jesus zarate - la carcel

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JESÚS ZARATE, nacido en Santander, Colombia, en 1915 y muerto en 1967, es el ganador póstumo del Premio Planeta 1972 con su novela La cárcel. Jesús Zarate, periodista y diplomático que ocupó importantes cargos en España, Estados Unidos, Cuba, México y Suecia, publicó antes de morir cuatro volúmenes de cuentos, No todo es así. El viento en el rostro. El día de mi muerte y Un zapato en el jardín.JESÚS ZARATE - LA CÁRCELLa acción de la novela galardonada con el Premio Planeta 1972, transcurre íntegramente en una cárcel colombiana, en la que el protagonista, Antonio Gastan, se encuentra acusado de un crimen que no ha cometido. Para ocupar su tiempo empieza a llevar un diario en el que describe a sus compañeros de celda, Míster Alba, un gentleman aventurero, "ingenioso y mentiroso", Braulio, un bígamo sentimental, y David Fresno, estudiante bohemio falsificador de cheques. Los cuatro conversan, con un gran derroche de divertidas e inteligentes paradojas, sobre la libertad y el encarcelamiento, la inocencia y la culpabilidad, mientras el relato toma un rumbo inesperado con el estallido de un motín y el asesinato a sangre fría del director de la prisión, el sádico Leloya.El desenlace va a dar una agudeza insospechada y un sentido muy hondo a las paradojas que manejan estos personajes, siempre con un humor incisivo que sin renunciar a la sonrisa y a la comprensión humana, revela profundas e inquietantes contradicciones. Obra muy bien escrita, de gran amenidad y "suspense", su lectura nos introduce en toda una problemática del mayor interés planteada de un modo brillante y atractivo.EDITORIAL PLANETA, S. A.Calvet, 51-53BARCELONALa cárcel, de Jesús Zárate MorenoSe ha catalogado como insólito el hecho de que La cárcel, novela del escritor santandereano Jesús Zárate Moreno, haya sigo ganadora del Premio Planeta 1972. Pero lo insólito no debe comprenderse como consecuencia de la mala narrativa―si la hubiera―, sino por el otorgamiento de este premio de manera póstuma al célebre narrador colombiano. Esta novela fue inédita y los derechos pertenecieron a la familia Zárate. No por nada, y a pesar de todas las críticas que se han suscitado en torno a esta novela, es considerada como una de las mejores narraciones escritas en el departamento santandereano. La cárcel es la historia de Antón Castán, un inocente que desde hace tres años permanece recluido en una cárcel colombiana acusado, sin saberlo, del crimen de una mujer. Dentro de la cárcel hace amistad con cuatro presos, que tienen características particulares: Braulio, un bígamo, que terminó viviendo, al fin y al cabo, con sus dos mujeres; David, un falsificador de firmas, que se ganó la vida con las propiedades de su tío; el Gordo Tudela, un exdetective, que fue acusado por dar de baja a un hombre en medio de un operativo; y Mister Alba (así sin tilde), un colombiano que hizo relaciones y negocios ilegales en el extranjero y que, particularmente, guardaba en su estómago una navaja, por si se presentaba algo. Este último es considerado, incluso dentro de la narración, como el protagonista del diario que escribía Antón CastánSe ha catalogado como insólito el hecho de que La cárcel, novela del escritor santandereano Jesús Zárate Moreno, haya sigo ganadora del Premio Planeta 1972. Pero lo insólito no debe comprenderse como consecuencia de la mala narrativa―si la hubiera―, sino por el otorgamiento de este premio de manera póstuma al célebre narrador colombiano. Esta novela fue inédita y los derechos pertenecieron a la familia Zárate. No por nada, y a pesar de todas las críticas que se han suscitado en torno a esta novela, es considerada como una de las mejores narraciones escritas en el departamento santandereano. La cárcel es la historia de Antón Castán, un inocente que desde hace tres años permanece recluido en una cárcel colombiana acusado, sin saberlo, del crimen de una mujer. Dentro de la cárcel hace amistad con cuatro presos, que tienen característ

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Jess Zrate

LA CRCEL

Herederos de Jess Zrate, 1972 Editorial Planeta, S. A.

Jess Zrate LA CRCEL

Primera parte

La rata

MIRCOLES. OCTUBRE 14

sta es la definicin de la ley: algo que puede ser violado.

GILBERT K. CHESTERTON

MI NOMBRE ES ANTN CASTN.

En realidad, me llamo Antonio Castn. Pero en la escuela, siendo muy nio, por una concesin cordial, mis compaeros decidieron despojar la palabra de las dos ltimas letras. Letras intiles, desde entonces yo mismo me encargu de echarles encima la tierra del olvido.

Esta mutilacin verbal, lejos de deformar mi personalidad, la ha definido y completado. Antn me caracteriza civilmente, puesto que conserva en esencia mi verdadero nombre. Por otro lado, Antn idealiza un poco la vulgaridad de Antonio.

Antonio es nombre de patricio o de santo, y yo no tengo nada de lo uno ni de lo otro. Antn se aproxima ms a mis autnticas disposiciones, puesto que es nombre de revolucionario o de prisionero. Siendo la forma aceptada y comn de mi identificacin legal, es a la vez mi ttulo de guerra. Llamarse Antn es como llevar en la vida una bandera.

Antonio es nombre para inscribirse en el censo nacional. Es nombre de estadstica tributaria y de catastro urbano. Por el contrario, Antn es un nombre de letras, como se deca antiguamente para calificar lo que implicaba una actividad intelectual. Antn sera un buen seudnimo para escribir versos o novelas.

Un da, Mster Alba me dijo:

Antonio es nombre de decadentes cadencias latinas. Antn es nombre de mstica precisin eslava. Hizo usted bien en cambiarse el nombre. En esta crcel, como en la historia de Roma, todos los hroes se llaman Antonio.

No siendo yo latino, sino latinizado a la fuerza, por asimilacin accidental, Antn me sirve para desatarme una cadena. La voz, aguda como una orden militar, es a la vez mi gracia y mi apodo. Esta dualidad me desvincula de las limitaciones espirituales de una raza y de un pueblo y me convierte en lo que efectivamente quiero ser: una parte insignificante pero sustancial de la humanidad.

He mencionado las cadenas. De cadenas va a hablarse mucho en este libro. Tal vez se sea el secreto de mi complacencia con la decisin infantil que me bautiz en aquella forma. Antonio fue el nombre que me impuso la ley de una larga tradicin familiar, cultural y religiosa, ineludible e impositiva. Antn es el nombre con que yo violo esa ley. Antn fue el nombre que me dio la amistad, es decir, la libertad.

Antn es el nico modo que me queda de ser libre. Cuando yo era lo que se llama un hombre libre, todo esto me importaba muy poco. Bajo el rgimen de la eleccin individual da lo mismo llamarse de cualquier modo. En esas condiciones est permitido hasta el lujo bastardo y hermoso de carecer de nombre y apellido. Basta entonces con saber que uno es un ser humano.

En la crcel, al tocarme el cuerpo y esculcarme el alma, encuentro slo la protuberancia remanente de mi nombre, y eso ya es un consuelo. La crcel me ha despojado de todo, menos de una conviccin que sobrevive an en el seno de mi conciencia, y es que todava puedo parecerme a un hombre libre. A pesar del nmero conque aqu me han marcado, me queda todava una tabla de salvacin, puesto que me queda el refugio ntimo de mi nombre, para conservar la certidumbre de que sigo perteneciendo al gnero humano.

JUEVES. OCTUBRE 15

Adonde iramos a parar, si en seguida empezramos a hablar de nuestra inocencia?

FRANZ KAFKA

No S POR QU me he decidido a empezar este libro. Con toda sencillez, sin un propsito literario concreto, como quien abre la llave del agua corriente, ayer result escribindolo.

Ayer cumpl tres aos en la crcel. Quizs el hito sombro del aniversario explique el impulso inconsciente que me llev a emprender esta tarea.

Ahora, ya no puedo abandonarla. El ro de mi voz ya no puede dejar de correr.

Dispongo de un lpiz y de algunas hojas de papel que me regal David. El mayor problema lo ofrece la dificultad de sacarle punta al lpiz. Para ello he de valerme de un guardin que no muestra muy buena disposicin de colaborar. Tendr que circunscribir mi inspiracin al mbito de la bondad o del capricho del guardin. En la crcel, el genio depende un poco de la punta de un lpiz.

La inquietud de escribir algo me acosaba desde haca varias semanas, aunque no lograba decidirme sobre el medio que deba adoptar para consignar mis pensamientos y ordenar mis experiencias y recuerdos. El verso exige un don de profeca csmica del que yo carezco. La novela es un espejo en un camino, como dijo Stendhal, y en la crcel no hay espejo ni camino. El teatro sera ms adecuado, pero el teatro imita tan mal la realidad, que el teatro me da siempre ms miedo que la vida. Las memorias son una venganza de los estadistas en decadencia o una coquetera de relaciones pblicas de las damas galantes. El ensayo es filosofa periodstica, algo as como decir religin irreligiosa.

No me quedaba ms recurso que el diario. Y no me arrepiento. A pesar de estar desacreditado tambin, el diario es el instrumento de expresin ms honesto, porque es el nico que desde el principio se sabe que no es sincero. No pretende adivinar, como el verso, ni colabora en la locura, como la novela, ni aspira a suplantar la verdad, como el teatro, ni se maquilla el rostro, como las memorias, ni posa de pedante, como el ensayo. Participa, sin embargo, de los ingredientes de todos esos estilos, los buenos y los malos, aunque bien dosificados. Entre todos ellos, el diario es la manera ms inofensiva de mentir.

Adems, siendo la crcel tan verdadera y tan falsa como la misma literatura, el diario es por excelencia un gnero literario para presos. No es muy exigente que digamos. No impone pensar, sino llenar con palabras la soledad y el silencio. No obliga a correr, como el periodismo: pensar en correr, en la crcel, no deja de ser una irona. El diario es tambin un instrumento cmodo para los ignorantes. El diario puede serla cmara de una cinematografa popular, el apunte cotidiano de un tendero, el cuadro instantneo de un fotgrafo ambulante, la pubertad lrica de una muchacha, la contabilidad incisiva de un muerto de hambre. Ser tan fcil que hasta hombres que no han estado presos han escrito diarios.

Se me ha agotado la punta del lpiz. El guardin est lejos y, como es tarde, no puedo gritar para llamarlo.

Mster Alba se ha quitado la camisa. Se prepara para dormir. Sin camisa, no s por qu, se hace ms notoria en su rostro la falta de un ojo. Su barriga muestra un brillante tatuaje que imita a la perfeccin la cuchilla de una navaja barbera. Dos o tres olas de gordura ondulante esconden o muestran el tatuaje segn la voluntad respiratoria de Mster Alba.

Es un tatuaje bien expresivo en un preso que no es un asesino. Siempre me ha llamado la atencin este tatuaje estomacal, cuando, por lo comn, el pecho y los brazos son el campo preferido para esta suerte de paleografa epidrmica. Al verme titubeando con el lpiz sobre el papel, Mster Alba se lleva la mano al tatuaje. Ante mis ojos ocurre entonces algo que no puedo creer.

Como quien se quita las gafas, Mster Alba se despoja del tatuaje, y pone en mis manos la cuchilla de una navaja barbera, sin cierre y sin cabo, pero con un ribete de plstico en el filo. Es una cuchilla real. Tan real que antes pareca un tatuaje.

Miro sucesivamente la navaja y los ojos de Mster Alba. Me doy cuenta de que, efectivamente, lo que Mster Alba me acaba de revelar no es un dibujo chino en la piel, sino una incisin en forma de cuchilla, una repisa en la carne, en la cual se coloca el arma, que adquiere entonces todo el aspecto de un tatuaje. Es una obra perfecta de incrustacin del metal en el cuerpo humano. Con una muela, un dentista no hara una obra de arte semejante.

