hacer la vejez -...

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Hacer la vejez Francisco RODRÍGUEZ RIOBOÓ* Resumen Abstract Tratamos en este artículo de hacer algunas observaciones sobre cómo se construye la vejez, si es el propio viejo el que la elabora o es la so- ciedad quien se la da ya hecha. Nos mostramos claramente partidarios de que cada viejo tenga la vejez que le marquen su biografía, su voluntad y sus circunstancias, pero creemos que la sociedad impone modelos de vejez restrictivos. Conside- ramos dos de estos modelos, el que toma Ja vejez como pura decadencia trazando un som- brío retrato de ella y el que la describe acen- tuando sus aspectos benéficos, dibujando, en ocasiones, cuadros idealizados de la vejez. Expo- ní’endo algunos textos clásicos sobre ambos mo- delos, les criticamos por considerar ideológica su elaboración. introducción El verbo hacer sirve para casi todo. Nos pasamos toda nuestra vida haciendo cosas y aun cuando cree- mos que paramos de hacer y nos pre- guntan ¿qué haces?, respondemos: nada. Por hacer, hasta la nada ha- cemos. Hacemos filetes a la plancha, li- bros, ojales, maldades, edificios de doce plantas; y tanto nos gusta ser hacedores que, en imagen equivoca y turbia, algunos hombres, apropián- Protesor Titular de Historia del Pensamiento en THE CON5TRUCTIOtV OF 0W AGE The subject of this anide is a discussion on the construct ion of oíd age, weather it is done by oíd people themselves or by society While each oíd person should cleanly have an oíd age í’n une with his or her lite, wishes and circumstances, society imposes restrictive models ol oíd age. Two oi these modeis are examíned, one whích considers oíd age fo be pune decay and paints a gloomy portrait of it and another which brings out its positive aspects, and sometimes draws an idealised picture. Some classical text on both models are descríbed and criticised fon taking an ideological sfandpoint. dose de obra en la que sólo participan brevemente en el prólogo, dicen que hacen hijos, y para rematar la turbu- lencia, concretan: a Jimena, a Fuen- cisla, a Inés. Pero no sólo hacemos, sino que los demás también nos hacen muchas cosas: chaquetas, permanentes, fae- nas, radiografías (esos retratos en blanco y negro que adelantan con ad- mirable exactitud cuál será nuestro úl- timo 100k>. También la vejez se hace. Pero ¿quién la hace?, ¿la hacemos o nos la la EIdTS de la universidad Complutense de Madrid. Cuadernos de Trabajo social n> II (1998j Págs. 31 a 44 Ecl Universidad Complutense. Madrid 1998 31

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Hacer la vejezFrancisco RODRÍGUEZ RIOBOÓ*

Resumen AbstractTratamos en este artículo de hacer algunas

observaciones sobre cómo se construye la vejez,si es el propio viejo el que la elabora o es la so-ciedad quien se la da ya hecha. Nos mostramosclaramente partidarios de que cada viejo tenga lavejez que le marquen su biografía, su voluntad ysus circunstancias, pero creemos que la sociedadimpone modelos de vejez restrictivos. Conside-ramos dos de estos modelos, el que toma Javejez como pura decadencia trazando un som-brío retrato de ella y el que la describe acen-tuando sus aspectos benéficos, dibujando, enocasiones, cuadros idealizados de la vejez. Expo-ní’endo algunos textos clásicos sobre ambos mo-delos, les criticamos por considerar ideológica suelaboración.

introducción

El verbo hacer sirve para casitodo. Nos pasamos toda nuestra vidahaciendo cosas y aun cuando cree-mos que paramos de hacer y nos pre-guntan ¿qué haces?, respondemos:nada. Por hacer, hasta la nada ha-cemos.

Hacemos filetes a la plancha, li-bros, ojales, maldades, edificios dedoce plantas; y tanto nos gusta serhacedores que, en imagen equivoca yturbia, algunos hombres, apropián-

Protesor Titular de Historia del Pensamiento en

THE CON5TRUCTIOtV OF 0W AGEThe subject of this anide is a discussion on

the construction of oíd age, weather it is done byoíd people themselves or by society While eachoíd person should cleanly have an oíd age í’n unewith his or her lite, wishes and circumstances,society imposes restrictive models ol oíd age.Two oi these modeis are examíned, one whíchconsiders oíd age fo be pune decay and paints a

gloomy portrait of it andanother which brings outits positive aspects, and sometimes draws anidealised picture. Some classical text on bothmodels are descríbed and criticised fon taking anideological sfandpoint.

dose de obra en la que sólo participanbrevemente en el prólogo, dicen quehacen hijos, y para rematar la turbu-lencia, concretan: a Jimena, a Fuen-cisla, a Inés.

Pero no sólo hacemos, sino quelos demás también nos hacen muchascosas: chaquetas, permanentes, fae-nas, radiografías (esos retratos enblanco y negro que adelantan con ad-mirable exactitud cuál será nuestro úl-timo 100k>.

También la vejez se hace. Pero¿quién la hace?, ¿la hacemos o nos la

la EIdTS de la universidad Complutense de Madrid.

