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LA BIBLIA DE LOSCAÍDOS

Tomo 1 del testamentodel Gris

Fernando Trujillo Sanz

KINDLE EDITION

Copyright © 2012 FernandoTrujillo Sanz

http://www.facebook.com/[email protected]

Edición y correciónNieves García Bautista

Diseño de portadaJavier Charro

TOMO 1 DELTESTAMENTO DEL

GRIS

Los hechos narrados en elpresente tomo son una continuacióndirecta del Tomo 0 de La Biblia delos Caídos, y no es posiblecomprenderlos sin haber leídoprimero aquel.

Así mismo, también es precisohaber leído el Tomo 1 del testamentode Sombra, dado que otorga unavisión más amplia, especialmente delfinal de esta historia.

Tal vez un hombre sin alma nosea un hombre. Puede que sea unmonstruo, como aseguran algunos, opuede que sea mucho más que unhombre. Ni siquiera yo, que conozcotoda la historia, me atrevo a juzgar a

un ser único.El Gris, aquel que no tiene alma,

es por definición un fenómenoinsólito. ¿Cómo describir lo quesiente un hombre sin alma? Tal vez nisiquiera se deba intentar.

No ha habido otros como él ynunca los habrá. No se puedecomparar con nadie, ni hayprecedentes para confrontarlo conotros. Sin embargo, mi opiniónpersonal es que todos los seres de lacreación deberían ser juzgados porsus actos, no por su condición. Y losactos del Gris son los que se narranen estas crónicas.

Que cada uno dicte su propiasentencia.

Ramsey.

VERSÍCULO 1

Bruno movía la cabeza yolfateaba, mientras arrugaba la narizinvoluntariamente. Un olor agresivo ypenetrante, capaz de asfixiar a unhombre adulto, se extendía por toda laestancia.

Suspiró con resignación.—¡Tenemos una emergencia, nena!

—gritó.—Te toca a ti —contestó Tamara

entrando en el salón.Tamara llevaba la cena sobre una

bandeja roja con el estampado deMickey Mouse. Esquivó al pequeñoDavid, que gateaba en la alfombraentre el arsenal de juguetes y metralla

de piezas descolocadas a los queapenas prestaba atención, y se sentóen el sofá.

—¿Cómo es posible que no temoleste este pestazo?

—Se acostumbra una —dijo ella.Cambió de canal con el mando adistancia—. Cuanto más tardes peorserá. Y no te librarás esta vez.Empieza mi serie favorita.

—Está bien. Allá voy —dijoBruno recabando fuerzas—. Ven aquí,pequeño marrano. —Cogió al bebépor las axilas y le alzó hasta que susojos quedaron a la misma altura. Elolor le envolvió de inmediato—.¿Quién es el mocoso más cochino detodos? —Le dio una vuelta en el aire—. ¿Y quién es el más guapo?

Apretó sus labios con suavidadsobre el cuello de su hijo y sopló. Elbebé le devolvió una sonrisadeliciosa. Bruno no tenía claro si era

por el tacto de los labios y el calor desu aliento, o por el sonido queproducía, pero la pedorretafuncionaba. Al niño le encantaba y aél se le caía la baba al verle sonreír.

Pero ni siquiera la sonrisa de suhijo de trece meses le ayudaba asoportar el olor.

—No me dejáis ver la tele —protestó Tamara—. Echaos a un lado.

—Vamos a dejar a mamá que veasu serie romántica —dijo Brunohaciendo una mueca al bebé—, que sino, ya sabes cómo se pone.

Llevaba al niño boca abajo comosi estuviera volando. Silbaba,imitando sin mucho éxito el sonido delviento. El bebé sonreía, agitaba losbrazos y pataleaba.

Bruno se detuvo en la puerta delsalón.

—Y los pañales están...

—En el segundo cajón de lacómoda —recitó Tamara sin despegarlos ojos de la pantalla.

—Ya lo sabía.Por fin se quedó sola. Unos

minutos de paz. El capítulo de hoy eraapasionante. La protagonista acababade descubrir que su marido laengañaba con la nueva y jovenabogada que había contratado la firmaen la que trabajaba, bastante típico,pero igualmente emocionante. Tamaraquería ver cuál iba a ser su reacción.Esperaba que le mandara al infierno yse quedara con todo. ¡Por cerdo! Sino...

La televisión se apagó en esemomento. Tamara bufó. Se levantópara ver si se había soltado el cable.El televisor volvió a encenderse,aunque no mostraba ninguna imagen,solo una nube de puntos negros yblancos y el sonido de la estática. Se

volvió a apagar.El cable estaba bien, no se había

soltado. Tamara apretó el mando adistancia varias veces, pulsó losbotones de la televisión manualmente.Nada. Solo restaba una cosa porhacer.

—¡Bruno! ¿Has terminado decambiar al niño? ¡La tele se ha vueltoa estropear!

No obtuvo respuesta. Cruzó elpasillo andando deprisa, no queríaperderse el resto del episodio. Lapuerta de la habitación del bebéestaba cerrada, pero le llegaba la vozde su marido hablando con elpequeño. Por lo visto, le estabarelatando una pelea entre Spiderman yotro superhéroe que ella no conocía.Seguramente por eso no le había oídocuando le llamó.

—Echa un vistazo a la tele, anda.Yo me ocupo de...

La frase murió en su boca con ungorgoteo. Al abrir la puerta, habíaentrado de nuevo en el salón, no en lahabitación del bebé. Aquello no teníasentido. Miró a su alrededor, tocó loscojines del sofá, el espejo quecolgaba de la pared, la televisión quecontinuaba apagada. Todo era real,sólido, como debía ser. ¿Se estaríavolviendo loca? Debía de habersedesorientado de alguna manera.

Volvió a salir al pasillo. Esta vezavanzó despacio, asegurándose de queno se giraba sin darse cuenta, lo que lehizo sentirse estúpida. Entoncesreparó en que ya no escuchaba aBruno ni al bebé y se le aceleró elcorazón.

—¡Bruno! ¿Dónde estás? ¡Bruno!La puerta de la habitación del

pequeño David se abrió. Bruno salióal pasillo como una exhalación.

—¿Qué pasa? —dijo muy

preocupado—. Me has asustado.A Tamara le temblaban las manos.—Yo... No lo sé... Me he

mareado...Él la abrazó.—¿Te encuentras mal? ¿Te llevo al

médico?—No, estoy bien. Ha sido algo

momentáneo, no me hagas caso.No se atrevía a contarle lo que

creía haber vivido. Y no merecía lapena, pronto lo olvidaría ella también.No era más que una bobada.

—¡Dios mío! El niño. ¿Le hasdejado solo?

—Tranquila. Está en la cuna. Ya lehabía cambiado. Estábamos a punto dederrotar al malvado Doctor Octopus.Vamos a por el pequeño Spiderm...

La cuna estaba vacía.—Dijiste que estaba en la cuna.

Por Dios no pongas esa cara. ¡Meestás asustando! ¿Dónde está David?

—¡Estaba en la cuna! ¡Lo juro!—¡Pues ya no está!Ambos temblaban y gritaban. Sus

respiraciones estaban casi tanaceleradas como sus corazones.

—Tiene que estar por aquí —dijoBruno al borde de la histeria.

Tamara ya estaba abriendo elarmario. Gritaba el nombre de su hijosin cesar, arrojaba la ropa y losjuguetes a un lado, sincontemplaciones.

—¡Maldita sea! ¿Cómo esposible?

—Tiene que haber salido mientrashablábamos en el pasillo —dijoBruno.

—Pero si no anda, solo gatea. Nopuede salir de la cuna. ¡Es solo un

bebé!Bruno vio un fuego en los ojos de

su mujer que nunca había visto antes.—Te lo juro por lo más sagrado.

Le dejé dentro de la cuna.—Registremos la casa —rugió

Tamara saliendo de la habitación.No descansaría hasta repasar hasta

el último centímetro de la casa. Entróen la habitación de matrimonio, queera la más cercana. David no estabadebajo de la cama, ni en los armarios,ni detrás de la puerta, ni entre lasalmohadas, ni...

La desesperación se estabaapoderando de ella. Tenía miedo. Unmiedo tan intenso que le dolía. Unmiedo que la estaba haciendoenloquecer. Por su mente desfiló todaclase de imágenes aterradoras.Lesiones de bebés, secuestros y cosasmucho peores.

—¡Tamara! ¡Ven, deprisa!La voz de Bruno provenía del

salón.—¿Le has encontrado? —preguntó

casi sin respiración tras abrir de unportazo—. ¿Dónde estaba? ¡Dime quele has encontrado!

Pero sabía que no.—Más o menos —balbuceó él.No fue lo extraño de esa respuesta

lo que paralizó completamente aTamara. Fue la expresión de sumarido, el tono de voz tan irreal quehabía empleado.

—¿Cómo que más o menos?Bruno levantó un pie y lo mantuvo

en el aire unos segundos. Luego loposó un poco a la derecha, lo volvió alevantar. Después dio un pequeñosalto a un lado, con la cara pálida demiedo. Miró al suelo con unaexpresión indescriptible y levantó la

vista de nuevo.—E-Está ahí..., aquí..., no está.—Bruno, me estás preocupando de

verdad. ¿Qué demonios...—¡No! ¡Para! ¡No te muevas! —

Tamara se quedó quieta sin entenderuna palabra—. ¡Retrocede o lepisarás!

Su marido había perdidocompletamente el juicio. Tenía elrostro desencajado, su voz vibraba yse entrecortaba, confundía laspalabras.

—Bruno no sé qué te pasa, perotienes que calmarte. Tenemos quebuscar a David.

—M-Mira.Era obvio que Bruno no era capaz

de hablar. Señaló con el dedo. Ellamiró, y cuando lo vio, se cayó alsuelo.

En la imagen del espejo estabaDavid, su hijo de trece meses,gateando, justo entre ellos dos.Tamara miró al suelo y no vio nada.Volvió a mirar el espejo. Allí estaba.Era él, su pequeño, parecía asustadopero no lloraba.

—¡Cielo santo! ¿Qué es esto?Pasó la mano por el lugar que

ocupaba su hijo en la imagen delespejo. No notó absolutamente nada.Ahora todo daba vueltas. Estabaperdiendo la razón, lo sabía, nopodría soportarlo. Solo quedó unaidea en su cabeza.

—Tengo que sacarle de ahí —dijomientras se levantaba. Bruno estabacompletamente petrificadocontemplando la imagen de espejo—.¡Ya voy, David, cielo! ¡Mamá va abuscarte!

Solo pudo dar un paso.

El espejo reventó en pedazosmucho antes de que lo alcanzara. Losfragmentos volaron, se esparcieronpor el suelo, rebotaron contra lasparedes y el suelo.

Tamara se desmayó.

VERSÍCULO 2

Había frascos de todos lostamaños y formas imaginables,alargados, redondos, en espiral. Enalgunos recipientes burbujeabanlíquidos que desprendían oloresimposibles de hallar en la naturaleza.También había estacas, muchas,colgadas de la pared y etiquetadas conunos símbolos que no eran runas, peroque tampoco pertenecían a un lenguajeconocido. Aquellos símbolosformaban parte del idioma de losbrujos. Y solo los brujos locomprendían y lo hablaban. Con élsalvaguardaban sus secretos del restodel mundo.

La iluminación provenía de cuatro

velas situadas en las cuatro esquinasde la habitación. La luz se mezclabacon los extraños olores, el polvo y lastelarañas, dando lugar a una atmósferadensa y pegajosa, similar a una nieblaamarilla extremadamente espesa. Elsilencio era casi absoluto.

El Gris observaba las estanteríasdistraído mientras se desplazaba ensilencio y estudiaba los diversosingredientes con sus ojos del color dela ceniza. Un brujo entró en laestancia, de unos diez años, puede quemenos. Tenía los ojos verdes,resplandecientes, la cara pálida ysucia. Las manos huesudas revelabanla constitución delgada de un cuerpoque se ocultaba tras el manto raídoque le cubría. El brujo, tras inclinarlevemente la cabeza, se sentó en untaburete demasiado alto para él. Laspatas de madera crujieronsonoramente.

—Si me dice qué busca, podréasesorarle debidamente. ¿Interesadoen algún ingrediente en particular?

Tenía la voz débil, asustadiza.—No. Diego se encarga de eso.—Por supuesto —asintió el brujo

—. El Niño siempre es bien recibido.El Gris se acercó a donde el chico

se sentaba, retiró la gabardina y apoyólas manos en la mesa que hacía demostrador.

—Necesito diamantes.Los ojos del brujo brillaron.—¿La cantidad habitual?—Sí.El pequeño brujo saltó de la

banqueta. Se movió deprisa ydesapareció tras una cortina. Regresócon una bolsa de tela negra con variosremiendos.

El Gris examinó el interior y

asintió, satisfecho. Dejó un fajo debilletes sobre la mesa.

—Me entristece decirle, Gris, queesa cantidad es insuficiente.

—Es el precio convenido.—Lamentablemente, mis

superiores me han informado de unincremento en el importe. —El Grisentrecerró un tanto los ojos. El brujono pareció advertirlo—. Estoyautorizado a revelarle la causa, perosolo por tratarse de un cliente tanespecial como usted. El contrabandode diamantes ha dejado de ser...lucrativo. Se ha discutido eldescartarlo completamente de nuestrasactividades, pero no era nuestro deseodesatender sus necesidadespersonales. En consecuencia, nuestralínea de suministros se mantieneexclusivamente para usted, con elconsiguiente aumento de los costes alno poder repercutirlo en otros

clientes.—¿De cuánto estamos hablando?—Del doble.El pequeño brujo sostuvo la

mirada del Gris durante un rato largo.—Es demasiado. Tengo un

contrato que estipula el precio y susposibles desviaciones. Este aumentose sale de los márgenes establecidos.

—Estoy al corriente —convino elbrujo—. En el mencionado contratofigura una cláusula que contemplasituaciones como esta.

Se produjo un silencio incómodo.—No llevo tanto dinero —dijo al

fin el Gris.—Me hago cargo de su situación.

—El brujo inclinó levemente lacabeza—. Y estoy al corriente de susnecesidades. Nada más lejos denuestra intención que causarle el

menor perjuicio. Nuestro único deseoes un comercio justo y la satisfacciónde nuestros clientes. Teniendo eso enconsideración, y habiendo previstoeste pequeño inconveniente, puedoofrecerle la totalidad de los diamantesa cambio de un reconocimiento porescrito de su deuda. No albergamos lamenor duda de que nos pagará encuanto le sea posible.

La mano huesuda del brujo empujóun pergamino amarillento por encimade la mesa.

—Acepto —dijo el Gris.Tomó una pluma, la mojó en tinta y

firmó. Acto seguido, guardó la bolsade diamantes en las tinieblas de sugabardina negra. El brujo enrolló elpergamino y lo metió en un cajón demadera sin ninguna cerradura a lavista.

—¿Puedo servirle en algo más?

—Quiero contratar un servicio.—En eso no puedo ayudarle, no

figura entre mis competencias. Solopuedo despachar los productos de latienda.

—Lo figuraba —dijo el Gris sinrastro de emoción—. ¿Hay algúnadulto con el que pueda tratar?

—Si tiene la bondad de esperar...—La tengo.Volvió a desaparecer tras la

cortina. El brujo que salió pocodespués era más alto y más delgado, sicabía. El Gris le conocía. Respondíaal nombre de Pit y tenía quince años.

—¿Cómo estás, Gris? Me alegrode verte. Tienes buen aspecto.

—Lo tendría mejor si no inflaraislos precios —replicó el Gris.

—Oh, entiendo. —Pit se sentó enel mismo taburete que había ocupado

el brujo anterior. De nuevo crujió lamadera—. Una situacióndesafortunada. Son tiempos duros,amigo. Pero centrémonos en losnegocios, que sé que no te gustaperder el tiempo. Al parecer requieresalgún servicio por nuestra parte.

—Estoy buscando un martillo.—Bien. ¿Podrías ser más

específico?—No.El brujo levantó las cejas.—No estoy seguro de entenderte,

amigo.—Si no sabes de qué martillo

estoy hablando, no me sirves.Ahora Pit alzó un tanto la cabeza,

acarició sus labios con el dedo yasintió.

—Algo he oído sobre el arma deun centinela que se ha extraviado —

murmuró—. También he oído que elmencionado centinela ha muerto... Sila memoria no me falla escuché unnombre... Miriam, creo que era. ¿Meequivoco?

—No te equivocas. Estás bieninformado, Pit. Quiero ese martillo.

—Entiendo, entiendo. No es algosencillo lo que me pides.

—Vosotros hacéis tratos con todoel mundo —dijo el Gris—. Solotienes que abrir bien los oídos yprestar atención. Si te enteras de algo,me lo cuentas.

El brujo tardó en responder.Inclinó la cabeza con gesto reflexivo.

—Tal vez podría ayudarte. Perono lo simplifiques, es una tareapeligrosa. En nuestro mundo todotermina por saberse, y si descubrennuestra implicación en este asunto, elcomplicado equilibrio en el que nos

movemos los brujos podría peligrar. Alos demás centinelas no creo que leshiciera gracia que te ayudara.

—Ellos no interferirán. Tengo unacuerdo con Mikael.

—Entonces podría ser que no leshiciera gracia a los demonios. Es todomuy complejo y yo no puedocomprometer nuestra seguridad.

—Entonces no tenemos nada másque hablar.

El Gris se giró, resuelto amarcharse.

—Aunque tal vez algo llegue hastamis oídos al margen de mi voluntad —dijo Pit. El Gris se detuvo, pero siguióde espaldas—. Alguna informaciónque no pueda evitar captar en algunade nuestras numerosas transaccioneseconómicas y que pudiera estarrelacionada con ese martillo. En esecaso, podríamos negociar.

Ahora sí se volvió el Gris. Lesometió a una mirada intensa.

—Cerremos el precio, no quierosorpresas.

—Será elevado.—Ya me habéis exprimido

bastante —advirtió el Gris—. Mejorun precio justo que elevado.

—Conforme —accedió el brujo—. Pero debes saber que he hechocuanto he podido por ti, amigo. Laprimera decisión respecto a losdiamantes fue triplicar el precio.

—¿Cuánto quieres?Pit se levantó, paseó por detrás de

le mesa, de un lado a otro, y vuelta aempezar. El Gris aguardó en silencio.

—Creo que esta vez no es cuestiónde dinero —dijo el brujo tras meditarsobre ello.

—No, Pit, por ahí no voy a pasar.

—Piénsalo. No podré ayudarte sino es así. Es un precio justo, acordecon el riesgo que conlleva.

El Gris lo pensó.—De acuerdo. Si me facilitas

información que me lleve hasta esemartillo... —El Gris hizo una pausa ydesvió la mirada. Se mordió el labioinferior—. Yo... te deberé un favor.

—Trato hecho —dijo Pit—. Iré apor un pergamino.

El Gris se interpuso en su camino.—Si me la juegas —dijo mirando

directamente a sus ojos—, lolamentarás. Si alguien se entera denuestro trato...

—No tienes por qué preocuparte,amigo. ¿Alguna vez te he fallado?Nunca. Además, como muestra deconfianza te daré algo gratis:información. Se pueden contar con losdedos de una mano las veces que un

brujo da algo sin pedir nada a cambio.—Lo sé.—Hay otro rumor que he

escuchado. Habla de un ángelmuerto...

—También lo he oído. Sonbobadas —le cortó el Gris—. ¿Dascrédito a todo lo que se dice por ahí?

—Desde luego que no, pero no eseso lo que te quería decir. Yo soyneutral, Gris, no entro en disputas nipuedo saber qué es cierto y qué no.Pero hay alguien que cree que tú estásinvolucrado. Me preguntó por ti. Nome lo dijo explícitamente pero miintuición me hizo sospechar quepiensa que tú mataste al ángel. Suerteque habló conmigo y no con otro, ¿nocrees?

—¿Quién fue?—Ocultó su identidad. —El Gris

dio un paso hacia él—. Pero hay un

rasgo que no pudo esconder, unpequeño problema con la luz del sol.

—Un vampiro.—Exacto.—¿Por qué me adviertes de que

me busca?—¿No lo sabes? Me preocupo por

ti, Gris. Eres un cliente excelente, unamigo, y ahora que tenemos un nuevoacuerdo, no quiero que nadieinterfiera en nuestros negocios.Espero que sepas cuidarte, amigo mío.Los vampiros no son precisamente...

Pit enmudeció de inmediato. Unhombre acababa de entrar en lahabitación. Era alto y torpe demovimientos. Su pelo castaño estabaalborotado y descuidado, y suflequillo descansaba sobre unos ojossaltones de color pardo. El Gris seseparó de Pit y fingió estudiar unfrasco que contenía una sustancia a

medio camino entre el estado líquidoy el gaseoso.

El hombre caminó deprisa hasta lamesa, con paso tambaleante.

—Estoy buscando a alguien —anunció. Tenía la respiración agitada.

Pit se aproximó a él.—¿De quién se trata?—¿Eres un brujo de esos? —

preguntó el recién llegado con ciertoaire de estupidez.

—A su servicio. —Pit hizo ungesto con la cabeza.

—Me han dicho que aquí hace suscompras un tipo que no tiene alma.

El Gris dejó el frasco sobre laestantería, miró a Pit, de reojo. Elbrujo no dio muestras de advertir sumirada.

—En efecto, en ocasiones, aquelque no tiene alma nos honra con su

visita.—Tengo que encontrarle —dijo el

hombre—. Mi hijo ha desaparecido.Se lo ha tragado mi casa, que estáencantada... —Hizo una pausa, comosi se avergonzara de lo que acababade decir—. Necesito su ayuda. ¿Esehombre va a venir hoy?

—No puedo estar seguro —contestó el brujo. El Gris le hizo ungesto negativo con la cabeza—. Perobasándome en sus hábitos de compra,si no ha venido ya a estas horas, nocreo que lo haga ya.

—¡Mierda! —El hombre descargóun puñetazo sobre la mesa—. Perdón.Yo... Lo siento. ¿Sabes dónde puedoencontrarle?

El brujo miró al Gris de reojo. ElGris asintió con un movimiento casiimperceptible.

—Dicen que en Madrid reposa

una iglesia muy antigua, cuyo origenes desconocido —recitó Pit—. Allí,en su interior, frente a una cruz depiedra esculpida en uno de sus muros,se puede alzar una plegaria. Tambiéndicen que aquel que no tiene alma laescuchará, y si la fortuna acompaña, elruego será atendido.

—¿Estás seguro? —preguntó eldesconocido, visiblementedesconcertado.

—Eso es lo que dicen —contestóel brujo.

—Entonces iré a esa iglesia.¿Puedes darme la dirección?

Pit sacó un papel plegado de unode sus mugrientos bolsillos.

—Gracias. —El papel temblabaen las manos del hombre.

—No se merecen. Menos aúncuando esto es un negocio, del queusted debe haberse informado o no

habría acudido a mí preguntando porun brujo. Los negocios, caballero, serealizan para obtener un beneficiomutuo. Y me permito indicarle que eneste caso solo usted ha salidofavorecido de nuestra charla.

—No estoy seguro de entender aqué te refieres. ¿He infringido algunanorma? ¿No debería haber venido?

—De ningún modo —aseguró elbrujo—. Todo el mundo es bienvenidoa nuestra morada. Siempre y cuandoestén dispuestos a comerciar. Elinconveniente, en este caso, es muysimple. Usted no ha pagado el precio.

El hombre pestañeó, sorprendido.—No he comprado nada.—Ciertamente, porque no ha

pagado aún, pero sí ha obtenidoinformación. Al ser usted un clientenuevo, me hago cargo de su confusión,que sin duda tiene su origen en su

terrible pérdida. Por eso no voy ainsistir en que pague. Mi deber es, noobstante, advertirle de que todosnuestros establecimientos están alcorriente de nuestros clientes y sureputación. Y en un posible futuro quenecesite de nuestros productos oservicios, puede que otro brujo no seatan comprensivo como yo al conocersu primera... transacción realizada ennuestro gremio.

El hombre se tomó unos segundospara digerir la información que lehabía soltado Pit.

—Yo... Discúlpame, no sabía quela dirección de esa iglesia teníaprecio.

—Y no lo tiene. Es mi tiempo y midedicación lo que estaría pagando, siconsidera que mi atención ha sidocorrecta, naturalmente. La satisfacciónde nuestros clientes es lo primero.También puede presentar una queja

formal, si lo desea.—No, no. Has sido muy amable.

Solo dime cuánto te debo.—En su caso, siendo la primera

vez, considerando que la naturaleza dela información que le he brindado esbastante trivial, y buscando lafidelización de un nuevo cliente, lasnormas me permiten ofrecerle unprecio especial. Con la voluntadbastará.

El hombre sacó un billete de sucartera y lo dejó sobre la mesa.

—¿Suficiente?—Indudablemente —asintió el

brujo—. Usted mismo comprobaráque su generosidad es tenida en cuentaen próximas visitas.

El hombre se marchó estudiandoel papel con mucha atención. Aún setambaleaba un poco cuando salió porla puerta.

—No has cambiado, Pit —dijo elGris cuando estuvieron solos—.Siempre sacando beneficio decualquier situación.

—¿Acaso he mentido en algo,amigo? Si he sacado beneficio esporque estoy aquí, a disposición dequien me necesite. Y eso se paga. Túdeberías saberlo bien, que nosconoces desde hace años. Y no me heolvidado de ti. Como la informaciónque solicitaba era sobre ti, te daré lamitad de su donativo. Es lo justo.Como verás, haciendo negocios connosotros, ganamos todos.

—¿Pretendes embaucarme a mí?—dijo el Gris—. Guárdate tu limosna,que ya os conozco bien. A estasalturas...

Un pequeño escándalo, quellegaba a través de la pared en la queestaba la puerta, le interrumpió.

—¡Anormal! —rugió una voz—.

¡Fantoche! Me das tanto asco que…Sonaron varios insultos más, cada

uno más obsceno y humillante que elanterior.

El Gris dejó el frasco en la repisasin prestar atención, casi se cayó alsuelo.

—¿Te vas? —preguntó Pit.—Ahora vuelvo y cerramos

nuestro acuerdo.—Yo no me preocuparía —dijo el

brujo—. No va a pasar nada ennuestro establecimiento.

—Yo no estaría tan seguro —dijoel Gris saliendo de la habitación—.Conozco al dueño de esa voz.

El Rastro de Cascorro rebosaba

de actividad. Bullía, resplandecíamulticolor, como cada domingo porlas mañanas. Sara ya había compradoun jersey, un póster con todas lasconstelaciones, que llevaba enrolladoy sujeto por una goma, y dos preciososfulares. Lo llevaba todo en una bolsaque se balanceaba mientras se abríapaso por la Plaza de Cascorro, enpleno centro histórico de Madrid.

Caminaba observando los puestosy tenderetes que caían dentro de sucampo de visión. Adoraba sumergirseentre la multitud, se sentía viva.

Le llamó la atención un tendereterepleto de ropa estilo hippie. Un gorrode lana colgaba de una percha deplástico. Parecía calentito y cómodo,y los colores combinaban con eljersey que había comprado hacía unrato. Decidió probárselo.

Lo cogió, se lo llevó a la cabeza...y se le cayó.

—¡Eh! —dijo el vendedor—. Sino te gusta, no lo tires al suelo.

—Perdón —contestó ella.Lo recogió con dos dedos,

tocándolo lo menos posible. Habíarastreado algo sin querer. A vecessucedía así, sin que su voluntadinterviniese en el proceso,simplemente le asaltaban imágenes.Normalmente tenía que concentrarseantes de rastrear algo, y a veces ni aunasí lo conseguía, pero no en aquellaocasión. La imagen fue clara. Setrataba de una prenda robada.

—¡Qué feo es!Sara se volvió.Y allí estaba él. Con una mueca de

desagrado, con su lunar arrugado bajosu labio inferior, los ojos relucientes,las manos incapaces de permanecerquietas.

—¡Niño! —gritó Sara dándole un

cálido abrazo—. Me alegro de verte.Diego se arrugó y soltó aire de

golpe.—Me estás estrujando. —La

rastreadora aflojó el abrazo. Él sonrió—. Yo también me alegro. Sabía queno me esperarías y que tendría quebuscarte por todos los puestos. Si esque yo sé un huevo de mujeres, tía.

Sara se sintió culpable, aunque nodemasiado.

—¡Oye! ¿Vas a comprar el gorro ono? —gruñó el vendedor.

—Ni de coña —contestó Diego—.Anda que no es feo el gorrito, macho.Este no lo vendes ni regalándolo.

Sara se apresuró a dejar el gorrodonde estaba para evitar unadiscusión. Por un momento se le habíaolvidado la facilidad de Diego paraalterar a la gente, solo por unmomento.

—¿Qué llevas ahí? —preguntó elNiño señalando la bolsa—. ¡Me hascomprado algo!

Sus pequeños ojos castañosbrillaban de expectación. Larastreadora sintió otra punzada deculpabilidad.

—Eh, sí, claro —mintió.—Qué guay.Sara sacó uno de los fulares y rezó

para que a Diego le gustara. El rostrodel Niño se arrugó al verlo.

—¿No te gusta? —preguntó ella—. Vamos, responde, ya sabes que nopuedes mentir.

—No es eso. —Diego metió lamano en el bolsillo interior de sucazadora—. Es que... Mira.

Sacó un fular exactamente igual alsuyo.

—¡Ja! No puedo creer que

compraras el mismo que yo. Headivinado tu gusto.

—No —replicó el Niño—. Enrealidad, yo te lo había comprado a ti.

Los dos se rieron y se abrazaron.—Podemos usarlo los dos, así

iremos iguales...—Qué dices, tía, pareceríamos

unos pringaos. ¡Cómo se nota queeres mayor! Si los demás chicos dequince años nos ven así, me arreanuna paliza que flipas. Ven, vámonos.

—¿Dónde?—De compras.—¿No esperamos al Gris?Diego ladeó la cabeza y la

atravesó con esa mirada que mezclabaa partes iguales reproche, cansancio ylástima.

—El Gris no se mostrará al sol, yate lo he dicho, le da mal rollo lo de no

tener sombra con la luz natural. Estáun poco zumbado, pero qué se le va ahacer. Y la verdad es que lleva algode razón. Yo pensaba que no teníaimportancia, porque ¿cada cuánto tefijas en la sombra de otra persona?Pero sucede. Siempre se da cuentaalguien, como los niños, que suelenestar muy atentos a estos detalles, y losueltan, no te creas que se callan, losmamones. Entonces alguien másrepara en ello y no veas la que searma.

—Entonces, ¿no viene?—Sí, pero él va por las

alcantarillas —explicó Diego—. Esasqueroso. Seguro que trinca algunaenfermedad, si es que puede, porquelo cierto es que nunca le he vistoestornudar siquiera. Es un tío raro.Mejor así, si viniera montaría unescándalo, no se le da bien la gente.Estás mejor conmigo, tendremos más

discreción.Sara consideraba que había muy

pocas personas más indiscretas que elNiño, pero no lo mencionó, solosonrió.

—Seguro que tienes razón.—Toma, pues claro.—Aunque hoy está nublado.

Apenas hay sombras, podría habervenido.

—Si trinca un alma paraconfesarse lo hará, en esos casos sítiene sombra, mientras le dura. Peroya te arrepentirás de verle en sitiosnormales, ya.

—¿Tan malo es lo de la sombra?—preguntó Sara.

—Eso no es lo peor. En verano nose quita la gabardina, ¡y eso que esnegra! Es un cabezón que no veas. Vadando el cante por todos lados y al tíole importa un bledo. No tiene estilo.

Venga, vamos, tenemos que comprarmuchas cosas.

Sara hizo lo posible por seguirlede cerca. Diego se escurría entre lamarea de personas que inundaba lascalles. Iba más rápido que los demás,cambiaba de dirección continuamente,se detenía, reanudaba el paso, rodeabalos puestos, evitaba a las personasgrandes o muy mayores, no paraba dehablar.

—Perdón... Lo siento, tío... Mirapor dónde vas, zoquete... Conpermiso... Culpa mía... ¿Quieresavanzar, macho...? A ver si adelgazas,foca...

Sara le perdió de vista un par deveces, pero se guiaba por su voz. Enuna ocasión, vio a un hombre enormeintentar darle un pescozón, pero Diegofue más rápido. Se agachó y se perdióentre la multitud.

Por fin salieron a una calle más

despejada. La rastreadora estuvoconvencida de que tendría que sacarlede algún apuro, pero por fortuna nohizo falta. El Niño intentaba atraerlacon las manos, se le veía impaciente.

—¿Por qué vas tan despacio?Venga, está aquí al lado.

Doblaron una esquina. Ahoraapenas había gente paseando. Era unacalle muy estrecha y con poca luz. Noolía bien.

Diego se detuvo frente a unedificio que parecía a punto dederrumbarse, más bajo que los demás,con una grieta considerable reptandopor la fachada. A través de los sucioscristales del escaparate se veían unasextrañas figuras de madera, bastantefeas, con varios gatos tumbados entreellas y sobre ellas.

El Niño dobló la cintura yextendió la mano.

—Después de ti.—¿De verdad vamos a entrar ahí?—Pues sí, claro —Diego se

enderezó—. Está un poco guarro, asíque mejor no toques nada que no estéa la venta. ¿Quieres uno? —dijo elNiño ofreciéndole un pañuelo, queSara rechazó.

Entraron en la tienda. El techo eramuy bajo y negro, con numerososobjetos colgando, algunos de loscuales se balanceaban suavemente. Alprincipio, Sara pensó que podrían sersonajeros, pero tras examinarlos decerca, vio que eran símbolos extraños,de plata probablemente, y de untamaño adecuado para llevarloscolgados al cuello. Reconoció uno deellos. Se trataba de una runa, aunqueno recordaba sus propiedades.

—Algunas personas piensan quetrae suerte —explicó el Niño detrásde ella. Su voz sonaba distante al

llevar el pañuelo cubriéndole la boca.El suelo era de madera y

chirriaba. Las paredes estabancompletamente cubiertas de infinidadde objetos. Había frascos yrecipientes con todas las formas ytamaños imaginables. La rastreadorasupuso que eran ingredientes para lasrunas. También había estacas colgandode la pared, cientos de ellas. Y otrosobjetos que no acertaba a imaginarqué podían ser.

En el centro había una mesacircular con cuatro sillas. Sobre elladescansaba un montón de hojasamarillentas, de aspecto muy antiguo,parecía que se desmenuzarían consolo tocarlas.

Olía extraño. No eradesagradable, pero aquel efluvio eramuy intenso, similar al incienso. Sarano supo identificarlo. En la paredopuesta a la entrada había un

mostrador, y justo detrás, una puertacubierta por una cortina mugrienta.Había dos puertas más, una a cadalado de la habitación.

Inevitablemente, los ojos de Sarase perdieron entre las estacas.Recordaba que Diego le habíaexplicado que las había de muchasclases, pero se había quedado corto.No solo variaban en la longitud, queella creía que era lo más importante,sino también en el grosor y la forma.Las había rectas, curvadas, onduladas.Algunas tenían empuñaduras, otrasestaban repletas de adornos. Tambiénse diferenciaban en los materiales:madera, acero, plástico, algunaparecía de piedra, otra de mármol.

—¿Qué pasa, tío? —dijo el Niño.Sara le miró. Había un chico

detrás del mostrador. No le había oídollegar. Era más joven que Diego, deunos diez años. Estaba demasiado

sucio y demasiado flaco, parecíaenfermo.

—Te esperaba, Diego. Encantadode verte por aquí.

—Ya ves —dijo el Niño sujetandoel pañuelo—. Mira, te voy a presentara una amiga muy especial. Trátalacomo si fuera yo, ¿eh? Sara, ven aquí.—Y dirigiéndose al muchacho delmostrador, anunció—: Esta es mi granamiga Sara.

El chico posó en ella unos ojosverdes muy abiertos.

—Es un inmenso placer —dijoinclinando la cabeza.

—Igualmente —contestó ella.—Necesitamos una estaca para

ella —dijo Diego—. Una que mole.Va a ser una grabadora de runas de laleche, tiene talento, te lo digo yo.Dentro de poco os dará lecciones avosotros.

—No te pases —replicó Sara. Enrealidad el cumplido le habíaencantado, pero le daba vergüenza—.¿Me voy a comprar una estaca?

—Pues claro —dijo el Niño—.Así no tendré que prestarte la míatodo el rato. Es mi alumna —le dijolleno de orgullo al pequeño brujo—.Y no te preocupes por la pasta, Sara,invito yo. Insisto. Quiero lo mejorpara ti.

Sara, emocionada con la idea, nohabía abierto la boca.

El brujo extendió la mano hacia lapared.

—Puedes comprobar si alguna esde tu agrado.

—Venga, tío —dijo el Niño—. Noseas cutre. Esas estacas son unacastaña. Enséñanos las guapas, que nosomos unos pardillos.

—Como desees.

El brujo desapareció tras lacortina que tenía a su espalda.

—¿Y dejan que un niño seencargue de la tienda? —preguntóSara

—¿No te lo había dicho? —seextrañó Diego—. Los brujos son todosniños. No hay uno solo que cumpla losdieciséis años.

—¿Qué pasa cuando superan esaedad?

El Niño se quitó el pañuelo de lacara.

—Baja la voz —susurró—. Nadieestá seguro. Ese es otro de sussecretos. Hay rumores, pero no te lospuedo contar en este momento. Y no lepreguntes a este sobre el tema, no lesgusta nada.

Pues ella tenía un millón depreguntas más o menos. ¿Cómo eraposible que no hubiera adultos? No

tenía ningún sentido. Según le habíaexplicado Diego, los brujos eran loscomerciantes del mundo oculto, losque más sabían de runas y todo lorelacionado con ellas. En el pasado,habían llegado a influenciar a todoslos demás ejerciendo un controleconómico, incluso llegando adominarles temporalmente. Era difícilde creer que unos niños lidiaran entretodos los bandos, que un vampiro, porejemplo, aceptara las condiciones deun crío de diez años.

El brujo regresó con una especiede manta roñosa. La puso sobre elmostrador y la desenrolló. Sara sequedó maravillada con su contenido.

—Esto es otra cosa —aplaudióDiego—. Estás sí molan, ¿eh, Sara?Venga, pruébalas, elige una.

Había muchas. Sara no sabía pordónde empezar.

—¿Qué es este número que llevan

etiquetado?—El precio —contestó Diego—.

¿Qué va a ser si no?—¡Es imposible! —exclamó ella

asombrada.La suma era escandalosa.—Te he dicho que invito yo. —El

Niño le dio una palmada en la espalda—. Tú elige la que más te guste yolvídate de la pasta. Sin prisas. Yoestaré con el brujo, que tengo quecomprar un regalo.

Sara apenas les vio alejarse por elrabillo del ojo. Su atención estaba fijaen la magnífica colección de estacasque tenía ante sus ojos. A primeravista, la que le resultó más extraña erauna que tenía forma de espiral, comouna rama enroscada sobre sí mismahasta terminar en punta. No le gustónada, no era cómoda, y su tacto eramuy áspero, prefería una más suave,

como la de Diego. La siguiente erapreciosa, de mármol blanco conhermosos dibujos grabados en toda suextensión, algo más gruesa que lasdemás. Seguramente por eso lepareció demasiado pesada, y muy fría,no se calentaba por más que la tuvieraentre sus manos.

Se dio cuenta de algo curioso. Noera capaz de rastrear nada tocando lasestacas, ninguna. Pasó la manolentamente por varias de ellas y nocaptó ni una sola imagen. Era como sifueran objetos recién creados quenadie hubiera tocado. Debía de seralgún truco de los brujos. Y teníasentido. Si, como le había explicadoDiego, los brujos guardaban el secretode la fabricación de estacas,ingredientes y runas, no era deextrañar que protegieran sus productosde rastreadores como Sara.

Probó con una bastante fea que

parecía hecha de piedra. Resultó másligera de lo que había imaginado. Noestaba tan mal. La hizo girar entre susdedos. Una vuelta, dos... y se le cayó.Rebotó en la mesa, luego en los raídostablones de madera del suelo. Sarahabía temido que se rompiera, y dadoel precio que tenía, su corazón se lehabía detenido momentáneamente. Larecogió a toda prisa. Al levantarsetenía ante ella al hombre más grandedel mundo.

Era más alto que el Gris, debía dellegar al metro noventa, como poco.Pero su masa corporal era al menos eltriple. Y todo era músculo. Seapreciaba sin ninguna dificultad bajoel jersey ceñido que el hombre vestía.Tenía que ser un culturista. A Sara lellamó la atención que aquelmastodonte llevara las manos ocultastras unos guantes de cuero. Sus ojos,hermosos, pequeños y negros, comolos de Álex, la estudiaban con un

brillo indeterminado. Su rostro eraagradable, a pesar del mentónrectangular.

—No te la recomiendo —dijo.—¿Perdón? —preguntó Sara aún

confusa por la aparición de aquelgigante que la hablaba con dulzura.

—La estaca, la que se te ha caído.No es adecuada para ti.

—¿Cómo lo sabes? ¿Eres unbrujo?

El hombre sonrió. Fue una sonrisasin malicia, sincera, condescendiente.

—No, no hay brujos tan mayores.Ellos son solo adolescentes... ¿Eresnueva?

Sara había olvidado lo de la edadde los brujos. Aquel hombre tendríaunos cuarenta años. Le costabaaceptar que no hubiera brujos de másde quince años.

—Sí, es la primera vez que vengoa esta tienda.

Él asintió con gesto comprensivo.Ella se puso colorada, le ardieron lasorejas sin entender por qué.

—Te ayudaré encantado, si me lopermites —dijo el hombreacercándose a las estacas de la mesa—. Me llamo Erik, por cierto.

—Sara.—La estaca que tenías no te

conviene. Las de punta tan gruesaestán pensadas para grabar runas detrazos muy anchos, pero lo pasaríasmuy mal dibujando líneas finas. Dehecho, estoy convencido de queciertas runas son imposibles de grabarcon esa estaca. Seguro que te vienemejor una de propósito general.Además, no te pega.

—¿Y eso?Erik giró la cabeza. Miró a Sara

con tanta intensidad que ella casiretrocedió un paso.

—Por tus manos. Son demasiadodelicadas para ese pedazo de roca. —Sara pestañeó y desvió la vista,incapaz de sostener la de aqueldesconocido que cada vez se volvíamás y más atractivo. Erik continuóexaminando las estacas—. ¿Qué teparece esta?

Apenas se la distinguía entre laenorme mano de Erik.

—¿No es muy pequeña?—Es retráctil. Mira.Sonó un pequeño chasquido. La

estaca creció y se estiró. Sara pensabaque la mitad de la estaca estaba ocultadentro de la otra mitad, pero no era elcaso. La estaca aumentaba de tamaño,se alargaba, estaba claramenteformada por una sola pieza de madera.Erik se la dio. Era suave como la

seda, estilizada, parecía diseñadapara su mano. Cuando Sara la tomó, lepareció que el instrumento sedeslizaba entre sus dedos,acariciándolos.

—Me encanta —exclamó sindarse cuenta.

—Ven, pruébala.Se dejó conducir hasta la mesa

que había en el centro de la estancia,la que había visto al entrar. Le dio lasgracias a Erik cuando le ofreció unasilla para que se sentara. Luego sepreguntó si la otra silla aguantaría a unhombre de su tamaño. Aguantó.

—¿Cómo se prueba una estaca? —preguntó Sara.

Se estaba comportando de unmodo impulsivo, sin reflexionar, sinesconderse tras el complejo deinferioridad que le hacía sentirsiempre vergüenza por saber tan poco

de aquel mundo oculto. Con Erik sesentía bien. La trataba con amabilidady parecía dispuesto a explicarlecualquier duda que tuviera.

Tampoco se le había pasado poralto el modo en que la miraba. Hacíamucho que un hombre no la observabacon deseo. Tal vez se equivocara,pero eso era lo que veía en lospequeños ojos negros de aquel gigantemusculoso.

—Se prueba con estos pergaminos—dijo Erik, señalando un montón dehojas de papel amarillentas—. Y conese ingrediente de ahí. Los brujos lodejan para que los clientes dibujenunos cuantos símbolos y puedanprobar las estacas. Toma este bote. Esun ingrediente neutro. Las runas quedibujes no producirán ningún efecto.Creo que una vez, hace mucho tiempo,alguien se puso a probar con uningrediente de verdad, y prendió fuego

a la tienda por error.Sara se quedó maravillada con el

resultado. Su estaca se amoldabaperfectamente a la forma de sus dedos,trazaba líneas perfectas, susurrabacada vez que rozaba el pergamino,silbando cuando los trazos eran másfuertes o más rápidos de lo habitual.No estaba grabando un símboloconcreto, solo garabatos sin sentido.

—¿Qué opinas?Erik la estudiaba con la barbilla

apoyada en la mano. La mirabafijamente a los ojos.

—Creo que es perfecta para ti. Lamanejas muy bien, se te ve feliz conella. Me ha encantado verte así,radiante, disfrutando.

Sara retiró la mirada. No pudoevitarlo. Sentía que debía decir algo,pero no se le ocurría nada. Seguro quese estaba poniendo colorada de nuevo.

Jugueteó con la estaca para intentardisimular su falta de conversación.

—¡Cielo santo! —Sara retiró lamano de la estaca, como si fuera unhierro al rojo vivo—. No puedoquedármela.

—¿Por qué no? —quiso saberErik.

—El precio —dijo ella—. Cuestael triple que las demás, que ya meparecieron caras.

—Eso no es un problema —dijo elhombretón—. Será mi regalo. Quieroque te la quedes.

—Yo... No... No puedoaceptarlo... Es demasiado.

No podía negar que deseabaquedársela. Solo con acariciarla leentraban unas ganas irresistibles deponerse a dibujar runas. Y Erik lamiraba de un modo que le complicabamucho seguir resistiendo la tentación.

—Me ofenderás si no aceptas miregalo —aseguró él. Sara vio cómo sumano desaparecía entre las dos deErik. El tacto de su piel era suave—.Lo hago por tu seguridad. Si te llevasuna estaca con la que no te sientascómoda, grabarás peor las runas. Yeso puede ser peligroso. Si meenterara de que te ha sucedido algo,no me lo perdonaría. Por favor,quédatela.

Sara no sabía qué decir. No queríaretirar la mano, ni dejar de contemplarel negro de aquellos ojos. Ya no sesentía intimidada por Erik, por susmúsculos y su tamaño. Se sentía biencon él...

—¡Qué bonito! —soltó el Niñoapareciendo a su lado—. No sabíaque tenías un lado tan dulce, gigantón.

Sara sacó su mano de entre las deErik, sintiendo que el fuego se le subíaa la cara. Carraspeó y corrigió su

postura en la silla. Erik miró a Diegosin mostrar expresión alguna.

—Hola, Niño. Sigues siendo taninoportuno como siempre.

—Es un don que tengo —replicóDiego con una sonrisa—. Pero por míno te cortes, tío, sigue con el palique.A lo mejor aprendo algo de ti y todo.Jamás lo habría pensado. Nunca te hevisto con una sola mujer.

Sara se sintió abochornada, peroconsiguió hablar.

—No es lo que parece, yo...—No tienes por qué darle

explicaciones —la interrumpió Erikcon mucha educación—. El Niño esfamoso por su bocaza y su falta detacto. No es culpa suya. ¿A que no,Niño?

La sonrisa de Diego se ensanchóal máximo.

—Ahora lo pillo. Te mola Sara,

¿eh, pillín? Por eso estás tandiplomático, pero a mí no me lapegas, macho, yo sé bien lo capulloque puedes llegar a ser.

—¡Niño! —exclamó Sarainvoluntariamente.

—No le tomes en serio —dijoErik—. No puede evitarlo.

—¡Ja! Si es que no das una, macho—se rio el Niño—. Se ve que lo tuyoes el gimnasio. Por si no te has dadocuenta, Sara y yo nos conocemos muybien. Es mi alumna —dijo rebosandoorgullo—. Yo le he enseñado todo loque sabe.

A Sara le dio demasiadavergüenza ser presentada comoalumna del Niño. No consideró queaquello ofreciera una buena imagen deella. Por supuesto era cierto queDiego le había ensañado cuanto sabíade las runas, pero nunca le había vistocomo un profesor. Sintió un rechazo

instintivo y luego se reprochó condureza haberse avergonzado del Niño.

A Erik le afectó mucho aquelcomentario porque su rostro sedeformó de un modo grotesco.

—¿Es eso cierto? —preguntó condureza—. ¿Eres amiga suya?

—Pues claro que sí —se adelantóDiego—. Es mi colega. Está connosotros.

Erik miró a Sara. Sus ojosrelampaguearon.

—¿Estás con el Gris?—Sí. ¿Cuál es el problema?Erik agarró la estaca.—Entonces retiro mi regalo —

dijo con brusquedad—. Olvida lo quete he dicho.

—¿Te iba a regalar la estaca? —preguntó el Niño—. Pues sí que estácolado el tío. Al menos no te ha

comprado un banco de pesas.—¡Espera! —gritó Sara—. No

puedes marcharte así. Me debes unaexplicación.

Erik se volvió hacia ella.—No te debo nada —bufó.—Eh, eh, eh, tío. No te pases —

dijo el Niño—. Seguramente losesteroides se te han subido a lacabeza.

Diego se plantó delante de Erik.Era como ver a un bebé enfrente deKing Kong. Su cabeza quedaba a laaltura del pecho de Erik, pero eso noparecía importarle. Sara le apartó deun tirón.

—Tienes la boca demasiadogrande para lo pequeño que eres —dijo el hombretón—. Es cuestión detiempo que alguien te la cierre de unavez por todas. Cuando crezcas unpoco más, si nadie te ha dado una

lección, ven a verme. No voy aensuciarme las manos con un mocoso.

A pesar de ser completamenteprevisible, la explosión del Niñocogió a Sara desprevenida.

—¡Anormal! —chilló Diego. Larastreadora le tapó la boca. El Niñose sacudió la mano de encima—.¡Fantoche! Me das tanto asco que...

Diego siguió forcejeando y logrósoltar un par de insultos más. Porsuerte no era muy fuerte y Sara pudocontenerle. Si enfadaba a Erik, elgigante les aplastaría a los dos con unsolo brazo. Lo raro era que elhombretón no reaccionara a lasprovocaciones del Niño.

—Ahí lo tienes —dijo Erik—. Esaes la clase de chusma que sueleacompañar al Gris.

—Estoy bien, suéltame —exigióDiego. Volvió a encararse con Erik,

que tuvo que doblar el cuello almáximo y bajar la cabeza—. No esnormal que un retrasado como este mealtere tanto. Después de todo, losmagos no son famosos por su cerebro,¿verdad, Erik? Que yo me midacontigo intelectualmente sería comoabusar de un subnormal, a lo mejorhasta me echarían otra maldición.Prefieres que echemos un pulso, ¿aque sí? Eso sí te gustaría.

¿Un mago? ¿Erik era un mago?Eso había dicho el Niño. Sara recordóque una vez le habló de ellos, pero nole había contado casi nada. Solo queexistían. Si Erik era uno de ellos, nose correspondía con la imagen queella se había formado de un mago.

Erik apretó los puños y respiróhondo, se tensaron los inmensosmúsculos de su cuello. Sara estaba alborde de la desesperación. No sabíacómo detener al Niño antes de que le

dieran la mayor paliza de su vida.—No eres nada, niñato —dijo con

desprecio Erik—. No merece la pena.Era evidente que el mago se

estaba conteniendo.—Lo que yo decía —soltó el Niño

—. ¡Mejor que te largues y nos dejesen paz, motón de músculos atrofiados!

El gigante dio un paso al frente, supecho tocó la nariz de Diego. Aquelloya no tenía solución. El Niño habíaido demasiado lejos. Lo mássorprendente era que Diego nodestacaba por su valentía, más bien alcontrario.

Sara estuvo segura de que Erik lelanzaría como a una bolsa de basura yvería al Niño volar por toda la tienda.Pero, por suerte, un portazo lesinterrumpió a todos, y por una suertetodavía mayor, era el Gris quien lohabía dado.

—¿Hay algún problema?Diego corrió hacia él y le abrazó.

El Gris ni se inmutó. Tenía los ojosfijos en Erik, la cabeza ligeramenteinclinada. Sara conocía esa mirada.

—Mira quién ha venido... —seburló Erik.

El Gris avanzó despacio, con elNiño justo detrás de él, aferrado a sugabardina negra.

—Detrás de mí, Sara.Lo dijo sin mirarla, siempre

pendiente del mago. La rastreadoraobedeció. Su deseo era evitar quehubiera una pelea pero su instinto ledecía que al Gris no le gustaría queinterfiriera en una situación quedesconocía.

—Por ella no tienes quepreocuparte —dijo Erik—. Es elNiño. Deberías coserle la boca.

—Ha empezado él, lo juro —dijo

Diego—. Dejó a Sara con la palabraen la boca cuando se enteró de que eranuestra colega. Me dieron ganas de...

—Está bien —le cortó el Gris sindejar de mirar al mago—. Erik, sitienes algún problema con la boca deDiego, conmigo, o con cualquiera demis amigos, no tienes más quedecírmelo, pero a mí, y te aseguro quelo resolveremos.

—¿Qué dices ahora, pringado? —soltó el Niño.

Sara le dio un golpe en el hombro.—Tú no tienes amigos —escupió

Erik.—Es posible —repuso el Gris—.

Pero eso no es asunto tuyo.—En eso estamos de acuerdo —

convino el mago—. No quiero tenernada que ver con vosotros.

—Entonces, la solución es biensencilla.

Se miraron durante un rato largo.Sara rezaba por que la situación nofuera más allá. Desconocía hasta quépunto el Gris podía enfrentarse a unhombre que le triplicaba en tamaño, yno lo quería averiguar.

Al final el mago se alejó. Sevolvió antes de salir de la tienda.

—Yo respeto la tregua —le dijo alGris—. Algún día nos veremos lascaras.

Salió de la tienda sin esperar unarespuesta. Sara resopló, aliviada.

—Bien hecho, tío —aplaudió elNiño—. Le has acojonado. Tantomúsculo y luego...

—Terminad las compras —dijo elGris—. Yo tengo que acabar de cerrarun asunto con los brujos. Una cosamás, Niño. Estamos sin blanca, asíque ahorrad.

El Gris se perdió tras la puerta

por la que había llegado, que daba aunas escaleras de aspecto ruinoso quedescendían hasta algún sótano. Larastreadora, más relajada, sesorprendió de ver al Niño silbando,distraído, como si no hubiera pasadonada.

—¿A qué tregua se refería Erik?Diego regresó a la mesa con un

montón de estacas, las esparció ycomenzó a ordenarlas.

—Nadie puede pelearse en unestablecimiento de los brujos, ni enlos alrededores —explicó—. Elcomercio es lo primero y, como ellostratan con todo el mundo, aquí nopuede haber camorra.

Sin duda esa era la explicaciónpara el valor que Diego habíademostrado con el mago.

—¿Y unos niños pueden imponeresa tregua?

—Esos niños controlan todo lorelacionado con las runas, así quepueden imponer un huevo de cosas. —Diego descargó un puñetazo en lamesa. Las estacas botaron y sedesordenaron—. Lo siento, Sara.

—¿Qué pasa?—Que son un poco cutres, pero ya

has oído al Gris, no tenemos pasta.Vas a tener que llevarte una de estas.

VERSÍCULO 3

Sara llegó la primera alcementerio. Estaba impaciente porestrenar su nueva estaca.

Había pasado la tarde dibujandolas pocas runas que conocía en lamesa de su casa, acostumbrándose altacto de la empuñadura, al peso de laestaca. Le costó un esfuerzoconsiderable no emplear ingredientesde verdad. Por una parte no debíadesperdiciarlos, eran muy caros, y porotra, el Niño le había advertido deque podía ser peligroso si metía lapata. Aun así la tentación la llamaba yrequirió de toda su fuerza de voluntadpara vencerla.

Lo único que quería era hacerlo

bien, con soltura, que no se notara suinexperiencia. Había observado cómoel Niño sostenía su estaca cuandogrababa runas. Solía hacerla girarentre sus dedos cuando espaciaba lostrazos. A Sara le encantaba cómoquedaba ese detalle, era comoobservar a un batería experimentadomanejar la baqueta mientras golpeabasin perder el ritmo en ningúnmomento. Ella no consiguió darle másde dos vueltas sin que se le cayera alsuelo. Le faltaba práctica, pero ya lolograría.

Se sentó en un banco a esperar yconsideró probar de nuevo. Sinembargo, no le pareció buena idea. Sele caería la estaca al suelo y, si laveían, se burlarían de ella. El Gris no,el Niño puede que tampoco, pero Álexseguro que haría algún comentario, yno sería una alabanza.