Me lo hicieron en Panam explica Mster Alba. Despus le dir cul es el procedimiento.

Y sonre orgulloso cuando yo empiezo a sacarle punta al lpiz.

Le hablo en voz baja.

Es raro que no lo hayan descubierto.

Ni lo descubrirn mientras no me toquen contesta Mster Alba. Un polica le toca todo a un preso. Todo menos el vientre. La ley slo le toca el vientre a las mujeres.VIERNES. OCTUBRE 16

Ser libre no es querer hacer lo que se quiere, sino querer hacer lo que se puede.JEAN PAUL SARTRE-

ACOSTADO EN EL CAMASTRO, cuando apenas acabo de abrir los ojos, percibo el trajn asiduo y conocido.

Miro hacia el suelo, hacia los ladrillos que a fuerza de no ser fregados han acabado por perder su brillo rojizo original. Ah est el zapato.

Observando el zapato da a da, antes que descubriera cul era el resorte secreto o la energa desconocida que lo impulsaba a moverse, pas una poca que puede considerarse la ms feliz, si aqu cabe la palabra, de mis tres aos de confinamiento. El estpido letargo del encierro se rompi por un tiempo con la perspectiva luminosa del milagro. El zapato que caminaba por s solo representaba para m la puerta de la poesa, la promesa de la libertad, el halago del ensueo; el escape, en fin, hacia todo lo que la crcel me haba robado. Puesto que exista un Msterio yo volva a ser un hombre, y no cualquier hombre, sino un ser atrado a lo inexplicable por el hilo maravilloso de la fantasa.

Aquello se repite todas las maanas. Me despierto, y como si el acto de abandonar el sueo estuviese comunicado con el zapato por medio de alguna antena invisible, automticamente el zapato empieza a moverse. Poco despus la rata asoma la trompa hmeda poblada de unos dientes infantiles y chistosos. Me mira con cierta burla irracionalmente humana, y de un salto se hunde en el tnel que la conduce al festn de la basura. De algn modo la rata ha descubierto que esto es una crcel, una zona prohibida, y que ella tiene el honor de ser compaera de Mster Alba. Por eso se porta como una rata excepcional, durmiendo de noche en la crcel y merodeando de da entre los desperdicios de la libertad.

De los cuatro hombres que compartimos la celda, Braulio Coral le tiene franca antipata a la rata. Braulio tiene celos de la rata. David Fresno, en cambio, la quiere como yo. En cuanto a Mster Alba, eso es otra historia. Mster Alba ha tratado de domesticarla.

Una tarde, despus de una salida, al regresar a la crcel, Mster Alba sac del bolsillo una cadena de metal, semejante a las que se usan para atar a los perros, pero mucho ms fina y liviana.

Qu es eso? le pregunt David.

En lenguaje proletario, es un smbolo del capitalismo opresor; tejido de plata, o sea plusvala en cadena.

Qu?

En lenguaje marxista, una cadena de plata.

Cmo pudo pasarla, sin que lo descubrieran?

Aprovech la hora del dlar.Cul es la hora del dlar?

La hora en que los carceleros no ven.

No veo para qu quiere la cadena.

Para qu ha de ser? Para atar a la rata.

Va a amaestrarla?

En los Estados Unidos, un preso, un tal Stroud, se hizo famoso criando canarios, que son un smbolo de la libertad. Por cierto, el tal Stroud soaba con recobrar la libertad para establecer una granja y seguir haciendo de carcelero de los canarios. Yo no vuelo tan alto como Stroud. Conozco el suelo que piso. Voy a amaestrar ratas, que son un smbolo de la crcel. Se las vender a los presos. Ser bonito verlos paseando las ratas, tirando de las cadenas de las ratas.

Para m, el descubrimiento de la rata destruy el milagro. Por un tiempo no pude dejar de pensar que detrs de todo el Msterio del hombre hay siempre una rata que se oculta y que salta. Desapareci el Msterio, y al aparecer la rata, descubr sin dificultad por qu desde el primer momento me sent compenetrado con ella. La rata es un animal acorralado. La rata es como yo. En la zoologa social mi solidaridad con ella proviene de que la rata es tambin un ser perseguido. Tenemos un vnculo recndito. Somos de la raza de los que huyen, del grupo de los que caen en trampas, de la especie de los que son cazados, de la familia de los que no deben vivir.

Me levanto tan pronto como desaparece la rata. Debe de ser muy temprano, pues no hay luz ni se percibe el movimiento habitual de la crcel en las primeras horas del da. Meto el pie en el zapato y puedo comprobar que an est caliente en una pequea zona interior. No tengo escrpulos, a pesar de que Braulio dice que la rata es infecciosa, como el perro del leproso. Eso me lleva a pensar que para m hay un hecho que destaca la existencia de la rata con caracteres peculiares.

De da, yo tengo mis zapatos puestos. Los zapatos son para llevarlos en los pies. No me ocupo de ellos. De da, mis zapatos no existen para m, puesto que son una parte de m mismo.

Pero existen tambin los zapatos de Braulio Coral, quien pasa la primera parte de la maana y la ltima hora de la tarde dedicado a limpiarlos. Los lustra incansablemente, hasta que brillan entre sus manos, deslumbrantes de oscuridad. Lo que sorprende es que los limpie para no ponrselos. De ordinario calza alpargatas y as pasa el da hasta que, de noche, rendido de lustrar zapatos, se libra tambin de las alpargatas.

A la rata no se le ha ocurrido nunca preferir los zapatos higinicos de Braulio Coral a mis zapatos sucios. Quizs el descuido proletario que les da aspecto de basura es precisamente lo que ms le gusta de los mos. De todos modos, nunca se aloja en los zapatos de Braulio Coral, quien los coloca de cierto modo, cerca de los mos, acaso con la esperanza no confesada de que la rata pueda llenarlos alguna vez con el calor de su cuerpo y de su noche.

Me atrevo a decir que el desprecio de la rata humilla mucho a Braulio Coral. Para l, los zapatos son el mecanismo fsico de la libertad. Son la carrillera de cuero que un da ha de sacarlo, como un tren, de la estacin de la crcel. Los brilla con frenes, como si con ellos quisiera darle lustre a la libertad. Braulio no le perdona a la rata el desprecio que muestra por sus zapatos rutilantes.

SBADO. OCTUBRE 17

Once horas ms, hasta el relevo de la guardia. Iba a vivir su noche ms larga, la noche interminable.

EMMANUEL ROBLES

EL LPIZ SE HA GASTADO TANTO que ya casi empiezo a escribir con la ua. Por fortuna, ayer tarde David me prest una estilogrfica con la condicin de que no escriba mucho. Mientras consigo otro lpiz tendr que ser breve.

Me encuentro de nuevo, al amanecer, en el rincn donde un ensayo frustrado de pared ha dado lugar a que se coloquen all un aguamanil de metal y los cubos higinicos. En la celda, los otros tres hombres duermen an. Aunque una ventana enrejada que da al patio grande impide la acumulacin excesiva de la fetidez de nuestro sueo, en la celda se respiran las cien mil atmsferas de las profundidades terrestres de que habla la geofsica. Sin embargo, en cierto modo, esta celda no constituye una desgracia aplastante, como esos calabozos que yo mismo he visto en otra crcel, a la cual fui muchas veces, no como prisionero, sino como hijo del alcaide que la tiranizaba.

Despus de lavarme la cara, lo primero que hago es regar el rosal. Lo llamamos as, pero el rosal consiste en una rosa que siempre est viva, porque, siendo una rosa artificial, est destinada a demorarse en morir. Nunca supe cmo lleg la rosa a la prisin. Lo cierto fue que lleg y que, como un tributo a la belleza del mundo, resolvimos conservarla en la celda. De todos modos, por ser espuria, era una flor apropiada para el ambiente de invernadero de la crcel.

Ms tarde, a Braulio Coral se le ocurri que la plantramos. En una taza de barro pusimos un poco de tierra y all clavamos el alambre que imita el tallo de la rosa.

Se levanta gallarda sobre el puado de tierra, pero por desgracia, cuando sopla algn viento furtivo, como cuando una persona pasa cerca de ella, la flor cruje como si quisiera recordarnos que en lugar de ser una rosa, no es ms que una miserable banderita de papel. Plantarla tena que llevar necesariamente al paso tcnico inmediato, es decir, a cultivarla. Siguiendo con la broma botnica, he acabado por regarla todos los das. Es un trabajo que exige habilidades hidrulicas de jardinera. Una gota torpe puede deslerla.

David Fresno no puede aceptar esta locura, pero lo cierto es que, en la celda, esta locura ha logrado imponerse. La nica vez que el tema sali a flote fue el da en que David me dijo:

No espere que la rosa le perfume la celda. Sera como esperar que una vaca de porcelana le d leche.Las flores no slo sirven para dar perfume observ Braulio, con la calmada certidumbre de una ama de casa.

Antn podra cultivar marihuana en vez de cultivar rosas dijo Mster Alba.

Braulio sonri. Braulio sonre con frecuencia, porque casi siempre est de acuerdo con los dems.

Es verdad. La marihuana encontrara aqu un clima familiar para crecer.

David intervino de nuevo:

Para cada cual, la flor es algo distinto. Para Antn Gastan es poesa. Para la abeja, un nctar.

Mster Alba ayud:

Para un asmtico, la flor es un txico.

Para una mujer es un adorno prosigui David. Para un muerto, es la ltima voluntad. Un naturalista italiano dijo que la flor es la menstruacin de la planta. Supongo que para un industrial francs dedicado al negocio de perfumera la flor es un aroma subdesarrollado.

Yo decid participar tambin en el juego.

Entre todos ellos afirm, slo el jardinero acierta. Para un jardinero, una flor no es ms que una flor.

David volvi a la carga:

Me gustara saber para qu cultiva esa rosa incultivable.

Seguramente quiere ponrsela en el ojal el da que salga libre dijo Mster Alba.

O quiz la est guardando para lucirla el da de la madre. Una flor muerta para una madre muerta aadi David.

Como no me gusta que mancillen la rosa, pero tampoco que me humillen a m, me sent maltratado por las palabras de David. Hay algo que me irrita ms que una ofensa y es que no quede constancia del dolor que me causa. Repliqu:

Se equivoca, David. No la cultivo para m. La riego para ponerla sobre su atad el da en que saquen su cadver de la celda.

David no ha vuelto a hablar de la rosa. Creo que la mira como un epitafio, como si la sintiera ya flotando sobre su tumba.

Riego la rosa, que empieza a envejecer, pero que an se mantiene altiva, con sus postizas venas de savia fallecida, con sus ptalos disecados, de color de sangre falsificada. Varias gotas quedan temblando por un momento en la raz del alambre. En aquel sitio la tierra parece rebelarse contra el fraude de nuestro ilusorio cultivo.

Trepado en el montn de libros y revistas que se acumulan desordenadamente al pie de la ventana, echo una ojeada a travs de las rejas. Al frente, en la garita principal, un guardin escribe a la luz de un candil. Ni siquiera para escribir suelta el fusil ametrallador. Esa escritura artillada le da un aspecto cmico. Tiene el aire antiguo de un notario militarizado o de un general retirado, entregado a escribir sus memorias.

A mi espalda, una cama chirra. Alguien se despereza. Por hallarse su cama cerca de la ma puedo darme cuenta de que el que se agita en la suya es Braulio Coral.

Todos los das las cosas ocurren del mismo modo. Primero me levanto yo. Cuando realizo mi obligada inspeccin a travs de la ventana, que es algo as como el modo de cerciorarme de que el mundo exterior existe an, se despierta tambin Braulio Coral. Entonces, los dos empezamos a conversar.

