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Juan Alfonso Santamaría Pastor La teoría del órgano en el Derecho Administrativo {*} Sumario: I. La teoría del órgano y sus dificultades.-II. Génesis y evolución de la teoría del órgano.-III. Un nuevo intento de aproximación al concepto. 1. La tesis de la explicación subjetivizada de la imputación. 2. La tesis descriptiva de la realidad organizativa. 3. Los intentos de delimitación jurídica: aportaciones de Alessi y Giannini. 4. Conclusión. IV. El órgano en su aspecto estructural. 1. El elemento subjetivo: el titular del órgano. A) Las personas físicas. B) La relación entre la persona y el ente público. C) El problema de los órganos-personas jurídicas. D) La cuestión de la personalidad o subjetividad de los órganos. 2. El elemento objetivo: las funciones del órgano. V. El órgano en su aspecto dinámico. 1. La potestad organizatoria. A) Caracteres generales. B) La distribución de la potestad organizatoria. C) Los límites de la potestad organizatoria. 2. La imputación del órgano a la persona jurídica. A) El objeto de la imputación. B) Los límites de la imputación. VI. Tipología de los órganos. 1. El sentido de las clasificaciones. 2. Las tipologías de orden estructural. 3. Las tipologías de orden funcional. I. LA TEORIA GENERAL DEL ORGANO Y SUS DIFICULTADES El concepto de órgano constituye el punto de arranque de toda la teoría jurídica de la organización pública, como es fácil deducir de una simple aproximación terminológica. Es, también, el núcleo central del sector de la organización pública que ha experimentado históricamente un mayor desarrollo; nos referimos, claro está, a la organización de las Administraciones públicas. Sin embargo, su desarrollo ordenado y coherente presenta dificultades casi insalvables, cuyas causas es preciso referir brevemente. La primera dificultad inherente a la teoría del órgano radica en su escasa madurez. Su construcción jurídica sólo se inicia en la dogmática alemana de fines del siglo XIX, y su desarrollo se ha visto entorpecido por la mentalidad relacional y bilateralista del Derecho, a la que era inherente la negación de toda relevancia jurídica a los aspectos organizativos y estructurales del ordenamiento jurídico. A esta dificultad se suma una segunda, derivada de la aceptación generalizada que experimenta el concepto en los primeros treinta años de este siglo: su utilización por el Derecho constitucional, por el Derecho internacional y, sobre todo, por el Derecho privado (principalmente, por el Derecho mercantil, donde la estructura de la empresa lo exigía de forma ineludible) ha aportado tratamientos doctrinales muy dispares. Con la heterogeneidad de los planteamientos, la formulación de una teoría general deviene más problemática. Con todo, el mayor escollo que esta teoría ofrece en la actualidad radica en la enorme abstracción y disparidad de los estudios que sobre ella se han alumbrado en el último medio siglo: resulta desalentador comprobar cómo la doctrina no ha llegado a alcanzar siquiera una mínima base de acuerdo terminológico. Los tratamientos que del tema se encuentran en monografías y obras generales guardan entre sí muy escasos puntos de contacto: ante la escasez de datos de Derecho positivo, las exposiciones derivan con peligrosa frecuencia a lúdicos

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Page 1: Juan Alfonso Santamaría Pastor La teoría del órgano en el ... · PDF fileI. LA TEORIA GENERAL DEL ORGANO Y SUS ... tributaria del dogma de la personalidad jurídica del Estado,

Juan Alfonso Santamaría Pastor

La teoría del órgano en el Derecho Administrativo {*}

Sumario: I. La teoría del órgano y sus dificultades.-II. Génesis y evolución de la teoría del órgano.-III. Un nuevo

intento de aproximación al concepto. 1. La tesis de la explicación subjetivizada de la imputación. 2. La tesis

descriptiva de la realidad organizativa. 3. Los intentos de delimitación jurídica: aportaciones de Alessi y Giannini.

4. Conclusión. IV. El órgano en su aspecto estructural. 1. El elemento subjetivo: el titular del órgano. A) Las

personas físicas. B) La relación entre la persona y el ente público. C) El problema de los órganos-personas

jurídicas. D) La cuestión de la personalidad o subjetividad de los órganos. 2. El elemento objetivo: las funciones

del órgano. V. El órgano en su aspecto dinámico. 1. La potestad organizatoria. A) Caracteres generales. B) La

distribución de la potestad organizatoria. C) Los límites de la potestad organizatoria. 2. La imputación del órgano

a la persona jurídica. A) El objeto de la imputación. B) Los límites de la imputación. VI. Tipología de los órganos.

1. El sentido de las clasificaciones. 2. Las tipologías de orden estructural. 3. Las tipologías de orden funcional.

I. LA TEORIA GENERAL DEL ORGANO Y SUS DIFICULTADES

El concepto de órgano constituye el punto de arranque de toda la teoría jurídica de la

organización pública, como es fácil deducir de una simple aproximación terminológica. Es,

también, el núcleo central del sector de la organización pública que ha experimentado

históricamente un mayor desarrollo; nos referimos, claro está, a la organización de las

Administraciones públicas. Sin embargo, su desarrollo ordenado y coherente presenta

dificultades casi insalvables, cuyas causas es preciso referir brevemente.

La primera dificultad inherente a la teoría del órgano radica en su escasa madurez. Su

construcción jurídica sólo se inicia en la dogmática alemana de fines del siglo XIX, y su

desarrollo se ha visto entorpecido por la mentalidad relacional y bilateralista del Derecho, a la

que era inherente la negación de toda relevancia jurídica a los aspectos organizativos y

estructurales del ordenamiento jurídico.

A esta dificultad se suma una segunda, derivada de la aceptación generalizada que experimenta

el concepto en los primeros treinta años de este siglo: su utilización por el Derecho

constitucional, por el Derecho internacional y, sobre todo, por el Derecho privado

(principalmente, por el Derecho mercantil, donde la estructura de la empresa lo exigía de forma

ineludible) ha aportado tratamientos doctrinales muy dispares. Con la heterogeneidad de los

planteamientos, la formulación de una teoría general deviene más problemática.

Con todo, el mayor escollo que esta teoría ofrece en la actualidad radica en la enorme

abstracción y disparidad de los estudios que sobre ella se han alumbrado en el último medio

siglo: resulta desalentador comprobar cómo la doctrina no ha llegado a alcanzar siquiera una

mínima base de acuerdo terminológico. Los tratamientos que del tema se encuentran en

monografías y obras generales guardan entre sí muy escasos puntos de contacto: ante la escasez

de datos de Derecho positivo, las exposiciones derivan con peligrosa frecuencia a lúdicos

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divertimentos sobre abstracciones; a una mera ars combinatoria de conceptos del peor género

post-pandectístico {1}, hecha a la medida de los caprichos del autor más que para servir a las

necesidades de la interpretación jurídica. La teoría del órgano se convierte así en un terreno

movedizo e inestable, mareante para quien no posee un conocimiento profundo de la

bibliografía, y en el que la energía intelectual, que ha de consumirse para el simple trabajo de

deshacer equívocos conceptuales alcanza niveles de escandaloso despilfarro.

Ante esta perspectiva, la actitud que parece más aconsejable es la de formular una exposición

comprensiva, que persiga lograr un punto de acuerdo mínimo entre las múltiples exposiciones,

más que construir una tesis original pretendidamente novedosa entre tantas otras olvidadas; y

todo ello, con una atención constante a los datos que proporciona el Derecho positivo vigente

entre nosotros. A tal efecto, la exposición que sigue se divide en cinco bloques de problemas.

Los dos primeros tienen un carácter netamente conceptual: a través de ellos se intentará trazar el

origen y evolución doctrinal de la teoría del órgano (II), así como una nueva aproximación a su

concepto (III). Los dos bloques siguientes tienden a analizar la estructura del órgano, esto es, sus

elementos integrantes (IV) y su dinámica (V). El punto final alude a la tipología o distintas

modalidades de clasificación técnica de los órganos (VI).

II. GENESIS Y EVOLUCION DE LA TEORIA DEL ORGANO

La teoría del órgano es directamente tributaria del dogma de la personalidad jurídica del Estado,

del cual aparece como una consecuencia poco menos que natural. Concebido el Estado como una

persona jurídica que ha de expresar una voluntad unitaria, se plantea inmediatamente el problema

de calificar en Derecho la posición de las personas físicas que individual (el monarca) o

colegiadamente (por ejemplo, el Parlamento) manifiestan dicha voluntad.

La primera calificación apuntada intuitivamente por la doctrina fue la de otorgar a estas personas

o cuerpos colegiados la naturaleza de representantes: jugó en favor de ello, sin duda, la

aplicación de los modelos jurídico-privados (las personas que integran el Estado expresan la

voluntad de éste como persona jurídica del mismo modo que un representante privado quiere y

realiza actos jurídicos para una persona representada), así como el empleo del vocablo

representación en la designación de los órganos estatales nacidos de la Revolución francesa

(Constitución de 1971, III, art. 2.: «La Constitution française est representative: les

répresentants sant le Corps Législatif et le Roi»). En definitiva, las personas integrantes del

aparato público debían ser consideradas jurídicamente como representantes de la persona jurídica

del Estado.

Esta calificación, sin embargo, se reveló bien pronto como insostenible: y ello, tanto por su

inexactitud teórica cuanto por sus inconvenientes prácticos.

Teóricamente, en efecto, la idea de representación cuadraba muy malamente con la posición

constitucional ostentada por cada uno de los poderes del Estado. El monarca, en primer término,

difícilmente podía ser considerado un representante: su investidura provenía no de la elección o

designación voluntaria alguna, sino de la legitimidad dinástica; por otra parte, su inviolabilidad -

o, lo que es lo mismo, la imposibilidad de exigirle responsabilidad- resultaba un dato

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rigurosamente contradictorio con la esencia de la representación, a la que es inherente la

responsabilidad frente al mandante (arts. 1.718 a 1.726 del Código Civil). El caso del

Parlamento, conceptuado como «representación» nacional, tampoco se ajustaba al concepto:

¿ante quién se ejercía esta representación popular? No ante el Rey, con quien no tiene que tratar,

sino imponerle su voluntad expresada en leyes; ni tampoco ante la nación, pues decir «que los

representantes representan a la nación cerca de la nación misma es un puro contrasentido» {2}.

Algo semejante podría decirse de los miembros del poder judicial. La doctrina puso también de

relieve que el empleo del término representantes para calificar a los diputados de las asambleas

legislativas constituía una pura adherencia histórica del parlamentarismo estamental,

incompatible con la esencia de los nuevos regímenes políticos: de una parte, la voluntad de la

nación no es jurídicamente representable, pues la nación es un ente abstracto, incapaz de querer

por sí mismo; de otra, la prohibición del mandato imperativo y de la revocación de los diputados

{3} era contradictoria con la esencia misma de la representación, a la que es connatural el que el

mandante pueda dirigir la voluntad del representante y privarle del poder conferido; por último,

los diputados no expresan la voluntad de la nación como un hipotético sujeto representado, sino

que la forman y la constituyen: ellos son la nación misma, su única encarnación posible en el

mundo del Derecho.

En la práctica, por otro lado, la tesis de la representación ofrecía inconvenientes no menores

desde la perspectiva de la garantía patrimonial de los ciudadanos: si el representante llevaba a

cabo un acto ilegítimo dañoso para algún particular, dicho acto podía ser no asumido por la

persona jurídica Estado, al tratarse de una actividad extraña a la representación concedida (ultra

vires), con lo que la garantía del particular dañado quedaba disminuida sensiblemente {4}. Y

también la seguridad jurídica en general, al ponerse en cuestión si los actos ilegítimos del

representante habían de ser asumidos o no como propios por el Estado.

La solución a todos estos problemas vino de la mano de la teoría del órgano, que formuló por vez

primera el gran jurista germano Otto von GIERKE en 1883 {5}: los servidores del Estado no

deben reputarse personas ajenas al mismo, representantes; antes bien, se incrustan en la

organización estatal como una parte integrante o constitutiva de la misma. Gráficamente dirá

GIERKE que «cada uno de los órganos de la colectividad -Genossenschaft- es poseída por ésta

como un fragmento de sí misma» {6}. El funcionario, pues, no es un representante que quiere

para la Administración; quiere por ella, en cuanto que forma parte de ella, es una y la misma

persona, a la que presta su voluntad psicológica. Entre el órgano (el funcionario) y la persona

jurídica (el Estado) se da una relación de práctica identidad (expresivamente, la doctrina italiana

hablará más tarde de rapporto de inmedesimazione), que hace que sea el funcionario quien

quiera por y en lugar del Estado.

La doctrina de GIERKE conoció un éxito fulgurante. Fue inmediatamente asumida por el bloque

de la gran escuela alemana de Derecho Público {7} y penetró con fuerza en Francia {8} y en

Italia, a partir de la obra de V. E. ORLANDO. A partir de este mismo momento, sin embargo,

comenzaron los problemas: la intuición genial de GIERKE era plenamente comprensible en el

marco de la filosofía social organicista en que este autor se encuadraba {9}. Cuando la doctrina,

sin embargo, intenta depurar el concepto y situarlo en un plano puramente político, eliminando la

ganga poética del organicismo y analizando su estructura interna, el debate comienza a adquirir

proporciones alarmantes de sofisticación y artificialidad.

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La primera contribución capital a la teoría del órgano se debe a Hans KELSEN. Aceptando sin

reservas el concepto de órgano, pero rechazando explícitamente su trasfondo organicista,

KELSEN aporta a la teoría el concepto fundamental de imputación (Zurechnung): la atribución

al Estado de las consecuencias jurídicas de los actos que realizan las personas que son órganos

suyos no tiene lugar en virtud de ningún mecanismo misterioso de integración o incorporación,

sino mediante la imputación: «no se trata de que el hecho interno de voluntad de un hombre se

traslade al Estado, sino de que una determinada acción humana es "imputada" a éste y se la

considera realizada por él. Puesto que a los hombres se les imputan las acciones porque se las

considera "propias" de éstos, porque las ha querido, también las acciones imputadas al Estado se

las considera "propias" de éste y se dice que han sido "queridas" por él»; sin embargo, y a

diferencia de lo que ocurre con la persona humana, «una acción no es imputada al Estado porque

éste la "quiso", sino a la inversa: el Estado "quiere" una acción porque y en tanto le es imputada»

{10}. El Estado es, por tanto, un poro centro de imputación (Zurechnungspunkt) al que se

atribuyen las consecuencias del obrar jurídico de sus órganos.

Pese a la simplicidad y rigor del pensamiento de KELSEN, la doctrina derivó hacia un intento de

análisis estructural del concepto de órgano, que de inmediato reveló sus dificultades. Para la

doctrina clásica de GIERKE y sus seguidores, la calidad de órgano correspondía en exclusiva a

la persona física que ejercía las funciones estatales. Esta tesis, de aceptación generalizada {11},

comienza a ponerse en cuestión a partir de G. JELLINEK, cuya posición es en este punto

contradictoria: de una parte, su exposición de los órganos del Estado comienza afirmando que

«toda asociación necesita de una voluntad que la unifique, que no puede ser otra que la del

individuo humano. Un individuo cuya voluntad valga como voluntad de una asociación debe ser

considerado... como un instrumento de la voluntad de ésta, es decir, como órgano de la misma»;

más adelante, sin embargo, asevera rotundamente que el «órgano tiene siempre, como titular, a

un individuo, que jamás se puede identificar con el órgano mismo. Estado y titular de órgano

son, por tanto, dos personalidades separadas» {12}. La contradicción parece que debe resolverse

en que, para JELLINEK, la esencia del órgano se identifica más con la institución, la dignitas o

complejo homogéneo de funciones estatales (la Corona, el Parlamento, etc., con abstracción de

quienes sean sus concretos titulares), que con la persona física, lo que venía lógicamente exigido

por la necesidad de asegurar la estabilidad e inmutabilidad del órgano por encima de las

situaciones de vacancia o cambio de sus titulares. La persona física no será ya, pues, el órgano,

sino el mero titular o portador del órgano (Organträger).

Si no es la persona física, ¿qué es, entonces, el órgano? A responder esta pregunta se lanzó

tempranamente la doctrina italiana, recuperando para ello la vieja noción canónica de officium,

traducida al italiano como ufficio {13}. El sentido de este último término no es unívoco en la

doctrina, como veremos; pero la idea general que le subyace es clara: ufficio u oficio viene a ser

la denominación de un complejo ideal de funciones públicas homogéneas, unitariamente

consideradas en cuanto a su ejercicio y delimitadas por el Derecho. En definitiva, un haz de

poderes y deberes o un ámbito funcional abstracto y unificado. No otra era la idea de JELLINEK

al describir el órgano: siguiendo esa línea, un importante sector de la doctrina italiana identifica

el órgano como el oficio. El órgano, pues, consiste en un círculo de titularidades activas y

pasivas, de potestades, derechos y deberes en que se concentran una o varias funciones públicas

{14}. La persona física queda relegada a la condición de mero titular del oficio (y del órgano).

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Esta tesis, que entraña el máximo grado de abstracción en el diseño del concepto, fue rechazada

por otro amplio sector de la propia doctrina italiana que, siguiendo la línea marcada por O.

RANELLETTI, aventura un concepto ecléctico. El órgano sería, según esta tendencia doctrinal,

una noción compleja, no predicable separadamente de la persona física ni del círculo de

funciones o atribuciones que ésta ejercita, sino de la unión de ambas: la persona física no

significa nada, sino en la medida en que desempeña determinadas funciones, ni éstas son

concebibles ni actuables sin un titular que las lleve a la práctica {15}.

La polémica se ha prolongado hasta nuestros mismos días, en los que continuamos careciendo

de una tesis de aceptación generalizada. No son pocos los que continúan negando la utilidad o

validez de la noción de órgano, entendiendo suficientes para explicar la organización

administrativa y su actuación mediante personas físicas los conceptos de representante o de

oficio. Los partidarios de la figura, por otro lado, continúan divididos en la identificación del

núcleo estructural del órgano, fijándolo ya en la persona física, en una parte de la actividad de

ésta, en el oficio o círculo de atribuciones, o en ambos factores conjuntamente con o sin adición

de otros elementos jurídicos o materiales. Dado el carácter eminentemente conceptual de esta

teoría, apenas constreñida y disciplinada por datos de Derecho positivo, el capricho constructivo

viene a ser la regla común: la teoría del órgano se convierte, de este modo, en un ámbito abierto

al vuelo de la libre fantasía de los tratadistas {16}.

III. UN NUEVO INTENTO DE APROXIMACION AL CONCEPTO

Ante un panorama doctrinal tan irritantemente heterogéneo, la primera reacción instintiva es la

que conduce al escepticismo: puesto que todo se reduce a juegos de palabras y, en definitiva, da

lo mismo una tesis que otra, que cada cual se sirva del plato que más le apetezca. Pero ello, claro

está, no calma la inquietud intelectual: seguimos sin saber qué es exactamente un órgano, esa

realidad tan escurridiza que cien años de reflexión jurídica no han bastado para definir.

Esta dificultad nos pone, sin embargo, sobre una pista importante: la de que el planteamiento

metodológico hasta ahora utilizado quizá sea erróneo. A esta conclusión llevan dos

constataciones:

Primera, la de que el problema del concepto se ha abordado hasta ahora mayoritariamente con un

espíritu metódico propio de las ciencias experimentales: un espíritu que consiste en el trabajo de

aislamiento y análisis de una realidad preexistente, conocida en hipótesis y previamente rotulada.

