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Novísima Biblioteca José Antonio Rey Cuentos apócrifos Ediciones Irreverentes GANADOR DEL II PREMIO INTERNACIONAL VIVENDIA DE RELATO

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Novísima Biblioteca

José Antonio Rey

Cuentos apócrifos

EdicionesIrreverentes

GANADOR DEL II PREMIOINTERNACIONAL VIVENDIA DE RELATO

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José Antonio Rey

CUENTOS APÓCRIFOS

Novísima BibliotecaEdiciones Irreverentes

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© José Antonio ReyDe la edición: © Ediciones Irreverentes Ediciones Irreverentes [email protected]://www.edicionesirreverentes.comMayo, 2008ISBN: 978-84-96959-11-8Depósito legal: Diseño de la colección: Dos Dimensiones S.L.Maquetación: Absurda FábulaFotografía de cubierta: Alicia ArésImprime Publidisa Impreso en España.

Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcialde esta obra por cualquier procedimiento y el almacenamiento o transmi-sión de la totalidad o parte de su contenido por cualquier método, salvopermiso expreso del editor.

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PRÓLOGO

La palabra «apócrifo» posee, entre otras acepciones, lasde algo fabuloso, supuesto o fingido. Por consiguiente, elautor de los relatos pretende jugar con la ambigüedad de unostextos cuyos actores pululan por un mundo aparentementefalso o ficticio, y que, sin embargo, bien pudiera ser cierto.

De todos es sabido que un escritor apenas sí inventanada. Generalmente los escritores atrapan la realidad, o el con-junto de realidades que se hallan ante sus ojos, y las amalga-man generando una suerte de collage al que ya sólo restaproporcionarle el soplo de vida necesario para que el trabajoposea alma. Las palabras son nuestra materia prima, los ladri-llos que nos permiten erigir edificios. En este sentido, el escri-tor lo es todo y no es nada. Lo es todo, en tanto en cuanto estápergeñando y realizando la obra. Él es el promotor, es el arqui-tecto, el albañil, el fontanero y el peón de todo este tinglado. Ycuando la obra ya está finalizada, ha dejado de ser suya paraocuparla otros moradores, otras almas. Y nuevamente partimosde cero, con el objeto de seguir creando.

En otro orden de cosas, es relativamente fácil diseñar unpersonaje: Cogemos una nariz por un lado, unos ojos por elotro, la boca de la persona que odiamos a muerte, las nalgas denuestro actor o actriz preferida…, y les damos forma y alma.Ya tenemos a un individuo, macho o hembra, dispuesto aandar, comer, dormir, amar y matar, si fuera menester y elguión así lo exigiese; dispuesto, en definitiva, a hacer lo quenosotros queramos. Sencillo. Sin embargo las historias… las

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historias son otro cantar. El halo vivificador de las mismas,siempre, o casi siempre, posee ciertos visos de verosimilitud,ya que es la realidad cotidiana la que nos inspira. Es más, enno pocos casos esa misma realidad supera la ficción, y no nosqueda más remedio que rebajar la dosis dramática so pena deno hacerla creíble. Y lo peor que le puede suceder a un escri-tor es precisamente eso, que sus relatos no sean creíbles.

En mi caso, como no podía ser de otra manera, mis rela-tos tienen mucho que ver con mi vida y mis experiencias vita-les. En este sentido, he tenido «la suerte» de sufrir lo suficientecomo para poder entender ciertos estados del alma imprescin-dibles para mis narraciones. Ésa es la razón por la que misrelatos suelen estar protagonizados por seres taciturnos, som-bríos, marginales, tipos de semblante confuso y mirada turbia.Se trata de personajes secundarios abocados al anonimato y, enúltima instancia, al fracaso. En mis relatos no hay héroes, entodo caso algún que otro villano, y mucho iluso. Y, si bien esverdad que gran parte de las historias tienen un nexo de unióncon la realidad, las manos del artesano, es decir, mis dedosaporreando el teclado, las han metamorfoseado de tal forma,que todo parecido con la realidad es pura coincidencia. Dichode otra forma, Casimiro, por poner un ejemplo paradigmático,no existe. No obstante, cuántos Casimiros podemos encontrara lo largo y ancho de la geografía carpetovetónica. Muchos, sinlugar a dudas. Es mi intención reivindicar la figura del perde-dor, del ácrata, del cimarrón, del renegado, del pusilánime, delhombre (o la mujer) sin casa ni nombre, sin un destino prede-finido, de las personas que, aún estando dispuestas a darlo