Eso da lugar a que Mster Alba, medio dormido, se dedique a maldecir en ingls. Tambin da lugar a que David se asocie a los gruidos de Mster Alba, pero en concreto y punzante castellano robustecido con pintorescas expresiones. El que siempre lleva la peor parte es Braulio Coral. Sus comentarios impertinentes sirven para que todas las maanas David le recuerde de modo poco benvolo que la costumbre de madrugar proviene de la poca en que Braulio desempeaba en las calles de la ciudad, desde el amanecer, con una escalera al hombro, el oficio ambulante de pintor de brocha gorda.

Qu hora es? pregunta Braulio.

Apenas comienza a clarear contesto.

Silencio, pintor! chilla David.

Contra su costumbre, Braulio da media vuelta en la cama y sigue durmiendo. No tengo ms recurso que volverme a acostar. En el montono horario de la prisin, en el que la presencia de una rata llega a convertirse en tema esencial de meditacin y en sensible inquietud del espritu, no hay nada tan pesado como esto. Levantarse y tener que volver a acostarse en el acto implica la ms cruel de las torturas.

No habiendo hacia dnde moverse, no pudiendo leer an dentro de la penumbra interior, temiendo molestar a mis compaeros si insisto en conversar con el pintor Braulio Coral, no me queda ms recurso que tratar de dormir de nuevo. Acumular sueo sobre sueo, hasta que el reposo me hinche los ojos, hasta que con el letargo me duela la cabeza, hasta que el hartazgo de sueo se me empiece a convertir en desvelo insano. Embodegar sueo en la cabeza, para poder vivir en la oscura patria del sueo. Acostarme a estas horas, despus de haber presentido el mundo a travs de la ventana, es como sepultarme vivo en una tumba ms pesada que la muerte y casi tan agobiadora como el infierno.

En la crcel, el insomnio es el sueo, y el sueo es la agona. No est uno dormido, pero tampoco despierto. Est uno en esa regin impenetrable donde los crmenes descansan en la carne del hombre que es su prisionero. Lo grave de la crcel no es que esclavice nuestro cuerpo, sino que nos aplaste con la mole momificadora del sueo forzado, que es el que ms se parece al sueo eterno.

En la Biblia se habla de un patriarca que viva lleno de das. Yo vivo lleno de noches, con mi sueo despierto acostado en la noche larga de la crcel.

Cuando estaba libre, yo poda recordar mi vida con claridad. Desde que estoy en la crcel slo puedo escarbar en el confuso estercolero de mis sueos.

En la crcel no slo duermen los hombres. En este charco de agua sucia el tiempo duerme tambin, como un pez clavado en el anzuelo del cansancio y el olvido.

DOMINGO. OCTUBRE 18

Ningn ser humano es lo suficientemente bueno para ser carcelero. SINCLAIR LEWIS

No S POR QU, Mster Alba me hace pensar en mi padre.

Mi abuelo, que haba sido coronel de la guerra de los mil das, quiso que mi padre siguiera la carrera militar. Pero ste desisti al darse cuenta de que el militar slo sirve para la guerra. Pacifista por falta de guerra, en la paz civil y provinciana, mi padre tuvo que conformarse con ser un modesto funcionario administrativo, de rango municipal. Dentro de este servicio fue alcaide de una crcel, en un pueblo perdido en las sierras de los Andes colombianos. Desde las montaas circunvecinas, las casas del pueblo, de un amarillo sucio y vegetal, daban la impresin de ser granos de maz tirados al azar sobre el valle de las sierras.

Yo tendra entonces ocho aos. Por diversos motivos iba con frecuencia a la crcel, a buscar a mi padre. Al salir de la escuela prefera la visita a la crcel, que no acercarme indefenso a la casona solitaria donde mi madre, que yo no haba conocido, sobreviva intilmente en la efigie de un retrato.

Sin quererlo me puse de este modo, desde nio, en contacto con el ambiente penal. Recuerdo que la que diriga mi padre era una crcel ttrica, poblada de monstruosos asesines que poblaban mis sueos de nio. Por lo menos eso era lo que yo pensaba de ellos cuando en la oficina de mi padre me cruzaba con esos rostros que parecan barnizados con sangre para pregonar el horror del crimen.

En esa poca la crcel haba sido en cierto modo mi verdadero y nico hogar. En la oficina poda vagar provisionalmente, acechando los pequeos descubrimientos de la vida, mientras mi padre interrogaba a los presos o daba rdenes a los guardianes. Por la tarde, los dos bamos a casa, donde l lea el Diario Oficial mientras yo preparaba las tareas escolares. Pocos eran los amigos del colegio que en excepcionales ocasiones se atrevan a llegar a jugar conmigo hasta esa casa donde viva el alcaide, que para ellos era, por alguna causa, una prolongacin ms o menos benigna del verdugo.

Aquella casa, con un padre que no se ocupaba de m; aquella casa, donde los criados me apocaban con su indiferencia servil; aquella casa sin madre y sin hermanos, me oprima, me agobiaba. Hoy la crcel es apenas una prolongacin de ella. Como preso contino una tradicin familiar, aunque en lugar de preso debiera ser alcaide, lo que era mi padre.

Lo que haca ms intolerable la casa era el retrato, donde una mujer joven, que no pareca una madre, sino una virgen frustrada, me persegua siempre, por dondequiera que me moviera, con ojos yertos de leo retocado. El pintor haba logrado dar a aquellos ojos un fulgor que tena el oficio de interrogarme y vigilarme.

La figura del retrato resultaba an menos atractiva si se pensaba que ella estaba ligada a ciertas palabras imprudentes de mi padre, que implicaban para m una confusin espiritual en la que nunca pude profundizar debidamente. Un da, mirando el retrato, mi padre me dijo en tono grotescamente solemne que mi madre haba sido una santa. Aquella calificacin me impresion desfavorablemente. Pecador infantil, no me senta muy cmodo siendo el hijo indigno de una santa. La vergenza de serlo se agrav ms tarde, cuando hablando de su propia madre, un compaero de escuela me dijo que su madre era una santa. Despus o el mismo concepto muchas veces. Por lo visto, me dije resignado, todos los hombres somos hijos de santas.

La crcel que diriga mi padre, lo recuerdo muy bien, se rega por reglamentos de una severidad medieval aterradora. Los presos cuya conducta dejaba algo que desear eran metidos en el cepo, residuo de castigo espaol, de la poca colonial. Existan tambin los grillos, los grilletes, las cadenas y los calabozos; los presos permanecan semanas enteras empotrados entre cuatro paredes asfixiantes que casi se tocaban por dentro. La pena de pan y agua una sola vez al da, tambin por semanas enteras, era corriente. Para perfeccionar el cuadro, mi padre ejerca la autoridad en el penal con denodada energa. No pocos consideraban que la ejerca con crueldad.

Yo no dispongo, sin embargo, de elementos completos para juzgar la conducta de mi padre como alcaide. Al fin y al cabo, mi padre era mi padre, y su justicia era la justicia de su poca. En el orden emocional me movan hacia mi padre sentimientos de afecto y gratitud y respeto que nunca se desvanecieron del todo. Por el contrario, se afirmaron y purificaron cuando abandon este mundo, no sin dejar su casa adornada con innumerables espadas del abuelo y cargada con hipotecas acumuladas que vinieron a ser mucho ms punzantes que las espadas. Cuando se iniciaron las ejecuciones judiciales, la herencia familiar salt hecha pedazos. Los acreedores se repartieron la casa, cuarto por cuarto. A m slo me quedaron las espadas de una guerra que no me perteneca.

En la crcel que diriga mi padre encontr un pequeo libro cuyo autor era el magistrado Francisco Bruno. Se llamaba La comedia de la Justicia. En relacin con ese libro slo he ledo despus algo parecido sobre la accin retardada de la justicia en los laberintos de El Proceso, de Kafka, y en los archivos apolillados de Corrupcin en el Palacio de Justicia, de Ugo Betti.

Me complace recordar el libro del magistrado Bruno, quien por cierto no era magistrado cuando lo escribi, en los trminos arbitrarios de una fbula que l me inspir. Pero esta fbula es ms o menos fiel a La comedia de la Justicia.

En una crcel, un hombre espera la decisin de un juez.

Durante el primer mes, el juez, inexperto, no se atreve a tomar una decisin porque no sabe cmo hacerlo. Durante el segundo mes, el juez est muy ocupado examinando los sumarios contra otros prisioneros cuyas causas son ms urgentes o ms importantes. Durante el tercer mes el juez se ausenta del lugar por motivos de familia estrictamente privados. Durante el cuarto mes una hermana del juez pierde el honor, lo cual lleva al ecunime juez a abstenerse de juzgar por haber perdido l mismo la ecuanimidad. Durante el quinto mes el juez se dedica a reclamarle al Gobierno por no pagarle los sueldos, y por pagarle mal. En el sexto mes el juez implorante y rebelde es destituido por incompetente. En el sptimo mes, cuando ya el prisionero ha perdido toda esperanza, viene a consolarlo la noticia de que el juez est preso con l, en la misma crcel.

Esta era ms o menos la leccin de La comedia de la Justicia.

Desde luego, a esta crcel real donde me encuentro ahora han llegado ya ciertos procedimientos de la justicia humanitaria que empieza a imponerse en el sistema carcelario del pas. Aqu no hay grillos, ni cadenas, ni calabozos, ni cepo. No hay muerte a plazos, es decir, hambre dosificada en raciones evanglicas de pan y agua. Se disfruta aqu, en cierto modo, de alguna comodidad. Si se tiene la suerte de no ser encerrado en los dormitorios comunes, inmensos salones hacinados de estircol humano, morcillas inhumanas rellenadas con carne de crcel, puede hacerse menos cruel el recluimiento. Si adems se dispone de algn dinero, pueden comprarse, al amparo del reglamento, o por medios irregulares, otras ventajas favorables adicionales.

Mster Alba no se queja. Hablando de estas cosas me dice:

Aqu, por lo menos, no se pierde la cabeza.

Sin embargo, son muchos los presos que se vuelven locos digo yo.

No me refera a eso explica Mster Alba. Lo que quise decir fue que aqu por lo menos se sobrevive. A san Juan Bautista lo encerraron en una cisterna. Fuera de eso, le cortaron la cabeza.

LUNES. OCTUBRE 19

No se puede ir al cielo si no existe la libertad de ir al infierno.SALVADOR DE MADARIAGA

BRAULIO CORAL ha empezado a estornudar. Estornuda una, diez, cincuenta veces. Lo hace con espasmos cmicos, limpindose las narices cuando cada uno termina y templando la cara en espera del acceso que ha de venir. Mirndolo, David se echa a rer.

Se ve que se ha resfriado dice.

Yo no lo creo afirma Mster Alba.

Por qu?

Es demasiado. Debe de tratarse de una alergia.

Pero por qu no puede ser un resfro?

El resfro supone golpe de viento, corriente de aire puro. No me dir que Braulio est expuesto aqu a eso.

Segn Mster Alba, los presos no tenemos derecho a resfriarnos dice David.

No lo tenemos asegura Mster Alba. El resfro es una enfermedad de hombres libres. En esta cueva hmeda y maloliente apenas podemos aspirar al reumatismo. El reumatismo es la enfermedad tpica de los presos. Si no fuera por las crceles, la medicina no se habra dado cuenta de que el reumatismo existe.

Padece usted de reumatismo, Mster Alba? pregunto yo.

No. Soy uno de los pocos presos viejos que aqu no han conocido el reumatismo. Frente al reumatismo soy un preso excepcional. La vida vive empeada en darme la oportunidad de ser de algn modo un ser extraordinario.

Mster Alba cree que es un ser extraordinario porque en la crcel no le ha dado reumatismo. Con el mismo criterio Scrates llamaba alegra al acto de que le quitaran los grillos.

Mster Alba divide el mundo en dos partes: lo que pertenece a la crcel y lo que est fuera de ella. La misma conclusin que acaba de sacar de los estornudos de Braulio se la aplica a todos los conceptos de la vida, que para l son o no son parte de la crcel.