Y es notorio que este camino no lleva a ningún lugar, porque esa realidad buscada no existe

como tal realidad. A la inversa, y con un método más propio de las ciencias del espíritu, de lo

que se trataría es de llegar a un acuerdo convencional acerca de cuáles sean los fenómenos a los

que ha de asignarse el rótulo conceptual y unificador de órgano. Pero un acuerdo no totalmente

convencional ni arbitrario: la adscripción del rótulo está condicionada por los datos que

suministran el Derecho positivo, la realidad administrativa y, sobre todo, la funcionalidad

jurídica que pretende lograrse con el concepto.

En suma, el concepto de órgano no debe ser hallado, sino construido, de forma que sea

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coherente con la estructura real de la Administración en un país dado y con su Derecho positivo,

y que sirva a unos fines jurídicos previamente determinados.

La segunda constatación se refiere, precisamente, al factor de la finalidad o funcionalidad

jurídica del concepto. A mi entender, las disparidades en que ha desembocado la doctrina son

imputables a una falta de previo acuerdo acerca de los fines que se persiguen con el concepto de

órgano: porque, en efecto, unos autores pretenden con él explicar en forma subjetivizada el

fenómeno de la imputación (los actos de los servidores del Estado se imputan a la persona

jurídica de éste porque aquellos son órganos de dicha persona), mientras que otros emplean el

concepto como una técnica de rotulación (poner un nombre, en suma) de los diferentes centros

funcionales que integran una organización administrativa compleja, y de descripción de los

elementos que los componen (personas, competencias, medios materiales). La diversidad es

inevitable, pues se está hablando, bajo el mismo concepto, de cosas distintas y con finalidades

dispares. El problema se traslada, pues, al examen de una y otra finalidad de las tesis

contrapuestas, al objeto de comprobar su coherencia interna.

1. LA TESIS DE LA EXPLICACION SUBJETIVIZADA DE LA IMPUTACION

La primera de las finalidades expuestas es, sin duda, la que ofrece más puntos débiles. Volvamos

a los comienzos del debate histórico: la persona física imputa jurídicamente sus actos a la

persona jurídica del Estado. Ahora bien, si el Estado no puede considerarse en modo alguno

como un organismo semejante siquiera a los vivos, lo que importa no es la calificación de

órgano, pura metáfora biológica, sino el diseño concreto del fenómeno, estrictamente jurídico, de

la imputación. Lo que interesa no es saber si la persona física es o no es un órgano, sino cómo,

con qué límites y con qué consecuencias jurídicas se imputan sus actos a la persona jurídica del

Estado. Hugo PREUSS puso el dedo en la llaga cuando, al criticar el uso del concepto por

autores no organicistas, como LABAND o JELLINEK, afirmaba que es «eine logische Tatsache,

dass Organe nur ein Organismus besitzen kann» {17}. Si no se acepta la teoría organicista, la

utilidad de la expresión «órgano», en su auténtico significado, se desvanece en buena parte, y se

convierte en una pura convención lingüística: lo relevante es el mecanismo jurídico de la

imputación, fenómeno éste que no tiene su origen en ningún tipo de pertenencia anatómica del

órgano al Estado, sino en el ordenamiento jurídico. De ahí el gran mérito de la aportación de

KELSEN, que no tiene empacho en utilizar la nomenclatura tradicional de órgano, pero sin

plantearse problemas ulteriores de disección analítica del concepto: la imputación es lo que

cuenta, no el decidir a qué factor concreto de la organización se coloca el nombre de órgano.

¿Por qué, entonces, el afán de determinar qué elemento de la organización -la persona o el oficio-

debe denominarse órgano? Parece claro, en mi parecer, que la raíz de esta pretensión se halla en

la pura inercia respecto del planteamiento privatista. No hay que olvidar que el concepto de

órgano aparece como el contrapunto jurídico-público a la figura del representante. Frente a éste,

la doctrina se entendió obligada a construir una figura jurídica subjetiva diversa (de ahí el

órgano), antes que ir al fondo y diseñar una estructura de la imputación ajustada a las

necesidades del Derecho público: esto era lo que quizá debió haberse hecho, si se tiene en

cuenta que la teoría del órgano nace como consecuencia de los problemas que suscitaba, no la

figura del representante, sino el régimen de la imputación de Derecho privado derivada del

mecanismo clásico de la representación.

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Ahora bien, no cabe negar que la subjetivización ofrece algunas ventajas, principalmente en el

orden expresivo. El concepto de órgano no es, por tanto, enteramente inútil, aunque su

funcionalidad sea muy limitada. Y si hubiera de optarse entre alguno de los elementos aspirantes

a la calificación de órgano, parece claro que la decisión habría de ser la de atribuirla a la persona

física titular, más que al oficio. Subjetivizar las funciones constituye una hipóstasis

perfectamente gratuita, que no se justifica en la pretendida necesidad de asegurar la permanencia

e inmutabilidad de la dignitas por encima de las situaciones de vacancia o cambio en las

personas: que la competencia y los medios permanecen, es algo obvio, dado su carácter objetivo

o material. Pretender subjetivizarlos en base a este objetivo no cumple más función que la

puramente simbólica: la misma que hacía decir a los legistas franceses le roi ne meurt pas, o a

BLACKSTONE que «Henry, Edward or George may die; but the King survives them all» {18}.

Una función comprensible en una fase primitiva del razonamiento jurídico, en la que la carencia

de abstracciones forzaba a recurrir a imágenes míticas; pero totalmente superflua en nuestros

días, en que la estabilidad, ajena a los cambios personales, de la estructura estatal constituye una

evidencia intuitivamente asumida por todos los juristas.

En suma: el concepto de órgano resulta innecesario para explicar o fundamentar el fenómeno de

la imputación, que tiene un origen y una eficacia puramente normativa. En realidad, la doctrina

del Derecho público hubiera podido continuar haciendo uso de la figura jurídica privada de la

representación, sin más que modular o alterar el régimen de efectos de la imputación propio de la

representación jurídico-privada, del mismo modo que se hizo con la institución contractual para

alumbrar la noción de contrato administrativo. Por otra parte, es inexacta la suposición de que la

representación sea un mecanismo sustancialmente incompatible con el Derecho público: antes

bien, puede ser utilizada por los entes administrativos para actos singulares, y es incluso obligada

en determinados supuestos (por ejemplo, la representación en el proceso contencioso de los entes

locales: artículo 35 de la Ley reguladora de la Jurisdicción contencioso-administrativa).

Ahora bien, no cabe duda de que existe una diferente posición estructural entre el puro

representante de un ente público y el titular de un órgano del mismo (entendidos uno y otro

concepto en su significación clásica). La moderna configuración de los entes públicos se rige por

el principio de que las funciones propias del mismo, incluso en su relación con terceros, se llevan

a cabo por personas integradas de forma estable en la organización del propio ente (al contrario,

por ejemplo, de lo que sucede con múltiples empresas industriales, cuya relación con los clientes

se traba a través de una red de agentes o comisionistas independientes, no integrados en la

plantilla laboral de la empresa). De esta forma, los supuestos de conferimiento de poderes de

representación a una persona ajena a la organización pública tienen un carácter singular,

constituyendo un mecanismo de desplazamiento de funciones públicas hacia el exterior, fuera de

su sede orgánica ordinaria {19}. Ello nos lleva directamente al análisis de la segunda de las

finalidades a que antes hicimos referencia.

2. LA TESIS DESCRIPTIVA DE LA REALIDAD ORGANIZATIVA

El objetivo perseguido por el segundo sector doctrinal era, como recordamos, diverso. El

concepto de órgano no se utiliza como quid explicativo del fenómeno de la imputación, sino

como una noción descriptiva de los diversos centros funcionales que integran una organización

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administrativa y de los elementos que los componen.

Esta perspectiva, aunque no exenta de problemas, resulta en principio bastante más razonable

que la precedente. Las organizaciones administrativas modernas se estructuran internamente en

una red (normalmente jerárquica) de unidades funcionales abstractas (Ministerios, Direcciones

Generales, Servicios, Secciones, Negociados, Gobiernos Civiles, etc.). Cada una de ellas tiene

encomendada la realización de un haz de funciones o tareas, que son las que configuran su

denominación oficial; su elemento personal está integrado por una persona física o colegio de

personas, que ostenta la dirección y jefatura de la unidad, y por otras personas que auxilian a

aquélla en su tarea; a tal efecto, hacen uso de unos bienes muebles y ocupan unos inmuebles

donde radica su sede.

Esta descripción, puramente escolar y elemental, de la textura interna de la organización

administrativa (en general, de cualquier organización pública o privada), identifica unas

unidades funcionales que son las que el lenguaje ordinario conoce con el nombre de órganos

administrativos: a estos limitados efectos, tan órgano es el Consejo de Ministros como la

Dirección General de Aviación Civil o el Servicio de Recursos del Ministerio de Industria y

Energía. Un dato éste en absoluto despreciable, por cuanto es el implícitamente utilizado por

nuestro Derecho positivo: desde la fórmula genérica empleada por el artículo 103, 2, de la

Constitución a cualquier reglamento del mínimo rango, pasando por los artículos 1., 2. y 22 de

la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado y por todo el Título I de la Ley de

Procedimiento Administrativo. Para nuestro Derecho positivo, todas las unidades funcionales no

personificadas en que se estructuran normativamente las Administraciones públicas reciben la

denominación de órganos administrativos {20}.

3. LOS INTENTOS DE DELIMITACION JURIDICA: APORTACIONES DE ALESSI Y GIANNINI

Tal uso lingüístico, no ausente en otros ordenamientos europeos, ha motivado la preocupación

acerca de la pérdida de carácter jurídico de la noción de órgano, que de esta forma se equipara a

los conceptos paralelos propios de la ciencia de la Administración (órgano=unidad funcional

diferenciada). Por ello, la doctrina italiana más reciente ha llevado a cabo un intento de

delimitación ulterior, tendente a reducir el empleo de la denominación de órgano sólo para

determinadas unidades de la organización administrativa, en base a elementos de relevancia

jurídica. Las hipótesis más notables formuladas hasta la fecha las debemos a ALESSI y

GIANNINI. Uno y otro rechazan implícitamente la noción de órgano para designar todas las

unidades funcionales administrativas: desde un punto de vista material, todas ellas tienen de

común el hecho de nuclearse en torno a un haz de actividades o funciones; deben denominarse

genéricamente, pues, oficios (uffici). Pero sólo merecen la calificación de órganos los uffici

dotados de cierta relevancia jurídica: relevancia que viene dada, para ALESSI, por el hecho de

que los órganos se caracterizan por poseer individualidad jurídica propia, en cuanto que sus

atribuciones vienen establecidas por normas jurídicas auténticas; las de los restantes uffici vienen

establecidas, en cambio, por puras normas o instrucciones internas dictadas por el jefe de la

organización global respectiva. Para GIANNINI, en cambio, el dato de la naturaleza de la norma

que establece las atribuciones no es decisivo: lo relevante es siempre el fenómeno de la

imputación; de ahí que el concepto de órgano deba reservarse para «aquellos uffici que las

normas señalan como idóneos para operar la imputación jurídica al ente». En otros términos,

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órgano es sólo la unidad funcional capaz de actuar de forma jurídicamente eficaz en las

relaciones intersubjetivas, o, lo que es lo mismo, la que ostenta el poder de expresar hacia el

exterior la voluntad jurídica del ente en que se integra; el órgano como Willenserzeuger, en la

expresión de KELSEN {21}.

En un plano abstracto, la superioridad de la tesis de GIANNINI parece indiscutible, al haber

unificado en una sola fórmula el análisis de la realidad organizativa y la sede del fenómeno de la

imputación. La traslación de una y otra a nuestro ordenamiento jurídico no puede realizarse, sin

embargo, sin matices.

La tesis de ALESSI, en primer lugar, aunque debida al pie forzado del Derecho positivo italiano,

responde a una realidad evidente, que no puede despreciarse. Aunque entre nosotros la

organización administrativa estatal posea un grado de formalización normativa muy superior al

de Italia (las normas Orgánicas de los Ministerios, a nivel de Decreto o de Orden, recogen hasta

los negociados, por imperativos presupuestarios condicionados por la creación y asignación de

complementos de destino), no existe un paralelismo en el plano de las atribuciones o

competencias concretas de cada unidad. Aunque existen normas orgánicas que describen con

minuciosidad las tareas de cada unidad (así, por ejemplo, el Reglamento Orgánico del Ministerio

de Justicia, de 12 de junio de 1968), la regla general es la contraria: los Decretos orgánicos

suelen enunciar genéricamente sólo las funciones de los órganos superiores (hasta Direcciones

Generales; a veces, ni eso), con lo que la distribución de competencias de los órganos inferiores

queda confiada a normas materiales o a instrucciones internas del jefe de la unidad. Por otra

parte, es también un hecho notorio que la atribución de competencias que se realiza en las

normas materiales o de regulación sectorial se efectúa en muchos casos de forma global

(confiándolas, in genere, por ejemplo, al Ministerio de Defensa o al de Cultura); en el mejor de

los casos, se especifica hasta nivel de director general. Las atribuciones expresas a órganos

inferiores son contadísimas. La tesis del profesor de Bolonia responde, pues, a un hecho notorio.

Sin embargo, no se trata de un dato sustancial, utilizable a efectos del diseño conceptual y

jurídico, dada su dependencia del grado de detalle de las normas orgánicas, que es arbitrario y

sumamente variable. ¿Cuál es el grado de detalle en la determinación de las competencias o

atribuciones necesario para que un simple ufficio adquiera la condición jurídica de órgano?

Por su parte, la tesis de GIANNINI, aunque correcta en términos generales, choca ab initio con

el inconveniente del carácter genérico que la voz órgano posee en nuestro Derecho positivo. Un

inconveniente que se debe a la imperfección e inespecificidad de nuestro lenguaje normativo:

quizá, desde el punto de vista jurídico, sería más correcto que el Derecho positivo reservase el

nombre de órgano para las unidades administrativas con competencia de expresión jurídica

externa, pero la discordancia no desaparece por ello.

Este simple problema podría resolverse, en hipótesis, con una formulación teórica dual,

distinguiendo entre órganos en sentido amplio (como lo hace nuestro Derecho positivo) y en

sentido estricto (los competentes para comprometer ad extra la voluntad del ente público e

imputarle sus actos, acogiendo la tesis de GIANNINI). Con ello, sin embargo, nos quedaríamos

en la superficie de un tema que es, en sí mismo, bastante más complejo. A la tesis de GIANNINI

cabría formular la objeción de su excesiva dependencia respecto de los esquemas privatistas: la

imputación al ente público no sólo tiene lugar cuando el órgano competente emite una

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declaración de voluntad (por ejemplo, cuando el subsecretario concede una licencia por asuntos

propios a un funcionario, cuando el Gobierno dicta un Decreto o cuando un ministro suscribe un

contrato de obras). La imputación se produce también cuando la unidad administrativa actuante

carece de competencia, y no sólo como consecuencia de la emanación de declaraciones de

voluntad (reglamentos, actos, contratos), sino de la producción de simples hechos por parte de

personas pertenecientes a la Administración pública. La resolución dictada por un órgano

manifiestamente incompetente no deja de ser por ello un acto administrativo -aunque nulo-

impugnable en vía contenciosa. Por otra parte, el carácter objetivo de la responsabilidad

patrimonial del Estado en nuestro ordenamiento (arts. 106, 2, de la Constitución, 40 de la Ley de

Régimen Jurídico y 121 de la Ley de Expropiación Forzosa) entraña la imputación automática a

los entes públicos de las consecuencias indemnizatorias derivadas de las conductas lesivas de

cualquiera de sus agentes.

En realidad, el punto débil de la tesis de GIANNINI se encuentra, a mi entender, en la

codependencia que establece nuevamente entre los conceptos de órgano y de imputación, siendo

así que el mecanismo operacional de ésta es puramente normativo. Es cierto que normalmente la

imputación tiene lugar a través de los actos voluntarios realizados por el órgano competente,

pero acaece también en los casos de falta de competencia, en los de actuaciones no formalizadas,

incluso involuntarias (medidas de coacción policial directa, responsabilidad por accidente

determinado por el mal estado de una carretera), y también en las actuaciones de personas ajenas

a la organización administrativa (funcionarios de hecho).

4. CONCLUSION

Recapitulemos. Organo administrativo es un concepto aplicable a todas las unidades funcionales

creadas por el Derecho en que se estructuran internamente las entidades públicas (unidades no

personificadas, como después veremos). Organo es, pues, un centro di funzioni establecido a

efectos de división del trabajo, que forma parte de una persona jurídica, considerado como un

centro de imputación o centro di rapporti {22}. Un centro funcional unificado, de estructura

interna compleja, cuya actividad se imputa a la persona jurídica en que se integra, si bien la

imputación es un fenómeno de origen y operatividad puramente normativa, que puede tener lugar

al margen de la actuación orgánica {23}. En definitiva, el órgano no es más que el producto de la

formalización jurídica de una realidad organizativa, llámese ufficio o unidad funcional. Algo,

como puede verse, bien modesto en el plano conceptual, y que es dudoso, dado los problemas

que ha causado, que merezca las calificaciones entusiastas de opera mirabile del diritto, o de

costruzione geniale e tale da far onore alla scienza giuspubblicistica {24}. Antes bien, los

juspublicistas deberíamos estar avergonzados de haber consumido tantos esfuerzas en el diseño

de un concepto de utilidad tan limitada.

IV. EL ORGANO EN SU ASPECTO ESTRUCTURAL

El análisis del régimen jurídico de los órganos administrativos, una vez sentadas sus bases

conceptuales, debe comprender un doble aspecto: el aspecto estructural o estático, al que se

refiere este epígrafe, y cuyo contenido radica en el examen de los elementos subjetivo y objetivo

que lo integran: esto es, las personas o titulares del órgano y sus funciones {25}. En el siguiente

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se analizará el aspecto funcional o dinámico, en sus facetas de la constitución del órgano

(potestad organizatoria) y del régimen de imputación de sus actividades a la persona jurídica en

que se integra.

1. EL ELEMENTO SUBJETIVO: EL TITULAR DEL ORGANO

A) Las personas físicas

La estructura primaria y tangible del órgano se encuentra en su titular: esto es, en la persona

física a la que se confiere el ejercicio de un determinado haz de funciones públicas, que

constituyen el acervo competencial de aquél. Es el otorgamiento de la titularidad de estas

funciones lo que pone en marcha el mecanismo de la imputación: la voluntad y los actos de dicha

persona devienen en voluntad y actos del ente público en la medida en que desarrolla las

funciones de que ha sido investida.

Dada la trascendencia jurídica de la imputación, es lógico que el ordenamiento jurídico atribuya

al acto de asunción de tales funciones públicas una formalidad -incluso solemnidad- singular. La

adquisición de la calidad de titular del órgano tiene siempre lugar, en los sistemas jurídicos

contemporáneos, mediante un acto o procedimiento formalizado, al que se denomina, por lo

general, investidura. Un acto éste de carácter complejo, en el que cabe distinguir al menos dos

fases lógicas: la adquisición abstracta de la titularidad formal y la de asunción concreta de las

funciones inherentes al órgano. La primera fase tiene lugar, normalmente, mediante un acto de

designación (electiva o no), aunque puede deberse también a un hecho puramente físico

(adquisición por nacimiento del derecho a la Corona, actualizado por la muerte o abdicación del

anterior monarca), o incluso a una designación para un órgano distinto cuya titularidad va unida

a la de otro (la designación como Ministro de Educación y Ciencia supone la adquisición

automática de la condición de presidente de la Comisión Asesora de Investigación Científica y

Técnica, por ejemplo, sin que para esta última se requiera un nombramiento específico). La

segunda fase de investidura marca el momento de la asunción efectiva de sus funciones por parte

del titular y del comienzo de desarrollo de las mismas: entre nosotros suele recibir el nombre

tradicional de toma de posesión (art. 101, 2, de la Constitución; art. 36, d, de la Ley de

Funcionarios Civiles del Estado, entre otros múltiples textos).

