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1 LA AUTORIDAD EN LA COMUNIDAD DE LOS SEGUIDORES DE JESÚS INTRODUCCIÓN Alguien ha definido el momento actual de la vida religiosa como un clásico momento pascual de muerte y resurrección 1 . Tras la corriente de ilusión y utopía que sacudió la vida religiosa después de la renovación del Vaticano II, se constata hoy un cierto desaliento, una cierta crisis motiva tanto por la pérdida de influencia y de significativad cultural, como por el descenso numérico de vocaciones y la falta de modelos de referencia que pone en duda la pervivencia del modelo 2 actual de vida religiosa. En este momento emergente de un nuevo modelo de vida religiosa el sector de la autoridad y del gobierno llega al nuevo milenio en una situación de incertidumbre. Los cambios sociales, culturales y eclesiales del siglo XX con respecto al siglo XIX han sido de tal envergadura que han producido un giro copernicano en la concepción de la autoridad y en la idea del superior. En efecto, desde la base sólida de una cultura teocéntrica del Vaticano I que reforzaba una autoridad sacralizada, espiritualizada, venida de Dios, donde el superior tenía gracia de estado y lo que decía era voluntad de Dios reclamando obediencia ciega, sin apertura al dialogo y la búsqueda, hemos pasado desde la renovación conciliar del Vaticano II y su eclesiología de comunión, a la aceptación de una cultura antropocéntrica donde el ser humano es centro y mediación privilegiada del encuentro con Dios. Donde la secularización desacraliza la autoridad que pasa a ser mediación (humana, falible y pecadora, que ha de buscar) con otras mediaciones (la comunidad) en obediencia de fe y corresponsabilidad. 1 Cf. D. O`MURCHU, Rehacer la vida religiosa. Una mirada abierta al futuro, Madrid 2001, p.15. 2 Hablar de modelos en la vida religiosa no supone ninguna novedad positiva. Es un dato obvio si recorremos su larga historia: eremitismo, monaquismo, órdenes mendicantes, congregaciones apostólicas... Y sin embargo, todos estos diferentes modelos no dejaban de ser concreciones históricas de un proyecto común de vida evangélica llamado seguimiento radical de Jesús. Cf. F. MARTÍNEZ, La frontera actual de la vida religiosa. Madrid 2000.

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LA AUTORIDAD EN LA COMUNIDAD

DE LOS SEGUIDORES DE JESÚS

INTRODUCCIÓN

Alguien ha definido el momento actual de la vida religiosa como un clásico momento

pascual de muerte y resurrección1. Tras la corriente de ilusión y utopía que sacudió la vida

religiosa después de la renovación del Vaticano II, se constata hoy un cierto desaliento, una

cierta crisis motiva tanto por la pérdida de influencia y de significativad cultural, como por el

descenso numérico de vocaciones y la falta de modelos de referencia que pone en duda la

pervivencia del modelo2 actual de vida religiosa.

En este momento emergente de un nuevo modelo de vida religiosa el sector de la

autoridad y del gobierno llega al nuevo milenio en una situación de incertidumbre. Los

cambios sociales, culturales y eclesiales del siglo XX con respecto al siglo XIX han sido de

tal envergadura que han producido un giro copernicano en la concepción de la autoridad y en

la idea del superior. En efecto, desde la base sólida de una cultura teocéntrica del Vaticano I

que reforzaba una autoridad sacralizada, espiritualizada, venida de Dios, donde el superior

tenía gracia de estado y lo que decía era voluntad de Dios reclamando obediencia ciega, sin

apertura al dialogo y la búsqueda, hemos pasado desde la renovación conciliar del Vaticano II

y su eclesiología de comunión, a la aceptación de una cultura antropocéntrica donde el ser

humano es centro y mediación privilegiada del encuentro con Dios. Donde la secularización

desacraliza la autoridad que pasa a ser mediación (humana, falible y pecadora, que ha de

buscar) con otras mediaciones (la comunidad) en obediencia de fe y corresponsabilidad.

1 Cf. D. O`MURCHU, Rehacer la vida religiosa. Una mirada abierta al futuro, Madrid 2001, p.15. 2 Hablar de modelos en la vida religiosa no supone ninguna novedad positiva. Es un dato obvio si recorremos su larga historia: eremitismo, monaquismo, órdenes mendicantes, congregaciones apostólicas... Y sin embargo, todos estos diferentes modelos no dejaban de ser concreciones históricas de un proyecto común de vida evangélica llamado seguimiento radical de Jesús. Cf. F. MARTÍNEZ, La frontera actual de la vida religiosa. Madrid 2000.

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Con la apertura del Concilio a las ciencias humanas llamando a la persona religiosa a

la plenitud humana: la autonomía se considera irrenunciable para la adultez personal, se

reconoce a la persona en su ser social y se adhiere sin ambages a la Proclamación de los

Derechos Humanos. Se paso, pues, de una cultura “monárquica” donde la autoridad era

personalista, centralizada en el superior, en una comunidad normativa y vertical donde la

función del superior era mandar y dar permisos, a una apertura a la “democracia” en la que el

poder reside en el grupo que, a su vez, delega en una persona sin renunciar por ello cada cual

a su propia responsabilidad. En consecuencia adquiere importancia el dialogo (todos tienen la

palabra) y el discernimiento cuando se trata de buscar la voluntad de Dios. La comunidad se

hace circular, fraterna, y las relaciones igualitarias. La idea de superior deja de estar

emparejada a la idea de detentar el poder para mandar con el consiguiente reclamo de

obediencia, para ser asociada a la del hermano al que se le encomienda velar por el

crecimiento de los hermanos y la comunidad en el ámbito humano, vocacional y profesional.

La trascendencia de estos cambios, junto con la novedad de tener que conjugar el

ejercicio de la autoridad con los nuevos presupuestos teológicos y eclesiológicos en apertura a

la actual realidad cultural, nos conduce a examinar con ojos muy atentos el ejemplo de Jesús y

los apóstoles para observar si el estilo de autoridad que ellos vivieron no estará más en

consonancia con la sensibilidad vigente. Urge, pues, que en la reflexión sobre el nuevo

modelo radical de vida religiosa que estamos alumbrando, nuestra preocupación abarque

también una redefinición del papel de la autoridad, un estilo renovado de gobierno

relacionado más estrechamente con las raíces evangélicas, y por extensión con el carisma

específico y, por lo mismo, con el servicio del progreso humano y espiritual de las personas

individuales, la edificación de la vida fraterna en comunidad y de la misión propia3.

1.- LAS RAÍCES EVANGÉLICAS

El concepto evangélico de autoridad

El Nuevo Testamento utiliza la palabra griega εξουσιa y su derivado el verbo

εξουσιαζϖ para referirse al concepto <autoridad>. El término εξουσια hace referencia a

3La misma verdad, en otra situación, debe formularse de otro modo para decir lo mismo.

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<sustancia originante, algo que viene de dentro (ex. -)> y engloba significados, no siempre

traducibles exactamente por la fácil transición de unos a otros, así <libertad y derecho a>;

<capacidad y poder>; <autoridad y potestad>. εξουσιαζϖ, por su parte, se aplica <tener

poder sobre algo o sobre alguien>4 Sus equivalentes latinos son el término auctoritas y el

verbo augeo. Auctoritas originariamente hacía referencia a <la capacidad de cultivar un

terreno, de desarrollarlo, de hacerlo rendir>. Después pasó a referirse en sentido figurado a la

fuerza que sirve para <sostener, hacer crecer e incrementar>, <hacer más grande algo que ya

existe>; pero también <el acto de producir desde el interior>, un acto creador por tanto, que

hace surgir algo desde dentro, en este sentido se puede transcribir por <hacer nacer,

promover, dar existencia>. Es la capacidad de hacer crecer desde dentro, acrecentar a partir de

sus propias virtualidades internas. En este sentido toda palabra pronunciada con <autoridad>

determina un cambio en el mundo, crea algo5.