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todo, se quedan sin ninguna de las recompensas que nos puedeproporcionar la vida. A saber: el tonto del pueblo; el cantautorque jamás llegará a paladear las mieles del triunfo; el soldadoraso que morirá, irremisiblemente, en el campo de batalla sinque nadie llore una lágrima por el eterno descanso de su alma;el solitario empedernido que burila sus fantasías en un cutreprostíbulo de carretera; el matón de barrio que se cree el reydel mundo; el marido aparentemente indolente y descastado,que sigue queriendo a su señora esposa como si fuera el primerdía, pero no se atreve a decírselo; el ama de casa que sufre ensilencio la ignominia de los malos tratos, físicos y psicológi-cos, sin esperar nada a cambio; los locos de atar postrados enun psiquiátrico del que no saldrán jamás; el muchacho, ya con-vertido en hombre, lastrado por las palizas recibidas debido aun sistema pedagógico punitivo y trasnochado; el tipo enamo-rado de la mujer que, por hache o por be, jamás podrá ser suya;el recuerdo indeleble de un amor infantil fraguado en el marcohistórico de un barrio obrero que ya ha dejado de existir; elperegrino lacerado por las ampollas y los avatares delCamino…

Personajes anónimos, secundarios, subyugados y depen-dientes, con los que me identifico, tal vez porque cada uno deellos guarde también, en la parte más recóndita de sus espíri-tus, una parte de mí.

Va por ellos.

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CASIMIRO

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Casimiro olisqueaba el aire como un sabueso; despuésmeneaba sus bigotillos, ya canosos, mientras se ponía a andarpausadamente, como con reparo, mirando hacia un lado yhacia otro con el rabillo de los ojos, tímido, inseguro y tarugo.Casimiro era un hombre precavido pero campechano. Derepente, se paraba en seco como los perros de caza cuando setopan con el alebrado conejo, clavaba su mirada en el infinitomientras las pupilas se le derretían al sol mañanero, al tiempoque rezaba una oración ininteligible, una plegaria lanzada alaire, sin orden ni concierto. Y así todos los días al salir de casa,calle abajo, pitillo en mano, la boina escurrida a punto de caér-sele al suelo, y aquella raída y obsoleta americana de tergal;pantalones a juego y botas abiertas en la puntera, para transpi-rar mejor...., o tal vez porque era el único par de botas queposeía.

Alguna que otra vez se rascaba la cabeza, al parecer conla intención de cavilar sobre los avatares de su existencia, oquizá por culpa de la soriasis que le carcomía el poco cuerocabelludo que le quedaba. Y cuando se cansaba de rascarse lachola, se rascaba los huevos objetando algo al aire, en una ani-mada charla consigo mismo. Porque a Casimiro ni dios le pres-taba atención, excepto los críos, a modo de chivo expiatorio.

¡Casimiro!Decían las malas lenguas que jamás había alcanzado el

estatus de niño, pero sí el de borracho empedernido y loco deatar. No tenía madre ni padre ni mujer ni hijos. Por no tener,

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no tenía ni perro (y eso es raro en un pordiosero).Aparentemente no tenía a nadie en este mundo. ¡Un auténticodesamparado! Al parecer, la génesis de su simpleza había quebuscarla en un aciago accidente, cuando niño, casi un bebe; asu madre se le escurrió de entre los brazos, cayendo por elhueco de la escalera: una altura de casi dos pisos. ¡Mala pata!Fractura grave de cráneo con pérdida de masa encefálica yedema cerebral severo. Al parecer, le dieron por muerto. Sinembargo, Casimiro, milagrosamente, y sin que nadie pudieraexplicarlo incluso de forma fehaciente, regresó al mundo delos vivos. Otros, en cambio, apuntaban al siempre imprevisiblefactor genético como causa primigenia de su memez. Jugososchascarrillos argumentados al pie de las cajas registradoras porlas marujas más avezadas del papel couché local; todas ellasunas expertas en el sinuoso arte de pegar la hebra.

Lo cierto era que el pazguato de Casimiro se hallaba soloen el mundo. Aunque a él eso parecía importarle un bledo, y sereía con la gracia del tarugo, feliz y despreocupado: Boca tor-cida, estalactita de baba amenazando desprendimiento. Así eraCasimiro, un ser entrañable y lerdo. Siempre apareciendo,como por ensalmo, en las manifestaciones sociales más atávi-cas de la villa, pegado al palco y bailando todo lo que se le ter-ciase, hasta la última tonada. Alegre y dicharachero, sufragadohabitualmente por el desaprensivo de turno, dispuesto a echarel rato desternillándose de risa a costa del tonto del pueblo. Ybarato que resultaba: Unas cuantas copas de orujo, dos palma-ditas en la espalda y Casimiro se ponía a mover el esqueletocomo si le hubieran metido por el culo un par de pilas alcali-

