gotrek y félix 01 - matatrolls - william king

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Annotation

En lo alto de la colina, se alzaba elcastillo con las murallas ennegrecidaspor el fuego como una araña pétrea quese aferrase a la cumbre con marchitospies de roca. Ante la abertura quedejaba la puerta destrozada, colgabanhombres que se balanceaban en elextremo de unas cuerdas como moscasatrapadas en una telaraña de un solohilo.

—Ha llegado la hora de derramar unpoco de sangre —dijo Gotrek.

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Se pasó la mano izquierda por la enormecresta de cabello rojizo que coronaba sucráneo rapado y cubierto de tatuajes. Lacadena que le perforaba la nariz titineócon suavidad, en extyraño contrapuntocon el demencial rugido de su risa.

—Soy un Matatrolls, humano. Nací paramorir en el combate. No hay lugar parael miedo en mi vida.

Matatrolls es la primera parte de la sagamortífera de Gotrek Gurnisson, relatadapor su compañero de viaje Félix Jaeger.Ambientada en el mundo gótico ytenebroso de Warhammer, Matatrolls esuna novela que contiene las aventurasmás extraordinarias de esta letal parejade héroes. El lector de encontrará con

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monstruos, demonios, brujos, mutantes,orcos y seres aun peores mientrasGotrek sigue buscando una muertehonorable en el combate. Félix, por suparte, debe sobrevivir para contar lahistoria.

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Capítulo 1 Geheimnisnacht

(Noche de Difuntos)

Después de los terriblesacontecimientos y las angustiosasaventuras que tuvimos que soportar enAltdorf, mi compañero y yo huimoshacia el sur escogiendo cualquier sendaal azar. Utilizamos los medios dedesplazamiento que se nos presentaron—diligencias, carros de campesinos ode transporte—, y recurrimos a los piescuando fallaba todo lo demás.

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Fueron tiempos difíciles y me sentíaatemorizado. Daba la impresión de quea cada paso nos encontrábamos enpeligro de que nos arrestaran paraencarcelarnos o ejecutarnos. Veíaalguaciles en todas las tabernas yasesinos a sueldo detrás de cadaarbusto. Si el Matatrolls sospechaba quelas cosas podían ser distintas, no semolestó en informarme de ello en ningúnmomento.

Para alguien tan ignorante del verdaderoestado de nuestro sistema legal como yoentonces, parecía probable que todo elaparato de nuestro poderoso y extensogobierno estuviera abocado aaprehender a dos fugitivos como

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nosotros. En ese tiempo, yo no tenía niidea de la forma débil y aleatoria conque se aplicaban los mandatos de la ley.En realidad, fue una verdadera pena quetodos esos alguaciles y asesinos asueldo que poblaban mi mente noexistieran de hecho... porque si hubiesensido una realidad, tal vez el mal nohabría medrado con tanta fuerza en losconfines de mi tierra natal.

La extensión y la naturaleza de ese maliban a hacérseme muy evidentes en unominoso crepúsculo después de quesubiéramos a una diligencia que partíahacia el sur. Tal vez fue la noche másfatídica de todo nuestro calendario...

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FÉLIX JAEGER, "Mis viajes conGotrek", vol. II,

Impreso en Altdorf, 2505

—Malditos sean todos los cocheroshumanos y todas las mujeres humanas —masculló Gotrek Gurnisson, y añadióuna imprecación en idioma enano.

—Tenías que insultar a la dama Isolda,¿verdad? —preguntó Félix Jaeger,malhumorado—. Según están las cosas,hemos tenido suerte de que no nosdispararan, si puede llamarse suerte aque te dejen tirado en Reikwald en laNoche de Difuntos.

—Habíamos pagado nuestro pasaje;

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teníamos tanto derecho como ella desentarnos en el interior. Los cocheroseran unos afeminados cobardes —refunfuñó Gotrek—. Se negaron aenfrentarse conmigo cara a cara. No mehabría importado que me ensartaran conacero, pero que te llenen de perdigonesno es muerte digna de un Matatrolls.

Félix sacudió la cabeza. Se daba cuentade que estaba a punto de sobrevenir unode los estados anímicos más negros desu compañero. No habría manera dediscutir razonablemente con Gotrek, y éltenía muchísimas otras cosas por las quepreocuparse. El sol estaba poniéndose yconfería una tonalidad rojiza a losbosques cubiertos por la bruma. Las

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sombras danzaban de modo ominoso ytraían a la memoria demasiados relatosatemorizadores de los horrores quepodían encontrarse bajo la copa de losárboles.

Se limpió la nariz con el borde de lacapa, y luego se arrebujó en la lana deSudenland. Sorbió y levantó los ojos alcielo, donde ya eran visibles Morrslieby Mannslieb, las lunas menor y mayor.Parecía que Morrslieb despedía unresplandor verdoso, que no era buenaseñal.

—Creo que estoy a punto de tener fiebre—comentó Félix.

El Matatrolls alzó la mirada hacia él y

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rió entre dientes con desdén. Bajo elefecto de los últimos rayos del solagonizante, la cadena que le iba de unafosa nasal al lóbulo de la oreja delmismo lado dibujaba un arco sangriento.

—La tuya es una raza débil —dijoGotrek—. La única fiebre que sientoesta noche es la fiebre de la batalla.Noto que canta dentro de la cabeza.

Se volvió y echó una mirada feroz haciala oscuridad del bosque.

—¡Salid, pequeños hombres bestia! —aulló—. Tengo un regalo para vosotros.

Profirió una sonora carcajada y pasó undedo pulgar por el borde de la hoja de

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su enorme hacha a dos manos. Félix vioque del dedo manaba sangre, y entoncesGotrek se chupó la yema herida.

—¡Sigmar nos libre! Cállate —le siseóFélix—. ¿Quién sabe lo que acecha porahí en una noche como ésta?

Gotrek lo miró con fiereza, y Félix vioque a sus ojos asomaba un destello deviolencia demente. De modo instintivo,la mano de Jaeger se desplazó hastaquedar cerca de la empuñadura de laespada.

—¡No me des órdenes, humano!Pertenezco a la Antigua Raza, y sóloestoy obligado a los Reyes bajo laMontaña, aunque esté exiliado.

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Félix hizo una reverencia formal. Estababien entrenado en el uso de la espada.Las cicatrices del rostro demostrabanque había participado en varios duelosen sus tiempos de estudiante; incluso enuna ocasión había matado a un hombre,lo que le había supuesto el fin de unaprometedora carrera académica. Noobstante, no le gustaba la idea de lucharcontra un Matatrolls. El extremo de lacresta de cabello de Gotrek llegaba sóloal pecho de Félix, pero el enano losuperaba en peso, y su cuerpo era todomúsculos. Además, había visto cómoGotrek utilizaba aquella hacha.

El enano interpretó la reverencia comouna disculpa, y se volvió una vez más

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hacia las tinieblas.

—¡Salid! —gritó—. Me trae sin cuidadosi todos los poderes del mal andan porel bosque durante la noche. Haré frente acualquier desafío.

El enardecido ánimo del enano rayabaen la furia. Desde que lo conocía, Félixhabía advertido que a los largosperíodos de melancolía del Matatrolls, amenudo, seguían breves estallidos decólera. Era una de las cosas que lofascinaban de su compañero. Sabía queGotrek se había hecho Matatrolls paraexpiar algún crimen; que había jurado iral encuentro de la muerte en un combatedesigual con algún monstruo pavoroso, yaunque parecía amargado hasta el punto

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de la locura, se mantenía fiel aljuramento.

«Tal vez —pensó Félix— también yoperdería la razón si me hubierancondenado al exilio entre desconocidosque ni siquiera perteneciesen a miraza.» Sintió cierta compasión por elenloquecido enano, pues sabía cómo eraeso de ser arrastrado fuera de casa porhaber caído en desgracia; el duelo conWolfgang Krassner había provocado unbuen escándalo.

En ese momento, sin embargo, el enanoparecía decidido a conseguir que losmataran a ambos, y él no queríaparticipar en sus planes. Continuó

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avanzando con paso cansino mientraslanzaba alguna mirada de preocupacióna las brillantes lunas llenas. Detrás deél, Gotrek seguía vociferando.

—¿Es que no hay ningún guerrero entrevosotros? Venid a sentir la caricia de mihacha. ¡Está sedienta!

Félix decidió que sólo un dementetentaría de aquel modo al destino y a losPoderes Siniestros en Geheimnisnacht,la Noche Misteriosa, en los más oscurosconfines del bosque.

Percibió un canturreo en el pétreo,gutural idioma de los EnanosMontañeses y, luego, oyó una voz enReikspiel.

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—¡Enviadme un paladín!

Durante un segundo reinó el silencio. Lacondensación de la niebla le habíahumedecido la frente. De pronto, desdemuy, muy lejos, el sonido de caballos agalope recorrió la noche.

«¿Qué ha hecho este maníaco? —pensóFélix—. ¿Habrá ofendido a uno de losPoderes Ancestrales? ¿Acaso hanenviado a sus jinetes demoníacos paraque se nos lleven?»

Félix salió de la carretera, y seestremeció cuando unas hojas mojadasle acariciaron el rostro, pues tenían eltacto de los dedos de los muertos. Eltronar de los cascos de los caballos se

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aproximaba, avanzando a una velocidadinfernal por la senda del bosque. Sinduda, sólo un ser sobrenatural podíamantener una velocidad tan vertiginosasobre el serpenteante sendero. Aldesenvainar la espada, sintió que letemblaba la mano.

«He sido un necio al seguir a Gotrek—se dijo—. Ahora jamás acabaré elpoema.» Podía oír el relincho de loscaballos, el restallar de un látigo y elgirar de unas ruedas colosales.

—¡Bien! —rugió Gotrek, cuya voz lellegó por el aire desde el camino quehabía dejado a sus espaldas—. ¡Bien!

Se oyó un poderoso bramido, y cuatro

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inmensos caballos negros como la brea,que arrastraban un carruaje igualmentenegro, pasaron a la velocidad del rayo.Félix vio que las ruedas rebotaban alpasar sobre una raíz que asomaba alsendero, y apenas pudo distinguir a uncochero embozado en una capa negra.Retrocedió y se acuclilló entre losarbustos.

Oyó el sonido de unos pies que seaproximaban, y algo apartó los arbustosa un lado. Ante él se encontraba Gotrek,cuyo aspecto parecía más demente ysalvaje que nunca. Tenía la cresta depelo apelmazada; el cuerpo tatuado,sucio de barro pardo, y el justillo decuero con tachones metálicos,

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desgarrado y roto.

—¡Esos insolentes han intentadopasarme por encima! —chilló—.¡Vayamos tras ellos!

Dio media vuelta y echó a correr por elfangoso sendero con un trote veloz.Félix advirtió que Gotrek cantabaalegremente en Khazalid.

* * *

Un poco más adelante, por el camino deBogenhafen, los dos llegaron a laPosada de las Piedras Erguidas. Lasventanas tenían echados los postigos y

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no se veían luces; podían oír losrelinchos procedentes de los establos,pero cuando miraron no vieron carruajealguno, ni negro ni de otro color, sinoalgunos ponis asustadizos y el carro deun buhonero.

—Hemos perdido el carruaje. Lo mejorserá conseguir una cama para pasar lanoche —sugirió Félix, y le lanzó unacautelosa mirada a la luna más pequeña,Morrslieb, cuyo enfermizo resplandorverdoso era más potente—. No me gustaestar en el exterior bajo esta luzmaligna.

—Eres débil, humano, y tambiéncobarde.

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—Tendrán cerveza.

—Por otra parte, algunas de tussugerencias no carecen de mérito,aunque la cerveza humana es aguada,claro está.

—Claro está —respondió Félix. Gotrekno detectó el tono irónico de su voz.

La posada no estaba fortificada, perotenía paredes gruesas, y cuandointentaron abrir la puerta descubrieronque estaba atrancada. Gotrek la aporreócon el extremo del mango del hacha,pero no hubo respuesta alguna.

—Puedo oler humanos dentro —declaróGotrek, y Félix se preguntó cómo podía

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oler algo que no fuese su propio hedor.Gotrek no se lavaba nunca y llevaba elpelo apelmazado con grasa animal paramantener en su sirio la cresta teñida derojo.

—Se han encerrado, ya que nadie sale alexterior en Geheimnisnacht, a menos quesean brujas o amantes de los demonios.

—El carruaje negro estaba en el exterior—lo contradijo Gotrek.

—Sus ocupantes no andaban en nadabueno. Llevaba las cortinillas echadas yno lo coronaba ningún escudo de armas.

—Tengo la garganta demasiado secapara discutir ese tipo de detalles.

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¡Vamos, los de ahí dentro, abrid, o laemprenderé a hachazos con la puerta!

Félix creyó percibir movimiento en elinterior y acercó una oreja a la puerta.Pudo distinguir murmullos y algo queparecían sollozos.

—A menos que quieras que te abra lacabeza, humano, sugiero que te apartes aun lado —le advirtió Gotrek.

—Espera un momento. ¡Oíd, los dedentro! ¡Abrid! Mi amigo tiene un hachamuy grande y una paciencia muy corta,así que os sugiero que hagáis lo quequiere y nos franqueéis la entrada.

—¿Qué has querido decir con corta? —

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inquirió Gotrek, susceptible.

De detrás de la puerta les llegó un gritoagudo, tembloroso.

—¡En el nombre de Sigmar, marchaos,demonios del abismo!

—Bueno, ya está bien —le espetóGotrek—. He tenido más que suficiente.

El hacha describió un enorme arco en elaire cuando la echó hacia atrás, y Félixvio brillar a la luz de Morrslieb lasrunas que tenía grabadas en la hoja, almismo tiempo que saltaba a un lado.

—¡En el nombre de Sigmar! —gritóFélix—. No podéis exorcizarnos. Somos

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simples viajeros agotados de cansancio.

El hacha se clavó en la puerta, y a la vezse escuchó el sonido de la madera alhenderse y algunas astillas salierondespedidas por el aire. Gotrek se volvióa mirar a Félix y le sonrió con expresiónmaligna, y éste vio los huecos de losdientes que le faltaban a su compañero.

—Esta puerta es de pésima calidad —comentó Gotrek.

—Os sugiero que abráis mientras aúntenéis puerta —gritó Félix.

—Esperad —dijo la voz temblorosa—.Jurgen, el carpintero, me cobró cincocoronas por la puerta.

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Fue retirada la tranca de la puerta, y éstase abrió. Entonces, apareció un hombrealto y delgado, cuyo rostro triste estabaenmarcado por blancos cabellos lacios.Con una mano asía una gruesa porra, ydetrás de él había una mujer anciana quesujetaba un platillo sobre el que ardíauna vela que goteaba cera.

—No va a necesitar el arma, señor. Sóloqueremos una cama para pasar la noche—dijo Félix.

—Y cerveza —gruñó el enano.

—Y cerveza —asintió Félix.

—Montones de cerveza —añadióGotrek, y Félix miró al anciano y se

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encogió de hombros con aire deimpotencia.

En el interior de la posada, el comedorera de techo bajo, y la barra estabahecha con tablones colocados sobre dosbarriles. Desde un rincón, tres hombresarmados, que tenían aspecto debuhoneros, los contemplaban condesconfianza. Cada uno habíadesenfundado una daga, y aunque lassombras les ocultaban el rostro,parecían preocupados.

El posadero hizo entrar a toda prisa alos recién llegados, y volvió a colocarla tranca en su sitio.

—¿Podéis pagar, herr doktor? —

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preguntó con nerviosismo, y Félix pudover cómo la nuez de Adán del hombre semovía.

—No soy profesor, sino poeta —explicóal mismo tiempo que sacaba su finabolsa y contaba las pocas monedas deoro que le quedaban—; pero puedopagar.

—Comida —dijo Gotrek—. Y cerveza.

Al oír eso, la anciana estalló enlágrimas, y Félix la miró fijamente.

—La vieja está alterada —observóGotrek.

—Nuestro Gunter ha desaparecido,

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precisamente esta noche —respondió elanciano mientras asentía.

—Tráeme cerveza —ordenó Gotrek, yel posadero se marchó. Entonces, elenano se levantó y avanzó con pasospesados hasta donde estaban sentadoslos buhoneros, que lo observaron conrecelo.

—¿Alguno de vosotros sabe algo de uncarruaje negro tirado por cuatrocaballos negros? —les preguntó.

—¿Has visto el carruaje negro? —preguntó uno de los buhoneros, cuya voztraslucía miedo.

—¿Que si lo he visto? Esa maldita cosa

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casi me pasa por encima.

El hombre profirió un grito ahogado, yFélix oyó el ruido de un cucharón alcaer contra el suelo. Luego, vio que elposadero se inclinaba para recogerlo ycomenzaba a llenar de nuevo la jarra.

—En ese caso, eres afortunado —declaró el buhonero más gordo y deaspecto más próspero—. Algunos dicenque ese carruaje es conducido pordemonios. He oído decir que cada añopasa por aquí en Geheimnisnacht. Hayquien asegura que lleva niñospequeñitos de Altdorf, que sonsacrificados en el Círculo de PiedrasOscuras.

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Gotrek lo miró con interés, y a Félix nole gustó el giro que estaban tomando lascosas.

—Es seguro que se trata sólo de unaleyenda —dijo.

—No, señor —gritó el posadero—.Cada año oímos el estrépito que hace alpasar. Hace dos años, Gunter miró porla ventana y lo vio; era un carruaje negrocomo el que ustedes describen.

Ante la mención del nombre de Gunter,la anciana comenzó a llorar otra vez. Elposadero les sirvió guisado y dosgrandes jarras de cerveza.

—Trae también cerveza para mi

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compañero —dijo Gotrek, y el posaderose alejó en busca de otra jarra.

—¿Quién es Gunter? —le preguntó Félixcuando regresó, y se oyó otro lamento dela mujer.

—Más cerveza —pidió Gotrek, y eldueño de la posada contempló las dosjarras vacías con expresión atónita.

—Toma la mía —insistió Félix—.Dime, mein anfitrión, ¿quién es Gunter?

—¿Y por qué esa vieja aúlla en cuantose menciona su nombre? —inquirióGotrek mientras se limpiaba la boca conun brazo sucio de fango.

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—Gunter es nuestro hijo. Esta tardesalió a cortar leña y no ha regresado.

—Gunter es un buen muchacho —intervino la anciana en tanto sorbía porla nariz—. ¿Cómo vamos a sobrevivirsin él?

—Tal vez, sencillamente, está perdidoen el bosque...

—Imposible —negó el posadero—.Gunter conoce los bosques de losalrededores como yo los pelos de mismanos. Debería haber llegado a casahace horas. Temo que lo haya apresadola Secta con la intención de sacrificarlo.

—Es igual que lo que sucedió con la

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hija de Lotte Hauptmann, Ingrid —comentó el buhonero gordo, y elposadero le lanzó una mirada deprofundo desprecio.

—No quiero que se cuente ningunahistoria sobre la prometida de nuestrohijo —respondió.

—Deja hablar al hombre —intervinoGotrek, y el buhonero le dedicó unamirada de agradecimiento.

—Lo mismo sucedió el año pasado enHartzroch, al final del sendero. Laesposa de Hauptmann fue a ver a su hijaadolescente, Ingrid, justo después delocaso, porque creyó haber oído golpesprocedentes de la habitación de la

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muchacha. La hija había desaparecido.¡Vaya usted a saber qué poderes dehechicería la arrebataron de su camaestando la casa cerrada con llave! Aldía siguiente se dio la alarma, yencontramos a Ingrid. La hallamoscubierta de moretones y en un estadoterrible. —Alzó la vista hacia ellos paraasegurarse de que le prestaban atención.

—¿Le preguntasteis qué había sucedido?—quiso saber Félix.

—Sí, señor. Al parecer, se la habíanllevado unos demonios, seres salvajesdel bosque, hacia el Círculo de PiedrasOscuras. Allí aguardaba la Secta con lascriaturas malignas de los bosques. Ibana sacrificarla en el altar, pero ella

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consiguió liberarse de sus captores einvocó el buen nombre del benditoSigmar. Mientras ellos se tambaleaban,Ingrid huyó, y aunque la persiguieron nolograron darle alcance.

—Fue una suerte —comentó Félix consequedad.

— No hay necesidad de mofarse, herrdoktor. Fuimos hasta el Círculo dePiedras Oscuras y hallamos toda clasede rastros en la tierra removida,incluidas huellas de humanos, de bestiasy de demonios de pezuña hendida, y unbecerro destripado sobre el altar comoun cerdo.

—¿Demonios de pezuña hendida? —

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preguntó Gotrek, y a Félix no le gustó laexpresión de interés que había en susojos.

El buhonero asintió con la cabeza.

—Yo no me aventuraría hasta el Círculode Piedras Oscuras esta noche —replicó— ni por todo el oro de Altdorf.

—Sería misión adecuada para un héroe—declaró Gotrek mientras le lanzabauna mirada significativa a Félix, que sesintió conmocionado.

—Sin duda, no querrás decir que...

—¿Qué mejor misión para un Matatrollsque enfrentarse a esos demonios en su

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noche sagrada? Sería una muertemagnífica.

—Sería una muerte estúpida —murmuróFélix.

—¿Qué has dicho?

—Nada.

—Me acompañarás, ¿no? —dijo Gotreken tono amenazador mientras pasaba elpulgar por el filo del hacha, y Félixadvirtió que el dedo volvía a sangrar.

—Un juramento es un juramento —replicó, al mismo tiempo que asentíacon la cabeza.

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El enano le dio una palmada tan fuerteen la espalda que Félix pensó que lehabía partido las costillas.

—A veces, humano, creo que tienessangre de enano corriéndote por lasvenas, y no porque ningún miembro dela Antigua Raza fuera a rebajarse asemejante matrimonio mixto, porsupuesto. —Regresó con pasos pesadosjunto a su cerveza.

—Por supuesto —replicó su compañeromientras le devolvía una mirada feroz.

Félix revolvió en su equipaje para sacarla cota de malla, y advirtió que elposadero, la esposa de éste y losbuhoneros lo observaban pasmosamente.

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Gotrek se sentó cerca del fuego; a la vezque bebía cerveza, mascullaba algo enidioma enano.

—No irás a acompañarlo de verdad,¿no? —susurró el buhonero gordo, yFélix asintió.

—¿Por qué?

—Me salvó la vida. Tengo una deudacon él. —Félix creyó que era mejor nomencionar las circunstancias en las queGotrek lo había salvado.

—Saqué al humano de debajo de loscascos de la caballería del Emperador—gritó Gotrek, y Félix asintió conamargura.

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«El Matatrolls tiene el oído de bestiasalvaje, y también el cerebro», pensópara sí mientras continuaba sacando lacota de malla.

—Sí. El humano creyó que era algointeligente presentar su caso ante elEmperador con peticiones y marchas deprotesta. El viejo Karl Franz decidióresponder, muy sensatamente, con cargasde caballería.

Los buhoneros comenzaban a retroceder.

—Un insurrecto —oyó Félix que decíaquedamente uno de ellos, y sintió que seruborizaba.

—Se trataba de otro impuesto cruel e

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injusto: una pieza de plata por cadaventana. Para empeorar las cosas, todoslos ricos comerciantes tapiaron susventanas y la milicia de Altdorf salió aabrir agujeros en las casuchas de lagente pobre. Teníamos razón dequejarnos.

—Hay una recompensa por la captura delos insurrectos —comentó el buhonero—; una recompensa sustanciosa.

—Por supuesto —continuó Félix almismo tiempo que fijaba su mirada en él—, la caballería imperial no era rivaldigno del hacha de mi compañero. ¡Quécarnicería! Había cabezas, piernas ybrazos por todas partes. Acabó sobreuna pila de cadáveres.

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—Llamaron a los arqueros —intervinoGotrek—. Nos largamos por un callejónporque ser ensartados desde lejos habríasido una muerte indecorosa.

El buhonero gordo miró a suscompañeros, luego a Gotrek, después aFélix, y volvió a mirar a los primeros.

—Un hombre sensato se mantienealejado de la política —le dijo alhombre que había hablado de larecompensa, e inmediatamente fijó losojos en Félix—. Por supuesto, nopretendo ofenderte.

—No me ofendes —replicó Félix—.Tienes toda la razón del mundo.

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—Insurrecto o no —dijo la anciana—,que Sigmar te bendiga si traes de vueltaa mi pequeño Gunter.

—No es pequeño, Lise —intervino elposadero—. Se trata de un hombre joveny robusto. Aun así, espero ver de vueltaa mi hijo. Soy viejo, y lo necesito paracortar la leña, herrar los caballos,levantar los barriles y...

—Me siento conmovido por talespreocupaciones paternales —lointerrumpió Félix a la vez que seencasquetaba la gorra de cuero.

Gotrek se levantó y lo miró. Luego segolpeó el pecho con una mano carnosa.

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—Las armaduras son para las mujeres ylos afeminados elfos —declaró.

—Tal vez sea mejor que yo la lleve,Gotrek. En definitiva: quiero regresarvivo para narrar tus hazañas... como hejurado hacer.

—Tienes algo de razón, humano. Perorecuerda que no es lo único que jurastehacer. —Se volvió a mirar al posadero—. ¿Cómo encontraremos el Círculo dePiedras Oscuras?

Félix sintió que se le secaba la boca, yluchó para evitar que le temblaran lasmanos.

—Hay un sendero que sale del camino.

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Os llevaré hasta el punto en que nace.

—Bien —replicó Gotrek—; se trata deuna oportunidad demasiado buena paradejar que pase. Esta noche expiaré mispecados y llegaré a los Salones deHierro de mis antepasados si el GranGrungni así lo quiere.

Hizo un signo peculiar sobre el pechocon la mano derecha cerrada.

—Vamos, humano, en marcha —decidió, y echó a andar hacia la puerta.

Félix cogió el zurrón y, al llegar a laentrada, la anciana lo detuvo y le pusoalgo en una mano.

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—Por favor, señor —le dijo—. Tomaesto. Es un amuleto de Sigmar. Mipequeño Gunter lleva la pareja de éste.

«Y mucho bien que le ha hecho», casirespondió Félix, pero la expresión de lamujer hizo que se contuviera. En surostro, había miedo, preocupación y, talvez, esperanza, lo que lo conmovió.

—Haré todo lo posible, frau.

En el exterior, el cielo estababrillantemente iluminado por la verdosaluz de la brujería de las lunas. Félixabrió la mano y vio que se trataba de unpequeño martillo de hierro que pendíade una cadena de finos eslabones. Seencogió de hombros y se la colgó del

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cuello; dado que Gotrek y el ancianoavanzaban ya por la carretera, tuvo quecorrer un corto trecho para alcanzarlos.

* * *

—¿Qué crees tú que es esto, humano? —preguntó Gotrek al mismo tiempo que seinclinaba hacia el suelo. Ante ellos, elcamino continuaba hacia Hartzroch yBogenhafen. Félix se recostó en el posteleguario; se encontraban al borde delsendero, y confiaba en que el posaderohubiese regresado a casa sano y salvo.

—Huellas —dijo—, que se dirigen alnorte.

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—Muy bien, humano. Son huellas decarruaje y entran por el sendero que vaal Círculo de Piedras Oscuras.

—¿El carruaje negro? —preguntó Félix.

—Eso espero. ¡Qué noche tan gloriosa!Es la respuesta a todas mis plegarias:una oportunidad para purgar mis culpasy vengarme de ese cerdo que estuvo apunto de aplastarme.

Gotrek profirió una alegre risa aguda,pero Félix pudo percibir que en él sehabía operado un cambio. Parecía tenso,como si sospechara que se avecinaba lahora de su muerte y que no se enfrentaríabien a ella. Estaba insólitamentehablador.

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—¿Un carruaje? ¿Acaso la Secta estáformada por nobles, humano? ¿TuImperio está muy corrompido?

Félix sacudió la cabeza.

—No lo sé. Podría tener a un noble porlíder. Es probable que los miembrossean gentes de la localidad. Dicen que lacorrupción de Caos está muy arraigadaen estos lugares apartados.

Gotrek sacudió la cabeza y, por primeravez desde que lo conocía, parecióconsternado.

—La locura de tu pueblo me da ganas dellorar, humano. Que seáis tan corruptosque vuestros gobernantes puedan

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venderse a los Poderes Siniestros, esalgo terrible.

—No todos los hombres son así —lecontestó Félix, enfadado—. Es ciertoque algunos buscan el poder fácil o losplaceres de la carne, pero son pocos. Lamayoría de la gente conserva la fe. Detodas formas, la Antigua Raza no esdemasiado pura. He oído hablar deejércitos enteros de enanos dedicados alos Poderes Malignos.

Gotrek profirió por lo bajo un furibundogruñido y escupió al suelo, y Félixaferró con más fuerza el puño de laespada mientras se preguntaba si no sehabría excedido con el Matatrolls.

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—Tienes razón —respondió Gotrek convoz suave y fría—. Nosotros nohablamos con ligereza de esas cosas.Hemos jurado la guerra eterna contra lasabominaciones de las que hablas ycontra sus amos oscuros.

—Al igual que mi pueblo. Tenemosnuestros cazadores de brujas y nuestrasleyes.

—Tu pueblo no lo entiende —afirmóGotrek sacudiendo la cabeza—. Es unagente blanda y decadente, que vivealejada de la guerra. No comprenden lascosas terribles que roen las raíces delmundo y pretenden minarnos a todos.¿Cazadores de brujas? Ja! —Volvió aescupir al suelo—. ¡Leyes! Sólo existe

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una manera de enfrentarse con laamenaza de Caos —concluyó mientrasblandía el hacha de modo significativo.

* * *

Avanzaban con paso cansado por elbosque. En lo alto, las lunas brillabancon luz febril; Morrslieb se había vueltoaún más brillante y en ese momento suresplandor verdoso manchaba el cielo.Había caído una fina niebla, y el terrenopor el que avanzaban era inhóspito ysalvaje. De la turba surgían rocas comola erupción de una peste que se abrieraen la piel del mundo.

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En ocasiones, Félix creía oír el batir deunas enormes alas sobre ellos, perocuando alzaba los ojos sólo veía elresplandor del cielo. La niebla seextendía y distorsionaba el entorno decal modo que daba la impresión de queambos caminaban por el fondo de unmar infernal.

«Este lugar produce malassensaciones», pensó Félix. El aire teniaun sabor nauseabundo, y el pelo de lanuca estaba constantemente erizado. Unavez, cuando era niño, en Altdorf, en casade su padre, se había sentado acontemplar cómo el cielo se ennegrecíacon nubes amenazadoras. Luego habíallegado la tormenta más monstruosa de

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la que se tenía memoria. Entoncesexperimentaba la misma sensaciónexpectante, y sabía que cerca de allíestaban reuniéndose fuerzas poderosas.Se sintió como un insecto que searrastrara por el cuerpo de un giganteque en cualquier momento podíadespertarse y aplastarlo.

Incluso parecía que Gotrek también sesentía oprimido, pues guardaba silencioy no mascullaba para sí como solíahacerlo. De vez en cuando se detenía yle hacía un gesto a Félix para que nohiciera ruido; a continuación, olfateabael aire. Félix podía ver cómo el cuerpode su compañero se tensaba como sicada uno de sus nervios se esforzara por

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captar el más leve rastro de algo, yluego volvían a ponerse en movimiento.

Todos los músculos de Félix estabanagarrotados a causa de la tensión, y searrepentía de haber acompañado aGotrek. «Sin duda, mi obligación enrelación con el enano no incluye quedeba enfrentarme a una muerte segura.Tal vez pueda escabullirme en laniebla.»

Apretó los dientes. Se preciaba de serun hombre honorable, y la deuda quetenía con el enano era algo real porqueéste había arriesgado su propia vidapara salvarlo. Era cierto que en aquelentonces él no sabía que Gotrek buscabala muerte, que la cortejaba como un

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hombre corteja a una dama deseable,pero a pesar de eso se veía obligado porel juramento.

Recordó la velada de alborotadoraborrachera en las tabernas delLaberinto; aquella noche se juraronhermandad de sangre mediante elcurioso rito enano, y él se comprometióa ayudar a Gotrek en su empresa.

Gotrek deseaba que su nombre y sushazañas fuesen recordados. Cuando elenano descubrió que Félix era poeta, lepidió que lo acompañara. En aquelmomento, bajo los efectos de laalcohólica calidez de la camaradería, lepareció una idea estupenda. El destino

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del Matatrolls se le presentaba como untema excelente para un poema épico, yese poema lo haría famoso como autor.

«¡Cómo podía imaginarme —pensóFélix— que me conduciría a esto: acazar monstruos en Geheimnisnacht!»Sonrió con ironía. Resultaba fácil cantarvalientes hazañas en las tabernas y salasde juego, donde el horror era conjuradopor las palabras de hábiles artífices. Ahífuera, sin embargo, todo cambiaba.Sentía que los intestinos se le aflojabande miedo, y la atmósfera opresiva hacíaque le entraran ganas de salir corriendoy gritando.

«A pesar de todo —intentó consolarse—, esto es material adecuado para un

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poema si sobrevivo para escribirlo.»

* * *

El bosque se hizo más profundo yenmarañado. Los árboles parecían serescontorsionados y pavorosos, y Félixtuvo la sensación de que lo observaban.Aunque intentó apartar de sí elpensamiento diciéndose que todo eranfantasías suyas, la niebla y lafantasmagórica luz de las lunas nohacían más que estimular suimaginación. Tenía la impresión de quecada zona en sombras albergaba unmonstruo.

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Félix bajó la mirada hacia el enano, yvio en el rostro de éste una mezcla deexpectación y miedo. Había creído queera inmune al terror, pero entonces sedaba cuenta de que no era así, sino queuna voluntad feroz arrastraba a Gotrekhacia la muerte. Al sentir que su propiofin podía estar cerca, Félix se atrevió aformular una pregunta que desde hacíamucho tiempo deseaba hacer.

—Herr Matatrolls, ¿qué hiciste queahora tienes que expiar? ¿Qué crímeneste impulsan a castigarte de este modo?

Gotrek alzó los ojos hasta él, y luegoapartó la mirada para dirigirla hacia lasprofundidades de la noche. Durante elmovimiento, los gruesos músculos de su

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cuello ondularon como serpientes.

—Si otro hombre me hubiese formuladoesa misma pregunta, lo habría matado.Te disculpo a causa de tu juventud eignorancia, y por el rito de amistad alque nos hemos sometido; si te matara,me convertiría en el asesino de unpariente. Ese crimen por el que mepreguntas es un crimen terrible.Nosotros no hablamos de ello.

Hasta ese momento, Félix no había sidoconsciente de lo unido que estaba a él elenano. Gotrek posó la vista sobre elpoeta como si aguardara una respuesta.

—Lo comprendo —le dijo.

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—¿Lo comprendes, humano? ¿Deverdad lo comprendes? —La voz delMatatrolls era tan áspera como laspiedras al partirse.

Félix le sonrió con tristeza, pues depronto atisbó el abismo que separaba alos hombres de los enanos. Él jamásentendería los extraños tabúes de ellos;su obsesión por los juramentos, el ordeny el orgullo. No podía comprender quéimpulsaba al Matatrolls a ejecutar unasentencia de muerte autoimpuesta.

—Los de tu pueblo sois demasiadoduros con vosotros mismos —dijo.

—Y los del tuyo, demasiado blandos —replicó el Matatrolls.

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Guardaron silencio, y ambos se vieronsobresaltados por una risa queda,demente. Félix se volvió a la vez quedesenvainaba la espada a todavelocidad para colocarse en guardia.Gotrek alzó el hacha.

Algo salió de la niebla arrastrando lospies. Félix pensó que en otra época esafigura había sido un hombre. La siluetaaún se correspondía con la de unhumano, pero parecía, por el resultado,que un dios loco hubiese sujetado a lacriatura cerca de un fuego demoníacopara que la carne se derritiera y asímodelarla con una nueva formarepugnante.

—Esta noche vamos a bailar —dijo, con

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una voz aguda que no contenía ni unapizca de cordura—. Vamos a bailar y atocarnos.

Con suavidad, tendió una mano haciaFélix y le rozó un brazo. El hermanoretrocedió con horror cuando aquellosdedos parecidos a un racimo de gusanosse alzaron hacia su rostro.

—Esta noche, donde las piedras,bailaremos, nos tocaremos y nosfrotaremos. —Hizo ademán de ir aabrazar a Félix al mismo tiempo que susonrisa dejaba ver unos dientespuntiagudos. El poeta permaneció quietoy en silencio; se sentía como unespectador, distanciado de lo que

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sucedía.

Luego retrocedió y apoyó la punta de laespada contra el pecho de aquella cosa.

—No te acerques más —le advirtió.

La figura sonrió, y su boca parecióhacerse más grande, con lo que aún dejóa la vista más dientecillos puntiagudos.Los labios se retiraron hasta que lamitad inferior del rostro pareciócompletamente constituida por brillantesencías mojadas, y la mandíbula inferiordescendió todavía más que la de unaserpiente. Entonces, se apoyó sobre laespada y en su pecho relucieron perlasde sangre; después profirió una risagorgoteante y estúpida.

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—Bailar, y tocarse, y frotarse, y comer—dijo, y con inhumana celeridad seretorció para esquivar la espada y saltóhacia Félix.

Aunque el movimiento resultó muyveloz, el Matatrolls lo fue aún más, y enmedio del salto el hacha alcanzó elcuello de aquella cosa. La cabeza sealejó rodando hacia el interior de lanoche, y una fuente roja comenzó amanar del cuello cercenado.

«Esto no está sucediendo», pensó Félix.

—¿Qué era eso? ¿Un demonio? —quisosaber Gotrek, y Félix percibió una granemoción en su voz.

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—Creo que alguna vez fue un hombre —replicó—, uno de los corrompidos porla Marca de Caos. Los abandonan encuanto nacen.

—Ése hablaba tu idioma.

—En ocasiones, la corrupción no semanifiesta hasta que son mayores. Lafamilia piensa que están enfermos y losprotege, hasta que se marchan al bosquey desaparecen.

—¿Los familiares protegenabominaciones semejantes?

—A veces, sucede. Nosotros nohablamos del asunto. Resulta difícilvolverle la espalda a las personas que

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quieres, aun cuando hayan cambiado.

El enano fijó en él una mirada incrédula,y luego sacudió la cabeza.

—Demasiado blandos —sentenció—;demasiado blandos.

* * *

El aire estaba en calma. De vez encuando, Félix creía percibir presenciasque se agitaban entre los árbolescircundantes y, nervioso se quedabaquieto, intentando penetrar con los ojosla niebla que lo rodeaba en busca desombras en movimiento. El encuentro

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con el corrupto le había hechocomprender plenamente lo peligrosa queera la situación, y sentía dentro de sí unenorme miedo y un tremendo enojo.

Una parte del enojo estaba dirigidacontra sí mismo por tener miedo. Sesentía mareado y avergonzado, y decidióque, con independencia de lo quesucediera, no iba a repetir el error dequedarse quieto como una oveja paraque lo mataran.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Gotrek,y Félix lo miró—. ¿No lo oyes, humano?¡Escucha! ¡Es como un cántico! —Félixse esforzó por captar el sonido, pero nooyó nada—. Ya estamos cerca, muycerca.

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Continuaron avanzando en silencio y, amedida que se movían entre la niebla,Gotrek se volvió aún más cauteloso;abandonó el sendero y aprovechó lashierbas altas para avanzar a cubierto. YFélix lo siguió.

Entonces pudo oír los cánticos, queparecían proceder de una veintena degargantas. Algunas voces eran humanas;otras, roncas y bestiales. Había vocesfemeninas y voces masculinas mezcladascon el lento batir de tambores, elestrépito de címbalos y las notasdiscordantes de flautas.

Félix pudo distinguir una sola palabraporque era repetida una y otra vez:

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Slaanesh.

Se estremeció. Slaanesh era el SeñorOscuro de placeres indecibles. Esenombre evocaba las peoresprofundidades de la depravación y erasusurrado een los tugurios de la droga yen las casas de vicio de Altdorf porgentes que de tan hastiadas buscabanplaceres que estaban más allá de lacomprensión humana. Se trataba de unnombre asociado a la corrupción, losexcesos y el oscuro vientre de lasociedad imperial. Para los seguidoresde Slaanesh, no existía ningún estímulodemasiado grotesco, ningún placer queestuviese prohibido.

—La niebla nos oculta —le susurró

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Félix al Matatrolls.

—¡Silencio! Mantente callado. Debemosacercarnos más.

Continuaron arrastrándose con lentitud:la alta hierba mojada frotaba el cuerpode Félix, y al poco rato se le habíanhumedecido las ropas. Ante sí podía verhogueras que servían de guía en mediode la oscuridad. El aroma de la maderaque ardía y del inciensoempalagosamente dulce colmaba el aire.Volvió la cabeza para mirar a suespalda con la esperanza de que ningúnrezagado fuese a tropezar con ellos,pues se sentía absurdamentedesprotegido.

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Avanzaron centímetro a centímetro.Gotrek arrastraba el hacha de guerra trasde sí. Félix iba tan cerca de sucompañero que un dedo rozó la afiladahoja; se hizo un corte y tuvo quecontenerse para no gritar.

Cuando llegaron al borde de laextensión de hierba, vieron un rústicocírculo compuesto por seis piedras deforma obscena; en medio había unmonolito. Las piedras brillaban con latonalidad verde de algún hongoluminoso. Sobre cada una de ellas habíaun brasero que despedía nubes de humo.Los rayos de la pálida luz lunar verdosailuminaban una escena infernal.

Dentro del círculo danzaban seis

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humanos enmascarados. Vestían largascapas echadas hacia atrás por encima deun hombro; a la vista quedaban loscuerpos desnudos, tanto femeninos comomasculinos. En los dedos de una mano,los celebrantes llevaban címbalos quehacían entrechocar; la otra manosujetaba una rama de abedul con la queazotaban al danzarín que tenían delante.

—¡Ygrak tu amat Slmnesh! —gritaban.

Félix vio que algunos cuerpospresentaban cardenales, pero no parecíaque los bailarines sintieran ningúndolor, tal vez a causa del efectonarcótico del incienso.

Contorneando el círculo, podían

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distinguirse, echadas, siluetashorrorosas. El tamborilero, un hombreenorme, tenía la cabeza de ciervo y laspezuñas hendidas, y cerca de él estabasentado un flautista con cabeza de perroy dedos en forma de ventosa. Unnumeroso grupo de hombres y mujerescorruptos se retorcía en el suelo, cercade ellos.

Algunos cuerpos estaban sutilmentedistorsionados: hombres altos concabezas delgadas y muy pequeñas;mujeres bajas y gordas con tres ojos ytres pechos. Otras figuras resultabandifícilmente reconocibles como seresque habían sido humanos. Habíahombres serpiente cubiertos de escamas,

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bestias peludas con cabeza de lobo ycosas que eran todo dientes, boca yotros orificios. Félix apenas podíarespirar mientras contemplaba elespectáculo con miedo creciente.

El ritmo de los tambores se aceleró, elrítmico cántico aumentó su tempo y lasnotas de la flauta se hicieron aún mássonoras y discordantes. Los danzarines,presos de un mayor frenesí segúnavanzaba el tiempo, se azotaban, a símismos y a sus compañeros, cada vezcon más ahínco, hasta que las heridassangrantes fueron bien visibles. Luego,se oyó un repique de címbalos, y todoquedó en silencio.

Félix pensó que los habían descubierto,

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pero permaneció inmóvil. El humo delincienso que le llenaba las fosas nasalesparecía amplificar sus sentidos, y sesintió aún más distante y desconectadode la realidad. Entonces, lo acometió unagudo, punzante dolor en un flanco, y sesobresaltó al comprender que Gotrek lehabía propinado un codazo en lascostillas; le señalaba algo que seencontraba más allá del círculo depiedras.

Se esforzó para ver qué era aquello queasomaba entre la niebla, y finalmentecomprendió que se trataba del carruajenegro. Gracias al repentino, asombrososilencio, pudo oír que se abría una delas puertas, y contuvo la respiración

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mientras aguardaba para ver qué salíadel interior.

Una silueta empezó a tomar forma en laniebla. Era alta, iba enmascarada yestaba cubierta por una capa de variastelas superpuestas de numerosos colorespastel. Se movía con serena autoridad yllevaba en los brazos un bulto envueltoen brocado. Félix miró a Gotrek, perovio que éste contemplaba la escena quese desarrollaba ante ellos conintensidad, y se preguntó si habríaperdido el valor en el último momento.El recién llegado avanzó hacia elinterior del círculo de piedra.

—¡Amak tu amat Slaanesh! —gritó almismo tiempo que alzaba en alto el

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bulto. Se trataba de un niño, aunqueFélix no logró determinar si estaba vivoo muerto.

—¡Ygrak tu amat Slaanesh! ¡Tzarkoltaen amat Slaanesh! —respondieron lospresentes embargados por el éxtasis.

El hombre embozado recorrió con lavista los rostros circundantes, y Félixtuvo la sensación de que lo mirabadirectamente a él con sus pardos ojosserenos. Se preguntó si el maestro de laSecta ya sabía que se encontraban allí yestaba jugando con ellos.

—¡Amak tu Slaanesh! —gritó el hombrecon voz nítida.

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—¡Amak klessa! ¡Amat Slaanesh! —respondieron los demás. Era evidenteque acababa de comenzar un ritualmaligno. El maestro de la Secta avanzóhacia el altar con lentos pasosceremoniosos. Félix sintió que se lesecaba la boca, y se lamió los labios.Gotrek observaba los acontecimientoscomo si estuviera hipnotizado.

El niño fue depositado sobre el altar a lavez que sonaba un atronador tamborileode acompañamiento. Los seis bailarinesse encontraban de pie, cada uno junto auna columna, a la que rodeaba con laspiernas abiertas y la abrazaba de modosugerente. Mientras el ritual progresaba,ellos se frotaban contra las columnas

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con lentos movimientos sinuosos.

El maestro extrajo un cuchillo de hojacurva de sus vestiduras y el poeta sepreguntó si el enano iba a hacer algo, yaque el apenas podía soportar la visiónde aquella escena.

Con lentitud, el oficiante alzó el cuchillomuy por encima de su cabeza. Félix seobligó a mirar. Una presencia ominosase cernía entonces sobre la escena;parecía que la niebla y el humo delincienso se habían condensado hastasolidificarse, y dentro de esa nube creyódistinguir una silueta grotesca, que seretorcía y comenzaba a tomar forma. Elpoeta no pudo soportar la tensión pormás tiempo.

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—¡No! —gritó.

Él y el Matatrolls abandonaron las altashierbas y marcharon hombro con hombrohacia el círculo de piedras. Alprincipio, el oficiante pareció no darsecuenta de su presencia, pero finalmentecesó el tamborileo, los cánticos seapagaron y el maestro se volvió paraecharles una mirada atónita.

Durante un momento, todos los miraroncon fijeza. Nadie parecía comprenderqué sucedía, pero luego el maestro losseñaló con el cuchillo.

—¡Matad a los intrusos! —gritó.

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Los celebrantes avanzaron como unaola. Félix sintió que algo le tiraba deuna pierna, y luego le acometió un agudodolor. Al mirar hacia abajo, vio unacriatura, medio mujer y medio serpiente,que le mordía un tobillo. Lanzó unapatada al aire para que el ser soltara lapierna y le clavó la espada; ésta alchocar contra un hueso, se estremeció ysacudió el brazo de Félix.

Echó a correr, entonces, para unirse aGotrek, que estaba abriéndose camino ahachazos hacia el altar. La poderosahacha de doble filo se alzaba y caía demodo rítmico, y dejaba tras de sí unasenda de restos sanguinolentos. Loscelebrantes, drogados y lentos de

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reacción, no manifestaban ningún miedo.Hombres y mujeres, corruptos eincorruptos, se lanzaban contra losintrusos sin pensar siquiera en su propiavida.

Félix asestó tajos y estocadas acualquiera que se acercó. Clavó laespada por debajo de las costillas yatravesó el corazón de un hombre conrostro de perro que saltó hacia él.Cuando intentaba liberar la hoja delcuerpo del atacante, una mujer congarras y un hombre con la piel cubiertade mucosidad saltaron sobre él, y elpeso de ambos lo derribó y dejó sinaliento.

Sintió que las garras de la mujer le

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arañaban la cara en el momento en queél, apoyando un pie en el estómago deella, se la quitaba de encima. Mientrasla sangre de los arañazos le caía en losojos, vio que el hombre, que habíasufrido una fea caída, saltaba paracogerlo por la garganta. Con la manoizquierda buscó a tientas la daga, entanto con la derecha aferraba el cuellodel enemigo, que se retorcía parazafarse. Resultaba difícil de sujetar acausa de la capa de mucosidad que locubría pero sus manos, en cambio, secerraban de modo inexorable sobre elcuello de Félix, al mismo tiempo que lacriatura se frotaba contra él y jadeaba deplacer.

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Las tinieblas amenazaban con vencer alpoeta, ante cuyos ojos resplandecíanpequeños puntos plateados. Sintió elabrumador impulso de relajarse y caeren la oscuridad mientras, desde algúnsitio lejano, le llegaba el aullante gritode guerra de Gotrek. Por pura fuerza devoluntad, logró desenvainar la daga y laclavó en las costillas de su atacante. Lacriatura se puso tensa, abrió la boca enuna sonrisa que dejó a la vista hileras dedientes como los de las anguilas, yprofirió un gemido de placer, incluso enel momento de morir.

—¡Slaanesh, llévame! —chilló elhombre—. ¡Ah, el dolor, el adorabledolor!

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Félix se puso de pie justo en el momentoen que también la mujer con garraslograba levantarse. Le lanzó un puntapiéque le acertó en la mandíbula, y se oyóun crujido cuando ella cayó hacia atrás.Félix sacudió la cabeza para quitarse lasangre de los ojos.

La mayor parte de los celebrantes sehabía concentrado en Gotrek, lo que, sinduda, había salvado la vida de Félix. Elenano intentaba abrirse paso hasta elcorazón del círculo de piedras, pero suavance se veía entorpecido por lapresión que ejercían los cuerpos de losenemigos contra el suyo. Félix pudo verque sangraba por una docena depequeñas heridas.

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La feroz energía del enano era algoterrible de contemplar. Echaba espumapor la boca y despotricaba mientrasasestaba hachazos y lanzabaextremidades y cabezas volando haciatodas partes. Estaba cubierto por unarepugnante capa de sangre, pero, a pesarde esa absoluta ferocidad, Félix se diocuenta de que la lucha se decantabacontra Gotrek. Entretanto observaba, uncelebrante embozado en una capa leasestó un golpe con una porra, y elenano cayó bajo una oleada de cuerpos.

«Así que ha encontrado su muerte —pensó Félix—; justo como él deseaba.»

Libre de la refriega, el maestro habíarecobrado la compostura. Comenzó a

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entonar el cántico una vez más, alzó ladaga en el aire, y la figura que habíaempezado a formarse en la nieblapareció volverse más tangible.

Félix tuvo la premonición de que, sillegaba a adquirir plena solidez, estaríancondenados; pero no podía abrirse pasoa través de los cuerpos que rodeaban alMatatrolls. Durante un momento,observó cómo la hoja curva del cuchilloreflejaba la luz de Morrslieb. Y,entonces, echó hacia atrás su propiadaga.

—¡Que Sigmar guíe mi mano! —imploróal mismo tiempo que la lanzaba.

El arma voló directa y certeramente

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hacia la garganta del maestro; se clavópor debajo de la máscara, donde lacarne quedaba al descubierto. Con ungrito gorgoteante, el maestro cayó deespaldas.

Un largo gemido de frustración colmó elaire, y la niebla pareció evaporarse; conella, se desvaneció la silueta quecontenía. Como si fueran uno solo, loscelebrantes alzaron la mirada,conmocionados, y se volvieron paramirar a Félix, que se encontróenfrentado con docenas de ojos hostiles.Se quedó inmóvil y muy, muy asustado,en medio de un silencio mortal.

Se oyó un rugido imponente cuandoGotrek surgió de la pila de cuerpos,

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asestando golpes a diestro y siniestrocon sus puños como jamones. Bajó unamano y, de alguna parte, recuperó elhacha; desplazó las manos hacia lamitad del mango y lo utilizó paragolpear a quienes lo rodeaban. Félixrecogió su espada del suelo y corriópara reunirse con su compañero, yambos lucharon para abrirse paso entrela multitud hasta quedar espalda conespalda.

Los celebrantes, invadidos por el miedoante la pérdida de su líder, huyeronhacia la noche y la niebla, y prontoGotrek y el poeta se encontraron a solasbajo las sombras del Círculo de PiedrasOscuras.

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El enano le dedicó a Félix una miradafunesta; tenía la cresta de pelo cubiertade sangre coagulada. En aquella luzfantasmal, mostraba un aspectodemoníaco.

—Se me ha despojado de una muertegrandiosa, humano.

Alzó el hacha con gesto amenazador, yFélix se preguntó si aún estaría poseídopor el frenesí de la lucha y se disponía aderribarlo a pesar del juramento que losunía. El enano comenzó a avanzar haciaél, y luego le dedicó una ancha sonrisa.

—Da la impresión de que los dioses mereservan una muerte aún más grandiosa.

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Clavó el mango del hacha en la tierra, yempezó a reír, hasta que las lágrimas lecorrieron por las mejillas. Una vezagotadas las carcajadas, se volvió haciael altar y recogió al niño.

—Está vivo —dijo.

Félix inspeccionó los cuerpos de loscelebrantes ataviados con capas. Elprimero era una muchacha rubia cubiertade cardenales; el segundo, un hombrejoven que tenía un amuleto en forma demartillo que pendía casi burlonamentede su cuello.

—Creo que será mejor no regresar a laposada —comentó.

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* * *

Una leyenda local cuenta que un niñopequeño fue hallado en los escalonesdel templo de Shallya, en Hartzroch.Estaba envuelto en una capaensangrentada de lana de Sudenland.Junto a él, había una bolsa llena de oroy, en torno a su cuello, un amuleto deacero en forma de martillo. Lasacerdotisa juró haber visto un carruajenegro que se alejaba a toda prisa bajo laluz del alba.

Los habitantes de Hartzroch refieren otrahistoria mucho más tétrica en relacióncon los asesinatos de Ingrid Hauptmanny Gunter, hijo del posadero; al parecer,

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fueron víctimas de un horrible sacrificioen homenaje a los Poderes Siniestros.Los guardias de caminos queencontraron los cadáveres junto alCírculo de Piedras Oscuras coinciden enque tuvo que ser un rito espantoso. Loscuerpos habían sido rebanados por unhacha blandida por un demonio.

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Capítulo 2 Jinetes de lobo

No puedo recordar con exactitud cómodecidimos tomar rumbo al sur en buscadel oro perdido de Karak-Ocho-Picos,pero, ¡ay!, recuerdo que, como muchasresoluciones importantes de ese períodode mi vida, fue una que tomamos en unataberna bajo la influencia de enormescantidades de alcohol. Tambiénrecuerdo a un enano viejo y desdentadoque balbuceaba repetidamente lapalabra oro, y tengo muy claro en lamemoria el brillo demente que aparecióen los ojos de mi compañero mientras

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escuchaba la descripción.

Tal vez era algo típico del Matatrollsestar dispuesto a arriesgar su vida eintegridad física en el territorio mássalvaje y árido que imaginarse pueda,pese a lo tenue de la provocación. Oquizá se tratara del característico efectode «fiebre del oro» que tienen tendenciaa sufrir todos los miembrospertenecientes a su pueblo. Como iba adescubrir más tarde, el atractivo de esemetal brillante tiene un poderaterrorizador y tremendo sobre lasmentes de todos los integrantes de laAntigua Raza.

En cualquier caso, la decisión de dejaratrás las fronteras más meridionales del

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Imperio fue fatídica y nos llevó aencuentros y aventuras cuyas espantosasconsecuencias me persiguen aún...

FÉLIX JAEGER, "Mis viajes conGotrek", vol. II,

Impreso en Altdorf, 2505

—Honradamente, caballeros, no quieroproblemas de ninguna índole —declaróFélix Jaeger con sinceridad, al mismotiempo que tendía las manos abiertasante sí—. Sólo quiero que dejéis en paza la muchacha. Es cuanto pido.

Los cazadores borrachos soltaronperversas carcajadas.

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—Sólo quiero que dejéis en paz a lamuchacha —lo imitó uno de ellos convoz aguda y ceceante.

Félix recorrió la factoría con la vista enbusca de apoyo. Unos pocos tiposrobustos, ataviados con las gruesaspieles de los montañeses, lo miraron conojos enturbiados por la bebida. El dueñodel establecimiento, un hombre alto,encorvado y de pelo lacio, se volvió ycomenzó a colocar frascos de confituraen los estantes de madera rústica. Nohabía ningún cliente más.

Uno de los cazadores, un hombreenorme, se acercó a él. Félix podía verlas partículas de grasa que teníaadheridas a la barba, y cuando abrió la

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boca para hablar, despidió un hedor acoñac barato que dominaba inclusosobre el olor de la grasa de oso ranciacon la que se untaban los cazadores paraprotegerse del frío. Félix hizo unamueca.

—Oye, Hef, creo que aquí tenemos unchico de ciudad —dijo el cazador—.Habla muy bien.

El que se llamaba Hef alzó los ojos dela mesa contra la que tenía sujeta a lamuchacha.

—Sí, Lars, ya lo creo que habla bien, ycon todo ese bonito pelo dorado comotrigo maduro, yo podría tomarlo a él poruna muchacha.

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—Cuando bajo de las montañas,cualquier cosa tiene buen aspecto. Tediré lo que haremos: tú quédate con lamuchacha, que yo me contentaré con esteguapo chico.

Félix sintió que se le arrebolaba elrostro. Estaba comenzando a enojarse,pero ocultó el enfado tras una sonrisaporque no quería meterse en problemas,al menos si podía evitarlos.

—Vamos, caballeros, no hay necesidadde todo esto. Permitidme que os invite auna copa.

Lars se volvió para mirar a Hef, y eltercer montañés profirió una risotada.

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—Y encima tiene dinero... ¡Es mi nochede suerte!

Lars sonrió con satisfacción, y Félixmiró tras de sí, desesperado, mientras elhombre avanzaba hacia él. ¿Dóndeestaba Gotrek? ¿Por qué el enano nuncase encontraba cerca cuando lonecesitaba? Se volvió para encararsecon Lars.

—De acuerdo, siento habermeentrometido. Os dejo continuar convuestros asuntos, caballeros.

Vio que Lars se relajaba un poco ybajaba la guardia, aunque continuóavanzando. Permitió que se acercasemás mientras observaba que abría los

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brazos como si estuviese a punto deabrazarlo; de modo repentino, le clavóun rodillazo en la entrepierna. Con unsoplido como el de un fuelle de herrero,todo el aire salió del cuerpo delhombretón, que se dobló en dos con ungemido. Después Félix aferró la barbadel hombre y tiró de ella hacia abajopara golpearlo con una rodilla.

Entonces oyó un crujido de dientes quese partían, y la cabeza del cazadorrebotó y salió despedida hacia atrás.Lars cayó al suelo, boqueando en buscade aire y aferrándose la entrepierna.

—¡En el nombre de Taal! —exclamóHef, que le lanzó un golpe a Félix cuyafuerza lo hizo atravesar la sala dando

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traspiés y estrellarse contra una mesadonde derribó una jarra de cerveza.

—Lo siento —se disculpó Félix ante elsobresaltado dueño de la cerveza, y sepuso a forcejear para coger la mesa enpeso y lanzársela a su atacante. Seesforzó hasta que creyó que se ledesgarrrarían los músculos de laespalda.

El borracho lo miró y le dedicó unasonrisa malvada.

—No puedes levantarla. Está clavada alsuelo por si surgen peleas.

—Gracias por decírmelo —respondióFélix mientras sentía que alguien lo

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aferraba por el cabello y le estrellaba lacabeza contra la mesa.

Un dolor espantoso le recorrió elcráneo, y ante sus ojos comenzaron adanzar puntitos negros; entonces, sintióel rostro mojado. «Estoy sangrando»,pensó, pero enseguida se dio cuenta deque sólo era cerveza. Le estrellaron lacabeza contra la mesa una vez más, ydesde muy lejos oyó unos pasos que seaproximaban.

—Sujétalo bien, Kell. Vamos adivertirnos un poco por lo que le hizo aLars. —Félix reconoció la voz de Hef.

Desesperado, lanzó hacia atrás un codoy golpeó la dura musculatura del

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estómago de Kell. La presa en suscabellos se aflojó un poco, y Félix logrózafarse y se volvió para hacer frente asus atacantes. Con la mano derechabuscó a tientas, frenético, la jarra decerveza, y a través de una brumacomprobó que los dos gigantescoscazadores se le acercaban. La muchachahabía desaparecido; Félix vio que lapuerta se cerraba tras ella y oyó quecomenzaba a gritar pidiendo ayuda. Hefestaba desenvainando un cuchillo quellevaba al cinturón en el momento en quelos dedos de Félix se cerraron sobre elasa de la jarra; entonces la lanzó, y elgolpe acertó de pleno en la cara de Kell.El cazador giró la cabeza conbrusquedad, escupió sangre y se volvió

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de nuevo hacia Félix con una sonrisaimbécil en los labios.

Unos dedos musculados como cintas deacero aferraron la muñeca de Félix, y lapresión lo obligó a soltar la jarra. Apesar de su frenética resistencia, lasuperior fuerza de Kell logró llevarle elbrazo hacia su espalda y empujárseloinexorablemente hacia arriba. El hedorde grasa de oso y el olor corporal erancasi abrumadores. Félix profirió ungruñido e intentó zafarse, pero su luchafue inútil.

Entonces sintió que algo afilado lepinchaba la garganta, y al bajar lamirada observó que Hef sujetaba uncuchillo de hoja larga contra su cuello.

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Olió el acero bien aceitado del arma,vio que su propia sangre bajaba por ladepresión de la garganta, y se quedócompletamente inmóvil, porque lo únicoque Hef tenía que hacer era presionarhacia adelante, y el entraría en el reinode Morr.

—Eso ha sido muy agresivo, muchacho—comentó Hef—. El viejo Lars sóloestaba demostrándote su cariño, y tú vasy le haces saltar los dientes. Dime, ¿quécrees que deberíamos hacer nosotros alrespecto, puesto que somos sus amigos?

—Mataz a eze inzolente —jadeó Lars.

Félix sintió que Kell le empujaba elbrazo hacia arriba, hasta el punto de que

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tuvo miedo de que se lo partiese, ygimió de dolor.

—Creo que haremos justo eso —decidióHef.

—No podéis —gimoteó el comercianteque se hallaba detrás de la barra—. Esosería asesinato.

—¡Cállate, Pike! ¿Quién te hapreguntado nada?

Félix comprendió que estaban decididosa matarlo. La violencia que propiciabael alcohol los disponía al asesinato, y élles había dado la excusa quenecesitaban.

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—Ha pasado mucho tiempo desde quematé al último chico guapo —comentóHef a la vez que empujaba el cuchilloapenas unos milímetros. Félix hizo unamueca de dolor—. ¿Vas a implorarclemencia, chico guapo? ¿Vas aimplorar por tu vida?

—Vete al infierno —replicó Félix. Lehabría gustado escupirle a la cara, perotenía la garganta seca y las rodillasflojas. Se puso a temblar y cerró losojos.

—¿Ya no eres tan educadito, chico deciudad? —Félix oyó que una risapastosa tronaba en la garganta de Kell.

«Vaya un sitio para morir —fue el

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incongruente pensamiento que tuvo—:una endemoniada factoría perdida enlas Montañas Grises.»

Se produjo una repentina corriente deaire helado y el sonido de la puerta alabrirse.

—El primero que le haga daño alhumano, morirá al instante —dijo unavoz profunda que raspaba como unapiedra estrellada contra otra—. Con elsegundo me tomaré más tiempo.

Félix abrió los ojos y, por encima de loshombros de Hef, pudo ver a GotrekGurnisson, el Matatrolls. La silueta delenano llenaba la entrada, ya que sucuerpo achaparrado ocupaba todo el

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vano de la puerta. No era más alto queun niño de nueve años, pero tenía lamusculatura de dos hombres fuertes. Laluz de las antorchas iluminaba losextraños tatuajes que cubrían su cuerposemidesnudo y convertía las cuencas desus ojos en cavernas umbrías, desde lasque destellaban sus pupilas.

Hef se puso a reír, y luego habló sinvolverse.

—Piérdete, desconocido, oarreglaremos cuentas contigo cuandohayamos acabado con tu amigo.

Entonces, Félix sintió que la presa sobresu brazo se aflojaba, y la mano de Kellseñaló hacia la entrada por encima de su

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hombro.

—¿De verdad? —preguntó Gotrek, queentró con pesados pasos en la sala almismo tiempo que sacudía la cabezapara quitarse la nieve de la enormecresta de pelo teñido de color naranja,lo que hacía tintinear la cadena quedescribía una curva entre la nariz y laoreja derecha—. Para cuando yo acabecontigo, cantarás tan alto como un elfoafeminado.

Hef volvió a reír mientras se volvíapara mirarlo, pero de pronto la risamurió para transformarse en una tosfarfullante a la vez que el colorabandonaba su rostro hasta dejarloblanco como un cadáver. Gotrek le

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dedicó una ancha y siniestra sonrisa ypasó un dedo pulgar sobre la hoja de laenorme hacha a dos manos que sujetabacon un puño grande como un jamón. Lasangre comenzó a gotear en abundanciaa causa del corte, pero el enano selimitó a sonreír más ampliamente, y elcuchillo cayó de la mano de Hef yrepiqueteó en el suelo.

—No queremos ningún problema —leaseguró Hef—, y menos con unMatatrolls.

Félix no podía reprochárselo. Ningúnhombre en su sano juicio cruzaría armascon un miembro de aquel cultocondenado de frenéticos buscadores de

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la muerte. Gotrek les echó una miradaferoz, y luego golpeó suavemente elsuelo con el mango del hacha. MientrasKell estaba distraído, Félix aprovechóla oportunidad para poner algo dedistancia entre sí mismo y el montañés.Hef parecía presa del pánico.

—Mira, no queremos ningún problema.Sólo nos estábamos divirtiendo.

—Me gusta tu idea de la diversión —replicó Gotrek tras una carcajadamaligna—. Creo que yo también voy adivertirme.

El Matatrolls avanzó hacia Hef, y Félixvio que Lars había logrado levantarse yavanzaba a gatas hacia la puerta con la

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esperanza de pasar por detrás delMatatrolls mientras éste estabadistraído. Gotrek descargó un pie sobreuna mano de Lars; el crujido que seescuchó provocó en Félix una mueca dedolor. «Está claro que ésta no es lanoche de Lars», pensó.

—¿Adónde te crees que vas? Será mejorque te quedes con tus amigos, ya que doscontra uno no ofrece muy buenasprobabilidades.

—No nos mates —imploró Hef, queestaba ya quebrantado por completo.

Kell se desplazó hasta quedar otra vezcerca de Félix. Gotrek, que se habíasituado justo delante de Hef, mantenía la

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hoja del hacha apoyada en la gargantadel hombre. Félix podía ver cómo lasancestrales runas destellaban en colorrojo a la luz de las antorchas. Conlentitud, Gotrek sacudió la cabeza.

—¿Qué sucede? Sois tres. Pensasteisque teníais buenas posibilidades contrael humano. ¿Os habéis quedado sinagallas?

Hef asintió con torpeza; parecía a puntode echarse a llorar y en sus ojos podíaverse el terror supersticioso que leinspiraba el enano. Estaba ya al bordedel desmayo cuando Gotrek señaló lapuerta.

—¡Fuera de aquí! —rugió—. No

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ensuciaré mi arma con unos cobardescomo vosotros.

Los cazadores se precipitaron hacia laentrada; Lars cojeaba mucho. Lamuchacha se apartó a un lado paradejarlos pasar y luego cerró la puerta.Entonces, Gotrek le echó una miradaferoz a Félix.

—¿Acaso no puedo ni detenerme paraatender a una llamada de la naturalezasin que tú te metas en líos?

* * *

—Tal vez debería escoltarte de regreso

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a tu casa —comentó Félix.

En esa ocasión, inspeccionó a lamuchacha con una mirada más atenta.Era menuda y delgada, y su rostro habríaresultado ordinario de no ser por losgrandes ojos oscuros. Ella se envolvióen la capa de áspera lana de Sudenland,apretó contra el pecho el paquete de loque había comprado en la factoría, yluego alzó el rostro para dedicarle alpoeta una sonrisa tímida que confirióbelleza a aquel semblante pálido yfamélico.

—Te lo agradecería, si no es demasiadamolestia.

—En absoluto supone una molestia —

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replicó él—. Quizás esos rufianes aúnanden al acecho por ahí afuera.

—Eso lo dudo. Parecían tenerle muchomiedo a tu amigo.

—Deja que te ayude a llevar esashierbas, entonces.

—La señora me dijo con exactitudcuáles tenía que comprar. Son paraaliviar los efectos de la congelación. Mesentiré más tranquila si las llevo yo.

Félix se encogió de hombros, y salieronal aire libre; el frío era tan intenso quesus alientos formaban nubes de vapor.

En el cielo nocturno, las Montañas

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Grises se encumbraban como gigantes, yla luz de ambas lunas se reflejaba en losventisqueros que las coronaban, de talforma que parecían islas suspendidas enel cielo, flotando sobre un mar desombras.

Avanzaron por la mugrienta aldea decabañas que rodeaba la factoría. A lolejos, Félix vio luces y oyó el mugidodel ganado y el amortiguado golpeteo delos cascos de los caballos. Seencaminaban bacía un campamento alque estaban llegando otras personas.

Macilentos soldados de mejillashundidas, ataviados con túnicasandrajosas, en las que podía verse lamuy desteñida figura de un lobo

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sonriente, escoltaban carros tirados porflacos bueyes. Los cansados carreteros,vestidos con ropas de campesinos, lomiraban al pasar. Junto a ellos ibansentadas mujeres que se arropabanapretadamente con chales y tenían lacabeza cubierta por un pañuelo que casiles ocultaba el rostro. A veces, algúnniño se asomaba por la parte trasera deun carro para observarlos.

—¿Qué sucede? —preguntó Félix—.Parece ser que todo un pueblo está deviaje. —La muchacha miró los carros, yluego volvió los ojos hacia él.

—Somos la gente de Gottfried vonDiehl. Lo seguimos al exilio, a la tierra

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de los Reinos Fronterizos.

Félix se detuvo para mirar hacia elnorte, y vio que había más carros, quedescendían por el camino, y que detrásavanzaban a pie los rezagados, cojeandoy aferrados a pobres sacos como si éstoscontuvieran oro. Sacudió la cabeza condesconcierto.

—Tenéis que haber llegado por el pasodel Fuego Negro —comentó. Él yGotrek habían utilizado las antiguasrutas de los enanos que discurrían por elpie de la montaña—. Estamos muyadentrados en la estación fría para hacereso. Ya deben de estar produciéndoselas primeras ventiscas allí arriba. Elpaso únicamente está abierto durante el

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verano.

—A nuestro señor sólo le han dado deplazo hasta final de año para abandonarel Imperio. —Ella giró y comenzó aavanzar hacia el interior del círculo quehabían formado los carruajes para teneralguna protección contra el viento—.Nos pusimos en marcha con tiemposuficiente, pero una serie de accidentesenlenteció nuestro avance. En el pasomismo nos pilló una avalancha, yperdimos a mucha gente. —Hizo unapausa, como si recordara algunadesgracia personal—. Algunos dicenque fue por la Maldición de los VonDiehl, y que el barón nunca podrádejarla atrás.

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Félix la siguió. Sobre las hogueras habíaalgunas cacerolas, y un gran caldero delque salía vapor. La muchacha señalóesta última vasija.

—El caldero de la señora. Estaráesperando las hierbas.

—¿Tu señora es una bruja? —preguntóFélix, y ella lo miró con seriedad.

—No, señor. Es una hechicera conbuenas credenciales, que estudió enMiddenheim. Es la asesora del barón enasuntos de magia.

La muchacha avanzó hacia los escalonesde un carromato repleto de signosmísticos. Comenzó a ascender, pero se

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detuvo para encararse con Félix.

—Gracias por tu ayuda —dijo.

Se inclinó para besarle en una mejilla, yluego se volvió y abrió la portezuela.Félix posó una mano sobre un hombrode ella y la retuvo con suavidad.

—Un momento —pidió—. ¿Cómo tellamas?

—Kirsten —replicó ella—. ¿Y tú?

—Félix, Félix Jaeger.

La muchacha volvió a sonreír antes dedesaparecer en el interior del carromato,y Félix se quedó mirando la portezuela

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cerrada, ligeramente aturdido. Luego,con la sensación de estar caminando porel aire, regresó a la factoría.

* * *

—¿Estás loco? —preguntó airadamenteGotrek Gurnisson—. Ahora resulta quequieres que viajemos con un barónrenegado y con la chusma que forma suséquito. ¿Has olvidado por qué hemosvenido hasta aquí?

Félix se volvió para asegurarse de quenadie los miraba, aunque decidió que noera muy probable que alguien lo hiciese.Él y el Matatrolls bebían sus cervezas

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en el rincón más oscuro de la factoría.Unos pocos borrachos estaban echadossobre las mesas de caballetes, y lasmiradas de malhumor del enanomantenían alejados a los curiososcasuales. Así pues, Félix se inclinó conaire de conspiración.

—Bien mirado, es de lo más sensato.Nosotros vamos a atravesar los ReinosFronterizos, y ellos también. Será másseguro viajar acompañados.

Gotrek le lanzó una miradaamenazadora.

—¿Acaso insinúas que yo temo algúnpeligro que pueda surgir por el camino?

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Félix negó con la cabeza.

—No. Lo único que digo es que eso haráque el viaje nos resulte más cómodo, yque podrían pagarnos por el esfuerzo silogramos persuadir al barón de que noscontrate como mercenarios.

Gotrek se animó ante la mención deldinero. «En el fondo, todos los enanosson unos avaros», pensó Félix. Parecióque Gotrek consideraba el asuntodurante un segundo, pero luego sacudióla cabeza.

—No. Si ese barón ha sido desterrado,es un criminal y no va a poner las manossobre mi oro. —Encorvándose, miróalrededor con tensión paranoica—. El

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tesoro es nuestro, tuyo y mío; bueno,sobre todo mío, por supuesto, ya que yocargaré con la mayor parte de la lucha.

Félix sintió ganas de reír. No había nadacomo un enano bajo los efectos de lafiebre del oro.

—Gotrek, ni siquiera sabemos si existetesoro alguno. Lo único que tenemospara guiarnos son las divagaciones de unsenil explorador de terrenos que afirmahaber visto el tesoro perdido de Karak-Ocho-Picos. Faragrim apenas puederecordar su propio nombre la mitad delas veces.

—Faragrim es un enano, humano, y unenano nunca olvida la visión del oro.

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¿Sabes cuál es el problema de tupueblo? Que no sentís ningún respetopor vuestros ancianos. Entre los míos,Faragrim merece la máximaconsideración.

—Entonces, no me extraña que tu pueblosea tan terriblemente estrecho de miras—murmuró Félix.

—¿Qué has dicho?

—Nada. Sólo responde a esto: ¿por quéFaragrim no volvió él mismo a buscar eltesoro? Ha tenido dieciocho años parahacerlo.

—Por una sensata cautela económica...

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—Por tacañería, querrás decir.

—Como quieras llamarlo, humano. Elguardián lo dejó tullido, y nuncaencontró a nadie en quien pudieseconfiar.

—¿Y por qué te lo cuenta a ti, así, derepente?

—¿Estás insinuando que yo no soy dignode confianza, humano?

—No. Creo que quería librarse denosotros, que quería que salieras de sutaberna. Me parece que inventó esahistoria inverosímil sobre el tesoro másgrande del mundo custodiado por el trollmás grande que existe porque sabía que

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tú te la creerías; sabía que eso pondríaun centenar de leguas entre tú y suestablecimiento.

Las barbas de Gotrek se erizaron, ygruñó con enojo.

—No soy tan estúpido, humano.Faragrim juró que era verdad sobre lasbarbas de todos sus ancestros.

—Y supongo —respondió Félix trasproferir un gemido— que ningún enanoha roto jamás un juramento ni jurado enfalso.

—Bueno, en raras ocasiones, sí —admitió Gotrek—; pero a éste le creo.

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Félix comprendió que no serviría denada continuar con el tema. Gotrekquería que la historia fuese verídica, y,por tanto, para él lo era.

«Es como un hombre enamorado —pensó el poeta—, incapaz de ver lasflaquezas de su amada debido a lamuralla de ilusiones que ha levantadoen torno a ella.» El enano se acarició labarba con la vista fija en el infinito,perdido en la contemplación del tesoroguardado por el troll, y Félix decidiójugar el triunfo que le quedaba.

—Significaría no tener que caminar —dijo.

—¿Qué? —gruñó Gotrek.

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—Si el barón nos contrata, podremosviajar en un carro, Siempre estásquejándote de que te duelen los pies. Estu oportunidad de darles un descanso.Piensa en ello —añadió en tono tentador—: nos pagarán y no te dolerán los pies.

Gotrek pareció considerarlo una vezmás.

—Veo que no tendré paz a menos queconsienta en plegarme a tus planes. Loharé con una condición.

—¿Cuál?

—Que no se mencione para nada nuestroobjetivo; a nadie.

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Félix asintió, y Gotrek alzó una cejaenmarañada para mirarlo con expresiónastuta.

—No creas que no sé por qué tienestantas ganas de viajar con el barón,humano.

—¿Qué quieres decir?

—Te has enamorado de esa chiquillacon la que te marchaste de aquí hace unrato, ¿verdad?

—No —farfulló Félix—. ¿Qué te hahecho pensar eso?

Gotrek soltó una estruendosa carcajadaque despertó a varios borrachos

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amodorrados.

—Si no es así, ¿por qué se te ha puestola cara tan roja, humano? —interrogó demodo triunfal.

* * *

Félix llamó a la portezuela delcarromato que, según le dijeron,pertenecía al maestro de armas delbarón.

—Adelante —dijo una voz.

Al abrir la puerta, su nariz fue asaltadapor el olor de la grasa de oso, así que

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tendió la mano hacia la empuñadura dela espada.

Dentro del carromato había cincohombres reunidos, y a tres losreconoció: se trataba de los cazadorescon los que se había encontrado la nocheanterior. Los otros dos eran un joven,que iba ricamente vestido y tenía rasgosdelicados, con el cabello corto según lamoda de los guerreros nobles, y unhombre alto, de constitución poderosa,ataviado con pieles de gamo. Esteúltimo estaba bronceado y parecía tenerunos treinta años, aunque su cabello eragris plateado. Llevaba una aljaba deflechas de cola negra colgada a laespalda, y cerca de su mano había un

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arco robusto y largo. Los hombres queFélix no conocía guardaban ciertoparecido familiar.

—Éze ez el baztardo —dijo Lars através de los dientes que le faltaban, ylos dos desconocidos intercambiaronmiradas.

Félix los observó con prevención,mientras el del cabello gris loinspeccionaba aparentando indiferencia.

—Así que tú eres el joven que le partiólos dientes a uno de mis guías —comentó.

—¿Uno de tus guías?

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—Sí, Manfred y yo los contratamos laestación pasada para que nos guiaran através de las tierras bajas, a lo largo delRío del Trueno.

—Son montañeses —comentó Félix paraganar tiempo, en tanto se preguntaba enqué clase de lío se había metido.

—Son cazadores —respondió el jovenbien vestidoo, con acento culto—.También atraviesan las tierras bajas enbusca de caza.

—Yo no lo sabía —respondió Félix altiempo que tendía las manos abiertasante sí.

—¿Qué has venido a buscar aquí? —

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quiso saber el del cabello gris.

—Estoy buscando trabajo comomercenario. Quería ver al maestro dearmas del barón.

—Ése soy yo —respondió el mayor—.Dieter. También soy el guardabosquejefe del barón, el entrenador de susperros de caza y su halconero.

—La hacienda de mi tío está pasandopor momentos bastante difíciles —comentó el joven.

—Éste es Manfred, sobrino y herederode Gottfried von Diehl, barón de laMarca de Vennland.

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—Antiguo barón —lo corrigió Manfred—. La condesa Emmanuelle creyóconveniente desterrar a mi tío yconfiscar nuestras tierras en lugar decastigar a los verdaderos malhechores.

»Diferencias religiosas, ¿sabes? —añadió al ver la mirada de interrogaciónde Félix—. Mi familia procede del nortey es adepta al bendito Ulric. Todosnuestros vecinos meridionales sonsigmaritas devotos. En estos tiempos deintolerancia, ésa era la única excusa quenecesitaban para apoderarse de lastierras que codiciaban. Dado que sonprimos de la condesa Emmanuelle, nosdestierran por iniciar una guerra. —Sacudió la cabeza con disgusto—.

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Política imperial, ¿no?

Dieter se encogió de hombros y sevolvió para mirar a los montañeses.

—Esperad fuera —les dijo—. Tenemosasuntos que atender con herr...

—Jaeger. Félix Jaeger.

Los cazadores se dispusieron a salir.Mientras se dirigía hacia la portezuela,Lars le echó a Félix una mirada llena deodio. El poeta lo miró directamente alos ojos inyectados en sangre, y susmiradas quedaron fijas la una en la otradurante un segundo. Luego, loscazadores desaparecieron y sólo dejarontras de sí la vaharada de grasa de oso

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flotando en el aire.

—Me temo que te has ganado unenemigo —comentó Manfred.

—No me preocupa.

—Debería preocuparte, herr Jaeger. Esetipo de hombres son de los que guardanrencor —dijo Dieter—. ¿Dices queestás buscando trabajo?

Félix asintió.

—Mi compañero y yo...

—¿El Matatrolls? —Dieter alzó unaceja.

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—Gotrek Gurnisson, sí.

—Si queréis trabajo, ya lo tenéis. LosReinos Fronterizos son tierras violentasy nos vendrían bien dos guerreros más.Por desgracia, no podemos pagarmucho.

—Los bienes de mi tío son ahoraescasos —explicó Manfred.

—No pedimos mucho más que cama,comida y transporte —respondió Félix,y Dieter se echó a reír.

—Me parece excelente. Podéis viajarcon nosotros si lo deseáis. En caso deque nos ataquen, tendréis que luchar.

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—¿Estamos contratados?

Dieter le entregó dos monedas de oro.

—Habéis aceptado la corona del barón.Estáis con nosotros. —El hombre delcabello gris abrió la puerta—. Y ahora,si nos disculpas, tenemos que planificarel viaje.

Félix hizo una reverencia a cada uno deellos, y salió.

—Un momento.

Se volvió y vio que Manfred salía delcarromato tras él, y le sonreía.

—Dieter es un hombre brusco, pero te

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acostumbrarás a él.

—Estoy seguro de que así será, miseñor.