Entre las notas esenciales de la noción de autoridad se encuentran: a) la expresión

personal de una capacidad; b) la acción que se ejerce sobre personas y cosas que están bajo su

influencia; c) la intención de ejecutar dicha acción; d) el reconocimiento de la acción

realizada. Así pues, el constitutivo metafísico de la autoridad reside en la credibilidad real

(=fuerza moral) que merece el que la ostenta o ejerce6 y ser siempre una acción destinada al

otro, heterocentrada: se trata de promover, afirmar, hacer crecer lo otro o al otro. En este

último caso se concreta, en primer lugar, en una actitud pro-existente, “ser-para-el-otro”, “ser-

entregado-al-otro” y, en segundo lugar, adoptar una postura afirmativa, promotora de vida,

sanadora, no represiva, ni dominadora. Es en esta significación que se atribuye autoridad a

Jesús en el Evangelio.

4 Cf. I. BROER, art. Exousia, en Diccionario exegético del Nuevo Testamento, H.BALZ y G SCHNEIDER ed, I, Salamanca 1996, 1446-1453.; I. BROER, art.Exousiazo, en Diccionario exegético del Nuevo Testamento, H.BALZ y G.SCHNEIDER ed, Salamanca 1996, 1453-1455; X. LEÓN-DUFOUR, art. Autoridad, en Vocabulario de Teología

Bíblica, Barcelona 1967, pp. 94- 97. 5 Cf. E. BENVENISTE, Vocabulario de las instituciones indoeuropeas, Madrid 1983, pp. 396-398 6 Cf. A. MUÑOZ ALONSO, art. Autoridad, en Gran Enciclopedia Rialp, III, Madrid 1971(reimpresión Madrid 1981), pp. 469-470.

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La autoridad de Jesús en los evangelios

Jesús es presentado en los evangelios durante su vida pública como investido de

autoridad. La exousia se aplica a su palabra (Mt 7,29; Mc 1,22; Lc 4,32); a su poder sobre los

espíritus inmundos (Lc 4, 36); a la “novedad eficaz” de su doctrina, que no es mera

proclamación, sino realización efectiva de lo dicho (Mc 1,27); y por extensión a su poder para

perdonar los pecados (Mt 9,6ss); a su declaración de ser señor del sábado (Mc 2,28); a su

poder sobre la enfermedad (Mt 8,8s p), su poder para purificar el templo (Mt 21,23ss) y sobre

los elementos (Mc 4, 41 p) Una autoridad que se revela singular, original, extraña a lo

mundano, casi, por así decirlo, “a la manera de Dios” porque al igual que la Palabra (Dabar)

de Dios en el AT (cf. Gn 1) inicia e irradia vida. Todo ello suscita perplejidad en el Bautista

(Mt 11, 2-6; Lc 7, 18-23) y serias controversias con los fariseos y jefes del pueblo: ¿Con qué

autoridad haces esto, o quien te ha dado tal autoridad? (Mt 21, 23-27; Mc 11, 27-33; Lc 20,

1-8). A los segundos se niega a responder porque solo les preocupa su autoridad amenazada; a

Juan le remite a los hechos de su ministerio público: Id a contar a Juan lo que habéis visto y

oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los muertos resucitan, se

anuncia a los pobres la Buena Noticia. Como si dijera: <¿veis lo que hago? Iluminar lo

oscuro, sanar lo enfermo, promover vida en lo muerto, recuperar lo excluido, preferir al

pobre... he ahí mi autoridad. O lo que es lo mismo: mi ministerio en favor de los hombres es

parábola de mi autoridad>.

Esta idea está claramente expresada, por contra, en el episodio de la petición de los

hijos del Zebedeo de ocupar puestos de preeminencia en el Reino de los Cielos (Mt 20, 20-28;

Mc 10, 35-45; Lc 22, 24-27) Dicha petición provoca una disputa entre los discípulos que

Jesús corrige apresuradamente. Contrapone, no sin ironía7, el dominio de los gobernantes de

este mundo a la actitud que deberán adoptar los discípulos: <No será así entre vosotros>, el

más grande de estos será el diákonos (διακονοσ =sirviente, criado) y el primero de ellos será

el siervo. Justamente así serán como Él, porque “el Hijo del Hombre no ha venido a ser

servido, sino a servir (a la mesa =diakonein) y a dar su vida en redención de muchos...

¿Quién es el mayor, el que está a la mesa o el que sirve?... Pues, yo estoy en medio de

7 Los que ejercen autoridad son llamados bienhechores (euergetes) título regio usado con frecuencia en por los reyes helenistas.

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vosotros como el que sirve”. Esta misma idea la volvemos a encontrar en otra discusión

referida también por los tres sinópticos (Mt 18, 1-5; Mc 9, 33-37; Lc 9, 46-48) Jesús afirma

esta vez el mayor entre ellos debe ser como un niño pequeño. Está claro que ni niños, ni

criados, ni esclavos eran sujetos de autoridad, por lo tanto la respuesta de Jesús a la pregunta

sobre quién es el mayor es esta: ninguno, “niño” (a las órdenes), “siervo” (a la mesa),

“esclavo” (a los pies), las relaciones se invierten radicalmente. La subversión en el concepto

de autoridad es completa: autoridad no es grandeza “a lo humano”, es decir, dominio sobre

los otros, sino diakonía a su favor, servicio con la total entrega de uno mismo. Diakonía se

convierte así en el término técnico del ministerio de Jesús y sus seguidores. La autoridad-

servicio es contrapuesta definitivamente a la autoridad-dominio entre los seguidores de Jesús.8

¿Cuáles son las notas propias más contradistintas de esta novedosa autoridad-

diakonía tal como aparecen en el Jesús de los evangelios?

Autoridad recibida del Padre y referida al del Padre: El Hijo no puede hacer nada

por su propia cuenta; él hace únicamente lo que ve hacer al Padre(Jn 5,19.30) En el

evangelio de Juan encontramos reiteradas negativas a que Jesús haga o diga nada por su

cuenta. El habla y actúa en virtud de la misión que ha recibido del Padre. Insiste una y otra

vez en la unidad de voluntad y acción del Hijo con el Padre. El Hijo hace solo lo que quiere el

Padre. Lo hace con él y para él. Tal identidad de acción reposa en el amor que el Padre tiene

al Hijo al que comunica todos sus planes de salvación. Lo que el Padre le revela eso es lo hace

el Hijo. Su autoridad, pues, no reside ni en su propia iniciativa ni en una competencia

particular, sino que es autoridad recibida del Padre; reside en la revelación de Dios que él

anuncia de la que es portavoz, revelador y mediador. Él es Enviado, su doctrina es la del que

le ha enviado. Por eso, quien acepta la Palabra de Dios que Jesús anuncia descubrirá la

autoridad con que Jesús habla (cf. Jn 7, 16-20)9 En consecuencia la autoridad de Jesús tiene su

origen en el Padre y se fundamenta en hacer y decir “lo del Padre”, en ser absoluta referencia

reveladora del Padre, de él recibe la potestad de servir y salvar.

8 Sigue siendo sugerente el análisis de la subversión de la autoridad-poder a la autoridad-servicio que encontramos en el libro de CLODOVIS BOFF, El evangelio del poder-servicio. La autoridad en la vida religiosa,

Santander 1987. 9 Cf. Comentario exegético al Nuevo Testamento, La Casa de la Biblia. Madrid 1999, passim.

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Autoridad de amor pro-existente: donación de la vida a los suyos por amor. –el Buen

Pastor- Quizás un de los pasajes más íntimos de Juan es cuando presenta a Jesús bajo la figura

del buen pastor de tanto sabor bíblico (Jn 10, 1-21) Jesús es el Buen Pastor, el genuino, el

verdadero, el único. El Pastor que entra por la puerta, le abre el portero y las ovejas enseguida

le conocen por su tono de voz. Llamando a cada uno por su nombre, las ovejas le siguen y las

saca fuera del redil. Conoce a cada una por su nombre y ellas reconocen su voz. Todo ello

sugiere una intensa intimidad de conocimiento entre las ovejas y el Pastor, tanta que para

explicarla Jesús la asimila a la suya con el Padre (Jn 10,15) Se habla de conocimiento mutuo,

y todos sabemos que la palabra conocimiento en la Biblia supone la entrega y posesión mutua.

