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República Bolivariana de Venezuela Unidad Educativa Colegio “Valle Alto” Carrizal. Estado. Miranda Literatura: 4to año MATERIAL DE LECTURA: I Período Las siguientes lecturas se utilizarán en clase de literatura. Sólo debes imprimir las páginas que se soliciten para cada clase. Puedes leer, analizar, estudiar, resumir… cualquiera de estos textos en casa y trabajarlos antes de hacerlo en el salón, es tu decisión. Lo importante es que cuando se soliciten estas lecturas, las lleves impresas pues en muchas ocasiones, el trabajo se realizará individualmente.

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República Bolivariana de VenezuelaUnidad Educativa Colegio “Valle Alto”Carrizal. Estado. MirandaLiteratura: 4to año

MATERIAL DE LECTURA: I Período

Las siguientes lecturas se utilizarán en clase de literatura. Sólo debes imprimir las páginas que se soliciten para cada clase. Puedes leer, analizar, estudiar, resumir… cualquiera de estos textos en casa y trabajarlos antes de hacerlo en el salón, es tu decisión. Lo importante es que cuando se soliciten estas lecturas, las lleves impresas pues en muchas ocasiones, el trabajo se realizará individualmente.

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Fragmentos de La Iliada. Homero

La reflexión de la guerra

"Y a ambos lados de Príamo, Pántoo, Timetes, Lampo, Clitio e Icetaon el compañero de Ares, Ucalegon y Anténor, muy discretos entrambos, sentados se encontraban los ancianos del pueblo todos ellos, de las puertas Esceas por encima, por vejez de la guerra retirados, más bravos oradores semejantes a las cigarras que en medio del bosque, en un árbol posadas, emiten una voz que es como un lirio; tales los jefes eran, justamente, de los troyanos, que estaban sentados en la torre adosada a la muralla. Y éstos, pues, cuando vieron a Helena encaminándose a la torre, hablábanse los unos a los otros, con aladas palabras, quedamente: «Cosa no es que indignación suscite que vengan padeciendo tanto tiempo dolores los troyanos y los aqueos de grebas hermosas por mujer cual es ésa pues que tremendamente se parece, al mirarla de frente, a diosas inmortales; pero aun así y siendo tal cual digo, en las naves se vuelva y no se quede para mal nuestro y de nuestros hijos en el tiempo futuro."

Discusión entre Aquiles y Agamenón

“Mirándole con torva faz, exclamó Aquileo, el de los pies ligeros: —¡Ah impudente y codicioso! ¿Cómo puede estar dispuesto a obedecer tus órdenes ni un aqueo siquiera, para emprender la marcha o para combatir valerosamente con otros hombres? No he venido a pelear obligado por los belicosos teucros, pues en nada se me hicieron culpables —no se llevaron nunca mis vacas ni mis caballos, ni destruyeron

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jamás la cosecha en la fértil Ptía, criadora de hombres, porque muchas umbrías montañas y el ruidoso mar nos separan— sino que te seguimos a ti, grandísimo insolente, para darte el gusto de vengaros de los troyanos a Menelao y a ti, cara de perro. No fijas en esto la atención, ni por ello te preocupas y aún me amenazas con quitarme la recompensa que por mis grandes fatigas me dieron los aqueos. Jamás el botín que obtengo iguala al tuyo cuando éstos entran a saco una populosa ciudad: aunque la parte más pesada de la impetuosa guerra la sostienen mis manos, tu recompensa, al hacerse el reparto, es mucho mayor y yo vuelvo a mis naves, teniéndola pequeña, pero grata, después de haberme cansado en el combate. Ahora me iré a Ptía, pues lo mejor es regresar a la patria en las cóncavas naves: no pienso permanecer aquí sin honra para proporcionarte ganancia y riqueza.”

Héctor y Adrómaca se despiden

“—¡Desgraciado! Tu valor te perderá. No te apiades del tierno infante ni de mí, infortunada, que pronto seré viuda; pues los aqueos te acometerán todos a una y acabarán contigo. Preferible sería que, al perderte, la tierra me tragara, porque si mueres no habrá consuelo para mí, sino pesares; que ya no tengo padre ni venerable madre. A mi padre matóle el divino Aquileo cuando tomó la populosa ciudad de los cilicios, Tebas, la de altas puertas: dio muerte a Etión, y sin despojarle, por el religioso temor que le entró en el ánimo, quemó el cadáver con las labradas armas y le erigió un túmulo, a cuyo alrededor plantaron álamos las ninfas Oréades, hijas de Zeus, que lleva la égida. Mis siete hermanos, que habitaban en el palacio, descendieron al Hades el mismo día; pues a todos los mató el divino Aquileo, el de los pies ligeros, entre los bueyes de tornátiles patas y las cándidas ovejas. A mi madre, que reinaba al pie del selvoso Placo, trájola aquél con el botín y la puso en libertad por un inmenso rescate; pero Artemis, que se complace en tirar flechas, hirióla en el palacio de mi padre. Héctor, ahora tú eres mi padre, mi venerable madre y mi hermano; tú, mi floreciente esposo. Pues, ea, sé compasivo, quédate en la torre —¡no hagas a un niño huérfano y a una mujer viuda!— y pon el ejército junto al cabrahigo, que por allí la ciudad es accesible y el muro más fácil de escalar. Los más valientes —los dos Ayaces, el célebre Idomeneo, los Atridas y el fuerte hijo de Tideo con los suyos respectivos— ya por tres veces se han encaminado a aquel sitio para intentar el asalto: alguien que conoce los oráculos se lo indicó, o su mismo arrojo los impele y anima.”

Patroclo le pide su armadura a Aquiles

“Dando profundos suspiros, respondiste así, caballero Patroclo: —¡Oh Aquileo, hijo de Peleo, el más valiente de los aquivos! No te enfades, porque es muy grande el pesar que los abruma. Los más fuertes, heridos unos de cerca y otros de lejos, yacen en los bajeles—con arma arrojadiza fue herido el poderoso Diomedes Tidida; con la pica, Odiseo, famoso por su lanza, y Agamemnón; a Eurípilo flecháronle en el muslo—, y los médicos, que conocen muchas drogas, ocúpanse en curarles las lesiones. Tú Aquileo, eres implacable. ¡Jamás se apodere de mí un rencor como el que guardas! ¡Oh tú, que tan mal empleas el valor! ¿A quién podrás ser útil más tarde, si ahora no salvas a los argivos de una muerte indigna? ¡Despiadado!, no fue tu padre el jinete Peleo, ni Tetis tu madre; el glauco mar o las escarpadas rocas debieron de engendrarte, porque tu espíritu es cruel. Si te abstienes de combatir por algún vaticinio que tu madre, enterrada por Zeus, te haya revelado, envíame a mí con los demás mirmidones, por si llego a ser la aurora de la salvación de los dánaos; y permite que cubra mis hombros con tu armadura para que los teucros me confundan contigo y cesen de pelear, los belicosos dánaos, que tan abatidos están, se reanimen y la batalla tenga su tregua, aunque sea por breve tiempo. Nosotros, que no nos hallamos extenuados de fatiga, rechazaríamos fácilmente de las naves y de las tiendas hacia la ciudad a esos hombres que de pelear están cansados.”

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Héctor mata a Patroclo

“Con lánguida voz le respondiste, caballero Patroclo: — ¡Héctor! Jáctate ahora con altaneras palabras, ya que te han dado la victoria Jove Cronión y Apolo; los cuales me vencieron fácilmente, quitándome la armadura de los hombros. Si veinte guerreros como tú me hubiesen hecho frente, todos habrían muerto vencidos por mi lanza. Matóme el hado funesto valiéndose de Leto y de Euforbo entre los hombres; y tú llegas el tercero, para despojarme de las armas. Otra cosa voy a decirte, que fijarás en la memoria. Tampoco tú has de vivir largo tiempo, pues la muerte y el hado cruel se te acercan, y sucumbirás a manos del eximio Aquileo, descendiente de Eaco (…) Apenas acabó de hablar, la muerte le cubrió con su manto: el alma voló de los miembros y descendió al Hades, llorando su suerte porque dejaba un cuerpo vigoroso y joven. Y el esclarecido Héctor le dijo, aunque ya muerto le viera (…) —¡Patroclo! ¿Por qué me profetizas una muerte terrible? ¿Quién sabe si Aquileo, hijo de Tetis, la de hermosa cabellera, no perderá antes la vida, herido por mi lanza?”

Aquiles mata a Héctor

“—¡Héctor! Cuando despojabas el cadáver de Patroclo, sin duda te creíste salvado y no me temiste a mí porque me hallaba ausente. ¡Necio! Quedaba yo como vengador, mucho más fuerte que él, en las cóncavas naves, y te he quebrado las rodillas. A ti los perros y las aves te despedazarán ignominiosamente, y a Patroclo los aqueos le harán honras fúnebres (…) Con lánguida voz respondióle Héctor, el de tremolante casco: —Te lo ruego por tu alma, por tus rodillas y por tus padres: ¡No permitas que los perros me despedacen y devoren junto a las naves aqueas! Acepta el bronce y el oro que en abundancia te darán mi padre y mi veneranda madre, y entrega a los míos el cadáver para que lo lleven a mi casa, y los troyanos y sus esposas lo pongan en la pira (…) Mirándole con torva faz, le contestó Aquileo, el de los pies ligeros: —No me supliques, ¡perro!, por mis rodillas ni por mis padres. Ojalá el furor y el coraje me incitaran a cortar tus carnes y a comérmelas crudas. ¡Tales agravios me has inferido! Nadie podrá apartar de tu cabeza a los perros, aunque me den diez o veinte veces el debido rescate y me prometan más, aunque Príamo Dardánida ordene redimirte a peso de oro; ni aun así, la veneranda madre que te dio a luz te pondrá en un lecho para llorarte, sino que los perros y las aves de rapiña destrozarán tu cuerpo (…) Contestó, ya moribundo, Héctor, el de tremolante casco: — ¡Bien te conozco, y no era posible que te persuadiese, porque tienes en el pecho un corazón de hierro. Guárdate de que atraiga sobre ti la cólera de los dioses, el día en que Paris y Febo Apolo te harán perecer, no obstante tu valor, en las puertas Esceas.”

Príamo le suplica a Aquiles

“—Acuérdate de tu padre, oh Aquileo, semejante a los dioses, que tiene la misma edad que yo y ha llegado a los funestos umbrales de la vejez. Quizás los vecinos circunstantes le oprimen y no hay quien le salve del infortunio y la ruina; pero al menos aquél, sabiendo que tú vives, se alegra en su corazón y espera de día en día que ha de ver a su hijo, llegado de Troya. Mas yo, desdichadísimo, después que engendré hijos valientes en la espaciosa Ilión, puedo decir que de ellos ninguno me queda. Cincuenta tenía cuando vinieron los aqueos: diecinueve eran de una misma madre; a los restantes, diferentes mujeres los dieron a luz en el palacio. A los más el furibundo Ares les quebró las rodillas; y el que era único para mí y defendía la ciudad y a sus habitantes, a éste tu lo mataste poco ha mientras combatía por la patria, a Héctor; por quien vengo ahora a las naves de los aqueos, con un cuantioso rescate, a fin de redimir su cadáver. Respeta a los

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dioses, Aquileo y apiádate de mí, acordándote de tu padre; yo soy aún más digno de compasión que él, puesto que me atreví a lo que ningún otro mortal de la tierra: a llevar a mis labios la mano del hombre matador de mis hijos.”

El Hermes anuncia la muerte de Héctor

“¡Oh anciano! Ni los perros ni las aves lo han devorado, y todavía yace junto a la nave de Aquiles, dentro de la tienda. Doce días lleva de estar tendido, y ni el cuerpo se pudre, ni lo comen los gusanos que devoran a los hombres muertos en la guerra. Cuando apunta la divinal aurora, Aquiles lo arrastra sin piedad alrededor del túmulo de su compañero querido; pero ni aun así lo desfigura, y tú mismo, si a él te acercaras, lo admirarías de ver cuán fresco está: la sangre le ha sido lavada, no presenta mancha alguna, y cuantas heridas recibió, pues fueron muchos los que le envasaron el bronce, todas se han cerrado. De tal modo los bienaventurados dioses cuidan de tu buen hijo, aun después de muerto, porque era muy caro a su corazón.Así habló. Alegróse el anciano, y respondió diciendo:

¡Oh hijo! Bueno es ofrecer a los inmortales los debidos dones. jamás mi hijo, si no ha sido un sueño que haya existido, olvidó en el palacio a los dioses que moran en el Olimpo, y por esto se acordaron de él en el fatal trance de la muerte. Mas, ea, recibe de mis manos esta linda copa, para que la guardes, y guíame con el favor de los dioses hasta que llegue a la tienda del Pelida.

Díjole a su vez el mensajero Argicida:

Quieres tentarme, anciano, porque soy más joven; pero no me persuadirás con tus ruegos a que acepte el regalo sin saberlo Aquiles. Le temo y me da mucho miedo defraudarle: no fuera que después se me siguiese algún daño. Pero te acompañaría cuidadosamente en una velera nave o a pie, aunque fuera hasta la famosa Argos, y nadie osaría acometerte, despreciando al guía.”

Fragmentos de La Odisea. Homero

La isla de las Sirenas

Entretanto la sólida nave en su curso ligero se enfrentó a las Sirenas: un soplo feliz la impelía mas de pronto cesó aquella brisa, una calma profunda se sintió alrededor: algún dios alisaba las olas. Levantáronse entonces mis hombres, plegaron la vela, la dejaron caer al fondo del barco y, sentándose al remo, blanqueaban de espumas el mar con las palas pulidas. Yo entretanto cogí el bronce agudo, corté un pan de cera y, partiéndolo en trozos pequeños, los fui pellizcando con mi mano robusta: ablandáronse pronto, que eran poderosos mis dedos y el fuego del sol de lo alto. Uno a uno a mis hombres con ellos tapé los oídos y, a su vez, me ataron de piernas y manos en el mástil, derecho, con fuertes maromas y, luego, a azotar con los remos volvieron al mar espumante. Ya distaba la costa no más que el alcance de un grito y la nave crucera volaba, mas bien percibieron las Sirenas su paso y alzaron su canto sonoro: "Llega acá, de los dánaos honor, gloriosísimo Ulises, de tu marcha refrena el ardor para oír nuestro canto, porque nadie en su negro bajel pasa aquí sin que atienda a esta voz que en dulzores de miel de los labios nos fluye. Quien la

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escucha contento se va conociendo mil cosas: los trabajos sabemos que allá por la Tróade y sus campos de los dioses impuso el poder a troyanos y argivos y aún aquello que ocurre doquier en la tierra fecunda". Tal decían exhalando dulcísima voz y en mi pecho yo anhelaba escucharlas. Frunciendo mis cejas mandaba a mis hombres soltar mi atadura; bogaban doblados contra el remo y en pie Perimedes y Euríloco, echando sobre mí nuevas cuerdas, forzaban cruelmente sus nudos. Cuando al fin las dejamos atrás y no más se escuchaba voz alguna o canción de Sirenas, mis fieles amigos se sacaron la cera que yo en sus oídos había colocado al venir y libráronme a mí de mis lazos.

La asamblea de los dioses

Háblame, Musa, de aquel varón de multiforme ingenio que, después de destruir la sacra ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo, vio las poblaciones y conoció las costumbres de muchos hombres y padeció en su ánimo gran número de trabajos en su navegación por el ponto, procurando salvar su vida y la vuelta de sus compañeros a la patria. Mas no pudo librarlos, como deseaba, y todos perecieron por sus propias locuras. ¡Insensatos!

Comiéronse las vacas del Sol, hijo de Hiperión; el cual no permitió que les llegara el día del regreso. ¡Oh diosa, hija de Zeus!, cuéntanos aunque no sea más que una parte de tales cosas.Ya en aquel tiempo los que habían podido escapar de una muerte horrorosa estaban en sus hogares, salvos de los peligros de la guerra y del mar; y solamente Ulises, que tan gran necesidad sentía de restituirse a su patria y ver a su consorte, hallábase detenido en huecagruta por Calipso, la ninfa veneranda, la divina entre las deidades, que anhelaba tomarlo por esposo. Con el transcurso de los años llegó por fin la época en que los dioses habían decretado que volviese a su patria, a Ítaca, aunque no por eso debía poner fin a sus trabajos, ni siquiera después de juntarse con los suyos. Y todos los dioses le compadecían, a excepción de Poseidón, que permaneció constantemente irritado contra el divinal Ulises hasta que el héroe no arribó a su tierra.

Mas entonces Poseidón habíase ido al lejano pueblo de los etíopes -los cuales son los postreros de los hombres y forman dos grupos, que habitan respectivamente hacia el ocaso y hacia el orto del Hiperión- para asistir a una hecatombe de toros y de corderos. Mientras aquél se deleitaba presenciando el festín, congregáronse las otras deidades en el palacio de Zeus Olímpico. Y fue el primero en hablar el padre de los hombres y de los dioses, porque en su ánimo tenía presente al ilustre Egisto a quien dio muerte el preclaro Orestes Agamenónida. Acordándose de él, dijo a los inmortales estas palabras:Zeus.- ¡Oh dioses! ¡De qué modo culpan los mortales a los númenes! Dicen que las cosas malas les vienen de nosotros, y son ellos quienes se atraen con sus locuras infortunios no decretados por el destino. Así ocurrió con Egisto (…)

Respondióle Atenea, la deidad de ojos de lechuza: - ¡Padre nuestro, Cronida, el más excelso de los que imperan! (…) Se me parte el corazón a causa del prudente y desgraciado Ulises (…) ¿Y a ti, Zeus olímpico, no se te conmueve el corazón? ¿No te era grato Ulises cuando sacrificaba junto a la nave de los argivos? ¿Por qué así te has airado contra él, oh Zeus?

Contestóle Zeus, que amontona las nubes:- ¡Hija mía! ¡Qué palabras se te escaparon del cerco de los dientes!

