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Genuinos en Cristo Estudio Expositivo de la Primera Epístola de Juan Warren W. Wiersbe Editorial Bautista Independiente Genuinos en Cristo fue publicado originalmente en inglés bajo el título Be Real. © 1972 SP Publications, Inc. Wheaton, Illinois Todas las citas bíblicas en este libro han sido tomadas de la Versión Reina-Valera (1960). © 1984 Edición revisada 1994

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Page 1: Genuinos en Cristo...sencillamente que un Dios se revele a sí mismo de maneras diferentes, tal como un hombre puede ser esposo, padre e hijo. No, la Biblia enseña que Dios es uno,

Genuinos en Cristo

Estudio Expositivo de la Primera Epístola de Juan

Warren W. Wiersbe

Editorial Bautista Independiente

Genuinos en Cristo fue publicado originalmente en inglés bajo el título Be Real.

© 1972

SP Publications, Inc. Wheaton, Illinois

Todas las citas bíblicas en este libro han sido tomadas de la Versión Reina-Valera (1960).

© 1984

Edición revisada 1994

Page 2: Genuinos en Cristo...sencillamente que un Dios se revele a sí mismo de maneras diferentes, tal como un hombre puede ser esposo, padre e hijo. No, la Biblia enseña que Dios es uno,

Todos los derechos reservados. Está prohibida la reproducción total o parcial, ya sea mimeografiada o por otros medios, sin la previa autorización escrita de la Editorial Bautista Independiente.

EBI WW-610 ISBN 1-879892-11-1

Editorial Bautista Independiente 3417 Kenilworth Blvd. Sebring, Florida 33870

www.ebi-bmm.org (863) 382-6350

CONTENIDO

Capítulo

Prefacio 1 ¡Es Genuino! (1 Juan 1:1–4) 2 Andar y Hablar (1 Juan 1:5–2:6) 3 Algo Antiguo, Algo Nuevo (1 Juan 2:7–11) 4 El Amor que Dios Aborrece (1 Juan 2:12–17) 5 Verdad o Consecuencias (1 Juan 2:18–29) 6 Los Impostores (1 Juan 3:1–10) 7 Amor o Muerte (1 Juan 3:11–24) 8 La Verdadera Raíz del Amor (1 Juan 4:1–16) 9 Amar, Honrar y Obedecer (1 Juan 4:17–5:5) 10 ¿Qué Sabes con Seguridad? (1 Juan 5:6–21)

Dedicado al Dr. Howard F. Sudgen

Pastor dedicado, Expositor talentoso, Amigo amado

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PREFACIO

La destreza del doctor Warren Wiersbe se manifiesta en su libro, Genuinos en Cristo, aquello por lo cual sus amigos le recuerdan y le aprecian. Wiersbe se distingue por el modo de ordenar la frase y su selección de palabras. En la presente obra no desilusiona, pues su manera de expresarse deleita el corazón de aquel que desee ampliar los límites de expresión.

Wiersbe apoya el humor y a veces hasta la fantasía. Se da la impresión de que uno que sabe sonreírse de la raza humana—incluyendo a sí mismo—nunca será aburrido.

Los que lo conocen mejor saben que Warren Wiersbe lleva a sus lectores y a los que lo oyen hablar, a una confrontación con la voluntad de Dios. Bajo todos los conceptos él es un hombre dedicado a hacer la voluntad de Dios.

En sus escritos Wiersbe hace uso de la prosa lo que el apóstol Pablo creía debe hacerse del canto y de la oración: “Oraré con el espíritu, pero oraré también con el entendimiento; cantaré con el espíritu, pero cantaré también con el entendimiento” (1 Corintios 14:15).

La lectura de este libro te traerá bendición. Se puede sentir en el corazón y la conciencia el toque del Santo Espíritu de Dios al dar vuelta las hojas; pero Warren Wiersbe también te hace pensar. Aquí no tenemos un paquete de cereal religioso predigerido: aquí tenemos la verdad bíblica, claramente interpretada y fielmente aplicada.

Adelante, léelo… aprovecha la bendición y sé genuino. Robert A. Cook Ex presidente The King’s College Briarcliff Manor, N.Y.

1

¡Es Genuino!

1 Juan 1:1–4

“Había una vez…” ¿Recuerdas qué emocionantes eran esas palabras? Eran la puerta de entrada a un mundo de ilusiones, un mundo de ensueños que te ayudaba a olvidar todos los problemas de la niñez.

Luego, ¡paf! Un día diste vuelta a la esquina y “Había una vez” se convirtió en asunto de niños. Descubriste que la vida es un campo de batalla y no un campo

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de juegos, y que los cuentos de hadas ya no tenían más sentido. Querías algo genuino.

La búsqueda de algo genuino no es tema nuevo. Se ha sucedido desde los comienzos de la historia. Los hombres han buscado realismo y satisfacción en las riquezas, las emociones, las conquistas, el poder, el aprendizaje e inclusive la religión.

No hay nada que sea realmente malo en estas experiencias, con la excepción de que en sí mismas nunca satisfacen verdaderamente. Querer algo genuino y hallar algo genuino son dos cosas diferentes. Tal como en el caso de un niño que come algodón de azúcar en el circo, muchas personas esperan morder algo genuino, y terminan con un bocado lleno de nada. Malgastan invalorables años en sustitutos vacíos de la realidad.

Aquí es donde entra en escena la primera epístola del apóstol Juan. Escrita hace siglos, esta carta trata acerca de un tema siempre actual: la vida que es genuina.

Juan había descubierto que la realidad que satisface no se halla ni en cosas ni en emociones, sino en una Persona—Jesucristo, el Hijo de Dios. Sin perder tiempo, en el primer párrafo de su carta nos cuenta acerca de esta “realidad viviente”.

A medida que lees 1 Juan 1:1–4, descubres tres hechos vitales acerca de la vida que es genuina.

Esta Vida Se Revela (1 Juan 1:1)

Mientras leas la carta de Juan, descubrirás que a él le gusta utilizar ciertos términos, y que uno de ellos es la palabra manifestar. “Porque la vida fue manifestada”, (1 Juan 1:2) dice él. Esta vida no estaba escondida de modo que tuviésemos que buscarla y hallarla. ¡No, fue manifestada—revelada abiertamente!

Si fueras Dios, ¿cómo harías tú para revelarte a los hombres? ¿Cómo les dirías acerca de la clase de vida que quieres que disfruten y cómo harías para dársela?

Dios se ha revelado en la creación (Romanos 1:20), pero la creación por sí sola nunca podría contarnos la historia del amor de Dios. Dios también se ha revelado de manera mucho más plena en su Palabra, la Biblia. Pero la revelación definitiva y más completa de Dios está en su Hijo, Jesucristo. Jesús dijo: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:9).

Por el hecho de que Jesús es la revelación de Dios mismo, tiene un nombre muy especial: “el Verbo de vida” (1 Juan 1:1).

Este mismo título es el que inicia el evangelio de Juan: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios” (Juan 1:1).

¿Por qué tiene Jesucristo este nombre? Porque Cristo es a nosotros lo que nuestras palabras [verbos] son a los demás. Nuestras palabras [verbos] revelan a los demás lo que somos y la forma en que pensamos. Cristo nos revela la mente y el corazón de Dios. Él es el medio de comunicación viviente entre Dios y los hombres. ¡Conocer a Jesucristo es conocer a Dios!

Juan no comete ninguna equivocación al identificar a Jesucristo. Jesús es el Hijo del Padre, el Hijo de Dios (1 Juan 1:3). En su carta, Juan nos advierte varias

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veces en cuanto a no escuchar a los falsos maestros que dicen mentiras acerca de Jesucristo. “¿Quién es el mentiroso, sino el que niega que Jesús es el Cristo?” (1 Juan 2:22). “Todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa que Jesucristo ha venido en carne, no es de Dios” (1 Juan 4:2–3). Si un hombre está equivocado en cuanto a Jesucristo, está entonces equivocado en cuanto a Dios, porque Jesucristo es la revelación completa y final de Dios a los hombres.

Por ejemplo, hay quienes nos dicen que Jesús era un hombre, pero que no era Dios. ¡Juan no deja lugar para tal clase de maestros! Una de las últimas cosas que escribe en su carta es: “Estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este es el verdadero Dios, y la vida eterna” (1 Juan 5:20).

La enseñanza falsa es un asunto tan grave que Juan también escribió acerca de ello en su segunda carta, advirtiéndoles a los creyentes para que no invitaran a entrar en sus casas a los falsos maestros (2 Juan 9–10). Y deja bien claro que el hecho de negar que Jesús es Dios es seguir las mentiras del anticristo (1 Juan 2:22–23).

Esto conduce a una doctrina bíblica básica que ha consternado a muchas personas—la doctrina de la Trinidad.

En su carta, Juan menciona al Padre, al hijo y al Espíritu Santo. Por ejemplo, él dice: “En esto conoced el Espíritu de Dios: Todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne, es de Dios” (1 Juan 4:2). Aquí, en un versículo, se hace referencia a Dios el Padre, Dios el Hijo y Dios el Espíritu Santo. Y en 1 Juan 4:13–15 aparece otra declaración que menciona a las tres Personas de la Trinidad.

La palabra “trinidad” es una combinación de “tri”, que significa tres, y “unidad”, que significa uno. Una “trinidad”, pues, es tres en uno o uno en tres. Es cierto que la palabra “trinidad” no aparece en la Biblia, pero la verdad sí se enseña en ella (ve también Mateo 28:19–20; Juan 14:16–17, 26; 2 Corintios 13:14; Efesios 4:4–6).

Los creyentes no creen que haya tres dioses. Creen que un Dios existe en tres Personas—Padre, Hijo y Espíritu Santo. Los creyentes tampoco creen sencillamente que un Dios se revele a sí mismo de maneras diferentes, tal como un hombre puede ser esposo, padre e hijo. No, la Biblia enseña que Dios es uno, pero que existe en tres Personas.

Un maestro de doctrina solía decir: “Trata de explicar la Trinidad y tal vez pierdas la cabeza. ¡Pero trata de negarla y ciertamente perderás tu alma!” Y el apóstol Juan dice: “Todo aquel que niega al Hijo, tampoco tiene al Padre” (1 Juan 2:23). ¡Ninguna Persona de la Trinidad puede ser dejada de lado!

Al leer los relatos de los evangelios en cuanto a la vida de Jesús, se observa la clase de vida maravillosa que Dios quiere que disfrutemos. Pero no es imitando a Jesús, nuestro Ejemplo, la forma en que podemos participar de esta vida. No, hay una manera mucho mejor:

Esta Vida Se Experimenta (1 Juan 1:2)

Vuelve a leer los primeros cuatro versículos de la carta de Juan y observarás que el apóstol tuvo un encuentro personal con Jesucristo. ¡No fue una “experiencia

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religiosa” de segunda mano heredada de alguna otra persona o descubierta en un libro! No, Juan conoció a Jesucristo cara a cara. El y los otros apóstoles escucharon a Jesús hablando. Lo vieron mientras vivía con ellos. De hecho, lo estudiaron cuidadosamente, e inclusive tocaron su cuerpo. Ellos sabían que Jesús era real—no un fantasma ni una visión, sino Dios en forma corporal humana.

Algunos estudiantes del siglo 20 pueden decir: “Sí, y esto significa que Juan tuvo una ventaja. Vivió cuando Jesús andaba sobre la tierra. Lo conoció personalmente. ¡Pero yo nací 20 siglos tarde!”

¡Pero aquí es donde nuestro alumno se equivoca! No fue la cercanía física que los apóstoles tuvieron con Jesucristo lo que los convirtió en lo que fueron. Fue la cercanía espiritual. Ellos se habían consagrado a él para que fuera su Salvador y Señor. Jesucristo era algo real y emocionante para Juan y sus colegas porque ellos habían confiado en él. ¡Al confiar en Cristo, habían experimentado la vida eterna!

En esta carta, Juan utiliza seis veces la frase “nacido de Dios”. Esta no era una idea que Juan había inventado, sino que había escuchado a Jesús utilizando estas palabras. “El que no naciere de nuevo”, había dicho Jesús, “no puede ver el reino de Dios… Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo” (Juan 3:3, 6, 7). Nosotros podemos experimentar esta “vida verdadera” sólo después de creer el evangelio, poner nuestra confianza en Cristo y ser “nacido de Dios”.

“Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios” (1 Juan 5:1). La vida eterna no es algo que ganamos por las buenas obras ni que merecemos por causa de nuestro buen carácter. La vida eterna, la vida que es verdadera, es un don de Dios para los que confían en su Hijo como Salvador.

Juan escribió su evangelio para decirle a la gente cómo recibir esta vida maravillosa (Juan 20:31) y escribió su primera carta para decirles cómo estar seguros de que realmente han nacido de Dios (1 Juan 5:9–13).

Un alumno universitario regresó para continuar con sus estudios luego de haber ido a su casa para un funeral, y casi inmediatamente sus calificaciones comenzaron a bajar. Su consejero pensó que la muerte de la abuela había afectado al muchacho y que el tiempo sanaría la herida, pero las calificaciones sólo empeoraron. Finalmente el joven confesó cuál era el verdadero problema. Mientras había estado en su casa, se le ocurrió mirar la antigua Biblia de su abuela, y allí descubrió en el registro de la familia que era hijo adoptivo.

“No sé a quién pertenezco”, le dijo a su consejero. “¡No sé de dónde he venido!”

La seguridad de que estamos en la familia de Dios—que hemos “nacido de Dios”—es vitalmente importante para todos nosotros. Hay ciertas características que son ciertas con respecto a todos los hijos de Dios. Una persona que nace de Dios vive una vida justa (1 Juan 2:29). Un hijo de Dios no practica el pecado. Un creyente ocasionalmente cometerá pecado (1 Juan 1:8–2:2), pero no hará del pecado un hábito.

Los hijos de Dios también se aman unos a otros y aman al Padre celestial (1 Juan 4:7; 5:1). No tienen amor hacia el sistema mundial que los rodea (1 Juan 2:15–17) y, debido a esto, el mundo los odia (1 Juan 3:13). En lugar de ser

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vencidos por las presiones de este mundo y desequilibrados, los hijos de Dios vencen al mundo (1 Juan 5:4). Esta es otra señal de un verdadero hijo de Dios.

¿Por qué es importante que sepamos que hemos nacido de Dios? Juan nos da la respuesta. Hay dos clases de hijos en este mundo: los hijos de Dios y los hijos del diablo (1 Juan 3:10). Podrías llegar a pensar que un “hijo del diablo” es una persona que vive en pecados groseros, pero éste no siempre es el caso. Un incrédulo es un “hijo del diablo”. Tal vez sea moralista y aun religioso. Quizá sea un cristiano falso. Pero todavía es “hijo” de Satanás porque nunca ha “nacido de Dios” ni ha experimentado personalmente la vida espiritual.

Un cristiano falso—y estos son comunes—es algo parecido a un billete de diez dólares falso.

Supongamos que tienes un billete falso, pero que en realidad crees que es genuino. Lo utilizas para pagar cuando colocas combustible en el tanque. El encargado de la estación de combustible lo utiliza para comprar mercadería. El proveedor utiliza el billete para pagarle al mayorista. El mayorista apila el billete junto a otros 49 billetes de diez dólares y lo lleva al banco. Y el cajero dice: “Lo lamento, pero este billete es falso”.

Ese billete de diez dólares quizá haya hecho mucho bien mientras estaba en circulación, pero cuando llegó al banco, fue expuesto por lo que realmente era, y fue sacado de circulación.

Así sucede con un creyente falso. Tal vez haga muchas cosas buenas en esta vida, pero cuando enfrente el juicio final será rechazado. “Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí; hacedores de maldad” (Mateo 7:22–23).

Cada uno de nosotros debe preguntarse honestamente: “¿Soy un verdadero hijo de Dios o soy un creyente falso? ¿Verdaderamente he nacido de Dios?”

¡Si tú no has experimentado la vida eterna, esta vida verdadera, puedes experimentarla ahora mismo! Lee cuidadosamente 1 Juan 5:9–15. Dios lo ha dado a conocer abiertamente en su Palabra. Te ofrece el regalo de la vida eterna. Cree en su promesa y pídele ese regalo. “Todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo” (Romanos 10:13).

Hemos descubierto dos hechos importantes en cuanto a “la vida que es verdadera”: es revelada en Jesucristo y se experimenta cuando colocamos nuestra confianza en él como nuestro Salvador. ¡Pero Juan no se detiene aquí!

Esta Vida Se Comparte (1 Juan 1:3–4)

“Lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos” (1 Juan 1:3). Y una vez que tú hayas experimentado esta vida emocionante y verdadera, tú querrás compartir de ella a otras personas, tal como Juan quiso anunciarla a todos sus lectores del primer siglo.

Un pastor recibió una llamada telefónica de una mujer que estaba enojada. —¡He recibido una porción de literatura religiosa de su iglesia!,— gritó ella, —¡y me molesta que utilice el correo para trastornar a la gente!

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—¿Qué fue lo que le molestó tanto del envío de la iglesia?,— preguntó con calma el pastor.

—¡Usted no tiene derecho a tratar de cambiar mi religión!,— dijo la mujer encolerizada. —¡Usted tiene su religión y yo tengo la mía, y yo no estoy tratando de cambiar la suya! (Ella en realidad lo estaba haciendo, pero el pastor no discutió con ella.)

—Nuestro propósito no es cambiar su religión ni la religión de nadie,— explicó el pastor. —Lo que sucede es que nosotros hemos experimentado una maravillosa vida nueva por medio de la fe en Cristo, y queremos hacer todo lo que podamos para compartirla con los demás.

Muchas personas (inclusive algunos creyentes) tienen la idea de que “testificar” es sinónimo de disputar en cuanto a creencias religiosas o de sentarse a comparar iglesias.

¡Eso no es lo que Juan tenía en mente! Él nos dice que testificar significa compartir con otros nuestras experiencias espirituales, tanto por medio de la vida que vivimos como por las palabras que decimos.

Juan escribió esta carta para compartir a Cristo con nosotros. A medida que la leas, descubrirás que Juan tenía en mente cinco propósitos para compartir:

Para que tengamos comunión (1:3). Esta palabra “comunión” es importante dentro del vocabulario de un creyente. Simplemente significa tener en común. En su condición de pecadores, los hombres no tienen nada en común con un Dios santo. Pero Dios, en su gracia, envió a Cristo para tener algo en común con los hombres. Cristo tomó un cuerpo humano y se convirtió en hombre. Luego fue a la cruz y llevó sobre ese cuerpo los pecados del mundo (1 Pedro 2:24). Puesto que él pagó el precio de nuestros pecados, el camino está abierto para que Dios nos perdone y nos introduzca en su familia. Al confiar en Cristo nos convertimos en “participantes de la naturaleza divina” (2 Pedro 1:4). El término que se traduce “participantes” en la epístola de Pedro proviene de la misma raíz griega que la palabra traducida “comunión” en 1 Juan 1:3.

¡Qué milagro tan asombroso! ¡Jesucristo tomó sobre sí la naturaleza del hombre para que nosotros, por medio de la fe, pudiésemos recibir la naturaleza misma de Dios!

Un famoso escritor británico partía de Liverpool en barco. Observó que los otros pasajeros saludaban a los amigos que estaban en el muelle, agitando los brazos. Bajó inmediatamente al muelle y llamó a un muchachito. “Si te pago, ¿me saludarías agitando los brazos?”, le preguntó al joven y, desde luego, éste aceptó. El escritor volvió a subir rápidamente a bordo y se inclinó sobre la baranda, contento de tener a alguien a quien saludar. ¡Tal como se esperaba, allí estaba el muchacho devolviéndole el saludo, agitando los brazos!

¿Una historia sin sentido? Quizá, pero nos recuerda que el hombre odia la soledad. Todos nosotros queremos ser queridos. La vida que es verdadera ayuda a resolver el problema básico de la soledad, ya que los creyentes tienen comunión genuina con Dios y los unos con los otros. Jesús prometió: “He aquí yo estoy con vosotros todos los días” (Mateo 28:20). En su carta, Juan explica el secreto de la comunión con Dios y con los otros creyentes. Este es el primer propósito que menciona Juan por el cual escribió su carta—compartir su experiencia de la vida eterna.

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Para que tengamos gozo (1:4). La comunión es la respuesta de Cristo a la soledad de la vida. El gozo es su respuesta a la vacuidad y superficialidad de la vida.

En su epístola, Juan utiliza una sola vez la palabra “gozo”, pero la idea del gozo se extiende a lo largo de toda la carta. El gozo no es algo que manufacturamos para nosotros mismos, sino que es un maravilloso subproducto que viene como resultado de nuestra comunión con Dios. David conocía el gozo que menciona Juan. Él dijo: “En tu presencia hay plenitud de gozo” (Salmo 16:11).

Básicamente, el pecado es la causa de la falta de felicidad que abruma a nuestro mundo actual. El pecado promete gozo, pero siempre produce tristeza. Los deleites del pecado duran sólo un tiempo—son temporales (Hebreos 11:25). Los deleites de Dios duran eternamente—son para siempre (Salmo 16:11).

La vida que es verdadera produce un gozo que es verdadero—no solamente un débil sustituto. Jesús dijo, la noche antes de ser crucificado: “Nadie os quitará vuestro gozo” (Juan 16:22). “Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido” (Juan 15:11).

Carlos Marx escribió: “El primer requisito para la felicidad de la gente es abolir la religión”. Pero el apóstol Juan escribe, de hecho, que “la fe en Jesucristo te da un gozo que el mundo jamás puede reproducir. Yo mismo he experimentado este gozo y quiero compartirlo con ustedes”.

Para que no pequemos (2:1). Juan encara directamente el problema del pecado (1 Juan 3:4–9, por ejemplo) y anuncia cuál es la única respuesta a este enigma—la Persona y obra de Jesucristo. Cristo no sólo murió por nosotros para llevar la pena de nuestros pecados, sino que resucitó de los muertos para interceder por nosotros ante el trono de Dios: “Si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” (1 Juan 2:1).

Cristo es nuestro Representante. Él nos defiende ante el trono del Padre. Satanás puede levantarse allí como el acusador de los hermanos (Zacarías 3; Apocalipsis 12:10), pero Cristo se levanta allí como nuestro Abogado—¡El apela a nuestro favor! En respuesta a sus oraciones, la respuesta de Dios ante nuestra pecaminosidad es el perdón continuo.

—Me gustaría convertirme en creyente,— una mujer interesada le dijo a un pastor que estaba de visita, —pero tengo miedo de no poder mantenerme firme. ¡Estoy segura de que volveré a pecar!

Yendo a 1 Juan 1, el pastor dijo: —No hay duda de que sí volverá a pecar, pero Dios dice: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros” (v.8). Pero si usted realmente peca, Dios le perdonará si confiesa su pecado ante él. Pero no es necesario que un creyente peque. En la medida que andemos en comunión con él y en obediencia a su Palabra, él nos da la capacidad para resistir y tener victoria sobre la tentación.

Luego el pastor recordó que la mujer había sido operada hacía unos meses. Cuando la operaron,— preguntó él, —¿existía la posibilidad de complicaciones

o problemas posteriores? —Ah, sí,— respondió ella. —Pero cuando tenía algún problema, iba a ver al

doctor y él se ocupaba de ello.

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¡Fue entonces cuando captó la verdad! —¡Ahora lo entiendo!,— exclamó ella. —¡Cristo está siempre disponible para prevenir que peque o para perdonar mi pecado!

La vida que es verdadera es una vida de victoria. En su carta, Juan nos dice cómo recurrir a nuestros recursos divinos para experimentar la victoria sobre la tentación y el pecado.

Para que no seamos engañados (2:26). Como nunca antes, en la actualidad los creyentes necesitan la habilidad para distinguir entre lo correcto y lo incorrecto, entre la verdad y el error. En nuestra generación impera la noción de que no hay “absolutos”—que ninguna cosa es siempre incorrecta y que nada es siempre correcto. Por lo tanto, las doctrinas falsas predominan más que en ninguna otra época de la historia—y la mayoría de los hombres y mujeres parecen estar más dispuestos a aceptar casi cualquier enseñanza, menos las verdades de la Biblia.

En la epístola de Juan aparece una palabra que no utiliza ningún otro escritor del Nuevo Testamento—“anticristo” (1 Juan 2:18, 22; 4:3; 2 Juan 7). Ese prefijo “anti” tiene dos significados: contra y en lugar de. En este mundo hay enseñadores de mentiras que se oponen a Cristo, y el método que utilizan para “seducir” a la gente es la mentira. Ofrecen un Cristo sustituto, una salvación sustituta y una Biblia sustituta. Quieren darte algo en lugar de la verdadera Palabra de Dios y la verdadera vida eterna.

Cristo es la Verdad (Juan 14:6), pero Satanás es el mentiroso (Juan 8:44). El diablo descarría a la gente—no necesariamente con graves pecados sensuales, sino con verdades a medias y con mentiras abiertas. El comenzó su carrera de seducir a los hombres en el huerto de Edén. Le preguntó a Eva: “¿Conque Dios os ha dicho?” Aun en aquel entonces, no se le apareció a Eva en su verdadera naturaleza, sino que se disfrazó como una criatura hermosa (ve 2 Corintios 11:13–15).

¡En la actualidad, Satanás a menudo dispersa sus mentiras aun a través de grupos religiosos! No todo hombre que se para en un púlpito predica la verdad de la Palabra de Dios. Los falsos predicadores y los maestros de religiones falsas siempre han formado parte de las herramientas favoritas y más eficaces del diablo.

En el día de hoy, ¿cómo pueden los creyentes detectar las mentiras de Satanás? ¿Cómo pueden identificar a los falsos maestros? ¿Cómo pueden crecer en el conocimiento de la verdad, de manera que no sean víctimas de doctrinas falsas?

Juan responde a estas preguntas. La vida que es verdadera se caracteriza por el discernimiento.

El Espíritu Santo, al cual Juan hace referencia como “la unción que vosotros recibisteis de él” (1 Juan 2:27) es la respuesta de Cristo para nuestra necesidad de discernimiento. El Espíritu es nuestro Maestro. Es quien nos capacita para detectar la verdad y el error y para permanecer en Cristo. Es nuestra protección contra la ignorancia, el engaño y la mentira.

En los capítulos 5 y 6 de este libro volveremos a prestar atención al tema del discernimiento de las doctrinas falsas y de los maestros falsos.

Para que sepamos que somos salvos (5:13). Ya hemos tocado esta verdad, pero es tan importante que merece ser repetida. La vida que es verdadera no se

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construye sobre esperanzas falsas—o deseos—basadas en suposiciones humanas. Se fundamenta en la seguridad. De hecho, al leer la carta de Juan encuentras más de 30 veces las palabras conocer y saber o sus derivados. Si a un creyente se le pregunta si va a ir al cielo o no, no hay necesidad de que diga, “Espero que sí” o “Creo que sí”. No debe tener absolutamente ninguna duda.

La vida que es verdadera se caracteriza por ser libre y emocionante porque está basada en el conocimiento de hechos verdaderos. “Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (ve Juan 8:32), prometió Jesús. “No… siguiendo fábulas artificiosas” (2 Pedro 1:16), fue el testimonio de los discípulos de Jesús. Estos hombres, los cuales casi en su totalidad murieron por causa de su fe, no entregaron sus vidas por causa de una inteligente mentira inventada por ellos, tal como afirman neciamente algunos críticos del cristianismo. ¡Ellos sabían lo que habían visto!

Hace años, un personaje de entretenimientos itinerante se anunciaba como “la mosca humana”. Sin la ayuda de sogas ni la protección de redes trepaba por los costados de edificios y monumentos. Generalmente todo el vecindario salía para verlo.