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Francisco RODRíGUEZ RIOBOÓ

hacen? Sobre esta cuestión y las queestán a su alrededor quisiéramos no-sotros reflexionar en este artículo. Nosla hacen, la hacemos, mitad y mitad, otres cuartos y medio de lo primero ymitad de cuarto de lo segundo. O alrevés. La cuestión nos lanza, o mejornos precipita —que hay abismo pormedio—, a un problema que conocenmuy bien los sociólogos y que detiempo en tiempo surge al igual que lohace el entrañable y escurridizo mons-truo del Lago Ness: aparece, encan-dila, le sacan fotografías trucadas, de-saparece. La polémica de quién con-duce el tren, el individuo o la so-ciedad, es ya un locus clásico en lossaberes sociales. Lo de trucar lasfotos no era un puro decir por decir.De lo que hacemos en la vida y de loque no hacemos, que suele ser bio-gráficamente más inquietante ¿quiénmarca la pauta? Unos dicen que la or-questa la dirige esa dama tan inasiblecomo omnipresente que es la so-ciedad; para otros la batuta está enmanos del individuo. Claro está quelos que podríamos llamar “individua-listas”, “subjetivistas”, partidarios de la“agencia”, no podrán negar la impor-tancia de “lo social”, y que los quesuelen llamarse estructuralistas, “co-lectivistas”, saben de sobra que el in-dividuo elabora estrategias para des-marcarse o jugar a su manera con lasrestricciones sociales. Sin embargo elque se cargue el acento en una direc-ción o en otra no es cuestión baladí y,no nos engañemos, es esta cuestiónfuertemente impregnada de aspectospolíticos e ideológicos —mantenemosla esperanza e ingenua creencia que

puede hacerse política sin excesivascargas ideológicas, en el sentido mar-xiano, y por eso decimos política e ide-ología, y no ideologia e ideologia apli-cada. Nosotros, en nuestra levedaddoctrinal, nos sentimos más próximosa los segundos que a los primeros y,por decirlo de alguna forma, comul-gamos, en grandes lineas, con lastesis de Pierre Bourdieu, para quien“existen en el mundo social mismo yno sólo en los sistemas simbólicos,lenguaje, mito, etc., estructuras obje-tivas, independientes de la concienciay de la voluntad de los agentes, queson capaces de orientar o coaccionarsus prácticas o sus representaciones”(BourdieLt, 1993:127). Lo que a noso-tros nos interesa de esta polémica, deque si la sociedad, de que si el indi-viduo, es que incide de lleno en la pre-gunta que nos hacíamos sobre quiénhace la vejez. La respuesta, en granparte, vendrá dada por la posición quepreviamente —y no siempre, me pa-rece, hay clara conciencia de ello— setenga ante esta cuestión. Nuestra po-sición es clara: Individuo 1, Sociedad8. Gana la sociedad por goleada, encampo contrario (a tenof de los airesque soplan hoy) y el árbitro hizo un ar-bitraje descaradamente a favor del in-dividuo. También es claro que nos hu-biera gustado que sucediera exacta-mente al revés o que, de ganar la so-ciedad, lo hubiera hecho con unequipo muy distinto.

La vejez como diversidad

Los viejos ¿se hacen o “los’hacen9 (¿Díje ‘los”?, erré, debiera

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Hacer la vejez

haber dicho “nos”, que yo ya entré enla cofradía de los añosos>. Viejos deconfección, viejos a medida. Pormucho que se piense que las repre-sentaciones sociales penetran en laszonas más íntimas del individuo —

pienso que las singularidades indivi-duales son productos, más o menosalambicados, de presupuestos alta-mente socializados—, nadie puede ig-norar que la vejez de Luis y de Juanserán distintas en la medida que loson sus caracteres, sus biografías, lascircunstancias que rodean su vejez:no es necesario irse a Alcalá paraaprender eso. Sin embargo será la re-presentación social de la vejez queesté vigente, y la aplicación práctica ydespiadada tantas veces que losadultos hagan de ella, quien marcaráel son alrededor del cual bailarán,quieran o no, los viejos. Verdad esque hay viejos firmes en el carácter ymás firmes en la chequera que conse-guirán evadir en grado notable elpapel que la sociedad los ha asignadode antemano; lo propio podrán haceraquéllos que tuvieron y aún conservanprestigio público; los viejos de muchaimaginación y coraje, sin dinero yprestigio, harán alguna pirueta no pre-vista en el cartel. Pero ésos sonsiempre pocos y los demás, los más,tendrán que ajustarse al papel.

Sabemos que es difícil evitar lacategorización de los grupos de edad—y particularmente de los viejos— porla sociedad, pero no olvidemos que“categoría” viene del griego kathego-resthai, acusar públicamente, y deacusaciones, las imprescindibles, niuna más. Mientras más rótulos pon-gamos a la vejez —y las constric-

ciones que suelen llevar anejas— másestrecharemos el horizonte existencialdel viejo. Probablemente eso fue loque se quiso en muchas etapas de latradición y aún, en cierto modo, tal vezse quiera. Claro que no es de buengusto sacar a la luz, entre corazonesoficialmente buenos, durezas inmemo-riales. El ancestral depredador, comolos descosidos, mientras menos sevea, mejor.

Se construyen vejeces a priori enfunción de criterios presuntamentefuncionales y retóricos modelos mo-rales, y luego se mete a los viejos enesos modelos para que cumplan elservicio senil obligatorio: ¡qué bonito!

Verdad es que la vejez supone,aunque sólo de forma muy general,determinados cambios somáticos queprobablemente conlleven determi-nadas actitudes, formas de instalarseen el mundo, pero la vejez como cate-goría real que al aparecer en el indi-viduo prescribe en gran parte su com-portamiento, conformándolo con el deotros a los que igualmente llegó esaedad, digo, esa vejez no es más que,recordando la vieja polémica de losuniversales, flatus vocis, aire, sólo unapalabra que nombra una diversidad,un cajón de sastre.