Así que esperó sin más,

preguntándose qué peligro tendríanque afrontar en esta ocasión. Nopodría ser peor que la última vez,cuando se enfrentaron al demonio encasa de Mario Tancredo. Aquella vezmurió gente. Miriam, la centinela,pobrecilla. Era una mujer fuerte yvaliente, no se merecía...

—Veo que sigues con nosotros.Álex surgió de detrás de un árbol,

silencioso, hermoso, serio, con susojos negros y penetrantes, queasustaban cuando miraban fijamente, ysus andares fríos y despreocupados.Sara aún no le había visto sonreír. Unacara tan bella, de rasgos tan perfectos,forzosamente debía tener una sonrisapreciosa, una sonrisa capaz de llenarde calor el interior de una mujer. Y,sin embargo, Álex solo inspiraba fríoy temor, al menos a Sara. Era unapersona distante que parecía nonecesitar nunca a nadie.

—¿Acaso lo dudabas?—No —contestó Álex. Se sentó en

el banco, pero en el extremo opuesto,guardando las distancias, comosiempre—. Sabía que vendrías. Nopuede ser de otra manera.

El último comentario molestó aSara. Encerraba ciertas implicacionesque no le gustaban en absoluto, por nohablar del tono arrogante que habíaempleado. Insinuaba que Álex laconocía perfectamente y que podíaanticiparse a sus decisiones. Era unadiscusión en la que no iba a entrar conél de nuevo. De repente, Sara deseóque llegara alguien más para no estara solas con él.

—Entonces —dijo la rastreadora—, ya no intentarás convencerme paraque lo deje.

—No.Demasiado escueto. Tampoco le

gustó esa respuesta.—Gracias.—No me las des —repuso Álex

—. No intento convencerte porque noes necesario. Tú ya sabes que nodeberías estar aquí, que no estás hechapara este mundo.

—Estás muy seguro de ti mismo.—Lo estoy.Ni siquiera la miraba al hablar.

Sara nunca había visto a nadie tanpretencioso.

—¿No consideras la posibilidadde que te equivoques? Al Niño legusta que yo esté en el grupo, él mequiere con vosotros.

—El Niño no destaca ni por suinteligencia ni por su carácter —replicó Álex—. Caerle bien al Niñoes lo más fácil del mundo, no conozcoa nadie más sociable que él. Es ungran compañero, pero por otros

motivos.—Porque puede curar, solo te cae

bien por eso —le acusó larastreadora.

—De nuevo te equivocas. No mecae bien, habla demasiado con esalengua incansable que tiene. Curar esuna cualidad muy valiosa, y muy rara,pero eso no le convierte en un buenmiembro del grupo. Un estúpido quecurase cien veces mejor no nosserviría. Causaría más dolor del quesanaría.

—Entonces...—El Niño es una persona centrada

a pesar de su aspecto inocente. Tieneclaras sus motivaciones y susobjetivos, que encajan con losnuestros. Y no puede mentir. No sepuede desconfiar de alguien así.

Un análisis implacable ycalculador. Sara empezaba a pensar

que era Álex y no el Gris quien notenía sentimientos.

—¿Y qué me dices del Gris? Élme reclutó. ¿También es un estúpidoque invita a unirse a todo el que secruza con él?

—El Gris no es estúpido. El Grisestá enfermo.

—Su alma...—Tú crees que le conoces porque

has vivido una aventura a su lado. Lehas visto medirse con un demonio ypiensas que es un héroe, tu héroe. Perono conoces el alcance de suenfermedad, no la comprendes enabsoluto.

—¿Y tú, sí?—Tu remedio no funcionará, Sara.

El amor no lo cura todo, no en estemundo. Recuerda que te lo advertí.

—Creía que no intentaríasconvencerme más para que me

marchara.—Y no lo hago. ¿Acaso has

cambiado de idea? No, Sara, seguiráscon nosotros. Un tiempo al menos.Antes o después te darás cuenta deque llevo razón y te irás por tu propiopie. Solo tengo que esperar.

La rastreadora tardó un poco enreplicar.

—¿Sabes, Álex? No he conocidonunca a nadie que desprecie tanto elamor. Hace falta ser muy prepotentepara hablar de un modo tan categóricosin pruebas. Yo no sé quién eres, nome has contado nada de ti. Y mientrasno lo hagas, no veo más que a alguienque habla por hablar, que juzga a todoel mundo como si estuviera enposesión de la verdad absoluta. Ya nome importa tu opinión. Si quieres quete escuche la próxima vez que medigas algo, te recomiendo querespaldes tus palabras con algo más

que tu voz.Ahora fue Álex el que guardó

silencio. Se quedó inmóvil,observando la oscuridad de la noche.Pasaron los minutos. Sara llegó apensar que Álex podría permanecer enla misma posición durante días, sinpestañear, sin respirar, como unaestatua.

—No puedo revelarte quién soy—dijo Álex al fin. La rastreadora casise había olvidado ya de laconversación—. Pero puedo ofrecerteuna prueba de que no sobrevivirásmucho en el mundo oculto. Si quieresescucharla, por supuesto.

—Te escucho.—Eres totalmente incapaz de

matar a una persona.¿Lo era? Sara reconoció en su

interior que jamás había causado dañoalguno a nadie, intencionadamente al

menos, y que nunca había cruzado porsu cabeza la idea de matar a alguien, ode permitirlo. Estaba en contra de lapena de muerte, por poner un ejemplo.Pero también sabía que todo puedecambiar en circunstancias extremas.¿Sería capaz de matar para su salvarsu vida? ¿O la de otro? Y si no, ¿eraeso de verdad un requisito parasobrevivir en el mundo del que ahoraformaba parte? Tampoco se imaginabaal Niño matando a nadie y ahí estaba.Aunque dejara morir a Miriam comohizo, había una diferencia entre nosalvar a alguien y matarlo.

De nuevo llegó a la conclusión deque Álex no lo sabía todo. En elmundo no solo hay lugar para losasesinos. Tal vez eso es lo quepercibieran sus bellos ojos negros,pero ella no estaba de acuerdo con esavisión.

Y estaba cansada de discutir con

él sobre el mismo tema.—¿Dónde están los demás?

Llevamos un buen rato esperando.Álex miró a ambos lados de la

calle y arrugó la frente.—No lo sé —dijo con aire

pensativo—. El Gris no es muypuntual, pero el Niño sí. Es muy raroque no haya llegado el primero.

—Estoy aquí —gritó desde lejos.Diego se acercaba caminando

despacio. Alzaba la mano a modo desaludo. Sara notó algo extraño en él.Iba algo encorvado y arrastraba unpoco los pies. No era su posturahabitual. Diego siempre iba erguido,tratando de aparentar más altura de laque en realidad le correspondía,mirando en todas direcciones, atento,juguetón.

—Álex, hay algo...—Lo he notado.

El Niño ya estaba cerca, pero laluz de las farolas no era suficientepara poder verle en detalle. Cada vezinclinaba más la cabeza, ocultando surostro, mirando sus propios pies.

—Dejadme un sitio en el banco,tíos.

La rastreadora se levantó. Álexcontinuó sentado.

—Levanta la cabeza —pidió Sara—. ¿Por qué nos ocultas la cara?

—¿Eh? —dijo el Niño a mediavoz—. Siento haber llegado tarde.Yo...

—¡Levanta la cabeza! Me estásponiendo nerviosa.

Sara ya no pudo más. Le agarrópor el pelo y la barbilla, y le obligó aalzar la cabeza.

—No..., eh, tía... ya vale... ¡Joder!Diego se resistía, forcejeaba. Pero

Sara no desistía en su empeño.—¡Cielo santo!Al fin lo consiguió. El Niño tenía

un ojo hinchado. Un arañazo surcabala mejilla derecha hasta llegar a unlabio inferior también hinchado ypartido justo encima del lunar quetenía en la barbilla. También le dolíala muñeca, a juzgar por cómo sosteníasu propia mano.

—¿Qué te ha pasado? ¿Quién hasido?

—Parece peor de lo que es —dijoel Niño, avergonzado.

—Pero tendremos que hacer algo,¿no, Álex?

—No es para tanto —repuso Álex.—¿Qué? —bufó la rastreadora—.

¡Alguien le ha dado una paliza!—¿Y te extraña? —preguntó Álex

—. Seguro que ya has vuelto a hacer

de las tuyas, Niño. ¿A quién hascabreado con tu bocaza?

—Yo... —Diego bajó de nuevo lacabeza y se frotó las manos nervioso—. En realidad no fue culpa mía...

—Lo dudo —le interrumpió Álex.—Ya está el listillo... —gruñó

Diego. Por un momento, el Niñorecuperó su actitud desafiante habitual—. ¿Acaso me ha dado uno de esosmalditos calambres cuando lo hedicho? No, ¿verdad? Entonces, no hasido culpa mía, macho.

—Pero, ¿qué ha pasado? —quisosaber Sara. Se volvió hacia Álex—: Ytú déjale hablar. Siempre tienes quejuzgar a los demás...

—Si dejáis de pelearos, troncos,os lo contaré. Todo empezó en...

El aula número siete del colegio

público Nuestra Señora de la Palomaestaba en completo silencio. Losbolígrafos se deslizaban sobre lashojas de papel produciendo un levemurmullo de fondo. Algunos alumnoslos mordían mientras exprimían sumemoria con los ojos desenfocados.Otros releían las preguntas una y otravez tratando de encender una chispaen su mente, de romper el bloqueo quemantenía encerrados los aprendizajessobre la Segunda Guerra Mundial.

—Queda media hora —anunció laprofesora.

La docente se paseaba entre lasmesas, vigilando, mirando aquí y allá,escuchando, asegurándose de quenadie copiaba.

Era un examen importante. Quiensuspendiera lo tendría muycomplicado para aprobar la asignatura

de Historia. Los alumnos volcabantodos sus conocimientos en el papel, aveces se enrollaban y alargaban lasfrases para dar la impresión de quesabían más.

La profesora siguió recorriendo elaula con las manos a la espalda, sindesviar en ningún momento la atenciónde su cometido. A lo largo de sucarrera en la escuela, había cogido amuchos alumnos copiando, y eraconsciente de que había unos cuantosque se le habían escapado, que habíanlogrado burlar su vigilancia y obteneruna calificación que no lescorrespondía, mientras otroscompañeros estudiaban duro paraaprobar. Eso la ponía enferma.

Un ruido llamó la atención a suespalda. Se dio la vuelta.

Acababa de rebasar la última fila,donde acostumbraban a sentarse lamayoría de los que intentaban copiar.

Así, desde el final del aula, lograbantener al profesor delante de ellos lamayor parte del tiempo y no detrás,donde no podían comprobar si estabansiendo vigilados directamente en unmomento concreto.

Había dos alumnos, uno a cadalado de su posición. Enseguida vioque algo extraño sucedía. Ambosestaban nerviosos, pero los nervios noprovenían de la dificultad de laspreguntas. Arturo era un repetidor, unchico grande y gordo, que evitabaclaramente cruzar la mirada con ella,un signo bastante obvio de que algopasaba. Aquel era un alumnoproblemático en muchos sentidos, laclase de persona que se veía quenunca llegaría a ser nada importanteen la vida.

El otro era Diego, un muchachobajito con un curioso lunar en labarbilla. Faltaba a muchas clases,

aunque siempre traía un justificante desu padre. Era extraño que estuvieraenfermo con tanta frecuencia. Laprofesora se había convencido de quelos justificantes eran falsos, pero seequivocó; en una ocasión, mantuvouna entrevista con su padre, que leaclaró que el chico tenía una saludfrágil. El padre de Diego resultó serun hombre de pocas palabras, decabellos y ojos grises, a pesar deaparentar poco más de treinta años.Diego era un muchacho peculiar. Casisiempre sabía las respuestas cuando lepreguntaban, pero no parecíainteresado en los estudios. No hacíalos deberes y no solía presentar lostrabajos que se le mandaban. Ydiscutía con mucha fuerza cuando seimplicaba. Era testarudo ydesvergonzado, y podía argumentarcomo un adulto si se lo proponía.

Ahora Diego lucía una sonrisasospechosa, forzada, de esas que

tratan de enmascarar algo pero nohacen más que empeorarlo todo.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó la profesora.

Diego se encogió de hombros,miró su examen intentado fingir que seconcentraba en él. Arturo bajó más lacabeza.

Entonces lo vio. La profesora seagachó y recogió un papel del suelo,una chuleta, sin duda. Leyórápidamente. Era una cronología de laSegunda Guerra Mundial. Estaba entrelos dos chicos, un poco más cerca deDiego que de Arturo.

—¿De quién es?El papel estaba impreso por

ordenador, por lo que no podíarecurrir a la letra para identificar a sudueño.

—¿Diego? —preguntó ella—.Estaba más cerca de ti.

—No es mío, lo juro —contestóDiego—. Y yo nunca suelto trolas, enserio, soy...

—¿Arturo?Arturo removió su enorme barriga

y la miró con gesto serio.—Tampoco es mío —aseguró.La profesora no sabía qué pensar,

pero no iba a consentir que le tomaranel pelo.

—Si no me decís la verdad, ospondré un cero a los dos —amenazó.

Miró a Diego. Su intuición ledecía que él hablaría antes o después,ya que le costaba mucho mantener laboca cerrada.

—Es de Diego —dijo Arturo entono firme.

Diego no se defendió. Apretabalos labios y miraba su pupitre.

—¿Es eso cierto? —preguntó la

profesora—. Diego, responde. ¿Estuya la chuleta?

—¡Y un huevo! —estalló Diego derepente—. Lo siento, profesora, se meha escapado. Es que no quería ser unchivato, no mola nada.

—¿Entonces no es tuyo estepapel?

—¡Qué va! Yo podría enseñaros atodos qué motivó en realidad laSegunda Guerra Mundial. No necesitocopiar.

—Eso lo juzgaré yo cuandocorrija el examen —repuso laprofesora. Se volvió hacia Arturo—:¿Tienes algo que decir?

—Es un mentiroso. Es suyo, yo levi copiando.

—¿En serio? —dijo Diego—.Puedo repetir todo lo que está escritoen mi hoja de papel con los ojoscerrados.

—Se lo habrá aprendido mientraslo escribía —le acusó Arturo.

—Ya basta —les interrumpió laprofesora—. Necesito alguna prueba ono tendré más remedio quesuspenderos a los dos.

Arturo dio un puñetazo en elpupitre, que se tambaleó.

—¿Me vas a suspender porque nopuedo demostrar que ese bocazas hacopiado? ¡No es justo!

—Vigila tu boca o te expulsaré dela clase —le advirtió la profesora.

—Profesora, ¿puedo hacer unasugerencia de nada? ¿Por qué no echaun vistazo debajo del examen delseñor don Ofendido?

La profesora levantó la hoja deArturo. Debajo había otro pedazo depapel con el resto de la cronología dela Segunda Guerra Mundial.

—Sal de la clase, Arturo —

ordenó la profesora—. Tienes un cero.Arturo recogió sus cosas y se

cargó la mochila a la espalda. Antesde dejar su pupitre, se inclinó sobreDiego y susurró:

—Estás muerto, enano.

—...Y luego ese maldito

zampabollos me trincó a la salida deltuto —explicó el Niño—. Yo le aticétodo lo fuerte que pude. —Diego dioun puñetazo en el aire, como muestrade su actuación en la pelea—. Pero nosirvió de nada. Ese gordinflón estámejor protegido por esa capa de grasarepugnante que por las mejores runasdel mundo. Es que ni se inmutó conmis directos. Cuando me enchufó en elojo, vi las estrellas. Ya no me gustanlos gordos. Sí, eso, tú ríete. Lo que me

faltaba.—Lo siento —dijo Sara

cubriéndose la boca para ahogar surisa—. Me había asustado pensandoque te había atacado alguien peligrosoy...

—¿Alguien peligroso? —El Niñose sentó en el banco y resopló. Diouna patada en el suelo—. ¿No hasoído lo que te he contado? Esa bola degrasa es más peligrosa que unvampiro. Me lleva zurrando variosmeses el muy capullo. Siempre mequita el bocata... Y dale con la risita.Me estás cabreando.

—Ya no me río más, lo prometo.—La rastreadora le acarició la cabeza—. Lo que no entiendo es por qué vasal instituto. No creo que te enseñennada que ya no sepas y no creo quequieras un título para buscar trabajo eldía de mañana. Y con tu maldición nopodrás...

—Porque me hace sentir normal—aclaró el Niño—. Además, meaburro... ¡Ay! ¡Auuuu! Vale, vale, noes solo por eso. Asco de calambrazos.Pienso electrocutar un día a un ángel,¡lo juro!

—Entonces, ¿por qué es?Diego se puso colorado. Empezó a

trazar círculos con el pie.—Bueno..., yo... Hay una chica...

Así, bajita...Sara casi se cae al suelo de la

sorpresa. ¡Le daba vergüenza! ¡AlNiño le daba vergüenza lo que sentíapor una chica! Pero si Diego era lapersona más descarada que conocía,no le había visto retraerse ante nadie.Claro que una chica era diferente. Leencantó ver al Niño ruborizarse.

—Eso está muy bien —le animóSara—. No tienes por qué sonrojartede esa manera. ¿Por qué no la invitas

a salir?—No es tan sencillo.—Claro que sí. ¡Con lo lanzado

que tú eres! No puedo creer que te démiedo pedirle a una chica...

—¡No es tan sencillo! —repitióDiego levantándose de golpe—. ¿Quéle diría cuando me preguntara qué hiceanoche? ¿Que ayudé a mi amigo sinalma a matar a un demonio? Metomaría por un pirado. Y la alternativaes bailar break dance al son de esoscalambres que me sacuden cuandolargo trolas. Y duelen un huevo,¿sabes? Pero aún no has caído en lomejor de todo, tía. Yo creceré másdeprisa que ella. Curaré al Gris o aquien sea, o me pudriré en el infierno.¿Qué puedo contarle cuando le saquecinco o diez años?

—Ya vale, Niño —intervino Álex—. Deja el berrinche de una vez.

La rastreadora le fulminó con lamirada.

—No te metas con él —dijofuriosa—. No has oído lo que ha...

—¡No se mete conmigo! —gritóDiego—. ¡Es el único que no se ríe demí! Los demás os cachondeáis. ¡Estoyharto! ¡Me largo de aquí!

Se alejó maldiciendo por lo bajo.Sara no se esperaba una reacción tanfuerte. No había sido su intenciónburlarse de él. Se dio cuenta de queera terrible todo lo que el Niño teníaque pasar, pero ella no se habíapercatado por el tono jocoso con elque Diego se expresaba, aunque esono era una excusa. Tenía que pedirleperdón.

—¿Dónde vas? —preguntó Álex.—A disculparme, ¿tú qué crees?—Que lo empeorarás todo —dijo

con suavidad—. Vuelve aquí.

—Estoy harta de ti y de tusopiniones.

—Me parece muy bien —dijoimperturbable—. Pero deja al Niño enpaz. Ya has hecho bastante. No levendrá mal llorar un rato.

—Eres un hombre cruel, Álex.—No se ha enfadado conmigo, por

si no te has dado cuenta.Ese era un detalle que no entendía,

pero que no tenía tiempo de analizar.—Está sufriendo por mi culpa. No

hay nada de malo en que le pidaperdón. Tiene que saber que no meburlaba de él.

Álex clavó sus ojos negros en ella.—El Niño es la única persona a

quien la verdad le causa un tormentoindescriptible. Tal vez en tu mundo laverdad sea la solución de todos losmales. En el nuestro, no. Si quieresayudar, cierra la boca y observa.

Tienes mucho que aprender todavía.Sara no recordaba haberse sentido

nunca tan furiosa. Era consciente deque todo había salido mal, pero ellasolo trataba de ayudar. Ella quería alNiño y no soportaba verle sufrir. Odióa Álex todavía más. Por emplear esetono condescendiente y arrogante, porrecalcar una vez más que ellapertenecía a un mundo diferente al deellos, y sobre todo, por limitarse aseñalar su error sin ayudarla asolventarlo. Puede que Álex tuvierarazón, y que si iba en busca de Diegolo empeoraría todo, pero sucompañero podría decirle qué podíahacer ella para reparar el daño que lehabía causado al Niño, porque seguroque lo sabía. Sin embargo, no lo haría.Álex se quedaría allí sentado,pensando Dios sabía qué.

—Lo repito. Eres un hombre cruel,Álex. No tienes corazón.

—Entiendo que lo veas de esemodo. Pero contéstame a una pregunta.Al Niño le impusieron esa maldiciónpor un motivo. Y no fue por soltar untaco, precisamente. ¿Has pensadoalguna vez cuál es la razón? ¿Hasconsiderado siquiera la posibilidad,aunque sea por un segundo, de que talvez se lo merece?

Félix era propenso al mal humor.

Detestaba trabajar de informático. Losprimeros diez años fueron casiaceptables, pero ya llevaba más deveinte revisando líneas de código enla pantalla de un ordenador. Confrecuencia se veía obligado a hacerhoras extras, a renunciar a su tiempolibre por un trabajo que cada vezdesempeñaba peor. Además, con

cuarenta y siete años sabía que yanunca llegaría a ningún puesto derelevancia en su empresa.

Su mujer le había abandonadohacía seis años para irse con unestúpido perdedor que trabajaba enuna inmobiliaria. Su hijo de diecisieteaños tampoco era una fuente dealegrías precisamente. Había repetidocurso dos veces y no era necesaria unabola de cristal para saber quetampoco le aguardaba un futuroprometedor.

Sus relaciones con las mujereseran lamentables. No conseguíaecharse una novia ni en internet. Y nohabía modo humano de conseguir lafuerza de voluntad necesaria paraperder los treinta kilos de sobrepeso,como poco, que arrastraba desdehacía ya cinco años.

En suma, Félix detestaba su vida.Cuando llegó a casa, su hijo

estaba perdiendo el tiempo frente altelevisor, para variar. Saludó con ungruñido y recibió otro a cambio.Luego cogió una bolsa de patatasfritas y una cerveza, y se sentó en elsofá.

—Largo.—¡Papá! Estoy viendo una peli.—Ya no. Voy a ver el partido.—Pero...—¡A tu cuarto!Y le dio un manotazo en el cogote.Su hijo maldijo. Apartó con

violencia un cojín y le arrojó a supadre el mando a distancia. Cuando elmuchacho cerró de un portazo, Félixcambió de canal.

Su equipo iba perdiendo por tres acero.

Un plato cruzó ante sus ojos, volórecto y se estrelló contra el televisor

antes de que pudiera parpadear. Elaparato quedó destrozado.

—Se acabó el partido —dijoalguien.

Félix aún no se lo creía, perohabía un hombre en el salón. Un tipode su estatura, poco más de metroochenta, pero mucho menoscorpulento. El intruso llevaba unagabardina negra que le cubría porcompleto. Tenía el pelo gris y losojos, del mismo color, eran los másinexpresivos que hubiera visto nunca.

Félix se levantó encolerizado.—¿Quién eres tú, imbécil? ¿Y

cómo has entrado en mi casa?—Soy yo el que quiere saber

quién eres tú. Estoy de muy malhumor, así que te recomiendo quemantengas la boca cerrada.

Lo que faltaba. Félix se abalanzósobre él, guiado por una rabia que

provenía de lo más hondo de suinterior, de la frustración que leproducía su vida entera. Le iba aenseñar a ese desgraciado lo que erael mal humor. Descargó un puñetazocon todas sus fuerzas y todo el peso desu enorme cuerpo.

El desconocido parecía que se ibaa quedar plantado allí sin hacer nada,pero en el último momento se movió,tan rápido que costaba creerlo. Aquelhombre respondió con otro puñetazoidéntico, en la misma trayectoria queel de Félix.

Cuando los puños se encontraronen el aire, crujieron. Félix casi sedesmaya del dolor. Fue como si lehubiera dado un puñetazo a unaplancha de acero de cinco metros degrosor. Cayó al suelo y se agarró lamano herida, retorciéndose yescupiendo los insultos más obscenosque se le ocurrieron.

—¡Papá! ¿Qué te ha pasado?¿Quién es ese?

—Tú, ven aquí —dijo el hombrede la gabardina. El chico no se movió—. Arturo, ¿verdad? Trae un espejode cuerpo entero, deprisa.

El chico salió del salón. El padrese levantó con dificultad, clavó en eldesconocido una mirada de pura furiacontenida mientras seguía sujetando sumano dolorida.

—¿Qué quieres? ¿Saber quiénsoy? Te lo diré, pero...

—Te he dicho que cierres la boca.No quiero que me digas nada, loaveriguaré yo.

Félix no tuvo más remedio quecallarse. No necesitaba más pruebaspara saber que no podría reducir aaquel tipo extraño. Le había golpeadocon todas sus fuerzas y ni siquiera lehabía hecho temblar el brazo. Solo

por la diferencia de peso, deberíahaber visto esa gabardina negraestrellándose contra la pared delfondo.

Su hijo entró en el salónarrastrando el espejo de sudormitorio, que medía metro y mediode altura.

—Apóyalo contra la pared y datela vuelta —ordenó el hombre. Arturolo hizo cuando su padre asintió—.Quédate mirando a la pared.

—¿Qué me estás haciendo? —preguntó Félix.

El intruso llevó agarrado al padrepor el cuello hasta el espejo y leobligó a sentarse frente a él.

—Quédate quieto.Obedeció. Félix contempló su

imagen en el espejo. El hombre de lagabardina negra estaba justo detrás deél. Miraba con mucha atención al

espejo, con sus ojos de color ceniza.No se movía, solo observaba con tantaintensidad que daba miedo.

—¿Qué coño...?—Calla.Pasó el tiempo. Félix no sabía qué

ocurría, nada de aquello tenía ningúnsentido. La mano cada vez le dolíamás, pero no se atrevía a tocarla.Siguió quieto, como aquel tipo lehabía ordenado. Notaba cómo se leestaban hinchando los nudillos, podíasentir los latidos de su corazón en lamano. Estaba a punto de levantarsecuando vio algo.

—¡Por Dios Santo! ¿Qué es eso?—Silencio.—No puedo creerlo. ¿Qué...?El desconocido le apretó el

cuello. Dolía. Félix se calló.—Ya está —dijo el hombre de la

gabardina soltándole el cuello.—¡Ya está el qué! —gritó Félix—.

¿Qué ha sido esa mierda? Has fundidoel espejo.

—Me equivoqué. No sois nadie...importante. Tenía que asegurarme.

—Esto es el colmo...El desconocido le tapó la boca.—Ahora me iré, pero antes... Tú

—le dijo al chico—, date la vuelta.Bien. Hay un chaval en tu curso que sellama Diego. Un chico bajito quehabla mucho.

—Sí, le conozco.Félix vio cómo el miedo

ensombrecía la cara de su hijo. Noentendía nada.

—Ese chico...—No volveré a pegarle —se

adelantó Arturo—. Lo juro. Fueporque me delató en un examen, pero

no lo haré más.—Eso no es suficiente —dijo el

hombre—. A partir de ahora te hagoresponsable de su seguridad. Sialguien vuelve a ponerle una manoencima en el instituto, volveré. Yestaré muy enfadado. ¿Queda claro?Bien. Y no quiero que él sepa que yohe tenido nada que ver. Ponte hielo enesa mano —le dijo al padre.

Y se marchó.

—¡Ay!Sara y Álex escucharon el grito

con claridad, a pesar de la distancia ala que se había producido. No eraextraño, dado que ambos llevabanvarios minutos en completo silencio.Se miraron. Álex se llevó el dedo

índice a los labios. Sara obedeció.Sacó la estaca y la agarró como sifuese un puñal. Escudriñó laoscuridad del cementerio en busca dealguna señal de peligro, aguzó el oído.

Pisadas. Sara supo que alguien seaproximaba. La inexpresividad deÁlex le impidió saber si también éllas había escuchado. Tal vez deberíaadvertirle, pero no se atrevía a alzarla voz. Los pasos sonaron de nuevo,más cerca, y la rastreadora tuvo lacerteza de que pertenecían a más deuna persona. Venían hacia ellosdirectamente, desde la zona en la queestaba la tumba sin nombre sobre laque siempre descansaba Álex.

El corazón de la rastreadora seaceleró. Siempre había pensado que,cuando se enfrentaran a algún peligro,el Gris estaría con ella. No le hacía lamenor gracia depender de Álex.

—¿Qué hacemos? —le susurró.

Álex la miró con indiferencia.—Nada.—¿Qué? No tengo tiempo para

acertijos estúpidos. Si no vas a...Sara enmudeció de golpe. Era

Diego. Y no venía solo. El Griscaminaba a su lado, le sujetaba por laoreja, empujándole, forzándole aavanzar deprisa.

—¡Ay! No tires tanto, macho, queya voy —protestó el Niño.

El Gris le soltó la oreja enfrentede ellos.

—El Niño tiene algo que decirte,Sara.

La rastreadora le observó muyintrigada. Diego se ruborizó, tragósaliva y rehuyó su mirada. Se rascabael lunar de la barbilla con gestonervioso.

—Yo... siento lo que te dije antes,

Sara... No debería...—Fue culpa mía —intervino ella

—. No me di cuenta de cómo podíaafectarte la maldición en el instituto.Yo...

El Gris le mandó callar con ungesto severo.

—Niño.Diego alzó la cabeza y cruzó sus

ojos con los de Sara.—No. No fue culpa tuya. Mi

maldición es mi problema, de nadiemás —sonaba avergonzado—. Nopuedo pretender que la gente tenga encuenta mi situación. Tú reacción fuenormal, se notaba que queríasayudarme con esa chica. Y yo... meenfadé sin motivo. Estaba cabreadopor la paliza que me arreó esegordinflón de mierda. No deberíahaberlo pagado contigo... Te quiero,Sara. Espero que me perdones.

La rastreadora le abrazó,apretando con fuerza el pequeñocuerpo de Diego entre sus brazos.

—Pues claro que te perdono,tonto. Sabes que yo también te quiero.No lo dudes nunca.

No podía evitar que Diegodespertara su instinto maternal. Pormucho que supiera que no era unsimple niño, le veía ahí, frente a ella,tan bajito, tan pequeño, desprotegido,como un hijo disculpándose por habercometido una travesura. Le habríaperdonado cualquier cosa.

—Conmovedor. Vais a pasar porsituaciones mucho más tensas que unapelea de instituto. Si os ponéis así detiernos ahora, no imagino qué haréiscuando llegue lo peor.

Era Álex el que había hablado así,claro. La rastreadora no replicó ysoltó a Diego

—Bien —dijo el Gris—. ¿Quiénha convocado al grupo?

Se miraron unos a otros.—¿No has sido tú? —preguntó

Sara.Álex también le miró con el rostro

contraído por la duda.—Pues yo tampoco he sido, tíos

—aseguró Diego—. Estaba sobando yel maldito gato me despertó de unmordisco. Mirad. —Se subió la mangadel jersey hasta dejar a la vista elbrazo—. Tres arañazos. Qué asco debicho. De verdad que podríamosactualizarnos un poco y usar el móvil,como todo Dios.

—No me fío de la tecnología —dijo el Gris—. Los móviles se puedenintervenir.

—Ni que fuéramos del serviciosecreto...

Álex se levantó de la piedra en la

que estaba sentado y miró en todasdirecciones.

—Esto no me gusta.Fue hasta la tumba sin nombre y se

acurrucó en la lápida.—Pues a mí no me gusta que a él

no le guste —dijo el Niño.Sara compartió la sensación de

peligro. Aunque se suponía que nadiemás podía llegar a esa parte delcementerio, eso no la tranquilizaba.Diego se ocultó tras un matorralreseco, entre las sombras. Temblabatanto que era imposible no advertir supresencia.

—Sal de ahí —ordenó el Gris.—Sí, tienes razón, tío. Este

escondite es una bazofia.—¡He dicho que salgas! —repitió

el Gris. Su cuchillo estaba ahora en sumano derecha.

—Pero si ya estoy aquí —dijo elNiño—. Mira que eres raro, macho.

El Gris apartó a Diego con lamano izquierda, empujándole hastasituarle a su espalda. El Niño tropezó,se tambaleó y cayó al suelo. Soltó unjuramento muy desagradable.

—Guarda el arma —dijo una voz.La silueta de un hombre surgió entredos árboles, allí donde el Gris miraba—. No te hará falta.

Diego se revolvió en el suelo, y alintentar levantarse demasiado deprisa,resbaló. Terminó de rodillas, aferradoa la gabardina negra del Gris.

—¿Quién ha dicho eso? ¡No veonada, joder!

El Gris le dio una patada para quese callara.

—Guardaré el cuchillo cuandosepa que no lo necesito.

El desconocido salió a la luz.

Caminaba con paso vacilante,inseguro, estudiando el entorno. Dabala sensación de no saber bien dóndese encontraba. Álex se colocó muycerca de él, silencioso, serio,observándole con atención.

—Me llamo Bruno —anunció elhombre alzando las manos—. Nobusco problemas, solo al que se hacellamar el Gris. Aquel que no tienealma, si me han informadocorrectamente.

Álex dio un paso hacia él.—¿Cómo has encontrado este

lugar?Bruno retrocedió, asustado.—¡Álex, déjale hablar! —ordenó

el Gris. Se desplazó a un lado,dejando que la luz de una farolacayera sobre él y sobre el Niño, queno soltaba su gabardina—. Leconozco.

—¿Tú eres el Gris? —dijo Brunomuy sorprendido—. ¡No puedocreerlo! Nos vimos en El Rastro, enaquella tienda. Me oíste hablar conaquel niño, preguntando por ti, y no tedignaste a dirigirme la palabra. ¿Porqué?

—Yo decido ante quién respondo.Hay un procedimiento...

—¡Ya me lo explicaron! —leinterrumpió Bruno de mala manera—.Encontré la iglesia que me dijo aquelchaval que parecía un mendigo. Yelevé mi plegaria. ¡Hice todo lo queme dijeron pero tú no me escuchaste!

—Te escuché —aseguró el Gris—. La plegaria me llegó alta y clara,pero tu caso no me interesa.

—¿Mi caso? ¿Así es como lodenominas? ¡Necesito tu ayuda! No esun caso, maldita sea. ¡Estoydesesperado!

Diego se situó a un lado del Gris.—¿Quién es este tío? Está hecho

una birria y de verdad que se le vedesesperado. Me da un poco de pena.

Sara miraba con interés a Bruno,intrigada. Álex se acercó al Gris.

—Cuidado. Aún no sabemos cómoha llegado hasta nosotros.

—Yo me ocupo de él —les dijo elGris—. Bruno, como verás, no heguardado mi cuchillo. Te aconsejo quelo consideres una muestra de lodelicada que es tu situación. Álex teha hecho una pregunta y no la hascontestado. Dinos cómo nos hasencontrado.

El Gris apretó la empuñadura confuerza. El Niño y Álex se apartaron unpoco.

—No puedes hacerle daño —dijoSara uniéndose al grupo—. Esinofensivo y solo quiere que le

ayudes.—No te metas, novata —susurró

Álex—. Si conoce nuestro punto deencuentro, no es inofensivo. Espeligroso.

—¿Vas a matarme? —preguntóBruno—. Hazlo. Haz lo que tengasque hacer, pero ayúdame. Dicen queeres el mejor, que resuelves casosimposibles.

—Habladurías —repuso el Gris—. También dicen que soy unmonstruo. Es raro que solo hayasescuchado lo que te interesa.

Bruno tembló, apretó lasmandíbulas y suspiró.

—También escuché esa parte. Nome importa quién o qué seas. Necesitoque encuentres a mi hijo. Conozco elprecio y lo pagaré. Lo pagaré cienveces si es preciso.

El Niño se acercó mucho al Gris.

—Sácale pasta, tío —susurró—. Alo mejor está forrado. Y no queríadecirlo, pero estamos sin un pavo.

—Acude a la policía —dijo elGris—. Ya te he dicho que no meinteresa la desaparición de un crío.Sucede todos los días. No es asuntomío.

—Tal vez sí seas un monstruo.Estás negando ayuda a un padredesesperado.

El rostro del Gris se endureció. Suvoz cambió y vibró con violencia.

—¿Negar ayuda? ¡Crees que estoyobligado a ayudar a los demás! ¡Nadieme ayudó a mí! ¡Nadie! —El Grissaltó y en dos zancadas rapidísimasllegó hasta Bruno. Le agarró por elcuello. La punta del cuchillo brillópor encima de su cabeza—.Normalmente no me importa lo quelos humanos penséis de mí, pero hasvenido a mi territorio, y sigues sin

responder a la pregunta de cómo mehas encontrado.

Sara corrió a su lado.—No lo hagas. Contrólate.El Gris apretó más fuerte.—Estoy perfectamente —le dijo a

la rastreadora—. ¿Ves que me tiembleel pulso? Bruno, te quedan pocossegundos para que mi cuchillo seencuentre con tus tripas. ¡Habla!

Bruno respiraba con dificultad.Tenía los ojos abiertos al límite,forcejeaba inútilmente, babeaba yjadeaba.

—Tamara me dijo dóndeencontrarte —consiguió murmurar.

—Tamara...El cuchillo rebotó en el suelo. El

Gris liberó a Bruno, despacio, con losojos desenfocados, como si lehubieran asestado un golpe en el

estómago.—¡La leche! —exclamó el Niño.Sara parecía ser la única a quien

ese nombre no le decía nada, inclusoÁlex se mostraba sorprendido.

—¿El hijo es de Tamara? —preguntó el Gris. Ahora sonabadiferente, casi asustado, no autoritariocomo hacía unos segundos. Brunoasintió. Se masajeaba el cuello conuna mueca desagradable—. ¿Tamaraes... tu novia?

—Mi mujer.—Esto se pone cada vez mejor —

dijo el Niño—. Yo alucino.—¿Por qué no lo has dicho antes?

—preguntó Álex.—Cuando me apuntan con un

cuchillo en un cementerio, tiendo apensar con poca claridad. Además...ella no quería que acudiera al Gris.

—¿El hijo es tuyo? —preguntó elGris muy serio.

—Ya te he dicho que sí.—Los padres consideran hijos

suyos a bebés adoptados, o incluso ahijos que sus mujeres han tenido conotros hombres. Quiero saber si eres elpadre biológico, es importante.

—¡Es mi hijo! ¡Y hadesaparecido! ¿Por qué no me ayudasa encontrarle y lo compruebas comomás te guste?

—Lo haré.—Te pagaré lo que me pidas. Te

entregaré mi alma, si eso es lo quequieres.

—No hace falta —dijo el Gris.Diego y Sara se miraron—. Dame losdetalles. Cuéntame dónde y cómodesapareció.

Bruno explicó lo sucedido entrepequeños sollozos. Relató la última

vez que habían visto al bebé en unespejo y cómo había saltado enpedazos segundos después.

—Tío, qué mala pinta tiene esamovida —comentó el Niño—. ¡Unacasa encantada!

—Bruno, aléjate —dijo el Gris—.Tenemos que hablar a solas. Vete ahí,detrás de esa tumba.

—¿Vas a aceptar porque es el hijode esa tal Tamara? —preguntó Saracuando estuvieron a solas.

—¿Te molesta? —intervino Álex—. Hace un instante le pedías al Grisque ayudara a ese pobre hombre.

La rastreadora le atravesó con unamirada rabiosa.

—Solo me gustaría saber la razónpor la que vamos a meternos en estelío.

—No tenéis por qué acompañarme—atajó el Gris—. Esta vez, no.

—¿Se puede saber de qué mierdasestás hablando? —preguntó Diego,molesto.

—No sabemos nada de esa casa.Puede ser peligroso. Yo tengo mismotivos para ir, pero vosotros, no.

Ente bufidos, Diego le dio unpuñetazo inofensivo al Gris en elhombro.

—Yo me apunto, tronco. Y no mevengas con paridas. ¿Qué vas a hacersi no te curo, listillo? Te romperán lacara y lo sabes, y luego te llamarán«aquel que no tiene dientes». Yo voy ypunto.

Se cruzó de brazos con firmeza.—Y yo —replicó Álex.Sus ojos negros brillaron. Sara

sabía que Álex no se separaría delGris.

—Somos un equipo. Yo tambiénvoy —dijo la rastreadora.

—De acuerdo —dijo el Gris—.Álex, tú y Sara iréis con Bruno a sucasa en su coche. Quiero que levigiléis. Aún no sé qué pensar de él.Yo iré con el Niño a por ingredientespara las runas. Nadie entrará en lacasa hasta que estemos todos. ¿Estáclaro?

Asintieron. Luego llamaron aBruno, que acudió muy deprisa a lallamada. Se mostró muy aliviado deque aceptaran ayudarle.

—Gracias, de verdad.El hombre estrechó la mano del

Gris con mucho entusiasmo y sedirigió a Álex.

—No me toques —dijo Álex.—Él es así de simpático —dijo

Sara—. Ya te acostumbrarás.—Ya te digo —dijo el Niño con

una sonrisa encantadora—. Tienealergia a las personas. Nunca toca a

nadie. Bueno, basta de rollos. ¿Nosvamos o qué?

El Gris recogió el cuchillo delsuelo, lo limpio de barro y lo enterróen las tinieblas de su gabardina negra.

—Espera —susurró Sarasujetando a Diego por el brazo.

—Que yo voy con el Gris, tía. ¿Nole has oído antes?

—Ya. Solo una pregunta. ¿Quiénes Tamara?

—Anda es verdad, si tú no laconoces. Pues verás cómo mola. —Diego le guiñó un ojo—. Tamara es laantigua novia del Gris.

VERSÍCULO 4

El Niño hacía equilibrios sentadosobre el reposabrazos de la escaleramecánica. Se mecía de un lado a otrocon los brazos extendidos y sonreía.Varias personas le miraban condesaprobación.

—Baja de ahí —dijo el Gris.—Ya queda poco, tío. Verás cómo

aguanto hasta que lleguemos al final.No aguantó. Se inclinó hacia

adelante y perdió el equilibrio. Si elGris no le hubiera sujetado, habríacaído sobre el hombre que iba delantecon sus dos hijos de la mano.

—La culpa es tuya —se defendióDiego en respuesta a la mirada ceñuda

del Gris—. ¿Por qué tenemos que iren metro? Hay mucha gente. Se tardamucho.

—Tengo que comprobar algo.—¿Está buena?—¿Cómo?—Tamara. Me hablaste de ella,

pero nunca la he visto. Debía de seruna buena jaca, ¿eh, pillín?

Llegaron al final de la escalera,caminaron por un pasillo largo,inmersos en la nube de viajeros que sedesplazaban por el metro.

—No me apetece hablar de ella.—Ya empezamos. Al Niño no se

le cuentan esas cosas, ¿verdad?Seguro que con Álex sí hablas depibas. Como él es un guaperas... ¡Eh,tío, mira por dónde vas!

Un hombre grande y corpulento lesadelantó dando un pequeño empujón a

Diego, pero no se inmutó ante elcomentario del Niño, y siguióandando, indiferente.

—Olvídalo, Niño —dijo el Gris.Diego bufó.—Siempre me empujan porque

soy bajito. Verás cuando pegue elestirón.

El andén estaba lleno de gente queesperaba el próximo tren. Un mendigosucio y flaco se paseaba con la manoextendida y un pedazo de cartón amodo de letrero en el que exponíabrevemente su precaria situación. Losviajeros apenas reparaban en él. Treschicos bailaban rap en una esquina.

El Gris frunció el ceño, entrecerrólos ojos y barrió el andén con unamirada penetrante.

—¿Qué miras? —preguntó Diego,nervioso—. ¿Algún peligro? ¿Aquí,entre tanta gente?

—No, no te alteres. Escúchamebien, he oído ciertos rumores sobre untren fantasma.

—¡No jodas! Yo también, peropensaba que eran chorradas de críos.¿Así que va en serio? ¡Qué guay!¿Vamos a montar? ¿Cuándo llega esetren? No irá al infierno, ¿verdad? Notengo ninguna prisa por ir antes detiempo.

—Céntrate, Niño. Los trenesfantasma no existen.

—Macho, me estás liando...—Olvídate de las estupideces de

los fantasmas. Quiero encontrar esetren y ver qué tiene de especial.

Diego acarició el lunar de subarbilla.

—¿Y cómo lo vamos a encontrar?—Como todo lo relacionado con

el mundo oculto. Si hay algo de ciertoen ese rumor, el tren tendrá runas.

Busca runas por la estación.—Dabuti. Yo empiezo por allí,

¿vale? Donde está el tío del abrigoamarillo —dijo Diego. El Gris sequedó quieto, mirándole fijamente—.Joder, lo siento. Se me va la olla. Norecordaba que no puedes ver loscolores. Empiezo por ese extremo,junto al tipo del mostacho con cara detonto.

—Bien —asintió el Gris—. Yovoy al extremo opuesto. Cuando llegueel tren, sube y revisa los vagones. Nosvemos en la siguiente estación.

Se separaron. Diego vio lagabardina negra del Gris perderseentre la gente. Luego empezó aestudiar las paredes. Había pintadas ygrafitis, que podían esconder una runaperfectamente, pero no fue el caso. Noencontró nada que se pareciera aningún símbolo que él conociese.Tuvo dudas respecto a cierto garabato

que se mezclaba con una papelera,pero no lo llegó a comprobar. Sihurgaba en una papelera podía pillaruna infección y como el Gris no leestaba mirando...

No, allí no había nada. Yempezaba a aburrirse de husmear. Lagente le miraba un tanto extrañada.Una anciana le preguntó qué habíaperdido mientras estudiaba el suelo.Seguro que el Gris estaba por ahísentado tan tranquilo, mientras élpringaba con el trabajo sucio, comosiempre.

El tren llegó enseguida. Diego casimuere asfixiado y estrujado entre lagente al cruzar la puerta. En cuantorecobró el aliento, empezó a revisar elvagón. Era complicado moverse entrela multitud, pero por suerte el Niño noera corpulento, aunque eso no le libróde llevarse algún pisotón y un par decodazos. Lo más parecido que

encontró a un símbolo era el mapa delas líneas de metro, que estaba pegadoen varias partes del vagón.

Se preguntó si el Gris le estaríatomando el pelo con ese encarguito.Encontrar un símbolo de la Biblia delos Caídos en el tren parecía absurdo,pero luego recordó que el Gris nosobresalía por su sentido del humor.Era casi tan soso como Álex. Así quedebía de ser verdad que había oídorumores sobre un tren especial. Diegoempezó a pensar en excusas quesoltarle al Gris para justificar nohaber encontrado nada, ya que noestaba dispuesto a continuarrebuscando entre los pasajeros, que learrojaban miradas incómodas. Se leocurrió media docena de posiblesexcusas mientras el traqueteo delvagón le mecía suavemente, cuando derepente vio algo, un trazo curioso quese extendía por la pared, curvado deun modo familiar. La posibilidad era

remota pero merecía la penacomprobarlo. Si encontraba la runa,quedaría bien ante el Gris.

La línea que le había llamado laatención descendía por la pared hastaperderse detrás de uno de los bancosen los que se sentaban los viajeros.

—Perdón... Lo siento, tío...Consiguió llegar hasta el banco.—¿Por qué me miras así? —

preguntó una mujer madura y rollizaque estaba sentada con un bolsogigante sobre las rodillas.

—No es a usted, señora —contestó Diego, distraído, intentandover detrás del respaldo.

—¿Señora? Querrás decirseñorita.

El Niño hizo caso omiso. Sedeslizó a un lado y acercó la cabezapara ver mejor.

—¿Le importa, señora?—¡Otra vez! Los jóvenes de ahora

no tenéis educación. ¿Qué estásmirando? No me molestes. ¡Y nopongas esa cara!

La mujer se removió en el asiento,acomodó sus abundantes carnes yresopló.

—Solo quiero mirar ahí detrás unsegundo. No es para tanto.

—Lo que quieres es mi sitio —gruñó la mujer—. Debería dartevergüenza.

—Que no, mujer, que no. Noalucine.

—¿Entonces qué buscas ahídetrás? Y no digas que alucino o tesuelto un par de tortas.

Diego tomó aire y contó hastadiez.

—Tengo que examinar la parte de

detrás del banco. Soy... Trabajo enmantenimiento.

—¿Tú? Pero si tendrás trece añoscomo mucho. No digas estupideces.¿Qué te pasa? ¿Tienes un ataque deepilepsia? Deja de moverte así.

—¡Ay! ¡Mierda! Está bien, no soyde mantenimiento. Estoy buscando unsímbolo mágico que...

Dejó la frase a medias al ver veniruna mano gigantesca hacia su cara,pero no le dio tiempo a esquivarla.

—¡Símbolo mágico! —gruñó lamujer—. Así aprenderá a no molestara los adultos. ¡Niños! ¡No tieneneducación!

—Toma la calle de la derecha —

señaló Bruno—. Por ahí llegaremos

antes.Sara obedeció. Redujo la marcha,

giró el volante y entró en una callemás pequeña, de un solo carril, perocon menos tráfico. Álex ocupaba elasiento de atrás, en completo silencio.Si no le viese por el retrovisor, larastreadora pensaría que iba sola conBruno en el coche.

—¿Y tu mujer está sola? ¿No le damiedo?

—Se niega a abandonar la casahasta que recuperemos a nuestro hijo—explicó Bruno.

—Debe de ser muy doloroso —replicó ella, comprensiva.

Sentía unas ganas irresistibles detomar su mano, de rastrearle y ver consus propios ojos qué había sucedidoen la casa. Pero no lo haría, no sin suconsentimiento. No era ético violar laintimidad de los demás.

Sara no había imaginado siquierala posibilidad de que el Gris hubiesemantenido una relación sentimental.Su primera idea, cuando el Niño leexplicó quién era Tamara, fue que setrataba de una novia anterior a lapérdida de su alma. Pero claro,aquello no podía ser, dado que él noguardaba recuerdos de esa etapa de suvida. Es decir, que Tamara habíasalido con un hombre sin alma. Debíade ser una mujer muy interesante.

—De todos modos, mi mujer noestá sola —dijo Bruno, que mirabapor la ventanilla con aire ausente—.Dos tipos están con ella, ayudándonosa encontrar a David. Una especie demédiums o algo así.

—Entiendo. Nadie recurre al Grissin agotar otras opciones primero.

Sara frenó para evitar una motoque le adelantó por la derecha,haciendo un uso temerario del escaso

espacio que quedaba entre el coche ylos que estaban aparcados en la acera.

—Yo intenté encontrar al Grisprimero, acudí a la iglesia a recitar laplegaria, pero él no me hizo caso.

—¿Y entonces buscaste a losmédiums?

—No. Se presentaron ellos solos.Y no íbamos a rechazar su ayuda sinsaber si el Gris nos escucharía.Tamara... no quería llamarle, pero yosí.

—¿No conocíais a los médiums?—preguntó Álex desde la parte deatrás. Era la primera vez que abría laboca desde que separaron del Gris ydel Niño.

—No —respondió Bruno—. Noles habíamos visto nunca.

—¿Cómo os encontraron?¿Quiénes son? Dime sus nombres.

—El pequeñajo se llama Saúl. Y

solo nos dijo que habían detectado unapresencia en la casa y que podíaayudarnos a librarnos de ella.

—¿Qué pasa, Álex? —preguntóSara, que había visto una mueca en surostro a través del espejo retrovisor.

—No me gusta. Eso de lapresencia suena a palabrería y no creoen las coincidencias.

—¿Qué insinúas? —se alarmóBruno—. Mi mujer está sola conellos. ¿Está en peligro?

—No —se apresuró a decir larastreadora—. Y si lo está, Álex nopuede saberlo. No le hagas caso.

Le hizo un gesto a Álex por elespejo, con la esperanza de quecomprendiera que no era buena ideaponer nervioso a Bruno, que ya sufríabastante por su situación. Pero locierto es que ella compartía lainquietud de Álex. Llevaba poco en

aquel mundo oculto, pero suficientepara fiarse de las intuiciones de sucompañero, por poco que le gustara.De todos modos, no tenía sentidohacer conjeturas en el coche. Ya ibande camino y si Tamara estaba o no enpeligro era algo que iban a averiguarmuy pronto.

Ahora tenían un camión delante.Sara redujo la velocidad.

—No entiendo por qué tu mujer noquiere la ayuda del Gris —dijo.

—Ni yo —asintió Bruno—.Salvar a nuestro hijo debería ser loúnico importante.

—Seguro que ella también lo creeasí. Una madre solo piensa en el biende su hijo. Tamara tendrá sus razones.¿No te contó nada del Gris?

Bruno iba a decir algo, pero Álexse adelantó.

—Lo que mi compañera quiere

saber en realidad —dijo secamente—es si tu mujer aún siente algo por elGris, si sabes algo de lo que huboentre ellos cuando estuvieron juntos.¿No es así, Sara?

La rastreadora pisó el aceleradordemasiado fuerte y maldijo, paradespués apresurarse a frenar y noempotrarse contra el camión. Luegoatravesó a Álex con una miradafuriosa. Apretaba el volante muyfuerte, con ambas manos.

—¿Es eso cierto? —preguntóBruno.

—Quiero saber la razón por la queTamara rechaza la ayuda del Gris.Podría guardar relación con el peligroal que nos vamos a enfrentar y darnosalguna pista importante. ¿No es así,Álex?

Álex no dijo nada, pero Sara viouna mueca fugaz en su rostro, tal vezuna sonrisa sutil. A la rastreadora no

le resultó divertido.—Tamara nunca me contó mucho

del Gris —dijo Bruno desviando lamirada al exterior del coche, a travésde la ventanilla—. Sé que hubo algofuerte entre ellos, aunque fue hacemucho tiempo. Fuera lo que fuese seniega a hablar de ello. Hubo unaépoca en que me dominó una mezclade curiosidad y celos, y traté deaveriguar algo sobre él, pero noconseguí nada de ella. Luego escuchérumores sobre un hombre sin alma.Pensé que eran simples bobadas, unpersonaje de alguna película de terrorpara adolescentes, hasta que me dicuenta de que era él. Tuerce por esacalle. Ya queda poco. Cuestaentenderlo. ¿De verdad no tiene alma?

—No la tiene —dijo Sara.—¿Cómo es posible? ¿No debería

estar muerto? He oído decir que es unmonstruo, que roba la vida de los

demás y no puede mostrarse a la luzdel sol.

—Eso son estupideces, mentiras.Es un ser humano, no un monstruo.

—Es posible —concedió Bruno—. Había oído que no tenía sombra,pero me he fijado, esperando usar esedetalle para reconocerle, y he vistoque es mentira.

—Solo tiene sombra con luzartificial, por eso evita mostrarse dedía.

—También dicen que es unasesino, que ha matado a no sé quépersonaje muy importante paraquitarle su alma.

—Te repito que eso es mentira. ElGris no hace daño a nadie, solo tomaprestada...

—Se acabó hablar del Gris —interrumpió Álex—. Voy a dejar unacosa clara, Bruno. Lo único que te

interesa saber de él es que va aencontrar a tu hijo. Nada más. ¿Quedasuficientemente claro?

—Es lo único que me importa —convino Bruno—. Si no, no habría idoa buscar al exnovio de mi mujer.

Nadie volvió a hablar durante elresto del trayecto, que duró muy poco.Enseguida llegaron a la casa de Brunoy Tamara.

A pesar de que el matrimonio teníagaraje, aparcaron fuera, en la calle, auna manzana de distancia. El grupocaminó en silencio. Bruno marchabael primero, con paso rápido. Senotaba que tenía prisa por reunirsecon su mujer. Álex, silencioso comosiempre, observaba todo con sus ojosnegros. Sara se preguntaba quépasaría por su mente. No había nadiepaseando a esas horas de lamadrugada, ni se veía ningún detallefuera de lo normal en los chalés

situados a ambos lados de la calle.—Es aquí —señaló Bruno con

impaciencia.Estaba delante de una puerta que

daba a un jardín bastante amplio ybien cuidado, que rodeaba un chalémoderno y grande. Sara hubieraesperado ver algo en las paredes defuera, algún indicio de que dentroestaban sucediendo sucesosinexplicables. Se acordó de la casa deMario Tancredo y de su hija demonio.Un escalofrío la hizo estremecerse.

Bruno abrió la puerta.—Vamos, deprisa.—No —repuso Álex—. Vamos a

esperar al Gris. Lo dejó bien claro.Nadie entrará hasta que él venga.

Un aullido agudo, claramentefemenino, rompió el aire.

—¡Tamara! —exclamó Bruno.

—He dicho que no —insistióÁlex.

Bruno se lanzó corriendo a lacasa. Álex se apartó de su camino, condemasiada rapidez, evitando cualquiercontacto con el enloquecido marido. ASara le sorprendió ese detalle. Larastreadora habría jurado que Álex leiba detener de un golpe, pero seequivocó.

—La mujer puede estar en peligro.Nos necesitan.

—No es asunto nuestro —dijoÁlex.

—¿Vas quedarte ahí sin ayudar aTamara?