Durante una presentación, “la mosca humana” llegó hasta un punto de la pared del edificio donde hizo una pausa como si no supiese qué hacer a continuación. Luego extendió el brazo derecho para aferrarse a un trozo de revoque y así elevarse. Pero, en lugar de moverse hacia arriba, cayó hacia atrás dando un grito y muriendo al golpear contra el pavimento.

Cuando la policía le abrió la mano derecha, lo que contenía no era un trozo de revoque. ¡Tenía un puñado de sucias telas de araña! La “mosca” había tratado de trepar apoyándose de telarañas, pero por supuesto, esto fue imposible.

En el pasaje que ya hemos citado, Jesús advirtió en contra de tal seguridad falsa. Muchos de los que profesan ser creyentes serán rechazados en el día del juicio de Dios.

En su carta, Juan está diciendo: “Quiero que estén seguros de que tienen vida eterna”.

A medida que leas esta carta fascinante, descubrirás que Juan a menudo repite las cosas. Una y otra vez entrelaza tres temas en estos capítulos: obediencia, amor y comunión. En los capítulos 1 y 2 de 1 Juan, el apóstol enfatiza la comunión, y nos dice que las condiciones para la misma son: obediencia (1 Juan 1:5–2:6), amor (1 Juan 2:7–17) y verdad (1 Juan 2:18–29).

En la última mitad de la carta, Juan trata primordialmente acerca de la filiación—el hecho de ser “nacidos de Dios”. ¿Cómo puede alguien saber realmente que es hijo de Dios? Bueno, dice Juan, la condición de hijo se revela por la obediencia (1 Juan 3), el amor (1 Juan 4) y la verdad (1 Juan 5).

Obediencia—amor—verdad. ¿Por qué utiliza Juan estas tres pruebas particulares de la comunión y la filiación? Por una razón muy práctica.

Cuando Dios nos hizo, nos hizo a su imagen (Génesis 1:26–27). Esto significa que tenemos una personalidad según el modelo de Dios. Tenemos una mente con la cual pensar, un corazón con el cual sentir y una voluntad con la cual tomar decisiones. A veces nos referimos a estos aspectos de nuestra personalidad como intelecto, emociones y voluntad.

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La vida que es verdadera debe abarcar todos los elementos de la personalidad.

En la actualidad, la mayoría de las personas están insatisfechas porque la totalidad de su personalidad nunca ha estado controlada por algo verdadero y significativo. Cuando una persona nace de Dios por la fe en Cristo, el Espíritu de Dios entra en su vida para vivir allí para siempre. El Espíritu Santo puede controlar su mente, corazón y voluntad en la medida que la persona tenga comunión con Dios a través de la lectura y estudio de la Biblia, y la oración. ¿Y qué sucede entonces?

Una mente controlada por el Espíritu sabe y entiende la verdad. Un corazón controlado por el Espíritu siente amor. Una voluntad controlada por el Espíritu nos induce a la obediencia. Juan quiere que esta realidad quede marcada en nosotros, y esa es la razón

por la cual utiliza una serie de contrastes en su carta: verdad versus mentiras, amor versus odio y obediencia versus desobediencia.

En la vida que es verdadera no hay término medio. Debemos estar de un lado o del otro.

Esta, pues, es la vida verdadera. Se reveló en Cristo, la experimentaron aquellos que confiaron en Cristo y hoy en día puede ser compartida.

Esta vida comienza con la filiación y continúa con la comunión. En primer lugar nacemos de Dios; luego andamos (vivimos) con Dios.

Esto significa que hay dos clases de personas que no pueden entrar en el gozo y la victoria acerca de lo cual estamos pensando: los que nunca han nacido de Dios y los que, aunque son salvos, están fuera de la comunión con Dios.

Sería sabio que hiciéramos un inventario espiritual (ve 2 Corintios 13:5) y veamos si estamos habilitados para disfrutar de la experiencia espiritual acerca de la cual trata la carta de Juan o no lo estamos.

Ya hemos enfatizado la importancia de haber nacido de Dios, pero si tienes alguna duda o pregunta, sería beneficioso que repasaras el Punto 2.

Si un creyente verdadero está fuera de la comunión con Dios, generalmente es por una de tres razones:

1. Ha desobedecido la voluntad de Dios. 2. No se lleva bien con los otros creyentes. 3. Cree en una mentira y, en consecuencia, está viviendo una mentira. Aun un creyente puede estar equivocado en cuanto a entender la verdad de

Dios. Esta es la razón por la cual Juan nos advierte: “Hijitos, nadie os engañe” (1 Juan 3:7).

Estas tres razones van paralelamente ligadas a los tres temas importantes de Juan: obediencia, amor y verdad. Una vez que un creyente descubre la razón por la cual está fuera de la comunión con Dios, debe confesarle ese pecado (o esos pecados) al Señor y reclamar el perdón completo (1 Juan 1:9–2:2). Un creyente nunca puede tener una comunión gozosa con el Señor si el pecado se eleva en medio de ellos.

La invitación de Dios para nosotros en el día de hoy es: “¡Vengan y disfruten la comunión conmigo y los unos con los otros! ¡Vengan y compartan la vida que es genuina!”

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2

Andar y Hablar

1 Juan 1:5–2:6

Toda forma de vida tiene sus enemigos. Los insectos deben cuidarse de los pájaros hambrientos, y los pájaros deben estar atentos ante los gatos o perros con hambre. Aun los seres humanos tienen que esquivar los automóviles y luchar contra los gérmenes.

La vida que es verdadera también tiene un enemigo, y es en esta sección donde leemos acerca del mismo. Este enemigo es el pecado. En estos versículos, Juan menciona ocho veces el pecado, así que es evidente que el tema no carece de importancia. Juan ilustra su tema utilizando el contraste entre la luz y las tinieblas: Dios es luz, el pecado es tinieblas.

Pero aquí también hay otro contraste: el contraste entre decir y hacer. Juan escribe cuatro veces: “Si decimos” o “el que dice” (1 Juan 1:6, 8, 10; 2:4). Es claro el hecho de que nuestra vida cristiana debe ser más que un mero “hablar”; también debemos “andar” o vivir lo que creemos. Si tenemos comunión con Dios (si estamos “andando en la luz”), entonces nuestra vida respaldará lo que decimos con los labios. Pero si estamos viviendo en pecado (“andando en tinieblas”), entonces nuestra vida estará en contradicción con lo que dicen nuestros labios, convirtiéndonos así en hipócritas.

El Nuevo Testamento denomina a la vida cristiana como un “andar” [caminar]. Este andar comienza con un paso de fe al confiar en Cristo como Salvador. Pero la salvación no es el final de la vida espiritual, sino sólo el principio. El andar implica progreso, y se supone que los creyentes tienen que avanzar en la vida espiritual. De la manera que un niño debe aprender a caminar y debe vencer muchas dificultades al hacerlo, así un creyente debe aprender a andar en la luz. Y la dificultad fundamental que se incluye aquí es esta cuestión del pecado.

Desde luego, el pecado no es simplemente la desobediencia exterior, sino que es también la rebelión o deseos internos. Por ejemplo, se nos advierte en cuanto a los deseos de la carne, y los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida (1 Juan 2:16), siendo todas estas cosas pecaminosas. El pecado allí es transgresión de la ley (1 Juan 3:4) o, literalmente, ilegalidad, desobediencia. El pecado es la negativa a someterse a la ley de Dios. La desobediencia o independencia de la ley es la esencia misma del pecado. Si un creyente decide vivir una vida independiente, ¿qué posibilidad hay de que viva en comunión con Dios? “¿Andarán dos juntos, si no estuvieren de acuerdo?” (Amós 3:3)

La Biblia, ni en el Antiguo Testamento ni en el Nuevo, encubre los pecados de los santos. Por escapar del hecho de padecer hambre, Abraham se debilita en la fe y desciende a Egipto, mintiéndole a Faraón (Génesis 12). Más tarde, el patriarca intenta ayudar a Dios casándose con Agar y engendrando un hijo (Génesis 16). En ambos casos, Dios le perdonó a Abraham su pecado, pero Abraham tuvo que cosechar lo que había sembrado. Dios puede borrar el registro,

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y lo hará, pero él no cambia los resultados. Nadie puede reconstruir un huevo una vez que ya ha sido batido.

Pedro negó tres veces al Señor y trató de matar a un hombre en el huerto cuando Jesús fue arrestado. Satanás es mentiroso y asesino (Juan 8:44), ¡y Pedro estaba totalmente entregado en manos de él! Desde luego, Cristo perdonó a Pedro (ve Juan 21), pero lo que Pedro había hecho afectó en gran manera su testimonio y obstaculizó la obra de Dios.

Hay algunas personas, en especial los creyentes nuevos, que se molestan cuando los creyentes pecan. Ellos se olvidan de que el hecho de recibir la nueva naturaleza no elimina la vieja naturaleza con la cual han nacido. La vieja naturaleza (que tiene su origen en el nacimiento físico) lucha contra la nueva naturaleza que recibimos cuando nacemos de nuevo (Gálatas 5:16–26). No hay ninguna clase de autodisciplina ni ninguna serie de reglamentos establecidos por el hombre que puedan controlar esta vieja naturaleza. Sólo el Espíritu de Dios puede capacitarnos para hacer morir la vieja naturaleza (Romanos 8:12–13) y producir en nosotros el fruto del Espíritu (Gálatas 5:22–23) por medio de la nueva naturaleza.

La mención que la Biblia hace de los pecados de los santos no es para desanimarnos, sino para advertirnos.

—¿Por qué nos sigue predicando sobre el pecado a los que ya somos creyentes?,— le dijo al pastor una mujer que era miembro de su iglesia. —¡Después de todo, el pecado en la vida de un creyente es distinto al pecado en la vida de una persona que no es salva!

—Sí,— respondió el pastor, —es diferente. ¡Es mucho peor! Por lo tanto, todos nosotros debemos ocuparnos de nuestros pecados si es

que vamos a disfrutar de la vida que es verdadera. En esta sección, Juan explica tres maneras de hacerlo:

Podemos Tratar de Ocultar Nuestros Pecados (1 Juan 1:5–6, 8, 10; 2:4)

“Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él” (1 Juan 1:5). Cuando fuimos salvos, Dios nos llamó, sacándonos de las tinieblas para que entráramos en su luz (1 Pedro 2:9). Somos hijos de luz (1 Tesalonicenses 5:5). Los que hacen las cosas mal odian la luz (Juan 3:19–21). Cuando la luz brilla sobre nosotros, entonces revela nuestra verdadera naturaleza (Efesios 5:8–13).

La luz produce vida, crecimiento y belleza, pero el pecado es oscuridad, y la oscuridad y la luz no pueden existir en el mismo lugar. Si estamos andando en la luz, entonces se tienen que ir las tinieblas. Si nos mantenemos aferrados al pecado, entonces la luz se va. En lo que respecta al pecado no hay término medio, no existe un área “gris” indefinida.

¿Cómo tratan los creyentes de ocultar sus pecados? ¡Diciendo mentiras! En primer lugar, les decimos mentiras a los demás (1 Juan 1:6). Queremos que nuestros amigos creyentes piensen que somos “espirituales”, así que mentimos en cuanto a nuestra vida y tratamos de impresionarlos de manera favorable. Queremos que piensen que estamos andando en la luz, aunque en realidad estamos andando en tinieblas.

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Una vez que uno comienza a mentirles a los demás, tarde o temprano comienza a mentirse a sí mismo, y nuestro pasaje trata acerca de esto (1 Juan 1:8). Ahora el problema no está en engañar a los demás, sino en engañarnos a nosotros mismos. Es posible que un creyente viva en pecado y que, aún así, se convenza a sí mismo que todo está bien en su relación con el Señor.

Quizá el ejemplo clásico de esto sea el rey David (2 Samuel 11–12). En primer lugar, David deseó tener a Betsabé. Luego cometió literalmente adulterio. En vez de admitir abiertamente lo que había hecho, trató de ocultar su pecado. Intentó engañar al esposo de Betsabé, lo hizo emborrachar e hizo que lo mataran. Se mintió a sí mismo y trató de seguir cumpliendo con sus deberes reales de la manera acostumbrada. Cuando el profeta Natán, el capellán de la corte, lo enfrentó con una situación hipotética similar, David condenó al otro hombre, aunque él mismo no se sentía condenado en absoluto. Una vez que comenzamos a mentirles a los demás, tal vez no pase mucho tiempo antes de que realmente creamos nuestra mentira.

Pero la caída espiritual se hace aún peor: el paso siguiente es tratar de mentirle a Dios (1 Juan 1:10). ¡Nosotros mismos nos hemos hecho mentirosos y ahora tratamos de hacer mentiroso a Dios! Contradecimos su Palabra, la cual dice que “todos pecaron”, y sostenemos que nosotros somos excepciones a la regla. Aplicamos la Palabra de Dios a los demás, pero no a nosotros mismos. Nos sentamos en las reuniones en la iglesia o escuchamos estudios bíblicos, pero las enseñanzas bíblicas no nos tocan. Los creyentes que han alcanzado ese nivel bajo generalmente critican muchísimo a los otros creyentes, pero se resisten duramente a aplicar la Palabra a sus propias vidas.

¡El cuadro inspirado por el Espíritu Santo que se da del corazón humano es ciertamente devastador! Un creyente miente en cuanto a su comunión (1 Juan 1:6), en cuanto a su naturaleza—“¡Yo nunca podría hacer una cosa como esa!” (1 Juan 1:8) y en cuanto a sus acciones (1 Juan 1:10).

El pecado tiene una forma mortal de extenderse, ¿no es así? En este momento debemos considerar un factor sumamente importante en

nuestra experiencia de la vida que es verdadera. Ese factor es la honradez. Debemos ser honrados con nosotros mismos, honrados con los demás y honrados con Dios. Nuestro pasaje describe a un creyente que está viviendo una vida no honrada: es un falso. Está representando un papel, pero no está viviendo una vida genuina. No es sincero.

¿Qué pérdidas experimenta esta clase de persona? Por un lado, pierde la Palabra. ¡Deja de practicar la verdad (1 Juan 1:6), luego

la verdad no está más en él (1 Juan 1:8) y más tarde convierte la verdad en mentiras (1 Juan 1:10)! “Tu palabra es verdad” (Juan 17:17), dijo Jesús. Pero una persona que vive una mentira, pierde la Palabra. El primer síntoma de andar en tinieblas es la pérdida de la bendición que proviene de la Biblia. Uno no puede leer la Palabra obteniendo de ella beneficios mientras está andando en la oscuridad.

Pero una persona no honrada pierde algo más: pierde su comunión con Dios y con el pueblo de Dios (1 Juan 1:6, 7). Como resultado de ello, la oración se convierte en un formalismo vacío. La adoración es una rutina aburrida. Comienza a criticar a los otros creyentes y deja de asistir a la iglesia: “¿Y qué comunión [tiene] la luz con las tinieblas?” (2 Corintios 6:14).

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Por ejemplo, un esposo que se ha alejado de Dios y está andando en oscuridad espiritual, fuera de la comunión con Dios, jamás puede disfrutar de comunión plena con su esposa, la cual está andando en la luz. La pareja puede tener compañerismo de manera superficial, pero es imposible que tenga verdadera comunión espiritual. Esta imposibilidad de compartir experiencias espirituales provoca muchos problemas personales en el hogar y entre los miembros de las iglesias locales.

Un grupo de miembros de una iglesia estaba hablando acerca del nuevo pastor.

—Por alguna razón,— dijo un hombre, —no me siento realmente cómodo con él. Creo que es un buen hombre, sin nada malo, pero parece como si algo se interpusiese entre nosotros.

Otro miembro respondió: —Sí, creo que sé a lo que te refieres. Yo tenía el mismo problema con él, pero ahora ya no lo tengo más. El pastor y yo tenemos una gran comunión.

—¿Qué hizo él para mejorar las cosas? —El no hizo nada,— dijo el amigo. —Yo fui quien cambió. —¿Tú fuiste el que cambió? —Sí, decidí ser abierto y recto en cuanto a las cosas, tal como es nuestro

pastor. Ves, no hay ni la más mínima muestra de hipocresía en su vida y había tanta falsedad en mi vida que no encajábamos el uno con el otro. Desde que comencé a vivir una vida cristiana recta, todo está mejor.

¡Uno de los problemas del mentiroso es que la tarea de mantener un registro de todas nuestras mentiras y falsedades ocupa todo el tiempo! ¡Abraham Lincoln solía decir que, si un hombre va a ser mentiroso, más vale que tenga buena memoria! Cuando una persona gasta toda su energía fingiendo, no le queda nada para estar viviendo, y la vida se torna en algo superficial y sin sentido. Una persona que finge, no sólo se evade de la realidad, sino que deja de crecer: su verdadero yo es sofocado bajo el yo falso.

La tercera pérdida es, en realidad, el resultado de las dos primeras: el creyente pierde su carácter (1 Juan 2:4). ¡El proceso comienza con el hecho de decir mentiras y termina convirtiéndolo en mentiroso! Su falta de sinceridad y de veracidad es, al principio, un papel que está representando. Luego, ya no es más un papel, sino que se convierte en la esencia misma de su vida. Se ha corrompido su carácter. Ya no es más un mentiroso porque dice mentiras. Ahora dice mentiras porque es un mentiroso declarado.

¿Es de sorprenderse que Dios diga: “El que encubre sus pecados no prosperará” (Proverbios 28:13)? David trató de encubrir su pecado y eso le costó su salud (Salmo 32:3, 4), su gozo (Salmo 51), su familia y casi su reino. Si queremos disfrutar de la vida que es verdadera, entonces nunca debemos ocultar nuestros pecados.

¿Qué debemos hacer?

Podemos Confesar Nuestros Pecados (1 Juan 1:7, 9)

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Juan le da a Jesucristo dos títulos interesantes: Abogado y Propiciación (1 Juan 2:1–2). Es importante que entendamos estos dos títulos porque ellos representan dos ministerios que sólo el Señor lleva a cabo.

Comencemos con la Propiciación. Si buscas esta palabra en el diccionario, tal vez obtengas la idea equivocada de su significado. El diccionario nos dice que “propiciar” quiere decir apaciguar a alguien que está enojado. Si esto se aplica a Cristo, entonces se obtiene el horrible cuadro de un Dios enojado, a punto de destruir el mundo, y de un Salvador amoroso que se entrega a sí mismo para apaciguar al airado Dios, ¡y este no es el cuadro bíblico de la salvación! Indudablemente Dios está enojado frente al pecado. Después de todo, él es infinitamente santo. Pero la Biblia nos asegura que “de tal manera amó [no odió] Dios al mundo” (Juan 3:16).

No, la palabra “propiciación” no quiere decir que se apacigua a un Dios enojado. Más bien, se refiere al cumplimiento de la santa ley de Dios. “Dios es luz” (1 Juan 1:5) y, por lo tanto, no puede cerrar los ojos ante el pecado. Pero también “Dios es amor” (1 Juan 4:8) y quiere salvar a los pecadores.

¿Cómo, pues, puede un Dios santo mantener su propia justicia y, al mismo tiempo, perdonar a los pecadores? La respuesta está en el sacrificio de Cristo. Dios, en su santidad, juzgó el pecado en la cruz. Dios, en su amor, le ofrece al mundo a Jesucristo como Salvador. Dios es justo al castigar el pecado, pero él es también amor al ofrecer el perdón gratuito a través de lo que Jesús hizo en el Calvario. (Lee 1 Juan 4:10 y también considera Romanos 3:23–26.)

Cristo es el Sacrificio por los pecados de todo el mundo, pero él es Abogado solamente para los creyentes. “…Abogado tenemos [los creyentes] para con el Padre”. La palabra que utiliza Juan es la misma que utilizó Jesús cuando hablaba de la venida del Espíritu Santo (Juan 14:16, 26; 15:26). Literalmente significa uno que es llamado para estar al lado. Cuando un hombre era citado a la corte, llevaba con él a un abogado para que se colocara a su lado y apelara el caso.

Jesús consumó su obra en la tierra (Juan 17:4), la obra de dar su vida como sacrificio por el pecado. Actualmente tiene una obra inconclusa en el cielo. El nos representa ante el trono de Dios. En su función de Sumo Sacerdote se compadece de nuestras debilidades y tentaciones y nos da gracia (Hebreos 4:15–16; 7:23–28). Como nuestro Abogado, nos ayuda cuando pecamos. Cuando le confesamos a Dios nuestro pecado, Dios nos perdona por causa de la defensa de Cristo.

El Antiguo Testamento contiene un cuadro hermoso de esto. Josué (Zacarías 3:1–7) era el sumo sacerdote judío después de que los judíos regresaron a la tierra tras el cautiverio babilónico. (No confundas este Josué con el Josué que conquistó la tierra prometida.) La nación había pecado, y para simbolizar esta situación, Josué se presentó delante de Dios con vestiduras viles y Satanás estaba a su diestra para acusarle (ve Apocalipsis 12:10). Dios el Padre era el Juez; Josué, representando al pueblo, era el acusado y Satanás era el fiscal. (La Biblia lo llama el acusador de los hermanos.) Daba la impresión de que para Satanás era un caso cerrado. Pero Josué tenía un Abogado que estaba a la diestra de Dios, y esto cambió la situación. Cristo le dio a Josué vestiduras para cambiarse y acalló las acusaciones de Satanás.

Esto es lo que se tiene en vista cuando Jesucristo es denominado nuestro “Abogado”. El representa a los creyentes delante del trono de Dios, y los méritos

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de su sacrificio hacen posible el perdón de los pecados del creyente. Por el hecho de que Cristo murió por los pecados de su pueblo, así satisfizo la justicia de Dios. (“La paga del pecado es muerte”.) Puesto que él vive por nosotros a la diestra de Dios, puede aplicar día tras día su sacrificio a nuestras necesidades.

Lo único que él pide es que, cuando hayamos falla do, confesemos nuestros pecados.

¿Qué significa confesar? Bueno, confesar pecados quiere decir mucho más que el simple hecho de admitirlos. La palabra confesar realmente significa decir lo mismo [acerca de]. Confesar pecado, entonces, significa decir lo mismo que Dios dice acerca de ello.

Un consejero estaba tratando de ayudar a un hombre que había pasado al frente durante una reunión evangelística. —Soy creyente,— dijo el hombre, —pero hay pecado en mi vida y necesito ayuda.— El consejero le mostró 1 Juan 1:9 y sugirió que el hombre le confesara sus pecados a Dios.

—Oh, Padre,— comenzó diciendo el hombre, —si hemos hecho algo malo —¡Aguarde un momento!,— interrumpió el consejero. —¡No me arrastre a mí

en su pecado! Hermano mío, no es ni “si” ni “nosotros”. ¡Es mejor que usted arregle sus cosas de frente con Dios!

El consejero tenía razón. La confesión no es la expresión de una oración amorosa ni la presentación de

excusas piadosas ni el intento de impresionar a Dios y a los demás creyentes. La confesión verdadera es nombrar el pecado, llamarlo de la manera que Dios lo llama: envidia, odio, concupiscencia, engaño o lo que sea. Confesión simplemente significa ser sincero con nosotros mismos y con Dios, y si hay otras personas involucradas, ser sincero también con ellos. Es más que admitir el pecado. Significa juzgar el pecado y enfrentarlo directamente.

Cuando confesamos nuestros pecados, Dios promete perdonarnos (1 Juan 1:9). ¡Pero esta promesa no es una “pata de conejo mágica” que nos facilita el hecho de desobedecer a Dios!

—Salí y pequé,— le dijo un estudiante al capellán de la universidad, —porque sabía que podía regresar y pedirle a Dios que me perdonara.

—¿En base a qué te puede perdonar Dios?,— le preguntó el capellán, señalando 1 Juan 1:9.

—Dios es fiel y justo,— le respondió el muchacho. —Esas dos palabras te tendrían que haber mantenido lejos del pecado,— dijo

el capellán. —¿Sabes lo que le costó a Dios perdonar tus pecados? El muchacho inclinó la cabeza. —Jesús tuvo que morir por mí. Entonces el capellán le habló directamente. —Correcto. El perdón no es

ninguna treta barata que Dios ejecuta. Dios es fiel a su promesa y Dios es justo porque Cristo murió por tus pecados y pagó la pena en tu lugar. Ahora, la próxima vez que pienses en pecar, ¡recuerda que vas a pecar contra un Dios amoroso y fiel!

Desde luego, la limpieza tiene dos facetas: la judicial y la personal. La sangre de Jesucristo, derramada en la cruz, nos libra de la culpa del pecado y nos da una posición correcta (justificación) delante de Dios. Dios puede perdonar porque la muerte de Jesús ha satisfecho su santa ley.

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Dios también tiene interés en limpiar interiormente al pecador. David oró: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio” (Salmo 51:10). Cuando la confesión es sincera, Dios hace una obra de limpieza (1 Juan 1:9) en nuestro corazón por medio del Espíritu y a través de su Palabra (Juan 15:3).

El gran error que el rey David cometió fue el de tratar de encubrir sus pecados, en vez de confesarlos. Quizá por un año entero vivió en el engaño y la derrota. Con razón escribió (Salmo 32:6) que un hombre debe orar en el tiempo de descubrir.

¿Cuándo debemos confesar nuestro pecado? ¡En el preciso instante en que lo descubrimos! “El que encubre sus pecados no prosperará; mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia” (Proverbios 28:13). Al andar en la luz, somos capaces de ver la suciedad en nuestra vida y ocuparnos inmediatamente de ella.

Esto conduce a una tercera manera de tratar con los pecados: podemos tratar de encubrirlos, podemos confesarlos o

Podemos Triunfar Sobre Nuestros Pecados (1 Juan 2:1–3, 5–6)

Juan deja claro que los creyentes no tienen que pecar. “Estas cosas os escribo para que no pequéis” (1 Juan 2:1).

El secreto de la victoria sobre el pecado se halla en la frase “andamos en luz” (1 Juan 1:7).

Andar en la luz significa ser abierto y recto, ser sincero. Pablo oró pidiendo que sus amigos pudieran ser “sinceros e irreprensibles” (Filipenses 1:10). La palabra sincero viene de dos palabras latinas, sine y cera, que significa sin cera. Parece ser que, en época de los romanos, algunos escultores cubrían sus errores con cera, la cual no era inmediatamente visible, sino hasta que la estatua había sido expuesta al sol durante un tiempo. Pero los escultores más confiables se aseguraban de que sus clientes supieran que las estatuas que ellos vendían eran sin cera.

Es lamentable que las iglesias y las clases bíblicas hayan sido invadidas por personas que no son sinceras, personas cuyas vidas no pueden soportar ser probadas por la luz de Dios. “Dios es luz” y, cuando andamos en luz, no hay nada que podamos esconder. ¡Qué alentador es encontrarse con un creyente que es abierto y sincero y que no está tratando de fingir!

Andar en la luz significa ser sinceros con Dios, con nosotros mismos y con los demás. Significa que, cuando la luz nos revela nuestro pecado, inmediatamente se lo confesamos a Dios y le pedimos que nos perdone. Y si nuestro pecado daña a otro, le pedimos perdón también a esa persona.

Pero andar en la luz significa algo más: significa obedecer la Palabra de Dios (1 Juan 2:3–4). “Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino” (Salmo 119:105). Andar en la luz significa pasar tiempo en la Palabra de Dios diariamente, descubriendo su voluntad, y obedeciendo luego lo que él nos ha dicho.

La obediencia a la Palabra de Dios es prueba de nuestro amor a él. Hay tres motivaciones para la obediencia. Podemos obedecer porque tenemos que hacerlo, porque necesitamos hacerlo o porque queremos hacerlo.

