seis de la tarde, llegaban to-dos, se resumía el trabajo realizado en el día y el que

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se tenía que hacer al siguiente, se charlaba y, aprove-chando hasta el último minuto, todos marchábamos alas ocho a nuestro respectivo club.

A veces aparecíamos, varios juntos, en algún clubreaccionario con el fin de hacer propaganda republica-na.

En el comité de vigilancia de Montmartre y en laPatria en Peligro he pasado los mejores momentos du-rante el asedio. Vivíamos un poco adelantados, con laalegría de sentirnos en nuestro elemento en medio dela intensa lucha por la libertad.

Varios clubes estaban presididos por miembros delcomité de vigilancia. El de la Reine-Blanche lo estabapor Burlot, otro por Avronsart, el de la sala Perot porFerré y el de la justicia de paz por mí. A estos dos últi-mos los llamaban clubes de la Revolución “distrito deGrandes Carrières”, apelativo especialmente desagra-dable para quienes se imaginaban revivir el 93.

Entonces, la palabra presidir no se entendía comouna función honorífica, sino por la aceptación, ante elgobierno, de responsabilidad, lo que se traducía en pri-sión, y por el deber de permanecer en el puesto mante-niendo la libertad de reunión, a pesar de los batallonesreaccionarios que llegaban hasta el despacho amena-zando e injuriando a los oradores.

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Ponía generalmente cerca de mí, sobre la mesa unapequeña y vieja pistola, sin gatillo, que hábilmentecolocada y oportunamente esgrimada detuvo con fre-cuencia a la gente del orden que llegaba golpeando elsuelo con las culatas de sus fusiles con bayonetas.

Los clubes del Barrio Latino y los de los distritospopulares estaban de acuerdo.

Un joven decía el 13 de enero, en la calle de Arras:“La situación es desesperada, pero la Comuna recurriráal valor, a la ciencia, a la energía, a la juventud. Recha-zará a los prusianos con una indomable energía, perosi aceptan la República social, les tenderemos la manoy marcaremos la era del bienestar de los pueblos”.

Pese a la insistencia de París en reclamar incursio-nes, hasta el 19 de enero el gobierno consintió en quela Guardia Nacional intentara recuperar Montretout yBuzenval.

Al principio, estas plazas fueron tomadas; pero loshombres, metidos hasta los tobillos en el barro, no pu-dieron subir las piezas a las colinas, y hubo que reple-garse.

Allí se quedaron entregando generosamente su vidacentenares de guardias racionales, hombres del pueblo,artistas, jóvenes. La tierra bebió la sangre de esta pri-mera hecatombe parisina, y debió saturarse.

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Dejemos relatar a Cipriani, que formaba parte del19º regimiento mandado por Rochebrune, la batalla deMontretout:

Salimos de París, dice, al amanecer del 18,y por la tarde acampamos en los alrededo-res de Montretout.El 19, a las cinco de la mañana, después dehaber comido un pedazo de pan y bebidoun vaso de vino, nos pusimos en marchahacia el campo de batalla. A las siete, está-bamos en línea.Combatíamos desde hacía dos horas.Rochebrune se adelanta rápidamente enlo más álgido del combate, un batallónmandado por De Boulen quedó en la gran-ja de la Fouilleuse, y dos compañías se si-tuaron en el pabellón de Chayne; en tan-to que el resto del regimiento se portó enprimera línea valerosamente. Se luchó to-davía durante dos horas. Entonces, Roche-brune, volviéndose a mí, me dijo:—Vaya usted a buscar al batallón que haquedado en la Fouilleuse.

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Al llegar a aquel lugar, comuniqué la or-den al mayor De Boulen.—Necesito, respondió, una orden del co-mandante mayor para avanzar.—¡Cómo!, exclamé, su coronel lo pide por-que el combate lo exige, ¿y usted se niega?—No puedo, dijo.Tuve que llevar esta cobarde respuestaa Rochebrune, quien, al oírla, se mordiólas manos de rabia exclamando: ¡Traición,por todas partes!, y subiendo al muro quecerraba aquel lado, mandó que lo siguié-ramos. Pero en ese mismo instante cayómortalmente herido.He tomado parte en varias batallas, peroen ninguna he visto soldados en tan gravepeligro, como a los valientes guardias na-cionales en aquella jornada el 19 de enero.Eran ametrallados de frente por los prusia-nos, detrás por Mont-Valérien que dispa-raba sus obuses sobre nosotros creyendoapuntar al ejército enemigo. Allí se habíaencerrado el famoso gobernador de París

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que no se rinde. Por la derecha, éramosametrallados además por una lotería fran-cesa emplazada en Rueil, que había encon-trado la forma de tomarnos por prusianos.A pesar de todo esto, ni siquiera uno semovía de su lugar, y cuando agotaban suscartuchos cogían los de los muertos.A las cuatro de la tarde, como combatía-mos desde las nueve, llegó una orden deDucrot de batirnos en retirada.Nos negamos, continuando con el tiroteohasta las diez de la noche. Hubiésemos po-dido continuar, ya que los primeros quese habían ido, no tenían el menor deseode sorprendernos. Así pues, aquel 19 deenero, de no haber sido por la traición o laimbecilidad, la brecha estaría abierta, Parísdespojado y Francia liberada.Trochu, Ducrot, Vinoy y tutti quanti nolo han querido —la República victoriosahubiese relegado al pasado las esperanzasdel Imperio y demostrado para siempre laincapacidad de los generales de Napoléon

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III. Para una restauración imperial era pre-ciso que se hundiera la República, y esofue lo que se intentó.Durante todo el tiempo que duró la batallade Montretout, vi a Ducrot escondido de-trás de un muro, con un sacerdote al lado,y delante de ellos, tendido a sus pies, unnegro a quien un obús del Mont-Valérienhabía arrancado la cabeza.Esta batalla costó la vida a unos cuantosmiles de hombres.A eso de las once de la noche, los restos del19º regimiento se ponían en marcha haciaParís para el entierro de Rochebrune.La noticia de la derrota de Montretout ha-bía agitado a los parisinos hasta tal puntoque el valiente Trochu no se atrevió a vol-ver a aparecer. Vinoy ocupó su lugar.Al día siguiente, 20 de enero, nos convo-caron en el bulevar Richard-Lenoir, paraasistir a los funerales de nuestro pobreamigo Rochebrune.

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Por todas partes se oía, que era precisodesembarazarse de quienes hasta el mo-mento nos habían traicionado.Se hablaba de apoderarse del cadáver deRochebrune y marchar al Ayuntamiento.Faltó tiempo para avisar a los miembrosde la Legión Garibaldina, de la Liga Repu-blicana y de la Internacional, diseminadospor todos los batallones de la Guardia Na-cional. Un puñado de hombres decididosse hallaba en el lugar de la cita, pero unpuñado insuficiente tanto más cuanto queaquellos en los que la multitud confiabaestaban en prisión.El entierro de Rochebrune se realizó, pues,sin ningún incidente, de no ser que me to-pé con Boulen, quien al verme quiso es-trecharme la mano, llamándome valiente,cosa que rechacé, contestándole:—Puede que lo sea, pero no puede saber-lo, porque usted se escondió. Es usted untraidor.

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Para no hablar ya más de este miserable,diré solo, que unos días después le encon-tré de nuevo. Con enorme estupor por miparte, le vi condecorado con la Legión deHonor y con el grado de coronel: era elprecio de su traición.Hubo otro también condecorado: el capi-tán D…, que no apareció en todo el tiempoque duró la batalla.He aquí los dos únicos cobardes que hu-bo en Montretout, a los que se les nombróademás como caballeros de la Legión deHonor”.Amilcare Cipriani

EnMontretout mataron, entre otros, a Gustave Lam-bert, que poco tiempo antes de la guerra estaba orga-nizando una expedición al polo norte por el estrechode Bering.

En esos años se ocuparon mucho de los polos; tam-bién en el 70 se había tratado la posibilidad de ir a ellosen globo.

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Aquelmismo año 70-71 los exploradores fueron tres,cada uno por un camino distinto: un norteamericano,un inglés y un francés.

Solo este último, que era Lambert, no salió. Estasapasionantes expediciones encontraban entre noso-tros muchos entusiastas.

Hoy se preparan viajes semejantes. También sontres los exploradores: un norteamericano, Peary, uninglés, Jackson, y un noruego, Jansen.

Otro noruego, Nansen, de regreso en estos días, re-lata su viaje en el indestructible navío Le Fram.

Y como hace veinticinco años, muchos de nosotrospiensan en el tiempo ardientemente deseado en que,en medio de la gran paz de la humanidad, la tierra se-rá conocida, la ciencia cercana a todos, donde las flotassurcarán el cielo y se deslizarán bajo las ondas, entrelos corales, los bosques submarinos que cubren tantosnaufragios, donde los elementos serán dominados y laáspera naturaleza dulcificada para el ser libre y cons-ciente que habrá de sucedernos.

Con frecuencia, en el fondo de mi mente paso listade los miembros del club de la Revolución. Es la lla-mada de los espectros; pero ver el progreso eterno esvivir, durante varias horas, eternamente.

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5. El 22 de enero

Los impostores afilan su espadaY construyen sus cadalsos

BuenhombreBuenhombre

Afila bien tu hozDereu Chanson du Bonhomme (Canción del

buenhombre)

La noche del 21 de enero, los delegados de todos losclubes se reunieron en la Reine-Blanche, En Montmar-tre, con el fin de tomar una suprema resolución antesde que se consumara la derrota.

Las compañías de la Guardia Nacional, de regre-so del entierro de Rochebrune, acudieron a la Reine-Blanche, gritando durante todo el trayecto: ¡Derrota!Los guardias nacionales del suburbio acordaron encon-trarse armados al mediodía siguiente, en la plaza delAyuntamiento.

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Las mujeres tenían que acompañarles para protes-tar contra el último racionamiento del pan. Estabandispuestas a aceptarlo, pero tenía que ser por la libera-ción.

Puesto que se trataba de protestas, decidí tomar mifusil, como los compañeros.

La medida era el colmo de la cobardía y de la desver-güenza, por lo que no hubo nadie en contra de aquellacita para interpelar al gobierno.

Solo queda pan hasta el 4 de febrero había anuncia-do; pero no habrá rendición, aunque tuviéramos quemorir de hambre o quedar sepultados bajo las ruinasde París.

Los delegados de Batignolles prometieron llevar conellos al alcalde y a los adjuntos al Ayuntamiento, revis-tiendo sus insignias.

Los de Montmartre marcharon inmediatamente asu alcaldía. Clemenceau estaba ausente, y los adjuntosprometieron ir, tal como lo hicieron.

Hubo un acuerdo general entre los comités de vigi-lancia, los delegados de los clubes y la Guardia Nacio-nal.

La sesión se terminó con los gritos de ¡Viva la Co-muna!

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En la tarde del 21 de enero, Henri Place, conocidoentonces bajo el seudónimo de Varlet, Cipriani y va-rios del grupo blanquistas fueron a la prisión de Ma-zas, donde Greffier solicitó ver a un guardián a quienhabía conocido estando preso.

Les dejaron pasar a todos y entonces observó quesolo había un centinela en la puerta principal.

A la derecha de esta puerta había otra más peque-ña, acristalada, donde permanecía noche y día un guar-dián y por la cual se entraba en la prisión.

Enfrente, un cuerpo de guardia en el que dormíanunos guardias nacionales del orden: era un puesto decontrol. Llegados al patio central, mientras iba hablan-do distraídamente con el guardián, le preguntó dóndeestaba el viejo. Llamaban así, amistosamente, a Gusta-ve Flourens, como desde hacía mucho tiempo a Blan-qui, que era realmente viejo.

—Pasillo B, celda 9, respondió ingenuamente el guar-dián.

En efecto, a la derecha del patio vieron una galeríadesignada por la letra B.

Hablaron de otras cosas y, cuando vieron todo loque les interesaba, salieron.

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Aquella noche, a las diez, encontraron en el lugar dela cita, la calle de Couronnes, en Belleville, a setenta ycinco hombres armados.

La pequeña tropa, que conocía el santo seña, simulóser una patrulla, contestando a las otras que pudieranencontrarse durante su hazaña. Un cabo y dos hom-bres se acercaron a reconocerles y, satisfechos, les de-jaron pasar.

Esta expedición solo podía tener éxito si se ejecuta-ba muy rápidamente.

Los primeros doce hombres tenían que desarmar alcentinela, los cuatro siguientes hacerse con el guar-dián de la puerta acristalada.

Otros treinta debían precipitarse al cuarto de guar-dia, colocarse entre el armero del que colgaban los fu-siles y el catre de campaña donde estaba acostada laguardia manteniéndola encañonada para impedir quehiciera el menor movimiento.

Los otros veinticinco debían subir por el patio cen-tral, apoderarse de los seis guardianes, hacer que lesabrieran la celda de Flourens, donde a su vez les deja-rían encerrados bajar rápidamente, cerrar con llave lapuerta de cristales que da al bulevar y alejarse.

El plan se ejecutó con una precisión matemática.

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—Solo tuvimos que apretar un poco al director, de-cía Cipriani, pero ante el revólver que le apuntaba a lacara, cedió y Flourens fue liberado.

Después de Mazas, la pequeña tropa, que había co-menzado triunfando, marchó contra la alcaldía del vi-gésimo distrito, de la que Flourens acababa de ser nom-brado adjunto, tocaron a rebato, y un grupo de veinteproclamó la Comuna; pero nadie respondió, creyendoque era una trampa del partido del orden.

En el Ayuntamiento, los miembros del gobierno ce-lebraban una sesión nocturna, y hubiera sido posibledetenerles.

Flourens, desde su prisión, no veía la importan-cia del movimiento revolucionario; objetó que éramosmuy pocos.

Pero, ¿no había tenido éxito ya el primer golpe deaudacia? La extrema decisión hace a la fuerza el mismoefecto que una honda a una piedra.

La mañana del 22 apareció en los muros de París unfurioso cartel de Clément Thomas, que reemplazaba aTamisier en el mando de la Guardia Nacional.

En él se declaraba fuera de la ley a los revoluciona-rios, a quienes se trataba de alborotadores del orden, yse hacía un llamamiento a los hombres de orden paraexterminarlos.

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Comenzaba así: “Anoche, un puñado de rebeldes to-maron por asalto la prisión de Mazas y libertaron a sujefe Flourens”.

Seguido de injurias y amenazas.La toma de Mazas y la liberación de Flourens ha-

bían llenado de espanto a los miembros del gobierno,quienes, temiendo una segunda edición del 31 de oc-tubre, acudieron a Trochu, que llenó hasta reventar elAyuntamiento con sus móviles bretones.

Les mandaba Chaudey, cuya hostilidad a la Comunaera conocida.

A mediodía, una multitud enorme, en gran partedesarmada, llenaba la plaza del Ayuntamiento.

Un gran número de guardias nacionales tenía susfusiles sin municiones. Los de Montmartre estaban ar-mados.

Unos jóvenes, encaramados en los faroles, gritaban:¡Dimisión! La rizada cabeza de Bauer se mostraba allímuy animada.

De cuando en cuando se oía un clamor.Todos los que habían jurado, así como los que no ha-

bían dicho nada, estaban allí incluso un buen númerode mujeres: Andrée Leo y las señoras Blin, Excoffon,Poirier y Danguet.

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Los guardias nacionales que no habían cogido mu-niciones comenzaban a lamentarlo.

Se preparaba una buena jornada, ya no cabía duda:¿cuál sería el resultado? El Ayuntamiento estaba desdela víspera lleno de sacos terreros; los móviles bretones,de los que rebosaba, agolpados en los huecos de lasventanas, nosmiraban, con sus pálidas caras inmóvilesy sus ojos azules fijos en nosotros, con reflejos de acero.Para ellos se levantaba la veda de la caza de lobos.

Porque el Sr. Trochu ha dicho a los deAncenis

Amigos míosEl rey va a establecer las flores de lis

La multitud seguía llegando como hizo el 31 de oc-tubre.

Detrás de la verja, ante la fachada, estaba el tenien-te coronel de los móviles, Léger, y el gobernador delAyuntamiento Chaudey, de quien desconfiábamos.

—Los más fuertes, había dicho, fusilarán a los otros.El gobernador estaba en posesión de las mayores

fuerzas.

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Se enviaron delegados, diciendo que París seguíaafirmando su voluntad de rendirse jamás y de no serjamás entregada, pidiendo en vano que se les dejarapasar, porque todas las puertas estaban cerradas. Losbretones seguían en las ventanas.

El Ayuntamiento en aquel momento parecía un na-vío, con sus puertas de carga abiertas sobre el océano.Las oleadas humanas se agitaron mucho al principiodespués aguardaron inmóviles.

A nadie le cabía ya ninguna duda de la manera enque el gobierno iba a recibir a quienes no querían larendición, arrastrando tras ella a Badingue, remolca-do por Guillermo, o incluso no arrastrando más que lavergüenza. Era demasiado.

De pronto, Chaudey entró en el Ayuntamiento. Va adar la orden de disparar contra la multitud, decíamos.Sin embargo, todavía trataba la gente de franquear laverja tras de la cual unos oficiales lanzaban groserosinsultos.

—Ustedes no saben lo que les espera oponerse a lavoluntad del pueblo, dijo el viejo Mabile, uno de lostiradores de Flourens, a los que insultaban.

—¡Y qué me importa! respondió el oficial que acaba-ba de lanzar varias injurias, apuntando con su revólver

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al que estaba al lado de Mabile, quien por su parte, seacercó a él.

Momentos después de la entrada de Chaudey en eledificio, hubo como un golpe con el pomo de una es-pada, dado detrás de una de las puertas, y después seescuchó un disparo aislado.

Menos de un segundo después, un denso tiroteo ba-rría la plaza

Las balas hacían el mismo ruido que el granizo delas tormentas de verano.

Los que estaban armados respondieron fríamente ysin detenerse. Los bretones disparaban, sus balas pene-traban en la carne, a nuestro alrededor caían los tran-seúntes, los curiosos, hombres, mujeres, niños.

Algunos guardias nacionales confesaron despuéshaber disparado no contra aquellos que nos tiroteabansino a los muros, donde en efecto quedó la señal de susbalas.

Yo no fui de estos; si se obrara así, sería la eternaderrota con sus montones de muertos y sus largas mi-serias, e incluso la traición.

De pie ante las malditas ventanas, no podía separarmis ojos de aquellos pálidos rostros de salvajes, quesin emoción, de manera maquinal, disparaban contranosotros como lo hubiesen hecho sobre manadas de lo-

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bos, y pensaba: algún día os cogeremos, canallas; por-que matáis, pero creéis; os engañan, os compran, y no-sotros necesitamos a aquellos que no se venden jamás.Ante mis ojos pasaron los relatos del anciano abuelo,de aquellos tiempos en los que, héroes contra héroes,combatían implacablemente los campesinos de Cha-rette, de Cathelineau, de La Rochejaquelein, contra elEjército de la República.

Cerca de mí, delante de la ventana, mataron a unamujer de negro, alta y que se me parecía, y a un jovenque la acompañaba. Jamás hemos sabido sus nombresy nadie les conocía.

Dos ancianos altos, de pie sobre la barricada de laavenida Victoria, disparaban tranquilamente. Parecíandos estatuas del tiempo de Homero: eran Mabile y Ma-lezieux.

Esta barricada, hecha con un ómnibus volcado, re-tuvo algún tiempo el fuego del Ayuntamiento.

Cuando Cipriani se dirigía a la avenida Victoria conDussali y Sapia, se le ocurrió parar el reloj del Ayun-tamiento, y disparó al cuadrante, que se rompió; eranlas cuatro y cinco.

En ese mismo instante mataron a Sapia de un balazoen el pecho.

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A Henri Place le rompieron un brazo; pero, comosiempre, la mayoría de las víctimas se componía degente inofensiva, que estaba allí por casualidad.

En las calles vecinas, las balas perdidas mataron aalgunos transeúntes.

Después de resistir el mayor tiempo posible, dispa-rando desde los pequeños edificios situados en el ladode la plaza opuesto a la fachada, fue preciso retirarse.

La primera vez que se defiende la propia causa conlas armas, se vive la lucha tan por completo que unamisma no es otra cosa que un proyectil.

Aquella noche vimos aMalezieux, que todavía lleva-ba su enorme levita como un colador, agujereada porlas balas.

Dereure, que durante unos momentos había ocupa-do él solo la puerta del Ayuntamiento, estaba de re-greso en la alcaldía de Montmartre, con su faja rojaciñéndole siempre la cintura.

—Se necesita una cantidad terrible de plomo paramatar a un hombre, decía Malezieux, el viejo rebeldede junio.

Y en efecto, se necesitaba mucho para él, tanto quetodas las balas de la semana sangrienta pasaron sinalcanzarle, hasta tal punto que al regreso de la depor-

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tación se mató él mismo, pues los burgueses le consi-deraban demasiado viejo para trabajar.

Las persecuciones empezaron inmediatamente conmotivo del 22 de enero.

El gobierno, que seguía jurando que no se rendiríajamás, trató de acallar a los comités de vigilancia, alas cámaras federales y a los clubes; con lo que todose convirtió en club, la calle fue tribuna y hasta losmismos adoquines se levantaban por sí mismos.

Se habían dictado miles de órdenes de detención;pero apenas si se pudieron llevar a cabo más que lasdetenciones inmediatas, pues las alcaldías las rechaza-ban, diciendo que se iban a provocar disturbios.

Nos hemos preguntado con frecuencia por qué, en-tre todos los miembros del gobierno, puesto que ni unosolo estuvo a la altura de las circunstancias, París sin-tió sobre todo horror de Jules Ferry; es sobre todo acausa de su espantosa duplicidad.

Al siguiente día, del 22 de enero, hizo pegar el em-bustero siguiente cartel, lleno de mentiras:

Alcaldía de París22 de enero, 4:52 de la tarde

Varios guardias nacionales rebeldes perte-necientes al 101 de infantería intentaron

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tomar el Ayuntamiento disparando con-tra los oficiales e hiriendo gravemente aun ayudante mayor de la guardia móvil.La tropa respondió. El Ayuntamiento fueacribillado desde las ventanas de las casasde enfrente, por el otro lado de la plaza yque ocuparon de antemano.Lanzaron bombas contra nosotros y dispa-raron balas explosivas; la agresión ha sidola más cobarde y la más odiosa, ya queal principio hicieron más de cien disparosde fusil contra el coronel y los oficialesen el momento en que despedían a unadiputación admitida momentos antes enel Ayuntamiento, y nomenos cobarde des-pués, cuando tras la primera descarga, enel momento en que la plaza quedó vacía ycesado el fuego por nuestra parte, fuimostiroteados desde las ventanas de enfrente.Decidles estas cosas a los guardias nacio-nales y tenedme al corriente, si todo havuelto a la normalidad.La guardia republicana y la Guardia Na-cional ocupan la plaza y sus accesos.

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Jules Ferry

Un escritor pro gobierno de la Defensa Nacional,con ideas burguesas, hace en alguna parte esta decla-ración, despojada de artificio, respecto a la represióndel 22 de enero:

Hubo que limitarse a condenar a muerteen rebeldía a Gustave Flourens, a Blanquiy a Félix Pyat.1

Jules Favre entendió que quitarle las armas a Paríssería una tentativa inútil, que terminaría en una clararevolución, o bien aún le quedaba ese sentimiento dejusticia de que la Guardia Nacional debía conservarlas.En cualquier caso jamás se trató de desarmarla, aun-que su proclama del 28 de enero anunciara el arminis-ticio contra el cual París se había siempre manifestado.

Era la rendición segura; solo que no se sabía la fe-cha en que el ejército de invasión entraría en la ciudadentregada.

Aquellos que durante tanto tiempo habían sosteni-do que el gobierno no se rendiría jamás, que Ducrot no

1 Sempronius, Historie de la Commune (Historia de la Comu-na), París ed. Alonier 1871. N de A.

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volvería sino muerto o victorioso, y que ni una pulga-da del territorio, ni una piedra de las fortalezas seríanentregadas, vieron que habían sido engañados.

He aquí cómo trataban a los prisioneros del 22 deenero y aquellos que, por haber sido trasladados a Vin-cennes, no pudieron ser liberados con Flourens.

Los desdichados que habían sido trasladados a Vin-cennes, dice Lefrançais, permanecieron allí ocho díassin fuego, la nieve entraba por las ventanas de la saladel torreón donde estaban encerrados, acostados losunos sobre los otros sobre una superficie de unos cien-to cincuenta metros cuadrados y literalmente en elmás inmundo fango.

Uno de ellos, el ciudadano Tibaldi, detenido por lodel 31 de octubre y que había padecido todo género detorturas físicas y morales en Cayena, donde el Impe-rio le había retenido durante trece años, declaraba quejamás había visto nada semejante.

Después de haber sido transportados de Vincennesa la prisión de la Santé, donde permanecieron quin-ce días en celdas sin fuego con los muros rezumandoagua (hasta el punto de que ni la ropa interior ni lade la cama podían mantenerse secas), fueron conduci-

2 Sainte Pélagie, antigua prisión de París.

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dos a Pélagie,2 donde tuvieron que esperar todavía dosmeses para ser juzgados por los consejos de guerra.

“Entre los detenidos el 22 de enero estabaDelescluze, detenido y arrojado tambiénen aquel infierno. Solamente por ser De-lescluze redactor jefe del Réveil, que acaba-ban de cerrar. Con sesenta y cinco años deedad, débil y atacado ya de una bronqui-tis aguda, salió moribundo de la prisión.En las elecciones del 8 de febrero siguien-te se le envió a la Asamblea Legislativa deBurdeos.Un obrero, el ciudadano Magne, había si-do detenido en el momento en que entra-ba en su casa, de regreso de su taller- En-fermo ya, murió un mes después en Péla-gie, víctima del trato sufrido”.3

En la tarde del 22 de enero se fijó el siguiente decretopor el que se cerraban los clubes en París.

El gobierno de la Defensa Nacional

3 G. Lefrançais, Étude de mouvement comunaliste, 1871, N. de

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Considerando que, tras las criminales in-citaciones gestadas en algunos clubes, al-gunos agitadores desaprobados por la po-blación entera han iniciado la guerra civil.Que es importante acabar con estas detes-tables maniobras que constituyen un peli-gro para la patria, y que, de reproducirse,mancharían el honor hasta ahora irrepro-chable de la defensa de París, decreta:Los clubes quedan suprimidos hasta el fi-nal del asedio, y los locales en los que ce-lebran sus sesiones serán inmediatamenteclausurados.Los infractores serán castigados de acuer-do con las leyes.Artículo 2. El prefecto de policía queda en-cargado del presente decreto.General Trochu, Jules Favre, EmmanuelArago, Jules Ferry

En tanto que el bombardeo de París se tranquilizaba,todavía se tenía la esperanza de una lucha suprema.

A.

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Pero cuando calló, después del 28, la gente se sintiótraicionada. Todavía quedaba el recurso de morir si lainsurrección no podía vencer.

¡Cómo! ¡Las víctimas amontonadas ya, unas en lossurcos, otras sobre el pavimento de las calles, los vie-jos muertos por las miserias del asedio, todo ese su-frimiento no habría servido más que para dar fe de lasumisión popular y el nombre de República no seríamás que una máscara!

¡Cómo! ¡Esto era lo que desde lejos habíamos oteadocomo glorioso!

A todo el que era republicano se le declaraba enemi-go de la República.

Jules Favre, Jules Simon y Garnier-Pagès recorríanlos distritos; Gambetta acababa de sofocar las comu-nas de Lyon y de Marsella, que hizo despuntar el 4 deseptiembre, con la misma desenvoltura con que, al díasiguiente del 14 de agosto, reclamaba la pena de muer-te para los bandidos de La Villette.

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6. Algunos republicanos enel Ejército y en la Flota –Planes de Rossel y deLullier

Pese a la disciplina a veces se piensaEl espíritu puede evadirse del presidio de los

cuarteles.Louise Michel. Les prisons (Las prisiones)

De acuerdo con la capitulación, la asamblea de Bur-deos tenía que nombrarse el 8 de febrero y reunirsepara deliberar sobre las condiciones de paz.

La impresión que causaba esta cobardía era tal queen el Ejército y en la Flota algunos oficiales se resistíana la derrota, igual que se resistía París. Sus planes eransencillos y lógicos. Los documentos póstumos de Ros-sel y los que se encontraron en casa de Lullier demos-

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traron una vez más que, incluso según la ciencia mili-tar, era posible resistir y vencer la invasión. He aquíalgunos de estos fragmentos:

La lucha a ultranza, la continuidad de lalucha hasta la victoria no es una utopía,no es un error.Francia posee todavía un inmenso mate-rial de guerra, un gran número de solda-dos.La línea del Loira, que es una excelente po-sición, apenas está utilizada, en tanto queBourges no se haya perdido; pero aunquecayera en poder del enemigo, el ataque delas provincias meridionales se hace difícila causa del macizo de Auvernia, que obli-ga al enemigo a dividir sus esfuerzos entreLyon y Burdeos; un fracaso de los prusia-nos en cualquiera de estas dos despejaríaa ambas.Por el contrario, la resistencia cuentaa menudo con afortunadas posibilidades.

1 La batalla de Cannas tuvo lugar el 2 de agosto del año 216

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Recuérdense la batalla de Cannas;1 la con-quista de Holanda por Luis XIV a la cabe-za de cuatro ejércitos de los más podero-sos de Europa, mandados por Turenne yCondé, la invasión de España por Napo-léon en 1808. He aquí tres situaciones queeranmuchomás desesperadas, más devas-tadoras, que dejaban muchas menos posi-bilidades para una solución honorable quenuestra situación después de la toma deParís.Con todo las tres fueron afortunadas, y nose debió al azar, sino quizá a una constan-te ley cuya característica más definida esel desgaste de los ejércitos victoriosos. Unejército que efectúa una guerra activa sedestruye aunque tenga facilidades para re-novarse por el reclutamiento; este mantie-ne su fuerza numérica, pero no reemplazaa los viejos soldados ni a los oficiales queha perdido.Fue por la falta de oficiales por lo que su-cumbió el Ejército de Napoléon, lo mismo

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que ocurrió con el Ejército de Aníbal, ylo que ocurrirá con el ejército prusiano, ymás rápidamente aún, sin contar con quelamuerte del señor de Bismark o del señorde Moltke puede dar al traste con todo.La muerte de Pirro2 vencedor no es unaparadoja; hay con frecuencia un momen-to para los conquistadores en que el desas-tre se halla por entero germinando duran-te una victoria: ese momento es Cannas oel Moscova.3 ¿Por qué no podrían los pru-sianos correr la misma suerte?No se trata más que de aguardar el mo-mento de desgastarles, de cansarles, no de

a. C., entre el Ejército púnico y las tropas romanas.2 Basileus (rey) de Épiro de 307 a 302 a. C. y entre 297 y 272 a.

C. En el combate en el interior de Argos recibió el impacto de unateja arrojada por una anciana, y fue asesinado mientras se hallabainconsciente por el golpe.

3 La Batalla de Borodinó tuvo lugar el 7 de septiembre de1812. Es también conocida como la Batalla del ríoMoscova, y fue lamayor ymás sangrienta batalla de todas las Guerras Napoleónicas,enfrentando a cerca de un cuarto de millón de hombres. Terminócon victoria pírrica de los franceses.

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hacerles encontrar una Capua4 en nues-tras ciudades, sino de no negociar jamáscon ellos nuestro rescate.Carecemos de paciencia, firmamos la paztan inconsideradamente como hemos he-cho la guerra. Este pueblo es demasia-do inconstante y demasiado escéptico; ha-ce ochenta años se le pudo fanatizar conideas de libertad, de propaganda igualita-ria y de democracia universal. ¿A quiénpodríamos creer ahora?…

Es el estilo del hombre de guerra, que tenía que com-batir en la guerra de conquista contra un ejército dis-ciplinado. Un general como Rossel hubiera resultadoútil.

4 Durante la Segunda Guerra Púnica los romanos sitiaronCapua, segunda ciudad de Italia en importancia. Aníbal obligó alos romanos a levantar el sitio, pero no pudo permanecer en la ciu-dad por falta de abastos. Los romanos volvieron a sitiar la ciudad.Todos los ataques de Aníbal fueron rechazados, por lo que este, afin de obligarlos a levantar el sitio, marchó sobre Roma. Las legio-nes que sitiaban Capua no se movieron de su puesto, Aníbal se vioobligado a dejar la ciudad a merced de los romanos, quienes la to-maron y redujeron a esclavitud a parte de su población.

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Más tarde, cuando quiso hacer de la Guardia Nacio-nal un ejército regular, Rossel no comprendió que elímpetu revolucionario —había que apresurarse, ya quefaltaba tiempo—, así como el número, tenían que serutilizados.

Pero en las situaciones desesperadas que cada cualemplee el medio que conoce; el arma que se conoce esla mejor, y Rossel conocía bien el oficio de la guerra;en este caso los serviles hubieran sufrido la disciplina

Rossel escribía desde Nevers, demostrando los erro-res cometidos por los generales del Imperio, que la Re-pública de septiembre mantenía a la cabeza de sus ejér-citos:

Las operaciones militares han sido conti-nuamente desdichadas.A fuerza de impericia, los planes han esta-do siempre viciados y los jefes incapaces.Solo Chanz ha mostrado, quizás, talento,y aún así no puede juzgársele hasta quese sepa qué fuerzas tenía frente a él.Y a este general se le ha dejado fuera de untablero ocupado con fuerzas insuficientespara recorrer Bretaña y Poitou.

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Gambetta había llegado rápidamente a serun político, y era preciso que se convirtie-ra en un hombre de guerra. Tal era nuestraesperanza desde la época en que, encerra-dos enMetz, conocimos a fondo la nulidadde nuestros generales. Gambetta no quiso.Hemos obedecido a todos los gotosos delanuario, que aceptaron la responsabilidadarrancándose los cabellos de terror y pere-cieron por su propia impotencia, muchomás que por la habilidad de sus adversa-rios. Todas las operaciones han sido trai-cioneras.La recuperación de Orleans se llevó a cabopor un error pueril, que figura en todoslos tratados de arte militar, y catalogadobajo el nombre de concentración sobre unpunto ocupado por el enemigo.La segunda toma de Orleans tiene tam-bién su lugar entre los grandes errores: esuna retirada divergente.

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La batalla de Amiens se llama defensivapasiva, lo mismo que las operaciones pre-cedieron la retirada de Orleans por losprusianos.

La marcha de Bourbaki en el este fue echa-da a perder. El crimen de adosar un ejér-cito a una frontera neutral y dejar al des-cubierto toda la línea de operaciones enuna longitud de ciento cincuenta kilóme-tros no tiene nombre en la ciencia militar.Si Gambetta hubiera actuado por sí mis-mo, en lugar de dejar la hermosa opera-ción que había concebido, bajo la discre-ción de un viejo soldado desgastado, queavanzaba a regañadientes, no habría po-dido convertirse jamás en un vergonzosodesastre. La República es en esto tan cri-minal como el Imperio, porque ha sido tanincapaz como este en la elección de los je-fes.

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Es justo que el gobierno de Burdeos recri-mine al gobierno de París; pero tambiénes justo que nosotros recriminemos al go-bierno de Burdeos.No podría decir hasta qué punto ha si-do defectuosa la organización y hasta quépunto la desdichada herencia del Imperioha sido además dilapidada.Hemos padecido la separación del ejércitoy de la móvil; pero fuimos nosotros quie-nes inventamos los movilizados, multipli-camos los uniformes y los sistemas y ex-cluimos de la Defensa Nacional a los hom-bres casados, con el pretexto de que la in-validez arruinaría al país. ¿No está ya bas-tante arruinando el país?¡Y qué organizadores incapaces! No te-nían más que un solo temor, el de encon-trarse con demasiada gente que instruir,excluían del reclutamiento a cuantos lesera posible. No sabían ni reunir a los hom-bres ni mandarlos y el gobierno multipli-caba su trabajo con la disparatada crea-ción de campos de instrucción.

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Tenían sin embargo, una determinada ta-rea que realizar en un tiempo establecido;instruir a los soldados en esa difícil tarease había agregado a la de crear al mismotiempo numerosos barrancones, forman-do nuevos cuerpos.La artillería no supo sacrificar ni un soloclavo de su sabio y duradero material; suscañones y sus cureñas, sus armones y susarneses durarán cuarenta años, es cierto,pero no estarán dispuestos hasta despuésde la guerra.Al necesitar hacer rápidamente las cosas,¿hemos simplificado nuestro armamento?No. Lo hemos complicado con la adopcióndel cañón rayado. Nuestras derrotas nose debían al armamento defectuoso, sinoa causas de un orden incomparablementemás elevado.El cañón rayado está bien para los papa-natas; tengamos cañones lisos y tratemos

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de utilizarlos. La caballería ha sido tanme-tódica como la artillería y tan incapaz enlos campos de batalla.5

Lamarcha al este que, según Rossel, se había echadoa perder, fue igualmente indicada por Lullier, oficial demarina, a quien la desesperación de la derrota inclinóhacia la Comuna y a quien la acción del Mont-Valérien(donde recomendado, con la palabra del honor del co-mandante de este fuerte, convirtió en desastre la pri-mera salida contra Versalles) le dejó una propensión aterribles ataques.

El 25 de noviembre de 1870, Lullier había enviado elsiguiente plan, en el que tenía una profunda confianzay que quedó sin respuesta.

Hoy es curioso ver cuán fácil hubiera sido al menostratar de hacer levantar el bloqueo sobre París, que nopedía otra cosa que defenderse heroicamente.

I. El objetivo de operaciones común a losEjércitos de la República debe ser el delevantar el bloqueo de París. Para obte-

5 L.N. Rossel, Papiers posthumes, recueillis por Jules Amigues.París, Lachaud éd., 1871. (Documentos póstumos recogidos por JulesAmigues). N. de A.

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ner este resultado, sería un grave errorconcebir un plan según el cual cada unode dichos ejércitos marchara aisladamen-te aunque con movimientos simultáneossobre París; porque a los numerosos ejér-citos alemanes que ocupan, en torno deesta plaza una posición concéntrica, lessería fácil combinar sus movimientos yaplastar separada y sucesivamente a ca-da uno de los ejércitos franceses que sepresentasen sobre uno de los radios de sucírculo de acción. Por el contrario seríamuy difícil, para estos obtener una exac-ta coincidencia de sus ataques si conside-ramos el reparto de las fuerzas actuantessobre el teatro general de operaciones.Marchar directamente sobre París es ir aatacar directamente al enemigo en el cen-tro de su potencia, en el centro de susrecursos, es querer coger al toro por loscuernos. Por otra parte, París no se en-cuentra en las condiciones de una plazacomún; encierra en su recinto un ejérci-to de unos trescientos noventa mil hom-

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bres, cuya organización, instrucción y ar-mamento se perfeccionan día a día, ejérci-to que estará pronto dispuesto a salir y acombatir eficazmente en el exterior.Para despejar París, basta con obligaral enemigo a distraer momentáneamenteuna parte importante de las fuerzas querodean la capital y llevarle a que las mue-va a una distancia que permita durantecuarenta y ocho horas tan solo, libre jue-go al Ejército sitiado, para realizar una in-cursión general contra el Ejército sitiador;ahora bien, maniobrando en provincias,sería fácil obtener este resultado y enton-ces desembarazar parcialmente a París.¿Cuál es la maniobra general que se debehacer?II. Reunir todas las fuerzas disponibles enel sureste, en Lyon; todas las del centroen el campo de Nevers, y todas las deloeste en Tours; hacer que se repliegue elejército del Loira sobre esta última ciudad,pormedio de los ferrocarriles, e intervenir

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con un movimiento general de concentra-ción de todas estas fuerzas sobre Langres.Se pueden reunir en menos de quince díastrescientos mil hombres en esta últimaciudad, plaza fuerte con campo atrinche-rado a su alcance. Este ejército, cubiertopor la derecha por las plazas de Besançony de Belfort, se hallará en disposición demarchar, o sobre Châlons por Vitry-le-François, o entre Toul y Nancy, haciendocaer al optar por esta última ciudad, la lí-nea del Mosa, mala línea, poco defendiday poco defendible.Por una u otra de estas avanzadillas, elejército concentrado en Langres amena-za directamente las comunicaciones delenemigo, que se extienden a lo largo deuna línea de ciento diez leguas por Châ-lons, Verdún y Naney, desde Estrasbur-go a París. Así, infaliblemente obliga alenemigo a despejar parcialmente París pa-ra llevar una parte considerable de susfuerzas sobre Châlons o Metz en apoyo desus amenazadas comunicaciones.

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Si el ejército de Langres es derrotado, sereplegará sobre la carretera de París aLyon, su línea de retirada natural, que nocesa de cubrir en su avance, y en la cualtiene a Luon, con su campo atrincheradocomo base, y a Dijon como plaza de avi-tuallamiento y defensa.“En cualquier caso, se alcanzará el ob-jetivo: amenazar las comunicaciones delenemigo sin dejar al descubierto las pro-pias”.Al mismo tiempo el ejército del nortetiene que venir a bordear el Oise desdeChagny a Creil, y luego concentrarse a laizquierda para marchar por Reims hacialas comunicaciones del enemigo y encon-trándose con el ejército de Langres o, de-pendiendo de las circunstancias, concen-trarse a la derecha para venir a dar porSaint-Denis con el ejército de París con-tribuyendo así al resultado de la salida ge-neral realizada por este.III. Amenazar las comunicaciones delenemigo obligándole a ceder y a retroce-

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der es una de las maniobras más usualesen la guerra; la experiencia de la histo-ria militar prueba que tal maniobra, inclu-so efectuada de mala manera ha sido casisiempre coronada por un completo éxito.En 1800, el general austríaco Melas opera-ba en el Var contra Francia.Su línea de comunicación pasaba por Cu-neo, Alessandria y la orilla derecha del Po.Bonaparte, con treinta y seis mil hombres,franqueó el San Bernardo y vino con la ca-ballería a situarse sobre esta línea en Ma-rengo.Melas, bajo amenaza de quedar aislado desu base, Mantua y Adigio, se concentraapresuradamente sobre Alessandria.Vencido delante de esta plaza, se ve en ladisyuntiva de encerrarse en ella o firmarun tratado por el que se nos entrega Italia.En 1812, después de haber perdido la ba-talla del Moscova y evacuado Moscú, elgeneralísimo ruso Kutúzov vino a colocar-se al sur de la línea de comunicación del

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Ejército francés. Napoléon se vio ensegui-da conminado a ir hacia él, y después dela indecisa batalla de Maloyaroslávets, elgeneral ruso apoyando aún una marchahacia el oeste, Napoléon vuelve a ser obli-gado, y tiene que precipitadamente aban-donar Moscú. Poco faltó para que queda-ra separado de su base, Polonia y el Be-rézina. En 1813, en cuanto los aliados searriesgaron hacer una marcha de concen-tración sobre Leipzig, Napoléon se ve obli-gado a abandonar su posición concéntri-ca de Dresde para volar en ayuda de susamenazadas comunicaciones. Después delas tres batallas de Leipzig, no tuvo másremedio que replegarse hacia el Rin, subase. Aquel mismo año de 1813, en Espa-ña, no bien se aventuró el general inglésWeliington amarchar por Valladolid haciaBurgos, el rey José y los generales france-ses, amenazados de quedar aislados de subase, lo. Pirineos, evacuaron precipitada-mente Madrid, faltando poco para que lescortaran la retirada en Vitoria.

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En 1814, Wellington estaba en Burdeos,preparándose para marchar sobre París;pero el mariscal Soult, que había tomadoel mando del ejército español, hizo una re-tirada paralela hacia la frontera y toman-do posiciones en Toulouse.Wellington, nopudiendo dejar un ejército sobre el flancode su línea de comunicación, se vio forza-do a marchar contra el general francés ya librar la batalla de Toulouse.En el mismo año 1814, después de la in-cierta batalla de Bar-sur-Aube, Napoléonmarchó sobre Saint-Dizier para pasar aLorena precipitándose sobre las comuni-caciones de los ejércitos alemanes. Aun-que no disponía entonces más que de se-senta y cinco mil soldados, esta marchahubiera sido decisiva si París hubiera esta-do en situación de resistir tan solo quincedías.IV. El plan de una marcha de concentra-ción general de nuestras fuerzas de Lan-gres, plan que se puede llevar a cabo contrescientos mil hombres el mismo 15 de

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diciembre, es por lo tanto conforme a losprincipios de la ciencia estratégica, y el re-sultado está por así decirlo, garantizadode antemano por la experiencia de la his-toria, además en total acuerdo con el sen-tido común más elemental.Francia está mutilada, no le queda másque un brazo; pero ese brazo es todavía ca-paz de sostener una espada. Si un enemigoenvalentonado por el éxito pone la manosobre París, la capital sabrá agarrarle esamano; de lo contrario, el enemigo oprimi-rá con más fuerza y con su otra mano laapartará. Pero si con el brazo que le que-da amenaza a su adversario, este soltarásu presa inmediatamente. El brazo de Pru-sia se extiende sobre Francia desde Estras-burgo a París, y es este brazo al que hayque amenazar con todas las fuerzas dispo-nibles.Para que las operaciones de esta naturale-za tengan éxito se necesitan dos cosas: 1ºGuardar el secreto sobre las intenciones,que no deben ser reveladas sino tardía-

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mente por los hechos y cuando el enemi-go ya no tenga tiempo de evitarlo concontramaniobras. El arte de la guerra estan difícil solo por la complejidad que hayen ocultar por una parte los proyectos alenemigo y por otra en enterarse de los deellos.2º La exacta combinación de los detalles,el inventario del material y de la logísticaque han de utilizarse, así como el cálculoexacto de la duración de los transportespor ferrocarril. Asegurar la cantidad sufi-ciente de municiones de guerra y de in-tendencia, de manera que no quede jamásningún cuerpo aislado o sin víveres. En laguerra, el cálculo exacto del tiempo y delas distancias lo es todo.El mejor plan del mundo fracasa porqueun cuerpo de ejército llega con un retrasode unas horas al campo de batalla.Llegado cuatro horas tarde, se encuentraen presencia de una derrota e incluso laagrava.

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Cuatro horas antes, convierte un desastreen una victoria.Así puede y debe ser militarmente salvadaFrancia.

Tours, 25 de noviembre de 1870 CharlesLullier

Francia no fue ni militarmente ni revolucionaria-mente salvada, sino degollada en masa por los dege-nerados burgueses ¡y, sin embargo, el porvenir está enla Revolución libertadora!

Estos fragmentos parecen tener mil años, siendo laciencia militar una ciencia que muere, ya que la gue-rra entre los pueblos muere; a pesar de los esfuerzosde los déspotas, la guerra no volverá a levantarse, aun-que todavía los estremecimientos la agitan, como losde un animal agonizando. Pero Rossel y Lullier fueronunas inteligencias calcinadas a través de los aconteci-mientos como las mariposas por la llama.

Hoy la disciplina es cosa pasada, y los hombres edu-cados en ella se chocan y se hastían en el libre vuelode la humanidad.

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7. La asamblea de Burdeos– Entrada de los Prusianosen París

Mayoría rural, vergüenza de FranciaGastón Crémieux

Se concedió un segundo plazo hasta el 28 de febrero,y el gobierno, que desconfiaba de París, consiguió queel ejército no entrara hasta el 1º de marzo. Trochu ha-bía dimitido con el fin de cumplir su palabra omás bienparecer que la cumplía (¡El gobernador de París no ca-pitulará!). Vinoy, uno de los cómplices de Napoléon IIIel 2 de diciembre, remplazaba a Trochu.

París, como toda Francia, establecía listas de candi-datos que iban gradualmente del republicano al inter-nacionalista.

Los que aún tenían confianza en las urnas se lleva-ron más de una sorpresa, tal como ver al señor Thiers,

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que la víspera de la proclamación oficial contaba consesenta y un mil votos, lo cual ya parecía exagerado,anunciar al día siguiente; ¡Ciento tres mil! Eso son lossecretos del sufragio universal.

En algunas listas, llamadas de los cuatro comités, ha-bía quedado proscrito el nombre de Blanqui, aunqueen ellas figuraban varios internacionales; pero Blanquiera el esperpento.

Los clubes eligieron los nombres de los internacio-nales, tanto el de Liebknecht,1 que había protestadoenérgicamente contra la guerra, como el de los inter-nacionales franceses.

Un gran número de revolucionarios que no teníanconfianza en el sufragio universal, menos universalque nunca, ¡se abstuvieron! Como hicieron en el pre-cedente plebiscito, fueron remplazados por los refugia-dos, los soldados y los móviles bretones.

El señorThiers, que dirigía la campaña en provincia,hizo votar a todos los temerosos, a toda la reacción,sabiendo halagar todas las cobardías, hasta tal punto

1 Wilhelm Liebknecht (Giessen, 29 demarzo de 1826 —Char-lottenburg, Berlín, 7 de agosto de 1900) fue un político socialistaalemán, uno de los fundadores del Partido Socialdemócrata en Ale-mania en 1869. Opuesto a la Guerra franco-prusiana.

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que fue elegido en veintitrés distritos. Se le llamó elrey de los radicales.

En la primera sesión de esta reaccionaria asamblea,Garibaldi no pudo dejarse oír por las vociferacionescuando ofrecía sus hijos a la República.

Como el anciano permanecía de pie en medio del tu-multo, Gaston Crémieux, de Marsella, al que fusilaronvarias semanas después, exclamó, entre los aplausosde la multitud amontonada en las tribunas: ¡Mayoríarural, vergüenza de Francia!

La asamblea de Burdeos fue hasta el fin digna desu comienzo, siéndole imposible a cualquiera con librepensamiento permanecer en aquel medio, hostil a todaidea generosa.

Rochefort, Malon, Ranc, Tridon y Clemenceau pre-sentaron su dimisión. Para cuatro de ellos fue colectivay elaborada en estos términos:

Ciudadano presidente, los electores nosconfiaron el mandato de representar a laRepública francesa.Ahora bien, por el voto del 1º de marzo,la Asamblea Nacional ha ratificado el des-membramiento de Francia, la ruina de la

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patria, de este modo alcanza sus nulas de-liberaciones.El voto de cuatro generales y la absten-ción de otros tres desmienten formalmen-te las afirmaciones del señor Thiers. Nopodemos permanecer ni un día más en es-ta asamblea.Por lo tanto, le comunicamos, ciudadanopresidente, que no nos queda sino retirar-nos.Henri Rochefort, Malon de la Internacio-nal, Ranc, Tridon de la Côte-d’Or

Garibaldi, Victor Hugo, Félix Pyat y Delescluze pre-sentaron igualmente su dimisión como diputados.

El gobierno, llamado nuevo, pero que era lo mismoque el antiguo, fue elaborado por la asamblea capitu-lante de esta forma:

Thiers, jefe del Poder EjecutivoJules Favre, ministro de Asuntos Exterio-resErnest Picard, Interior

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Dufaure, JusticiaGeneral Le Flo, GuerraPouyer- Quertier, HaciendaJules Simon, Instrucción PúblicaAlmirante Pothuau, MarinaLambrecht, ComercioDelarey, Obras PúblicasJules Ferry, Alcalde de ParísVinoy, Gobernador de París

Las condiciones de paz eran; la cesión de Alsacia yde una parte de Lorena con Metz.

El pago, en tres años, de cincomillones como indem-nización de guerra.

La ocupación del territorio hasta el pago total de loscinco millones.

La evacuación a medida y en proporción de las can-tidades entregadas.

El 27 de febrero corrió por París el rumor de la en-trada del ejército alemán.

Inmediatamente, los Campos Elíseos se llenaron deguardias nacionales. Por la noche sonaba el toque dequeda.

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Nos acordamos que en la plaza Wagram había caño-nes que los guardias nacionales de los suburbios ha-bían comprado por suscripción, y que les pertenecían,para la defensa de París.

También en la plaza de los Vosgos había cañonescomprados por los batallones del Marais. Cada barriotenía los suyos. Hombres, mujeres y niños se ocuparonde arrastrarlos; los de Montmartre desplazados hastael bulevar Omano, se suben a la Butte.

Los de Belleville y La Villette arrastraban los suyoshacia las Buttes-Chaumont.

Las piezas del Marais se dejan en la plaza de los Vos-gos. Es el mejor lugar para un parque de artillería.

Dos mil guardias nacionales se reúnen en el ComitéCentral. Se preparen los siguientes carteles para el díasiguiente:

La Guardia Nacional protesta, a través desu Comité Central, contra cualquier inten-to de desarme, y declara que, de ser nece-sario, resistirá con las armas.

El Comité Central de la Guardia Nacional

El manifiesto se fijó al día siguiente, el 28, así comoel 29:

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Puesto que los revolucionarios no quierenque se degüelle inútilmente a una parte dela población.El sentir de la población parece no oponer-se a la entrada de los prusianos en París.El Comité Central, que había emitido unaopinión contraria, declara que se adhierea la siguiente proposición:Se establecerán alrededor de los barriosque debe ocupar el enemigo, una serie debarricadas destinadas a aislar totalmenteesa parte de la ciudad.Los habitantes de la región circunscrita,deberán evacuarla inmediatamente.La Guardia Nacional, acordonando todoslos alrededores, de acuerdo con el Ejército,velará porque el enemigo, aislado así enun terreno que ya no será nuestra ciudadno pueda en manera alguna comunicarsecon las partes atrincheradas de París.El Comité Central se compromete con laGuardia Nacional a colaborar con la ejecu-ción de las medidas necesarias a este fin,

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evitando cualquier agresión que significa-ría el inmediato derrocamiento de la Re-pública.

El Comité Central de la Guardia Nacional

Alavoine, Bouit, Frontier, Boursier, DavidBoison, Baroud, Gritz, Tessier, Ramel, Ba-dois, Arnold, Piconel, Andoynard, Mas-son, Weber, Lagarde, Laroque, Bergeret,Pouchain, Lavalette, Fleury, Maljournal,Chonteau, Cadaze, Castroni, Dutil, Matte,Ostyn.

El Ejército se retiró a la orilla izquierda, y la Guar-dia Nacional sola, sin alteraciones, sin provocación, sindebilidad, llevó a cabo su programa.

Aquella noche tenía una sensación de grandeza.Parecía como si, desde algún lugar del espacio, se

contemplara pasar por la sombra de una ciudad muer-ta un ejército fantasma.

Los persistentes semi tonos del toque a rebato atra-vesaban la oscuridad de las calles desiertas.

Los dos tambores gigantes de Montmartre bajabanpor la calle Ramey, tocando una llamada sorda comouna marcha fúnebre.

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Alientos de revuelta volaban por el aire; pero la me-nor agresión hubiera servido de pretexto, como lo pre-sentía el Comité Central, para un restablecimiento dela dinastía, bajo la protección de Guillermo.

Por unos instantes, las banderas negras de las ven-tanas chasquearon en el aire, y luego ya no hubo ni unsoplo de vida.

Desde el local del comité de vigilancia no se veíamás que la noche, en la cual sonaba el toque a rebato.La noche terminó en una espesa atmósfera.

En los Campos Elíseos, en un café que abrieron a losprusianos, apaciblemente, como un deber, rompimosel mostrador y todo cuanto se había usado, y por debertambién, sin compasión ni cólera, se azotó a unas des-dichadas que con vestidos de fiesta se habían saltadolas barreras para ver a los invasores.

¡Ojalá se pudiera hacer justicia en el acto con todosesos productos lamentables del viejo mundo y con lasociedad putrefacta entera!

La asamblea de Burdeos siguió votando una seriede vergonzosas medidas. Los que en París componíanel gobierno, no habiendo prometido, como la DefensaNacional, morir antes de rendirse no se cansaban deinfamias.

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Temiendo a todos los hombres de valor, a quienesllamaban la hez de los suburbios, la asamblea que nun-ca se habría atrevido a enfrentarse a París, preparabauna traición para despojar de sus cañones a la acrópo-lis del motín, Montmartre. Al que la multitudmiserablellamaba la ciudadela de la libertad, el monte sagrado.

Hubo un instante en que, al dispersarse el partidodel orden entre la multitud, París no tuvo ya más queun alma, única y heroica, que clamaba por la libertad.

El señor Thiers, apresando entre sus garras de gno-mo la asamblea de Burdeos, la modelaba conforme a sutalla; esta asamblea se llamaba Francia: ¡la República!

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8. Agitaciones en el mundopor la libertad

Tocad, seguid tocando clarines del pensamiento.Victor Hugo

Alrededor del año 71 hubo por el mundo enormesalzamientos idealistas.

Un soplo de tempestad las sembraba, creciendo y ra-mificándose en la sombra y a través de los degüellosflorecen hoy; los frutos llegarán.

Hacia el 70, antes, después, siempre, hasta que sehaya realizado la transformación del mundo, continúala atracción hacia el verdadero ideal.

¿Acaso se podrá impedir que llegue la primavera,aunque se talen todos los bosques del mundo?

Hacia el 70, Cuba, Grecia, España reivindicaban sulibertad; por doquier, los esclavos sacudían sus cade-nas, y como hoy, las Indias se alzaban por la libertad.

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Los corazones se elevaban, sedientos de ideal; entanto que los más implacables amos armaban a sus in-conscientes jaurías arrojándolas sobre la presa huma-na. Bañada siempre en sangre la rebelión renacía sincesar. Por doquier una marea ascendente hacia la nue-va y más elevada etapa, a la vista siempre sin que aúnhaya sido alcanzada. Las más feroces y estúpidas re-presiones, desencadenándose a medida que se acercael final, incitaban, como todavía lo vemos, al enloque-cido y tambaleante poder.

En noviembre del 70, las mazmorras de Rusia esta-ban llenas. Hombres y mujeres todos jóvenes estudian-tes, como un gran número de nosotros, se habían ad-herido a la Internacional. Trataban de despertar a losmujiks, desde hacía tanto tiempo encorvados sobre ladura tierra.

Era con palabras sencillas, con figuras, como habíaque hablarles (las Palabras, de Bakunin), tal como elcanto matutino del gallo les despertara.

El pueblo ruso, decía, en esas imágenes seencuentra actualmente en unas condicio-nes semejantes a las que le llevaron a lainsurrección, bajo el zar Alexis, padre dePedro el Grande. Entonces fue Stenka Ra-

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zine, jefe cosaco de los rebeldes, quien sepuso a la cabeza indicándole el camino dela emancipación.Para levantarse hoy, decía Bakunin hacecerca de veintiséis años, el pueblo no espe-ra más que un nuevo Stenka Razine, y es-ta vez será remplazado por la legión de losjóvenes desclasados, que viven ahora la vi-da popular. Stenka Razine se percibe trasellos, no como héroe personal, sino colec-tivo, y por eso mismo invencible. Será to-da esa magnífica juventud sobre la que suespíritu ondea.Mijail Bakunin

En una poesía de Ogareff amigo de Bakunin (El es-tudiante), los jóvenes de ardiente y generoso corazónveían a uno de ellos viviendo de ciencia y humanidada través de las luchas de la miseria.

Forzado por la venganza del zar y de los boyardos ala vida nómada, andaba desde el ocaso ala aurora gri-tando a los campesinos: ¡Agrupaos! ¡Alzaos! Detenidopor la policía imperial, murió en las heladas llanuras deSiberia, repitiendo hasta la saciedad que todo hombredebe dar su vida por la tierra y la libertad.

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En el momento de los procesos de la Comuna, se lle-vaba a cabo en Rusia el proceso de los internacionalescon las mismas crueldades inspiradas por el terror quetienen todos los déspotas a la verdad.

El movimiento en Norteamérica había comenzadoen 1866, en Filadelfia, donde Uriah Stephens propaga-ba la idea de que los trabajadores tenían que agruparsepara defenderse de la explotación.

Durante varios años las reuniones de los Knights ofLabour, caballeros del trabajo, fueron secretas, pero lle-gó un momento que James Wrigth, Robert Macauley,William Cook, Joseph Rennedy y otros, uniéndose aUriah Stephens, formaron un primer grupo de propa-ganda, seguido pronto por otros. Hoy los Knights oflabour se cuentan no ya por centenas sino por milla-res.

Tuvieron después, para las huelgas, corresponden-cia con las trade unions y con las asociaciones obrerasde Norteamérica e Irlanda, contra las expulsiones.

En realidad, desde siempre y bajo cualquier nom-bre que tome la rebelión a través de los tiempos, esla unión de los espoliados contra los expoliadores; pe-ro en determinadas épocas, tales como el 71 y tambiénahora, se estremece más ante crímenes mayores o, qui-

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zá, es la hora de romper un eslabón de la larga cadenade la esclavitud.

Argelia, en el 70, doblegada por la conquista, sacabade su sufrimiento valor para la insurrección.

“Nuestra administración, dice el propio Ju-les Favre,1 recogía de esta manera, los tris-tes frutos de la política por la que durantelargos años había sacrificado los interesescoloniales”.

A finales de febrero, los árabes, que conocían el des-potismo militar pero que ignoraban lo que sería eldespotismo civil, y prefiriendo lo malo conocido a lobueno por conocer, comenzaron a quejarse con másfuerza del envío de franceses hasta en el propio senode sus familias, para los cuales eran siempre los ven-cidos; reclamaban para las oficinas a sus compatriotasy temían más todavía a la administración civil por en-trometerse en sus asuntos.

La rebelión, que los pueblos sometidos incubansiempre bajo la ceniza, se propagó rápidamente.

El viejo jeque Haddah salió de la celda donde se ha-bía amurallado, encerrado durante los más de treinta

1 Op. Cit., t. II p. 269. N. de A.

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años que llevaba sufriendo su país, y comenzó a predi-car la guerra santa.

Sus dos hijos,Mohamed y BenAzis, ElMokrani, BenAli Cherif y otros sublevaron a las kabilas. Pronto con-taron con un pequeño ejército, y el 14 de marzo el bajáde laMedjana caballerosamente envió una declaraciónde guerra al gobernador de Argelia.

Durante ocho días, los árabes sitiaron Bordjibu-Arreridj, pero las columnas Bonvalet, compuestas porvarios miles de hombres, les rodearon.

Entonces, uno de los jeques se apeó de su caballo yescaló lentamente la altura de un barranco barrido porla metralla.

“Recibió, sigue relatando Jules Favre, lamuerte que buscaba, orgulloso y ufanoigual que lo hubiera estado del triunfo”.2

Así haría Delescluze, en mayo del 71.Diríase que Jules Favre al escribir esto, se acordaba

del tiempo en que, rodeado por los estudiantes, mos-traba hacia nosotros una paternal bondad, y en el quele queríamos con el mismo amor que sentimos por larebelión por la República y por la libertad.

2 Op., Cit., t. II p. 273. Idem.

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¡Oh la res publica que soñábamos entonces, cuangrande y hermosa era!

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9. Las mujeres del 70

Se diría que la Galia se despertaba ella mismaLibres, queriendo morir, aumentando el valor

Para mayores peligrosLouise Michel

Entre los más implacables luchadores que combatie-ron la invasión y defendieron la República como a laaurora de la libertad las mujeres eran numerosas.

Se ha querido hacer de las mujeres una casta, y bajola fuerza que las oprime a través de los acontecimien-tos, la selección está hecha; no se nos ha consultadopara ello, y no tenemos que consultar a nadie. El nue-vo mundo nos reunirá con la humanidad libre en laque cada ser tendrá su sitio.

El derecho de las mujeres, con Marie Deresme, mar-chaba valerosamente adelante, pero exclusivamentepara un solo sector de la humanidad, las escuelas profe-sionales de las señoras Jules Simon, Paulin, Julia Tous-

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saint. La enseñanza de los niños de la señora Pape Car-pentier, encontrándose en la calle Hautefeuille, con lasociedad de instrucción elemental, habían fraternizadoen el Imperio, con tal amplitud que las más activas for-maban parte de todas las agrupaciones al mismo tiem-po. Teníamos para ello como cómplice al señor Fran-colin, de la instrucción elemental, a quien, por su pa-recido con los sabios alquimistas de antiguas épocas, ytambién por amistad, llamábamos doctor Francolinus.

Había fundado, casi solo, una escuela profesionalgratuita en la calle Thévenot.

Las clases eran nocturnas. Por ello podíamos asistira la calle Thévenot después de darlas nuestras; casi to-das éramos maestras. Estaba María La Cecillia, solteraentonces,Marie Andreux, la directora; otras varias quedaban clases, yo daba tres: literatura, en la que era tanfácil encontrar citas de autores de otro tiempo adapta-bles al momento presente; la geografía antigua, en laque los nombres y las investigaciones del pasado nosllevaban a las investigaciones y a los nombres presen-tes, donde era tan agradable evocar el futuro sobre lasruinas que aquellos cursos me apasionaban.

Todavía tenía, los jueves, dibujo, en el que la poli-cía imperial me hizo el honor de venir a ver un VictorNoir en su lecho de muerte, dibujado con yeso blanco

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y difuminado con el dedo en el cuadro negro, lo quelogra un relieve de una suavidad de ensueño.

Cuando los acontecimientos se precipitaron, Char-les de Sivry se encargó del curso de literatura, y la se-ñorita Potin, mi vecina de institución y amiga mía, seocupó del dibujo.

Todas las sociedades de mujeres, pensando solo enla terrible hora en la que vivíamos, se incorporarona la sociedad de socorro a las víctimas de la guerra,donde las burguesas, las esposas de aquellos miembrosde la Defensa Nacional que defendían tan poco, fueronheroicas.

Lo digo sin espíritu sectario, ya que estabamás ame-nudo en la Patria en peligro y en el comité de vigilanciaque en el comité de socorro a las víctimas de la guerra;el espíritu fue generoso y amplio, y se socorrió, inclu-so de manera pormenorizada, con el fin de aliviar unpoco todos los sufrimientos, y con ello alentar, ahoray siempre, el compromiso de no rendirse.

Si alguien hubiera hablado de rendición delante delcomité de socorro a las víctimas de la guerra, se le hu-biera echado tan enérgicamente como en los clubes deBelleville o de Montmartre. Éramos las mujeres de Pa-rís lo mismo que en los suburbios. Recuerdo que enla sociedad para la instrucción elemental donde, a la

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derecha del despacho, en el pequeño gabinete, teníayo mi sitio en la caja del esqueleto, en la sociedad desocorro, era sobre un taburete, a los pies de la señoraGoodchaux quien, pareciendo con su pelo blanco a unamarquesa de otros tiempos, volcaba a veces, sonriendo,una gotita de agua fría sobre mis sueños.

¿Por qué era yo allí una privilegiada? No lo sabía;bien es verdad que a las mujeres les gustan las revuel-tas. No valemos más que los hombres, pero el poder nonos ha corrompido aún. El hecho es que me querían yyo las quería.

Cuando después del 31 de octubre fui apresada porel señor Cresson, no por haber tomado parte en unamanifestación, sino por haber dicho: “¡Yo no estabaallí más que para compartir los peligros de las mujeres,ya que no reconozco al gobierno!”, la señora Meurice,en nombre de la sociedad para las víctimas de la gue-rra, acudió a reclamarme en el mismo momento, enel que en nombre de los clubes, acudían igualmenteFerré, Avronsart y Christ.

¡Cuántas cosas intentaron las mujeres el 71! ¡Todas,y por todas partes! Al principio, habíamos establecidohospitales de campaña en los fuertes, y como contrala costumbre, encontramos a la Defensa Nacional pro-picia a acogernos, comenzábamos ya a creer que los

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gobernantes estaban bien dispuesto para el combate,cuando también enviaron a los fuertes a una multitudde jóvenes totalmente inútiles, ignorantes y petits cre-vés,1 que gritaban sus temores, unas y otras nos apre-suramos a dimitir, buscando la manera de emplearnosmás útilmente. El año pasado encontré a una de aque-llas valientes enfermeras, la señora Gaspard.

Los hospitales de campaña, los comités de vigilan-cia o los talleres de las alcaldías donde, sobre todo enMontmartre, las señoras Poirier, Escoffon, Blin, Jarryencontraban la manera de que todas tuvieran un mis-mo salario.

La marmita revolucionaria donde, durante todo elasedio, la señora Lemel, de la cámara sindical de en-cuadernadores, impidió no sé cómo, que mucha gentemuriese de hambre; lo que fue un verdadero alarde deabnegación y de inteligencia.

Las mujeres no se preguntaban si una cosa era po-sible, sino si era útil, y entonces lograban llevarla acabo.

Un día, se decidió queMontmartre no tenía suficien-tes hospitales de campaña. Entonces, con una amiga

1 Término usado frecuentemente en el siglo XIX para desig-nar a los jóvenes a la moda.

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de la sociedad de instrucción elemental, muy joven enaquella época, resolvimos fundarlo. Era Jeanne A., des-pués la señora B.

No había un céntimo, pero teníamos una idea paraconseguir fondos.

Llevamos con nosotras a un Guardia Nacional, muyalto y con la fisonomía de un grabado del 93, andan-do delante, con la bayoneta calada. Nosotras, con unasanchas fajas rojas, llevando en la mano unas bolsas he-chas para la ocasión, nos encaminamos, malencaradas,a las casas de los ricos. Comenzamos por las iglesias,el Guardia Nacional caminaba golpeando con el fusillas baldosas del pasillo central, nosotras, cada una porun lado de la nave, empezamos nuestra colecta por lossacerdotes que estaban en el altar.

A su vez las devotas, pálidas de espanto, echabantemblando sus monedas en nuestras bolsas, algunas debastante buena gana, al ver que todos los curas daban.Luego, les tocó el tumo a algunos financieros judíos ocristianos, y por último a gente de bien: un farmacéu-tico de la Butte ofreció el material. El hospital estabafundado.

Una vez en la alcaldía de Montmartre nos reímosmucho con esta expedición que nadie hubiese alentadode haber hablado de ella antes de su realización.

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El día en que las señoras Poirier, Blin y Excoffonsvinieron a buscarme ami clase para iniciar el comité devigilancia de las mujeres, ha estado siempre presenteen mi memoria.

Era de noche, después de clase, estaban sentadascontra la pared, Excoffons con sus cabellos rubios des-peinados, la madre Blin, ya anciana, con una capeli-na de punto, y la señora Poirier con un capuchón deindiana roja. Sin cumplidos, sin titubeos, me dijeronsimplemente:

—Es preciso que venga con nosotras, y yo les con-testé:

—Voy.En aquel momento en mi clase había casi doscientas

alumnas, niñas de seis a doce años, a las que instruía-mos, mi ayudante y yo, y niños muy pequeños de tresa seis años, de uno y otro sexo, de los que se encargabami madre y a los que mimaba mucho. Las mayores demi clase le ayudaban, unas veces con una, otras conotra.

Los pequeños, cuyos padres eran campesinos refu-giados en París, fueron enviados por Clemenceau. Laalcaldía se encargaba de su alimentación; tenían leche,carne de caballo, legumbres y muy a menudo algunasgolosinas.

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Un día que se retrasaba la leche, los más pequeños,poco acostumbrados a esperar, se echaron a llorar, ymi madre, al consolarlos, lloraba con ellos. No sé có-mo se me ocurrió, para hacerles esperar pacientemen-te, amenazarles si no se callaban, con mandarlos conTrochu.

Inmediatamente gritaron con espanto: —¡Señorita,vamos a ser buenos! ¡No nos mande con Trochu!

Estos gritos y la paciencia con que aguardaron medieron idea de que en su casa tenían poca estima algobierno de París.

Se ha hablado con frecuencia de envidias entremaestras. Yo no las he experimentado. Antes de la gue-rra, intercambiaba clases con mi vecina más cercana,la señorita Potin, ella daba dibujo en mi casa, y yo mú-sica en la suya, llevando, unas veces la una y otras laotra, a nuestras alumnas mayores a los cursos de la ca-lle Hautefeuille. Durante el asedio, impartió mi clase,cuando yo estaba en la prisión.

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III. Los días de laComuna

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I. El 18 de marzo

La extraordinaria germinación de las nuevas ideas lessorprende y les espanta, el olor de la pólvora altera su

digestión, se marearon y no nos lo perdonarán.La revancha de la Comuna

J.B. Clement

Aurelle de Paladine mandaba, sin que quisiera obe-decerle, a la Guardia Nacional de París, que había ele-gido a Garibaldi.

Brunet y Piaza, elegidos igualmente el 28 de enerocomo jefes por los guardias nacionales, condenadospor los consejos de guerra a dos años de prisión, fueronpuestos en libertad en la noche del 26 al 27 de febrero.

Ya no se obedecía: el gobierno envió unos artille-ros a coger los cañones de la plaza de los Vosgos,que fueron rechazados, sin que se atrevieran a insis-tir. Dichos cañones fueron arrastrados hasta les Buttes-Chaumont.

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Los periódicos a los que la reacción acusaba de pac-tar con el enemigo, Le Vengeur, de Félix Pyat; Le Cri duPeuple, de Valles; Le Mot d’Ordre, de Rochefort, funda-do al día siguiente del armisticio; Le Père Duchesne, deVermesch, Humbert,Maroteau yGuillaume; La Bouchede Fer, de Vermorel; La Fédération, de Odysse Barot, yLa Caricature, de Pilotelle, estaban cerrados desde el12 de marzo.

Los pasquines remplazaban a los periódicos, y en-tonces los soldados defendían contra la policía aque-llos donde se les decía que no degollaran París, y queayudaran a defender a la República.

Al señor Thiers, el genio malo de Francia, finalizan-do sus peregrinaciones el 10 de marzo, Jules Favre leescribió la siguiente e increíble carta:

París, 10 de marzo de 1871, a medianocheQuerido presidente y excelente amigo, elconsejo acaba de recibir con mucha ale-gría la buena noticia del voto de la asam-blea.Todo el honor corresponde a su infatiga-ble dedicación, y el consejo ve en ello unmotivo más de reconocimiento hacia us-

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ted. Me congratulo desde cualquier pun-to de vista; es el pago de su unión con laasamblea, que nos lo devuelve y le permi-te al fin abordar la realización de nuestrosvarios deberes.Tenemos que tranquilizar y defender anuestro pobre país, tan desdichado ytan profundamente alterado. Debemos co-menzar por hacer cumplir las leyes. Es-ta noche hemos acordado la supresión decinco periódicos que predican cada día elasesinato: Le Vengeur, Le Mot d ’Ordre, LaBouche de Fer, Le Cri du Peuple y La Ca-ricature. Estamos decididos a acabar conlos reductos de Montmartre y de Bellevi-lle, y esperamos que esto se lleve a cabosin derramamiento de sangre.Esta tarde, al juzgar a una segunda tan-da de los acusados por el 31 de octubre,el consejo de guerra ha condenado en re-beldía a Flourens, Blanqui y Levrault a lapena de muerte; a Vallès, presente, a seismeses de prisión.