El Pastor vive en función de las ovejas, deseoso de entregar la vida por ellas10.

Esta imagen del Buen Pastor es utilizada por Juan para refutar públicamente a los

fariseos. Con ella queda patente la distinta relación de autoridad que se establece entre ellos y

la gente a la que gobiernan y entre Jesús y sus seguidores. Mientras aquellos son pastores

asalariados a los que no les interesan las ovejas y las abandonan a la llegada el lobo, Jesús, el

Buen Pastor, no explota a sus ovejas, está a su servicio, da su vida por ellas, las conoce

individualmente con un conocimiento íntimo y amoroso. Las ovejas gozan de seguridad

gracias a su pertenencia a Jesús (el redil) y acceso es seguro a la salvación (la puerta) Por eso

puede afirmar taxativamente Juan: quien no ama hasta dar la vida no es pastor, es asalariado.

Amor y pastoreo se reclaman.

Autoridad: entrega total y permanente que persevera hasta la muerte en cruz -el

lavatorio, el himno kenótico de Flp 2, 6-11- Nos cuenta Juan que el lavatorio de los pies por

Jesús tuvo lugar en medio de una cena (Jn 13,2-11) No antes, ni después, en medio. No

dudando en interrumpir la cena para mostrar su actitud de siervo. Su gesto, por tanto, no va a

ser algo previo en la comunidad cristiana, sino que elemento íntimo de su misma constitución.

Evocando, sin duda al creyente, aquellas palabras lucanas pronunciadas por el mismo Jesús en

la última cena: Yo estoy entre vosotros como el que sirve (Lc 22,27)

10 Cf. S. CASTRO SÁNCHEZ, Evangelio de Juan. Compresión exegético-existencial, Madrid 20012,, pp.229-241.

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En medio de la cena, Jesús se levanta y se quita el manto. El manto en la Biblia

significa poder. Jesús se desviste, pues, de las ropas que indican poder y señorío y se ciñe un

trapo, un lienzo. Se pone en actitud de esclavo que lava los pies. Por dos veces se habla del

lienzo y por dos veces de ceñirse, subrayando el significado de servicio permanente, ratificado

por el hecho de que Jesús, tras el lavatorio, no prescinde del lienzo. Para Juan Jesús no

perderá nunca su cualidad de siervo ni aún cuando proclamado rey por Pilato lo contemple

con esplendores de resurrección. Con ello se alarga el sentido del lavatorio hasta representar

la entrega de Jesús hasta la muerte. Servicio supremo prestando a los hombres por el siervo de

Dios por excelencia11.

Este proceso kenótico, de vaciamiento total de Jesús lo encontramos también

arquetípicamente expresado en el himno de la carta a los Filipenses por medio de dos grandes

aseveraciones: Cristo no duda en despojarse de su grandeza, de su condición divina, y asumir

la realidad humana, la condición de siervo, hasta sus últimas consecuencias, hasta la muerte y

muerte de cruz. (Flp 2, 6-8) y Dios Padre lo glorifica por ello constituyéndole Señor del

mundo (Flp 2, 9-11) Cristo recorre el camino inverso de Adán, prototipo de hombre viejo, en

su intento de autodivinizarse. Al contrario, en el momento en que adopta su condición de

siervo, Jesús aparece en la grandeza más plena de su humanidad dejando entrever su trasfondo

divino Por lo tanto, quien rechace la visión del señorío que incluye el proyecto de pasar por la

cruz para entrar así en la gloria “no tendrá parte con él”- como advierte Jesús a Pedro. El

servicio kenótico es constitutivo a la esencia de la autoridad cristiana: el poder crece y se

consolida en la debilidad del amor.

Autoridad: manifestación de la verdad y servicio a la misma - la realeza en el diálogo

con Pilatos (Jn 18, 33-38ª)- Otra de las notas contradistintas de la autoridad-diakonía de Jesús

es la contraposición a la asociación mundana de autoridad con poder, mando, realeza. Cuando

en el proceso que le llevará a la muerte, Pilato le pregunta si él es el rey de los judíos, Jesús le

responderá que es Rey, pero precisará que <no de este mundo> (y mundo en Juan sabemos

que es aquello que es la realidad opuesta a Jesús) Se declara Rey, pero no el Rey; y tampoco

añade, de los judíos, ni de Israel. Su realeza no está determinada por ningún posesivo, es su

11 Cf. S. CASTRO SÁNCHEZ, Evangelio de Juan. Compresión exegético-existencial, pp.296-304.

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esencia: él es Rey. Y tras afirmarlo explícitamente conecta su realeza a la verdad: es Rey en

cuanto enviado del Padre al mundo para dar testimonio de la verdad. Acepta, pues, el

calificativo de Rey que le da Pilato, pero no la idea que este tiene de su realeza: Jesús es Rey

no porque en él se descubra poder sobre lo mundano, sino porque en él se encuentra la

verdad12.

Ahora bien, en el evangelio de Juan “la verdad” es la realidad divina, la plenitud de

la revelación, total y definitiva, manifestada en Jesús; él en persona es la verdad porque nos

revela al Padre, y “ser de la verdad” es dejarse dirigir en su acción por la verdad de la

revelación, es caminar en el precepto de Cristo, dejarse conducir por la iluminación del

Espíritu de la verdad. Esto aparece claro en la respuesta dada por Jesús a Nicodemo a

propósito del nuevo nacimiento <el que obra la verdad va a la luz> (Jn 3, 21) es decir, <vive

de acuerdo con la revelación del Padre en Jesús iluminado por el Espíritu>. De ahí que pueda

Jesús afirmar sin titubeos su realeza, porque solo su autoridad acredita la verdad. Ha venido al

mundo para dar testimonio de la verdad (del Padre), y la realiza de tal modo que se le puede

identificar con ella. Quien accede a Jesús, accede a Dios Padre interviniendo activamente en

el mundo. Ahí radica la realeza de su autoridad: en que la verdad se cumple en él. En él la

verdad de Dios vive entre nosotros.

Estas son, a nuestro juicio, los elementos más originales, contra distintos a los

malentendidos mundanos, en la concepción de la autoridad-diakonía de Jesús. Frente a la

apropiación arrogante y soberbia por parte de los hombres que sólo persiguen su propio

prestigio (se hacen llamar bienhechores), la absoluta referencia al Padre. Frente al dominio

impositivo, utilitarista y manipulador que utiliza a los otros en función de fines falseados, la

actitud benéfica, amorosa, delicada y detallista, que suscita vida y propaga gracia. Frente a la

conservación ansiosa de la preeminencia y el honor, la entrega total y permanente de la vida

en servicio de amor. Frente a la maniobra clandestina sobre lo real que impide el acceso a la

autonomía, la pasión por la verdad que libera al hombre para una existencia de hijos de Dios.

La autoridad en el Jesús de los evangelios no es algo extrínseco al ser: poder, mando,

privilegio o predominio que hay que engrandecer y acrecentar a costa de los otros; sino

12 Cf. S. CASTRO SÁNCHEZ, Evangelio de Juan. Compresión exegético-existencial, pp.428-431.

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emanación proyectiva en soberanía de gracia de su ser mediación reveladora de Dios y de “lo

de Dios” a favor de la vida y la salvación de los hombres.

La autoridad en la Iglesia apostólica: el ejemplo de Pablo

Acabamos de advertir como Jesús invirtió radicalmente el sentido de la autoridad: de

la autoridad-dominio a la autoridad-servicio. Si Él, el Maestro y el Señor, está en medio de los

hombres con la autoridad de quien sirve, también sus seguidores serán servidores (Jn 13, 14-

15) En consecuencia en la comunidad de seguidores de Jesús nadie puede arrogarse una

posición de dignidad o preeminencia, sino que todos deben dedicarse al servicio de todos por

amor. No obstante esto, algunos en la comunidad son vocacionados de una manera específica

a servir a los otros con un amor personal a cada miembro concreto de la misma, en vista a su

crecimiento en Cristo y al fortalecimiento de la unidad de la comunidad.