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Un esclavo obedece porque tiene que hacerlo. Si no obedece, entonces será castigado. Un empleado obedece porque necesita hacerlo. ¡Tal vez no disfrute de su trabajo, pero sí disfruta cuando recibe el sueldo! Necesita obedecer porque tiene una familia a la cual alimentar y vestir. Pero un creyente tiene que obedecer a su Padre celestial porque quiere hacerlo, porque el amor es la relación que los une. “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Juan 14:15).

Esta es la manera en que aprendimos a obedecer cuando éramos niños. Primero, obedecíamos porque teníamos que hacerlo. ¡Si no obedecíamos, nos daban una paliza! Pero, a medida que fuimos creciendo, descubrimos que la obediencia era sinónimo de alegría y recompensa, así que comenzamos a obedecer porque suplía ciertas necesidades de nuestra vida. Y fue una señal de verdadera madurez cuando comenzamos a obedecer por amor.

Los “bebés creyentes” deben ser constantemente advertidos y recompensados. Los creyentes maduros escuchan la Palabra de Dios y la obedecen simplemente porque le aman a él.

Andar en la luz involucra honradez, obediencia y amor. También incluye seguir el ejemplo de Cristo y andar como él anduvo (1 Juan 2:6). Desde luego, nadie se convierte en creyente por seguir el ejemplo de Cristo, pero después de entrar en la familia de Dios, tenemos que mirar a Jesucristo como el gran Ejemplo de la clase de vida que debemos vivir.

Esto es lo que quiere decir permanecer en Cristo. Cristo no es sólo la Propiciación (o sacrificio) por nuestros pecados (1 Juan 2:2) y el Abogado que nos representa delante de Dios (1 Juan 2:1), sino que él también es el modelo perfecto (él es “Jesucristo el justo”) para nuestra vida diaria.

La declaración clave aquí es “como él” (1 Juan 2:6). “Pues como él es, así somos nosotros en este mundo” (1 Juan 4:17). Tenemos que andar en la luz “como él está en luz” (1 Juan 1:7). Tenemos que purificarnos “así como él es puro” (1 Juan 3:3). “El que hace justicia es justo, como él es justo” (1 Juan 3:7). Andar en la luz significa vivir aquí en la tierra de la manera que Jesús vivió cuando él estuvo aquí y como él está ahora en el cielo.

Esto tiene aplicaciones sumamente prácticas en nuestra vida diaria. Por ejemplo, ¿qué debe hacer un creyente cuando otro creyente peca contra él? La respuesta es que los creyentes deben perdonarse unos a otros “como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo” (Efesios 4:32; ve Colosenses 3:13).

Andar en la luz—siguiendo el ejemplo de Cristo—afectará el hogar. Se supone que los esposos deben amar a sus esposas “como Cristo amó a la iglesia” (Efesios 5:25). Se espera que los esposos cuiden a sus esposas “como Cristo” cuida a la iglesia (Efesios 5:29). Y las esposas tienen que respetar y obedecer a sus esposos (Efesios 5:22–24).

Nuestra responsabilidad es hacer lo que Jesús haría en cada área de la vida. “Como él es, así somos nosotros en este mundo”. Debemos “andar [vivir] como él anduvo [vivió]”.

Jesús mismo les enseñó a sus discípulos qué significa permanecer en él. Lo explica en la ilustración de la vid y los pámpanos (Juan 15). Tal como el pámpano obtiene la vida permaneciendo en contacto con la vid, así el creyente recibe su fortaleza al mantenerse en comunión con Dios.

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Permanecer en Cristo significa depender completamente de él para todo lo que necesitamos, de manera que vivamos para él y le sirvamos. Es una relación viviente. En la medida en que él vive a través de nosotros, entonces somos capaces de seguir su ejemplo y andar como él anduvo. Pablo expresa perfectamente esta experiencia: “¡vive Cristo en mí!” (Gálatas 2:20).

Esta es una referencia a la obra del Espíritu Santo. Cristo es nuestro Abogado en el cielo (1 Juan 2:1) para representarnos delante de Dios cuando pecamos. El Espíritu Santo es el Abogado de Dios para nosotros aquí en la tierra. Cristo está intercediendo por nosotros (Romanos 8:34) y el Espíritu Santo también está intercediendo por nosotros (Romanos 8:26–27). Formamos parte de un fantástico “grupo de oración celestial”: Dios el Hijo ora por nosotros en el cielo y Dios el Espíritu ora por nosotros en nuestro corazón. Tenemos comunión con el Padre por medio del Hijo, y el Padre tiene comunión con nosotros por medio del Espíritu.

Cristo vive su vida a través de nosotros por el poder del Espíritu, el cual vive dentro de nuestro cuerpo. No es por medio de la imitación que permanecemos en Cristo y andamos como él anduvo. No, es por medio de la encarnación: por medio de su Espíritu, “Cristo vive en mí”. Andar en la luz es andar en el Espíritu y no satisfacer los deseos de la carne (ve Gálatas 5:16).

De este modo, Dios ha provisto para nosotros la manera de triunfar sobre el pecado. Nunca podemos perder o cambiar la naturaleza pecaminosa con la que nacimos (1 Juan 1:8), pero no hay necesidad de que obedezcamos sus deseos. A medida que andemos en la luz y veamos el pecado tal como es realmente, entonces lo odiaremos y nos alejaremos de él. Y si pecamos, lo confesamos inmediatamente a Dios y reclamamos su limpieza. Permanecemos en Cristo y “andamos como él anduvo” al depender del poder del Espíritu que mora en nosotros.

Pero todo esto comienza cuando somos abiertos y sinceros delante de Dios y de los hombres. En el instante en que comenzamos a representar un papel, a fingir, a impresionar a los demás, es allí donde salimos de la luz y nos introducimos en las sombras. Sir Walter Scott lo coloca de esa manera:

¡Oh, que enredada telaraña tejemos Cuando comenzamos a practicar el engaño!

La vida que es genuina no puede ser construida sobre cosas que son engañosas. Antes de poder andar en la luz, debemos conocernos a nosotros mismos, aceptarnos y entregarnos a Dios. ¡Es tonto tratar de engañar a los demás porque Dios ya sabe lo que somos realmente!

Todo esto ayuda a explicar la razón por la cual andar en la luz hace que la vida sea muchísimo más fácil y feliz. Cuando andas en la luz, vives para agradar solamente a una Persona: Dios. ¡Esto realmente simplifica las cosas! Jesús dijo: “Porque yo hago siempre lo que le agrada” (Juan 8:29). Se nos dice que debemos andar como conviene conduciros y agradar a Dios (1 Tesalonicenses 4:1). Si vivimos para agradarnos a nosotros mismos y a Dios, entonces estamos tratando de servir a dos señores, y esto nunca resulta bien. Si vivimos para agradar a los hombres, siempre estaremos metidos en problemas porque no hay dos personas que estén de acuerdo y nosotros nos encontraremos atrapados en el medio. Andar

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en la luz—vivir agradando a Dios—simplifica nuestras metas, unifica nuestra vida y nos da una sensación de paz y equilibrio.

Juan deja claro que la vida que es verdadera no tiene amor por el pecado. Un creyente verdadero, en vez de tratar de encubrir el pecado, lo confiesa y trata de triunfar sobre el mismo andando en la luz de la Palabra de Dios. No está contento con saber simplemente que va al cielo. El quiere disfrutar esa vida celestial aquí y ahora. “Como él es, así somos nosotros en este mundo”. Se ocupa diligentemente de hacer que su andar esté de acuerdo con su hablar. No trata de impresionarse a sí mismo, a Dios o a los otros creyentes con muchas palabras piadosas.

Como himno de cierre, una congregación estaba cantando la canción conocida: “Por Ti Estoy Orando”. El orador se dirigió a un hombre que estaba en la plataforma y le preguntó en voz baja: —¿Por quién está usted orando?

El hombre se sorprendió. —Bueno, creo que no estoy orando por nadie. ¿Por qué me lo pregunta?

—Bueno, acabo de escucharlo decir: “Por ti estoy orando”, y pensé que lo decía en serio, —le respondió el predicador.

—Ah, no, —dijo el hombre.— Sólo estoy cantando. ¡Palabras piadosas! ¡Una religión de palabras! Parafraseando Santiago 1:22:

“Deberíamos ser hacedores de la Palabra así como somos habladores de la Palabra”. Debemos andar lo que hablamos. No basta con conocer el lenguaje. También debemos vivir la vida. “Si decimos”, ¡entonces también debemos hacer!

3

Algo Antiguo, Algo Nuevo

1 Juan 2:7–11

“¡Eso es un amor!” “¡Ah, si hay algo que realmente amo son esa clase de frijoles tostados,

preparados como en épocas pasadas!” “Pero, mamá, ¿no te das cuenta de que Tomás y yo nos amamos?” Las palabras, al igual que las monedas, pueden estar en circulación por tanto

tiempo que comienzan a desgastarse. Desafortunadamente, la palabra amor está perdiendo su valor y se la utiliza para cubrir una multitud de pecados.

¡Es realmente difícil entender cómo puede un hombre utilizar la misma palabra para expresar su amor hacia la esposa y también para decir lo que siente en cuanto a los frijoles tostados! Las palabras realmente significan poco o absolutamente nada cuando se las usa de manera tan descuidada. Al igual que el dólar, éstas han sido devaluadas.

A medida que Juan describe la vida que es verdadera, utiliza tres palabras en forma repetitiva: vida, amor y luz. De hecho, dedica tres secciones de su carta al

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tema del amor cristiano. Explica que el amor, la vida y la luz están íntimamente ligados. Lee estas tres secciones (1 Juan 2:7–11, 3:10–24; 4:7–21) sin los versículos intermedios y verás que el amor, la vida y la luz no deben ser separados.

En nuestro estudio presente (1 Juan 2:7–14) sabremos de qué manera el amor cristiano se ve afectado por la luz y las tinieblas. Un creyente que está andando en la luz (lo cual significa simplemente que está obedeciendo a Dios) va a amar a su hermano creyente.

En 1 Juan 3:10–24 se nos dice que el amor cristiano es una cuestión de vida o muerte: vivir con odio es vivir en muerte espiritual. En 1 Juan 4:7–21 vemos que el amor cristiano es una cuestión de verdad y error (ve 1 Juan 4:6): debido a que conocemos el amor de Dios hacia nosotros, entonces mostramos amor hacia los demás.

En estas tres secciones, pues, encontramos tres buenas razones por las cuales los creyentes se deben amar los unos a los otros:

1. Dios nos ha mandado que amemos (1 Juan 2:7–11). 2. Hemos nacido de Dios y el amor de Dios vive en nosotros (1 Juan 3:10–24). 3. Dios nos reveló primero su amor hacia nosotros (1 Juan 4:7–21).

“Nosotros… amamos… porque él nos amó primero”. Juan no sólo escribe acerca del amor, sino que también lo practica. Uno de sus

nombres favoritos para dirigirse a sus lectores es “amados”. El sentía amor hacia ellos. Juan es conocido como el “apóstol del amor” porque tanto en su evangelio como en sus cartas le da una tremenda preponderancia a este tema. Sin embargo, Juan no fue siempre el “apóstol del amor”. En una ocasión, Jesús les puso a Juan y a su hermano Jacobo, los cuales tenían temperamentos fuertes, el sobrenombre de “Boanerges” (Marcos 3:17), que quiere decir hijos del trueno. En otra oportunidad, estos dos hermanos querían hacer descender fuego del cielo para destruir una ciudad (Lucas 9:51–56).

Puesto que el Nuevo Testamento fue escrito en griego, a menudo los escritores podían utilizar un lenguaje más preciso. Es lamentable que la palabra amor tenga tantas variedades de significado (algunas de ellas contradictorias). Cuando leemos del “amor” en 1 Juan, la palabra griega que se usa es agape, el término para el amor de Dios hacia el hombre, el amor de un creyente hacia otros creyentes y el amor de Dios para su iglesia (Efesios 5:22–33).

Otra palabra griega para amor, fileo, es usada en otros casos y lleva la idea de amor de amigos. Este no es tan profundo o divino como el amor agape. (La palabra para el amor sensual, eros, de la cual obtenemos la palabra erótico, no se utiliza para nada en el Nuevo Testamento.)

Lo asombroso es que el amor cristiano es tanto antiguo como nuevo (1 Juan 2:7–8). Esto parece ser una contradicción. Desde luego, el amor en sí no es nuevo ni tampoco es algo nuevo el mandamiento—que los hombres amen a Dios y los unos a los otros. Jesús mismo combinó dos mandamientos antiguotestamentarios, Deuteronomio 6:5 y Levítico 19:18, y dijo (Marcos 12:28–34) que estos dos mandamientos resumen toda la ley y los profetas. Amar a Dios y amar al prójimo eran responsabilidades antiguas y conocidas antes de que Jesús viniera a la tierra.

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¿En qué sentido, entonces, es el “améis los unos a los otros” un mandamiento “nuevo” (1 Juan 2:8)? Una vez más, un vistazo al griego ayuda a responder a la pregunta.

Los griegos tenían dos palabras para “nuevo”: una significa nuevo en el tiempo y la otra quiere decir nuevo en calidad. Por ejemplo, uno utilizaría la primera palabra para describir el último modelo de automóvil, el más reciente. Pero si compraras un coche que fuera tan revolucionario que lo hace radicalmente diferente, entonces se utilizaría la segunda palabra—nuevo en calidad. (Los términos españoles “reciente” y “renovado” expresan en cierto modo esta distinción: “reciente” significa nuevo en el tiempo, “renovado” significa nuevo en carácter.)

El mandamiento de amarse los unos a los otros no es nuevo en el tiempo, pero sí lo es en carácter. Por causa de Jesucristo, el antiguo mandamiento de amarse unos a otros ha cobrado un nuevo significado. En estos cinco breves versículos (1 Juan 2:7–11) aprendemos que el mandamiento es nuevo en tres aspectos importantes.

Es Nuevo en Énfasis (1 Juan 2:7)

En el párrafo previo (1 Juan 2:3–6), Juan ha estado hablando acerca de “los mandamientos” en general, pero ahora centraliza el énfasis en un solo mandamiento. En el Antiguo Testamento, el mandato de que el pueblo de Dios se amara mutuamente era sólo uno entre muchos, pero este antiguo mandamiento ahora es elevado y colocado en un lugar de preeminencia.

¿Cómo es posible que un mandamiento sobresalga tanto por encima de todos los demás? Esto se explica en el hecho de que el amor es el cumplimiento de la ley de Dios (Romanos 13:8–10).

Los padres deben cuidar a los hijos según la ley. La negligencia hacia los niños es un crimen grave. Pero, ¿cuántos padres tienen conversaciones como ésta cuando suena el reloj despertador en la mañana?

Ella: —Querido, es mejor que te levantes y vayas a trabajar. No queremos que nos arresten.

El: —Sí, y es mejor que te levantes y prepares el desayuno para los niños y también la ropa. Podría aparecer la policía y ponernos a los dos en la cárcel.

Ella: —Tienes razón. ¡Hombre, qué bueno es que tengan una ley, de lo contrario nos quedaríamos todos el día en la cama!

Es dudoso que el temor a la ley sea a menudo el motivo que está detrás del hecho de ganarse la vida o cuidar de los hijos. Los padres cumplen con sus responsabilidades (aunque en ocasiones sea de mala gana) porque se aman el uno al otro y a sus hijos. El hacer lo correcto no es para ellos una cuestión de la ley, sino una cuestión de amor.

El mandamiento de “amarse los unos a los otros” es el cumplimiento de la ley de Dios de la misma manera. Cuando amas a las personas, entonces no mientes en cuanto a ellas ni les robas. No tienes deseos de matarlas. ¡El amor a Dios y el amor a los demás motiva a una persona para que obedezca los mandamientos de Dios sin siquiera pensar en ellos! Cuando una persona actúa motivada por el amor

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cristiano, entonces obedece a Dios y sirve a los demás, no por causa del temor, sino como resultado de su amor.

Esta es la razón por la cual Juan dice que “améis unos a otros” es un mandamiento nuevo: es nuevo en su énfasis. No es simplemente uno entre muchos mandamientos. ¡No, es el que encabeza la lista!

Pero también es nuevo en énfasis en otro sentido. Está ubicado al principio de la vida cristiana. “Este mandamiento antiguo es la palabra que habéis oído desde el principio” (1 Juan 2:7). Esta frase “desde el principio” se usa de dos formas diferentes en la carta de Juan, y es importante que las diferenciemos. En 1 Juan 1:1, al describir la eternidad de Cristo, leemos que él existió “desde el principio”. En Juan 1:1—un versículo paralelo—leemos: “En el principio era el Verbo”.

Pero en 1 Juan 2:7, el tema es el principio de la vida cristiana. El mandamiento de amarse los unos a los otros no es un apéndice agregado a nuestra experiencia cristiana, tal como si a Dios se le hubiese ocurrido después. ¡No! Está en nuestro corazón desde el comienzo mismo de nuestra fe en Jesucristo. Si esto no fuera así, Juan no podría haber escrito: “Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos” (1 Juan 3:14). Y Jesús dijo: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan 13:35).

Una persona que no es salva puede ser, por naturaleza, egoísta y aun odiosa. A pesar de cuánto amemos a un bebé recién nacido, debemos confesar que el niño es egocéntrico y que piensa que todo el mundo gira alrededor de su cuna. El niño es representativo de una persona que no es salva. “Porque nosotros también éramos en otro tiempo insensatos, rebeldes, extraviados, esclavos de concupiscencias y de deleites diversos, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles, y aborreciéndonos unos a otros” (Tito 3:3). ¡Tal vez este retrato sin retocar del incrédulo no sea hermoso, pero es indudablemente exacto! Algunas personas no regeneradas no exhiben los rasgos que se mencionan aquí, pero las obras de la carne (Gálatas 5:19–21) están siempre en potencia en sus intenciones.

Cuando un pecador confía en Cristo, recibe una vida nueva y una nueva naturaleza. El Espíritu Santo de Dios entra a vivir en él y el amor de Dios es derramado en su corazón por el Espíritu (Romanos 5:5). ¡Dios no tiene que darle al creyente nuevo una extensa disertación acerca del amor! “…Vosotros mismos habéis aprendido de Dios [esto es, por el Espíritu Santo que está dentro vuestro] que os améis unos a otros” (1 Tesalonicenses 4:9). ¡Un creyente nuevo descubre que ahora odia aquello que acostumbraba a amar y que ama aquello que solía odiar!

Así que, el mandamiento de amarse los unos a los otros es nuevo en énfasis: es uno de los mandamientos más importantes que nos dio Cristo (Juan 13:34). De hecho, “amaos los unos a los otros” se repite, por lo menos, una docena de veces en el Nuevo Testamento (Juan 13:34; 15:9, 12, 17; Romanos 13:8; 1 Tesalonicenses 4:9; 1 Pedro 1:22; 1 Juan 3:11, 23; 4:7, 11–12; 2 Juan 5). Y hay muchas otras referencias al amor fraternal.

Es importante que entendamos el significado del amor cristiano. No es una emoción sentimental superficial que los creyentes tratan de “elaborar” para poderse llevar bien entre sí. Es una cuestión de la voluntad más que una emoción—un afecto o atracción hacia ciertas personas. Es cuestión de

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determinar—decidir—que permitirás que el amor de Dios alcance a los demás a través de ti, actuando luego para con ellos de manera amorosa. No debes actuar “como si los amaras”, sino por el hecho de que los amas. Esto no es hipocresía; es obediencia a Dios.

Quizá 1 Corintios 13 sea la mejor explicación del amor cristiano. Algunas traducciones modernas de este capítulo transmiten el mensaje en toda su fuerza: ¡la vida cristiana sin amor NO ES NADA!

Pero el mandamiento de “amaos los unos a los otros” no es solamente nuevo en énfasis. Es nuevo en otro sentido.

Es Nuevo en Ejemplo (1 Juan 2:8)

Juan señala que “amaos los unos a los otros” fue una realidad primero en Cristo, y ahora es real en la vida de aquellos que están confiando en Cristo. Jesús mismo es el mayor ejemplo de este mandamiento.

Más adelante consideraremos esa gran declaración: “Dios es amor” (1 Juan 4:8), pero aquí se anticipa. Cuando uno mira a Jesucristo, se ve el amor corporizado y ejemplificado. Al ordenarnos amar, Jesús no nos está pidiendo que hagamos algo que él mismo no haya hecho ya. El registro de los cuatro evangelios es el relato de una vida vivida en el espíritu del amor, y esa vida fue vivida bajo condiciones muy lejos de lo que se considera ideal. Jesús, en realidad, nos dice: “Yo viví en base a este gran mandamiento y puedo capacitarte para que sigas mi ejemplo”.

Jesús ilustró el amor por medio de la vida que él vivió. Nunca mostró odio o malicia. Su alma recta odiaba todo pecado y desobediencia, pero nunca odió a la gente que cometía tales pecados. Aun en sus justos anuncios de juicio siempre había una corriente de amor manifestado entre líneas.

Es alentador pensar en el amor de Jesús hacia sus 12 discípulos. ¡Cuántas veces le deben haber quebrantado el corazón cuando discutían sobre quién sería el mayor o trataban de impedir que la gente viera a su Maestro! Cada uno de ellos era diferente a los demás, y el amor de Cristo era lo suficientemente amplio como para incluir a cada uno de manera personal y comprensiva. Fue paciente con la impulsividad de Pedro, la incredulidad de Tomás y aun la traición de Judas. Cuando Jesús les mandó a sus discípulos que se amaran unos a otros, sólo les estaba diciendo que hicieran como él había hecho.

Considera también el amor de nuestro Señor hacia toda clase de personas. Los publicanos y pecadores fueron atraídos (Lucas 15:1) por su amor e inclusive la peor de las bajezas podía llorar a sus pies (Lucas 7:36–39). El rabino Nicodemo, con su hambre espiritual, podía encontrarse con él privadamente y de noche (Juan 3:1–21) y 4.000 de las “personas comunes” pudieron escuchar sus enseñanzas durante tres días (Marcos 8:1–9), recibiendo luego de parte de él una comida milagrosa. Sostuvo bebés en sus brazos. Habló de los niños que jugaban. Aun consoló a las mujeres que lloraban cuando los soldados lo conducían al Calvario.

Quizá lo más grandioso del amor de Dios fue la forma en que tocó aun la vida de sus enemigos. Con una pena impregnada de amor miraba a los líderes religiosos los cuales, en su ceguera espiritual, lo acusaron de estar aliado con

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Satanás (Mateo 12:24). Cuando vino la multitud para arrestarlo, podría haber llamado a los ejércitos del cielo para que lo protegieran, pero se entregó a sus enemigos. Y luego murió por ellos, ¡por sus enemigos! “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Juan 15:13). ¡Pero Jesús no sólo murió por sus amigos, sino también por sus enemigos! Y cuando lo crucificaron, él oró por ellos, diciendo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.

Tanto en su vida como en sus enseñanzas y en su muerte, Jesús es el ejemplo perfecto de este mandamiento nuevo: “Amaos los unos a los otros”. Y esto es lo que ayuda a hacer “nuevo” este mandamiento. En Cristo tenemos una nueva ilustración de la antigua verdad que dice que Dios es amor y que la vida de amor es la vida de gozo y victoria.

Lo que es una realidad en Cristo debe ser también realidad en cada creyente. “Como él es, así somos nosotros en este mundo” (1 Juan 4:17). Un creyente debe vivir una vida de amor cristiano “…porque las tinieblas van pasando, y la luz verdadera ya alumbra” (1 Juan 2:8). Esto nos hace recordar el énfasis (1 Juan 1) en cuanto a andar en la luz. Se hace un contraste entre dos formas de vida: los que andan en la luz practican el amor y los que andan en tinieblas practican el odio. La Biblia enfatiza repetidamente esta verdad.

Las tinieblas van pasando, pero la luz aún no brilla plenamente sobre todo el mundo ni tampoco penetra en todas las áreas, inclusive en el caso de la vida del creyente.

Cuando Cristo nació, visitó al mundo “desde lo alto la aurora” (Lucas 1:78). La aurora quiere decir amanecer. ¡El nacimiento de Cristo fue el comienzo de un nuevo día para la humanidad! El esparció la luz de la vida y del amor mientras vivió delante de los hombres, enseñándoles y sirviéndoles. “El pueblo asentado en tinieblas vio gran luz; y a los asentados en región de sombra de muerte, luz les resplandeció” (Mateo 4:16).

Pero en este mundo hay un conflicto entre las fuerzas de la luz y las fuerzas de las tinieblas. Y la luz resplandece sobre las tinieblas, y las tinieblas no la pueden apagar (Juan 1:5). Satanás es el príncipe de las tinieblas y extiende su reino maligno por medio de mentiras y odio. Cristo es el Sol de Justicia (Malaquías 4:2) y extiende su reino por medio de la verdad y el amor.

Hoy en día, los reinos de Cristo y de Satanás están en conflicto, pero “la senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto” (Proverbios 4:18). Las tinieblas van pasando poco a poco y la Luz Verdadera se hace cada vez más brillante en nuestros corazones.

Jesucristo es el modelo de amor para los creyentes. “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros”, dice él. “Como yo os he amado, que también os améis unos a otros” (Juan 13:34). Y repite: “Este es mi mandamiento: Que os améis unos a otros, como yo os he amado” (Juan 15:12). No tenemos que medir nuestro amor cristiano comparándolo con el amor de algún otro creyente (¡y generalmente escogemos a alguien cuya vida es más una excusa que un ejemplo!), sino frente al amor de Jesucristo, nuestro Señor. El antiguo mandamiento se torna “nuevo” para nosotros al verlo ejemplificado en Cristo.

Así que, el mandamiento “Amaos unos a otros” es nuevo en énfasis y nuevo en ejemplo. También es nuevo en un tercer aspecto.

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Es Nuevo en Experiencia (1 Juan 2:9–11)

Nuestro pasaje continúa con la ilustración de la luz y las tinieblas. Si un creyente anda en la luz y está en comunión con Dios, entonces estará también en comunión con los demás miembros de la familia de Dios. El amor y la luz van juntos, así como sucede con el odio y las tinieblas.

Es fácil hablar del amor cristiano, pero es mucho más difícil practicarlo. Por una parte, un amor así no es un mero hablar (1 Juan 2:9). Es una mentira cuando un creyente dice (¡o canta!) que ama a los hermanos, cuando en realidad odia a otro. En otras palabras (y esta es una verdad muy solemne), es imposible estar al mismo tiempo en comunión con el Padre y sin comunión con otro creyente.

Esta es una de las razones por las cuales Dios estableció la iglesia local, la comunión de creyentes. “No puedes ser creyente solo”. Una persona no puede vivir ni desarrollar una vida cristiana completa a menos que esté en comunión con el pueblo de Dios. La vida cristiana tiene dos relaciones: la vertical (en dirección a Dios) y la horizontal (en dirección a los hombres). ¡Y lo que Dios ha juntado, el hombre no lo debe separar! Y cada una de estas dos relaciones tiene que ser de amor, el uno hacia el otro.

Jesús trata este asunto en el Sermón del Monte (ve Mateo 5:21–26). Una ofrenda carecía de valor en el altar si el adorador tenía algún problema que arreglar con su hermano. Obsérvese que Jesús no dice que el adorador tenía algo contra su hermano, sino que el hermano tenía algo contra el adorador. Pero aun en el caso de que nosotros hayamos sido ofendidos, no debemos esperar que el que nos ofendió venga a nosotros. Nosotros debemos ir a él. Si no lo hacemos, Jesús nos advierte que terminaremos en una prisión de juicio espiritual en donde tendremos que pagar hasta el último céntimo (Mateo 18:21–35). En otras palabras, cuando abrigamos un espíritu que no perdona ni ama, nos hacemos más daño a nosotros mismos.

