geoffrey wall, flaubert, trad. marta pino moreno...

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http://www.avempace.com/personal/jose-antonio-garcia-fernandez Prof. José Antonio García Fernández DPTO. LENGUA Y LITERATURA- IES Avempace [email protected] C/ Islas Canarias, 5 - 50015 ZARAGOZA - Telf.: 976 5186 66 - Fax: 976 73 01 69 1 Geoffrey Wall, Flaubert, trad. Marta Pino Moreno, Barcelona, Paidós, 2003. Interesante biografía del autor de Madame Bovary, narrada en un estilo ameno y literario por G. Wall. El libro permite conocer bien al célebre escritor francés, uno de los más importantes de la literatura universal. Flaubert fue un hombre alto, rubio, de ojos verdes, potente voz de actor que vivió tranquilamente una vida burguesa, junto a su madre viuda. Gustave escribía novelas un ritmo de cinco palabras por hora, según la insidiosa insinuación de los hermanos Goncourt, y de vez en cuando hacía alguna escapada a París para airearse un poco. A pesar de esta vida rutinaria de solterón, fue un gran viajero: conoció Córcega, Egipto, Grecia, Italia, Marruecos… También se relacionó con actrices, acróbatas, gitanos, desheredados, cortesanas (una de ellas le contagió la sífilis, enfermedad que lo envejeció prematuramente). Flaubert despreciaba a sus respetables vecinos y ellos, a su vez, infamaron su nombre y consiguieron que lo procesaran cuando publicó Madame Bovary, libro que consideraron inmoral. La gente decente no quería a Flaubert y él les devolvía el cumplido. Pero todo ello no impidió que sus libros sean hoy tan valiosos como los de Shakespeare o Dickens y que se le considere una referencia ineludible de la cultura occidental. Y eso, a pesar de que el volumen de sus obras completas no es demasiado grueso: cuatro novelas, tres cuentos breves y una rareza (una novela que se presenta como obra teatral), sobre todo si lo comparamos con la producción de autores como Dickens, Hugo, DumasDespués de Flaubert se empezó a desconfiar de la producción literaria “excesiva”, vista casi como sinónimo de estandarización, mediocridad, etc. Las novelas auténticas deberían ser como las del novelista de Ruán: irónicas, impersonales, alusivas, y con una mirada tenuemente erótica que les serviría de redención. En el capítulo I, “El buen nombre familiar”, Wall cuenta la historia de Achille-Cléophas Flaubert, el padre médico de Gustave, un hombre hecho a sí mismo, con gran talento, competitivo, trabajador incansable que se convirtió en una autoridad y era cirujano-jefe del hospital de Ruán. Su hijo mayor, Achille, siguió su profesión contribuyendo a aumentar el relumbrón del apellido familiar, pero no así Gustave, que se convirtió, al decir de Jean-Paul Sartre, en algo así como “el idiota de la familia”. Gustave no quiso estudiar leyes, ser un gran abogado como pretendía su padre. Prefirió ser escritor. Algo que no podía traer más que desgracias a aquella ilustre progenie. Pero no… En el capítulo II, “Un lugar muy extraño”, habla de la ciudad de Ruán, de la finca de Croisset que comprará don Achille-Cléophas, del primer ataque epiléptico del escritor. Cuenta también cómo la criada Julie, la que enseñó a Gustave los primeros cuentos y canciones infantiles, a la que él revivió en el personaje de Félicité, protagonista de “Un coeur simple”, la sirvienta que Achille-Cléophas Flaubert (1784-1846)

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Geoffrey Wall, Flaubert, trad. Marta Pino Moreno, Barcelona,

Paidós, 2003.

Interesante biografía del autor de Madame Bovary, narrada en un estilo ameno y literario por G. Wall. El libro permite conocer bien al célebre escritor francés, uno de los más importantes de la literatura universal. Flaubert fue un hombre alto, rubio, de ojos verdes, potente voz de actor que vivió tranquilamente una vida burguesa, junto a su madre viuda. Gustave escribía novelas un ritmo de cinco palabras por hora, según la insidiosa insinuación de los hermanos Goncourt, y de vez en cuando hacía alguna escapada a París para airearse un poco. A pesar de esta vida rutinaria de solterón, fue un gran viajero: conoció Córcega, Egipto, Grecia, Italia, Marruecos… También se relacionó con actrices, acróbatas, gitanos, desheredados, cortesanas (una de ellas le contagió la sífilis, enfermedad que lo envejeció prematuramente). Flaubert despreciaba a sus respetables vecinos y ellos, a su vez,

infamaron su nombre y consiguieron que lo procesaran cuando publicó Madame Bovary, libro que consideraron inmoral. La gente decente no quería a Flaubert y él les devolvía el cumplido. Pero todo ello no impidió que sus libros sean hoy tan valiosos como los de Shakespeare o Dickens y que se le considere una referencia ineludible de la cultura occidental. Y eso, a pesar de que el volumen de sus obras completas no es demasiado grueso: cuatro novelas, tres cuentos breves y una rareza (una novela que se presenta como obra teatral), sobre todo si lo comparamos con la producción de autores como Dickens, Hugo, Dumas… Después de Flaubert se empezó a desconfiar de la producción literaria “excesiva”, vista casi como sinónimo de estandarización, mediocridad, etc. Las novelas auténticas deberían ser como las del novelista de Ruán: irónicas, impersonales, alusivas, y con una mirada tenuemente erótica que les serviría de redención. En el capítulo I, “El buen nombre familiar”, Wall cuenta la historia de Achille-Cléophas Flaubert, el padre médico de Gustave, un hombre hecho a sí mismo, con gran talento, competitivo, trabajador incansable que se convirtió en una autoridad y era cirujano-jefe del hospital de Ruán. Su hijo mayor, Achille, siguió su profesión contribuyendo a aumentar el relumbrón del apellido familiar, pero no así Gustave, que se convirtió, al decir de Jean-Paul Sartre, en algo así como “el idiota de la familia”. Gustave no quiso estudiar leyes, ser un gran abogado como pretendía su padre. Prefirió ser escritor. Algo que no podía traer más que desgracias a aquella ilustre progenie. Pero no… En el capítulo II, “Un lugar muy extraño”, habla de la ciudad de Ruán, de la finca de Croisset que comprará don Achille-Cléophas, del primer ataque epiléptico del escritor. Cuenta también cómo la criada Julie, la que enseñó a Gustave los primeros cuentos y canciones infantiles, a la que él revivió en el personaje de Félicité, protagonista de “Un coeur simple”, la sirvienta que

Achille-Cléophas Flaubert

(1784-1846)

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trabajará cincuenta años en aquella familia, llegó hasta ellos para quedarse. “Le habló sobre los animales que hablan, los elfos y los niños reemplazados por otros al nacer, los duendes, los hombres lobo, las brujas y los santos decapitados que deambulaban por los caminos rurales solitarios, con sus propias cabezas metidas en cestas. (…) Julie, «una sencilla hija del pueblo», se llevó a su niño favorito con ella a un mundo distinto. Le dio a conocer, en los primeros años del muchacho, un reino excepcional de milagros, visiones y prodigios. Aunque Flaubert nunca escribió sobre la infancia, a menudo reflejó en sus textos aquellas cosas oscuras que habían estimulado su imaginación tan precozmente. Acumuló una vasta y profunda erudición sobre el tema de los santos, los herejes y las diosas. Quedó fascinado por las variedades más salvajes de experiencia religiosa. Tal vez fue un modo inteligente de quedarse allí, de permanecer en aquel primer mundo glorioso que se desplegó ante él junto al lar cuando todavía no sabía leer. «Las primeras impresiones —escribió Flaubert— nunca se disipan [...]. Llevamos con nosotros nuestro pasado; olemos la leche de nuestra niñera durante toda la vida.» Si buscamos los rastros del primer mundo de Flaubert, podemos hallarlos, transformados y elaborados, en los paisajes de sus ficciones más

exóticas. La generosidad emocional de la narradora sonriente que le reconfortó en la infancia quedó profundamente anclada en su memoria. Homenajeó a Julie en el personaje de Felicité, la leal criada de Un corazón sencillo. La excelencia tácita de los seres cándidos es uno de sus temas más profundos.” (p. 38)

Tras los sencillos relatos de Julie, el amor a la lectura, libros que lo marcaron, como Don Quijote:

“Entre los textos más memorables que le leyó figuraba El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha en imágenes. Cervantes para niños, abreviado y adornado con treinta y cuatro ilustraciones, era el libro favorito de Flaubert en su primera infancia. El niño coloreaba los dibujos, con la ayuda de su hermana, y en poco tiempo aprendió de memoria la historia de Don Quijote, mucho antes de saber leer. Cervantes siempre le entusiasmó. «Uno lo imagina [a Sancho Panza] a lomos del asno, comiendo cebollas crudas, espoleando al jumento, mientras conversa con su maestro. Uno se figura los caminos de España, que nunca se describen.» Flaubert apreciaba mucho el Principio de Sancho: el realista irónico (con el asno y la cebolla) mantiene una conversación amistosa con el exaltado visionario. El tema tragicómico del soñador enfrentado al mundo real es una premonición tan perfecta de Madame Bovary y de La educación sentimental, que nos maravillamos de este feliz y fértil encuentro entre el muchacho y el libro. Flaubert (…) llegó a ser un gran lector, con una memoria espléndida para todo lo que leía. Tomó notas sobre Don Quijote (…) y poco después proyectó sus propias novelas basadas en Cervantes. Prodigiosamente decidido, empezó a redactar en cuanto aprendió a escribir, «pidiéndole a la niñera que me dijera las letras que se necesitaban para escribir las palabras de las oraciones que inventaba». Encontró a su primera lectora y admiradora en su hermana Caroline. A los diez años, Gustave ya soñaba con la gloria, y desplegaba una intensidad imaginativa que podía resultar curiosamente desconcertante. (pp. 39-40)

En el capítulo III, “Despertares”, Wall nos cuenta la naciente vocación literaria de Flaubert, sus primeros trabajos escolares exitosos, su odio de la mediocridad y su aspiración a la gloria, sus amistades, también su primer enamoramiento platónico, con catorce años, de una mujer casada, de veinticinco, Elisa Schlésinger.