La ninfa Calipso

El mensajero Argifontes no fue desobediente: al punto ató a sus pies los áureos divinos talares que le llevan sobre el mar y sobre la tierra inmensa con la rapidez del viento, y tomó la vara con la cual adormece los ojos de los hombres que quiere o despierta a los que duermen. (…) Teniéndola en las manos, el poderoso Hermes emprendió el vuelo y, al llegar a la Pieria, bajó del éter al ponto y comenzó a volar rápidamente sobre las olas. Como la gaviota que, pescando peces en los grandes senos del mar estéril, moja en el agua del mar sus tupidas alas, así parecía Hermes mientras volaba por encima del gran oleaje .Cuando hubo arribado a aquella isla tan lejana, salió del violáceo ponto, saltó a tierra, prosiguió su camino hasta la vasta gruta donde moraba la ninfa de hermosas trenzas, y hallola dentro. Ardía en el hogar un gran

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fuego, y el olor del hendible cedro y de la tuya, que en él se quemaban, difundíase por la isla hasta muy lejos; mientras ella, cantando con voz hermosa, tejía en el interior con lanzadera de oro. Rodeando la gruta, había crecido una verde selva de chopos, álamos y cipreses olorosos, donde anidaban aves de luengas alas: búhos, gavilanes y cornejas marinas. (…) Allí mismo, junto a la honda cueva, extendíase una viña floreciente, cargada de uvas; y cuatro fuentes manaban, muy cerca la una de la otra, dejando correr en varias direcciones sus aguas cristalinas. Veíanse en contorno verdes y amenos prados de violetas y apio; y, al llegar allí, hasta un inmortal se hubiese admirado, sintiendo que se le alegraba el corazón.(…)

Hermes.- Me preguntas, oh diosa, a mí, que soy dios, por qué he venido. (…) No le es posible a ningún dios ni traspasar ni dejar sin efecto la voluntad de Zeus, que lleva la égida. Dice que está contigo un varón que es el más infortunado de cuantos combatieron en la ciudad de Príamo (…) Y Zeus te manda que a tal varón le permitas que se vaya cuanto antes; porque no es su destino morir lejos de los suyos, sino que la Parca tiene dispuesto que los vuelva a ver, llegando a su casa de elevada techumbre y a su tierra patria.Así dijo. Estremeciose Calipso, la divina entre las diosas, y respondió con estas aladas palabras: - Sois, oh dioses, malignos y celosos como nadie, pues sentís envidia de las diosas que no se recatan de dormir con el hombre a quien han tomado por amante. Así, cuando la Aurora de rosáceos dedos arrebató a Orión, le tuvisteis envidia vosotros, los dioses, que vivís sin cuidados (…) Ulises.- No te enojes conmigo, veneranda deidad. Conozco muy bien que la prudente Penélope te es inferior en belleza y en estatura; siendo ella mortal y tú inmortal y exenta de la vejez. Esto no obstante, deseo y anhelo continuamente irme a mi casa y ver lucir el día de mi vuelta. (…) No bien se mostró la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, vistiose Ulises la túnica y el manto; y ella se puso amplia vestidura, fina y hermosa, ciñó el talle con lindo cinturón de oro, veló su cabeza y ocupose en disponer la partida del magnánimo Ulises.

Nausícaa

Penetró la diosa en la estancia labrada con gran primor en que dormía una doncella parecida a las inmortales por su natural y por su hermosura, Nausicaa, hija del magnánimo Alcinoo; junto a ella, a uno y otro lado de la entrada, hallábanse dos esclavas a quienes las Gracias habían dotado de belleza (…) Atenea se lanzó, como un soplo de viento, a la cama de la joven…

¡Padre querido! ¿No querrías proporcionarme un carro alto, de fuertes ruedas, en el que lleve al río para lavarlos los hermosos vestidos que tengo sucios? A ti mismo te conviene llevar vestiduras limpias cuando con los varones principales deliberas en el Consejo. Tienes, además, cinco hijos en el palacio: dos ya casados, y tres que son mozos florecientes y, cuantas veces van al baile, quieren llevar vestidos limpios; y tales cosas están a mi cuidado.(…)

Tan pronto como llegaron a la bellísima corriente del río, donde había unos lavaderos perennes con agua abundante y cristalina para lavar hasta lo más sucio, desuncieron las mulas y echáronlas hacia el vorticoso río a pacer la dulce grama. Tomaron del carro los vestidos, lleváronlos al agua profunda y los pisotearon en las pilas, compitiendo unas con otras en hacerlo con presteza. Después que los hubieron limpiado, quitándoles toda la inmundicia, tendiéronlos con orden en los guijarros de la costa, que el mar lavaba con gran frecuencia. Acto continuo se bañaron, se ungieron con pingüe aceite y se pusieron a comer a orillas del río, mientras las vestiduras se secaban a los rayos del sol. Apenas las esclavas y Nausicaa se hubieron saciado de comida, quitáronse los velos y jugaron a la pelota; y entre ellas Nausicaa, la de los níveos brazos, comenzó a cantar (…) Mas cuando ya estaba a punto de volver a su morada unciendo las mulas y plegando los hermosos vestidos, Atenea, la deidad de ojos de lechuza, ordenó otra cosa para que Ulises despertara de su sueño y viese a aquella doncella de lindos ojos, que debía llevarlo a la ciudad de los feacios. Arrojó la pelota a una de las esclavas y erró el tiro, echándola en un hondo remolino; y todas gritaron muy fuerte. Despertó entonces el divinal Ulises, salió de entre los arbustos y en la poblada selva desgajó con su fornida mano una rama frondosa con que pudiera cubrirse las partes verendas. (…)

Y se les apareció horrible, afeado por el sarro del mar, y todas huyeron, dispersándose por las prominentes orillas. Pero se quedó sola e inmóvil la hija de Alcinoo, porque Atenea le dio ánimo a su corazón y libró del temor a sus miembros. Siguió, pues, delante del héroe sin huir; y Ulises meditaba si convendría rogar a la doncella de lindos ojos abrazándola por las rodillas o suplicarle desde lejos y con

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dulces palabras que le mostrara la ciudad y le diera con qué vestirse. Pensándolo bien, le pareció que lo mejor sería rogarle desde lejos con suaves voces…

Ulises.- Yo te imploro, oh reina, seas diosa o mortal (…) apiádate de mí, ya que eres la primera persona a quien me acerco después de soportar tantos males, y me son desconocidos los hombres que viven en la ciudad y en esta comarca.

Respondióle Nausicaa, la de los níveos brazos:

Nausicaa.-Forastero, (…) no carecerás de vestido ni de ninguna de las cosas que por decoro ha de alcanzar un mísero suplicante. Te mostraré la población y te diré el nombre de sus habitantes: los feacios poseen la ciudad y la comarca, y yo soy la hija del magnánimo Alcinoo, cuyo es el imperio y el poder entre los feacios.

Dijo; y dio esta orden a las esclavas de hermosas trenzas: (…)Dadle de comer y de beber al forastero, y lavadle en el río, en un lugar que esté resguardado del viento. (…)

Ulises.- Esclavas, alejaos un poco a fin de que lave mis miembros del sarro del mar y me unja después con aceite, del cual mucho ha que mi cuerpo se ve privado. Yo no puedo tomar el baño entre vosotras, pues daríame vergüenza ponerme desnudo entre jóvenes de hermosas trenzas.

Así dijo. Ellas se apartaron y fueron a contárselo a Nausicaa.

Nausicaa.- Oíd, esclavas de níveos brazos, lo que os voy a decir: no sin la voluntad de los dioses que habitan el Olimpo viene ese hombre a los deiformes feacios. Al principio se me ofreció como un ser despreciable, pero ahora se asemeja a los dioses que poseen el anchuroso cielo. ¡Ojalá a tal varón pudiera llamársele mi marido, viviendo acá; ojalá le pluguiera quedarse con nosotros! Mas, oh esclavas, dadle de comer y de beber al forastero.

El país de los feacios

Alcinoo.- (…) No somos irreprensibles púgiles ni luchadores, sino muy ligeros en el correr y excelentes en gobernar las naves; y siempre nos placen los convites, la cítara, los bailes, las vestiduras limpias, los baños calientes y la cama. Pero, ea, danzadores feacios, salid los más hábiles a bailar, para que el huésped diga a sus amigos al volver a su morada cuánto sobrepujamos a los demás hombres en la navegación, la carrera, el baile y el canto. Y vaya alguno en busca de la cítara, que quedó en nuestro palacio, y tráigala presto a Demódoco.

(…)Volvió el heraldo y trajo la melodiosa cítara a Demódoco; éste se puso en medio, y los adolescentes hábiles en la danza, habiéndose colocado a su alrededor, hirieron con los pies el divinal circo. Y Ulises contemplaba con gran admiración los rápidos y deslumbradores movimientos que con los pies hacían. Mas el aedo, pulsando la cítara, empezó a cantar hermosamente los amores de Ares y Afrodita, la de bella corona: cómo se unieron a escondidas y por vez primera en casa de Hefesto, y cómo aquel hizo muchos regalos e infamó el lecho marital del soberano dios. El Sol, que vio la amorosa unión, fue en seguida a contárselo a Hefesto (…)

Alcinoo.-¡Oíd, caudillos y príncipes de los feacios! Paréceme el huésped muy sensato. Ea, pues, ofrezcámosle los dones de la hospitalidad, que esto es lo que cumple. Doce preclaros reyes gobernáis como príncipes la población y yo soy el treceno: traiga cada uno un manto bien lavado, una túnica y un talento de precioso oro; y vayamos todos juntos a llevárselo al huésped para que, al verlo en sus manos, asista a la cena con el corazón alegre (…)

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Y lavado ya Ulises y ungido con aceite por las esclavas, que le pusieron una túnica y un hermoso manto, salió y fue hacia los hombres, bebedores de vino, que estaban allí; pero Nausicaa, a quien las deidades habían dotado de belleza, paróse ante la columna que sostenía el techo sólidamente construido, se admiró al clavar los ojos en Ulises y le dijo estas aladas palabras (…) Respondióle el ingenioso Ulises: - ¡Nausicaa, hija del magnánimo Alcinoo! Concédame Zeus, el tonante esposo de Hera, que llegue a mi casa y vea el día de mi regreso; que allí te invocaré todos los días como a una diosa, porque fuiste tú, oh doncella, quien me salvó la vida. ¡Demódoco! Yo te alabo más que a otro mortal cualquiera, pues deben de haberte enseñado las Musas, hijas de Zeus, o el mismo Apolo, a juzgar por lo bien que cantas la suerte de los aqueos. Pero ahora canta cómo estaba dispuesto el caballo de madera, máquina engañosa que el divino Ulises llevó a la acrópolis, después de llenarla con los guerreros que arruinaron a Troya. Si esto lo relatas como debes, yo diré a todos los hombres que una deidad te inspira cuando cantas.

Así habló; y el aedo. movido por divinal impulso, entonó un canto cuyo comienzo era que los argivos diéronse a la mar en sus naves de muchos bancos después de haber incendiado su propio campamento, mientras algunos se hallaban con el celebérrimo Ulises en el ágora de los teucros, ocultos en el caballo que ellos mismos habían llevado arrastrando hasta la acrópolis(…) Tal fue lo que cantó el eximio aedo; y mientras tanto, Ulises se consumía, y las lágrimas manaban de sus párpados y le regaban las mejillas. Como llora una mujer, abrazada a su marido que cayó delante de su ciudad para librarla a ella y a sus hijos del día cruel y, al verlo moribundo y palpitante se le echa encima y lanza agudos gritos, y los enemigos la golpean en las espaldas, destinándola a la esclavitud para que padezca trabajos y desgracias, así Ulises derramaba de sus ojos tantas lágrimas que movía a compasión. A todos les pasó inadvertido que vertiera lágrimas menos a Alcinoo y enseguida dijo a los feacios, amantes de manejar los remos:

Alcinoo: ¡Oídme, caudillos y príncipes de los feacios! Cese Demódoco de tocar la melodiosa cítara, pues quizá lo que canta no les sea grato a todos los oyentes. Descanse Demódoco para que nos alegremos todos, tanto los que honramos al huésped como el huésped mismo, ya que por el venerable visitante se han preparado estas cosas, su partida y los regalos que le hemos hecho en demostración de aprecio. Quien tenga un poco de sensatez debe tratar al huésped y al suplicante como a un hermano. Y tú, huésped, no debes ocultar astutamente lo que voy a preguntarte. Dime tu nombre, tu país y tu ciudad, para que nuestras naves te conduzcan allá. Y cuéntame por dónde anduviste perdido y a qué regiones llegaste (…)

Circe

Circe.- ¡Quién eres y de qué país procedes? ¡Dónde se hallan tu ciudad y tus padres? Me tiene suspensa que haya bebido estas drogas sin quedar encantado, pues ningún otro pudo resistirlas, tan pronto como las tomó y pasaron el cerco de sus dientes. Alienta en tu pecho un ánimo indomable. Eres sin duda aquel Ulises de multiforme ingenio, de quien me hablaba siempre el Argifontes que lleva áurea vara, asegurándome que vendrías cuando volvieses de Troya en la negra y velera nave. Mas, ea, envaina la espada y vámonos a la cama, para que, unidos por el lecho y el amor, crezca entre nosotros la confianza.Así habló y le repliqué diciendo:

-¡Oh Circe! ¡Cómo me pides que te sea benévolo, después de que en este mismo palacio convertiste a mis compañeros en cerdos (…)

Yo no querría subir a la cama si no te atrevieras, oh diosa, a prestar solemne juramento de que no maquinarás contra mí ningún otro pernicioso daño.

Así le dije. Juró al instante, como se lo mandaba. Y en seguida que hubo prestado juramento, subí al magnífico lecho de Circe. (…)

Cuando Circe notó que yo seguía quieto, sin echar mano a los manjares, y abrumado por fuerte pesar, se vino a mi lado y me habló con estas aladas palabras:

-¿Por qué, Ulises, permaneces así como un mudo y consumes tu ánimo, sin tocar la comida ni la bebida? Sospechas que haga yo algún engaño y has de desechar todo temor, pues ya te presté solemne juramento.

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-¡Oh Circe! ¿Qué hombre, que fuese razonable, osaría probar la comida y la bebida antes de libertar a los compañeros y contemplarlos con sus propios ojos?(…)

Circe salió del palacio con la vara en la mano, abrió las puertas de la pocilga y sacó a mis compañeros en figura de puercos de nueve años. Colocáronse delante y anduvo por entre ellos, untándolos con una nueva droga; en el acto cayeron de los miembros las cerdas que antes les hizo crecer la perniciosa droga suministrada por la veneranda Circe, y mis amigos tornaron a ser hombres, pero más jóvenes aún y mucho más hermosos y más altos. Conociéronme y uno por uno me estrecharon la mano. Alzose entre todos un dulce llanto, la casa resonaba fuertemente y la misma deidad hubo de apiadarse. (…)

Circe: ¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Ulises, fecundo en ardides! No os quedéis por más tiempo en esta casa de mal grado. Pero ante todas las cosas habéis de emprender un viaje a la morada de Hades y de la veneranda Perséfone, para consultar el alma del tebano Tiresias, adivino ciego, cuya memoria se conserva íntegra. A él tan sólo, después de muerto, diole Perséfone inteligencia y saber; pues los demás revolotean como sombras.

Así dijo. Sentí que se me partía el corazón y, sentado en el lecho, lloraba y no quería vivir ni ver más la lumbre del sol. Pero cuando me harté de llorar y de dar vuelcos en la cama, le contesté con estas palabras:

-¡Oh Circe! ¿Quién nos guiará en este viaje, ya que ningún hombre ha llegado jamás al Hades en negro navío?

El descenso al Hades

Circe.-Acércandote, pues, a este paraje, como te lo mando, oh héroe, abre un hoyo que tenga un codo por cada lado; haz en torno suyo una libación a todos los muertos, primeramente con aguamiel, luego con dulce vino y la tercera vez con agua; y polvoréalo de blanca harina. Eleva después muchas súplicas a las inanes cabezas de los muertos y vota que, en llegando a Itaca, les sacrificarás en el palacio una vaca no paridera, la mejor que haya, y llenarás la pira de cosas excelentes, en su obsequio; y también que a Tiresias le inmolarás aparte un carnero completamente negro que descuelle entre vuestros rebaños. Así que hayas invocado con tus preces al ínclito pueblo de los difuntos, sacrifica un carnero y una oveja negra, volviendo el rostro al Erebo, y apártate un poco hacia la corriente del río: allí acudirán muchas almas de los que murieron. (…)Y tú desenvaina la espada que llevas cabe el muslo, siéntate y no permitas que las inanes cabezas de los muertos se acerquen a la sangre hasta que hayas interrogado a Tiresias. Pronto comparecerá el adivino, príncipe de hombres, y te dirá el camino que has de seguir, cuál será su duración y cómo podrás volver a la patria, atravesando el mar, abundoso en peces (…)

Mas ni de allí pude llevarme indemnes a todos los compañeros. Un tal Elpénor (…) yendo a buscar la frescura después de que se cargara de vino, habíase acostado separadamente de sus compañeros en la sagrada mansión de Circe: y al oír el vocerío y estrépito de los camaradas se levantó de súbito, olvidóse de volver atrás a fin de bajar por la larga escalera, cayó desde el techo, se le rompieron las vértebras del cuello y su alma descendió al Hades. (…)

Y yo, desenvainando la aguda espada que cabe al muslo llevaba, me senté y no permití que las inanes cabezas de los muertos se acercaran a la sangre antes que hubiese interrogado a Tiresias.La primera que vino fue el alma de nuestro compañero Elpénor, el cual aún no había recibido sepultura en la tierra inmensa (…)

Elpénor.- (…) Dañáronme la mala voluntad de algún Dios y el exceso de vino. Habiéndome acostado en la mansión de Circe, no pensé en volver atrás, a fin de bajar por la larga escalera, y caí desde el techo; se me rompieron las vértebras del cuello y mi alma descendió a la mansión de Hades.(…)Vino después el alma de mi difunta madre, Anticlea. Lloré al verla, compadeciéndola en mi corazón; mas con todo eso, a pesar de sentirme muy afligido, no permití que se acercara a la sangre antes de interrogar a Tiresias.

Vino después el alma de Tiresias, el Tebano… Tiresias.-¡Laertiada, del linaje de Zeus! ¡Odiseo, fecundo en ardides! ¿Por qué, oh infeliz, has dejado

la luz del sol y vienes a ver a los muertos y esta región desapacible? Apártate del hoyo y retira la aguda espada, para que, bebiendo sangre, te revele la verdad de lo que quieras.

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Así dijo. Me aparté y metí en la vaina la espada guarnecida de argénteos clavos. El eximio vate bebió la negra sangre, y hablome al punto con estas palabras:Buscas la dulce vuelta, preclaro Odiseo, y un Dios te la hará difícil; pues no creo que pases inadvertido al que sacude la tierra, quien te guarda rencor en su corazón.