Mster Alba contina:

Yo slo he visto estornudar as, sin parar, como cien veces, a un muerto. Estaba en la misma celda conmigo. Muri de repente, y despus de muerto, empez a estornudar incansablemente. En su organismo debi de quedar vivo algn mecanismo de accin separada que, equivocado de muerte, sigui funcionando despus, como la cuerda que contina trabajando en el reloj que se hace aicos, o corno la rueda loca que sigue girando en el automvil que cae al abismo. Es curioso que al hombre no lo sorprenda lo terrible cotidiano, como la muerte, y en cambio lo trastorne una simpleza inesperada, como el estornudo de un muerto. A m no me dio miedo el hombre que haba muerto. Me dio miedo el hombre que despus de muerto empez a estornudar.

A propsito del muerto que despus de muerto estornudaba, en la crcel que diriga mi padre yo vi una vez algo que no puedo olvidar. Era un preso que, despus de muerto, y cuando ya estaba sepultado, sigui preso.

En la crcel que diriga mi padre, un recluso haba muerto con los grillos puestos. Cuando la condena a llevar los grillos era muy larga, para comodidad oficial se prescinda de la cerradura, y un herrero soldaba los grillos, como para que sicolgicamente el suplicio pesara an ms en el alma del cautivo. En el caso de aquel hombre haba que hacer algo, porque el cadver empezaba a descomponerse.

Los presos no duran mucho muertos. Los mismos grillos empezaban a oler a metal podrido, a hierro difunto. Una mosca morada, que es el color de que se visten las moscas para oler a los muertos, brincaba golosa entre los grillos y los pies.

Como el herrero, que era un borracho, haba desaparecido, mi padre decidi enterrar al hombre con los grillos puestos. No haba nada que hacer. Yo vi cuando lo sacaron. Iba en unas parihuelas, amarrado a los palos, como si an temieran que pudiera fugarse, cubierto con una sbana que no le alcanzaba a cubrir los pies. Jams vi un preso tan atrozmente preso como aquel muerto. Era como si estuviera dos veces condenado: preso entre los garfios de los grillos, prisionero entre las garras de la muerte.

Cuando se llevaron el cadver se me ocurri algo horrible. No s por qu, estaba seguro de que con aquellos grillos el muerto no podra entrar en el cielo. En el cielo, pensaba yo, no puede haber hombres con grillos. El recluso estaba sealado, pues, para el infierno, y lo que ms me atormentaba era el fuego del infierno poniendo los grillos al rojo vivo en los pies del condenado.

La fra escrupulosidad burocrtica de mi padre lo llev a decir:

Tengo que justificar la desaparicin de los grillos, que deben figurar en el inventario de los bienes de la crcel.

No se preocupe -contest el secretario de mi padre. Es muy fcil justificar la desaparicin de los grillos.

Cmo?

Diremos que el muerto se los ha robado. Al fin y al cabo, se los ha llevado l.

Mi padre lo autoriz para hacerlo. Y as, en el inventario de los bienes de la crcel, en el que puede faltar un hombre pero no unos grillos, se registr la constancia acusadora pstuma de que el muerto era un ladrn, porque se haba llevado los grillos a la tumba.

No podra decir cmo se llamaba el obsequioso secretario, de quien, sin embargo, puedo evocar claramente, casi podra decir audiblemente, el modo de hablar. Su lenguaje no era algo slido como es el lenguaje de los hombres. Su voz era una voz mojada, y las palabras se le deslean en burbujas entre los labios. Su voz era algo lquido, como es el llanto de las mujeres.

No puedo recordar su nombre. Era un subalterno completo y un carcelero ejemplar. No era su lengua de verdad, sino su saliva de adulacin lo que hablaba en l.

MARTES. OCTUBRE 20

Odio a las vctimas, sobre todo porque me obligan a matarlas.GIOVANNI PAPINI

Es MUY TEMPRANO AN cuando Braulio comienza a asediar a Mster Alba. Sin decir nada, lo persigue con los ojos y lo escruta incansablemente.

Cuando usted me empieza a mirar as dice Mster Alba, es que quiere algo de m. Cunto?

Exactamente. Necesito su ayuda contesta Braulio.

Cunto?

Cien pesos.

Es mucho. Puedo prestarle setenta.

Necesito los ciento.

Bsquelos en otra parte. Yo slo puedo prestarle setenta. Y para eso necesito una garanta.

Ya lo saba.

No faltaba ms sino que no lo supiera. En la crcel, el dinero no se cotiza a la par. Tiene un precio para el que arriesga y otro para el que se beneficia.

Mster Alba retira del bolsillo su archivo personal, que es un paquete de papeles viejos, y del archivo saca siete billetes de diez pesos.

Es todo lo que tengo explica. Cul es su garanta?

No s. Quizs un anillo responde Braulio. Quizs un anillo de matrimonio.

De cul de sus matrimonios, podra explicarme?

Braulio sonre. Sin duda est pensando en sus dos mujeres. Mster Alba contina:

En todo caso, ya lo sabe. Yo no recibo como prenda objetos de oro. El oro tiene la virtud de que me desmoraliza. Me inspira la idea de la fuga. Hace mucho que abandon en mi vida el patrn oro.

Podra darle mis zapatos implora Braulio.

Ni con el anillo dentro valen sus zapatos setenta pesos.

El Cristo entonces.

Braulio saca del bolsillo el Cristo de plata. Evidentemente, tiene que hacer un esfuerzo muy grande para desprenderse de l.

Mster Alba lo rechaza. Siempre ocurre lo mismo. Cuando se dispone a hacer un favor discute, regatea, impone toda clase de condiciones. Pero en el ltimo momento acaba prescindiendo de ellas y haciendo los favores con una generosidad que, por lo menos para sus compaeros en la celda, nunca tiene lmites. A Mster Alba le gusta la literatura que precede al prstamo, no el provecho posterior.

Est bien concluye. Si no tiene sino el Cris-i, consrvelo. Ya me encargar yo de obligarlo a que me pague.

Tampoco eso es cierto. Mster Alba nunca cobra lo que presta.

Braulio guarda el Cristo y los setenta pesos. La cara ansiosa que antes persegua a Mster Alba est llena ahora de una serena felicidad.

Para qu es el dinero? pregunto yo.

Para repartirlo entre sus dos esposas dice David riendo estrepitosamente.

Tambin esta escena de la frustrada compraventa del Cristo trae a mi memoria otro Cristo, en otra crcel. Junto al escritorio donde mi padre trabajaba, estaba colgado un Cristo de marfil. Era una hermosa pieza, sin mucho valor artstico, pero nutrida de una conmovedora alegora espiritual.

Me resulta muy difcil desalojar de mi mente el recuerdo del Cristo en aquella oficina. Hay un detalle en mi memoria que me impide olvidarlo. Debajo del Cristo haba un arcn de roble, un mueble antiguo, al que nunca prest mucha atencin. Un da en que mi padre no estaba presente, me pic de repente la curiosidad de abrir el arcn. Lo abr, y estaba lleno de grillos, unos fierros oxidados, manchados an con la sangre de los pies que los haban padecido. Ante mis ojos, la sangre de los grillos se elev de pronto hasta la sangre de las sienes de Cristo, y aquellas dos sangres, la sangre impura de los hombres, la sangre apasionada de Cristo, se fundieron para m en un solo chorro sangriento de dolor. Aquel fenmeno, a la vez que purific mi admiracin por Cristo, me dej transido de espanto por los grillos.

Debido a las obsesiones que siguieron a aquella alucinacin, y no por el temor de padecer los grillos, sino por la infamia de tener que imponerlos, en mis juegos de nio yo nunca pude hacer el papel de polica. Ms tarde me he negado a usar anillos en los dedos. Mis manos de hombre me gustan desnudas de esas argollas de sumisin que son la edad de oro de los grillos. Aun las alegoras religiosas de las medallas me dan miedo, un miedo sagrado, porque su ruido y su brillo me recuerdan las cadenas.

Sobre la figura de Jesucristo en relacin con la crcel he meditado mucho aqu.

Resulta curioso y aleccionador que el smbolo del cristianismo sea un smbolo de suplicio, es decir, un instrumento de prisin. Hasta el Monte de los Olivos, Jess aparece como el apstol egregio de la caridad universal. Se necesita que lo pongan preso, que le apliquen el injusto castigo, que lo sacrifiquen en la cruz, que lo conviertan en vctima, para que se consolide definitivamente su condicin de redentor del gnero humano. Creo que es esta consustanciacin de hombre y de cruz la que convierte a los presos en criaturas amadas del Seor. Creo que es ste el vnculo que aproxima la cruz a la crcel.

La idea de la crcel no era de ningn modo ajena a las enseanzas de Jesucristo. l defini muy bien la crcel cuando dijo que el da en que los hombres callen, gritarn las piedras. Los presos son hombres que callan. La crcel son piedras que gritan.En la oficina de mi padre, Cristo se retorca de dolor, en la encarnacin de marfil, y no poda pensarse, bajo la presin del estremecimiento que su martirio suscitaba, que aquella ficcin pudiera confundirse con la manifestacin visible d la misericordia divina. Tard mucho tiempo en descubrir por qu.

La razn consista en que Cristo no tena escape, incrustado en el marfil, uncido a la cruz. La razn era que la cara atormentada de Cristo se converta para m en el rostro de la tortura humana. Un da acab por ver todo claro. En Cristo, Dios estaba preso. El descubrimiento me aterr, pero a la vez me llen de serena confianza en la verdad. Desde entonces Cristo representa para m la figura de todos los hombres que estn presos. Durante mucho tiempo me ha conmovido esta relacin irreverente, pero purificadera.

Todas estas asociaciones son las que me han llevado a pensar despus en lo que Jesucristo significa. Jesucristo significa que el prisionero no est solo. En el orden espiritual, para m Jesucristo significa que soy fuerte. Con l, somos dos. En la crcel, sin embargo, sigo vindolo agonizando, sigo vindolo preso. Jesucristo est preso porque est conmigo.

MIRCOLES. OCTUBRE 21

Es preferible que noventa y nueve culpables puedan escapar a que un inocente pueda ser castigado.

BERTRAND RUSSELL

UN GUARDIN HA VENIDO por Braulio. Braulio corre hacia el lavabo y empieza a peinarse.

Resulta un poco grotesco que piense en peinarse cuando lleva una barba de varios das, las inevitables alpargatas, los pantalones rotos, la camisa mugrienta. A pesar de ese marco, sobre su cuerpo robusto brilla una cara varonil, animada en este instante por la irreprimible alegra de presentir que dentro de muy poco sus narices van a dejar de respirar el aire nauseabundo de la celda.

El aspecto descuidado de Braulio hace un contraste muy especial con la apariencia decorosa y atildada de Mster Alba. ste lleva siempre corbata y nunca se despoja del saco. Dice que puede vivir sin pantalones, pero no sin saco. Tampoco se despoja nunca del sombrero, del que slo prescinde a la hora de dormir.

Yo soy un gentleman dijo un da. Un gentleman debe estar siempre bien vestido, aun en su propia casa.

Quin le ha dicho que sta es su casa? le pregunt David.

Y quin le ha dicho que no lo es?

Perdn. Yo crea que sta era una crcel.

Es una crcel, pero es mi casa desde el momento en que ella me cobija y desde el momento en que estoy vivo.Bueno. De todos modos, yo no saba que en la casa los gentleman llevan el sombrero puesto.

Los gentleman llevan el sombrero donde se les da la gana. Para eso son gentleman.

En la solapa del saco, Mster Alba lleva siempre una medalla. Dice que se la dio el gobierno de Colombia, por servicios distinguidos, en la guerra con el Per. Asegura tambin que en esa guerra, en el Amazonas, perdi el ojo que le falta. Cuando habla del ojo perdido lo hace con un acento en el que se mezclan el resentimiento del mutilado y el orgullo del condecorado.

