intelectuales aymaras y el problema nacional en bolivia

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Page 1: Intelectuales Aymaras y El Problema Nacional en Bolivia

SEPARATA del PIEB y CIDES-UMSA / Nº 1 / marzo de 2011

IntroduccIón

Tal como se lo conoce actualmente, el trabajo intelectual está asociado a la creciente complejización de las relaciones sociales en tres sentidos. Por una parte, porque se produce en el seno de la extensión de los siste-mas educativos que, al mismo tiem-po que estandarizan a la sociedad en los hábitos modernos, también auspician una creciente especiali-zación de sus cuadros dirigenciales, en función de las necesidades de organización productiva e institu-cional que surgen en afinidad a la organización del Estado nacional. Por otra parte, porque en ese mis-mo escenario, el trabajo intelectual no se produce en el terreno demo-crático abstracto, sino, como diría Gramsci, el seno de capas sociales “especializadas en el ahorro” o en grupos donde es posible reorien-tar el excedente hacia actividades no-productivas, en el sentido es-tricto del término (Bourdieu). Eso quiere decir que los intelectuales son sujetos provenientes de grupos intermedios y de la “localización contradictoria” que éstos tienen en la sociedad capitalista, de la que participan en el marco de la distri-bución desigual de habilidades al-rededor del conocimiento racionali-zado (Wright). Finalmente, porque al trabajo intelectual le es inherente

un mercado autónomo de bienes simbólicos, dotado no sólo de cri-terios de reconocimiento y sanción formalizados, sino también de no-mos clasificatorios en vigencia y que surgen a la par que lo hacen las instituciones académicas que lo acreditan, y las industrias editoria-les que se extienden a medida que también lo hace la llamada “comu-nidad de lectores”, como señala Be-nedict Anderson.

Planteado esto, está claro que el trabajo intelectual sociológica-mente se desarrolla al interior de las diferentes capas de la burguesía, de la que proviene el llamado “aristo-cratismo de la inteligencia” (Bour-dieu) evocando, asimismo, disputas políticas en torno a su capacidad de representar los intereses colectivos en cada sociedad. Por eso, como señalara Zavaleta, los intelectuales, sujetos que “dudan a nombre de los que no dudan nunca”, le son impres-cindibles a todas las clases sociales que, al contar con ellos, cuentan también con argumentos para su le-gitimación histórica, en el marco de los quehaceres estatal-nacionales.

Con esos antecedentes, el artí-culo que se presenta a continuación da cuenta de un esfuerzo por situar sociológicamente a la intelectuali-dad aymara en Bolivia, en un esce-nario en el que, como resultado de los procesos desencadenados por la Revolución de 1952, los actores po-líticos emergentes en ese contexto

actualmente están en condiciones de disputar la representación de la voluntad general, en el marco de las disputas ideológicas que ésta invo-ca. Se trata de un logro atribuible, asimismo, a la disponibilidad de excedentes que surgen de la amplia incursión en la economía de los grupos afines a estos intelectuales (que José Luis Saavedra sintetiza en el concepto q´ulla), lo que les ha valido, por otra parte, conver-tirse en una clase con capacidad para unificar el mercado interno (de “nacionalizarlo”, diría Zavale-ta), aunque hoy por hoy como una tarea restringida a la fase primaria de acumulación, de base comercial.

ELEMEntoS dE unALocALIZAcIón

contrAdIctorIA

Un primer aspecto a considerar tie-ne que ver con el hecho de que en sociedades como la nuestra las re-laciones sociales no han alcanzado a desplegar sentidos de pertenencia que se abstraigan de las particula-ridades culturales, para ir en pos de aquella identidad que evoca la igualdad jurídica y política, acuñada bajo el concepto de ciudadanía. Por el contrario, las relaciones sociales en el país remarcan la especificidad de los sujetos, lo que quiere decir que a aquellas no le son indiferentes

Intelectuales aymarasy problema nacional en Bolivia

Una perspectiva post-1952Cecilia Salazar – Ana Evi Sulcata – Mirko Rodríguez

El artículo es un resumen de la investigación “Homogeneidad social y etnonacionalismo: intelectuales aymaras y democratización política en Bolivia”, realizada en el marco de la convocatoria “Racismo, discriminación y relaciones

socioculturales en Bolivia”, auspiciada por el Programa de Investigación Estratégica en Bolivia (pieb). Una síntesis de los principales resultados del trabajo se encuentra en la página www.pieb.org/intelectualesaymaras/.

