juan josé arreola, vida y obra

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10 JUAN JOSÉ ARREOLA VIDA Y OBRA Orso Arreola Arreola montado en una res de su padre a los tres años de edad, en el corral de la casa familiar, ca. 1921. Archivo de Claudia y Fuensanta Arreola.

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JUAN JOSÉ ARREOLA

VIDA Y OBRA• Orso Arreola •

Arreola montado en una res de su padre a los tres años de edad, en el corral de la casa familiar, ca. 1921. Archivo de Claudia y Fuensanta Arreola.

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El escritor Juan José Arreola Zúñiga vino al mundo de las palabras el 21 de septiembre de 1918. Nació a las cuatro de la mañana con treinta y cinco minutos, en la casa edificada por su padre en 1913, de estilo neoclásico, ubi-cada en la antigua calle de la Montaña, número 77, en Zapotlán el Grande, Jalisco. Nació bajo la advocación de san Mateo Evangelista y santa Ifigenia Virgen, cuando la constelación de Virgo presidía la casa del cielo. Su naci-miento ocurrió en la primera habitación, contigua a la sala; seguramente todos los que lo estaban esperando escucharon el grito angustioso de aquel niño que, según cuentan los que lo vieron, vino envuelto en la placenta. Cris-tina, hermana unos años mayor que Juan José, recuerda una curiosa anéc-dota del nacimiento de su hermano: doña Salud, la partera, en el preciso mo-mento de la expulsión del niño del vientre materno, pidió que le llevaran a la habitación el mayor grano de sal que se encontrara en la cocina de la casa. Alguien fue con premura a buscarlo; con una de las puntas del grano, la co-madrona rasgó la placenta y sacó al niño, ante la sorpresa de los presentes.

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Doña Victoria Zúñiga Chávez, madre de Juan José, era una mujer blanca, de facciones finas y ojos negros, cuyos ancestros provenían de Unión de Guadalupe, Jalisco. Los ojos de mi padre eran casi negros y su manera de mirar siempre llamó la atención; se parecía mucho a su madre, sobre todo en sus arrebatos histrió-nicos; él fue un actor nato. Cuando hablaba de doña Victoria, siempre decía que era una actriz, que su voz y su forma de actuar reflejaban un patetismo consumado. En ese aspecto, madre e hijo eran como dos actores de sí mismos; por eso se alejaban. Tal vez se parecían demasiado. Su madre, con tantos hijos, tenía que ser así. Él, con su sentido de abandono, tenía que ser como fue. Como se sintió, se representó.

Felipe Arreola Mendoza, su padre, nació en Zapotlán el 5 de febrero de 1888, hijo menor del matrimonio formado por Salvador Arreola Arias y Laura Mendoza Jaso. Como sus herma-nos, ingresó a la escuela anexa al Seminario. A los 12 años, en 1900, se trasladó a Guadalajara y vivió bajo la tutela de su hermano mayor, el presbítero José María Arreola Mendoza, uno de los dos sacerdotes que tuvo por hermanos, quien por ese tiempo era ya director del Institu-to San Ignacio de Loyola y contaba con 30 años de edad, 18 años más que su hermano. Felipe ingresó al instituto y terminó sus estudios bá-sicos. Después ingresó al Seminario Conciliar de Guadalajara, donde tuvo por compañero a don José Garibi Rivera, quien se convirtió en el primer cardenal que hubo en México. Posible-mente por influencia de su hermano José María, Felipe dejó el seminario, volvió a Zapotlán y se dedicó al comercio con sus hermanos Enrique y Esteban.

Vivió de sus actividades como comerciante hasta 1933, año en que incursionó en la agricul-tura, pero sin suerte. No pudo emigrar a Esta-dos Unidos, debido a la Gran Depresión de ese país, y retornó al comercio en pequeño. Con-trajo deudas que, ya con una familia completa, lo obligaron a trasladarse al puerto de Manza-nillo para iniciar, con el apoyo de su hermano Esteban, radicado en ese puerto, un negocio de venta de bebidas refrescantes, como el tepache y el tejuino, además de la elaboración de pan y dulces y la fabricación de artesanías; negocios prósperos gracias a la ayuda de su esposa y de sus hijos. La familia recuperó su casa en Zapot-

lán y volvió a la ciudad para instalar una pana-dería y dulcería que conquistó durante 50 años los paladares de los vecinos y visitantes de Za-potlán. Gracias al trabajo familiar, la casa era un cuerno de la abundancia: almacenaba toda clase de alimentos terrenales, desde la auténtica vai-nilla de Papantla y los duraznos olorosos del Ne-vado de Colima, hasta las nueces de Amacueca y el azúcar y las latas alcoholeras del ingenio de Tamazula. No era una casa, era una fábrica que trabajaba todo el día, incluso en Navidad y Año Nuevo. La edad fue reduciendo a don Felipe a pequeños negocios individuales, como la cría de cerdos o la fabricación de un maravilloso jabón de unto que las amas de casa apreciaban mucho por bueno y barato. A los 80 años, don Felipe dirigía aquella última empresa de su vida, muy modesta, alojada en una vieja casona.

En Jalisco, 1918 fue un año muy agitado. Se nombró a Manuel Bouquer gobernador sustitu-to; el general Manuel M. Diéguez, gobernador constitucional del estado para el periodo 1917-1919, solicitó una licencia debido al llamado ur-gente del presidente Venustiano Carranza para que se hiciera cargo de la jefatura de las opera-ciones militares en Chihuahua, pues se hacía in-minente una crisis dentro del grupo revolucio-nario, la cual culminó en el Plan de Agua Prieta (1920). En los años siguientes, el problema más delicado fue el rechazo de la Iglesia a la Consti-tución del país, sancionada por el Congreso en 1917, pues el clero tapatío consideró que varios artículos atentaban contra la libertad religiosa y la labor de los sacerdotes.

La infancia de Juan José transcurrió en pa-ralelo a la lucha de las facciones revoluciona-rias por el poder, representadas por Venustiano Carranza, Adolfo de la Huerta, Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles; entre otros, y la terrible guerra civil conocida como la Guerra cristera o Cristiada (1926-1929), que azotó principalmen-te a Jalisco, Colima, Zacatecas, Michoacán y Guanajuato. Desde el primer año de edad y hasta cumplir los 10, Juan José vivió una infancia fa-miliarmente feliz pero socialmente infeliz, pues la vida espiritual, cultural, educativa y económi-ca de Zapotlán se vio alterada por hechos vio-lentos. Este periodo concluyó con el asesinato del general Álvaro Obregón y la etapa final de la Cristiada. Además, desde su nacimiento mi pa-dre era un niño sensible, nervioso debido a una enfermedad sufrida a los tres meses: en 1918,

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como en muchas partes del mundo, hubo en Za-potlán una terrible epidemia de gripe española que acabó con la vida de numerosas personas, sobre todo niños y ancianos. Años después Juan José contaría que de esa enfermedad lo salvó el médico y sacerdote José Félix Montes de Oca Santana.

En muchas pláticas y conferencias, Juan José contó que su madre le cubría los ojos con su re-bozo para que no viera los cadáveres colgados de los postes cuando caminaban por las calles, allá por 1927, año en que apareció colgado y fu-silado el padre Sedano. Así, tuvo la desgracia de vivir los efectos de una guerra, aunque también tuvo momentos felices; con la ayuda de sus pa-dres, de sus hermanos y tíos, comprendió que la vida es bella y, a su corta edad, imaginó que le deparaba muchas sorpresas y alegrías. Su her-mana Elena le enseñó a leer y a escribir, y lo llevó en calidad de oyente al Colegio de San Francis-co, donde sus hermanos mayores eran alumnos. Allí, al escuchar a los alumnos recitar “El Cristo de Temaca”, poema del padre Alfredo R. Placen-cia (“Hay en la cumbre de Temaca un Cristo, / yo que su rara perfección he visto, / jurar puedo / que lo pintó Dios mismo con su dedo…”), co-menzó a repetirlo, primero torpemente y luego con gracia, hasta aprendérselo completo, con lo que se ganó la admiración de todos. Tenía tres años de edad.

Pronto aquel niño, tartamudo a causa de un frenillo que tenía en la cavidad bucal (su madre lo “operó” metiendo los dedos y rasgando la pequeña membrana que le atoraba la lengua), se hizo famoso entre la población. Participaba como declamador en tertulias familiares, vela-das culturales y fiestas cívicas, como aquella en la plaza de Gordiano Guzmán, en la que recitó “La suave patria”, de Ramón López Velarde, asistido por su hermana Elena, quien, detrás del monumento del personaje, le ayudó como eficaz apuntadora. Juan José contaba que, sintiéndose presionado, se aprendió en un día el largo poe-ma, asistido por su padre y su hermana.

El decano de los amigos de Juan José fue José Luis Martínez, el crítico literario, nacido en Atoyac, pueblo cercano a Zapotlán, al que llegó a los cinco años de edad con sus padres y herma-nos. En un texto titulado “Evocación de Zapot-lán con Juan José Arreola y su viejo amigo”, José Luis Martínez anotó:

“En Zapotlán fui por primera vez a la es-cuela, al Colegio de las Madres del Sagrado Co-razón. Era de monjas y estaba destinado a las niñas, aunque recibían a unos cuantos mucha-chos, como párvulos. Nuestra maestra se llama-ba Fermina Manríquez. Y como entramos más o menos por los mismos días, me sentaron en un pupitre al lado de un niño llamado Juanito. Era Juan José Arreola y debió ser hacia el año de 1924, cuando ambos teníamos seis años”.