“…¡qué odio hacia la mediocridad! ¡Qué espléndidas aspiraciones! ¡Qué veneración por nuestros maestros literarios! ¡Cómo admirábamos a Víctor Hugo!” (p. 59)

En el capítulo IV, “Mayoría de edad”, Flaubert termina sus estudios secundarios, no le atrae la idea de estudiar leyes, pero acaba aceptando porque no se ve capaz de ser poeta:

“Soy incapaz de producir un trabajo imaginativo; todo lo que produzco surge seco, difícil, forzado, dolorosamente arrancado de mí (…) Mi vida, que había imaginado tan bella, tan poética, tan amplia, tan amorosa, será como cualquier otra, monótona, sensata, estúpida. Estudiaré derecho, obtendré el título de abogado y después, como merecida apoteosis, iré a vivir a algún pueblecito provinciano”, le dice en carta a su amigo Ernest Chevalier.

Élisa Schlésinger hacia 1831

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“Mejor es elegir una carrera y dedicarse a ella, tomar la parte correspondiente del pastel colectivo y comerla agradecido, que recorrer este triste sendero por el que he caminado solo. Antes me creía un genio, tenía la cabeza rebosante de pensamientos grandiosos y el estilo fluía de mi pluma como la sangre por las venas (…) Pero cuando comprendí que otras personas habían tenido antes los mismos pensamientos que yo (…), pasé de la embriaguez del genio a la desventurada conciencia de mediocridad, con toda la furia de un rey destronado” (p. 86).

Su familia es invitada a un baile aristocrático y Gustave queda impactado (como su Emma Bovary en la ficción): “En septiembre de 1837, pocos meses antes de su decimosexto cumpleaños, se aventuró en un viaje breve pero inolvidable a un mundo social que nunca había visto hasta entonces. Asistió junto con su familia al baile de otoño ofrecido por el marqués de Pomereu, «el principal

terrateniente de Francia», en el Cháteau du Héron. La magnificencia aristocrática del lugar alcanzaba tal escala, que podía corromper hasta las ideas del igualitario más austero. Flaubert, que nunca fue especialmente austero ni igualitario, resultó profundamente corrompido. «Pasé toda la noche contemplando el baile […]. No fui a la cama, y a la mañana siguiente embarqué en un bote por el lago, yo solo, con el uniforme del colegio. Los cisnes me miraban pasar y las hojas caían en el agua. Fue unos días antes del comienzo del curso. Tenía quince años.» Flaubert recurre a esta escena reiteradamente en su ficción, indicio de la extraordinaria importancia que tuvo en su propia vida. La presenta de múltiples formas, pero los elementos básicos son siempre los mismos. El héroe juvenil queda embelesado por el lujo aristocrático; se deja llevar por una ensoñación solitaria matinal e inventa una fantasía futura para su propio ser, un sueño glorioso de elegancia y placer que a partir de entonces le deja triste y contrariado. Es la esencia deliciosa, ruinosa, agridulce del bovarismo. Atormentado por sus visiones del castillo y el deseo imposible de poseer a Elisa Schlésinger, creó a su primera gran heroína, Mazza, una mujer casada que constituye el centro de un drama de adulterio y suicidio. Passion et vertu es un curioso boceto de Madame Bovary, basado en una reciente causa judicial. El hombre seduce con cinismo y brutalidad. La mujer experimenta una pasión exquisita e impetuosa, tan impetuosa que llega a ahuyentar al nombre. Éste huye a América y ella se suicida con un ácido que le procura el farmacéutico, después de la muerte de su marido y de sus hijos. Passion et vertu fue su primer intento de describir la psicología de los personajes. Al igual que en Madame Bovary, Flaubert da un giro al relato para convertirlo en una reivindicación de la heroína, destruida por el poder oscuro del amor romántico. No obstante, en esta ocasión el autor pierde el hilo después del momento de la traición. Elige un desenlace demasiado macabro. Había hallado su tema, pero todavía no sabía cómo elaborarlo” (p. 64).

Lee el Fausto de Goethe y se queda maravillado. Quiere también leer al marqués de Sade. Empieza su burguesofobia. En Madame Bovary, León, el joven notario amante de Emma, renuncia a la pasión amorosa y decide sentar cabeza:

“Renunciaba a la flauta, los sentimientos exaltados, a la imaginación, pues todo burgués, en el acaloramiento de la juventud, aunque sólo fuese un día, un minuto, se creía capaz de inmensas pasiones, de altas empresas (…) Cada notario lleva en sí los restos de un poeta” (p. 70).

En la vida real, será su amigo Alfred Le Poittevin quien abandona su vocación poética y se hace abogado, se casa y se aburguesa. Flaubert lee el Viaje a España, de Théophile Gautier, y le encanta. Viaja al sur de Francia, a Burdeos y Pau; pasa brevemente los Pirineos. Viaja a Córcega, que le impacta. En el capítulo V, “Algo ocurre”, se cuenta una aventura erótica de Gustave, entonces joven de dieciocho años, con una mujer de treinta y cinco, Eulalie Foucaud, en Córcega. Por eso el regreso a Ruán es tan duro:

“Estoy harto de vivir en un maldito país donde sale el sol con tanta frecuencia como un diamante en el ano de un cerdo (…) Creo que llegué a esta tierra cenagosa transportado por el viento, pero en realidad nací en otro lugar, porque siempre he tenido una suerte de memoria o instinto de las ostas aromáticas y los mares azules. Nací para ser emperador de la Cochinchina, para fumar pipas de cincuenta metros de largo, para tener seis mil esposas y mil cuatrocientas concubinas, una cimitarra para cortar la cabeza de cualquier persona a la que me enfrentase, yeguas númidas y piscinas revestidas de mármol”, le dice a Ernest Chevalier (p. 86).

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Flaubert empieza a engordar y nos da la primera entrega de su gran bestiario:

“Me estoy poniendo colosal, monumental. Soy un buey, una esfinge, un alcaraván, un elefante, una ballena, todo lo que es enorme, carnoso y pesado, tanto moral como físicamente” (p. 89).

Por fin nuestro escritor se va a París. En el capítulo VII, “Vida parisina”, vemos a un joven que intenta estudiar Derecho:

“He comenzado con el Código civil, leyendo el título de la portada, que no he llegado a comprender, y con las Instituciones, justo los tres primeros artículos que he olvidado”, le dice a su amigo Ernest Chevalier, a quien pide: “Debes habituarte a contemplar a la gente que te rodea sencillamente como material para los libros” (p. 92).

El aburrido Flaubert quiere escandalizar a toda la gente bien:

“Arma barullo por la noche, rompe algunas farolas (…), sodomiza al perro, caga dentro de las botas, mea por la ventana, “grita mierda”, tírate pedos ruidosos y fúmate una gran pipa. Bebe sin pagar, abolla unos cuantos sombreros (…) Y da gracias a Dios por haber nacido en un siglo feliz” (p. 92). “En nombre de Dios, en nombre de la mierda, en nombre de veinticinco mil vergas de Dios, en el santo nombre de un pedo, ¡que el diablo estrangule a la jurisprudencia y a todos los que la inventaron!” (p. 93). “El derecho me deja en un estado de castración moral que es casi inconcebible” (p. 94).

En París, lee a Chauteaubriand, sale, conoce a Víctor Hugo, trata a los Schlésinger, conoce a Maxime du Camp... Pero París es solo para los ricos, no para los pobres estudiantes:

“Ellos cortejan a las marquesas o a las meretrices de los príncipes, mientras que el bufón del estudiante ama a una dependienta con sabañones en los dedos, o de cuando en cuando jode en un burdel —pues el pobre diablo es tan sensual como los demás—, pero no con mucha frecuencia, como yo por ejemplo, porque cuesta dinero y cuando ya ha pagado al sastre, al zapatero, al casero, al librero, al portero, cuando ha pagado la matrícula, el café y el restaurante, entonces tiene que comprar botas, una levita, libros, tiene que pagar el alquiler de la habitación y comprar tabaco, de modo que no le sobra ni una perra y es un hombre preocupado” (p. 97).

Se decide por el arte, contra el derecho. Se aísla. Le dice a Louise Colet:

«Me sentía humillado tantas veces, provocaba escándalos y causaba dolor con tal frecuencia, que al final comprendí (…) que para vivir en paz es necesario vivir solo (…). Ésa es la razón por la que, durante varios años, eludí sistemáticamente la compañía de mujeres. No quería que nada me influyese negativamente. Viví sin la palpitación de la carne y el corazón, sin ser siquiera consciente de mi sexo” (p. 101).