El elemento personal del órgano es, sin embargo, de una mayor complejidad. De un lado, por lo

que se refiere a la titularidad del órgano, ésta puede corresponder a una persona física singular o

a un colegio o pluralidad de personas ordenadas horizontalmente, todas las cuales concurren de

modo colectivo a formar la voluntad u opinión del órgano (de donde emana la distinción de los

órganos en unipersonales y colegiados, a la que más adelante se aludirá). De otro, la composición

personal del órgano no se agota en la persona física (o colegio) titular del mismo: salvo casos

excepcionales, el titular del órgano suele estar asistido directamente por un conjunto de personas

(funcionarios profesionales o no) que le auxilian y apoyan en el ejercicio de las funciones

propias del órgano o realizan las tareas materiales propias del mismo. Dichas personas no

imputan su voluntad al ente público al que pertenece el órgano, aunque sí pueden imputarle la

responsabilidad derivada de sus actos dañosos para terceros {26}.

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B) La relación entre la persona y el ente público

Un problema clásico de la teoría del órgano se halla en la calificación de la relación jurídica que

une al ente público con la persona o personas integradas en sus órganos: un problema que,

sorprendentemente, ha levantado una escasa polémica doctrinal, al hallarse de acuerdo la

generalidad de los autores en constatar la existencia de una doble relación, denominadas orgánica

y de servicio {27}.

A la hora de definir uno y otro tipo de relación, sin embargo, la doctrina no se muestra

excesivamente precisa. La relación orgánica es la que se establece con la persona titular del

órgano y de la que deriva la potestad de actuar y querer por el ente. Su definición suele hacerse

recurriendo a metáforas: es una relación por la que la persona se identifica con el órgano

(inmedesimazione), se incrusta en la organización. La relación de servicio, en cambio, se

establece con la persona titular del órgano en cuanto sujeto individual, distinto del ente público y

potencialmente enfrentado al mismo, frente al que ostenta derechos (por ejemplo, la retribución)

y deberes (por ejemplo, a realizar las tareas o prestaciones que exige el desempeño de su cargo).

Aun a riesgo de incrementar el grado de confusión existente en toda la teoría del órgano (y, por

añadidura, en el único punto que ofrece una cierta coincidencia doctrinal), debemos decir que

esta distinción se nos antojo carente por completo de significado y contenido jurídicos.

La distinción, en efecto, carece de consistencia técnica; ante todo, en cuanto afecta a la

independización de la llamada relación orgánica, que no es más que una herencia innecesaria de

la pugna original entre las teorías de la representación y del órgano. De la misma manera que el

representante imputa al representado las consecuencias de sus actos en virtud de una relación

jurídica de base que los une (contrato de mandato, en la representación voluntaria), los teóricos

del órgano se consideraron obligados a buscar un paralelo a la relación jurídica subyacente a la

representación, con el fin de explicar mediante este vínculo la imputación de los actos del órgano

a la persona jurídica: así surge la evanescente relación orgánica, fundamento mismo de la

imputación. Pero si convenimos en que la imputación es un fenómeno estrictamente normativo,

la necesidad del concepto cae por su base.

Por otra parte, que el concepto es evanescente lo prueba la absoluta vaguedad con que la doctrina

ha fijado sus límites y su diferencia de la relación de servicios. Las dificultades son múltiples e

insolubles. Por ejemplo, ¿entre quiénes se establece la relación orgánica? No entre la persona

física y el ente público, porque entonces, ¿qué papel corresponde al órgano? Tampoco entre el

ente público y el órgano, porque este último carece, por definición de personalidad (las

relaciones jurídicas sólo pueden establecerse, en principio, entre sujetos de Derecho) y porque

quien cumple las funciones es realmente la persona física. Ni tampoco, por último, entre la

persona y el órgano, porque entonces, ¿cómo se imputan los actos de la persona física al ente

público, que es un tercero a la relación orgánica?

Pero no se trata de puros juegos conceptuales. En realidad, la doctrina no ha alcanzado (no lo ha

intentado siquiera, porque es imposible) a distinguir, de entre las situaciones jurídicas subjetivas

que unen al titular del órgano con la Administración, cuáles de ellas corresponden a la relación

orgánica y cuáles a la de servicios. Lo más que se llega a decir es que a la primera corresponden

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los actos que formalmente se imputan a la Administración, y a la segunda, el sueldo o retribución

que el titular del órgano percibe. Pero tal posición carece de coherencia: resulta, entonces, que el

sueldo no retribuye el trabajo empleado en aquellos actos formales; la firma de una Orden por un

ministro es una actividad gratuita. La asistencia de un director general a un Consejo de Dirección

de Departamento, ¿es una obligación derivada de la relación orgánica o de servicios? ¿Y la

asistencia de un ministro al Consejo de Ministros? Toda contestación sería convencional, pues

tanto valdría optar por una tesis como por otra.

En realidad, la relación que une a la persona física (titular o no del órgano) con la

Administración es unitaria. Su contenido se desglosa, como toda relación jurídica compleja, en

una serie de situaciones jurídicas, activas, pasivas o mixtas: de una parte, está obligada a realizar

una serie de prestaciones personales a la Administración, a cambio de las cuales percibe unas

compensaciones económicas u honoríficas; de otra, alguna de las actividades que realiza se

imputan jurídicamente a la Administración, pero ello ocurre no en virtud de ningún tipo especial

de relación, sino por la pura eficacia de una previsión normativa. La distinción, pues, entre

relación orgánica y de servicios carece de contenido jurídico real: no tiene más valor que el de

ser un paro artificio conceptual de utilidad meramente explicativa, didáctica, para reflejar el

doble juego de intereses que actúa en la posición material del servidor del Estado; de una parte,

se actúa identificado con el Estado, pero no por ello se deja de ser un sujeto con intereses

propios, eventualmente contradictorios con el Estado. Pero ello es algo evidente, que no es

preciso explicar acudiendo a una dualidad de relaciones jurídicas: el gerente de una sociedad

mercantil, unido a ésta por un puro contrato laboral, se encuentra en idéntica situación, sin que

ningún privatista (con toda razón) haya querido ver una multiplicidad de relaciones jurídicas en

su status (aunque pueda haberlas, mediante el otorgamiento de poderes ad hoc en algunos casos)

{28}.

Insistimos: entre el servidor público (titular o no de un órgano) y la Administración no existe

más que una única relación, que bien podemos seguir denominando relación de servicios, cuyo

contenido es diverso según el origen del reclutamiento del personal y los puestos de trabajo

concretos que en cada momento ocupa. La distinción entre lo «orgánico» y lo «de servicios»

afecta exclusivamente a la naturaleza de las actividades: unas se imputan a la Administración

como propias de la misma, otras permanecen como propias de la persona (caso prototípico, el del

profesor, cuyas explicaciones orales no se imputan a la Administración, pero sí las calificaciones

de los exámenes). Pero en ambos casos la imputación tiene su origen y causa en un mandato

normativo, no en ningún género de relación especial.

Precisión importante es la relativa al concepto mismo, unitario, de relación de servicios, que no

es equivalente a la de relación funcionarial (mera especie dentro del género común de aquélla).

La relación de servicios incluye a toda persona que presta su actividad a la Administración,

integrándose formalmente en su estructura orgánica (no así, pues, en el caso del concesionario de

servicios públicos o de quien realiza un contrato de trabajos específicos), de forma relativamente

permanente y continua {29}, pero no es necesariamente profesional: relación de servicios es la

del funcionario, pero también es la del ministro o la de cualquier otro cargo político o de

confianza.

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C) El problema de los órganos-personas jurídicas

Un tema clásico de la teoría del órgano es el relativo a la posibilidad de conferir esta calificación

a personas jurídicas. En suma, el problema de la naturaleza de los supuestos en que un ente se

vale, para el desarrollo de funciones propias, de organizaciones personificadas ajenas al mismo:

¿pueden ser éstas calificadas como órganos de aquél? Como de inmediato veremos, el problema

carece prácticamente de consistencia: de lo que se trata, más bien, es de deshacer los equívocos

que, una vez más, ha producido un debute doctrinal extraordinariamente confuso.

El problema se planteó, inicialmente, como una forma de dar explicación técnica a los supuestos

de funciones estatales desarrolladas por entes locales, o incluso por personas ajenas a la

organización administrativa (concesionarios de servicios públicos, notarios, etc.). Para la

explicación de todos estos casos, el concepto de órgano ofrecía ventajas considerables, y así lo

utilizó la doctrina de forma sistemática {30}, dando lugar, incluso, a la formulación de una

categoría más amplia, que englobaría todos los supuestos de actuación de una persona jurídica

pública a través de otras. Santi ROMANO popularizó a tal efecto la noción de Administración

indirecta (del Estado), aunque la doctrina más reciente prefiere hablar en estos casos de

organización impropia {31}.

Es claro que no nos corresponde abarcar aquí toda la problemática, cada día más rica y extensa,

de la utilización de unas personas públicas por otras para la realización de funciones propias de

estas últimas, cuyos supuestos más importantes son, en la actualidad, los del desdoblamiento

funcional de los entes locales (así, en la concepción tradicional del alcalde como presidente de la

Corporación municipal y agente del Gobierno en la misma), los casos de delegación

intersubjetiva (en favor de entes locales o de Comunidades Autónomas, art. 150, 2, de la

Constitución) y la creación de entes instrumentales de todo tipo. El único problema teórico que

corresponde analizar es el de si estas personas públicas pueden ser consideradas jurídicamente

como órganos de aquellas otras cuyas funciones realizan. Un problema que, como puede

fácilmente deducirse, carece de interés práctico, no siendo más que una pura quaestio nominis.

Lo que importa, nuevamente, no es si dichas personas pueden ser calificadas de órganos, sino,

antes bien, si las actividades que realizan en el ejercicio de dichas funciones ajenas se imputan a

todos los efectos al ente que las desarrolle o al ente titular de las funciones. Y ésta, en último

término, es una pura cuestión de Derecho positivo, como todo lo relacionado con el mecanismo

de la imputación. Si la imputación al ente público titular de las funciones tiene lugar, no sería

disparatado hablar del ente actuante como un órgano de aquél (aunque siempre con el

inconveniente de propiciar confusiones terminológicas, dada la contraposición de principio entre

los conceptos de órgano y de persona); en otro caso, la calificación sería claramente inadecuada,

por cuanto el órgano no es comprensible sin la imputación.

El nudo del problema no está, pues, en la atribución o no del nombre de órgano, sino en saber si,

en caso de silencio de la norma positiva, existe o no imputación jurídica. La solución más

razonable parece ser la negativa: la vis atractiva de la personalidad, y el principio de que la

imputación no se presume, impiden la traslación de los efectos jurídicos del acto de la persona

jurídica utilizada. En cualquier caso habrá que estar ante todo a los datos que proporcione el

Derecho positivo {32}

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D) La cuestión de la personalidad o subjetividad de los órganos

Otro problema, también habitual en la doctrina al uso, y complicado hasta la exasperación en un

largo y confuso debate doctrinal, es el relativo a la posibilidad de que los órganos administrativos

puedan estar dotados de personalidad en el mundo del Derecho.

Simplificando un tanto la evolución doctrinal, puede decirse que ésta ha atravesado tres fases. La

primera de ellas es coetánea a la aparición de la teoría del órgano, y puede sintetizarse, de modo

figurado, en la siguiente problemática: dado que el Estado posee personalidad jurídica, y está

compuesto de órganos que son las personas físicas de sus servidores o funcionarios, ¿qué grado

de personalidad cabe reconocer a éstas (precisamente en su calidad de órganos, no como

personas privadas) frente al Estado? El problema, aunque en buena parte artificial, venía

lógicamente impuesto por la filosofía organicista subyacente en los primeros teorizadores del

concepto: una persona no puede contener dentro de sí otras personas; así, pues, las personas

físicas que encarnan los órganos no pueden ser consideradas, en cuanto tales órganos, como

entes dotados de personalidad total, pero tampoco cabe considerarlas como meros elementos

pasivos, pues ello conllevaría la imposibilidad de que la persona jurídica Estado estuviese dotada

de voluntad propia. Una contradicción ésta que la doctrina acudió a resolver con la afirmación de

que los órganos se hallaban dotados de una personalidad parcial o imperfecta, cuando no de una

cuasi-personalidad {33}, aunque sin precisar excesivamente en qué consistiera ésta.

La segunda fase del debate doctrinal tiene lugar en el primer tercio de nuestro siglo, período en el

que aparecen una serie de obras que, rompiendo con el prejuicio inicial de la teoría organicista,

afirman la compatibilidad, en el plano teórico, entre la personalidad de los órganos y la

personalidad global del Estado: una no excluye a la otra, por lo que, desde el momento en que el

órgano es destinatario directo de diferentes titularidades jurídicas, debe considerarse que posee

personalidad plena {34}.

La generalidad de la doctrina, en cambio, ha permanecido fiel a las tesis clásicas de la

incompatibilidad entre los conceptos de órgano y de persona jurídica. En esta última fase el

problema se halla mucho más centrado: ya no se trata de analizar, como en las etapas anteriores,

la posición subjetiva de la persona física titular del órgano, o la compatibilidad abstracta entre la

personalidad del Estado y de sus órganos, sino de explicar el hecho evidente de que entre los

órganos de una misma persona jurídica existe una compleja red de relaciones (relaciones

interorgánicas: jerarquía, competencia, delegación, coordinación, conflicto, avocación, etc.).

Relaciones éstas cuyo carácter jurídico no puede ponerse en duda y en cuyo desarrollo los

órganos actúan como auténticas unidades subjetivizadas, en cuanto titulares de unas

competencias determinadas y portadores de un bloque concreto de intereses públicos. La

organización da lugar, pues, no sólo a relaciones jurídicas externas, trabadas entre la persona

pública. y otras personas, sino también a toda una dinámica de relaciones internas entre los

órganos que integran aquélla, a los que por esta razón es imposible negar algún tipo de

subjetividad jurídica.

Esta conclusión es compartida hoy por la doctrina de modo prácticamente unánime: los órganos

no poseen personalidad jurídica (si se les atribuye, dejan de ser órganos), pero sí una cierta

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subjetividad, que conlleva un grado limitado de capacidad autónoma de actuación en el exclusivo

marco de las relaciones interorgánicas. Las variantes comienzan a la hora de calificar o

denominar esta subjetividad limitada, habiéndose hablado de personalidad instrumental, de

personalidad interorgánica o de un especial régimen de legitimación separada de los diversos

órganos {35}, entre otras diversas fórmulas.

Cuáles son los efectos concretos de esta subjetividad jurídica de los órganos es una pregunta que

sólo puede contestarse a la vista del Derecho positivo. Es claro, sin embargo, que el juego de

dicha subjetividad se encuentra circunscrito al ámbito de las relaciones interorgánicas, de donde

se deducen, al menos, dos reglas generales. Primera, que en el desarrollo de tales relaciones

puede tener lugar un doble orden de imputación de efectos: el acto en sí mismo se imputa al

órgano, pero sus efectos se imputan a la persona jurídica pública a que pertenece, en cuanto

entran a formar parte del interna corporis del acto o conducta final que incide en la esfera

jurídica de terceros (por ejemplo, acto dictado en uso de una avocación ilegal). Y segunda, que

esta subjetividad no abarca en ningún caso a la titularidad de relaciones obligacionales o reales,

la cual es siempre predicable del ente público, no de sus órganos (de ahí, por ejemplo, la teoría

de las mutaciones demaniales), ni legitima para el ejercicio de acciones de ningún tipo, tanto

frente al propio ente de pertenencia (art. 28, 4, a, de la Ley de lo Contencioso), cuanto frente a

otros órganos {36} o frente a terceros.

2. EL ELEMENTO OBJETIVO: LAS FUNCIONES DEL ORGANO

El segundo componente de la figura jurídica del órgano está constituido por un complejo de

funciones o tareas de carácter público cuya realización se confía a las personas que integran el

elemento subjetivo. Se trata, como fácilmente puede adivinarse, de un componente estructural

básico, que condiciona la propia configuración jurídica y material del órgano: éste no es más que

un artificio organizativo en orden a la correcta distribución del trabajo dentro de una estructura

global de funciones múltiples. De ahí que el órgano se forme precisamente en torno a un núcleo

de funciones determinadas de modo previo y abstracto: se crea y se configura por y para la

realización de unas concretas funciones o tareas, que son las que normalmente inspiran su propia

denominación.

El estudio en concreto de las funciones públicas no corresponde, desde luego, a la teoría general

de la organización {37}. Desde la perspectiva que aquí interesa bastará con aludir a tres

distinciones o pares de conceptos de finalidad puramente explicativa y aclaratoria.

a) La primera de estas distinciones hace referencia a los aspectos material y formal de las

funciones confiadas al órgano. Desde el punto de vista material, lo que se confía al órgano es un

bloque determinado de intereses públicos unificados de forma sectorial o vertical (por ejemplo,

la agricultura, la industria, los transportes) y horizontal (el medio ambiente, la defensa, las

relaciones internacionales, la condición femenina), a cuyo servicio está el órgano y cuya

actividad debe desenvolverse en su marco y siempre en orden a su más perfecta consecución

(GIANNINI ha hablado gráficamente de una «canonización» del interés orgánico respectivo).

Desde el punto de vista formal, el ordenamiento atribuye al órgano un elenco de situaciones

jurídicas subjetivas (principalmente potestades, pero también derechos, deberes, cargas, etc.)

como instrumento de acción dirigidos a la consecución de aquel bloque de intereses.

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La distinción entre los aspectos material y formal del ámbito de funciones atribuido a un órgano

es jurídicamente relevante desde una doble perspectiva, al menos. El bloque de intereses

confiados al órgano constituye, en primer lugar, el marco de actuación obligado de éste: sus

actividades formales han de dirigirse precisamente a la consecución de uno de estos intereses;

fuera de los mismos, la actuación es siempre ilegítima {38}. Pero dicho bloque es también, en

segundo lugar, una fuente indirecta de poderes: concretamente, de los poderes inherentes o

potestades implícitas, cuyo origen no se encuentra en un fenómeno de adherencia, conexión o

complementariedad respecto de otros poderes o potestades atribuidos expresamente por la ley,

sino en el imperativo de la realización del complejo de intereses que el ordenamiento atribuye al

órgano.

b) El segundo par de conceptos hace alusión a la diferencia entre funciones y tareas, o, si se

quiere, entre funciones jurídicas y materiales. Esta distinción, en cierta forma superflua, exige de

una aclaración que viene impuesta por la restringida concepción del órgano que ha generalizado

la doctrina italiana, y a la que aludimos con anterioridad. Si el órgano se concibe como un

concepto aplicable solamente a aquellas unidades funcionales de la organización pública que

tienen la posibilidad de expresar jurídicamente la voluntad del Estado (quedando las demás

calificadas como meros uffici internos), esta diferenciación conceptual conlleva otra paralela en

relación con las actividades que órganos y uffici llevan respectivamente a cabo: para este sector

doctrinal, el nombre de funciones debe quedar limitado al conjunto de poderes de acción jurídica

que los órganos ejercitan, en tanto que los meros uffici sólo realizan tareas o servicios de

naturaleza material. Función pública es, por tanto, siempre y necesariamente, la actividad de

desarrollo de un poder o potestad jurídica {39}.