La botica y la casa paterna estaban frente al jardín principal de Zapotlán y la casa de los Arreola daba a uno de los portales cercanos, donde tenían su negocio de pastelería, dulcería y tepachería. Supongo que recogíamos a Juani-to en el camino. El hecho es que un mozo o mi nana Lupe nos llevaban a la escuela, bien cogi-dos de las manos.

Juanito aprendió a montar a caballo desde temprana edad. Su padre era un pequeño agri-cultor y ganadero; no era un hombre de campo, pero acercó a sus hijos a las formas de la vida ru-ral que los rodeaba para que completaran su vi-sión del mundo. Por eso le compró a Juanito una yegüita mansa de poca alzada y le mandó hacer un fuste pequeño, chicotitos, espuelitas y tacos para niño. A los 12 años tenía una escopeta cali-bre 14 con la que cazaba liebres y patos, huilotas y gallaretas, chotacabras y tuzas, por la región de Tía Chepa y en la laguna. Pronto aprendió a cocinar algunas de las piezas cobradas en largas cacerías que llegaron a extenderse hasta el Bajo, por el cerro del Petacal, un poco más allá de la Media Luna. Siempre le gustó y disfrutó la vida del campo.

Niño mago, niño recitador, Juanito jugaba a ser actor y torero, pero también disfrutaba de las golosinas. En un texto se puso a recordar los dulces, los panes y los postres de su infancia: los cocoles, el pan de muerto al estilo Zapotlán, los repulgados, los espejos y tantos más. Un mosai-co multicolor de panes recién horneados cuyo aroma perfumó su niñez. Y los dulces de Zapo- tlán fueron la otra delicia: el pinole, el esquite, las semillas de calabaza bañadas en miel a punto de caramelo, el tamal colado, los ates, las cajetas de leche, los jamoncillos de piñón y mucho más. Aunque Juan José no aceptaba la idea de una niñez paradisiaca, sí apreciaba sus propios re-cuerdos, llenos de imágenes variadas e intensas, en múltiples contactos con las cosas y su movi-

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miento vivo e impredecible. Conocer las cosas y sus nombres, ver cómo su padre construía (o seguía construyendo) la casa familiar, cómo guiaba y organizaba el ímpetu de sus trajines, incluidos, además de los miembros de la nume-rosa familia, los animales de recua y corral que figuran en la historia familiar, fue la primera forma de educación y formación individual.

El cine fue un asidero existencial para Juan José desde muy pequeño, ya fuese en luneta, palco, gayola o paraíso (el “gallinero popular”). Tiempo después, Juanito deseaba convertirse en estrella de cine; inclinación natural con posible influencia de sus compañeros del Teatro Obrero y gracias a sus conocidas dotes de declamador, que lo hacían soñar despierto, ya que —al igual que la lectura— el cine lo transportaba a otras realidades. Siendo todavía un niño, trabajaba en las mañanas para poder ir al cine dos o tres ve-ces por semana; acumuló en sus ojos imágenes y rostros de actores que nunca olvidó.

La vida de Juanito el “Recitador” comen-zó con la declamación de “El Cristo de Tema-ca”, luego prosiguió con “La suave patria”, “La bestia de oro”, “El brindis del bohemio”, “Las abandonadas”, “En paz” y muchos otros poe-mas de Alfredo R. Placencia, Enrique González Martínez, Francisco González León, Ramón López Velarde, Rafael López, Guillermo Agui-rre y Fierro, Amado Nervo, Manuel Gutiérrez Nájera, Manuel Acuña, Manuel José Othón y Sal-vador Díaz Mirón. Conforme crecía, su reperto-rio aumentaba en forma notable, hasta que un día se topó con uno de los libros de poesía más célebres de la literatura universal: Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda. Su pasión por la poesía y la lectura se fue convirtiendo, sin que él se diera cuenta, en una férrea disciplina, superior a la del sistema educativo de su época.

A la par de que aprendía poemas para recitar en público, también leía todos los libros y revis-tas que llegaban a sus manos. Esta voluntad de leer es el fundamento constitutivo de su vida y su obra. Cuatro fueron las fuentes que alimen-taron la sed de conocimiento de aquel niño pre-destinado a ser escritor: los libros y las revistas que tenía su familia en casa y que su hermana Elena supo leerle y mostrarle, despertando en él el gusto por la lectura; y los libros escolares y las lecturas que, con auténtica pasión vascon-

celista, le enseñó su maestro de tercer año, José Ernesto Aceves, como El mundo de los niños, Rosas de la infancia y Lecturas para mujeres, este último de Gabriela Mistral. Muy importantes fueron también su ingreso como aprendiz en el taller de José María Silva —maestro encuader-nador— y en la imprenta del Chepo Gutiérrez Arreola, y su trabajo como actor infantil y de-clamador oficial de Zapotlán, que lo convirtió en niño y adolescente formal, por su trato con autoridades y personas mayores y destacadas en la sociedad zapotlense, como doña Margarita Palomar de Mendoza, el padre y médico José Fé-lix Montes de Oca y, sobre todo, sus tíos sacer-dotes Librado Arreola y José María Arreola; este último un sabio jalisciense que trabajó la mayor parte de su vida como maestro e investigador en la Universidad de Guadalajara.

Su preceptora inicial en literatura fue su hermana Elena, quien a los 15 años ya disponía de una cultura adquirida en la casa y en la es-cuela. Sus tías mayores —María (sor Inés Paz), monja fundadora de la congregación de las Her-manas Siervas de Jesús Sacramentado y maes-tra normalista, así como Refugio y Carmen— no sólo le enseñaron a Elena los buenos modales y las artes culinarias, sino que la educaron para pensar y trabajar. Además de las lecturas de reli-gión, la hermana mayor le leía a Juanito cuentos de Charles Perrault, Hans Christian Andersen, Charles Dickens, Oscar Wilde, fábulas de José Rosas Moreno, José Joaquín Fernández de Li-zardi, Jean de La Fontaine, Esopo y Tomás de Iriarte; así como poemas y obras de teatro. El escritor nació en el seno de una familia ilus-trada, con claras inclinaciones por el magiste-rio, tanto en escuelas y seminarios como en la universidad. El no proseguir los estudios que le permitieran concluir la educación primaria no significó pérdida de cultura y aprendizaje, por el contrario, desde adolescente poseía un am-plio repertorio de conocimientos y, lo más im-portante, el propósito de incrementar su capital cultural, que superaba la media de los mucha-chos de su edad.

Juan José llegó a Guadalajara en 1934, a los 15 años. Vivió en la casa de asistencia de las her-manas de don Felipe: Margarita, Refugio, Car-men y Jesusita, a las que siempre acompañó su sobrina Guadalupe. Librado Arreola se había hecho cargo de la familia desde la muerte de su

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padre y de Enrique, el hermano mayor, y por al-gún tiempo fue una especie de tutor espiritual de su sobrino Juan José. Después de vivir en Ta-mazula muchos años, Librado llegó a Guadala-jara en calidad de canónigo y tuvo a su cargo la parroquia de la Trinidad.

Juan José aprendió a vivir en las noches ára-bes de Guadalajara, lentas y sumisas, abismadas en la rosa del tiempo que cubre como un enca-je su alma femenina y sonrojada. A esta ciudad llegó inicialmente bajo la tutela de su primo mayor, Enrique Arreola Preciado, quien fue su guía y protector; era hijo de don Enrique Arreo-la Mendoza, el hermano mayor de don Felipe. Luego se les unieron sus primos Alfonso Valen-cia Arreola y Carlos Arreola Chávez. Por las no-ches jugaban ajedrez y ping-pong y se reunían en una amena tertulia con los otros huéspedes de la casa, entre ellos unos japoneses que les enseñaron grandes técnicas del juego. Por esos tiempos, Juan José tuvo por jefe al señor Fran-cisco Watanabe, propietario de un negocio de abarrotes bien acreditado dentro del mercado Corona. En una conmovedora carta, escrita a su padre en 1934, le dice:

“Papá: Mis deseos son de escribirle muy se-guido, pero si viera que muy pocos son los días en que puedo sentarme ante la máquina para escribirles unos renglones, con una relativa cal-ma para describirles mis situaciones. Hoy hace unos momentos acabo de recibir de manos de Paco los doce cincuenta correspondientes a la quincena que hoy finaliza. En el trabajo me ha ido muy bien gracias a Dios. Tengo muchísimo trabajo, pero gracias a una agraciada y simpá-tica novia, Paco hace todo lo posible por cerrar temprano y así es como se me aliviana un poco la jornada de trabajo de los seis interminables días que se abren un poco para dar lugar al pa-réntesis luminoso y efímero del domingo, que se presenta como un delicioso oasis en el gris desierto de la semana, pero lo bueno es que esas horas compensan con creces la rudeza de las demás. El traje que me prometió Salvador (del cual le hablé durante su estancia en ésta), ya me llegó hace unos días y ha constituido una verda-dera sorpresa inesperada, pues está construido en magnífico paño francés, que en esta ciudad de las baraturas vale a treinta pesillos el metro, y está en perfectísimo estado, casi nuevo. Se lo llevé al sastre, quien me sugirió la idea de vol-tearlo, y así es que con diez pesos que me va a

costar el arreglo voy a tener un traje negro que ni con sesenta hubiera comprado, si Dios es servido de ello. Lo mandé hacer estilo smoking para usarlo exclusivamente en las grandes cere-monias. Hoy mismo le escribiré a Salvador para darle las gracias por tan gran obsequio. He ido al cine y al teatro a ver La muerte en vacaciones, y me ha gustado más, sin comparaciones, en el teatro, la representó la compañía de Matilde Pa-lou. Creo que Elena me va a escribir y estimaría muchísimo que incluyera en su carta algunas de sus creaciones literarias, ojalá y prospere en esa rama del arte…”.