—Llámame Manfred. Estamos en lafrontera, no en la corte de la condesa deNuln. Aquí el rango no es tansignificativo.

—Muy bien, mi señor... Manfred.

—Sólo quería decirte que anoche hicistelo correcto. Defender a la muchacha,aunque sea la servidora de esa bruja. Telo agradezco.

—Gracias. ¿Puedo hacerte unapregunta?

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Manfred asintió, y Félix se aclaró lagarganta.

—El nombre de Manfred von Diehl noes desconocido entre los eruditos deAltdorf, mi ciudad natal. Se relacionacon un dramaturgo.

Manfred le dedicó una amplia sonrisa.

—Soy yo. ¡Por Ulric, un hombre culto!¿Quién podría pensar que encontraría auno por estas tierras? Puedo asegurarteque tú y yo vamos a llevarnos bien, herrJaeger. ¿Has visto Flor Extraña: ¿Tegustó?

Félix meditó cuidadosamente larespuesta. No le había interesado la

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obra, que trataba de la caída en la locurade una mujer de la nobleza cuandodescubría que era una mutante queinvolucionaba hacia la bestialidad. AFlor Extraña le faltaba la humanidadbenevolente que podía hallarse en elmás grande dramaturgo del Imperio:Detlef Sierck. No obstante, la obraresultaba muy actual en esos días en queel número de mutaciones,aparentemente, estaba aumentando. Lacondesa Emmanuelle la había prohibido,según recordaba Félix.

—Tiene mucha fuerza, Manfred. Resultamuy obsesionante.

—¡Obsesionante, muy bien! ¡De verdadque muy bien! ¡Ahora tengo que ir a

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visitar a mi tío, que está enfermo, peroespero hablar contigo de nuevo antes deque acabe el viaje.

Se hicieron una reverencia, y el jovennoble se alejó. Félix se quedómirándolo, incapaz de reconciliar a eseamistoso joven excéntrico con lasimágenes melancólicas, obsesionadascon Caos, de su obra. Entre los eruditosde Altdorf, Manfred von Diehl erafamoso como dramaturgo brillante... yblasfemo.

* * *

Hacia media mañana, los exiliados

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estaban a punto para ponerse en marcha.Al frente de la larga fila desordenada,Félix vio un anciano de cabellosblancos, ataviado con una capa decebellina, que montaba un corcel deguerra negro. Cabalgaba bajo elestandarte desplegado del lobo, queenarbolaba Dieter. Junto a él, Manfredse inclinó para decirle algo al anciano;el barón hizo entonces un gesto, y lacaravana que formaba su pueblocomenzó a avanzar.

El poeta sintió que lo recorría unestremecimiento ante la visión de todoaquello. Se embebió en el espectáculode la fila de carromatos y carros con suescolta armada de guerreros montados y

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ataviados con armadura, y luego subió aun carro de provisiones que él y Gotrekle habían expropiado a un viejosirviente avinagrado, que iba vestidocon la librea de la baronía.

En torno a ellos, las montañas apuntabanal cielo como gigantes grises, losárboles salpicaban los bordes delcamino y algunos arroyos corrían comomercurio por los lados hacia elnacimiento del Río del Trueno. La lluviamezclada con nieve suavizaba loscontornos del paisaje y le confería unabelleza indómita.

—Hora de volver a partir —gimióGotrek al mismo tiempo que se cogía lacabeza entre las manos. Tenía los ojos

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turbios a causa de la resaca.

Avanzaron con estrépito sordo yocuparon su sitio en la fila. Detrás deellos, los soldados se colgaron los arcosa la espalda, se envolvieronapretadamente en las capas ycomenzaron la marcha. Sus juramentosse mezclaban con las imprecaciones ylatigazos de los conductores, y con losmugidos de los bueyes. Un bebé se pusoa llorar, y una mujer, en algún puntodetrás de ellos, empezó a cantar en vozbaja y musical, que acalló el llanto delniño. Félix se inclinó hacia adelante conla esperanza de atisbar a Kirsten entre lagente que avanzaba con paso trabajosobajo la aguanieve hacia las onduladas

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colinas que se desplegaban bajo elloscomo un mapa.

Se sentía casi en paz, arrastrado portodo aquel movimiento humano, como siun río lo llevara hacia su meta. Se sentíaya parte de esa pequeña comunidaditinerante, una sensación de la que nohabía disfrutado desde hacía muchotiempo. Sonrió, pero un codazo deGotrek en las costillas lo arrancó de laensoñación.

—Mantén los ojos abiertos, humano.Orcos y goblins rondan por estasmontañas y por las llanuras de ahí abajo.

Félix le lanzó una mirada feroz; sinembargo, cuando alzó la vista de nuevo

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no fue para apreciar la indómita bellezadel entorno, sino para mantenerse alertaante cualquier posible accidente delterreno que fuera apropiado para unaemboscada.

* * *

Félix giró la cabeza para mirar lasmontañas. No lamentaba abandonaraquellas inhóspitas tierras altas, ya quehabían sido asaltados varias veces porgoblins de piel verde, cuyos escudoslucían el emblema de la Garra Escarlata.Los jinetes de lobo fueron rechazados,pero con bajas humanas. Tenía los ojosenrojecidos debido a la falta de sueño,

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pues, como todos los guerreros, habíandoblado los turnos de guardia por si seproducían ataques nocturnos. SóloGotrek parecía decepcionado por elhecho de que no los persiguieran.

—Por Grungni —dijo el enano—, novolveremos a verlos; no, después de queDieter mató al líder. Son todos unoscobardes cuando no tienen matones paraque les metan el fuego en el cuerpo.¡Lástima! Nada es mejor que matar aunos cuantos goblins para que sedespierte el apetito. El ejercicio sano esfantástico para la digestión.

Félix le lanzó una mirada avinagrada, yseñaló con un pulgar hacia el carromatodel que en ese momento descendían

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Kirsten y una mujer alta, de medianaedad.

—Estoy seguro de que los heridos quehay en ese carruaje estarán endesacuerdo con tu idea de lo que es elejercicio sano, Gotrek.

—En esta vida, humano —replicó elenano a la vez que se encogía dehombros—, la gente se hace daño.Simplemente, alégrate de que no tetocara a ti.

Félix ya estaba harto, así que se bajó delcarro y saltó al suelo fangoso.

—No te preocupes, Gotrek. Tengointención de quedarme contigo para

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completar la epopeya porque no megustaría romper un juramento, ¿no teparece?

Gotrek lo miró fijamente, como sisospechara un atisbo de sarcasmo, peroFélix se cuidó de adoptar una expresióndulce. Gotrek se tomaba muy en serio laobra de su compañero, pues quería serel héroe de un poema épico; por eso,mantenía al educado poeta cerca, paraasegurarse de que su sueño seríacumplido. Al mismo tiempo que sacudíala cabeza, Félix se encaminó haciadonde se encontraban Kirsten y suseñora.

—Buenos días, frau Winter. Kirsten...—Las dos mujeres lo observaron con

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precaución. Un entrecejo fruncido pasópor el rostro de la hechicera, aunque nopareció que a sus ojos de reptil, conpesados párpados, aflorara ningunaexpresión. Se arregló una de las plumasde cuervo que adornaban su cabello.

—¿Qué tienen de buenos, herr Jaeger?Han muerto otros dos hombres a causade las heridas. Las flechas estabanenvenenadas. ¡Por Taal, cómo detesto aesos jinetes de lobo!

—¿Dónde está el doctor Stockhausen?Pensaba que se encontraría ayudándote.

La mujer de más edad sonrió aunque, enopinión de Félix, se trataba de unasonrisa burlona.

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—Está ocupado con el heredero delbarón. El joven Manfred tiene un corteen un brazo, y Stockhausen preferiríadejar que murieran buenos hombresantes que desatender una herida delpequeño Manfred.

Dio media vuelta y se alejó, con elcabello y la capa ondulando en la brisa.

—No le hagas caso a mi señora —dijoKirsten—. El señor Manfred se mofó deella en una de sus obras, y estáresentida. En realidad, es una buenamujer.

Félix la miró mientras se preguntaba porqué los latidos de su corazón parecíantan ruidosos y tenía las palmas de sus

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manos tan sudadas. Recordó laspalabras que Gotrek le había dicho en lataberna y sintió que se ruborizaba. Deacuerdo, admitió para sí: Kirsten leresultaba atractiva. ¿Qué tenía eso demalo? Tal vez el hecho de que quizásella no se sintiera atraída por él. Miró asu alrededor; sentía que tenía la lenguaparalizada e intentó pensar en algo quepudiese decir. Cerca de ellos, unosniños jugaban a soldados.

—¿Cómo estás? —preguntó al fin.

—Bien —replicó ella, algo temblorosa—. Anoche tuve miedo a causa delaullido de los lobos y las flechas quecaían, poro ahora... Bueno, durante eldía parece todo tan irreal...

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Del carromato situado detrás de ellos,llegaron los gemidos de un hombreagonizante. Ella se volvió por unmomento, y luego la dureza cruzó surostro y se asentó como si fuera unamáscara.

—No es agradable trabajar con losheridos —comentó Félix.

—Te acostumbras —replicó ella almismo tiempo que se encogía dehombros.

Félix sintió un escalofrío al ver aquellaexpresión en el rostro de la muchacha;antes sólo la había visto en la cara demercenarios, hombres cuya profesión

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era la muerte. Al mirar en derredor, sefijó en los niños que jugaban cerca delcarromato de los heridos: uno disparabaun arco imaginario, y otro profería ungrito gorgoteante, se aferraba el pecho ycaía. Félix se sintió, de pronto, aislado ymuy lejos del hogar. La vida cómoda depoeta y erudito que había dejado tras desí en el Imperio parecía haberlesucedido a algún otro hacía muchotiempo. Las leyes y quienes las hacíancumplir —aquello que siempre le habíaparecido incuestionable— acababan dequedar atrás, en las Montañas Grises.

—Aquí se muere con facilidad, ¿no escierto? —dijo.

Kirsten lo miró, dulcificó la expresión

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del rostro y pasó su brazo por el de él.

—Ven, vayamos a un sitio donde el aireesté más limpio —decidió.

Detrás de ellos, los chillidos de losniños que jugaban se mezclaron con losgemidos de los hombres agonizantes.

* * *

Félix vio la ciudad en el momento enque salieron de las colinas, a últimahora de la tarde. A la izquierda, hacia eleste, se prolongaba la curva descrita porla rápida corriente del Río del Trueno y,más allá, los imponentes picos de las

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Montañas del Fin del Mundo. Al sur,otra cadena de colinas se perdía,inhóspita, en la distancia. Eran colinasdesnudas y formidables, y algo en ellashizo que Félix se estremeciera.

En el valle que quedaba entre ambascadenas, se acurrucaba una ciudadamurallada. Unas formas blancas, quepodían ser ovejas, eran conducidas alexterior a través de las puertas. Félixcreyó ver siluetas que se movían sobrela muralla, pero desde esa distancia nopodía estar seguro. Dieter le hizo unaseñal para que se acercara.

—Tú hablas muy bien —le dijo—. Bajahasta allí para parlamentar. Dile a lagente de la ciudad que no pretendemos

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causarles ningún mal.

Félix se limitó a mirar al hombre alto yflaco. «Lo que quiere decir —pensó—es que yo soy prescindible en caso deque esa gente no sea amistosa.» Se leocurrió que podía enviarlo al infierno,pero Dieter debió adivinar lo que estabapensando.

—Has aceptado la corona del barón —le recordó sin más.

«Es cierto», admitió Félix. Entoncesconsideró la posibilidad de tomar unbaño caliente, beber en una taberna deverdad, dormir bajo techo... todos loslujos que podían ofrecer incluso lospueblos fronterizos más primitivos. La

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perspectiva le resultó muy tentadora.

—Dadme un caballo —pidió—, y unabandera blanca.

Mientras montaba el caprichoso caballode guerra, intentó no pensar en lo queunos nombres suspicaces y armados conarcos podrían hacerle al mensajero deun enemigo potencial.

* * *

La saeta de la ballesta hendió el aire conun silbido y se clavó, temblorosa, en latierra que había ante los cascos delcorcel. Félix luchó para controlar el

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animal, que se encabritó. En momentoscomo ése se alegraba de que su padrehubiese insistido en que el arte demontar formaba parte de la educación deun joven caballero adinerado.

—No te acerques más, forastero, o tellenaremos de flechas, con o sin banderablanca. —La voz era ronca peropoderosa. Estaba claro que su dueño lausaba para dar órdenes y hacer quefuesen obedecidas. Félix luchó con lamontura y logró controlarla.

—Soy el heraldo de Gottfried vonDiehl, barón de la Marca de Vennland—gritó Félix—. No tiene intención decausaros ningún mal. Sólo queremoscobijarnos de los elementos y renovar

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las provisiones.

—¡Bueno, pues aquí no podéis hacerlo!Dile a tu barón Gottfried que, si es tanpacífico, puede continuar su camino.Esto es Akendorf, y no nos interesaningún trato con los nobles.

Félix estudió al hombre que le gritabadesde el torreón de la puerta de laciudad. Debajo del casco metálico enpico, se adivinaba un rostro perspicaz einteligente. Se encontraba flanqueadopor dos hombres cuyas ballestasapuntaban a Félix con tal férrea firmezaque al poeta se le secó la boca y unsudor frío empezó a correrle por laespalda. Llevaba la cota de malla, pero

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dudaba de que pudiese servirle de algocontra las flechas a una distancia tancorta.

—Señor, en el nombre de Sigmar, sólonecesitamos un poco de hospitalidad.

—Márchate, muchacho; no recibiráshospitalidad ni en Akendorf ni enninguna otra población de estas tierras siviajas con veinte caballeros acorazadosy cincuenta soldados.

Félix se maravilló de lo excelentes quedebían ser los exploradores de Akendorfpara conocer con tanta exactitud elnúmero de sus fuerzas. Comprendió conclaridad cómo eran las cosas enaquellas tierras. El ejército del barón

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resultaba demasiado poderoso comopara que los Señores de la Guerralocales les abrieran las puertas de susciudades. En aquellas poblacionesaisladas, ellos constituían una amenazapara la posición de cualquiergobernante. Sin embargo, Félix dudabade que las fuerzas del barón estuvieranlo bastante preparadas como para tomaruna fortaleza amurallada contra unaresistencia decidida.

—Tenemos heridos —gritó—. ¿Losaceptaréis a ellos, al menos?

Por primera vez, el hombre de lamuralla adoptó una actitud de disculpa.

—No. Vosotros habéis traído hasta aquí

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esas bocas de más, así que podéisalimentarlas.

—En el nombre de Shallya, Señora de laMisericordia, tenéis que ayudarlos.

—No tenemos que hacer nada, heraldo.Soy yo quien gobierna aquí, no tu barón.Dile que siga el Río del Trueno hacia elsur. Bien sabe Taal que allí hay muchacierra que no pertenece a nadie. Quedesbroce en ese paraje su propiahacienda o que tome uno de los fuertesabandonados.

Desanimado, Félix hizo girar a sucaballo. Mientras se alejaba tenía plenaconciencia de las armas que loapuntaban.

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—¡Heraldo! —gritó el señor deAkendorf.

Félix se volvió en la silla para mirarlo,y vio pese a la mermante luz que elrostro del hombre tenía una expresiónpreocupada.

—¿Qué?

—Dile al barón que en ningún caso entreen las colinas del sur. Debe mantenersejunto al Río del Trueno. No quiero tenersobre mi conciencia el hecho de nohaberlo prevenido acerca de las ColinasGeistenmund.

Algo en el tono de la voz del hombrehizo que a Félix se le erizara el pelo de

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la nuca.

—Esas colinas están encantadas,heraldo, y ningún hombre debedesafiarlas, so peligro de su almainmortal.

* * *

—No nos permitirán traspasar laspuertas. Es así de simple —concluyóFélix mientras recorría con la miradalos rostros reunidos en torno a lahoguera.

El barón le hizo un gesto para que sesentara con un movimiento débil de la

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mano izquierda, y luego se volvió paramirar a Dieter.

—No podemos tomar Akendorf, almenos no sin una gran pérdida de vidas.Aunque no sea experto en asedios,incluso así me doy cuenta de ello —ledijo el hombre del cabello gris, y seinclinó hacia adelante para echar otrarama al fuego. Las chispas que selevantaron ascendieron hacia el cielo eiluminaron el aire frío de la noche.

—Así pues, opinas que debemoscontinuar —comentó el barón con unavoz débil que a Félix le recordó el crujirde las hojas secas.

Dieter asintió.

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—Tal vez deberíamos ir haciia el oeste—comentó Manfred—, y buscar tierrasallí. De ese modo, evitaríamos lascolinas, suponiendo que en ellas hayaalgo que debamos temer.

—Lo hay —le aseguró Hef, uno de loscazadores. Incluso al alegre resplandorde las llamas, sus rasgos aparecíanpálidos y tensos.

—De todos modos, ir hacia el oeste esuna estupidez —declaró frau Winter, yFélix vio que lanzaba directamente aManfred una feroz mirada.

—¿Ah, sí? ¿Por qué? —inquirió él.

—Usa el cerebro, muchacho. Las

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montañas del este son la morada de losgoblins, ahora que el reino de los enanosestá dividido en dos; así que la mejortierra será la que más lejos esté del Ríodel Trueno, puesto que se encuentra mása salvo de incursiones; en consecuencia,debe pertenecer a los gobernantes máspoderosos de la región. Cualquierfortaleza del oeste ofrecerá mayorresistencia que Akendorf.

—Tengo buenos conocimientos degeografía —se burló Manfred, yrecorrió con la mirada los ojos de todoslos que circundaban la hoguera—. Sicontinuamos hacia el sur llegaremos alRío de la Sangre, donde los jinetes delobo pululan más que los gusanos en un

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cadáver.

—El peligro acecha en todasdirecciones —resolló el anciano barón,que fijó en Félix una mirada muypenetrante—. ¿Crees que el señor deAkendorf nos advirtió que nosmantuviéramos junto al río sólo con elfin de que seamos un blanco fácil paralos atacantes de piel verde?

Félix meditó durante un momento parasopesar la cuestión. ¿Cómo podíaesperarse que él supiera si el hombrementía o no basándose en sólo una breveconversación? El poeta tenía plenaconciencia de que lo que dijese influiríaen el destino de todos los integrantes dela caravana, y por primera vez en su

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vida experimentó una levísimasensación de la responsabilidad queconllevaba el liderazgo; inspiróprofundamente.

—El hombre parecía sincero, herrbarón.

—Decía la verdad —afirmó Hef,mientras apretaba un poco de hierba defumar dentro de su pipa.

Félix reparó en que los dedos delhombre jugaban nerviosamente con elutensilio. Hef se inclinó hacia adelante ysacó una ramita encendida del fuego,que usó para encender la pipa antes decontinuar.

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—Las Colinas Geistenmund son un lugarsiniestro. La gente dice que hace siglosllegaron hechiceros de Bretonia,nigromantes desterrados por el Rey Sol.Encontraron los túmulos de la gente quehabía muerto ahí en los tiemposantiguos, y usaron sus hechizos parareunir un ejército. Estuvieron a punto deconquistar los Reinos Fronterizos, antesde que los señores de la regiónestablecieran una alianza con los enanosde las montañas y los hicieranretroceder.

Félix sintió que un estremecimiento lerecorría la espalda y luchó contra elimpulso de volverse para mirar porencima del hombro hacia la oscuridad.

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—La gente dice que los hechiceros y susaliados se retiraron al interior de lostúmulos, que fueron sellados por losvencedores con trabajo de cantería ypoderosas runas.

—Pero eso sucedió hace siglos —declaró frau Winter—. Por poderososque fuesen los hechiceros, ¿han podidoresistir tanto tiempo?

—No lo sé, señora; pero losprofanadores de tumbas jamás regresande las Colinas Geistenmund. Algunasnoches pueden verse lucessobrenaturales en esas elevaciones, ycuando las dos lunas están llenas, losmuertos se remueven inquietos en sustumbas. Salen a apoderarse de los vivos

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para que su sangre pueda renovar lavida de los Señores Oscuros.

—Es seguro que eso son tonterías —declaró el doctor Stockhausen.

Félix no estaba tan seguro. El añoanterior, durante la Noche de Difuntos,había presenciado cosas terribles.Apartó el recuerdo de su mente.

—Si vamos hacia el oeste, nosenfrentamos a un peligro seguro y singarantía de que podamos hallar refugio—concluyó el barón, cuyo rostroparecía macilento y angular a causa dela luz del fuego que se proyectaba desdeabajo—. Nos aseguran que hacia el surencontraremos tierras libres, aunque

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podrían esconder los riesgos de unantiguo hechizo. Creo que deberíamosarrostrar los riesgos del camino del sur,que tal vez esté despejado. Seguiremosel curso del Rio del Trueno.

En su voz no había ninguna esperanza;más bien hablaba como un hombreresignado a la voluntad del destino.«¿Acaso el barón desea la muerte?», sepreguntó Félix. Aún bajo los efectos dela atmósfera que había originado eltenebroso relato del cazador, casi podíacreerlo. Tomó nota de que debíaaveriguar algo más acerca de laMaldición de los Von Diehl, y luegoreparó en el rostro de Manfred. El jovennoble contemplaba el fuego con ojos

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hipnotizados y en su rostro había unaexpresión que era casi de placer.

* * *

—Creo que he hallado la inspiraciónpara una nueva obra —declaró Manfredvon Diehl con entusiasmo—. Ladeliciosa historia que contó el cazadorla pasada noche será el núcleo de latrama.

Félix lo miró con aire dubitativo.Avanzaban junto al flanco oeste de lacaravana y se mantenían entre los carrosy las ominosas colinas peladas.

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—Tal vez la historia del cazador seaalgo más que un simple relato, Manfred.Muchas leyendas antiguas encierranhechos reales.

—¡Desde luego! ¡Desde luego! ¿Quiénmejor para saberlo que yo? Creo queesta obra la titularé Por donde caminanlos muertos. Piensa en esto: anillos deplata tintineando en dedos huesudos, y lapiel apergaminada de los muertosvivientes brillando a la luz embrujadade las lunas. Imagínate a un rey que yaceincorrupto y que cada año se levanta conel fin de buscar sangre con la quesustentar su sombrío reino.

Contemplando aquellas elevacionesmalditas, a Félix le resultaba muy fácil

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imaginar cosas semejantes. De toda lagente que seguía al barón Von Diehl,sólo tres personas se atrevían a entrar enlas colinas. Durante el día, el doctorStockhausen y frau Winter buscabanhierbas entre las musgosas rocas de laspedregosas laderas. Si regresaban tarde,a veces se encontraban con GotrekGurnisson, ya que el Matatrolls rondabapor las colinas durante la noche, como sitratase de desafiar a los poderes de laOscuridad.

—Imagínate... —continuó Manfred casisusurrando—. Imagínate que estásdormido en la cama y oyes unos pasosquedos que se acercan, aunqueúnicamente percibes tu respiración...

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¿Podrías estar allí tendido, escuchandolos fuertes latidos de tu corazón ysabiendo que nada se agita dentro delpecho de quien se te aproxima?

—Sí —se apresuró a decir Félix—,estoy seguro de que será una obraexcelente. Tienes que dejar que la lea encuanto la hayas acabado.

Decidió cambiar de tema, e intentó darcon uno que pudiese resultar atractivopara aquel extraño joven.

—Yo estoy pensando en escribir unpoema. ¿Podrías contarme algo mássobre la Maldición de los Von Diehl?

El rostro de Manfred quedó petrificado,

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y su mirada brillante hizo que Félix seestremeciera; sin embargo, enseguidasacudió la cabeza, sonrió y volvió acomportarse de manera afable.

—Hay poco que contar —y profirió unaalegre risilla—. Mi abuelo era unhombre muy devoto, y siempre estabaquemando brujas y mutantes parademostrarlo. En una noche de brujas,asó a una bonita moza llamada IrinaTrask. Todos los súbditos acudieron amirar, porque era una belleza. Cuandolas llamas ya se alzaban en torno a lamuchacha, ella invocó a los poderes delinfierno para que la vengaran, para quesobreviniera la muerte sobre mi abueloy la cólera de Caos sobre sus herederos

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y seguidores. «La oscuridad y sus hijosse os llevarán a todos», dijo. —Guardósilencio y dirigió una tenebrosa miradahacia las colinas.

—¿Y qué sucedió? —quiso saber Félix.

—Poco después de eso, mi abuelo fueasesinado por una manada de hombresbestia mientras cazaba. Se produjo unareyerta entre sus hijos. El mayor, Kurt,era el heredero. Mi padre y su hermanose rebelaron, y lo desposeyeron.Algunos dicen que Kurt se convirtió enun bandido y que fue asesinado por unguerrero de Caos; otros, que seencaminó hacia el norte y tuvo un finalmucho más terrible.

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»Mi padre heredó la baronía y se casócon mi madre, Katerina vonWittgenstein.

Félix lo miró fijamente, pues losWittgenstein eran una familia de oscurareputación y poco aceptada en sociedad.Manfred hizo caso omiso de su mirada.

—El tío Gottfried se convirtió encomandante del ejército. Mi madremurió al darme a luz, y mi padredesapareció. Entonces, Gottfried se hizocon el poder y, desde ese momento, nosha perseguido la mala suerte.

Félix vio que una figura se aproximababajando por la ladera. Era frau Winter,y parecía tener muchísima prisa.

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—¿Desapareció? —preguntó Félix,distraído.

—Sí, se desvaneció. No fue hasta muchomás tarde que descubrí lo que le habíasucedido.

Frau Winter se acercó al mismo tiempoque le echaba una mirada feroz aManfred.

—Malas noticias —anunció—. Hedescubierto una abertura en la ladera dela colina, más arriba. Está sellada porpiedras rúnicas, pero siento que detrásacecha un terrible peligro.

El tono de su voz impulsaba a creerla.Frau Winter continuó a toda velocidad

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hasta adentrarse en el campamentomientras los ojos de Manfred lelanzaban dagas a la espalda. Félixdesvió la mirada hacia él.

—No existe ningún afecto entrevosotros, ¿verdad?

—Ella me odia; lo ha hecho desde quemi tío me nombró heredero. Piensa queel siguiente barón debería ser su hijo.

Félix alzó una ceja.

—¡Ah, sí!, ¿no lo sabes? Dieter es hijode ella, e hijo bastardo de mi padre.

* * *

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La luz de las lunas moteaba las aguasdel Río del Trueno, que brillaba comoplata líquida. Añosos árboles retorcidoscolgaban sobre las márgenes y parecíantrolls en actitud de espera. Nervioso,Félix volvió la cabeza. «Esta noche hayalgo en el aire», pensó; tenía lasensación de que alguna cosa no ibabien.

Tuvo que luchar para controlar laimpresión de que el mal se movía a susespaldas, ávido de vida, de las vidas detodas las personas que formaban elséquito del barón Gottfried.

—¿Te encuentras bien, Félix? Estanoche pareces distraído —comentóKirsten.

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Él volvió los ojos hacia la muchacha ysonrió, pues hallaba placer en supresencia. Normalmente, disfrutaba deaquellos paseos nocturnos junto al río,pero esa noche un presagio se interponíaentre ambos.

—Sólo estoy cansado. —De modoinevitable, lanzó una mirada hacia lascolinas cercanas. A la luz de las lunas,la abertura se parecía mucho a unasfauces abiertas de par en par.

—Es este sitio, ¿verdad? Hay algosobrenatural en él; puedo sentirlo. Escomo cuando frau Winter hace uno desus hechizos peligrosos; entonces se meeriza el pelo de la nuca. Pero esto es

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mucho peor.

Félix vio cómo el terror afloraba alrostro de ella, y luego desaparecía.Kirsten miró a lo lejos, por encima delas aguas.

—Algo antiguo y maligno habita en esascolinas, Félix; algo que está hambriento.Podemos morir aquí. —El poeta la tomóde la mano.

—Estaremos a salvo mientraspermanezcamos junto al río.

Sin embargo, le tembló la voz, y laspalabras no sonaron tranquilizadoras.Hablaba como un niño asustado, yambos se estremecieron.

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—Toda la gente del campamento estáasustada, excepto tu amigo Gotrek. ¿Porqué es tan intrépido?

—Gotrek es un Matatrolls —respondióFélix con una risa queda—. Ha juradobuscar la muerte para expiar un crimen.Es un desterrado de su hogar, su familiay sus amigos. No tiene lugar en estemundo, y es valiente porque no tienenada que perder. Sólo puede recobrar elhonor mediante una muerte honorable.

—¿Y tú por qué lo sigues? Pareces unhombre sensato.

Félix meditó con cuidado lo que iba aresponder. La verdad era que nunca sehabía planteado con detalle los motivos

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que lo impulsaban. Pero ante la miradade los oscuros ojos de Kirsten, depronto, pareció importante saber cuáleseran.

—Él me salvó la vida, y después de esonos juramos lealtad de sangre. En esemomento, yo no sabía lo que significabael ritual; pero estoy obligado por esejuramento.

Aunque le había expuesto los hechosdesnudos, no le había dado unaexplicación. Hizo una pausa y seacarició la vieja cicatriz que tenía en lamejilla derecha. Quería ser sincero.

—Maté a un hombre en un duelo, y esocausó un escándalo. Tuve que renunciar

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a mi vida de estudiante, y mi padre medesheredó. Me sentía furioso, y me metíen líos con la ley. Cuando conocíaGotrek, no tenía metas vitales;simplemente iba a la deriva. Elpropósito de Gotrek era tan fuerte, queme vi arrastrado por él. Me resultabamás fácil seguirlo que comenzar unanueva vida. Algo de su locuraautodestructiva me atrajo.

Ella lo miró con expresióninterrogadora.

—¿Y ahora ya no?

Él negó con un gesto de cabeza.

—¿Y qué me dices de ti? ¿Qué te ha

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traído hasta las orillas del Río delTrueno?

Se acercaron a un árbol caído, y Félixayudó a Kirsten a subir al tronco;después saltó para sentarse a su lado. Lamuchacha se alisó los pliegues delvestido largo de campesina y se metióun mechón de pelo detrás de una oreja.Félix pensó que tenía un aspectoadorable a la luz de las lunas. La nieblacomenzaba a formarse.

—Mis padres eran vasallos del barónGottfried, siervos suyos en Diehlendorf.A mí me contrataron como aprendiza defrau Winter. Ellos murieron en laavalancha de la montaña, junto con mishermanas.

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—Lo siento —respondió Félix—; no losabía.

Ella se encogió de hombros con actitudresignada.

—Ha habido muchísimas muertes a lolargo del camino. Simplemente, doy lasgracias por estar aquí.

Guardó silencio durante un largomomento, y cuando volvió a hablar, lohizo con voz dulce.

—Los echo de menos.

A Félix no se le ocurrió nada que decir,así que permaneció callado.

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—¿Sabes? Mi abuela, en toda su vida,nunca se alejó de Diehlendorf. Jamásvio el interior de aquel viejo castilloinhóspito. Lo único que conoció fue sucabaña y la tierra donde trabajaba. Yoya he visto montañas, ciudades y esterío. He llegado mucho más lejos de loque ella se atrevió a soñar. En unsentido, me alegro.

Félix la miró, pese a que sus mejillasquedaban en sombra, vio brillar unalágrima. Los rostros de ambos estabanmuy cerca el uno del otro. Detrás deella, los jirones de niebla que ascendíande la superficie del río se habíanespesado con rapidez, y él apenas podíaver el agua. Kirsten se acercó más al

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poeta.

—Si no hubiese llegado hasta aquí, no tehabría conocido.

Se besaron con torpeza, como tanteandoy sin apenas rozarse los labios. Luego,Félix se inclinó para tomar los largoscabellos de ella entre las manos.Volvieron a inclinarse el uno hacia elotro y se fueron abrazando con mayoravidez a medida que el segundo beso sehacía más profundo. Apasionadas, lasmanos comenzaron a recorrer y explorarel cuerpo del otro sobre las gruesascapas de tela que los cubrían.

Se inclinaron demasiado, y Kirstenprofirió una leve exclamación cuando

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cayeron del tronco del árbol y quedarontendidos sobre la blanda tierra húmeda.

—Tengo la capa enfangada —dijo Félix.

—Tal vez sería mejor que te la quitaras.Podríamos echarnos sobre ella, porqueel suelo está mojado.

Bajo las sombras de las mortalescolinas, cobijados por la niebla yalumbrados por la luz de las lunas,hicieron el amor.

* * *

—¿Dónde has estado, humano, y por qué

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tienes ese aspecto tan satisfecho de timismo? —inquirió Gotrek,malhumorado.

—Junto al río —replicó Félix con aireinocente—. Paseando.

—Has escogido una mala noche parasalir a pasear —replicó Gotrek almismo tiempo que alzaba unaenmarañada ceja—. Fíjate en cómo estáespesándose la niebla. Huele ahechicería.

Félix sintió que el miedo le calaba loshuesos, y su mano derecha se posóinvoluntariamente sobre la empuñadurade la espada. De pronto recordó laniebla que, un año antes, cubría los

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páramos que rodeaban el Círculo dePiedras Oscuras, y lo que esa nieblaocultaba. Y miró por encima del hombrohacia las tinieblas.

—Si estás en lo cierto, deberíamosdecírselo a Dieter y al barón.

—Ya he informado al maestro de armasdel barón, y han doblado la guardia. Eslo único que están dispuestos a hacer.

—¿Y qué vamos a hacer nosotros?

—Duerme un poco, humano. Prontocomenzará tu turno de guardia.

Félix se tendió en la parte trasera delcarro, sobre unos sacos de grano y se

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envolvió apretadamente con la capa.Aunque quería dormirse, no lo lograba.No dejaba de pensar en Kirsten, ycuando miraba a Morrslieb, la lunamenor, creía ver el contorno del rostrode ella. La niebla continuó espesándosey amorteciendo todos los sonidos,excepto la queda respiración de Gotrek.

Cuando, por fin, lo visitó el sueño, tuvotétricas pesadillas en las que losmuertos se levantaban de sus tumbas.

* * *

A lo lejos, un caballo relinchó coninquietud, y una mano enorme se apretó

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contra la boca de Félix. Él luchó confuria mientras se preguntaba si Larshabría acudido en busca de venganza.

—¡Chitón, humano! Algo se acerca. Nohagas el más mínimo ruido.

Félix, aturdido, despertó del todo. Teníalos ojos secos y cansados, y le dolíanlos músculos por haber dormido sobrelos sacos de grano. Se sentía agotado ysin energía.

—¿De qué se trata, Gotrek? —preguntóen voz baja, pero el Matatrolls le hizoun gesto para indicarle que guardarasilencio mientras olía el aire.

—Sea lo que sea, lleva muerto mucho

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tiempo.

Félix se estremeció y se ajustó más lacapa en torno al cuerpo. Sintió que en elfondo del estómago comenzaba aagitarse el miedo, y a medida que elsignificado de las palabras del enano sehacía plenamente evidente, tuvo queluchar para reprimir el terror que loinvadía.

Se asomó para mirar hacia la niebla quecubría la tierra e impedía la visión másallá del largo de una lanza. Esforzandoal máximo los sentidos, apenas podíadistinguir el carromato que teníandelante. Echó una mirada por encima delhombro, temeroso de que algunahorripilante figura de las tinieblas

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pudiese deslizarse a sus espaldas.

Los latidos del corazón sonaban comoun estruendo en sus oídos mientrasrecordaba las palabras de Manfred. Seimaginó que unas manos huesudas seestiraban para cogerlo y llevárselo a unaprofunda tumba oscura. Sentía losmúsculos como si se le hubierancongelado, y tuvo que esforzarse paraponerlos en movimiento con el fin dellevar la mano a la empuñadura de laespada.

—Voy a echar un vistazo por losalrededores —susurró Gotrek, y antesde que Félix pudiera discutir esadecisión o seguirlo, el enano bajó del

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carruaje sin hacer ruido y se desvanecióen las tinieblas circundantes.

En ese momento, se sintiócompletamente solo. Era como despertarde una pesadilla para hallarse en otraaún peor. Se encontraba aislado en laoscura, húmeda niebla, y sabía que justofuera del alcance de su percepciónacechaban criaturas ávidas, pavorosas.Algún sentido primigenio le decía queasí era, y que apartarse del carruajesignificaba la muerte.

Y, sin embargo, Kirsten estaba ahí fuera,durmiendo en el carromato de frauWinter. Se la imaginó allí tendidamientras una fuerza inconmensurable seabalanzaba sobre la puerta y la madera

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se hundía hacia el interior para dejar ala vista...

Desenvainó el arma y saltó hacia afuera.El sordo ruido de sus pies le pareció tansonoro como el doblar de una campana;tenía los sentidos extremadamenteagudizados por el miedo. Se esforzó pordistinguir detalles mientras avanzabapor el círculo exterior que formaban loscarros hasta el lugar en que sabía que seencontraba Kirsten.

Parecía que cada paso duraba unaeternidad, y él lanzaba miradascautelosas a su alrededor por temor aque algo se deslizara sigilosamente a susespaldas. Describió rodeos en torno a

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las zonas de sombras profundas. Teníaganas de gritar con todas sus fuerzaspara alertar al campamento, pero suparte instintiva le impidió hacerlo. Sigritaba, atraía la atención de losterribles observadores..., y esosignificaría la muerte.

Una silueta surgió de entre las sombras,y Félix alzó la espada. El corazón se lesubió a la garganta, hasta que advirtióque la figura estaba cubierta por unaarmadura de cuero y un casco metálico.«Un guardia —pensó, y se relajó—.Gracias a Sigmar.» Pero cuando elpersonaje se volvió, Félix estuvo apunto de proferir un alarido.

El rostro carecía de carne, y la luz

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verdosa de las lunas se perdía en lascuencas vacías de sus ojos. Unos dientescarcomidos por el tiempo le sonreíancon afectación desde la boca sin labios,y entonces vio que el casco que él habíatomado en principio por el de un guardiaera de bronce, estaba cubierto deverdete y tenía grabadas runas queherían los ojos. De la túnica y la capaandrajosas de aquel ser, le llegó unhedor a moho y cuero podrido.

Cuando la figura le lanzó un golpe consu arma oxidada, Félix se quedó por unmomento inmóvil; luego, por reflejo, seapartó precipitadamente a un lado. Laespada de aquella cosa le hizo un corteleve en las costillas, y el dolor le abrasó

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el flanco. Entonces reparó en elmovimiento de los vetustos tendones quese veían bajo la piel fina como papel dela mano que sujetaba el arma, ycontraatacó con un golpe dirigido alcuello. Pudo mover el cuerpo gracias ala disciplina del entrenamiento recibido,a pesar de que su mente estaba sumidaen el horror.

La espada atravesó el fino cuello delser, y se oyó el restallar de variasvértebras. El segundo golpe le abrió untajo en el pecho como la cuchilla de uncarnicero cercena el hueso. El guerrerode ultratumba cayó como una marionetaa la que le cortan los hilos.

Como si aquellos golpes de Félix

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hubiesen sido una señal, la noche sepobló de figuras en movimiento. Oyó elcrujido de la madera al partirse y losgritos de terror de los animales, como sise hubiese roto un hechizo que losmantenía mudos. En algún otro punto,Gotrek Gurnisson bramó a la noche sugrito de guerra.

Félix corrió a través de la niebla y casitropezó con Dieter cuando éste salía deun carromato. Estaba completamentevestido y aferraba un hacha grande.

—¿Qué está sucediendo? —preguntó agritos entre el estruendo de alaridos.

—Nos atacan... Son los muertos de lascolinas —replicó Félix, y las palabras

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salieron de sus labios como jadeosentrecortados.

—¡Enemigos! —gritó Dieter—. ¡A mílos hombres!

Profirió un grito de guerra parecido a unaullido de lobo, y de los alrededoresllegaron unas pocas respuestas débiles.Félix decidió dirigirse a toda velocidaden busca del alojamiento de Kirsten,pero unas figuras salieron de lassombras que había entre dos carros y lelanzaron estocadas con largas espadasde hoja curva. Esquivó una apartándosea un lado y paró la otra con la espada.Inmediatamente, dos nuevas criaturasesqueléticas le dedicaron sonrisasimpúdicas. Lanzó la espada contra la

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pierna de una, y ésta cayó en el momentoen que el filo le atravesó la rodilla. Conla mente aturdida por el terror, Félixluchaba de forma casi mecánica; saltópor encima del arma con que lo atacabael ser que estaba derribado en el suelo,y luego le clavó un golpe de tacón y lepartió la columna. Casi al unísono,intercambió golpes de espada con elotro, hasta que finalmente lo cortó enpedazos.

Entonces vio que dos de aquellosmonstruos estaban destrozando la puertadel carromato de frau Winter,exactamente como había temido quehicieran. Del interior salió el sonido deun cántico que él supuso que era una

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plegaria, y se preparó para cargar, perosus ojos se vieron deslumbrados por unrepentino destello azul. Tras los rayos,un poderoso olor a ozono colmó el aire,predominando incluso sobre el hedor depodredumbre. Cuando pudo vernuevamente, los restos de los dosmonstruos esqueléticos estaban tendidosen los escalones del carromato.

En la entrada se encontraba de pie frauWinter, calma e impertérrita, y su manoizquierda estaba rodeada por unaaureola. Miró a Félix y le hizo unalentador gesto con la cabeza.

Detrás de la hechicera, Kirsten, muda,señaló por encima del hombro de Félix.Éste se volvió y halló ante sí una docena

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de muertos vivientes que se dirigíanhacia él. Al mismo tiempo, oyó queDieter y sus hombres corrían alencuentro de los guerreros deultratumba, así que se unió a la carga.

Para el poeta, la noche se transformó,entonces, en un estrepitoso caosmientras a golpes de espada se abríacamino por el campamento en busca deGotrek. En un momento dado, la nieblase hizo menos densa, y empujó a unostemblorosos niños bajo una carreta paraapartarlos de los cuerpos de susprogenitores muertos. El hombre yacíavestido con una camisa de dormir, y lamujer, cerca de él, aferraba el mango deuna escoba como si fuese una lanza.

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Félix oyó un ruido y se volvió paraencararse con un gigantesco guerrero deultratumba, que se le echó encima. Dealgún modo, sobrevivió al ataque.

Dieter y Félix lucharon espalda conespalda, hasta que se encontraron entreuna pila de huesos que se deshacían enpolvo. Después la batalla se alejó delpoeta al mismo tiempo que la nieblavolvía a espesarse, y por un momento seencontró solo y rodeado por losdesgarradores alaridos de losagonizantes.

Luego una figura que pasaba lo atacó, eintercambiaron golpes. De pronto, Félixvio que se trataba de Lars. Mostraba unasonrisa petrificada, que dejaba a la vista

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los agujeros de los dientes perdidos, yechaba espumarajos por la boca a causadel terror. Frenético, el hombre lanzabagolpes contra Félix, pues habíaenloquecido de miedo.

—¡Baztardo! —jadeó a la vez que lesoltaba un golpe con la espada quehabría sido capaz de derribar un árbol.

El poeta se agachó para dejar pasar elarma y lanzó una estocada a fondo queatravesó el corazón del cazador. Larssollozó al morir, y Félix se preguntóhasta qué punto ese hombre habíaenloquecido de verdad. Si el cazadorhubiese matado a Félix, su muerte habríapodido ser atribuida a los atacantes.

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Luego, volvió a la refriega.

Al doblar una esquina, se encontró conuna veintena de guerreros de ultratumbaque eran rechazados por la furiosaacometida del hacha de Gotrek. Derepente, tras unos destellos, el área quelo rodeaba quedó vacía. Volvió lacabeza en busca de frau Winter paradarle las gracias, pero la mujer se habíadesvanecido entre la niebla. Cuandomiró al frente, vio a Gotrek atónito y conla boca abierta.

En algún momento anterior al alba, losasaltantes retrocedieron hacia lascolinas y dejaron a los guerreros delbarón Von Diehl contemplandocarruajes arruinados y cadáveres.

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* * *

Mientras aparecían las primeras lucesde la mañana, Félix observabaprecavidamente cómo Gotrekinspeccionaba los escombros delantiguo arco de piedra. El hedor a aireviciado y huesos en descomposición quesalía de dentro le produjo náuseas. Sevolvió para mirar colina abajo, dondelos desterrados que habían sobrevividolevantaban piras funerarias con losrestos de los carros para incinerar a losmuertos. Nadie quería enterrarlos tancerca de las colinas.

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Félix oyó que Gotrek gruñía con ferozsatisfacción, y se volvió de nuevo. Elenano estaba pasando la mano con gestoexperto sobre las piedras partidas, encuya superficie las runas grabadasformaban una tenue telaraña, y entoncesalzó los ojos y le dedicó una sonrisasalvaje.

—No hay ninguna duda, humano; laspiedras rúnicas que guardaban laentrada fueron partidas desde elexterior.

Félix lo miró mientras el recelo seapoderaba de él. Sentía un miedoenorme.

—Da la impresión de que alguien le ha

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echado una mano a la Maldición VonDiehl —susurró.

* * *

La lluvia caía a raudales desde el cielogris. El carruaje avanzaba traqueteandohacia el sur; a su lado, el Río del Truenocorría a toda velocidad hacia sudesembocadura, y el caudal, aumentadopor la lluvia, amenazaba constantementecon desbordarse de las márgenes. Félixagitó las riendas, y los bueyes agacharonla cabeza y redoblaron el esfuerzo paraavanzar sobre el terreno fangoso.

Junto a él, Kirsten estornudó. Como casi

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todos los demás, estaba pálida y teníaaspecto enfermizo. El esfuerzo del largoviaje y el empeoramiento del tiempo loshabía hecho vulnerables a lasenfermedades.

Ninguna ciudad quería aceptarlos dentrode sus murallas, y guerreros armados losamenazaban con entrar en batalla amenos que continuaran hasta tierrasdesocupadas. La senda se había vueltointerminable; tenían la sensación dehaber estado viajando siempre y de quenunca podrían descansar. Incluso saberque alguien del séquito había dejado enlibertad a los muertos vivientes ya noresultaba inquietante; la certeza se habíadesvanecido hasta transformarse en una

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fría sospecha cuando no pudodescubrirse al responsable.

Félix le dirigió a Gotrek una miradaacusatoria, pues esperaba que elestornudo de Kirsten provocaría loshabituales comentarios groseros sobre lafragilidad humana; pero el Matatrollsguardaba silencio y miraba fijamentehacia las Montañas del Fin del Mundocon una expresión tan decidida que erainsólita incluso en él.

Se preguntó cuándo lograría reunir elcoraje necesario para decirle a Gotrekque no iba a continuar viaje con élporque iba a establecerse con Kirsten.Le preocupaba la posible reacción delenano. ¿Lo dejaría correr como un

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ejemplo más de la deslealtad humana, orespondería con violencia?

Se sentía desdichado, ya que, a pesar delos terribles estados anímicos delMatatrolls y de sus amargoscomentarios, le tenía cariño. Pensar queGotrek se marcharía al encuentro de unamuerte solitaria, le causaba angustia. Noobstante, amaba a Kirsten y le resultabaaún más doloroso separarse de ella. Talvez el enano percibía esa circunstancia,y por ello mantenía una actitudreservada. Félix extendió un brazo paraestrecharle una mano a la muchacha.

—¿Qué estás buscando, herr Gurnisson?—le preguntó Kirsten al enano.

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Gotrek, sin embargo, no se volvió ycontinuó mirando con aire anhelantehacia el paisaje. Al principio dio laimpresión de que el Matatrolls no iba aresponder, pero luego señaló la siluetade una montaña envuelta en nubes.

—Karaz-a-Karak —dijo—, Pico Eterno,mi hogar.

Habló con la voz más dulce que Félix lehabía oído jamás, y la nostalgia querezumaba le partió el corazón. Gotrek sevolvió para mirarlos, y en su rostrohabía tal expresión de muda desdichaque Félix tuvo que apartar los ojos. Lacresta de pelo del enano estabaaplastada a causa de la lluvia, y tenía lacara demacrada y exhausta. Kirsten

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tendió las manos y le acomodó la capadel mismo modo que lo habría hechocon un niño perdido.

El Matatrolls intentó mirarla con elentrecejo fruncido, feroz, pero no pudomantenerlo y se limitó a sonreír contristeza, lo que dejó ver los espaciosvacíos donde le faltaban dientes. Félixse preguntó si el enano no habría hechoaquel largo recorrido sólo para tener esefugaz atisbo de la montaña, y entoncesadvirtió que una gota de agua estaba apunto de desprenderse del extremo de lanariz del Matatrolls; podía ser unalágrima o simplemente una gota delluvia. Continuaron hacia el sur.

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* * *

—Todavía no podemos dejarlos —dijoFélix al mismo tiempo que se maldecíapor ser tan cobarde.

Gotrek se volvió para mirar hacia laruinosa mansión fortificada que habíanencontrado. Podían ver el humo quesalía en penachos por las chimeneas deledificio recién habilitado.

—¿Por qué no, humano? Han dado conuna zona sin dueño, tierras cultivables ylas ruinas de esa vieja fortaleza. No seránecesario demasiado trabajo paradefenderla.

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Félix se esforzó con desesperación paraencontrar un motivo. Le sorprendiócomprobar que le resultaba muy difícildecirle a Gotrek que iban a separarse.La manera como el enano lo miró condesaprobación le recordó los momentosde mayor severidad de su propio padre;una vez más, sintió la necesidad deexcusarse, y se odió por ello.

—Gotrek, estamos a menos de cuatrojornadas del punto en que el Río delTrueno desemboca en el Río de laSangre. Al otro lado, se encuentran lasTierras Yermas y una horda de jinetesde lobo.

—Eso ya lo sé, humano. Tendremos queatravesarla camino de Karak-Ocho-

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Picos.

«Díselo. Dilo y ya está», discutía Félixconsigo mismo. Sin embargo, le resultóimposible.

—Todavía no podemos irnos. Ya vistelos cadáveres que encontramos en lamansión; les habían partido los huesospara sacarles el tuétano. Las paredesestán quemadas, y Dieter ha observadohuellas de jinetes de lobo por losalrededores. El lugar no es defendibleahora, pero con tu ayuda, con la ayudade un enano, puede lograrse que lo sea.

—No sé por qué piensas eso —respondió Gotrek con una carcajada.

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—Porque los enanos sois buenos a lahora de trabajar con piedra y hacerfortificaciones. Eso lo sabe todo elmundo.

Gotrek se volvió para mirar hacia lamansión con aire pensativo. Parecía queestaba recordando una vida anterior;frunció el ceño y apoyó la frente contrael mango del hacha.

—No sé —dijo al fin—. Tal vez ni unenano pueda fortificar este lugar.Corresponde a una típica hechurahumana; es de mala calidad, de muymala calidad.

—Puede lograrse que sea segura. Yo séque es posible, Gotrek.

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—Tal vez. Hace ya mucho tiempo queno trabajo con piedra, humano.

—Un enano nunca olvida esas cosas, yestoy seguro de que el barón te pagarágenerosamente por tus servicios.

Gotrek sorbió con aire suspicaz.

—Será mejor que la cifra sea superior ala que paga por sus mercenarios.

—Ven —dijo Félix con una anchasonrisa—. Vayamos a averiguarlo.

* * *

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No pudiendo dormirse, Félix se levantóen silencio, y se vistió sin hacer ruidoporque no quería despertar a Kirsten. Laarropó suavemente con las capas queusaban como mantas para que no cogierafrío, y luego le dio un leve beso en lafrente. Ella se movió, pero sindespertarse; así que cogió la espada,que se encontraba junto a la entrada dela choza, y salió al aire frío de la noche.«Se avecina el invierno», pensó al versu aliento que se condensaba.

A la luz de las lunas, avanzó entre elgrupo de casuchas que se hallaban alsocaire de las nuevas murallas demadera que rodeaban la mansión. Sesentía en paz por primera vez en mucho

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tiempo, e incluso los ruidos nocturnosdel campamento le resultabantranquilizadores. La fortaleza habíaquedado acabada antes de las primerasnieves, y daba la impresión de que loscolonos tendrían el grano suficientecomo para aguantar durante el invierno ysembrar una nueva cosecha enprimavera.

Escuchó los mugidos del ganado y losmedidos pasos del centinela querecorría el extremo superior de lamuralla. Alzó la cabeza y vio que aúnbrillaba una luz en la ventana de lahabitación de Manfred; entonces pensóen su retorcido destino. «Jamás habríaimaginado que me establecería en una

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aldea fortificada en los confines de lanada. Me pregunto qué pensaría mipadre si pudiese verme ahora, a puntode convertirme en granjero.Probablemente, se moriría deldisgusto.» Félix sonrió.

Lo cierto era que resultaba emocionanteestar en aquel sitio. Lo embargaba esasensación que se tiene cuando algo va acomenzar, pues la comunidad aún estabatomando forma. «Y yo tendré un papelcomo miembro del grupo —pensó—.Éste es un lugar perfecto para empezaruna nueva vida.»

Continuó avanzando hacia la torre deguardia, donde sabía que se encontrabaGotrek. El enano no podía dormir;

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estaba inquieto y dispuesto para lamarcha. Por eso, pasaba las nocheshaciendo guardia en la torre que élmismo había diseñado.

Félix ascendió por la escalera yatravesó la trampilla que se abría en elpiso de la sala de guardia. Encontró aGotrek con la mirada fija en laoscuridad de la noche. Aunque la visióndel enano lo puso nervioso, seenvalentonó, decidido a contarle laverdad.

—Tampoco puedes dormir, ¿eh,humano?

Félix logró asentir con la cabeza. Habíaensayado lo que le iba a decir, y a solas

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le había parecido muy sencillo. Leexplicaría su situación de maneraracional, le diría que iba a quedarse conKirsten, y esperaría la respuesta delenano. En ese momento, sin embargo,resultaba más difícil; tenía la lenguapesada y era como si las palabras se lehubiesen atascado en la garganta.

Imaginó las acusaciones que Gotrek leharía e, interiormente, se encogió: era uncobarde y rompía los juramentos; aquélera el agradecimiento que recibía unenano por salvar la vida de un hombre.Tuvo que admitir que había juradoseguir a Gotrek y dejar constancia de sumuerte. Era cierto que lo había hechoestando borracho y lleno de gratitud

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porque, momentos antes, el enano lohabía sacado de debajo de los cascos dela caballería del Emperador; noobstante, un juramento era un juramento,como solía señalar Gotrek.

Avanzó para situarse junto al Matatrolls,y ambos se quedaron mirando haciaafuera por encima de la muralla exterior,un foso bordeado por estacas afiladas larodeaba. La única entrada fácil era elpuente de tierra que dominaba la torreen que se encontraban.

—Gotrek...

—¿Sí, humano?

—Has hecho una buena construcción —

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comentó Félix, y el enano alzó los ojos yle dedicó una sonrisa ceñuda.

—Pronto lo averiguaremos —replicó, yFélix miró hacia donde señalaba elMatatrolls.

Los campos estaban llenos de jinetes delobo. En ese momento, Gotrek se llevó alos labios un cuerno y lo hizo sonar amodo de alarma.

* * *

Félix se agachó en el mismo instante enque una flecha astillaba la madera delparapeto que tenía ante sí. Se inclinó

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para recoger una ballesta de la mano delguardia que había muerto cuando unaflecha le atravesó el cuello. Buscó atientas una saeta y se esforzó por cargarel arma con ella; finalmente, loconsiguió.

Se puso en pie de un salto. Las flechasincendiarias destellaban en lo alto comoestrellas fugaces, y de detrás de él lellegaba el olor a quemado. Félix miróhacia abajo desde el parapeto, y vio quelos jinetes de lobo rodeaban elcampamento como una manada de fierasacorrala a un rebaño de ovejas. Veía lapiel verde de los jinetes brillar a la luzde las flechas encendidas, queigualmente resaltaban la amarillez de

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sus ojos y sus colmillos.

«Debe haber centenares de ellos», pensóFélix, y dio gracias a Sigmar por lapresencia del foso, las estacas y lamuralla de madera que Gotrek les habíahecho construir. En su momento, leshabía parecido un esfuerzo innecesario,y el enano fue maldecido por todos; peroentonces la construcción apenasresultaba adecuada.

Apuntó a un jinete de lobo que en esemomento dirigía una flecha empapada enbrea hacia la torre y presionó el gatillode la ballesta. La flecha atravesó lanoche como un borrón y se clavó en elpecho del goblin, que cayó hacia atrásen la silla. La flecha encendida se

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disparó directamente hacia el cielo,como si su objetivo fuesen las lunas.

Félix volvió a agacharse y cargó laballesta una vez más. Con la espaldaapoyada contra el parapeto, podía ver elpatio de la fortaleza, donde una cadenahumana de mujeres y niños transportabacubos de agua. La sacaban de losbarriles en que se recogía la lluvia y lallevaban hasta las flameantes chozas enuna vana lucha por extinguir el fuego.Una anciana cayó muerta y otras seagacharon mientras las flechas seprecipitaban sobre ellas como una lluviaoscura.

Se volvió para disparar otra vez, pero

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en esa ocasión falló el tiro. La noche sehabía convertido en un estruendo desonidos diferentes: el grito de losagonizantes, el aullido de los lobos, elmortal silbido de las flechas y de lassaetas de las ballestas. Gotrek cantabaalegremente en idioma enano, y en algúnpunto más lejano, la voz seca y rasposadel barón daba órdenes con tono firme ysereno. Los perros ladraban, loscaballos relinchaban de terror y losniños lloraban. Félix sintió deseos deser sordo.

Muy cerca, oyó el rascar de unas garrascontra algo de madera, y se puso en piede un brinco; al mirar por encima delparapeto, casi se quedó sin rostro

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cuando las fauces de un lobo se cerraroncon un chasquido debajo de él. Lacriatura había salvado el foso de unsalto, haciendo caso omiso de lasestacas que entonces ya estabancubiertas por los cadáveres de suscompañeros.

Percibió el hedor del aliento de la bestiay vio que el jinete se aferraba con fuerzaen tanto preparaba la montura para saltarotra vez. Félix disparó la ballesta, y unasaeta se clavó en el pecho del animal,que cayó muerto. El jinete se alejó de élrodando y se escabulló en la noche.

El poeta vio entonces que frau Wintersubía a la torre de guardia y se deteníajunto a Gotrek, y abrigó la esperanza de

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que la hechicera hubiese acudido parahacer algo. En el estrepitoso caos de lanoche resultaba imposible saberlo conseguridad, pero tenía la sensación deque las cosas estaban decantándose encontra de los defensores. Pese a que elfoso parecía estar lleno de cadáveres deatacantes, los guardias caían comomoscas bajo la incesante lluvia deflechas; la protección que supuestamenteles brindaba el parapeto resultaba inútil.

Cuando volvió a mirar hacia el exterior,un grupo de orcos al amparo de pesadascorazas corría hacia la puerta con untronco de árbol aguzado. Unas pocassaetas de ballesta cayeron entre ellos,pero otras rebotaron en los escudos de

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los que corrían a los lados del ariete. Acontinuación, el poeta oyó el ruidodemoledor del árbol al chocar contra lapuerta.

Buscó a tientas la espada, dispuesto asaltar de la muralla al patio de lafortaleza y defender la entrada. Si éstacaía, lo único que podría hacer seríavender cara su vida, ya que lossuperaban ampliamente en número y nopodrían soportar el acoso durante muchotiempo. Sintió que el miedo le retorcíalas entrañas; esperaba que Kirstenestuviese a salvo.

Y entonces comenzó a sonar la vozcalma y clara de frau Winter, queentonaba como un sacerdote lo haría con

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una plegaria, y a continuación aparecióel rayo.

La luz azul, abrasadora, atravesó lanoche, y el aire se colmó de olor aozono. El pelo de la nuca de Félix seerizó mientras aguardaba el momento enque el destello causaría efecto entre losportadores del ariete. Los oyó gritar, yalgunos retrocedieron haciendocabriolas como si fuesen payasos almismo tiempo que soltaban el tronco deárbol. Tras caer al suelo, quedabantendidos y humeando. El aire se llenódel nauseabundo hedor de la carnechamuscada.

El rayo salió disparado una y otra vez,

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los lobos aullaron de terror, la lluvia deflechas mermó y el repugnante olor sehizo más espeso. Miró a frau Winter,que tenía el rostro demacrado y pálido,y el cabello de punta. La alternancia delnegro y el azul sobre su rostro leconfería un aspecto demoníaco. El poetano había sospechado siquiera que un serhumano pudiese manejar poderessemejantes.

Los jinetes de lobo y los orcos queformaban la infantería, se retiraronaullando de terror hasta ponerse fueradel alcance de aquellos espantososrayos, y Félix se sintió aliviado. Luego,a lo lejos, vio el resplandor de una luz.

Forzó la vista para penetrar la

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oscuridad, y pudo distinguir a un chamánde piel verde en torno a cuya cabezaoscilaba una aureola de color rojo, queiluminaba el tocado lobuno que la cubríay el báculo de hueso que sujetaba en unamano nudosa. Un haz de luz encarnadasalió de su cabeza y surcó el aire endirección a frau Winter.

La hechicera gimió y retrocediótambaleándose; Gotrek le tendió unamano para sujetarla. La mujer apretó losdientes; tenía la frente perlada de sudory parecía estar inmersa en un combatesobrenatural de voluntades con el viejochamán.

Los jinetes de lobo se replegaron en

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torno a sus valientes líderes, y poco apoco comenzaron a atacar de nuevo, sibien sus renovadas acometidas carecíande la salvaje ferocidad de las primeras.La lucha continuó durante toda la noche.

* * *

Al llegar las primeras luces del día,Félix se acercó adonde estaban Gotrek,Manfred, Dieter y frau Winter. La mujerparecía agotada más allá de laresistencia humana. La gente se habíareunido a su alrededor paracontemplarla con reverencia.

—¿En qué situación estamos? —le

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preguntó el poeta al enano.

—Mientras ella pueda resistir y seacapaz de invocar al rayo, nosotrostambién podremos.

Manfred miró a Gotrek y asintió paramanifestar su acuerdo. En ese momento,se produjo una conmoción al otro ladodel patio.

—Frau Winter, ven rápidamente —gritóel doctor Stockhausen—. El barón haresultado herido de gravedad. Harecibido una flecha, y es probable queesté envenenada.

Con paso agotado, la hechicera seencaminó hacia la mansión. Félix vio

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que Kirsten salía de entre la multitudpara ayudarla, y le sonrió, contento deque ambos estuviesen vivos.

* * *

Con un ruido semejante a un truenorepentino, la puerta se inclinó haciaatrás. «Otro golpe como éste, y caerá sinremedio», pensó Félix. Miró a Gotrek,que estaba probando el filo del hachacon el dedo pulgar. Ya en la segundanoche de asedio, el Matatrollsaguardaba con impaciencia el combatefrente a frente que se avecinaba. Elpoeta sintió que alguien le daba un tirónde un hombro, y al volverse vio que era

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el corpulento Hef; por su aspecto, estabamortalmente asustado.

—¿Dónde está frau Winter? —preguntóal mismo tiempo que señalaba la puertacon un gesto de cabeza—. Eso no lohacen con ningún ariete. Es el báculo deese viejo diablo. ¡Adornará su casa conlas cabezas de todos nosotros antes deque acabe la noche, a menos que la brujapueda detenerlo!

Félix apartó la vista de Hef paradirigirla hacia el resto del grupo dedefensores lastimosamente agotados.Vio guerreros cansados, hombresheridos que apenas si podían llevar laespada, y chicos y chicas adolescentesarmados con horcas y otras armas

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improvisadas. Los aullidos que lesllegaban desde fuera resultabanensordecedores, y sólo Gotrek parecíasereno.

—No sé dónde se encuentra. Dieter fuea buscarla hace diez minutos.

—Bueno, pues está tomándose su tiempopara traerla.

—Es cierto —replicó Félix—. Voy abuscarla.

—Te acompaño —dijo Hef.

—¡Ah, no!, tú no lo acompañarás —locontradijo Gotrek con voz potente—.Confío en que el humano regresará. Tú

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quédate aquí. Los goblins atravesaránesta puerta por encima de nuestroscadáveres.

Félix se alejó hacia la mansión, dondesabía que Kirsten estaba con lashechiceras. Si las cosas salían tan malcomo él temía, al menos podría verlauna vez antes del final.

Apenas había llegado a la entradacuando oyó, procedente de detrás, elsonido de la puerta al partirse y elestruendo sobrecogedor que produjo alcaer hacia adentro. Entonces, Gotrekprofirió su alarido de guerra, y losguerreros lanzaron gritos de terror. Trasvolverse, Félix contempló unespectáculo terrible.

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En la entrada de la fortaleza, montadosobre un enorme lobo blanco, estaba elchamán. Un halo de luz roja, procedentedel extremo del báculo de hueso,crepitaba alrededor de su cabeza y teñíaa modo de sangre los rostros de quieneslo rodeaban. De la muralla saliódisparada una saeta, pero fue desviadapor una fuerza misteriosa antes de quepudiese herirlo.

El jinete del lobo blanco se encontrabaflanqueado por seis poderosos orcosferoces, ataviados con cota de malla yarmados con hachas. Detrás, había unmar de lobos y rostros verdes, y Gotrekprofirió una sonora carcajada y careó

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hacia ellos. Lo último que vio Félixantes de entrar en el edificio fue alMatatrolls corriendo con el hacha enalto y la barba erizada hacia la fuente deaquella luz terrible.

En el interior de la mansión reinaba unextraño silencio, ya que el estruendo delexterior quedaba amortiguado por lasparedes de piedra. Félix corrió por lospasillos al mismo tiempo que gritaba elnombre de frau Winter, y le pareció quesu voz resonaba de modo inquietante enaquellos espacios silenciosos.

Halló los cadáveres en el salónprincipal. A frau Winter le habíanacuchillado el pecho varias veces, ytenía el limpio vestido gris teñido de

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rojo. Tenía una expresión de sorpresa enel rostro, como si la muerte la hubierapillado desprevenida. ¿Cómo habíanlogrado entrar los goblins? Ése fue elprimer pensamiento de Félix, y eraabsurdo, pues sabía que aquello no lohabía hecho ningún goblin.

Cerca de la puerta yacía otro cadáver,que había sido apuñalado en el momentoen que intentaba abrirla. Sin que pudieracreérselo, Félix avanzó con el corazónen un puño, y volvió con suavidad elcuerpo de Kirsten. Experimentó undestello de esperanza cuando los ojos deella se abrieron, pero luego vio el hilode sangre que manaba de su boca.

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—Félix —suspiró ella—, ¿eres tú?Sabía que vendrías.

Tenía la voz débil y una espumasanguinolenta manchaba sus labioscuando hablaba. El poeta se preguntócuánto tiempo habría permanecido allítendida.

—No hables —le pidió—. Descansa.

—No puedo... Tengo que hablar. Mealegro de haber bajado por el Río delTrueno. Me alegro de haberte conocido.Te amo.

—Yo también te amo —dijo Félix, porprimera vez, y entonces advirtió que losojos de ella se habían cerrado—. No te

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mueras —pidió mientras la mecía conternura entre sus brazos.

Sintió que el cuerpo de ella quedabalaxo, y se le deshizo el corazón. La dejócon suavidad en el suelo en tanto laslágrimas le anegaban los ojos, y luegomiró la puerta que ella había intentadoabrir y se sintió arrebatado por la furia.Se puso de pie y echó a correr por elpasillo.

* * *

El cadáver del corpulento Dieter yacíaen la entrada del dormitorio del baróncon un lado de la cabeza hundido. Félix

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se imaginó que saldría corriendo por lapuerta, iracundo, cuando un enemigopreparado le asestó un golpe desde unlateral.

Saltó como un tigre por encima delcuerpo y rodó al llegar al suelo paraluego ponerse de pie y recorrer lahabitación con la mirada. El ancianobarón yacía en la cama con un cuchilloclavado en el corazón, y la sangreempapaba los vendajes del pecho y lassábanas.

El poeta lanzó una mirada feroz hacia lasilla en que Manfred se encontrabasentado. Tenía la espada tinta en sangrecolocada de través sobre el regazo.

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—La maldición se ha cumplido al fin —afirmó el dramaturgo con voz tensa, queademás contenía una nota aguda dehisteria.

Alzó la mirada, y Félix se estremecióporque el rostro de Manfred parecía unamáscara, como si algo extraño, ajeno aél, lo mirase desde el interior.

—Sabía que mi destino era ejecutar lamaldición —declaró Manfred como sihiciese un comentario para pasar el rato—. Lo supe desde el momento en quematé a mi padre. Gottfried lo hizoencarcelar cuando comenzó a cambiar,lo encerró en la torre vieja, y él mismole llevaba la comida. No permitíanentrar a nadie en la corre, excepto a

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Gottfried y a frau Winter. Nadie másentró allí hasta el día en que yo lo hice.Bien sabe Ulric que desearía no haberlohecho.

Se puso de pie al mismo tiempo queaferraba la empuñadura de la espada, yel poeta lo contempló, hipnotizado porsu propio odio.

—Encontré a mi padre allí. Aúnconservaba un cierto parecido defamilia, a pesar de la manera comohabía... cambiado. Y todavía pudoreconocerme, me llamó hijo con unahorrible voz rasposa. Me imploró que lomatase porque era demasiado cobardepara hacerlo él mismo, al igual que lo

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era Gottfried, quien pensaba que estabahaciendo algo amable con respecto a mipadre, manteniéndolo con vida,manteniendo con vida a un mutante.

Manfred comenzó a aproximarse congran lentitud, y Félix reparó en que lasangre que empapaba su espada goteabasobre el piso. Se sintió aturdido ycansado, y el joven aristócrata dementese transformó en el centro de su mundo.

—Al sentir la sangre del viejo corriendopor mi cuchillo, todo cambió. Vi lascosas con claridad por primera vez en lavida. Vi cómo Caos lo mancha todo; loretuerce y corrompe, como lo habíahecho con el cuerpo de mi padre. Sabíaque era su hijo y que dentro de mí,

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corriendo por mi sangre, acechaba laMarca del Demonio. Yo era el agente deCaos, engendrado por él. Era un hijo dela Oscuridad, y mi destino consistía endestruir el linaje de los Von Diehl, comolo he hecho. —Se echó a reír.

»El destierro fue la oportunidad perfectaque me envió el infierno. La avalanchala provoqué yo; un buen comienzo.Pensé que había fracasado cuando dejéen libertad a los muertos vivientes, yellos no consiguieron destruir a mi tío ysus seguidores; pero ahora nada puedesalvaros. La Oscuridad se apoderará devosotros. La maldición ha sidocumplida.

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—Aún no —replicó Félix con la vozahogada por el odio—. Tú eres un VonDiehl y todavía estás vivo. Aún no te hematado.

Resonó una carcajada demente, y unavez más el poeta tuvo la sensación deestar mirando a un demonio encarnadoen un ser humano.

—Herr Jaeger, hay que reconocer quetienes sentido del humor. ¡Muy bien!Sabía que iba a divertirme contigo, pero¿cómo puedes asesinar a un engendro deCaos?

—Vamos a averiguarlo —propusoFélix, que saltó al ataque. Con lavelocidad de un rayo, la espada de

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Manfred se alzó para parar el arma deloponente, y luego inició el contraataque.Las espadas destellaban a consecuenciadel choque del acero contra el acero. Elbrazo con que el poeta sujetaba laespada estaba ya entumecido a causa delos poderosos golpes de Manfred, pueséste tenía la fuerza de un maníaco.

Félix cedió terreno. Normalmente, elmiedo ante la demencia del otro lohabría paralizado, pero en ese momentoestaba tan lleno de cólera y odio que nohabía lugar para el terror. Su mundohabía quedado vacío y vivía sólo paramatar al asesino de Kirsten, ya que erael único deseo que lo guiaba.

Los hombres, enloquecidos, continuaron

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luchando en el dormitorio del barón.Manfred avanzaba con gracilidad felinay sonreía, confiado, como si lodivirtiera alguna agudeza. Losmovimientos de su espada tejían una reden torno a Félix, mientras sus ojosbrillaban, indiferentes e inhumanos.

El poeta sintió el frío de la pared contrala espalda, y entonces lanzó unaestocada hacia el rostro de Manfred,pero éste la paró con perezosa facilidad.Permanecieron el uno frente al otro, conlas espadas trabadas y los rostros acentímetros de distancia el uno del otro.Empujaban con todas sus fuerzas, puestoque ambos pretendían obtener ventaja.Félix tenía los músculos del cuello

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hinchados y los brazos le ardían defatiga; lenta, inexorablemente, Manfredganaba terreno y acercaba la hoja delarma, afilada como una navaja, al rostrodel poeta.

—Adiós, herr Jaeger —dijo Manfredcon indiferencia.

En ese instante, Félix descargó sobre elempeine de Manfred el tacón de unabota con toda la fuerza de que fue capaz.Sintió cómo se partían los huesos delotro contendiente; el rostro del noble secontorsionó con expresión agónica, y lapresión cedió. Entonces, bajó la espaday le abrió un tajo en el cuello. Eldramaturgo retrocedió, tambaleándose, yFélix aprovechó el momento para

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atravesarle el corazón.

El joven noble cayó de rodillas ycontempló al otro con ojos inexpresivos,pasmados. El poeta lo derribó con unpie y le escupió en el rostro.

—Ahora sí que se ha cumplido lamaldición —dijo.

* * *

Con la mente clara, impertérrito, Félixsalió al aire frío de la noche. Esperabaencontrarse con los jinetes de lobo y lamuerte. Ya no le importaba, sino que enrealidad era su deseo. De repente, había

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comprendido plenamente lossentimientos de Gotrek, pues no teníanada por lo que mereciese la pena viviry estaba más allá del miedo.

«Kirsten, pronto estaré contigo»,pensó.

En la entrada de la fortaleza, seencontraba el Matatrolls, de pie enmedio de una pila de cadáveres. Lasangre manaba por las espantosasheridas que había sufrido el enano, queestaba inclinado hacia adelante yapoyado en el hacha; apenas era capazde sostenerse. Cerca de él, estaban loscadáveres de Hef y los demásdefensores de la plaza.

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Gotrek se volvió para mirarlo, y elpoeta vio entonces que le habíanarrancado un ojo de la órbita. El enanoavanzó con paso tambaleante, cayó debruces e intentó levantarse lenta ypenosamente.

—¿Qué te ha entretenido, humano? Tehas perdido una buena lucha.

El poeta avanzó hacia él.

—Así parece.

—Esos malditos goblins de ojosamarillos son todos unos cobardes.Matas a sus líderes, y el resto da mediavuelta y huye. —Profirió una carcajadaque le causó dolor—. Por supuesto, tuve

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que matar a una veintena de ellos, más omenos, antes de que se pusieran deacuerdo.

—Por supuesto —replicó Félix almismo tiempo que miraba la pila deorcos y lobos muertos, entre los quepudo distinguir el tocado lupino delchamán.

—Lo más endemoniado de todo —comentó Gotrek— es que parece que nopuedo levantarme. —Cerró los ojos y sequedó muy quieto.

* * *

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Félix observó la pequeña fila desupervivientes, que comenzaba acaminar hacia el norte bajo losvigilantes ojos de los soldados quequedaban. Pensó que tal vez losaceptaría alguna ciudad, dado que ya noviajaban escoltados por las fuerzascompletas del barón. Esperaba que asífuuese, por el bien de los niños.

Se volvió para mirar la tumba colectiva,el túmulo bajo el que habían enterradolos cadáveres, y pensó en el futuro queél había sepultado allí. Volvía aencontrarse desterrado y sin hogar, ydirigió los ojos hacia las montañaslejanas.

—Adiós —dijo—. Te echaré de menos.

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Gotrek se frotó con irritación el parcheque cubría la cuenca vacía de su ojo;luego, se sonó la nariz y, a continuación,sopesó el hacha. Félix reparó en que susheridas estaban de color rosa y apenashabían cicatrizado.

—Hay trolls en esas montañas, humano.¡Puedo olerlos!

Cuando Félix le respondió, fue con unavoz inexpresiva y desprovista de todaemoción.

—Vayamos por ellos.

Él y Gotrek intercambiaron una miradallena de mutua comprensión.

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—Todavía haremos de ti un Matatrolls,humano.

Con paso cansado, ambos se pusieron encamino hacia las promisorias montañas,siguiendo la cinta brillante del Río delTrueno.

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Capítulo 3 Las Tinieblas bajo el Mundo

Después de los calamitososacontecimientos del fuerte Von Diehl,nos pusimos en marcha hacia lasmontañas y Karak-Ocho-Picos con elcorazón apesadumbrado. Fue un viajelargo y duro, y las tierras yermas queatravesamos no lo hicieron más fácil. Elhambre, las penalidades y la constanteamenaza de los goblins que merodeabanpor la zona no contribuyeron a mejorarmi estado mental; quizás estuvieseparticularmente sensible cuandocontemplé por primera vez la deslucida

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grandeza de la ancestral ciudad enruinas de los enanos, perdida entreaquellos picos remotos durante tantísimotiempo. En cualquier caso, recuerdo quetuve un terrible presagio respecto a loque íbamos a encontrar en ella y, segúnse verá, mis temores estaban plenamentejustificados...

FÉLIX JAEGER, "Mis viajes conGotrek", vol. II,

Impreso en Altdorf, 2505

Un grito resonó en el frío aire de lasmontañas, y Félix Jaeger desenvainó laespada y se puso en guardia. Caíancopos de nieve y un viento gélidoagitaba sus largos cabellos rubios. Se

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echó la roja capa de lana por encima delhombro derecho para dejar libre elbrazo con que blandía la espada.

Aquel paisaje yermo era un lugarperfecto para una emboscada, lleno dehuecos y rocas, más escabroso que lacara de la luna mayor, Mannslieb.

Dirigió la mirada ladera arriba, dondeunos pocos pinos raquíticos se aferrabanal suelo con raíces nudosas y retorcidas,lidera abajo, a la derecha, había unacaída casi cortada a pico. No sepercibía signo alguno de peligro enninguna de las dos direcciones; nibandidos, ni orcos, ni cualquier otracosa tenebrosa de las que acechaban en

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aquellas remotas elevaciones.

—El ruido procede de más adelante,humano —dijo Gotrek Gurnissonmientras se frotaba el parche del ojo conuna enorme mano tatuada. La cadena queiba de su nariz a su oreja tintineó acausa de la brisa—. Allí tiene lugar unalucha.

La incertidumbre se apoderó de Félix.Era seguro que el enano estaba en locierto, ya que, incluso con un ojo demenos, tenía los sentidos más agudosque él. La cuestión estribaba en siquedarse donde estaban y esperar, ocontinuar adelante e investigar quésucedía. Las Montañas del Fin delMundo estaban llenas de enemigos

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potenciales, y las probabilidades deencontrar amigos eran escasas. Sucautela natural lo impulsaba a no hacernada.

Gotrek cargó por la senda sembrada depiedras con la enorme hacha enarboladapor encima de su cresta de pelo teñidode rojo, y Félix maldijo para sí. ¿Porqué, por una vez, Gotrek no podíarecordar que no todo el mundo era unMatatrolls?

—No todos hemos jurado buscar lamuerte en combate —masculló antes deseguirlo con mayor lentitud, puescarecía del paso seguro del enano enaquel terreno traicionero.

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* * *

El poeta captó con un solo vistazo lacarnicería que tenían delante. En la largadepresión, una banda de monstruososorcos de piel verde batallaba contra unpequeño grupo de hombres. Luchabansobre un arroyuelo de corriente rápida,que descendía por el pequeño valle ydespués desaparecía por el borde de lamontaña en una nube de gotitasplateadas. Las aguas estaban enrojecidascon la sangre de los hombres y loscaballos, y resultaba fácil imaginar loque había sucedido: una emboscada enel momento en que los humanosatravesaban la corriente.

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En medio del arroyuelo, un hombreenorme, protegido por una armadurabrillante, se enfrentaba a tres fornidosatacantes de piernas arqueadas.Blandiendo la espada a dos manos, sinesfuerzo, asestó un mandoble hacia laizquierda y luego decapitó a otroenemigo con un poderoso tajo. La fuerzadel golpe casi le hizo perder elequilibrio, y Félix comprendió que ellecho del río debía de ser resbaladizo.

En la margen más cercana, un hombreataviado con túnica de brocado oscuroentonaba un encantamiento; en su manoizquierda, ardía una bola de fuego. Unguerrero de cabello oscuro, vestido conel sombrero y la ropa de piel de venado

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característica de los cazadores, protegíaal hechicero de dos aullantes orcos consólo una espada larga, que blandía conla mano izquierda. Mientras Félixobservaba la escena, un hombre decabello rubio cayó intentando sujetarselas entrañas, que se le salían a través deltajo abierto en su estómago por unacimitarra. Cuando se desplomó, losfornidos salvajes medio desnudos locortaron en pedazos. Entonces sóloquedaban tres hombres en pie, y losorcos los superaban en número de cincoa uno.

—¡Porquería de orcos! ¡Os atrevéis aensuciar el sacro acceso a Karak-Ocho-Picos! ¡Uruk mortari! ¡Preparaos a

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morir! —aulló Gotrek al mismo tiempoque cargaba ladera abajo hacia larefriega.

Un orco enorme se volvió para hacerlefrente, pero en su rostro se congeló parasiempre la expresión de sorpresa cuandoel enano le cercenó la cabeza de unpoderoso hachazo. La sangre coloresmeralda salpicó el cuerpo tatuado delMatatrolls, que, delirante y gruñendo, selanzó contra los orcos segando sus vidasa diestro y siniestro. Allá donde caía elhacha quedaban cadáveres por todaspartes.

Félix descendió por la ladera, corriendoy resbalando, y cayó al llegar al fondodel pequeño valle, donde la hierba le

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hizo cosquillas en la nariz. Rodó haciaun lado cuando un monstruo armado conuna cimitarra, y el doble de corpulentoque él, descargó un golpe para matarlo.Se puso en pie de un salto, se agachópara evitar una acometida que podríahaberlo dividido en dos y, a modo derespuesta, le cortó al enemigo el lóbulode una oreja.

Sobresaltado, el orco se aferró la heridaen un intento de detener la sangre que lecorría por el rostro, y Félix aprovechóla oportunidad para lanzar una estocadaascendente, que entró por la parteinferior de la mandíbula de la criatura yle llegó al cerebro.

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Mientras luchaba para liberar la hoja dela espada, otro monstruo saltó hacia élagitando la cimitarra por encima de lacabeza. Félix soltó el arma para ir alencuentro del atacante y le cogió lasmuñecas en el momento en que se leechaba encima. Cuando el orco cayósobre él, el aliento fétido le produjonáuseas. La criatura soltó la cimitarra, yrodando hacia el arroyuelo, lucharoncuerpo a cuerpo.

