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62 | CHILANGO | Mayo 2012 Son pioneros al emprender su batalla para combatir a los enemigos comunes de la sociedad, aunque pongan en riesgo sus vidas. Carlos Cruz es un ex pandillero que renunció a la violencia de las calles para salvar jóvenes de la delincuencia y el crimen organizado. Araceli Rodríguez, escoltada las 24 horas del día, trabaja con el Movimiento por la Paz ayudando a personas que han perdido a sus familiares durante la “guerra” contra el narcotráfico del gobierno federal. José Bonilla es un abogado reconocido por combatir la pederastia: ha enfrentado a políticos, empresa- rios y religiosos después de que su hijo sufriera abuso sexual. Guadalupe Alejandre, tras perder a su hijo por el cáncer, dirige su asociación que atiende a niños que sufren esta enfermedad. En un país en el que pocos alzan la voz, donde la violencia del crimen organizado ha acabado con la vida de más de 47,000 personas, donde 98 % de los crímenes quedan impunes y se registran más de 200 millones de actos de corrupción al año –según el Índice Nacional de Corrupción y Buen Gobierno–, éstas son las historias de ciudadanos comunes cuya vida se truncó por la muerte y el abuso a sus seres queridos. En lugar de sumirse ante su propia tragedia, optaron por luchar sin importar las consecuencias. Decidieron convertirse en “héroes”. Por Alejandra S. Inzunza Fotos Mondaphoto Se busca

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62 | CHILANGO | Mayo 2012

Son pioneros al emprender su batalla para combatir a los enemigos comunes de la sociedad, aunque pongan en riesgo sus vidas. Carlos Cruz es un ex pandillero que renunció a la violencia de las calles para salvar jóvenes de la delincuencia y el crimen organizado. Araceli Rodríguez, escoltada las 24 horas del día, trabaja con el Movimiento por la Paz ayudando a personas que han perdido a sus familiares durante la “guerra” contra el narcotráfico del gobierno federal. José Bonilla es un abogado reconocido por combatir la pederastia: ha enfrentado a políticos, empresa-rios y religiosos después de que su hijo sufriera abuso sexual. Guadalupe Alejandre, tras perder a su hijo por el cáncer, dirige su asociación que atiende a niños que sufren esta enfermedad.

En un país en el que pocos alzan la voz, donde la violencia del crimen organizado ha acabado con la vida de más de 47,000 personas, donde 98 % de los crímenes quedan impunes y se registran más de 200 millones de actos de corrupción al año –según el Índice Nacional de Corrupción y Buen Gobierno–, éstas son las historias de

ciudadanos comunes cuya vida se truncó por la muerte y el abuso a sus seres queridos. En lugar

de sumirse ante su propia tragedia, optaron por luchar sin importar las consecuencias.

Decidieron convertirse en “héroes”.

Por Alejandra S. Inzunza Fotos Mondaphoto

Se busca

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Carlos Cruz vendía dulces en Río Blanco, su colonia, hace 26 años, y jugaba a las escondidillas con sus tres hermanos. Era un niño de 12 años, hiperactivo, que tras aprender a leer a los cuatro empezaba a ganarse la vida por su cuenta. Cuando lo asaltaron al entrar a estudiar el bachillerato, 22 años atrás, decidió buscar venganza y pasó de víctima a victimario.

Olvidó a sus padres y hermanos. Su nueva familia era Alianza Uni-versitaria, una de las pandillas más grandes del Distrito Federal, con más de 5,000 integrantes. Escaló por la difícil pirámide de la pandilla hasta liderarla. Hace 11 años sus órdenes eran ley. Pero en 2000 Carlos perdió a un amigo, el “último” de ellos, y decidió “parar la guerra”. Cual reloj de arena, su vida giró de un lado a otro y volvió a empezar. Hoy lucha contra la violencia y trata de salvar a jóvenes que, como él, estuvieron dentro del crimen organizado.

Antes lo conocían como “El Vacas”, pero hoy es Carlos Cruz, tiene 38 años y fundó Cauce Ciudadano, organización que promueve la paz, previene riesgos psicosociales, atiende a víctimas e interviene para rescatar a jóvenes que andan en malos pasos.