En el capítulo VII, “El otoño”, se nos cuentan los ataques de epilepsia de Flaubert, la boda de su hermana Caroline, el mito del ermitaño de Croisset:

“Vivo solo como un oso” (p. 111). “El único modo de no ser infeliz consiste en encerrarse en el Arte y desechar el resto como inservible (…) Me encuentro bastante bien desde que acepté la idea de estar perpetuamente enfermo(…) He dicho adiós a la vida práctica de forma irrevocable (…) Lo único que pido a partir de ahora es cinco o seis horas de tranquilidad en mi habitación (…) Reanudaré la existencia uniforme y pacífica, entre mi pipa y mi fuego, en mi mesa y en mi butaca” (p. 117)

El capítulo VIII, “El escalpelo”, cuenta cómo el padre de Flaubert, don Achille-Cléophas, se hirió en el muslo con un escalpelo infectado con el que diseccionaba un cadáver; de ahí se siguió la infección que lo llevó a la tumba prematuramente, con sesenta años de edad. Los trabajadores del puerto pidieron a la familia que les dejasen portar a hombros el ataúd de su benefactor, pues don Achille era conocido como

Louise Colet

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“el Padre de los Pobres”, un santo laico, un hombre compasivo y sabio que ayudaba a todo el mundo. La pluma de Flaubert fue siempre como ese escalpelo, capaz de hacer enfermar a sus lectores, pues siempre quiso irritar a sus iguales, los burgueses. Al poco tiempo de la muerte del padre, también murió Caroline Hamard, hermana de Gustave, tras el parto de su hija, también llamada Caroline. En el capítulo IX, “Louise”, se cuenta el encuentro de Gustave con Louise Colet, casada con Hypolite Colet, un profesor de composición del conservatorio que murió pronto, en 1850. Se hacen

amantes en 1846. Antes, Louise ya había sido amante de Víctor Cousin. Después de Gustave y de Maxime du Camp, el amigo de Flaubert, tuvo otros amores. Quizás la posesiva Louise, que quiere obligar a Gustave a fugarse con ella, esté trasladada a la Emma Bovary que intenta forzar a su amante Rodolphe en el mismo sentido. La relación entre Louise y Gustave fue terrible, llena de celos, enfados, reconciliaciones… hasta que se dejan definitivamente.

“Ahora siento dentro de mí el apetito de una bestia salvaje, un instinto erótico que es carnívoro y lacerante”, decía Gustave al principio. “Las dos mujeres que más amo [su madre y Louise] me han embridado el corazón y lo tienen sujeto con riendas dobles. Se turnan para domeñarlo con amor y dolor”.

Gustave nunca quiso que Louise conociera a su madre ni que fuera a su casa de Croisset. Louise incluso llegó a decirle que estaba embarazada para inclinarlo definitivamente a ella, aunque finalmente el vástago no llegó a nacer (¿falsa alarma?, ¿aborto?). El capítulo X, “De camino”, cuenta el viaje por Bretaña de Flaubert y Du Camp, sus opiniones sobre Nantes, Brest, Quimper, Lorient, Carnac…; la emoción en Saint-Malo visitando la casa de Chateaubriand (el Byron francés); la tormentosa relación con Louise, que le sigue enviando cartas; la opinión que le merecen los críticos; su desprecio por el romanticismo y por el lujo aristocrático (hace comentarios contra la aristocracia después de visitar el célebre castillo de Chambord…

“Siento un odio intenso y perpetuo por (…) los que restauran, encalan, corrigen, por los expurgadores, por los castos encubridores de desnudeces profanas, por los creadores de compendios y resúmenes; por todos los que afeitan lo que sea para ponerle una peluca, y que, fieros en su pedantismo, despiadados en su ineptitud, van amputando la naturaleza que lleva el hombre dentro de sí”.

[Le hace reír] “toda esa chusma de nobleza postiza que vive, como el romanticismo de M. de Marchanby, de la sempiterna poesía de las torretas, de las damiselas, del palafrén, de las flores de la oriflama de San Luis, del penacho blanco, del derecho divino y de todo un cúmulo de bobadas igualmente inocentes”

Es precisamente la educación romántica que Emma recibió con las monjas de Ruán la que la vuelve una tonta soñadora sin remedio:

“Emma se manchó las manos con este polvo de los viejos gabinetes de lectura. (…) se apasionó por los temas históricos, soñó con arcones, salas de guardias y trovadores. Hubiera querido vivir en alguna vieja mansión, como aquellas castellanas de largo corpiño” (Madame Bovary, 1, 6).

En el capítulo 11, “Revoluciones francesas”, queda claro que, aunque Flaubert vivió la revolución de 1848, y el segundo imperio subsiguiente (1851-1870), no era sensible al tema social, desdeñaba al vulgo y en política era más bien conservador. En sus cartas a Louise Colet queda claro que le preocupa más “su” Arte –siempre con mayúscula- que otra cosa:

El «manoir» de Croisset a orillas del Sena, en la época de

Flaubert

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“Las humillaciones que me provocan los adjetivos y los ultrajes que me inflige el que relativo” “El arte, ¡qué abismo! Somos demasiado pequeños para descender hasta él”

Flaubert vivió en directo la sublevación del pueblo en 1848 y su lucha para traer la República, pero no le interesaba demasiado el tema, siempre fue escéptico, como su amigo Maxime du Camp, que, en sus memorias, escribió sobre los sucesos de aquellos días:

[La revolución] “La inician los simplones, colaboran los tontos, la impulsan los pícaros y después se apropian de ella los oportunistas que sacan buen provecho”.

Para Flaubert lo importante no era lo social, sino lo artístico, lo que él llamaba “les affres de l’Art”, las “punzadas del Arte”. En el capítulo 12, “De luto”, se nos cuenta la muerte del amigo de Flaubert, Alfred Le Poittevin, si bien años después Flaubert mantendría gran amistad con el nieto de Alfred, Guy de Maupassant. También se narra cómo Gustave leyó a sus amigos su Tentación de San Antonio. Ellos le dijeron que lo mejor es que tirara aquellos papeles al fuego y que mejor probara con aquella noticia de los periódicos que había llamado tanto su atención: el suicidio de la modista Delphine Delamare justo antes de que los acreedores embargaran a la familia; una chica vulgar que había arruinado a su marido, un bendito médico rural que había sido alumno de don Achille-Cléophas Flaubert en Ruán y que no se había enterado de nada hasta que ya fue demasiado tarde. Se había puesto en marcha la génesis de Madame Bovary, una de las novelas que más impacto ha tenido en la literatura universal. En el capítulo 13, “Oriental”, en el 14, “Navegando por el Nilo”, y en el 15, “Los países de la mente”, se nos cuenta el viaje de Flaubert y du Camp por Egipto y el Próximo Oriente, para ellos un gran encuentro con lo exótico: las pirámides, el Nilo, los Santos Lugares de Israel, Atenas (a la vuelta)... Théophile Gautier, uno de los maestros de la generación anterior, muy admirado por el escritor de Ruán, hizo prometer a Gustave que se convertiría al Islam antes de que partieran para Oriente. En Egipto conoció Gustave a la prostituta Kuchuk-Hanem, cuyo nombre significa en turco “Princesita” o “Señora de la Danza”, una bella bailarina que bailó semidesnuda para ellos y cuyo recuerdo está en la danza de Salomé en el cuento de Flaubert “Herodías”. Es probable que esta joven contagiase la sífilis a Gustave, enfermedad que después este padeció. Quizás esa haya sido la razón de que volviera del viaje calvo, gordo y envejecido:

“Hazte a la idea de que vas a encontrarme calvo en tres cuartas partes de la cabeza, con el rostro arrugado una barba enorme y mucha barriga”, le escribe a su madre. Y a Du Camp le dice: “Estoy a punto de pertenecer a esa clase de hombres con los que las putas detestan joder (…) ¿Dónde estás, cabellera generosa de los 18 años, que caías por los hombros con tantas esperanzas y orgullo?”

Flaubert suelta alguna de sus frases irreverentes. Por ejemplo, tras llegar a Jerusalén a primeros de agosto, rompe la solemnidad con sus comentarios:

“Entramos por la puerta de Jaffa y me tiré un pedo justo allí, al traspasar el dintel, de modo involuntario; estaba incluso molesto por el volterianismo de mi ano (…) Jerusalén me impresiona como un osario fortificado; las antiguas religiones se pudren en silencio. Uno pisa excrementos y solo ve ruinas alrededor; es inmensamente triste”.

El “Pavillon Flaubert” en Croisset. Interior

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En lo alto de una montaña, contemplando la llanura del Nilo, según nos cuenta Du Camp, Flaubert exclamó un día: “¡Lo tengo! ¡Eureka! ¡Eureka! ¡Voy a llamarla Emma Bovary! Y repitió el nombre varias veces, saboreando el sonido de la palabra Bovary, pronunciado con una o muy breve”.

¿De dónde salí aquel apellido? El encargado del hotel del Cairo se llamaba Bouvaret y sabemos que Flaubert probó con otros nombres similares: Bouvard, Bouvigny, Bouvignard, nombres asociados a términos coloquiales como bavarder, charlar, buveur, borrachín, bouvier,

vaquero. Flaubert va perfilando a su heroína y los efectos que sobre ella va a tener la educación romántica, tan denostada por él:

“Se enseña a las mujeres –escribe a su madre- a mentir de un modo infame. El aprendizaje dura toda la vida. Desde la primera doncella de cámara que reciben hasta el último amante, todos contribuyen a hacerlas canallas, y después se manifiestan contra ellas. El puritanismo, la mojigatería, el fanatismo, el sistema de estricta reclusión, de limitación, distorsiona y destruye en la flor de la vida las creaciones más encantadoras del Señor”.

En el capítulo 16, “Intimidades”, volvemos a saber de la tormentosa relación con Colet. Wall nos cuenta la historia de Delphine Delamare, nacida Couturier, y del pueblo de Ry, a quince minutos de Ruán.