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nas. Casi nunca defraudaba. Y así ganaba su sueldo. Sus con-toneos, a lo Elvis, eran de sobra conocidos en toda la comarca.Todo un portento de grotesca agilidad

El paroxismo de auténtico showman, acaparando el zumde la televisión local, lo alcanzó una noche de romería en laque, después de encaramarse en el palco y sortear al guitarrista,trompetista y solista, por ese riguroso orden, se asió cual ende-moniado a la pandereta, que no soltó ni a sol ni a sombra hastaque le hubieron prometido un minuto de gloria, que fue festeja-do por todos los concurrentes con los aplausos pertinentes.

Un payaso, decían unos; un genio, replicaban los otros;un pobre diablo, pensaba la mayoría. Casimiro, gaznápiro y«tajado», parecía obviar cualquier tipo de consideración quefuera más allá del «alpiste» y los decibelios, en aquellos subli-mes instantes en los que acaparaba la atención de la concurren-cia tocando la pandereta, al tiempo que desgarraba el aire conlas estridencias de sus depauperadas cuerdas vocales.

Aquella noche se había pasado de rosca, y la broma lecostó una tunda en comisaría y un par de dientes perdidos entreel lodo.

¡Casimiro!Hombre poco exigente, había aprendido a vivir del aire

sin pedir nada a cambio. Ésa era la vida que él había elegido,su vida, libre y sin cortapisas, la vida de un paria que habíaoptado por la quebradiza senda de la contingencia y la fatali-dad, la aventura de no ser nadie en un lugar donde no existe elanonimato, el despropósito de caminar en el día a día renun-ciando a todo lo que los demás seres normales sacralizan: Una

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nómina, una hipoteca, un plan de pensiones, las facturas de lafuneraria y las vacaciones en Ibiza.

Casimiro se enorgullecía de ello, porque no era el clási-co desgraciado, ni tan siquiera un chiquilicuatro en sentidoestricto, era un nihilista lastrado por el espíritu indómito deltintorro embalado en tetra-brik, un librepensador que jamáspretendió comerse el mundo, un autodidacta inmune al cicate-ro virus del capitalismo y la subsecuente apropiación indebida.Jamás pretendió ir más allá de sus necesidades más primarias.En este sentido, Casimiro era un verdadero conformista, felizcomo Dios lo había echado al mundo.

Cuando decía que, por las mañanas, Casimiro salía de sudomicilio, en realidad no estaba haciendo referencia a una ver-dadera casa, con paredes, puertas, ventanas y un techo más omenos impermeable, sino a un siniestro cuchitril sin tejado,apenas sustentado por desvencijados tabiques, amenazandoruina. Muchas noches las pasaba a la intemperie, amodorradoen la plaza del pueblo, sin más manta que una caja de cartón,ni más almohada que el aterido asfalto; botella en mano, piti-llo en la boca, ronroneando su eterna canción, un tango lacera-do, «el día que me quieras...», y, sin embargo, esperanzado «larosa que engalana...», mientras los transeúntes pasaban a sulado «se vestirá de fiesta con su mejor color...», Casimiroapostado junto al brocal de la fuente de la que ya no manabaagua..., porque Casimiro también había amado, «y al viento lascampanas dirán eres mía...», también había sido víctima deldesamor «y locas las fontanas se contarán tu amor...» abocadodefinitivamente a aquel estado de lamentable postración. «La

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noche que me quieras....», musitaba Casimiro con la afecta-ción del mismísimo Gardel, mientras la gente lo miraba conpena y depositaba alguna que otra moneda, junto al cartón quehacía las veces de hucha y paramento frente al rigor invernal...«...luciérnaga curiosa, que verááá.... que eres miiii cooon-sueeee... ééloooo...», para que el tonto del pueblo no dejara dehacer su papel, incluso cuando el público ya se había ido.

Pero nadie osaba molestarlo, pues Casimiro era unaauténtica institución en la villa y nadie, en su sano juicio, hubie-ra puesto en duda la función social que cumplía aquel monstruodel entretenimiento y del absurdo. Animador socio-cultural ymascota a precio de saldo. Un auténtico símbolo, santo y señade un modus vivendi a punto de sucumbir al encanto espurio dela aldea global, una forma de ver la existencia, acaso arcaica ytrasnochada pero todavía vigente, viva, una cultura a punto deextinguirse, que sin embargo aún poseía su encanto, el encantode la obstinación y de la añoranza, la marginalidad de unpasado que se resiste a desaparecer por completo.