Mide 1.90 y pesa unos 130 kilos. Sonríe constantemente, le gusta la poesía y está interesado en temas de salud en jóvenes. Está sentado en un sillón de piel, color vino, rodeado de juegos y libros para niños. En uno de ellos se lee la frase “From the little things, big things grow”, como si fuera un resumen de lo que ha hecho. En medio de su oficina, cuenta su historia.

«Todos aquí somos víctimas y victimarios. Cuando te defiendes no te das cuenta de que te conviertes en eso mismo de lo que te defiendes. Me integré a la banda y entre 1987 y 1991 perdí 20 com-pañeros, todos ellos por venganza. Desde entonces quería pararlo, pero no sabía cómo», narra Carlos, con voz grave y firme.

A los 13 años olvidó su juventud. Le obsesionaba la venganza por las “guerras” entre pandillas. «Es por no saber manejar las emociones.» En 2000, cuando asesinaron a uno más de los inte-grantes de Alianza Universitaria y toda la pandilla se preparaba para buscar revancha una vez más, Carlos dijo no.

Un homicidio por territorio en un barrio genera otros 12 asesina-tos aproximadamente, por eso decidieron parar la violencia. Carlos se dio cuenta de su poder como agente de cambio. Decidió luchar por su pandilla. No estaba dispuesto a perder otros 20 compañeros, y la única forma de evitarlo era transformando su comunidad.

La banda buscó la paz. Tomaron la casa abandonada de la abuela de Carlos, en la colonia 7 de Noviembre, en la delegación Gustavo A. Madero, y empezaron a construir lo que hoy es Cau-ce Ciudadano. En esta casa de dos pisos los jóvenes toman clases de rap y hip hop, trabajan en una radio local y tratan de producir su propio programa de televisión. Realizan decenas de activida-des productivas con el fin de alejarse del crimen. Se sienten como en casa: un niño toma la siesta porque en su propio hogar no pue-de hacerlo; descansa y luego hace la tarea. Pueden estar de ocho de la mañana a nueve de la noche trabajando por los demás.

«Formar parte de una pandilla te da una realidad distinta», dice Carlos. En 11 años, 3,800 personas han pasado por Cauce. Sólo 21 % reincidió en abandono escolar, embarazo, drogadicción y delitos.

Antes de la entrevista, una niña de 10 años entra a la oficina de Carlos y le dice que quiere ser doctora. Él le contesta que se encargará de que su deseo se realice. A él lo ayudó el doctor Roge-lio Castañeda, quien murió el año pasado sabiendo que algún día haría algo grande. «Siempre debe haber un adulto que te apoye. Yo no tuve juventud, pero quiero que los chavos la tengan.»

Cauce Ciudadano lucha contra el crimen organizado, que utiliza adolescentes para más de 21 delitos. Además del Distrito Federal, trabaja en Nuevo León, Tamaulipas, Chihuahua y Michoacán, tra-tando de extraer a jóvenes dedicados a trata de personas, tráfico de drogas, armas, órganos y producción de anfetaminas. «El adicto paga la bala con la que matan a un niño en el norte del país.»

«Constantemente –dice entre risas– recibimos amenazas.» Pero Carlos sabe que tiene que seguir en la lucha y pensar en lo im-posible, como unir a un grupo de pandilleros con víctimas del cri-men organizado para que canten juntos por la paz. O construir un Instituto Nacional para la Resiliencia. Todo es cuestión de tiempo. Carlos se define como “provocador” y sabe que así puede seguir lu-chando por su causa. Ha visto los frutos de su trabajo al seguir el expediente de cada persona que pasa por Cauce Ciudadano, como el primer chavo que ayudó, que ahora dirige un programa de em-prendimiento social de Danone.

«Somos un movimiento. Una herramienta. Queríamos un lu-gar para estar tranquilos y felices. Soy pandillero y constructor de paz. Los cholos me dijeron: “Hay muchas formas de hacer el barrio”. Ésta es una de ellas.»