Las sirenas, Escila y Caribdis

Cuando se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, envíe a algunos compañeros a la morada de Circe para que trajesen el cadáver del difunto Elpénor. Luego cortamos troncos y, afligidos y vertiendo abundantes lágrimas, celebramos las exequias en el lugar más eminente de la orilla. Y después de haber quemado el cadáver y las armas del difunto, le erigimos un túmulo (…)

Circe.-¡Oh desdichados, que, viviendo aún, bajasteis a la morada de Hades y habréis muerto dos veces cuando los demás hombres mueren una sola! Ea, quedaos aquí y comed manjares y bebed vino todo el día de hoy; pues así que despunte la aurora volveréis a navegar, y yo os mostraré el camino y os indicaré cuanto sea preciso para que no padezcáis a causa de una maquinación funesta, ningún infortunio ni en el mar ni en la tierra firme. (…)

Apenas el sol se puso y sobrevino la oscuridad, los demás se acostaron junto a las amarras del buque. Pero a mí Circe me cogió de la mano, me hizo sentar separadamente de los compañeros y, acomodándose cerca de mí, me preguntó cuanto me había ocurrido; y yo se lo conté por su orden. Entonces me dijo estas palabras la veneranda Circe: -Llegarás primero a las sirenas, que encantan a cuantos hombres van a su encuentro. Aquel que imprudentemente se acerca a ellas y oye su voz, ya no vuelve a ver a su esposa ni a sus hijas pequeñuelos rodeándole, llenos de júbilo, cuando torna a su hogar; sino que le hechizan las sirenas con el sonoro canto, sentadas en una pradera y teniendo a su alrededor enorme montón de huesos de hombres putrefactos cuya piel se va consumiendo.

Pasa de largo y tapa las orejas de tus compañeros con cera blanda, previamente adelgazada, a fin de que ninguno las oiga; mas si tu deseares oírla, haz que te aten en la velera embarcación de pies y manos, derecho y arrimado en la parte inferior del mástil, y que las sogas se liguen al mismo; y así podrás deleitarte escuchando a las sirenas (…)

Al lado opuesto hay dos escollos. El uno alcanza el anchuroso cielo con su pico agudo (…) En medio del escollo hay un antro sombrío que mira al ocaso, hacia el Erebo, y a él enderezaréis el rumbo de la cóncava nave, preclaro Ulises. Allí mora Escila, que aúlla terriblemente, con voz semejante a la de una perra recién nacida, y es un monstruo perverso: tiene doce pies, todos deformes, y seis cuellos larguísimos, cada cual con una horrible cabeza en cuya boca hay tres hileras de abundantes y apretados dientes, llenos de negra muerte (…) Por allí jamás pasó embarcación cuyos marineros pudieran gloriarse de haber escapado indemnes, pues Escila les arrebata con sus cabezas seis hombres de la nave de azulada proa.

El otro escollo es más bajo y lo verás, Ulises cerca del primero. Allí la divinal Caribdissorbe la turbia agua: tres veces al día la echa afuera y otras tantas vuelve a sorberla de un modo horrible. No te encuentres allí cuando la sorbe, pues ni el que sacude la tierrapodría librarte de la perdición. Debes, por el contrario, acercarte mucho al escollo de Escila y hacer que tu nave pase rápidamente: pues mejor es que eches de menos a seis compañeros que no a todos juntos.

El regreso a Ítaca

Ulises.- ¡Ay de mí! ¿Qué hombres deben de habitar esta tierra a que he llegado? ¿Serán violentos, salvajes e injustos, u hospitalarios y temerosos de los dioses? ¿A dónde podré llevar tantas riquezas? ¿Adónde iré perdido? Ojalá me hubiese quedado allí, con los feacios. Ahora ni sé dónde poner estas cosas ni he de dejarlas aquí: no vayan a ser presa de otros hombres (…)

Hablando así, contó los bellísimos trípodes, los calderos, el oro y las hermosas vestiduras tejidas, y, aunque nada echó de menos, lloraba por su patria, arrastrándose en la orilla del estruendoso mar y suspirando con mucha angustia. Acercósele entonces Atenea en figura de un joven pastor de ovejas, tan delicado como el hijo de un rey, que llevaba a los hombros un manto doble, hermosamente hecho; en los

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nítidos pies, sandalias; y en la mano, una jabalina. Ulises se holgó de verla, salió a su encuentro y le dijo estas aladas palabras:

-¡Amigo! Ya que te encuentro a ti antes que a nadie en este lugar, ¡salud!, y ojalá no vengas con mala intención para conmigo; antes bien, salva estas cosas y sálvame a mí mismo, que yo te lo ruego como a un dios y me postro a tus plantas. Mas dime con verdad para que yo me entere: ¿Qué tierra es ésta? ¿Qué pueblo? ¿Qué hombres hay en la comarca? ¿Estoy en una isla que se ve a distancia o en la ribera de un fértil continente que hacia el mar se inclina?

Atenea, la deidad de ojos de lechuza, le respondió diciendo:-¡Forastero! Eres un simple o vienes de lejos cuando me preguntas por esta tierra, cuyo nombre no

es tan oscuro (…)Alegróse el paciente divinal Ulises holgándose de su patria que le nombraba Palas Atenea, hija de

Zeus que lleva la égida, y pronunció enseguida estas aladas palabras, ocultándole la verdad y haciendo un relato fingido, pues siempre revolvía en su pecho trazas muy astutas:

-Oí hablar de Itaca allá en la espaciosa Creta, muy lejos, más allá del ponto y he llegado ahora con estas riquezas (…)

Sonrióse Atenea, la deidad de ojos de lechuza, le halagó con la mano y, transfigurándose en una mujer hermosa, alta y diestra en eximias labores, le dijo estas aladas palabras:

-Astuto y falaz habría de ser quien te aventajara en cualquier clase de engaños, aunque fuese un dios el que te saliera al encuentro. ¡Temerario, astuto, incansable en el engaño! ¿Ni aun en tu patria habías de renunciar a los fraudes y a las palabras engañosas que siempre fueron de tu gusto? (…)

Cuando así hubo hablado, la diosa disipó la nube, apareció el país y el paciente divinal Ulises se alegró, gozando de su tierra, y besó el fértil suelo. Y acto continuo oró a las ninfas con las manos levantadas:

-¡Ninfas, náyades, hijas de Zeus! Ya me figuraba que no os vería más. Ahora os saludo con tiernos votos y os haremos ofrendas, si la hija de Zeus, la que impera en las batallas, permite benévola que yo viva y vea crecer a mi hijo.

Díjole entonces Atenea, la deidad de los ojos de lechuza:-Cobra ánimo, y eso no te dé cuidado. Pero metamos ahora mismo las riquezas en lo más hondo de

la cueva para que las tengas seguras, y deliberemos para que todo se haga de la mejor manera.

Fragmentos de Don Quijote de la Mancha. Miguel de Cervantes

El caballero de la triste figura

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Ese cuerpo, señores, que con piadosos ojos estáis mirando, fue depositario de un alma en quien el cielo puso infinita parte de sus riquezas. Ese es el cuerpo de Grisóstomo, que fue único en el ingenio, solo en la cortesía, extremo en la gentileza, fénix en la amistad, magnífico sin tasa, grave sin presunción, alegre sin bajeza, y, finalmente, primero en todo lo que es ser bueno, y sin segundo en todo lo que fue ser desdichado. Quiso bien, fue aborrecido; adoró, fue desdeñado; rogó a una fiera, importunó a un mármol, corrió tras el viento, dio voces a la soledad, sirvió a la ingratitud, de quien alcanzó por premio ser despojos de la muerte en la mitad de la carrera de su vida.

El día más hermoso

Hoy es el día más hermoso de nuestra vida, querido Sancho; los obstáculos más grandes, nuestras propias indecisiones; nuestro enemigo más fuerte, el miedo al poderoso y a nosotros mismos; la cosa más fácil, equivocarnos; la más destructiva, la mentira y el egoísmo; la peor derrota, el desaliento; los defectos más peligrosos, la soberbia y el rencor; las sensaciones más gratas, la buena conciencia, el esfuerzo para ser mejores sin ser perfectos, y sobre todo, la disposición para hacer el bien y combatir la injusticia donde quiera que estén.

Artífice de tu aventura

-Tan de valientes corazones es, señor mío, tener sufrimiento en las desgracias como alegría en las prosperidades; y esto lo juzgo por mí mismo, que si cuando era gobernador estaba alegre, agora que soy escudero de a pie, no estoy triste; porque he oído decir que esta que llaman por ahí Fortuna es una mujer borracha y antojadiza, y, sobre todo, ciega, y así, no vee lo que hace, ni sabe a quién derriba, ni a quién ensalza.

-Muy filósofo estás, Sancho -respondió don Quijote-, muy a lo discreto hablas: no sé quién te lo enseña. Lo que te sé decir es que no hay fortuna en el mundo, ni las cosas que en él suceden, buenas o malas que sean, vienen acaso, sino por particular providencia de los cielos, y de aquí viene lo que suele decirse: que cada uno es artífice de su ventura.

Quijotesco

¡Oh, válame Dios y cuán grande que fue el enojo que recibió don Quijote oyendo las descompuestas palabras de su escudero! Digo que fue tanto, que con voz atropellada y tartamuda lengua, lanzando vivo fuego por los ojos, dijo:

—¡Oh bellaco villano, malmirado, descompuesto, ignorante, infacundo, deslenguado, atrevido, murmurador y maldiciente! ¿Tales palabras has osado decir en mi presencia y en la destas ínclitas señoras, y tales deshonestidades y atrevimientos osaste poner en tu confusa imaginación? ¡Vete de mi presencia, monstruo de naturaleza, depositario de mentiras, almario de embustes, silo de bellaquerías, inventor de maldades, publicador de sandeces, enemigo del decoro que se debe a las reales personas! ¡Vete, no parezcas delante de mí, so pena de mi ira!

La perfección de la verdad

Pues ¿qué hermosura puede haber, o qué proporción de partes con el todo y del todo con las partes, en un libro o fábula donde un mozo de diez y seis años da una cuchillada a un gigante como una torre y le divide en dos mitades, como si fuera de alfeñique, y que cuando nos quieren pintar una batalla, después de haber dicho que hay de la parte de los enemigos un millón de competientes, como sea contra ellos el señor del libro, forzosamente, mal que nos pese, habemos de entender que el tal caballero alcanzó la vitoria por solo el valor de su fuerte brazo? Pues ¿qué diremos de la facilidad con que una reina o

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emperatriz heredera se conduce en los brazos de un andante y no conocido caballero? ¿Qué ingenio, si no es del todo bárbaro e inculto, podrá contentarse leyendo que una gran torre llena de caballeros va por la mar adelante, como nave con próspero viento, y hoy anochece en Lombardía y mañana amanezca en tierras del Preste Juan de las Indias, o en otras que ni las describió Tolomeo ni las vio Marco Polo? Y si a esto se me respondiese que los que tales libros componen los escriben como cosas de mentira y que, así, no están obligados a mirar en delicadezas ni verdades, responderles hía yo que tanto la mentira es mejor cuanto más parece verdadera y tanto más agrada cuanto tiene más de lo dudoso y posible. Hanse de casar las fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren, escribiéndose de suerte que facilitando los imposibles, allanando las grandezas, suspendiendo los ánimos, admiren, suspendan, alborocen y entretengan, de modo que anden a un mismo paso la admiración y la alegría juntas; y todas estas cosas no podrá hacer el que huyere de la verisimilitud y de la imitación, en quien consiste la perfección de lo que se escribe.

El amor platónico

—Y en lo que toca a la carta de amores, pondrás por firma: «Vuestro hasta la muerte, el Caballero de la Triste Figura». Y hará poco al caso que vaya de mano ajena, porque, a lo que yo me sé acordar, Dulcinea no sabe escribir ni leer y en toda su vida ha visto letra mía ni carta mía, porque mis amores y los suyos han sido siempre platónicos, sin estenderse a más que a un honesto mirar. Y aun esto tan de cuando en cuando, que osaré jurar con verdad que en doce años que ha que la quiero más que a la lumbre destos ojos que han de comer la tierra, no la he visto cuatro veces, y aun podrá ser que destas cuatro veces no hubiese ella echado de ver la una que la miraba: tal es el recato y encerramiento con que sus padres, Lorenzo Corchuelo y su madre Aldonza Nogales, la han criado.

—¡Ta, ta! —dijo Sancho—. ¿Que la hija de Lorenzo Corchuelo es la señora Dulcinea del Toboso, llamada por otro nombre Aldonza Lorenzo?

—Esa es —dijo don Quijote—, y es la que merece ser señora de todo el universo.

—Bien la conozco —dijo Sancho—, y sé decir que tira tan bien una barra como el más forzudo zagal de todo el pueblo. ¡Vive el Dador, que es moza de chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho, y que puede sacar la barba del lodo a cualquier caballero andante o por andar que la tuviere por señora! ¡Oh hideputa, qué rejo que tiene, y qué voz! Sé decir que se puso un día encima del campanario del aldea a llamar unos zagales suyos que andaban en un barbecho de su padre, y, aunque estaban de allí más de media legua, así la oyeron como si estuvieran al pie de la torre. Y lo mejor que tiene es que no es nada melindrosa, porque tiene mucho de cortesana: con todos se burla y de todo hace mueca y donaire.

El cuento de nunca acabar

—«Sucedió —dijo Sancho— que el pastor puso por obra su determinación y, antecogiendo sus cabras, se encaminó por los campos de Estremadura, para pasarse a los reinos de Portugal. La Torralba, que lo supo, se fue tras él y seguíale a pie y descalza desde lejos, con un bordón en la mano y con unas alforjas al cuello, donde llevaba, según es fama, un pedazo de espejo y otro de un peine y no sé qué botecillo de mudas para la cara; mas llevase lo que llevase, que yo no me quiero meter ahora en averiguallo, solo diré que dicen que el pastor llegó con su ganado a pasar el río Guadiana, y en aquella sazón iba crecido y casi fuera de madre, y por la parte que llegó no había barca ni barco, ni quien le pasase a él ni a su ganado de la otra parte, de lo que se congojó mucho porque veía que la Torralba venía ya muy cerca y le había de dar mucha pesadumbre con sus ruegos y lágrimas; mas tanto anduvo mirando, que vio un pescador que tenía junto a sí un barco, tan pequeño, que solamente podían caber en él una persona y una cabra; y, con todo esto, le habló y concertó con él que le pasase a él y a trecientas cabras que llevaba. Entró el pescador en el barco y pasó una cabra; volvió y pasó otra; tornó a volver y tornó a pasar otra.» Tenga vuestra merced cuenta en las cabras que el pescador va pasando, porque si se pierde una de la memoria, se acabará el

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cuento, y no será posible contar más palabra dél. «Sigo, pues, y digo que el desembarcadero de la otra parte estaba lleno de cieno y resbaloso, y tardaba el pescador mucho tiempo en ir y volver. Con todo esto, volvió por otra cabra, y otra, y otra…»

—Haz cuenta que las pasó todas —dijo don Quijote—, no andes yendo y viniendo desa manera, que no acabarás de pasarlas en un año.

—¿Cuántas han pasado hasta agora? —dijo Sancho.

—¿Yo qué diablos sé? —respondió don Quijote.

—He ahí lo que yo dije: que tuviese buena cuenta. Pues por Dios que se ha acabado el cuento, que no hay pasar adelante.

—¿Cómo puede ser eso? —respondió don Quijote—. ¿Tan de esencia de la historia es saber las cabras que han pasado por estenso, que si se yerra una del número no puedes seguir adelante con la historia?

—No, señor, en ninguna manera —respondió Sancho—; porque así como yo pregunté a vuestra merced que me dijese cuántas cabras habían pasado, y me respondió que no sabía, en aquel mesmo instante se me fue a mí de la memoria cuanto me quedaba por decir, y a fe que era de mucha virtud y contento.

—¿De modo —dijo don Quijote— que ya la historia es acabada?

—Tan acabada es como mi madre —dijo Sancho.

Dulcinea del Toboso

Así que, Sancho, por lo que yo quiero a Dulcinea del Toboso, tanto vale como la más alta princesa de la tierra. Sí, que no todos los poetas que alaban damas, debajo de un nombre que ellos a su albedrío les ponen, es verdad que las tienen. ¿Piensas tú que las Amariles, las Filis, las Silvias, las Dianas, las Galateas, las Alidas y otras tales de que los libros, los romances, las tiendas de los barberos, los teatros de las comedias, están llenos, fueron verdaderamente damas de carne y hueso, y de aquéllos que las celebran y celebraron? No, por cierto, sino que las más se las fingen, por dar sujeto a sus versos y porque los tengan por enamorados y por hombres que tienen valor para serlo. Y así, bástame a mí pensar y creer que la buena de Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta; y en lo del linaje importa poco, que no han de ir a hacer la información de él para darle algún hábito, y yo me hago cuenta que es la más alta princesa del mundo.

Porque has de saber, Sancho, si no lo sabes, que dos cosas solas incitan a amar más que otras, que son la mucha hermosura y la buena fama; y estas dos cosas se hallan consumadamente en Dulcinea, porque en ser hermosa ninguna le iguala, y en la buena fama, pocas le llegan. Y para concluir con todo, yo imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada; y píntala en mi imaginación como la deseo, así en la belleza como en la principalidad, y ni la llega Elena, ni la alcanza Lucrecia, ni otra alguna de las famosas mujeres de las edades pretéritas, griega, bárbara o latina.

Y diga cada uno lo que quisiere; que si por esto fuere reprehendido de los ignorantes, no seré castigado de los rigurosos.

Virgen cautiva

Era el caso que aquel año habían las nubes negado su rocío a la tierra y por todos los lugares de aquella comarca se hacían procesiones, rogativas y diciplinas, pidiendo a Dios abriese las manos de su misericordia y les lloviese; y para este efecto la gente de una aldea que allí junto estaba venía en procesión a una devota ermita que en un recuesto de aquel valle había.

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Don Quijote, que vio los estraños trajes de los diciplinantes, sin pasarle por la memoria las muchas veces que los había de haber visto, se imaginó que era cosa de aventura y que a él solo tocaba, como a caballero andante, el acometerla, y confirmóle más esta imaginación pensar que una imagen que traían cubierta de luto fuese alguna principal señora que llevaban por fuerza aquellos follones y descomedidos malandrines; y como esto le cayó en las mientes, con gran ligereza arremetió a Rocinante, que paciendo andaba, quitándole del arzón el freno y el adarga, y en un punto le enfrenó, y, pidiendo a Sancho su espada, subió sobre Rocinante y embrazó su adarga y dijo en alta voz a todos los que presentes estaban:

—Agora, valerosa compañía, veredes cuánto importa que haya en el mundo caballeros que profesen la orden de la andante caballería; agora digo que veredes, en la libertad de aquella buena señora que allí va cautiva, si se han de estimar los caballeros andantes.