La investigación se inscribió en el apartado “Emergencia indígena, imaginarios sociales y ‘etnizacion’ de la vida política”. Se llevó a cabo con el respaldo institucional del Postgrado en Ciencias del Desarrollo de la Universidad Mayor

de San Andrés (cides-umsa).

CIDES-UMSACIDES-UMSA

los atributos que cada uno de estos trae consigo, a partir de los cuales se erigen sistemas clasificatorios discriminatorios respecto a la con-dición ciudadana que representan y, por ende, al desarrollo de recursos culturales para la integración, invo-cados por el Estado-nación.

En breve, entonces, el funda-mento de la discriminación en paí-ses como Bolivia tiene sentido en relaciones sociales basadas en la di-ferenciación. Eso quiere decir que se dan al amparo de las identidades pre-nacionales, con el agregado, sin embargo, de que entre ellos preva-lecen o ejercen dominio aquellos sujetos con menores referencias lo-calistas, es decir, que se han univer-salizado despojándose de atributos particulares. En América Latina, el referente de la universalización es el mestizo que, en nuestro caso, también de manera abstracta, inter-preta a la bolivianidad.

Esta realidad estructural es la que ha prevalecido desde la creación de la República en Bolivia, tributa-ria de una serie de desventajas de origen, entre las que cuentan, de ma-nera central, el vasto e incomunica-do territorio a administrar, tarea que en un primer momento fue asumida por elites oligárquicas pero que, por su condición histórica, no pudieron hacerlo sino por vía política y mi-litar, sin dar cuenta, a la par, de un proyecto de unificación económica. Por eso, llegado el siglo xx, éste se

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marzo 20112 / INTELECTUALES AymARAS y PRoBLEmA NACIoNAL

había desarrollado apenas en algu-nos centros urbanos y sus alrededo-res, en todos los casos con prácticas parroquiales de cortas miras.

Dando cuenta de ello, la revo-lución de 1952 se convirtió en el esfuerzo más importante de unifica-ción nacional, concentrándose en la ampliación de la comunidad ciuda-dana bajo conceptos democrático-liberales, fundados en la vigencia del voto universal y la eliminación de la servidumbre. Dos hechos hay que destacar en este contexto. Uno, vinculado a la unificación de los diferentes espacios económicos y culturales que hasta entonces había estado administrada por las estruc-turas feudales de la hacienda y que, a partir del proceso revolucionario, intentaron ser sustituidos por la ac-ción del sindicalismo campesino para-estatal que, dicho de paso, se asentó sobre todo en el terreno de la política, intermediando la relación entre la estructura nacional del Mnr y el cacicazgo local, especialmente en la región altiplánica y valluna del país. Dos, las carencias que alenta-ran una relación coherente entre las necesidades de integración político-cultural y el desarrollo económico, en gran parte asentado en la pequeña propiedad, pero también en la au-sencia de estímulos para sostener a largo plazo el creciente mercado de consumo que trajo la urbanización post 52. Este hecho afloró, por un lado, en un fuerte sentimiento de po-sesión que retrata al beneficiario de la Reforma Agraria de 1953 y, por otro, en su sucesivo e insostenible empobrecimiento, que tampoco lo-gró ser revertirlo por vía de la edu-cación que en el país no ha cumplido el objetivo histórico de contribuir al desarrollo económico, ni de poten-ciar la cultura, en el sentido amplio del término.