El contraste entre “decir” y “hacer” es algo que hemos encontrado antes (1 Juan 1:6, 8, 10; 2:4, 6). Es fácil practicar un cristianismo de “palabras”—cantando las canciones correctas, utilizando el vocabulario correcto, orando las plegarias correctas—y, a través de todo esto, engañarnos a nosotros mismos pensando que somos espirituales. Este error lleva también a algo que Jesús enseñó en el Sermón del Monte (Mateo 5:33–37). Lo que decimos debe ser la expresión verdadera de nuestro carácter. No deberíamos necesitar palabras extras (“juramentos”) para poner fuerza a lo que decimos. Nuestro “sí” debe significar sí y nuestro “no”, no. Así que, si decimos que estamos en la luz, demostrémoslo amando a los hermanos. Hay muchos creyentes que tienen la necesidad imperiosa de ser aceptados, amados y alentados.

En contra de la opinión popular, el amor cristiano no es “ciego”. Cuando practicamos el amor cristiano verdadero, hallamos que la vida se torna cada vez más brillante. ¡El odio es lo que oscurece la vida! Cuando el verdadero amor cristiano fluya de nuestro corazón, entonces tendremos mayor comprensión y percepción de las cosas espirituales. Esta es la razón por la cual Pablo pide que nuestro amor crezca en conocimiento y percepción, “para que aprobéis lo mejor” (Filipenses 1:9–10). Un creyente que ama a su hermano es un creyente que ve con toda claridad.

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Ningún libro de la Biblia ilustra sobre el poder enceguecedor del odio como lo hace el libro de Ester. Los acontecimientos registrados allí se desarrollaron en Persia, lugar donde muchos de los judíos estaban viviendo después del cautiverio. Amán, uno de los hombres principales del rey, tenía un odio tremendo hacia los judíos. La única manera de que pudiera satisfacer su odio era viendo que toda la nación fuese destruida. Se lanzó directamente hacia un complot maligno, completamente ciego al hecho de que los judíos triunfarían y que él mismo sería destruido.

En la actualidad, el odio también enceguece a la gente. El amor cristiano no es un sentimiento superficial, una emoción pasajera que

quizá experimentemos en una reunión en la iglesia. El amor cristiano es una cosa práctica. Se aplica a las cuestiones diarias de la vida. Simplemente considera en el Nuevo Testamento la declaración “unos a otros” y verás lo práctico que es amarse unos a otros. Aquí aparecen sólo unas pocas (hay más de 20 declaraciones de esta clase):

Lavarse los pies unos a otros (Juan 13:14), Preferirse unos a otros (Romanos 12:10), Tener la misma mente unos con otros (Romanos 12:16), No juzgarse unos a otros (Romanos 14:13), Recibirse unos a otros (Romanos 15:7), Exhortarse unos a otros (Romanos 15:14), Edificarse unos a otros (1 Tesalonicenses 5:11), Soportar las cargas los unos de los otros (Gálatas 6:2), Confesarse las faltas unos a otros (Santiago 5:16), Ser hospitalarios unos con otros (1 Pedro 4:9). En resumen, amar a los otros creyentes significa tratarlos de la manera que

Dios los trata, y de la manera que Dios nos trata a nosotros. El amor cristiano que no se exhibe en acciones y actitudes (ve 1 Corintios 13:4–7) es falso.

¿Qué le sucede a un creyente que no ama a los hermanos? Ya hemos visto el primer resultado trágico: vive en tinieblas, aunque probablemente piense que está viviendo en la luz (1 Juan 2:9). Le parece que ve, pero en realidad está ciego por la oscuridad del odio. Esta es la clase de persona que causa problemas dentro de los grupos cristianos. Se cree que es un “gigante espiritual”, con gran entendimiento, cuando en realidad es un bebé con muy poca percepción espiritual. Tal vez lea la Biblia fielmente y ore fervientemente, pero si tiene odio en su corazón, está viviendo una mentira.

El segundo resultado trágico es que un creyente de esta clase se torna en causa de tropiezo (1 Juan 2:10). Ya es bastante malo que un creyente carente de amor se dañe a sí mismo (1 Juan 2:9), pero cuando comienza a dañar a los demás, entonces la situación es mucho más grave. Es grave andar en tinieblas. ¡Es peligroso andar en la oscuridad cuando hay piedras de tropiezo en el camino! Un hermano sin amor se tropieza y, además, hace que otros tropiecen.

Un hombre que iba caminando una noche por una calle oscura vio que una pequeña luz se le acercaba vacilante. Pensó que la persona que llevaba la luz quizá estaba enferma o borracha, pero a medida que se fue acercando pudo ver a un hombre con una linterna, usando un bastón blanco.

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—¿Por qué razón un ciego llevaba una luz?—, se preguntó el hombre, y luego decidió averiguar.

El ciego sonrió: —No estoy llevando mi luz para poder ver yo, sino para que los demás puedan verme. No puedo evitar ser ciego—, dijo él, —pero sí puedo evitar a ser piedra de tropiezo.

La mejor manera de ayudar a que los otros creyentes no tropiecen es amándolos. El amor nos hace piedras sobre las cuales poder afirmarse; el odio (o cualquiera de sus “primos”, tales como la envidia o la malicia) nos convierte en piedras de tropiezo. Es importante que los creyentes practiquen el amor en una iglesia local, de lo contrario, siempre habrá problemas y desunión. Nunca nos convertiremos en una familia espiritual verdaderamente feliz cuando, en vez de levantarnos unos a otros, estemos cayendo los unos sobre los otros.

Por ejemplo, apliquemos esto al delicado asunto de las “cosas cuestionables” (Romanos 14–15). Puesto que los creyentes provienen de diferentes trasfondos, no siempre están de acuerdo. En la época de Pablo diferían en cuestiones tales como las dietas y los días santos. Un grupo decía que no era espiritual comer carne ofrecida a los ídolos. Otro grupo quería que se observara estrictamente el día de reposo. Había varias facetas relacionadas con el problema, pero lo fundamental para solucionarlo era: “¡Amaos unos a otros!” Pablo lo expresa de esta manera: “Así que, ya no nos juzguemos más los unos a los otros, sino más bien decidid no poner tropiezo u ocasión de caer al hermano… Pero si por causa de la comida tu hermano es contristado, ya no andas conforme al amor…” (Romanos 14:13, 15).

Un tercer resultado trágico del odio es que retrasa el progreso espiritual de un creyente (1 Juan 2:11). ¡Un ciego —una persona que anda en oscuridad—no puede encontrar el camino! La única atmósfera que conduce al crecimiento espiritual es la atmósfera de la luz espiritual, la del amor. Así como las frutas y las flores necesitan el brillo del sol para crecer, de la misma manera el pueblo de Dios necesita del amor.

El mandamiento, “Amaos unos a otros”, se hace nuevo en nuestra propia experiencia diaria. No es suficiente que reconozcamos que es nuevo en énfasis, y digamos: “¡Sí, el amor es importante!” Tampoco es suficiente que veamos el amor de Dios en el ejemplo de Jesucristo. Debemos conocer este amor en nuestra propia experiencia. El mandamiento antiguo de “Amaos unos a otros” se convierte en un mandamiento nuevo a medida que practicamos el amor de Dios es nuestra vida diaria.

Hasta aquí hemos visto el lado negativo de los versículos 9–11. Ahora veamos el positivo. ¿Cuáles serán los resultados maravillosos si practicamos el amor cristiano?

En primer lugar, estaremos viviendo en la luz, viviendo en comunión con Dios y con nuestros hermanos.

En segundo lugar, no tropezaremos ni nos convertiremos en piedras de tropiezo para los demás.

Y, tercero, creceremos espiritualmente y progresaremos en la meta de ser semejantes a Cristo.

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En este momento deberíamos considerar el contraste entre las horribles “obras de la carne” (Gálatas 5:19–21) y el hermoso fruto del Espíritu: “Amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza” (Gálatas 5:22–23).

Cuando andamos en la luz, la “semilla de la Palabra” (Lucas 8:11) puede echar raíces y dar fruto. ¡Y el primer brote que produce el Espíritu es el amor!

Pero el amor no vive solo. ¡El amor produce gozo! El odio hace al hombre miserable, pero el amor siempre le trae gozo.

Una pareja cristiana fue a ver a un pastor porque su matrimonio estaba comenzando a desmoronarse. —Ambos somos salvos, —dijo el esposo desanimado,— pero no somos felices juntos. No hay gozo en nuestro hogar. A medida que el pastor fue hablando con ellos y juntos consideraron lo que la Biblia dice del tema, se puso en evidencia un hecho: tanto el esposo como la esposa estaba abrigando rencores. ¡Cada uno recordaba muchas cosas que el otro había hecho y que le habían hecho enojar!

—Si ustedes dos se amaran realmente,— dijo el pastor, —no estarían amontonando estas heridas en sus corazones. Los resentimientos producen úlceras en nuestro corazón tal como si fueran llagas infectadas, y envenenan todo el organismo.

Luego leyó: “El amor… no guarda rencor” (1 Corintios 13:4–5). Explicó: —Esto quiere decir que el amor nunca mantiene registro de las cosas que los otros hacen y que nos lastiman. Cuando amamos verdaderamente a alguien, nuestro amor cubre sus pecados y nos ayuda a sanar las heridas que ellos provocan.— Luego leyó: —“Y ante todo, tened entre vosotros ferviente amor; porque el amor cubrirá multitud de pecados” (1 Pedro 4:8).

Antes de que la pareja se fuera, el pastor les aconsejó: —En vez de mantener registros de las cosas que lastiman, comiencen a recordar las cosas que agradan. Un espíritu que no perdona siempre genera veneno, pero un espíritu de amor que ve y recuerda lo mejor, siempre produce salud.

Un creyente que anda en amor siempre está experimentando un gozo renovado porque el “fruto del Espíritu” es amor y gozo. Y cuando mezclamos el “amor” con el “gozo”, entonces tendremos “paz”, y la paz ayuda a producir “paciencia”. En otras palabras, andar en la luz y andar en amor son el secreto del crecimiento cristiano, el cual casi siempre comienza con el amor.

Ahora bien, todos nosotros debemos admitir que no podemos generar amor cristiano con nuestra propia fuerza. Por naturaleza somos egoístas y odiosos. Es sólo en la medida que el Espíritu de Dios fluya en nuestros corazones con amor que podremos, en consecuencia, amarnos los unos a los otros. “…El amor de Dios ha sido derramado el nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Romanos 5:5). El Espíritu de Dios convierte el mandamiento de “Amaos unos a otros” en una nueva y emocionante experiencia de cada día. Si andamos en la luz, el Espíritu de Dios produce amor. Si andamos en tinieblas, nuestro propio espíritu egoísta produce odio.

La vida cristiana—la vida que es verdadera—es una hermosa mezcla de “algo antiguo y algo nuevo”. El Espíritu Santo toma las “cosas viejas” y las convierte en “cosas nuevas” en nuestra vida. Cuando te detienes a pensarlo, ¡el Espíritu nunca envejece! ¡Es siempre joven! Y él es la única Persona que está hoy en la tierra y que estuvo aquí hace siglos cuando Jesús vivó, enseñó, murió y resucitó. El es el

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Único que puede tomar la “antigua verdad” y hacerla reciente y renovada en nuestra experiencia diaria en la época actual.

Hay otras verdades emocionantes en el resto de la carta de Juan, pero si no obedecemos en esta cuestión del amor, entonces el resto del libro bien puede ser para nosotros “tinieblas”. Quizá lo mejor que se puede hacer ahora mismo es escudriñar nuestro corazón para ver si estamos guardando algo contra un hermano o si alguien tiene algo contra nosotros. La vida que es genuina es una vida sincera, y es una vida de acción, no meramente de palabras. Es una vida de amor activo en Cristo. Esto quiere decir perdón, benignidad, templanza. Pero también significa gozo, paz y victoria.

¡La vida de amor es la única vida, porque es la vida que es genuina!

4

El Amor que Dios Aborrece

1 Juan 2:12–17

Un grupo de alumnos de primer grado acababan de completar una visita a un hospital, y la enfermera que los había guiado pidió que le hicieran preguntas. Inmediatamente se levantó una mano.

—¿Por qué razón las personas que trabajan aquí están siempre lavándose las manos?,— preguntó un muchachito.

Luego de que hubieron acabado las risas, la enfermera dio una sabia respuesta:

—Ellos siempre se están lavando las manos por dos razones. En primer lugar, porque aman la salud, y segundo, porque odian los gérmenes.

El amor y el odio van tomados de la mano en más de una área de la vida. Un esposo que ama a su esposa indudablemente va a tener odio hacia aquello que la pueda dañar a ella. “Los que amáis a Jehová, aborreced el mal” (Salmo 97:10). “El amor sea sin fingimiento. Aborreced lo malo, seguid lo bueno” (Romanos 12:9).

La epístola de Juan nos ha hecho recordar que practiquemos el amor (1 Juan 2:7–11); la clase correcta de amor. Ahora nos advierte que hay una clase de amor que está mal, un amor que Dios aborrece. Este es el amor hacia lo que la Biblia denomina “el mundo”.

Hay cuatro razones por las cuales los creyentes no deben amar “el mundo”.

Por lo Que el Mundo Es

La palabra “mundo” en el Nuevo Testamento tiene, por lo menos, tres significados. A veces quiere decir el mundo físico, la tierra: “El Dios que hizo el mundo [nuestro planeta] y todas las cosas que en él hay” (Hechos 17:24).

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También significa el mundo humano, la humanidad: “Porque de tal manera amó Dios al mundo” (Juan 3:16). Estas dos ideas a veces aparecen juntas: “[Jesús] en el mundo estaba, y el mundo [tierra] por él fue hecho; pero el mundo [humanidad] no le conoció” (Juan 1:10).

Pero la advertencia, “¡No améis al mundo!”, no se refiere ni al mundo de la naturaleza ni al mundo de los hombres. Los creyentes deberían apreciar la belleza y los beneficios de la tierra que Dios ha hecho, puesto que él “nos da todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos” (1 Timoteo 6:17). E indudablemente deben amar a la gente—no sólo a sus amigos, sino aun a sus enemigos.

Este “mundo” del cual aquí se dice que es nuestro enemigo es un sistema espiritual invisible que se opone a Dios y a Cristo.

En nuestra conversación diaria utilizamos la palabra “mundo” en el sentido de sistema. Los anunciantes de televisión dicen: “Les traemos las noticias del mundo de los deportes”. “El mundo de los deportes” no es un planeta o continente separado. Es un sistema organizado, constituido por una serie de ideas, personas, actividades, propósitos, etc. Y “el mundo de las finanzas” y “el mundo de la política” son igualmente sistemas individuales. Detrás de lo que vemos, ya sea en los deportes o las finanzas, hay un sistema invisible que no podemos ver. Es el sistema que “mantiene las cosas funcionando”.

En la Biblia, “el mundo” es el sistema de Satanás para oponerse a la obra de Cristo en la tierra. Es justamente lo opuesto a aquello que es piadoso (1 Juan 2:16), santo y espiritual. “Sabemos que somos de Dios, y el mundo entero está bajo el maligno” (1 Juan 5:19). Jesús llamó a Satanás “el príncipe de este mundo” (Juan 12:31). El diablo tiene una organización de espíritus malignos (Efesios 6:11, 12) trabajando para él e influyendo en los asuntos de “este mundo”.

Tal como el Espíritu Santo utiliza personas para llevar a cabo la voluntad de Dios en la tierra, así Satanás usa personas para concretar sus propósitos malvados. Las personas que no son salvas, ya sea que se den cuenta de ello o no, reciben su poder del “…príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia” (Efesios 2:1–2).

Las personas que no son salvas pertenecen a “este mundo”. Jesús las denomina “los hijos de este siglo” (Lucas 16:8). Cuando Jesús estuvo aquí en la tierra, las personas de “este mundo” no lo entendieron ni tampoco entienden ahora a los que confiamos en él (1 Juan 3:1). Un creyente es miembro del mundo humano y vive en el mundo físico, pero no pertenece al mundo espiritual que es el sistema de Satanás para oponerse a Dios. “Si fuerais del mundo [el sistema de Satanás], el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece” (Juan 15:19).

“El mundo”, pues, no es una habitación natural para un creyente. La ciudadanía del creyente está en el cielo (Filipenses 3:20), y todos los recursos eficaces para vivir en la tierra provienen de su Padre que está en los cielos.

El creyente es, en cierto modo, semejante a un buceador. El agua no es la habitación natural del hombre porque éste no está equipado para vivir en ella (o debajo de ella). Cuando un buceador desciende, tiene que llevar consigo un equipo especial para poder respirar.

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Si no fuera por el Espíritu Santo que vive en nosotros, por la fuente espiritual que tenemos en la oración, la comunión cristiana y la Palabra, nunca podríamos “sobrevivir” aquí en la tierra. Nos quejamos de la contaminación de la atmósfera terrestre, ¡pero la atmósfera del “mundo” también está tan contaminada que los creyentes no pueden respirar normalmente!

Pero hay una segunda razón—más solemne aún—por la cual los creyentes no deben amar al mundo.

Por lo Que el Mundo Nos Hace (1 Juan 2:15–16)

“Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él” (1 Juan 2:15). La mundanalidad no es tanto una cuestión de actividad, sino de actitud. Es

posible que un creyente se mantenga alejado de entretenimientos cuestionables y de lugares dudosos, y que aún así ame al mundo, ya que la mundanalidad es una cuestión del corazón. En la medida en que un creyente ame el sistema mundano y las cosas que están en él, entonces no ama al Padre.

La mundanalidad no sólo afecta tu respuesta ante el amor de Dios, sino que también afecta tu respuesta a la voluntad de Dios. “El mundo pasa… pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Juan 2:17).

El hacer la voluntad de Dios es un gozo para los que viven en el amor de Dios. “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Juan 14:15). Pero cuando un creyente pierde el gozo del amor del Padre, se le hace difícil obedecer la voluntad del Padre.

Cuando uno junta estos dos factores, entonces se tiene una definición práctica de qué es la mundanalidad: cualquier cosa en la vida del creyente que hace que pierda el gozo del amor del Padre o su deseo de hacer la voluntad del Padre es mundano, y debe evitarse. El responder al amor del Padre (tu vida devocional personal) y el hacer la voluntad del Padre (tu conducta diaria) son las dos pruebas de la mundanalidad.

Hay muchas cosas de este mundo que son definitivamente malas, y la Palabra de Dios las identifica como pecados. Es malo robar y mentir (Efesios 4:25, 28). Los pecados sexuales son malos (Efesios 5:1–3). Los creyentes no pueden debatir mucho, en realidad nada, en cuanto a estas cosas. Pero hay áreas de la conducta cristiana que no son tan claras y acerca de las cuales están en desacuerdo aun los mejores creyentes. En tales casos, cada creyente debe aplicar la prueba a su propia vida y ser escrupulosamente sincero en el examen personal, recordando que aun una cosa buena puede quitarle al creyente la posibilidad de disfrutar del amor de Dios y de desear hacer la voluntad de Dios.

Un alumno que estaba en el último año de una escuela bíblica se destacaba por sus excelentes calificaciones y por su servicio cristiano eficaz. Salía todos los fines de semana a predicar y Dios lo estaba utilizando para ganar almas y desafiar a los creyentes.

Entonces, algo sucedió: su testimonio ya no tenía más efectividad, sus calificaciones comenzaron a bajar y aun su personalidad parecía haber cambiado. El rector lo llamó para conversar.

—Ha habido un cambio en tu vida y en tu trabajo— le dijo el rector —y me gustaría que me dijeras qué es lo que anda mal.

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El estudiante se mostró evasivo por un instante, pero luego contó la historia. Estaba comprometido con una encantadora joven creyente y estaban planeando casarse después de la graduación. Lo habían llamado de una buena iglesia y estaba ansioso por mudarse con su esposa a la casa pastoral y comenzar el pastorado.

—¡He estado tan entusiasmado con esto que he llegado al punto de no querer que el Señor vuelva!— confesó. —Y entonces perdí el poder en mi vida.

Sus planes, buenos y hermosos como eran, se interpusieron entre él y el Padre. Perdió el gozo del amor del Padre. ¡Era mundano!

Juan señala que el sistema mundial utiliza tres engaños para atrapar a los creyentes: los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida (1 Juan 2:16). Estos mismos engaños atraparon a Eva allá en el jardín: “Y vio la mujer que el árbol era bueno para comer [los deseos de la carne], y que era agradable a los ojos [los deseos de los ojos], y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría [la vanagloria de la vida]; y tomó de su fruto” (Génesis 3:6).

Los deseos de la carne incluyen cualquier cosa que apele a la naturaleza caída del hombre. “La carne” no quiere decir “el cuerpo”. Más bien, se refiere a la naturaleza básica del hombre no regenerado que no le permite ver la verdad espiritual (1 Corintios 2:14). La carne es la naturaleza que recibimos en nuestro nacimiento físico. El Espíritu es la naturaleza que recibimos en el segundo nacimiento (Juan 3:5–6). Cuando confiamos en Cristo, nos hacemos “participantes de la naturaleza divina” (2 Pedro 1:4). Un creyente tiene en su vida la vieja naturaleza (la carne) y la nueva naturaleza (el Espíritu). ¡Y qué batalla pueden pelear estas dos naturalezas (Gálatas 5:17–23)!

Dios le ha dado al hombre ciertos deseos, los cuales son buenos. El hambre, la sed, el cansancio y el sexo no son para nada malos en sí mismos. No hay nada malo en comer, beber, dormir o engendrar hijos. Pero cuando la vieja naturaleza los controla, entonces se convierten en “pasiones” pecaminosas. El hambre no es malo, pero la glotonería es pecado. La sed no es mala, pero la borrachera es pecado. El dormir es un regalo de Dios, pero la pereza es vergonzosa. El sexo es un regalo precioso de Dios cuando se lo utiliza correctamente, pero se convierte en inmoralidad cuando se lo usa de manera equivocada.

Ahora puedes ver cómo opera el mundo. Apela a los apetitos normales y nos tienta a satisfacerlos de manera prohibida. En el mundo actual nos encontramos rodeados de toda clase de atracciones que apelan a nuestra baja naturaleza, y “la carne es débil” (Mateo 26:41). Si un creyente cede a ella, se verá involucrado en las “obras de la carne” (Gálatas 5:19–21 nos da la horrible lista).

Es importante que un creyente recuerde lo que Dios dice acerca de la vieja naturaleza, la carne. Todo lo que Dios dice sobre la carne es negativo. En la carne no hay nada bueno (Romanos 7:18). La carne no beneficia para nada (Juan 6:63). Un creyente no debe poner confianza en la carne (Filipenses 3:3). No tiene que proveer para la carne (Romanos 13:14). Una persona que vive para la carne está viviendo una vida negativa.

El segundo engaño que utiliza el mundo para atrapar al creyente se denomina “los deseos de los ojos”. ¡A veces nos olvidamos de que los ojos pueden tener un apetito! (¿Alguna vez has dicho: “Qué recreo para el ojo”?)

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Los deseos de la carne apelan a los bajos apetitos de la vieja naturaleza, tentándonos a satisfacerlos de manera pecaminosa. Sin embargo, los deseos de los ojos operan de una manera más refinada. Aquí están en vista los placeres que gratifican la vista y la mente, placeres sofisticados e intelectuales. En la época del apóstol Juan, los griegos y los romanos vivían para los entretenimientos y actividades que entusiasmaban a los ojos. ¡Los tiempos no han cambiado mucho! Considerando la televisión, quizá la oración de cada creyente debería ser: “Aparta mis ojos, que no vean la vanidad” (Salmo 119:37).

Acán (Josué 7), un soldado, hizo que el ejército de Josué fuese derrotado debido a los deseos de sus ojos. Dios le había advertido a Israel que no tomara nada de los despojos de la ciudad de Jericó que había sido condenada, pero Acán no obedeció. El explicó: “Pues vi entre los despojos un manto babilónico muy bueno, y doscientos siclos de plata, y un lingote de oro de peso de cincuenta siclos, lo cual codicié y tomé” (Josué 7:21). Los deseos de los ojos lo llevaron a pecar, y su pecado llevó al ejército a la derrota.

Los ojos (tal como los otros sentidos) son una puerta de entrada a la mente. Por lo tanto, los deseos de los ojos pueden incluir las actividades intelectuales que son contrarias a la Palabra de Dios. Hay una presión para hacer que los creyentes piensen de la manera que piensa el mundo. Dios nos advierte contra “el consejo de los impíos”. Esto no quiere decir que los creyentes tengan que ignorar la educación o el aprendizaje secular. Pero sí quiere decir que deben tener cuidado de que el intelectualismo no se coloque delante de Dios.

El tercer engaño es “la vanagloria de la vida”. La gloria de Dios es rica y plena; la gloria del hombre es vana y vacía. De hecho, la palabra griega que se traduce “vanagloria” se utilizaba para describir a un bravucón que trataba de impresionar a la gente con su importancia. La gente siempre ha tratado de sobrepasar a los demás en lo que gasta y en lo que obtiene. La vanagloria de la vida motiva en gran medida lo que hace esa clase de personas.

¿Por qué razón es que tantas personas compran casas, automóviles, artefactos o vestimenta que en realidad no pueden pagar? ¿Por qué sucumben ante la propaganda de “viaje ahora, pague después” y se hunden en deudas irremediables para tomar unas vacaciones que van más allá de sus medios? Esto es, en gran medida, porque quieren impresionar a los demás, por causa de “la vanagloria de la vida”. Tal vez quieren que la gente observe lo exitosos y opulentos que son.

Muchos de nosotros no vamos tan lejos, pero es asombroso lo estúpidas que son algunas de las cosas que hace la gente sólo para impresionar. Inclusive sacrifican la honradez y la integridad para conseguir notoriedad y sentirse importantes.

Sí, el mundo apela a un creyente por medio de los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida. Y un creyente se dará inmediatamente cuenta cuando el mundo toma control de una de estas áreas. Perderá el gozo de disfrutar del amor del Padre y el deseo de hacer la voluntad del Padre. La Biblia se tornará aburrida y la oración será una tarea difícil. Aun la comunión cristiana puede parecer vacía y desilusionante. No obstante, no es que suceda algo malo con los demás. Lo que está mal es el corazón mundano del creyente.

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Es importante fijar que ningún creyente se vuelve repentinamente mundano. La mundanalidad va encaramándose en el creyente; es un proceso gradual. En primer lugar aparece la amistad del mundo (Santiago 4:4). Por naturaleza, el mundo y el creyente son enemigos (“Hermanos míos, no os extrañéis si el mundo os aborrece”, 1 Juan 3:13). Un creyente que es amigo del mundo es enemigo de Dios.

A continuación, el creyente llega a ser manchado por el mundo (Santiago 1:27). El mundo deja sus sucias marcas sobre una o dos áreas de su vida. Esto quiere decir que el creyente gradualmente acepta y adopta la modalidad del mundo.

Cuando esto sucede, ¡el mundo deja de odiar al creyente y comienza a amarlo! Así que Juan nos advierte: “¡No améis al mundo!”, ya que con mucha frecuencia la amistad con el mundo nos lleva luego a amarlo. Como resultado, el creyente se conforma al mundo (Romanos 12:2) y apenas se puede notar la diferencia.