Los anillos de cobre que atravesaban lapiel del orco le produjeron arañazos; lacriatura intentaba morderle la gargantacon sus afilados dientes. Mientras elpoeta se retorcía para evitar que lecercenara la tráquea, el orco le metió la

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cabeza bajo el agua. A Félix le escocíanlos ojos, pero aun así vio que la criaturale sonreía desde lo alto. El agua gélidale llenó la boca, y se dio cuenta de queno tenía aire en los pulmones. Secontorsionó frenéticamente con el fin dederribar al enemigo; ambos rodaron y,de pronto, Félix se encontró ahorcajadas sobre el orco, intentando, asu vez, sumergirle la cabeza.

El orco lo agarró por las muñecas yempujó hacia Félix; trabados en unmortal abrazo, comenzaron a rodar porel arroyuelo de frías aguas. Una y otravez la cabeza de Félix quedó bajo elagua, y una y otra vez forcejeó hastasalir, jadeante, a la superficie, mientras

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las piedras afiladas le herían el cuerpo.El peligro que corría destelló como unrelámpago en su mente, en tanto lacorriente y el propio impulso de la luchalos llevaba hacia el borde del barranco.Entonces, Félix renunció a la idea deahogar a su oponente e intentó liberarse.

Cuando su cabeza volvió a salir a lasuperficie, buscó con la vista la nube deagua pulverizada, señal de que elarroyuelo caía, y, para su horror, vioque se hallaba apenas a una docena depasos. Redobló los esfuerzos a fin desoltarse, pero el orco se aferró a élcomo la muerte y continuaron rodandopor la pendiente.

Quedaban tal vez diez pasos, y Félix

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podía oír el rugido de las turbulentasaguas y sentir la distorsión de lacorriente.

Echó atrás un puño y golpeó el rostrodel orco; pese a que se le partió uncolmillo, no lo soltó.

Apenas restaban cinco pasos. Lo golpeóuna vez más, y la cabeza del orco rebotósobre el lecho del arroyuelo; en esemomento, aflojó la presa. Félix estabaya casi libre.

Y, de repente, comenzó a caer a travésdel agua y del aire, mientras intentabafrenéticamente aferrarse a algo, acualquier cosa. Su mano golpeó la rocay quiso asirse al resbaladizo lecho de la

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corriente; la presión del agua heladasobre la cabeza y los hombros resultabacasi intolerable. Se arriesgó a echar unvistazo hacia abajo.

Muy al fondo vio los valles que seextendían al pie de las colinas, y se diocuenta de que el precipicio era tanhondo que los sotos parecían manojosde musgo sobre el paisaje. El orco seprecipitaba hacia ellos como unaaullante gota verdosa.

Empleó sus últimas fuerzas paraimpulsarse por encima del borde y searrastró contra la corriente, agarrándosecon los dedos entumecidos por el frío.Durante un instante, pensó que no iba aconseguirlo, pero luego se encontró

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boca abajo en la orilla del arroyuelo,jadeando entre las burbujeantes aguas.

Se arrastró hasta suelo seco y vio quelos orcos, muertos sus líderes, habíansido derrotados. Se quitó la capaempapada mientras se preguntaba si ibaa coger un enfriamiento a causa delgélido aire de montaña.

* * *

—¡Por Sigmar, que habéis estado bien!Nos encontrábamos en un buen apuro —declaró el guerrero alto y de cabellooscuro, al mismo tiempo que hacía laSeñal del Martillo sobre el pecho. Se

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trataba de un hombre apuesto pese a suaspecto tosco. Su armadura, aunqueabollada, era de la mejor calidad, y laintensidad de su mirada hizo que Félixse sintiera incómodo.

—Al parecer, caballeros, os debemos lavida —añadió el hechicero, que tambiéniba ricamente ataviado. Su túnica debrocado estaba ribeteada con hilo deoro, y los rollos de pergamino cubiertosde símbolos místicos aparecían sujetos aunos anillos que la adornaban. Suslargos cabellos rubios estaban cortadosde un modo peculiar, ya que del centrode los ondulados mechones se alzabauna cresta que no era desemejante de lade Gotrek, aunque no la llevaba teñida

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como el enano y era mucho más corta.Félix se preguntó si sería el distintivo dealguna orden mística. La carcajada delhombre acorazado resonó como eltrueno.

—Es la profecía, Johann. ¿Acaso nodijo el dios que nos auxiliaría uno denuestros ancestrales hermanos?¡Alabado sea Sigmar! Es una buenaseñal, sin duda.

Félix desvió la mirada hacia el cazador,que tendió las manos ante sí y seencogió de hombros. Se apreciaba uncierto humor escéptico en la forma enque alzó una ceja.

—Soy Félix Jaeger, de Altdorf, y éste es

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mi compañero Gotrek Gurnisson, unMatatrolls —explicó al mismo tiempoque le hacía una reverencia al caballero.

—Yo soy Aldred Keppler, conocidoc o m o Espada Cruel, caballerotemplario de la Orden del CorazónLlameante —se presentó el hombreataviado con armadura.

Félix reprimió un estremecimiento, yaque en el Imperio, su tierra natal, laorden era famosa por el celo con queejecutaban su cruzada contra las razasde goblins..., y contra los humanos aquienes consideraban herejes. Elcaballero hizo, entonces, un gesto haciael hechicero.

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—Éste es mi asesor en temas de magia:el doctor Johann Zauberlich, de laUniversidad de Nuln.

—A vuestro servicio —saludóZauberlich, con una reverencia.

—Yo soy Jules Gascoigne, en otrotiempo de Quenelles de Bretonia,aunque eso fue hace muchos años —declaró el hombre vestido con pieles.

—Herr Gascoigne es explorador, y locontraté para que nos guiara a través delas montañas —explicó Aldred—.Tengo que llevar a cabo un grandiosotrabajo en Karak-Ocho-Picos.

Félix y Gotrek intercambiaron miradas.

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El poeta sabía que su compañeroprefería viajar solo en busca del tesoroperdido de la ancestral ciudad de losenanos. No obstante, separarse deaquella compañía que habían encontradopor casualidad no haría más quelevantar sospechas.

—Tal vez podríamos unir fuerzas —propuso Félix, con la esperanza de queGotrek le siguiera la corriente—.También nosotros nos dirigimos a laciudad de Ocho Picos, y este camino noes nada seguro.

—Excelente sugerencia —asintió elhechicero.

—Sin duda, tu compañero va a visitar a

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algunos parientes —comentó Jules, sindarse cuenta de la mirada mortal que leechó Gotrek—. Allí aún queda unpequeño puesto avanzado de enanosimperiales.

—Será mejor que sepultemos a vuestroscompañeros —dijo Félix, pretendiendollenar el silencio que vino acontinuación.

* * *

—¿Por qué estás tan taciturno, amigoFélix? ¿No hace una hermosa noche? —preguntó Jules Gascoigne con tonosarcástico mientras respiraba dentro de

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sus manos para calentárselas en el fríocortante del aire.

Félix se subió la capa de recambio porencima de las rodillas, tendió las manoshacia la pequeña hoguera que Zauberlichhabía encendido murmurando palabrasmágicas, y miró al bretoniano, cuyorostro, a la luz del fuego, parecía unamáscara demoníaca.

—Estas montañas son gélidas yatemorizadoras —replicó Félix—.¿Quién sabe qué peligros ocultan?

—En efecto, ¿quién sabe? Estamoscerca de las Tierras Oscuras, y algunosdicen que son el territorio dondeproliferan los orcos y todos los demás

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diablos de piel verde. Además, he oídohistorias que cuentan que estas montañasestán encantadas.

Félix hizo un gesto hacia el fuego.

—¿Crees que es prudente haberencendido una hoguera?

De algún punto cercano le llegaban lostranquilizadores ronquidos de Gotrek yla respiración regular de los demás.Jules rió quedamente.

—Es una elección entre dos males, ¿no?He visto morir congelados a algunoshombres en noches como ésta, y si algonos ataca, es mejor que tengamos luzpara ver. Los de piel verde pueden

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distinguir a un hombre en la oscuridad,pero nosotros no podemos, ¿verdad?No, la verdad es que no creo que elfuego cambie mucho las cosas. De todasformas, pienso que no estás triste poreso.

Se quedó mirando a Félix conexpectación, y éste, sin saber realmentepor qué, le contó el triste relato de cómoél y Gotrek se habían unido a laexpedición de Von Diehl que iba decamino hacia los Reinos Fronterizos.Von Diehl y quienes lo seguían, trasbuscar la paz en una nueva tierra, sólohabían hallado una muerte terrible. Lehabló del encuentro con su amadaKirsten, y el bretoniano lo escuchó con

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actitud compasiva. Cuando Félixconcluyó con el relato de la muerte deKirsten, Jules sacudió la cabeza.

—¡Ay!, es un mundo triste este en el quevivimos, ¿verdad?

—Lo es, en efecto.

—No te aferres al pasado, amigo mío.No puedes cambiarlo. Con el tiempo,todas las heridas cicatrizan.

—A mí no me lo parece.

Ambos guardaron silencio, y el poetadesvió los ojos hacia el enano dormido.Gotrek estaba sentado como una gárgola,inmóvil y con los ojos cerrados, pero su

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mano no soltaba el hacha. Se preguntócómo se habría tomado el Matatrollsaquel consejo de Jules, ya que, comotodos los enanos, meditabaconstantemente sobre las lecciones delpasado. Su conciencia de la historia loimpulsaba de modo inexorable hacia elfuturo, y afirmaba que los seres humanostenían memorias imperfectas y que lasde los enanos eran mejores.

«¿Será por eso por lo que busca sumuerte? —se preguntó Félix—. ¿Arde lavergüenza dentro de él con tanta fuerzacomo en el momento en que cometió elmisterioso crimen que procuraexpiar?» Meditó sobre cómo tenía queser eso de vivir con el pasado

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entrometiéndose en el presente con tantafuerza que no pudiera ser olvidado. «Yome volvería loco», decidió.

Inspeccionó su propio pesar e intentóevocarlo en toda su plenitud, pero lepareció que había disminuido un ápice,que ya el tiempo lo había erosionado yque continuaría ese proceso. No sesintió mejor al saber que estabacondenado a olvidar, a que susrecuerdos se convirtiesen en pálidassombras. «Tal vez sea mejor lo que lesucede al enano», pensó. Incluso eltiempo que había pasado junto a Kirstenhabía perdido, en parte, su color.

* * *

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Durante el turno de guardia, Félix creyóver una luz de bruja de color verde en loalto de la montaña, por encima de ellos.Mientras observaba, el pavor se fueapoderando de él, ya que la luz sedesplazaba como si estuviese buscandoalgo. Había oído contar historias acercade los demonios que poblaban lasmontañas, y desvió los ojos haciaGotrek preguntándose si debíadespertarlo.

Pero la luz se desvaneció, y aunqueobservó durante largo rato, no vioninguna otra señal. Tal vez había sidouna imagen residual que su retinaguardaba del fuego, o una ilusión ópticaproducto del cansancio mental, aunque,

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por alguna razón, lo dudaba.

* * *

Al llegar la mañana, apartó lassospechas a un lado. El grupo siguió elcamino que rodeaba la montaña, y depronto una tierra nueva se extendió anteellos bajo el gris acero del cielotormentoso. Desde lo alto vieron unlargo valle alojado en la cuenca que seformaba entre ocho montañas. Los picosse alzaban como las zarpas de una garragigantesca, y la ciudad se extendía elfondo.

Unas murallas enormes cerraban la

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entrada del valle; habían sidoconstruidas con bloques de piedra másaltos que un hombre. En el interior delvalle, junto a un lago plateado, había unaenorme torre, y la ciudad se acurrucababajo ella. Largas calles corrían desde elbosque hasta unas torres más pequeñas,situadas al pie de cada montaña. Elvalle estaba cruzado por canales depiedra sin mortero, que creaban untablero de campos ganados por lamaleza. Gotrek tocó a Félix con un codoen las costillas y señaló hacia los picos.

—Helos allí —declaró con un rastro deadmiración en la voz—. Karak-Zilfin,Karak-Yar, Karak-Mhonar y el Cuernode Plata.

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—Ésas son las montañas oorientales —intervino Aldred—. Karak-Lhune,Karak-Rhyn, Karak-Nar y la DamaBlanca protegen el acceso occidental.

Gotrek miró al sigmarita con respeto.

—Hablas con verdad, templario.Durante largo tiempo, estas montañashan poblado mis sueños. Hace muchoque deseaba hallarme a la sombra deellas.

Félix bajó la vista hacia la ciudad, queproducía una sensación deperdurabilidad. Karak-Ocho-Picoshabía sido construida con los huesos delas montañas para que resistiera hasta elfin del mundo.

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—Es verdaderamente hermosa —dijo, yGotrek lo miró con intenso orgullo.

—En los tiempos antiguos, esta ciudadse conocía como la Reina de lasProfundidades de Plata. Era la más bellade nuestro reino, y lloramosamargamente su caída.

Jules miraba fijamente las enormesmurallas.

—¿Cómo pudo caer? En estas montañaspodría resistirse a todos los ejércitos detodos los reyes de hombres, y esoscampos podrían alimentar a toda lapoblación de Quenelles.

Gotrek sacudió la cabeza y fijó los ojos

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en la ciudad con la misma intensidadque si estuviese mirando los tiemposantiguos.

—Con orgullo construimos Ocho Picosen el cénit de nuestro ancestral poder.Era una maravilla para el mundo;resultaba más hermosa que Pico Eterno,abierta al cielo. Símbolo de nuestrariqueza y poder, poseía una fortalezaque estaba más allá de enanos, elfos uhombres. Pensamos que jamás caería yque las minas que guardaba seríannuestras para siempre.

El Matatrolls hablaba con una pasiónamarga e imponente, que Félix nuncaantes había oído en su voz.

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—¡Qué estúpidos fuimos! —prosiguióGotrek—. ¡Qué estúpidos fuimos!Construimos Ocho Picos con orgullo;estábamos seguros de que dominábamosla piedra y las Tinieblas bajo el Mundo.Y, sin embargo, al mismo tiempo queconstruíamos la ciudad, se sembrabanlas semillas de su fin.

—¿Qué sucedió? —quiso saber Félix.

—Comenzó nuestra querella con loselfos; los hostigamos hasta que salieronde los bosques y los expulsamos deestas tierras. Y después de eso, ¿conquién podíamos comerciar? El comercioentre nuestras dos razas había sidofuente de grandes riquezas, porcorrompido que estuviese. Peor aún, el

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coste en vidas fue aún más lamentableque el coste para nuestros mercaderes.Los mejores guerreros de aquellageneración cayeron en esa amarga lucha.

—Sin embargo, tu pueblo aúncontrolaba todas las tierras que seextendían entre las Montañas del Fin delMundo y el Gran Océano —intervinoZauberlich con pedante presunción—.Así lo afirma Ipsen en su libro Guerrasde los Ancestrales.

La cáustica risa de Gotrek podría habercorroído el acero.

—¿Ah, sí? Lo dudo. Mientrasbatallábamos contra nuestros deslealesaliados, las tinieblas ganaban fuerza.

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Estábamos exhaustos por la guerracuando las montañas negras vomitaronsus nubes de ceniza. El cielo quedócubierto y el sol ocultó su rostro, por loque nuestras cosechas murieron y elganado enfermó. Nuestra gente habíaregresado a la seguridad de susciudades, y desde el propio corazón denuestro reino, del lugar dondeimaginábamos ser más fuertes, surgieronnuestros enemigos.

El enano calló, y en el silencioresultante Félix se imaginó que oía ellejano graznido de algún pájaro.

—A través de túneles mucho másprofundos que los que nosotroshabíamos excavado jamás, los enemigos

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atacaron el núcleo de nuestra fortaleza.A través de las minas que habían sido lafuente de nuestra riqueza, salieronejércitos de goblins y skavens parecidosa ratas, y cosas mucho, mucho peores.

—¿Y qué hizo tu pueblo? —preguntóFélix.

Gotrek extendió los brazos a los lados ymiró a los presentes a la cara.

—¿Qué podíamos hacer? Cogimos lasarmas y volvimos a la guerra. Y aquéllafue una guerra terrible. Nuestras batallascontra los elfos habían tenido lugar bajoel cielo, en campos y bosques, pero esanueva guerra fue librada en espaciosestrechos y oscuros, con armas

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espantosas y una ferocidad mayor de laque podáis imaginar. Se desmoronaronlos pozos, se quemaron los corredorescon lanzallamas, se inundaron las minas.Nuestros enemigos respondieron con gasvenenoso, con viles encantamientos einvocaron a los demonios. Debajo delsitio en que tenemos ahora los pies,luchamos con todos los medios de quepudimos echar mano, con todas nuestrasarmas y con todo el valor que puedeengendrar la desesperación. Luchamos yperdimos. Paso a paso, nos expulsaronde nuestros hogares.

Félix bajó la mirada hacia la plácidaciudad. Parecía imposible que hubiesetenido lugar jamás lo que Gotrek

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acababa de describir, y sin embargohabía algo en la voz del Matatrolls queobligaba a creer sus afirmaciones. Elpoeta imaginó la desesperada lucha deaquellos enanos del pasado remoto, sumiedo y desconcierto cuando losexpulsaron del lugar que habían creídosuyo. Los imaginó librando aquellabatalla perdida con una tenacidadsobrehumana.

—Al final se hizo evidente que nopodíamos retener la ciudad, por lo quese sellaron las tumbas de nuestros reyesy las bóvedas del tesoro; luego se lasocultó mediante astutos recursos, yabandonamos la ciudad en manos denuestros enemigos. —Gotrek les echó

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una mirada feroz—. Desde entonces, nohemos sido tan estúpidos para creer quehaya un sitio que esté a salvo de laOscuridad.

* * *

Durante todo aquel largo día, a medidaque se aproximaban a la muralla, Félixfue comprendiendo lo mucho que habíansufrido aquellas vetustas estructuras. Loque desde lejos producía una sensaciónde fortaleza y seguridad intemporales, alverlo desde más cerca se convirtió enalgo tan ruinoso como el camino por elque avanzaban.

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La muralla que, como una cortina depiedra, bloqueaba el paso hacia elinterior del valle era cuatro veces másalta que un hombre y pasaba entreescarpados precipicios cortados a pico.Los signos de abandono eran evidentes,como el musgo que crecía entre lasgrietas de los enormes bloques depiedra, los canales que había abierto enellos el agua de lluvia y las manchasamarillas de los líquenes. Algunas zonasestaban ennegrecidas como por grandeslenguas de fuego, y una extensa secciónde la muralla se había desmoronado.

Sus compañeros guardaban silencio,pues la desolación cubría al grupo comouna mortaja. Félix se sentía deprimido y

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nervioso. Tenía la sensación de que losespíritus de la antigüedad losobservaban mientras meditaban sobrelos desmoronados restos de aquellagrandeza ancestral, y en ningún momentoapartó mucho la mano de la empuñadurade la espada.

Las puertas rotas de la antigua entradahabían sido abiertas e inmovilizadasmediante cuñas, y alguien había hechoun intento poco decidido de limpiar laseñal del Martillo y la Corona sobreocho picos tallados en la piedra, aunqueencima ya volvían a crecer los líquenes.

—Alguien ha estado aquí recientemente—comentó Jules mientras estudiaba laspuertas desde cerca.

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—Ya veo cómo te has ganado lareputación de explorador —comentóGotrek con tono sarcástico.

—Quedaos donde estáis —tronó una vozdesconocida—, a menos que queráis queos llenemos de saetas con nuestrasballestas.

Félix alzó los ojos hacía el parapeto,donde vio las cabezas cubiertas porcascos de una docena de enanos que losmiraban a través de las almenas. Cadauno de ellos los apuntaba con unaballesta.

—Bienvenidos a Karak-Ocho-Picos —los saludó el líder de barbas grises—.

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Espero que tengáis una buena razón parahaber penetrado en los dominios delPríncipe Belegar.

* * *

Marcharon hacia el interior de la ciudadbajo un cielo cubierto de nubes de colorblanco grisáceo. La escena parecíaposterior al Día del Juicio, cuando lasfuerzas del Caos regresaban parareclamar el mundo como propio. Seveían casas desmoronadas que habíancaído hacia las calles, un olor a moho ypodredumbre salía de muchos de losedificios, cuervos de aspecto malignograznaban desde los restos de las

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chimeneas y nubes de otros de esospájaros sombríos y negros volaban porencima de sus cabezas.

La veintena de guerreros enanos que losacompañaba se encontraban en constanteestado de alerta. Miraban a través de laspuertas como si esperasen que seprodujera una emboscada en cualquiermomento, y llevaban las ballestascargadas y a punto para disparar. Dabanla impresión de estar en medio de uncampo de batalla.

En una ocasión se detuvieron, y el líderles hizo un gesto para indicarles queguardaran silencio. Todos se quedaronquietos y a la expectativa, y Félix creyópercibir el sonido de algo que se

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escabullía. Forzó los ojos en lamermante penumbra del atardecer, perono pudo ver ningún signo de problemas.El líder del grupo hizo otro gesto, y dosde los enanos ataviados con armaduraavanzaron cautelosamente hasta laesquina y miraron al otro lado, mientrasel resto formaba en cuadrado. Pasado unlargo y tenso momento, los exploradoresregresaron para decir que todo estabadespejado. Pero la quietud fue rota porla risa de Gotrek.

—¿Asustados de unos pocos goblins? —preguntó, y el líder del grupo le echóuna mirada feroz.

—En noches como ésta hay cosas peores

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que goblins dando vueltas por aquí;puedes estar seguro de ello —replicó.

Gotrek, según su costumbre, pasó por elfilo del hacha el dedo pulgar, del quecomenzó a manar sangre.

—Traédmelas —rugió—. ¡Traédmelas!

El grito del Matatrolls resonó una solavez entre las ruinas antes de quedaramortecido y tragado por el ominososilencio, y después de eso inclusoGotrek calló.

* * *

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La ciudad era más grande de lo queFélix había imaginado; tal vez teníaincluso el tamaño de Altdorf, la mayordel Imperio. Prácticamente estaba enruinas, devastada por antiguas guerras.

—Sin duda, no fue tu propia gente la quecausó todos estos destrozos. Algunosparecen bastante recientes —comentó elpoeta.

—Goblins —replicó Gotrek—. Es lamaldición de su pueblo: cuando notienen a nadie con quien luchar, sepelean entre ellos. Sin duda, la ciudad,después de caer, fue dividida entrevarios Señores de la Guerra. Y tanseguro como la traición de los elfos, quese indispusieron a causa de la división

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del botín.

»Además, se han producido variosintentos para recuperar la ciudad porparte de mi pueblo y de algunos hombresde los Reinos Fronterizos. Aún hay unyacimiento de plata ahí abajo. —Escupió.

»Ninguna tentativa de retener la ciudadha prosperado jamás. La Oscuridad haimpregnado este lugar, y donde haestado una vez, ya nada puede verserealmente libre de ella.

Entraron en una zona cuyos edificioshabían sido reparados en parte y queentonces parecía abandonada una vezmás. Había fracasado otro intento de

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volver a colonizar la ciudad, derrotadopor la absoluta inmensidad de las ruinas.Bajo los muros de la gran torre, losenanos parecían más relajados, y ellíder, de vez en cuando, les murmurabaalguna orden para que se mantuviesenalerta.

—Recordad a Svensson —dijo—. Él ysus hombres fueron asesinados mientrasse encontraban en el sendero de lapuerta grande.

Los enanos volvieron a adoptar deinmediato su severa vigilancia. Por siacaso, Félix mantuvo la mano cerca dela espada.

—Éste no es un sitio saludable —

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susurró Jules Gascoigne.

La gran puerta de la torre se cerró encuanto la hubieron traspasado. Elestruendo fue similar al de grandesconstrucciones de piedra que sedesmoronaran.

* * *

La sala era inhóspita, tenía las paredescubiertas de tapices con la trama aldescubierto y estaba iluminada porextrañas gemas resplandecientes, quependían de arañas colgadas del techo.En el trono de marfil tallado conincrustaciones de oro, se encontraba

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sentado un enano viejo, flanqueado porfilas de guerreros ataviados con túnicasazules y cotas de malla. Dirigió haciaellos unos ojos hostiles, que fueron delMatatrolls a los humanos. Junto alanciano, una mujer enana, vestida conuna túnica púrpura, observaba todo elproceso con una extraña, aunque serena,intensidad; de una cadena que lerodeaba el cuello, pendía un libroencuadernado en hierro.

Félix creyó percibir agotamientonervioso en los rostros de esos enanos.Tal vez el hecho de morar en aquellaciudad encantada y en ruinas habíaminado su estado anímico, o quizá setrataba de alguna otra cosa; parecían

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estar mirando constantemente porencima del hombro, y se sobresaltabanante el más leve ruido.

—Declarad vuestras intenciones,forasteros —dijo el enano viejo con unavoz profunda, orgullosa y crispada—.¿Por qué habéis acudido aquí?

Gotrek le echó una feroz y groseramirada.

—Soy Gotrek Gurnisson, en otrostiempos de Pico Eterno. He venido aperseguir trolls en las Tinieblas bajo elMundo. El humano Félix Jaeger es mihermano de sangre, poeta y cronista.¿Pretendes negarme ese derecho?

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Al pronunciar la última frase, Gotreksopesó el hacha, y los soldados enanosalzaron sus mazas.

—No, Gotrek Gurnisson —respondió elanciano con una carcajada—; no lopretendo. Esa intención es honorable yno veo razón alguna para interponermeen tu camino, aunque hayas hecho unamala elección al escoger hermano.

Los soldados enanos comenzaron amurmurar entre sí, y Félix se sintióperplejo. Era como si Gotrek hubieseroto algún tabú incomprensible.

—Hay precedentes —declaró la enanavestida con túnica púrpura, y lossonidos de consternación cesaron.

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Félix esperaba que ella continuarahablando, que ampliara lo que acababade decir, pero no lo hizo. Al parecer, alos enanos les bastaba con que hubiesehablado.

—Vosotros dos podéis pasar, Gotrek,hijo de Gurni. Tened cuidado con laentrada que escogéis para acceder a lastinieblas e id precavidos, no sea que osabandone el valor. —En su voz no habíael más leve rastro de preocupación, sinosólo amargura y vergüenza secretas.

Gotrek le hizo un breve asentimiento decabeza al enano, y se retiró hacia elfondo del salón. Félix le dedicó la mejorde sus reverencias corteses y siguió alMatatrolls.

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—Declarad vuestras intenciones,forasteros —continuó el gobernante, yAldred hincó una rodilla en tierra ante eltrono, un gesto que los demás imitaron.

—He venido por una cuestiónrelacionada con mi fe y con una antiguapromesa de auxilio entre tu gente y lamía. La historia es compleja y narrarlapodría llevar bastante tiempo.

El enano profirió una horriblecarcajada, y Félix volvió a tener lasensación de que algún conocimientosecreto corroía por dentro al ancianoseñor de los enanos.

—Habla. No somos ricos en ninguna

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otra mercancía que no sea el tiempo, quepodemos emplear con entera libertad.

—Gracias. ¿Estoy en lo cierto alsuponer que eres el mismo PríncipeBelegar que encabezó la expedicióndestinada a recuperar esta ciudad demanos de los de piel verde hace veinteaños?

—Estás en lo cierto —replicó Belegar,tras asentir con la cabeza.

—Tu guía era un explorador de terrenosenano llamado Faragrim, que encontrómuchas vías de acceso secretas parapenetrar en la ciudad que se extiendedebajo de Ocho Picos.

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El enano viejo volvió a asentir, y Félix yGotrek intercambiaron una mirada, pueshabía sido Faragrim quien les habíahablado del tesoro que se encontrabadebajo de las montañas guardado por untroll.

—Un joven caballero de mi ordenformaba parte de tu expedición y eracompañero de Faragrim en sus días deaventura. Se llamaba Raphael.

—Era un hombre leal, enemigo denuestros enemigos —declaró Belegar—.Acompañó a Faragrim en su últimaexpedición a las profundidades, y jamásregresó. Cuando Faragrim se negó abuscarlo, despaché mensajeros, pero nopudieron hallar su cuerpo.

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—Es bueno saber que tú lo honraste,aunque me siento abatido desde quesupe que la espada que él llevaba seperdió. Era un arma de poder, y tienegran importancia para mi orden.

—No eres el primero que ha acudidoaquí para recuperarla —intervino lamujer enana, y Aldred sonrió.

—A pesar de ello, he hecho la promesade devolver la espada, Karaghul, a lasala capitular de mi orden, y tengomotivos para creer que lo conseguiré. —Belegar alzó una ceja—. Antes deiniciar esta búsqueda, ayuné durante dossemanas y castigué mi cuerpo conpurgantes y látigo. Durante el último

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Sigmarzeit, fui agraciado con una visión.Mi Señor se apareció ante mí, dijo quecontemplaba con agrado mi misión y quese aproximaba el momento de rescatar laespada encantada.

»Además, me dijo que durante la misiónrecibiría la ayuda de un miembro denuestros hermanos ancestrales. Yointerpreté que se refería a un enano,porque así se alude siempre a los devuestro pueblo en el Libro Inacabado.

»Te suplico, noble Belegar, que no teopongas a mi misión. Mi hermanoRaphael cuando cayó, hacía honor alancestral voto de nuestra fe de nonegarse nunca a auxiliar a un enano.Sería una señal de respeto que me

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permitieras recuperar su arma.

—Has hablado bien, hombre —respondió Belegar, y Félix se dio cuentade que estaba conmovido, como lessucedía a los enanos de modo invariablecuando se hablaba del honor y de losjuramentos ancestrales. Sin embargo,aún perduraba un rastro de alegremalicia en la mirada de Belegar cuandovolvió a hablar—. Te concedo lapetición. Que tengas tú más suerte quetus predecesores.

Aldred se puso de pie e hizo unareverencia.

—¿Podrías proporcionarnos un guía?

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Belegar volvió a reír, pero su hilaridadtenía una calidad extraña, salvaje, queacabó en un cacareo agudo ydesagradable.

—Estoy seguro de que Gotrek Gurnissonestará dispuesto a cooperar en unaempresa tan similar a la suya propia.

Belegar se levantó del trono, y la mujerde la túnica púrpura avanzó paraprestarle apoyo.

—¡Podéis retiraros! —declaró cuandollegaba a la salida trasera de la sala.

* * *

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Desde la ventana de la torre donde loshabían alojado los enanos, Félix miróhacia la calle empedrada. En el exterior,la nieve había comenzado a caer; detrásde él, los demás discutían en voz baja.

—No me gusta —decía Zauberlich—.¿Quién sabe lo extensa que puede ser unárea subterránea? Podríamos buscarhasta el final del mundo y no encontrarla espada. Yo pensaba que los enanos lacustodiaban.

—Debemos tener fe —replicó Aldred,con tono calmo e implacable—. Sigmardesea que encontremos la espada, ydebemos confiar en que él nos guiaráhasta ella.

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—Aldred, si Sigmar desea que laespada sea devuelta, ¿por qué no lacolocó en las manos de los treshermanos tuyos que nos han precedido?—preguntó Zauberlich, mientras en suvoz se traslucía cierta dosis dehisterismo.

—¿Quién soy yo para hacer conjeturassobre las motivaciones del SeñorBendito? Tal vez no era el momentocorrecto. Quizá quiera poner a pruebanuestra fe. En mí no hallará a undescreído. No tienes por quéacompañarnos si no lo deseas.

En un punto lejano de las ruinas, Félixatisbó una fría luz verde, y sucontemplación lo llenó de pavor. Le

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hizo un gesto a Jules para que seacercara, pero cuando el bretonianollegó a la ventana, ya no había nada quever. El explorador lo miró conexpresión interrogadora.

Azorado, Félix volvió los ojos hacia elgrupo de los que discutían. «¿Estoyvolviéndome loco?», se preguntó, eintentó apartaar de su mente aquella luzverde.

—Herr Gurnisson, ¿qué piensas tú? —inquirió Zauberlich, y se volvió hacia elMatatrolls con aire suplicante.

—Yo voy a descender a las tinieblas detodas formas —replicó Gotrek—. Metiene sin cuidado lo que hagáis vosotros.

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Arreglad vuestras diferencias.

—Ya hemos perdido la cuarta parte dela gente que partió con nosotros —declaró Zauberlich mientras su miradaiba de Jules a Aldred—. ¿De qué va aservir que desperdiciemos nuestrasvidas?

—¿De qué serviría renunciar sino parahacer que el sacrificio de nuestroscamaradas haya sido inútil? —replicó eltemplario—. Si renunciamos, elloshabrán muerto en vano. Creían quedebíamos encontrar a Karaghul, yentregaron sus vidas de muy buena gana.

El fanatismo del templario le causabainquietud a Félix. Aldred hablaba con

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demasiada indiferencia de los hombresque habían entregado sus vidas, y sinembargo mostraba también una serenaconfianza, lo que confería a sus palabrasun apremio irresistible. El poeta sabíaque los guerreros seguían a hombrescomo ése.

—Tú hiciste el mismo juramento quetodos los demás, Johann. Si ahoraquieres abjurar, que así sea, pero lasconsecuencias caerán sobre tu almainmortal.

Félix experimentó una perversacompasión por el mago. Él mismo habíajurado seguir a Gotrek estando borracho,en la cálida taberna de una ciudadcivilizada, después de que el enano le

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salvó la vida. Entonces el peligro lehabía parecido algo remoto. Sacudió lacabeza. Resultaba fácil hacer juramentossemejantes cuando uno no tenía ni ideade cuáles iban a ser las consecuencias,pero otra cosa muy distinta eramantenerlos si el camino te llevaba alugares tenebrosos como Karak-Ocho-Picos.

Se oyeron unos pasos que seaproximaban y luego, a modo dellamada, un golpe en la puerta. Cuandose abrió, se asomó la mujer enana quehabían visto de pie junto al trono deBelegar.

—He venido a poneros sobre aviso —

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declaró con voz grave, agradable.

—¿Ponernos sobre aviso respecto aqué? —preguntó Gotrek con sequedad.

—Cosas terribles andan sueltas por lasprofundidades. ¿Por qué creéis quevivimos con tanto miedo?

—Me parece que será mejor que entres—sugirió el Matatrolls.

—Soy Magda Freyadotter, guardiana delLibro de la Memoria que hay en eltemplo de Valaya. Hablo con la voz deValaya, así que sabréis que lo que osdiga será verdad.

—De acuerdo —asintió Gotrek

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Gurnisson—. Habla con verdad,entonces.

—En las tinieblas, se mueven espíritusinquietos. —Hizo una pausa y los miróuno por uno. Sus ojos se posaron sobreel Matatrolls, y se demoraron en él—.Cuando llegamos aquí por primera vez,éramos quinientos, más unos pocosaliados humanos. Los únicos peligroscon que nos enfrentamos fueron losorcos y sus seguidores, y despejamosesta torre y algunas zonas de la partesuperior de la ciudad, como preludiopara reclamar nuestras minasancestrales.

»Hicimos incursiones en lasprofundidades en busca de las bóvedas

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de nuestros antepasados, pues sabíamosque si lográbamos hallarlas correría lavoz entre nuestro pueblo y otrosacudirían aquí.

Félix comprendió la estrategia; lanoticia de que se había encontrado untesoro hubiese atraído a más enanos a laciudad. De hecho, se sintió un pococulpable, porque los había atraído aGotrek y a él mismo.

—Enviamos expediciones a lasprofundidades en busca de los antiguosemplazamientos, pero las cosas habíancambiado con respecto a los planos quememorizamos en la infancia. Habíatúneles desmoronados, caminos

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bloqueados y nuevas vías chapuceras,excavadas por los orcos einterconectadas con las nuestras.

—¿Lideró el enano Faragrim alguna deesas expediciones? —quiso saberGotrek.

—Sí, lo hizo —replicó Magda, y Gotrekmiró a Félix.

—Entonces, al menos esa parte de loque afirmaba es verdad —comentó elMatatrolls.

—Faragrim era osado y buscó másprofundamente y más allá que todos losotros. ¿Qué te contó? —Gotrek empezóa estudiarse los pies.

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—Que se había encontrado con el trollmás grande que había visto en toda suvida..., y había huido.

«Los enanos no saben mentir bien»,pensó Félix. Era imposible que lasacerdotisa no se hubiese dado cuentade que ocultaba algo, pero Magda no diomuestras de advertir nada raro.

El poeta rememoró la noche que habíanpasado en la lejana Nuln, en la tabernaOcho Picos, cuando el pasmosamenteborracho Faragrim le contó la historia aGotrek. Los enanos se encontraban tanebrios que incluso daban la impresiónde haber olvidado que había un humanopresente, y hablaban, emocionados, enuna mezcla de Reikspiel y Khazalid. En

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aquel momento, Félix había supuestoque los enanos sólo estaban intentandosuperarse mutuamente mediante lanarración de historias exageradas, peroentonces ya no se sentía tan seguro.

—Así que fue eso lo que lo aterrorizó...Nosotros pensamos que habían sido losfantasmas —comentó Magda—. Un día,cuando regresó de las profundidades, labarba se le había vuelto completamenteblanca. No dijo una sola palabra, sinoque se limitó a marcharse.

—Has hablado de terrores que pueblanlas profundidades —la interrumpióZauberlich.

—Sí. Las patrullas que bajaron allí

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pronto comenzaron a hablar defantasmas de antepasados. Los espíritusaullaban y gemían, y nos imploraban quelos liberásemos de la esclavitud deCaos. A poco, nuestro éxito inicial sevio invertido. ¿Qué enano puedesoportar la visión de sus parientesarrancados del seno de los espíritusancestrales? Nuestras fuerzas perdieronel valor, y el Príncipe Belegar lideróuna expedición cuyo fin era hallar lafuente del mal. El contingente fuedestruido por los que acechan en lasprofundidades. Sólo regresaron él yunos pocos allegados, y nunca hanhablado de lo que encontraron. Lamayoría de los supervivientes semarcharon a su tierra natal, y ahora

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quedamos apenas un centenar paradefender la torre.

El color abandonó el rostro de Gotrek.Félix jamás había visto al Matatrollsdemostrar un miedo semejante. Eracapaz de enfrentarse osadamente concualquier criatura viva, pero aquellaconversación sobre fantasmas habíaminado su valentía. «La veneración delos ancestros debe de ser muyimportante para este pueblo», pensócon repentina comprensión.

—Ahora ya os he avisado —concluyó lasacerdotisa—. ¿Aún queréis bajar a lasprofundidades?

Gotrek fijó la vista en el fuego, mientras

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todos los ojos de la habitación seposaban en él. El poeta tuvo lasensación de que si Gotrek abandonabasu propósito, tal vez incluso Aldredrenunciaría, ya que el templario parecíaconvencido de que el Matatrolls era elenano de su profecía.

Gotrek aferró el hacha con tanta fuerzaque los nudillos se le pusieron blancos,y realizó una inspiración profunda;después dio la impresión de que seobligaba a hablar.

—Hombre o espíritu, vivo o muerto, yono le temo —declaró con voz queda ypoco convincente—. Bajaré. Allí hay untroll al que tengo que conocer.

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—Bien dicho —respondió Magda—. Yoos conduciré hasta la entrada del reinoinferior.

—Será un honor —declaró Gotrek almismo tiempo que se inclinaba.

—Mañana, entonces —concluyó ella, yse levantó para marcharse.

Gotrek le abrió la puerta y, cuando sehubo marchado, se dejó caer en la silla,soltó el hacha y se aferró a losreposabrazos como si tuviese miedo decaer. Parecía muy asustado.

* * *

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En el flanco de la montaña se abría unaentrada enorme y, sobre ella, en la roca,una gran ventana protegida por unvoladizo de baldosas de pizarra roja,muchas de las cuales habían caído. Eracomo si se hubiera construido una torrepara luego hundirla en la tierra, de modoque sólo las partes más altassobresaliesen del suelo.

—Ésta es la Puerta de Plata —explicóMagda—. El Camino de Plata discurrehasta los Graneros Superiores y la LargaEscalera.

—Gracias —dijo Félix.

Gotrek le hizo a la sacerdotisa un gestode asentimiento. Aldred, Jules y

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Zauberlich se inclinaron para darle lasgracias, todos con un aire muy sombrío.

Se pusieron a comprobar los faroles y elaceite de recambio. Llevabanprovisiones de sobra, y sus armasestaban aceitadas y a punto.

Magda metió las manos en las mangasde la túnica, sacó un rollo de pergaminoy se lo entregó a Gotrek, que lodesenrolló, le echó una mirada y acontinuación hizo una reverencia tanprofunda que su pecho coco el suelo.

—Que Grungni, Grimnir y Valaya osguarden a todos —dijo Magda, e hizo unpeculiar signo de bendición sobre todosellos.

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—Que la bendición de Sigmar seacontigo y todo tu clan —replicó AldredKeppler, Espada Cruel.

—Vamos —decidió Gotrek Gurnisson, ytodos cogieron sus equipos ytraspasaron el arco de entrada, marcadocon antiguas runas enanas que el tiempoaún no había logrado erosionar.

Una vez en el otro lado, se hallaronsumidos en sombras y helor, y el poetano pudo reprimir un escalofrío.

La luz que entraba por la gran ventanailuminaba débilmente el camino quedescendía hacia las tinieblas, y semaravilló de la precisión de laingeniería de los enanos. En lo alto de la

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pendiente, se detuvo y miró atrás. Lasacerdotisa y su escolta permanecían depie ante la entrada, y cuando él la saludócon una mano, ella alzó un brazo y loagitó a modo de despedida. Luego,comenzaron el descenso, y las tierras dela superficie desaparecieron de la vista,mientras el poeta se preguntaba sialguno de ellos volvería a ver la luz deldía.

* * *

—¿Qué te ha dado la sacerdotisa, herrGurnisson? —quiso saber JohannZauberlich, y Gotrek, bruscamente, pusoel documento en la mano del mago.

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—Es un mapa de la ciudad, copiado delmapa patrón que está depositado en eltemplo de Valaya la Cronista. Cubretodo el terreno que exploró laexpedición del Príncipe Belegar.

A la luz que filtraban los cristales quehabía en lo alto, el hechicero loinspeccionó, y luego se rascó la cabeza.Félix miró por encima de su hombro ysólo vio diminutas runas garrapateadas yconectadas con líneas de tinta de coloresdiferentes. Unas líneas eran gruesas,otras finas y algunas punteadas.

—No se parece a ningún mapa que hayavisto —declaró el mago—. No le veo nipies ni cabeza.

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Los labios de Gotrek se curvaron en unasonrisa despectiva.

—Me sorprendería que lo encendierasporque está escrito en el código rúnicodel Gremio de Ingenieros.

—Estamos en tus manos, herrGurnisson, y en las de Sigmar —dijo eltemplario—. Condúcenos.

* * *

Félix intentó contar el número de pasosque daba, pero renunció al llegar aochocientos sesenta y dos. Habíareparado en los pasillos que partían del

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Camino de Plata, y comenzaba aformarse una idea de la dimensión de laciudad de los enanos. Era como una deesas montañas flotantes de hielo que losmarineros decían haber visto en el Marde las Garras; un noventa por ciento desu volumen estaba hundido bajo lasuperficie. La escala superaba conmucho a cualquier obra humana que élhubiese visto jamás, e inspirabahumildad.

El camino pasaba ante muchas aberturaspracticadas en las paredes de piedra,algunas de las cuales aparecíanparcialmente tapiadas con ladrillos, unaobra de hechura reciente. Algo las habíaperforado con herramientas muy

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primitivas, y en el aire flotaba un hedora putrefacción.

—Silos de grano —explicó Gotrek—.Se los usaba para almacenar la comidaque alimentaba a la ciudad durante elinvierno, aunque parece que los goblinshan metido las manos de pleno en losalmacenes de Belegar.

—Si hay algún piel verde cerca de aquí,pronto probará mi acero —declaróEspada Cruel.

Jules y Félix intercambiaron miradas depreocupación, ya que no se sentían tanansiosos como el templario y elMatatrolls por enfrentarse con lo quefuera que morara allí abajo.

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* * *

El poeta había perdido la noción deltiempo, pero calculaba que había pasadomedia hora desde que habíanabandonado el Camino de Plata paraadentrarse en una estancia tan grandecomo el Koenigs Park de Altdorf y querecibía luz a través de enormesaberturas alargadas practicadas en eltecho. Las motas de polvo danzaban endocenas de columnas de luz más altasque las torres de Nuln. La resonancia delos pasos inquietaba a los umbríos yextraños seres que aleteaban,acechando, cerca del techo.

—La plaza de Merscha —dijo Gotrek,

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cuya voz contenía una nota de asombro,y miró hacia la estancia con una extrañamezcla de odio y orgullo—. Aquí laguardia personal de la Reina Hilgaresistió contra un ejército de goblinscien veces más numeroso. Le dierontiempo a ella, y a muchos ciudadanos,para escapar. Jamás abrigué laesperanza de poner mis ojos en estesitio. Caminad con cuidado: cada piedraha sido santificada con la sangre de loshéroes.

Félix miró al Matatrolls, y vio a unapersona nueva. Desde que entraron en laciudad, Gotrek había cambiado. Ya nolanzaba miradas furtivas a su alrededorni mascullaba para sí. Por primera vez

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desde que Félix lo conocía, el enanoparecía sentirse cómodo, como sihubiese vuelto a casa.

«Ahora somos nosotros, los hombres,quienes estamos fuera de lugar»,comprendió repentinamente, conscientede las incontables toneladas de piedraque se interponían entre él y el sol. Tuvoque luchar contra el miedo de que todaaquella montaña, que se mantenía en susitio sólo gracias a la delicada obra delos antiguos enanos, se le desplomaraencima y lo enterrara para siempre.Percibía la proximidad de las tinieblas,de aquellos lugares enterrados quenunca habían conocido la luz del día, ylas semillas del terror arraigaron en su

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corazón.

Miró hacia el otro lado de la plaza, másgrande que cualquier estructura quehubiese visto jamás, y supo que nopodría cruzarla. Era una sensaciónabsurda estando en las profundidades dela tierra, pero comenzó a sentiragorafobia. No quería pasar bajo elabovedado techo por temor a que aquelcielo artificial se desplomara sobre él.Se sentía mareado, y su respiración eraun jadeo rasposo.

Una mano tranquilizadora se posó sobresu hombro, y Félix bajó la mirada haciaGotrek, que se encontraba junto a él.Con lentitud, se desvaneció la urgenciade ascender corriendo por el Camino de

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Plata, y experimentó algo parecido a lacalma. Entonces, volvió a mirar hacia elotro lado de la plaza de Merscha,sobrecogido por una sensaciónreverente.

—En verdad, tu pueblo es imponente,Gotrek Gurnisson —dijo, y el enano lomiró con ojos a los que asomaba latristeza.

—Sí, humano, lo fuimos, pero ladestreza que creó esta sala está ahorafuera de nuestro alcance. Ya nocontamos con el número de canterosnecesarios para construir esto.

Gotrek volvió la cabeza para contemplarla estancia, y luego la sacudió.

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—¡Ay, humano!, tú tienes alguna idea delo bajo que hemos caído. Los días degloria han quedado atrás. En otrostiempos creamos todo esto, pero ahoranos amontonamos en unas pocasciudades empequeñecidas y aguardamosel fin del mundo. El día de los enanos seha marchado para no regresar nuncamás. Nos arrastramos como gusanos porlas obras de los tiempos antiguos, y lagloria de lo que una vez fuimos se burlade nosotros.

Hizo un gesto hacia la sala con el hacha,como si deseara demolerla de un sologolpe.

—¡Con este tipo de cosas tenemos quecompararnos! —bramó, y los hombres,

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sobresaltados, lo miraron.

Los ecos se burlaron de él y, mezcladocon ellos, Félix Jaeger creyó percibirlos sonidos de un movimiento furtivo.Cuando miró hacia el origen del ruido,casi pudo jurar que veía unos ojosambarinos y parpadeantes, queretrocedían con lentitud hacia laoscuridad.

* * *

A medida que avanzaban, la piedra de lazona subterránea de la ciudad adquiríaun peculiar tono verdoso. Salieron de laclaridad de la sala para entrar en un

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espacio poblado de sombras ydébilmente iluminado por mortecinas yoscilantes gemas. De vez en cuando,Félix oía algunos golpecitos, y entoncesGotrek se detenía y apoyaba una manocontra la pared. Por curiosidad, el poetahizo lo mismo y sintió unas pequeñasvibraciones, como si algo distantecorriera por la piedra. Gotrek lo miró.

—Los goblins están tamborileando enlas paredes —explicó—. Saben queestamos aquí, así que será mejor queaceleremos el paso a fin de confundir alos exploradores que pueda haber.

Félix asintió.

Las paredes rutilaban como jade. Félix

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vio ratas gordas de ojos rojos alejarsede la luz, y Gotrek imprecó e intentóaplastar de un pisotón a la más cercana,pero ésta lo esquivó. El enano sacudióla cabeza.

—Incluso aquí, tan cerca de lasuperficie, vemos la corrupción deCaos. Más abajo debe de ser peor.

* * *

Llegaron a una escalera que descendíahacia las tinieblas. Había grandescolumnas desplomadas, enormes pilasde cantería amontonadas aquí y allá, y laescalera misma parecía desmoronada.

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Su presencia inquietó a un nido de alasbatientes, y los murciélagos alzaron elvuelo y revolotearon de un lado a otro.Desasosegado, Félix se preguntó si laescalera sería muy segura.

Descendieron a través de galerías dondelos signos de la expoliación de los orcoseran evidentes. Las ratas se escabullíanprecipitadamente hacia los nidos,construidos bajo la obra de canteríarota.

Gotrek hizo un gesto para indicar unalto, y se quedó quieto, olfateando elaire. Detrás, Félix creyó oír el sonido deunos pasos en el extremo superior de laescalera.

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—Huele a goblins —dijo el Matatrolls.

—Están detrás de nosotros, me parece—comentó Jules.

—Están por todas partes a nuestroalrededor —lo contradijo Gotrek—.Este sitio ha sido usado como camino delos orcos durante muchos años.

—¿Qué haremos? —inquirió Félix almismo tiempo que intercambiabamiradas de preocupación conZauberlich.

—Continuar adelante —respondióGotrek mientras consultaba el mapa—.En cualquier caso, vamos en ladirección que queremos.

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Félix miró hacia atrás, pues sospechabaque los estaban conduciendo a unatrampa. «Las cosas pintan mal —pensó— . Ya nos han cortado el camino deregreso a la superficie, a menos queGotrek conozca otra ruta.»

La expresión del Matatrolls le aseguróque no estaba prestándole la más mínimaconsideración a ese tipo de cosas. Elenano miraba a su alrededor con airepreocupado, como si esperase ver unfantasma.

Los pasos de los perseguidores seaproximaron más aún.

Procedente de delante, resonando através de las galerías, les llegó un

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bramido que era más profundo y sonoroque el de cualquier orco.

—¿Qué ha sido eso? —preguntóZauberlich.

—Algo grande —respondió Aldred convoz queda.

Gotrek pasó el dedo pulgar a lo largodel filo del hacha, hasta que en éstabrilló una gota de sangre.

—Bien —dijo.

—Debe de estar cerca —comentó Félixcon nerviosismo, a la vez que sepreguntaba si tendría el semblante tanpálido como el hechicero y el

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explorador.

—Es difícil saberlo —le aseguró Gotrek—. Estos túneles distorsionan ellsonido, y también lo amplifican. Podríaestar a kilómetros de distancia.

Volvió a oírse el rugido, y esa vezescucharon también el sonido de pasosque corrían, como si los goblins seprecipitaran a cumplir una orden.

—Ahora está más cerca —afirmó Félix.

—Cálmate, humano. Como ya he dicho,es probable que esté a kilómetros deaquí.

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* * *

Se encontraba esperando en la salasiguiente, cerca del pie de la largaescalera. Pasaron bajo un arco talladocon calaveras de demonios y vieron a labestia: un ogro inmenso, que casidoblaba la estatura de Aldred y eracuatro veces más corpulento que él. Unacresta de pelo se elevaba desde suescamoso cuero cabelludo y, al igualque la cresta de Gotrek, estaba teñida,aunque no de un solo color, sino que enella se alternaban listas blancas ynegras. Un brazal cubierto de púas conun puño en forma de larga guadañaterrible le cubría el brazo derecho. Unaenorme bola de púas unida a una cadena

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pendía de su mano izquierda, y tenía laapariencia de ser capaz de demoler lamuralla de un castillo.

La criatura sonrió y dejó a la vistapuntiagudos dientes metálicos. Detrás deél se agazapaba una compañía degoblins con su piel verde lustrosa, queaferraban escudos de metal blasonadoscon el emblema del Cráneo. Costras,forúnculos y señales de viruelamarcaban sus feos rostros, que sonreíancon mirada repulsiva. Algunos llevabancollares de púas en torno al cuello, yotros, anillos metálicos que les pinzabanla piel del torso. Tenían ojos rojoscarentes de pupilas, y Félix se preguntósi sería otra señal de la corrupción de

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Caos.

Miró a su alrededor, y a la derecha viocantería desmoronada. Parecía que laantigua obra en piedra de los enanoshabía sido derrumbada y apartada a unlado para dejar sitio a nuevasexcavaciones más toscas. En la paredque tenía cerca, habían fijado cadenasde hierro, y a la izquierda se alzaba unachimenea enorme, tallada de modo queel hogar fuesen las fauces abiertas deuna cabeza demoníaca; en las piedrashabía manchas de sangre seca.«¿Habremos venido a parar a untemplo goblin? —se preguntó Félix—.Es justo lo que necesitábamos: un orcohambriento de hombres y una horda de

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fanáticos goblins. Bueno —se consoló— , al menos las cosas ya no puedenponerse peor.»

Sintió que le tocaban en un hombro y sevolvió para mirar escalera arriba. Porella descendía otra compañía degoblins, liderada por un orco fornido,que aferraba una cimitarra en la manoizquierda y en la derecha llevaba unestandarte donde se veía unarepresentación estilizada de las faucescolmilludas de la Luna Maldita,Morrslieb, y en cuya punta habíaclavada una cabeza humanaembalsamada. Detrás delportaestandarte había más goblinsarmados con mazas, lanzas y hachas.

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Félix miró a Jules, y el bretoniano seencogió de hombros. «Qué lugar tanterrible para morir», pensó el poeta.Por un momento, los tres gruposintercambiaron miradas, y se produjo unbreve silencio.

—¡Por Sigmar! —gritó Aldred, que alzóen alto su gran espada y cargó escaleraabajo con una agilidad asombrosa paraun hombre cubierto de placas metálicas.

—¡Tanugh aruk ! —bramó Gotrek alseguirlo. En lo alto, las gemasrelumbrantes parecieron tornarse másluminosas por un instante—. ¡Muerte ala escoria goblin!

Félix se puso en guardia y, junto a el,

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Jules se preparó para la lucha. Elportaestandarte les echó una miradaferoz, pero no hizo intento alguno deacercarse más. Félix era reacio a atacara los goblins situados escalera arriba, yaque formaban una barrera difícil deromper.

El poeta oyó fragor de armas procedentede detrás, y el alboroto causado por losgritos de guerra, mientras el repugnantehedor del orco le colmaba la nariz. Unospasos de pies calzados con hierroresonaron en la escalera a sus espaldas,y se volvió justo a tiempo de parar ungolpe de maza asestado con fuerzaconsiderable por un guerrero de pielverde. El ímpetu del impacto le sacudió

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el brazo.

Apretó los dientes y lanzó una estocada,que describió un destellante arco alsurcar la oscuridad. El goblin saltóhacia atrás, y Félix estuvo a punto deperder el equilibrio, pero despuésdescendió tan rápidamente como se lopermitió la insegura escalera.

—¡Jules, defiende la escalera! —gritó.

—Lo que sea, por un amigo.

Félix continuó tras el goblin, aunqueencontró algunos problemas paraperseguir a su ágil enemigo sobre losescalones rotos. El goblin le sacó lalengua y chilló burlonamente, lo que

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colmó al poeta de furia e indignación, ylo impulsó a lanzarse hacia adelante ytropezar. Cayó de rodillas y rodómientras sentía dolor a causa de haberseraspado la piel de las rótulas al chocarcontra la piedra. Algo le corrió porencima y notó un arañazo. «Hetropezado con un nido de ratas», pensó.Por un momento, se sintió desorientado,pero mientras se ponía de pie vio elcuadro vivo de la batalla ante sí.

Gotrek asestaba golpes de hacha en elpecho de un enemigo, y la cota de mallaestallaba hacia afuera donde impactabala hoja de la enorme arma. EspadaCruel, mientras la demoledora bola depúas de un ogro describía un arco, le

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clavó una estocada ascendente en elestómago. Félix vio que la punta delarma sobresalía por la espalda del ogro,y que los goblins pasaban junto a él atoda velocidad para atacar al enano, suancestral enemigo. Justo fuera delalcance de la lucha, Johann Zauberlichsacó un pergamino y entonó unencantamiento. Una bola de fuegoapareció en su mano izquierda, y la luzmostró ratas negras pululando por todaspartes e hizo que sombrías alas batientesse precipitaran con agitación.

Félix luchó para no perder el equilibrio,y desvió la mirada hacia JulesGascoigne que se encontraba en laescalera y mantenía a raya a varios

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enemigos fuertemente armados. Ya habíamatado a uno, pero aparecieron másdetrás de otro portaestandarte.

El dolor laceró el cuerpo de Félixcuando una porra se estrelló contra suhombro; destellantes estrellas plateadasllenaron su campo visual y, al caer debruces, soltó la espada. Por encima deél se encontraba de pie un goblin, quesostenía una porra enarbolada ymostraba una sonrisa de triunfo en elrostro. «Moveos, malditas», les dijo elpoeta a sus extremidades doloridasmientras la porra se le venía encimacomo el tronco de un árbol talado,moviéndose con penosa lentitud para lossentidos del hombre agudizados por el

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pánico.

En el último instante, Félix rodó haciaun lado, y la porra, tras chocar contra laroca, produjo un sonoro estruendo. Elpoeta se contorsionó para propinarle unapatada al goblin, que salió volando;después tanteó con desesperación enbusca de la espada y experimentó ungran alivio cuando sus dedos se cerraronsobre la empuñadura.

Se lanzó hacia adelante y ensartó algoblin antes de que pudiera ponerse depie; la criatura profirió una imprecaciónen el momento de morir y, de pronto, undestello titánico cegó a Félix, queretrocedió con paso tambaleante y secubrió los ojos cuando estalló un

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infierno ante él. Una brisa caliente lesopló el rostro, y el aire se colmó deolor a azufre. «Estoy muerto, muerto yen el infierno», pensó; pero luego lacomprensión iluminó su mente:Zauberlich había lanzado la bola defuego.

Entonces miró a su alrededor y vio queGotrek y Aldred se abrían camino entrelos desmoralizados goblins. Detrás deellos, se precipitaron el explorador y elhechicero, y Jules lo cogió por un brazo.

—¡Vamos! —chilló—. Tenemos quesalir de aquí mientras aún estánconfundidos.

Echaron a correr por el largo pasillo,

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mientras detrás de ellos continuaba elestrépito.

—¿Qué está sucediendo ahí atrás? —gritó.

—Hay diferentes tribus de goblins —respondió Gotrek con una risa aguda—.Con un poco de suerte, se cortarán lasgargantas los unos a los otros mientrasse pelean por quién va a comérsenos.

* * *

Félix miraba fijamente hacia el fondodel abismo, en cuyas profundidadesrutilaban estrellas. Aldred y Gotrek

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vigilaban el corredor que tenían detrásde ellos, Jules echó a andar por elpuente de metal corroído, y el hechicero,Zauberlich, se apoyó contra una gárgolade hierro fundido, jadeandotrabajosamente.

—Me temo que no estoy hecho para lavida aventurera —resopló—. Misestudios no me prepararon para esteextenuante ejercicio.

Félix sonrió, porque el hechicero lerecordaba a sus viejos profesores. Losúnicos conflictos en los que se habíanvisto envueltos eran las luchas sobre lacorrecta interpretación de los pasajesmás controvertidos de la poesía clásica.Le sorprendió y hasta lo avergonzó

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descubrir que sentía cierto menospreciohacia aquellos ancianos, ya que en otrotiempo su ambición había sidoconvertirse en alguien precisamentecomo ellos. ¿Tanto lo había cambiado lavida aventurera?

Zauberlich estaba inspeccionando lagárgola con curiosidad, y el poeta revisósu primera opinión sobre el brujo aldarse cuenta de que sólo en aparienciaguardaba relación con aquellos ancianosacadémicos. Ninguno de ellos hubiesesobrevivido al camino hasta Karak-Ocho-Picos, y el hecho de queZauberlich fuese un hechicero tandiestro hablaba con claridad sobre ladeterminación e inteligencia de aquel

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hombre. La magia no era un arte paraalguien cobarde o miedoso, ya queencerraba sus propios peligros. Lacuriosidad se apoderó de Félix, que depronto sintió deseos de preguntarle alhechicero cómo se había unido altemplario.

—Creo que hemos perdido a los goblins—gritó Aldred, mientras él y Gotrekavanzaban pesadamente hacia losdemás.

Las preguntas que el poeta había estadoa punto de formularle a Zauberlichmurieron en sus labios. En tantocruzaban el puente, tuvo la sensación deque no dispondría de otra oportunidadpara formulárselas.

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* * *

Miraron hacia el interior del largocorredor oscuro, que no contaba con lailuminación de las gemas. Félix se habíahabituado tanto al mortecino resplandorverdoso que su repentina ausencia loconmocionó. Era como si el sol sehubiera puesto a mediodía. Gotrek echóa andar hacia la oscuridad, al parecersin darse cuenta de la falta de luz, y elpoeta se preguntó si el enano aún podíaver.

—Será mejor encender los faroles —comentó Gotrek al mismo tiempo que

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sacudía la cabeza—. La luz ha sidosaqueada. Malditos goblins... Esasgemas deberían haber relumbrado portoda la eternidad, pero ellossencillamente no podían dejarlas dondeestaban. Ya no podrán ser reemplazadasjamás, dado que el arte se ha perdido.

Jules preparó un farol, y Zauberlich loencendió con una palabra, mientrasFélix los observaba con la sensación deno servir para nada. De repente, oyó queGotrek gemía detrás de él y se volvió amirar.

A lo lejos, en el fondo del corredor,había una silueta que relumbraba condébil luz verdosa. Se trataba de unenano anciano y barbudo; la luz emanaba

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de él y a través de él, y parecíatransparente, tan tangible como unapompa de jabón. La fantasmal siluetagimió con una voz alta y fina, y avanzóhacia Gotrek con los brazos extendidos.El Matatrolls se quedó atónito, y elterror invadió a Félix cuando reconocióla calidad de aquella luz. La había vistoantes, en la ladera de la montaña y en laparte exterior de la ciudad.

—Que Sigmar nos proteja —murmuróAldred, y el poeta oyó la musical notade la espada del templario cuando éstela desenfundó.

Sintió que se le erizaba el cabellomientras el ancestral enano avanzaba

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hacia ellos. El aire parecía más frío y leprodujo un estremecimiento en la piel.La figura movió los labios, y Félix creyópercibir una lejana voz farfullante; enese momento, Gotrek recobró lacapacidad de movimiento y avanzó conel hacha en alto, como para parar ungolpe.

El fantasma redobló sus frenéticosruegos, y Gotrek sacudió la cabeza comosi no entendiera lo que decía. Entoncesla figura se apresuró para reunirse conél al mismo tiempo que miraba porencima del hombro, como si lopersiguiera un enemigo distante,invisible.

El horror invadió a Félix al ver que el

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fantasma comenzaba a deshacerse. Eracomo la niebla cuando sopla un vientofuerte, ya que algunas partessimplemente se desprendían ydesvanecían. Antes de que Gotrekpudiera Llegar hasta él, se esfumó porcompleto, y mientras esto sucedía, Félixoyó un desesperado y lejano lamento,como el alarido de un alma en penaarrastrada hacia el infierno.

Cuando Gotrek regresó junto a ellos, elpoeta reparó en la expresión aturdida desu rostro. El Matatrolls parecíaespantado y perplejo, y bajo su únicoojo brillaba una lágrima.

Echaron a andar a buen paso corredor

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abajo, e incluso cuando llegaron a unárea donde las gemas volvían a brillar,nadie pareció tener prisa por apagar elfarol. Muchas horas después de eseencuentro, el Matatrolls aún no habíapronunciado una sola palabra.

* * *

Félix sintió la tentación de beber de unafuente que manaba dentro de un antiguoabrevadero tallado en la piedra, así quese inclinó sobre el agua, que desprendíareflejos verdosos; pero entonces sintióque una mano lo cogía por el cabello yque tiraba de él hacia atrás.

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—¿Estás loco, humano? ¿No te dascuenta de que el agua está corrompida?

Félix estaba a punto de objetar cuandoZauberlich se inclinó para mirar el aguae inspeccionar los puntitos verdesluminosos.

—¿Piedra de disformidad? —dijo contono de sorpresa, y el poeta sintió que sele helaba la sangre. Lo único que habíaoído decir de aquella espantosasustancia era que se trataba de laesencia pura del Caos, buscada por losmalvados alquimistas de algunos relatoshorrendos.

—¿Qué has dicho, mago? —inquirióGotrek con sequedad.

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—Creo que esto podría ser piedra dedisformidad. Tiene la luminosidadverdosa que ciertos textos eruditos leatribuyen a esa desagradable sustancia.Si hay siquiera una pizca de piedra dedisformidad en el agua, eso podríasignificar un elevado grado demutaciones por esta zona.

—Hay viejas historias que hablan deque los skavens envenenaron los pozos—dijo Gotrek—. ¿Es posible que seantan repugnantes, incluso ellos, parahaberlo hecho con piedra dedisformidad?

—He oído decir que los skavens sealimentan de piedra de disformidad. Talvez esto sirva a un doble propósito, ya

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que les proporciona sustento y hace quelos pozos sean inútiles para susenemigos.

—Al parecer eres un buen conocedor delos métodos de Caos, herr Zauberlich—comentó Félix con suspicacia.

—El doctor y yo hemos perseguido auna buena cantidad de brujas —explicóEspada Cruel—. Es una tarea que teobliga a adquirir muchos conocimientosextraños. ¿Estás insinuando que algunode mis compañeros está tan corrompidopor la inmundicia como para traficar conlos Poderes Malignos?

Félix negó con la cabeza, pues no teníadeseo alguno de irritar a un guerrero tan

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mortal como el templario.

—Pido disculpas por mis injustassospechas.

Gotrek profirió una sonora carcajada.

—No tienes necesidad de disculparte.Es precisa la vigilancia eterna porque entodas partes acechan los esbirros de laOscuridad.

Aldred asintió para manifestar suacuerdo. Al parecer, el Matatrolls habíaencontrado un espíritu afín.

—Será mejor que continuemos adelante—comentó Jules Gascoigne al mismotiempo que se volvía para mirar con

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nerviosismo en la dirección por la quehabían llegado.

—Será mejor que te limites a beber loque hemos traído nosotros, humano —dijo Gotrek mientras se ponían enmarcha.

* * *

—¿Qué es esto? —inquirió Félix contono nervioso, y su voz se perdió en ladistancia.

Jules dirigió la luz de su farol hacia laoscuridad, y vieron unos hongosgigantescos y deformes, que proyectaban

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largas sombras sobre las paredesblancas y cubiertas de moho. Lasesporas flotaban en el rayo de luz.

—En otros tiempos cultivábamoschampiñones para comer —murmuróGotrek—. Ahora, al parecer, ellostambién han sido víctimas de lamutación.

El Matatrolls entró en la sala, donde susbotas dejaron huellas en la empapadaalfombra de moho. En algún puntodistante, Félix creyó oír agua que corría.

Astillas blancas de unos treintacentímetros de largo se desprendieronde las paredes, agrandándose a medidaque se separaban, y se lanzaron hacia

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los sobresaltados aventureros. Gotrekcortó una de ellas con el hacha, y seprodujo un sonido blando y pastoso.Más y más astillas abandonaron la paredcomo una nevisca de copos de nievegigantes, y Félix se encontró rodeado deblandos cuerpos hinchados y alas que seagitaban.

—¡Mariposas nocturnas! —gritóZauberlich—. ¡Son mariposas nocturnas!Intentan llegar a la luz. Apagadla.

Los envolvió la oscuridad, y la últimavisión que tuvo Félix fue el cuerpo deGotrek cubierto de gigantescos insectos.Luego se quedó quieto en laarremolinada tormenta de alas que seagitaban mientras el contacto de las

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mariposas nocturnas le hacía cosquillasen la piel. Al fin, todo quedó ensilencio.

—Salgamos con lentitud —susurróGotrek, cuya voz traslucía aversión—.Buscaremos otro camino.

* * *

El poeta se detuvo para mirar haciaatrás por el largo corredor, mientrasdeseaba que las gemas luminosasbrillasen con más fuerza, pues estabaconvencido de haber oído algo. Tendióuna mano que posó sobre la suavepiedra fría de la pared, y percibió una

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débil vibración. Tamborileo en lasparedes.

Forzó la vista y, a lo lejos, pudodistinguir vagas siluetas. Una llevaba unenorme estandarte coronado con lo queparecía ser una cabeza humana.Entonces, desenvainó la espada.

—Según parece, han vuelto aencontrarnos —dijo, pero no obtuvorespuesta.

Los demás habían desaparecido al giraren un recodo. Se dio cuenta de quehabían continuado avanzando cuando élse detuvo, y echó a correr para darlesalcance.

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* * *

Invadido por el pavor, Félix abrió losojos, arrancado de su duermevela. Erael turno de guardia de Gotrek, pero leparecía haber oído vocesfantasmagóricas. Recorrió la pequeñacámara con la mirada, y se le erizó elcabello. El latido de su corazónresonaba con fuerza, acelerado, dentrode sus oídos, y pensó que iba adesmayarse en ese mismo instante. Lafuerza había abandonado por completosus extremidades.

El extraño resplandor verdosoalumbraba la sala, y bañaba el rostromacilento del Matatrolls, confiriéndole

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el aspecto de un horrible zombi. Lasombra de Gotrek se encumbrabaenorme y amenazadora contra la pared, yla entidad de la que emanaba la luz seencontraba de rodillas ante él, con losbrazos abiertos en actitud implorante. Setrataba del fantasma de alguna enanaancestral.

Era insustancial y, sin embargo, tenía lapresencia de las edades, como si fueseuna manifestación de tiempos remotoshecha realidad. Los atuendos eranregios, y su rostro había poseídoautoridad en otra época. Las mejillasparecían hundidas; daba la impresión deque la carne se le había desprendido yestaba llena de agujeros, como cribada

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por gusanos. Los ojos, que se ocultabanbajo cejaas muy arqueadas, eran charcosumbríos, en los que ardía una luz debruja. Félix tuvo la sensación de que alfantasma lo devoraba alguna enfermedaddel otro mundo: un cáncer del espíritu.

La apariencia de aquel ser llenó deterror al poeta, y al experimentarlo aúnse intensificó más su miedo; había cosasque aguardaban más allá de la tumba, delas que ni siquiera la muerte servía paraescapar. Los poderes siniestros podíanapoderarse de un alma y atormentarla.Félix siempre había temido a la muerte,pero en ese momento se daba cuenta deque había cosas peores. Se sentía allímite de la cordura y deseaba la

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demencia como liberación de eseterrible conocimiento.

Cerca de él, Jules Gascoigne gimoteabacomo un niño sumido en una pesadilla.El poeta intentó apartar los ojos de laescena que se representaba ante él, perono pudo hacerlo; lo dominaba unimpulso poderoso, pues se sentíahorriblemente fascinado por elenfrentamiento.

Gotrek alzó el hacha y la situó entre símismo y el atormentado espíritu. ¿Eraacaso producto de su imaginación, sepreguntó el poeta, o las runas que habíagrabadas en la enorme hoja relumbrabancon fuego interior?

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—Aléjate, abominación —dijo elMatatrolls con voz áspera, apenas másaudible que un susurro—. Márchate; yoaún estoy entre los vivos.

El fantasma se puso a reír, y Félix se diocuenta de que no producía sonidoninguno, pero oyó su voz dentro de lamente.

—Socórrenos, Gotrek hijo de Gurni.Libéranos. Nuestras tumbas estánprofanadas, y un terrible poderdisformador reside en nuestros salones.

El espíritu oscilaba y parecía a punto dedisiparse como la niebla, pero manteníala forma mediante un esfuerzo visible.

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Aunque Gotrek intentó hablar, no pudo.Los grandes músculos de su cuelloestaban abultados y una vena le latía enla sien.

—No hemos cometido ningún crimen —declaró el espíritu con una voz quetransmitía eras de sufrimiento y soledad—. Habíamos partido para reunimos connuestros espíritus ancestrales cuandofuimos traídos de vuelta por laprofanación de nuestros lugares dedescanso. Nos arrancaron de la pazeterna.

—¿Cómo puede ser? —preguntó Gotrekcon una voz que contenía a la vezasombro y terror—. ¿Qué puedearrancar a un enano del seno de sus

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ancestros?

—¿Qué otra cosa tiene la fuerza paraalterar el orden del universo,Matatrolls? ¿Qué otra cosa que no seaCaos?

—No soy más que un guerrero. Nopuedo enfrentarme con los PoderesSiniestros.

—No es necesario que lo hagas. Purificanuestras tumbas de lo que hay en ellas, yquedaremos libres. ¿Harás eso, hijo deGurni? Si no lo haces, no podremosreunimos con nuestros parientes.Oscilaremos y nos apagaremos comollamas de vela en una tormenta. Inclusoahora ya nos estamos desvaneciendo, y

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sólo quedamos unos pocos.

Gotrek miró al angustiado espíritu, yFélix vio en su rostro reverencia ycompasión.

—Si está en mi poder hacerlo, osliberaré.

Al oír esto, una sonrisa pasó por elrostro estragado del espíritu.

—Se lo hemos pedido a otros, incluso anuestro descendiente Belegar; perotenían demasiado miedo para ayudarnos.En ti no encuentro tacha.

Gotrek le hizo una reverencia, y elespíritu tendió una mano relumbrante

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para tocarle la frente. A Félix le parecióque una repentina perspicacia inundabaal Matatrolls. El fantasma menguó y sedesvaneció como si se alejara hacia unavasta distancia, y poco después ya nohabía ni rastro de él.

El poeta miró a los demás. Estabantodos despiertos y contemplaban alenano con profundo asombro. Aldredmiró al Matatrolls reverencialmente, yGotrek sopesó su hacha.

—Tenemos trabajo que hacer —declarócon una voz que se parecía más al frotede dos piedras.

* * *

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Como si estuviera en trance, GotrekGurnisson los condujo por largoscorredores que descendían hacia lasprofundidades que había debajo de laantigua ciudad, y entraron en un área deanchos túneles bajos, flanqueados porestatuas con el rostro desfigurado.

—Los de la piel verde han estado poraquí —le comentó Félix a JulesGascoigne, a quien tenía a su lado.

—Sí, pero no recientemente, amigo mío.Esas estatuas fueron rotas hace tiempo.Mira los líquenes que crecen en laszonas partidas. No me gusta cómorelumbran.

—Hay algo maligno en este sitio; puedo

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percibirlo —manifestó Zauberlich almismo tiempo que se tiraba de unamanga de la túnica y observaba elentorno con nerviosismo—. Noto unapresencia opresiva en el aire.

Félix se preguntó si él también podíapercibirla, o su sensación se debía sóloa que era receptivo a los presagios de sucompañero. Giraron en un recodo yavanzaron por un camino flanqueado porenormes arcos de piedra, entre loscuales habían sido tallados extrañosconjuntos de runas.

—Espero que tu amigo no nos estéconduciendo a una trampa preparada porlos Poderes Siniestros —susurró elhechicero.

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Félix negó con la cabeza, pues estabaconvencido de la sinceridad del espíritu.«Aunque, pensándolo bien —pensó—,¿qué sé yo de estas cosas?» Seencontraba tan lejos de los dominios desu experiencia, que lo único que podíahacer era confiarse al curso de losacontecimientos. Se encogió de hombroscon aire fatalista, ya que la situaciónestaba fuera de su control.

—Detesto tener que molestaros, peronuestros perseguidores han vuelto —declaró Jules—. ¿Por qué no nosatacan? ¿Acaso tienen miedo de estazona?

Félix se volvió para mirar los

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resplandecientes ojos rojizos de lacompañía de pieles verdes, y distinguióel monstruoso estandarte.

—Con independencia de lo que les démiedo, al parecer ahora han recuperadoel valor.

—Tal vez han estado conduciéndonoshacia aquí para sacrificarnos —dijoZauberlich.

—Sí, tú sigue buscando el lado positivode las cosas —respondió Jules.

* * *

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Atravesaron un puente tendido sobre unabismo y entraron en otros corredoresflanqueados por arcos decorativos.Gotrek se detuvo ante una arcada abiertaque era particularmente grande, ysacudió la cabeza como si despertara deun sueño.

Félix estudió la arcada y vio un canalenorme hecho para deslizar por él unapuerta. Al reflexionar con más atención,pensó que si la entrada hubiese estadocerrada habría resultado invisible,camuflada entre todos los arcosdecorativos ante los que habían pasado.Luego, encendió su farol e iluminó lasumbrías tinieblas.

Al otro lado de la abertura había una

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bóveda enorme, flanqueada a amboslados por grandes sarcófagos tallados demodo que parecieran figuras de enanosdurmientes de noble aspecto. A laderecha estaban los varones, y a laizquierda, las mujeres. Algunas tapas delos sarcófagos de piedra habían sidorotas, y en el centro de la cámara habíauna enorme pila de oro y viejosestandartes mezclados con huesospartidos y amarillentos. Del centro de lapila, se alzaba la empuñadura de unaespada tallada en forma de dragón.

A Félix le recordó el túmulo que habíanalzado para sepultar a los seguidores deAldred en el camino de la ciudad. Elhedor espantoso que salía por la arcada

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le produjo náuseas.

—¡Mirad todo ese oro! —dijo elbretoniano—. ¿Por qué no se lo hanllevado los pieles verdes?

—Porque algo lo protege —replicóFélix, y entonces le pasó por la cabezauna pregunta—. Gotrek, ¿ésta es una delas tumbas ocultas de tu pueblo de lasque me hablaste, verdad?

El enano asintió con un gesto de cabeza.

—¿Y por qué está abierta? Sin dudadebería estar sellada, ¿no?

Gotrek se rascó la cabeza y se sumió enprofundos pensamientos durante un

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momento.

—Faragrim la abrió —respondió conenojo—. En otros tiempos fue ingeniero,y debía conocer el código rúnico. Losfantasmas sólo comenzaron a aparecerdespués de que él se marchara de laciudad. Abandonó la tumba para quefuera expoliada, y sabía lo que iba asuceder.

Félix estaba de acuerdo. El exploradorde terrenos era codicioso y, sin duda,habría saqueado la tumba de haberpodido hacerlo. Había encontrado elancestral tesoro de Karak-Ocho-Picos.Si eso era verdad, ¿sería también ciertala otra parte de la historia? ¿Habíahuido del troll? ¿Había dejado al

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templario, Raphael, para que lucharasolo contra el monstruo?

Mientras ellos hablaban, Aldred entróen la tumba y avanzó hasta el tesoro. Alvolverse, Félix vio una expresión detriunfo en el delgado semblante fanáticodel templario. «¡No, sal de ahí!», quisogritarle.

—La he encontrado —exclamó Aldred—. La espada perdida, Karaghul. ¡La heencontrado! ¡Alabado sea Sigmar!

De detrás de la pila de oro, surgió lasombra de una cabeza cornuda, cuyaestatura doblaba la de Aldred y era másancha que alta. Antes de que el poetatuviese tiempo de advertirlo, el troll le

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cercenó la cabeza con una sola pasadade su poderosa zarpa, y la sangre deltemplario se vertió sobre las ancestralespiedras. Luego, el monstruo saltó haciaadelante y atravesó el montón de tesoroscon una fuerza irresistible.

Félix había oído historias de trolls, y talvez aquella cosa lo había sido en otrotiempo, pero había sufrido un cambiomonstruoso. Tenía la piel rugosacubierta de enormes tumores supurantes,y poseía tres brazos tremendamentemusculosos, uno de los cuales acababaen una pinza. En el hombro izquierdo,como una fruta obscena, le crecía unacabeza pequeña, con aspecto de bebé,que los miraba con astutos ojos

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maliciosos, y parloteaba de modohorrible en un idioma que Félix noreconoció. De una boca de sanguijuelaabierta por debajo del cuello, goteabapus, que corría por el pecho delmonstruo.

La cabeza bestial rugió, y los ecosreverberaron por el largo corredor. Elpoeta vio que de una cadena querodeaba el cuello de la criatura, pendíaun amuleto de relumbrante piedra negraverdosa . «Piedra de disformidad»,pensó; había sido colocada allí de mododeliberado.

No podía reprocharle a Faragrim quehubiese huido; ni a Belegar. Estabaparalizado por el miedo y la indecisión.

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Por un flanco le llegó el sonido de losvómitos de Zauberlich. Sabía que era lapiedra de disformidad la que habíacreado aquella cosa, y pensó en lo queGotrek había contado acerca de laguerra que se había librado bajo lamontaña en épocas remotas.

Alguien había sido lo bastante dementepara colgar la piedra de disformidadalrededor del cuello del troll, con el finde inducir deliberadamente la mutación.Tal vez habían sido los hombres rata,los skavens que había mencionadoGotrek. El troll había permanecido allídesde la época de la guerra, unaabominación ulcerada que continuócambiando y creciendo lejos de la luz

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del sol. ¿Era tal vez la profanación delas tumbas por parte de aquellamonstruosidad engendrada por la piedrade disformidad lo que había hecho penara los fantasmas? ¿O tal vez se debía a lasola presencia de aquella piedra, la puraesencia del Caos?

Esos pensamientos reverberaban dentrode su mente como los rugidos de labestia enloquecida resonaban en labóveda. Era incapaz de moverse, loparalizaba el horror, mientras elmonstruo se acercaba cada vez más y suhedor le invadía la nariz. Oyó elhorripilante sonido de succión de laespantosa boca de sanguijuela, y el trollmutante salió de la oscuridad. Su rostro

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devastado por el dolor estabainfernalmente iluminado desde abajo porel resplandor del amuleto.

Aquella abominación iba a llegar hastaél y lo mataría, y él no podría hacernada para salvarse. Recibiría la muertecomo una bendición, tras haber sidotestigo de aquella manifestación de lademencia del universo.

Gotrek dio un salto y se interpuso entreél y el monstruo, con las piernasflexionadas en posición de combate. Lasombra del enano se proyectabaalargada a sus espaldas en la luz verde,de modo que se encontraba en elextremo de un charco de oscuridad, conel hacha en alto y las runas brillando con

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luz de bruja.

El troll del Caos se detuvo y bajó losojos para mirarlo, como atónito ante latemeridad de aquella pequeña criatura.Gotrek le devolvió una mirada feroz yescupió.

—Ha llegado tu hora de morir,inmundicia —dijo.