Un magnífico ejemplo de esta vocación específica lo hallamos en Pablo.

Comenzamos por recordar que ya en el relato de su vocación recibe de Jesús la llamada a ser

“servidor”: Me he aparecido a ti para constituirte servidor (Hch 26,16) Por ello no es extraño

que las palabras diákonos y diakonía que subrayábamos en el Evangelio como términos

técnicos para designar la práctica de la autoridad en Jesús, aparecen en los escritos de Pablo

para designar al mismo apóstol y a su ministerio (Rm 1,1; Ga 1,10; Tt 1,1; 1Co 3,5; 1Co 4,1;

Flp 1,1; 2 Co 4, 5) Y paradójicamente, es en el ambiente polémico sobre la autoridad de su

ministerio que hay de fondo en la 1ª Carta a los Corintios, donde mejor nos va a mostrar el

planteamiento de la autoridad-servicio de su ministerio apostólico.

El primer problema afrontado por Pablo en la carta a la comunidad de Corinto, es la

división comunitaria en grupos que proclaman su pertenencia a guías distintos. El rechazo de

Pablo a tales planteamientos es absoluto: los cristianos no tienen más que un guía, un maestro,

un único Señor: Jesucristo. Todos los demás son “servidores de Cristo, administradores de

los misterios de Dios. Y lo que se exige de un administrador es que sea fiel.(1 Co 4, 1-2) Pues

bien, es en esta fidelidad Cristo en el desempeño de su ministerio dónde radica la autoridad de

testimonio de Pablo y, por eso, puede mostrarse a sí mismo como ejemplo: representante y

testigo de Cristo resucitado (1, 23; 2, 2); impulsado por el poder del Espíritu (2, 4); se le

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encomienda iniciar y acompañar lo que Dios hará madurar (3, 6); concurre en la obra salvífica

de Dios (3, 9); es constructor del edificio de la comunidad sobre el fundamento de Cristo

(3,10-11); predica el Evangelio entregándolo gratuitamente (9, 18) y lo hace no desde una

posición de dominio, atracción personal o brillantez intelectual, sino desde la debilidad (me

presenté a vosotros débil, asustado y tembloroso) (1, 26-2, 5), renunciando a todo sentido de

la dignidad del mando para ponerse al servicio de todos, haciéndose el esclavo de todos los

hombres, haciéndose todo a todos para salvar a algunos (9, 19-22)

Ahora bien, quien así concibe el servicio de la autoridad, como servicio de amor y de

unidad en vistas a la edificación de la comunidad, sabe que en la vida cotidiana de la misma

debe afrontar los problemas que las conductas y las necesidades de los creyentes plantean (5,

1-6, 20) Sabe que forma parte de su servicio de autoridad instruir, avisar, corregir para

recuperar e, incluso en el peor de los casos, asumir la decisión de expulsar de la comunidad

(5,5) Pero sabe también que el amor y la unidad no se pueden imponer a golpes de mando

negándose a todo dialogo,¡al contrario!. Por eso, Pablo tratara de responder a los conflictos

comunitarios dialogando con todos, conociendo a cada uno por su nombre13,argumentando

desde explicaciones razonables en un plano de intimidad y libertad (7,1–11,1) Solo así la

autoridad así es una diakonía verdadera, una actividad de amor, un amor personal a cada uno

de los creyentes encomendados a su cuidado14.

El ejercicio de esta nueva concepción de al autoridad-diakonía es para Pablo un don,

un carisma del Espíritu Santo; por eso deriva natural que Pablo desarrolle esta idea a

continuación, en los capítulos 12-14 de la carta, bajo el símil de la comunidad como cuerpo de

Cristo. Hay diversidad de carismas –afirma-, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de

ministerios, pero un solo Señor; hay diversidad de operaciones, pero un solo Dios que obra

todo. La autoridad es, para Pablo, un carisma más; un don del Espíritu para el bien común

(12,7) necesario para la comunidad, pero ni es el único ni lo puede todo. Cada miembro tiene

su propia misión en el cuerpo. Por eso la actuación del Espíritu no pasa necesariamente y ni

siempre por la autoridad. La autoridad es un carisma junto a otros: profético, asistencial,

consolación, ciencia, sabiduría, discernimiento de espíritus... Todos los carismas deben 13 Resultan ilustrativos en este sentido “los saludos particularizados” a las personas por su nombre que encontramos en las cartas paulinas. 14 Cf. J. L. MCKENZIE, La autoridad en la Iglesia, Bilbao 1968, pp. 62-69.

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corregirse, limitarse y complementarse mutuamente, son funcionales y relativos; además

todos los portadores de carismas son falibles y pecables. Solo hay un carisma absoluto: el

amor. Carisma al que quedan referidos y subordinados todos los demás carismas (13, 1-13)

también la autoridad. Por eso, consecuente con esta concepción global de los carismas en y

para la comunidad, la autoridad adscrita al amor se convierte en Pablo en diakonía concreta a

personas individualizas, a personas con rostros conocidos, y busca siempre hacer nacer y

crecer a Cristo en la comunidad y en cada uno de sus miembros.

2.- LA AUTORIDAD EVANGELICA EN LA REGLA BENEDICTINA

Aunque en la regla benedictina encontramos diversas figuras asociadas al gobierno de

la comunidad: la comunidad misma (RB 71; 64, 1), el prior del monasterio (RB 65), los

decanos (RB 21), el mayordomo (RB 31), los mayores (RB 71, 4); sin embargo, san Benito

hace de la figura del abad <el quicio en torno al cual gira la vida del monasterio> Hablar de

autoridad en un monasterio benedictino es referirse inmediatamente al abad15..

No es difícil encontrar la frescura vital de la sencillez evangélica en el servicio de la

autoridad abacial según se describe en la regla benedictina, basta seguir la pista a las

referencias escriturísticas asociadas a su figura. Así la regla reclamará del abad que sea: Padre

al modo de Cristo (Rm 8,15 =RB 2); con la ternura del Buen Pastor (Jn 10, 11; Lc 15, 4-5 =

RB 27, 8); sanador espiritual (Mt 9,12 = RB 27,1)); maestro docto en lo referente a Dios (Mt

13, 52 = RB 64, 9; Lc 10, 16 = RB 5, 15); proveedor de la vida de sus hermanos ( Lc, 16, 2;

Mt 24, 47 = RB 64,7. 22) y siervo sufriente que no quiebra la caña hendida (Mt 12, 15-21=

RB 64, 13)

La autoridad abacial: paternidad al modo de Cristo.

Comienza san Benito por colocar el ejercicio de la autoridad abacial a un nivel

<crístico>, teologal: “se cree que el abad hace las veces de Cristo en el monasterio” (RB 2,

15 Cf. C. BUTLER, Monacato benedictino, Zamora 2001, pp. 239- 256.

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2; 63, 13) Sin discutir aquí planteamientos de teologías ya superadas16 nos parece evidente

que tal afirmación posee más un sentido dinámico que estático, y se refiere más a una

“cualificación” de su vida, que a su “naturaleza” como tal. Esto resulta evidente por la

asociación que el mismo Benito hace entre llevar el nombre de Abba (Cristo=Rm 8, 15) y

llenar con obras ese nombre. Se trata entonces de actuar el nombre que lleva, actualizar para

sus monjes la paternidad de Cristo, de ser Abba a la manera de Cristo-Abba La asunción de

tal nombre se trueca así en un soporte simbólico, en interposición que hace aparecer a Cristo

Padre17.