—Así tienes menos competenciacon el Gris.

—Eres un imbécil.—El Gris te ordenó que no

entraras sin él.

—El Gris no tuvo en cuenta estasituación.

—Muy bien —concedió Álex—.A esto me refería cuando te dije queno entendías nada —extendió la manoy señaló la puerta—. Ahí tienes. Correa salvarles. Yo esperaré al Gris.

El Gris aguardaba en el andén.

Los pasajeros pasaban a su lado,salían de los vagones del metro comoun pequeño rebaño, la mayoría ensilencio, y enfilaban el corredor queles conducía a la salida.

—No empujes, tío.Diego llegó hasta el Gris una vez

que el andén estuvo despejado. Semasajeaba la mandíbula con la manoderecha.

—¿Alguna pista del tren?—Nada, tío. Y sinceramente lo va

a seguir buscando su prima. Yo paso.Una señora encantadora me hacruzado la cara. Vaya racha que llevo.

—Solo es un tortazo.—Ya verás cuando crezca. En

cuanto ensanche un poco y desarrolleeste cuerpo esmirriado le voy partir lacara al que me ponga la mano encima,macho. Me dan ganas de...

—Ya está aquí el siguiente vagón—le cortó el Gris—. Subamos.

Casi no había gente. Solo trespersonas. Una de ellas iba tumbada,ocupando varios asientos,aparentemente dormida.

—Bueno, esto es otra cosa —dijoel Niño más animado—. Aquípodemos buscar la runa de marras sinque nos molesten.

El Gris se sentó.

—Déjalo. Ya encontraremos esetren en otra ocasión.

—¿Cómo? ¿Y para eso me hellevado el guantazo? Podías haberlodicho antes, tío, que siempre pringocon los encargos más chungos...

—¿Quieres sentarte de una vez?Tengo que hablar contigo.

El tren avanzaba en silencio. Unpanel electrónico anunciaba lasiguiente estación y una voz lo repetíapor el altavoz.

—¿Qué pasa? Estás muy serio. Nome asustes, que soy muy aprensivo, yalo sabes. Suéltalo, venga. ¿Qué pasa?

—Si dejas de hablar, podréhacerlo yo. Verás, niño, tengo unaduda... Se trata de Tamara...

—Aún te mola, ¿eh? Es lo quetienen las pibas. Y como tú no hasestado con otra, pues es peor. Menosmal que se trata de eso. Me habías

acojonado. No vuelvas a poner esecareto.

—El problema es que no sé cómodebo comportarme. No sé qué debehacer un... exnovio. ¿Deberíamostrarme distante por respeto a sumarido? ¿Alegrarme de volver a verlae interesarme por cómo le ha ido?¿Recordar los viejos tiempos? Yo...No estoy seguro... No tengo...

—No es eso, tío. Tu alma no tienenada que ver. Podrías conseguir ahoratres o cuatro almas, metértelas todasdentro, y seguirías sin saber qué hacer.Casi preferiría que me hubieras dichoque nos persigue el cerdo de Mikael.Es mucho más sencillo saber quéhacer con un ángel que con una mujer.A lo mejor deberías consultarlo conSara.

—No quiero que ella sepa nada deesto, de mi falta de...

—Y dale. ¡Que no es falta de

nada, joder! Vamos a ver, pensemos,que no es tan difícil. El marido podríaser un problema. Los celos y esasparidas. Aunque la verdad es que eltal Bruno no me pareció el típicomachito, y encima te necesita paraencontrar al nene. Lo chungo esTamara y eso depende de la ruptura.¿Fue dolorosa...? Vale, vale, no memires así. Sí que debió de acabar malel tema. Entiendo que ella ha rehechosu vida, tiene familia y tal, no deberíaestar cabreada. Pero las mujeres sonorgullosas. Seguramente le gustarásaber que a ella le va mejor que a ti.Si quieres putearla, lo mejor es que tepongas meloso con Sara.

—No quiero putearla.—Entonces lo que más le gustaría

a ella, y que nunca admitirá, es verque tu vida es un desastre.

Llegaron a otra estación. Solosubió un pasajero nuevo. Era muy

tarde, cerca de la hora de cierre ycada vez había menos gente.

—¿Por qué le gustaría que mi vidafuese mal? ¿Quiere verme sufrir?

—No exactamente. —El Niño seremovió en su asiento, se irguió,adoptó ese tono casi adulto con el quecompartía sus conocimientos con losdemás. Le encantaba sentir que lenecesitaban—. Al loro, que es unpoco lioso. Probablemente Tamara note desea ningún mal. Lo que esperacomprobar al verte es que te va peorsin ella que con ella. Es decir, que tudesgracia se debe a que ya no la tienesjunto a ti.

—¿Por qué?—Porque así se siente especial,

necesitada, importante. Seguro que leencantaría saber que quieres volvercon ella. Si ahora eres feliz y todo teva genial significa que acabar larelación con ella fue un acierto.

El tren retomó su camino. El Grissacudió la cabeza.

—Ella no quiere volver conmigo,te lo aseguro. Aunque no tuvierafamilia.

—¿Tanto la cagaste? Bueno, daigual. A todas las mujeres les gustaque sus ex quieran volver con ellas,aunque los desprecien. Así se sientendeseadas. ¿No ves cómo semaquillan? Se pasan horas frente alespejo, tío. ¿Y para qué? Pues claro,para atraer a los hombres. Y luego searrancan los pelos de las piernas, seoperan, hasta son capaces de andarcon tacones imposibles y destrozarselos pies para verse más bonitas, peroese sufrimiento no las detiene. Y laverdad es que funciona. Admitámoslo,babeamos como auténticos retrasadoscuando una tía buena, bien arreglada,se contonea delante nuestro. Es lanaturaleza...

—Creo que ya lo he entendido.—Lo dudo mucho —se burló

Diego—. Nadie las comprende.Recapitulemos. Si quieres cabrearla,ponte cariñoso con Sara. Si quieresque se sienta mejor, aparenta ser untriste. Bien mirado, no tienes quehacer gran cosa para la segundaopción. La pinta de enterrador quetienes con esa gabardina no tefavorece nada. Y tampoco te peinasmuy bien. El pelo gris mola, estáchulo, nadie de tu edad lo tiene.Podrías fardar un huevo con él, ¡peropásate el cepillo por la cabeza! Ve ala peluquería de vez en cuando,macho, que no es para tanto... ¡Eh! Nome estás haciendo caso. ¿Qué miras?

El tren se había detenido en otraestación. El Gris se levantó derepente, empujó a un pasajero y saliópor la puerta sin mirar atrás.

Diego estaba tan sorprendido

como el hombre que el Gris habíaderribado y lanzaba juramentos desdeel suelo. El Niño se reunió con el Grisen el andén, frente a un mapa pegadoen la pared en el que se mostrabantodas las estaciones de la red delmetro de Madrid. Las diferentes líneasse cruzaban unas con otras marcandoel recorrido que realizaban los trenes.

—¿A qué ha venido eso?El Gris apoyó la mano en la pared.

Los pasajeros les miraban con recelomientras salían del tren y seencaminaban a la salida, por unpasillo que llevaba a unas escalerasmecánicas.

—¿En qué estación estamos?Diego alzó la cabeza y leyó el

nombre en un cartel electrónico quecolgaba del techo curvado.

—Atocha. No deberíamoshabernos bajado en esta.

El Gris, sujetando su estómagocon la mano libre, se centró en elmapa.

—Por esta estación pasa la líneaazul.

—¿Y qué? Eso ya lo sabía…Espera. ¿Me estás vacilando? Tú nopuedes ver los colores. —El Niño lemiró los ojos con mucha curiosidad—. Señala la línea verde. ¡La leche!Ahora la roja. ¡Estoy flipando!

—Niño…El cartel electrónico que colgaba

por encima de sus cabezas reventó enese momento, se soltó una de lasfijaciones y se inclinó. Una lluvia dechispas se derramó sobre ellos. ElGris se dobló y terminó de rodillas enel suelo.

—Sácame de aquí —gimió.

Sara no podía retirar la vista del

chalé de Bruno y Tamara. Al final sehabía quedado fuera, esperando alGris, sin hacer nada por ayudar aBruno. Se había dicho a sí misma quesi volvía a detectar alguna señal depeligro acudiría en su ayuda, perotodo permanecía tranquilo. Y para susorpresa, resultó que tanta calmaatacaba a sus nervios.

Álex permanecía algo apartadobajo la sombra de un árbol, ensilencio, ajeno a la casa, a ella y almundo entero. La rastreadora estabaconvencida de que la casa podíareventar en una explosión en esemomento y su compañero ni siquierapestañearía.

Antes de que se volvieracompletamente loca por la curiosidad

y la impaciencia, una figura se acercócaminando por la acera. No era elGris, como ella había esperado, sinouna chica que venía sola, sin hacernada por ocultar su presencia. Álexapenas le dedicó un vistazo rápido.

Hasta que la chica se detuvodelante de Sara.

—Tengo que hacerte una preguntaun poco rara —dijo.

Hablaba con cierto aire rebelde,mascando chicle sonoramente.Llevaba un tatuaje en la mano derecha,varios piercings y una bata blanca,como la de un médico, que noconcordaba con su estilo ni con sujuventud, y menos aún con el peloteñido de varios colores diferentesque lucía en una cresta.

—¿Me hablas a mí? —preguntóSara.

—¿Hay alguien más en la calle?

Era evidente que no habíaadvertido la presencia de Álex.

—¿Nos conocemos?La chica hizo un globo con el

chicle, que explotó con un sonidocorto y seco cuando casi tenía eltamaño de su cara.

—Está claro que no. Oye, tengoprisa. Tengo que preguntarte unaestupidez, así que dime si significaalgo para ti, y si no, me piro.

—Está bien —dijo Sara un tantodesconcertada.

—¿Te gustan los dragones?—¿Cómo dices?—Dragones, tía. Ya sabes, esos

lagartos gigantes que vuelan y escupenfuego. ¡Bah! Ya te dije que era unachorrada.

Álex surgió de repente, se colocóa un lado de Sara.

—¿Plata?—¡Hostia! —exclamó la chica—.

¿Y tú quién eres? Me has asustado.—¡Contesta!Pero fue inútil. La chica ya se

alejaba corriendo.—No puedes asaltar así a la gente

—le reprendió Sara—. La hasespantado.

—Volverá. —Álex seguía mirandola figura de la chica, cada vez máslejos.

—¿Cómo lo sabes?—Hablaba de dragones. ¿Ya se te

ha olvidado quién está obsesionadocon ellos?

En el andén se había organizado

un pequeño revuelo, los pocospasajeros que quedaban se apartarondel cartel electrónico que parecía apunto de soltarse y estrellarse contrael suelo. Todavía escupía chispas.

—Ha sido un cortocircuito —explicaba en tono tranquilizador unhombre a dos niños que seguramenteeran sus hijos—. No hay por quépreocuparse.

Una mujer se acercó al hombre dela gabardina negra que jadeaba acuatro patas en el suelo.

—¿Se encuentra bien, señor?Había un chaval bajito, con un

lunar en barbilla, que permanecíajunto a él y parecía preocupado.

—Está genial —dijo el chico,indicándole con un gesto que no seacercara—. Gracias por su interés.

Un fluorescente parpadeó, otrocomenzó a emitir sonidos extraños y

terminó apagándose con una nuevalluvia de chispas. La mujer, asustada,se marchó corriendo.

—Vámonos de aquí. —El Gris sepuso en pie con dificultad.

—¿Qué está pasando? ¿Te duelealgo? —preguntó Diego.

—Estoy mareado.Por el pasillo, los pocos viajeros

que quedaban se alejaban del andén.El Gris se apoyaba en el Niño paraconservar el equilibrio. Las escalerasmecánicas se detuvieron en cuanto elGris puso un pie en el primer escalón.Otro fluorescente murió con unchispazo.

—Gris, lo estás causando tú,¿verdad?

—Eso creo. Pero no sé por qué.—El Gris se agarraba el estómagocada vez más fuerte—. Tenemos quealejarnos.

Al llegar arriba había dos técnicosarrodillados, con una caja deherramientas, que estudiaban elmecanismo de escalera. Diego y elGris pasaron junto a ellos, cansadospor el esfuerzo de subir tantosescalones. Uno de los técnicos mirabasu teléfono móvil con el ceñofruncido.

—No funciona —le dijo a sucompañero.

El Gris apretó el paso,manteniendo una mano en el hombrodel Niño y apoyándose en la paredcon la otra de vez en cuando.

—Será mejor que no pillemos unascensor —sugirió el Niño, un tantoasustado.

Siguieron caminando, cada vezmás rápido. Al llegar a la salida, elGris podía andar solo. Se sentó en unbanco a tomar el aire.

—Ya pasó, Niño.—¿Cómo lo sabes? ¿Y si

empiezan a reventar los coches quepasen a tu lado?

—Porque ya no veo los colores —contestó el Gris—. Hay algo allíabajo… que no había sentido nunca.Tengo que volver y…

—Eh, despacito, tío. —Diego sepuso delante para evitar que el Gris selevantara—. De eso nada. Casi te daun telele en ese andén. Además, tienesque ayudar a tu piba, ¿recuerdas? Nosestán esperando.

El Gris hizo un leve gestoafirmativo con la cabeza.

—Tienes razón. Pero volveré.—Lo que tú digas. Ahora dime

cómo nos vamos, porque no tenemospasta para un taxi.

Álex tenía razón. La extraña chica

que había preguntado por los dragonesno tardó en regresar. Y Sara detestabaque su silencioso compañero de ojosnegros llevara razón.

La chica no venía sola. Empujabauna silla de ruedas algo oxidada. En lasilla se sentaba un hombre de medianaedad, calvo y barbudo, de ojossaltones e inquietos, que llevaba elcuerpo de cintura para abajo cubiertopor una manta.

—Son estos —dijo la chica.Mascaba chicle con la boca

abierta, moviendo el piercing queatravesaba su labio inferior, arriba yabajo rítmicamente. Su crestamulticolor se mecía con el viento.

El hombre de la silla de ruedas les

repasó a ambos con la mirada.Primero a Sara, después a Álex, luegovolvió a centrarse en la rastreadora,esta vez con una mezcla de descaro yasombro, pero enseguida regresó aÁlex. Sonrió.

—Álex, mi buen amigo —dijo—.¿Quién es tu bella compañera? ¿Nonos presentas?

—¿Plata? —preguntó Álex.Sara recordó algo molesta que

Plata no la recordaba cuandocambiaba de cuerpo.

—Naturalmente —dijo Plata—.Oh, es cierto. Olvidaba que no oshabía visto con este cuerpo. ¿Qué talestoy?

La chica resopló desde detrás dela silla de ruedas, movió los ojos enun claro gesto que indicaba que Plataestaba completamente loco.

—¿Dónde te habías metido? —

preguntó Sara.Plata parpadeó muy rápido.—Una presentación adecuada

sería lo correcto, pero lo pasaré poralto ante una mujer de tan asombrosascualidades. Verás, querida, salté a uncuerpo en una aldea perdida. Allíhabía un dragón que atemorizaba a lagente y no tuve más remedio quequedarme a acabar con la bestia. Elmal bicho resultó ser un cobarde. Nose atrevió a asomar sus escamasmientras yo estuve allí. Y luego, encontra de mis deseos, volví a saltar aeste cuerpo.

—Ella es Sara —intervino Álex,reprendiendo a la rastreadora con unamirada severa—. Es una nuevacompañera.

El rostro de Plata se iluminó.—Fabuloso. Una gran adquisición

para el grupo. Mis felicitaciones al

Gris. Por cierto, ¿dónde está el Niño?—¿Quién me va a pagar? —

interrumpió la chica, visiblementemolesta.

—¿Pagarte? —preguntó Sara.—Sí, pagarme. Vuestro amigo el

de los dragones me ha liado para quele traiga hasta aquí. Me dijo que si osencontraba me soltaríais mil pavos.

—¿Mil euros? ¿Por traerle?Plata carraspeó.—Yo no podía venir solo,

querida…—Y se ha escapado de una

residencia. —La chica hizo un globocon el chicle antes de continuar—. Yotrabajo allí de enfermera y le hesacado a hurtadillas por la pasta. Asíque venga, a pagar, o me lo llevo devuelta.

—¿Cuánto lleva en la residencia?

—preguntó Álex.—Desde esta mañana —contestó

Plata.—Cinco años —le corrigió la

chica—. Desde que le atropelló uncoche y se quedó paralítico.Normalmente es un hombre tranquilo.Pero hoy se le ha metido toda esalocura de los dragones en la cabeza yno para de dar la lata.

Álex endureció la expresión de surostro.

—Mira, enfermera, no sabes endónde te estás metiendo. Así que esmejor que te largues antes de que lolamentes.

—Mira, guaperas, me la hejugando sacando a vuestro amigo de laresidencia —dijo mascando ymostrando una sonrisa falsa—. Asíque es mejor que soltéis la pasta. Yme llamo Ana, no enfermera. ¿Te

enteras?—Desde luego hay cierto peligro

—dijo Plata estirando el cuello paraverles desde su baja posición en lasilla—. Pero estoy aquí paraprotegeros. ¿De qué se trata esta vez?Es un dragón, ¿verdad?

Sara se arrodilló para quedar a sualtura.

—Aún no lo sabemos, pero tieneque ver con la antigua novia delGris…

—¿Tamara? —Plata dio unpequeño bote en la silla—. Una granmujer. Hace mucho que no la veo.¡Qué emoción! Siempre se meolvidaba escribirle. Un falloimperdonable por mi parte.

De modo que Plata tambiénconocía a Tamara. La rastreadora cadavez sentía más curiosidad por ella,además de algún que otro pinchazo de

envidia. Y era evidente que Plata noolvidaba a la exnovia del Gris alsaltar de un cuerpo a otro, un detalleque la irritaba, no lo podía evitar.

Un grito cortó de raíz lospensamientos de todos ellos. Denuevo, un aullido de mujer, igual queel primero. Provenía de la casa deBruno y Tamara.

—¡El dragón! —exclamó Plata.—Tenemos que entrar —dijo Sara.Álex iba a intervenir, con toda

seguridad para oponerse a sudecisión, pero una voz se lo impidió.

—¡Deteneos!El Gris y el Niño se acercaban

corriendo. Diego iba algo rezagado,resoplando, con signos evidentes deno poder seguir el ritmo.

—¿Dónde estabais? —gruñó Álex—. ¿Os ha pasado algo?

—Nada importante —contestó elGris. El Niño apoyó las manos en lasrodillas, jadeó, les echó un vistazorápido y volvió a bajar la cabeza.Quería decir algo, pero le faltaba elaliento—. Vamos a entrar ahoramismo.

—Deberíamos discutirlo primero—dijo Álex—. Trazar un plan. Nosabemos qué nos espera ahí dentro.

—El grito era de Tamara —objetóel Gris—. Podéis quedaros si lopreferís. Pero yo voy a entrar ya. Yseré el primero.

Sara reparó en que sus ojos grisesapenas se habían posado en Plata y enAna, la enfermera. El Gris estabacompletamente centrado en la casa ynada más parecía importarle. Cruzó eljardín apresuradamente hacia lapuerta, sin comprobar si los demás leseguían o no.

—¿A qué esperamos? —gritó

Plata. Empujó las ruedas con lasmanos, pero la silla casi no sedesplazó—. ¡Maldición! ¡Que alguienme empuje hasta el cubil de la bestia!

—¿Y estos dos quiénes son? —resopló el Niño, aún con dificultadespara respirar por el cansancio.

—Vamos, Niño —le apremióSara. Y se lanzó detrás de Álex, quecorría hacia la casa.

Diego trotó a su lado como pudo,respirando ruidosamente. La silla deruedas chirriaba a sus espaldas.

La puerta se abrió un segundoantes de que el Gris llegara a ella.Bruno salió a recibirles.

—Entrad.—¿Qué ha pasado? —preguntó el

Gris. Entró como una exhalación, consu enorme y deteriorado cuchillo en lamano derecha, mirando en todasdirecciones, buscando el foco del

peligro. Los demás fueron llegando deuno en uno.

—Hemos oído un grito —dijoSara.

—Tamara está bien —aclaróBruno.

—Vamos a comprobarlo —exigióel Gris.

—Espera. Aún faltan esos dos —dijo señalando a Plata y a Ana. Laenfermera empujaba la silla de ruedastan rápido como podía.

—No vienen con nosot…Antes de que el Gris pudiera

terminar la frase, Bruno salió, agarróla silla por la parte de delante y ayudóa la enfermera a introducirla dentro dela casa. El Gris ardía de impaciencia.

—Llévame con Tamara.—Un momento —pidió Bruno—.

Tengo que cerrar la puerta.

—Que cierre otro.—La cerradura es compleja —

insistió Bruno—. Tengo que activar elcódigo de seguridad.

El Gris bufó, se mordió el labioinferior y apretó la empuñadura delcuchillo.

—Si Tamara está bien, ¿por qué hagritado?

Bruno terminó de cerrar la puertae introdujo un código de seguridad enun dispositivo adherido a la pared.Luego se volvió. Todos le mirabancon expectación.

—Ha gritado porque haencontrado un cadáver.

VERSÍCULO 5

El cuerpo colgaba de una sogamuy gruesa que parecía brotardirectamente del techo. Se balanceabaen círculos lo bastante amplios comopara deducir que alguien le habíaempujado hacía poco.

Era un hombre corpulento. Lacabeza, con un color entre azul yamarillo, colgaba sobre el hombroderecho, apoyada sobre la soga quehabía roto su cuello. Un charco deorina crecía bajo sus pies. Olía mal.

—¿Quién eres tú? —preguntó unhombre pequeño, que estaba al otrolado de la cocina.

—¿Y tú? —contestó el Gris.

El hombre se movió a un lado,hasta pegarse a la pared, de modo queel cadáver no interrumpiera su líneavisual. Midió al Gris con una miradaintensa y descarada. Sus movimientoseran rápidos, precisos.

—Ha venido a ayudarnos —dijoBruno entrando en la cocina.

Los demás se habían quedado enel salón por orden del Gris. No habíanadie más allí.

—No necesitamos su ayuda.—Eso lo decido yo, Saúl —

repuso Bruno con demasiada firmeza—. Es mi casa y es mi hijo el que hadesaparecido.

—Y es mi compañero el que hafallecido.

El Gris se acercó al muerto, loestudió en silencio, sin mostrarsepreocupado por nada más, ni siquierapor la actitud hostil que le demostraba

el tal Saúl. La cocina era amplia yestaba algo sucia y descuidada, senotaba que no la habían limpiadorecientemente. No había nada roto, nise veía ningún arma. Ningúnelectrodoméstico estaba encendido.Todo parecía normal.

Había una mesa con cuatro sillasen una esquina, lejos del centro, dondecolgaba el cadáver.

—Hay una huella en esa silla, deuna bota si no me equivoco.¿Concuerda con la del muerto?

—¿No es evidente? —contestóSaúl con desdén—. Dejando a un ladoque el tamaño es difícil de confundir,es de color azul, como la suela de susbotas. Si no eres capaz de deducireso, no serás de mucha ayuda.

—Déjale trabajar —ordenóBruno.

—¿Moviste tú la silla? —preguntó

el Gris.—No —respondió Saúl—. Sé lo

que te estás preguntando. ¿Cómo hapodido colgarse siendo tan grande sila silla está tan lejos?

—En realidad me preguntaba si lasoga es tuya o de tu amigo.

Saúl entrecerró los ojos y relajó latensión de su rostro.

—Veo que te has fijado en lasrunas de la cuerda. Puede que sí seasde utilidad después de todo.

—Estas, en concreto, no mesuenan de nada.

—Ni a mí —convino el pequeñohombre. Su voz había cambiado,sonaba más suave, casi amistosa—. Ycontestando a tu pregunta, no. Esacuerda no es nuestra. No sé de dóndeha salido. Bruno dice que tampoco lahabía visto nunca.

El Gris dio otra vuelta alrededor

del muerto.—Entiendo que tu amigo estaba

solo o su muerte no sería un misterio.¿Alguna idea de por qué se hasuicidado?

—Ninguna. No tiene sentido.Estábamos un poco cansados. Me dijoque iba a por algo de comer. Yoestaba con Bruno cuando Tamara leencontró. Escuchamos el grito yvinimos corriendo. Fue poco antes deque llegaras tú.

El Gris no dijo nada durantevarios segundos. Bruno y Saúl leobservaban atentamente.

—Nadie se suicida sin una razón.Aquí tuvo que suceder algo.

—Mi compañero no se hasuicidado.

Ahora fue el Gris quien estudió aSaúl con la mirada. Se tomó sutiempo, centrándose en los ojos

principalmente, tratando de adivinarsu color.

—¿Insinúas que le han colgado?Tu amigo parece fuerte y no veosignos de lucha.

—Tal vez le partieran el cuelloprimero y luego le colgaron paraconfundirnos —apuntó Saúl—. Lo quesé es que mi compañero no era uncobarde.

—Entonces la pregunta es máscomplicada —repuso el Gris—.¿Quién ha matado a tu amigo?

—¡Niño!—¡Plata! —Diego corrió con los

brazos abiertos, saltó y aterrizó sobrePlata. La inercia provocó que la sillade ruedas saliera disparada hacia

atrás, hasta chocar contra la pared.Una estantería tembló, varios libroscayeron al suelo y se rompieron doslámparas de porcelana—. No te habíareconocido, tío. ¡Qué alegría! ¿Qué lepasa a este cuerpo?

El Niño se bajó de la silla y miróa Plata con preocupación.

—No está mal —aseguró Plata—.No siento nada de cintura para bajo.¡Mira!

Se dio un par de puñetazos encimade la manta que cubría sus piernas.

—¡Mola!—Y se está cómodo, ¿sabes?

Como voy en silla, siempre puedoapoyar los brazos y la espalda. —Plata bajó la voz—. Aunquereconozco que es un poco humillantetener que pedir ayuda para hacer misnecesidades. Solo me preocupa nopoder socorreros si nos ataca un

dragón. Cuento contigo para protegeral grupo —añadió muy serio.

—Eres un cachondo —se rio elNiño—. Te he traído un regalo, paraque veas que te echo de menos. Se locompré a los brujos. —De su bolsillosacó una pequeña figura de maderaque le dio a Plata—. Espero que temole.

—¡Un dragón! —A Plata se leiluminó el rostro—. Gracias, Niño. Esmuy bonito... Aunque... hay unproblema.

—¿No está bien hecho? No mevengas con...

—No, no, no es eso. Es que loperderé cuando salte —dijo Plata,encogiéndose de hombros.

Diego se dio una palmada en lacabeza.

—¡Siempre se me olvida! Trae.Yo te lo guardaré. ¡Eh! Se me

olvidaba. Verás, Plata, quiero queconozcas a alguien que te va aencantar. Sara, ven, hazme el favor.

La rastreadora les estabaobservando sin demasiado interés. Nopodía hacer gran cosa hasta que elGris regresara de examinar elcadáver. Álex se había retirado a unaesquina del salón, como de costumbre.Y Ana, la enfermera, mascaba chicle yles miraba a todos con mala cara.

—Ya conozco a Sara —dijo Plata—. Una gran adquisición para elgrupo, sin duda.

—¿La recuerdas? —se extrañóDiego—. La última vez que saltaste…

—Nos hemos conocido hace unrato —le interrumpió Sara, que noquería hablar de la amnesia que Plataexperimentaba con ella. Le lanzó unamirada muy sugerente al Niño—. Justoantes de que tú y el Gris llegarais.

Diego se dio unos toquecitos en lacabeza.

—¡Ah! Ya lo pillo.Ana también se acercó al corrillo.—Bueno y mi pasta, ¿qué?—Vaya pinta tienes, tía —sonrió

el Niño—. ¿Y ese pelo? ¿Te crees queeres un arcoíris?

—No molestes, chaval —gruñó laenfermera y se volvió hacia Plata—.La pasta, vamos, que no tengo todo eldía. Me estoy perdiendo una fiesta delcopón.

—Eh... Sí, claro —dijo Plata—.Un trato es un trato y yo siemprecumplo mi palabra. Pero, verás, nollevo dinero en este cuerpo.

—¿De qué va este rollo? —preguntó Diego, confundido.

Sara se lo explicó omitiendo losdetalles que había dado Plata respecto

a su historia en el último cuerpo y lasupuesta protección que brindó a unpueblo amenazado por un dragón.Quería reducir al mínimo lacuriosidad de Diego. Se centró en eldinero que Plata le había prometido ala enfermera a cambio de llevarlehasta ellos.

—Pues estamos apañados —suspiró el Niño—. El Gris está peladode pasta.

—A mí no me vais a torear —seenfadó Ana—. Yo quiero mi dinero,que os he traído a vuestro amigo. Esevidente que estáis todos comocabras, pero a mí eso me da lo mismo.Si el Gris ese tiene el dinero, me va aoír.

Y salió del salón dando un portazoantes de que nadie pudiera detenerla.

—Me gusta esa chica —dijo elNiño—. Y no es solo por esas pintastan chulas que lleva. Tiene algo… No

sé… Mola. Y va a flipar cuando seentere de dónde se ha metido...

Sara dejó de escucharle y estudiócon más atención la enorme estanciaen la que se hallaban. Era el salónprincipal de la casa. Tenía unachimenea de piedra en el centro de lapared opuesta, con varios troncosmedio consumidos y un montón deceniza, pero sin el menor rastro decalor, por lo que dedujo que hacíabastante que no se encendía. Lossillones no estaban bien colocados, nitampoco las mesas ni las sillas, ni lamayoría de los muebles. Todo habíasido desordenado, seguramentemientras buscaban al bebédesaparecido. También había cristalespor el suelo que debían proceder deun espejo roto colgado en la paredporque las ventanas no presentabanningún desperfecto.

Álex parecía absorto en las

paredes, las miraba con muchodetenimiento pero sin tocar nada. ElNiño y Plata hablaban animadamente,intercambiaban historias, relatabantoda clase de locuras y reían. Larastreadora les envidió por uninstante, al verlos tan contentos,ajenos a cuanto sucedía, y se diocuenta de que hacía mucho que ella nose reía. Los acontecimientos que vivíael grupo del Gris no le resultabancómicos en absoluto y tal vez la únicaforma de verlos de ese modo era estarun poco loca, como Plata, aunque sinllegar a ese estado de desconexióncon la realidad que le hacía vivir enuna especie de mundo paraleloimaginario.

No sabía cuánto tiempo habíapasado, pero la espera comenzaba ainquietarla. El Niño le habíaexplicado que el Gris siempre ibasolo en el primer contacto por si dabacon alguna pista relacionada con su

alma perdida, o mejor dicho, robada.Sara respetaba esa decisión, puessimbolizaba su esperanza derecuperarla, pero también le dejabasolo ante un posible peligro. Quizánecesitaba su ayuda, su capacidad derastreo para averiguar algo que élpudiera pasar por alto. Lo mejor seríair con él y averiguar si…

—¿Qué hacéis vosotros en micasa?

Al girarse, Sara vio a una mujer enla puerta del salón. Enseguida tuvo lasensación de que su rostro fuehermoso en algún momento, tal vezincluso podría volver a serlo cuandorecobrara el color y sus ojos noestuvieran apagados. Tambiénayudaría que se arreglara aquellamelena rubia que caía enmarañadasobre los hombros hundidos. La ropatampoco había sido escogida pararealzar su belleza. La mujer llevaba

unos vaqueros sucios y una sudaderade hombre que le quedaba demasiadogrande, con toda seguridad no erasuya. En su rostro se reflejabasufrimiento y dolor.

La mujer les miró a todos, uno poruno, sin mover la cabeza, hasta quesus ojos se toparon con Álex ydespidieron fuego por un fugazinstante. Algo cambió en ella, en suexpresión, que se tornó más dura apesar de la fragilidad general quetransmitía toda su apariencia.

—Hemos venido a ayudarte —dijo Álex.

Sara sospechaba que se trataba deTamara, la antigua novia del Gris,pero lo cierto es que no la veía de esemodo, como a la novia de un hombre.Al contemplar aquella tez pálida ydescuidada veía a una personaatormentada, lo que encajaba a laperfección con una madre que había

perdido a su hijo.—¿Él también ha venido? —

preguntó la mujer. Álex asintió—. Quépregunta tan tonta. Vosotros nunca osseparáis.

Desde luego, no era unreencuentro entre viejos amigos. Nose saludaban ni se abrazaban, no habíapreguntas sobre el pasado a pesar deque se conocían desde hacía tiempo,como dejaban ver sus palabras. Loque hubiera entre ellos no daba laimpresión de ser nada bueno. A larastreadora no le sorprendió que Álexno despertara simpatías en unapersona que ya le conocía.

Hubo una pausa demasiado larga,cargada de tensión. Era cuestión detiempo que Diego la rompiera. ElNiño se acercó a la mujer dandosaltitos.

—Encantado de conocerte,Tamara. He oído mucho sobre ti y me

alegro de que por fin nos encontremos.Seguro que seremos buenos amigos.—Ella no le prestaba atención, seguíapendiente exclusivamente de Álex,pero al Niño no le importaba—. Mellamo Diego, por cierto. El guaperasno se curra mucho las presentaciones.Mejor lo hago yo, que tengo más tacto.Ella es Sara. Es una rastreadora delcopón, muy maja. Y ese es mi colegaPlata. A veces se le va la pinza, peroes majete.

—¿Ahora lleváis a un niño convosotros? —preguntó Tamara.

—Es más que un simple chico —contestó Álex.

—Bien dicho, colega.—Quiero que os larguéis de mi

casa. —Era una orden directa ysevera, aunque su voz sonara cansada.

Sara, que no entendía esareacción, iba a aclarar que estaban

allí para buscar a su hijo, pero Álexse adelantó.

—Yo también quiero que noslarguemos —repuso sosteniendo lamirada de Tamara—. No se nos haperdido nada aquí y encima no somosbien recibidos. Lo que no entiendo espor qué me lo dices a mí con esamirada tan dura. Si tu marido ha dichola verdad, has perdido a tu hijo. —Álex ni siquiera parpadeaba al hablar.Sara se horrorizó ante la crueldad desus palabras, tan frías que cortaban elaliento—. Si conservas tu memoria,cosa que deduzco por tu actitud,recordarás que es al Gris a quientienes que convencer de que nosvayamos. Y si crees que puedoayudarte en esa tarea, estaré encantadode hacerlo.

Por lo visto, Álex trataba delmismo todo a todo el mundo, no eraalgo personal contra Sara. Ni siquiera

Diego se atrevió a intervenir. Larastreadora le vio abrir la boca, perono llegó a decir nada. TampocoTamara, que se hizo a un lado paradejar paso a su marido, sin dejar dearrojar una mirada violenta a Álex.

Bruno entró primero, después elGris, que tardó un segundo enlocalizar a Tamara, apoyada contra lapared. Se miraron. Y había algo enaquella mirada que la diferenciaba decualquier otra. Los ojos se cruzaron,penetraron en los del otro, se tocarondesde la distancia, se dijeron cosas ensilencio mientras los demásobservaban sin entender el alcance deaquella conexión.

Bruno abrazó a su mujer y ellaparpadeó, rompiendo el enlace visual.

—¿Por qué le has llamado?—Para que encuentre a nuestro

hijo —respondió Bruno un tantobrusco.

—¿Por qué piensas que loconseguirá? No le conoces. Exigirá unprecio por sus servicios, seguro queya te lo ha dicho.

—No —dijo el Gris—. He venidopor voluntad propia, sin pedir nada acambio…

—¡No estoy hablando contigo! —le interrumpió Tamara. De repenteestaba furiosa. El Gris guardósilencio. Ella le dio la espalda yencaró a su marido—. Me prometisteque no le buscarías. No quiero que sequede, ni él ni su grupo…

—¡Se queda! También es mi hijo yharé cuanto sea necesario pararecuperarle. Si existe una solaposibilidad de que le encuentre,entonces es más que bienvenido.

—Tú no le conoces, no sabes lopeligroso que es. —Tamara hablabacon violencia, como si se tratara deuna disputa privada y estuviera a solas

con su marido—. Si algo sale mal teculparé a ti, no a él. Si le sucede algoa mi pequeño, no te lo perdonaré.

—¡Haré lo que crea que es mejorpara nuestro hijo! ¡Y deja decontradecirme en público! —Alzó lamano con la palma abierta.

Pero no la llegó a bajar. El Grisapresó su muñeca antes de quepudiera hacerlo.

—Si se te ocurre tocarla, si lopiensas siquiera, te la arrancaré.

Tamara se encogió, asustada, conlos ojos muy abiertos.

—Por si se te ha olvidado —dijoBruno—, ella es mía ahora, no tuya.Tú perdiste tu oportunidad hacemucho. No te metas donde no tellaman.

El Gris le soltó y asintió:—Te lo he advertido. Puedes

tomarme en serio o no, es tu decisión.

—Mi decisión es que busques albebé y te mantengas lejos de mi mujer.También deberías considerarlo unaadvertencia.

Luego pateó el suelo y se marchó.Tamara retrocedió involuntariamentecuando pasó a su lado, resbaló unpoco sobre la pared en la que estabaapoyada.

—¿Estás bien? —El Gris hizoamago de tomarla por el brazo.

—Puedo levantarme yo sola —dijo ella apartando su mano—. ¿Quéestás haciendo aquí? Creía quebuscabas tu alma. En esta casa no laencontrarás.

—He venido por tu hijo.—¡No te creo! Sé que no es culpa

tuya, pero eres inestable, lo sabes. Noquiero arriesgar a mi hijo con tus…con esas cosas raras que solo túpuedes hacer.

Sara seguía la conversaciónatentamente, impresionada por eldesprecio que Tamara mostraba,intrigada por saber de dónde proveníaese resentimiento. Diego se sentócerca de la pareja, apoyó la cabeza enlas manos y los codos en las rodillas.Solo le faltaba una bolsa depalomitas.

—Me iré muy pronto —dijo elGris—. En cuanto le encuentre.Explícame qué ha pasado, losdetalles, y yo...

—Te irás ahora y te llevarás atoda esa gente. No os quiero aquí.¿Has olvidado qué le sucedió a micasa cuando vivíamos juntos?

—Fue un accidente.—La casa reventó en pedazos —

dijo ella—. Si vuelve a pasar, mi hijomorirá. Él es como mi propia vida, sile pasara algo... No sabes lo que sesiente.

—Conozco el dolor.—¿Sabes qué es perder a un hijo?

No me hables de dolor.—Sé qué significa vivir con un

vacío dentro. El mío no puedollenarlo...

Diego se levantó de un salto.—A mí me zurra el gordo del tuto.

Un zampabollos enorme... —Tamara yel Gris le miraron—. ¿Qué pasa? ¿Noestamos compartiendo nuestrasdesgracias? Pues yo... —Sara leagarró, tiró de su brazo, pero el Niñose zafó y permaneció allí plantado—.Ah, sí, y voy a ir al infierno cuandoestire la pata, a ver quién supera esa.La maldición...

La rastreadora consiguióarrastrarle lejos de la pareja. Diegoprotestó y se enfurruñó, se fue hasta lachimenea de mala gana.

—Ella tiene razón, amigo mío —

dijo Álex—. Puede ser peligroso. ¿Ysi perjudicas al bebé en vez desalvarle? Tal vez deberíamos irnos.

El Gris se giró pausadamentehasta tener a Álex directamente frentea él.

—No te metas en esto, no esasunto tuyo.

La rastreadora no sabía quépensar. Se sintió inútil, incapaz deaportar nada a la situación ni desuavizarla. Había mucha tensión, lasmiradas que se cruzaban Álex, Tamaray el Gris hacían saltar las chispas, susposturas eran rígidas, se tensaban susmúsculos.

—¡Eh, tíos! —exclamó Diego—.Ya podemos pirarnos.

—Cállate, Niño —soltó el Gris.—Pero si ya he resuelto el

problema... Mirad, he encontrado alnene.

Y, efectivamente, allí, junto a lachimenea, había un bebé gateando porel suelo. Diego, mostrando una sonrisainocente, le señalaba con la manoabierta.

VERSÍCULO 6

El pasillo era largo. Ana lorecorría deprisa, malhumorada,molesta por seguir en aquella casa,alargando las zancadasinconscientemente.

Le irritaba seguir allí mientras unafiesta estaba en marcha sin ella, consus amigos, la música rugiendo, y elalcohol y las drogas fluyendolibremente. Tenía que encontrar alGris ese y sacarle el dinero que lehabía prometido el pirado de losdragones. Apretó más el paso.

A su derecha, entre dos cuadrosinclinados que parecían a punto decaerse, Ana encontró una puertacerrada, de madera oscura. La

enfermera descargó su frustraciónsobre la puerta con una patada, quesolo consiguió producir una ligeravibración en la madera. Ana sonrió alver la huella de su pie junto al pomo yabrió por el método tradicional.

—¡Eh, tú!No terminó la frase al comprobar

que no había nadie allí. Resopló alcomprobar que estaba en un lavabo deespacio reducido. Habríaaprovechado para retocarse un poco—ella cuidaba su imagen—, pero delespejo que colgaba de la pared soloquedaba un pequeño fragmento en laesquina superior, demasiado pequeño.El resto se hallaba esparcido por elsuelo en muchos pedazos. Pisó variosde ellos mientras se alzaba depuntillas. Solo logró ver el piercingde su ceja derecha y una fracción desu cresta en la imagen del espejo.

Cerró la puerta al salir y la pateó

de nuevo, dos veces. Las tres huellasquedaron superpuestas. Aún estaba losuficientemente agitada para soltar unapatada más, iba a hacerlo, peroresonaron pasos a su espalda. Sevolvió.

Bruno avanzaba en su dirección.—Lo siento, tío —dijo

avergonzada—. No quería estropeartela puerta... —Él ni siquiera la miró alpasar a su lado. Estaba serio,indiferente, los ojos fijos en algúnpunto distante, caminandomecánicamente—. Espera. Estoybuscando al Gris. ¿Sabes dónde está?

—No —contestó Bruno sindetenerse.

Ella le tocó el brazo.—Pero si es tu casa...Él la miró de reojo, sin torcer el

cuello, sin dejar de andar, duranteapenas un instante, lo justo para decir:

—Vete a la mierda.Ana retiró la mano como si

hubiera fuego.—Idiota —murmuró mientras le

veía alejarse.Luego se marchó en la dirección

opuesta. Dobló una esquina y encontróotra puerta, de nuevo con dos cuadrosa cada lado. Los mismos, para serexactos. Se sintió momentáneamentedesorientada. La puerta era diferente,blanca, de esas que tienen una partecentral de cristal translúcido. Ana sefijó otra vez en los cuadros. Eranbastante feos. ¿Cómo podrían gustarlea Bruno o a su parienta aquelloscuadros? Uno de ellos parecía apuntode caer, tal vez a causa de undesconchón que atravesaba la paredde arriba abajo, similar a una gotera ohumedad, y que la abultaba un poco.

Esta vez, Ana contuvo las ganas dedarle una coz a la puerta y recurrió al

pomo.Se trataba de la cocina, amueblada

de un modo bastante sencillo yaburrido, sin gusto. Tampoco encontróallí al Gris. En su lugar, arrodilladosobre los azulejos de suelo había unhombre pequeño, que se levantó comoun resorte y le arrojó una miradaceñuda.

—¿Quién eres tú y qué hacesaquí? —bufó.

El hombrecillo se enderezó muyrápido y se interpuso entre el cuerpode otro hombre que yacía en el suelo,con una cuerda gruesa adornada consímbolos desparramada sobre suenorme barriga.

—¿Le pasa algo a ese? —preguntóAna—. Soy enfermera. Puedo echarleun vistazo.

El hombre pequeño dio un paso alfrente, apretó los labios y en sus ojos

brilló un destello a amenazador.—Te he preguntado quién eres. No

vas a acercarte a mi amigo ni uncentímetro más.

—Pero qué desagradable eres,enano. Por mí como si tu amigo seahoga en un montón de mierda. No tepreocupes que no pienso tocarle, melargo.

A Ana solo le interesaba encontraral Gris de una maldita vez y conseguirsu dinero, así que ni se molestó enesperar una réplica del tío asquerosoese, que ni siquiera se había dignado asaludarla. Seguramente, era debido asu aspecto. No sería la primerapersona que reaccionaba mal ante suestética. Que le den.

La enfermera salió muy deprisa,dando un portazo a su espalda. Y seencontró con que no podía ir a ningunaparte. A ambos lados había paredes,no como antes de entrar en la cocina.

Debería encontrarse de nuevo en elpasillo, pero había entrado en otraestancia, muy pequeña, sin dar un solopaso, solo con cerrar la puerta.Aquello no tenía ningún sentido.Sobre todo porque no estabacolocada. En alguna fiesta habíapasado por experiencias similares enlas que de pronto se hallaba en algúnlugar sin saber cómo había llegadohasta allí. Pero también se sentía bien,a veces incluso flotando, con elcuerpo muy ligero. Sin embargo, sucuerpo parecía ahora tan pesado comosi fuera de acero. Le costaba moverse,pensar. Tenía miedo.

Se giró decidida a regresar a lacocina. La puerta había cambiado. Noera blanca, sino marrón y el cristaltranslúcido del centro no estaba.Aquella era una puerta diferente. Algocrujió bajo sus pies. Ana inclinó lacabeza. Eran cristales... No, erantrozos de espejo.

Conteniendo el aliento, examinó lapared y lo vio. El mismo espejo rotoen el que antes había intentadoretocarse la cresta. Estaba de nuevoen el baño y la puerta no se abría.

Gritó con todas sus fuerzas.

—Os lo he dicho, pero no me

hacéis caso, mamones —se quejóDiego.

Señalaba la chimenea. Frente aella, había un bebé vestido con unpijama de una sola pieza, con botonesa la espalda. El bebé gateaba cerca delos troncos medio consumidos por elfuego, mientras se acercabalentamente al hueco sucio y oscurodestinado a albergar las llamas.

—¡David! ¡Hijo mío! —chilló

Tamara al borde de la locura.Álex, desde el otro extremo de la

estancia, volvió violentamente lacabeza hacia el Gris. El Gris tardó unsegundo en entender el significado deaquella mirada. Reaccionó conrapidez, a tiempo de sujetar a Tamara,que se había abalanzado sobre su hijocon los brazos abiertos.

—¿Qué haces? ¡Suéltame, malditasea! ¡Déjame coger a mi hijo!

Lanzaba patadas y manotazos,agitaba la cabeza, maldecía. El Grisno cedió.

—Puede ser peligroso —dijoesquivando un codo que pasópeligrosamente cerca de su boca—.Déjame examinarlo primero. Soloserá un segundo.

—¡Ni se te ocurra tocarlo! ¡Si nome sueltas...!

Tamara bufaba y escupía. De su

boca salieron insultos brutales,amenazas, hasta que el Gris la cubriócon su mano y apretó muy fuerte.

—Sara, Niño, ayudadme.Sujetadla mientras echo un vistazo albebé.

—Eso está hecho, tío —dijo elNiño acudiendo a su lado—. Venga,suéltala. Sara y yo la tenemos biensujeta... ¡Su puta madre, cómo semenea! ¡Quieta, joder! ¡Ay! En toda laboca, lo sabía...

—Tranquila —pidió Sara,pasando apuros para sujetar a Tamara—. Es solo un momento y en seguidapodrás coger a tu hijo. No le pasaránada. Puedes verlo tú misma, perocálmate.

Puede que fueran sus palabras, opuede que el agotamiento, peroTamara se tranquilizó, tanto que casise desploma. Sara y Diego tuvieronque sostenerla.

El Gris se puso en cuclillas junto aÁlex, muy cerca del bebé, que gateabamirando en todas direcciones con losojos muy abiertos.

—No me gusta —comentó Álex—.No está manchado de ceniza.

—Lo veo —asintió el Gris—. Detodos modos no creo que estuviera enla chimenea. Parece encontrarse bien.

—El problema es dónde ha estadohasta ahora.

—Lo averiguaré. Necesito unespejo para examinarle.

El bebé, como si hubieraentendido algo, dejó de dar palmadasen el suelo, se inclinó peligrosamentehacia un lado, se apoyó y, tras unamaniobra algo complicada, logrósentarse y conservar el equilibrio. Susojos castaños, enormes, no dejaban deapuntar al Gris.

—Agu... ta... sas... ¡Tita, tita,

titaaaa!Un sollozo largo escapó de

Tamara, que apenas tenía fuerzas pararevelarse.

—Tíos —dijo Diego—. Dejadque la mamá pille al nene. Quiere teta,atontados, que no entendéis un pijo decríos.

—¿Cómo estás tan seguro? —preguntó el Gris.

—Porque «tita» quiere decir«teta». Si lo sabré yo...

Sara miró al Niño muy asombradade sus conocimientos. Diego sonrió ysoltó a Tamara, e invitó a larastreadora a seguir su ejemplo.

—El pequeñajo tiene hambre. Y silleva no sé cuántos días desaparecidono me extraña. Dejad que se dé unbuen atracón de teta y veréis la siestaque se pega. Los bebés viven que tecagas de bien. Cuando no se los traga

una casa encantada, claro.—Sigue sin gustarme todo esto —

insistió Álex.Pero ya era tarde. Tamara pasó

entre ellos como una exhalación,directa hasta su hijo. Álex se apartóde su camino tan rápido como pudo.

—David —sollozó Tamara,cogiéndolo entre sus brazos.

La madre y el hijo se convirtieronen uno solo durante varios segundos,mientras los brazos de ella arropabanal bebé con fuerza contra su pecho. Delos ojos de Tamara caían lágrimas, desu boca jadeos y suspiros. La madrecubría de besos la cabeza de su hijo.El bebé sentía a su madre, su calor ysu olor, la tocaba con sus manos portodas partes.

Los demás callaban y miraban, ensilencio, excepto Plata que soltó unronquido grave y atronador. El Niño

le dio un codazo que obtuvo el efectodeseado.

—Yo alucino con este tío. Seduerme en cualquier parte.

El bebé rompió a llorar.—¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Un dragón?

—soltó Plata, despertando,agarrándose fuerte a la silla de ruedas.

—No, no —dijo Diego—. Tútranquilo que yo te aviso si vemosuno.

—Excelente. ¡Hay que mantener laguardia!

Tamara permanecía ajena a lo queocurría a su alrededor. Para ella soloexistía el bebé, que cada vez llorabacon más fuerza. Taladraba los oídos.

—Se ha cagado —soltó el Niñoarrugando la nariz—. ¿Qué pasa? ¿Esque vosotros no lo oléis?

—Ahora no es el momento para...

—empezó a decir Sara, pero tambiénella inspiró por la nariz y se calló.

—Te lo he dicho. El Gris no seentera porque no capta los olores,pero este pestazo es evidente para losque somos normales.

—No es el bebé —aseguró Álex.—Pues aquí huele que alimenta,

macho. Así que si no es el bebé... —Diego inspiró con fuerza y movió lacabeza en círculos, intentando detectarel origen del tufo—. Plata, tío, te haspasado.

—¿Yo? —Plata se llevó las manosal pecho, indignado—. De ningúnmodo. Yo, jamás, en público...¡Maldición! ¡Es este cuerpo! —Enrojeció de repente y balbuceó—.¡No es culpa mía! —prometió mirandoa Sara y agitando las manos—. Decintura para abajo no siento nada. ¡Lojuro! Delante de una dama yo noosaría...

El Niño empujó la silla de ruedaspara alejarle, sin importar lasprotestas de Plata. Le dejó pegado a lapared.

—Ahí te quedas, tío, por lo menosun rato, que si no, nos vamos aasfixiar. Ese cuerpo que has pilladoestá podrido.

Tamara se levantó con su hijo enbrazos, cruzó el salón casi sin mirar anadie en dirección a la puerta. El Grisse quedó tal y como estaba, de cara ala chimenea, sin volverse para mirar aTamara, sin decir nada, sin hacer elmenor movimiento.

Diego acompañó a Tamara hasta lapuerta.

—Se ve que tiene hambre, ¿eh?Cómo berrea. —Tamara continuaba ensu mundo. Diego, sin embargo,parecía muy animado—. Y le heencontrado yo, que el Gris siempre selleva todo el mérito... De nada. Joder,

qué voz tiene el condenado. Perdón,se me ha escapado... Dale un buentetazo y verás cómo se calma.Permíteme, yo te abro la puerta.Enhorabuena a la familia —dijo justoantes de que Tamara saliera.

Plata chocó contra un sofáintentando girar la silla de ruedas.Preguntó, muy molesto, que quién lohabía colocado ahí. Luego le dio unpuñetazo y le prometió al mueble queardería bajo el fuego de un dragón.Siguió luchando con las ruedas paraconseguir dominar la silla. No teníademasiado éxito.

—Hemos terminado —anunció elGris.

Sara, que había estado mirando aPlata hasta ese momento, se acercó ala chimenea, donde el Grispermanecía clavado como una estatua.

—No lo dices en serio.

—Claro que sí —intervino Álex—. Ya no es asunto nuestro.

—No hablo contigo —repuso larastreadora.

—El bebé ha aparecido —dijo elGris—. Y está perfectamente. Si tienealgún problema de salud, necesitaráun médico no a mí.

—Creía que había un muerto en lacocina —insistió Sara—. ¿Y qué hayde tu novia? ¿Eso es todo? No sé quépasó entre vosotros, pero no puedesdejarla sola en esta casa.

—No está sola. Tiene a su maridoy a ese otro tipo. Además, yaescuchaste lo que me dijo Tamara. Noquiere que estemos aquí.

—No puedes tomarla en serio.Cuando dijo eso, estaba afectada porel dolor de haber perdido a su hijo. ¿Ysi fuera tu familia? ¿Les dejarías enuna casa donde desaparece un bebé y

aparece un muerto?—Yo no tengo familia.Álex se colocó frente al Gris, cara

a cara, interrumpiendo el contactovisual con la rastreadora.

—Estamos perdiendo el tiempo ylo sabes.

El Gris asintió con un movimientosutil, casi imperceptible.

—Es la hora —dijo girando sobresus talones—. Debemos irnos.

—¿Por qué? —preguntó Sara—.¿Qué tienes que hacer que te impidequedarte y terminar de resolver esto?

El Gris se detuvo.—Tengo que confesarme. Mi

tiempo se acaba. —Y siguió andando.—No te cabrees, Sara —dijo el

Niño—. No ha sido muy emocionante,pero ya no hay nada que hacer. Lapróxima misión molará más. ¡Plata!

¿Te vienes? ¡Si controlas tusevacuaciones, claro!

Justo en ese momento, la silla deruedas se estampó de lado contra lapared.

—Le estoy cogiendo el tranquillo—jadeó Plata retrocediendo, tirandode las ruedas con las dos manos—.No puedo acompañaros, Niño, tengoque practicar más para estar encondiciones de enfrentarme a labestia.

El Gris, que estaba ya cerca de lapuerta, dio un paso atrás. Ahí estabaPlata, en sus esfuerzos por girar sinchocar contra nada.

—¿Te quedas?—Sí, claro. Si no consigo dominar

una simple silla de ruedas no puedoaspirar a cabalgar en condicionessobre un dragón. Sus monturas sonmucho más rígidas e incómodas. Por

eso me gusta este cuerpo, porque nome duele el culo.

El Gris no era el únicorepentinamente interesado en Plata.Álex, junto a él, también le observabacon mucha atención. Sara les imitó sincomprender por qué los desvaríos dePlata eran de repente losuficientemente importantes para queel grupo no se marchara.

—¿Estás seguro de que hay undragón en esta casa? —preguntó elGris.

—Desde luego, amigo —contestóPlata—. ¿Te olvidas de mi olfato? Yahí está la prueba —añadió señalandola chimenea—. Ceniza, restos defuego. No puede estar más claro.Encontraré a ese reptil, puedes contarconmigo. No temas, yo... Ah, entiendo.Lo siento mucho, amigo mío. Tu almano está aquí, no quiero darte falsasesperanzas.

El Gris y Álex se miraron.—Eh, tíos —llamó Diego—.

Alguien ha cambiado la puerta.—¿A qué te refieres, Niño? —

preguntó Sara.—A que es diferente. Rastréala a

ver qué pasa.—A mí me parece una puerta

normal y corriente.—Y esas huellas ¿qué? Alguien ha

pateado la puerta y no hemos sidonosotros. El pie es muy pequeño.

—¿No has sido tú? —preguntóÁlex.

—¡Qué va! ¡Te juro que yo no... —Diego se quedó paralizado un instante—. ¿Para qué juro nada? ¡Si yo nopuedo mentir!

El Gris miró a Sara y asintió. Larastreadora posó la mano sobre lapuerta. Le temblaba ligeramente.

Cerró los ojos y se concentró.Acarició la madera, describiócírculos cada vez más amplios.