Le lanzó un golpe con el hacha que abrióuna terrible herida en el pecho delmonstruo. Éste continuó inmóvil,estudiándose la herida con fascinación,y Gotrek le propinó otro golpe en untobillo con la intención de desjarretarlo.Una vez más, manó sangre verde, pero lacriatura no cayó.

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Con una velocidad cegadora, la enormepinza descendió y se cerró, y le habríacortado la cabeza al Matatrolls si ésteno se hubiera agachado. Entonces, eltroll profirió un bramido colérico y loatacó con una mano provista de garrasque Gotrek logró desviar con el hacha.A continuación, esquivó la lluvia degolpes que cayó sobre él.

El Matatrolls y el troll comenzaron adescribir cautelosos círculos; ambosesperaban que se abriera una brecha enla guardia del otro. Félix advirtió conhorror que las heridas que Gotrek lehabía infligido a su enemigo estabancicatrizando y que, al hacerlo, producíanel mismo sonido que una boca babeante

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al cerrarse.

Jules Gascoigne se precipitó hacia loscontendientes y lanzó una estocadacontra el troll. La hoja se hundió en unapierna de la criatura y se atascó allí, ymientras el bretoniano intentabaarrancársela, el monstruo le propinó unrevés que lo hizo volar por el aire. Félixoyó el crujido de las costillas al partirsey vio que la cabeza del explorador seestrellaba contra la pared de piedra conun estallido. Jules quedó tendido sobreun charco de sangre.

Mientras la criatura estaba distraída,Gotrek se le aproximó de un salto y leasestó un golpe oblicuo en el hombro,donde crecía la cabeza de bebé, que fue

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cercenada limpiamente. La cabeza rodóhasta detenerse cerca de los pies deFélix, donde se quedó chillando. Elpoeta logró dejar el farol en el piso,desenvainar la espada y descargarlasobre la cabeza. Ésta quedó dividida endos mitades que comenzaron a unirseotra vez. Continuó descargando golpesde espada sobre ella hasta que el armase melló, se embotó y luego se partió acausa de las sacudidas contra el suelo; apesar de todo, no pudo matar a aquellacosa.

—Apártate —oyó que le decíaZauberlich, y saltó a un lado.

De pronto, el aire ardió, se colmó de

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olor a azufre y metal quemado, y ladiminuta cabeza quedó en silencio y nose repuso.

Como si percibiera una nueva amenaza,el troll, de un salto, dejó a Gotrek atrás,y atrapó al hechicero con la pinzagigante. Félix vio la expresión de terrordel rostro de Zauberlich mientras eraalzado en el aire. El mago luchó parapracticar un conjuro, y de prontoapareció una bola de fuego que disipólas sombras durante un momento. Elmonstruo gritó y cerró la pinza en unacto reflejo, lo que cortó al hechicero endos.

Zauberlich cayó al suelo con la túnicaencendida, y una negra desesperación se

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apoderó de Félix. El mago podría haberherido a la criatura, haberla quemadocon fuego purificador. En ese momentoestaba muerto; Gotrek sólo podríaabrirle fútiles tajos porque sus poderesde curación, reforzados por el Caos, lohacían prácticamente invulnerable.Estaban condenados.

El poeta dejó caer los hombros. Nohabía nada que él pudiese hacer. Losdemás habían muerto en vano, y lamisión había fracasado. Los fantasmasde los gobernantes enanos continuaríanrondando como almas en pena. Todohabía sido inútil.

Miró el rostro sudoroso de Gotrek. Muy

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pronto, el Matatrolls se cansaría y seríaincapaz de esquivar los golpes de lacriatura. El enano lo sabía, pero norenunciaba a la lucha, y una renovadadeterminación se apoderó de Félix.Tampoco él renunciaría; en esemomento, desvió la mirada hacia elcadáver del hechicero.

El fuego se había hecho más intenso,mucho más que si sólo estuviesequemando las ropas de un hombre. Yentonces comprendió por qué:Zauberlich llevaba en su abrigo frascosde aceite para el farol. A todavelocidad, Félix se quitó la mochila dela espalda y buscó un frasco de aceite.

—¡Mantenlo ocupado! —le gritó a

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Gotrek mientras destapaba el frasco decerámica, y Gotrek profería unaespantosa imprecación enana.

Félix agitó el frasco hacia el monstruopara rociarlo con lustroso aceite, peroéste hizo caso omiso de él mientrasintentaba inmovilizar a Gotrek. El enanohabía redoblado sus esfuerzos y lanzabatajos como un demente. Entretanto, Félixle vació un segundo frasco encima, yluego un tercero, manteniéndose siempredonde el monstruo no podía verlo.

—¡No sé qué vas a hacer, humano, perohazlo con rapidez! —le chilló elMatatrolls.

Félix se alejó corriendo y recogió su

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farol . «Que Sigmar guíe mi mano»,rogó. Lanzó el farol hacia la criatura,contra cuya espalda chocó. Tras hacerseañicos, esparció aceite encendido, queprendió el combustible con que lo habíarociado anteriormente.

El troll profirió un alarido agudo yretrocedió con paso tambaleante. Apartir de ese momento, cuando el hachade Gotrek lo hería, los tajos nocicatrizaban. El enano hizo recular altroll hasta la pila de oro, donde éstetropezó y cayó, y entonces Gotrek alzóel hacha por encima de la cabeza.

—¡En nombre de mis ancestros! —bramó el Matatrolls—. ¡Muere!

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El hacha descendió como un rayo ycercenó la repugnante cabeza de lacriatura, que no volvió a levantarse.

* * *

Con mucho cuidado, Gotrek recogió elamuleto de piedra de disformidad con lahoja partida de la espada de Félix, y losacó del lugar manteniéndolo a ladistancia del brazo extendido, paraarrojarlo al abismo.

El poeta se sentó, vacío de todaemoción, encima de un sarcófago. «Unavez más, acaban así las cosas», pensó,sentado en medio de ruinas y cadáveres

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tras una lucha terrible.

Oyó las pisadas de Gotrek, que seaproximaba a la carrera, y el enanoentró jadeando.

—Vienen los goblins, humano —anunció.

—¿Cuántos? —preguntó Félix.

Gotrek sacudió la cabeza con cansancio.

—Demasiados. Al menos ya me helibrado de esa cosa corrupta. Puedomorir feliz, aquí, entre las tumbas de misantepasados.

El poeta se levantó y fue a coger la

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espada con empuñadura en forma dedragón.

—Me habría gustado devolverle esto ala gente de Aldred —dijo—; le habríadado sentido a tantas muertes.

Gotrek se encogió de hombros y echóuna mirada hacia la puerta. La arcadaestaba por completo ocupada pormerodeadores de piel verde queavanzaban detrás del estandarte de laLuna Sonriente. El poeta desenvainó confacilidad la espada sigmarita, que emitióuna nota musical emocionante. Las runasgrabadas a lo largo de la hojarelumbraron con luz brillante, y por unmomento los goblins vacilaron.

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Gotrek desvió la mirada hacia sucompañero y sonrió, con lo quequedaron a la vista los espacios en quele faltaban dientes.

—Esta va a ser una muerteverdaderamente heroica, humano. Loúnico que lamento es que mi pueblonunca llegará a tener noticia de ella.

Félix volvió los ojos hacia la horda quese les echaba encima, y se situó de modoque su espalda quedase contra unsarcófago.

—No sabes lo mucho que lo lamento —respondió con aire ceñudo.

Blandió el arma unas cuantas veces a

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modo de ensayo. La manejaba bien, eraligera y estaba equilibrada, como si lahubiesen hecho especialmente para sumano. Le sorprendió descubrir que ya notenía miedo, que estaba más allá de todotemor.

El portaestandarte se detuvo y giró paraarengar a sus soldados, ya que ningunoparecía demasiado ansioso porenfrentarse al hacha del Matatrolls ni ala espada de brillantes runas.

—¡Venga de una vez! —bramó Gotrek—. Mi hacha tiene sed.

Los goblins rugieron, y el líder diomedia vuelta y les hizo señal de avanzar.Se lanzaron hacia ellos, tan irresistibles

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como las mareas. «Ya está», pensó elpoeta mientras se preparaba para elataque y se disponía a blandir la espadapara llevarse consigo tantos enemigoscomo pudiese a las tierras de losdifuntos.

—Adiós, Gotrek —dijo, pero seinterrumpió.

Los goblins se habían detenido y loscontemplaban sobrecogidos por elpánico. «¿Qué sucede?», se preguntó.Una fría luz verde se derramaba porencima de sus hombros; se volvió amirar y vaciló. La cámara estaba llenade filas de regios espíritus enanos queavanzaban con aspecto feroz y terrible.

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El portaestandarte goblin intentóreplegar a sus soldados, pero losfantasmales señores enanos llegaronhasta él y le tocaron el corazón. El colorabandonó su rostro, y cayó al mismotiempo que se aferraba el pecho y losespíritus se precipitaban hacia losgoblins. Las espectrales hachas eranblandidas, y los guerreros de piel verdecaían sin una sola marca en los cuerpos.Un agudo y monstruoso sonido llenó elaire, como una imitación aflautada delos gritos de guerra enanos. Los goblinsrestantes dieron media vuelta y huyeron,y los fantasmales guerreros salieron trasellos.

* * *

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Félix y Gotrek se quedaron de pie en lacámara vacía, rodeados de enormessarcófagos. En el espacio que teníandelante, lentamente, comenzaron a tomarforma unas siluetas. Halos de luzverdosa regresaron flotando a través dela entrada y adoptaron apariencia deenanos. Los espíritus tenían un aspectodiferente.

Allí se encontraba el fantasma que habíahablado antes con Gotrek. De algunaforma, había cambiado, como si lehubiesen quitado un peso terrible deletéreo corazón. Miró al Matatrolls.

—Los ancestrales enemigos han

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desaparecido. No podíamos dejarlospara que saquearan nuestras tumbasahora que tú las has purificado. Estamosen deuda contigo.

—Me habéis arrebatado una muertegloriosa —respondió Gotrek, casi demalhumor.

—No era tu destino caer aquí en estedía. Tu final es mucho más grandioso yel momento se avecina.

Gotrek miró entonces a la ancestralreina con aire de interrogación.

—Nada más puedo decirte. Adiós,Gotrek, hijo de Gurni. Nuestros mejoresdeseos te acompañan. Serás recordado.

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Pareció que los fantasmas seconcentraban en una sola llama fría, querelumbró como una estrella en laoscuridad. La luz cambió del verde aldorado cálido, y luego se hizo másbrillante que el sol. Félix apartó losojos, aunque continuó deslumbrado, ycuando recobró la capacidad de ver,miró las tumbas. El lugar estaba vacío,excepto por su presencia y la de Gotrek,que tenía el entrecejo fruncido con airemeditabundo. Por un instante, unaexpresión extraña brilló en su único ojo;después, el enano se volvió para mirarel tesoro.

Félix casi podía leerle la mente. Estabapensando en llevarse aquellas riquezas,

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en profanar él mismo la tumba. El poetacontuvo la respiración y, pasado unlargo minuto, el Matatrolls se encogióde hombros y dio media vuelta.

—¿Qué me dices de los demás? ¿Nodeberíamos proporcionarles un lugar dedescanso? —inquirió Félix.

—Déjalos —replicó Gotrek por encimadel hombro mientras se alejaba agrandes zancadas—. Yacen entre lospoderosos. Sus cuerpos están a salvo.

Traspasaron la arcada, y el Matatrollsse detuvo para tocar las runas, deacuerdo con la ancestral costumbre. Latumba quedó sellada, y a continuaciónecharon a andar a través de la oscuridad

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eterna hacia la luz del día.

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Capítulo 4 La Marca de Slaanesh

Puesto que andábamos escasos dedinero, decidimos volver al Imperio ybuscar algún trabajo remunerado. Elregreso desde Karak-Ocho-Picos nohabía sido fácil. Hizo un tiempo atroz, elpaisaje era inhóspito, y mi compañeroestaba de un humor aún más irracionalque de costumbre. Mientras quehabíamos viajado hacia el sur con unacomodidad y una seguridad relativas alformar parte de una caravana numerosay protegida por hombres armados, en elretorno al norte no contamos con la

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ayuda de nadie ni con otro medio detransporte que no fuesen nuestraspropias piernas. La gente de las pocasaldeas en las que entramos se mostrabadesconfiada ante dos forasterosarmados, y las provisiones que nosvendieron resultaron costosas y decalidad escasa.

Tal vez fue poco razonable por mi parteesperar un respiro en la cadena deaventuras aparentemente infinita cuandoregresamos a mi tierra natal, ya que elMatatrolls y yo parecíamospredestinados a encontrarnospermanentemente con enviados de losPoderes Siniestros. A pesar de ello, yodifícilmente habría dado crédito al

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alcance de su siniestra influencia de nohaber sido testigo de la misma alcontemplarla con mis propios ojos. Másaún, yo estaba destinado a luchar ensolitario contra las fuerzas de laOscuridad durante algún tiempo, ya queun extraño suceso le acaeció alMatatrolls...

FÉLIX JAEGER, Mis viajes conGotrek, vol. II,

Impreso en Altdorf, 2505

—¡Por Grungni! ¿Qué ha sido eso? —bramó Gotrek Gurnisson, al mismotiempo que se volvía y enarbolaba elhacha con gesto desafiante.

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Cuando la siguiente piedra lanzada conhonda silbó al pasar cerca de su oído,Félix Jaeger se agachó por reflejo, y laafilada piedra se hizo astillas contra laroca más cercana, donde dejó una marcaen los líquenes de color verde grisáceoque la cubrían. El poeta se refugiórápidamente detrás de la roca y seasomó a mirar con asustados ojos azulesen busca del punto de procedencia delataque.

El valle que se extendía al pie del pasodel Fuego Negro estaba en calma, y sólopodía ver colinas atestadas por árbolesque ascendían hacia las enormesmontañas del rondo. En silencio,maldijo las grandes rocas que

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sembraban el valle y le bloqueaban lalínea de visión.

De pronto, un movimiento llamó laatención de Félix. Desde lo alto de laladera, a su derecha, descendía unamarea de cuerpos contrahechos queprovocaba una pequeña avalancha deguijarros y tierra suelta. Las bestialesfiguras bajaban la colina hacia él,profiriendo gritos de maníacos ysaltando con la agilidad de las cabrasmonteses, mientras la larga nota gravede un cuerno de caza hendía el aire.

—No, ahora no —oyó Félix que decíauna voz y, para su sorpresa, reconocióque era la suya.

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Se encontraba ya muy cerca de lacivilización, pues la larga y dura sendadesde Karak-Ocho-Picos a las fronterasmeridionales del Imperio casi tocaba asu fin. Había luchado con los goblins enlas colinas cercanas a la antigua ciudadenana, y librado escaramuzas contra losbandidos que rondaban por las ruinasdel fuerte Von Diehl. Había soportadolas gélidas alturas del Paso del FuegoNegro y había temblado de frío en lossenderos cubiertos de nieve queconducían a las antiguas rutas de losenanos bajo los picos. Se estremecía alrecordar a los seres umbríos queacechaban allí y huían corriendo conmuchas patas por la oscuridad. Habíallegado tan lejos y soportado tantas

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cosas..., y entonces se encontraba dentrode las fronteras de su tierra natal, y apesar de ello, continuaba siendo objetode ataques. Aquello no era justo.

—Deja de encogerte, humano. ¡No sonmás que un puñado de malditosmutantes! —tronó Gotrek con profundavoz áspera.

Félix le echó al enano una miradanerviosa, al mismo tiempo que deseabacompartir la confianza del Matatrolls.Gotrek, despreciando la cobertura quepodían proporcionarle las rocas, seexponía osadamente en el terrenoabierto del fondo del valle mientrasbalanceaba el hacha con gesto negligentemediante su poderoso puño. Parecía por

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completo despreocupado de la lluvia depiedras que levantaban nubes de polvoen torno a sus pies, mientras una sonrisademente le contorsionaba los brutalesrasgos y un júbilo atroz ardía en suúnico ojo sano. Daba la impresión deque se divertía mucho.

Era algo típico del enano, que sóloparecía contento en medio de la refriega.Había sonreído cuando los goblins losemboscaron, pues se complacía con laperspectiva de la violencia. Habíallegado a reír a carcajadas cuando lasmonstruosidades con alas de murciélagoy rostros de niños hermosos, sedientasde sangre humana, descendieron sobreellos en el vado del Río del Trueno.

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Cuanto peor aspecto tenían las cosas,más feliz parecía el Matatrolls, puescontemplaba con placer la perspectivade su propia muerte. En ese momento,Gotrek se golpeó el pecho con un puño.

—¡Vamos! —rugió—. Mi hacha tienesed. Hace semanas que no bebe sangre.

Un proyectil de honda silbó al pasarlejunto a la cabeza, pero Gotrek nisiquiera parpadeó.

El poeta pensó que el sólido cuerpoachaparrado del enano ofrecía un blancomucho menos fácil que su propiocuerpo, alto y enjuto, y sacudió lacabeza; su frenético camaradaprobablemente no tomaba en

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consideración ese tipo de cosas. Félixdevolvió la atención a los atacantes.

Eran, en efecto, mutantes; humanoscorrompidos y transformados por laextraña magia de Caos. Algunos decíanque eso era debido a que tenían unvestigio de piedra de disformidad en lasangre; otros afirmaban que habían sidoseguidores secretos del Señor Oscuro, yque su apariencia se había alterado a lolargo del tiempo para reflejar lacorrupción interior. Unos pocos sabiossostenían que eran víctimas inocentes deun proceso de cambio que abarcaba atoda la humanidad. En aquel momentoexacto, al poeta no le importaba enabsoluto cuál de las explicaciones era la

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correcta. Sentía un horror secreto hacialas repugnantes criaturas que habíancrecido aún más cada vez que se lasencontraba, y ese miedo lo colmó y leproporcionó impulso para alimentar unfuror asesino.

En ese momento ya se encontraban lobastante cerca como para que el poetapudiese distinguir a miembrosindividuales del grupo. El líder era ungigante enormemente gordo que llevabaun cinturón repleto de dagas en torno ala abultada barriga. Era tan obeso que sucuerpo parecía hecho con masa de pan, yondulantes pliegues de carne sebamboleaban de arriba abajo con cadapaso que daba. A Félix le sorprendió

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que la tierra no se sacudiera conaquellos monstruosos andares. El rostrode bebé ceñudo del líder presentabamultitud de papadas y casi tantos dientesde menos como la mueca con la que lerespondía Gotrek. Con una rechonchamano blandía una enorme maza decabeza de piedra.

Junto al líder, corría una criaturalarguirucha, más alta que el poeta, y quetenía una oreja mellada probablemente acausa de un terrible mordisco recibidodurante una pelea en el seno del propiogrupo. Una tira larga y fina de pelo lecolgaba de la parte superior del cráneo,estrecho y casi completamente afeitado,y la criatura profirió un aullido de

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desafío mientras alzaba la cimitarraoxidada por encima de la cabezapuntiaguda. En ese momento, Félix pudover que sus incisivos eran como loscolmillos de un lobo.

Un gigante con cabeza de alce se detuvopara llevarse a los labios un grancuerno, retorcido. Otro cornetazoatronador resonó por el marchitopaisaje, y luego el mutante soltó elcuerno, que quedó colgado de unacadena que le rodeaba el cuello, yvolvió a cargar con la cabeza gacha ylas astas por delante.

Detrás de ellos, corría una horda deharapientos seguidores de rostro hosco;todos mostraban algún estigma del Caos.

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Muchos estaban marcados por llagassupurantes; otros tenían rostro de lobo,cabra o carnero; algunos presentabangarras, tentáculos o enormes cachiporrasde hueso en lugar de manos. A uno lacabeza le salía del vientre, y el cuelloera un simple muñón; otro tenía unajoroba en la espalda, en la que brillabauna boca enorme. Los mutantes blandíanun variopinto surtido de armas toscas,como lanzas y porras, y cimitarrasmelladas, que habían recogido encampos de batalla olvidados. Félixestimó el número de atacantes entre másde diez y menos de veinte. No habíamanera de que pudiese regocijarse, auna sabiendas de la pasmosa destrezafísica del Matatrolls.

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El poeta maldijo en silencio. Habíanestado muy cerca de escapar de lasMontañas Negras y llegar a las tierrasbajas de la provincia más meridionaldel Imperio. Desde el punto más alto delpaso, la noche anterior había distinguidolas luces de una ciudad de hombres yhabía esperado que ese mismoanochecer podría disfrutar de una camacálida y una jarra de cerveza fría. En esemomento, el miedo corría por sus venascomo agua helada, y tendría que lucharuna vez más por su vida.Involuntariamente, dejó escapar un levegemido.

—Levántate, humano. Ha llegado la horade derramar un poco de sangre —dijo

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Gotrek, tras lo cual esputó una enormeflema sobre la roca que tenía a los piesy se pasó la mano izquierda por laenorme cresta de cabello rojizo quecoronaba su cráneo rapado y cubierto detatuajes. La cadena que le perforaba lanariz tintineó con suavidad, en extrañocontrapunto con el demencial rugido desu risa.

Con un suspiro de resignación, el poetase echó por encima del ancho hombroderecho la capa roja desteñida con el finde dejar el brazo libre para la acción, yluego sacó la larga espada de suornamentada vaina. Enrojecidos glifosenanos relumbraron a lo largo de lahoja.

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Los mutantes se encontraban ya lobastante cerca como para que se oyeranlos suaves pasos de sus pies descalzos yse escucharan claramente palabraspronunciadas por sus ásperas vocesguturales. Félix podía ver venasverdosas en sus ojos amarillentos deaspecto ictérico, y contar los remachesde los bordes de sus escudos. Reacio, selevantó, salió de detrás de la roca que loprotegía y se dispuso a luchar.

Miró a Gotrek y, para su horror, vio queuna piedra lanzada con una honda hacíaimpacto en la cabeza del enano. Oyó elchasquido, vio que el Matatrolls sebalanceaba, y se sintió invadido por elterror. Si el enano caía, sabía que no

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tendría ninguna probabilidad desobrevivir ante aquel grupo deatacantes. Gotrek se tambaleó, pero semantuvo en pie, y luego se llevó unamano a la cabeza para tocarse la herida.Una expresión de sorpresa le pasó porel rostro al ver sangre en la punta de susdedos; sin embargo, al instante setransformó en terrible cólera. ElMatatrolls profirió un tremendo rugido ycargó hacia los mutantes, quecacareaban con risas agudas.

El feroz ataque los pilló por sorpresa, yel gordo líder apenas logró echarsehacia atrás mientras el hacha silbaba alpasar junto a su cabeza. La agilidad dela criatura sorprendió a Félix. Con un

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terrible chasquido, el arma delMatatrolls se clavó en el pecho deldelgado lugarteniente, y luego cercenó lacabeza de un segundo atacante. El golpede retorno atravesó el escudo de cuerodel líder y le cortó el tentáculo con quelo sujetaba.

Sin darles tiempo para recuperarse,Gotrek se lanzó entre ellos como untorbellino mortal. El líder corrió hastaquedar fuera del alcance de la letal armamientras farfullaba órdenes a susseguidores. Los mutantes comenzaron arodear a Gotrek, y sólo los mantenía adistancia el enorme ocho que describíaen el aire el hacha de guerra del enano.

Félix se lanzó, entonces, a la refriega.

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La espada mágica que había tomado deltemplario Aldred cuando éste murióparecía tan ligera en sus manos comouna vara de sauce, y casi cantó cuandohendió con ella la cabeza de un mutantepor detrás. Las runas brillaron alrebanar la parte superior del cráneo delmutante con la misma facilidad con quela cuchilla del carnicero corta un trozode carne. Los sesos de la criaturasaltaron como una asquerosa fuente, yFélix hizo una mueca cuando aquellasustancia gelatinosa le salpicó la cara.Se obligó a hacer caso omiso del ascoque aquello le causaba, y asestó unaestocada a otro mutante. Una sacudida leascendió por el brazo; la espada seclavó, por debajo de la jaspeada caja

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torácica, en el corazón putrefacto de lacriatura. Vio que los ojos del mutante seabrían de par en par a causa del miedo yel dolor, y que su rostro cubierto deverrugas tenía una expresión de horror;en el momento de morir, el monstruogimoteó lo que podía ser una plegaria ouna maldición dirigida a su dios oscuro.

La mano del poeta estaba mojada ypegajosa, así que cogió mejor el puñode la espada para evitar que leresbalara, pues le atacaban por ambosflancos al mismo tiempo. Esquivó elgolpe de una maza con cabeza provistade púas, y lanzó una estocada a laderecha que cortó la mejilla de unmutante parecido a un barril y le cercenó

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la orejera del gorro de cuero. El gorrose deslizó hacia adelante sobre el rostrode la criatura, le cubrió los ojos y ladejó sin visión por un instante. El poetale asestó una patada con la punta de supesada bota de cuero Reikland, y elmutante se dobló por la mitad;estúpidamente, dejó al descubierto elcuello para el golpe que lo decapitó.

Él dolor recorrió un hombro de Félixcuando una maza le acertó un golpe desoslayo. Gruñó y se volvió impulsadopor la furia que le causaba elsufrimiento. El corrupto vio la expresióndel rostro del poeta y se quedópetrificado por un instante; luego alzó suarma, un gesto que tal vez podía

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interpretarse como una rendición. Félixnegó con la cabeza y le cercenó unamuñeca. La sangre salpicó al humano,mientras el mutante gritaba y se retorcíaal mismo tiempo que se apretaba elmuñón del brazo con la intención dedetener la hemorragia.

Entonces, todo pareció suceder a cámaralenta. Félix giró sobre sí y vio queGotrek se balanceaba como si estuvieraborracho. A sus pies había una pila decuerpos mutilados, y el poeta siguió conlos ojos el arco que describía lainmensa hacha que cogió de pleno a otravíctima, cuyo cuerpo destrozado lanzócontra dos enemigos que se agachaban.Los tres cayeron en un enredo, y el

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hacha comenzó a ascender y descendermientras Gotrek los cortaba en pedazos.

Todo vestigio de humanidad ycontención abandonó a Félix en una olade sed de sangre, miedo y odio, y saltóentre los supervivientes. Veloz como lalengua de una víbora, la espadaencantada iba de un lado a otro; lasrunas brillaban con mayor intensidad amedida que bebía más sangre. El poetaapenas sentía los impactos ni oía losaullidos de dolor y angustia. En esemomento, era una máquina destinadaúnicamente a matar, y no dedicaba ni unsolo pensamiento a la preservación desu propia vida, sino sólo a laaniquilación de los enemigos.

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Tan rápidamente como habíacomenzado, la batalla acabó, y losmutantes, con el líder en cabeza, sebatieron en veloz retirada; corrierontanto como les permitieron sus piernas.Félix los observó mientras huían, ycuando el último de ellos quedó fueradel alcance de su vista se volvióbramando a causa de una frustrada sedde sangre y se puso a cortar en pedazoslos cadáveres.

Pasado un rato comenzó a temblar, puesadvirtió, por primera vez, la terriblecarnicería que habían hecho él y elMatatrolls. Entonces se dobló por lamitad y vomitó.

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* * *

Las transparentes aguas del arroyuelocorrían teñidas de sangre, y Félix lasobservó mientras se maravillaba ante lomucho que se había insensibilizado. Eracomo si las gélidas aguas se hubiesenfiltrado hasta llegar al interior de lasvenas. Se dio cuenta de lo mucho quehabía cambiado desde que viajaba encompañía de Gotrek, y no estaba muyseguro de que eso le gustase.

Recordó cómo se había sentido despuésde matar al estudiante, Krassner, elprimer ser vivo que había caído bajo suespada. Fue un accidente acaecidodurante lo que se suponía que era un

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duelo entre muchachos celebrado en elterreno que había detrás de laUniversidad de Altdorf. La espadaresbaló, y el joven había muerto. Elpoeta podía recordar la expresión deincredulidad del rostro del muchacho, ysu propia sensación de horror,desolación y remordimiento. Habíaacabado con una vida y se sentíaculpable.

Pero ese hecho le había sucedido aalgún otro hacía muchísimo tiempo.Desde entonces, desde que había juradoseguir al Matatrolls en su condenadabúsqueda de una muerte heroica, habíamatado y vuelto a matar. Con cadamuerte había sentido un poco menos de

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remordimiento y, con cada muerte,acometer la siguiente le había resultadoalgo más fácil. Las pesadillas que enotra época lo afligían habían dejado deatormentarlo, y lo había abandonado lasensación de repulsión ante el hecho deacabar con una vida. Era como si lalocura de Gotrek se le hubieracontagiado y ya no le importara matar.

Una vez, en su época universitaria, habíaestudiado la obra del gran filósofoNeustadt. En De Re Munde, el filósofoargumentaba que todas las criaturasvivientes tenían alma y que incluso losmutantes eran seres sensibles, capacesde amar y llevar vidas dignas. Noobstante, Félix sabía que los había

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aniquilado sin pensárselo dos veces; alfin y al cabo, eran enemigos queintentaban matarlo y no podíaexperimentar ningún auténticoremordimiento por sus muertes, sinosólo maravillarse ante su propiaausencia de sentimientos. Se preguntó enqué punto se había producido aquelcambio y no pudo hallar respuesta.

¿Era por eso por lo que abominaba tantode los mutantes? ¿Era porque podía verlos cambios que le acaecían a él mismoy temía que pudieran tener unamanifestación externa? Su nuevafrialdad le resultaba lo bastantemonstruosa como para ser justificada.¿Cómo podía haber sucedido, y cuándo?

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¿Fue después de que Kirsten, su primergran amor, murió a manos de Manfredvon Diehl? No lo creía. El proceso eramás sutil; una extraña alquimia lo habíatransmutado durante las largas leguas desu deambular. Un nuevo Félix habíanacido allí, en las tierras inhóspitas delfin del mundo, un producto de la aridezdel lugar, la dureza de su vida y delnúmero excesivo de muertespresenciadas desde demasiado cerca.

Volvió los ojos hacia Gotrek, y vio queel Matatrolls se encontraba sentadosobre una losa que sobresalía delarroyuelo; tenía la espalda encorvada.Le rodeaba la cabeza una tira de telaarrancada de la capa de Félix, cuya lana

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roja mostraba una mancha oscura de lasangre seca del enano.

«¿Acabaré, finalmente, por volvermecomo él? —se preguntó Félix—.¿Desesperanzado, loco, condenado,muriendo con lentitud a causa de uncentenar de heridas menores, en buscade una muerte magnífica con el soloobjeto de redimirme?» El pensamientono lo angustió, y eso, en sí mismo,resultaba inquietante.

«¿Qué he perdido y dónde lo heperdido?», se preguntó mientrasescuchaba el murmullo del agua como sipudiese transmitirle una respuestacodificada. Gotrek alzó la cabeza, y sumirada recorrió la escena con lentitud.

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Félix advirtió entonces que el parcheque le cubría el lado derecho se le habíacaído, dejando al descubierto la cuencavacía marcada por una cicatriz.

El poeta miró la maraña de árbolesdesnudos y matas espinosas que losrodeaba, y el gris frío de la roca. Sesintió empequeñecido por la lúgubresombra titánica de las enormes montañascoronadas de nieve, y se preguntó cómohabían llegado a aquel sitio dejado de lamano de dios y situado a tantoskilómetros de su hogar. Por un momento,le pareció que estaba perdido en lainterminable inmensidad del ViejoMundo, que no tenía ningún punto dereferencia temporal ni espacial, que él y

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el Matatrolls estaban solos en un parajemuerto, como fantasmas que flotaran enla eternidad sujetos por una cadena decircunstancias forjada en el infierno.

Gotrek alzó la mirada hacia él; Félix sela devolvió con una sensación que eracasi de odio, y aguardó a que el enanocomenzara a jactarse de su fútil victoriasin sentido.

—¿Qué ha sucedido aquí? —preguntó elMatatrolls, y Félix se quedóboquiabierto.

* * *

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El territorio era más verde desde quehabían salido de las montañas. El tibiosol dorado bañaba las extensas pasturasde los llanos con una luz suave de últimahora de la tarde. Aquí y allá florecíanmacizos de brezo color púrpura, y entrela grama se veían florecillas rojas. Anteellos, tal vez a una legua de distancia, unenorme castillo gris se alzaba porencima de las llanuras, posado sobre laescarpada cúspide de una colina. Bajoel mismo, Félix podía ver las murallasde una ciudad y el humo que se elevaba,perezoso, de numerosas chimeneas.

Se sentía más relajado y calculaba quellegarían a la ciudad antes de que cayerala noche. Se le llenó la boca de saliva al

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pensar en carne de vaca cocida y panrecién hecho. Estaba realmenteasqueado de las raciones de campaña delos enanos que habían recogido en losReinos Fronterizos: galletas duras ytiras de carne seca. Esa noche, porprimera vez en semanas, podríadescansar tranquilo bajo un techo seguroy disfrutar de la compañía de suscongéneres humanos; incluso tendría laposibilidad de beber un poco de cervezaantes de retirarse a la cama. La tensióncomenzó a abandonarlo, sintió que se lerelajaban los hombros y se dio cuenta delo nervioso y alerta que había estadodurante el viaje, ya que se esforzabaconstantemente para descubrir cualquieramenaza oculta que pudieran cobijar las

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peligrosas montañas.

Volvió los ojos con preocupación haciaGotrek. El semblante del enano estabapálido y a menudo se detenía para mirara su alrededor con aire de absolutaconfusión, como si no pudiese recordardel todo por qué se encontraban allí niqué estaban haciendo. Al parecer, elgolpe en la cabeza lo había afectadomucho, aunque Félix no sabía por qué,ya que había visto al Matatrolls recibirgolpes mucho peores que aquél.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó,casi con la esperanza de que el enano lerespondiera con un gruñido.

—Sí, sí, estoy bien —respondió Gotrek,

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pero su voz era suave y a Félix lerecordó la de un viejo.

* * *

Después del aire frío y limpio de lasmontañas, y el perfume fresco de losllanos, la ciudad de Fredericksburgo fueuna conmoción para los sentidos. Desdelejos, las casas altas y estrechas, con sustejas rojas y sus paredes blanqueadas,parecían limpias y ordenadas, pero nisiquiera la luz mortecina del solponiente lograba ocultar las grietas delos ladrillos ni los agujeros de losterrados de tejas.

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En las estrechas calles laberínticas seamontonaban altas pilas de basura, y losperros, famélicos, iban de un montón devegetación podrida a otro deinmundicia, y defecaban por todaspartes. Las calles empedradas olían aorines, moho y grasa, que goteaba en elfuego donde se asaba carne. Félix secubrió la boca con una mano y sufrió unaarcada, al mismo tiempo que advertía lamancha roja de una picadura reciente depulga encima de los nudillos. «Por finla civilización», pensó con ironía.

Los vendedores habían colocado farolespara iluminar la plaza del mercado, y lasprostitutas se exhibían de pie bajo lucesrojas cerca de la puerta de muchas

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casas. El trabajo del día habíaconcluido, y la atmósfera del lugarcambiaba a medida que la gente acudía acomer y divertirse. Los cuenta-cuentosreunían pequeños círculos de gente entorno a sus braseros de carbón ycompetían con los prestidigitadores, quehacían aparecer pequeños dragones enmedio de nubes de humo. Un supuestoprofeta se encontraba sobre un taburetedebajo de la estatua del fundador de laciudad, el héroe Frederick, y exhortabaa la multitud a volver a las virtudes detiempos anteriores más sencillos.

La gente estaba por todas partes, y susvivaces movimientos deslumbraban losojos de Félix. Los vendedores

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ambulantes le tironeaban de las mangaspara ofrecerle amuletos de la suerte ybandejas de pastelillos con canela. En laentrada de un estrecho callejón, unosniños daban patadas a una vejiga decerdo inflada y desoían los gritos de susmadres, que les ordenaban entrar encasa porque ya había oscurecido. Porencima de sus cabezas, pendían coladasandrajosas sujetas a cuerdas que iban deuna a otra ventana de las estrechascallejuelas. Los carros, en ese momentovacíos de carga, se bamboleaban hacialos patios de los carreteros,traqueteando sobre las raíces queafloraban y haciendo saltar los guijarrossueltos.

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Félix se detuvo en el tenderete decomida de una anciana y compró untrozo de pollo fibroso que ésta habíaasado sobre un brasero de carbón.Mientras lo engullía, los tibios jugos lellenaron la boca. Luego permanecióquieto durante un momento en un intentode situarse en aquella algarabía decolores, olores y ruidos.

Al contemplar la multitud, se sintiódescolocado. Había soldados vestidoscon el tabardo de los burgomaestreslocales, y jóvenes ricamente vestidosmiraban a las muchachas de la calle eintercambiaban agudezas con susguardias. En el exterior del templo deShallya, los mendigos alzaban horribles

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muñones hacia los mercaderes quepasaban y mantenían los ojoscuidadosamente fijos a media distanciay las manos sobre la bolsa. Campesinosde rostro rubicundo deambulabanborrachos por las calles y contemplabanmaravillados los edificios de más de unpiso de altura. En los escalones deentrada de las casas se veían mujeresviejas, con la cabeza cubierta porandrajosos pañuelos, que chismorreabancon sus vecinas, y cuyos rostrosapergaminados le recordaron manzanassecadas al sol.

«Fredericksburgo, en comparación conAltdorf, es una aldea», se dijo; no habíapor qué acobardarse. Había pasado la

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mayor parte de su vida en la capital delImperio, y allí jamás se había sentidofuera de lugar. Lo único que sucedía eraque se había habituado a la quietud y lasoledad de las montañas y había perdidola costumbre de sentirse encerrado enuna ciudad. No obstante, deberían haberbastado unas horas para adaptarsenuevamente a estar entre los hombres.

De pie entre la multitud, se sintió solo;no era más que otro rostro entre un marde rostros. Al escuchar la algarabía devoces, no oyó ninguna palabra cordial,sino sólo regateos sobre los precios ychistes groseros. En aquel lugar, habíaenergía, la vitalidad de una comunidadfloreciente, pero él no formaba parte del

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trasiego. Era un extraño, un nómadaprocedente de tierras salvajes, y teníapoco que ver con aquellas personas queprobablemente jamás se habíanaventurado más allá de una legua delhogar en que vivían. Se sintióconmocionado por lo extraña que sehabía vuelto su propia vida, y de prontoexperimentó un tremendo anhelo de estarde vuelta en casa, en los cómodossalones recubiertos de madera de lamansión de su padre. Se frotó la viejacicatriz —un recuerdo del duelo— quetenía en la mejilla derecha y maldijo eldía en que lo expulsaron de launiversidad para lanzarlo a una vida dedelitos insignificantes y de activismopolítico.

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Gotrek deambulaba lentamente por elmercado y contemplaba con aireestúpido los tenderetes que vendíanropa, amuletos y comida, como si noacabase de entender qué estabasucediendo. El único ojo del Matatrollsestaba muy abierto, y él parecíaaturdido. Inquieto por elcomportamiento de su compañero, Félixlo cogió por un hombro y lo condujohacia la puerta de una taberna, sobre lacual había un letrero con un dragónpintado; tenía aspecto perezoso y lesgruñó desde arriba.

—Vamos —dijo Félix—. Tomemos unacerveza.

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* * *

Wolfgang Lammel apartó de un empujóna la camarera que tenía sobre la rodilla.En el intento de resistirse al beso que élpretendía darle, la muchacha le habíamanchado el alto cuello de terciopelodel justillo con el rojo de labios.

—Lárgate, zorra —le dijo él con su tonomás imperioso.

La joven rubia lo miró colérica, con subonito rostro de campesina arreboladobajo la máscara de polvos y pinturatorpemente aplicados, y distorsionadopor la irritación.

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—Me llamo Greta —respondió—.Llámame por mi nombre.

—Yo te llamo como me apetece, guarra.Mi padre es el dueño de esta taberna, ysi quieres conservar el trabajo queconseguiste hace tan poco tiempo,hablarás con educación.

La muchacha se tragó la contestaciónque iba a darle y se apresuró a ponersefuera del alcance del joven.

Wolfgang sonrió afectadamente. Sabíaque la joven regresaría; siempreregresaban. El oro de papá se encargabade que así fuese.

Con una mano bien manicurada, se quitó

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el rojo de labios del cuello, y luegoobservó sus aguileñas faccionesbarbudas en un pequeño espejo de platapara asegurarse de que su suave pielblanca no estaba manchada por elmaquillaje de la muchacha. Hizo casoomiso de las risas disimuladas de susaduladores y de las miradas divertidasde los matones que empleaba comoguardaespaldas. Podía permitírselo.Gracias a la riqueza de su padre, era ellíder indiscutible de la pandilla de loselegantes jóvenes petimetres clientes deaquella taberna. Por el rabillo del ojovio que Ivan, el encargado de la taberna,regañaba a la joven. El hombre sabíaque no podía ofender al hijo y herederodel dueño. Vio que la muchacha se

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tragaba una réplica iracunda y luegoemprendía el recorrido de regreso.

—Lamento haber ensuciado tu atuendo—dijo con voz suave, y Wolfgangreparó en los dos puntos de color de susmejillas por lo demás pálidas—. Porfavor, acepta mis más humildesdisculpas.

—Por supuesto —replicó Wolfgang—.Dado que tu torpeza sólo se ve superadapor tu estupidez, y tu estupidez sólo seve superada por tu falta de atractivo,debo compadecerte. Acepto tusdisculpas. Le diré a Ivan que tedescuente de la paga el precio de unjustillo nuevo para reemplazar el que mehas estropeado.

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La boca de la muchacha se abrió, perono dijo nada. Wolfgang sabía que eljustillo valía más de lo que ella podíaganar en un mes. Aunque la joven teníaganas de discutir, sabía que era inútil,porque Ivan tendría que ponerse de partedel petimetre; finalmente, dejó caer loshombros. Wolfgang reparó entonces enla forma en que quedaban a la vista suspechos a través del escote bajo elcorpiño, y se le ocurrió una idea.

—A menos, por supuesto, que deseespagar la deuda de otra manera.Digamos... visitando mis aposentos hoya medianoche.

Al principio pensó que ella iba a

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negarse, pues era joven, hacía poco quehabía llegado del campo y aún teníapintorescas ideas acerca de la virtud.Pero era una esclava; pertenecía a laclase de campesinos más baja queposeían los señores feudales, y habíahuido a la ciudad para escapar de laservidumbre. Perder el empleo en lataberna significaba tener que elegir entremorirse de hambre en la ciudad oregresar a su aldea donde la aguardabala cólera de su amo. Si perdía el trabajoallí, Wolfgang podía encargarse de queno consiguiera otro. Cuando la realidadde esa situación penetró en la mente dela muchacha, bajó la cabeza para asentiruna sola vez; el movimiento fue tanmínimo que apenas resultó perceptible.

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—En ese caso, quítate de mi vista hastaentonces —dijo Wolfgang.

La muchacha huyó mientras las lágrimascorrían por su rostro, perseguida porburlas zafias.

Wolfgang se permitió un suspiro desatisfacción, y luego vació otra copa devino. El dulce líquido perfumado conclavo le escoció garganta abajo yprendió fuego a su estómago. Miró aHeinrich Kasterman, sentado al otrolado, y el joven noble, gordo y con carade cerdo, dejó de atracarse el tiemposuficiente como para dirigirle unasonrisa insinuante.

—Bien hecho, Wolfgang. Antes de que

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acabe esta noche, habrás iniciado aGreta en los secretos misterios denuestro Señor Oscuro. ¿Puedo reunirmecontigo más tarde? Pido turno.

Wolfgang frunció el entrecejo cuandoHeinrich hizo el signo secreto deSlaanesh. Ni siquiera la fortuna de supadre podría protegerlo si llegara asaberse que él y varios de suscamaradas de confianza eran seguidoresdel Señor del Vicio. Miró a sualrededor para ver si alguien habíaprestado atención a lo dicho por elgordo estúpido, pero nadie parecíahaber reparado en ellos. Se relajómientras se decía que estabainjustificadamente inquieto. La verdad

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era que estaba un poco nervioso desdeque le había aparecido el estigma en elpecho. Los libros le aseguraban que eraun signo de especial favor de supoderoso Señor, una marca quedemostraba que era uno de los Elegidos.Aun así, si un cazador de brujasdescubría alguna vez...

Quizá lo más sensato fuera acabar con lamuchacha después de que él hubieseconseguido lo que quería esa noche.

—Tal vez. Bueno, ésa es la diversión deesta noche... Pero ¿qué haremos hastaentonces para entretener las largas ytediosas horas en este aburrido sitio?

No veía a nadie a quien mereciese la

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pena atormentar. La mayoría de losparroquianos era de una condiciónsocial similar a la suya, e ibanacompañados de sus propiosguardaespaldas. En un rincón habíasentado un anciano, sin duda unhechicero, reclinado sobre un báculo.Los dos reservados de las esquinasestaban llenos de alegres peregrinossigmaritas. Sólo un estúpido haríaenfadar a un hechicero, y los peregrinoseran demasiado numerosos como paraque resultaran presa fácil. Las antorchasoscilaron a causa de la corriente de aireque produjo la puerta exterior al abrirse.

—Tal vez acaba de llegar la diversiónpara esta velada.

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Una pareja extrañamente dispar entró enEl Dragón Dormido. Uno era un hombrealto y flaco, de cabello rubio, cuyorostro bronceado y apuesto estabamarcado por una larga cicatriz.Resultaba obvio que en otros tiemposlas ropas que llevaba habían sidoelegantes, pero entonces estabanmanchadas, remendadas y maltratadaspor el largo viaje. Por los atuendos,podría haberse tratado de un mendigo,pero había algo en su porte, un aplomonervioso, que sugería que no estaba tande capa caída como parecía.

El otro era un enano al que el hombre lesacaba una cabeza de estatura, a pesarde la cresta de pelo rojo que coronaba

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la cabeza del primero. No obstante, sinduda debía pesar considerablementemás que el humano, habida cuenta de losmúsculos que recubrían su esqueleto dehuesos grandes; llevaba en una mano unhacha que un herrero podría habertenido dificultades para levantar condos. Su cuerpo lucía extraños tatuajes, yun rústico parche de cuero le cubría unojo. Wolfgang nunca había visto a nadiecomo él. El enano parecía herido, semovía con lentitud, y su mirada erainexpresiva, estúpida y confusa.

Avanzaron hasta la barra, y el hombrepidió dos jarras de cerveza. Su acento yel Alto Reikspiel bien modulado quehablaba sugerían que era un hombre

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culto. El enano dejó el hacha junto alfuego, y el hombre pareció, de algúnmodo, conmocionado, como sii fuese laprimera vez que lo veía haciendo algosemejante.

La taberna había quedado en silencio, ala espera de lo que dirían Wolfgang ysus compinches. Éste sabía que ya lohabían visto antes atormentar a otrosrecién llegados, así que suspiró; suponíaque tenía que mantener su reputación.

—Bueno, bueno. ¿Ha llegado un circo ala ciudad? —comentó en voz alta, pero,para su irritación, los dos que estaban enla barra hicieron caso omiso de el—.¡Oye, zoquete! ¡He preguntado si habíallegado un circo a la ciudad!

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El hombre ataviado con la capa rojadesteñida se volvió a mirarlo.

—¿Estás hablando conmigo? —inquiriócon voz suave y cortés aunquedesmentida por la mirada fría y firmeque dirigió a Wolfgang.

—Sí, contigo y con el imbécil de tuamigo. ¿Sois tal vez unos payasos queviajan con una compañía itinerante?

El nombre rubio le echó un vistazo alenano, que continuó mirando a sualrededor con aire aturdido.

—No —respondió, y se volvió hacia sujarra de cerveza.

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El hombre pareció confundido, como siesperase una reacción por parte delenano, una reacción que no se produjo.

Nada enfurecía más a Wolfgang que elhecho de que alguien demostrara sudesprecio obviándolo.

—Me pareces hosco y grosero. Si no tedisculpas, haré que mis hombres te denuna lección de buenos modales.

El hombre de la barra apenas movió lacabeza.

—Creo que si alguno de los presentesnecesita una lección de cortesía, éseeres tú —replicó con voz calma.

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La risa nerviosa de los otrosparroquianos de la taberna avivó laschispas del enojo de Wolfgang. Heinrichse lamió los labios y se golpeó unarechoncha palma con un puño cerrado.Ante tal gesto, Wolfgang asintió con lacabeza.

—Otto, Herman, Werner, ya no puedosoportar el olor de este vagabundo.Expulsadlo de la taberna.

Herman se acercó a Wolfgang y se pasólos nudillos del puño cerrado por ladescuidada barba.

—No sé si eso será prudente, mi señor.Esos dos parecen duros de pelar —susurró.

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Otto se frotó la cabeza afeitada mientrasmiraba al enano.

—Ese lleva los tatuajes de losMatatrolls. Se supone que sonpeligrosos.

—También lo eres tú, Otto. No temantengo cerca por tu ingenio y tuencanto, ya lo sabes. Ajustadles lascuentas.

—No sé... —refunfuñó Werner—.Podría ser un error.

—¿Cuánto te paga mi padre, Herman?

El hombretón se encogió de hombroscon aire resignado y les hizo un gesto a

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los otros matones para que lo siguieran.Wolfgang vio que se calzaba algo duro ymetálico en el puño, y se repantigó paradisfrutar del espectáculo.

El nombre del cabello rubio observó alos guardaespaldas que se aproximaban.

—No queremos problemas convosotros, caballeros.

—Demasiado tarde —respondióHerman, y le lanzó un puñetazo. Parasorpresa de Wolfgang, el desconocidoparó el golpe de Herman con elantebrazo, y luego hizo que el hombretónse doblara en dos con un puñetazoasestado en su amplia barriga. El enanono se movió.

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—¡Gotrek, ayúdame! —gritó el hombrecuando los guardaespaldas seprecipitaron sobre él.

El enano se limitó a mirar a su alrededorcon aire aturdido y retrocedió cuandoWerner y Otto aferraron al hombre jovenpor los brazos. Éste luchó con bravura ehizo saltar a Otto mediante una patada enla espinilla; luego golpeó a Werner en lacara, que retrocedió tambaleándose almismo tiempo que se aferraba la nariz,que sangraba profusamente.

Karl y Pierre, dos de los patanes asueldo de Heinrich, se unieron a larefriega. Karl le asestó al hombre rubioun golpe con una silla en la parte traserade la cabeza, y lo tumbó. Los otros lo

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levantaron y lo pusieron contra la barra;entonces Werner y Otto lo sujetaron, yHerman procedió a descargar su enojosobre el indefenso desconocido.

Heinrich hacía una mueca cada vez queun puño se estrellaba contra el cuerpodel forastero, y Wolfgang sintió que suspropios labios se separaban con ungruñido. Se encontró jadeando a causade la sed de sangre, y notó unaverdadera tentación de dejar queHerman continuara golpeando hastamatar al hombre. Entonces, suspensamientos se desviaron hacia Greta,y se excitó. Había algo en el dolor,particularmente el de otras personas,que lo atraía. Tal vez más tarde, él y la

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muchacha seguirían esa línea depensamiento hasta su conclusión lógica.

Finalmente, Wolfgang salió de aquellaensoñación. El joven de Reikland estabaamoratado y ensangrentado cuando élhizo una señal para indicar que ya erasuficiente; después ordenó que loarrojaran a la calle. El enano continuabasin darse cuenta de nada.

* * *

Félix se encontraba tendido sobre unapila de basura y le dolía todo el cuerpo.Tenía floja una muela, y algo mojado lecorría por la nuca; esperaba que no

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fuese su propia sangre. Una rechoncharata negra se detuvo sobre un montón decomida mohosa y lo contempló. La luzde Mannslieb hacía que sus ojos rojosbrillasen como estrellas malévolas.

Intentó mover una mano, y cuando lologró la puso en el suelo para apoyarseen la tierra y preparar la monumentaltarea de levantarse. Algo blando seaplastó bajo su palma. Sacudió lacabeza, y unas lucecillas plateadaspasaron a toda velocidad ante su campovisual. El esfuerzo del movimiento eraexcesivo para él, así que se tumbó deespaldas, en medio de la pila de basura,que le pareció una cama blanda y cálida.

Volvió a abrir los ojos y pensó que

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debía de haber perdido el conocimiento,aunque no tenía ni idea de cuánto tiempohabía transcurrido. La luna de mayortamaño estaba más alta que antes.Morrslieb, el satélite menor, se habíareunido con ella en el cielo. Suinquietante luz iluminaba la calle demodo irregular. La niebla habíacomenzado a levantarse, y a lo lejos lalámpara del sereno nocturno proyectabaun círculo de luz sulfurosa. Félix oyó loslentos y penosos pasos de un anciano.

Alguien lo ayudó a ponerse de pie, y unmechón de largo cabello ondulado lehizo cosquillas en la cara. El olor aperfume barato rivalizaba con el de labasura dentro de sus fosas nasales. Con

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lentitud, se filtró en el cerebro de Félixla idea de que su benefactor era unamujer, y entonces comenzó a deslizarse,y ella luchó para sostener el peso delpoeta.

—Herr Wolfgang no es un hombreagradable.

«Es la voz de una campesina», decidióFélix. Las palabras sonabanagradablemente ligadas entre sí, y la voztenía una calidad profunda, como detierra. Alzó la vista hacia un anchorostro de luna, y unos grandes ojosazules lo miraron por encima de unospómulos altos.

—Jamás lo habría adivinado —replicó

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Félix. El dolor le invadió un flancocuando la punta de la vaina se atascó enla basura y el puño de la espada entró encontacto con una zona delicada que teníadebajo de las costillas—. Me llamo...,¡ay!..., Félix, por cierto. Gracias por tuayuda.

—Soy Greta. Trabajo en El DragónDormido. No podía dejarte tirado en lacalle.

—Creo que deberías buscarte un lugarque tuviese mejores parroquianos,Greta.

—Eso empiezo a pensar. —Su boca,algo más ancha de lo normal, le sonriócon nerviosismo.

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La luz de las lunas se reflejaba en surostro empolvado y le confería unaspecto pálido y enfermizo; «si no fuesepor el maquillaje, sería una muchachahermosa», pensó el poeta.

—No puedo creer que nadie haya salidopara ver cómo estabas —decía ella enese momento.

La puerta de la taberna se abrió, y demodo automático Félix se llevó la manoderecha al puño de la espada, unmovimiento que hizo que profiriera ungrito ahogado de dolor. Sabía queestaría indefenso si los matones volvíana echársele encima.

Gotrek apareció en la puerta con las

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manos vacías. Tenía la ropa mojada decerveza y la cresta aplastada y sucia,como si alguien hubiese metido al enanoen un barril de cerveza. Félix le echóuna mirada feroz.

—Gracias por ayudarme, Gotrek.

—¿Quién es Gotrek? —preguntó elMatatrolls—. ¿Me hablas a mí?

—Vamos —intervino Greta—. Serámejor que os lleve a los dos al sanadorahora mismo. Él es un poco extraño,pero a mí me cae muy bien.

* * *

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El consultorio del alquimista LotharKryptmann olía a formol, incienso y raízde bruja. Las paredes estaban cubiertaspor estantes, sobre los que descansabanfrascos con productos químicos: cuernode unicornio en polvo, mercurio, calviva y hierbas secas. Sobre un pedestalsituado en un rincón, había un buitresarnoso de brillantes ojos; tenía parchespelados y una de las alas carecía deplumas. Félix necesitó algo de tiempopara darse cuenta de que estabaembalsamado. Sobre un sólidoescritorio, en medio de una pila depapeles garabateados con una letrainfernalmente ilegible, había un frascoenorme que contenía la cabeza en formolde un hombre bestia con testa de

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carnero. Una mano, que servía depisapapeles improvisado, impedía quelas hojas salieran volando a causa de lacorriente que entraba por las ventanasmal cerradas.

La oscilante llama de las antorchassituadas en sus nichos humeaba yproyectaba sombras huidizas en la fríahabitación. Se veían librosencuadernados en cuero con desteñidasletras doradas que lucían el nombre delos grandes filósofos de las cienciasnaturales; estaban metidos de mododesordenado en librerías que securvaban peligrosamente bajo su peso.La cera de un cirio pegado a un platillode porcelana goteaba sobre el volumen

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superior de una pila de libros, y en laparrilla del hogar crepitaba una pilapequeña de carbón encendido. Félix vioalgunas hojas de papel medio consumidoque sobresalían de la chimenea ydecidió que aquel sitio sería unverdadero peligro en caso de declararseun incendio.

Kryptmann cogió otra pizca de hierbas,la esnifó y se limpió la nariz con lamanga de la mugrienta túnica, con lo queañadió una marca más a las runascosidas en ella. Arrojó una pequeñísimamedida de carbón al fuego con unapalita de latón, y luego se volvió paramirar a los pacientes.

Félix pensó que el alquimista se parecía

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desmesuradamente al buitreembalsamado del rincón. Su cabezacalva estaba enmarcada por alas deingobernable cabello gris, la enormenariz aguileña sobresalía por encima deunos labios finos y fruncidos conremilgo, y los pálidos ojos grisesdestellaban detrás de unos quevedos.Félix reparó en que las pupilas eran muygrandes, dilatadas, signo inconfundiblede que Kryptmann era adicto a la raíz debruja, una hierba alucinógena. Cuando elalquimista se movía, la voluminosatúnica se agitaba en torno a su finaconstitución y le confería el aspecto deun pájaro que, pese a no ser capaz devolar, intenta despegar del suelo.

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Kryptmann se acercó a ellos y se sentó amedias en el borde del escritorio; luegoseñaló a Félix con un largo dedohuesudo. Félix advirtió que la uñaestaba mordida y que debajo había unbonito sedimento de suciedad. CuandoKryptmann habló, lo hizo con una vozrasposa y aguda, tan irritante como undirector de escuela que pasara las uñaspor la pizarra.

—¿Te sientes mejor, joven amigo mío?

Félix tuvo que admitir que así era. Porpoco agradable que fuese el aspecto deLothar Kryptmann, éste conocía suprofesión. Los ungüentos que le habíaaplicado ya habían reducido lahinchazón de las contusiones, y el

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brebaje de sabor repulsivo que le habíaobligado a beber había hecho que eldolor se evaporase como la bruma al solde la mañana.

—¿Dices que los guardaespaldas deWolfgang Lammel hicieron esto, Greta?

La muchacha asintió con la cabeza, y elalquimista chasqueó varias veces lalengua en señal de desaprobación.

—El joven Wolfgang es un malelemento. Sin embargo, «malum sedelet» como dice el De Re Munde.

—Tal vez en el caso del joven Wolfganges posible que el mal se destruya a símismo, en efecto, pero yo estoy

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dispuesto a echarle una mano —respondió Félix.

—¡Entiendes la lengua clásica! ¡Ah!, esoes excelente. Pensaba que todo elrespeto por el aprendizaje había muertoen esta época ignorante —declaróKryptmann, feliz—. Fantástico. Mealegra sobremanera haber podido ayudara un colega erudito. ¡Ojalá fuese tansimple curar a tu amigo!, pero me temoque será casi imposible. —Sonrió conaire soñador, y Gotrek, desde el rincóndonde se encontraba sentado, lo mirócon expresión tan vacía como un pozo.

—¿Y eso por qué? —quiso saber Greta—. ¿Qué le sucede?

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—Al parecer, su mente ha sidoperturbada por un golpe que recibió enla cabeza. Sus lóbulos mnemónicos sehan visto violentamente conmocionados,y muchos recuerdos han volado. Ya nosabe muy bien quién es, y su capacidadde razonar está menoscabada.

«Y no es que haya tenido nuncademasiada», pensó Félix.

—Además, los estados anímicos quegobiernan su personalidad han adoptadouna configuración diferente. Supongoque últimamente no ha estadocomportándose del todo de acuerdo conlo habitual, ¿verdad, joven amigo mío?Por su apariencia veo que pertenece alculto de los Matatrolls, que no son

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precisamente famosos ni por sutolerancia ni por ser pacíficos.

—Cierto —reconoció Félix—. Encondiciones normales, les habríaarrancado los pulmones a esos hombrespor haberlo insultado.

Advirtió que el bonito rostro de Greta seanimaba ante la mención de que aquelloshombres podrían haber sido tratados demanera violenta, y se preguntó quéresentimiento abrigaba contra ellos.Félix se vio forzado a admitir que éltenía un motivo aún más innoble paraquerer que el enano se curase: queríavengarse de los hombres que lo habíangolpeado, y sabía que era improbable

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que pudiese llevarlo a cabo en solitario.

—¿No se puede hacer nada por él? —inquirió al mismo tiempo que sacaba subolsa, dispuesto a pagar por eltratamiento; pero Kryptmann sacudió lacabeza.

—Aunque... tal vez otro golpe en lacabeza sería la solución.

—¿Se refiere a darle un golpe sin más?

—¡No! Tendría que ser un golpe fuerte,asestado de la manera correcta. A veces,funciona, pero las probabilidades son,sin duda, una entre mil. Cabe laposibilidad de que una soluciónsemejante no haga más que empeorar las

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cosas, y tal vez incluso mate al paciente.

Félix negó con la cabeza, pues no queríaarriesgarse a matar a Gotrek. Se le cayóel corazón a los pies, y lo colmó unacompleja mezcla de emociones. Ledebía muchas veces la vida alMatatrolls, y estaba preocupado por elestado de confusión en que se hallaba ypor la incapacidad para recordarcualquier cosa, incluido su propionombre. Le parecía incorrecto dejar alenano en semejante estado, y sentía lanecesidad de hacer algo al respecto.

Por otro lado, desde aquella noche deborrachera en que había juradoacompañar a Gotrek en su suicidaempresa y dejar constancia de su final

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en un poema épico para que fueserecordado por la posteridad, no habíatenido más que problemas. Laenfermedad de Gotrek constituía unaoportunidad para no cumplir aqueljuramento, ya que en ese estado parecíaque Gotrek había olvidado todo lorelativo a la búsqueda de su propiamuerte. Félix podría regresar a casa ycontinuar con una vida normal, y tal vezsería más benevolente dejar al enano taly como estaba, desconocedor de loscrímenes que había cometido y dellóbrego destino que lo impulsaba haciasu fin.

No obstante, ¿podía realmenteabandonar a Gotrek a su suerte dado el

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estado de disminución de las facultadesque lo aquejaba? ¿Y cómo llegaría élhasta Altdorf a través de incontablesleguas de desiertos y bosques infestadosde peligros sin ayuda de la poderosahacha del Matatrolls?

—¿No hay nada más que pueda hacerse?

—Nada. A menos que...

—¿A menos que qué?

—No... En cualquier caso,probablemente tampoco funcionaría.

—¿Qué no funcionaría?

—Tengo la fórmula de un elixir que

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normalmente usan los magos cuando seencuentran al borde de la senectud.Entre otras cosas, contiene seis partesde raíz de bruja y una parte de girasol demontaña. Se dice que es muy bueno paradevolver los fluidos a su configuracióncorrecta.

—Tal vez deberías intentarlo.

—¡Ojalá pudiera, amigo mío!, pero elgirasol de montaña es raro y para quetenga el máximo poder debe serrecogido al morir el día en las laderasmás altas del Monte Fuego Negro.

Félix suspiró.

—No me importa cuánto cueste.

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Kryptmann se quitó los quevedos ycomenzó a lustrarlos contra una mangade la túnica.

—¡Ay!, me has interpretado mal, joven.Yo no busco un insignificante beneficiopecuniario; sólo digo que no tengogirasol de montaña.

—Bueno, pues entonces no hay nada quehacer.

—Espera —dijo Greta—. El MonteFuego Negro no está lejos de aquí. Elpaso que lleva su nombre corre cerca dela cúspide... ¿No podrías ir a recogeralgunas de esas flores, Félix?

—¿Regresar a las montañas en esta

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época del año yo solo? Allí arriba haybandas de mutantes enloquecidos.

—No dije en ningún momento que fueseuna solución fácil —replicó Kryptmann,y entonces Félix gimió, aunque esa vezno fue simplemente por dolor.

—Mañana. Ya pensaré en el asuntomañana.

Kryptmann asintió con aire sabio.

—No creo recomendable que regreses ala posada esta noche. El templo deShallya tiene un albergue paraindigentes, y es probable que si os daisprisa consigáis una cama para pasar lanoche. Y ahora, por lo que respecta a

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mis honorarios, dada tu obvia pobrezarenunciaré a ellos si me traes una buenacantidad de girasoles de montaña.

Félix echó una mirada a su bolsa casivacía y dejó caer los hombros con gestode derrota.

—De acuerdo, iré a buscarlos.

Gotrek permanecía sentado con la vistainexpresiva fija en la distancia, y Félixse preguntó qué sucedía tras aquel únicoojo demente y vacuo.

* * *

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Wolfgang Lammel yacía, borracho,sobre la cama. Desde El DragónDormido, situado en la planta baja, lellegaban los sonidos amortiguados deljolgorio. Ni siquiera las espesasalfombras bretonianas que cubrían elpiso ni los gruesos cristalesemplomados de Tilea de las ventanaspodían aislarlo del todo. Vació de untrago la copa de jerez de Estalia y sedesperezó, disfrutando de la caricia delas sábanas de satén en su piel. Con unsuspiro nostálgico cerró el viejovolumen de Catay, su libro de cabecera,el primero que había adquirido enaquella extraña librería de Nuln. A decirverdad, la caligrafía le resultaba yabastante simplista y las posiciones de

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las parejas que lo ilustraban leresultaban tediosas y pocoexperimentadoras. Sólo una de ellaspodría haber sido vagamente interesante,pero ¿dónde podía conseguirse unapitón-diablo de Lustria enFredericksburgo en esa época del año?

Se levantó de la cama y se envolvió bienen la bata de seda para ocultar elestigma que tenía en el pecho. Sonrió; laprenda había sido regalo del fascinanteviajero Dieng Ching, huésped de lacondesa Emmanuelle, otro cliente de lalibrería Libros Exóticos y Emporio delColeccionista de Van Niek. Él yWolfgang habían pasado una interesantevelada juntos en El Amado de Verena,

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un burdel famoso, situado en elcomplejo universitario de Nuln. ElCelestial, como se llamaba a sí mismo,había demostrado tener conocimientosde muchas filosofías esotéricas ymisterios ocultos de numerosos cultossecretos. A despecho de su falta deinterés en los puntos más refinados delculto a Slaanesh, había resultado uncompañero de lo más estimulante...,unoo de los muchos a quienes habíaconocido Wolfgang durante el tiempoque pasó en Nuln.

En ese momento echaba de menos laépoca universitaria. Deploraba aquellaciudad atrasada, con sus muchachascampesinas de cara de luna y sus

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cortesanas de tercera categoría, que notenían la más mínima imaginación. Amenudo consideraba los tiempospasados en Nuln como una época doradade su vida a la que jamás podríaregresar. No había recibidoprecisamente el tipo de educación quesu padre imaginó al enviarlo a la mejoruniversidad del Imperio, aunque sí unaen la que Wolfgang había sido unalumno destacado. Sus profesores secontaban entre los donjuanes y calaverasmás libertinos de sus tiempos. Era unalástima que no le hubiese ido tan bien ensus estudios más convencionales, y quelos tutores acabaran por escribirle a supadre para ponerlo al corriente de loque consideraban la verdad acerca de

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él.

Wolfgang profirió una sonora carcajada.¡La verdad! Si aquellos apergaminadosancianos hubiesen tenido la más remotaidea de cuál era la realidad de susactividades, habrían mandado llamar alos cazadores de brujas. Si su padretuviese la más ligera sospecha de laverdad, no se limitaría a amenazar condesheredarlo; lo haría desterrar a losbosques para que se reuniera con elhinchado primo de Heinrich, Dolphus, elque había continuado comiendo hastaparecer una bola de masa. Corríanrumores de que lo habían sorprendidointentando tostar una oreja de su propiamadre.

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Las historias como ésa demostraban laescasez de imaginación de los habitantesde la ciudad.

¿Qué podía saber una gente tan pocoimaginativa acerca del culto al SeñorSlaanesh, el auténtico dios del dolor y elplacer? Cogió una estatuilla que teníajunto a la cama y la estudió. El talladodel jade era casi perfecto, yrepresentaba un ser hermafroditadesnudo, excepto por una capa abiertaque dejaba a la vista su único pecho demujer. Un brazo llamaba tentadoramentea quien lo miraba y una leve sonrisa delascivia, y quizá de desprecio, animabasu hermoso rostro. Wolfgang lacontempló de un modo parecido al amor.

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No, ¿qué podían saber esos estúpidosavaros despreciables acerca del culto aun dios auténtico?

Sus mentes se habrían derrumbado bajoel impacto enloquecedor de los secretosque Wolfgang había aprendido en lascatacumbas de Nuln. Sus almas débileshabrían quedado anuladas por lasextrañas reuniones que tenían lugar enlas casas de asesinato de laKommerzplatz. Ni siquiera en sus másdisparatadas fantasías podrían habervisualizado lo que él había visto en elcementerio-burdel de la periferia de laciudad, donde las prostitutas mutantesofrecían sus servicios a los depravadosnobles en el llamado Circo Nocturno.

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Wolfgang había visto la verdad: que elmundo estaba acabado; que los PoderesSiniestros aumentaban su fuerza; que elser humano era algo depravado yenfermo, que ocultaba sus lujurias trasuna máscara de decoro. No quería tenernada que ver con una hipocresíasemejante. Había recurrido a un diosque ofrecía éxtasis en la tierra en lugarde una incierta vida en el más allá.Conocería los últimos instantes de lavida humana antes del fin de todas lascosas. Sonrió ante las verdades que elvino le había revelado, y que eran unaprueba más de la superioridad deSlaanesh.

Volvió a dejar el libro de cabecera y la

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estatuilla junto al ejemplar de LosSecretos del Harén, de Al-Hazim; luegocogió una varita de raíz de brujaespecial del frasco donde la guardaba, ya continuación deslizó el panel quecerraba el nicho secreto. No leinteresaba que papá le hiciese una visitasorpresa y encontrara aquellas cosas.Sólo la esperanza de casar a su únicohijo con la porcina hermana de Heinrich,Inge, impedía que el anciano echara aWolfgang de su casa sin un céntimo. Noobstante, su padre sí que tenía una granvirtud: podría ser un viejo aburrido,severo y avaro, pero era un esnobincurable.

Constituía la única razón por la que

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había enviado a Wolfgang a launiversidad, la única por la que le dabadinero suficiente como para vivir comoun cortesano imperial. Quería que losLammel se unieran a la nobleza, y lafamilia de Heinrich, aunque endogámicay pobre, pertenecía sin duda a aquellaclase social. Sí, el padre soñaba con queun día su nieto contaría con el favor delEmperador. «¡Piensa en lo bueno quesería eso para los negocios!», solíaexclamar con frecuencia.

La raíz de bruja le produjo comezón enla lengua, y se preguntó si Kryptmann lehabría añadido más piedra dedisformidad como él le había ordenado.Eso le daba mayor sabor a la droga.

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Incluso entonces podía recordar elsemblante pálido y nervioso delalquimista mientras le advertía de lospeligros de la exposición a la piedra dedisformidad. No obstante, sus contactosde Nuln le habían proporcionadoinformación importante acerca delalquimista, y mientras guardara elpequeño secreto de Kryptmann, ésteharía lo que le ordenara. A Wolfgang ledivertía ver cómo el miedo y el odiobatallaban en el rostro del anciano. Talvez había llegado el momento de hacerlepreparar aquel veneno... «Papá estáponiéndose bastante fastidioso,últimamente.»

El reloj tocó las doce, y Wolfgang se

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estremeció porque la raíz de bruja hizoque el sonido se pareciera al doblar delas campanas del templo de Altdorf. Lomiró. Tenía la misma forma que el deSigmar, construido para que separeciese a un templo alto y con tejado ados aguas. El efecto de la raíz de brujadifuminó los contornos y confirió unaextraña calidad animada a las diminutasfiguras de enanos que emergieron delinterior del mecanismo para golpear elgong que tenía bajo la esfera.

Wolfgang se dio cuenta de que lamuchacha se retrasaba, aunque tal vezera algo excusable, ya que pocaspersonas tenían acceso a un reloj tanpreciso como el suyo. Era una obra de

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arte, un trabajo de precisión, hecho porel mejor artesano enano de KarakKadrin. No obstante, la zorra llegabatarde. Ya la haría pagar después por suretraso. En el armario guardaba algunosde los mejores látigos de piel de orco,así como algunos utensilios de placermás sofisticados.

Se acercó al fuego dando traspiés, puesel vino y la raíz de bruja lo habíanentorpecido, y comprobó de nuevo quela posición de la alfombra de piel deoso era la correcta. No sabía por qué setomaba tantas molestias por unacampesina, aunque adivinaba que no lohacía por ella, sino por sí mismo y porsu dios. Cuanto más placer se

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concediera, más complacido estaría elSeñor del Hedonismo.

Se encaminó hacia la ventana, retiró lascortinas de brocado y miró al exterior através del cristal texturado. Ni rastro dela muchacha. Un momento... ¿Qué eraeso? Parecía ella que avanzaba calleabajo hacia la taberna. ¿No deberíahaber estado sirviendo en la plantabaja? ¿Qué estaba haciendo en elexterior a esas horas de la noche? Laniebla era muy espesa, y tal vez no setrataba de ella.

En cualquier caso, ¿qué importaba,siempre y cuando acudiera a suhabitación? Wolfgang oyó que laescalera crujía bajo un peso ligero, y se

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alegró de haber importunado a papápara que le permitiera tener aquellosaposentos de la planta superior de ElDragón Dormido. Él suponía que supadre había cedido a sus ruegos porque,a pesar de sus afirmaciones, no queríarealmente saber en qué andaba metido suheredero.

Avanzó con paso tambaleante hasta lapuerta, y sintió que se excitaba a pesardel alcohol y las drogas. La raíz debruja lo hizo estremecer de la cabeza alos pies. Debía admitir que la muchachatenía una cierta belleza campesina quepodría describírsela como atractiva enaquella luz suave. Pronto la iniciaría enlos misterios de Slaanesh de la forma

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adecuada y prescrita.

Se oyó un golpe suave e inseguro en lapuerta, y Wolfgang la abrió de par enpar. Entraron unos jirones de niebla, yvio a Greta ante sí, envuelta en una capabarata.

—Bienvenida —dijo Wolfgang contorpeza de borracho, al mismo tiempoque permitía que la bata se deslizara desus hombros para dejar a la vista sucuerpo desnudo.

Se sintió gratificado cuando los ojos dela muchacha se abrieron de par en par,aunque la sensación duró muy pocoporque ella abrió la boca y comenzó agritar.

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* * *

Félix despertó rodeado por el olor de lacol hervida y el hedor de los cuerpossucios. La frialdad de las losas depiedra del suelo se le había filtradohasta los huesos, y se sentía viejo. Alsentarse descubrió que habían vuelto losdolores de la paliza que había recibidola noche anterior. Luchó por contener laslágrimas que le producía el sufrimientoy buscó a tientas los analgésicos que lehabía dado el alquimista.

La luz se filtraba a través del techoabovedado y permitía ver los cuerposque abarrotaban el vestíbulo del templo.Los pobres desventurados de toda la

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ciudad habían acudido allí en busca decobijo para pasar la fría noche, y loshabían encerrado a todos juntos. Lasgrandes puertas dobles estabanaseguradas con una tranca, aunque laspersonas que se encontraban allí notenían nada que robar, y Félix se admiróante aquellas precauciones. Las puertasdel otro lado de la habitación, donde lassacerdotisas estaban poniendo una mesade mimbre, también habían sidoatrancadas. La noche anterior había oídocómo se deslizaban los pesadoscerrojos, después de haber sido cerradala puerta principal. Entonces se preguntósi realmente podía existir gente capaz derobar a los más pobres entre los pobres.Por lo que había visto hasta ese

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momento en Fredericksburgo, pensabaque sí.

Los iconos de los mártires mirabandesde lo alto con melancólicos ojos demadera a la harapienta multitud. A pesarde su factura tosca y de bajo coste, loshabían colocado a demasiada altura paraque alguien del vestíbulo pudiesealcanzarlos sin usar una escalera demano. «¡Qué poca confianza hay en elmundo! —pensó—. Es realmente tristeque los servidores de Shallya tenganque protegerse de aquellos a quienesprestan auxilio.» Al mirar a la genteque lo rodeaba, pensó que era triste deverdad..., pero prudente. Aquellaspersonas parecían duras.

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Un anciano yacía llorando en el suelo.Durante la noche, la pierna de madera sele había soltado del muñón de la rodilla,y alguien se la había robado oescondido. Se arrastraba, frenético, deun lado a otro, preguntándoles a losdemás si la habían visto. Una anciana,con el rostro destrozado por la sífilis, seencontraba sentada y tosía tapándose laboca con un pañuelo manchado desangre. Dos jovencitos que apenashabían llegado a la adolescencia yacíanabrazados en el suelo para darse calor.¿Dónde estaban sus padres? ¿Habríanhuido de su casa o eran huérfanos? Unode ellos se sentó, bostezó y sonrió. Erauna muchacha de enmarañado cabellorubio con la expresión esperanzada de la

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juventud, y Félix se preguntó cuántotiempo pasaría antes de que se lahicieran perder a golpes.

El anciano demente que se había pasadotoda la noche bramando que seavecinaba el fin del mundo se habíadormido al fin. Sus desvaríos sobrecánceres que aquejaban el mundo y ratasque roían los fundamentos de lasmontañas se habían filtrado en lossueños de Félix para provocarlepesadillas que giraban en torno a lascosas que había visto debajo de Karak-Ocho-Picos. El poeta se arropó bien conla capa e intentó hacer caso omiso delos lacerantes dolores que le recorríanlos omóplatos.

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A su alrededor, los mendigoscomenzaban a levantarse trabajosamentede lechos de paja y, mientras serascaban las picaduras de pulga,arrastraban los pies hacia laimprovisada mesa colocada al otroextremo del vestíbulo del templo. Lassacerdotisas de la diosa, vestidas deblanco, servían en cuencos de maderasopa de col, que sacaban de una enormesopera de latón.

—Será mejor que te des prisa si quieresdesayunar —dijo un mugriento y viejoguerrero, cuya oreja se veía inflamada acausa de repetidos golpes. El olor aalcohol barato de su aliento era casiabrumador—. Aquí, el primero que

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llega es el primero al que sirven. Lamunificencia de la compasiva diosa noes ilimitada.

Félix se tumbó de espaldas y observó elresquebrajado enlucido del techo. Unmural de la diosa curando a losquinientos en el río de Nuln comenzabaa descascarillarse a causa de lahumedad, y los palomos posados sobresu hombro eran casi borrones informes.Aquella visión le trajo al poetarecuerdos de infancia.

Evocó la última larga enfermedad de sumadre, quien iba con frecuencia a oraral templo. Por entonces, él tenía nueveaños, y no podía comprender, nitampoco sus hermanos, por qué la madre

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tosía tanto y pasaba tanto tiempo en eltemplo. Les aburría estar allí; deseabansalir a jugar al exterior, y no quedarseencerrados con aquellas serenasancianas ataviadas de blanco y susinterminables plegarias. Mientras lorecordaba, comprendía por qué sumadre tenía el semblante tan pálido yentonaba con voz queda la letanía delpenitente. Lo sorprendió la fuerza deaquel recuerdo y el dolor queconllevaba, a pesar de que habíanpasado casi trece años. Se obligó asentarse y a reprimir las ganas que teníade salir de allí.

Gotrek yacía en un lecho de pajaenfrente de él, y roncaba sonoramente.

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Dormido, su rostro tenía una inocenciapeculiar, al desaparecer las profundaslíneas que erosionaban el semblante defacciones duras, y devolverle un aspectocasi juvenil. Por primera vez, Félix sepreguntó qué edad tendría el Matatrolls.Al igual que todos los enanos, lorodeaba un aire de seguridad quesugería larga experiencia, y sin dudatodo en Gotrek apuntaba a que habíasoportado sufrimientos más quesuficientes para la vida de cualquier ser.

Félix pensó en la esperanza vital de losenanos. Sabía que no eran ni con muchoinmortales, como se decía de los elfos,pero sí que tenían vidas largas. ¿Quéedad tendría el Matatrolls? Sacudió la

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cabeza, pues aquél era otro misterio.Resultaba sorprendente lo poco quesabía acerca de su compañero, habidacuenta del tiempo que llevaban viajandojuntos. Desde luego, en la presentesituación, Gotrek era incapaz de darrespuestas a esas cuestiones.

Tocó al Matatrolls con la punta de unabota, al mismo tiempo que reparaba enlo estropeado que estaba aquel cueroque en otra época había sido de lomejor. Echó una mirada a su alrededorpara observar a la veintena devagabundos y mendigos que hacía colaante las sacerdotisas y llenaba el aire decarraspeos, toses y sonidos deescupitajos. Contempló lo raído del

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entorno y sus atuendos, y para su horrorse dio cuenta de que no desentonaba enlo más mínimo. Las sacerdotisas no losmiraron dos veces, porque él y el enanoparecían hallarse en su elemento entrelos mendigos.

Pensó en el deseo de Gotrek de serrecordado como un héroe épico.«¿Querrá acaso que mencione esto enel poema? —se preguntó Félix—.¿Sigmar o alguno de los otros grandeshéroes debieron soportar esto?»

Desde luego, los trovadores no lomencionaban. En todos esos relatos, lascosas siempre parecían limpias y biendefinidas. La única ocasión en queSigmar había visitado un albergue para

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mendigos, lo hizo disfrazado y paracumplir con una parte de un astuto plan.«Bueno, tal vez cuando componga esteepisodio dentro de la obra, lopresentaré de ese modo.» Sonrióirónicamente al pensar en todas lashistorias de héroes errantes que habíaleído durante los primeros años de sujuventud. Tal vez los otros narradoreshabían hecho concesiones semejantes, yera posible que siempre hubiesesucedido así.

La anciana se puso a toser sonora ylargamente. Parecía una tos interminabley le resonaba dentro del pecho como situviera los huesos sueltos. Estabadelgada, pálida, y era evidente que se

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moría, y por un breve instante, almirarla, Félix vio el rostro de sumadre..., aunque Renata Jaeger ibaelegantemente vestida y estaba casadacon un rico comerciante.

Alzó una vez más los ojos hacia el muralde la diosa que había en el techo, y leofreció una plegaria silenciosa por lacuración del Matatrolls y por el alma desu madre; pero si Shallya lo oyó, no dioninguna señal. Félix volvió a tocar aGotrek con el pie.

—¡Vamos, héroe! Es hora de que nospongamos en marcha. Debemos salir deaquí. Tenemos que subir montañas y nosqueda un largo camino por delante.

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* * *

La taberna estaba casi vacía, exceptopor el posadero y un borrachoprofundamente dormido en un rincón,enroscado muy cerca de las cenizas delfuego. Había también una vieja que seencontraba a gatas limpiando el piso demadera y cuyo rostro quedaba ocultotras el cabello gris que le caía pordelante. La inmensa hacha de Gotrek aúnse hallaba apoyada junto a la chimenea,donde la había dejado.