Pero ¿cómo es la paternidad de Cristo que debe actualizarse en el abad? Ciertamente

la paternidad de Jesús es en cierto sentido la misma que la del Padre: “Quién me ha visto a mí

ha visto al Padre” (Jn 14, 9.11), pero en la que nunca deja de ser el Hijo (la segunda persona

de la Trinidad) Por lo tanto su paternidad es una paternidad de filiación, paternidad de Hijo.

Paternidad que permite al que la ejerce permanecer siempre hijo de un Padre siempre más

mayor18 y hermano de todos los hombres. En consecuencia cuando san Benito reclama para el

abad la autoridad de una paternidad filial, esta demandando que ejerza su cargo con

paternidad de mediación: entre Dios Padre y sus hermanos los monjes; y de filiación: que

engendre en sus monjes hijos para el Padre; que engendre en sus monjes verdaderos hijos de

Dios. Y concretiza, Benito, esta autoridad de paternidad filial del abad en un servicio

especifico: regere animas (RB 2,31)

Así pues, el primer cometido de autoridad abacial es un servicio espiritual: dirigir,

conducir las almas. Es suscitar, avivar en cada monje la vida divina que tiene en su interior.

Es despertar el gusto por su propio desarrollo divino; animarle a acrecentar sus

potencialidades internas; fomentar que de su interior brote vida, la vida de hijos de Dios;

entusiasmar por la realización del proyecto divino de hacer nacer y crecer a Cristo en su

interior. Por eso, reclama Benito de la autoridad paterno-filial del abad una atención esmerada

a cada monje, un trato singular para cada temperamento, para descubrir en cada uno la imagen

singularísima y original que Dios formó en esa persona (RB 2, 31-36), y favorecer que cada 16 Cf. G. M. COLOMBÁS, El Abad, vicario de Cristo, Silos 1980, pp. 89- 105. 17 Cf. J. MACHO, Lâbbé, symbole de la paternité de Dieu, en Collectanea Cisterciensia. 64 (2002) 249-261; también F. RUPPERT, Il n’est qu’un reprêsentant. L’ image de soi de l’abbé d’aprês saint Benoît, en CollCist 63 (2001) 240-251. 18 Cf. M.G. LEPORI, L’ exercice du pouvoir dans la Famille cistercienne, CollCist, 64 (2002) 236-248.

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monje descubra y viva desde esa imagen personal, única, original que Dios le ha asignado.

<La genuina labor de dirección – dice Anselm Grün- consiste en hablar al alma de la persona

y darle alas>19 Hacer que todos los miembros de la comunidad vivan en la adultez y libertad

de los hijos, impregnados de evangelio, deseosos de desarrollar todas las facetas de su

personalidad.

La autoridad abacial: autoridad de la ternura del Buen Pastor.

Nos volvemos a encontrar aquí con la imagen del Buen Pastor utilizada en los

evangelios para ilustrar la autoridad de Jesús como amor pro-existente. Pero con una

diferencia. En los evangelios la imagen era aplicada inmediatamente a Jesús: él es el buen

Pastor frente a los pastores mercenarios que abandonan las ovejas. San Benito no coloca el

acento en identificar al abad con el buen Pastor20, sino en “imitar la ternura del buen

Pastor”(RB 27,8) La imagen bíblica del buen Pastor es puesta como ejemplo de ternura, de

amor afectuoso y colocada como modelo a imitar en las relaciones del abad con los hermanos

en dificultades. Con ello nos está claramente indicando que la autoridad abacial debe ser un

servicio de amor personalizado a cada monje de la comunidad y diáfanamente asociado a la

bondad, a la compasión, a la ternura, a la indulgencia, a la misericordia, a la inteligente

moderación (RB 64, 18)

No trata de afirmar con ello la regla, que la autoridad del abad desemboque en un

estilo de laissez-faire, de permisividad, de falso respeto frente a sus monjes. Benito siguiendo

el ejemplo paulino, es consciente que en la vida cotidiana el abad necesitara afrontar

situaciones problemáticas que deberá corregir y encauzar a la vez, con la severidad del

maestro y la bondad del padre (RB 2, 24. 26) Lo que se trata es de afirmar la primacía de las

personas sobre cualquier otra consideración. De anteponer el bien del monje individual al

orden, a la uniformidad, a una falsa paz comunitaria, a la categoría moral: “aborrezca los

vicios pero ame a los monjes”(RB 64,11) Con ello la autoridad abacial se tiñe de compresión

hacia el otro, de prudente respeto, de confianza en las personas y en la bondad de su corazón,

de discernimiento sobre lo conveniente para la persona y su momento. Y sabe diferenciar lo

19 Cf. A. GRÜN, Orientar personas, despertar vidas. Estella 2002. 20 Todo lo contrario: en RB 2,7 se preocupa claramente de diferenciar entre el dueño de la casa al que pertenece el rebaño y el pastor que deberá rendirle cuentas de las mismas.

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que no está bien y las personas determinadas por mecanismos de mal no siempre conscientes.

La autoridad abacial queda así inserta en la corriente evangélica y paulina de verdadera

diakonía de amor, de un amor particularizado, singular, personal (de rostro y alma) a cada uno

de los monjes encomendados a su cuidado.

La autoridad abacial: servicio de sanación espiritual.

La regla propone al abad que “se comporte como un sabio médico” (RB 27,2) y le

remite a la actividad pública de Jesús que frecuentaba la comunidad de mesa con publicanos y

pecadores y se justificaba diciendo: “no necesitan médico los que están fuertes, sino los que

están mal”. Muchos especialistas ven en esta comunidad de mesa con los pecadores <una

anticipación del banquete escatológico en el que ya se manifestaba la benévola misericordia

de Dios>21, un compendio de la actividad salvadora de Jesús. En efecto, esa mesa compartida

era mucho más que una simple manifestación de apertura e igualdad social. Jesús come con

personas que tildadas de “pecadoras” vivían fuera de la sociedad y tachadas de irreligiosas,

por lo cual comer con ellas era una suerte de acontecimiento de la misericordia y el perdón.

Tales personas encontraban en Jesús el camino de la comunión con Dios y la integración

comunitaria22.

Pues bien, esta activad de acontecer la misericordia y el perdón en Jesús, se propone

como modelo a la autoridad benedictina a la hora de abordar los conflictos: el abad debe hacer

con los monjes lo que hacía Jesús con los excluidos, del que se decía que era “amigo de

pecadores” (Mt 11,19). Es decir, practicar para con los monjes un perdón sanador, una

misericordia maternal que acoge lo débil, hace que las personas se levanten de su postración,

las anima, las cura, las reintegra a lo comunitario y a la fiesta. El abad debe recordar que el

perdón es sanación, porque respeta las heridas y no refriega las llagas. Por ello la autoridad

abacial debe habitar en la antípoda de la humillación a las personas, de la censura rigurosa que

precipita en la desesperación, y nunca tiene que descartar a nadie del derecho a ser perdonado,

21 Cf. R. BROWN, Introducción a la cristología del Nuevo Testamento, Salamanca 2001, p. 79. 22 Cf. E. SCHWEIZER, Jesús, parábola de Dios, Salamanca 2001, p.71.

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a ser acogido, a ser socorrido23. Todo lo contrario, debe insuflar gozo de vivir, esperanza

confiada en un futuro siempre abierto, permanecer cercana a quien vacila y duda, introducir

ilusión por el propio progreso espiritual y estímulo para lo comunitario. Acompañar

amistosamente a todos en la búsqueda de sentido y progreso personal.

La autoridad abacial: maestría docta en lo referente a Dios.

San Benito afirma axiomáticamente que el abad debe ser maestro de sus monjes

(Pról.1; 2,24; 3,6; 5,9; 6,6) a los que deberá enseñar “el camino que conduce a la vida” (Pról.