No hay vejez, hay viejos, yaunque la edad imponga restricciones—a veces muy fuertes—, cada unova, o debiera de ir si la sociedad no leimpusiera patrones a seguir, por el ca-rril que su biografía y sus circunstan-cias le lleven. Noberto Bobbio, bienconocido en el mundo de la filosofíadel derecho y en la política, nos ha es-crito un pequeño y bonito libro sobrela vejez, o mejor, sobre su vejez; De

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Francisco RODRÍGUEZ RIOBOÓ

Senectute le llama, recordando el en-sayo de Cicerón sobre la vejez, perosin duda, ya lo veremos después,mucho menos retórico que el del viejosenador al que la turbulenta políticaromana terminó por cortarle la cabeza.Respecto a lo que estamos comen-tando nos dice:”La vejez no está es-cindida del resto de la vida anterior: esla continuación de tu adolescencia, tujuventud, tu madurez. (...). Refleja tuvisión de la vida y cambia tu actitudhacia ella, según hayas concebido lavida como una montaña inaccesibleque escalar, o como una corriente enla que estás inmerso y discurre lenta-mente hacia la desembocadura, ocomo una selva por la que vagas, in-seguro siempre sobre el camino a se-guir para salir de ella. Hay el viejo se-reno y el afligido, el satisfecho llegadotranquilamente al final de sus días, elinquieto que recuerda sobre todo suscaídas y espera trepidante la última dela que ya no conseguirá levantarse;quien saborea su victoria y quien nologra borrar de la memoria sus de-rrotas” (Bobbio, 1997:40-41).

Verdad es que las prescripcionessociales también afectan a adoles-centes, jóvenes y maduros, pero a losviejos se le cierran —socialmente—mucho más los caminos cuando,pienso yo, mientras más trayectoriavital se deja a las espaldas más de-biera crecer la singularidad. En prin-cipio, los jóvenes pudieran ser másparecidos que los viejos ya que sutiempo para diferenciarse ha sidomenor, sin embargo se admite muchomás fácilmente su singularidad y laposibilidad de elaborar “personal-mente” su juventud y luego su ma-

durez. Ciertamente, hay más factoresque explican esta situación pero nohay muchos, a mi modo de ver, quejustifiquen encerrar a viejos tan dis-tintos en ancianidades tan parecidas,a no ser que demos por bueno el in-quietante argumento (?) que cuandolos hombres llegan al ocaso de su vivirla improductividad (laboral, genera-tiva), la pérdida de destreza (tópicamuchas veces) y la declinación orgá-nica, los mete en un mismo saco ysólo es necesario un tren por una solavía para llevarlos: total, como se su-pone que se van a morir pronto, tam-poco hay que tomarse demasiadasmolestias. Ya se sabe “el muerto alhoyo y el vivo al bollo”, y como losviejos —y más aún los muy viejos—son vecinos de la Chata, de bollos,pocos, que el tiempo que les puedaquedar de estar en este barrio no esmucho y, como suele decirse, unospocos días se pasan de cualquier ma-nera. Este razonamiento lo he oído —

en lenguaje más protocolario y falazque el desenladado y desnudo quehemos utilizado— en más de una oca-sión en distintas bocas, algunas deellas profesionales, que poco enga-lanan con ello su profesión aunqueplazcan al tesorero. Sea como fuere,el viejo debe vivir su vejez según lasienta y cada cual la siente a su ma-nera. Noberto Bobbio nos dice, líneasatrás de las que antes he citado: “Bio-lógicamente, yo sitúo el comienzo demi vejez en el umbral de los ochentaaños. Pero psicológicamente siempreme consideré un poco viejo, inclusocuando era joven. Fui un viejo dejoven, y de viejo me consideré todavíajoven hasta hace unos años. Ahora

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Hacer la vejez

creo que soy un viejo viejo” (Bobbio,1997:24).

El viejo puede dedicarse al ejer-cicio de la melancolía o, con achaqueso sin ellos, estar la mayor parte de sutiempo más contento que unas pas-cuas; puede pensar que la vida ya novale mucho la pena o estar entusias-mado de vivirla. De seguro que ambostendrán buen número de razones paraello: como los adultos, como losdemás, como todos.

Lo que no debiéramos hacer esformular —y menos aún con cierta ri-gidez— modelos de cómo “debe ser”la vejez: que cada viejo construya suvejez según quiera y pueda, y nadienos señale el aro por el que hay quesaltar, que mientras se guarden lasleyes de la república y las de la convi-vencia, cada viejo escoja la tronerapor la que entre y salga.

Robbio nos dice que su vejez esmelancólica, entendiendo la melan-colía “como la consciencia de lo no al-canzado y de lo ya no alcanzable” (42-43>. Cicerón, muy fuera de la melan-colia, se recrea en lo alcanzado en surica y exitosa biografía de politico y fi-lósofo, y en cuanto a lo no alcanzadotampoco parece preocuparle, puesvivir serenamente la vejez es unameta por si misma; además, y esfactor clave —al menos en teoría— enla vivencia de la vejez, al contrario queRobbio para el que tras la muerte nohay ultramundos, Cicerón confía en al-canzar una inmortalidad estupenda,estupenda porque para los hombrespúblicos que se esfuerzan en engran-decer la república hay en el cielo unespléndido lugar reservado para ellos.

En Sobre la república, en el sueñoconstruido al modo pitagórico, cuandoPublio Cornelio Escipión el Africano vea su padre adoptivo, el viejo Escipiónel Africano, éste le dice: “para todoslos que hayan conservado la patria, lahayan asistido y aumentado, hay uncierto lugar determinado en el cielo,donde los bienaventurados gozan dela eternidad. Nada hay de lo que sehace en la tierra, que tenga mayorfavor cerca de aquel dios sumo quegobierna el mundo entero que lasagrupaciones de hombres unidos porel vinculo del derecho, que son lasciudades. Los que ordenan y con-servan éstas, salieron de aquí y a estecielo vuelven” (Sobre la república, lib.VI, 13>.

