la adolescencia marcada (1)

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12 Brecha 26 de junio de 2015 R AFAEL R EY EL 18 DE abril de 1975 el general Grego- rio Álvarez, comandante de la División de Ejército IV, que tenía su sede en Minas, llegó a la ciudad de Treinta y Tres para en- cabezar el desfile que tendría lugar al día siguiente, con motivo de un nuevo aniver- sario del desembarco de los 33 orientales en la playa de La Agraciada, en 1825. Esa misma noche se hizo presente en el cuartel del Batallón número 10 de In- fantería, donde supervisó una despiadada sesión de torturas a un grupo de 25 personas pertenecientes a la Unión de Juventudes Comunistas (UJC) que habían sido detenidas unos días antes, en el marco de una ofensiva contra la organización en el interior del país, liderada por el propio Álvarez. Las torturas las dirigió el militar Pedro Buzó, al que Álvarez llevó hasta la capital olimareña especialmente para esa noche. Los soldados locales, que hacía ya una semana que estaban torturando a los mili- tantes de la UJC, quedaron shockeados por la saña de Buzó. Varios días después, el 30 de abril, los medios de prensa amanecían con la noticia de que en la ciudad de Treinta y Tres había sido descubierto un movimiento clandestino que reclutaba a niños y jóvenes. Palabras más, palabras menos, los medios reprodujeron un comunicado oficial del Comando General del Ejército, 42 años del golpe Un libro del periodista Mauricio Almada cuenta la historia de un grupo de adolescentes de la Unión de Juventudes Comunistas en Treinta y Tres, secuestrados y torturados por la dictadura en 1975. Otros adolescentes, los de ahora, presentaron un libro que recoge la memoria sobre la huelga general de 1973 entre los vecinos de una zona que supo ser fabril, y en la que se encuentra el liceo al que concurren. Mañana se cumplen 42 años del golpe cívico-militar, y la memoria sigue andando. LAS TORTURAS A INTEGRANTES DE LA UJC LA ADOLESCENCIA MARCADA como era usual en los años de la dictadura cívico-militar. La noticia daba cuenta de la detención en dicha ciudad de 60 personas, 25 de las cuales eran menores de edad: 14 mujeres y 11 varones. El texto afirmaba que con el objetivo de “reclutar jóvenes” para “usarlos (…) como elementos de vanguardia en la lucha a llevar a cabo contra nuestro tradicional sistema democrático”, el movimiento marxista or- ganizaba “reuniones, fiestas, guitarreadas y campamentos juveniles”. En uno de esos campamentos, con- tinuaba el comunicado, celebrado en el balneario rochense de La Esmeralda, estos 25 adolescentes habían convivido en un ámbito de “completa promiscuidad”, en el cual “los cambios de parejas en hábitos sexuales eran usuales” y en el que, además, “tres jovencitas rivalizaban en verdaderas competencias de índole sexual, en las que procuraban medir sus respectivas resis- tencias, habiendo participado en ellas un elevado número de representantes del sexo masculino”. Como consecuencia de esta maratón sexual desenfrenada, “cinco jovencitas cuyas edades oscilan entre 14 y 17 años contrajeron enfermedades venéreas”. Pero se trató de una cobarde mentira. Una historia pergeñada por los militares para ocultar que habían secuestrado y torturado a una veintena de adolescentes –algunos de tan sólo 13 años– por el solo hecho de estar afiliados a la UJC. Luego de un mes de torturas en el cuartel, 13 de los adolescentes involucrados fueron juzgados por la justicia militar, acusados de asociación ilícita para delinquir, delito de lesa nación y atentado a la Constitución en grado de conspiración. Sin que se informara a sus padres, fueron trasladados a diferentes hogares del Consejo del Niño en Montevideo, donde permane- cieron por un plazo de siete meses. Fue allí que se enteraron del comunicado. Buena parte de los habitantes de Treinta y Tres creyeron la versión de los militares. Incluso muchos de los padres, familiares y amigos de las víctimas. Si en algún momento luego de su llegada a Montevideo estos jóvenes pensaron que el mes de picanas y submarinos que pade- cieron en el cuartel había sido una macabra pesadilla, pronto habrían de darse cuenta de que una pesadilla aun más perturbadora se iniciaba cuando volvieron a su ciudad. BOMBA. En el libro Crónica de una in- famia, recientemente editado, el periodis- ta Mauricio Almada cuenta la historia de este caso. Elaborado con base en testimo- nios de muchas de las víctimas y en do- cumentos militares inéditos hasta la fecha, Almada reconstruyó los sucesos de abril de 1975, que marcaron para siempre el desti- no de esos adolescentes. “Es un hecho que a muchas de las víctimas todavía les resul- ta vergonzante”, dijo Almada en conversa- ción con Brecha. Si bien la tortura física se ensañó principalmente con los varones –aunque las mujeres también fueron humilladas salvajemente–, el hecho marcó a fuego en especial a las jóvenes, que luego del comunicado pasaron a ser señaladas por la sociedad olimareña como aquellas “putas” que competían sexualmente y se enfrascaban en interminables orgías con sus compañeritos de militancia. “La parte que más me afectó a mí fue el hecho de que la sociedad creía en el discurso militar”, cuenta en el libro Sandra Silva Díaz, quien tenía 15 años cuando fue detenida. “Me tuve que ir del pueblo. Era impensable que consiguieras una pareja, porque ya los chicos te trataban de otra forma. Yo me fui y no volví más.” La investigación de Almada revela el montaje ideado por los militares para in- criminar a los adolescentes. El periodista accedió a documentación inédita que prueba la existencia de un comunicado previo, firmado por Gregorio Álvarez, en el que se hace referencia a un campamento realizado en La Esmeralda en febrero de ese año –que efectivamente existió–, pero en el que no hay mención alguna a prácticas sexuales de ningún tipo. Porque efectivamente no existieron. El párrafo que refiere a las competencias de resistencia sexual y las enfermedades venéreas fue agregado en un comunicado posterior, elaborado por la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE). Era idéntico SOCIEDAD Los militantes de la UJC luego de su liberación, en 1976