Y en diciendo esto apretó los muslos a Rocinante, porque espuelas no las tenía, y a todo galope, porque carrera tirada no se lee en toda esta verdadera historia que jamás la diese Rocinante, se fue a encontrar con los diciplinantes, bien que fueran el cura y el canónigo y barbero a detenelle; mas no les fue posible, ni menos le detuvieron las voces que Sancho le daba, diciendo:

—¿Adónde va, señor don Quijote? ¿Qué demonios lleva en el pecho que le incitan a ir contra nuestra fe católica? Advierta, mal haya yo, que aquella es procesión de diciplinantes y que aquella señora que llevan sobre la peana es la imagen benditísima de la Virgen sin mancilla; mire, señor, lo que hace, que por esta vez se puede decir que no es lo que sabe.

Fatigose en vano Sancho, porque su amo iba tan puesto en llegar a los ensabanados y en librar a la señora enlutada, que no oyó palabra, y aunque la oyera, no volviera, si el rey se lo mandara. Llegó, pues, a la procesión y paró a Rocinante, que ya llevaba deseo de quietarse un poco, y con turbada y ronca voz dijo:

—Vosotros, que quizá por no ser buenos os encubrís los rostros, atended y escuchad lo que deciros quiero.

Los primeros que se detuvieron fueron los que la imagen llevaban; y uno de los cuatro clérigos que cantaban las ledanías, viendo la estraña catadura de don Quijote, la flaqueza de Rocinante y otras circunstancias de risa que notó y descubrió en don Quijote, le respondió, diciendo:

—Señor hermano, si nos quiere decir algo, dígalo presto, porque se van estos hermanos abriendo las carnes, y no podemos ni es razón que nos detengamos a oír cosa alguna, si ya no es tan breve que en dos palabras se diga.

—En una lo diré —replicó don Quijote—, y es esta: que luego al punto dejéis libre a esa hermosa señora, cuyas lágrimas y triste semblante dan claras muestras que la lleváis contra su voluntad y que algún notorio desaguisado le habedes fecho; y yo, que nací en el mundo para desfacer semejantes agravios, no consentiré que un solo paso adelante pase sin darle la deseada libertad que merece.

La estancia de Don Quijote en una venta

Servía a la venta asimismo una moza asturiana, ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, de un ojo tuerta, y del otro no muy sana: verdad es que la gallardía del cuerpo suplía las demás faltas; no tenía siete palmos de los pies a la cabeza, y las espaldas, que algún tanto le cargaban, la hacían mirar al suelo más de lo que ella quisiera. Esta gentil moza, pues, ayudó a la doncella, y las dos hicieron una muy mala cama a Don Quijote en un caramanchón, que otros tiempos daba manifiestos indicios que había servido de pajar muchos años, en el cual también alojaba un arriero que tenía su cama hecha un poco más allá de la de nuestro Don Quijote, y aunque era de las enjalmas y mantas de sus machos, hacía mucha ventaja a la de Don Quijote, que sólo contenía cuatro mal lisas tablas sobre dos no muy iguales bancos, y un colchón que en lo sutil parecía colcha, lleno de bodoques, que a no mostrar que eran de lana por algunas roturas, al tiento en la dureza semejaban de guijarro, y dos sábanas hechas de cuero de adarga, y una frazada cuyos hilos, si se quisieran contar, no se perdiera uno solo en la cuenta. En esta maldita cama se acostó Don Quijote; luego la ventera y su hija le emplastaron de arriba a abajo, alumbrándoles Maritornes, que así se

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llamaba la asturiana, y como al bizmalle viese la ventera tan acardenalado a partes a Don Quijote, dijo que aquellos más parecían golpes que caída. (...)

¿Cómo se llama este caballero? preguntó la asturiana Maritornes. Don Quijote de la Mancha, respondió Sancho Panza, y es caballero aventurero y de los mejores y más fuertes que de luengos tiempos acá se han visto en el mundo. ¿Qué es caballero aventurero? replicó la moza. ¿Tan nueva sois en el mundo que no lo sabeis vos? respondió Sancho Panza: Pues sabed, hermana mía, que caballero aventurero es una cosa que en dos palabras se ve apaleado y emperador; hoy está la más desdichada criatura del mundo y la más menesterosa, y mañana tendrá dos o tres coronas de reinos que dar a su escudero. Pues ¿cómo vos, siendo de este tan buen señor, dijo la ventera, no tenéis a lo que parece siquiera algun condado? Aún es temprano, respondió Sancho, porque no ha sino un mes que andamos buscando las aventuras, y hasta ahora no hemos topado con ninguna que lo sea, y tal vez hay que se busca una cosa y se halla otra; verdad es que si mi señor Don Quijote sana de esta herida o caída, y yo quedo contrecho della, no trocaría mis esperanzas con el mejor título de España.

Todas estas pláticas estaba escuchando muy atento Don Quijote, y sentándose en el lecho como pudo, tomando de la mano a la ventera, le dijo: Creedme, fermosa señora, que os podeis llamar venturosa por haber alojado en este vuestro castillo a mi persona, que es tal, que si no la alabo es por lo que suele decirse, que la alabanza propia envilece, pero mi escudero os dirá quien soy; sólo os digo que tendré eternamente escrito en mi memoria el servicio que me habedes fecho para agradecéroslo mientras la vida me durase; y pluguiera a los altos cielos que el amor no me tuviera tan rendido y tan sujeto a sus leyes, y los ojos de aquella hermosa ingrata que digo entre mis dientes, que los de esta fermosa doncella fueran señores de mi libertad.

La primera salida del hidalgo

Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en efecto su pensamiento, apretándole a ello la falta que él pensaba que hacía en el mundo su tardanza, según eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que enmendar, y abusos que mejorar, y deudas que satisfacer; y así, sin dar parte a persona alguna de su intención, y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día (que era uno de los calurosos del mes de Julio), se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su lanza, y por la puerta falsa de un corral, salió al campo con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su buen deseo. Mas apenas se vio en el campo, cuando le asaltó un pensamiento terrible, y tal, que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa: y fue que le vino a la memoria que no era armado caballero, y que, conforme a la ley de caballería, ni podía ni debía tomar armas con ningún caballero; y puesto qeu lo fuera, había de llevar armas blancas, como novel caballero, sin empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase.

Estos pensamientos le hicieron titubear en su propósito; mas pudiendo más su locura que otra razón alguna, propuso de hacerse armar caballero del primero que topase, a imitación de otros muchos que así lo hicieron, según él había leído en los libros que tal le tenían. En lo de las armas blancas pensaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen más que un armiño: y con esto se quietó y prosiguió su camino, sin llevar otro que el que su caballo quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras.

Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mismo, y diciendo: ¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere, no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana, de esta manera? "Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora que dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se

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mostraba, cuando el famoso caballero D. Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante, y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel." (Y era la verdad que por él caminaba) y añadió diciendo: "dichosa edad, y siglo dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronce, esculpirse en mármoles y esculpirse en mármoles y pintarse en tablas para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador, quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser coronista de esta peregrina historia! Ruégote que no te olvides de mi buen Rocinante compañero eterno mío en todos mis caminos y carreras." Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado: "¡Oh, princesa Dulcinea, señora de este cautivo corazón! Mucho agravio me habedes fecho en despedirme y reprocharme con el riguroso afincamiento de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora, de membraros de este vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece."

Con estos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros le habían enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje; y con esto caminaba tan despacio, y el sol entraba tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante a derretirle los sesos, si algunos tuviera. Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se desesperaba, porque quisiera topar luego, con quien hacer experiencia del valor de su fuerte brazo.

Consejos de un Quijote

Primeramente, ¡oh hijo!, has de temer a Dios, porque en el temerle está la sabiduría, y siendo sabio no podrás errar en nada.

Lo segundo, has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse.

Haz gala, Sancho, de la humildad de tu linaje, y no te desprecies de decir que vienes de labradores; porque, viendo que no te corres, ninguno se pondrá a correrte; y préciate más de ser humilde virtuoso que pecador soberbio. Innumerables son aquellos que, de baja estirpe nacidos, han subido a la suma dignidad pontificia e imperatoria; y de esta verdad te pudiera traer tantos ejemplos, que te cansaran.

Mira, Sancho: si tomas por medio a la virtud, y te precias de hacer hechos virtuosos, no hay para qué tener envidia a los que los tienen [de] príncipes y señores, porque la sangre se hereda y la virtud se aquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale.

Nunca te guíes por la ley del encaje, que suele tener mucha cabida con los ignorantes que presumen de agudos.

Hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre, pero no más justicia, que las informaciones del rico.

Procura descubrir la verdad por entre las promesas y dádivas del rico, como por entre los sollozos e importunidades del pobre.

Cuando pudiere y debiere tener lugar la equidad, no cargues todo el rigor de la ley al delincuente, que no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo.

Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia.

Cuando te sucediere juzgar algún pleito de algún tu enemigo, aparta las mientes de tu injuria y ponlas en la verdad del caso.

No te ciegue la pasión propia en la causa ajena, que los yerros que en ella hicieres, las más veces, serán sin remedio; y si le tuvieren, será a costa de tu crédito, y aun de tu hacienda.

Si alguna mujer hermosa viniere a pedirte justicia, quita los ojos de sus lágrimas y tus oídos de sus gemidos, y considera de espacio la sustancia de lo que pide, si no quieres que se anegue tu razón en su llanto y tu bondad en sus suspiros.

Al que has de castigar con obras no trates mal con palabras, pues le basta al desdichado la pena del suplicio, sin la añadidura de las malas razones.

Al culpado que cayere debajo de tu jurisdicción considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra, y en todo cuanto fuere de tu parte, sin hacer agravio a la

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contraria, muéstratele piadoso y clemente, porque, aunque los atributos de Dios todos son iguales, más resplandece y campea a nuestro ver el de la misericordia que el de la justicia.

Si estos preceptos y estas reglas sigues, Sancho, serán luengos tus días, tu fama será eterna, tus premios colmados, tu felicidad indecible, casarás tus hijos como quisieres, títulos tendrán ellos y tus nietos, vivirás en paz y beneplácito de las gentes, y en los últimos pasos de la vida te alcanzará el de la muerte, en vejez suave y madura, y cerrarán tus ojos las tiernas y delicadas manos de tus terceros netezuelos. Esto que hasta aquí te he dicho son documentos que han de adornar tu alma; escucha ahora los que han de servir para adorno del cuerpo.

–En lo que toca a cómo has de gobernar tu persona y casa, Sancho, lo primero que te encargo es que seas limpio, y que te cortes las uñas, sin dejarlas crecer, como algunos hacen, a quien su ignorancia les ha dado a entender que las uñas largas les hermosean las manos, como si aquel excremento y añadidura que se dejan de cortar fuese uña, siendo antes garras de cernícalo lagartijero: puerco y extraordinario abuso.

No andes, Sancho, desceñido y flojo, que el vestido descompuesto da indicios de ánimo desmazalado, si ya la descompostura y flojedad no cae debajo de socarronería, como se juzgó en la de Julio César.

Anda despacio; habla con reposo, pero no de manera que parezca que te escuchas a ti mismo, que toda afectación es mala.

Come poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago.Sé templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda secreto ni cumple

palabra.Ten cuenta, Sancho, de no mascar a dos carrillos, ni de erutar delante de nadie.

Sea moderado tu sueño, que el que no madruga con el sol, no goza del día; y advierte, ¡oh Sancho!, que la diligencia es madre de la buena ventura, y la pereza, su contraria, jamás llegó al término que pide un buen deseo.

Este último consejo que ahora darte quiero, puesto que no sirva para adorno del cuerpo, quiero que le lleves muy en la memoria, que creo que no te será de menos provecho que los que hasta aquí te he dado; y es que jamás te pongas a disputar de linajes, a lo menos, comparándolos entre sí, pues, por fuerza, en los que se comparan uno ha de ser el mejor, y del que abatieres serás aborrecido, y del que levantares en ninguna manera premiado.

–¡Ah, pecador de mí –respondió don Quijote–, y qué mal parece en los gobernadores el no saber leer ni escribir!; porque has de saber, ¡oh Sancho!, que no saber un hombre leer, o ser zurdo, arguye una de dos cosas: o que fue hijo de padres demasiado de humildes y bajos, o él tan travieso y malo que no pudo entrar en el buen uso ni la buena doctrina. Gran falta es la que llevas contigo, y así, querría que aprendieses a firmar siquiera.

–Bien sé firmar mi nombre –respondió Sancho–, que cuando fui prioste en mi lugar, aprendí a hacer unas letras como de marca de fardo, que decían que decía mi nombre; cuanto más, que fingiré que tengo tullida la mano derecha, y haré que firme otro por mí; que para todo hay remedio, si no es para la muerte; y, teniendo yo el mando y el palo, haré lo que quisiere; cuanto más, que el que tiene el padre alcalde... Y, siendo yo gobernador, que es más que ser alcalde, ¡llegaos, que la dejan ver! No, sino popen y calóñenme, que vendrán por lana y volverán trasquilados; y a quien Dios quiere bien, la casa le sabe; y las necedades del rico por sentencias pasan en el mundo; y, siéndolo yo, siendo gobernador y juntamente liberal, como lo pienso ser, no habrá falta que se me parezca. No, sino haceos miel, y paparos han moscas; tanto vales cuanto tienes, decía una mi agüela, y del hombre arraigado no te verás vengado.

–Eso no, Sancho –respondió don Quijote–, que el necio en su casa ni en la ajena sabe nada, a causa que sobre el aumento de la necedad no asienta ningún discreto edificio. Y dejemos esto aquí, Sancho, que si mal gobernares, tuya será la culpa, y mía la vergüenza; mas consuélome que he hecho lo que debía en aconsejarte con las veras y con la discreción a mí posible: con esto salgo de mi obligación y de mi promesa. Dios te guíe, Sancho, y te gobierne en tu gobierno, y a mí me saque del escrúpulo que me queda que has de dar con toda la ínsula patas arriba, cosa que pudiera yo excusar con descubrir al duque quién

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eres, diciéndole que toda esa gordura y esa personilla que tienes no es otra cosa que un costal lleno de refranes y de malicias.

–Señor –replicó Sancho–, si a vuestra merced le parece que no soy de pro para este gobierno, desde aquí le suelto, que más quiero un solo negro de la uña de mi alma que a todo mi cuerpo; y así me sustentaré Sancho a secas con pan y cebolla, como gobernador con perdices y capones; y más que, mientras se duerme, todos son iguales, los grandes y los menores, los pobres y los ricos; y si vuestra merced mira en ello, verá que sólo vuestra merced me ha puesto en esto de gobernar: que yo no sé más de gobiernos de ínsulas que un buitre; y si se imagina que por ser gobernador me ha de llevar el diablo, más me quiero ir Sancho al cielo que gobernador al infierno.

–Por Dios, Sancho –dijo don Quijote–, que, por solas estas últimas razones que has dicho, juzgo que mereces ser gobernador de mil ínsulas: buen natural tienes, sin el cual no hay ciencia que valga; encomiéndate a Dios, y procura no errar en la primera intención; quiero decir que siempre tengas intento y firme propósito de acertar en cuantos negocios te ocurrieren, porque siempre favorece el cielo los buenos deseos. Y vámonos a comer, que creo que ya estos señores nos aguardan.

Los molinos de viento

Del buen suceso que el valeroso don Quijote tuvo en la espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento, con otros sucesos dignos de felice recordación.

En esto, descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo, y así como don Quijote los vio, dijo a su escudero:

—La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta o pocos más desaforados gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer, que esta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra.

—¿Qué gigantes? —dijo Sancho Panza.

—Aquellos que allí ves —respondió su amo—, de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas.

—Mire vuestra merced —respondió Sancho— que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino.

—Bien parece —respondió don Quijote— que no estás cursado en esto de las aventuras: ellos son gigantes; y si tienes miedo quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.

Y, diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que sin duda alguna eran molinos de viento, y no gigantes, aquellos que iba a acometer. Pero él iba tan puesto en que eran gigantes, que ni oía las voces de su escudero Sancho, ni echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo que eran, antes iba diciendo en voces altas:

—Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete.Levantóse en esto un poco de viento, y las grandes aspas comenzaron a moverse, lo cual visto por

don Quijote, dijo:

—Pues aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar.Y en diciendo esto, y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea, pidiéndole que en

tal trance le socorriese, bien cubierto de su rodela, con la lanza en el ristre, arremetió a todo el galope de Rocinante y embistió con el primero molino que estaba delante; y dándole una lanzada en el aspa, la volvió

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el viento con tanta furia, que hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo. Acudió Sancho Panza a socorrerle, a todo el correr de su asno, y cuando llegó halló que no se podía menear: tal fue el golpe que dio con él Rocinante.

—¡Válgame Dios! —dijo Sancho—. ¿No le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no lo podía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza?

—Calla, amigo Sancho —respondió don Quijote—, que las cosas de la guerra más que otras están sujetas a continua mudanza; cuanto más, que yo pienso, y es así verdad, que aquel sabio Frestón que me robó el aposento y los libros ha vuelto estos gigantes en molinos, por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas al cabo al cabo han de poder poco sus malas artes contra la bondad de mi espada.

—Dios lo haga como puede —respondió Sancho Panza.

Y, ayudándole a levantar, tornó a subir sobre Rocinante, que medio despaldado estaba. Y, hablando en la pasada aventura, siguieron el camino del Puerto Lápice, porque allí decía don Quijote que no era posible dejar de hallarse muchas y diversas aventuras, por ser lugar muy pasajero; sino que iba muy pesaroso, por haberle faltado la lanza; y diciéndoselo a su escudero, le dijo:

—Yo me acuerdo haber leído que un caballero español llamado Diego Pérez de Vargas, habiéndosele en una batalla roto la espada, desgajó de una encina un pesado ramo o tronco, y con él hizo tales cosas aquel día y machacó tantos moros, que le quedó por sobrenombre «Machuca, y así él como sus decendientes se llamaron desde aquel día en adelante «Vargas y Machuca». Hete dicho esto porque de la primera encina o roble que se me depare pienso desgajar otro tronco, tal y tan bueno como aquel que me imagino; y pienso hacer con él tales hazañas, que tú te tengas por bien afortunado de haber merecido venir a vellas y a ser testigo de cosas que apenas podrán ser creídas.