Con tan gratas perspectivas noes de extrañar que Cicerón vivieraamable vejez. El probable cielo pitagó-rico que le espera, el recuerdo de losservicios prestados a Roma —Catilinay Marco Antonio, por ejemplo, no esta-rían tan seguros de esto último—, suaceptación estoica de los procesosnaturales —y la vejez lo es—, lehacen decir en De Senectute, porboca de Catón el Viejo: “Por todo eso,Escipión, me es leve la vejez, en locual has dicho que juntamente conLelio solíais admiraros, y no sólo nome es molesta, sino que es para mijocunda. Y si yerro en pensar que lasalmas humanas son inmortales, yerrode buena gana, y no quiero que mien-tras viva se me saque de este error enel cual me deleito” (De Senectute,XXIII, 85>.

Curiosa esta consideración finalde Cicerón que nos recuerda a la

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Francisco RODRíGUEZ RIOROÓ

apuesta pascaliana de que exista o noDios, es existencialmente más ren-table creer en él. En cualquier caso elviejo que cree firmemente en que trasla muerte vendrá buena y dilatadaexistencia, la vejez será última jornadahacia el puerto soñado y los sinsa-bores de ésta serán mejor aceptados.

La vejez sombría

Viejos melancólicos, viejos satis-fechos, viejos que piensan que lavejez es el peor de los males: la vejez,afortunadamente, no es unívoca. En elmundo clásico y prácticamente entoda la tradición occidental han predo-minado los modelos de disminución ysólo a partir del último tercio de estesiglo que se nos va han empezado atomar fuerza los modelos de creci-mientos (Moñivas, 1998), pero estomás bien ha sucedido en ambientescientíficos —y no siempre— y la vejezsigue ligada popularmente a caracte-rísticas negativas. Se preguntaAgustín Moñivas: “¿Por qué en geron-tología todavia, a veces, es normalponer el énfasis en lo patológico sobrelo normal? ¿Existe alguna razón paraestas actitudes y prejuicios tan nega-tivos hacia el envejecimiento?”. No esla propia realidad del anciano la queda lugar a estas actitudes, sino las re-presentaciones ideológicas de la vejezconcebida como pura decadencia.

El filósofo y el retórico Luciano deSamosata en el siglo II a.C., en el diá-logo que transcurre entre Terpsión yPlutón, nos dice por boca del primeroque considera un contrasentido del

Destino y de la Naturaleza que al-gunos jóvenes mueran mientras losviejos siguen viviendo, “ya que la cosadeberia suceder con cierto orden, demodo que el más viejo muriera antes,y, después de él, el que siguiese enedad, sin que se invirtiera el orden deninguna manera, de modo que siga vi-viendo el ancianisimo que apenastiene tres dientes, que casi no ve, quese apoya en cuatro criados, con lanariz llena de mocos y los ojos de le-gañas, que ya no goza de ningúnplacer y es una especie de tumba vi-viente que hace reir a los jóvenes”(Diálogos de los muertos, VI).

Ha pasado mucho tiempo desdeque griegos y romanos nos hicieronsombríos retratos de la vejez, pero elmodelo tiende a permanecer aunque,afortunadamente, ya no tenga vigenciaoficial. Lo hemos oído, con distintasformulaciones, muchas veces: “El viejochocho que ya no puede con sus cal-zones y aún intenta hacer cosas”,aunque una de esas cosas sea la hu-milde tarea de subirse a un autobús;es el viejo “que tiene un pie en el otromundo y todavía tiene ganas de ja-

rana”. Podrían multiplicarse frases deeste jaez. La burla y el desdén todavíaacompañan a la vejez. Si el viejo serecoge en soledades — una forma deprotegerse de la exclusión social— yse atrinchera en silencios, y no di-gamos si se vuelve un poco huraño,también caerá interdicción sobre él,sobre todo si se extremánVos nbffeló§de “vejez jovial” que —aunque hayarazones que lo avalan— tiende a utili-zarse indiscriminadamente en algunosmedios gerontológicos.

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Hacer la vejez

El adulto ve en el viejo su pro-bable vejez y no quiere reconocerseen ella. Simone de Beauvoir nos da unargumento para este rechazo, queaunque nos parezca discutible, nodeja de resultar interesante; nos dicela escritora francesa: “El viejo —salvoexcepciones— ya no hace nada. Sedefine por una exis no por una praxis.El tiempo lo lleva hacia el fin —lamuerte— que no es su fin, que no esestablecido por un proyecto. Y por esopara los individuos activos se presentacomo una “especie extraña” en la queno se reconocen” (Beauvoir, 1983:262). Sea como fuere, las sociedadestienden a crear más que para ningunaotra edad, modelos cerrados de vejezdonde las ancianidades reales pierdensu identidad. Se les obliga —en la tra-dición de forma ostentoria, hoy ha dis-minuido esta presión en la medida enque se desmoronan los estereotipos yaumenta el número de viejos que pre-sionan a las instituciones— a cumplirsu papel de viejo y, claro está, a lasdistorsiones que pueden aparecer enla vejez, se añade la distorsión quegenera el corsé. No es sólo la presiónsocial general, y especialmente la delos circulos próximos, la que fuerza aseguir el modelo, sino que la interiori-zación de éste por el propio individuoes elemento esencial para el éxito dela operación. En las mujeres y hom-bres en que la vejez oficial coincidecon la por ellos querida e interiorizada,miel sobre hojuelas y todos comeríanesas postreras y felicitarias perdicesde los cuentos si no fuera por que lamayoria de los viejos son pensionistasde pensiones de pena y las perdicestienen para ellos precios prohibitivos.