—No veo nada... —dijo, aún conlos ojos cerrados—. Es muy extraño...—La mano se movió más deprisa,hasta llegar al pomo—.Absolutamente nada.

Y abrió los ojos. Era evidente queestaba muy sorprendida, tal vezasustada.

—Algo has visto —aventuró elNiño—. Por eso tienes esa jeta.Vamos, suéltalo.

—Tiene esa jeta —dijo Álex—precisamente porque no ha visto nada.Y ahí está el problema.

—¿Qué problema? No lo pillo.—No es normal que no capte

ningún rastro —Álex no se dirigía anadie en particular. Empleaba un tonoreflexivo, como si estuviera pensando

en voz alta—. Todos los objetostienen alguno. Son tocados por muchaspersonas, por otros objetos. Todotiene rastros, más o menos sutiles.Incluso cuando los borran con unaruna, algo queda, siempre. ¿No es asíSara? —La rastreadora asintió, peroÁlex no la miraba, no esperaba suconfirmación para continuar—. Soloconozco una excepción a esta regla.

—¿Cuál?—El Gris.Excepto Plata, que seguía

peleando con la silla de ruedas en unrincón, todos se volvieron hacia elGris, que permaneció inmóvil.

—Una puerta sin alma. —El Niñose acarició la barbilla, pensativo, alzóla cabeza como si mirara al techo—.¿Alguien va a soltar una gilipollezmás gorda que esa? Porque no es nadafácil de superar. Si llego a sugerir yoalgo así menuda bronca me cae, pero

como lo ha dicho el listillo...—Nos vamos de esta casa ahora

mismo —dijo el Gris—. Todos, sinexcepción. Niño, encárgate de Plata,convéncele como sea. Álex, registra lacasa. Yo voy a buscar a Tamara y a sufamilia. Sara, tú...

Le interrumpió un grito, alargado yagudo, de mujer, amortiguado por ladistancia. El primero en salir alvestíbulo fue el Gris, rápido y entensión, mirando en todas direcciones.Detrás, con cuidado de no acercarse aél para no estorbarle, salió Sara.Luego, el Niño, que no tuvo elsuficiente cuidado y tropezó con larastreadora, y ella, a su vez, con elGris.

—Esperadme —llamó Plata—.¡Que alguien me empuje!

El alarido de la mujer se repitió,acompañado de varios golpes. Habíaun matiz desesperado en aquella voz.

—No suena bien —apuntó Diego,temblando—. Yo me quedo con Platay eso. Vosotros id a ver de qué va lacosa. ¡Suerte!

Regresó al salón corriendo antesde que nadie pudiera decir nada.

El Gris y Sara cruzaron elvestíbulo trotando y tomaron uno delos pasillos, guiados por el chillido.

—Dos pasos detrás de mí —ordenó el Gris—. Sigue mi ritmo y notoques nada. Si ves alguna runa,avísame.

Sara obedeció. Mantenía ladistancia mientras la gabardina negradel gris ondeaba delante de ella,deslizándose con suavidad sobre elsuelo, sin hacer ruido. Las lucesestaban apagadas y el Gris parecíamás una sombra que una persona. Sedetenía un segundo en cada esquina, aveces palpaba la pared, luego seguía.No corría, pero avanzaba deprisa.

La rastreadora ni siquiera habíavisto al Gris sacar su cuchillo, pero sufilo brilló en la oscuridad, silbando deizquierda a derecha a una velocidaddifícil de creer, rasgando el aire hastaclavarse en la pared. Tampoco habíaadvertido la silueta que se hallabadelante de ellos, que se habíaagachado ágilmente, esquivando elarma. Aquella figura jadeó, serevolvió y saltó a un lado. Luego sonóun golpe seco. El Gris cayó haciaatrás sobre Sara, que no tuvo tiempode apartarse.

El peso del Gris desapareció casiinmediatamente. Desde el suelo dondeyacía y un tanto aturdida por el golpe,Sara le vio de nuevo en pie, apenas unsegundo después de haber caído, enposición defensiva, encarando a suatacante.

—Voy a acabar contigo,quienquiera que seas —rugió el

enemigo, que a Sara le pareció detamaño reducido—. ¡Esto es por micompañero!

—¡Detente! —dijo el Gris,haciendo una finta. La gabardina seextendió completamente por el ladoderecho y describió un arco ampliohacia atrás, acompañando el giro desu cuerpo—. ¿Saúl?

La silueta del hombre se congeló apoca distancia de la rastreadora, quese incorporó tan rápido como pudo.Era un hombre de baja estatura, con elrostro contraído por la rabia.Resoplaba con fuerza y apretaba lospuños.

—¡Por todos los…! —exclamó—.No te había reconocido. ¿Quién haapagado las luces?

—No lo sé. —El Gris relajó supostura y recuperó su cuchillo trasextraerlo de la pared—. ¿Por qué mehas atacado?

—Escuché los gritos y pensé…Volvieron a escucharse. Era la

misma voz, de una mujer sin duda, quepedía ayuda desesperadamente, entregolpes alocados que retumbaban.Sonaba cerca.

Sin decir nada, los tres corrieronen la oscuridad, hasta llegar a unapuerta cerrada en medio del pasillocon un cuadro en cada flanco. Lapuerta temblaba rítmicamente. Delotro lado provenían los gritos,histéricos y estridentes.

—Está cerrada —dijo Sara trastocar el pomo.

—Hay alguien atrapado dentro —señaló Saúl.

—No hay tiempo para rastrear,Sara —dijo el Gris apartándola—. Laecharé abajo. ¡Aléjate de la puerta!

—No es buena idea —objetó Saúl—. No sabemos qué…

El Gris descargó una patada. Lamadera crujió y se desencajaron lasbisagras. Saúl soltó una maldición.

Una mujer salió corriendo encuanto retiraron la puerta y seabalanzó sobre el Gris, que se lasacudió de encima para entrar en laestancia. Saúl se apresuró a tomarlaen sus brazos.

—¿Ana? —preguntó Sarareconociendo la cresta de coloreschillones que coronaba su cabeza—.¿Qué ha pasado?

La enfermera apenas podía hablar.Sollozaba y no daba muestras dereconocer a nadie. Saúl intentabatranquilizarla en vano, abrazándolacon firmeza.

—Calma, ya pasó todo.—Me encerraron… Estaba en la

cocina y… aparecí en el baño, aoscuras… Nadie me ayudaba… ¿Por

qué me tocas tanto? ¡Suéltame! ¿Quéeres, un pervertido?

El Gris salió del baño, caminandodespacio.

—No hay nada ahí dentro.—¡Que me sueltes! —repitió Ana.Saúl aflojó un poco el abrazo,

pero no la liberó.—Intentamos ayudarte.El Gris tomó a la enfermera sin

demasiada suavidad y la obligó amirarle a los ojos.

—¿Dices que estabas en lacocina?

—¡Otro más! ¿Queréis violarme?—Ana se agitó, se revolvió con muchafuerza, pataleó—. ¡Asquerosos! Comome toquéis…

La mano del Gris se alzó con unmovimiento rápido. La bofetada que leasestó a Ana arrastró su cabeza de

lado a lado.—Si no te calmas...Ella le escupió en la cara.—¡Te sacaré los ojos si intentas

tocarme! ¡Degenerados!El Gris alzó la mano de nuevo.—¡No! —intervino Saúl,

agarrando su brazo—. Déjala en paz.Era evidente que la orden no sería

obedecida, así que Saúl asestó unpuñetazo al Gris en el costado. Laenfermera quedó libre y se largócorriendo por el pasillo.

El Gris se levantó muy serio.Clavó los ojos en Saúl, que a pesar desu corta estatura no se amedrentaba nitemblaba, y sostenía su mitrada conferocidad.

—Deteneos —pidió Sara.—Si vuelves a tocar a esa chica

—amenazó Saúl, ignorando a la

rastreadora completamente—, tú y yoacabaremos lo que empezamos en elpasillo. Y no te gustará el resultado.

El Gris, ahora inexpresivo, tardóen moverse. Se produjo un momentomuy intenso. Al final dio un pasohacia Saúl, que no retrocedió, luegootro. Después cayó al suelo, sedesplomó de bruces y quedó inmóvil.

—¿Qué le has hecho? —estallóSara.

Saúl, asombrado, ladeó la cabezay se encogió de hombros.

—Solo le he dado un puñetazo —explicó—. Pero es imposible que solopor eso se haya derrumbado.

—Estoy contigo, tío —dijo Diego

entrando en el salón—. Deja de

ladrar.—¡Niño! Gracias al Cielo.

Ayúdame a levantar mi cuerpo. ¡Me loestoy perdiendo todo!

Plata debía de haber vuelto achocar porque estaba tirado en elsuelo, con la silla de ruedas tumbadade costado. Diego sudó un poco hastaque logró sentarle de nuevo, sobretodo porque Plata no dejaba deapremiarle, dando manotazos, yaunque intentaba colaborar, solocausaba más estorbo.

—Ya está. La silla se ha abolladoun poco... ¡Mierda! ¿Quién ha apagadolas luces?

A través de la ventana se filtrabaalgo de luz, insuficiente para ver conclaridad, sobre todo en medio deldesorden que reinaba en el salón, conprácticamente todos los mueblestirados por el suelo.

—Es el dragón. —Plata sonabamuy excitado—. Es uno negro, seguro.Son los peores, siempre conjuran laoscuridad antes de atacar.

—No te muevas tanto, que no seve un pijo... ¡Ay! ¡Mi pie!

—Perdón. La rueda gira mal. ¡Asíno puedo hacer frente a la bestia!

—Ya se encarga el Gris —dijo elNiño sacudiendo el pie dolorido—.Nosotros, aquí, a esperar órdenes, quese está mejor. ¿Qué es eso?

Desde el pasillo llegaron pisadas,se escucharon golpes y gritos.

—Ya está aquí, viene a pornosotros. En guardia —soltó Plataalzando el puño—. Por fin ha llegadoel momento, el día que... ¿Por quéagitas mi silla, Niño?

—¡Los pasos suenan más cerca!Mira, Plata, seamos sinceros, que eslo mío. Si la palmo, me asaré en el

infierno, lo sabes. En cambio tú pillasotro cuerpo y tan campante. ¡Noquiero morir, Plata!

—¿Piensas que consentiré que tesuceda algo, Niño? No temas, estoyperfectamente adiestrado para esto. Esmi destino.

—Eso quería oír. —Diego secolocó detrás de la silla de ruedas—.Tú primero. Si ese dragón de mierda olo que sea se atreve a venir pornosotros, se las verá contigo. Sé quecuando tengo miedo digo demasiadastonterías, pero me alegro de que estésconmigo, Plata. Si estiro la pata dileal Gris que...

—Silencio —ordenó Plata,recogiendo una escoba y colocándolaen posición horizontal sobre elreposabrazos—. El factor sorpresaestá de nuestro lado. Cuando asome eldragón, empuja con todas tus fuerzas.La carga debe ser recta, sin titubeos,

para que yo pueda acertar en elcorazón con la lanza.

—Debo de estar completamenteloco para hacer esto.

Las pisadas se acercaban, sonabancon mayor claridad. El Niño no sedaba cuenta de que apretaba elrespaldo de la silla de ruedas contodas sus fuerzas. Trataba demantenerse en silencio, pero no podíacontrolar su respiración, ni los latidosde su corazón, que retumbaban en sustímpanos como truenos. La oscuridadconvertía todo en sombras, en formasnegras y grises. Se preguntó si así eracómo el Gris veía el mundo.

Una de esas formas, precedida depisadas largas y veloces, sematerializó delante de la puerta.

—¡Ahora! —chilló Plata—. ¡Hallegado la hora de tu muerte, bestiaapestosa!

Diego reaccionó al chillido.Agachó la cabeza y empujó con todassus fuerzas. La rueda chirriabamientras ganaban velocidad.

Ana ni siquiera sabía en qué

dirección corría. Tropezaba en laoscuridad, se apoyaba en las paredesde vez en cuando, abría todas laspuertas. Pero no se detenía. Lo únicoque quería la enfermera era salircuanto antes de aquella maldita casa.

Tenía miedo porque nocomprendía cómo había acabadoencerrada en el baño cuando salió dela cocina, porque no se libraba de lasensación de llevar una horarecorriendo el pasillo sin llegar aninguna parte y porque el color gris delos ojos del hombre que la había

abofeteado no podía, bajo ningunacircunstancia, ser natural. Allí estabasucediendo algo muy extraño y no leinteresaba averiguarlo. La culpa detodo era suya por haber hecho caso alchiflado de los dragones cuando lepidió que le llevara hasta sus amigos.

Empezaba a cansarse, jadeaba,pero seguía corriendo. Oyó voces. Sedetuvo en la siguiente esquina,asustada e insegura. Se asomó concuidado, lo mínimo para poder echarun vistazo sin que la vieran. Y seasustó más.

Había vuelto de nuevo al baño enel que se había quedado encerrada. Enel suelo estaba el tipo de los ojosgrises, inmóvil. La tal Sara, derodillas a su lado, le gritaba algo alhombrecillo que conoció en la cocina.Ana se llevó las manos a la cabeza.

No era posible que estuviera en elmismo lugar. Ninguna casa que ella

hubiera visto nunca tenía un pasilloque diera vueltas en círculo. Dio lavuelta y se marchó antes de que lavieran, tratando de no razonar unaexplicación, solo quería dar con lasalida. Esta vez caminó más despacio,fijándose en los detalles paraasegurarse de no dar la vuelta enningún momento. Le dio la impresiónde que el pasillo era más ancho queantes y de que su trazado no eracompletamente recto. Cada vez estabamás confusa y desorientada. Se paró,respiró hondo y se apoyó en la paredmientras luchaba por no perder elcontrol de sí misma. Se habríaquedado descansando más tiempo deno ser por una sombra que se movió aunos metros de distancia.

Aquella sombra tenía la forma deun hombre, era silenciosa y oscura,aunque en realidad, era algo muydiferente. Las sombras no permitenver a través de ellas, y Ana veía con

claridad la foto colgada en la paredque estaba justo detrás. La enfermerano pudo moverse ni hablar, el pánicole impedía realizar cualquiermovimiento. La silueta se desplazólentamente, deformando la imagencomo un cristal translúcido, hasta quedesapareció fundiéndose con la pared.

Mientras huía de allí lo másrápido que podía, Ana se convencióde que la habían drogado, que por esosufría alucinaciones y se perdía enaquella casa del demonio. No sabíacómo lo habían hecho, porque norecordaba haber bebido nada, peroera la única explicación posible. Ypor alguna razón, ese pensamiento latranquilizó un poco. Saber cuál era elproblema le dio cierta sensación decontrol, aunque no fue suficiente paraahuyentar el miedo.

La enfermera llegó a una zona másamplia que le resultaba familiar. Ya

había pasado antes por allí, estabasegura. Se animó, presentía que lasalida de la casa andaba cerca.

—¡Ahora! —gritó una vozenloquecida—. ¡Ha llegado la hora detu muerte, bestia apestosa!

Ana escuchó un chirrido que letaladró los oídos. Se giróinstintivamente, temblando por losnervios. No llegó a ver nada, peromuy cerca, en la estancia que teníadelante, se produjo un golpe muyfuerte que sacudió la pared. Laenfermera dio un pequeño bote en elsitio. Entonces todo fue silencio hastaque oyó un gemido.

—Mi cabeza...Ana conocía esa voz.Justo al cruzar la puerta, la luz se

encendió. Era el salón principal de lacasa, reconoció la chimenea y losmuebles desordenados. Junto a la

pared, a menos de un metro dedistancia, había un revuelo de manos ypies, también una silla de ruedasvolcada y el palo de una escobapartido por la mitad. Del montón debrazos y piernas salían gemidos ylamentos. Algunos de esos lamentospertenecían al que llamaban Plata, elpirado cazador de dragones. Losotros, los más desesperados, lossoltaba el tal Diego, el chico de lalengua desatada.

—¿Qué os ha pasado a vosotrosdos?

El Niño se tambaleó al levantarse.Se llevó las manos a la cabeza.

—Menuda hostia —murmuró—.Plata… Voy a matarte… Tú y tu carga.

—Ha sido la rueda —se defendióel hombre desde el suelo, que tratabade levantarse sin conseguirlo—.Desvió la trayectoria. No es culpamía.

—Es mía por hacerte caso. Nuncaaprenderé.

Esos tipos estaban completamentelocos. Ana no tenía tiempo para susdesvaríos. Y ahora que había vuelto laluz sabía dónde estaba la salida, muycerca. El salón era la primera estanciaa la que habían entrado desde elvestíbulo principal de la casa. Se diomedia vuelta y se marchó sindespedirse, lo que claramente no lesimportó a aquellos dos, que seguíandiscutiendo y echándose la culpa eluno al otro.

Ana no se topó con nadie en elvestíbulo, cosa que agradeció. Sinembargo, su esperanza de salir de allíse vino abajo al comprobar que lapuerta estaba cerrada. Giró el pomoen ambos sentidos, soltó una patada,empujó con el hombro... No sirvió denada. Debía de ser una buena puerta.

No le quedó más remedio que

regresar a ver si los dos chaladospodían ayudarla.

—Cómo pesas, macho —selamentó el Niño, que colocaba a Plataen la silla de ruedas, la cual no dabala impresión de que fuese a resistirmucho tiempo sin desmantelarse—. Ya ver si no la lías más con ese trasto.

—Bien. Gracias, Niño. A lo mejorpodías darme un cojín.

—¡Pero si no sientes el culo!—Es para la cabeza. Estoy un

poco cansado...—Eh, vosotros —les interrumpió

la enfermera—. ¿Sabéis quién hacerrado la puerta?

Diego la miró abriendo mucho losojos.

—¿Ya te piras?—Y vosotros deberíais hacer lo

mismo.

—Ya te digo. Pero tengo queesperar a los demás. ¿Seguro que hasgirado bien el pomo? No sé para quécerrarían la puerta desde dentro. Eh,oye, no te mosquees conmigo. Sal porla ventana.

—No podrá —dijo Álex entrandoel salón—. Están cerradas.

—Pues me las cargaré —dijo Ana—. Lanzaré una silla contra el cristalsi hace falta, pero yo me largo de estacasa.

—Es mejor que no lo intentes.—Álex, ¿de qué va esto? Me he

dado un piñazo con Plata y todo me davueltas. Así que habla claro.

—La puerta está cerrada —dijoÁlex. Hizo una pausa y añadió—: Conuna runa.

—¿Qué?—Quedaos aquí —ordenó Álex

muy serio—. Voy a buscar a los demás

y les traeré al salón. No hagáis nadararo, estamos atrapados en esta casa.

VERSÍCULO 7

Diego acarició el lunar de subarbilla con aire pensativo.

—No me lo trago —dijoestudiando al tipo que tenía delante.Le miró de arriba abajo, con descaro,negando con la cabeza—. ¿Tú hasnoqueado al Gris? ¡Pero si eres untapón! Apenas me sacas un par decentímetros de estatura. Ningún enanose cepilla al Gris así como así.

Saúl miró a Sara, a pesar de queel Niño estaba plantado delante de él.

—¿Quién es este bufón enminiatura?

—Está un poco alterado —explicóla rastreadora—. Niño, cura al Gris.

—Ya voy —respondió Diego—.El Gris me contará la verdad.

El Niño fue hasta el sofá, dondeyacía el Gris, inconsciente. Sara ySaúl lo habían dejado ahí cuandoregresaron con Álex. Ana estaba conPlata, tratando de ajustar la rueda dela silla. La enfermera habíaenmudecido, se la veía preocupada yasustada, lo suficiente para pasar poralto las extensas narraciones sobrereptiles voladores que Plata lecontaba sin advertir el menordesinterés en ella.

Diego colocó las manos en elpecho del Gris.

—Esto está chupado.A su lado, Álex aguardaba muy

atento.—¿Qué pasa, Niño? ¿Por qué

tardas tanto?—¡No funciona! —Diego retiró

las manos con una mueca de espanto—. ¡No puedo! —Volvió la cabezaviolentamente hacia Saúl—. ¿Qué lehas hecho? ¡Si te lo has cargado, tereviento, bastardo!

Saúl reaccionó a la velocidad delrayo, alzando los puños y flexionandolas rodillas. Sara atrapó al Niño amedio camino mientras corríaencolerizado hacia Saúl. Le sujetó porel pecho, rodeándole con los dosbrazos, desde la espalda, y le levantó.Sus piernas patalearon en el aire.

—Espera, tranquilo. Él no hahecho nada, yo lo vi. ¡Ay!

—¡Suéltame! ¡No me das miedo,pedazo de mierda! ¡A ver si puedesconmigo! ¡Te voy a romper la boca!

—¡Álex, ayúdame! Niño, estatequieto, me haces daño.

—¡Cabrón! ¡Te voy a dar dehostias!

—¡Ya basta, Niño! —gritó Álexcolocándose entre Diego y Saúl—. Ytú, baja los puños o te los tragarás.¡Niño! Para de una vez. Quieresayudar al Gris, ¿verdad? Pues relájatey cuéntame el problema. Sabes que yome encargaré de todo. Bien, así esmejor. Suéltale, Sara.

La rastreadora obedeció,asombrada del efecto que las palabrasde Álex ejercían sobre Diego. Nohubiera creído que nadie pudiesecalmar la explosión del Niño, que erauna de las personas más emocionalesque había conocido, y mucho menosÁlex, alguien áspero y desagradable,con la facultad de irritar a cualquierae incapaz de pronunciar una palabraamable.

—Lo siento, tío —sollozó el Niñoapoyándose en una silla—. Lo heintentado, te lo juro… Le he curado unmillón de veces, pero esta vez no

puedo… Perdóname.—Está vivo, Niño. Así que deja el

berrinche. Mira su pecho. Se mueve.—¿En serio? Joder, es verdad. —

Se miró las manos, entrecerró los ojosy las agitó—. ¿Habré perdido mispoderes?

—¿De qué poderes habla? —preguntó Saúl.

—Te recomiendo que cierres laboca —le dijo Álex sin volverse—.Bastante has hecho ya.

—¡Eh! A lo mejor he perdido lamaldición y por eso no puedo curar.—El rostro de Diego se iluminó.

—¿Maldición? —murmuró Saúl.Sara observó a Diego, intrigada.

¿Sería posible que la maldiciónhubiera desaparecido? Desde luego,explicaría que no pudiese curar, perola maldición suponía mucho más queeso. Obligaba al Niño a decir la

verdad, le condenaba a ir al infiernouna vez estuviese muerto y le brindabala oportunidad de reducir esa condenaa cambio de curar a otros, aunque esascuraciones tenían el precio de acortarsu vida haciéndole envejecer. Esdecir, que en cierto modo se mataba así mismo. Era un castigo muyretorcido que le había impuesto elángel Mikael y que el Niño lograbaevitar en parte cuando curaba al Gris,que al carecer de alma, no le hacíaenvejecer apenas.

—Niño, nada ha cambiado. Vas amorir y vas a ir al infierno… —dijoÁlex.

Sara arropó a Diego con susbrazos, que se había encogido al oír aÁlex.

—Es cierto, nada ha cambiado…—¿Tenías que decirle eso ahora?

—soltó Sara.

—De nada sirve que tenga falsasesperanzas —repuso Álex—. No haytiempo para sentimentalismos. Niño,ve con Plata. Convéncele de que alGris le ha atacado un dragón, a verqué dice. Venga, muévete.

—Plata... —dijo Saúl para símismo.

Ahora Álex se volvió hacia él. Sequedó a un paso de distancia e inclinóla cabeza para mirarle a los ojos. Suexpresión era la misma de siempre,también su voz, pero Sara advirtióalgo distinto en él, casi amenazador.En aquel instante se alegró de no estaren el pellejo de Saúl.

—Voy a esforzarme en ser claro—comenzó Álex, hablando muydespacio—. Vas a contarmeexactamente qué le has hecho al Gris ono vas a contar nada más en tu vida.No hay nadie en esta sala con menospaciencia que yo.

—Plata está en ese cuerpo, en elparalítico... —dijo Saúl, hablandopara sí mismo. A Sara le pareció unerror que no se tomara en serio a Álex—. Y ese niño tiene una maldición…Entonces, el que llamáis el Gris esaquel que no tiene alma…

—Luego me explicarás cómosabes tanto de ellos. Ahora lo quedebes entender es que si el Grismuere, yo me enfadaré, y mucho. Haypocos que me hayan visto en eseestado. Y, por cierto, ninguno de ellossigue con vida. Habla.

Esta vez la amenaza debió llegar aSaúl directa y sin fisuras, porque elhombre centró su mirada en Álex,como si le viera por primera vez.

—También he oído hablar de ti.Quieres recuperar su alma para luegomatarle, ¿me equivoco? A quien noconocía es a Sara. Pero da lo mismo.Sois un grupo de rarezas con un

miembro maldito por los ángeles. Notengo nada que tratar con vosotros.

—Eso es cierto, solo tienes quehablar y deprisa.

—Álex, es suficiente —dijo unavoz débil.

—¡Gris!El Niño salió corriendo desde el

otro extremo del salón, donde estabanPlata y Ana, lo atravesó en mediosegundo, saltó y aterrizó directamentesobre el pecho del Gris. Cayeron alsuelo y rodaron. Diego se aferraba aél con todas sus fuerzas.

—Estoy bien —gimió el Gris, lepalmeó amablemente la espalda—.Me asfixias...

—¡Qué susto, macho! —Diego porfin le soltó.

—Ayúdame a levantarme.Sara le tomó por el brazo y tiró.

Al incorporarse, el Gris cruzó lamirada con Álex brevemente. Álexgiró sobre sus talones y salió delsalón sin decir nada.

—Ya está —dijo el Niño—. ¿Note caerás, eh? ¿Qué hacemos con elenano? Si quieres le meto, Gris. Túpídemelo y le crujo al muy payaso.

—No hace falta, Niño. —El Grisle revolvió el pelo de la cabeza, cosaque tranquilizó a Diego—. Él no hahecho nada. No mentía, solo me dio unpuñetazo.

—Entonces, ¿qué te ha pasado? —preguntó Sara.

—Nada. Un ligero mareo. Meencuentro bien.

—O puede que te estés muriendo—señaló Saúl—, que bien mirado eslo que te corresponde. Te duele,¿verdad? No, no estás bien. Nopuedes estarlo, engendro, no sería

natural que te sintieras bien. No medijiste quién eras, pero te conozco, heoído hablar ti…

—La historia de siempre —susurró el Niño—. Parece quesiempre damos con un idiota en todaspartes.

—Y lo que he oído no es nadabueno —continuó Saúl—. No mientasa tus amigos. Diles la verdad, Gris,hombre sin alma. Cuéntales cómo teatormenta el vacío de tu interior. Elmundo duele, no es un lugar para ti.¿Quema? Apuesto a que ardes pordentro. Y solo una confesión ante unsanto te aliviará, por eso agonizas.

—¿Es eso cierto? —preguntóSara.

—No te conozco —dijo el Gris—.No sé tanto de ti como tú de mí, asíque no entiendo de dónde viene esahostilidad. ¿Te he perjudicado dealgún modo con anterioridad?

—Me perjudica tu simpleexistencia. Y me asquea. Que sigasrespirando y acaparando la atenciónde un santo, mientras las personasnormales sufren, es un insulto. Quehagas uso de las almas de otros paracontinuar tu existencia es unaaberración.

—No haré uso de la tuya, notemas.

—¿Temor? ¿A ti?—Si tanto sabes, estarás al

corriente de que nunca he tomado unalma que no se me ofreciera. No soyyo quien busca almas. La gente acudea mí.

—Y tú comercias con lo máspreciado. Hay otros que se dedican ahacer lo mismo, buscar a los débiles yaprovecharse de su situación. ¿Tesuena? Claro que sí, les conoces muybien. No quiero tratos contigo. No teacerques a mí.

Se marchó dando un portazo.—Que le den —soltó Diego,

haciendo un corte de mangas.—Gris, tenemos un problema —

dijo Sara—. Han cerrado la casa y nopodemos salir. Si no te confiesas…

—Lo sé. Os escuché hablar. No teapures, no estoy tan mal…

—¡Eh, vosotros! —Ana se acercóhasta ellos. No tenía buena cara, nosonreía, ni sonaba educada—. Meimportan un huevo los dragones, lasalmas y vuestras mierdas en general.No quiero saber qué clase de psicosiscolectiva habéis desarrollado, enserio. Pero quiero salir de esta casaahora mismo.

—Te vibra la cresta cuandoberreas, tía —apuntó el Niño—.Mola, es gracioso. Yo también quieroabrirme. Me da mal rollo este sitio.Pero antes he lanzado una silla contra

la ventana y nada. ¿Ves ese montón deastillas? Aquí se cuece algo chungo,Gris. Yo opino como la enfermera.Sácanos de aquí.

El Gris asintió.—Lo haré. Pero vamos a mantener

la calma. No sabemos a qué nosenfrentamos.

—Parece una casa encantada —dijo la enfermera—. Si no me habéisdrogado, juraría que he visto a unfantasma. Y las habitaciones cambiande lugar.

—No existen las casas encantadas—replicó el Gris.

—Pues yo estaba en la cocina yluego…

—He dicho que no existen.—¡Eh! ¿Qué haces? Ya me diste

una bofetada. Si vuelves a tocarme…—No iba a tocarte. Solo quería

sentarme. —El Gris levantó una silladel suelo—. Vamos a usar la cabeza.De momento nos quedaremos aquí, enel salón. Niño, asegura la zona. Sara,tú echa un vistazo a la runa de lapuerta, rastrea a ver si encuentras algoque nos dé una pista. Ana, ocúpate dePlata. Déjale que haga lo que quiera,ayúdale y presta atención a suspalabras, aunque parezcan locuras.

—¿Qué harás tú? —preguntó larastreadora.

—Voy a buscar a Tamara y a sufamilia. Moveos. Que nadie hagacosas raras.

El Gris se aseguró de que nohubiera nadie en el pasillo. Luegodobló una esquina. Allí, entre lassombras, aguardaba Álex, tan seriocomo él. Puede que un poco más.

—Es peor de lo que imaginé —dijo Álex.

—Nos han encerrado, ¿cómopuede ser peor?

—Porque yo tampoco puedo salirde la casa.

El Gris enarcó una ceja.—Eso es imposible. A ti no

pueden...—¿Me has visto bromear alguna

vez? —replicó Álex.Pasaron segundos. Los dos

hombres permanecieron inmóviles.Sus miradas hablaban en silencio,decían lo que ambos sabían, conmayor claridad tal vez que conpalabras. Y lo que decían no eraagradable.

—Tienes que ocuparte del Niño,Álex —dijo al fin el Gris—. Saraestará bien y Plata nunca hanecesitado ayuda de nadie, pero elNiño...

—No lo haré.

—Me lo debes.—Tú me debes algo a mí. Tu vida.

Si empiezas a hablar como si yaestuvieras muerto, acabaré con elNiño. Lo juro.

—Hay que afrontar la verdad. Sino estoy en una iglesia dentro depoco...

—No vas a morir aquí. ¿Me oyes?Te sacaré de esta casa cueste lo quecueste. Tienes que resistir. No es laprimera vez que te rindes. Tu vida esdolor, Gris, como la de mucha gente,pero se trata de seguir avanzando. ¿Tehe dejado alguna vez? ¿Has tenido lamínima duda de que te apoyaría pormuy fea que se pusiera la situación?¿Hay alguien más que haya estadosiempre a tu lado?

—Es cierto...—¡Pues espabila! —Álex le

sacudió por los hombros—. ¿Quieres

ayudar al Niño? Pues empieza abuscar la respuesta. ¡Lucha! Tu almasigue ahí fuera, en alguna parte, yvamos a encontrarla.

El Gris se enderezó. De unmanotazo se sacudió las manos deÁlex y le asestó una mirada furiosa.

—Gracias.—No se merecen. Ya sabes que

cuando mueras será porque yo tehabré matado.

Uno de los trazos, el más largo,

descendía ligeramente inclinado,desde la esquina superior derechahasta casi tocar el suelo. Los demáseran más bien un remolino confuso,desigual y poco armonioso. No habíanada parecido a la simetría. Las líneas

se cruzaban aleatoriamente o esa erala impresión que le daba a Sara.

La rastreadora nunca hubierapensado que aquella colección degarabatos formara una runa. Acaricióla puerta con suavidad, empezandopor el marco, buscando algún rastro.

—Así no conseguirás borrarla —dijo Saúl aproximándose a ella—. Lascaricias no sirven de mucho.

El pequeño hombre se acercó a lapuerta y la estudió con una miradaceñuda.

—Estaba analizando la runa —sedefendió Sara—. No pretendíaborrarla pasando la mano sobre ella.¿Qué haces aquí?

—Lo mismo que tú. Buscar unasalida. Tranquila, no tengo nada contrati.

—Estoy tranquila.Saúl despegó los ojos de la puerta

y los posó en ella. A la rastreadora nole gustó aquella mirada.

—Pues no deberías estarlo. —Saúl soltó un profundo suspiro—. ¿Ybien? ¿Has sacado alguna conclusiónsobre la runa?

—No veo por qué deberíacompartirla contigo.

—O sea que no. No pareces muylista. Quizá por eso vas con esagentuza. Déjame adivinar. Hiciste untrato con el Gris, te ayudó de algunamanera, o eso te hizo creer, y ahora ledebes tu alma. Apuesto a que es latuya la que piensa utilizar paraconfesarse, si es que logra salir deaquí a tiempo.

—Te equivocas. Parece que tepasas de listo. Voy con el Gris porvoluntad propia. Pero no dudes que leprestaría mi alma si lo necesitara.

—O sea que eres idiota. En eso

acerté. Así que por voluntad propia,¿eh?... Interesante. Entonces eres unarastreadora, y por lo que veo, novata.

—¿Cómo lo sabes?—Muy fácil. El Gris se quedó sin

rastreador hace poco y tú le sustituyes.Seguro que no te contó lo que lesucedió a tu antecesor... No, claro queno, no vaya a ser que tu voluntad seresienta y cambies de opinión. Y lo denovata es más fácil de adivinar. Nosabes nada de esta runa. Eresinexperta e ingenua.

—Tú tampoco sabes gran cosa oya la habrías disuelto.

—No la había visto nunca, eso escierto. Pero sé lo suficiente paradeducir que es muy rara, puede queúnica, tus amigos te lo confirmarán. Siconocieras más de las runas básicas,lo entenderías. Pero puede que no tequieran enseñar.

—Me dices todo eso paraponerme en su contra. ¿Por qué lohaces? No funcionará. No sé por quéodias tanto al Gris, pero ni tu charla nitu compañía me interesan. Me voy.

—¿Por qué confías en él?Sara, que se había dado la vuelta,

se detuvo. Saúl torció los labios en ungesto arrogante, evidenciando quesabía que ella no dejaría laconversación a medias.

—Sabes bien que el Gris es unarareza y un peligro. Pocos opinandiferente. No pareces mala chica, ¿quéhas visto en él?

—He visto su fuerza —dijo Sara—. He visto su sufrimiento y su dolor,y no se rinde, lucha por recuperar sudestino. También he visto a muchosdespreciarle sin razón, como haces tú,pero él no se deja amedrentar pornadie.

—De modo que eres una idealista.Ves lo que quieres ver, nada más. Allátú, pero te aconsejo que abandones aese grupo, no sabes dónde te metes. Ylo lamentarás.

—No sé por qué debería creerte.¿Porque sabes lo que le sucedió alanterior rastreador? Eso no significaque nos conozcas en absoluto.

—Sé mucho más que eso,rastreadora. El Niño, por ejemplo, eseque tanto aprecias, porque no hay másque ver cómo le miras, ese es el peorde todos. No te ha contado por qué lemaldijeron, ¿a que no? Yo tampoco loharía de ser él. ¡Oh, sí! Yo sé cómo seganó una plaza en el infierno y la tienebien merecida.

—¡Mientes!—Eso quieres creer, pero dudas.

Ves la lógica en mis palabras, aunqueno te gusta lo que escuchas.

—No me gusta porque solo hablasa medias. No me cuentas toda laverdad.

—¿De qué serviría? No mecreerías de ningún modo. Además, enrealidad no me importa lo quedecidas. Poca gente sabe ver laverdad y tú no eres de esa clase.Adiós, rastreadora. Suerte con tusamigos, sobre todo con el Niño.

—Perdona, no quería asustarte —

dijo el Gris con cuidado.—No lo has hecho —repuso

Tamara—. Te esperaba, supongo queera inevitable que habláramos. Y nohace falta que susurres. El bebéduerme profundamente, basta con queno hables alto.

—No quería despertarle. Celebroque esté bien. De todos modos, creoque es mejor que nos alejemos unpoco de la cuna. No saldremos de lahabitación, no pretendo separarte de tuhijo.

—Solo un par de pasos, no mealejaré más. Oh, Dios, ¿qué te hapasado?

—Estoy bien.—A mí no puedes engañarme.

Conozco esa postura, ligeramenteencogida, y el color de tus ojos grises,ahora más apagados todavía. ¿Cuántotiempo te queda? Y dime la verdad. Tehe visto vomitar sangre y delirar porfiebres tan altas que no podía nitocarte. Te cuidaba cuando sufríasconvulsiones por todo el cuerpo y séque ahora estás peor. ¿Por eso hasvenido? ¿Para despedirte?

—No. Tengo tiempo de sobra,días.

—Es decir, horas. Te he dicho queno puedes mentirme. Con todo, no hascambiado. La misma gabardina negra,esos mismos cabellos plateados quesiempre me gustaron tanto. Imaginoque siguen sin crecer, como antes,como cuando los acariciaba entre misdedos... —Tamara bajó la mirada ysacudió la cabeza—. No. Aquelloterminó. Es el pasado. Ahora tengouna familia.

—Tú tampoco has cambiado.—Eso es por tu visión defectuosa.

Apuesto a que no distingues losdetalles, como las patas de gallo queme han dejado los años. ¿Has notadoel cambio en mi pelo? No son canas.Mi cabello es ahora rubio, me lo heteñido, por eso lo ves más claro y teconfunde.

—Yo te veo igual que siempre.Más triste acaso. Antes sonreías,incluso cuando me cuidabas, cuando

estaba peor y...—No sigas por ese camino. No

quiero recuerdos ahora, no me hacenningún bien. Me debo a mi hijo y mifamilia. No negaré que no te heolvidado, pero ha pasado muchotiempo. Oía historias sobre ti, cuentos,habladurías, un compañero de trabajoal que su hijo le había contado unaleyenda sobre un hombre sin alma. Alprincipio, pensé que habías muerto.Hasta que llegaron los rumores. Dicencosas terribles sobre ti. Cosas que noquería creer. Cosas que por desgraciaencajan y que son posibles. Dime,¿son ciertas?

—Tal vez un hombre sin alma nosea un hombre. Ya no lo sé, no estoyseguro de nada. Lo único que puedohacer es seguir el camino que otroescogió para mí. He causado muchodolor, tú lo sabes mejor que nadie, lohas sufrido. He decidido sobrevivir y

buscar aquello que me robaron y quees mío. Y puede que fuera mejor paratodos que yo no existiera... Mepreguntas si es cierto lo que cuentande mí... Probablemente no. Lashistorias se distorsionan al sercontadas, al pasar de boca en boca. Lagente teme lo que no conoce, como amí. Si me conocieran no dirían esascosas. Dirían otras mucho peores,dirían la verdad, que yo he...

—Basta, no quiero saberlo. Hecambiado de opinión. No debía haberpreguntado. Ya no es asunto mío, tú noeres asunto mío. ¿Por qué has vuelto?No me debes nada.

—Te lo debo todo...—Nada, he dicho. Y no me hagas

gritar porque despertaré al bebé. Lapromesa que me hiciste antes de irte,olvídala. ¿Te ha sorprendido que hayaformado una familia? ¿Qué esperabas?Maldito seas. No imaginas durante

cuánto tiempo mantuve la esperanzade que volvieras. Ahora es tarde, losiento. Recorre tu camino, como hasdicho.

—Lo haré. Y cuando lo haga, siÁlex no consigue matarme, volveré.No interferiré en tu familia, lo juro.Solo te pediré unos minutos. Hay algoque quiero decirte, pero solo siendoun ser humano de verdad, completo. Sino quieres escucharme, lo entenderé.

—Me pides demasiado.—Lo sé.—Te iría mejor si me olvidaras de

una vez.—No pienso olvidar quién soy

nunca más.—Entonces... Intentaré darte esos

minutos. Es cuanto puedo prometerteahora.

—Es suficiente.

Tamara se inclinó sobre la cuna

hasta besar a su hijo, que seguíaplácidamente dormido. Una lágrimacayó en la almohada.

—Ya puedes salir —susurró—. Seha ido.

—Estoy detrás de ti.—Prefiero no verte la cara. —

Tamara se sentó en una silla, introdujola mano entre los barrotes de la cuna yacarició a su hijo. Añoraba sucontacto—. Sé breve. No tengo ganasde hablar contigo.

—Lo has hecho bien.—Vete al infierno. —Se pasó el

dorso de la mano por los ojos. Lamuñeca quedó húmeda.

—Ya le has visto. Empeora, puede

que haya llegado a su límite. Necesitauna meta, algo a lo que aferrarse o nolo soportará.

—Y yo soy esa meta...—Tiene que vivir, Tamara. No

puedes comprender lo importante quees el Gris.

—Ni falta que me hace entenderlo—dijo alzando la voz más de lo quequería—. Si te he ayudado es porquequiero que viva, así de sencillo. Él nomerece morir. Por eso y porque soydébil y no he encontrado una formamejor de ayudarle. Pero no pienses nipor un segundo que me alegro decontribuir a tus manipulaciones. Novolveré a mentirle.

—¿Estás segura de que le hasmentido?

Tamara se levantó y se giró,violentamente.

—Que Dios te maldiga, Álex, por

lo que estás haciendo con él —inclinóla cabeza y suspiró—. Que nosmaldiga a los dos.

VERSÍCULO 8

En el salón de la casa, el desordenera, si cabía, aún mayor que antes. Lassillas estaban arrinconadas de malamanera en una esquina, los sillones ylas mesas, amontonados junto a lasparedes, algunos encima de otros.Sobre el suelo se veían libros, marcosde fotos, estatuillas y pequeñosadornos, algunas flores, jarrones..., unpoco de todo. Muchos de esos objetosestaban rotos, a todas luces aconsecuencia de haber sido arrojadossin contemplaciones mientras searrancaban las estanterías y loscuadros de la pared.

Ana, la enfermera, miraba por laventana, ajena a la discusión que

mantenían Sara y Diego, excitados,nerviosos, cada uno al lado de unamesa de mármol de aspecto muypesado.

—A la derecha. ¡Empuja!—En esa esquina no cabe nada

más, Niño, no seas cabezón. ¡A laizquierda!

Debían de llevar un rato así, sinponerse de acuerdo, empeñados ensalirse cada uno con la suya. Por esono habían oído entrar al Gris.

—Dejad todo eso. Tenemos querepasar lo que sabemos de esta casa.

—¡Vale! —dijo Diego.El Niño separó las manos de la

mesa y fue al lado del Gris. Sara lesiguió. Ana permaneció inmóvil, juntoa la ventana, tras echar un vistazorápido al jefe del grupo.

—Estaba organizando todo, comome has pedido —dijo Diego—. Voy a

pintar una runa en el suelo, justo en elcentro, pero necesito sitio. Luego hepensado en proteger las paredes, creoque con dos será suficiente, a menosque ya hayas abierto la puerta.

—No he podido.—Bueno, por lo menos, así no he

currado para nada. Que estoy sudando,macho. Aquí no colabora ni Dios, noveas la guerra que me dan. —Saranegó con la cabeza, pero el Niño no lavio—. Álex, como de costumbre, seha esfumado. El señorito parece quetiene un sexto sentido para sabercuándo hay trabajo físico. Y Plata hamontado una que flipas. Con tantotrasto por ahí no podía moverse con lasilla de ruedas, que por cierto nodurará mucho, está hecha polvo. Sedaba golpes continuamente y al finalse cabreó y se largó a buscar aldragón. Y Sara no me hace caso, seempeña en...

—Luego continúas con esosdetalles —le interrumpió el Gris—.Ahora tenemos que ver cómo salimosde esta casa. Sara, ¿has averiguadoalgo?

—No mucho —dijo la rastreadoracon algo de vergüenza—. No conozcola runa de la puerta, pero me parecemuy rara.

—Lo es —confirmó el Gris—. Lahe examinado antes de venir.

—Saúl también lo hizo, dijo quenunca había visto ninguna parecida.

—Pues estamos jodidos —soltó elNiño—. Es muy chungo deshacer unaruna desconocida. Y tiene que serpotente, porque no se pueden romperni los cristales de las ventanas.

—Significa que nos enfrentamos aalguien nuevo —concluyó el Gris—.Alguien de quien no sabemos nada.Nos lleva ventaja.

—Y no deja rastros —señaló larastreadora—. Solo capto imágenescotidianas de Tamara y su familia,saliendo y entrando en la casa, muycorrientes. Es decir, que son de antesde que desapareciera el bebé o lesvería preocupados y asustados.

—La casa, además, cambia deforma —dijo de pronto Ana. Laenfermera se acercó a ellos. Su voztemblaba ligeramente, su actitud eramás sumisa. Estaba asustada—. Lapuerta del salón estaba antes en elbaño. ¿Veis las huellas? Son mías. —Levantó el pie para que pudieran verla suela—. Le di unas patadas antes dequedarme encerrada y ahora está aquí.Además, cuando salí de la cocina...

—Eso no puede ser, ¿a que no,Gris? Dile que las casas encantadasno existen.

El Niño no habló con convicción,más bien con cierto tono de súplica, el

que se emplea cuando alguien quiereescuchar cierta respuesta, aunque sepaque es falsa.

—Las casas encantadas no existen—confirmó el Gris—. Pero es ciertoque esta cambia su distribución.

—¿Qué? No, tío, tiene que haberotra explicación. La punki se hafumado algo, seguro. Me juego lo quesea a que llevas una china por ahí.Venga, vacía los bolsillos.

—Niño, la chimenea dondeencontraste al bebé...

—¿Qué pasa?—Que ya no está.No solo no estaba, sino que no

había señal alguna de que en la paredque ahora todos miraban hubierahabido algo. Tenía el mismo color queel resto, sin desperfectos, sin huellasque demostraran que hasta hacía muypoco había un conducto de piedra que

ascendía hasta el techo.—¿Y qué vamos a hacer? ¡Quiero

largarme de aquí! Si esto no es unacasa encantada, entonces...

—Niño, domínate. —El Gris lecogió por los hombros—. En esta casahay alguien. Nos ha encerrado poralguna razón, pero le vamos aencontrar. ¿De acuerdo?

—¿Estás seguro? Me dan miedolas...

—La runa de la puerta la hapintado alguien, no ha sido una casa.

—¡Es verdad! —Diego recobróalgo de su compostura—. Suenalógico, cuadra. Sí, tiene que ser eso.¡Dabuti! Ya estoy mejor, de verdad.

—Pues yo sigo intranquila —dijoSara—. ¿Por qué te alegra tanto saberque se trata de una persona y no deuna casa?

El Niño la miró tan extrañado que

la rastreadora sintió que había hechola pregunta más absurda del mundo.

—Porque a una persona lapodemos matar —contestó alegre, casirisueño—. A una casa es máscomplicado. ¿Verdad, Gris? ¿A que tevas a cepillar al culpable?

—No lo hará. —Saúl entró ensalón, repasó brevemente el desordende la estancia y se fijó en el Gris—.No vas a matar a nadie, bicho raro.Espero que lo tengas claro.

Diego y Sara se colocaron detrásdel Gris. La rastreadora, además, tiróde la mano de Ana para que tambiénretrocediera.

—¿Qué interés tienes en salvar aquien nos ha encerrado? —preguntó elGris.

—El mismo que tú —repuso Saúl—. Quien haya grabado esa runa tieneuna página de la Biblia de los Caídos,

lo sabes muy bien. Solo así se explicala aparición de una runa nueva ydesconocida.

—¿Una página de qué? —susurróla enfermera.

—Yo solo quiero salir de aquí —dijo el Gris.

Saúl sonrió con desgana.—Entonces, cuando la encuentre,

no te importará que me la quede. Asíno habrá problemas entre nosotros.

—¿Has venido a decirme eso?—También a advertirte de que

controles a tus chicos. Mientrasestemos encerrados no quiero queinterfieran en mis asuntos. Vosotrosbuscad la salida y dejadme en paz, esbien sencillo.

—¿Algo más?Saúl dio una vuelta sobre sí

mismo y repasó rápidamente todo el

salón.—Solo una cosa. Imagino que no

habéis cogido el cuerpo de micompañero.

—¿Ha desaparecido? —preguntóSara.

—Sí, alguien se lo ha llevado dela cocina. Si lo encontráis, no lotoquéis. Hasta luego.

El Gris esperó a que se marcharaantes de hablar.

—Pongámonos en movimiento —dijo—. Sara, tú vas a rastrear al bebé.Tienes que hablar con Tamara yconseguir que te deje examinar a suhijo. Si averiguamos dónde ha estado,puede que averigüemos cómo salir dela casa.

—¿Y Álex? —preguntó Diego.—Está buscando a Bruno. Algo no

encaja con él. Tened cuidado si os loencontráis.

—Ya me había olvidado delpadre. —Diego se dio un golpecito enla cabeza—. Parecía un buen tipo. Enfin, ¿y yo qué hago?

—Encuentra a Plata. No quisosalir de la casa.

—¿Y qué?—Que sabía que estábamos

encerrados —explicó el Gris.—¿En serio? Vale… ¡Eh! Un

momento. ¿Quieres que vaya yo solopor esta casa buscando a Plata?

—Sí.—¿Con el muerto ese

desaparecido y las habitacionescambiando de sitio?

—Es importante.—Y una polla.—Niño…—¡Que no! —A Diego le

temblaban las manos y las piernas—.

Yo no me separo de ti. Sabes quemeteré la pata…

La rastreadora se adelantó, lecogió por los hombros y le miró decerca, con una sonrisa deslumbrante.

—Yo confío en ti, Niño. Sé quepuedes encontrar a Plata, nadie leentiende como tú. Y, además, eres elmás valiente de todos.

—¿Yo? Pero si me dan miedohasta los gusanos. No, Sara, no puedomentir y fingir ser valiente. Me sudanlas manos. ¡Estoy acojonado! El Grises el valiente. Él sí que le echahuevos…

—Él no siente miedo, porque nopuede, pero eso no es valor. Tú, sinembargo, sientes miedo, y a pesar deello estás aquí y nunca te niegas aacompañar al Gris, por peligrosa quesea una misión. Te enfrentas a tumiedo todos los días. No conozco anadie tan valiente.

El Niño, de repente, abrazó a larastreadora.

—Jo, tía… Es lo más bonito queme han dicho nunca.

—Yo iré contigo —dijo Ana, quehabía observado la escena conexpectación—. En cierto modo es miresponsabilidad. Y no puedoquedarme aquí quieta o me volveréloca.

—Dabuti. —Diego la agarró de lamano y tiró—. Vámonos antes de quecambies de idea. —La enfermera lesiguió sin soltarse—. Eso sí, cuandoestoy nervioso hablo mucho…

Sara esperó a que se fueran yluego cerró la puerta.

—El Niño no se equivocaba,¿verdad? —dijo muy seria—. Vas amatar al responsable de esto.

Era una afirmación con ciertoreproche.

—No sé si podré.—Pero lo vas a intentar. ¿Y si

matándole nos encierras de por vida?Matar no puede ser la solución a todo.No seas como Álex. Tú no eres…

—¿Un monstruo?—Yo no he dicho eso. Sabes que

no lo pienso o no estaría aquí, contigo.Yo creo en ti, Gris. Lo que le dije alNiño sobre el valor…

—Era cierto. Para mí es fácil,nada me asusta. Es una emoción queno logro sentir, que apenas recuerdo,que me cuesta entender que otrostengan. ¿Qué conclusiones sacas de unhombre que no le teme a nada?

—No vayas por ese camino. Nopermitas que nadie te haga sentirdiferente. Te odio cuando te pones así.Es como con Saúl. ¿Por qué lepermites que te hable de esa manera?Te llama monstruo y aberración, y ni

te inmutas.—¿Qué importa lo que él piense?

¿Cambiaría algo que discutiera con élsobre mi supuesta condición?

—Nada en absoluto. Pero eso noes importante. La opinión de Saúl esbasura, estoy de acuerdo, pero losignificativo es que no te defiendas. Yantes de que me des otra excusa, tediré que tú no eres así. Sí tienessentimientos. Te he visto defender alNiño en el rastro. Y no tengo ningunaduda de que me defenderías a mítambién. No consentirías que ese tiponos humillara. ¿Por qué no actúasigual contigo mismo? La respuesta esobvia, Gris, y decepcionante. No teimporta que te llame monstruo porquecrees que tiene razón. Y mientraspienses así, tú eres tu peor enemigo.

—¿Por dónde vamos?—Ni pajolera idea. —El Niño aún

agarraba la mano de Ana—. Plata esimpredecible. Podría estar encualquier parte. Es capaz de confundira un grillo con un dragón, así que vetetú a saber.

—Entonces, ¿qué hacemos?—Pues dar una vuelta a voleo,

hasta que demos con él.La enfermera se separó un poco y

le miró con el gesto torcido.—¿Ese es tu plan?—Es el mejor —aseguró Diego—.

Con Plata no funciona la lógica, solola suerte. Ven, empecemos por lasegunda planta.

Subieron los escalones despacio,sin separarse.

—Estáis todos un poco tocados —

observó Ana, que caminaba detrás delNiño—. Solo la tal Sara parece unapersona normal.

—¿Entonces por qué vienesconmigo?

Diego pegó la oreja a la primerapuerta que encontraron en medio de unpasillo.

—Porque no quiero estar con elGris ese. Me da miedo.

—¡Bah! Eso es porque no leconoces —repuso el Niño sindespegarse de la puerta—. Es un buentío... No oigo nada. Vamos a probar.—Diego abrió la puerta solo un par dededos, lo imprescindible para poderechar un vistazo—. No veo nada...

La enfermera empujó con unmanotazo y la puerta se abrió hastachocar contra la pared. Diego dio unsalto y chilló, aferrándose a Ana.

—Aquí no hay nadie —dijo ella.

—¡Me has asustado! No vuelvasa... Oye, este sitio me suena.

—Solo es un baño.El Niño lo estudió con atención.

El espejo que colgaba en la paredestaba roto en pedazos. El resto de laestancia parecía un baño como otrocualquiera, espacioso, aunque sinningún detalle particular.

—No sé qué puede ser —murmuróDiego—. Pero hay algo aquífamiliar... Y eso me da mal rollo.Vámonos.

Tiró de la enfermera y siguieronpor el pasillo.

—¿No vas a soltarme la manonunca? —preguntó ella.

—No. Tengo miedo.—Pues así vamos a ir muy

lentos...Sonó un chasquido seco. Una

ráfaga de aire frío les envolvió y pasóde largo. Las paredes temblaronlevemente. Las luces se apagaron. ElNiño se apretó contra Ana, que lerodeó fuerte, con los dos brazos. En laoscuridad, los dos pensaron lo mismo,que...

Las luces volvieron a encenderse.Se miraron. El Niño vio la punta deuna cresta sobre dos ojos asustados.La enfermera vio un lunar que noparaba de moverse arriba y abajo,bajo unos dientes que castañeaban.

Justo delante de ellos había unapared que antes no estaba. El pasilloahora doblaba a la derecha, formandouna esquina. Desde esa dirección lesllegó el sonido de pasos.

No les hizo falta decir nada.Retrocedieron, juntos, asustados, hastallegar al baño. Se metieron dentro ycerraron la puerta cuidando de nohacer ruido. Los pasos sonaban más

cerca.—A lo mejor...—No, no puede ser Plata —

susurró Ana—. A menos que puedacurar la parálisis que tiene de cinturapara abajo.

Diego asintió, apretó los dientes.Sacó la estaca que tenía guardada,resuelto a grabar una runa en la puerta,pero le temblaban las manos y se lecayó al suelo. Ana se agachó junto a ély le tapó la boca. Las pisadas se oíancada vez más nítidas. Quienquiera quefuese estaba prácticamente al otrolado de la puerta.

El Niño se dio la vuelta. Lospasos, que hasta ese momentoavanzaban con un ritmo constante, sedetuvieron, justo al otro lado. Ana viola sombra de las piernas por debajode la puerta. Durante un segundo soloescuchó la respiración de Diego y elsonido de su propio corazón, que

retumbaba en sus tímpanos.Las sombras se movieron y los

pasos se alejaron, con el mismo ritmoy la misma velocidad.

—Por poco —suspiró el Niño—.Tía, creo que nunca he tenido tantomiedo.

—Me estás tocando el culo —dijoella.