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Mañana por la mañana iré a Ferriére a po-nerme de acuerdo con la autoridad prusia-na sobre multitud de detalles.Los prusianos siguen mostrándose into-lerables, voy a tratar de establecer conellos acuerdos para suavizar la situaciónde nuestros desdichados conciudadanos.Espero que pueda usted partir mañanasábado. Encontrará París y Versalles dis-puestos a recibirle y en París a alguienmuy dichoso por su regreso.Con mi sincera amistad.

Jules Favre

En la noche del 17, se fijaron en las paredes de Paríscarteles gubernamentales, con el fin de que se leyerantemprano; pero el 18 por la mañana nadie se ocupabaya de aquellas declaraciones.

Este era, sin embargo curioso, porque los hombresque lo redactaron creyeron hacerlo con habilidad; cie-gos en cuanto a los sentimientos de París, hablabanuna lengua extranjera, que nadie quería oír; la de lacapitulación.

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Habitantes de París,Volvemos a hacer una llamada, a vosotrosy a vuestro patriotismo y esperamos seroídos. Vuestra gran ciudad, que no pue-de vivir sino por el orden, se halla profun-damente alterada en algunos barrios, y laalteración de esos barrios, aun sin propa-garse a los demás, es suficiente para impe-dir la vuelta al trabajo y al bienestar. Des-de hace algún tiempo, hombres malinten-cionados, con el pretexto de resistir a losprusianos, que ya no están entre vuestrosmuros, se han constituido en amos de unaparte de la ciudad, en la que han levanta-do trincheras, en la que montan guardia yos obligan a montarla con ellos por ordende un arcano comité que pretende impo-nerse solo a una parte de la Guardia Na-cional, desconociendo así la autoridad delgeneral d’Aurelle, tan digno de lideraros,y que quiere formar un gobierno legal ins-taurado por sufragio universal.Esos hombres que os han causado ya tantodaño, a los que dispersasteis vosotros mis-

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mos el 31 de octubre, proclaman su preten-sión de defenderos contra los prusianosque no han hecho sino aparecer en vues-tros muros y cuya marcha definitiva se re-trasa por sus desórdenes. Apuntando conunos cañones que, al disparar, no fulmina-rían sino a vuestras casas, a vuestros hijosy a vosotros mismos. Finalmente, compro-meten a la República en lugar de defender-la; porque si se estableciese la opinión enFrancia de que la República es la necesa-ria compañera del desorden, la Repúblicaestaría perdida. No les creáis y escuchadla verdad que os decimos, con toda since-ridad.El gobierno nombrado por la nación ente-ra, hubiera podido ya recobrar sus caño-nes, sustraídos al Estado, que en este mo-mento solo os amenazan a vosotros; reti-rar esos ridículos recuerdos que solo impi-den la buena marcha del comercio y entre-gar a la justicia a esos criminales que notemen que la guerra civil pueda suceder ala guerra extranjera; pero sin embargo el

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gobierno ha querido dar a los engañadosciudadanos tiempo para que se separen dequienes les engañan.No obstante el tiempo que se ha dado alos hombres de buena fe para separarsede los hombres de mala fe se ha cogidode vuestro reposo, de vuestro bienestar,del bienestar de toda Francia, por lo tan-to, no hay que prolongarlo indefinidamen-te. Mientras dure este estado de cosas elcomercio está parado, vuestras tiendas es-tán desiertas, los encargos que vienen detodas partes están suspendidos, vuestrosbrazos están ociosos, el crédito no apare-ce; los capitales que el gobierno necesitapara librar al territorio de la presencia delenemigo vacilan en presentarse. Por vues-tro propio interés, por el de vuestra ciudadcomo por el de Francia, el gobierno estáresuelto a actuar. Los responsables de ha-ber pretendido instituir un gobierno vana ser entregados a la justicia regular. Loscañones sustraídos al Estado van a ser re-integrados a los arsenales, y para ejecutar

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esta urgente acción de justicia y de razónel gobierno cuenta con vuestra colabora-ción.Que los buenos ciudadanos se separen delos malos, que ayuden a la fuerza públi-ca en lugar de resistirse, con lo que acele-rarán el retomo del bienestar a la ciudady prestarán servicio a la propia Repúblicaa la que arruinaría el desorden en la opi-nión de Francia. Parisinos, os hablamosasí porque estimamos vuestro sentido co-mún, vuestra sensatez, vuestro patriotis-mo; pero una vez hecha esta advertencia,vosotros mismos aprobaréis que recurra-mos a la fuerza, puesto que es preciso, atoda costa y sin un día de demora, que elorden, condición para vuestro bienestar,renazca por entero, inmediato e inaltera-ble”.

París, 17 de marzo de 1871Thiers, jefe del poder ejecutivo

1 Dagoberto I (603-639) hijo de Clotario II, rey de los francos,y de Bertrude. Fue rey de los francos entre los años 629 y 639.

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A la gente le preocupaba la proclama del señorThiers mucho menos de lo que le preocuparía una delrey Dagoberto.1

Todo el mundo sabía que los cañones, que decían sersustraídos al Estado, pertenecían a la Guardia Nacio-nal y que devolverlos hubiera sido tanto como ayudara una restauración. El señor Thiers había caído en supropia trampa; los embustes eran muy evidentes, lasamenazas muy claras.

Jules Favre relata, con la inconsciencia que propor-ciona el poder, la provocación preparada.

“Vinoy—dice— hubiese querido que se en-tablase la lucha suprimiendo la paga de laGuardia Nacional. Pensamos que esta fór-mula era más peligrosa que una provoca-ción directa”.2

La provocación directa estuvo, pues, planeada; peroel golpe de mano intentado en la plaza de los Vosgosdespertó la alarma. Sabíamos, por el 31 de octubre yel 22 de enero, de lo que son capaces los burguesesasustados por el espectro rojo.

2 Favre, Jules. Op. cit., t. II, p. 209.

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Estábamos demasiado cerca de Sedan y de la rendi-ción para que los soldados, fraternalmente alimenta-dos por los habitantes de París, hicieran causa comúncon la represión. Pero sin una acción rápida, se pre-sentía, dice Lefrançais, que, como el 2 de diciembre,sucumbirían la República y la libertad.

La invasión de los suburbios por el Ejército se llevóa cabo en la noche del 17 al 18; pero a pesar de algunosdisparos de fusil de los gendarmes y de los guardias deParís, estos confraternizaron con la Guardia Nacional.

Sobre la Butte había un puesto del 610 vigilando enel número 6 de la calle de Rosiers. Fui allí de parte deDardelle para un comunicado y me quedé.

Dos hombres sospechosos se introdujeron aquellatarde y fueron enviados bajo custodia a la alcaldía, a laque decían pertenecer y donde nadie por cierto les co-nocía. Se les detuvo, evadiéndose a la mañana siguien-te durante el ataque.

Un tercer sospechoso, Souche, entró con un vagopretexto hacia el final de la noche, contando unos em-bustes de los que nadie creía una palabra. No le perdía-mos de vista, cuando el centinela Turpin cayó heridode una bala. El puesto fue sorprendido sin que el dis-paro de cañón sin bala que debía ser hecho en caso de

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ataque diera la alarma; pero se adivinaba que la jorna-da no acabaría ahí.

La cantinera y yo vendamos a Turpin, con tiras denuestras propia ropa interior. Entonces llegó Clemen-ceau, quien, desconociendo que el herido estaba yavendado, pidió vendas. Con ambos compromisos deregreso, bajo la colina, con mi carabina bajo la capa,gritando: ¡Traición! Se estaba formando una columna;todo el comité de vigilancia estaba allí: Ferré, el viejoMoreau, Avronsart, Lemoussu, Burlot, Scheiner, Bour-deille. Montmartre despertaba, el toque a llamada re-doblaba, yo regresaba en efecto, pero con los demás alasalto de las colinas.

Apuntando el alba, se oía el toque a rebato. Subía-mos a la carga, sabiendo que en la cima había un ejér-cito en orden de batalla. Pensábamos morir por la li-bertad.

Nos sentíamos como si nuestros pies no tocaran elsuelo. Muertos nosotros, París se hubiese levantado.Las multitudes en ciertos momentos son la vanguardiadel océano humano.

La Butte estaba envuelta en una luz blanca, un es-pléndido amanecer de liberación.

De pronto vi a mi madre cerca de mí, y experimentéuna espantosa angustia; inquieta, había acudido. To-

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das las mujeres se hallaban allí subiendo a la vez quenosotros, no sé cómo.

No era la muerte lo que nos esperaba sobre les But-tes, donde, sin embargo, ya el ejército enganchaba loscañones, para reunirlos con los de Batignolles arreba-tados durante la noche, sino la sorpresa de una victoriadel pueblo.

Las mujeres se tiran sobre los cañones y las ametra-lladoras interponiéndose entre nosotros y el ejército;los soldados permanecen inmóviles.

Mientras que el general Lecomte ordena abrir fuegosobre la multitud, un suboficial saliendo de las filas, secoloca delante de su compañía, y en voz más alta queLecomte, grita: ¡Culatas arriba! Los soldados obedecen.Era Verdaguerre, quien, sobre todo por este hecho, fuefusilado por Versalles meses más tarde.

La Revolución estaba hecha.Lecomte, detenido en el momento en que por terce-

ra vez ordenaba abrir fuego, fue conducido a la callede Rosiers, adonde fue a reunírsele Clément Thomas,descubierto vestido de paisanomientras espiaba las ba-rricadas de Montmartre.

Según las leyes de guerra, debían morir.

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En el Château-Rouge, cuartel general de Montmar-tre, el general Lecomte firmó la evacuación de les But-tes.

Conducidos del Château-Rouge a la calle de Rosiers,Clément Thomas y Lecomte tuvieron por adversariossobre todo a sus propios soldados.

La silenciosa acumulación de torturas que la discipli-na militar permite amontona también resentimientosimplacables.

Los revolucionarios de Montmartre quizá hubiesensalvado a los generales de la muerte que tanto mere-cían, a pesar de la ya antigua sentencia de ClémentThomas por los evadidos de junio. El capitán garibal-dino Herpin-Lacroix arriesgaba su vida por defender-les, a pesar de que la complicidad de aquellos dos hom-bres era clara. La furia aumenta se oye un disparo, losfusiles se disparan solos.

Clément Thomas y Lecomte fueron fusilados hacialas cuatro en la calle de Rosiers. Clément Thomas mu-rió bien.

En la calle Houdon un oficial que había herido a unode sus soldados por negarse a disparar contra la multi-tud, se le apunto y se le disparó.

Los gendarmes escondidos detrás de las barracas delos bulevares exteriores no pudieron resistir más tiem-

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po. Vinoy huyó de la plaza Pigalle, dejando, según de-cían, su sombrero. La victoria era completa, y hubie-ra sido duradera si el día siguiente todos hubiéramosmarchado en masa hacia Versalles, donde el gobiernohabía huido.

Muchos de los nuestros habrían caído en el camino,pero la reacción se hubiera ahogado en su guarida. Lalegalidad, el sufragio universal y todos los escrúpulosde ese género, que echan a perder las revoluciones, setomaron en cuenta como de costumbre.

La tarde del 18 de marzo, los oficiales que habíansido apresados con Lecomte y ClémentThomas fueronliberados por Jaclard y Ferré.

No queríamos debilidades ni inútiles crueldades.Días después murió Turpin dichoso decía, por ha-

ber visto la Revolución; encomendó su mujer a la quedejaba sin recursos, a Clemenceau.

Una agitada multitud acompañó a Turpin al cemen-terio.

—¡A Versalles! gritaba Th. Ferré, subido en el cochefúnebre.

—¡A Versalles! repetía la multitud.Parecía que estuviéramos ya en el camino; los de

Montmartre no imaginaban que se pudiera esperar.

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Pero fue Versalles el que vino; los escrúpulos llega-ron hasta el punto de esperarle.

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2. Embustes de Versalles –Manifiesto – ComitéCentral

¡Tiempos futuros, sublime visión!Victor Hugo

El 19 de marzo Brunel marchó con unos guardiasnacionales para tomar el cuartel del príncipe Eugenio.Pindy y Ranvier ocuparon el Ayuntamiento. Mientrasque algunas compañías del centro, unos politécnicosy un pequeño grupo de estudiantes que, sin embargo,habían marchado hasta entonces en la vanguardia, la-mentaban la muerte de Clément Thomas y Lecomte,el Comité Central se reunió en el Ayuntamiento y de-claró que, habiendo expirado su mandato, conserva elpoder únicamente hasta el nombramiento de la Comu-na.

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¡Lástima! Si aquellos abnegados hombres hubiesentenido, ellos también, un menor respeto a la legalidad¡Qué acertado y revolucionario hubiera sido proclamarla Comuna camino de Versalles!

Los manifiestos del Comité Central relataban losacontecimientos del 18 de marzo en respuesta a los delgobierno, que seguían mintiendo ante los hechos. Lospropios batallones del centro leían con estupor las de-claraciones del señorThiers y de sus colegas, que pare-cían no comprender la situación. Puede que, en efecto,no la comprendían.

REPÚBLICA FRANCESA18 de Marzo de 1871

Guardias nacionales de París,Se está extendiendo el absurdo rumor queel gobierno prepara un golpe de Estado. Elgobierno de la República no puede tenerotro objeto que la salud de la República.Lasmedidas que ha tomado eran indispen-sables para el mantenimiento del orden.Ha querido y quiere acabar con un comi-té insurrecto cuyos miembros, casi todosdesconocidos por la población, no repre-sentan sino doctrinas comunistas, y entre-

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garían París al saqueo y Francia a la tum-ba si la Guardia Nacional no se levantarapara defender de común acuerdo la patriay la República.

París, 18 de marzo de 1871

A Thiers, Dufaure, E. Picard, J. Favre, J. Si-mon, Pouyet-Quertier, general Le Flo, al-mirante Pothuau, Lambrecht de Sarcy.

El general d’Aurelle de Paladine, que por su partese imaginaba mandar la Guardia Nacional de París, lehabía dirigido una proclama:

París, 18 de marzo de 1871Guardias nacionales,

El gobierno os invita a defender vuestraciudad, vuestras familias, vuestras propie-dades. Algunos hombres equivocados, co-locándose por encima de las leyes, no obe-deciendo más que a ocultos jefes, dirigencontra París los cañones que fueron sus-traídos a los prusianos, y resisten por lafuerza a la Guardia Nacional y al Ejército.¿Vais a aguantarlo?

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¿Queréis abandonar París a la sedición an-te los ojos del extranjero dispuesto a apro-vechar nuestras discordias? Si no la sofo-cáis en su germen, París sucumbirá y qui-zá Francia.Tenéis su destino en las manos. El go-bierno ha querido que se os dejaran vues-tras armas. Asidlas con decisión para res-tablecer el régimen legal y salvar a la Re-pública de la anarquía que sería su perdi-ción.Cerrad filas con vuestros jefes, es el únicomedio para escapar a la ruina y ala domi-nación del extranjero.

El ministro del Interior, E. PicardEl general comandante superior de las

fuerzas de la Guardia Nacional, D’Aurelle.

Júpiter, decían los ancianos, ciega a los que quierenperder, y ese Júpiter es la potencia.

Los rayos de Versalles alcanzaban escasamente suobjetivo, al no estar en armonía con la situación.

El Comité Central rectificó en pocas palabras lasmentiras oficiales:

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Libertad, Igualdad, FraternidadRepública Francesa,19 de marzo de 1871

Al pueblo.Ciudadanos, el pueblo de París se ha libra-do del yugo que querían imponerle. Se-reno, impasible en su fuerza, ha aguar-dado sin temor y sin provocación a losdesvergonzados locos que querían atentarcontra la República.Esta vez nuestros hermanos del ejércitono han querido golpear la santa arca dela libertad; gracias a todos, y que todoscon Francia creen juntos las bases do un*República aclamada con todas sus conse-cuencias; el único gobierno que cerrarápara siempre la era de las invasiones y delas guerras civiles.El estado de sitio se ha levantado, el pue-blo de París está convocado en sus seccio-nes para llevar a cabo las elecciones co-munales; la seguridad de todos los ciuda-

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danos está garantizada por el apoyo de laGuardia Nacional.

El Comité Central:

Assi, Billioray, Ferrat, Babiek, Ed. Mo-reau, Ch. Dupont, Varlin, Boursier, Mor-tier, Gouhier, Lavalette, Jourde, Rousseau,Ch. Lullier, Blanchet, Grollard, Barroud,H. Deresme, Favre, Fougeret.

Una segunda declaración completa la exposición dela situación:

República FrancesaLibertad, Igualdad, Fraternidad

Ciudadanos.Nos habéis encargado organizar la defen-sa de París y vuestros derechos.Tenemos la seguridad de haber cumplidoesta misión, ayudados por vuestro genero-so valor y vuestra admirable sangre fría.Hemos expulsado al gobierno que nos trai-cionaba.

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En este momento nuestro mandato ha ex-pirado y os lo restituimos, ya que no que-remos sustituir a aquellos a quienes elaliento del pueblo acaba de derribar. Pre-parad y haced vuestras elecciones comu-nales, recompensándonos de la única ma-nera que podemos desear, veros estable-cer la verdadera República.Mientras tanto, conservamos el Ayunta-miento en nombre del pueblo francés.

Ayuntamiento de París, 19 de marzo de1871

El Comité Central de la Guardia Nacional

Pobres amigos, ni los unos ni los otros visteis decla-ración alguna que fuera más elocuente que la revolu-ción acabando su obra con la victoria que aseguraba laliberación. Tanto se había vuelto la cabeza hacia el 89y el 93, que todavía se hablaba su idioma.

Pero Versalles hablaba un lenguajemuchomás viejoaún, ensayando aires de capa y de espada que la em-boscada traspasaba.

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La provincia comenzó por despreciar las mentiras;pero, poco a poco, gota a gota impregnaron los espíri-tus hasta saturarlos.

El gnomo de Transnonain1 aprovechó el tiempo.Es curioso ver algunas de las proclamas de aquel ne-

fasto personaje.La dirigida a los empleados de la administración se

explica sin arribajes.

“De acuerdo con la orden del poder ejecu-tivo, estáis invitados a trasladaros a Versa-lles para poneros a su disposición.Por orden del gobierno, ninguna corres-pondencia procedente de París debe sertrasmitida o distribuida.Todos los objetos con este origen que lle-garan de París a vuestras oficinas, en en-víos cerrados o de otra forma deberán serinvariablemente reenviados a Versalles”.

En virtud de esta orden ejecutada por las oficinas decorreos de provincias, el señor Thiers acusó más tardea la Comuna de interceptar la correspondencia.

1 Se refiere a Thiers.

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El Journal Officiel (diario oficial) de Versalles, envia-do de un extremo a otro de Francia, contenía esta apre-ciación:

“El gobierno, nacido de una asamblea ele-gida por sufragio universal, ha declaradovarias veces que quería fundar la Repúbli-ca.Los que quieren derribarla son hombresdel caos, asesinos que no temen sembrarel espanto y la muerte en una ciudad queno puede salvarse más que por la tranqui-lidad y el respeto a las leyes.No sonmás que hombres corrompidos porel enemigo o el despotismo. Sus crímenes,así lo esperamos, provocarán la justa in-dignación de la población de París, quese levantará para infligirles el castigo quemerecen”.

El jefe del poder ejecutivoA. Thiers

El despacho del furioso viejo burgués a la alcaldíade Ruan es todavía más explícito. Habiendo huido de

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París, quería asesinarlo tranquilamente en su casa, dela misma manera que Pierre Bonaparte mataba en susaposentos.

Versalles 19 de marzo de 1871, 8:25 de lamañana.

El presidente del consejo del gobierno,jefe del poder ejecutivo, a los prefectos,comandantes generales de las divisionesmilitares, primeros presidentes de las au-diencias territoriales, fiscales generales,arzobispos y obispos.El gobierno entero está reunido en Ver-salles, donde igualmente está reunida laasamblea.El Ejército, con cuatrocientos mil hom-bres, se ha concentrado allí en buena leyal mando del general Vinoy.Todas las autoridades, todos los jefes delEjército han llegado, las autoridades civi-les y militares no ejecutarán otras órde-nes que las del gobierno regular residenteen Versalles, so pena de ser consignadoscorno culpables de prevaricación.

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Se invita a los miembros de la asambleanacional a acelerar su regreso para estarpresentes en la sesión del 20 de marzo.La presente circular será difundida publi-citariamente.

El jefe del poder ejecutivo

Para evocar la época es preciso amontonar los docu-mentos, hablar el idioma de eso veintiséis años atrás,viejo de mil años, por los infantiles escrúpulos de losheroicos hombres que en tan poco aprecio tenían suvida.

El Comité Central creyó que era su deber disculpar-se por las calumnias de Versalles.

Se le llamaba oculto, cuando sus miembros habíanpuesto sus nombres en todos los carteles.

No era desconocido, puesto que había sido elegidopor los votos de doscientos quince batallones.

Se rodeó de todas las inteligencias, de todas las ca-pacidades.

Trataron a sus miembros de asesinos, jamás firma-ron una sentencia de muerte.

Poco faltó para que uno de los más timoratos man-tuviese la moción por la que el Comité Central debía

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protestar contra la ejecución de Lecomte y de ClémentThomas. Una imprecación de Rousseau le detuvo: “Te-ned cuidado en no desautorizar al pueblo, no vaya aser que él os desautorice a su vez”, terminando con ladisolución de su responsabilidad o la de un grupo enun movimiento revolucionario.

Al huir a Versalles, el gobierno dejó las arcas vacías;los enfermos en los hospitales, el servicio de ambulan-cias y el de los cementerios sin recursos y los serviciosalterados. Varlin y Jourde obtuvieron cuatro millonesdel banco; pero al estar las llaves en Versalles no qui-sieron forzar las cajas. Entonces, pidieron a Rothschildun crédito de un millón, que pagó al banco.

Se distribuyó la paga a la Guardia Nacional, que secontentó con sus treinta céntimos, creyendo hacer unsacrificio útil.

Los hospitales y otros servicios recibieron aquelloque necesitaban, y los asesinos y saqueadores del Co-mité Central comenzaron con una economía estrictaque habría de durar hasta el final, continuada por losbandidos de la Comuna.

Es espantoso comprobar como el respeto al corazónde ese vampiro capital, que llamamos banca, salvó víc-timas humanas; era ese el verdadero rehén.

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Los adversarios de la Comuna confiesan hoy que ha-bría triunfado si se hubiera atrevido a servirse para lacausa común de esos tesoros que eran de todos.

La prueba es fácil de hacer, entre otras cosas pormedio de estos párrafos extraídos de un artículo de LeMatin, de fecha de 11 de junio de 1897:

Bajo la comuna, historia de la banca du-rante y después de la insurrección.En el Banco de Francia había una fortu-na de 3323 millones, más de la mitad dela indemnización de guerra. ¿Qué habríaocurrido si la Comuna se hubiera apode-rado de ese tesoro, cosa que hubiera he-cho muy fácilmente sin ninguna contro-versia, de haber sido el banco un bancoestatal, como hizo con todos los estable-cimientos públicos? Ninguna duda de quecon tal nervio de la guerra hubiera salidovictoriosa.Es cierto que el banco se vio obligado aentregar varias cantidades a la Comuna.Las cuentas de Jourde, delegado en el mi-nisterio de Hacienda, que se han recono-

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cido exactas, acusan entregas que se ele-van a 7750000 francos; ¿pero qué es es-to al lado de los tres mil millones y me-dio que contenían los cofres del banco…?La batería de infantería de línea que ha-bía custodiado el banco estaba ya en Ver-salles. El banco no tenía para defendersemás que unos ciento treinta hombres, susempleados, mandados por otro empleado,el señor Bernard, antiguo jefe de batallón.Estaban mal armados, con solo diez milcartuchos. El 23 de marzo, tras la mar-cha del señor Rouland a Versalles, el se-ñor de Pleuc se encontró investido con elgobierno del Banco[…]Para comenzar, el señor de Pleuc recibióuna carta conminatoria de Jourde y deVarlin. Envió al principal cajero a los dis-tritos primero y segundo y al almiranteSaisset a preguntar si podía entablar la lu-cha y si recibiría ayuda.El almirante Saisset no había llegado deVersalles, y era inencontrable.

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El adjunto del primer distrito, Méline,mandó decir al señor de Pleuc que evita-ra la lucha, empleando el espíritu de con-ciliación. No había otra conciliación posi-ble que la entrega de dinero. El señor dePleuc, después de consultar a su consejode administración, hizo entregar trescien-tos cincuenta mil de los setecientos milfrancos que reclamaba Jourde.El mismo día hizo un pago de doscientosmil a un agente del Tesoro, enviado de Ver-salles…El Comité Central tuvo conocimiento deello, e hizo notificar al señor de Pleuc quetodo abono a la cuenta de Versalles se con-sideraría un crimen de alta traición.El 24 de marzo el señor de Pleuc vio al fin,al almirante Saisset, que le declaró delan-te de los señores Tirard y Schoelcher queél defendía al banco. Pero al acompañar-lo hasta la puerta, le confesó que no po-día hacerlo. No se podía pensar en evacuarel banco, porque hubieran sido necesarios

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ochenta carros y un cuerpo de ejército pa-ra protegerlos […]El señor de Pleuc aprovechó estas nego-ciaciones para hacer salir de París treintay dos clichés, obstaculizando así la fabri-cación de billetes, si es que la Comuna lle-gaba a apoderarse del Banco.El señor de Pleuc insinuó a Beslay, su de-legado, que era preferible nombrar un co-misario delegado, que aprobaría que fue-ra él y consintiera en ceñir su mandato aconocer las relaciones del banco con Ver-salles y la ciudad de París. — Mire SeñorBeslay, le dijo, tenga usted en cuenta queel papel que le ofrezco es bastante gran-dioso. Ayúdeme a salvar esto, que es lafortuna de su país, la fortuna de Francia.Beslay se dejó convencer, y la Comuna secontentó con un comisario delegado El 24por la mañana, por primera vez desde ha-cia sesenta y siete días, aparecieron unossoldados delante del banco; pero en lugarde ocuparse inmediatamente en defender-lo contra una tentativa definitiva, pasaron

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sin detenerse. Pasó además un segundobatallón. El señor de Pleuc mandó izar en-tonces la bandera tricolor. A las ocho, elgeneral L’Héritier entraba en el banco yestablecía en él su cuartel general…

Esos treinta sous2 —con los que las familias apenas sitenían para pan— tuvieron durante cerca de tres mesesaquellos tesoros a su disposición. Tuvieron el mismosentimiento que el pobre viejo Beslay, tan odiosamen-te engañado: creían custodiar la fortuna de Francia.

Una declaración colectiva de varios periódicos pre-tendió que la convocatoria de los electores, por ser unacto de soberanía popular, no podía tener lugar sin elconsentimiento de los poderes emanados del sufragiouniversal. Aunque a la vez reconociendo el 18 de mar-zo como una victoria popular, quisieron intentar unaconciliación entre París y Versalles. Tirard, Desmarets,Vautrin y Dubail fueron a la alcaldía del distrito prime-ro, donde se había quedado Jules Ferry, quien les en-

2 El sou es una antigua moneda francesa, procedente del so-lidus romano, que designaba la moneda de cinco céntimos hastaprincipios del siglo XX y cuyo nombre ha sobrevivido en la lenguaa la decimalización de 1795. En este caso hace referencia al sueldodiario de los guardias nacionales.

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vió a Hendlé, secretario de Jules Favre, que declaró noquerer tratar con la rebelión.

Millière, Malon, Clemenceau, Tolain, Poirier y Ville-neuve pidieron al Comité Central, que se encomenda-ra sin lucha ni intervención prusiana a los municipios,que se comprometían a que las elecciones municipalesse hicieran libremente, la prefectura de policía aboliday el Comité Central conservando el mantenimiento delorden en París.

Varlin, presidente del pleno del Comité Central, res-pondió que el gobierno había sido el agresor, pero queni el Comité Central ni la Guardia Nacional deseabanla guerra civil.

Varlin, Jourde y Moreau acompañaron a los delega-dos a la administración del banco, donde discutieronsin llegar a entenderse, no pudiendo el Comité Centraldesertar de su puesto.

El tiempo pasó hasta el día 23, en conversaciones.Ese día en la sesión de la asamblea, Millière, Clemen-ceau, Malon, Lockroy y Tolain fueron a reclamar elec-ciones municipales en la ciudad de París.

Solo por el relato de uno de los delegados se pue-de expresar la impresión de esta sesión. He aquí el deMalon:

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23 de marzo de 71, 6:30 de la mañanaMe voy del palacio de la asamblea ba-jo el efecto de la más dolorosa emoción.El pleno acaba de finalizar con una deesas espantosas tempestades parlamenta-rias de las que solo los anales de la Con-vención nos han legado el recuerdo; pe-ro al menos, cuando se releen esas som-brías páginas del final del último siglo, eldesenlace consuela siempre de las trágicastristezas del drama. La patria, la Repúbli-ca salen agrandadas por esas crisis, y eldebate más tormentoso engendra algunaheroica resolución. No encontrareis nadasemejante al término de mi relato.Las dos primeras tribunas de la derechade la primera galería se abren y los espec-tadores que las llenan se levantan y salen.Trece alcaldes de París, con la banda cru-zando su pecho, aparecen.Inmediatamente suenan, en todos los es-caños de la izquierda, frenéticos aplausosy repetidos gritos de ¡Viva la República!Algunos añaden: ¡Viva Francia! Entonces,

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en algunos escaños de la derecha, ya noes enfado, es furor, el delirio, claman quees un atentado enseñando el puño a losalcaldes.Un buen número de diputados se lanza ha-cia la tribuna, en la que permanece aún eldesdichado Baze, mostrándoles el puño aél y al presidente; el tumulto es espantoso,indescriptible.Finalmente, sin duda por agotamiento, elruido disminuye, los de la extrema dere-cha cogen sus abrigos y comienzan a diri-girse hacia la puerta.El presidente, que había tocado la campa-na de alarma durante toda aquella tempes-tad, se abriga y declara levantada la se-sión, por haberse terminado el orden deldía. La agitación llega al colmo en las tri-bunas, que lentamente se evacúan. Los po-bres alcaldes permanecían allí en pie, sinsaber qué hacer, con gesto desconsolado.Arnaud de l’Ariège va a reunirse con ellosy se van los últimos.

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A la salida, vi a mujeres de la alta socie-dad, del más distinguido espíritu y de grancorazón, que lloraban a causa del espec-táculo al que acaban de asistir. ¡Cómo lasentiendo! Es con todas nuestras lágrimascon las que habría que escribirla lúgubrepágina de historia que estamos haciendodesde hace unos meses. Así es como los deVersalles comprendían y querían la recon-ciliación.3

—Cargaréis, gritó Clemenceau a la asamblea, con laresponsabilidad de lo que va a ocurrir, y Floquet agre-gó: —Esta gente está loca.

En efecto, estaban locos, locos de miedo por la re-volución. Pero ¿no tenían merecida semejante acogi-da aquellos que habían ido al encuentro de aquellosfuriosos?

Lamayoría de los alcaldes se adhirieron a un postrerarreglo que no dio resultado: Dorian, alcalde de París;Edmond Adam, prefecto de policía; Langlois, generalde la Guardia Nacional.

3 Malon, Benoît. La troisième défaite du prolétariat (la terceraderrota del proletariado) N. de A.

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Mientras se hacía esta propuesta, Langlois reuníalos batallones del orden y los hacinaba en el GrandHotel. Edmond Adam rehusó.

El almirante Saisset, ratificando su nombramientoen Versalles, pegó carteles para el mantenimiento de laRepública, las franquicias municipales, las eleccionesen breve plazo y una ley sobre los vencimientos y losalquileres.

¿No os parece ver a un ministerio español legislan-do sobre la independencia de Cuba, conWeyler4 comojefe de Estado Mayor?

París sabía a qué atenerse.El 25 de mayo, una carta de los diputados de París

depositada en la Asamblea de Versalles suplicaba al go-bierno que no dejara más tiempo sin consejo munici-pal a la ciudad.

Unida al expediente, quedó sin respuesta.Las conversaciones entre el Comité Central y los al-

caldes prosiguieron; el Comité comprendía que todointento de pacificación sería inútil. Los alcaldes se su-maron a ellos, así como el Comité Central.

4 Valeriano Weyler y Nicolai (Palma de Mallorca, 17 de sep-tiembre de 1838 — Madrid, 20 de octubre de 1930) fue un noble,político y militar español. Tristemente famoso por la crueldad conque reprimió la insurrección cubana en 1896.

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Declaración de los alcaldes y de losdiputados de París, reunidos en consejoen Saint-Germain-l’Auxerrois, el 25 de

marzo de 1871.Los diputados de París, los alcaldes y losadjuntos reincorporados a las alcaldías desus distritos, y los miembros del Conse-jo Central Federal de la Guardia Nacional,convencidos de que el único medio paraevitar la guerra civil, el derramamiento desangre en París y al mismo tiempo reafir-mar la República, es proceder a unas elec-ciones inmediatas, convocan en los cole-gios electorales, mañana domingo, a todoslos ciudadanos.Las salas se abrirán a las ocho de la ma-ñana, y se cerrarán a mediodía. ¡Viva laRepública!

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Los alcaldes y adjuntos de París:1° Distrito Edmond Adam, Méline,

adjunto2° Émile Brelay, Loiseau-Pinson

3° Bonvalet, alcalde, Ch. Murat adjunto4° Vautrin, alcalde, de Chatillon, Loiseau,

adjuntos5° Jourdan, Collin, adjuntos

6°A. Leroy, adjunto7°8°

9° Desmarets, alcalde, E. Ferry, AndréNast, adjuntos

10º A. Murat, adjunto11º Mottu, alcalde, Blanchon, Poirier,

Tolain, adjuntos12º Grivot, alcalde, Denisson, Dumas,

Turillon, adjuntos13° Combes, Leo Meillet, adjuntos15º Jurbes, Duval, Sextus-Michel,

adjuntos16º Chaudey, Sévestre, adjuntos

17º François Favre, alcalde, Malon,Villeneuve, Cacheux, adjuntos

18º Clemenceau alcalde, J. Lafont,Dereure, Juclard, adjuntos

19º Deveaux, Salory, adjuntos302

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Los representantes del Sena presentes enParís Lockroy, Floquet, Tolain, Clemen-ceau, Schoelcher, Greppo.El comité de la Guardia NacionalAvoine hijo, Antoine Arnaud, G. Arnold,Assi, Audignoux, Bouit, Jules Bergeret, Ba-bick, Baron, Billioray, Blanchit, L. Bour-sier, Castioni, Chonteau, A. Dupont, Fa-vre, Ferrat, Henri Fortuné, Fleury, Fou-geret, G. Gaudier, Gouhier, M. Geres-me, Grélier, Grolard, Jourde, Josselin, La-valette, Lisbonne, Maljournal, EdouardMoreau, Mortier, Prudhomme, Rousseau,Ranvier, Varlin.

Tan pronto se publicó este manifiesto, el señorThiers hizo telegrafiar por toda Francia, con su naturalmodo para provocar y mentir:

Francia decidida e indignada se cierne entorno al gobierno de la Asamblea Nacio-nal para reprimir la anarquía que siguesiempre tratando de dominar París.Un acuerdo, ajeno al gobierno, se ha esta-blecido entre la pretendida Comuna y los

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alcaldes para convocar elecciones. Se ha-rán sin libertad y desde luego sin autori-dad moral.Que el país no se preocupe y mantenga laconfianza.El orden será restablecido tanto en Paríscomo en el resto del país.A. Thiers

En tanto que el señor Thiers y sus cómplices propa-gaban estas falsedades, el Comité Central, ayudado poralgunos entusiastas revolucionarios, tales como Eudes,Vaillant, Ferré y Varlin, atendían a todo, y el JournalOfficiel publicaba en París las siguientes medidas:

Se levanta el estado de sitio en el departa-mento del Sena.Los consejos de guerra del Ejército perma-nente quedan abolidos.Se concede amnistía plena y total a los crí-menes y delitos políticos.Se emplaza a todos los directores de pri-siones que pongan inmediatamente en li-bertad a todos los detenidos políticos.

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El nuevo gobierno de la República acabade tomar posesión de todos los ministe-rios y de todas las administraciones.Esta operación realizada por la GuardiaNacional impone grandes deberes a losciudadanos que han aceptado esta tarea.El ejército, comprendiendo al fin la situa-ción en que se le tenía y los deberes quele incumbían, se ha fusionado con los ha-bitantes de la ciudad; tropas de fusileros,móviles y marinos se han unido a la obracomún.Sepamos, pues, aprovechar esta unión pa-ra estrechar nuestras filas y de una vez pa-ra siempre asentar la República sobre ba-ses serias e imperecederas.Que la Guardia Nacional unida a los fusi-leros y a la móvil continúe su servicio convalor y abnegación.Que los batallones de infantería cuyosmandos están aún casi completos ocupenlos fuertes y todas las posiciones avanza-das, con el fin de asegurar la defensa de la

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capital. Losmunicipios de los distritos, im-buidos del mismo celo y del mismo patrio-tismo que la Guardia Nacional y el ejér-cito, se han unido a ella para asegurar lasalvación de la República y preparar laselecciones del consejo comunal que van atener lugar: nada de división, unidad ab-soluta y plena y total libertad.

El Comité Central de la Guardia Nacional

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3. Los sucesos del 22 demarzo

Os viene grande el motínNo juguéis a ese juego

Vieja canción

Los partidarios del gobierno regular, los hombres deorden, todos los reaccionarios, no contentos con cons-pirar en Versalles, intentaron un motín contrarrevolu-cionario en París; pero tenían tan poca talla para losdisturbios, que al ver organizarse su manifestación, aeso de las dos de la tarde del 22 de marzo, en la plazade la nueva Opera, daba la impresión de una compañíade cómicos ensayando un drama histórico.

No obstante, algo se había filtrado de sus intencio-nes: hablaron de apuñalar a los centinelas al abrazar-les; pero parecía más bien una puesta en escena queotra cosa. El lugar incluso estaba bien elegido para un

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ensayo dramático, esperábamos para ver dónde queríallegar esa gente.

Cuando el grupo fue lo bastante numeroso, losmani-festantes, elegantes y jóvenes en su mayoría, echarona andar por la calle de la Paix, conducidos por conoci-dos bonapartistas, los señores de Pène, de Coetlogony de Heckeren. Una bandera sin inscripción ondeabaen la cabecera de la columna.

Unos guardias nacionales desarmados se informa-ron del objeto de la protesta, siendo insultados y gro-seramente maltratados. Entonces, llegaron a la plazaVendóme, donde estaban unos federados armados, quefueron en formación a reconocer a los manifestantes,pero con orden de no disparar.

Al encontrarse ambas tropas, la manifestación setornó violenta, y a los gritos de: ¡Abajo el comité! ¡Aba-jo los asesinos! ¡Bandidos! ¡Viva el orden!, un disparode revólver hirió a Maljournal, del Comité Central.

Por muy sufridos que fuesen los guardias naciona-les, tuvieron que darse cuenta de que no se trataba deuna propuesta pacífica. Bergeret mandó hacer un pri-mer requerimiento, luego un segundo, llegando hastadiez.

Al terminar el último, se escucharon los gritos de:¡Viva el orden, abajo los asesinos del 18 demarzo!, mez-

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clados con disparos. Entonces, los guardias nacionalescontestaron; había que rechazar el ataque.

Es una característica de estos federados de corazóntierno, que desprecian su vida, estimando tanto la delos demás, que un buen número de ellos dispararon alaire como el 22 de enero.

¡Cuánto les costaba; a aquellos asesinos del 18 demarzo, apuntar a torsos humanos!

No ocurría lo mismo del lado de los atacantes; lasventanas se pusieron de su parte, y sin la prudenciade los federados, hubiera habido allí una montaña decadáveres.

Es cierto que muchos manifestantes disparaban tanmal que se herían unos a otros. Era tal la rabia que lesempujaba contra los guardias nacionales, que variosfueron heridos y hubo dos muertos: Vahlin y François.También hubo algunos muertos por parte de los mani-festantes; un joven, el vizconde de Molinat, murió al-canzado por la espalda por el lado de los suyos, cayen-do de bruces contra el suelo. En su cuerpo se encontróun puñal sujeto a su cinturón por una cadenilla, co-mo si el joven hubiese temido extraviar su arma. Estedetalle infantil enterneció a un Guardia Nacional.

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En cuanto al señor de Pêne fue casi empalado poruna bala disparada también desde atrás, por el lado delos suyos.

Después de la derrota de los manifestantes, el sueloestaba cubierto de armas, puñales, bastones con esto-que y revólveres que tiraron en su huida.

El doctor Rainlow, antiguo cirujano del Estado Ma-yor del campo de Toulouse, y varios médicos que acu-dieron transportaron a los muertos y a los heridos alhospital de campaña del Crédito Mobiliario.

Los guardias nacionales que habían combatido aaquellos jóvenes aunque lo hicieran con una extrema-da generosidad, quedaron sumidos en una especie detristeza. Hasta tal punto era tierno el corazón de aque-llos hombres.

He pensado con frecuencia, durante las sangrientasrepresalias de Versalles, en los guardias nacionales del22 de marzo y de toda la lucha.

El Comité Central pegó un cartel amenazando conseveras penas a quienes conspiraran contra París; pe-ro desde esa época hasta el final de la Comuna, la reac-ción conspiró sin cesar con total impunidad.

¡Valientes hombres del 71, valientes hombres de lahecatombe! Os lleváis esa indulgencia bajo la tierra ro-

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ja de sangre, no volverá a brotar sino una vez termina-da la lucha, en la paz del nuevo mundo.

Al releer los carteles de la toma de posesión de Paríspor la Revolución del 18 de marzo, las emocionadaspalabras de entonces resucitan el drama.

Tantas cosas se han amontonado sangrando lasunas sobre las otras, tantas cenizas humanas se lanza-ron al viento, que a través de las frías resoluciones dehoy no encontraríamos tal como fueron los generososénfasis de entonces.

¡Oh, aquella generosidad, aquella inmaculada epo-peya de hombres de maravillosa bondad!

Y yo, a quien se atribuye esa bondad sin límites, ¡ha-bría sido capaz, sin palidecer, tal como se aparta unapiedra de los rieles, de quitarle la vida a ese enano quetantas víctimas causó! Las oleadas de sangre no hu-biesen corrido, ni los montones de cadáveres tan altoscomo las montañas hubiesen llenado París, trocandola ciudad en un matadero.

Presintiendo la acción de aquel burgués con cora-zón de tigre, pensé que matando al señor Thiers en laAsamblea, el terror que resultara detendría a la reac-ción.

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¡Cuánto me he reprochado en los días de la derro-ta, haber pedido consejo! Nuestras dos vidas hubiesenevitado el degüello de París.

Le confiémi proyecto a Ferré, quien me recordó has-ta qué punto la muerte de Lecomte y Clément Thomassirvió, en provincias e incluso en París, de pretexto pa-ra el terror y casi incluso para una desautorización dela misma multitud. Quizá, agregó, esta desaprobacióndetendría el movimiento.

No lo creía y poco me importaba la desaprobación sipodía ser útil a la Revolución; pero sin embargo, podíaestar en lo cierto.

Rigaud opinó igual. —“Además, agregaron, no podrállegar a Versalles”.

Tuve la debilidad de creer que podían acertar en re-lación a aquel monstruo. Pero en lo referente al viajea Versalles, estaba segura de conseguirlo, con un pocode decisión, y quise hacer la prueba.

Unos días después, tan bien vestida que ni yomismame reconocía, me fui muy tranquilamente a Versalles,donde llegué sin dificultad. Con una tranquilidad nomenor, fui al mismo parque, donde estaban las deterio-radas tiendas que servían de campamento al ejército,y allí comencé a hacer propaganda por la Revolucióndel 18 de marzo.

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El deterioro de las tiendas, bajo los árboles sin hojas,era lamentable.

Ya no sé lo que les dije a aquellos hombres, pero losentía de tal modo que escuchaban.

Al día siguiente, vino a París un oficial por Saint-Cyry prometió que vendrían otros.

En aquel momento el ejército no tenía un aspectobrillante, la caballería solo tenía escuálidos caballos.

Al salir del parque fui a una gran librería versallesa.Había allí una señora a la que infundímucha confianza,me llevé un montón de periódicos, y después de haberpedido la dirección de un hotel donde se pudiera estarseguro volví a tomar el camino de Montmartre. Entretanto para divertirme no dejé de hablar horrores de mímisma.

Lemoussu, Schneider, Diancourt y Burlot eran en-tonces comisarios en Montmartre. Fui primero al des-pacho de Burlot, que sabía era de la opinión de Ferré yde Rigaud. No me reconoció. “Vengo de Versalles”, ledije, y le conté la historia, que repetí igualmente a Ri-gaud y a Ferré, acusándoles de girondinos, aunque sinestar segura de si tenían o no razón y si la sangre deese monstruo hubiera sido fatal para la Comuna. Nadapodía ser tan fatal como la hecatombe demayo, pero laidea quizá es mayor. Algunos meses después de mi via-

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je a Versalles, estando en la prisión des Chantiers, don-de los domingos algunos oficiales acompañados porunas fulanas ricamente ataviadas, que llevaban allí co-mo al botánico, uno de ellos me dijo de pronto:

—¡Pero si es usted la que vino al parque en Versalles!—Sí, le contesté, soy yo, puede usted contarlo, que-

dará bonito en el cuadro, y además no tengo ningunagana de defenderme.

—¿Nos toma usted por soplones? exclamó con unasincera indignación.

Era cuando apenas estaba finalizando el degüello yestábamos bajo la impresión de un intenso horror, conlo que le contesté cruelmente:

—¡Son ustedes unos asesinos!No replicó, comprendí que muchos de ellos habían

sido indignamente engañados, y que algunos comen-zaban a sentir remordimientos.

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4. Proclamación de laComuna

Estaban allí de pie listos para el sacrificioBardos galos

La proclamación de la Comuna fue espléndida; noera la fiesta del poder, sino la bomba del sacrificio: senotaba a los elegidos listos para la muerte.

La tarde del 28 de marzo, con un sol claro que re-cordaba el amanecer del 18 de marzo, el 7 de germinaldel año 79 de la República, el pueblo de París, que el26 había elegido su Comuna, inauguró su entrada enel Ayuntamiento.

Un océano humano bajo las armas, las bayonetasapretadas como las espigas de los campos, el cobre des-garrando el aire, los tambores tocando sordamente, yentre todos ellos el inimitable redoble de los dos gran-des tambores de Montmartre, los que la noche de la

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entrada de los prusianos y la mañana del 18 de marzodespertaban a París, y con sus palillos espectrales y suspuños de acero, le arrancaban extrañas sonoridades.

Esta vez, no había toques a rebato. El pesado rugirde los cañones saludaba con intervalos regulares a larevolución.

Las bayonetas se inclinaban también ante las ban-deras rojas, que, como vigas rodeaban el busto de laRepública.

En lo alto, una inmensa bandera roja. Los batallo-nes de Montmartre, Belleville, La Chapelle tienen susbanderas coronadas por el gorro frigio; diríanse las sec-ciones del 93.

En sus filas, soldados de todos los regimientos quepermanecían en París, de fusileros, de marina, de arti-llería, zuavos.

Las bayonetas, cada vez más apretadas, se desbor-dan por las calles de alrededor; la plaza está llena. Dala impresión de un trigal. ¿Cuál será la cosecha?

Todo París está en pie; el cañón truena a intervalos.En un estrado está el Comité Central; delante, la Co-

muna, todos con el pañuelo rojo. Pocas palabras en losintervalos que marcan los cañones. El Comité Centraldeclara expirado su mandato y entrega sus poderes ala Comuna.

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Se lee la lista de los nombres y un grito inmenso seeleva: ¡Viva la Comuna! Los tambores rinden honoresy la artillería estremece el suelo.

—En nombre del pueblo, dice Ranvier, la Comunaqueda proclamada.

Todo fue grandioso en aquel prólogo de la Comunacuya apoteosis tenía que ser la muerte.

Nada de discursos, solo un inmenso grito. Uno solo:¡Viva la Comuna!

Todas las bandas tocan La Marsellesa y el Chant dudépart, que corea un huracán de voces.

Un grupo de ancianos baja la cabeza hacia el suelo.Se diría que están oyendo a los muertos por la libertad:son supervivientes de junio, de diciembre; algunos, ca-nosos son de 1830, Mabile, Malezieux, Cayol.

Si un poder cualquiera pudiera hacer algo, ese hubie-se sido la Comuna, compuesta por hombres inteligen-tes, con valor, de una increíble honradez, y todos, des-de la víspera o desde largo tiempo atrás, dieron indis-cutibles pruebas de abnegación y energía. El poder, in-contestablemente les aniquiló, no dejándoles más quela voluntad implacable del sacrificio. Supieron morirheroicamente.

Es que el poder está maldito y por eso soy anarquis-ta.

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La nochemisma del 28 demarzo, celebró la Comunasu primera sesión inaugurada por una medida dignade la grandeza de aquel día. Se tomó la decisión, conel fin de evitar toda cuestión personal, en el momentoen que los individuos tenían que integrarse en la ma-sa revolucionaria, que los manifiestos no llevaran másfirma que esta: La Comuna.

Desde esta primera sesión, algunos, ahogándose enla sofocante atmósfera de una revolución, no quisieronir más adelante, y hubo dimisiones inmediatas.

Estas dimisiones comportaron elecciones comple-mentarias, por lo que Versalles aprovechó el tiempoque París perdía en torno a las urnas.

He aquí la declaración hecha en la primera sesiónde la Comuna:

París, 28 de marzo de 1871Ciudadanos.Nuestra Comuna está constituida. El votodel 26 de marzo ratifica la República vic-toriosa.Un poder cobardemente opresor os teníaagarrados por el cuello, por lo que debíasen legítima defensa rechazar ese gobierno

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que quería deshonraros imponiéndoos unrey. Hoy, los criminales que ni siquiera ha-béis querido perseguir abusan de vuestramagnanimidad para organizar a las puer-tas de la ciudad un foco de conspiraciónmonárquica, invocan la guerra civil, sevalen de todas las corrupciones, aceptancualquier complicidad y se han atrevidohasta a mendigar el apoyo del extranjero.Apelamos al juicio de Francia y del mundopor estas execrables intrigas.Ciudadanos, acabáis de darnos institucio-nes que desafían a todas las tentativas.Sois dueños de vuestro destino; la repre-sentación que acabáis de establecer fuertepor vuestro apoyo, va a reparar los desas-tres causados por el poder caído.La industria comprometida, el trabajo sus-pendido y las transacciones comercialesparalizadas van a recibir un vigoroso im-pulso.

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A partir de hoy la esperada decisión sobrelos alquileres, mañana la referente al ven-cimiento de las deudas.Todos los servicios públicos restablecidosy simplificados.La Guardia Nacional, en adelante únicafuerza armada de la ciudad, reorganizadasin demora.Tales serán nuestros primeros actos.Los elegidos por el pueblo solo piden queles apoyéis con vuestra confianza, paraasegurar el triunfo de la República.En cuanto a ellos, cumplirán con su deber.

La Comuna de París, 28 de marzo de 1871

Cumplieron, en efecto, con su deber, ocupándose detodas las seguridades para la vida de la gente; pero,¡ay!, la primera seguridad hubiera sido vencer definiti-vamente a la reacción.

Mientras que en París renacía la confianza, las ratasde Versalles horadaban el carenado del navío.

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Todavía hubo por diversos motivos, algunas dimi-siones: Ulysse Parent, Fruneau, Goupil, Lefebvre, Ro-binet, Méline.

En los primeros días se formaron ciertas comisiones,que no eran sin embargo, definitivas; según sus aptitu-des, los miembros de una comisión pasaban a otra.

La Comuna estaba dividida entre una mayoría ar-dientemente revolucionaria y una minoría socialistaque razonaba a veces demasiado, teniendo en cuentael tiempo del que se disponía. Semejantes ambas encuanto al temor de adoptar medidas despóticas o in-justas les conducían a las mismas conclusiones.

Un mismo amor a la revolución causó un destinoparecido. “La mayoría también sabe morir”, dijo unassemanasmás tarde Ferré abrazando aDelescluzemuer-to.

Los miembros de la Comuna elegidos en las com-plementarias fueron Cluseret, Pottier, Johannard, An-drieu, Serailler, Longuet, Pillot, Durand, Sicard, Phi-lippe, Louelas, A. Dupont, Pompée, Viard, Trinquet,Courbet, Arnold.

Rogeart y Briosne no quisieron ocupar escaño, porsusceptibilidad sobre el número de votos obtenidos;aquellos hombres del 71 eran realmente unos candi-datos que apenas se parecían a los demás.

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Menotti Garibaldi fue elegido, pero no acudió, as-queado quizá todavía de la Asamblea de Burdeos, don-de Garibaldi fue abucheado, al ofrecer sus hijos a laRepública.

Las comisiones, reformadas con frecuencia, estuvie-ron compuestas así originalmente:

Guerra: Delescluze, Tridon, Avrial, Ar-nold y Ranvier.Hacienda: Beslay, Billioray, Victor Clé-ment, Lefrançais y Félix Pyat.Seguridad general: Cournet, Vermorel, Fe-rré, Trinquet Dupont.Educación: Courbet, Verdure, Jules Miot,Vales J.B. Clément.Intendencia: Varlin, Parisel, Victor Clé-ment, Arthur Arnould, Champy.Justicia: Cambon, Dereure, Clémence,Langevin, Durand.Trabajo e intercambio: Theisz, Malon, Se-railler, Ch. Longuet, Chalin.Asuntos exteriores: Léo Meillet, Ch. Gé-rardin, Amouroux, Johannard, Vallès.

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Servicios Públicos: Ostyn, Vésinier, Ras-toul, Antoine, Arnaud, Pottier.Delegaciones

Guerra: Cluseret.Hacienda: Jourde.Intendencia: Viard.Asuntos exteriores: Paschal Grousset.Educación: Vaillant.Justicia: Protot.Seguridad general: Raoul Rigaud.Trabajo y cambio: Fraenkel.Servicios públicos: Andrieu.

Pase lo que pase, decían los miembros de la Comu-na y los guardias nacionales, nuestra sangre marcaráprofundamente este período.

En efecto lo marcó, y tan profundamente que la tie-rra quedó saturada, y creó en ella abismos que serándifíciles de franquear para volver atrás; así como derosas rojas la sangre hizo florecer las laderas.

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5. Primeros días de LaComuna – Las medidas –La vida en París

Tiempos futuros, visión sublime¡Los pueblos están fuera del abismo!

El triste desierto se ha atravesado;Tras las arenas el césped,

Y la tierra es como una esposa,Y el hombre es como un novio.

Victor Hugo

¡París respiraba! Aquellos que durante la marea altavieran llegar las olas que cubrirían su refugio, estaríanen una situación semejante. Lenta, inexorablemente,Versalles llegaba.

Los primeros decretos de la Comuna habían sido lasupresión de la venta de los objetos del Monte de Pie-dad, la abolición del presupuesto para cultos y recluta-

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miento. Se creía entonces, quizá todavía, que la funes-ta relación entre Iglesia y Estado, que tantos cadáveresarrastran tras ellos, podría ser alguna vez rota. Unica-mente juntos es como tienen que desaparecer.

La confiscación de los bienes de mains morts.1 Pen-siones alimenticias para los federados heridos en com-bate, para la mujer, legítima o ilegitima, al hijo, reco-nocido o no, de todo federado muerto en combate.

Versalles se encargó con la muerte, de esas pensio-nes.

La mujer, que pedía la separación de su marido apo-yada en pruebas válidas, tenía derecho a una pensiónalimenticia.

El procedimiento ordinario quedaba abolido, y seautorizaba a ambas partes a defenderse por sí mismas.

Prohibición de registro sin mandato regular.Prohibición de acumulación, y el sueldo máximo fi-

jado en seis mil francos al año. Las retribuciones delos miembros de la Comuna eran de quince francosdiarios, lo cual estaba lejos de alcanzar el máximo.

1 Se llamaban así los poseedores de bienes muebles e inmue-bles, derechos y acciones, en quienes por disposición de ley se es-tancaba el dominio a causa de estarles prohibida la enajenación.En general estaban en manos de congregaciones religiosas.

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La Comuna decidió la organización de una sala deltribunal civil de París.

La elección de los magistrados, la organización deljurado y el juicio por sus pares.

Se procedió inmediatamente a entregar a las socie-dades laborales los talleres abandonados.

El sueldo de los maestros se fijó en dos mil francos.Se decidió el derribo de la columna Vendóme, sím-

bolo de fuerza brutal, afirmación del despotismo impe-rial, porque este monumento atentaba contra la frater-nidad de los pueblos.

Más tarde, con el fin de poner término a las ejecu-ciones de prisioneros hechos por Versalles, se añadióel decreto para los rehenes apresados entre sus partida-rios (fue, en efecto, la única medida que disminuyó lasmatanzas de prisioneros; se adoptó tardíamente, cuan-do fue imposible, sin traición, dejar que no se degollaraa los federados prisioneros). La Comuna prohibió lasmultas en los talleres, abolió el juramento político yprofesional, e hizo un llamamiento a los sabios, a losinventores, a los artistas. Seguía pasando el tiempo yVersalles no estaba ya en el punto en que la caballeríano tenía más que sombras de caballos. Thiers mimaba,lisonjeaba al Ejército que necesitaba para sus magnasy sucias operaciones.

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Los objetos depositados por menos de veinticincofrancos en el Monte de Piedad fueron devueltos a susdueños.

Se quiso abolir, por ser demasiado penoso, el trabajonocturno en las tahonas; pero ya por antiguos hábitoso porque realmente fuese aún más difícil de día, lospanaderos prefirieron seguir como siempre.

Había por doquier una vida intensa. Courbet, en uncaluroso llamamiento, decía: “Entregándose cada unosin trabas a su talento, París duplicará su importancia.Y la internacional ciudad europea podrá ofrecer a lasartes, a la industria, al comercio, a las transacciones detodo tipo, a los visitantes de todos los países, un ordenimperecedero, el orden asegurado por los ciudadanos,que no podrá ser interrumpido por los pretextos demonstruosos pretendientes”.

“Adiós al viejo mundo y a la diplomacia”.Pero el arte, a pesar de todo, efectuó su siembra; la

primera epopeya lo dirá.La comisión federal de los artistas estaba así com-

puesta:

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París, en efecto, tuvo aquel año una exposición, perorealizada por el viejo mundo y su diplomacia, la expo-sición de los muertos. Más bien cien mil que treintay cinco mil cadáveres fueron tendidos en un inmensodepósito, dentro del marco de piedra de las fortificacio-nes.

Pintores:Bouvin, Corot, Courbet, Daumier, Arnaud, Dursée,Hippolyte Dubois, Feyen, Perrin, Armand Gautier,Gluck, Jules Hereau, Lançon, Eugène Leroux, EdouardManet, François Milet, Oulevay, Picchio.

Escultores:Becquet, Agénor Chapuy, Dalou, Lagrange, EdouardLindencher, Moreau, Vauthier, Hippolyte Moulin,Otlin, Poitevin, Deblezer.

Arquitectos:Boileau hijo, Delbrouck, Nicolle, Achille Oudinot, Rau-lin.

Grabadores litógrafos:Georges Bellanger, Bracquemont, Flameng, AndróGill, Huot, Pothey.

Artistas industriales:Émile Aubin, Boudier, Chabert, Chesneau, Fuzier, Me-yer, Ottin hijo, Eugène Pottier, Ranber, Rester.

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Esta comisión funcionaba desde mediados de abril,mientras la Asamblea de Versalles propagaba las pre-tendidas tendencias de la Comuna a destruirlas artesy las ciencias.

Los museos estaban abiertos al público, así como eljardín de les Tuileries y otros, para los niños.

En la Academia de Ciencias, los sabios discutían enpaz, sin ocuparse de la Comuna, que no pesaba sobreellos.

Thénard, los Becquerel padre e hijo y Élie de Beau-mont se reunían como de costumbre.

En la sesión del 3 de abril, por ejemplo, el señor Se-dillot envió un folleto sobre la cura de las heridas en elcampo de batalla, el doctor Drouet sobre los diversostratamientos para el cólera, que estaba muy extendi-do, mientras que el señor Simón Newcombe, un ameri-cano, se alejaba por completo del marco de los aconte-cimientos y hasta de la tierra, al analizar el movimien-to de la luna alrededor de nuestro planeta.

En cuanto al señor Delaunay, rectificaba errores deobservación meteorológica sin preocuparse de otra co-sa.

El doctor Ducaisne se ocupaba de la nostalgia moral,para la que los remedios morales eran más poderososque los otros; hubiera podido añadirles las obsesiones

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del miedo y la sed de sangre de los poderes que se des-ploman.

Los sabios se ocuparon de todo en medio de unatranquilidad absoluta, desde la vegetación anormal deun bulbo de jacinto hasta las corrientes eléctricas. Elseñor Bourbouze, químico, empleado en la Sorbona,había hecho un aparato eléctrico con el que telegra-fiaba sin hilos conductores a cortas distancias; la Aca-demia de Ciencias le había autorizado para que experi-mentara entre los puentes del Sena, ya que el agua esmejor conductor de electricidad que la tierra.

La experiencia triunfó, y el aparato se utilizó en elviaducto de Auteuil para comunicar con un punto dePassy ocupado por las tropas alemanas.

El informe terminaba con el relato de un segundoexperimento hecho en un aerostato, con el fin de reci-bir los mensajes enviados desde Auteuil por el señorBourbouze. El globo fue arrastrado por el viento, notan lejos, es cierto, que el de Andrée en nuestros días.

El señor Chevreul, con voz un poco cascada, decla-raba que, sin ser partidario absoluto de la clasificaciónradial, reconocía la importancia de los estudios embrio-lógicos.

Se habló de tantas y tantas cosas, como por ejemplode la materia negra de los meteoritos o de la repro-

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ducción de diferentes tipos por el grado de calor a queestá sometida la materia. El señor Chevreul, tambiénse ocupó de las mezclas de constituciones semejantes,cuyos efectos son distintos, de la necesidad de no li-mitarse a los fenómenos externos de los cuerpos, entanto que la química es indispensable. El día en queVersalles, en nombre del orden, llevó la muerte a París,habíamos vuelto a los astros, con motivo de algunosnuevos términos del coeficiente del ecuador titular dela luna. Fue me parece, la última sesión.

En todas partes, había cursos abiertos, en respuestaal ardor de la juventud.

Se quería todo a la vez: artes, ciencias, literatura,descubrimientos; la vida resplandecía. Todos teníamosprisa por escapar del viejo mundo.

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6. El ataque de Versalles –Relato inédito de la muertede Flourens, por HectorFrance y Cipriani

Convidaban al mundo a la augusta batalla,A la embriaguez de los magnos hechos,

Y le enseñaban pasando a través de la metrallaLos enormes árboles de la paz

Victor Hugo

Como se había querido legalizar, por medio del su-fragio, el nombramiento de los miembros de la Comu-na, se quiso aguardar el ataque de Versalles, con el pre-texto de no provocar la guerra civil ante los ojos delenemigo, ¡cómo si el único enemigo de los pueblos nofueran sus tiranos!

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Cuando los generales, atentos esta vez, juzgaronque no faltaba ni un solo botón de polaina, ni un sableafilado, Versalles atacó.

Todas las jaurías de esclavos, aullando de dolor bajoel látigo, hacían responsable a la Comuna aliándosecon sus amos.

El hábito de aguardar órdenes es tal todavía en el re-baño humano que a aquellos que, desde el 19 de mar-zo, gritaban a Versalles, Montmartre, Belleville, todoun ejército enardecido, no se les ocurrió, armándosecomo hubieran podido reunirse y partir. ¿Quién sabesi en parecida ocasión tampoco lo harían?

El 2 de abril hacia las seis de la mañana, a París sele despertó con el cañón.

Se pensó primero, en alguna fiesta de los prusianosque rodeaban París, pero pronto se supo la verdad: Ver-salles atacaba.

Las primeras víctimas fueron las alumnas de un pen-sionado de Neuilly (a la puerta de una iglesia a la quesin duda iban a rezar por el señor Thiers y la Asam-blea Nacional). El cañón disparaba a voleo. El Dios delos asesinos tiene costumbre de reconocer a los suyos;sobre todo cuando no es momento de ello.

Dos ejércitos marchaban sobre París, uno por Mon-tretout y Vaucresson, y el otro por Rueil y Nanterre. Se

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reunieron en la encrucijada de Bergers, sorprendiendoy degollando a los federados en Courbevoie. Despuésde haber retrocedido inicialmente, los federados quequedaban vivos, apoyados por los francotiradores ga-ribaldinos, se replegaron. Aquella misma tarde, se reteCourbevoie. En el muelle se encontraron tendidos loscadáveres delospris ñeros. Esta vez se decidió la salidainmediata. Los Ejércitos de la Comunal pusieron enmarcha el 3 de abril a las 4 de la mañana.

Bergeret, Flourens y Ranvier comandaban por laparte del Mont-Valérien que seguíamos creyendo neu-tral; Eudes y Duval por la parte de Clamartyd Meudon.Íbamos a Versalles. De pronto, el fuerte queda envueltopor el humo, la metralla llueve sobre los federados.

Hemos contado que el comandante del Mont-Valérien prometiendo a Lullier, enviado por el ComitéCentral, la neutralidad de dicho fuerte, se apresuró aavisar de ello al señor Thiers, quien, con el fin de queun oficial del ejército francés no faltara a su palabra,simplemente le remplazó por otro que no había prome-tido nada, y ese otro era quién aquella mañana inicióel fuego.

El pequeño ejército, al mando de Flourens, con Ci-priani como jefe de EstadoMayor, se separó en el puen-te de Neuilly. Flourens tomó por el muelle de Puteaux,

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hacia Montretout. Bergeret por la avenida de Saint-Germain, hacia Nanterre. Tenían que reunirse en Rueil,con unos quincemil hombres, y a pesar de la catástrofedel Mont-Valérien, la mayoría de los federados prosi-guieron su marcha hacia el lugar de reunión.

Algunos, extraviados en los campos alrededor delMont-Valérien, entraron en París desperdigados, y losdos cuerpos de ejército se encontraron en Rueil, dondeaguantaron el fuego del Mont-Valérien, que retumba-ba todavía. Tan solo cuando el suelo estuvo cubiertode muertos los que quedaban se desbandaron.

Los versalleses establecieron, en la encrucijada deCourbevoie, una batería que ametrallaba el puente deNeuilly.

Un gran número de federados habían sido apresa-dos.

En el mismo momento en que Versalles abría fuego,Gallifet enviaba la siguiente circular, sin dejar ningunaduda sobre su intenciones y las del gobierno:

La guerra ha sido declarada por las bandasde París.¡Ayer y hoy, han matado a mis soldados!Es una guerra sin tregua ni piedad la quedeclaro a esos asesinos.

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Esta mañana he tenido que dar un ejem-plo; ¡que sea saludable! Deseo no vermeobligado de nuevo a llegar un extremo se-mejante.No olvidéis que por consiguiente, el país,la ley, el derecho, están en Versalles y enla Asamblea Nacional y no con la grotescaasamblea que se intitula Comuna.

El general comandante de la brigada,Gallifet

3 de abril de 1871

En la alcaldía de Rueil fue donde Gallifet escribió es-ta proclama, sin siquiera molestarse en secarse la san-gre que le cubría.

El pregonero que la leía, entre dos redobles de tam-bor, por las calles de Rueil y de Chatou, añadía por or-den superior: “El presidente de la comisión municipalde Chatou advierte a los vecinos, por el interés de suseguridad, que quiénes den asilo a los enemigos de laAsamblea quedarán sujetos a las leyes de guerra”. Estepresidente se llamaba Laubeuf.

Y la buena gente de Rueil, Chatou y otros lugares,asiéndose la cabeza con ambas manos para asegurarse

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de que la tenían aún sobre los hombros, miraban a versi pasaba algún fugitivo de la batalla para entregarlo aVersalles.

El cuerpo de ejército de Duval combatía, desdela mañana, contra destacamentos del ejército regularañadidos a los guardias municipales, batiéndose en re-tirada sobre Chatillon solo después de una verdaderamasacre.

Duval, dos de sus oficiales y cierto número de fede-rados hechos prisioneros, fueron casi todos fusilados ala mañana siguiente, junto con unos soldados pasadosa la Comuna y a los que se les arrancaba los galonesantes de darles muerte.

El 4 de abril por la mañana, la brigada Déroja y elgeneral Pellé ocupaban la meseta de Châtillon.

Bajo la promesa del general de salvarles la vida, losfederados rodeados se rindieron. Inmediatamente lossoldados reconocidos fueron fusilados; los otros, envia-dos a Versalles y ultrajados.

En el camino, les encuentra Vinoy, y no atreviéndo-se a fusilarlos a todos después de la promesa de Pellé,pregunta si hay jefes.

Duval sale de las filas. —Yo, dijo. Su jefe de EstadoMayor y el comandante de los voluntarios deMontrou-

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ge salen también de la formación y se colocan a su la-do.

—¡Sois unosmalditos canallas! grita Vinoy, y ordenaque les fusilen.

Se apoyan ellosmismos contra el muro, se estrechanlas manos y caen gritando: ¡Viva la Comuna!

Un versallés roba las botas de Duval y las pasea. Lacostumbre de descalzar a los muertos de la Comunaera general en el ejército de Versalles.

Vinoy decía al día siguiente: Los federados se rindie-ron a discreción. Su jefe, un tal Duval, murió en el en-cuentro. Otro añadía: Esos bandidos mueren con ciertajactancia.

Las feroces y repugnantes criaturas que, vestidas lu-josamente, acudían no se sabe de dónde, insultando alos prisioneros, hurgando en los ojos de los muertoscon el pico de sus sombrillas, aparecieron a partir delos primeros encuentros siguiendo al ejército de Ver-salles.

Ávidas de sangre como vampiros, eran presa de unfuror asesino. Hubo según se decía, de todas las cla-ses sociales. Rebajadas por inmundos apetitos, perver-tidas por los escalafones sociales, eran monstruosas eirresponsables como lobas Entre los asesinos de Parísprisioneros, cuya llegada saludó Versalles con aullidos

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de muerte, estaba el geógrafo Élisée Reclus. Él y suscompañeros fueron enviados a Satory, de donde se lesremitió a los pontones en vagones de ganado.

Nadie estaba tan engañado como los soldados, carnede mentiras tanto como carne de cañón. Todos los quehabían vivido en Versalles tenían el cerebro impregna-do de cuentos de bandidaje y de connivencia con losprusianos, gracias a los cuales el ejército se recreó eninconcebibles salvajadas.

El relato de los últimos momentos de Flourens y desu muerte me lo dio en Londres, el año pasado, paraque ser publicara en esta historia, Hector France quefue el último de nuestros camaradas que vio vivo aFlourens y a Amilcare Cipriani, su compañero de ar-mas y único testigo de su muerte.

Estaba, dice Hector France, con Flourensdesde la víspera. Me había hecho su ayu-dante de campo, reuniéndome con él enla puerta Maillot, donde los batallones defederados se concentraban para salir.Pasamos la noche sin dormir, hubo conse-jo, al cual asistieron todos los capitanes delas compañías. Yo regresé con Flourens al

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amanecer, los federados en filas a lo largodel camino y él a caballo.Partimos. Llegados al puente, se habíanquitado las traviesas, y ni los cañones, nilos ómnibuses, ni ningún vehículo podíanpasar. Flourens me dijo:—Coja los cañones y las demás municio-nes, y dé la vuelta por el otro puente.Había que pasar bajo el Mont-Valérien,que comenzaba a disparar sobre el cuer-po de ejército de Bergeret, encontrándo-me con sus batallones que se replegabansobre París. Proseguí mi ruta, gritando: AVersalles, a Versalles; pero no sabiendo yaque camino tomar, me vi obligado a pre-guntarle a un empleado del ferrocarril, merespondió que no sabía, pero al apuntarleen la frente con mi revólver, me lo indi-có. Continué al galope con tres cañones yunos ómnibuses de municiones conduci-dos por federados. Los cañones los lleva-ban unos artilleros y venía con nosotrosmedia compañía de guardias nacionales.Flourens nos había encargado que les es-

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coltáramos; pero no pudiendo seguir la ca-rrera, se quedaron en el camino.Pasamos bajo un fuerte desde donde nocesaban de disparar.Me reuní con Flourens sin incidentes acierta distancia de Chatou, enseguida meenvió a avisar a Bergeret de mi llegada ya pedirle que se concentrara con él.Fue entonces cuando los obuses del Mont-Valérien comenzaron a llover sobre Cha-tou.Cuando regresé para dar cuenta a Flou-rens de mi misión con Bergeret, le encon-tré rodeado por Cipriani y una multitudde oficiales y simples guardias que les ava-sallaban con injurias, creyéndose traicio-nados. Los obuses comenzaban a caer so-bre el pueblo y esto les exasperaba.Flourens, viéndose objeto de tantos repro-ches, se apeó del caballo y, sin decir unapalabra, muy pálido, se dirigió hacia elcampo. Le comuniqué mi aprensión a Ci-priani, diciéndole:

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—Usted le conoce mejor que yo, sígale eimpídale hacer una insensatez.Cipriani echó pie a tierra y siguió a Flou-rens que ya estaba lejos.Me quedé solo, a caballo cuando, tras lacaída de un obús que estalló matando avarios federados, toda esa cólera se vol-vió contra mí porque seguía conservadomi uniforme de oficial de dragones. Meacusaron de traidor, de versallés, diciendoque había que arreglarme las cuentas in-mediatamente. Por fortuna, varios de losartilleros que había traído conmigo y queconservaban cómo yo su pantalón de uni-forme, salieron en defensa mía, calmaronla cólera de los federados. Mientras tanto,los obuses no cesaron de llover. Me dije-ron:—Puesto que está usted a caballo, vaya aver dónde está Flourens.Partí al galope en la dirección que él tomó.Después de haber atravesado algunoscampos, llegué a unas callejuelas desier-

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tas, donde no vi más que a una anciana se-ñora sentada en una ventana. Le preguntési había visto pasar a dos oficiales supe-riores de la Guardia Nacional, a lo que mecontestó:—¿Es a Flourens a quien busca usted? Alafirmárselo, me indicó una casa comple-tamente cerrada, llamé a la puerta y alas puertas vecinas, sin obtener respuesta.Volví al galope adonde estaban los fede-rados. Se distinguía a cierta distancia, poruna parte el cuerpo de ejército de Berge-ret, descendiendo la colina para regresar aParís, por otra, muchomás lejos, los desta-camentos de Versalles, que avanzaban conlas mayores precauciones.El primer grito de los federados fue: —¿Dónde está Flourens? ¿Qué vamos a ha-cer? Con un gesto, les mostré el cuerpo deejército de Bergeret y dije: —Sigámosles,repleguémonos. Así lo hicieron. Yo mequedé el último, a más de doscientos me-tros, siempremirando para ver si Flourensvolvía.