“En estos tiempos, el pueblecito de Ry se encuentra a sólo quince minutos en coche desde el centro de Rúan. Allí, en la húmeda tierra normanda, a escasos metros de la puerta de la iglesia, yace el cuerpo de una joven que fue, según se dice, la madame Bovary original. Aquí está. Si una mujer imaginaria puede tener una tumba real, sin duda aquí la tenemos. Se llama Delphine Delamare. Murió en 1848, a los veintisiete años de edad, con su nombre envuelto en una ponzoñosa nube de escándalo local. La gente decía que Delphine Delamare se había suicidado. Pero su lápida parece nueva. No puedo haber viajado 150 años en el tiempo. El útil folleto oficial dice que en 1990 se inauguró una nueva lápida, pagada por la sociedad literaria local y la cámara de comercio. La nítida inscripción negra en la losa amarilla no deja lugar a dudas: «Delphine Delamare née Couturier». A continuación, grabadas debajo del nombre auténtico, se leen las palabras «Madame Bovary». Muy audaces. El pueblo que un día mató a Delphine Delamare con sus cotilleos ahora se gana bien la vida con el cultivo de su memoria. Ry es el lugar donde se rodaron las escenas exteriores de una adaptación televisiva de la novela, meticulosamente auténtica. Existe una próspera floristería llamada El jardín de Emma. A escasos portales de distancia, en un antiguo establo, se encuentra el Museo del Autómata. Por diez francos uno puede ver las principales escenas de la novela: el aula escolar, la boda, el salón de baile, la seducción, la amputación, el lecho de muerte, el funeral. Uno no podía imaginar que hubiera tantas escenas multitudinarias en la novela. Todo está allí, tan claro, tan literal. Cientos de figuras en miniatura vestidas con levitas y miriñaques; los muchachos llevan bigote y las chicas tienen mejillas sonrosadas. A Flaubert no le habría gustado una confusión tan lucrativa entre la vida y el arte. Al igual que Emma Bovary, Delphine Delamare era la esposa infeliz de un médico de pueblo no muy exitoso. Como Emma, tenía gustos caros, un marido crédulo y amantísimo, una procesión de amantes y un cúmulo de deudas. Al igual que Emma, conoció una muerte prematura e ignominiosa, probablemente suicidio. Frente a Emma, Delphine Delamare no era nada del otro mundo. Según Du Camp, era rolliza, pálida y bastante insulsa, con el pelo rubio desvaído y el cutis lleno de manchas. Pero rezumaba sexo. Delphine Delamare tenía andares ligeros y sinuosos, una voz melosa y unos magníficos ojos suplicantes que parecían cambiar de color con la luz. ¿Eran grises, verdes o azules? Los ojos de Emma cambiaban de

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color también. Pero es imposible caracterizar a la auténtica Delphine. Todo el mundo ha embellecido su historia para amoldarla a la novela. Delphine Delamare yace ahora en un gran monumento funerario de fantasía cultural.” (pp. 245-246).

El capítulo 17, “Las punzadas del arte”, cuenta la lenta escritura de Madame Bovary. Es el más largo del libro, como corresponde a la importancia de la obra. En una de sus cartas a Colet, Gustave le dice: “Soy el hombre-pluma. Siento a través de ella, a causa de ella, con relación a ella y sobre todo con ella”. “[lo que me gustaría escribir] es un libro sobre nada, un libro sin ataduras exteriores, que se sostuviera por sí mismo con la fuerza interna de su estilo, como la tierra que flota en el aire, un libro que casi no tuviera tema o en el que éste fuera casi invisible, si estuviera a mi alcance (…)

Por ello no existen temas bellos ni sórdidos; uno podría establecer como axioma, desde el punto de vista del Arte puro, que no existe ningún tema, que el estilo es la única manera absoluta de ver las cosas”.

En Madame Bovary Flaubert elige un tema innoble, el adulterio, pero con él crea una obra maestra, a fuerza de estilo:

“nada de lirismo, nada de reflexiones, personalidad del autor ausente”. “Si te diseminas en todos, tus personajes cobrarán vida. Y en lugar de la eterna personalidad declamatoria (…) tus obras tendrán rostros humanos”. El artista flaubertiano debía estar en todas partes y en ninguna, como el poder invisible de Dios, como deidad inmanente. El autor debe “ingeniárselas para que la posteridad crea que nunca existió”.

La novela era su libro sobre nada, con una anécdota anodina, casi insulsa: el adulterio de una mujer provinciana. El artista se afanaba así en

“caminar sobre un cabello, suspendido en el doble abismo del lirismo y lo vulgar”.

Como decía el escritor, para escribir…

“Es preciso beber el océano y luego mearlo”.

Para Flaubert, el Arte es una necesidad, una religión. Le fastidiaban muchísimo las insidias de los círculos literarios:

“La vida de un hombre de letras es ahora (…) una empresa dolorosa (…) Incontables obstáculos impiden el desarrollo de esta carrera en la que uno es atacado por la calumnia y difamado por la estupidez, al ser obligado a pisotear esas vanidades liliputienses que se revuelcan en el lodo (…) cuando se completa la tarea no se ha logrado nada. Después uno está sujeto a la indiferencia, al rechazo, al desdén, al insulto, a la promiscuidad del aplauso banal o al sarcasmo de los maliciosos”.

Mientras tanto, Colet, harta de los desprecios de Gustave, se hizo amante de Alfred de Musset, académico, cuarentón, narcisista y algo caduco. Flaubert se burla de él en el personaje de Rodolphe Boulanger, el primer amante de Emma, un pesado declamatorio y romanticón. Flaubert avanzaba muy despacio en su novela, tardó cinco años en escribirla, es “imposible dar al análisis psicológico la rapidez, la nitidez, el arrebato de una narración puramente dramática”, decía. Revisaba el tono, la escritura. Tenía los nervios a flor de piel y volvió a tener ataques epilépticos mientras escribía Madame Bovary.

“Tenía los nervios tan erizados que mi madre, cuando entró a las diez en mi habitación para darme las buenas noches, me hizo dar un grito de terror, que la asustó a ella también. Se me aceleró el pulso y tardé un cuarto de hora en reponerme. Así me absorbo cuando trabajo”.

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El desprecio que siente por su clase burguesa se manifiesta sobre todo en el farmacéutico de Yonville, Mr. Homais: charlatán, entrometido, erudito rural, lector de periódicos, hombre de saberes enciclopédicos, artesano del chocolate y artífice de pociones. “Apesto a Homais”, decía Flaubert. Las partes más difíciles de la novelas son las eróticas, sobre todo la que él mismo llamó el Gran Coito (la Baisade), escrita el 23 de diciembre de 1853, cuando Rodolphe se lleva a Emma al bosque una tarde de otoño. Toda una evoación erótica.

“Sin detalles obscenos ni imágenes licenciosas, será preciso que lo lascivo se encuentre sólo en la emoción”.

Así describe la ensoñación oceánica poscoital de Emma:

“Caían las sombras de la tarde, el sol horizontal que pasaba entre las ramas le deslumhraba los ojos. Por un lado y por otro, en torno a ella, en las hojas o en el suelo, temblaban unas manchas luminosas, como si unos colibríes al volar hubiesen esparcido sus plumas. El silencio era total; algo suave parecía salir de los árboles; Emma se sentía el corazón, cuyos latidos recomenzaban, y la sangre que corría por su carne como un río de leche. Entonces oyó a lo lejos, más allá del bosque, sobre las otras colinas, un grito vago y prolongado, una voz que se perdía y ella la escuchaba en silencio, mezclándose como una música a las últimas vibraciones de sus nervios alterados. Rodolfo, con el cigarro entre los dientes, recomponía con su navaja una de las riendas que se había roto.” (Madame Bovary, 2, 9)

Flaubert habla en algunas cartas de su excitación imaginativa al escribir, de cómo somatizaba los síntomas de su personaje. Recuérdese el famoso “Madame Bovary, c’est moi!”, que le dijo en carta a Amélie Bosquet:

“He llegado al Gran Coito, de lleno, justo en medio de la escena. Sudo y tengo un nudo en la garganta. Ha sido uno de esos raros días de mi vida que he pasado en la Ilusión, completamente, y desde el principio hasta el final. Hacia las seis de la tarde, cuando escribí la frase ataque de nervios, sufrí tal arrebato, berreé tan fuerte, y sentí con tal profundidad lo que experimentaba mi mujercita, que temí padecer un ataque yo también. Me levanté de la mesa y abrí la ventana para serenarme. Me daba vueltas la cabeza. [...] Soy como un hombre que ha jodido demasiado (perdón por la expresión), es decir, que se encuentra en una suerte de lasitud llena de embriaguez. [...] Escribir es una cosa deliciosa: no tener que ser uno mismo, circular por toda la creación de la que uno habla. Hoy, por ejemplo, siendo hombre y mujer a la vez, amante y querida a la vez, me paseé a caballo por un bosque, una tarde de otoño, bajo las hojas ocres, y yo era los caballos, las hojas, el viento, las palabras que se decían y el sol rojo que les hacía entrecerrar los párpados pletóricos de amor”.

Flaubert sugiere a menudo que podría haber una fisiología del estilo: “La perla es una enfermedad de la ostra y el estilo, tal vez, la secreción de un dolor más profundo”.

Quien mejor capta la teoría literaria de Flaubert (“El artista no debe existir”) es su antiguo amigo Maxime du Camp, ahora algo distanciado de Gustave, que en sus memorias las expone con un punto de sorna:

“Ningún escritor debe desvelar sus sentimiento; si una novela revela las opiniones del autor, merece ser arrojada al fuego. Impersonal e impermeable, el escritor es sustituido por sus personajes, piensa y actúa como ellos (…) Nada que emane de la imaginación es excesivo (…) El tema de una obra de arte (…) carece de valor; lo único que importa es la ejecución; no existe gran diferencia entre describir una babosa que repta por un repollo, o describir un Apolo que contempla a Venus”.