Entre los conocidos de esa época, además de los ya señalados, se encontraba Jorge Dipp, in-quilino de la casa de las tías Arreola, quien 10 años más adelante, en 1943, lo ayudó a entrar a trabajar en el diario El Occidental. También asistía a los conciertos ofrecidos por los alum-nos más destacados de la Academia de Música Serratos, y tuvo la fortuna de ser invitado al de la solista Consuelo Velázquez, Consuelito, la célebre autora de la canción “Bésame mucho”. Guadalajara ofrecía en 1934 un maravilloso re-pertorio de distracciones, sobre todo para un muchacho de 17 años que venía de una ciudad como Zapotlán, en la que casi no había espec-táculos variados ni de primera calidad. Asistía a los cines Regis, España, Juárez y Teresa para ver películas como La calandria, de Fernando de Fuentes. Otra película que recordaba es Fra Diavolo, con Thelma Todd y Dennis King. Des-de luego, antes de cada película, no podían faltar los inolvidables Laurel y Hardy. Los sábados y los domingos asistía con sus primos Enrique y Alfonso a la plaza de toros, donde hubo grandes corridas a cargo de los toreros más famosos de la época, como el artista Pepe Ortiz y el Sabio Armillita, Alberto Balderas y otros afamados diestros de México y España.

En esta etapa participó como actor en diver-sos escenarios: cuatro programas de teatro dan testimonio de su trabajo como actor. El domin-go 23 de agosto de 1936 se presentó en el teatro Rialto de Zapotlán la obra Flor de un día, anun-ciada como “¡Grandiosa función de beneficio!”. El 18 de octubre de 1936, en el teatro Preciado de Sayula, el Cuadro Dramático de Aficiona-dos de Zapotlán presentó El verdugo del hogar, obra de la poetisa zapotlense Refugio Barragán de Toscano. En el teatro Velasco, de Zapotlán,

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se representó la divertida comedia En un patio de Andalucía, drama de los hermanos Álvarez Quintero. En el mismo programa se presentó El pobrecito Juan, obra original de Gregorio Mar-tínez Sierra, destacando la participación de la bella señorita Magdalena Sofía Mendoza en el papel de Milagros y la del talentoso actor Juan José Arreola.

Permaneció en Guadalajara parte de 1934, todo 1935 y parte de 1936; es decir, entre los 15 y los 17 años de edad. La experiencia de la vida fa-miliar le dio la confianza necesaria para sentir-se capaz de buscar otros horizontes y lanzarse a la aventura que cambiara para siempre su vida. En Guadalajara, alentado por sus parientes, que lo estimaban mucho y sabían de sus dotes de ac-tor, tomó la decisión de estudiar teatro. Volvió por unos meses a Zapotlán para hablar con sus padres y explicarles sus motivos y convencerlos de su vocación; les informó que en Guadalaja-ra no podía realizar ese tipo de estudios y que en Ciudad de México había la mejor escuela de actuación del país, en el Palacio de Bellas Artes. A pesar del temor de sus padres porque se fuera tan lejos sin contar con los recursos económi-cos necesarios, lo dejaron partir con la esperan-za de que realizara su sueño: ser un gran actor. Una vez logrado el acuerdo familiar y avalado con sólo dos cartas —una de identificación y otra de recomendación dirigida a José Manza-no, nieto de José María Manzano y funcionario de la entonces Secretaría de Agricultura y Fo-mento— partió lleno de esperanza de la estación del tren de Zapotlán el 31 de diciembre de 1936. Su familia lo despidió como un pequeño héroe a quien sólo pudieron darle como armas una ma-leta de cuero, un abrigo y una caja de cartón con alimentos para dos días.

En Guadalajara, en la Biblioteca Pública del Estado, leyó por primera vez Gog, de Papini. El sarcasmo, la ironía y el humor negro del italiano influyeron en algunos de sus textos escritos en su madurez, como el cuento “Gunther Stapen-horst”, que publicó en 1946, pero que fue pulien-do desde 1944, año en que escribió una primera versión y la publicó en El Occidental. Sorprende la amplitud, la variedad y el eclecticismo de sus lecturas: Sienkiewicz, Núñez de Arce, Ibsen, Sel-ma Lagerlöf Hamsun, Kierkegaard, Leconte de Lisle, Joan Maragall, Santiago Rusiñol, Ramón y Cajal, Emilia Pardo Bazán, Gorki, Milton, Dan-te, Otto Weininger, Henri Bergson, y otros libros

de Papini: El piloto ciego, Lo trágico cotidiano, Palabras y sangre, Dante vivo, San Agustín, Un hombre acabado. En Ciudad de México añadirá las obras de Freud, en especial la Psicopatología de la vida cotidiana.

El panorama cultural que Ciudad de México ofrecía en 1937 a Juan José, alumno regular de la Escuela de Teatro del Departamento de Bellas Artes, no podía ser mejor, y estaba deseoso de participar en el banquete que tenía a la vista. El cine, la música, la pintura, el teatro y la literatu-ra lo esperaban con las manos abiertas.

Octavio Paz, al recordar aquel tiempo, escribió:

El Café París de mi tiempo estaba en la calle Cinco de Mayo. El grupo se reunía todos los días, salvo los sábados y los domingos, entre las tres y las cuatro de la tarde. Los más asiduos eran Ba-rreda, Xavier, Samuel Ramos, el pintor Orozco Romero, Eduardo Luquin y Celestino Gorostiza. No menos puntuales fueron dos españoles que llegaron un año más tarde: José Moreno Villa y León Felipe. También concurrían, aunque con menos frecuencia, José Gorostiza, Jorge Cues-ta, Elías Nandino, Ortiz de Montellano, Magaña Esquivel y Rodolfo Usigli. A veces, ya al final de este periodo, se presentaba José Luis Martínez y esporádicamente Alí Chumacero. En una mesa distinta, a la misma hora, se reunían Silvestre Re-vueltas, Abreu Gómez, Mancisidor y otros escri-tores más o menos marxistas. Ya al caer la tarde llegaba otro grupo, más tumultuoso y colorido, en el que había varias mujeres notables —María Izquierdo, Lola Álvarez Bravo, Lupe Marín, Lya Kostakowsky— y artistas y poetas jóvenes como Juan Soriano y Neftalí Beltrán […]

El mundo teatral que formó a Juan José Arreo-la tenía poco que ver con el teatro de revista, el comercial y el profesional que se representaba en la Ciudad de México. Al ingresar a la Escue-la de Teatro se encontró con Fernando Wagner, un hombre formado en el espíritu europeo, pro-motor de lo que podemos llamar el otro teatro, el culto, el clásico. El panorama teatral era muy diverso, pero había en cartelera pocas obras de valor artístico y de vanguardia, y no se repre-sentaban las obras de los grandes autores ex-tranjeros como Luigi Pirandello, Henrik Ibsen, Eugene O’Neill, August Strindberg y Federico García Lorca. Juan José participó, en su calidad de estudiante, en la obra Nuestra Natacha, del

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dramaturgo español Alejandro Casona, presen-tada en la Universidad Obrera de México con la presencia del propio autor, que estaba de visita en la ciudad y compartió con Fernando Wagner y sus alumnos la puesta en escena de la obra.

En 1938 conoció a Rodolfo Usigli y este en-cuentro habría de ser decisivo en el futuro. Si bien Usigli fue una presencia perturbadora para el joven actor, éste nunca dejó de admitirlo como un guía espiritual. Trabajaron en varias obras y proyectos; el más importante fue la compañía Teatro de Medianoche, en la que Usigli puso todos sus empeños, incluso su patrimonio per-sonal. En esta experiencia teatral, que inició en 1939, participaron, como dramaturgos, además de Usigli, Xavier Villaurrutia, Neftalí Beltrán y Luis G. Basurto. El repertorio de la primera tem-porada incluía, entre otros, a Clementina Otero, quien más tarde sería directora de la Escuela de Teatro del INBA; Rodolfo Landa, que con el tiempo se convirtió en el líder de la Asociación Nacional de Actores; Lucille Bowling; Luis Feli-pe Navarro, hermano de Manolo Fábregas (Sán-chez Navarro); Mary Barquin; Carlos Riquelme, conocido actor de radio y televisión; Ignacio Re-tes, que luego incursionó en el cine; Teresa Bal-mace; Ana María Covarrubias; Federico Ochoa, Firuláis, que fue todo un personaje de la Guada-lajara de antaño; Josette Simó, primera esposa de Usigli; Emma Fink, productora de teatro; y a los actores huéspedes pertenecientes a otros teatros, como Ofelia Arroyo, Julián Soler y José Crespo, del teatro Ideal. El repertorio de obras y de autores incluyó en la primera temporada obras de jóvenes autores mexicanos, como Xa-vier Villaurrutia, Neftalí Beltrán y Carlos Díaz Dufoo, y varias obras del dramaturgo austriaco Arthur Schnitzler, entonces muy de moda en el teatro culto, y, desde luego, una obra de Usigli: La crítica de la mujer no hace milagros. No podían faltar los autores clásicos, como Antón Chéjov. Usigli decidió que la compañía hiciera una gira por el estado de Guanajuato, pues la primera temporada en la Ciudad de México no había te-nido éxito, pero esta incursión también se ma-logró.