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Pronto, en los campos, empezaron a dispa-ramos desde todas partes, desde los mato-rrales, desde los setos.La batalla estaba perdida, un gran núme-ro de federados muertos o arrastrados porel enemigo para fusilarles y Flourens tam-bién estaba perdido.

Hector France

Los precisos detalles dados por Cipriani sobre losúltimos instantes de la vida de Flourens componen lasegunda parte de la lúgubre odisea.

No tengo que, ocuparme de la vida deFlourens, dijo Cipriani, sino de su trágicamuerte, verdadero asesinato fríamente co-metido por el capitán de gendarmería Des-marets. Era el 3 de abril de 1871. La Co-muna de París decidió una salida en ma-sa contra los soldados de la reacción queno cesaban de fusilar sumariamente a losfederados apresados fuera de París. Flou-rens había recibido la orden de ir a Chatouy esperar a Duval y a Bergeret, que debían

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atacar a los versalleses en Châtillon, con-centrándose para marchar sobre Versallesa desalojar a los traidores. Flourens llegóa Chatou hacia las tres de la tarde. Allí seenteró de la derrota de Duval y de Berge-ret en Châtillon y en el puente de Neuilly.A Duval le habían apresado y fusilado. Es-te fracaso de los federados ponía la situa-ción de Flourens, no solo difícil sino insos-tenible.A su izquierda, los federados en fuga, per-seguidos por el ejército de Versalles que,con un movimiento envolvente, tratabande cercarnos.Detrás de nosotros, el fuerte del Mont-Valérien que, por la credulidad de Lullier,había caído en manos de nuestros enemi-gos y nos perjudicaba mucho.Era urgente salir de Chatou y replegarsesobre Nanterre. Si no queríamos quedarcortados y atrapados como en una ratone-ra, era preciso formar una segunda línea

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de batalla que nos librara de toda sorpre-sa.Los federados estaban cansados y ham-brientos después de haber marchado todala jornada; no era en semejante estado co-mo se podía, a las tres de la tarde, entablarun combate contra un enemigo envalento-nado con el éxito de Châtillon. Todo, pues,exigía replegarse sobre Nanterre con el finde poder, a la mañana siguiente y con tro-pas frescas llegadas de París, apoderarsede las alturas de Buzenval y de Montre-tout y marchar sobre Versalles.En mi calidad de amigo de Flourens y co-mo jefe de Estado Mayor de la columna,expuse este plan a Flourens y a Bergeret,que había venido a reunirse con nosotros.Este lo aprobó pero Flourens me respon-dió:—Yo no me bato en retirada.—Amigo mío, le dije, no es una retirada ytodavía menos una huida; es una medidade prudencia, si lo prefiere, que nos es im-

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puesta por todo lo que ya le he expuesto austed. Me respondió con un movimientoafirmativo de la cabeza.Rogué a Bergeret que se pusiera al frentede la columna, a Flourens que mandara elcentro, quedándome el ultimo para hacerevacuar por completo Chatou.Todo el mundo estaba en marcha, cuan-do volví bajo el arco del ferrocarril, don-de había estado hablando con Bergeret yFlourens, y encontré a este que seguía acaballo en el mismo lugar, pálido, mustio,silencioso.A mi petición de que nos pusiéramos enmarcha, se negó y, apeándose del caballo,se lo confió a unos guardias nacionalesque había allí y echó a andar por la ori-lla del río. Le hice notar que en mi doblecalidad de amigo íntimo y de jefe de Esta-do Mayor de la columna no podía ni debíaabandonarle en un lugar que iba a ser ocu-pado por el ejército de Versalles, que esta-ba totalmente decidido a no separarme deél y que me quedaría o partiría con él.

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Umi*t Michel

Fatigado, se tendió sobre la hierba y sedurmió profundamente.Sentado a su lado, veía a lo lejos a los jine-tes de Versalles, caracoleando en la llanu-ra y avanzando hacia Chatou.Era mi deber hacer todo lo posible por sal-var al amigo y al amado jefe de la genteLe desperté rogándole que no se quedaraallí, donde le apresarían como a un niño.—Su lugar no está aquí, le dije, sino a lacabeza de su columna; si está usted cansa-do de la vida, hágase matar mañana porla mañana en la batalla que vamos a en-tablar, a la cabeza de los hombres que lehan seguido hasta aquí por simpatía, porcariño.—No quiere usted retirarse, dice, la deser-ción es peor que una simple retirada.Que-dándose aquí, deserta, ¡hace usted algopeor! Traiciona a la revolución, que espe-ra todo de usted.

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Se levantó, y me dio el brazo: —Vamos, di-jo. Irse, era fácil decirlo, pero casi imposi-ble hacerlo sin ser vistos, acechados porel Ejército de Versalles, que casi rodeabael pueblo en el que estábamos.Era indispensable ocultamos y esperar lacaída de la noche para incorporarnos anuestras tropas, que se encontraban enNanterre.Al llegar al muelle de Chatou, entramosen una casita, una especie de taberna ro-deada por un solar, con el número 21. Lepreguntamos a la patrona si tenía una ha-bitación para damos, y nos llevó al primerpiso.El mobiliario de la habitación se compo-nía de una cama que estaba a la derechasegún se entraba, una cómoda a la izquier-da y una mesita en el centro.Nadamás entrar Flourens dejó sobre la có-moda su sable, su revólver y su quepis, searrojó sobre el lecho y se quedó dormido.

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Yo me asomé a la ventana, con la persianacerrada, para vigilar.Después de un rato, desperté otra vez aFlourens para preguntarle si me permitíaenviar a alguien para saber si estaba libreel camino de Nanterre.Accedió, y entonces hice subir a la dueña,para preguntarle si disponía de alguienque hiciera una diligencia.—Tengo a mi marido, dijo.—Dígale que suba.Era un campesino, creo. Le pedí que seasegurara si el camino de Nanterre esta-ba libre y que volviera después a damos lacontestación, prometiéndole veinte fran-cos por la molestia. Aquel hombre se lla-maba Lecoq.Se marchó, encendí un cigarro y volví ami sitio detrás de la persiana.Cinco minutos después, vi desembocar ala derecha de una callejuela que daba a lacalle Nanterre a un subteniente de Estado

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Mayor a caballo que miraba atenta mentehacia donde estábamos.Se lo comuniqué a Flourens y volví unavez más a mi puesto de observación en laventana.El oficial había desaparecido. Minutosmás tarde vi llegar a un gendarme por elmismo sitio.Después, acercándose hacia nuestramora-da, como un hombre seguro de su acción,se inclinó un instante en el solar que se en-contraba delante de la casa para ver, en lamisma calle, a unos cuarenta gendarmesque le seguían. Yo me dirigí a Flourens yle dije:—Los gendarmes están delante de la casa.—¿Qué hacemos? dijo. ¡Por todos los dio-ses que no nos rendiremos!—La verdad es que no podemos hacer grancosa, contesté. Ocúpese usted de la venta-na, que yo me encargo de la puerta, y cogíel picaporte con la mano izquierda y mirevólver con la derecha.

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En el mismo momento, alguien de fueratrató de entrar.Abrí, y me encontré frente a frente con ungendarme apuntándome con su revólver.Sin darle tiempo a disparar, le descargué elmío en pleno pecho. El gendarme heridose precipitó por la escalera llamando a lasarmas.Le perseguí, y en la sala de abajo aterricéen medio del resto de los gendarmes quesubían.Fui derribado a bayonetazos y a culatazos.Tenía la cabeza rota por dos sitios, la pier-na derecha atravesada a bayonetazos, losbrazos casi rotos, una costilla hundida, elpecho destrozado por los golpes, y echa-ba sangre por la boca, los oídos y la nariz.Estaba medio muerto.Mientrasme vapuleaban así, otros gendar-mes habían subido deteniendo a Flourens.No le habían reconocido. Al pasar delantede mí me vio en el suelo cubierto de san-gre y exclamó: —¡Ay mi pobre Cipriani!

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Me hicieron levantar, y seguí a mi amigo.Le detuvieron a la salida de la casa, y yo,con los otros gendarmes, permanecí alaentrada del solar.Registraron a Flourens, encontrando enuno de sus bolsillos una carta o despachodirigido al general Flourens.Hasta ese momento, le habían tratadocon ciertas consideraciones, pero enton-ces cambió el panorama.Todos empezaron a insultarle, gritando: —Es Flourens, ya le tenemos, esta vez no senos escapará.En ese instante llegaba un capitán de gen-darmería a caballo. Al preguntar quiénera aquel hombre, le contestaron lanzan-do salvajes alaridos: —¡Es Flourens! Esta-ba en pie, altivo, con su hermosa cabezadescubierta y los brazos cruzados sobre elpecho.El capitán de los gendarmes tenía Flou-rens a su derecha, dominándole desde la

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altura del caballo, y, dirigiéndole la pala-bra en tono brusco y arrogante, preguntó:—¿Es usted Flourens?—Sí, dijo.—Fue usted quien hirió a mis gendarmes.—No, volvió a contratar Flourens.—¡Mentiroso! vociferó aquel canalla, y deun sablazo, asestado con la habilidad deun verdugo, le partió la cabeza por la mi-tad, alejándose de allí a galope tendido.El asesino de Flourens se llamaba capitánDesmarets.Flourens se agitaba en el suelo de una es-pantosa manera, y un gendarme dijo conuna risa burlona: —Voy a ser yo quien lereviente los sesos, y le puso el cañón desu fusil en el oído. Flourens permanecióinmóvil: estaba muerto.Debería detenerme aquí, pero no pocos ul-trajes más esperaban en Versalles al cadá-ver de aquel magnífico pensador revolu-

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cionario. Si no los hubiera visto con mispropios ojos, no los creería.Es, por lo tanto indispensable que conduz-ca al lector a Versalles, la infame y maldi-ta ciudad, para relatar los hechos hasta elmomento en que me separaron del cadá-ver de Flourens.Mi amigo había cesado de sufrir. Mi sufri-miento comenzaba entonces.El asesino de Flourens se marchó, yo que-dé a merced de los gendarmes, que aulla-ban en tomo mío como hienas.Me hicieron ponerme en pie y me coloca-ron al lado del cadáver de Flourens paraser fusilado.A uno de los gendarmes se le ocurrió diri-girme la palabra, y como yo le contestaracon horror y asco, me descargó un alud degolpes y de insultos.Este contratiempo me salvó la vida. Unsubteniente de gendarmería que pasabapor allí preguntó quién era yo.

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—Es el ayudante de campo de Flourens,respondieron los gendarmes.—Es una lástima, dijo el subteniente, no esaquí donde había quematarlo, sino en Ver-salles fusilado.Y refiriéndose a mí, agregó: —Agarroten aeste miserable, que mañana se le fusilaráen Versalles con otros canallas a quieneshemos hecho prisioneros.Fui sujetado con firmeza, como él ordena-ra. Hicieron venir un volquete con estiér-col, y me arrojaron allí, con el cadáver demi pobre amigo sobre las piernas. Nos pu-simos en camino a Versalles en medio deun escuadrón de gendarmes a caballo. Lanoticia de la llegada de Flourens nos habíaprecedido.En la puerta había un regimiento de sol-dados que, desconociendo su muerte, sa-caban las baquetas de sus fusiles para gol-pearme.Llegamos al corazón de una poblaciónebria y feroz que aullaba: ¡A muerte, a

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muerte! En la prefectura de policía meme-tieron en una habitación con el cadáver deFlourens a mis pies.Unas desgraciadas elegantemente vesti-das, la mayoría acompañadas por los ofi-ciales del Ejército, acudían muy sonrien-tes a ver el cadáver de Flourens, ya noles infundía temor. De una manera infa-me y cobarde, hurgaban con la punta desus sombrillas en la masa encefálica delmuerto.Por la noche me separaron para siemprede los sangrientos restos de aquel pobrey querido amigo y me encerraron en lossótanos.

Amilcare Cipriani

¿Tuvo Flourens la visión de la hecatombe despuésde los primeros horrores cometidos por el Ejército deVersalles? ¿Juzgó hasta qué punto los hombres de laComuna como él confiados, generosos, prendados delas heroicas luchas, estaban vencidos de antemano, porlas traiciones y por la infame y falaz política seguidapor el gobierno?

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Yo participé en aquella salida del batallón 61 de in-fantería de Montmartre, cuerpo de ejército de Eudes,y hubiese podido comprobar, si no hubiera estado se-gura ya, que ni el temor a morir ni el de matar quedanen el recuerdo. Solo el reclamo de la idea a través de lamagna puesta en escena de una lucha armada se man-tiene en el pensamiento.

Después de haber tomado lesMoulineaux, entramosen el fuerte de Issy, donde un obús le voló la cabeza auno de los nuestros.

Eudes y su Estado Mayor se establecieron en el con-vento de los jesuitas de Issy.

Dos o tres días después, con la bandera roja des-plegada, vino a nuestro encuentro un grupo de veintemujeres, entre ellas Béatrix Excoffons, Malvina Pou-lain, Mariani Fernández y las señoras Goullé, Danguety Quartier.

Al verlas llegar así, los federados reunidos en el fuer-te saludaron.

Habían acudido al llamamiento que habíamos publi-cado en los periódicos. Vendaban a los heridos en el

1 Batallón por la Defensa de la República, también conocidoscomo Batallón de los Turcos de la Comuna, que era el nombre dadoa los tiradores argelinos desde la guerra de Crimea.

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campo de batalla y con frecuencia recogían el fusil deun muerto.

Fue así con varias cantineras: Marie Schmid, la se-ñora Lachaise, la señora Victorine Rouchy y los turcosde la Comuna,1 ya citados.

Incluidas en el orden del día de sus batallones, unacantinera de les enfants perdus,2 muerta como cual-quier soldado y como tantas otras que llenarían un vo-lumen si pretendiéramos nombrarlas.

A menudo iba con las enfermeras que acudían alfuerte de Issy, pero aún conmás frecuencia iba conmiscompañeros de infantería. Había comenzado con ellosy con ellos seguía. Creo que no era un mal soldado. Lanota del Journal officiel de la Comuna a propósito deles Moulineaux, el 3 de abril —número del 10 de abrildel 71— era exacta. En las filas del batallón 61°comba-tía una enérgica mujer que mató a varios gendarmes yguardias municipales.

Cuando el 61º volvía durante algunos días, yo ibacon los otros, pues por nada del mundo hubiera de-jado las compañías de infantería y, desde el 3 de abril

2 Batallón de francotiradores del XII Arrondisement (distri-to), conocido como el batallón de les enfants perdus (niños perdi-dos).

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hasta la semana demayo, no pasé en París más queme-dio día dos veces. Así tuve por compañeros de armasa les enfants perdus en los altos brezos, a los artillerosen Issy y en Neuilly, a los exploradores de Montmar-tre. De este modo pude ver cuan valientes fueron losejércitos de la Comuna, hasta qué punto mis amigosEudes, Ranvier, La Cecillia y Dombrowski salvaron suvida por poco.

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7. Recuerdos

Una charanga suena al fondo del negro misterioY otros van a las que encontraré.

Escuchad, se oyen pesados pasos en la tierra;Es una etapa humana, con esos iréLouise Michel. Le voyage (El viaje)

Escribí este libro primero sin contar nada mío, y si-guiendo el consejo de mis amigos en los primeros capí-tulos he añadido algunos episodios personales, a pesardel fastidio que me causaba. Después se ha producidoun efecto totalmente contrario, conforme avanzaba enel relato, me ha gustado revivir el tiempo de la luchapor la libertad, que fue mi verdadera existencia, y hoyme gusta incorporarlo.

Por eso, contemplo el fondo de mi pensamiento co-mo una serie de cuadros por donde pasan juntas milesde vidas humanas desaparecidas para siempre.

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Estamos en el Campo de Marte, las armas en ristre;la noche es hermosa. A las tres de la mañana parti-mos, pensando en llegar a Versalles. Hablo con el viejoLouis Moreau, contento también de partir. Me ha dadouna pequeña carabina Remington en lugar de mi vie-jo fusil. Por primera vez tengo un buen arma, aunquedicen que poco segura, lo cual no es cierto. Cuento losembustes que le he dicho a mi madre para que no seinquiete. He tomado todas las precauciones: llevo en elbolsillo varias cartas listas para darle noticias tranqui-lizadoras, les pondré la fecha después; le digo que menecesitan en un hospital de campaña, que iré a Mont-martre en la primera ocasión.

¡Pobre mujer! ¡Cuánto la quería! ¡Cuan reconocidale estaba por la completa libertad que me daba paraobrar según mi conciencia, y cómo hubiese queridoahorrarle los días tan malos que tuvo con tanta fre-cuencia!

Los compañeros de Montmartre están ahí, estamosseguros los unos de los otros, seguros también de losque nos mandan.

Ahora todos callamos, es la lucha; hay una subida yyo corro gritando: ¡A Versalles! ¡A Versalles! Razouame lanza su sable para concentrarnos. Arriba nos es-

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trechamos la mano bajo una lluvia de proyectiles; elcielo está en llamas, pero nadie está herido.

Nos desplegamos como tiradores, en campos llenosde pequeños tocones. Se diría que ya habíamos practi-cado aquel oficio.

He ahí les Moulineaux. Los gendarmes no resistencomo pensábamos. Creemos que vamos a ir más allápero no, vamos a pasar la noche unos en el fuerte, otrosen el convento de los jesuitas. Los que creímos que íba-mos a ir más lejos, los de Montmartre y yo, lloramosde rabia; sin embargo, tenemos confianza. Ni Eudes niRanvier ni los demás se entretendrían quedándose sinun motivo importante. Nos dicen las razones, pero noescuchamos. En fin, recobramos la esperanza; ahorahay cañones en el fuerte de Issy, será un buen traba-jo mantenerse en él. Partimos con extrañas municio-nes (restos del sitio) piezas de doce para proyectiles deveinticuatro.

Ahora pasan como sombras los que estaban allí enla enorme sala abajo del convento: Eudes, los herma-nos May, los hermanos Caria, tres viejos, valientes co-mo héroes, el tío Moreau, el tío Chevalet, el tío Caria,Razoua, federados de Montmartre; un negro tan negrocomo el azabache, con blancos y puntiagudos dientescomo los de las fieras; es muy bueno, muy inteligen-

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te y muy bravo; un zuavo pontificio convertido a laComuna.

Los jesuitas se han marchado, excepto un viejo quedice que no tiene miedo de la Comuna, y que se quedatranquilamente en su celda, y el cocinero que, no sépor qué, me recuerda a fray Jean des Eutomures.1 Loscuadros que adornan los muros no valen dos reales,aparte de un retrato que representa bien la idea de unpersonaje, se parece a Mefistófeles. Debe ser algún di-rector de los jesuitas. Hay también una Adoración delos Reyes, uno de los cuales se parece, en feo, a nuestrofederado negro, cuadros de cronología sagrada y otrasestupideces.

El fuerte es magnífico, una fortaleza espectral, des-truido en lo alto por los prusianos, favorecidos poraquella brecha. Paso allí una buena parte del tiempocon los artilleros. Recibimos la visita de Victorine Eu-des, una de mis viejas amigas, aunque sea muy joven.Tampoco dispara mal.

He aquí las mujeres con su bandera roja agujereadapor las balas, saludando a los federados. Establecen unhospital de campaña en el fuerte, desde donde envíanlos heridos a los de París, mejor acondicionados. Nos

1 Personaje del Pantagruel. Obra de Rabelais.

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dispersamos, con el fin de ser más útiles; yo me voya la estación de Clamart, atacada todas las noches porla artillería versallesa. Vamos al fuerte de Issy por unaestrecha subida entre setos. El camino está todo floridode violetas que aplastan los obuses.

El molino de piedra está muy cerca y con frecuenciano somos suficientes en las trincheras de Clamart. Siel cañón del fuerte no nos apoyara, tendríamos unasorpresa; los versalleses ignoraron siempre cuan pocoséramos.

Una noche incluso, no recuerdo ya por qué, éramosúnicamente dos en la trinchera delante de la estación:el antiguo zuavo pontificio y yo, con dos fusiles carga-dos, que ya era algo era para defenderse. Tuvimos laincreíble suerte que la estación no fue atacada aquellanoche. En nuestras idas y venidas por la trinchera, elzuavo me dijo al cruzarse conmigo:

—¿Qué le parece a usted la vida que llevamos?—Pues el efecto de ver delante de nosotros una orilla

que hay que alcanzar, le contesté.—Pues a mí me hace el efecto, replicó, de estar le-

yendo un libro de estampas.Seguimos recorriendo la trinchera acompañados

por el silencio de los versalleses sobre Clamart.

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Por la mañana, cuando Lisbonne llegó con más gen-te, se puso contento y furioso a la vez, sacudiendo, co-mo si estuviera espantando unas inoportunas moscas,su pelo bajo las balas que de nuevo, silbaban.

Hubo en Clamart, en el cementerio, una escaramuzanocturna a través de las tumbas iluminadas de repentepor un resplandor, para caer después bajo la sola clari-dad de la luna, que dejaba ver, totalmente blancos, co-mo fantasmas, los mausoleos. Por detrás de ellos partíael rápido fogonazo de los fusiles.

Otra expedición con Berceau también de noche, poraquel mismo lado. Los que primero se separaron denosotros, volvieron a reunírsenos bajo el fuego de Ver-salles, con un peligro mil veces mayor. Vuelvo a vertodo esto en una visión en el país de los sueños, de lossueños de la libertad.

Un estudiante, opuesto a nuestras ideas, pero toda-vía más a las de Versalles, se presentó en Clamart paradisparar unos tiros, sobre todo para verificar sus cálcu-los sobre las probabilidades.

Llevó un volumen de Baudelaire, del que leíamos al-gunas páginas cuando teníamos tiempo.

Un día en que los obuses hirieron a la vez a varios fe-derados en el mismo lugar, una pequeña plataforma enmedio de una trinchera, quiso verificar doble —mente

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sus cálculos, y me invitó a tomar una taza de café conél.

Nos instalamos cómodamente, y comenzamos a leeren el libro de Baudelaire el poema titulado: La Carro-ña. Habíamos acabado casi el café cuando los guardiasnacionales se arrojan sobre nosotros, quitándonos vio-lentamente de allí y gritando:

—¡Por Dios! ¡Basta ya!En el mismo momento cayó el obús rompiendo las

tazas, que dejamos en la plataforma y reduciendo ellibro a impalpables fragmentos.

—Esto confirma plenamente mis cálculos, dijo el es-tudiante, sacudiéndose la tierra que le cubría.

Se quedó todavía unos días más; no le volví a ver.A los únicos que he visto sin valor durante la Co-

muna fueron a un tipo entrado en carnes que habíaacudido a las trincheras para inquietar a la joven conquien acababa de casarse, y que con gran satisfacciónllevó a Eudes una nota mía en la que le rogaba quele mandara a París. Yo había abusado de su confianza,escribiendo más o menos esto:

Mi querido Eudes,Puede usted mandar a París a este imbécil,que solo sirve para sembrar el pánico,

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si tuviéramos aquí personas capaces desentirlo. Le engaño diciéndole que loscañonazos del fuerte son los de Versallescon el fin de que se vayamás pronto. ¿Ten-dríausted la amabilidad de echarle?

No le hemos vuelto a ver; tal era el miedo que tenía.Si al entrar el ejército de Versalles hubiera conserva-

do su uniforme de federado, le habrían pasado por lasarmas en el acto, junto a los defensores de la Comuna;se dieron casos de estos.

El otro, del mismo género, fue un joven. Una nocheen la que estábamos un puñado en la estación de Cla-mart, precisamente donde la artillería de Versalles cau-saba estragos, le acometió, como una obsesión, la ideade rendirse. No había forma posible de razonar con élpara quitárselo de la cabeza. —Hágalo si quiere, le di-je; yo permaneceré aquí, y haré estallar la estación sise rinde. Me senté, con una vela, en el umbral de uncuartito donde estaban amontonados los proyectiles,y, con mi vela encendida pasé allí la noche. Alguienvino a estrecharme la mano, pudiendo ver que él tam-bién velaba. Era el negro. La estación resistió como de

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costumbre. El joven se marchó a la mañana siguientey no volvió más.

Todavía en Clamart, nos ocurrió una aventura bas-tante extraña a Fernández y a mí.

Habíamos ido con algunos federados hacia la casadel guarda rural, a donde reclamamos voluntarios.

Eran tantas las balas que silbaban en tomo nuestroque Fernández me dijo: —Si me matan, encárguese us-ted de mis hermanitas. Nos abrazamos y proseguimosnuestro camino. En la casa del guarda había unos he-ridos, tres o cuatro, tendidos en el suelo sobre unoscolchones. El guarda no estaba; la mujer sola, parecíaenloquecida.

Al pretender llevarnos a los heridos, la mujer co-menzó a suplicarnos a Fernández y a mí que nos mar-cháramos y dejáramos a los heridos, que según decíano estaban en condiciones de ser transportados, bajola custodia de dos o tres federados que nos acompaña-ban.

Sin poder comprender el motivo que tenía aquellamujer para obrar así, no queríamos por nada en elmun-do, dejar a los otros en aquel sospechoso lugar.

Con mucho cuidado, colocamos a nuestros heridosen unas camillas que habí —amos llevado, mientras la

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mujer se arrastraba de rodillas, suplicándonos que nosmarcháramos únicamente las dos.

Al ver que no conseguía nada, se calló, salió a lapuerta para vemos marchar llevándonos a nuestros he-ridos sobre los que llovía la metralla, ya que Versallesacostumbraba a disparar sobre las ambulancias.

Se ha sabido después que varios soldados del ejér-cito regular se escondían en la cueva de la casa delguarda rural. ¿Aquellamujer temió ver degollar a otrasmujeres, o simplemente deliraba?

Con nuestros heridos llevábamos un soldadito deVersalles medio muerto, que fue conducido como losotros a un hospital de París, donde comenzaba a res-tablecerse. En el momento de la invasión de París porel ejército, le habrán degollado los vencedores como alos demás heridos.

Cuando Eudes fue a la Legión de Honor, yo marchéa Montrouge con La Cecillia y después a Neuilly conDombrowski. Estos dos hombres, que físicamente notenían ningún parecido, causaban la misma impresiónen el combate: la misma mirada rápida, la misma deci-sión, la misma impasibilidad.

Fue en las trincheras de les Hautes Bruyères don-de conocí a Paintendre, el comandante de les enfantsperdus. Si alguna vez el nombre de niños perdidos, ha

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estado justificado, ha sido por él y por todos ellos; suaudacia eran tan grande que no parecía que pudieranmatarles y sin embargo, Paintendre lo fue, al igual quemuchos de ellos.

En general, los hay tan valientes como los federados,pero más es imposible. Es ese impulso el que hubierapodido vencer en la rapidez de un movimiento revolu-cionario.

Las calumnias sobre el ejército de la Comuna circu-laban por la provincia. Según decía foutriquet, estabacompuesto por bandidos y fugitivos de la justicia de lapeor especie.

Sin embargo, Paule Mink, Amouroux y otros valien-tes revolucionarios conmovieron a las grandes ciuda-des, donde se declararon Comunas que enviaban su ad-hesión a París; el resto de la provincia, el campo se ate-nía a los informes militares de Versalles. Por ejemplo,el del asesinato de Duval atemorizaba a los pueblos:

Nuestras tropas —decía este informe— hi-cieron más de mil quinientos prisionerosy se pudo ver de cerca el rostro de losmise-rables que, para saciar sus salvajes pasio-nes, ponían deliberadamente al país a unápice de su pérdida. Jamás la más rastre-

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ra demagogia había ofrecido a las entriste-cidas miradas de la gente honesta rostrosmás innobles. En su mayor parte teníande cuarenta a cincuenta años, pero tam-bién había ancianos y niños en aquellaslargas filas de abyectos personajes. Veían-se igualmente algunas mujeres. Al pelo-tón de caballería que les escoltaba le costa-bamucho trabajo sustraerles de las manosde una exasperada multitud.Se logró conducirlos sin embargo sanos ysalvos a las grandes caballerizas.En cuanto al llamadoDuval, ese otro gene-ral fue fusilado por la mañana en el Petit-Bicêtre con dos oficiales de Estado Mayorde la Comuna.Los tres afrontaron como fanfarrones lasuerte que la ley destina a todo jefe derebeldes sorprendido con las armas en lamano.2

2 La guerra de los Comuneros de París, por un oficial superiordel ejército de Versalles. N. de A.

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Sabíamos a qué atenemos en cuanto a los generalesdel Imperio que se habían pasado al servicio de la Re-pública en Versalles, sin que ni ellos ni la Asambleacambiasen más que de cargo.

Una de las futuras venganzas del degollamiento deParís será descubrir las infames traiciones que la reac-ción militar acostumbraba a efectuar.

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8. La marea sube

Ya es hora de que suba la marea.Victor Hugo

La marea popular subía de todas partes, batía todaslas riberas del viejo mundo y rugía cercana, dejándosetambién oír a lo lejos.

Cuba queriendo la libertad, igual que hoy, tuvo ungran combate cerca de Mayan entre Máximo Gómez,con quinientos rebeldes, y los destacamentos españo-les, que tuvieron que retirarse.

Otros cuatrocientos rebeldes, con Bembetta y JoséMendoga el Africano, habían tomado una fortificación.

Los republicanos españoles no participaban enton-ces en los crímenes de la monarquía; Castelar y Oren-se de Albaïda reclamaban de Picard, del gobierno deVersalles, la libertad de aquel José Guisasola que, con-denado a muerte en su país, había sido detenido por elalcalde, al atravesar Francia, en Touillac, cumpliendo

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órdenes del prefecto Backauseut, que seguía instruc-ciones de su gobierno.

Diez años antes, Europa entera se estremeció de ho-rror cuando Van Benert había entregado al húngaroTebeki a Austria que, sin embargo, se había negado acondenarle a muerte. Los poderes encaminándose ha-cia su decrepitud, progresaban en esa vía uniendo susfuerzas cada vez más contra todo pueblo que preten-diera ser libre.

Algunos franceses sospechosos de pertenecer a laInternacional tuvieron que abandonar Barcelona don-de se habían establecido, ya que los republicanos in-terpelaron al gobierno. En esa ocasión fue cuando elseñor Castelar pronunció las siguientes palabras:

Cuando la patria es la nación española, es-ta nación orgullosa de su independenciay de su libertad, esta nación que ha vistocon horror el nombre de Sagunto reempla-zado por un nombre extranjero, esta na-ción que venció en Roncesvalles a Carlo-magno, el mayor guerrero de la Edad Me-dia, que venció en Pavía a Francisco I, elgran capitán del Renacimiento, que ven-ció en Bailén y Talavera, a Napoléon, el

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mayor general de los tiempos modernos,esta nación cuya gloria no cabe en el espa-cio, cuyo genio posee una fuerza creadoracapaz de proyectar un nuevo mundo enlas soledades oceánicas, esta nación que,cuando marchaba sobre su carro de gue-rra, veía a los reyes de Francia, a los em-peradores de Alemania y a los duques deMilán humillados seguir sus estandartes,esta nación que tuvo por alabarderos, pormercenarios, a los pobres, a los oscuros,a los pequeños duques de Sabaya, funda-dores de la actual dinastía… (Interrupción).Señor Castelar. —Me llamará al orden suseñoría si quiere, señor presidente; perono estoy aquí para defender mi modestapersonalidad; en este momento lo que de-fiendo es mi inviolabilidad y la libertad deesta tribuna. (Nueva interrupción.). SeñorCastelar: —Me atengo a la historia que,por la pluma de los Tácitos y los Sueto-nios, libre e inerme, atacó a los tiranos,arrostrando las iras de los Nerones y losCalígulas. He dicho, y es historia, que Fi-liberto de Saboya, que Carlos Manuel de

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Saboya, que todos los duques de Saboyasiguieron como pobres y mendigos, el ca-rro triunfal de nuestros ancestros.

¿Qué palabra no es ofensiva si no tengoderecho a hablar de los ancestros de losreyes, si su persona es sagrada? Porquecuando doña Isabel de Borbón entraba poresa puerta, porqué veía ante sus ojos losnombres de Mariana Pineda, de Riego, deLacy y del Empecinado, víctimas de su pa-dre, y lo repito, los duques de Saboya se-guían pobres y mendigos el carro de Car-los V, de Felipe II y de Felipe V.

¡Que lejos está de nosotros ese orgullo de la viejaEspaña de la sesión del 20 de abril del 71, ese trági-co orgullo que involuntariamente hacía pensar en elCid, a tal punto que escuchando, se creía ver pasar es-pectros en un aura de gloria! He aquí que después deveintiséis años, en lugar de esos fantasmas señalandocon el dedo a sus antepasados, se va a dar a la terrible

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fortaleza de Montjuich, con sus verdugos torturadoresy los asesinos de Maceo.

La proclamación de la República en Francia habíaentusiasmado a la juventud rusa; la salud de la Repú-blica y de Gambetta se había trasladado a San Peters-burgo y a Moscú. ¡La República era tan bella desde le-jos!

El zar asustado, se alió con la policía; hubo deten-ciones en toda Rusia y, para tranquilizar a su amo, eljefe de la policía pretendió tener en sus manos el hilode un gran complot; lo único que tenía eran las llavesde las mazmorras y los instrumentos de tortura.

La legión federal belga, las secciones de la Interna-cional, en Cataluña y en Andalucía, enviaban a la Co-muna los saludos de los hijos de Van Artevelde y elde los pintores, escritores, sabios, herederos de los Ru-bens, de los Grétry, de los Vesalio y de los verdaderoshijos de la España altiva y libre. En el horizonte apun-taba al fin la liberación de la humanidad, en tanto que,alzando la voz en la abominable cacería contra el pue-blo de París, los periódicos del orden de Versalles, pu-blicaban los cobardes llamamientos para degollar:

Señores menos erudición y filantropía ymás experiencia y energía. Y si esta expe-

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riencia no ha podido llegar hasta vosotros,tomadla prestada de las víctimas. Nos ju-gamos Francia, en este momento: ¿acasoes el momento para piezas literarias? ¡No,mil veces no! ¡Ya conocemos el precio deesas piezas!Haced lo que los grandes pueblos enérgi-cos harían en un caso semejante: ¡Nada deprisioneros!Y si, en el montón, se encuentra un hom-bre de bien realmente llevado a la fuerza,le reconoceréis; entre esa gente, un hom-bre de bien se destaca por su aureola.A los valientes soldados concederles la li-bertad para vengar a sus camaradas ha-ciendo, en el marco y en el furor de la ac-ción, lo que a sangre fría ya no querríanhacer al día siguiente.1

En esta tarea, que debía hacerse solamente en el fu-ror del combate, fue empleado el ejército, ebrio demen-tiras, de sangre y de vino, y la Asamblea y los oficiales

1 Diario de Versalles tercera semana de abril de 1871,N. de A.

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superiores tocando el hallali2 París fue pasado a cuchi-llo.

2 Antiguo grito francés en las partidas de caza mayor, cuan-do se conseguía arrinconar a la pieza.

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9. Las Comunas deprovincias

En las miras de Pulgarcito, que tiene entresus manos a las fuerzas organizadas de Francia,

está el conseguir la escisión entre París ylos departamentos, firmar la paz a cualquier precio,

descapitalizar al París revolucionario,aplastar las reivindicaciones obreras,

restablecer una monarquía,sin reparar en crimen alguno

Rochefort, Le Mot d’ordre (La palabra del orden)

En un libro, publicado mucho tiempo después de laComuna: Un diplômate à Londres,1 se lee, entre otrasmil cosas del mismo género que prueban la relaciónentreThiers y aquellos que en sus delirios veían danzarlas coronas sobre brumas de sangre:

1 Un diplomático en Londres. N. de A.

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El señor Thiers había hecho colocar en laembajada de Londres a orleanistas: el du-que de Broglie, el señor Charles Gavard,etc.Era muy difícil —dice el autor del libro—percibir el exacto matiz de los términosllenos de deferencias, pero exclusivamen-te respetuosos, en que él [el conde de Pa-rís] se expresaba respecto al señor Thiers.Tuve la buena ocurrencia de rogar al prín-cipe que tome él mismo la pluma, y escri-bió sobre mi mesa la siguiente misiva:El conde de París vino el sábado al Albert-Gate-House. Me dijo que la embajada eraterritorio nacional y que tenía prisa porfranquear su umbral. Su visita tenía es-pecialmente por objeto, expresar al repre-sentante oficial de su país, la profunda ale-gría que le causaba la decisión por la cualla Asamblea Nacional acababa de abrirlelas puertas de una patria, que por encimade todo jamás había dejado de amar.En especial me ha pedido, que fuese el in-térprete de sus sentimientos ante el jefe

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del poder ejecutivo y que le ruega aceptesu respeto.Lamisiva ha salido esta misma noche, úni-camente con el añadido de: SARMons. de-lante del nombre del conde de París.Londres, 12 de enero de 1871.2

En la página 5 del mismo libro, se lee:

Se tenía a los Orleans en la mano, ya quelos últimos acontecimientos imposibilita-ban una solución de parte de los Bonapar-te.

Es inútil seguir citando; sería todo el volumen.¡Ah! Si en nuestros días hubiera algún pretendien-

te con corazón de hombre, ¡cómo tiraría el sangrientodisfraz con el que quieren ataviarle aquellos que vivenen el pasado! ¡Cómo ocuparía su lugar en el combate,entre quienes quieren la liberación del mundo!

MientrasThiers se ocupaba de los pretendientes quetenía al alcance de la mano, no olvidaba hacer cuanto

2 Un diplômate a Londres (Un diplomático en Londres). París,ed. Plon, 1895, oo. 46-47.

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podía para ahogar en sangre los movimientos hacia lalibertad que se producían en Francia.

Las Comunas de Lyon y de Marsella, sofocadas yapor Gambetta, renacían de sus cenizas.

Queremos, escribía la Comuna de Marsella a la Co-muna de París, el 30 de marzo de 1871, la descentrali-zación administrativa, con autonomía de la Comuna,confiando al consejo municipal elegido en cada granciudad, las atribuciones administrativas y municipa-les.

La institución de las prefecturas es funesta para lalibertad.

Queremos la consolidación de la República por la fe-deración de la Guardia Nacional, en toda la extensióndel territorio.

Pero, ante todo y sobre todo, queremos lo que quieraMarsella.

Las elecciones debían celebrarse el 5 de abril, a lasseis de la mañana, por lo que el general Espivent aña-dió a las tripulaciones del Couronne y del Magnanime,todas las tropas que pudo disponer y el 4, bombardeóla ciudad.

Una salva de cañón advertía a los soldados; pero co-mo encontraron una manifestación sin armas tras unabandera negra y gritando: ¡Viva París!, se dejaron lle-

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var por la multitud, junto con los artilleros y el cañónque acababa de hacer otros dos disparos.

Espivent por el otro lado, desde el fuerte Saint-Nicolas, hacía bombardear la prefectura, donde supo-nía que estaba la Comuna.

Landeck, Megy y Canlet de Taillac, delegados de Pa-rís, fueron con Gaston Crémieux a ver a Espivent, ex-poniéndole que no debía matar a unos hombres inde-fensos. Espivent, como única respuesta, hizo detener aGaston Crémieux y a los delegados de París, en contrade la opinión formal de sus oficiales.

Sin embargo, se vio obligado a dejar marchar a losúltimos, que tenían la misión de exponerle la voluntadde Marsella (las elecciones libres y que solo los guar-dias nacionales se encargasen de la seguridad de la ciu-dad).

“Quiero la prefectura dentro de diez mi-nutos, o la tomaré por la fuerza dentro deuna hora dijo Espivent”.

“¡Viva la Comuna!”, exclamaron los delegados y, através de la multitud y de los soldados que fraterniza-ban con el pueblo, se marcharon.

Espivent escondió detrás de las ventanas a variosreaccionarios y a unos caza dores. El tiroteo duró sie-

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te horas, apoyado por los cañones del fuerte Saint-Nicolas. Cuando cesó el fuego, el suelo estaba cubiertode cadáveres.

La sangre corría por las calles llenas de muertos,mientras el Galiffet de Marsella dio orden de fusilara los prisioneros en la estación (eran unos garibaldi-nos que habían combatido contra la invasión de Fran-cia y soldados que no quisieron disparar contra el pue-blo). Unamujer con su niño en brazos, y un transeúnte,que encontraron muy duras las órdenes de Espivent,fueron pasados por las armas, así como algunos otrosciudadanos de Marsella, entre ellos el jefe de estación,cuyo hijo pedía clemencia para su padre. Espivent es-cribía a su gobierno, en Versalles:

Marsella, 5 de abril de 1871El General de División al señor Ministrode la Guerra: He hechomi entrada triunfalen la ciudad de Marsella con mis tropas;he sido muy aclamado.Mi cuartel general está instalado en la pre-fectura. Los delegados del comité revolu-cionario salieron por su lado de la ciudad,ayer por la mañana.

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El fiscal general ante el tribunal de Aix,que me presta la colaboración más abne-gada, está lanzando órdenes de búsquedapor toda Francia; tenemos quinientos pri-sioneros, que he hecho conducir al castillode If.Todo está absolutamente tranquilo en estemomento en Marsella.

General Espivent

Así fue definitivamente degollada la Comuna deMarsella, por aquel mismo Espivent que, basándose enuna realidad inventada, organizó en el puerto de Mar-sella la famosa caza de tiburones, donde no existía niuno.

A pesar de las espantosas represiones en Marsella,Saint-Étienne se levantó. El prefecto Lespée al princi-pio restableció allí el orden a la manera de Espivent, yse citaba de él esta frase: “Yo sé lo que es un motín: ¡lacanalla no me asusta!”

La canalla, como él decía, le conocía tan bien que, alrecuperar momentáneamente Saint-Étienne, le detuvoy condujo al Ayuntamiento, donde murió en inespera-das circunstancias.

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Lespée había sido confiado a dos hombres, uno delos cuales se llamaba Vitoire y el otro Fillon, que de-bían simplemente vigilarle.

Vitoire era una especie de girondino; Fillon, por elcontrario, era tan exaltado que llevaba dos bandas, re-cuerdos de luchas pasadas, una ciñéndole la cintura yla otra ondeando al viento en su sombrero.

Pronto surgió una discusión entre Vitoire, que tra-taba de excusar al prefecto, y Fillon, que citaba la frasede Lespée.

Vitoire seguía sosteniendo a Lespée, y Fillon fuerade sí, disparó un tiro de revólver a Vitoire y otro al pre-fecto, recibiendo él mismo un disparo de fusil, de unode los guardias nacionales que acudieron. Había vis-to tantas traiciones, el pobre viejo, que se volvió locoimaginando traiciones por todas partes.

La muerte de Lespée fue reprochada a todos los re-volucionarios, la de Fillon a su homicida.

Hace algunos años, estando en una gira de conferen-cias, viejos vecinos de Marsella me contaron la impre-sión, como una visión, del viejo Fillon, que delante detodos, se encaminaba al Ayuntamiento, con su bandaroja ondeando en su sombrero y los ojos centelleantes.

Llevaba la boca muy abierta, lanzando continua-mente estos gritos que se oían desde lejos: ¡Adelante!

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¡Adelante la Comuna! ¡La Comuna! Era ya un espectro,el de las represalias.

Los mineros saliendo de los pozos, se habían unidoal levantamiento; pero no fue la Guardia Nacional laque mantuvo la seguridad; el orden lo puso la muerte.

Entonces, se levantó Narbona. Digeon, de naturale-za heroica, había arrastrado a la ciudad. En un primermomento los soldados también se ven arrastrados.

Raynal, el primogénito, autor de un ataque de lareacción, es atrapado como rehén.

La proclama de Digeon terminaba así:

“¡Que otros consientan vivir eternamenteoprimidos! ¡Que sigan siendo el vil rebañodel que se vende la lana y la carne!En cuanto a nosotros, no abandonaremoslas armas hasta que se hayan satisfechonuestras justas reivindicaciones, y si toda-vía se recurre a la fuerza para rechazarlas,lo gritaremos al cielo, ¡sabremos defender-las hasta la muerte!”

¡Bravo Digeon! Había visto tantas cosas, que al re-greso de Caledonia nos lo encontramos anarquista, derevolucionario autoritario que había sido; su enorme

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integridad le señalaba que el poder es la fuente de to-dos los crímenes acumulados contra los pueblos.

Al no querer rendirse Narbona, hicieron llegar tro-pas y cañones. Las autoridades de Montpellier envia-ron dos compañías de ingenieros; las de Toulouse su-ministraron la artillería; las de Foix, la infantería. Car-cassonne envió a la caballería; Perpiñán compañías deÁfrica. El general Zents tomó el mando de aquel ejérci-to, al que se sugirió que había que tratar como a hienasy enemigos de la humanidad a aquellos hombres quese levantaban por la justicia y la humanidad.

Cuando olieron la sangre, aquellas jaurías se desata-ron.

El combate, empezado de noche, duró hasta las dosde la tarde.

Cuando la ciudad no fue más que un cementerio, serindió.

Digeon, solo en el Ayuntamiento, no quería capitu-lar, pero la multitud lo arrastró; no queriendo escon-derse al día siguiente fue detenido.

Diecinueve soldados del 52 de infantería, fueroncondenados a muerte por haberse negado a dispararcontra el pueblo. No fueron ejecutados por temor a lavenganza popular. Se contentaron con pasar sumaria-

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mente por las armas a aquellos a quienes se encontróen la lucha.

Narbona conservó los nombres de los dieciocho delconsejo de guerra.

Eran: Meunier, Varache, Renon, Bossard, Meyer, Pa-rrenain, Malaret, Lestage, Arnaud, Royer, Monavent,Legat, Ducos, Adam, Delibessart, Garnier, Charruet yRené.

En le Creusot, el levantamiento tuvo lugar antes dela Comuna de París. Comenzó por una emboscada alos obreros, en la carretera de Montchanin. Lugar alque en cada revuelta acudían los primeros para avisara sus camaradas.

En la carretera vieron unos individuos sospechosos,al querer comprobarlo, quince hombres murieron porla explosión de una bomba colocada allí. Así era comoel gobierno pensaba haber detenido el movimiento.

Le Creusot despertó con la noticia del 18 de marzo;al principio, las tropas fueron retiradas. “Haced vues-tra Comuna”, había dicho el comandante. Le Creusot,todo festivo comenzó a gritar: ¡Viva la República! ¡Vi-va la Comuna!

Entonces volvió la tropa en mayor número, disper-sando a los manifestantes, quiénes sin embargo, pu-dieron hacer prisioneros a unos agentes de Schneider,

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que se mezclaban en sus filas, gritando: ¡Viva la gui-llotina! Más tarde confesaron su misión como agentesprovocadores.

Los revolucionarios de le Creusot enviaron delega-dos a Lyon y a Marsella, donde reinaba gran agitación.

En Lyon, la plaza de la Guillotière estaba llena degente; un cartel colocado en todas las esquinas invita-ba a la población a no ser cobarde y no dejar asesinara París y la República.

No, los lioneses no eran cobardes, pero el prefectoValentin y el general Crauzat disponían de conside-rables fuerzas, que utilizaron como nunca lo hicieroncontra la invasión.

La Guardia Nacional del orden se unió al ejército, yel aplastamiento de la Comuna de Lyon comenzó.

El combate duró cinco horas en la Guillotière y ennumerosas plazas de la ciudad.

Albert Leblanc, delegado de la Internacional, al nopoder pasar para ir a la Guillotière, ocupó en la ciudadsu lugar de combate.

Después de cinco horas de terrible lucha de unosmal armados hombres contra batallones enteros, la Co-muna de Lyon fue liquidada.

Estremecimientos como los que sienten los parien-tes de alguien herido mortalmente en la plenitud de

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su vida, se dejaron notar durante largo tiempo en lasgrandes ciudades, después que el movimiento quedódesangrado.

Existen numerosos documentos sobre los alzamien-tos de Burdeos, Montpellier, Cette, Béziers, Clermont,Lunel, L’Hérault, Marseillan, Marsillargues, Mont-bazin, Gigan, Maraussan, Abeilhan, Villeneuve-lès-Béziers, Thibery.

Todas estas ciudades y tantas otras, decidieron en-viar delegados a un congreso general que debía empe-zar el 14 de mayo en el Gran Teatro de Lyon.

Las ciudades de provincias enviaron cartas de cen-sura a Versalles. Se conocen los nombres de Greno-ble, Nyons, Mâcon, Valence, Troyes, Limoges, Pamiers,Béziers, Limoux, Nîmes, Draguignan, Charolles, Agen,Montélimar, Vienne, Beaune, Roanne, Lodève, Tarare,Châlons. Malon, bien informado, contaba por miles lascartas de indignación de las provincias a la ciudad mal-dita.

Al enterarse del nombramiento de la Comuna deParís, Le Mans se levantó. Dos regimientos de infan-tería enviados desde Rennes y coraceros llamados pa-ra aplastar a los manifestantes, confraternizaron conellos.

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El comité radical de Mâcon escribió encabezando sumanifiesto enviado a la Comuna: “La República estápor encima del sufragio universal. […] Los golpes deEstado y los plebiscitos son las causas directas de todaslas desgracias que nos asolan”.

El plebiscito acababa además de demostrarlo, y elnombramiento de la asamblea de Burdeos no carece demisterio cuando caemos en la cuenta del movimientoque agitó a toda Francia. Por lo demás, las interiori-dades del sufragio universal no pueden ser un secretopara nadie; si se agrega el espanto de las represiones,se verá que solo los pueblos se dejaron engañar porcompleto; todo el resto del país fue mantenido por elterror.

El escrito del comité radical de Mâcon a la Comu-na de París llevaba las siguientes firmas: P. Ordinai-re, Pierre Richard, Orleat, Lauvernier, Seignot, Verge,Chachuat, Jonas, Guinet. Con fecha del 9 de marzo del71.

Los republicanos de Burdeos publicaron igualmentesu manifiesto y el proyecto de un congreso convoca-do en Burdeos con objeto de decidir las medidas másoportunas para terminar la guerra civil, asegurar lasfranquicias municipales y consolidar la República.

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La Comuna era entonces la forma que parecía másfácil para asegurar la libertad. El manifiesto iba firma-do por Léon Billot, periodista; Chevalier, comercian-te; Cousteau, armador; Delboy concejal; Deligny, in-geniero civil; Depugct negociante; Sureau, capitán dela Guardia Nacional; Martin, comerciante; Mílliou, je-fe de batallón de la Guardia Nacional; Parabére, ídem;Paulet, concejal saliente; Roussel, comerciante; Dr. Sa-rreau, periodista; Saugeon, antiguo consejero generalde la Gironda; Tresse, propietario.

Todos ellos vinieron a la Comuna no por inercia,sino en consideración a las inclinaciones generales,quizá también por asco a las maquinaciones de Ver-salles, de las que puede uno formarse una idea leyen-do la circular que sigue, trasmitida jerárquicamente, yde la que tuvimos conocimiento por una alcaldía deSeine-et-Oise:

Nota para el señor alcaldeVigilen a diario, los hoteles y los alber-gues, obligando a los dueños de tales es-tablecimientos a inscribir en sus registrospara la policía, el nombre de las personasque se alojen, presentándolos en la alcal-día, al comisario de policía o a la gendar-

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mería. Invitar, por una resolución espe-cial, a los particulares que alojasen oca-sionalmente a forasteros a hacer la decla-ración en la alcaldía, dando el nombre delas personas, con el lugar y fecha de naci-miento, su domicilio y profesión.Vigilar las posadas, cafés y tabernas. Im-pedir que se pueda leer ahí cualquier pe-riódico de París.

Todo el escalafón de empleados, de cualquier rango,del gobierno de Versalles, tenía que ocuparse de tareaspolicíacas, y Francia entera se había convertido en unaratonera. Las conciencias se rebelaban a medida queestas indignidades se descubrían.

En Ruan, en los primeros días de abril, los francma-sones declararon adherirse plenamente al manifiestooficial del consejo del orden, que lleva inscritas en subandera las palabras libertad, igualdad y fraternidad.Predica la paz entre los hombres, y en nombre de lahumanidad proclama inviolable la vida humana, mal-diciendo todas las guerras. Quiere detener el derrama-miento de sangre, sentando las bases para una paz de-finitiva que sea la aurora de un nuevo porvenir.

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He aquí lo que pedimos, enérgicamente, y si nuestravoz no es escuchada os decimos aquí que la humanidady la patria lo exigen y lo imponen, decían los firmantes:

El presidente de honor de la masonería ruanesa,Desseaux; el venerable de las Artes Reunidas, Hédiard;el venerable de la Constancia Probada, Loraud; el ve-nerable de la Perseverancia Coronada, E. Vienot.

Los Talleres de las Artes Reunidas y de la Perseve-rancia Coronada, Hédiard y Goudy; el presidente delconsejo filosófico, Dieutie, y por mandato de los Talle-res Reunidos y del Oriente de Ruan; el secretario JulesGodefroy.

¡El derramamiento de sangre! ¡La humanidad! ¡Co-mo esa gente, a pesar de sus títulos medievales, habla-ba una lengua tan desconocida aún para los salvajesde Versalles!

El 26 de abril, quinientosmiembros, respondiendo alllamamiento del comité federal, se reunieron en la salade la Federación, a las dos de la tarde. El ministerio pú-blico rodeó la sala, cuando el comisario central Gérardy veinticinco agentes entraron, para proceder a las de-tenciones, la encontraron vacía. Se había adelantado lahora de la reunión. Recogieron entonces algunos docu-mentos, y marcharon a las casas de los miembros de laFederación de la Internacional. Algunos fueron deteni-

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dos: Vaughan, Cord’homme, Mondet, Fristch, Boulan-ger.

Los que se suponía eran los cabecillas estaban entrerejas, pero las autoridades temerosas todavía, habla-ban de enviarlos a Belle-Isle-en-Mer,3 o incluso más le-jos. Veinticinco personas componían esta primera hor-nada.Le Gaulois publicó en Versalles espantosos detalles

sobre los presos.Había tantos descubrimientos y tantas ramificacio-

nes que, a pesar de las diligencias del criminal minis-terio público de Ruan para terminar la instrucción delproceso de los comuneros, el asunto era tan complejoque la causa no podría ser vista inmediatamente.

Acababa de levantarse el secreto que alprincipio se había aplicado a los presos.Podemos, añadía Le Gaulois, suministraralgunos detalles sobre los principales acu-sados.Cord’homme, el principal, es a la vez ricopropietario y tratante de vinos al por ma-

3 Belle-Île-en-Mer (en idioma bretón, Enez ar Gerveu) es unaisla francesa situada en la costa atlántica dentro de la región de

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yor. Fue elegido consejero general por elsuburbio de Saint-Séver en las eleccionesdel 70. Opiniones políticas aparte, es bas-tante querido en la comarca, es un hombrehonesto que tuvo siempre la manía revo-lucionaria.Vaughan, alcalde adjunto de Darnetal, cer-ca de Ruan, miembro muy influyente ymuy activo de la Internacional, se le tie-ne por un distinguido químico. A ello sedebe la inspiración más que atrevida conque ha escrito un poema sobre determina-do asunto. En cuanto a Cambronne, com-pone versos en su celda sobre el directorde la prisión. Tiene una actitud muy firme.Delaporte, antiguo redactor del periódi-co Le Patriote, suprimido por la autoridadprusiana, al parecer un joven muy inteli-gente.Las piezas reveladas por el señor Leroux,juez de instrucción, son dos.

Bretaña. Usada como lugar de exilio de prisioneros políticos.

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La primera es un llamamiento a la absten-ción en las últimas elecciones municipa-les. Llamamiento formulado de una mane-ra censurable, de cara al gobierno legal deVersalles.La segunda es una adhesión a la Comunade París, o al menos una copia no firmadade tal acta. Este documento se encontróen casa del llamado Frossart, zapatero deElbeuf, igualmente implicado en el com-plot.4

No viene de ahora que los borradores no firmadoscuentan igual que los provistos de firmas. Tampocoviene de hoy que aquellos que reclaman su libertad des-confían de la que les ofrece el enemigo: las eleccionesen las que los revolucionarios de Ruan se negaban aparticipar debían ser algo como un plebiscito guberna-mental.

La amedrentada población de Versalles, ante estasacusaciones que ni siquiera lo eran, temblaba de es-panto, aconsejando mantenerse a la defensiva, porqueuno de los acusados, Ridnet, antiguo oficial del Estado

4 Le Gaulois, 14 de abril de 1871, N. de A.

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Mayor del ejército del Havre, contra el que no teníanabsolutamente nada, había sido puesto en libertad pro-visional, bajo palabra de presentarse en la prisión si sedescubría algo.

En Montpellier, Toulouse, Burdeos, Grenoble Saint-Étienne, el movimiento, continuamente sofocado, vol-vía continuamente a levantarse; los periódicos perse-guidos renacían de sus cenizas, llenando de espanto aVersalles, a pesar de sus cañones bombardeando Issy,Neuilly, Courbevoie, y los ejércitos de voluntarios lla-mados contra París sin gran resultado; eran una ínfimaminoría que Versalles atraía por el temor de ver repar-tir lo que no tenían.

En París, por el contrario, inocentes por generosi-dad, los comuneros dejaban al viejo y no menos inge-nuo Beslay, dormir en el Banco para defenderlo si fue-ra necesario a costa de su vida. Pensaban que el honorde la Comuna residía allí. Sobre la fe de Pleuc creyó ha-ber salvado la revolución al salvaguardar la fortalezacapitalista.

Hubo un momento en que todos, en París, acudíana la Comuna por la ferocidad que mostraba Versalles.Todas las ciudades de Francia pedían que la matanzaterminara (no estaba más que empezando).

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El manifiesto de Lyon, de fecha de 5 de mayo, decíaque se habían enviado comunicaciones a la Asambleay a la Comuna desde todas partes, con palabras de apa-ciguamiento. Solo la Comuna contestaba.

París asediado por un ejército francés, después dehaberlo sido por las hordas prusianas, extendía unavez más sus manos a la provincia. No pedía su cola-boración armada, sino su apoyo moral. Pedía que suautoridad pacífica se interpusiera para desarmar a loscombatientes. ¿Podría la provincia hacerse la sorda an-te este llamamiento supremo?

Estemanifiesto estaba firmado por los miembros delantiguo consejo municipal: Barodet, Barbecat, Baudy,Bouvalier, Brialon, Chepié, Colon, Condamin, Chave-rot, Cotlin, Chrestin, Degoulet, Despagnes, Durand,Ferouillat, Henon, miembros salientes del consejo. Hi-vert, Michaud, Vathier, Pascot, Ruffin, Vaille, Vallier,Chapuis y Verrières, fueron elegidos el 30 de abril yposteriormente dimitieron.

La ciudad de Nevers envió a la Comuna unmanifies-to pidiendo la indisoluble unión entre París y Francia,la pronta disolución, y de ser necesario la inhabilita-ción de la Asamblea de Versalles, cuyo mandato habíaexpirado.

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El comité republicano de Melun, cuya divisa era: ¡Elorden en la libertad!, declaró que se unía a los que tra-taban de curar los males del país, no restableciendoun orden de cosas caduco, sino asegurando su porve-nir. Los miembros de este comité se llamaban Auberge,Baucal hijo, Derougemont, Daudé, Despagnat, Delhi-ré, Dormoy, Drouin, Dupuy, Finot padre, Hensé, Ni-vet, Pemetaini, Fouteau, Riol, Robillard, Saby, Thomas,Ninnebaux. El manifiesto se envió el 24 de marzo de1871.

En Limoges, el 4 de abril, los soldados de un regi-miento de infantería que estaba allí acuartelado reci-bieron orden de ir a reforzar el ejército de Versalles.La multitud les condujo a la estación, y les hizo jurarque no se emplearían en el degollamiento del pueblode París. Lo juraron, en efecto, y entregaron sus armasa los que les acompañaban, regresaron después al cuar-tel, donde delante de sus oficiales, la ciudad entera lesovacionó.

Las autoridades se reunieron en el Ayuntamiento, ycomo el prefecto había huido, el alcalde se encargó dela represión. Ordenó a los coraceros que capturaranal destacamento que se negaba a obedecer y a cargarcontra la multitud. Entonces se entabló el combate, lle-gando a ser terrible. El partido del orden, más fuerte,

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logró la victoria; pero el coronel de los coraceros y uncapitán murieron.

En el Loiret, el movimiento revolucionario fue con-siderable: había en París un enérgico comité de inicia-tiva, cuyos secretarios eran François David, de Batile-sur-Loiret, Garnier y Langlois deMeung-sur-Loire. En-viaron varios delegados con el encargo de ponerse deacuerdo con la Comuna.

La asociación del Jura, los vecinos de varias ciuda-des de Seine-et-Marne (y hasta de Seine-et-Oise), a pe-sar de Versalles, tenían igualmente en París sus corres-pondientes comités.

En el norte de Francia, todas las ciudades industria-les, igual que las ciudades del sur, querían su Comuna.

Argelia, desde el 38 de marzo, envió su adhesión pormedio de la siguiente declaración:

A la Comuna de París,La Comuna de Argelia.Ciudadanos.Los delegados de Argelia declaran ennombre de todos sus electores adherirsea la Comuna de París, de la manera másabsoluta.

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Argelia entera reivindica las libertades co-munales.Oprimidos durante cuarenta años por ladoble concentración del ejército y de la ad-ministración, la colonia ha comprendidodesde hace mucho tiempo que la emanci-pación completa de la Comuna es el únicomedio que tiene para llegar a la libertad ya la prosperidad.París, 28 de marzo de 1870Alexandre Lambert, Lucien Rabuel, LouisCalvinhac.

L’Émancipation de Toulouse, pocos días después del18 de marzo, juzgaba así a los hombres de Versalles:

En efecto, existe un complot organizadopara excitar el odio de unos contra otros,y para hacer que a la guerra contra el ex-tranjero le suceda la horrible guerra civil.Los autores de esta criminal tentativa sonlos bellacos que se atribuyen indebida-mente el título de defensores del orden, dela familia y de la propiedad.

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Uno de los agentes más activos de esecomplot contra la seguridad pública se lla-ma Vinoy; es general y fue senador.

Las primeras historias del 71, escritas cuando el go-bierno se hallaba aún en un frenesí de sangre, no seatrevieron, a causa de las represiones siempre temibles,a mencionar todos los levantamientos revolucionariosde Francia correspondientes a la Comuna, a los de Eu-ropa y del mundo, España, Italia, Rusia, Asia, América.La historia está en todas partes por escribir como pró-logo de la presente situación.

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10. El Ejército de laComuna – Las mujeres del71

Los cadáveres son la simiente,El porvenir traerá las cosechas.

Louise Michel

Desde el 5 de abril, las baterías del sur y del oes-te, dirigidas por los alemanes contra París, servían alos versalleses, a quienes llamábamos los prusianos deParís, y para hacer justicia a quien concierna agrega-remos que nunca los más burdos ulanos llegaron a serculpables de tanta ferocidad.

Los proyectiles explosivos que utilizaba el ejércitode Versalles contra los federados solo se emplearoncontra París. Vi entre otros a un desdichado que, en lastrincheras de les Hautes Bruyères, había recibido uno

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de aquellos proyectiles en mitad de la frente. Guarda-mos cierto número de esos proyectiles que hubieranpodido figurar para alguna exposición de medios em-pleados en la caza del elefante; pero finalmente desapa-recieron en los diversos registros.

Toda la parte de los Campos Elíseos estaba barridapor las balas.

El Mont-Valérien, Meudon y Brimborion no cesa-ban de vomitar metralla sobre los desdichados que vi-vían por aquel lado.

Por el otro, el reducto de los Moulineaux y el fuer-te de Issy, tomado y retomado sin parar, mantenían lalucha aparentemente en el mismo punto.

El ejército de la Comuna era un puñado de hombrescomparado con el de Versalles, y muy valiente teníanque ser para resistir tanto tiempo, a pesar de las traicio-nes intentadas sin cesar y la pérdida de tiempo inicial.Los militares profesionales figuraban en pequeño nú-mero. Muerto Flourens y prisionero Cipriani, queda-ban Cluseret, los hermanos Dombrowski, Wrobleski,Rossel, Okolowich, La Cecillia y Hector France, algu-nos suboficiales y soldados que permanecían con Pa-rís, y unos marinos igualmente fieles a la Comuna. En-tre ellos, algunos oficiales: Coignet, llegado al mismotiempo que Lullier, era aspirante de marina, y Perus-

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set, capitán de larga travesía.1 Hay cosas mejores quehacer, decían los marinos, que pagar la indemnizacióna los prusianos: cuando acabemos con Versalles, toma-remos los fuertes al abordaje. Uno de ellos, Kervisik,deportado con nosotros a la península Ducos, hablabaallí todavía de esto, cuando mencionábamos la épocade la Comuna, que a través del océano nos parecía lejosya en el pasado.

En los primeros días de abril, Dombrowski fue nom-brado comandante en jefe de la ciudad de París. Te-níamos esperanzas, ya que la lucha se mantenía y sinembargo los versalleses atacaban a la vez Neuilly, Le-vallois, Asnières, el Bois de Boulogne, Issy, Vanves, Bi-cêtre, Clichy, Passy, la puerta de Bineau, les Ternes,la avenida de la Grande-Armée, los Campos Elíseos,el Arco de Triunfo, Saint-Cloud, Auteuil, Vaugirard, lapuerta Maillot.Foutriquet, al mismo tiempo, declaraba que eran los

bandidos de París los que disparaban numerosos caño-nazos para hacer creer que les atacaban.

Así, decía Le Mot d’Ordre, los numerososheridos que llenan los hospitales de Ver-

1 Denominación hasta 1967 de los capitanes de la Marina

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salles fingían estar heridos; aquellos queenterraban después del combate fingíanestar muertos, según quería la lógica delsangriento Pulgarcito, que cubría París defuego y demetralla y anunciaba en sus cir-culares o editaba en sus periódicos que Pa-rís no era bombardeado.2

Al capitán Bourgouin le mataron cuando atacaba labarricada del puente de Neuilly. Fue una pérdida parala Comuna.

Dombrowski contaba apenas con dos o tres milhombres, e incluso menos, para aguantar el continuoasalto de más de diez mil del ejército regular.

El general Wolf, que hacía la guerra a la manera delos Weyler de hoy, mandó cercar una casa en la quese encontraban doscientos federados, que fueron sor-prendidos y degollados.

En el parque de Neuilly se oía incesantemente la gra-nizada de balas a través de las ramas, con ese ruido delas tormentas de verano que conocemos tan bien. Lailusión era tal que creíamos sentir la humedad aun asabiendas de que era la metralla.

Mercante.2 H. Rochefort. N. de A.

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Hubo en la barricada Peyronnet, cerca de la casadonde estaba Dombrowski con su Estado Mayor, ver-daderos diluvios de artillería versallesa. Ciertas no-ches, hubiéramos dicho que la tierra temblaba y queun océano caía del cielo.

Una noche que los camaradas quisieron que me fue-ra a descansar, vi cerca de la barricada una iglesiaprotestante abandonada con un órgano que solo teniados o tres notas inutilizadas. Estaba allí muy divertidacuando de pronto aparecieron un capitán de federadoscon tres o cuatro hombres furiosos.

—¡Vaya! me dijo, ¿Es usted la que atrae así los obu-ses sobre la barricada? Venía para fusilar a quien ac-tuaba así.

De este modo terminó mi ensayo de armonía imita-tiva de la danza de las bombas.

En el parque, delante de algunas casas, había pia-nos abandonados; algunos todavía enteros y en buenestado, a pesar de estar expuestos a la humedad. Ja-más comprendí por qué los habían dejado fuera y nodentro.

En la barricada Neuilly, reventada por los obuses,hubo heridas horribles: hombres con los brazos arran-cados hasta detrás de la espalda dejando el omóplatoal descubierto, otros con el pecho agujereado o arran-

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cada la mandíbula. Les curaban sin esperanza. Los quetenían aún voz, decían: ¡Viva la Comuna! antes de mo-rir. Jamás he visto heridas tan horribles.

En Neuilly, en ciertos lugares, estábamos cerquísi-ma de los versalleses del puesto de Henri Place, y seles oía hablar.

Fernández, la señora Danguet y Mariani habían ve-nido. Habíamos hecho un puesto de socorro ambulan-te, cerca de la barricada Peyronnet, frente al EstadoMayor; los menos graves quedaban allí, a los otros seles conducía a los grandes hospitales de campaña, se-gún decisión de los médicos; pero una primera curasalvó a un gran número. En medio de la tragedia había,como en todas partes, cosas grotescas.

Un campesino de Neuilly había sembrado en el in-vernadero unos melones que vigilaba, de pie junto asu bancal, como si hubiera podido preservarlos de losobuses. Hubo que llevárselo a la fuerza y destruir elinvernadero que tenía ya los cristales rotos, para im-pedirle que volviera.

A los que le gustaba reír contaban también que enParís algunos agentes de Versalles, enviados por el se-ñor Thiers para reunirse en un lugar determinado yestablecer la traición, tenían que introducirse por lasalcantarillas; pero lo habían calculado tan mal, que va-

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rios de ellos, atrapados como ratas en el orificio y sinpoder salir de él, tuvieron que llamar a los enemigosde buena voluntad para que les sacaran, ¡Se descubrióel pastel!

Otros agentes, que trataban de sembrar el odio entreel Comité Central y la Comuna, se habían mostradotan vilmente lisonjeros que ellos mismos se delataron.

Todas estas cosas eran motivo de risa, entre los obu-ses y las balas, las explosivas y las otras.

La puerta Maillot seguía resistiendo con un ínfimonúmero de sus legendarios artilleros, viejos y jóvenes,ayudados a veces por chiquillos.

En la mañana del 9 de abril, un marino llamado Féri-loque murió sobre su pieza con el vientre abierto. Co-nocíamos ese nombre.

También conocíamos el de Craon, los de otros hanquedado desconocidos. Qué importa nuestro nombre,es la Comuna, es bajo ese nombre que sus legiones se-rán vengadas.

Como en sueños, así pasaban los batallones de laComuna, orgullosos, con un aire de libre rebeldía, losvengadores de Flourens; los zuavos de la Comuna, losbatidores federados semejantes a los guerrilleros espa-ñoles, listos siempre a audaces empresas. Les enfants

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perdus, que con tanto arrojo saltaban a la vanguardiade sus compañeros de trinchera en trinchera.

Y los turcos de la Comuna, los lascars3 de Montmar-tre con Gensoule, y tantos otros.

Todos estos valientes de corazón tierno, a los queVersalles llamaba bandidos, cuyas cenizas fueron aven-tadas y los huesos roídos por la cal viva, todos son laComuna. ¡Son el espectro de mayo!

Los ejércitos de la Comuna también tuvieron muje-res: cantineras, camilleras, soldaderas, ahora están conlos otros.

Solo algunas fueron conocidas: Lachaise, la cantine-ra del 66, Victorine Rouchy, de los turcos de la Comuna,la cantinera de les enfants perdus, las camilleras de laComuna: Mariani, Danguet, Fernandez, Malvina Pou-lain, Cartier.

Las mujeres de los comités de vigilancia: Poirier, Ex-coffons, Blin.

Las de la Corderie y de las escuelas: Lemel, Dimi-trieff, Leloup.

3 Lascar, del persa Lashkar. Era el nombre dado en el sigloXIX a los marineros indios. En particular a aquellos embarcadosen barcos franceses que navegaban por las Indias orientales. El tér-mino tenía un cierto sentido peyorativo. En este caso hace referen-cia a un batallón de federados de Montmartre. N. de A.

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Las que organizaban la enseñanza a la espera de lalucha en París, donde se portaron como héroes: las se-ñoras André Leo, Jaclar, Périer, Reclus, Sapia.

Todas se pueden contar entre el ejército de la Comu-na, y también son legión.

El 17 de mayo, como el fuerte de Vanves estuvieracercado, los versalleses disparaban desde Bagneux en-tre las dos barricadas.

En la noche del 16 hubo un violento combate de arti-llería en Neuilly; pero de Saint-Ouen al Point-du-Jour,y del Point-du-Jour a Bercy seguían los dos cuerpos deejército de la Comuna.

La puerta Maillot continuaba resistiendo, igual queDombrowski.

Algunos miembros de la Comuna, Paschal Grousset,Ferré, Dereure, Ranvier, acudían con frecuencia, tanvalientes que se les perdonaba su espantosa generosi-dad.