La edición de Madame Bovary en la Revue de Paris, de Maxime du Camp, produjo un gran escándalo; y eso, a pesar de que du Camp suprimió los pasajes más escabrosos. Algunos lectores escribieron protestando por la publicación de aquella inmoralidad. Pero Flaubert también recibió cartas de lectoras entusiastas, como mademoiselle Leroyer de Chantepie, que le decía (carta de 18 de diciembre de 1856):

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“Sí, así son las costumbres de esta provincia donde nací, donde pasé mi vida. Quisiera decirle, señor, lo bien que he comprendido las tristezas, los problemas las miserias de esta pobre señora Bovary. Desde el principio la reconocí y la quise como a un amiga. Me identifiqué con su existencia hasta tal punto que me parecía que era ella y que era yo. No, esta historia no es ficción, es verdadera, esta mujer existe, usted tal vez fue testigo de su vida, de su muerte, de sus sufrimientos (…) Independientemente de dónde hay adquirido usted este perfecto conocimiento de la naturaleza humana, es el escalpelo aplicado al corazón, al alma, es (desgraciadamente) el mundo en todo su horror”.

Esta carta es el mejor testimonio del “efecto Bovary” en los lectores. Flaubert mantuvo relación con Mlle. de Chantepie, se sentía gratificado al saber que había descrito los secretos del alma femenina. En una carta le dice:

“El amor del arte y la literatura son mi único consuelo”.

Otras admiradoras incondicionales que se cartearon con el autor fueron Amélie Bosquet y Edma Roger des Genettes. Cuando Flaubert fue procesado, hubo un bando de acusadores que querían verlo en prisión, pero en el otro lado militaron las bovarystes enragées, que casi santificaron a Flaubert, quien, por cierto, a pesar de sus odios burgueses, esgrimió la relevancia de su apellido familiar, la notoriedad pública de su padre y hermano, para defenderse:

“Es preciso que sepan en el Ministerio del Interior que en Ruán somos eso que se denomina una familia, es decir, que tenemos raíces profundas en la región”.

Du Camp le explicaba a su amigo:

“Estos tipos son ingenuos, tu libro les ha dejado anonadados, quieren suprimirlo y condenarte. Es muy sencillo (…) Tu libro es brutal (…), ellos interpretan la brutalidad como inmoralidad”.

Flaubert decía a un amigo íntimo:

“Si mi obra tiene un valor real, (…) compadezco a quienes la persiguen. Este libro que pretenden destruir vivirá mejor en un momento posterior, y gracias a las propias heridas”

Tenía razón, el proceso judicial no hizo más que inmortalizar la obra. Lamartine, admirado maestro para Flaubert, le comentó:

“Mi querido muchacho, no es posible. No hay tribunal en Francia que pueda condenarle. Es lamentable que se hay malinterpretado su obra y ordenado su procesamiento. Pero sería inconcebible, por el honor de nuestro país y nuestra época, que un tribunal le condenara”.

La opinión del maestro fue utilizada en el juicio para defender a Flaubert. El fiscal acusador, Ernest Picard, era un joven de la misma edad de Flaubert por entonces, pequeño y ambicioso, venido como él de la provincia a la cosmópolis parisina. También le tocaría acusar a Baudelaire por Las flores del mal. De él se supo, años más tarde, que era autor de una colección de versos pornográficos. Pero en aquella ocasión le tocó hacer el papel del moralista. Él fue el primer lector sistemático de la novela, captó bien su ataque a lo burgués y la subtituló en su intervención judicial “Los adulterios de una esposa de provincias”:

“El atentado contra la moralidad pública se encuentra en las escenas lascivas que mostraré ante ustedes, el atentado contra la moralidad religiosa está en las imágenes voluptuosas que se mezclan con las cosas sagradas” [Emma] “Voluptuosa un día, religiosa al día siguiente, ninguna mujer, ni siquiera en otros países, ni siquiera bajo los cielos de España o Italia, murmuraría a Dios las caricias adúlteras El “Pavillon Flaubert” en Croisset

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que ha dado a su amante”. “La belleza de madame Bovary es la belleza de la provocación”. “…glorificación del adulterio…” “Lo que muestra el autor es la poesía del adulterio y yo pregunto una vez más si estas páginas no son profundamente inmorales” “…el género que cultiva monsieur Flaubert, sin las restricciones del arte pero con todos sus recursos, es el género descriptivo, la pintura realista”. “Les digo, caballeros que los detalles lascivos no pueden ser encubiertos por una conclusión moral, pues en caso contrario, un escritor podría retratar todas las proezas orgiásticas imaginables, describir todas las depravaciones de una mujer de la calle, siempre y cuando murieses en la miseria en un asilo. ¿Se nos permitiría estudiar y describir todas sus poses lascivas? Eso sería atentar contra las reglas del sentido común, poner el veneno al alcance de todos”. “[¿Quiénes serán los lectores de Madame Bovary] ¿La leerán hombres preocupados por la economía social y política? ¡No! Las páginas irresponsables de Madame Bovary caerán en manos de los irresponsables, en manos de jovencitas o de mujeres casadas. ¡Pues muy bien! Una vez que la imaginación es seducida, una vez que esta seducción ha llegado al corazón, una vez que el corazón ha susurrado a todos los sentidos, ¿creen ustedes que la fría razón evitará la seducción de los sentidos y de los sentimientos? (pp. 286-290)

Hasta los hombres virtuosos tienen instintos primarios, y sólo un voluntarioso esfuerzo los aparta del peligro. Emma nunca es condenada. No hay honor conyugal, Charles está eternamente enamorado. No hay condena de la opinión pública. La religión brilla por su ausencia y el párroco Bournisien es grotesco.

“Madame Bovary muere por ingerir veneno. Es obvio que ha sufrido mucho. Pero muere el día y la hora que ella ha elegido. No muere por ser una adúltera, sino porque desea morir. Muere con todo el glamour de su juventud y su belleza” “¿Existe un solo personaje que pueda controlar a esta mujer? No. El único personaje que tiene autoridad es madame Bovary”. “El arte sin reglas ya no es arte; es como una mujer que se despoja de toda su ropa”.

La defensa de maître Jules Sénard, sesentón, viejo amigo de la familia, gran orador, comenzó recordando al tribunal que él había sido amigo de don Achille-Cléophas, gran médico. Dijo que Gustave solo quería representar diversos tipos de la clase media y alcanzar “un resultado útil”, su libro no glorificaba el adulterio, sino que era “la historia de una educación provinciana”, el relato de la vida de una mujer educada por encima de sus posibilidades y que se evade en “eternas ensoñaciones”. Aludió a las cartas de las lectoras, a la opinión de Lamartine, a la edición expurgada en la Revue de Paris que facilitó la descontextualización de las citas. La hija de un granjero no debía haber tenido una educación así, las muchachas “sensualizan la religión” con su gusto por las reliquias y los medallones, su misticismo y sus ensoñaciones. Flaubert solo describía ese proceso en Emma Bovary. El discurso tuvo gran éxito. El 7 de febrero de 1857 llegó la absolución, junto con una severa reprimenda del tribunal:

“la misión de la literatura debe ser enriquecer y entretener la mente elevando el entendimiento y refinando la moralidad”. “Mi causa –dijo Flaubert- era la de toda la literatura contemporánea. No solo mi novela era atacada, sino todas las novelas, y con ellas el derecho de escribirlas”

Madame Bovary se convirtió en un “succès de scandale”. Sainte-Beuve, el crítico más importante de la época, reconocía en Flaubert a una nueva generación de escritores comprometida con la observación y la ciencia:

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“Hijo y hermano de doctores eminentes, Gustave Flaubert maneja la pluma como un escalpelo. Anatomistas y fisiólogos, ¡estáis en todas partes!”

George Sand analizó sutilmente la obra y dice de Flaubert que es el heredero de Balzac, pero sin su benevolencia, “un Balzac amargo y sombrío, un Balzac destilado”. Baudelaire consideró la novela como un “libro esencialmente insinuante” y hablaba de la masculinidad secreta de Emma Bovary, de su libertad de varón que actúa y piensa a su modo:

“Emma ha retenido todas las seducciones de un alma viril en un cuerpo femenino encantador”.

Baudelaire escribió para la Gazette de Paris una breve biografía en miniatura de Flaubert que encantó al propio escritor:

“Viste como un hombre de mundo, correcto y rebuscado, sin afectación de dandismo. Su talla es elevada. Su fisonomía es seria, casi severa; la sonrisa sin benevolencia, la mirada profunda. La frente es despejada, desguarnecida en las sienes como la de los hombres fatigados por el trabajo o los placeres excesivos. [..,] Su imaginación ha sido siempre activa y su temperamento robusto. Ha querido luchar contra el aburrimiento, esa enfermedad de las gentes ociosas. Si hubiera sido pobre, habría trabajado. Rico e independiente, ha llevado la existencia propia de los vividores de provincias. [...] Un buen día partió rumbo a Oriente. [...] Acampó en medio de las ruinas y se fumó su cigarro, con la mirada fija en el desierto. [...] M. Gustave Flaubert, a su regreso, se decidió a estudiar. Se dijo: «Produciré una obra de cierta sustancia [...]»."

Flaubert solo quería volver a su vida de siempre en Croisset, a su “mutismo de pescado”. En Ruán los ruaneses odiaban a su inmoral vecino y el cura local de Croisset prohibió a los feligreses la lectura de la obra. Gustave se regodeaba:

“He sido atacado por el gobierno, por los curas y por los periódicos. Mi triunfo es completo”.