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Page 1: La adolescencia marcada (1)

12 Brecha 26 de junio de 2015

R a f a e l R e y

El 18 dE abril de 1975 el general Grego-rio Álvarez, comandante de la División de Ejército IV, que tenía su sede en Minas, llegó a la ciudad de Treinta y Tres para en-cabezar el desfile que tendría lugar al día siguiente, con motivo de un nuevo aniver-sario del desembarco de los 33 orientales en la playa de La Agraciada, en 1825.

Esa misma noche se hizo presente en el cuartel del Batallón número 10 de In-fantería, donde supervisó una despiadada sesión de torturas a un grupo de 25 personas pertenecientes a la Unión de Juventudes Comunistas (Ujc) que habían sido detenidas unos días antes, en el marco de una ofensiva contra la organización en el interior del país, liderada por el propio Álvarez.

Las torturas las dirigió el militar Pedro Buzó, al que Álvarez llevó hasta la capital olimareña especialmente para esa noche. Los soldados locales, que hacía ya una semana que estaban torturando a los mili-tantes de la Ujc, quedaron shockeados por la saña de Buzó.

Varios días después, el 30 de abril, los medios de prensa amanecían con la noticia de que en la ciudad de Treinta y Tres había sido descubierto un movimiento clandestino que reclutaba a niños y jóvenes.

Palabras más, palabras menos, los medios reprodujeron un comunicado oficial del Comando General del Ejército,

42 años del golpe

Un libro del periodista Mauricio Almada cuenta la historia de un grupo de adolescentes de la Unión de Juventudes Comunistas en Treinta y Tres, secuestrados y torturados por la dictadura en 1975.

Otros adolescentes, los de ahora, presentaron un libro que recoge la memoria sobre la huelga general de 1973 entre los vecinos de una zona que supo ser fabril, y en la que se encuentra el liceo al que

concurren. Mañana se cumplen 42 años del golpe cívico-militar, y la memoria sigue andando.

Las torturas a integrantes de La uJC

La adoLescencia

marcada

como era usual en los años de la dictadura cívico-militar. La noticia daba cuenta de la detención en dicha ciudad de 60 personas, 25 de las cuales eran menores de edad: 14 mujeres y 11 varones.

El texto afirmaba que con el objetivo de “reclutar jóvenes” para “usarlos (…) como elementos de vanguardia en la lucha a llevar a cabo contra nuestro tradicional sistema democrático”, el movimiento marxista or-ganizaba “reuniones, fiestas, guitarreadas y campamentos juveniles”.

En uno de esos campamentos, con-tinuaba el comunicado, celebrado en el balneario rochense de La Esmeralda, estos 25 adolescentes habían convivido en un ámbito de “completa promiscuidad”, en el cual “los cambios de parejas en hábitos sexuales eran usuales” y en el que, además, “tres jovencitas rivalizaban en verdaderas competencias de índole sexual, en las que procuraban medir sus respectivas resis-tencias, habiendo participado en ellas un elevado número de representantes del sexo masculino”.