Frente a esta tesis, y en atención al concepto amplio de órgano que aquí hemos formulado, cabe

decir que la clasificación descrita, sin ser en sí misma incorrecta, es una permanente fuente de

equívocos en cuanto formulada al hilo de la teoría del órgano. Es cierto que no es lo mismo

dictar un acto administrativo que practicar una operación quirúrgica a un enfermo de la

Seguridad Social: pero, de una parte, ni los órganos (en el sentido estricto aludido) se limitan al

ejercicio de poderes jurídicos -desempeñan también tareas materiales-, ni los simples uffici u

órganos internos realizan tareas que no se imputan a la persona jurídica (la imputación tiene

lugar, también, por la vía de la responsabilidad). De otra parte, la distinción entre funciones

(jurídicas) y tareas entraña un prejuicio implícito desvalorizador de las segundas, que es

insostenible en un Estado prestacional. La distinción sólo puede admitirse, pues, en la medida en

que uno y otro tipo de actividades da lugar a un diferente régimen de imputación: en el primer

caso, la imputación es total y en todo caso; en el segundo, meramente eventual, en los supuestos

de producción de daños a terceros.

c) La tercera y última distinción -o mejor, en este caso, simple par de conceptos- alude a la

contraposición entre las naciones de función (o funciones) y competencia. No se trata de analizar

aquí la teoría general de la competencia, sino de examinar la sola posibilidad de su deslinde

respecto de la noción de función.

En este sentido, las aportaciones doctrinales son, por lo general, de una extrema vaguedad. Para

algunos, la función es un concepto material, organizativo, en tanto que la competencia es la

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traducción jurídica de la función. Para otros, la función es un concepto amplio, equivalente al de

capacidad de la persona a la que el órgano pertenece, en tanto que la competencia es un puro

concepto cuantitativo, una medida de la cantidad o sector de la capacidad general del ente que el

órgano debe ejercer. Particularmente sugestiva es la exposición de GIANNINI {40}, que arranca

de la distinción entre atribución y competencia: la primera radica en el acto de conferimiento por

el ordenamiento jurídico de un complejo o bloque de intereses al órgano, en tanto que la

competencia alude al acto de otorgamiento de potestades concretas. Como puede verse, se trata

de una distinción heurística, no muy alejada a la que expusimos líneas atrás entre el aspecto

material y formal de la función, si bien con la particularidad de que, para GIANNINI, el

concepto de función hace referencia a los grandes bloques de tareas estatales.

En definitiva, cualquiera de las distinciones expuestas puede resultar válida, siempre que se

tenga conciencia de su puro valor explicativo y didáctico. En la práctica, y también en el

Derecho positivo, los conceptos de función y competencia son prácticamente equivalentes,

aunque el primero suele emplearse, sin gran precisión, con un contenido más amplio, próximo al

apuntado por GIANNINI. Desde esta perspectiva, pues, el concepto de función podría quedar

reservado para designar ámbitos globales de tareas públicas, cuya versión analítica y parcelada,

órgano por órgano, sería designada con el nombre de competencia, cuyo matiz es claramente más

subjetivo (competencia se entiende como el sector funcional en cuanto atribuido concretamente a

un órgano, o bien como el resultado de la atribución, la condición de órgano competente). En

todo caso, el tema no excede de los límites de una pura convención terminológica {41}.

V. EL ORGANO EN SU ASPECTO DINAMICO

l. LA POTESTAD ORGANIZATORIA

A) Caracteres generales

Tema clásico en toda exposición de la teoría del órgano es el referente a la titularidad, contenido

y límites de la potestad organizatoria: esto es, de la potestad pública en orden a la creación,

modificación y extinción de órganos. Pese a la su apariencia sencilla, el concepto engloba una

problemática muy compleja, que conviene deslindar desde un principio.

El primer punto a resaltar es el carácter plural de la llamada potestad organizatoria desde el punto

de vista de su titularidad. Esta no es única ni confiada a un único órgano del Estado, sino diversa

y confiada a toda la escala de órganos públicos, en un complicado proceso histórico que puede

sintetizarse del siguiente modo: frente a la situación del Estado absoluto, en el que la potestad

organizatoria pertenece en exclusiva al monarca {42}, la implantación del Estado constitucional

supone el intento por parte de las asambleas legislativas de asumir para sí la exclusividad de este

poder: toda la organización pública debe contenerse en normas con rango de ley. Sin embargo, la

inercia de los principios absolutistas (que venían a considerar la organización como una potestad

doméstica, inherente al ejecutivo), y el propio crecimiento de la complejidad organizativa del

Estado (cuyo detalle y fugacidad escapa a la lentitud de las tareas parlamentarias), ha terminado

por configurar una solución mixta, en la que la potestad organizatoria se distribuye entre la ley y

el reglamento según el tipo de organizaciones de que se trate, siendo a su vez repartida, en el

ámbito no reservado a la ley, entre los diversos órganos superiores de la Administración,

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asimismo en función del nivel jerárquico de las unidades orgánicas a crear. La potestad

organizatoria no es, por tanto, más que una expresión sintética que encubre un amplio haz de

potestades distribuidas entre muy diversos órganos estatales.

La heterogeneidad del concepto de la potestad organizatoria se advierte también desde la

perspectiva de su objeto. Dicha potestad no afecta sólo, en primer término, a la creación,

modificación y extinción de órganos, sino también a idénticas operaciones respecto de las

personas jurídicas públicas, territoriales o no; tema éste que, por razones obvias, ha de quedar

fuera del presente estudio. Y afecta también, en segundo lugar, a todos y cada uno de los

elementos del órgano: no sólo a la esfera de sus funciones o competencias, sino también al

régimen de nombramiento y atribuciones concretas de sus titulares y demás personal en él

integrado (tema este último propio del derecho de la función pública, que tampoco podrá ser

abordado aquí). Por último, debe advertirse que la distribución de las potestades organizatorias

no tiene lugar, en ningún ordenamiento, mediante bloques orgánicos completos: hay, antes bien,

un constante juego de colaboración entre ley y reglamento, y entre diversos tipos de reglamentos

entre sí, en la determinación total de la estructura interna de cada órgano: su creación y

regulación general por ley, por tanto, no suele excluir la participación de la potestad

reglamentaria en el diseño organizativo de detalle de cada uno de los órganos.

Todo ello convierte el tema general de la potestad organizatoria en una cuestión de estricto

Derecho positivo, que trataremos de sintetizar en los dos epígrafes siguientes, relativos a la

distribución de la potestad organizatoria y a sus límites o condiciones de ejercicio.

B) La distribución de la potestad organizatoria

Una característica tradicional del ordenamiento jurídico español es el fuerte peso que en la

distribución de la potestad organizatoria ha tenido desde siempre la propia Administración: las

reservas en favor del Parlamento (o, más concretamente, de la ley) han tenido siempre un

carácter poco menos que excepcional.

El sistema hoy en vigor, incluso después de la promulgación del texto constitucional de 1978, no

difiere de este modelo. Así como la potestad organizatoria relativa a la creación, modificación y

extinción de personas jurídicas públicas está afectada de una reserva material y formal de ley

prácticamente total {43}, la solución es casi la opuesta en lo que se refiere a la creación,

modificación y extinción de órganos de las Administraciones públicas. La Constitución, en

efecto, sólo exige una ley para la regulación de dos órganos altamente singulares, cuales son el

Gobierno (art. 98) y el Consejo de Estado (art. 107). Respecto de los demás, rige la ambigua

fórmula del artículo 103, 2, según el cual «los órganos de la Administración del Estado son

creados, regidos y coordinados de acuerdo con la ley». Dicha previsión ha encontrado un

desarrollo en los preceptos de la Ley 10/1983, de 16 de agosto, de organización de la

Administración Central del Estado, que distribuye la potestad organizativa en este ámbito en tres

tramos, en escala descendente y mediante un reparto de la materia entre la ley y los dos tipos de

reglamentos de nivel superior:

-Corresponde a las Cortes Generales, en primer lugar, «la creación, modificación y supresión de

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los Departamentos ministeriales» (art. 11), cuya enumeración se contiene en el artículo 1., 2, del

propio texto {44}.

-Corresponde al Gobierno, mediante Real Decreto, «la creación, modificación, refundición o

supresión de las Secretarías de Estado, Subsecretarías, Secretarías Generales con rango de

Subsecretarías, Direcciones Generales, Subdirecciones Generales y órganos asimilados» (art. 12)

{45}.

-Corresponde a cada Ministro, previa aprobación del Ministerio de la Presidencia del Gobierno,

y mediante Orden ministerial, «la creación, modificación, refundición o supresión de servicios,

secciones, negociados y niveles asimilados» (art. 2. de la Ley de Procedimiento Administrativo,

en la redacción dada por la Disposición Adicional 2.ª de la Ley 10/1983, antes citada).

Por lo que se refiere a las restantes Administraciones públicas, la distribución de la potestad

organizatoria es bastante más difusa. En las Comunidades Autónomas, en primer lugar, ni la

Constitución ni los Estatutos de Autonomía contienen previsiones explícitas al respecto (los

Estatutos no contienen apenas referencias a la Administración de la Comunidad, salvo en

algunos casos, y casi nunca en aspectos organizativos: Galicia, arts. 39 a 41; Andalucía, art. 43;

Asturias, art. 15; Cantabria, arts. 33 a 37; Rioja, artículos 25 a 31; Murcia, arts. 15, 51 y 52;

Aragón, arts. 43 y 44; Castilla-La Mancha, art. 39; Canarias, art. 40; Extremadura, arts. 50 y 51;

Castilla y León, art. 31; Baleares, arts. 41 y 42; Madrid, arts. 37 a 40). Dicha regulación sólo está

comenzando a aparecer mediante la promulgación de las diversas leyes regionales de desarrollo

de cada Estatuto y reguladoras del Gobierno y Administración de cada Comunidad {46}. Y en las

Corporaciones Locales, en segundo lugar, no existe formalmente una distribución de la potestad

organizatoria: los más importantes de sus órganos se encuentran regulados por la legislación

estatal, quedando su desarrollo implícitamente entregado a la potestad autoorganizatoria de cada

Corporación.

C) Los límites de la potestad organizatoria

El crecimiento, frecuentemente desordenado, de la organización administrativa, ha impulsado al

legislador a imponer condicionamientos estrictos a su ejercicio: condicionamientos de eficacia

práctica variable que, a efectos de su exposición, pueden clasificarse en tres grupos.

En primer lugar, los condicionamientos o límites de naturaleza sustancial o material. Algunos de

ellos poseen refrendo constitucional explícito (como los principios de descentralización,

desconcentración y coordinación, artículo 103, 1), aunque se trata fundamentalmente de grandes

directrices configuradoras de modelos o diseños organizativos. Otros, en cambio, poseen mero

valor legal, como los contenidos en los apartados 1 y 3 del artículo 3. de la Ley de

Procedimiento Administrativo, cuyas prescripciones son absolutamente elementales: «al crearse

un órgano administrativo se determinará expresamente el Departamento en que se integra»; «no

podrán crearse nuevos órganos que supongan duplicación de otros ya existentes si al propio

tiempo no se suprime o restringe debidamente la competencia de éstos».

En segundo lugar, los condicionamientos de carácter procedimental, cuya naturaleza es diversa.

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De una parte, dado que la potestad organizatoria se ejerce mediante reglamentos, son aplicables a

éstos las normas que disciplinan el procedimiento de elaboración de disposiciones de carácter

general (arts. 129 a 132 de la Ley de Procedimiento Administrativo). Cabe también anotar la

norma contenida en el artículo 3., 2, de la citada Ley, con arreglo al cual «en todo caso será

requisito previo el estudio económico del coste de su funcionamiento (del órgano) y del

rendimiento o utilidad de sus servicios. Dicho estudio deberá acompañar al proyecto de

disposición por la que debe crearse el nuevo órgano {47}.

Sin embargo, los límites más efectivos dentro de este grupo están constituidos por los informes y

aprobaciones previas: las disposiciones en materia orgánica requieren, en efecto, antes de ser

sometidas al órgano competente para dictarlas, de la aprobación de la Presidencia del Gobierno

(arts. 13, 7, de la Ley de Régimen Jurídico, y 130, 2, de la Ley de Procedimiento

Administrativo), así como del informe del Ministerio de Hacienda -previo a la aprobación por

Presidencia- en cuanto supongan un incremento de gasto por aumento de personal (Disposición

Final 13.ª del Real Decreto-ley 22/1977, de 30 de marzo) {48}.

En tercer y último lugar, los condicionamientos de carácter financiero o presupuestario: de

carácter obviamente fundamental, por cuanto el órgano de nueva creación no puede implantarse,

de hecho, en tanto que el coste de su funcionamiento no disfrute de cobertura presupuestaria. En

la medida en que la aprobación del presupuesto es una típica competencia legislativa, ello

supondría el desplazamiento de facto de la potestad organizatoria en favor del Parlamento. Así lo

establecía el artículo 39 de la hoy derogada Ley de Administración y Contabilidad de 1911, que

prohibía al Gobierno «modificar los servicios o crear otros nuevos, ni aun dentro del crédito

legislativo otorgado para cada uno». Las dificultades de cumplimiento de esta norma,

frecuentemente vulnerada en la práctica, aconsejaron al legislador establecer un sistema diverso,

hoy contenido en el artículo 3., 4, de la Ley de Procedimiento Administrativo: «Corresponde a

las Cortes la concesión de los créditos necesarios para dotar cada uno de los órganos de nueva

creación, que deberán figurar enumerados expresamente como tales en la ley que apruebe el

crédito. Si ésta fuese la de Presupuestos Generales del Estado, dicha enumeración se hará en un

anexo especial, que llevará el siguiente epígrafe: órganos administrativos de nueva creación.» Lo

que, en pocas palabras, significa que la cobertura presupuestaria no es un prius, sino un posterius

al ejercicio de la potestad organizatoria: el gasto creado por la reorganización se cubre con cargo

a un crédito presupuestario global; en caso de ser insuficiente, la puesta en marcha del órgano

quedará condicionada a la aprobación del próximo presupuesto, sin que ello determine, como

antaño, la nulidad de la norma organizativa {49}.

2. LA IMPUTACION DEL ORGANO A LA PERSONA PUBLICA

El punto central de la teoría del órgano, su auténtica clave de arco, se halla en el fenómeno de la

imputación: la figura del órgano, como vimos, no es sino un artificio técnico para explicar

jurídicamente la traslación de los actos (o de su efectos) realizados por los servidores de una

persona pública a la esfera jurídica de ésta.

Desde una perspectiva abstracta, la imputación no consiste en la traslación interpersonal de actos

o consecuencias jurídicas. En su estructura más simple, imputación equivale a designación

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normativa de la persona o figura subjetiva a quien deben atribuirse determinados actos o efectos

jurídicos. Ante un acto o unos efectos jurídicos determinados, el ordenamiento indica

imperativamente a qué esfera jurídica concreta deben atribuirse. En el ámbito privado, la

imputación tiene lugar, por regla general, sin traslación intersubjetiva de actos ni de efectos

jurídicos: el acto jurídico realizado por una persona natural en plena posesión de su capacidad de

obrar, así como sus efectos, se imputan por el ordenamiento a la misma persona. En otros casos,

sin embargo, actos y efectos jurídicos se disocian: un acto o conducta es realizada por una

persona, pero sus efectos son imputados o atribuidos por la norma a otra distinta {50}.

El régimen de la imputación que tiene lugar en el marco de la organización pública es

parcialmente diverso del que acaba de describirse: así ocurre tanto en lo que se refiere al objeto

de la imputación (a) cuanto a sus límites (b).

A) El objeto de la imputación

Una de las tareas que impulsaron a la doctrina de finales del XIX a acuñar la teoría del órgano

fue, como ya antes se expuso, el problema que planteaba el régimen privado de la imputación

que, como veíamos, disocia entre dos personas la atribución de un acto y de sus efectos. De lo

que se trataba era de acuñar una técnica que permitiese trasladar al ente público no sólo las

consecuencias jurídicas de los actos de sus servidores, sino también la autoría del acto mismo: el

Estado debía poder ser considerado como auténtico autor, para el Derecho, de los actos

materialmente realizados por sus servidores. Desde esta perspectiva, el concepto de órgano

supuso una aproximación ciertamente brillante: el traslado de la autoría del acto (el acto en sí y

no sólo de sus efectos) se lograba mediante la figuración antropomórfica de considerar a aquellos

servidores como partes integrantes u órganos del Estado.

En la actualidad este fenómeno debe recibir, como de inmediato veremos, una explicación

técnica diversa, que hace innecesario el recurso a metáforas biológicas. Sin embargo, sería

inexacto reducir el régimen de la imputación en el Derecho público a los supuestos de atribución

conjunta del acto y sus efectos. Al igual que ocurre en el Derecho privado, el Derecho público

conoce también supuestos de imputación en los que se produce la disociación intersubjetiva de

actos y efectos.

La imputación total, en primer lugar, acaece en los supuestos en que el titular de un órgano

habilitado por el ordenamiento para expresar ad extra la voluntad del ente público realiza actos

formales con este preciso objeto: dictar un reglamento o acto administrativo, concluir un

contrato. Se habla en estos casos de imputación total -o, con gran expresividad, de imputazione

di fattispecie {51}- en un doble sentido: primero, porque el acto imputado globalmente al ente

público incorpora en su propia estructura no sólo su contenido objetivo, sino también todas las

vicisitudes psicológicas del proceso de formación de la voluntad del agente o agentes que lo

realizaron (errar, dolo, causa ilícita, coacción); a la Administración se imputa el acto en su

integridad objetiva y subjetiva (no sólo sus efectos, como ocurre en el mecanismo clásico de la

representación), lo que no es sino algo exigido por la garantía jurisdiccional de los particulares.

El vicio de la desviación de poder, por no citar sino el supuesto más notorio, se apoya justamente

en este fenómeno. Y se habla también de imputación total, en segundo término, en la medida en

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que lo que se imputa no es sólo el acto final, sino también toda la constelación de actos

preparatorios que constituyen su iter procedimental previo, realizados por órganos diversos al

que adopta la decisión última, todos los cuales imputan al ente público una cuota ideal del acto o

fattispecie final {52}.

Con todo, el fenómeno de la imputación no siempre posee esta nota característica de la

globalidad. Hay también supuestos, como se advirtió, en los que se produce la disociación entre

el acto y sus efectos, de tal forma que la imputación sólo afecta a estos últimos o a parte de los

mismos, no al acto en sí. Así ocurre en todas aquellas conductas o actividades de los agentes

públicos de cualquier nivel que no constituyen emanación de un acto formal y tipificado de

expresión de voluntad. En tales casos, la autoría del acto no se desplaza a la Administración, a la

cual sólo se imputa la obligación de indemnizar las consecuencias dañosas a que aquellas

actividades o conductas den lugar (aunque, por supuesto, la obligación indemnizatoria puede

también surgir de actos formales de resultado dañoso, en los que se da una imputación total).

B) Los límites de la imputación

Es notorio, sin embargo, que no toda actividad realizada por personas al servicio de las

Administraciones públicas da lugar a fenómenos de imputación a éstas. Para que dicha

imputación, en cualquiera de sus modalidades, se produzca, es necesaria la concurrencia de al

menos tres condiciones.

