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José Enciso Contreras LAS MUJERES DE LA DIVISIÓN DEL NORTE

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José Enciso Contreras

Las mujeres

de La división deL norte

M.: R.: G.: L.: FemeninaLibre y Unida del Estado de Zacatecas

Miembro de la Confederación deGrandes Logias Femeninas Regulares de los Estados Unidos

Mexicanos del R.: E.: A.: y A.:S.: T.: U.:

Gran Cuadro Logial 2014 - 2016

CARGO VV.: HH.:M.: R.: G.: M.: Luisa Carrillo AcuñaDip.: Gr.: Mtra.: Herminia Hernández CastroP.: G.: V.: Aurora de Ávila GonzálezS.: G.. V.: Gloria Silvestre Saldívar S.: G.: V.: Adj.: María de la Luz Gallardo BrionesGR.: ORAD.: Luz María Cisneros LópezGR.: SEC.: Sandra Esperanza Muñoz CarrilloGr.: Sec.: Adj.: Libertad Monsiváis Camacho P.: DIAC.: Martha Gallardo BrionesP.: D.: Adj. Eva Silverio GallegosGR.: TES.: Martha Leticia Sandoval CarlosGR.: HOSP.: Bertha Patricia Torres ÁvilaGr.: HOSP.: Adj.: Esther Ambriz MorenoGR.: M.: C.. Delia Cristóbal JiménezSeg.: Gr.: Diac.: Ivonne Martínez RamírezP.: GR.: EXP.: Minerva Martínez Ávila S.: G.: Exp.: Nohemí Edith López VegaGR.: PORT.: EST.: Hortensia Ruiz García G.: G.: T.: INT.: Dolores Gabriela Guerra SantosGr.: Aband.: Cristina Elías AdameGr.: Econ.: Yesenia Soriano BarriosGr.: M.: C.: Adj.: María Luisa Mendoza García

Las mujeres de La división deL norte según eL testimonio de e. Brondo

Whitt, médico de La Brigada sanitaria

Por José Enciso Contreras

“…por dios te lo ruego,que con tus ojos

me vayas a llorar.”

La Adelita (fragmento)

1. Quién fue E. Brondo Whitt

Como lo refiere su título, estas notas están basadas prin-cipalmente en las impresiones de campaña del médico Encarnación Brondo Whitt, miembro de la brigada sani-taria de la División del Norte, comandada por el general Francisco Villa, así que conviene decir algunas palabras sobre él, como que nació en Monterey, Nuevo León, el 17 de octubre de 18771, hijo de Encarnación Brondo Martí-nez, a su vez hijo de Pietro Brondo, militar italiano emi-grado a México, y de Carmen Martínez. La madre del mé-dico fue Mercedes Whitt, hija del estadounidense Roland

1 Jesús Vargas Valdés en su introducción a E. Brondo Whitt. Sucesos notables de la Revolución en el Estado de Chihuahua (1915-1923). Chihua-hua: Gobierno del Estado de Chihuahua, 2005, p. 15 y 22-23.

Whitt, originario de East Virginia, en los Estados Unidos, y de Cristina Treviño, nativa de Pesquería Grande, Nuevo León. Al parecer Rolland era médico militar de las tropas invasoras estadounidenses de 1846, y no regresó a radicar en su país2.

Brondo se incorporó en Chihuahua, en marzo de 1914, al movimiento revolucionario formando parte de la brigada sanitaria, y durante su periplo redactó las no-tas y apuntes que le sirvieron para la elaboración de su libro clásico La División del Norte (1914). Por un testigo presencial3.

2. La División del Norte, como conjunto diverso y plural

No es usual que las investigaciones especializadas se pon-gan a reflexionar acerca de la inmensa variedad de perso-nas que componen un ejército, sobre todo cuando se trata de un cuerpo militar que por añadidura es revolucionario como la División del Norte, es decir, de extracto meramente popular, con las implicaciones lógicas que el adjetivo trae aparejadas. O sea que nos referimos a un ejército integrado por el pueblo, con todos los sectores de que se compone este abigarrado conjunto y, como reflejo de él, con todos sus de-fectos y virtudes.