Pero en general, la historia nosmuestra que las perdices que ha te-nido que comer la vejez como cate-goría social son amargas. El estatutoal viejo se lo dan y paradójicamenteconsiste en privarle de él. Simone deBeauvoir lo ve así: “Mientras conservaeficacia, permanece integrado en lacolectividad y no se distingue de ella,es un adulto masculino de edad avan-zada. Cuando pierde sus capacidadesse presenta como otro; entonces seconvierte, mucho más radicalmenteque la mujer, en un puro objeto. Lamujer es necesaria para la sociedad;él no sirve para nada: ni moneda decambio, ni reproductor, ni productor;no es más que una carga” (Beauvoir,1983:108>.

Hay que insistir en ello, que dejena cada viejo construir su vejez, leda otaciturna, apasionada o apática, se-rena, atormentada. Que desde su tra-yectoria vital y su voluntad le venga suvejez. A la sociedad hay que pedirleque respete esa vejez y la ayude en lamedida en que eso sea posible. Sinduda que el viejo no debe creerse quetodo el monte es orégano y la vejezsalvoconducto para su capricho.Como todo juego que se estableceentre la sociedad y el individuo, setrata de un toma y daca; pero si elviejo recibe poco —y pensamos nosólo en lo material sino en lo simbólico— poco dará. Parte significativa de lasconductas marginales de los viejosson reactivas.

Amarga la vejez para unos, dulcepara otros, agridulce, supongo, paralos más. En el pensamiento occidentalhay, básicamente, dos modelos de

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Francisco RODRÍGUEZ RIOBOÓ

vejez, que arrancan del mundo clásicoy llegan hasta nosotros. El que ve enla vejez sólo ocaso y el que la ve —

más o menos— como culminación dela vida. Un tercer modelo, vigente hoy,seria el asistencial —tutelado funda-mentalmente por las instituciones ge-rontológicas— próximo en algunos as-pectos al segundo, más realista, ela-horado por profesionales (psicólogos,trabajadores sociales, médicos, sobretodo> y con algunas puntas de peligrosi intenta encajar la vejez en una solahorma. Nosotros vamos a ocuparnosde perfilar el primer modelo, del queya hemos hablado, y de delinear agrandes rasgos el segundo.

Ciertamente, a partir del mo-mento —si llega, que no tiene por quellegar— de un intenso declinar de lascapacidades del cuerpo y del alma, lavejez se puede convertir en unsinvivir; el cuerpo convertido en unamáquina de disfunciones y dolor, elalma embotada, perdida tal vez, en lososcuros laberintos de la demencia, elvivir se convierte en una dilicil tareatanto para el cuidado como para elcuidador. Venga antes o después, esoya no es vejez, es subvejez, mejoraún, ultravejez. El modelo que ve lavejez como pura decadencia tomaesta fórmula de decrepitud —a gran-des rasgos— y la generaliza a la an-cianidad. No sería difícil encontrar enestas gerontografias huellas, mani-fiestas o soterradas, del extendidoculto a la juventud. En sociedadesfragmáticas, funcionales o con incli-nación a la sobrevaloración estética,la vejez sin función (memoria oral, va-oración de la experiencia y el pre-sunto juicio atemperado que de ella se

derivaria, poderes semimágicos porcomunicación con los muertos, etc.)no suele tener buen cartel. Tambiénes verdad y es algo en que es conve-niente insistir, en que es fácil desli-zarse por el cedazo —vaya, quisedecir colarse— si tratamos de derivarde forma mecánica modelos culturalesde estructuras sociales. Como biennos dice Paul Veyne, “Estamos exce-sivamente dominados por la idea deque una materia densa, social o polí-tica, atraiga una materia más ligera,como la mental y la modele a suimagen; en realidad, la materiamental, más ligera, es bastante etéreay libre” (Veyne, 1991: 264). Es ciertoque los modelos culturales toman con-figuraciones que no es posible preverde la organización social —que a suvez está informada por modelos cultu-rales— y que deducir actitudes sobrela vejez, estrictamente, de condicionessociales, es peligroso. Pero al igualque las estrellas no determinan peroinclinan, que decían los clásicos, tam-bién las sociedades hacen lo propio.Sean cuales fueran las raíces de lasactitudes ante la vejez y las socie-dades que propician la vejez enten-dida como decrepitud, el modelo vienede lejos. Vimos antes un texto de Lu-ciano de Samosata; Aristófanes, Aris-tóteles, Esquilo, Sófocles, Euripides,Juvenal y Marcial, entre otros, nospintan sombríos retratos de la vejez.En el Agamenón de Esquilo, dice elcorifeo (el coro de ancianos de Argos),refirióndosea tos viajos:

“Ya nosotros, inútiles

con esta carne marc/ura que nos[excluyó

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Hacer la vejez

de aquella campaña de antaño,[esperar

tan sólo restóy apoyar en el báculo eldébil vigorque en niños nos torna. Si hirviente

[aúnestásu médulay asíson ancianos sin Ares, sus hojas

[perdiónuestra extrema vejez: caminamos

[contrespies y somos infantes también, nada

[másque errabundos fantasmas, ensueños

fque el solno suele jamás alumbra?’

(Agamenón, 70-80).

