ha muerto la muerte

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¿Ha muerto la muerte? “Muerte, ¿dónde está tu victoria?”. San Pablo. “Enterradla. Hay muchos hombres quietos, bajo tierra, Que han de cuidarla. No la dejéis aquí. Enterradla.” Jaime Sabines Hace diez años asesinaron al menor de mis tíos. Un joven de 23 años, campesino cultivador de café, quien se servía de un viejo vehículo para sacar el producto al pueblo. Un hombre de mirada diáfana, que siempre estaba haciéndome preguntas, que siempre nos pareció a todos el portador de una actitud inocente ante la vida. No tengo porqué ocultar sus defectos, pues no creo en que el muerto siempre es bueno, pero, en este caso, debo reconocer que durante su vida y desde el día de su muerte me ha costado detectar esas humanidades que llamamos defectos. Lo asesinó un grupo paramilitar, acusándolo de guerrillero y de haber transportado guerrilleros en su vehículo. En la familia hubo muchas reacciones distintas frente al hecho, pero podrían reunirse en dos grandes tendencias. La de la mayoría que lo sintió como una gran injusticia y acusó a la vida y al sistema político (inclusive a Alvaro Uribe, por algunos de sus discursos que dejaban entrever que todo campesino muerto, era guerrillero o informante). La otra tendencia la representa mi abuela. Ella lo lloró como ha llorado a muchos de sus 19 hijos. Por momentos se dejó influenciar por los sentimientos de la mayoría, pero finalmente terminó dejando todo en manos de Dios. Ella, y esto es lo que quiero resaltar, siguió, además, en comunicación con su hijo. Varias veces ha hablado con él. Él se presenta en el quicio de la cocina, en la madrugada, cuando ella va a hacer el café para los hombres que se van a trabajar. Otras veces lo ha visto en la noche cuando se va a acostar. En pocas ocasiones han hablado, pero una vez él le dijo que estaba bien donde estaba, que ella debía descansar también de su dolor. ¿Qué hay en estas dos tendencias frente a la muerte? Apartando las verdades políticas, de las cuales tal vez nunca tendremos certeza, esa primera tendencia a explicar la muerte desde sus causalidades físicas o sociales, podemos acusarla de materialista. Por supuesto, esto no quiere decir que no comprendamos el dolor de mi familia que es lo que la llevó a reaccionar de esa manera, lo que quiero decir con materialismo, es que existe una tendencia a relacionar la muerte con aspectos materiales de la vida. Es invocar a la razón para que ella explique los motivos y la relación de la muerte con la vida. Es una defensa claramente racionalista que nos lleva a vivir apegados a este mundo y a entender muy poco del mundo invisible. Y es que la muerte es invisibilidad pura, por eso nuestra racionalidad lógica, que ama trabajar con problemas materiales, “reales”, estadísticos, económicos y

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Psicología

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Page 1: Ha Muerto La Muerte

¿Ha muerto la muerte?

“Muerte, ¿dónde está tu victoria?”. San Pablo.

“Enterradla.Hay muchos hombres quietos, bajo tierra,

Que han de cuidarla.No la dejéis aquí.

Enterradla.”Jaime Sabines

Hace diez años asesinaron al menor de mis tíos. Un joven de 23 años, campesino cultivador de café, quien se servía de un viejo vehículo para sacar el producto al pueblo. Un hombre de mirada diáfana, que siempre estaba haciéndome preguntas, que siempre nos pareció a todos el portador de una actitud inocente ante la vida. No tengo porqué ocultar sus defectos, pues no creo en que el muerto siempre es bueno, pero, en este caso, debo reconocer que durante su vida y desde el día de su muerte me ha costado detectar esas humanidades que llamamos defectos.