El Ejército de la Comuna era tan poco numerosoque volvían a encontrarse siempre los mismos; pero,¡qué importa! Así llevaba tiempo. A pesar del cuida-do de la Comuna, seguía habiendo terribles miserias.En varios lugares, entre otros en la calle Pergolèse, loschiquillos recogían proyectiles que vendían por pocodinero a desconocidos, unos, descuidados, ignorando

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que podían ser recogidos por la Comuna, y los otrospara llevarles a su casa. Había niños con las cejas y lasmanos quemadas; no sé cómo no les ocurría nada peor.De vez en cuando iban a pasar el rato al teatro Guig-nol, que estuvo hasta finales de mayo en la avenida del’Étoile. Una mujer les llevó al Ayuntamiento.

Hasta entonces, el Ejército de la Comuna era el ejér-cito de la libertad; pronto se reconvertiría en el ejércitode la desesperación.

Termino este capítulo con dos citas de Rossel: la pri-mera, anterior a su ingreso en el Ejército de la Comunay que contiene su opinión sobre ella. Es un fragmentode una carta suya escrita el 19 de marzo de 1871, en elcampo de Nevers, al general ministro de la Guerra, deVersalles: “Hay dos partidos en lucha en el país, y yome coloco sin vacilar del lado de aquel que no ha fir-mado la paz y que no cuenta en sus filas con generalesculpables de capitulación”.

La segunda, la que tenía sobre el ejército regular enel momento de su muerte, se la comunicó a su aboga-do, Albert Joly: “Sois republicano, le dijo, si no rehacéisel ejército en poco tiempo, será el ejército el que des-hará la República. Muero por los derechos cívicos delsoldado. Lo menos que puedo pedir es que me creáisesto”.

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11. Últimos días de libertad

Así como los lobos se reúnen en la espesura de losbosques,

las bestias estrepitosas venían aullando por el orden.

Los federados fueron heroicos. Pero estos héroes tu-vieron debilidades, que a menudo estuvieron seguidasde desastres.

Las casas de los francs-fileurs1 fueron respetadas, apesar del decreto que autorizaba a las sociedades obre-ras a utilizar las viviendas abandonadas. Llegó inclusoa montarse guardia delante de algunas calles, así co-mo delante del Banco, a tal punto que un buen núme-ro de aquellos cobardes que habían huido, sintiendoque París estaba en peligro, volvían de provincias osimplemente de Versalles, y con el insulto presto ofre-

1 Le Tintamarre (periódico satírico y financiero) llamaba asía los que durante el asedio de 1870, prudentemente se fugaron aprovincias o al extranjero.

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cían hospitalidad a los espías del gobierno. Pronto hu-bo bandas.

Algunos, que habían elegido domiciliarse en lupa-nares, hubieron de ser buscados por los comisarios dela Comuna. Debido a la complicidad de las mujeres dedichas casas, no encontraron a los espías que allí seescondían y fueron, por contra objeto de calumniosasacusaciones.

Algunas decisiones se llevaron a la práctica. Se derri-bó la columna Vendôme; pero los pedazos fueron con-servados, de manera que más tarde fue restaurada conel fin de que, ante aquel bronce fatídico, la juventudpudiera hipnotizarse eternamente con el despotismoy el culto a la guerra.

Quizá grabando en ella las fechas de las hecatombesse podría atenuar la fatídica formación.

El cadalso había sido quemado, expuesto al escar-nio público por una comisión compuesta por Capella-ro, David, André Idjiez, Dorgal, Faivre, Périer y Colin.

El 6 de abril a las diez de la mañana, la vergonzosamáquina carnicera había sido quemada. Era una gui-llotina totalmente nueva, reemplazada ahora por otrasvarias, más nuevas todavía. Por el uso frecuente quese les da, debe utilizárselas más que nunca. Las cua-tro malditas losas arrancadas han vuelto igualmente

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a ocupar su lugar. Una viejecita temblorosa había si-do enviada aquella mañana, por un gracioso, para queencendiera una última vela en la abadía de Monte-à-Regret.2 Con la vela en la mano, preguntaba a la gentepor la abadía, cuando comprendió, por las risas conque acogían su pregunta, que se habían burlado de sucredulidad.

De todas partes afluían testimonios de simpatía porla Comuna; pero no siempre eran solo palabras. El de-legado de Relaciones Exteriores Paschal Grousset ex-clamaba con razón en su carta a las grandes ciudadesde Francia:

¡Grandes ciudades! No es tiempo ya demanifiestos; es el momento de la acción,lo que la palabra es al cañón.Basta de cordialidad. Tenéis fusiles y mu-niciones, ¡en pie grandes ciudades deFrancia!París os contempla, París espera que vues-tro círculo se cierre en torno a esos co-bardes que nos bombardean y les impida

2 Sube a pesar tuyo, así llamaban los parisinos con un humormacabro al cadalso.

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escapar al castigo que se les reserva. Pa-rís cumplirá con su deber, y lo hará hastael final. Pero no olvidéis a Lyon, Marse-lla, Lille, Toulouse, Nantes, Burdeos y lasdemás.Si París sucumbiera por la libertad delmundo, la historia vengadora tendría de-recho a decir que París fue degollado por-que vosotros permitisteis que se produje-ra el asesinato.

El delegado de la Comuna para lasRelaciones Exteriores,

Paschal Grousset

La carta de Grousset no llegó; solo pasaban las deVersalles y, en cuanto a las comunicaciones de las pro-vincias a París, se enviaban todas a Versalles, donde seamontonaban en la galería de las batallas del castillo.

Pese a todo el valor desplegado por los delegadosde París en provincias, entre otros el infatigable PaulMink, los despachos de París se sustraían de la oficinaa donde llegaban, para enviarlos a Versalles, y muchosque los llevaron personalmente no volvieron jamás. La

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carta a los habitantes del campo, de André Leo, fuecuidadosamente destruida.

Al mediodía del 21 de marzo, el señor Thiers, enquien parecía haberse reencarnado el espíritu reaccio-nario por entero, envió a Jules Favre el telegrama si-guiente:

El señor Bismarck puede estar muy tran-quilo. La guerra estará terminada en estamisma semana. Hemos abierto una brechapor el lado de Issy, que en este momentoestamos agrandando.La brecha de la Muette está empezaday muy avanzada ya. Abriremos otras enPassy y en el Point-du-Jour. Pero nuestrossoldados trabajan bajo la metralla y, si nofuera por nuestra gran batería de Montre-tout, tales temeridades serían imposibles.Las acciones de este género están sujetasa tantos accidentes, que no se puede fijarexacto término a su culminación. Suplicoal señor de Bismarck, en nombre de la cau-sa del Orden, que nos deje realizar a noso-tros mismos esta represión del bandidaje

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antisocial, que durante algunos días esta-bleció su sede en París.Si actuáramos de otro modo causaríamosun nuevo perjuicio al partido del orden enFrancia y a las leyes en Europa.Que confíen en nosotros: el Orden socialserá vengado en el transcurso de la sema-na. En cuanto a nuestros prisioneros, estamañana os he enviado los verdaderos pun-tos de llegada; es demasiado tarde pararecurrir a los transportes marítimos. Losmandos de los regimientos están dispues-tos en nuestras fronteras terrestres, y unavez llegados los prisioneros serán entrega-dos inmediatamente.No se les espera para actuar, por lo demás,pero es una reserva lista para cualquieracontecimiento.Con mi más sincera amistad

A. Thiers3

3 J. Favre. Op. Cit., 3ª parte pp. 428-429.

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Imperceptiblemente, llegaba el desastre. Algunosperiódicos, que al principio habían mostrado indigna-ción contra Versalles, comenzaban a incitar abierta-mente a la traición.

Al Comité de Salud Pública pasaban sobre todoaquellos a quiénes preocupabamás la defensa de la Co-muna que su propia memoria: Cournet, Rigaud, Ran-vier, Ferré, Vermorel que recogieron con la mayor in-diferencia las muestras de odio de la reacción.

El viejo Delescluze estaba en la comisión de guerra.La federación de artistas había fijado el 21 para un con-cierto en les Tuileries en beneficio de las viudas y delos huérfanos de la guerra.

“Vuestro triunfo será el de todos los pue-blos, decía Delescluze al Ejército de la Co-muna”.

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12. Los francmasones

Mientras los bombardeos demolían les Ternes, losCampos Elíseos, Neuilly y Levallois, el señor Thiers,con su acostumbrada buena fe, aseguraba que se limi-taba a atacar las fortificaciones avanzadas; pero que siParís abría sus puertas y entregaba a los miembros dela Comuna, no sería bombardeada.

La inminencia del peligro apagó las últimas discor-dias. El tiempo de la intolerancia en las ideas habíapasado para aquellos que iban a morir juntos, comohombres libres que combatieron por la libertad.

Incluso aquellos a los que aún obsesionaba la sos-pecha, resultado de largas luchas a través de las per-fidias imperiales, comprendían que estaba próximo elmomento en que la Comuna, del mismomodo que soloponía un nombre al pie de sus manifiestos, solo presen-taría un torso a la muerte que se acercaba.

Había un movimiento general de las ligas de los de-partamentos y de París.

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¡La Comuna iba a morir! ¿De qué había servido, en-tonces, el entusiasmo universal? Había habido gran-des manifestaciones, pero Versalles con su corazón depiedra solo sintió en peligro al banco. Los francmaso-nes enviaron, el 26 de abril, desde los dos extremos deParís, una delegación de los venerables y de los dipu-tados de las logias, para adherirse ala revolución. Sehabía convenido que el 29 irían en procesión por lasmurallas entre el Point-du-Jour y Clichy enarbolandoel estandarte de la paz; que de ser rechazada por Ver-salles, tomarían partido por la Comuna, con las armasen la mano.

En efecto, el 29 de abril por la mañana, marcharonal Ayuntamiento, donde Félix Pyat, en nombre de laComuna, pronunció un emocionado discurso y les en-tregó una bandera.

Aquel extraño desfile fue un espectáculo onírico.Todavía hoy, al hablar de él, me parece estar viendo

aquella hilera de fantasmas, en un decorado de anta-ño, pronunciando palabras de libertad y de paz que serealizarán en el futuro.

La impresión era grande, fue hermoso ver el inmen-so cortejo marchando, rítmicamente, al ruido de la me-tralla.

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Iban allí los caballeros kasoches, con la banda negracon franjas de plata.

Los oficiales rosacruz, con el cordón rojo al cuello,y tantas insignias simbólicas que hacían volar la ima-ginación.

A la cabeza marchaba una delegación de la Comuna,con el viejo Beslay, Ranvier y Thirifocq, delegado delos francmasones.

Pasaban extrañas banderas, mientras el tiroteo, loscañonazos y los obuses causaban estragos.

Había allí seis mil, en representación de cincuentamil logias.

El cortejo espectral recorrió la calle Saint-Antoine,la Bastilla, el bulevar de la Madeleine y, por el Arco delTriunfo y la avenida Dauphine, llegó a las fortificacio-nes, entre el Ejército de Versalles y el de la Comuna.

Había estandartes levantados de la puerta Maillot ala puerta Bineau. En el saliente de la puerta estaba labandera blanca de la paz con estas palabras escritas enletras rojas: “Amaos los unos a los otros”. Fue agujerea-da por la metralla. Se habían intercambiado señas enlas avanzadas, entre los federados y el ejército de Ver-salles; pero el fuego no cesó hasta después de las cinco.Se parlamentó, y tres delegados francmasones fueron

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a Versalles, obteniendo tan solo veintiocho horas detregua.

A su regreso, los francmasones publicaron un llama-miento dirigido a la federación de los masones y com-pañeros de París, con el relato de los acontecimientosy su protesta contra la profanación de la bandera de lapaz.

Los francmasones, decían, son hombresde paz, de concordia, de fraternidad, deestudio, de trabajo; han luchado siemprecontra la tiranía, el despotismo, la hipocre-sía, la ignorancia.Defienden sin cesar a los débiles, encorva-dos bajo el yugo, contra quienes les domi-nan.Sus adeptos están por todo el mundo: sonfilósofos que tienen por precepto la moral,la justicia, el derecho.Los compañeros son también hombresque piensan, reflexionan y actúan por elprogreso y la emancipación de la humani-dad.

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Los francmasones y los compañeros salie-ron unos y otros de sus misteriosos san-tuarios, llevando en la mano izquierda larama de olivo, símbolo de la paz. y en lamano derecha el acero de la reivindica-ción.Teniendo en cuenta que los esfuerzos delos masones han sido rechazados tres ve-ces por aquellos mismos que pretenden re-presentar el orden, y que se ha agotadosu enorme paciencia, todos los francma-sones y compañeros deben tornar el armavengadora y gritar:¡En pie hermanos! Que los traidores y loshipócritas sean castigados.

El fuego interrumpido el 39 a las cuatrode la tarde, se reanudó más intenso aún,acompañado de bombas incendiarias, el

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30 a las 7:45 de la noche. La tregua no durómás que 37 horas y 45 minutos.Una delegación de francmasones aposta-da en la puerta Maillot ha comprobado laprofanación de la bandera.Los primeros disparos partieron de Versa-lles, y la primera víctima fue un francma-són. Ellos y sus compañeros de París, fede-rados en la fecha del 2 de mayo, se dirigena cuantos les conocen:Hermanos de masonería y hermanos com-pañeros, no nos queda otra resolución quecombatir y cubrir con nuestra sagrada égi-da el lado del derecho.¡Salvemos París!¡Salvemos Francia!¡Salvemos la humanidad!Bien os habréis merecido a la patria uni-versal y aseguraréis el bienestar de lospueblos en el futuro.¡Viva la República! ¡Vivan las Comunas deFrancia federadas con la de París!

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París, 5 de mayo de 1871

Para los masones, y los delegados compa-ñeros de París.Thirifocq, antiguo venerable de la Logia.J. E. Orador, de la LELE.Masse, tesorero de la federación, presi-dente de la reunión de los Originarios delYonne.Baldue, antiguo venerable, de la Logia laLínea recta.Deschamps, Logia de la Perseverancia.J. Remy, del orden de París, orden, de laCalifornia.J.-B. Parche, del orden de París.De Beaumont, de la Tolerancia.Grande-Lande, orador de Bagneux.Lacombe, del orden de París.Vincent, del orden de París.Grasset, orador, de la Paz, unión deNantes.A. Gambier, de la Logia J.-J. Rousseau,Montmorency.Martin, ex secretario de la Logia la

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Armonía de París.E. Louet, del Capítulo de los Verdaderosamigos de París.A Lemaitre, de los Filadelfios, or. deLondres.Conduner, de la Logia de las Acacias.Louis Lebeau, de la Logia la Previsión.Gonty, de la Logia la Previsión.Emm. Vaillant, de la Logia de Seules.Jean-Baptiste Élin, de los Amigostriunfantes.Léon Klein, de la Unión perfecta de laPerseverancia.Budaille, de los Amigos de la Paz.Pierre Lachambeaudie, de la Rosa delperfecto silencio.Durand, fiador de amistad de la Logia elB de Marsella.Magdalenas, de la Clemente Amistadcosmopolita.Mossurenghy, del Gran Oriente del Brasil.Fauchery, de los Hospitalarios, de Saint-Ouen.Radigue, de la Estrella polar.Rudoyer, de los Amigos de la Paz, de

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Angulema.Rousselet, de los Trabajadores deLevallois.

Los delegados compañeros:

Vincent, llamado Pointevin, el Amigo dela inteligencia.Cartier, llamado Draguignan, el bienamado.Chabanne, llamado Nivernais-noble-corazón.Thevenin, llamado Nivernais, el Amigo dela vuelta a Francia.Dumnis, llamado Gatinais, el protector deldeber.Gaillard, llamado Angevin, el amigo de lasartes.Thomas, llamado Pointevin, Desenvuelto.Ruffin, llamado Comtois, el Fiel valeroso.Auriol, llamado Carcassonne, CMDD.Francoeur, de Marcilly.La Liberté, el Nantais.Lassat, la virtud.Lagenais, compañero sombrerero.Lyonnais, la Antorcha del deber.

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¿No es cierto que, como los simbólicos pendones,esos nombres extraños de Logias o de hombres: la Ro-sa del perfecto silencio, la Estrella polar, el Fiador deamistad, transfieren a este episodio la doble impresiónde pasado y de futuro, de sepulcro y de cuna, donde semezclan las cosas muertas y las cosas por nacer?

Esos fantasmas ocupaban bien su lugar, entre la fu-riosa reacción y la revolución que trataba de levantar-se. Muchos combatieron tal y como prometieron mu-riendo con valor.

A menudo, en las largas noches de prisión, he vuel-to a ver las extensas filas de los francmasones sobre lasmurallas y me cuesta trabajo imaginar a esos creyen-tes en el futuro, escribiendo, según las inverosímileshistorias de Dianah Vaughan, para entrevistarse conLucifer.

No abandonemos este capítulo, sobre todo anecdó-tico, sin hablar de los de la iglesia de Saint-Laurent yde los del convento de Piepus.

En Saint-Laurent, no sé bajo que circunstancia, sedescubrieron unos esqueletos en una cripta situada de-trás del coro. Este hallazgo se relacionó con unos si-niestros ruidos de los que hablaban antiguos vecinosdel barrio. Un testigo ocular dio la siguiente descrip-ción.

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El panteón es un hemiciclo abovedado, que recibíaluz por dos estrechas claraboyas, cerradas en época re-lativamente reciente.

Tres entradas en forma de arco dan sobre la cripta,en la cual se hallan los esqueletos sin ataúdes, sobre elsuelo, cubierto con una capa de cal.

Cuatro están tendidos los pies adosados a los del si-guiente, y otros nueve en dos hileras, los pies del pri-mero contra la cabeza del segundo.

Las mandíbulas están dislocadas como si hubierangritado en la angustia suprema. Las cabezas, casi to-das inclinadas de derecha a izquierda, conservan ensu mayoría los dientes.

Se tendía a creer que las inhumaciones eranmuy an-teriores a nuestra época, cuando todavía se enterrabaen las iglesias, pero apareció un entomólogo que des-cubrió allí un insecto que se alimenta de ligamentos.No pudo estar tanto tiempo en ayunas.

Algunas inscripciones con nombres: Bardoin, 1712;Jean Serge, 1714; Valent…, sin fecha. En un hueco, unesqueleto de mujer con cabello rubio.

Hay una escalerita de piedra de reciente construc-ción (Journal officiel de la Comuna). Los esqueletosfueron fotografiados con luz eléctrica, por Étienne Car-jat.

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La investigación iniciada con un gran deseo por des-cubrir la verdad, no se había terminado cuando Ver-salles hizo olvidar los antiguos esqueletos por nuevoscadáveres tendidos bajo capas de cal viva.

El asunto del convento de Picpus está relacionadocon las mismas cosas. Igualmente encuentro en Le Mo-niteur officiel de la República, bajo la Comuna, estaapreciación de un testigo ocular:

Siempre creí al catolicismo congregacio-nista capaz de todo, desde que le arrebata-ra a Juana de Arco, en prisión, sus ropasde mujer con el fin de obligarla a vestir dehombre para poder así reprochárselo mástarde. Pero me costaba trabajo admitir lasrevelaciones que me aportaban, relativasal convento de Piepua. Como lo más sen-cillo era ir allí, allí fui.Me recibió el capitán del batallón, que measeguró no haber molestado en absolutoa las religiosas, sin exigirles nada, ni con-siderarlas en absoluto prisioneras. No hu-biese pensado sino en hacer más amplia lalibertad que se les concedía y, de haber ex-presado cualquiera de ellas la menor que-

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ja, hubiera hecho por que se le atendiera;pero para las religiosas enclaustradas, minombre era un espanto.El anuncio de mi llegada sembró entreellas el terror.Para darme la bienvenida al convento, de-legaron en una portera cualquiera, de pier-nas bien macizas y con una corpulenciacomo para hacer retroceder a los más va-lientes. Tuve que reconocer que su auda-cia respondía a su desarrollo físico.El aparataje que me rodeaba cuando sepresentó ante mí no la intimidó en abso-luto. Incluso comenzó con estas palabras,pronunciadas con tono altanero, que meagradó por la energía moral que revelaba:—¿Tiene usted alguna pregunta que hacer-me, señor?—Señorita, le dije cortésmente, aun tenien-do en cuenta que la injuria más cruel quese le puede hacer a una religiosa es llamar-la señorita, corren rumores bastante lúgu-bres acerca del régimen de su convento,

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y yo quisiera asegurarme por mí mismoque son absolutamente falsos. ¿Podría us-ted, por ejemplo, mostrarme el género decelda donde, según me han asegurado, es-tán confinadas dos religiosas a las que us-tedes así someten a un arbitrario y autén-tico secuestro?Nome contestó, dirigiéndose en silencio aun rincón del jardín, donde la seguí. Unade las dos reclusas se paseaba por una ala-meda, acompañada por una religiosa quela animaba; la otra tejía sentada sobre sucamastro, que ocupaba todo la jaula quepor cierto estaba a la intemperie. A travésde los barrotes el viento y la lluvia teníanque pasar muy fácilmente.¡Cómo!, le dije a la portera, mientras unascabezas atareadas se dibujaban en las ven-tanas del edificio principal. ¿Cómo puedeusted admitir que unas huéspedes de suclaustro puedan estar encerradas así enuna choza apenas lo bastante salubre paraguardar conejos?

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—Perdón, dijo la interpelada; no están se-cuestradas, puesto que pueden pasearse.—Somos nosotros quienes les hemos obli-gado a ustedes a sacarlas de sus encierros.La religiosa nos soltó entonces esta res-puesta, que me dejó estupefacto.—La culpa es de ellas. ¿Por qué se niegana plegarse a las reglas del convento? Es-ta fue, doy mi palabra de honor, toda sujustificación.Unos días después se me aseguró, que lasdos perseguidas fueron liberadas por losfederados y devueltas a sus familias.Debo hacer constar que una de las dos mepareció no precisamente loca, pero un po-co idiota, o al menos idiotizada.La chatarra que se me hizo ver era indis-cutiblemente extraña. Mentían al hacerlaspasar por piezas de ortopedia. ¿Se utili-zaban todavía, se habían utilizado algunavez, se empleaban en el momento en elque me las enseñaron o estaban guarda-das en el almacén de los accesorios? Ni

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tuve ni tengo por qué pronunciarme alrespecto. Pero, como instrumentos orto-pédicos, todo aquel baratillo puedo afir-mar que era inaceptable.

H. Rochefort

Quién sabe si no habría que buscar en Montjuich,donde los aparatos de tortura han sido exhumados ypuestos en uso hoy día, para saber si los extraños ob-jetos del convento de Picpus no sirvieron para usossemejantes.

¿El fanatismo religioso no conduce, en este mismomomento, a una secta de iluminados rusos a hacerseemparedar vivos en sus tumbas?

¿Quién sabe si los extraños instrumentos no servíanpara torturar a las religiosas de fe tambaleante, con elfin de hacerlas ganar el paraíso?

¡Quién sabe si, aquellas a quienes dominaba el deli-rio místico no los utilizaban para torturarse a sí mis-mas!

Aquellos que han cantado en las sombrías iglesias,al pálido resplandor de los cirios, donde el órgano de-rrama oleadas de ondas sonoras, que nos arrastran so-bre amargas nubes de incienso, saben que en esas ho-

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ras parece como si la voz batiera las alas al subir, queno está ya en el pecho y que ellos mismos la escuchan.

Quién sabe a dónde conducen sensaciones de ese gé-nero, repetidas día a día, sin que la razón os diga: todolo que puede captar un ser en cuanto a armonía, pre-paración teatral, luz y perfumes, es una impresión deltiempo futuro de la humanidad, donde los sentidos se-rán más poderosos y aún existirán otros. Pero esta im-presión rodeándola de supersticiones se vuelve burda,hace retroceder en lugar de avanzar.

Así como existe la embriaguez de la sangre, existela embriaguez mística de la sombra, y en todas ellas serealizan cosas monstruosas.

El día en que Montjuich, derribado, sea registradohasta sus entrañas, ¡cuántas calaveras, como las dela iglesia de Saint-Laurent, tendrán sus vacías órbitasvueltas hacia el lado por donde esperaban ver de nue-vo la luz! ¡Y entonces habrá venido la verdadera luz, laciencia triunfante, el eterno oriente!

¿Cuántas víctimas hasta entonces todavía? Al leerel increíble caso del asesino de pastores, nos damoscuenta del furor por la matanza que se apodera a vecesde un ser y a veces de un grupo de seres. Con la mismaembriaguez de sangre estuvo el ejército de Versalles.

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Son epidemiasmorales peores que la peste, pero quedesaparecerán con el saneamiento de los espíritus enla libertad consciente.

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13. Asunto del canje deBlanqui por el arzobispo yotros rehenes

Sobre Blanqui se ha publicado un buen número denotas biográficas, por lo que me limitaré a unas cuan-tas líneas.

Blanqui fue primero condenado a cadena perpetuapor tentativa de insurrección, el 12 de mayo de 1839.La República del 24 de febrero de 1848 le liberó cuan-do cumplía su condena en el Mont-Saint-Michel, conalgunos de sus compañeros de lucha.

Cobardemente acusado, poco después, por aquellosque temían su clarividencia, se limitó a contestar:

¿Quién ha bebido tan profundamente co-mo yo en la copa de la angustia? Duranteun año, la agonía de una mujer amada ex-tinguiéndose lejos de mí. En la desespera-

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ción, y desde hace cuatro largos años eneterno mano a mano con la soledad de lacelda en la que vagaba el fantasma de ella.Tal ha sido mi suplicio, para mi solo, enese infierno de Dante.Salgo de él con los cabellos blancos, el co-razón y la cabeza rotos. Soy un triste des-pojo que arrastra por las calles un cora-zón herido bajo unas ropas raídas. Soy yoa quién fulminan con el apelativo de ven-dido, en tanto que los lacayos de Luis Fe-lipe, metamorfoseados en brillantes mari-posas republicanas, revolotean sobre lasalfombras del Ayuntamiento, censurandodesde lo alto de su bien alimentada virtudal pobre Job escapado de las prisiones desu amo.

Condenado de nuevo, la Revolución del 4 de sep-tiembre le abrió las prisiones de Belle-Isle.

Después del plebiscito del 3 de noviembre, había pre-dicho la capitulación: “El desenlace no está lejos, escri-bía. La comedia de los preparativos para la defensa esya innecesaria. El armisticio y sus garantías; el temor

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a la derrota, después en todo su oprobio: he aquí lo queel consistorio va a imponer a Francia”.

Blanqui fue detenido por suponerle partícipe delmovimiento del 31 de octubre. No salió hasta la am-nistía. Su detención se llevó a cabo el 19 de marzo del71, en el sur de Francia, por orden del señor Thiers.

Fue condenado en rebeldía a la pena de muerte apesar de que el gobierno prometiera que no habría re-presalias por los sucesos del 31 de octubre.

Aunque Blanqui había sido nombrado miembro dela Comuna, se ignoraba por completo cuál había sidosu suerte. No sabíamos si estaba vivo o muerto, o másbien lo que temíamos es que estuviera muerto.

Algunos de sus amigos, que aún tenían esperanzas,pensaron comprar su libertad. El gobierno de Versallesparecía conceder particular importancia al arzobispode París y a algunos otros sacerdotes. Una comisión dela que formaba parte Flotte, que había sido compañerode calabozo de Blanqui, trató de negociar el canje.

Flotte fue primero a Mazas a hablar con el arzobispoy de acuerdo con él preparó el asunto, que parecía unaidea afortunada, desde todos los puntos de vista.

Se decidió que el vicario mayor Lagarde iría a Versa-lles para proponer el canje al señor Thiers, y volveríacon la respuesta.

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El asunto lo llevó Rigaud, con gran delicadeza, pueseste fiscal de la Comuna ocultaba una gran sensibili-dad bajo un deliberado escepticismo.

Ni a él ni a nadie se le pasó por la cabeza que Lagardeno volvería.

—Aunque me fusilen, dijo Lagarde a Flotte al des-pedirse de él en la estación de Versalles, volveré. ¿Nocreerá usted que tengo el propósito de dejar solo aquía monseñor?

El vicario mayor llevaba al señor Thiers una cartadel arzobispo, larga y explicativa.

Darboy, arzobispo de ParísAl señor Thiers, jefe del poder ejecutivo

Prisión de MazasSeñor,Tengo el honor de presentaros una comu-nicación que recibí anoche, y a la que rue-go deis la resolución que vuestra pruden-cia y vuestra humanidad juzguenmás con-veniente.Un hombre influyente, muy próximo al se-ñor Blanqui, a causa de ciertas ideas polí-ticas y sobre todo por los estrechos lazos

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de una vieja y sólida amistad, se ocupa ac-tivamente en hacer que le liberen, para locual ha propuesto él mismo, a las comisio-nes relacionadas el siguiente arreglo:Si el señor Blanqui es liberado, se devolve-rá la libertad junto con su hermana al ar-zobispo de París, al señor presidente Bon-jan, al señor Deguerry, párroco de la Mag-dalena, y al señor Lagarde, vicario generalde París, el mismo que os entregará la pre-sente carta.La propuesta ha sido aceptada, y ahora seme pide que la apoye ante usted.Aunque formo parte del asunto, me atre-vo a recomendarlo a su alta benevolencia;espero que mis motivos le parecerán acep-tables.Son ya demasiadas las causas de disenti-miento y de encono entre nosotros. Se pre-senta esta ocasión de hacer un trato que,por lo demás, solo atañe a personas y no aprincipios. ¿No sería sensato acceder, con-tribuyendo así a que vuelva la calma al es-

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píritu? La opinión publica no comprende-ría quizá una negativa.En las crisis agudas, como la que atravesa-mos, las represalias, cuando apuntan con-tra unos la cólera de otros, y las ejecucio-nes por el motín agravan más la situación.Permitidme que os diga, sin extenderme,que esta cuestión de humanidad merecefijar toda nuestra atención en el presenteestado de cosas en París.¿Osaría señor presidente confesaros mi úl-tima razón? Conmovido por el celo quedesplegaba la persona de la que hablo, conuna amistad tan sincera en favor del señorBlanqui, mi corazón de hombre y de sacer-dote no ha sabido resistirse a sus emocio-nadas peticiones, por lo que me compro-metí a pediros la libertad del señor Blan-qui con la mayor rapidez posible, cosa queacabo de hacer.Mucho me alegraría, señor presidente,que lo que solicito no os parezca imposi-ble; así habría prestado un servicio a va-rias personas y a mi país entero.

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Darboy, arzobispo de París

Flotte ansioso, recibió al fin esta carta de Lagarde el16 de abril:

Versalles, 15 de abril de 1871Señor Flotte,Señor,He escrito una carta a monseñor el arzo-bispo, bajo el amparo del señor directorde la prisión de Mazas, que espero tendráya en su poder, y que sin duda le ha sidocomunicada. He querido escribirle a usteddirectamente tal como me autorizó, paradarle a conocer los nuevos retrasos que seme imponen.He visto ya cuatro veces al personaje aquien iba dirigida la carta de monseñor, ydebo, de acuerdo con sus órdenes, esperaraún dos días la respuesta definitiva. ¿Cuálserá? Solo puedo decirle una cosa: no hedescuidado nada para que sea acorde a susdeseos y a los nuestros.

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Enmi última visita, esperaba que fuera así,y que pudiera regresar sin mucho tardar,con esta buena noticia.Es cierto que me pusieron algunas dificul-tades, pero también me manifestaron in-tenciones favorables. Desgraciadamente,la carta publicada en L’Affranchi y llegadaaquí después de esa publicación y de la en-trega de mi carta ha modificado las impre-siones; ha habido consejo y aplazamientode nuestro asunto, va que se me ha invi-tado formalmente a aplazar mi marcha endos días. Esto quiere decir que no está to-do terminado, y voy a ponerme de nuevoa la obra. Ojalá pueda tener éxito otra vez;no dude usted ni de mi buen deseo, ni demi celo.Permítame añadir que aparte de los intere-ses tan graves que están en juego y queme atañen tan de cerca, me consideraríamuy dichoso demostrándole de otra ma-nera y no por palabras, el reconocimientoqueme han inspirado sus actos y sus senti-mientos. Suceda lo que suceda y cualquie-

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ra que sea el resultado de mí viaje, pue-de usted estar seguro de que conservaréel mejor recuerdo de nuestro encuentro.Quiero aprovechar esta ocasión para en-viar un saludo al amigo que le acompaña-ba presentándole a usted, señor, el senti-miento demi consideraciónmas distingui-da así como de mi más sincera amistad.

E. F. Lagarde

Ante este primer retroceso, el arzobispo tuvo másdudas que Flotte. Eran terriblemente honrados e inge-nuos los hombres del 71.

“Volverá”, seguía diciendo. El arzobispo dejó traslu-cir cierta emoción: conocía mejor aThiers y a Lagarde.

Días después, Flotte le pidió una carta para llevarél mismo; pero tras los primeros hechos, se empezabaa desconfiar. Una persona segura marchó en lugar deFlotte, que como amigo de Blanqui, podía ser retenido.

He aquí la carta:

El arzobispo de París al señor Lagarde, suvicario mayorEl señor Flotte, inquieto por el retraso queparece experimentar el regreso del señor

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Lagarde, y queriendo concluir de cara a laComuna la palabra que había dado, mar-cha a Versalles al efecto de comunicar suaprehensión al negociador.No puedo hacer otra cosa que pedir al se-ñor vicario mayor que dé a conocer conprecisión al señor Flotte el estado de lacuestión, y que se entienda con él, ya seapara prolongar su estancia por otras vein-te horas, de ser absolutamente necesario,ya sea para regresar inmediatamente sijuzga que es más conveniente.De Mazas, el 23 de abril de 1871El arzobispo de París.

Lagarde hizo entregar al portador de la carta estaspalabras, escritas con lápiz apresuradamente:

El señor Thiers me sigue reteniendo y nopuedo hacer otra cosamás que esperar susórdenes. Como he escrito varias veces amonseñor, en cuanto haya novedades, meapresuraré a comunicárselas.

Lagarde

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No se apresuró sino a quedarse, cobardemente cóm-plice de Thiers, que quería imposibilitar a la Comunael evitar, a menos que hubiera traición, la muerte delos rehenes.

Blanqui muy enfermo fue detenido, en casa de susobrino Lacambre, y era posible que hubiera muerto.Su hermana, la señora Antoine, escribió entonces alseñor Thiers lo siguiente:

Al Sr. Thiers, jefe del poder ejecutivoSeñor presidente,Aquejada desde hace más de dos mesesde una enfermedad que me priva de to-das mis fuerzas, esperaba no obstante re-cobrar las necesarias, para realizar anteusted la misión a la que obligada por miprolongada debilidad, hoy renuncio.Encargo a mi hijo único que marche a Ver-salles para presentar una carta en mi nom-bre, y me atrevo a esperar, señor Presi-dente, que os dignaréis acoger su petición.Cualesquiera que hayan sido los aconteci-mientos, los derechos de la humanidad nohan proscrito en ningún momento, ni se

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han ignorado los de la familia. Es en nom-bre de esos derechos me dirijo a vuestrajusticia, para conocer el estado de salud demi hermano, Louis-Auguste Blanqui, de-tenido, estando ya muy enfermo, el 17 demayo último, sin que desde entonces unasola palabra de su parte haya llegado, pa-ra calmar mi dolorosa inquietud, sobre susalud, tan seriamente comprometida.Si solicitar un permiso para verlo, aun-que no sea más que por breves instan-tes, fuera una petición que excediera vues-tros límites, señor Presidente, no podéisnegar a una familia desconsolada, de laque soymiembro, la autorización ami her-mano, para dirigirnos unas palabras quenos tranquilicen. Ala vez que nosotros po-damos hacerle saber que los parientes quele quieren tiernamente, como él semerece,no le han olvidado en su desgracia.

Viuda de Antoine, de soltera Blanqui

El señor Thiers contestó que la salud de Blanqui eramuy precaria, sin que por ello se temiera por su vida;

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pero, a pesar de esta situación y a las inquietudes dela señora de Antoine, se negaba formalmente a todacomunicación con el preso, ya fuera escrita o verbal.

Flotte seguía empeñado en el canje. Pidió por segun-da vez una carta al arzobispo, que fue dirigida al señorLagarde, vicario mayor del arzobispo de París.

El señor Lagarde, al recibo de esta cartay sea cual sea el estado en que se encuen-tre la negociación de la que está encarga-do, tendrá a bien volver inmediatamentea París y regresar a Mazas.Aquí no se comprende que no le bastendiez días a un gobierno para saber si quie-re aceptar o no el canje propuesto. El retra-so nos compromete gravemente y puedetener los más enojosos resultados.

En Mazas, el 23 de abril de 1871El arzobispo de París

Lagarde no volvió.Por mi parte, jamás tuve la menor duda en cuanto a

la manera de obrar del señorThiers en esta circunstan-cia; pero ni yo ni nadie pudo nunca pensar que Lagardepudiera no regresar.

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Antaño, el doctor Nélaton, más generoso que el re-presentante de la República burguesa, después de queuno de sus internos ayudara a huir a Blanqui, añadióel dinero del viaje de su bolsillo para darle una oportu-nidad mayor. Pero como todas las clases sociales queestán por desaparecer, la burguesía se corrompe cadavez más.

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14. El final

Los carcomidos estados crujen en sus arboladuras.Toda la etapa humana está en pie, es el momento

En que se desmoronan las viejas imposturas.Un aire épico llena los huracanes:

A rebato, a rebato en el viento suenaLouise Michel

Se diría que el triunfo llegaba; las ligas republica-nas abandonaban su prudencia de los primeros días.La Internacional se reafirmaba más en la Corderie duTemple.

La federación de cámaras sindicales había acudidopara adherirse a la Comuna el 6 de mayo. Dicha fede-ración contaba con treinta mil hombres.

Los diputados de París presentes en Versalles, Flo-quet y Lockroy, habían presentado con enérgicos tér-minos su dimisión en Versalles.

Tolain todavía seguía.

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París tiene ahora una trágica fisionomía; los carrosfúnebres, con cuatro banderas rojas como trofeos, mar-chan en mayor número, seguidos por los miembros dela Comuna y delegaciones de los batallones al son delas Marsellesas.

Los clubes de las iglesias resplandecen al atardecer;hasta ahí suben también varias Marsellesas, y no esel sordo redoblar de los fúnebres tambores el que lasacompaña, sino el órgano que ruge en las grandes ysonoras naves.

En la iglesia de Vaugirard está el club de los jacobi-nos. Su idea de reunirse en el subterráneo nos recorda-ba al sótano en que trabajaba Marat. Eran como un so-plo del 93 pasando bajo tierra. El club de la Revoluciónsocial estaba en la iglesia de Saint-Michel, en Batigno-lles: como ante los tribunales de Bonaparte, Combaulten la primera sesión, habló de la idea de que las perse-cuciones activaban sin cesar la libertad del mundo.

El 1º de mayo una delegación del club Saint-Nicolas-des-Champs, enviada a la Comuna, declara que todoaquel que hable de conciliación entre París y Versalleses un traidor.

¿En realidad, qué conciliación puede existir, entre lalarga esclavitud y la liberación?

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Todas las tardes de diez o doce iglesias, subía un in-menso coro saludando a la libertad.

Oí hablar de ello con entusiasmo. Las mujeres sobretodo exhortaban allí ala libertad; pero, desde el 3 deabril a la semana sangrienta, no acudí más que las dosúnicas veces de las que he hablado y durante pocashoras: algo me sujetaba a la lucha en el exterior, unaatracción tan fuerte que no intentaba vencerla.

La primera vez fue cuando iba al Ayuntamiento conuna misión de La Cecillia de la que tenía que traerlerespuesta.

Casi a mitad de camino, me encuentro con tres ocuatro guardias nacionales que se me acercan, despuésde haberme examinado.

—Queda usted detenida, me dice uno de ellos. Evi-dentemente algo sospechoso tenia mi aspecto; penséque eran mi pelo corto, asomando bajo el sombrero,que creyeron que era un peinado de hombre.

—¿A dónde quiere usted ser conducida? (Creo quepronunciaron conducido.)

—Al Ayuntamiento, ya que son tan amables de con-ducir a sus prisioneros donde quieren.

El buen hombre que me interrogaba enrojeció de có-lera.

—Vamos a verlo, dijo.

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Nos pusimos en camino, ellos sin dejar de examinar-me, y yo muy seria, divirtiéndome mucho.

Una vez llegados a la verja, el que ya me había ha-blado me dijo:

A propósito, ¿cómo se llama usted?Le dije mi nombre.—¡Bah, eso es imposible!, dijeron los tres. Jamás la

hemos visto, pero seguro que no puede ser ella así cal-zada.

Me miré a los pies. Llevaba mis borceguis que aso-maban bajo el borde de mi falda, porque aquella maña-na se me olvidó cambiarlos por los botines.

¡Pues bien, sí! A pesar de todo, era yo.Y dándoles las gracias por su buena opinión, pude

convencerles de que no estaba justificada. Tenia docu-mentos suficientes para que no tuvieran la menor du-da. En efecto me habían tomado por un hombre dis-frazado de mujer, a causa de los borceguis de soldado,que sobre la acera hacían un curioso efecto.

La segunda vez, ya no me acuerdo si fue en el Ayun-tamiento o en la policía; había allí unas desdichadasque salían llorando porque no las dejaban ir a cuidar alos heridos, ya que los hombres de la Comuna queríanmanos puras para vendar las heridas.

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Me expresaron su pena: ¿quién tenía más derechoque ellas, lasmás tristes víctimas del viejomundo, paradar su vida por el nuevo?

Les prometí que se tendría en cuenta lo justo de sudemanda y que se actuaría en consecuencia.

No sé lo que dije, pero el dolor de aquellas infortu-nadas desangró tanto mi corazón que encontré pala-bras para convencerles. Se las encaminó a un comitéde mujeres cuyo espíritu era lo suficientemente gene-roso para acogerlas con gusto.

La noticia les causó tanta alegría que lloraron peroya no de dolor.

A continuación, igual que niñas, inmediatamentequisieron tener unas fajas rojas.Mientras tanto y comopude, compartí la mía.

—Jamás seremos unmotivo de vergüenza para la Co-muna, me dijeron.

En efecto, murieron durante la semana demayo. Alaúnica que volví a ver en la prisión de Chantiers mecontó que a dos de ellas lasmataron a culatazos cuandosocorrían a unos heridos.

En el momento en que acabábamos de separarnos,ellas para ir a su hospital de Montmartre, y yo pararegresar a Montrouge, al encuentro de La Cecillia, mearrojaron un paquete envuelto en papel, sin que pu-

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diera ver quién me lo tiraba: era una banda roja, queremplazó a la mía.

Los agentes de Versalles, ahora más hábiles, fomen-taban nuevas divisiones.

Se creó una en la Comuna con motivo de una afir-mación del señor de Montant, uno de los traidores queVersalles introdujo en loa Estados Mayores el asesina-to de una camillera que insultada y asesinada por lossoldados de Versalles.

La mayoría, ofendida por el manifiesto de la mino-ría, le había hecho comprender que, dada la situación,había que decir como en otro tiempo: ¡qué importannuestras memorias, con tal de salvar a la Comuna!

La noticia de una catástrofe interrumpe la sesión.La fábrica de cartuchos Rapp acababa de estallar.

Había numerosos muertos y heridos y cuatro casas de-rrumbadas. Si los bomberos no hubieran retirado delas llamas los furgones de cartuchos, con peligro de suvida, el siniestro hubiera sido mucho mayor.

La primera idea de todos fue que se debía a una trai-ción: decían que era la venganza por la columna Ven-dôme. Detuvieron a cuatro personas, entre ellas a unartillero, y el Comité de Salud Pública anunció que seperseguiría a los culpables; pero los tan terribles fisca-

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les de la Comuna no tenían costumbre de juzgar sinpruebas y el caso no pudo aclararse jamás.

Los primeros que han entrado en esehorno —decía Delescluze en su informeal Comité de Salud Pública— son: Abeaud,Denier y Buffot, bomberos zapadores dela 6ª compañía; casi al mismo tiempo hanacudido también, los ciudadanos Dubois,capitán de la flotilla, Jagot, marino, Bois-seau, jefe de personal en la delegación demarina, y Février, comandante de la bate-ría flotante.Gracias a su heroísmo, furgones enteroscargados de cartuchos, cuyas ruedas co-menzaban a arder, así como varios tonelesde pólvora, han sido retirados del foco delincendio.Para que decir del salvamento de los he-ridos y de los vecinos sepultados, presosentre los restos de sus casas, reducidas aescombros. Bomberos y ciudadanos hanrivalizado en valor y abnegación.

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Los ciudadanos Avrial y Sicard, miembrosde la Comuna, fueron también de los pri-meros en llegar a los lugares de peligro.Doce cirujanos de la Guardia Nacional setrasladaron a la avenida Rapp y organiza-ron el servicio médico con una diligenciadigna de elogio.En definitiva, lo que consiguieron loshombres de Versalles: medio centenar deheridos, la mayoría con heridas leves; esofue todo.La pérdida material carece de importan-cia, teniendo en cuenta las inmensas pro-visiones de que disponemos. Recaerá so-bre nuestros enemigos la vergüenza de uncrimen tan inútil como odioso, que añadi-do a tanto otros, sin contar sus invenciblesmedios de defensa, bastaría para cerrarleslas puertas de París para siempre. Todo elmundo ha cumplido incluso más allá desu deber; tenemos que deplorar un escasonúmero de muertos.

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El delegado civil de guerraCh. Delescluze

París, el 38 floreal, año 78

Tal como se pensó, pudo ser posible que la vengan-za por la columna produjera la catástrofe de la fábricade cartuchos Rapp, venganza infame en víctimas hu-manas, por una efigie de bronce.

Días después de la catástrofe, una mujer desconoci-da, envió a la prefectura de policía de París una carta,que había encontrado en un vagón de primera clase en-tre Versalles y París, contando que un hombre sentadofrente a ella, le pareció muy agitado.

Al pasar por las fortificaciones, y como oyera sonarlas culatas de los fusiles de los federados, arrojó unpaquete de papeles bajo el asiento, donde la mujer en-contró la carta que enviaba.

Estado Mayor de los guardias nacionalesVersalles, 16 de mayo de 1871

Estimado Señor,La segunda parte del plan que se os ha en-viado deberá ejecutarse el 19 del comente,alas tres de la mañana. Tome sus precau-

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ciones, al objeto de que esta vez, todomar-che bien.Con el fin de secundarle, nos hemos pues-to de acuerdo con uno de los jefes de lafábrica de cartuchos para hacerla estallarel 17 del corriente.Repase bien sus instrucciones en la parteque le concierne y que organiza como jefe.Cuide siempre a la Muette.

El coronel jefe de Estado Mayor,Gh. Gorbin

“El segundo abono en su cuenta, se ha he-cho en Londres”.

Contenía un sello azul: Estado Mayor de la GuardiaNacional.

Los acontecimientos no permitieron comprobar sila carta era un medio empleado por el propio Versallesincluso para desviar las sospechas, puesto quemujeresmisteriosas que disponen de cartas o las encuentranjamás han inspirado confianza a la Comuna; pero delo que no se dudaba era que el crimen procediera de lareacción.

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Esto no impidió que la famosa cuarteta, que durantealgunas horas puso a la columna en la picota, dijera laverdad.

Tirador encaramado a ese zanco,Si la sangre que derramaste,Cupiera en esta plaza,Te la beberías sin agacharte.

A Blanchet y Émile Clément, miembros de la Comu-na, de los que jamás hubo sospecha alguna, les descu-brieron un pasado reaccionario. Quizá fuimos riguro-sos, ya que todo convertido ha sido hostil a la idea quedescubre como verdadera. Estaban en su derecho conesta conversión; pero no podía ser de otro modo, tam-bién en esos últimos días llenos de trampas, cualquiernegligencia en tales casos, ¿no es traición?

El manifiesto de la alcaldía del distrito 18º conteníala exacta verdad sobre la situación. Se tenía que vencery vencer pronto. La victoria dependía de la rapidez dela acción; he aquí unos fragmentos de dichomanifiestodirigido a los revolucionarios de Montmartre:

Grandes y hermosas acciones se han rea-lizado desde el 18 de marzo; pero nues-tra obra no está terminada; otras mayores

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aún deben realizarse y se realizarán, por-que proseguiremos nuestra tarea sin tre-gua, sin temor en el presente y en el futu-ro. Para esto, hemos de conservar todo elcoraje, toda la energía que hemos tenidohasta hoy, y lo que es más: tenemos queprepararnos para nuevos actos de abnega-ción, para todos los peligros, para todoslos sacrificios. Cuanto más dispuestos es-temos a dar, menos nos costará hacerlo.Es el precio de la salvación, y vuestra acti-tud prueba suficientemente que lo habéiscomprendido.Se nos hace una guerra sin parangón enla historia de los pueblos; esa guerra noshonra censurando a nuestros enemigos.Sabéis bien que todo lo que es verdad, jus-ticia o libertad, no ha encontrado jamásun puesto bajo el sol sin que el pueblo ba-ya visto ante él, y armados hasta los dien-tes, a los intrigantes, a los ambiciosos y alos usurpadores cuyo único interés es so-focar nuestras legítimas aspiraciones.

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Hoy ciudadanos, os halláis en presenciade dos programas.El primero el de los realistas de Versalles,conducidos por la chuanería1 legitimista,dominados por generales golpistas y agen-tes bonapartistas. Tres partidos que se des-garrarían entre sí después de la victoriadisputándose les Tuileries.Este programa es la esclavitud a perpetui-dad, es el envilecimiento de todo lo que espueblo; es la anulación de la inteligencia yde la justicia; es el trabajo mercenario; esla argolla de la miseria rodeando vuestroscuellos; es la amenaza a cada paso. En élpiden vuestra sangre, la de vuestras muje-res y vuestros hijos, piden en él nuestrascabezas, como si con ellas pudieran taparlos agujeros que hacen en vuestro pecho,como si nuestras cabezas caídas pudieranresucitar a aquellos que os han matado.Este programa es el pueblo como animalde carga, trabajando solo para un puñado

1 Levantamiento contrarrevolucionario que afectó a zonas

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de explotadores y de parásitos que paraengordar las cabezas coronadas de los mi-nistros, senadores, mariscales, arzobisposy jesuitas.Es Jacques Bonhotnme2 al que le vendendespués desde sus herramientas hasta lastablas de su choza, desde la falda de sumujer hasta los pañales de sus hijos, parapagar los onerosos impuestos que alimen-tan al rey y a la nobleza, al sacerdote y algendarme. El otro programa ciudadanos,es aquel por el que habéis hecho tres re-voluciones, por el que combatís hoy, es elde la Comuna, el vuestro.Este programa es la reivindicación de losderechos del hombre, es el pueblo dueñode sus destinos; es la justicia y el derecho avivir trabajando; es el cetro de los tiranosroto bajo el martillo del obrero, es la herra-mienta legal del capital, es la inteligenciacastigando la astucia y la estupidez, es la

rurales del oeste de Francia entre la primavera de 1794 y 1800.2 El término hace referencia al mote que los nobles daban a

sus siervos y que ha quedado como sinónimo de capesino.

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igualdad desde el nacimiento a la muerte.Y digámoslo ciudadanos, todo hombre queno tiene hoy su opinión formada no es unhombre; cualquier indiferente que no to-me parte en la lucha no podrá gozar enpaz de los beneficios sociales que prepara-mos, al tener que avergonzarse delante desus hijos.

Ya no estamos en 1830, ni en el 48; es el le-vantamiento de un gran pueblo que quierevivir libre o morir.Y hay que vencer, porque la derrota ha-ría a vuestras viudas unas víctimas per-seguidas, maltratadas y libradas a la có-lera de feroces vencedores; porque vues-tros huérfanos estarían a su merced y per-seguidos como pequeños criminales; por-que Cayena3 sería repoblada y los traba-jadores acabarían allí sus días sujetos a la

3 Capital del Guayana francesa. Lugar de la colonia peniten-ciaria más famosa y más feroz de Francia.

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misma cadena que los ladrones, los esta-fadores y los asesinos; porque mañana lasprisiones estarían llenas y los policías pe-dirían el honor de ser vuestros carceleros,y los gendarmes vuestros guardianes; por-que comenzarían de nuevo los fusilamien-tos de junio, más numerosos y más san-grientos.Vencer no solo sería vuestra salvación, lade vuestras mujeres y vuestros hijos, in-cluso también la de la República y de to-dos los pueblos.No hay equívoco posible: aquel que se abs-tiene ni siquiera puede llamarse republi-cano. Valor pues; llegamos al final de nues-tros sufrimientos. No es posible que Parísse rebaje hasta el punto de suponer queun Bonaparte pueda retomarlo por asal-to; no es posible que entre aquí a reinaraquí sobre ruinas y cadáveres; no es posi-ble que suframos el yugo de los traidoresque permanecieron meses enteros sin dis-parar contra los prusianos y que no estánni una hora sin ametrallarnos.

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Adelante, nada de inútiles; que las muje-res consuelen a los heridos, que los ancia-nos animen a los jóvenes, que los hombresválidos no reparen en sus pocos años pa-ra seguir a sus hermanos y compartir suspeligros.Quienes teniendo fuerzas, dicen ser mayo-res, se ponen en la situación de que la li-bertad les ponga un día fuera de la ley, ¡yqué vergüenza para ellos!Ciudadanos es una ironía que los de Ver-salles digan, que estáis desalentados y fa-tigados. Al decir esto mienten y lo sabenbien. ¿Puede ser esto, cuando todo el mun-do acude a vosotros? ¿Puede ser cuan-do de todos los rincones de París vienena marchar bajo vuestra bandera? ¿Pue-de ser, cuando los soldados de infantería,vuestros hermanos, vuestros amigos, sevuelven y disparan contra los gendarmesy los guardias a los que incitan para ase-sinaros? ¿Acaso cuando la deserción hace

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estragos en las filas de nuestros enemigos,cuando el desorden, la insurrección, reinaentre ellos y el temor les aterroriza, po-dríais desalentaros y desesperaros por lavictoria?¿Acaso cuando Francia entera se levantay os tiende la mano, cuando se ha sabidosufrir tan heroicamente durante ocho me-ses, íbamos a cansarnos cuando solo nosquedan algunos días de sufrimiento, sobretodo en el momento en que se vislumbrala libertad al final de la lucha? No, hayque vencer y vencer pronto y con la pazel campesino volverá a su arado, el artis-ta a sus pinceles, el obrero a su taller, latierra volverá a ser fecunda y el trabajo sereanudará. Con la paz, colgaremos nues-tros fusiles y volveremos a coger nuestrasherramientas, dichosos por haber cumpli-do bien con nuestro deber. Llegará el díadonde tendremos derecho a decir: Yo soyun soldado ciudadano de la gran revolu-ción.

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Los miembros de la Comuna,Dereure, J.-B. Clément, Vermorel

Paschal Grousset, CluseretArnold, Th. Ferré

La predicción se ha cumplido: aún fue peor que ju-nio y diciembre. La culpa la tuvieron el conjunto defatalidades de la traición de la burguesía, y del escasoconocimiento de los jefes del ejército de la Comuna so-bre el carácter de los combatientes y circunstancias dela lucha.

En la alternativa, todo podía servir, tanto un verda-dero ejército disciplinado como lo quería Rossel, comoel ejército de la rebelión según lo quería Delescluze.Los fanáticos de la libertad no hubiesen podido vencerobligándose a la férrea disciplina. Hacían falta los dosejércitos, uno de latón y el otro de fuego.

Rossel ignoraba lo que es un ejército de insurrectos:él dominaba la ciencia de los ejércitos regulares.

Los delegados civiles de guerra no conocieron másque la grandeza general de la lucha: avanzar, ofrecien-do el pecho, con la cabeza alta, bajo lametralla. Era her-moso; pero ambos eran necesarios contra unos enemi-gos como los de Versalles.

Dombrowski tuvo a veces los dos.

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En una orden dada al ejército, Rossel se expresó así:

Se prohíbe interrumpir el fuego en mediode un combate, aunque el enemigo hagaademán de no seguir disparando o mues-tre la bandera blanca.Se prohíbe, bajo pena de muerte, conti-nuar disparando después de una orden dealto el fuego, o seguir marchando cuandose ha ordenado detenerse. Los fugitivos yaquellos que se queden atrás aislados, se-rán abatidos a golpe de sable por la ca-ballería, y si son numerosos, a cañonazos.Durante el combate, los jefes militares tie-nen autoridad para hacer marchar y hacerobedecer a los oficiales y soldados a susórdenes.

Si esta misma orden hubiera sido dada de modo quese comprendiera que se trataba de asegurar la victoria,aquellos a quienes ofendía la hubiesen aceptado. Indu-dablemente los rebeldes no son fugitivos; pero siendoel ejército de Versalles más numeroso, se necesitabatáctica y ardor. La Comuna no dispuso jamás de ca-ballería; tan solo algunos oficiales iban a caballo. Los

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caballos servían para los armones de artillería y otrosusos semejantes; el que ataca tiene además posibilida-des ventajosas.

A Rossel, acostumbrado a la disciplina de los ejér-citos regulares que tenía una causa penal conmutadapor la Comuna se le acusó de debilidad. No nos enten-dimos y se retiró reclamando, en el ardor de su cólera,una celda en Mazas.

Con la ayuda de su amigo Charles Gérardin, se es-capó. La Comuna lo prefería así. Fue una gran pérdida,para demostrarlo Versalles le asesinó.

El delegado civil de guerra, Delescluze, viejo poredad, joven en valor, exclamaba en su manifiesto:

La situación es grave, como sabéis; estahorrible guerra que os hacen los feudalesconjurados con los restos de los regíme-nes monárquicos ha costado ya bastantesangre generosa. Sin embargo, sin dejarde lamentar las dolorosas pérdidas, cuan-do contemplo el sublime porvenir que seabrirá para nuestros hijos, y aunque nonos estuviese permitido cosecharlo quehemos sembrado, todavía recibiría con en-tusiasmo ala revolución del 18 de mar-

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zo que ha ofrecido, a Francia y a Europa,unas perspectivas que ninguno de noso-tros se atrevía a esperar, hace tres meses.Por lo tanto ciudadanos a vuestros pues-tos. Resistid con firmeza ante el enemigo.Nuestros baluartes son tan sólidos comovuestros corazones. Por lo demás no igno-ráis, que combatís por vuestra libertad ypor la igualdad.Desde hace tanto tiempo gozáis de estapromesa: que si vuestros pechos están ex-puestos a las balas y a los obuses de losversalleses, el precio que por ello recibi-réis será la liberación de Francia y delmundo, la seguridad de vuestro hogar yla vida de vuestras mujeres y de vuestroshijos.Por lo tanto venceréis; el mundo queaplaude vuestros magnánimos esfuerzosse dispone a celebrar vuestro triunfo queserá el de todos los pueblos.

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¡Viva la República Universal! ¡Viva laComuna!

París, 10 de mayo de 1871El delegado civil de guerra

Delescluze

Nos apresurábamos, y todo estaba aún por llegar.La libertad de Nouris se decretó en los primeros días.

No volvió jamás. La demolición de la casa del señorThiers, llenó la plaza Saint-Georges del polvo de susnidos de ratas. Habría de reportarle un palacio.

Pero, ¿que importan las cuestiones de los indivi-duos? Estamosmás cerca que entonces del nuevomun-do. A través de las transformaciones que ha sufrido,moriría, si tardara en eclosionar.

En las casas de los desertores y en las más infectascasas de placer, bajo cualquier disfraz, se ocultaban losemisarios del orden.

Se creyó que se les impediría entrar, exigiéndolescarnets de identidad. Pero uno a uno, como un goteo,se infiltraban en París.

Desde el 11 de mayo, el señor Thiers había pedidoa la Asamblea, amedrentada y feroz, ocho días más deplazo para que todo se consumara.

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Había sido descubierta la conspiración de los braza-letes; aún había otras, que no se conocerían nunca.

Versalles, renunciando a comprar a los hombres queno accedían a venderse, trataba de introducir los suyosallí donde podían descubrir una consigna, abrir unapuerta.

Mal inspirados trataron de comprar por un millóny medio a Dombrowski, que advirtió de ello al Comitéde Salud Pública.

¿Cómo la gente de Versalles pudo equivocarse tan-to? Dombrowski, jefe de la última insurrección polacano podía servir a la reacción. Había resistido durantecasi un año al ejército ruso, después había hecho laguerra del Cáucaso y como general del ejército de losVosgos había demostrado que sus cualidades no teníannada que ver con las de un traidor.

Versalles, sin embargo, ganaba terreno, luego pare-cía perderlo; la rata victoriosa plantaba cara, mordien-do al gato que retrocedía.

En la tarde del 21 de mayo iba a celebrarse un con-cierto en beneficio de las víctimas de la guerra social,viudas, huérfanos y federados heridos en combate.

El número y el talento de los ejecutantes hacían detales conciertos un éxito. Agar recitaba en ellos versos

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de les Châtiments. Cantaba la Marsellesa, con una voztan poderosa que aullaba, decían los versalleses.

El domingo 21 de mayo, doscientos intérpretes for-maban una enorme masa armónica. Desde muy tem-prano, el auditorio se desbordaba, ávido de oír; sin em-bargo los corazones estaban oprimidos. Era la traiciónque se sentía llegar.

Poco antes de las cinco, un oficial de Estado Mayorde la Comuna subió al estrado y dijo: “Ciudadanos, elseñor Thiers había prometido entrar ayer en París. Elseñor Thiers no ha entrado ni entrará. ¡Os invito elpróximo domingo 28, en este mismo lugar, a nuestroconcierto en beneficio de las viudas y de los huérfanosde la guerra!” Se le aplaudió estrepitosamente.

Mientras tanto, una parte de la avanzada de Versa-lles entraba por la puerta de Saint-Cloud.

Un antiguo oficial de infantería de marina, llama-do Ducatel, traidor todavía sin empleo, vagabundeababuscando las partes débiles de la defensa de París, paracomunicárselo a Versalles. Con la escasez de hombresque teníamos, no dudaba que las encontraría. Advirtióque la puerta de Saint-Cloud carecía de defensa, y conun pañuelo blanco llamó a un puesto del ejército delorden.

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Se presentó un oficial de marina. En el mismo mo-mento, las baterías versallesas interrumpieron el fue-go, y en pequeños pelotones los soldados penetraronen París.

La interrupción del fuego no se advirtió inmediata-mente; los oídos estaban tan acostumbrados a él que,varias semanas después de la derrota, todavía creía-mos oírlo. Al fin, nos dimos cuenta de su interrupción.Unos deducían un augurio favorable; a otros les pare-cía extraño.

Reunidos en el Mont-Valérien, el señor Thiers, Mac-Mahon y el almirante Pothuau telegrafiaban a todaspartes:

21 de mayo, 7 de la tardeLa puerta de Saint-Cloud acaba de caer ba-jo el fuego de nuestros cañones. El gene-ral Douay se ha precipitado, y en este mo-mento entra en París con sus tropas.Las tropas de los generales Ladmirault yClinchamp se agitan por poder seguirlos.

A. Thiers

Veinticinco mil hombres de Versalles, por traición ysin combate, durmieron aquella noche en París.

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IV. La hecatombe

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1. La lucha en París – Eldegollamiento

Al grito de ¡Viva la República!¡Cayó el navío el Vengador!

Vieille chanson (Vieja canción)

Poco antes de la entrada de los veinticinco mil hom-bres del general Douay, un miembro de la Comuna, Le-français, al recorrer la zona de la defensa, quedó sor-prendido por el estado de soledad y abandono de lapuerta de Saint-Cloud.

Sin la casualidad que facilitó la traición de Ducatel,eran las puertas de Montrouge, Vanveas y Vaugirardlas que el conde de Beaufort había indicado al señorThiers como las más indefensas.

Lefrançais envió a Delescluze un aviso que no llegóa tiempo. Dombrowski, advertido por su parte por unbatallón de federados, envió a unos voluntarios, que

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momentáneamente detuvieron a los versalleses, ma-tándoles un oficial desde el muelle. Aquellos que hastaentonces habían creído que la batalla, entablada dema-siado tarde, volvería a comenzar, se decían ahora: ¡Pa-rís vencerá! ¡De hecho morirá invicta! Así lo habíanhecho Cartago, Numancia y Moscú, y así haríamos no-sotros.

Dombrowski envió a Montmartre uno o dos federa-dos, la señora Danguet, Mariani y yo. Teníamos quetratar de llegar para decir que había que apresurarseen la defensa.

No sé qué hora era; la noche estaba serena y hermo-sa. ¡Qué importa la hora! Lo que era preciso es que larevolución no fuese vencida, ni aún en la muerte.

En la Comuna había triunfado la desconfianza, ycuando llegó el despacho de Dombrowski, que trajoBillioray, se hizo comparecer a Cluseret, acusado denegligencia, como si tuviéramos tiempo todavía paradiscutir.

Terminada la sesión y absuelto Cluseret, ya no habíaotra preocupación que la defensa de París.

La carta de Dombrowski era explícita:

Dombrowski a Guerra y Comité de SaludPública

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Los versalleses han entrado por la puertade Saint-Cloud.Tomo disposiciones para repelerlos. Sipueden enviarme refuerzos, respondo detodo.

Dombrowski

El Comité de Salud Pública se reunió en el Ayunta-miento, y se tomaron apresuradamente las primerasdisposiciones, cada cual empleando su valor.

El degüello comenzaba en silencio. Assi, yendo porla parte de la Muette, vio en la calle de Beethoven aunos hombres que, tendidos en el suelo, parecían dor-mir. Como la noche era clara, reconoció a unos federa-dos, y al acercarse para despertarles su caballo resbalóen un charco de sangre. Los que parecían dormir esta-ban muertos; había allí un puesto entero degollado.

¿Es que elOfficiel de Versalles no había dado la señalpara la matanza? Recuérdese:

¡Nada de prisioneros! Si en el montón seencuentra un hombre de bien realmentellevado a la fuerza, le reconoceréis; entreesa gente, un hombre de bien se distingue

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por su aureola; conceded a los valientessoldados la libertad de vengar a sus cama-radas haciendo, en el lugar y en el furor dela acción, lo que a sangre fría no querríanhacer al día siguiente.

Así se resumía todo. Se persuadió a los soldados quetenían que vengar a sus camaradas; a los que llegaban,liberados de la cautividad de Prusia se les decía que laComuna se entendía con los prusianos, y los crédulosen su ira no bebieron, sino que abrevaron sangre.

Con el fin de que el ejército se negara a disparar,como en el 18 de marzo, se emborrachó a los soldadossegún la vieja receta, alcohol mezclado con pólvora ysobre todo envuelto enmentiras; al ya demasiado viejocuento del guardia móvil aserrado entre dos tablas seagregó no sé que otra historia no menos inverosímil.

París, esa ciudad maldita que soñaba con la dichade todos, en la que los bandidos del Comité Central yde la Comuna, los monstruos del Comité de Salud Pú-blica y de Seguridad no aspiraban sino a dar su vidapor la salvación de todos, no podía ser comprendidopor el egoísmo burgués, más feroz aún que el egoísmofeudal. La raza burguesa no fue grande más que me-dio siglo, apenas después del 89. Delescluze y Dijon

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fueron los últimos grandes burgueses semejantes a losconvencionales.

Los enérgicos hombres de la Comuna, cada cual ensu puesto, con el lastre del poder cayendo de sus hom-bros, el respeto a la legalidad aniquilado por el deberde vencer o morir, disipadas las imaginaciones de laeterna sospecha en la grandeza de su libertad recon-quistada, volvieron a ser ellos mismos. Las aptitudesse dibujaban sin falsa modestia, sin mezquinas vanida-des.

¡París quizá sostuviera la lucha! ¿Quién sabe?Las diez piezas de la Porte Maillot, que no habían

cesado de disparar desde hacía seis semanas, seguíanrugiendo y, como siempre, un artillero muerto sobresu batería era remplazado por otro que se precipitabaa sustituirle.

Nunca había más de dos servidores por batería.Un marino, Craon, tenía al morir los dos botafuegos

que necesitaba para dos baterías, uno en cada mano.Casi todos los héroes de aquel puesto fueron desco-

nocidos.Juntos serán vengados el día del gran levantamiento,

el día en que, en un frente de batalla tan ancho comoel mundo, la insurrección se levante de nuevo.

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Al amanecer del 21 había caído la Muette, y el ejér-cito casi rodeaba París, reuniéndose con los veinticin-co mil hombres que se habían infiltrado en la ciudaddurante la noche.

Todo lo ocurrido en aquellos días se acumula comosi en esos días, hubiéramos vivido mil años.

El toque a rebato, se oye de continuo y la generalaresuena en París.

Los federados de fuera se replegaban sobre París.¡Dudábamos de la entrada de los versalleses! El Obser-vatorio del Arco de Triunfo desmiente la noticia, perodomina la idea de defender París.

Dombrowski llega al Comité de Salud Pública a esode las tres de la mañana. Al principio no comprende laacusación, hasta que al fin se da cuenta. —¿Cómo hanpodido tomarme por un traidor? Todos le tranquilizany le tienden la mano.

Dereure, que había sido enviado junto a él, comoJohannard junto a La Cecillia, y Leo Meillet junto aWrobleski, no le había hablado con razón, de aquellasodiosas sospechas.

Vio que se seguía teniendo confianza en él; pero elgolpe quedaba asestado. Dombrowski se haría matar.

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En la alcaldía de Montmartre, La Cecillia pálido tra-tó de organizar la defensa, decidido a intentarlo todopor la lucha.

Allí estábamos varios del Comité de Vigilancia, conel viejo Louis Moreau y Chevalot.

Con Louis Moreau y otros dos, acordamos ir a in-vestigar, para hacer saltar la Buttae cuando los ver-salleses hayan entrado; porque estamos convencidosde que entrarán, aunque no dejamos de repetir: ¡Pa-rís vencerá! De lo que estamos seguros es de que nosdefenderemos hasta la muerte.

En la puerta de la alcaldía, se unen a nosotros unosfederados del 61º.

—Venga usted, me dijeron. Vamos a morir; estabausted con nosotros el primer día, también hace faltaque esté el último.

Entonces hago prometer al viejo Moreau que la But-te estallará, y me marcho con el destacamento del 61ºal cementerio deMontmartre, donde tomamos posicio-nes. Aunque pocos, pensábamos resistir bastante tiem-po.

De trecho en trecho abrimos almenas en los muroscon nuestras manos.

Los obuses, cada vez en mayor número, disparabansobre el cementerio.

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Uno de nosotros dijo que era sobre todo el tiro dela batería de la Butte, que, al ser demasiado corto, caíasobre nosotros, en lugar de llegar al enemigo; desde el17 de mayo, se había reconocido que el tiro era malo, ydurante la mañana no se había utilizado, sin duda porese motivo.

Casi todos los federados heridos lo habían sido poraquella batería, cosa que se advirtió al llevarlos a laambulancia.

Al llegar la noche, aunque éramos un puñado, está-bamos muy decididos.

Caían, a intervalos regulares, algunos obuses; comolos golpes de un reloj, el reloj de la muerte. En aquellanoche clara, embalsamada con el perfume de las flores,los mármoles parecían vivir.

Varias veces hicimos una salida de reconocimiento.El obús regular seguía cayendo, los otros variaban.

Quise volver sola. Esta vez, el obús, al caer cerca demí, a través de las ramas, me cubrió de flores; fue cercade la tumba de Murger.1 La figura blanca arrojandosobre aquella tumba unas flores de mármol hacía unefecto precioso; tiré sobre ella una parte de las mías y

1 Henri Murger fue un escritor francés del siglo XIX (1822-1861).

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la otra sobre la tumba de una amiga, la señora Poulain,que estaba en mi camino.

Al regresar al lado de mis compañeros, cerca de latumba sobre la cual yace la estatua de bronce de Ca-vaignac,2 me dijeron: “Ya no vuelve usted a moversede aquí”. Me quedo con ellos, y unos disparos salen delas ventanas de algunas casas.

Creo que está amaneciendo. Tenemos aún heridosde obús. El puñado se reduce, aquí llega el ataque; ne-cesitamos refuerzos. Alguien pregunta quién irá. Yo yaestaba lejos, pasando por un agujero de la tapia. No sécómo se puede caminar tan deprisa, y sin embargo, eltiempo se me hace largo. Llego a la alcaldía de Mont-martre. En la plaza llora un joven a quien no se quiereutilizar; no tenía ni papeles, ni nada, según me cuenta;pero no dispongo de tiempo. —Venga, le digo, y al pe-dir refuerzos a La Cecillia, le muestro al joven, que ledice ser estudiante, que no ha combatido aún y quierecombatir.

La Cecillia le mira y le causa buena impresión. Va-ya usted, le dijo. Con cincuenta hombres de refuerzo,volvemos al cementerio. El joven viene con nosotros;

2 Louis Eugêne Cavaignac (1802-1857), general y políticofrancés con tendencias republicanas.

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está contento. Delante, junto a mi, va Barois; camina-mos deprisa bajo el aluvión de balas: están batiéndoseen el cementerio. Al llegar, entramos por el agujero;allí ya no hay más que quince, y de nuestros cincuen-ta apenas quedan algunos mas: el joven ha muerto. Ca-da vez somos menos; nos replegamos a las barricadas,que siguen resistiendo.

Con la bandera roja al frente habían pasado las mu-jeres; tenían su barricada en la plaza Blanche. Estabanallí Elisabeth Dmihef, la señora Lemel, Malvina Pou-lain, Blanche Lefebvre, Excoffons. André Leo estabaen las de Batignolles. Más de diez mil mujeres disemi-nadas o juntas, combatieron por la libertad en los díasde mayo.

Yo estaba en la barricada que cerraba la entrada dela calzada Clignancourt ante el delta; allí fue a vermeBlanche Lefebvre.

Pude ofrecerle una taza de café, abriendo con tonoamenazador, el café que estaba cerca de la barricada. Elbueno del dueño se asustó, pero como nos vio reír, nossirvió bastante cortésmente, y se le dejó que volvieraa cerrar, puesto que tenía tanto miedo.

Blanche y yo nos abrazamos y ella se volvió a subarricada.

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Poco después pasó Dombrowski, a caballo con susoficiales.

—Estamos perdidos, me dijo. —¡No!, le contesté. Metendió las dos manos. Fue la última vez que lo vi vivo.