Al mismo tiempo, Juan José trabajaba en la oficina del señor José de Jesús Galindo, cercano colaborador del director del Banco de Comer-cio. Según dijo, era el primer trabajo digno que tenía en la capital; la oficina estaba en la calle

Venustiano Carranza 43. “En este edificio —re-cordaba— leí a los mejores cuentistas rusos y por esas lecturas me decidí por la literatura, encontré mi vocación”. Otro elemento decisivo de esta primera estancia fue su contacto con el grupo de españoles exiliados, quienes, al decir de Juan José, lo ayudaron a consolidar su con-vicción en las causas perdidas. Un recuerdo fir-me era su asistencia a los recitales de Nicolás Guillén en el teatro Hidalgo, a un lado de la Ala-meda, y quedarse al siguiente horario para ver la función de películas soviéticas, entre ellas las de Eisenstein.

El 8 de agosto de 1940 Juan José dejó la Ciudad de México para reunirse con su familia en Manzanillo, donde sus padres y hermanos acababan de poner un negocio de tepachería, obligados por una mala racha económica en Zapotlán. “Huí de México como de una Sodoma —dijo—, pensé que nunca más iba a volver. Pen-sé en casarme con una muchacha de provincia y convertirme en carpintero como mi abuelo Salvador”. Pero sus proyectos de noviazgo fra-casaron uno tras otro y, en las horas de asueto que la venta callejera de tepache le dejaba, hacía “jugosas lecturas”: Stendhal, Dostoyevski, Pa-pini. De regreso en Zapotlán, en noviembre de 1940, ocupó un puesto de maestro de secunda-ria, que combinaba con la escritura, y a finales de diciembre publicó en el periódico El Vigía su primer texto: “Cuento de navidad”.

Volvió a la capital por varios meses debido a una recaída en su salud —trastornos gastroin-testinales atribuidos a un desequilibrio nervio-so—, pero regresó pronto, en el mismo “difícil año de 1941”, con sus alumnos de secundaria, sin aceptar un nuevo ofrecimiento para traba-jar en el Banco de Comercio. Fue un periodo de inestabilidad, de pesimismo y malestar, aunque en un diario (17 de agosto) apunta que pocos días antes había terminado su cuento “Hizo el bien mientras vivió”. Aparte de esta satisfac-ción, anunciaba otro motivo de felicidad: cono-cer a Sara.

De febrero a mayo de 1942 permaneció en la Ciudad de México, pero en junio ya se encontra-ba en Zapotlán para un acontecimiento cultural que no podía perderse: la visita del poeta Pablo Neruda al terruño zapotlense. Juan José pro-nunció el discurso de bienvenida durante una velada que se le ofreció a Neruda y recitó va-

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Arreola actuando en La hija de Rapaccini de Octavio Paz, durante la segunda temporada de Poesía en Voz Alta, en el Teatro del Caballito, ca. agosto de 1956. Archivo de Orso Arreola. Fotografía de Ricardo Salazar.

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rios poemas del poeta chileno. Días más tarde, Neruda viajó a Manzanillo y visitó a la familia de Arreola.

Pese a los altibajos de su noviazgo con Sara, Juan José se propuso obtener mejores ingresos con la idea de casarse y se marchó a Guadalaja-ra a finales de 1942. En enero del siguiente año obtuvo un empleo en El Occidental gracias a Jorge Dipp, antiguo inquilino de la casa de las tías Arreola. De esta manera, quedó encargado de la circulación de ese diario por casi tres años: de enero de 1943 a octubre de 1945. En esa épo-ca entró en contacto con las hermanas Díaz de León, Guadalupe y Xóchitl, y, a través de ellas, con la tertulia de la farmacia Rex, que reunía, entre otros, a Arturo Rivas Sainz, Juan Soriano, Guadalupe Marín, Octavio G. Barreda (de visi-ta), Adalberto Navarro Sánchez, Carlos Enrigue y Alfonso Medina. Con el primero de ellos acep-tó hacer una revista literaria, que terminó lla-mándose Eos: Revista Jalisciense de Literatura.Gracias al patrocinio de un grupo de amigos, se publicaron cuatro números entre julio y octubre de 1943.

En noviembre reanudó su noviazgo con Sara, que lo había interrumpido en marzo. En una carta de finales de 1944 le anuncia a su padre que está comenzando a trabajar en programas de radio “como escritor de textos”. Conoce a Antonio Alatorre por conducto de Alfonso de Alba, un compañero que trabaja en El Occiden-tal, y ambos comienzan una amistad fructífera; juntos editarán Pan: Revista de Literatura (“ger-men de revista” le llamará Arreola), de la que se publicarán seis números entre junio y noviem-bre de 1945. El 11 de junio de 1944 Juan José y Sara Sán-chez Torres contrajeron nupcias en el templo de la Santísima Trinidad, de la colonia Moderna, en la ciudad de Guadalajara, con misa oficiada por su tío Librado. Sara nació en Guadalajara el 11 de mayo de 1922, pues en esa época su padre, Juan Sánchez Rodríguez y su madre Josefina Torres Adame, ambos de Tamazula, Jalisco, ra-dicaban en esa ciudad. Sara vivió en Tamazula la mayor parte de su infancia y su juventud; tuvo ocho hermanos —Juan, José, Esther, Margarita, Josefina, Bertha, Laura y Florentino—, todos ellos radicados en Jalisco. Los abuelos mater-nos de Sara fueron doña Rogaciana Adame, ra-dicada en Tamazula, pero originaria de Cotija, y don Florentino Torres, también radicado en

Tamazula, de una familia de Zacoalco.Entre 1943 y 1945, Guadalajara se convir-

tió en el centro vital de Juan José, ya que en esa ciudad se casó con Sara y nació su hija Claudia, la mayor de sus tres hijos. También tuvo su pri-mer trabajo importante: jefe de circulación y colaborador del periódico El Occidental, don-de se inició en el periodismo cultural. Hizo allí amistad con un selecto grupo de personas que se reunían en la casa de las hermanas Guadalu-pe y Xóchitl Díaz de León, amigas de Quintila y de su hermano Edmundo Báez, a quienes Juan José conoció en la capital del país en 1939. En-tre los miembros de las tertulias de la farmacia Rex estaba Ricardo Serrano, y él le presentó a Juan Rulfo, quien más tarde le entregó a Juan José dos de sus primeros cuentos para que los publicara en la revista Pan: “Nos han dado la tie-rra” y “Macario”. Cuando Juan José viajó a Pa-rís, Antonio Alatorre invitó a Juan Rulfo como coeditor del número sexto y último.

En Guadalajara publicó sus primeros textos en las revistas antes mencionadas y en el perió-dico El Occidental, donde también hacía una página literaria y se descubrió, por vez primera, como escritor y periodista. Lo más importante de esos años fue su encuentro con tres hombres que tuvieron una influencia benéfica en su vida: Arturo Rivas Sainz, su primer editor; Antonio Alatorre, su primer y único amigo tapatío, con quien compartió su gusto por la lectura y man-tuvo una larga y lúcida amistad hasta el final de sus días, y Juan Rulfo, cuyo encuentro significó para los dos toda una época en la vida litera-ria de México. Conoció a un cuarto personaje: Louis Jouvet, actor y director de teatro de la Co-médie Française, quien le abrió las puertas de aquel desgarrado París de la posguerra para es-tudiar teatro. El actor Louis Jouvet llegó a Guadalajara el 28 de abril de 1944. En Ciudad de México la com-pañía a su cargo había presentado obras de su repertorio ante un público reducido, amante del buen teatro y que hablaba francés. Durante su estancia en Guadalajara, Jouvet fue abordado por el joven Arreola, decidido a no dejar pasar la oportunidad de tener una entrevista personal con el famoso actor. Escribió un bello artículo de bienvenida titulado “Louis Jouvet, embaja-dor sutil”, que apareció publicado el domingo 30 de abril de 1944 en El Occidental. Gracias a

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su audacia, tuvo la fortuna de conocer a Louis Jouvet en el teatro Degollado. Éste reconoció en aquel joven nervioso a su más grande admi-rador latinoamericano, pues conocía su vida y sus milagros, además de tener una gran cultura literaria. La entrevista ocurrió en el hotel Del Parque y de ella Juan José salió con la promesa de que recibiría una beca del gobierno de Fran-cia para realizar estudios de teatro en París, en cuanto las condiciones de vida del pueblo fran-cés se normalizaran.

Jouvet cumplió con su palabra y, casi un año después, le mandó a Juan José la anhelada carta pidiéndole que a la brevedad se presentara en la embajada de Francia en México para iniciar los trámites. Después de complicadas gestiones, en las que intervinieron José Luis Martínez y Al-fonso Reyes, con cartas de recomendación de sus maestros Fernando Wagner, Rodolfo Usigli, Xa-vier Villaurrutia y Octavio G. Barreda, logró acre-ditar y entregar la documentación. De hecho, no viajó con un pasaporte, sino con un salvoconduc-to que al presentarlo en la embajada de México en Francia se asombraron de que le hubiera servido para ingresar a Estados Unidos y a Francia.