—A la mano de Dios —dijo Sancho—. Yo lo creo todo así como vuestra merced lo dice; pero enderécese un poco, que parece que va de medio lado, y debe de ser del molimiento de la caída.

—Así es la verdad —respondió don Quijote—, y si no me quejo del dolor, es porque no es dado a los caballeros andantes quejarse de herida alguna, aunque se le salgan las tripas por ella.

—Si eso es así, no tengo yo que replicar —respondió Sancho—; pero sabe Dios si yo me holgara que vuestra merced se quejara cuando alguna cosa le doliera. De mí sé decir que me he de quejar del más pequeño dolor que tenga, si ya no se entiende también con los escuderos de los caballeros andantes eso del no quejarse.

No se dejó de reír don Quijote de la simplicidad de su escudero; y, así, le declaró que podía muy bien quejarse como y cuando quisiese, sin gana o con ella, que hasta entonces no había leído cosa en contrario en la orden de caballería. Díjole Sancho que mirase que era hora de comer. Respondióle su amo que por entonces no le hacía menester, que comiese él cuando se le antojase. Con esta licencia, se acomodó Sancho lo mejor que pudo sobre su jumento, y, sacando de las alforjas lo que en ellas había puesto, iba caminando y comiendo detrás de su amo muy de su espacio, y de cuando en cuando empinaba la bota, con tanto gusto, que le pudiera envidiar el más regalado bodegonero de Málaga. Y en tanto que él iba de aquella manera menudeando tragos, no se le acordaba de ninguna promesa que su amo le hubiese hecho, ni tenía por ningún trabajo, sino por mucho descanso, andar buscando las aventuras, por peligrosas que fuesen.

En resolución, aquella noche la pasaron entre unos árboles, y del uno dellos desgajó don Quijote un ramo seco que casi le podía servir de lanza, y puso en él el hierro que quitó de la que se le había quebrado. Toda aquella noche no durmió don Quijote, pensando en su señora Dulcinea, por acomodarse a lo que había leído en sus libros, cuando los caballeros pasaban sin dormir muchas noches en las florestas y despoblados, entretenidos con las memorias de sus señoras. No la pasó ansí Sancho Panza, que, como tenía el estómago lleno, y no de agua de chicoria, de un sueño se la llevó toda, y no fueran parte para despertarle, si su amo no lo llamara, los rayos del sol, que le daban en el rostro, ni el canto de las aves, que muchas y muy regocijadamente la venida del nuevo día saludaban. Al levantarse, dio un tiento a la bota, y hallóla algo más flaca que la noche antes, y afligiósele el corazón, por parecerle que no llevaban camino de remediar tan presto su falta. No quiso desayunarse don Quijote, porque, como está dicho, dio en

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sustentarse de sabrosas memorias. Tornaron a su comenzado camino del Puerto Lápice, y a obra de las tres del día le descubrieron.

—Aquí —dijo en viéndole don Quijote— podemos, hermano Sancho Panza, meter las manos hasta los codos en esto que llaman aventuras. Mas advierte que, aunque me veas en los mayores peligros del mundo, no has de poner mano a tu espada para defenderme, si ya no vieres que los que me ofenden es canalla y gente baja, que en tal caso bien puedes ayudarme; pero, si fueren caballeros, en ninguna manera te es lícito ni concedido por las leyes de caballería que me ayudes, hasta que seas armado caballero.

—Por cierto, señor —respondió Sancho—, que vuestra merced será muy bien obedecido en esto, y más, que yo de mío me soy pacífico y enemigo de meterme en ruidos ni pendencias. Bien es verdad que en lo que tocare a defender mi persona no tendré mucha cuenta con esas leyes, pues las divinas y humanas permiten que cada uno se defienda de quien quisiere agraviarle.

—No digo yo menos —respondió don Quijote—, pero en esto de ayudarme contra caballeros has de tener a raya tus naturales ímpetus.

—Digo que así lo haré —respondió Sancho— y que guardaré ese preceto tan bien como el día del domingo.

Estando en estas razones, asomaron por el camino dos frailes de la orden de San Benito, caballeros sobre dos dromedarios, que no eran más pequeñas dos mulas en que venían. Traían sus antojos de camino y sus quitasoles. Detrás dellos venía un coche, con cuatro o cinco de a caballo que le acompañaban y dos mozos de mulas a pie. Venía en el coche, como después se supo, una señora vizcaína que iba a Sevilla, donde estaba su marido, que pasaba a las Indias con un muy honroso cargo. No venían los frailes con ella, aunque iban el mesmo camino; mas apenas los divisó don Quijote, cuando dijo a su escudero:

—O yo me engaño, o esta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto, porque aquellos bultos negros que allí parecen deben de ser y son sin duda algunos encantadores que llevan hurtada alguna princesa en aquel coche, y es menester deshacer este tuerto a todo mi poderío.

—Peor será esto que los molinos de viento —dijo Sancho—. Mire, señor, que aquellos son frailes de San Benito, y el coche debe de ser de alguna gente pasajera. Mire que digo que mire bien lo que hace, no sea el diablo que le engañe.

—Ya te he dicho, Sancho —respondió don Quijote—, que sabes poco de achaque de aventuras: lo que yo digo es verdad, y ahora lo verás.

Y diciendo esto se adelantó y se puso en la mitad del camino por donde los frailes venían, y, en llegando tan cerca que a él le pareció que le podrían oír lo que dijese, en alta voz dijo:

—Gente endiablada y descomunal, dejad luego al punto las altas princesas que en ese coche lleváis forzadas; si no, aparejaos a recebir presta muerte, por justo castigo de vuestras malas obras.

Detuvieron los frailes las riendas, y quedaron admirados así de la figura de don Quijote como de sus razones, a las cuales respondieron:

—Señor caballero, nosotros no somos endiablados ni descomunales, sino dos religiosos de San Benito que vamos nuestro camino, y no sabemos si en este coche vienen o no ningunas forzadas princesas.

—Para conmigo no hay palabras blandas, que ya yo os conozco, fementida canalla —dijo don Quijote.

Y sin esperar más respuesta picó a Rocinante y, la lanza baja, arremetió contra el primero fraile, con tanta furia y denuedo, que si el fraile no se dejara caer de la mula él le hiciera venir al suelo mal de su grado, y aun malferido, si no cayera muerto. El segundo religioso, que vio del modo que trataban a su compañero, puso piernas al castillo de su buena mula, y comenzó a correr por aquella campaña, más ligero que el mesmo viento.

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Sancho Panza, que vio en el suelo al fraile, apeándose ligeramente de su asno arremetió a él y le comenzó a quitar los hábitos. Llegaron en esto dos mozos de los frailes y preguntáronle que por qué le desnudaba. Respondióles Sancho que aquello le tocaba a él ligítimamente como despojos de la batalla que su señor don Quijote había ganado. Los mozos, que no sabían de burlas, ni entendían aquello de despojos ni batallas, viendo que ya don Quijote estaba desviado de allí hablando con las que en el coche venían, arremetieron con Sancho y dieron con él en el suelo, y, sin dejarle pelo en las barbas, le molieron a coces y le dejaron tendido en el suelo, sin aliento ni sentido. Y, sin detenerse un punto, tornó a subir el fraile, todo temeroso y acobardado y sin color en el rostro; y cuando se vio a caballo, picó tras su compañero, que un buen espacio de allí le estaba aguardando, y esperando en qué paraba aquel sobresalto, y, sin querer aguardar el fin de todo aquel comenzado suceso, siguieron su camino, haciéndose más cruces que si llevaran al diablo a las espaldas.

Don Quijote estaba, como se ha dicho, hablando con la señora del coche, diciéndole:

—La vuestra fermosura, señora mía, puede facer de su persona lo que más le viniere en talante, porque ya la soberbia de vuestros robadores yace por el suelo, derribada por este mi fuerte brazo; y por que no penéis por saber el nombre de vuestro libertador, sabed que yo me llamo don Quijote de la Mancha, caballero andante y aventurero, y cautivo de la sin par y hermosa doña Dulcinea del Toboso; y, en pago del beneficio que de mí habéis recebido, no quiero otra cosa sino que volváis al Toboso y que de mi parte os presentéis ante esta señora y le digáis lo que por vuestra libertad he fecho.

Todo esto que don Quijote decía escuchaba un escudero de los que el coche acompañaban, que era vizcaíno, el cual, viendo que no quería dejar pasar el coche adelante, sino que decía que luego había de dar la vuelta al Toboso, se fue para don Quijote y, asiéndole de la lanza, le dijo, en mala lengua castellana y peor vizcaína, desta manera:

—Anda, caballero que mal andes; por el Dios que criome, que, si no dejas coche, así te matas como estás ahí vizcaíno.

Entendiole muy bien don Quijote, y con mucho sosiego le respondió:

—Si fueras caballero, como no lo eres, ya yo hubiera castigado tu sandez y atrevimiento, cautiva criatura.

A lo cual replicó el vizcaíno:

—¿Yo no caballero? Juro a Dios tan mientes como cristiano. Si lanza arrojas y espada sacas, ¡el agua cuán presto verás que al gato llevas! Vizcaíno por tierra, hidalgo por mar, hidalgo por el diablo, y mientes que mira si otra dices cosa.

—Ahora lo veredes, dijo Agrajes —respondió don Quijote.Y, arrojando la lanza en el suelo, sacó su espada y embrazó su rodela, y arremetió al vizcaíno, con

determinación de quitarle la vida. El vizcaíno, que así le vio venir, aunque quisiera apearse de la mula, que, por ser de las malas de alquiler, no había que fiar en ella, no pudo hacer otra cosa sino sacar su espada; pero avínole bien que se halló junto al coche, de donde pudo tomar una almohada, que le sirvió de escudo, y luego se fueron el uno para el otro, como si fueran dos mortales enemigos. La demás gente quisiera ponerlos en paz, mas no pudo, porque decía el vizcaíno en sus mal trabadas razones que si no le dejaban acabar su batalla, que él mismo había de matar a su ama y a toda la gente que se lo estorbase. La señora del coche, admirada y temerosa de lo que veía, hizo al cochero que se desviase de allí algún poco, y desde lejos se puso a mirar la rigurosa contienda, en el discurso de la cual dio el vizcaíno una gran cuchillada a don Quijote encima de un hombro, por encima de la rodela, que, a dársela sin defensa, le abriera hasta la cintura. Don Quijote, que sintió la pesadumbre de aquel desaforado golpe, dio una gran voz, diciendo:

—¡Oh, señora de mi alma, Dulcinea, flor de la fermosura, socorred a este vuestro caballero, que por satisfacer a la vuestra mucha bondad en este riguroso trance se halla!

El decir esto, y el apretar la espada, y el cubrirse bien de su rodela, y el arremeter al vizcaíno, todo fue en un tiempo, llevando determinación de aventurarlo todo a la de un golpe solo.

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El vizcaíno, que así le vio venir contra él, bien entendió por su denuedo su coraje, y determinó de hacer lo mesmo que don Quijote; y, así, le aguardó bien cubierto de su almohada, sin poder rodear la mula a una ni a otra parte, que ya, de puro cansada y no hecha a semejantes niñerías, no podía dar un paso.

Venía, pues, como se ha dicho, don Quijote contra el cauto vizcaíno con la espada en alto, con determinación de abrirle por medio, y el vizcaíno le aguardaba ansimesmo levantada la espada y aforrado con su almohada, y todos los circunstantes estaban temerosos y colgados de lo que había de suceder de aquellos tamaños golpes con que se amenazaban; y la señora del coche y las demás criadas suyas estaban haciendo mil votos y ofrecimientos a todas las imágenes y casas de devoción de España, porque Dios librase a su escudero y a ellas de aquel tan grande peligro en que se hallaban.

Pero está el daño de todo esto que en este punto y término deja pendiente el autor desta historia esta batalla, disculpándose que no halló más escrito destas hazañas de don Quijote, de las que deja referidas. Bien es verdad que el segundo autor desta obra no quiso creer que tan curiosa historia estuviese entregada a las leyes del olvido, ni que hubiesen sido tan poco curiosos los ingenios de la Mancha, que no tuviesen en sus archivos o en sus escritorios algunos papeles que deste famoso caballero tratasen; y así, con esta imaginación, no se desesperó de hallar el fin desta apacible historia, el cual, siéndole el cielo favorable, le halló del modo que se contará en la segunda parte.

Condición y ejercicio del hidalgo Don Quijote de la Mancha

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellori de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quijana; pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.

Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año) se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura, para comprar libros de caballerías en que leer; y así llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva: porque la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le parecían de perlas; y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío, donde en muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura, y también cuando leía: los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas se fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza. Con estas y semejantes razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas, y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que don Belianis daba y recibía, porque se imaginaba que por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales; pero con todo alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y darle fin al pie de la letra como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran.

Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar (que era hombre docto graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero, Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula; mas maese

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Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía que ninguno llegaba al caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga.

En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos, como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles, y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.

Decía él, que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero; pero que no tenía que ver con el caballero de la ardiente espada, que de sólo un revés había partido por medio dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalle había muerto a Roldán el encantado, valiéndose de la industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque con ser de aquella generación gigantesca, que todos son soberbios y descomedidos, él solo era afable y bien criado; pero sobre todos estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y más cuando le veía salir de su castillo y robar cuantos topaba, y cuando en Allende robó aquel ídolo de Mahoma, que era todo de oro, según dice su historia. Diera él, por dar una mano de coces al traidor de Galalón, al ama que tenía y aun a su sobrina de añadidura.

En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra, como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, e irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras, y a ejercitarse en todo aquello que él había leído, que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros, donde acabándolos, cobrase eterno nombre y fama.

Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de su brazo por lo menos del imperio de Trapisonda: y así con estos tan agradables pensamientos, llevado del estraño gusto que en ellos sentía, se dió priesa a poner en efecto lo que deseaba. Y lo primero que hizo, fue limpiar unas armas, que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor que pudo; pero vió que tenían una gran falta, y era que no tenía celada de encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió su industria, porque de cartones hizo un modo de media celada, que encajada con el morrión, hacía una apariencia de celada entera. Es verdad que para probar si era fuerte, y podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada, y le dió dos golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana: y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho pedazos, y por asegurarse de este peligro, lo tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras de hierro por de dentro de tal manera, que él quedó satisfecho de su fortaleza; y, sin querer hacer nueva experiencia de ella, la diputó y tuvo por celada finísima de encaje. Fue luego a ver a su rocín, y aunque tenía más cuartos que un real, y más tachas que el caballo de Gonela, que tantum pellis, et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro, ni Babieca el del Cid con él se igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le podría: porque, según se decía él a sí mismo, no era razón que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él por sí, estuviese sin nombre conocido; y así procuraba acomodársele, de manera que declarase quien había sido, antes que fuese de caballero andante, y lo que era entones: pues estaba muy puesto en razón, que mudando su señor estado, mudase él también el nombre; y le cobrase famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicio que ya profesaba: y así después de muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar ROCINANTE, nombre a su parecer alto, sonoro y significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo. Puesto nombre y tan a su gusto a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento, duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar DON QUIJOTE, de donde como queda dicho, tomaron ocasión los autores de esta tan verdadera historia, que sin duda se debía llamar Quijada, y

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no Quesada como otros quisieron decir. Pero acordándose que el valeroso Amadís, no sólo se había contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria, por hacerla famosa, y se llamó Amadís de Gaula, así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya, y llamarse DON QUIJOTE DE LA MANCHA, con que a su parecer declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della.

Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín, y confirmándose a sí mismo, se dió a entender que no le faltaba otra cosa, sino buscar una dama de quien enamorarse, porque el caballero andante sin amores, era árbol sin hojas y sin fruto, y cuerpo sin alma. Decíase él: si yo por malos de mis pecados, por por mi buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante, como de ordinario les acontece a los caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quién enviarle presentado, y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz humilde y rendida: yo señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla el jamás como se debe alabado caballero D. Quijote de la Mancha, el cual me mandó que me presentase ante la vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga de mí a su talante? ¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero, cuando hubo hecho este discurso, y más cuando halló a quién dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque según se entiende, ella jamás lo supo ni se dió cata de ello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a esta le pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos; y buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo, y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla DULCINEA DEL TOBOSO, porque era natural del Toboso, nombre a su parecer músico y peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto.

Las bodas de Camacho el rico.

Apenas la blanca aurora había dado lugar a que el luciente Febo con el ardor de sus calientes rayos las líquidas perlas de sus cabellos de oro enjugase, cuando don Quijote, sacudiendo la pereza de sus miembros, se puso en pie y llamó a su escudero Sancho, que aún todavía roncaba; lo cual visto por don Quijote, antes que le despertase, le dijo:

-¡Oh tú, bienaventurado sobre cuántos viven sobre la haz de la tierra, pues sin tener invidia ni ser invidiado duermes con sosegado espíritu, ni te persiguen encantadores ni sobresaltan encantamentos! Duermes, digo otra vez, y lo diré otras ciento, sin que te tengan en continua vigilia celos de tu dama, ni te desvelen pensamientos de pagar deudas que debas, ni de lo que has de hacer para comer otro día tú y tu pequeña y angustiada familia. Ni la ambición te inquieta, ni la pompa vana del mundo te fatiga, pues los límites de tus deseos no se estienden a más que a pensar tu jumento, que el de tu persona sobre mis hombros le tienes puesto, contrapeso y carga que puso la naturaleza y la costumbre a los señores. Duerme el criado, y está velando el señor, pensando cómo le ha de sustentar, mejorar y hacer mercedes. La congoja de ver que el cielo se hace de bronce sin acudir a la tierra con el conveniente rocío no aflige al criado, sino al señor, que ha de sustentar en la esterilidad y hambre al que le sirvió en la fertilidad y abundancia.

A todo esto no respondió Sancho, porque dormía, ni despertara tan presto si don Quijote con el cuento de la lanza no le hiciere volver en sí. Despertó, en fin, soñoliento y perezoso, y volviendo el rostro a todas partes dijo:

-De la parte desta enramada, si no me engaño, sale un tufo y olor harto más de torreznos asados que de juncos y tomillos: bodas que por tales olores comienzan, para mi santiguada que deben de ser abundantes y generosas.

