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Era casi medio día, sonaron las campanas como cada domingo. Había una

atmósfera sombría, con humo; tanto, que parecía que ya eran las siete de la

noche. Bajo el cielo oscuro, la capilla de la Inmaculada Concepción no perdió su

belleza, pero las siluetas de tres personas, quemadas frente a ella, daban un

sombrío paisaje.

** ** **

En 1800, Félix Berenguer de Marquina y FitzGerald fue nombrado virrey de

una Nueva España compleja; con rebeliones indígenas, robos marítimos y una

economía tambaleante. A eso se sumaron también los grandes problemas

hidráulicos de la Ciudad de México. En época de lluvias, cada vez que llovía

fuerte, se desbordaban los acueductos que llevaban agua a la Ciudad.

Uno de esos bellos acueductos era el que comenzaba en Chapultepec y

terminaba en la Calle del Niño Perdido, frente a la Capilla de la Inmaculada

Concepción, en la bellísima fuente de Salto del Agua. En esta fuente todos los

días se veía gente reunida para tomar agua para uso doméstico y personal, pues

pocas familias podían pagar el mantenimiento de un drenaje directo a sus casas.

El 27 de abril de 1800, después de ver la entrada a la Ciudad del nuevo

virrey, Inés y su hermano, regresaron a su casa, que estaba en la Calle de Niño

Perdido a un lado de una cantina. Antes de llegar a su hogar, pasaron a beber

agua de la Fuente de Salto del Agua, y como era un lugar en donde las personas

se reunían, no tardaron en comenzar los chismes en torno al nuevo virrey.

Inés y José, su hermano, encontraron a Diego, un amigo suyo desde la

infancia que siempre estuvo enamorada de Inés, pero que nunca se había atrevido

a confesarle su amor, pues el matrimonio de ella ya estaba arreglado con Pedro,

el panadero de la zona. A pesar del acuerdo matrimonial, a Inés no le

desagradaba la idea de casarse con Pedro, pues se le conocía como un hombre

respetable y bondadoso. Además hacia unos años anteriores su familia había

salvado de la ruina al padre de Inés.

Antes de ir a sus casas, Diego le dijo a Inés:

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-En la Capilla a las 7.

Y así fue, a las siete de la noche, Inés estaba dentro de la Capilla

esperando por su amigo Diego, pero esté nunca llego. Hasta que escucho su

nombre ser pronunciado desde el confesionario. Al acercarse escucho la voz de

su amigo, que le pidió que no dijera nada, pues quería expresarle sus sentimientos

antes de que se casara y él se fuera de la Ciudad. Diego le confeso el amor que

siempre le ha tenido y le pidió que se fueran a Zacatecas, pues él ahí había

encontrado trabajo bien pagado, pero Inés lo rechazo y colérica por no decirle sus

sentimientos tiempo atrás, lo dejó en la Capilla solo.

A pesar del gran cariño que Inés sentía por Diego, no estaba enamorada de

él, no hasta ese momento, nunca se le había pasado por la cabeza una relación

entre los dos, además la fecha de la boda de acercaba y no podía pensar en

cancelar solo por un impulso. Desde ese día no supo más de Diego.

Meses después Inés se casó con Pedro, el panadero, aunque sin amor trato

de hacerlo feliz, pues él había salvado a su padre. El día de la boda, para sorpresa

de ella, fue inolvidable. Pedro hizo una boda preciosa, la Inmaculada Concepción

se veía más hermosa que nunca, el clima era radiante; a la fachada de la Capilla

le resaltaban sus decoraciones talladas en piedra con las flores naturales

colocadas en las columnas; el interior estaba embellecido con ramos de lilis, unas

flores blancas con forma de campana que además aromatizaban el lugar. Pedro

eligió estas flores por que el blanco representa la pureza de la gran reina de los

cielos, misma pureza que quería que tuviera su matrimonio. Luego de la misa y de

jurarse, respeto y amor hasta la muerte, salieron de la iglesia casados inmersos en

una ola de arroz que parecían pequeñas piedras que se encajaban en sus caras,

pero le hacían unas pequeñas cosquillas.

Ella realmente estaba feliz hasta que Diego se presentó frente a los recién

casados, dando unos pasos para acercarse los felicitó obsequiando un sobre con

dinero al novio y un ramo de rosas blancas a la novia. Inés, estaba feliz de que su

mejor amigo olvidara sus sentimientos y estuviera a su lado en un día tan especial.

La fiesta fue en la casa de Inés, fue una fiesta en grande, todos los vecinos fueron

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invitados y los novios fueron colmados de regalos y buenos deseos, pues Inés se

conocía por ser una muchacha trabajadora y Pedro por ser noble y regalar el pan

a quién lo necesitaba. Hubo un momento en donde Inés y Diego pudieron hablar,

él le explico que lo que le dijo fue por el miedo de irse solo a Zacatecas, y que por

el gran cariño que tenía había confundió las cosas. Así, antes de que Diego

regresara a su nuevo hogar, se despidió como siempre de su vieja amiga.