La ley del barrio

«Todos aquí somos víctimas

y victimarios. Cuando te

defiendes no te das cuenta de

que te conviertes en eso mismo de lo

que te defiendes.»

carlos cruz fundó Cauce Ciudadano para ayudar a calmar la vio-lencia entre pandillas.

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A Araceli Rodríguez la rodean cruces blancas, carteles y flores de cempasúchil. También sentimientos de indignación, violencia y mucho dolor. Algunos carteles recuerdan a las víctimas del incendio en la Guardería ABC; otros, a los muertos en el Casino Royal.

Ella camina alrededor del Ángel de la Independencia. A unos me-tros, los policías tratan de controlar el tránsito vehicular, justo a la hora en que los capitalinos sólo quieren regresar a casa. Ella no. Quiere estar ahí, en su ofrenda. Es Día de Todos los Santos. Un día antes pidió por el Centro Histórico cientos de veladoras para que las víctimas de la violencia en el país pudieran honrar a sus muertos. Ella también encendió una por Luis Ángel León Rodrí-guez, su hijo. Hoy tendría 25 años. Hace dos que no lo ve. No sabe si está vivo o muerto. Es uno de los 5,000 desaparecidos en México durante los últimos cinco años. Araceli no pierde la esperanza de que su hijo regrese. De momento decide prenderle una veladora. Quiere que tenga una luz que ilumine su camino, esté donde esté.

A raíz de la desaparición de Luis Ángel, el 16 de noviembre de 2009, Araceli se unió al Movimiento por la Paz. Actualmente diri-ge la Comisión de Víctimas y trata de ayudar a personas que hayan vivido o sufran una situación como la suya. A diario recibe distin-tas peticiones de ayuda y acompaña a la gente a dar seguimiento a sus casos: los lleva a Províctimas, los asesora personalmente y bus-ca a toda costa que se haga justicia. Cada mañana se transporta desde su casa, en el municipio de Nezahualcóyotl, en el Estado de México, a donde se le necesite. Nadie le paga por hacerlo. Simple-mente, dice, es su responsabilidad.

Hasta hace dos años su vida era completamente normal. Tra-bajaba como recepcionista de un hotel en el Distrito Federal. Vivía tranquila con su pareja y sus tres hijos. Luis Ángel era policía fede-ral, suscrito al Estado de México. Había cumplido el sueño que te-nía desde pequeño y estaba orgulloso de ello. Ese 16 de noviembre, cuando el gobierno de Michoacán se vio rebasado por la situación de violencia, las autoridades lo mandaron llamar. Al día siguiente tenía que presentarse en Ciudad Hidalgo para ayudar a controlar el famoso “michoacanazo”, ola de violencia provocada por la Familia Michoacana. Era una comisión de emergencia que pretendía poner orden en la ciudad. Sin embargo, dice Araceli, la Policía Federal no les brindó vehículos ni viáticos.

Eran seis oficiales armados que debían encontrar la manera de llegar a Michoacán bajo sus propios medios. No podían tomar un autobús portando armas, así que Luis Ángel pidió a su amigo Sergio Santoyo que los llevara en su camioneta. Estaba conten-to porque le habían prometido un aumento de sueldo por hacer este trabajo. La última vez que Araceli habló con su hijo fue ese día a las 11 de la mañana. Quedó en llamarle en cuanto llegara. Nunca lo hizo. La esposa de Santoyo fue a buscarla al día siguien-te, llorando, preocupada por no saber nada de ellos. No llegaron a Michoacán.