Fue a pocos pasos de allí donde le hirieron mortal-mente. Éramos todavía siete en la barricada, cuandopasó de nuevo; pero esta vez, tendido en una cami-lla, casi muerto. Le llevaban al hospital de Lariboisière,donde murió.

Pronto de los siete no quedábamos más que tres.Un capitán de los federados, alto y moreno, impasi-

ble ante el desastre, me hablaba de su hijo, un niño dedoce años a quién quería dejar su sable como recuer-do. —Se lo dará usted, decía, como si fuera posible quealguien sobreviviera.

Nos habíamos espaciado, ocupando los tres toda labarricada, yo en el centro y ellos a cada lado.

Mi otro compañero era regordete, de hombros an-chos, con el pelo rubio y los ojos azules; se parecíamucho a Poulain, el tío de la señora Eudes, pero noera él.

Aunque bretón, no era tampoco de los de Charette,y ponía en su nueva fe el mismo ardor que sin dudahabía puesto en la antigua cuando creía en ella.

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Había en aquella pálida cara la misma sonrisa de sal-vaje que tenía el negro de Issy, con sus dientes blancosde lobo. A este tampoco le habíamos vuelto a ver.

Nadie hubiera creído que éramos solo tres; seguía-mos resistiendo. De pronto, llegaron unos guardias na-cionales, interrumpimos el fuego: —¡Venid! ¡No somosmás que tres!

En el mismo momento siento que me agarran, melevantan por el aire y me arrojan ala trinchera de labarricada, como si hubieran querido matarme.

Y así era en efecto; porque se trataba de unos versa-lleses vestidos de guardias nacionales.

Un poco aturdida, siento que estoy viva, me levantoy veo que mis dos compañeros han desaparecido. Losversalleses estaban registrando las casas cercanas a labarricada. Me alejo más todavía, comprendiendo quetodo está perdido; no veía más que una barrera posible,y gritaba: —¡Fuego! ¡Hay que detenerlos con el fuego!¡Fuego! ¡Fuego! Sin embargo La Cecillia no ha recibidorefuerzos. Seguían luchando y las mujeres que no ha-bían caído en la plaza Blanche se replegaron a las máscercanas de la plaza Pigalle.

Acabábamos de levantar una barricada en las callesque están detrás de la calzada Clignancourt, amano de-recha viniendo del delta, y hubo un momento en que

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los versalleses pudieron quedar cogidos entre dos fue-gos, mientras que la gente poco expedita que estabaallí discutía ya no quedó tiempo.

A Dombrowski, después de que le llevaran al Ayun-tamiento, le trasladaron durante la noche al Père-Lachaise. Al pasar por la Bastilla, se le depositó al piede la columna donde al resplandor de las antorchasque formaban su capilla ardiente, los federados queiban a morir acudieron a saludar al valiente que habíamuerto.

Fue enterrado por la mañana en el Père-Lachaise,donde descansa envuelto en una bandera roja.

—¡He ahí a aquel a quien acusaban de traidor! di-jo Vermorel. Añadió: —Juremos salir de aquí solo paramorir.

Le rodeaban su hermano, sus oficiales y una partede sus soldados.

Batignolles y Montmartre estaban tomados, todo sevolvía un matadero: el Elysée-Montmartre rebosabacadáveres. Entonces se encendieron como antorchasles Tuileries, el Consejo de Estado, la Legión de Honory el Tribunal de Cuentas.

Quién sabe si al no tener ya su madriguera, les seríatan fácil a los reyes regresar.

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Por desgracia fueron miles y miles, los reyes de lasfinanzas que volvieron con la burguesía. Lo que se veíaentonces era sobre todo al soberano, el Imperio noshabía habituado a eso.

El despotismo comenzaba a tener múltiples ramifi-caciones, así continuó.

En cuanto el señor Thiers se enteró de la toma deMontmartre, telegrafió a su manera, a las provincias.

Pero las llamas, con sus lenguas como dardos, le en-señaron que la Comuna no habla muerto.

Es la hora donde los sacrificios ocupan su puesto,la hora también de las fatales represalias, cuando elenemigo, como lo hacía Versalles, siega las vidas hu-manas como una hoz de hierba.

En tanto que en el Père-Lachaise se saludaba porúltima vez a Dombrowski, Vaysset, que para conspi-rar mejor tenía en París siete domicilios, fue condu-cido ante toda una multitud al Puente Nuevo y fusi-lado allí por orden de Ferré, por tratar de corrompera Dombrowski. Pronunció estas extrañas palabras: “—Responderéis de mi muerte al conde de Fabrice P…,comisario especial de la Comuna”. La multitud dijo en-tonces: “Este miserable ha tratado de comprar a nues-tros jefes militares en nombre de Versalles. Así muerenlos traidores”.

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Cuando Versalles tomaba un barrio lo convertía enun matadero. La sed de sangre era tal que los versalle-ses mataron a varios de sus propios agentes que salíana su encuentro.

Los supervivientes del combate aún resistían en elDistrito XI. Varios miembros de la Comuna y del Co-mité Central se reunieron en la biblioteca. Delescluzetrágicamente se levanta, con un soplo de voz, pide quelos miembros de la Comuna, con sus fajines, pasen re-vista a los batallones. Se le aplaude.

Unos batallones se precipitan al salón, como acu-diendo al llamamiento, en tanto que el cañón truena.La escena es tan magnífica que los que rodean a Deles-cluze aún creen en la posibilidad de vencer.

Llamamos al director de ingenieros, pero está ausen-te, muerto quizá.

El Comité de Salud Pública actuará sin esperar alos ausentes; la muerte está por doquier, tenemos quecombatir hasta caer.

En el barrio Antoine hay tres baterías, en las callesde alrededor hay barricadas.

En la plaza del Château-d’Eau un muro de adoqui-nes y dos baterías.

Brunel está en el primero, Ranvier en les Buttes-Chaumont.

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Wrobleski en la Butte-aux-Cailles. Tenemos con-fianza.

Hay federados en las puertas de Saint-Denis y Saint-Martin. ¿Quién sabe si Delescluze no tiene razón? ¡LaComuna vencerá! Al menos, París morirá invicto.

Varias mujeres, cosen en silencio sacos para las ba-rricadas, agrupadas en las gradas de la alcaldía del Dis-trito XI.

En la sala de la alcaldía, se hallan los miembros dela seguridad; estarán a la altura del riesgo.

Como Delescluze, Ferré, Varlin, J.-B. Clément y Ver-morel tienen confianza (¡en la muerte sin duda!).

Una tormenta de metralla cae por todas partes, silbaterriblemente en la plaza del Cháteau-d’Eau. En estemomento aparece Delescluze.

Lissagaray, testigo de la dignísima muerte de Deles-cluze, la cuenta así:

Con Jourde, Vermorel, Theisz, Jaclard, y medio cen-tenar de federados, marchaba en dirección al Château-d’Eau.

Delescluze, dice Lissagaray, con su traje ordinario,sombrero, levita y pantalones negros, el fajín rojo ci-ñéndole la cintura poco visible, como solía él llevarlo,desarmado, apoyándose en un bastón.

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Temiendo cierto pánico en el Château-d’Eau, segui-mos al delegado, al amigo. Algunos de nosotros se de-tuvieron en la iglesia de Saint-Ambroise para cogerunos cartuchos. Nos encontramos a un negociante deAlsacia que había llegado hacía cinco días para ingre-sar en las filas que atacaban a aquella Asamblea quehabía entregado su país. Regresaba, con el muslo atra-vesado por un proyectil. Más allá, Lisbonne herido, sos-tenido por Vermorel, Theisz y Jaclard.

Vermorel cayó a su vez gravemente herido. Theiszy Jaclard le levantan transportándole en una camilla,Delescluze estrecha la mano del herido y le dirige unaspalabras de aliento.

A cincuenta metros de la barrera, los pocos guardiasque habían seguido a Delescluze se apartan, porque losproyectiles oscurecen la entrada del bulevar.

El sol se ponía detrás de la plaza. Delescluze, sin mi-rar si le seguían, continuaba al mismo paso, el únicoser vivo en la calzada del bulevar Voltaire. Llegado ala barricada, torció a la izquierda y escala por los ado-quines.

Aquel rostro austero, enmarcado en su corta barbablanca, nos aparece por última vez girando hacia lamuerte. Delescluze desapareció súbitamente; acababade caer fulminado en la plaza del Château-d’Eau.

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Varios hombres quisieron levantarle, tres o cuatrocayeron; solo se podía pensar en la barricada, reunir asus escasos defensores. Johannard, en medio de la cal-zada, levantando su fusil y llorando de cólera, gritabaa los aterrorizados: —¡No! ¡no sois dignos de defendera la Comuna!

Llovía, regresamos, dejando abandonado a los ultra-jes de un adversario sin respeto a la muerte, el cadáverde nuestro pobre amigo. No había avisado a nadie, nisiquiera a sus más íntimos. Silencioso, sin más confi-dente que su severa conciencia, Delescluze marchó ala barricada tal como los antiguosmontagnards3 subie-ron al cadalso.4

La sangre corría a raudales por todos los distritostomados por Versalles. Había lugares en que los sol-dados, cansados de tanta carnicería, se detenían como

3 Miembros de La Montagne. Grupo político de la Asamblealegislativa y de la Convención nacional de Francia, durante la Re-volución francesa. Su permanencia en la asamblea nacional duróde 1792 a 1795, fecha en la que fueron eliminados del arco parla-mentario y de la vida política. El nombre proviene del hecho deque los diputados miembros de este grupo se sentaban en los ban-cos más altos de la Asamblea.

4 Lissagaray, Hippolyte Prosper-Oliver. La comuna de París.Editorial Txalaparta 2004.

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fieras saciadas. Sin las represalias, la matanza hubierasido mayor aún.

El decreto sobre los rehenes fue lo único que impidióa Gallifet, a Vinoy y a los demás llevar a cabo el totaldegüello de los habitantes de París.

Comenzar a aplicar este decreto hizo que retiraranlos pelotones de ejecución que, que a culatazos lleva-ban a los prisioneros hasta el muro, donde se amonto-naban los muertos y los moribundos.

En Caledonia encontramos algunos de estos super-vivientes.

Rochefort cuenta lo que le dijo un compañero deruta, o más bien de jaula, en las antípodas. Contabaesto:

Acababan de ejecutar a una quincena deprisioneros. Le llegó el turno, le llevaronal muro y le vendaron los ojos con unpañuelo, pues aquellos verdugos a vecesguardaban las formas.Estaba esperando las doce balas que le co-rrespondían, haciéndosele el tiempo ya unpoco largo. De pronto un sargento se acer-có a quitarle la fatal venda mientras grita-ba a los hombres del pelotón de ejecución:

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—Media vuelta a la izquierda.—¿Qué ocurre? preguntó el paciente.—Ocurre, respondió pesaroso el tenienteencargado de dirigirla ejecución, que laComuna acaba de decretar que ella tam-bién fusilará a los prisioneros si nosotrosos seguimos fusilando, y que el gobiernoahora prohíbe las ejecuciones sumarias.Así fue como treinta federados fueron almismo tiempo que este devueltos a la vi-da, pero no a la libertad, pues se les envióa los pontones, de donde mi compañerode prisión partió al mismo tiempo que yopara Nueva Caledonia.5

Las ejecuciones sumarias se reanudaron después deltriunfo de Versalles. Los brazos de los soldados comolos de los carniceros estaban rojos de sangre. El go-bierno no tenía ya nada que temer.

Se verá cuan pequeño fue, del lado de la Comuna, elnúmero de ejecuciones, comparado con el de los trein-

5 Rochefort, H. Aventures de ma vie (Aventuras de mi vida),vol. 3.

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ta y cinco mil, oficialmente confesados, que son másbien cien mil o más.

Reconocido por un batallón al que había insultadoy acusado, gracias a numerosos testimonios, de inteli-gencia con Versalles, el conde de Beaufort fue pasadopor las armas, a pesar de la intervención de la canti-nera Maguente Guinder, Lachaise de soltera, que hizocuanto pudo por salvarle. Más tarde fue acusada de sumuerte y hasta de haber insultado su cadáver, ¡como siesta generosa mujer tuviera que sufrir un castigo porhaber querido salvar a un traidor!

Chaudey, detenido desde hacía unas cuantas sema-nas bajo la acusación de haber ordenado ametrallar ala multitud, el 22 de enero, no hubiera sido fusiladosin el recrudecimiento de las crueldades de Versalles apesar del telegrama a Jules Ferry, fechado en el Ayun-tamiento, el 22 de enero, a las 14:50 de la tarde:

Chaudey consiente en no quedarse aquí,pero tomad medidas lo más pronto posi-ble, para limpiar la plaza. Por lo demás, ostrasmito la opinión de Chaudey.

Cambon

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Y a pesar incluso de propósitos como este: los másfuertes fusilarán a los otros sin los degollamientos deVersalles, parecía menos hostil antes de su encarce-lamiento. ¡Que su muerte, como todas las demás, co-mo todas las fatalidades de la época, recaiga sobre losmonstruos que, degollando, convirtieron las represa-lias en un deber!

¡Que se registren los pozos, las canteras y el empe-drado de las calles! París entero está lleno de cadáve-res y son tantas las cenizas arrojadas al viento, que portodos sitios también han llegado a cubrir la tierra.

Los que formaban el pelotón de ejecución de los pri-meros rehenes, voluntarios feroces que hasta entonceshabían sido los hombres más tiernos, gritaban: —Yovengo a mi padre, yo vengo a mi hijo, yo vengo a loque no tienen a nadie.

¿Piensa usted que si la batalla recomienza, los re-cuerdos serán sepultados bajo tierra y que la sangrederramada no florecerá jamás?

¡La venganza de los desheredados! Es más grandeque la tierra misma.

Sobre las petroleras circulan las más locas leyendas.No hubo petroleras: las mujeres lucharon como leonas;pero solo me vi a mi misma gritando: ¡Fuego! ¡fuegoante esos monstruos!

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Desdichadas madres de familia, que no combatien-tes, que en los barrios invadidos se creían protegidaspor cualquier utensilio. Yendo en busca de alimento pa-ra sus pequeños (con un perol de leche, por ejemplo),las miraban como a incendiarias, que llevaban petró-leo, ¡y las llevaban al paredón! ¡Sus pequeños las espe-raron durante tiempo!

Algunos niños en brazos de sumadre, eran fusiladoscon ellas. Las aceras quedaban jalonadas de cadáveres.

¡Como si se hubiera podido decir a las madres: que-remos morir invictos bajo las cenizas de París!

¡El Ayuntamiento ardía como una tea! Enfrente, unmuro de llamas azotadas por el viento; el fuego venga-dor se reflejaba en los lagos de sangre, pasando bajolas puertas de los cuarteles, por las calles, por doquier.

Dos arroyos de sangre pronto bajaron del cuartelLobau hacia el Sena; corrieron rojos durante muchotiempo.

Millière cae gritando en las gradas del Panteón: “¡Vi-va la humanidad!” Este grito fue profético, es el quehoy nos reúne.

Rigaud fue asesinado en la calle Gay-Lussac, dondevivía, en la misma hora en que fue tomado el barrio. P.,aquel mismo comisario de la Comuna que asistió a laejecución de Vaysset, al pasar por la calle Gay-Lussac

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en el silencio de espanto que reinaba después de la vic-toria del orden, levantó la mirada hacia un piso, dondevivían unos amigos de Gaston Dacosta. Asomada a laventana había una persona que miraba al suelo y pare-cía indicarle algo.

Entonces, distinguió un cadáver con los brazos encruz contra la acera. Su uniforme estaba abierto, conlos galones arrancados, y los pies, blancos y pequeños,estaban descalzos, pues, siguiendo la costumbre de losversalleses, le habían descalzado. La cabeza estaba lle-na de sangre. Por un agujerito en la frente, le bajabahasta la barba y el rostro, haciéndole irreconocible.

Un testigo ocular le contó que, al llegar Rigaud de-lante de su casa, llevaba su uniforme de comandantedel batallón 114, que tenía para el combate.

Su idea era quemar los papeles que tenía en su casa.Los soldados le habían seguido por el uniforme, en-

traron casi a la vez que él, fingieron tomar al propieta-rio, un tal Chrétien, por un oficial federado, con el finde que el miedo le hiciera entregarles al que habíanvisto entrar.

Como Chrétien protestara, Rigaud le oyó y exclamó:—Yo no soy un cobarde, y tu sálvate.

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Entonces bajó tan orgulloso, se quitó el cinturón, en-tregó su sable y su revólver, y siguió a los que le dete-nían.

En medio de la calle, encontraron a un oficial delejército regular, que exclamó: —¿Y ahora quién es estemiserable? Y, dirigiéndose al prisionero, le pidió quegritara: ¡Viva Versalles!

“—Sois unos asesinos, respondió Rigaud. ¡Viva laComuna!”

Fueron sus últimas palabras. El oficial, un sargento,cogió su revólver y le disparó a bocajarro en la cabeza.La bala abrió enmedio de la frente aquel agujero negropor el que salía la sangre.

Durante mucho tiempo nadie quiso creer en lamuerte de Rigaud, algunos aseguraban hasta haberlovisto a la cabeza de su batallón; pero, como era muyvaliente, no hubo más remedio que reconocer, al au-sentarse tanto, que había muerto.

Desde la entrada del ejército de Versalles, los guar-dias nacionales del orden incitaban al ejército a la ma-tanza: unos por haber traicionado, otros por temor aque se les tomara por rebeldes. Esos imbéciles, que te-nían la misma ferocidad que los tigres, habrían dego-llado a la tierra entera.

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La mayoría, queriendo congraciarse con Versalles,delataban a los partidarios de la Comuna en los ba-rrios invadidos, haciendo fusilar a aquellos a los quedetestaban.

Los sordos disparos de los cañones, el crepitar delas balas, el lamento del toque a rebato, la cúpula dehumo atravesada de llamas, demostraban que no habíaterminado la agonía de París y que esta no se rendiría.

No todos los incendios eran obra de la Comuna, yaque algunos propietarios o comerciantes buscando ri-cas indemnizaciones por edificios o mercancías que noles valían los incendiaron.

Otros fuegos fueron provocados por las bombas in-cendiarias de Versalles.

El del Ministerio de Hacienda se le atribuyó, falsa-mente a Ferré, que no lo hubiera negado de haberlohecho: estorbaba a la defensa.

Entre los voluntarios de la matanza que dieron prue-bas de fidelidad a Versalles ayudando con las matanzasse encontraban, según dicen, un anciano antiguo alcal-de de un distrito, un jefe de batallón que traicionaba ala Comuna y simples aficionados a matar. Eran elloslos que conducían las demenciales jaurías versallesas.

La cacería de los federados se llevaba a cabo amplia-mente, se degollaba incluso en los hospitales de campa-

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ña. Unmédico, el doctor Faneau, que no quiso entregara sus heridos, fue pasado por las armas. ¡Qué escena!

El ejército de Versalles merodea tratando de rodearpor el canal, por las murallas, a los últimos defensoresde París.

La barricada del barrio Antoine cae y sus combatien-tes son fusilados. Algunos de ellos, refugiados en elpatio de la ciudad Parchappe, esperan; no tienen otroamparo. La maestra, señorita Lonchamp, les muestraun lugar en el muro por donde pueden escapar por unagujero que agrandan. Se salvan todos.

Versalles extiende sobre París un inmenso sudariorojo de sangre; queda por doblar una única esquinasobre el cadáver.

Las ametralladoras bullen en los cuarteles. Se matacomo en las cacerías; es una carnicería humana: losque, malheridos, permanecen de pie o corren contralos muros, son rematados a placer.

Nos acordamos entonces de los rehenes, de los sa-cerdotes; treinta y cuatro agentes de Versalles y delImperio son fusilados.

Hay en el otro platillo de la balanza montañas decadáveres. Pasó el tiempo en que la Comuna decía: nohay bandera para las viudas y los huérfanos, la Comu-na acaba de enviar pan a setenta y cuatro mujeres de

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aquellos que nos fusilan. No distaba de muchos días,pero no queda ya tiempo para la misericordia.

Las puertas del Père-Lachaise, donde se han refugia-do unos federados para los últimos combates, fueronatacadas a cañonazos.

La Comuna, sin municiones, está dispuesta a dispa-rar hasta el último cartucho.

El puñado de valientes del Père-Lachaise combateentre las tumbas contra un ejército, en las fosas, enlas criptas, con el sable, con la bayoneta, a culatazos.Los más numerosos, los mejor armados, el ejército queconservó su fuerza para París, aplastaba y degollaba alos más valientes.

Contra la gran tapia blanca que da a la calle del Re-pos, fusilan de inmediato a los que quedan de este he-roico puñado. Caen gritando: ¡Viva la Comuna!

Allí como en todas partes, sucesivas descargas liqui-dan a aquellos que se salvan de las primeras; algunosterminan muriendo bajo el montón de cadáveres o ba-jo tierra.

Otro puñado, los de última hora, ceñida la cinturacon el fajín rojo, marchan a la barricada de la calleFontaine-au-Roi; otros miembros de la Comuna y delComité Central van a unirse a estos, y en esa noche demuerte mayoría y minoría se tienden la mano.

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En la barricada ondea una inmensa bandera roja. Es-tán allí los dos Ferré, Théophile e Hyppolite, J. —B.Clément, Cambon, un garibaldino, Varlin, Vermorel yChampy.

La barricada de la calle Saint-Maur acababa de mo-rir; la de la calle Fontaine-au-Roi se obstina, escupien-do metralla al sangriento rostro de Versalles.

Se oye la manada furiosa de lobos que se aproxima.Ya no le queda a la Comuna más que una parcela deParís, de la calle del Faubourg du Temple al bulevar deBelleville.

En la calle Ramponneau, un solo combatiente enuna barricada detuvo por un instante a Versalles.

Los únicos que están todavía en pie, en aquel mo-mento en que calla el cañón del Père-Lachaise, son losde la calle Fontaine-au-Roi.

No tienen metralla para mucho tiempo y la de Ver-salles cae sobre ellos.

En el momento en que van a hacer sus últimos dispa-ros, una muchacha que llega de la barricada de la calleSaint-Maur les ofrece sus servicios. Quisieron alejarlade aquel lugar de muerte, pero ella se quedó a pesar deellos.

Momentos después, la barricada lanzó al aire conuna formidable explosión todo cuanto le quedaba de

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metralla, muriendo la joven en la enorme descarga,que oyeron los presos que estaban en Satory. Muchotiempo después a la camillera de la última barricada yde la última hora le dedicó J.-B. Clément la canción delas cerezas. Nadie volvió a verla.

Me gustará siempre el tiempo de lascerezas

De ese tiempo conservo en el corazón,Una herida abierta.Y la dama de la fortuna que se me ofreció.No sabría calmar mi dolor.Me gustará siempre el tiempo de las

cerezas,Y el recuerdo que conserva mi corazón.

J.-B. ClémentLa Comuna había muerto, sepultando con ella a mi-

les de héroes desconocidos.¡Aquel último cañonazo de doble carga, enorme y

grave! Comprendimos muy bien que era el final; pero,tenaces como se suele ser en la derrota, no lo aceptá-bamos.

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Como pretendí haber oído otros, un oficial que es-taba presente palideció de ira, o quizá de miedo quefuese verdad.

Aquel mismo domingo 28 de mayo, el mariscal Mac-Mahon hizo pegar estos carteles en las esquinas deldesierto París:

Habitantes de París,¡El ejército de Francia ha venido a

salvaros! París ha sido liberado; nuestrossoldados han tomado en cuatro horas las

últimas posiciones ocupadas por losrebeldes. Hoy la lucha ha terminado; elorden, el trabajo y la seguridad van a

restablecerse.El mariscal de Francia, comandante en

jefeMac-Mahon, duque de Magenta

Aquel domingo, en la calle de La Fayette, fue dete-nido Varlin. Le ataron las manos, y como su nombrellamara la atención, pronto se encontró rodeado por laaviesa multitud de los malos tiempos. Colocáronle enel centro de un piquete de soldados para conducirlo ala Butte, que era el matadero.

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La multitud aumentaba, no la que conocíamos, tu-multuosa, impresionable, generosa, sino lamultitud delas derrotas, que acude a aclamar a los vencedores y ainsultar a los vencidos, la multitud del eterno vae victis.

La Comuna estaba derribada; aquella multitud ayu-daba a los degollamientos.

Se disponían a fusilar a Varlin ante un muro, al piede les Buttes, cuando una voz exclamó: —¡Hay que pa-searlo más! y otros gritaban: —Vamos a la calle desRosiers.

Los soldados y el oficial obedecieron. Varlin, que se-guía con las manos atadas, subió la cuesta de les But-tes, bajo los insultos, los gritos y los golpes. Allí habíacerca de dos mil miserables de esos. Caminaba sin fla-quear, con la cabeza alta, cuando un soldado disparósu fusil sin obedecer a orden alguna, acabando con elsuplicio; siguieron otros. Los soldados se precipitaronpara rematarle, pero estaba muerto.

Todo el París reaccionario y papanatas, el que se es-conde en las horas terribles, no teniendo ya nada quetemer, acudió a ver el cadáver de Varlin.

Mac-Mahon, agitando sin cesar los ochocientos y pi-co cadáveres que había hecho la Comuna, legalizaba, alos ojos de los ciegos, el terror y la muerte.

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Vinoy, Ladmirault, Douay y Clinchamp dirigían elmatadero, descuartizando París, dice Lissagaray, entrecuatro mandos.

¡Cuánto más hermosa hubiera sido la hoguera quenos sepultara vivos, que aquel inmenso osario! ¡Lascenizas por la libertad arrojadas a los cuatro vientoshubieran aterrado menos a la población que esa carni-cería humana!

Los viejos de Versalles necesitaban aquel baño desangre para calentar sus viejos cuerpos temblorosos.

Las ruinas por el incendio de la desesperación estánmarcadas por un extraño sello.

El Ayuntamiento, con sus ventanas vacías como losojos de los muertos, tardó diez años para ver la llegadade la revancha de los pueblos; la gran paz del mundoque se espera todavía, y aún miraría si no se hubieraabatido la ruina.

¡De regreso de Caledonia, pude saludarla! El Tribu-nal de Cuentas y les Tuileries son aún testimonio deque quisimos morir invictos; tan solo hoy las ruinasdel Tribunal de Cuentas van a limpiarse para los tra-bajos de la Exposición.

Se subastan los frescos de Théodore Chassériau, delos que uno solo, La Fuerza y el Orden, está en buenestado. También unos lotes de árboles nacidos en las

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ruinas y cubiertos de pajarillos asustados a los que da-ban asilo. Si en lugar de los palacios hubiesen ardidolas chozas, con el fin de que nadie volviera a morir enellas de miseria, quizá hubiera sido menos fácil la ma-tanza.

No nos quejemos de la lentitud de las cosas: el ger-minal secular crece en ese mantillo de muerte.

La paciencia de los que sufren parece eterna; perotambién antes de la marejada las olas son pacientes ysuaves, retrocediendo en amplias ondas apacibles. Sonlas mismas que van a crecer, volviendo parecidas amontañas, para derrumbarse mugiendo sobre la orilla,y con ellas engullirla en el abismo.

Así lo hemos visto en el país de los ciclones. Con laimplacabilidad de las luchas de la naturaleza, hemostenido el espejismo de la batalla. El agua en los bos-ques se precipita despeñándose súbitamente, se rompey crepita como una ejecución.

Los árboles se quiebran con estrépito, las rocas seagrietan y el coro de las tempestades llena las playasen medio del profundo silencio de los seres.

Profundas caídas, desconocidos desgarramientos se-mejantes a quejas humanas se extienden acentuadastambién allí, por el cañón de alarma.

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Más alto que los cobres suenan las trompas del vien-to, y embriagadora como la pólvora está allí la electri-cidad expandida en el aire.

El oleaje ruge, lanzando a las rocas, como escalandosus blancas garras de espuma.

El océano, levantado por terribles fuerzas, se preci-pita en los abismos, como si unos brazos inmensos loalzaran y lo rechazaran del mismo modo que una ma-sa en la artesa, y con esas fuerzas terribles se desarro-llan potencias desconocidas. La oleada de sangre subemás abundante al corazón, trayendo todas esas confu-sas cosas del abismo y del pasado lejano, que vuelvena revivirse en los desencadenados elementos.

En la implacable lucha de París, la impresión era lamisma; pero era hacia adelante donde se llevaba al co-razón, en el lejano devenir del progreso.

Quizá hemos vivido así las eternas transformacio-nes.

Atraídas por la carnicería y siguiendo al ejército re-gular, una vez muerta la Comuna, se vio aparecer unpoco antes de las moscas de los osarios, a esas vam-piras, ascendiendo también del pasado lejano, quizásimplemente locas, con el furor y la embriaguez de lasangre.

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Vestidas con elegancia, vagabundeaban por la car-nicería, saciándose con el espectáculo de los muertos,cuyos ojos sanguinolentos removían con la punta desus sombrillas.

Algunas, confundidas por petroleras, fueron fusila-das sobre el montón como las otras.

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2. Los fríos despojos

París sangrando al claro de luna,Sueña en la fosa común.

Victor Hugo

En la perrera, las tardes de caza, después del evisce-rado del palpitante cuerpo todavía caliente de la piezadegollada, los criados lanzan a los perros pan mojadoen sangre. Así ofrecieron los burgueses de Versalles lasfrías vísceras a los degolladores.

Al principio, a la entrada del ejército regular, la ma-tanza en masa tuvo lugar barrio por barrio, despuésse organizó la caza del federado, en las casas, en loshospitales, por doquier.

Se cazaba en las catacumbas, con perros y antorchas;lo mismo ocurrió en las canteras de América, pero elmiedo intervino.

Algunos soldados de Versalles, extraviados en las ca-tacumbas, creyeron perecer.

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Lo cierto es que fueron guiados para salir de ellas,por el prisionero que acababan de atrapar. Al no que-rer entregarlo para que le fusilaran le perdonaron lavida, manteniéndolo en secreto: sus propios jefes leshubiesen castigado con la muerte. Difundieron sobrelas catacumbas espantosos relatos.

Por otra parte, corrió el rumor de que en las canterasde América se escondían unos federados. Entonces sefue apagando el ardor por tales cacerías, a semejanzade las del zorro en Inglaterra que marcan bastante lapauta. El animal contempla a veces pasar a los perrosy a los cazadores; otras veces, parece remiso en iniciarla carrera, para no experimentar sobre él el aliento ca-liente de los perros. El asco se apoderaba así tambiénde los hombres perseguidos.

Algunos murieron de hambre en paz, soñando conla libertad.

Los oficiales de Versalles, absolutos dueños de la vi-da de los prisioneros, disponían de ella a su antojo.

Las ametralladoras se empleaban menos que los pri-meros días. Ahora, cuando el número de los que sequería matar pasaba de diez, había mataderos cómo-dos: las casamatas de los fuertes, que se cerraban unavez amontonados los cadáveres, y el Bois de Boulogne,que al mismo tiempo procuraba un paseo.

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Al estar todo lleno de cadáveres, el olor de la inmen-sa sepultura atraía horribles enjambres de moscas so-bre la ciudad muerta. Los vencedores suspendieron lasejecuciones por temor a la peste.

La muerte no perdía nada con esto: los prisioneros,amontonados en la Orangerie, en los sótanos, en Ver-salles, en Satory, sin vendas para los heridos, y alimen-tados peor que animales, pronto fueron diezmados porla fiebre y el agotamiento.

Algunos, al distinguir a sus mujeres o a sus hijos através de las rejas, de pronto se volvían locos.

Por otra parte, los niños, las mujeres y los ancianosbuscaban en las fosas comunes, tratando de reconocera los suyos en las carretadas de cadáveres que se tira-ban sin cesar.

Con la cabeza baja, los escuálidos perros vagabun-deaban aullando. Los sables acababan con los pobresanimales, y si el dolor de las mujeres y los ancianos erademasiado ruidoso, les detenían.

En los primeros momentos había no sé qué tipode promesa de recompensar con quinientos francos aquien indicara el refugio de unmiembro de la Comunao del Comité Central. Se difundió por Francia y el ex-tranjero. Invitaban a todos los que se sintieran capacesde vender a un proscrito.

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Ya desde el 20 de mayo, el gobierno de Versalles di-rigió la siguiente carta a los representantes en los go-biernos en el extranjero:

Señor,La abominable obra de los villanos que es-tán sucumbiendo bajo el heroico esfuerzode nuestro ejército no puede ser confun-dida con ningún acto político; constituyeuna serie de crímenes previstos y castiga-dos por las leyes de todos los pueblos civi-lizados.El asesinato, el robo, el incendio sistemáti-camente ordenados, organizados con unainfernal habilidad, no deben permitir a suscómplices ningún otro refugio que el de laexpiación legal.Ninguna nación puede ampararlos bajo suinmunidad, y en cualquier territorio supresencia sería una vergüenza y un peli-gro. Por lo tanto, si llega usted a saber queun individuo comprometido en el atenta-do de París, ha traspasado la frontera de lanación ante la cual se halla usted acredita-

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do, le invito a solicitar de las autoridadeslocales su inmediata detención y a darmeinmediatamente aviso para que yo regu-larice dicha situación por una petición deextradición.

Jules Favre

Inglaterra, por toda respuesta, recibió a los proscri-tos de la Comuna; tan solo el gobierno español y elgobierno belga enviaron su conformidad a Versalles.

Sin embargo Bélgica, tras los primeros momentos,en que la casa de Victor Hugo, mal informado sobrevarias personalidades, fue asediada al ofrecer un asiloa los fugitivos, decidió, ya más enterada de los aconte-cimientos, abrir sus puertas. No volvió a cerrarlas.

Vaughan, Deneuvillers y Constant Martin represen-taban a los malhechores. La amplia hospitalidad y des-de el primer instante además, es la gloria de Inglaterradesde hace mucho tiempo ya. Igual que otras nacionesextraen del pasado las ferocidades desaparecidas, ellaextrajo esta virtud: la hospitalidad.

Todavía hoy, los proscritos que huyen de las matan-zas del sultán rojo, los torturados escapados de Mont-juich, encuentran en Londres, una piedra donde repo-

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sar su cabeza lo mismo que la encontraron los fugiti-vos de la Comuna.

Un periódico belga, La Liberté, reprodujo el dolorosorelato de un detenido en la toma de Châtillon, enviadoa Brest después de mil ofensas. Esto permitió entendera la vez el carácter de los federados y la ferocidad deVersalles. La situación quedo clara tanto para Bruselascomo para Londres.1

Después de la toma de París, aún hubo más rigor.Los soldados y los gendarmes tenían orden de que

si oían algún ruido en el interior de los vagones deganado, donde se amontonaba a los prisioneros paralas distancias largas, descargaran sus armas haciendoagujeros para la ventilación (esta orden fue ejecutada).Satory era el depósito de donde se enviaba a los prisio-neros a la muerte, a los pontones o a Versalles.

La sangre no se secaba fácilmente en el empedradode las calles, la tierra empapada no podía absorbermás.Creíamos verla aún correr púrpura hacia el Sena.

Era preciso hacer desaparecer los cadáveres. Los la-gos de Buttes-Chaumont devolvían los suyos, hincha-dos flotando en la superficie.

1 Ver apéndice 2.

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Los que habían sido enterrados apresuradamentese hinchaban bajo la tierra. Levantaban su superficie,agrietándola como el grano que germina.

Para trasladarlos a las fosas comunes, removieronlos montones más grandes de carne putrefacta. Losllevaron a todos los lugares en donde podían caber: alas casamatas, donde acabaron por quemarlos con pe-tróleo y alquitrán, y a fosas cavadas alrededor de loscementerios. En la plaza de l’Etoile se quemaron porcarretadas.

En la próxima exposición, cuando se excave el sue-lo del Campo de Marte, podrán verse los blanqueadoshuesos, calcinados, apareciendo en filas sobre el fren-te de batalla, como lo fueron en los días de mayo. Estoquizá a pesar de los fuegos encendidos sobre las largashileras donde tiraban a los cadáveres cubriéndoles conalquitrán.

Algunos se acordarán de los resplandores rojizos,del humo espeso que ciertas noches, cuando matarona París, se veía desde lejos: era la pira que exhalaba unolor infecto.

Se seguía esperando a aquellos muertos, y se esperómucho tiempo. Nos cansábamos de no ver nada. Se-guíamos esperando a pesar de todo.

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Después unas mujeres, ocultando bajo sus viejoschales unos pellizcos de semillas, las sembraron fur-tivamente sobre las fosas de los cementerios.

Brotaron ampliamente, algunas florecieron comogotas de sangre. Entonces vigilaron a lasmujeres, ofen-diéndolas groseramente. A pesar de todo las fosas es-taban siempre floridas.

Una de ellas, la señora Gentil, cuyo marido habíacombatido en el 48, y hasta quizá en 1830, dejó duranteaños la puerta de su vivienda entreabierta, de maneraque pudiera entrar sin llamar la atención.

Había sobrevivido a los días de junio, y volvió unanoche; ¿por qué no iba a volver en los días de mayo?

La señora Gentil llamaba su jardín a las flores de lastumbas, y las cultivaba para los muertos; no quería quesu marido lo estuviera. Su perro, un gran oso blanco,la aguardaba ala puerta de los cementerios; de nocheambos esperaban al amo.

La señora Gentil creyó conocer el lugar donde sehabía enterrado a Delescluze.

Se lo comunicó a su hermana, con la que se veía amenudo.

No la detuvieron, quizá se lo debió a que la veían es-perar a sumarido y así podrían detener a los dos; quizátambién se lo debió a una influyente familia que, a sus

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espaldas, se sintió conmovida por aquella obstinacióncontra la muerte.

A nuestro regreso de Caledonia, la señora Gentil, di-chosa como no lo había sido desde hacía mucho tiem-po, se estremecía aún, mientras compartía su pobre co-mercio con quienes no tenían nada, al oír unos pasosque le recordaban a los de su marido, y el perro levan-taba las orejas.

Hemos dicho que la cifra de treinta y cinco mil vícti-mas de la represión deVersalles, oficialmente aceptada,no puede considerarse real.

La carta de Benjamín Raspail a Camille Pelletan con-tiene pruebas indiscutibles, que posteriormente otrasmuchas han corroborado.

Mi querido amigo,Se hará lo imposible para establecer la ci-fra de muertos durante la matanza que si-guió a la represión de la Comuna, pero ja-más se llegará a conocer el número.En su artículo, publicado el sábado en LaJustice, dice usted que hay que calcularen más de tres mil quinientos los cadáve-res enterrados en el cementerio de Ivry.

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Puedo asegurarle que está usted particu-larmente lejos de la realidad.En efecto, solo en la inmensa fosa cavadaen lo que se llama primer cementerio pari-sino de Ivry se sepultaron más de quincemil cadáveres.Además se excavaron varias otras fosas,estimándose que contenían otros seis milcadáveres, o sea en total veintitrés mil.Por entonces, no tardé en estar bien infor-mado, y los agentes de la policía, que du-rante varios años montaban guardia paraimpedir a los parientes y a amigos colocarel menor recuerdo sobre aquella inmensafosa, decían siempre la primera cifra cuan-do se les interrogaba.Puedo incluso agregar que algunos deellos no ocultaban cuan penoso era elcumplimiento de la orden cara a los pa-rientes.La cifra de quince mil en la gran fosa ja-más se ha puesto en duda.

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En una primera campaña contra la admi-nistración de la Asistencia Pública, folletoque publiqué en 1875, citaba esta cifra enla página 9. Ahora bien, usted sabe hastaqué punto estaba al acecho el ordenmoral,para sofocar y perseguir a la menor reve-lación de la época sangrienta. Pues bien,no se atrevió a presentar ninguna impug-nación.No, jamás se sabrá el número de personasque mataron en la lucha y después de lalucha, como tampoco también la enormecifra de los que, no habiendo intervenidoen modo alguno en la Comuna, fueron fu-silados o degollados.Un detallemás conocido aún: durantemásde seis semanas, todas las mañanas, de 4a 6, se llevaban a cabo ejecuciones en elfuerte de Bicêtre.En los últimos días, las hornadas eran aúnde una treintena de víctimas.En muchos puntos de las afueras, las trin-cheras que habían levantado los prusia-

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nos sirvieron para ocultarmontones de fu-silados.

Aquí, varios puntos indicaban sin duda cosas dema-siado horribles, o un número de cadáveres demasiadoalto para que se pudiera publicar. Benjamin Raspailcontinúa así:

Después de todas las revelaciones regis-tradas desde hace unas semanas por laprensa, después de las imprudentes pala-bras pronunciadas por el señor Leroyer,no hay que olvidar, no queremos que seolvide. Pues bien, sí, estoy de acuerdo; espreciso que la justicia, que la humanidady la civilización, ahogadas en esa épocaen torrentes de sangre, recobren sus dere-chos. La verdadera investigación no pudollevarse a cabo por la magnitud del terror;ahora, puede hacerse.El primer punto que hay que establecer estodos esos lugares de ejecución donde seha ejecutado sin juicio alguno, sin levan-tar el más insignificante proceso verbal.

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Por lo tanto son después del combate, des-pués de la lucha verdaderos asesinatos, yahora conocemos suficiente a esos asesi-nos para poder castigar a algunos de losgrandes ejemplos.Le saludo att.

Benjamin RaspailDiputado y consejero general del Sena

20 de abril de 1880

¡Benjamín Raspail aún se hacía ilusiones! Cuantomás se conocen las cosas, más parece que se escondenmejor.

Camille Pelletan añade:

Varios consejeros municipales realizaronuna investigación privada sobre los resul-tados de la represión, desde el punto devista de la población obrera. Llegaron a laconclusión, si no me falla la memoria, quehabían desaparecido alrededor de cienmilobreros.2

2 C. Pelletan. La semanie de Mai (la semana de mayo).

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Cuando después de la liberación, se remueva la tie-rra para los grandes trabajos de la humanidad libre,¿habrá una sola parcela en laque no vayan mezcladaslas cenizas de las víctimas sin nombre y sin númerocuya vida se tiró para la eclosión humana?

En Caledonia ignorábamos cuánto tiempo duraronlas detenciones por los hechos de la Comuna; el últimodeportado enviado a la península Ducos llegó.

Era un viejo campesino, que estaba anonadado deque hubieran podido condenarle, siendo como era bo-napartista.

El desdichado llorabamucho, y consolándole a nues-tro modo, le decíamos que, ¡en ese caso, bien hechoestaba!

Conseguimos cambiar de tal manera las ideas delpobre hombre e incluso que tuviera valor, que en elmomento en que volvió con los otros comenzaba ya amerecer el haber venido a nuestro encuentro.

Los de Versalles, igual que habían matado al anto-jo de su ira, ahora detenían al de su imaginación. ¡Ayde aquel que tuviera un enemigo lo bastante cobardepara enviar una denuncia verdadera o falsa, firmada oanónima! Se la consideraba cierta sin examen.

El ejército había dispuesto de la vida de los parisinos,la policía dispuso de su libertad.

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Así fue hasta el momento en el que el gobierno infor-mó a los denunciantes que tenían que hacerlo con susfirmas, puesto que las prisiones rebosaban, y ya no po-dían hacer desaparecer con facilidad a los numerososdetenidos.

Todas las rastreras envidias, todos los odios ferocesse saciaron hasta ese momento.

Quizá el horror de la situación alcanzó una tan ho-rrorosa intensidad que sobrecogió a los vencedores; lasangre de mayo les subió a la garganta.

Las grandes ciudades de provincias, Francia entera,eran una inmensa ratonera.

Ciertas detenciones y hasta ejecuciones de Versalleshicieron historia.

En la noche del 25 al 26 de mayo, en el número 52del bulevar Picpus, dos viejos polacos, venidos con laemigración de 1831, tomaban el té y se contaban losacontecimientos en los que eran demasiados viejos pa-ra tomar parte. El llamado Schweitzer estaba a favor deVersalles donde tenía un sobrino al que quería mucho.El otro se llamaba Rozwadowski. Como sabían que elbarrio estaba ocupado por el ejército regular, donde elsobrino era teniente, se les ocurrió poner tres tazas enla mesa, por si se le ocurría venir.

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En tanto que los viejos conversaban apaciblemente,varios soldados preguntaban al portero, como hacíanen todas partes. Iba con ellos un oficial.

En la vivienda contigua, otros dos vecinos, que sihabían servido a la Comuna, aguzaban el oído, escu-chando a los viejos que temían pudieran denunciarles.

—¿Viven extranjeros aquí? preguntó el oficial al por-tero.

—Sí, mi oficial, dijo respetuosamente; están los vie-jos polacos del 5º.

—¡Unos polacos! Están con Dombrowski. Suba us-ted delante.

El portero obedeció.El oficial llama, y el tío sale precipitadamente; pero

no es su sobrino.—Están ustedes haciendo señales, dijo el oficial, indi-

cando las dos velas que los ancianos habían encendidoen señal de regocijo. Ustedes son parte de los bandidosde la Comuna; ¡Son todos polacos! Bajen, y deprisita(los viejos creían que era una broma). ¿Dónde está latercera persona que esconden? Porque ahí veo tres ta-zas.

Intentan dar una explicación que se toma por unaburla, les hacen bajar empujándoles por la escalera,

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tratándoles de viejos canallas, y les fusilan no lejos deallí.

Como su aureola no les permitía reconocer suficien-temente los valientes soldados hicieron, como decíaVersalles, en el furor del combate lo que al día siguienteno hubieran hecho a sangre fría. El sobrino se enteródemasiado tarde de la equivocación.

A pesar de la ratonera colocada en la casa, los otrosdos inquilinos escaparon momentáneamente.

El periódico Le Globe contó un hecho que fue repro-ducido por otros varios:

Un miembro de la Asamblea Nacional fuea ver a los varios centenares de mujeresprisioneras ya en Versalles, entre las quereconoció a una de sus mejores amigas,mujer de gran mundo, que había sido dete-nida en una redada en París y que, comolas demás, llegó a pie a Versalles.Otros, a pesar de denunciar si no ofrecíangarantías suficientes, se les fusilaba conlos mismos a quien señalaban.

Hubo episodios horribles.Le Petit Journal del 31 de mayo del 71, decía:

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Brunet estaba en casa de su amante cuan-do le fusilaron, esa mujer fue pasada porlas armas. Después de esta doble ejecu-ción, se sellaron las puertas de la vivien-da.Ayer cuando entramos en ella para ente-rrar los cadáveres, la amante de Brunet nohabía exhalado aún el último suspiro. Nose la quiso rematar, y la infeliz fue trasla-dada a un hospital.

Ahora bien, aquellos desdichados eran víctimas deun parecido, porque Brunet había podido llegar a Lon-dres.

Billioray, muerto en Nueva Caledonia, Ferré, deteni-do unos días después, y Vaillant, que pudo trasladarsea Inglaterra, fueron pasados varias veces por las armasen viva efigie. Desgraciado de aquel que se pareciera aun miembro de la Comuna o del Comité Central. Hu-bo varios sosias de Eudes, Cambon, Vallès y Lefrançais,fusilados en varios barrios a la vez.

Un mercero, llamado Constant, denunciado porenemigo, fue doblemente acusado porque se parecíaa Vaillant y porque creyeron que era Constant Martin.No se le pudo ejecutar más que una vez.

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Mientras tanto, la Asamblea de Versalles y los perió-dicos reaccionarios alababan al ejército por la sangrederramada,

“¡Qué honor! Nuestro ejército ha venga-do sus derrotas con una inestimable victo-ria”.3

El domingo 4 de junio, se hicieron colectas en todaslas iglesias para los huérfanos de la guerra. La señoraThiers y la mariscala de Mac-Mahon eran presidentasde esta obra, que continuaba la de la antigua sociedadpor las víctimas de la guerra. ¡Amarga ironía! Fueronhorribles estas etapas, donde a la inconsciente feroci-dad de la burguesía, había sucedido la fría e incons-ciente caridad.

Pero la idea no se ha perdido; otros volverán a co-gerla y la harán más grande. Ya la palabra humanidad,la última pronunciada por Millière, corre a través delmundo; esta transformación que saludó al morir seráel siglo XX.

Tras la victoria del orden, el horror era tan grandeque la ciudad natal de Courbet, Ornans, por decisión

3 Le journal des débats (El diario de los debates).

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del consejo municipal quitó la estatua del pescador delLoira.

Lo que no se podía quitar era la sangrienta señalque marcaba tan ampliamente la época que no se pudosondear entonces su profundidad.

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3. Los bastiones en Satoryy Versalles

Una inmensa masacre, un sepulcro;Una guarida

No había visto a mi madre desde hacía mucho tiem-po, y como continuaban las matanzas en Montmartre,estaba profundamente inquieta pensando en ella. Co-mo sabía dónde volver a encontrar a mis compañeros,decidí ir a su casa y contarle de nuevo el mayor núme-ro de mentiras posible, con el fin de que aceptara nosalir. ¿Me creería? ¿Estaría en su casa? Los que no hanvivido esos días ignoran estas terribles ansiedades.

Me prestan una falda gris, porque la mía está aguje-reada por la balas, y un sombrerito, ymemarcho con lamayor pinta de burguesa posible, caminando a pasitoscortos hacia la calle Oudot. En el 24 tenía mi clase, ytambién el alojamiento en que vivíamosmimadre y yo.

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Montmartre estaba lleno de soldados pero, como enmiviaje a Versalles, tampoco esta vez desperté sospechas.Nuestra vieja amiga, la señora Blin, a quien me encon-tré, me acompañó; no tenía noticias de mi madre ni dela clase, como no fuera que los niños iban normalmen-te durante los últimos días. Cuanto más me acercaba,más se me encogía el corazón por la inquietud ¡Quésepulcro era Montmartre en aquellos días de mayo!

Hombres mal encarados que llevaban brazaletes tri-colores miraban por encima del hombro. Eran los úni-cos que pasaban y hablaban a los soldados.

El patio de la escuela está desierto, la puerta cerra-da, pero no con llave. La perrita amarilla Finette aúllaal oírme. Está encerrada con el gato en la cocina, lospobres animales se ponen a chillar. Pero no veo a mimadre, le pregunto a la portera, que titubea. Al fin, meconfiesa que los versalleses han venido a buscarme yque, al no encontrarme, se han llevado amimadre parafusilarla.

Hay un puesto del ejército llamado regular en el caféde enfrente. Corro a preguntar qué han hecho con mimadre que se acaban de llevar en mi lugar.

—Va a ser fusilada ahora, me dijo fríamente uno deellos, el jefe.

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—En ese caso, comenzarán ustedes por mí, les dije.¿Dónde está? ¿Dónde están sus prisioneros?

Me dicen que en el bastión 37, y que van a llevarmeallí.

Pero sé dónde es, no les necesito, echo a correr de-lante, me siguen.

Tengo prisa por ver a mi madre, que pienso que estámuerta, y por arrojar mi vida a la cara de esos mons-truos.

En el bastión 37, en un gran patio Heno de prisione-ros, la veo con los otros, una gran cantidad de amigosnuestros. Jamás sentí mayor alegría.

Los soldados que me habían llevado le contaron loque acababa de pasar, mientras le pedía al comandan-te la libertad de mi madre puesto que acudí a ocuparmi lugar. Pareció comprenderlo, y me permitió que laacompañara hasta la mitad del camino, para asegurarque llegaría.

La pobre mujer no quería irse, pero al ver la penaque estome producía, y un poco tranquilizada tambiénpor los otros prisioneros que me habían comprendido,y por la libertad que me dieron para acompañarla, aca-bó consintiendo.

Los soldados, que venían conmigo, debían acompa-ñarla hasta la calle Oudot. Me separé de ellos a mitad

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del camino, tal como había prometido, y volví sola albastión. Aproveché el tiempo para decirle el mayor nú-mero de cosas que pude imaginar para tranquilizarla:que ya no fusilaban a las mujeres, que no pasaría másque algunos meses en la prisión, etc.; pero la había en-gañado tantas veces que ya no me creía.

—¿No tiene usted confianza en nosotros? me dijo elcomandante al verme de nuevo. —No, le contesté

Ocupé mi lugar entre los prisioneros. Había algunosde Montmartre, del Comité de Vigilancia del Club dela Revolución, y sobre todo del batallón 61.

Una bóveda de humo cubría París; el viento nostraía, como si volaran banderas negras, fragmentos depapeles quemados en los incendios, el cañón seguíatronando.

Frente a nosotros, sobre la colina, había un postedispuesto para las ejecuciones.

El comandante volvió junto a nosotros y, señalándo-me las lenguas de fuego que crepitaban entre el humo,me dijo:

—He ahí su obra.—Sí, le repliqué, nosotros no capitulamos. ¡París va

a morir!Llevaron a un joven de pelo rizado, alto, y que se

parecía a Mégy: en efecto le confundían con él.

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Gritamos: ¡No es Mégy!, pero movió la cabeza comodiciendo ¡Qué más da! Le fusilaron en el montículo ymurió con valor. Ninguno de nosotros le conocía.

Esperábamos nuestro turno.Delante nuestro esperaban una o dos filas de solda-

dos, con los fusiles cargados.Anochecía; había sitios de intensa y profunda oscu-

ridad y otros iluminados por candiles. En una cavidaduno de estos alumbraba sobre una camilla el cuerpodel fusilado.

Entre los prisioneros había dos comerciantes deMontmartre que al salir de su casa por curiosidad, paraver, habían caído en la redada. —No estamos preocupa-dos, decían; más bien estábamos en contra de la Comu-na, y no hemos intervenido en nada. Nos explicaremos,y saldremos de aquí.

Pero nosotros sentíamos que estaban tan en peligrocomo nosotros mismos.

De repente llega un Estado Mayor a caballo. El quelo manda es un hombre bastante grueso, de rostro re-gular, pero cuyos ojos iracundos parecen salirse de susórbitas. La cara está roja, como si la sangre vertida hu-biera caído sobre ella para marcarle. Su magnífico ca-ballo se mantiene inmóvil, como si fuera de bronce.

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Entonces, muy erguido sobre su montura, se llevalos puños a los costados como en un gesto de desafío,y colocándose ante los prisioneros exclama:

¡Yo soy Gallifet! Me creéis muy cruel, soy más toda-vía de lo que imagináis, gente de Montmartre.

Continúa en este tono durante un rato, sin que seaposible comprender otra cosa que no sean incoheren-tes amenazas.

Enterados de ello, nos arreglamos como podemosafín de morir convenientemente. Somos unos centena-res, y no sabemos si nos harán subir al montículo onos fusilarán juntos. Pero en cualquier caso nos sacu-dimos el polvo del pelo. He reconocido ya que todoslos del 71 teníamos cierta coquetería para el momen-to de la muerte, y al mismo tiempo, esta frase de: ¡Yosoy Gallifet!, era tan divertida que nos recuerda a unavieja canción de la época de las óperas pastoriles:

Yo soy Lindor, pastor de este rebaño.¡Qué extraño pastor, y qué extraño rebaño! Este pri-

mer verso, que me venía a la memoria no sé ni de dón-de ni como, nos hizo reír.

—¡Disparen al bulto! gritó furioso Gallifet.Los soldados, saturados de sangre, cansados de ma-

tar, le miraban como soñando, sin moverse.

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Entonces los dos comerciantes aterrados, echaron acorrer enloquecidos, atropellando a los prisioneros y alos soldados para abrirse camino.

Volviendo su ira contra ellos, Gallifet manda que lescojan y ordena que les fusilen. Gritan, debatiéndose,sin querer morir. Nos piden que cuidemos de sus hijos,como si nosotros les fuéramos a sobrevivir. Están tanenloquecidos que ni su dirección consiguen darnos.

Aunque nos esforzábamos gritando: ¡Son de losvuestros! ¡No les conocemos! ¡Son enemigos de la Co-muna! Uno de ellos fue fusilado.

No junto al poste, sino corriendo por el montículo,igual que se dispara a las piezas en las cacerías. Entre-tanto el otro se retorcía amarrado al poste, sin querermorir. Uno de ellos lanzó un grito: ¡Ay! Dicen los pre-sos que dijeron, pero yo creí que decía Ana, y que erasu hija.

Al regreso de Caledonia, después de la publicacióndel primer volumen de mis Memorias, vino a verme suhija. Hasta entonces, no supieron lo sucedido a los doshermanos.

Ahora había ya tres cadáveres en el hueco de nues-tra izquierda. Detrás estaba el muro frente al montícu-lo de las casamatas, donde el poste estaba alumbrado.Era una pértiga larga y delgada de madera blanca.

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Durante el día, aquellos dos curiosos que estabanconvencidos de librarse, habían encontrado la manerade hacerse una idea del patio. —El montículo, nos de-cían, son las casamatas. Cuando salgamos pediremosque nos enseñen el bastión. —¿Han visto ustedes algúnfuerte? decían.

—Sí, Issy, Montrouge, Vanves.Era preciso explicarles un montón de cosas.Gallifet había desparecido. Nos hicieron ponernos

en fila, unos jinetes nos flanquearon, y nos llevaron nosabe dónde. Íbamos arrullados por el paso regular delos caballos en la noche clara; en algunas plazas rojosresplandores, de vez en cuando también se oía el cañónde los hundimiento, de metralla, era lo desconocido,una bruma onírica que no dejaba escapar detalles.

De pronto nos hacen bajar por un barranco; recono-cemos los alrededores de la Muette.

Aquí es donde vamos a morir, pensábamos.Nada tan terriblemente hermoso como esta escena.Sin ser oscura, la noche no era lo bastante clara pa-

ra poder distinguir las cosas tal como son, y las vagasformas que adoptaban le pegaban a la situación. Rayosde luna se deslizaban entre las patas de los caballos,por aquel estrecho camino por el que descendíamos.La sombra de los jinetes se proyectaba sobre él como

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una franja negra al resplandor de las antorchas, y pa-recía ver sangrar las bandas rojas de los desgarradosuniformes de los federados, y los soldados parecían es-tar cubiertos por esa sangre.

La larga fila de los prisioneros serpenteaba a lo le-jos, afinándose en la cola, como se ve en los grabados.Jamás pude creer que fuera tan parecido.

Oíamos armar los fusiles, y luego nada más que elsilencio y la sombra.

—¿Usted qué piensa? me preguntó uno de los quenos conducían.

—Miro, le dije.De pronto, nos hicieron subir de nuevo, y reanuda-

mos la marcha. Después hubo un descanso bastantelargo. Íbamos a Versalles.

En efecto, llegamos a esta ciudad. Bandas de petitscrevés nos rodean, aullando como lobos; algunos dis-paran contra nosotros. A un compañero que iba cercamío le rompen la mandíbula.

Para ser justa tengo que decir que los jinetes recha-zaron a aquellos imbéciles y a las desvergonzadas queles acompañaban.

Dejamos atrás Versalles, y seguimos andando hastallegar a un otero, un muro almenado. Es Satory.

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Llovía tan fuerte que parecía que se deslizaba por elagua.

Delante de la pequeña subida, nos gritan: ¡Subid, co-mo en el asalto de les Buttes! Y subimos como a pasode carga marcado a lo lejos, por los cañonazos.

Empuñan las ametralladoras, seguimos avanzando.Una pobre vieja detenida cuenta que habían fusila-

do a su marido. Tuvimos que tirar de ella para que nose quedara atrás donde la habrían masacrado o fusila-do, dependiendo de la orden dada. Iba a gritar, despa-vorida, cuando se me ocurrió decirle: No vaya usted ahacer tonterías. Es costumbre que las ametralladorasapunten cuando se entra en un fuerte. Me creyó. Po-díamos estar tranquilos, ya no habría otro grito que elde ¡Viva la Comuna!

Entonces, retiraron las ametralladoras. Reunieron amis compañeros de cautiverio con los demás federa-dos tendidos en el lodo del patio bajo la lluvia. A lavieja la mandaron a la enfermería (parecía extraño quehubiera una enfermería en aquel lugar, que parecía unmatadero). Y amí, después que dijeron: No vale la penaregistrar a ésa; la van a fusilar mañana por la mañana.Me hicieron subir a un cuartucho junto al granero deforraje, donde ya estaban detenidas algunas mujeres:la señora Millière porque habían fusilado a su mari-

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do; las señoras Dereure y Barois, porque se creía quehabían fusilado a los suyos; Malvina Poulain, Mariani,Béatrix Excoffons y su madre, porque habían servidoa la Comuna, una anciana religiosa por haber dado debeber a varios federados que iban a morir.

Otras dos o tres, que no sabían por qué; incluso unade ellas, ignoraba si estaba detenida por la Comuna opor Versalles.

En el extremo opuesto de la habitación había otrogrupo de mujeres que metieron con nosotras para po-der decir que eran de las nuestras; para devolver lapelota por mi parte aseguraba, que eran mujeres deoficiales de Versalles.

Estas desgraciadas utilizaban para sus abluciones,más extrañas que las del doctor Grenier,1 dos bidonesde agua amarillenta, cogida del charco del patio, y quellevaban allí para beber.

En aquel charco, los vencedores se lavaban sus san-guinolentas manos y hacían sus porquerías.

Los bordes tenían una espuma rosa.

1 Primer diputado musulmán de la historia de Francia. Co-mo consejero municipal se interesó por las cuestiones de higienepública y de ayuda a los más necesitados, gracias a su estatus demédico.

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Cerca de ese charco pensaba en esos hombres queantaño nos llamaban sus queridos hijos y a quienesla locura del poder convertía en estranguladores de laRevolución.

En cuanto a Pelletan, se había retirado antes de lamatanza.

Durante la noche, Excoffons y su madre habían sa-cado de los bolsillos unas medias secas para sustituira las mías que estaban empapadas. Me hicieron qui-tarme la falda que chorreaba. Me reproché estar tancómoda mientras mis compañeros de infortunio esta-ban bajo la lluvia. Estábamos acostadas en el suelo y,mientras hacíamos añicos los papeles que Béatrix Ex-coffons y yo llevábamos en los bolsillos, tuve la satis-facción de poder dar a la señora Dereure y a la señoraBarois noticias de sus maridos, a quienes ellas creíanmuertos. Yo los había visto después. Ala pobre señoraMillière no tuve nada que decirle. Por la mañana nosdieron un pedazo de pan de asedio a cada una, y medijeron que no se me ejecutaría hasta el día siguiente.

—¡Como ustedes gusten! contesté.Pasaron los días. La Comuna había muerto desde ha-

cía mucho tiempo. Habíamos oído su agonía con el úl-timo cañonazo el domingo 28. Vimos llegar un convoyde mujeres y de niños, que se enviaron a Versalles al

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estar Satory demasiado lleno, excepto a algunas de lasmujeres, las más culpables, a quienes dejaron con no-sotras. Eran cantineras de la Comuna.

No se puede imaginar nada más horrible que las no-ches de Satory. Podían entreverse, por una ventana ala que no nos podíamos asomar bajo pena de muerte(no valía la pena molestarse), cosas como no se habíanvisto nunca.

Bajo la intensa lluvia, de cuando en cuando, al res-plandor de un farol que alguien levantaba, aparecíanlos cuerpos tendidos sobre el lodo, en forma de sur-cos o de olas inmóviles si se producía un movimientoen la espantosa superficie sobre la que corría el agua.Oíamos el ruidillo seco de los fusiles, se veían resplan-dores y las balas se desgranaban sobre aquel montón,matando al azar.

Otras veces, gritaban los nombres, se levantaban yseguían a un farol que iba delante, llevando los prisio-neros al hombro la pala y el pico para cavar ellos mis-mos sus tumbas, seguidos de soldados: el pelotón deejecución.

El cortejo fúnebre pasaba, oíamos las detonaciones,y todo había terminado aquella noche.

Una mañana me llaman, todas nos estrechamos lamano creyendo no volver a vernos; pero no fui lejos,

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solo hasta un despacho, poco más allá de la puerta. Unhombre estaba sentado en él, ante una mesita. Comen-zó a interrogarme.

—¿Dónde estaba usted el 14 de agosto? me pregun-tó.

Cruelmente, le pedí que me explicara lo que habíaocurrido el 14 de agosto, después le dije: —¡Ah! ¡Lo deLa Villette! Yo estaba delante del cuartel de bomberos.

Iba escribiendo, bastante cortés, por mi parte le con-testaba con una granmoderación, divirtiéndome comouna colegiala haciendo una travesura.

—Y ¿estaba usted en el entierro de Victor Noir?, vol-vió a preguntarme.

Sus mejillas comenzaban a sonrosarse.—Sí, contesté.—¿Y el 31 de octubre, y el 22 de enero, en el Ayunta-

miento?—¿Qué ha hecho durante la Comuna?—Estaba en las compañías de marcha.Fue paulatinamente enrojeciendo de cólera. Enton-

ces aplastando la pluma contra el papel, dijo:—¡Esta mujer, a Versalles!Fueron todas interrogadas, unas porque habían per-

tenecido a la Comuna otras porque eran mujeres defusilados, nos enviaron a Versalles.

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En nuestra fila aun había una o dos figurantas deaquellas que habíamos encontrado en Satory y que allítodavía estaban juntas, pero con mayor decoro. ¡Erapreciso, me había dicho el que interrogaba, sacar a laluz los crímenes de la Comuna! Por lo que nos encon-tramos con un gran número de esas desdichadas en laprisión des Chantiers.

En el camino de Satory a Versalles, una mujer enfu-recida, con la boca abierta para que saliera la oleada deinsultos que vomitaba sobre nosotras, intentaba tirár-senos al cuello: le habían dicho que habíamosmatado asu hermana. De repente, lanzó un grito; una prisioneradetenida por casualidad lanza otro: ¡era su hermana, ala que desde hacía varios días había buscado en vano!¡Perdón, perdón!, nos gritaba, mientras se alejaba anteel rechazo de los soldados.

Llegamos a la prisión des Chantiers. Entramos, poruna puerta acristalada en su parte superior, en un granpatio y de allí a una primera sala donde había gran nú-mero de niños prisioneros. Por una escalera y un aguje-ro cuadrado subimos al cuarto superior; era el nuestro,la prisión de las mujeres. Una segunda escalera de ma-dera, frente a la primera, conduce a la instrucción, querealiza el capitán Briot.

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Como siempre, encontramos a las figurantas pues-tas ex profeso entre nosotras, en la prisión des Chan-tiers.

En aquellos primeros tiempos, sobre todo, no erauna prisión cómoda.

De día, si queríamos sentarnos, teníamos que ha-cerlo en el suelo; los bancos no llegaron sino muchodespués. Los del patio se colocaron, me parece que apropósito, con motivo de las fotografías que nos tomóAppert, fotografías vendidas en el extranjero, que ilus-traban un volumen histórico en el que aparecían coneste pie de página: “Petroleras y mujeres cantantes”.Nuestros nombres figuraban a cada lado de la foto deAppert cosa que tranquilizó a nuestras familias.

Al cabo de quince días o tres semanas, nos dieronun haz de paja para dos: hasta entonces habíamos dor-mido, como en Satory en el suelo. Añadieron al pande asedio, hasta entonces nuestro único alimento, unalata de conservas para cuatro.

¿Será que Versalles empieza a tener miedo? pensá-bamos, asombradas de aquella repentina generosidad.

Pero nuevas prisioneras que llegaban cada día, nosdecían que el terror era más violento que nunca. Habíatantos muertos en las prisiones que mucho se temía elexceso de cadáveres.

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De noche, por encima de aquella morgue que pare-cían formar nuestros cuerpos, losmantones y otros tra-pos colgados en cuerdas por encima de nuestras cabe-zas revoloteaban al viento que entraba por todas par-tes. A la luz humeante de los candiles, colocados enambos extremos de la nave, junto a los centinelas, ad-quirían la apariencia de alas de pájaro.

Aquellos harapos, que nos quitábamos para dormirpor temor a estropearlos más todavía eran la única ro-pa que teníamos. Aunque hubiéramos tenido otra ha-bría sido imposible ponérnosla delante de los soldadosyendo y viniendo, llamando a las miserables que, a pe-sar de nuestras recriminaciones, seguían manteniendocon nosotras.

Apenas dormíamos a causa de las chinches que senos habían agregado y aquella morgue parecía al ama-necer un campo después de la siega.

Las espigas aplastadas y vacías de los delgados ha-ces de paja se doraban y brillaban como un campo as-tral.

A pesar de todo, charlábamos y reíamos, y las reciénllegadas nos daban noticias de los nuestros.

Por los raros permisos de salida temporal que con-cedían a algunas podíamos tener algunos encargos. Yopude enviarle a mi madre el mensaje de que estaba per-

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fectamente de salud y que me sentía muy bien; pero yano me creía y se informó por otro lado.

Sobre el suelo serpenteaban hilillos plateados, for-mando corrientes entre verdaderos lagos del tamañode hormigueros y llenos como los arroyuelos de unhormigueo nacarado.

Eran piojos enormes, de lomo erizado y un pocoabombado, algo parecidos a jabalíes del tamaño demoscas diminutas. Había tantos que se oía su hormi-gueo. Las detenciones al azar no faltaban: una sordo-muda pasó allí unas cuantas semanas por haber grita-do: ¡Viva la Comuna!

Una mujer de ochenta años, por haber levantado ba-rricadas, era paralítica de ambas piernas.

Otra, anciana también, del tipo de la edad de piedra,mezcla de astucia y de candidez, estuvo dando vueltasalrededor del hueco de la escalera durante tres días,con un cesto en un brazo y un paraguas en el otro.

En el cesto llevaba unos ejemplares de una cancióncompuesta por su maestro, un hombre de letras, segúndecía ella. La pobre para conseguir pan vendía aquellacanción que se creía compuesta a la gloria de la Co-muna. ¡Era a la de Versalles! Enchironaron a la buenamujer y el viejo esperaba desde entonces.

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Al principio, pretendían que decíamos aquello conmala intención. Entonces le llevé al instructor uno delos ejemplares de la canción que empezaba así:

¡Gallardos caballeros de Versalles, entrad en París!

No había manera de negarlo: estaba impreso. Ha-bían gastado en ello sus últimos céntimos, con la es-peranza de duplicarlos.

Tuvieron que rendirse a la evidencia. La anciana, fe-liz iba a bajar la escalera con su cesto y su paraguas;se paró y dijo, creyendo adularnos: —Si la Comuna hu-biera ganado, habríamos puesto:

¡Gallardos caballeros de París, entrar en Versalles!Sin duda, colaboraba con su maestro.Otra broma des Chantiers era verlos domingos, en-

tre las desvergonzadas que acudían con los oficiales,como algunas curiosas y bobas burguesas, arrastrabanla cola de sus vestidos por los hormigueros de los quehe hablado. Una de ellas, con un perfil griego soberbio,pero muy presumida, me preguntó muy cortésmentesi sabía leer bien. —Un poco, le contesté. —Entonces, levoy a dejar un libro para que converse usted con Dios.

—Déjememejor el periódico que le asoma por el bol-sillo, le contesté. El buen Dios es demasiado versallés.

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Me volvió la espalda; pero vi en su mano, el periódi-co que le pedía alargándomelo por detrás.

Por lo visto no era ni tan estúpida, ni tan torpe comocreí.

¡Un periódico! ¡Le Figaro! Íbamos a enterarnos denuestros crímenes, y sobre todo si había otros amigosdetenidos.

Nos lo pasamos de mano en mano, porque no lo po-demos leer en aquel momento, es hora de visita; perosabemos que hay un periódico.

Mientras tanto, con un pedazo de carbón que encon-tré, dibujo en la pared la caricatura de los visitantes, lobastante parecidas para enfurecerles.

Mis delitos se acumulaban. Sobre aquella misma pa-red escribí además que reclamábamos la separación delas damas versallesas que nos habían agregado paramancillar la Comuna.

En tercer lugar, había tirado una botella de café a lacabeza de un gendarme que quería quitármela, y queme había pasado mi madre por la claraboya de la puer-ta del patio. No quería que me la quitaran hasta que lapobre mujer se hubiera marchado.

Llamada al despacho del capitán Briot, rematé misfechorías diciendo: —Lamento haber obrado así con unpobre hombre, pero es que allí no había ningún oficial.

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Como no fui la única que confesó tantas atrocidades,hicieron la lista de las peores, las cabecillas, como se lesllama.

Desde que me encarcelaron, me estaban preguntan-do si tenía parientes en París, y con el fin de que no lesdetuvieran invariablemente contestaba que no.

Un día, después de la misma pregunta y tras la mis-ma respuesta, el capitán Briot me dijo: —¿No tiene us-ted un tío?

—No, volví a contestarle. Pero al estar de pie junto ala mesa veía de reojo como había sacado una carta delsobre. Mi tío había sido detenido, pero no quería quecambiara en nada mi manera de actuar. Haría como sino lo hubiera sido.

Mis dos primos, Dacheux y Laurent, estaban deteni-dos también; el primero tenía cuatro niños pequeños.

—Como ve usted, le dije a Briot, tenía razón en negara mi familia, ya que los detienen a todos.

La madre de Excoffons nos llamó un día como adiez de nosotras junto a ella. Nos sentamos en el sue-lo y, con mil precauciones para no llamarla atención,nos mostró unos naipes (cosa prohibida), ordenadosde cierta manera.

Una recién llegada, a la que sin duda registraronmal,le había hecho aquel regalo.

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—Yo no creo en esto, dijo; pero es curioso.¡Qué terrible revancha de la Comuna sobre el ejér-

cito y la magistratura, una victoria popular! Y leyendoen su pensamiento mucho más que en las cartas, decía:—Dentro de mucho, mucho tiempo, ¡qué terrible va aser!

En aquel momento, comenzaron a llamar a las peo-res, para enviarlas al correccional de Versalles.

¡Michel Louise!¡Gorget Victorine!

¡Ch. Félicie!¡Papavoine Eulalie!

Al pronunciar este nombre, el que pasaba la lista al-zó el tono: la pobre muchacha ni siquiera era parientedel célebre Papavoine, pero causaba efecto en el marcode la acción. Eramos cuarenta. El teniente Marceron,para inaugurar su puesto de director de la prisión desChantiers, comenzaba por esta acción.

Llovía a cántaros, esperábamos en fila en medio delpatio. Marceron vino a disculparse, dirigiéndose a míque pasaba por ser la peor de todas. Le dije que, tratán-dose de Versalles, prefería que fuera así.