La vida en pareja fue confortable para Inés. Su marido le respetaba, le

cuidaba, le alimentaba y le permitía salir con regularidad para visitar a su padre y a

su hermano. Además le daba cierta libertad económica, podía administrar todo el

dinero de la panadería como ella quisiera. Tuvo la oportunidad de aprender a leer,

a hacer pan muy elaborado, participar en las pequeñas obras de caridad de Pedro,

viajar a algunos lugares fuera de la Ciudad. Pedro además la llenaba de detalles

como vestidos, perfumes, que si bien eran de segunda mano, eran un lujo en esta

zona de la Ciudad. Pedro era el mejor marido al que una mujer de su case pudiera

aspirar.

Pero con el paso de los meses Pedro comenzó a desesperarse porque la

dicha de ser padre aún no llegaba. Luego de dos años, en noviembre de 1802,

Inés por fin quedo embarazada. La pareja estaba feliz.

En marzo de 1803, cuando Inés tenía cuatro meses de embarazo, hubo una

revuelta indígena en la Ciudad. Sucedió que Inés estaba bebiendo agua de la

fuente luego de ir por la comida, cuando empezó a ver gente corriendo por todos

lados, caballos galopando y hombres armados; el polvo que cada vez se hacía

más denso le impedía ver el camino. Perdió en conocimiento y cuando despertó,

se sentía mareada. Estaba en su casa, acostada en la cama con gente

rodeándola, y se dio cuenta de que estaba presente su marido, su padre, su

hermano y un hombre desconocido, que momentos después fue presentado como

el médico. Aún confundida, trató de levantarse pero no tenía fuerzas.

Pedro salió con el médico y estos hablaron, mientras que su padre le contó

lo que había sucedido:

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-Tratastes de huir del alboroto, y corristes a esconderte a la capilla pero

antes de entrar, un soldado con su caballo te tiraron. Luego, la bola de

montoneros que se quisieron meter a la iglesia te apachurraron, es un milagro de

la virgencita que estés con nosotros.

Dicho eso Inés toco su vientre aun inflamado, pero sabía que estaba vacío,

ya no había vida en él. El doctor le explicó a Inés su situación como mujer, pues

luego de la pérdida de su hijo, por los golpes que recibió y los procedimientos que

hicieron para salvarle la vida ella no sería madre nunca; palabras que devastaron

a Inés y a Pedro.

Con el paso de los meses Inés se recuperó, aunque su vida no volvió a ser

la misma. Quedo coja de la pierna izquierda, y Pedro se volvió irritable. Siempre

culpaba a Inés de ser la única responsable de perder a su hijo y de la posibilidad

de tener más. Su marido no llegaba a casa, no le hablaba, le trataba como una

criada. En las fiestas la dejaba sola y se iba a tomar; incluso había ocasiones en

las que Pedro le gritaba a Inés enfrente de todos los vecinos.

Una noche Inés, ya cansada de tantas humillaciones, enfrentó a Pedro para

por fin separarse de él. Hubo tales gritos y golpes que los vecinos le hablaron al

hermano de Inés para que tranquilizara la situación, pero José sólo encontró a su

hermana llena de sangre, desmayada, sin Pedro a la vista.

A la mañana siguiente Pedro aún no había llegado, Inés no recordaba nada

de lo ocurrido, sólo tenía una herida en la frente y otra en la pierna, así que tomo

un baño para quitarse la sangre del cuerpo. Luego de reflexionar sobre su vida

con Pedro y el temor de lo que pasaría a su regreso, escapó a Zacatecas en

busca de su amigo Diego, la única persona que conocía fuera de la Ciudad. No le

fue difícil encontrarlo, pues le había dado la dirección el día de su boda. Sólo le dio

tiempo de despedirse de su padre y de su hermano, esperando regresar pronto a

su lado. Con solo una maleta y unos cuantos pesos, Inés abrió camino para

refugiarse en la calidez y comprensión de su amigo.

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A su llegada, Inés le platicó todo lo que había sucedido, pero seguía

preocupada de no saber qué había pasado la última noche. Diego la aceptó en su

casa con el amor que siempre le había tenido. Con el paso de los días Inés se

volvió a sentir protegida y querida. Empezó a imaginar con recurrencia la vida que

hubiera tenido si en lugar de casarse con Pedro hubiera elegido a Diego, pero

siempre un recuerdo venía a su mente: Los momentos que pasó feliz junto a

Pedro, el día de su boda, el despertar cada mañana… recuerdos que eran

interrumpidos por la imagen de su esposo en medio de la oscuridad, mal herido y

pidiendo ayuda.

Diego e Inés vivieron juntos por ocho meses, ella hacia las tareas tales de

una esposa, cómo: hacer la comida, dedicarse a la limpieza, administrar la casa.

Diego siempre tuvo la ilusión de ser su esposo, pero al estar casada, Inés nunca

acepto las propuestas indecorosas de Diego, y él siempre respeto su espacio.

Una tarde llegó una carta de José, en la cual mencionaba el fallecimiento de

su padre. Inés no dudó ni un segundo en regresar a casa para acompañar a su

hermano. A su regreso, luego del novenario, fue a su antigua casa y encontró el

lugar deshabitado. Su hermano le contó que Pedro jamás había vuelto, desde la

noche en que discutieron. Inés seguía sin recordar lo que había pasado esa

noche, ni que había sucedido con su marido.