-Acaba, glotón -dijo don Quijote-: ven, iremos a ver estos desposorios, por ver lo que hace el desdeñado Basilio.

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-Mas que haga lo que quisiere -respondió Sancho-: no fuera él pobre, y casárase con Quiteria. ¿No hay más sino no tener un cuarto y querer casarse por las nubes? A la fe, señor, yo soy de parecer que el pobre debe de contentarse con lo que hallare y no pedir cotufas en el golfo. Yo apostaré un brazo que puede Camacho envolver en reales a Basilio; y si esto es así, como debe de ser, bien boba fuera Quiteria en desechar las galas y las joyas que le debe de haber dado y le puede dar Camacho, por escoger el tirar de la barra y el jugar de la negra de Basilio. Sobre un buen tiro de barra o sobre una gentil treta de espada no dan un cuartillo de vino en la taberna. Habilidades y gracias que no son vendibles, mas que las tenga el conde Dirlos; pero cuando las tales gracias caen sobre quien tiene buen dinero, tal sea mi vida como ellas parecen. Sobre un buen cimiento se puede levantar un buen edificio, y el mejor cimiento y zanja del mundo es el dinero.

-Por quien Dios es, Sancho -dijo a esta sazón don Quijote-, que concluyas con tu arenga, que tengo para mí que si te dejasen seguir en las que a cada paso comienzas, no te quedaría tiempo para comer ni para dormir, que todo le gastarías en hablar.

-Si vuestra merced tuviera buena memoria -replicó Sancho-, debiérase acordar de los capítulos de nuestro concierto antes que esta última vez saliésemos de casa: uno dellos fue que me había de dejar hablar todo aquello que quisiese, con que no fuese contra el prójimo ni contra la autoridad de vuesa merced; y hasta agora me parece que no he contravenido contra el tal capítulo.

-Yo no me acuerdo, Sancho -respondió don Quijote-, del tal capítulo; y, puesto que sea así, quiero que calles y vengas, que ya los instrumentos que anoche oímos vuelven a alegrar los valles, y sin duda los desposorios se celebrarán en el frescor de la mañana, y no en el calor de la tarde.

Hizo Sancho lo que su señor le mandaba, y poniendo la silla a Rocinante y la albarda al rucio, subieron los dos, y paso ante paso se fueron entrando por la enramada.

Lo primero que se le ofreció a la vista de Sancho fue, espetado en un asador de un olmo entero, un entero novillo; y en el fuego donde se había de asar ardía un mediano monte de leña, y seis ollas que alrededor de la hoguera estaban no se habían hecho en la común turquesa de las demás ollas, porque eran seis medias tinajas, que cada una cabía un rastro de carne: así embebían y encerraban en sí carneros enteros, sin echarse de ver, como si fueran palominos; las liebres ya sin pellejo y las gallinas sin pluma que estaban colgadas por los árboles para sepultarlas en las ollas no tenían número; los pájaros y caza de diversos géneros eran infinitos, colgados de los árboles para que el aire los enfriase.

Contó Sancho más de sesenta zaques de más de a dos arrobas cada uno, y todos llenos, según después pareció, de generosos vinos; así había rimeros de pan blanquísimo como los suele haber de montones de trigo en las eras; los quesos, puestos como ladrillos enrejados, formaban una muralla, y dos calderas de aceite mayores que las de un tinte servían de freír cosas de masa, que con dos valientes palas las sacaban fritas y las zabullían en otra caldera de preparada miel que allí junto estaba.

Los cocineros y cocineras pasaban de cincuenta, todos limpios, todos diligentes y todos contentos. En el dilatado vientre del novillo estaban doce tiernos y pequeños lechones que, cosidos por encima, servían de darle sabor y enternecerle. Las especias de diversas suertes no parecía haberlas comprado por libras, sino por arrobas, y todas estaban de manifiesto en una grande arca. Finalmente, el aparato de la boda era rústico, pero tan abundante, que podía sustentar a un ejército.

Todo lo miraba Sancho Panza, y todo lo contemplaba y de todo se aficionaba. Primero le cautivaron y rindieron el deseo las ollas, de quien él tomara de bonísima gana un mediano puchero; luego le aficionaron la voluntad los zaques, y últimamente las frutas de sartén, si es que se podían llamar sartenes las tan orondas calderas; y así, sin poderlo sufrir ni ser en su mano hacer otra cosa, se llegó a uno de los solícitos cocineros, y con corteses y hambrientas razones le rogó le dejase mojar un mendrugo de pan en una de aquellas ollas. A lo que el cocinero respondió:

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-Hermano, este día no es de aquellos sobre quien tiene juridición la hambre, merced al rico Camacho. Apeaos y mirad si hay por ahí un cucharón, y espumad una gallina o dos, y buen provecho os hagan.

-No veo ninguno -respondió Sancho.

-Esperad -dijo el cocinero-. ¡Pecador de mí, y qué melindroso y para poco debéis de ser!

Y diciendo esto asió de un caldero y, encajándole en una de las medias tinajas, sacó en él tres gallinas y dos gansos, y dijo a Sancho:

-Comed, amigo, y desayunaos con esta espuma, en tanto que se llega la hora del yantar.

-No tengo en qué echarla -respondió Sancho.

-Pues llevaos -dijo el cocinero- la cuchara y todo, que la riqueza y el contento de Camacho todo lo suple.

En tanto, pues, que esto pasaba Sancho, estaba don Quijote mirando como por una parte de la enramada entraban hasta doce labradores sobre doce hermosísimas yeguas, con ricos y vistosos jaeces de campo y con muchos cascabeles en los petrales, y todos vestidos de regocijo y fiestas, los cuales en concertado tropel corrieron no una, sino muchas carreras por el prado, con regocijada algazara y grita, diciendo:

-¡Vivan Camacho y Quiteria, él tan rico como ella hermosa, y ella la más hermosa del mundo!

Oyendo lo cual don Quijote, dijo entre sí:

-Bien parece que estos no han visto a mi Dulcinea del Toboso, que si la hubieran visto, ellos se fueran a la mano en las alabanzas desta su Quiteria.

De allí a poco comenzaron a entrar por diversas partes de la enramada muchas y diferentes danzas, entre las cuales venía una de espadas, de hasta veinte y cuatro zagales de gallardo parecer y brío, todos vestidos de delgado y blanquísimo lienzo, con sus paños de tocar, labrados de varias colores de fina seda; y al que los guiaba, que era un ligero mancebo, preguntó uno de los de las yeguas si se había herido alguno de los danzantes.

-Por ahora, bendito sea Dios, no se ha herido nadie: todos vamos sanos.

Y luego comenzó a enredarse con los demás compañeros, con tantas vueltas y con tanta destreza, que aunque don Quijote estaba hecho a ver semejantes danzas, ninguna le había parecido tan bien como aquella.

También le pareció bien otra que entró de doncellas hermosísimas, tan mozas, que al parecer ninguna bajaba de catorce ni llegaba a diez y ocho años, vestidas todas de palmilla verde, los cabellos parte tranzados y parte sueltos, pero todos tan rubios, que con los del sol podían tener competencia; sobre los cuales traían guirnaldas de jazmines, rosas, amaranto y madreselva compuestas. Guiábalas un venerable viejo y una anciana matrona, pero más ligeros y sueltos que sus años prometían. Hacíales el son una gaita zamorana, y ellas, llevando en los rostros y en los ojos a la honestidad y en los pies a la ligereza, se mostraban las mejores bailadoras del mundo.

Tras esta entró otra danza de artificio y de las que llaman habladas. Era de ocho ninfas, repartidas en dos hileras: de la una hilera era guía el dios Cupido, y de la otra, el Interés; aquel, adornado de alas, arco, aljaba y saetas; este, vestido de ricas y diversas colores de oro y seda. Las ninfas que al Amor seguían traían a las espaldas en pargamino blanco y letras grandes escritos sus nombres. Poesía era el título de la primera; el de la segunda, Discreción; el de la tercera, Buen linaje; el de la cuarta, Valentía. Del modo mesmo venían

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señaladas las que al Interés seguían: decía Liberalidadel título de la primera; Dádiva el de la segunda; Tesoro el de la tercera, y el de la cuarta Posesión pacífica. Delante de todos venía un castillo de madera, a quien tiraban cuatro salvajes, todos vestidos de yedra y de cáñamo teñido de verde, tan al natural, que por poco espantaran a Sancho. En la frontera del castillo y en todas cuatro partes de sus cuadros traía escrito: Castillo del buen recato. Hacíanles el son cuatro diestros tañedores de tamboril y flauta.

Comenzaba la danza Cupido, y, habiendo hecho dos mudanzas, alzaba los ojos y flechaba el arco contra una doncella que se ponía entre las almenas del castillo, a la cual desta suerte dijo:

-Yo soy el dios poderoso

en el aire y en la tierra

y en el ancho mar undoso

y en cuanto el abismo encierra

en su báratro espantoso.

Nunca conocí qué es miedo;

todo cuanto quiero puedo,

aunque quiera lo imposible,

y en todo lo que es posible

mando, quito, pongo y vedo.

Acabó la copla, disparó una flecha por lo alto del castillo y retiróse a su puesto. Salió luego el Interés y hizo otras dos mudanzas; callaron los tamborinos y él dijo:

-Soy quien puede más que Amor,

y es Amor el que me guía;

soy de la estirpe mejor

que el cielo en la tierra cría,

más conocida y mayor.

Soy el Interés, en quien

pocos suelen obrar bien,

y obrar sin mí es gran milagro;

y cual soy te me consagro,

por siempre jamás, amén.

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Retiróse el Interés y hízose adelante la Poesía, la cual, después de haber hecho sus mudanzas como los demás, puestos los ojos en la doncella del castillo, dijo:

-En dulcísimos concetos,

la dulcísima Poesía,

altos, graves y discretos,

señora, el alma te envía

envuelta entre mil sonetos.

Si acaso no te importuna

mi porfía, tu fortuna,

de otras muchas invidiada,

será por mí levantada

sobre el cerco de la luna.

Desvióse la Poesía, y de la parte del Interés salió la Liberalidad y, después de hechas sus mudanzas, dijo:

-Llaman Liberalidad

al dar que el estremo huye

de la prodigalidad

y del contrario, que arguye

tibia y floja voluntad.

Mas yo, por te engrandecer,

de hoy más pródiga he de ser:

que aunque es vicio, es vicio honrado

y de pecho enamorado,

que en el dar se echa de ver.

Deste modo salieron y se retiraron todas las figuras de las dos escuadras, y cada uno hizo sus mudanzas y dijo sus versos, algunos elegantes y algunos ridículos, y solo tomó de memoria don Quijote,

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que la tenía grande, los ya referidos; y luego se mezclaron todos, haciendo y deshaciendo lazos con gentil donaire y desenvoltura, y cuando pasaba el Amor por delante del castillo, disparaba por alto sus flechas, pero el Interés quebraba en él alcancías doradas.

Finalmente, después de haber bailado un buen espacio, el Interés sacó un bolsón, que le formaba el pellejo de un gran gato romano, que parecía estar lleno de dineros, y arrojándole al castillo, con el golpe se desencajaron las tablas y se cayeron, dejando a la doncella descubierta y sin defensa alguna.

Llegó el Interés con las figuras de su valía, y echándola una gran cadena de oro al cuello, mostraron prenderla, rendirla y cautivarla; lo cual visto por el Amor y sus valedores, hicieron ademán de quitársela; y todas las demostraciones que hacían eran al son de los tamborinos, bailando y danzando concertadamente. Pusiéronlos en paz los salvajes, los cuales con mucha presteza volvieron a armar y a encajar las tablas del castillo, y la doncella se encerró en él como de nuevo, y con esto se acabó la danza, con gran contento de los que la miraban.

Preguntó don Quijote a una de las ninfas que quién la había compuesto y ordenado. Respondióle que un beneficiado de aquel pueblo, que tenía gentil caletre para semejantes invenciones.

-Yo apostaré -dijo don Quijote- que debe de ser más amigo de Camacho que de Basilio el tal bachiller o beneficiado, y que debe de tener más de satírico que de vísperas: ¡bien ha encajado en la danza las habilidades de Basilio y las riquezas de Camacho!

Sancho Panza, que lo escuchaba todo, dijo:

-El rey es mi gallo: a Camacho me atengo.

-En fin -dijo don Quijote-, bien se parece, Sancho, que eres villano y de aquellos que dicen: «¡Viva quien vence!».

-No sé de los que soy -respondió Sancho-, pero bien sé que nunca de ollas de Basilio sacaré yo tan elegante espuma como es esta que he sacado de las de Camacho.

Y enseñóle el caldero lleno de gansos y de gallinas, y, asiendo de una, comenzó a comer con mucho donaire y gana, y dijo:

-¡A la barba de las habilidades de Basilio!, que tanto vales cuanto tienes, y tanto tienes cuanto vales. Dos linajes solos hay en el mundo, como decía una agüela mía, que son el tener y el no tener, aunque ella al del tener se atenía; y el día de hoy, mi señor don Quijote, antes se toma el pulso al haber que al saber: un asno cubierto de oro parece mejor que un caballo enalbardado. Así que vuelvo a decir que a Camacho me atengo, de cuyas ollas son abundantes espumas gansos y gallinas, liebres y conejos; y de las de Basilio serán, si viene a mano, y aunque no venga sino al pie, aguachirle.

-¿Has acabado tu arenga, Sancho? -dijo don Quijote.

-Habréla acabado -respondió Sancho-, porque veo que vuestra merced recibe pesadumbre con ella; que si esto no se pusiera de por medio, obra había cortada para tres días.

-Plega a Dios, Sancho -replicó don Quijote-, que yo te vea mudo antes que me muera.

-Al paso que llevamos -respondió Sancho-, antes que vuestra merced se muera estaré yo mascando barro, y entonces podrá ser que esté tan mudo, que no hable palabra hasta la fin del mundo, o por lo menos hasta el día del juicio.

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-Aunque eso así suceda, ¡oh Sancho! -respondió don Quijote-, nunca llegará tu silencio a do ha llegado lo que has hablado, hablas y tienes de hablar en tu vida; y más, que está muy puesto en razón natural que primero llegue el día de mi muerte que el de la tuya, y, así, jamás pienso verte mudo, ni aun cuando estés bebiendo o durmiendo, que es lo que puedo encarecer.

-A buena fe, señor -respondió Sancho-, que no hay que fiar en la descarnada, digo, en la muerte, la cual tan bien come cordero como carnero; y a nuestro cura he oído decir que con igual pie pisaba las altas torres de los reyes como las humildes chozas de los pobres. Tiene esta señora más de poder que de melindre; no es nada asquerosa: de todo come y a todo hace, y de toda suerte de gentes, edades y preeminencias hinche sus alforjas. No es segador que duerme las siestas, que a todas horas siega, y corta así la seca como la verde yerba; y no parece que masca, sino que engulle y traga cuanto se le pone delante, porque tiene hambre canina, que nunca se harta; y aunque no tiene barriga, da a entender que está hidrópica y sedienta de beber solas las vidas de cuantos viven, como quien se bebe un jarro de agua fría.

-No más, Sancho -dijo a este punto don Quijote-. Tente en buenas, y no te dejes caer, que en verdad que lo que has dicho de la muerte por tus rústicos términos es lo que pudiera decir un buen predicador. Dígote, Sancho, que si como tienes buen natural y discreción, pudieras tomar un púlpito en la mano y irte por ese mundo predicando lindezas.

-Bien predica quien bien vive -respondió Sancho-, y yo no sé otras tologías.

-Ni las has menester -dijo don Quijote-. Pero yo no acabo de entender ni alcanzar cómo siendo el principio de la sabiduría el temor de Dios, tú, que temes más a un lagarto que a Él, sabes tanto.

-Juzgue vuestra merced, señor, de sus caballerías -respondió Sancho-, y no se meta en juzgar de los temores o valentías ajenas, que tan gentil temeroso soy yo de Dios como cada hijo de vecino. Y déjeme vuestra merced despabilar esta espuma, que lo demás todas son palabras ociosas, de que nos han de pedir cuenta en la otra vida.

Y diciendo esto comenzó de nuevo a dar asalto a su caldero, con tan buenos alientos, que despertó los de don Quijote, y sin duda le ayudara, si no lo impidiera lo que es fuerza se diga adelante.

Don Quijote y Sancho Panza

Aquella noche quemó y abrasó el ama cuantos libros había en el corral y en toda la casa, y tales debieron de arder, que merecían guardarse en perpetuos archivos; mas no lo permitió su suerte y la pereza del escrutinador, y así se cumplió el refrán en ellos, de que pagan a veces justos por pecadores. Uno de los remedios que el cura y el barbero dieron por entonces para el mal de su amigo, fue que le murasen y tapiasen el aposento de los libros, porque cuando se levantase no los hallase (quizá quitando la causa cesaría el efecto), y que dijesen que un encantador se los había llevado, y el aposento y todo. Y así fue hecho con mucha presteza.

De allí a dos días se levantó Don Quijote, y lo primero que hizo fue ir a ver sus libros; y como no hallaba el aposento donde le había dejado, andaba de una a otra parte buscándole. Llegaba adonde solía tener la puerta, y tentábala con las manos, y volvía y revolvía los ojos sin decir palabra; pero al cabo de una buena pieza, preguntó a su ama que hacía qué parte estaba el aposento de sus libros. El ama, que ya estaba bien advertida de lo que había de responder, le dijo: ¿qué aposento, o qué anda buscando vuestra merced? Ya no hay aposento ni libros en esta casa porque todo se lo llevó el mismo diablo. No era el diablo, replicó la sobrina, sino un encantador que vino sobre una nube una noche después del día que vuestra merced de aquí se partió, y apeándose de una sierpe en que venía caballero, entró en el aposento; y no sé lo que hizo dentro, que a cabo de poca pieza salió volando por el tejado, y dejó la casa llena de humo; y cuando acordamos a mirar lo que dejaba hecho, no vimos libros ni aposento alguno; sólo se nos acuerda muy bien a mí y al ama, que al tiempo de partirse aquel mal viejo, dijo en altas voces, que por enemistad secreta que

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tenía al dueño de aquellos libros y aposento, dejaba hecho el daño en aquella casa que después se vería; dijo también que se llamaba el sabio Muñatón. Fristón diría, dijo Don Quijote. No sé, respondió el ama, si se llamaba Frestón o Fritón; sólo sé que acabó en ton su nombre. Así es, dijo Don Quijote, que ese es un sabio encantador, grande enemigo mío, que me tiene ojeriza porque sabe, por sus artes y letras, que tengo de venir, andando los tiempos, a pelear en singular batalla con un caballero a quien él favorece, y le tengo de vencer sin que él lo pueda estorbar, y por esto procura hacerme todos los sinsabores que puede; y mándole yo, qué mal podrá él contradecir ni evitar lo que por el cielo está ordenado. ¿Quién duda de eso? dijo la sobrina. Pero ¿quién le mete a vuestra merced, señor tío, en esas pendencias? ¿No será mejor estarse pacífico en su casa, y no irse por el mundo a buscar pan de trastrigo, sin considerar que muchos van por lana y vuelven trasquilados? ¡Oh, sobrina mía, respondió Don Quijote, y cuán mal que estás en la cuenta! Primero que a mí me trasquilen, tendré peladas y quitadas las barbas a cuantos imaginaren tocarme en la punta de un solo cabello.