Lo asesinó un grupo paramilitar, acusándolo de guerrillero y de haber transportado guerrilleros en su vehículo. En la familia hubo muchas reacciones distintas frente al hecho, pero podrían reunirse en dos grandes tendencias. La de la mayoría que lo sintió como una gran injusticia y acusó a la vida y al sistema político (inclusive a Alvaro Uribe, por algunos de sus discursos que dejaban entrever que todo campesino muerto, era guerrillero o informante).

La otra tendencia la representa mi abuela. Ella lo lloró como ha llorado a muchos de sus 19 hijos. Por momentos se dejó influenciar por los sentimientos de la mayoría, pero finalmente terminó dejando todo en manos de Dios. Ella, y esto es lo que quiero resaltar, siguió, además, en comunicación con su hijo. Varias veces ha hablado con él. Él se presenta en el quicio de la cocina, en la madrugada, cuando ella va a hacer el café para los hombres que se van a trabajar. Otras veces lo ha visto en la noche cuando se va a acostar. En pocas ocasiones han hablado, pero una vez él le dijo que estaba bien donde estaba, que ella debía descansar también de su dolor.

¿Qué hay en estas dos tendencias frente a la muerte? Apartando las verdades políticas, de las cuales tal vez nunca tendremos certeza, esa primera tendencia a explicar la muerte desde sus causalidades físicas o sociales, podemos acusarla de materialista. Por supuesto, esto no quiere decir que no comprendamos el dolor de mi familia que es lo que la llevó a reaccionar de esa manera, lo que quiero decir con materialismo, es que existe una tendencia a relacionar la muerte con aspectos materiales de la vida. Es invocar a la razón para que ella explique los motivos y la relación de la muerte con la vida. Es una defensa claramente racionalista que nos lleva a vivir apegados a este mundo y a entender muy poco del mundo invisible.

Y es que la muerte es invisibilidad pura, por eso nuestra racionalidad lógica, que ama trabajar con problemas materiales, “reales”, estadísticos, económicos y

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políticos, siempre esquiva el blanco al hablar de la muerte. Que la muerte es invisible ya nos lo dice nuestro cuerpo, esa materia que se queda en el suelo tras el último aliento… ¿qué ha pasado? ¿Lo único visible nuestro queda absolutamente inerte y corriendo el peligro de descomposición, proceso mediante el cual solo cambiará de materia? Lo que ha pasado es que algo invisible como la muerte ha tocado el cuerpo o, también podríamos decirlo, algo invisible nuestro ha desaparecido.

Pero esta idea parece anticuada y buscar respuestas racionales es la forma cultural propia de occidente. “Pienso, luego existo”, decía el viejo Descartes en el siglo XIX y desde entonces todos andamos buscando ese pienso, esa razón que de cuenta de todo. Recuerdo a una mujer que participaba en uno de mis talleres acerca de la atención de pacientes con enfermedades terminales en Barcelona. Era enfermera y había tenido que atender a su hermano, enfermo de Sida, durante gran parte de su enfermedad. Pero en el momento final, lo contaba llorando, no fue capaz de acompañarlo. Después de trabajar sus reacciones y algunos recuerdos que tenía del momento, pudimos darnos cuenta de que ella pensaba de él que “se había buscado esa enfermedad”. Y en el fondo, debajo de todo, había, una acusación a él, por dejarla a sin hermano.

Nuestras razones son tan débiles frente a la muerte que terminamos dando con las explicaciones y las defensas más dolorosas. Pero la muerte escapa a la razón, es que la muerte es irracional porque nos cuesta aceptar que la vida nazca con su propia destrucción a cuestas y que nuestra inteligencia no ha podido detenerla. Continuamos haciendo ingentes esfuerzos por detener el envejecimiento, por borrar las arrugas, por hacerle cirugías anti-gravedad a todo aquello que en nosotros pudiera caer, descolgarse, ir hacia abajo, hacia la tierra. Nos aterra que la vida decaiga, nos aterran cada vez más los viejos, ya no envejecen en casa sino en baratos o caros hogares geriátricos. Nos mata el miedo de la muerte antes de tiempo y nuestras explicaciones nos mantienen atados al dolor por más tiempo del necesario, y nos consumen porque no permiten al alma, que también es invisible, relacionarse mejor con esa invisibilidad que aguarda al final a su parte más visible, al cuerpo.