Para un joven como Arreola, de 27 años, ese viaje fue un acontecimiento trascendental en su vida. París era la oportunidad para realizarse como artista y ser humano en plenitud. Por des-gracia, le tocó vivir en un París destruido por la guerra, que padecía hambre y frío. El invierno, la falta de alimentos oportunos y elementales como pan, leche, huevos y azúcar —racionados e incluso sin forma de obtenerlos aun teniendo dinero para pagarlos— hicieron que Juan José tuviera por primera vez dinero en los bolsillos, pero sin nada que comprar. A estas calamida-des se agregó la ya para entonces mermada sa-lud de Arreola, quien, tan sólo en el épico viaje que tuvo que hacer de Zapotlán a París invirtió todas sus reservas físicas y mentales, quedando disminuido físicamente, lo que hizo que volvie-ran a aparecer las grandes crisis de angustia que padeció desde 1941.

Los sueños no siempre van de acuerdo con la realidad, y esto Juan José lo vivió en carne pro-pia. El París de sus sueños, el paraíso que espe-raba encontrar, se esfumó en la neblina dura y fría del invierno de 1945. Por aquellos años todo el que huyó, pensó y soñó, se refugió en las apre-tadas calles de París y la convirtió en la capital

del mundo. La guerra es la guerra y no pidió opi-nión para acabar con el último reducto románti-co de la humanidad.

Alcanzó a ver representaciones de obras montadas con todo el esplendor de la tradición clásica, pero fue testigo de un cambio de ideas y actitudes. Los actores y comediantes que vi-vieron la guerra desde su adolescencia hasta su primera juventud, apenas terminada la guerra, manifestaron su rechazo a todo lo que tuviera que ver con el pasado. Ya no querían más tea-tro clásico, tradicional, como el de la Comédie Française, o el del Athénée Théâtre de Louis Jouvet. Querían renovarlo y transformarlo todo. Se perdió el desarrollo lineal, la evolución natu-ral de las artes y las cosas; el pensamiento hu-mano quedó roto, destruido por la guerra y no hubo quienes fueran capaces de intentar una restauración total o parcial de la cultura. Des-de entonces, para Juan José Arreola ya no hubo teatro, ya no hubo literatura ni pintura. ¿Quién sustituiría a los grandes artistas?

El regreso de París se debió a su gran necesi-dad de volver a Zapotlán y reencontrarse con su joven esposa y su hija Claudia Berenice, de ape-nas un año de edad. Pero lo más importante es que de esos pocos meses (noviembre y diciem-bre de 1945, y enero, febrero y marzo de 1946) quedaron recuerdos e imágenes imborrables de los días que compartió con Rodolfo Usigli, Louis Jouvet, Octavio Paz, Jean-Louis Barrault, Roger Caillois, Pierre Renoir, Charles Dullin, Alexandre Rignault, Marguerite Jamois, Jean Meyer, Pierre Emmanuel y Alejandro Otero, en-tre muchos otros más.

Volvió triste y feliz al mismo tempo. Triste, por haber dejado atrás la inmensa posibilidad de una vida futura que le auguraba, a pesar de las dificultades, otras condiciones de vida, un horizonte promisorio; y feliz, por estar de nue-vo en su tierra y haber sido capaz de superar los infortunios de su viaje y de saber que pronto se encontraría con su esposa y su hija, y también con sus padres y hermanos. Al llegar a la Ciudad de México se trasladó a la casa de Antonio Ala-torre, quien ya estaba enterado de su llegada, y lo recibió con el cariño de siempre y casi con la misma comprensión que puede sentirse por un hermano de sangre. Sin esperar más, al día siguiente Juan José partió hacia Zapotlán. Allí, al cobijo de su familia, pero particularmente de

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su padre don Felipe, Juan José volvió a la vida. Poco a poco se recuperó y, en medio de cierta pobreza, engalanada por la vida provinciana, la modesta familia del joven escritor encontró el refugio ideal.

Su intención era permanecer en Zapotlán, pero no pudo permanecer mucho tiempo allí. El negocio en pequeño de la cría de pollos, que ha-bía iniciado, no daba para tanto y, por otro lado, su vida, que ya había gozado de momentos este-lares, se limitaba entonces al trato familiar y a dos o tres amigos, como Alfredo Velasco y Félix Torres, que lo ayudaban a sobrellevar los lentos días de la vida provinciana. Pero bien pronto se hizo claro que deseaba horizontes más anchos para desarrollarse y renovarse, ya que el pro-yecto de hacerse actor parecía clausurado. No contaba con un patrimonio, ni podía vivir de su oficio de escritor. Tenía que hacer algo que le permitiera al menos sobrevivir con su familia con decoro. No obstante, Sara, mi hermosa y ab-negada madre, siempre hizo lo posible para que a nosotros, sus hijos, no nos faltara nada.

En medio de dificultades económicas, el ma-trimonio Arreola Sánchez y su hijita se trasla-daron a la capital hacia abril de 1946. No sin di-ficultades pudieron establecerse en un edificio de departamentos de la calle Amores, cerca de la avenida Obrero Mundial. A ese departamento fueron llegando algunos amigos, como Alatorre y Rulfo, ya establecidos en la Ciudad de México. En ese tiempo, Juan José ingresó al departa-mento técnico de la editorial Fondo de Cultura Económica (FCE), gracias a la recomendación que Antonio Alatorre le hizo a don Daniel Cosío Villegas, director general. En sus mocedades, don Daniel vivió en Colima y conoció la región de donde eran originarios tanto Alatorre, na-cido en Autlán de la Grana, como Arreola, de Zapotlán el Grande. De este reencuentro afor-tunado con su amigo Alatorre, y la consecuen-cia directa de su ingreso al FCE, se desprenden hechos trascendentes en su vida.

En el FCE se encontró con un grupo de es-pañoles, la mayoría de ellos refugiados republi-canos, entre los que estaban Francisco Giner de los Ríos, escritor; José Bergamín, escritor y editor; Manuel Andújar, escritor; Eugenio Ímaz, filósofo y matemático; Joaquín Díez-Canedo, editor; Luis Alaminos, tipógrafo y corrector de pruebas; Julián Calvo, supervisor editorial, y

don Sindulfo de la Fuente, el mayor de todos y amigo de algunos personajes famosos de Espa-ña, como don Ramón del Valle-Inclán. También eran colaboradoras Camila Henríquez Ureña y Natasha Henríquez Lombardo, quienes, junto con Alatorre y Arreola, representaban a la parte mexicana y latinoamericana de la editorial. En ese ambiente, encontró Arreola el espacio pro-picio para hacer, ser y crecer. Pero, sobre todo, para escribir. “El Fondo fue mi universidad”, le oí decir varias veces. Por esta época publicó dos cuentos: “Gunther Stapenhorst” y “El fraude”, que aparecieron en la colección Lunes, número 28, unos cuadernillos editados por los herma-nos Pablo y Henrique González Casanova.

Cuando había logrado cierta estabilidad y armonía entre su relación de esposo y padre, y entre su trabajo de corrector de galeras en el FCE y su oficio de escritor, ocurrieron dos he-chos importantes en su vida: en 1947 el naci-miento de su segunda hija, Fuensanta, a quien le puso ese nombre en recuerdo de la musa que inspiró al poeta López Velarde. El otro, tal vez un poco trágico e inesperado, fue, en 1948, una nueva recaída de su salud mental, como las que se habían presentado en 1941 y 1946.

Al dejar el FCE, entre 1949 y 1951 Arreola desarrolló algunas actividades en paralelo, tan-to en Zapotlán como en Ciudad de México. En Zapotlán, entre sus obligaciones paternas y la crianza de pollos, Arreola pudo ordenar viejos papeles y escribió nuevas historias para com-pletar su primer libro formal: Varia invención, aparecido en 1949 en la colección Tezontle del FCE, en el que incluyó algunos textos escritos desde 1941. Escritores y críticos lo recibieron con aplauso, la viñeta de la portada la hizo Juan Soriano.

En noviembre de 1949 Jorge Portilla reunió en su casa a un grupo de amigos para festejar la aparición del libro. Entre los asistentes había varios miembros del grupo Hiperión, como los filósofos Ricardo Guerra y Emilio Uranga; tam-bién estuvieron los hermanos Pablo y Henrique González Casanova, Antonio Alatorre y Joaquín Díez-Canedo, entre otros muchos amigos de Arreola y de Jorge Portilla. A pesar de radicar en Zapotlán, siguió colaborando con el FCE: tradu-cía algunos libros y corregía originales; ello le permitió continuar ese estilo de trabajo cuando se trasladó a la Ciudad de México. En 1950 ob-

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tuvo una beca de El Colegio de México, por me-diación de Antonio Alatorre y don Daniel Cosío Villegas. Se comprometía a realizar una investi-gación sobre el vocabulario de los hablantes de la región sur de Jalisco. La beca consistía en un apoyo económico de 600 pesos mensuales du-rante un año.

Juan José concursó en los Juegos Florales de Zapotlán. Celebrados durante la feria de octubre de 1951, y obtuvo el primer premio consistente en flor natural, una rosa de plata y un estímulo en metálico. Éste fue el primer reconocimien-to que recibió en su vida. El poema que envió al concurso se titula “Oda terrenal a Zapotlán el Grande, con un canto para José Clemente”. Don Alfredo Velasco y los organizadores de los juegos florales invitaron como jurado especial al poeta tabasqueño Carlos Pellicer, quien visitó la casa de Arreola y asistió a una fiesta campestre que se le ofreció en su honor. Participó en una me-morable velada del grupo cultural Arquitrabe y en la premiación de los poetas concursantes. Poco antes, Juan José había conocido al poeta tabasqueño en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de Mé-xico. Para ese momento Pellicer ya había leído Varia invención y mi padre quedó sorprendido por los elogiosos comentarios que el poeta hizo sobre sus cuentos. La amistad con Pellicer duró muchos años y él se mostró siempre afectuoso con Juan José y su familia. En su libro Práctica de vuelo le dedicó los “Sonetos a Zapotlán” y, más tarde, le escribió otros dos hermosos sone-tos. En ese mismo año fue aceptado como beca-rio de la promoción 1951-1952 en el recién esta-blecido Centro Mexicano de Escritores (CME), dirigido por la estadunidense Margaret Shedd.