¡Casimiro: Genio y figura!Cuando una mañana fría de invierno lo quisieron internar

en el psiquiátrico, gran parte del populacho se opuso rotunda-mente, saliendo en procesión para que lo reintegraran alpueblo y lo devolvieran intacto, tal y como se lo habían lleva-do. Porque Casimiro ya formaba parte del patrimonio culturalde la villa como el cristo de los tres clavos, la fuente de loscuatro caños o el tajo de los «amantes despeñados».

Inopinadamente, el tonto más tonto del pueblo desapare-ció un buen día sin dejar rastro. Pasaron días y días sin que

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nadie captara el inconfundible tufo que iba dejando por todoslados. ¡Como si se lo había tragado la tierra! Y aquella era unacircunstancia extraña: Inusitada.

Lógicamente, todo el pueblo se preocupó. Casimiro elloco, Casimiro el lelo, Casimiro el pelanas se había esfumado.El pueblo había perdido uno de sus estandartes, un símboloacaso vilipendiado y nunca suficientemente reconocido, peroestandarte al fin y al cabo, santo y seña de un tiempo y de unafilosofía de vida.

Muchas fueron las conjeturas y batidas para dar con suhumanidad: Policía municipal, guardia civil, colaboración ciu-dadana..., incluso se formuló la posibilidad de que intervinierael ejército. No obstante, Casimiro no aparecía por ningún lado,se había desvanecido, se lo había tragado la tierra.

Una semana más tarde, apareció su cuerpo medio des-compuesto flotando en el agua, cinco kilómetros río abajo,abotargado y boca arriba, en uno de los amplios meandros quedelinea el cauce en su discurrir pausado hacia el océano. Elrostro sereno, la esperanza perdida. Como de costumbre,Casimiro había vuelto a hacer lo que le había venido en gana.El tonto del pueblo había muerto tal y como había vivido. ¡Unverdadero ácrata!

El análisis forense fue taxativo: el fallecido había pereci-do a causa de un infarto de miocardio, con casi absoluta pro-babilidad debido a la frialdad del agua, que había provocadoen el interfecto un estado de shock, de resultas del cual sucorazón (seguramente delicado y harto de tanto latir a laintemperie) había dicho basta, sucumbiendo al desastre. Lo

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demás es presumible: el agua habría entrado en sus pulmonesanegando su cuerpo, hasta hundirlo por completo en las proce-losas aguas de un río que serpenteaba profundo y turbio, parasalir flotando exánime días más tarde.

Casimiro había hecho su último viaje hacia ningunaparte.

Un análisis pormenorizado de sus pertenencias, permitiócomprobar que en uno de sus bolsillos había cupón de laONCE arrugado, casi ininteligible, cuyo número y serie (secomprobaría con posterioridad) coincidían con el boleto pre-miado de la semana anterior, al cual le correspondía la nadadespreciable cantidad de millón y medio de euros. Falta porsaber si el bueno de Casimiro estaba al tanto de la suerte quellevaba consigo en el momento del accidente.... O tal vez esafuera la causa del mismo... ¡Quién sabe! ¡Ya da lo mismo! Loúnico verdaderamente cierto era que el pueblo se había queda-do huérfano; su vecino, si no el más ilustre, sí al menos másjocoso y pinturero, había pasado a mejor vida.

El pueblo nunca más volvió a ser el que había sido. Pocoa poco fue languideciendo y desmoronándose como un terrónde azúcar en una taza de café hirviendo. El éxodo rural se llevóa los más aptos, jóvenes y emprendedores, dejando ancladosen el pasado a los conformistas, los pusilánimes y los ancia-nos. Ley de vida.

En la actualidad, Valdezorras es uno de tantos pueblosfantasmas de la geografía ibérica, un pueblo anegado en ladecrepitud y el olvido. Si algún día pasáis por la Nacional 660,a la altura del kilómetro 75 en dirección hacia la capital del

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reino, detened el coche, no tengáis tanta prisa, paraos unmomento, sólo unos minutos, seguid el vericueto, aun visible,que conduce al pueblo, y dad una vuelta por sus estrechascallejuelas, antaño vivas y hoy solitarias y tristes; empapaos dela historia impresa en los restos de sus fachadas, ayer enjalbe-gadas y ahora sucias y mohosas, de su plaza porticada, de sucastillo medieval devastado, de su iglesia, en la que algunasjambas y capiteles desafían con soberbia la tiranía deltiempo...; el campanario de la iglesia, del que todavía pendeuna campana que ya nadie va a tañer ni volverá a repicarnunca, y sobre el campanario un nido desmañado de cigüeñassin polluelos, un crucifijo herrumbroso, un esqueleto en formade ojiva cuyos plementos se desparraman por el suelo de unlugar que, no hace mucho tiempo, fue un lugar sagrado; tal vezlo siga siendo.... Y si aún os quedan fuerzas, voluntad ytiempo, llegaos hasta el cementerio, situado justo detrás de laiglesia, a punto de derrumbarse definitivamente. Al final delmismo, a mano derecha, veréis una tumba rota, en cuya lápidaencontraréis un viejo epitafio que reza como sigue:

«Aquí yace el indigente Casimiro, que ha muerto de lamisma forma que ha vivido: Feliz y solitario. Descanse enpaz.»