Como consecuencia de esta maratón sexual desenfrenada, “cinco jovencitas cuyas edades oscilan entre 14 y 17 años contrajeron enfermedades venéreas”.

Pero se trató de una cobarde mentira. Una historia pergeñada por los militares para ocultar que habían secuestrado y torturado a una veintena de adolescentes –algunos de tan sólo 13 años– por el solo hecho de estar afiliados a la Ujc.

Luego de un mes de torturas en el cuartel, 13 de los adolescentes involucrados fueron juzgados por la justicia militar, acusados de asociación ilícita para delinquir, delito de lesa nación y atentado a la Constitución en grado de conspiración.

Sin que se informara a sus padres, fueron trasladados a diferentes hogares del Consejo del Niño en Montevideo, donde permane-cieron por un plazo de siete meses. Fue allí que se enteraron del comunicado.

Buena parte de los habitantes de Treinta y Tres creyeron la versión de los militares. Incluso muchos de los padres, familiares y amigos de las víctimas.

Si en algún momento luego de su llegada a Montevideo estos jóvenes pensaron que el mes de picanas y submarinos que pade-cieron en el cuartel había sido una macabra pesadilla, pronto habrían de darse cuenta de que una pesadilla aun más perturbadora se iniciaba cuando volvieron a su ciudad.

BOMBA. En el libro Crónica de una in-famia, recientemente editado, el periodis-ta Mauricio Almada cuenta la historia de este caso. Elaborado con base en testimo-nios de muchas de las víctimas y en do-cumentos militares inéditos hasta la fecha, Almada reconstruyó los sucesos de abril de 1975, que marcaron para siempre el desti-no de esos adolescentes. “Es un hecho que a muchas de las víctimas todavía les resul-ta vergonzante”, dijo Almada en conversa-ción con Brecha.

Si bien la tortura física se ensañó principalmente con los varones –aunque las mujeres también fueron humilladas salvajemente–, el hecho marcó a fuego en especial a las jóvenes, que luego del comunicado pasaron a ser señaladas por la sociedad olimareña como aquellas “putas” que competían sexualmente y se enfrascaban en interminables orgías con sus compañeritos de militancia.

“La parte que más me afectó a mí fue el hecho de que la sociedad creía en el discurso militar”, cuenta en el libro Sandra Silva Díaz, quien tenía 15 años cuando fue detenida. “Me tuve que ir del pueblo. Era impensable que consiguieras una pareja, porque ya los chicos te trataban de otra forma. Yo me fui y no volví más.”

La investigación de Almada revela el montaje ideado por los militares para in-criminar a los adolescentes. El periodista accedió a documentación inédita que prueba la existencia de un comunicado previo, firmado por Gregorio Álvarez, en el que se hace referencia a un campamento realizado en La Esmeralda en febrero de ese año –que efectivamente existió–, pero en el que no hay mención alguna a prácticas sexuales de ningún tipo. Porque efectivamente no existieron.

El párrafo que refiere a las competencias de resistencia sexual y las enfermedades venéreas fue agregado en un comunicado posterior, elaborado por la Secretaría de Inteligencia del Estado (SidE). Era idéntico

sOCiedAd

Los militantes de la UJC luego de su liberación, en 1976

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al original salvo por estos “detalles”, y fue el que finalmente se publicó.

“Ese comunicado fue una bomba; una pieza de comunicación excelente”, reflexio-nó Almada. “Hubo un agregado, un pienso, de cómo hacer más fuerte el comunicado; cómo justificar que los tuvieron un mes secuestrados. No alcanzaba con decir que militaban en una organización política prohibida, había que agregar algo más y esto les venía como anillo al dedo, además, para hacer la prédica contra el marxismo, contra los comunistas, que era el discurso que estaba presente de forma creciente en ese momento, el tema de la moral”, explicó el periodista.

Según Almada, el comunicado demues-tra que los militares “no eran tan burros como muchos piensan”, y que hubo un importante número de civiles colaborando con la dictadura, “aportando su capacidad intelectual”.

Si bien el infame comunicado lleva la firma de un tal Nelson B Viar, coronel, jefe del Departamento II (E-2) del Estado Mayor del Ejército, “un ignoto oficial, que simplemente firmó porque era el jerarca de la unidad en ese momento”, Almada le asigna la responsabilidad al general Julio César Vadora, comandante en jefe del Ejército, “un personaje siniestro de la dictadura, que murió sin haber pisado nunca un juzgado, sin haber declarado jamás por los crímenes que cometió”.

En cuanto a Gregorio Álvarez, su partici-pación también está probada. No sólo dirigió las torturas durante la sangrienta sesión del 18 de abril, sino que fue quien ordenó la ofensiva contra la Ujc en Treinta y Tres.