—¿Eh? Lo siento... Yo... No hasido aposta. —Diego retiró la mano,pero enseguida comprobó que laenfermera no estaba molesta, más bienparecía que hubiera visto almismísimo diablo. Tenía la caraparalizada de miedo. El Niño siguiósu mirada y también se quedópetrificado.

El pomo de la puerta giraba. Elpestillo soltó un pequeño chasquido,crepitaron las bisagras mientrasgiraban lentamente. Una silueta alta,

masculina, estaba de pie, enfrente.Esta vez gritaron los dos.

—Sara, ¿verdad? Ese era tu

nombre.La rastreadora cerró la puerta con

delicadeza, sin hacer ruido. La escasaluz que sumía la habitación en lapenumbra no le impidió distinguir ladecoración infantil, los cuadros depequeños animales, los coloresllamativos de las paredes, el oso depeluche que era tan grande como lacuna y ocupaba una de las esquinas.

—Siento molestarte —dijo casi enun susurro—. Me ha enviado el Gris.

Tamara no alzó la cabeza paramirarla, sino que continuóbalanceándose en la mecedora, con el

bebé en sus brazos.—Está profundamente dormido.

No te preocupes, no se despertará.—El Gris quiere que bajéis al

salón principal.—¿Ya podemos salir de la casa?—Aún no, pero es lo mejor.

Estaremos todos...—Entonces esperaré aquí —atajó

Tamara—. Si eso era todo, dile queme avise cuando encuentre la salida.Y también a mi marido. No voy aabandonar a mi familia.

—Es más seguro que vengasconmigo mientras le encontramos.Puedo llevar la cuna para el bebé.

—Vais a llenar el salón degarabatos, ¿verdad? ¿Cómo sellamaban?... Runas, eso. Tú y el Grispensáis que eso nos protegerá. Nisiquiera él sabe a qué nos enfrentamoso me lo habría dicho. No tenéis ni

idea y vuestras runas no servirán denada. Pero eso él ya lo sabe. Ytambién sabe que yo me negaré, poreso te ha enviado a ti.

—Estoy aquí para ayudarte —replicó Sara.

—Para ayudarle a él, quieresdecir. Te ha pedido que vengas ahablar conmigo en su lugar. Y no creoque sea solo por tu aspecto bonachóny sincero. Hay algo más, le conozcobien... Y puede que esté relacionadocon que no dejes de tocar la cuna demi hijo. —Sara retiró la manoinmediatamente—. De modo que eseso —siguió Tamara—. ¿Qué eres?¿Una adivina o algo así? No andaríascon él si no tuvieras algún talentoparanormal.

Sara dudó antes de contestar.Había pasado por alto que Tamarahabía sido la novia del Gris y portanto debía saber mucho sobre el

mundo oculto, probablemente más queella. Se esforzaba por pensar que suactitud severa y fría, tajante incluso,se debía a la desaparición de su hijo,no a algo personal que tuviese contraella. Con todo, no podía evitar el levedesasosiego que crecía en su interior,en sus tripas, un rechazo ante alguienque parecía juzgarla.

—Soy una rastreadora —dijo sinencontrar un motivo para ocultar laverdad—. A veces cuando toco algopuedo...

—Sé lo que significa —la cortóTamara—. Y el Gris quiere queexamines a mi hijo. Ya puedesolvidarlo. Ningún desconocido va atocar a mi bebé y menos algúnmiembro de vuestro grupo.

Sara dio un paso en su dirección.—No entiendo esa actitud. —Sara

controló con esfuerzo su enfado parano subir la voz—. Estamos intentando

ayudarte. El Gris está arriesgando suvida, vino a esta casa con la únicaintención de devolverte a tu hijo. Y tú,en vez de mostrarte agradecida, nosdesprecias a todos, sin conocernossiquiera.

—No me hace falta conoceros —repuso Tamara sorprendentementecalmada—. Aunque a algunos losconozco más de lo que querría. Álex,por ejemplo, me dices que está aquípara ayudarme, pero... Ah, la cara quehas puesto demuestra que algo sísabes de él. Pues escúchame bien, loque tú sepas sobre Álex no es ni lamitad. No puedes comprender de loque es capaz y, si pretendes hacermecreer que ha venido a ayudarme, oeres estúpida o una ingenua.

Ya era la segunda vez que alguienadvertía a Sara sobre un miembro delgrupo. Y era obvio que tanto Tamaracomo Saúl tenían razones de sobra en

las que basar su opinión. Como poco,creían firmemente en lo que decían yno intentaban engañarla, sino en todocaso, advertirla.

—Luego está Plata —continuóTamara—. Le conocí después deempezar con el Gris, cuando era unhombre diferente, casi normal eincluso tenía sombra. Luego empeorómucho y fuimos al médico. Claro,¿qué podíamos hacer sin saber qué lepasaba? Yo creía que acompañaba ami novio a una consulta normal ycorriente. Le habían hecho un análisisde sangre y no sé qué otras pruebas.El médico, un hombre agradable conuna foto de su mujer y sus hijos sobrela mesa de su despacho, nos dijo queel Gris estaba bien, que de hecho teníala constitución perfecta para realizaruna prueba más que solo pasaban losmejores del mundo.

—¿Qué prueba?

—Ni idea, pero aquel médico tansimpático y corriente nos prometióque si el Gris superaba ese test,podría convertirse en un cazador dedragones.

—Era Plata —dijo rápidamenteSara.

—Así se conocieron ellos —confirmó Tamara—. Nos fuimosindignados de la consulta, pensandoque estaba loco, pero volvió con otrocuerpo. Por aquel entonces aúnintentábamos hacer una vida normal.Una noche vino a casa mi hermana consu marido a cenar y todo fue normalhasta que mi cuñado agarró uncuchillo y se lo lanzó al gatoasegurando que era una cría dedragón.

—Cielo santo. ¿Le dio?—Falló, pero destrozó media casa

hasta que le reducimos.

—Al menos no hubo daños —suspiró Sara.

—Los hubo. Mi cuñado tieneAlzheimer y mi hermana le cuidadesde hace años. Desde que Platasalió de su cuerpo, no paró dequejarse de unas jaquecas terribles.Los médicos nunca dieron con lacausa. Dos años después ya noreconocía a su mujer. Su hijo, misobrino, que nació dos meses mástarde, nunca ha oído a su padrellamarle por su nombre. Y esta es laparte suave de la historia. Hay muchomás. Así que no me cabe duda de quetú y ese niño no sois normales si vaiscon el Gris. Ese chico de aspectoinocente tiene que ser una buena piezaaunque yo desconozca el motivo. Y túno eres una excepción. Así que te lorepito: ninguno de vosotros va aacercarse a mi hijo.

—Entiendo lo que debes haber

sufrido...—¿En serio?—Nadie puede entenderlo, es

cierto. Pero Plata es completamentelibre, no es culpa del Gris que leacompañe. El Niño dice...

—¿El Niño lo dice? Empiezo acreer que de verdad eres una ingenua.Es la única explicación posible sipiensas que el Gris no consiente quePlata vaya con él. Podría evitarlo siquisiera. Pregúntate por qué no lohace. Y luego haz la misma preguntacontigo. Tu expresión es muyreveladora. Apuesto a que fue él quiente encontró a ti y no al revés.

—¿Tú sabes el motivo de que mebuscara? —preguntó Sara con un levetemblor.

—Lo sospecho.—Pero no me lo dirás.—Porque si acierto, no te gustaría

saberlo.

—¡Callaos de una vez, idiotas!Diego no habría reunido el valor

suficiente para desenterrar la cabezade los brazos de Ana y volverse si nohubiera reconocido la voz de sucompañero.

—¡Álex! ¡Maldito anormal!¿Sabes el susto que nos has dado?

La enfermera estaba pálida, nopodía hablar. Observaba a Álex, depie frente a la puerta del baño, comosi fuera un monstruo a punto dedevorarla, con los ojos y la bocaabiertos.

—Largaos de aquí de una vez,vamos.

Diego ayudó a Ana a levantarse

del suelo.—¿Eran tuyos los pasos que

escuchamos? Podías habernosavisado, casi nos morimos cuandoabriste la puerta.

—No eran mis pasos —dijo Álex—. Y no podía decirte nada para queno me oyeran.

—¿Quién? —Diego tuvo queapoyarse en la pared para no caer alsuelo, rendido por el peso de laenfermera, que, mareada, se dejabacargar sobre el Niño—. ¿Es Plata?¿Le has encontrado? Nosotros leestamos buscando.

—Plata no nos ha encerrado en lacasa. —Álex lanzó una mirada rápidaal pasillo—. Tengo que irme o leperderé. Encuentra a Plata, Niño.

—Espera, ¿a quién persigues?¿Quién nos ha hecho esto?

—Bruno, el marido de Tamara. Le

he visto alterar la casa. Tened cuidadocon él.

—No nos dejes solos…No acabó la frase porque Álex ya

se había marchado.

VERSÍCULO 9

—Te he oído.—No he hecho nada para ocultar

mi presencia —dijo el Gris entrandoen la cocina—. Baja los puños, no hevenido a pelear contigo.

Saúl los bajó, pero los mantuvocerrados. No relajó los músculos nidejó de mirar al Gris un instante,atento a cada movimiento que hacía,como alguien que está ante su enemigoy sabe que el enfrentamiento esinevitable.

—Te dejé bien claro que no quierotener nada que ver contigo.

—Lo entendí. —El Gris caminó encírculo, despreocupado, hasta quedar

de espaldas a Saúl. Se inclinó paraestudiar el suelo en el lugar dondeantes descansaba el cadáver de sucompañero—. Tienes el peso delcuerpo montado en la piernaizquierda, preparado para actuar. Nome has creído. Me tienes miedo.

—No vas a desconcertarmedándome la espalda —dijo Saúl—. Yyo no tengo miedo de nadie, muchomenos de ti.

—Sí, eso también encaja.El Gris se apoyó en la pared y

cruzó las manos sobre el pecho.—¿Con qué encaja? —preguntó

Saúl.—Con tu verdadera identidad —

contestó el Gris—. Esa que te hasmolestado tanto en esconder. Esevidente que sabes demasiado, nopuedes ser una persona corriente. Asíque estudié la runa de la puerta. A

Sara aún le falta experiencia. No sedio cuenta de que está emborronadaporque son dos runas. Alguien hagrabado una sobre la original. Y esehas sido tú.

—No sé quién crees que soy,rareza, pero ¿por qué iba a hacer algoasí? ¿Insinúas que intentaba ocultar laruna? ¿O impedir que saliéramos de lacasa?

—Es lo primero que pensé —admitió el Gris—. Pero estudié lostrazos. Intentabas deshacer la runaoriginal y no lo conseguiste. Nonecesitas mantener una expresión tanrígida, se me da muy mal descifrar elrostro de las personas.

—Por supuesto que traté de abrirla puerta. No sé dónde quieres llegar.¿Has deducido mi supuesta identidadsecreta porque quiero salir de estacasa?

—No. Ha sido por los

ingredientes que utilizaste paradibujar la runa —replicó el Gris—.Concretamente, ninguno. Solo hay dosclases de personas que pueden dibujarrunas sin ingredientes. La primera esun mago, pero es demasiado obvioque no eres uno de ellos.

—Pudo ser otro el que dibujó elsegundo símbolo…

—Ya has admitido que fuiste tú. Elsegundo tipo capaz de hacer eso es uncentinela. Eso es lo que eres, Saúl, loque también explica en cierto modo tuodio hacia mí y que sepas tanto sobrenosotros.

—No hace falta demasiado paraodiarte, solo conocerte un poco. Perohay varios errores en tu razonamiento.Un centinela no oculta su condición,tienen un código, y te puedo asegurarque informarían de la muerte de uncompañero, entre otras cosas.

—Conozco el código. Los ángeles

os utilizan para buscar las páginas dela Biblia de los Caídos y para borrarnuestro rastro, para que los humanosnormales y corrientes no sepan queexistimos. Así que solo hay unaexplicación: eres un repudiado.

Saúl abandonó la posturadefensiva y se relajó. Dejó caer losbrazos, colgando con las manosabiertas.

—No sabes tanto sobre centinelas.Los ángeles no despiden a un centinelasin más, no le dan una carta derecomendación para que busque otroempleo. Es más complicado.

—Los ejecutan, lo sé,generalmente otros centinelas. No eresel primer fugitivo que conozco, Saúl.Tú y tu amigo estabais huyendo.

Se miraron durante un tiempolargo. Ninguno de los dos varió supostura.

—Tú también sabes demasiado,pero te equivocas si crees que todoesto tiene algo que ver con nosotros.Esta casa se tragó al bebé antes de quellegáramos. Y a mi compañero no lemató otro centinela.

—Ya lo sé. Los otros fugitivos quehe conocido eran diferentes. Hacían loque fuera por mantenerse ocultos yodiaban a los ángeles y el código,aunque ninguno logró sobrevivirdemasiado tiempo. Pero tú nofuncionas de ese modo. Buscas laredención. Crees que puedes serreadmitido porque no has hecho nadamalo. Si no me equivoco, eras uncentinela de Mihr, el ángel que hadesaparecido. No tienes ni idea de porqué te ha pasado esto, pero todos losque dependíais de ese ángel estáis enbusca y captura. Y os quieren cogervivos, por eso sé que a tu amigo no lemató otro centinela.

—Es imposible que sepas tanto.Nadie conoce…

—Yo sé por qué Mihr desapareciósin decir nada. Y tú, también, solo queno quieres o no puedes aceptarlo.Mihr era un traidor y, lógicamente,todos sus centinelas están bajosospecha. No me gustaría estar en tupellejo cuando te atrapen.

—Te lo estás inventado. ¡Ningúnángel puede ser un traidor! —vociferóSaúl—. No sé qué ha pasado con Mihrporque nadie puede saberlo. No tecreo.

—Como quieras —dijo el Gris—.Pero verás que no tengo nada contra ti.La runa de la puerta es nueva. Nadiela conoce. Piensas, igual que yo, quequien la ha dibujado tiene una páginade la Biblia de los Caídos. Una quenunca se había descubierto hastaahora. Quieres recuperarla paraentregársela a los ángeles y limpiar tu

nombre.—Tú también la buscas. No me

insultes diciendo que has venido asalvar a tu antigua novia. Los demáspuede que se lo traguen, pero yo no.Quieres perdurar a pesar de no teneralma, algo bastante asqueroso, porcierto, y tu única posibilidad delograrlo reside en la Biblia de losCaídos.

—Si esa página existe y está enesta casa, te la entregaré. Yo nuncafalto a mi palabra.

—No. A mí no me engañas.—No me importa lo que pienses

de mí, pero me basta con que no meveas como a un rival. No interferiré entu búsqueda. Y solo te pido que nossaques de aquí. No creo que nadiepueda retener a un centinela.

—Ahora nos entendemos. Todaesta palabrería es solo para llegar a lo

que te preocupa, salvar tu existenciarepugnante. Estás loco si crees que teayudaré a ir por ahí haciendo tratoscon la gente. Me das asco, Gris, paramí alguien que no tiene alma ya estámuerto. Solo que en vez de pudrirte enun cementerio como te corresponde,puedes caminar y hablar. Tu tiempo seacaba y yo te veré agonizar hasta quete extingas definitivamente.

—Si eso es lo que quieres... Perosi encuentras una salida puedes ayudara los demás. Ellos no te delatarán, nosaben quién eres. Yo me quedarédentro, no temas.

—Tus amigos no son muchomejores que tú —soltó Saúlfrunciendo los labios—. Algunos deellos, al menos. Y no me fío de tupalabra. No hay nada que puedashacer para que cambie mi opiniónsobre ti.

—¿De dónde proviene ese odio

tan profundo? —preguntó el Gris—.No te he hecho nada, ¿o sí? ¿Cuál esel origen de ese rencor? Tu arroganciano te deja plantearte que podrías estarequivocado respecto a mí.

—¿Te haces el tonto conmigo?Has cometido el peor de los crímenes,Gris. —Saúl le señaló con el dedo,temblando de rabia—. Mataste a unángel, a Samael, y nada puedejustificarlo. ¡Nada! Limpiaré minombre mucho mejor si además de unapágina de la Biblia de los Caídos lesentrego tu cabeza.

Ana, tras varios minutos quieta,

abrió los ojos de golpe y aspiró unagran bocanada de aire, como sillevara todo ese tiempo conteniendo larespiración. Se levantó del suelo y

agarró a Diego por los hombros, quela observó muy asustado.

—Dime la verdad, Niño. Vamos amorir en esta maldita casa, ¿no?

—¿Qué? No, mujer, no. De esonada... ¡Ay! ¡Aaaaaaay!... Espera,puede que sí. Estamos bien jodidos,pero nada es seguro.

La enfermera le soltó y se encogió.Sollozó y se sorbió la nariz, a duraspenas podía contener el llanto.

—No quiero morir...—Eh, venga, vamos. —Diego le

dio un par de torpes palmadas en elhombro—. Tenemos una buenaoportunidad. Solo debemos encontrara Plata, en serio. Luego nos reunimoscon los demás y ya está. ¿Me estásoyendo? Hasta yo me lo creo. ¡Estoyconsolando a una persona que tienemiedo! Debo de estar madurando.

—Está bien —dijo al fin Ana—.

Vamos por ahí.—No. En la dirección contraria.—Pero Álex ha ido por ese lado.—Precisamente —dijo el Niño—.

Y está persiguiendo a Bruno, elresponsable de todo este lío. Que sepegue Álex con él. Nosotros vamos abuscar a Plata. Así nos alejamos lomáximo posible del peligro.

Recorrieron el pasillo casiabrazados. Por suerte, el corredor eraamplio y espacioso, y muy largo.Abrían las puertas que se encontraban,pero no entraban, sino que selimitaban a repasar las estanciasdesde la entrada. Pasaron por unahabitación para invitados, un cuarto delimpieza y lo que parecía una sala demúsica. No advirtieron nada inusual.Plata no aparecía por ninguna parte,así que prosiguieron la búsqueda.

—Esto es un poco raro, ¿no?

—¿El qué? —preguntó Ana.—Los juguetes de esta habitación

—señaló Diego. La estancia estabaabarrotada de todos los cacharrosimaginables con los que poderentretener a un hijo—. ¿No te extrañanada?

La enfermera siguió al Niño alinterior. Allí, entre tanto juguete, serespiraba una atmósfera agradable einocente.

—Son un poco complicados paraun bebé —dijo examinando unapizarra de dibujo—. ¿Te referías aeso?

—Bueno, eso también, aunquepodría ser que Tamara fuera unamadre muy previsora que quisieratenerlo todo preparado antes de que elnene crezca. Y la pasta no le falta, conla pedazo de choza que tiene. —Diegotropezó con una bicicleta—. Lochungo es que hay demasiadas

muñecas.—¿Y qué?—Pues que es un niño y esto

parece la habitación de una niña. ¡Sihasta es rosita! ¡Y una casa demuñecas! ¡No me jodas! Hay que serhortera. Me juego lo que sea a que hayuna Barbie por alguna parte.

—Oye, ¿todo esto nos ayuda aencontrar a Plata?

—Pues no mucho —admitióDiego, que rebuscaba en uno de losarmarios—. A menos que tenga undragón de peluche. Pero hay algomás... Tengo una sensación rara...Aquí hay algo, lo sé... Dios, qué ascome doy... No lo pillo. Seguro que elGris o Álex se darían cuenta, pero yosoy un tarugo.

—Déjalo ya. —Ana tiró de subrazo para obligarle a mirarla—. Oye,me da igual cómo eduque esa tía a su

hijo. Yo quiero irme. ¿Seguro quePlata podrá sacarnos?

—Es probable —contestó Diego,pensativo—. Y si no puede siempre esmejor tenerle cerca. Su mejorcualidad es la suerte. Tiene una potraque no veas.

—Pues vamos a encontrarle deuna vez. —Ana le hizo un gesto desdela puerta para que saliera de una vez.

—Tienes razón... ¡Espera! Ya lotengo. ¡Ven, corre!

—¿Qué haces? —preguntó ellaentrando de nuevo en la habitación.

—¿Cómo no se me había ocurridoantes?

El Niño alzó una silla pequeña decolor rojo, con las dos manos, porencima de su cabeza. Luego la estrellócontra el suelo.

—¿Te has vuelto loco? —seescandalizó la enfermera.

—¡Qué va! —Diego la miró muyexcitado—. Ya se cómo encontrar aPlata. Pásame otra silla.

No había nadie en el salón

principal de la casa. En un primerinstante, a Sara le sorprendió, peroluego agradeció tener algo de tiempopara asimilar todo lo que le habíandicho.

Se sentó en el sofá que estabapegado a la pared y soltó un largosuspiro. Se sentía tan cansada como sihubiera estado transportando piedrasde un lado a otro. Le asaltabanemociones contradictorias, dudaba,estaba confusa. Nunca antes habíavisto a Tamara o a Saúl, pero habíanlogrado que se planteara con quiénestaba compartiendo su nueva vida. El

Niño era el peor de todos, le habíaasegurado Saúl, un desconocido, unhombre que sabía mucho más que ella,una novata. Y luego Tamara habíainsinuado que el Gris tenía un motivopara que ella formara parte del grupo,igual que Plata, un motivo que le habíaocultado.

Deseaba con todas sus fuerzas quetodo aquello fuese mentira, que fueraninvenciones, pero ¿con qué propósitoiban a disponerla contra suscompañeros? A Sara no se le ocurríaninguno. Y necesitaba encontrar dos,ya que eran dos personas muydiferentes las que le habían advertido.¿Qué ganaban haciéndola creer algoque no era cierto? Por otro lado, ¿quésabía ella de sus nuevos compañeros?Bien poco. Era todo muy confuso...

—¿Te encuentras bien?Sara se enderezó en el sillón y

volvió la cabeza hacia la entrada.

—No te había oído llegar, Gris —dijo ella—. Solo estoy un pococansada.

El Gris se sentó a su lado. Enrealidad se dejó caer en el sofá yapoyó la espalda. No era una posturapropia de él. La pierna derecha deSara quedó parcialmente cubierta porla gabardina negra. Estaba fría.

—¿Qué hay del bebé?—No he podido ni tocarle —

explicó Sara—. Tamara no me dejaacercarme a él. No... No quiere queninguno de nosotros...

—Sé lo que piensa. Creía que túpodrías convencerla.

—Por eso me enviaste, queríasque le hablara bien de ti. El Niñohabría soltado cualquier burrada consu lengua descontrolada. Pero yo...

—Nadie más tiene una buenaopinión de mí, Sara, pero veo que

tampoco tú crees ya en mí. Dices queno soy un monstruo pero no eres capazde demostrárselo a nadie. Es muycomplicado sonar convincente si tú note lo crees.

—¿Me culpas a mí de que Tamarano confíe en ti? Ella te conoce muchomejor que yo.

—No te culpo de nada. Yo soy elúnico responsable. Y lo creas o no, tuopinión es la que más me importa detodas.

Esa afirmación desarmó a larastreadora, que no se la esperaba. Lecostó sostener aquella mirada triste yapagada que proyectaba el par de ojosgrises que tenía delante, dos esferasdel color de la ceniza, sin brillo,hermosas de un modo poco habitual.

—Tengo la sensación de que notomas en cuenta mis consejos.

—Porque no puedo, no siempre.

Hay decisiones que debo tomar, notengo otra elección. Pero eso nosignifica que no los necesite para noolvidar lo que de verdad importa.

—Yo... La convenceré. Déjameintentarlo.

—No tenemos tiempo. —Algocambió en los ojos del Gris. Sara notóque de repente estaban más lejos, sinque ninguno de los dos se hubieramovido. El momento anterior, en elque se había sentido tan cerca de él,se había esfumado—. El bebé es laclave de todo. Se lo quitaré para quepuedas rastrearlo.

—No puedes decirlo en serio —seespantó Sara—. Si de verdad teimporta algo mi opinión, ayúdame aentenderlo. Tiene que haber otrasolución. ¿Por qué has venido, Gris?¿Qué pasó entre vosotros?

—He venido porque estoy endeuda con ella.

Sara le invitó a seguir hablandocon un ademán

—Al principio yo era casinormal...

—Sí, algo me explicó ella alrespecto.

—Luego vino el dolor. Empezó enel pecho, un dolor frío, desgarrador,que se extendió por todo mi cuerpo.Me costaba moverme y respirar...Cuando llegó a mi cabeza creí que nolo podría soportar. Nada conseguíacalmarme, no podía dormir... Llegué aestar desesperado... y comencé unacadena de errores... Encontré ciertoalivio en las drogas, un tiempo almenos, hasta que el dolor volvió,mucho más fuerte. Ella no meabandonó, estuvo a mi lado siempre.Yo pensaba que iba a morir, que soloera cuestión de días. Por aquelentonces ya había perdido mi sombray había conocido a Plata.

—También me contó esa parte.Sigue, por favor.

—Los dos teníamos claro que miproblema no encontraría solución enla medicina convencional. Entonces,una mujer nos habló de una solución.No se trataba de algo permanente,pero ganaría tiempo. Me enseñó atomar prestada el alma de otrapersona.

—¿Quién era esa mujer?—Un demonio. Nadie más sabe

tratar con las almas. Supongo que fuemi instinto de supervivencia el que meempujó a intentarlo, porque el dolorera tan fuerte que no me dejabapensar. Así que lo hice, tomé el almade otro hombre, o por lo menos lointenté.

—¿Qué quieres decir?—El hombre murió. Le maté yo al

grabarle la runa. No es sencillo

dibujar una runa de esa clase, y yo nolo había hecho nunca. Fue la primerapersona que he matado desde quetengo memoria. Y yo iba a seguir suspasos porque estaba agotado. Mitiempo se había terminado. Recuerdoque pensé que era lo mejor. PeroTamara no me dejó rendirme y yoaccedí a intentarlo de nuevo, por ella.Y por ella cometí el mayor error detodos.

—¿Qué error? Sigue. Continúascon vida, así que tuvo que salir bien.

—Solo había otra alma quepudiera tomar en aquel momento. —Sara se encogió involuntariamente alcomprender que Tamara habíaofrecido su alma—. Cuando se ladevolví, después de habermeconfesado, tardó dos días endespertarse. Y cuando se despertóestuvo muy enferma durante casi unmes.

—Pero se curó, así que aún no loentiendo. Ella te ofreció su alma parasalvarte y lo consiguió. ¿Qué pasódespués? El Niño me dijo que metistela pata terriblemente, algo que lecontaste en el metro, ya sabes loindiscreto que es. ¿Qué hiciste?

—Ella no me dejó, Sara. Fui yo.La abandoné sin decir una palabra.

—Entonces no me extraña que teodie. Después de semejante sacrificio,se lo pagas así.

—Su alma fue la primera quetomé. No quería robarle nada más y nopodía darle lo que ella más quería.

—¿Una vida normal? A lo mejorella hubiera preferido estar contigo. Sila abandonaste, no la dejaste elegir.Era su decisión, pero tú la tomaste porella. Maldita sea, Gris, ¿cuándoaprenderás que hay gente que no te vecomo un monstruo, que quiere estar atu lado?

—No se trata de eso. Hay cosasmucho más importantes que yo.

—Ella estaba enamorada de ti. Nohay nada más importante.

—Lo hay.—¿El qué? ¿Qué es lo que no

podías darle?—Un hijo —contestó el Gris—.

Soy estéril, Sara, no puedo... crearvida.

Ana tosía cada vez más. Se cubría

la boca y la nariz con la mano, pero noservía de mucho.

—¡Vamos a incendiar toda la casa!—exclamó—. ¡Tenemos que apagarlo!

Las llamas crecían en el centro dela habitación, se multiplicaban.

—Todavía no —protestó el Niño—. Aguanta un poco.

Diego rompió otra silla infantilcontra el suelo.

—¡No eches más madera!—Tú controla con el extintor.El humo cada vez era más denso,

salía de la habitación y se extendíapor el pasillo.

—¿Aún no podemos apagarlo? —preguntó la enfermera sin esconder supreocupación.

—Solo un poco más…—¡Ahí estás, reptil del infierno!

—rugió una voz desde el pasillo—.¡Te encontré!

—¡Ahora! —gritó el Niño—.¡Apágalo!

La espuma del extintor hizo sutrabajo con rapidez. Ana roció la pilade sillas destrozadas que habían usado

para encender el fuego. Las llamas seextinguieron, aunque el humo no sedispersó inmediatamente.

Por el pasillo avanzaba Plata,chirriando, impulsando la silla deruedas con una mano mientras sosteníauna fregona con la otra, en posiciónhorizontal a modo de lanza.

—¡Niño! ¡Apartaos!Diego se echó a un lado con

ademán cansado, esperópacientemente a que la silla de ruedasle rebasara y la agarró por detrás,deteniéndola en seco.

—Tranquilo, tío. No hay ningúndragón. —Diego miró a Ana y leguiñó un ojo—. Te dije quefuncionaría.

—¿Se ha escapado? —preguntóPlata removiéndose en la silla—. Espor esta montura. ¡No puedo llegar atiempo con este cacharro!

Descargó un puñetazo sobre elreposabrazos. Ana le indicó al Niñocon un gesto que Plata estaba loco.Diego sonrió y asintió.

—Por suerte no estamosquemados, Plata, relájate. Y novuelvas a irte por ahí de caza, mamón,que nos ha costado un huevoencontrarte.

—¿Podemos volver ya con losdemás? —preguntó Ana.

—Desde luego, querida —contestó Plata—. No puedo consentirque os pase nada.

Los tres emprendieron la marchade regreso al salón.

—Oye, Plata —dijo el Niño—.¿Conoces esta casa?

—Conozco todos los cubiles dedragones que existen.

—Ya, ya, menuda pieza estás túhecho. Escúchame bien, yo he estado

en esa habitación y es de una niñamayor. Y si no me estoy volviendoloco, este cubil está cambiando,imitando el de Mario Tancredo.

—¿No lo sabías? —Plata arqueólas cejas—. Es bastante evidente…

—¿Quién es ese Mario Tancredo?—preguntó Ana.

—Un cerdo, un corrupto —respondió el Niño—. Esa habitaciónera de su hija, otra pieza de cuidado.Tenemos que avisar al Gris de queBruno tiene alguna relación conMario. Está cambiando la casa paraque coincida con la del corrupto.

—¿Y eso es malo?—Es una larga historia, créeme,

pero te aseguro que no es nada bueno.Bruno nos ha engañado a todos.

VERSÍCULO 10

—Silencio —ordenó el Gris—.Alguien viene.

Sara también se volvió hacia lapuerta, conteniendo el aliento sindarse cuenta mientras se acercaban laspisadas. Soltó el aire al reconocer aBruno entrando en el salón.

—Mi hijo, ¿dónde está? ¡Quieroverlo!

La angustia se reflejaba en surostro y en el movimiento aceleradode sus manos. Resoplaba como sihubiera corrido varios kilómetros.

—Está perfectamente —le informóSara—. Lo encontramos en...

—¿Cómo sabías que ha aparecido

el bebé? —preguntó el Gris.La rastreadora se quedó muda por

su falta de tacto. Un padre quería ver asu hijo desaparecido y al Gris no se leocurría otra cosa que interrogarle.Bruno le midió con una miradafuriosa.

—Me lo ha dicho el Niño. Me loencontré en la segunda planta, creoque estaba buscando al de la silla deruedas. ¡Y ahora, si no te importa, megustaría ver a mi hijo!

El Gris no dijo nada. Larastreadora vio el cambio en sus ojos.Ya no era el hombre que hacía unosinstantes se había abierto un poco y lehabía contado su pasado. De nuevo semostraba frío y distante.

—Está con Tamara —intervinoSara—. En su cuarto, no te preocupes.

—Voy a verle ahora mismo —dijoBruno.

Caminaba deprisa, pero lesiguieron de cerca.

—Tu casa nos ha encerrado —señaló el Gris mientras subían lasescaleras—. ¿Dónde te habíasmetido?

—¿Tú qué crees? —soltó Brunosin volverse—. Estaba buscando a mihijo. Ya te dije que esta casa estáencantada.

El Gris no lo negó, como temíaSara. Siguieron en silencio hasta elsegundo piso y tomaron un pasillohasta la segunda puerta a la derecha.Bruno entró sin llamar.

Tamara se enderezó en lamecedora y parpadeó varias veces.Parecía que le costaba enfocar, comosi se hubiera quedado dormida. Brunose acercó a su mujer deprisa. Ella leabrazó, del cuello, entrelazó susmanos mientras se le escapaba unsollozo, acercó los labios para

besarle. Él se apartó.—David. ¿Dónde está?—En la cuna. —Tamara lo señaló

con el dedo.Bruno llegó en dos zancadas

largas, tomó al niño entre sus brazos ylo besó. El bebé se despertólentamente, agitando los brazos. Elpadre y el hijo enseguida estuvieronarropados por los brazos de la madre,que daba gracias con la voz quebrada.

—Ya estamos juntos… No nosvolveremos a separar…

El Gris contemplaba a la familiadesde la puerta, con la cabezalevemente inclinada, inmóvil.

—Yo no debería estar aquí —susurró.

Sara puso la mano sobre suhombro.

—Ninguno de los dos deberíamos

—repuso ella—. Dejémosles solos.—Mira lo que tengo —dijo Bruno

—. ¿Te gusta? Es un sonajero, David.Mira cómo suena… —le oyeron decira Bruno justo antes de cerrar la puerta.

Sara no sabía qué hacer o decircuando estuvieron en el pasillo. ElGris acababa de presenciar lo quepodría haber sido su vida si hubierasido capaz de tener hijos y formar unafamilia. La rastreadora dudaba sihablar de ello era lo que le convenía onecesitaba, o si eso le causaría másdolor.

—Sospechas de Bruno, ¿verdad?—dijo ella tras varios minutos desilencio.

—Sospecho.—Nos pediste a Álex y a mí que

le vigiláramos en el cementerio,cuando vino pidiendo ayuda…

—Ya no importa. Salgamos de

esta casa. Vamos a buscar a losdemás.

Sara vio con claridad que él noquería hablar del asunto. Le siguió ensilencio escaleras abajo, hasta que elGris se detuvo en el vestíbulo.

—Algo ha cambiado —observó.Ella estaba tan pendiente de él,

que ni se había fijado. Miró alrededorcon atención.

—¿Es más grande que antes?—Y me resulta familiar.—A ti también debería sonarte

este sitio, Sara —dijo Álexapareciendo por una puerta—. Gris,tenemos que actuar deprisa…

—¿Has encontrado una salida?—No. Pero sé quién es el

responsable. Tenemos que encontrar aBruno. Va a desear no haber nacidocuando le ponga las manos encima.

El Gris endureció el rostro y giróbruscamente la cabeza. A larastreadora se le aceleró el corazón.

—¿Bruno? ¿Estás seguro?—Le he visto alterar la planta de

arriba. Casi le atrapo, pero el Niñome distrajo y… ¡Gris! ¿Dónde vas?

—Bruno está con Tamara y con elbebé —explicó Sara mientras corríantras el Gris—. Acabamos de dejarlessolos.

—Idiotas —murmuró Álex.Llegaron de nuevo a la habitación

en el momento en que el Grisderribaba la puerta de una patada.Tamara yacía en la mecedora en unapostura incómoda. No se veía a nadiemás. En medio segundo el Gris estabaarrodillado junto a ella.

—Está viva. Respira.—¡Aquí no hay nadie más! —

exclamó Sara.

El Gris no dio muestras de oírla.Tocaba el rostro de Tamara condelicadeza, la acariciaba. Después lazarandeó por los hombros. Tamara sedespertó sobresaltada y asustada.Miró al Gris confundida.

—¿Qué ha pasado?—Tu marido ha desaparecido.—¡David! ¡Mi bebé!—Está en la cuna —dijo Álex—.

Duerme.—¿Qué diablos está pasando

aquí? —preguntó Sara haciéndose aun lado para que Tamara pudierallegar hasta la cuna.

—Aún no lo sé —admitió el Gris—. Pero tengo la sensación de queBruno está jugando con nosotros. Y lova a lamentar.

—Tira, joder —murmuró Diego

entre dientes—. Que lo estoy haciendoyo todo.

—No, tira tú —repuso Ana conidéntico esfuerzo—. Hacia arriba nosale.

Él empujaba la silla de ruedas,que se había quedado atascada en lacurva de la escalera. Ella tiraba delrespaldo. Los dos sudaban, pero lasilla no se movía.

—Deberíamos dejarle aquí —jadeó el Niño apoyando las manos enlas rodillas.

—Desde luego no se enteraría denada. —Ana miró con una mezcla desorpresa y desprecio a Plata, quedescansaba sobre la silla con la bocaabierta—. ¿Cómo puede quedarse

dormido en estas circunstancias?—Lo hace a menudo. Si un día

encuentra un dragón de verdad se locomerá mientras él duerme.

Plata soltó un ronquido largo ygrave, que imitaba a la perfección unrebuzno afónico. Se movió paraacomodarse, cambió de lado ymurmuró algo así como «a la carga».La silla se inclinó y cayó al suelo.

—Lo que faltaba.—Al menos se ha desencajado la

rueda.—¡Y el tío sigue durmiendo!Plata tampoco se despertó

mientras le levantaban, lo que les dejóa los dos extenuados y sudorosos.Tuvieron que sentarse unos minutospara recobrarse. Bajar el resto de lasescaleras resultó algo más sencillo,una vez que cuidaron de que lasruedas no se encajaran con la

barandilla.—Bien, ahora... Por ahí —señaló

Diego—. No, un momento, vamos a lacocina.

—¿No puedes esperar a comeralgo luego?

—Es una idea que he tenido. Siese bastardo de Bruno está copiandola casa del corrupto puede queencontremos una salida. La última vezque estuve allí, la ventana y parte dela pared estaban destrozadas.

—¿Qué pasó?—Ummm... Una niña de ocho años

lanzó una nevera y se lo cargó todo.—Vale que pasen cosas raras

aquí... —dijo la enfermera—. Pero nosueltes trolas.

—Te aseguro que yo no miento —suspiró el Niño—. Ya me gustaría...Bueno, eso es lo de menos. Está aquíal lado, vamos a echar un vistazo. Y

total con este no vamos a pasardesapercibidos.

Se refería a los ronquidos de Platay al chirrido de la silla, que lesacompañaron durante el corto trayectoa la cocina. Dejaron la silla de ruedasfuera, apoyada contra la pared.

—Si alguien intenta llevárselo,oiremos la rueda rechinar —dijo laenfermera.

A Diego le convenció elrazonamiento. Entraron.

Tal y como había anticipado elNiño, la cocina había cambiado. Losmuebles eran más bonitos, de diseño,tan limpios que brillaban. La neveraestaba donde le correspondía. Y nohabía ningún desperfecto en la paredni en la ventana.

Lo que sí había era un hombre enel centro de la estancia,balanceándose, colgado de una cuerda

que descendía desde el techo, con lacabeza apoyada sobre el hombro. Lasmanos, ligeramente moradas, colgabaninertes.

—¡Otro fiambre! —exclamó elNiño—. ¿Qué está pasando en estacasa de los cojones? ¡Que alguien melo explique! ¡Eh! ¿Pero qué haces?¡No lo toques!

Ana ya había rodeado el cadáverpara situarse frente él. Alzó la cabezay contempló el rostro con una mueca.

—Ven aquí.—¿Por qué? Yo paso de tocarlo.—Porque tu teoría sobre la casa

es basura.La curiosidad venció al miedo y al

asco, y Diego se acercó para estudiarla cara del muerto.

—Cada vez entiendo menos —murmuró—. ¿Por qué se ha suicidadoBruno?

VERSÍCULO 11

—Agu... da, us...—Alejaos del bebé —dijo el

Gris.El pequeño David sonrió como si

hubiera entendido la orden y estuvieraconforme con que nadie le molestara.Continuó jugando en su cuna con unoso de peluche, revolcándose entre lassábanas.

—Tío, ahora que la mamá estádesmayada es el momento de examinaral mocoso —dijo el Niño—. Nosabemos cuánto le durará el shock,pero se va a despertar de muy malaleche después de haber visto a sumarido ahorcado, ¿no crees? Y noveas cómo se las gasta, macho, sé que

era tu novia, pero es cosa fina.—El Niño tiene razón, Gris —le

secundó Álex—. No vamos a hacerlenada malo al bebé, pero para salir deaquí debemos averiguar qué pinta entodo esto. Lo hacemos por nosotrostanto como por ella. Tamara loentenderá.

—Nadie va a tocar al bebé —repitió el Gris.

Estaba apoyado en la pared, en elextremo opuesto a donde seencontraba la cuna, pero aun así nadiese movió ni intentó llegar hasta elpequeño David.

—¿Por qué no quieres que leechemos un vistazo, Gris? —preguntóSara.

—Porque Tamara lo prohibió, poreso. Encontraremos la forma de salirsin usar al bebé. Si cuando sedespierte nos da su permiso, entonces

lo haremos. No quiero discutir mássobre esto. Si alguien tiene algunaobjeción, que se la guarde, o que sevaya, me da lo mismo. ¿Podéisasegurarme que examinando al bebédaremos con la salida? No, no podéis.Así que vamos a centrarnos en lo quesabemos.

—No estás siendo racional. —Álex miró al Gris muy serio—. Noestamos ante un problema trivial. Yahan muerto dos personas. No tengotiempo para tus pudores, ¿me oyes? Alo mejor quieres demostrar que sítienes sentimientos o quizá estás malde la cabeza, me da lo mismo, pero ome das una buena razón o voy a hacerlo que sea necesario para solucionarel problema. Y no voy a consentir queuna mujer desequilibrada por lamuerte de su marido decida nuestrasuerte.

—Álex, creo que has olvidado

quién eres y cuál es tu posición. —ElGris se separó de la pared—. Tal vezsea el momento de que te lorecuerde...

—Eh, eh, eeeeeh... Ya vale,machitos. —Diego, de un salto, secolocó entre ellos—. ¿De qué vais?Vaya par de gilipollas estáis hechos.No soporto cuando os ponéis así. Medan ganas de pirarme, pero no puedo,claro. —El Gris regresó a su posiciónoriginal, apoyado en la pared. Álexretrocedió a una esquina—. Eso estámejor, pero tenemos que hablar.Empezaré yo, porque los ánimos estánun poco calientes. A ver, todoscreímos que Bruno era el culpable,pero la cagamos. Y la cagamos bien.Alguien se ha cepillado a Bruno y alotro pollo, al menda ese tan tocho queestaba muerto antes de quellegáramos. Tenemos que encontrarley darle caña. Y yo creo que estábastante claro que tiene que ser un

demonio, ¿no?—¿Cómo estás tan seguro? —

quiso saber Sara.—Porque está imitando la casa de

Mario Tancredo, joder, es evidente.¿Se te olvidó que allí trincamos a undemonio? Esto es una venganza.Además, el cerdo de Mario ya habíahecho tratos con demonios antes.

—Algo no encaja —objetó Álex—. Los demonios suelen matar de unmodo mucho más violento y estoscadáveres no tienen signos deviolencia. Han muerto del mismomodo y en el mismo lugar, como unritual.

—Se han suicidado —intervinoAna, que hasta ese momento estabaarrodillada junto al sofá donde yacíaTamara, atendiéndola—. Nadie se hacargado a esos dos. Yo encontré elcadáver de Bruno con el Niño. En lacocina no había ni un plato roto. Es

imposible que se hubieran peleadocon un asesino. Se ahorcó.

—Entonces estamos peor que alprincipio —opinó Sara, mirando a laenfermera—. Porque no tenemos niidea de por qué lo hicieron, si es quede verdad se suicidaron. Yo herastreado a Bruno y hay algo raro. Noveo nada del día de hoy. Su últimorastro es de ayer. Tuvo una discusióncon Tamara porque había ido a laiglesia a pedir ayuda al Gris y ella noquería que le llamara. Él estaba muyfrustrado porque no había obtenidorespuesta. Todo lo que he visto es unpadre preocupado por su hijo, nadaque le relacione con Mario o con undemonio. Un hombre normal ycorriente.

—Excepto en el día de hoy —apuntó Álex—. En el que noencuentras ningún rastro y por tanto nonos sirves de nada.

—¿Y de qué sirves tú?—Cuidado que empezamos de

nuevo con los líos —advirtió Diego—. A ver esta teoría qué tal. Hayalguien más que puede habersecargado a esos dos. Lo siento, es queno me trago lo del suicidio. ¿Qué talSaúl? Ese enano arrogante no nostiene ningún aprecio. Y ni siquiera semolesta en disimularlo, el mamón. Nole ha hecho gracia que vengamos y hamatado a Bruno por traernos.

—¿Y por qué no nos ha matado anosotros? —sugirió Sara.

—Seguramente piensa hacerlo —dijo el Niño.

—Dejando a un lado que es unteoría demasiado simple —dijo Álex—, seguimos sin saber cómo halogrado colgarles de una soga sindejar signos de violencia. Y la mismasoga para los dos. Tampoco entiendoque matara a su compañero.

—A lo mejor se pelearon por lapágina de la Biblia de los Caídos —insistió Diego—. No hay nadie másque pueda haberlo hecho.

—Saúl no ha sido —aseguró elGris, tajante.

—¿Cómo lo sabes?—Lo sé.—Niño —intervino Álex—. ¿Qué

dijo Plata cuando encontrasteis elcadáver?

—¿Plata? Nada, estaba dormido,como ahora. Ahí le tienes, roncandocomo si nada.

Antes de que nadie dijera nadamás, Saúl entró en el salón, silbandodespreocupadamente. Llevaba lasmanos a la espalda, no miraba a nadieen particular, a pesar de que todos losojos se clavaron en élautomáticamente. Se tumbó en un sofáque estaba libre, junto al de Tamara,

puso las manos detrás de la cabeza ycruzó las piernas. Silbó uno melodíamás rápida y alegre.

—¿Y este de qué va?—Cállate, Niño —gruñó Álex y se

dirigió a Saúl—: Tú, será mejor quedejes la música y te expliques.

Saúl dejó de silbar, pero siguiómirando al techo.

—No sé si debería —dijo,distraído—. Después de escucharvuestra conversación, no entiendocómo seguís vivos. Cuesta creer quese os conozca por ser un grupo que seencarga de resolver lo que otros nopueden. A mí me parecéis bastanteestúpidos. Sobre todo el niñato. Noresolvería ni un puzle de dos piezas.

Diego se encendió. La carapalideció de rabia en un instante. Sarale sujetó y le tapó la boca, segura deque iba a cometer alguna locura.

—Si sabes cómo salir de aquídeberías decirlo —le aconsejó larastreadora mirando a Álex—.Estamos todos muy nerviosos y no esmomento para enfrentamientos.

—Se nota —dijo Saúl—. Pues sí,sé lo que tenemos qué hacer para salir.Y vosotros también lo sabríais siusarais el cerebro. No es complicadode deducir.

—Pues dilo. ¿Qué tenemos quehacer?

—Nada. Esperar, contar chistes,pasar el rato. Iba a sugerir quecantáramos unas canciones, pero alguaperas no parece gustarle la música.

—No sabe nada —escupió Álex.—Qué curioso... Pensaba que tú

eras el más listo del grupo. —Saúl seincorporó hasta quedar sentado—.Estáis asustados porque no tenéis niidea, pero tranquilos, dentro de un

rato la puerta de la casa se va a abrirsola.

—De modo que debemosquedarnos aquí sin hacer nada.

—Es lo que os conviene.—Yo también encuentro curioso

que alguien que presume deinteligencia nos pida que nosquedemos quietos sin ofrecer unaexplicación —dijo Álex—. ¿Quéharía un tipo tan listo como tú ennuestro lugar? Yo creo que pensaríaque quieres que nos quedemos aquí. Yvería lógico desconfiar de quien no telo cuenta todo. Debes de tener unarazón y no creo que nos guste.

—Oh, vaya si la tengo... Voy adivertirme con esto.

—Lo dudo mucho —dijo Álex—.Si puedes abrir esa puerta es mejorque lo hagas ahora mismo o el que seva a divertir contigo soy yo.

Saúl le miró y sonrió. No semostró asustado en absoluto.

—Tranquilo, tipo duro. Medivertiré más si os lo cuento. Dehecho, quiero ver vuestra cara. Y porcierto, no, no puedo abrir la puerta,pero como ya he dicho se abrirá sola.En cuanto uno de vosotros muera.

—¿Quién?—¿No es obvio? —Saúl volvió el

rostro hacia Sara—. La rastreadora hadicho que Bruno está limpio, que nopude ver ningún rastro desde ayer.Algo cambió en el día de hoy. Micompañero lo descubrió y por eso lemataron.

—O se suicidó —apuntó Álex.—No lo creo. Y tú tampoco. Pero

déjame continuar, luego rebates miteoría si puedes. Nuestro asesinoraptó a un bebé, luego llegasteisvosotros y el bebé apareció, ileso, y

la casa se cerró.—Es una trampa.—Evidentemente —siguió Saúl—.

El malo utilizó a Bruno para atraeros.No puedo estar seguro pero apuesto aque le chantajeó, le dijo que mataría asu hijo si no os metía en la casa. Elasesino cumplió y le devolvió al bebé,pero supongo que Bruno iba a contarlotodo y por eso le mató. A ver si ahorapodéis seguir sin mi ayuda. ¿Por quéutilizar a esta familia? ¿Qué relaciónguarda con el mundo oculto? —Uno auno todos se volvieron hacia el Gris—. Veis cómo no era tancomplicado...

—¡Quería encerrar al Gris! —exclamó Diego—. Ha utilizado aTamara porque sabía que el Grisvendría en cuanto se enterara.

El Gris no dijo nada, tenía losojos fijos en el bebé.

—Pero, ¿qué quiere de él? —preguntó Sara.

—Matarle —respondió Álex.—Excelente deducción —

aplaudió Saúl—. Y lo va a conseguirde la forma más sencilla del mundo.Sin tocarle siquiera. Solo va a evitarque se confiese, con retenerle aquí essuficiente. Una trampa muy elegante.—Se tumbó de nuevo—. ¿Cuántotiempo te queda, Gris?

El Gris parpadeó, fue el únicomovimiento perceptible.

—Poco —dijo en un susurro—.Muy poco.

El Niño corrió a su lado, le abrazóy apretó fuerte.

—¿Es eso cierto? —Tamaraestaba sentada en el sofá, miraba alGris con violencia—. Dime que no esverdad. —Señaló al Gris con un dedotembloroso—. ¡Dime que no han

matado a mi marido por tu culpa!El Gris se liberó del abrazo del

Niño, apenas sostuvo la mirada deTamara un segundo. Luego, con lacabeza ligeramente inclinada,abandonó la estancia.

—¿Qué haces aquí? —preguntó

Álex.El Gris estaba en cuclillas, al

amparo de las sombras, en unaesquina del dormitorio principal. Álexsabía que evitaba mirarle a los ojosdirectamente.

—Quiero estar solo.—El Niño y Sara están buscando

al asesino —le informó Álex—. Y yotambién. Vamos a encontrarle y tesacaremos de aquí. No me fío de Saúl.

Tienes que hablar con él.—Saúl no tiene nada que ver. Lo

que ha dicho concuerda.—Pídele que nos ayude a

encontrar al responsable…—No lo hará. Saúl es un centinela

fugitivo —dijo el Gris—. Como creeque me cargué al ángel, me quieremuerto. Igual que tú. Igual que todos,por lo visto. ¿Sabes una cosa, Álex?Estoy harto de vosotros. ¡Y del mundoentero! Déjame en paz. No tengoninguna gana de hablar contigo.

—¿Quieres aprender o no? Pues

no mires, tía. Un poco de paciencia.—Vale… Lo encontraremos,

¿verdad, Niño? Al asesino, digo. Ysalvaremos al Gris, ¿a que sí?

—Sara, se supone que tú eres lapositiva. Si me haces dudar, me cagoen los pantalones. Así que no vuelvasa…

—Lo encontraremos.—Mejor. Bien..., esto ya está. Ya

puedes mirar.—Parece una runa muy sencilla.

¿Qué hace? ¿Solo eso? ¿Un ruidito denada?

—Pero tía, es muy chulo. Dale túcon la estaca... Ahí no, en el centro.Mola, es un fa sostenido, por cierto.

—¿Es que vamos a hacer unpiano?

—Muy graciosa. Ahora píntala tú,listilla, al lado de la mía. Fíjate bien,copia los trazos hasta que seaidéntica. Y dale caña, que no tenemostodo el día... Uf, menudo churro.Anda, empieza de nuevo. Sostienes laestaca desde la base, así es muy

complicado…—Me estás poniendo nerviosa,

Niño.—Perdón.—Ya está.—Tiene buena pinta. Pero no la

has probado. Dale con la estaca a vercómo suena… ¡Ja! Vaya chasco, ¿eh?

—¿Qué he hecho mal? Yo la veoidéntica a la tuya. ¿Tengo que golpearen otra parte de la runa?

—No, no. Le estás atizando bien.El problema es que la runa está maldibujada. Estate quieta un momento yte lo explicaré. Y deja de mirarla,préstame atención. Eres muyimpaciente, Sara. Veamos, la runa estáperfecta, como has dicho. No creo quenadie pudiera distinguirlas si lasexaminara. La diferencia está en cómola he pintado. ¿Por qué crees que no tedejaba mirar mientras dibujaba? Tú

has empezado por el círculo exterior,que es lo más intuitivo, luego te hascurrado los trazos del centro. Prueba ahacerlo al revés. Espera, que te lanzasa lo loco. Usa la otra mano, laizquierda.

—Es que soy diestra.—Pues más te vale coger algo de

soltura con la izquierda. Y noprotestes, que esta runa está chupada.Venga, dale... No está mal... Esa línea,repítela... Eeeeso es. Ahora dale en elmedio.

—¡Suena! ¡Lo he conseguido!—Te lo dije.—Es alucinante. Entonces no basta

con saberse el dibujo, hay quememorizar cómo se hace.

—Ya te digo. Por eso me aburre elrollo de las runas. Así es cómo losbrujos protegen sus secretos. Si no,cualquiera podría reproducir sus runas

y ver qué efectos causan.—¿Y no es posible conseguirlo a

base de probar?—Tal vez se podría con las más

simples, pero te aseguro que esimposible con las que son un pocoelaboradas. Además, las variacionesson infinitas, no solo el orden de lostrazos. Algunas requieren esperar untiempo determinado entre una línea yotra, o dibujarse con las dos manos.Otras runas solo se pueden grabar enun momento concreto del día, oincluso durante una estación del año.También las hay que solo las puedendibujar mujeres.

—Impresionante.—Hay una teoría que dice que las

más potentes solo las pueden dibujarniños, por eso no hay brujos con másde dieciséis años. Creo que hayalguna runa que es una pasada y solose puede grabar una vez en la vida.

Hay ingredientes especiales. Miles devariaciones, por ejemplo, si estiras lalínea del centro en la que has dibujadocambia la nota que produce cuandogolpeas la runa. Vamos que podríamosestar estudiándolas toda la vida y solosabríamos una pizca del potencial queencierran.

—Y vienen de la Biblia de losCaídos, ¿no? Allí están explicadastodas y cada una de ellas.

—Se te hace la boca agua, Sara.Sí, esa es la teoría, por eso todoquisqui busca las páginas de marras.Y hay algo más en ese libro, unsecreto del copón. Pero no me enrollo,que aún falta lo mejor. Atiende. Estaruna la voy a pintar yo. Ve tomandonota. A lo mejor deberías hacerte tupropio libro de runas, como el quetiene el Gris, claro que él puedellevarlo en su gabardina sin que senote ni le pese. Bueno, ya está, ¿qué te

parece?—Bastante fea. ¿Qué hace?—Písala.—¿Reacciona al peso? Solo veo

que los trazos se iluminan, no entiendosu utilidad.

—Ahora lo entenderás, tía. Miraesto, que es la pera. Ahora dibujo unalínea por aquí, un círculo… ¿O era alrevés? ¡Asco de runas, de verdad! Ah,ya lo tengo. Falta esta parte… y yaestá. Písala de nuevo.

—Es… Impresionante, ¿cómo hasconseguido que suene? Las runasson…

—Las he unido. Este montón delíneas repugnantes que hay en medioes una runa de enlace. La del suelodetecta el peso, como ya has visto, apartir de unos treinta kilos más omenos, si no he metido la pata, claro.La primera sonaba al golpearla, pero

ahora ya no, ¿lo ves? Puedes atizarletodo lo fuerte que quieras. Alenlazarlas, esta runa solo suenacuando la del suelo soporte más detreinta kilos.

—Tengo que aprender más, Niño.¿Qué runas se pueden combinar? ¿Ycuántas?

—Muchas. Pero tenemos curro,Sara. ¿Has pillado lo de las runas?Bien, pues vamos a llenar la primeraplanta de runas de esas y lasenlazamos a la que suena. Es como unsistema de alarmas. Si alguien viene,el pitido nos alertará.