Entre los creyentes, la mundanalidad se manifiesta de muchas formas sútiles e irreconocibles. A veces tenemos la tendencia a idolatrar a los grandes atletas, las estrellas de televisión o los líderes políticos que profesan ser creyentes, como si estos individuos pudiesen ser una ayuda especial para el Dios Todopoderoso. O intentamos tener personas ricas e “influyentes” en la iglesia local, como si la obra de Dios se fuera a detener sin la buena voluntad de ellos o su respaldo financiero. Muchas formas de mundanalidad no incluyen el hecho de leer libros malos o ceder ante entretenimientos “carnales”.

Es lamentable decir que el hecho de conformarse al mundo puede llevar a un creyente a ser “condenado con el mundo” (1 Corintios 11:32). Si un creyente confiesa y juzga este pecado, Dios lo perdonará, pero si no lo confiesa, Dios, en su amor, debe disciplinarlo. Cuando un creyente es “condenado con el mundo”, no pierde su condición de hijo. En cambio, pierde su testimonio y su utilidad espiritual. Y en casos extremos, ¡algunos creyentes aun han perdido la vida! (Lee 1 Corintios 11:29–30.)

Los pasos descendientes y sus consecuencias se ilustran en la vida de Lot (Génesis 13:5–13; 14:8–14; 19). En primer lugar, Lot miró hacia Sodoma. Luego colocó su tienda hacia Sodoma en las planicies bien irrigadas del Jordán. Luego se mudó a Sodoma. Y cuando Sodoma fue capturada por el enemigo, Lot también fue capturado. El era creyente (2 Pedro 2:6–8), pero tuvo que sufrir con los pecadores incrédulos de esa malvada ciudad. Y cuando Dios destruyó Sodoma, ¡todo aquello para lo cual Lot había vivido, desapareció entre el humo! Lot fue salvo así como por fuego y perdió su recompensa eterna (1 Corintios 3:12–15).

¡No debe sorprendernos el hecho de que Juan nos advierta que no amemos al mundo!

Por lo Que un Creyente Es (1 Juan 2:12–14)

Pero esto hace surgir una pregunta práctica e importante acerca de la naturaleza de un creyente y la manera de impedir que se vuelva mundana.

La respuesta se halla en la forma poco común de expresión utilizada en 1 Juan 2:12–14. Obsérvense los títulos que utilizó Juan al dirigirse a los lectores creyentes: “hijitos… padres… jóvenes… hijitos”.

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¿A qué se está refiriendo? Para empezar, “hijitos” (1 Juan 2:12) se refiere a todos los creyentes.

Literalmente, esta palabra significa nacidos. Todos los creyentes han nacido en la familia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, y sus pecados han sido perdonados. El mismo hecho de que uno esté en la familia de Dios, compartiendo su naturaleza, le debe quitar el deseo de convertirse en amigo del mundo. ¡Es traición ser amigo del mundo! “…La amistad del mundo es enemistad contra Dios… Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios” (ve Santiago 4:4).

Pero una cosa más es cierta: comenzamos como hijitos—nacidos—¡pero no debemos permanecer así! Un creyente vence al mundo únicamente cuando crece espiritualmente.

Juan menciona tres clases de creyentes en la familia de la iglesia local: padres, jóvenes e hijitos (1 Juan 2:12–14). Los “padres”, por supuesto, son creyentes maduros que tienen un conocimiento de Dios personal e íntimo. Conocen los peligros del mundo por el hecho de que conocen a Dios. Ningún creyente que haya experimentado el gozo y la maravilla de la comunión con Dios, y del servicio para Dios, querrá vivir en los placeres sustitutos que ofrece este mundo.

Los “jóvenes” son los conquistadores: han vencido al maligno, a Satanás, el cual es el príncipe de este sistema mundial. ¿Cómo lo vencieron? ¡Por medio de la Palabra de Dios! “Os he escrito a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes, y la palabra de Dios permanece en vosotros” (1 Juan 2:14). Los “jóvenes”, pues, aún no son plenamente maduros, sino que están madurando porque utilizan eficazmente la Palabra de Dios. La Palabra es la única arma que derrotará a Satanás (Efesios 6:17).

Los “hijitos” a los cuales se les habla en 1 Juan 2:13 no son aquellos a los que se les habla en el versículo 12. Se utilizan dos palabras griegas diferentes. La palabra del versículo 13 lleva en sí la idea de inmaduros o de hijitos que todavía están bajo la autoridad de los maestros y tutores. Estos son creyentes jóvenes que aún no han crecido en Cristo. Al igual que los niños físicos, estos niños espirituales conocen a su padre, pero todavía tienen que crecer un poco.

¡Aquí, pues, está la familia cristiana! Todos son “nacidos”, pero algunos de ellos han dejado la infancia, habiendo crecido hasta llegar a ser maduros o adultos espirituales. Es al creyente que está creciendo y que es maduro al que no le atrae el mundo. Está demasiado interesado en amar a su Padre y hacer la voluntad del Padre. Las atracciones del mundo no tienen atractivo para él. Se da cuenta de que las cosas del mundo son sólo juguetes, y puede decir junto con Pablo: “Cuando ya fui hombre, dejé lo que era de niño” (1 Corintios 13:11).

Un creyente se mantiene alejado del mundo por lo que el mundo es (un sistema satánico que odia a Dios y se le opone), por lo que el mundo nos hace (nos atrae para que vivamos de los sustitutos pecaminosos) y por lo que él (el creyente) es, un hijo de Dios. También huye de la mundanalidad—

Por la Dirección en Que el Mundo Está Yendo (1 Juan 2:17)

“¡El mundo pasa!” (ve 1 Juan 2:17).

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Muchos hombres en el día de hoy que confían en que el mundo—el sistema en el que vivimos—es permanente desafiarían esta declaración. Pero el mundo no es permanente. La única cosa segura acerca de este sistema mundial es que no va a estar aquí para siempre. Un día el sistema habrá desaparecido, y así también las agradables atracciones que están dentro de él: todo pasa. ¿Qué es lo que va a permanecer?

¡Sólo aquello que es parte de la voluntad de Dios! Los creyentes espirituales se mantienen “apenas ligados” a este mundo porque

viven para algo mucho mejor. Son “extranjeros y peregrinos sobre la tierra” (Hebreos 11:13). “Porque no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la por venir” (Hebreos 13:14). En los tiempos bíblicos había muchos creyentes que vivían en tiendas porque Dios no quería que se establecieran y se sintieran cómodos en este mundo.

Juan está haciendo un contraste entre dos formas de vida: una vida vivida para la eternidad y una vida vivida para el tiempo. Una persona mundana vive para los placeres de la carne, pero un creyente consagrado vive para los deleites del Espíritu. Un creyente mundano vive para lo que puede ver, los deseos de los ojos, pero un creyente espiritual vive para las realidades invisibles de Dios (2 Corintios 4:8–18). Una persona con mentalidad mundana vive para la vanagloria de la vida, aquella que atrae a los hombres, pero un creyente que hace la voluntad de Dios vive para la aprobación de Dios. Y él “permanece para siempre”.

Toda gran nación de la historia se ha vuelto decadente y finalmente ha sido conquistada por otra nación. No hay razón para suponer que nuestra nación será una excepción. En el pasado han desaparecido unas 19 civilizaciones. No hay motivo para pensar que nuestra civilización actual perdurará para siempre. Henry F. Lyte (1793–1847) escribió: “Veo cambio y decadencia en todo lo que nos rodea” y si nuestra civilización no se ve corroída por el cambio y la decadencia, indudablemente será desplazada y reemplazada por un nuevo orden de cosas en la venida de Cristo, lo cual podría suceder en cualquier momento.

De manera lenta, pero inevitable, y quizá más pronto de lo que algunos creyentes aun piensan, el mundo pasa. Pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre.

Esto no significa que las generaciones futuras recordarán a todos los siervos de Dios. De la multitud de hombres famosos que han vivido sobre la tierra, menos de 2.000 han sido recordados durante más de un siglo por cierto número de personas.

Tampoco significa que los siervos de Dios seguirán viviendo en sus escritos o en la vida de aquellos sobre los cuales han tenido influencia. Tal “inmortalidad” puede ser una realidad, pero esto también es verdad en el caso de incrédulos como Carlos Marx, Voltaire y Adolfo Hitler.

No, aquí (1 Juan 2:17) se nos dice que los creyentes que dedican sus vidas a hacer la voluntad de Dios—a obedecerle—“permanecen para siempre”. Mucho después de que este sistema mundial con su cultura ostentosa, sus filosofías orgullosas, su intelectualismo egocéntrico y su materialismo impío haya sido olvidado, y mucho después de que este planeta haya sido reemplazado por los cielos nuevos y la tierra nueva, los fieles siervos de Dios perdurarán, compartiendo la gloria de Dios para toda la eternidad.

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Y esta perspectiva no está limitada a Moody, Spurgeon, Lutero, Wesley o personas similares a éstas, sino que está a disposición de todos y cada uno de los creyentes humildes. Si tú estás confiando en Cristo, es para ti.

Este sistema mundial actual no es duradero. “La apariencia de este mundo se pasa” (1 Corintios 7:31). Todo lo que nos rodea está cambiando, pero las cosas que son eternas nunca cambian. Un creyente que ama al mundo nunca tendrá paz o seguridad porque ha ligado su vida a aquello que se encuentra en estado de fluctuación. “No es ningún necio”, escribió el misionero mártir Jim Elliot, “el que da lo que no puede guardar para ganar lo que no puede perder”.

El Nuevo Testamento tiene bastante que decir acerca de “la voluntad de Dios”. Uno de los “beneficios marginales” de la salvación es el privilegio de conocer la voluntad de Dios (Hechos 22:14). De hecho, Dios quiere que seamos “llenos del conocimiento de su voluntad” (Colosenses 1:9). La voluntad de Dios no es algo que consultamos ocasionalmente como en el caso de una enciclopedia. Es algo que controla completamente nuestra vida. Lo importante para un creyente consagrado no es simplemente si algo es correcto o incorrecto o si es bueno o malo. El asunto clave es: “¿Es esta la voluntad de Dios para mí?”

Dios quiere que entendamos su voluntad (Efesios 5:17), no tan sólo que sepamos qué es. “Sus caminos notificó a Moisés, y a los hijos de Israel sus obras” (Salmo 103:7). Israel sabía qué era lo que Dios estaba haciendo, ¡pero Moisés sabía por qué lo hacía! Es importante que entendamos la voluntad de Dios para nuestra vida y que veamos el propósito que está cumpliendo.

Una vez que conocemos la voluntad de Dios, entonces debemos hacerla de corazón (Efesios 6:6). No agradamos a Dios por el hecho de hablar acerca de la voluntad de Dios, sino haciendo lo que él nos dice (Mateo 7:21). Y cuanto más obedecemos a Dios, más capaces seremos de hallar y seguir la voluntad de Dios (Romanos 12:2). El hecho de descubrir y hacer la voluntad de Dios es algo así como aprender a nadar: debes meterte en el agua antes de que se convierta en algo real para ti. Cuanto más obedecemos a Dios, más eficaces seremos en conocer lo que él quiere que hagamos.

La meta de Dios para nosotros es que estemos “firmes, perfectas y completos en todo lo que Dios quiere” (Colosenses 4:12). Esto significa ser maduro en la voluntad de Dios.

Un niño pequeño constantemente les pregunta a sus padres qué está mal y qué está bien, qué quieren que haga o deje de hacer. Pero a medida que vive con sus padres y experimenta la crianza y la disciplina, entonces descubre gradualmente cuál es la voluntad de ellos para él. ¡De hecho, un niño disciplinado puede “leer la mente de su padre” simplemente mirando la cara y los ojos del padre! Un creyente inmaduro está siempre preguntándoles a sus amigos qué piensan ellos que es la voluntad de Dios para él. Un creyente maduro está firme y completo en la voluntad de Dios. El sabe lo que el Señor quiere que haga.

¿Cómo descubre uno la voluntad de Dios? El proceso comienza con la entrega: “Presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo… no os conforméis a este siglo… para que comprobéis [conocer por experiencia] la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Romanos 12:1–2). Un creyente que ama al mundo nunca conocerá la voluntad de Dios de esa manera. El Padre comparte sus secretos con aquellos que le obedecen. “El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la

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doctrina es de Dios” (Juan 7:17). ¡Y la voluntad de Dios no es un “restaurante espiritual” donde un creyente toma lo que quiere y rechaza el resto! No, la voluntad de Dios se debe aceptar en su totalidad. Esto involucra una entrega personal de toda la vida a Dios.

Dios nos revela su voluntad a través de su Palabra. “Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino” (Salmo 119:105). Un creyente mundano no tiene apetito por la Biblia. Cuando la lee, saca de ella muy poco o nada. Pero un creyente espiritual, que pasa tiempo diariamente leyendo la Biblia y meditando en ella, descubre allí la voluntad de Dios y la aplica a su vida diaria.

También podemos conocer la voluntad de Dios por medio de las circunstancias. Dios se mueve de maneras maravillosas abriendo y cerrando puertas. Esta clase de guía debe ser probada por la Palabra de Dios, ¡y no probar por medio de las circunstancias las claras enseñanzas de la Biblia!

Finalmente, Dios nos guía a su voluntad por medio de la oración y la obra de su Espíritu en nuestro corazón. El Espíritu nos habla cuando oramos con respecto a una decisión. Una “voz interior” puede estar de acuerdo con la guía de las circunstancias. Nunca debemos seguir esta “voz interior” sola. Siempre debemos verificarla con la Biblia, porque es posible que la carne (o Satanás) utilicen las circunstancias—o los “sentimientos”—para desviarnos completamente.

Para resumir, un creyente está físicamente en el mundo (Juan 17:11), pero espiritualmente no es del mundo (Juan 17:14). Cristo nos ha enviado al mundo para dar testimonio de él (Juan 17:18). Tal como en el caso de un buceador, debemos vivir dentro de un elemento extraño, y si no tenemos cuidado, el elemento extraño nos va a asfixiar. Un creyente no puede evitar estar en el mundo, ¡pero el problema comienza cuando el mundo está en el creyente!

El mundo se introduce en un creyente a través del corazón: “¡No améis al mundo!” Cualquier cosa que le quita al creyente el gozo de disfrutar del amor del Padre o el deseo de hacer la voluntad del Padre, es mundana y se debe evitar. Todo creyente, basándose en la Palabra de Dios, debe identificar esas cosas por sí mismo.

Un creyente debe decidir: “¿Viviré sólo para el presente o viviré para hacer la voluntad de Dios y permanecer para siempre?” Jesús ilustró esta elección contando acerca de dos hombres. Uno edificó sobre la arena y el otro sobre la roca (Mateo 7:24–27). Pablo se refirió a la misma elección al describir dos clases de materiales para edificar: temporales y permanentes (1 Corintios 3:11–15).

El amor al mundo es el amor que Dios aborrece. ¡Este es el amor que el creyente debe evitar a toda costa!

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Verdad o Consecuencias

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1 Juan 2:18–29

“¡No importa lo que creas, con tal que seas sincero!” Esta declaración expresa la filosofía personal de muchas personas en el día de

hoy, pero es indudable que muchos de los que la hacen, nunca pensaron en lo que realmente significa. ¿Es la “sinceridad” el ingrediente mágico que convierte a algo en verdadero? Si es así, entonces se tendría que poder aplicar a cualquier área de la vida, y no sólo a la religión.

Una enfermera de un hospital local le da cierta medicina a un paciente y éste se enferma gravemente. La enfermera es sincera, pero el remedio es equivocado, y el paciente casi se muere.

Una noche un hombre escucha ruidos en la casa y decide que hay un ladrón. ¡Toma el revólver y le dispara al “ladrón”, que luego resulta ser su propia hija! No pudiendo dormir, ella se había levantado para comer algo. Termina siendo la víctima de la “sinceridad” de su padre.

Se requiere más que “sinceridad” para convertir a algo en verdadero. La fe en una mentira siempre provoca graves consecuencias. La fe en la verdad nunca está fuera de lugar. ¡Lo que un hombre cree sí importa y marca una diferencia! Si un hombre quiere ir en automóvil hacia el este, no hay sinceridad que valga si la autopista que toma lo lleva hacia el oeste. Una persona que es genuina edifica su vida sobre la verdad, no las supersticiones o las mentiras. Es imposible vivir una vida verdadera cuando se está creyendo en mentiras.

Dios le ha advertido a la familia de la iglesia (“hijitos”) acerca del conflicto entre la luz y las tinieblas (1 Juan 1:1–2:6) y entre el amor y el odio (1 Juan 2:7–17). Ahora les advierte sobre un tercer conflicto, el conflicto entre la verdad y el error. No es suficiente que un creyente ande en la luz y ande en amor; también debe andar en la verdad. ¡La cuestión es verdad—o consecuencias!

Juan enfatiza la gravedad del hecho de alejarse de la verdad antes de explicar las trágicas consecuencias que provoca. Lo hace utilizando dos términos especiales: “el último tiempo” y “anticristo”. Ambos términos hacen evidente que los creyentes están viviendo en una época de crisis y que deben mantenerse en guardia ante los errores del enemigo.

“El último tiempo” es un término que nos recuerda que en el mundo ha asomado una nueva era. “Las tinieblas van pasando, y la luz verdadera ya alumbra” (1 Juan 2:8). Desde el momento de la muerte y resurrección de Jesucristo, Dios está haciendo “algo nuevo” en este mundo. Toda la historia del Antiguo Testamento preparaba el camino para la obra de Cristo en la cruz. Toda la historia desde ese entonces es simplemente un preparativo para “el fin”, momento en que Jesús venga a establecer su reino. No hay ninguna otra cosa que Dios deba hacer para la salvación de los pecadores.

Tú puedes preguntar: “Pero si en la época de Juan era `el último tiempo’, ¿por qué Jesús no ha regresado aún?”

Esta es una pregunta excelente, y las Escrituras nos dan la repuesta. Dios no está limitado por el tiempo, tal como sucede en el caso de las criaturas. Dios obra en el tiempo humano, pero está por encima del tiempo (ve 2 Pedro 3:8).

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“El último tiempo” comenzó en la época de Juan y ha ido creciendo en intensidad desde aquel entonces. En los días de Juan había falsos maestros impíos, y en los años que han transcurrido desde entonces, éstos han crecido en número como así también en influencia. “El último tiempo” o “la última hora” son frases que describen una clase de tiempo, y no la duración del mismo. “Los postreros tiempos” se describen en 1 Timoteo 4. Pablo, al igual que Juan, observaba las características de su época, y nosotros en el día de hoy vemos las mismas características con mayor intensidad aún.

En otras palabras, los creyentes siempre han estado viviendo en “el último tiempo”—en días de crisis. Por lo tanto, es importante que sepas en qué crees y por qué lo crees.

El segundo término, “anticristo”, se usa sólo por Juan en la Biblia (1 Juan 2:18, 22; 4:3; 2 Juan 7). Describe tres cosas: 1. un espíritu en el mundo que se opone o se niega a Cristo; 2. los falsos maestros que le dan cuerpo a este espíritu; y 3. una persona que encabezará la rebelión final del mundo en contra de Cristo.

El “espíritu del anticristo” (1 Juan 4:3) ha estado en el mundo desde que Satanás le declaró la guerra a Dios (ve Génesis 3). El “espíritu del anticristo” está detrás de toda doctrina falsa y todo sustituto “religioso” que se coloque en lugar de las realidades que los creyentes tienen en Cristo. Ese prefijo “anti”, en realidad tiene un doble significado. En el griego puede significar contra Cristo y en lugar de Cristo. En su frenesí, Satanás está peleando con Cristo y su verdad eterna, y con sus falsificaciones está sustituyendo las realidades que se hallan sólo en nuestro Señor Jesús.

El “espíritu del anticristo” está actualmente en el mundo. A la postre conducirá a la aparición de un “superhombre satánico”, al cual la Biblia denomina “Anticristo” (A mayúscula). Se lo denomina (2 Tesalonicenses 2:1–12) “el hombre de pecado” (o “inicuo”).

Este pasaje explica que en el mundo actual hay dos fuerzas que están en acción: la verdad que obra a través de la Iglesia, por el Espíritu Santo, y el mal que obra por la energía de Satanás. El Espíritu Santo, que está en los creyentes, está deteniendo la iniquidad, pero cuando la Iglesia sea llevada en el Arrebatamiento (1 Tesalonicenses 4:13–18), Satanás podrá completar su victoria temporal y gobernar el mundo. (Juan tiene más que decir acerca de este gobernante mundial y su sistema maligno en el libro de Apocalipsis, particularmente en 13:1–18; 16:13 y 19:20.)

¿Hace alguna diferencia qué es aquello en lo que crees? ¡Hace toda la diferencia del mundo! ¡Estás viviendo en días de crisis—en el último tiempo—y el espíritu del anticristo está obrando en el mundo! Es de vital importancia que sepas y creas la verdad, y seas capaz de detectar las mentiras cuando se te crucen en el camino.

La epístola de Juan da tres señales sobresalientes del falso maestro que está controlado por el “espíritu del anticristo”.

Se Aleja de la Comunión (1 Juan 2:18–19)

“Salieron de nosotros, pero no eran de nosotros; porque si hubiesen sido de nosotros, habrían permanecido con nosotros” (1 Juan 2:19).

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La palabra “nosotros” se refiere, por supuesto, a la comunión de los creyentes, la Iglesia. ¡No todo el que forma parte de una asamblea de creyentes es necesariamente miembro de la familia de Dios!

El Nuevo Testamento presenta a la Iglesia de dos maneras: como una familia mundial y como unidades locales o asambleas de creyentes. Hay un aspecto “universal” como así también “local” de la iglesia. Toda la compañía mundial de creyentes se compara con un cuerpo (1 Corintios 12) y con un edificio (Efesios 2:19–22). Cuando un pecador confía en Cristo como Salvador, recibe vida eterna e inmediatamente se convierte en miembro de la familia de Dios y en parte del Cuerpo espiritual de Cristo. Luego debería identificarse con un grupo local de creyentes (una iglesia) y comenzar a servir a Cristo (Hechos 2:41–42). Pero la idea aquí es que una persona puede pertenecer a una iglesia local y no ser parte del verdadero Cuerpo espiritual de Cristo.

Una de las evidencias de la vida cristiana verdadera es el deseo de estar con el pueblo de Dios. “Sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos” (1 Juan 3:14). Cuando las personas participan de la misma naturaleza divina (2 Pedro 1:4) y el mismo Espíritu Santo mora en ellas (Romanos 8:14–16), éstas desean disfrutar de la comunión y compartir las unas con las otras. Tal como hemos visto, comunión significa tener en común. Cuando las personas tienen realidades espirituales en común, entonces quieren estar juntas.

Pero los “creyentes falsos” que se mencionan en 1 Juan 2 no permanecieron en la comunión. Salieron. Esto no implica que “permanecer en la iglesia” mantiene salva a la persona. Antes bien, la permanencia en la comunión es evidencia de que la persona es verdaderamente creyente. En la parábola del sembrador (Mateo 13:1–9, 18–23), Jesús deja claro que los únicos que producen fruto son los que realmente han nacido de nuevo. Es posible estar cerca de la experiencia de salvación e inclusive tener algunas características que darían la idea de un “creyente”, pero aún así no ser hijo de Dios. Las personas que se consideran en 1 Juan 2 salieron de la comunión porque no poseían la vida verdadera, y el amor de Cristo no estaba en sus corazones.

Desafortunadamente, en el día de hoy hay muchas divisiones entre el pueblo de Dios, pero todos los creyentes verdaderos tienen cosas en común, no importa su afiliación eclesiástica. Creen que la Biblia es la Palabra de Dios y que Jesús es el Hijo de Dios. Confiesan que los hombres son pecadores y que la única manera en que uno puede ser salvo es por medio de la fe en Cristo. Creen que Cristo murió como sustituto del hombre en la cruz y que resucitó de los muertos. Creen que el Espíritu Santo mora en los creyentes verdaderos. Finalmente, creen que un día futuro Jesús regresará. Los creyentes pueden diferir sobre otras cuestiones—gobierno de la iglesia, por ejemplo, o modalidad de bautismo—pero están de acuerdo en las doctrinas básicas de la fe.

¡Si investigaras la historia de los cultos falsos y de los sistemas religiosos anticristianos del mundo actual, descubrirías que, en la mayoría de los casos, los fundadores comenzaron en una iglesia local! Estaban “con nosotros”, pero no eran parte “de nosotros”, así que salieron partiendo “de nosotros” y comenzaron sus propios grupos.

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Se debe sospechar inmediatamente de cualquier grupo que, sin importar lo “religioso” que sea, se haya separado por razones doctrinales de una iglesia local que se aferra a la Palabra de Dios. A menudo estos grupos siguen a líderes humanos y los libros que los hombres han escrito, en lugar de seguir a Jesús y la Palabra de Dios. El Nuevo Testamento (2 Timoteo 3–4; 2 Pedro 2) deja claro lo peligroso que es salir de la comunión.

Niega la Fe (1 Juan 2:20–25; 4:1–6)

La pregunta clave para un creyente es: ¿Quién es Jesucristo? ¿Es Cristo meramente “un Ejemplo”, “un buen Hombre”, “un maravilloso Maestro”, o es Dios manifestado en carne?

Los lectores de Juan conocían la verdad acerca de Cristo, de lo contrario no habrían sido salvos. Todos ustedes conocen la verdad, porque tienen al Espíritu de Dios, la unción, y el Espíritu les enseña todas las cosas (1 Juan 2:20, 27). “Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él” (Romanos 8:9).

Los cristianos falsos de la época de Juan utilizaban dos palabras especiales para describir su experiencia: “conocimiento” y “unción”. Decían tener una unción especial de parte de Dios que les daba un conocimiento particular. Eran “iluminados” y, en consecuencia, vivían en un nivel mucho más elevado que cualquier otra persona. ¡Pero Juan señala que todos los creyentes verdaderos conocen a Dios y han recibido el Espíritu de Dios! Y por el hecho de que han creído la verdad, cuando se enfrentan con una mentira, la reconocen.

La gran afirmación de la fe que coloca al creyente aparte de todos los demás es ésta: Jesucristo es Dios venido en carne (1 Juan 4:2).

No todos los predicadores y enseñadores que dicen ser cristianos son realmente cristianos en su creencia (1 Juan 4:1–6). Si confiesan que Jesucristo es Dios venido en carne, entonces sí pertenecen a la fe verdadera. Si niegan a Cristo, entonces pertenecen al anticristo. Ellos están en el mundo y son del mundo y, a diferencia de los creyentes verdaderos, no son llamados fuera del mundo. Cuando hablan, el mundo (las personas que no son salvas) las escuchan y les creen. Pero el mundo que no es salvo jamás puede entender al creyente verdadero. Un creyente habla bajo la dirección del Espíritu de verdad; un falso maestro habla bajo la influencia del espíritu de error—el espíritu del anticristo.

El hecho de confesar que “Jesucristo es Dios venido en carne” involucra mucho más que identificar simplemente a Cristo. Los demonios hacían esto (Marcos 1:24), pero esto no los salvaba. La confesión verdadera involucra la fe personal en Cristo—en lo que él es y lo que ha hecho. Una confesión no es simplemente una mera “declaración teológica” intelectual que recitas, sino un testimonio personal que brota de tu corazón en cuanto a lo que Cristo ha hecho por ti. Si has confiado en Cristo y has confesado tu fe, entonces tienes vida eterna (1 Juan 2:25). Los que no pueden hacer esta confesión con sinceridad, no tienen vida eterna, lo cual es un asunto definitivamente grave.

George Whitefield, el gran evangelista británico, le estaba hablando a un hombre acerca de su alma. Le preguntó al hombre: —Señor, ¿en qué cree usted?

—Yo creo en lo que mi iglesia cree— respondió el hombre respetuosamente. —¿Y qué es lo que cree su iglesia?