El autor del libro relató por qué no se propuso contar con la versión de los militares involucrados en estos hechos: “Fue un tema de credibilidad de las fuentes. No les creo; no les iba a creer la historia. Quería escuchar a las víctimas. De los victimarios quería lo que dijeran los documentos, no lo que me dijeran 40 años después. ¿Qué me importa lo que me diga ahora Gregorio Álvarez? Yo quería saber lo que dijo en 1975, y la única forma de saberlo era accediendo a la documentación”, contó.

DESAMPARO. Liliana Pertuy tenía 15 años cuando fue detenida. Aunque sufrió a la par de sus compañeras y compañeros, muy rápidamente, y a contramano de la mayoría de las víctimas, fue tomando conciencia de la necesidad de denunciar a los culpables.

Junto a su amiga Mabel Fleitas, con quien estuvo presa en 1975, se ha puesto al hombro la tarea de dar a conocer un hecho que permanece en el olvido para buena parte de la población.

Ya en 1986 denunciaron ante la Comi-sión Nacional de Ética Médica al doctor Hugo Díaz Agrelo, que había asistido a los militares durante las torturas en el Batallón de Infantería número 10.

Mientras estuvieron secuestradas, Agrelo daba a las adolescentes inyeccio-nes de penicilina, para tratar las supuestas infecciones venéreas que éstas tenían. Una vez liberadas, el médico las hacía ir a su consulta en el mismo horario en que iban las prostitutas a hacerse sus exámenes de rutina. Si bien el sindicato expulsó a Díaz Agrelo, éste siguió ejerciendo.

“A él nunca lo sacaron del sanatorio ni le sacaron el título. Pasó toda la vida radiante y feliz. El otro día fui a la farmacia, y como su casa queda muy cerquita, lo vi sentado en el escalón de entrada a su casa. Todos creen que es un vecino más”, contó a Almada una de las víctimas.

Hubo otros intentos de denunciar el caso, pero ni los organismos de derechos humanos, como el iElSUr o el SErpaj, ni el propio Partido Comunista, les dieron corte.

“Todo el mundo lloraba, se conmovía, pero ya está; tenías que entender que los muertos y los desaparecidos eran más

importantes. Nos sentimos rotundamente desamparadas”, contó Pertuy a Brecha.

El 30 de octubre de 2011, un día antes de la fecha en que prescribían los delitos cometidos por la dictadura, 19 de las vícti-mas presentaron una denuncia en el Juzgado Letrado de primer Turno de Treinta y Tres.

“Fue muy fuerte. Primero porque no habíamos seguido viéndonos como grupo, pero también porque muchos no habían ha-blado nunca más de esto con nadie –relató–. Muchos la primera vez que hablaron fue en la denuncia. La familia sabía que habían estado presos, sabían de ese comunicado inmundo, pero de lo que les pasó realmente, no”, agregó.

En la denuncia pueden leerse fragmentos como el que sigue: “nos ataban los brazos con alambres tras la nuca; nos hacían co-locar perros entre las piernas para impedir que las cerráramos o se nos aflojaran las mismas. También se nos aplicaba el llamado ‘submarino’ en tachos con agua, orina y sangre de los compañeros que habían sido torturados. También se nos aplicaba la lla-mada ‘picana’, esto es, choques eléctricos aplicados en una cama de tejido metálico por donde se conducía la energía. Estas prácticas también se realizaban mientras colgábamos de ganchos que se agarraban a las manos esposadas a la espalda (…). Cabe consignar que, además, ante el plan-teo de uno de nuestros compañeros de la necesidad de un dentista, al día siguiente pasamos todos por el odontólogo y se nos sometió a todos a la extracción de una pie-za dental cualquiera, en forma arbitraria y sin anestesia. Debe agregarse, además, que durante días permanecimos sin comer y sin beber siquiera agua. A ello hay que agregar la tortura psicológica, que no fue menor, puesto que encima de todo lo narrado, en la primera sesión también incluyeron a nuestras madres, que sin ser integrantes de la organización, sólo por el hecho de ser madres estaban allí, y en sus cuellos habían colgado carteles de cartón donde lucía: ‘Madre de las Pertuy’ o ‘Madre de las Fleitas’”.

Pertuy destacó el apoyo que tuvieron del Frente Amplio, que corrió con los gastos del traslado y puso abogados a disposición. Fue, según dijo, “un apoyo importante y puntual”, que a la vez que ayudó a presentar la denuncia, evidenció la necesidad de una estructura que contenga a las personas que atraviesan por una circunstancia de este tipo.