He de decir otras cosas acerca de Braulio. De todos nosotros, l es el nico que reza por la maana, al levantarse. Lo hace de rodillas, con el Cristo de plata en la mano, mirando al techo, donde l mismo ha pintado unas estrellas plateadas. Cada vez que puede, Braulio pinta all estrellas plateadas, para forjarse la ilusin, por la noche, de que es libre de mirar al cielo. Frente a Mster Alba, que duerme con pijama de seda, y frente a David y yo, que dormimos con pijamas de algodn, Braulio duerme en calzoncillos, lo cual no deja de chocarle a Mster Alba.

Cuando todava est peinndose, Mster Alba le dice:

No se arregle tanto el pelo. Las cabezas de los hombres que van a ahorcar se ven mejor despeinadas.

Ese tipo de broma ttrica es muy comn entre nosotros.

Para borrar la mala impresin que esta broma le produce a Braulio, yo le ruego al guardin:

Necesito con urgencia lpices y papel.

Cunto papel? pregunta el guardin.

Todo el que pueda conseguirme.

Deme el dinero.

No tengo ahora. Pero si me trae lpices y papel lo pagar todo al precio que me pida.

Va a pedirle clemencia al Presidente de la Repblica? pregunta el guardin.

Tiene clemencia disponible el Presidente de la Repblica? pregunta Mster Alba a su vez.

No hable mal del Presidente pide David. Si quiere desahogarse, hgalo con los Ministros. Para eso son los Ministros.

En serio. Le est escribiendo al Presidente? indaga de nuevo el guardin.

Mster Alba interviene otra vez:No, guardin. Est escribiendo la historia de la crcel.

Si es as, le traer lpices y papel dice el guardin, complaciente.

Esto basta para que yo olvide la mala voluntad que mostraba anteriormente el guardin cuando le peda que le sacara punta al lpiz.

Trigale lo que pide, por Dios clama David desde un rincn. Quiero salvar mi estilogrfica.

Cuando el guardin se lleva a Braulio todos permanecemos en silencio. En la penumbra, seis ojos se acechan con impaciencia. Cada vez que cualquiera de los cuatro sale, se abre para los tres que quedan una perspectiva de evasin excepcional. Si uno sale, es la oportunidad para que los otros tres puedan conversar libremente sobre l.

Juntos los cuatro, formamos el insondable bloque del enigma. Ausente uno, se descorre el teln para conocerlo. Estos cuatro hombres pegados pero ausentes son cuatro desconocidos entre s, a pesar de que siempre estn juntos, de que comen en comn, de que duermen unidos. Los cuatro cada da somos ms extraos los unos para los otros. Somos cuatro secretos enjaulados.

Qu ir a decirle el juez?

Le pronunciar un discurso sobre el Cdigo Penal y le ordenar que regrese aqu.

La voz de David es dura al hablar as.

Quin inventara el Cdigo Penal? dice Mster Alba.

Por algunos que conozco, supongo que son de inspiracin romana dice David. Los romanos eran especialistas en cdigos, y el mundo se ha especializado despus en aplicar los cdigos romanos. En esto de los cdigos, el imperialismo romano no ha terminado. Lea nuestro Cdigo Penal, Mster Alba. De traduccin en traduccin, de asimilacin en asimilacin, de copia en copia, nuestro Cdigo Penal es un cdigo para castigar romanos. Nuestro Cdigo Penal parece fabricado para asustar a Nern.

Yo no desperdicio mi tiempo anuncia Mster Alba. Tengo bastante vergenza para dedicarme a leer el Cdigo Penal.

Yo s lo he ledo afirma David. De cabo a rabo. Es un documento curioso. Se ocupa de todo menos de la justicia. Buscar justicia en el Cdigo Penal es como buscar humanidad en una lista telefnica.

En una conversacin de este tipo, Mster Alba no puede dejar de participar con llamante autoridad didctica. Dice:

La falla de la justicia consiste en que el Cdigo Penal es una estadstica de crmenes adulterada por la honradez de los hombres que no los han cometido. Es como si las vrgenes escribieran tratados de dignidad para aleccionar a las que no lo son. Los Cdigos Penales debieran escribirlos los presos.

Yo pienso en lo que David acababa de decir cuando Mster Alba me pregunta:

Antn ha ledo usted el Cdigo Penal?

Medito un poco antes de contestar. Por fin hablo:

S. Leer cdigos es un buen ejercicio para la inteligencia. Un escritor lea el Cdigo Civil para perfeccionar el estilo. Yo leo el Cdigo Penal para daarlo.

David se muestra entusiasmado con mi respuesta.

Eso me hace pensar que lo que ha estado escribiendo es muy malo dice Mster Alba.

Podra decirnos al fin qu es lo que se dedica a escribir?

Yo miro a David antes de replicar.

Escribo un diario.

ntimo? pregunta l.

Es un diario de los acontecimientos.

Para eso estn los peridicos.

Los peridicos tienen la desventaja de que estn escritos para la libertad. Los peridicos no se escriben en la crcel.

Aparezco yo en el diario?

Al hacer esta pregunta, hay algo de ansiedad en la voz de Mster Alba.

S, Mster Alba. Usted tambin es un acontecimiento contesto.

Antn cree usted que soltarn a Braulio? me pregunta David.

Eso depende del juez digo yo.

Del juez no observa David. Del Cdigo.

Del Cdigo no corrige Mster Alba. De la bigamia.

David se relame los labios.

La bigamia. Ese delito es lo nico que le envidio a Braulio. La bigamia. Delicioso delito la bigamia.David no ha dicho la ltima palabra cuando sentimos los pasos de Braulio y el guardin. Un momento despus, aqul est con nosotros.

Qu le dijo el juez?

No pude verlo. Tuvo que salir a levantar un cadver. Me dej dicho que me llamar la semana entrante.

JUEVES. OCTUBRE 22

La libertad es la prisin del hombre libre.

LAWRENCE DURRELL

EL GUARDIN ME HA TRADO los lpices y el papel. Podr escribir desde ahora no slo sin limitaciones, sino tambin con comodidad. Al pedido, el guardin ha aadido de su iniciativa un sacapuntas de bolsillo. Al agradecerle este servicio, le pregunto cunto le debo. l me dice:

Cuando supieron que era para un preso no quisieron cobrarme.

A quin debo agradecrselo?

Es un regalo para la crcel. Es un regalo de la libertad.

El guardin llama crcel a la crcel. Al resto del mundo lo llama libertad.

Cuando el guardin se marcha, nos quedamos discutiendo sobre la libertad.

Cada uno de nosotros se ha formado un concepto caprichoso de la libertad, hecho a la medida de las propias inclinaciones o conveniencias personales. En la crcel, cada uno de nosotros se bebe con distintos labios la tisana mgica de la libertad.

Para Braulio Coral, el vagabundo que pinta paredes, la libertad consiste en una brocha gorda.

Para Mster Alba, el aventurero que colecciona tarjetas postales, la libertad se reduce a un pasaporte internacional.

Para David Fresno, el estudiante bohemio que par en la crcel por suplantar a un pariente en una operacin bancaria fraudulenta, la libertad es una chequera falsa.

Para m, que soy escritor, pero que, sobre todo, soy inocente, la libertad es otra cosa.

Para cada hombre, la libertad significa algo distinto. Huyendo de la humillacin de la servidumbre, el hombre busca la libertad, la persigue, la alcanza, la disfruta, la comprende. El drama empieza cuando hay dos hombres, porque dos hombres ya no pueden ponerse de acuerdo para hablar de ella. La libertad es un enigma al alcance de la mano.Sobre este asunto, Mster Alba nos hace una exhibicin pirotcnica de conocimientos humansticos.

A fuerza de or hablar de ella, a veces pienso que la libertad no existe. Cervantes indicaba que la libertad es el camino. Hegel pensaba que la libertad es la eleccin. Nietzsche proclamaba que la libertad es la jerarqua. Clemenceau arengaba que la libertad es el deber. Unamuno conjeturaba que la libertad es el azar. Yo creo que, teniendo razn, ninguno de ellos tena toda la razn. En esta celda yo he hecho el gran descubrimiento: la libertad es la crcel.

Mster Alba calla y por un momento la celda se llena con la clida presencia de la libertad. Al principio, la libertad de la celda es como un ruido delirante: un ruido olvidado por nuestro corazn, que parece venir de muy lejos. Luego toma la forma de un viento inesperado cuya caricia nos arrebata y purifica. Por fin la libertad estalla y nos deslumbra, como si entre nuestras manos acabara de caer una bola de sol. Nuestros ojos, agobiados de temor y bajeza y oscuridad, quedan por un momento ciegos de libertad. Entonces la libertad, ruido, aire y luz de prisioneros, empieza a palpitar en nuestra sangre. Mster Alba tiene razn. La libertad est con nosotros.

A fin de rebajar un poco el derroche de erudicin de Mster Alba yo me permito observar:

Para Epicteto, que era un filsofo, la libertad era la sabidura. Para Freud, que era un soador, la libertad era el sueo. Para D'Annunzio, que era un poeta, la libertad era la victoria. As podran citarse interminablemente, pensamiento sobre pensamiento, hasta el pensamiento infinito, las contradictorias reacciones de todos los hombres enfrente de la libertad. De este modo, la libertad es como la escalera elctrica que, paso a paso, nunca pasa, porque nunca deja de pasar.

Callo, pero no dejo de pensar en la libertad.

La suma total de todas estas preferencias aisladas, la exactitud acumulada de todas estas definiciones divergentes que, sin embargo, de algn modo se iluminan y complementan entre s, me llevan a una conclusin estremecedora: la libertad no es nada, porque la libertad lo es todo.

En otras palabras, la libertad es la vida.

Pero tambin puede ser la muerte. Digenes el cnico predicaba que la libertad es la muerte.

VIERNES. OCTUBRE 23

Que todo se venga abajo, si Dreyfus no es inocente!

EMILIO ZOLA

AL ACERCARSE a la puerta de la celda, nos damos cuenta de que el guardin est armado de un fusil ametrallador.

Para qu es ese juguete? le pregunta David.

Para los presos que se las dan de valientes replica el guardin.

En serio. Por qu lleva fusil en lugar de revlver?

No se preocupe. Llevo revlver tambin.

Y pual?

Pual no. Bayoneta. Est nueva, sin estrenar.

No se puede decir que est usted desarmado.

Se hace lo que se puede.

Pero qu es lo que pasa? Por qu lleva fusil? Algo debe de pasar cuando lo han armado de fusil.

Los bandoleros. Estn en las sierras, no muy lejos de aqu. Asaltaron un cuartel en las sierras. Mataron once policas.

Once nada ms? pregunta Mster Alba.

Once. No haba ms en el cuartel explica el guardin.

David observa:

Los policas van a tener que buscar asilo en la crcel. La crcel es el nico sitio seguro que hay ahora en el pas.

El guardin se queda callado. Repara en m y me mira fijamente. Me mira con ojos de hostilidad armada.

Si no me equivoco, usted es Antonio Gastan.

Yo soy.

Vine por usted. Ya se me olvidaba.

De qu se trata?

Su abogado quiere verlo.

Mi abogado? pregunto yo.

Su abogado? pregunta David.

En la celda, los tres hombres estn pendientes de m. Yo no s qu hacer ni qu decir. El guardin explica:En todo caso lo busca un hombre. Dice que es su abogado.

Antn no tiene abogado dice Mster Alba.

Si no tiene juez, mucho menos va a tener abogado dice David.

El guardin abre la puerta y yo salgo. Camino por el pasillo, hmedo y oscuro, hacia el patio grande. Como llevo varios das sin salir de la celda, el caminar ahora me da vrtigo. No me siento muy seguro sobre mis pies. Estoy como si acabara de levantarme de una larga enfermedad.

Encuentro vaca la pequea sala de visitas. Pero un momento despus un hombre que parece un fragmento de hombre hace su entrada en la sala. El guardin se queda dentro de la sala, cerca de la puerta. Nos mira como si furamos a conspirar, y prepara el fusil, listo, al parecer, para disparar sobre nosotros.