En nuestras letras no faltan estaspesimistas pinturas de la vejez. Recor-damos a Blasco de Garay, un olvidadoclásico que a finales del XVI, en la se-gunda de sus Cartas de Refranes,contándonos la historia de un enamo-rado que tiene la piadosa y extrava-gante intención de convencer a suenamorada que lo mejor que puedehacer es abandonar el siglo, nos haceeste fiero retrato de la vejez: “Y miraden qué paran las corruptibles cosasmundanas, y esa cara que tan agra-dable es en mocedad cuál estará en lafría vejez, cuando la dura reja deltiempo la are y hienda por diversos yacostumbrados surcos”. Para que lapobre enamorada se dé cuenta de lafugacidad de la belleza, a la pintura dela vejez añade la del tiempo de laagonía —recurso generalizado éstede incluir en la vejez las apriorística-mente supuestas descomposicionesfaciales del agonizante— y así elcuadro resulta más perfecto: “Pues ya,

si la tomáis en la hora postrimera devivir, veréis la boca, que antes erallena de graciosa suavidad, torcerse,de tal manera boqueando, que a todossea cruel espanto. Los ojos, que contanta majestad se meneaban, tan fea-mente desencajados, que apenas al-guno ose mirarlos. La hermosa colorde la cara tan por extremo descolo-rida, que no hay quien sentido tengaque no lo pierda en sólo vella” <Blascode Garay, 1980: 73-74).

No sabemos si la joven llegó aencerrar en convento belleza tan efí-mera —según su singular enamo-rado— o, al menos, enterró para unbuen tiempo espejos y solimanes,pero si este discurso se generalizasehoy mediante un buen sistema publici-fario, drogueros, perfumistas, ciru-janos plásticos y otros más, tendrianque pensar en ir echando el cierre asus negocios.

El retrato tremendista de la vejezsiempre es el mismo y consiste entrazar una caricatura de la vejez extre-mando y distorsionando su perfil fí-sico; los tópicos se repiten a través deltiempo: piel surcada de arrugas y re-seca, boca desdentada y babeante,ojos hundidos y legañosos, etc.

Estas visiones de la vejez suelenllevar implícita la “cálida” idea de queel cuerpo es el espejo del alma; decuerpo —distorsionado previamenteen la mirada y magnificado retórica-mente— tan feo, lo mínimo que cabeesperar es un alma abatida, desarticu-lada... vieja; eso lo mínimo, porqueesa elaboración ideológica de la vejezsuele caracterizar al viejo como avaro,mezquino, ruin, poseído de inconfesa-

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Francisco RODRiCUEZ R¡OROÓ

bIes pasiones (viejo verde, lúbrico ve-jestorio, carcamal perverso): “lógica-mente”, todo eso tendrá que reflejarseen la cara. Esta amorosa idea de ¡so-morfía entre cuerpo y alma alcanza sucénit en el Medievo, donde ciertas en-fermedades suelen ser inevitable pro-ducto —junto con la mucha fealdad yla tara— de algún descarno propio ode los progenitores. Jacques Le Goff,en su atractivo estudio sobre Lo mara-vilfoso y lo cotidiano en ef OccidenteMedieval, aborda esta cuestión: “losleprosos son los hijos de los espososque han mantenido ¡elaciones se-xuales durante la menstruación de lamujer (...). El pecado se expresa porla tara fisica o la enlermedad. La en-fermedad simbólica e ideológica porexcelencia de la Edad Media, la lepra(que ocupa el mismo lugar que elcáncer en nuestra sociedad) es enprimer lugar el cáncer del alma (...).

Las divisiones sociales laicas esen-ciales, nunca se expresan mejor queen oposiciones corporales: el noble eshermoso y está bien formado, el vi-llano es feo y deforme” (Le Goff,1985: 41).

Los mismos mecanismos seaplican a las distintas ancianidadessegún la escala social. ¿Qué se hacecon la vejez de los prohombres pú-blicos, ya sean guerreros, religiosos opolíticos? Muy fácil, se cambia el re-gistro y sus rasgos y cuerpo de viejolo que refleja es calma interior, asen-tada serenidad, sabiduría, limpieza deespíritu. El rostro, si torturado, fierasbatallas internas y externas; su viejocuerpo achacoso no impedirá quetrasluzca la valía de su espiritu: almenos será el retrato oficial, que del

oficioso tampoco escapan los hom-bres públicos.

Las dos varas de medir es unode los inventos más útiles que hacreado la imaginación humana: suconsistencia y persistencia a lo largode los tiempos es su mejor certificadode calidad.

La vejez amable

Y así, con las pinturas amablesde la vejez, hemos desembocado enel otro modelo al que queríamos echaruna breve mirada: el que nos pinta lavejez, más o menos, de color de rosa.Hay dos visiones, la clásica, de la queCicerón y Séneca podrían ser repre-sentativos, en la que se trata de en-contrar lo positivo de la vejez más alláde las limitaciones que pueda su-poner; es entendida como algo naturaly por tanto valioso —desde la pers-pectiva estoica—, tiempo donde elhombre lleno de experiencia puede re-flexionar serenamente sobre la vida,apartado —que no al margen, es im-portante recordarlo pensando en elhoy— de la vida pública. La otra va-riante es la moderna, made in Ame-rica, donde el anciano, encanecido yasombrosamente bien conservado, semuestra moderado, tolerante, filantró-pico... encantador. Rodeado de hijos ynietos resulta la fórmula más convin-cente. Es frecuente que los telefilmspropaguen este modelo. A su formula-ción clásica nos referiremos.