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LA CARTA

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Querida Milagros:En aquella etapa de la Historia de la Humanidad los seres

humanos habíamos perdido totalmente el control sobre nues-tros actos y de nuestras ideas. Las ideologías habían muerto.Los abanderados de la libertad y la democracia se comporta-ban como auténticos sátrapas, y los dictadores de verdad, losque no tenían por qué ocultar sus actos ni sus sentimientos,actuaban sin tapujos ni reparos. Fue una época dura, una épocasalvaje en donde los aviones se estrellaban contra los edificios,los trenes saltaban por los aires, los integristas reventabancomo castañas pilongas, los inocentes vivían con el constantetemor de no saber cuándo les tocaría a ellos la china, el plane-ta se recalentaba y ni los osos de Kamtchatka podían conciliarel sueño ni dormir a sus anchas.

En aquella etapa de la Historia de la Humanidad los sereshumanos nunca habíamos llegado tan lejos y sin embargonunca nos habíamos sentido tan cerca de las cavernas. Los des-equilibrios económicos y sociales, que siempre habían estadopresentes en el proceso evolutivo del Homo Sapiens, se hacíanahora más patentes que nunca gracias a los adelantos tecnoló-gicos, a la rapidez de los medios de comunicación y al estigmadel Mal que llevamos grabado a sangre y fuego en nuestrocódigo genético. Las injusticias, el hambre, la explotación, lasviolaciones de los derechos humanos, las desgracias medioam-bientales…, ahora ya eran patrimonio de todos, y no sólo deunos pocos «privilegiados», que podían «disfrutar», in situ, de

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las escenas de alto riesgo. Como diría el filósofo: «Habíamosllegado a las más altas cumbres de la miseria». Los cocheseran infinitamente más rápidos, los aviones mucho más autó-nomos y confortables, la comida basura cada día era más ricay salubre, el papel higiénico hacía menos estragos en el trase-ro, las pieles de abrigos y cazadoras de las señoras de alcurniay abolengo eran sintéticas y los bisontes comenzaban a repo-blar las praderas norteamericanas, aunque las focas Monjetodavía no levantaban cabeza. Todo a su debido tiempo.

En aquella etapa de la Historia de la Humanidad, graciasa Internet, la opulencia y la desgracia convivían acotadas porun espacio que no superaba el medio metro cuadrado, con unaresolución superior a los 1024 píxeles, y tanto los niños comolos adultos podían practicar el sexo virtual sin necesidad decontraer las siempre engorrosas enfermedades venéreas. Todoun adelanto higiénico-sanitario. Por cierto, nunca se quisotanto y se amó tan poco. No obstante, ya éramos capaces deenviar un misil a miles de kilómetros de distancia con unmargen de error milimétrico. Sin embargo todavía estamoslejos de solucionar la pandemia del Sida, la muerte de losniños de los indios yanomamis que perecen por diarrea debidoa la ingesta de agua insalubre, la castración ignominiosa quesufrían gran parte las púberes africanas en aras de una supues-ta pureza machista deleznable, ni tampoco teníamos la tecno-logía necesaria para detener las pateras que llegaban a lascostas españolas y que traían de todo, menos turistas.

En aquella época de la Historia de la Humanidad había-mos conseguido realizar la cuadratura del círculo: Las uvas se

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podían comer sin pepita, la soledad se vendía en latas de con-serva sin fecha de caducidad, los negros hablaban euskera y lospijos se refocilaban en la mierda. Por cierto, desde que supera-mos el estadio de la cueva, nunca se había gritado tanto y habla-do tan poco. Bien es verdad que hasta los muecines poseíanaltavoces para hacerse escuchar, por las buenas o por las malas,y tanto la voz del Vaticano como la del Secretario de Estado delGran Imperio de los Estados Unidos de Norteamérica llegabanhasta las zonas más profundas e intrincadas de la amazonía y delas selvas cinceladas por el glorioso río Zambeze.