El capítulo 18, “Bárbaros a las puertas”, está dedicado a la escritura de su siguiente novela, Salambó, la hija del general cartaginés Amílcar Barca. Hay un tono épico y la descripción de mil horrores bélicos. Como siempre, Flaubert se documentó a fondo antes de escribir su novela. Él quería que su obra fuera “Arte, Arte puro y nada más”. En el capítulo 19, “Las cenas fuera de casa” se nos cuenta la vida parisina, de salones literarios, de Gustave. Así describen a Flaubert los hermanos Jules y Edmond Goncourt, según su habitual tendencia a la traición:

“Muy alto, muy fuerte, grandes ojos saltones, párpados inflados, mejillas rellenas, bigote rudo y caído, tez horadada y con machas rojas” “Se hace valer, establece relaciones con gente importante, crea una red de conocidos útiles, pretendiendo ser independiente, perezoso y amigo de la soledad”.

Por su parte, Gustave enseguida conoció a sus nuevos amigos y los apodaba les bichons, los perritos falderos o niños mimados. Ellos hablaban de la voz excesiva y del tamaño y talento tal vez excesivo de aquel provinciano tosco y declamatorio, fascinante y a la vez ridículo, sin duda poco refinado. El editor le propone añadir algún dibujo a Salambó, pero él, como le pasará muchos años después a Kakfa con el editor de La metamorfosis, no quiere:

“La descripción literaria más bella es devorada por el dibujo más pobre. Desde el momento en que un tipo es representado por el lápiz, pierde su carácter de generalidad (…) Una mujer dibujada se asemeja a una mujer, eso es todo. A partir de entonces, la idea queda cerrada, completa, y todas las frases son inútiles, mientras que una mujer escrita hace soñar a mil mujeres”.

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La novela del escritor, ahora una celebridad, fue bien acogida. Víctor Hugo, Champfleury, Sainte-Beuve, todos lo alababan. El músico Héctor Berlioz le escribió:

“Su libro me ha llenado de admiración, asombro e incluso terror… Estoy asustado, he soñado con él las últimas noches”.

Flaubert leyó Los miserables, de Víctor Hugo, publicada el mismo año que su novela Salambó, 1862, y le quitó importancia como era de esperar: el maestro romántico sí tomaba partido, no era impasible.

“[El estilo es] deliberadamente incorrecto y bajo (…) una suerte de encomio de lo popular”, los personajes son simples marionetas, todos suenan igual. “No se puede retratar tan falsamente la sociedad cuando se es contemporáneo de Balzac y Dickens”.

En fin, el burgués burguesófobo se dejaba querer por la alta burguesía, incluso por los príncipes y princesas, hasta la emperatriz Eugenia de Montijo, duquesa de Alba y esposa del emperador Napoleón III, estaba fascinada con aquel paganismo terrible y sádico de Salambó. Su Alteza Imperial la princesa Mathilde Bonaparte, sobrina del primer Napoleón y prima de Napoleón III, que presidía un salón liberal de artistas y escritores escogidos (Gautier, Dumas, Sainte-Beuve, los Goncourt…), al que también acudía la emperatriz Eugenia, lo invitó a sus reuniones. El capítulo 20, “Hija de la gracia”, se dedica a hablar de la sobrina de Gustave, Caroline Hamard, y de cómo su tío medió para que se casara con el industrial y rico propietario Ernest Commanville, que se olvidara de su pobre profesor de dibujo (Johanny Maisiat), del que andaba enamoriscada y que pensara sobre todo en el nombre familiar, “esa nube densa y soporífera de ideas recibidas”:

“Caroline, hija de la hermana de Flaubert, le había ahorrado todas las emociones dulces y difíciles de la paternidad. Apareció en su vida de un modo perfecto, desvinculada. Era una hija, pero sin el temido estrobo de una esposa. Gustave había supervisado las partes interesantes de su educación: le había enseñado geografía e historia y le había transmitido, por experiencia propia, elevadas ideas de ambición intelectual. Ella le llamaba “Nounou”. “Nos queríamos mucho”, recordaba.” (pp. 323-324).

Gustave le propuso a aquel “industrial de buena posición económica. Tiene en Dieppe una serrería mecánica con motor de vapor que le reporta pingües beneficios”, era “un hombre rico que la quiere y la acepta sin un céntimo”. Ella lloraba furiosa y decía que aquella boda era “como ser arrojada desde la cumbre del monte Parnaso”. Gustave le envió la carta decisiva instándole a cumplir su deber:

“Observa, reflexiona, sondea bien tu persona entera (cuerpo y alma), para ver si el señor tiene en sí alguna posibilidad de felicidad. La vida humana se nutre de otras cosas, aparte de ideas poéticas y sentimientos exaltados. Pero por otra parte, si la existencia burguesa te estremece de miedo, ¿cómo puedes resolverlo? Tu pobre abuelita desea casarte, por temor a dejarte sola, y yo también, mi querida Caro, quisiera verte unida a un hombre honesto que te hiciera todo lo feliz posible. Cuando te vi llorar tanto el otro día, tu desolación me partía el alma. Nosotros también te queremos, mi bibi, y el día de tu boda no será un día feliz para tus dos viejos compañeros. [...] No tengo ningún consejo que darte. Lo que más me agrada de monsieur C son sus maneras. Además, conocemos su carácter, sus orígenes y sus amistades, cosas casi imposibles de saber en un medio parisino. Tú podrías quizás encontrar aquí gente más brillante. Pero la inteligencia y el encanto son patrimonio casi exclusivo de los bohemios. Ver a mi pobre sobrina casada con un hombre pobre es una idea tan atroz, que no me la planteo ni un minuto. Sí, querida mía, afirmo que me gustaría más verte casada con un tendero millonario que con un gran hombre indigente. Porque el gran hombre tendría, además de su miseria, brutalidades y tiranías que te volverían loca o idiota de sufrimiento [...]. Tendrás dificultades para encontrar un marido que te supere en inteligencia y educación [...]. Por tanto, estás obligada a aceptar a un buen muchacho inferior. ¿Pero podrás querer a un hombre al que juzgues desde arriba? Ésa es toda la cuestión. Sin duda se te va a presionar para que des una respuesta rápida.8

Caroline respondió afirmativamente al día siguiente por la tarde. Se casó con Commanville y fue desgraciada. Años después, Commanville arruinó a la familia Flaubert.

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El capítulo 21, “Trovadores”, se dedica a la amistad entrañable entre dos grandes escritores, George Sand y Flaubert.

“Solo puedo compararla a uno de los grandes ríos de América. Una dulce inmensidad”, “la más comprensiva de mis confidentes”, escribe Gustave. “Es usted -dice ella- un ser excepcional, muy misterioso, aunque dulce como un cordero”.

Eran totalmente distintos, pero se llevaron bien. Ella, protofeminista y socialista, independiente y fumadora (cuando fumar era un gesto de emancipación femenina), de sesenta años de edad. Él, conservador y misógino, más joven. Ella lo visitó incluso en el santuario de Croisset, donde nunca pudo entrar Louise Colet. La huella de las conversaciones con la Sand están en La educación sentimental y en “Un corazón sencillo”. Ella le decía que no comprendía su angustia literaria:

“Me sorprende siempre la dificultad que dice tener usted en la escritura. ¡No da esa impresión! (…) Deje que el viento corra un poco dentro de sus cuerdas. Yo creo que sufre más de lo necesario” “Sea menos cruel consigo mismo (…) Lo que usted hace parece tan fácil, tan abundante, es un exceso perpetuo. No comprendo su angustia en absoluto”.

Esto dice Flaubert del oficio de escritor (y lector):

“Me parece (…) que he existido y que poseo recuerdos que se remontan a los faraones. Me veo con gran nitidez en diversas épocas de la historia, ejerciendo diferentes oficios, no siempre con la misma fortuna. Mi individuo actual es el resultado de mis individualidades extintas. He sido barquero en el Nilo, proxeneta en Roma desde la época de las guerras púnicas, después orador griego en Suburra, donde fui devorado por las chinches. Durante las Cruzadas, morí por comer demasiadas uvas en la playa de Siria. He sido pirata y monje, saltimbanqui y cochero. ¿Tal vez emperador de Oriente, también?”

En el capítulo 22, “El caballero Flaubert”, se nos muestra a un escritor atormentado por su enfermedad (la sífilis) y también por las deudas producidas por su elevado nivel de vida. En su Diccionario de lugares comunes, escribe algo sobre ello:

Es la tercera vez que los veo. Y siempre con un placer renovado. Lo admirable es que provocan el Odio de los burgueses, pese a ser inofensivos como corderos. La muchedumbre me ha mirado muy mal cuando les he dado dinero. Y he oído palabras injuriosas. Ese odio tiene su origen en algo muy profundo y muy complejo. Se da en todas las gentes de orden. Es el odio que existe contra el beduino, el hereje, el filósofo, el solitario, el poeta. Existe un componente de miedo en dicho odio. A mí, que estoy siempre a favor de las minorías, me exaspera ese miedo. Es cierto que me exasperan muchas cosas. El día que no me indigne, caeré exhausto, como una marioneta con las cuerdas rotas.” “CALVICIE: Siempre precoz y causada por los excesos juveniles, o por la concepción de grandes pensamientos. ESTREÑIMIENTO: Influye sobre las convicciones políticas. Todos los hombres de letras están estreñidos. DISIPACIÓN: Causa de todas las enfermedades de los solteros. HERNIA: Todo el mundo tiene sin saberlo. MERCURIO: Mata la enfermedad y al enfermo. SÍFILIS: Todo el mundo, más o menos, está afectado.”