¿Entonces, qué puede enfrentar con propiedad a la invisible muerte, descrita como invisible tantas veces por los griegos? Tendremos que buscar, para relacionarnos con lo invisible, lo invisible mismo. Las culturas ya han sabido como hacerlo y no hay motivo para que nosotros pensemos que estaban equivocados nuestros antepasados, sólo por el hecho de no pertenecer a nuestra amada modernidad. Ya han sabido muchos pueblos que el mito expresa con mayor amplitud los asuntos humanos que escapan al control lógico del Yo. Y en un caso como el de la muerte, cuando se trata de la desaparición misma del Yo, se hace mucho más plausible la necesidad de mitos y ritos que den cuenta, de manera irracional, de ese hecho irracional. Son necesarias esas matrices imaginarias que nos permitan convivir con lo incierto, con lo que sólo se puede presentir o tener como esperanza. ¿Hay vida después de la muerte?, ninguna filosofía y ninguna antropología, ninguna ciencia podrán dar respuesta a este interrogante, pero un mito dará una respuesta que nos pondrá en una situación más cercana al misterio. Nuestra razón busca el conocimiento y eso está bien para ciertos aspectos de la

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vida, pero nuestra alma necesita del misterio y eso es necesario para los otros aspectos. Sin el sentido del misterio, la muerte se nos ofrece como un horrendo abismo. Como afirmara Jung, tanto el que no vive míticamente como el que sí lo hace, pueden estar igual de equivocados, pero quien tiene un mito, responde mejor a un instinto humano, a un arquetipo, el de la pregunta por la vida después de la muerte y de la existencia de algo invisible que en nosotros sobrevive a la materia.

A mi abuela podría yo tratarla con un manual de psicopatología y decir que, definitivamente, se deschavetó. Pero eso sería aplicarle una solución que no tiene en cuenta lo que ella es y lo que ha elegido como manera de relacionarse con la muerte. Ella ha elegido creer en el mundo invisible, tener fe, esperanza o como sea que lo llamemos. La psicopatología es una construcción explicativa más, de entre todas las que la modernidad ha dado a luz, que intenta dar cuenta de lo que parece incomprensible. Lo que le permite a mi abuela esta relación con la imagen de su hijo, es vivir la muerte y seguramente, vivir su muerte como lo que puede ser: una despedida, una transformación hacia la vida del alma, una desaparición de nuestro ambicioso, aparente y prejuiciosos Yo.

El trabajo del duelo incluye, desde luego, la comprensión de este tránsito, pero ella es posible sólo cuando nos despojamos de nuestros prejuicios racionales, cuando dejamos de negarla con toda razón, de culpar racionalmente a Dios, de sentirnos lógicamente los más desdichados del mundo y cuando hemos hecho imagen propia esa imagen que se va. Cuando lloro al que ha muerto… ¿qué lloro con él? ¿Qué de mí se ha ido que ahora debo resucitar en mí? Recordemos a la enfermera. Su razón le decía que su hermano era culpable de su enfermedad, que era un desvergonzado, que había sido castigado por sus actos, etc., etc. Pero finalmente descubrimos que su hermano fue una imagen encarnada (ahora una imagen invisible por la muerte), de su propio rencor por no ser capaz de amar sin condiciones y ahora la muerte, se le presenta como imagen de su propia soledad. En esos términos comprendemos que no halla podido elaborar su duelo, puesto que no tiene una buena relación la muerte, una relación mítica que le permita pensarla de otra manera y ante la cual pueda humildemente inclinarse el Yo racional.