A pesar de que en la Ciudad de México vi-vía en un departamento pequeño, situado en el cuarto piso de un modesto edificio de la colo-nia Cuauhtémoc, podía recibir cotidianamen-te la visita de numerosos amigos y personajes; llegaban también los amigos de Guadalajara: Olivia Zúñiga, Lola Vidrio, Julio Vidrio, Juan Soriano, Juan Rulfo, José Luis Martínez, Anto-nio Alatorre, Chucho Reyes, Ricardo Martínez, Jorge Hernández Campos y el entonces joven Emmanuel Carballo. También iban otros ami-gos: Roberto Fernández Balbuena, Elvira Gas-cón, Federico Cantú, Archibaldo Burns, Pablo y Henrique González Casanova, Jorge Portilla

y Emilio Uranga. Luego se agregaron José Luis González, de Puerto Rico; José Durand, perua-no; Augusto Monterroso, guatemalteco; Carlos Illescas, guatemalteco; Manuel Mejía Valera, peruano; Ernesto Mejía Sánchez, nicaragüense; Mauricio de la Selva, salvadoreño; Pedro Duna, venezolano, y Claribel Alegría, salvadoreña.

En 1952 Arreola obtuvo por segunda vez la beca del CME con la que pudo redondear sus ingresos y dedicarse más tiempo a escribir, por lo que poco a poco el autor fue reuniendo tex-tos escritos. Ese año entregó al FCE el original de Confabulario, integrado por un ramillete de 20 cuentos. Sus compañeros becarios en la pri-mera promoción del CME fueron Rubén Boni-faz Nuño, Emilio Carballido, Sergio Magaña y Herminio Chávez Guerrero. Gracias a Joaquín Díez-Canedo, Confabulario salió a la luz el 30 de agosto. Fue el número dos de la colección Le-tras Mexicanas, lanzada por el FCE con la idea de presentar obras de autores consagrados y las de autores jóvenes o poco conocidos.

Por ese entonces Arreola trató a otros per-sonajes notables del exilio español, como León Felipe. En casa de Manuel Altolaguirre cono-ció a Luis Cernuda, quien por un tiempo fue su huésped y más tarde se fue a vivir a Veracruz por razones de salud; otros a quienes tuvo el placer de tratar fueron José Gaos y Eugenio Ímaz.

En junio de 1953, el gobierno de Jalisco le otorgó el Premio Jalisco de Literatura dotado con 3000 pesos, primer premio importante que recibió y que lo sacó a flote de su difícil situa-ción económica.

Por esos días de agitada vida social e intelec-tual, Arreola colaboraba en el suplemento cul-tural del diario Novedades, “La Cultura en Méxi-co”, dirigido por Fernando Benítez. Entre 1951 y 1954 publicó varias notas sobre teatro, pintu-ra y literatura. Sin proponérselo, se convirtió en un animador de la literatura de aquellos años y, en consecuencia, llegaban a su casa, como men-sajeros, jóvenes y maduros escritores. En 1954 editó y publicó los primeros libros de Elena Poniatowska y de Carlos Fuentes: Lilus Kikus y Los días enmascarados, respectivamente. De To-más Segovia publicó Primavera muda; de Julio Cortázar, Final del juego; de don Alfonso Reyes, Parentalia, su primer libro autobiográfico; de Emmanuel Carballo, Gran estorbo la esperanza, su primera y única novela conocida. A mediados

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de los años cincuenta se convirtió en uno de los editores más solicitados y su participación en la feria del libro de 1954 en la Ciudadela fue todo un éxito en cuanto a la presencia de los escrito-res editados por él, quienes representaban por primera vez a la nueva literatura mexicana.

No hay duda de que el trabajo editorial rea-lizado por los Contemporáneos, y los españoles transterrados, influyó de manera positiva en la labor editorial que Arreola realizaría con sus co-lecciones Los Presentes, Cuadernos del Unicor-nio y Mester, además de la revista de este nom-bre. Su fe en la palabra impresa, para producir ediciones artesanales, compartida por algunos editores que tenían gusto por las artes de la im-prenta, la aprovechó con excelentes resultados: desde 1950, en compañía de “un grupo de ami-gos”, participó en la primera época de las edi-ciones de Los Presentes. Allí participaron Jorge Hernández Campos, Henrique González Casa-nova, Ernesto Mejía Sánchez, Alí Chumacero, Juan Soriano y Ricardo Martínez. En diciembre de 1950 apareció una hermosa plaquette con cinco cuentos de Arreola, escritos ese mismo año: “El lay de Aristóteles”, “El discípulo”, “La canción de Peronelle”, “Epitafio para una tum-ba desconocida” y “Apuntes de un rencoroso”.

Entre 1950 y 1953 se editaron 10 plaquettes, maravillosamente diseñadas en cuanto a tipo-grafía y calidad de papel. Se hicieron tirajes cor-tos de 100 a 125 ejemplares, que se vendían por suscripción. El autor recibía algunos ejempla-res, los que normalmente regalaba. Por su tira-je limitado, esas publicaciones se hicieron muy raras. Las reuniones de trabajo se hacían en el departamento que el maestro Ricardo Martínez tenía en la calle Liverpool de la colonia Juárez.

La primera experiencia editorial —ya ma-dura— de Juan José, ocurrió entre 1950 y 1955. Publicó escritores de diversas edades, tanto jó-venes como maduros. Además de los ya mencio-nados, publicó obras de Carlos Pellicer, Marco Antonio Montes de Oca, José Luis Martínez, Ricardo Garibay, Artemio de Valle Arizpe, To-más Segovia, José de la Colina, Max Aub, Emilio Carballido, Ramón Xirau, José Luis González y Gutierre Tibón, entre otros.

Cumpliendo con una vieja promesa, Arreo-la viajó a España sólo después de que murió el dictador Francisco Franco. Este aspecto de su vida es poco conocido; tuvo que ver su falta de interés en autores españoles que colaboraron

abiertamente con el franquismo. Un hecho que marcó su relación con ciertos intelectuales pe-ninsulares fue que no aceptó ser miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, dependiente de la Real Academia Española. Este hecho pasó inadvertido y nunca se dio a conocer; sólo José Luis Martínez y Agustín Yánez, jaliscienses cer-canos, y Andrés Henestrosa y Antonio Alatorre, estaban enterados.

A estas alturas, Arreola concebía una rela-ción estrecha entre cultura y política. Difundió algunas ideas entre los jóvenes universitarios, que siempre lo escucharon y lo consideraron un hombre fiel a sus principios. Él nunca negó su catolicismo, pero tampoco lo convirtió en ban-dera, lo cual proyectaba una imagen de apertura y tolerancia. Quienes recibimos sus enseñan-zas y lo tratamos en la intimidad, supimos que en ese tiempo se vivía una preocupante falta de libertades civiles y democráticas. Hubo intelec-tuales que comprometieron vidas y haciendas con personajes oscuros o francamente negati-vos de la historia reciente; Arreola supo mante-ner una cordial distancia con el poder y por eso siempre se sobrepuso al canto de las sirenas.

De 1955 a 1968 Juan José colaboró en la Di-rección de Difusión Cultural y la Facultad de Fi-losofía y Letras de la Universidad Nacional Au-tónoma de México (UNAM), que fue como una madre para él, y que lo reconoció como hijo al nombrarlo, sin tener estudios académicos, pro-fesor de tiempo completo en reconocimiento a los méritos de su obra literaria. Por sus activi-dades dentro de la cultura universitaria recibió en 1987 el Premio UNAM en Extensión Cultu-ral. Fue director literario y miembro fundador del grupo universitario de teatro al que bautizó como Poesía en Voz Alta. Participó en progra-mas literarios transmitidos por Radio Univer-sidad; colaboró en la Gaceta de la Universidad; también le dio nombre a la colección de discos Voz Viva de México; fue director fundador de la Casa del Lago, un recinto universitario de difu-sión cultural y artística en el corazón del Bos-que de Chapultepec, nombre con el que la bau-tizó y que, a propuesta del rector Ramón de la Fuente, se llama Casa del Lago Juan José Arreo-la. En 1967 visitó varias escuelas preparatorias y facultades universitarias impartiendo un ciclo maratónico de conferencias, titulado “Hombre, Mujer y Mundo”.

En 1960 José Revueltas le entregó a Juan

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José la invitación que le hizo Haydée Santama-ría, directora de Casa de las Américas, en La Ha-bana, para participar como jurado del Primer Premio de Literatura convocado por esa insti-tución recién creada por el gobierno cubano. La invitación coincidía con un hecho que afectaba la vida laboral de Arreola: con motivo del cam-bio de rector, tenía que dejar su amada Casa del Lago, la que lo había hecho feliz durante 1958, 1959 y 1960. Luego de dejar la Casa del Lago, continuó con sus clases en la Escuela de Teatro del INBA, y con su participación, ya célebre, en las reuniones semanales de becarios del Centro Mexicano de Escritores, al lado de Francisco Monterde, presidente de la Academia Mexicana de la Lengua, y de Juan Rulfo. Hacia finales de 1960 hizo entonces el viaje a Cuba con su her-mano Antonio. Participó con entusiasmo en las actividades programadas por Casa de las Amé-ricas; conoció personalmente a varios escri-tores cubanos, como Nicolás Guillén, Roberto Fernández Retamar, Guillermo Cabrera Infan-te, Antón Arrufat, Cintio Vitier y Eliseo Diego.