Mantiene amistad con el príncipe Jerónimo Napoleón, hermano de Mathilde (llamado cómicamente “Plon-Plon” por el pueblo), va a la ópera, habla con embajadores, lo hacen chevalier de la Légion d’honneur… En fin, la gran vida. En el capítulo 23, “La educación sentimental”, se cuenta cómo hizo Flaubert su novela parisina, a la que su amigo Maxime du Camp propuso titular Las gentes mediocres. A Flaubert los socialistas utópicos no le gustan:

“¡Qué déspotas son! ¡Y qué patanes! El socialismo moderno apesta a autoritarismo de poca monta”.

Sufre cuando escribe, se deprime, avanza despacio como siempre, vive “como una ostra”. La novela, como siempre en Flaubert, tiene poca acción y poco drama, se basa sobre todo en el estilo.

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“No quiero tener ni amor, ni odio, ni compasión, ni cólera”

El Segundo Imperio de Napoleón III agoniza frente al avance prusiano de los ejércitos de Bismarck.

“¡Los burgueses tienen miedo de todo! Miedo de la guerra, miedo de las huelgas de obreros, miedo de la muerte (probable) del príncipe imperial. Es un pánico universal (…) La impresión de imbecilidad que extraigo (…) se suma a la que me procura el estado contemporáneo de las mentes, de suerte que tengo sobre los hombros montañas de cretinismo.”, le dice en carta a su sobrina Caroline. “Axioma: el odio del burgués el comienzo de la virtud. A mi entender, esta palabra “burgués” se refiere tanto a los burgueses de delantal como a los burgueses de levita. Somos nosotros, y solo nosotros, es decir, los letrados, los que constituimos el Pueblo, o mejor dicho, la tradición de la Humanidad. (…) La imbecilidad y la injusticia me hacen rugir.”, le dice a George Sand.

Flaubert sigue tan burgués burguesófobo como siempre y, por espíritu de contradicción, aprecia a los gitanos acampados cerca de Croisset, según dice a G. Sand:

“Es la tercera vez que los veo. Y siempre con un placer renovado. Lo admirable es que provocan el Odio de los burgueses, pese a ser inofensivos como corderos. La muchedumbre me ha mirado muy mal cuando les he dado dinero. Y he oído palabras injuriosas. Ese odio tiene su origen en algo muy profundo y muy complejo. Se da en todas las gentes de orden. Es el odio que existe contra el beduino, el hereje, el filósofo, el solitario, el poeta. Existe un componente de miedo en dicho odio. A mí, que estoy siempre a favor de las minorías, me exaspera ese miedo. Es cierto que me exasperan muchas cosas. El día que no me indigne, caeré exhausto, como una marioneta con las cuerdas rotas.”

Se duele de la muerte de su amigo Louis Bouilhet:

“Se han acabado las buenas lecturas en alto, los entusiasmos en común, las obras futuras que soñábamos juntos”, “Me siento como tras una gran amputación”. “Es una pérdida para mí irreparable. Anteayer enterré a mi conciencia literaria, mi juicio, mi brújula”. «Cuando perdí a mi querido Bouilhet perdí a mi comadrona, perdí al hombre que escudriñaba mi pensamiento con mayor claridad que yo mismo.»

Barbey d’Aurevilly y otros críticos se burlan de Flaubert y su obra La educación sentimental:

“seca y exagerada”, Flaubert se queda “en la superficie, no tiene sentimiento ni pasión, ni entusiasmo, ni ideal, ni percepción, ni reflexión ni produndidad”, Barbey se mofa del culto de Flaubert al perfeccionismo, e invita al lector a imaginar una multitud “que se arrodilla –como los Reyes Magos ante el pesebre del Niño Jesús- ante la caja que contiene el manuscrito de Flaubert. Porque Flaubert ha inventado una caja para su manuscrito y desde ahora se le conocerá como “el hombre de la caja”.

También su antigua admiradora Amélie Bosquet critica La educación sentimental:

“La desdeñosa imparcialidad de monsieur Gustave Flaubert que no pone de relieve más que lo ridículo e innoble (…) establece, entre los representantes de todas las opiniones, la igualdad en la tontería, la bajeza y el crimen (…). Flaubert ha esterilizado su talento”.

Su amiga George Sand lo admira sin rodeos y dice de él:

“Es más alto y más ancho que la media de todos los seres. Su espíritu supera, como él, las proporciones normales. En ese aspecto tiene al menos tanto de Víctor Hugo como de Balzac, pero tiene el gusto y el discernimiento que le faltan a Hugo, y es artista, a diferencia de Balzac. ¿Quiere decir eso que es más que uno y otro? Chi lo sa Todavía no ha ofrecido toda su voz. El volumen enorme de su cerebro le atormenta. No sabe si será poeta o realista, y como es ambas cosas a la vez, esto le irrita. Debe desenmarañar sus brillantes visiones. Lo ve todo y quiere aprehender todo a la vez. No está al nivel del público que quiere comer con una boca pequeña y se ahoga con los bocados grandes. Pero el público se acercará a él en cuanto sepa comprender sus obras. Puede que se acerque bastante rápido, si el autor se rebaja a querer ser bien comprendido. Para ello serán necesarias tal vez algunas concesiones a la pereza de la inteligencia.”

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Flaubert no tenía el ánimo necesario para ser admirado. «Su amistad le ciega, querida maestra», respondió. «No pertenezco a la familia de los que menciona.» Pero la amistad de Sand, de Turguéniev, de Zola, Daudet, Maupassant, Gautier, los hermanos Goncourt… le hizo mucho bien. En el capítulo 24, “En la oscuridad”, se narra la derrota de Francia ante la Prusia de Bismarck, la invasión de Croisset por los alemanes, la desmoralización de Flaubert, su melancolía mientras escribía una nueva versión de La tentación de San Antonio.

“La guerra de Prusia pareció una gran catástrofe natural, uno de esos cataclismos que sólo suceden cada seis mil años”.

Flaubert protesta contra el comportamiento cobarde de los franceses, “nuestros infectos compatriotas”; quiere hacerse ruso; echa pestes contra la democracia y las masas, contra el sufragio universal y la educación gratuita y obligatoria. Confiesa a Sand que, en el Segundo Imperio de Napoleón III,

“Todo era falso: falso realismo, falso ejército, falso crédito e incluso putas falsas. Las llamaban “marquesas”, al igual que se trataba familiarmente a las grandes damas como “puercas”. “Nuestra salvación se encuentra en una aristocracia legítima (…) un gobierno de mandarines”.

Flaubert creía, como Renán en 1868, que había que crear “clases altas inspiradas por un espíritu liberal”. Defendía el elitismo ilustrado al modo de nuestro Ortega y Gasset, años más tarde. Creía que el progreso era solo un sueño:

“La humanidad no ofrece nada nuevo. Su irremediable miseria me ha llenado de amargura desde la juventud. Por tanto, ahora no tengo ninguna desilusión. Creo que la muchedumbre, la multitud, el rebaño serán siempre odiosos. Lo único importante es un pequeño grupo de inteligencias, siempre las mismas, que se pasan la antorcha unas a otras”. “Creo que los pobres odian a los ricos, y que los ricos tienen miedo de los pobres. Será así eternamente”.

El 26 de enero de 1872, La Presse publicó una extensa carta de Flaubert al Consejo municipal de Rúan, contra la estupidez burguesa:

“Conservadores que no conservan nada, ha llegado el momento de cambiar de dirección, y puesto que se habla de regeneración [...] el momento de un pensamiento nuevo. ¡Tomen por fin alguna iniciativa! La nobleza francesa desapareció porque, durante dos siglos, tuvo mentalidad de meningitis. La caída de la burguesía ha comenzado, porque comparte los sentimientos de la chusma. No veo que lea periódicos diferentes, que disfrute una música distinta, que sus placeres sean más elegantes. En ambos casos, existe el mismo amor al dinero, la misma reverencia por el fait accompli, la misma necesidad de derribar los ídolos, el mismo odio hacia todo lo superior, el mismo espíritu de menosprecio, la misma crasa ignorancia. Para ganar el respeto de los inferiores, deben mostrar respeto hacia los superiores. Antes de enviar al populacho a la escuela, ¡vayan ustedes mismos! Son ustedes clases inteligentes. ¡Utilicen su inteligencia! A causa de su menosprecio de la inteligencia, se creen llenos de sentido común, realistas, prácticos. Pero la gente sólo es práctica con la condición de ser un poco más que [...]. Ustedes no disfrutarían de todos los beneficios de la industria, si el único ideal de sus antepasados dieciochescos hubiera sido la utilidad material. [...] ¡Individuos prácticos! ¡Qué tontería! No tienen habilidad ni con la pluma ni con el fusil. Se dejan desvalijar, encarcelar o masacrar por una multitud de reclusos. Ya no tienen el instinto primario de la defensa propia; y cuando no se trata simplemente de salvar el pellejo sino también el monedero (que debería ser para ustedes lo más preciado), en-tonces no tienen siquiera energía para caminar hasta las urnas. Con todo su capital e ingenio no pueden organizar siquiera el equivalente de la Internacional. Su único esfuerzo intelectual consiste en estremecerse pensando en lo que les reserva el futuro. ¡Utilicen su imaginación! ¡Pero rápido! Si no, Francia se hundirá todavía más, atrapada entre una espantosa demagogia y una burguesía estúpida”.