El segundo aspecto a considerar hace referencia a la identidad de los campesino-indígenas que, a pesar de todo, encontraron en los anterio-res aspectos nuevos nutrientes para remozarse socioculturalmente, en algún sentido dando continuidad a las estrategias individuales de mi-metización adoptadas desde la colo-nización española, entre otras cosas para evitar el sistema de exacción tributaria, como han estudiado Ros-sana Barragán y otros. Con base en ello, desde 1953, la propiedad de la tierra catapultó masivamente –y de manera irreversible– los idearios que hacen al sujeto moderno, sien-do los más vitales los que tienen que ver con la apropiación del sí mismo, de la voluntad y del producto del trabajo, elementos desde los que se accede a la libertad individual. mo-tivadas por ello, las masas liberadas

de la servidumbre, ingresaron a la modernidad asumiendo los valores éticos de la libertad y la propiedad y haciendo suyas expectativas de progreso basadas en el esfuerzo in-dividual que también se canalizaron accediendo al mundo urbano y a las posibilidades de diversificación que éste ofrece. En este escenario, el abandono de la actividad agríco-la fue un componente del ascenso social, introduciéndose los campe-sino-indígenas en las redes de inter-mediación entre campo y ciudad y movilizando su histórica capacidad para activar el mercado interno. Esto devino en lo que Jean Pierre Lavaud llama la “experiencia del status” que la nueva clase en ascenso advirtió, siendo imputable sobre todo a gru-pos sociales de origen indígena cer-canos al eje político del país donde se edificaron los centros neurálgicos de consumo, especialmente alrede-dor de la ciudad de La Paz. Como efecto de ello, en estos lugares el or-den comunitario y tradicional cam-pesino-indígena entró a una fase de franca descomposición, a diferencia de lo que ocurrió en zonas más ale-jadas, en gran parte, convertidas en economías de subsistencia y, oca-sionalmente, en canteras de mano de obra estacional y sin calificación, para la construcción y los servicios en el mundo urbano, o para las acti-vidades agroindustriales en el orien-te de Bolivia y en países fronterizos.

En este proceso, podría decir-se que el radical cambio de expec-tativas culturales en la población campesino-indígena aymara estuvo inevitablemente ligado a la expan-sión de su participación en el mer-cado laboral y de consumo y, como sucede en éste, al acopio de valo-res de intercambio estandarizados, como el dinero. De alguna manera el afianzamiento del mestizaje tie-ne que ver con ello, aunque con el agregado de que en el país el ritmo que éste ha tomado ha sido mucho menor que en otras sociedades, jus-tamente debido a la precariedad de los sistemas de integración existen-tes, siendo paradójico, sin embargo, que, a pesar de ello, grupos de ori-gen indígena hoy den cuenta de su capacidad de acumulación econó-mica y visos, por ende, de su condi-ción proto-burguesa.

Entre medio, un hecho cultural fundamental se ha producido, y es que, al incorporarse el sentido de apropiación del sí mismo, los suje-tos se han liberado de las determi-naciones post-figurativas, es decir, aquellas que se ejercen a nombre de la repetición y la costumbre, natura-lizando un lugar pre-establecido en el orden social. En ese sentido, uno de los rasgos de la prevalencia de

los sistemas de diferenciación social tiene sentido en la naturalización del lugar que ocupan las mujeres y las culturas indígenas, a partir de lo que Ernest Gellner llama “factores de fá-cil identificabilidad”, rasgos físicos y simbólicos sobre los que se yer-gue toda discriminación estructural. Pues bien, es en ese escenario que debe observarse la ciudadanización desde abajo que se ha producido en el país, en ausencia de instituciones políticas, económicas y culturales que la acompañen con mayor orga-nicidad. A ello apunta el hecho de que hombres y mujeres de origen indígena tiendan, con redoblado es-fuerzo individual, a romper las pre-determinaciones que se erigen sobre ellos, hecho que ha comprometido, en el curso de varias generaciones, el cambio de su fachada identitaria y la invisibilización de todo rastro de particularismo, lo que está clara-mente vinculado al objetivo de al-canzar una mayor y mejor educación y por ende un status más universal.