Antonio Castn? dice el hombrecillo.

se es mi nombre.

He venido a ofrecerle mis servicios como abogado.

Todo aquello me parece tan extrao que no me atrevo a hablar.

Soy penalista insiste l.

Yo digo tmidamente:

Quin lo enva?

Visit ayer al juez que estudia su caso.

El juez?

S. El juez. Por qu le parece raro?

No saba que la justicia haba encontrado un juez para m.

El mismo juez, que est recin nombrado, me llam la atencin sobre su caso. Dice que se est hablando mucho de usted y que es preciso resolver algo sobre su crimen. Segn entiendo, usted sostiene que es inocente.

No sostengo eso. Es ms importante. Soy inocente.

Conoca usted a la muchacha?

Qu muchacha?

La que encontraron estrangulada.Dios mo, no puedo reprimirme. Empiezo a rer hasta que se me saltan las lgrimas. Ro convulsamente, hasta el punto que el abogado empieza a mostrarse asustado.

No me diga que no lo saba tartamudea.

No. Hasta hoy no me entero de por qu me tienen preso. Y llevo tres aos en la crcel.

Tres aos?

S. Me duele tanto cuando me lo digo a m mismo, que ya casi no lo creo cuando se lo digo a los dems.

Es increble que esto pueda ocurrir.

A m me ha ocurrido. Al principio luch, reclam, amenac. Nadie quiso orme. Tuve que resignarme, a pesar de que algunos peridicos pidieron justicia para m.

Jura usted que es inocente? Necesito saberlo. No podra salvarlo de otro modo. Jura usted?

No juro. Tambin es ms importante. Soy inocente.

Es curioso. Por primera vez me asalta en este momento un sentimiento inesperado. Por primera vez siento vergenza de decir que soy inocente. Pero ya no puedo retirar mis palabras.

Un da, hablando de mujeres, tuve el valor de decir en la celda que yo no conoca mujer. Todos me miraron espantados. Los hombres saben que las mujeres hacen a los hombres. A mi edad, en mis tiempos, en mi pas, aquello constitua algo as como una traicin al varonil gnero humano. Sin embargo, me sent orgulloso despus de haberlo pregonado. Aqulla fue la ltima vez que me sent inocente ante los hombres.

Hoy no me siento orgulloso al decir que soy inocente. Al decirlo, la boca se me llena con una sensacin desconocida, como si mis dientes hubiesen mordido mi lengua, y la sangre inundara mi saliva de fuego.

A la vez, me duele el crimen que no comet. Empiezo a sentir algo as como una especie de remordimiento criminal por no haberla matado, y desde luego, tambin una especie de nostalgia inocente por no haberla conocido.

El abogado me mira intensamente. Est desconcertado. Ha empezado a sudar, y para limpiarse saca el pauelo. Se muestra tan confundido que en lugar de secarse la frente que chorrea, limpia las gafas, que an permanecen limpias.

Pero me doy cuenta de que me ha credo. Me doy cuenta de que ese hombre desconocido ha sentido mi honradez, y de que sus narices, limpias del olor del mal, han percibido el olor de mi inocencia. Ni l ni yo podemos engaarnos. El abogado esboza la ltima vacilacin:

Usted reconoci su crimen. Firm el acta que lo atestigua, en el cuartel de polica. Est escrito: usted confes.No supe lo que firmaba en el cuartel de polica. Me maltrataron mucho. No me dejaron leer lo que firmaba. Sin embargo, no pude dejar de hacerlo leal-mente. No hay lugar a ninguna equivocacin. Nunca firmamos tan claro como cuando tenemos que escribir nuestro nombre con el can de un revlver incrustado en la oreja.

Era todo lo que necesitaba. Declara con toda claridad:

Yo lo defender. Yo lo sacar de la crcel.

Por un momento, no puedo decir nada. Es la primera vez en tres aos que encuentro un asomo de solidaridad humana.

Yo le digo:

Quiero que usted entienda que no me rebelo contra el juez. Reclamo apenas el derecho de ser odo por un juez.

Lo comprendo responde. Aqu no se trata de un error de la justicia. La cuestin es ms simple. Se trata de que no hubo justicia.

Cmo se llama, seor? pregunto.

Seor no. Doctor. Doctor en Derecho y Ciencias Polticas y Sociales. No estudi cinco aos en la Universidad Nacional para que cualquiera me diga seor, como si yo fuera un ladrn o un diputado. Me llamo Antonio Ramrez. Doctor, fjese bien, doctor Antonio Ramrez.

Sale sin despedirse, sin mirarme. Pienso por un momento que quiz se molest seriamente porque lo llam seor. Pero la cara del guardin, cerca de la puerta, me da a entender la verdad. Leo en esa cara que Ramrez, doctor en Derecho y Ciencias Polticas y Sociales, ha salido conmovido por el hombre de tres aos de prisin que ha dejado atrs.

SBADO. OCTUBRE 24

En el mercado, Leonardo compraba pjaros enjaulados para devolverles la libertad.

EMIL LUDWIG

EN LA CRCEL el tiempo no se mide. En la crcel el tiempo se siente, como se siente un dolor. Por eso necesito quedar libre del tiempo.

Hoy mi reloj ha muerto. Lo romp yo mismo. Para qu quiero yo las horas aqu? Con el reloj, el tiempo ha muerto tambin para m. Mat el reloj porque mi cautiverio estaba cansndose de esa pequea mquina de fabricar minutos intiles. Desintegrado el tomo, haca falta que yo desintegrara el instante. Creo que lo he logrado rompiendo el reloj.

Estoy escribiendo lo anterior cuando los pasos soberbios del guardin se acercan a la puerta.

Mster Alba llama el guardin.Qu quiere? pregunta l.

El director desea verlo.

Yo dejo de escribir, David deja de leer, todos miramos a Mster Alba. Hay un momento de ansiedad. Mster Alba contesta:

Hoy no tengo tiempo para vivir.

Qu quiere decir? pregunta el guardin.

Quiero decir que hoy slo tengo tiempo para leer.

Qu quiere decir? repite el guardin.

Dgale al director que hoy no lo puedo recibir.

Si es as, me voy. Pero le va a costar caro eso de que no puede recibir al director de la crcel.

Si lo prefiere, para que no me cueste caro, dgale entonces que sal, o que no me encontr dice Mster Alba.

Al quedarnos solos, yo le digo a Mster Alba:

Por qu dijo eso?

Qu?

Eso de que no puede recibir al director.

Es cierto. Por qu lo dije? Tal vez lo dije porque hoy ya he vivido bastante. Esta maana me cort las uas de los pies.

Creo que en cierto sentido, Mster Alba tiene razn. Hoy es uno de esos das en que nos sumergimos en la lectura como en un pozo ciego.

Hay escritores que no hablan por s mismos. En sus libros se expresa la voz de un pas, se advierte la presencia de un pueblo.

En los Estados Unidos los escritores representativos no son Hemingway ni Faulkner. El primero es demasiado universal. El meridiano de su genio se sale del marco norteamericano, participa en la guerra civil de Espaa, llega hasta Cuba, vagabundea por Pars. Pars es una fiesta que nos sigue. Por su parte, Faulkner es demasiado provinciano. Vive encerrado en un condado del Sur, donde hay plantadores o esclavos, coroneles o negros, nunca norteamericanos corrientes, es decir, nunca norteamericanos absolutos.

El escritor de los norteamericanos completos es Sinclair Lewis. Babbitt es el resultado del examen de sangre ms completo que se le haya hecho a los norteamericanos. Y Calle Mayor, siendo una calle de pueblo, es la urbanizacin literaria mejor acabada del colosalismo norteamericano. El mundo de Lewis es el mundo de los hombres ahtos, aspirantes a millonarios. Los cazadores de dlares de Lewis no saben qu comprar con la libertad.

Lewis escribi tambin pginas terribles y hermosas sobre la justicia y la injusticia, tal como estos conceptos se aplican a la medida norteamericana. Sobre la densidad de la justicia Lewis sostiene que la ley penal de los Estados Unidos consiste en cerrar con llave la puerta del establo despus que han robado el caballo. Sobre la forma arbitraria de la injusticia Lewis dice que en Norteamrica la prueba de la mentalidad de los policas exige que demuestren que tienen 190 libras de peso.

La Espaa de una poca que va desde la decadencia que sigui a la prdida de las- colonias americanas hasta la presente resurreccin nacional, no ha quedado expresada tan bien, en ninguna obra, como en los libros de Azorn.

Azorn ama los smbolos de la inutilidad, de la Insuficiencia, de la insignificancia. De la agricultura prefiere la lenteja. De la humanidad, el hurfano. Del arte, la miniatura. De la zoologa, la pulga. Del hombre, el sin trabajo. De la culinaria, la migaja. De la nacin, la aldea. Pars es el pueblecito de Jeannette, dice Azorn.

Azorn es el apstol de la literatura de la resignacin. Azorn ve la vida con criterio de mendigo. La historia es una sucesin de monedas, dice Azorn.

Para Azorn, el hombre libre es un criado. Los hombres de Azorn no estn presos pero llevan dentro de s un capelln que los amenaza con el infierno y un carcelero que les mide los pasos. El Don Juan de Azorn no tiene pasin, sino piedad. Las vrgenes de Azorn no son mujeres; son ngeles devorados por la anemia andaluza. Los viajeros de Azorn no saben para dnde van. Los personajes de Azorn suspiran y llevan luto. Yo no s por qu suspiran tanto estas viejas vestidas de negro, dice Azorn.

Mster Alba me dijo un da:

Azorn no es un escritor para lectores. Azorn es un escritor para coleccionistas.

Estoy leyendo, pues, a dos escritores absolutamente diferentes. Azorn y Lewis son algo ms que dos pueblos. Son dos polos opuestos. Sin embargo, ambos estn muy cerca de nosotros. Los dos representan las dos grandes influencias culturales que han conformado la personalidad de nuestra crcel.

El espaol de Azorn, que aguanta el hambre, y que hace de eso un mrito, y el norteamericano de Lewis, que toma bicarbonato despus de atracarse de perros calientes, y que hace de eso una hazaa, son personajes que yo veo a diario aqu. En la crcel me tropiezo a cada paso con los espaoles de Azorn (como Braulio), que rezan contando los centavos, y con los norteamericanos de Lewis (como Mster Alba), que no se lavan las manos para no espantar de los dedos el olor a tinta podrida de los dlares. Ambos escritores participan un poco, con aportes ms o menos iguales, de la personalidad de nuestra adorada crcel.

Espaa y los Estados Unidos son las dos puntas de la tenaza histrica que nos tiene presos, remachados. Las dos puntas anulan el esfuerzo conjunto, pues, entre ellas, la una inutiliza a la otra. Donde la influencia norteamericana nos sacude, la tradicin espaola nos cohibe. Donde el idealismo espaol nos impulsa, el utilitarismo norteamericano nos aplasta. Donde la rebelda espaola nos empuja a rebelarnos contra la ley colonial de la crcel, las autoridades de estilo norteamericano nos inmovilizan con el cerco feroz de los perros policas. La tragedia de nuestra adorada crcel consiste en no haber tenido la personalidad suficiente para sacudirse las inhibiciones de estos dos yugos paralelos. Entre esas dos fuerzas que nos oprimen abrazndonos, no hemos llegado a ser nosotros mismos.

Despus de tanto leer, esta noche no podr dormir. Para dormir, esta noche tendr que silbar a los muertos.

DOMINGO. OCTUBRE 25

Ni un minuto de libertad: en la crcel hay que comer defendiendo el bocado.

FEDOR DOSTOIEVSKI

NUESTRO ALMUERZO ha consistido en una taza de agua tibia mezclada con harina de maz. Para despistar, en cada taza flotan tres habas y dos pedazos de hueso, en los que a duras penas subsiste el olor rancio del cordero. A este potaje, Mster Alba, que es un hombre fino, lo llama sopa. Braulio, que es un patriota, partidario del folklore, lo llama mazamorra.