Al igual que el otro, que tieneparte de verdad en las limitaciones ydeclives de la vejez, también muestraéste su verdad al plantearnos la vejez

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Hacer la vejez

como culminación de la trayectoriavital; el problema reside en que tam-bién es una elaboración ideológicaque nos aleja de las vejeces reales,que suelen ser más inquietantes.Tienen la función de resolver feliz-mente el frecuentemente espinosoproblema social y personal que es lavejez; el adulto o el viejo en situaciónsingular quieren convencer a losviejos de las ventajas de su edad yellos mismos convencerse de lo bona-cible de la vejez que les vendrá oviven. El modelo, más que el maqui-llaje de la realidad que supone, tienela limitación que su realización de-pende en buena parte de un determi-nado status social; también es impro-bable que sin un cierto andamiaje inte-lectual y vital se pueda disfrutar deesa vejez que bien pudiéramos deno-minar filosófica. Vamos a ver algunostextos clásicos sobre este modelo.

Para Cicerón en De Senectute, lafilosofia nos puede servir para sobre-llevar satisfactoriamente la vejez, lavejez y cualquier otra edad. Recor-dando Catón a Tito —su viejo amigo—sus comunes intereses filosóficos, ledice: “Pues a mi ciertamente de talmanera me fue jocunda la composi-ción de este libro que no sólo ha ba-rrido todas las molestias de la vejez,sino que además ha hecho a la mismavejez suave y jocunda. Nunca, por lotanto, podrá ser bastante dignamentealabada la filosofía, ya que quien laobedeciere, podrá pasar sin molestiacualquier edad de la vida” (De senec-tute, 1, 2-3). No es yana la opinión deCicerón, pues la curiosidad intelectualdel filósofo, con más precisión, su afa-

nosa capacidad de contemplar la rea-lidad, puede mantenerle expectanteen la vejez —de nuevo insistimos enque no hablamos de decrepitud ni desenilidad—, relegando a un segundoplano las limitaciones de ésta; sin em-bargo, aparte de que la filosofía en elmarco griego tardío y romano sonsobre todo doctrinas de salvación —

laicas— y no la construcción intelec-tual con que se entiende hoy, ¿no haytambién límites al saber, al seguir sa-biendo? En el otro De Senectute, el deBobbio, el filósofo italiano nos re-cuerda la observación de Améry quehay un momento que señala “el finalde la posibilidad de llegar más allá deuno mismo en sentido cultural” (p. 30).Al parecer, Améry insinúa que el mo-mento de ese giro son los cincuentaaños. Discutibles ambas hipótesis,bastante discutibles, sin embargo lacuestión de si llega un momento enque intelectual y vitalmente ya no secrea, no se produce —ni se recoge—innovación, es cuestión atractiva dedebatir, aunque no sea éste el mo-mento de hacerlo; innovación, claroestá, entendida como fermento fe-cundo y no pura donación o adquisi-ción decorativa.

Para Cicerón, al ser la vejez pro-ceso natural, tiene sentido per se: “yno es verosímil que habiendo ella —lanaturaleza— compuesto bien las otrasjornadas de la vida, hubiese, como unpoeta sin arfe, descuidado el últimoacto. Mas con todo era necesario quehubiera algún fin y algo de marchito ycaedizo como en los frutos de los ár-boles y de la tierra en su madurez ysazón” (De Senectute, II, 5).

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Francisco RODRÍGUEZ RIOBOÓ

El tema de qué sea “lo natural” yqué “lo artificial” sigue siendo un pro-blema inquietante; mayor problemaque su posible existencia lo plantea suformulación conceptual y sus implica-ciones, límites, aceptaciones, exigen-cias que acarrearía. De cualquier ma-nera, aunque la idea de sabiduría —

en ella se apoya Cicerón para la acep-tación y enaltecimiento de la vejez—nos resulte ya algo lejana, el sabioclásico tendria una cierta traducciónmoderna: el hombre al que el tiempoha hecho madurar, templarse, agu-dizar la mirada que escruta la realidadtoda, al cabo, crecer; en ese creci-miento iria implícita la idea de acepta-ción de la vejez como etapa vital.

Ser sabio estoico en las primerasetapas del estoicismo era extremada-mente difícil; luego con la divulgaciónde Panecio, se bajó el listón, pero se-guia siendo carrera difícil. Tampocoes fácil madurar, crecer, por eso, a lopeor, no es fácil llevar con suavidad loque de “marchito y caedizo” hay en lavejez. Sobbio nos dice: “Dicen que lasabiduría consiste, para un viejo, enaceptar resignadamente sus limites.Pero para aceptarlos es preciso cono-cerIos. Para conocerlos es precisotratar de explicárselos. No me hevuelto sabio. Los limites los conozcobien, pero rio los acepto. Los admitoúnicamente porque no tengo otro re-medio” (Bobbio, 1997: 67).

Cicerón sería un adelantado delas últimas tendencias en geriatría: laactividad. El texto que transcribimospudiera estar sacado de un programagerontológico para la tercera edad:“hay que luchar contra la vejez como

contra una enfermedad; hay queponer atención en el estado de salud,hacer ejercicio con moderación,comer, beber en la medida conve-niente para reparar las tuerzas, no Concantidad tal que se las sobrecargue.Pero no solamente se debe subvenirel cuerpo sino mucho más la mente yel ánimo, pues también éstos seapagan con la vejez a no ser quecomo a una lámpara se les echeaceite. Y los cuerpos ciertamente sehacen más pesados con ejerciciosmuy fatigosos, mas las almas ejerci-tándose se aligeran y elevan. Pues losque Cecilio llama “viejos necios de co-media” quiere decir los crédulos, olvi-dadizos, negligentes, achaques queson propios no de la vejez, sino deuna vejez inerte, indolente y soño-lienta” (De Senectute, Xl, 36).