20; 5,11); “el camino de la salvación” (Pról. 48). Por eso a la hora de elegir a un abad se

buscará de entre los candidatos al que posea “merito de vida y doctrina de sabiduría” (RB 64,

2) Ahora bien, esa doctrina de sabiduría que debe investir al abad, queda puntualizada en

otros pasajes de la regla como < la ley divina> (“docto en la ley divina” (RB 64, 9), como <la

justicia divina>, el abad debe difundir con su doctrina “el fermento de la justicia divina en las

almas de sus discípulos” (RB 2,5). Y se la fundamente con dos referencias escriturísticas: Mt

13, 52 y Lc 10, 16. El primer texto hace referencia al elogio del “escriba cristiano” semejante

al dueño de la casa que saca de sus arcas lo nuevo y lo viejo. Es decir, que sabe comprender y

relacionar la vida y predicación de Jesús (lo nuevo) con las promesas del antiguo testamento

(lo viejo) El texto lucano es todavía más explicito, hace referencia a la grandeza de la tarea de

los discípulos enviados a propagar la noticia evangélica: <Quien a vosotros os escucha a mí

me escucha; y quien a vosotros os rechaza a mí me rechaza; y quien a mí me rechaza al que

me ha enviado> Los discípulos anunciadores del evangelio participan de la misión de Jesús

por eso rechazarlos es rechazarle a él y al Padre que le ha enviado.

Desde estas referencias escriturísticas queda claro que la “doctrina de sabiduría”

demanda al abad no es una cualidad marginal en el ejercicio del poder, sino algo esencial. La

sabiduría de doctrina que el abad debe desplegar en su gobierno hace referencia a su

capacidad de comprender las Escrituras como noticia de Cristo y de convertirse en servidor

del anuncio evangélico. Se inscribe así en la corriente evangélica de autoridad entendida

como manifestación de la verdad total y definitiva, manifestada en Jesús y referida al Padre.

23 “..Que no haya en el mundo ningún hermano que, habiendo pecado todo lo que pudiera pecar, se aleje jamás

de ti, después de haber visto tus ojos, sin tu misericordia, si es que busca misericordia” De la carta de Francisco de Asís a un ministro.

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En efecto, ser <docto en la ley divina>, dirigir almas con <doctrina de sabiduría>, se

traduce para el abad en <ser experto en Dios y “lo de Dios”>, en <estar al servicio del

evangelio>. Se trata de revelar a Dios y su evangelio, de propagar al Buena Noticia de la

salvación en las almas de los monjes. De descubrirles el verdadero rostro de Dios y

recordarles siempre “lo de Dios”. Para ello, él mismo debe dejarse dirigir en su acción por la

verdad de la revelación, caminar en el precepto de Cristo, mantenerse en contacto vital con el

evangelio dejándose conducir por la iluminación del Espíritu Santo. Sólo así la autoridad del

abad recibe el refrendo de la verdad. Se señala como autoridad de testimonio y seguimiento,

siendo testigo Dios y signo de su presencia, evocando a Dios y “lo de Dios” con su vida, sus

actitudes y sus exhortaciones.

La autoridad abacial: providencia de vida para los monjes.

San Benito enmarca el segundo directorio abacial (RB 64, 7-22) mediante una

inclusión a dos reminiscencias evangélicas sobre la figura de dos encargados: el administrador

infiel pero sagaz de Lucas (16,2) y el administrador fiel y prudente de Mateo ( 24,47) Con el

primero recuerda san Benito al abad que es meramente un administrador, un encargado que

tendrá que rendir cuentas de su servicio ante el dueño de la casa. Y le invita a un uso

perspicaz de los bienes de este mundo administrando en favor de los necesitados, porque eso

le creará adictos. Con el segundo le conmina a no abandonar sus obligaciones de asistencia a

sus subordinados y a no caer en la tentación de maltratarles, beneficiándose de su situación y

de la tardanza del señor de la casa, porque el premio final depende de su comportamiento en

este tiempo.

Claramente se evalúa que san Benito concibe la autoridad del abad como un

verdadero servicio a la vida de sus monjes: el abad es el administrador que Dios ha dejado al

frente de su casa (RB 64, 5) Un administrador que debe gestionar los bienes temporales de

manera “espiritual”, es decir, para dar vida, para suministrar lo necesario para la existencia

(<el pan de cada día>) Todo lo contrario a un uso “mundano” de los bienes del monasterio,

que transcribiendo el sentido de la parábola, se trueca en aprovecharse de su situación

privilegiada al frente de un monasterio (tal vez “famoso”), para acrecentar su honra personal,

su dignidad y notoriedad, popularidad o renombre. La regla, como el evangelio, es categórica

a este respecto: al abad, al administrador de la casa de Dios al que, en el atardecer de la

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existencia tendrá que rendir cuentas, “le conviene más aprovechar que señorear” (RB 64, 8)

De ahí que inste a la administración abacial a que sirva a la vida, que favorezca la vida, ¡y la

calidad de vida!, proveyendo a las necesidades físicas, materiales y espirituales de los monjes

de modo de que vivan sin pesadumbres24 una existencia sosegada, contemplativa, justa, digna

y solidaria.

La autoridad abacial: autoridad del siervo sufriente

<Que no quiebre la caña hendida> le recuerda también Benito al abad en el cap.

64,13. Es una evocación del primer Canto del Siervo Sufriente de Isaías (Is 42) citado por el

evangelista Mateo (12, 15- 21) Este Siervo es presentado como una figura absolutamente

mansa y no-violenta: no disputa, no grita, no hace ruido, no quiebra la caña cascada, no apaga

la mecha vacilante, y sin embargo, consigue su propósito.

Figura singular esta del Siervo Sufriente propuesta como modelo a la autoridad

abacial. Contra distinta absolutamente a toda concepción mundana de la autoridad. Tal es así,

que Benito mismo parece confundido ante tanta indulgencia y mansedumbre25, porque se

siente obligado a precisar a renglón seguido: “no decimos con esto que permita que se

fomenten los vicios, sino que los extirpe con prudencia y caridad” (RB 64, 14) Y sin

embargo, figura genuinamente evangélica inserta en la más autentica ley de la kénosis

cristiana descubierta ya al hablar de la autoridad de Jesús: la autoridad crece y se consolida en

la mansedumbre, en la debilidad del amor.

La autoridad de la mansedumbre es el fruto egregio de la madurez abacial, el logro

de una experiencia cristiana y monástica que sabe unir lucidez y profunda comprensión del

ser humano. Que es consciente de la debilidad propia y consecuente con la ajena. (RB 64, 13),

y por ello prioriza <la misericordia sobre el juicio para que él consiga lo mismo> (RB 64, 10).

La autoridad de la mansedumbre conoce que el revulsivo íntimo más substancial a la persona

es la confianza, que <lo afectivo es lo efectivo>, y por ello no romperá jamás el hilo de la

24 A este propósito basta recordar el cuidado que pone Benito en “no contristar” a nadie en el monasterio (RB 31,6; 34, 3) y el detalle con que hace un listado de las posesione personales que cada monje puede disponer, <dando a cada uno según su necesidad> (RB 59,19) 25 Cf. F. RUPPERT, Il n’est qu’un reprêsentant. L’ image de soi de l’abbé d’aprês saint Benoît, pp. 244-245.

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confianza que le une a sus hermanos los monjes. Su comportamiento en el ejercicio de la

autoridad desechará todo tipo de agresividad, de ofensa, de censura que violente a sus

hermanos, para rebosar en una actitud de afecto sencillo y humilde que cree en el fondo de

bien de las personas, que confía y genera confianza. La autoridad de la mansedumbre aborda

lo negativo sin herir, motivando a las personas en positivo, por eso procura ser <más amado

que temido> (RB 64,15)

LA AUTORIDAD EN LA COMUNIDAD MONÁSTICA HOY

Nos proponíamos al comienzo la urgencia de la reflexión sobre el papel de la

autoridad en un estilo renovado de gobierno más acorde con la actual sensibilidad cultural y

los nuevos presupuestos teológicos y eclesiológicos. Y tras examinar el estilo de autoridad de

Jesús y los apóstoles hemos comprobado que la autoridad abacial en el carisma original

benedictino, tal como se contiene en la Regla, ha mantenido la frescura vital de la sencillez

evangélica. Con todo, es innegable que el servicio abacial ha asumido, algunas veces, formas

que han desdibujado su talante primigenio. Por eso somos hoy invitados a recomenzar desde

Cristo26, a volver al Evangelio y a la genuina experiencia espiritual benedictina, para

reencontrar las notas inspiradoras de una autoridad significativa para la comunidad monástica

actual.