En uno de sus libros, el doctor Gregorio Maran da a entender que la mazamorra vino a Amrica en esas crceles flotantes que se llamaban galeras. Vino en galeras, como casi todos nuestros antepasados, y vino de Europa, como casi todos nuestros platos autnticamente nacionales. Con los restos del bizcocho dice el doctor Maran se haca una sopa tristsima, llamada mazamorra. Aqu lo nico que hicimos fue entristecerla an ms, cambiando el bizcocho por el maz. En otras palabras, mazamorra viene de mazmorra, que quiere decir crcel. De donde se deduce que la mazamorra es sopa para presos.

De postre hemos tenido una taza de aguamiel caliente, adornada tambin, pero no con huesos de cordero, sino con cascaras de limn. David dice que le ponen limn a la aguamiel para que la digestin sea ms lenta, para que la comida se retenga en el vientre, para que el hambre tarde ms en regresar.

Despus del almuerzo, David, Braulio y yo ocupamos nuestras respectivas camas. Vamos a descansar del descanso de haber estado descansando toda la maana. Yo le digo a Mster Alba:

No va a dormir la siesta?

Nunca duermo la siesta cuando no tengo con quin dormir la siesta.

Por lo visto, para Mster Alba la siesta es un acto sexual.

Apenas nos acostamos, Mster Alba empieza a hablarnos de su vida en el Amazonas. Es un placer or su voz, cuajada de mentiras. Es un alivio poder huir de la celda a travs de esa voz. David escucha con los ojos cerrados. Braulio, en el cielo raso, contempla sus estrellas. Yo miro a Mster Alba, cuya condecoracin, en la penumbra de la celda, brilla tambin como otra estrella.

Despus de la guerra con el Per me establec en Leticia. Es una regin miserable y admirable. Trabajaba en compaa de un peruano, un tal Aguirre, hombre muy cruel, que haba sido cauchero. En las historias del Amazonas siempre debe haber un hombre muy cruel que haya sido cauchero. Aguirre y yo trabajbamos para Mster Johnson, un gringo culto, un poco chillado, empeado en convivir con las poblaciones indgenas para demostrar su teora de que los americanos primitivos eran japoneses. Por cierto, en una de esas revistas que le llevan a Antn le hace tres das que la doctora Tulia de Dross estudia actualmente el impresionante parecido de la alfarera entre las figuras haniwas del Japn y las figuras quimbayas de Colombia. Como iba diciendo, operbamos principalmente entre Leticia y Tabatinga, es decir, en esa regin formada por el trapecio amaznico colombiano y la punta ms avanzada, por ese lado, del continente brasilero.

Mster Alba calla un momento y luego prosigue con ms bros:

All conocimos y tratamos a los indios tolabos. Qutense ustedes el sombrero, seores, porque estamos llegando a la patria de los indios tolabos.

Ceremonioso, como si fuera un actor, Mster Alba se quita el sombrero, con el ademn de quien saluda de lejos a los indios.

Forman ellos un pueblo peculiar. Al nacer les cortan las orejas a las criaturas, de modo que aqulla es una sociedad de hombres desorejados. Dicen que les cortan las orejas a los nios para que puedan ver. En idioma tolabo, oreja quiere decir ojo, y viceversa. Estos indios saben dnde tienen los sentidos. Pero sta no es la nica alteracin de conceptos de la cultura tolaba. Para ellos, la paz es la guerra, de modo que all no existe el concepto pernicioso de herosmo. Para ellos, la vida es la muerte, de modo que no conocen el sufrimiento. Para ellos no existe la idea de la libertad, tal como la entendemos entre nosotros. Entre los tolabos slo los hombres buenos son condenados, y como todos son buenos, todos viven presos.

Se pone el sombrero, tose ruidosamente y sigue hablando.

Segn pude ver y or, los tolabos oyen por los ojos y ven por las orejas mutiladas. Los tolabos parecen un pueblo loco, pintado por Dal. Segn Aguirre, el cauchero cruel es una trasmutacin verbal y sicolgica, para designar las orejas y los ojos, lo que ha extendido la leyenda sudamericana del pas de los ciegos, inmortalizada por Wells en uno de sus cuentos. En realidad, lo que ha dado origen a esta leyenda son los tolabos, y hay razn para ello, porque un hombre que ve por los odos es un ciego. De todos modos, los tolabos forman un pueblo maravilloso, increble, casi tan fantstico como un cuento de Wells.

David se ha quedado dormido. Braulio ha dejado de mirar sus estrellas. Yo sigo sin cansarme las alocadas fantasas de Mster Alba.

Ah donde usted los ve, si es que los ve, o si es que no quiere imitarlos, y mirarlos con las orejas, los tolabos son hombres muy avanzados. Mster Johnson, que era de Alabama, y que obraba como si estuviera todava en la guerra de Secesin, deca que los tolabos parecan educados por los yanquis. En efecto, los tolabos le rinden culto al intestino. Nada de adorar al sol no, nada de arrodillarse ante la luna. El intestino es para ellos la encarnacin de la divinidad. Cuando un tolabo muere, los sumos sacerdotes, que son brujos y cirujanos, le hacen al difunto una especie de autopsia sacramental. Despus de la autopsia, entierran el cuerpo. El intestino lo conservan, lo disecan, lo embalsaman y lo ponen en el altar. Sus templos son montes de tripas calcificadas, pirmides de momias intestinales. Esas podredumbres arquitectnicas y monumentales seran horribles cementerios de residuos innobles, si no fuera porque los tolabos, que miran el arte tradicional con las orejas, oyen los oficios religiosos con los ojos, de modo que nunca ven el uno ni escuchan los otros.

Despus de este galimatas amaznico y sociopaleontolgico empiezo a quedarme dormido. Pero me doy cuenta de que no porque no haya quien lo escuche, Mster Alba deja de hablar sobre los indios tolabos.

LUNES. OCTUBRE 26

En una sociedad esclavizada, el ms grande esclavo es el tirano.

JULIN MARAS

EN NUESTRA SEGUNDA ENTREVISTA, el abogado Ramrez me acaba de asegurar que en un par de semanas recobrar la libertad. Dios lo oiga. A instancias del abogado he firmado un memorial dirigido al juez, dndole poder amplio y suficiente a mi doctor Ramrez para defenderme y representarme. Aunque reglamentariamente el trmino de las visitas no debe pasar de veinte minutos, el abogado se las ha arreglado para permanecer conmigo ms de una hora. Durante una hora no se ha fatigado un momento de orme hablar de mi vida pasada, que es la suma de veintids aos de juventud y tres aos de crcel.

Al regresar a la celda, los tres presos me interrogan ansiosos.

Es cierto?

Cierto. El abogado me lo ha confirmado.

Ya est nombrado?

Ya se posesion. No tardar en visitarnos.

Qu ms dijo el abogado? pregunta Braulio.

Me cont sobre Leloya muchas cosas, que se relacionan conmigo.

Qu ms?

Me confirm lo que ya sabemos. Bajo Leloya, la crcel padecer una tirana como no la ha conocido jams informo yo.

Por qu lo escogieron a l? pregunta Braulio.

Dicen que es para reorganizar la crcel con mtodos modernos.

Conozco ese tipo de reorganizaciones murmura Mster Alba. Y conozco a Leloya. Es uno de esos hombres que parecen predestinados para ser carceleros. Dicho con toda claridad, tiene vocacin de verdugo. Se quita ceremoniosamente el sombrero, en un ademn cortesano habitual en l, y sigue hablando: Muchachos, digmosle adis a nuestra adorada crcel. Desde hoy, esta prisin se convierte en una tumba.

Todos remos, pero todos sabemos que Mster Alba est diciendo la verdad. Todos sabemos lo que el nuevo alcaide, Toms Leloya, significa en la direccin de la crcel. Hasta hoy, la prisin ha disfrutado de un rgimen benigno que nicamente se ha alterado en las ltimas semanas, desde que por razones disciplinarias, y hasta nueva orden, suspendieron nuestras salidas diarias al patio principal.

Leloya es un militar retirado. Se le conoce con el nombre de Mayor Leloya. Estando en el Ejrcito se hizo famoso, hace muchos aos, en acciones de persecucin y represalia contra los guerrilleros. Fro, despiadado, en la guerrilla no se portaba como un pacificador oficial, sino como un bandolero ms. En aquella poca, una hazaa increble lo hizo famoso en el pas.

En un pueblo de la sierra, una partida de revoltosos se haba apoderado del gobierno municipal. Pasaron por las armas al alcalde, a todos los policas, a todos los empleados oficiales. Saquearon los almacenes, quemaron la iglesia, el edificio consistorial y las casas de varios terratenientes. Proclamaron en el pueblo una repblica independiente, una miniatura de Estado muy parecida a un criminal sitiado. Todo fue una orga de locura y pillaje.

Ms tarde, cuando llegaron los policas y los soldados puestos a rdenes del Mayor Leloya, los cuerpos armados enviados a guardar el orden, despus de obligar a los guerrilleros a abandonar el pueblo, acusaron a las vctimas de haber sido cmplices del golpe. Les aplicaron entonces a los vecinos del pueblo, sin discriminaciones, ancianos, mujeres y nios, un tratamiento depurador de sangre y fuego. Los que la primera noche no murieron de un tiro en la oreja, amanecieron colgados en los rboles de la plaza. Durante cinco das, no habiendo ya seres vivos contra quienes disparar, cada vez que pasaba frente a los colgados, Leloya vaciaba su pistola, para reiterar su deseo de que los muertos odiados estuvieran bien muertos.

se era el hombre que llegaba a dirigir nuestra crcel.

Si por lo menos nos dejaran salir de nuevo al patio... suspira Braulio.

Yo de usted me olvidara del patio dice David.

Si no veo pronto el sol, voy a volverme loco.

Con su pistola, Leloya tapar el sol. Con Leloya se acab el sol dice Mster Alba.

Poco despus, Braulio empieza a temblar. Mster Alba le toca la frente.

Este muchacho est ardiendo indica Mster Alba.

Llamemos al guardin dice David golpeando la puerta de la celda.

La fiebre de Braulio sube por momentos; es una fiebre que palpita y huele, como si sobre el hombre de carne empezara a germinar un hombre de fiebre. Cerca de l, los tres participamos un poco del hlito caliente de su piel, que empieza a poner en la celda un ligero toque de calefaccin animal. La temperatura de la celda se ha puesto repentinamente templada, malsana, un poco viscosa, como cuando la adivinadora, en un cuarto sin ventilacin, quema pelos en un brasero.

Son detalles como stos los que no permiten en la crcel el menor asomo de intimidad. Aunque cada cual se guarde sus secretos, los secretos nos brotan por los poros, como nos brota el sudor. En la celda, los cuatro hombres nos embadurnamos l alma con la misma masa de promiscuidad repugnante. Nuestra mente vive sucia con los pensamientos de los dems. Nuestra boca tiene siempre el sabor de lo que los otros se comen. Somos cuatro gusanos condenados a roer una llaga que no slo es comn, sino que tambin es inagotable.

El guardin tarda en venir, pero viene al fin y corre la mirilla metlica exterior de la puerta.

Qu pasa aqu?

Braulio Coral tiene una fiebre muy alta. Es necesario que lo lleven a la enfermera.

La enfermera no est en servicio.

Pero hay que sacarlo de aqu insino yo. Necesita un mdico.

La enfermera, la capilla, la sala de visitas, las oficinas, hasta los pasillos, todo est ocupado.

Por qu? brama Mster Alba. Qu ocurre? Hay guerra civil?

Presos. Ms presos. Robos. Asesinatos. Secuestros. Llegan presos a montones. Ya no saben dnde meterlos.

Eso no impide que llame un mdico alega David.

Procurar hacerlo. Pero no prometo nada. Aqu no hay nada que hacer, desde que empez esta confusin. Han llegado tantos presos, que la crcel est que revienta.