La primera de ellas se centra en el hecho de que la actividad desplegada por el funcionario

(noción ésta que empleamos por razones de brevedad, queriendo aludir con ella a todas las

personas que sirven a las Administraciones, incluyendo al personal político y a los contratados)

lo sea en el ejercicio de funciones públicas propias del ente público al que pertenece y, por ello,

dirigidas a la consecución de fines asimismo públicos. La actividad estrictamente personal del

funcionario no se imputa, pues, a la Administración (por ejemplo, cuando el funcionario se dirige

a su trabajo conduciendo su vehículo, o cuando provoca un altercado en su oficina: los daños que

pueda causar a terceros son sólo imputables a él mismo).

Con todo, la delimitación de lo que constituye actividad personal del funcionario ofrece notables

dificultades. No pretendemos referirnos a los supuestos de pura actividad técnica (en sí misma no

imputable a la Administración, pero sí sus eventuales consecuencias dañosas), ni tampoco a los

de ejercicio formal de potestades públicas, sino a supuestos más sutiles, que tienen que ver con la

modalidad de la imputación parcial por causas de daños. Supongamos el caso -obvio es decir,

puramente imaginario- de que el gobernador del Banco de España, invitado como particular a

una cena-homenaje a un banquero, declara ante los asistentes, entre los que se encuentra la

prensa, que el Banco X se encuentra en situación de quiebra virtual, siendo inminente la

actuación del Fondo de Garantía de Depósitos. La noticia trasciende, claro está, provoca una

retirada masiva de fondos y el Banco -que supongamos se hallaba en próspera situación- entra

realmente en crisis. ¿Puede pensarse en algún género de imputación?

Evidentemente, no se trata aquí de dar una respuesta a este ejemplo, puramente hipotético, ni a

cualquier otro que pudiera imaginarse. Realmente no existen reglas generales que sirvan para

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resolver todos los casos, cuyas circunstancias concretas de hecho serían absolutamente decisivas.

De lo que se trata, meramente, es de llamar la atención sobre la circunstancia de que el ámbito de

la actividad estrictamente personal de un funcionario, no imputable a la Administración,

disminuye de manera progresiva según se asciende en la escala jerárquica y según el grado de

conexión fáctica que exista entre la actividad aparentemente personal del funcionario y el

complejo de tareas oficiales que desempeñe. En todo caso, insistimos, la procedencia o no de la

imputación depende del complejo de circunstancias de cada caso, sin que puedan aventurarse

procedimientos de delimitación más precisos.

Ahora bien, el mero desempeño de funciones públicas es condición necesaria de la imputación,

pero no suficiente. Tanto en el caso de emanación de actos formales como de realización de

conductas o tareas no estrictamente jurídicas, cabe la posibilidad de que la actuación del

funcionario, aun desarrollando funciones típicamente públicas, se encuentre viciada de

incompetencia.

Desde luego, la falta de competencia no es, en términos generales, un hecho excluyente de la

imputación. No lo es, desde luego, en el plano de la responsabilidad patrimonial, ni tampoco en

el de emanación de actos formales que dan lugar a la que hemos denominado imputación total.

En este último, sin embargo, la falta de competencia no debe ser de tal grado que prive al acto de

un mínimo de recognoscibilidad exterior: la imputación requiere, cuando menos, de un cierto

grado de apariencia formal frente a terceros; esto es, que el acto aparezca formalmente como

desarrollo de alguna de las funciones públicas propias del funcionario que lo dicta o, al menos,

razonablemente conexo con aquellas {53}. De esta forma, no desencadenan la imputación los

actos afectados de una incompetencia grosera, apreciable por cualquier jurista medianamente

conocedor del Derecho público positivo: pero ello en el bien entendido de que la no producción

de la imputación tiene un carácter marcadamente excepcional. Es claro que no se imputaría la

decisión del Ministro de Cultura por la que se ordenara la ruptura de relaciones diplomáticas con

un Gobierno adquirente de un cuadro robado del Museo del Prado; se prestaría a mayor

discusión, sin embargo, la imputación de una orden del Ministro de Asuntos Exteriores

prohibiendo los vuelos en territorio nacional de una determinada compañía extranjera. La

casuística es inagotable, por lo que habrá de bastar con la orientación general apuntada.

El tercer y último condicionante de la imputación, constantemente aludido por la doctrina, es el

referente a lo que suele denominarse la investidura del funcionario, expresión ésta que parece de

todo punto preferible a la utilizada tradicionalmente en Italia, donde se habla del funcionario de

hecho {54}. Una teoría que nace en torno a un conjunto de supuestos generados por la turbulenta

historia política y bélica de la península italiana: el de la asunción espontánea de funciones

públicas por particulares carentes de todo nombramiento oficial, en momentos de vacío de poder

provocados por ocupaciones extranjeras no consolidadas, pero que luego se extiende a un

conjunto heterogéneo de casos típicos, sólo unificados por la existencia de vicios legales en la

investidura del funcionario, y que pueden clasificarse en tres bloques: los supuestos de

nombramiento irregular del funcionario, posteriormente anulado; los de ilegalidad temporal, esto

es, los de supuestos de anticipación o prolongación en el ejercicio de funciones públicas, y,

finalmente, los de falta total de investidura.

El tratamiento que debe recibir cada uno de estos supuestos desde el punto de vista de la

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imputación es, ante todo, una cuestión de Derecho positivo. En todos ellos se manifiesta una

tensión entre dos principios opuestos; de un lado, la exigencia del mantenimiento del sistema de

provisión regular y legal de los órganos administrativos; de otro, el valor de la ineludible

continuidad en la prestación de servicios públicos y la necesaria protección de la buena fe y la

confianza de los terceros que se relacionan con la Administración. Una tensión que puede recibir

soluciones dispares según las circunstancias que rodean cada caso, y que vienen condicionadas

por hechos tan dispares (y tan comprensibles, de otro lado) como la incidencia del componente

político y aun la propia duración y amplitud material de las funciones realizadas por el agente de

facto. En ausencia de normas expresas de Derecho positivo, sin embargo, la opinión general se

mueve en el sentido de dar primacía a los valores de la protección de la apariencia y de la buena

fe, considerando imputables a la Administración los actos respectivos.

Esta es, desde luego, la solución doctrinal unánimemente propugnada en los dos primeros

supuestos enunciados, de nombramiento irregular posteriormente anulado y de anticipación o

prorrogatio en el ejercicio de funciones públicas {55}. Solución que es plenamente conforme con

nuestro Derecho positivo en lo que afecta al primer caso, al que sería aplicable, por analogía, la

regla establecida en el artículo 120 de la Ley de Procedimiento Administrativo: si los actos

firmes dictados en ejecución de un reglamento declarado nulo no decaen en sus efectos, el

mismo criterio debe aplicarse a los dictados por un funcionario nombrado de forma irregular. En

los casos de anticipación o prolongación de funciones públicas, la solución podría parecer más

problemática desde el momento en que ambos supuestos constituyen tipos delictivos (arts. 373 y

374 del Código Penal) y, por lo mismo, los actos respectivos estarían afectados de nulidad de

pleno derecho (art. 47, 1, b, de la Ley de Procedimiento Administrativo). No hay que confundir,

sin embargo, validez con imputación, que son fenómenos independientes: la imputación se

produce, sin perjuicio de que la Administración pueda eliminar los actos vía revisión de oficio (o

de recurso, en su caso).

Los casos de carencia total de investidura merecen, en cambio, un tratamiento diverso por parte

de la doctrina, que generalmente niega toda imputación de tales actos a la Administración. Ello

parece evidente en los supuestos de usurpación y simulación groseras del ejercicio de funciones

públicas (como la célebre historia del capital de Köpenick), pero es más problemático en los

casos de Gobiernos considerados usurpadores o de asunción espontánea de funciones públicas en

los períodos de vacío de poder: en nuestra opinión, la imputación tiene lugar siempre que el

ejercicio de las funciones haya estado revestida de una apariencia suficiente como para

comprometer la credibilidad y buena fe de los terceros, y ello siempre y cuando, claro está, que

el Derecho positivo dictado a posteriori para resolver estas situaciones no disponga

expresamente lo contrario {56}.

VI. TIPOLOGIA DE LOS ORGANOS

1. EL SENTIDO DE LAS CLASIFICACIONES

La exposición de un amplio conjunto de series clasificatorias de los órganos es una característica

común a todas las exposiciones doctrinales de la teoría jurídica de la organización. Una tradición

de clara raíz pandectística, pues, a la que no puede dejarse de prestar tributo, por más que su

utilidad sea cuestionable.

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Las series clasificatorias de órganos poseen, en efecto, una funcionalidad diversa. En su origen

tuvieron, sin duda, una finalidad puramente didáctica o académica: a través de ellas, y mediante

pares de conceptos dialécticamente opuestos, se trataba de resaltar determinados aspectos o

singularidades de la estructura y funcionamiento de las unidades integrantes de una organización

compleja; un análisis abstracto, pues, que permitiría excluir la descripción concreta de la

estructura administrativa, considerada poco menos que anticientífica por su extrema inestabilidad

y variabilidad. Dichas clasificaciones han venido a cumplir otro papel, sin embargo, y bastante

más relevante que el primero: mediante ellas se ha logrado la acuñación de un léxico conceptual

propio del Derecho de la organización, cuya utilidad es indiscutible, al menos en aquellos

conceptos en los que existe consenso general en cuanto a su contenido.

La tendencia clasificatoria, con todo, se ha prestado a considerables abusos conceptuales y

metodológicos: de una parte, la extraordinaria abundancia de clasificaciones, que si no se

multiplican indefinidamente es gracias a la pereza de los teóricos; de otra, su escasa

vertebración: no se trata de clasificaciones orgánicas y sucesivas, al modo de la clásica de

LINNEO, sino de tipologías inconexas entre sí, mediante pares de conceptos aislados.

Finalmente, y en un plano meramente didáctico, no siempre se formula la advertencia -esencial

para los no iniciados- del carácter parcial y, por lo mismo, potencialmente acumulativo de las

tipologías clasificatorias: cualquier órgano concreto es normalmente encajable en uno de los dos

elementos de todos y cada uno de los pares conceptuales en que estas clasificaciones se

desarrollan (y, en ocasiones, en ambos de una misma tipología, según que se tomen como

referencia unas funciones u otras, o unos u otros elementos de su estructura). En suma, no nos

hallamos ante una clasificación tipológica de carácter científico, sino ante un mero esbozo

lexicográfico, un apunte de diccionario del derecho de la organización.

Una vez tomada conciencia de estas limitaciones (que son quizá inevitables), pasaremos a

exponer sucintamente las más importantes de las clasificaciones mencionadas, que a su vez

pueden agruparse según tomen como factor de disyunción elementos estructurales o funcionales

del órgano.

2. LAS TIPOLOGIAS DE ORDEN ESTRUCTURAL

a) La primera y también la más tradicional e importante clasificación de los órganos es la que

los separa, en función del número de sus elementos personales, en órganos unipersonales (o

monocráticos) y colegiados (o colectivos). Organos unipersonales son aquellos cuyo titular es

una única persona física; colegiados, aquellos cuya titularidad está confiada a un conjunto de

personas físicas ordenadas horizontalmente, de manera que todas ellas concurren a formar la

voluntad u opinión del órgano.

La atención preferente que la doctrina ha prestado tradicionalmente a esta tipología dual puede

atribuirse a dos hechos: de un lado, el que monocratismo y colegialidad han constituido, en la

historia, diseños estructurales básicos de las organizaciones públicas, al hilo de los cuales se han

gestado los mayores movimientos y tendencias de reforma: el Antiguo Régimen es, por así

decirlo, el paradigma de la colegialidad, estructurándose el aparato público en torno a grandes

cuerpos colegiados, sede las fuerzas políticas estamentales (Consejos, Audiencias y

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Chancillerías, en España; Conseil du Rol y Parlements, en Francia). Sin embargo, el absolutismo

monárquico hará uso primordial de la técnica de agentes unipersonales para consolidar su poder

frente a la clase nobiliaria (sistema comisarial); fuente ésta de la que bebe Napoleón para

estructurar su sistema sobre la base de una dualidad organizativa: las funciones ejecutivas son

confiadas a órganos o agentes unipersonales, quedando constreñidos los colegiados a tareas de

asesoramiento y control. Tal es la base de las Administraciones modernas hasta nuestros mismos

días, en los que cabe detectar un vigoroso resurgimiento de los órganos colegiados de

composición y funcionamiento no estrictamente formal y con funciones no siempre limitadas al

puro asesoramiento {57}.

El segundo hecho determinante de la preferencia doctrinal por esta clasificación se debe, sin

duda, a la vasta gama de problemas que plantea la constitución y modo de actuar de los órganos

colegiados, sobre los que ha recaído una abundante literatura {58}. En realidad, el estudio que en

las obras generales suele hacerse de esta clasificación termina por centrarse, casi exclusivamente,

en un análisis de la problemática jurídica de los órganos colegiados. Así lo haremos nosotros,

con la brevedad exigida por las dimensiones del presente trabajo, distinguiendo en la misma tres

aspectos fundamentales: las notas definitorias de la organización colegiada, el régimen de

constitución y el de funcionamiento.

Las notas definitorias básicas de los órganos colegiados, resaltadas por la generalidad de la

doctrina, son dos. En primer lugar, el hecho de que el órgano colegiado viene a constituir un

ordenamiento sectorial propio, en el que junto a una normación básicamente heterónoma suele

darse una normación complementaria autónoma {59}; una y otra vinculan a los miembros del

órgano, que al mismo tiempo se halla dotado de una estructura orgánica interna propia

(presidencia, secretaría, órganos auxiliares, división en secciones, comisiones, etc.). Y, en

segundo lugar, el hecho de que el producto final en que se plasma ad extra la actividad del

órgano (ya sea ésta una manifestación de voluntad o de juicio) se forma en virtud de la regla de

las mayorías, cuyo parecer se identifica con la del propio órgano como un todo; la intervención

de las minorías puede estar incluso institucionalmente protegida, pero su parecer carece de

relevancia jurídica externa, salvo excepciones muy contadas {60}.

El régimen de constitución del órgano colegiado, en segundo lugar, comprende tres tipos de

problemas. El primero de ellos es el relativo a la forma de integración o investidura de sus

miembros, que puede revestir múltiples modalidades, según que dicha integración se lleve a cabo

por elección, por mera designación, o en base a la titularidad de otro cargo u órgano (miembros

natos), y según también que la elección o designación sea ad hominem (por ejemplo, magistrados

del Tribunal Constitucional, consejeros electivos del Consejo de Estado, vocales permanentes de

la Comisión Superior de Personal, etc.) o por razón de la representatividad inherente a una

persona (por ejemplo, vocales representativos de la Comisión Central de Urbanismo, art. 210, 3,

de la Ley del Suelo). El segundo tipo de problemas afecta al procedimiento de constitución de

los órganos internos del órgano colegiado, principalmente el presidente y el secretario, así como

al régimen de su sustitución (arts. 9., 13 y 15 de la Ley de Procedimiento Administrativo). Por

fin, el tercero y último, al sistema de constitución para la celebración de sesiones, cuyo aspecto

más importante es el relativo al denominado quorum estructural o de constitución, normalmente

fijado en la asistencia inicial de la mayoría absoluta (esto es, la mitad más uno) de sus miembros

de derecho {61}.

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El régimen de funcionamiento del órgano colegiado es el que suele merecer una atención

preferente por parte de la legislación positiva, en cuanto afecta al procedimiento de formación de

la voluntad u opinión del órgano. Habida cuenta de la disparidad de las regulaciones normativas

de cada órgano concreto, una teoría general sólo puede hacer alusión a sus trámites esenciales. El

primero y fundamental es el de la convocatoria y fijación del orden del día, normalmente

confiados al presidente {62}, y cuya ausencia o inobservancia determinan la nulidad de los

acuerdos que se adopten, salvo en los supuestos de quorum universal o integral o de declaración

de urgencia por mayoría reforzada {63}. El segundo trámite, la deliberación, reúne

características diferenciales profundamente acusadas según la diversa naturaleza de los órganos,

siendo regla común el reconocimiento de un amplio poder de dirección de los debates en favor

del presidente {64}. También ofrece notables diferencias, y una casuística extremadamente

prolija, el trámite de votación o adopción de acuerdos; la regla más común es la de la que los

acuerdos se adoptan por mayoría simple de los miembros presentes, esto es, por la concurrencia

de un mayor número de votos positivos que negativos, no computándose las abstenciones {65},

aunque es también común la exigencia de quorum de votación o mayorías reforzadas para

asuntos de especial relevancia {66}. El cuarto y último trámite, de proclamación y

documentación de los acuerdos, suele confiarse respectivamente al presidente y secretario del

órgano, mediante el levantamiento del acta correspondiente en el segundo caso {67}.

Como es lógico, las reglas anteriormente enunciadas son de indiscutible relevancia jurídica, en la

medida en que su inobservancia constituye un vicio de procedimiento (interna corporis) que se

traslada íntegramente, con todos sus efectos, al acto final, hasta el punto de determinar su nulidad

de pleno derecho en el caso de que las reglas infringidas posean carácter esencial {68}.

b) Las restantes tipologías estructurales de los órganos poseen una relevancia bastante inferior.

Algún sector doctrinal suele efectuar la distinción entre órganos representativos y no

representativos, en función de que el nombramiento de sus titulares se efectúe o no por parte de

la colectividad que constituye el sustrato social del ente (por ejemplo, las Cámaras legislativas y

las Corporaciones locales en el primer caso, y un director general o un presidente de un

organismo autónomo en el segundo); clasificación ésta que no es enteramente coincidente con la

que distingue los órganos electivos y no electivos, según que su nombramiento se lleve a cabo

por una colectividad, mediante votación (el Parlamento) o mediante la designación por una sola

persona (un ministro) {69}. Un par de clasificaciones éstas, a mi juicio, enormemente imprecisas

{70} y de escasa relevancia jurídica, por lo que su utilidad resulta prácticamente nula.

También resulta problemática la distinción entre órganos simples y complejos: una distinción

muy usual en la doctrina, pero de contenido y significado diverso, según los autores, al depender

del concepto de órgano defendido por cada uno. Ello la hace particularmente desconcertante.

El origen último de esta clasificación se encuentra en el hecho de que los órganos públicos

aparecen normalmente insertos en estructuras complejas, a las que el lenguaje coloquial aplica la

imprecisa denominación de organismos: por ejemplo, un Ministerio, que engloba al ministro,

subsecretario, directores generales y unidades inferiores dependientes de unos y otros, o una

Dirección General, compuesta a su vez de subdirecciones, servicios, secciones y negociados. Son

estas estructuras las que reciben en ocasiones la denominación de órganos complejos {71},

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mientras que para otros sólo recibirían esta calificación las estructuras integrantes de varios

órganos dotados de potestades con relevancia externa, pero no aquellas compuestas de un órgano

de esta naturaleza y varios órganos subordinados, puramente internos, que serían reputadas como

órganos simples {72}. Dada su dependencia, pues, del concepto de órgano que se mantenga, la

tipología es, por tanto, variable y de dudosa utilidad, pero es en todo caso incorrecta, sea cual

fuere el punto de partida conceptual, por cuanto los órganos llamados complejos nunca actúan de

forma unitaria, como un solo bloque, en el plano jurídico; más que de órganos complejos, por

tanto, de lo que debería hablarse con mayor precisión es de complejos de órganos {73}.

3. LAS TIPOLOGIAS DE ORDEN FUNCIONAL

Frente a la relativa simplicidad de las clasificaciones basadas en elementos estructurales, las de

orden funcional son múltiples: tantas cuantos matices sea posible imaginar en las diferentes

formas, contenidos y modalidades de la actividad que cada órgano desarrolla. Las que a

continuación referiremos no son, pues, sino unas cuantas de las docenas que podrían acuñarse,

debiendo reiterarse respecto de las mismas la advertencia, ya antes formulada, acerca de su

carácter eminentemente didáctico (sin contenido jurídico positivo, en ocasiones).

a) Las dos clasificaciones básicas, y de mayor tradición, dentro de las de orden funcional, son

las que atienden al ámbito territorial de las competencias del órgano y a la naturaleza material de

sus funciones. En el primer caso suele hablarse de órganos centrales y periféricos, y en el

segundo, de órganos activos, consultivos y de control.