En fin, qué duda cabe que éramos más fuertes, más altos,más guapos y más hijos de puta. Mirase por donde se mirase,un auténtico milagro. Y aún había personas, fundamentalmen-te políticos ilusos, empresarios desaprensivos y filósofos des-cerebrados e idiotas, que vaticinaban que lo podíamos hacermejor e incluso llegar mucho más lejos. El futuro era nuestro.

En los albores del siglo XXI la Humanidad caminabacon paso firme hacia ninguna parte. Y el destino… El destino,como dijo el otro, estaba escrito en unas estrellas que, por morde la polución, ya sólo lo podían vislumbrar el telescopioHuble y los astrólogos de medio pelo.

Por todas estas razones y muchas más que me niego aenumerar, en su momento decidí que tenía que desertar y con-vertirme en un apátrida condenado al ostracismo. Por eso tedije que no me esperaras, que nunca me iba a casar contigo nicon nadie y que me convertiría en un ermitaño miserable ydesgarbado, un misántropo al que sólo le interesa el aire querespira, la paz de espíritu y el destino final del oso panda.

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Sin embargo, ahora que han pasado los años y que hesabido que te casaste, que te compraste un apartamento lujoso,un coche último modelo y firmaste un crédito hipotecario, que,si el azar no lo remedia, acabarán por pagarlo tus legítimosherederos; ahora que me acabo de enterar que tuviste un par deretoños maravillosos, que te divorciaste y te has vuelto a quedarsola en la vida, porque los niños crecen y las alas sirven, entreotras muchas cosas, para alzar el vuelo; ahora que yo tambiénme he cansado de pelearme con el mundo y conmigo mismo, tevuelvo a escribir y te pido encarecidamente, con el corazón san-grante en mis manos seniles y encallecidas, que vivamos juntoslo mucho o lo poco que nos quede de existencia, que unamosnuestros cuerpos y nuestros espíritus y recuperemos los añosperdidos en la distancia y el desencuentro, porque tú eres loúnico realmente decente que me ha pasado en esta vida, tú hassido, desde que te conocí, mi fuente de inspiración y la luz queme ha abierto el camino. Por eso y por un montón de razonesmás, que disculparas no relate en este preciso instante, porqueya no vienen a cuento, no me importa decirte que te amo contoda mi alma y el día que me muera quisiera que mis huesosdescansaran para siempre al lado de los tuyos.

Tuyo afectísimo: El ex soldado Adrían.

En homenaje al «Último de la Fila»,cuyas canciones evocan una etapa fantástica y prodigiosaque ya no volverá jamás.

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FALSAS EXPECTATIVAS

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Virginia se hallaba indecisa. Dudaba entre ponerse elvestido estampado de vivarachos juegos florales, que tanto legustaba a mamá, o el traje más ortodoxo de dos piezas, confalda y chaqueta de rombos beige, que encantaba a papá.Clásico. Virginia era una mujer chapada a la antigua, pormuchas razones: Desde niña había estudiado en un reputadocolegio de monjas y había obtenido brillantes calificacionesacadémicas, finalizando sus estudios de Derecho en laUniversidad Pontificia de Salamanca con Sobresaliente CumLaude.

Rectitud, perseverancia y sacrificio.Esto le permitió trabajar en el bufete de su padre, don

Prudencio, un personaje austero y un tanto siniestro, aunque dereconocido prestigio. Miembro del Opus Dei, militante, a suvez, del ala recalcitrante del partido conservador, había hechobuenas migas con el Régimen cuando todavía tronaban susúltimos estertores. No obstante, nunca tuvo empacho en mani-festar a sus correligionarios, pese a que el cuerpo del Caudillono se había enfriado del todo, que «si el país está maduro paraelegir su destino sin matarse los unos a los otros, bienvenidasea la democracia».Y eso quería decir mucho. En cambio sumadre, doña Virginia, podría definirse como un personajedócil y un tanto fútil. Mujer sumamente devota y de buenafamilia, de carácter afable aunque débil y disciplinado estoicis-mo. A punto estuvo de enfundarse el hábito cuando, al atrave-sar la farragosa y siempre susceptible etapa de la adolescencia,

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asistió con sus compañeras de instituto a unas jornadas de con-vivencia en un monasterio de la sierra. Fue en aquellas jorna-das cuando, inopinadamente, se le apareció el Todopoderosoreclamando su cuerpo y su alma para la causa de la fe. O almenos eso fue lo que ella creyó sentir.