Es cierto que hay un nuevo director? pregunta David.

S. Mi coronel Leloya.

Es coronel?

Coronel. Y de los buenos.

Yo no saba que en el retiro, los militares seguan ascendiendo dice Mster Alba.

El guardin replica:

Lo nico que le puedo decir es que desde hoy vamos a tener aqu un jefe. Bueno. Ahora me voy por el medico.

Se va por el mdico, pero para regresar media hora despus y decirnos que no hay mdico. Por fortuna, mientras tanto, Mster Alba se haba ingeniado para sacar dos pastillas del sombrero. Como si fuera un prestidigitador se quit el sombrero, le levant el tafilete, sac las dos pastillas y se las dio a Braulio.

Trgueselas orden Mster Alba.

Un momento despus, con la misma rapidez con que haba subido, la fiebre empez a bajar. Un destello de victoria se reflejaba en la pupila solitaria del ojo de cclope de Mster Alba.

Al irse el guardin, Braulio dice:

Me siento mejor.

Crey que se iba a morir? le pregunta Mster Alba.

Yo lo hubiera sentido mucho dice David. Cuando un preso como Braulio se decide a morir, es como si alguien se muriera de muerte doble. No es cualquier cosa dejar dos viudas en el mundo.

MARTES. OCTUBRE 27

Yo no soy libre sino cuando me siento libre.

PAUL VALRY

HA PASADO LA MAANA sin que la fiebre de Braulio se repita.

Todo se debe a sus aspirinas le digo a Mster Alba.

No eran aspirinas responde l. Qu era entonces?

Cocana en pastillas. Es lo mejor para el paludismo.

Quin diablos le ha dicho que Braulio tiene paludismo?

Da lo mismo. De todos modos, se cur con las pastillas, que tampoco eran de cocana.

El guardin le anuncia a Braulio que el juez lo espera inmediatamente.Al salir, el guardin lo detiene y le esposa las manos.

Por qu le pone esposas? chilla Mster Alba.

Son las rdenes que tengo.

Eso es una provocacin dice Mster Alba, por decir algo.

Supongo que es apenas una medida de precaucin dice el guardin. La crcel est llena. Presos. Ms presos. Hay mil presos en una crcel construida para cuatrocientos. Se habla ya de protestas y motines.

Cuando se marcha, con las manos maniatadas, Mster Alba y David empiezan a discutir.

Yo no haba visto estos atropellos en ninguna parte opina Mster Alba.

Yo s alega David. Para eso es la crcel. A propsito, Mster Alba: cmo son las crceles en Panam?

De Panam slo conozco el canal, donde trabaj tres aos. All dej de ser el seor Alba, y me convert en Mster Alba. Fue all donde aprend el ingls.

Debiera reconocer que fue all donde olvid el espaol.

Para cambiar de tema, Mster Alba vuelve a referirse a Braulio.

Yo no creo que ese pobre diablo sea bgamo

afirma.

No hable mal de Braulio, tuerto. Al fin y al cabo es su amigo.

Mster Alba se enfurece cuando David lo llama tuerto. Sin embargo, hoy no da muestras de querer protestar.

Es mi amigo, es cierto. Pero ha de saber usted que yo slo hablo mal de los amigos. De los enemigos prefiero no hablar. Por prudencia? No. Por miedo. Es usted cobarde, Mster Alba? Padezco la fiebre de gamo, que era como llamaba Teodoro Roosevelt al afn de correr. Me hice un tratamiento para la cobarda, pero no me cur. Fue en el Amazonas. Para afianzar el valor, y marchar a la paz, que es como ellos llaman la guerra, los indios tolabos comen queso de leche de perra. Yo com esa porquera, pero francamente, despus de probarla, qued peor que antes. Creo que me engaaron. Creo que lo que me dieron fue clara de huevo de paloma.

Por qu dice usted que Braulio no es bgamo? pregunto yo.

Por la edad contesta Mster Alba. Por la edad?

S. Braulio tiene la edad de los hombres que slo pueden permitirse el lujo de ser fieles.Explquese reclama David. Quiero decir que la bigamia no es un deporte para viejos. Y Braulio ya est viejo. Mis contemporneos empiezan a envejecer.

Antes que le hagamos notar que Braulio es mucho ms joven que l, y como para corroborar la idea de que a pesar de sus contemporneos l permanece joven, Mster Alba empieza a desmontar, pieza por pieza el complicado mecanismo externo de su individualidad. Se quita el saco, se quita la camisa, se quita la camiseta. Luego abre la funda de pellejo donde tiene el tatuaje y se lo quita tambin. Pone todo sobre la cama, menos el tatuaje. En efecto, deposita la cuchilla barbera en mis manos.

Al quedar desnudo de la cintura para arriba, Mster Alba se dedica a hacer gimnasia. Yo lo miro y me siento conmovido al pensar en todo lo que este hombre ingenioso y mentiroso significa para los habitantes de la celda. Miro tambin a David, quien debe de estar pensando algo parecido. Muchas veces, l y yo sorprendemos en nuestros ojos esa lumbre furtiva que, sin palabras, compromete a dos hombres en un mismo secreto.

Qu sera de la libertad sin la crcel? dice David.

Qu sera de la crcel sin la libertad? apunto yo.

Mster Alba interrumpe sus ejercicios calistnicos.

Respira, listo para intervenir, e interviene.

Lo malo es que la crcel est aqu y la libertad est afuera.

No, Mster Alba dice David. Yo no puedo aceptar que yo est preso y que mi libertad ande suelta.

Mster Alba no se da por vencido.

El maestro Vargas Vila deca que se encadena el lebrel, pero no el aullido. Y yo digo que al tigre, cuando lo encierran, no lo encierran en la jaula con el paisaje que le sirve para matar.

Eso quiere decir que para usted la libertad es un accidente del terreno dice David.

Yo acudo en su auxilio:

Lo que dice David es verdad. Cmo se puede separar la libertad de m? Yo estoy en la crcel, pero mi libertad no me abandona. Mi cuerpo y mi alma constituyen mi libertad y el conjunto de los dos est conmigo.

Despus de siete extenuantes minutos de gimnasia, de los cuales pas cuatro conversando, Mster Alba descansa. Con mucha calma empieza a armar de nuevo el rompecabezas artificioso de su figura exterior. Lo primero que hace es enchufar el tatuaje en el estuche de su panza.

MIRCOLES. OCTUBRE 28Debe, de ser muy difcil fusilar a un hombre que re. Para matar hay que sentirse importante.

GRAHAM GREENE.

AL IR A ESCRIBIR, mi mano copia este pensamiento que acabo de recordar. La transcripcin automtica me da una idea. De ahora en adelante, iniciar mi relato de cada da con una frase alusiva a mis preocupaciones cotidianas, siempre que ella se relacione con la justicia o con la crcel. Tengo una buena provisin de ellas, coleccionadas en los libros que he ledo en tres aos. Esta compaa de los hombres que de alguna manera han participado en mi angustia por la libertad, me dar alicientes para seguir adelante.

Como es natural, dentro del orden que me he impuesto, ello me lleva tambin a volver atrs. Entresacar algunas ideas ajenas para encabezar los captulos diarios que ya han quedado escritos.

He recordado la frase de Graham Greene porque Antonio Ramrez, doctor en Derecho y Ciencias Polticas y Sociales, a quien veo casi todos los das, y que es ya mi confidente legal, me cont hace dos das que se habla ahora de establecer en el pas la pena de muerte. Algunas instituciones y no pocos socilogos y abogados son partidarios de que se aplique la pena capital a los guerrilleros, a los pistoleros y a los secuestradores.

Cada vez que se produce un crimen horrible, los hombres se acuerdan de la pena capital. Cada vez que falla el acueducto del orden pblico, al atascarse el tubo que suministra el agua de la tranquilidad social, los hombres empiezan a sentir sed de sangre. La sangre criminal produce sed de sangre oficial. El asesino le abre paso al asesino. No podemos con la cultura de la crcel, y ya ambicionamos la civilizacin del patbulo.

Mientras los presos de afuera discuten sobre la manera de montar el aparato de la muerte, aqu, los presos de adentro, padecemos algo peor, porque estamos condenados a la pena esterilizadora de vivir sin vivir. No me explico por qu el hombre libre se escandaliza tanto con la pena de muerte, que para el presidiario es un alivio instantneo, y permanece indiferente ante la crcel, que es un suplicio corruptor, inyectado poro por poro, minuto a minuto, en cmara lenta, con el ; cuentagotas ms miserable de la degradacin humana.

Sobre la pena de muerte, Mster Alba me dice:

En la historia reciente del mundo hay dos ejemplos escarnecedores de pena de muerte. El uno es Nremberg. Los colgados de Nremberg son el cncer pstumo de los muertos de la segunda guerra mundial. El otro es Israel. En el caso Eichmann, Israel explot una mina de venganza, con refinamientos incomprensibles. El caso Eichmann ensea que por primera vez en la historia los judos no cobraron intereses altos, puesto que se conformaron con la transaccin de seis millones de muertos por la vida de un hombre. Seis millones de muertos no valen el asesinato de un asesino.

Diga lo que diga Mster Alba, los hombres le conceden demasiada importancia a la pena de muerte. Llevan siglos enteros divinizndola o escarnecindola. No se han dado cuenta de que con ella o sin ella el hombre permanecer siempre igual, mientras subsista esa antesala de la muerte que es la crcel. Los hombres han hecho de la pena de muerte un mito inmoral. Esta deformacin proviene de una monstruosidad consuetudinaria, que consiste en aplicar al fenmeno de la organizacin punitiva el criterio impune que emana del ejercicio de la libertad.

El hombre libre mira con horror la pena de muerte, aunque es el padre de ella. Por la misma razn, el preso mira con horror la justicia, porque es el hijo de ella. Con un vnculo idntico, pero desde una postura diferente, el preso y el hombre libre son cmplices en el miedo a la libertad. El crculo vicioso que hace de la crcel una pena de muerte viene a convertir la pena de muerte en libertad.

Si el hombre libre supiera que la pena de muerte no es lo peor, puesto que es apenas un castigo ms, que avanza por un pasillo de humillacin ms, y que conduce a un calabozo ms, dejara de hablar de ella con el tono solemne con que suele hacerlo.

Personalmente, a m la pena de muerte ya no me importa. Despus de lo que me ha pasado, no me sorprendera merecerla o padecerla. Soy socio del soldado, condenado a la pena de muerte. Soy hermano del hombre, el primer condenado a la pena de muerte. Lo que me importa es que los hombres eviten el crimen de ganar la muerte que merecen. Mster Alba me dice:

Es un anacronismo grotesco pensar en estos tiempos en establecer la pena de muerte. En el mundo, la pena de muerte ha muerto. Entre el hombre que re y el hombre que est en la crcel acabaron con ella. Resucitarla es revitalizar un fantasma. La pena capital corri la suerte del duelo en el campo del honor. En el campo histrico del ridculo universal, ambos perecieron sin honor.

JUEVES. OCTUBRE 29

La escuela libre me agrada por el solo hecho de que se llama libre.ROGER PEYREFITTE

HEMOS ADQUIRIDO EL HBITO de que, todos los jueves, Mster Alba pronuncie en la celda una conferencia. Los das en que Mster Alba habla en pblico, como si dijramos, son llamados por David jueves culturales.

Como de costumbre, Mster Alba desempea hoy su papel con toda solemnidad. De pie, se coloca un monculo ahumado, no en el ojo sano, sino en el ojo perdido. Luego, quitndose y ponindose sin cesar el sombrero, empieza a hablar. Taquigrficamente tomo nota de todo lo que dice.

Seoras y seores: mi tema de hoy es un genio menospreciado de la literatura nacional. Casi sobra decir que me refiero al maestro Vargas Vila, el nico genio y el nico menospreciado de la literatura colombiana. Yo creo que como novelista Vargas Vila era una verdadera porquera. Lo