A la luz del día que se filtraba a travésde los cristales texturados, el lugarpresentaba un aspecto por completodiferente del de la noche anterior. La

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docena de mesas que en principiohabían parecido tan acogedoras, enrealidad, estaban destartaladas. La cruelluz solar hacía visible cada raya y marcade la parte superior de la barra ypermitía comprobar el polvo que cubríalas vacilantes botellas de arcillasituadas detrás. Félix creyó ver insectosmuertos flotando en la superficie delbarril de cerveza. «Tal vez seanmariposas nocturnas», decidió.

Entonces que ya no estaba llena degente, la taberna parecía más grande ycavernosa. El empalagoso aroma de lasvelas de sebo y de la carne que se asabaen los espetones colmaba el aire. Ellugar apestaba a tabaco rancio y vino

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agriado, y la ausencia de voces deborrachos balbuceantes provocaba quetodo resonase cuando alguien hablaba.

—¿Qué queréis vosotros dos? —preguntó el posadero con frialdad.

Era un hombre corpulento, más bientirando a gordo, que se echaba elcabello de lado sobre la cabeza paracubrir la zona calva de la parte superior.Tenía una cara rubicunda y sobre lanariz y las mejillas presentaba venitasrotas, por lo que Félix dedujo quecataba sus mercancías con demasiadaasiduidad. Haciendo caso omiso tantodel tabernero como de sus músculosdoloridos, Félix avanzó hasta el hacha yla recogió. Gotrek se quedó donde lo

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había dejado y miró a su alrededor conaire inexpresivo.

El peso del arma lo sorprendió, ya queapenas si podía moverla con una solamano, así que la desplazó para cogerlacon las dos y levantarla, mientrasimaginaba lo que costaría blandiría. Aél le sería imposible, porque la inerciade la enorme cabeza del hacha le haríaperder el equilibrio. Al recordar cómoGotrek podía manejarla conmovimientos cortos y cambiar ladirección del barrido en un instante, elrespeto que Félix sentía por la fuerza delenano aumentó de modo considerable.

La movió delicadamente con ambas

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manos y estudió la hoja. Estaba hecha demetal estelar, un material que no separecía a ningún acero de esa tierra; erade color plata azulado y estaba cubiertode runas. Su borde era tan cortante comoel de una navaja, aunque Félix norecordaba haber visto nunca a Gotrekafilarla. Tras satisfacer su curiosidad, leentregó el hacha al enano, que la cogiócon facilidad con una mano y la hizogirar como para inspeccionarla yaveriguar su utilidad. Parecía haberolvidado por completo cómo se usaba, yeso no era buena señal.

—¿He preguntado qué queréis?

El posadero los miraba con fijeza, yFélix se dio cuenta de que debajo de

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aquel aire fanfarrón, el hombre estabanervioso. Tenía el rostro arrebolado yun fino bigote de sudor le brillaba sobreel labio superior; además se apreciabaun levísimo temblor en su voz.

—Aquí no necesitamos a los de vuestraclase. No queremos que vengáis acausar problemas a nuestros clienteshabituales.

Félix se encaminó hacia él y se inclinósobre la barra, donde se apoyó sobre losbrazos cruzados.

—Yo no di comienzo a los problemas—replicó en voz baja y con un tono deamenaza en la voz—; pero estoypensando en hacerlo ahora.

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El hombre tragó con dificultad. Sus ojosse desviaron y miraron por encima de lacabeza de Félix, pero su voz pareciócobrar algo de firmeza.

—¡Bah!... Vagabundos sin dinero, quevienen de las montañas y siempre creanproblemas.

—¿Por qué le tienes tanto miedo aljoven Wolfgang? —preguntó de prontoel poeta. Sentía que comenzaba aencolerizarse porque no estaba errado.Resultaba obvio que Wolfgang teníaalguna influencia en aquella ciudad, yque el posadero se ponía de su parte porinterés personal. Ya había visto cosasparecidas en Altdorf, y tampocoentonces le habían gustado—. ¿Por qué

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mientes?

El posadero dejó el vaso que estabalustrando y se volvió para mirar alpoeta.

—No entres en mi taberna a llamarmementiroso. Haré que te echen a la calle.

Félix sintió en el estómago lapalpitación nerviosa que siempreexperimentaba cuando veía avecinarsela violencia y se le prevenía de ello. Sellevó la mano al puño de la espada. Notenía realmente miedo del posadero,pero en el estado en que se encontrabano estaba seguro de ser capaz deenfrentarse al corpulento individuo. Sinembargo, su orgullo aún estaba herido a

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causa de la paliza que le habíanpropinado la noche anterior, y queríaque alguien pagase por ello.

—¿Por qué no lo haces?

Sintió que alguien le tironeaba delbrazo, y al bajar los ojos vio que setrataba de Gotrek.

—Vamos, Félix. No queremosproblemas, y tenemos que ponernos encamino hacia las montañas.

—Sí. ¿Por qué no escuchas a tu amiguitoy te largas antes de que te dé una lecciónde buenos modales?

Sintió que sus pies resbalaban y perdían

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tracción cuando Gotrek lo arrastró confuerza irresistible hacia la puerta.

—¿Por qué toda la gente que meencuentro por aquí quiere darmelecciones de buenos modales? —preguntó mientras su compañero losacaba al exterior.

* * *

Greta estaba esperándolos en unaesquina, cerca de la puerta de la ciudad.Se hallaba junto a un tenderete de lona arayas que un pastelero montaba pararecibir a los clientes del día. Tenía losojos hinchados como si hubiese estado

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llorando, y Félix reparó en un moradoque se veía en su cuello, como si alguienla hubiese aferrado con mucha fuerza.También presentaba marcas dearañazos, tenía el pelo revuelto y se leveía el vestido rasgado, como si alguienhubiese intentado arrancárselo conprisa.

—¿Qué sucede? —preguntó el poeta,que aún estaba enfadado con elposadero y pronunció la frase en tonobrusco.

Ella lo miró como si estuviera a puntode llorar, pero su expresión se volviódecidida y dura.

—Nada —respondió.

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Las calles comenzaban a llenarse degranjeros libres, que acudían a venderhuevos y otros productos agrícolas;aquellos madrugadores mirabanfijamente al joven vapuleado y a lamuchacha de taberna con aspectoafligido. Pasó traqueteando el carro deun colector nocturno de excrementos, yFélix se cubrió la boca para protegersedel hedor. Gotrek se limitó a contemplarcon fascinación las ruedas del vehículo.

—¿Te ha atacado alguien? —preguntó elpoeta, que intentó hablar con un tonomás amable al ver lo trastornada queestaba la moza.

—No, nadie me ha atacado —replicóella con voz carente de inflexión. Él

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había visto expresiones similares en lossupervivientes de la masacre de fuerteVon Diehl, y pensó que quizá lamuchacha sufría los efectos de un shock.

—¿Qué sucedió anoche?

—¡Nada!

El enojo que ardía dentro de Félixcomenzó a concentrarse en Greta, puessu deliberada negativa a comunicarse laconvertía en un blanco para la furiaapenas contenida del poeta. En esemomento, se dio cuenta de lo trastornadoque estaba por la paliza recibida. Nosólo lo irritaba el dolor, sino también supropia sensación de impotencia. Luchópara no descargar su enojo sobre ella.

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—Entonces, ¿qué quieres de mí, Greta?—Su voz tenía un leve tono de amargoenojo. Deseaba ocuparse de sus asuntosy no tener nada que ver con losproblemas de otra persona. El dolor, elcansancio y la ira habían anulado sucapacidad de compasión.

—Os marcháis de la ciudad, ¿no escierto? Llevadme con vosotros. —Eracasi un ruego, lo que más se habíaaproximado a una expresión emocionaldesde que había comenzado laconversación.

—Voy hacia las montañas para cogergirasoles para Kryptmann. Serápeligroso. La última vez que estuvimosallí nos encontramos con una horda de

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mutantes. Ahora no puedesacompañarme, pero regresaré para queGotrek se cure, y después nosdirigiremos al norte. Entonces, siquieres, podrás acompañarnos.

La verdad era que no le gustaba muchola idea de llevar a la muchacha con ellospor la larga y peligrosa ruta hacia Nuln.Tampoco le gustaba el riesgo ni la ideade tener que cuidarla por el camino,pero sentía que le debía algo y pensabaque al menos tenía que hacerle esaoferta, a pesar de que sería una cargapara ellos.

—Quiero acompañaros ahora —insistióGreta, al borde de las lágrimas—. No

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puedo quedarme más aquí.

Félix volvió a sentir el lento ardor delenojo y se sorprendió ante su propiainsensibilidad.

—No. Espera aquí. Sólo iremos hastalas montañas. Apenas estaremos fuera undía. Volveremos a buscarte. Tener quecuidar de Gotrek ya va a ser bastantecomplicado, y la verdad es que ahora nopuedo llevarte conmigo. Es demasiadopeligroso.

—No puedes dejarme aquí, no conWolfgang —dijo ella, de pronto—. Esun monstruo...

—Ve a casa de Kryptmann. Es un amigo,

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y cuidará de ti hasta nuestro regreso.

Dio la impresión de que la muchachadeseaba decir algo más, pero al ver laexpresión inflexible del rostro del poeta,dio media vuelta y huyó. La visión de lajoven que desaparecía calle abajo hizoque Félix se sintiera culpable. Deseóllamarla, decirle que regresara, perocuando tomó esa decisión, Greta ya noestaba. Entonces, el poeta se encogió dehombros y se encaminó hacia la puertade la ciudad.

* * *

Se alegró de dejar atrás la población.

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Una vez que se encontró de nuevo en lasondulantes llanuras, con Gotrekarrastrando los pies a su lado con aireausente, saboreó el aire limpio y sesintió libre de la corrupción y lapobreza de Fredericksburgo. Al mirar alos campesinos que trabajaban en loscampos, se alegró de no ser como ellos,encadenados a la tierra y a toda una vidade labor demoledora.

Eran familias enteras las que trabajabanen las largas y curvas parcelas. Habíamujeres encorvadas con los bebéssujetos a la espalda, que se inclinabanpara recoger la cosecha. Mientrasobservaba, vio que un hombre seenderezaba para frotarse la espalda;

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parecía tener la columna completamentecurvada, como si los años de trabajo enlos campos le hubiesen afectado lapostura de modo permanente. Unporquero conducía a sus cerdoscubiertos de grueso pelo por lacarretera, en dirección a la ciudad, yadistante. De los campos donde nadietrabajaba le llegó el olor a excrementos;se fertilizaban con lo que recogían en laciudad durante la noche.

Alzó la vista de los campos paradirigirla hacia el lejano horizonte. Másallá de las tierras labradas podía ver losbosques que se extendían hasta lasmontañas, que, a la luz del día, parecíanhermosas y poderosas torres, que se

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alzaban con orgullo sobre la llanura,como una muralla construida por losdioses para mantener a los sereshumanos fuera del reino divino yencerrados en unas tierras másadecuadas para ellos.

Los picos albergaban una promesa desilencio y frío, de huida... hacia la paz.En lo alto ascendía un halcón con lasalas abiertas para aprovechar lascorrientes térmicas; parecía una motabrillante, libre de preocupacionesmortales. Planeó por debajo de lasnubes, y Félix lo vio como un mensajerode las montañas, como parte del espíritude las mismas, y deseó tener laposibilidad de encontrarse en las alturas

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con el ave, por encima del mundo de loshombres, apartado y libre.

No obstante, mientras lo observaba, elhalcón se lanzó en picado. Impelido porel hambre o quizá por simple ansia dematar, caló desde el cielo. Un conejosalió con precipitación de la maleza yechó a correr alocadamente hacia elpoeta, pero el halcón lo atrapó. Félixoyó el chasquido del lomo del animal alpartirse y vio que el ave, posada sobresu presa, miraba a su alrededor conbrillantes ojos feroces antes decomenzar a desgarrar la carne.

Entonces, reparó en los jinetes que, sinprestar atención al daño que causabanlos cascos de sus caballos al remover la

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tierra, atravesaban al galope los camposvacíos hacia el sitio en que habíaaterrizado el halcón. Se habíaequivocado. El ave no era un mensajerode las montañas, sino que formaba partede la corrupción que lo rodeaba, unanimal salvaje entrenado para matar pordepone.

Con un estremecimiento, Félix vio queWolfgang estaba entre los jinetes, y quelos demás eran los aduladores de lanoche anterior.

* * *

El agitado paso del caballo era casi

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excesivo para Wolfgang, que se sentíamareado y no sólo a causa de la resacaproducida por el exceso de alcohol oraíz de bruja. Estaba casi enfermo demiedo. ¿Qué había visto la muchachacuando él se quitó la bata? ¿Habría vistola Marca de Slaanesh? Por todos losdioses, si la había visto y se lo contabaa alguien, las consecuencias podían sersimplemente espantosas.

¡Ojalá pudiera recordar más detalles!¡Ojalá no se hubiera regalado con unamezcla tan potente de alcohol y drogasnarcóticas! Sentía la cabeza como sifuera un huevo y algún polluelodemoníaco intentara abrirse caminohacia el exterior a fuerza de picotazos.

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Esperaba que Otto y Werner —¡queSlaanesh se los llevara a ambos!—regresasen pronto con noticias sobre lamuchacha. ¡Ojalá pudiera olvidar elterrible momento en que despertó deldesvanecimiento producido por elalcohol y descubrió que ella no estaba!

¿Adónde había ido cuando se zafó deltorpe primer intento de abrazo y lo dejótumbado en la cama? Aún le dolía laentrepierna a causa del rodillazo biendado de Greta, y el movimiento delcaballo empeoraba las cosas. La haríapagar mil veces por esa lesión.

¿Dónde podría estar escondida? No seencontraba en la habitación comunal dela taberna, ni en la habitación privada

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que compartía con otras tres camareras.¿Habría acudido a los templos parabuscar un sacerdote y denunciarlo? Esepensamiento lo hizo temblar. «Domínate—se dijo—. Piensa.»

¡Condenado Heinrich! ¿Cuándo dejaríade parlotear aquel gordo estúpido?¿Sólo cerraba la boca cuandomasticaba? Había sido un terrible errorsalir de cacería aquella mañana, ya queno lo había distraído de suspreocupaciones, como había esperado,sino que sólo lo obligaba a soportar latortura de la compañía de Heinrich.

El gordo se había presentado al alba conla oferta deportiva. En realidad,

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esperaba olfatear a la campesina, pero,por supuesto, ella ya no se encontraba enla habitación. Entonces pensaba queWolfgang quería reservarla sólo para síy la había escondido en alguna parte.Wolfgang había tenido que soportardurante toda la mañana sus neciasinsinuaciones y chistes de escolar. Elorgullo le impedía solicitar lacolaboración de su cómplice parabuscar a Greta, pues no soportabaperder prestigio ante un sapo asquerosocomo Heinrich.

—Mira, Wolfgang, ahí están esos dosvagabundos que hiciste expulsar de lataberna. ¿No tenía el enano un aspectoestúpido cuando Otto y Werner lo

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tiraron dentro del barril de cerveza?Ven, vamos a practicar otro deporte.

Heinrich condujo la procesión de jineteshacia los dos forasteros. Por casualidad,el halcón, llamado Tama, habíaaterrizado cerca de ellos y estabaposado sobre la presa, a la quearrancaba trozos de carne. «Típico delas aves del gordo, eso de estarcomiendo», pensó Wolfgang. Si toda lacondenada familia tenía problemas conel apetito, ¿por qué no iban a tenerlostambién sus pájaros?

Hizo que el corcel se detuviera tan cercadel hombre rubio como le fue posible, yle proporcionó cierta satisfacción vercómo intentaba no retroceder ante la

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enorme bestia que se encumbraba porencima de él. El enano dio un paso atrás,obviamente intimidado por elvoluminoso caballo.

—Buenos días —dijo Wolfgang en eltono más alegre que pudo mientras elestómago se le contraíaespasmódicamente—. Veo que te hasrecuperado. Tienes que haber vividonoches tan duras como la pasada. Confíoen que esta mañana no estés taninsociable como ayer.

Wolfgang miró a los guardaespaldas deHeinrich, que se hallaban a derecha eizquierda, sólo para hacerles saber aaquellos gusanos quién tenía el control.

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La cólera luchaba con el sentido comúnen el rostro de Félix.

—Estoy bien —respondió al fin.

Wolfgang percibió en la voz del hombreel esfuerzo que necesitaba paracontrolarse. Resultaba obvio que no lecaía bien.

—Tampoco es necesario que tepreocupes por la chica. Wolfgang cuidabien de ella.

«¡Por Slaanesh! Heinrich es repulsivocuando se siente triunfador», pensóWolfgang. Y, entonces, lo que el otroacababa de decir penetró en su cerebro.Sí, Greta había salido de la taberna justo

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después de que expulsaran al forastero,y no había vuelto a verla hasta que sepresentó ante su puerta. Tal vez Heinrichno era tan estúpido, después de todo.

—¿A qué chica te refieres? —El jovende cabello rubio parecía genuinamentedesconcertado, y se frotó la viejacicatriz que le había dejado el duelouniversitario al mismo tiempo que se lefruncía el entrecejo.

—La adorable Greta —alardeó Heinrich—. Debiste pensar que le gustabascuando te siguió a la calle. A lo mejorcreíste que su tierno corazón decampesina se había compadecido de tuapurada situación. Bueno, pues anocheestuvo calentando el lecho de Wolfgang.

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Wolfgang hizo una mueca. ¡Ojaláhubiese sido verdad! La mano delvagabundo se posó sobre el puño de laespada, y allí se quedó a pesar de quelos hombres de Heinrich habíandesenvainado las armas. El enano habíadejado de observar al halcón, y entoncesdirigía una mirada ausente hacia losjinetes. Tenía el hacha sujeta condescuido en una mano, como si nosupiese qué hacer con ella.

—No queremos problemas —dijo elhombre, cuya mano se apartó de laespada.

Los guardaespaldas soltaron risotadas, yWolfgang deseó que la cabeza no le

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doliera tanto, pues no podía pensar conclaridad. Anhelaba con toda su almapreguntarle al joven si había visto a lamuchacha, pero el orgullo le impidióhacerlo delante de sus aduladores.Intentó buscar una salida para el dilema;sin embargo, no se le ocurrió ningunasolución. «La vida puede ser muy dura,a veces», pensó.

Se consoló con el pensamiento de que lacampesina no podía haber ido muy lejos.Si aún se encontraba en la ciudad,Werner y Otto acabarían porencontrarla, y si había decididoarriesgarse a sufrir la cólera de su señorfeudal y había huido a su comunidadrural, tendría que atravesar esas tierras.

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Así pues, una exploración de la zona querodeaba la ciudad les daría a conocermuy pronto su paradero. Y esa partidade caza le proporcionaba una excusaparticularmente buena para ello.

«Además —razonó—, no han venido abuscarme, así que Greta no se lo habrádicho a nadie todavía.» Y aun en elcaso de que lo hubiese hecho, ¿lacreería alguien? ¿A una rameracampesina que acusa al hijo delcomerciante más influyente de laciudad? Se permitió una sonrisa. Eraagradable saber que su pensamientopodía ser brillante, incluso cuandoestaba aquejado de una resacasencillamente espantosa.

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—Vamos, Heinrich —dijo con airemagistral—. Dejemos que estos dospayasos vuelvan a su circo. Hace unamañana demasiado bonita paradesperdiciar tiempo en conversacionescon patanes.

Tocó suavemente los flancos de lamontura con las espuelas, y luchó contralas mermantes olas de náusea que aún leacometían al moverse. Después dehaberse tranquilizado, parecía estar casia gusto con el mundo. Se prometió quecuando encontraran a la muchacha, leharía pagar por someterlo a un tormentotan atroz y, lo que era aún peor, tanaburrido.

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* * *

Las colinas se elevaban paraencontrarse con los picos, y laprominencia de sus largas curvasrecordaba las olas del mar. Lasmontañas se encumbraban por encima deellos como gigantescas gradassucesivas, hasta bloquear el horizontecon su dentada masa.

Félix había temido que tendríadificultades para localizar el senderoque iba a Monte Fuego Negro, pero erabien visible. Se trataba de un simpledesvío del que él y Gotrek habíanseguido el día anterior, cuandodescendieron por la parte inferior de la

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cadena.

Empezó a notar el esfuerzo en laespalda, los muslos y las pantorrillas amedida que el sendero ascendía más ymás. Había sido abierto en el flanco dela montaña por el paso de incontablespies, y Félix se preguntó si el alquimistahabría recorrido alguna vez aquella rutao si se trataría de una senda dejada porel tránsito de pies menos humanos.Algunos de los signos que había talladosen las rocas tenían la forma de toscosojos, pero no pudo saber si se trataba deseñales destinadas a advertir al viajerode la presencia de goblins en la zona, ode marcas territoriales, hechas por lospropios pieles verdes.

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Según parecía, Gotrek estabadisfrutando del paseo, pues torpementetarareaba para sí una canción yemprendió el ascenso sin ningúnesfuerzo aparente. Avanzaba por laresbaladiza senda sin dificultad alguna yhallaba puntos de apoyo para los piesdonde Félix no lograba verlos. Pocotiempo después, al hombre le resultómás fácil seguir los pasos del enano, yaque Gotrek se encontraba en un entornoal que estaba adaptado y parecía másprudente dejar que fuese él quien abrierala marcha.

El sudor corría por la espalda del poeta,y su respiración era agitada. Habíapensado que estaba endurecido a causa

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del largo viaje de regreso de Karak-Ocho-Picos, pero el esfuerzo deascender aquella colina era penoso. Lapaliza que había recibido y eltratamiento del alquimista lo habíanagotado, y estaba preocupado por sucapacidad para coronar el durorecorrido hasta la cima, que sería aúnpeor si las nubes decidían cumplir suamenaza de lluvia.

Lo escabroso del paisaje, lleno deafloramientos rocosos y tierras barridaspor el viento, concordaba con su humortormentoso. Félix ardía de odio haciaWolfgang Lammel, detestaba la crueldadfácil del adinerado hijo del comerciantey su arrogancia de niño mimado. Cuando

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vivía en Altdorf, había conocido a unadocena como él, pero nunca había tenidoque enfrentarse con la situación de ser élel objeto de la crueldad, ya que lafortuna y condición social de su padre lohabían protegido de algo semejante. Enlos momentos de mayor sinceridad, seveía forzado a admitir que tal veztambién él se había comportado en unaocasión de un modo algo parecido al deWolfgang. Pero entonces había visto lainjusticia desde el punto de vista deldesvallido, y no le gustaba.

Comprendía por qué Greta se habíamostrado tan alterada. Intentaba nopensar en lo que había sucedido entreella y Wolfgang, pero los pensamientos

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de que Lammel había forzado a lamuchacha no dejaban de acudir a sumente y lo volvían medio loco de furia.Se juró a sí mismo que le procuraría lacuración a Gotrek y que haría que esemocoso pagara por su vileza. Continuócaminando al mismo tiempo queimprecaba para sí y luchaba contra elimpulso de gritarle al Matatrolls quesuspendiera aquel tarareo infernal.

Gotrek desapareció al otro lado de lacumbre de una elevación, y Félixmaldijo cuando sus pies resbalaron conlas piedrecillas sueltas; durante la caídase hirió las manos con los cantos de losafilados fragmentos de roca, que se leclavaron como agujas. Se arrastró hasta

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el otro lado de la cumbre y se hallótumbado cuan largo era sobre la blandaturba.

Se preguntó por qué el girasol demontaña tenía que crecer en lasvertientes más elevadas, justo pordebajo de la zona de nieves. ¿Por qué nopodía crecer al pie de las montañascomo todas las otras flores? Pasado unmomento, se encogió de hombros porqueen su vida había descubierto que pocascosas eran fáciles. Tal vez losalquimistas utilizaban los ingredientesque utilizaban únicamente porqueresultaba difícil conseguirlos, con elsolo fin de aumentar la mística querodeaba su arte. No le habría

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sorprendido en lo más mínimo que fueseasí.

Se sentó y tomó otro analgésico paraamortecer el dolor que le palpitabadentro de la cabeza. Aquél iba a ser unlargo día.

* * *

Robustos árboles de hoja perenneflanqueaban las abruptas laderas delestrecho valle como cerdosos pelos debarba en el rostro de un gigante vueltohacia el cielo. A la derecha, en lo alto,una cascada formaba una serie de saltosespectaculares sobre caídas de treinta

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metros, hasta precipitarse a un pequeñolago situado en el centro del valle. Lasmontañas enmarcaban la hondonada, yFélix tuvo que echar el cuello muy atráspara ver los picos. Mirar hacia el fondodel valle era como mirar a lo largo de lamira de una ballesta; el ojo enfocaba lalínea de picos grises que se alejaban enla distancia.

Allí, el penetrante aroma de las rosas semezclaba con el de la madreselva y eldel escaramujo. Los enmarañadosarbustos luchaban los unos con los otrospara ganar espacio, y sus flores erancomo cascos de coloridos ejércitos enplena batalla. Se preguntó si por allíhabría algún girasol, pero luego recordó

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dónde le había dicho Kryptmann quedebía recogerse el mágico ingrediente.

Un movimiento súbito atrajo su miradacuando la cabeza de un enorme alce,casi tan alto como un hombre, salió delos arbustos que dominaban un salientede roca situado a unos cincuenta metrospor encima de él. Observó con cauteladesde lo alto, como si estuviesedeterminando si se podía bajar a beberagua sin correr peligro, y Félixcontempló con respeto la poderosacurvatura de sus astas.

Al separarse las nubes, unos haces desol iluminaron la hondonada, y el piarde los pájaros llegó hasta los oídos delpoeta y se mezcló con el quedo rugido

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de la cascada. Se inclinó para recogeruna pina, pues le gustaba el tacto en losdedos de la escamosa aspereza de susbordes dentados.

Durante un momento, la belleza de laescena lo retuvo en un estado deembeleso, e incluso se evaporaron suspensamientos de venganza contra el hijodel comerciante. Se sentía relajado y enpaz, y el dolor del cuerpo se desvaneciótemporalmente. Se alegraba de habervisto aquel sitio, de que todos los pasosde su largo viaje lo hubiesen conducidohasta allí, pues sabía que era uno de lospocos hombres que verían este valle, yel pensamiento le produjocomplacencia.

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El detalle del alce hacía que la escenapareciese un paisaje pintado y decomposición perfecta. No obstante,luego pensó que quizás era bastanteextraño que un alce estuviera llevándosea la boca un cuerno con una mano deapariencia sospechosamente humana, y acontinuación oyó un cornetazo queresonó por todo el valle; antes de que elsonido se hubiera extinguido, en elcerebro de Félix se formó la certeraidea de que no había visto la cabeza deun alce, sino la de un mutante.

Arrojó la piña en dirección al lago y,tras envolverse con la capa paraprotegerse del frío que iba en aumento,se apresuró a continuar ascendiendo tras

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Gotrek. Miró a su alrededor por si veíasignos de que alguien los perseguía,pero no detectó ninguno, y ni siquierapudo ver por parte alguna la cabeza dealce del mutante.

* * *

A poco, Félix ya sabía con seguridadque los estaban siguiendo, pues alvolver la vista para mirar hacia abajopor el tortuoso sendero vio que losperseguía una banda de mutantes. A lolargo de toda esa tarde, mientras él yGotrek ascendían por el flanco de lamontaña, los seres corruptos habían idoreuniéndose detrás de ellos. El camino

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de regreso hacia Fredericksburgo estababloqueado.

Se detuvo para dejar que la respiracióny los latidos del corazón volvieran a lanormalidad, e intentó contar cuántoseran los perseguidores, pero resultabadifícil porque la poca luz del final de latarde hacía que las criaturas se fundierancon el gris de la pared rocosa. El poetatrazó sobre su pecho la Señal delMartillo y encomendó su alma a Sigmar.

Desde que involucró su vida con la delenano supo que moriría en algún lugarapartado, pero no había imaginado quesería tan pronto. La situación resultabademasiado estúpida. Gotrek jamáslograría tener el heroico final que

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pretendía. El Matatrolls estabademasiado ocupado en mirar hacia lanada con ojos fijos para darse cuenta delpeligro que los acechaba.

Al principio, había resultado fácil fingirque no sucedía nada, que la bestia quehizo sonar el cuerno no era más que unacriatura solitaria, demasiado asustadapara cargar contra dos viajeros bienarmados. Pero a medida que pasaba eldía, se acumularon pruebas de que noera así.

Cuando el poeta había visto las huellasde pezuñas mezcladas con las de unospies humanos con garras en el fango querodeaba un vado, había preferido pensar

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que se trataba de un rastro antiguo, algoa lo que no era necesario prestardemasiada atención. No obstante, habíaquitado la trabilla que sujetaba laespada dentro de la vaina.

Un rato después, mientras Félix ascendíagateando la empinada ladera tras ladespreocupada espalda de Gotrek, habíapercibido los movimientos furtivos deunas siluetas que avanzaban a la mismavelocidad que ellos y se escabullían deun árbol a otro a ambos lados de lasenda. Había intentado verlas con mayorclaridad, pero las sombras de los pinosdesafiaban incluso una vista tan agudacomo la suya, y lo único que pudoobtener fue la impresión de que se

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trataba de unas figuras con tentáculosque ponían buen cuidado en mantenersefuera de su campo visual.

Empezaba a tener los nervios a flor depiel y sentía deseos de cargar bajo elramaje de los árboles en busca de losenemigos. Pero ¿y si perdía la senda?¿Y si había más de uno o dos de ellos?La vaga sospecha lo mantuvo inactivo;apartó a un lado los temores y continuóel ascenso.

La situación se había vuelto casiinsoportable cuando oyó el sonido de uncuerno en un punto lejano a su derecha,al que respondió una llamada similarprocedente del otro lado del sendero. Enese momento, supo que los malditos los

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estaban rodeando, que se reunían para elfestín, y sintió la tentación de plantarlescara y resistir, de acabar de una vez portodas con aquello... Pero un impulso lohizo continuar adelante, hacia la zona denieve.

Se dijo que aquello que lo hacía avanzarera el impulso de seguir intentándolo, deno renunciar ante la perspectiva de unamuerte segura, aunque era lo bastantehonrado consigo mismo como para saberque sólo lo impelía el miedo. No queríaencontrarse con los mutantes; deseabaposponer todo lo posible aquel finalinevitable.

Se hallaban sobre un saliente cerca de la

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zona de nieves, y al volver la vista paramirar sendero abajo supo que estabanacabados. Allí, en aquel lugar gélido,árido y barrido por el viento, su vidaacabaría junto con el día y no habríavenganza contra Wolfgang, ni retorno aAltdorf, ni poema épico para Gotrek.

Miró al Matatrolls que se encontrabacerca de él cogiendo el hachadescuidadamente, y contempló a losmutantes que se aproximaban. Félixcontó diez de ellos; vio que el que ibaen cabeza era el ya conocido gigantegordo, y se le cayó el alma a los pies.Había concebido la posibilidad de quetal vez podría suplicar misericordia uofrecerles la posibilidad de un rescate,

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cualquier cosa que pudiese prolongar suvida.

No obstante, el obeso gigante querría sinduda vengarse por la carnicería de lajornada anterior.

«Espera...» ¿Qué planta era la que teníaa los pies? Unas pequeñas floresamarillas crecían en zonas de tierrapoco profundas, situadas al abrigo delsaliente, y mientras el sol comenzaba aponerse en el horizonte se dio cuenta deque eran las que había ido a buscar.Parecía una probabilidad muy remota,pero... Arrancó a toda prisa algunasflores y se las dio a Gotrek.

—Cómetelas —le ordenó.

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El Matatrolls lo miró como si estuvieraverdaderamente loco, y una expresiónceñuda pasó por su rostro.

—No quiero comer flores —replicó conaire aturdido.

—¡Tú cómetelas! —le rugió Félix, y elMatatrolls, como un niño avergonzado,se las metió en la boca y comenzó amasticarlas.

El poeta observó con atención a sucompañero. Tenía la esperanza de versignos de algún cambio en él, unrepentino, milagroso retorno de suantigua ferocidad, estimulada por lascualidades supuestamente mágicas delas flores; pero no ocurrió nada.

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«Bueno, de todas formas era unaesperanza muy remota», se dijo.

Los mutantes ya se encontraban cerca ypudo ver que, en efecto, se trataba de lossupervivientes de la banda que los habíaatacado la vez anterior. Gotrek escupióuna bola amarilla después de haberlamasticado y se situó detrás de Félix.

El poeta decidió que sería mejor recibirla muerte con una espada en la mano, yaque así al menos podría llevarse alinfierno a uno o dos engendros dedisformidad. Al desenvainar el arma, lamortecina luz solar se reflejó en la hojae hizo relumbrar las runas, y él lasobservó como si las viese por primeravez. La proximidad de la muerte había

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agudizado todos sus sentidos, y entoncesapreciaba el arte de aquellos antiguosartesanos enanos como nunca antes lohabía hecho. Se preguntó quésignificaban las runas, qué mensajecontenía el intrincado simbolismo deaquellos caracteres. ¡Había tantas cosasque ya jamás sabría, y tantas quedeseaba con toda su alma averiguar!

Los mutantes se habían detenido a menosde cincuenta pasos de distancia, y elgigantesco líder observaba a Félix conojos miopes. Tras una pausa, golpeó almutante de cabeza de alce en una oreja,y avanzó.

El poeta se preguntó si debía cargar

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contra aquel ser repugnante; si lomataba, tal vez minaría la moral de suscómplices. Enfrentarse con una espada auna porra de piedra era una batalla queestaba seguro de ganar, siempre que losdemás no interviniesen; con esepensamiento, recobró un poco de suvalentía. Aún tenía alguna esperanza, y asu rostro asomó una sonrisa salvaje,pues el miedo lo había abandonado ycasi comenzaba a disfrutar de lasituación.

El líder, un enorme montón de grasaoscilante ceñida por cuero tachonado ymuchas armas, se detuvo a diez pasos deFélix. Olas de grasa caían en cascadadesde su mentón, como el sebo derretido

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de una vela, y la enorme cabeza calvaera como una bola de carne condiminutos agujeros practicados en losojos, la nariz y la boca. Para sorpresadel poeta, la criatura parecía bastantenerviosa.

—No soy estúpido, ¿sabes? —dijo elmutante al fin, y su voz sonó como eldoblar de una gran campana querepicara dentro de su enorme pecho.

Estaba tan cerca que Félix podía oír surespiración sibilante, cargada de flema.

—¿Qué? —inquirió el poeta,desconcertado. ¿Se trataba de un truco?

—Que puedo ver cuál es vuestro plan.

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Intentas atraernos a fin de que nospongamos al alcance del hacha de tuamigo, para luego matarnos.

—Pero... —La injusticia de aquellaacusación mortificaba a Félix. Allíestaba él, aguardando con valentía lamuerte, y su repugnante enemigoafirmaba que las cosas eran al revés.

—Debes pensar que somos idiotas deremate. Bueno, pues la piedra dedisformidad no nos deshizo los sesosjunto con el cuerpo. ¿Te crees quesomos tan estúpidos? Tu amigo fingetenernos miedo, pero nosotros lo hemosreconocido. Es el que mató a Hans,Peter y Gretchen, y a todos los otros. Loconocemos y conocemos su hacha, y no

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tienes medio de atraernos para que nospongamos a su alcance.

—Pero... —Después de haberse armadode valor para presentar una valienteresistencia final, Félix se sentíadefraudado y tenía ganas de pedirles queatacaran de una vez.

—Ya le dije a Gorm Cabeza de Alceque pensaba que erais vosotros, pero élno me creyó. Bueno, pues yo tenía razóny él estaba equivocado, y no he reunidoel clan sólo para que tú y tu terribleamigo recojáis un botín de cabezas demutante.

—Pero... —Con lentitud, el poetacomenzaba a comprender qué estaba

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sucediendo. Su pena de muerte habíasido aplazada, y se obligó a cerrar bienla boca antes de ponerse en evidencia.

—¡No! Quizá penséis que sois muylistos, pero no lo sois lo bastante. Estaes una trampa en la que no vamos a caer.Somos demasiado inteligentes para eso;sólo quería que lo supierais.

Dicho eso, el líder mutante retrocediócon lentitud y se alejó cautelosamente.Félix contempló cómo la repulsivabanda se fundía entre las tinieblas, ysólo entonces dejó escapar larespiración que había contenido. Por unmomento, se quedó como hipnotizado,pues la luz crepuscular en los picoscercanos era lo más hermoso que había

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visto en toda su vida. Incluso se regocijócon el gélido frío y el dolor quepalpitaba en su mano, pues eran señalesde que estaba vivo.

—¡Gracias, Sigmar, gracias! —gritó,incapaz de contener el júbilo.

—¿Qué estás gritando? —preguntóGotrek, exaltado.

Félix resistió el repentino impulsocegador de atravesarlo con la espada, yen cambio le dio al enano una palmadaen la espalda. Iras un momento, advirtióque se encontrarían inmovilizados en lamontaña hasta la mañana siguiente, peroincluso ese pensamiento le resultósoportable.

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—Rápido, tenemos que recoger flores—dijo el poeta—. ¡El sol no se hapuesto aún!

* * *

—¿Quién es? —preguntó LotharKryptmann, cauteloso, desde el interior,cuando Félix aporreó la puerta—. ¿Quéquieres?

Estaba cayendo la tarde, y al poeta lesorprendieron las elaboradasprecauciones con que los recibía elalquimista.

—Soy yo, Félix Jaeger. He regresado.

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¡Abre!

¿Era producto de su imaginación, o lavoz de Kryptmann parecía más nerviosade lo normal? Félix se volvió para mirarcalle abajo. A través de las grietas delos postigos de las ventanas se filtrabaluz al exterior, y de lejos le llegaba elsonido de cascos de caballos queavanzaban al paso y de las ruedasrecubiertas de metal de un carruajesobre el empedrado, el cual se dirigíahacia las tabernas de la plaza de laciudad. «Un rico que sale a jugar»,supuso.

—¡Espera! ¡Espera! Voy.

El poeta dejó de golpear la puerta y

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tosió. Muy propio de su suerte eso dehaberse enfriado en la pestilente cumbrede aquella montaña. Se enjugó de lafrente el sudor debido a la fiebre, y seenvolvió mejor en la capa paraprotegerse de la helada niebla. Le echóuna mirada feroz a Gotrek, que, con aireestúpido, se encontraba de pie en laparte superior de la escalera queconducía a la vivienda del sótano;sostenía las flores que habían recogidoen una mano. Como siempre, elMatatrolls no mostraba signo alguno deenfermedad.

Descorrieron los cerrojos y soltaron lascadenas de la puerta, y finalmente éstacedió un poco. A través del resquicio, la

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luz se filtró al exterior, junto con elpenetrante olor de las sustanciasquímicas. Félix empujó la puerta, apesar de la resistencia del alquimista, yse abrió camino hacia el interior, dondele sorprendió encontrar a Greta de pieante la otra salida de la habitación. Eraobvio que se había ocultado en lasdependencias adyacentes.

—Adelante, herr Jaeger —dijo elalquimista con tono quisquillosomientras se apartaba a un lado paradejar que entrara Gotrek.

—Wolfgang está buscándote —lecomentó el poeta a la muchacha, queparecía demasiado asustada para hablar—. ¿Por qué?

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—Déjala en paz, herr Jaeger —intervino Kryptmann—. ¿No te dascuenta de que está aterrorizada? Sufrióuna conmoción bastante horrible amanos de tu amigo Lammel.

Con rapidez, Kryptmann lo puso alcorriente de lo que había visto Gretacuando se aventuró en las dependenciasdel hijo del comerciante la nocheanterior, y aunque se mostró discretorespecto al porqué de que hubieseacudido allí, mencionó el estigma deCaos en el que había reparado.

—Ya me lo temía. Debería haberlosabido cuando me pidió que añadierapiedra de disformidad a su raíz de bruja.

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Supongo que fue entonces cuandocomenzó a desarrollar la Marca delDemonio.

—¿Añadiste piedra de disformidad a suraíz de bruja? ¿Piedra de disformidad?

—No hay necesidad de poner canta carade asombro, joven amigo mío. Su uso noes tan insólito en determinadasoperaciones alquímicas, y muchosrespetables solicitantes de mi arte hacenuso de ella en pequeñas dosis. Miantiguo tutor de la Universidad deMiddenheim, el mismísimo granLitzenreich, solía decir que...

—Oí decir que Litzenreich fueexpulsado de la universidad a causa de

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sus experimentos, y que el Gremio deAlquimistas le retiró la licencia. Fue unescándalo bastante sonado. De hecho, loúltimo que oí de él es que se habíaconvertido en un proscrito.

—Siempre hay malicia entre losacadémicos. Litzenreich no es más queun hombre que va por delante de sustiempos. Quiero decir que... Fíjate en eltiempo que hizo falta para que fueseaceptada la teoría de Eisenstern de queel sol gira alrededor de la tierra.Cuando la hizo pública, lo quemaron enla hoguera.

—A despecho de los méritos filosóficosde tu argumento, herr Kryptmann, lapiedra de disformidad es una sustancia

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por completo ilegal y muy peligrosa. Siun cazador de brujas llega a enterarsealguna vez...

Al oír esto último, Kryptmann seencogió antes de interrumpirlo.

—Es exactamente lo que me dijoWolfgang Lammel..., aunque no sé cómollegó a enterarse de mis experimentos.Adquiero la... sustancia en un emporiomuy pequeño y discreto de Nuln, en lalibrería de Van Niek. Yo le dije que nopretendía hacer nada ilegal con lasustancia, que lo único que quería eraaprender a transmutar plomo en oro..., yla piedra de disformidad es la esenciamisma de la transmutación.

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—Eso está a punto de descubrirWolfgang, al parecer.

Por mucho que lo intentó, Félix no pudoevitar que una indecorosa nota dedeleite aflorara a su voz. Era perfecto,ya que podría desenmascarar comomutante a aquel cerdo decadente antetoda la población. Así pagaría por lapaliza que había recibido, y también porlo que le había hecho a Greta, porsupuesto.

—No me denunciarás ante lasautoridades, ¿verdad, joven amigo mío?A fin de cuentas, yo traté tus heeridas.Te prometo que si no me denuncias,nunca más haré nada con la piedra dedisformidad.

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Félix miró al asustado alquimista; notenía nada contra él, y era muy probableque Kryptmann hubiese aprendido unalección sobre el uso de sustanciasilegales. Aunque aún quedaba elproblema de qué hacer con losguardaespaldas del adinerado joven,tenía la respuesta para Kryptmann.

—Herr Kryptmann, si puedes curar a micompañero, te aseguro que olvidaré todolo que has hecho.

* * *

Félix jugaba ociosamente con el mortero

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y su mano correspondiente, mientrasKryptmann continuaba con el trabajo. Ellaboratorio estaba lleno de emanacionesque se elevaban del pote en que elalquimista había reducido a pastaamarilla los girasoles.

La fría piedra del mortero tenía algo detranquilizador, y le llegaba el perfumede las flores a pesar de tener la nariztapada. Había tomado otras dos pastillasde las que le había dado Kryptmann, yse sentía un poco distanciado de todo loque sucedía a su alrededor. Deseaba quese le aclarara la cabeza y ledesaparecieran todos los dolores.

—¿Félix? —dijo una voz suave que lodevolvió a la realidad.

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—¿Qué, Greta?

Aún estaba irritable. El contacto humanoacortaba la distancia entre él y elmundo, derribaba las barreras con quelo había rodeado la medicina deKryptmann para protegerlo del dolor, yhacía que regresase el enojo.

—¿Qué harán los hombres de Wolfgangsi me encuentran aquí?

—No te preocupes por eso, que prontoherr Wolfgang tendrá preocupacionespropias más que suficientes.

—Eso espero. Lothar ha sido muy buenoal ocultarme aquí. Corre un riesgo

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terrible. Ya sabes cómo pueden ser losguardaespaldas de Wolfgang.

En el fondo, Félix pensaba que elalquimista había escondido a lamuchacha con el solo objeto demortificar a Wolfgang, pues no teníaninguna razón para sentir apego hacia él.O tal vez era a causa de la culpabilidadpor haberle proporcionado la piedra dedisformidad que había provocado elcambio. «¿Habrá sido siempre unmonstruo sádico —se preguntó Félix—,o esa transformación sólo se haproducido recientemente, tras laaparición de la Marca del Caos?»

Otras preguntas pasaban por su menteembotada. ¿Por qué, para empezar, su

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enemigo había sentido la necesidad deconsumir piedra de disformidad? ¿Y quéhabía de los siniestros rumores queGreta afirmaba haber oído acerca de él?Apartó a un lado esos temas, ya queprobablemente nunca conocería lasrespuestas. Sin embargo, una cosaestaba clara: eliminando a aquel tipo leharía un tremendo favor a todos loshabitantes de la ciudad.

—¡No! Deja eso. ¡Es ácido! —le gritó,de pronto, Kryptmann a Gotrek.

El Matatrolls dejó de curiosear entre losfrascos y las probetas que había sobre elbanco de trabajo del alquimista. Daba laimpresión de que había estado a punto

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de beber algo de un gran frascoplateado, pero arrastró los pies y lodevolvió a su sitio.

Félix recorrió el laboratorio con lamirada. Nunca antes había estado en unlugar así, y todo le parecía muy arcano eincomprensible. Los bancos de trabajoestaban cargados de intrincadasestructuras, hechas de tubos y probetas.Un equipo de destilación cubría casi lamitad de una mesa, y contra una paredhabía varias hileras de tubos de ensayotapados; contenían líquidos de colorazul cobalto, verde lima o rojo sangre, yen algunos había varias capas desedimento multicolor. Reconoció ladivisa de la Universidad de

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Middenheim, famosa en todo el Imperiopor sus facultades de magia y alquimia.

Había mecheros de carbón quecalentaban frascos y potes que conteníandiversas sustancias, y Kryptmann semovía enérgicamente de uno a otro pararemover el contenido, ajustar latemperatura y, ocasionalmente, probar loque había dentro con una larga cucharade vidrio. Abrió un gran armario y sacóun enorme guante blanco acolchado ylleno de quemaduras, y deslizó la manoderecha.

—Ya no falta mucho —anunció almismo tiempo que cogía uno de losfrascos que estaban calentándose yvertía el contenido en el pote central.

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La mezcla burbujeó y siseó mientras elalquimista le ponía un tapón al segundofrasco y lo sacudía antes de verterlo enla mezcla. Una gran nube de acre humoverde se propagó por toda la habitación,y Félix tosió, y oyó que Greta hacía lomismo.

Al disiparse el humo, vio queKryptmann vaciaba cuidadosamente elcontenido del tercer alambique en lamezcla, y que con cada gota se elevabauna diminuta nube de humo de diferentecolor. La primera fue roja, la segundaazul, la tercera amarilla. Cada unaascendía como un diminuto champiñónde vapor, que se expandieron hasta

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llegar al techo.

El alquimista dejó el alambique y regulóla llama que calentaba el pote; despuéscogió un pequeño reloj de arena y loinvirtió.

—Dos minutos —dijo.

Félix se sintió invadido por unasensación de triunfo, ya que muy prontoGotrek estaría curado y juntos harían unavisita a El Dragón Dormido, dondedescargaría sobre Wolfgang Lammel lasnumerosas tribulaciones que habíasufrido.

En cuanto el último grano de arenaresbaló por el cuello del reloj,

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Kryptmann retiró el pote del fuego.

—¡Ya está!

Llamó a Gotrek con un gesto para que seacercara, y luego vertió una porción enun pequeño cuenco de cerámica, que,según pudo ver el poeta, tenía el bordeinterior decorado con círculos rojos quese correspondían con signosastrológicos. Suponía que los mismosseñalaban las diferentes dosis, y setranquilizó al ver que el alquimista lollenaba hasta la marca superior antes deentregárselo a Gotrek.

—Bébetelo todo, ahora.

El Matatrolls se lo tragó de un solo

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sorbo.

—¡Puaj! —dijo. Se quedaron allí yesperaron. Y esperaron. Y esperaron.

* * *

—¿Cuánto tarda en hacer efecto? —preguntó Félix al fin.

—¡Eh..., no mucho más!

—Eso ya lo dijiste hace una hora,Kryptmann. ¿Cuánto, exactamente? —Los nudillos de la mano del poeta sepusieron blancos al aferrar la mano demortero con mucha fuerza.

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—Ya te dije que el proceso era, bueno,incierto; que había algunos riesgosimplicados en el mismo. Tal vez elgirasol de montaña no estaba en lasmejores condiciones. ¿Estás seguro dehaberlo recogido exactamente al morirel día?

—¿Cuánto tiempo? —Félix pronuncióambas palabras con claridad y lentitudal mismo tiempo que dejaba que semanifestase en su voz la irritación quesentía.

—Bueno, yo... La verdad es que deberíahaber funcionado casi al instante, en elmomento en que los nódulosmnemónicos y los humores corporaleshubiesen vuelto a su configuración

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anterior.

Félix observó al Matatrolls, que teníaexactamente el mismo aspecto quecuando entraron en el laboratorio deKryptmann.

—¿Cómo te encuentras? ¿Preparadopara ir al encuentro de tu destino? —lepreguntó con voz muy suave.

—¿Y qué destino es ése? —respondióGotrek.

—¿Tal vez deberíamos intentarlo conotra dosis, herr Jaeger?

Félix profirió un inarticulado bramidode cólera. Aquello no pensaba tolerarlo.

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Había soportado una severa paliza delos hombres de Wolfgang. Habíaascendido aquella montaña por senderosindeciblemente difíciles. Habíaescapado por los pelos de morir amanos de una horda de mutantessedientos de sangre. Estaba cansado,lastimado, contuso y hambriento. Y loque era peor aún, estaba a punto de caerenfermo de algún mal pestilente. Susropas aparecían rasgadas y necesitabadesesperadamente un baño. Y todo esoera culpa del alquimista.

—Cálmate, herr Jaeger. No es necesarioque brames de esa manera.

—¡Ah!, no lo es, ¿verdad? —gruñóFélix.

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Kryptmann lo había enviado a buscar lasflores. Kryptmann había prometido curara Gotrek. Kryptmann había estropeadosus gloriosos planes de venganza. ¡Élhabía pasado un infierno para nadasiguiendo las estúpidas instrucciones deun viejo estúpido que no conocía suestúpida profesión!

—Tal vez podría prepararte una buenapoción soporífera para calmarte losnervios. Las cosas tendrán mucho mejoraspecto después de una buena noche desueño.

—Podría haber muerto por recoger esasflores.

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—Estás trastornado; es muycomprensible, todo hay que decirlo...pero la violencia no resolverá nada.

—A mí me haría sentir muchísimomejor, y tú te sentirás muchísimo peor.

Félix le lanzó al alquimista la mano demortero, pero Kryptmann saltó a unlado, y el utensilio se estrelló contra lacabeza de Gotrek con un enormechasquido. El Matatrolls se desplomó.

—¡Rápido, Greta! ¡Manda traer a laguardia! —farfulló el alquimista—.¡Herr Jaeger se ha vuelto loco! ¡Auxilio!¡Auxilio!

Félix corrió tras Kryptmann alrededor

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del banco de trabajo, y lo derribó traslanzarse sobre él. Poner los dedos entorno al cuello del alquimista leproporcionó una gran satisfacción, ycomenzó a apretarle la garganta almismo tiempo que sonreía. Sintió queGreta intentaba apartarlo de Kryptmann,que los dedos de la muchacha loaferraban por el cabello, y trató desacudírsela de encima mientras el rostrodel alquimista comenzaba a adquirir uninteresante tono purpúreo.

—No es que yo tenga nada en contra dela violencia sin sentido, humano, pero¿por qué estás estrangulando a eseviejo?

La voz, dura como el granito, era áspera,

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cascada y contenía una nota callada depura amenaza fría; Félix necesitó unsegundo para darse plena cuenta dequién había hablado. Entonces, soltó elcuello de Kryptmann.

—¿Y quién es ése? ¿Y dónde estamos?¿Y por qué me duele la cabeza, porGrimnir?

—El golpe de la mano de mortero debede haberle devuelto la razón —comentóGreta con voz queda.

—Yo..., eh..., prefiero pensar que fue elefecto retardado de mi poción —jadeóKryptmann—. Ya te dije quefuncionaría.

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—¿Qué razón? ¿Qué poción? ¿De quéestás hablando, viejo lunático?

Félix se levantó del suelo y se sacudióla ropa. Después ayudó a Kryptmann aponerse en pie, recogió los quevedosdel alquimista y se los entregó. Porúltimo, se volvió, para mirar a Gotrek.

—¿Qué es lo último que recuerdas?

—El ataque de los mutantes, porsupuesto, humano. Algún comemocos deésos me dio en la cabeza con una piedra.Dime, ¿cómo he llegado hasta aquí?¿Qué magia es ésta? —Gotrek lo mirabacon mayestático aire ceñudo.

—Todo eso requerirá muchas

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explicaciones —respondió sucompañero—; así que primero vayamosa buscar una cerveza. Conozco unatabernita de lo más acogedora que está ala vuelta de la esquina.

Félix Jaeger sonrió con malevolenciapara sí, y los dos se encaminaron haciaEl Dragón Dormido.

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Capítulo 5 Sangre y tinieblas

Después de poner al descubierto a losadoradores de Slaanesh e incapacitar avarios de sus satélites, volvimos por elcamino de Nuln y dejamos a nuestrosantiguos torturadores a merced de sus nomuy benévolos conciudadanos. No sépor qué nos decidimos por aquellapoderosa ciudad como destino denuestro viaje; tal vez fuera porque mifamilia tenía allí intereses comerciales.

Durante un alto que hicimos en unataberna del camino, Gotrek y yo

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decidimos que debíamos evitar la rutaprincipal, lo que tal vez fue una decisiónestúpida considerada desde el presente.De modo inevitable, y tal vezpredecible, nuestra decisión deborrachos de dar un rodeo a través delbosque nos condujo al desastre.

En nuestro deseo de evitar cualquierposible encuentro con los agentes de laley, nos alejamos mucho de los lugaresfrecuentados por los hombres, yacabamos en lo profundo del bosque, enun área que desde hacía tiempo se creíaque era el emplazamiento del AltarNegro del Caos. Poco sospechábamos,al ponernos en marcha, que pronto nostropezaríamos con una asombrosa

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prueba de la existencia de ese horrendosantuario, o que batallaríamos con elmás poderoso de todos lo seguidores dela Oscuridad que habíamos encontradohasta el momento...

FÉLIX JAEGER, "Mis viajes conGotrek" vol. II,

Impreso en Altdorf, 2505

Cuando oyó unos pasos que seaproximaban, Kat se concentró enhacerse más pequeña. Se apretujó aúnmás dentro del diminuto espacio quehabía entre los bloques de piedra deledificio derrumbado, con la esperanzade que no hubiesen regresado lasbestias. Sabía que si habían vuelto y la

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encontraban, esta vez la matarían.

Se contorsionó para meterse másadentro del sombrío hueco, hasta que suespalda quedó contra la piedra. La rocaaún estaba tibia del fuego que habíaconsumido la posada, y se sentía unpoco segura porque ningún adulto podríadeslizarse en un escondite tan pequeño,y ciertamente tampoco podría hacerloalgo tan grande como las bestias. Perosiempre podían meter las lanzas y lasespadas, y se estremeció al recordar a laque tenía tentáculos en lugar de brazos, yal imaginarse aquellos apéndicescubiertos por bocas de sanguijuelatanteando como serpientes para buscarlaen la oscuridad.

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Aferró el amuleto en forma de martilloque le había regalado el anciano padreTempelman y le rogó a Sigmar que lalibrara de todas las cosas con brazos deserpiente. Intentó con toda su almaapartar de sí el último recuerdo quetenía de él, cuando huía por el caminocon la pequeña Lotte Bernhoff en brazos.Un gigante con cabeza cornuda lo habíaensartado en una lanza que habíaatravesado tanto al hombre como a laniña de cinco años, para luegolevantarlos en el aire como si nopesaran nada.

—Aquí ha sucedido algo terrible,humano —dijo una voz profunda, roncay áspera, pero que no se parecía al feroz

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gruñido de las bestias. El acento eraextranjero, como si el Reikspiel no fueseel idioma nativo de quien hablaba, y aKat le recordó a unos forasteros a losque una vez había servido en la posada.

«Enanos», los había llamado el viejoIgmar, que presumía de ser un viajeroporque una vez había estado en Nuln.Eran bajos de estatura, no mucho másaltos que ella misma, pero muchísimomás anchos y pesados que cualquierhombre. Iban vestidos con capas decolor gris pizarra y, a pesar de haberdicho que eran comerciantes, llevabanhachas y escudos. Hablaban con tonotriste y voces graves y musicales, ycuando estaban borrachos cantaban junto

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con los aldeanos. Uno de ellos le habíaenseñado un pájaro de relojería quebatía maravillosamente las alas de metaly hablaba con voz metálica. Ella lehabía implorado al calvo Karl, elposadero, que se lo comprara, peroaunque la quería como si fuese su propiahija, se había limitado a negar con lacabeza y continuar frotando los vasosmientras decía que no podía pagar unaobra de arte semejante.

Se estremeció al pensar en lo que leshabía sucedido a Karl, a la gorda Heidey a los otros de la posada a quieneshabía llamado familia. Había oído gritoscuando la horda de bestias asolaba laciudad, liderada por un extraño guerrero

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de armadura negra, y había visto lasfilas de aldeanos, a los que conducían ala gran hoguera que ardía en la plaza.

—Tal vez deberíamos marcharnos,Gotrek. Por el aspecto de esto, noparece un lugar saludable paraentretenerse —comentó otra voz, cercade ella, que pertenecía sin duda a un serhumano. Era de hablar suave y amable,con un acento cultivado, parecido al delviejo doctor Gebhardt. Una breve chispade esperanza destelló en la mente deKat, pues estaba realmente segura deque esa voz no pertenecía a una bestia.

«¿O sí?», se preguntó. Al igual quemuchos otros aldeanos que habíancrecido en las profundidades de los

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bosques, Kat estaba familiarizada conlas historias que se contaban: lobos quetenían aspecto de hombres hasta quealgún aldeano desprevenido los dejabaentrar en su casa; niños que parecíannormales hasta que crecían paratransformarse en monstruosos mutantes,que asesinaban a sus propias familias;leñadores que habían oído el llanto deun niño en las profundidades del bosquea la hora del crepúsculo y que fueron ainvestigar y jamás regresaron. Losservidores de los Poderes Siniestroseran diabólicos y astutos, y hallabanmuchas formas de atraer a los incautoshacia la muerte.

—No, hasta que averigüemos qué ha

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sucedido aquí. ¡Por Grungni, este sitioes un matadero! —dijo la primera voz,con un tono que sonaba antinatural enmedio del silencio.

—Cualquier ejército que haya podidohacerle algo así a una aldea amurallada,sin duda podría aplastarnos como achinches. ¡Mira los agujeros de la paredde la torre! Marchémonos. —En la vozcultivada había un tono callado demiedo que hizo vibrar el terror queabrigaba Kat en su propio pecho.

...

Una vez más, el recuerdo de la noche

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anterior surgió ante sus ojos. Habíacomenzado con un enorme trueno, apesar de que el cielo estaba despejado.Recordó el repiquetear de la campanade alarma y el estruendo que hizo lapuerta de la ciudad al partirse. Habíacorrido hacia la puerta de la posada yhabía visto a los hombres bestiamoviéndose por las calles mientras leprendían fuego a la aldea y pasaban atodo el mundo por la espada.

Un ser enorme con cabeza de cabrahabía levantado al molinero Johan enpeso por encima de la cabeza y lo habíaarrojado dentro de una casa en llamas.El pequeño Gustav, el hijo de Johan, lehabía clavado una horca en el pecho a la

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bestia antes de ser hecho pedazos pordos criaturas deformadas, vestidas conropas de mendigo, que tenían en lacabeza crestas dentadas y piel delagarto. Deseaba olvidar la forma en quehabían arrancado los trozos de carne delcadáver y se los habían metidoávidamente en las bocas provistas decolmillos.

Recordaba haberse preguntado por quéel conde Klein y sus soldados no habíanacudido a defenderlos, pero al mirarhacia el castillo supo la respuesta. Lastorres estaban en llamas y, silueteadoscontra el fuego, se veían cuerpos quependían del cadalso del señor feudal.Entonces, supuso que eran los hombres

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de Klein.

Karl la había obligado a entrar y habíaatrancado la puerta antes de apilar lasmesas contra la entrada. Karl y Ulf, ellavaplatos, e incluso Heide, la esposade Karl, habían cogido cuchillos y otrosutensilios de cocina, una defensainsignificante contra la repugnantechusma que chillaba y bramaba en lascalles de la aldea.

Se habían quedado de pie en el interior,pálidos y sudorosos bajo la oscilante luzde las antorchas, mientras en el exteriorcontinuaban los asesinatos y ladestrucción. Parecía que todos susmiedos más tenebrosos se habían hechorealidad; que finalmente los monstruos,

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poderes mitológicos que acechaban enel corazón del bosque, habían irrumpidoen el pueblo para reclamar lo que lespertenecía.

Durante un rato dio la impresión de queiban a dejar intacta la posada, peroluego la puerta saltó de los goznes acausa de un poderoso golpe, y varioshombres bestia lograron apartar a unlado la pila de mesas. Kat recordaba deun modo muy vivido el olor del airecargado de humo que acompañó a laapertura de la puerta.

Con gritos gimoteantes, Ulf habíacargado contra el mmonstruo que iba enla delantera; éste le asestó en la cabeza

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un golpe con una porra enorme, que lepartió el cráneo y esparció sus sesos portoda la habitación. Kat había chilladocuando aquella sustancia gelatinosa legolpeó el rostro y resbaló por unamejilla.

Al abrir los ojos, se encontró mirando elrostro de la muerte. Sobre ella seencumbraba una criatura descomunal,con cuerpo de hombre, pero con cabezade cabra, cuyos retorcidos cuernos separecían a una extraña runa en forma deX. Un pelaje rojizo le cubría elpoderoso cuerpo, y los sesos de Ulfcubrían su gigantesca porra.

El hombre bestia había inclinado elrostro hacia ella, y entonces vio que no

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tenía ojos, sino sólo una blancaextensión de carne donde deberían haberestado las cuencas. A pesar de ello, laniña supo que podía verla comocualquier ser vidente. Tal vez el collarde globos oculares disecados que lerodeaba el cuello le permitía ver. Lahabía inspeccionado con expresiónperpleja, y luego había tendido unamano para tocar su largo cabello negro ypasar los dedos entre la lista de peloblanco que lo dividía desde la frentehasta la nuca. Luego, había sacudido lacabeza y retrocedido casi con miedo.

Cerca de ella, Karl se desangraba ygemía lastimosamente. La sangre salía aborbotones de su cuerpo a través del

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muñón que quedaba donde antes habíatenido la mano izquierda. Kat no podíaver qué estaba sucediendo detrás de lamesa derribada, donde dos bestiastenían a Heide sujeta contra el suelo,pero podía oír cómo gritaba, y huyóhacia la noche.

Y allí se había encontrado con unahermosa mujer de rostro blanco que erala señora de las bestias. Montaba uncorcel de pelaje tan negro como laornamentada armadura que la cubría aella. La mujer contemplaba ladestrucción, y la sonrisa de su rostrodejaba al descubierto unos incisivoslargos como colmillos sobre unos labiosde color rojo rubí. Su cabello era largo

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y negro, y tenía una lista de pelo blancoque lo recorría por la parte central, yKat se preguntó si sería la Marca delCaos, y si sería la razón por la que loshombres bestia no la habían matado aella.

La mujer sujetaba una espada negra, encuya hoja relumbraban runas del colorde la sangre. Advirtió la presencia deKat y, por segunda vez aquella noche, laniña se creyó muerta. La mujer habíalevantado la espada como para herirla, yKat, inmovilizada por el terror, se quedóallí de pie, mirándola fijamente a losojos.

La guerrera se detuvo cuando secruzaron sus miradas, y Kat creyó ver en

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ella un ligero destello de compasión. Laamazona formó con los labios la palabrano, puso en movimiento la montura conun toque de las espuelas, y cabalgó calleabajo sin volver la vista atrás. Kat viola hoguera y los apaleados aldeanos queeran conducidos hacia la misma, y seescabulló para esconderse.

A poco, el sonido de los cantosbestiales se alzó sobre el pueblo, y elolor de la carne asada, tan tentadorcomo repulsivo, colmó el aire mientraslos espantosos alaridos de los aldeanosagonizantes resonaban en la noche.

Kat se había ocultado hasta la mañana yrogado por las almas de sus amigos y

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por que no la encontraran. Al salir elsol, las bestias habían desaparecidocomo si jamás hubiesen estado allí, perolas humeantes ruinas del pueblo y laspilas de calaveras chamuscadas yhuesos partidos sobre las brasas que aúnardían en la hoguera demostraban que nohabía sido una pesadilla.

...

De pronto, todo aquello fue demasiadopara Kat, y comenzó a llorar contremendos sollozos que la ahogaban,mientras las lágrimas resbalaban por surostro sucio de hollín.

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—¿Qué ha sido eso, humano? —preguntó la voz áspera desde algúnpunto cercano.

Kat contuvo los sollozos en tanto seaproximaban unos pasos sigilosos. Algoeclipsó la luz del sol que entraba en suescondite, y ella alzó la vista hacia elrostro de un hombre enmarcado porlargo cabello dorado, que le devolvía lamirada con ojos asustados, cansados ydecepcionados. Una larga cicatrizrecorría una mejilla del hombre. Kat seencontró mirando la afilada punta de unalarga espada, cuya hoja tenía grabadasdébiles marcas.

—Sal con lentitud —dijo él, cuya vozsuave y culta resultó entonces fría y sin

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rastro de misericordia.

Kat salió gateando a la luz del día, y sedio cuenta de que en ese momento seencontraba cerca de la muerte, porque elmiedo a lo desconocido habíaconvertido al hombre en undesesperado.

Se puso de pie y vio que el hombre eramucho más alto que ella e iba vestidocomo un bandido. Una deslucida capa delana roja se encontraba echada haciaatrás para dejar libre el hombro y elbrazo derecho, con que manejaba elarma. Sus ropas estaban manchadas,remendadas y muy gastadas por losviajes, y las altas botas de cuero se

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veían resquebrajadas y raspadas. Elhombre miró a su alrededor con unanerviosa cautela, que parecía habitual enél.

—Es sólo una niña —gritó por encimadel hombro—. Tal vez unasuperviviente.

La figura que apareció a la vista másallá de la panadería de frau Hofandando pesadamente era, a su manera,tan terrible como lo habían sido lasbestias. Se trataba de un enano, pero deuno que guardaba poco parecido con loscomerciantes que había conocido en laposada.

Su estatura se hallaba a medio camino

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entre las de Kat y el bandido, pero eramuy pesado, tal vez tanto como lo habíasido Jan, el herrero, y desde luego másmusculoso. Su cuerpo estaba cubiertopor un entramado de intrincadostatuajes, y una enorme cresta de peloteñido de rojo se alzaba desde su cabezaafeitada. Un tosco parche de cuero lecubría el ojo izquierdo, y una cadena deoro pendía entre su nariz y la orejaizquierda. Con una mano grande comoun jamón, sostenía el hacha más enormeque Kat había visto jamás.

El enano le dirigió una feroz miradabeligerante. Su persona estaba rodeadade un aire de cólera apenas contenida,que resultaba desesperantemente

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atemorizadora, y no manifestaba elmiedo que era evidente en sucompañero.

—¿Qué ha sucedido aquí, niña? —exigió con brusquedad, y su voz sonócomo si dos piedras hubiesen sidofrotadas la una contra la otra.

Al mirar aquel único ojo demente,inhumano, a Kat no se le ocurrió quéresponder, y el hombre le tocó unhombro con suavidad.

—Dinos cuál es tu nombre —inquirió enun tono más amable.

—Kat. Katerina. Fueron las bestias.Salieron del bosque y los mataron a

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todos. Yo me escondí, y me dejaron enpaz.

Kat se encontró balbuceando la historiade su encuentro con los hombres bestia ycon la mujer de la armadura negra paraprofundo asombro de los dosaventureros. En el momento en queacabó, el enano le dirigió una mirada defatiga. Su expresión feroz se habíasuavizado un poco.

—No te preocupes, niña. Ahora estás asalvo.

* * *

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—Odio los árboles. Son como los elfos,humano —dijo Gotrek—. Hacen que meentren ganas de emprenderla a hachazoscon ellos.

Nervioso, Félix Jaeger miró hacia elinterior del umbrío bosque. Por todaspartes, los rodeaban enormes árbolesmelancólicos, presencias ominosas,cuyas ramas se unían en lo alto delsendero, entrelazadas como los dedos deun gigante sumido en oración; tapaban elsol hasta el punto de que sólo algúnsolitario haz de luz iluminaba el caminoante ellos. El musgo cubría las ramas, yla escamosa corteza de los troncosrecordaba las pieles secas de serpientesmuertas. Reinaba una quietud tan antigua

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como el primitivo bosque que losrodeaba, interrumpida sólo por algúnmovimiento esporádico entre losmatorrales. El sonido se propagaba porel silencio hasta desvanecerse de modotan misterioso como las ondulaciones enla superficie de un lago, y allí, en elancestral y maligno corazón forestal, niun pájaro se atrevía a cantar.

Félix se vio obligado a reconocer queestaba de acuerdo con Gotrek, que losbosques nunca le habían gustadorealmente, que siempre había preferidoque lo dejaran solo en casa,acompañado por sus libros; que esastierras forestales eran para él lugaresatemorizadores, morada de hombres

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bestia, trolls y criaturas de pesadilla delas leyendas más tétricas, además dellugar al que se desterraba a aquellos quetenían el estigma del Caos. En lo másprofundo de su interior, él siempre habíaimaginado que moraban hombres lobo ybrujas, y que se producían ferocesluchas entre mutantes y otros seguidoresde los Poderes Malignos.

Más adelante, Gotrek saltó por encimade un tronco que había caído de travéssobre el sendero, y a continuación sevolvió para ayudar a Kat a trepar porencima y levantó a la niña fácilmentecon una sola mano. Félix se detuvo anteel obstáculo al ver que estaba podrido ymanchado por un extraño hongo. Unos

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insectos segmentados corrían por lasuperficie y se enterraban ciegamente enel moho maloliente. El poeta seestremeció al sentir la madera húmedacuando apoyó la mano sobre el troncopara saltar. Como sus botas casiresbalaron en el musgo húmedo del otrolado, tuvo que extender los brazos paraconservar el equilibrio y, al hacerlo,tocó con los dedos una telaraña que seextendía entre las ramas más bajas;retiró la mano a toda prisa e intentósacudirse aquella sustancia pegajosa dela piel.

No, a Félix nunca le habían gustado losbosques. Había odiado los veranos enque la familia se retiraba a la finca

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solariega que su padre tenía en elbosque, y había detestado la casa deparedes de pino rodeada por las tierrasforestales de donde se sacaba la materiaprima para los negocios de fabricaciónde carros y barcos que tenía GustavJaeger. Durante el día no era demasiadoterrible si no se alejaba mucho de losedificios, pero por las noches su mente,siempre hiperactiva, poblaba demonstruosos habitantes incluso lasabiertas tierras forestales deexplotación; los goblins y demonios desus creaciones mentales hallaban unhogar perfecto bajo las oscilantes ramasde los árboles.

Envidiaba y compadecía a la vez a los

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leñadores ataviados con pieles quecuidaban la finca de su padre. Envidiabasu valentía porque los veía casi como ahéroes que se enfrentaban con losterrores de una tierra indómita, y loscompadecía por tener que vivirconstantemente en guardia. Siempre lehabía parecido que cualquiera quetuviese que morar en un asentamientosituado dentro del bosque vivía en elentorno más precario que pudieraimaginarse.

Recordaba que solía acercarse a laventana de su habitación y contemplar laverdura que imaginaba extensa hasta elmismísimo fin del mundo, hasta aquellosterrenos yermos por los que vagaban los

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repugnantes satélites del Caos. Losextraños ruidos y las nubes de aleteantesmariposas nocturnas atraídas por lasluces de la casa no contribuían adisminuir su inquietud. Era un niño deciudad, un vástago urbano de Altdorfpara quien perderse en el bosqueconstituía una pesadilla, una muyrecurrente en aquellas largas noches deestío.

Por supuesto, aquello era risible: lafinca Jaeger se encontraba a diez leguasde Altdorf, situada en el área másdespejada del Imperio. El bosque eramuy abierto a causa de la descuidadaexplotación forestal, una tierra domada ycultivada, que no guardaba ninguna

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semejanza con la densa y enmarañadazona de Drakwald en la que en esemomento se hallaba.

Gotrek se detuvo en seco y olfateó elaire, para luego volver la vista haciaFélix, que ladeó la cabeza con aire deinterrogación. El Matatrolls le indicócon un gesto que guardara silencio yfrunció el entrecejo como si se estuvieraconcentrando para percibir mejor unsonido lejano. El poeta sabía que lossentidos auditivo y olfativo del enanoeran mejores que los suyos, y aguardócon expectación, pero el Matatrollssacudió la cabeza y se puso otra vez enmarcha. ¿Acaso la maligna presencia delbosque estaba atacando incluso los

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nervios de acero del enano?

Lo que habían visto esa mañanajustificaba que cualquiera tuviesemiedo, ya que indicaba que aquellosbosques cobijaban fuerzas enemigas dela humanidad, y el relato de Kat loconfirmaba. Se miró las manos y vio quele temblaban. Félix Jaeger seconsideraba un hombre duro, pero loque había presenciado en la ciudadderruida bastaba para que el másendurecido temblara.

Algo había asolado Kleinsdorf como uniracundo gigante lo haría con elmontículo de un hormiguero, y lapequeña población había sido arrasadacon una malevolencia y minuciosidad

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aterradoras. Los atacantes no habíandejado intacto ni un solo edificio, y nohabía sobrevivido ninguno de loshabitantes, excepto Kat. Aquella purabrutalidad sin sentido lo había dejadoatónito.

En aquel lugar había visto cosas quesabía que volvería a ver en suspesadillas. Una hoguera levantada en laplaza del pueblo, sobre la que seapilaban calaveras; costillas quemadas,que asomaban de la ceniza calientecomo ramas sin consumir. Un repugnanteolor a carne quemada le había inundadola nariz, y había intentado no lamerse loslabios por miedo a que pudiesencontener las cenizas arrastradas por el

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viento.

Se había quedado aturdido en medio delsilencio y la desolación de la ciudad enruinas, donde todo lo que lo rodeaba eracolor gris ceniza o negro hollín, si seexceptuaban los pocos fuegos que aúnardían aquí y allá. Había dado unrespingo de alarma cuando se desplomóel tejado sobre la devastada muralla delpueblo, algo que le había parecido untétrico presagio. Se sentía como undiminuto átomo de vida en uninterminable desierto. Con lentitud, enpequeñas fracciones, el recuerdo deaquel momento se le había grabado en lamemoria.

En lo alto de la colina, se alzaba el

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castillo con las murallas ennegrecidaspor el fuego, como una araña pétrea quese aferrase a la cumbre con marchitospies de roca. Ante la abertura quedejaba la puerta destrozada, colgabanhombres que se balanceaban en elextremo de unas cuerdas como moscasatrapadas en una telaraña de un solohilo. El poblado que había abajo parecíael terreno de juegos de niñosdemoníacos, gigantes idiotas que sehabían aburrido de su pueblo de juguetey lo habían reducido a astillas.

La calle estaba sembrada de objetospequeños, como una horca rota cuyosdientes se veían manchados de sangreseca; una campana que estaba medio

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fundida entre las ruinas de un templodesmoronado; una matraca de un niño yuna cuna destrozada; algunas páginasimpresas del Libro Inacabado, eltestamento sigmarita, flotando en labrisa; rastros de cuerpos arrastrados porla tierra de las calles que conducían a lahoguera central; un hermoso vestidoteñido, que ya nadie se pondría, tiradoen la calle; un fémur humano que alguienhabía partido para sorber el tuétano.

El poeta había visto antes los efectos dela violencia, pero jamás en una escalatan descomunal y nunca de una estupideztan sin sentido. Incluso la carnicería delfuerte Von Diehl había sido debida a unabatalla librada por fuerzas que tenían

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razones concretas. Sin embargo, lo quecontemplaba ante sí era una masacre;había oído hablar de cosas semejantes,pero enfrentarse con la desnuda realidadera una cosa muy diferente. Cerciorarsede que cosas semejantes sucedían deverdad, lo había asustado. ¿Cómo podíaSigmar, cómo podía cualquiera de losdioses, permitir algo así?

También lo inquietaba el hecho de queKat hubiese sobrevivido. Al mirar a laniña que caminaba ante él con loshombros caídos, el pelo mugriento y laropa manchada de hollín, se preguntócómo era posible que le hubieranperdonado la vida. Tampoco eso teníasentido alguno; ¿por qué sólo ella entre

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todos los habitantes de aquellasoñolienta comunidad había salvado lavida?

¿Sería ella un retoño corrupto, unaesclava de la Oscuridad que losconducía a la muerte? ¿Acaso él y elMatatrolls estaban escoltando a un sermaligno hacia el siguiente grupo devíctimas? En una situación normal,habría descartado semejantepensamiento por absolutamente ridículo;resultaba obvio que ella no era más queuna niña asustada, que había tenido labuena suerte de sobrevivir cuando otroshabían muerto. Sin embargo, allí, en lalobreguez del profundo bosque,resultaba fácil concebir ese tipo de

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sospechas. La quietud y silencio delentorno afectaban los nervios, yengendraban la desconfianza hacia losdesconocidos.

Sólo el Matatrolls parecíaimperturbable; marchaba con osadía almismo tiempo que evitaba las raíces conque se aferraban los árboles y queafloraban amenazando con hacer quetropezara, mientras sus andares cómodosdevoraban kilómetros. El enano semovía con extraordinario sigilo paraalguien tan ancho y pesado; de algunaforma, daba la impresión de que seencontraba en su elemento entre lassombras del bosque, pues parecía másalto y más avispado. Había perdido la

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habitual postura encorvada, tal vezporque su pueblo, que moraba bajo lasmontañas, estaba adaptado a laoscuridad y los espacios cerrados. Enningún caso se detenía; en cambio, Félixse paraba para observar el sotobosquecada vez que oía algún movimiento.Gotrek parecía bastante seguro de sucapacidad para advertir cualquieramenaza.

El joven humano suspiró al recordar losargumentos que había tenido queemplear para impedir que el enanoinvestigara más a fondo los restos de laciudad. Al menos, la niña habíaconstituido una excusa útil paracontinuar adelante y buscar un lugar

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seguro donde hallar refugio para ella.Había sido eso y la posibilidad de quelas criaturas estuvieran de camino haciala población siguiente lo que habíaconvencido al Matatrolls de seguir elsendero de Flensburgo.

Félix se detuvo, obedeciendo a algúnrecóndito instinto, y totalmente inmóvil,aguzó el oído para percibir cualquiercosa que estuviese fuera de lo normal.Tal vez no era más que su imaginación,pero le parecía que la mismísimaquietud del bosque constituía unaamenaza. Insinuaba la presencia deancestrales seres malignos queaguardaban el momento oportuno, queesperaban a sus víctimas. Entre aquellas

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largas sombras podía acechar cualquiercosa, y sabía que algo los observaba.

Comenzaba a refrescar. Un leveoscurecimiento del lóbrego entornoindicaba que caía la noche sobre ellecho de hojas, y el poeta se volvió paramirar por encima del hombro, temerosodel silencio, pero más aún de sonidosque indicaran persecución. Cuando miróde nuevo hacia adelante, Gotrek y Kathabían desaparecido en un recodo delsendero. En algún lugar distante aulló unlobo, y él apresuró el paso para darlesalcance.

* * *

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El poeta alzó la mirada hacia Gotrek,que se encontraba frente a él, sentadocontra el tronco de un árbol caído y conlos ojos fijos en las profundidades delfuego; observaba las oscilantes llamascomo si en ellas pudiese adivinar algunamisteriosa verdad. Sus manos jugabanociosamente con los pedernales queusaba para encender el fuego;iluminados desde abajo, los severosángulos de su rostro parecían tallados deun modo tan tosco como la pared degranito de un acantilado. Lasoscilaciones del fuego hacían que lassombras se persiguieran unas a otras porsus mejillas, y sus tatuajes formabanmanchas umbrías como los signos dealguna enfermedad terminal. La luz se

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reflejaba en la pupila de su único ojosano, que brillaba con destellosinhumanos como una estrella espejadaen las profundidades de un charcosomero. Junto a él yacía Kat, inmóvil yrespirando con regularidad, al parecerdormida. Gotrek sintió que Félix loobservaba, y alzó la mirada hacia él.

—¿Qué te inquieta, humano?

El poeta apartó los ojos del fuego. Labrillante imagen residual de las llamasanuló su visión nocturna, pero a pessarde ello escudriñó las sombras que seextendían bajo los árboles en busca dealguna señal que le indicara que habíaobservadores escondidos. La imagen delos desprevenidos habitantes de

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Kleinsdorf metiéndose en la cama conlas fuerzas del Caos acercándose consigilo hacia ellos se formó en su mentesin previo aviso. Buscó algo con queresponderle, y se decidió por la verdad.

—De hecho estoy..., estoy un pocopreocupado, Gotrek. Por alguna extrañarazón, lo que vimos en ese pueblo me haasustado; saben los dioses por qué.

—El miedo es para los elfos y los niños,humano.

—No crees realmente eso que acabas dedecir, ¿verdad?

Gotrek sonrió, y a la luz del fuego lospocos dientes que le quedaban

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parecieron aún más amarillos de lo queeran.

—Sí.

—No esperarás que crea de verdad quelos enanos nunca tenéis miedo, ¿no? ¿Osois los Matatrolls quienes no conocéisel miedo?

—Cree lo que quieras, humano. Detodas formas, yo no he dicho eso. Sóloun estúpido o un maníaco desconoce elmiedo; sólo un niño o un cobardepermite que su miedo lo domine. Unguerrero se distingue por dominar elmiedo que siente.

—¿La destrucción del poblado no te ha

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asustado? ¿No tienes miedo, ahora? Ahífuera hay algo, Gotrek; algo maligno.

El Matatrolls se echó a reír.

—No. Yo soy un Matatrolls, humano.Nací para morir en el combate. No haylugar para el miedo en mi vida.

Félix sacudió la cabeza, pues no sabía siGotrek se burlaba de él. Estabahabituándose a los erráticos cambiosanímicos del enano y comenzaba asospechar que había momentos en losque el Matatrolls mostraba algoparecido al sentido del humor. Gotrekguardó los pedernales en su zurrón yaferró el mango del hacha.