La cruz de la incertidumbre

Las autoridades de la Policía Federal no se habían dado cuen-ta de la desaparición de esta comisión sino hasta el 21 de noviem-bre, cinco días después de su salida. Entonces, Roberto Cruz Aguilar, director de Normativa y Apoyo Operativo –hoy preso en el Reclusorio Norte por supuestos nexos con el narcotráfi-co– llamó a Araceli reportando la desaparición y pidiendo que lo acompañara al ministerio público para levantar una denuncia. Lo hicieron en Toluca. Pasaron meses sin noticias. Araceli vi-vía en la incertidumbre, esperando que cualquier día Luis Ángel se presentara en su puerta y le pidiera unas enchiladas verdes, su platillo favorito. Sin embargo, miembros de la Familia Mi-choacana, detenidos por la Policía Federal, confesaron el asesinato de los seis policías y el civil que aquel 16 de noviembre viajaban en una camioneta particular rumbo a Ciudad Hidalgo. No ex-plicaron los motivos. Sólo dieron detalles exactos y afirmaron haber dejado los cuerpos cerca de las lagunas de Zempoala, en «algún lugar del cerro». Durante meses, Araceli y su familia re-corrieron el lugar en busca del cuerpo de su hijo para, al menos, darle sepultura. En vano.

Araceli no pierde la esperanza. Renunció a su trabajo para unir-se al Movimiento por la Paz y seguir buscando a su hijo. Contactó a Javier Sicilia y su vida se transformó. «Lo que necesité en ese mo-mento ahora lo hago por los demás. Enseño a la gente a que aprenda a defenderse, a que sus casos no queden impunes.» Ayuda a perso-nas de todo el país. En estos meses lleva más de 25 casos de familias en situaciones como la suya. Además de documentarlos, consigue que les paguen los pasajes para venir al DF y darle seguimiento a cada uno. Buscan su seguridad en caso de recibir amenazas, como le ha sucedido a ella desde que empezó en este trabajo. Cartas y anóni-mos exigiéndole que pare. Pero no lo hará. Es su nueva vida.

«Lo que necesité en ese momento, ahora lo hago por los demás. Enseño a la gente a que aprenda a defenderse, a que sus casos no queden impunes.»

desde que desapareció su hijo, un policía federal, Araceli Rodríguez se unió al Movimiento por la Paz.

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Apenas se escucha el ruido de fuera. Los niños y sus familias pueden relajarse y prepararse para el día siguiente en el hospital. Sólo tienen que pagar el papel de baño.

Guadalupe empezó a informarse. Buscó familias cuyos hijos hubieran sobrevivido al cáncer, consiguió medicamentos –aun-que algunos estaban por caducar– y despensas para que la gente con bajos recursos tuviera otras alternativas. Comenzó en su casa, hasta que el proyecto creció tanto que tuvieron que mudarse. No quería someter a su hijo a ver aquello contra lo que luchaba. Pa-blito mejoró. Lo dieron de alta y Guadalupe sintió que su trabajo, tanto a nivel familiar como social, empezaba a funcionar. Tenía fe en este proyecto.

Le costó meses encontrar una sede: consiguió prestado un in-mueble en Lomas de Chapultepec, luego otro en Prado Norte, uno en Melchor Ocampo. Cambiaron varias veces porque los vecinos creían que el cáncer era contagioso. Poco a poco le ayudaron las autoridades, hasta que hace 10 años logró que les otorgaran un ex convento. Eran las instalaciones adecuadas para ofrecer talleres, juegos para los niños, espacios para voluntarios y, además, cercanía con los hospitales.

Nunca fue fácil. Enfrentaba un gran enemigo, que resistía todos los medicamentos. A pesar de los esfuerzos, los niños seguían mu-riendo. Sus defensas estaban tan bajas que fallecían por una pulmo-nía o una diarrea. Como Pablito: cuando nadie lo esperaba, y a pesar del tratamiento, el niño murió a los nueve años de edad. Aunque ha contado su historia cientos de veces, le cuesta trabajo hablar de su caso. Ya es parte del pasado, con todo y que la muerte de su tercer hijo la marcó para siempre.

Durante mucho tiempo mantuvo en su oficina la foto de aquel niño de siete años, rapado, con la sonrisa de cualquier otro que nun-ca hubiera sufrido por el cáncer. Hoy está en su casa. Guadalupe no volvió a ser la misma pero decidió seguir con la lucha. Fue una pionera. Cuando inició sólo se podía ayudar a quienes tenían buen pronóstico. Antes sólo 10 % de los niños se curaba. Ahora es al re-vés y cerca de 450 personas al año pasan por AMANC. «Ya no podía regresar a mi vida de antes. Me identifico con cada madre que ha pa-sado por lo mismo y sigo creyendo en los milagros de última hora».