De la primera de estas clasificaciones poco hay que decir en cuanto a su significado. Organos

centrales son, paradigmáticamente, aquellos cuya competencia se extiende a la totalidad del

territorio nacional (por ejemplo, el Gobierno), y periféricos, los de competencia territorial

limitada (por ejemplo, el gobernador civil o delegado de Hacienda). Con todo, la tipología

arrastra la carga de haber sido diseñada sobre el modelo de la Administración estatal, lo que hace

su aplicación literal dificultosa a los entes territoriales de rango inferior (Comunidades

Autónomas, Municipios), en los que se da también una diversificación orgánica en función de la

extensión territorial de la competencia. Por ello, aun conservando la terminología por su

expresividad y tradición, sería preferible fijar el contenido de uno u otro concepto en función de

la extensión de la competencia a todo el territorio del ente público (por ejemplo, el Gobierno del

Estado, pero también el de una Comunidad Autónoma, en relación a la misma, o el

Ayuntamiento, en relación a su término municipal) o sólo a parte del mismo (órgano periférico

sería el delegado de Hacienda del Estado, pero también el jefe del Servicio Territorial de

Industria de la Generalidad en Tarragona y la Junta de Distrito de un Ayuntamiento).

La segunda clasificación no es menos conocida y atiende a que las funciones exclusivas o

predominantes de un órgano consisten en la emisión de declaraciones de voluntad (órganos

activos), de juicio (órganos consultivos) o de actos de fiscalización de la actividad de otros

órganos (órganos de control). Los ejemplos son tan obvios que no merece la pena resaltar

ninguno.

Con todo, esta clasificación (única tripartita entre los convencionales) resulta hoy harto

incompleta para comprender la riqueza de matices que ofrece la actual organización

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administrativa y la diversidad de funciones asumidas por los entes públicos). Junto a estos tipos

de órganos debería hablarse también de órganos de estudio (por ejemplo, los Gabinetes de

Estudios existentes en múltiples Secretarías Generales Técnicas); de difusión (oficinas de prensa,

servicios de publicaciones); de planeamiento en todas sus variedades; de coordinación

(comisiones interministeriales, el propio Gobierno); de registro y certificación (un registro

administrativo o de la propiedad); de protocolo y de gestión económica o informática, entre otros

múltiples, cuya cita no parece necesaria {74}. Por el contrario, la categoría de los órganos

deliberantes, que en ocasiones se añade a la de activos, consultivos y de control, parece hoy de

muy escasa utilidad {75}.

b) Junto a las dos clasificaciones típicas ya aludidas, bastará con reseñar a continuación

algunas de las múltiples que atienden a aspectos concretos de las funciones desarrolladas por los

diversos órganos. No se hará alusión a su significado concreto, en ocasiones derivable de su

simple rótulo, proporcionándose solamente las referencias de los autores donde pueden hallarse.

Así, es frecuente la distinción de los órganos en constitucionales y no constitucionales, en

función de la relevancia de sus actividades en el juego de los poderes del Estado {76}. Por razón

de su estabilidad temporal prevista de antemano, suele hablarse de órganos ordinarios y

extraordinarios {77}. Por las características de su función, las distinciones se hacen entre

órganos principales y auxiliares, generales y particulares, administrativos y técnicos,

autónomos y no autónomos {78}, externos e internos {79}. A ellas cabría añadir, por su

capacidad de sugerencia, las que GARCÍA TREVIJANO propone entre órganos-actividad y

órganos-establecimiento y entre órganos privativos y comunes {80}.

Obviamente, estas clasificaciones son, comparadas entre sí mismas, de una gran disparidad. Las

hay de carácter exhaustivo (como la de órganos centrales y periféricos), en tanto que otras no

engloban la totalidad de los órganos existentes en una estructura administrativa (el Consejo de

Ministros, por ejemplo, no es un órgano administrativo ni técnico, autónomo ni no autónomo).

Por otra parte, algunas de las clasificaciones no son excluyentes entre sus propios términos: así

hay órganos que son al tiempo consultivos y de control (el propio Consejo de Estado, instancia

de control en cuanto a sus dictámenes dotados de fuerza obstativa: arts. 109 y 110 de la Ley de

Procedimiento Administrativo, entre otros casos), y órganos que son simultáneamente activos y

de control (un ministro o un subsecretario). De ahí la advertencia, por última vez reiterada,

acerca del carácter relativo y predominantemente heurístico o lexicográfico de la mayor parte de

estas tipologías.

_____________________________________

Notas {*} El presente estudio ha sido elaborado con destino a la Nueva Enciclopedia Jurídica Seix, en donde será publicado bajo la voz Organo administrativo. El origen de este trabajo explica su contenido y estructura sistemática: en él no se pretende abordar una investigación dogmática, en profundidad, del concepto, sino sólo proporcionar una visión sintética y comprensiva del estado de la cuestión al jurista no especializado, de ahí su tono didáctico y deliberadamente elemental, en muchos casos. El autor

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agradece a la editorial de la Enciclopedia su amable autorización para reproducirlo en las páginas de esta Revista. {1} Lo advierte con lucidez M. S. GIANNINI, voz Organi (teoría generale), en la «Enciclopedia del Diritto», t. XXXI, Milano, 1981, pág. 37 y sigs., para quien «formulato e introdotto guando la metodología attenta della Pandettistica declinava verso le propensioni logico-dogmatiche della post-pandettistica, la nozione di organo non poteva non subire di questa le influenze astratteggianti e sottilizanti» (pág. 39). Sus juicios globales sobre la teoría son rotundos: se ha convertido en un conjunto de «dedali di un costrutto divenuto complicatissimo» (ibídem), frente al cual «si incontrerebbero tali complicazioni da rendere consigliabile rinunciare al proponimento» (pág. 38). {2} R. CARRE DE MALBERG: Teoría general del Estado, trad. esp., México, 1948, página 986. {3} La prohibición del mandato imperativo proviene, como es sabido, de los primeros momentos de la celebración de los Estados generales. En la sesión regia de 23 de junio de 1789 se dijo: «Su Majesté declare que, dans les tenues suivantes des Etats généraux, elle ne soufrira pas que les cahiers ou mandats puissent être jamais considérés comme imperatifs; ils ne doivent être que des simples instructions confiées á la conscience et a la libre opinión des deputés dont on aura fait choix.» En general, sobre todos estos temas, vid. CARRE DE MALBERG, op. cit., pág. 985 y sigs., y G. JELLINEK: Teoría general del Estado, trad. esp., Buenos Aires, 1954, pág. 429 y sigs. {4} Así lo señala M. S. GIANNINI: Organi..., cit., pág. 4. {5} La primera formulación de la teoría del órgano elaborada por GIERKE se contiene en su ensayo Die Genossenschaftstheorie und die deutsche Rechtsprechung, Berlín, 1883, aunque ya se hallaba apuntada en su trabajo Die Grundbegriffe des Staatsrechts und die neuesten Staatsrechtstheorien, Zeitschrift für die gesamte Staatswissenschaft, 1874, págs. 153 y sigs., 265 y sigs. (reimp. separada, Tübingen, 1915; reedición Scientia Verlag, Aalen, 1973). Fue desarrollada en otras obras del mismo autor (en su Deutsches Privatrecht, I, Leipzig, 1895, pág. 497 y sigs., y en su trabajo Labands Staatsrecht und die deutsche Rechtswissenschaft, contenido en el vol. VII del Schmollers Jahrbuch, 1883, pág. 1139 y sigs.); un resumen de su tesis, en su obra Das Wesen der menschliche Verbände, Leipzig, 1902. {6} Die Genossenschaftstheorie..., cit., pág. 625. {7} Principalmente, por G. JELLINEK, primero en su System der subjektiven öffentlichen Rechte, 2.ª ed., Tübingen, 1905, pág. 223 y sigs.; más tarde, en Gesetz und Verordnung, Freiburg, 1887, pág. 205 y sigs. (reimp. Aalen, 1964), tesis luego reproducidas en su Teoría general del Estado, cit., pág. 409 y sigs. También, por P. LABAND: Le droit public de l'Empire allemand, trad. francesa, Paris 1900, vol. I, pág. 99 y sigs. H. PREUSS: Gemeinde, Staat, Reich als Gebietskörperschaften, Berlín, 1889, pág. 157 y sigs., y Uber Organpersonlichkeit, en «Schmollers Jahrbuch» XXVII, 1902, pág. 557 y sigs. (reimp., Aalen, 1964), y E. BERNATZIK: Kritische Studien über den Begriff der juristischen Person, en «Archiv für öffentliches Rechts», V, 1890, pág. 237 y sigs. Más escéptico al respecto fue O. MAYER: Deutsches Verwaltungsrecht, 6.ª ed., München/Leipzig, 1924, pág. 143, para quien es dudoso que el concepto posea una utilidad específica superior a los conceptos de Amts o Behörde, siendo más que nada la expresión de una «metáfora poética». El uso del concepto se extendió incluso al ámbito del Derecho civil, con los pandectistas DERNBURG y REGELSBERGER. {8} Sobre todo, a través de la obra de Léon MICHOUD: La théorie de la personnalité morale et son application au droit français, París, 2 vals., 1906-1909 (en esp., vol. I, pág. 131 y sigs.), y de A. MESTRE: Las personas morales y su responsabilidad penal, trad. esp., Madrid, 1931, pág. 217 y sigs., encontrando su consagración definitiva en la obra de CARRE DE MALBERG, cit., pág. 985 y sigs. (indispensable su consulta). Un rechazo frontal de la tesis, en Léon DUGUIT: L'Etat, les gouvernants et les agents, París, 1903, pág. 26 y sigs., y Traité de droit constitutionnel, 2.ª ed., París, 1923, vol. II, pág. 427 y sigs. {9} GIERKE no pertenece, en puridad, a la corriente ortodoxa del organicismo político que tiene sus raíces filosóficas en el pensamiento de SCHELLING (System des trascendentalen Idealismus, 1800), y sus representantes más conspicuos en NIBLER (per Staat aus dem Organismus des Universum entwickelt 1815), WELCKER (Die Letzten Gründe von Recht, Staat und Strafe, 1813), WARNKONIG (Rechtsphilosophie als Naturlehre des Rechts 1839), BLUNTSCHLI (Psychologische Studien über Staat und Kirche, 1844), PLANTA (Die Wissenschaft des Staats oder die Lehre vom Lebensorganismus, 1852), FRANTZ (Naturlehre der Staaten, 1870), SCHAFFLE (Bau und Leben des sozialen Körpers, 1875-78), KJELLEN (Staat als Lebensform, 1917), ÜXKÜLL (Staatsbiologie, 1920) y HERTWIG (per Staat als Organismus, 1920). Su concepción, al igual que la de Hugo PREUSS, no adolece de las exageraciones biologistas presentes en los autores citados: es mucho más sutil y depurada, aunque inequívocamente organicista. Para él, «la Corporación es una persona real, capaz de querer y de actuar», su capacidad

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«no es creada por el Derecho, éste la encuentra ya establecida, antes de intervenir para consagrarla, y se limita a reconocerla y regularla desde la perspectiva de su funcionamiento jurídico» (Die Genossenschaftstheorie..., cit., págs. 603 y 609). La voluntad real y auténtica de la Corporación-persona jurídica preexiste a los órganos, que se limitan a expresarla. El órgano no crea, pues, la voluntad colectiva: es un simple intermediario (Vermittler) que traduce al exterior una voluntad preexistente (ibídem, pág. 624). Una descripción completa de las tesis de GIERKE y PREUSS, en GRASSO: I presupposti giuridici del diritto costituzionale, Génova, 1898, pág. 69 y sigs., y en la obra fundamental de H. J. WOLF: Organschaft und juristische Person, Berlín, 2 vols., 1933-34 (reimp., Aalen 1968), en especial, vol. I, págs. 4 y sigs., 240 y sigs., y vol. II, págs. 91 y sigs., 224 y sigs. Para una exposición y crítica de las teorías organicistas, es clásica la monografía de A. Th. van KRIEKEN: Über die sogenannte organische Staatstheorie, Leipzig, 1873 y la crítica feroz de H. KELSEN, en su Teoría general del Estado, trad. esp., ed. de México, 1979, pág. 13 y sigs., y, sobre todo, en las notas contenidas en las págs. 478 a 486 con especial análisis de la intención política de las tesis de GIERKE. {10} Teoría general del Estado, cit., pág. 349, recogiendo ideas primeramente expuestas en su Hauptprobleme der Staatsrechtslehre, Tubingen, 1911 (reimp. de la 2.ª ed., 1923, Aalen, 1960), pág. 172 y sigs., y, sobre todo, pág. 450 y sigs. Para el concepto abstracto de imputación, su Teoría para del Derecho, trad. esp., Buenos Aires, 1960, págs. 129-130 y 191 y sigs., y también en su Teoría general del Derecho y del Estado, trad. esp., México, 1979, págs. 116-117 y 229 y sigs. {11} Además de GIERKE y KELSEN, como hemos visto, expresivamente PREUSS: Stellvertretung oder Organschaft?, en «Jherings Jarhbücher», VIII, 1902, pág. 435 y sigs., y J. SCHLOSSMAN: Organ und Stellvertreter, en la misma revista, pág. 301 y sigs. (aunque negando la teoría); G. MEYER: Lehrbuch des deutschen Staatsrechts, München/Leipzig, 1919 (7.ª ed.), pág. 18 y sigs.; J. HATSCHECK: Deutsches und Preussisches Staatsrecht, Berlín, 1930, I, pág. 27 y sigs.; A. HAENEL: Deutsches Staatsrecht, Leipzig, 1892, pág. 85 y sigs. Lo mismo en Francia (CARRE DE MALBERG, MICHOUD, op. y loc. cit.) y en la primera doctrina italiana: V. E. ORLANDO: Principi di diritto amministrativo, Firenze, 1910, pág. 51; V. ARANGIO-RUIZ: Istituzioni di diritto costituzionale italiano Torino, 1913 pág. 262 y sigs.; D. DONATI: La persona reale dello Stato, «Rivista di diritto pubblico», 1921, I, pág. 12 y sigs.; MICELI: Teoría degli organi nel diritto pubblico, «Rivista di diritto pubblico», 1923, I, pág. 361 y sigs. (también negador de la figura del órgano). {12} Teoría general del Estado, cit., págs. 409 y 425. {13} Una nación ésta de pluralidad de significados, y cuyo uso se encuentra en el origen de no pocos equívocos terminológicos. En su sentido canónico, officium es «munus stabiliter constitutum aliquem soltem secumferens participationem ecclesiasticae potestatis» (canon 145 Cod. Iur. Canonici, hoy derogado). Una definición clásica del oficio (y bastante más expresiva que la del Codex) es la de WERNZ-VIDAL: Jus canonicum, II, Roma, 1923, pág. 163: «carta et determinaba mensura functionum ecclesiasticarum, ad quam clerici a superiora ecclesiastico stabiliter deputantur». La traducción española que se ha hecho del término como «oficio» no es menos equívoca, por las connotaciones laborales del vocablo. Sobre la noción, M. S. GIANNINI: Diritto amministrativo, Milano, 1970, I, pág. 127 y sigs. {14} La tesis fue esbozada por C. ESPOSITO: Organo ufficio e soggettivitá dell'ufficio, Padova, 1932, pág. 7 y sigs., y seguida por un amplio elenco de autores: BISARETTI DI RUFFIA: Lo Stato democratice moderno, Milano, 1946, pág. 80, G. SALEMI: Corso di diritto amministrativo, Padova, 1941, pág. 117 y sigs., P. BODDA, Lezioni di diritto amministrativo Torino, 1949 I, pág. 49 y sigs., G. D'EUFEMIA: Elementi di diritto costituzionale, Napoli, 2.ª ed.,;950, pág. 92 y sigs.; C. VITTA: Diritto amministrativo, I, Torino, 1955, pág. 157 y sigs.; CROSA: Diritto costituzionale, Torino, 4.ª ed., 1955 pág. 209 y sigs.; S. FODERARO: Contributo alla teoría della personalità degli organi delio Stato, Padova, 1941, pág. 42 y sigs. {15} La formulación de O. RANELLETTI se encuentra en sus Principi di diritto amministrativo, I, Napoli, 1912, pág. 165 y sigs., recogiendo las tesis ya expuestas en su trabajo Gli organi delio Stato, «Rivista di diritto pubblico», 1909, I, pág. 109 y sigs. Sus partidarios no son de menor calidad: Santi ROMANO: Organos, en «Fragmentos de un diccionario jurídico», trad. esp., Buenos Aires, 1964, pág. 255 y sigs. (con una acerba crítica a la teoría de identificación del órgano y el oficio, pág. 272 y sigs.), y A. DE VALLES: Teoría giuridica della organizzazzione delio Stato, I, Padova, 1931, pág. 94 y sigs.; C. CERETI: Diritto costituzionale, Torino, 1958, pág. 57 y sigs., P. VIRGA: Diritto costituzionale Palermo, 1955, pág. 125, V. CRISAFULLI: Alcune osservazioni sulla teoría degli organi dello Stato, «Archivio giuridico», 1938, pág. 91, G. ZANOBINI: Corso di diritto amministrativo, I, Milano, 8.ª ed., 1958, pág. 137 y sigs. (sin excesiva claridad). La tesis, con todo, no es uniforme. Así, en la obra de DE VALLES (considerada como