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—Lo mismo que yo creo. —¿Y qué es lo que creen ustedes dos?— volvió a inquirir el predicador. —¡Ambos creemos lo mismo!— fue la única respuesta que pudo obtener. Un hombre no es salvo por el hecho de asentir con el credo de una iglesia. Es

salvo por confiar en Jesucristo y dar testimonio de su fe (Romanos 10:9–10). Los falsos maestros a menudo dirán: “Nosotros adoramos al Padre. Creemos

en Dios el Padre, aunque no estamos de acuerdo contigo en cuanto a Jesucristo”. Pero negar al Hijo significa negar también al Padre. No puedes separar al

Padre del Hijo, puesto que ambos son un Dios. Jesús dice: “Yo y el Padre uno somos” (Juan 10:30). También deja claro el hecho de que los verdaderos creyentes honran a ambos, al Padre y al Hijo: “Para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que le envió” (Juan 5:23). Si tú dices que “adoras a un Dios”, pero dejas fuera de tu adoración a Jesucristo, no estás adorando como un creyente verdadero.

Es importante que permanezcas en la verdad de la palabra de Dios. La Palabra (mensaje) que los creyentes han “oído desde el principio” es todo lo que necesitas para mantenerte veraz a la fe. La vida cristiana continúa exactamente tal como comenzó: por medio de la fe en el mensaje bíblico. No se debe confiar en un líder religioso que viene con “algo nuevo”, algo que contradice lo que los creyentes han “oído desde el principio”. “Probad los espíritus si son de Dios” (1 Juan 4:1). Deja que la Palabra permanezca en ti (1 Juan 2:24) y permanece tú en Cristo (1 Juan 2:28); de lo contrario, serás descarriado por el espíritu del anticristo. Tú tienes la promesa segura de la vida eterna (1 Juan 2:25), no importa lo que prometan los falsos maestros. ¡No necesitas nada más!

Si los falsos maestros se conformaran con disfrutar ellos solos de sus reuniones, eso sería ya bastante malo. La tragedia es que tratan denodadamente de convertir a otras personas a sus doctrinas anticristianas. Esta es la tercera señal de un hombre que se ha alejado de la verdad de Dios:

Trata de Engañar a los Fieles (1 Juan 2:26–29)

Es interesante observar que los grupos anticristianos pocas veces tratan de guiar a los pecadores perdidos a su falsa fe. En lugar de eso, pasan mucho tiempo tratando de convertir a creyentes (y miembros de iglesias en esa condición) a sus propias doctrinas. Salen para “seducir” a los fieles.

La palabra seducir lleva en sí la idea de descarriar. Se nos advirtió de que esto sucedería: “Pero el Espíritu dice claramente que en los postreros tiempos algunos apostatarán de la fe, escuchando a espíritus engañadores y a doctrinas de demonios” (ve 1 Timoteo 4:1).

Jesús llama a Satanás el “padre de mentiras” (Juan 8:44). El propósito del diablo es descarriar a los creyentes enseñándoles doctrinas falsas (2 Corintios 11:1–4, 13–15). No deberíamos aceptar todo lo que una persona nos diga simplemente porque declara creer en la Biblia, ya que es posible “torcer” la Biblia de manera que se le atribuya cualquier tipo de significado (2 Corintios 4:1–2).

Satanás no es un creador, sino un falsificador. El imita la obra de Dios. Por ejemplo: Satanás tiene “ministros” falsos (2 Corintios 11:13–15) que predican un evangelio falso (Gálatas 1:6–12) que produce cristianos falsos (Juan 8:43–44), los

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cuales dependen de una justicia falsa (Romanos 10:1–10). En la parábola de la cizaña (Mateo 13:24–30, 36–43), se describen a Jesús y a Satanás como sembradores. Jesús siembra la verdadera semilla, los hijos de Dios, pero Satanás siembra “los hijos del malo”. ¡Mientras crecen, ambas clases de plantas se parecen tanto que los siervos no podrían decir cuál es cuál hasta que aparece el fruto! La principal estratagema de Satanás durante esta edad es plantar lo falso allí donde Cristo planta lo verdadero. Y es importante que seas capaz de detectar lo falso y separar las enseñanzas de Cristo de las enseñanzas falsas del anticristo.

¿Cómo hace esto un creyente? Dependiendo de la enseñanza del Espíritu Santo. Todo creyente ha experimentado la unción (1 Juan 2:20) del Espíritu, y es el Espíritu quien le enseña la verdad (Juan 14:17; 15:26). Los falsos maestros no son guiados por el Espíritu de verdad, sino que los guía el espíritu de error (1 Juan 4:3, 6).

La palabra unción nos recuerda la práctica antiguotestamentaria del derramamiento de aceite sobre la cabeza de una persona apartada para un servicio especial. Un sacerdote era ungido (Éxodo 28:41), y así sucedía con un rey (1 Samuel 15:1) o con un profeta (1 Reyes 19:16). Un creyente neotestamentario no es ungido con aceite literal, sino con el Espíritu de Dios—una unción que lo coloca aparte para realizar su ministerio como uno de los sacerdotes de Dios (1 Pedro 2:5, 9). No es necesario que ores pidiendo la “unción del Espíritu”. Si eres creyente, ya has recibido esta unción especial. Esta unción “permanece en nosotros” y, por lo tanto, no es necesario que se nos vuelva a impartir.

Hemos visto que los falsos maestros niegan al Padre y al Hijo. También niegan al Espíritu. El Espíritu es el Maestro que Dios nos ha dado (Juan 14:26), pero estos cristianos falsos quieren convertirse ellos mismos en maestros y descarriar a otros. ¡Tratan de ocupar el lugar del Espíritu Santo!

Se nos advierte que no permitamos que ningún hombre sea nuestro maestro, ya que Dios nos ha dado el Espíritu Santo para que nos enseñe su verdad. Esto no niega la actividad de los maestros humanos en la iglesia (Efesios 4:11–12), sino que quiere decir que, bajo la guía del Espíritu, se debe probar la enseñanza de los hombres investigando uno mismo la Biblia (ve Hechos 17:11).

Un misionero entre los indígenas americanos estaba en Los Ángeles con un amigo indio que era recién convertido. Mientras caminaban por la calle, pasaron junto a un hombre en una esquina que estaba predicando con una Biblia en la mano. El misionero sabía que el hombre representaba a un culto, pero lo único que veía el indio era la Biblia. Entonces se detuvo para escuchar el mensaje.

“Espero que mi amigo no se confunda”, pensó el misionero, y comenzó a orar. Pocos minutos después el indio se alejó del grupo y se reunió con su amigo misionero.

—¿Qué te pareció el predicador?,— preguntó el misionero. —Durante todo el tiempo que él habló,— exclamó el indio, —había algo en mi

corazón que decía una y otra vez, “¡Mentiroso! ¡Mentiroso!” Ese “algo” en su corazón era “Alguien”—¡el Espíritu Santo de Dios! El Espíritu

nos guía a la verdad y nos ayuda a reconocer el error. Esta unción de Dios “no es mentira”, porque “el Espíritu es verdad” (1 Juan 5:6).

¿Por qué algunos creyentes se descarrían para creer enseñanzas falsas? Porque no están permaneciendo en el Espíritu. La palabra permanecer o sus

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derivados aparecen varias veces en esta sección de 1 Juan, y sería útil repasarlos:

• Los falsos maestros no permanecen en la comunión (1 Juan 2:19). • La palabra (mensaje) que hemos oído debe permanecer en nosotros (1 Juan

2:24). • La unción (el Espíritu Santo) permanece en nosotros, y nosotros debemos

permanecer en el Espíritu (1 Juan 2:27). • Al permanecer en la Palabra y en el Espíritu, también permanecemos en

Cristo (1 Juan 2:28). Anteriormente, en la carta de Juan, también hemos observado la palabra

permanecer: • Si decimos que permanecemos en Cristo, debemos andar como él anduvo (1

Juan 2:6). • Si amamos a nuestro hermano, permanecemos en la luz (1 Juan 2:10). • Si la Palabra permanece en nosotros, seremos espiritualmente fuertes (1

Juan 2:14). • Si hacemos la voluntad de Dios, permaneceremos para siempre (1 Juan

2:17). “Permanecer” significa quedarse en la comunión; y “comunión” es la idea clave

de los dos primeros capítulos de esta epístola. Los capítulos 3 al 5 enfatizan la idea de la filiación, o ser “nacidos de Dios”.

Es posible ser un hijo dentro de una familia y, sin embargo, estar fuera de la comunión con el padre y con los demás miembros de la familia. Cuando nuestro Padre celestial descubre que estamos fuera de la comunión con él, se ocupa de nosotros para hacernos regresar al estado de permanencia en la misma. Este proceso se denomina “disciplina”—entrenamiento del niño (Hebreos 12:5–11).

Un creyente debe permitir que el Espíritu de Dios le enseñe de la Biblia. Una de las funciones más importantes de la iglesia local es la enseñanza de la Palabra de Dios (2 Timoteo 2:2; 4:1–5). El Espíritu da el don de enseñanza a ciertos individuos de la comunión (Romanos 12:6–7) y éstos les enseñan a los demás, pero lo que enseñan debe ser probado (1 Juan 4:1–3).

Hay una diferencia entre el engaño deliberado y la ignorancia espiritual. Cuando Apolos predicó en la sinagoga de Éfeso, el mensaje que dio era correcto hasta el punto en que él lo conocía, pero no era completo. Priscila y Aquila, dos creyentes maduros de la congregación, lo llevaron aparte en forma privada y lo instruyeron en cuanto al mensaje completo de Cristo (Hechos 18:24–28). Un creyente que pasa tiempo diariamente en la Biblia y en oración andará en el Espíritu y tendrá el discernimiento que necesite.

El Espíritu nos enseña “todas las cosas” (1 Juan 2:27). Los falsos maestros tienen la tendencia de concentrarse en un tema—profecía, santificación o inclusive dietas— y descuidar el mensaje completo de la Biblia. Jesús dejó implícito que debemos vivir de “toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4:4). Pablo se ocupó cuidadosamente de predicar “todo el consejo de Dios” (Hechos 20:27). “Toda la Escritura es inspirada por Dios y útil” (2 Timoteo 3:16).

Si ignoras o descuidas alguna parte de la Biblia, te estás buscando problemas. Debes leer y estudiar todo el Libro y ser capaz de “trazar bien” el mismo (2 Timoteo 2:15). Es decir que debes manejarlo con precisión. Debes discernir en la

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Biblia lo que Dios les dice a diferentes personas en diferentes épocas. Hay pasajes que se aplican específicamente a judíos, a gentiles o a la iglesia (1 Corintios 10:32). Debes tener cuidado de observar una distinción entre ellos. Aunque toda la Biblia fue escrita para ti, no toda fue escrita a ti. No obstante, los falsos maestros escogen (fuera de contexto) sólo lo que ellos quieren y, a menudo, aplican a los creyentes del día de hoy los pasajes que sólo fueron dados para la antigua Israel.

La segunda epístola de Juan advierte aún más en cuanto a los falsos maestros (2 Juan 7–11). Un creyente que se entremete con estos engañadores está en peligro de perder su plena recompensa (2 Juan 8). Ni siquiera deberías decirles “adiós” (lo cual significa literalmente “Qué Dios te acompañe”). No debes ser ni grosero ni descortés, puesto que eso no sería de un creyente, pero no tienes que permitir que entren en tu casa para que expliquen sus puntos de vista. ¿Por qué? Porque si los dejas, puede traer dos consecuencias. En primer lugar, plantarán la semilla de la falsa enseñanza en tu mente, y Satanás puede regar y nutrir esas semillas produciendo frutos amargos. Pero aun cuando no llegara a suceder esto, ¡al permitir que los falsos maestros entren en tu casa, les estás dando entrada a otros hogares! El engañador le dirá a tu vecino de la esquina: “¡El Sr. y la Sra. Juárez me permitieron entrar en su casa, y tú sabes qué buenos creyentes que son ellos!”

Ahora Juan está a punto de terminar su mensaje sobre la comunión y va a comenzar el tema de la filiación. Ha marcado los contrastes entre la luz y las tinieblas (1 Juan 1:1–2:6), el amor y el odio (1 Juan 2:7–17) y la verdad y el error (1 Juan 2:18–27). Ha explicado que un creyente verdadero vive una vida de obediencia (andar en luz, y no en tinieblas), amor y verdad. Es imposible que vivas una vida en comunión con Dios si eres desobediente, odioso o mentiroso. Cualquiera de estos pecados te quitará de lo genuino para introducirte en las apariencias. Tendrás una vida “artificial” en lugar de una vida “auténtica”.

Los versículos 28 y 29 de Primera de Juan son un “puente” que va de la sección de la comunión a la sección de la filiación (“nacido de Dios”). En estos versículos, Juan utiliza tres palabras que deben alentarnos a vivir una vida en comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu.

• Permanecer. Esta es una palabra que, anteriormente, hemos encontrado dos veces. Debes reconocer la importancia de permanecer en Cristo. De hecho, este ha sido el tema de los dos primeros capítulos de esta epístola. Permaneces en Cristo al creer la verdad, obedecer la verdad y amar a los otros creyentes—“los hermanos”. Obediencia—amor—verdad. Si eres creyente y te encuentras fuera de la comunión con Dios, esto se debe a que has desobedecido su Palabra, careces de amor hacia un hermano o crees en una mentira. La solución es confesar instantáneamente tu pecado y reclamar el perdón de Dios (1 Juan 1:9).

• Manifestarse. Esta es la primera mención que se hace en la epístola acerca del retorno prometido de Cristo. El libro de Apocalipsis trata en detalle sobre los eventos futuros. La epístola (1 Juan 2:28–3:3; 4:17) simplemente menciona el retorno de Cristo y un día de juicio futuro.

No todos los estudiosos de la Biblia concuerdan en cuanto a los detalles de los acontecimientos futuros, pero los cristianos evangélicos están de acuerdo en que Cristo regresará a buscar a su Iglesia (1 Tesalonicenses 4:13–18). Aunque en ese

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momento los creyentes no serán juzgados por sus pecados, sí lo serán en base a la fidelidad en el servicio a Cristo (1 Corintios 3:10–15). Los que hayan sido fieles recibirán recompensas (1 Corintios 4:5), y los que no lo hayan sido, las perderán. Este evento se denomina “el tribunal de Cristo” (Romanos 14:10; 2 Corintios 5:10). No se debe confundir con el “juicio del gran trono blanco” relacionado con las personas que no son salvas al final de los tiempos (Apocalipsis 20:11–15).

El hecho de que Jesucristo puede regresar en cualquier momento debería ser un incentivo para que vivas una vida en comunión con él y en obediencia a su Palabra. Por esta razón, Juan utiliza una tercera palabra:

• Avergonzarse. Algunos creyentes se sentirán “en su venida… avergonzados” (1 Juan 2:28). Todos los creyentes serán “aceptados”, pero hay una diferencia entre ser “aceptado” y ser “aceptable”. Un hijo desobediente que sale y se ensucia, será aceptado cuando vaya a su casa, pero no será tratado como si fuera aceptable. “Por tanto, procuramos también… serle agradables” (2 Corintios 5:9). Un creyente que no haya andado en comunión con Cristo en obediencia, amor y verdad, perderá su recompensa, y esto hará que se avergüence.

Un creyente siempre encuentra motivo para obedecer a Dios, no importa la dirección en que mire. Si mira hacia atrás, ve el Calvario, donde Cristo murió por él. Si mira hacia adentro, ve al Espíritu Santo que vive en su interior y le enseña la verdad. Si mira a su alrededor, ve a sus hermanos creyentes a quienes ama y también ve al mundo perdido en pecado que necesita desesperadamente de su testimonio piadoso. Y si mira hacia adelante, ¡ve el retorno de Cristo! “Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro” (1 Juan 3:3). El retorno de Cristo es un gran incentivo para una vida piadosa.

Juan ha escrito sobre la luz y la oscuridad, el amor y el odio y la verdad y el error, y en 1 Juan 2:29 resume toda la cuestión de la vida cristiana en una frase—“hace justicia”.

La vida genuina es una vida de acción, y no simplemente de palabras (“Si decimos”, 1 Juan 1:8–2:9) o de asentimiento mental dando como correcta una doctrina. “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mateo 7:21). Los creyentes no creen simplemente en la verdad, sino que la hacen (1 Juan 1:6).

Una persona que profesa ser creyente, pero que no vive en obediencia, amor y verdad, está engañado o es un engañador. Un hijo lleva la naturaleza de su padre, y una persona que ha “nacido de Dios” revelará las características de su Padre celestial. “Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados” (Efesios 5:1). “Como hijos obedientes, no os conforméis a los deseos que antes teníais estando en vuestra ignorancia; sino, como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos” (1 Pedro 1:14, 15a).

Parecía ser que una clase de escuela dominical tenía problemas constantemente. El pastor y el superintendente se reunieron con los maestros y encargados, pero no lograron ningún progreso aparente. Luego, un domingo por la mañana, la maestra de la clase pasó al frente mientras se cerraba la reunión con un himno. “Supongo que quiere dedicar su vida al Señor”, pensó el pastor.

—Pastor,— dijo ella, —quiero aceptar a Cristo como mi Salvador. Todos estos años pensé que era salva, pero no lo era. A mi vida siempre le faltaba algo. Los

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problemas de la clase eran mis problemas, pero ahora han sido resueltos. Ahora sé que soy salva.

“Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos” (2 Corintios 13:5). ¿Tiene tu vida las marcas de obediencia, amor y verdad? ¿Es tu vida cristiana algo verdadero—genuino—auténtico? ¿O es una falsedad?

¡Es una cuestión de verdad o consecuencias! ¡Y si no enfrentas la verdad, debes pagar las consecuencias!

6

Los Impostores

1 Juan 3:1–10

El Departamento del Tesoro de los Estados Unidos tiene un grupo especial de hombres cuya tarea es la de rastrear falsificadores. Naturalmente, es necesario que estos hombres reconozcan un billete falso cuando lo ven.

¿Cómo aprenden ellos a identificar billetes falsos? Parece extraño, pero no se los entrena pasando horas examinando dinero

falso. En vez de eso, estudian el genuino. Se familiarizan tanto con los billetes auténticos que pueden identificar el que es falso tan sólo mirándolo o, a menudo, simplemente palpándolo.

Este es el enfoque de 1 Juan 3, el cual nos advierte que en el mundo actual hay creyentes falsos: “hijos del diablo” (1 Juan 3:10). Pero en vez de enumerar las características malvadas de los hijos de Satanás, las Escrituras nos dan una clara descripción de los hijos de Dios. El contraste entre ambos es evidente.

El versículo clave de este capítulo es el 1 Juan 3:10: Un verdadero hijo de Dios practica la justicia y ama a los demás creyentes a pesar de las diferencias. Primera de Juan 3:1–10 trata acerca del primer tema, y 1 Juan 3:11–24 se ocupa del segundo.

Desde luego que la práctica de la justicia y el amor a los hermanos no son temas nuevos. En los primeros dos capítulos de esta epístola se tratan estos dos temas importantes, pero en 1 Juan 3 el enfoque es diferente. El énfasis de los dos primeros capítulos estaba en la comunión: Un creyente que está en comunión con Dios practicará la justicia y amará a los hermanos. Pero en 1 Juan 3–5, el énfasis está en la filiación: Un creyente practicará la justicia y amará a los hermanos porque es “nacido de Dios”.

“Nacido de Dios” es la idea básica de estos capítulos (1 Juan 2:29; 3:9; 4:7; 5:1, 4, 18).

Al leer 1 Juan 3:1–10, uno se puede sorprender con el versículo 6 que parece contradecir a los versículos 8–10. Pero la traducción precisa de este versículo debería incluir el término practica, como en el caso de los otros mencionados. El

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texto griego dice en realidad: “Todo aquel que permanece en él, no practica el pecado; todo aquel que practica el pecado, no le ha visto, ni le ha conocido” (1 Juan 3:6). La segunda parte del versículo 9 debería decir: “…y no puede practicar el pecado, porque es nacido de Dios”. Practicar el pecado es pecar de manera consistente, como si fuese una manera de vivir. No se refiere a cometer un pecado ocasional. Es evidente que el creyente no es impecable (1 Juan 1:8–10), pero Dios espera que un creyente verdadero peque menos y que no lo haga habitualmente.

Todos los grandes personajes mencionados en la Biblia pecaron en algunas ocasiones. Abraham mintió en cuanto a su esposa (Génesis 12:10–20). Moisés se descontroló y desobedeció a Dios (Números 20:7–13). Pedro negó tres veces al Señor (Mateo 26:69–75). Pero el pecado no era una práctica establecida en estos hombres. Fue un incidente en sus vidas, totalmente contrario a sus hábitos normales. Y cuando pecaron, lo admitieron y le pidieron a Dios que los perdonara.

Una persona que no es salva (aun en el caso de que profese ser creyente, pero que sea falso) vive una vida de pecado habitual. El pecado—en especial el pecado de incredulidad—es lo normal para su vida (Efesios 2:1–3). No tiene recursos divinos a los cuales recurrir. Su profesión de fe, si es que existe, no es real. Esta es la diferencia que se tiene en vista en 1 Juan 3:1–10: Un creyente verdadero no vive habitualmente en pecado. Tal vez cometa pecado, una acción errada ocasional, pero no practicará el pecado, haciéndolo un hábito establecido.

La diferencia es que un creyente verdadero conoce a Dios. Un creyente falso puede hablar de Dios e involucrarse en “actividades religiosas”, pero no conoce a Dios realmente. La persona que ha “nacido de Dios” por la fe en Cristo conoce a Dios el Padre, a Dios el Hijo y a Dios el Espíritu Santo. Y por el hecho de que los conoce, vive una vida de obediencia; no practica el pecado.

Juan nos da tres razones para vivir una vida santa.

Dios el Padre Nos Ama (1 Juan 3:1–3)

El amor de Dios hacia nosotros es único. El versículo 1 de 1 Juan 3 se puede traducir: “Mirad que clase de amor tan peculiar y fuera de este mundo que el Padre ha derramado sobre nosotros”. ¡Aunque éramos sus enemigos, Dios nos amó y envió a su Hijo a morir por nosotros!

Todo el plan maravilloso de la salvación comienza con el amor de Dios. Muchos traductores agregan una frase al versículo 1 de 1 Juan 3: “Para que

seamos llamados hijos de Dios, y lo somos”. “Hijos de Dios” no es simplemente un nombre llamativo que llevamos; ¡es una realidad! ¡Somos hijos de Dios! No podemos esperar que el mundo entienda esta emocionante relación, porque ni siquiera entiende a Dios. Sólo una persona que conoce a Dios por medio de Cristo puede apreciar plenamente lo que significa ser llamado hijo de Dios.

Primera de Juan 3:1 nos dice lo que somos, y 1 Juan 3:2 nos dice lo que seremos. Desde luego, la referencia que aparece aquí corresponde al momento de la venida de Cristo para buscar a su Iglesia. Esto se mencionó en 1 Juan 2:28 como un incentivo para vivir una vida santa, y ahora se repite.

El amor de Dios hacia nosotros no se detiene con el nuevo nacimiento. ¡Continúa a lo largo de toda nuestra vida y nos lleva directamente hasta el retorno de Jesucristo! Cuando nuestro Señor aparezca, todos los creyentes verdaderos lo

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verán y se volverán semejantes a él (Filipenses 3:20–21). Desde luego, esto quiere decir que tendremos cuerpos nuevos, glorificados, aptos para el cielo.

¡Pero el apóstol no se detiene aquí! Nos ha dicho lo que somos y lo que seremos. Ahora, en 1 Juan 3:3, nos dice los que deberíamos ser. En vista del retorno de Jesucristo, deberíamos mantener nuestra vida limpia.

Todo esto nos hace recordar el amor del Padre. Somos hijos de Dios porque el Padre nos amó y envió a su Hijo a morir por nosotros. Puesto que Dios nos ama, él quiere que un día vivamos con él. La salvación, desde el principio hasta el final, es una expresión del amor de Dios. Somos salvos por la gracia de Dios (Efesios 2:8–9; Tito 2:11–15), pero la provisión para nuestra salvación se originó en el amor de Dios. Y puesto que hemos experimentado el amor del Padre, no tenemos deseos de vivir en pecado.

Un incrédulo que peca es una criatura pecando contra su Creador. Un creyente que peca es un hijo pecando contra su Padre. El incrédulo peca contra la ley; el creyente peca contra el amor.

Esto nos recuerda el significado de la frase que se repite tan frecuentemente en la Biblia: “el temor de Jehová”. Esta frase no sugiere que los hijos de Dios viven en una atmósfera de terror, “porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía [temor]” (2 Timoteo 1:7). Más bien, indica que los hijos de Dios son reverentes para con el Padre y no le desobedecerán ni le probarán la paciencia de manera deliberada.

Un grupo de jóvenes estaba disfrutando de una fiesta y alguien sugirió que fueran a un cierto lugar para divertirse.

—Preferiría que me llevaras a mi casa— le dijo Julia al muchacho que había ido con ella a la fiesta. —A mis padres no les gusta ese lugar.

—¿Tienes miedo de que tu padre te haga algo?— le preguntó una de las chicas sarcásticamente.

—No— respondió Julia. —No tengo miedo de que mi padre me lastime, sino que tengo miedo de lastimarlo yo a él.

Ella entendía el principio de que un verdadero hijo de Dios, quien ha experimentado el amor de Dios, no tiene deseos de pecar contra ese amor.

Dios el Hijo Murió por Nosotros (1 Juan 3:4–8)

Aquí Juan pasa de la futura aparición de Jesús (1 Juan 3:2) a su aparición pasada (1 Juan 3:5). Juan da dos razones por las cuales Jesús vino y murió: 1. para quitar nuestros pecados (1 Juan 3:4–6) y 2. para deshacer las obras del diablo (1 Juan 3:7, 8). El hecho de que un hijo de Dios peque indica que no entiende ni aprecia lo que Jesús hizo por él en la cruz.

Cristo apareció para quitar nuestros pecados (3:4–6). Hay varias definiciones de pecado en la Biblia: “Todo lo que no proviene de fe, es pecado” (Romanos 14:23). “El pensamiento del necio es pecado” (Proverbios 24:9). “Y al que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, le es pecado” (Santiago 4:17). “Toda injusticia es pecado” (1 Juan 5:17). Pero la epístola de Juan define el pecado como infracción (1 Juan 3:4). Ve el pecado como contaminación (1 Juan 1:9–2:2), pero aquí lo ve como una oposición obstinada.

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El énfasis aquí no está en los pecados (plural), sino en el pecado (singular): “El que practica el pecado”. Los pecados son el fruto, pero el pecado es la raíz.

El hecho de que Dios es amor no significa que no tenga reglamentos o instrucciones para su familia. “Y en esto sabemos que nosotros le conocemos, si guardamos sus mandamientos” (1 Juan 2:3). “Y cualquiera cosa que pidiéremos la recibiremos de él, porque guardamos sus mandamientos, y hacemos las cosas que son agradables delante de él” (1 Juan 3:22). “En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a Dios, y guardamos sus mandamientos” (1 Juan 5:2).

Los hijos de Dios no son esclavos de la ley antiguotestamentaria, porque Cristo nos ha hecho libres y nos ha dado libertad (Gálatas 5:1–6). ¡Pero los hijos de Dios tampoco tienen que ser infractores! Ellos están “no… sin ley de Dios, sino bajo la ley de Cristo” (1 Corintios 9:21).

El pecado es básicamente una cuestión de la voluntad. Somos rebeldes cuando colocamos nuestra voluntad en contra de la voluntad de Dios, y la rebeldía es la raíz del pecado. No consiste simplemente en que el pecado se revela en un comportamiento licencioso, sino que la propia esencia del pecado es la rebelión. La actitud interna del pecador es de rebeldía, no importa cuál sea su accionar exterior.