En el correccional, el régimen de las cuarenta peoresse encontró singularmente suavizado: nos facilitaron

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baños y ropa interior, y se nos permitió ver a nuestrosparientes.

Marceron no ganó con ello sino cambiar de caras.Las prisioneras que nos reemplazaron se revolvíanigual que nosotras, incluso más que nosotras porquese puso a azotar con cuerdas a los niños, cosa que lospredecesores no habían hecho.

El pequeño Ranvier entre otros, de doce años, fuegolpeado porque se negaba a denunciar el esconditede su padre. —No lo sé, decía, pero si lo supiera, no selo diría.

Las pobres mujeres que o estaban o se volvían locastampoco fueron olvidadas. Las nuevas presas las cuida-ban como teníamos por costumbre, sin inquietarse porsus gritos de espanto. Veían por doquier y sin cesar lashorribles escenas que les habían hecho perder la razón.Había que darles de comer como a niñas pequeñas.

Un día dijeron, que las desgraciadas mujeres fuerontrasladadas a manicomios.

Las señoras Hardouin y Cadolle escribieron la es-pantosa historia de la prisión des Chantiers bajo el te-niente Marceron.

En aquel lugar nació la pequeña Leblanc, que algu-nos meses más tarde viajaría en brazos de su madre, aCaledonia en un barco del Estado, la fragata Virginie.

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A fin de año, la prisión des Chantiers fue destinadaa los hombres. Todas las cárceles rebosaban. Las mu-jeres que todavía estaban allí fueron trasladadas al co-rreccional de Versalles.

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4. Las prisiones deVersalles – Los paredonesde Satory – Los juicios

Ningún soplo humanoEstá escrito.

Louise Michel

En el correccional de Versalles era posible, con cier-ta habilidad, obtener noticias de los hombres deteni-dos en las demás prisiones, al menos todavía estabanvivos.

Sabíamos que estaban ya procesados desde hacía al-gún tiempo Ferré, Rossel, Grousset, Courbet y GastonDacosta, encerrados en el mismo corredor que Roche-fort, que les precedió.

Sabíamos quienes habían podido escapar del mata-dero, aquellos de los que nada se sabía, puesto que cada

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día llegaba con nuevas detenciones. Cuando la policíay los delatores eran insuficientes, se empleaban otrosmedios. Ocurría con bastante frecuencia, ya que poli-cías y delatores han gozado siempre del monopolio dela estupidez.

Odysse Barot cuenta como fue la detención de Th.Ferré:

El padre se había ido a su trabajo coti-diano. Allí no quedaban más que dos mu-jeres: la anciana madre y la joven herma-na del hombre que buscaban.Esta última, Marie Ferré, estaba en la ca-ma gravemente enferma, con una fiebremuy alta.Se dirigen a la señora Ferré, abrumándolaa preguntas. La intimidan para que reve-le el escondite de su hijo. Afirma que loignora y que, por otra parte, aunque lo co-nociera, no se puede exigir a una madreque denuncie a su propio hijo. Aumentanlas presiones, empleando sucesivamenteel halago y la amenaza.

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—Deténganme si quieren; pero yo no pue-do decirles lo que ignoro, y no serán tancrueles como para arrancarme del lechode mi hija.La pobre mujer solo de pensarlo temblabade pies a cabeza. Uno de los hombres dejóescapar una sonrisa; acababa de ocurrírse-le una diabólica idea.—Ya que no quiere usted decirnos dóndeestá su hijo, nos llevaremos a su hija.Del pecho de la señora Ferré escapó ungrito de desesperación y de angustia. Susruegos y sus lágrimas no valen de nada.Empiezan a levantar y a vestir a la enfer-ma, a riesgo de matarla.—Valor madre, dijo entonces la señoritaFerré; no te aflijas, que seré fuerte, y nome pasará nada. No tendrán más remedioque soltarme.Vamos a llevárnosla.Ante la espantosa alternativa de enviar suhijo a la muerte, o matar a su hija dejan-do que se la lleven, enloquecida de dolor,

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a pesar de las señas de súplica que le diri-ge la heroica Marie, la desdichada madrepierde la cabeza, vacilando.—¡Galla, madre, calla! murmura la enfer-ma, y se la llevan.Pero era demasiado para el pobre cerebrode la madre.La señora Ferré se desploma. Le sube unafiebre altísima y pierde la razón. Empie-za a decir por su boca frases incoherentes.Los verdugos acechando escuchan la másmínima palabra que pueda servirles de in-dicio.En su delirio, la desdichada madre deja es-capar repetidas veces estas palabras: calleSaint-Sauveur.¡Ya está! No hacía falta más. Mientras dosde aquellos hombres vigilan la casa de Fe-rré, los otros corren a toda velocidad pa-ra coronar su obra. Acordonan la calleSaint-Sauveur registrándola, y detienen aThéophile Ferré. Le fusilan unos mesesdespués.

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Ocho días después de la horrible escenade la calle Fazilleau, liberan a la valerosaniña. Pero no le devolvieron a su madreque enloqueció, muriendo enseguida en elmanicomio de Sainte-Anne.1

Detuvieron al padre, y así permaneció hasta despuésdel asesinato de Ferré. Solo Marie ganaba para sus que-ridos prisioneros.

Al detener a varios miembros de la Comuna y delComité Central, se creyó que les juzgarían; para empe-zar no pasó nada de eso. El gobierno quería calentarlos ánimos para el momento de las sentencias, hacien-do comparecer primero, no a las mujeres que hubiesenclaramente reivindicado sus actos, sino a otras infeli-ces cuyo único crimen era haber sido abnegadas cami-lleras, recogiendo y curando a parisinos y versalleses,con el mismo cuidado. Para ellas, eran heridos y eranlas hermanas de aquellos desdichados.

Eran cuatro: Elisabeth Retif, Joséphine Marchais,Eugénie Suétens, Eulalie Papavoine, de ningún modopariente, como hemos dicho, del famoso Papavoine.

1 Barot, Odysse. Dossier de la magistrature (Expediente de lamagistratura). N. de A.

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Pero por doquier ponían de relieve este nombre,reaccionarios, imbéciles y gobernantes lo aireaban encualquier ocasión.

Jamás se habían visto antes de la noche que precedióa su detención.

Al replegarse los federados a otro barrio, fue cuan-do ellas se encontraron en una casa, donde pasaron lanoche. No sé si allí había también algunos heridos.

Vencidas por el sueño, se acostaron por parejas enun colchón en el suelo, en el que durmieron por turnos.

La acusación se obstinaba en afirmar que fue aque-lla noche cuando juntas provocaron el incendio, lo queno les impidió dormir, ¡ya que estaban borrachas! ¡Pue-de que estuvieran ebrias, en efecto, de cansancio y dehambre!

Varios improvisados soldados fueron sus defenso-res: tres solicitaron ausentarse durante el juicio, y seles concedió, y un suboficial que defendía a EugénieSuétens se limitó a decir: —Me remito al buen juiciodel tribunal.

Aquellas abnegadas mujeres contestaron con pala-bras justas; pero no se atrevieron a arrojar a la carade los jueces más que su honestidad, garantía de laverdad: que habían curado a los heridos sin mirar sipertenecían al ejército de la Comuna o al de Versalles.

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¡Por consiguiente fueron condenadas a muerte!Los soldados a los que habían cuidado se asombra-

ron de la condena, del mismo modo que se extrañabanque por el lado de la Comuna, se condujera a los heri-dos al hospital en lugar de rematarlos.

Hasta el juicio a losmiembros de la Comuna, se tuvomucho cuidado en no hacer comparecer a quienes hu-biesen dado justa réplica a las grotescas acusaciones ya las infames leyendas cuidadosamente recogidas poralgunos escritores, a la cabeza de los cuales estabanMáxime DuCamp y otros.

Los federados esperaban por todos lados, en las pri-siones, en los pontones, en los fuertes. Tenían la espe-ranza de poder debilitar su valor.

Las ratas, las chinches y la muerte solo fulminabana los desdichados detenidos entre la multitud. De igualmodo que otros habían sido fusilados en el acto.

Las estadísticas oficiales declararonmil ciento seten-ta y nueve muertos, entre los detenidos y dos mil en-fermos.

¿Contaban a los ejecutados en Satory en los prime-ros días, a los desconocidos muertos a golpes porqueno podían seguir la marcha de los prisioneros, que eraregulada por el paso de los caballos?

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¿Y el número de aquellos a quienes el horror de lovisto hizo enloquecer?

Cuando por la instrucción del proceso me recondu-jeron a la prisión des Chantiers durante algunas horas,me enteré de que habían sacado a las locas para llevar-las, según decían, a un manicomio.

Nadie pudo comprobarlo; no sabíamos sus nombres,ni siquiera la mayoría de ellas lo sabían ya.

Al fin apareció una disposición del gobernador deParís anunciando el proceso de los miembros de la Co-muna y del Comité Central caídos en poder del enemi-go.

Ellos responderían.Los acusados estaban clasificados en el siguiente or-

den: Ferré, Assi, Urbain, Billioray, Jourde, Trinquet,Champy, Régère, Lisbonne, Lullier, Rastoul, Grous-set, Verdure, Ferrat, Deschamps, Clément, Courbet, Pa-rent.

El tercer consejo de guerra ante el cual debían com-parecer, estaba así compuesto:

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Merlin, coronel, presidente.Gaulet, jefe de batallón, juez.De Guibert, capitán, juez.Mariguet, juez.Cassaigne, teniente, juez.Léger, subteniente, juez.Labat, ayudante suboficial.Gaveau, jefe de batallón del 68° deinfantería.Senart, capitán, suplente.

El proceso comenzó el 17 de agosto, celebró diecisie-te sesiones.

Se prepararon trescientos asientos para la Asambleade Versalles.

Dos mil asientos fueron reservados a un escogidopúblico. Los degolladores del ejército regular, en pleno,ofrecían las yemas de sus dedos enguantados a muje-res ricamente vestidas y, curvando la espalda, las con-ducían a su asiento, saludando.

A Jos miembros de la Comuna se les negaba el gra-do de presos políticos, que se les reconoció luego, ensu ignorancia, al condenar a la deportación simple aalgunos de ellos, pena esencialmente política.

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Los informes de los policías habían sido acumula-dos, bajo la dirección del señorThiers, en un expedien-te espantoso y burlesco. Trabajo elaborado proporcio-nalmente al tamaño de aquel a quién se le encargó. Erael jete de batallón Gaveau, salido no hacía mucho deun manicomio, que remató la acción, poniendo en ellaun sello de demencia.

La prensa reaccionaria lanzó tantos alaridos entorno a las acusaciones, que todos los espíritus libresen el extranjero se indignaron.

Para el Standard de Londres, enemigo hasta enton-ces de la Comuna, no había nada más repugnante quela actitud de la prensa francesa del demi-monde entorno al proceso.

Como Ferré no quería defensor, el presidente nom-bró de oficio al abogado Marchand, que tuvo la hon-radez de limitarse a que Ferré leyera sus conclusiones.Sin embargo, a través de las odiosas interrupciones deltribunal y las vociferaciones del público, tan adecuada-mente escogido, no pudo hacerlo totalmente. Así fuecomo comenzó y terminó Ferré:

Después de la firma del tratado de paz,consecuencia de la vergonzosa capitula-ción de París, la República estaba en peli-

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gro. Los hombres que habían sucedido alImperio, derrumbado en el lodo y la san-gre, se aferraban al poder y, aunque ago-biados por el desprecio público, prepara-ban en la sombra un golpe de Estado, in-sistiendo en negar a París la elección desu consejo municipal.

Los periódicos honrados y sinceros se ce-rraban; los mejores patriotas habían sidocondenados a muerte. […], los monárqui-cos se preparaban para el reparto de losrestos de Francia. Finalmente, la noche del18 de marzo, se creyeron preparados e in-tentaron el desarme de la Guardia Nacio-nal y la detención en masa de los republi-canos.

Su tentativa fracasó ante la oposicióncompleta de París y la deserción de sus

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soldados; huyeron entonces, y se refugia-ron en Versalles. En París, abandonadosa su propia suerte, los honrados y valero-sos ciudadanos trataban de devolverle elorden y la seguridad.Al cabo de varios días, se llamó a la po-blación al escrutinio, la Comuna quedó asíconstituida.El deber del gobierno de Versalles era re-conocer la validez de ese voto y aliarsecon la Comuna para restablecer la concor-dia. Muy al contrario, y como si la guerraextranjera no hubiera causado ya suficien-tes miserias y ruina, añadió la de la gue-rra civil; respirando solo odio y venganza,atacó París y la sometió a un nuevo ase-dio. París resistió dos meses y fue enton-ces conquistado. Durante diez días, el go-bierno autorizó la masacre de los ciudada-nos y los fusilamientos sin juicio previo.Estas funestas jornadas nos reportan a lasde la Saint-Barthélemy.2 Se ha encontrado

2 La Masacre de San Bartolomé fue el asesinato en masa de

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la forma de sobrepasar junio y diciembre.¿Hasta cuándo se seguirá ametrallando alpueblo?Como miembro de la Comuna de París,estoy en manos de sus vencedores. Quie-ren mi cabeza, que la tengan. Nunca sal-varé mi vida por cobardía; he vivido librey quiero morir así.Añado solo una palabra: la fortuna es ca-prichosa; confío al porvenir el cuidado demi memoria y de mi venganza.

Después de este manifiesto, interrumpido a cada pa-so por insultos, en el que incluso aquellos que apelabana la legalidad obligadamente reconocían los hechos, yque causó en Londres una profunda impresión, el pre-sidente Merlin lanzó este abominable insulto: ¡La me-moria de un asesino! y el delirante Gaveau añadió: es apresidio a donde hay que enviar semejante manifiesto.

—Todo eso, volvió a decir Merlin, no responde a loshechos por los que esta usted aquí.

hugonotes (cristianos protestantes franceses de doctrina calvinis-ta) durante las guerras de religión de Francia del siglo XVI. Los he-chos comenzaron en la noche del 23 al 24 de agosto de 1572 en Pa-

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Ferré terminó con estas palabras: —Eso significa queacepto el destino al que me condenan.

La Comuna quedaba glorificada, pero Ferré estabaperdido.

El abogado quiso levantar acta de las palabras deMerlin: la memoria de un asesino, la concurrencia vo-ciferó, y Merlin, insolente respondió: —He utilizado laexpresión de la que habla el defensor, el consejo haceconstar en acta sus conclusiones.

Pero Ferré no quería discutir su vida.Sin su prodigiosa memoria, Jourde a causa de su des-

comunal honradez en el asunto del banco hubiera pa-sado por un ladrón. Hicieron desaparecer sus cuentas,pero él las restableció de memoria, con tal claridad quedebió llenar de vergüenza al tribunal, Claro que la ver-güenza no la conocen ciertas personas.

Los mil francos que cada uno de los miembros dela Comuna había empleado para las necesidades delmomento serían ridículas si las comparamos con losmillones hoy derrochados por los gobernantes, en via-jes de placer y otras cosas peores, Champy y Trinquetreivindicaron el honor de haber cumplido su mandatobasta el final.

rís, y se extendieron durante losmeses siguientes por toda Francia.

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Urbain salió limpio del complot urdido contra él,con ayuda deMoutaud, al que Versalles envió para trai-cionarle.

Las infames interioridades del gobierno fueron pu-blicadas con detalle por la prensa de Europa, y se pudover en su revolucionaria honradez, a los hombres de laComuna. ¡Pero que cara pagaron esta escrupulosa hon-radez que les había impedido restituir a la multitud, odestruir, el eterno becerro de oro, la banca!

Las sentencias fueron las siguientes:

Condenados a muerte: Th. Ferré, Lullier;Trabajos forzados a perpetuidad: Urbain,Trinquet;Deportados a fortalezas: Assi, Billioray,Champy, Regére, Ferret, Verdure, Grous-set;Deportación simple: Jourde, Rastoul;Seis meses de prisión y quinientos francosde multa: Courbet;Absueltos: Deschamps, Parent, Clément,por haber presentado en los primeros díassu dimisión de miembros de la Comuna.

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La comisión de quince verdugos, que sin duda porironía llevaba el nombre de comisión de gracias, estabacompuesta así:

Martel, Priou, Bastar, Voisin, Batba, Maillé, Laca-ze, Duchatel, marqués de Quinzounas, Merveilleux-Duvignan, Tailhau, Cosne, Paris, Bigot, Batbie yThiers, presidente, por contera.

La comisión de gracias enviaba a la muerte a los con-denados con todas las formalidades requeridas; forma-ba parte de la escenificación, como en España la nocheen capilla.

Mientras tanto nos comunicábamos entre las dosprisiones, como todos los presos, teniendo cuidado deno comprometer a nadie si se descubría.

En efecto lo fue y lo que les pareció más terrible anuestros monstruosos vencedores, era que se les trata-ba de imbéciles. También se contaba allí que los idio-tas de sus policías estaban buscando por todas partesa una persona muerta cuya fotografía habían encon-trado en sus registros, cosa que debía de ocurrirles amenudo.

Este crimen no era el único: envié unos versos anuestros amos y señores, y por supuesto no precisa-mente elogiándoles. Algunas estrofas aparecen en mi

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volumen de poesías: À travers la vie. (A través de lavida)

Al Tercer consejo de guerra

Todos estos tiempos son obra vuestra,Cuando lleguen mejores días,La historia sorda a vuestra rabia,Juzgará a los jueces mentirosos.Todos los que buscan una presa,Vendidos, traidores, os siguen los pasos,Este aplauso a los atentados,Soplones, bandidos, mujeres de vida

alegre,Cassaigne, Mariguet, Guibert, Léger

Gaveau,Gaulet, Labat, Merlin, Merlin, verdugo,

etc.

Versalles Capital

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Versalles si, es capital.Ciudad corrompida y fatal,Ella lleva la antorcha,Satory es su centinela,Y los bandidos la encuentran bella,Y como abrigo un sudario,Versalles vieja cortesana,Bajo su vestido que el tiempo aja,Sujeta la República en la cuna,Cubierta de lepra y de crimen.Mancilla ese sublime nombre,Amparándolo con su bandera,Necesitan grandes castillos,Llenas de soldados y chicas,Para creerse poderosos y fuertes,Mientras que bajo su inmundo peso,La ciudad donde late el corazón del

mundo,París, duerme el sueño de los muertos,A pesar vuestro, el heroico pueblo,Hará grande a la República;No se detiene al progreso,Es la hora en que caen las coronas,Como al final del frío otoño,Caen las hojas en los bosques.

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Prisión de Versalles, octubre del 71

A nuestros vencedores

En ese vergonzoso punto estamos.De profundo y vencedor hastío,Que el horror igual que la marea a sube,Y sentimos desbordarse nuestro corazón.Sois hoy en día nuestros amos,Nuestras vidas están en vuestras manos,Pero a unos días les sigue el mañana,Y entre vosotros hay muchos traidores.Crucemos los mares crucemos los negros

valles,Crucemos, crucemosCrucemos, que la mies madura caiga en

los surcosEtc.

Poco a poco nos enterábamos por las presas que lle-gaban, de los detalles de las crueldades todavía desco-nocidas, como por ejemplo la ejecución de Tony Moi-llin, que no había hecho jamás otra cosa que hablar en

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las reuniones públicas. Había pedido, para evitar mo-lestias a su mujer, regularizar su matrimonio antes dela ejecución. Una vez concedida su petición, esperaronjuntos al lado del paredón donde tenía que ser pasadopor las armas, sin que detalle alguno de la ejecuciónescapara a la desdichada mujer.

También nos enteramos de la muerte de algunasgentes, partidarias de Versalles, caídas con los demásen el matadero del Châtelet. Allí fusilaron también ahombres por estar casados con mujeres que se decíaeran favorables a la Comuna. Así fue asesinado el se-ñor Tynaire.

Una de las mujeres que más se inclinaba hacia laconciliación entre París y Versalles, la señora Maniere,fue la última detención que vi en el correccional, antesde mi traslado a la prisión de Arras.

Una mañana me llamaron del tribunal. Desde hacíamucho tiempo estaba reclamando que me juzgaran, alcreer que la ejecución de una mujer perjudicaría a Ver-salles, y pensé que se me llamaba para cualquier for-malidad relativa a este asunto. Era para mi traslado ala prisión de Arras. Ya me juzgarían cuando tuvierantiempo; primero se me castigaba.

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Durante mucho tiempo creí que esta perfidia se de-bía a Massé, pero después supe que procedía del viejoClément.

Al irme escribí una protesta en el registro de la ad-ministración, y pedí que avisaran a mi madre, que ven-dría a verme al día siguiente, día de visita. Era noviem-bre y aquel año el invierno se adelantó mucho; habíanieve desde hacía ya varios días.

Olvidaron avisarla, y se resintió durante varios añosdel frío que sufrió durante el viaje de París a Versallespara finalmente no encontrar a nadie.

Siguió el juicio de Rossel, que fue condenado amuer-te por haberse pasado del ejército regular al ejércitofederado.

Bourgeois, suboficial, fue condenado a muerte porlo mismo.

El proceso de Rochefort fue aplazado de nuevo.Mientras tanto le enviaron al fuerte Bayard.

En Versalles, hermosas muchachas cruzaban confrecuencia los sombríos corredores de la Justicia, la pri-sión de Estado del 71: Marie Ferré, con sus grandesojos negros y sus abundantes cabellos castaños; la hijade Rochefort, muy joven entonces, y las dos hermanasde Rossel, Bella y Sara.

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En París había dosmujeres, una de ellas pensaba conorgullo en su hermano muerto y la otra atormentadapor la ansiedad de la duda. Eran la hermana de Deles-cluze y la de Blanqui.

En la noche del 27 al 28 de noviembre, en la prisiónde Arras, me llamaron para decirme que estuviera pre-parada para marchar a Versalles.

No sé a qué hora salimos: era todavía de noche yhabía mucha nieve. Me acompañaban dos gendarmes.Cogimos el tren, después de haber esperado mucho ra-to en la estación, donde acudían los imbéciles a con-templarme como a un bicho raro, tratando de entablarconversación. Por la manera en que les contestaba nin-guno insistía, pero se quedaban cerca,mirándomemuyespantados.

—Me parece, me dijo uno de aquellos, que al amane-cer habrá ejecuciones en Satory.

—¡Tantomejor! le contesté. Eso hará que se acelerenlas de Versalles.

Los gendarmes me hicieron pasar a otra sala.Esperamos mucho rato la salida del tren.En la estación de Versalles me encontré con Marie

Ferré, pálida como una muerta, sin lágrimas; venía areclamar el cadáver de su hermano.

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Los gendarmes que me acompañaban fueron desti-tuidos después, por habernos dejado hablar a Marie ya mí.

El periódico La Liberté, del 28 de noviembre de 1871,refiere así la ejecución de Satory:

Los condenados se muestran realmentemuy firmes. Ferré, contra el poste, tira susombrero al suelo; un sargento se acercapara vendarle los ojos, pero él coge el pa-ñuelo y lo echa sobre el sombrero. Los trescondenados quedan solos, y los tres pelo-tones de ejecución, que se adelantan, ha-cen fuego.Rossel y Bourgeois caen fulminados; Fe-rré, permanece un momento en pie y caedel lado derecho.El cirujano mayor del campo, señor Dejar-din, se precipita hacia los cadáveres; indi-ca con una seña que Rossel está muerto,y llama a los soldados para dar el tiro degracia a Ferré y a Bourgeois.

Una carta de Ferré dirigida a su hermana momentosantes de morir decía así:

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Cárcel celular de Versalles, núm. 6.Martes, 28 de noviembre de 1871, a las

5:30 de la mañanaMi muy querida hermana,Dentro de unos instantes voy a morir. Enel último momento tendré presente tu re-cuerdo. Te ruego que pidas mi cuerpo ylo lleves con el de nuestra desdichada ma-dre. Informa si puedes a través de los pe-riódicos la hora de mi entierro, a fin deque los amigos puedan acompañarme. Na-turalmente, ninguna ceremonia religiosa;muero materialista, tal como he vivido.Lleva una corona de siemprevivas a latumba de nuestra madre.Procura curar a mi hermano y consolar anuestro padre. Diles a los dos cuánto lesquería.Mil besos para ti a quien doy mil veces lasgracias por los cuidados que no has cesa-do de prodigarme; sobreponte al dolor y,tal como me lo has prometido a menudo,mantente a la altura de los acontecimien-

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tos. En cuanto a mí, estoy feliz; van a ter-minar mis sufrimientos y no hay motivopara compadecerme. Todos mis papeles,mi ropa y otros objetos deben devolver-los, excepto el dinero que haya en la ad-ministración, que dejo para los detenidosmenos desdichados.

Th. Ferré

El juez Merlin participaba a la vez en el consejo deguerra y en la ejecución.

Las provincias, igual que París, fueron cubiertas porla sangre de las ejecuciones en vivo.

El 30 de noviembre, dos días después de los asesina-tos de Satory, Gaston Crémieux, de Marsella, fue lleva-do a la llanura que bordea el mar y que llaman el Faro;allí ya habían fusilado a un soldado llamado Paquis,que se había pasado a las filas populares.

Crémieux ordenó personalmente el fuego; quiso gri-tar: ¡Viva la República!, pero de sus labios solo salió lamitad de la frase. Después de cada ejecución, los sol-dados desfilaban delante del cadáver. En el Faro lo hi-cieron al son de la fanfarria, como lo habían hecho enSatory.

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Poco después, al padre Étienne se le conmutó la pe-na de muerte por la deportación a perpetuidad.

En la puerta de la casa de Gastón Crémieux, un librode firmas se llenaba de reconocimientos. Esta manifes-tación causó cierto temor al gobierno. Viéndose des-autorizado por las conciencias, quiso imponerse porel terror.

Cerca de un año después de la Comuna, el 22 de fe-brero, a las siete, se ensangrentaron de nuevo los pos-tes de Satory. Lagrange, Herpin-Lacroix y Verdaguer,tres valientes y arrojados defensores de la Comuna, pa-garon con su vida, como tantos otros, la muerte de losdos generales ClémentThomas y Lecomte, queHerpin-Lacroix quiso salvar y cuya fatalidad prepararon ellosmismos.

El 29 de marzo, Préau de Vedel; el 30 de abril, Gen-ton, apoyándose en unas muletas a causa de sus heri-das, pero altivamente erguido junto al paredón.

El 25 de mayo, Serizier, Bouin y Boudin, por habermatado a un individuo que, en los días de mayo, seoponía a la defensa.

El 6 de julio, Baudouin y Rouillac, por el incendio deSaint-Eloi y la lucha ante las barricadas.

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Llegados al paredón, rompieron las cuerdas y pelea-ron con los soldados. Les abatieron como bueyes en elmatadero.

—Con esto es con lo que pensaban, dijo el oficial almando removiendo la masa encefálica desparramadasobre el suelo con la punta de la bota.

Delmismomodo que se amontonaban los cadáveres,se apilaban las condenas; después del delirio de sangre,estaba el delirio de las sentencias. Versalles creyó im-poner con el terror el silencio eterno.

Varios escritores fueron condenados a muerte porunos artículos de periódico; por ejemplo Maroteau,condenado a muerte por los artículos publicados enLa Montagne.

La profesión de fe de este periódico no era sino laexacta reseña de los hechos. Maroteau escribía hablan-do de la reacción:

Cuando han agotado las mentiras y las ca-lumnias, cuando ya tienen la lengua fuera,

3 Jeanne-Jacques-Marie-Anne-Françoise de Virot Sombreuil,condesa de Villelume. Más conocida comoMarie-Maurille. En sep-tiembre de 1792 accedieron a no guillotinar a su padre, detenidopor actividades contrarrevolucionarias, a cambio de que bebieraun vaso de sangre azul.

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meten la nariz para reponerse, en la espu-ma del vaso de sangre de la señorita deSombreuil.3

Sacan de su tumba al general Bréa, agitan-do el sudario de Clément Thomas.¡Basta ya!Habláis de vuestros muertos, pero contadlos nuestros. Compadre Favre, remángatelos faldones para no manchártelos de ro-jo, y entra, si te atreves, en el osario de larevolución.Los montones son enormes. Allí estánPrairial y Thermidor,4 allí están Saint-Merry, Transnonain,5 Tiquetonne.6

¡Cuántas infames fechas y cuántos nom-bres malditos!

4 Nombre dado a diferentes meses en el calendario de la Re-volución francesa.

5 En el contexto de una revuelta republicana, el 15 de abrilde 1834, todos los habitantes de una casa de esa ciudad son masa-crados por haber supuestamente disparado sobre una patrulla delejército.

6 Calle en la que Dumas situó a su personaje más conocido,d’Artagnan.

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Y sin remontarnos tanto, sin ahondar enlas cenizas de los pasados años, ¿quién hamatado ayer y quién sigue matando hoy?¿Quién alistó a Charette y a Failly?¿Quién tocó a generala en la Vendée,7 ylanzó sobre París a la Bretaña?¿Quién ametralló al vuelo un enjambre demuchachas en Neuiily?¡Bandidos!Pero hoy es la victoria, no la batalla, laque marcha detrás de la bandera roja. Laciudad entera se ha levantado al son delas trompetas. Vamos a sorprenderos envuestros nidos, buitres, para sacaros par-padeantes, a plena luz.La Comuna os acusa esta mañana. Seréisjuzgados y condenados, ¡es preciso! Hein-drech,8 afila tu cuchilla en la piedra negra.

7 La guerra de la Vendée es el nombre dado al enfrentamien-to civil entre partisanos y adversarios del movimiento revolucio-nario que se dio en el oeste de Francia, entre el año I y el Año IV(1793 et 1796).

8 Conocido verdugo.

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¡Sí!Al fundar La Montagne, he hecho el mis-mo juramento de Rousseau y de Marat:morir si es preciso, pero hay que decir laverdad.Lo repito otra vez, ¡la cabeza de esos mal-vados tiene que caer!

Gustave Maroteau

¿A quién le asombraría que los crímenes de Versa-lles causaran indignación?

El número 19 de La Montagne (casi el último, pues,según creo, este periódico no pasó de los veinte) cau-só el veredicto de muerte de Maroteau, a quien, sinembargo, no se atrevieron a ejecutar: la sentencia fueconmutada por la de trabajos forzados a perpetuidad.Me quedan del artículo los pasajes incriminados. Fuedespués de la negativa de Versalles a canjear a Blanquipor el arzobispo de París y varios sacerdotes.

Monseñor el arzobispo de ParísEn 1848, durante la batalla de junio, mu-rió un prelado en una barricada: era mon-señor Affre, arzobispo de París.

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Había subido allí, según dicen, sin decan-tarse por ningún partido, como apóstol, apredicar el evangelio, para levantar conel extremo de su báculo de oro el cañónhumeante de los fusiles.Esta muerte justificaba los temores de Ca-vaignac. Fingieron encontrar bajo los hie-rros del presidio unos girones de túnicavioleta en las manos que sangraban.¡Era falso! Todavía hoy se ignora de quélado vino el golpe. No se sabe sí la balapartió del fusil de un soldado o de la esco-peta de un insurrecto.Los republicanos bajaron la cabeza comomalditos bajo aquella aspersión de sangrebendita.La instrucción nos ha vuelto escépticos.¡Se acabó! Ya no creemos en Dios: la Re-volución del 71 es atea, nuestra Repúblicalleva en el pecho un ramillete de siempre-vivas.Nuestra enorme acta de trabajo proscribea los perezosos y a los parásitos.[…]

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Partid, colgad vuestros hábitos, remanga-ros, coged el rejo, agarrad la carreta; can-tarle a los bueyes esmejor que entonar sal-mos.Y no me habléis de Dios; el coco no nosasusta ya, porque hace mucho tiempo quesolo es un pretexto para el robo y el asesi-nato.En el nombre de Dios, es en el que Guiller-mo ha bebido en su casco lo más puro denuestra sangre; son los soldados del papalos que bombardean les Temes.¡Suprimamos a Dios!Los perros ya no se contentarán con que-darse mirando a los obispos, sino que losmorderán. Nuestras balas no se aplastaráncontra los escapularios; ni una voz se le-vantará para maldecirnos el día en que fu-silemos al arzobispo Darbois. Hemos cogi-do a Darbois como rehén, y si no nos de-vuelven a Blanqui, morirá. La Comuna loha prometido; si dudara, el pueblo cumpli-

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rá el juramento en su lugar y no podréisacusarle.—Que la justicia de los tribunales comien-ce, decía Danton después de las matanzasde septiembre, y la del pueblo cesará.¡Ah! Tiemblo por monseñor el arzobispode París.

Gustave Maroteau

Maroteau había escrito en el primer número de LaMontagne: “He hecho el juramento de Rousseau y deMarat: morir si es preciso, pero diciendo la verdad”.Esta verdad era que se hacía imposible en las horriblescircunstancias creadas por Versalles tanto escribir co-mo obrar de otro modo.

Es curioso que en el momento en que yo citaba laspalabras de Rousseau, de las que Maroteau había he-cho ley, se estaban abriendo los ataúdes de Rousseauy de Voltaire para asegurarse de si sus restos hoy ve-nerados seguían en ellos.

9 Anarquista al que acusaron de poner una bomba en un tea-tro en 1882, muriendo olvidado y en la miseria en 1930.

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Sí, allí están: Voltaire se ríe en nuestras narices consu risa incisiva, por haber avanzado tan poco. El esque-leto de Rousseau, tranquilo, se cruza de brazos.

Maroteau fue condenado, sobre todo, por haber di-cho la verdad; pero, lo mismo que ocurrió con Cyvoct9veinte años después, no se atrevieron a ejecutar la sen-tencia, que fue conmutada por la de trabajos forzadosa perpetuidad. Le enviaron al presidio de la isla Nou.

Maroteau, enfermo de pulmón antes de su partida,murió el 18 de marzo de 1875, creo que a la edad de 27años.

Arrastraba esta enfermedad desde hacia seis años;se acercaba el final, y se esperaba su muerte desde el16 de marzo en que había comenzado la agonía.

De repente, se incorpora preguntando al médico:—¿No podría la ciencia alargarme la vida hasta mi

cumpleaños, que es el 18 de marzo?—Vivirá, contestó el médico, que no pudo contener

una lágrima.En efecto, Maroteau murió el 18 de marzo.Durante mucho rato sus ojos parecieron seguir vi-

vos, mirando al fondo de las sombras la llegada de lajusticia popular.

Alphonse Humbert fue igualmente condenado a tra-bajos forzados a perpetuidad por unos artículos de pe-

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riódico. Se pretendió que el número del Père Duchênedel 5 de abril de 1871 había provocado la detención deChaudey, de quien ni siquiera se hablaba en los pasajesincriminados. He aquí algunos fragmentos:

Es la primera vez que Le Père Duchêne in-troduce una post-data en sus artículos su-mamente patrióticos.Por todos los diablos, Le Père Duchênenunca había estado tan contento.Qué bien van los asuntos sociales y co-mo están de hechos polvo los incapacesde Versalles.En fin, todos los anhelos del Père Duchê-ne están colmados, y puede desde este mo-mento morirse.Los latidos de su corazón habrán saluda-do a la triunfante Revolución social, portercera vez en menos de quince días.¿Y saben ustedes por qué Le Père Duchê-ne está tan contento, aunque hoy hayanmatado aun centenar de amigos suyos, po-bres diablos?

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Pues porque, a pesar de todos esos perver-sos inútiles, los hombres de Versalles hansido los primeros en atacar.Son ellos, apelo a la justa historia del año79 de la República francesa, son ellos losque iniciaron la guerra civil.Es cierto que hay patriotas que han muer-to por el bienestar de la nación.¡Gloria a ellos!¡La nación está salvada!El honor de la raza futura está a salvoigual que el nuestro.Besaremos vuestras heridas, oh patriotasmuertos por la nación y por la Revoluciónsocial.Nos acordaremos que el color de la ban-dera roja se ha rejuvenecido con vuestrasangre.

Rochefort fue condenado a la deportación a una for-taleza, también por artículos de periódico, pero sobretodo por la enorme importancia que tuvo en la caídadel Imperio. Los artículos aparecidos después de los

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primeros bombardeos en Le Mot d’Ordre exasperarona Versalles.Le Mot d’Ordre ha sido suprimido por Vinoy el fugi-

tivo que es hoy gran esputo de la Legión de Honor, conel pretexto de que mis colaboradores y yo predicába-mos la guerra civil. La circular Dufaure nos hace saberque en adelante los periódicos serán castigados cuan-do prediquen la conciliación. Los miserables escritoresa quienes les parezca mal que los obuses derriben a lasmujeres en las avenidas que cruzan cuando van a apro-visionarse, y a los que propongan unmedio cualquiera,por excelente que sea, para que cesen las hostilidades,el Ministro de Justicia de Versalles les compara des-de hoy mismo con los más empedernidos criminales.Se ha marchado usted a Versalles, pero su padre se haquedado en París. Un día se entera usted de que unabomba procedente del Mont-Valérien ha penetrado ensu habitación y le ha partido en dos cuando estaba enla cama. Entonces debe usted pedir a gritos la conti-nuación de la guerra civil, si no quiere ser consideradopor el probo Dufaure como enemigo de la propiedady hasta de la familia. Lo hemos observado a menudo:no hay como los moderados cuando se trata de ser im-placables. Y si todavía no fueran más que feroces, peroson estúpidos, que por otra parte es lo que nos salva.

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Ni uno solo de los susodichos ministros que han ayu-dado a la elaboración del manifiesto que hoy hace lasdelicias de todos los amigos de la chirigota ha pensadoque las provincias a las que va dirigido van a exclamarcomo un solo departamento:

¡Cómo! Hace ya un mes que destrozan París, queagujerean los monumentos públicos y las propiedadesprivadas, y si por casualidad se le ocurriera a alguiendecirles que ya está bien, declaran de antemano queese criminal será castigado con todo el rigor de las le-yes. ¿Ese ministerio se ha reclutado en las jaulas deljardín zoológico?

Henri Rochefort

Sobre todo los dos siguientes fragmentos, dispara-ron la cólera de Versalles.

Blanqui, condenado a muerte en rebeldía,es descubierto y detenido, sea. No le que-da al gobierno que le detiene otra cosa quellevarle ante sus jueces para juzgarle demanera contradictoria. Pero a los amantesde la legalidad acuartelados en Versalles,les parece más cómodo, después de haber-

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le negado a su prisionero incluso el conse-jo de guerra a que tiene derecho, encerrar-le en un calabozo cualquiera y dejarle enél hasta tal punto incomunicado que na-die sabe en qué prisión está, si ha muertoo si está simplemente moribundo.Esto es algo que traspasa los límites de laviolenta demencia. La ley que autoriza esotan monstruoso e inútil que se llama la in-comunicación no ha permitido jamás, enninguna época y bajo ningún poder, porferoz que este fuera, la supresión, es de-cir la desaparición del acusado. Debe es-tar siempre representado, dice el código,al primer requerimiento de la familia, afin de que se compruebe, si fuera necesa-rio, que no ha sido asesinado en su prisiónpor quienes pudieran tener interés en sumuerte.Ahora bien, a la carta tan conmovedorade la hermana de Blanqui solicitando quepuesto que no podía ver a su hermano, almenos le dijeran en qué tumba o bajo quélosa han podido los carceleros versalleses

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sepultarle vivo, el jurisconsultoThiers, se-cundado por el jurisconsulto Dufaure, harespondido que se negaba a permitir to-da comunicación con su detenido y a darcualquier informe acerca de su situaciónantes de que el orden quede restablecido.¡Muy bien! ¿Y el artículo formal del códi-go, y la ley que invoca usted a cada paso ycuyo desconocimiento reprocha tanto algobierno del Ayuntamiento? No hay dosmaneras de apreciar la conducta del señorThiers con respecto a Blanqui: el caso hasido previsto por los legisladores; consti-tuye el hecho que se califica de delito, y larespuesta del jefe del poder ejecutivo a lapetición de la familia lo hace sencillamen-te merecedor de una condena a galeras.

H. Rochefort

El otro fragmento quizá hería más el corazón bur-gués. Se trataba de aquella madriguera de ratas de laplaza Saint-George que el viejo gnomo como una desus primeras preocupaciones, hizo reconstruir comoun palacio a costa del Estado.

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Le Mot d’Ordre del 4 de abril publicaba esta justaapreciación:

El señor Thiers posee en la calle Saint-Georges un maravilloso hotel, lleno deobras de arte de todo tipo.El señor Picard tiene en el suelo de Pa-rís, del que ha desertado, tres edificios deuna formidable renta, y el señor Jules Fa-vre ocupa, en la calle de Amsterdam, unasuntuosa vivienda de su propiedad. ¿Quédirían estos propietarios hombres de Esta-do si el pueblo de París respondiera, congolpes de pico, al derrumbamiento, y sipor cada casa de Courbevoie tocada porun obús se abatiera un trozo de pared delpalacio de la plaza Saint-Georges o del ho-tel de la calle de Amsterdam?

H. Rochefort

Un poco de granito deshecho por salvar tantos cora-zones humanos era un crimen tan grande para los po-sesos de Versalles que su odio no tenía límites cuandola verdad les cruzaba la cara.

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Se trató primero de enviar a Rochefort ante un tri-bunal militar, después de detener a sus hijos, pero alprincipio fueron escondidos por el librero de la esta-ción de Arcachon en París, y más tarde Edmond Adamse los llevó.

La rabia del enano de Versalles, quedomomentánea-mente aplacada por las sentencias a muerte, a presidioy a la deportación de los miembros de la Comuna, elembellecimiento de su casa le hizo reflexionar en quesi no hubiera sido demolida, el Estado no se la hubierareconstruido. Como atribuyó al artículo de Rochefortuna gran parte de culpa en tal demolición, esperó quepor unos artículos tan criminales, se contentaran conque la pena no pasara de la deportación a las antípodas,lo que pondría de relieve su mansedumbre. Así, pues,el 20 de septiembre de 1871, Rochefort, Henri Maret yMourot comparecieron bajo las siguientes formidablesacusaciones:

Periódico suspendido —Noticias falsas publicadasdemala fe y capaces de alterar la tranquilidad pública—¡Complicidad en atentado al objeto de incitar a la gue-rra civil, complicidad por provocación al saqueo y alasesinato! —¡Ofensas al jefe del gobierno!— ¡Ofensasa la Asamblea Nacional!

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El presidente Merlin atacó todos los artículos delMot d ’Ordre: el del 2 de abril que prevenía a foutriquetque todos los mortíferos artefactos que se pudieran in-ventar se emplearían contra él; el del 3, que trataba defantoches a los miembros del gobierno; los referentes aBlanqui, a la casa de la plaza Saint-Georges, a la colum-na, al objeto de asustar. Gaveau pronunció el discursode clausura: sus alucinaciones no lograron más que ladeportación perpetua, en un recinto fortificado paraRochefort.

Moureau, secretario de redacción, a perpetuidadigualmente, deportación simple.

Henri Maret, a cinco años de prisión.A Lockroy, que había alargado demasiado un paseo

fuera de París, se le retuvo en la prisión de Versalleshasta la entrada de las tropas. Foutriquet le dio a elegirentre esta prisión y su inviolable escaño de diputadoen la Asamblea. Él prefirió quedarse.

La señoraMeurice, que vino a verme a la prisión, medijo que su marido había sido también encarcelado.

Versalles hubiera querido detener a toda la humani-dad.

Unos días después de la sentencia de Rochefort, Ga-veau acabó de trastornarse. Todas las ideas removidasdelante de él terminaron por volverle loco del todo.

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Juzgaron a niñas pequeñas, las pupilas de la Comu-na, que tenían ocho, once o doce años y las mayorescatorce o quince años.

¡Cuántas murieron en los correccionales, esperandosus veintiún años!

Igual que Inglaterra, Suiza se negó a entregar a losfugitivos de la Comuna, y amparó a Razoua, al que Ver-salles reclamaba. Hungría se negó a entregar a Fraekel.¡Roques de Filhol, alcalde de Puteaux, hombre íntegro,fue condenado a presidio, quizá como una ironía!

Fontaine, director de Bienes Nacionales bajo la Co-muna, hombre de una absoluta honradez, fue condena-do a veinte años de trabajos forzados por unas porce-lanas perdidas en el incendio de les Tuileries. La platay los supuestos objetos dearte de la casa de Thiers fueron encontrados en el

guardamuebles y en los museos; habían sido sobresti-mados y no tenían ningún valor artístico.

La última ejecución en Satory fue el 22 de enero de1873: Philippe, miembro de la Comuna, Benot y De-camps, por haber participado en la defensa de Paríscon el incendio de les Tuileries.

Cayeron gritando: ¡Viva la Revolución social! ¡Vivala Comuna!

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En septiembre fueron fusilados por hechos semejan-tes Lolive, Demvelle y Deschamps. ¡Abajo los cobar-des!, gritaron al caer. ¡Viva la república universal!

¡Qué hermosa parecía, en pie ante el paredón dondese moría por ella!

Durante aquellos dos años, Satory bebió sangre paraque la tierra quedara bien regada.

La Comuna había muerto, pero la Revolución estabaviva. Esta incesante eclosión de todos los progresos, enlos que la humanidad ha evolucionado en cada época,elabora una forma nueva en cada etapa.

El 4 de diciembre, Lisbonne, sosteniéndose apenasen las muletas, que arrastró en el penal durante diezaños, compareció ante el consejo de guerra que le con-denó a muerte. Esta pena le fue conmutada por unamuerte más lenta: los trabajos forzados a perpetuidad,de los que, sin embargo salió.

Después, Heurtebise, secretario del Comité de SaludPública.

Todos los que habían escrito contra Versalles fueronbuscados.

A Lepelletier y a Peyrouton les condenaron a añosde prisión.

Si hubiésemos querido, nuestras sentencias habríanpodido anularse, ya que los consejos de guerra utiliza-

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ban, sin cambiar nada, hojas impresas con el anagramadel Imperio, en las que nos encontrábamos inculpados¡según el informe y las conclusiones del señor comisarioimperial!

Pero los consejos de guerra eran la única tribuna enla que se podía aplaudir a la Comuna ante sus asesinosy detractores, y no nos andábamos con enredos.

Por fin, el 11 de diciembre, recibí mi citación para el16 del mismo mes a las 11:30 de la mañana. He aquí lacopia, con la fórmula que he citado ya: señor comisarioimperial:

FORMULA NÚM. 10

PRIMERA DIVISIÓN MILITARArtículos 108 y 111 del Código de Justicia

MilitarVista de la causa

El general comandante de la 1a divisiónmilitar,Vista de la causa instruida contra la llama-da Michel Louise, maestra en París;Vista del informe y la opinión del señorfiscal, y las conclusiones del señor comi-

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sario imperial tendientes a someterla a unconsejo de guerra;Considerando que existe contra la citadaMichel prevención suficientemente esta-blecida de ir visiblemente armada, en 1871en París, en un movimiento insurreccio-nal, vestida de uniforme y haciendo usode tales armas, delito previsto y castigadopor el artículo 5º de la ley del 24 de mayode 1834;Vistos los artículos 108 y 111 del Códigode Justicia Militar;Ordeno la apertura de causa contra la ci-tada Michel que se ha descrito anterior-mente; Ordeno además que el consejo deguerra, llamado a juzgar los hechos impu-tados a la citada Michel,Sea convocado el 16 de diciembre a las11:30 de la mañana.Hecho en el cuartel general de Versalles,el 11 de diciembre de 1871.El general comandante de la ia divisiónmi-litar, Appert

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Notifíquese al acusado.El comandante GarianoAeullyes

Esta última firma ilegible.En el número 756 del periódico Le Voleur, serie ilus-

trada, año 44, del 29 de diciembre de 1871, encuentromi juicio precedido de una especie de presentación.

¿Cómo contar en las escasas páginas queme quedanla historia de todos y todas, la historia sombría de lasprisiones, tras la horrible historia del degollamiento?Cojo para mi juicio, las pocas líneas que lo preceden(según el periódico Le Droit) en el periódico Le Voleur,menos tóxico de lo que pude creer entonces.

La justicia militar6º Consejo de guerra en VersallesLA NUEVA THEROIGNE10

Anunciamos brevemente en nuestro últi-mo número la condena de la chica Louise

10 Théroigne de Méricourt, nacida Anne Josèphe Terwagne,más tarde adoptaría en nombre de Lambertine. Fue una política yfeminista de origen valón que tuvo importante rol en la Revolu-

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Michel, una de las heroínas de la Comu-na, que se atreve a enfrentarse con el mi-nisterio público, y no se refugia detrás denegativas y circunstancias atenuantes. Es-te caso merece algo más que una sucintamención y estamos seguros que nuestroslectores no lamentarán tener unmayor co-nocimiento de LouiseMichel, cuyo retratoaparece más abajo dibujado de la fotogra-fía de Appert.Existen entre ella y Théroigne de Méri-court, la furiosa mostachuda del Terror,puntos de semejanza que no pasarán inad-vertidos a quienes van a leer las delibera-ciones del 6º consejo de guerra.LouiseMichel es la imagen revolucionariapor excelencia. Ha desempeñado un granpapel en la Comuna. Puede decirse queera su inspiradora, incluso el soplo revo-lucionario.Como maestra, Louise Michel ha recibidouna educación superior. Se hallaba esta-

ción francesa.

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blecida en la calle Oudot 24, y en los últi-mos tiempos el número de sus alumnos seelevaba a sesenta. Las familias estaban sa-tisfechas de los cuidados y educación queimpartía a los niños que se le confiaban.Estamujer, en el ejercicio de sus funcionesde maestra, era querida y estimada en elbarrio. Se sabía de ella, etc., (suprimo todolo que parece adulación).Sus aptitudes, etc.El 18 de marzo, sin abandonar su institu-ción, que sin embargo descuidó, dejandola dirección a las subdirectoras, LouiseMi-chel, de exaltada imaginación, se entregade lleno a la política, frecuenta los clubes,en los que se distingue por un lenguajeque recuerda a los fanáticos del 98; susideas y sus teorías sobre la emancipacióndel pueblo hacen que se fijen en ella loshombres que están a la cabeza del movi-miento insurreccional. Se la admite en elseno de su consejo y toma parte en susdeliberaciones.

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Fue precisamente después del 18 de mar-zo cuando vi menos frecuentemente a loscompañeros, con los que desde hacia yatanto tiempo combatía por las ideas a lasque había consagrado mi vida desde quepensaba y desde que veía los crímenes dela sociedad. Desde el 3 de abril, hasta la en-trada de las tropas de Versalles, no me se-paré de las compañías de marcha sino dosveces por pocas horas, para venir a París.Cuando el batallón 61, al que pertenecía,regresaba, combatía con otros, les enfantsperdus, los exploradores, los artilleros deMontmartre, unas veces en la estación deClamart, en Montrouge, en el fuerte deIssy, en les Hautes-Bruyères o en Neuilly.Si los jueces no se equivocaran, no valdríala pena que llevaran a cabo tan largas in-vestigaciones; por lo menos estos, recono-cían que había servido con todas mis fuer-zas y todomi corazón a la Comuna, lo cualera cierto. Después, he visto a peores jue-ces que los del consejo de guerra.Prosigamos con el periódico.

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Tal es el resumen del papel que la acusa-da ha desempeñado, papel que acentuaráen la audiencia imprimiéndole un peculia-rísimo sello de energía y de virilidad.Louise Michel entra escoltada por unosguardias. Es una mujer de treinta y seisaños, de una estatura mayor que la media-na.Lleva ropa negra, y un velo hurta sus fac-ciones a la curiosidad del numeroso públi-co; su andar es sencillo y seguro, en su ros-tro no se advierte ninguna exaltación.Tiene la frente ancha y despejada; la nariz,ancha en la base, le da un aire poco inteli-gente. Su pelo es castaño y abundante.Lo más notable en ella son sus ojos gran-des, de una fijeza casi fascinadora. Mira asus jueces con calma y seguridad, en todocaso con una impasibilidad que frustra ydecepciona cualquier espíritu de observa-ción, tratando de escrutar los sentimien-tos del corazón humano.

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En esa impasible frente no se lee nada, co-mo no sea la decisión de afrontar fríamen-te la justicia militar, ante la cual ha sidollamada para dar cuentas de su conducta.Su porte es simple y modesto, sereno y sinostentación.Durante la lectura del informe, la acusa-da, que escucha atentamente, levanta suvelo de luto, echándoselo sobre los hom-bros. Sin dejar de apuntar con su miradaal secretario judicial, se la ve sonreír comosi los hechos enunciados contra ella susci-taran un sentimiento de protesta o fuerancontrarios a la verdad.

He aquí, según el informe, lo que publicaba Le Cridu Peuple, el 4 de abril:

El rumor que ha corrido de que a la ciuda-dana Louise Michel, que tan valerosamen-te ha combatido, la habían matado en elfuerte de Issy es un infundio. Afortunada-mente para ella, lo que nos apresuramos areconocer, la heroína de Jules Valles ha sa-

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lido de este brillante asunto con un simpleesguince.En efecto, Louise Michel sufrió un esguin-ce al saltar un foso, y en modo alguno fuealcanzada por un proyectil.El informe menciona la primera copla deuna canción titulada: Les Vengeurs, com-puesta por ella.

La copa rebosa fango,Para lavarla hace falta sangre.Multitud vil, duerme, bebe y come,El pueblo está ahí, siniestro y grande,Allá los reyes acechan en la sombra,Para acudir cuando haya muerto.Hace mucho tiempo que duerme,Acostado en el sombrío sepulcro.11

Aquí, abandono la reseña de Le Voleur según LeDroit, para coger el resumen de Lissagaray:

11 Le Voleur según Le Droit, 29 de diciembre de 1871 pp. 1083/1806.

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No quiero defenderme, no quiero ser de-fendida, exclama Louise Michel; pertenez-co por entero a la revolución social y de-claro aceptar la responsabilidad de todosmis actos; la acepto sin restricción. Me re-prochan ustedes haber participado en laejecución de los generales. A eso contesta-ré: trataron que se disparase contra el pue-blo; no hubiera dudado en disparar contralos que daban semejantes órdenes.En cuanto al incendio de París, sí, he par-ticipado en él; quería elevar una barrerade llamas contra los invasores de Versa-lles. No tengo cómplices, he obrado pormipropia cuenta.El fiscal Dailly pide la pena de muerte.Ella — Lo que reclamo de ustedes que afir-man ser un consejo de guerra, constitui-dos en mis jueces, pero que no se escon-den como comisión de gracias, es el cam-po de Satory, donde han caído ya nuestroshermanos; es preciso separarme de la so-ciedad, se les ha dicho que lo hagan. ¡Puesbien!, el comisario de la República tiene

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razón. Puesto que parece ser que todo co-razón que late por la libertad no tiene de-recho más que a un poco de plomo, recla-mo mi parte. Si me dejan ustedes vivir nopararé de gritar venganza y pediré la ven-ganza de mis hermanos para los asesinosde la comisión de gracias.El presidente —No puedo dejarle por mástiempo la palabra.Louise Michel —¡He terminado! Si no sonunos cobardes, mátenme.No tuvieron el valor dematarla de una vez.Fue condenada a la deportación en unafortaleza.Louise Michel no fue la única. Muchasotras, entre las cuales hay que citar a laseñora Lemel y Augustine Chiffon, ense-ñaron a los versalleses que mujeres tan te-rribles son las parisinas, incluso encadena-das.12

12 H. Lissagaray, op. cit. pp. 434 y 435.

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Augustine Chiffon al llegar a la central de Auberive,antiguo castillo convertido en penitenciaria y correc-cional, donde aguardábamos el navío del Estado quedebía llevarnos a Nueva Caledonia, gritó: ¡Viva la Co-muna!, poniéndose en el brazo el número de presidia-ria. Recuerdo que el mío era el 2182. ¡Qué terribles filasaquellas 2181 que habían pasado delante mío!

A la señora Lemel la juzgaron mucho más tarde. Co-mo no quería sobrevivir a la Comuna, se encerró ensu habitación con una estufa de carbón. Se salvó de lamuerte para ir al consejo de guerra cuando fueron adetenerla.

En espera de su citación, la metieron en un hospiciodonde rechazó varias veces la evasión que le ofrecían.

Cuando la señora Lemel llegó a Auberive, todas larecibimos al grito de: ¡Viva la Comuna! Lo mismo ha-bíamos hecho con Excoffons, la señora Poirier, Chif-fon y una anciana que ya había combatido en Lyon,en la época en que los Canuts13 escribían en su bande-ra: “Vivir trabajando o morir combatiendo”. Ella habíacombatido con todas sus fuerzas por la Comuna; se lla-maba señora Deletras.

13 Obreros tejedores de Lyon que se levantaron en armas con-tras las duras condiciones de trabajo a las que estaban sometidos

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Unos cuantos días de calabozo y todo estaba dicho.Desde ese calabozo se distinguía gran parte de la co-marca por un tragaluz. Según el reglamento, los díasde procesión había que ir a ella, o quedarse en el cala-bozo. Optamos por ir el día del Corpus, lo que desilu-sionó bastante a los curiosos que habían acudido paravernos desde todos los rincones del departamento delAube.

en 1831, 1834, 1848 y 1849.

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V. Después

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1. Prisiones y paredones –El viaje a Nueva Caledonia– Evasión de Rochefort –La vida en Caledonia

Para que la tierra sea al fin libre,Los valientes le donan su sangre;

Por doquier es rojo el sudarioY la muerte lo va agitando.

Louise Michel

Aquí es donde hay que apretar la escritura, para con-tar en pocas palabras tan numerosos recuerdos.

Vuelvo a ver Auberive, con sus estrechas avenidasserpenteando bajo los abetos, y los grandes dormito-rios, donde soplaba el viento como en los barcos. Ytambién las silenciosas filas de prisioneras, con la co-fia blanca y la pañoleta doblada, sujeta en el cuello por

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un imperdible, igual que las campesinas de hace cienaños.

Fuimos veinte, desde Versalles, en coche celular, quemontaban sobre los raíles o enganchaban a un tiro decaballos dependiendo del camino a seguir.

Nos avisaron tan solo la misma noche de la salida,por lo que no pudimos prevenir a nuestras familias. Eldía siguiente era de visita, igual que cuando me tras-ladaron a la prisión de Arras. Muchos otras, como mimadre, fueron a Versalles, y se les respondió que noshabían llevado a la central para aguardar allí la depor-tación.

Mi madre regresó a París congelada pero más a cau-sa de esto que por el frío; supemás tarde, cuando se fuea vivir a casa de su hermana en Clermont, para estarmás cerca de mí, que había estado gravemente enfer-ma. Sin comunicaciones con el exterior, fuera de lasmuy raras y muy cortas visitas de nuestros parientespróximos, estábamos solas con la idea.

Me veré obligada a hablar más a menudo de noso-tras, e incluso de mí, ya que nuestros únicas noveda-des eran la llegada de nuevas presas, que pudiera serque supieran menos que nosotras. De vez en cuando,el pregonero del pueblo publicaba alguna decisión delgobierno relativa a la plaza, parándose en las calles pa-

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ra repetir la lectura. Cuando las ventanas de aquellaparte estaban abiertas y el viento estaba a favor, oía-mos claramente al igual que los vecinos del pueblo, loque por orden oficial se leía.

Los manifiestos de los Thiers, de los Mac-Mahon yde los Broglie nos informaban que todo seguía igualen la peor de las repúblicas.

De las obras escritas en Auberive, no me quedanmás que algunos versos y algunos fragmentos.

De la mujer a través de los tiempos publicada en l’Excommunié deHenri Place, algún tiempo después delregreso, algunas hojas tan solo.La Conciencia y El libro de los muertos se han per-

dido e ignoro dónde se encuentra el manuscrito de ellibro del penal. La primera parte, firmada con “El núm.2182”, fue escrita enAuberive, y la segunda, con toda lainmensidad del océano entre las dos, se escribió en laCentral de Clermont, pocos años después del regreso,y firmada con “El núm. 1837”.

¿Acaso las obras y la vida de los que luchan por lalibertad no van quedando así, a retazos en el camino?

Una inmensa extensión de espesa y blanca nieve, eralo que se veía desde las ventanas de Auberive; las salaseran grandes y sonoras, el aspecto es el de una moradade sueños frecuentada por los muertos.

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LaDanaé había zarpado enmayo del 72, laGuerrière,la Garonne, el Var, habían salido; La Sybille, l’Orne, laCalvados; no teníamos todavía nuestra orden de salida.

Aguardábamos, dejando que los acontecimientosdispusieran de nuestro destino; serenas, como las quevieron la muerte de una ciudad, sin cesar de sentir laidea viva.

Algunos versos, restos de esa época, expresan lasimpresiones de entonces:

Invierno y nocheCentral de Auberive, 28 de noviembre de 1872

Soplad, oh vientos de invierno, sigue ca-yendo nieve,

Estamosmás cerca de losmuertos bajo tushelados sudarios.

Que la noche no tenga fin y que el día seacorte:

Se cuenta en inviernos sobre los fríosmuertos.

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Me gustan bajo las nubes sombrías,Oh abetos, vuestros sombríos conciertos,Vuestras ramas movidas por el vientoComo arpas en los aires.Los que han descendido a las sombrasA nosotros no volverán jamás.De ayer o bien de días sin númeroDuermen en la paz profunda.¿Cuándo, entonces, como se enrolla un

sudarioA los muertos para sepultarles,Se verá sobre todos nosotros a nuestra eraReplegarse como un manto?Como el grano que se vuelve haz,Sobre el suelo regado por la sangre,El futuro crecerá soberbio Bajo el rojo sol

saliente.

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Soplad, oh vientos de invierno, sigue ca-yendo sin parar, oh nieve,

Estamosmás cerca de losmuertos bajo tushelados sudarios,

Que la noche no tenga fin y que el día seacorte:

Se cuenta en inviernos sobre los fríosmuertos.

El número 2182

En los senderos del jardín, bajo los abetos verdes delinvierno, tristemente resonaban los zuecos de los fati-gados pies de las presas; golpeaban cadenciosamentela tierra helada, mientras la fila silenciosa pasaba len-tamente.

El invierno es crudo en esta comarca, la nieve espesay las ramas, bajo su peso, se inclinan hacia el suelo,como ramos de piedra.

En la amplia sala en la que estábamos juntas las pre-sas de la Comuna, iban llegando poco a poco de todaslas prisiones a las que habían sido trasladadas despuésde sus procesos. Las que habían combatido valerosa-mente y otras que habían hecho poco. La señora Lemel,Poirier, Excoffons, Marie Boire, la señora Goulé, la se-

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ñora Deletras y otras no se quejaban, porque habíanservido a la Comuna.

Tampoco se quejaba la señora Richoux, a pesar deque su condena era injusta.

He aquí lo que había hecho. Una barricada de la pla-za Saint-Sulpice era tan baja que más bien perjudicabaque beneficiaba a los combatientes; con su calma demujer bien educada, piadosa, se dedicó sencillamentea alzar la barricada con todo lo que encontraba. Ha-bía una tienda de imágenes religiosas abierta no sé porqué. Entonces hizo llevar los santos de mayor peso aguisa de los adoquines que faltaban. Era por eso porlo que la habían detenido, muy bien vestida, con susguantes, dispuesta a salir de su casa, y salió en efecto,pero para no volver hasta después de la amnistía.

—¿Ha sido usted la que hizo llevar a la barricada lasimágenes de los santos?

—¡Naturalmente que sí! contestó ella. Las imágeneseran de piedra y los que morían eran de carne.

Condenada por estos hechos a la deportación a unafortaleza, era tan delicada su salud, que no se la pudoembarcar.

Otra, la señora Louis, anciana ya, no había hechonada, pero sus hijos habían luchado contra Versalles.Se dejó acusar de todo en su proceso, pensando que

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su condena les salvaría, y así lo creyó hasta su muer-te ocurrida en Caledonia, sin que nadie de nosotrasse atreviera jamás a decirle que lo más probable eraque sus hijos estuvieran muertos. Suponía que el silen-cio de sus hijos se debía a que no podían comunicarse.Otra más, la señora Rousseau-Bruteau, a la que llamá-bamos la Marquesa, por su perfil regular y juvenil bajosus cabellos blancos, peinados hacia arriba como en laépoca de las pelucas empolvadas. Estaba allí sobre to-do a causa de la semejanza de apellido con uno de susparientes. No era ciertamente hostil a la Comuna, perose volvió mucho más revolucionaria después del viajea Caledonia.

La señora Adèle Viard estaba en las mismas condi-ciones: la creían emparentada con el miembro de laComuna Viard. No había hecho otra cosa que cuidar alos heridos.

Elisabeth Rétif, Suétens, Marchaix, Papavoine, conpenas de muerte conmutadas por las de trabajos for-zados, solo habían cuidado a los heridos; no por ellodejaron de ir las cuatro a Cayena, de donde la Rétif novolvió jamás.

El martes 24 de agosto de 1873, a las seis de la ma-ñana, nos llamaron para el viaje de deportación.

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Había visto a mi madre la víspera, notando por pri-mera vez que su pelo se había vuelto blanco, ¡pobrecitami madre!

Tenía aún dos hermanos y dos hermanas, todos laquerían mucho. Una de sus hermanas, que vivía conholgura, se la llevó con ella. Muchas otras no teníantanta tranquilidad como yo respecto de los suyos; porlo tanto no tenía motivos para quejarme.

Nos llamaron siguiendo la lista enviada por el go-bierno, a excepción de las enfermas, que fueron másdesgraciadas en prisión que nosotras en Caledonia, yde las de edad avanzada. Eramos veinte, creo que eneste orden:

n°1 Louise Michel, n°2 señora Lemel, n°3Marie Caieux, n°4 señora Leroy n°5 Vic-torine Gorget, n°6 Marie Magnan, n°7 Eli-sabeth Deghy, n°8 Adèle Desfossés, deViard, n°9 señora Louis, n°10 señora Bail,n°11 señora Taillefer, n°12 Théron, n°13señora Leblanc, n°14 Adélaïde Germain,n°15 señora Orlowska, n°16 señora Bru-teau, n°17Marie Broum, n°18Marie Smith,n°19 señora Chiffon y Adeline Régissard,

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que volvieron tan solo un año o dos des-pués.

Se contaban, en la época de nuestra partida, 32905decisiones de la justicia de Versalles, entre las cualesya 105 sentencias de muerte de las cuales afortunada-mente 33 en rebeldía. Y la represión continuaba.

46 niños menores de 16 años fueron llevados a co-rreccionales, para castigarles porque sus padres fueronfusilados o porque fueron adoptados por la Comuna.

Muchos de los que fueron encarcelados murieron; elgobierno confesó 1179 fallecimientos de estos.

En 1879, la justicia de Versalles hizo el censo gene-ral de lo que oficialmente reconocía: 5000 soldados y36309 ciudadanos en su poder.

Las sentencias de muerte ascendían entonces a 270,entre ellas 8 mujeres.

Este recuento general se halla expuesto así en laHis-toria de la Comuna, de Lissagaray, en fecha del 19 deenero de 1871:

Pena de muerte, 270, entre ellas 8 mujeres.Trabajos forzados, 410, entre ellas 29 mu-jeres.

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Deportación a un fuerte, 2 989, entre ellas20 mujeres.Deportación simple, 3 507, entre ellas 16mujeres y 1 niño.Detención, 1 269, entre ellas 8 mujeres.Reclusión, 64, entre ellas 10 mujeres.Trabajos públicos, 29.Tres meses de prisión o menos, 432.Cárcel de tres meses a un año, 1 622, entreellas 90 mujeres y 1 niño.Cárcel de más de 1 año, 1 344, entre ellas15 mujeres y 4 niños.Vigilancia por parte de la policía, 147, en-tre ellas una mujer.Multas, 9.Niños menores de 16 años enviados a co-rreccionales, 56.Total: 13450, entre ellas 197 mujeres.

Este informe no mencionaba ni las sentencias dicta-das por los consejos de guerra fuera de la jurisdicciónde Versalles, ni las de las audiencias.

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Hay que agregar 15 sentencias demuerte, 22 a traba-jos forzados, 28 a deportación en un fuerte, 29 a depor-tación simple, 74 a detención, 13 a reclusión y ciertonúmero a cárcel. La cifra total de condenados en Parísy en provincias pasaba de los 13700, de los cuales 170mujeres y 60 niños.

La primera etapa de nuestro viaje la hicimos en uncoche grande, ya que hasta Langres no debíamos en-contrar el coche celular que nos conduciría a La Ro-chelle.

Cuando nuestro coche atravesó Langres, cerca de laplaza de Boulets, creó que irnos obreros, cinco o seis,salieron de un taller. Debían de ser herreros, porquellevaban los brazos desnudos y negros. Nos saludaronquitándose la gorra. Uno de ellos, totalmente cano, lan-zó un grito que creí reconocer como el de: ¡Viva la Co-muna!, a pesar de que el coche apretó entonces el pasodebido a un violento latigazo del cochero.

Por la noche llegamos a París; dormimos en el cochecelular.

El miércoles, a eso de las cuatro de la tarde, estába-mos en la prisión de La Rochelle.

LaComète nos llevó de La Rochelle a Rochefort, don-de subimos a bordo de la Virginie.

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Barcas amigas habían acompañado durante todo eldía a la Comete; desde esas barcas nos saludaban delejos, respondíamos como podíamos, agitando pañue-los; me quité el velo negro para decirles adiós, porqueel viento me había arrebatado el pañuelo.

Durante cinco o seis días, fuimos costeando; des-pués solo el océano. Hacia el decimocuarto día, des-aparecieron las últimas grandes aves marinas, aunquetodavía dos nos acompañaron durante algún tiempo.

Nos hallábamos en las baterías bajas de la Virginia,vieja fragata de guerra de vela, hermosa sobre las olas.

La jaula más grande en estribor de popa estaba ocu-pada por nosotras y los dos niños de la señora Leblanc;el niño de seis años y la niña de unos meses, nacida enla prisión des Chantiers.

En la jaula enfrente de la nuestra iban Henri Roche-fort, Henri Place, Henri Ménager, Passedouet y Wo-lowski, y uno de aquellos que aun sin haber hecho na-da a pesar de todo fueron deportados, se llamaba Che-vrier.

Estaba expresamente prohibido hablarse de jaula ajaula, pero a pesar de todo lo hacíamos.

Rochefort y la señora Lemel se pusieron enfermosdesde el primer momento y lo estuvieron hasta el final.Entre nosotras hubo algunas que también enfermaron,

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pero ninguna durante todo el viaje. En cuanto a mí,me libré del mareo como de las balas, y en realidadme reprochaba que el viaje me pareciera tan hermoso,mientras que en sus jaulas ni Rochefort ni la señoraLemel gozaban de nada.

Había días de mar agitado y viento tempestuoso, enque la estela del barco formaba como dos ríos de dia-mantes, uniéndose en una sola corriente, que brillabaal sol aún un poco más lejos.

El 19 de septiembre, se divisa una extraña embarca-ción que tan pronto parece forzar las velas como dis-minuir la marcha. Por la tarde hay una maniobra, doscañonazos sin bala, y aquel barco desaparece: es de no-che se vuelven a ver las velas blancas en el fondo delas sombras. ¿Quería aquel barco liberarnos?

El 22 de septiembre, unas golondrinas de mar se po-san sobre los mástiles.

Llegamos a las Canarias. Estamos viendo Las Pal-mas.

Con mucha frecuencia he pensado en los continen-tes sumergidos bajo los mares, que sin duda nos cubri-rán cuando abandonen sus lechos, dejando una tumbapara sellar otra, sin detener el progreso eterno.

Varias bahías abiertas a los vientos, a lo lejos el picodel Teide.

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Más lejos todavía, una cima azul perdida en el cielo.¿Es el monte Caldera o la cima de las nubes?

Las casas de Las Palmas parecen surgir de las olas,todas blancas como tumbas; al norte sobre una colina,está la ciudadela.

Los habitantes que acuden al navío a traer frutas sonmagníficos. ¿A lo mejor son guanches cuyos abueloshabitaban la Atlántida?

La alta mar del Cabo me entusiasmó.Antes de la Comuna, jamás había visto otra cosa que

Chaumont, París, los alrededores de esta con las com-pañías de marcha de la Comuna y algunas ciudadesde Francia, avistadas desde las prisiones, y estaba aho-ra, yo que toda mi vida había soñado con los viajes enpleno océano, entre el cielo y el agua, como entre dosdesiertos donde no se oía otra cosa que las olas y elviento.

Vimos el mar del polo Sur, donde la nieve caía sobreel puente, en una oscura noche. Me quedé con algunasestrofas de allí, como de todas partes.

En los mares polares

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La nieve cae, la ola balancea,El aire está helado, el cielo negro,El barco cruje bajo la marejadaY la mañana se funde con la tarde.Formando una pesada ronda,Los marinos bailan cantando:Como un órgano de fuerte voz,En las velas sopla el viento.Por temor a que el frío les llegue,Le cantan al helado poloUna tonada de las landas de Bretaña,Una vieja canción de otros tiempos.Y el ruido del viento en las velas,Ese aire tan ingenuo y viejo,La nieve, el cielo sin estrellas.De lágrimas llenan los ojos.¿Es un canto mágico esa tonada?Para enternecer tanto el corazón,No, es un soplo de Armórica,Henchido de retama en flor,

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Y es el viento de los mares del polo,Soplando en sus trompas de bronceLos nuevos cantos populares,De la leyenda de mañana.

Louise Michel. A bordo de la Virginie.No era yo la única en expresar a mi modo, por me-

dio del dibujo o en versos, la impresión que me cau-saban las regiones que atravesábamos. Rochefort meenvió un día los siguientes, que me produjeron un do-ble placer, eran la prueba de que aún tenia fuerza paraescribir a pesar del mareo.

A mi vecina de estribor en popa

Le he dicho a Louise MichelQue atravesamos la lluvia y el sol,Bajo el cabo de Buena Esperanza,Pronto estaremos todos allá.Pues bien, ni me he enteradoQue hemos salido de Francia.