No quisieron las dos replicarle más, porque vieron que se le encendía la cólera. Es, pues, el caso que él estuvo quince días en casa muy sosegado, sin dar muestras de querer secundar sus primeros devaneos, en los cuales días pasó graciosísimos cuentos con sus dos compadres el cura y el barbero, sobre que él decía que la cosa de que más necesidad tenía el mundo era de caballeros andantes, y de que en él se resucitase la caballería andantesca. El cura algunas veces le contradecía y otras concedía, porque si no guardaba este artificio, no había poder averiguarse con él.

En este tiempo solicitó Don Quijote a un labrador vecino suyo, hombre de bien (si es que ese título se puede dar al que es pobre), pero de muy poca sal en la mollera. En resolución, tanto le dijo, tanto le persuadió y prometió, que el pobre villano se determinó de salir con él y servirle de escudero. Decíale entre otras cosas Don Quijote, que se dispusiese a ir con él de buena gana, porque tal vez le podía suceder aventura que ganase en quítame allá esas pajas, alguna ínsula, y le dejase a él por gobernador de ella. Con estas promesas y otras tales, Sancho Panza (que así se llamaba el labrador) dejó su mujer e hijos, y asentó por escudero de su vecino. Dió luego Don Quijote orden en buscar dineros; y vendiendo una cosa, y empeñando otra, y malbaratándolas todas, allegó una razonable cantidad.

Acomodose asimismo de una rodela que pidió prestada a un su amigo, y pertrechando a su rota celada lo mejor que pudo, avisó a su escudero Sancho del día y la hora que pensaba ponerse en camino, para que él se acomodase de lo que viese que más le era menester; sobre todo, le encargó que llevase alforjas. El dijo que sí llevaría, y que asimismo pensaba llevar un asno que tenía muy bueno, porque él no estaba ducho a andar mucho a pie. En lo del asno reparó un poco Don Quijote, imaginando si se le acordaba si algún caballero andante había traído escudero caballero asnalmente; pero nunca le vino alguno a la memoria; mas con todo esto, determinó que le llevase, con presupuesto de acomodarle de más honrada caballería en habiendo ocasión para ello, quitándole el caballo al primer descortés caballero que topase. Proveyose de camisas y de las demás cosas que él pudo, conforme al consejo que el ventero le había dado.

Todo lo cual hecho y cumplido, sin despedirse Panza de sus hijos y mujer, ni Don Quijote de su ama y sobrina, una noche se salieron del lugar sin que persona los viese, en la cual caminaron tanto, que al amanecer se tuvieron por seguros de que no los hallarían aunque les buscasen. Iba Sancho Panza sobre su jumento como un patriarca, con sus alforjas y su bota, y con mucho deseo de verse ya gobernador de la ínsula que su amo le había prometido. Acertó Don Quijote a tomar la misma derrota y camino que el que él había antes tomado en su primer viaje, que fue por el Campo de Montiel, por el cual caminaba con menos pesadumbre que la vez pasada, porque por ser la hora de lamañana y herirles a soslayo los rayos del sol, no les fatigaban. Dijo en esto Sancho Panza a su amo: mire vuestra merced, señor caballero andante, que no se le olvide lo que de la ínsula me tiene prometido, que yo la sabré gobernar por grande que sea. A lo cual le respondió Don Quijote: has de saber, amigo Sancho Panza, que fue costumbre muy usada de los caballeros andantes antiguos hacer gobernadores a sus escuderos de las ínsulas o reinos que ganaban; y yo tengo determinado de que por mí no falte tan agradecida usanza; antes pienso aventajarme en ella, porque ellos algunas veces, y quizá las más, esperaban a que sus escuderos fuesen viejos, y ya después de hartos de servir, y de llevar malos días y peores noches, les daban algún título de conde; o por lo menos de

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marqués de algún valle o provincia de poco más o menos; pero si tú vives y yo vivo, bien podría ser que antes de seis días ganase yo tal reino, que tuviese otros a él adherentes, que viniesen de molde para coronarte por rey de uno de ellos. Y no lo tengas a mucho, que cosas y casos acontecen a los tales caballeros, por modos tan nunca vistos ni pensados, que con facilidad te podría dar aún más de lo que te prometo. De esa manera, respondió Sancho Panza, si yo fuese rey por algún milagro de los que vuestra merced dice, por lo menos Juana Gutiérrez, mi oislo, vendría a ser reina y mis hijos infantes. ¿Pues quién lo duda? respondió Don Quijote. Yo lo dudo, respondió Sancho Panza, porque tengo para mí que aunque lloviese Dios reinos sobre la tierra, ninguno asentaría bien sobre la cabeza de Mari Gutiérrez. Sepa, señor, que no vale dos maravedís para reina; condesa le caerá mejor, y aún Dios y ayuda. Encomiéndalo tú a Dios, Sancho, respondió Don Quijote, que él le dará lo que más le conventa; pero no apoques tu ánimo tanto que te vengas a contentar con menos que con ser adelantado. No haré, señor mío, respondió Sancho, y más teniendo tan principal amo en vuestra merced, que me sabrá dar todo aquello que me esté bien y yo pueda llevar.

El fin de la batalla contra los molinos

Dejamos en el anterior capítulo al valeroso vizcaíno y al famoso Don Quijote con las espadas altas y desnudas, en guisa de descargar dos furibundos fendientes, tales que si en lleno se acertaban, por lo menos se dividirían y henderían de arriba abajo, y abrirían como una granada, y que en aquel punto tan dudoso paró y quedó destroncada tan sabrosa historia, sin que nos diese noticia su autor dónde se podría hallar lo que de ella faltaba. Causóme esto mucha pesadumbre, porque el gusto de haber leido tan poco, se volvía en disgustos de pensar el mal camino que se ofrecía para hallar lo mucho que a mi parecer faltaba de tan sabroso cuento. Parecióme cosa imposible y fuera de toda buena costumbre, que a tan buen caballero le hubiese faltado algún sabio que tomara a cargo en escribir sus nunca vistas hazañas; cosa que no faltó a ninguno de los caballeros andantes, de los que dicen las gentes que van a sus aventuras: porque cada uno de ellos tenía uno o dos sabios como de molde, que no solamente escribían sus hechos, sino que pintaban sus más mínimos pensamientos y niñerías por más escondidas que fuesen; y no había de ser tan desdichado tan buen caballero, que le faltase a él lo que sobró a Platir y a otros semejantes. Y así no podía inclinarme a creer que tan gallarda historia hubiese quedado manca y estropeada, y echada la culpa a la malignidad del tiempo, devorador y consumidor de todas las cosas, el cual o la tenía oculta o consumida. Por otra parte, me parecía que pues entre sus libros se habían hallado tan modernos como Desengaño de celos, y Ninfas y pastores de Henares, que tambíen su historia debía de ser moderna, y que ya que no estuviese escrita, estaría en la memoria de la gente de su aldea y de las a ellas circunvecinas. Esta imaginación me traía confuso y deseoso de saber real y verdaderamente toda la vida y milagros de nuestro famoso español Don Quijote de la Mancha, luz y espejo de la caballería manchega, y el primero que en nuestra edad y en estos tan calamitosos tiempos se puso al trabajo y ejercicio de las andantes armas, y el de desfacer agravios, socorrer viudas, amparar doncellas, de aquellas que andaban con sus azotes y palafrenes, y con toda su virginidad a cuestas, de monte en monte y de valle en valle; que si no era que algún follón, o algún villano de hacha y capellina, o algún descomunal gigante las forzaba, doncella hubo en los pasados tiempos que al cabo de ochenta años, que en todos ellos no durmió un día debajo de tejado, se fue tan entera a la sepultura como la madre que la había parido.

Digo, pues, que por estos y otros muchos respetos es digno nuestro gallardo Don Quijote de continuas y memorables alabanzas, y aun a mí no se me deben negar, por el trabajo y diligencia que puse en buscar el fin de esta agradable historia; aunque bien sé que si el cielo, el caso y la fortuna no me ayudaran, el mundo quedara falto y sin el pasatiempo y gusto, que bien casi dos horas podrá tener el que con atención la leyere. Pasó, pues, el hallarla en esta manera: estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero; y como soy aficionado a leer,

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aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado de esta mi natural inclinación tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía; vile con caracteres que conocí ser arábigos, y puesto que, aunque los conocía, no los sabía leer, anduve mirando si parecía por allí algún morisco aljamiado que los leyese; y no fue muy dificultoso hallar intérprete semejante, pues aunque le buscara de otra mejor y más antigua lengua le hallara. En fin, la suerte me deparó uno, que diciéndole mi deseo, y poniéndole el libro en las manos le abrió por medio, y leyendo un poco en él se comenzó a reír: preguntéle que de qué se reía, y respondióme que de una cosa que tenía aquel libro escrita en la margen por anotación. Díjele que me la dijese, y él sin dejar la risa dijo: está, como he dicho, aquí en el margen escrito esto: esta Dulcinea del Toboso, tantas veces, en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha. Cuando yo oí decir Dulcinea del Toboso, quedé atónito y suspenso, porque luego se me representó que aquellos cartapacios conteían la historia de Don Quijote. con esta imaginación le di priesa que leyese el principio; y haciéndolo así, volviendo de improviso el arábigo en castellano, dijo que decía: Historia de Don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo.

Mucha discreción fue menester para disimular el contento que recibí cuando llegó a mis oídos el título del libro; y salteándosele al sedero, compré al muchacho todos los papeles y cartapacios por medio real, que si él tuviera discreción, y supiera que yo los deseaba, bien se pudiera prometer y llevar más de seis reales de la compra. Apartéme luego con el morisco por el claustro de la iglesia mayor, y roguéle me volviese aquellos cartapacios, todos los que trataban de Don Quijote, en lengua castellana, sin quitarles ni añadirles nada, ofreciéndole la paga que él quisiese. Contentóse con dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo, y prometió de traducirlos bien y fielmente, y con mucha brevedad, pero yo, por facilitar más el negocio y por no dejar de la mano tan buen hallazgo, le traje a mi casa, donde en poco más de mes y medio la tradujo toda del mismo modo que aquí se refiere. Estaba en el primer cartapacio pintada muy al natural la batalla de Don Quijote con el vizcaíno, puestos en la misma postura que la historia cuenta, levantadas las espadas, el uno cubierto de su rodela, el otro de la almohada, y la mula del vizcaíno tan al vivo, que estaba mostrando ser de alquiler a tiro de ballesta. Tenía a los pies el vizcaíno un título que decía: Don Sancho de Azpeitia que sin duda debía de ser su nombre, y a los pies de Rocinante estaba otro, que decía: Don Quijote: estaba Rocinante maravillosamente pintado, tan largo y tendido, tan atenuado y flaco, con tanto espinazo, tan hético confirmado, que mostraba bien al descubierto con cuánta advertencia y propiedad se le había puesto el nombre de Rocinante. Junto a él estaba Sancho Panza, que teía del cabestro a su asno, a los pies del cual estaba otro rótulo, que decía: Sancho Zancas; y debía de ser que tenía, a lo que mostraba la pintura, la barriga grande, el talle corto, y las zancas largas, y por esto se le debió de poner nombre de Panza y Zancas, que con estos dos sobrenombres se le llama algunas veces la historia. Otras algunas menudencias había que advertir; pero todas son de poca importancia y que no hacen al caso a la verdadera relación de la historia, que ninguna es mala como sea verdadera.

Si a esta se le puede poner alguna objeción acerca de su verdad, no podrá ser otra sino haber sido su autor arábigo, siendo muy propio de los de aquella nación ser mentirosos aunque por ser tan nuestros enemigos, antes se puede entender haber quedado falto en ella que demasiado: y así me parece a mí, pues cuando pudiera y debiera extender la pluma en las alabanzas de tan buen caballero, parece que de industria las pasa en silencio; cosa mal hecha y peor pensada, habiendo y debiendo ser los historiadores puntuales, verdaderos y no nada apasionados, y que ni el interés ni el miedo, el rencor ni la afición, no les haga torcer del camino de la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir. En esta sé que se hallará todo lo que se acertare a desear en la más apacible; y si algo bueno en ella faltare, para mí tengo que fue por culpa del galgo de su autor, antes que por falta del sujeto.

En fin, su segunda parte siguiendo la traducción, continuaba de esta manera: puestas y levantadas en alto las cortadoras espadas de los dos valerosos y enojados combatientes, no parecía sino que estaban amenazando al cielo, a la tierra y al abismo: tal era el denuedo y continente que tenían. Y el primero que fue a descargar el golpe fue el colérico vizcaíno, el cual fue dado con tanta fuerza y tanta furia, que a no volvérsele la espada en el camino, aquel solo golpe fuera bastante para dar fin a su rigurosa contienda, y a todas las aventuras de nuestro caballero; mas la buena suerte, que para mayores cosas le tenía guardado, torció la espada de su contrario, de modo que aunque le acertó en el hombro izquierdo, no le hizo otro

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daño qeu desarmarle todo aquel lado, llevándole de camino gran parte de la celada con la mitad de la oreja, que todo ello con espantosa ruina vino al suelo, dejándole muy maltrecho. ¡Válame Dios, y quién será aquel que buenamente pueda contar ahora la rabia que entró en el corazón de nuestro manchego, viéndose parar de aquella manera! No se diga más, sino que fue de manera que se alzó de nuevo en los estribos, y apretando más la espada en las dos manos, con tal furia descargó sobre el vizcaíno, acertándole de lleno sobre la almohada y sobre la cabeza, que sin ser parte tan buena defensa, como si cayera sobre él una montaña, comenzó a echar sangre por las narices, y por la boca, y por los oídos, y a dar muestras de caer de la mula abajo, de donde cayera sin duda, si no se abrazara con el cuello; pero con todo eso sacó los pies de los estribos, y luego soltó los brazos, y la mula espantada del terrible golpe dio a correr por el campo, y a pocos corcovos dio con su dueño en tierra. Estábaselo con mucho sosiego mirando Don Quijote, y como lo vio caer, saltó de su caballo y con mucha ligereza se llegó a él, y poniéndole la punta de la espada en los ojos, le dijo que se rindiese; si no, que le cortaría la cabeza.

Estaba el vizcaíno tan turbado que no podía responder palabra, y él lo pasara mal, según estaba ciego Don Quijote, si las señoras del coche, que hasta entonces con gran desmayo habían mirado la pendencia, no fueran adonde estaba y le pidieran con mucho encarecimiento les hiciera tan grande merced y favor de perdonar la vida a aquel su escudero; a lo cual Don Quijote respondió con mucho entono y gravedad: por cierto, fermosas señoras, yo soy muy contento de hacer lo que me pedís; mas ha de ser con una condición y concerto, y es que este caballero ma ha de prometer de ir al lugar del Toboso, y presentarse de mi parte ante la sin par doña Dulcinea, para que ella haga de él lo que más fuere de su voluntad. Las temerosas y desconsoladas señoras, sin entrar en cuenta de lo que Don Quijote pedía, y sin preguntar quién Dulcinea fuese, le prometieron que el escudero haría todo aquello que de su parte le fuese mandado: pues en fe de esa palabra, yo no le haré más daño, puesto que me lo tenía bien merecido.

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El Cuento Ficticio. Julio Garmendia

Hubo un tiempo en que los héroes de historias éramos todos perfectos y felices al extremo de ser completamente inverosímiles. Un día vino en que quisimos correr tierras, buscar las aventuras y tentar la fortuna, y andando y desandando de entonces acá, así hemos venido a ser los descompuestos sujetos que ahora somos, que hemos dado en el absurdo de no ser absolutamente ficticios, y de extraordinarios y sobrenaturales que éramos nos hemos vuelto verosímiles, y aun verídicos, y hasta reales… ¡Extravagancia! ¡Aberración! ¡Como si así fuéramos otra cosa que ficticios que pretendemos dejar de serlo! ¡Como si fuera posible impedir que sigamos siendo ilusorios, fantásticos e irreales aquéllos a quienes se nos dio, en nuestro comienzo u origen, una invisible y tenaz torcedura en tal sentido!… Yo -¡palabra de honor!- conservo el antiguo temple ficticio en su pureza. Soy nada menos que el actual representante y legítimo descendiente y heredero en línea recta de los inverosímiles héroes de Cuentos Azules de que ya no se habla en las historias, y mi ideal es restaurar nuestras primeras perfecciones, bellezas e idealismos hoy perdidos: regresar todos -héroes y heroínas, protagonistas y personajes, figuras centrales y figurantes episódicos- regresar, digo, todos los ficticios que vivimos, a los Reinos y Reinados del país del Cuento Azul, clima feliz de lo irreal, benigna latitud de lo ilusorio. Aventura verdaderamente imaginaria, positivamente fantástica y materialmente ficticia de que somos dignos y capaces los que no nacimos sujetos de aventuras policiales de continuación o falsos héroes de folletines detectivescos. Marcha o viaje, expedición, conquista o descubrimiento, puestos bajo mi mando supremo y responsabilidad superior.