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—Descansa tranquilo, humano. Nadapuedes hacer por los muertos, y si lo quelos ha matado está predestinado aencontrarnos, tampoco puedes hacernada para impedirlo.

—¿Y se supone que eso tiene quetranquilizarme?

De modo repentino, la atmósfera decamaradería se evaporó con la mismapresteza con que se había formado, y elenojo ardió en la voz del enano cuandovolvió a hablar.

—No, humano, no tiene que hacerlo;pero créeme lo que voy a decirte: si yoencuentro a los asesinos, lo pagarán consangre. Una maldad semejante a la que

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hemos presenciado en el día de hoy noquedará impune.

En ese momento, no había ni rastro desentimientos humanos en la voz deGotrek, y al mirar el extraño ojo delenano Félix vio la locura, la ardienteviolencia inhumana que aguardaba elmomento de hacer erupción. Apenasdurante un segundo creyó las palabrasdel enano y compartió su dementeconvicción de que podía enfrentarse alos Poderes Siniestros que habíandestruido la aldea. Luego recordó ladescomunal magnitud de los estragoscausados, y el momento pasó. Ningúnguerrero, ni siquiera uno tan poderosocomo Gotrek, podría resistir algo así. Se

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estremeció y se arropó más con la capa.

Para ocultar la ansiedad que sentía, seinclinó y echó más leña al fuego. Lostallos finos se marchitaron y prendieron,y las chispas comenzaron a ascender conlentitud. Un humo acre le provocóescozor en los ojos cuando comenzarona quemarse las ramas recubiertas delíquenes. Se enjugó las lágrimas vertidasa causa del humo y habló para llenar elsilencio.

—¿Qué sabes acerca de los hombresbestia? ¿Crees la historia que cuenta laniña sobre el ataque al pueblo?

—¿Por qué no? Las bestias han moradoen estos bosques desde que mi pueblo

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expulsó a los elfos hace casi tres milaños. Muchas veces a lo largo de lahistoria, sus hordas han atacado lasciudades de enanos y hombres.

Félix experimentó un cierto asombroante la forma tan despreocupada con queel enano se refería a acontecimientosque habían tenido lugar hacía tres milaños. La guerra a la que había hechoreferencia era anterior a la fundación delImperio y contenía información demuchos siglos de historia humana. ¿Porqué los eruditos no les prestaban másatención a los enanos cuandocompilaban sus registros? La parte deFélix que había sido estudianteconsideraba al enano como un

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repositorio de información arcana deprimera mano, y lo escuchaba conatención mientras intentaba memorizartodo lo que Gotrek decía.

—Yo pensaba que las bestias eransimples mutantes, humanos exiliados quehabían involucionado hasta convertirseen hombres bestia, alterados por elpoder de la piedra de disformidad.Algunos de nuestros doctos profesoresafirman eso.

Gotrek sacudió la cabeza como sidesesperara a causa de la estupidez dela humanidad.

—Esos mutantes siguen a las hordascomo lacayos o adeptos, pero los

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hombres bestia propiamente dichos sonuna raza independiente, cuyos orígenesse remontan a la Era de la Aflicción.Proceden de la época de las primerasincursiones de Caos en este mundo, delos tiempos en que los PoderesSiniestros se aventuraron por primeravez a atravesar los Portales Polares paraafligir a este triste planeta. Bien podríanser los primogénitos del Caos.

—He oído historias sobre ellos segúnlas cuales auxiliaban a los paladines delCaos. Se dice que conformaban elgrueso de las tropas que atacaron Praaghace dos siglos y que eran parte delnumeroso ejército rechazado porMagnus el Piadoso. —Félix se acordó

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de hacer la Señal del Martillo almencionar el nombre del Santificado.

—No me resulta sorprendente, humano.Los hombres bestia rinden culto a lafuerza casi tanto como al Caos. ¡Lospaladines de los Poderes Malignos estánentre los guerreros más grandiosos querecorren este mundo! ¡Que Grimnir losmaldiga! Espero que la historia de laniña humana sea verdad y que prontopueda enfrentarme con esos diablos dearmadura negra. Sería un combate dignoy, si se tercia, una muerte digna.

—Es seguro que lo sería —respondióFélix, que deseaba fervientemente queesa situación no se produjera. Cualquiercircunstancia que pudiese imaginar que

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implicara la muerte de Gotrek a manosde un guerrero del Caos conllevaría, sinduda, su propio fin poco después.

»¿Y qué me dices de la niña? —susurróluego—. ¿Crees que es lo que afirmaser? ¿No podría estar confabulada conlos atacantes?

—Es sólo una niña, humano. No tiene elhedor de los Oscuros. Si lo tuviera, yala habría matado.

Para su horror, Félix advirtió que losojos de Kat estaban abiertos de par enpar, y que los observaba a ambos conexpresión atemorizada. Sus miradas seencontraron, y el poeta se avergonzó alver un miedo tan enorme en los ojos de

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alguien que ya había sufrido tanto comoella. Se levantó, rodeó el fuego, lacubrió con su gastada capa y la arropó.

—Duérmete —le dijo—. Estás a salvo.

El mismo deseaba creerlo. Vio que elojo de Gotrek estaba cerrado, pero lamano aferraba con firmeza el mango delhacha, así que se tendió sobre las hojasque había apilado para formar su lechoy, durante largo rato, contempló lasestrellas que destellaban fríamente através de las ramas. Cuando se durmió,su sueño fue inquieto y lo acecharonantiguas pesadillas.

* * *

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—Has fracasado, amada mía —dijo elKazakital, el Príncipe Demoníaco, concalma. La miró a través de sus ojosusurpados, y Justine sintió que unestremecimiento la recorría hasta elnúcleo de su ser.

Retrocedió, pues conocía bien loscastigos que podía infligir su patróncuando estaba disgustado.Instintivamente, sus dedos se cerraronsobre el puño de rubí de su negra espadade guerra. Sacudió la cabeza y la granmelena de cabello negro listado deblanco se agitó. Se sentía indefensa. Apesar de que tenía un pequeño ejércitode hombres bestia a su servicio, sabíaque no podrían hacer nada por ayudarla.

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En presencia del patrón nadie podríaauxiliarla, nadie. Se alegraba de que elviejo chamán de los hombres bestia,Grind, y sus acólitos, se hubiesenretirado más allá del Altar Negrocuando concluyó la invocación, pues nodeseaba tener testigos de su derrota.

—Todos los de la aldea están muertos,como decidimos ambos —mintió, asabiendas de que era inútil.

La negra armadura ya comenzaba aapretarla como una prensa, y en lasterminaciones nerviosas comenzaba asentir ligeras punzadas de dolor. Si eldemonio así lo deseaba, sabía que muypronto se encontraría sumergida en unocéano de agonía.

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—La niña vive. —La hermosa voz deldemonio continuaba siendo inexpresiva,indiferente, carente de emoción.

Justine intentó evitar su mirada, puesconocía los efectos que su vista tendríasobre ella. Sabía que ya habríacomenzado a cambiar el cuerpo de lavíctima propiciatoria por una forma quese pareciese más a la suya verdadera.

Miró a su alrededor. En lo alto, las doslunas brillaban en maligna conjunción;Morrslieb, la luna del Caos, estaba enfase llena, y Mannslieb, en fase nueva.Durante esa noche y las dos siguientes,el poder del Caos sería fuerte en latierra, lo bastante fuerte como para

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invocar al patrón demoníaco y hacer quesaliera de su hogar infernal, situado másallá de la realidad; lo bastante fuertecomo para que poseyera el cuerpo delhombre que le habían ofrecido en aquelaltar de las profundidades del bosque.

A través de la espesa nube roja querodeaba el altar, ella podía ver losfuegos de campamento de susseguidores; las llamas quedabandesdibujadas por las dulces brumasrojas que teñían la noche. No eran másque diminutas estrellas comparadas conel brillante sol del aura del demonio.Oyó que se movía y reconoció el crujidocorreoso de las alas al emerger de laespalda del cadáver. Centró su atención

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en las cabezas empaladas que rodeabanel altar, y los pálidos semblantes delconde Klein y su hijo, Hugo, ledevolvieron la mirada y trajeron a sumente los recuerdos de la nocheanterior.

El anciano conde se había comportadocomo un luchador; había salido a suencuentro con una maza de pinchos,vestido a medias con una cota de mallaechada precipitadamente sobre sucuerpo. La había maldecido llamándola«condenada cachorra infernal de lastinieblas», y Justine vio el miedo escritoen su rostro cuando detrás de ellaapareció la horda de gors y ungors queentraba precipitadamente a través de la

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destrozada puerta del castillo. Casihabía sentido lástima por el estúpidoviejo bigotudo, porque siempre le habíacaído bien. Había sido digno de lamuerte de un guerrero, y ella se la habíaotorgado con rapidez.

El joven se encontraba de pie detrás desu padre, con el semblante pálido deterror, y había dado media vuelta yechado a correr a través del patioempapado de sangre, donde losseguidores de ella asesinaban a lossoldados medio dormidos. Lo habíaseguido con facilidad, de maneraimplacable, con la negra armadurafundida con su piel para garantizarlemayor resistencia y fuerza.

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La persecución por el castillo a oscurashabía acabado en el dormitorio de Hugo,donde ella supo en todo momento quedebía concluir. Ése, al fin de cuentas,era el sitio en el que todo habíacomenzado. El joven se encerró dentro ybramó a los dioses para que lo salvaran,pero ella había destrozado la puerta deuna patada con su pie acorazado y habíaentrado como un demonio vengador.

El lugar tenía casi idéntico aspecto alque ella recordaba. Lo dominaba elmismo lecho enorme; las mismas finasalfombras de Bretonia cubrían el piso;las mismas cabezas de venado y trofeosde caza adornaban las paredes junto alas mismas banderolas y armas. Sólo

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Hugo había cambiado, pues el muchachode fino rostro apasionado se habíaconvertido en un hombre rechoncho. Elsudor le corría por las mofletudasmejillas, y su rostro tenía el aspecto delde un bebé, incluso con los ojos bizcosde terror. Sí, había cambiado. Podía serque otro no lo hubiese reconocidodespués del tiempo pasado, pero Justinesí. Jamás olvidaría sus ojos, esos ojosvidriosos que la habían seguido desde elmomento en que entró en el castillo, másde siete años antes.

Con una mano rechoncha aferrabatorpemente una espada larga, quelevantó con debilidad, y ella apartó a unlado sin esfuerzo. El arma salió girando

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por el aire y cayó en el rincón másalejado. A continuación, apoyó la puntade su espada en el pecho de Hugo ypresionó ligeramente, con lo que él sevio obligado a retroceder, hasta quetropezó a los pies de la cama y quedótendido sobre las sábanas. El olor aexcrementos colmó el aire, y elabotagado gusano rosáceo se humedeciólos labios.

—Vas a morir —le dijo ella.

—¿Por qué? —logró jadear él.

Entonces ella se quitó el casco, y élprofirió un sonoro gemido al reconocer,al fin, su rostro y su largo cabellocaracterístico.

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—Porque hace siete años te dije quemorirías, ¿lo recuerdas? Entonces teechaste a reír. ¿Por qué no ríes ahora?

Presionó un poco más con la punta de laespada, y la sangre comenzó a formaruna flor roja en la seda blanca de lacamisa de él, que extendió las manos enun gesto suplicante.

Por primera vez en años, asomaron a losojos de Justine lágrimas de pasión, yvolvió a experimentar la ardiente ola decólera y odio que le recorrió las venas atoda velocidad y transformó su rostro enuna máscara. Empujó el arma con fuerzamientras se regodeaba con elestremecimiento de la penetración y ellimpio deslizamiento del metal infernal

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a través de la carne. Se inclinó y loclavó en la cama sobre la que la habíaforzado siete años antes, y una vez máslas sábanas se mancharon de sangre.

Se había sorprendido de sí misma. Traslargos años de planificar tantas torturaslentas, deliberadas, deliciosas, lo habíadespachado de una sola estocada. Dealgún modo, la venganza parecía menosimportante. Había dado media vuelta yabandonado el dormitorio para ir asupervisar el saqueo del pueblo. Habíahecho caso omiso de las súplicas de losdos hombres a quienes las bestiasestaban subiendo a la horca mientrasreferían uno de sus incomprensibleschistes macabros. Había sido allá abajo,

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en el pueblo, donde se había encontradocon la niña. En ese momento, luchabapara olvidarla.

—No deberías haberle perdonado lavida a la niña, amada mía. —Eldemonio permitió que un rastro de enojole asomara a la voz, y la promesa deeternidades de dolor se reforzó con cadapalabra pronunciada.

—Yo no le perdoné la vida a la niña; ladejé para las bestias. No tengo laresponsabilidad de matar a cada tristegolfillo de una aldea.

Entonces la azotó un latigazo depalabras del demonio.

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—No mientas, amada mía. Leperdonaste la vida porque eresdemasiado blanda. Por un instantepermitiste que la mera debilidad humanadetuviese tu mano y te apartara delcamino elegido. Eso no puedopermitirlo, ni tú tampoco, porque siahora cambias de rumbo lo habrásperdido todo. Créeme, si dejas que laniña continúe con vida, tendrás motivospara lamentarlo.

En ese momento, Justine alzó los ojoshacia el demonio y, como siempre, laimpresionó la pulida belleza quitinosade aquel ser. Vio su forma negraacorazada, el brutal rostro hermoso quela miraba desde debajo del casco

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grabado con runas, y al contemplar losresplandecientes ojos rojos percibió sufuerza. Era un ser que no conocía ladebilidad ni la compasión; era perfecto.Algún día, ella podría ser así. Apartó elpensamiento de su mente y sonrió conaparente placer.

—Tú lo comprendes, amada mía;conoces la naturaleza de nuestro pacto.La senda del guerrero del Caos no esmás que una prueba. Síguela hasta elfinal y hallarás poder e inmortalidad.Desvíate del camino y sólo encontraráscondenación eterna. El Gran Khornerecompensa a los fuertes, pero aborrecea los débiles. Las batallas que libramos,las guerras que emprendemos, no son

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más que pruebas, crisoles destinados aconsumir nuestra debilidad y refinarnuestra fortaleza. Debes ser fuerte,amada mía.

Ella asintió, hipnotizada por la bellezade aquella voz líquida y seducida por lapromesa de no conocer ni el dolor ni ladebilidad, de ser perfecta, de nopermitir que por ningún resquicio de suarmadura penetrase el horror del mundo.El demonio tendió una mano provista degarras, y ella la tocó.

—Se avecina una era de sangre yoscuridad, una época de terror y cólera.Muy pronto, los ejércitos de los cuatroGrandes Poderes avanzarán desde losdesiertos polares, y el destino de este

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mundo será decidido mediante acero yhechicería oscura. El bando ganadorquedará en posesión de este mundo,amada mía, que será dominio eterno delos vencedores. Este planeta serálimpiado de asquerosa humanidad, puestendremos que remodelarlo todo anuestra imagen. Tú puedes estar en elbando victorioso, amada mía, ser uno desus privilegiados paladines. Lo únicoque tienes que hacer es ser fuerte yconsagrarle tu fuerza a nuestro Señor.¿Deseas eso?

En ese momento, mientras miraba losardientes ojos de la criatura y oía lasedosa calidad persuasiva de su voz,sintió que no le cabía duda alguna.

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—¿Quieres unirte a nosotros, amadamía?

—Sí —jadeó ella—. Sí.

—En ese caso, la niña debe morir.

* * *

Justine atravesó la multitud de susseguidores para ocupar su sitio en eltrono de madera tallada, y una vez en élapoyó la espada desnuda de través sobresus piernas y se encaró con los máspoderosos de la horda, los gors. Laespada era para todos los presentes unrecordatorio de cómo gobernaba ella, un

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símbolo desnudo de su poder. Contabacon el favor del dios demonio, y laexpresión de ese favor era el poder queejercía. Era probable que a los hombresbestia no les gustase, pero tendrían quetolerarla hasta que uno de ellos, deacuerdo con su primitivo código,pudiera vencerla en combate singular. Yninguno la desafiaría si tenía un pocodel sensatez, pues todos conocían laprofecía de Kazakital, hecha cuando ellafue ascendida a las filas de guerrerosdel Caos. Todos sabían lo que habíadicho el demonio: que ningún guerrerola vencería jamás en combate. Todoshabían sido testigos de esa verdad,aunque, de todas formas, eran hombresbestia y desafiar a su líder constituía

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para ellos un propósito instintivo.

Esa noche ella casi deseaba que uno seatreviera a intentarlo, pues su sed desangre era enorme, como sucedíasiempre que hablaba con su patrón. Miróla tela sobre la que descansaban loshombres bestia: un enorme tapiz que ellarecordaba haber visto anteriormentecubriendo toda una pared. En él se veíanescenas de batalla y caceríapertenecientes al pasado de la familiaKlein; entonces estaba cubierto por elfango y las hojas de árboles que habíaen el suelo del calvero, y sucio por losexcrementos de los propios hombresbestia. Ordenaría que la quemaran, puesno quería que quedase nada que pudiera

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recordarle a alguien la existencia de lafamilia Klein.

El hecho de ver las cabezas de animalesde sus seguidores apoyadas conindolencia sobre la posesión favoritadel conde Klein le recordó lo mucho quehabía cambiado el mundo desde aquellamañana funesta en que huyó deldormitorio de Hugo hacia lasprofundidades del bosque.

La escena que entonces tenía ante losojos era como algo salido de losgrabados de pesadilla del artistademente, Teugen: enormes animalesastados y ataviados con armaduracaminaban entre los retorcidos árbolesdel oscuro bosque. Parecían una maligna

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parodia del ideal caballeresco, untrastorno del orden natural de las cosas,como si las bestias del bosque sehubiesen alzado para desposeer a losadvenedizos humanos, como acabaríanpor hacer. Los servidores del Caosderrocarían todos los reinos de loshombres, y ella ya había comenzado. Amedida que se propagara la noticia desus victorias, serían cada vez más losservidores del Caos que acudirían areunirse bajo su estandarte, y prontotendría un ejército enorme, y todo elpoder del Imperio temblaría. Por algúnmotivo, aquella perspectiva ya no laemocionaba como lo habría hecho enotra época. Descontenta, apartó a unlado el pensamiento.

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Miró a los capitanes de su futuroejército y se preguntó qué órdenes debíadarles. Los recorrió con ojoscalculadores mientras se preguntabacuándo y de dónde surgiría el primerdesafío a su liderazgo. Podría procederde cualquiera de ellos, puesto que erantodos gors, el tipo de hombres bestiamás grandes y poderosos, y los másviolentamente ambiciosos.

Vio la actitud afectada que adoptabaHagal, cuyos cuernos de macho cabríobrillaban recubiertos de oro y sureluciente pelaje rubio relumbraba a laluz del fuego. De todas las bestias que laseguían, pensaba que él era el que conmás probabilidad la desafiaría;

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instigaría el Choque de Cuernos. Susespías le habían dicho que era el quemás ruidosamente se quejaba cuando sereunían en torno a los fuegos decampamento; opinaba que era antinaturalque los liderase una hembra. Era el máshosco, el que siempre cuestionaba susórdenes, aunque nunca hasta el punto deque ella se viese obligada a retarlo. Noobstante, él aguardaba el momentoadecuado, quizá con la esperanza de queella se debilitaría, pues si se enfrentabanen combate entonces, sabía que ganaríaJustine.

Contra Lurgar, Justine estaba menossegura de la victoria, pese a la profecía;el enorme ser de pelaje rojo y cabeza de

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toro era el más salvaje de sus guerrerosa la hora de la batalla, un frenéticobebedor de sangre, cuya ansia de matarse veía sólo superada por su hambre decarne humana. Era una figura mortalcuando se apoderaba de él la locura dela lucha, y Justine casi temía un desafío,pero pensaba que era improbable que laretara, a menos que alguien le metiera laidea en la cabeza. El hombre toro erademasiado estúpido como para tenerexcesivas ambiciones, y se contentabacon seguir a cualquier líder queprometiese enemigos con los que luchary comida para alimentarse. De todasformas, aunque no era un líder natural,constituía una herramienta perfecta paraque cualquier otro decidiese gobernar

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por medio de él.

Y, a su lado, se encontraba alguien queobviamente pensaba eso mismo: el viejochamán, Grind. Para ser un hombrebestia, Grind era inteligente y poseíacierta astucia, lo que entre los corruptospasaba por ser erudición. Podía tirar loshuesos y leer presagios, hablar conespíritus e interceder ante los PoderesMalignos. En los tiempos precedentes alascenso de Justine al poder, era él quienhacía el sacrificio para Kazakital, elPríncipe Demoníaco. Pero el gordo torode blancas melenas estaba demasiadoviejo para engendrar muchos hijos en elGran Celo, y por tanto, no podíaconvertirse en líder de la partida de

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guerra. Justine sabía que eso no leimpedía estar resentido con ella porimponerse a la condición de él comoautoridad de la tribu, ni simplementeodiarla por ser hembra, y no ignorabatampoco que no podía permitirse el lujode subestimarlo; de eso, no le cabíaduda. El chamán estaba lleno de rencory malicia, y sus palabras influían enmuchos de los soldados rasos delejército de bestias.

Tryell el Sin Ojos no era ningunaamenaza real; el gran guerrero dedignidad heroica estaba marcado por lapiedra de disformidad. No tenía ojos,pero podía ver tan bien como cualquierotro, y, como alguien marcado por el

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Caos, sentía un miedo tremendo anteJustine por considerar que contaba conel favor especial del dios. Sólo vivíapara matar y añadir ojos nuevos a sucolección.

Luego estaba Malor Melena Gris, a cuyopadre había matado Justine para asumirel liderazgo de la horda. Si el jovensentía algún resentimiento, lo ocultababien. Seguía las instrucciones de ella alpie de la letra, luchaba bien ydemostraba tener una sensata capacidadde juicio. A menudo sus planes eranmejores que los de caudillos que ledoblaban la edad, y ya era un granguerrero, aunque aún no tenía la fuerzaplena de la flor de la vida. Que los otros

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refunfuñaran y dijeran que él eramiembro del consejo sólo debido a laamistad que le profesaba a ella. Justinesabía que algunos incluso murmurabanuna abominable mentira: asegurabanque, secretamente, era su pareja. Lamujer sabía que él se había ganado elpuesto por méritos propios y que ellugar que ocupaba estaba plenamentejustificado por sus hazañas.

De todos aquellos que comandaba,pensaba que sólo podía depositar ciertaconfianza en los guerreros del Caos denegra armadura que había reclutado enlas Tierras Desoladas, mucho antes deregresar al bosque. Habían hechojuramento de servirla, y, de alguna

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forma, ella deseaba que estuviesen allíen ese momento para proporcionarlealgo de apoyo; pero se encontrabanausentes. Esa noche se hallaban en lasprofundidades del bosque, dondellevaban a cabo sus propios ritos,destinados a propiciar el ingeniodemoníaco, al que dotaban de sangre yalmas en preparación de las durasbatallas que se avecinaban.

Los hombres bestia alzaban ojosexpectantes hacia ella, un semicírculo derostros animales, cuyos ojos mostrabantanto inteligencia humana como lujuriainhumana, y de pronto se alegró de tenerla espada tan a mano. Se sentía aislada yfuera de lugar en aquel sitio y, como

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siempre antes de que diera comienzo lareunión del consejo, experimentó unestremecimiento de expectación.¿Sucedería entonces? ¿Alguien laretaría?

Se preguntó qué órdenes les daría.Nunca había pensado en lo que iba ahacer más allá de ese punto, y las dudasque hasta ese momento la habíanacometido, se redoblaron. Había vividopara la venganza, y después de haberlallevado a cabo, se sentía vacía. Cuandohablaba con Kazakital resultaba fácil serfirme en el propósito, sentir lealtadhacia su causa, pues el PríncipeDemoníaco tenía un efecto casihipnótico sobre ella; pero cuando él

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desaparecía, las dudas regresaban. Sepreguntó si realmente quería lo mismoque quería él, ya que había logrado suprincipal propósito con la muerte deHugo.

Se dijo que era sólo el cumplimiento deun deseo abrigado durante largo tiempolo que hacía que se sintiese así. Durantesiete años la había impulsado lavenganza, y entonces ese ímpetu la habíaabandonado tras la muerte de sutorturador. No obstante, era natural quese sintiese vacía después de tantos años,así que se obligó a concentrarse y asentir el deseo de poder e inmortalidadque experimentaba con tanta facilidad enpresencia de su demoníaco amo. Se

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asomó ligeramente a ese sentimiento, yeso le bastó.

—Hemos acabado con nuestras primerasvíctimas —les dijo con voz poderosa—,pero queda una superviviente. Según lasórdenes recibidas, debe morir. Lo exigenuestro Señor.

—Debemos buscar más sitios dehombres; matar más —declaró Hagal almismo tiempo que miraba a su alrededorcon sus ojos dorados—. ¿Por quépreocuparnos por una solasuperviviente?

Grind dio unos golpecitos en las losasdel suelo con un báculo tallado en unfémur humano.

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—Dejadlos que vivan, que hagan correrel rumor. Con el rumor llegará el miedo,y el miedo es nuestro amigo.

«Siempre este constante ponerme aprueba —pensó ella—. Siempre esteconstante rondar en busca de algunadebilidad.» Incluso las cuestionessencillas se transformaban en pequeñasescaramuzas, ya que los hombres bestiaintentaban aumentar su propia dignidad acosta de los otros. Su sociedad sebasaba en la jerarquía de la fuerza;demostrar debilidad, cualquier clase dedebilidad, era una merma para elprestigio.

—Porque lo exige nuestro Señor; porqueel rojo Kazakital, el Elegido de Khorne,

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dice que debemos hacerlo.

Malor volvió su mirada gris hacia Grindy Hagal.

—¿Y por qué lo exige nuestra líder,Justine?

—¿Quién eres tú para cuestionar lasexigencias de nuestra líder? —lepreguntó Tryell directamente a Hagal.«Así que el rumor sobre la hostilidadque había entre ellos es cierto», pensóJustine. Perfecto; eso reforzaba supropia posición.

—Yo no cuestiono a nuestra líder, sinola necesidad de buscar a un solo humanocuando podríamos encontrar docenas de

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ellos. ¿Estás tan ansioso por encontrar ala niña porque le perdonaste la vidaanoche?

—¿Quién te ha dicho eso? —preguntóTryell, con una precipitación excesiva—. ¿Quieres que nos batamos?

Justine tuvo la sensación de que Tryellintentaba encubrir aquel asunto, aunqueno le importaba porque también ella lehabía perdonado la vida a la niña. ¿Oera a eso a lo que pretendía llegarHagal? ¿Era aquello una crítica sutil,dirigida contra ella? No le conveníapermitir que la pelea continuara. SiTryell mataba a Hagal, perfecto, pero silas cosas salían al revés, perdería unauténtico aliado entre los caudillos de

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los hombres bestia, y dudaba de quepudiera encontrar un sustituto.

—No habrá ningún reto —declaró convoz suave, pero lo bastante fuerte comopara que la oyeran todos los presentes—. ¡A menos que sea conmigo!

La reunión guardó silencio en espera dever si alguien la emplazaría para elChoque de Cuernos, y Justine vio queGrind se lamía los labios conexpectación. Miró a Hagal a los ojos yse dio cuenta de que, por un momento, élse sintió tentado de aceptar el desafío.Por un instante, sostuvo la mirada deella, y a los ojos del hombre bestiaasomó la sed de sangre al mismo tiempo

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que su mano se desplazaba paradescansar sobre el puño de su arma.Ella sonrió con la esperanza deprovocarlo para que la retara, pero alfinal él pareció pensárselo mejor, y bajóla cabeza.

—Muy bien —declaró ella en tonoterminante—. Tryell, llévate a tusguerreros y encuentra a la niña que tieneel pelo como el mío. Se la ofreceré yomisma a Kazakital. El resto de vosotros,reunid a vuestros soldados, porquevamos a marchar hacia la siguienteciudad humana, donde hallaremosdignidad matando más hombres.

Todos asintieron en señal de aprobacióny se marcharon. Justine se quedó a solas

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con sus pensamientos en el gélidocalvero, mientras se preguntaba quéharía cuando le trajesen a la niña.

* * *

—¡Despierta, humano! ¡Algo se acerca!

Félix salió del sopor con la mente aúnenvuelta en restos de sueñosinquietantes, sacudió la cabeza paradespejársela y sintió dolor en el cuello yla espalda a causa de haberse acostadosobre el frío suelo del bosque. El helorhabía atravesado el aislamiento que leproporcionaban las hojas de los árbolesy había drenado la fortaleza de su

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cuerpo. Se puso de pie con lentitud, sefrotó los ojos soñolientos y, con tantosigilo como pudo, desenvainó la espaday miró a su alrededor.

Gotrek se encontraba de pie cerca de él,como una sólida estatua que estuvieracongelada ante la mortecina luz delfuego que se extinguía. El resplandorrojo de las brasas se reflejaba en la hojadel hacha, y parecía que el enano teníaentre las manos un arma pintada desangre.

Félix alzó los ojos hacia el cielo, y vioque las lunas ya casi se habían puesto.Afortunadamente, el alba no estabalejos.

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—¿De qué se trata? —preguntó, pero lavoz se le atascó en la garganta y saliócomo un susurro rasposo. No necesitabaver la postura de alerta del enano parasaber que algo iba mal, pues en elbosque había un aire de callada amenazaque hasta él podía percibir.

—¡Escucha!

Félix obedeció, y forzó el oído paracaptar cualquier sonido insólito. Alprincipio, sólo pudo oír los fuerteslatidos de su propio corazón. Nopercibía nada fuera de lo normal, sólolos zumbidos y cantos de los insectosnocturnos y el susurrar de la brisa en lashojas de los árboles. Pero luego, desdealgún lugar distante, le llegó el

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murmullo de unas voces tan quedas quepodrían haber sido un simple productode su imaginación. Miró al Matatrolls enese momento, y el otro asintió.

Félix volvió la cabeza para ver quéhabía sucedido con Kat, y vio quetambién ella estaba despierta y seencontraba sentada y encorvada junto ala hoguera. Sus ojos se abrían de par enpar y parecían asustados a la luz delfuego. El poeta rogó que el sol salierapronto; apartó la mirada del fuego y lavolvió hacia las sombras, decidido a novolver a menoscabar su visión nocturna.

—Kat, echa más leña al fuego —dijo envoz baja, y experimentó una tentación

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casi abrumadora de volverse para ver silo había obedecido, pero luchó contra lamisma y se sintió aliviado al oírmovimiento tras de sí y el crepitar de lamadera que prendía. Las sombras seretiraron con rapidez y la isla de luz enque se encontraban se extendió hastaabarcar la zona más cercana del bosque,donde los árboles parecían titanesmonocromáticos en la mortecinailuminación.

El poeta permanecía completamenteinmóvil. A despecho del helor de lanoche, el sudor le corría por la espalday humedecía sus ropas; tenía las palmasde las manos resbaladizas, sentía que lafuerza abandonaba su cuerpo, y

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experimentó el impulso de huir de lo quefuese que se aproximara, que, sin duda,no hacía ningún intento de avanzar consigilo.

A lo lejos, pudo oír pesados pasos, y enun momento le llegó un quejido. Losmúsculos del estómago se le habíanpuesto tensos y en el vientre tenía unasensación de estremecimiento, deconmoción. La incauta aproximación delos enemigos delataba una confianzaabrumadora. ¿Estaría a punto de conocera los destructores de Kleinsdorf?

Lo más extraño fue que comenzó aexperimentar el impulso de avanzar endirección al ruido, de investigar, de nolimitarse a permanecer junto al fuego

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como un carnero que aguarda susacrificio. Para calmarse, blandió unascuantas veces la espada a modo deexperimento. El arma silbó al hender elaire, y las ranas de la hoja relumbraroncon mayor brillantez, como expectantesante el conflicto que se avecinaba. Elejercicio de los músculos y la alacridadde la espada encantada con empuñaduraen forma de dragón tuvieron la virtud derelajarlo un poco, y en sus labios sedibujó una sonrisa. Si moría allí, nomoriría solo.

Su confianza se desvaneció cuando entrelos árboles resonó un coro de aullidosprocedente de media docena detriunfantes gargantas bestiales. En la

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oscuridad que precede al alba, erancomo ecos de sus pesadillas, de cosasque había allí afuera, cosas con las queno deseaba enfrentarse. Losperseguidores sabían que estaban cerca,y se preparaban para irrumpir y matar.Félix tuvo ganas de lanzar el arma yechar a correr; las fuerzas salieron de élcomo el vino de un vaso volcado. A susespaldas, Kat gimoteó, y él oyó ruido deun movimiento sigiloso, como si la niñase arrastrara para ponerse a cubierto.

—Calma, humano. Hacen eso paraasustar a sus enemigos, para debilitarlosantes de la matanza. No permitas que tedomine el miedo.

La tronante y serena voz de Gotrek era

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casi tranquilizadora, pero Félix no pudoevitar el pensamiento de que, conindependencia de lo que sucediera, elresultado sería aceptable para elMatatrolls. O bien vencería a losatacantes o, más probablemente, hallaríauna muerte heroica. El poeta se preguntósi aquél no sería un momento adecuadopara señalar que, si él no sobrevivía, noquedaría nadie que pudiese dejarconstancia del glorioso fin de Gotrek. Susentido del humor lo hizo reírquedamente, y oyó que el Matatrolls sele aproximaba.

Tenían a los enemigos prácticamenteencima, pues entonces oía el arenosoraspar de sus pies sobre el sendero. No

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podían encontrarse a más de cien pasosde distancia, y Félix miró a su alrededorpara buscar un sitio donde ponerse acubierto. Debajo del árbol más grandehabía una zona de arbustos, y sepreguntó hasta qué punto seríarecomendable ocultarse entre ellos ysalir luego para tomar por sorpresa a losque se acercaban, o no salir para nadacon la simple esperanza de que losengendros del Caos no lo encontrasen;pero se dio cuenta de que para él era unaesperanza muy tenue.

—Kat —susurró al mismo tiempo queseñalaba con la punta de la espada hacialos escaramujos—. Ocúltate allí. ¡Sialgo nos sucede a Gotrek y a mí, quédate

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escondida!

Se sintió gratificado cuando vio que lapequeña silueta se precipitaba hacia losmatorrales, se tendía sobre el vientre yreptaba hasta perderse en el sotobosque.De ese modo, tal vez tuviese algunaposibilidad de sobrevivir si ellosperecían.

«¿Cómo nos habrán encontrado?», sepreguntó. ¿Era simple mala suerte?¿Serían una partida de exploradores quehabía tropezado con ellos? ¿Habríaquizás en juego algún tipo de hechiceríamalévola? Cuando el Caos estabainvolucrado, nunca podía saberse. Porun momento, se permitió la fantasía deque no era más que un error, que se

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trataba de un grupo de comerciantes queles darían cobijo; pero sabía que sólolos muertos o sus asesinos marcharíande noche por el camino de Kleinsdorf, yese pensamiento hizo que seestremeciera.

El sonido de los pasos estaba entoncestan cerca que tuvo la sensación de quelos perseguidores aparecerían ante suvista de un momento a otro, y deseó quelas lunas ponientes se librasen de lasnubes que las cubrían y leproporcionaran más luz. Como si Sigmarhubiese atendido a su plegaria, se abrióuna brecha en el dosel de nubes, yentonces deseó que eso no hubiesesucedido.

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La misteriosa luz plateada de Mannsliebse mezclaba con el resplandor de tonosangre de la luna de la brujería,Morrslieb, y luego se filtraba a través delas copas de los árboles para caer sobreel rostro de quienes los acechaban:aberraciones procedentes de los másdisparatados confines de sus pesadillas.

En cabeza iba un mutante sujeto con unatraílla, que avanzaba agachado muycerca del suelo, olfateando el sendero;era el autor del sonido resollante queFélix había oído. Tenía un rostroperruno sin pelo y una nariz enorme, y elcollar de púas que le rodeaba el cuelloestaba unido a una pesada cadena deacero, cuyo otro extremo sujetaba un

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poderoso hombre bestia con cabeza demacho cabrío. Poseía una musculaturadescomunal; sobre los hombros llevabauna capa de cuero, y le rodeaba elcuello un collar que parecía compuestopor ojos desecados. No tenía ojospropios, sino sólo una extensión decarne blanca en las cuencas. Noobstante, caminaba como si fuese capazde ver, y Félix se preguntó qué hechizode Caos permitía algo semejante. En laotra mano llevaba una enorme porra conla punta provista de púas; el extremo seveía rodeado por coaguladas sustancias,en cuya naturaleza Félix prefería nopensar.

Detrás de él, avanzaban sus secuaces:

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pequeñas versiones hechas según elmismo monstruoso patrón, musculososgigantes encorvados que llevaban lanzasy espadas herrumbrosas. Unos ojosbestiales, que el fuego tornaba rojos, losmiraban con ferocidad desde cabezas demacho cabrío y venado. Aparte dellíder, ninguno presentaba estigma obvioalguno de futura mutación. La visión deaquello le puso a Félix la carne degallina, y el pensamiento de lo quehabían hecho en el poblado la nocheanterior lo inundó a la vez de miedo ycólera.

El líder sin ojos se detuvo para hacer asus seguidores un gesto con una inmensamano de prominentes nudillos, y éstos

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entraron en el claro y formaron unsemicírculo ante el hombre y el enano.Félix se colocó en posición de ataque, yobligó a sus músculos a relajarse comole había enseñado su profesor deesgrima. Intentó aquietar la mente,calmarse, pero ante aquellos enormesmonstruos le resultó imposible.

Durante un largo rato, el hombre y labestia se miraron con ferocidad a travésdel umbrío calvero, y Félix se obligó afijar la vista en los ojos del cabeza decabra más cercano. «Voy a matarte»,pensó con la esperanza de intimidar a lacriatura, pero la boca de animal se abrióy le sacó la lengua mientras en loslabios aparecían pequeñas motas de

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espuma. Daba la impresión de estarburlándose del poeta. «Bueno, entoncestal vez no lo haga», pensó Félix, ysonrió.

Tenía ganas de mirar a Gotrek para verqué iba a hacer el Matatrolls, pero no seatrevía a apartar la vista de susoponentes porque temía que pudiesenatacar con celeridad sobrenatural simiraba para otro lado. Eso era lo peorde enfrentarse a enemigos de naturalezadesconocida: ¿quién sabía de quépodían ser capaces?

Los nombres bestia manteníanposiciones como si no supieran muybien qué hacer ante dos oponentesimpertérritos, y se miraban unos a otros

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entre divertidos e indecisos. «Tal vezestén decidiendo quién tendráprioridad sobre la carne de laspresas», pensó Félix. De pronto, se leocurrió que era extraño que unos serescon una reputación tan horrenda comocomedores de carne humana tuvierancabezas de herbívoro, y se le ocurrióque quizá se trataba de una broma de losPoderes Malignos.

—¿Preparado, humano? —La voz deGotrek parecía notablemente lúcida parapertenecer a un loco frenético que estabaa punto de entrar en combate. El tono eraprofundo y sereno, equilibrado, y notransmitía ni una pizca de emoción.

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—Tanto como podré estarlo jamás.

Félix apretó el puño de la espada hastael punto de sentir dolor, y los músculosde los antebrazos se le pusieron tanrígidos como bandas de acero. Cuandooyó la salvaje risotada del Matatrolls,también él cargó para enfrentarse alenemigo.

* * *

Kat se desplazó bajo los matorrales. Noquería hacerlo, pero la fascinación delhorror la impulsó a mirar otra vez haciael exterior. Sabía que las bestias seacercaban, podía sentirlo, pues el aire

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transportaba la misma sensación quehabía percibido la noche anterior. Miróa sus dos benefactores y sintió pena porellos, porque iban a morir. Pese a que suaspecto era atemorizador, habíanintentado ayudarla y no merecían lamuerte que les darían las bestias.

Miró a Félix y vio que sus hermosasfacciones se debatían entre el miedodesesperanzado y la exultación salvaje.Comprendía cómo podía suceder eso,porque ella se había sentido igualcuando Karl conducía su carro a unavelocidad excesiva por el camino llenode raíces que afloraban; era una especiede comezón, de estar entusiasmada,asustada y feliz al mismo tiempo. Sin

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embargo, Félix no parecía muy feliz, yésa era la diferencia.

El enano sí que lo parecía, pues unasonrisa contorsionaba sus rasgosbrutales y dejaba a la vista los espaciosvacíos de los dientes que le faltaban.Kat estaba segura de que se había dadocuenta de que lo miraba, porque sevolvió hacia ella y le guiñó el ojo sano,lo que hizo que la niña pensara que, obien no tenía miedo, o bien era un actorexcelente.

Los dos parecían valientes a su manera,y al mirar las muy usadas armas queblandían supo que tenían que ser ambosgrandes guerreros. Las runas de laespada de Félix relumbraban con un

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fuego interior, como el arma encantadade un cuento. El hacha de Gotrek parecíacapaz de derribar un árbol de un sologolpe, pero ella sabía que, al final, esocarecería de importancia, porque ambosestaban condenados. Las bestias seencargarían de que así fuese.

Poniendo en peligro su seguridad,profirió un grito ahogado cuandoentraron en el claro. El líder, el quesujetaba al mutante con una cadena, erael mismo que le había perdonado la vidala noche anterior en la posada. Sabíaque había ido hasta allí a buscarla aella, sólo a ella, para enmendar el errorcometido. Sus seguidores eran algunosde los que habían asolado el pueblo de

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Kat, todos muy grandes, más altos queFélix y más pesados que Gotrek. Al vera los dos guerreros que se encontrabande pie junto al fuego, se dio cuenta de lodesigual que sería aquel combate dehombres contra monstruos; superados ennúmero y fuerza física, no tendrían lamás mínima posibilidad de vencer.

Durante un segundo permanecieroninmóviles los unos frente a los otros y,atrapada en lo trágico de la situación,Kat olvidó sus temores y contuvo elaliento. Gotrek tenía las piernasflexionadas como una enorme gárgola ysujetaba el hacha sin esfuerzo aparente.Félix había adoptado la postura clásicadel esgrimidor que una vez le había

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visto adoptar al noble Hugo mientraspracticaba. Ante ellos se encontrabanreunidas las bestias con desgarbado airede seguridad, mientras sujetaban lasarmas descuidadamente.

—¿Preparado, humano? —oyó quetronaba la voz de Gotrek.

—Tanto como podré estarlo jamás —respondió Félix.

Vio que el Matatrolls pasaba un dedopulgar por el filo del hacha, hasta que enel mismo apareció una gota de sangre;oyó su risa demente y lo vio cargar.Félix lo siguió, y ella, viéndose incapazde soportar cómo los hacían pedazos,cerró los ojos.

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Oyó un sonoro crujido y un alarido dedolor, y supo que era el enano. Era elprimero en morir. Luego le llegó eltintineo del acero contra el acero y unosroncos gruñidos de esfuerzo, seguidosde otros gritos de dolor. Félix tambiénhabía caído. Pero los sonidos de luchacontinuaron durante más tiempo del queella habría creído posible, aunque porúltimo se apagaron, tal y como sabía queiba a suceder. Completamente poseídapor el terror, abrió los ojos paraenfrentarse con su fin.

* * *

Félix cargó, y ante sí vio que el

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Matatrolls saltaba a un lado paraesquivar una lanza dirigida contra él.Gotrek cogió el asta de la lanza con lamano izquierda, la deslizó por el arma yla mantuvo inmóvil al mismo tiempo queavanzaba. Una vez que tuvo al hombrebestia al alcance de su hacha, le lanzó ungolpe que le partió la cabeza como sifuera un melón. Se oyó un crujido y unestrangulado grito de dolor. «Bien —pensó Félix—, uno menos del quepreocuparse.»

Se trabó en combate con unamonstruosidad que esgrimía unacimitarra contra la que tintineó suespada y melló el acero oxidado de lamisma. La criatura era fuerte, pero

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carecía de destreza, y la espadaencantada de Félix, con vida propia,penetró la guardia del hombre bestia,que, en cuestión de segundos, yasangraba por varios tajos menores.Profirió un bramido furioso y le lanzó aFélix un tajo que podría haberlo cortadoen dos, pero él saltó hacia atrás y lodesvió, desesperado. Cuando entraronen contacto las armas, saltaron chispas,y el brazo del poeta quedó entumecido acausa del impacto.

Alzó la vista hacia el rostro de la bestiay vio que tenía los labios moteados deespuma y que en sus ojos danzaba lademencia. Volvió a atacar al hombre,trazando con la cimitarra un arco

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borroso en el aire. Por reflejo, Félix seagachó y avanzó al mismo tiempo queimpulsaba su espada hacia lo alto. Lastibias entrañas de la bestia sederramaron sobre sus manos, y éstaretrocedió con paso tambaleantemientras intentaba sujetarse losintestinos con una mano y gimoteabacomo un cerdo degollado.. El otrohombre bestia se había recobrado de lasorpresa de ser atacado, y saltó a larefriega.

Cargó, entonces, con la cabeza gacha ydirigió la lanza a un punto situado a unosquince centímetros detrás de la espaldade Félix, pero resbaló con las entrañasde su compañero y cayó a los pies del

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poeta. El joven dirigió al cielo unaplegaria de agradecimiento a Sigmar ylo decapitó de un solo tajo; luego sevolvió barriendo el aire con la espada, yacabó con la agonía del otro.

Gotrek ya había puesto fin a la vida desus dos enemigos menores y seencontraba trabado en duelo con elhombre bestia que lideraba el grupo. Elrastreador mutante había desaparecidode la vista, y el poeta dedujo que habríahuido. Al contemplar la escena de lacarnicería, reconstruyó lo que debíahaber pasado. La sorpresiva carga delMatatrolls había consistido en dostremendos tajos certeros: el primerohabía partido un cráneo, y el segundo

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había hendido un costillar. Pero labestia sin ojos estaba hecha de unmaterial más recio.

El hacha y la porra se movían de un ladoa otro con una velocidad que las hacíaborrosas, y volaban chispas al golpearel metal estelar contra las púas de acerodel extremo de la porra. La bestia eramás grande, pero también más lenta, y elimpacto del hacha del Matatrolls lahacía retroceder con cada golpe. Félixse preguntó si debía ayudar a Gotrek,pero decidió que no. Gotrek no se loagradecería, y la posibilidad de recibiraccidentalmente un tajo de aquella hacharesultaba demasiado atemorizadora.

La bestia lanzó un tremendo golpe

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desesperado a la cabeza del Matatrolls,pero Gotrek retrocedió de un salto yatrapó la cabeza de la porra con la curvade la hoja de su hacha, para luego, conun tirón velocísimo, arrancar el arma delas manos del hombre bestia y dejarloindefenso.

En el rostro del enano había unaexpresión de fría furia que Félix jamásle había visto antes. En ella no quedabani rastro de misericordia; sólo cólera einflexible determinación. Gotrek leasestó un tajo en una pierna que loderribó, mientras la sangre manaba porla herida que le había cercenado lostendones. La criatura profirió un agudochillido de dolor y rodó sobre sí misma.

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Mientras lo hacía, el hacha ancestraldescendió como la de un verdugo y lacabeza del hombre bestia sin ojos seseparó del cuello, al mismo tiempo queel monstruo se estremecía y sedesplomaba sin vida.

El Matatrolls escupió sobre el cadáver,y luego sacudió la cabeza como sisintiera asco.

—Demasiado fácil —sentenció—.Espero que la guerrera de Caos sea másdura.

Secretamente, el poeta abrigaba laesperanza de que nunca llegara elmomento de descubrirlo.

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* * *

Félix marchaba con paso alegre. No seencontraba cansado a pesar de la faltade sueño de la noche anterior, y elterreno difícil que atravesaban no loacobardaba. Respiraba profundamente ydisfrutaba, incluso, del aire estancado yde los aromas del húmedo bosque. Almenos, aún era capaz de respirar.

¡Todavía estaba vivo! El sol se filtrabaa través de las hojas de los árboles yatrapaba diminutas motas de polvo, a lasque hacía danzar como luces encantadas.Tenía ganas de tender una mano yrecoger un puñado de ellas, como sifuesen un polvillo mágico. Por un

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momento, el bosque se vio transformadoy atravesaron un soto encantado dondecrecían setas de unos treinta centímetrosde alto a la sombra de los enormesárboles. En ese instante, no teníanaspecto siniestro, sino que eran unapromesa de la continuidad de la vida.

Todavía estaba vivo. Repetía esa frasepara sí como un mantra. Habíaatravesado el terror y salido por el otrolado, y sus enemigos, los monstruos quehabían querido matarlo, estabanmuertos. Y él aún se encontraba ahí parasentir el sol, llenarse los pulmones deaire y mirar a Gotrek y Kat, queavanzaban colina abajo con precaución,poniendo los pies sobre las piedras que

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sobresalían del fango de la sendaempinada y resbaladiza.

Sus sentidos se habían agudizado y sesentía más vivo y lleno de energía quenunca. Era simplemente un deleite estarallí.

Las telarañas destellaban con las gotasdel rocío de primeras horas de lamañana, los pájaros cantaban y, portodas partes, la agitación de la vidacolmaba el bosque. Los animalespequeños se movían a través de lamaleza, y Félix se detuvo para dejar queuna serpiente atravesara el sendero sinhacer intento alguno de matarla. Esamañana tenía una noción clara de lopreciosa y frágil que era la vida.

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La lucha con los hombres bestia le habíahecho entender con qué precariedad seaferraba a la vida, qué fácil era cortar lacuerda que lo mantenía sujeto a laexistencia. Podía haber sido él quienyaciera en una tumba fría sin marcas o,más probablemente, llenara el estómagode un hombre bestia. La diferencia lahabían marcado un poco de suerte, unalgo de destreza y el correcto uso de laespada, ya que todo habría podido salirde modo muy diferente. De habercometido un solo error, tal vez ya no seencontraría allí para disfrutar de aquellagloriosa mañana. Podría estardeambulando por el gris reino neblinosode Morr, o sumido en la inconsciencia,

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que, según algunos eruditos, era lo únicoque había tras la muerte.

Sabía que ese pensamiento deberíahaberle causado temor, pero no lo hizo.En ese preciso momento y lugar, erademasiado feliz. Repasaba mentalmentecada golpe de la lucha y recordaba losmovimientos casi con amor. Se sentíaexultante; se había medido con enemigospoderosos y había logrado vencer, asíque ese día el bosque no podíaasustarlo.

Comprendía que aquella sensación eraartificial, pues había sentido algoparecido en muchas ocasiones despuésde la lucha, y sabía que se desvaneceríapara ser reemplazada por el horror y la

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culpabilidad ante lo que había hecho;pero de momento podía evitarlo. Se veíaobligado a reconocer que, de un modoextraño, había disfrutado con la batalla.La violencia le había resultado atractivaa una parte oscura de su personalidad,una parte que, por lo general, manteníaoculta, incluso ante sí mismo. Por unmomento, pensó que casi podía entendera los seguidores del dios de la Sangre,Khorne, que eran adictos alderramamiento de sangre, el combate yla emoción. Era imposible que existieraemoción más grande que la de jugarse lavida. No había apuesta más alta,excepto, quizá, la de jugarse el alma.

Aquella idea lo hizo reflexionar, pues se

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dio cuenta de que sus pensamientoshabían estado conduciéndolo por elcamino del pecado. Tal vez todosaquellos que se habían vendido a losPoderes Malignos habían comenzado deesa misma forma, complaciéndose en supropia faceta oscura. Ya había vistoadónde conducía esa senda, así que dejóque su mente cambiara de rumbo.

Más adelante, Gotrek se detuvo parainspeccionar unas huellas que había enel fango. Félix especuló que, tal vez, sucompañero era demasiado adicto a labatalla y quizá, por eso, tenía aquellapeculiar vocación: posiblemente lohiciese tanto para su propia gratificacióncomo por la expiación de los pecados

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que había cometido. ¿Por qué otromotivo podía alguien seguir un caminotan extraño y que conducía por senderostan oscuros? Quizá los motivos delMatatrolls eran menos nobles y trágicosde lo que él pretendía.

El poeta suspiró al pensar que jamás losabría. El enano era un extraño para él,producto de una sociedad diferente, conun código ético distinto al suyo, quizásincluso con imágenes diferentes delmundo vistas a través de sentidosdistintos. Dudaba de que lograsecomprender alguna vez a Gotrek, ya que,en cada ocasión que sentía que estabacerca de conseguirlo, la comprensión sele escapaba. El enano era diferente,

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fuerte en sentidos que Félix nuncapodría agudizar, valiente más allá de lacordura y, aparentemente, inconscientedel dolor y la fatiga.

¿Acaso, por eso, lo seguía Félix?¿Porque lo admiraba y deseaba sercomo él? ¿Para tener su certidumbre y sufuerza? Desde luego, su vida habría sidomuy diferente si aquella noche deborrachera en Altdorf no hubiese hechoel juramento de seguir al enano. Tal vezhabría sido más feliz, aunque, por otrolado, no habría visto ni la mitad de lascosas que había visto, para bien o paramal. En algunas ocasiones, el Matatrollsparecía su propio demonio personal,enviado para trastornar su vida y

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conducirlo hacia las tinieblas.

Descendía con cautela por la pendientey miraba dónde ponía los pies; sentía lasduras rocas a través de las finas suelasde cuero de las botas. Al llegar al pie dela colina, vio qué estaban mirandoGotrek y Kat. El sendero se bifurcaba endos ramales y en el de la derecha habíaun mojón leguario; no era la habituallosa de piedra colocada para marcar loscaminos del Imperio, sino un simpletrozo de un tronco de árbol. Félix leyólo que había escrito en él.

—Así que dentro de un par de horasestaremos en Flensburgo —comentó.

—Si aún está de pie, humano —

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respondió Gotrek, y escupió.

—¡Ojalá fuese tan valiente como tú,Félix! —dijo Kat.

El poeta observó el despejado claro.Allí el bosque era menos espeso y seveían signos de deforestación, pues elsuelo estaba sembrado de tocones deárboles a cuyo alrededor crecía unaenmarañada vegetación. Aquí y alláhabía arbolillos jóvenes, y en el aireflotaba un ligero aroma a madera reciéncortada. A lo lejos creyó oír el rugidode un río, y en lo alto, a través de lasaberturas entre los árboles, se veía elcielo brillante, limpio y azul. Noobstante, todos podían ver en la lejanía,por el este, estaban formándose grandes

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nubes de tormenta. Los nubarrones seapilaban unos sobre otros como enormesmontañas insustanciales que avanzabancada vez más hacia ellos. Se trataba deotro mal presagio.

Bajó los ojos hacia la niña y vio que surostro manchado de hollín tenía unaexpresión seria.

—¿Qué has dicho?

—He dicho que me gustaría ser tanvaliente como tú.

Al oír aquello, él se echó a reír. Algo desu franqueza y evidente deseo de gustarlo conmovió.

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—Yo no soy valiente.

—Sí que lo eres. Fuiste valiente alluchar contra aquellas bestias... Fue algocomo lo que haría el héroe de un cuento.

Intentó imaginarse a sí mismo como elhéroe de una de las sagas a las que habíasido aficionado en su infancia, como unSigmar o un Oswald. Por algún motivo,no acabó de lograrlo, pues se conocíademasiado bien. Aquellos hombreshabían sido como dioses, sin tacha. Dehecho, Sigmar se había convertido endios, el dios patrón del Imperio quehabía fundado. La gente como él jamásconocía el miedo, la duda ni lavenalidad.

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—Estaba asustado; sólo intentabaconservar la vida. No soy valiente...Gotrek sí que lo es. —Pero ella sacudióla cabeza con determinación.

—Sí que lo es, pero también tú lo eres.Tenías miedo y, a pesar de eso, luchaste.Creo que es tu manera de ser valiente.

La niña hablaba con absoluta seriedad, ya Félix le resultó divertido y no pocohalagador.

—Nunca nadie me había acusado de esoantes.

Kat se volvió e hizo un puchero, puespensaba que el poeta estaba riéndose deella.

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—Bueno, pues yo de todas maneraspienso que eres valiente, y no meimporta lo que digan los demás.

Félix se irguió y se arropó más con lacapa. Era extraño... Se había habituado aconsiderar a Gotrek como el héroe de unrelato épico sobre cuya muerte sesuponía que él debía escribir. Hasta elmomento, jamás se había imaginado a símismo como parte de esa narración.Siempre se había visto más como unobservador invisible, un cronista de lashazañas del enano, al que no semencionaba en el texto. Tal vez la niñatenía razón; tal vez también deberíadedicar algo de espacio a sus propiasaventuras.

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La saga de Gotrek y Félix. No... MisViajes con Gotrek , por herr FélixJaeger. Podía imaginarse el libroencuadernado en cuero, impreso eninmaculados tipos góticos en una de lasimprentas de su padre. Por supuesto, laobra estaría escrita en Reikspiel, puessería un volumen popular. La lenguaclásica era demasiado remilgada, elidioma de los eruditos, abogados ysacerdotes. Tal vez sería leído en todoel mundo conocido, y él se haría tanfamoso como Detlef Sierk o elmismísimo Tarradasch.

Incluiría todas sus diversas aventuras,como la destrucción del aquelarredurante la Noche de Difuntos y sus

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escaramuzas con los jinetes de lobo enlas tierras de los Reinos Fronterizos.Todos los acontecimientos quecondujerron a la destrucción del fuerteVon Diehl. También narraría susaventuras en la oscuridad de debajo delmundo, sus batallas con el hombreastado y su viaje por los pozos de plagasituados debajo de Altdorf.

Intentó imaginarse cómo se presentaría así mismo en la historia... Por supuesto,sería valiente, leal y modesto; pero larealidad comenzó a interferir su ensueñode modo casi inmediato. ¿Valiente? Talvez. Había hecho frente a algunassituaciones aterrorizadoras, sindeshonor. ¿Leal? Si permanecía con el

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Matatrolls hasta el final, ciertamente losería. ¿Modesto? Improbable ya que¿hasta qué punto era modesto eso deintroducirse uno mismo en el relatoépico de las aventuras de otra persona?Tal vez no era una idea tan buena, a finde cuentas. Tendría que esperar a verqué pasaba.

—Si tú no eres el héroe y lo es Gotrek,¿por qué viajas con él?

—¿Por qué haces unas preguntas tandifíciles de responder, pequeña? —inquirió Félix con la esperanza de que elMatatrolls no pudiese oírlo, ya que sehabía adelantado avanzando por elcalvero, sumido en sus propios severospensamientos.

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«Es una pregunta difícil», pensó Félix.¿Por qué seguía al Matatrolls? Larespuesta más sencilla era que habíahecho un juramento. Se habíacomprometido aquella noche deborrachera después de que el Matatrollslo sacara de debajo de los cascos de lacaballería del Emperador, y estabaobligado por su honor a cumplir dichojuramento, ya que le debía la vida alenano.

Al principio había pensado que era éseel motivo por el que permanecía junto aGotrek, pero entonces tenía otra teoría.El enano le había ofrecido la excusaperfecta para correr aventuras, ver

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lugares remotos y cosas oscuras que leinteresaban y lo emocionaban. Podríahaberse quedado en casa paraconvertirse en un aburrido comerciantecomo su hermano mayor, Otro, peronunca había querido eso y se rebelabacontra la idea. La empresa delMatatrolls le proporcionó un motivopara abandonar Altdorf, y que él habíausado para racionalizar su deseo demarcharse. Desde entonces, habíallevado una vida extraordinaria, que nose diferenciaba mucho de la existenciadel héroe de una saga. Ya no sabía quéiba a hacer si dejaba de viajar conGotrek, pues no podía imaginarse elregreso a su anterior estilo de vida.

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—Que me condenen si lo sé —respondió finalmente.

* * *

La flecha se clavó en el tronco del árbolque estaba junto a Gotrek, y allí sequedó vibrando. El Matatrolls miró elentorno con ojos feroces, olfateó el airey sondeó las altas pasturas. ¿Acaso lasbestias habían vuelto para darlesalcance? ¿Por qué no se habían limitadoa matarlos?

Félix miró las plumas negras de la colade la flecha, y pensó que el venablo nopodía pertenecer a un hombre bestia, ya

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que no parecía el tipo de armas queemplearía uno de ellos, y Kat no habíamencionado que hubiese visto algunoarmado con arco. Se le puso la carne degallina ante la amenaza de peligro, yaguzó los sentidos por si podía oír algo;pero lo único que percibió fue el vientoen las ramas de los árboles, el canto delos pájaros y el ruido del río lejano.

—Ése ha sido un disparo de advertencia—les gritó una voz áspera e inculta—.No os acerquéis más.

«A sotavento —pensó Félix—; elarquero está a sotavento. Muyprofesional.» El mismo pensamiento,sin duda, acababa de ocurrírsele aGotrek cuando lanzó una mirada feroz

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hacia el punto del que procedían laspalabras.

—También yo te daré un disparo deadvertencia, ya lo creo que sí. Sal yenfréntate con mi hacha —dijo—. ¿Soisguerreros o cobardes?

—No habla como un hombre bestia —comentó otra voz situada más a laizquierda. Se trataba de una voz cordial,que contenía un rastro de alegría que nopodía controlar, por seria que fuese lasituación.

—¿Quién puede saberlo...? Éstos sontiempos extraños. Ciertamente, no separece a un hombre. —Eso fue dichopor una mujer situada en algún punto

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detrás de ellos, y Félix se volvió paramirar, pero no logró ver nada. La zonaque mediaba entre sus omóplatos secontrajo; esperaba que allí se le clavarauna flecha en cualquier momento.

—¿Estás insinuando que yo podríapertenecer a tu débil raza? —inquirióGotrek con voz cargada de cólera—. Teharé tragar esas palabras, humano. ¡Soyun maldito enano!

—Tal vez deberías dominarte hasta quepodamos verlos —susurró Félix. Luegogritó—: Perdonad a mi amigo. Es ungran enemigo de los Poderes Malignos yse ofende con facilidad. No somos nihombres bestia ni mutantes, como podéisver con facilidad, sino guerreros a

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sueldo camino de Nuln para buscartrabajo. No tenemos intención decausaros ningún mal, quienesquiera queseáis.

—Sin duda, habla muy bien —declaró laprimera voz—. No disparéis,muchachos... hasta que yo lo diga.

—Podría ser un hechicero... Dicen queson hombres educados —sugirió la vozde la mujer—. Tal vez la niña esfamiliar suya.

—¡Naaah! Ésa es Kat, de la posada deKleinsdorf. Me ha servido muchasveces, y reconocería ese pelo encualquier parte. —La voz jovial parecióreflexiva durante un momento—. Tal vez

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la han secuestrado. He oído decir que enNuln hay un buen mercado de vírgenespara fines sacrificiales.

Félix pensó que las cosas, con todafacilidad, podían ponerse feas. Aquellagente parecía asustada y se comportabade manera suspicaz, y no haría faltamucho para convencerlos de que lollenaran de flechas e interrogaran a laniña después. Se estrujó el cerebro enbusca de una salida mientras abrigaba laesperanza de que Gotrek pudiesedominar su natural inclinación a lanzarsede cabeza hacia los problemas, o ambosestarían acabados.

—¿Eres tú, herr Messner? —preguntóKat, de pronto.

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«Que Sigmar bendiga a la niña —pensó Félix—. Que sigan hablando;cada palabra que se diga aumentará elcontacto y hará que les resulte másdifícil pensar en nosotros comoenemigos anónimos.»

—No los matéis. Me han protegido delas bestias. No son brujos ni adoradoresdel Caos. —Miró a Félix con ojosbrillantes—. Es herr Messner, uno delos guardabosques del anciano duque.Solía cantarme canciones y contarmechistes cuando iba a la posada. Es unhombre bueno.

«Probablemente ese hombre bueno estáa punto de clavarme una flecha entre

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los ojos», pensó Félix.

—Kat dice la verdad. Matamos a unoshombres bestia, y puede ser quetengamos que matar a muchos más.Destruyeron Kleinsdorf... Podrían estarde camino ahora mismo. Los lidera unaguerrera de Khorne.

Un hombre corpulento y barrigón salióde los árboles situados a la derecha deFélix. Iba ataviado con pieles y unaabigarrada capa de colores verde ymarrón. Félix se sorprendió, porquepodría haber mirado al hombre variasveces sin darse cuenta de que estabaallí. En una de sus grandes manosllevaba un arco, pero no apuntaba ni aGotrek ni a Félix, y sus movimientos

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eran extraordinariamente sigilosos paraalguien de su corpulencia.

Se detuvo a diez pasos del borde delcamino y los contempló como siestuviese midiéndolos. Tenía el rostromaltratado y los grises cabellos ralos; lanariz parecía rota y aplastada, y lasorejas, infladas a causa de repetidosgolpes como las de un boxeadorveterano. Sus ojos eran grises y fríoscomo el acero.

—¡Naaaah!... No tenéis pinta deengendros del infierno, eso seguro. Perosi no lo sois habéis escogido un buenmomento para anclar vagando por elbosque... cuando todas las almas

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corruptas desde aquí hasta Kislev se hanpuesto en movimiento.

—Y, entonces, ¿por qué estáis vosotrosaquí? —preguntó Gotrek con unaexpresión siniestra. Era obvio queapenas podía controlar la ira.

—No es que tenga que responder a esapregunta, quede claro, pero es mitrabajo. Yo y los muchachos vigilamosestos bosques por orden del ancianoduque, y te aseguro que no me gusta loque he estado viendo hasta ahora.

Se frotó la nariz con los nudillos de unamano y se quedó mirándolos. Félixintentó calibrar al hombre, que parecíaun campesino, pero la agudeza de los

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ojos y el humor que se adivinaba en laforma que tenía de arrastrarperezosamente las palabras sugerían quese encontraban delante de un hombreinteligente astutamente camuflado.Parecía que le era difícil enfadarse,pero el poeta supuso que, una vezdespertada su cólera, sería un enemigoformidable. Resultaba atemorizadordentro de su estilo calmo, y ladespreocupación con que se erguía anteel Matatrolls daba a entender que eraalguien que estaba seguro de laautoridad que ejercía. Félix había vistohombres como él con anterioridad,criados fiables que contaban con laconfianza de sus señores y, a menudo,dispensaban una justicia instantánea

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dentro de sus dominios.

—No somos vuestros enemigos —leaseguró el poeta—. Sólo viajamos porel Camino del Emperador, y noqueremos problemas.

El hombre se echó a reír, como si Félixhubiese dicho algo gracioso.

—En ese caso, estás en el lugarequivocado, muchacho. Algo haalborotado a los hombres bestia de unamanera que no había visto en veinteaños. Han dejado un rastro dedestrucción desde los bosques hasta lamontaña, y por lo que decís vosotrostambién han acabado con Kleinsdorf.Lástima..., siempre me había gustado ese

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pueblo. ¿Qué hay de Klein y sussoldados? Es seguro que tienen quehaber hecho algo.

—Han muerto —respondió Gotrek, yprofirió una cáustica carcajada.

El guardabosque lo miró con unaexpresión de enfado en los ojos.

—¡Naaaah!... Está el castillo. Ha estadoallí durante casi seiscientos años. Loshombres bestia nunca atacan lasfortificaciones. No tienen la capacidadestratégica necesaria para hacerlo. Es loque nos ha mantenido vivos en estastierras condenadas.

—Es verdad; lo que dice Gotrek es

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verdad —intervino Kat, que hablabacomo si estuviese a punto de llorar.

—Yo que tú, me andaría con ojo con laaldea siguiente —le advirtió Gotrek. Yluego añadió con tono sardónico—: Esoseguro.

Messner se volvió entonces hacia elbosque.

—Rolf... Vete al oeste a ver qué puedesver —dijo—. Freda... Reúne al resto delos muchachos y nos encontraremos enFlensburgo. Llevaré a nuestros amigosallí. Al parecer las cosas están a puntode ponerse feas.

Los otros no respondieron, y Félix ni

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siquiera oyó rumor entre los arbustos,pero comprendió que los observadoresse habían marchado. Había estado muycerca de la muerte y, en ningúnmomento, llegó a ver a sus posiblesverdugos. Sintió que volvía a invadirloel desagrado que le inspiraban losbosques; prefería los sitios donde unhombre podía ver aproximarse elpeligro. Messner les hizo un gesto paraindicarles que lo siguieran.

—Vamos. Por el camino podréiscontarme lo que sabéis. Para cuandolleguemos a Flensburgo, quiero saber loque sucedió con exactitud.

* * *

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Un anciano se encontraba sentado conlas piernas cruzadas sobre una esterillade juncos, cerca de la puerta de unacabaña de troncos, fumando en una largapipa curva. Él y un niño jugaban adamas con guijarros sobre un tablerodibujado en la tierra. Alzó los ojos deljuego y contempló a Félix con la muyagudizada suspicacia del habitante delos bosques hacia los desconocidos,antes de expulsar varias columnas deanillos de humo al aire. Messner losaludó con un gesto, y el anciano lerespondió con un elaborado movimientode la mano izquierda. «¿Estaráahuyentando el mal de ojo —sepreguntó Félix—, o comunicándole algoal otro mediante lenguaje gestual?»

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Observó la pequeña ciudad con interés yprestó una atención especial a losfornidos hombres que llevaban grandeshachas a dos manos. Tenían el rostrocubierto de tatuajes multicolores, y susojos eran estrechos y de miradavigilante. Pisaban fuerte por lasenfangadas calles con sus altas botasribeteadas en piel; tenían la arroganteseguridad de un templario deMiddenheim. A veces se detenían aintercambiar chismorreos con los gordoscomerciantes que se cubrían la cabezacon sombreros de piel, o para lanzarleimpúdicas miradas de soslayo a unabonita muchacha que acarreaba cubosdel río para llenar los barriles de aguapotable.

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Un hombre de abultada barriga llamó aMessner para que inspeccionara laspieles que tenía extendidas sobre esterasde mimbre ante sí, y que obviamenteeran la selección del botín de uncazador. Messner sacudió la cabeza congesto cordial y continuó avanzando.Sólo se detuvo para dejar que pasaranunos risueños niños descalzos, queperseguían un cerdo.

Pasaron frente a un local de ahumados,ante el cual pendían grandes jamones ymitades de jabalí, y a Félix se le hizo laboca agua al percibir el olor de la carne.Había pollos colgados de los aleros porel cuello, y esa escena le trajo al poetael desagradable recuerdo de los

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hombres colgados de la horca delexterior de Kleinsdorf, así que apartó lavista.

Messner avanzó hasta la casa de unescriba y, tras una breve consulta, cogiópincel y tinta, y escribió algo en un trozopequeño de papel. Luego salieron y seencaminaron hacia una jaula situada enel exterior de otra cabaña de madera, encuyo interior había cinco gordaspalomas grises; el guardabosque sacóuno de los pájaros, le sujetó el papel alanillo de una pata, lo soltó y contemplócon cierta satisfacción cómo el ave seencumbraba hacia el cielo.

—Bueno, he cumplido con mi deber, yel anciano duque recibirá aviso —dijo

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—. Tal vez Flensburgo todavía puedasalvarse.

Félix pensó que quizá sí; ciertamente erabastante defendible y debía contar conunas setecientas personas. Flensburgo sehallaba situada cerca de un meandro delrío y parecía un enorme campamento deexplotación forestal más que un pueblo ociudad. Estaba amurallada por dos ladoscon un foso y una empalizada de troncos,y la curva del río protegía los otros dosflancos. Desde unos terraplenes,empujaban al agua balsas con grandespilas de troncos, que la corrientearrastraba hasta vaya a saberse quémercado. . . «Probablemente el deNuln», pensó Félix.

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Al aproximarse, habían visto docenas decuadradas cabañas de troncos dentro delas gruesas murallas de madera de lapoblación, cada una construida como unfuerte en miniatura, con robustas paredesde troncos y planos tejados de turba. Enaquel lugar, dominaba la funcionalidad,y supuso que algunos de los edificiosserían almacenes y factorías. Uno deellos tenía una tosca forma de martillohecha con dos maderos y colocada en eltejado: un templo dedicado a Sigmar.

Una vez que traspasaron la puerta, bienfortificada, comprobó que la gente deFlensburgo era como en su ciudad:severa, austera, funcional. La mayoríade los hombres iban ataviados con

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pieles, tenían rostros duros y hoscos, yojos de mirada igualmente dura.Contemplaban a los dos desconocidoscon desconfianza, y su estado vigilanteparecía innato. Casi todos llevabanhachas de leñador, y algunos, los queiban vestidos con funcionales ropas deguardabosques, usaban arcos. Lasmujeres vestían prendas más alegres:faldas de muchas capas, justillosacolchados, y llevaban el cabelloenvuelto en pañuelos rojos y conlunares. Las matronas marchaban por lascalles fangosas con cestas llenas deproductos agrícolas, seguidas porprocesiones de niños, como las patasque conducen a sus polluelos en fila.

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La gente de esa zona cercana a la lindemeridional de las tierras forestales erade estatura más baja que los habitantesde las ciudades del Imperio. Su cabelloera predominantemente de color arena, ysu complexión, más morena ybronceada. Félix sabía que se lesconocía por ser gente pesimista,temerosa de lo divino, supersticiosa,pobre y carente de educación. Al mirar aaquellas personas podía creer todo eso,pero se dio cuenta de que los prejuiciosde las ciudades contaban sólo la mitadde la historia.

No estaba preparado para encontrar unaactitud orgullosa e intrépida, sino quehabía esperado hallar a los siervos

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oprimidos de un señorío; en cambio,aquellas personas lo miraban sin temor alos ojos y caminaban erguidas entre lasatemorizadoras sombras del granbosque. En un principio, había pensadoque Messner era un hombre excepcional,pero en ese momento veía que era unejemplo típico de su pueblo. El poetahabía esperado hallar siervos y encontróhombres libres, y eso por alguna razón,lo complació.

Gotrek miró las murallas y las casas detroncos, y se volvió hacia Messner.

—Será mejor que llames a tu gente y ledigas qué deben esperar. No será bueno.

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* * *

Félix miraba fijamente desde la torre deobservación hacia el bosque que seextendía más allá del área despejadaque rodeaba el pueblo. Pese a noencontrarse ya bajo la sombra de losárboles, éstos le parecían igualmenteamenazadores: seres gigantescos,extraños, vivos, cuya sombra dabacobijo a algo hostil. Observó cómo losúltimos rezagados del día traspasabanlas puertas. Junto a él, Messner manteníala vigilancia con sus fríos ojos grises.

—La cosa tiene mala pinta; eso seguro—comentó el guardabosque.

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—Yo pensaba que a menudo teníais queenfrentaros a las bestias al vivir en elbosque.

—Luchamos con ellos con bastantefrecuencia, y con los proscritos y otrascosas de vez en cuando; pero siemprehan sido escaramuzas, y nada más. Nossecuestran un niño, y matamos a unoscuantos. Nos roban los cerdos, y losperseguimos. A veces tenemos quepedirle soldados al anciano duque paramontar una expedición cuando lascorrerías se hacen demasiado feroces,pero nunca antes había visto nadaparecido a lo de ahora. Algo los haalborotado mucho sin duda.

—¿No podría ser esa mujer, la guerrera

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del Caos?

—Parece más que probable. Uno oyehablar de ellos en las historias antiguas,los Oscuros, los paladines del Caos,pero nunca espera encontrárselos.

—Ha habido momentos en los que hepensado que esas historias antiguasencierran muchas verdades —comentóFélix—. He visto algunas cosas extrañasen mis viajes, y ahora ya no dudo contanta facilidad.

—Es la pura verdad, herr Jaeger, y mealegro de oír que un hombre educadocomo tú admite algo así. También yo hevisto algunas cosas extrañas en losbosques, y hay más de un cuento de mi

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padre del que no dudo. Dicen que enalguna parte de esos bosques estásituado un Altar Negro, una cosadedicada a los Oscuros, donde sonsacrificados seres humanos. Dicen quelos hombres bestia y... otras cosas...rinden culto allí.

Guardaron un inquieto silencio, y Félixsintió que el pesimismo se posaba sobreél. Toda aquella charla sobre losOscuros lo había trastornado y dejadoinquieto. Volvió a dirigir la vista haciael claro.

Las mujeres y los niños habían dejadode trabajar en los campos y regresabanhacia la seguridad de las murallas;llevaban las cestas llenas de patatas y

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nabos en dirección a los almacenes. Elpueblo estaba preparándose para elasedio. Otras mujeres que habían estadorecogiendo nueces y hierbas en elbosque habían regresado horas antes,cuando sonó la gran trompa de alarma.

Los guardabosques y los leñadoresestaban dentro comprobando que losbarriles de agua estuviesen llenos,haciendo estacas y poniéndoles puntasmetálicas a las lanzas. Se podía oír elconstante silbido y el golpe sordo de lasflechas que hacían impacto en losblancos, lo que indicaba que losarqueros seguían practicando.

Se preguntó si era más sensato que él se

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quedara o que se escabullera dentro delbosque. Tal vez podría coger una balsay dejarse ir río abajo. No sabía qué erapeor, si el pensamiento de estar a solasen el bosque o el de encontrarseatrapado allí cuando los rodearan lasfuerzas del Caos. Intentó descartar esospensamientos como indignos y recordarlas palabras de Gotrek acerca deldominio del miedo, pero el terror dequedar atrapado en el laberinto deárboles lo importunaba de modoconstante desde el fondo de la mente.

Al mirar hacia el exterior, vio que ungrupo de guardabosques atravesaba atoda prisa los campos, y que traían aalguien herido. Uno de ellos no dejaba

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de mirar hacia atrás por encima delhombro, como si esperase que lospersiguieran, y dos de las mujeresrezagadas se acercaron para ayudarlos.

—Allí están Mikal y Dani —comentóMessner—. Al parecer, han tenidoproblemas. Será mejor que vaya aaveriguar qué ha sucedido. Quédate aquíy mantén los ojos abiertos; si pasa algo,haz sonar la trompa.

Puso el gran instrumento en la mano deFélix y, antes de que éste pudieseobjetar, Messner se había descolgado através de la trampilla del suelo y estabaa medio camino de la escalerilla. Elpoeta se encogió de hombros y acaricióel suave metal de la trompa con los

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dedos; el contacto fresco y el peso leresultaban tranquilizadores, aunquetuviese dudas sobre su capacidad parahacerla sonar. Bajó los ojos para mirarla parte superior de la cabeza delguardabosque, y por primera vez reparóen una zona calva que tenía en lacoronilla. Luego, devolvió su atención alos campos.

Los hombres avanzaban con pasotambaleante a consecuencia de tener quesujetar a su compañero. Las puertas delpoblado crujieron al abrirse, loshabitantes salieron a ayudarlos, conMessner a la cabeza, y Félix vio cómoobedecían de inmediato las órdenes delhombre del duque. El hecho de que

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Messner era uno de los líderes de lacomunidad había quedado claro durantela gran reunión pública celebrada en laplaza aquella tarde. Fornidos leñadoresy ancianos, robustas amas de casa ydelgadas mozuelas habían escuchadocon igual atención la jovial voz quedescribía el peligro que se avecinaba.

Nadie había discutido con él, ni dudadode sus palabras, y dado que Messnerrespondía de ellos, nadie había puestoen tela de juicio la historia contada porGotrek y Félix. También habíanescuchado con actitud respetuosa a Kat,a pesar de que era una niña. Incluso enese momento podía recordar todo lo quehabían dicho y hecho cuando ellos

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acabaron de hablar; el silencio, lasseveras expresiones fatalistas de losrostros, el cálido sol de la tarde en supropia nuca. Recordaba cómo lasmujeres que tenían bebés habían dadomedia vuelta con el fin de llevar a sushijos a la cabaña central, el templo deSigmar, y cómo la multitud se habíaapartado sin decir una sola palabra paradejar que pasaran.

De modo igualmente silencioso, loshombres se habían dividido enescuadrones de arqueros y hacheros, y aFélix le resultó evidente que estabasiendo testigo de una rutina muypracticada, que se había establecidoprecisamente para un caso como ése.

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Messner había dado las órdenes con suhabitual voz serena; no se habíaproferido un solo grito, ni habíanecesidad de hacerlo, pues esas gentestenían la disciplina de aquellos paraquienes la disciplina representaba elúnico medio de supervivencia en unatierra dura.

En cierto modo, les había envidiado susentido comunitario; confiaban de modoimplícito los unos en los otros y, hastadonde podía ver, nadie dudaba de lacapacidad ni la lealtad de los otros.Comprendió que debía ser la otra carade la moneda de la vida en unacomunidad aislada: todos los queestaban allí conocían a los demás de

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toda la vida, y sus lazos de confianzatenían que ser resistentes y fuertes.

Durante un rato, Félix había tenido lasensación de ser el único que seencontraba fuera de lugar en aquelpueblo; pero luego reparó en Kat.También ella se mantenía algo apartadade la multitud, diferenciada de los niñosque allí había tanto por su extrañocabello como por su ropa mugrienta.Entonces, había experimentado un fuertesentimiento de compasión por la niña, yse preguntó qué sería de ella. Por lo queMessner y Kat habían comentado por elcamino, dedujo que era huérfana y, dadoque la madre de Félix había fallecidocuando él era aún niño, eso reforzó el

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sentimiento de empatía que la chiquillale inspiraba.

«¿Acaso Kat es importante para laguerrera de la Oscuridad?», sepreguntó Félix. Los hombres bestia conlos que había luchado, ¿eran simplesexploradores o habían ido a buscar aKat? No por primera vez en su vida, seencontró pensando que ojalá supiesemás cosas acerca de las costumbres delos Oscuros, pero, puesto que sabía queésa era una idea pecaminosa, la apartó aun lado mientras oía los lamentos delherido mientras lo entraban a través delas puertas.

* * *

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Kat avanzó apresuradamente hacia labase de la torre de vigilancia porquesentía la necesidad de estar a solas. Sehabía cansado de permanecer sentadajunto a la gran hoguera central, y nisiquiera la presencia de Gotrek latranquilizaba. Se sentía muy sola enmedio de todos aquellos adultosatareados; en realidad, no había nadiecon quien pudiera hablar, y por primeravez se dio cuenta de que ya no conocía anadie en ese mundo y que no tenía sitioen él. Las llamas le recordabandemasiado los incendios de Kleinsdorf.La escalera apenas crujió bajo sus piesdesnudos mientras ascendía hacia latrampilla con la agilidad de un mono.

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Félix se encontraba sentado y a solas, ymiraba hacia la oscuridad. Hacía ya ratoque se había puesto el sol como unamancha de sangre en el horizonte; la lunamayor había ascendido por el cielo, y suluz plateada bañaba el entorno. Unabrisa suave refrescó las mejillas de Kate hizo que el bosque susurrara ymurmurara de modo amenazador. Félixlo contemplaba como hipnotizado,perdido en sus propios pensamientos, yella atravesó con rapidez la torre y sesentó a su lado, con las piernascruzadas.

—Félix, estoy asustada —dijo, y él bajólos ojos para mirarla y le sonrió.

—También yo, pequeña.

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—¡Deja de hacer eso!