“No hay equipos que acompañen a las

catarsis tardía

“Aunque 1975 no hubiese sido lo que fue para la historia de Uruguay, seguiría considerándolo uno de los peores años de lo que va de mi vida”, contó a Brecha, vía e-mail, el escritor olimareño Gustavo Espinosa.

Primo hermano de algunas de las víctimas de las torturas en el Batallón número 10 de Infantería, Espinosa recordó cuál fue el impacto que le produjeron los acon-tecimientos. “Yo había pasado buena parte de mi infancia en complicidad con mi prima Marisa; de repente ella creció más rápido que yo, y un día la metieron presa los militares, aunque tenía 13 años”, narró.

El autor de la novela Las arañas de Marte, en la que aborda estos hechos, contó que luego de que sus primas fueron detenidas se pasaba el día “vagabundeando”, tocando la guitarra, leyendo, “y escribiendo versos y cuentos secretos”.

“Me sentía avergonzado y culpable de no estar preso, de cierto infantilismo. Por otro lado, estaba angustiado y rabioso porque se había instituido el ‘año de la orientalidad’, y todo el mundo –hasta amigos y personas queridas– vivía en una especie de alucinación colectiva, ciego para la realidad horrible”, señaló.

Espinosa recuerda que nadie en su familia, “ni por un segundo”, creyó en el comunicado. “Siempre fue algo ridículo y obsceno”, dijo. Sobre cómo el hecho golpeó a su familia, escribió: “Fue como un incendio o una inundación que nos ocurrió a todos”.

Con respecto a la decisión de incluir la historia en su novela, contó que se debió a “razones literarias”; era una historia “lo suficientemente dramática y despropor-cionada como para la literatura”. Pero también que necesitaba “conectar algunos universos de sentido fragmentados o inconexos” por los que atravesó en su ado-lescencia y juventud, como el mundo lumpen, el rock, las letras, la militancia y la dictadura. “Había que hacer sentido con eso, hacer mundo. Aparte de la literatura, creo que Las arañas de Marte es una especie de catarsis tardía, y de tributo”. n

víctimas en absoluto. La gente denuncia sin nada, poniendo su cuerpo, su cabeza, su corazón, sus recuerdos. Y lo hicimos entre nosotros, conteniéndonos entre nosotros, sosteniéndonos entre nosotros, corriendo el riesgo de que alguien se descompensara o se pusiera muy mal, porque muchos era la primera vez que hablaban”, explicó Pertuy, quien destacó un encuentro con un grupo de la Facultad de Psicología, instancia que no

pudo repetirse por falta de recursos. La denuncia revela nombres y apellidos

de los oficiales que participaron de las tor-turas, muchos de los cuales eran conocidos de las víctimas.1

“Nosotras íbamos de noche al liceo y en mi clase estaba lleno de soldados. Nuestros compañeros de clase eran gente de la tropa, que la mandaban a torturarte, a pegarte, a vigilarte. Los conocíamos por los zapatos, por la voz. Hasta por el perfume”, recordó Pertuy.

Luego de muchos años Pertuy volvió a Treinta y Tres, hace un par de semanas, con motivo de la presentación del libro en aquella ciudad. No fue, dice, la típica presentación de un libro, sino más bien “un acto”. Más de 200 personas concurrieron. “No sabés el frío que hacía, y la gente se quedó a escuchar todas las historias”, contó.

“Cuando me tocó hablar les dije a los compañeros de Treinta y Tres que de alguna manera el acto me devolvía parte de mi identidad robada. Porque yo tenía una cosa con la ciudad… estaba salado, porque, ¿sabés qué?, la dictadura no fue sólo militar. Siempre digo que hubo gente que permitió un montón de cosas; porque no quiso ver, no quiso escuchar y no se animó a nada. Y también sé –porque en un pueblo vos sabés– quiénes ayudaban a los milicos. Yo sé de mi barrio quién daba información. Y eso te queda ahí adentro”. n

1. Los oficiales que participaron de los hechos descritos son los que se indican a continuación: A Rombi (mayor del Batallón 10 de Infantería, juez sumariante, jefe de operativo); Alonso D Feola, G Grau, L Garmendia, J Silvera, José Le-te (tenientes del Batallón 10 de Infantería); Juan Antonio Cuadrado (mayor del Batallón de 10 de Infantería); Juan Cruz (mayor, jefe del Batallón 10 de Infantería); Juan Luis Álvez (capitán te-niente del Batallón 10 de Infantería); Pedro Buz-zo, Mohasir Leites, Washington Sarli (alféreces).