En su momento, esto ha supues-to el tránsito del trabajo manual ha-cia el trabajo intelectual, apuntalado por excedentes económicos que se destinan a actividades socialmente acreditadas, pero no necesariamente productivas. De alguna manera, de-trás de esto está el mismo fenómeno de la fiesta de la proto-burguesía ay-mara, cuya capacidad de acumula-ción puede dar lugar al derroche y la ostentación, sin mayor objetivo que la distinción social, según un último estudio de Rossana Barragán y Cle-verth Cárdenas. Dicho esto, no deja de llamar la atención que la ideolo-gía katarista, inherente a la intelec-tualidad indígena, haya comenzado a construirse al mismo tiempo en que la cada vez más llamativa entra-da folklórica aymara del Señor del Gran Poder se proponía ritualizar, con la fuerza innata de su barroquis-mo, su ingreso anual al centro de la sede de gobierno, desde los albores de los años 70.

¿IntEGrAcIónHorIZontAL Y HEGEMonÍA

Q´ULLA?

Como señala Ernest Gellner, el na-cionalismo no es un factor previo al Estado-nación, sino su corolario. Eso quiere decir, que está antecedido por las transformaciones que se produ-cen en la sociedad contemporánea, una de las cuales está situada en el proceso de movilidad social activa-da por los sentimientos igualitarios que trae la ampliación de la ciudada-nía. Sobre esa base, el nacionalismo daría cuenta, en el fondo, del grado

Esteban Ticona

María Eugenia Choque

Fernando Untoja

Filomena Nina

Marcelo Fernandes

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marzo 2011 / 3INTELECTUALES AymARAS y PRoBLEmA NACIoNAL

de homogeneidad alcanzado en lo social, imponiéndose, a la larga, la idea de que todos los habitantes de un país forman parte, legítimamen-te, de la colectividad nacional, por lo tanto que son co-responsables de darle su contenido y de disputar su representación política, a través de las voces autorizadas que actúan en el campo ideológico.

En los años 70, el surgimiento de la intelectualidad indígena vio aflorar esta posibilidad. Para llegar a ello, el país hubo de pasar por la fase de insostenibilidad política que se tradujo en la fragmentación de los cuadros dirigenciales del Mnr y, junto a ella, del propio sindicalismo campesino para-estatal, cuyo lide-razgo quedó arraigado a un sistema de alianzas personales y clientelares con aquellos, protago nizando a vio-lentas escaramuzas que, en nombre de sus afiliaciones, pusieron en en-tredicho su homogeneidad política. Entre otros aspectos, fue a conse-cuencia de ello que el país hubo de confrontar, en breve, la dictadura del Gral. René Barrientos ortuño, a partir de 1964. Bajo su mando se promovió el Pacto militar-Campe-sino (pMC) que, siguiendo el mode-lo nacionalista, pero en su fase au-toritaria, se dotó del argumento de garantizar la unidad del país, invo-cando a las fuerzas armadas como garantes de su soberanía y a los campesino-indígenas como lo que se supone es la fuente de autentici-dad más profunda de la nación, no sólo por los recursos culturales de los que dispone, sino también –diría Luis H. Antezana– por su enorme fuerza cuantitativa, capaz de legiti-mar el proyecto político en cuestión.

Sin embargo, mientras eso acontecía, las fuerzas sociales emer-gentes del mundo agrario se pre-paraban para actuar, poco tiempo después, en el terreno de la política. Desde la Reforma Agraria de 1953, hasta los albores de los años 70, una nueva generación se había forjado fuera del yugo de la servidumbre y, por lo tanto, con un ánimo puesto en el ejercicio pleno de la libertad individual que, en breve, se tradujo

en la intelectualización de varios de sus cuadros, como claramente han observado Silvia Rivera y Javier Hurtado.