—¿Y si las pisamos nosotros?—Le vamos a hacer una variación

para que no funcione con sereshumanos. No lo había hecho antespara que pudieras ver cómo funciona.Espero que no haya animales en casa.

—¿Quién piensas que es el

asesino?—Un tipo corriente, no, desde

luego. No puede cambiar la casa asícomo así, y sabe un huevo de runas.

—¿Usa la magia?—Sara, no seas inocente. Decir

eso nos hace quedar mal. La magia noexiste. Los hechizos, los conjuros…Todo eso son paridas infantiles.Cuando pasan cosas raras siempre hayuna runa en alguna parte o más de una.

—¿Qué me dices de tu maldición?¿No es una especie de maleficio quete echaron los ángeles?

—Puedes llamarlo como quieras,pero lo que esos cerdos me hicieronfue pintarme una runa. Una que nopuedo borrar.

—¡Enséñamela!—No puedes verla.—¿Por qué no?

—Porque la grabaron en mi alma.En eso consisten las maldiciones.Usan nombres comunes para no estarinventando palabras de mierda. Perosiempre son runas del libro de lasnarices. Me encantaría trincarlo yprenderle fuego, te lo juro.

—¿Y los magos? Tambiénadoptaron un nombre común ycorriente, ¿no? ¿Por qué eseprecisamente si la magia no existe?

—Esos están un pelín sonados.Desde luego no pueden vociferarpalabras idiotas y lanzar rayos por losdedos. La verdad es que son unoschulos que no pueden hacer muchomás que cualquier otro. Lo que símola es que pueden pintar runas sinnecesidad de ingredientes. Por eso secreen especiales. Bueno, la verdad esque lo son. Los ingredientes son caros.Y son exactamente lo opuesto a la ideade mago estudioso que memoriza

hechizos y es muy sabio. Esospalurdos se pasan la vida ejercitandoel cuerpo, están cuadrados. Y metenunas hostias considerables. Te aseguroque si los magos sintieran interés porel mundo corriente, podrían reducirtodos los récords olímpicos a marcasridículas para aficionados.

—Me encantaría poder pintarrunas así, sin…

—Ya, ya. Venga, que nosenrollamos y tenemos curro. ¿Cuál esla lección más importante que hasaprendido?

—Que hay que memorizar cómo sepintan las runas y que se puedenenlazar unas con otras para…

—¡No! Lo más importante es quela magia no existe. Y ahora a dibujar.Tapa las runas con una alfombra oalgo así. Y no la cagues porqueestamos sin un duro y solo tenemosmaterial para cubrir la primera planta.

—Si yo fuera una maga…

VERSÍCULO 12

Llevaban mucho tiempo ensilencio. Tamara tenía los ojos enblanco, con la mano entre los barrotesde la cuna, tocando a su hijo mientrasjugaba. Ana no tenía mejor aspecto.Al principio la enfermera se movíacomo un animal enjaulado por todo elsalón, pero ahora estaba sentada,también junto a la cuna, callada.

Saúl seguía repantigado en el sofá.Plata, profundamente dormido en lasilla de ruedas, intercalabaexclamaciones con ronquidos, semovía mucho, pero nunca abría losojos.

—Yo no debería estar aquí —selamentó la enfermera—. No tengo

nada que ver con vosotros. Solo letraje a él —añadió señalando a Plata.

—Es complicado entender elpapel que desempeña Plata en todoesto —dijo Saúl, aburrido—. Quiense relaciona con él, suele verseinvolucrado en asuntos muyimportantes. Y siempre parece que escasual.

Tamara se separó por primera vezde la cuna.

—Tú le odias, ¿verdad?—Nadie puede odiarle sin

entenderle —contestó Saúl—. Plataes…

—A él no, al Gris.Saúl se sentó en el sofá y la miró

con atención, asintió y en su rostro sepintó una expresión triste.

—No te tortures. Tú no sabíasquién era cuando le conociste. Teenamoraste de él y…

—¿Quién más le odia?—Te convendría olvidar todo lo

relacionado con el Gris. Prontoacabará todo.

—Quiero saber quién ha matado ami marido. Algún día mi hijo tendráedad suficiente para preguntar qué lepasó a su padre.

—Perdonad —dijo Ana—, creoque…

—¡Habla! —gritó Tamara—.Dímelo de una vez.

Saúl carraspeó.—Hay mucha gente que tiene

motivos para verle muerto…—¡Escuchadme! —chilló la

enfermera—. El bebé está enfermo. Lepasa algo.

Tamara se dio cuenta de quellevaba un tiempo sin escuchar su voz.El pequeño David estaba tumbado

boca arriba, con los ojosentrecerrados.

—¿Por qué dices eso? Estátranquilo, se está adormeciendo.

—Tiene fiebre —dijo Ana—. Poreso apenas se mueve. Tócale. He vistoa muchos bebés y te digo que no estábien.

—¡Dios mío! —exclamó Tamaraestrechándole entre sus brazos—.¡Está ardiendo!

—Se habrá resfriado —opinó laenfermera.

—¡No puedo perder también a mihijo! ¡No puedo!

Tamara comenzó a temblardescontroladamente, entre sollozos yuna respiración entrecortada. Saúl seacercó y la sujetó por los hombros.

—No vas a perder a tu hijo,cálmate.

No funcionó. Tamara tenía los ojosen blanco, no escuchaba. Saúl la agitóun poco. Ella por fin reaccionó y lemiró.

—Ayúdame.—Tenemos que bajarle la fiebre

—dijo la enfermera.—Tamara, entrégame al niño —

pidió Saúl—. Vas a estrangularlo o sete caerá si sigues con esos espasmos.Ana es enfermera, ella sabrá quéhacer... Eso es, ya lo tengo.

Le pusieron sobre la cuna y lequitaron el pijama. Tamara, incapaz dehablar, lo observaba todo conteniendoel aliento.

—Este pijama está muy sudado —dijo Ana—. Convendría quitárselo.

—¿Qué es eso? —preguntó Saúlseñalando una marca alargada en laespalda del niño, fina, de tonoligeramente rojo.

—Parece un arañazo —opinó laenfermera—. No hay infección, asíque no puede ser la causa de la fiebre.Tamara, ¿dónde guardas lasmedicinas?

—En el baño de la segundaplanta... Y en la cocina —balbuceó.

—Ve a por ellas —dijo Saúl. Laenfermera no se movió—. ¿Qué pasa?

—Yo... Tengo miedo de ir sola porla casa... Lo siento.

—¡Será posible! Está bien, teacompañaré. Tamara, estarás bienaquí. Espéranos, que volvemosenseguida.

Tamara asintió mecánicamente, sindejar claro si había entendido algo delo que le habían dicho.

—No cubras a tu hijo —aconsejóla enfermera—. Es mejor para que lebaje la temperatura. Vámonos.

—Vámonos —repitió Saúl.

Sara sacudió la muñeca, dolorida

de tanto sujetar la estaca mientrasdibujaba runas. Había imaginado quese trataría de una tarea sencilla, perohabía resultado agotadora, ya quedemandaba una precisión milimétricaen cada trazo. También le dolían unpoco las rodillas de pintar sobre elpavimento.

Se sentó en el suelo de la cocina,donde acababa de grabar el últimosímbolo. El cadáver de Bruno seguíaallí. Lo habían bajado de la soga y lohabían cubierto con una sábana. Saralo había rastreado de nuevo, en buscade algún indicio, sin éxito.

Diego asomó la cabeza por lapuerta.

—Descansando un rato, ¿eh?—Si no paro un poco, se me caerá

la mano.—Ocúpate de la runa del salón, la

que sonará si alguien activa lasdemás. Yo voy a pintar las últimas enla habitación del final del pasillo.

—¿Vas a ir tú solo?La cabeza del Niño desapareció

sin responder nada. A la rastreadorale sorprendió su repentina ausencia demiedo a la soledad. Tal vez el pavor aperder al Gris era mayor y actuaba deestimulante para encontrar de una vezal responsable. Diego dependía de élpara curarle sin que la maldiciónacortara su tiempo de vida. Y no soloeso, el Niño le quería. Sara podíaverlo sin necesidad de saber queinevitablemente Diego era sincerocuando lo decía. No se atrevía aimaginar cómo podría afectarle lamuerte del Gris.

Recordó que Saúl le habíaadvertido que el Niño era el peor detodos, que su maldición era un castigojustificado por algo que había hecho.Álex también había insinuado que selo merecía. Sara no se considerabauna estúpida y sabía que ninguno deesos dos hablaban por hablar. Sinembargo, ella no podía creerlo, noquería creerlo. Ella veía a un niñoinocente, descarado y miedoso, perocon buen fondo, que admiraba al Gris,que estaba atormentado por unamaldición que le separaba de laspersonas normales, y que era sincero.Si había cometido algún tipo de erroro crimen anteriormente ahora seestaba redimiendo. Sara resolvióseguir a su lado, tal como le dictabasu instinto, hasta que Diego decidierarevelarle su pasado. Solo entonces seformaría su propia opinión. Lo que deningún modo iba a hacer es dejarseinfluenciar por Álex. Si existía alguien

opuesto a ella ese era sin duda sucompañero de ojos negros y faccionesperfectas.

Sara se frotó la mano de camino alsalón. Dejó de hacerlo nada másentrar, al toparse con la mirada durade Tamara y el frío de su rostro.

—Será un momento. Solo tengoque dibujar una runa en la pared.

Tamara estaba sola, mecía al bebéen la cuna. Plata roncaba en unaesquina.

—Hazla allí, si no te importa. Noquiero esos símbolos cerca de mi hijo.

La rastreadora se acercó a lapared indicada.

—Siento lo de tu marido, Tamara.Sé que te quería mucho.

—¿Has rastreado su cadáver? —dijo bruscamente—. Te lo ordenó elGris, supongo.

—Fue idea mía. Buscaba algúndato para desenmascarar al culpable.No pretendía ser indiscreta.

—El culpable es el Gris. Ahítienes el dato que buscas. Él, tú ytodas las rarezas del mundoparanormal o como lo llaméis.

Sara se acercó a ella, despacio,sosteniendo su mirada, sin parpadearante la furia que desprendía Tamara.

—Es tu dolor el que habla, locomprendo.

—No comprendes nada. Le siguesa todas partes, le defiendes a pesar deque ves con tus propios ojos cómo es.—Tamara desvió la vista hacia elsuelo—. Yo también pensaba como túcuando le conocí. A lo mejor lequieres, puede que estés enamoradade él.

—Esa eras tú, no yo. Algo te hahecho cambiar de opinión. Debes

tener una visión horrible de él si laúnica explicación que encuentras paraque yo le acompañe es estarenamorada. No aceptas otrasalternativas. ¿Por qué?

Tamara alzó de nuevo la cabeza,agitó la melena sobre la espalda,atravesó a Sara con la mirada.

—Tal vez no seas tan ingenuacomo para seguirle solo por amordespués de lo que has visto. Le hasidealizado, ¿o me equivoco? Terecuerda a alguien, a otra persona.¿Un marido? ¿Un hijo? ¿Un amigo?Preguntas mucho por nuestro pasado,pero no me cuentas el tuyo. Dime,Sara, ¿perdiste a alguien? Sí, algo así,te sientes culpable y ahora intentasredimirte salvándolo a él.

—¡No sabes nada de mí! —seencendió Sara—. En cambio él me hacontado lo que pasó entre vosotros.Pero ha venido a ayudarte...

—¡Yo nunca le pedí que viniera!Sara, que estaba muy cerca de

Tamara, se detuvo en ese precisoinstante.

—Es cierto —dijo, pensativa—.Fue Bruno el que le llamó. Tú tenegabas a aceptar su ayuda. ¿Porque teabandonó? No, no es suficiente. Fuehace demasiado tiempo. Sucedió algomás que tú no has olvidado. —Larastreadora llegó hasta Tamara y laagarró por las manos—. Dices que yole idealizo, pero tú le odiasdemasiado. ¿Por qué?

—¿Qué haces? ¡Suéltame!Tamara forcejeó pero no pudo

librarse de Sara, que apretaba confuerza sus muñecas.

—¡Alguien ha matado a tu marido!¿Por qué culpas al Gris? ¡Mírame alos ojos! ¡Nunca le quisiste! ¿Es eso,Tamara? No. Ya veo que sí le querías.

—¿Me estás leyendo? ¡Suéltame!¡No tienes ningún derecho!

Sara apretó los ojos, cerró lasmanos con más fuerza.

—Le querías. Entonces debía deser él quien no te quería a ti... No,tampoco. ¿De donde viene ese dolor?—La rastreadora abrió los ojos derepente—. Es culpabilidad, lo veo.¿Qué le hiciste, qué te avergüenzatanto?

—¡No puedes entenderlo!—Demasiadas sensaciones.

Céntrate en la ruptura, cuando te dejó.Él no podía darte un hijo y... ¡Ah!

Sara la soltó y cayó al suelo,jadeando y sudando, agotada. Sequedó de rodillas con la boca abierta.

—Abortaste. El Gris no esestéril...

Tamara se desplomó en la silla.

—No quería tener un hijo suyo.Tenía miedo de que... —Un sollozo leimpidió seguir hablando.

—De que su hijo fuera como él —terminó la rastreadora, asqueada—.Sin alma.

—No te atrevas a juzgarme. ¿Quéhabrías hecho tú? Mi hijo, sin alma,sin sombra, sin poder relacionarse conlos demás. ¿Cómo iría al colegio?¿Tendría que confesarse también parasobrevivir tomando el alma de otros?Tuve mucho miedo... Siempre hequerido tener hijos... Pero el día quesupe que estaba embarazada del Grisfue el peor de mi vida... Yo le cuidé,compartí su dolor y su sufrimiento.Sujeté su mano mientras estaba alborde de la muerte. Escuché cómo mesuplicaba que le matase para queacabara el dolor. Escuché también susamenazas cuando no le hice caso... Nopodía arriesgarme a que mi hijo

pasara por algo similar... Así que...Sara esperó pacientemente a su

lado mientras ella lloraba. Nonecesitaba rastrearla para entender susemociones. Ninguna madre quiere quesu hijo tenga problemas de salud.

—Eres muy fuerte, Tamara, porseguir adelante después de todo lo quehas pasado. Tu hijo te lo agradeceráalgún día.

Tamara, algo más serena, selimpió la cara con la manga de lacamisa.

—Él nunca sabrá nada de esto.—Lo que no entiendo es por qué

mentiste al Gris. Has dejado que creatodo este tiempo que es incapaz detener hijos y que te ha abandonado.

—Era la mejor manera de alejarlede mí. Si lo hubiera sabido, podríahaber insistido, puede que incluso lohubiese utilizado como una esperanza,

un motivo para continuar. Necesitabaalgo real, no un hijo que yo no iba atener nunca con él. Era mejor la otraopción.

—¡Álex! Álex se lo llevó a buscarsu alma. Le arrojaste a las manos deese asesino. ¿Esa era la mejor opción?

—Es muy fácil juzgar desde fuera,sin haber vivido lo que yo. ¡No teatrevas a hacerlo! Tú no estabas allí.Es imposible que lo comprendas.

—No es tan complicado. Ledestrozaste su autoestima. Perdió sumemoria y su pasado cuando lerobaron su alma. Y contigo aprendióque el amor no es suficiente paramantener una relación y que nuncapodrá formar una familia. No meextraña que se sienta diferente de losdemás. Pero es mentira y no tuviste elvalor de decirle la verdad.

—¿Y tú sí lo tienes? Si eres tanbuena y tan noble, ve y cuéntaselo.

Ahí le tienes, a unas pocas horas demorir. Aprenderás una dura lección.

—Pero morirá sabiendo la verdad,sin creer que es un monstruo. Porsupuesto que se lo diré.

VERSÍCULO 13

Un montón de cajas pequeñasestaban desperdigadas sobre laencimera de la cocina. Ana rebuscabaentre ellas, leyendo los nombres delos medicamentos. Daba manotazos ylanzaba juramentos, bufaba.

—Aquí no hay nada que me sirva—gruñó—. No puedo darle ningunade estas medicinas al bebé. Tenemosque buscar el botiquín de la segundaplanta que nos dijo Tamara.

Saúl ni siquiera despegó los ojosdel libro que sostenía en las manos.

—Sí, sí, lo has hecho muy bien —dijo pasando una página.

La enfermera se volvió, le quitó el

libro de las manos con un tirón.—No me has escuchado.—¡Devuélvemelo!—¡Las medicinas! Tienes que

llevarme a la segunda planta.—Ve tú sola. —Saúl recuperó el

libro y pasó las páginas deprisa, hastallegar a la que estaba leyendo—. Lasescaleras están al final del pasillo.

Ana suspiró.—¿Por qué no me ayudas? No es

momento para leer sobre esos dibujosque pintáis por todas partes.

Saúl la miró sin mover la cabeza.—Ninguna medicina puede ayudar

a ese niño.—Qué sabrás tú. He tratado a

muchos niños y la fiebre…—La fiebre no se la curará ningún

medicamento.

—¿Cómo lo sabes?—Lo que tenía en la espalda no es

ningún arañazo. Mejor que Tamara nolo sepa o se pondrá histérica. Y ahoradéjame leer en paz. O vete a buscar elbotiquín, me da exactamente igual.Mientras no me molestes...

—Vas mejorando —dijo Álex

acomodándose al paso de Sara—. Haspresionado a una mujer que acaba deperder a su marido, la has rastreadocontra su voluntad para averiguar laverdad. Te endureces. Estásaprendiendo.

La rastreadora continuócaminando por el pasillo, impasible,sin importarle que Álex la siguierapor detrás.

—¿Por qué no me sorprende queespiaras nuestra conversación? Novas a detenerme, Álex. Se lo voy acontar.

—¿Esa impresión te he dado?—Has empezado con un halago.

No tratas de intimidarme y usas untono casi amable, como si fueras unapersona normal. Has cambiado detáctica, así que sí, creo que intentasdetenerme.

—Te equivocas. No era un halago.Aún te considero débil. Y teequivocas más todavía respecto alGris. No quiero impedir que lecuentes la verdad. He venido aayudarte.

La determinación de Sara flaqueóun instante, estuvo a punto de pararsey mirarle a los ojos. No se esperabaun cambio así en Álex.

—Tú lo sabías. Si no se lo has

dicho en todos estos años es porqueno te interesa.

—No veía el momento oportuno.—Mientes —dijo Sara, abriendo

una puerta—. La gente no cambia, túmenos que nadie.

—Las circunstancias sí cambian.Tras comprobar que no había

nadie en la habitación, Sara prosiguióandando por el pasillo. Los pasos deÁlex se mantenían detrás, a la mismadistancia.

—¿No deberías estar buscandouna salida?

—Aún dudas de mí. No temas, note detendré, ya te lo he dicho. ¿Por quéno me preguntas dónde está? O biencrees que no lo sé, o que no te lodiría. No te culpo. Pero de todosmodos, yo regresaría a la planta deabajo. Aquí no está el Gris.

Sara vaciló ante las escaleras. Lo

pensó durante unos segundos y al finaldescendió por los escalones.

—Sigo sin fiarme de ti —aseguró.—¿Qué piensas decirle

exactamente?—Que no es estéril, que tiene

opciones. En resumen, que no es tandiferente a los demás.

—Un argumento extraño, viniendode ti —opinó Álex—. Hay personasnormales que sí son estériles. ¿O esque les consideras diferentes a losdemás?

—Creía que ibas a ayudarme.—Lo estoy haciendo. No se te

olvidará contarle que yo lo sabía.—Por supuesto.—La verdad es lo único que

importa.—Por supuesto —repitió Sara.—Me gusta la idea, suena bien,

aunque yo no la practique a menudo. Alo mejor aprendo algo de todo esto.Entonces le contarás que Tamara noquería tener un hijo con él.

—Lo entenderá. No es estúpido.Ya se considera un monstruo. Ledolerá, pero no le sorprenderá queella quiera lo mejor para su hijo. Notodo el mundo quiere hijos o formaruna familia.

—Eso no importa. Estamoshablando de opciones. Su sufrimientoterminará porque gracias a ti seenterará de que podría formar unafamilia. Yo te apoyo, Sara. Será unalivio para él no padecer un problemafísico que le impide dejar embarazadaa una mujer, como sucede conmillones de personas. La alegríasuperará el pequeño detalle de que esel único hombre con el que ningunamujer querría tener un hijo. No creoque se sienta diferente o especial por

eso, qué va. Se sentirá muy integrado,seguro que enseguida conoce a variostipos con los que se identifica. Nopuede ser tan complicado dar con unhombre al que todas las mujeres lenegarían uno de los instintos básicosprimarios: la reproducción...

—Lo estás tergiversando...—La verdad le enseñará al Gris

que no tiene derecho a perdurar, quecuando se muera no quedará nada deél en el mundo. Y no porque no puedatener descendencia, sino porque lerechazarían. No te olvides de contarleeso, Sara. ¿O no crees que sea verdadlo que he dicho?

La rastreadora apretó los dientes yse giró. Sus ojos temblaban de purarabia.

—Tal vez no sea el momento,considerando su situación, pero encuanto...

—¿Qué diferencia hay entre que lequeden una horas de vida o unos días?Su situación nunca mejorará. Laverdad, Sara, tienes que contarle laverdad, no traiciones tu decisión.Cuéntasela. Yo estoy aquí paraapoyarte y asegurarme de que lohagas. ¿No te alegras de que hayacambiado y esté de tu parte?

—¿Por qué haces esto?—Porque somos un equipo.

Tenemos que estar unidos y aprenderunos de otros. Yo estoy aprendiendomucho contigo.

—Es repugnante cómo aprovechaslas situaciones para beneficiarte.

—¿Acaso fui yo quien abortó? Notomes la vía fácil, Sara, no me culpesa mí de la situación. Yo no le robé sualma y no fui yo quien le ocultó elembarazo. Ódiame si te hace sentirmejor, pero sé justa cuando señalescon el dedo.

—Tú podrías ayudarle...—¿Y no es eso lo que vamos a

hacer? Te lo repito, no te retires. Vascontarle que el mundo es maravillosoy que podría tener hijos, que podríaenseñarles a leer y a escribir, yllevarles al parque a jugar con otrosniños. Y como quiero ayudarte, yo nole contaré nada sobre otras mujeres,¿de acuerdo? Me mantendré ensilencio. Sabes que no te estoymintiendo.

—Sabes que lo deducirá él solo.—Porque es la verdad y eso es lo

importante. ¿O ya se te ha olvidado?Yo te lo recuerdo, no te preocupes.

—A ti no te importa la verdad.—Mucho más que a ti. La

diferencia es que yo no la reverencio.Hasta hace poco pensaba que haycircunstancias en las que la verdadpuede ser perjudicial. Pero tú me has

enseñado lo contrario. Vas acontárselo, Sara, o lo haré yo. Y enese caso, no me callaré nada, meextenderé en los puntos másdolorosos, me aseguraré de que notenga ninguna duda sobre todas y cadauna de las implicaciones. Ya meconoces lo suficiente para saber si soyo no convincente cuando hablo. Túdecides.

—Si se lo cuento al Gris será soloporque...

—Contarme, ¿qué? —dijo el Grisque llegaba por el pasillo, solo, conlos hombros caídos. Estaba sufriendo.Sara podía verlo con toda claridad.

—Sara tiene algo importante quedecirte, Gris —dijo Álex—. Deberíasescucharla.

—Te escucho.—Sara —insistió Álex,

animándola con un gesto de la mano.

—Gris, yo...—Dime.—Tal vez no te guste lo que tengo

que decirte... —La voz de larastreadora temblaba—. Pero creoque debes saberlo...

—Cuéntame, Sara.El Gris apoyó la mano en el

hombro de ella. Ambos se miraron yen ese intercambio hubo comprensión.La rastreadora se sintió cerca de él.

—Sabes que yo confío en ti. Sealo que sea, puedes decírmelo —dijoel Gris.

—Espero que no te lo tomes amal... —Sara logró desviar la vista uninstante para mirar a Álex, que asintiócon un movimiento casi imperceptible—. Verás... El hijo de Tamara se hapuesto enfermo.

—¿Qué?

El Gris se separó de ella y saliócorriendo. Sara respiró hondo.

—Me mentiste, Álex. Sé que no selo vas a contar.

Álex no varió su expresión.—Espero, Sara, que de verdad

hayas aprendido algo de todo esto.

Ana creía que llevaba horas

sentada en la cocina. Saúl seguíaestudiando su libro en absolutosilencio, pero con una intensidad casiviolenta. Pasaba las páginas amanotazos, gruñendo y refunfuñando,algunas partes las repasaba con eldedo índice, apretando tan fuerte quela enfermera pensaba que iba aatravesar el libro.

Ana había intentado convencerle

de que la acompañara a buscar lasmedicinas para el bebé, pero Saúl lehabía gritado. Como el miedo leimpedía deambular sola por la casa,se vio resignada a esperar.Sospechaba que Saúl no sabía quéenfermedad padecía el bebé y que poreso se negaba a compartir con ella suteoría, cualquiera que fuese.

La puerta de la cocina se abrió degolpe, estrellándose contra la pared.Diego acababa de darle una patada.Sostenía un palo alargado en la manoderecha.

—¡Anda! ¿Qué hacéis aquívosotros dos?

—Lárgate, Niño —bufó Saúl.—Pírate tú. Tengo que pintar un

par de runas por aquí.—Buscamos medicinas para el

bebé —dijo Ana—. Tiene fiebre.El Niño barrió la cocina entera

con la mirada, deteniéndose en eltecho más que en ninguna otra parte.

—¿El bebé? Pero si estáperfectamente. Acabo de curarlo.Teníais que ver cómo juega en la cunael condenado.

Saúl cerró el libro de golpe. Selevantó una pequeña nube de polvo.

—Eso es imposible.—¿De verdad? Tú, que sabes

tanto de nosotros, ¿no conoces mimaldición? Puedo curar a cualquiera,atontado.

—¿Le has borrado la marca de laespalda?

—¿Qué marca? —Diego seencogió de hombros—. Yo curo, tío,pero no tengo ni guarra de lo que curo.Es muy raro, la verdad.

—Tengo que examinar a ese bebé.Ana dio un paso hacia la puerta,

luego se detuvo y miró al Niño.—Ve con él —dijo Diego—. Yo

tengo que hacer unas pintadas y meestorbarías. Y seguro que a Tamara lemola tener a una enfermera cerca.

La enfermera asintió y salió de lacocina tras Saúl, que se alejaba casicorriendo.

Tamara, que yacía adormecida

sobre el borde de la cuna, se despertóbruscamente.

El Gris acababa de irrumpir en elsalón. Sus botas resonabanrítmicamente, y la gabardina negraondeaba. Sus ojos de ceniza no lamiraban a ella, estaban fijos en lacuna, en el bebé, que dormía bocaarriba con los brazos en cruz.

—¿A qué has venido? No tenemosnada que hablar hasta que...

Álex y Sara llegaron en eseinstante. La rastreadora negó con lacabeza mientras la miraba alarmada.Tamara entendió que después de todono le había contado el secreto. El Grisavanzó hasta quedarse a un paso de lacuna.

—¿El bebé está bien?—Está dormido. —Tamara abrazó

la cuna en un gesto protector—. Antestenía fiebre, pero ahora se encuentrabien.

—¿Se le ha pasado sin más?—¿A qué viene esa pregunta? El

Niño le ha curado. ¿No le enviaste tú?—¿Por qué ponéis esa cara? —

preguntó Sara viendo la mirada queintercambiaron Álex y el Gris—. Elbebé duerme plácidamente.

—El Niño no cura a nadie

voluntariamente —señaló Álex—.Solo al Gris.

—¿Qué estáis insinuando? —dijoTamara.

—Sabía que ese mocoso mentía—rugió Saúl entrando en la estancia.Ana le seguía de cerca—. Alejaos delbebé, rarezas.

—¿Qué está pasando? —gritóTamara—. ¡Que alguien me loexplique!

La enfermera tocó al bebé en unmomento de despiste de la madre.

—Le fiebre no ha remitido.—¿Qué hizo el Niño, Tamara? —

preguntó el Gris.—¡Dios mío! No puede ser… Me

aseguró que podía curar cualquierenfermedad… Cogió al bebé enbrazos y le distrajo con un sonajero.David pareció alegrarse de sucontacto, así que le dejé… Cantó una

nana… Y el bebé se durmió. Lo dejóen la cuna y se marchó. ¿Le ha hechoalgo malo? ¡Decídmelo!

—¡El sonajero! —exclamó Sara—. ¿Era el mismo que usó Brunocuando cogió al pequeño?

—Sí…—¿Habías visto antes el sonajero?

—preguntó el Gris—. ¿Lo comprastetú o Bruno?

—No. La primera vez que lo vifue cuando lo sacó Bruno. ¿Cómo ibaa dudar de su padre?

—Ese Niño maldito —soltó Saúl,asqueado—. Sabía que no debíafiarme de ninguno de vosotros.

—Dices que el Niño te engañó —le dijo el Gris—. ¿Notaste algúncambio en su aspecto?

—No tengo nada que hablarcontigo —dijo muy tenso Saúl.

—Ningún cambio —se apresuró acontestar Ana—. Estaba igual quesiempre.

—Entonces no le ha curado —dijoÁlex—. El Niño envejece cuando curaa alguien.

Estalló una discusión en la quetodos hablaban a la vez. Volaban lasacusaciones, se cruzaron amenazas einsultos. La tensión acumulada erabrutal.

Tamara seguía la conversación condificultad, moviendo la cabeza de unoa otro según iban hablando.

—¡Ya basta! ¡Decidme qué le hanhecho a mi bebé!

—Aún no lo sé —dijo el Gris, quese abría paso hacia la puerta—. Perotengo que ir a la cocina. ¡Apartaos!¡Fuera!

—No voy a perderte de vista —leamenazó Saúl—. Todo esto es por tu

culpa. Te dejaré pasar cuando medigas por qué quieres ir a la cocina.

—Porque el Niño está a punto deahorcarse. —El Gris apretó los puñossin dejar de andar—. Y si no teapartas de mi camino, te mataré aquímismo.

Saúl se apartó.

VERSÍCULO 14

—Griiiiiiiiiiiiiiiis...Se notaba que pretendía ser un

grito, pero apenas llegaba a ser ungemido ahogado. Se notaba también sudesesperación y su angustia.

La mano derecha del Grisdesapareció entre los pliegues de sugabardina para emerger un segundodespués sosteniendo el cuchillo demango desgastado, adherido a unahoja oxidada y ligeramente torcida demás de cincuenta centímetros delongitud. Se trataba de un movimientomecánico para él, que realizaba sinpensar, mientras atravesaba la puertade la cocina.

En el centro, pataleando y girando

sobre sí mismo, colgaba el cuerpo deDiego. La soga le atenazaba el cuello.Tenía el rostro morado.

—Ayuuuuu... ame... iiiiiiss... porfav...

—¡Sujetadle los pies! ¡Deprisa!El Gris saltó, se agarró a la cuerda

por encima de la cabeza del Niño.Alzó el cuchillo, pero Diego le diouna patada descontrolada y falló alcortar la soga. Sara se tiró al suelo derodillas debajo del Niño. Recibióvarios golpes hasta que logró sujetarlas piernas de Diego y elevarle sobresus hombros. Se escuchó la inhalaciónde una honda bocanada de aire.

El Gris aprovechó el segundo enque la cuerda quedó quieta y la cortó.Cayeron los tres al suelo. Sara rodó aun lado. Diego tosía violentamente, sefrotaba la garganta, corrían laslágrimas por sus mejillas. Trató dehablar, pero su respiración estaba

demasiado acelerada. Sus ojos, trasrecuperar su brillo normal, se posaronfinalmente en el Gris, que estabasentado en el suelo, a su lado. El Niñole abrazó con todas sus fuerzas.Aplastó su cabeza contra la gabardinay en ese oscuro refugio llorónuevamente con el rostro aúnamoratado.

—¿Quién me ha hecho esto?...¡Hijo de puta!... ¡Como te pille te voya colgar yo a ti de las pelotas! —Separó un poco la cabeza, peroenseguida volvió a pegarla al pechodel Gris, a quien se apretó más consus pequeños brazos. Luego descargóvarios puñetazos contra él—. ¿Y túdónde estabas? ¿Por qué me dejassolo? —Le volvió a abrazar—. Teodio... No vuelvas a tardar tanto.

El Gris le indicó a Sara con unademán que no interviniera.

—Estoy contigo, Niño.

—¡Cállate! ¡Cabrón!—Estoy contigo —repitió el Gris.Sara les contempló abrazados sin

atreverse a decir nada, admirando elvínculo tan especial que había entreellos. Después de ver al Niño dejarmorir a Miriam, en la casa de MarioTancredo, la rastreadora había creídoque su única motivación paraacompañar al Gris era el beneficioque obtenía al curarle sin que afectaraa la maldición. Ahora sabía loequivocada que estaba. Diego era, contoda probabilidad, la persona que másquería al Gris en el mundo.

—¡Sara! —El Niño por fin seseparó del Gris y se abalanzó sobreella para abrazarla. La rastreadoraexperimentó alguna dificultad pararespirar—. Casi la diño, tía.

—Ya pasó. ¿Te duele el cuello? —preguntó ella. Diego se apartóbruscamente. Agarró las manos de

Sara y la obligó a posarlas sobre supecho—. Niño, ¿qué haces?

—Rastréame...—Me aprietas mucho.—¡Rastréame! Quiero saber quién

me ha colgado del cuello.

—Vamos, suéltalo.La voz llegaba con dificultad a los

oídos de Tamara, que tenía seriosproblemas para pensar. Su cerebroparecía saturado, se negaba afuncionar debidamente. Solo eraconsciente de tener los brazos entensión, alrededor de algo caliente.Por alguna razón no debía soltarlobajo ningún pretexto.

—Está en shock —dijo otra voz,femenina—. No me extraña.

Eran dos, estaban frente a ella. Susrostros se acercaban y alejaban aintervalos regulares. Dijeron algo másmientras discutían. Le llegó desdeabajo una vibración, un golpe, y losrostros se quedaron quietos, ya no semovían.

—Levántala de la mecedora, a versi reacciona.

De pronto los sonidos se hicieronmás nítidos, se volvieron inteligibles.Del mismo modo se aclaró su visión.El mundo volvía a tener sentido.

—Dame al niño, Tamara —pidióSaúl—. Si le aprietas tanto le vas ahacer daño.

Así comprendió Tamara de dóndeprovenía el calor que empapaba supecho. La temperatura de su hijotodavía era elevada, seguía enfermo.Le costó mucho separar los brazos.Ana, la enfermera, tomó al bebé condelicadeza.

—Curadle... por favor —fuecuanto pudo decir.

Se sentía muy débil.—Eso intento —le dijo Saúl—.

Ana, desnúdale.—Sigue con fiebre. Deberíamos...—Tengo que verle la espalda.Tamara se apoyó en la cuna con

las dos manos. No podía levantar lavista de su hijo. Ana le desabrochó elpijama y lo deslizó hasta dejar aldescubierto la mitad superior delcuerpo. Brillaban las gotas de sudor.

—Me lo temía —se lamentó Saúl.—¿Qué es eso? —preguntó

Tamara con espanto.En su pequeña espalda había dos

líneas rojizas. Una de ellas, la máslarga, era la que antes habíanconfundido con un arañazo. La nuevadescribía varias curvas, se cruzaba

con la primera en diferentes puntos.—Son trazos —explicó Saúl—.

Están pintando una runa en tu bebé,Tamara. Con el primero no me dicuenta, lo siento.

—¿Una runa? —preguntó laenfermera—. ¿Como la que mantienela puerta de la casa cerrada?

—Sí. El primer trazo lo dioBruno, el segundo el Niño. Me juegolo que sea a que ese sonajero del quehablan es una estaca.

Tamara no quería creerlo. Podíaentenderlo del Niño, pero no de sumarido.

—¿Qué hace esa runa?—No lo sé, pero tenemos que

impedirlo.—Hay runas buenas, ¿verdad? —

preguntó esperanzada.Pero esa esperanza murió bajo la

mirada de Saúl.—Ninguna que se ponga sobre una

persona. Escúchame bien, Tamara. Unadulto podría soportar que le grabaranuna runa de las más débiles y aun asíle dolería muchísimo. Un bebé... Nosé cuántos trazos requerirá la runa,pero si la completan, morirá.

—¿Por qué lo hacen? ¿Quiénquiere matar a mi hijo?

—Lo mejor será preguntar a quienha pintado la runa —opinó Saúl—. Amenos que de verdad se hayaahorcado en la cocina.

—Lo voy a repetir una vez más —

bufó Diego mirando directamente aÁlex—. No recuerdo una mierda,¿vale? Estaba grabando una runa en el

pasillo. Me mareé un poco. Losiguiente que recuerdo es aparecercolgado del cuello justo aquí. Yo soyel primer interesado en saber qué mepasó, ¿no crees?

—Entonces, ¿no fuiste a curar albebé? —preguntó Sara—. Tamara nosdijo...

—Que no, joder, que yo no hesido.

—Interesante —dijo Saúl entrandoen la cocina. Sara se enderezóenseguida, pero el Gris la tranquilizóposando la mano sobre su brazo—.Esa es una mentira descarada. —Cogió una silla y se sentó enfrentado aDiego, que mostraba su disgusto conuna mueca muy desagradable—. Si setratara de otra persona, te sacaría laverdad a golpes, pero tú no puedesmentir, ¿a que no, Niño maldito? Esdecir, que o eres más tonto de lo queyo creía o alguien te ha borrado la

memoria.—¿Por qué tengo que soportar a

este pedazo de mierda de mediometro? —preguntó el Niño—. Meacaban de dar un masaje en el cuello yno estoy de humor.

—Mira, chaval. Alguien estápintando una runa en el bebé deTamara y tú eres el responsable delúltimo trazo.

—Una runa mataría al bebé —dijoSara—. El Niño no tiene ningúnmotivo para hacer eso, no cuadra.

—Y sería facilísimo descubrirlecon una simple pregunta a la que nopodría responder con una mentira —añadió Álex—. Además, ¿por qué seiba a suicidar después? Nadie tienemás miedo a la muerte que él.

—Nos ha jodido, porque voy alinfierno...

—Qué lealtad, cómo os defendéis

—se burló Saúl—. Entonces noimportará que le registre para ver elsonajero que usó con el bebé.

—¿Qué sonajero? —preguntóDiego.

—No vas a registrar a nadie —repuso Álex—. Si hay alguien en estacasa que odia al Niño y quiere verlemuerto eres tú. Por otra parte, no estásseguro de nada o no estarías hablandocon nosotros.

—Saúl no ha sido —intervino elGris.

Todos lo miraron a la vez, como sise dieran cuenta de que él tambiénestaba en la cocina con ellos.

—¿Cómo puedes estar seguro? —preguntó el Niño—. A mí me pareceque Álex tiene razón.

—Porque está vivo.—No lo entiendo.

—Le he dado muchas vueltas.Bruno me trajo a la casa, pero desdeel primer momento me extrañó quefuese capaz de encontrarnos en elcementerio.

—También te encontró en la tiendade los brujos.

—Ahí sí era Bruno de verdad —aclaró el Gris—. Luego cuando vinoal cementerio era otra persona la queocupaba su cuerpo, por eso Sara nopuede rastrear nada desde eseinstante, y por eso lo que ve antes noes sospechoso. El responsable nochantajeó a Bruno, como Saúl habíasupuesto, usurpó su cuerpo. Nosencerró aquí. Luego le usó para grabarel primer trazo y por último se libróde él. Se ahorcó y abandonó el cuerpocuando la soga apretó el cuello. Tucompañero, Saúl, sufrió la mismasuerte, creo que se sirvió de él parapreparar la runa de la puerta o alguna

otra que afecte a esta casa. Y el Niñoiba por el mismo camino. Le utilizópara dibujar el segundo trazo del bebéy también iba a deshacerse de él. Elculpable está muerto y necesitacuerpos vivos para dibujar runas.

Nadie habló durante un rato en elque trataban de asimilar las palabrasdel Gris.

—Entonces, ¿qué es? —dijo al finSara—. ¿Un fantasma?

—Puedes llamarlo como quieras—contestó el Gris—. Un espíritu, unespectro, un alma que no ha seguido sucamino.

—Pues estamos bien jodidos —bufó el Niño—. Son unos mamones decuidado. No es nada fácil cargase auno. ¿Os acordáis de aquel bastardodel museo? Casi nos...

—No os precipitéis —aconsejóSaúl—. Admito que los detalles

encajan en general, pero tiene quetratarse de otra cosa. Los espíritus sonmuy violentos y no razonan, no tiendentrampas ni trazan planes tanelaborados.

—No encuentro otra explicación—insistió el Gris.

—Los demonios también puedenposeer a la gente.

—Siempre hay síntomas físicosevidentes cuando lo hacen. Noshabríamos dado cuenta. Y tú sabesbien que ningún demonio podríaposeer a tu compañero.

—Pues debe de ser algo nuevo. —Saúl no se dio por vencido—. Igualque esa runa que nadie conoce. Unfantasma despedazaría al bebé sin másy a todos nosotros también. Cuandoentran en un cuerpo no tienen tantocontrol durante tanto tiempo, percibenmuy mal nuestro mundo. Algo notermina de encajar.

—¿Quieres poner en peligro lavida de todos mientras juegas a lasadivinanzas? —El Gris se levantó—.Adelante. Busca la explicación quemás te convenga. Pero ten en cuentauna cosa. Va a poseeros a todos y osmatará.

—Pero a ti no —bufó Saúl—.Eres el único que está a salvo de serposeído, ¿verdad? La excepción atodos los demás.

—Con frecuencia soy laexcepción.

—Está claro que todo esto es porti. Así que seguramente fuiste tú quienle mató. No negarás que tiene sentido.

—Lo tiene.—Entonces, dinos. ¿A quién has

matado?—Así no avanzaremos mucho —

dijo el Niño—. La lista es bastantelarga.

—Pero tiene razón en una cosa —dijo Álex—. Tenemos que averiguarquién era o no tendremos ningunaposibilidad.

El Gris, que había dado un paso,se detuvo, meneó la cabeza con losojos cerrados.

—Empecemos por regresar conTamara y el bebé —dijo muy serio—.No podemos dejar que les posean.Álex, tú y Sara, buscad alguna pista enlos cadáveres. Niño...

—¡Yo voy contigo!El Gris asintió.—Saúl, elige, ¿te quedas o vienes

conmigo?—¿Piensas darme órdenes como a

tu grupo?—No. Pero si te quedas solo, la

próxima vez que nos veamos nosabremos si eres tú o estás poseído. Yconsiderando que ya han muerto dos

personas, actuaremos enconsecuencia.

Recorrían el pasillo deprisa. El

Gris delante, marcando el paso,atento. Diego detrás, casi rozándole.

—No me gusta el Saúl ese —dijoel Niño—. Es un poco listillo, comoÁlex, pero más feo.

Le molestó que el Gris no dijeranada. Diego prefería hablar cuandotenía miedo porque eso le distraía yasí no reparaba en que su amigocaminaba encorvado. No mantenía lacabeza tan alta como de costumbre yno controlaba su respiración, podíaoírla. No eran buenos síntomas.

—A lo mejor deberías grabarteunas runas, Gris. De esas que te hacen

más fuerte. Ya sabes, por si acaso...—Estoy bien.Lo malo de no poder mentir era

que el Niño solía detectar de un modocasi infalible cuándo otra persona lohacía, incluso las mentiras piadosas,de modo que no podía engañarse a símismo. Su maldición era realmenteasquerosa. Suspiró y caminó ensilencio.

Plata seguía dormido en la silla deruedas con la cabeza colgando haciaatrás. Sus ronquidos podíanconfundirse con truenos. Tamara y Anaestaban junto a la cuna. Se volvieronen cuanto el Gris y Diego entraron enel salón.

—¿Qué le has dibujado a mi hijo?—soltó furiosa Tamara.

—Él no ha sido —contestó el Gris—. Tampoco fue Bruno, no dudes detu marido. Alguien los ha utilizado.

La enfermera palideció de repentey señaló al Gris con el dedo,temblando.

—¿Qué diablos te pasa?Tamara adoptó una expresión

similar. Retrocedió y abrazó al bebécon fuerza.

—¡Estás borroso! ¡Gris, no teacerques a nosotros!

El Gris se detuvo, frunció el ceño.—Se les va la olla —dijo el Niño

estudiando al Gris con atención—. Yote veo bien. ¡Coño!... Son ellas las queestán borrosas.

Diego parpadeó y se frotó losojos. La silueta de Tamara, de pronto,se difuminó. Los colores semezclaban, el contorno ondeaba comosi hubiera una cortina de agua delantede ella. A Ana le sucedía lo mismo.La cresta que partía su cabezaserpenteaba. En cambio, no sucedía lo

mismo con los muebles que lasrodeaban.

El aire tembló. De todas partesllegó un murmullo que les envolvió,suave y pegajoso. Un sonido que elNiño no había escuchado nunca. Lafigura de Ana recobró su definición,desaparecieron las ondulaciones, y acontinuación se aclaró la de Tamara.

—¡Se mueve! —gritó laenfermera.

La advertencia llegó tarde. Huboun silbido, seguido de un violentogolpe cuando el cuerpo del Gris seestrelló contra la pared tras volar deespaldas por la habitación. Sedesplomó boca abajo, gimió. Unagrieta creció en el lugar del impacto.

Aquel ente que deformaba lavisión se desplazó sin tocar el suelo.Brillaban dos esferas azules en lo altode su figura, ahora alargada y muyalta. El Gris estaba en pie cuando

llegó hasta él, con el puñal en lamano.

—¡Huid!Se agachó a tiempo, por poco, un

segundo antes de que un brazo difusoatravesara el lugar que ocupaba sucabeza. Detrás de él la pared temblópor el golpe. La grieta creció más.

—¡No le veo bien!—¡Lo tienes justo delante! —

chilló Diego—. No tiene color, Gris.¡Rájalo!

Obedeció, cortó con el cuchillo elaire que flotaba ante él. El cuchillofrenó, se quedó atrapado entre aquellaestructura insustancial. La hoja sedeformó a la vista, igual que la mano.El Gris forcejeó, pero no pudomoverla. El siguiente golpe también learrojó por los aires, hacia la derecha,hasta chocar contra una vitrina. Loscristales volaron en una ráfaga. De la

boca del Gris caía un hilo rojo oscuro.El cuchillo del Gris hendía el aire

en su dirección, abrazado por esaforma irreal, que lo empuñaba.Apuntaba a su cabeza. El Gris, sinfuerzas para levantarse, rodó a unlado. El puñal varió su trayectoriapara perseguir a su presa. Aparecióuna nueva figura que se acercaba muydeprisa. El Gris no pudo distinguirlahasta que se abalanzó sobre él.

—Sara…, vete…—Te sacaré de aquí. Vamos,

levanta.El cuchillo se clavó en la pared, a

un palmo de su posición. El Gris tiróde Sara, que cayó sobre él. Ahorapodía ver al fantasma. Su visión aúnle atravesaba, distinguía los mueblesque había detrás, pero su formarezumaba un tono más oscuro queapenas reflejaba la luz. A los ojos delGris se mostraba como una sombra

semitransparente. La vio extendersehasta una mesa y alzarla con facilidad.

El mueble descendía cuando uncuerpo saltó a través del espíritu. Uncuerpo pequeño que absorbió elterrible impacto. La mesa se quebrósobre su espalda y le aplastó contra elGris y la rastreadora. El fantasmaaulló y se desvaneció.

El Gris apenas logró retirar losfragmentos de madera que les cubrían.Con sus últimas fuerzas giró la cabezade su salvador.

—No lo he hecho por ti —susurróSaúl—, sino por ella.

Saúl se desmayó y un segundodespués, también se desvaneció elGris. Debajo de ellos crecía un charcode sangre.

VERSÍCULO 15

El Gris yacía tumbado en el sofádel salón con una expresión apacible.

—Duerme —aseguró el Niño—.Ya le he curado.

Ana le miraba perpleja.—¿Cómo has podido detener la

hemorragia? —preguntó la enfermera.Por su experiencia había realizado

cientos de curas, había visto y tratadomuchos miembros fracturados,contusiones, cortes, incluso colaboróuna vez en la amputación de unapierna. Pero nunca había visto unaherida dejar de sangrar y cerrarse enunos segundos. Ni siquiera quedabauna cicatriz.

—Es un truco —contestó Diego—.Mola, ¿eh?

—Saúl también está herido —dijoSara.

La rastreadora había extraído unaastilla de madera, de casi un palmo delongitud, del brazo de Saúl. Elpequeño hombre estaba sentado en elsuelo con el brazo completamenteempapado. Sara taponaba la heridacon una camiseta.

—¿Quieres que cure a ese? Lollevas claro.

La enfermera dio un pequeñosalto, muy sorprendida.

—Me ha salvado la vida, Niño —dijo Sara—. Y al Gris también.

—Me la suda. No voy a gastar nidiez minutos de mi vida con él. Odiaal Gris. Se relamía de gusto cuandopensaba que iba a morir aquíencerrado. Le pueden dar mucho por

saco.—Ya te advertí la clase de

persona que era —le dijo Saúl a Sara—. No te molestes.

Se mareó un poco al incorporarse.—¿Dónde vas?—A curarme el brazo.—Te acompaño —se ofreció Ana

—. Puedo coserte la herida ylimpiarla. Encontraremos algo con loque hacer un vendaje decente.

—¿Qué? —bufó el Niño cuandose marcharon como respuesta a lamirada ceñuda de Sara—. Es mi viday mi decisión. Y duele un huevo curara alguien que no sea el Gris. Nopienso hacerlo.

Un grito ahogó la réplica de larastreadora.

—¡Ayuda!Ella y el Niño corrieron junto a

Tamara, que estaba volcada sobre lacuna. Lograron apartarla con granesfuerzo. La sábana, blanca hasta esemomento, tenía una mancha roja. ATamara le temblaba todo el cuerpo,así que fue Sara la que giró al bebé.Tenía un cristal clavado en el brazo,de tamaño pequeño, pero enorme enproporción al delgado miembro delbebé.

—Voy a buscar a Ana —dijo elNiño.

Tamara le agarró antes de quepudiera irse.

—Cúrale. Tú puedes hacerlo.—Bueno, sí, pero no es tan

sencillo. La enfermera se ocupará deél.

—¡Niño! —gritó Sara—. Nopuedo creerlo. Tú no eres así.

—¿Sabes lo que me pasa si curo aalguien? Claro que sí. Piensa en lo

que me pides. Es mi condena.—Por favor —suplicó Tamara—.

Haré lo que quieras, lo juro… Te darécualquier cosa que esté a mialcance… No dejes morir a mi hijo…Es todo lo que me queda.

—No me mires así, Sara —seencendió el Niño—. No es justo. ¿Y siyo no estuviera aquí?

—Pero estás y puedes hacer algobueno.

El Niño se dio la vuelta, resopló ypateó el suelo, se dio la vuelta denuevo y miró a Tamara.

—¿Tú lo harías por mí?—¿Salvarte? Pues claro.—¿Y si perdieras salud o tiempo

de vida al hacerlo? —preguntó muyserio Diego—. ¿Darías tu vida paraalargar la mía?

—Eh... Sí…

—¡Ha dudado! Lo has visto, ¿aque sí, Sara? Ha hecho una pausa…

—¡Salva al bebé! —estalló larastreadora.

—¡Mierda! ¡Joder! —El Niño diouna patada al aire, se agitó, se tiró delos pelos—. No puedo creerlo. Si esque soy un imbécil.

Se acercó a la cuna.—¿Le dolerá? —preguntó Tamara.—A él no. Pero yo voy a flipar en

colores.

VERSÍCULO 16

Sara agradeció el silencio. En elsalón dormían todos menos Tamara,que no tardaría en caer rendida ajuzgar por la estrecha rendija a la quese habían reducido sus ojos. Estabareclinada en la mecedora con la manoextendida hacia la cuna.

El Gris no había experimentadocambios. Plata dejó de roncar cuandoSara le colocó una almohada en elcuello. El Niño yacía en el suelo.Había gritado mucho al curar al bebé,entre unas convulsiones terribles.Babeó, se le pusieron los ojos blancosy finalmente se derrumbó. Larastreadora estiró sus piernas, quehabían quedado en una posición poco

natural, y deslizó un cojín debajo desu cabeza. Ahora le acariciaba elpelo.

Sara estaba orgullosa de él.Después de haberle visto negarse acurar a Miriam en casa de MarioTancredo, había dudado si se ocuparíadel bebé, pero al final lo hizo, a pesardel sacrificio que suponía para él. Leobservó con curiosidad para ver sienvejecía, pero no apreció ningúncambio relevante. Imaginó que laherida no era muy seria y por tanto nohabía necesitado mucho tiempo de supropia vida para sanarle. Algo lehabía oído comentar sobre ciertarelación entre la gravedad de herida yel coste en tiempo que representabapara él.

Saúl se equivocaba respecto aDiego. Quizá había hecho algohorrible que justificara un castigo tanespantoso, pero había cambiado. Y

puede que ese fuera el verdaderoobjetivo que perseguían los ángeles,que se convirtiera en una personamejor.

Sara se dio cuenta de que su manoacariciaba los cabellos del Niñosiguiendo el ritmo de lasrespiraciones de los demás, que sehabían fundido en un murmullo suavey envolvente, rítmico, pausado. Sesintió cansada. El sueño también leafectaba a ella, reclamaba su turno,los párpados cada vez pesaban más.Pero debía mantenerse alerta. Elpeligro, aunque ahora le parecíalejano, era muy real, y no sabía cómofuncionaba una posesión. Tal vez unode ellos se despertara en cualquiermomento sin ser el dueño de sucuerpo. Cambió de postura paraobligarse a moverse. Si continuabacediendo al sopor tendría quelevantarse y pasear. Le apetecía tantorecostarse un poco y cerrar los ojos…

Oyó a Álex entrar en el salón, quele hacía señas desde la puerta paraque saliera. La rastreadora se levantóde mala gana y le siguió.

—¿Es prudente dejarles solos?Álex cerró la puerta.—Estarán bien. Necesito tu ayuda,

Sara. He encontrado una salida.—Eso es genial. ¿Sabes cómo

acabar con el fantasma?Álex se acercó a ella, se inclinó

para acercar la boca a su oído, bajó lavoz.

—Por ahí no hay nada que hacer.El Gris no podrá con él, ya lo hasvisto.

—Porque está cansado.—Porque es demasiado fuerte

para él, para todos nosotros.—Entonces, ¿por qué no nos

mató? Huyó, algo tuvo que darle

miedo.—Huyó porque solo quería matar

al Gris, apuesto que por salvar alNiño de la horca. Es el único al queno puede poseer y le molesta. Pero nole mató porque tú interviniste. A ti noquiere matarte, Sara. Te necesita…

—Para pintar otro trazo de la runadel bebé —terminó ella.

—Exacto. Esa es la clave. Ospermite vivir para poseeros y seguirdibujando los trazos.

—¿«Nos»? ¿Qué hay de ti?—Eso no importa. Atiende. Planea

utilizaros uno a uno. Porque si grabarala runa de golpe el bebé moriría en elacto. Quiere completarla en unmomento concreto, aún no sé para quéexactamente, pero tenemos queimpedirlo. Es nuestra únicaposibilidad.

—¿Quieres que borre la runa? Yo

no…—No se puede borrar una runa sin

conocerla…—Ahí estáis —balbuceó el Niño,

saliendo del salón—. Y juntitos. ¿Quécuchicheáis?

Se frotaba los ojos y setambaleaba, saltaba a la vista queacababa de despertarse.

—Niño —dijo Sara—. ¿Cómoestás?

—Me duele todo el cuerpo —sequejó Diego—. Es la última vez quecuro a alguien, lo juro. Qué asco deángeles… ¡Eh! ¿Qué pinta tengo?

—Estás prácticamente igual. No tepreocupes.

—Han sido unos meses. Menosmal, porque si no, duele de verdad. —El Niño se tocó la mandíbula, sepalpó la cara—. Necesito un espejo,joder. Mira... Ni un solo pelo en la

barba. ¡Y ya tengo dieciséis! Asínunca pareceré mayor. Pero estosputos granos sí que me salen por todala cara. Asco de acné... Y tampoco heganado altura. Qué mierda. A ver sipor aquí hay algún cambio…

Sara le detuvo sujetándole por elbrazo. Diego ya se habíadesabrochado los pantalones y habíabajado la cabeza.

—Eso lo puedes comprobar luego,¿no crees?

—Eh, sí, claro, perdona… Es queme pica y…

—Deja tus paranoias para otromomento, Niño —gruñó Álex—.Tenemos cosas más importantes de lasque ocuparnos. —Diego asintió muyserio—. Hay que evitar que elfantasma termine la runa del bebé.