Así hablamos de un colectivo formado por toda clase de personas, como los profesionistas; desde luego, milita-res de carrera, médicos, abogados, enfermeros, periodistas, profesores, cineastas, ingenieros y hasta un cura metido a militar, como lo fue el zacatecano Martín Triana. Y qué de-cir del común de la tropa, donde figuraron desde oficiales y jefes provenientes de sectores medios y marginales, hasta 2 E. Brondo Whitt. Los patriarcas del Papigochi. Chihuahua: Centro Libre-

ro La Prensa, 2008, p. 209.3 Diccionario histórico y biográfico de la Revolución Mexicana. Tomo v.

México: Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, 1994, p. 57. A su autoría se deben otros libros como El dios Pan (1919), Una visita a la cascada de Basaseachi y Nuevo León. Novela de costumbres (1935), Regiomontana (1937), Chihuahuenses y tapatíos (1939), y Los patriarcas del Papigochi.

la carne de cañón salida de estratos francamente depaupe-rados de la población, así como pícaros y vividores que no eran pocos. Proletarios urbanos y rurales, aventureros, ban-didos y pequeños ganaderos y comerciantes entre un largo, larguísimo etcétera… Las nacionalidades nos deparan asi-mismo grandes sorpresas, hubo nativos de España, Estados Unidos, Canadá y Alemania…

Caracterizado como el ejército revolucionario más poderoso de la historia de América Latina, en esa misma medida debe comprenderse la complejidad de la Divi-sión del Norte, pero particularmente en un punto poco explorado que tiene que ver con su diversidad en materia de género. “Las viejas”, así se refiere generalmente a las mujeres —en consonancia con sus compañeros de armas y el lenguaje de la época— Encarnación Brondo Whitt, médico avecindado en Chihuahua que, al igual que miles de personas se dio de alta en la División del Norte, con la añadidura, entre otras cosas, por el deseo de escribir un libro.

En este contexto hay que apuntar que los procesos revolucionarios sacuden a los pueblos por entero, estru-jan coyunturalmente las costumbres y zarandean los va-lores socialmente aceptados; y en ese marco importantes sectores de los grupos oprimidos, los ninguneados, los que no valían nada, los marginales, adquieren niveles de dinamismo a tal grado que trastocan profundamente sus perfiles tradicionales. Así ocurre con las mujeres, y aunque la inmensa mayoría de las que se involucraron en la Revolución Mexicana no lo hicieron desde la are-na política —coto reservado culturalmente en exclusi-va a los hombres—, todas las facciones revolucionarias incluyeron en sus filas a las mujeres, y en ciertos casos aislados hasta se desempeñaron como combatientes con algún grado militar, cosa más frecuente en el zapatismo, por cierto4.

4 Felipe Arturo Ávila Espinosa, “Las mujeres en la revolución”, en El historiador frente a la historia. Mujeres e Historia. Homenaje a Josefina Mu-riel. México: Universidad Nacional Autónoma de México., 2008, p. 140.

3. Sus dos [docenas de] viejas en la orilla…

Podríamos parodiar al conocido refrán para asentar aquí “Dime quién es tu general y te diré quién eres”. Como líder indiscutible de la división, sus características per-sonales, idiosincrasia y preferencias, deben ser sopesa-das para entender qué clase de tropa militaba bajo las órdenes del Centauro del Norte, porque ningún solda-do sigue voluntariamente a un líder con quien que no se identifique por lo menos en parte. Hablaremos entonces de Pancho Villa como macho, no porque queramos gra-tuitamente meternos en su vida privada, sino porque será precisamente ésta la que nos muestre la condición que respecto al hombre guardaban las mujeres de su ejército, para que no vayamos a pensar que los villistas eran in-trínsecamente malos, sino que —sin tratar de justificarlos ni mucho menos— las condiciones sociales simplemente eran de esa manera, y la cosa ya no tiene remedio. Qué le vamos a hacer.

Villa es el caudillo más popular de la conflagración, el revolucionario más fotografiado y filmado de todos los que anduvieron en La Bola; la imagen mítica del revolucionario ya había sido generada en el imaginario popular con ante-rioridad a la conformación de la División del Norte, y fue lográndose en un inicio por el motor ciego de la genuina popularidad y la leyenda que proporcionan los movimien-tos sociales armados, pero se veía aumentada enormemente merced a la deliberada intención del villismo por consoli-darla y promoverla mediáticamente, resaltando las caracte-rísticas que consolidarían su fama para siempre.