En este contexto, las fronteras entre campo sindical (político) y campo intelectual todavía eran in-visibles. Esto posibilitó una expe-riencia tan rica como contradictoria, propia de la relación rural-urbana vivenciada por jóvenes migrantes, que arribaron a la ciudad de La Paz para continuar sus estudios en el nivel secundario y/o universitario, pero sin abandonar sus compromi-sos comunitarios como dirigentes sindicales. En este curso de ida y vuelta, se irían a construir los argu-mentos ideológicos y políticos entre los que, por el contexto político de la época, la lucha por la restitución de los derechos democráticos ocupaba un lugar central. Planteado el esce-nario, el liderazgo campesino aliado a los militares fue objeto de un siste-mático cuestionamiento, abriéndose con ello un cauce inmejorable para que la nueva camada de dirigentes se planteara la necesidad de la auto-nomía política del movimiento que, por cierto, estaba ingresando a un intenso debate en torno a la tesis po-lítica que iría a promover, al retornar el país al sistema democrático.

En su derivación más general, de ese debate provino la politización de los factores étnicos en el país, puestos en escena cuando el proble-ma colonial fuera nombrado como sustrato de las relaciones sociales, económicas, políticas y culturales. Un aspecto debe quedar advertido como el trasfondo de este proceso: la ampliación de la ciudadanía que el Estado de 1952 auguró al mun-do campesino-indígena se plasmó, casi estrictamente, en el terreno de la política, campo del que suelen privilegiarse únicamente los cua-dros allegados al poder de turno. Por contrapartida, los factores económi-cos fueron dejados a las capacidades individuales de los sujetos, privando a una gran mayoría de recursos para su movilidad e integración social, en el marco de la profunda heterogenei-dad estructural que ha caracterizado

históricamente a Bolivia. Como co-rolario, a pesar de la revolución de 1952, el país no logró despojarse de los factores críticos que hacen a la diferenciación, manteniéndose ésta como un mecanismo discriminatorio entre sujetos integrados y sujetos no integrados.

Era obvio, entonces, que los argumentos políticos que se promo-vieron desde las nuevas generacio-nes campesino-indígenas encalla-ran en el problema de la exclusión, como se manifestó explícitamen-te en el manifiesto de Tiwanacu (1973) donde se señala, entre otras cosas, que los indígenas son tratados como extranjeros en su propio país, recogiéndose, a su vez, un conjunto de supuestos acerca de sus cualida-des morales, desconocidas e infrava-loradas –dicen– por las prácticas de homogeneización cultural que trajo el Estado de 1952 y su ideario desa-rrollista. Nutrida por esos aspectos, la tesis a erigirse entendería la pro-blemática de la exclusión más allá de las categorías económicas, subes-timando el concepto de “campesino” que, está claro, ponía en entredicho esta nueva forma de uniformización interclasista, erigida a nombre del entonces ya visible nacionalismo cultural aymara.

Ahora bien, este nuevo mode-lo interpretativo también se nutrió del contexto más general de los años 70´s. En efecto, como han se-ñalado michael Wieviorka y Erick Hobsbawm, la crisis de la sociedad industrial de entonces produjo en el mundo un remezón ideológico pro-fundo, derivado de los fenómenos de desafiliación de la sociedad res-pecto al trabajo asalariado y de la caída del Estado del Bienestar, que abrió las puertas del neoliberalismo. En las ciencias sociales eso supuso un salto de teorizaciones afincadas en los grandes procesos estructura-les, hacia las que se remiten al suje-to, a su capacidad de agencia y a la vida cotidiana, en gran parte susten-tadas por el individualismo metodo-lógico y el utilitarismo. Pero, de la misma manera, produjo nuevos ho-rizontes conceptuales en torno a lo

Idon Chivi Lucía Choque Máximo Quisbert Walter Reynaga

Simón Yampara

Tomasa Wilka

local y lo global, como contrapartes del Estado, y a las motivaciones po-líticas que surgen de la comunidad como fuente de una energía renova-dora del orden social, fundada en la cultura y en los saberes que surgen de ella. Eso, a su vez, puso sobre el tapete de la discusión el conoci-miento supuestamente restrictivo de la ciencia y del racionalismo. Todo ello quedó remarcado, además, por la búsqueda de nuevos referentes de socialización para darle certidum-bre a las personas. Según ambos autores, esos fueron hallados en el primordialismo, garantía de una per-tenencia autoevidente, inalterable y sin cuestionamientos sociológicos.