El problema para nosotros es quepara Cicerón la actividad preferida —yque él estimaba más importante— eraasesorar al senado y aconsejar a losjóvenes, y eso hoy sólo está reser-vado a unos poquisimos viejos impor-tantes; antes también, pero siemprequedaba un núcleo familiar o parata-miliar que se “dejaba” aconsejar; hoylos añosos lo tenemos algo más com-plícado: ¿cómo competir el viejo “co-rriente”, semiilustrado en el mejor delos casos —que somos la mayoría—con el profesional, que los hay paratodo? Las técnicas de transmisión delsaber van muy deprisa —el saber másfundamental va más despacito aunqueen algunas áreas corre que se laspeía— pero los viejos van más des-pacio. Es fácil que queden “fuera dejuego” y la experiencia vital del viejo

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Hacer la vejez

me temo que no suscita, por lo ge-neral, por lo muy general, por lo ca-pitán general con mando en plaza, ex-cesivo interés.

Volviendo a la vejez que nospinta Cicerón, la serenidad del almaes preciosa adquisición de la vejez:“Mas ¡de cuán gran precio es para elalma, licenciada ya del servicio de lapasión, de la ambición, de la lucha, delas enemistades, de las concupiscen-cias todas, estar consigo misma, yconsigo mismo, como se dice, vivir!”<De Senectute, XIV, 49). Séneca,unos ciento veinte años después, enun bonito texto, nos da argumentaciónsimilar a la de Cicerón: “la mayor dul-zura que encierra todo placer la re-serva para el final. Es gratisima laedad que ya declina, pero aún no sedesploma, y pienso que aquélla quese mantiene aterrada a la última tejatiene también su encanto; o mejordicho, esto mismo es lo que ocupa ellugar de los placeres: no tener nece-sidad de ninguno. Qué dulce resultatener agotadas las pasiones y dejadasa un lado!” (Epístolas morales a Lu-cilio. Lib. 1, epist. 12, 5).

S¡mone de Beauvoir lo ve de otramanera: “hay que descartar radical-mente un prejuicio: la idea de que lavejez trae la serenidad. Desde la anti-gúedad el adulto ha tratado de verbajo un aspecto optimista la condiciónhumana; ha atribuido a las edadesque no son la suya las virtudes que noposeia: la inocencia al niño y la sere-nidad a los viejos”; y nos recuerda loque el doctor Reverzy, en su prefacioa la Grande Salle de Jacoba vanVelde, dice de los viejos: “En ellos la

voluntad de vivir no se ha extinguido.El deseo, la pasión, el capricho sobre-vIven. No conocía a ninguno a quienla experiencia de los años le hubieratransmitido esa sabiduría o serenidadde los buenos abuelos de los libros”(Beauvoir, 1983: 574, 575).

Es verdad que hay una literatura—y una cinematografía— exaltadorade la “anciana serenidad” un tantosospechosa, pero lo que dice Ciceróntiene sentido. Pueden ser compatiblesel interés por vivir con un abandono —

o severa restricción— de las pasionesagonales. Se pueden vivir con inten-sidad bastantes cosas de la vida sinquedar prendido en ellas, disfrutar sinque la pasión llene todos los rinconesdel alma. Gozar la belleza sin po-seerla, desaprobar severamente estoo aquello sin que asome la ira, sentirpiedad sin que la compasión arrastretodo el espíritu. La vejez podia serbuena edad para hacer esas cosas,pero me temo que no es nada fácil lo-grarlo, sobre todo en una cultura comola occidental de hoy en día en que lacontemplación es desplazada por laacción y ésta queda vinculada a laemoción.

Para la vejez, Cicerón ha encon-trado una ocupación que le solaza enextremo: la contemplación del agrio.Pena que un mundo crecientementeurbano no permita esta posibilidad aun buen número de viejos, aunque al-gunos —y hacen bien si es su gusto—no quieran ver el campo ni en pintura.Ver florecer el almendro y el cerezo,madurar el madroño y algo de tute yde petanca: ése es el plan gerontoló-gico del viejo senador de la Cam-

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Francisco FiODR¡GUEZ RIORQÓ

pania. En un bello texto nos lo diceasí: “Y ¿qué más diré del verdor delos prados o de la belleza de los vi-ñedos y olivares? Cortaré concisa-mente: nada puede haber ni másabundante en utilidad ni que aparezcaa los ojos más adornado de hermo-sura que un campo bien cultivado;para cuyo goce los muchos años nosólo no son impedimento sino queconvidan y atraen; pues ¿dónde lavejez puede mejor calentarse al sol oa la lumbre o a su tiempo refrescarsea la sombra o con las aguas más salu-dablemente? Ténganse sus armas,caballos, lanzas, sus juegos de clavasy de pelota, sus cacerías y sus ca-rreras: a nosotros los viejos déjennosentre las muchas diversiones lastabas y los dados, y aun esto comoles plazca porque sin ellos puede tam-bién la ancianidad ser feliz” (De se-nectute, XVI, 57-58).

Para terminar, recordar que Ci-cerón ve de buen grado que en losbanquetes, tal como se cuenta en elSimposio de Jenofante, se ofrezca alos viejos vino —en esa buena tradi-ción platónica, que no aristotélica, dealabar el morapio tomado con me-dida— en “diminutas y rociantescopas”. Suscribimos con entusiasmo

esta gerontopraxis, incluso aunque lascopas no sean pequeñas.

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Francisco RODRÍGUEZ RIOBOÓUniversidad Complutense de Madrid

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