Friederich Katz, el más conspicuo de sus biógrafos, es preciso al aquilatar la percepción social del guerrillero en tiempos de la revolución, la que lograba concentrar mode-los sociales y mitos de profundo arraigo en la mentalidad de los mexicanos, especialmente el machismo, que estaba en la base de su prestigio:

“Era la encarnación de la imagen tradicional mexicana del ma-cho: tenía todas las cualidades combativas que el machismo exigía: era valiente, era un luchador de primera, su puntería

con la pistola era proverbial, y su habilidad como jinete era tan grande que los bardos escribían corridos sobre sus caballos. Su interés por las peleas de gallos y su reputación de mujeriego eran elementos esenciales de esa imagen. También lo era su crueldad, asimismo adecuada al modelo del macho.”5

Y como buen macho que de tal se precie, mi general casó con todas las de la ley con su mujer legítima doña Luz Co-rral, quien como buena mujer de la época, al momento de formar pareja con el Centauro, ya sabía lo que compraba y la vida que le esperaba.

“Seguramente —dice Katz—, no esperaba un matrimonio sim-ple, convencional y monogámico en vista de su reputación y de las tradiciones de machismo en México. Sin embargo, no es muy posible que estuviera preparada para el diluvio de queri-das, amigas, esposas «legales» e hijos que le iba a caer encima en los años siguientes.”6

Una buena pregunta sería en qué manera una mujer como la señora Corral percibiría a su célebre y machote marido y la opinión que, una vez sosegados los vendavales revolu-cionarios, dejaría en su recuerdo. Doña Luz publicó en 1948 sus memorias, que resultan testimonio interesantísimo para conocer el estilacho de mi general en lo que a cuestiones conyugales se refiere. Contra lo que pudiera pensarse, el li-bro no es denigratorio ni representa la clásica retahíla de quejas y lamentos desgreñados de una mujer despechada; revela que curiosamente Villa, detentador de los defectos que ustedes quieran ponerle y muchos más, no fue un ma-rido borrachote, irresponsable, arguenudo y golpeador sino que, pese a todos los pesares ganó el amor de esta sufrida mujer, a tal grado que el testimonio de doña Luz es total-mente exculpatorio y apologético de su viejo.

“Todavía quiero su memoria y la defiendo: primero porque es mi deber y porque es preciso que yo cuente al mundo, que

5 Friederich Katz, “Cuatro semanas que estremecieron a Chihuahua. La breve pero trascendental gubernatura de Pancho Villa”, en Jesús Vargas Valdés (coordinador). Chihuahua, horizontes de su historia y su cultura. Tomo i. México: Milenio, 2010, p. 308.

6 Friederich Katz. Pancho Villa. Tomo i. México: Era, 2007, p.195 y ss.

él no era tan perverso como lo presenta la leyenda que a su derredor se ha tejido”.

A fin de cuentas, la señora Corral tenía que explicarse sobre la marcha de su matrimonio y por si las dudas, varios de-fectillos cuyas causas según su dicho no residían solamente en su Pancho, cuestión sobre la que bien puede utilizarse nueva apología:

“No podré decir que era un amoral. Pero si lo era, yo pregunto a la sociedad y a quienes lo acusan. ¿En qué escuela fue educa-do? ¿qué labios amorosos insinuaron la caridad en sus oídos? ¿Acaso la leyenda no nos cuenta también que él y los suyos vi-vieron eternamente befados y escarnecidos, precisamente por aquellos que debieron ser dechados de virtud y de nobleza?”7

Doña Lucita refiere muchos casos de, digamos malenten-didos de faldas, que involucraron a su amado Centauro. Quiero referirme a dos. Estando establecido el matrimonio Villa en la hacienda de Canutillo, en la casa se les metió una mentada Austreberta, que era una chavita, la querida en turno del general, quien se la llevó en persona a Lucita. “Aquí tienes esta muchachita para que te ayude a coser”. Al poco tiempo la señora Corral descubrió una carta más o menos amorosa de Austreberta para el general, pero el re-clamo de la ofendida nunca fue para su hombre, sino para la resbalosa chihuahuense que andaba de aprontona y encima metiéndose en su propia casa para comerle el mandado8.