La pequeña Judit iba en el coche con el padre. Ella decidió ponerse de pie en el asiento delantero. El padre le dijo que se sentara y se colocara el cinturón de seguridad, pero ella se negó. El se lo dijo por segunda vez, y ella volvió a negarse.

“¡Si no te sientas inmediatamente, voy a detener el coche junto al camino y te voy a dar una paliza!”, le dijo finalmente el padre, y ante esto la niña obedeció. Pero unos pocos minutos después dijo en voz baja: “Papá, todavía estoy parada por dentro”.

¡Infracción! ¡Rebelión! Aunque había restricción desde afuera, aún había rebelión por dentro. Y esta actitud es la esencia del pecado.

Pero después de que una persona se ha convertido en hijo de Dios, naciendo de nuevo por la fe en Jesucristo, ¡no puede practicar la rebelión! Por una parte, Jesucristo era sin pecado, y permanecer en él significa estar identificado con Aquel que es impecable. Y aún más que eso, ¡Jesucristo murió para quitar nuestros pecados! Si conocemos la persona de Cristo y hemos participado de la bendición resultado de su muerte, no podemos desobedecer deliberadamente a Dios. Toda la obra de la cruz se rechaza cuando alguien que profesa ser creyente practica deliberadamente el pecado. Esta es una de las razones por las cuales Pablo denomina a tales personas “enemigos de la cruz de Cristo” (Filipenses 3:18–19).

Todo aquel que permanece en él, no practica el pecado (1 Juan 3:6). Permanecer es una de las palabras favoritas de Juan. Permanecer en Cristo significa estar en comunión con él, no permitir que nada se interponga entre Cristo y nosotros. La filiación (ser nacidos de Dios) trae como consecuencia la unión con Cristo. Pero la comunión hace posible la intimidad con Cristo. Es esta intimidad (permanencia) con Cristo la que nos guarda de desobedecer deliberadamente su Palabra.

Una persona que peca de manera deliberada y habitual está demostrando que no conoce a Cristo y que, en consecuencia, no puede permanecer en él.

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En la muerte de Cristo en la cruz no sólo somos salvos del juicio, por más maravilloso que esto sea. Cristo, por medio de su muerte, quebrantó el poder del principio del pecado en nuestra vida. El tema de Romanos 6–8 es esta identificación con Cristo en su muerte y resurrección. Cristo no sólo murió por mí, ¡sino que yo morí con Cristo! Ahora me puedo someter a él y el pecado no tendrá poder sobre mí.

Cristo apareció para deshacer las obras del diablo (3:7–8). Aquí la lógica es clara: si un hombre conoce a Dios, obedecerá a Dios. Si le pertenece al diablo, obedecerá al diablo.

Juan acepta la realidad de que el diablo es una persona. Este enemigo tiene muchos nombres diferentes en las Escrituras: Satanás (adversario, enemigo), el diablo (acusador), Abadón o Apolión (destructor), el príncipe de este mundo, el dragón, etc. Cualquiera que sea el nombre que le des, ten presente que su actividad principal es oponerse a Cristo y al pueblo de Dios.

Aquí el contraste está entre Cristo (en el cual no hay pecado, 1 Juan 3:5) y el diablo (que lo único que puede hacer es pecar).

El origen de Satanás es un misterio. Muchos de los estudiosos creen que en un tiempo fue el más importante de los ángeles, colocado por Dios a cargo de la tierra y de los otros ángeles, y que pecó contra Dios y fue echado fuera (Isaías 14:9–17; Ezequiel 28:12–14).

Satanás no es eterno como Dios, ya que es un ser creado. No fue creado pecador. Su naturaleza presente es resultado de su rebelión pasada. Satanás no es como Dios: no es todopoderoso, ni omnisciente, ni está en todas partes. Sin embargo, lo asiste un ejército de criaturas espirituales conocidas como demonios, las cuales le permiten obrar en diferentes lugares al mismo tiempo (Efesios 6:10–12).

Satanás es un rebelde, pero Cristo es el Hijo de Dios obediente. Cristo fue “obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:8). Cristo es Dios, pero estuvo dispuesto a convertirse en siervo. Satanás era siervo y quiso convertirse en Dios. Satanás ha sido pecador desde el comienzo de su carrera, y Cristo ha venido a deshacer las obras del diablo.

“Deshacer” (1 Juan 3:8) no significa aniquilar. ¡Indudablemente Satanás todavía está trabajando en el día de hoy! “Deshacer” significa aquí hacer inoperante, quitar el poder. Satanás no ha sido aniquilado, pero su poder ha sido reducido y sus armas han sido deterioradas. Aún es un enemigo poderoso, pero no puede competir con el poder de Dios.

Jesús compara este mundo con un palacio que contiene muchas posesiones valiosas. Un hombre fuerte está protegiendo este palacio (Lucas 11:14–23). Satanás es el hombre fuerte, y “las cosas que posee” son los hombres y mujeres perdidos. La única manera de liberar “las cosas que posee” es amarrando al hombre fuerte, y eso es exactamente lo que Jesús hizo en la cruz. Al venir a la tierra, Jesús invadió el “palacio” de Satanás. Cuando murió, ¡quebró el poder de Satanás y capturó sus bienes! El “botín” de Satanás es tomado cada vez que un pecador perdido es ganado para Cristo.

Tropas japonesas que estaban escondidas en las cuevas y en la selva de las islas del Pacífico fueron descubiertas muchos meses después de que terminara la Segunda Guerra Mundial. Algunos de estos soldados estaban viviendo como

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salvajes atemorizados. No sabían que la guerra había terminado. Una vez que entendieron que ya no necesitaban pelear más, se entregaron.

Los creyentes pueden descansar en la verdad de que Satanás es un enemigo derrotado. Tal vez pueda aún ganar algunas batallas por aquí o por allí, ¡pero ya ha perdido la guerra! La sentencia se ha pronunciado, pero pasará algún tiempo antes de que se aplique el castigo. Una persona que conoce a Cristo, y que ha sido liberada de la esclavitud del pecado por medio de la muerte de Cristo en la cruz, no tiene deseos de obedecer a Satanás y vivir como un rebelde.

“¡Hijitos, nadie os engañe!” Los creyentes falsos estaban tratando de convencer a los creyentes verdaderos de que una persona puede ser “salva” y, aún así, practicar el pecado. Juan no niega que los creyentes pequen, pero sí niega que los creyentes puedan vivir en pecado. Sería mejor que una persona que puede disfrutar del pecado deliberado, que no se siente acusado o que no experimenta la disciplina de Dios se examine para ver si realmente ha nacido de Dios o no.

Dios el Espíritu Santo Vive en Nosotros (1 Juan 3:9–10)

“¡Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado!” ¿Por qué? Porque tiene una nueva naturaleza dentro de sí, y esa nueva

naturaleza no puede pecar. Juan denomina esta nueva naturaleza como la “simiente” de Dios.

Cuando una persona recibe a Cristo como Salvador, experimenta cambios espirituales tremendos. Se le da una nueva posición delante de Dios y es aceptado como justo ante los ojos de Dios. A esta nueva posición se le da el nombre de “justificación”. Nunca cambia y nunca se pierde.

Otro cambio importante en el creyente nuevo es que ha sido apartado para los propósitos de Dios a fin de que viva para su gloria. Esta obra se denomina “santificación”, y tiene una manera de cambiar de un día para el otro. Algunos días estamos mucho más cerca de Cristo y le obedecemos mucho más rápidamente.

Pero quizá el cambio más drástico en un creyente nuevo es lo que llamamos “regeneración”. Es “nacido de Dios” para entrar en la familia de Dios. (“re” significa otra vez, y “generación” quiere decir nacimiento.)

La justificación se refiere a una nueva posición delante de Dios, la santificación quiere decir que es separado para Dios y la regeneración corresponde a una nueva naturaleza, la naturaleza de Dios (ve 2 Pedro 1:4).

La única manera de entrar en la familia de Dios es confiar en Cristo y experimentar este nuevo nacimiento. “Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios” (1 Juan 5:1).

La vida física sólo produce vida física; la vida espiritual produce vida espiritual. “Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (Juan 3:6). Los creyentes han renacido “no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre” (1 Pedro 1:23). Por así decir, los “padres espirituales” de un creyente son la Palabra de Dios y el Espíritu de Dios. El Espíritu de Dios utiliza la Palabra de Dios para convencer de pecado y para revelar al Salvador.

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Somos salvos por la fe (Efesios 2:8–9) y “la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Romanos 10:17). El Espíritu Santo le imparte vida nueva—la vida de Dios—a un pecador creyente en el milagro del nuevo nacimiento y, como resultado, el individuo nace dentro de la familia de Dios.

Así como los hijos físicos llevan la naturaleza de sus padres, los hijos espirituales de Dios llevan su naturaleza. La “simiente” divina está en ellos. Un creyente tiene una vieja naturaleza por su nacimiento físico y una naturaleza nueva por su nacimiento espiritual. El Nuevo Testamento hace un contraste entre estas dos naturalezas y les da varios nombres: Vieja Naturaleza

Nueva Naturaleza

“nuestro viejo hombre”

“el nuevo hombre”

(Romanos 6:6)

(Colosenses 3:10)

“la carne”

“el Espíritu”

(Gálatas 5:24)

(Gálatas 5:17)

“simiente corruptible”

“simiente de Dios”

(1 Pedro 1:23)

(1 Juan 3:9)

La vieja naturaleza produce pecado, pero la nueva naturaleza conduce a una vida santa. La responsabilidad del creyente es vivir según su nueva naturaleza, y no según la vieja naturaleza.

Una manera de ilustrar esto es hacer un contraste entre el “hombre exterior” y el “hombre interior” (2 Corintios 4:16). El hombre físico necesita comida, y así sucede también con el interior, el hombre espiritual. “No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4:4). El hombre interior de un creyente carecerá de poder a menos que pase tiempo diariamente meditando en la Palabra de Dios.

Un indio creyente explicó: “Tengo dos perros viviendo dentro de mí. Un perro malo y un perro bueno. Siempre están peleando. El perro malo quiere que haga cosas malas, y el perro bueno quiere que haga cosas buenas. ¿Quieren saber cuál de los perros gana? ¡Aquel al que le doy más de comer!”

Un creyente que alimenta la nueva naturaleza con la Palabra de Dios tendrá poder para vivir una vida piadosa. Se nos ha dicho: “No proveáis para los deseos de la carne” (Romanos 13:14).

El hombre físico necesita limpieza, y así sucede también con el hombre interior. Nos lavamos frecuentemente las manos y la cara. Un creyente debería mirarse diariamente en el espejo de la Palabra de Dios (Santiago 1:22–25) y examinarse. Debe confesar sus pecados y reclamar el perdón de Dios (1 Juan 1:9). De lo contrario, el hombre interior se ensuciará y esta suciedad producirá infección y “enfermedad espiritual”.

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El pecado sin confesar es el primer paso en lo que la Biblia denomina “descarriarse”, el alejamiento gradual de un andar cercano con Cristo hacia una vida llena del mundo extraño en que vivimos.

La promesa de Dios, “sanaré vuestras rebeliones [descarríos]” (Jeremías 3:22), implica que el descarrío se asemeja a la enfermedad física. En primer lugar está la invasión secreta del cuerpo por parte de un germen morboso. Luego le sigue la infección y así se produce una decadencia gradual; falta de energía, falta de apetito, falta de interés en las actividades normales. ¡Más tarde llega el colapso!

El descarrío espiritual obra de manera similar. En primer lugar nos invade el pecado. En vez de luchar con él, cedemos (ve Santiago 1:14) y se desencadena la infección. Le sigue una decadencia gradual. Perdemos el apetito por las cosas espirituales, nos volvemos indiferentes e inclusive irritables y, finalmente, viene el colapso.

El único remedio es confesar y abandonar el pecado, recurriendo a Cristo para que nos limpie y nos sane.

El hombre interior no sólo necesita alimento y limpieza, sino que también necesita ejercicio. “Ejercítate para la piedad” (1 Timoteo 4:7). Una persona que come, pero que no hace ejercicio, se excederá en el peso. Una persona que hace ejercicios y no come, se matará. Debe haber un equilibrio apropiado.

El “ejercicio espiritual” para un creyente incluye el hecho de compartir de Cristo con otros, hacer buenas obras en nombre de Cristo y ayudar a edificar a otros creyentes. Cada creyente tiene, por lo menos, un don espiritual que tiene que utilizar para el bien de la iglesia (1 Corintios 12:1–11). “Cada uno según el don que ha recibido, minístrelo a los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios” (1 Pedro 4:10).

Aquí tenemos un comentario vívido de todo este proceso de tentación y pecado:

“Cuando alguno es tentado, no diga que es tentado de parte de Dios; porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni él tienta a nadie; sino que cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido. Entonces la concupiscencia, después que ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte” (Santiago 1:13–15).

La tentación apela a nuestros deseos básicos naturales. No hay nada malo en nuestros deseos, pero la tentación nos da la oportunidad de satisfacerlo de mala manera. No es pecado tener hambre, pero es pecado satisfacerlo fuera de la voluntad de Dios. Esta fue la primera tentación que Satanás lanzó ante Jesús (Mateo 4:1–4).

Los dos términos, “atraído” y “seducido” (Santiago 1:14), se relacionan con la caza o la pesca: el hecho de colocar un cebo en una trampa o en un anzuelo. El animal (o el pez) pasa por allí y sus deseos naturales lo atraen hacia el cebo. Pero al tomar el cebo, es atrapado en la trampa o en el anzuelo. Y el fin es la muerte.

Satanás ceba sus trampas con placeres que apelan a la vieja naturaleza, la carne. Pero ninguno de sus cebos atrae a la nueva naturaleza divina que está dentro del creyente. Si un creyente cede ante su vieja naturaleza, entonces le apetecerá el cebo, lo tomará y pecará. Pero si sigue las inclinaciones de su nueva naturaleza, entonces rechazará el cebo y obedecerá a Dios. “Digo, pues: Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne” (Gálatas 5:16).

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El hecho de ceder ante el pecado es la señal distintiva de “los hijos del diablo” (1 Juan 3:10). Ellos profesan o dicen ser una cosa, pero practican otra. Satanás es mentiroso y padre de mentiras (Juan 8:44), y sus hijos son iguales al padre. “El que dice: Yo le conozco [a Dios], y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso, y la verdad no está en él” (1 Juan 2:4). Los hijos del diablo tratan de engañar a los hijos de Dios para que piensen que una persona puede ser creyente y, aún así, practicar el pecado. “Hijitos, nadie os engañe; el que hace justicia es justo, como él [Dios] es justo” (1 Juan 3:7).

Los falsos maestros de la época de Juan enseñaban que un creyente no se tenía que preocupar por el pecado porque lo único que pecaba era el cuerpo, y que lo que el cuerpo hacía no afectaba al espíritu. Algunos iban hasta el punto de enseñar que el pecado es algo natural para el cuerpo, ya que éste es pecaminoso.

El Nuevo Testamento condena la insensatez de tales excusas para pecar. Para empezar, “la vieja naturaleza” no es el cuerpo. El cuerpo en sí es neutral:

puede ser utilizado por la vieja naturaleza pecaminosa o por la nueva naturaleza divina. “No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias; ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado como instrumentos de iniquidad, sino presentaos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia” (Romanos 6:12–13).

¿Cómo hace el creyente para vencer los deseos de la vieja naturaleza? Debe comenzar entregándole cada día su cuerpo a Dios como un sacrificio vivo (Romanos 12:1). Debe pasar tiempo leyendo y/o estudiando la Palabra de Dios, “alimentando” su nueva naturaleza. Debe tomar tiempo para orar, pidiéndole a Dios que lo llene del Espíritu Santo y que le dé poder para servir a Cristo y glorificarle.

Un creyente debe depender a lo largo del día del poder del Espíritu en el hombre interior. Cuando venga la tentación, debe recurrir inmediatamente a Cristo para tener la victoria.

La Palabra de Dios en su corazón le ayudará a mantenerse lejos del pecado solamente si recurre a Cristo. “En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti” (Salmo 119:11). Si realmente peca, entonces debe confesarlo instantáneamente a Dios y reclamar el perdón. Pero no es necesario que peque. Por presentar su cuerpo al Espíritu Santo que está dentro de él, recibirá el poder necesario para vencer al tentador.

Una buena práctica es reclamar la promesa de Dios: “No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana; pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar” (1 Corintios 10:13).

Un maestro de escuela dominical estaba explicando acerca de las dos naturalezas del creyente—vieja y nueva—a una clase de jóvenes.

—Nuestra vieja naturaleza vino de Adán— explicó —y nuestra nueva naturaleza viene de Cristo, a quien se lo llama “el postrer Adán”.— Luego hizo que la clase leyera 1 Corintios 15:45: “Así también está escrito: Fue hecho el primer Adán alma viviente; y el postrer Adán, espíritu vivificante”.

—Esto significa que hay dos “Adanes” viviendo en mí— dijo uno de los jóvenes.

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—Correcto— respondió el maestro. —¿Y cuál es el valor práctico de esta verdad?

La clase permaneció en silencio por un instante y, luego, uno de los alumnos habló.

—Esta idea de los “dos Adanes” realmente me ayuda a luchar contra la tentación— dijo él. —Cuando la tentación me golpea a la puerta, si mando a contestar al primer Adán, entonces peco. Pero si envío al postrer Adán, tengo la victoria.

Un creyente verdadero no practica el pecado. Un creyente falso no puede evitar practicar el pecado porque no tiene la nueva naturaleza de Dios dentro de sí. El creyente verdadero también ama a los otros creyentes, lo cual se trata en detalle en 1 Juan 3:11–24.

Pero estas palabras no se escribieron para que tú y yo examinemos a otras personas. Fueron inspiradas para que podamos examinarnos a nosotros mismos. Cada uno de nosotros debe responder con sinceridad delante de Dios:

1. ¿Tengo la naturaleza divina dentro de mí o simplemente estoy aparentando ser creyente?

2. ¿Cultivo esta naturaleza divina leyendo la Biblia y orando diariamente?

3. ¿Algún pecado no confesado ha contaminado mi hombre interior? ¿Estoy dispuesto a confesarlo y abandonarlo?

4. ¿Permito que mi vieja naturaleza controle mis pensamientos y deseos o me gobierna la nueva naturaleza?

5. Cuando aparece la tentación, ¿juego con ella o huyo? ¿Me someto inmediatamente a la naturaleza divina que está dentro de mí?

La vida que es genuina es sincera con Dios en cuanto a estos temas de vital importancia.

7

Amor o Muerte

1 Juan 3:11–24

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La carta de Juan ha sido comparada con una escalera espiral porque sigue dando vueltas sobre los mismos tres temas: el amor, la obediencia y la verdad. No obstante, aunque estos temas son recurrentes, no es verdad que sean meramente repetitivos. Cada vez que regresamos a un tema, lo observamos desde un punto de vista diferente y se nos introduce más profundamente en el mismo.

Ya hemos aprendido acerca del amor hacia los demás creyentes—“los hermanos” (1 Juan 2:7–11)—pero el énfasis de 1 Juan 2 estaba en la comunión. Un creyente que “anda en la luz” dará evidencias de ese hecho al amar a los hermanos. En nuestra presente sección, el énfasis está en su relación con los otros creyentes.

Los creyentes se aman los unos a los otros porque todos han nacido de Dios, lo cual los hace hermanos (y hermanas) en Cristo.

Tanto la obediencia como el amor son evidencias de la filiación y la hermandad. Se nos ha hecho recordar que un verdadero hijo de Dios practica la justicia (1 Juan 3:1–10), y ahora consideraremos el tema del amor hacia los hermanos (1 Juan 3:11–24). Esta verdad se declara primeramente en un sentido negativo: “Todo aquel que no hace justicia, y que no ama a su hermano, no es de Dios” (1 Juan 3:10).

Es necesario observar una diferencia notoria entre la manera que se trató anteriormente el tema del amor a los hermanos y la forma en que se lo hace ahora. En la sección sobre la comunión (1 Juan 2:7–11) se nos dice que el amor a los hermanos es una cuestión de luz y de tinieblas. Si no nos amamos los unos a los otros, entonces no podemos andar en la luz, no importa con cuánta fuerza lo proclamemos. Pero en esta sección (1 Juan 3:11–24) sobre la hermandad, la epístola va mucho más profundo. Se nos dice que el hecho de amar a los hermanos es una cuestión de vida o muerte. “El que no ama a su hermano, permanece en muerte” (1 Juan 3:14).

En lo que respecta a esta cuestión del amor, hay cuatro “niveles de relación” posibles, por así decir, en los cuales puede vivir una persona: asesinato (1 Juan 3:11–12), odio (1 Juan 3:13–15), indiferencia (1 Juan 3:16–17) y compasión cristiana (1 Juan 3:18–24).

Los primeros dos no son para nada cristianos, el tercero no alcanza a serlo, y sólo el último es compatible con el verdadero amor cristiano.

Asesinato (1 Juan 3:11–12)

Desde luego, el asesinato es el nivel más bajo en que una persona puede vivir en relación con otra. Es el nivel en el cual vive Satanás. El diablo fue asesino desde el comienzo mismo de su caída (Juan 8:44), pero los creyentes han escuchado, también desde el comienzo de la vida cristiana, que tienen que amarse los unos a los otros. Juan enfatiza los orígenes: “Volvamos al comienzo”. Si nuestra experiencia se origina con el Padre, entonces debemos amarnos los unos a los otros. Pero si se origina en Satanás, nos odiaremos unos a otros. “Lo que habéis oído desde el principio, permanezca en vosotros” (1 Juan 2:24).

Caín es un ejemplo de una vida de odio. En Génesis 4:1–16 encontramos el relato. Es importante notar que Caín y Abel, al ser hermanos, tenían los mismos padres y ambos presentaron sacrificios a Dios. A Caín no se lo presenta como un

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ateo, sino como un adorador. Y la idea es esta: los hijos del diablo pueden disfrazarse de creyentes verdaderos. Asisten a las reuniones religiosas, tal como lo hizo Caín. Tal vez inclusive hagan ofrendas. Pero estas acciones en sí no son pruebas válidas de que un hombre sea nacido de Dios. La prueba verdadera es su amor hacia los hermanos, y aquí es donde Caín falló.

Cada persona tiene un “linaje espiritual” como así también uno físico, y el “padre espiritual” de Caín era el diablo. Por supuesto que esto no significa que Satanás era literalmente el padre de Caín. Más bien, quiere decir que las actitudes y acciones de Caín se originaban en Satanás. Caín era un asesino y un mentiroso como Satanás (Juan 8:44). Asesinó a su hermano y luego mintió al respecto. “Y Jehová dijo a Caín: ¿Dónde está Abel tu hermano? Y él respondió: No sé. ¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?” (Génesis 4:9).

En contraste con esto, Dios es amor (1 Juan 4:8) y verdad (Juan 14:6; 1 Juan 5:6); por lo tanto, los que pertenecen a la familia de Dios practican la verdad y el amor.

La diferencia entre la ofrenda de Caín y la de Abel fue la fe (Hebreos 11:4); y la fe siempre está basada en la revelación que Dios ha dado (Romanos 10:17). Parece ser evidente que Dios dio instrucciones definidas en cuanto a la manera en que debía ser adorado. Caín rechazó la Palabra de Dios y decidió adorar a su manera. Esto muestra su relación con Satanás, ya que Satanás siempre está interesado en alejar a la gente de la voluntad revelada de Dios. El “¿Conque Dios os ha dicho…?” (Génesis 3:1) del diablo fue donde se inició el problema para los padres de Caín y para toda la humanidad que le sucedió.

No se nos dice cuál fue la señal externa que hizo el Señor para aceptar el sacrificio de Abel y rechazar el de Caín. Tal vez haya enviado fuego del cielo para consumir el sacrificio que Abel había hecho de un animal con su sangre. Pero sí se nos dicen los resultados: Abel se volvió del altar con el testimonio de la aceptación de Dios en su corazón, pero Caín se fue enojado y desilusionado (Génesis 4:4–6). Dios le advirtió a Caín que el pecado se estaba agazapando ante la puerta como una bestia peligrosa (Génesis 4:7), pero le prometió a Caín que disfrutaría de la paz si obedecía a Dios tal como lo había hecho Abel.

En vez de prestar atención a la advertencia de Dios, Caín escuchó la voz de Satanás y planeó matar a su hermano. Su envidia se había convertido en enojo y odio. Sabía que él era malvado y que su hermano era justo. En lugar de arrepentirse, tal como Dios le había ordenado que hiciese, decidió destruir a su hermano.

Siglos después, los fariseos hicieron lo mismo con Jesús (Marcos 15:9–10), y Jesús también los llamó hijos del diablo (Juan 8:44).

La actitud de Caín representa la actitud del presente sistema mundial (1 Juan 3:13). El mundo odia a Cristo (Juan 15:18–25) por la misma razón que Caín odiaba a Abel: Cristo pone en evidencia el pecado del mundo y revela su verdadera naturaleza. Cuando el mundo se encuentra cara a cara con la realidad y la verdad, como en el caso de Caín, sólo puede tomar una de dos decisiones: arrepentirse y cambiar o destruir al que lo pone en evidencia.

Satanás es “el príncipe de este mundo” (Juan 14:30) y controla a través del asesinato y las mentiras. ¡Qué horrible es vivir en el mismo nivel que Satanás!

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Un cazador se refugió en una cueva durante una tormenta. Después de secarse un poco, decidió investigar su hogar temporario y encendió la linterna. ¡Imagínate la sorpresa que se llevó al descubrir que estaba compartiendo la cueva con una variedad de arañas, lagartijas y víboras! Su salida sí fue rápida.

Si el mundo perdido pudiera tan sólo ver, se daría cuenta de que está viviendo en el nivel bajo del asesinato y las mentiras, cercado por esa serpiente antigua, Satanás, y todos sus ejércitos demoníacos. Al igual que Caín, la gente del mundo trata de tapar su verdadera naturaleza con ritos religiosos, pero le falta fe en la Palabra de Dios. Las personas que continúan viviendo en este nivel, finalmente serán arrojadas junto con Satanás a las tinieblas de afuera para sufrir separados de Dios para siempre.

Odio (1 Juan 3:13–15)

Es probable que en este momento estés pensando: “¡Pero yo nunca he matado a nadie!” Y ante esta afirmación, Dios responde: “Sí, pero recuerda que, para el creyente, el odio es igual al asesinato” (1 Juan 3:15; Mateo 5:22). La única diferencia entre el nivel 1 y el nivel 2 es la acción externa de quitar la vida. La intención interna es la misma.

Una persona que visitaba el zoológico estaba conversando con el que cuidaba la jaula de los leones.

—En casa tengo un gato—, dijo el visitante —y sus leones actúan exactamente igual que mi gato. ¡Mire cómo duermen de tranquilos! Parece una vergüenza que haya que colocar estas hermosas criaturas detrás de esas rejas.

—Mi amigo—, dijo el cuidador riéndose —estos tal vez se parezcan a sus gatos, pero la naturaleza que poseen es radicalmente diferente. En el corazón son asesinos. Debería alegrarse de que esas rejas se encuentren allí.

La única razón por la cual algunas personas nunca han asesinado literalmente a nadie es por causa de las “rejas” que se han levantado: el temor al arresto y la vergüenza, las penalidades de la ley y la posibilidad de morir. Pero nosotros vamos a ser juzgados por “la ley de la libertad” (Santiago 2:12). La cuestión no está tanto en lo que hiciste, sino en lo que quisiste hacer o en lo que habrías hecho si hubieras tenido libertad de hacer lo que te placía. Esta es la razón por la cual Jesús equipara el odio con el asesinato (Mateo 5:21–26) y la concupiscencia con el adulterio (Mateo 5:27–30).