Los días vividos en Cuba, en la etapa inicial del gobierno de Fidel Castro, le permitieron en-terarse de los conflictos surgidos en torno a la cultura cubana, pues estuvo presente en largas y acaloradas discusiones celebradas entre los escritores que no eran marxistas, ni comunis-tas, pero que, desde un ángulo diferente, incluso cristiano, simpatizaban con la Revolución y sus nuevos postulados, como Eliseo Diego, Cintio Vitier y el propio Guillermo Cabrera Infante, todavía muy joven y que terminó por irse al ex-tranjero.

Tanto en su primera visita a La Habana en 1960 como en su segunda en 1961, acompañó a Fidel Castro en algunos actos privados y públi-cos; incluso estuvo presente en un acto en el que se cometió un atentado contra Fidel: le dispa-raron desde un automóvil en marcha. Juan José se tiró al suelo, al igual que las otras personas acompañantes. Después de la invasión de Playa Girón, en ese año de 1961, habló por Radio Ha-bana para solicitar la solidaridad de México con Cuba en aquellos apurados momentos de confu-sión y peligro. El 15 de abril se registró el bom-bardeo al aeropuerto cercano al hotel en el que se hospedaba Juan José con su familia. Ese día muchos mexicanos salieron huyendo a la em-bajada de México. Juan José decidió esperar el desenlace de los acontecimientos. El 17 de abril

comenzó la invasión y el conflicto bélico duró cinco días hasta que fue controlado. Días des-pués de la invasión, Fidel Castro se presentó en el hotel para agradecer personalmente el apoyo que algunas personas le habían brindado a su gobierno en aquella jornada histórica del pue-blo cubano.

A su vuelta de Cuba, Arreola se instaló en un cómodo departamento ubicado en las calles de Río Nilo, en la colonia Cuauhtémoc, de la Ciu-dad de México. Había pocos ingresos y sus suel-dos como maestro eran demasiado “flacos”. En esta etapa, Juan José da comienzo a lo que lla-maría el mester de arreolería. Muchas personas cercanas pensaban que se iba a hacer rico por el aprecio que le tenía el presidente López Ma-teos, pero no, él continuaba su magisterio en la Escuela de Teatro del INBA, en el Centro Mexi-cano de Escritores y, de manera ocasional, hacía trabajos editoriales por encargo y daba algunos cursos de redacción, charlas y conferencias. Fue así como el día menos pensado un grupo de jó-venes escritores le solicitó que impartiera un taller literario que Lupita Díaz de León, una ex colaboradora de Casa del Lago y amiga de muchos años, se encargaría de organizar de manera sen-cilla.

Durante algún tiempo se reunieron en la casa del maestro, pero el espacio resultó insu-ficiente y hubo necesidad de trasladarse a otros domicilios de instituciones que les dieran co-bijo. El primer grupo de talleristas lo formaron Alejandro Aura, Jorge Arturo Ojeda, Elsa Cross y José Agustín. Se corrió la voz y fueron llegan-do, entre muchos otros jóvenes, René Avilés Fabila, Eduardo Rodríguez Solís, Gerardo de la Torre, Leopoldo Ayala, Andrés González Pagés, Federico Campbell, Elva Macías, Dionisio Mo-rales, Rafael Rodríguez Castañeda, Víctor Vi-llela, Hugo Hiriart, Guillermo Fernández, Irene Prieto, Arturo Guzmán, José Carlos Becerra, Tita Valencia, Abigael Bohórquez, Selma Fe-rretis, Roberto Páramo, Fernando Curiel, Raúl Navarrete y Carmen Galindo. En la revista Mes-ter, editada por los miembros del taller y bajo la dirección de Arreola, colaboraron otros escrito-res que no asistían al taller y que ya tenían obra importante publicada, como Jaime Sabines, Vi-cente Leñero, Rosario Castellanos, Telma Nava, Salvador Elizondo, Homero Aridjis y Carlos Monsiváis.

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En 1963 Juan José recibió el Premio Xavier Villaurrutia por su novela La feria, cuyos prime-ros esbozos databan desde enero de 1954. Era imposible dejar pasar desapercibida esta nove-la, en la que habla la voz del pueblo de Zapotlán de manera unánime, como si fuera un mural po-lifónico pintado por José Clemente Orozco.

El periodo comprendido entre 1966 y 1972 se caracterizó por la relación sentimental y episó-dica que sostuvo con la pianista y escritora Tita Valencia, durante dos etapas: de 1966 a 1967 y de este año a 1972, quedando interrumpida en 1968 y parte de 1969; años en que mi padre pasó a radicar a Zapotlán. Sobre esta compleja re-lación con Juan José Arreola, Tita publicó una historia novelada, Minotauromaquia, en 1976, que le mereció el Premio Xavier Villaurrutia de ese año. La relación amorosa entre Tita y Juan José estuvo presidida por la gran literatura, la música y, en particular, por la lectura comparti-da que ambos hicieron de la obra de Paul Clau-del, que se convirtió en un telón de fondo, como en el teatro de sombras japonés. El 5 de octubre de 1972, Tita Valencia me escribió una carta que en uno de sus párrafos dice: Juan José “es tan fuerte pero tan indefenso, tan genial pero tan niño, tan monstruoso en su poderío verbal pero tan frágil, tan lúcido pero tan inconsciente”.

El movimiento estudiantil de 1968 fracturó nuestras conciencias y afectó especialmente a la cultura y la educación. En este marco, los escri-tores, intelectuales y periodistas, no vendidos al gobierno, se convirtieron en el blanco favorito de los mercenarios que actuaban de manera evi-dente como espías, infiltrados —incluso en los talleres literarios, las cafeterías, las escuelas, las oficinas y en los centros de reunión en los que la gente se expresaba con un espíritu crítico—. En el libro El último juglar. Memorias de Juan José Arreola, quedó registrado el testimonio de mi padre:

No olvido aquella tarde de septiembre de 1968 en que, en la Facultad de Filosofía y Letras, José Revueltas me dijo en tono exaltado: “Tienes que esconderte, te tienen en la lista, vete si es posible de México, la cosa se le ha puesto difícil al go-bierno y va a iniciar la represión como última sa-lida”. Yo escuché las palabras de Pepe con gran preocupación. Hasta ese momento no me había dado cuenta del posible peligro que corría por haber sido ya señalado y mencionado en algunas

listas, y hasta difamado en un periódico de mala muerte. Más tarde, salió un libelo titulado El móndrigo, en el que se me mencionó varias ve-ces como instigador del movimiento estudiantil, junto a varios amigos y profesores de la Univer-sidad.

En el invierno de 1968 decidió irse a Zapotlán en busca de refugio y descanso. Llegó a la casa de sus padres, donde todos estaban preocupados por su situación, y lo recibieron con muestras de afecto y cariño que agradeció con esa alma tan golpeada que llevaba. De 1968 a 1972 vivió entre Zapotlán y Ciudad de México. Pudo sobrevivir en Zapotlán gracias a la ayuda que le brindaron sus hermanas Cristina, Victoria, Bertha y Espe-ranza, sin la que no se habría recuperado física, moral, ni económicamente.

Hay que decir que su esposa Sara, pocos años después de su primera separación en 1955, se convirtió en una hermana que lo ayudaba como si fuese también una enfermera. En etapas di-fíciles de su vida, Juan José siempre recurrió a ella y a su hija Claudia. Muchas personas no comprendían esa relación solidaria de una hija que siempre, con infinito amor y alegría, estuvo dispuesta a sacar a su padre adelante. Mi herma-na hizo todo esto porque no le costaba ningún esfuerzo, tal vez porque, con un hondo sentido de la existencia, parecido a un sentimiento re-ligioso, a veces ciego y a veces luminoso, com-prendió que ésa era su misión.

Con semejantes antecedentes, es lógico que Juan José nunca se imaginara que años más tar-de se convertiría en una estrella de la televisión mexicana, a la que llegó por primera vez en 1973, cuando el periodista y conductor de televisión Jorge Saldaña le envió una invitación para que lo acompañara en su popular programa Sábados con Saldaña, que se transmitía en el primer Ca-nal 13 que hubo en México. Aceptó la invitación por tratarse de una sección del programa llama-da “Sopa de letras”, en la que el maestro Alfonso Sierra Partida, Arrigo Cohen Anitúa, Francis-co Liguori y otros invitados hacían las delicias de un público urgido de contenidos culturales. Saldaña tenía una trayectoria brillante, y desde que dirigió su programa Anatomías en Televisa contó con el apoyo de un público exigente que deseaba escuchar comentarios sobre religión, política y cultura.