Con el paso de los días Inés se enteró por viejas amigas que la gente

hablaba de ella, diciendo que ella había matado a su esposo para huir con Diego;

que había tomado el dinero de la panadería y que incluso, el bebé que había

perdido era de Diego. A eso sumaban que la farsa de la revuelta había sido

planeada para que su esposo no se enterara y todo eso lo había pensado desde

antes de que se casaran. Sin importarle esas habladurías, Diego regresó a la

Ciudad de México, con Inés, para cuidarla y vivir con ella, ganándose con mayor

razón el repudio de las personas.

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Desde que la familia de Pedro llego a la Ciudad había sido muy querida,

pues siempre había apoyado a los más necesitados. Era una familia ejemplar y

católica, como se esperaba en aquellos tiempos, y siempre se le reconocía por el

collar que llevaba cada uno de sus miembros en el cuello, representando una

virgen de la Concepción. Pedro había perdido a su familia junto con su casa y

pertenencias en una gran inundación, años atrás. Él había sobrevivido por

quedarse en la iglesia ayudando al padre, pero al salir de ella se vio huérfano en la

Ciudad. Es curiosa la forma en que la vida había enterrado a la familia de Pedro y

a su vez una inundación lo había regresado a él, en cuerpo… pero no en alma.

Luego de unos meses de que Inés y Diego habían regresado a la Ciudad,

una tarde fue la protagonista de una increíble lluvia. Algunos de los vecinos

pensaban que era un castigo de dios por tener a ese par de pecadores viviendo

entre ellos. Al terminar la tormenta en la noche, las personas salieron de sus

casas para ver el recuento de los daños, pero nada fue más impactante que

encontrar un cuerpo descompuesto a un lado de la panadería. Un cuerpo con un

collar en el cuello, perteneciente a Pedro. Al parecer, las intensas lluvias

desbordaron el acueducto una vez más, y esto había provocado una inundación y

lodazal que había salido a flote un cuerpo, apenas enterrado, afuera del local.

La gente furiosa buscó a Inés y a Diego, quienes se encerraron en la casa

sin saber lo que estaba pasando. Cansada la gente de tan larga noche, decidieron

retirarse y esperar que salieran para darles el castigo que merecían por matar a

Pedro. El hermano de Inés escuchó todo y corrió a avisarles a su hermana y Diego

lo que pasaba, esperando que regresaran a Zacatecas.

Al tratar de escapar de la ciudad, Inés pidió a su hermano y a Diego que le

permitieran visitar a Capilla de la Inmaculada para pedir por ellos y por qué el alma

de Pedro descansara en paz. Acudieron casi al amanecer, cuando todos dormían.

Inés entró por última vez, pidiendo y rogando por su inocencia. Siguieron el

camino de los arcos de Belem, pero apenas iban alejándose de la zona, un par de

borrachos los vieron y empezaron a gritar, creando tal ruido que salieron los

vecinos furiosos. Al poco tiempo fueron capturados, golpeados y maltratados sin

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piedad. El gentío gritaba maldiciones y pedía castigos, hasta que una mujer grito

que los quemaran.

Rápidamente se hizo una hoguera enorme frente a la Capilla. A ella se

sujetaban tres postes, en cada uno amarraron a Inés, Diego y José. Ellos aun

aturdidos por los golpes, no sabían lo que estaba pasando. El sacerdote trató de

impedir la matanza, pues las hogueras estaban prohibidas desde hacía un siglo,

pero la gente estaba tan encolerizada que no le importó. Pronto el ambiente se

llenó de una densa capa de humo.

Inés no soportaba perder a su hermano y a Diego. Quería pedir perdón por

todas las cosas malas que había hecho, pero sabía que ese era su castigo. Al

cerrar sus ojos, Inés recordó el momento en que, tras una aguerrida discusión,

había ignorado las palabras de ayuda de Pedro y para defenderse de su ataque

físico, Inés le golpeó la cabeza con una imagen de la Virgen de la Inmaculada

Concepción. Al ver la sangre en todo el cuarto, Inés trato de reanimarlo pero era

imposible, luego entró en una especie de trance y olvido lo demás. La única duda

que tenía era, ¿Quién enterró a Pedro?

Inés esperaba que la única culpa que tenían su hermano y Diego, haba

sido el quererla y creer en su inocencia. Pues no supo si fue ella o su hermano

quien enterró a Pedro cerca de la panadería.

La capilla fue testigo de la vida de Inés. En ella había sido bautizada, frente

a ella había conoció a Diego, en ella se había casado, había perdido a su hijo.

También ahí había despedido a su padre y a su esposo.

Era casi medio día, sonaron las campanas como cada domingo. Había una

atmósfera sombría, con humo; tanto, que parecía que ya eran las siete de la

noche. Bajo el oscuro cielo, la capilla de la Inmaculada Concepción no perdió su

belleza, pero las siluetas de tres personas, quemadas frente a ella, daban un

sombrío paisaje.

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