Estos y otros aspectos dan cuen-ta de que la reflexión tenía los recur-sos suficientes para acompañar una renovación en el campo de la políti-ca, también alimentada por la crisis del socialismo y la caída del muro de Berlín. Todo ello explicaría, en bre-ve, el hecho de que el momento de mayor despliegue de los valores de la justicia cultural y de la problema-

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marzo 20114 / INTELECTUALES AymARAS y PRoBLEmA NACIoNAL

Con el propósito de generar conocimiento, análisis e información para mejor comprender el lugar que ocupa el racismo y la discriminación

en la sociedad boliviana y contribuir al debate en el país sobre el tema, el Programa de Investigación Estratégica en Bolivia (pIEb), junto a una importante plataforma de instituciones, integrada por universidades, centros de investigación y agencias de cooperación, lanzó en la ges tión 2009, la convocatoria “Racismo, discriminación y relaciones sociocul-turales en Bolivia”.

“Homogeneidad social y etnonacionalismo: intelectuales ay maras y democratización política en Bolivia”, investigación coordinada por Cecilia Salazar, es una de las seis investigaciones ejecutadas en el marco de esta convocatoria. Junto a este trabajo, se encuentran: “La construcción social de lo racial: Nociones sobre raza, racismo y diferencia racial en las y los jóvenes universitarios de la ciudad de La Paz” coordinado por maya Benavides del Carpio; “Colonialidad del poder en Caraparí: Estudio de la disputa por la tierra, relaciones de trabajo y autoridad en la hacienda de Cañada Ancha” coordinado por Alba van der Valk; “¡Cholos¡ Cultura chola, prejuicios e imaginarios raciales en Cochabamba” coordinado por Jaime mauricio Sánchez Patzi; “Procesos de desplazamiento e inclusión de una elite indígena (qamiris) en la ciudad de oruro” coordinado por Jorge Llanque Ferrufino; y, “Exclusión y subalternalidad política de los Urus del Lago Poopó. Una aproximación al estudio de la experiencia política de minorías étnicas en oruro-Bolivia” coordinado por Zdenka de la Barra Saavedra

Más información de los resultados de estas investigaciones en:www.pieb.com.bo

los “caciques apoderados” que tu-vieron un papel fundamental en la lucha legal por la tierra, a principios del siglo xx. De manera adicional, en términos políticos marcia Ste-phenson ha destacado al taller como un “espacio contra-público” en el cual la “conciencia diferencial” y contestataria de los intelectuales aymaras habría cobrado cuerpo. Al calor de ello y en el marco del contexto global, comenzó desde en-tonces el incesante recorrido de la intelectualidad aymara por el mer-cado de bienes simbólicos que, en afinidad a lo antes señalado, abrió las puertas de la academia y de la industria editorial a las cuestiones étnicas, en sus diferentes dimensio-nes problemáticas.

Con esos elementos, puede señalarse que, a pesar de todo, los aymaras se beneficiaron del proce-so de democratización en el ámbito educativo, aunque en sus niveles profesionales en el país eso también significara, sin duda, lidiar con una actividad –específicamente, la in-telectual– casi siempre privada de medios y recursos para su ejercicio. Con el ánimo puesto en explicacio-nes primordialistas, es en base a este último aspecto que se ha intentado posicionar la idea de los intelectua-les mestizos en Bolivia han cons-truido sus quehaceres sobre bases racistas, ya sea porque desconocen el problema colonial, o porque ha-brían cerrado filas excluyendo a la intelectualidad indígena, argumen-to a partir del cual la disputa por el

Sergio Tarqui

Pablo Mamani

Moises Gutierres

Felipe Santos

tización de la identidad se lograra en pleno desarrollo del neoliberalismo. En nuestro caso, todo ello derivó en el cuestionamiento al Estado –en sí mismo– y, por ende, al concepto de lo “mestizo” como bandera de la in-tegración social, promovida durante el proceso de 1952.