Don José Vasconcelos, el Ulises Charro, admirador y crítico del Centauro, se refiere a doña Luz en el prólogo al li-bro de sus memorias como una “esposa que supo perdonar-le sus desvíos, y al mismo tiempo dedicarle sin desmayo, la piedad y la reverencia, la hija legítima del amor verdadero”. Algo de bueno debía haber tenido Pancho, reflexiona don

7 Luz Corral de Villa. Pancho Villa en la intimidad. México: s. p. i., 1948, p. 23.

8 Ídem, p. 230. Otro caso ocurrió a la fiel amiga de Lucita, Cuca Ochoa, quien al acudir a la Quinta Prieto, donde vivía por aquella época el general con Juana Torres, al preguntar por su esposa salió a recibirla una hermana de Juana, por lo que la buena de Cuca dijo que buscaba a la esposa legal y no a otra.

Pepe, “virtudes interiores oscurecidas por su acción exter-na, pero valiosas y firmes, de otra manera no se explica que pudiera inspirar un afecto noble y desinteresado…”. Elogia finalmente a la autora por mantener tamaña devoción ha-cia quien ya nada podía darle, mortis causa9. Una frase en particular de esta mujer nos dice todo sobre la actitud que mantuvo respecto a su marido:

“Mi cariño hacia él no aminoró jamás. Afirmo mi creencia, que es también mi convicción, de que a la mujer de hogar, no de-ben importarle los extravíos amatorios del esposo, si en el seno del hogar, si en el santuario de su misma vida, la esposa es querida y respetada.”10

En el ejemplar que conservo de sus memorias se lee una dedi-catoria autógrafa de doña Luz Corral, datada en Chihuahua el 19 de abril de 1952, para un tal Armando Valencia. Dice así: “Con todo cariño para el señor Armando Valencia R. Con mis deseos de que al leer este libro, sabrá comprender el esfuerzo de una mujer para presentar a las generaciones venideras un Pancho Villa más patriota, más amante de su raza.”11

Katz dedica un pequeño apartado de su biografía al tra-tamiento de la cuestión y entre otras cosas puede concluirse la extrema lealtad, entrega y subordinación de la mujer legí-tima de Villa, así como las trácalas de que mi general era ob-jeto por parte de otras más sagaces. Sus relaciones amorosas fueron en directamente proporcionales al éxito militar y po-lítico del general, particularmente en el periodo de 1913-14.

4. Las viejas: “impedimenta colosal”

A través de excepcional testimonio escrito del doctor Bron-do12 sabemos que el ejército comandado por el mítico ge-

9 José Vasconcelos, en su “Prólogo” a Luz Corral de Villa, op. cit., p. v. 10 Luz Corral de Villa, op. cit., p. 73.11 Ídem. Ver la dedicatoria ológrafa.12 Encarnación Brondo Whitt. La División del Norte (1914). Por un testigo

presencial. México: Lumen, 1940.

neral, en mucho se integraba por familias y no sólo por hombres como generalmente se ha entendido13, puesto que, como el mismo médico nos cuenta, la familia de un hombre implicaba mujer, hijos e hijas más algunos accesorios que solían acompañar a la reina de la casa, como un cenzontle y un perro14, y si había suerte hasta un burro. Verdadero ejército de familias, reales o circunstanciales, que durante la fatigosa marcha acampaban para almorzar, comer o cenar a la vera de la vía, que era cuando cada combatiente se reunía con su prole para comer carne, frijoles y tortillas, tanto de harina como de maíz.

Mas logísticamente indispensables las mujeres a la hora del rancho, con enaguas o pantalones, resultaban “impedi-menta colosal” para el ejército —según palabras del propio Villa15— a la hora de las largas y veloces movilizaciones ferroviarias, y más durante los combates. Pero allí estaban ellas. Tenaces. Eran presencia permanente. Se entiende por impedimenta un concepto típicamente castrense que desig-na al menaje con que cuenta el soldado, pero que dificulta su marcha; añadiremos a esto que si el combatiente lleva impedimenta es por serle absolutamente imprescindible, como mochilas, botas, armas, alimentos... Tal era la idea del Centauro y sus generales sobre las mujeres de su ejército, lo cual no viene a ser una actitud necesariamente despectiva sino estrictamente táctica, porque hasta donde hemos ave-riguado, la División del Norte protegía a su “impedimenta” femenina al grado de no meterla a combatir, como ocurrió en ejércitos más o menos similares.

Lo anterior no tenía nada de extraño pues como bien afirma John Reed, el soldado villista poseía una mentalidad más cercana a la que se tenía en el siglo xviii, que la que era deseable en el combatiente del recién inaugurado siglo xx. O sea que iban a la guerra llevando consigo a sus mujeres y niños, como se había hecho en todos los ejércitos que en

13 Cfr. Pedro Salmerón. La División del Norte. La tierra, los hombres y la historia de un ejército del pueblo. México: Planeta, 2006, p. 11.