Mi primer paso es reunir los datos, memorias, testimonios y documentos que establecen claramente la existencia y situación del país del Cuento Inverosímil. ¿Necesito decirlo? Espíritus que se titulan fuertes y que no son más que mezquinos se empeñan en pretender que nunca ha existido ni puede existir, siendo por naturaleza inexistente, y a su vez dedícanse a recoger los documentos que tienden a probar lo contrario de lo que prueban los míos: como si hubiera algún mérito en no creer en los Cuentos Fabulosos, en tanto que lo hay muy cierto en saber que sí existieron. Como siempre sucede en los preámbulos de toda grande empresa, los mismos que han de beneficiarse de mis esfuerzos principian por negarse a secundarme. Como a todo gran reformador, me llaman loco, inexperto y utopista… Esto sin hablar de las interesadas resistencias de los grandes personajes voluminosos, o sea los que en gruesos volúmenes se arrellanan cómodamente y a sus anchas respiran en un ambiente realista, ni de los fingidos menosprecios de los que por ser de novela o novelón, o porque figuran en novelín, lo cual nada prueba, se pretenden superiores en rango y calidad a quienes en los lindes del Cuento hemos nacido, tanto más si orígenes cuentísticos azules poseemos.

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Pero no soy de aquéllos en quienes la fe en el mejoramiento de la especie ficticia se entibia con las dificultades, que antes exaltan mi ardor. Mi incurable idealismo me incita a laborar sin reposo en esta temeraria empresa; y a la larga acabaré por probar la existencia del país del Cuento Improbable a estos mismos ficticios que hoy la niegan, y hacen burla de mi fe, y se dicen sagaces sólo porque ellos no creen, en tanto que yo creo, y porque en el transcurso de nuestro exilio en lo Real se han vuelto escépticos, incrédulos y materialistas en estas y otras muchas materias; y no solamente he de probarles, sino que asimismo los arrastraré a emprender el viaje, largo y penoso, sin duda, pero que será recompensado por tanta ventura como ha de ser, la llegada, entrada y recibimiento en el país del Cuento Ilusorio, cuyo solo anuncio ya entusiasma, de la turbas de ficticios de toda clase y condición, extenuados, miserables y envejecidos después de tanto correr la Realidad y para nunca más reincidir en tamaña y fatal desventura.

Algunos se habrán puesto a dudar del desenlace, desalentados durante la marcha por la espera y la fatiga. No dejarán de reprocharme el haberles inducido a la busca o rebusca del Reino Perdido, en lo cual, aun suponiendo, lo que es imposible, que nunca lo alcanzáramos, no habré hecho sino realzarlos y engrandecerlos mucho más de lo que ellos merecen; y como ya empezarán por encontrar lo inencontrable, procuraré alentarlos con buenas palabras, de las que no dejará de inspirarme la mayor proximidad del Cuento Irreal y la fe que tengo y me ilumina en su final descubrimiento y posesión. Ya para entonces he de ser el buen viejo de los cuentos o las fábulas, de luengas barbas blancas, apoyado en grueso bastón, encorvado bajo el peso de las alforjas sobre el hombro; y al pasar por un estrecho desfiladero entre rocas o por una angosta garganta entre peñas, y desembocar delante de llanuras, esto al caer de alguna tarde, extendiendo la mano al horizonte les mostraré a mis ficticios compañeros, cada vez más ralos y escasos junto a mí, cómo allá lejos, comienza a asomar la fantástica visión de las montañas de los Cuentos Azules…

Allí será el nuevo retoñar de las disputas, y el mirarse de soslayo para comunicarse nuevas dudas, y el inquirir si tales montañas no son más bien las muy reales, conocidas y exploradas montañas de tal o cual país naturalmente montañoso donde por casualidad nos hallaríamos, y el que si todas las montañas de cualquier cuento o país que fueren no son de lejos azules… Y yo volveré a hablar de la cercana dicha, de la vecina perfección; de la inminente certidumbre ya próxima a tocarse con la mano!

Así hasta que realmente pisemos la tierra de los Cuentos Irreales, adonde hemos de llegar un día u otro, hoy o mañana, dentro de unos instantes quizás, y donde todos los ficticios ahora relucientes y radiantes vienen a pedirme perdón de las ofensas que me hicieron, el cual les doy con toda el alma puesto que estamos ya de vuelta en el Cuento en que acaso si alguna vez, por único contratiempo o disgusto, aparece algún feo jorobado, panzudo gigante o contrahecho enano. Bustos pequeños y grandes estatuas, aun ecuestres, perpetúan la memoria de esta magna aventura y de la ciencia estudiada o el arte no aprendido con que desde los países terrestres y marítimos, o de tierra firme e insular, o de aguas dulces y salobres, supe venir hasta aquí, no solo, sino trayendo a cuantos quisieron venir conmigo y se arriesgaron a desandar la Realidad en donde habían penetrado. Mis propios detractores se acercan a alabar y celebrar mi nombre, cuando mi nombre se alaba ya por sí mismo y se celebra por sí solo. Los gordos y folletinescos poderosos que ayer no se dignaban conocerme ni sabían en qué lengua hablarme, olvidan su desdén por los cuentísticos azules, y pretenden tener ellos mismos igual origen que yo, y además haberme siempre ayudado en mis comienzos oscuros, y hasta lo prueban, cosa nada extraña en el dominio de los Cuentos Imposibles, Inverosímiles y Extraordinarios, que lo son hoy más que nunca… Mi hoja de servicios ficticios es, en suma, de las más brillantes y admirables. Se me atribuyen todas dotes, virtudes y eminentes calidades, además de mi carácter ya probado en los ficticios contratiempos. Y, en fin, de mí se dice: Merece bien de la Ficción, lo que no es menos ilustre que otros méritos…

Por lo cual me regocijo en lo íntimo del alma, me inclino profundamente delante de Vosotros, os sonrío complacido y me retiro de espaldas haciéndoos grandes reverencias…

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Los Martirios de Colón. Aquiles Nazoa

ACTO I

Al levantarse el telónsale Castilla la Vieja,con su bocina en la oreja,su rosario y su bastón.

Abrese luego el portóny aparece una capilladonde Isabel de Castillase la pasa en oración.

Isabel (rezando):Soy la redondez del mundo,sin mí no puede haber Dios:papas, cardenales, sí,pero pontífices, no.

(Llorando):San Pepe y San Timoteo,oíd de mi alma los gritos,y haced, oh santos benditos,que el Rey consiga un empleo!

(aparece un criadobastante malcriado)

Criado:Perdonad la interrupción.Ahí afuera está de nuevoel italiano del huevocon otra demostración.

No lo he dejado pasar,porque, aunque muy caballero,tiene ese tercio un peleroque da mucho que pensar.

Isabel:¿Te refieres a Cristóforo?¡Que pase! Pobre criatura:lo que él tiene no se curapero se alivia con fósforo.

(Entra Colón cantando“La Vaca Lechera”).

Colón:Tengo una gran carabela,no es una barca de vela:está bien calafateaday la lleva timoneadaColón, Colón.¡Colón, Colón!

Isabel:¡Queridísimo Colón!…¿A qué vienes a Castilla?¿Qué buscas en esta villafamosa por su jabón?

¿Qué se te ofrece, Colón?¿En qué socorrerte puedo?¿Por qué andas con ese dedoparado como un cañón?

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Colón:Pues mi visita de ahorase debe a que os traigo el mapadonde, aunque os parezca chapa,mi tesis se corroborade que es la Tierra, señora,redonda como una papa.

Isabel:¿Papa el mundo que Dios hizo?Pues vaya tesis extraña…(¡Entienda que en esta Españahay más locos que el carrizo!)

Mas papa, salchicha o queso,para usar vuestros vocablos,¿queréis decirme qué diablostengo yo que hacer con eso?

Colón:Que si una buena mascadame entrega vuestra persona,muy pronto la real coronatendrá esa papa pelada.

Isabel:¿Trajiste el presupuesto?

Colón:¡Por supuesto!…Aquí tenéis todo el plan,incluyendo camareray un entierro de primerapor si muere el capitán.

Isabel:¡Pero eso es más de un millón!O, al menos, eso aparenta.¿Por qué no sacas la cuenta?¡Saca la cuenta, Colón!

Colón (contando con los dedos):Un cuartillo es un cuartillo;dos cuartillos medio real,tres cuartillos, tres cuartilloscuatro cuartillos, un real…

Isabel:Mi pena es infinita,pues la contestaciónes que yo ahorita ahoritano tengo ni un doblón.

(Llorando):¡Ay, Cristóbal,nada igualanuestra malasituación!Le adeudamosa Machernasu quincenade oración;

Torquemadabrinca y saltapor la falta de carbón;no le damosun mendrugoni al verdugoni al bufón,y Anastasiomi alquimistase contristacon razón:de mil mezclasque ha intentadono ha sacadoni latón.

Colón:Pero, y aquesos banquetesque os pegáis con estofado,con embriagantes claretes,con perniles de venadoy una lonjas de pescadoque brillan como machetesy un champán color doradocuyos corchos, cual cohetes,estallas en los golletesy van a dar al tejado…¿Acaso todo eso es fiado?

Isabel:Esos, querido Colón,son sobrados que a Fernandole mandan de cuando en cuandosus parientes de Aragón.

Colón:El viento está ligero,tranquila está la mar…Si no tenéis dinero,dadme algo que empeñar.

Isabel:Pues bien, toma esta prendas,las limpias con alcohol

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y por lo que las vendaste compras el perol.

Le entrega al descubridorcon un gran desprendimiento,seis frascos de linimentoy un reloj despertador.

Colón:De todo se desprendido…¡Que soberana tan noble!Si llego a pedirle el dobletambién hubiera caído!

De pronto llegancatorce sabioscon astrolabiosde este color,y se apoderanrápidamentedel eminentedescubridor.

Coro de Sabios:Ya la reina te dio real,más no irás al Continentesi no sales con un veintedel examen trimestral.

Sabio I:Cristóbal, venga al tableroy a ver si nos adivina:entre el huevo y la gallina¿cuál de los dos fue el primero?

Sabio II:Antes de emprender camino,conteste, señor Colón,¿por qué el rabo del cochinoparece un tirabuzón?

Sabio III:Contéstanos sin tropiezo,¿por qué razón al zamurole ha salido ese pescuezocomo un plátano maduro?

Otro sabio, de Silesia,con un revólver le apuntay en rumano le preguntapor qué entra el perro a la iglesia.

Pero tiene el genovés,tal crisis de nerviosismo,

que hablar con él es lo mismoque llamar al 103.

Todos los Sabios:Contestarnos no ha podido,y es nuestro fallo aplastanteque el mencionado almirantetiene el cerebro podrido.

Y a punto de fracasar,Colón el ingenio extrema,y entonces pide una ñemapara poder contestar.

El pedido estrafalariocausa a Macherna extrañeza,pero asomó la cabezapor detrás del escenario.

Macherna:Pí, pí, pí, pí, pí, pí,Pí, pí, pí, pí, pí,Pí, pí, pí, pí,Pí, pí, pí,Pí, pí,Pí,

Entonces hacepor una esquinala Real Gallinasu aparición;se sube el traje,se mete al nidoy hace un pedidopara Colón.

Y a todo el mundodeja asombradodel resultadode su gestión,pues es gallinade estilo nuevoy en vez de un huevopone un mamón.

Colón:¡Así como ha hechola gallina esa,yo también podríadar la gran sorpresa!

ACTO II

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Ya lista la embarcacióny embarcado el bastimento,fregado, pero contento,sale de Palos Colón.

Colón y sus Marinos:¿Izasteis las velas?¡Izadas están!¿Levasteis el ancla?¡También, capitán!¿Abordo están todos?¡Ya todos están!Tocad la campana.Muy bien, capitán,¡titaqui titán!¡titaqui titán!

Colón (al pueblo):¡Adiós, viejos y chavalos!A dejaros ya me apronto,pero os prometo que prontoregresaremos a Palos!

ACTO III

Alta mar. Pasa el navío.La escena que se ve a bordono es escena sino un líoverdaderamente gordo.

Colón:¡Santo Dios, no sé que hacer!Se me está alzando la gentey el fulano Continenteni sueña en aparecer.

Y a regresar no me atrevo;los barcos están muy malosy si de vuelta los llevotal vez no lleguen ni a Palos.

Y tan sumido Colónestá en su preocupación,que pasa la noche enteramanejando una poncheracreyendo que es el timón.

EXTRACTOS SIGNIFICATIVOSDEL DIARIO DE COLON

Lunes

“Hoy es treinta de febrero

y no hay de tierra ni asomo.Yo por mi parte estoy comotablita de gallinero”.

Lunes siguiente

“Con tirarme por la bordame amenazaron ayer.Algo me hace suponerque aquí se va a armar la gorda”

Dos lunes después

“Después de quitarme el mandoVicente Yañez Pinzónme amarró de un botalónen el que voy meditando:¿Será que está conspirandoVicente Yañez Pinzón?”

Marinero I (a Colón):Si no da en puerto el navíoen tal fecha de tal año,os vais a llevar un bañode padre y muy señor mío!

Colón:¡No, no, yo no se nadar!Hacedlo por patriotismo:¡No me tiréis al abismodonde reina el calamar!

Marinero II:Pues si lo haremos, Colón;o desandas el caminoo de tu triste destinodará cuenta el camarón.

Colón:¡No lo hagáis, pues es grotescoque yo, tan noble y honrado,tenga por tumba un pescadoque a lo mejor no es ni fresco!

(Llorando):¡Oh! ¡Que desgracia la mía!¡Morir como una langostajunto a un peñón de la costaque bate el mar noche y día!

Pero Rodrigo de Trianagrita: ¡Tierra! en ese instantey así es como el Almirantese salvó por la campana.

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Autor:Y con esta conclusiónen que se salva Colón,

finaliza el drama escritopor el famoso eruditoMamerto Ñañez Pinzón.

La noche boca arriba. Julio Cortázar

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en las piernas. “Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado…”; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. “Natural”, dijo él. “Como que me la ligué encima…” Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de

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ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.

Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. “Huele a guerra”, pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.

-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.

Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.

Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un

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poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. “La calzada”, pensó. “Me salí de la calzada.” Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.

Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.

-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.

Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin… Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.

Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria

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podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.

Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada… Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.

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El hombre que vio un lagarto comer a su hijo. Ignacio de Loyola Brandao

Era un martes en la noche, ellos veían televisión acostados en la cama. Casi la una de la mañana, hacía calor. Él se levantó para tomar agua. La casa se mantenía silenciosa, vivían en una zona tranquila. No había ruidos, pocos carros. Al pasar por el cuarto de los niños, decidió entrar. Empujó la puerta y encontró al animal comiéndose al mayor de los niños, el de tres años y medio. Era semejante a un lagarto y, en la penumbra, le pareció de color verde. Paralizado no sabía si entrar y tratar de asustar al animal para que dejara al pequeño. O si debía regresar a pedir auxilio. Él no tenía idea de la fuerza que podía tener ese reptil, sólo se imaginaba que debía ser monstruosamente fuerte. Al menos, demasiado fuerte para él, un débil funcionario; y medio miope, para colmo. Si encendiera la luz del corredor, podía ver mejor qué tipo de animal era. Pero no se trataba de identificar la raza sino de salvar al niño. Tenía la impresión de que ya se había comido las dos piernas porque las sábanas estaban llenas de sangre. Y el pantalón de la pijama estaba destrozado bajo las garras horrendas de aquella bestia repulsiva. ¿Cómo es posible que una cosa así hubiera entrado en el interior de su casa? Muchas veces le había aconsejado a su mujer que cerrara bien las puertas. Ella siempre lo olvidaba, nunca usaba los pasadores. Cualquier día en lugar a un animal, tendrían a un hombre robándole todo: la televisión a color, la licuadora, las colecciones de libros con capas doradas, los adornos hechos con alas de mariposas, tan preciosos. Pensó en revisar las puertas, ver si estaban bien cerradas. Pero en este momento, sintió un nuevo movimiento del animal, como si tratara de subir a la cama. Quizás había comido un poco más del niño. Necesitaba intervenir. ¿Cómo? ¿Dando unas palmaditas en el lomo del animal diciendo: “no lagarto, no”? No tenía armas en su casa; su cuñado siempre decía que las armas eran necesarias. Nunca se sabía qué podía pasar. Allí tenía una prueba. Podía imaginar la cara del cuñado, cuando le contara. No le iba a creer y seguro que apostaría dos cervezas a que tal animal no existía. ¿Puede, un lagarto enorme traspasar puertas cerradas y comer niños? Se fijó bien. Comer niños no era algo normal, sin duda. Debía ser una alucinación. No lo era. El animal masticaba lo que le pareció un bracito del niño y el funcionario sintió un momento de ternura al pensar en aquellos brazos que lo abrazaban tanto al llegar del trabajo por las noches. ¿Un cuchillo de cocina podría ser útil? Pero, ¿cuánto podría aproximarse al animal sin que esta cercanía fuera un peligro para él mismo? Tenía que impedir que

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el lagarto llegara a la cabeza. Al menos eso necesitaba salvar. No conseguía dar un paso, se sentía clavado en la puerta. Se preocupó. Todavía no se sentía culpable. Era una situación nueva para él. Además una situación aterradora. ¿Cómo reaccionar ante cosas nuevas y aterradoras? No sabía. Prefería no haber visto al lagarto, encontrar la cama vacía, las ropas manchadas de sangre. Hubiera podido pensar en un secuestro o algo así, de esas cosas que se leen en los periódicos. Un secuestro o una venganza, esto último era más probable, ya que ganaba apenas algo más de dos salarios mínimos y nunca había ganado la lotería. Él era únicamente un funcionario del correo que entregaba cartas todo el día y por eso tenía varices en las piernas. ¿Y si gritaba? ¿El lagarto se iría? Continuó pensando en las cosas que podía hacer, hasta que la mujer lo llamó, una, dos veces. Después ella gritó y él retrocedió, siempre atento para verificar cuánto había comido el animal. A medida que retrocedía se veía menos dentro del cuarto. Comenzó a sentirse aliviado, por lo que no veía. La mujer llamaba y él pensó: “el pequeño no lloró, no debe haber sufrido”. Volvió a su cuarto con la esperanza de que aún sería posible salvarlo por la mañana. Y decidió no comentarle nada a su mujer. Apagaron la luz, él se acomodó, durmió. Se despertó sintiendo un olor desagradable y cuando abrió los ojos vio sobre su pecho una pata, parecida a la de un lagarto. Paralizado, no sabía si debía asustar al animal, o pedir auxilio. Por el peso de la pata, el animal debía de ser monstruosamente fuerte. Al menos demasiado fuerte para él, un débil funcionario. En ese momento recordó que tenía dos sacos de cartas que entregar, era época de Navidad y había muchas tarjetas de unas personas para otras diciendo que todo estaba muy bien, felicidades. Tenía que sacar ese animal de la cama. No, hoy no habría entregas. Ni mañana, ni por mucho tiempo. El lagarto ya tenía la mitad de su pierna dentro de la boca.