Proselitismo, incienso y éxtasis místico.No obstante, su noviciado se vio frustrado cuando se

cruzó en su camino un primo lejano, con el que jugaba de niñaen el patio trasero de la residencia de campo familiar: DonPrudencio, actual marido y padre de Virginia hija. «Hombre demucho talento y gran porvenir», le había manifestado, a modode consejo, su madre, es decir, la abuela de Virginia hija.

Finalmente, Virginia optó por ponerse el traje de falda yrebeca azul marino y rayas blancas, camisa blanca ornada conbotones nacarados, medias oscuras, zapatos de charol conligero tacón y ropa interior de encaje –este dato podría consi-derarse todo un atrevimiento para su educación morigerada– ,que había comprado el día anterior en unos prestigiosos gran-des almacenes. Todo ello sin decirle nada a papá ni a mamá,con los que todavía convivía y a los que acompañaba a misatodos los domingos y fiestas de guardar.

El primer encuentro con Basilio fue casual. Después detomarse el café de las once y media, Virginia tuvo tiempo decomprar en el supermercado un kilo y medio de naranjas, unacaja de té verde, una lata de infusiones laxantes y un bote degermen de trigo. Pero como las prisas no son buenas conseje-ras, de repente la frágil bolsa de naranjas se rasgó por la basey la mayoría de ellas acabaron rodando por el suelo, esparci-

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das por los lugares más insospechados. Basilio, que pasabacasualmente por allí, le ofreció amablemente su ayuda pararecoger los cítricos que se habían extraviado entre los estantesdel supermercado e intersticios aledaños. La situación era apu-rada y sin embargo hilarante; un individuo desconocido, aga-chado en posición, más que ridícula esperpéntica, buscando lasnaranjas que habían rodado por el suelo, mientras Virginiaobservaba la escena, roja como un tomate debido a la vergüen-za. Aquel suceso accidental los había unido. Entre ellos habíanacido una instantánea complicidad que tendría consecuenciasinmediatas. Del usted pasaron al tuteo, del tuteo a la amistad yde la amistad a la primera cita. ¡Así de sencillo! La muchachano daba crédito a lo que estaba sucediendo. Después de trein-ta y cinco años sin comerse un colín, de repente le aparecíaaquella oportunidad como caída del cielo. Bien es verdad queBasilio ya no era un niño, pero la virginidad de Virginia ya noestaba para muchas exigencias.

En las semanas sucesivas salieron unas cuantas veces.De repente, en Virginia se encendió la llama de la esperanza;esperanza de no volver a sentirse sola todas los días y lasnoches de su vida; esperanza de ver consumirse en otro cuerpoafín la verdadera pasión de un corazón aletargado por los pre-juicios familiares y sociales; esperanza de sentirse arropadapor la compañía y la fidelidad de un hombre bueno, cariñoso yentregado, al que querría con locura y por el que lo daría todo,incluso la honra. Esperanza. Fue un cambio radical el que sehabía operado en su cuerpo y en su espíritu. Y todo se lo debíaa Basilio.

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Hasta que lo conoció, Virginia jamás se había aventuradoa salir sola por la noche, y, como no tenía amigas, prácticamen-te se pasaba los días de casa para el trabajo y del trabajo paracasa. La monotonía había enfriado su corazón, la costumbrehabía anquilosado sus sueños, la evidencia había convertido elfuturo en certidumbre. Casi sin darse cuenta, los años habíantranscurrido raudos como el viento del desierto. Prácticamentese había resignado a entrar en la madurez, vegetando como unaplanta estéril, como una uva pasa que se había secado lenta-mente hasta consumirse en el fatal conformismo. En definitiva,su existencia había transcurrido anodina, en medio de una per-fecta y tediosa pulcritud heredada del clan familiar.

Organización, rigor y limpieza.Y de qué le había valido tanto estoicismo y asepsia. A

veces desearía sentirse sucia, desorganizada…, disoluta. QueDios la perdonara, pero en más de una ocasión tuvo sueñosimpíos y libidinosos, en los que ella se comportaba como sifuera una vulgar barragana, yaciendo en el mismo lecho convarios hombres a la vez, la casa manga por hombro, las bote-llas de alcohol por todas las esquinas, la ropa sucia amontona-da encima de la lavadora oliendo a moho y sudor... Y el casoes que parecía disfrutar de esa visión soez, despertándose porla noche amazacotada, con la piel sudorosa y el sexo húmedo.Al día siguiente se confesaba a don Saturnino, que además decura era amigo de la familia y el que la confortaba espiritual-mente. Y el cura le respondía:

–Hija mía, lo que sueñas es, en cierto modo, normal.Cuando imponemos disciplina y rigor a nuestro espíritu, el

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Demonio juega a tentarnos y no podemos hacer nada por evi-tarlo, excepto mantenernos firmes en nuestras convicciones yprincipios. Eso es lo que nos diferencia de las demás criaturasque Dios ha puesto, con su infinita bondad, sobre la faz de laTierra: El autocontrol. Por lo tanto, no te preocupes, siempreque seas capaz de dominar esos impulsos, que no son más queobra del Diablo, con la ayuda del Señor serás capaz de superartodos los obstáculos. No te quepa la menor duda.