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El capítulo 25, “Amor espiritual”, se dedica a hablarnos de la ternura que Flaubert sintió por su maestra George Sand, gran compañera de correspondencia, y por su sobrina Caroline Commanville, cuyo marido, Ernest, se arruinó y arruinó a toda la familia del escritor, que salió en pago de sus deudas por evitar el escándalo de la bancarrota. Gustave, además, va teniendo ideas para su nueva novela, Bouvard et Pécuchet, “una especie de enciclopedia crítica en forma de farsa”, con la que quería

“Escupir sobre mis contemporáneos el asco que me inspiran. Al fin podré transmitir mi manera de pensar, exhalar mi resentimiento, vomitar mi odio, expectorar mi hiel, eyacular mi cólera, purgar mi indignación

También intenta resarcirse económicamente con una obra de teatro, Le candidat, que finalmente resulta un fracaso. Sin embargo, el hipercolérico escritor se ablanda al recurrir en auxilio de su sobrina, atrapada en un matrimonio sin amor, al hablar con su amiga Sand… Esas armonías otoñales están en “Un corazón sencillo” (1877), un amor incorpóreo donde se aúnan madame Flaubert, Elisa Schlésinger, George Sand, Caroline y su antigua niñera Julie. Gustave se transforma en el “Géant aplati” (Gigante abatido, aplastado) con que empieza a firmar sus cartas a los íntimos, siente su “desmoronamiento psíquico”, se ve grotesco,

espantoso “como un leproso”, “sudando como un cerdo, resoplando como una foca, gimiendo como un asno y deteniéndome cada veinte pasos”, en un estado de “postración moral y física”, abrumado por los recuerdos de infancia, “signo de decrepitud”. “El azar, la fuerza de las cosas es la causa de que la soledad se haya agrandado poco a poco a mi alrededor; y ahora estoy solo, completamente solo”. “Leo libros difíciles, contemplo la lluvia y converso con mi perro (…) Paso de la exasperación a la postración, y después vuelvo del abatimiento a la rabia, aunque mi temperatura media es el enfado”. “…jamás me he sentido más abandonado, más vacío y más herido.” Flaubert solo quiere dormir, se siente “viejo, cansado, desmoralizado de todas las cosas (…) Ya no espero de la vida nada más que una serie de hojas de papel para pintarrajearlas de negro”. “Estoy cansado hasta la médula, triste como la muerte, extenuado, rendido”. “He llevado una existencia laboriosa y austera. Y ahora ya no puedo más, me siento al límite”.

Sand lo animaba en sus cartas:

“Amas en exceso la literatura; esta te matará y tú no podrás acabar con la imbecilidad humana, la pobre querida imbecilidad que yo no odio, sino que miro con ojos maternales. Porque es una infancia y toda infancia es sagrada”

Pero Flaubert tiene temblores en las manos que apenas le dejan escribir y está muy preocupado por la ruina económica:

“En cuanto a la cuestión de ganar dinero, ¿cómo podré hacerlo exactamente? No soy ni novelista, ni dramaturgo, ni periodista, sino un escritor, y el estilo, el estilo en sí, no se paga (…) En mi vida, he sacrificado todo por la libertad de mi inteligencia. Y ahora me la ha arrebatado esta desgracia. Esto es lo que me desespera”. “Comienzan días bien tristes: falta de dinero, humillación, existencia trastocada”. “Un hombre llora su dinero carece de interés”. “Yo estaba habituado a una gran independencia de espíritu y a una despreocupación completa por la vida material”.

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Cuando hablan del fracaso de un libro anterior de Flaubert, La educación sentimental, Sand le habla de su intransigencia artística:

“Te lo dije muchas veces, pero no querías escuchar. (…) Todos los personajes del libro son débiles y carecen de entidad excepto aquellos cuyos instintos son malévolos; ésa es la crítica que te hace la gente, porque no ha comprendido que tu intención era precisamente describir una sociedad deplorable que alienta los malos instintos y arruina los nobles esfuerzos. Pero cuando no se nos entiende correctamente, es siempre por culpa nuestra (…) Incluye algunos hombres honrados y fuertes entre los locos e idiotas de los que te gusta mofarte”

Flaubert le contesta que existen diferencias entre ellos dos:

“Usted siempre (…) comienza remontándose a las alturas y después regresa a la tierra. Empieza en (…) lo ideal. Ése es el origen de su paciencia, su serenidad (…) su grandeza. Yo soy un pobre diablo apegado al suelo como si tuviera plomo dentro de las botas; todo me conmueve, me lacera, me devasta, aunque intente abandonar el suelo (…) Es muy sensato lo que me dice, pero no puedo hacer nada para cambiar mi temperamento ni la estética que de él deriva (…) Y recuerde que detesto lo que llaman realismo, aunque se me considera el Papa de dicha tendencia.”

En el capítulo 26, “Alquimista con loro”, se explica detenidamente “Un corazón sencillo”, el cuento que escribió Flaubert para su amiga Sand, aunque ella murió el 8 de junio de 1876, antes de que él lo terminara.

“Lloré como un niño cuando abracé a su nieta Aurore que tanto se le parece (…) aquel día, sus ojos se asemejaban tanto a los de su abuela, que era como una resurrección”. “Era como si enterrase a mi madre por segunda vez (…) Si puedo sentarme de nuevo a trabajar se lo debo en parte a los consejos de su madre. Ella consiguió restaurar mi amor propio”, le escribe a Maurice Sand.

“Un corazón sencillo” lo escribió Flaubert para demostrar a su amiga que él era capaz de escribir cosas positivas, menos desoladas que su literatura habitual:

“Un corazón sencillo es el cuento de la vida oscura de una pobre niña rural, devota pero no dada al misticismo, sobriamente piadosa y tierna como el pan recién horneado. Uno tras otro, ama a un hombre, a los hijos de su señora, un sobrino, un anciano al que cuida y, por último, su loro; cuando muere el loro ella lo manda disecar, y cuando ella está en el lecho de muerte toma al loro por el Espíritu Santo. Esto no es en absoluto irónico (aunque uno puede suponer que sí), sino, por el contrario, muy serio y muy triste. Quiero infundir en los lectores el sentimiento de compasión, quiero hacer que lloren las almas sensibles, entre otras la mía.”

Es probable que ese “sentimiento de compasión”, ese “espíritu de navidad” proceda también de sus lecturas de Dickens, al que apreciaba mucho. Flaubert adquirió un loro disecado que le prestó el Museo de Ruán:

«En la actualidad —comenta a su sobrina—, escribo con un "amazónico" de pico curvado que me mira con sus ojos de cristal, posado encima de la mesa.» «La vista de ese objeto empieza a irritarme, pero lo dejo ahí para que llene mi mente con la idea de la loralidad.»

El loro del cuento se llama Loulou, nombre de ciertas evocaciones para el autor, pues era el diminutivo de Caroline. Loulou significaba amor y afecto, domesticidad feliz. Otra figura importante que inspiró el cuento es Julie, la niñera de Flaubert, que seguía sirviendo en la familia desde hacía casi cincuenta años. Delgada y frágil, estaba casi ciega por aquella época. Un lazarillo la guiaba por el jardín de Croisset. Flaubert trabajaba en “Un corazón sencillo” reconfortado por el calor de agosto. En su mesa, junto al loro disecado, había dispersado los materiales en que se inspiraba el final del relato: un tratado médico sobre neumonía, un breviario y una colección de devocionarios. Había entrado en un reino de exaltación intelectual. Las frases del texto le daban vueltas en el cerebro e incluso se le ocurrían en sueños.

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«Por las noches, las oraciones me bullen en la mente, como las cuadrigas de un emperador romano, y me despiertan con el traqueteo y el incesante estruendo.»

A menudo escribía durante toda la noche, con las ventanas abiertas, en mangas de camisa, «bramando como un demonio en el silencio de mi estudio», hasta que le dolían los pulmones y veía el amanecer.

«Un día —bromeaba— voy a estallar como un obús y mis restos quedarán dispersos por el escritorio.» «Creo», comentaba a su sobrina, «que he estado gravemente enfermo, en silencio y sin percatarme de ello, desde la muerte de nuestra querida madre. Si estoy equivocado en esta apreciación, ¿por qué se han disipado recientemente todas las nubes? Es como la niebla que se levanta. Y me siento físicamente recuperado».

También escribió “Herodías”, conte orientale, y “La leyenda de san Julián el Hospitalario”, conte fantastique, y se agotó con su última novela inacabada, Bouvard et Pécuchet, subtitulada por él mismo “Enciclopedia de la estupidez humana”.

“Creo que me estoy licuando como un viejo Camembert. Estoy muy cansado”, le escribió a su sobrina.

Sus mejores amigos habían muerto. La mejor compañera para él en sus últimos días fue Julie, casi una segunda madre. En las tarde invierno, señor y sirviente cenaban juntos por necesidad de afecto, disfrutando de la simple igualdad entre personas ancianas. “Era como una ráfaga de aire fresco”, comenta Flaubert. Julie vestía ropa que había pertenecido a madame Flaubert y a Gustave se le saltaban las lágrimas al verla. Los Tres cuentos, publicados en abril de 1877, tuvieron éxito. Flaubert fue finalmente reconocido. La imagen final es la cabeza del Bautista, “un objeto lúgubre, servido en la fuente, entre los restos del banquete”. “Como era muy pesada”, dice la última línea del relato, los discípulos de Juan que querían llevarla a Galilea “se turnaban para cargar con ella”. Poco después de editar este libro y sin tiempo para concluir su última novela, Bouvard et Pécuchet, Gustave Flaubert moría en Croisset de un ataque epiléptico o de apoplejía. En el capítulo 27, “Desenlaces”, se cuenta la venta de Croisset por los Commanville, los objetos que tenía Gustave y otras menudencias.

CRONOLOGÍA DE GUSTAVE FLAUBERT (1821-1880)

(Ver el documento “Gustave Flaubert. Su vida y su obra”, http://www.avempace.com/file_download/855/GUSTAVE+FLAUBERT.pdf)