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Antes de entrar al amargo abismo¿Estábamos menos mareados?Los mismos esfuerzos bajo otras causasCuando mi corazón salta a cada paso,Oigo al país que responde:¿Acaso estoy yo sobre un lecho de rosas?No lejos del polo donde pasamos,Nos vamos chocando con témpanosEmpujados por la velocidad adquirida,Entonces pienso en nuestros vencedores¿No sabemos que sus corazonesSon tan duros como la banquisa?La foca avistada esta mañanaMe recordó en la lejanía,Al calvo Rouher de manos grasasY esos tiburones que han pescadoParecían miembros que se han soltadoDe la comisión de graciasEl día, día de gran calor,Donde desplegamos los coloresDe la cangreja a la mesana,Creí, quizás deba disculparme,Ver a Versalles pavonearsePor la absolución de Bazaine.

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Conoceremos otras costasA los débiles devorados por los fuertes.Tal como anuncian nuestros códigosLa ley es desgracia para el vencido.De eso estaba ya convencidoAntes de ir alas antípodas.Hemos, seres imprudentes,Desafiado otras dentelladas,Porque esos que enrojecieron sus manosEn las matanzas de Karnak,Darían al más viejo canacoLecciones de antropofagia.Se podrá comparar jamásAl osage1 que hace manjaresDe los muertos bailados en los refugiosCon esos amigos del difunto CésarQue para el menor baltasar2Se regalan treinta mil cadáveres.

1 Tribu de los pueblos originarios de los Estados Unidos deAmérica.

2 Botella de champán de doce litros.

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El osage, no se puede negar,Satisface con su prisioneroapetitos a menudo enormes.Pero antes de cocerlo bien,Le procura una gorduraQue hace honor a sus comensales.Yo conozco un Pantagruel,No menos ávido y más cruel.Los niños, los ancianos, las mujeresQue para tu cena acechas,Antes de asesinarlos,Oh Mac-Mahon, les matas de hambre.Puesto que la nave del EstadoBoga de crimen en atentado,En un mar de ignominia,Puesto que este es el orden moral,Saludemos al océano australY sigamos en la Virginia.Aquí hace mucho calor o mucho frío.Yo no pretendo que seaPrecisamente hospitalariaCuando se camina bajo el granizoJunto a un soldado cuyo fusilAmenaza delante y detrás.

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Ese mástil que un aguacero inclinaEl viento puede arrancarlo,Las olas pueden inundar la cala.¿Pero esos duques desteñidos y pálidos,Crees tú que no sufran ningún balanceoSobre su trono de dorado bronce?Que seamos soñadores o locos,Vamos derechos hacia adelante,Mientras, y esto consuela,Que solo viéndoles agitarse,Sin ninguna duda se adivinaQue han desquiciado a su brújula.Podemos zozobrar en ruta,Pero preveo que antes de mañana,Sin dármelas de oráculo,Su suerte será la misma.Al que desafía la corriente,Se lo lleva la debacle.

Henri RochefortNoviembre de 1873, a bordo de la Virginie

¡Cuántas cartas y versos fueron intercambiados abordo de la Virginie! Porque la prohibición de comu-nicarse, cuando se está tan cerca, no cuenta.

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Había relatos sencillos y grandes, de no pocos depor-tados, poesías cuyo pensamiento, con ásperas formas,era soberbia.

Una dedicatoria escrita por un compañero, muy ce-loso protestante, tenía un perfume de mirra sobre laprimera hoja de una Biblia. Guardé la dedicatoria, pe-ro tiré la Biblia al mar, a los tiburones.

Todos esos fragmentos, excepto los versos de Roche-fort, que encontré después entre las hojas de un libro,desaparecieron en los registros, después del regreso deCaledonia.

Tampoco conservo los que le enviaba. Cito un frag-mento de ellos:

A bordo de la Virginie

Ved de las olas a las estrellasApuntar a esas errantes blancuras.Las flotas van a toda velaEn las inmensas profundidades;En los cielos flotas de mundos,Sobre las ondas las facetas rubiasDe resplandores fosforecentes.

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Y las chispas flotantes,Y los mundos a lo lejos perdidosBrillan cual pupilas.Por doquier vibran sones confusos.En el umbral de nuevas leyendasEl gallo galo bate las alasAl muérdago el año nuevo Brenus Brenus.La vista de esos abismos embriaga,¡Más alto olas, más fuerte vientos!Se pone muy caro vivirTan grandes son aquí los sueñosSería preferible no serY abismarse para desaparecerEn el crisol de los elementos.Henchid las velas, oh tempestades,¡Más alto olas, más fuerte vientos!Que el relámpago brille sobre nuestras

cabezas,¡Navío adelante, adelante!¿Por qué esas monótonas brisas?Abrid vuestras alas, oh ciclones,Atravesemos el abierto abismo.

14 de septiembre de 1873

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He contado muchas veces cómo me hice anarquistadurante el viaje a Caledonia. En los momentos de cal-ma en los que la señora Lemel no se encontraba muymal, le comunicaba mis reflexiones sobre la imposibi-lidad de que cualesquiera que fuesen los hombres lle-gados al poder pudieran hacer otra cosa que no fueracometer crímenes si son débiles o egoístas, o ser ani-quilados si son abnegados y enérgicos. Me respondíaentonces: “¡Lo mismo pienso yo!”. Tenía mucha con-fianza en la rectitud de su juicio, y su aprobación mecausó gran placer.

Lo más cruel que he visto en la Virginie fue el largoy espantoso suplicio que se infligió a los albatros, queen los alrededores del cabo de Buena Esperanza acu-dían en bandadas en torno al barco. Después de haber-los pescado con anzuelo, los cuelgan de las patas paraque no manchen la blancura de sus plumas al morir.¡Pobres corderos del Cabo! ¡Levantaban muchas vecessu cabeza tan triste y curvaban lo más que podían suscuellos de cisne con el fin de prolongar la miserableagonía que se leía en el espanto de sus ojos de negraspestañas!

Hasta entonces no había visto nada tan hermoso co-mo el mar encrespado del Cabo, las desencadenadascorrientes de olas y viento. El barco, subía a la cresta

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de las olas que le azotaban, oponiéndose a él violenta-mente. La vieja fragata, que pusieron de nuevo a flotepara nosotros, medió rota, se quejaba, crujía como sifuera a quebrarse, navegando solo con la vela mayorcómo un esqueleto de barco, semejante a un fantasma,con su palo de mes anda hundido en el abismo.

Al fin avistamos la Nueva Caledonia.Por la aberturamás estrecha del doble cerco de coral,

la más accesible, entramos en la bahía de Numea.Allí, como en Roma, hay siete colinas azuladas, bajo

el cielo de un intenso azul. Más lejos, el Mont-d’Or,lleno de fisuras de aurífera tierra roja.

Por doquier, montañas de cimas áridas, de gargan-tas arrancadas por un reciente cataclismo. Una de lasmontañas está dividida en dos, formando una v cuyasdos ramas, reuniéndose, meterían en el alvéolo las ro-cas que cuelgan de un lado, medio arrancadas, en tantoque por el otro lado su sitio está vacío.

Como se busca, estúpidamente, dar a las mujeres undestino separado, querían enviamos a Bourail, con elpretexto de que la situación es mejor allí; pero por esomismo protestamos enérgicamente y lo conseguimos.

Si los nuestros son más desdichados en la penínsulaDucos queremos estar con ellos.

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Al fin, nos conducen a la península en la chalupa dela Virginie. Cualquier otro transporte no nos inspiraninguna confianza, cosa que el comandante entiende,y únicamente bajo su palabra consentimos en abando-nar la Virginie. La señora Lemel y yo habíamos pla-neado tirarnos al mar si se empeñaban en llevarnos aBourail, y creo que otras también lo hubiesen hecho.

Los hombres, que habían desembarcado hacía ya va-rios días, nos esperaban en la costa con los primerosllegados.

Nos encontramos allí al bueno de Malezieux, aquelviejo de junio cuya guerrera había sido acribillada abalazos el 22 de enero.

Lacour, aquel que en Neuilly, se puso tan furiosoconmigo a causa del órgano.

Hay, donde el cantinero, un guapo e inteligente ca-naco que (para aprender lo que saben los blancos) sehizo mozo cantinero.

Reencontramos a Cipriani, Rava, Bauër. El padreCroiset, del Estado Mayor de Dombrowski, nuestroviejo amigo Collot, Olivier Pain, Grousset, Caulet deTailhac, Grenet, Burlot del comité de vigilancia, Char-bonneau, Fabre, Champy, multitud de amigos de todossitios, grupos blanquistas, de la Corderie du Temple, delas compañías de marcha. Rochefort, Place y todos los

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de la Virginie se han acomodado en casa de los quellegaron primero.

Habíamos recibido un primer correo en la Virginieque nos llegó intacto; el comandante incluso nos hizocomprobar que nuestras cartas no habían sido abier-tas: los marinos, dijo, no son policías. En la penínsulaDucos, volvieron a abrir la correspondencia. No pidáisjamás una carta larga a quienes han escrito así, a sobreabierto, durante años.

Al desembarcar en la península pensaba en uno demis viejos amigos, en Verdure. —¿Dónde está Verdu-re?, preguntaba, asombrada al no verlo con los demás.Había muerto.

Las cartas tardaban normalmente tres y cuatro me-ses en llegar. Se tardó mucho en conseguir un ritmoregular. Verdure, al no recibir cartas de nadie, murióde tristeza. Un paquete de cartas que le fueron envia-das llegó unos días después de su muerte.

Una vez regularizado el correo, se podía tener unarespuesta de cada carta, al cabo de seis u ocho meses;había un correo todos los meses, pero lo que se recibíaestaba fechado de tres o cuatro meses antes.

Y sin embargo, ¡qué alegría al llegar el correo! Subía-mos apresuradamente al cerro, cerca de la prisión don-

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de estaba la casa del cartero, y como un tesoro nos lle-vábamos las cartas.

Cuando se retrasaban al salir, un día o una hora, ha-bía que esperar al mes siguiente.

Los deportados hicieron una fiesta a Rochefort y anosotras. Durante ocho días nos paseamos por la pe-nínsula como en una gira de placer. Después, en casade Rochefort, es decir, en casa de Grousset y Pain, don-de hicieron de adobe su habitación, hubo una cena ala que acudió Daoumi con chistera, lo que daba un to-que jocoso a su perfil de salvaje. Luego cantó, con esavoz aguda de los cariacos, una canción del país de Li-fon, con las extrañas semicorcheas. Más tarde tuvo laamabilidad de dictármela.

Canción de guerra

Ka kop… muy bello, muy bueno,Mea moa… cielo rojo,Mea ghi… hacha roja,Mea iep… fuego rojo,Mea rouia… sangre roja,Anda dio poura… saludos, adiós,Matels matels Kachmas… hombres valien-

tes.

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Solo conservo esta copla.Había en esa cena una niña de doce años, Eugénie

Piffaut, con sus padres.Tenía unos ojos tan grandes, de un azul semejante al

cielo de Caledonia, que iluminaban toda su cara. Aho-ra descansa en el cementerio de los deportados, entreuna roca de granito rosa y el mar. Henri Sueren cons-truyó para ella un monumento de barro cocido que alo mejor han respetado los ciclones.

A los que morían allí les acompañaba el largo cor-tejo de los deportados, vestidos de blanco, llevando enel ojal una flor roja de algodón silvestre, parecida a lasiempreviva. Este desfile por los caminos de la monta-ña era realmente hermoso.

El cementerio estaba ya poblado y florido; sobre eltúmulo funerario de Passedouet había coronas llega-das de Francia.

Sobre el que cubre el cadáver de un niñito, Théop-hile Place, crece un eucalipto. Durante la deportaciónhubo flores en todas las tumbas; un suicida, Meuriot,duerme bajo el niaouli.3

El primero que murió se llamaba Beuret, y el cemen-terio conservó su nombre; la bahía del oeste conservó

3 Árbol originario de Caledonia, de la familia de las mirtá-

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el de bahía Gentelet, que fue el primero en construirsu choza.

La ciudad de Numbo, que recordaba a la ciudad deTroie, se construía poco a poco. Cada recién llegado leañadía su cabaña de adobe.

En el valle, Numbo tenía la forma de C, y en su pun-ta este estaba la prisión, correos y la cantina; la puntaoeste, un bosque cuyo saliente sobre pequeños mon-tículos estaba cubierto de plantas marinas que se con-vertían poco a poco en terrestres; la transformación sepodía realizar gracias a las olas que las bañaban de vezen cuando. En medio de la C, estaba la ciudad de unaaltura y en su extremo se hallaba el bosque del norte.En la carretera vivía la familia Dubos.

El hospicio dominaba las casas, situado por encimade dos barracas hechas con tablones una frente a otra;una era para las mujeres, la otra aún no tenía destino.

Le encontré uno al reunir en ella algunos jóvenesa quienes Verdure había empezado a dar clase. Algu-nos tenían verdaderas aptitudes: Sénéchal, Mousseauy Meuriot que de repente fue atacado por la nostalgiay quiso morirse, eran poetas.

ceas.

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Entre el bosque oeste y el mar hay una línea de ro-cas volcánicas, unas erguidas, semejantes a gigantes-cos menhires; las otras, parecidas a monstruos tendi-dos sobre la orilla; grandes losas de lava cubren unaparte de la costa.

El mástil de señales domina el bosque oeste; las go-londrinas lo cubren con una nube negra.

Dos veces al año, las lianas que cubren el bosque sellenan de flores, casi todas blancas o amarillas. Las ho-jas tienen toda clase de formas posibles. Las del tarotson en punta de flecha, hay otras como hojas de vid.La liana de manzanas de oro florece como el naranjo.La fucsia cubre la copa de los árboles con una nevadade colgantes de pendientes tan blancos como la leche.

Una liana de hojas de trébol florece en cestos sus-pendidos por un hilo y semejantes a la flor viva delcoral. Otra tiene por flores millares de rojos colgantesde pendiente.

Hay arbustos cubiertos de minúsculos claveles blan-cos. La patata arborescente es un arbusto que tiene pe-queños tubérculos en su raíz. La flor y la semilla sonsemejantes a las de la patata.

La alubia arborescente, cuya flor azul está sombrea-da de negro, es quizá la única que no tenga los coloresamarillo, blanco ni rojo.

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El color violeta está representado por minúsculospensamientos silvestres que crecen entre pequeñas en-redaderas rosas y grandes resedas inodoras.

Hay ricino por todos lados en los bosques, sobre lasrocas, en la maleza. Durante los últimos días, cuandoíbamos a regresar, habiendo pedido desde hacíamuchotiempo gusanos de seda de ricino, distinguí un grannúmero de ricinos que estaban cubiertos de ellos.

En este país, las plantas de algodón son múltiples,y numerosos los insectos que tejen; la araña de sedatiende en los bosques sus gruesos hilos de plata.

Allí ningún animal es venenoso, pero muchos fas-cinan a su presa: el escorpión atrae a los insectos, lamosca azul fascina a la cucaracha, la halaga, la hechizay se la lleva a un agujero donde la sorbe.

Cada árbol tiene su insecto igual a su corteza o a suflor.

La oruga del niaouli no se distingue de la rama, einnumerables familias de chinches (cada árbol tiene lasuya) brillan como piedras preciosas (carecen de olor).Como las fresas en nuestros bosques, los de Caledoniaestán rojos por los tomatitos del tamaño de cerezas,olorosos y frescos.

Millares de arbustos de flores de heliótropo, de ma-dera blanca, y huecos como el saúco, tienen una baya

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semejante a las moras de zarza. Exprimidas, dan unagota de jugo, semejante al vino de Madeira.

La simiente ornada de una liana de flores amarillasen otro tiempo encontraba su analogía con una tor-tuga cuya especie ha desaparecido y cuyo caparazónaparecía decorado con los mismos grabados; el animalvivía sin miembros, excepto el cuello y la cabeza, bajolos mares donde se encuentran los caparazones vacíos,hacia las orillas.

Sobre una elevación emerge un alga marina conuvas violetas; se extiende más viva aún que en el agua,se convierte en terrestre enraizándose poco a poco enel suelo.

Así es como se forman y desarrollan, de la planta alser, nuevos órganos dependiendo del medio.

Así de esta manera no sabemos utilizar aún el rudi-mentario órgano de la libertad, y vendrá el ciclón queconstruirá el nuevo mundo, el ser se aclimatará igualque esas algas se aclimatan a la tierra después de habervivido en las agitadas ondas.

La mosca-hoja (la psilla) que vuela como si fuera unramo de hojas, y a veces la mosca-flor, más rara to-davía, se me aparecieron en los bosques en diez años,unas cuatro veces la una y dos la otra. Cuando unniaouli, cuya edad no conoce nadie, se desploma de

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pronto, se ve en el polvo que fue el árbol unos insectosmás extraños todavía cuya especie ha desaparecido, yque se multiplicaban desde hace siglos y siglos, bajola triple capa de la corteza blanca. Mueren al contactodel aire que no es el suyo.

Dos veces al año cae la nieve gris en forma de lan-gostas. Las traen los vientos del desierto.

Allí por donde pasan estas abejas de las arenas, lasplantaciones, las hojas de los bosques, la hierba de laselva, todo queda devorado, incluso los troncos de losárboles tienen mordeduras.

Quizá barriéndolos en fosos profundos, se obten-drían los abonos necesarios para la delgada capa detierra vegetal.

Las langostas solo en último término, atacan a los ri-cinos que durante mucho tiempo se mantienen verdesen medio de la desertización general.

Ya he contado que había pedido larvas de gusanosde seda de ricino o incluso demorera para aclimatarlesal ricino. Pero los sabios a quienes me dirigí los hacíanprimero ir a París, en lugar de enviármelos directamen-te desde Sídney, que está a ocho días de Caledonia. Enlas diversas peregrinaciones siempre llegaban fuera yadel capullo. Tenía que haber pensado que al estar el

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árbol, tenía que estar el insecto, y buscar con más per-severancia.

En medio del bosque del oeste, en una garganta ro-deada de pequeñas elevaciones, impregnadas aún delacre olor de las olas, hay un olivo cuyas ramas se ex-tienden horizontalmente como las de los alerces? ja-más insecto alguno vuela sobre esas hojas brillantes,de gusto amargo. Sus frutos, unas aceitunas pequeñas,parecen también barnizadas y son de un verde oscuro.

No importa la hora ni la estación, siempre hay bajosu sombra una frescura de gruta, y lo mismo el pensa-miento que el cuerpo, experimentan allí un repentinososiego.

Pues bien, inyectando bajo la corteza de un árbolcargado de insectos su savia, se mezcla con la del árbol,y los insectos no tardan en abandonarlo.

En este país, donde la savia es fuerte, se pueden tra-tar las plantas como a los seres; un año en que todoslas papayas de la península de Ducos morían de icteri-cia, se me ocurrió vacunar así a algunas, con la saviade las papayas enfermas. Cuatro de cada cinco se sal-varon, todas las de la península murieron.

Hacia el centro del bosque del oeste había una hi-guera de la India que cortaron poco antes de nuestramarcha.

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Jamás he visto insectos más extraños que los que seocultaban a la sombra de aquella higuera, en las múlti-ples grietas de la roca: unos gruesos gusanos blancoscomo las larvas de los abejorros, pero con cuernos ra-meados en la cabeza como la de los renos.

Una clase de brote de color negro al iniciarse se re-cubre como con un sudario; es la primera fase de cual-quier insecto desconocido, quizá de los psillas.

Si no se nos hubiera prohibido el alcohol, habríamospodido conservar aquellos extraños insectos en vías detrasformación.

Entre el bosque oeste y Numbo, hay una serie deniaoulis retorcidos por los ciclones, espaciados comohileras de espectros, y en los claros de luna sus troncosblancos se ven raros. Las ramas semejantes a brazos degigantes se levantan llorando por el avasallamiento dela tierra natal.

Cuando las noches son oscuras, se ve fosforescentesa los niaoulis. La oruga del niaouli es del color de lasramas y se metamorfosea en una especie de libélula,sus alas y su cuerpo se confunden con las hojas delárbol.

La hoja del niaouli da una especie de té amargo; másque el opio y el hachís, su flor provoca un letargo de

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fantásticos sueños arrullados por un ritmo semejanteal de las olas.

Los takatas, sacerdotes, médicos, brujos de los cana-cos se toman la infusión de flores de niaouli para pro-curarse la visión del país de los blancos y otros consi-derados como proféticos. El niaouli es el árbol sagrado.

Los únicos animales son el pájaro blanco, lo bastan-te curioso para mirar de cerca lo que se está haciendo,el cagú elegante, el gigante imperial o notu, palomocon rugido de fiera, algunas tortugas sobre la tierramás firme, lagartos por todas partes, y enormes ser-pientes de agua, con colmillos muy cortos; por lo de-más, ninguna planta, ningún animal tiene veneno enCaledonia. El vampiro caledoniano (el zorro volador,gran murciélago con cabeza de zorro) ni siquiera bebesangre; se alimenta con más frecuencia de cocos quede pajarillos. Abundan las ranas, que croan con unasformidables voces. Moscas azules, avispas, cucarachas,dos veces al año la nieve gris de las langostas, y siem-pre la nube de mosquitos, multitud de peces de todasclases y colores, algunos gatos monteses, descendien-tes de los que allí dejó Cook, convertidos en pescado-res y que a fuerza de apoyarse en las patas traseras alsaltar, han adquirido cierta analogía de conejo. Ningúnotro animal peligroso aparte de los tiburones. Aproxi-

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madamente esta es la fauna de Caledonia. Sin olvidar-nos de la enorme rata, venida desde algunos naufra-gios. Decía que los animales de Caledonia no tienenveneno; si no lo tienen para el hombre, si entre ellos:la mosca azul pica a la cucaracha antes de saltarle losojos, y es probable que le inyecte una especie de curare.La avispa, que caza en su nido a otras moscas, las anes-tesia para que sirvan todavía de alimento a sus crías,poniendo los huevos alrededor de las víctimas.

Entre el brezo rosa, en la cima de los altozanosdel bosque oeste, sobre rocas derruidas como ruinasde fortaleza, las lianas de transparentes y frágiles ho-jas, con perfumadas flores, son el retiro de grandesciempiés, que se enlazan como serpientes alrededor deotros insectos después de atraerlos; en esos mismosbrezos, una araña parda velluda como un oso, devoraa su marido una vez que ha dejado de gustarle, preo-cupándose de envolverlo en su tela.

Otro monstruo de insecto, también una araña, per-mite a otras arañas más pequeñas que trabajen en sutela, sin duda para comérselas a su antojo.

Vimos mariposas blancas pero solo al tercer año denuestra estancia en la península Ducos. ¿Son trianua-les, o sería el resultado del nuevo alimento, traído a

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los insectos por las plantas de Europa, sembradas enla península?

Con frecuencia vuelvo a ver aquellas playas silen-ciosas, en las que, bajo los manglares, se oye de golpe,sin ver nada, el chapoteo del agua removida por unapelea de cangrejos, donde la agreste naturaleza y lasdesiertas ondas parecen tener vida.

Cada tres años, los ciclones, los vientos y el mar aú-llan, rugen, mugen el canto de la tempestad. Pareceentonces que el pensamiento se detiene y que el vien-to y las olas te llevan entre la noche del cielo y la delocéano. A veces, un inmenso relámpago rojo rompe lasombra, otras veces es lívido.

El ruido formidable del agua que cae a torrentes, elenorme soplo del viento y del mar, todo esto se juntaen un coro soberbio y terrible.

Los ciclones por la noche sonmás hermosos que porel día.

El mar tiene soberbias fosforescencias en las nochescaledonianas, donde en el azul intenso del cielo lasconstelaciones parecen estar muy cerca. En Caledoniano hay crepúsculo, sino un instante en que el sol, aldesaparecer, ilumina el mar.

La choza de Rochefort estaba en lo alto, la de Greneten el agujero de una roca, rodeada por un jardín que

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cubría la mitad de la montaña. Cuando se aburría, congrandes golpes de pico atacaba la tierra cruel, compi-tiendo con Gentelet que removía el otro flanco de lasalturas.

Torciendo un poco en el camino de Tendu, estabala choza de L’Heureux, donde tocaba la guitarra quefabricó Croiset en lamisma península, con palo de rosa.Su cabaña estaba en elmismo camino. Del otro lado, nolejos de correos, en un pequeño otero, vivía Place. Allínacieron su primogénito, que murió muy pequeño, ysus dos hijas. Bajando, se encontraba la de Balzen, quecon el pretexto de que era de Auvergne, convertía lasviejas latas de conserva en utensilios para nuestro uso;también se dedicaba a la química, haciendo esencia deniaouli, en unión del viejo blanquista Chaussade.

Una cabaña cubierta por completo de enredaderas,cerca de la barraca de las mujeres, era la de Penny, quevivía con su mujer y sus hijas, una de ellas, Augustine,nacida en la península.

Más lejos la fragua del padre Malezieux, donde noshacia con viejos pedazos de hierro podaderas, útiles dejardín y un sinfín de cosas.

Muy cerca vivía Lacourt, y un pocomás allá Provins,uno de los tamborileros de los federados que con más

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ardor tocó a generala en los días en que París debíaestar en pie.

Con dos aberturas que parecen ventanas, un hermo-so macizo de euphorbias en la entrada y dentro algoque se asemeja a una biblioteca: es la choza de Bauër.

La de Champi, muy pequeña, está en el altozano deNumbo. Un día que estábamos siete u ocho alrededorde la mesa, pensamos reventarla, empujando cada unopor su lado. Al norte también está la casa de arcadasverdes, de Régère.

Está además la gran cabaña de Kervisik, del lado delhospicio, donde vive Passedouet mientras llega su mu-jer. La de Burlot, arriba sola, cerca de la de Royer, y ladel viejo Mahile al borde del mar, en Tendu; las veo to-das de nuevo. Su enumeración ocuparía un volumen,pobres chozas de adobe, cubiertas de brezo, que desdelas alturas, parecían una gran ciudad de los tiemposantiguos.

La evasión de Rochefort y de otros cinco deporta-dos, Jourde, Olivier Pain, Paschal Grousset., Bullière yGranthille, trastornó a la administración caledoniana.Se reunió un consejo de guerra. El gobernador, Gau-tier de La Richerie, estaba de viaje de exploración enuno de los barcos de vigilancia de los deportados; elsegundo barco estaba en la isla de los pinos. Hacía ya

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cuarenta y ocho horas que los evadidos se habían mar-chado y todos los guardianes temblaban temiendo serdespedidos. Cuanto mayor era la alegría en la penín-sula Ducos más furiosos se ponían.

Al pasar lista los vigilantes vieron que faltaban Ro-chefort, Olivier Pain y Granthille. De momento nocomprendían lo sucedido. Los demás deportados sinembargo se dieron cuenta rápidamente, respondiendocosas con las que confundir y ganar tiempo. Al llamara Bastien Granthille, alguien gritó: “Bastien tiene unasbotas y ha ido a ponérselas”.

Ante la desesperada llamada a Henri Rochefort, va-rios dijeron: “Ha ido a encender su farol”, otros: “Haprometido que volvería”, y otros más: “Vamos a ver siviene”.

Las autoridades en aquel momento estaban dema-siado alarmadas para poder castigar, por lo que se re-servaban para más tarde. El espectáculo de la espontá-nea alegría que reinaba entre los deportados enfurecíade tal modo a los capataces que incluso rompieron lascortinas, ¡que no tenían ninguna culpa!, al ir a buscaralgo que les pusiera sobre la pista en las chozas de losevadidos.

Desde el jueves nadie había visto a los fugitivos, yestábamos ya a sábado, por lo tanto estaban a salvo.

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La barca del cantinero Duserre había sido utilizadapor Granthille para acudir al encuentro de los evadidosde la península. Fue castigado a quince días de calabo-zo, porque la pobre barca, aunque hundida con ayudade grandes piedras en el mar, regresó de repente a cau-sa del oleaje, subiendo a la superficie, lo que parecíademostrar la complicidad de Duserre.

Bien está lo que bien acaba, con lo que no solo sele pagó la barca, sino que, obligado a marcharse a Syd-ney, llegó a vivir allí más holgadamente que en Numea,donde el comercio es escaso, exceptuando la trata delos nativos para el alistamiento.

En algunas páginas de mis Memorias, editadas porRoy, de la calle Saint-Antoine, figuran cartas en las quese cuenta la conducta del gobierno colonial de Caledo-nia, con motivo de la evasión de Rochefort.

Después de su evasión, los señores Aleyron y Ri-bourt, enviados para aterrorizar a los deportados, pro-bablemente con el fin de hacer regresar a Rochefort,tuvieron la ridícula idea de apostar durante cierto tiem-po en las alturas que rodean Numbo, a varios centine-las que parecían estar representando La Torre de Nesle,con grandiosos decorados.

A intervalos regulares, en la cima de las montañasse oía: “¡Centinela, alerta!”, y en las noches claras las

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siluetas negras de los centinelas se dibujaban en lascumbres en el intenso claro de luna.

Algunos de aquellos centinelas tenían una hermosavoz, era muy agradable. Salíamos alas puertas de laschozas para oírles y verles.

Después se fueron quedando afónicos, y nos aburri-mos de las siluetas. Perdió su atractivo, pero aún se-guía siendo bonito.

Después de las ridiculeces llegaron las cosas odiosas:a los deportados se les privó de pan. Aun desdichado,medio enloquecido por el espanto de todo lo que habíavisto, le dispararon como a un conejo, porque regresa-ba un poco tarde a su choza.

Bajo el gobierno de Aleyron y Ribourt no nos pri-vábamos de pasar de contrabando cartas en las que suconducta se sacaba a la luz en las revistas de Sydney oen las de Londres.

Me quedan algunas cartas que fueron publicadasasí:

Península Ducos, 9 de junio de 1875Queridos amigos,He aquí los documentos del traslado queles hablé,

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Traslado al que no hemos accedido hastadespués de que escucharan nuestras pro-testas: 1° la forma en que se dio la orden;2° la manera en que teníamos que habitarese nuevo campamento de barracas.El caso es que ocupar un rincón u otro dela península nos es indiferente; pero la in-solencia del primer anuncio era insopor-table, teníamos que poner nuestras condi-ciones y no consentir el cambio de resi-dencia hasta que se aceptaran estas condi-ciones.Así se ha hecho.He aquí la copia del primer anuncio pues-to el 19 de mayo de 1879 en Numbo. Lasórdenes del gobierno se nos trasmiten conestos anuncios, y con la fórmula el depor-tado tal, con número tal, es como se res-ponde.

DECISIÓN19 de mayo de 1875

Por orden de la dirección, las mujeres de-portadas cuyos nombres se citan a conti-

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nuación abandonarán el campo de Num-bo el 20 del corriente para ir a vivir a labahía del oeste en el alojamiento que lesestá destinado: Louise Michel n°1; MarieSmith n°3; Marie Cailleux n°4; Adèle Des-fossés n°5; Nathalie Lemel n°2; la mujer deDupré n°6.He aquí nuestras protestas:

Numbo, 20 de mayo de 1875

La deportada Nathalie Duval, mujer de Le-mel, no se niega a habitar la barraca quele asigna la administración; pero hace ob-servar:1ºQue está imposibilitada para llevar a ca-bo la mudanza por sí misma.2°Que no puede ni procurarse ni cortar lamadera necesaria para cocinar sus alimen-tos.3º Que ha construido dos gallineros y hacultivado una porción de terreno.4º En virtud de la ley que sobre la depor-tación dice: los deportados podrán vivir

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por grupos o por familias permitiéndoleselegir las personas con las que quieran es-tablecer relaciones, la deportada NathalieDuval, mujer de Lemel, se niega a la vidacomún si no se dan estas condiciones.

Nathalie Duval, mujer de Lemel n°2

Protestas:

Numbo, 26 de mayo de 1875

La deportada Louise Michel n°1 protestacontra la medida que asigna a las mujeresdeportadas un domicilio alejado del cam-po, como si su presencia en él constituye-ra un escándalo. La misma ley rige a losdeportados tanto hombres como mujeres.No se tiene por qué añadir un insulto nomerecido.Por mi parte, no puedo trasladarme a esenuevo domicilio sin que los motivos porlos que nos envían, aún siendo decorosos,se hayan hecho públicos por anuncio, asícomo la manera en que nos tratarán.

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La deportada Louise Michel declara, queen el caso de que los motivos fueran insul-tantes, no cejará en su protesta, suceda loque suceda.

Louise Michel, n°1

Formuladas nuestras protestas, al día si-guiente se nos advirtió que teníamos queefectuar el cambio de domicilio durante eldía, cosa que no hicimos. Estábamos abso-lutamente decididas a no salir de Numboantes de que se atendieran nuestras justasprotestas y declaramos que estábamos dis-puestas a ir a prisión si querían, pero enmodo alguno nos molestaríamos en hacerel cambio de domicilio.Afirmando por lo demás, que una vez re-parado el insolente anuncio y dispuestosnuestros alojamientos en la bahía del oes-te, de manera que no nos molestáramoslas unas a las otras, no teníamos ningunarazón para preferir un sitio a otro. Idas yvenidas, amenazas del guardián jefe, quemuy molesto, volvió a caballo por la tarde

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para parecernos más imponente, y chas-quidos del caballo, que aburrido por la lar-ga pausa de su amo ante nuestras chozas,se lo lleva más deprisa de lo que desea alcampamento militar.Llegada, tres o cuatro días después, deldirector de la deportación, acompañadopor el comandante territorial, que prome-ten, por medio de un segundo anuncio,atender nuestras reclamaciones y separarcon pequeñas chozas, el campamento dela bahía del oeste en donde podríamos vi-vir de dos en dos o de tres en tres, se-gún quisiéramos, con objeto de permitira aquellas cuyas ocupaciones sean seme-jantes que se agrupen.Una parte de los compromisos se cumplióinmediatamente; pero hasta que no lo fue-ron por completo, no hubo manera de ha-cernos salir de Numbo, y como no habíasitio para nosotras en la prisión, decidie-ron llegar hasta el final.Ahora estamos en la bahía del oeste, y estriste para la señora Lemel a la que sus do-

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lencias no le permiten casi caminar; poreso no me atrevo a alegrarme de la proxi-midad del bosque, que me gusta tanto.Tal es sin pasión ni acritud, el relato denuestro traslado de Numbo, península Du-cos, a la bahía del oeste, igualmente penín-sula Ducos.

Louise Michel n°1Bahía del Oeste, 9 de junio de 1873

La siguiente carta tenía que haber sido la primerapor orden de fecha, pero llegó más tarde a la revistaaustraliana que la publicó.

18 de abril de 1876, NumboNueva CaledoniaQueridos amigos,A causa de las varias evasiones ocurridashace poco, deben ustedes conocer la si-tuación aproximada en la que se encuen-tran los deportados, es decir las vejacio-nes, abusos de autoridad, etc., de los queRibourt, Aleyron y consortes son respon-

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sables. Ustedes saben que bajo el almiran-te Ribourt el secreto de la corresponden-cia fue abiertamente quebrantado, comosi los pocos hombres que sobrevivieron ala hecatombe del 71, a través del océanoasustaran a los asesinos.También saben, que bajo el coronel Aley-ron, el héroe del cuartel Lobau, un guar-dián disparó contra un deportado, en supropia casa. Sin saberlo, había infringidolos límites para ir a buscar leña; antes otroguardián había disparado contra el perrodel deportado Groiset, al que hirió estan-do entre las piernas de su amo. ¿Apuntabaal hombre o al perro?¡Cuántas cosas después! Me parece quevoy a olvidar un montón, porque son mu-chas; pero ya irán saliendo.Ya sabían ustedes que ajustándose a lasimple ley de la deportación se privaba depan a los que se presentan cuando pasanlista sin formar militarmente en dos filas.A ese respecto la protesta fue muy enér-gica y se demostró que, a pesar de las di-

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visiones surgidas entre nosotros, creadaspor gente intencionadamente introduciday completamente ajena a la causa, los de-portados para nada se han olvidado de lasolidaridad. Después han privado de víve-res, a excepción del pan, de la sal y de laslegumbres, a cuarenta y cinco deportados,por haber sido hostiles a un trabajo queno existía más que en la imaginación delgobierno.Cuatro mujeres han estado igualmentecastigadas porque dejaban mucho quedesear en cuanto a conducta y moralidad,lo que es absolutamente falso. El deporta-do Langlois, esposo de una de esas seño-ras, que respondió enérgicamente por sumujer puesto que jamás le ha dado ningúnmotivo de queja, ha sido condenado a die-ciocho meses de prisión y tres mil francosde multa.Place, conocido por Verlet, respondióigualmente por su compañera cuya con-ducta merece el respeto de todos los de-portados, y fue condenado a seis meses de

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prisión y a quinientos francos de multa, ylo que es peor, lo que nada en el mundopodrá devolverle, su hijo nacido durantesu prisión preventiva murió a consecuen-cia de los tormentos sufridos por sumadreque le amamantaba.No se le permitió ver a su hijo vivo.Otros deportados han sido condenados.Cipriani, cuya dignidad y valor son co-nocidos, a dieciocho meses de prisión ytres mil francos de multa. Fourny, pare-cida condena por unas cartas insolentes,bien merecidas por la autoridad.Últimamente, el ciudadano Malezieux, de-cano de la deportación, estaba sentado porla noche ante su choza en compañía de losdeportados que trabajan con él, fue acusa-do de escándalo nocturno por un guardiánebrio, que le golpeó, y fue además llevadoa la prisión.Con nuestros amables vencedores, lo có-mico se mezcla con el rigor; aquellos quedesde su llegada han trabajado más, están

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en la lista de los eliminados. Un deportadopuede estar en las dos listas a la vez.Puede comprobarse con el diario oficial deNumea. En la una figura como castigadopor negarse a trabajar; en la otra recom-pensado por su trabajo.Paso por alto una provocación. Al pasarlista por la tarde, días antes de la llega-da del señor de Pritzbuer. Un guardiánmuy conocido por su insolencia, amenaza-ba a los deportados revólver en mano. Serespondió a esta provocación, así como aotras, con el más profundo desprecio. Losseñores Aleyron y Ribourt trataron de jus-tificarse después. Es probable que a la pri-mera lista de eliminados le sigan otras, ycomo el trabajo no existe, todas las comu-nicaciones han sido cortadas desde hacemucho tiempo para poder intentar algo, yademás el oficio de cierto número de de-portados exige unos primeros gastos queles es imposible hacer, pueden ustedes juz-gar la situación.

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En todo caso, estas cosas habrán servidopara descubrir hasta dónde pueden reba-jarse los vencedores con su odio; no esmalo saberlo, pero no para imitarlos, yaque no somos ni verdugos ni carceleros,sino para conocer y publicar las hazañasdel partido del orden, a fin de que su pri-mera derrota sea definitiva.Hasta la vista, que será pronto quizá si lasituación exige que aquellos que no tienenmucho apego a su vida la arriesguen parair a contar allí los crímenes de nuestrosdueños y señores.

Louise Michel nº1

Se comprenderá sin esfuerzo, después estos pocoshechos, por qué respondí, en la solicitud de testimo-niar que se me hizo al regreso, de esta manera:

Cámara de diputadosComisión núm. 10Al señor presidente de la comisión de in-vestigación del régimen disciplinario deNueva Caledonia

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París, 2 de febrero de 1881

Señor presidente,Le agradezco su deferencia al llamarmecomo testigo en lo que atañe a los esta-blecimientos penitenciarios de Nueva Ca-ledonia,No dejo de aprobar el esclarecimiento quenuestros amigos quieren efectuar sobreesos distanciados matones, pero no acudi-ré a declarar contra los bandidos Aleyrony Ribourt en este momento en el que eljefe del Estado es el señor de Gallifet, aquien he visto fusilar a los prisioneros.Si privaban de pan a los deportados, si lesprovocaban al llamarles los vigilantes a re-vista revólver en mano, si disparaban a undeportado que regresaba por la noche a suconcesión, esa gente no había sido envia-da allí para tenernos sobre un nido de ro-sas. Cuando Barthélemy Saint-Hilaire esministro y Maxime Du Camp está en laAcademia;

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Cuando ocurren hechos como la expul-sión de Cipriani, la del joven Morphy ytantas otras infamias; cuando el señor deGallifet puede de nuevo extender su espa-da sobre París y cuando la misma voz quereclamaba todas las severidades de la leycontra los bandidos de la Villette se alcepara absolver y glorificar a Aleyron y aRibourt, mejor me espero a la hora de lagran justicia.Le ruego acepte, señor presidente, el sen-timiento de mi mejor consideración.

Louise Michel

En el momento, hacia el 77, en que la extrema iz-quierda preguntó me parece al ministro Baïaut, porqué tantos honorables hombres no habían sido amnis-tiados, contestó que algunos de ellos habían rechazadola medida y reivindicado su responsabilidad. ¿Por qué,replicó Clemenceau, quiere usted que aquellos que hanpadecido los horrores de la represión los olviden? Us-ted dice que no olvidarnos; si usted no olvida nada, susadversarios lo recordarán. Tenía razón Clemenceau.Rechazábamos el perdón, porque era nuestro deber no

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desacreditar la revolución por la que París fue ahogadaen sangre.

El final de mi carta del 18 de abril estaba relacionadacon un proyecto en el que trabajábamos, la señora Ras-toul y yo. Por medio de una caja llena de hilos y otrosobjetos de este género, que iba y venía de la penínsulaDucos a Sydney, donde ella vivía la enviamos pegadaentre dos papeles que iban en el fondo de la caja.

Pensábamos que una noche después de que pasaranlista yo podía, a través de las cimas de las montañas,alcanzar el camino del bosque del norte, más allá delos puestos de los guardias, y por el bosque norte yel puente de los Franceses, donde más que agua a me-nudo lo que hay es fango marino, llegar con muchasprecauciones por el cementerio a Numea.

De allí, alguien a quien la señora Rastoul tenía queprevenir me hubiera ayudado a coger el correo, queella habría pagado.

Una vez en Sydney, trataría de conmover a los ingle-ses con el relato de las hazañas de Aleyron y Ribourt,esperando que una goleta tripulada por valientes ma-rinos volvería conmigo en busca de las demás.

De no ser así yo misma regresaría; porque solo éra-mos veinte mujeres deportadas, y tenían que ser lasveinte o ninguna.

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Pero fue nuestra caja la que no volvió. Supe a mi re-greso, al pasar por Sydney, que en el momento mismoen que yo debía recibir el aviso convenido para realizarnuestro proyecto descubrieron la carta y la caja.

La administración de Nueva Caledonia no me hablójamás de este proyecto, descubierto en el momento enque iba a tener éxito.4

Sesenta y nueve esposas de deportados habían sidotransportadas en el Fénelon para valerosamente com-partir la miseria de sus maridos.

Hubo algunas bodas en la península. Henri Place secasó con Marie Cailleux, muchacha de una gran dulzu-ra que con mucha valentía había luchado en las barri-cadas en los días de mayo.

Langlais se casó con Elisabeth de Ghy. Los matrimo-nios de deportados eran numerosos. Las señoras Du-bos, Arnold, Pain, Dumoulin, Delaville, Leroux, Pifiauty otras varias habían vuelto a hacer una vida de fami-lia; los niños crecían bajo los niaoulis, más felices queaquellos cuyo único asilo fue el correccional por serhijos de fusilados.

Los deportados simples de la isla de los pinos es-taban más privados que nosotros de correspondencia,

4 Michel, Louise.Mémoires (Memorias), pp. 304-13. Obra iné-

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porque estaban a veinte leguas mar adentro, sin máscomunicaciones que las cartas que pasaban por la ad-ministración.

Unos se volvieron locos, como Albert Grandier, re-dactor del Rappel, cuyo delito fue un puñado de ar-tículos; otros perdían la paciencia, se volvían irascibles.Cuatro fueron condenados a muerte y ejecutados porhaber golpeado a uno de sus delegados; uno de ellos noera más que un amigo de los otros y no se haba metidoen nada.

Les hicieron pasar por delante de sus ataúdes, cosaque realizaron sonriendo, liberados de la vida.

El pelotón de ejecución temblaba y los condenadostuvieron que tranquilizar a los soldados.

Saludaron a los deportados y aguardaron sin palide-cer.

La administración no quiso entregar sus cadáveres.Se pintaron de rojo los postes del patíbulo, y se mantu-vieron en el mismo lugar durante el resto de la depor-tación.

Los deportados de la isla de los pinos, cuando se lescondenaba a prisión, sufrían su pena en la penínsulaDucos; así nos enterábamos de su triste vida.

dita en castellano.

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El 11 de marzo del 75, veinte deportados de la Islade los Pinos intentaron huir a Australia, en una bar-ca construida por ellos mismos. El 18 de marzo de esemismo año el mar devolvió a la costa los restos de laembarcación: ni una prenda, ni un trozo de manta, niun cadáver.

¿Fueron devorados por los tiburones o quizá los na-tivos de alguno de esos archipiélagos diseminados enel océano, se los llevaron tan lejos entre esos islotes ig-norados, que no pudieron alcanzar otras tierras? Aque-llos veinte se llamaban Rastoul, Sauvé, Savy, Demou-lin, Gasnié, Berger, Chabrouty, Roussel, Saurel, Le-dra, Leblanc Louis, Masson, Duchêne, Galut, Guignes,Adam, Barthélemy, Palma, Gilbert, Edat.

Aquel mismo 18 de marzo en que fueron encontra-dos los restos de su embarcación, moría Maroteau, enel hospicio de la isla Nou.

La isla Nou es el más oscuro círculo del infierno.Allí estaban Allemane, Amouroux, Brissac, Alphon-

se Humbert, Le-vieux, Cariat, Fontaine, Dacosta, Lis-bonne, Lucipia, Roques de Filhol, Trinquet, Urbain, etc.Eran los más queridos por ser los más afectados. Con-denados a llevar doble cadena, arrastrando la bola cer-ca de los más reputados criminales, padecieron al prin-cipio sus insultos, pero luego se hicieron respetar.

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Dos brazos que se unen por encima no de una cabe-za, sino rodeando una rada, tal es la península Ducos yla isla Nou, entre los hombros, con Numea en el fondode la rada.

Desde la bahía del oeste se ven las construccionesde la isla Nou, la granja y una batería de cañones porel mismo lado. ¡Cuánto tiempo nos quedábamos en Laorilla, contemplando aquella desolada tierra!

Hacia el final de la deportación los de la isla Nouvinieron a vivir a la península Ducos, fue una alegrefiesta, la única que tuvimos desde el 71, pero nos valiópara mucho.

La administración utiliza contra las evasiones a loscanacos más brutos. Que están adiestrados para suje-tar a los evadidos a un palo que llevan entre dos, conlos brazos y las piernas atadas juntas, de la misma ma-nera que hacen con los cerdos Esto es lo que se llama lapolicía indígena. Es extraño que no hayan hecho venira algunas compañías regulares de París para ayudarles,y recíprocamente que no se envíen a Francia.

No todos los canacos están tan corrompidos: no pu-dieron aguantar las veja dones que les infligieron e ini-ciaron una rebelión que abarcaba varias tribus.

Los colonos (aquellos que la administración prote-gía, se entiende) habían secuestrado a una mujer ca-

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naca. Sus ganados iban a pastar hasta la puerta de laschozas, y les distribuían tierras sembradas por las tri-bus. La más indómita de estas tribus, la del gran jefeAtai, arrastró a las demás.

Enviaron a las mujeres a llevar patatas, taros y ña-mes a las cavernas; el hacha de guerra fue desenterra-da y la sublevación comenzó; del lado de los canacoscon hondas, lanzas y mazas; del lado de los blancoscon cañones de montaña, fusiles y todas las armas deEuropa.

De su lado Atai tenía un bardo de piel cetrina, todotorcido, y que cantaba en la batalla; era takata, es decir,médico, brujo, sacerdote. Es probable que los pretendi-dos albinos vistos por Cook en aquellos parajes fuesenalgunos representantes de una raza en extinción, qui-zá aria, extraviados en el transcurso de un viaje, o sor-prendidos por una revolución geológica. Quizá Andiaera el último representante.

A Andia el takata, que cantaba cerca de Atai, le ma-taron en combate, su cuerpo estaba retorcido como lostroncos de los niaoulis, pero su corazón era noble.

¡Extraña circunstancia!Andia había hecho una gaitasegún la tradición de sus antepasados. Pero tan salvajecomo aquellos con los que vivía, la había hecho con lapiel de un traidor. Andia, ese bardo de cabeza gorda,

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con una estatura de enano y ojos azules llenos de luz,murió por la libertad de la mano de un traidor.

Al propio Atai le mató un traidor.Según la ley canaca, aun jefe no le puede golpear

más que otro jefe o un delegado.Nondo, jefe vendido a la administración, delegó sus

poderes en Segon, entregándole el arma que debía ma-tar a Atai.

Entre las cabañas negras y Amboa, Atai con algu-nos de los suyos, regresaba a su campamento cuandodestacándose de la columna de los blancos, Segon se-ñaló al gran jefe, reconocible por la blancura de nievede sus cabellos.

Con la honda enrollada en torno de su cabeza, te-niendo en la mano derecha un sable arrebatado a losgendarmes, y en la izquierda un tomahawk, rodeadode sus tres hijos y con ellos el bardo Andia, que utili-zaba la lanza como una jabalina. Atai hizo frente a lacolumna de los blancos.

Vio entonces a Segon, y dijo: —¡Vaya! Aquí estás.El traidor se tambaleó bajo la mirada del viejo jefe

pero, queriendo acabar pronto con él, le arrojó una lan-za que le atravesó el brazo derecho. Atai levantó enton-ces el tomahawk, que sujetaba con la mano izquierda.Sus hijos caen, uno muerto y los otros heridos. Andia

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se abalanza gritando: ¡Tango! ¡Tango! ¡Maldito, maldi-to!, y cae herido de muerte.

Entonces, a hachazos como se derriba un roble, Se-gon golpea a Atai. El anciano jefe se lleva la mano ala cabeza casi separada del tronco, y solo después devarios golpes más queda inmóvil.

Entonces los canacos lanzaron el grito de muerte,que se trasmitió como un eco a través de las montañas.

Cuando la muerte del oficial francés Gally Passeboc,los canacos saludaron a su enemigo con ese mismo gri-to de muerte, porque ante todo admiran a los valientes.La cabeza de Atai fue enviada a París; no sé lo que pasócon la de Andia.

Que a su memoria se eleve este canto de Atai:

El takata en el bosque ha cogido el adueke,la hierba de guerra, la rama de los espec-tros, Los guerreros se reparten el aduekeque les vuelve terribles y cura las heridas.Los espíritus soplan la tempestad, los espí-ritus de los padres esperan a los valientesamigos o enemigos; los valientes son bienrecibidos más allá de la vida.Que los que quieren vivir se marchen. Heaquí la guerra, la sangre va a correr como

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el agua; es preciso que el adueke tambiénquede rojo de sangre.Se ha vengado hoy a Atai. El traidor quetomó parte en la rebelión con los blancos,desposeído, desterrado, comprende su cri-men.

Entre los deportados, unos estaban de parte de loscanacos, otros en contra. Por mi parte, estaba total-mente de su lado. Se producían tales discusiones en-tre nosotros que un día, en la bahía del oeste, todo elpuesto de guardia bajó para enterarse de lo que ocurría.Eramos solo dos, gritando como treinta.

Nos traían los víveres a la bahía los sirvientes, unosvigilantes canacos; eran muy dulces, se envolvían lomejor que podían en sus andrajos, y por su ingenuidady su astucia era muy fácil confundirles con los campe-sinos de Europa.

Una noche de tormenta durante la insurrección ca-naca, oí llamar a la puerta de mi compartimento en lachoza. ¿Quién es? pregunté. —Taïau, respondieron. Re-conocí la voz de nuestros canacos, los que nos traíanlos víveres (taïau significa amigo).

En efecto se trataba de ellos, venían a despedirse demí antes de alejarse a nado bajo la tempestad para unir-

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se a los suyos y combatir a “blancos malvados”, decíanellos.

Entonces, dividí la banda roja de la Comuna, quehabía conservado a través de mil dificultades, y se ladi como recuerdo.

Ahogaron en sangre la insurrección canaca y las tri-bus rebeldes fueron diezmadas; están extinguiéndosesin que por ello la colonia sea más próspera.

Una mañana, en los primeros tiempos de la depor-tación, vimos llegar, con sus grandes túnicas blancas,a unos árabes deportados por haberse sublevado ellostambién, contra la opresión. Aquellos orientales, pre-sos lejos de sus tiendas y de sus rebaños, eran sencillosy buenos y tenían un gran sentido de la justicia, por locual no comprendían en absoluto por qué habían obra-do de aquella manera con ellos. Baüer, que en absolu-to compartía mi afecto por los canacos, sí compartíael que profesaba a los árabes, y creo que todos vol-veríamos a verles con gran placer. Conservaban unaentusiasta simpatía por Rochefort.

¡Algunos de ellos siguen en Caledonia y probable-mente no saldrán de allí jamás!

Uno de los pocos que han vuelto, El Mokrani, alacudir al entierro de Victor Hugo, vino a Saint-Lazare,donde estaba entonces, creyendo que podría comuni-

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car conmigo, pero como no se había provisto de unpermiso, le fue imposible.

Durante los últimos años de la deportación, aquelloscuyas familias se quedaron en Francia, y a los que seles hacía larga la separación, sobre todo los que teníanhijos pequeños, recibían cartas en las que les hablabande una próxima amnistía. Pero el tiempo pasaba sinque llegara la amnistía y muchos de los desdichadosque habían creído en ella, confiando en las afirmacio-nes de amigos imprudentes, morían pronto. Amenudoles acompañábamos en largas filas por los caminos dela montaña que llevaban al cementerio, que se iba lle-nando escrupulosamente. De esa época todavía tengoalgunos versos:

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En los soberbios claros de luna,Los niaulis de blanco troncoSe retuercen en las altas hierbas,Atormentados por el esfuerzo de los

vientos.Allí desconocidas profundidades,Los ciclones suben a las nubesY el amargo viento de los mares llorando

todas las noches,Con sus gemidos cubre a los helados

proscritos.Los niaoulis, etc.,En los niaulis gimen los ciclones.Sonad, vientos de los mares, vuestras mo-

nótonas trompas.Es preciso que la aurora llegue,Cada noche encierra una mañana,Para el que la víspera no es más que un

sueño.Las olas se balancean, el tiempo pasa,El desierto se hará ciudad.En los bornes que la marejada sacude,Se agitará la humanidad.

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Apareceremos en esos tiemposIgual que ahora vemosAnte nosotros esas tribus salvajesCuyas rondas giran y giran,Y de esas razas primitivas,Mezclándose con la ya vieja sangre

humanaSaldrán fuerzas activas,Creciendo el hombre como el grano.Sobre los niaulis gimen los ciclones,Sonar, vientos de los mares, vuestras mo-

nótonas trompas.

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2. El regreso

Los que habían pasado cinco años en la penínsulaDucos, si su estado les permitía alimentarse podían ira Numea, con la condición de que la administración notuviera que proporcionarles ya víveres ni ropa.

Se entregaba un permiso de permanencia en el terri-torio, en el cual figuraba el estado civil, la filiación y aldorso:

Permiso de permanencia en el territorioPor una decisión del gobernador, con fe-cha 24 de enero de 1879, el deportado tal,núm…, ha sido autorizado a establecerseen el territorio de Numea en casa de…El deportado está obligado a presentarsepara dar fe de su presencia, en la oficinade la dirección a las 7 de la mañana el díade la salida del correo para Europa; puede

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circular libremente en un radio de ocho ki-lómetros alrededor de su residencia, queno podrá cambiar sin una nueva autoriza-ción.El deportado ya no tiene derecho ni a ves-tidos ni a ropa de cama, ni a los víveresde la administración. En caso de enferme-dad, será admitido en los hospitales de ladeportación, a condición de que pague losgastos de su tratamiento.

El subdirector del servicio de ladeportación,

Orauer

Esta tarjeta me ha servido después varias veces decertificado de identidad.

Al tener mi título demaestra, al principio tuve comoalumnos a los hijos de los deportados de Numea, conalgunos otros de la ciudad. Más tarde el señor Simon,alcalde de Numea, me confió las escuelas de niñas enla ciudad para la enseñanza de canto y dibujo. Ademástenía un buen número de clases a domicilio, desde lasdoce a las dos y también por la tarde.

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Los domingos desde por la mañana hasta la noche,mi choza estaba llena de canacos que ponían toda suvoluntad en aprender, a condición de que los métodosfuesen dinámicos y muy sencillos. Esculpían en relie-ve, con mucha gracia, flores de la región sobre unastablitas que nos facilitaba el señor Simon. Las figurastenían los brazos rígidos pero la captaban muy bienacentuando un poco la expresión del modelo. Su vozmuy aguda al principio, adquiría cierta importanciadespués de un tiempo de solfeo. Jamás he tenido alum-nos más dóciles ni más queridos; acudían de todas lastribus. Allí vi al hermano de Daumi, que era un verda-dero salvaje, pero acudía para proseguir la obra inte-rrumpida por la muerte de Daumi (aprender para sutribu).

El pobre Daumi se enamoró de la hija de un blanco,y cuando su padre la casó, murió de pena. Tanto porella como por los suyos fue por lo que comenzó aque-lla gigantesca obra: aprenderlo que sabe un blanco. Seejercitaba viviendo ala europea.

Los taïaus me contaron por qué en la insurrección,a pesar de los diez centavos que eternamente les retie-nen a los canacos y que multiplicarán todo el tiempoque vivan como servidores en torno a la misión, respe-

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taron a los maristas: y es que esos religiosos les ense-ñan a leer.

Para ellos es un beneficio que les enseñen a leer, lescompensa por todos los tributos.

En Numea, me encontré al buen y anciano Étien-ne, uno de los condenados a muerte de Marsella, cuyapena fue conmutada por la de deportación. Al señorMalato padre, al que profesaba una gran veneraciónel alcalde señor Simon, y en la factoría colonial a unode nuestros marinos de la Comuna, el alférez de navíoCogniet, también a la señora Orlowska, que fue paranosotros como unamadre, y a Victorine, que tenía bajosu dirección los baños de Numea y nos permitía utili-zarlos siempre que quisiéramos. Allí fraternizábamosampliamente.

Cuando abandoné la península Ducos para trasla-darme a Numea, Burlot llevó sobre la cabeza hasta elbarco la caja donde iban mis gatos. Nos encontramoscon Gentelet que nos esperaba. “¿Piensa usted entraren Numea con esos borceguíes?”, me dijo. “¡Pues claroque sí!” “De ningún modo”, me replicó, entregándomeun envoltorio de papel gris que contenía un par de za-patos de Europa.

Gentelet, siempre que tenía trabajo, hacía regaloscomo este a los deportados. Una tras otra iba compran-

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do botellas de vino para el 18 de marzo, que enterrabamientras tanto en la selva.

El último 14 de julio que pasé allí, entre los dos ca-ñonazos del atardecer (el cañón es el que anuncia losdías y las noches), a petición del señor Simon fuimosla señora Penaud, directora del pensionado de Numea,un artillero y yo a cantar La Marsellesa en la plaza delos Cocoteros.

En Caledonia no hay ni crepúsculo, ni aurora; la os-curidad cae de repente.

Sin verla, sentíamos removerse a la multitud entorno nuestro. Después de cada estrofa, el coro de agu-das voces de los niños nos respondían, sostenidos a suvez por los cobres.

Oíamos a los canacos llorar entre el leve rumor delas ramas de los cocoteros.

El señor Simon nos mandó a buscar, y entre dos filasde soldados nos condujeron a la alcaldía. Pero los cana-cos también me mandaron buscar allí para ver el pilóny, excusándome ante los blancos, me marché con losnegros (cargada de petardos y otras cosas por el estilode parte del señor Simon).

La tribu que consentía organizaba su fuego en un in-menso campo que les reunía a todos. La diezmada tribude Atai, tenía también su fuego; pero cuando comen-

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zó la danza, los supervivientes, cinco o seis, pisaron lahoguera y con sus pies la apagaron en señal de duelo.

Estos fuegos son algo extraño, especialmente cuan-do en una sola fila todos pasan a través de las llamas.Pero esta circunstancia fue realmente solemne. Los de-más consintieron en ceder a la tribu de luto lo que te-níamos para todos ellos.

Poco después nos informamos de los últimos barcos,la amnistía estaba acordada. Al mismo tiempo me en-teré de que mi madre había tenido una parálisis. Conmis clases y los cien francos mensuales que recibía delas escuelas me fue posible juntar un centenar de fran-cos. Me sirvieron para coger el correo hasta Sydney,para poder llegar antes y verla todavía.

Antes de mi salida de Numea, y al coger el correo,encontré la negromuchedumbre de los canacos. Comono creía que la amnistía estuviera tan próxima, teníaque fundar una escuela en las tribus. Amargamentemelo recordaban, diciéndome: “¡Tú, no volver más!” En-tonces, sin ninguna intención de engañarles, les con-testé: “Sí que volveré”.

Mientras pude verlo desde el barco, contemplé lanegra aglomeración en la orilla, y yo también lloré(¿Quién sabe si volvería a verlos?). He aquí cómo viSidney, con su magnífico y grandioso puerto, hasta tal

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punto que no creo haber visto nada tan espléndido,Rocas de granito rosa semejantes a gigantescas torres,con una abertura en medio como para los titanes, y co-mo en Numea, como en Roma, siete colinas de un azulpálido bajo el cielo. No se puede uno cansar de mirarese mágico decorado.

Allí mis papeles no eran suficientes (podía habérme-los encontrado, decían), incluso podría no ser lamisma.Fue preciso que Duser, establecido en Sidney, certifica-ra que era realmente yo. Con el pretexto de que habíatenido ya problemas cuando la evasión de Rochefort,consintió esta nueva aventura, que no le produjo tras-torno ninguno, puesto que Sidney era colonia inglesa.

También con el pretexto de que yo había ido volun-tariamente, el cónsul, especie de florero salido de unapintura flamenca, no quería repatriarme con los otrosdiecinueve deportados. Como habían venido a traba-jar a Sidney, podían irse de allí. Con la sangre fría quetengo para esas ocasiones, le dije que me satisfacía co-nocer su decisión, porque podía costearme el pasajedando algunas conferencias.

—¿Sobre qué tema? preguntó.—Sobre la administración francesa en Numea, que

seguro despertará cierta curiosidad.—¿Y qué dirá usted?

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—Contaré lo que Rochefort no ha podido decir por-que no lo ha visto: todas las infamias cometidas porAleyron y Ribourt, también las causas de la rebelióncanaca, y la trata de negros que se hace por medio decontratas. Ni sé además todo lo que le dije. Entonces, elflorero me miró con unos ojos que querían ser malísi-mos, y casi aplastando la pluma sobre el papel que medio, me dijo: —¡Se marchará con todos los demás! Hecreído siempre que en el fondo no era hostil. He aquícómo los veinte hicimos el viaje de Sidney a Europa,embarcados en el John Helder, para llegar a Londres.El barco hizo escala en Melbourne, de aspecto menosbonito que Sidney, aunque es una gran ciudad desper-digada como un damero en la llanura.

Así dimos la vuelta al mundo por el canal de Suez.Enfrente de LaMeca murió un pobre árabe, que amnis-tiado casi ya moribundo había prometido a Alá aquellaperegrinación si es que regresaba. Alá se mostró pocogeneroso con él, mientras que a nosotros enemigos delos dioses, se nos deparó hasta el final el espectáculodel mar Rojo, del Nilo, donde se estremecen los papi-ros, en tanto que en las riberas, acostados los camellosde las caravanas alargan sus cuellos sobre la arena.

¡Qué extraña visión, la de las rocas con forma de es-finge y hasta el horizonte, la gran extensión de arena!

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Todavía al final del viaje, nos esperaba la sorpresa devagar ocho días por el canal de laMancha. Enmedio deuna niebla espesa, en la que solo se veían los faros delhn Helder, semejantes a estrellas errando al son de lacampana de alarma, con continuo gemido de la sirena.Parecía un sueño.

La opinión general era que estábamos perdidos, ycuando al fin llegamos a la desembocadura del Táme-sis, los amigos que salieron a nuestro encuentro en bar-cas, lloraban de alegría.

Nos recibieron con los brazos abiertos. Encontra-mos allí a Richard, Armand Moreau, Combault, Var-let, Prenet, el anciano padre Maréchal, y otro muchomás anciano todavía, que en los primeros tiempos delexilio siendo panadero había ofrecido el abrigo de suhorno y pan a los primeros huidos del matadero, elpadre Charenton.

En la cena, en casa de la señora Oudinot, todavíaestoy viendo a Dacosta, esperándonos en lo alto de laescalera, con los ojos llenos de lágrimas.

Muchos habían partido ya, pero pudimos decir a losque quedaban que felices fuimos allí, en la época de

1 Ver apéndice 3.

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Aleiron, al recibir a través de todo, el osado manifiestode los comuneros de Londres.1

Nos cantaron, como hacía diez años, la canción delbuen hombre.

Buen hombre, buen hombre,¡Ya es hora de que te despiertes!¡Cuántos recuerdos y cuántas cosas que

contarse!¡Cómo pensábamos en los que yacen bajo

tierra!

Nos llevaron al club de Rose Street; los compañe-ros ingleses, alemanes, rusos nos dieron la bienveniday nos acompañaron a la estación de New Haven. Losamigos de Londres pagaron nuestro viaje, porque elcónsul solo había sufragado los gastos a costa de sugobierno, hasta Londres donde terminaba su travesíael John Helder.

En Dieppe, encontramos aMarie Ferré con la señoraBias, vieja amiga de Blanqui, y luego en París la multi-tud, la gran multitud tumultuosa que recuerda.

Volví a ver a mi madre, a mi anciano tío, a mi an-ciana tía… Los que no conocen a los revolucionarios,

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piensan que no quieren a los suyos, porque siemprelos sacrifican a 1a idea; les quieren mucho más por elcontrario, con toda la grandeza del sacrificio.

Renacía una vida revolucionaria, también crecía laidea por todos los dolores padecidos.

Nosotros, que en la península éramos seis anarquis-tas, encontrábamos grupos que habían hecho el mis-mo camino. No había ninguna necesidad de que paraperdernos el señor Andrieux imaginara hacer un pe-riódico anarquista. Para un hombre inteligente desdeluego es una curiosa manera. De lo contrario habría-mos actualizado nuestras ideas.

Hoy, que ya han pasado veintiséis años de la heca-tombe, a través de la miseria y del sometimiento cadavez más terribles de los trabajadores bajo la fuerza, ve-mos el mundo nuevo cada vez más cercano.

Reconocemos lo que ya hemos visto igual que el vi-gía acostumbra a distinguir entre las nubes a lo lejos,la mancha que se convertirá en tempestad.

Es imposible decir en las pocas hojas que quedan,de este libro los acontecimientos ocurridos y realiza-dos desde el regreso. Un volumen no estaría de más: sehará, si los hechos permiten demorarse mirando haciaatrás ese pasado que envejece hoy tan rápido.

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Minuto a minuto, se hunde más el viejo mundo; laeclosión de la nueva era es inminente y fatal, no haynada que pueda impedirlo, nada salvo la muerte.

Solo un cataclismo universal impediría el eocenoque se prepara.

Los grupos humanos han alcanzado la humanidadlibre y consciente: es el desenlace.

Los vendidos jueces pueden repetir los procesos demalhechores a los más honrados, hacer sentarse a losinocentes en la saleta, dejando a los verdaderos cul-pables colmados de lo que llaman honores, y los diri-gentes pueden llamar en su ayuda a todos los esclavosinconscientes. Nada de esto importa. ¡Es preciso queel día llegue! Y llegará.

Es porque es el fin por lo que las cosas empeoran;tanto lo han hecho desde la ley del 29 de julio de 1881,llamada ley infame, que entonces no se atrevieron aaplicarla y hoy lo hacen.

En el Courrier de Londres et de l’Europe, del 13 deenero de 1894, encuentro el informe sobre dichas leyesinfames, que creo interesante reproducir aquí, ya quepocas personas las conocen en su totalidad (la razónes que no se creía que fueran aplicables).

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Las Nuevas Leyes — Circular del NotarioMayor

El señor Antonin Dubost, Notario Mayor,Ministro de Justicia, dirige a los fiscalesgenerales la siguiente circular:Señor fiscal general,Las leyes que acaban de votarse por lasdos Cámaras, no modifican la política ge-neral del gobierno, que se mantiene con-forme a la tradición republicana y las li-berales y progresistas tendencias de la na-ción. Están destinadas a aumentar la efi-cacia de los medios indispensables paradefender la seguridad pública amenazadapor pretendidas doctrinas. El anarquismopersigue su realización con ayuda de losmás odiosos atentados. Estas leyes tienencomo único fin el mantenimiento del or-den, que es una condición para el progre-so.Me parece conveniente llamar su atenciónsobre las principales disposiciones y sobre

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la aplicación de las mismas, que deberá us-ted realizar con vigilancia y firmeza.Apología de los delitos

La ley del 29 de julio de 1881 dejaba im-pune la incitación al robo y a los delitosenunciados en el artículo 435 del CódigoPenal. La incitación directa a los delitos deasesinato, saqueo e incendio estaba pena-da, pero la apología de estos delitos esca-paba a toda represión.A partir de ahora aquellos que hagan apo-logía del robo, asesinato, saqueo, incendioy otros delitos registrados en el artículo435 del Código Penal, así como sus direc-tos autores, serán castigados con mayo-res penas, que la nueva ley ha estableci-do, con el fin de asegurar una represiónrelacionada con la gravedad de las infrac-ciones cometidas. El legislador ha identi-ficado la apología de la provocación, por-que en efecto la apología de los actos cri-minales constituye, bajo una forma indi-recta, una incitación para cometerlos tanpeligrosa como la directa provocación.

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El artículo 49 de la Ley de 1881

La innovación más importante de la leydel 13 de diciembre de 1893 está en la mo-dificación del artículo 49. Los individuosculpables de las infracciones enumeradasmás arriba, así como aquellos que hayanprovocado a los militares al desacato, que-darán bajo el régimen del derecho comúndesde el punto de vista de incautación deescritos y prisión preventiva. No habráningún motivo serio para sustraerse a laaplicación de las reglas del Código parala instrucción penal de delincuentes conel fin de que la justicia pueda actuar conrapidez y eficacia.En interés del orden público, que ya nohay que demostrar, es importante queestas nuevas disposiciones sean aplica-das siempre que se cometan las infraccio-nes. A este fin, de acuerdo con la auto-ridad administrativa, ejerza usted la vigi-lancia más activa, especialmente en cier-tas reuniones públicas que han llegado aser focos de agitación y de desorden, en

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las que se producen las más cobardes in-citaciones al delito y en las que se aconse-ja abiertamente la propaganda por los ac-tos. Tampoco dejará usted de comprobary perseguir las provocaciones a los milita-res realizadas con el fin de apartarles desus defieres y obediencia. En casos seme-jantes reprimir es defender a la patria.Las asociaciones de malhechores

Si la ley del 29 de julio de 1881 era inefi-caz para reprimir las incitaciones a come-ter delitos, cuando estas incitaciones se es-condían bajo la forma de apología, nues-tra legislación penal además, no propor-cionaba ningún medio legal para impedirla preparación de dichos delitos.Así es como aprovechándose de un pro-longado vacío legal, han podido consti-tuirse grupos anarquistas, que aliados en-tre sí por una idea común, se dedicana la preparación de interminables seriesde atentados. Más tarde se establecen losacuerdos entre un considerable númerode sus miembros, y la ejecución de los de-

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litos concebidos a veces queda a la libreiniciativa de individuos que proceden ais-ladamente, para eludir así con más facili-dad, las investigaciones de la justicia. Pa-ra alcanzar a todos los culpables, era in-dispensable modificar los artículos 265 ysiguientes del Código Penal sobre asocia-ciones de malhechores. Las nuevas dispo-siciones castigan a la vez la asociación or-ganizada, cualquiera que sea su duracióno el número de sus miembros, e incluso to-da entente establecida para cometer o pre-parar atentados contra las personas o laspropiedades.Al introducir en el nuevo artículo 265 laspalabras “entente establecida”, el legisla-dor ha querido dejar a los magistrados lafacultad de apreciar, según las circunstan-cias, las condiciones en las que un acuerdopodría ser considerado como adoptado en-tre dos o varios individuos para cometer opreparar los atentados. El delito podrá asídeterminarse, abstracción hecha de todocomienzo de ejecución.

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La deportación

El artículo 266 además de las penas de-cretadas, permitirá en adelante aplicar alos condenados la pena de la deportación.No se le escapará señor fiscal general, queen muchos casos, esta pena constituirá uneficaz medio de defensa social. Desde lue-go es importante, apartar de nuestra so-ciedad a unos hombres cuya presencia enFrancia, al expirar su pena, podría consti-tuir un peligro para la seguridad pública.Tenencia de explosivos

Para finalmente completar las medidasadoptadas contra los partidarios de la pro-paganda por los hechos, era indispensa-ble modificar el artículo 3 de la ley del 19de junio de 1871, relativo a la tenencia deartefactos mortíferos o incendiarios. Todoindividuo en posesión de artefactos de es-ta naturaleza, sin motivos legítimos, estáya bajo sospecha. Pero la ley de 1871 nopodía prever todos los nuevos medios dedestrucción.

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El nuevo artículo 3 permitirá castigar, nosolo la tenencia, sin motivo legítimo y sinautorización, de todo artefacto o toda ful-minante pólvora, sino también la tenenciasin motivos legítimos de cualquier sustan-cia manifiestamente destinada a integrarla composición de un explosivo.Recomendaciones

Estas son, señor fiscal general, las nuevasdisposiciones que las Cámaras han intro-ducido en nuestra legislación penal, paraponerle a usted en situación de contribuira la defensa de las instituciones del orden,de una manera eficaz. Las aplicará con de-cisión. Ninguna infracción deberá quedarimpune. La autoridad administrativa pon-drá todos los medios de que dispone al ser-vicio de la justicia. Se ajustará usted a ellaen cualquier circunstancia, convencido dela idea de que no hay gobierno verdaderoy de que el gobierno no puede ejercer unaacción productiva, más que en el caso deque todos los servicios públicos estén uni-dos entre sí por una estrecha solidaridad.