Y lo primero que hemos de señalar, desde el análisis efectuado, es que lo que vertebra

la función de la autoridad en la comunidad de seguidores de Jesús es la diakonía espiritual.

En efecto, tanto en el Pablo, como en la Regla, la autoridad en la comunidad es, ante todo, un

carisma, una vocación,, un encargo de Dios27 (y elección de la comunidad), para un particular

servicio a la misma28. Un servicio espiritual que se explaya en los siguientes contenidos:

26 Cf. CONGREGACIÓN PARA LOS INSTITUTOS DE VIDA CONSAGRADA Y LAS SOCIEDADES APOSTÓLICAS, Caminar

desde Cristo, Madrid 2002, 21-22. 27 Cf. R: BURKEY, Cargos y cargas. Sentido actual del gobierno religioso, en ¿Vosotros sois el Cuerpo de

Cristo...? Comunidades religiosas en el siglo XXI. XXIX Semana Nacional para Institutos de Vida Consagrada, Madrid 2000, pp. 220-234. 28 Sin duda la figura del superior responde al particular carisma del Instituto. Para algunos Institutos, la comunidad es el eje vertebrador de la misión del superior; para otros, es la misión; y hay Institutos “mixtos”.

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La autoridad monástica: mediación espiritual

Lo señalábamos al hablar de la autoridad de Jesús como <autoridad recibida del

Padre y referida al del Padre> y <de la paternidad filial> en el abad benedictino. Por un lado,

el superior es un hermano entre los hermanos:<Todos vosotros sois hermanos> (Mt 23,8),

<siervo de los consiervos> (RB 64, 21), pero, por otro, es signo visible (representa) en la

comunidad “a Dios” y “lo de Dios” para la comunidad y para cada hermano concreto. En

consecuencia la autoridad no tiene sentido en sí misma, ni para sí misma, sino para incitar a

los monjes, individual y comunitariamente, a la búsqueda y obediencia de <lo que agrada a

Dios>, al encuentro con la voluntad concreta de Dios. Esto quiere decir que Dios es el

verdadero superior de la comunidad. Por ello la autoridad en la comunidad es una autoridad

referente a Dios, atenta a Dios, obediente a Dios. Y por lo mismo, puede reclamar ser

mediación de obediencia para obrar la voluntad de Dios.

Esta concepción de la autoridad como mediación espiritual para la obediencia a Dios

(a Cristo) o, en otras palabras, mediación del Espíritu, ha sido históricamente la forma más

tradicional de entender la figura del superior en la tradición monástica, basta recordar el papel

del padre espiritual del desierto egipcio o las figuras abaciales de las grandes reglas

monásticas que casi inmediatamente identificaban padre espiritual o abad-maestro con

<voluntad de Dios>: “Responde el Señor por el maestro” –afirma enfáticamente la Regula

Magistri en los encabezados de los capítulos-; con el consiguiente peligro, primero, de una

excesiva sacralización del carisma, derivando después hacia la acentuación del aspecto

jurídico de la autoridad.

Por eso, sin perder esta dimensión de mediación espiritual para la obediencia a Dios,

hay que afirmar inmediatamente, más al gusto de nuestra realidad cultural y eclesial actual,

que la autoridad es también mediación de comunión espiritual. El superior está llamado a

ser en la comunidad vínculo de comunión espiritual (unidad en Dios con amor teologal) y a

buscar con ella la voluntad de Dios, ejerciendo su servicio a la luz de la fe y la con-fianza que

se basan en la fe29. La autoridad emana así del amor en su doble sentido: de Dios (Dios es

29 Cf. C. MACCISE, El servicio de los superiores en el desarrollo del carisma, en S. GONZALEZ SILVA (ed), Guiar

la comunidad religiosa. La autoridad en tiempos de refundación, Madrid 2003, p. 137.

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amor) y de la comunión de la fraternidad; y, a su vez, hace que se intensifique la comunión y

la fraternidad.

Esto acarrea en consecuencia que la autoridad como <manifestación de la verdad y al

servicio de la misma> pasa a tener también un matiz comunitario porque el sujeto del

discernimiento en la búsqueda concreta de lo que agrada a Dios traspone el ámbito individual

para convertirse también en una experiencia comunitaria como lectura de fe de la realidad

histórica en que vive la comunidad. Sin embargo, con ello no nos estamos alejando de la más

pura tradición monástica, bástenos recordar el capítulo III de la regla benedictina:“De

convocar los monjes a consejo” , verdadero tratado de discernimiento comunitario para buscar

juntos lo que Dios quiere.30 Y en esto el capítulo de la Regla es claro: el Espíritu no siempre

se revela por el abad, sino que muchas veces lo hace por el más joven en la vida monástica31.

Por lo tanto, no se trata tanto de hacer lo que quiera el superior como de buscar juntos lo que

Dios quiere, desde la fe viva en que Dios actúa en la misma comunidad y por la comunidad.

Esto no exime, en absoluto, a la autoridad la función de ser mediación profética, de

tener una palabra autorizada en la conciencia de sus hermanos: palabra de salvación, de

corrección, de exhortación, de discernimiento, o como hemos dicho anteriormente, maestría

docta en lo referente a Dios que enseñe a los hermanos a distinguir el sabor de Dios y su

evangelio de entre los demás sabores. Se trata de aprender, enseñar y coordinar el arte de

reconocer a Cristo y discernir la acción del Espíritu en las vivencias personales, en la historia

comunitaria y en acontecimientos exteriores desde la fe viva de que Dios habla y quiere que

se cumpla su voluntad. Por eso, la autoridad tendrá siempre la última palabra en el proceso de

discernimiento32. Decidirá libremente cierto, pero a la luz del discernimiento. Así, la

autoridad deriva en autoridad de comunión, porque será el interprete final de la voluntad de

Dios, pero a la luz de un discernimiento sabiamente animando y conducido33.

30 Cf. J. Mª. RAMBLA BLANCH, Discernir en comunidad. El Espíritu habla a las comunidades, en Frontera-

Hegian 37, Vitoria 2002, pp. 85-86. 31 Cf. RB 3,3. 32 Cf. RB 3,5. 33 Cf. RB 3,6; también J A. GARCÍA, Hogar y taller. Seguimiento de Jesús y comunidad religiosa, Santander 1985, pp.127-135; 182-185.

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Animador vocacional

Hablábamos de la autoridad abacial en la regla benedictina como una

paternidad de filiación, una función interior y espiritual de engendrar en los monjes

verdaderos hijos de Dios. Y concretizábamos esta autoridad de paternidad filial del abad en

un servicio especifico: regere animas (RB 2,31) Clodovis Boff desde el Nuevo Testamento

designa esta función de la autoridad cristiana como <paráclesis>=animación; y al superior

como <paráclito>: animador, consolador, exhortador34. Dirigir almas, animar vidas, animador,

nos remiten a alma, espíritu, aliento, principio interno de movimiento y vida. Por ello la

función de la autoridad evangélica es hoy, también en la comunidad monástica, la de animar,

estimular, provocar a la comunidad, desafiar a cada hermano a responder a su vocación, a su

inspiración trascendente. Es instigar a cada uno a la auto-superación, a ir más allá de sí

mismo; es incitar potencialidades dormidas en el fondo del alma de cada monje para su propio

crecimiento vocacional, es acompañar procesos “según Dios”35.

En consecuencia, la autoridad monástica deberá:

Animar para la vivencia evangélica: para buscar la relación cara a cara con Dios, para

mirar a Jesús, estudiar su comportamiento, dejarnos conducir por su mismo Espíritu, entrar en

su corazón... Animar a una relación con Dios gratuita, desprotegida, adulta, totalizante,

cuidada y cuidadosa, en maduración y en profundización progresiva. Solo la pasión por Dios

dará solvencia y sentido a nuestra vocación. Y pasión por Dios significa posibilitar una

experiencia espiritual personal generadora de vida. El contacto con el Dios de la vida contagia

vida y genera vida.