—Buena idea. De eso hablabais,¿no? Iba a sugerir lo mismo. ¿Cómo lo

hacemos?—La única posibilidad que

tenemos —explicó Álex— es evitarque la complete. Uno de los trazosempieza en la espalda y baja por lapierna izquierda.

—Lo pillo —dijo muy excitado elNiño—. Si no podemos impedir quepinte, le jodemos el lienzo. Quierescortarle la otra pierna.

Álex se quedó callado, quieto,mirándoles a los dos con muchaintensidad.

—No puedo creerlo —se espantóSara.

—Tío, yo lo había dicho debroma. No puedes pensar en serio…

—Otra opción es matarlo —insistió Álex.

—¡Por Dios! —Sara se llevó lasmanos a la cabeza—. ¡Lo dices enserio! Pero, ¿qué te pasa, Álex? Nadie

sería capaz de algo así. Estáshablando de mutilar a…

—Es un bebé, es horrible, pero esla mejor solución. —Álex hablaba conuna sorprendente calma—. Es tuocasión de demostrar si has aprendidoalgo, Sara. Deja a un lado tusestúpidos ideales. Líbrate de tusprejuicios y verás que estoy hablandode salvar vidas.

—A costa de la de un niño.—El bebé va a morir igualmente.

No me culpes a mí de eso. Podéismorir todos con él o hacer lo que osdigo.

—¡No! Ni siquiera lo voy aconsiderar.

—Entiendo. —Álex seguíatranquilo, como si estuvierandiscutiendo sobre dónde ir devacaciones. El Niño se habíaencogido. Murmuraba y meneaba la

cabeza, también estaba asustado,como Sara—. Piensas que vamos asalir de aquí sin que muera nadie más.Tu esperanza te hace creer eso,¿verdad, Sara? Abre los ojos. ¿Quédirás cuando muera el siguientesabiendo que podías haberlo evitado?¿Le dirás a Tamara cuando entierre asu hijo que amputándole una pierna oun brazo habría podido sobrevivir?

—¿Tienes alguna garantía de queeso funcionará? No, es una medidadesesperada o ya me habríasdemostrado que tu teoría es infalibleen lugar de pedirme simplemente quelo haga. Mientras haya una solaposibilidad, no lo haré.

—¿Y qué posibilidad es esa?Dime, Sara, ¿cuál es tu alternativa?¿Vas a sugerir algo o prefieres quesigamos como hasta ahora, esperandoa que el fantasma nos vaya cazandouno a uno? No has aportado nada.

Eres una inútil, como ya te avisé. Sino estuvieras aquí, nada cambiaría.

—¿Cómo llega alguien a ser comotú, Álex? Creía que ya había visto delo que eres capaz, pero me equivoqué,siempre te superas. Te veo, te oigo yaun así me cuesta creer que existaalguien que pueda despreciar tanto lavida humana. Tiene que haber unarazón. ¿Qué te pasó para convertirteen lo que eres?

—No te gustaría saberlo.—Álex, recapacita. Tú eres muy

inteligente. No tengo una solución, queDios me perdone por eso. Soy unanovata y puede que demasiado débil,no importa. Tú, sin embargo, sabesmás que nadie. Puedes hacer algobueno con todo tu potencial, algo queno sea matar a un crío inocente. ¿Porqué no te esfuerzas para salvarnos atodos?

—Lo he hecho, pero tú no lo ves.

—Eres imposible. ¡Estáscompletamente loco! Me das pena,Álex.

—No está loco —intervino Diego.—No me digas eso, Niño. No me

digas que estás de acuerdo con él, porfavor.

—Solo digo que no está loco. Leconozco. Álex nunca se deja llevar, esfrío, es un capullo desagradable queno le cae bien a nadie, es listo, comotú misma reconoces, y sabe mucho. Ytambién es un vago que siempre meencasqueta a mí todo el curro, peroeso es otro rollo… El caso es queÁlex no toma decisiones a la ligera.—Diego se volvió hacia él—. Peroesta vez te has pasado, macho. Ni a míse me habría ocurrido algo así.

—No pienso hacerlo —añadióSara—. Puedes intimidarme todo loque quieras, no cambiaré de opinión.

—No me equivocaba respecto a ti,Sara. Niño, te está contagiando susensiblería. —Álex les miró a los dosdurante unos segundos—. Como nopuedo contar con vosotros, no medejáis otra opción.

—Eres muy fuerte —dijo Ana

atravesando la piel con una aguja—.O estás acostumbrado al dolor. Hedado puntos sin anestesia, mucho máspequeños que estos y menosnumerosos, y como poco el pacientehacía muecas y contraía la cara.

—He sufrido heridas peores —contestó Saúl.

La enfermera estaba terminando decoserle el brazo. Le faltaba un últimopunto. No era uno de sus mejorestrabajos y eso se reflejaría en la

cicatriz resultante, que sería bastantefea, pero dada la escasez de medios yel temblor que el miedo provocaba ensu brazo consideró todo un logro nohaber empeorado la herida. Habíatenido que recurrir a una aguja e hilode coser que encontró en un costurero,en la sala de estar.

Saúl no parecía interesado en subrazo. Sentado en el suelo, miraba lapared del baño mientras Anatrabajaba, pensativo, ausente, y sinsoltar una sola queja. El suelo estabamanchado de rojo, como su ropa.

—Ya está. Has perdido muchasangre. Eh, no muevas el brazo.

Saúl lo flexionó, apretó el puño,su semblante mostró un gesto deaprobación.

—Los puntos parecen fuertes. Nosaltan.

—Deberías mantener el brazo en

cabestrillo.—No puedo. Tengo mucho que

hacer.—Puedo... ¿Puedo acompañarte?El pequeño hombre, que había

hecho ademán de levantarse, se detuvoy se volvió a sentar.

—Pareces una buena chica. Nodeberías venir conmigo. Es peligroso.

—No quiero volver con losdemás. —La enfermera apartó la vista—. Tengo miedo. No entiendo nada delo que está pasando, pero ellos son...extraños. Todos. Tú... Tú pareces unabuena persona, valiente, te viabalanzarte sobre esa cosa yatravesarla para salvar a Sara.

—Estarás mejor con ellos.Mantente alejada del que llaman Grisy trata de no escucharles. De hecho, sisalimos de esta casa, no estarás fuerade peligro a menos que olvides lo que

ha pasado y nunca hables de ello connadie.

—¿Quién me iba a creer?—Eso da igual. Tú has visto cosas

que no deberías. Si lo cuentas, creeránque es una invención o una anécdotagraciosa que se te ha ocurridomientras estabas colocada. Da igual,pero alguien lo repetirá, pordiversión. La anécdota pasará a ser unrumor, luego un cuento o una leyenda,quién sabe. Te puedo asegurar quealgunas películas que has visto estáninspiradas en historias como esta.Pero lo que importa es que hay... ungrupo de personas que vela para quela gente normal no sepa la verdad. Seles conoce como centinelas y aunqueson buena gente también son muyestrictos. Prácticamente no tienenlímites con tal de impedir que laverdad salga a la luz.

—¿Por qué lo ocultan?

—Para que el mundo continúecomo hasta ahora. Y porque cumplenórdenes.

—¿De quién?Saúl suspiró.—No lo creerías. Y de todos

modos te he dicho que cuanto menossepas mejor.

—Tía, ¿qué es eso, una caricia?

—El Niño hizo una mueca dedesaprobación—. Dale fuerte, joder.Mira y aprende.

Diego, sentado sobre el pecho delGris, alzó la mano y le cruzó la cara.Sara se encogió involuntariamente. ElGris giró hasta toparse con el sofá. Desu boca escapó un gemido.

—Dale otra vez —pidió Sara.

—No le despertaréis —dijoTamara desde la mecedora—. Podéisecharle un cubo de agua encima. Hastaque no se recupere, no abrirá los ojos.

—¿Y cuánto tardará? —preguntóDiego bajándose del sofá.

Tamara se encogió de hombros yvolvió la cabeza hacia la cuna.

—Vale, entonces esto es lo queharemos, Sara —continuó el Niño—.Si el Gris pregunta cuando sedespierte, la bofetada se las has dadotú. Suponiendo que te pregunte a ti,claro.

A la rastreadora le sorprendió lacapacidad del Niño para preocuparsepor detalles completamenteirrelevantes. Al menos, ahora se leveía mejor, más alegre, más lleno devida. Tenía una capacidad envidiablepara superar el miedo, para cambiarde un estado de ánimo a otro en pocossegundos. Uno de esos cambios se

produjo en ese mismo instante, cuandosu rostro se puso serio de repente.Álex acababa de entrar por la puerta.

Pasó a su lado sin mirarles y fuedirectamente hacia Tamara.

—No dejes que se acerque al bebé—le advirtió Sara.

Pero Tamara no pareció tenerla encuenta.

—Solo trata de salvar a mi hijo —replicó, ignorando a la rastreadora.

Álex llegó hasta la cuna paraestudiar al bebé.

—No lo conoces, Tamara —insistió Sara, espantada de lo que eracapaz de hacer Álex—. No puedes...

—Le conozco mucho mejor que tú—repuso Tamara—. Y desde hacemás tiempo.

La rastreadora se quedópetrificada. Había una fuerte

determinación en la voz de Tamara, ensu expresión y su mirada. Y sinembargo no podía conocerle tan biensi le permitía acercarse a su hijo.

—¡Por todos los dragones!—¡Plata! —El Niño salió

corriendo hacia él, que se revolvía enla silla de ruedas—. La madre que teparió. Llevas sobando como treshoras.

—¿En serio? —preguntó Plata,aturdido—. Una de esas bestias debede haberme lanzado un conjuro desueño...

Sara volvió su atención a Álex yTamara mientras Diego iniciaba unade sus charlas sobre dragones conPlata.

—No te apures —le dijo Álex enun tono impreciso—. He dado con unmodo de borrar la runa del bebé.

—¿De verdad? —se entusiasmó

Sara—. ¿Cómo? Sabía que loconseguirías si…

—Si pensaba sobre ello —lainterrumpió Álex—. Algo que tú nopareces capaz de hacer, ¿o tienes algoque aportar?

—Déjala en paz —bufó Tamara—.¿Cómo vas a quitar eso de mi hijo?

Álex continuó mirando a Sara unossegundos antes de continuar. Larastreadora sostuvo su mirada sinpestañear.

—Se borra como cualquier otraruna —explicó Álex—. Se necesita uningrediente especial, en este caso delos más caros me atrevería a decir.

—Pagaré lo que haga falta —dijoTamara.

—Ese no es el problema. Hacefalta conocer la runa para saber elorden en que se dibujan sus trazos, eltiempo empleado, la mano empleada...

Todos los detalles para poderdibujarla correctamente. Solo así sepuede deshacer el símbolo.

Una sombra oscureció elsemblante de Tamara.

—¿Y no conoces esos detalles?—Yo no, pero los brujos sí. Ellos

son los que más saben de runas. Sialguien puede borrarla, es un brujo.

—¿Un brujo? —preguntó el Niñoacercándose a ellos—. Tranquilos, hedejado a Plata afilando el palo de laescoba. Está convencido de que es unalanza. ¿Has dicho un brujo, guaperas?Una idea cojonuda. ¿Cómo no se noshabrá ocurrido? Solo le veo uninconveniente. Que yo sepa aquí nohay ninguno. ¿Quieres que les llamepor teléfono, a ver si se pueden pasara echar una mano? Y de paso que setraigan una pizza, que tengo hambre.

Álex fulminó a Diego con la

mirada, un destello iluminó sus ojosnegros.

—Empiezo a cansarme —dijo entono amenazador—. Da la impresiónde que os gusta poneros en contra detodo lo que digo. Podría entenderlo sipropusierais alguna alternativa. Niño,te estás convirtiendo en un estorbo,como ella. Y ya no cuento convosotros. Esto no os concierne. Laruna está en el cuerpo del bebé, asíque quien decide es la madre. Largaosy dejadnos en paz. Seguid perdiendoel tiempo, que es para lo único queservís.

—Jo, tío. —Diego bajó la cabezay el tono de voz—. Cómo te pones. Yosolo decía que...

—Deja de comportarte así —intervino Sara—. Si puedes sacarnosde aquí, hazlo de una vez.

—Yo no puedo.

—¡Niño! —llamó Plata—. ¡Tengofrío!

—Ahora voy —contestó Diego.—Has dicho que sabías cómo

borrar la runa —dijo Tamara—. Traea un brujo o haz lo que sea.

—Ya he dicho que yo no puedo —repitió Álex—. Solo hay uno denosotros que puede salir de la casa.

—¿Quién?—¿No es obvio? ¿Quién es capaz

de saltar de un cuerpo a otro sinimportar las distancias?

Se volvieron hacia la silla deruedas. Plata parecía cansado, se lehabía caído el palo de la escoba y noalcanzaba a cogerlo. Le hacía señas aDiego para que se acercara.

—Un segundo, Plata —le dijo elNiño—. No está mal pensado. Platatrincará otro cuerpo y puede avisar alos brujos y venir en nuestra ayuda.

—Tengo frío, Niño —gimió Plata.—¡Que ya voy! —suspiró Diego

yendo a su lado—. Como me cuentesque necesitas el fuego de un dragónpara calentarte, te doy una paliza...

—¿Y si Plata tarda mucho encambiar de cuerpo? —preguntó Sara—. Por lo que me habéis contado, niél mismo sabe cuándo se va producirun salto.

—Ya me he ocupado de eso —dijo Álex.

—¡Plata! —chilló el Niño—.¿Qué mierda te pasa? Dime algo, tío.Estoy aquí, contigo.

Sara llegó hasta ellos de doslargas zancadas. La cabeza de Platacolgaba sobre su pecho, que no subíay bajaba como debería, siguiendo larespiración. No halló pulso al tocar sucuello. El Niño se puso nervioso ylloriqueó.

La rastreadora reparó en unamancha en el pantalón de Plata, en elmuslo derecho. Le movió un poco. Lasilla estaba mojada. Cuando se agachóya sabía que encontraría un pequeñocharco rojo debajo. Gruesas gotas delcolor de la grana caían desde la parteinferior del asiento sobre un charco detamaño considerable.

—Está muerto —dijo posando lamano en el hombro del Niño—. Se hadesangrado. Alguien le ha cortado lafemoral, ¿verdad, Álex?

VERSÍCULO 17

En el centro de la cocina, justo enel punto del suelo sobre el quecolgaron los dos cadáveres, Saúlestaba agachado con los ojoscerrados. Sobre las rodillasdescansaban sus manos y respirabaprofundamente en una concentraciónabsoluta.

Permaneció así varios minutos.Luego abrió los ojos, tomó la cuerdaque había estrangulado dos cuellos yque a punto había estado de partir elde Diego. Ahora la soga estabadividida en dos por el corte que le dioel Gris. Saúl repasó sus símbolos conel dedo índice, con cuidado,lentamente. Juntó los dos extremos,

allí donde el cuchillo del Gris habíacortado, y los apretó bajo su manoderecha. De nuevo aguardó un tiempoconsiderable. Cuando abrió la mano,la cuerda volvía a estar unida.

Saúl se levantó. Abrió uno de lospequeños armarios que estaban fijos ala pared. De su interior extrajo unabolsa de cuero negro.

Luego se marchó, pasando sobreel cuerpo de Ana, que yacía bocaabajo, cuidando de no pisar ningunade sus extremidades.

La enfermera seguía inconsciente.No tuvo que volver a golpearla.

El Gris, tras examinar el cadáver

que hasta hacía un instante ocupabaPlata, se giró deprisa.

—¡Dejadlo de una vez! ¡Callaos!El Niño, que no había abierto la

boca desde hacía un buen rato, ni seinmutó. Tampoco Tamara, que semantenía distante de la brutalconfrontación que mantenían Álex ySara. El Gris estaba pendiente delaltercado para entender qué habíasucedido mientras estaba inconsciente.

La disputa era tal que, aldespertarse, el Gris había creído queles atacaban. A Álex y Sara solo lesfaltaba llegar a las manos, y ni siquiera habían reparado en él, hastaque se levantó para comprobar por símismo la muerte de Plata.

La pausa no duró demasiado.—Ha matado a un inocente —

repitió furiosa la rastreadora, que nopodía contenerse.

—He salvado vidas, incluida latuya. —Álex se retiró a una esquina

alejada del salón—. Ahora solotenemos que esperar.

—He dicho que lo dejéis ya —dijo el Gris, molesto—. Esto aún noha terminado.

—¿Y ya está? Se comete unasesinato y no pasa nada. —Sara agitóla cabeza y miró al Gris—. ¿Así escomo funcionamos?

—Lo hecho, hecho está. Nopodemos resucitarlo, así que no sirvede nada darle más vueltas.

—Ahora sí me creo que no tienessentimientos. Si no le dices nada aÁlex es porque apruebas lo que hahecho.

—Te advertí que verías cosashorribles viniendo conmigo.

—Esto no me lo advertiste. Puedoaceptar que no tratamos consituaciones convencionales, pero tieneque haber un límite para lo que

estamos dispuestos a hacer. Respetarla vida de un inocente me parece lomínimo.

—Juzga la situación en su conjunto—le aconsejó el Gris—. Y marca tuspropios límites. Habrá más muertes.Tal vez hoy no. Pero volverá a pasar.La muerte es parte de nuestro camino.Hay quienes quieren matarme a mí, losabes bien, y no voy a quedarmesentado, ni tengo intención deponérselo fácil. Si tengo ocasiónacabaré con ellos primero ypreguntaré después. Me gustaría creerque nunca me equivocaré ni mataré aquien no lo merezca, pero eso es unaestupidez. Decide si puedes o quieressoportarlo, Sara. No tienes por quéseguirnos. Solo Álex y yo tenemos quecontinuar adelante.

—¡Y yo! —soltó el Niñocorriendo al lado del Gris—. De míno te olvides. Lo siento, Sara. Yo...

No es que me alegre, pero nos hanputeado mucho.

La rastreadora se quedó callada.Se sintió sola, incapaz de identificarsecon ellos. Lo peor para ella era lafrialdad y la calma con la que todoshablaban de la muerte. Desde luegoellos estaban acostumbrados a matar ya ver morir, pero Sara no. Quizápensando sobre ello dentro de unosdías, en frío, podría llegar a entenderque, dadas las circunstancias y elpeligro que les amenazaba, no habíaotra salida. Pero ahora, en caliente, nopodía concebir que se tratase lamuerte de aquel pobre inválido contanta naturalidad e indiferencia. Sepreguntó si ella podría llegar ainsensibilizarse como ellos, sepreguntó también si deseaba que esole sucediera. Y se habría hechomuchas más preguntas de no serporque la puerta del salón se abrió enese momento.

Ana saludó con la mano mientrassonreía. La enfermera se tocó la crestay luego se miró la mano extrañada.

—¿Y tú quién eres? —le preguntóa Sara.

—Atrás todos —dijo el Grissacando el cuchillo.

—Buena idea. —La enfermerahizo una mueca de aprobación—. Yotambién necesito un arma. —Seagachó y recogió el palo de la escobadel suelo—. Casi he terminado deafilar mi lanza. ¿Me dejas tu cuchillo,amigo mío?

La rastreadora nunca había vistoen el Gris una expresión de sorpresatan acentuada. El Gris extendió lamano despacio, con el mango delcuchillo por delante.

—¿Plata?Sara se alejó mientras tenía lugar

el típico intercambio con el Niño en el

que Plata le preguntaba qué tal sucuerpo. Se acercó a Álex, que lucíauna expresión similar a la del Gris, yse inclinó cerca de su oreja.

—Felicidades —susurró—. Tuplan ha sido brillante.

VERSÍCULO 18

Saúl sostenía la bolsa de cueronegro mientras recorría el pasillocentral de la segunda planta. Con lamano derecha acariciaba las paredesde vez en cuando, en puntos concretos.Las paredes respondían con un levetemblor a sus caricias.

En alguna ocasión, Saúl seagachaba y tocaba el suelo, quereaccionaba de la misma manera.Otras veces el contacto se prolongabavarios segundos. Así terminó con laplanta entera.

Luego bajó al primer piso ytambién tocó aquí y allí. Daría laimpresión de que Saúl escogíalocalizaciones al azar, pero no era el

caso. Sabía exactamente lo que estabahaciendo. Terminó en el vestíbuloprincipal, frente a una pared quecompartía con la cocina. Le llegabanvoces desde el salón, donde seencontraban el Gris y los demás.

Una vez más, acarició la pared,describiendo líneas y círculos,alternando las manos, usando las dos ala vez cuando era preciso. La paredvibró, se onduló y deformó suscontornos. Finalmente se abrió. En elhueco estaba el cadáver de sucompañero.

Saúl se lo cargó a los hombros ylo transportó sin dificultad, a pesar detratarse de un cuerpo mucho másgrande y pesado que el suyo. Regresóa la segunda planta, a una habitacióncon una sola cama. Dejó el cadáver enel suelo y dispuso todos los mueblesen el lugar exacto. Luego situó elcuerpo de su compañero con mucho

cuidado en la posición correcta,cerciorándose de que ningún detallequedara fuera de lugar.

Lo repasó todo varias veces hastaque se sintió satisfecho.

De repente, Plata se enfadó, dejó

de arrancar virutas del palo de laescoba, que ya apenas medía dospalmos y estaba tan afilado como unbalón.

—¡Tú! ¿Cómo has entrado en lacasa? —preguntó señalando a Sara—.¿Has venido a cazar el dragón? Esmío, te lo advierto. ¡Y no piensorepartirlo!

Diego acudió junto a Plata.—Tranquilo, tío. Se llama Sara, es

una colega. Te caerá bien, ya lo verás.

—Pero, ¿cómo ha entrado? —seextrañó Plata—. Antes no estaba aquí.

—Que sí, solo que no la habíasvisto. ¡Ay! ¡Aaaaaay! No, no es eso...¡Que alguien me eche una mano, joder!

—Estaba encerrada en otrahabitación, Plata —intervino el Gris.No podía dejar que Diego mintiera yPlata no aceptaría la verdad—. Peroes una buena amiga.

—Algo no huele bien aquí. Y miolfato es infalible. ¿Podemos fiarnosde ella?

El Gris asintió y Plata volvió acentrarse en la escoba después dearrojar una última mirada cargada dedesconfianza hacia Sara. Diego indicópor señas que le dejaran tranquilo.

—No sabía que Plata podíaocupar el cuerpo de una mujer —dijoSara, aún sorprendida.

—Claro, puede entrar en cualquier

cuerpo —explicó el Niño—. Pero esono aclara que haya acabado metido enuno de los que estamos en esta casa.¿Qué probabilidades había? Nunca hahecho algo así.

—No ha sido una casualidad —dijo el Gris.

—¿A qué te refieres?—No puedo explicarlo mientras

esté aquí. Tenemos que conseguir quePlata salga de la habitación.

—Yo me ocupo —se ofrecióDiego—. Eh, Plata, tío, ¿cómo lollevas? La lanza tiene buena pinta,¿no?

Plata giñó un ojo mientrasexaminaba el fruto de su trabajo.

—Aún no está terminada. Nopodemos descuidarnos con esasbestias. Necesito capturar uno convida.

—¿Para qué?

—Para amaestrarlo, claro. Aveces salto a un cuerpo muy lejos yme cuesta mucho regresar. Perocuando tenga mi propio dragón...

—Ya veo. Buen plan, macho, estásen todo. Oye, ¿cómo te lo vas montar?¿Le atizarás al dragón en la cabeza?

El rostro de Plata se iluminó, suslabios se tensaron en una sonrisainmensa.

—Celebro que lo preguntes, Niño.No todos valoran los aspectos másexcitantes de la caza de dragones. —Sujetó el palo con fuerza, en posiciónhorizontal—. Hay que esperar elmomento preciso, cuando la cabezaesté...

—Eh, eh, veo un problema. ¿Y siel dragón te esquiva volando haciaatrás?

El rostro de Plata se arrugó comosi estuviese olfateando algo podrido.

—Los dragones no pueden volarhacia atrás.

—¿Estás seguro? Son reptiles,¿no?

—¡No pueden! —se encendióPlata—. ¿Cuestionas misconocimientos? Te lo demostraré.Observa. —Extendió los brazos haciaatrás, luego los dobló en una posturagrotesca y agachó la cabeza, dejandola cresta en posición vertical. Platasacudió los brazos arriba y abajo,aspiró una honda bocanada de aire,flexionó las rodillas—. Ahora veráscómo es imposible...

—Espera, espera. —Diego sepuso delante de él—. Unademostración aquí puede serpeligrosa. ¿Y si te estampas contra lacuna del nene? Tú no puedes volar,¿verdad, Plata?

—Es cierto —concedió un tantoaturdido.

—Ya lo tengo. Practica un poco enel pasillo, que ahí no hay nadie ycuando te salga bien, me avisas.¿Vale?

—Me parece correcto. Así verásquién sabe más de dragones.

Plata se dejó conducir hasta elpasillo por Diego, que cerró la puertaen cuanto estuvo fuera.

—No ha sido fácil —dijo el Niñoregresando con los demás—. No hacefalta que me deis las gracias, pero yome daría prisa en hablar de lo que sea.No sé cuánto tiempo se entretendráeste ahí fuera.

Sara, que había seguido laconversación completamentealucinada, iba a preguntar por quédemonios no podían pedirlesimplemente que saliera del salón,pero al ver que Álex y el Gris asentíanprefirió quedarse con la duda.

—Decías que lo de Plata no erauna coincidencia. —Álex sonóimpaciente.

—He tardado en darme cuenta —explicó el Gris—. Saúl se equivocó ynos despistó a todos. El fantasma nome tendió una trampa a mí, se la hatendido a Plata. Es a él a quien quierematar.

—Tío, eso no tiene sentido.—Ya sabemos que ocupaba el

cuerpo de Bruno cuando vino abuscarnos. Al entrar en la casa, Plataiba en último lugar con la silla deruedas, pero él se aseguró de queentrara antes de cerrar la puerta.

—Dime que tienes algo más queuna posible coincidencia —pidióÁlex.

—Lo tengo. Suponed que llevorazón y alguien quiere matar a Plata.¿Cómo le encuentra? Es imposible.

No hay nadie más difícil de localizar.Por eso fue a por el hijo de Tamara,porque sabía que yo vendría y Plataconmigo. Es la única forma segura dedar con él.

—Ya nos hemos equivocado antes—intervino Sara—. Aunque suenalógico, ese razonamiento podríamosaplicarlo cada vez que alguien tepersiga, Gris, siempre dudaríamos desi en realidad van a por Plata.

—Además, Plata no puede morir—dijo el Niño—. Cambia de cuerpo yya está. Intentar matarle es la mayorestupidez que se puede hacer.

—Por eso le ha encerrado. Quienquiera que sea el fantasma, sabe cómoretener a Plata.

Desde fuera llegó un estruendo, ycon el golpe, la pared temblóligeramente.

—Ni caso. —Diego hizo un gesto

despectivo con la mano—. Es Plata ysus experimentos de vuelo draconiano.

La suposición del Niño quedóconfirmada cuando oyeron unamaldición con la voz de la enfermera.

—¿Y todo el plan de la runa y lode ahorcarnos? —preguntó larastreadora—. El fantasma ya nostiene atrapados. ¿Por qué no nos matasin más?

—Repasad lo que sabemos —dijoel Gris—. Posee a uno, dibuja un trazoen el bebé y se libra del sujeto. Lomata para reducir los cuerpos a losque Plata puede saltar...

—Hasta que solo le quede el bebé—terminó Álex.

—Exacto. El último trazocompletará la runa y matará al bebé, ytambién a Plata que se encontrarádentro de él. Si grabara la runa degolpe, el bebé moriría antes de que

Plata ocupara su cuerpo. Yseguramente, esa runa tan complicadarequiere de tiempo entre cada trazopara que funcione.

Sara desvió la vista hacia Tamaraque les observaba en completosilencio, claramente atenta yextrañamente impasible.

—Pero, tío, no puede ser —sealarmó Diego—. Matar a Plata, si deverdad es posible, es algo muychungo. No se puede. Él es... como...forma parte del esquema de larealidad o algo así.

—Eso nadie lo sabe a cienciacierta —objetó el Gris.

—Que sí, que lo he oído en...—Da lo mismo —le cortó Álex—.

Para que Plata muera de ese modo,tenemos que morir todos antes. Asíque no lo vamos a permitir.

—Ahí le has dado, guaperas.

—Tenéis que matar a ese fantasma—dijo Tamara, que se había puesto enpie—. Álex tiene razón. ¿Qué importasu plan? Dejad de hablar y salvad ami hijo.

Volvió a sentarse, sin mirarles niesperar una respuesta, como si nohubiera intervenido en laconversación.

—¿Cómo lo hacemos? —preguntóSara.

—Hay que averiguar por qué estácabreado con Plata —aseguró el Niño—. Los fantasmones tienen algopendiente y por eso se quedan ennuestro mundo. Este debe de ser idiotay culpa a Plata de algo que le pasó. Sise lo explicamos...

—Eso son estupideces, Niño —escupió Álex—. Nadie sabe por quéalgunos espíritus se quedan cuandomueren. Hay miles de teorías yrepasarlas ahora no nos ayudará.

—Es verdad —le secundó el Gris—. Concentrémonos en cómo se lesmata, no en cómo se crean.

—Solo hay un modo —apuntó elNiño—. El método universal. Hay quecortarle la cabeza. La putada es quepara eso hay que obligarle a hacersecorpóreo. Y eso es imposible coneste. Los otros espíritus que hemosvisto eran estúpidos e irracionales.Cuando averiguábamos quiénes habíansido, era fácil engañarles con algorelacionado con su antigua vida. Peroeste es especial, razona.

—Lo que indica que cuandoestaba vivo también era alguienespecial —añadió el Gris.

—¿Los espíritus se pueden hacertangibles? —preguntó Sara.

—Solo los más fuertes, aunque nopor mucho tiempo —contestó Diego—. La mayoría ni siquiera se pueden

hacer visibles. De hecho, cuando unfantoche se hace visible más de unosminutos, tela con él, porque el bichotiene que ser la hostia. Por eso ocupancuerpos, para...

—Vamos a dejarlo —atajó el Gris—. Lo primero es protegernos. Voy agrabar runas en la pared del salón,para que no pueda entrar aquí. Asíganaremos tiempo para dar con unmodo de acabar con él. Vosotrosbuscad la manera de...

—¡Niño! ¡Ya lo tengo! —chillóPlata entrando de nuevo en lahabitación—. Ahora verás... ¡Eh! ¡Esamujer sigue aquí! —dijo señalando aSara—. ¿Ha explicado cómo entró enla casa?

—No es eso...—¡Entonces es un dragón! —Plata

apretó el palo de la escoba y semordió los dientes. La respiración sele aceleró—. ¡A un lado! ¡Me ocuparé

de ella!—¡No soy ningún dragón! —gritó

Sara con todas sus fuerzas. Plata sequedó congelado con el palo en alto—. ¡Estoy harta de tus desvaríos! Si teacercas a mí te romperé ese palo en lacabeza. Entonces sí que verásdragones por todas partes. ¡Chiflado!

El palo de la escoba resonó alrebotar contra el suelo. Plata se fueencogiendo poco a poco, palideció,apartó la mirada. El Niño corrió a sulado y se lo llevó fuera, mientras leconsolaba por el camino. Sara creyóoír un sollozo.

—No vuelvas a hacer eso —leadvirtió el Gris.

El Gris la miraba fijamente, casisin respirar. La rastreadora se inquietóun poco bajo aquellos ojos de ceniza.

—Pero si está loco... —sedefendió.

—No lo está. Nadie puedecomprenderle, pero Plata no está loco,al menos no del modo convencional.Es importante que no vuelvas adisgustarle, ¿me has oído?

—Claro que sí, intentaré no volvera meter la pata. Pero tampoco puedoasegurarlo, con lo bien informada queme tenéis. No es justo que me digaseso sin explicarme nada.

—No puedes aprenderlo todo enun día.

—¿Por qué dejas que Plata vayacontigo? Dímelo. Siempre soy la quemenos sabe de todos y no esagradable.

El Gris tardó unos segundos enresponder.

—Tengo mis sospechas... porcosas que dice y otros detalles... Escomplicado, pero Plata sabe quién merobó el alma.

—¿Cómo...?—Estaba allí. Estoy convencido

de que ocupaba el cuerpo de algunode los presentes. No sería la primeravez que Plata está donde nadie seespera.

—Pero... Eso es... ¿Y por qué note lo dice?

—Lo hará. A Plata no se le puedeobligar, pero cuando considere que esel momento adecuado me lo dirá, poreso me acompaña. Y hasta que lohaga, se queda conmigo.

VERSÍCULO 19

En el vestíbulo de la casa, alamparo de las sombras, el Gris cerróla mano y apretó. Cayó una gota desangre oscura, espesa, seguida de otra,y luego otra más. Aterrizaban en lahoja del cuchillo, justo en la punta yresbalaban hasta llegar al pomo,describiendo curvas sobre el metaloxidado. Al deslizarse hacia abajo,los trazos de sangre brillaban yreflejaban la luz.

El cuchillo cortó el aire dosveces. La sangre que lo ensuciaba sesecó. Cortó también la pared,continuando la línea que el Gris habíadejado a medias, una línea queformaba un símbolo que muy pocos

conocían, tal vez nadie, dado que elsímbolo provenía de una página de laBiblia de los Caídos que obraba en supoder, oculta en algún lugar oscuro desu gabardina. Era la página que habíahallado en casa de Mario Tancredocamuflada en un cuadro de Rembrandt.El Gris aún no había descifrado todaslas runas que contenía. Muchasrequerirían de un tiempo largo, puedeque años; para otras, probablemente,necesitaría ayuda.

Al terminar la runa, estabaexhausto. Respiraba demasiadodeprisa y las piernas temblabanligeramente. Pero aun así, y a pesar deno haber captado sonido alguno, supoque Álex se encontraba justo detrás deél.

—¿Cuánto tiempo te queda?—¿Cómo quieres que lo sepa?El Gris continuó de espaldas,

apoyando ambas manos en la pared.

—No puedes vencerle—dijo Álex—. Tú lo sabes y yo también. Esta vezno, amigo mío.

—No siempre aciertas, amigomío.

—No puedes enfrentarte a él.El Gris dio media vuelta y le miró,

apoyado en la pared con una mano.—¿Hay otra alternativa?—Es por ella, ¿verdad? Como su

marido ha muerto, piensas que volverácontigo...

—Sé cómo matarle.—No, no es cierto. Nadie sabe

más que yo sobre los muertos y coneste no podrás. O sabes algo que nonos has contado o el dolor nubla tujuicio.

—Todos tenemos nuestrossecretos, Álex.

—Cierto. Pero no estamos en una

situación precisamente favorable. Noes el momento de hacerse el héroe. Túno eres así, eres un superviviente, nolo olvides.

—No me conoces tan bien comoimaginas.

—Cuéntame cómo crees que vas alograrlo. No te guardes secretos.

Una mueca asomó en el rostro delGris.

—¿Quieres hablar de secretos?Por mí, perfecto. Tú primero. Hallegado la hora de que me digas porqué quieres matarme.

—Sabes que no es el momento.—¿Por qué no? Podríamos morir

todos dentro de poco. Quizá no sea elmejor momento, pero puede que notengamos otro.

Álex asintió. Sus ojos cayeron y seoscureció su semblante.

—Me gustaría poder decírtelo, deverdad. Nadie merece mi respeto másque tú. Por eso decidí hacerlo yo,Gris. Matarte será el peor acto quecometeré en toda mi existencia. Y tejuro que antes te lo contaré todo.Cuando llegue la hora, tal vezpuedas... perdonarme.

—No cuentes con ello.—No lo hago.Se produjo una pausa larga. El

Gris tosió varias veces, cubriéndosela boca con la mano. Cuando terminó,había sangre en la palma de su mano.

—¿Desde cuándo estamos juntos?Ya ni me acuerdo. Años. Tampocorecuerdo la cantidad de veces que mehas salvado y sé que volverás ahacerlo. Aunque consigas matarme,nadie me habrá dado tanto como tú,amigo mío. Nadie me conocerá tanbien ni se habrá preocupado tanto pormí. Eres mi familia, Álex. Pero no te

perdonaré.—Espera, ¿dónde vas?—A arreglar lo que has hecho.

Todo esto es culpa tuya, no mía.—¿A qué te refieres?—Lo entenderás cuando se haya

terminado —dijo el Gris echando aandar—. Te lo prometo.

Diego paseaba en círculos por el

salón, sorteando los muebles ymurmurando. De vez en cuando serascaba el lunar de la barbilla sindarse cuenta.

—El Gris se lo cepillará... Es elmejor... Estoy seguro...

Tamara no le prestaba atención.Tampoco Sara, que entendía que así

era como el Niño afrontaba el miedo,hablando consigo mismo si noconseguía a nadie. La rastreadora seacercó a Plata, que ensayaba golpescon el palo de la escoba en unaesquina. Se alarmó un poco al verla. ASara no dejaba de sorprenderle queahora ocupara el cuerpo de laenfermera. Se había hecho a la idea deque Plata era un hombre.

—Hola —dijo con suavidad—. Tedebo una disculpa.

Plata dejó de atacar el aire con elpalo.

—De ningún modo —dijoinclinando la cabeza—. El Niño me haexplicado que eres una granrastreadora y que le tratas muy bien. Yel Niño tiene un gran corazón, nopuede equivocarse.

La rastreadora se alegró deescuchar lo que Diego pensaba deella.

—Aun así, no debería habertegritado.

Plata negó con la cabeza.—Cuando has escuchado el rugido

de un dragón, querida, pocos ruidospueden impresionarte. Por desgracia,al rugido le sigue su aliento y pocascosas apestan tanto. El hedor es...

—El Niño también me ha dicho lobuena persona que eres —leinterrumpió Sara, que se temía una desus disertaciones.

El rostro de Plata se iluminó y seensanchó, se curvaron sus labios.

—Tengo que darle un abrazo...—También dice que aprecias

mucho al Gris —añadió sujetándolepor el brazo para que no se fuera.

—¿Eh? Claro que sí. Es un grantipo, reservado, pero de carácternoble. Su único defecto es que no setoma en serio a los dragones. Está un

poco loco.—A lo mejor es porque le robaron

su alma. —Sara por fin había llevadola conversación a donde quería—. Túlo sabes, ¿verdad?

—Desde luego —asintió Plata—.Una desgracia tremenda, por eso estátan triste. Yo trato de animarle.

—Yo también. Y creo que sé cómopodemos darle una alegría.

Los ojos de Plata brillaron deexcitación.

—Te escucho.—Lo que más feliz le haría es

saber quién le robó su alma.—¿En serio? No se me había

ocurrido. Me asombra tu audacia.—Y tú sabes quién fue, ¿verdad,

Plata?—¡Naturalmente!—Y quieres que el Gris sea feliz,

¿a que sí?—¡Por supuesto!—Maravilloso. Pues, ¿qué tal si

me lo cuentas para que puedadecírselo al Gris?

—¡No se hable más! —Plataestrelló un puño sobre la palma de lamano—. Por mi amigo hago lo quesea... Pero, un momento. No es unanoticia fácil de asimilar. ¿Estás segurade que se alegrará?

—Confía en mí.Plata frunció el ceño. Sara

recurrió a todas sus fuerzas paracontener la emoción.

—Fue una de esas escenashorribles que nadie debería presenciar—comenzó Plata—. El pobrecillosufrió mucho. Debe doler más queperder un cuerpo, porque cuando yosalto...

—Sí, sí, pero, ¿quién se lo hizo?

—Oh, es verdad. Verás, fue...—¿Sí?—Un dragón, por supuesto.

El Gris esperó a que todos

salieran. Le extrañó un poco laexpresión de rabia que mostraba Sarajusto cuando entró en el salón, perotenía asuntos más urgentes queatender. El Niño y Plata se marcharonenseguida, animados por unademostración de vuelo de dragón quePlata iba a escenificar en el pasillo. Ala rastreadora tuvo que repetirle quese fuera para que él pudiera quedarsea solas con Tamara.

Cerró la puerta y se dirigió a laesquina en la que Tamara amamantabaa su hijo. El bebé agitaba las manos

mientras se aferraba al pecho de sumadre. Sonreía y jugueteaba con elpezón.

—Solo, con dos cucharadas deazúcar. —El Gris sacó la taza de entrelos pliegues de la gabardina—. No tepreocupes, no la he sacado de ahí,vengo de la cocina. ¿No reconoces tupropia taza de café?

Ella la cogió sin soltar al bebé,dio un sorbo, solo uno. Un gesto deaprobación se dibujó en su rostro. Ledevolvió la taza. El Gris preguntó conla mirada.

—Sí, así es como me gustaba elcafé —dijo Tamara—. No lo hasolvidado. Pero ahora no tomo. Lacafeína no es buena para el Niño.

Él asintió y se sentó.—Se nota que le cuidas.—¿Qué quieres que haga? No hace

falta que me adules. Dímelo y lo haré.

El Gris retiró la gabardina. En sumano descansaba el cuchillo, apoyadosobre su rodilla. Tamara torció elgesto al contemplar el arma.

—Necesito que me grabes unaruna en la espalda.

—¿Por qué no se lo pides a tuschicos?

—Porque se negarían. Ellos no sefían ya de mí.

—El Niño te adora.—El Niño es el único que no

puede grabar este símbolo enconcreto.

—Nunca pudiste mentirme, Gris.Es peligroso, por eso se negarían.

—Siempre es peligroso.—Os he oído hablar. Ese fantasma

o muerto o lo que sea es demasiadofuerte, te matará. Y tú eres undescerebrado que no tiene miedo de

nada, es tu peor cualidad. Mesorprende que sigas con vida.

—No por mucho tiempo, si no meayudas.

—En eso sí eres diferente. —Tamara cogió al bebé y le cambió depecho. El pequeño continuó mamandocon avidez—. Antes no contemplabasla posibilidad de tu muerte, ahoraparece que no te importa.

—Es la única opción que tenemos.Coge el cuchillo. ¿Qué puedes perder?

—¡A ti! —chilló. El bebé dio unpequeño bote, pero enseguida volvió aengancharse al pezón—. Malditoimbécil. ¿Piensas que te he olvidado?—Tamara se remangó el brazo—.¡Mira esta cicatriz! ¿Te suena?Arriesgué todo lo que tenía para quevivieras, no para que te suicides comoun estúpido.

—Tamara…

—¡Calla! Vas a encontrar otromodo de acabar con ese engendro.¡No puedo perderte, me oyes! Antes tementí. Escuchaba historias sobre ti,sobre el hombre que no tiene alma,porque prestaba atención. Queríasaber que te iba bien, que seguías porahí, en alguna parte. Quería saber queaún podríamos encontrarnos algún día.

—¿Bruno te hacía feliz?—¿Y eso qué importa? —bufó

Tamara.El Gris calló. Esperaba una

respuesta.—Era un hombre muy atento —

continuó Tamara—. Siempre estaba ami lado, cuidándome. ¿Es eso lo quequerías saber? Hubo momentos en quecasi logré olvidarte… Bruno era… loque necesitaba.

—Suena bien. Y te dio un hijo, sécuánto lo deseabas. Debería odiarle o

alegrarme de que haya muerto. Perono es el caso. Tampoco sentí ningunahostilidad hacia él cuando supe quiénera.

—¿Intentas que crea que no teimporto, que has pasado página?

—Intento que veas que ya estoymuerto.

—No me vengas con tu falta desentimientos. No es verdad. Sientes.Lo que pasa es que tu rabia y tusufrimiento sepultan todo lo demás.Pero yo te conozco.

—¡Y yo a ti! —El Gris se levantóy le tendió el puñal—. Tienes lo quemás te importa entre tus brazos. Si nome ayudas, él morirá y no seráagradable. Vuelve a mirar la cicatrizde tu brazo. Recuerdas cómo te dolió,el escozor, el tormento tandesgarrador que soportaste cuando tegrabé la runa. Era tu alma, Tamara, loque se quemaba cuando te la arranqué.

No se puede describir un dolor comoese. ¿Es lo que quieres para tu hijo?

Ella también se puso en pie, concuidado de no dejar caer al bebé.Sacudió la cabeza hacia atrás, se quitóel pelo de la cara, quedaron a la vistaunos ojos cargados de odio.

—Puede que sea cierto que nosientes nada.

Dejó al Niño en la cuna. El bebébuscó a su madre con la mirada,también con las manos. Rompió allorar. Tamara cogió el cuchillo. Secolocó de espaldas a su hijo para noceder ante su reclamo. Ella tambiénestuvo a punto de gritar cuando el Grisse desnudó de cintura para arriba ydejó a la vista su pecho, lleno decicatrices.

—Dios mío.—Parece peor de lo que es —

aseguró el Gris—. Fíjate bien en este

dibujo, el que rodea mi pecho y miabdomen. Es sencillo. Tienes quealargar el corte por el costado, porambos lados hasta replicarlo en miespalda. ¿Podrás hacerlo?

Tamara se limitó a asentir porqueno era capaz de hablar. El Gris se diola vuelta.

El cuchillo, a pesar de su penosoaspecto, cortaba a la perfección. Lacarne se separaba a su paso, la sangremanaba de la herida. Ella trataba deque el corte no fuera profundo. El Grisno se quejó ni una sola vez. El bebéestaba de pie, apoyado en labarandilla de la cuna, alargando losbrazos hacia su madre y llorando cadavez más fuerte.

Al terminar a Tamara le dio grimaver cómo el Gris volvía a vestirse.

—Gracias —dijo él tomando elcuchillo—. Dile a los demás quetraten de entender que no había otra

solución.—¿Por qué no se lo dices tú?—No espero que me perdonen...—¿De qué hablas? Estás muy raro.—Ni tú tampoco —terminó el

Gris.Luego se movió como un rayo. De

un salto se plantó junto a la cuna ytomó al niño entre sus brazos. El bebéseguía llorando.

—¿Qué diablos haces con mi hijo?El Gris tiró de la gabardina hasta

extenderla completamente por un lado.Tamara observó horrorizada cómoantes de que pudiera impedirlo, suhijo desaparecía en la oscuridad desus pliegues. El Gris soltó lagabardina, que regresó a su posicióninicial, colgando de sus hombros,ligera, ondeando. El llanto del bebé seapagó.

—¡David! ¿Dónde está? ¡Malditoseas, Gris! ¿Qué has hecho con él?

VERSÍCULO 20

—Me gusta este cuerpo —dijoPlata posando las manos sobre susnuevas caderas—. Es joven, ágil. ¿Mequeda bien?

—La cresta es lo que más mola —opinó Diego.

—¿Aún no han terminado? —preguntó Sara mirando la puertacerrada del salón.

Nadie contestó. Plata y el Niñoestaban muy centrados en su propiaconversación. Álex estudiaba lossímbolos que el Gris había grabado enla pared, rastros de sangre resecaentrelazados, sucios, horribles. Sarase preguntaba de qué estaríanhablando el Gris y Tamara. No les

imaginaba recordando los viejostiempos mientras seguían bajoamenaza de muerte en aquella prisión.Y como nadie sugería nada que hacer,apoyó la oreja en la puerta, con laesperanza de captar algún fragmentode la conversación. Las voces lellegaban distantes y amortiguadas, nodistinguía las palabras. Le llegótambién un sonido que sí identificótras unos segundos.

—El bebé está llorando —les dijoa los demás.

—También lo he oído —dijoÁlex, tan cerca que Sara dio unpequeño salto.

—Eh, troncos. —El Niño seacercó con Plata a su lado—. Yo soyel más cotilla de todos, pero no memeto en rollos de pareja. Un pelín dedecencia... Esos dos tienen derecho aun poco de intimidad.

—¡Chis! Cállate —susurró Sara.

—Definitivamente algo le pasa albebé —dijo Álex.

—¿En serio? —Diego saliódisparado y también pegó la oreja a lapared, un poco por debajo de lacabeza de Sara—. Cómo berrea elcondenado. ¿Qué le pasará?

A todos les extrañó que ni Tamarani el Gris hablaran. Ninguna palabrade consuelo para el pequeño, queseguía llorando, cada vez con mayorintensidad.

—¿Y si les ha pasado algo? —preguntó Sara.

—Abre la puerta —ordenó Álex.La rastreadora alargó la mano

hasta el pomo, despacio, dudaba sientrar era lo correcto. Al final decidióque no pasaba nada por echar unvistazo y volver a cerrar si todoestaba en orden. Pero antes de girar elpomo, el llanto cesó de repente. Sara

se quedó congelada un instante, encompleto silencio. Al instantesiguiente, el silencio estalló enpedazos por un grito desesperado.

—¡David! ¿Dónde está? ¡Malditoseas, Gris! ¿Qué has hecho con él?

La voz de Tamara erainconfundible. Sara y Diego casi secayeron al suelo al irrumpir en lahabitación. Tamara tenía el rostrodesencajado, estaba en el suelo derodillas. El Gris, de pie junto a lacuna, caminó hacia ellos moviéndosedeprisa.

—¡Devuélveme a mi hijo, Gris! —chilló Tamara.

—El bebé ha desaparecido —dijoel Gris, alarmado—. Tamara está enshock. Cree que yo me lo he llevado.

—¿Dónde estaba cuandodesapareció? —preguntó Álex.

—En la cuna —contestó el Gris

—. Álex, examínala a ver siencuentras algo. Sara, intentatranquilizar a Tamara. Niño, ayuda enlo que puedas y vigila a Plata.

El grupo reaccionó, cada uno seencaminó hacia la tarea que el Gris lehabía encomendado. Y cuando apenashabían dado unos pasos, un portazolos detuvo a todos. El Gris se habíamarchado cerrando la puerta.

—¿A dónde ha ido? —preguntó elNiño.

Diego retrocedió hasta la puertapara ir en su busca. Agarró el pomo...y salió despedido hacia atrás. Cayópesadamente en el suelo a un par demetros de distancia. Sara corrió a sulado, pero no pudo despertarle. Estabainconsciente.

VERSÍCULO 21

El Gris caminaba tranquilamentehacia las escaleras. Desde el salón, asu espalda, le llegaban las voces desus compañeros, cada vez más lejos,deformadas por las runas que lesmantenían encerrados en el salón.

Apretó los puños mientrascaminaba con decisión. Los nudilloscrujieron.

—Sé que puedes oírme —dijo alpisar el primer escalón—. Tengo albebé.

En el siguiente escalón aparecióuna grieta, la lámpara reventó y cayódel techo. El Gris continuóascendiendo sin inmutarse ni mirar alos lados. En la segunda planta la

alfombra se arrugó, y en un siseo,retrocedió. Sonó un murmullo agudo yalargado.

—Tendrás que mostrarte si quieresrecuperar al niño.

El Gris sabía a dónde se dirigía,en qué habitación exacta de la casaencontraría al ser que quería matar aPlata. Pero no se esperaba la escenaque halló al abrir la puerta. Lascamas, los muebles, la decoración…todo estaba exactamente comodebería, con precisión milimétrica. Enel suelo yacía un cadáver, elcompañero de Saúl, cuidadosamentecolocado en la postura que élrecordaba.

—He venido. Es hora de que desla cara y resolvamos esto —dijo elGris aunque no había nadie en lahabitación—. Necesitas al bebé y lotengo yo. Ven a por él.

Cruzó los brazos y esperó. No se

giró al escuchar pasos a su espalda.—Eres un completo idiota,

hombre sin alma.Ahora sí se volvió. Había

reconocido la voz.—Saúl, esto no va contigo. Vete

de aquí y no interfieras…—Saúl no está con nosotros. —El

pequeño hombre sonrió. Aquellasonrisa no era propia de él.

—Entiendo. —El gris separó losbrazos—. No necesitabas usurpar sucuerpo.

—Querías verme.—Sé quién eres o mejor dicho

quién eras. Nos vimos cuando estabasvivo.

—No. Tú me viste a mí, no loolvides. Yo no podía. —El fantasmasacó una bolsa de cuero negro—.Dame al bebé.

—Dime tu nombre.El fantasma extrajo cuatro piezas

metálicas de la bolsa, alargadas.—Tú y Álex no me servís, no

puedo poseeros. Podrías haber salidocon vida de esta casa y seguirbuscando tu alma, pero tuviste quemeterte en mis asuntos. ¿Por qué?

El Gris repasó la habitación conun vistazo.

—No creo que lo entiendas. Veoque has recreado el momento de tumuerte, incluso has emulado la casade Mario Tancredo. Eso demuestra tuobsesión. Eres un perturbado y no meinteresa perder el tiempo con alguienasí.

—Quiero que Plata sepa por quéle voy a matar. —Enroscó dos de laspiezas que había sacado de la bolsa—. Le traeré aquí justo antes de sumuerte y le colocaré justo ahí —

añadió dando una patada al cadáverdel compañero de Saúl.

El Gris sacó su puñal.—Si no me dices tu nombre

cortaré mi gabardina. Perderás albebé y tu plan fracasará. Yo me lopensaría.

—El Niño está perfectamente —

dijo Sara. Plata estaba sentado junto aél, murmurando algo en su oído—.¿Por qué nos ha encerrado el Gris?

Tamara no paraba de deambularpor el salón, rabiosa. Sara habíatenido que sujetarla para que notratara de abrir la puerta y corriera lamisma suerte que Diego. La pobremujer estaba destrozada por latensión, le temblaba todo el cuerpo. Si

no se tranquilizaba, el estrés acabaríacon ella. Apenas había podidocontarles cómo el Gris habíaescondido a su hijo en la gabardina.Sara no podía creerlo; aunque lehubiera visto hacer desaparecerobjetos muy voluminosos, no era lomismo con un ser vivo. Sin embargo,la expresión de Álex la habíaconvencido de que Tamara decía laverdad, no se trataba de los desvaríosde una madre atemorizada.

—¡Álex! —gritó Tamara—. Tú leconoces mejor que nadie. ¿Se havuelto loco? ¿Qué piensa hacer con mihijo?

Álex, que revisaba con atención lapared, apartó la vista y la dirigió aTamara. No se le veía tan confiadocomo siempre.

—No está loco —aseguró—.Tiene un plan. Nos ha engañado atodos, a mí también, para dejarnos al

margen. Sabes que él no haría daño atu hijo. —El rostro de Tamara sesuavizó un tanto—. Al menos, novoluntariamente. No sé qué planea,pero estoy seguro de que implicasalvar al bebé. Siempre y cuando loconsiga, claro. No podrá vencer a eseespíritu, se lo advertí.

La rastreadora se quedóespantada, aunque no menos queTamara.

—¿No puedes cerrar esa boca poruna puta vez? —estalló Sara. Ellatampoco podía seguir controlándose—. No estás seguro de nada.

—Creía que eras partidaria de laverdad.

—Déjale hablar —pidió Tamara yse dirigió a Álex—: ¿Crees que loconseguirá? ¿Hay alguna esperanza deque el plan del Gris funcione?

—Él cree que sí.

—No te he preguntado eso.Álex vaciló, miró a Sara, puede

que como una advertencia o puede quebuscando apoyo. La rastreadora norespondió de ningún modo a aquellamirada.

—No estoy seguro —admitió Álex—. Confió en él, ha demostrado sercapaz de superar situacionesimposibles, pero...

—Pero sospechas que en estaocasión lo hace por mí —dijo Tamaraal ver que él no terminaba la frase—.Las situaciones imposibles que hasmencionado las afrontó con la cabezafría, sin emociones, sin miedo, con esaactitud que le ha convertido enleyenda. Ahora puede que sea otra sumotivación. Por eso te ha dejado delado, ¿verdad?

—Te advertí de que no seencontraba bien, que está al límite —repuso Álex con una dureza

sorprendente—. Nadie puede saber loque alguien en su situación puedepensar, porque no hay nadie más quepueda estar en esa situación. Y ahoradejad de lloriquear las dos. Él sabealgo que nos ha ocultado pero nosomos idiotas, podemos deducirlocomo ha hecho él. Reflexionemos quépuede haber descubierto. ¿Qué se nosestá escapando?

Nadie habló durante un rato.—Ya lo hemos repasado todo una

y otra vez —dijo al fin Sara—. Solohay dos detalles que desconocemos:quién es el muerto que quiereposeernos y por qué imita la casa deMario Tancredo.

—El Gris sabe quién es —dijoTamara—. Estoy segura. ¿Qué pasó enesa casa?

—El Gris mató a la hija de Mario,que en realidad era un demonio.

—¿Un demonio puede convertirseen fantasma?

—No —respondió Álex.—¿Murió alguien más? —

preguntó Tamara.Sara y Álex compartieron una

mirada significativa.—Miriam —dijo él—. Murió una

centinela. En realidad, la maté yo.—¿Qué? —Sara se quedó

pasmada—. ¿No fue el demonio quienla mató?