Guadalupe Alejandre se enteró que su hijo tenía cáncer cuando levantó el auricular del teléfono y escuchó a su padre, un médico prestigiado, hablando con un colega al respecto. Fue hace 29 años. «Entonces cáncer era sinónimo de muerte: siete de cada 10 personas morían de leucemia. Fue horrible».

Sabía que algo no estaba bien en Pablito, quien en unos meses se transformó en la sombra del niño alegre, travieso y dicharachero que siempre había sido. Tenía sólo cinco años. Le habían encontra-do daños en la médula ósea. Los pronósticos no eran favorables.

Hasta ese momento, el cáncer era una especie de mito no sólo para Guadalupe, sino para gran parte de la población. Nunca había visto alguna persona con esa enfermedad y no sabía qué hacer. Le aconsejaron ir al Instituto Nacional de Pediatría para buscar un tratamiento. Allí, al encontrarse con decenas de familias que tam-bién sufrían ante la incertidumbre y la posibilidad de que sus hijos murieran, decidió que debía hacer algo. Podría parecer simple al-truismo, pero no. Guadalupe sentía la necesidad de salvar a su hijo y ayudar a otros como él.

«Quedé marcada de por vida en pediatría. Creí que si el infier-no existía, estaba ahí. Los hospitales parecían escenarios de la Se-gunda Guerra Mundial. Recuerdo bien los olores, a la gente, pero, sobre todo, su dolor y su espera», explica detrás de su escritorio. Tiene un café solo en su mano derecha, pero no lo bebe. No puede dejar de hablar.

Muchos acampaban para conseguir una cita. Tenían pocos re-cursos para continuar el tratamiento y ninguna manera de pagar los medicamentos. Faltaban tratamientos oportunos y no se tenía la información que se tiene actualmente sobre el cáncer. Seis meses después, Alejandre fundó la Asociación Mexicana de Ayuda a Niños con Cáncer (AMANC), la primera en la ciudad para luchar contra esa enfermedad. Al mismo tiempo, luchaba por el tratamiento de Pabli-to, quien pasó los cuatro años siguientes en hospitales y quimiotera-pia, apenas jugando como los niños de su edad.

Lo que hoy es una amplia hacienda en el Centro de Tlalpan, en la que niños bajo tratamiento pueden internarse, conseguir medica-mentos y cuidados para tratar su enfermedad, tardó varios años en conformarse. Hoy, una pequeña de unos ocho años ve un documental sobre el mar en una pantalla gigante. Los niños hacen manualidades y asisten a talleres en el patio, donde abundan plantas y llega el sol.

Milagros de última hora

«Quedé marcada de por vida en pediatría. Creí que si el infierno existía, estaba ahí. Recuerdo bien los olores, a la gente, pero, sobre todo, su dolor y su espera.»

con su asociación, Guadalupe Alejandre,

apoya a niños con cáncer.

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casos posibles. Gente que había vivido situaciones similares co-menzó a buscarlo, a pedirle ayuda y consejo.

Aunque por un momento su voluntad flaqueó, la historia de un niño que sufrió abuso sexual en el Instituto San Felipe de Oaxaca lo hizo decidirse a defender a todos los niños afectados por estos abusos. El caso llegó a la Suprema Corte de Justicia y se descubrió que el principal sospechoso de llevar una red de pederastia en el estado era el ex gobernador Ulises Ruiz.

El fallo contra el niño provocó la reacción de frustración de José, quien lo publicó en las redes sociales: estaba harto de la co-rrupción e impunidad que jamás había imaginado. Sin embargo, las familias siguieron contactándolo y decidió seguir.

«Quiero apoyar a todo el mundo. No puedo dejar a un lado esto y fingir que no ocurre. Es una indiferencia y una violencia institu-cional y corrupta muy graves.»