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la matriz de la teoría italiana de la organización), el autor no limita el concepto de órgano a la persona y al oficio o círculo de competencias, sino que añade a estos elementos los de la competencia y la relación jurídica que une al agente o persona física con el Estado (op. cit., págs. 101-102). ROMANO, por su parte, añade los elementos materiales necesarios para el desempeño de la función (op. cit., pág. 274). Las variantes son, pues, innumerables. {16} A fin de no complicar excesivamente el análisis, marginamos deliberadamente otras tesis secundarias, como la que califica de órganos a la totalidad de los ciudadanos de una nación, en su calidad de tales, ni la que atribuye tal condición a los entes públicos territoriales respecto del Estado. La primera tesis está esbozada, en hipótesis por el propio KELSEN: Teoría general del Estado, cit., pág. 343 (en términos de rechazo), y fue formulada con entusiasmo por algunos autores de la época fascista (VOLPICELLI: Individuo e Stato nella concezione corporativa, en el volumen «Corporativismo e scienza giuridica», Firenze, 1934, pág. 19 y sigs.). La segunda fue formulada por Lorenz von STEIN, y a ella haremos referencia más adelante: una alusión a la misma en S. ROMANO, op. cit., págs. 275-276. {17} «Es un presupuesto lógico el que los órganos sólo pueden pertenecer a organismos», Uber Organpersönlichkeit, cit., pág. 594. {18} Commentaries in the law of England, London, 1795, I, 7, pág. 243. La fórmula procede, como es sabido, de BALDO: Imperator in persona morí potest, sea ipsa dignitas officium Imperatoris est immortale. {19} En este sentido, R. ALESSI: Principi di diritto amministrativo, I, Milano, 4.ª ed., 1978, pág. 86. La distinción expuesta en el texto entre representante y órgano no debe entenderse contradictoria con el juicio negativo respecto del concepto general de órgano que anteriormente se formula: el representante de que aquí se habla es, insistimos, el típico representante de Derecho privado. No hubiera habido, a mi juicio, especial dificultad para haber construido en los orígenes del debate doctrinal, el concepto de la representación de Derecho público, con un régimen de imputación distinta al propio de la representación civil (sobre lo cual, vid. infra). Ahora bien, aceptando la dualidad de conceptos como un hecho histórico, no cabe duda que entre ellos existen diferencias, al igual que las hubiera habido entre la representación de Derecho privado y de Derecho público. El inconveniente del par de conceptos órgano-representante se encuentra en el oscurecimiento que ha producido en cuanto al punto realmente neurálgico del problema: la extensión y efectos de la imputación, desviándose hacia seudo-problemas, como el aludido de la adscripción del concepto de órgano a la persona física, al oficio o ambos a la vez con o sin adición de otros elementos. Un intento de reconstrucción general de la teoría de la representación en Derecho público, en la obra de P. SABOURIN: Recherches sur la notion d'autorité administrative en Droit francais, París, 1966, pág. 243 y sigs., con un rechazo expreso de la teoría del órgano. {20} La terminología normativa no es, desde luego, absolutamente uniforme. Por no citar sino una norma relevante, la Ley de Régimen Jurídico utiliza los vocablos de «órganos y autoridades» (art. 2.°, 2); «servicios del Departamento» (art. 14, 1), «organismos y autoridades» (art. 14, 7), «dependencias y organismos» (art. 15, 3, y Disposición final 1.ª). Con todo, la expresión «órgano» es claramente dominante. {21} La formulación de ALESSI, en sus Principi..., cit., págs. 88 y 89; la de GIANNINI, en Organi, cit., págs. 45 y 48, y en su Diritto amministrativo, cit., I, pág. 142. La expresión Willenserzeuger no es, en puridad, de KELSEN, al que GIANNINI la atribuye (ibídem, pág. 48). Aunque KELSEN habla de «das Staatsorgans als Erzeuger des Staatswillen» (Hauptprobleme..., cit. págs. 460-461), la idea es original de BERNATZIK: «Nicht alle Teile des Organismus sind daher "Organe"; "Organ" ist bloss jener Teil desselben, welcher den die Gesamtheit bindenden Willen erzeugt» (Kritische Studien..., cit., página 278). Hay que hacer notar, por otra parte, que GIANNINI no rechaza tajantemente la tesis de ALESSI: para él, en efecto, «el órgano sólo puede ser definido mediante normas primarias; los oficios contemplados en normas secundarias (reglamentos) o en negocios jurídicos no pueden ser más que oficios. Y ello, por la razón de que la imputación afecta a la subjetividad jurídica y se halla, en consecuencia, reservada a la ley, por cuanto sólo las normas primarias pueden establecer y regular las figuras jurídicas subjetivas de un ordenamiento jurídico» (ibídem, pág. 45). Para él, como puede verse, el rango de las normas definidoras de las atribuciones respectivas de los meros oficios y de los órganos es pura consecuencia de la imputación. Una postura semejante a la de GIANNINI, en G. GUARINO: L organizzazione pubblica, Milano, 1977, pág. 188 y sigs. {22} La terminología, muy expresiva, es de ALESSI: Principi..., cit., pág. 85 y sigs., aunque sus conclusiones conceptuales son, como ya se ha visto, diversas de las aquí expuestas. {23} Con esta conclusión no se llega, sin embargo, a un concepto puramente material, técnico-

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organizativo, del órgano. La juridicidad del concepto de órgano no deriva de la imputación, sino de la determinación de su estructura interna por normas de Derecho positivo: la fijación de la forma de designación de sus componentes personales y de su ámbito de atribuciones o competencias, factores todos ellos de inequívoca relevancia jurídica. Es fuente de consecuencias jurídicas la designación de una persona que no reúne los requisitos legalmente exigidos para ocupar el cargo de que se trate, como lo es la actuación fuera de la competencia legalmente atribuida. Incluso en las unidades inferiores, cuyas tareas pueden venir fijadas por puras instrucciones internas de servicio, el incumplimiento de éstas puede ser fuente de responsabilidad disciplinaria. {24} Las expresiones son también de ALESSI, op. cit., pág. 83. Con mayor realismo GIANNINI ha calificado el concepto de órgano como una delle piú tormentate del Derecho administrativo (Diritto amministrativo, cit., I, pág. 141). {25} Como ya antes se indicó, no faltan autores que, junto a las personas y las funciones, integran en el concepto de órgano los medios materiales de que las primeras hacen uso para el desarrollo de las segundas; vid. la opinión de S. ROMANO en nota 15; también y en la doctrina más reciente, F. BENVENUTI: Appunti di diritto amministrativo, Padova, 4.ª ed., 1959, pág. 79, y A. M. SANDULLI: Manuale di diritto amministrativo, Napoli, 12.ª ed., 1980, pág. 165. Ciertamente, la importancia de los bienes y objetos materiales para el correcto desempeño de las funciones públicas es capital desde el punto de vista técnico-organizativo: son el substrato material necesario del órgano. Desde la perspectiva jurídica, sin embargo, su encuadramiento en la teoría del órgano es improcedente, al no guardar relación directa alguna con el fenómeno central de la misma, la imputación. {26} La doctrina italiana más reciente consecuente con su limitación del concepto de órgano a algunas de las unidades funcionales que integran la organización pública, distingue también entre las personas físicas que ostentan la titularidad del órgano y las que le auxilian o integran otras unidades que no merecen la calificación de órgano (simples uffici). La terminología utilizada para designar a unas y otras es variable: para las primeras suele emplearse la denominación de funcionario; las segundas se denominan genéricamente empleados públicos (cfr. ALESSI: Principi... cit., pág. 100 y sigs.) o simplemente adetti (A. M. SANDULLI: Manuale..., cit., págs. 167, 168 y 170). Desde una perspectiva teórica, las clasificaciones son correctas (particularmente completa y sugestiva, la de ALESSI, op. y loc. cit.), pero difícilmente trasladables a nuestro ordenamiento, en el que las denominaciones de las personas que realizan funciones públicas se efectúa por la ley en base a la naturaleza de la relación de servicios que las une con la Administración (funcionarios de carrera y de empleo; contratados administrativos y laborales), no en base a su posición relativa frente al órgano. {27} La terminología presenta variaciones en lo que se refiere a la relación orgánica, que hace medio siglo solía denominarse en Italia relación «di inmedesimazione organica» (así, ESPOSITO: Organo, ufficio..., cit.) y que hoy algún autor prefiere sustituir por la de relación «di ufficio» (así, GIANNINI: Diritto amministrativo, cit., I, pág. 248, y Organi..., cit., pág. 50). El contenido de todas estas denominaciones es, no obstante, prácticamente idéntico. {28} Por otra parte, los supuestos de la llamada disociación entre la relación orgánica y de servicios, sobre los que se ha insistido con frecuencia (vid., por todos, J. A. GARCÍA TREVIJANO: Relación orgánica y relación de servicios en los funcionarios públicos «RAP», 13 [1954], pág. 53 y sigs.), ni son propiamente tales supuestos, ni requieren de esta dualidad para su explicación lógica. Los supuestos prototipicos de esta disociación son, como se recordará, los de los funcionarios de los Cuerpos Nacionales de Administración Local y de los de Sanidad Local. Lo que existe en uno y otro caso es una disociación de los entes gestores de la relación de servicios; es incierto que, en estos casos, la relación de servicios se establezca exclusivamente con la Corporación, y la orgánica, con la Administración central. Las funciones se prestan en la Corporación local (y a ésta se imputan jurídicamente sus actos), pero dicha Corporación tiene también un importante papel en la relación de servicios: así, en el caso de los Cuerpos nacionales, es la Corporación la que abona las retribuciones, quien hace las convocatorias y nombramientos en determinados casos (por ejemplo, vicesecretarios, oficiales mayores, etc.) y quien impone sanciones disciplinarias en los casos de infracciones leves y graves. En el caso de los sanitarios locales, la gestión se encuentra también diferenciada: la convocatoria de plazas se realiza en algunos casos por la Corporación (por ejemplo, médicos de la Beneficencia Provincial, art. 15 y sigs. del Decreto de 27 de noviembre de 1953), en otros por el Estado. Pero es que, además, la artificialidad de la distinción se manifiesta en base a un simple interrogante. En estos casos, ¿con cuál de los entes se traba la relación orgánica, y con cuál la de servicios? Es sospechoso que nadie se pronuncie sobre este punto capital (lo que demuestra que la diferencia entre

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uno y otro tipo de relación no está ni mucho menos clara). Tomemos un caso significativo, el de los secretarios de Administración local: ¿con qué órgano entablan su relación orgánica? De las exposiciones al uso, parece deducirse que con la Administración estatal: lo que es absurdo si se tiene en cuenta que el secretario es un órgano de la Corporación, y es a ésta a la que imputa su actividad. Tomemos, pues, la solución contraria: la relación orgánica se establece con la Corporación, y la de servicios, con el Estado. ¿Pero no es cierto que los servicios se prestan a la Corporación y no al Estado? ¿En qué quedamos, pues? ¿No será más cierto que no hay tal relación orgánica y de servicios, como entidades separadas, y que lo que hay es un puro reparto normativo de potestades de gestión del status de los secretarios entre el Estado y las Corporaciones locales? Por lo demás, en los restantes supuestos que a veces se mencionan (por ejemplo Cuerpos Generales de la Administración civil), la diferencia está aún menos justificada puesto que las hipótesis relación orgánica y de servicios se establecen con el mismo ente público: lo único que hay es una concentración de potestades gestoras en un órgano concreto (Presidencia del Gobierno) y para algunos aspectos singulares del status funcionarial, permaneciendo los restantes en manos de los subsecretarios respectivos. {29} La expresión la tomo de ALESSI: Principi..., cit., pág. 104. {30} Aunque la generalidad de los autores pretende atribuir la paternidad de la tesis a Lorenz von STEIN, su primera formulación clara se encuentra en BERNATZIK: Kritische Studien..., cit., pág. 133; a la doctrina italiana (que es la que con mayor intensidad ha debatido la cuestión) pasa a través de la obra de GRASSO: I presupposti giuridici del diritto costituzionale, cit., pág. 172, de donde la toman explícitamente L. RAGGI: Esame critico delle varie teorie moderna sopra la nozione di autarchia, en la «Rivista italiana per le scienze giuridiche», XXXIII-XXXIV (1902), págs. 182 y sigs. y 33 y sigs., y, sobre todo, S. ROMANO en la voz Decentramento amministrativo, publicada originariamente en la «Enciclopedia giuridica italiana», Milano, 1911, pág. 427 y sigs. (y luego en sus Scritti minori, II, Milano, 1950, pág. 11 y sigs.), y en el mismo año, F. CAMMEO: Commentario delle leggi sulla giustizia amministrativa, Milano, 1915, pág. 46. El auge de la tesis fue considerable en la doctrina del período fascista, dada la viabilidad de su instrumentación en un sentido centralizador: vid., por todos, S. PANUNZIO: Teoría generala delio Stato, Padova, 1939, pág. 440 y sigs., y antes, FEROCI: Organi delio Stato, en ti parastatali, enti autarchici, en la «Rivista italiana di diritto penale», 1 93 3, II, pág. 601 y sigs. {31} De Administración indirecta a mediata continúa hablando, respecto de estos casos A. M. SANDULLI: Manuale..., cit., pág. 181, aunque la terminología no tiene fijeza alguna (para ZANOBINI, por ejemplo, Administración indirecta tiene un sentido mucho más restringido). El término de organización impropia fue acuñado por E. BENVENUTI: L'organizzazione impropia de la pubblica amministrazione, «Rivista trimestrale di diritto pubblico», 1956, pág. 968 y sigs., y en sus Appunti di diritto amministrativo, cit., página 81. {32} En general, el planteamiento de estos temas por la doctrina italiana es bastante superficial: vid. A. M. SANDULLI, op. y loc. cit., C. MORTATI: Istituzioni di diritto pubblico, I, 9.ª ed., Padova, 1975, pág. 197 y sigs., cfr. también CARBONE: Persone giuridiche-organi ed organi dotati di personalitá giuridica, «Rassegna di diritto pubblico», 1956 (citado por MORTATI, y que no he podido consultar); GARRI: In tema di delega, concessione ed affidamento ad enti pubblici della progettazione ed esecuzione di opere pubbliche, «Rivista trimestrale di diritto pubblico», 1967 pág. 384 y sigs., POTOTSCHNIG: La delega di funzioni amministrative regionali a gli enti locali, «Foro italiano» 1971, III, pág. 127 y sigs., y, sobre todo, F. ROVERSI MONACO: La delegazione amministrativa nel quadro dell'ordinamento regionale, Milano, 1970. {33} GIERKE hablaba así, un tanto confusamente, de Gliedpersönlichkeit (intraducible literalmente: personalidad en cuanto miembro), de unvollkommene Persönlichkeiten o personalidades incompletas, y de Organpersönlichkeit o personalidad orgánica, para dar a entender la existencia de una personalidad limitada (pie Genossenschaftstheorie... cit., pág. 159 y sigs., 171 y sigs.), término este último que generaliza PREUSS (Uber Organpersönlichkeit cit. supra), BERNATZIK, por su parte, hablará de una nueva Rechtssubjectivität (Kritische Studien..., cit., pág. 213 y sigs., y HAENEL, de una personalidad parcial limitada a las relaciones no patrimoniales (Deutsches Staatsrecht cit., pág. 85, y también en su obra Die Gesetz im formellen und materiellen Sinne, Leipzig, 1888, pág. 221). Para una visión general del debate en la doctrina, H. J. WOLFF: Organschaft..., cit., II, págs. 247-252. {34} Los representantes más caracterizados de esta línea de razonamiento son C. ESPOSITO, en su clásico trabajo, Organo, ufficio, personalità del ufficio, cit., y C. JEMOLO: Organi delio Stato e persona giuridiche pubbliche, en la revista «Lo Stato», 1931, página 329 y sigs., que recuerda a este efecto el

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ejemplo de la Iglesia Cató1ica, en la que los oficios más importantes están dotados de personalidad jurídica. Una aportación de relevancia la debemos a A. AFFOLTER, que la formuló en su ensayo Die Persönlichkeit insbesondere jene der Verbände und Stiftungen en los «Hirths Annalen des deutschen Reichs», 1914, pág. 880 y sigs., en el que resuelven el problema limitando la eficacia de la personalidad del Estado al Derecho internacional: «... en tanto que la personalidad del Estado es tal para el Derecho de gentes, los órganos poseen personalidad en orden al Derecho estatal..., la posibilidad de cohonestar la personalidad de los órganos con la personalidad del Estado podría ser rechazable si se considera aquélla como una ablación de la personalidad del Estado, pero si se considera en los términos aquí expuestos, es admisible» (op. cit., págs. 886-887). Más recientemente, la tesis de la compatibilidad en abstracto es aceptada por MORTATI: Istituzioni di diritto pubblico, I, cit., pág. 205, aunque reconociendo la excepcionalidad de los supuestos posibles, y, entre nosotros, por J. A. GARCÍA TREVIJANO: Tratado de Derecho Administrativo, t. II vol. II, 2.ª ed., Madrid, 1975, pág. 190. {35} De personalidad instrumental ha hablado G. MIELE: Principi di diritto amministrativo, Padova, 2.ª ed., 1953, pág. 93 y sigs. El concepto de personalidad interorgánica fue formulado primeramente por V. CRISAFULLI: Alcune osservazioni sulla teoría degli organi delio Stato, cit. supra, aunque su más enérgico defensor ha sido S. FODERARO: Contributo alla teoría della personalità..., cit. (3.ª ed., con el nombre de Personalità interorganica, Padova, 1969). El concepto de la legitimación pertenece a M. S. GIANNINI: Organi..., cit., pág. 52, que sin duda la toma de CARNELUTTI (también, aunque en sentido parcialmente diverso, MORTATI: Istituzioni..., cit., I, pág. 198 y sigs.). {36} Aunque podrían citarse excepciones a esta regla: así, la legitimación reconocida a los directores generales del Ministerio de Hacienda y a los Interventores territoriales para recurrir en alzada los acuerdos de los Tribunales Económico-Administrativos provinciales (arts. 130 y 136 del Reglamento de Procedimiento de las reclamaciones de este tipo), así como la impugnación que pueden efectuar los miembros de las Corporaciones locales respecto de los acuerdos que no hubieran votado favorablemente (art. 9.º de la Ley 40/1981, de 28 de octubre). No obstante, estos supuestos no son propiamente excepcionales: el primero no es sino un supuesto atípico de revisión de oficio, no extensible a la ulterior vía contenciosa; en el segundo, la legitimación no se confiere a órgano alguno, sino a personas físicas integrantes de un órgano colegiado: vid. la acertada crítica de GARCÍA TREVIJANO: Tratado..., cit., pág. 199 y sigs. {37} Para el concepto genérico de función pública, es indispensable el completo estudio de M. A. CARNEVALE VENCHI: Contributo allo studio della nozione di funzione pubblica, Padova, 2 vols., 1969. {38} Por descontado, en tal caso tiene lugar el vicio de desviación de poder, aunque su juego es más amplio: la adherencia al fin de la acción administrativa posee jurídicamente carácter analítico, no global. Para la legalidad de aquélla no basta con que el órgano persiga alguno de los intereses que constituyen su ámbito funcional: es precisa una correlación exacta y singular entre cada potestad concretamente ejercida y el fin o interés particular en base al cual el ordenamiento ha atribuido aquélla. {39} Para esta distinción, vid., por todos, la exposición paradigmática de ALESSI: Principi..., cit., pág. 88. {40} Diritto amministrativo, I, cit., pág. 219 y sigs.; para las tesis enunciadas, vid. A. DE VALLES: Teoría giuridica..., cit., pág. 80 y sigs., y ALESSI: Principi..., cit., pág. 107 y sigs. {41} Aunque sea fuente de múltiples equívocos, como en el uso que el Título VIII de nuestra Constitución y los Estatutos de Autonomía hacen de los conceptos de «competencia» y de «materia» vid. sobre ello, S. MUÑOZ MACHADO: Derecho Púb1ico de las Comunidades Autónomas, I, Madrid, 1982, pág. 369 y sigs. {42} No bajo el concepto de potestad organizatoria, claro está, sino del derecho a la creación de oficiales y magistrados, cuya calificación técnica era la de una regalía (así FERNÁNDEZ DE OTERO: Tractatus de officialibus reipublicae, Colonia, 1732, II, I, página 85, dirá que «inter regalía constituitur magistratum vel iudicum creatio», y MASTRILLO: Tractatus de magistratibus, Palermo, 1616, que «magistratus creatio est de regalibus»), como era lógico en un sistema en el que la venta de oficios constituía uso común. {43} Así, en cuanto a la creación de Comunidades Autónomas (arts. 81, 146, 151), municipios (art. 140) y provincias (art. 141). Respecto a los entes no territoriales existe el mismo principio de reserva, si bien de carácter formal: así, para la creación de organismos autónomos (art. 6.°, 1, de la Ley de Entidades Estatales Autónomas); nada dice nuestro Derecho positivo respecto de las sociedades estatales del primer tipo de las reguladas en la Ley General Presupuestaria (aunque normalmente han sido creadas mediante normas con rango de ley); en las de forma mercantil, en cambio, su creación está confiada al Gobierno (art. 6.°, 3, de la Ley General Presupuestaria). {44} Esta norma es similar a la que se contenía en el artículo 3.°, párrafo 2.°, de la Ley de Régimen