Animar a la participación comunitaria estimulando a los monjes a la

corresponsabilidad, comprometiéndolos en los trabajos comunitarios; convocándoles para la

toma de decisiones; confrontándolos con los problemas emergentes (y no con las soluciones

ya tomadas); conduciéndoles hacia el consenso; recogiendo las iniciativas que surjan desde la

comunidad; identificando, respetando y valorando los carismas de cada uno. Así la autoridad

34 Cf. C BOFF, El evangelio del poder-servicio. La autoridad en la vida religiosa, pp. 66-73. 35 Cf. L. ARRIETA, Acoger LA VIDA, acompañar la vida. El acompañamiento en la vida cotidiana, en Frontera-

Hegian 26, Vitoria 1999.

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en vez de crear la unidad fraterna vertical vinculando a cada monje con ella, se esfuerza

también en vincular horizontalmente a los monjes entre sí.

Animar a la profundización en el propio carisma para la misión. Una profundización

que tiene que ser por fuerza de tipo teórico (para saber reinterpretar el hoy de nuestra vida),

pero sobre todo una profundización vital, práctica. Se trata de gozar viviendo del propio

carisma dado por el Espíritu. Este carisma que tiene que traducirse en modos concretos de

evangelio y de servicio, de oración, de relación, de obediencia amorosa a Dios que ofrezcan

efectivamente al propio proyecto de vida, un sentido y un valor que responda al contexto

social y cultural en el que estamos inmersos. Un carisma vivido gozosamente no puede dejar

de ser un carisma abierto, explayado, compartido, porque la vida no es para almacenarla, sino

para darla. Que Jesús no vino a autoperfeccionarse, sino a entregarse a todos los hombres; que

el evangelio es para difundirlo; que el amor no es para deleitarse, sino para agradecerlo

difundiéndolo...

Diakonía de amor pro-existente

Es a nuestro juicio, y sin lugar a dudas, la mediación espiritual suprema de toda

autoridad cristiana <dar la vida>, ser y estar asociada al Misterio Pascual de Jesucristo, que

“no ha venido a ser servido, sino a servir y dar la vida” (Mt 20,28) Por ello, toda autoridad

cristiana, y por lo tanto monástica, debe inscribirse en la lógica de la cruz y de la

sobreabundancia en el amor. Debe aceptar contribuir con todo lo que es a que los hermanos

tengan condiciones adecuadas de vida y puedan desplegar su singular apelación vocacional.

Diakonía de amor pro-existente es, en consecuencia, vivir (y morir) en función de

los otros y para los otros. Es la autoridad del Buen Pastor que no explota a sus ovejas, sino

que está a su servicio, da su vida por ellas y las conoce en particular de forma íntima y

amorosa. Servicio de amor crucificado padeciéndose en paciencia (RB Pról. 50) en

compasión, en ternura, en indulgencia, en incondicionalidad.

<Amar es radicalmente olvidarse de uno mismo, grabar en el corazón el

nombre del otro, cuidar del corazón cargando al otro en las propias manos. Amar es

ser respetuoso con el otro; significa vivir ilusionado por la persona del otro, por la

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suerte del otro... Amar significa que la persona con la que vives durante años se

convierta en-si-misma, que llegue a desarrollar lo que ella tiene que ser siempre

según Dios>

Amar es des-vivirse: nadie ama tanto a sus hermanos como el que da su vida por

ellos (cf. Jn 15,13).

Mediación de autoridad generadora de autonomía

Que un ser humano sea para otro ser humano mediación de autoridad es hoy, en

nuestro mundo de lógica contractual, un contrasentido socio-cultural. Y a más, que el

reconocimiento y la obediencia como entrega de mi libertad generen emancipación y

autonomía es simplemente locura cristiana o “moral de esclavos” – según la expresión de

Nietzsche. Y sin embargo, lo que es “error” desde un punto de vista sociológico es “verdad”

desde un punto de vista evangélico; lo que es alineación, es libertad. Porque desde el

evangelio la preeminencia de la autoridad no es el dominio y la coacción, sino el amor. Y por

tanto, la obediencia es más cuestión de confianza, de entrega libérrima de la libertad en

pertenencia, que de sumisión.

Mediación de autoridad generadora de autonomía es la forma de autoridad del siervo

sufriente, autoridad de la mansedumbre y el amor. No coercitiva, ni directiva y, sin embargo,

eficaz. Autoridad que se acepta como verdadera porque es creíble, confesante y evocadora de

lo que es (amor). Por eso genera confianza y libertad porque deja ser, estimula a la creatividad

y permite actuar en autonomía creativa; respeta el misterio de la persona y de la comunidad

acrecentando a los monjes en adultez sostenida. Una autoridad “materna” que cuida y

humaniza.

Una autoridad así es mansa, flexible, dúctil, pero no débil; porque dispone de

“armas” tan poderosas como la paciencia, el llanto y la oración. Y no deja de ser por ello

genuina mediación de autoridad porque es la única autoridad autorizada por Dios. Y en este

momento, resulta evocador acordarse del encuentro de Benito y Escolástica y rememorar

cómo la oración con lágrimas de Escolástica es “autorizada” por Dios con el refrendo de la

lluvia, mientras que es “des-autorizada” la intransigencia de la autoridad apoyada en la norma

de su hermano Benito. Por eso la autoridad que vive del primado del amor, no se puede

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entender desde categorías intelectuales o sociológicas abstractas, sino como epifanía concreta

de la persona en cuyo seno el Espíritu Santo sella una alianza de amor36.

Hipócrita honrado

¿Y quién está a la altura de esta vocación? ¿Quién está a la altura del evangelio? ¿Qué

conciencia tengo yo de que Dios pasa a través de mí? ¿Quién se atreve a asumir la función de

ser mediación diáfana del Espíritu para la salvación y la vida del otro, mediación de la

concreta voluntad de Dios, presencia transparente del misterio y del amor? Y sin embargo,

Dios se sirve de lo necio, de mi propia fragilidad, de mi vasija de barro para encerrar su

tesoro... para que se vea mejor que una fuerza tan extraordinaria es de Dios.

Bien conocía este sobrecogimiento anonadado Guerrico de Igny al escribir la oración

pastoral del sermón 36 para las homilías del año litúrgico37. Y con él acabo, yo no sabría

decirlo mejor:

No soy médico y en mi casa no hay pan. Por eso os dije: No me hagáis jefe. ¿Cómo

puede ser útil el que ni es médico ni tiene pan en su casa... Pues así como mi

incapacidad me imposibilita para estar al frente de vosotros, mi debilidad me impide

estar entre vosotros... Ahora bien, no siendo idóneo para presidir ni para la

convivencia, ¿dónde podré estar, sino en el último y más seguro lugar, es decir, por

debajo de todos? Esto lo puedo sintiéndolo humildemente, más aún, verdaderamente

de mí, y nada me impide –antes me lo sugiere la misma verdad- estar por debajo de

todos en el espíritu, aun cuando por mi cargo esté obligado a ocupar el primer

lugar... Te pido y de ti espero (Señor Dios) que me hagas a un tiempo humilde y útil

para desempeñar el ministerio que me has confiado... Préstame tres panes para poder

reanimar a mis amigos...

K. Saratxaga OCist.

Santa Ana Monastegia

Lazkao

36 Cf. G. ALBERGHINA, Cuestión de género: cuando la que manda es una mujer, en S. GONZALEZ SILVA (ed), Guiar la comunidad religiosa. La autoridad en tiempos de refundación, p. 219. 37 Cf. GUERRICO DE IGNY, Sermón 36. Sermón de las rogativas: los tres panes, PL 185, col. 151-152. Traducción en La luz de Cristo. Homilías para el año litúrgico, Azul Buenos Aires 1983.