Acto seguido, la despachaba con unos cuantos padre-nuestros y las consiguientes avemarías.

No obstante, después de unas cuantas citas con Basilio,Virginia acabó por caer en el pecado de la carne, entregándosea su amante con tanta pasión y frenesí, que ni ella misma podíaimaginarse lo que era capaz de dar a cambio de un amor ver-dadero.

Los siguientes meses fueron maravillosos, inauditos:perfectos. Virginia había experimentado un cambio radical. Yano iba con sus padres a misa ni, por supuesto, pasaba por elconfesionario. Había remozado su vestuario, cambiando lasropas de mojigata irredenta por otras mucho más atrevidas:Escotes generosos, faldas cortas, sujetadores lujuriosos, bra-guitas nimias. Cuando su padre intentó indagar en el porqué dela inopinada metamorfosis, la mujer, ya convertida en amante,defendió su intimidad y su independencia con el celo de unaleona: «¡Es mi vida y nadie tiene derecho a entrometerse enella!», le espetó al, hasta entonces, idolatrado progenitor,dejando a don Prudencio de una sola pieza.

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Aquella tarde Basilio no acudió a la cita. Era extraño,pues hasta el momento, su amante era la puntualidad en perso-na. Virginia, escamada, lo llamó al móvil, pero nadie contesta-ba. Conocía su domicilio, aunque nunca había estado en él.Basilio vivía al otro lado de la ciudad. Ahora caía en la cuentaque su novio jamás la había invitado al mismo. Siempre quequedaban para satisfacer sus necesidades más íntimas lohacían en hoteles o pensiones. Y eso también era raro. En rea-lidad, su noviazgo, en vez de transcurrir por los cauces de laortodoxia y la formalidad, tenía un sesgo furtivo cuandomenos inquietante.

En su mente comenzó a fraguarse la ponzoña de la duda.En un arranque de nerviosismo se dirigió a casa de Basilio. Laspiernas le temblaban, y, para disimularlo, aceleró el ritmo.Virginia estaba fría como el hielo por dentro y sudando amares por fuera. En su fuero interno presentía que algo noandaba bien. Otra cosa que le preocupaba era que Basilio no lehabía dado el número de teléfono de su casa. Quizá no lotuviera, pero siendo su prometido un empresario… La premo-nición se había adueñado de su pensamiento y de sus actos.

Calle Del Olvido, número 5, 3º derecha.

Un timbrazo, dos timbrazos, tres timbrazos.... Nada,nadie contestaba. Cuando estaba a punto de desistir, al cuartotimbrazo, de repente Virginia oyó una voz metálica que salíadel portero automático. Era la voz atiplada y contundente deuna mujer, aparentemente madura:

–¿Diga…? ¿Diga…?

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Virginia se quedó sin aire, como si una fuerza sobrehu-mana la atrapara por la espalda y oprimiera su pecho. Las pier-nas parecían no poder sostener su cuerpo menudo, hasta que,por fin, fue capaz de recobrar la compostura.

–¿Está Basilio? –preguntó Virginia trémula y desconcer-tada, como si temiera ser reconocida por la voz, lo cual era deltodo imposible, pues aquella mujer seguramente no la conoce-ría de nada.

–¿Basilio…? Sí, está en casa, pero ahora no puedeponerse…

De repente la puerta de la calle se abrió.–Suba –oyó que le decían a través de portero automático.Cuando llegó al tercero derecha, observó el semblante de

una mujer de unos cuarenta y tantos años, con la mano asien-do la puerta medio entornada.

–Basilio está ocupado –comentó en tono jocoso–. Se nosha puesto el niño malo de repente y está haciendo de enferme-ro. No obstante espere un momento, que lo llamo.

La voz femenina soltó una especie de sonrisa forzada.–¿Quién pregunta por él?–Virginia. Soy Virginia.–Cariño… –La mujer se alejó momentáneamente de la

puerta de entrada para recabar la atención de Basilio–. Una talVirginia pregunta por ti.

Comenzaba a lloviznar. El día iba dejando paso, lenta-mente, a la noche. Por el portero automático manaba una vozmasculina que indagaba sobre su nombre. Era la inconfundible

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