José dejó una vida de tranquilidad para atender decenas de casos inconclusos. Ahora lucha contra la opacidad de la justicia y, por lo menos, logró que la pederastia se convirtiera en delito

federal en abril de 2009. Sin embargo, la mayor par-

te de la carrera de este aboga-do está inmersa en la impo-tencia: ¿de qué sirve –se ha preguntado en múltiples oca-siones– dar lo mejor de sí para que al final detengan al agre-sor de una niña en el estado de Michoacán, demuestren que en efecto abusó de ella y lo sentencien solamente a dos años de cárcel?

Hay días en los que no pue-de dormir. Como al saber que una niña de cuatro años será sometida a un examen gineco-lógico a la mañana siguiente y que tendrá que contar más de tres veces cómo sufrió abuso sexual. Al final, muy probable-mente el Ministerio Público no le creerá.

José Bonilla ha contado su historia un millón de veces. Y ha explicado repetidamente que 90 % de los abusos sexua-les de menores sucede en el

primer círculo familiar y que el niño siempre conoce al agresor. Su hijo es parte del 10 % victimizado por pediatras, maestros, sa-cerdotes y entrenadores.

En su oficina, ubicada al sur de la ciudad, ha recibido a dece-nas de madres, preocupadas, impotentes, que quieren saber qué hacer en estas situaciones.

Ha visto cosas horribles, como el caso de cinco niños oaxa-queños agredidos a los que les transmitieron herpes tipo 2, con apenas cinco años de edad.

«Es una trayectoria de horror; sin embargo, hay que hacerla», dice Bonilla.

«Quiero apoyar a todo el mundo. No puedo dejar a un lado esto y fingir que no ocurre. Es una indiferencia y una violencia institucional y corrupta muy graves».

José Bonilla todavía recuerda cuando era una persona normal: veía el futbol, leía libros de leyes y pasaba los domingos con sus hijos. Pero José Bonilla vivió el horror que teme todo padre para convertirse en héroe. Su hijo, de tres años, alumno del Colegio Oxford, en la Ciudad de México, sufrió abuso sexual de su profesor de educación física.Todo empezó un sábado hace seis años, cerca de Semana Santa. Su mujer bañaba al pequeño cuando éste le dijo que su profesor «le había mordido la colita» y lo había amenazado para no decir nada. Asustada, desesperada, llamó a José para que regresara a su casa y ambos hablaran con él. No sabían cómo reaccionar. De-seaban que se tratara de un error, una mentira. Casi nunca lo es en estos casos.

José emprendió la defensa de su hijo y su familia. Empezó una vida contra la pederastia, que hasta ahora lo ha llevado a defender a los hijos del fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel, a Joaquín Aguilar –el primero en denunciar al cardenal Norberto Rivera por encubrimiento– y casos tan con-troversiales como el del Instituto Felipe de Jesús, en el estado de Oaxaca.

«Conociendo el problema que crea esto en una familia, decidí ayudar a la gente. Empezamos con un caso, dos, luego tres, has-ta que creamos la Fundación de la Mano con la Justicia, que ha atendido a más de 90 niños y niñas de todo el país que han sufri-do abuso», dice José, un abogado laboral de 55 años.

Él se enfrentó al Colegio Oxford: levantó la denuncia, apare-ció en medios y hasta hoy sigue buscando al hombre que abusó sexualmente de su hijo. Éste desapareció en cuanto fue denun-ciado, con la ayuda de las autoridades escolares, que le deposi-taron 90,000 pesos en su cuenta bancaria, según descubrió José durante el proceso legal que sigue abierto.

«Lo hemos buscado y perseguido por todos lados. Algún día va-mos a dar con él –refiere con seguridad–. Nuestro gran acierto fue que nunca dudamos de nuestro hijo.» En cambio, los involucra-dos en el escándalo buscan la manera de encubrir al agresor para salvaguardar el buen nombre de las instituciones, en este caso, el Colegio Oxford.

En México, al año 16,000 niños sufren abuso sexual, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). Veinticinco por ciento de los niños que lo sufrió y no recibió tratamiento se convierte en agresor.

Ante un panorama tan negro, y con la poca atención de las autoridades, la corrupción y el desinterés de las personas, José Bonilla decidió luchar contra la pederastia y denunciar todos los

Una trayectoria de horror

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Ceso

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