14 Encarnación Brondo Whitt, La División del Norte…., p. 177.15 Ídem, p. 153.

la historia de México habían sido hasta esas fechas16. Insisti-mos en que no debe piensarse que las viejas estaban presen-tes en el frente de batalla, por lo menos las de la División del Norte. Normalmente eran conducidas en los mismos trenes al lado de sus viejos, y quedaban rezagadas, por órdenes su-periores, cuidando a sus hijos en los momentos críticos17.

Ciertos autores han atribuido a las soldaderas tareas que no eran muy distintas a las de los soldados, además de la alimentación, labores de espionaje, mensajería y organi-zación militar18, pero reafirmo que, ateniéndonos al testimo-nio de nuestro cronista, la intervención de las mujeres en el frente de combate en este caso no se dio, o por lo menos era impensable en la mentalidad estratégica de los generales de la División del Norte. Por otro lado, se reconoce que Villa fue el primer caudillo que planteó su famosa táctica de mar-chas relámpago, dejando al contingente de mujeres y niños considerablemente rezagados de la retaguardia19.

He dado en pensar que la División del Norte recogió tradiciones militares mexicanas del pasado —como lo ates-tiguó en su momento John Reed—, las que provenían del tardío periodo colonial, sobre todo por el hecho de llevar a mujeres y familias en los contingentes militares en plena campaña. Este dato constituye el aspecto antiguo de la Divi-sión del Norte. Pero, como si fuera la otra cara de la misma moneda, el ejército de Villa era bastante moderno a juzgar por su organización, por contar con soldados asalariados o a soldada y, desde luego, con los portentosos recursos logís-ticos para el combate que —además del tren, el telégrafo, el automóvil y la motocicleta— disponía de armamento de úl-tima generación, sobre el que Brondo Whitt igualmente nos brinda buen testimonio. En suma hablamos de un ejército

16 John Reed. México insurgente. México: Leega, 1985, p. 98.17 M. S. Alperovich y B. T. Rudenko. La Revolución Mexicana de 1910-17, y

la política de los Estados Unidos. México: Ediciones de Cultura Popular, 1979, p. 149.

18 Felipe Arturo Ávila Espinosa, op. cit., p. 142.19 Martha Eva Rocha. El álbum de la mujer. Antología ilustrada de las mexi-

canas. El porfiriato y la revolución, Vol. iv. México: Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1991, p. 76.

moderno y a la vez antiguo, como lo era y lo es actualmente el pueblo de México

Ahora bien, hay distintas maneras de ser antiguo, por-que si bien los villistas acarreaban a sus familias, lo hacían principalmente para cumplir necesidades periféricas de lo-gística. Este fenómeno no pareció ser igual en los distintos ejércitos rebeldes, en algunos de los cuales aparece que la función de las mujeres fue diferente a este que explicamos. Un estudio efectuado entre las sobrevivientes del ejército zapatista reveló que la mayoría de ellas eran muy jóvenes o casi niñas. El 37% de las zapatistas entrevistadas tenía en 1915 entre 15 y 19 años de edad, lo cual las empata con sus colegas Villistas, según la impresión que me queda de la lectura de la crónica. Algunas las hubo entre los zapatistas, que eran normalistas o enfermeras estudiadas. Diferencia sustancial con sus homólogas del norte consiste en que 60% de las sobrevivientes sureñas afirmó haber participado en combates y 20% alcanzó el grado de coronela, por ser el za-patismo “el movimiento que tuvo más sensibilidad y preo-cupación por la participación femenina.”20 Y puestas así las cosas, creo que hasta se pasaron.

El médico cronista cita un solo caso de mujer comba-tiente, la encontró en uno de los tranvías de Torreón, e iba vestida de hombre. La identificó por sus formas redondas de arriba y de abajo y por su cara bonita. “Soldadito, me gustas más para el amor que para la guerra”, le dijo para despedirse al bajarse del vagoncito21.