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Jurídico Administrativo del Estado. Su interpretación, sin embargo es problemática en cuanto se refiere al término «modificación» de los Departamentos ministeriales, en la medida en que el artículo siguiente de la propia ley confía al Gobierno la creación, modificación y supresión de todos los órganos superiores de los ministerios. ¿Cuáles son, por tanto, las «modificaciones» que quedan formalmente reservadas a la ley? Por exclusión, parece que debe restringirse este concepto a las modificaciones o trasvases de competencias o funciones de un ministerio a otro, así como a las alteraciones de la nomenclatura departamental. {45} Con este precepto se desarrolla implícitamente la previsión contenida hasta ahora en el artículo 2.° de la Ley de Procedimiento Administrativo (al que la Disposición adicional 2.ª de la Ley da una nueva redacción). No hay, en realidad, modificación sustancial del status normativo vigente en los últimos años, sino mera precisión expresa de los niveles organizativos creados con posterioridad a 1958 (secretarios de Estado, secretarios generales, subdirectores generales y servicios): únicamente cabe anotar una pequeña ganancia de la potestad organizativa de los ministros, a los que se confía ahora la creación de servicios, que antes correspondía a la competencia del Gobierno por una interpretación a sensu contrario del artículo 2.º de la Ley de Procedimiento Administrativo. {46} Entre las promulgadas hasta la fecha, cabe citar: la Ley 7/81, de 30 de julio sobre el Gobierno del País Vasco la Ley 3/82, de 23 de marzo, del Parlamento, del presidente y del Consejo Ejecutivo de la Generalidad de Cataluña; la Ley de 24 de mayo de 1982, de organización y funcionamiento de la Administración del Principado de Asturias; la Ley 23/82, de 11 de abril, reguladora del Gobierno y Administración de la Comunidad Foral de Navarra, la Ley 1/83, de 14 de abril, del Gobierno y de la Administración pública de la Comunidad Autónoma de Canarias, la Ley 1/83, de 22 de febrero, reguladora de la Xunta de Galicia y de su presidente, la Ley 6/83, de 21 de julio, del Gobierno y de la Administración de la Comunidad Autónoma de Andalucía la Ley 1/83, de 29 de julio, del Gobierno y de la Administración de Castilla y León la Ley 1/83, de 13 de diciembre, de Gobierno y Administración de la Comunidad de Madrid, la Ley 5/83, de 30 de diciembre, de Gobierno valenciano, la Ley 4/83, de 29 de diciembre, del presidente y del Consejo de Gobierno de la Comunidad Autónoma de La Rioja, y la Ley de 26 de abril de 1984, de Régimen Jurídico del Gobierno y de la Administración de la Diputación Regional de Cantabria. {47} Norma ésta en práctico desuso: jamás ha sido aplicada, que yo conozca. No obstante, vid. la Orden de 4 de febrero de 1980, por la que se aprueban las normas para la elaboración de la Memoria económica justificativa de los proyectos de leyes y disposiciones administrativas. {48} La vigencia de estos mecanismos (de una eficacia práctica realmente extraordinaria: de hecho, incluso el informe del Ministerio de Hacienda ha sido mucho más que un simple informe) debe ser puesta hoy en duda tras la promulgación de la citada Ley 10/1983, de 16 de agosto. Aunque esta norma no modifica ni deroga expresamente las que establecen la aprobación de Presidencia del Gobierno y el informe de Hacienda la modificación del sistema vigente parece difícil de negar: de un lado, la aprobación de Presidencia está limitada, en la citada ley, a las normas organizativas dictadas por los ministros (Disposición adicional 2.ª); nada se dice, por el contrario, en el artículo 12, a propósito de las reorganizaciones aprobadas por el Gobierno, con un silencio que a mi juicio es enteramente expresivo de la voluntad de suprimir el trámite (no tenía especial justificación el que un miembro del Gobierno pudiese impedir la aprobación de una norma por éste). Y lo mismo cabe decir respecto del informe de Hacienda, que la Disposición adicional 2.ª parece respetar implícitamente en las normas de competencia ministerial, mediante la fórmula elíptica y a sensu contrario de que las reorganizaciones podrán aprobarse por cada ministro «siempre que globalmente para cada Departamento no suponga incremento del gasto público» (lo que sólo puede constatarse a través del informe de Hacienda). Lo que no está claro es si esta condición final supone meramente una forma de respetar el informe de Hacienda o si, antes bien, la existencia de incremento en el gasto desplaza la competencia del ministro en favor del Gobierno. La redacción del precepto no es precisamente un modelo de claridad. {49} Sobre estos temas, vid. la amplia exposición de GARCÍA TREVIJANO: Tratado.... cit., pág. 122 y sigs. {50} Esta disociación puede ocurrir en tres supuestos tipo, distinguibles en función de la capacidad de obrar de los sujetos actuantes: bien, en primer término, los efectos de los actos realizados por una persona capaz (padre o tutor) se imputan al patrimonio de una persona incapaz (menor o pupilo). Bien, a la inversa, los efectos de un acto realizado por una persona incapaz (o incluso por animales o cosas) se imputan al patrimonio de una persona capaz (arts. 1.903, 1.905 y sigs. del Código Civil). O bien, por último los efectos de los actos realizados por una persona se imputa a otra, siendo ambas capaces

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(contrato de mandato, responsabilidad por hechos de los dependientes, art. 1.903 párrafo 4.°, del Código). {51} La expresión, hoy de uso frecuente en 18 doctrina italiana, proviene de M. S. GIANNINI: Organi..., cit., pág. 46 y sigs., que la toma, posiblemente, de FALZEA, en la voz Capacità (teoría generale), en la «Enciclopedia del Diritto», vol. VI, Milano, 1960, páginas 121 y sigs., 143 y sigs., GIANNINI contrapone a la mera «imputación de resultados» la que denomina «imputación formal», equivalentes a las que en este estudio se denominan imputación de efectos e imputación global, aunque la idea de la imputazione di fattispecie está claramente formulada en la obra (cfr. pág. 143). {52} La idea de la imputación total no debe entenderse, desde luego, en un sentido estricto y material no hay una traslación completa y absoluta del acto desde el funcionario al ente público. Cuando se habla de atribución de la autoría del acto se hace en un sentido figurado el funcionario continúa siendo, en la realidad, el autor del acto lo que permite el establecimiento de un vinculo de responsabilidad personal. Si un acto administrativo dictado con culpa grave produce daños, la Administración podrá repetir contra el funcionario autor del mismo el importe de la indemnización que se vea obligada a abonar (art. 42, 1, de la Ley de Régimen Jurídico). De la misma manera un acto administrativo constitutivo de delito se imputa a la Administración, pero ello no exime al funcionario de responsabilidad penal [aunque el acto arrastre consigo el vicio de origen, que lo hace nulo de pleno derecho, art. 47, 1, b), de la Ley de Procedimiento Administrativo]. {53} La tesis expresada es de ALESSI: Principi..., cit., pág. 94 y sigs., aunque viene expuesta sin excesivos matices. {54} La doctrina es abundantísima: además de los tratamientos contenidos en obras generales, vid. en especial C. VITTA: Il funzionario di fatto, «Rivista di diritto pubblico», 1923, I, pág. 473 y sigs.; L. VICARIO: Il funzionario di fatto, en la misma revista, 1941, I, pág. 45 y sigs.; LUCIFREDI PETERLONGO: Contributo allo studio dell'esercizio di fatto di pubbliche funzioni, Milano, 1965; G. LANDI: Occupazione militare ed atti amministrativi dello Stato occupato en «Giurisprudenza completa della Cassazione Civile», 1951, núm. 2.257, M. S. GIANNINI: La Reppublica sociale italiana rispetto allo Stato italiano, «Rivista italiana per le scienze giuridiche», 1951, pág. 330 y sigs. En España, los trabajos de E. MARTÍNEZ USEROS: Consideraciones sobre los funcionarios de hecho, en «Estudios Gascón y Marín», pág. 97 y sigs., y J. L. DE LA VALLINA: Sobre el concepto de funcionario de hecho, «RAP», 29 (l959), pág. 103 y sigs. {55} Así, ALESSI: Principi..., cit., págs. 98-99; MARRAMA: Titolari degli organi pubblici e principio di continuità, Napoli, 1969; vid. también E. CANNADA BARTOLI: Prorrogatio tacita di organi amministrativi e art. 97 Costituzione, «Foro Amministrativo», 1971 (con una opinión no coincidente). {56} La tesis negativa de la doctrina italiana (vid., por todos, ALESSI: Principi..., cit. pág. 98; aunque la opinión no es unánime: A. M. SANDULLI: Manuale..., cit., páginas 172-173, con una fórmula mucho más matizada) no es especialmente comprensible si se tiene en cuenta que, en Italia, la legislación ha venido a revalidar, de modo invariable, la eficacia de estas actuaciones: así, el Real Decreto de 20 de julio de 1919 y el Real Decreto-ley de 13 de mayo de 1923, respecto de los testamentos y matrimonios celebrados durante la ocupación austríaca de las provincias de Venecia, desde 1917 a 1921, y el Decreto legislativo de 5 de octubre de 1944, respecto de los actos de la fugaz República social italiana. ALESSI ve en estas normas una confirmación de su postura (la ley ha de venir a conferir valor a lo que de otro modo sería nulo), cuando podrían interpretarse en sentido contrario: como una protección expresa del principio de la buena fe, de actos que, por ello, han de considerarse válidos. {57} Vid. E. GARCÍA DE ENTERRÍA: Estructura orgánica y Administración consultiva, en «La Administración española», Madrid, 2.ª ed., 1964, pág. 54 y sigs., DAGTOGLOU: Kollegialorgane und Kollegialakte der Verwaltung, Stuttgart, 1960, A. DE LA OLIVA: La colegialidad en la Administración pública contemporánea, «Documentación Administrativa», núm. 70 (1963), pág. 9 y sigs., WHEARE: Government by Commitee, Oxford, 1955. {58} Principalmente en la doctrina italiana: vid. U. GARGIULO: I collegi amministrativi, Napoli, 1962, L. GALATERIA: Gli organi collegiali amministrativi, 2 vols., Milano, 19561959; S. VALENTINI: La collegialità nella teoría dell'organizzazione, Milano, 1966. {59} El grado de concurrencia de las normaciones heterónoma (esto es, dictada por órganos ajenos al propio órgano colegiado) y autónoma varía notablemente según los casos: la normación autónoma es capital en los órganos constitucionales (reglamentos parlamentarios, reglamentos organizativos del Tribunal Constitucional, etc.), y se reduce de manera progresiva según desciende la relevancia o independencia política del colegio. Esto no obstante, aunque en los órganos dependientes la normación

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tiende a ser sustancialmente heterónoma (por ejemplo, el Consejo de Estado, la Comisión Superior de Personal, con normativa a dos niveles, por ley y Decreto), siempre restan intersticios y lagunas que han de cubrirse con normas emanadas del propio colegio. {60} Así, por ejemplo, la práctica de los votos reservados o particulares, o dissenting opinions, en los órganos judiciales (vid. art. 351 y sigs. de la Ley de Enjuiciamiento Civil, y art. 90, 2, de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional). Asimismo, la votación en contra de los acuerdos mayoritarios puede jugar, en las entidades locales, como causa de exoneración de la responsabilidad patrimonial (vid. art. 21 del Real Decreto-ley 11/1979, de 20 de julio) o como factor de legitimación en los recursos a interponer contra actos de la propia Corporación (vid. art. 9.º de la Ley 40/1981, de 28 de octubre). Vid. también, en general, lo establecido en el artículo 14 de la Ley de Procedimiento Administrativo. {61} Así, artículo 11, 1, de la Ley de Procedimiento Administrativo, y artículo 79, 1 de la Constitución, en lo que afecta al Congreso y al Senado. La excepción está constituida, en nuestro Derecho positivo, por las Corporaciones locales, cuyo quorum de constitución es sólo de un tercio de sus miembros de derecho (art. 1.°, 1, de la Ley 40/1981, de 28 de octubre), que en ningún caso puede ser inferior a tres; es la misma regla que el artículo 11, 2, de la Ley de Procedimiento Administrativo prevé para la constitución en segunda convocatoria. La exigencia de la presencia de al menos tres miembros para la válida constitución del órgano proviene del viejo aforismo canónico duo non faciunt collegium, y podría plantear problemas en el supuesto hipotético de un colegio formado sólo por tres miembros de derecho; la jurisprudencia del Consejo de Estado italiano lo ha resuelto en el sentido de considerarse bastante, en tal supuesto, la presencia de dos miembros: vid. R. ALESSI: Principi..., cit., pág. 124. {62} Artículo 10 de la Ley de Procedimiento Administrativo y artículo 293 de la Ley de Régimen Local. En otras ocasiones se exige la audiencia o la previa conformidad de otro órgano (así, arts. 67, 1, del Reglamento del Congreso, y 71 del Reglamento del Senado). {63} La falta de convocatoria determina la nulidad de los acuerdos adoptados, salvo «cuando se hallen reunidos todos sus miembros y así lo acuerden por unanimidad» (artículo 10, 3, de la Ley de Procedimiento Administrativo). Asimismo es nulo el acuerdo adoptado sobre puntos no incluidos en el orden del día, salvo declaración expresa de urgencia adoptada con requisitos variables según los casos: en el Estado, presencia de todos los miembros del órgano colegiado y acuerdo de inclusión por el voto favorable de la mayoría absoluta de ellos (art. 12, 2, de la Ley de Procedimiento Administrativo) en las Corporaciones locales no se requiere quorum especial de presencia, pero sí que la decisión de inclusión sea acordada por el voto favorable de la mayoría absoluta de los miembros de derecho de la Corporación (que, por tanto, han de estar presentes: art. 297 de la Ley de Régimen Local). {64} Así, artículo 9.° de la Ley de Procedimiento Administrativo y artículos 116, a) y 268, a), de la Ley de Régimen Local. {65} Así, artículo 2.º, 1, de la Ley 40/1981, de 28 de octubre, en cuanto hace a las Corporaciones locales y artículo 79, 2, de la Constitución respecto de las Cámaras legislativas. Contra toda tradición, el artículo 12, 1, de la Ley de Procedimiento Administrativo exige el voto afirmativo de la mayoría absoluta (la mitad más uno) de los asistentes. {66} Vid. artículo 3.º de la Ley 40/1981, de 28 de octubre, en cuanto a las Corporaciones locales, y artículos 72, 1; 81, 2; 99, 3; 102, 2; 122, 3; 150, 3; 159, 1; 167 y 168 de la Constitución, en cuanto afecta a las Cámaras legislativas. {67} Vid. artículos 13 y 14 de la Ley de Procedimiento Administrativo y artículos 304 y 305 de la Ley de Régimen Local. {68} Artículo 47, 1, c), de la Ley de Procedimiento Administrativo. Cuestión diversa y de nada fácil resolución en términos generales, es la de saber cuáles sean precisamente dichas reglas esenciales. Vid., sobre ello, mi libro La nulidad de pleno derecho de los actos administrativos, Madrid, 1975, 2.ª ed., pág. 373 y sigs. {69} La distinción se encuentra en A. SANDULLI: Manuale..., cit., pág. 177. También, parcialmente, en J. A. GARCÍA TREVIJANO: Tratado..., cit., II, 1, pág. 221. {70} En efecto, las fronteras que separan la representatividad de la no representatividad, la efectividad de la no electividad, son absolutamente convencionales: el presidente del Gobierno es, desde luego, un órgano electivo, pero su representatividad es discutible según se estime que la elección por el Congreso de los Diputados confiere este carácter o no. ¿Qué decir entonces del presidente del Tribunal Constitucional, por ejemplo, elegido por un colegio elegido a su vez por varios órganos (Congreso, Senado, Gobierno, Consejo General del Poder Judicial) también de origen electivo, directo o indirecto? Por otra parte, estas clasificaciones son inaplicables a órganos colegiados de composición mixta, como

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el Consejo de Estado. {71} Así, en J. A. GARCÍA TREVIJANO: Tratado..., cit., págs. 218 y 219. {72} En este sentido, C. MORTATI: Istituzioni..., cit., I, pág. 211, que define los órganos complejos como aquellos «in cui i singoli organi che li costituiscono hanno una rilevanza esterna». Por ello, frente a la tesis de GARCÍA TREVIJANO, se afirma que un ministerio posee la condición de órgano simple (habida cuenta que en Italia los órganos inferiores al ministro no poseen, por lo común, potestades externas, contra lo que sucede en España». En sentido similar, A. SANDULLI: Manuale..., cit., págs. 173-174. {73} La expresión proviene de A. SANDULLI, op. y loc. cit. («complessi di uffici»). Con todo, hay algún caso excepcional de órganos en sentido estricto integrados exclusivamente por órganos, como en el caso de las Cortes Generales, en las sesiones conjuntas de ambas Cámaras (art. 74, 1, de la Constitución): así, con referencia al mismo supuesto en Italia, C. MORTATI, op. y loc. cit. última. Sería dudoso, en cambio, si la misma calificación es aplicable al Consejo de Ministros o a la Comisión General de Subsecretarios, por cuanto la pertenencia al primero de estos órganos tiene connotaciones fuertemente personales (un ministro no puede ser sustituido por su subsecretario en el Consejo de Ministros, al contrario de lo que ocurre en otras actividades), y no sólo depende, pues, de la titularidad orgánica del ministerio. {74} La alusión a los órganos de planeamiento, completando la tripartición clásica, en J. A. GARCÍA TREVIJANO: Tratado..., cit., pág. 225, donde también alude a la división en órganos directivos, ejecutivos y certificantes. {75} Si el término «deliberantes» se hace equivalente al de órgano que actúa previo intercambio de opiniones entre sus miembros, resulta idéntico al de órganos colegiados todos los cuales actúan previa deliberación. No parece correcta, sin embargo, la versión que de este concepto daba J. A. GARCÍA TREVIJANO: Tratado..., cit., pág. 223, como «aquellos que no resuelven por sí mismos, pero que hacen posible la resolución por parte de los activos; el ejemplo típico es el Consejo de Ministros». Aparte de que el Gobierno ya no es hoy un órgano de preparación, sino activo (el libro de TREVIJANO está escrito bajo la vigencia de las Leyes Fundamentales), lo cierto es que el contenido del concepto no guarda la menor conexión con su rótulo: cualquier órgano de propuesta (por ejemplo, una Subdirección General) sería un órgano deliberante, no practicando la deliberación en modo alguno. Con todo, la terminología ha pasado al Derecho positivo, como en el caso de la Comisión Provincial de Gobierno al que su normativa califica de órgano deliberante (art. 6.°, 1, del Real Decreto 1801/l981, de 24 de julio. {76} Vid. J. A. GARCÍA TREVIJANO: Tratado..., cit., pág. 212 y sigs.; en sentido diverso, y más afinado, C. MORTATI: Istituzioni..., cit., pág. 207 y sigs. La temática de los órganos constitucionales (y de sus variantes, como la de órganos de revelancia constitucional) desbordan los límites de este trabajo. {77} Vid. J. A. GARCÍA TREVIJANO: Tratado..., cit., pág. 220 y sigs., C. MORTATI: Istituzioni..., cit., pág. 211 y sigs.; A. SANDULLI: Manuale..., cit., pág. 180 (en la misma página se completa con la distinción entre órganos permanentes y temporales: el matiz diferencial es, sin embargo tan sutil que no merece una referencia particular). {78} Clasificaciones éstas bebidas a A. SANDULLI: Manuale..., cit., págs. 179 y 180. {79} Vid. C. MORTATI: Istituzioni..., cit., pág. 211. {80} Tratado..., cit., págs. 228-229 y 232-233. {00}