—Yo ayudé. Y no es el momentode entrar en detalles, ¿no crees? —Tamara puso la mano sobre larastreadora, que logró dominarse y nodecir nada. Álex adoptó un tono devoz reflexivo, pensaba en voz alta—.El Gris me dijo que todo era por miculpa, así que debe de ser ella...

—¿Y por qué quiere esa Miriammatar al Gris?

—Al Gris no, a Plata —continúoÁlex, con los ojos desenfocados—.No tiene sentido. Miriam iría a por míy no recurriría a esta trampa.

—¿Por qué no? —preguntó Sara.—Porque estaría muerta y

entonces sabría... Da igual. No, no esMiriam. Entonces quién...

—Ya lo has descubierto, ¿verdad?¡Por eso pones esa cara!

—Somos idiotas —se lamentóÁlex, agachando la cabeza—. Larespuesta no puede ser más sencilla.

—¡Dilo de una vez! —exigióTamara.

Álex se volvió hacia larastreadora.

—¿A quién quiere matar elfantasma?

—A Plata —contestó Sara.—¿Y quién fue el primero que

murió en la casa de Mario Tancredo?—Pero si Plata no...Y entonces lo recordó todo. Plata

ocupaba un cuerpo alto y delgaduchocon el que tenía problemas paramantener el equilibrio. Sara recordócon total claridad cómo cuandoestaban contemplando el cuadro deRembrandt, que luego resultó ser unapágina de la Biblia de los Caídos,Plata cayó al suelo atormentado por undolor en la espalda, justo en el lugaren el que más tarde se le clavó unpuñal, y tuvo que regresar en otrocuerpo, el de aquel hombre gordo.Tenía mucho sentido. Seguramente,Plata mientras estaba en el cuerpo delparalítico también habría notado esedolor en la pierna donde Álex le habíacortado de haber tenido sensibilidaden la parte inferior del cuerpo. Álex losabía y se había aprovechado de esasituación.

—El fantasma es el dueño delcuerpo que ocupaba Plata cuandomurió en casa de Mario Tancredo —explicó Álex—. El Gris tenía razón,yo le maté.

—No lo harás —dijo el fantasma

a través del cuerpo de Saúl—. Nocortarás la gabardina y no arriesgarásla vida del bebé. Es un farol.

Luego ensambló la tercera piezametálica, formando una especie depalo alargado de más de un metro delongitud. No era posible ya distinguirdonde una pieza se unía con otra. Undestello metálico lo recorrió de unextremo a otro.

El Gris le observó impasible.—Tu venganza es absurda.

Saúl colocó la última pieza sobreel extremo y la enroscó. Su forma erade cono, un poco más ancha en la basey luego se estrechaba a lo largo deunos treinta centímetros hasta terminaren punta. Con la última vuelta sonó unchasquido. La lanza estaba completa.El Gris conocía esa arma porque Saúlno era el único centinela que laempleaba. Y sabía bien que unaplancha de acero no detendría su filo.

—Explícate.—Álex no quería matarte a ti. El

puñal que terminó con tu vida ibadestinado a otra persona. Te repitoque fue un accidente.

—¿De verdad crees eso? A míÁlex no me importa. No fue él quienme metió allí. Fue Plata, ese monstruoasqueroso que me robó mi cuerpo.Nuestros casos se parecen, ¿no es así,hombre sin alma? A ambos nos hanarrebatado algo sin que lo

merezcamos, siendo inocentes.—Hay diferencias.—Desde luego que las hay. La

primera y más importante es que túsigues con vida. ¿Sabes lo que sufreun alma en mi situación?

—Lo sé.El fantasma asintió.—Es posible. La segunda

diferencia es que tu caso es único,pero Plata sigue saltando de cuerpo encuerpo, sigue usurpando las vidas delos demás. Continuará haciéndolo. Sumuerte es un beneficio para todos.

—No es eso lo que se cree. Plataes...

—¿Y si cogiera el cuerpo deTamara, tu novia, y muriera? ¿O el dealguien que te importe? ¿Seguiríaspensando igual? Mírame a los ojos ydime que no te afectaría.

El Gris le sostuvo la mirada.—Pocas experiencias despiertan

mis emociones. Las pérdidas que hesufrido desde que tengo memoria nohan logrado arrancarme una lágrima.

—Entonces estás más muerto queyo. —Saúl escupió al suelo y giró lalanza con sus manos—. Sin embargoalgo sientes. No quieres admitir quellevo razón a pesar de que haríasexactamente lo mismo que yo. Mepides que olvide mi venganza.¿Puedes hacerlo tú? Demuéstramelo.Si encuentras a quien te robó tu alma,¿lo olvidarás? ¿Puedes decirme queno le buscas para matarlo, que noansías vengarte por lo que te hanhecho? Vamos, convénceme y a lomejor lo reconsidero. Supongamosque fui yo. Yo tengo tu alma, Gris.¿Qué me harías?

—Te mataría.El fantasma sonrió.

—Veo que nos entendemos.—Nos entendemos perfectamente.

—Un fantasma creado a partir de

Plata —dijo Álex con admiración,ensimismado—. Eso explica suspropiedades únicas, como que puedacambiar los objetos de lugar o queconozca runas desconocidas. No lasaprendió en ninguna página de laBiblia de los Caídos...

—No hemos avanzado suficiente—se impacientó Tamara—. Sabemosquién es el muerto, pero no cómopiensa matarlo el Gris, ni por qué sellevó a mi hijo.

—Yo creo —dijo Sara— que sellevó al bebé para forzarle a salir.

—Y yo —la apoyó Álex—. Pero

sigo sin ver cómo piensa cortarle lacabeza. Es imposible que le supere enuna confrontación física. Y ya hemosllegado a la conclusión de que el Grisno es idiota. Necesito másinformación. ¿Qué hizo después deponer las runas para encerrarnos?¿Qué dijo? ¿Qué tocó? Lo que sea.

—Eh..., nada que... —dijo Saramientras intentaba recordar.

—No te pregunto a ti, Sara.Tamara, ¿de qué habló contigo cuandoestabais a solas?

Tamara arrugó el rostro, se esforzóen acordarse de sus palabras.

—Me pidió que os dijera quetrataseis de entender que no había otrasolución. No sonó muy bien ahora quelo pienso.

—¿Eso es todo? ¿No hizo nadamás?

—Se grabó un runa de esas en el

cuerpo.—Siempre lo hace para potenciar

sus facultades —dijo Álex—. ¿Leviste hacerlo? A lo mejor me daalguna pista si recuerdas el símbolo.

—Se la dibujé yo en la espalda...¿Qué pasa? ¿Es algo raro? Él me lopidió. ¡Dios, por qué pones esa cara!

Sara consideraba que eraextremadamente complicado ver aÁlex asustado, pero si la mueca quedeformaba su rostro no tenía esesignificado, casi prefería no saber aqué podía deberse.

—El símbolo —exigió Álex—.Muéstramelo. ¡Deprisa!

Sara encontró un lápiz en uno delos cajones. Tamara, siguiendo laurgencia que transmitía Álex, no semolestó en buscar una hoja de papel,se agachó y pintó en el suelo. Saraesperaba que Álex pudiera reconocer

la runa en los trazos temblorosos queTamara trazaba. A ella no le sonaba denada.

—No sé si es exacta —decíaTamara—. Creo que esta línea era máslarga..., o esta. ¡Estoy muy nerviosa!Esta parte es más redonda, me hasalido mal por...

—Es suficiente —dijo Álex—.Creo que la reconozco. No estácompleta, ¿verdad? No se la dibujasteentera.

—No —confirmó ella poniéndosede pie—. Tenía una parte en el pecho.Yo solo dibujé en su espalda. Me dijoque no podía él solo.

—Mintió. Lo ha hecho otrasveces. Esa runa necesita que la pintenun hombre y una mujer. Seguramenteno te lo pidió a ti —dijo mirando aSara— porque le bombardearías apreguntas.

—¿Y qué hace esa runa?Álex se tomó unos segundos, a

pesar de la respiración agitada deTamara, que resonaba en toda lahabitación.

—Es una runa muy poderosa —dijo al fin—. Tal vez demasiado. Es laruna de un santo. Si sabe cómograbarla se la ha tenido que enseñar elpadre Jorge, su confesor. No quisoque le vieras grabar la parte dedelante para mantener el secreto de laruna.

—Pero eso es bueno, ¿no? —intervino Sara—. Los santos están ensintonía con Dios y son inmortales.

—No lo son —dijo Tamara—.Cuando uno muere, otro nace en sulugar, pero mueren, ¿me equivoco?

Álex asintió.—Pero el Niño me contó una vez

—insistió la rastreadora— que nadie

puede matar a un santo, ¡así queestamos salvados!

Su entusiasmo no se contagió a losdemás, en especial a Álex, que cadavez estaba más decaído.

—El Niño —dijo Álex—, comosiempre, se deja llevar por laemoción. Al contrario que el Gris, élsiente todo multiplicado por mil. A lossantos se les puede matar. Si nadie lohace es porque, además de nacer otro,el asesino muere con el santo. Su almase consume por el efecto de esa runa.

—Bueno, es el mismo resultado.El fantasma no querrá morir y por esono matará al Gris, y punto.

—Aún no lo has entendido, Sara.Para empezar, el fantasma no sabe queel Gris tiene esa runa, así que eso nole detendrá.

—Pero entonces...—Ese es el plan del Gris. Va a

provocarle para que le mate y cuandomuera, la runa extinguirá al fantasma.—Álex se llevó las manos a la cabeza—. Puede que sí esté loco después detodo. Para salvarnos a todos, va asuicidarse.

VERSÍCULO 22

En la pared, a la altura en la quehacía un instante se encontraba lacabeza del Gris, había ahora unagujero. Un pedazo de muro habíasaltado cuando la punta de la lanzahabía impactado allí con un sonidometálico. El Gris no pudo esquivar elsiguiente golpe, fue demasiado rápido.El rodillazo le alcanzó en el pecho yle dejó sin aliento. Un gemido se leescapó al caer al suelo. Rodó justo atiempo de evitar de nuevo la punta dela lanza.

—Es triste que vayas a terminarde esta manera, hombre sin alma.

Saúl se acercó despacio. Dejó queel Gris se pusiera en pie y le atacara

con su cuchillo, que detuvo con lalanza. Con un movimiento veloz se loarrancó de la mano y con una patadale hizo caer de rodillas.

—Aún no estoy acabado.—Lo estás.El Gris no pudo evitar un nuevo

golpe, que le dio de lleno en la caracon una fuerza brutal. La sangre quesalió de su boca describió un círculoen el aire. La potencia del ataque fuetal, que si el fantasma no hubieraestado pisando su pierna, el cuerpodel Gris hubiera dado la vuelta entera.La rodilla cedió por la presión con uncrujido, se desencajó y vertió mássangre. El hueso quedó a la vista.

El Gris se arrastró tratando dealejarse.

—¿Aún te resistes? Es tu últimaoportunidad de conservar la vida,Gris. A pesar de todo, no te guardo

rencor, al contrario.—Yo a ti sí.El fantasma, deslizando el pie

debajo del brazo y tirando, le colocóboca arriba. Negó con la cabezamientras alzaba la lanza sobre sucabeza. Apretó los labios cuando leatravesó el hombro y le clavó alsuelo.

—El bebé. Entrégamelo y vivirás.De la boca del Gris se derramó un

hilo de sangre que se mezcló con sucabello plateado.

—Plata hizo bien en acabarcontigo. —En su boca, al hablar, seformaban pompas, que al reventar,salpicaban su rostro de rojo—. Noeres más que un muerto y un cobarde.

—Muy pronto tú también lo serás.Apenas sintió una sacudida cuando

desencajó la lanza de su hombro. ElGris vio la punta sobre su cabeza, de

la que colgaba una gota oscura. Viotambién la expresión de Saúl, la rabia,los nudillos de las dos manos blancosde apretar la lanza con todas susfuerzas. Supo que el momento habíallegado.

Cerró los ojos. De repente eldolor que le consumía se tornó en unasensación más cálida y confortable, lerecorrió una paz que nunca antes habíasentido. Esperó con ansia el momento,que parecía retrasarse horas, años, elmomento de que todo acabara, dedescansar.

—¡Gris!Abrió los ojos, sorprendido por

aquella voz. La lanza seguía sobre él,en el aire, apuntando a su cabeza.Seguían también allí las manos que lasostenían, en la misma posición,unidas a los brazos y al resto delcuerpo de Saúl. Lo único que lefaltaba era la cabeza.

Cuando el cuerpo de Saúl sedesplomó, detrás estaba Sara,temblorosa, pálida, con una expresiónespantosa congelada en el rostro. Ensus manos sostenía el cuchillo delGris, manchado de sangre. El Gris,apenas consciente de las múltiplesheridas que padecía, parpadeó y tosió,buscó en Sara una explicación. Ella nose la ofreció. No parecía verle ni semovía, salvo la mano que sujetaba elcuchillo ensangrentado, que no parabade temblar. Los ojos de la rastreadoraestaban fijos en un punto del suelo ymuy abiertos. El Gris siguió sumirada.

Junto a él, a más de un metro delresto de su cuerpo, estaba la cabezade Saúl, también con los ojos muyabiertos.

—Sara —susurró—. ¿Cómohas…?

—Álex salió y abrió la puerta —

contestó en tono neutro. No le miraba,no podía apartar la vista de la cabezaque acababa de cortar.

—Pero… —El Gris apenas podíahablar—. Entonces…

—Sí. Me reveló su secreto. Lohizo por ti, para que te salvara… Paraque yo matara a un hombre inocente,al mismo hombre que me salvó la vidahace unas horas.

—No es…—Sí es. Es exactamente como te

lo he contado. Ahora ya sé quién esÁlex, quiénes sois todos en realidad.He visto lo suficiente. Ahora sé lo quehacéis, a qué os dedicáis… Y noquiero saber nada más.

Sara por fin se movió, dejó elcuchillo en el suelo sin mirar al Gris.Cuando se marchó, la mano aún letemblaba.

Tamara llegó poco después.

Probablemente habían pasado solounos minutos desde que Sara se habíaido, pero al Gris le había parecidouna eternidad. Respirar se habíaconvertido en una tortura.

Tamara recogió al bebé del suelo,lo abrazó, lo tocó, le dio besos, loenvolvió en caricias.

—Gracias —dijo cuando elpequeño se calmó un poco—. Álexestá despertando al Niño para curarte.La puerta ya está abierta. Te pondrásbien.

El Gris quería asentir, pero soloalcanzó a cerrar los párpados.

—Debes irte… Esconde a tuhijo… Aléjate de mí para que esto novuelva a pasar.

—Lo haré cuando venga el Niño.No te dejaré solo.

Diego llegó apenas Tamaraterminó la frase, corriendo,tropezando y resbalando, casi sinaliento. Se dejó caer de rodillas a sulado.

—¡Estás hecho una mierda! —ElNiño repasó rápidamente el cuerpodel Gris, entre jadeos. Contuvo unaarcada al contemplar las heridas—.Estoy contigo, tío. ¿Me oyes? No vasa palmar. Allá voy…

Tamara se adelantó, se interpusoentre el Gris y el Niño.

—Ven conmigo —hablaba muycerca del rostro del Gris, casisusurraba—. Podemos volver a estarjuntos.

El Gris iba a decir algo pero ellalo evitó con sus labios, apretándoloscontra los de él. Le recorrió un

hormigueo que apenas recordaba, peroque nunca había olvidado y seestremeció. Una lágrima resbaló porsu mejilla hasta la del Gris. Tamaratenía los labios manchados de rojocuando se separó.

—No digas nada —continuó ella—. Lo sé y lo entiendo. Encuentra loque es tuyo. Acaba lo que hasempezado y luego vuelve a mí. Teesperaré, Gris.

En ese instante, los ojos del Grisse cerraron. Ya no tenía fuerzas paramantenerlos abiertos.

Cuando los volvió a abrir, nosabía cuánto tiempo había pasado. Eraconsciente de su cuerpo una vez más,sentía cada miembro, cada músculo...y algo más. El dolor había regresado,abrasador, se extendía por todaspartes, los brazos y las piernaspesaban. Pesaban también lospulmones, le costaba respirar.

Algo más lejos, sentado en elsuelo, Diego jadeaba, apoyado contrala pared, sonriendo con esfuerzo.Levantó el dedo gordo y le guiñó unojo.

—El Niño se ha ocupado de laparte física —dijo Álex, a su lado—.Pero aún tienes que confesarte.

El Gris se sentó y asintió.—¿Cómo pudiste hacerlo?—No me dejaste otra opción,

idiota —repuso Álex—. Tuve quesalir para abrir la puerta.

—Entonces, ¿todos saben quiéneres? Ya no podremos...

—El Niño no me vio, estabainconsciente. No lo habría hecho deotro modo.

—¿Seguro?—Solo me vieron Sara y Tamara.

No hablarán, no te preocupes.

—¿Seguro?—Ahora ya da lo mismo, ¿no

crees? —Álex se levantó—.Preocúpate de lo que de verdadimporta, no de lo que ya no se puedecambiar. ¡Niño! ¡Levanta de una vez!Lleva al Gris a una iglesia antes deque se muera.

VERSÍCULO 23

La sala de juntas de la plantaveintidós estaba repleta de ejecutivosy accionistas sentados alrededor deuna mesa enorme y alargada. En lacabecera, junto a la amplia cristaleradesde la que se dominaba el Paseo dela Castellana, una de las principalesarterias de Madrid, se hallaba lapersona más importante de todas, eldueño de aquel imperio económico.Un hombre implacable y despiadado,temido, que nunca retrocedía anteadversario alguno.

Todos le miraban en respetuososilencio. Sabían que iba a hablar. Ycuando él hablaba, los demásescuchaban. No le interrumpían ni

pensaban en otros asuntos.Escuchaban y prestaban atención.

—Está usted despedido —anuncióMario Tancredo.

Quienes le conocían bien, sabíanque no había empleado un tonodespreocupado por casualidad. MarioTancredo estaba convencido de sudecisión, pero no veía motivo paraimprimir tensión a sus palabras. Suvoz relajada era una clara señal deque no había lugar para la discusión.Era casi como una advertencia.

El director financiero carraspeó.—No entiendo su decisión, señor

Tancredo —dijo con excesivamoderación. Pero sus manostemblaban, su temperatura habíasubido y comenzaba a ser visible elsudor en su frente—. Los resultadoseconómicos del semestre…

—Hemos crecido un trece por

ciento —le cortó Mario. Losaccionistas e inversores guardabansilencio—. No hace falta que lorepita. Su exposición ha sidoimpecable, concisa y perfectamenterespaldada por un informe intachable.No cuestiono los resultados que hadetallado ante la junta.

—Entonces, ¿por qué me despide?—preguntó el director financiero—.Las acciones han subido. La empresase encuentra en una situaciónfinanciera inmejorable.

—El crecimiento ha sido de untrece por ciento.

—En efecto —confirmó eldirector.

—Las previsiones eran de unquince por ciento —declaró Mario,impasible.

Los accionistas se miraron,algunos tragaron saliva. El director

apretaba los dientes.—¿Solo por no haber ganado un

dos por ciento más?Mario se recostó en su silla y giró

sobre el soporte metálico hasta quedarde espaldas a la mesa. Observó eltráfico, distraído. No tenía nada másque añadir. Y sin embargo regresó asu posición habitual, de cara a lamesa, cuando un portazo resonó en lasala.

La secretaria de Mario, una mujerpasada de peso increíblementeeficiente en su trabajo, forcejeaba conalguien para entrar. Ambos estabanatascados en la puerta.

—¡Que me dejes pasar, ballena!La secretaria le sujetaba entre sus

brazos rollizos. El intruso, que era detamaño reducido, protestaba conenergía, se revolvía, pataleaba, perono daba la sensación de que fuera a

zafarse de la mujer.Los miembros del comité

ejecutivo estaban tan sorprendidosque no reaccionaron.

—¡Ay! —exclamó la secretaria. Elintruso se escurrió finalmente entresus brazos—. ¡Me has mordido!

—¿Qué querías que hiciera? Meestabas asfixiando con tu tonelaje.

La mujer se recompuso como pudoal ver a los ejecutivos. Se le subieronlos colores.

—Discúlpeme, señor Tancredo —dijo la secretaria—. Este chico hairrumpido en la sala antes de quepudiera detenerle. Salió corriendo…

—No se preocupe —dijo Mario.Ahora su voz vibraba de un modoextraño, nada que ver con el tono quehabía mantenido hasta ese momento—.Tengo que hablar con él, le conozco.

El chico sonrió. La mujer

abandonó la sala con el rostrodescompuesto por la incredulidad.Los miembros del comité tampocopodían creer que Mario Tancredopermitiera a un adolescenteinterrumpir una reunión de dirección.

—Hola, corruptos —saludó elchaval acercándose a la mesa—.¿Todo bien? ¿Habéis estafadosuficientes millones? No, qué va.Nunca es suficiente, ¿a que no? Nohay límite a la hora de exprimir a lospobres curritos. —Se subió a la mesade un salto—. Así mola más. Ahorasoy el más alto de todos. ¡Estoy porencima de la corrupción!

—Caballeros, la reunión haconcluido —dijo Mario—. Les ruegoque abandonen la salainmediatamente.

Todos lo hicieron, murmurando ycuchicheando, tratando de comprenderqué había sucedido.

—¡Qué obedientes! Los tienes muybien adiestrados. Felicidades.

—¿Qué quieres, Diego? —preguntó Mario de mala gana.

—Tranquilízate, ricachón. Nopareces muy contento de verme. ¿Yeso que te salvamos de tu hijademonio? Menudo bicho... ¿Seguroque no quieres darme un abrazo?

—Veo que sigues haciendo elpayaso todo el tiempo —gruñó Mario—. Escúchame bien, si no has venidoa decirme que habéis encontrado a mimujer, no tengo nada que hablarcontigo.

—Pues sí que estas irritable,macho.

Diego se bajó de la mesa. Mariole atravesó con una mirada ceñuda.

—Vamos, contesta. ¿Habéisencontrado a mi mujer? Sé que nopuedes mentir, Niño.

—Sí que puedo —bufó Diego—.Lo que pasa es que me dan unosteleles que flipas, pero poder, puedo.

—¡Mi mujer!—Ya va, tío, no ladres. No sé a

qué viene tanto interés por ella, con laque te montó, pero bueno, tú sabrás.El caso es que no tengo ni pajoleraidea de dónde se ha metido. Y si tedigo la verdad, mucho mejor así. —ElNiño bajó la voz hasta convertirla enun susurro—. No se lo digas al Gris,pero yo preferiría no volver a verla enla vida.

—¿El Gris ha venido también?¿De día? Quiero hablar con él.

—Qué curioso. Él ha venido ahablar contigo, bueno a hablar no, areclamarte algo que le debes. Apuestoa que el brazo te palpita. Sí, corrupto,ha llegado la hora de que pagues tudeuda.

VERSÍCULO 24

Sara alzó la cabeza y cerró losojos, dejó que los rayos del solcayeran sobre su piel. Saboreó elcalor, aspiró hondo y se relajó… perosolo hasta cierto punto. No llegó asonreír.

Luego se sentó en la tumba.Recordó, aún con los ojos

cerrados, el momento en que conocióal Gris, en aquella feria en la que ellaleía las manos, cuando él habíasurgido de entre las sombras, con sugabardina negra y su cabello plateado,con sus ojos grises como la ceniza.Por aquel entonces, ella leconsideraba un mito, un personaje dehistorias callejeras que se cuentan

para pasar el rato o para asustar a losniños, alguien que no podía ser real,aquel que no tiene alma. Sin embargo,resultó que era real y estaba ante ellay quería contar con su ayuda, con sucolaboración, la quería en su equipopara ir a matar a un demonio.

Parecía que fue hace años cuandoel Gris extendió la mano a la luz de lavela para demostrar que no teníasombra. Una prueba de su identidad,imposible de falsear ni reproducir.Sara no imaginaba cuánto cambiaríasu vida desde aquel encuentro queahora revivía en su mente. Habíaaprendido mucho, presenciado loinimaginable y conocido a personajescasi tan increíbles como el propioGris.

Y había matado.Sus pensamientos se enturbiaron al

recordarlo y se revolvieron conviolencia. La mano derecha comenzó a

temblar de nuevo.Sara abrió los ojos.—Puedes salir —dijo en voz baja

—. No he rastreado la tumba.—Lo sé.Álex estaba allí, de pie, con los

brazos cruzados sobre el pecho. Hacíaun segundo no estaba, pero ya habíadejado de ser un misterio para Saracómo lograba ser tan sigiloso.

—El Niño no lo sabe, ¿verdad?—Y no debe saberlo —dijo Álex.—Es tu compañero. Creía que el

Niño sí te caía bien, que valorabas suaportación al grupo.

—Y así es. Por eso no puedesaber quién soy. Me tendría miedo, olo que es peor, sentiría curiosidad,demasiada. Podría desviar su atencióndel Gris hacia mí.

—Y entonces ya no sería tan útil,

ya no te serviría.—No es tan dramático —dijo

Álex—. El Niño es especial enmuchos aspectos. Siempre será útil.Digamos que si supiera mi secreto,sería más complicado manejarle.Además, ¿conoces a alguien másindiscreto? Casi sería mejoranunciarlo al mundo entero querevelárselo a él.

Sara comprendió con amarguraque a estas alturas ya no le sorprendíala frialdad de Álex, ni su descaro aldespreciar a los demás, alconsiderarlos meros instrumentos. Sehabía acostumbrado a él, ya no leproducía tanto rechazo su actitudprepotente y arrogante. Y se odió porello, por no sentir tanto odio comodebería ante alguien como Álex.

Se levantó despacio. Álexpermaneció inmóvil.

—Me gustaría tocarte… solo una

vez. Para saber qué se siente.Álex hizo un gesto afirmativo,

pero no hizo el menor movimiento, selimitó a observarla mientras ellaextendía su mano hacia él. Sara estamuy nerviosa, no logró mantener elpulso tan firme como le habríagustado.

—¿Decepcionada? —preguntóÁlex.

La rastreadora retiró la mano y lamiró durante unos segundos como sino fuera suya.

—Un poco —admitió—. Sabíaque debía ser así, que tocarte no meproduciría ninguna sensación. Losabía, pero me sorprende igualmente.Tú puedes tocar cosas...

—Solo a veces, en circunstanciasmuy extremas y por muy poco tiempo.Me agota.

—Pero puedes mantenerte visible

todo el tiempo.—Durante más tiempo, pero no

indefinidamente.—Miriam te descubrió, ¿verdad?

Cuando estábamos en casa de MarioTancredo. Por eso la mataste.

—No me descubrió. Lo dedujo.Sara se tomó un tiempo para

reflexionar.—La primera vez que el Gris fue a

ver al demonio casi le mata. Recuerdoque cuando acudimos en su ayuda, túya estabas allí, así que atravesaste lapared. Entonces no me di cuenta, peroMiriam ató los cabos.

—Miriam no era estúpida. Poralgo era la favorita de Mikael.

—Se me olvidaba que a mí meconsideras menos inteligente que aella. No hay más que ver lo bien queme tratas.

—Miriam no era más inteligenteque tú. Era más fuerte y más decidida.Pero lo dedujo porque conocía muchomás del mundo oculto. Tú eres unanovata y una ignorante.

—Lo cierto es que ya no meimporta, Álex. Era simple curiosidad.Por algún motivo pensé que alconocer tu verdadera condición podíacambiar mi opinión sobre ti, pero veoque no es el caso. Sigues siendo un serdespreciable.

—Tú sí has cambiado, Sara. Nodemasiado, pero has matado a unapersona y confieso que no te creícapaz de hacerlo. Me sorprende queno me eches en cara mis propiaspalabras. Sin duda eres una personanoble.

—Nada de eso. Si no te hereplicado es porque tenías razón. Lascircunstancias me obligaron a matar aun inocente, pero eso no significa que

pueda hacerlo.—No te preocupes por el temblor

de la mano. Se te pasará.—Lo dudo mucho. Ahora sé lo que

significa acabar con una vida ytambién sé que nunca seré como tú.Enhorabuena por estar en lo ciertorespecto a mí.

—No te creo.—No me importa. He venido a

despedirme. Os dejo. No quiero sabernada de vosotros ni de vuestro mundo.Y por supuesto, nada de ti.

—Mientes. Si esto fuera unadespedida yo sería la última persona ala que querrías decirle adiós.

—No puedo ver al Gris de nuevo,seguro que lo entiendes. Espero queencuentre su alma y deje de sufrir. Yal Niño sería incapaz de decirleadiós. Solo me quedas tú. Y funciona.Solo con verte se reafirma mi

decisión. Tú ganas, Álex, lo dejo. Eslo que siempre has querido. Dile alNiño que le quiero.

—Lo sabe.Sara tuvo que tomarse un segundo

antes de proseguir.—Al Gris puedes contarle lo que

quieras.Sara emprendió la marcha sin

mirar atrás y se alejó con el rostroalzado, saboreando de nuevo la luzdel sol.

—¡Sara! —Álex la mirabafijamente—. Has tomado la decisióncorrecta. No lo hiciste tan mal.Nuestro grupo es peculiar, pero conotra gente puedes aprender sinriesgos.

—Sí, lo hice mal —replicó ella—. No supe ver quién eras. Nisiquiera me acerqué a sospecharlo.Demasiadas cosas me superan. Te vi

ahí, sobre la tumba, varias veces, ynunca sospeché que fuera la tuya. Soyuna rastreadora. Debería haber sabidoque eran tus restos los quedescansaban bajo esa losa. —Se giróuna vez más y se marchó—. Hastanunca, Álex. Si eres capaz de haceralgo bueno por una vez, cuida delNiño por mí.

VERSÍCULO 25

—¿Qué se siente al tener un almacorrupta dentro? —preguntó el Niño.El Gris murmuró algo ininteligible—.Tiene que ser un asco, ¿no? Bueno,pronto te la sacarás de encima. No teolvides de darte una buena duchaluego, ¿eh? Y apóyate en mí, cabezón,que ya te has caído tres veces. ¿Loves? ¿No vas así mejor?... ¡Joder!...¡Cómo pesas! Menos mal que laiglesia está cerca, macho.

Quedaban solo un par demanzanas, aunque Diego lo vio comouna prueba de resistencia. El Griscada vez pesaba más, sus pies semovían descoordinados, apenaslevantaba la cabeza. El Niño estaba

muy preocupado, nunca le había vistoasí, tan pálido, tan desvalido. Ycuando el Niño se preocupaba, sulengua se desataba más de lo normal.

—Tío, ya verás qué bien nos va air. Una confesión rapidita y ¡hala!, aresolver misterios, a buscar paginitas,a nuestros chanchullos sobrenaturales,que es lo que se nos da bien. ¿Hedicho bien? Mejor que bien. Somoscojonudos… ¿Por qué jadeas? Soy yoel que se está partiendo el lomocargando contigo. Y lo hagoencantado, ¿eh? Vamos, agárrate. Noqueda casi nada… Como te decía, nosva a ir que te cagas, macho.Deberíamos montar una empresa. Y tútienes que estar ahí, porque si lacascas, me dejarás solo con el cretinode Álex. Pero yo sé que tú no meharías esa putada…

El Gris respondía con gemidos devez en cuando. Si seguía palideciendo,

pronto se convertiría en transparente.Diego no paraba de cotorrear. Y asícontinuó hasta que llegaron a laiglesia y el Gris se desmoronó ante lapuerta. Necesitó varios segundos pararecobrar el aliento.

—Aguanta un poco —dijo Diegocolocando al Gris contra la pared.Luego aporreó la puerta—. ¡Eh, abrid!¡Vamos, mamones, que tenemos prisa!Esto seguro que lo oyen. —Diegopateó la puerta con todas sus fuerzas,varias veces—. La madre que les…

—¿Qué es este escándalo? —preguntó un cura que por fin habíaabierto la puerta.

—¿Estáis sordos o qué? —bufó elNiño.

—Estamos en una misa privada…—Corta el rollo. Venimos a ver al

padre Jorge. Es urgente.El cura reparó en la figura que

estaba sentada en el suelo. Por sumirada resultó evidente que no leinspiró el menor afecto.

—El padre Jorge no está.—Tío, me estoy cabreando, en

serio. Puedo ser pequeño y tal, perotengo mala leche. Vamos a entrar a veral padre Jorge ahora mismo. Ayúdamea cargar con mi colega. Te prometoque será una cosa rapidita. No soportolas iglesias.

—Mira, jovencito, la iglesia estácerrada en este momento. Tendréis quevolver en otra ocasión…

Diego resopló con violencia.—¡Este hombre se está muriendo!

—Agarró al cura por la sotana y tiró.Le clavó una mirada dura y sus ojosrelampaguearon—. Si no le atiende elpadre Jorge, no sobrevivirá. ¿Loentiendes?

—Llamaré a una ambulancia ahora

mismo. ¡Ay!El Niño le había dado un pisotón.—No sé si eres un cura normal, de

los que sois más bien tontos, o estás alcorriente de acontecimientos más alláde la normalidad. —Diego hablabadeprisa, con rabia, escupía y babeaba—. Necesitamos al padre Jorge enconcreto, a nadie más. Si no entiendespor qué tiene que ser él, ve a buscar aotro cura a toda velocidad y no noshagas perder el tiempo.

La expresión del hombre sesuavizó y al mismo tiempo se acentuósu preocupación.

—¿Conoces la verdaderacondición del padre Jorge?

—Pues claro. Es un santo. Por esole necesita mi colega.

—¿Quién eres?—Soy solo un niño normal que…

¡Aaaaaaay¡ Está bien. Tengo una

maldición, que le debo a tussuperiores, por cierto, por eso me dasun poco de asco. No lo puedo evitar.¡Pero deja ya las preguntas! Es élquien necesita al padre Jorge. Lellaman el Gris. ¿Te suena?

—Aquel que no tiene alma. —Elcura dio un paso fuera de la iglesia.Midió al hombre que yacía en el suelocon una mirada severa—. He oído queacostumbra a venir en busca deconsuelo espiritual.

—Si yo te dijera lo que busca enrealidad, flipabas. Bueno, pues yaestamos todos presentados. Vamosadentro.

El rostro del cura perdió su colorde repente.

—¡Cielo santo! Yo… No puedoayudarte. El padre Jorge no está en laiglesia.

—Te tiembla la voz, gañan. A mí

no me cuela una trola ni Dios. Yaestoy harto de ti. Voy a buscarle ahoramismo.

—Espera. —El cura bloqueó laentrada con su cuerpo—. Noencontrarás al padre Jorge ahí dentro.Es la verdad.

—Pues, ¿dónde está? ¡Dímelo ya,que no queda tiempo!

El cura tragó saliva, desvió lamirada antes de contestar.

—El padre Jorge… falleció. Leasesinaron.

—Eso es una gilipollez —estallóel Niño, pero una alarma se disparóen su interior—. ¿Quién iba a matar aun santo sabiendo que tambiénmoriría? Nadie...

—Un vampiro —susurró el Gris.Apenas podía levantar la cabeza, lospárpados estaban medio cerrados—.Solo ellos pueden matar a un santo sin

que les pase nada... Su alma no seconsume porque es inmortal... Losbrujos me advirtieron de que unvampiro iba por mí...

—¿Lo sabías?—No imaginé que usarían este

método para atacarme...—¡Me da igual! Cierra la boca. —

Diego encaró al cura una vez más—.Entra ahí a traerme a otro santo. Meimporta un huevo quién sea.

El cura inclinó la cabeza con ungesto compasivo.

—Deberías despedirte de tu amigo—dijo con delicadeza—. Los santosestán reunidos fuera de la ciudad.Nadie sabe dónde y no se puedecontactar con ellos. Tratan un asuntode la máxima importancia.

El Niño comenzó a temblar, a nocontralar su propio cuerpo.

—¿N-No hay nadie en Madrid que

pueda confesarle?El cura dio un paso y se inclinó

sobre el Gris.—Puedo aliviar tu espíritu si lo

deseas. Arrepiéntete y...—¡Largo de aquí! —chilló Diego

y apartó al cura de un empujón—.¡Vuelve a tu puta iglesia! ¿No me hasoído? ¡Que te pires! ¡Ya!

El cura retrocedió, entró en eltemplo y cerró la puerta.

—Estaré aquí mismo por si menecesitáis.

Diego abrazó al Gris por el cuelloy lloró.

—No me dejes... Por favor...—Niño...—Dime. No cierres los ojos.

Dime qué puedo hacer. No se meocurre nada, no soy más que unestúpido. Dime algo, lo que sea.

—El vampiro... —La voz del Grisera apenas audible. El Niño tuvo queacercar la oreja a su boca—.Encuéntrale... Y venga mi muerte...

—¡No! ¡No vas a morir!—Lo siento, Niño... Te he

fallado... Perdóname...No dijo nada más. Cayeron sus

párpados, después su mandíbula,después la cabeza, sobre el pecho.

El pecho del Gris ya no se movía.

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La prisión de Black Rock

El secreto de Tedd y Todd(precuela de La prisión de BlackRock)

Situada 10 años antes de BlackRock, comparte varios personajes y esuna historia cerrada y conclusiva.Altamente recomendable si te gusta la

saga de La Prisión de Black Rock.

Sal de mis sueños

El secreto del tío Óscar

La Guerra de los Cielos

La última jugada

TOMO 1 DELTESTAMENTO DE

MAD(La Biblia de los Caídos)

PRÓLOGO

Había sangre y huesos rotos.También un brazo dislocado, colgandohacia atrás de un modo tan antinaturalque su dueño podría rascarsecualquier parte de su espalda. Un ojohinchado, una mejilla desgarrada, unanariz del doble de su tamaño que yano apuntaba al frente...

—No me queda más remedio queimponer una sanción disciplinaria —

dijo el director, devolviendo lasfotografías a la carpeta del expediente—. Las normas son muy claras alrespecto. Tres días de suspensión. Elcomité escolar se reunirá mañana ydecidirá si la expulsión espermanente.

Marina desvió la mirada y tomóaire. Le costó un esfuerzoconsiderable mantener la compostura.La palabra «permanente» y todas susimplicaciones resonaban en su cabeza,alterando inevitablemente su talantetranquilo.

—¡No pueden hacer eso! —replicó elevando el tono más de loque pretendía.

—Me gustaría no tener quehacerlo —apuntó el director con laindiferencia de quien estáacostumbrado a manejar situacionesdelicadas—, pero el comportamientode sus hijos no nos deja otra opción.

Ella no podía aceptarlo. Para unamadre, renunciar a defender a sushijos era algo impensable, algo quesencillamente no tenía lugar en lamente de Marina. Además, eran solounos niños, demasiado pequeñospara...

De pronto, cayó en un detalleimportante.

—Pero... supongo que habríaalgún profesor vigilando el recreo,¿verdad?

—Naturalmente. Siempre hay dosprofesores...

—¿Y no tendrán algunaresponsabilidad en lo sucedido? —leinterrumpió Marina.

Una mueca bastante fea, cuyosignificado Marina no acertó adescifrar, pasó por el rostro serio eimperturbable del director, se quedóallí un instante, y luego desapareció.

—Hay muchos alumnos, no sepuede pretender que estén encima detodos y cada uno de ellos.

—Pues es su deber. Si no puedencontrolar a unos chicos de seis años,deberían contratar a más personal.

Ahora empezaba a traslucir elenfado en la expresión del director.

—Gracias por su sugerencia, perollevo a cargo de este colegio más dedieciséis años y sé cómo gestionarlo.Los profesores cumplieron con suobligación. A saber qué hubierapasado si no llegan a detener la pelea.

—Si mis hijos se han peleado,será por una buena razón —dijoMarina. Deseaba creerlo con toda sualma, pero lo cierto era que aún nohabía hablado con ellos. En cuanto lallamaron, había acudido al despachodel director—. ¿Han cometido algunafalta antes? —El director negó con lacabeza de mala gana—. ¿Han causado

algún problema? ¿Se han peleadootras veces?

Marina sabía que no. Sus hijos,los tres, eran buenos chicos, y nadaviolentos.

—Esto es algo más que una simpleriña —repuso el director—. Hanhospitalizado a dos alumnos y elprofesor que detuvo la pelea tiene uncardenal del tamaño de un balón defútbol.

—Eso fue un accidente.—No puede pretender que

dejemos una conducta como esta sincastigar. El comité decidirá mañana.Yo no puedo hacer nada.

Marina estalló. No soportaba quetratasen a sus hijos como si fuerancriminales.

—Esto no quedará así. —Selevantó de la mesa con brusquedad. Eldirector no se inmutó—. Es usted un

pésimo director que piensa culpar atres niños de seis años de algo que esresponsabilidad de un adulto. —Marina apoyó las manos en la mesa,se inclinó sobre él y le arrojó unamirada llena de odio—. Los dossabemos por qué está haciendo esto,¿no es así?

—¿Qué insinúa? Yo cumplo con laobligación de mi cargo. ¿Quépensarán otros padres si dentro deunos meses sus hijos son agredidospor los suyos?

—¿Eso es lo que dirá mañana ensu asqueroso comité? Apuesto a quesí. Pero yo averiguaré la verdad y sela haré tragar. Estaban en el patio,había muchos alumnos que vieron loocurrido. Hablaré con todos ellos sies necesario y con sus padres. Yaveremos qué sucede. —Se retiró de lamesa y fue hasta la puerta. Antes desalir, se volvió—. Se arrepentirá. Yo

sé que no actuaría usted así de no serpor que su propio hijo es uno de losniños hospitalizados.

La mujer no esperó una respuesta.Abandonó el despacho con un portazoy un bufido, temiendo decir algo de loque seguro se arrepentiría sipermanecía más tiempo con aquelmaldito fascista. El hijo del director síhabía participado en peleasanteriormente, pero nunca lo habíanexpulsado.

Marina encontró a los trillizossentados en un banco, cabizbajos. Tresfiguras pequeñas e inocentes, tresfiguras exactamente iguales quecualquiera tendría problemas paradistinguir, especialmente cuandoadoptaban la misma postura, comoahora. Diana, la niña, se sentaba entresus hermanos. Los tres tenían loshombros caídos y las manos entre lasrodillas.

—¡Al coche! —les ordenóseñalando la salida del colegio.

Imprimió toda la dureza que pudotanto a su voz como a su mirada.Quería mostrar enfado por losucedido, no que sus hijos notaran queera incapaz de enojarse con ellos.Bastante blanda era ya con sus tresangelitos, como para sonreír ante unapelea en la que, tuviesen la culpa o no,dos alumnos habían resultado heridos.

Los tres niños reaccionaroninstantáneamente, bajaron del bancocon un pequeño salto, cogieron suspesadas mochilas y caminaron en filaindia, obedientes, con la mismacadencia, balanceando los brazos delmismo modo, sin atreverse a mirardirectamente a su madre. Dianacontinuaba en el medio de laformación.

Marina observó hipnotizada lastres cabezas morenas, de pelo corto,

mientras desfilaban por la puerta quemantenía abierta. Por más veces quelos viera, nunca dejaría desorprenderse de lo idénticos que eran.Los tres tenían los ojos verdes,grandes y luminosos, y vestían con lamisma ropa. Hubo un tiempo en queella y su marido intentaron que Dianase dejara el pelo largo y vistiera confalda. Tuvieron que desistir. Lostrillizos protagonizaron toda clase deberrinches y protestas hasta que lecortaron de nuevo el pelo a Diana y ladejaron vestir como sus hermanos.Adrián y Mark habían llegado inclusoa amenazar con dejarse el pelo largo.Y solo tenían cuatro años. Lo que másdesconcertó a sus padres fue que elintento de cambiar a Diana afectó alos tres por igual. Cosas de trillizos,según el pediatra.

Su marido les esperaba en elcoche con la puerta abierta. Al ver asu padre, los niños aceleraron un poco

el paso. Caminando detrás de ellos,Marina no podía ver sus rostros, perosabía que tres sonrisas luchaban porromper la seriedad del momento. Siella se consideraba blanda en el tratohacia sus hijos, su marido era un casoperdido. Le faltaba poco para ser unomás de ellos. También era elresponsable del color verde de losojos de sus hijos.

—¿Qué habéis hecho, enanos? —preguntó a los niños con un casiaceptable tono severo. Habríaresultado más convincente si hubieseomitido el apelativo «enanos», quesiempre empleaba para jugar conellos.

Los niños se detuvieron a pocosmetros del coche. Intercambiaron unamirada de preocupación, peropermanecieron en silencio.

Marina le resumió el resultado dela pelea. Habló rápido, seria. Cuando

le explicó que se enfrentaban a unaexpulsión permanente, su maridoendureció la expresión de su rostro,esta vez, de verdad.

—¿Por qué os habéis peleado? —preguntó bajando del coche—. Vuestramadre y yo queremos saber el motivo.¡Hablad!

Mark rompió la simetría entreellos para dar un paso al frente.

—La estaban molestando, papa...—Decían que yo no podía jugar

con ellos —continuó Diana,situándose a la altura de su hermano.

Adrián no tardó en completar laalineación.

—Que una niña no era tan fuertecomo un chico...

Estalló un pequeño remolino deconfusión. Los trillizos acostumbrabana expresarse de ese modo,completando las frases que había

iniciado cualquiera de los hermanoscomo si solo hablara una persona.Rara era la ocasión en que noparticipaban al menos dos de ellos enuna frase. Sin embargo ahora eramucho peor. Estaban nerviosos, seatropellaban al hablar, repetíanalgunos fragmentos y dificultabanmucho que se les entendiera.

—No empezamos nosotros...—Esos imbéciles...—La empujaron y la tiraron al

suelo...—Les advertí de que nos dejaran

en paz...Marina miró a su marido, que

movía la cabeza como loco de uno aotro, intentando descifrar suspalabras. Ni siquiera ellos, queestaban acostumbrados, lograbanentender a sus hijos cuando sealteraban de esa manera.

—Intentó pegarme. Yo medefendí...

—Nadie nos ayudó.—Los demás chicos se reían.

Hasta que...—¡Basta! —gritó su padre. Los

niños se callaron—. Lo siento, noquería gritaros. Hijos, no osentendemos. Vamos a ver, Adrián,explícame tú lo que pasó. Vosotrosdos no digáis nada por ahora, ¿vale?

Mark y Diana asintieron.—Adrián, cariño —dijo Marina

—. Solo dinos por qué os habéispeleado.

El niño alzó la cabeza y apretó loslabios. Saltaba a la vista que se estabaconteniendo.

—No te pasará nada malo, Adrián—dijo su padre—. Bueno, depende...Tenemos que entender cuál ha sido elproblema.

—¡Pegaron a Diana! ¡La insultarony la tiraron al suelo!

Marina lo comprendió enseguida,y su marido también.

—¿Quién la pegó? —le dijo elpadre a Adrián—. Si alguien toca a miniña... Estoy orgulloso de vosotros.

—¿En serio? —preguntó Marina.—Ehh... Bueno, no tanto, pero...—¡Oh! Déjalo que lo vas a

empeorar todo.—Pero...Marina se volvió hacia los niños.—Quiero que grabéis esto en

vuestras cabezotas. La violencia no esla solución, es el último recurso.Siempre hay que tratar de evitar hacerdaño a otras personas, siempre. ¿Lohabéis entendido? —Las tres cabezassubieron y bajaron a la vez—. ¿Lorecordaréis por mí? —Asintieron de

nuevo—. Buenos chicos. Ahora entradal coche, que voy a hablar con papá unmomento. Seguiremos en casa.

—Y os espera un buen castigo —aseguró el padre—. Ya veréis...

—No servirá de nada si no borrasesa sonrisa de la cara —bufó Marina.Los niños obedecieron, se sentaron enel asiento de atrás y se abrocharon elcinturón de seguridad, Diana en elmedio, por supuesto—. Tienes menosautoridad... ¡Les has guiñado un ojo!

—¿Quién yo?... Es que no puedoevitarlo. Estaban defendiendo a suhermana...

—¿Y por eso deben ver que supadre aprueba la violencia?

—¿No estás un poco... tensa? —dijo su marido—. Los niños se pelean,no es para tanto. Y lo que importa esel motivo. Si pegan a su hermana esnormal que se cabreen, ¿no?

Marina suspiró. Consideró mejordejar esa parte de la conversaciónpara cuando estuvieran a solas,porque la cara de orgullo de sumarido no podía pasar desapercibidapara los niños.

—Tenemos un grave problema.Mandaron a esos chicos al hospital ypretenden expulsar a los nuestrosdefinitivamente.

—¿Qué? Estamos a mitad decurso. Son solo unos críos de seisaños. No lo harán.

Marina adoptó una postura triste.—Me temo que sí —dijo con

pesar—. Uno de los chicoshospitalizados era el hijo del director.

Su marido arrugó la frente y abriómucho los ojos, hasta el límite.

—No me lo creo. Ese chico tienenueve años. Los trillizos son bajosincluso para su edad. El hijo del

director debe pesar el doble que losdos niños juntos.

—Pues es lo que pasó —dijoMarina. Se sentía como si estuvieraacusando a sus propios hijos de algoterrible—. No lo entiendo. Yo... ellosno son violentos... tiene que haber otraexplicación...

Apenas logró contener laslágrimas. Su marido la abrazó consuavidad.

—Eh, no pasa nada. Saldremos deesta, ya lo verás. Nuestros hijos sonlos mejores. Vamos, en casa loveremos todo de otra manera, te loprometo.

Nadie habló durante el trayecto.Los niños se portaron bien, sin duda acausa de un sentimiento deculpabilidad. Marina se prometióhacer lo que fuera necesario parasacar a sus tres pedazos de cielo delembrollo en el que se habían metido.

Con todo lo que habían pasado paratenerlos...

Tras varios años intentandoquedarse embarazada, ella y sumarido se sometieron a un estudio defertilidad que les confirmó lo peor:había muy pocas probabilidades deque tuvieran hijos. Fue un golpedurísimo para ambos, que siemprehabían soñado con formar una familia,algo que habían planeado inclusoantes de vivir juntos. Pero no serindieron, pasaron los dos añossiguientes en un carrusel continuo deconsultas médicas, pruebas ytratamientos de fertilidad. Llegó unmomento en el que perdieron laesperanza, justo después de atravesarun traumático aborto que estuvo apunto de provocar su renunciadefinitiva a intentar crear una familia.

Pero entonces oyeron hablar deuna clínica privada que ofrecía un

tratamiento novedoso, un tratamientoque por desgracia tenía un alto costeeconómico. No andaban nada bien dedinero, pero negociaron una nuevahipoteca para la casa e invirtierontodos su ahorros, alentados por unanueva esperanza, la esperanza decrear vida y ampliar la familia. Nopodía haber nada mejor en el mundo.

Y no lo había. Su felicidad semultiplicó hasta el infinito cuando seismeses más tarde les confirmaron queMarina estaba embarazada, y aumentóaún más cuando el médico señaló trespuntos en la ecografía y les explicóque eran tres corazones. Así llegaronal mundo los trillizos, con unos padresque los esperaban con todo el amorque podían desear unos niños. Unamor que irradiaba de una pareja quehabía visto cumplidos sus sueños.

Un pequeño bote a la entrada delgaraje trajo a Marina de vuelta de sus

ensoñaciones. No quería llegar a laplaza de aparcamiento. Prefería estaruna hora más en el coche con tal deposponer el momento de regañar a sushijos en casa e imponerles un castigo,tarea que seguro que recaería en ella,como siempre. Si su marido seocupara, se limitaría a darles un parde tirones de oreja y asunto zanjado.

Descendían lentamente por larampa que llevaba a la segunda planta,donde se encontraba su plaza deaparcamiento, cuando el coche, derepente, tembló un poco, traqueteó yse detuvo en seco. El cinturón deseguridad impidió que Marina seinclinara hacia adelante.

—¿Se ha calado?—Ni idea —gruñó su marido.

Giraba la llave del contacto, pero elcoche no arrancaba—. Malditocacharro... Debe de ser la batería.

Los niños murmuraron en el

asiento de atrás, hasta que Marina losfulminó con la mirada. Su marido tiróde un resorte a su izquierda y el capóse abrió con un chasquido.

—Seguro que es la batería —repitió bajándose del coche.

El capó cubrió completamente elparabrisas delantero al levantarse.Marina oía a su marido maldecir ytoquetear el motor. Sabía que noexistía la menor posibilidad de quearreglara el coche, pero como no teníaprisa por llegar a casa, le dejórebuscar el problema, rezando porqueno se electrocutara mientras hurgabaen la batería. Al cabo de unosminutos, incluso ella se impacientó.

—¿Cómo lo llevas cariño?—No entiendo nada —contestó él

—. Todo está en orden. Teníamos quehaber comprado uno japonés... AquelToyota azul...

Ya empezaba de nuevo. Marinapodría recordarle el precio de aquelToyota azul que tanto le gustaba, perono conseguiría nada. Su marido solobuscaba alguna excusa contra la queliberar su frustración.

—¿Por qué no llamamos al seguro,que para algo lo pagamos?

Se escuchó un bufido.—Ahora llamo —contestó él

bastante enfadado—. ¡Eh! Han pintadoen el suelo del garaje. ¡Gamberros!

—Eso es genial, pero no podemosquedarnos aquí con los niños...

—Parece un grafiti o algo así.Justo debajo del coche. Diría que esun símbolo muy raro...

—El teléfono —lo interrumpióella—. ¿Llamas tú o prefieres que lohaga yo? —No hubo ninguna respuesta—. ¿Me has oído? ¿Quieres dejar elgrafiti ese y venir a llamar?

Nada. Ningún sonido. Marina miróel capó levantado, esperando que sumarido asomara en cualquier momentomientras una alarma crecía en suinterior. El garaje estaba demasiadosilencioso.

—Si es una de tus bromitas —gritó—, no es el mejor momento. Te loadvierto, como me hagas bajar...

La interrumpió un ruido seco, ungolpe, que sonó justo encima de suscabezas, sobre el techo del coche.

—¿Qué es eso, mamá? —preguntóDiana.

Marina no supo a qué se refería suhija hasta que miró el parabrisasdelantero, donde Diana le señalabacon el dedo. Por la parte de afueraresbalaba un líquido que manchaba elcristal de rojo. Al principio era solouna gota que descendía tímidamente.Luego aumentó el grosor y lavelocidad. Luego un objeto rodó sobre

ella hasta la base, entre el parabrisasy el capó, que seguía levantado, y sedetuvo resonando contra el metal de lachapa.

Marina contempló horrorizada lacabeza de su marido, que aún tenía losojos abiertos y parecía que miraba atoda la familia a través del cristal. Lostrillizos chillaron al mismo tiempo.

Ni siquiera pensaba mientras susmanos, temblorosas, desabrocharon elcinturón de seguridad. Soloreaccionaba al pánico que se extendíapor todo su cuerpo. Salió del cochepensando únicamente en sacar a sushijos de allí lo antes posible.

—¡Desabrochaos los cinturones!—gritó.

Pero los niños lloraban ychillaban, se abrazaban sin dejarmirar la cabeza de su padre, que losapuntaba con sus ojos muertos desdedetrás del cristal manchado de rojo.

Marina trató de no mirar el cuerpo desu marido, que yacía sobre el techodel coche, derramando sangre por elcuello recién degollado, y abrió lapuerta trasera.

Por el rabillo del ojo vio algo, unasilueta que se movía muy rápido, quese deslizaba silenciosa entre lascolumnas del garaje. Volvió la cabeza.Sintió un fuerte golpe. De repente diocon el suelo, esforzándose por noperder el sentido. Había un hombreante ella, de pie, que parecía muy altovisto desde el suelo.

—Los niños, no, por favor —suplicó.

Los trillizos gritabanenloquecidos. Marina vio al hombrearrancar a Mark del asiento de atrás.Su pequeño forcejeó, lanzó una lluviade inocentes puñetazos sobre elagresor, que rebotaban en su pecho sinel menor efecto.

—¡Suéltalos! —gritó Marina,todavía mareada por el golpe—. Dejaa mis hijos y llévame a mí.

Se agarró a la pierna del hombre yle mordió. Una patada la envió haciaatrás y la dejó tendida boca arriba,mareada.

—Tú no me interesas —dijo aquelindividuo.

Los siguientes segundos fueronmuy confusos en la mente de Marina,que luchaba por no desvanecerse yperder el conocimiento. Oía los gritosde sus hijos, veía el cadáver de sumarido por encima de la cabeza de suasesino. Todo daba vueltas, girabacada vez más deprisa. Hasta que sedio cuenta de que iba a perder a sufamilia.

El mareo desapareció de repente.Se volvió y vio los rostros de lostrillizos que la miraban aterrorizadosen brazos de aquel hombre. Entonces

vio algo negro que bajabadirectamente hacia su rostro,ocupando todo su campo de visión.Después no vio nada.

Lo último que escuchó fue elcrujido de su propio cráneo bajo labota de aquel hombre.

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