5. Soldaderas: “bravas perras humanas” o “No tengo qué ponerme”

Cuatro fueron los tipos de mujeres que revueltas en aquel “mundo de trenes y gente”, el doctor Brondo percibió en la épica campaña de 1914. Comencemos por las soldaderas, que es la muy mexicana palabra para designar a las mujeres de los soldados —como escribió tan magistral como trágica-

20 Felipe Arturo Ávila Espinosa, op. cit., p. 144.21 Encarnación Brondo Whitt, La División del Norte…, p. 66.

mente Heriberto Frías— “que, esclavas seguían a sus «vie-jos» y luego avanzaban para proveerse de comestibles (…) aquellas hembras sucias, empolvadas, haraposas; aquellas bravas perras humanas, calzadas también con huaraches…”22. Sin embargo, hay que anotar al margen y con toda la justicia del caso, que muy a menudo, pese a su vestimenta astrosa y dudosa higiene, también las había jóvenes y gua-pas, por cierto asunto siempre tenido en consideración por el doctor Brondo23.

Si miramos con atención las fotos de la campaña de 1914 en que aparecen mujeres veremos que prácticamente, por lo menos a ojo de buen cubero, no existen diferencias entre to-dos los personajes femeninos que en ella puedan aparecer. El principal común denominador que encontraremos será la frugalidad del guardarropa de todas ellas. El harapo, la hilacha, la garra, parece prevalecer en el panorama.

“La «garra» domina. El hilacho flamea como un gallardete, se arrastra, se desliza, vuela, se entrampa en los chaparros, se agarra a la gobernadora, se retuerce, se menea, se enrolla; se os-tenta, a veces gallardamente, de la cintura abajo o de la cintura arriba de cada mujer. Donde una caravana con impedimenta femenina hace alto una semana, un día, una hora… al distin-guirse a lo lejos es un harapo; si va en marcha es un harapo que se mueve; al levantarse de un campo lo deja cubierto de hara-pos y su camino es señalado por los harapos, como el camino de Jerusalem era señalado por los huesos de los cruzados.”24

Las soldaderas fueron el contingente femenino más nume-roso que se involucró en la conflagración revolucionaria desde 1910. “Se les llamó soldaderas por extensión, porque acompañaban a los soldados (…), se ocupaban de múltiples actividades, principalmente de conseguir y preparar los ali-mentos, de atender a los enfermos, de atender a los niños y alimentar a los animales…”25.

22 Heriberto Frías. Tomochic. Novela histórica mexicana. México, Editora Nacional, 1960, p. 27.

23 Encarnación Brondo Whitt, La División del Norte…, p. 123.24 Ídem, p. 156. 25 Felipe Arturo Ávila Espinosa, op. cit., p. 142.

Los estudios al respecto añaden que no sólo la prepara-ción de los alimentos era su principal tarea, sino que incluso la de conseguirlos en los duros tiempos de aguda escasez26; sin embargo, las apreturas para el abasto no parecen haber hecho demasiada mella en la División del Norte, que con-taba con el suficiente financiamiento como para mantener cierto nivel adquisitivo entre la tropa. Llegado el caso, para eso estaba la imprenta que producía muy buenos bilimbi-ques, o billetes villistas, una especie de auténticos panchóla-res que eran aceptados, aunque de mala gana, en los terri-torios que iban ocupando, porque no hay peor augurio que un ejército mal comido.

Viajaban las soldaderas y sus vástagos “hechas bola” en los techos de los trenes pues los interiores de los vagones eran reservados para la caballada, elemento consentido en este complejo y competitivo mundo bélico. Luego bajaban todas presurosas de los convoyes al momento de algún alto en el camino —de los que había muchos— para armar en un periquete su cocina al aire libre con el fin de satisfacer el hambre del cónyuge y la de su respetable familia. Para ello cargaban en sus espaldas abultados menajes, a falta de bol-sas de polietileno de nuestros días, obviamente envueltos en los proverbiales harapos.

Solían verse otras mujeres de estas, digamos que algo más afortunadas, tirando las riendas de jamelgos o burros enclenques, cargados a su vez de numerosos críos greñudos y birriados de todas las edades. En ocasiones su hombre las transportaba en ancas de su caballo y, asegura nuestro ga-leno cronista, “no hay una sola de las que así viajan, que no lleve una grande satisfacción pintada en el semblante”.

Huelga decir que la atención a los maridos incluía las relaciones amatorias, sus consecuentes embarazos y hasta los partos27, actividades que no tenían por qué verse inte-rrumpidas, sino antes incentivadas por la moralidad de la guerra, como veremos más adelante.