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No dudo que el acuerdo será fácil entremagistrados y funcionarios, ambos fielesa sus deberes y conscientes de su respon-sabilidad.En los casos de urgencia o cuando lasinfracciones sean evidentes, no vacilaráusted en tomar la iniciativa de las dili-gencias, salvo que tenga que informarmecuando el asunto lo exija. En lamayoría delos casos, solo una inmediata represión esrealmente efectiva. Por consiguiente, cui-dará usted de que las diligencias se efec-túen siempre con la mayor celeridad, yconvocará usted a los tribunales siempreque le parezca necesario.El gobierno espera que la enérgica y per-sistente aplicación de las nuevas leyes bas-tará para poner término a una propagan-da delictiva. El país espera nuestra eficazprotección. Nuestro deber es procurárselapor todos los medios que las leyes ponena nuestra disposición.Le reitero, señor fiscal general, mi consi-deración más distinguida.

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Gobernador GeneralMinistro de JusticiaAntonin Dubost

Lo que no se atrevían en el 74 lo hacen hoy. Comoen los mejores días de Versalles un artículo de perió-dico puede significar la deportación o la muerte. Lacondena de Étievent fue esta semana prueba de ello, ysi el decoro de las naciones vecinas no les prohibierala extradición por semejante motivo, iría a reemplazaren el penal a Cyvoct donde murió Marioteau.

Pero la ciencia que no se detiene por nada, va tan rá-pida que pronto todas las mentiras desaparecerán anteella.

La próxima era, donde los adolescentes sabrán másque nuestros sabios, ¿sentirá el horror de la mentiray el respeto hacia la vida humana? No irá a dar consus huesos a Madagascar ni fusilará allí a placer, a losindígenas, sin tener como Gallifet o Vacher la excusade la sed de sangre.

No se utilizará a esos jóvenes para custodiar tran-quilamente al carnicero Abdul-Hamid durante su re-pulsiva tarea. No se les enviará a Cuba como a los sol-dados de España, para asesinar a quienes se levantan

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para defender la libertad, o servir de torturadores enMontjuich.

Hoy estamosmás sometidos que el día en que el gno-mo Foutriquet le pareció demasiado liberal a la asam-blea de Versalles; pero la idea se vuelve cada vez máslibre y más elevada.

Recuérdese el grito de la juventud en las escuelasdel año pasado.

¡Arriba los corazones!¡Compañeros, levantémonos por la gloriosa inde-

pendencia!Esperemos al enorme empujón que la Exposición de

1900 va a proporcionar al conocimiento humano.Hoy 2 de enero de 1898, día en que termino este li-

bro, la fotografía abre la puerta, los rayos X que permi-ten ver a través del organismo, acabando con la vivi-sección en el momento en que desaparece la ferocidaden los pueblos; ¿se podrá pensar que no será libre la vo-luntad o la inteligencia humana? Me acuerdo que unanoche, en la sala des Capucines hará ya más de seisaños, dejaba volarmi imaginación,mirando hacia el fu-turo, y jugaba con la idea de que siendo el pensamientoelectricidad, sería posible fotografiarlo. Además comono tiene idioma, trazaría unos signos parecidos a los

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relámpagos, los mismos para todas los dialectos, unaespecie de taquigrafía.

Ya se puede ver a través de los cuerpos opacos; en-tonces nada hay que impida llegar hasta el final.

Losmundos también gracias a la ciencia, entregaránsus secretos, y será el fin de los dioses, la eternidad an-tes y después de nosotros en el infinito de las esferaspersiguiendo igual que los seres sus eternas transfor-maciones. ¡Ánimo, he aquí el germinal secular!

Que esto parezca posible o no a los que no quierenver bogar en nuestras agitaciones las primeras ramasverdes arrancadas de la nueva orilla, se apresura la de-sintegración de la vieja sociedad.

Antes de que sobre el libro de piedra o sobre la tum-ba de Pottier2 se hayan grabado sus terribles versos:

2 Poeta y revolucionario nacido en París, 1816-1887 autor dela letra de La Internacional.

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Soy la vieja antropófagaTravestida en sociedad,Mira mis manos rojas por la masacreMi ojo inyectado en lujuria.Tengo más de un sitio en mi guaridaLleno de carroña y osamentas,Ven a verlas: he devorado a tu padreY devoraré a tus hijos.

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Apéndices

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Por supuesto, antes incluso de que la maldición segrabe, el ogro de la vieja sociedad quizá esté muerto.La hora de la humanidad justa y libre ha llegado, hacrecido demasiado para volver ya a su ensangrentadacuna.

París, 20 de mayo de 1898

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1. Relato de BéatrixExcoffons

Béatrix Oeuvrie, señora de Excoffons, me confió, hacealgunos años, el relato de su vida durante la Comunay de su posterior condena. Las dimensiones del presen-te volumen no me permiten citar más que las páginasque se refieren al ejército de las mujeres, con la banderaroja desplegada, en el fuerte de Issy. Este simple relatopermite comprender bien hasta qué punto las parisinasluchaban valerosamente por la libertad.

El 19 de abril de 1871 —dice Béatrix Excoffons— unavecina, sorprendida al verme, me preguntó si había leí-do el periódico que anunciaba una reunión de mujeresen la plaza de la Concordia. Querían ir a Versalles pa-ra impedir el derramamiento de sangre. Advertí a mimadre de mi marcha, di un beso a mis hijos, y me fui.

En la plaza de la Concordia, a la una y media, meincorporé al desfile. Había setecientas u ochocientas

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mujeres. Unas hablaban de ir a explicar a Versalles loque quería París; las otras contaban cosas de hace cienaños, cuando las mujeres de París fueron a Versallespara traer al panadero, la panadera y al pequeño apren-diz,1 como decían en aquel tiempo.

Fuimos así hasta la puerta de Versalles. Allí nosencontramos con unos parlamentarios francmasonesque regresaban.

La ciudadana de S.A. que había organizado la salida,rendida por el cansancio, propone que nos reuniéra-mos en alguna parte.

Nos replegamos en la sala Ragache. Allí, tuvimosque nombrar otra ciudadana para retomar la expedi-ción, porque la fatiga de la señora de S.A., tras unamarcha tan larga, había degenerado en unos insufri-bles dolores en las piernas.

Fui yo la designada para remplazarla. Entonces mehicieron subir a una mesa de billar y expuse mi idea:al no ser lo bastante numerosas para ir a Versalles, sípodíamos ir a curar a los herido en las compañías deinfantería de la Comuna.

Las demás estuvieron de acuerdo y quedó conveni-do quemarcharíamos al día siguiente. Tuvo lugar unos

1 Motes de la época para Luis XVI, María Antonieta y el Del-

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días después. La ciudadana de S.A. pudo todavía acom-pañamos hasta el Estado Mayor de la Guardia Nacio-nal.

En el Estado Mayor el jefe me cogió el nombre y medio un pase para mí y las ciudadanas que me acompa-ñaran.

Pregunté entonces hacia dónde debíamos dirigirnos,y me aconsejaron que partiéramos por Neuilly. La vís-pera hubo cañonazos en el Mont-Valérien y queríamosver si no habrían quedado heridos ocultos en el campo.

Fueron veinticinco las mujeres que me acompaña-ron.

Salimos por la puerta de Neuilly. Por el camino, mu-chas personas nos dieron hilos y vendas; compré enuna farmacia los medicamentos necesarios, y nos pu-simos a registrar Neuilly para ver si quedaban heridos,sin sospechar que habíamos caído en pleno ejército deVersalles. Llegadas a un cierto lugar, vimos unos gen-darmes y, presintiendo el peligro, nos paramos. Peroera imposible pasar.

—Déjennos pasar, dijimos; queremos ir a curar losheridos. Oíamos los cañonazos, pero sin darnos cuentaexacta de dónde provenían.

fín.

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Un chiquillo a quien di unas monedas, nos cortó unarama de un árbol y con esto nos creíamos invencibles.

Quedó convenido que no se hablaría del salvocon-ducto de la Comuna, y además mis compañeras me di-jeron que doblara la bandera. Pero quería conservarlatal cual y de repente nos encontramos en un puenterodeadas de gendarmes a los que pedimos que nos de-jaran pasar, pero se negaron.

Enviaron en busca de un jefe de puesto, un tenienteque nos preguntó qué íbamos a hacer con aquella ban-dera roja. Le contesté que íbamos a curar a los heridosy que habíamos querido pasar por el puente porqueaquel camino nos acercaba al lugar donde se oía el ca-ñón.

Hubo un momento de duda, y en ese tiempo una denosotras, olvidando lo que acordamos dijo que tenía-mos un salvoconducto.

—¿Cómo puede usted decir eso, si no tenemos nin-guno? le reproché.

Entonces ella comprendió y replicó: —Quiero decirque si este señor quisiera darnos uno.

Finalmente el teniente acabó por decir a los gendar-mes que nos dejaran pasar, que no éramos más queunas mujeres desarmadas.

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Llegadas al otro lado del puente, el cañón seguía ru-giendo. Una mujer que pasaba nos dijo que debía deser en Issy. Entonces le preguntamos cómo podríamosllegar allí. Nos dijo que siguiéramos más adelante yllamáramos al barquero que estaba en la isla.

—Pero, añadió, tienen ustedes que decirle que son dela Comuna. De lo contrario, no las pasará en su barca.

Todas estas cosas ocurrían en los primeros días,cuando el terror no era aún tan grande entre los ha-bitantes de los alrededores de París, ni las matanzasestaban tan a la orden del día.

Llamamos al barquero y le dijimos que íbamos a cu-rar a nuestros hermanos heridos. El buen hombre noshizo entrar en su casa, nos obligó a refrescarnos y cor-tando una larga rama de árbol, ajustó en ella la banderay me la entregó.

Cuando rememoro aquella época y veo de nuevo enmi imaginación a aquel barquero, casi un anciano, gas-tando alegremente con nosotras todas las provisionesde su cabaña, por la única razón de que íbamos a de-fender nuestras ideas, me acuerdo demi padre enCher-burgo. Cuando volvían los míseros deportados, poníatoda la casa boca arriba para encontrarles aquello quepodían necesitar y aveces entre aquellas víctimas reen-

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contraba amigos, puesto que él mismo estuvo detenidoen Cherburgo cuando el golpe de Estado del 51.

Cuando lo pusieron en libertad, durante nueve añosse siguió leyendo en el parte de los cuarteles que esta-ba prohibido ir a casa del relojero Oeuvrie bajo penade un mes de arresto. El odio del Imperio le había per-seguido como me ha perseguido a mí el de Versalles.

En el consejo de guerra se me reprochó ser la hijade un revolucionario del 51; pero no se añadió que estaviolencia del Imperio no había podido obtener jamássiquiera subvenciones como las otras.

Vuelvo a mi relato. Iba en la proa de la barca, llevan-do orgullosamente en alto mi bandera.

Entonces no tuvimos duda de que los gendarmes te-nían intención de no dejamos pasar, pues nos dispara-ron más de cincuenta proyectiles, que no nos alcanza-ron.

Llegadas a la otra orilla, el buen barquero nos di-jo que se sentía dichoso de que hubiéramos recibidocon tanta suerte el bautismo de fuego. Nos estrechóla mano a todas, añadiendo que si lo necesitábamosestaba a nuestra entera disposición.

Así llegamos al fuerte de Issy. Un Guardia Nacionalme reconoció y me dijo que mi marido también estabaallí.

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¡Que feliz me sentí con mi marido a mi lado, contán-dole la suerte que habíamos tenido! Sentí la ilusión deque nada podía ya ocurrimos sino juntos y que estaría-mos los dos reunidos incluso en la muerte.

Encontré también en el fuerte de Issy a Louise, quehabía marchado con el 61º de Montmartre, y me quedéquince días en el fuerte como camillera de les enfantsperdus.

Por entonces, hubo que reorganizar el comité de vi-gilancia de las mujeres de Montmartre; Louise, lo ha-bía fundado en la época del asedio, con las ciudadanasPoirier, Blin, d’Auguet, yo y otras, pero ahora no que-ría volver de las compañías de infantería. Regresé en-tonces a París al comité de vigilancia, en el que nosocupábamos de los hospitales de campaña, y en el quehabía que organizar todo el socorro para los heridos,los envíos de camilleras, etc.

Fui a todos los clubes para pedir firmas en la peti-ción por la que la Comuna, a cambio del arzobispo, re-clamaba a Blanqui.

En nuestro hospital del Elysée-Montmartre, el comi-té de vigilancia de las mujeres enviaba acompañantesa los entierros, se ocupaba de las viudas, lasmadres, loshijos de los que morían por la libertad, y permanecióen la brecha hasta el final.

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La víspera de la toma de Montmartre, el comité es-taba reunido en mi casa. Nos dedicamos sobre todo adestruir todo lo que pudiera comprometer a quienquie-ra que fuese.

Después de haber estado tres veces ante el pelotónde fusilamiento, me enviaron a Satory, a donde lleguéde las primeras, y durante cuatro días dormí sobre pie-dras, en el patio.

Pasé a la comisión mixta con mi madre, que habíasido detenida en mi lugar, lo que duplicaba mi perso-nalidad.

Nos hicieron subir a una especie de granero que es-taba al lado del almacén de forraje. Era de noche y di-luviaba.

Entonces llegó Louise detenida también, con la ro-pa chorreando como un paraguas, Se la retorcí en laespalda y como tenía un par de medias en el bolsillo,se las di para que se las cambiara. Nos costó muchotrabajo quitarle las suyas, mientras nos iba contandoque la iban a fusilar a la mañana siguiente.

Hablábamos de eso como podíamos haber habladode cualquier otra cosa. En cualquier caso nos sentía-mos felices por volvernos a ver.

Dijeron que no se registrara a Louise al entrar, por-que la iban a fusilar. A eso se debió sin duda que no

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me fusilaran a mí. Llevaba encima bastantes papeles,y ella también llevaba algunos, entre ellos una ordenpara que uno de los pequeños órganos de Notre Damele fuera entregado para transportarlo a la escuela paralas lecciones de canto.

Eramos siete: mi madre, el señor y la señoraMillière,la señora Dereure, yo, Louise y la segunda maestra desu escuela, Malvina Poulain. Una mujer vino a pedir-me mis papeles por orden de los oficiales. Le contestéque no tenía, y las siete, en silencio, comenzamos acomérnoslos, lo que no fue nada fácil.

Un teniente de gendarmería llegó reclamando a suvez los papeles, pero ya no eran legibles. Entonces letendí dos o tres hojas, que habían quedado en la carte-ra. Me la devolvió, diciéndome en voz muy baja: — Esusted una mujercita valiente, y si todo el mundo fueracomo usted, no habría tantas víctimas.

Entre los gendarmes también hubo algunos menosduros que los otros: quizá se acordaban de sus mujeresy de sus hijos alimentados por la Comuna.

Cuando pasé ante la comisión mixta, aquel hombreme salvó la vida, porque no mirando más que por mimarido y mis hijos separados de mi, así como por miviejo padre enfermo, y pensando que quizá podía sal-var la libertad de mi madre, asumía todo cuanto podía

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y hasta lo que no había hecho. Entonces, me separóde allí y me puso aparte, diciendo: —¡Pero, desdichada,quiere usted que la fusilen!

Después, ¡cuántas cosas! Hemos pasado por todo.Perdí a mi padre, a mi madre, a mis hijos mayores, amimarido, cuyamuerte me provocó un terrible disgus-to; pero no por ello dejo de tener en mi memoria loshorribles dramas de Satory.

La víspera de nuestra partida para les Chantiers deVersalles, a las once de la noche, fusilaron a un pobreGuardia Nacional enloquecido, que creía escapar cru-zando un estanque.

Su último grito fue: “¡Mis hijos, mi mujer!”La separación, la pérdida de nuestros seres queridos,

¿no es acaso el máximo dolor?En su locura cuantas de aquellas que tenían herma-

nos, padres o maridos, creían reconocer la voz de losseres que amaban.

Siete mujeres compañeras nuestras se volvieron lo-cas en una sola noche; otras dieron a luz prematura-mente a hijos muertos por los dolores de las madres,solo las más fuertes sobrevivieron.

Béatrix Oeuvrie, Viuda de Excoffons

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2. Carta de un detenido deBrest

Después de la toma de Châtillon, nos pusieron encírculo sobre la explanada e hicieron salir de nuestrasfilas a los soldados que había en ellas. Les mandaronarrodillarse en el lodo y por orden del general Pellé,ante nuestros ojos fusilaron a aquellos desventuradosjóvenes sin piedad alguna En medio de las bromas delos oficiales insultaban a nuestra causa con todo géne-ro de atroces y estúpidas frases.

Finalmente, después de una larga hora en este ho-rror, nos forman en filas y cogemos el camino de Ver-salles entre dos hileras de cazadores a caballo. En el ca-mino encontramos al cobarde Vinoy, escoltado por suEstadoMayor. Por orden suya, y a pesar de que formal-mente el general Pellé nos había prometido que nosrespetarían la vida, nuestros oficiales a la cabeza dela procesión y a quienes violentamente arrancaron las

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insignias de su grado, iban a ser fusilados. En ese mo-mento un coronel comentó a Vinoy la promesa hechapor su general. El cómplice del 2 de diciembre perdonóla vida de nuestros oficiales, pero ordenó que inmedia-tamente se pasara por las armas al general Duval, asu coronel de Estado Mayor y al comandante de losvoluntarios de Montrouge. Estos tres valientes murie-ron al grito de “¡Viva la República! ¡Viva la Comuna!”A nuestro infortunado general le arrancó las botas unjinete, paseándolas como un trofeo. Después de eso Vi-noy siempre tan cruel se alejó, y reanudamos nuestradolorosa y humillante marcha, tan pronto al paso tanpronto corriendo, a capricho de los que nos conducían,que literalmente nos estuvieron insultando con indig-nidades hasta nuestra llegada a Versalles.

Aquí ya hasta a la pluma le resulta difícil. Es im-posible, en efecto describirla acogida que nos dieronlos rurales en la ciudad. Sobrepasa ignominiosamentea cuanto es posible imaginar. Empujados, pisoteados,golpeados a puñetazos y con bastones entre abucheosy vociferaciones, nos hicieron dar dos veces la vueltaa la ciudad, calculando deliberadamente los paronespara mejor exponemos a las atrocidades de una pobla-ción de soplones y policías que bordeaban por amboslados las calles que atravesábamos.

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Nos llevaron primero ante el depósito de caballería,donde hicimos un alto de veinte minutos por lo me-nos. La turba nos arrancaba nuestras mantas, los kepis,las cantimploras. Nada se libraba de la ira de aquellosenergúmenos, ebrios de odio y venganza. Nos trata-ban de ladrones, bandidos, asesinos, canallas, etc. Deallí fuimos al cuartel de los guardias de París.

Nos hicieron entrar en el patio, donde encontramosa aquellos señores, que nos recibieron con una terri-ble andanada de infames injurias. Por orden de sus je-fes, cargaron estrepitosamente sus fusiles, entre carca-jadas nos decían que iban a matarnos a todos como aperros. Con esa escolta de vil tropa, cogimos el caminode Satory, donde nos encerraron, a 1685, en un alma-cén de forraje. Deshechos por la fatiga y el hambre,ante la imposibilidad de tumbarnos por lo oprimidosque estábamos, pasamos dos noches y dos días de pie,relevándonos por tumo para acostarnos un poco sobreun resto de húmeda paja, sin otro alimento que un po-co de pan y un agua infecta para beber, que nuestrosguardianes cogían de un charca, en la que hacían susnecesidades sin ningún problema. Es espantoso, peroes así.

Después de habernos despojado de todo, se nos en-caminó al ferrocarril del oeste.

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Nos hacinaron de cuarenta en cuarenta en vagonespara ganado, herméticamente cerrados y sin luz, dán-donos unas galletas y unos bidones de agua. Perma-necimos así hasta el sábado por la mañana a las cua-tro, que llegamos a Brest, unos seiscientos. A los de-más les llevaron a otras prisiones. Durante el trayec-to suplicamos en vano a nuestros guardianes que nospermitieran tener agua y aire. Permanecieron sordosa nuestras súplicas, amenazándonos con su revólvera la menor tentativa de insurrección. Algunos se vol-vieron locos. ¡Imagínese! ¡Treinta y una hora de ferro-carril encerrados en semejantes condiciones! No nossorprenden esos casos de locura incluso. Es asombro-so que no hubiera para muchos de nosotros desgraciasmayores.

Al apearnos del tren, nos embarcaron de inmediatohacia el fuerte Kelern, donde seguimos internados, pri-vados de toda comunicación con el exterior y casi sinnoticias de nuestras familias, cuyas cartas nos lleganabiertas, exactamente igual que las nuestras, que nosalen hasta después de haber pasado la censura. Con-finados en húmedas casamatas y durmiendo en malosjergones, carecemos además de alimento por lo que lamayoría sufre las consecuencias del hambre. Nos dan

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dos escudillas, ni siquiera llenas, de sopa y apenas libray media de pan al día. En cuanto a bebida, solo agua.

El ciudadano Elisée Reclus, muy conocido en elmundo de la ciencia, que está con nosotros, contri-buye poderosamente a hacernos más soportable nues-tra triste permanencia, con cotidianas conferencias,tan interesantes como instructivas y siempre marca-das con la más alta idea del derecho y de la justicia.Apoya nuestra fe republicana, y algunos de nosotrosle debemos el haber salido de la prisión mejores de loque entramos.

Reciba desde aquí nuestro enorme sentimiento degratitud por sus nobles esfuerzos, así como la profundaestima que le profesamos.1

1 Publicada por La Liberté, Bruselas, abril de 1871. N. de A.

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3. Manifiesto de la Comunaen Londres1

Después de tres años de represión y de matanzas, lareacción ve como en sus manos debilitadas, el terrorva dejando de ser útil para gobernar.

Después de tres años de poder absoluto, los que ven-cieron a la Comuna ven que la Nación escapa de suopresión, recobrando poco a poco vida y conciencia.

Unidos contra la revolución, pero divididos entreellos, desgastan ese poder de combate con su violen-cia, disminuyéndolo con sus diferencias, únicas espe-ranzas para el mantenimiento de sus privilegios.

En una sociedad en la que día a día, desaparecen lascondiciones que han posibilitado su imperio, la bur-guesía trata en vano de perpetuarlo; soñando con elimposible de parar el curso del tiempo, quiere inmovi-

1 Publicado por los proscritos de Londres en 1874. N. de A.

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lizar en el presente, o hacer que retroceda al pasado, auna nación que arrastra la Revolución.

Losmandatarios de esa burguesía, ese EstadoMayorde la reacción instalado en Versalles, parece no tenerotra misión que la de manifestar su caducidad por suincapacidad política y precipitar la caída por su impo-tencia. Los unos llaman a un rey, a un emperador, losotros disfrazan con el nombre de República la perfec-cionada forma de servidumbre que quieren imponer alpueblo.

Pero cualquiera que sea el resultado de las tentativasversallesas, monarquía o república burguesa, el finalsiempre será el mismo: la caída de Versalles, la revan-cha de la Comuna.

Porque llegamos a uno de esos grandes momentoshistóricos, a una de esas grandes crisis, en que el pue-blo, aunque parece sumido en sus miserias y detenidoen la muerte, reanuda con un nuevo vigor su andadurarevolucionaria.

La victoria no será la recompensa por un solo díade lucha; pero el combate va a volver a empezar, losvencedores van a tener que contar con los vencidos.

Esta situación crea nuevas situaciones a los proscri-tos. Ante la disolución creciente de las fuerzas reac-cionarias, ante la posibilidad de una acción más eficaz,

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no basta con mantener la integridad de la proscripcióndefendiéndola de los ataques policíacos, sino que pro-cede unir nuestros esfuerzos a los de los comuneros deFrancia, para liberar a los nuestros, en las manos delenemigo, y preparar la revancha.

Nos parece, pues, que ha llegado la hora de afirmar-se, de declararse, para todo lo que tiene vida en la pros-cripción.

Esto viene a hacer hoy el grupo: LA COMUNA RE-VOLUCIONARIA.

Porque es hora de que nos encontremos los que,ateos, comunistas, revolucionarios, concibiendo deigual manera la Revolución en sus fines y en sus me-dios, para reanudar la lucha. Con esta lucha decisivareconstituir el partido de la Revolución, el partido dela Comuna.

Somos ateos, porque el hombre no será jamás libremientras no haya expulsado a Dios de su inteligenciay de su razón.

Producto de la visión de lo desconocido, creada porla ignorancia, explotada por la intriga y sometida porla imbecilidad, esta monstruosa noción de un ser, deun principio al margen del mundo y del hombre, con-forma la trama de todas las miserias en que se ha de-batido la humanidad. Es el principal obstáculo para su

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liberación. Mientras la mística visión de la divinidadoscurezca el mundo, el hombre no podrá conocerlo niposeerlo; en lugar de la ciencia y del bienestar, no en-contrará otra cosa que la esclavitud de la miseria y dela ignorancia.

Es en virtud de esta idea de un ser al margen delmundo, gobernándolo, como se han producido todaslas formas de servidumbre moral y social: religiones,despotismos, propiedad, clases, bajo los cuales la hu-manidad gime y sangra.

Expulsar a Dios del campo del conocimiento, expul-sarlo de la sociedad, es ley para el hombre si quierellegar a la ciencia, si quiere llegar a la meta de la Revo-lución.

Hay que negar este error generador de todos los de-más; porque a él se debe que desde hace siglos el hom-bre esté encorvado, encadenado, expoliado, martiriza-do.

Que la Comuna libere a la humanidad para siempre,de este espectro de sus pasadas miserias, de la causade sus actuales miserias.

En la Comuna, no hay lugar para el sacerdote: to-da manifestación, toda organización religiosa debe serproscrita.

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Somos comunistas, porque queremos que la tierra,que las riquezas naturales dejen de apropiárselas algu-nos y que pertenezcan a la comunidad. Porque quere-mos que los trabajadores conviertan el mundo en unlugar de bienestar y no de miseria, libres de toda opre-sión, dueños al fin de todos los instrumentos de pro-ducción: tierra, fábricas, etc.

Hoy, como antaño, la mayoría de los hombres es-tá condenada a trabajar para mantener el goce de unpequeño número de vigilantes y amos.

Ultima expresión de todas las formas de servidum-bre, la dominación burguesa ha desprendido los mís-ticos velos que oscurecían la explotación del trabajo;gobiernos, religiones, familia, leyes, instituciones delpasado como del presente, se han mostrado al fin, enesta sociedad reducida a simples términos de capitalis-tas y asalariados, como los instrumentos de opresiónpor medio de los cuales la burguesía mantiene su do-minio y contiene al proletariado.

Retirando todo el excedente del producto del trabajopara aumentar sus riquezas, el capitalista no deja altrabajador más que exactamente lo necesario para nomorir de hambre.

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Parece que el trabajador no puede romper sus cade-nas, sujeto a la fuerza por este infierno de produccióncapitalista y de la propiedad.

Pero el proletariado finalmente ha llegado a adquirirconciencia de sí mismo: sabe que lleva en él los elemen-tos de la nueva sociedad, que su liberación será el pre-cio de su victoria sobre la burguesía y que aniquiladaesta, las clases serán abolidas y el fin de la Revoluciónalcanzado.

Somos comunistas porque queremos llegar a estefin, sin detenernos en los términos medios, compromi-sos que al aplazar la victoria, son una prolongación dela esclavitud.

Al destruir la propiedad privada, el comunismo de-rriba, una a una todas esas instituciones de las que lapropiedad es el eje. Expulsado de su propiedad, dondecon su familia monta guardia como en una fortaleza,el rico no encontrará ya asilo para su egoísmo y susprivilegios.

Con la destrucción de las clases, todas las institucio-nes opresivas del individuo y del grupo desaparecerán.Su única razón de ser era el mantenimiento de esas cla-ses, la esclavitud del trabajador a sus amos.

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La educación accesible a todos proporcionará esaigualdad intelectual sin la cual la igualdad material ca-recería de valor.

No más asalariados, ni víctimas de la miseria, de lafalta de solidaridad, de la competencia, sino la uniónde trabajadores en la igualdad, repartiéndose la laborentre ellos, para obtener el mayor desarrollo de la co-munidad, el mayor bienestar para cada uno. Porquecada ciudadano encontrará mayor libertad, mayor ex-pansión de su individualidad, en la mayor expansiónde la comunidad.

Este estado será el precio de la lucha, y queremosesta lucha sin compromisos ni tregua, hasta la destruc-ción de la burguesía, hasta el definitivo triunfo.

Somos comunistas porque el comunismo es la másradical negación de la sociedad que queremos derribar,la más clara afirmación de la sociedad que queremosfundar.

Porque siendo doctrina de la igualdad social, es másque toda doctrina la negación de la dominación bur-guesa, la afirmación de la Revolución. Porque en sucombate contra la burguesía, el proletariado encuen-tra en el comunismo la expresión de sus intereses, lanorma de su acción.

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Somos revolucionarios, alias comuneros, porque que-riendo la victoria, queremos sus medios. Porque enten-diendo las condiciones de la lucha, y queriendo cum-plirlas, queremos la organización de combatemás fuer-te, la coalición de esfuerzos; no su dispersión, sino sucentralización.

Somos revolucionarios, porque para alcanzar la me-ta de la Revolución, queremos derribar por la fuerzauna sociedad que se mantiene solo por la fuerza. Por-que sabemos que la debilidad, como la legalidad, matalas revoluciones, y la energía las salva. Porque recono-cemos que hay que conquistar ese poder político quela burguesía retiene celosamente para el mantenimien-to de sus privilegios. Porque en un período revolucio-nario en el que deberán ser segadas las institucionesde la sociedad actual, la dictadura del proletariado ten-drá que establecerse y manteniéndola hasta que en elmundo liberado, no haya más que igualdad en los ciu-dadanos de la nueva sociedad.

Progreso hacia un nuevo mundo de justicia y deigualdad, la Revolución lleva en sí misma su propialey, y todo lo que se opone a su triunfo tiene que seraplastado.

Somos revolucionarios, queremos la Comuna, por-que vemos en la futura Comuna, como en las de 1793

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y de 1871, no la tentativa egoísta de una ciudad sino laRevolución triunfante en el país entero: la Repúblicacomunal. Porque la Comuna es el proletariado revolu-cionario armado de dictadura hacia el aniquilamientode los privilegios, el aplastamiento de la burguesía.

La Comuna es la forma militante de la Revoluciónsocial. Es la Revolución en pie, dominadora de susenemigos. La Comuna es el período revolucionario delque saldrá la nueva sociedad.

La Comuna es también nuestra revancha, no lo olvi-demos tampoco, nosotros que hemos recibido y tene-mos a nuestro cargo la memoria y la venganza de losasesinados.

En la gran batalla, entablada entre la burguesía y elproletariado, entre la sociedad actual y la Revolución,los dos campos están bien delimitados. La confusiónsolo es posible para la estulticia o la traición.

Por un lado todos los partidos burgueses: legitimis-tas, orleanistas, bonapartistas, republicanos conserva-dores o radicales; por el otro el partido de la Comuna,el partido de la Revolución, el viejo mundo contra elnuevo.

La vida ya ha abandonado varias de esas formas delpasado, y las variedades monárquicas a fin de cuentasse liquidan en el inmundo bonapartismo.

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En cuanto a los partidos que, bajo el nombre de re-pública conservadora o radical, querrían inmovilizarala sociedad en la continua explotación del pueblo porla burguesía, directamente sin real intermediario, ra-dicales o conservadores, difieren más por la etiquetaque por el contenido. Más que ideas diferentes, repre-sentan las etapas que recorrerá la burguesía antes deencontrar su ruina definitiva, en la victoria del pueblo.

Fingiendo creer en el engaño del sufragio universal,quisieran hacer aceptar al pueblo esa forma de periódi-co escamoteo de la Revolución; querrían ver el partidode la Revolución, que dejaría por eso mismo de serlo,entrando en el orden legal de la sociedad burguesa, y laminoría revolucionaria abdicando ante la opinión me-diocre y falsificada de mayorías sometidas a todas lasinfluencias de la ignorancia y del privilegio.

Los radicales serán los últimos defensores del mun-do burgués extinguiéndose; alrededor de ellos se agru-parán todos los representantes del pasado, para librarla última batalla contra la Revolución. El fin de los ra-dicales será el fin de la burguesía.

Apenas saliendo de las matanzas de la Comuna, re-cordemos a todos aquellos que estuvieran tentados deolvidarlo, que la izquierda versallesa, no menos que laderecha, impuso la matanza de París, y que el ejército

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de los asesinos fue felicitado tanto por los unos comopor los otros. Versalleses de derecha y de izquierda de-ben ser iguales ante el odio del pueblo; porque contraél radicales y jesuitas siempre están de acuerdo.

Por lo tanto no cabe error, y cualquier compromiso,o cualquier alianza con los radicales debe ser conside-rado una traición.

Más cerca nuestro, vagando entre los dos campos, oincluso perdidos en nuestras filas, encontramos a hom-bres cuya amistad, más funesta que la enemistad, de-moraría indefinidamente la victoria del pueblo si lle-gara a seguir sus consejos, o se dejara engañar por susilusiones, limitando más o menos los medios de com-bate a los de la lucha económica, predican en gradosdiversos, la abstención de la lucha armada, de la luchapolítica.

Erigiendo en teoría la desorganización de las fuer-zas populares, parecen estar frente a la burguesía ar-mada, cuando de lo que se trata es de concentrar losesfuerzos en un combate supremo, no queriendo másque organizar la derrota y entregar al inerme pueblo alos golpes de sus enemigos.

Sin entender que la Revolución es la marcha cons-ciente y voluntaria de la humanidad, hacia la meta quele asignan su desarrollo histórico y su naturaleza, po-

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nen sus fantasiosas imágenes contra la realidad de lascosas y querrían sustituir el movimiento rápido de laRevolución por la lentitud de una evolución de la quedicen ser profetas.

Propugnadores demedidas incompletas, provocado-res de compromisos, pierden las victorias popularesque no han podido impedir; perdonan con pretextospiadosos a los vencidos, defienden con pretextos deequidad a las instituciones, los intereses de una socie-dad contra los que el pueblo se había sublevado.

Calumnian a las revoluciones cuando no pueden yadespopularizarlas.

Y se llaman comunalistas.En lugar del esfuerzo revolucionario del pueblo de

París para conquistar el país entero para la Repúbli-ca Comunal, ven en la Revolución del 18 de marzo unmovimiento en favor de las franquicias municipales.

Reniegan de los actos de esta Revolución que no hanentendido, sin duda para cuidar de los nervios de unaburguesía a la que saben salvar su vida y sus intereses.Olvidando que una sociedad no perece sino cuando eldesastre alcanza tanto a sus monumentos y a sus sím-bolos como a sus instituciones y sus defensores, quie-ren descargar a la Comuna de la responsabilidad dela ejecución de los rehenes, de la responsabilidad de

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los incendios. Ignoran, o fingen ignorar, que es por lavoluntad del Pueblo y de la Comuna unidos hasta elúltimo momento, por lo que han caído los rehenes, lossacerdotes, los gendarmes, los burgueses, y se han pro-vocado los incendios.

En cuanto a nosotros, reivindicamos nuestra partede responsabilidad en esos actos justicieros que cas-tigan a los enemigos del pueblo, desde Clément Tho-mas y Lecomte hasta los dominicos de Arcueil; desdeBonjean hasta los gendarmes de la calle Haxo; desdeDarboy hasta Chaudey.

Reivindicamos nuestra parte de responsabilidad enesos incendios que destruían instrumentos de opre-sión monárquica y burguesa o protegían a los comba-tientes.

¿Cómo podríamos fingir compasión por los secula-res opresores del pueblo, por los cómplices de esoshombres que desde hace tres años celebran su triun-fo con el fusilamiento, la deportación, el aplastamien-to de todos los que han podido escapar a la inmediatamatanza?

Aún estamos viendo aquellos asesinatos sin tér-mino, de hombres, de mujeres, de niños; aquellos de-gollamientos que hacían correr a torrentes la sangredel pueblo en las calles, los cuarteles, las plazas, los

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hospitales, las casas. Estamos viendo a los heridos se-pultados con los muertos; vemos Versalles, Satory, losparedones, el presidio, Nueva Caledonia. Vemos París,a Francia, encorvadas bajo el terror, el continuo atro-pello, el permanente asesinato.

¡Comuneros de Francia, proscritos, unamos nues-tros esfuerzos contra el enemigo común! ¡Que cadauno, en la medida de sus fuerzas, cumpla con su deber!

El Grupo: La Comuna Revolucionaria. Aberlen, Ber-ton, Breuillé, Carné, Jean Clément, F. Cournet, Ch. Da-costa, Delles, A. Derouilla, E. Eudes, H. Gausseron,E. Gois, A. Goullé, E. Granger, A. Huguenot, E. Joua-nin, Ledrux, Léonce Luillier, P. Mallet, Marguerittes,Constant-Martin, A. Moreau, H. Mortier, A. Oldrini,Pichon, A. Poirier, Rysto, B. Sachs, Solignac, Ed. Vai-llant, Varlet, Viard.

Londres, junio de 1874

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4. Mis procesos

Primer proceso: La Comuna1

VI Consejo de guerra (reunido en Versalles)Presidencia del señor Delaporte, coronel del 12º

cazadores montadosAudiencia del 16 de diciembre de 1871

A la Comuna todo le parecía poco para defendersede los abnegados hombres que componíanla GuardiaNacional. Instituyó compañías de niños con el nombrede “Pupilos de la Comuna”, quiso organizar un bata-llón de amazonas. Aunque este cuerpo no se constitu-yó, pudo verse a mujeres llevando una indumentariamilitar más o menos fantasiosa. Carabina al hombro,precedían a los batallones que marchaban a las mura-llas.

1 Resumen de la Gazette des Tribunaux. N. de A.

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Entre las que parecen haber ejercido una influenciaconsiderable en ciertos barrios se distinguía LouiseMi-chel, ex-maestra en Batignolles, que no cesó de mos-trar una ilimitada lealtad al gobierno de la insurrec-ción.

LouiseMichel tiene treinta y seis años; pequeña,mo-rena, de frente bastante ancha, estrechándose brusca-mente en lo alto; con la nariz y la parte inferior delrostro muy prominentes, sus rasgos revelan extrema-da dureza. Va totalmente vestida de negro. Su exalta-ción es la misma que en los primeros días de su cautivi-dad, y cuando la llevan ante el tribunal, mira fijamentea sus jueces levantándose el velo bruscamente.

El señor capitán Dailly ocupa el asiento del fiscal.El abogado Haussmann, abogado de oficio, asiste a

la acusada, que sin embargo, ha declarado rechazar suapoyo.

El señor escribano Duplan da lectura al siguienteinforme:

Fue en 1870, con motivo de la muerte de Victor Noir,cuando Louise Michel comenzó a manifestar sus ideasrevolucionarias.

Modesta maestra, casi sin discípulos, no nos ha sidoposible saber cuáles eran entonces sus relaciones ni laparte que se le puede atribuir en los acontecimientos

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previos al monstruoso atentado que ha sembrado elhorror en nuestro desdichado país.

Es inútil, sin duda, volver a describir por completolos incidentes del 18 de marzo, y como punto de parti-da de la acusación nos limitaremos a precisar la partedesempeñada por Louise Michel en el sangriento dra-ma que tuvo lugar en las Colinas de Montmartre y lacalle de Rosiers.

Cómplice de la detención de los infortunados gene-rales Lecomte y ClémentThomas teme que las dos víc-timas se le escapen. “¡No les suelten!”, grita con todassus fuerzas a los miserables que les rodean.

Y más tarde, una vez realizado el asesinato, en pre-sencia, por decirlo así, de los cadáveres mutilados, ma-nifiesta su alegría por la sangre derramada y se atrevea proclamar “que bienhecho está”. Después, radiantey satisfecha de la buena jornada, marcha a Bellevilley a La Villette, para asegurarse “de que esos barriossiguen armados”.

El 19 vuelve a su casa, después de haber tomadola precaución de despojarse del uniforme federadoque puede comprometerla; pero siente la necesidad decharlar un poco con su portera sobre los acontecimien-tos.

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—¡Vaya! exclama. Si Clemenceau hubiera llegadounos momentos antes a la calle de Rosiers, no habríanfusilado a los generales, porque al estar del lado de losversalleses se habría opuesto.

En fin, “la hora del triunfo del pueblo ha llegado”. Pa-rís en poder del extranjero y de los libertinos llegadosde todos los rincones del mundo, proclama la Comuna.

Secretaria de la llamada sociedad “Moralización delas obreras por el trabajo”, Louise Michel organiza elfamoso Comité Central de la Unión de Mujeres, así co-mo los comités de vigilancia encargados de reclutar alas enfermeras y en el último momento, las obreras pa-ra las barricadas, incluso es posible que incendiarias.

Una copia del manifiesto encontrada en la alcaldíadel décimo distrito indica el papel desempeñado porella en dichos comités, en los últimos días de la lucha.Reproducimos textualmente este escrito:

En nombre de la revolución social queaclamamos, en nombre de la reivindica-ción de los derechos del trabajo, de laigualdad y de la justicia, la Unión deMuje-res para la defensa de París y los cuidadosa los heridos, protesta con todas sus fuer-zas contra la indigna proclama a las ciu-

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dadanas, fijada anteayer y creada por ungrupo de reaccionarios.Dicha proclama sostiene que las mujeresde París apelan a la generosidad de Versa-lles y piden la paz a cualquier precio.No, no es la paz, sino la guerra a ultranzalo que las trabajadoras de París reclaman.Hoy una conciliación sería una traición.Sería renegar de todas las aspiracionesobreras a la renovación social absoluta, ala supresión de todas las relaciones jurí-dicas y sociales que existen actualmente,a la supresión de todos los privilegios, detoda explotación, a la sustitución del im-perio del capital por el del trabajo, en unapalabra, a la liberación del trabajador porél mismo.¡Seis meses de sufrimientos y de traicióndurante el asedio, seis semanas de luchasgigantescas contra los coaligados explota-dores, los ríos de sangre vertidos por lacausa de la libertad, todo ello es nuestraopción de gloria y venganza!

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La lucha actual no puede tener más finalque el triunfo de la causa popular… Pa-rís no retrocederá, porque lleva la bande-ra del porvenir. ¡La hora suprema ha so-nado! ¡Paso a los trabajadores! ¡Que susverdugos retrocedan! ¡Acción! ¡Energía!¡El árbol de la libertad crece regado por lasangre de sus enemigos…!¡Todas unidas y decididas, engrandecidase iluminadas por los sufrimientos que lascrisis sociales arrastran tras de sí, profun-damente convencidas de que la Comunarepresentando los principios internacio-nales y revolucionarios de los pueblos, lle-va en sí los gérmenes de la revolución so-cial, las mujeres de París demostrarán aFrancia y al mundo que ellas también sa-brán, en el momento del peligro supremo,en las barricadas o en las murallas de Pa-rís, si la reacción forzara las puertas, darcomo sus hermanos su sangre y su vidapor la defensa y el triunfo de la Comuna,es decir del pueblo! Victoriosos entoncesen condiciones de unirse y de entenderse

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sobre sus intereses comunes, trabajadoresy trabajadoras, todos solidarios por un úl-timo esfuerzo… (esta última frase ha que-dado incompleta). ¡Viva la República uni-versal! ¡Viva la Comuna!

Acumulando empleos dirigía una escuela, en la calleOudot, 24. Allí, desde su estrado proclamaba, durantesu escaso ocio, las doctrinas del librepensamiento, ha-ciendo cantar a sus jóvenes alumnas las poesías quebrotaban de su pluma, entre otras la canción titulada:Los vengadores.

Presidenta del Club de la Revolución, que se reuníaen la iglesia de Saint —Bernard, Louise Michel es res-ponsable del voto obtenido en la sesión del 18 de mayo(21 floreal del año LXXIX), y que tenía por objeto:

La supresión de la magistratura, la anula-ción de los códigos y su sustitución poruna comisión de justicia;La supresión de cultos, la detención inme-diata de los sacerdotes, la venta de sus bie-nes y la de los cobardes y traidores quehan apoyado a los miserables de Versalles;

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La ejecución de un rehén importante ca-da veinticuatro horas, hasta la liberacióny llegada a París del ciudadano Blanqui,nombrado miembro de la Comuna.

Sin embargo para aquel alma ardiente, como tienea bien calificarla el autor de una fantasiosa nota quefigura en el expediente, no era bastante sublevar al po-pulacho, aplaudir el asesinato, corromper la infancia,predicar una lucha fratricida, en una palabra impulsartodos los crímenes, ¡había aún que dar ejemplo y sacri-ficarse por completo!

Así, la encontramos en Issy, en Clamart y en Mont-martre combatiendo en primera fila, disparando o re-teniendo a los desertores.Le Cri du Peuple lo atestigua en su número del 14 de

abril:

La ciudadana Louise Michel, que ha com-batido tan valerosamente en los Mouli-neaux, ha resultado herida en el fuerte deIssy.

Felizmente para ella, debemos reconocerlo, la heroí-na de Jules Valles salió de esta brillante aventura conuna sencilla luxación.

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¿Cuál es el móvil que ha impulsado a Louise Michela la fatal vía de la política y de la revolución?

Evidentemente, es el orgullo.Hija ilegítima criada por caridad, en lugar de agra-

decer a la Providencia, que le procuró una educaciónsuperior y los medios para vivir feliz con su madre, sedejó llevar por su exaltada imaginación y por su ca-rácter irascible. Tras romper con sus bienhechores, semarcha a correr aventuras a París.

El viento de la revolución comienza a soplar: VictorNoir acaba de morir.

Es el momento de entrar en escena; pero el papel decomparsa repugna a Louise Michel: su nombre debesuscitar la atención pública y figurar en primera líneaen las proclamas y reclamos engañosos.

No nos queda más que presentar la calificación le-gal de los actos cometidos por esta energúmena desdeel comienzo de la espantosa crisis que Francia acabade atravesar hasta el final del implo combate en el queparticipa entre las tumbas del cementerio deMontmar-tre.

Ha ayudado con pleno conocimiento, a los autoresde la detención de los generales Lecomte y ClémentThomas en los hechos que la consumaron. A esta de-

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tención le han seguido torturas corporales antes de lamuerte de ambos infortunados.

Íntimamente relacionada con losmiembros de la Co-muna, conocía por adelantado todos sus planes. Les haayudado con todas sus fuerzas, con toda su voluntad;más aún, les ha secundado y con frecuencia les ha so-brepasado. Les ha propuesto marchar a Versalles paraasesinar al presidente de la República, con el fin de ate-rrorizar a la Asamblea y, según ella, hacer que cesarala lucha.

Están culpable como “Ferré el orgulloso republi-cano”, al que defiende de tan extraña manera, y cu-ya cabeza, para emplear su propia expresión, “es undesafío lanzado a las conciencias y la respuesta unarevolución”.

Ha incitado las pasiones de la multitud, predicadola guerra sin tregua ni cuartel y como loba ávida desangre, ha provocado la muerte de los rehenes con susinfernales maquinaciones.

Por lo tanto, nuestra opinión es que procede el juiciode Louise Michel por:

1º Atentado al objeto de cambiar el gobierno;2º Atentado al objeto de provocar la guerra civil lle-

vando a los ciudadanos a armarse unos contra otros;

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3º Por estar, en un movimiento insurreccional visi-blemente armada y haciendo uso de las mismas y porllevar un uniforme militar;

4º Falsedad en documento privado por suposiciónde personas;

5° Utilización de falsa documentación;6º Complicidad en la provocación y maquinación de

asesinato de las personas retenidas supuestamente co-mo rehenes por la Comuna;

7° Complicidad en detenciones ilegales; seguidas detorturas corporales y de muerte, apoyando con cono-cimiento a los autores de la acción en los hechos quela consumaron;

Delitos previstos por los artículos 87, 91, 150, 151,59, 60, 302, 341, 344 del código penal, y 5 de la ley del24 de mayo de 1834.

Interrogatorio de la acusada.

El señor presidente: Ha oído usted los hechos de quese le acusa; ¿qué tiene usted que decir en su defensa?

La acusada: no quiero defenderme, no quiero ser de-fendida; pertenezco por entero a la revolución social, ydeclaro aceptar la responsabilidad de todos mis actos.La acepto por entero y sin restricción. ¿Me reprochan

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haber participado en el asesinato de los generales? Aesto responderé que sí, si me hubiera encontrado enMontmartre cuando quisieron que se disparara contrael pueblo. No habría dudado en disparar yomisma con-tra aquellos que daban órdenes semejantes; pero unavez prisioneros, no comprendo que les hayan fusilado,¡considero que este acto es una notable cobardía!

En cuanto al incendio de París, sí he participado.Quería combatir con una barrera de llamas a los inva-sores de Versalles. No tengo cómplices en esta acción;he actuado por mi propio impulso.

¡Me dicen también que soy cómplice de la Comuna!Indudablemente sí, ya que la Comuna quería ante to-do la revolución social, y que la revolución social esel más querido de mis anhelos; mejor aún, me honroen ser uno de los promotores de la Comuna que porlo demás, no tuvo nada nada que ver, que quede claro,en los asesinatos y los incendios: He asistido a todaslas sesiones del Ayuntamiento por lo que declaro quejamás se ha tratado en ellas de asesinato o incendio.¿Queréis conocer a los verdaderos culpables? Son losagentes de policía, y quizá más tarde se aclararán to-dos estos acontecimientos por los que hoy encuentrantotalmente natural responsabilizar a todos los partida-rios de la revolución social.

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Un día le propuse a Ferré invadir la Asamblea: pro-ponía dos víctimas, el señor Thiers y yo; porque habíahecho el sacrificio de mi vida, y estaba decidida a ma-tarle.

El señor presidente: ¿En una proclama ha dicho us-ted, que se debía fusilar cada veinticuatro horas a unrehén?

R.: No, tan solo he querido amenazar. Pero, ¿a quédefenderme? Ya lo he declarado: me niego a hacerlo.Ustedes son hombres que van a juzgarme; están uste-des delante mío a cara descubierta; son ustedes hom-bres, y yo no soy más que una mujer, y sin embargo,les miro de frente. Sé muy bien que todo cuanto les di-ga no cambiará en nada su sentencia. Por lo tanto unaúltima y sola palabra antes de sentarme. Jamás hemosquerido otra cosa que el triunfo de los grandes prin-cipios de la Revolución: lo juro por nuestros mártirescaídos en el campo de Satory, por nuestros mártiresque aclamo una vez más abiertamente aquí, que un díaencontrarán un vengador.

Repito les pertenezco; hagan de mí lo que se les an-toje. Cojan mi vida si la quieren; no soy mujer paradiscutírsela ni un solo instante.

El señor presidente: Declara usted no haber apro-bado el asesinato de los generales, y sin embargo, se

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cuenta que cuando se lo dijeron exclamó usted: “Leshan fusilado, bien hecho está”.

R: Sí, dije eso, lo confieso (recuerdo incluso que fueen presencia de los ciudadanos Le Moussu y Ferré).

P: ¿Por lo tanto aprobaba usted el asesinato?R: Disculpe, eso no era una prueba; las palabras que

pronuncié tenían por objeto no detener el impulso re-volucionario.

P.: También escribía usted en los periódicos. ¿En LeCri du Peuple, por ejemplo?

R.: Sí, no lo oculto.P.: Esos periódicos pedían todos los días la confisca-

ción de los bienes del clero y otras medidas revolucio-narias parecidas. ¿Eran pues, esas sus opiniones?

R.: En efecto pero tenga usted en cuenta que jamáshemos querido coger esos bienes para nosotros; nopensábamos sino en dárselos al pueblo para su bien-estar.

P.: ¿Pidió usted la supresión de la magistratura?R.: Sí, tenía siempre ante mis ojos los ejemplos

de sus errores. Recordaba el caso Lesurques y tantosotros.

P.: ¿Reconoce usted haber querido asesinar al señorThiers?

R: Por supuesto. Ya lo he dicho y lo repito.

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P.: Parece ser que llevaba usted diversos trajes en laComuna.

R: Iba vestida como de costumbre; solo añadía unabanda roja por encima.

P: ¿No ha llevado usted varias veces un traje de hom-bre?

R.: Una sola vez: el 18 de marzo. Me vestí de GuardiaNacional, para no llamar la atención.

Han sido citados pocos testigos, ya que los hechosde que se acusa a Louise Michel no han sido negadospor ella.

Se llama primero a la mujer llamada Poulain, vende-dora.

El Señor Presidente: ¿Conoce usted a la acusada?¿Sabe usted cuáles eran sus ideas políticas?

R: Sí, señor presidente, no las ocultaba. Muy exalta-da, siempre estaba en los clubes, escribía también enlos periódicos.

P.: ¿La oyó usted decir, con motivo del asesinato delos generales: “¡bien hecho está!”?

R.: Sí, señor presidente.Louise Michel: ¡Pero si ya he confesado el hecho! Es

inútil que los testigos lo corroboren.Mujer de Botín, pintora.

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El Señor Presidente: ¿No denunció Louise Michel auno de sus hermanos para obligarle a servir en la Guar-dia Nacional?

R.: Sí, señor presidente.Louise Michel: La testigo tenía un hermano; yo le

creía valiente y quería que sirviera a la Comuna.El Señor Presidente (al testigo): ¿Vio usted un día

a la acusada en un coche paseándose en medio de losguardias, haciéndoles saludos de reina, según su expre-sión?

R: Sí, señor presidente.Louise Michel: Eso no puede ser cierto; porque no

podía querer imitar a esas reinas de las que hablan yaque quisiera verlas a todas decapitadas, como a MaríaAntonieta. La verdad es que iba sencillamente en co-che porque tenía un esguince en un pie a consecuenciade una caída sufrida en Issy.

La señora Pompon, portera, repite todo lo que secontaba a cuenta de la acusada. Pasaba por ser muyexaltada.Cécile Denéziat, sin profesión, conocía mucho a la

acusada.El señor presidente: ¿La ha visto usted vestida de

Guardia Nacional?R: Sí, una vez, hacia el 17 de marzo.

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P.: ¿Llevaba carabina?R: Eso he dicho, pero no recuerdo bien ese punto.P.: ¿La ha visto usted paseándose en coche, enmedio

de los guardias nacionales?R: Sí, señor presidente; pero no recuerdo con exac-

titud los detalles de ese hecho.P.: ¿No ha dicho usted ya que creía que la acusada

se encontraba en primera fila cuando asesinaron a losgenerales Clément Thomas y Lecomte?

R: No hice sino repetir lo que contaban a mi alrede-dor.

El señor capitán Dailly toma la palabra. Pide al con-sejo que separe de la sociedad a la acusada, que es uncontinuo peligro para ella. Retira la acusación de to-dos los cargos, excepto sobre el de tenencia de armasvisibles u ocultas en un movimiento de insurrección.

El abogado Haussman, a quien a continuación seconcede la palabra, declara que ante la voluntad for-mal de la acusada para no ser defendida, simplementese somete al buen juicio del consejo.

El señor presidente: ¿Acusada, tiene usted algo quealegar en su defensa?

Louise Michel: Lo reclamo de ustedes, que afirmanser consejo de guerra, que se erigen en mis jueces, queno ocultan su calidad de comisión de gracias, de uste-

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des que son militares y que juzgan a la faz de todos,es el campo de Satory, donde ya han caído nuestroshermanos.

Es preciso aislarme de la sociedad; se les dice que lohagan; pues bien, el comisario de la República tiene ra-zón. Puesto que parece que todo corazón que late porLa libertad solo tiene derecho a un poco de plomo, ¡re-clamo una parte! Si ustedes me dejan vivir, no cesaréde gritar venganza, y denunciaré a la venganza de mishermanos a los asesinos de La comisión de gracias…

El señor presidente: No puedo permitirle la palabrasi continúa usted en ese tono.

Louise Michel: Ya he terminado. Si ustedes no sonunos cobardes, mátenme…

Tras estas palabras, que han causado una profundaemoción en el auditorio, el consejo se retira a delibe-rar. Al cabo de unos instantes, vuelve a la sala y, deacuerdo con los términos del veredicto, por unanimi-dad se condena a Louise Michel a la deportación en unrecinto fortificado.

Se hace entrar de nuevo a la acusada, y se le comuni-ca la sentencia. Cuando el secretario le dice que tieneveinticuatro horas para apelar, exclama: “¡No! No hayapelación; ¡pero preferiría la muerte!”

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Observaciones

Me limitaré a señalar algunos errores:1º No he sido educada por caridad, sino por los abue-

los que han encontrado normal hacerlo.Dejé Vroncourt solo después de su muerte, y para

preparar mi titulo de maestra. Así creí poder ser útil ami madre.

2º El número de alumnas enMontmartre era de cien-to cincuenta. Esto ha sido comprobado por la alcaldíaen la época del asedio.

3º Quizá no sea inútil decir que, contrariamente ala descripción de mi persona, hecha al principio delresumen de la Gazette des Tribunaux, soy más bien al-ta que baja; Es bueno en la época en que vivimos, nopasar sino por una misma.

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Louise Michel: ni la muertereclamada le fue concedida

Federica MontsenySe ha pretendido hacer de la mujer una casta y, bajo

la fuerza que las aplasta, a través de los acontecimien-tos, la selección ha sido hecha, no hemos sido consulta-das para ello y tampoco tenemos a nadie a quien con-sultar. El mundo nuevo nos reunirá a la humanidadlibre, en la cual cada ser tendrá su propio lugar.

— Louise Michel (1830-1905)

Cuando aun no existía ninguna rebeldíafemenina

El nombre de Louise Michel, como el de Flora Tris-tán, es poco conocido de las nuevas generaciones es-pañolas. Sin embargo, ambas forman parte de esa mi-

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noría de mujeres que, cuando aún no existía ningunarebeldía femenina, cuando las mujeres aceptaban casicon gusto su doble papel de reproductoras y de vam-piresas, sin aspirar a la libertad y a la dignidad del se-xo, ellas jalonaron, con su ejemplo, la larga ruta de loscombates por la emancipación de la mujer.

Después de ellas, otras mujeres combatientes ha ha-bido, en España, en Francia y en el mundo. En lo quea nuestro país se refiere, no es posible olvidar los nom-bres de Amalia Domingo Soler, de Belén de Sárraga,de Rosario de Acuña, de Soledad Gustavo. Y, sobre to-do, de la que fue la Louise Michel española. Me refieroa Teresa Claramunt, una simple obrera, pero con unainteligencia, una oratoria, una presencia humana real-mente excepcionales.

Pero la misión que me ha sido encomendada, en es-te momento, es presentar a Louise Michel, autora dellibro La Comuna después de haber sido protagonistadel drama y víctima de la cruenta represión desencade-nada por Thiers y la burguesía francesa contra los su-pervivientes de aquel estallido revolucionario, el másimportante después de la Revolución francesa y antesde la Revolución rusa.

Todo contribuyó a hacer extraordinaria la figura deLouise Michel. Nació esta el 29 de mayo de 1830. La

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engendró un abogado de origen aristocrático, ÉmileDemahis, propietario del castillo de Broncourt, dondeestaba sirviendo la madre de Louise.

Por fortuna para la chiquilla, la esposa de su padreera una mujer de gran corazón e inteligente que, lejosde arrojar de la residencia a la desgraciada sirviente, latrató con bondad, perdonó el capricho a su marido ytomó bajo su protección a la niña. De esta mujer, admi-rable por muchos conceptos, pues era muy culta, com-partía las ideas avanzadas de su marido y poseía unacomprensión humana, rara en le época, guardó siem-pre Louise un recuerdo emocionado.

Gracias a este concurso de circunstancias, la infan-cia de Louise transcurrió libre y relativamente feliz enla residencia de su padre por la sangre, aunque no cons-tase como tal por el apellido.

La niña demostró muy pronto su inteligencia y suamor a la lectura y al estudio. Su protectora decidióhacerle seguir la carrera de maestra.

Cuando Louise estuvo en posesión de un medio nor-mal de ganarse la vida, sacó a su madre de la condi-ción de sirvienta y con dignidad evitó recibir nuevosfavores de la esposa del hombre que le había dado laexistencia.

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Louise se vio pronto incorporada a la vida social yliteraria de París. El cuadro estrecho de la profesióncuyo título había adquirido no convenía a sus inquie-tudes y a su deseo de intervenir en el combate que selibraba ya a favor del socialismo.

En París hizo, pues, sus primeras armas literarias yperiodísticas, aunque con muchas dificultades. Pocasmujeres conseguían adquirir el prestigio y la fortunaque obtuviera, con su labor de novelista y de escritora,Georges Sand, por ejemplo. No tuvo más remedio queaceptar trabajos secundarios y que escribir muchas ve-ces con seudónimos.

“Negro” de Julio Verne

Se afirma que Louise Michel fue uno de los negrosde Julio Verne. Se llamaba negros a los escritores queescribían para que firmase sus producciones un granautor conocido y cotizado. Se ha dicho que Veinte milleguas de viaje submarino de Verne, fue debido a la ima-ginación de Louise, así como algún otro título más. Pe-ro no hay pruebas de ello y los herederos de Verne lohan siempre desmentido. Sin embargo, Fernand Plan-che, en su obra La vie ardente et intrépite de Louise Mi-chel, lo asevera.

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Sostuvo contacto y cambió correspondencia conVictor Hugo durante treinta años. Hugo fue uno delos pocos escritores franceses que, en el momento de laCommune, no arrojaran cieno sobre ella y que, por elcontrario, dedicó a Louise Michel, calificada de petrole-ra, una muy hermosa poesía titulada La Vierge Rouge.

En el medio en que Louise Michel se sumergió muypronto es en el universo social y obrero, en las luchasde la época, que encontraban en ella el eco de lo queera su propio origen y de lo que constituía su pasado.

Cuando se produjo el acontecimiento de la Commu-ne, Louise llevaba ya bastantes años de combate enlos medios socialistas. Estaba ligada con lazos de amis-tad muy fuertes con los hombres que más importantepapel jugaron en el movimiento comunalista. Desta-quemos, sobre todo, su amistad amorosa con Téophi-le Ferré, uno de los que cayeron bajo las balas de losversalleses y que fue probablemente el único amor deLouise.

La “Laide”

Físicamente no era hermosa. Los caricaturistas, losperiodistas burgueses, le sacaron el sobrenombre deLa Laide —la fea—. En unos momentos en que el arma

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principal para el combate con la vida, en la mujer, eranlos atractivos físicos, calificarla a una de fea era el peorultraje y la mejor manera de cerrarle todas las puertas.

No obstante, los que la conocieron de joven afirma-ban que, si no era lo que puede decirse guapa, teníaun extraño encanto. Sus ojos eran muy hermosos y sedesprendía de ella una tal impresión de bondad y dedulzura que raras fueron las personas que no se sin-tieron atraídas por ella. En otros tiempos, por ejemplohoy, Louise hubiera podido sacar partido de su físico.Entonces, simple y natural como ella era, sus cabellos,que llevaba cortados, anticipándose en muchos añosa la Garçonne, eran lacios y ella no se preocupaba derizarlos. Vestía con mucha sencillez, con vestidos detelas baratas: todo el dinero que ganaba lo distribuíaentre los más necesitados que ella.

Su cara era el refugio de todos los desvalidos, tantoseres humanos como gatos y perros abandonados. Sila prensa burguesa le sacó como apodo insultante LoFeo, el pueblo, las gentes humildes, que no conocían deella otra cosa que su bondad sin límites, la llamaban labonne Louise —la buena Louise.

Pero la figura de Louise Michel adquiere su verda-dero contorno a partir de la Commune de París. Enella actuó, no como petrolera, sino como animadora,

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como enfermera, al lado y compartiendo los peligrosy los sinsabores de la pléyade de hombres excepciona-les que se sumergieron en la Commune, la mayor parteperdiendo el honor y la vida.

De Eugène Varlin a Flourens, pasando por Téophi-le Ferré y Jules Vallès y tantos otros, cuyo nombre harecogido la historia, ni uno solo de los que intervinie-ron en aquel movimiento desmerecieron en lo que degrandes y de audaz tenía la temeraria empresa.

Louise Michel explica, mejor de lo que puedo hacer-lo yo, lo que fue la Commune, la lucha de todos losinstantes, los dilemas y las contradicciones a las quetuvieron que hacer frente, la elevación moral de lama-yoría de hombres que la ilustraron con su sacrificio ycon su ejemplo.

Mas de lo que no habla es de ella. Pero ahí están, pararesumirla, las palabras que pronunció ante el Consejode Guerra que debía juzgarla, pidiendo para sí el ho-nor de la muerte que estaban infligiendo a miles de suscompañeros.

Es el grito desgarrador de una alma enloquecida; esla protesta furiosa de una conciencia sublevada antetanto crimen, ante tanta barbarie.

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Cuarenta mil comunalistas fusilados

Cuarenta mil fueron los comunalistas fusilados con-tra el Muro del cementerio del Père-Lachaise, que hapasado a la historia con el nombre de Muro de los Fe-derados, en el que existen, indelebles, las huellas de lasbalas que en él se clavaron, después de haber perforadolos cuerpos de los mártires. Entre los muertos estabaTéophile Ferré.

Los jueces, probablemente en un refinamiento decrueldad, no quisieron conceder a esa mujer desespe-rada la muerte que ella reclamaba. Fue condenada, co-mo tantos otros, a la deportación a la Nueva Caledonia,lejano territorio francés en el mar Pacífico, a muchosmiles de kilómetros de Francia, del que generalmentelos relegados a esa colonia no volvían jamás.

Allí se inscribe otra página patética de la vida deLouise. Fue deportada junto con numerosas mujeres.El viaje de los deportados resultó penoso e intermina-ble, en muy malas condiciones y duró cuatro meses,hacinados todos en los sótanos del barco y no muybien tratados. La abnegación y la fuerza de carácterde Louise fueron sometidas a duras pruebas.

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Pero esto no fue nada, en comparación con las pe-nalidades y las humillaciones que les esperaban en laisla.

Los que hoy visiten Noumea no pueden formarseuna idea de lo que era la Nueva Caledonia en 1872. Elclima era húmedo, cálido e insano para los occidenta-les.

Muchas compañeras de Louise sucumbieron, lasmás ancianas y las más frágiles.

Los hombres también pagaron su tributo a la depor-tación. Algunos no volvieron jamás de ella.

Sin embargo, poco a poco las cosas fueron mejoran-do. La condición de maestra de Louise le permitió ren-dir muchos servicios, tanto a los aborígenes como a losdeportados y a la misma administración de la isla.

En la Nueva Caledonia había el problema de los ca-nacos, indígenas de la isla, explotados y casi diezmadospor Jos colonizadores. Louise se convirtió en la amigay la defensora de estos seres, incultos o con cultura to-talmente distinta de la que creían atesorar los france-ses. Los canacos la adoraban y en múltiples ocasionesella sirvió de enlace entre los colonizadores y los indí-genas, sublevados contra los malos tratos de que eranvíctimas.

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La “buena Luisa”

Cuando, en 1880, los deportados volvieron a Francia,Louise Michel fue despedida con lágrimas por sus hu-mildes amigos. Para ellos, como para el pequeño pue-blo de París, el París de los suburbios, de las barriadasobreras, era la buena Louise, la confidente y la amiga,que les auxiliaba cuando estaban enfermos y que se es-forzaban en facilitarles rudimentos de cultura occiden-tal, para poder discutir, incluso, con sus explotadores.

La pesadilla tuvo un fin. Un cambio de situación po-lítica y la campaña internacional a favor de los super-vivientes de la Commune, consiguió la amnistía y elretomo de los deportados. Entre los primeros en regre-sar se contaba Henry de Rochefort, conde de Roche-fort, comunalista pese a su origen nobiliario, que fueun gran amigo de Louise Michel y a la que siempreprestó ayuda y dio facilidades económicas.

Louise retornó de la Nueva Caledonia, formandoparte de un grupo de deportados, que habían conse-guido pasar a Sidney y al que se agregó, angustiadapor la noticia de que su madre estaba gravemente en-ferma. Por fortuna, la vuelta de Louise alivió a la pobreanciana, prolongando un poco más su dura vida.

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Ala llegada de los deportados ala estación Saint-Lazare, el día 9 de Noviembre de 1880, una inmensamultitud les esperaba, que les acogió con gritos de en-tusiasmo y vivas ala Comuna, demostrando que el re-cuerdo de ella seguía vivo en el corazón de los trabaja-dores y del pueblo de París, que tan terrible tributo desangre había pagado.

A su regreso a Francia, Louise se integró resuelta-mente en el movimiento anarquista. Sus actividadesfueron múltiples. Artículos, conferencias, folletos, li-bros, etc. Su nombre era ya conocido y su palabra escu-chada. Porque Louise había llegado ya a ser el símbolomismo del movimiento libertario, que se ilustraba, enaquella época, con figuras tan excepcionales como ella.

Pero en aquellos tiempos nadie llegó a ser tan popu-lar como Louise. Los actos en que tomaba parte cons-tituían verdaderas manifestaciones de adhesión y desimpatía. Adhesión y simpatía que, a través de ella,iban hacia el movimiento anarquista. Su verbo era sen-cillo, pero lleno de imaginación y de poesía espontá-nea. Su voz, según aseguran los que la escucharon, erasonora y bien timbrada.

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Tan grande como Severine

Era también una excelente periodista, que, de haber-se limitado a escribir para la Prensa burguesa, aceptan-do los ofrecimientos de Rochefort y de otros amigosintelectuales, hubiera igualado la gloria de Severine.

En el aspecto social, había madurado y se había de-finido claramente, como digo antes. Expuso con clari-dad y lucidez las ideas libertarias; en ese aspecto me-rece mención especial su opúsculo Toma de posesión,entre otros.

Tomó parte en giras de propaganda, con oradoresde tanto prestigio como Pietro Gori, el gran abogadoitaliano, Jean Grave, Piotr Kropotkin, Elisée Reclús yel joven Sébastien Faure. Con este fue co-fundadoradel seminario, que llegó a ser diario, Le Libertaire queaún se publica hoy en París como órgano de la FAF,convertido, por necesidades de tipo jurídico y compli-caciones de orden interno del movimiento anarquistafrancés, en Le Monde Libertaire.

No hubo publicación ni acto público, en la época, enel que Louise Michel no tomara parte.

Su vida personal era difícil, por cuanto ganaba po-co, no cotizando su pluma y no cobrando nada por lasconferencias que daba.

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Los que habían convivido con ella en la Nueva Ca-ledonia, le ayudaron cuanto pudieron. Pero ayudar aLouise era ayudar a centenares de personas. Cuantopara ella se recogía, tomaba el camino de otras casas,iba a otras manos, que ella juzgabamás desvalidas. Fuevíctima de numerosos desaprensivos, que le quitabansin vergüenza el pan de la boca. Lo extraordinario esque esta mujer, que era literalmente un santa, aún fueobjeto de un atentado. Salió de él herida y no quisode ninguna manera que se castigara al que había in-tentado matarla, sin duda loco o agente al servicio delenemigo.

Refugio de todos los emigrados

A finales del siglo XIX, como más tarde, en los años20, París era el refugio de todos los emigrados políti-cos, huyendo de las persecuciones policíacas. Polacos,rusos, armenios, españoles, todos se reunían en París.Y la casa de Louise estaba abierta para todo el mun-do, aunque muchas veces no hubiese en ella nada quecomer.

Pese a sus múltiples dificultades, Louise había rehu-sado de la ayuda de Rochefort, que no le hubiera rega-teado nunca auxilio. Pero ella era entera e intransigen-

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te y la carrera política de Henri de Rochefort bifurcódel camino que había emprendido y que seguía Louise.

En una ocasión, Louise invitó a Sébastien Faure adesayunar con ella y la amiga con quien vivía. A es-te respecto contaba Sébastien Faure una anécdota querefleja el ambiente y la realidad de la vida de Louise ydel clima en que ella se desenvolvía.La gira revolucionariaContaba ya setenta y cuatro años, cuando empren-

dió la aventura de una gira de propaganda por los te-rritorios africanos, colonizados por Francia. Recorriólas más importante capitales de Argelia y Marruecos,siendo aclamada con fervor por inmensas multitudes,entre las que se contaban tanto franceses como árabesy judíos.

Al regreso de África, continuó todavía la excursiónpor las provincias francesas. Pero en Oraison cogiófrío y se le declaró una pulmonía.

Fue llevada a Marsella, donde, después de unoscuantos días de dolorosa agonía, exhaló el último sus-piro el día 10 de enero de 1905, en una habitación dehotel, rodeada por amigos y compañeros que se preci-pitaron para asistirla.

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De ella quedó y perdura su recuerdo. Su nombreha sido dado a diferentes calles en ciertas ciudades deFrancia, entre ellas París.

Queda su obra escrita, numerosa, entre la que des-tacamos.La Comuna —Luces en la sombra, estudio sobre los

niños anormales y los locos. —La sabiduría de un loco—Rondas para recreos infantiles, que firmó con el nombrede Louise Quitríme.Recuerdos y aventuras demi vida—La leyenda del bar-

do, selección de poesía. En 1872 editó, a beneficio de sumadre, la obra El libro del día del año.

En 1881, en unión de Marcelle Tinayre, publicó enla casa Fayard, un volumen de unas mil páginas con eltítulo de La miseria.

Son incontables sus artículos periodísticos, unos fir-mados con su nombre y otros con diversos seudóni-mos, entre ellos el de Enjolras, con el que colaboró asi-duamente en El Grito del Pueblo, de Jules Vallès.

Antes de morir tuvo aún lucidez suficiente par en-cargar que se cuidasen de editar sus Memorias, de lasque ha aparecido un primer volumen.

He aquí, a grandes rasgos, lo que fue la vida de Loui-se Michel, que tan profunda huella ha dejado en la lite-

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ratura francesa y, sobre todo, en el movimiento social,revolucionario y anarquista francés.

Es, para mí, una gran satisfacción y un gran honorhaber podido contribuir, a través de este prólogo, alconocimiento en España, por parte de las nuevas ge-neraciones femeninas, de esta mujer ejemplar, comba-tiente incansable por la justicia y la libertad, no solode la mujer, sino de todo el género humano.

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Biblioteca anarquistaAnti-Copyright

Louise MichelLa Comuna de ParísHistoria y recuerdos

1898

Digitalizado desde el original.

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