—¿Hacer qué?

—Llamarme pequeña. Lo mismo quehace Gotrek. Nunca llama a nadie por sunombre, ¿verdad? Me llamo Kat, ydeberías llamarme así.

Félix sonrió de nuevo.

—De acuerdo, Kat. ¿Podrías hacer algopor mí? Quizá sea importante para todosnosotros.

—Si puedo, sí.

—Háblame de tus padres.

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—No tengo padres.

—Todo el mundo tiene una madre y unpadre, Kat.

—Yo, no. Me encontró Heide, la esposade Karl, dentro de un cesto que estabadonde siempre recogía las bayas.

Félix se echó a reír.

—¿Te encontraron debajo de un arbustode bayas?

—No tiene gracia, Félix. Dicen que porlos alrededores había un monstruo quemataron los del pueblo. Queríanmatarme a mí también, pero Heide no lopermitió.

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Félix luchaba para mantener unaexpresión impasible, aunque se lepasaron las ganas de reír al ver lo seriaque estaba la niña.

—No, es verdad: no tiene gracia.

—Ellos me acogieron y me cuidaron, yahora están muertos.

—¿Tenían Karl y Heide alguna idea dequiénes eran tus padres? ¿Alguna idea,por remota que fuera?

—¿Por qué me preguntas todo eso,Félix? ¿Es importante de verdad?

—Podría serlo.

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Kat evocó aquella noche del pasado enque el viejo Karl se habíaemborrachado, cuando él y Heidepensaron que ella dormía. Se habíaescabullido hasta la cocina de la posadapara beber un vaso de agua, y había oídopor casualidad lo que decían. Cuando sedio cuenta de que hablaban de ella, sequedó inmóvil al otro lado de la puerta.Entonces, el recuerdo de aquella nochevolvió como un torrente a su memoria.Había deseado preguntarles más cosas,preguntarles qué querían decir; perotuvo demasiado miedo, y entonces sedaba cuenca de que ya nunca tendríaoportunidad de hacerlo.

—Una vez los oí hablar de una

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muchacha que estaba en el castillo ytenía el pelo como el mío —comenzócon voz queda mientras luchaba porrecordarlo todo—. Se llamaba Justine, yera una prima lejana del conde Klein, oalgo así; una parienta pobre que habíaido a vivir con la familia. Desaparecióun año antes de que yo naciera, y nadiesupo nunca qué le había sucedido.

—Creo que yo sí lo sé —comentó Félixen voz baja.

Unas pisadas se aproximaron a la basede la torre, la escalerilla se estremeció,y Messner asomó la cabeza a través dela trampilla.

—Ya veo que sigues aquí, herr Jaeger.

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He venido a relevarte. Baja a comeralgo, y tú también, niña. ¿No hay señalesde Rolf? Continúa sin aparecer.

—Yo no he visto nada —respondióFélix.

—Me pregunto qué puede haberlesucedido.

* * *

—¿Cómo te llamas? —preguntó Justine,y el hombre al que habían capturado susexploradores, le escupió.

Ella le hizo un gesto de asentimiento a

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Malor, y el hombre bestia le asestó unpuñetazo. Se oyó un crujido cuando se lerompieron las costillas, y el hombre sedesplomó. De no haber sido por lasbestias que lo sujetaban, habría caído alsuelo.

—¿Cómo te llamas?

El nombre abrió la boca, y por subarbilla resbaló sangre que le goteó enel justillo de cuero. Justine tendió unamano y humedeció en ella las puntas delos dedos, que luego se lamió. La sangreera tibia y salada, y la mujer sintió quela fuerza la inundaba.

—Rolf —respondió él al fin.

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Entonces Justine supo que respondería acualquier pregunta que le formulase.Sabía que no habían sido los leñadoresquienes mataron al grupo de Tryell, yaque el rastreador que sobrevivió alataque al campamento le había habladoacerca de los guardianes de la niña.

—Hay un enano y un hombre de pelorubio que viajan con una niña. Háblamede ellos.

—Vete al infierno que te engendró.

—Eso haré... llegado el momento —replicó Justine—, pero tú estarás allípara recibirme.

El hombre profirió un alarido cuando

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uno de los hombres bestia le dislocó unhombro, y todo el cuerpo se le tensó dedolor. Los músculos del cuellosobresalían como alambres tirantes.Finalmente, la historia de cómo se habíaencontrado con el enano, el hombre y laniña en el bosque salió por los labiospartidos. Por último, el hombre dejó dehablar y quedó ante ella, agotado por supropia confesión.

—¡Llevadlo al altar! —ordenó Justine.

El hombre intentó luchar mientras lollevaban hacia el túmulo de piedrasdedicado a Kazakital, pero sus esfuerzospor escapar resultaron inútiles. Lasbestias eran demasiado fuertes ynumerosas, y el desdichado lloró de

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terror al ver lo que lo aguardaba. Estabamás acobardado ante la visión del grantúmulo de piedras y el altar quedescansaba sobre él que cuando locapturaron las bestias. «Debe saber loque va a sucederle», pensó Justine. Lavisión de las cabezas del conde Klein yHugo parecían aterrorizarlo más quecualquier otra cosa.

—¡No! ¡Eso no! —chilló.

Ella misma se encargó de atarlo y lotransportó con facilidad hasta el altar,mientras el ejército se reunía en esperade lo que iba a ocurrir. Cuando la lunasalió de detrás de las nubes, ella leshizo un gesto a los tamborileros para

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que comenzaran a tocar, y pronto el grantambor sonó rítmicamente, con tantalentitud como los latidos del corazón.

Se situó sobre el túmulo de piedras ysintió cómo la fuerza se reuníalentamente. Bajó la mirada hacia el marde rostros animales vueltos hacia arriba,cuyos ojos aparecían brillantes deexpectación, y entonces desenvainó laespada y la blandió por encima de lacabeza.

—¡Sangre para el dios de la Sangre! —gritó— ¡Cráneos para el Trono deCráneos!

El grito de respuesta salió de uncentenar de gargantas.

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—¡Sangre para el dios de la Sangre!

—¡Cráneos para el Trono de Cráneos!

La respuesta fue aún más potente esavez, y resonó como un trueno en elbosque.

—¡Sangre para el dios de la Sangre!

—¡Cráneos para el Trono de Cráneos!

La espada descendió y separó lascostillas del hombre. Ella tendió unamano enfundada en el guantelete de laarmadura, la metió dentro de lasentrañas del hombre, y se produjo unhorrible sonido de ventosa cuando learrancó el corazón, que luego alzó por

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encima de la cabeza.

En alguna parte, en un espacio más alládel espacio, en un tiempo más allá deltiempo, algo despertó y acudió pararesponder a su llamada. Algo flotó haciael presente y llegó como un espiraldesde el más allá. En el espacio quequedaba encima del altar se concentróuna roja oscuridad palpitante, que fluyóhacia el corazón que ella sujetaba enalto y que comenzó a latir otra vez;entonces, Justine volvió a meter elcorazón dentro del pecho de la víctima.

Durante un momento no sucedió nada, ytodo permaneció en silencio, pero luegosurgió un tremendo grito de la gargantadel cuerpo inerte que había sido Rolf.

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La carne del pecho del cadáver volvió aunirse y comenzó a humear, y el cadáverse sentó sobre el altar. Sus ojos seabrieron, y Justine reconoció a lainteligencia que miraba desde elinterior. El cuerpo estabatransitoriamente poseído por la mente desu demoníaco patrón, Kazakital.

Del cadáver se alzaba humo mientras lacarne se desplazaba por debajo de lapiel, y un olor entre podrido y quemadoinvadió las fosas nasales de la mujer. Lamente y el poder contenidos dentro de laestructura inmortal estaban moldeándolapara que adquiriese una nueva forma,una que guardase algún parecido con laforma inhumanamente hermosa del

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Príncipe Demoníaco. Justine sabía queel cuerpo quedaría consumido encuestión de minutos, incapaz de contenerel poder que latía en su interior; peroeso carecía de importancia. Sólonecesitaba unos minutos paracomunicarse con su señor y solicitar suconsejo, así que resumió con rapidez loque Rolf le había dicho.

—Voy a ir a ese sitio y los mataré atodos.

—Hazlo, amada mía —respondió labella voz del Príncipe Demoníaco, comoel tañido de una campana, desde dentrodel cuerpo en proceso de corrupción.Una vez más, ella notó la sensación deseguridad y adoración que

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experimentaba siempre en su presencia.

—Mataré a la niña y te ofreceré loscorazones del enano y el hombre siintentan protegerla.

—Será mejor que los mates con rapidez.Son una pareja feroz, implacable ymortal. El enano lleva un arma que fueforjada en los tiempos antiguos paraazote de los dioses. Ambos son asesinosdespiadados.

—Puedes contar con que ya estánmuertos. Yo aparezco revestida dearmadura en tu profecía. Ningúnguerrero me superará jamás en la batallasi lo que dices es verdad.

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—Mira dentro de tu corazón, amadamía. Sabes bien que jamás te he dichonada más que la verdad... y has de sabertambién esto: si cumples lo que dices, lainmortalidad y un lugar entre losElegidos serán tuyos sin ninguna duda.

—Así se hará.

—Entonces, ve con mi bendición.Propaga el caos y el terror, y no dejes aninguna de tus víctimas entre los vivos.

La presencia se esfumó, y el cuerpocayó de cabeza al suelo mientras sedeshacía en polvo. Justine se volvióhacia sus soldados y les hizo una señalpara que se pusieran en marcha.

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* * *

Félix alzó los ojos hacia el ornadomartillo dorado que brillaba a la luz delos primeros rayos de la mañana queentraban a través de la puerta abierta deltemplo. Las runas grabadas en la cabezadel Martillo le recordaron a las queadornaban la hoja de su propia espada,pero eso no le sorprendió demasiado. Suespada había sido la más preciadaposesión de la Orden del CorazónLlameante, un grupo de templariossigmaritas, y parecía lógico que laespada estuviese grabada con signossagrados.

Había pocas personas presentes; sólo

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algunas ancianas que se encontrabansentadas en el suelo con las piernascruzadas y oraban. Los bebés con susmadres estaban en el exterior, tomandoel fresco mientras pudieran, y Félixsupuso que el aire podría resultarirrespirable allí dentro y con las puertascerradas.

El templo era un santuario sencillo y conun altar desnudo, a excepción de lapresencia del Martillo, que se usabapara bendecir matrimonios y contratos.Sigmar no era una deidad demasiadopopular allí, ya que la mayoría de losleñadores recurrían a Taal, Señor de losBosques, en busca de protección, perosuponía que el culto a Sigmar contaría

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con un cierto favor. Pocos eran los quequerían ofender voluntariamente a losdioses, y el templo les proporcionaba unnexo con la lejana capital. Constituía elsímbolo de que existía un Imperio conleyes y gente que las hacía cumplir, y elculto oficial del Estado era un vínculoque unía entre sí a los dispares pueblosremotos del Imperio.

En las paredes no había ni los frisos nilos tapices tan populares en las zonasricas, y el altar mismo estaba tallado enun bloque de madera, no de piedra.Sintió la tentación de tocar el Martillopara averiguar si estaba bañado en oro osimplemente pintado. Sin embargo, ellabrado del altar no era de calidad

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ordinaria, y Félix admiró las espiralesdel canto y una representación de lacabeza del Primer Emperador que nohabría quedado fuera de lugar entre losiconos de la catedral de Altdorf. Sepreguntó quién sería el autor de aquellatalla, y si ésta se quemaría cuandoatacasen los hombres bestia.

Félix inclinó la cabeza, hizo la Señal delMartillo y se puso a orar. Rogó que lapoblación fuese librada de todo mal yque se salvaran su vida y la vida de susamigos. Tocó el Martillo y luego se tocóla frente para que le diese buena suerte.Después se levantó y salió al exterior,donde se desperezó y sintió que susarticulaciones chasqueaban. Había

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pasado la noche anterior en la cabaña deFritz Messner y su familia, en la que elsuelo había sido sólo ligeramente mejorque un montón de hojas. Tuvo queadmitir que había momentos en los queechaba de menos su mullida cama deAltdorf; en ocasiones, el hecho de ser elhijo de un rico comerciante no habíaestado del todo mal. Entonces, porejemplo, podría encontrarse durmiendola mona en sus dependencias, en lugarde esperando un ataque del Caos en unaaldea de la que nadie había oído hablarnunca.

—Félix... —Era la niña, pálida y seria— . Herr Messner me dijo que teencontraría aquí.

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—Y tenía razón, Kat. ¿Qué puedo hacerpor ti?

—Anoche tuve una pesadilla, Félix.Soñé que algo salía del bosque y se mellevaba. Soñé que estaba perdida en laoscuridad y que había cosas que meperseguían —Félix podía identificarsecon aquello, ya que en muchas ocasioneshabía tenido sueños similares.

—No pienses en ello, pequeña. Lossueños no son reales y no puedenhacerte daño.

—No creo que eso sea verdad, Félix.Tuve el mismo sueño la noche antes deque las bestias atacaran mi casa.

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De pronto, Félix sintió que un fríohelado le calaba los huesos, y seimaginó que las fuerzas del Caos seaproximaban para traerles la muerteinevitable.

* * *

Justine iba erguida en la silla del lomode su inmenso caballo de guerra, negrocomo la medianoche. En lo alto sereunían las nubes de tormenta, unosnubarrones enormes y oscuros, queparecían reflejar el estado de violentacólera que hervía dentro de ella. Esesendero, parte del Camino delEmperador, estaba despejado. Había

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siddo construido a lo largo de los añospara permitir que los mensajerosimperiales viajaran con rapidez.

Pensó que era una ironía que un caminosemejante fuese a acelerar la inevitabledestrucción del Imperio por parte delCaos. Los invasores procedentes de lasTierras Desoladas podrían usar esasvías para avanzar con celeridad hacia eloeste, y comparó esta circunstancia conel proceso mediante el cual lasenfermedades usaban la circulaciónsanguínea para propagarse por elcuerpo. «Sí —pensó—, el Imperio estáagonizando, y el Caos es la enfermedadque lo matará.» Secretos grupos deadoradores propagaban la corrupción

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por las ciudades; bandas de hombresbestia y mutantes llevaban el terror a losbosques; paladines de los PoderesMalignos atravesaban la frontera desdeKislev y las Tierras Desoladas de másallá. Sabía que ésos no eran sucesosaislados, sino síntomas de una mismaplaga, de la que serían víctimas primeroel Imperio y luego todos los reinoshumanos. No..., no debía pensar en ellocomo una enfermedad; era una cruzadadestinada a flagelar la tierra.

Volvió los ojos hacia el pequeñoejército que la seguía. Primero veníanlos escuadrones de hombres bestia,enormes, deformes y poderosos; cadauno de los cuales lideraba a sus propios

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paladines. Detrás de ellos avanzaba, congran estrépito, el bulto negro que era suarma secreta, el Atronador, eldemoníaco cañón largo que habíadestruido las puertas del castillo Klein yle permitiría tomar otras ciudadesfortificadas. Lo arrastraban grupos deesclavos capturados en sus correrías,conducidos por los artificieros de negraarmadura que lo harían funcionar.Cerrando la retaguardia avanzaban loscarroñeros, la mal organizada chusmaque los seguía como lo harían loschacales con un grupo de orgullososleones: mutantes, deformes y dementes,expulsados de sus poblaciones y hogaresa causa de la aversión de los de supropia especie. Los impulsaba el odio y

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estaban dispuestos a vengarse contra lahumanidad entera.

Allí estaban todos los elementos de supropia vida. Ese camino, la ruta hacia lamuerte y la destrucción, no era más queuna extensión de la senda que habíaseguido durante toda su vida, y esepensamiento la entristeció. Ese día másque nunca, se sentía dividida, como situviese dos almas que habitaran unmismo cuerpo. Una era oscura, decidida,y se alimentaba del asesinato y lacarnicería; se gloriaba de su propiafuerza y detestaba a los otros por susdebilidades. Despreciaba la propiadebilidad de ella, y sabía que era laparte que Kazakital cultivaba con mayor

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atención, como un jardinero de Parravonnutría sus flores infernales. Contenía lassemillas de la condición de demonio yde la inmortalidad; era un ser puramenteodioso, decidido, determinado y fuerte.

La otra alma era débil, y ella ladetestaba. Era la parte que estabaasqueada de la interminable violenciade su vida y quería que acabara. Era laque sufría y tenía la necesidad de cederpara que el dolor no cayera sobre otros.Había permanecido sumergida durantemucho tiempo y había sido retorcidahasta casi resultar irreconocible a causade los acontecimientos de su vida. Hastala muerte de Hugo, ella ni siquiera sehabía permitido saber que existía, ya

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que el pensamiento era demasiadohorrible y su necesidad de venganzaexcesivamente fuerte y urgente. Habíahecho el pacto con el demonio sieteaños antes, y necesitó mantenerlo con elfin de llevar a cabo su venganza. Pero enese momento su propósito se habíarealizado, y ella tenía dudas una vezmás.

Esas dudas se centraban en la niña;podía recordar la época en que lallevaba dentro de sí, cómo crecía y dabapataditas. Había nacido durante el largo,terrible período de su deambular por losbosques, cuando había tenido queescarbar para buscar raíces y gusanoscon los que alimentarse, beber de los

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arroyuelos y dormir en los huecos queencontraba bajo los árboles. Fue suúnica compañía durante los díasterribles que pasó después de huir,asustada y horrorizada. Era unapresencia que crecía en su interiormientras el hambre, las penurias y elespanto la volvían loca poco a poco.

Dudaba de que ella o la criaturapudiesen haber sobrevivido si nohubiese encontrado a las mujeres bestiaen el bosque; si ellas no la hubieranacogido, protegido y alimentado. Lasrecordaba como seres extrañamentedulces y tímidos en comparación con losgors y los ungors. Habían actuado segúnlas instrucciones de su patrón

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demoníaco, eso había quedado clarodespués, pero de todas formas les estabaagradecida por lo que habían hecho. Lehabían quitado la niña el mismo día delnacimiento y desde entonces hasta esemomento no había vuelto a verla. Sehabía ganado el derecho de saber quelos largos años de pruebas y batallashabían formado parte del plan de supatrón, una estrategia demoníaca,destinada a permitirle trascender sumera condición humana y unirse a lasfilas de los Elegidos. Sabía que era suúltimo vínculo con la humanidad y ladespreciaba..., y también se maravillabaante ella.

Recordaba cómo había comenzado todo.

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Las bestias la habían arrastrado hasta elgran Altar Negro del bosque y la habíanhecho inclinarse ante la piedra negra quetenía grabadas runas aterrorizadoras. Lahabían tendido sobre la roca, y Grind lehabía cortado la garganta y las muñecascon su cuchillo de obsidiana afiladocomo una navaja mientras sus acólitoscantaban alabanzas al dios de la Sangre.

Entonces ella había esperado morir, yhabría recibido la muerte de buena ganacomo fin de su sufrimiento. En lugar deeso, había hallado la más oscura de lasnuevas vidas posibles. Su sangre habíamanado como una fuente para reunirseen la depresión que había en lasuperficie del altar. De alguna forma,

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había logrado levantarse; la cólera y laterquedad la habían mantenido de pie, aligual que un odio extrañamente serenoque floreció en su interior. Fue entoncescuando sintió la presencia, cuandocontempló su rostro.

En el charco de su propia sangre viocómo el rostro del demonio adquiríaforma, y unos labios carmesí emergíandel líquido rojo para formular preguntas,dar respuestas y hacer promesas. Lepreguntó si quería vengarse de aquellosque la habían empujado a esa situación.Le aseguró que el mundo era tancorrupto y malvado como ella creía. Leprometió poder y vida eternos. Entonceshizo la profecía. Durante aquella

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rigurosa prueba, ella había logradomantenerse de pie, aunque oscilante ypresa del dolor. Creía recordar que,después, su propia sangre, ennegrecida yhumeante, había fluido desde el altar yregresado a sus venas. Las heridas se lehabían cerrado con un sonido desucción, mientras el veneno y el poderardían dentro de ella.

Durante días había permanecido encama con sueños febriles mientras sucuerpo cambiaba, tocado por la esenciademoníaca llevada a su interior juntocon su propia sangre corrupta. LaOscuridad la contorsionó y la hizofuerte; le crecieron los colmillos, susojos se transformaron para ser capaces

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de ver en la oscuridad, y sus músculosse hicieron mucho más fuertes que los decualquier hombre mortal. Había salidodel trance con el conocimiento de que nohabía sido ninguna casualidad lo que lallevó hasta aquel altar oculto en lasprofundidades del bosque, sino undestino tenebroso y el capricho malignode la voluntad de un demonio.

De alguna parte, los hombres bestiasacaron una armadura cubierta de runas,y durante la siguiente fase plena deMorrslieb repitieron el ritual. Una vezmás le habían cortado las muñecas y unavez más apareció la presenciademoníaca, y en esa ocasión le fijó laarmadura al cuerpo. La sangre había

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fluido y se había coagulado entre lasplacas, formando una red de músculos,venas y almohadillas carnosas, queconvertía la armadura en una segundapiel metálica. El proceso la habíadebilitado. De nuevo tuvo sueños, y enesos sueños vio lo que debía hacer.

Había dejado a las bestias paradeambular durante largos años, y surecorrido la llevó hacia el norte, através de Kislev y del Territorio Trollhasta el Desierto del Caos y la eternaguerra librada entre los seguidores de laOscuridad. Allí batalló y luchó en favorde los Dioses Oscuros, y en cadacombate resultó cierta la profecía deKazakital. Venció a Helmar Puño de

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Hierro, el paladín de Khorne concuernos de toro. Sacrificó a MarleneMarassa, la sacerdotisa de corazónllameante de Tzeentch, sobre su propioaltar. Despedazó a Zakariah Kaen, ellustroso paladín obeso de Slaanesh,arrancándole uno por uno susperfumados miembros. Luchó en batallasmenores y grandes asedios; acechó a suspresas humanoides en las minasabandonadas que había debajo de laperdida ciudadela enana de Karag Dum,y allí había reclutado a los operadoresdel Atronador.

Cada escaramuza le había brindadonuevos regalos de poder. Ganó sucorcel, Sombra, desafiando a su dueño,

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Sethram Schreiber, a un combatesingular, en el que le arrancó el corazóncomo ofrenda a Khorne. Le habíaquitado la espada infernal al cadáverdestrozado de Leander Kjan, líder deuna compañía de nueve, tras una granbatalla librada en Puerta del Infierno.Había vencido a bestias mutantes ymonstruos, y había aumentado sudestreza y poder hasta que su patrón ledijo que había llegado el momento deregresar y llevar a cabo la venganza. Ydurante todo ese tiempo, mientras sentíacantar en su sangre corrompida laemoción del triunfo, la exultación de lavictoria y el absoluto júbilo de labatalla, se preguntaba a veces quéhabría sido de la criatura que dio a luz y

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si las bestias le habrían permitido vivir.

Sabía que entonces no significaba nadapara ella, que no había ningunaconexión, que sólo era un trozo más decarne al que habían dejado suelto paraque viviera y muriese en medio de lospecios de aquel mundo terrible. Tal vezel demonio, por alguna perversa razón,abrigaba la esperanza de poner enevidencia algún defecto definitivo quehubiera dentro de ella, pero, en esecaso, estaba condenado a la decepción.Al final ella demostraría ser más duraque la piedra, y que los Dioses Oscurosse llevaran a cualquiera que pensarainterponerse en su camino.

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* * *

Félix observaba las nubes que había enlo alto, y que corrían por el cielo comouna masa que giraba y se ondulabaimpulsada por un intenso viento. Elcolor del bosque había cambiado de unverde claro a un tono más oscuro yominoso; daba la sensación de que losárboles, al igual que todo lo demás,estaban esperando.

Se encontraba de pie en el parapeto delo alto de la muralla de madera, ymiraba hacia el otro lado de los campos,esforzándose por captar cualquier señalde movimiento que pudiera producirseen el sotobosque. Según sus cálculos,

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era el final de la tarde. Junto a él seencontraba Gotrek, que observaba suhacha con desinterés. Cada diez pasos alo largo de la muralla había un arquero,uno de los leñadores, hombres quepodían acertarle al ojo de un buey desdedoscientos pasos, y, al medir ladistancia que mediaba entre ellos y lalínea de árboles, Félix se dio cuenta deque aquello era un matadero. Cualquieratacante se quedaría empantanado en loscampos labrados y sería blanco fácilpara los arqueros.

Intentó dejar que ese pensamiento lotranquilizara, pero le resultó imposible.La noche en los bosques no era como lanoche en las bien iluminadas vías

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públicas de Altdorf, y un hombre a seispasos de distancia se transformaba en uncontorno borroso. Después deoscurecer, sólo las lunasproporcionaban alguna luz, y las nubeslas mantendrían ocultas.

En un momento más temprano del día,los leñadores habían colocado una líneade trampas en la linde del bosque: ramasafiladas, dobladas hacia atrás y atadas,que se dispararían cuando alguientropezara con el alambre tenso que habíacerca del suelo; agujeros destinados aque se hundieran en ellos hasta el tobillolos pies de los incautos, algunos llenosde afiladas estacas cubiertas de turba;también había trampas para osos y para

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hombres, como mandíbulas de acero quese activaban al pisarlas, dispuestas amorder a cualquier intruso. Si loshabitantes del poblado sobrevivían alataque, tendrían trabajo de sobra paradesarmar sus propios dispositivos. Félixpensó que tal vez la minuciosidad conque habían saturado el bosque detrampas reflejaba la creencia de que nosobrevivirían.

Tamborileó con los dedos sobre lamuralla y sintió el tacto áspero de lamadera cubierta de líquenes contra lasyemas. Gotrek tarareaba para sí y hacíacaso omiso de las miradas de irritaciónque le lanzaban los leñadores. La esperasiempre era lo peor, ya que ninguna

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lucha en la que el poeta se hubiese vistoenvuelto había sido más terrible que suspremoniciones. Una vez que comenzarala acción, estaría bien; tendría miedo,pero la simple preocupación demantenerse con vida le ocuparía lamente. De momento, sin embargo, notenía nada que hacer, excepto quedarseallí y esperar, mientras se enfrentabacon los espectros conjurados por suimaginación.

Se imaginó herido, con un enormehombre bestia de pie sobre él. Seimaginó enfrascado con la mujer denegra armadura y se estremeció.Recordó la carnicería de Kleinsdorf, yel terror luchó contra el freno de su

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autocontrol. Para tranquilizarse, intentórecordar cómo se sentía después dehaber sobrevivido a la batalla con loshombres bestia; pero el recuerdo eratenue. Trató de representarse la escenaposterior a la batalla con él y elMatatrolls como los héroes que habíaninfundido valor a los soldados y hechoretroceder a las bestias; sin embargo, lepareció poco convincente.

—Muy pronto estarán aquí, humano —dijo Gotrek en un tono que parecía feliz.

—Eso es lo que me preocupa.

* * *

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Unas siluetas de pesadilla aparecieronen la linde del bosque, y pese a la pálidaluz Félix pudo distinguir una enormefigura astada que se encontraba entre losárboles. Una flecha salió volando desdeel parapeto y cayó antes de dar en elblanco. «Sí, ahí está.» Más siluetasbestiales se hicieron visibles, y algohizo que temblara el suelo. Susurrabacomo agua desplazada por enormeshipopótamos que se movieran bajo lasuperficie, y en ese momento se abrióuna brecha en las nubes, y las lunas losmiraron con sonrisa burlona mientras suresplandor iluminaba una escena depesadilla.

—¡Por los huesos de Grungni! —

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imprecó Gotrek—. ¡Mira eso!

—¿Qué?

—¡Allí, humano! ¡Mira! ¡Tienen unamáquina de asedio! No me extraña quecayera Kleinsdorf.

Félix vio las siluetas ataviadas conarmadura negra que rodeaban una granmáquina de morro largo parecida a uncañón de asedio de muchas bocas.Mediante latigazos, hicieron retrocedera una multitud de gruñentes mutantes, ymientras observaba, vio que elcontorsionado líder subía para instalarseen un asiento situado en la parteposterior de la máquina. Otros guerrerosde la Oscuridad se apresuraron a rodear

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la máquina y desplegarle unas patasdestinadas a fijarla en el suelo. Entoncesel líder giró una enorme manivela, y lamáquina pivotó para apuntar al poblado.El cañón estaba moldeado según lacabeza de un dragón, e incluso desdeaquella distancia podía oír el rechinarde la montura. Otras flechas salieronvolando hacia la máquina, pero tambiéncayeron antes de dar en el blanco, y enel bosque resonaron gritos de escarnio.

—¿Qué es eso, Gotrek? ¿Qué efectotendrá?

—¡Malditos sean! ¡Es una especie decañón! Ahora sabemos lo que sucediócon la fortificación de Kleinsdorf.

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—¿Qué podemos hacer?

—¡Nada! Cuando haya oscurecido,abrirán brechas en las murallas ycargarán contra nosotros. Los hombresbestia pueden ver de noche; loshumanos, no.

—Eso parece demasiado sofisticadopara las bestias.

—No estamos luchando sólo contrabestias, humano, sino contra la guerreradel Caos y todo su séquito. Ellos nocarecen de inteligencia, créeme, ya heluchado antes con los de su clase.

Félix intentó calcular el número dehombres bestia que había en el bosque,

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pero no pudo. Procuraban mantenersefuera de la vista, pues sabían que eldesconocimiento de cuántos eranatemorizaría aún más a los defensoresde la fortificación. El miedo a lodesconocido era otra arma a su favor. AFélix se le cayó el alma a los pies.

—Tal vez deberíamos hacer una salida einutilizar el cañón —sugirió el poeta.

—Eso es precisamente lo que ellosesperan. Ese terreno de ahí afuera seríapara ellos tan bueno como paranosotros.

—¿Es que poseen arcos, aunque... seanbestias?

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—Eso no tiene importancia. Ahí afuerahay demasiadas trampas para sentirseseguro, y por fuerza alguien caerá en unade ellas.

—Pensaba que querías tener una muerteheroica.

—Humano, si me limito a quedarmequieto aquí, ella vendrá a buscarme.¡Mira!

Félix dirigió la vista hacia dondeseñalaba el rechoncho dedo del enano, yvio a la guerrera del Caos, de armaduranegra, que llegaba a caballo y se deteníajusto al lado del enorme cañón. Tambiénvio que una horda de rostros bestialesmiraba desde debajo de los árboles y,

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mientras observaba, una verdadera olade criaturas cornudas salió del dosel delbosque y comenzaba a formar unidades,justo fuera del alcance de las flechas. Enalguna parte dentro del bosque, untambor enorme empezó a sonar, y lerespondieron un toque de cuerno y otrotambor situado en algún punto hacia elsur. Un coro de gritos y bramidos llenóla noche y, de alguna forma, dentro de larítmica cadencia de las extrañaspalabras el poeta comenzó a percibir elsignificado. Era como si la comprensiónhubiese sido grabada en sus ancestros entiempos remotos, y sólo hubiese hechofalta ese acontecimiento para quedespertase. «Sangre para el dios de laSangre. Cráneos para el Trono de

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Cráneos.» Sacudió la cabeza paralibrarse de la alucinación auditiva, perono sirvió de nada. Con independencia delo que hiciese, daba la impresión de queese atisbo de comprensión regresaba.

El ruido se elevó, el silencio reinódurante un momento, y luego elestruendo volvió a comenzar. A Félix leirritaba los nervios y se le contraía elestómago. Al mirar hacia donde estabanlos enemigos, pudo ver que el cantoservía a dos propósitos: por un lado,contribuía a minar la moral de losenemigos de los hombres bestia, y porotro hacía que los seguidores del Caosfuesen presas del frenesí. Podía verlosgolpear las armas contra los escudos,

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morder los bordes de sus cimitarras yhacerse cortes ellos mismos. Danzabancomo dementes, alzando las piernas yluego descargando los pies contra latierra, como si estuviesen machacandolos cráneos de sus enemigos bajo laspezuñas.

—¡Ojalá se limitasen a cargar y acabarde una vez con esto! —exclamó Félix.

—Estás a punto de ver cumplido tudeseo —respondió Gotrek.

La guerrera del Caos alzó la espada, y lahorda guardó silencio de modorepentino. Ella se volvió para hablarlesen su idioma bestial, y ellosrespondieron con vítores y gruñidos. A

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continuación, giró para mirar a lasfiguras ataviadas con armadura que seencontraban sobre la máquina de asedio,y les dedicó un gesto con la espada. Unade ellas hizo una cabriola, y luegoencendió una mecha. Pasados cincolargos latidos de corazón, la poderosamáquina de guerra habló con voz detrueno. Se oyó un silbido sonoro, ydespués una sección de la murallaexplotó cerca de Félix e hizo saltar porlos aires fragmentos de madera,torrentes de tierra y trozos de carne. Loshombres bestia bramaron vítores yaullaron como las hordas de losinfiernos liberadas del tormento.

Félix dio un respingo cuando el cañón

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comenzó aa girar sobre su montura. Sedaba cuenta de que no había forma deque aquellas murallas de maderapudiesen resistir el poder de hechiceríade aquella arma espantosa. No habíansido construidas para soportar nadaparecido a ese tipo de ataque, y tal vezlo mejor que podía hacer erasimplemente saltar de la muralla ybuscar refugio en las profundidades delpoblado. Gotrek pareció leerle elpensamiento.

—Quédate donde estás, humano. Losiguiente que atacarán será la torre devigilancia.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

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—En mis buenos tiempos trabajé concañones, y éste no se diferencia en nadade cualquier otro. Puedo decirte latrayectoria de los disparos que hacen.

Félix se obligó a permanecer en elmismo sitio, a pesar de los escalofríosque le recorrían la espalda; tenía laseguridad de estar mirando directamenteen el interior del cañón del arma. Lamáquina habló una vez más, y por suboca salieron despedidos llamas yhumo. Se oyó de nuevo el silbido, y unade las patas de la enorme torre devigilancia desapareció cuando eldisparo abrió un agujero en laempalizada que tenía delante. La torre seinclinó hacia atrás y cayó, mientras uno

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de los centinelas salía volando de supuesto al mismo tiempo que agitaba losbrazos antes de estrellarse contra elsuelo. El largo grito desesperado,audible incluso por encima de losalaridos de las bestias, fue interrumpidoen seco por el impacto.

Félix percibió el humo y oyó el crepitarde un incendio detrás de él, y al volverla cabeza por encima del hombro vioque uno de los edificios y los restos dela torre habían comenzado a arder,aunque no sabia si era o no resultado dela explosión. En algún lugar alejadoalguien comenzó a gritarles a otros quetrajeran agua. Entonces echó una miradaa lo largo de la muralla, donde lo que

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parecía una cantidad lastimosamenteescasa de defensores aguardaba con losarcos aferrados en la mano, eintercambió miradas con el más cercano,un muchacho de no más de dieciséisaños, cuyo semblante estaba blanco deterror.

Félix dirigió una mirada dedesesperación hacia la oscuridad,mientras se preguntaba durante cuántotiempo continuaría aquello antes de quela moral de los defensores quedasedestrozada o la población reducida aruinas.

* * *

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Justine observó mientras el gran cañónabría la tercera brecha en la muralla dela ciudad, y entonces decidió que ya erasuficiente. Debían ahorrar pólvora parala siguiente fortificación a la quellegaran, y las brechas eran lo bastantegrandes como para que sus soldados secolaran por ellas. Los defensoresestaban cansados y desconcertados, asíque había llegado el momento. Le hizouna señal al de la corneta, y éste hizosonar el toque de avance. Marchando alpaso de los tambores de piel humana,los hombres bestia se pusieron enmovimiento.

Justine sintió que la sed de sangreaumentaba en su interior, y, con ella, su

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deseo de ofrecerle almas al dios de laSangre. Ésa noche le haría una grandiosaofrenda.

* * *

Félix observó mientras la marea dehombres bestia avanzaba por el terreno,y los arqueros comenzaban a disparardesde las murallas. Escogían susblancos de forma serena, metódica yeficiente, y disparaban. Las flechashendían la oscuridad y se clavaban enpechos, gargantas y ojos bestiales.Mientras los tambores infernales batían,los implacables adoradores del Caos,sedientos de sangre, continuaban

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avanzando y entonaban la invocación desu repugnante dios al ritmo de aquellamúsica. Una vez más, Félix creyóreconocer aquellas palabras: «Sangrepara el dios de la Sangre. ¡Cráneos parael Trono de Cráneos!»

Su mano asía con destreza el puño de laespada, y se sentía inútil agachado allí,tras el parapeto, mientras otros seocupaban de luchar y matar a losenemigos que avanzaban. El corazón lelatía con más rapidez en el pecho, larespiración le salía en cortos jadeoscomo si hubiese corrido dos kilómetros,y tuvo que luchar contra la sensación depánico. Sabía que muy pronto llegaría elmomento de descender para entrar en

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combate, pero por el momento tenía unpunto aventajado desde donde observarla lucha.

A lo lejos vio que la diablesa de negraarmadura los instaba a avanzar. Parecíauna diosa demoníaca de la aurora de lostiempos que hubiese llegado para cobrarun tributo en sangre y almas.

Vio caer a un hombre bestia con cabezade macho cabrío, cuyas piernasquedaron atrapadas en las fauces de unatrampa para osos, y observó que suscompañeros ni siquiera aminoraban lamarcha, sino que continuaban avanzandoy lo pisoteaban, hasta que se convirtióen una pulpa sanguinolenta bajo laspezuñas calzadas con hierro. Las bajas

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parecían no afectarlos y no mostrabansigno alguno de miedo. Tal vez eracierto que se trataba de demonios sinalma, inmunes a toda emoción normal, oquizá simplemente sabían que prontollegaría su oportunidad de venganza.

* * *

Las bestias ya estaban casi encima deellos, y el poeta veía el reflejo de lasllamas en los fieros ojos y la espumasanguinolenta de los labios dondeparecían haberse mordido sus propiasmejillas y lenguas a causa del frenesí.Podía percibir el hedor a humedad ypelaje sucio que despedían aquellos

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seres; casi podía distinguir las toscasrunas grabadas en sus diferentes armas.

En la muralla, los arqueros estabanlanzando sus últimas flechas para cogerlas espadas y las hachas, y algunos yadescendían por las escalerillas parareunirse con las unidades de hacherosque se encontraban en el suelo, entre losedificios.

Algunos bajaban de las plataformas enque estaban subidos, colgándose de losbrazos y dejándose caer desde la pocadistancia que los separaba de la tierra.

—Vamos, humano —dijo Gotrek—. Eshora de que corra la sangre.

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Félix obligó a moverse a susagarrotadas piernas y, al parecer,necesitó algo de tiempo para lograr quelo obedecieran.

* * *

Justine sonrió cuando los hombres bestiaaceleraron el paso y entraron a través delas brechas abiertas por el gran cañón.Oyó el sonido de las armas quechocaban contra las armas, del acerocontra el acero, cuando sus soldadostrabaron combate con los defensores dela fortificación, y tocó con las rodillaslos flancos de su corcel, que respondióal instante, y la condujo hacia la

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refriega.

* * *

Félix paró el hachazo del hombre bestia,y tuvo la impresión de que el impactoiba a dislocarle el brazo. Cayó sobreuna rodilla y lanzó una estocadaascendente, que cogió al atacante porsorpresa, se le clavó por debajo de lascostillas y la hoja de la ancestral armatemplaría penetró en su corazón. Trasliberar la espada, retrocedió de un salto,justo a tiempo para evitar que loderribaran un guardabosque y un hombrebestia trabados en un mortal combatecuerpo a cuerpo. Los dos cayeron al

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suelo delante de él, gruñendo a causadel esfuerzo de la lucha.

Al poeta le resultaba obvio que, con eltiempo, la superior fortaleza del hombrebestia se impondría a la del hombre, ypor un momento observó, espantado, sinsaber qué debía hacer, pues no queríalimitarse a asestar estocadas en mediode los combatientes. Al fin, tomó unadecisión: desenfundó la daga con lamano izquierda, cayó de rodillas yapuñaló la ancha espalda del hombrebestia. Éste se levantó y abandonó lalucha al mismo tiempo que aullaba dedolor, y al hacerlo Félix le cortó lacabeza con la espada.

El oponente humano se puso de pie y le

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dio las gracias a Félix con unasentimiento de la cabeza. Era elmuchacho de pálido semblante al que elpoeta había visto en el parapeto, yapenas tuvo tiempo de responderle conun encogimiento de hombros porque otraola de hombres bestia se lanzó sobreellos. En algún lugar distante, creyó oírel atronador sonido de los cascos de uncaballo.

* * *

Justine cargó contra la masa de cuerposque se encontraba alrededor de laentrada central, a la vez que asestabagolpes con su espada infernal, que

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mataba un nombre con cada estocada. Elcaballo pisoteaba a los heridos, quecaían bajo sus cascos, y proferíatriunfantes relinchos cuando llegaba asus fosas nasales el olor de la sangre.Justine cabalgaba cómoda sobre la silla,pues sabía que nada podía resistírsele.

—¡A mí! —gritó.

Los hombres bestia se replegaron a sualrededor y formaron una cuña que hizoretroceder a los oponentes humanoshacia las calles del poblado. Detrás,entraron los refuerzos, que comenzaron ainundar calles y callejones. Justine sesentía triunfal, ya que le serían ofrecidasmuchas almas, entre alaridos, al Señorde las Batallas.

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La sensación de triunfo disminuyóligeramente cuando su caballo lanzó unbramido bestial, y al bajar los ojos vioque una flecha le sobresalía de un ojo.Incluso agonizante, el animal, conextraordinaria disciplina, no seencabritó ni intentó tirarla, sino que seechó sobre las ancas para permitir queella saltara de la silla.

Una cólera abrasadora se apoderó deJustine, ya que Sombra la había llevadoa lo largo de todo el camino desde elDesierto del Caos, y no le resultaríafácil hallar otro corcel. Juró quequienquiera que lo hubiese matadopagaría con su vida, aunque tuviese que

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acabar personalmente con todas lascosas vivas de aquel montón deestiércol. Y entonces apareció en suslabios una sonrisa que dejó aldescubierto los colmillos malignamenteafilados y, a continuación, una risademente salió a borbotones de sugarganta. Sólo estaba jurando que haríalo que ya había decidido mucho antes deque comenzara la batalla.

* * *

Félix se detuvo a la sombra de unedificio y miró a su alrededor,desesperado. Su respiración se habíaconvertido en un áspero jadeo, tenía las

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ropas empapadas en sangre y sudor, y sele había entumecido el brazo con queblandía la espada. ¿Dónde estabaGotrek? Se habían separado momentosantes de la batalla, cuando la furia de laacción le había impedido darse cuentade nada más.

En ese instante, tenía un momento derespiro, pero no veía al Matatrolls porninguna parte. Sabía que era importanteencontrar al enano, que sus propiasposibilidades de supervivenciaaumentarían de modo espectacular enpresencia de la poderosa hacha deGotrek y, si todo lo demás fallaba, sesentía obligado a estar presente cuandoel enano librase su último combate;

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debía desempeñar el papel que habíajurado que representaría, el de testigo desu final, aunque él mismo muriese pocodespués.

A su alrededor, todos los edificiosestaban en llamas, y éstas le conferíanuna iluminación infernal a la escena. Labatalla continuaba entre nubes deondulante humo maloliente, y Félix viosombras de hombres bestia que luchabancon los fantasmas de guerreros humanosen medio de la niebla. Podía oír losbramidos de los monstruos, los gritos delos agonizantes y el entrechocar de lasarmas. Todo rastro de formación sehabía perdido en medio de la refriega, ysólo se trataba de matar o de morir.

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Desde algún lugar distante creyó oír elgrito de guerra del Matatrolls, y reuniófuerzas y valor para obligar a suspiernas a moverse en la direcciónadecuada. Le ofreció una corta ydesesperanzada plegaria a Sigmar, en laque le pidió al Señor del Martillo quelos protegiera a él, al Matatrolls, a Kat ya todos los demás, y entonces, derepente, se preguntó dónde estaría laniña.

* * *

Perdida en la aullante locura de labatalla, Kat no veía ninguna escapatoria.No había querido permanecer dentro del

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templo porque sabía que hacerlo era unacondena a muerte. Necesitaba un lugardonde ocultarse de las bestias, pero aúnno lo había hallado.

Se apartó a un lado y se acuclilló detrásde un barril de agua de lluvia, cerca delcual dos hombres jóvenes luchabancuerpo a cuerpo con una bestia. Uno lesujetaba las piernas mientras el otro ledesparramaba los sesos, golpeándole elcráneo con una piedra grande. Kat nuncahabía presenciado nada parecido, y laabsoluta ferocidad de aquello le resultóespantosa. Todos los contendientesparecían estar poseídos por una especiede demencia que los impulsaba arealizar actos de monstruosa crueldad y

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lunática valentía. No se daba ni se pedíacuartel.

Una gran marea de guerreros bajó por lacalle principal, arrastrados por supropia furia y su sed de sangre, y losgritos de hombres y bestias agonizantesllenaron el aire. El fragor del acero alchocar contra el acero resonó en laincendiada noche, y la fangosa tierra,revuelta por los pies y las pezuñas delos combatientes, se volvió resbaladizaa causa de la sangre.

Una bestia profirió un aullido de triunfoal ensartar a un hombre con su lanza, yel aullido se transformó en un bramidode miedo y cólera cuando el amigo delhombre hizo pedazos a la bestia. Un

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círculo de hombres rodeó a un gigantecon cabeza de toro y, cuando éste tendíauna mano hacia uno de ellos, otro saltópor el lado por el que no teníavisibilidad y le clavó una estocada. Apoco, sangraba por una docena de cortesmenores y, con un furioso bramido,cargó contra el guerrero más cercano, alque derribó con su tremendo peso; deesta forma, rompió el círculo y escapóhacia la refriega.

Kat estuvo a punto de gritar cuando vioque la mujer de armadura negra salíacaminando de la multitud, porque temíaque la guerrera del Caos hubieseacudido en busca de ella. Pero,entonces, Gotrek apareció por un lado y

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se interpuso. La mujer gruñó, enseñandocolmillos manchados de sangre, y leasestó al Matatrolls un golpe de espadaque convirtió el arma en un borróndemasiado rápido como para que el ojopudiera seguirlo. Kat no sabía cómoGotrek había conseguido interponer suhacha en la trayectoria de la hoja, peroasí lo hizo, y el negro acero se estrellócontra el azulado metal estelar, lo quehizo saltar chispas en medio del humoque colmaba el aire.

El Matatrolls respondió al ataque de lamujer, y el hacha salió disparada haciaella con la irresistible fuerza del rayo.La mujer se agachó y lanzó unaestocada, pero de alguna forma el arma

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del Matatrolls apareció donde debía.Ambos permanecieron allí, luchando eluno contra el otro, arma contra arma,fuerza inhumana contra poderdemoníaco.

Ninguno de los dos cedía.Descomunales cuerdas de músculossobresalían de los brazos y los hombrosde Gotrek, a quien el sudor le corría porel rostro y se le abultaban las venas delcuello y la frente. La mujer permanecíatan inmóvil como una estatua de ébano.Parecía que la armadura estaba pegada asu cuerpo; el pálido semblante era unamáscara blanca de hueso, imagencongelada de la sed de sangre, y le habíadesaparecido la zona blanca de los ojos,

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que entonces brillaban como rojas bolasde fuego.

Los segundos pasaban a toda velocidady los dos permanecían trabados entitánica resistencia; ambos eranincapaces de mover al otro. Por elrabillo del ojo, Kat vio que seaproximaba una hueste de hombresbestia que corrían hacia la batalla con laclara intención de asesinar al enano. Sinpensarlo, la niña gritó una advertencia, yGotrek desvió la vista a un lado en elmomento en que los hombres bestiallegaban hasta él. En el último instante,el enano retrocedió un paso y paró ungolpe que, sin duda, lo habría partidopor la mitad. Kat temió que la mujer de

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armadura negra aprovechara laoportunidad para clavarle la espada,pero no tenía por qué preocuparse. Lamarca de la batalla se arremolinó entorno a los combatientes, y la guerreradel Caos y el Matatrolls fueronarrastrados por la refriega y quedaronseparados; en ese momento, Kat dejóescapar un suspiro de alivio.

Entonces advirtió que la mujer laobservaba fijamente. Alzó los ojos parafijarlos en aquella mirada roja, y elcorazón estuvo a punto de detenérsele.Quiso gritar, pero al abrir la boca nosalió por ella sonido alguno, y la mujercomenzó a avanzar.

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* * *

El deseo de matar retronaba en elcerebro de Justine, y la oscuridadarraigada en su alma amenazaba conapoderarse por completo de ella. Lalocura burbujeaba en sus venas, y la sedde sangre la inundaba como si fuese unadroga; la carnicería le producía unextático placer. Quería encontrar alenano y matarlo, ya que, de todos losenemigos con los que se habíaenfrentado, él era el más poderoso: unaofrenda en verdad digna del dios de laSangre. En el último segundo, cuandoestaba a punto de apartar a un lado elhacha de él y matarlo, el destino, en laforma de sus propios seguidores idiotas,

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había intervenido para separarlos.Quería encontrarlo de nuevo y concluirla lucha.

Y entonces vio a la niña. Como encontra de su voluntad, contempló elpequeño rostro asustado que se asomabadesde el lugar en que estaba oculta.Sabía qué tenía que hacer, pues ya erahora de acabar con aquello de una vez ypara siempre, de dar el primer paso porel camino que terminaría en la vidaeterna, de aprovechar la oportunidadque se le ofrecía de un destino gloriosoal lado de Khorne. La presencia oscuraque había estado creciendo en suinterior bramó triunfante; sabía que, porfin, había llegado el momento y,

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olvidando todo lo relativo al enano,marchó hacia su destino.

* * *

Félix giró en la esquina y se vioinstantáneamente lanzado a la batallauna vez más. Sentía el calor de losedificios en llamas, y el olor acre delhumo colmaba sus fosas nasales. Elestruendo de la batalla resonaba en susoídos, y oía los gritos que proferíaGotrek mientras segaba a sus enemigoscomo trigo maduro; pero sus ojos sevieron arrastrados con instintivo,irreflexivo horror, hacia la guerrera deCaos..., y la niña que se encontraba

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encogida en la oscuridad ante ella.

En ese momento, pudo ver el parecidoque había entre ambas; lo vio con tantaclaridad como la luz del día. Era algoque iba más allá de la lista de cabelloblanco, pues tenían facciones similares:los mismos ojos grandes, la mismamandíbula estrecha. Al ver que laguerrera enarbolaba la espada paragolpear, el poeta echó a correr al mismotiempo que bramaba, aunque en el fondosabía que iba a llegar demasiado tarde.

* * *

Justine observó cómo su propia sombra

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se proyectaba sobre la niña que teníadelante. Vio la expresión de miedo ensus ojos, la palidez del rostro, elparecido que guardaba con ella misma, yse preguntó cómo era posible quedespués de todos los años pasados nosintiese realmente nada.

—¿Cómo te llamas, niña? —le preguntócon voz queda.

—Kat. Katerina.

Justine asintió con la cabeza,sorprendida de no sentir absolutamentenada ante aquella información.

En un destello de perspicacia,comprendió al final cómo hacían las

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cosas los demonios. Vio todas laspruebas, todos los rituales y todos lossacrificios como lo que en realidaderan: la preparación para ese momentocrucial. Entonces sabía que todos losasesinatos y todos los derramamientosde sangre habían tenido un propósito,habían constituido un proceso que lahabía transformado en una cosa diferentedel ser humano que había sido en otraépoca. Y ese proceso laa habíatemplado como el maestro herrerotempla una espada. Finalmentecomprendía, después de toda aquellaviolencia y de todas las masacres, queun ser humano puede habituarse acualquier cosa, incluso al destino que loconvertía en guerrero del Caos. Supo

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que en ese momento podría volverle laespalda a la niña, que eso no cambiaríanada, que por fin se había confirmado deverdad en la senda de la condenación.Matar a la niña ya no cambiaría nada.Podía hacerlo si quería, pero carecía designificado; sólo sería una cifra y nadamás. Había traspasado el punto sinretorno cuando, momentos antes, habíadecidido matarla. No obstante, pensóque siempre era mejor dejar las cosasbien acabadas. Sin más sentimiento quesi estuviese a punto de cortar un troncopara leña, alzó la espada, y entoncessintió dolor en un flanco a consecuenciade que algo se estrelló contra ella.

* * *

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Félix se lanzó al aire y cubrió de un solosalto la distancia que lo separaba de laguerrera del Caos. Se estrelló contra lamujer en el momento justo en que éstaenarbolaba la espada; el impacto le hizoperder el equilibrio, y ambos se fueronal suelo. Puesto que sabía que novolvería a tener otra oportunidad, elpoeta lanzó una estocada que se clavó enun flanco de la mujer, que no mostró mássigno de dolor que un pequeño gruñido.

Mientras rodaban sobre la tierrapisoteada, trabados en un abrazo mortal,Félix supo que lo superaba en fuerza. Lamujer tendió hacia lo alto las manoscubiertas de malla metálica y lo aferró

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por el cuello, y él se puso a forcejear enun intento de soltarse, agradecido de queal fin ella hubiese soltado la espada;pero de inmediato se dio cuenta de quehabía cometido un error. La guerrera delCaos era mucho más fuerte, poseía unafortaleza sobrenatural que era tansuperior a la de él como la suya propialo era a la de un niño. Luchó para aflojarla presión de las manos de ella, pero eracomo intentar soltarse de los dedos deun troll.

En ese momento la tenía encima, y elpeso de la armadura no lo dejabarespirar. Rodó al mismo tiempo queintentaba levantar el torso del suelo, yquitársela de encima, pero todo era

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inútil, ya que ella parecía prever sinproblema alguno cada uno de losmovimientos de Félix. Entonces supoque iba a morir; se enfrentaba a unaoponente que era sencillamentedemasiado fuerte, y Gotrek no seencontraba presente para salvarlo.

Las tinieblas comenzaron a descendersobre el poeta, ante cuyos ojosdestellaban chispas. Desde algún lugarlejano le llegó el grito de guerra deGotrek, y una parte de él, infinitamenteremota y despegada pensó que era unaironía que fuese el Matatrolls quienfuera a presenciar su muerte, y no alrevés.

—Ahora, mortal, morirás —dijo la

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mujer con calma, y las manoscomenzaron a retorcerle el cuello.

Félix luchó con toda su alma mientras laterrible presión aumentaba, pues sabíaque si cedía iba a partírsele el cuellocomo una rama seca, y su muertesobrevendría de modo instantáneo.Sintió que las venas se le hinchaban ylos músculos comenzaban adesgarrársele a causa de la resistenciaque oponía, a sabiendas de que era algoinútil; en un momento, todo habríaacabado. La oscuridad se hizo máshonda; lo veía todo como sombras yreinaba el silencio, excepto por el sordotronar de su propia respiración dentrodel pecho y por el distante latir de su

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corazón. Sabía que estaba derrotado,que no podía soportarlo más, y susmúsculos comenzaron por fin arelajarse, vencidos.

* * *

Kat miró hacia donde continuaba laterrible batalla. Sabía que la guerreradel Caos había estado a punto dematarla, y que Félix había intentadosalvarle la vida. Sabía también que lamujer de armadura negra iba a matar alpoeta, y que ella tenía que hacer algo.

Un objeto destelló en el suelo, cerca deella, y vio que se trataba de la espada

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negra que había dejado caer la guerreradel Caos. Su filo destellaba conbrillantez a la luz del fuego, y pensó quetal vez podía intervenir. Tendió unamano para recoger el arma, pero erademasiado pesada. Tal vez si se valíade ambas manos... Con lentitud, laespada comenzó a levantarse. El arma seretorció en sus manos, las runas de lahoja relumbraron con luz brillante, y laniña sintió el poder terrible quealbergaba.

Si ahora tan sólo pudiera...

* * *

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De pronto, Félix sintió que lainsoportable presión cedía. La guerreradel Caos primero lo miró y luego bajólos ojos hasta su propio pecho. Félixsiguió la dirección de la ardiente miraday vio que la punta de la espada de metalnegro sobresalía del cuerpo de la mujer.Las rojas runas relumbraban, y de laherida goteaba sangre hirviendo, que seevaporaba en humo venenoso al tocar elsuelo. La guerrera del Caos se puso depie, tambaleante, y se volvió para miraren la dirección de la que habíaprocedido la estocada.

Desesperado, Félix se obligó a moverse,y sus extremidades respondieron con lapesadez del plomo. Miró a su alrededor

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en busca de su espada, tendió una manopara cogerla, sus dedos se cerraronsobre el puño e intentó levantarla. Tuvola impresión de que trataba de levantarel peso de aquel gran cañón situadofuera de la ciudad, pero se obligó ahacerlo. Se puso trabajosamente de pie yvio que por los alrededores no habíanadie más, sólo la guerrera del Caos, élmismo y Kat. Los ojos de la mujerestaban fijos en la niña, y sus labios secontorsionaron en una terrible sonrisairónica, para luego abrirse más y dejarque una borboteante carcajada dementeescapara. Dio un paso hacia adelante —la punta de la espada aún le sobresalíadel pecho—, y Kat retrocedió otro conlos ojos muy abiertos a causa del horror

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y el miedo.

Muy poco a poco, Félix se formó unaidea de lo que debía de haber sucedido.Kat había levantado la pesada arma y lahabía clavado en la espalda de la mujermientras ellos luchaban. Le habíasalvado la vida, y en ese instante letocaba a él salvar la de la niña. Conlentitud, obligó a su vapuleado cuerpo aponerse en movimiento y arrastró lospies por el suelo tras la guerrera delCaos. Los pasos de la mujer vacilaron, yésta cayó lentamente al suelo.

* * *

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Justine reía para sí incluso mientras eldolor la despojaba de la conciencia.Aquél era un terrible chiste final, pueshabía encontrado la muerte a manos dela persona a quien había ido a matar.Una niña había vencido dondepoderosos guerreros habían fracasado.

Era verdad, como siempre había dichoel demonio. No la había matado unguerrero, sino su propia hija. Cayó haciaadelante y se sumió en las tinieblas quela aguardaban.

* * *

Félix observó mientras la vil guerrera

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del Caos se desplomaba, y la carne sedeshacía y descomponía con espantosarapidez para dejar sólo un esqueletomaloliente dentro de la armadura negra.De algún modo, sin que nadie se lodijese, supo que estaba mirando elcuerpo de alguien que estaba muertohacía mucho tiempo, y ante aquellavisión tuvo ganas de vomitar.

Algo mojado le cayó sobre el rostro.Por fin, se había desatado la tormenta ycomenzaba a llover. El sonido siseanteque le llegó de algún lugar cercano ledijo que las gotas de lluvia batallabancontra el incendio. Era una buenanoticia; tal vez la población no seconsumiría hasta los cimientos, después

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de todo. De pronto, Kat estaba allí,acurrucada detrás de él.

—¿Ya se ha acabado? —preguntó.

Félix escuchó los sonidos de matanzaque los rodeaban, y asintió con lacabeza.

—Pronto acabará —respondió con vozqueda—, de un modo o de otro.

* * *

Félix se dejó caer sobre un tocón deárbol y volvió los ojos hacia el poblado,mientras Messner y Kat lo contemplaban

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con aire de reprobación porquepensaban que no debería andarcaminando por ahí. Su cuello aúnpresentaba contusiones y teníaproblemas para hablar y comer, perodaba la impresión de que se recuperaría.Simplemente sentía agradecimiento porestar aún vivo.

También lo sentían los cerca dedoscientos habitantes del poblado quehabían sobrevivido a la batalla y susconsecuencias posteriores. Aún podíaoírlos entonando plegarias de acción degracias por su salvación en el templo deSigmar.

Junto a ellos pasó un caballero, uno queformaba parte de las poderosas fuerzas

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despachadas por el duque en respuestaal mensaje de Messner, que llevaba lacabeza de un hombre bestia ensartada enla lanza. Félix y Messner lo observaronmientras pasaba, y el poeta se dio cuentade que el hombre estaba pensando lomismo que él cuando en el rostro delguardabosque apareció una ligeraexpresión de desprecio. Era muy bonitopor parte del caballero posar entoncescon el trofeo, pero... ¿dónde estabacuando se libraba la auténtica batalla?Los héroes conquistadores habíanllegado a la mañana siguiente a la lucha.

—Así que habéis encontrado el cañón—preguntó, con una voz que parecía unsusurro graznante.

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—Sí —respondió Messner—. Es unacosa extraordinaria. Dicen que cuandolo tocas está tan tibio como un cuerpovivo. Allí hay hechicería oscura, esoseguro, así que hemos mandado llamar aun sacerdote para que lo exorcice. Sieso no funciona, el anciano duqueenviará un hechicero.

—Pero las bestias están todas muertas.

—Sí, hemos dado caza hasta al últimode ellos. Gotrek no regresó hasta elalba, y dijo que todo había acabado.

Los dos estaban hablando para mantenercallada a Kat, y ambos lo sabían.Ninguno quería que la niña pudiesedecir una sola palabra. Sin embargo,

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aquellas noticias alegraron a Félix, puesal parecer las bestias habían perdido elvalor y habían huido cuando se propagóla noticia de la muerte de su repugnantelíder. Y la fuga se transformó en unamasacre cuando los leñadores lospersiguieron, y daba la impresión de queKat había salvado a todo el poblado consus actos. Era una heroína y todos se lodecían, pero no habló como si lo fuese.

—Todavía quiero ir con vosotros —declaró la niña que, tras dos días dediscusión, aún no había cedido.

—No puedes, Kat. Gotrek y yo nosencaminamos a lugares peligrosos y nopodemos llevarte. Quédate con Messner.—No quería decirle que las cabezas de

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ambos tenían precio, no en presencia delguardabosque.

—Eso debes hacer, niña —asintióMessner—. Tienes un lugar aquí,conmigo, con Magda y los niños. Yharás amigos entre los otros pequeños;eso seguro.

Kat le dirigió a Félix una miradaimplorante, pero él sacudió la cabeza yse obligó a permanecer serio y sereno.No estaba seguro de cuánto tiempopodría mantener ese semblante cuandooyó el pesado andar del Matatrolls quese aproximaba. Gotrek sonreía conmalevolencia, y por la expresión de surostro Félix supuso que había aumentado

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la enorme cuenta de muertes infligidasdurante la batalla.

—Estamos perdiendo el tiempo,humano. Será mejor que nos marchemos.

Félix se levantó con lentitud, y Messneravanzó para estrecharles la mano. Katabrazó primero a Félix y luego alMatatrolls, y al final Messner tuvo quesepararla de sus amigos.

—Adiós —se despidió, llorosa—.Siempre os recordaré.

—Hazlo, pequeña —respondió Gotrekcon suavidad.

Dieron media vuelta y se alejaron de

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Flensburgo. El sendero era abrupto yrocoso, y ante ellos aguardaban Nuln yun futuro incierto. Al llegar a lo alto dela ladera, Félix se volvió para mirarhacia atrás. Allá abajo, Messner y Kateran dos pequeñas figuras que lossaludaban con la mano.

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Capítulo 6 El Señor de los Mutantes

A los lectores de estas páginas debeocurrírseles de vez en cuando la idea deque mi compañero y yo nosencontrábamos bajo los efectos dealguna maldición. Sin necesidad deningún esfuerzo por nuestra parte, y sindeseo alguno por la mía, nos lasarreglábamos para encontrarnos contoda clase de adoradores de losOscuros. A menudo yo mismosospechaba que realmente estábamoscondenados a oponernos a sus planes sinentender nunca por qué; pero ese tipo de

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especulaciones jamás inquietaron alMatatrolls. Se tomaba todos esosacontecimientos tal y como venían, conun gruñido y un resignado encogimientode hombros, y descartaba cualquierespeculación de esa clase como propiade un filosofar inútil y vano. Noobstante, yo he pensado intensa ylargamente en el asunto, y tengo lasensación de que si en este mundo hayun poder que se opone a los servidoresdel Caos, tal vez era quien a vecesguiaba nuestros pasos e incluso nosprotegía. De lo que no cabe duda es deque a menudo nos tropezábamos conalgunos de los más indignantes ymalévolos planes perpetrados por losmás insólitos malhechores...

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FÉLIX JAEGER, "Mis viajes conGotrek", vol. II,

Impreso en Altdorf, 2505

Cuando oyó el crujido de la rama alpartirse, Félix Jaeger se quedópetrificado en el sitio y buscó a tientasel puño de la espada, mientras susagudos ojos sondeaban los alrededoresy no descubrían nada. El poeta sabía queera inútil: la luz del sol poniente apenassi atravesaba el grueso de hojas quehabía en lo alto, y el denso sotobosquepodría haber ocultado el avance de unpequeño ejército. Hizo una mueca y sepasó los dedos por el rubio cabello, entanto todas las advertencias del

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buhonero volvían como un destello a sumemoria.

El anciano había afirmado que en elcamino que tenían ante sí habíamutantes, manadas de ellos que atacabana todos los que viajaban por esa rutaentre Nuln y Fredericksburgo. En aquelmomento, Félix no le había prestado lamás mínima atención porque el buhoneroestaba intentando venderle un amuletode pacotilla supuestamente bendecidopor el mismísimo Gran Teogonista, unaprotección infalible para peregrinos yerrabundos..., o al menos eso afirmabaél. Ya le había comprado una pequeñadaga arrojadiza con una vaina que podíallevarse oculta en torno a la muñeca, y

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no se sentía inclinado a gastar másdinero. Se frotó el antebrazo donde lerozaba la funda para asegurarse de queno se había soltado.

En ese momento, deseaba habercomprado el amuleto, ya que, aunqueresultaba muy probable que fuese falso,en circunstancias como ésa cualquierviajero prudente que se hallara en lososcuros caminos del Imperio sentina lanecesidad de un poco de protecciónadicional.

—Date prisa, humano —dijo GotrekGurnisson—. Hay una posada enBlutdorf, y tengo la garganta tan secacomo el desierto.

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Félix miró a su compañero, y pensó quepor muchas veces que mirase alMatatrolls, su achaparrada fealdadnunca dejaría de asombrarlo. No sedebía a los dientes que le faltaban, ni alojo perdido, ni a la larga barba llena departículas de comida, ni siquiera era porsu olor corporal; no, lo que loasombraba era la combinación de todasesas cosas.

A pesar de ello, no podía negarse que elMatatrolls tenía una aparienciaformidable. Aunque Gotrek sólo lellegaba al pecho y una buena parte deesa estatura la constituía la enormecresta de pelo teñido de rojo queadornaba la cabeza afeitada y tatuada

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del enano, era más ancho de hombrosque un herrero. En una de las enormesmanazas sujetaba un hacha de hoja anchaque la mayoría de los hombres habríatenido problemas para levantar con lasdos manos. Cuando movía la voluminosacabeza, la cadena que colgaba entre sunariz y la oreja izquierda tintineaba.

—Creí haber oído algo —explicó Félix.

—Estos bosques están llenos de ruidos,humano. Pájaros que gorjean, árbolesque crujen y animales que corretean portodas partes. —Gotrek escupió unenorme esputo al suelo—. Yo odio losbosques; siempre los he odiado porqueme recuerdan a los elfos.

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—Creí haber oído a los mutantes, comonos dijo el buhonero.

—¿Ah, sí?

Gotrek le enseñó los ennegrecidosdientes, lo que podía tratarse de unamueca feroz o de una sonrisa, y luego semetió el dedo pulgar debajo del parchedel ojo para frotarse la cuenca vacía conel porque le picaba. Dado que aquél eraun espectáculo profundamenteasqueroso, Félix apartó la mirada.

—Sí —respondió con voz queda, yGotrek se volvió de cara a los árboles.

—¿Hay algún mutante por ahí? —bramó—. Que salga a enfrentarse con mi

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hacha.

Félix se encogió. Era muy propio delMatatrolls eso de tentar a la suerte deaquella manera. Había jurado buscar lamuerte en combate con monstruos letalespara expiar algún indecible pecadoenano, y no desperdiciaba ningunaoportunidad de cumplir con supropósito. El poeta maldijo la noche deborrachera en que había jurado seguir alMatatrolls y dejar constancia de su finen un poema épico.

Casi como respuesta al grito de Gotrek,se produjo otro movimiento en elsotobosque, como si un viento fuertehubiese agitado los arbustos..., salvoque no había viento. Félix mantuvo la

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mano cerrada sobre el puño de laespada, ya que estaba claro que ahídentro había algo y que se lesaproximaba.

—Creo que podrías tener razón,humano.

En los labios de Gotrek apareció unasonrisa terrible, y a Félix se le ocurrióque el enano sabía desde el principioque allí había algo.

En el camino irrumpió una horda demutantes que gritaba juramentos,maldiciones y las obscenidades másviles. El puro horror de su presenciaamenazaba con apoderarse de la mentedel poeta, que vio una repulsiva criatura

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de piel viscosa que saltaba como unsapo, algo vagamente femenino quecorría sobre ocho patas, y un ser concabeza de cuervo y plumas grises que lodesafiaba. Algunos de los mutantestenían la piel transparente y a través deella eran visibles los órganos que latían.Blandían lanzas, dagas y lo que parecíanoxidados utensilios de cocina, y uno deellos se lanzó hacia Félix para atacarlocon una cuchilla de carnicero, mellada ysin filo.

El poeta alzó una mano y cogió lamuñeca de la criatura, con lo que detuvoel arma un momento antes de que seestrellase contra su cráneo. Le asestó unrodillazo en la entrepierna al monstruo,

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que se dobló por la mitad, y entonces lepateó la cabeza y lo derribó. Un vómitoverde se derramó sobre las botas delpoeta antes de que el derrotado cayerade espaldas al suelo.

Durante el breve respiro, Félixdesenvainó la espada dispuesto a asestargolpes a diestro y siniestro, pero no eranecesario que se molestara.

La poderosa hacha de Gotrek ya habíaabierto un sendero sangriento a travésdel grupo de atacantes, y de un solohachazo acabó con otros tres, cuyoshuesos se astillaron bajo el impacto, ycuya carne fue hendida por el filo denavaja del arma. El hacha del Matatrollsvolvió a salir disparada y cayeron dos

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mitades de un torso seccionado, que porun breve instante, no dándose cuenta deque ya estaba muerto, animó a ambaspartes a arrastrarse lejos la una de laotra; mientras tanto, el hacha de Gotrekcompletaba la curva ascendente ycercenaba la cabeza de otro mutante.

Espantados por la repentina carnicería,los mutantes huyeron. Algunos pasaron atoda velocidad junto a Félix paralanzarse hacia el bosque que se extendíaen el lado contrrario del camino,mientras otros daban media vuelta yregresaban a los arbustos de dondehabían salido.

Félix le dirigió a Gotrek una mirada

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especulativa, en espera de lo que elMatatrolls haría a continuación. Loúltimo que quería era que se separaranpara perseguir a las criaturas hacia elinterior del bosque, que ibaoscureciéndose, ya que la victoria habíasido demasiado fácil y aquello teníaaspecto de ser una trampa.

—Deben haber enviado a los enanos deesta basura tras nosotros —observóGotrek al mismo tiempo que escupíasobre el cadáver de un mutante. Félixbajó la mirada y vio que el Matatrollstenía razón. La mayoría de los muertoseran tan pequeños que no habríanllegado al pecho de Gotrek, y ningunoparecía más alto que él.

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—Salgamos de aquí —decidió Félix—.Estas cosas huelen fatal.

—Apenas merecía la pena matarlos —respondió Gotrek, refunfuñando. Daba laimpresión de que estaba profundamentedecepcionado.

* * *

El Ahorcado era una de las másdeprimentes posadas que Félix hubiesevisitado. Un diminuto fuego, carente dealegría, ardía en la chimenea, el salónolía a humedad, unos perros sarnososroían huesos que tenían aspecto de haberpermanecido durante generaciones

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perdidos en la mugrienta alfombra depaja, y el tabernero era un individuo deaspecto ruin con la cara llena de viejascicatrices y un enorme gancho queocupaba el lugar de la mano derecha. Elmozo era un jorobado de ojosdescoloridos que tenía la desafortunadacostumbre de babear en la cervezamientras la servía. El local presentabaun aspecto por completo miserable, ytodos los presentes miraban a Félixcomo si quisieran clavarle un cuchilloen la espalda, pero simplementeparecían demasiado deprimidos a fin dereunir las fuerzas necesarias parahacerlo.

Félix tuvo que reconocer que la posada

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era adecuada para el pueblo al queservía, ya que Blutdorf era el lugar mássombrío que había visto en toda su vida.Las chozas de barro daban la impresiónde estar mal cuidadas y a punto dedesmoronarse; las calles parecíanvacías y amenazadoras, y cuando por finlograron intimidar al borracho guardiánde la puerta del poblado para que losdejara entrar, las viejas los habíanobservado desde las puertas de todas lascasas. Era como si la totalidad delpueblo estuviese poseído por el pesar yla letargia.

Incluso el castillo que se alzaba sobrelos riscos que dominaban el puebloparecía descuidado. Las murallas

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estaban desmoronándose y daba laimpresión de que podía ser asaltado porun grupo de mocosos armados conpalos, lo cual era insólito en un puebloque parecía rodeado por una horda demutantes amenazadores. «Por otra parte—pensó Félix—, ni siquiera losmutantes de la zona parecen serparticularmente atemorizadores», ajuzgar por el ataque que habían intentadoantes contra ellos.

Bebió otro sorbo de cerveza, que era lapeor que había probado nunca, la bebidamás repulsiva que jamás hubieseatravesado sus labios. Gotrek echó haciaatrás la cabeza y apuró el contenido dela jarra, que desapareció con la misma

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rapidez que un bolso de oro arrojado enuna calle de mendigos.

—¡Otra jarra de Vómito de Perro Viejo!—gritó Gotrek, y se volvió paraecharles una mirada feroz a losparroquianos—. Intentad no dejadmesordo con el ruido de vuestra alegría —bramó.

Los presentes se negaron a mirarlo a losojos. Se quedaron contemplando suscervezas como si en ellas pudiesendescubrir el secreto para transmutar elplomo en oro con sólo estudiar ellíquido durante el tiempo suficiente.

—¿Por qué tantas caras alegres? —inquirió Gotrek en tono sarcástico.

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El posadero dejó otra jarra de cervezasobre la barra, ante él, y el enano bebióun poco. Félix se sintió complacido alnotar que incluso el Matatrolls hacía unamueca al acabar. Era un raro tributo a lorepugnante que era aquella bebida, yaque nunca había visto que el enano dierapruebas de la más mínima incomodidado vacilación ante ninguna bebida.

—Es el hechicero —comentó de prontoel dueño de la posada—. Es unpersonaje horrible. Las cosas no hanvuelto a ser como antes desde que llegóa ocupar el viejo castillo. Desdeentonces, no hemos tenido más quemolestias, con esos mutantes en elcamino, y todo eso. Ya nadie viene por

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aquí, y no hay quien duerma tranquilopor la noche.

Gotrek se animó de inmediato, y unasonrisa malévola dejó al descubierto losennegrecidos tocones de sus dientes. Elpoeta vio que aquello era más de suagrado.

—¿Un hechicero, dices?

—Sí, señor, y es un brujo malvado, te loaseguro.

Félix advirtió que todos losparroquianos miraban de modo extrañoal posadero, como si éste hubiesehablado a destiempo, o dicho algo queellos nunca habían esperado que dijese.

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Pero descartó aquel pensamiento. Talvez sólo estaban asustados. ¿Quién no loestaría con un servidor de los PoderesSiniestros del Caos alojado en elcastillo que dominaba el pueblo?

—Es malvado como un dragón condolor de muelas. ¿No es cierto, Helmut?

El campesino al que le acababa dehablar el posadero se quedó petrificadoen el sitio como una rata ante la miradade una serpiente.

—¿No es cierto, Helmut? —repitió elposadero.

—No es tan malo —respondió elcampesino—, considerando cómo son

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los hechiceros malvados.

—¿Y por qué no asaltáis el castillo? —preguntó Gotrek, y Félix pensó que si elenano no podía adivinar la respuesta porel aspecto de perro apaleado deaquellos palurdos era más estúpido delo que parecía.

—Porque allí está el monstruo, señor —respondió el campesino al mismotiempo que arrastraba los pies y volvía afijar la vista en el piso.

—¿El monstruo? —preguntó Gotrek conalgo más que una pizca de interésprofesional en su único ojo—. Unmonstruo grande, supongo.

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—Enorme, señor. Dos veces más grandeque un hombre y cubierto por toda clasede horribles mu..., mu..., mu...

—¿Mutaciones? —sugirió Félix,servicial.

—Sí, señor, de esas cosas.

—¿Por qué no pedís ayuda a Nuln? —quiso saber Félix—. Los templarios delLobo Blanco estarían interesados enenfrentarse a semejante servidor delCaos.

El campesino le dirigió una mirada deincomprensión.

—No sabemos dónde está Nuln, señor.

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Ninguno de nosotros se ha alejado nuncamás de media legua de Blutdorf. ¿Quiéncuidaría de las esposas si abandonamosel pueblo?

—Y además están los mutantes —intervino otro parroquiano—. El bosqueestá lleno de ellos, y todos sirven almago.

—¿También los mutantes? —Gotrekparecía casi alegre—. Creo que vamos avisitar el castillo, humano.

—Eso me temía —suspiró Félix.

—No querrás decir que quieres atacar alhechicero y a su monstruo —dijo uno delos del pueblo.

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—Con vuestra ayuda, pronto libraremosa Blutdorf de ese azote —respondióFélix con tono seco mientras hacía casoomiso de la mirada terrible que leechaba Gotrek. El Matatrolls no queríaayuda de nadie en su búsqueda de unamuerte gloriosa.

—No, señor, no podemos ayudaros.

—¿Por qué no? ¿Acaso sois unoscobardes indignos?

Se trataba de una pregunta estúpida,pero el poeta pensaba que tenía quehacerla. No era que les reprochara suactitud a los habitantes del pueblo, yaque en circunstancias normales habríaestado menos que deseoso de

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enfrentarse con un hechicero del Caos ysu monstruosa mascota.

—No, señor —replicó el hombre—; essólo que él tiene a nuestros hijos allíarriba... ¡Los retiene como rehenes!

—¿A vuestros hijos?

—Sí, señor, hasta el último de ellos. Ély su monstruo bajaron aquí y se losllevaron. Y tampoco hubo manera deresistirse entonces. Cuando el GranNorri lo intentó, el monstruo le arrancólos brazos y lo obligó a comérselos; fuehorrible.

A Félix no le gustaba nada el destelloque había aparecido en el ojo del

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Matatrolls. El entusiasmo de Gotrek porllegar hasta el castillo y luchar con elmonstruo radiaba por toda la habitacióncomo el calor de una enorme hoguera. Elpoeta no se sentía tan seguro, ycompartía la falta de entusiasmo de loshabitantes del pueblo respecto alenfrentamiento directo.

—Sin duda, querréis liberar a vuestroshijos —comentó Félix.

—Sí, pero no queremos que los maten, yel mago se los entregará al monstruo sile damos cualquier problema.

Félix miró a Gotrek, y éste agitó unpulgar de modo significativo hacia losriscos donde se alzaba el castillo. El

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poeta comprendió que estaba deseoso deponerse en camino, con rehenes o sinellos, y con una sensacióndescorazonadora se dio cuenta de que nohabría manera de escapar de aquellasituación. Antes o después, él y el enanoacabarían haciendo una visita al castillode Blutdorf. Desesperado, buscó unamanera de aplazar lo inevitable.

—Esto requiere un plan —dijo—.Posadero, sírvenos un poco mas de esabuena cerveza.

El hombre sonrió y se puso a servir dosjarras mientras Félix advertía queGotrek lo contemplaba con suspicacia;entonces se dio cuenta de que no estabamostrando el entusiasmo adecuado ante

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la empresa. El posadero regresó y dejóante ellos otras dos jarras de cerveza almismo tiempo que sonreía, emocionado.

—Una para el camino —dijo Félixalzando la jarra, y bebió un sorbo que lesupo aún peor que las que anteriormentehabía dado. Debido al sabor, no estabamuy seguro, pero pensó que la cervezatenía un ligero regusto a productoquímico. Fuese lo que fuese, unoscuantos sorbos más lo dejaron mareadoy con náuseas. Advirtió que Gotrekhabía acabado la suya y estaba pidiendootra, que el posadero se la traía y que elenano se la bebía de golpe. Luego susojos se abrieron de par en par, se aferróla garganta y a continuación cayó como

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un árbol talado.

Félix necesitó un momento paracomprender qué había sucedido, yavanzó dando traspiés para examinar asu compañero. Los pies le pesabancomo si fuesen de plomo, la cabeza ledaba vueltas y las náuseas amenazabancon abrumarlo. Sabía que allí estabasucediendo algo malo, pero no lograbaidentificarlo del todo. Era algo que teníaque ver con la cerveza. Nunca anteshabía visto caer al enano, por mucho quebebiera, y él mismo jamás se habíasentido tan mal, no después de beberunas pocas jarras.

Se volvió para mirar al posadero, y lasilueta del hombre onduló como si Félix

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lo mirase a través de un cristalesmerilado. Lo señaló con un dedoacusador.

—Tú dragaste... quiero decir dregaste...no, quiero decir que bebiste nuestrasdrogas —dijo, y cayó de rodillas.

—Gracias por eso, Tzeentch. Pensabaque no caerían nunca. Al enano le hepuesto la suficiente raíz skaven paratumbar un caballo.

Félix buscó a tientas la espada, perotenía los dedos entumecidos y sedesplomó sumiéndose en la oscuridad.

—Y me cuesta una corona la pizca —murmuró el posadero. Su malhumorada

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voz fue lo último que oyó Félix antes decaer en la inconsciencia—. HerrKruger, sin embargo, me pagará bien pordos especímenes tan buenos.

* * *

—¡Despierta, humano!

La profunda voz tronó en algún lugarcerca del oído de Félix, y éste intentóhacer caso omiso de ella con laesperanza de que se marchara y lepermitiera volver al sueño.

—¡Despierta, humano, o te juro que iréallí y te estrangularé con estas mismas

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cadenas!

Entonces había en la voz una notaamenazadora que convenció a Félix deque era mejor prestarle atención. Abriólos ojos..., y deseó no haberlo hecho.

Incluso la mortecina luz de la únicaantorcha oscilante que iluminaba lacelda era demasiado brillante, y su débilresplandor le dañó los ojos. En cienosentido, era lo adecuado porque hizoque se pusieran a tono con el resto de sucuerpo. El pulso le latía con fuerzadentro del cráneo, como un gonggolpeado con un martillo, y se sentíacomo si alguien hubiese usado su cabezapara practicar patadas. Tenía la bocaseca como un desierto y la lengua como

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si alguien le hubiese pasado un papel delija.

—Tengo la peor resaca de mi vida —masculló al mismo tiempo que se lamíalos labios con nerviosismo.

—No es resaca. Nos dro...