26 Ídem, p. 143.27 Ídem, p. 144.

6. Las vivanderas o “Mujeres emprendedoras”

Por su parte, el cronista también contempló a las vivanderas, escogiendo cuidadosamente el vocablo más apropiado que ofrece para el caso la lengua castellana, porque se trataba de mujeres empresarias a lo pobre, por etiquetarlas de alguna forma. Se ganaban la vida con el oficio de alimentar al sol-dado que por alguna clase de azar no contaba con su propia soldadera. Pongamos aquí que su negocio era la restaura-ción trashumante.

Además de ser camaradas en el harapo, bien vistas las cosas en muy poco se diferenciaban formalmente de las sol-daderas, salvo por no tener viejo generalmente, si bien nada les impedía hacerse de alguno propio a la menor oportu-nidad. Tampoco era raro que las continuas refriegas y ren-cuentros dejaran viudas a numerosas soldaderas que provi-sionalmente se veían obligadas a ejercer de vivanderas para mantenerse a sí mismas y a su prole en tanto encontraban nuevo viejo. Nunca faltó un roto para una descosida en la División del Norte. No señor. Sobre una de aquellas des-consoladas viudas momentáneas, escribió el doctor Brondo: “¡así duraran mis penas lo que dure de viuda esa mujer!”

Derivaciones militares de las propietarias de fondas o almuercerías coloniales, ayudadas por su prole o asociadas a colegas, las vivanderas también cargaban grandes tamba-ches llenos de víveres y cazuelas, instalaban su changarro a la menor provocación y atendían afanosamente a la lángara clientela que se fuera presentando. De acuerdo, las de este gremio tampoco eran normalmente un dechado de la cos-metología y de la moda.

7. Arriba, arriba, muchachos…

Cierto tipo de mujeres, más marginales y en ocasiones asaz afortunadas dependiendo del caso, vistosas marchaban en-tre la tropa sin estar unidas necesariamente a un hombre, y precisamente basaban en esta libertad sus condiciones de subsistencia. Martha Eva Rocha ha recogido testimonios

sobre cierto tipo de soldaderas del sur del país, a las que se les veía “lúbricas, desenfrenadas, borrachas en las pla-zuelas y en los barrios de México.”28 Llegamos así a tratar con el noble gremio de las “Ametralladoras”, donde solía agruparse en la División del Norte a las “mujeres livianas, que abundan”.

Convengamos en que desde cierta perspectiva, cual-quier ejército es también un gran mercado en todos los sen-tidos posibles, con su oferta, su demanda y toda la cosa. Así como hemos referido la demanda de comida, la hubo también de ropa, armas, cerveza, licores, tabaco y un sinfín de géneros más que circulaban con fruición entre la solda-desca. El sexo no tenía por qué desmerecer, faltaba más. La propia naturaleza de la guerra muestra siempre una pulsión en contra que se vincula con el erotismo. Si bien las Ametralladoras alegraban las soledades y angustias de muchos combatientes, el tórrido romance terminaba con el pago de un precio razonable en compensación por sus loa-bles servicios.

Por otra parte, no había impedimento para que una Ametralladora tuviera a bien cambiar de giro si así lo que-ría, y pasar a engrosar las filas de las soldaderas, oficio más seguro aunque menos lucrativo. Es más, de vivandera a ametralladora tampoco mediaba en ocasiones ni un paso, porque podían venderse simultáneamente tacos o suspiros, a gusto del cliente, sin que pasara nada.

Admitamos también que las Ametralladoras eran, se-gún el bien entrenado ojo clínico de Brondo, el principal medio de difusión de chancros y otros padecimientos ve-néreos que igualmente prevalecieron el aquella abigarrada muchedumbre bélica. Hacia el mes de noviembre de 1914, de camino a la ciudad de México, cuando las más encar-nizadas campañas habían sido ganadas por los villistas, y viejos y viejas habían tenido el tiempo más que suficiente para compartir entusiastamente canciones, bebida, caricias, fluidos y hasta piojos —una auténtica plaga de Egipto entre la tropa—, nuestro médico reportaba que en los vagones sa-nitarios a su cargo no parecía haber novedad, pues los hués-28 Martha Eva Rocha, op. cit., p. 72.

pedes se reducían a pacientes blenorrágicos o chancrientos29. Hasta describe a un joven soldadillo recién estrenado en la vida, la guerra y la cogida, a quien por sus recurrentes con-tagios ya le apodaban El Venéreo.