En su libro “Mujeres que corren con los lobos”, Calarssa Pinkola Estés nos regala un cuento maravilloso titulado “La mujer esqueleto”; en él un pescador saca del mar, enredado en su anzuelo, el esqueleto de una mujer. Se aterroriza y en su carrera carga con la mujer que por más que él quiera soltarla, parece pegarse a su espalda. Una vez en su cueva, el hombre la desenreda y con gran compasión empieza a cantarle una canción que suena dentro de él por lo que ella, finalmente, vuelve a la vida. “La mujer esqueleto” ilustra maravillosamente una relación particular con la muerte. Al principio están los deseos del Yo, pues el pescador, al sentir que su anzuelo ha ensartado algo, imagina placidamente a cuantas bocas podrá alimentar y cuánto del pescado podrá vender. Luego viene el horror, muy humano, frente a la evidencia de la muerte. Pero todo el asunto se resuelve en los términos de lo invisible. La compasión al mirar a aquella triste mujer, hace que en él suene una canción, es decir, la confrontación con la muerte y con un sentimiento profundo, lleva al hombre a establecer conexión con algo invisible e

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irracional como la muerte misma. Ello da lugar a la nueva vida. El alma del vivo, puede seguir también su tránsito hacia su destino.

Pero así como existen mitos y ritos que se han hecho conscientes por medio de la tradición, recordemos nuestras novenas de muertos que, finalmente, hacían que uno terminara imaginándose ese más allá al que el difunto llegaría gracias a nuestras plegarias, existen también narrativas que se viven inconscientemente a raíz de nuestra resistencia a aceptar a la muerte en nuestras vidas. Me refiero a un mito que en el mundo occidental actual rige los destinos individuales y colectivos: el mito de la seguridad. En los discursos de mandatarios de E.U. Francia, Inglaterra, Italia, España y, por supuesto, Colombia, resuena el discurso de la seguridad como la gran respuesta a muchas de nuestras necesidades.

Más allá de que evidentemente la gente se mata y es necesario que halla mas policías y soldados cuidando de que no lo hagan (aunque la política exterior de E.U. deja bastante que desear en cuanto a que ofrezca un mundo más seguro), más allá de esas realidades que hemos construido, está un asunto mítico que tiene que ver con una defensa frente al destino. La muerte es destino. La muerte es lo incomprensible en sí. La muerte pone un límite a nuestras aspiraciones cuando mejor se están cumpliendo. La muerte nos quita todas las seguridades, sobretodo la mayor, esa falsa seguridad de que nosotros controlamos nuestra vida, de que controlamos este mundo. La tendencia global a la seguridad, muestra una tendencia global al miedo. Repito que no se trata de dejar de ver las razones materiales de tanta inseguridad, pero propongo que no dejemos de ver esa seguridad como una defensa debida a nuestra imposibilidad de aceptar el destino, lo inesperado, incontrolable e irracional que puede suceder con nuestra juventud, nuestra riqueza económica, nuestro cuerpo físico, nuestros bienes materiales, nuestras seguridades políticas y de superioridad étnica, nuestras relaciones y finalmente, nuestra vida misma.

Espero que al final de este discurso, pueda entenderse su título ¿ha muerto la muerte? Porque me refiero a que los seres humanos estamos intentando mediante la genética, la quirúrgica, el materialismo, la negación de lo distinto, el alejamiento de la conciencia mítica acerca de la muerte y todas las demás búsquedas de seguridad, asesinar a la muerte como símbolo de transformación y como maestra de la finitud de nuestros deseos y de nuestro paso por este mundo. Mi abuela sabe ya, gracias a su conciencia mítica, algo que a muchos nos cuesta saber, que el misterio es lo único que puede esperarnos y que puede llegar a ser suficiente para explicar el sentido por el cual estamos aquí.

Lisímaco Henao Henao.Psicólogo Universidad de Antioquia.Magíster en Psicología Analítica. U.R.L.Psicoterapeuta.