—Nos drogaron, ya lo sé.

Félix se dio cuenta de que estaba de piey que tenia las manos alzadas porencima de la cabeza y algo pesado atadoa los tobillos. Intentó inclinarse para verde qué se trataba, pero descubrió que nopodía moverse. Levantó la mirada y vioque colgaba de unos grilletes concadenas unidas a un gran aro de hierro

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sujeto a la pared por encima de él. Estolo confirmó al mirar al otro lado de lahabitación y ver que Gotrek seencontraba retenido por el mismosistema.

El Matatrolls pendía de las cadenascomo una res en la carnicería, aunque notenía las piernas encadenadas porque sucuerpo era demasiado corto para llegaral suelo. Félix vio que había grilletespara los tobillos sujetos a la pared, unpoco más abajo, pero las piernas delenano no alcanzaban ese nivel.

Recorrió la celda con la mirada; seencontraban en una sala amplia,pavimentada con pesadas losas depiedra, en cuyas paredes había una

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docena de juegos de cadenas y grilletessimilares; del más lejano pendía unesqueleto extrañamente deformado.Contra la pared de la izquierda, sealzaba un banco de trabajo cubierto dealambiques y mecheros de carbón, asícomo de otros instrumentos dealquimista. En el centro de la habitación,había un enorme pentagrama trazado contiza y rodeado de peculiaresjeroglíficos. En cada uno de los crucesde la estrella de cinco puntas, aparecíaun cráneo de hombre bestia que dabasoporte a una vela apagada, hecha decera.

A la derecha de la celda, una escalerade piedra conducía hasta una sólida

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puerta, en la cual había un ventanucoredondo por donde se filtraban algunosrayos de sol a la oscuridad interior;cerca del pie de la escalera Félix vio suespada y el hacha de Gotrek. Entoncesexperimentó una breve sensación deesperanza. Quienquiera que los hubiesedesarmado no había sido muy minuciosoen el registro, pues aún podía sentir elpeso de la daga arrojadiza que llevabaoculta en la vaina del antebrazo. Porsupuesto, no había forma de que pudierausarla con los brazos engrilletados, perode algún modo resultaba consoladorsaber que la tenía.

El aire estaba viciado y era fétido. A lolejos, Félix creyó oír gritos, cantos y

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rugidos bestiales, como unacombinación de los ruidos propios de unhospital para dementes y un zoológico.Ningún elemento de la situación en quese encontraban lo tranquilizó.

—¿Por qué nos drogó el posadero? —preguntó Félix.

—Estaba confabulado con el hechicero;es obvio.

—O le tenía miedo. —De haber podido,el poeta se habría encogido de hombros—. De todas formas, me pregunto porqué estamos vivos todavía.

Una aguda risa disimulada respondió ala pregunta. La pesada puerta crujió al

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abrirse, y dos siluetas bloquearon elpaso de la luz. Se produjo un brevefogonazo al rascar alguien un fósforo, yluego encendieron un farol y el poetapudo ver cuál era el origen de la burlonarisa.

—Buena pregunta, Jaeger, y que serápara mí un gran placer responderte.

«En esa voz hay algo que me resultamuy familiar», pensó Félix. Era aguda,nasal y profundamente desagradable, yél la había oído con anterioridad.

Entrecerró los ojos, mirando hacia laescalera, y distinguió al dueño deaquella voz, que era tan desagradablecomo la misma. Era un hombre alto y

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flaco, ataviado con túnicas grises,desteñidas, maltrechas y remendadas enmangas y codos. Alrededor del cuellodescarnado pendía una cadena con unenorme amuleto. Los largos dedos finosestaban cubiertos por anillos con runasgrabadas, y rematados por largas uñasennegrecidas. Un gran cuello vueltohacia arriba enmarcaba su pálido rostrosudoroso, y un casquete ribeteado enplata le coronaba la cabeza.

Detrás del hombre había una criaturadescomunal que superaba al hombre pormedio cuerpo de estatura y pesabacuatro veces más que él. Quizás en otrostiempos había sido un ser humano, peroentonces tenía el tamaño de un ogro. Se

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le habían caído amplias zonas de pelo ysu cabeza y su piel presentaban enormespústulas. Los rasgos del rostro erandeformes y monstruosos, y los dientesparecían piedras de molino. Tenía unosbrazos aún más musculosos que los deGotrek y más gruesos que los muslos deFélix, y unas manos del tamaño debandejas para banquete. Los dedoscallosos y grandes como salchichasparecían preparados para partir unapiedra, y Félix se encontró con que eraincapaz de mirar a aquella cosa a losojos, así que devolvió su atención alhumano.

Éste tenía un rostro afilado y lleno delíneas; en sus ojos del más pálido azul

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brillaba la locura, y los quevedos demontura de acero los ocultaban sólo amedias. La nariz era larga, fina yrematada por una verruga muy grande, yde ella colgaba un moco. El hombrevolvió a reír, sorbió para meter el mocode vuelta en las fosas nasales y seenjugó con una manga. A continuación,recuperada la dignidad, echó la cabezaatrás y descendió la escalera con airedecidido. Pero este efecto deimpresionante dignidad hechicera quedóalgo estropeado cuando estuvo a puntode pisarse el borde de la túnica y caerde cabeza.

Fue este último detalle lo que activó lamemoria de Félix y le trajo el recuerdo.

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—¿Albericht? —preguntó—. ¿AlberichtKruger?

—¡No me llames así! —La voz delhombre se aproximó al grito—. Dirígetea mí como «Señor».

—¿Conoces a este idiota, humano? —preguntó Gotrek.

Félix asintió. Albericht Kruger habíaasistido a unas pocas clases de filosofíaen la Universidad de Altdorf antes deque el poeta fuese expulsado por batirseen duelo. Había sido un joven tranquilo,muy estudioso y siempre podíaencontrárselo en las bibliotecas.Probablemente nunca habíaintercambiado más de una docena de

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palabras con él en los dos años durantelos que estudiaron juntos. Tambiénrecordaba que Kruger se habíaesfumado. Se produjo un pequeñoescándalo..., algo relacionado con unoslibros desaparecidos de la biblioteca, yrecordaba además que algunoscazadores de brujas del templo deSigmar habían mostrado interés.

—Estudiamos juntos en Altdorf.

—¡Ya basta! —le chilló Kruger con suvoz fina e irritante—. Sois misprisioneros y haréis lo que yo os ordenedurante lo que queda de vuestrasdespreciables vidas.

—¿Haremos lo que nos ordenes durante

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lo que queda de nuestras despreciablesvidas? —Félix contempló a Kruger conexpresión atónita—. Has estado leyendodemasiadas obras melodramáticas deDetlef Sierck. Nadie habla de esamanera en la vida real.

—¡Cállate, Jaeger! Ya basta. Siemprefuiste demasiado inteligente para que teresultase saludable, ¿sabes? ¡Ahoraveremos quién es el inteligente aquí!...¡ya lo creo!

—Vamos, Albericht, una broma es unabroma. Déjanos salir de aquírápidamente, antes de que venga tumaestro.

—¿Mi maestro? —Kruger pareció

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desconcertado.

—El hechicero dueño de esta torre.

—¡Eres un idiota, Jaeger! El hechicerosoy yo. —Félix lo miró conincredulidad.

—¿Tú?

—¡Sí, yo! He sondeado los misterios delos Dioses Oscuros y he descubierto lafuente de todo poder mágico. Heinvestigado los secretos de la Vida y laMuerte. Esgrimo las poderosas energíasdel Caos y pronto tendré un dominiototal sobre las tierras del Imperio.

—Eso me resulta un poco difícil de

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creer —admitió Félix con sinceridad,dado que el Kruger que él habíaconocido en sus tiempos de estudianteera una nulidad de la que todos losdemás estudiantes hacían caso omiso.¿Quién habrría adivinado lasprofundidades de megalomanía queacechaban dentro de aquella cabeza?

—Piensa lo que quieras, herr SabihondoJaeger con tu acentito finolis y tusmodales de mi-padre-es-un-rico-comerciante y-soy-demasiado-bueno-para-ti. ¡Yo he dominado el secreto dela Vida misma, controlo los secretosalquímicos de la piedra de disformidady comprendo los secretos másrecónditos del arte de la transmutación!

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Por el rabillo del ojo, Félix vio que losmúsculos de Gotrek comenzaban ahincharse; el enano luchaba contra lascadenas que lo sujetaban. Tenía el rostroenrojecido, la barba erizada y el cuerpocontorsionado, arqueado con el fin deapoyar los pies contra la pared. Nosabía qué esperaba conseguir con eso elenano, ya que cualquiera podía ver queaquellas cadenas eran imposibles deromper con la fuerza de un hombre o deun enano.

—¿Has estado usando la piedra dedisformidad?

«Eso explica muchísimas cosas», pensóel poeta. No sabía mucho sobre lapiedra de disformidad, pero lo que sabía

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le resultaba bastante inquietante. Era laesencia pura del Caos, la fuente final ydefinitiva de todas las mutaciones, y unasola pizca de ella bastaba para volverloco a un hombre normal. Por el tonoque empleaba, al parecer Kruger habíaconsumido todo un barril.

—¡Estás loco!

—¡Eso me dijeron en Altdorf, en esauniversidad que tienen! —De la boca deKruger goteaba saliva, y Félix vio quesus ojos brillaban con un color verdehorripilante, como si detrás de laspupilas hubiese fuegos fatuos. Unoscolmillos de vampiro asomaban de susencías—. Pero yo les demostré que

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estaban equivocados. Encontré suslibros prohibidos, envueltos y ocultos enuna bóveda. ¡Dijeron que no estabandestinados a los ojos de un hombremortal, pero yo los he leído y no me hanhecho ningún daño!

—Sí, ya lo veo —masculló el poeta entono irónico.

—Te crees muy listo, ¿verdad, Jaeger?Eres igual que todos los demás, todoslos que se reían de mí cuando yo decíaque iba a ser el hechicero más grandedesde Teclis. ¡Ya veremos con quéinteligencia te comportas cuando te hayatransformado como transformé a Oleg,aquí presente!

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Con orgullo paternal, dio unas palmadasen un hombro del monstruo, que sonriócomo un perro al que el amo acabara derascarle la barriga. A Félix, aquellaescena le resultó ligeramenteinquietante. Detrás de ellos, Gotrekestaba casi de pie contra la pared, conlos brazos estirados al máximo, y dadoque las cadenas resistían lo dejaban casien paralelo al piso. El Matatrolls teníala cara azul, y sus facciones estabancontorsionadas por una mueca de cóleray furia. Félix tuvo la sensación de quepronto algo tendría que ceder; o bien serompían las cadenas, o se le reventaríaun vaso sanguíneo al Matatrolls. «Estoúltimo podría ser una bendición»,pensó Félix, porque no veía cómo

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Gotrek iba a vencer al monstruo sin elhacha. El Matatrolls era fuerte, peroaquella criatura hacía que pareciese unniño flaco.

Kruger alzó un brazo con el que blandíaun báculo, y Félix vio que en la puntahabía una esfera de verdosa piedra dedisformidad sujeta por un engarce deplomo. No pudo evitar fijarse en que lamano que sujetaba el báculo eraescamosa, y que sus uñas se asemejabana las garras de una bestia salvaje.

—He necesitado años para perfeccionarel hechizo de la transmutación, años —siseó Kruger—. No tienes ni idea decuántos experimentos hice. ¡Centenares!Trabajé como un poseso, pero al fin

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tengo el secreto. Muy pronto loconocerás tú también. —El hechicerovolvió a reír—. Aunque, ¡ay!, no teservirá de nada porque no serás lobastante inteligente como para hablar,aunque supondrás una buena compañíapara Oleg.

La relumbrante punta del báculo seacercó aún más al rostro de Félix, y éstepudo ver extrañas luces en el interior dela misma. La superficie parecía rielar yformaba remolinos, como aceite sobre elagua. Percibió el terrible poder demutación que emergía de ella, queradiaba de la piedra de disformidadcomo el calor de los carbonesencendidos.

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—Supongo que implorar misericordiano servirá de nada —comentó Félix condespreocupación, y se enorgulleció dehaber logrado mantener un tono de vozsereno. Kruger negó con la cabeza.

—Es demasiado tarde para eso. Dentrode poco serás un estúpido bobalicóntodavía más grande que ahora.

—En ese caso, tengo que decirte algo.

Los músculos de Gotrek se hincharon alrealizar un último esfuerzo sobrehumanoy lanzarse hacia adelante como unnadador que se zambulle de cabezadesde un acantilado.

—¿De qué se trata, Jaeger? —Kruger se

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acercó a la boca de Félix.

—¡Tú tampoco me caíste nunca bien,demente!

Dio la impresión de que Kruger iba agolpear al poeta con el báculo, pero, encambio, se limitó a sonreír y enseñar suscolmillos bestiales.

—Muy pronto, Jaeger, cada vez que temires al espejo, comprenderás elverdadero significado de la palabrademencia.

Kruger comenzó a entonar una letanía enun idioma extraño, de sonido líquido.No era élfico sino algo aún más antiguoy cuyo tono resultaba considerablemente

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más siniestro. Félix ya lo había oídoantes, en otras ocasiones en que él yGotrek habían interferido en los ritosque estaban celebrando los seguidoresdel Caos. Bueno, al parecer, esa vez lasfuerzas de la Oscuridad eran las quereirían últimas. Él y el Matatrolls prontose unirían a sus filas, aunque fuesecontra su voluntad.

A cada palabra entonada por Kruger, lapiedra de disformidad se hacía másbrillante, y su resplandor verdoso hizoretroceder la oscuridad de la celda y lobañó todo con su luz horripilante. De lapiedra emergieron unos zarcillos deectoplasma, que al principio parecíanniebla luminosa, pero luego se

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condensaron en algo más sólido. Entorno a ellos, había un aura de algorepugnante y enfermo. Cuando Krugeragitaba el báculo, las excrecencias deectoplasma ondeaban detrás del mismocomo la cola de un cometa. Lo sacudíacon amplios gestos que barrían el aire,como si con cada ondulación el malignoobjeto aumentara su poder.

La letanía parecía entonces un alaridodemente, y gotas de sudor perlaban lafrente del hechicero del Caos y leresbalaban por los quevedos. Oleg, elmonstruo mutante, aullaba al unísonocon su señor, y su tronante voz de bajoaportaba un horripilante contrapunto alhechizo. Félix sintió que se le erizaban

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los cabellos cuando cesó la letanía ycayó un inquietante manto de silenciosobre la mazmorra.

Durante un momento, todo permanecióinmóvil. Félix apenas era capaz de ver,deslumbrado por la luz del báculo delCaos. Podía oír los latidos de su propiocorazón y la respiración agitada deKruger, que jadeaba tras concluir lainvocación. Se produjo un extrañocrujido y un sonido de metal queraspaba contra la piedra, y abrió losojos a tiempo de ver que una de lascadenas de Gotrek se soltaba de lapared y salía volando, y que luego elMatatrolls caía profiriendo unaimprecación y acababa balanceándose

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por encima de las losas del suelo.

Kruger se volvió al oír aquel ruido, y elmonstruo abrió la boca y dejó escaparun tremendo bramido.

Félix gimió. Había esperado que elMatatrolls pudiese correr hacia elhacha. Con la espada en la mano, Félixhabría apoyado al enano contracualquier monstruo. No obstante, Gotrekcontinuaba colgado de una de lascadenas, y lo único que podría hacersería balancearse mientras el monstruolo hacía pedazos. Kruger pareció darsecuenta de eso al mismo tiempo queFélix.

—¡Ataca! —le chilló al monstruo.

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Oleg se lanzó hacia adelante, y Gotreklo azotó con la cadena suelta, cuyospesados eslabones salieron lanzados endirección a los enormes ojos delmutante. Oleg aulló de dolor cuando lacadena le golpeó el rostro, y luegoretrocedió tambaleándose y se estrellócontra Kruger. Se oyó un chasquidocuando el enano aprovechó el momentode respiro para soltar la otra cadena dela pared, y el rostro de Kruger se pusoblanco. Se levantó de un salto paraprecipitarse hacia la escalera, y loúltimo que Félix vio de él fue su espaldaque desaparecía.

—¡Habrá un ajuste de cuentas! —declaró Gotrek con su pétrea voz,

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entonces gutural a causa de la cólera.

El monstruo se lanzó por atacar alMatatrolls, y tendió hacia él una manogrande como un jamón. Gotrek agitó lacadena hacia adelante y abajo, y el metalse estrelló contra la mano de la criatura,que retrocedió una vez más. El ojo sanode Gotrek miró de soslayo para medir ladistancia que lo separaba del hacha, yFélix casi pudo leerle la mente. Ladistancia era excesiva. Si daba mediavuelta y corría a coger el arma, laszancadas más largas del monstruo lepermitirían darle alcance.

Tal vez podría retroceder de espaldashacia ella, pero, como siempre, el poetasubestimó la fuerza de la sed de combate

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del enano, que, en lugar de retroceder,corrió hacia su enemigo al mismotiempo que agitaba la cadena en un arcotan veloz que la volvía borrosa. Lacadena se estrelló contra el pecho deOleg, y un momento después le asestó unsegundo golpe en la cara con la otracadena.

Esa vez, Oleg esperaba el dolor y, enlugar de retroceder, continuó avanzandohacia el Matatrolls y lo levantó delsuelo en un abrazo de oso. Félix hizouna mueca de dolor al ver cómoapretaban los brazos del gigantescomutante, cuyos bíceps contraídosparecían tener el tamaño de barriles decerveza. Un chorro de sangre roja cayó

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sobre Gotrek, y Oleg aulló de dolor yarrojó al enano al otro lado de lahabitación con sus descomunales brazos.Gotrek se estrelló contra la pared y cayóal suelo con un estrépito de cadenas; sepuso de pie, tambaleándose, pocossegundos después.

—¡Coge el hacha! —le gritó Félix.

Pero el aturdido enano no estaba encondiciones de seguir el consejo y,además, quería derramar sangre. Avanzócon paso vacilante hacia Oleg, quepermanecía de pie donde lo habíadejado y aullaba mientras se aferraba lanariz. Entonces, al oír los pasostambaleantes del enano, alzó la mirada yprofirió un tremendo bramido de cólera

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y dolor. Se precipitó hacia su enemigo,agachado y con los brazos estirados, conla intención de volver a atrapar alMatatrolls en un mortal abrazo. Gotrekpermaneció donde estaba mientras elmonstruo se lanzaba en una atronadoracarrera hacia él, tan imparable como uncarro tirado por caballos desbocados.Félix no quería mirar... El mutante era lobastante grande como para aplastar alMatatrolls con sus pies de elefante, peroel horror no le permitía apartar la vista.

Oleg llegó a donde estaba Gotrek. Susenormes brazos comenzaron a cerrarse,pero en el último segundo el Matatrollsse agachó y se lanzó entre las piernasdel monstruo, para luego volverse y

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azotarlo con la cadena, que se enrolló entorno a un tobillo del mutante. Gotrektiró hacia él; Oleg perdió pie y cayócuan largo era, y la cadena sedesenroscó como una serpiente.

Entonces, Gotrek envolvió con unacadena el cuello de Oleg, y cuando éstese puso de pie arrastró a Gotrekconsigo. El peso del Matatrolls apretómás la cadena que rodeaba el cuello desu enemigo, y Gotrek se valió de lamisma para mantenerse donde estaba ytrepar hasta situarse tras el cuello delmutante, donde continuó tensándola. Lapiel de la garganta de Oleg se pusoblanca, y Félix se dio cuenta de que elenano intentaba estrangularlo.

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Con lentitud, el mismo pensamiento sefiltró dentro de la mente atrofiada delmonstruo, y se llevó ambas manos alcuello con la intención de aflojar lapresa de la cadena que estabamatándolo. La cogió e intentó meter losdedos dentro de los eslabones, pero erandemasiado gruesos y la cadena estabaexcesivamente apretada. Entonces sellevó las manos hacia atrás para coger asu atacante, pero el Matatrolls agachó lacabeza y se pegó más a él; despuéscomenzó a hacer que la cadena corrierade un lado a otro, como si fuese unserrucho. Félix vio que manaban gotasde sangre allá donde lo herían loseslabones.

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En ese momento, una mano de Olegaferró la cresta de pelo de Gotrek, y lamantuvo cogida durante un momentomientras tiraba de ella, pero luego losdedos resbalaron a causa del ungüentode grasa de oso que hacía que la crestamantuviera la forma, y una expresión defrustración y miedo comenzó a asomar alos ojos del monstruo. Félix se diocuenta de que el mutante empezaba adebilitarse; de pronto, fue presa delpánico y se lanzó de espaldas contra unapared, donde estrelló a Gotrek con unafuerza abrumadora. Pero nada podíalograr que el Matatrolls aflojara lapresa, y Félix dudaba de que incluso lamuerte consiguiera hacerle soltar ahorala cadena. Vio que una fija mirada

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vidriosa se había apoderado del ojo deGotrek, y que tenía semiabierta la bocaen una feroz sonrisa aterradora.

Oleg se debilitaba poco a poco, amedida que las fuerzas lo abandonaban,y se desplomó hacia adelante sobremanos y rodillas. Un horrible estertoremergió de su garganta antes de caer alsuelo y quedar inmóvil. Gotrek tensó unavez más la cadena para asegurarse deque estaba muerto, y luego se puso depie, jadeando.

—Fácil —murmuró—. Apenas valía lapena matarlo.

—Bájame de aquí —protestó Félix.

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Gotrek fue a buscar su hacha, y concuatro golpes lo puso en libertad. Eljoven corrió a recuperar su espadamientras les llegaban desde arribaruidos de tornos que giraban, grandespuertas de metal que se alzaban y elaullido de una horda sedienta de sangre.Apenas tuvieron tiempo de prepararseantes de que la puerta del laboratorio seabriese de golpe y una marea demutantes frenéticos se lanzara escalerasabajo. Félix creyó reconocer a algunasde las criaturas de la batalla anterior, ycomprendió que aquél era el sitio delque procedían los mutantes.

Uno se lanzó desde el descansillomientras sus ojos de reptil lo miraban

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con sed de sangre, y Félix empleó unaestocada de bloqueo para atravesarle elpecho, y luego dejó que su brazo cayerahacia adelante bajo el peso del mutante,de modo que el cuerpo resbalara de lahoja y la dejara libre. La marca demonstruos continuaba avanzando,inexorable, impelida por un frenesíasesino y por el peso de los quellegaban detrás. Félix se encontró en elcentro de un atronador remolino deviolencia, donde él y el Matatrollsluchaban, espalda con espalda, contralos engendros del Caos.

Gotrek espumajeaba por la boca ydescribía con el hacha ensangrentada unenorme ocho en el aire. Nada podía

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ponerse en su camino sin ser derribado,y con las cadenas aún colgando de lasmuñecas, abrió una brecha de despojoscolor carmesí en la masa de enemigos.Félix avanzaba detrás de él mientrasremataba a los caídos con una estocaday mataba a los pocos que lograbansuperar la barrera del hacha.

Sobre el descansillo de lo alto de laescalera, Félix vio a Kruger, que habíavuelto a coger su báculo. El resplandorverdoso danzaba sobre su rostro eiluminaba toda la escena con luz infernalmientras él entonaba un hechizo; depronto, un rayo de color verde saliódisparado del báculo, describió un arcodescendente y no dio en Félix por muy

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poco.

El mutante que se encontraba delante delpoeta no tuvo canta suerte; se lechamuscó el pelo, y los ojos se lesalieron de las órbitas. Por un momento,danzó sobre zancos de pura energía debruja, y luego cayó a tierra convertidoen un cadáver retorcido y negro. Félixsaltó a un lado, pues no quería ser elblanco de otro rayo como aquél, yGotrek se lanzó hacia adelante y cortóen dos a un mutante que se abría caminohacia el pie de la escalera.

El rayo volvió a salir disparado, pero enesa ocasión iba dirigido a Gotrek, queno tuvo tanta suerte como Félix. Leacertó de pleno en la cabeza, y Félix

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pensó que por fin vería al Matatrollshallar la muerte largamente buscada. Elpelo de Gotrek se puso más de punta quelo que era habitual, y las runas de suhacha brillaron con luz carmesí,mientras él profería un bramido quepodría haber sido una última maldicióndirigida a sus dioses; pero luego sucedióalgo extraño. El resplandor verdeatravesó limpiamente su cuerpo ycontinuó corriendo por una de lascadenas que aún tenía sujetas a lasmuñecas, para llegar hasta el suelo conuna lluvia de chispas y desaparecer sinhaber causado ningún daño.

Félix estuvo a punto de echarse a reír acarcajadas. Había oído hablar de cosas

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parecidas en las clases de historianatural. Se llamaba descarga a tierra; elmismo principio que permitía que labarra metálica de un pararrayoscondujera la energía del rayo hacia elsuelo sin causar daños había salvado aGotrek. Se tomó un instante paraconsiderar eso, y luego desenvainó ladaga que llevaba escondida y se laarrojó a Kruger.

Fue un buen lanzamiento, bien dirigido ycertero, y el arma se clavó en el pechodel repulsivo brujo. Quedó allí por unmomento, temblando, y Kruger dejó deentonar el hechizo para bajar la vistahacia ella; después dejó caer el báculo yse aferró la herida. Una sangre verdosa

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rezumó por el tajo y manchó los dedosdel hechicero, que le dirigió a Félix unamirada de odio... para luego dar mediavuelta y huir.

El poeta devolvió su atención a larefriega, pero ésta ya había concluido.Los pequeños mutantes habíandemostrado, una vez más, que no eranrivales dignos del hacha del Matatrolls.Gotrek se erguía triunfante, con sumusculoso cuerpo cubierto de sangre eicor, mientras de su hacha se desprendíaun resplandor leve y la grasa de osocrepitaba en su cabello.

Félix pasó corriendo junto a él, subió laescalera y salió al pasillo, donde hallóun rastro de sangre verdosa que se

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alejaba hacia el rondo del mismo ygiraba después de una pila de jaulasabiertas y vacías. Dedujo que de ellashabían salido los mutantes, sin dudaproducto de los repulsivos experimentosde Kruger.

—Liberemos a los niños y salgamos deaquí —dijo Félix.

—¡Quiero el cráneo de ese hechiceropara hacerme una jarra de cerveza! —replicó Gotrek, y escupió.

Félix hizo una mueca.

—No lo dices en serio.

—Es sólo una forma de hablar, humano.

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Pero por la expresión que había en elrostro de Gotrek, el poeta no estaba muyseguro de ello.

* * *

Avanzaban por el corredor hacia suobjetivo, y el pensamiento de salvar alos niños le proporcionaba a Félix uncierto consuelo. Al menos en ese caso,él y el Matatrolls tendrían la posibilidadde hacer algo bueno: devolverles lascriaturas a sus padres. Por una vez,podrían realmente actuar comoverdaderos héroes, y el poeta ya podíaimaginarse los rostros llorosos de losaliviados habitantes del pueblo al

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reunirse con sus retoños.

El ruido de las cadenas de Gotrek al serarrastradas por el suelo empezaba aatacarle los nervios. Al girar en elrecodo llegaron ante una puerta, pero unsolo hachazo de Gotrek la redujo a leña;entonces entraron en una sala que,obviamente, en otra época, había sido elestudio de Kruger.

La luz de la enorme luna plateadaentraba por una sola ventana muygrande, y el hechicero corrupto seencontraba desplomado sobre elescritorio, donde su sangre verde severtía sobre las páginas abiertas de undescomunal grimorio encuadernado encuero. Las manos aún se movían, como

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si estuviese intentando hacer un hechizoque podría salvarle la vida.

Félix lo cogió del pelo y le echó lacabeza hacia atrás para mirarle a losojos, de los que se estabadesvaneciendo el resplandor verde, ysintió que lo colmaba una ola de triunfo.

—¿Dónde están los rehenes?

—¿Qué rehenes?

—¡Los niños del pueblo! —le espetóFélix.

—¿Te refieres a mis sujetos deexperimentación??

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Félix sintió que lo invadía un terror frío,porque se daba cuenta de adónde iría aparar el asunto. Sus labios casi senegaron a vocalizar la preguntasiguiente.

—¿Experimentabas con niños? —Kruger le dedicó al poeta una sonrisaretorcida.

—Sí, son más fáciles de transmutar quelos adultos, y crecen en poco tiempohasta su tamaño máximo. Iban a ser miejército conquistador..., pero los habéismatado a todos.

—Los hemos matado... a todos. —Félixse quedó atónito, y se evaporó su visiónde ser agasajado por jubilosos padres.

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Bajó los ojos hacia la sangre quemanchaba sus manos y ropas.

De pronto, una cólera ciega, ardientecomo las hogueras del infierno, seapoderó de él. Aquel maníaco habíatransformado a los niños del pueblo enmutantes, y él, Félix Jaeger, habíacontribuido a asesinarlos. En ciertamanera, eso lo convertía en tan culpablecomo Kruger. Pensó en eso durante unmomento, y luego arrastró al hechicerohasta la ventana y miró hacia el pueblodormido, que se hallaba en el fondo deuna larga caída vertical.

Le concedió a Kruger un momento paraconsiderar lo que estaba a punto desucederle, y luego le propinó un fuerte

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empujón. El cristal se hizo añicoscuando el hechicero se precipitó en elfrío aire nocturno. Mientras agitaba losbrazos, su alarido resonó en laoscuridad y tardó bastante endesvanecerse.

El Matatrolls alzó la mirada hacia Félix,con un resplandor malévolo en el ojosano.

—Eso ha estado muy bien hecho,humano. Ahora vayamos a decirle unaspalabras al posadero, porque tengo unacuenta que saldar con él.

—Primero prendamos fuego al castillo—respondió Félix, ceñudo, y salió paraconvertir aquel lugar maldito en una

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gigantesca pira funeraria.

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Capítulo 7 Los hijos de Ulric

A pesar de todos nuestros esfuerzos, yaunque de algún modo no fue del todosorprendente, no logramos llegar a Nulnantes de que comenzara el invierno.Peor aún, dado que carecíamos debrújula y cualquier otro medio paraorientarnos en las profundidades delbosque, pronto volvimos a perdernos.Se me ocurren pocas circunstancias quesean más atemorizadoras o peligrosaspara un viajero que perderse en losbosques con las nevadas invernales. Pordesgracia, debido a algún capricho del

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oscuro destino que había perseguidonuestros pasos, parecía que estábamos apunto de encontrarnos en una de esaspocas circunstancias...

FÉLIX JAEGER, "Mis viajes conGotrek", vol. II,

Impreso en Altdorf, 2505

El aullido de los lobos resonaba en elbosque como los lamentos de almascondenadas al tormento. Félix seenvolvió más en su roja capa de lana deSudenland gastada, y avanzótrabajosamente por la nieve.

En los dos últimos días había visto dosveces a sus perseguidores, a los que

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había atisbado en las sombras que seextendían debajo de los interminablespinos. Eran largos y de forma esbelta, ytenían las lenguas colgando y los ojosbrillantes a causa del hambre voraz. Pordos veces los lobos se habían puestocasi al alcance de sus armas, y por dosveces se habían retirado como siobedecieran a la llamada del aullidolejano de un jefe, una criatura tanatemorizadora que había queobedecerla.

Cuando pensaba en aquel largo aullidogimiente, Félix se estremecía. En el gritohabía resonado una nota de horror einteligencia que le hacía recordar lasantiguas historias de bosques oscuros

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con que su niñera lo asustaba cuando erapequeño. Intentó apartar de sí aquellosperniciosos pensamientos.

Se dijo que sólo había oído el aullidodel jefe de la manada, una criatura másgrande y atemorizadora que las demás y,por Sigmar, el aullido de los lobos yaera un sonido lo bastante tétrico sinnecesidad de que su mente poblara elbosque de monstruos.

La nieve crujía bajo los pies; lahumedad helada se filtraba a través delcuero resquebrajado de las botas y lemojaba los calcetines de lana. Aquéllaera otra mala señal, porque había oídohablar de leñadores a quienes se leshabían congelado los pies en un bloque

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dentro de las botas, y hubo quesepararles los dedos con un cuchilloantes de que se les gangrenaran.

La verdad era que no le sorprendíarealmente encontrarse perdido en elprofundo corazón de Reikwald, justocuando comenzaba el invierno. Maldijo,y no por primera vez, el día en que seencontró con el enano Gotrek Gurnissony juró seguirlo y dejar constancia de sufin en un poema épico.

Habían estado rastreando las huellas deun monstruo grande, que Gotrek jurabaque era un troll, cuando comenzó anevar. Habían perdido el rastro bajo elmanto de nieve, y entonces eran ellos

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quienes estaban perdidos.

Félix luchó contra la ola de pánico quelo acometió al pensar que era muyposible que caminaran en círculos hastamorir de agotamiento e inanición. Ya leshabía sucedido a otros viajeros perdidosen el bosque durante el invierno.

«O hasta que los lobos nos den caza»,se recordó a sí mismo. El enano tenía unaspecto tan desdichado como Félix.Avanzaba al mismo tiempo que usaba elmango del hacha a modo de bastón parasondear la profundidad de la nieve quetenía delante. La enorme cresta de peloteñido de rojo que normalmente seencumbraba sobre su cabeza afeitada ytatuada, caía entonces como la de un

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pájaro sucio. La hosca demencia quebrillaba en su único ojo sano parecíaensombrecida por el entorno, y una grangota de mocos le caía de la nariz rota.

—¡Árboles! —refunfuñó Gotrek—. Loúnico que odio más que a los árbolesson los elfos.

Otro penetrante aullido arrancó a Félixde su ensoñación. Era como losanteriores, cargado de malignainteligencia y avidez, y llenó al poeta deun cegador miedo cerval. Por instinto, seechó la capa hacia atrás sobre el hombroderecho para dejar libre el brazo de laespada, y posó la mano sobre laempuñadura del arma.

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—No hay necesidad de eso, humano. —La diversión maliciosa se hizo evidenteen la voz dura como el pedernal delenano—. Quienquiera que haya gritado,llama a nuestros amiguitos peludos paraque se alejen de nosotros. Al parecer,han encontrado otra presa.

—Los hijos de Ulric... —comentó Félixcon voz atemorizada al recordar loscuentos de la niñera.

—¿Qué tiene que ver con esto el diosLobo de Middenheim, humano?

—Dicen que, cuando el mundo erajoven, Ulric caminaba entre los hombresy engendraba hijos con mujeresmortales; que los de su linaje podían

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cambiar de forma y escoger entre la deun hombre y la de un lobo. Se retiraron alas zonas salvajes del mundo hacemucho tiempo, y algunos afirman que susangre fue corrompida cuando llegó elCaos y que ahora se alimentan de carnehumana.

—Bueno, pues si alguno de ellos sepone al alcance de mi hacha, derramaréun poco de esa sangre corrupta.

De repente, Gotrek alzó una mano paraindicarle que guardara silencio, y,pasado un momento, asintió con lacabeza y escupió al suelo.

Félix se detuvo, atemorizado, paraobservar y escuchar. No podía

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identificar señales de persecución porninguna parte. Los lobos habíandesaparecido, y por un momento sólooía el atronador latido de su propiocorazón y el de su respiración jadeante,aunque luego percibió lo que habíahecho detener al Matatrolls: sonidos delucha, gritos de batalla y el distanteaullido de los lobos que les traía elviento.

—Al parecer están peleando —comentó.

—Vayamos a matar unos cuantos lobos—decidió Gotrek—. Tal vez,quienquiera que sea objeto del ataqueconozca el camino de salida de estelugar infestado de árboles y engendrosdel infierno.

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* * *

Jadeante por la carrera a través de lasráfagas de nieve, con la cara lastimadapor los golpes de las ramas y las heridasde las espinas de los escaramujos, Félixentró en el claro de un salto, y unadocena de ballestas se volvieron paraapuntarlo. El aire estaba cargado de olora ozono y por todas partes yacíancadáveres de hombres y de lobos.

Con lentitud, el poeta alzó los brazosmientras su agitada respiración formabanubes en el aire. El sudor le bajaba porel rostro a pesar del frío, y se dijo que

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en otra ocasión debería recordar que noera buena idea correr por el bosque eninvierno, vestido con ropa de abrigo. Esdecir, si todavía estaba vivo pararecordar algo después de aquello, pueslos desconocidos, armados hasta losdientes, tenían aspecto de cualquier cosamenos de ser amistosos.

Eran por lo menos veinte, y varios,ataviados con las ricas pielescaracterísticas de los nobles,empuñaban espadas y daban órdenes alos demás: soldados de aspecto duro yvigilante que, a despecho de sercompetentes, tenían aire deintranquilidad y el miedo asomaba a susojos. Félix supo que disponía de pocos

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instantes antes de que lo llenaran deflechas como un alfiletero.

—¡No disparéis! —dijo—. He venido aayudaros.

Se preguntó dónde estaría Gotrek. Habíarecorrido bastante distancia, y en elcalor del momento había permitido quela emoción y sus largas piernas lohicieran adelantarse respecto al enano.En ese momento, eso podría convertirseen un fatal error, aunque tampoco estabaseguro de qué podría hacer el Matatrollsenfrentado con aquella formación dedestellantes armas arrojadizas.

—¿Ah sí, de verdad? —preguntó unavoz sarcástica—. Has salido a dar un

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paseo por el bosque, ¿no? Y entoncesoíste el ruido de la refriega. Y hasvenido a investigar este pequeñoalboroto, ¿no es cierto?

El que hablaba era un noble de elevadaestatura. A Félix nunca le había gustadomucho la nobleza del Imperio, y aqueltipo parecía un ejemplo perfecto dedicha casta sifilítica. Una barba negrarecortada enmarcaba el semblantepálido y estrecho, desde el que locontemplaban unos ojosasombrosamente negros; además, unanariz enorme en forma de pico de águilale confería un aire predador.

—Mi amigo y yo nos perdimos en elbosque, y oímos a los lobos y el ruido

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de la batalla. ¡Hemos venido paraayudar, si podíamos!

—¿Tu amigo? —preguntó el noble convoz irónica, al mismo tiempo queseñalaba con un pulgar a una hermosajoven de elevada estatura que seencontraba encadenada cerca de ellos—. ¿No será tu amiga? ¿No te referirás aesta bruja?

—No tengo ni idea de a qué te refieres,señor —replicó Félix—. No he visto aesa joven dama en toda mi vida.

Se volvió para echar una mirada feroz asus espaldas, pero no vio al enano porninguna parte. «Tal vez sea mejor así»,pensó Félix, ya que el Matatrolls no era

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famoso por su tacto social. Sin duda, enese momento, habría dicho algo quehubiese hecho que los matasen a ambos.

—Estaba viajando con un compañero...

Entonces se le ocurrió que quizá nosería tan buena idea mencionar a Gotreken ese instante. El Matatrolls era unpersonaje llamativo y proscrito, y talvez aquellos hombres quisieranreclamar la recompensa que se ofrecíapor él si llegaban a reconocerlo.

—Según parece, se ha perdido —acabóel poeta con voz débil.

—Tira la espada —dijo el noble, yFélix obedeció—. ¡Sven! ¡Heinrich!

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¡Atadle las manos!

Dos de los soldados corrieron a cumplirla orden, y Félix fue derribado de unapatada. Cayó de cara en la nieve y sintióque una fría humedad comenzaba aempaparle la ropa.

Al abrir los ojos descubrió que estabatendido ante el cadáver de un lobo, ymientras miraba los ojos del animalenturbiados por la muerte, los soldadosle ataron las manos a la espalda conrapidez y eficacia. Félix sintió que elmetal se le clavaba en la piel, y lesorprendió que usaran algo más quesimples cuerdas para sujetarlo.

A continuación, alguien le quitó la

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capucha de la capa y le levantó lacabeza, cogiéndolo por el pelo, almismo tiempo que un aliento fétido lellegaba a la nariz. Unos ojos de fríalocura se fijaron en los suyos, y élrecorrió con la mirada un rostro lleno delíneas y enmarcado por una barbagrisácea. Una mano nudosa hizo un gestoante su rostro, y al pasar por el aire dejóuna estela de brillantes chispas. Eraobvio que se trataba de un mago.

—No parece tocado por la corrupciónde la Oscuridad —declaró el hechicerocon una voz sorprendentementemelodiosa y culta—. Puede ser que digala verdad, pero sabré algo más cuandolo lleve a la casa.

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La cabeza de Félix volvió a caer en lanieve, y el poeta reconoció la voz delnoble que habló después.

—A pesar de todo, no corras ningúnriesgo con él, Voorman. Es un espía denuestros enemigos, y lo quiero muerto.

—Averiguaré la verdad una vez quetenga mis instrumentos. ¡Si es un espíade los enemigos de la Orden, losabremos!

El noble se encogió de hombros y lesvolvió la espalda; obviamente descartóel asunto como indigno de su atención.Una bota volvió a patear a Félix en lascostillas, y lo dejó sin aliento.

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—Levántate y sube al trineo —dijo unfornido sargento—. Si te caes de él, temato.

Félix recogió las piernas debajo delcuerpo y se puso de pie, tambaleándose.Después le lanzó una mirada feroz alsargento con la intención de memorizarcada uno de los rasgos de su rostro. Sisalta de ésa con vida, se vengaría. Alver su expresión, uno de los soldadosenarboló la ballesta como para romperlela crisma, pero el mago sacudió lacabeza con amabilidad.

—Nada de violencia. Lo quiero ileso.

Félix se estremeció, porque en el serenodespego del mago había algo más

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atemorizador que en la irreflexivabrutalidad del soldado. A continuación,subió al trineo.

Por lo que Félix pudo ver, la partidaestaba formada por el noble, algunos desus aduladores, los soldados y el mago.Los nobles iban en trineos tirados porcaballos, y los soldados viajaban en losestribos o conducían los caballos desdela parte delantera.

Junto a él estaba sentada la joven mujer,que tenía el cabello de puro color deplata y los ojos dorados. Poseía unapulcra belleza rapaz y una actitud altivanatural que en nada disminuía a causadel collar de cadena que la unía a labarra trasera del trineo, ni de los

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extraños grilletes grabados con runasque le sujetaban las manos a la espalda.

—Félix Jaeger —murmuró él a modo depresentación, pero ella no dijo nada; selimitó a sonreír con frialdad, y luegopareció retirarse a su propio interior,para no volver a acusar recibo de lapresencia del poeta.

—Guardad silencio —les dijo el mago,que iba sentado delante de ellos, cuyotono sereno y quedo contenía unaamenaza mayor que las feroces miradasde todos los guardias juntos.

Félix decidió que no lograría nadadesafiando al anciano, mientras lanzabaotra mirada al bosque que los rodeaba

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con la esperanza de ver alguna señal deGotrek; pero no había ni rastro delMatatrolls por ninguna parte. Félix cayóen un sombrío silencio. Dudaba de queel enano pudiera adelantárseles, pero almenos podría seguir las huellas de lostrineos, siempre y cuando no nevarademasiado.

¿Y luego, qué? No lo sabía. Sentía todoel respeto del mundo por losformidables poderes para matar ydestruir de Gotrek, pero dudaba de queni siquiera el Matatrolls pudiesederrotar a aquel pequeño ejército.

De vez en cuando, se arriesgaba aecharle un fugaz vistazo a la mujer queestaba sentada junto a él, y advirtió que

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también ella lanzaba ansiosas miradashacia los árboles. No logró decidir siesperaba que unos amigos acudieran arescatarla, o simplemente estabamidiendo la distancia de la carrera quepodría conducirla hacia la libertad.

Un lobo aulló a lo lejos, y una extrañasonrisa inhumana contorsionó los labiosde la mujer, lo que hizo que Félix seestremeciera y apartase la vista.

El poeta casi se alegró cuando la casasolariega surgió en medio de latormenta. Los contornos de la mansión,baja y sólida, quedaban parcialmentedesdibujados por los copos de nieve queflotaban por el aire, y vio que estaba

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construida en piedra y troncos.

Se sentía tan agotado que le resultabadifícil creerlo. El hambre, el frío y lalarga caminata por la nieve lo habíanllevado casi al límite de sus fuerzas.Entonces se le ocurrió que aquél era supunto de destino y que allí sería lavíctima de cualquier terrible plan que elhechicero pudiese tener en mente; perosimplemente le resultaba imposiblereunir la energía necesaria parapreocuparse. Lo único que deseaba eratumbarse en un sitio cálido y dormir.

Alguien tocó un cuerno, las puertas seabrieron, los trineos con los soldadosque los acompañaban entraron en unpatio y las puertas volvieron a cerrarse

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tras ellos.

Félix tuvo la oportunidad de recorrer elpatio con los ojos. Por los cuatro ladoslo flanqueaban los muros de la casonafortificada, y el poeta revisó su primeraopinión. No se trataba tanto de una casasolariega como de una fortalezaconstruida para resistir un asedio en elcaso de ser necesario. Imprecó, ya quelas posibilidades que tenía de escaparparecían en ese momento más escasasque nunca.

Todos los miembros de la partidabajaron de los trineos, los noblespidieron que les trajeran vino calientecon especias, y alguien les ordenó a los

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conductores que se encargasen de quelos caballos fueran llevados a losestablos. Reinaba un bulliciosodesorden, y la respiración de hombres ybestias salía de sus bocas como humo.

Los guardias llevaron a Félix aempujones hacia el interior del edificio,que era frío y húmedo, y olía a tierra,pino y humo de madera rancia. Unaenorme chimenea ocupaba todo el centrode la sala de entrada, donde guerreros ynobles se paseaban pisando fuerte,agitando los brazos y rodeándose conellos para defenderse del helor mientraslos sirvientes corrían para servirlescopas de vino caliente especiado. AFélix se le hizo la boca agua al percibir

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aquel aroma.

Uno de los guerreros colocóapresuradamente leña en la chimenea, yluego se puso a frotar un pedernal delque saltaron chispas; pero la húmedamadera se negaba a prender.

El hechicero lo observó con crecienteimpaciencia, hasta que, tras encogersede hombros, hizo un gesto y pronuncióuna palabra en el idioma ancestral. Unapequeña erupción de llamas saltó desdela punta de su ahusado dedo índicesobre la leña, que siseó entre un rugidode llamas. El olor a ozono colmó el aire.Unas llamas azules se agitaron alrededorde los maderos, y luego todos ellosprendieron a la vez, y las sombras

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retrocedieron danzando.

Los nobles y el hechicero atravesaronotra puerta hasta el interior de unasegunda sala, y dejaron a los guerreros ya los prisioneros a solas. Por unmomento, reinó un silencio tenso, ydespués los hombres se pusieron ahablar a la vez. Todas las palabras quelos soldados habían contenido durante ellargo viaje en trineo salieron como untorrente por sus bocas.

—¡Por el Martillo de Sigmar, vaya unapelea! ¡Pensaba que esos lobos iban acargársenos con total seguridad!

—Nunca he sentido tanto miedo comocuando vi a esas bestias peludas salir de

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los árboles. Esos dientes parecían muyafilados.

—¡Sí, pero morían bastante rápidocuando les metías una flecha de ballestapor un ojo, o les atravesabas la sarnosapiel con treinta centímetros de buenacero imperial!

—De todas maneras, lo que ha ocurridono es natural. ¡Jamás he oído decir quelos lobos atacaran a un grupo tan grande!Ni tampoco los he visto pelear contantas ganas, ni durante tanto tiempo.

—¡Creo que podemos culpar a la brujade eso!

La muchacha les devolvió una mirada

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impasible, hasta que ninguno de ellospudo sostenerla, y Félix advirtió quetenía unos ojos extraños. En la crecienteoscuridad, reflejaban la luz del fuegocomo lo harían los de un sabueso.

—Sí, menos mal que teníamos alhechicero con nosotros. ¡El viejoVoorman les demostró lo que es laverdadera magia, y nada de bromas!

—¿Me pregunto para qué la querrá elconde?

Al oír eso, una gélida sonrisa pasó porel rostro de la muchacha, y dejó aldescubierto unos dientes pequeños,blancos y muy, muy afilados. La voz conque habló luego era baja, cautivadora y

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extrañamente musical.

—Vuestro conde Hrothgar es unestúpido si cree que puede retenermeaquí o matarme sin que mi muerte seavengada. Y vosotros sois unos idiotas sipensáis que podréis abandonar estelugar con vida.

El sargento echó hacia atrás una manoenfundada en un guantelete, y le dio ungolpe que le dejó una nítida roja marcaen la mejilla. La cólera llameó en losojos de la muchacha, tan ardiente,infernal y feroz que el sargento se apartócomo si lo hubiesen golpeado a él. Lajoven volvió a hablar y sus palabrasfueron frías y controladas.

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—¡Escuchadme! Tengo el don de lavidencia. Los velos que ocultan el futurono me ciegan; todos vosotros, cada unode los miserables lacayos del condeHrothgar, moriréis. ¡No saldréis de estelugar con vida!

Tal era la imponente certidumbre de suvoz que todos los hombres presentesquedaron petrificados y sus semblantesse pusieron blancos de miedo mientrasse miraban unos a otros con horror.Félix no dudaba de sus palabras. Elfornido sargento fue el primero enrehacerse; desenvainó la daga, avanzóhacia la muchacha y sostuvo el armaante los ojos de ella.

—En ese caso, tú serás la primera en

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morir, bruja —dijo, pero la muchacha lomiró, impertérrita.

Alzó la daga para herirla, y Félix, llenode ira, se lanzó hacia adelante, cargadode cadenas como estaba, chocó contra elsargento y, cuando oyó que profería unronco gorgoteo al recibir el golpe,experimentó una punzada de salvajeexultación por haber podido vengarse unpoco del hombre que lo había pateado.

Los otros soldados lo pusieron en pie ala fuerza y comenzaron a propinarlegolpes que hicieron aparecer estrellasdanzantes ante sus ojos. Cayó al suelo yse enroscó como una bola con la cabezacontra el pecho y las rodillas recogidas

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sobre el estómago, mientras las botas seestrellaban en su cuerpo y el doloramenazaba con abrumarlo. Una patadaque le dio en la frente le lanzó la cabezahacia atrás, y la oscuridad descendiómomentáneamente sobre él.

En ese momento, estaba asustado deverdad, porque los furiosos soldadoseran capaces de continuar castigándolobasta la muerte, y no había nada que élpudiese hacer para impedirlo.

—¡Basta! —bramó una voz quereconoció como la del hechicero—.Esos dos me pertenecen. ¡No lesionéis aninguno de ellos!

Las patadas cesaron, y Félix fue puesto

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de pie sin miramientos. Miró a sualrededor con ojos desorbitados y vio elcreciente charco de líquido rojo querodeaba la figura tendida del sargento.

Uno de los soldados volvió al hombreboca arriba, y entonces vio el cuchilloque tenía clavado en el pecho. Elsargento mostraba unos ojos muyabiertos y fijos, y su rostro estabablanco. El pecho no se alzaba nidescendía, y Félix pensó que debíahaber caído sobre el arma cuando él loderribó.

—Arrojadlos a la bodega —dijo elhechicero—. Ya hablaré con ellos mástarde.

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—¡Las muertes han comenzado! —dijola muchacha con una nota de triunfo enla voz. Después miró el creciente charcode sangre y se lamió los labios.

* * *

La bodega era húmeda, y olía a madera,metal y al contenido de los barriles.Félix captó el aroma de la carneahumada y también el del queso. Eso lohizo sentir más hambriento de lo que yaestaba, y entonces recordó que hacía dosdías que no comía nada.

Un tintinear de cadenas le hizoacordarse de la muchacha, cuya

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presencia percibió en la oscuridad;podía oír su ligera respiración, por loque dedujo que se encontraba cerca deél.

—¿Cómo te llamas, señora? —lepreguntó y, como durante un momentoreinó el silencio, comenzó a preguntarsesi le respondería.

—Magdalena.

—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Por qué tehan encadenado?

Siguió otro largo silencio.

—Los soldados creen que eres unabruja. ¿Lo eres?

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Otro silencio.

—No.

—Pero tienes el don de la videncia y loslobos lucharon por ti.

—Sí.

—No eres muy comunicativa, ¿verdad?

—¿Y por qué debería serlo?

—Porque estamos los dos en el mismobarco, y tal vez juntos podríamosescapar.

—No hay escapatoria. Aquí sólo haymuerte. Pronto será de noche, y entonces

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mi padre vendrá.

Hizo aquella declaración como siestuviese convencida de que era unarespuesta completa, y en su voz había lamisma demente certidumbre que cuandopredijo la muerte de todos aquelloshombres armados en el salón de laentrada.

Félix se estremeció. No le resultabaagradable pensar que se encontraba enun sótano oscuro a solas con una mujerloca, y menos agradable era considerarla alternativa de la locura.

—¿Qué quieren de ti?

—Soy el cebo que han puesto en la

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trampa para mi padre.

—¿Y para qué quiere el conde a tupadre?

—No lo sé. Durante generaciones, losmíos han vivido en paz con la gente delconde, pero Hrothgar no es como suspredecesores. Ha cambiado. Él y suhechicero mimado tienen algo decorruptos.

—¿Cómo te capturaron?

—Voorman es un brujo, y me siguió lapista con hechizos. Su magia esdemasiado fuerte para mí; pero prontomi padre vendrá a buscarme.

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—Tu padre debe ser un hombreverdaderamente poderoso si es capaz devencer a todos los ocupantes delcastillo.

No hubo más respuesta que una queda,jadeante risa, y Félix supo que cuantoantes saliese de allí, mucho mejor.

Se abrió la puerta que conducía a labodega, y un haz de luz iluminó laoscuridad. Unos andares pesadosanunciaron la llegada del brujoVoorman, que sujetaba un farol en unamano y en la otra tenía un báculo en elque se apoyaba. Torció el cuello y alzóla cara para mirar el rostro de Félix.

—¿Estabas manteniendo una interesante

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charla con el monstruo, muchacho?

Algo que había en el tono del hombre leresultó irritante.

—No es un monstruo, sino sólo unamujer joven y engañada.

—No dirías eso si supieras la verdad,muchacho. Si llegara a quitarle esosgrilletes que la retienen, tu cordura seharía añicos en un instante.

—¿De verdad? —dijo Félix con ciertaironía, y el mago rió disimuladamente.

—Estás muy seguro de ti mismo, ¿no?Eres tan ignorante de cómo es el mundoen realidad... ¿Qué me dirías si te

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contara que los cultos dedicados aadorar al Caos plagan nuestra tierra yque pronto acabarán con todo el ordendel Imperio? —El brujo hablaba con untono casi jactancioso.

—Diría que, tal vez, estás en lo cierto.—Se dio cuenta de que esa réplica habíasorprendido al hechicero. Voormanhabía esperado la habitual negaciónindiferente de semejantes cosas, que erapropia de las clases educadas delImperio.

—Me resultas interesante, muchacho.¿Por qué dices eso?

El propio Félix se preguntó por qué lohabía dicho, ya que era admitir un

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conocimiento que podría hacerlo arderen la hoguera si lo oía un cazador debrujas. No obstante, en ese precisomomento tenía frío, estaba hambriento yno le gustaba que aquel mago altanero eirritante lo tratara con aire paternalista.

—Porque he visto la prueba de ello conmis propios ojos.

Oyó la repentina inspiración delhechicero, y tuvo la sensación de quepor primera vez había logrado captartoda su atención.

—¿De verdad? La Era de los Cambiosse avecina, ¿verdad? ¿Arakkai NidlekZarug Tzeentch? —Voorman hizo unapausa como si esperase respuesta, con la

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cabeza ladeada. Se frotó la nariz con unlargo dedo huesudo, y su aliento fétidollegó hasta el olfato del poeta.

Félix se preguntó qué estaba sucediendo.Las palabras habían sido pronunciadasen un idioma que ya había oído antes,durante los rituales de los depravadosadoradores a los que él y Gotrek habíaninterrumpido en una Noche de Difuntos.El nombre Tzeentch le resultabademasiado familiar y atemorizador, puespertenecía a uno de los más oscurosentre los Poderes Siniestros. Conlentitud, el aire de expectaciónabandonó a Voorman.

—No, tú no eres uno de los Elegidos, ysin embargo conoces las palabras de

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nuestra letanía, o al menos algunas deellas. Puedo verlo en tus ojos. Pero noformas parte de la Orden. ¿Cómo esposible?

Resultaba obvio que el hechicero noesperaba una réplica, y que la últimapregunta la había formulado más para símismo que para Félix. De pronto, desdeel exterior de la fortaleza llegó elaullido de muchos lobos. El brujo dio unrespingo, y luego sonrió.

—Ése debe ser el otro huésped queespero. Pronto tendré que marcharme.Antes consiguió escapar de la red, peroyo sabía que acudiría a buscar a lamuchacha.

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A continuación, el hechicero comprobólas cadenas que retenían a Magdalena,inspeccionó con atención las runas quetenían grabadas y luego, al parecersatisfecho de lo que había visto, sonrióafectadamente y se alejó cojeando. Alpasar miró a Félix, y éste sintió que sele erizaba la piel, pues sabía que elbrujo estaba intentando decidir si debíamatarlo o no. Entonces, el hechicerosonrió.

—No..., ya habrá tiempo suficiente mástarde. ¡Quiero hablar un poco máscontigo antes de que mueras, muchacho!

El brujo cerró la puerta tras de sí y laluz se extinguió. Félix sintió que elhorror aumentaba en su alma.

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* * *

No sabía cuánto tiempo habíapermanecido allí tendido mientras ladesesperación crecía dentro de sucorazón. Se encontraba atrapado en laoscuridad, sin armas y con una mujerdemente por única compañía. El brujotenía intención de asesinarlo, y él nosabía dónde estaba el Matatrolls ni sitenía alguna posibilidad de rescatarlo.Era probable que Gotrek se encontraseperdido en alguna parte de los bosques,y con lentitud comprendió que si iba asalir de ésta, debería hacerlo por suspropios medios.

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La cosa no pintaba bien. Tenía lasmanos encadenadas a la espalda, estabacansado, hambriento, enfermo de frío yagotamiento, y le dolían lasmagulladuras resultantes de la palizarecibida con anterioridad. El brujo nollevaba al cinturón la llave de losgrilletes, y él no disponía de ningunaarma.

«Bueno, una cosa por vez —se dijo—.Veamos qué puedo hacer respecto a lascadenas.» Se encogió con las piernascontra el pecho, y las cadenas quedaronreunidas alrededor de sus tobillos.Luego, a fuerza de culebrear yretorcerse, pasó los brazos por debajodel cuerpo, de modo que quedaron ante

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su cuerpo. El esfuerzo lo dejó jadeante ycon la sensación de haberse dislocadolos brazos, pero al menos entoncespodía moverse con mayor libertad y lasección de gruesa cadena enroscada quetenía entre las manos le serviría comoarma. De modo experimental, la agitóante sí, y oyó un sonido sibilante cuandoésta hendió el aire.

La muchacha rió como si comprendieralo que estaba haciendo. Luego, Félixavanzó con cautela, colocando un piedelante del otro con mucho tiento parareconocer el suelo que pisaba, como loharía un hombre al borde de unprecipicio. No sabía con qué podíatropezar en la oscuridad, pero pensó que

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lo más prudente era ser cuidadoso, yaque sería un mal momento para caer ydislocarse un tobillo.

Su cautela se vio recompensada cuandosu pie se posó sobre una escalera, yascendió por ella lenta ycuidadosamente. Por lo que podíarecordar, no describía ninguna curva y,al fin, las manos tendidas ante sí tocaronalgo de madera. Las cadenas tintinearoncon suavidad al balancearse, y Félix sequedó inmóvil y escuchó. Le parecióque desde algún lugar lejano le llegabael ruido de hombres que luchaban y delobos que aullaban.

«Maravilloso —pensó con amargura—.Los lobos han conseguido entrar en la

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casa.» Se imaginó las largas siluetasesbeltas corriendo por la casa solariega,y la desesperada batalla que tenía lugarentre hombres y bestias a pocos pasosde donde él estaba. No era unpensamiento tranquilizador.

Durante un largo momento, permanecióindeciso; luego empujó la puerta, peroésta no se movió. Se maldijo y buscó atientas un picaporte. Sus dedos secerraron sobre un aro de metal, que élhizo girar para después tirar hacia sí; lapuerta se abrió. Se encontró mirando unalarga escalera débilmente iluminada porla oscilante llama de un farol, y al tenderla mano para cogerlo, pensó en lamuchacha.

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Por muy extraña que fuese, también erauna prisionera, y él no iba a dejarlalibrada a la tierna misericordia deVoorman. Descendió de lado por laescalera y le hizo señas para que losiguiera, momento en que captó algoextraño en su rostro. Estaba pálido,tenso, con aspecto salvaje, y vio que, sinduda, los ojos reflejaban la luz como losde un animal. Toda su apariencia teníaun aire inhumanamente feroz, que notranquilizó a Félix en lo más mínimo.Comenzó a ascender hacia lo alto de laescalera, pero la muchacha lo empujó aun lado y pasó delante. Félix se alegróde no tener aquellos ojos fierosclavados en la espalda.

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* * *

El sonido de la lucha se hizo más claro.Los lobos aullaban y sonaban gritos deguerra. Magdalena abrió la puerta de loalto de la escalera, y ambos volvieron aencontrarse en medio de los corredoresde la mansión. El lugar estaba desiertoy, al parecer, todos los guardias habíansido atraídos por el estruendo de labatalla. Una hilera de puertas flanqueabael corredor, y en un extremo había unaescalera que ascendía, mientras que elotro extremo estaba rematado por unapuerta; de ahí procedían los ruidos de larefriega. Félix arrugó la nariz cuandocreyó percibir olor a quemado, y enalgún lugar lejano los caballos

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relincharon de terror.

La prudencia le aconsejó dirigirse haciala escalera y alejarse de la batalla, yaque no formaba parte de ninguna de lasfacciones y el hecho de que lodescubriesen podría resultar fatal.Cuanto más lucharan los otros entre sí,más disminuirían las probabilidadescontra él y más fácil le resultaríaescapar.

Magdalena, no obstante, pensaba demodo diferente, ya que avanzó hacia lapuerta del otro extremo, la que conducíahacia la batalla. Félix la cogió por lascadenas y tiró de ellas, pero lamuchacha no se detuvo. A pesar de que

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el poeta era más alto y corpulento, ellaposeía una fortaleza sorprendente,superior a la de el.

—¿Adónde vas?

—¿Adónde crees que voy?

—No seas estúpida; allí no puedeshacer nada.

—¿Qué sabes tú?

—Echemos una mirada por aquí. Tal vezen el piso de arriba podamos encontraruna forma de quitarnos las cadenas.

Por un momento, pareció indecisa. Laúltima frase, sin embargo, la convenció,

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y subieron juntos por la escalera. A susespaldas, los aullidos y gritos de guerraalcanzaron un crescendo parainterrumpirse luego de modo brusco. Porun momento, Félix se preguntó quéhabría sucedido. ¿Habrían vencido loslobos a los defensores de la plaza?

Luego oyó soldados que comenzaban agritarse otra vez los unos a los otros yunas voces nobles que les ordenaban alos hombres que llevaran dentro a losheridos, y se dio cuenta de que loshombres habían ganado... de momento.

* * *

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Al final de la escalera, había unaventana que daba al patio de la casafortificada, y desde ella el poeta vio quehabía docenas de lobos muertos afuera,y tal vez cinco heridos humanos. Lasangre teñía la nieve de rojo.

—¿Cómo demonios se abrió esa puerta?—oyó que preguntaba el condeHrothgar, y se formuló la mismapregunta a sí mismo al reparar en quetodas las puertas estaban abiertas de paren par; los lobos habían entrado porellas. Luego vio aquella cosa, y ya nonecesitó más explicación.

Sobre el tejado de los establos yacía unasilueta gris, mitad hombre y mitad lobo,que hizo que a Félix se le erizara el pelo

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de la nuca. El hombre lobo se levantó ysaltó del tejado para desaparecer de lavista, mientras Félix consideró si setrataba de una imaginación. Ofreció unaplegaria a Sigmar para implorarle quefuese así, pero de alguna forma, en elfondo del corazón, lo dudaba. Tenía laimpresión de que habían llegado loshijos de Ulric.

—Continuemos —murmuró, para luegovolverse y avanzar por el corredor.

* * *

Entraron en una biblioteca con libreríastan altas que era necesaria una escalera

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para llegar hasta los volúmenes de losestantes más altos que cubrían lasparedes. A Félix le sorprendió eltamaño de la estancia, ya que el condeHrothgar no le había parecido unhombre erudito. Esa habitación eradigna de uno de los antiguos profesoresque él había tenido en la Universidad deAltdorf. Supuso, entonces, quepertenecía al hechicero.

Paseó la mirada por los títulos, y vioque la mayoría estaban escritos en AltoClásico, la lengua de los eruditos detodo el Viejo Mundo. Los que podía vertrataban principalmente sobre viajes deexploración, mitos y leyendasancestrales, y había Libros del Saber

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compilados en idioma enano.

Sobre el escritorio situado enfrente de élhabía un libro abierto, y Félix se acercóy lo cogió. El tomo estaba encuadernadoen cuero, no tenía título algunoestampado en el lomo, y las páginas depergamino eran gruesas, ásperas yobviamente antiguas. Para lo grueso queera el libro, la escasa cantidad depáginas que tenía resultaba asombrosa.No se trataba de un libro impreso conlos tipos intercambiablesperfeccionados por el Gremio deImpresores, sino que estaba hecho alestilo antiguo, copiado a mano eiluminado en los márgenes. Trasobservarlo, Félix comenzó a leerlo, y

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pronto deseó no haberlo hecho.Magdalena reparó en la expresión de surostro.

—¿Qué pasa? ¿Algo malo? ¿Qué dice?

—Es una especie de grimorio... Trata deun cierto tipo de magia.

Y así era. Tradujo laboriosamente delClásico y un escalofrío de horror lo hizoestremecer. Por lo que podía ver, setrataba del hechizo de la transmutacióndel alma, una invocación destinada apermitir que un hombre intercambiara sumismísima esencia con la de otro pararobarle el cuerpo y la apariencia. Si loque afirmaba el libro era cierto, lepermitiría al brujo tomar posesión del

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cuerpo de cualquier persona.

En otro tiempo y en otro lugar, todoaquello le habría resultado absurdo,pero en ese sitio apartado pensaba queera bastante probable. La locura deaquello no parecía desubicada.

Nada de eso lo tranquilizó. Seencontraba encerrado en una fortalezaaislada, con un grupo de adoradoresdementes y sus soldados. La fortalezaestaba rodeada de lobos hambrientos ycon las comunicaciones cortadas por unaventisca invernal y, como si todo eso nofuese suficiente, si sus sospechas eranciertas había no uno, sino dos loboshumanos dentro de las murallas de lacasa, y uno de eellos se encontraba

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detrás de él. A Félix se le erizó la piel.

Recorrieron el segundo piso del castillopor pasillos iluminados con antorchasde oscilante llama, en los que resonabanlos aullidos de los lobos. Un suave ydesagradable olor, como de pelomojado y sangre, llegó a la nariz deFélix justo antes de girar en un recodo.Se asomó con cautela al otro lado y vioque en el suelo yacía el cadáver de unsoldado. Tenía los ojos abiertos de paren par, y el pecho desgarrado por zarpasenormes. Su rostro estaba tan blancocomo el de un vampiro, y la sangremanaba por donde unas enormes faucesle habían arrancado parte de la yugular.

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Cerca del cadáver, que tenía una dagasujeta al cinturón, yacía una espada.Félix se volvió para mirar a lamuchacha, y al ver que sonreía conmalevolencia sintió deseos de coger laespada y matarla; pero no lo hizo. Se leocurrió que tal vez podría usarla comorehén para llegar a un acuerdo a hombrelobo, pero tras darle algunas vueltas enla cabeza a esa idea, la descartó comoalgo poco práctico y deshonrosa.

En cambio, se inclinó sobre el hombre yle quitó la daga que tenía una hoja largay muy afilada, casi tan fina como unestilete, y luego estudió la cerradura delos grilletes. Era grande, pesada y defactura tosca, así que cogió la daga con

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la mano derecha y la metió dentro de lacerradura de la muñeca izquierda. Sintióque el mecanismo se movía cuando lapunta encajó en el sirio correcto.Durante largos y tensos momentos,sondeó e hizo girar la daga, y luego seoyó un chasquido, y el grillete quedóabierto. A Félix se le quitó un gran pesode encima cuando vio que el grillete sedeslizaba de su muñeca, e intentó repetirel proceso con la derecha; pero la manoizquierda era más torpe y necesitó mástiempo para conseguirlo.

Los segundos se transformaron enminutos, y mientras se afanaba no dejabade imaginarse que aquella horriblesilueta con cabeza de lobo se le

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acercaba sigilosamente. Por fin, se oyóotro chasquido, y la otra mano le quedólibre. Se volvió sonriendo con airetriunfal, y la sonrisa se desvaneció desus labios: la muchacha habíadesaparecido.

* * *

Félix avanzaba con cautela por la casasolariega. Los lobos habían guardadosilencio una vez más, y la espada lepesaba como la muerte en las manos. Ensu recorrido, había encontrado otros doscadáveres de soldados, ambos con lagarganta desgarrada y con expresión dehorror en el rostro. Un extraño olor a

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almizcle colmaba el aire.

Consideró las opciones que tenía. Podíacruzar el patio a la carrera, pero no leparecía sensato. En el exterior, la nievecubría el suelo, y los lobos infestabanlos bosques; incluso sin aquellamalevolente presencia, dudaba de quepudiese llegar muy lejos sin comida niequipo apropiado para el invierno.

Dentro de la mansión estaban elhechicero que quería matarlo y los hijosde Ulric, además de un pequeño ejércitode soldados aterrados para quienes eraun extraño. Tampoco eso parecíademasiado prometedor.

El sentido común le dictaba que buscase

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un lugar para ocultarse y esperara a queun bando acabase con el otro. Tal vez enlo más alto podría encontrar un desvándonde esconderse, o quizás hubiesealguna habitación tranquila donde...

Oyó voces que se acercaban, y la puertadel fondo del corredor comenzó amoverse. A toda velocidad, abrió lapuerta que tenía a su lado, se coló porella y la cerró. Entonces se dio cuentade que debía de encontrarse en elestudio del conde Hrothgar porque habíaun sólido escritorio bajo una ventana y,desde las paredes, lo miraban conseveridad los retratos de familia. Unaarmadura bruñida hacía silenciosaguardia en un nicho, y cortinas

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drapeadas cubrían las ventanas.

El mismo instinto lo impulsó a correrhacia el otro lado de la habitación ymeterse detrás de las cortinas; lo hizojusto a tiempo, porque pocos segundosdespués se abrió la puerta y entraron doshombres con pasos sonoros. Félixreconoció las voces, ya que unapertenecía al conde y la otra alhechicero.

—¡Maldición!, Voorman; pensaba quehabías dicho que tus cadenas losmantendrían sujetos como las garras deun demonio. ¿Cómo pueden haberdesaparecido?

—Los hechizos no fueron rotos, porque

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yo lo habría percibido. Sospecho queemplearon medios más corrientes. Talvez uno de tus hombres...

—¿Estás sugiriendo que uno de mishombres podría estar confabulado conesos seres?

—O uno de tus sirvientes. Ellos vivenaquí todo el año. ¿Quién sabe? Los hijosde Ulric han vivido en esta tierra mástiempo que tú, y dicen que las gentes deesta zona solían adorarlos, o por lomenos ofrecerles sacrificios.

—Tal vez, tal vez. Pero ¿puedesencontrar a los prisioneros? Esimposible que se hayan desvanecido enel aire. ¿Y qué me dices de mis

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hombres? Más de la mitad estánmuertos, y la otra mitad ha enloquecidode miedo, y se sobresaltan aunque veanuna simple sombra. Será mejor quehagas algo pronto, hechicero, o tendrásque darle algunas explicaciones alMagister Magistorum. Las cosas noestán saliendo como tú prometiste quesaldrían.

—No te dejes ganar por el pánico,excelencia. Mi magia prevalecerá, ynuestra causa saldrá fortalecida graciasa ello. La Era de los Cambios seavecina, y tú y yo habremos logradoejercer una parte de la bendita magia deTzeenatch. Seremos inmortales einvulnerables.

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—Tal vez, pero de momento al menosuna de las bestias anda suelta entre estosmuros, o quizá dos, si te equivocas en loreferente al muchacho.

—No importa. El hechizo de latransmutación está a punto, y pronto lavictoria final será nuestra. Iré a buscarnuestro recipiente.

—Vas a buscar nuestro recipiente,¿verdad, brujo? Más probable es queestés planeando una traición. ¡Ve concuidado! ¡El Magister me dio los mediospara enfrentarme a ti en caso de queresultaras desleal a la Orden! —Se oyóun tintineo metálico al ser desenfundadaun arma.

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—Guárdala, conde. —El hechiceroparecía nervioso—. No conoces elpoder de una cosa como ésa. No habránecesidad de usarla.

—Asegúrate de que así sea, Voorman;asegúrate de que así sea.

La puerta se abrió y volvió a cerrarse, yFélix oyó que el noble se dejaba caer enuna silla. Por un instante, se preguntóqué sería aquella Orden. ¿Quién seríaese misterioso Magister? Muyprobablemente, el jefe de algún cultoterrible. Luego descartó esospensamientos, ya que tenía otras cosaspor las que preocuparse.

Apartó la cortina a un lado y vio la

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coronilla calva del conde, y una dagaque se encontraba sobre el escritorioante él. Estaba cubierta de extrañasrunas resplandecientes; el intento dereseguir las líneas de los caracteres hizoque le doliesen los ojos. A pesar de eso,la daga podría resultarle útil.

El noble se frotó el cuello al sentir lacorriente de aire frío que procedía de laventana que tenía detrás, y luegocomenzó a tender la mano hacia la daga,pero Félix saltó fuera de su esconditepara golpear la cabeza del condeHrothgar con el puño de la espada, yéste cayó como un árbol talado.

Con cuidado, el poeta tendió una manohacia la daga, y se le erizó la piel

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cuando ésta se acercó a la hoja. Unaenergía peligrosa radiaba del objeto, yal cogerla por la empuñadura advirtióque estaba recubierta por un metalopaco: plomo. Se dio cuenta de queantes de ese momento había visto unresplandor semejante al del arma.

Al parecer, para la creación de la mismase había empleado piedra dedisformidad, y podía ser tan peligrosapara quien la blandía como para lavíctima. Encontró la funda de la cual lahabía sacado el conde, y vio que estabaforrada de plomo. El poeta se sintió unpoco mejor después de envainarla.

Por un instante, consideró la posibilidad

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de deshacerse de la daga, pero sólo porun instante. En aquel sitio infernal,podría constituir la única protección conque contaría, así que se sujetó la vainaal cinturón y se dispuso a marcharse.

* * *

En la cocina había tres sirvientesmuertos, y también ellos tenían lagarganta arrancada. Daba la impresiónde que el hombre lobo estaba decidido aasesinar a todos los que estuvieran en lacasa, y Félix no dudaba de que él estaríaincluido en el ajuste de cuentas.

El espectáculo de los cadáveres estuvo

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a punto de lograr que Félix perdiera elapetito, pero sólo a punto. Sobre la mesahabía encontrado pan recién hecho yqueso, y de la despensa sacó carne devaca, y se puso a engullir con avidez; lepareció la mejor comida que habíaprobado en toda su vida.

Se abrió la puerta y entraron doshombres de ojos desorbitados quemiraron los cadáveres; luego lo mirarona él, y sus ojos se llenaron de miedo. Elpoeta tendió una mano hacia la espadadesnuda que descansaba sobre la mesa.

—Tú los has matado —dijo uno de ellosal mismo tiempo que lo señalaba con undedo acusador.

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—No seas estúpido —dijo Félix, cuyaspalabras quedaron amortecidas por elpan y el queso que le llenaban la boca—. Les han arrancado la garganta —continuó después de tragar—. Ha sido labestia.

Los hombres se quedaron atónitos.Parecían demasiado asustados comopara atacarlo, y a la vez sentían unacólera alimentada por el miedo.

—¿La has visto? —le preguntó uno, alfin, y él asintió.

—¿Cómo es?

—¡Grande! Cabeza de lobo, cuerpo dehombre.

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Un aullido espeluznante resonó por lossalones, y comenzó a acercarse. Loshombres dieron media vuelta paralanzarse a través de la puerta hacia elpatio y, al hacerlo, unas esbeltas siluetasgrises saltaron hacia ellos y losderribaron. Los lobos habían estadoesperando, silenciosos, en el exterior.

Félix echó a correr, pero llegódemasiado tarde para ayudar a loshombres y, al mirar hacia afuera, vioque la puerta de la fortaleza estaba otravez abierta. Alguien que parecía ser lamuchacha se encontraba cerca de lamisma y tenía la cabeza echada haciaatrás en un gesto que parecía indicar quereía.

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Con precipitación, cerró la puerta y leechó el cerrojo. Se encontraba atrapado,pero al menos el ser que había aulladono estaba entonces más cerca que antes,así que volvió a sentarse ante la mesa,decidido a acabarse la comida.

* * *

Una vez más, Félix se deslizócautelosamente por los corredores, conla espada en una mano y la relumbrantedaga en la otra. Había permanecidosentado en la cocina durante tantotiempo como fue capaz, mientras elmiedo se instalaba en sus entrañas.Finalmente, le había parecido mejor

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idea salir a encontrarse de cabeza con sudestino que permanecer quieto como unconejo asustado.

Entró en un gran salón de techo alto, delcual pendían estandartes con la divisadel conde Hrothgar. Las cabezas demuchos animales —trofeos de caza—cubrían las paredes: dentro de laestancia se encontraban dos personajes.Uno era el hechicero, Voorman, y el otroera el hombre lobo. Este último eramonstruoso; superaba en más de mediocuerpo la estatura de Félix, y su pechoera más grueso que un barril. Unasgarras enormes remataban sus largosbrazos, y un odio imperecedero brillabaen sus ojos rojos de lobo.

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—Has venido como sabía que lo harías—dijo el hechicero, y al principio Félixse preguntó cómo sabía el hechicero queél se encontraba allí, aunque luego sedio cuenta de que Voorman estabahablando con el hombre lobo.

—Y tú vas a morir.

Los labios, que no estaban hechos parael habla humana, machacaron laspalabras. El hechicero retrocedió con lacapa ondulando al aire, y una luzdestelló alrededor del báculo quesujetaba. El hombre lobo permanecióinmóvil durante un momento, y luegotendió una de sus zarpas descomunales yle arrancó la cabeza a Voorman. Elcuerpo del hechicero avanzó con paso

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tambaleante, y la sangre que manaba desu cuello roció a la bestia.

Del exterior llegaba el sonido de loslobos en combate. «Sin duda —pensóFé l i x— , están acabando con losúltimos supervivientes.» Contempló a labestia con prudencia.

La sangre del hechicero continuabamanando, y sobre su cadáver se formóuna nube de vapor que adquirió la formade Voorman, que estiró los brazos congesto triunfante y flotó hacia el hijo deUlric. La niebla entró por la boca y lasfosas nasales de la criatura, que sequedó quieta durante un momentomientras se aferraba la garganta; al

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parecer era incapaz de respirar. La luzse desvaneció de sus ojos para serreemplazada por un infernal resplandorverde.

Cuando la criatura volvió a hablar, lohizo con la voz de Voorman.

—Al fin —dijo—. El hechizo de latransmutación ha sido un éxito. Lainmortalidad y el poder son míos, y lafuerza de la bestia me pertenece. Viviréhasta que el Señor Tzeentch venga areclamar el mundo para sí. Es verdadque todas las cosas son mutables.

Félix se quedó pasmado cuandocomprendió con horror lo que acababade presenciar. El plan de Voorman se

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había cumplido completamente. Latrampa se había disparado y la corruptaalma del brujo había tomado posesióndel cuerpo del hombre lobo. Suinteligencia maligna y su hechiceríacontinuarían viviendo dentro de aquellaforma monstruosa, ya que Voormanposeía desde entonces la fuerza y lainvulnerabilidad de los hijos de Ulric,además de sus propios diabólicospoderes.

Con lentitud, los ojos terribles fueron aposarse sobre Félix, y éste sintió que loabandonaban las fuerzas bajo aquellafunesta mirada. En el exterior, los lobosgimotearon de miedo, y se oyó elbramido de un grito de guerra que al

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poeta le sonó extrañamente familiar. Elhombre lobo hizo un gesto, y Félix,hipnotizado, se acercó hasta quedar atiro de las descomunales zarpasmanchadas de sangre. En ese momento,Voorman extendió los brazos y lasafiladas zarpas comenzaron aacercarse...

El poeta logró vencer el miedo y seagachó al mismo tiempo que atacaba conla espada. Fue igual que si intentaraclavársela a una estatua de piedra,porque el afilado borde de la hojarebotó. El zarpazo de respuesta delhombre lobo le rasgó el justillo, y sintióun agudo dolor en el flanco, donde lasgarras penetraron profundamente. Félix

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se alejó de un salto. Sólo el hecho deque sus reflejos fueran veloces como losde una serpiente había evitado que elhombre lobo lo destripara.

Las cosas parecían suceder a cámaralenta. El hombre lobo giró paraencararse con Félix mientras éstedescribía círculos a su alrededor. Labestia saltó con un ímpetu tanirresistible como el del rayo, cayó sobreel joven y sus enormes brazos lorodearon con una fuerza que amenazabacon partirle las costillas como si fueranramitas. Desesperado. Félix lo apuñalócon la daga que llevaba en la manoizquierda, y que, para su sorpresa,atravesó la piel del hombre lobo. De la

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herida se desprendió olor a carnepodrida, y el hombre lobo echó lacabeza hacia atrás y aulló.

El poeta continuó apuñalándolo, y alládonde clavaba la daga, la carne sevolvía blanda. La bestia lo cogíaentonces con menos fuerza, así que sedesasió y continuó apuñalándola. En elpelaje aparecieron manchas de colornegro, como las que pueden verse en unafruta demasiado madura, y Félix siguiódando puñaladas al hombre lobo, quecayó, al fin. La podredumbre se propagópor todo su cuerpo hasta consumirlo porcompleto. El poderoso ser se marchitósin más, vencido por las nocivas runasde la daga, y entonces el resplandor

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infernal desapareció del arma, quequedó inerte en la mano del joven. Elpoeta abrió los dedos y la dejó caer elsuelo.

Pasó un largo rato antes de que pudieselevantarse y recorriera el salón con lamirada. La muchacha se encontraba depie en la entrada, con aire hosco, yGotrek se erguía detrás de ella como unverdugo, con la hoja de su descomunalhacha apoyada contra el cuello deMagdalena.

—Creí que nunca llegaría al final deesas malditas huellas. Y también tuveque matar a unos cincuenta lobos paraentrar aquí —dijo el Matatrolls mientrasinspeccionaba la escena de la carnicería

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con aire profesional—. Bueno, humano,al parecer has tenido una noche muyocupada. Espero que me hayas dejadoalgo que pueda matar.