No pude resistir la tentación de compartir con los lec-tores una escena romántica típica descrita por Brondo en plena campaña de 1914; tuvo lugar en las inmediaciones de la estación de Hipólito, en Coahuila:

“Me bajé del carro a dar un paseo a la hora meridiana en que sólo las lagartijas andan en actividad, y me tropecé con este idilio marcial: a la sombra de un carro de ferrocarril, pero rodeados de la tremenda irradiación solar, están tendidos un hombre y una mujer. Los rieles sirven de cabezal. Un sa-rape y un Máuser amortiguan la dureza de la almohada. Él está con todos los arreos, no ya de campaña, sino de guerra. Mientras yo pasaba se estuvieron quietos, pero todavía no me veían las espaldas cuando ¡empezaron con unos besos y unos chicoleos tan sabrosos que me hicieron ponerme colo-rado! Luego gané mi carro santiguándome aún, y les conté el caso a mis compañeros. Desde la puerta de nuestra vivienda se alcanzaba a ver parte del idilio: «las patas», unas, con tu-bos de vaqueta; otras, a medias azules, y en magnífica cuar-teta de amor”30.

8. Tengo mi Juan, él es mi vida yo soy su querer…

Dediquemos ahora un par de párrafos para las nunca bien ponderadas e incomprendidas “Queridas”. A estas alturas del relato, no está de más decir que nuestro cronista se que-daba con la impresión de que muy a menudo ni el soldado raso ni la oficialidad llevaban consigo a la campaña a sus “legítimas esposas”. ¡De ninguna manera! Éstas habitual-mente se quedaban en la seguridad de su casita, en compa-ñía de sus hijos, como aconteció con la propia doña Beatriz González Armenta, cónyuge de nuestro médico cronista, que angustiada y todo se quedó a las orillas del Papigochi, en Ciudad Guerrero, Chihuahua.

29 Encarnación Brondo Whitt, La División del Norte…, p. 305.30 Ídem, p. 125-126.

El propio general Villa no se andaba arriesgando a con-frontar situaciones incómodas y embarazosas con sus muje-res más o menos oficiales en medio de las grandes batallas que lo inmortalizarían. Doña Luz Corral y Juana Torres, en-tre otras de sus prendas, permanecían en El paso o en Chi-huahua, o hasta en el extranjero, cada cual por su lado, ob-viamente, mientas mi general andaba partiéndoles el hocico a los pelones. Además, para qué llevar piedras a La Bufa.

“Las mujeres legítimas, las esposas —refiere Brondo—, son en el campamento como las auroras boreales, aparecen de siglo en siglo.” En ausencia del gato los ratones retoza-ban, pues esta circunstancia propiciaba el suficiente espacio de privilegios y preeminencias para las queridas de los je-fes, tal vez las más afortunadas de las féminas en todos los convoyes, oiga usted.

El de las queridas no era el reino de los harapos. ¡Claro que no! Estamos hablando de las consentidas, las hermo-sas papachadas, objeto de todas las atenciones, arrumacos y mimos de jefes y oficiales. Veamos la bella instantánea de Brondo al respecto:

“Por las ventanillas de los trenes de lujo se asoman caras her-mosas (las queridas de generales y de coroneles), de mucha-chas que viajan con relativas comodidades y cuya misión no es otra que la de contentar al magnate y cuidar de alguna maceta, de alguna jaula con pájaros, de algún perico juglar que chilla y piruetea junto al encortinado ventanillo.”31

9. Mujeres profesionistas

Finalmente, asistieron a la campaña mujeres trabajadoras en el sentido más moderno del término, eran principalmen-te las enfermeras. Las hubo en buen número pero sólo dos de ellas destacan en el relato de Brondo, aunque brilla con luz propia la hermosa morena tapatía que con el nombre de Aída, describe nuestro galeno, y con la que tuvo una relación pongamos que bastante cercana y cálida, a tal grado que in-tituló con su bello nombre de ópera, uno de los tres libros en

31 Loc. cit.

que divide sus crónicas. Por otra parte aparece Fanny, “un poco antigua, pero limpia y simpática”, estadounidense de North Dakota, que dejó la comodidad de un trabajo en Chi-huahua por los avatares de la campaña, donde finalmente se hizo novia del teniente coronel Bazán.

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