Lo más interesante del caso, sin embargo, surgió a propósito de lo que algunos autores llaman “mirada oblicua de la historia”. Para entrar en materia, habrá que hacer hinca-pié en que, como dicen mendiola y Zermeño, la historia no es sino un acto reflexivo del presente, logrado desde su “contraparte” que es el pa-sado. Por eso está atribuida de fun-ciones políticas a partir de las cuales se define cuál hecho es histórico y cuál no lo es, aspectos que forman parte de las controversias ideológi-cas que se dan en el sistema de ex-pertos. A ello apunta el hecho de que una de las vetas más requeridas por la intelectualidad aymara, aunque no exclusivamente por ellos, haya sido, justamente, la historia y, dentro de ella, los levantamientos indígenas. Como se sabe, entre otros, su princi-pal y más antiguo cultor es Roberto Choque Canqui, continuado por los miembros del Taller de Historia oral Andina (thoA) en el que, habrá que destacarlo, en el contexto de mayor proyección del taller la intermedia-ción de Silvia Rivera ha sido funda-mental.

En términos reflexivos, se ha reconocido que el mayor logro del thoA ha sido su trabajo en torno a

campo intelectual, en strictu sensu, tiende a ser inviabilizada.1

Finalmente, por el breve espa-cio de este resumen, no es posible abordar en su totalidad la prolífica producción de los intelectuales ay-maras, lo que no quita la necesidad de detenerse en un aspecto que es central para un cierre provisional de la reflexión que se ha querido desa-rrollar aquí. En ese marco, interesa destacar que en el curso de esa vasta producción actualmente se está dan-do un amplio margen a la tesis que se resume en la “geopolítica ayma-ra”. Según ella, la apropiación del territorio nacional y más allá es la condición sine qua non de la desco-lonización indígena.

Dos referencias sociológicas le son inherentes a este planteamiento: En primer lugar, como decía Zavale-ta, que los aymaras son el instrumen-to de la unificación del mercado in-terno (o de su nacionalización), logro a observarse en la dilatada presencia, a lo largo y ancho del país, de comer-ciantes y colonizadores de ese ori-gen, y que hoy se denominan como “comunidades interculturales” (que no significa, sino, mestizas). Junto a ello, los aspectos que le son propios a la ostentación de su poder económico y político y, por lo tanto, la sumisión del otro, en este caso, los propios pueblos indígenas de las tierras bajas del oriente, permanentemente asedia-dos, otra vez, por la fuerza cuantitati-va del mundo q´ulla.

En segundo lugar, al amparo de la “mirada oblicua de la historia”, una interpretación complementaria comienza a cobrar arraigo en el de-bate político: que el líder de las lu-chas anticoloniales del siglo xvIII, Túpac Katari, era un comerciante rico, un q´amiri, y que no dudaba en exhibir su posesión, con símbo-los de dignidad y realeza. Por ende, que la colonización no fue, sino, un acto de despojo del prominente lu-gar que éste y sus allegados atesora-ban. yendo más allá, esa parece ser la fuente, hoy, del posicionamiento de una parte de la intelectualidad aymara que proclama la libertad del mercado y asocia el estatismo con una nueva fase del colonialismo, en

1 Estas ideas ya habían aparecido en la obra de Fausto Reynaga, escritor potosino que asumió su indianidad después de haber abrevado del nacio-nalismo revolucionario, encallando, al final de su vida, en una postura procli-ve a la dictadura militar de Luis Gar-cía meza. Con todo, la densidad emo-cional de su obra fue inspiradora para la intelectualidad aymara de los años 90, porque, a decir de alguno, “los obligó a mirarse a sí mismos”, como sujetos despreciados por la sociedad colonial.

su perspectiva, encubierto en el dis-curso de la izquierda.

Llegado a este punto, resulta im-prescindible que la evocación crítica del proceso de 1952 no se sustraiga de sus evidentes efectos sociológicos, tan frecuentemente subestimados por la lucha ideológica y política, de cor-te eminentemente especulativo. Esa es, justamente, una de las canteras sobre la que hay un amplio campo de deliberación intelectual, aymara y no aymara, en el país.