Aquella primera tarde, Arreola llegó sin más

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idea en la cabeza que la de seducir al público por medio de la poesía. Jorge Saldaña lo presentó como escritor, maestro universitario y hombre de teatro. Charlaron un momento y en la prime-ra oportunidad comenzó a recitar poemas de Salvador Díaz Mirón, Amado Nervo y Ramón López Velarde. Tenía la seguridad de que el público se le iba a entregar al escucharlo. Y así sucedió. El público se interesó en saber quién era ese hombre que hablaba con tanta pasión e inspiración de la poesía y que sabía recitar los poemas con clara dicción, entonación y senti-miento, pues dramatizaba los poemas con sus gestos y sus manos. Al cabo de un rato, el público de aquella tarde comenzó a llamar por teléfono para felicitar a Jorge y a Juan José. Desde enton-ces siguió apareciendo durante algunos meses en Sábados con Saldaña y, más tarde, en La hora de la nostalgia. El escritor no tuvo ningún problema en la televisión; retrataba bien, era muy esbelto, un excelente actor que sabía moverse ante las cá-maras; con enorme cultura y memoria prodi-giosa, improvisaba y seducía con las palabras, pues toda su vida fue recitador, charlista inspi-rado, un orador acostumbrado a hablar en pú-blico. Con Enrique González Pedrero —antiguo colaborador del FCE—, como director de Canal 13, e inauguradas las nuevas instalaciones, Juan José volvió a trabajar en el canal, ahora como comentarista en el noticiero de la noche, al lado de Narciso Monárrez, Carmina Martínez y José Ramón Fernández.

Arreola ingresó a Televisa cuando Margarita López Portillo —directora de Radio, Televisión y Cinematografía de la Secretaría de Goberna-ción— llegó a un acuerdo con Emilio Azcárraga para que su empresa transmitiera programas culturales de calidad, y qué mejor que contar con un hombre que tenía tablas ante las cáma-ras: la presencia de Arreola en el Canal 2 fue un suceso cultural digno de estudio, del que algunos críticos dejaron testimonios publica-dos. Octavio Paz le escribió un poema titulado “Oyendo a Juan José Arreola” y lo invitó a su casa para comentarle que había recibido una invitación de Azcárraga para hacer un progra-ma cultural y quería saber cuál había sido su experiencia en Televisa, pues él tenía una idea distinta de la que le proponían y quería hacer un programa con un formato para un público culto

y, por tanto, escogido. Sin embargo, Azcárraga y Paz diseñaron un programa con un formato algo rígido, conducido por Héctor Tajonar, limitado a un horario y a un determinado tipo de público. A Octavio y a Juan José les hubiera gustado ha-cer uno o varios programas juntos, pero Televi-sa no tuvo la sensibilidad que se requería en ese momento para realizar un proyecto que segura-mente hubiera resultado maravilloso.

Aunque, en principio, algunos intelectuales lo ponían en duda, la televisión le atrajo más bien que mal a Juan José Arreola. A la larga, lo afectó en aspectos personales de su vida, pero nunca en el plano intelectual. El riesgo de caer estuvo presente desde el primer minuto en que Arreola salió al aire; la cuestión radica en que duró muchos años en la televisión y eso desgas-ta, sobre todo a una persona nerviosa. El punto es éste: Arreola siempre improvisaba, pero esta capacidad de improvisar atraía al público por-que se daba cuenta de que estaba hablando un hombre que “se la jugaba” a la vista de todos, y no hay que olvidar que la televisión también es un espectáculo. En una entrevista que le hizo Arturo Melgoza Paralizábal para Revista de Re-vistas, el escritor, al hablar de su trabajo en la televisión, externó algunas ideas respecto a este medio de comunicación:

La televisión se nutre de literatura, pero como es terri-blemente comercial sólo aprovecha de la literatura un aspecto superficial y técnico. No aprovecha sus dones más profundos. Si las personas en la televisión hablan mal, con torpeza o, lo que es peor, con pedantería, con amaneramiento, están haciendo un gran daño. En vez de ser sencillos, sinceros, claros, artistas cuando se puede, elegantes a sus horas. Todas las personas que hablan mal ante un micrófono empobrecen el len-guaje, lo vulgarizan sin hacerlo eficaz. Las que hablan con torpeza y vulgaridad están perjudicando el alma colectiva. Están dañando el mejor medio de comuni-cación que existe, que es el lenguaje.

La mejor etapa de su trabajo televisivo ocu-rrió en Televisa, cuando, bajo la dirección de Miguel Sabido, realizó una serie de programas con el título de Vida y voz, en los que el escritor no tuvo más límites que su propia imaginación. Recorrió numerosos estados del país e hizo es-tampas evocadoras de Díaz Mirón, en Xalapa; de Otón, en San Luis Potosí; de López Velarde, en Zacatecas; de Pellicer y Gorostiza, en Tabasco.

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El programa era un mosaico literario de la vida cultural de México.

Para comprender la presencia de un escri-tor como Arreola en la televisión mexicana de-bemos tener en cuenta que el sistema político había cambiado las reglas del juego a partir de 1968. La presencia de Daniel Cosío Villegas en varios programas de Televisa dedicados a la co-municación, en 1974, estableció nuevas formas en el trato entre los intelectuales y los medios de comunicación. En el corto plazo, hizo posible la aparición de Arreola, que se adueñó del mi-crófono y de un sector importante del auditorio nacional.

Al comenzar el gobierno de Salinas de Gor-tari, Canal 13 volvió a ser privatizado. Debido a estas políticas, mi padre ya no pudo trabajar allí. Su última serie, Arreola y su mundo, conducida por Claudia Gómez Haro, fue todo un éxito en la televisión por cable. Claudia ha publicado un libro, con el mismo título del programa, que re-sulta indispensable para conocer las preferen-cias literarias de Arreola.

Para hablar de la etapa final, debo mencionar que Juan José Arreola recibió el Premio Inter-nacional de Literatura Juan Rulfo en 1992, en el marco de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Durante este renacimiento de la vida intelectual, Guadalajara cambió su antiguo perfil provinciano por el de una ciudad cosmo-polita, y Juan José recibió un homenaje en esa Feria Internacional del Libro; marco propicio para que el escritor, que por entonces dividía su tiempo entre Zapotlán y Ciudad de México.Pasó a radicar a Guadalajara y fue nombrado direc-tor de la Biblioteca Pública del estado. Impartió clases y conferencias en la Universidad de Gua-dalajara y en otros centros educativos y cultura-les de Jalisco. Su vida se estabilizó y le permitió dedicar tiempo libre a la lectura y al ajedrez. Gracias a este entorno, fue un hombre feliz en esa etapa de su vida: disfrutó su familia, su casa, sus libros y sus bienes espirituales. Como hom-bre que no ambicionaba bienes materiales, po-día vivir liberado de esa carga. Fue nombrado, además, creador emérito del Sistema Nacional de Creadores de Arte, desde que dicho sistema fue establecido.

De 1993 a 1994, por iniciativa de su hija Clau-dia, con el apoyo de Raúl Padilla y Rafael Tovar y de Teresa, Juan José y Fernando del Paso con-

sumaron un proyecto que dio nacimiento al libro Memoria y olvido. Vida de Juan José Arreola (1920-1947), contada a Fernando del Paso. El libro fue editado por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, en su colección Memorias Mexicanas, en 1994.

En 1996 Juan José recibió el doctorado ho-noris causa por la Universidad de Colima en una emotiva ceremonia en la que recordó la época en que vivió con su familia en el puerto de Man-zanillo y habló sobre la influencia regional de Colima en la región sur de Jalisco. En 1997 me brindó su apoyo para concluir el libro El último Juglar. Memorias de Juan José Arreola, que en 1998 publicó la editorial Diana.

Con evidentes muestras de fatiga y cierta incapacidad para caminar, que él atribuía a su edad, y que nunca imaginó se tratara de daños cerebrales, se trasladó a Ciudad de México en 1997 para recibir el Premio Internacional de Li-teratura Alfonso Reyes, situación que le permitió encontrarse con grandes y viejos amigos por úl-tima vez, ya que no volvió nunca más a la capital.

En 1998 recibió en Zacatecas el Premio Ibe-roamericano de Literatura Ramón López Velar-de. En ese mismo año la Universidad de Guada-lajara le organizó un hermoso homenaje en el mes de octubre, en el paraninfo Enrique Díaz de León. Éste fue el último acto público en el que es-tuvo presente.

Ya enfermo de hidrocefalia, recibió el docto-rado honoris causa por la Universidad Autónoma Metropolitana, último reconocimiento del cual se le informó en su lecho de enfermo, ya que, en medio del aislamiento del mundo, provocado por la enfermedad, tenía momentos de extrema luci-dez que sorprendían a propios y extraños. Como si, con todo y sus limitaciones físicas, continuara jugando al ajedrez del silencio.

Desde el 11 de noviembre de 1998 permane-ció postrado. Por tres largos y dolorosos años tuve que aprender a dialogar con él en silencio y a la distancia. Sólo pude verlo en contadas ocasiones; pero, como si se tratara de un mila-gro, volví a escucharlo recitar poemas y tuve la fortuna de conversar con él. Hubo días en que parecía curarse, pero la mayor parte del tiempo quedaba suspendido en la fragilidad de un um-bral de conciencia, como en una aurora mental de luces, sonidos y sombras de la que sólo salía por instantes para probarse que estaba vivo.

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Murió de tanto silencio en la madrugada del 3 de diciembre de 2001. Tenía 83 años. Podía ha-ber vivido un poco más, pero la Muerte, ayudada por la Fortuna, le ganó la partida. Recuerdo que la última vez que hablé con él me dijo: “No tengo nada porque ya lo di todo”.

Texto tomado de la Iconografía de Juan José Arreola, FCE, México, 2018. (Investigación iconográfica Alberto Cué)