Desde luego, esto no quiere decir que el odio en el corazón causa el mismo daño que el asesinato o incluye el mismo grado de culpa. ¡Tu prójimo prefiere que lo odies y no que lo mates! Pero a los ojos de Dios, el odio es el equivalente moral del asesinato, y si lo dejamos sin refrenar, conduce al asesinato. Un creyente ha pasado de muerte a vida (Juan 5:24), y la prueba de esto es que ama a los hermanos. Odiaba al pueblo de Dios cuando formaba parte del sistema mundano, pero ahora que pertenece a Dios, los ama.

Estos versículos (1 Juan 3:14–15), al igual que aquellos que tratan acerca de la práctica del pecado en el creyente (1 Juan 1:5–2:6), se refieren a un hábito de vida establecido: un creyente se encuentra en la práctica de amar a los hermanos, aunque tal vez haya ocasiones en que se enoje con un hermano (Mateo 5:22–24). Los incidentes ocasionales de enojo no anulan el principio. ¡No hay nada que

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demuestre ser más cierto, ya que un creyente que no tiene comunión con los demás creyentes es una persona miserable! Sus sentimientos le muestran claramente que algo anda mal.

Fíjate en otro hecho: no se nos dice que los asesinos no puedan ser salvos. El mismo apóstol Pablo participó en el apedreamiento de Esteban (Hechos 7:57–60) y admitió que su voto ayudó para que muriera mucha gente inocente (Hechos 26:9–11; 1 Timoteo 1:12–15). Pero, en su gracia, Dios salvó a Pablo.

El tema aquí no está en cuestionar si un asesino puede convertirse en creyente, sino en el hecho de que un hombre que continúa siendo asesino sea realmente creyente. La respuesta es “no”. “Sabéis que ningún homicida tiene vida permanente en él” (1 Juan 3:15b). El asesino no tuvo vida eterna en un tiempo y luego la perdió. Jamás tuvo en absoluto vida eterna.

El hecho de que nunca hayas matado literalmente a alguien no debe ponerte orgulloso ni complaciente. ¿Alguna vez has abrigado odio en tu corazón?

El odio le hace más daño a la misma persona que odia de lo que le hace a cualquier otro (Mateo 5:21–26). En los tiempos bíblicos, el odio colocaba a un hombre en peligro de tener que presentarse a la corte local. Decirle “necio, cabeza hueca” a un hermano lo ponía en peligro ante el Sanedrín, el concilio judío más elevado. Pero llamarlo “maldito necio” lo colocaba en peligro del juicio eterno en el infierno. ¡El odio que no se confiesa ni se abandona, realmente coloca a una persona en una prisión espiritual y emocional (Mateo 5:25)!

El antídoto para el odio es el amor. “El odio y el odiarse unos a otros” es la experiencia normal de una persona que no es salva (Tito 3:3). Pero, cuando un corazón con odio le abre sus puertas a Jesucristo, entonces se convierte en un corazón de amor. Así, pues, en vez de querer “asesinar” a otros por medio del odio, quiere amarlos y compartir con ellos el mensaje de la vida eterna.

Una noche, un hombre que se encontraba al costado de un camino detuvo al evangelista Juan Wesley y le robó todo el dinero al líder metodista. Wesley le dijo al hombre: —Si llega el día en que quiere dejar este camino de maldad y vivir para Dios, recuerde que “la sangre de Cristo nos limpia de todo pecado”.

Unos años después, un hombre detuvo a Wesley después de una reunión en una iglesia. —¿Me recuerda?,— le preguntó el hombre. —Una noche le robé y usted me dijo que la sangre de Cristo limpia de todo pecado. Confié en Cristo y él me cambió la vida.

Indiferencia (1 Juan 3:16–17)

Pero la prueba del amor cristiano no es simplemente el hecho de no hacerle mal a los demás. El amor también abarca el hacerles bien. El amor cristiano es al mismo tiempo positivo y negativo. “Dejad de hacer lo malo; aprended a hacer el bien” (Isaías 1:16b–17a).

Caín es nuestro ejemplo de un amor falso; Cristo es el ejemplo del verdadero amor cristiano. Jesús dio su vida por nosotros para que pudiéramos experimentar la verdad. Todos los creyentes conocen Juan 3:16, ¿pero cuántos le prestamos mucha atención a 1 Juan 3:16? Es maravilloso experimentar la bendición de Juan 3:16, pero aún más maravilloso es compartir esa experiencia obedeciendo 1 Juan

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3:16: Cristo puso su vida por nosotros y nosotros debemos poner nuestra vida por los hermanos.

El amor cristiano abarca sacrificio y servicio. Cristo no sólo habló de su amor, sino que lo demostró (Romanos 5:6–10). Jesús no fue asesinado como un mártir, sino que voluntariamente puso su vida (Juan 10:11–18; 15:13). La “autopreservación” es la primera ley de la vida física, pero el “autosacrificio” es la primera ley de la vida espiritual.

Pero Dios no nos pide que pongamos la vida. Simplemente nos pide que ayudemos a un hermano que tiene necesidad. Juan pasa sabiamente de la expresión “los hermanos” de 1 Juan 3:16 al singular, “su hermano”, en 1 Juan 3:17.

Nos resulta fácil hablar acerca de “amar a los hermanos”, descuidando el hecho de ayudar a otro hermano individualmente. El amor cristiano es personal y activo.

Esto es lo que Jesús tenía en mente al dar la parábola del buen samaritano (Lucas 10:25–37). Un abogado quería hablar de un tema abstracto: “¿Quién es mi prójimo?” Pero Jesús concentró la atención en un hombre que tenía una necesidad, y cambió la pregunta, haciéndola: “¿De quién puedo ser prójimo?”

Había dos amigos que estaban asistiendo a una conferencia sobre evangelismo. Luis no encontró a Pedro durante una de las sesiones. En el almuerzo, cuando vio a Pedro, le dijo: —No te vi en la sesión de las 10. ¡Fue fantástica! ¿Dónde estabas?

—Estaba en la entrada hablándole de Cristo a un joven. Lo guié al Señor— dijo Pedro.

No hay nada malo en asistir a conferencias, pero es fácil olvidarse del individuo y sus necesidades mientras se discute sobre generalidades. La prueba del amor cristiano no está en profesar en alta voz que uno ama a toda la iglesia, sino en ayudar silenciosamente a un hermano que padece necesidad. Si no ayudamos ni siquiera a un hermano, lo más probable es que no “pongamos nuestra vida” por “los hermanos”.

Un hombre no tiene que asesinar a otro para pecar. El odio es asesinato en el corazón. Pero un hombre no necesita odiar a su hermano para ser culpable de pecado. Todo lo que tiene que hacer es ignorarlo o ser indiferente a sus necesidades. Un creyente que tiene bienes materiales y puede aliviar las necesidades de su hermano, debe hacerlo. “¡Cerrarle la puerta del corazón” al hermano es una especie de asesinato!

Debo llenar tres condiciones si es que voy a ayudar a mi hermano. En primer lugar, debo tener los medios necesarios para suplir su necesidad. Segundo, debo saber que la necesidad existe. Tercero, debo tener suficiente amor como para querer compartir.

Un creyente que es demasiado pobre como para compartir, o que ignora la necesidad de su hermano, no es condenado. Pero el creyente que endurece su corazón frente a un hermano necesitado sí es condenado. Una de las razones por las cuales los creyentes deben trabajar es para poder “compartir con el que padece necesidad” (Efesios 4:28).

En estos tiempos en que los centros de ayuda social se están multiplicando es fácil que los creyentes se olviden de sus obligaciones. “Así que, según tengamos

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oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de fe” (Gálatas 6:10).

Este “hacer bien” no necesita ser en términos de dinero o elementos materiales. Puede incluir el servicio personal y la entrega de uno mismo a los demás. Hay muchos individuos en nuestras iglesias a los cuales les hace falta amor y que agradecerían nuestra amistad.

Durante una reunión de compartir, una madre joven admitió que nunca podía encontrar tiempo para el devocional personal. Tenía varios hijos que cuidar y las horas se le pasaban volando.

Imagínate la sorpresa cuando dos mujeres de la iglesia aparecieron a su puerta.

—Hemos venido a ayudarte— le explicaron. —Tú ve a tu cuarto y comienza con tus devocionales—. Después de varios días teniendo esta clase de ayuda, la joven madre pudo desarrollar su vida devocional de tal manera que el tiempo que le demandaban las actividades diarias ya no le molestaban más.

Si queremos experimentar y disfrutar el amor de Dios en nuestro corazón, entonces debemos amar a los demás, aun hasta el punto de tener que sacrificarnos. El hecho de ser indiferentes a las necesidades del hermano nos roba aquello que necesitamos más que nada: el amor de Dios en nuestros corazones. ¡Es una cuestión de amor o muerte!

Amor Cristiano (1 Juan 3:18–24)

El amor cristiano verdadero significa amar de hecho y en verdad. Lo opuesto de “de hecho” es “de palabra”, y lo opuesto de “en verdad” es “de lengua”. Aquí aparece un ejemplo del amor “de palabra”.

“Si un hermano o hermana están desnudos, y tienen necesidad del mantenimiento de cada día, y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y saciaos, pero no les dais las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de qué aprovecha?” (Santiago 2:15–16).

El amor “de palabra” simplemente significa hablar acerca de una necesidad, pero el amor “de hecho” quiere decir hacer algo para suplirla. Tal vez pienses que por el hecho de que hayas hablado acerca de una necesidad o inclusive orado por ella, ya has cumplido con tu deber. Pero el amor involucra más que las palabras. Requiere acciones sacrificadas.

Amar “de lengua” es lo opuesto a amar “en verdad”. Significa amar hipócritamente. Amar “en verdad” es amar a una persona de manera genuina, con el corazón y no sólo con la lengua. A las personas les atrae el amor genuino, pero rechazan la expresión artificial. Una de las razones por las cuales Jesús atraía a los pecadores (Lucas 15:1, 2) era porque estaban seguros de que los amaba sinceramente.

“Pero, ¿no le cuesta muchísimo al creyente practicar este tipo de amor?” Sí, así es. A Jesucristo le costó la vida. Pero los beneficios maravillosos que te

llegan como resultado final de este amor son mucho más grandes que cualquier sacrificio que hagas. Hay que estar seguro de que uno no ama a los demás porque quiere recibir una retribución, pero el principio bíblico de, “dad, y se os dará” (Lucas 6:38), se aplica tanto al amor como al dinero.

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Juan nombra tres bendiciones maravillosas que alcanzan al creyente que practica el amor cristiano.

Seguridad (3:19–20). La relación de un creyente con los demás afecta su relación con Dios. Un hombre que no anda bien con su hermano debería ir a arreglar las cosas antes de ofrecer su sacrificio sobre el altar (ve Mateo 5:23–24). Un creyente que practica el amor crece en la comprensión que tiene de la verdad de Dios y disfruta de un corazón lleno de confianza delante de Dios.

Un “corazón que condena” le roba la paz al creyente. Otra manera de describirlo es una “conciencia acusadora”. A veces el corazón nos acusa incorrectamente porque es “engañoso… más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?” (Jeremías 17:9). La respuesta a esta pregunta es: “¡Dios conoce el corazón!” Más de un creyente se ha acusado a sí mismo falsamente o ha sido más duro consigo mismo de lo necesario, pero Dios nunca cometerá tal error. Un creyente que anda en amor tiene un corazón abierto hacia Dios (“Dios es amor”) y sabe que Dios nunca juzga de manera equivocada.

Tal vez Juan haya recordado dos incidentes de la vida de Jesús sobre la tierra que ilustran este principio importante. Cuando Jesús visitaba Betania, se quedaba en la casa de María y Marta (Lucas 10:38–42). Marta estaba ocupada preparando la comida, pero María se sentaba a sus pies y escuchaba sus enseñanzas. Marta criticó tanto a María como a Jesús, pero Jesús conocía el corazón de María y la defendió.

El apóstol Pedro lloró amargamente después de haber negado al Señor, y no hay duda que lo invadió el remordimiento y se arrepintió de su pecado. Pero Jesús sabía que Pedro se había arrepentido, y el Señor le envió a Pedro un mensaje especial después de su resurrección (Marcos 16:7) que le debe haber asegurado al temperamental pescador que había sido perdonado. El corazón de Pedro tal vez lo haya condenado, porque sabía que había negado tres veces al Señor, pero Dios era más grande que su corazón. Jesús, sabiendo todas las cosas, le dio a Pedro la seguridad que necesitaba.

Ten cuidado, no sea que el diablo te acuse y te robe la confianza (Apocalipsis 12:10). Una vez que confieses tu pecado y éste sea perdonado, no tienes que permitir que te acuse más. Pedro pudo enfrentarse a los judíos y decir: “Mas vosotros negasteis al Santo y al Justo” (Hechos 3:14) porque su propio pecado de negar a Cristo ya había sido solucionado, perdonado y olvidado.

Ningún creyente debería tratar livianamente el pecado, pero ningún creyente debería ser más duro consigo mismo de lo que Dios es. Hay una especie de autoexamen y autocondenación morbosa que no es espiritual. Si estás practicando amor genuino para con los hermanos, tu corazón debe estar bien delante de Dios porque el Espíritu Santo no “derramaría” su amor en ti si hubiera algún pecado habitual en tu corazón. Cuando entristeces al Espíritu, “apagas” la provisión del amor de Dios (Efesios 4:30–5:2).

Oración Contestada (3:21–22). El amor hacia los hermanos produce confianza en Dios, y la confianza en Dios te da valor para pedir lo que necesitas. Esto no quiere decir que te ganas las respuestas de oración por amar a los hermanos. Más bien, significa que tu amor a los hermanos comprueba que estás viviendo en la voluntad de Dios, lo cual hace que Dios pueda responder a tus oraciones. “Y cualquiera cosa que pidiéremos la recibiremos de él, porque

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guardamos sus mandamientos” (1 Juan 3:22). El amor es el cumplimiento de la ley de Dios (Romanos 13:8–10), por lo tanto, cuando amas a los hermanos, estás obedeciendo sus mandamientos y él puede contestar tus pedidos.

La relación de un creyente con sus hermanos no puede ser divorciada de su vida de oración. Por ejemplo, si los esposos y esposas no están obedeciendo la Palabra de Dios, sus oraciones serán obstaculizadas (1 Pedro 3:7).

Un evangelista había predicado sobre el hogar cristiano. Después de la reunión se le acercó un padre.

—He estado orando durante años por un hijo descarriado,— dijo el padre —y Dios no ha respondido a mis oraciones.

El evangelista leyó el Salmo 66:18: “Si en mi corazón hubiese yo mirado a la iniquidad, el Señor no me habría escuchado”.

—Sea sincero consigo mismo y con el Señor— dijo él. —¿Hay alguna cosa que necesita arreglar entre usted y otro creyente?

El padre vaciló, y luego dijo: —Sí, me temo que hay algo. He estado guardando resentimiento en mi corazón contra otro hombre de la iglesia.

—Entonces vaya y arréglelo— le aconsejó el evangelista, y luego oró junto con el hombre. Antes de que la campaña terminara, el padre vio al hijo descarriado volver al Señor.

Desde luego, estos versículos no nos dan todas las condiciones para que nuestras oraciones sean contestadas, pero enfatizan la importancia de la obediencia. Un gran secreto de la oración contestada es la obediencia, y el secreto de la obediencia es el amor. “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Juan 14:15). “Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho… Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor” (Juan 15:7, 10a).

Por supuesto que es posible guardar los mandamientos de Dios con un espíritu de temor u obligación, en vez de hacerlo con un espíritu de amor. Este fue el pecado del hermano mayor en la parábola del hijo pródigo (Lucas 15:24–32). Un creyente debe guardar los mandamientos de su Padre porque esto le agrada a él. Un creyente que vive para agradar a Dios, descubrirá que Dios encuentra maneras de agradar a su hijo. “Deléitate asimismo en Jehová, y él te concederá las peticiones de tu corazón” (Salmo 37:4). Cuando nuestro deleite está en el amor de Dios, nuestros deseos estarán dentro de la voluntad de Dios.

Permanecer (3:23–24). Cuando un escriba le pidió a Jesús que nombrara el mandamiento más grande, respondió: “Amarás al Señor tu Dios”. Luego agregó un segundo mandamiento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 22:34–40). Pero Dios también nos da un mandamiento que abarca tanto a Dios como al hombre: “Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y nos amemos unos a otros” (1 Juan 3:23). La fe en Dios y el amor a los hombres resume las obligaciones del creyente. El cristianismo es “la fe que obra por el amor” (Gálatas 5:6).

La fe en Dios y el amor a los hermanos son dos lados de la misma moneda. Es fácil poner énfasis en la fe—la doctrina correcta—y descuidar el amor. Por otra parte, algunos dicen que la doctrina no es importante y que nuestra responsabilidad primordial es el amor. Tanto la doctrina como el amor son

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importantes. Cuando una persona es justificada por la fe, debería saber que el amor de Dios está siendo derramado en su corazón (Romanos 5:1–5).

“Permanecer en Cristo” es la experiencia clave para un creyente que quiere tener confianza en Dios y disfrutar de respuestas a las oraciones. Jesús ilustró el concepto de “permanecer” en el mensaje que les dio a sus discípulos en el aposento alto (Juan 15:1–14). Comparó a sus seguidores con las ramas de una vid. Las ramas producen frutos en tanto permanezcan tomando su fuerza de la vid. Pero si se separa de la vid, entonces se seca y se muere.

Jesús no estaba hablando acerca de la salvación, sino que hablaba del hecho de dar fruto. Un pecador entra en unión con Cristo en el instante en que confía en él. Pero el mantenimiento de la comunión es una responsabilidad que se sucede de un momento a otro. La permanencia depende del hecho de obedecer su Palabra y mantenerse limpio (Juan 15:3, 10).

Como hemos visto, cuando un creyente anda en amor, se le hace fácil obedecer a Dios y, en consecuencia, mantener un comunión íntima con él. “El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él” (Juan 14:23).

La primera vez que se menciona al Espíritu Santo por su nombre es en 1 Juan 3:24. Juan nos presentó al Santo (1 Juan 2:20) al enfatizar el ministerio de enseñanza y unción del Espíritu. (Estos son pasajes paralelos a Juan 14:26 y 16:13–14.) Pero el Santo también es el Espíritu que permanece (1 Juan 3:24; 4:13). Cuando un creyente obedece a Dios y ama a los hermanos, el Espíritu Santo que mora en él le da paz y confianza. El Espíritu Santo permanece con él para siempre (Juan 14:16), pero las bendiciones se van cuando el Espíritu es entristecido.

El Espíritu Santo también es el Espíritu que atestigua (1 Juan 4:1–6), dándoles testimonio a los que son verdaderamente hijos de Dios. Cuando un creyente está permaneciendo en Cristo, el Espíritu lo guía y le advierte de los falsos espíritus que lo podrían desviar.

Es también el Espíritu que autentica (1 Juan 5:6–8), dando testimonio de la persona y obra de Jesucristo. Este testimonio del Espíritu se menciona en Romanos 8:14–16.

Cada uno de los miembros del Dios trino está involucrado en la “vida de amor” del creyente. Dios el Padre nos manda que nos amemos los unos a los otros, Dios el Hijo dio su vida en la cruz, siendo esto el ejemplo supremo de amor. Y Dios el Espíritu Santo vive dentro de nosotros para proveer el amor que necesitamos (Romanos 5:5). Permanecer en amor es permanecer en Dios, y permanecer en Dios es permanecer en amor. El amor cristiano no es algo que se “fabrica” cuando lo necesitamos. El amor cristiano “ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo”, y esta es tu experiencia constante cuando permaneces en Cristo.

Hay cuatro niveles en los cuales puede vivir una persona. Puede escoger el nivel más bajo—el nivel de Satanás—y practicar el asesinato. Los asesinos “tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda” (Apocalipsis 21:8).

O una persona puede elegir el nivel siguiente—el odio. Pero el odio, a los ojos de Dios, es igual al asesinato. ¡Un hombre que vive con odio se está matando lentamente a sí mismo, no a la otra persona! Los psiquiatras advierten que la

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malicia y el odio producen toda clase de problemas físicos y emocionales. ¡De hecho, un especialista ha titulado su libro, Ama o Perece!

El tercer nivel—la indiferencia—es mucho mejor que los dos primeros, porque estos no son para nada cristianos. Un hombre que tiene constantemente odio en su corazón o que asesina habitualmente, demuestra que nunca ha nacido de Dios. Pero es posible ser creyente y estar indiferente a las necesidades de los demás.

Un hombre que asesina pertenece al diablo, como Caín. Un hombre que odia pertenece al mundo (1 Juan 3:13), el cual está bajo el control de Satanás. Pero un creyente que es indiferente está viviendo para la carne, la cual sirve a los propósitos de Satanás.

La única manera santa y feliz de vivir es en el nivel más elevado, el nivel del amor cristiano. Esta es la vida de gozo y libertad, la vida de la oración contestada. Esto te asegura la confianza y te da valor, a pesar de las dificultades de la vida.

El Dr. Rene Spitz de Nueva York hizo un estudio con niños en orfanatos para determinar el efecto que tenía en ellos el amor y la negligencia. La encuesta demostró que los niños a los cuales se los descuida y a los que les falta amor son mucho más lentos en su desarrollo, y que algunos inclusive murieron. Aun en un sentido físico, el amor es la atmósfera misma de la vida y el crecimiento.

Esto es más real aun en el sentido espiritual. ¡De hecho, es una cuestión de amor o muerte!

8

La Verdadera Raíz del Amor

1 Juan 4:1–16

¡Por tercera vez estamos considerando el tema del amor! Esto no significa que a Juan se le hayan acabado las ideas y tenga que

volverse repetitivo. Significa que el Espíritu Santo, el cual inspiró a Juan, presenta una vez más el tema desde un punto de vista más profundo.

En primer lugar, se ha demostrado que el amor a los hermanos es una prueba de la comunión con Dios (1 Juan 2:7–11). Luego se presentó como una demostración de la filiación (1 Juan 3:10–14). En la primera porción, el amor a los hermanos es una cuestión de luz y tinieblas; en la segunda es un asunto de vida o muerte.

Pero en 1 Juan 4:7–16, nos introducimos en el fundamento mismo del tema. Aquí descubrimos la razón por la cual el amor es una parte tan importante de la vida que es genuina. El amor es una prueba válida de nuestra comunión y filiación porque “Dios es amor”. El amor forma parte de la misma esencia y naturaleza de Dios. Si somos unidos a Dios por la fe en Cristo, entonces compartimos su

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naturaleza. Y puesto que su naturaleza es el amor, el amor es la prueba de la realidad de nuestra vida espiritual.

Un navegante depende de una brújula para poder determinar su curso. Pero, ¿por qué una brújula? Porque le muestra los puntos cardinales. ¿Y por qué la brújula señala el norte? Porque está hecha de tal manera que responde al campo magnético que es parte de la constitución de la tierra. La brújula responde a la naturaleza de la tierra.

Así sucede con el amor cristiano. La naturaleza de Dios es el amor. Y una persona que conoce a Dios y ha nacido de Dios responderá a la naturaleza de Dios. Tal como la brújula señala por naturaleza al norte, un creyente por naturaleza practicará el amor porque el amor es la naturaleza de Dios. Este amor no será una respuesta forzada, sino que será algo natural. El amor de un creyente hacia los hermanos será prueba de su condición de hijo y de su comunión.

En esta sección, Juan nos anima en tres oportunidades a amarnos los unos a los otros (1 Juan 4:7, 11–12). Respalda estas amonestaciones dándonos tres verdades fundamentales acerca de Dios.

Qué Es Dios: “Dios Es Amor” (1 Juan 4:7–8)

Esta es la tercera de las tres expresiones de los escritos de Juan que nos ayudarán a entender la naturaleza de Dios: “Dios es espíritu” (Juan 4:24), “Dios es luz” (1 Juan 1:5) y “Dios es amor”. Por supuesto que ninguna de estas cosas es una revelación completa de Dios, y está mal separarlas.

Dios es espíritu en cuanto a su esencia. El no es ni carne ni sangre. Es indudable que Jesucristo ahora tiene un cuerpo glorificado en el cielo, y que un día nosotros tendremos cuerpos como el suyo. Pero por el hecho de que la naturaleza de Dios es espíritu, no está limitado en tiempo y espacio de la manera en que lo están sus criaturas.

Dios es luz. Esto se refiere a su naturaleza santa. En la Biblia la luz es símbolo de la santidad, y las tinieblas son símbolo del pecado (Juan 3:18–21; 1 Juan 1:5–10). Dios no puede pecar, porque es santo. Por haber nacido en la familia de Dios, hemos recibido su santa naturaleza (1 Pedro 1:14–16; 2 Pedro 1:4).

Dios es amor. Esto no significa que “el amor es Dios”. Y el hecho de que dos personas “se amen la una a la otra” no significa que su amor sea necesariamente santo. Se ha dicho con veracidad que “el amor no define a Dios, sino que Dios define el amor”. Dios es amor y Dios es luz; por lo tanto, su amor es un amor santo, y su santidad se expresa en el amor. Todo lo que Dios hace expresa todo lo que Dios es. Aun sus juicios se miden en función del amor y la misericordia (Lamentaciones 3:22–23).

Mucho de lo que se denomina “amor” en la sociedad moderna no tiene ningún parecido ni relación con el amor santo y espiritual de Dios. Aún así, en muchos festivales vemos estandartes que dicen: “¡Dios es amor!”, particularmente en algunos en los cuales los jóvenes “hacen lo que les place”, como si uno pudiera dignificar la inmoralidad catalogándola como “amor”.

El amor cristiano es una clase especial de amor. Primera de Juan 4:10 se puede traducir: De esta manera se ve el amor verdadero. Hay una clase de amor falso, y Dios debe rechazar esta clase de amor. El amor que surge de la misma

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esencia de Dios debe ser espiritual y santo, porque “Dios es espíritu” y “Dios es luz”. Este amor verdadero es “derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Romanos 5:5).

Por lo tanto, el amor es una prueba valedera de la verdadera fe cristiana. Puesto que Dios es amor y que nosotros decimos tener una relación personal con Dios, tenemos la obligación de revelar su amor en nuestra forma de vivir. Un hijo de Dios ha “nacido de Dios” y, en consecuencia, comparte la naturaleza divina de Dios. Puesto que “Dios es amor”, los creyentes deben amarse los unos a los otros. ¡La lógica es irrebatible!

No sólo hemos “nacido de Dios”, sino que también “conocemos a Dios”. La palabra conocer en la Biblia tiene un significado mucho más profundo que la simple comprensión o conocimiento intelectual. Por ejemplo, el verbo conocer se utiliza para describir la unión íntima entre el esposo y la esposa (Génesis 4:1). Conocer a Dios significa estar en una profunda relación con él, compartiendo su vida y disfrutando de su amor. Este conocimiento no es sencillamente una cuestión de entender hechos, sino que es una cuestión de percepción de la verdad (1 Juan 2:3–5).

Debemos entender que “el que no ama, no ha conocido a Dios” (1 Juan 4:8) desde este punto de vista. Indudablemente hay muchas personas que no son salvas que aman a su familia y aun se sacrifican por ella. Y no hay duda de que muchas de estas mismas personas tienen alguna clase de conocimiento intelectual de Dios. ¿Qué es, pues, lo que les falta? Les falta una experiencia personal con Dios. Parafraseando el versículo 8: “La persona que no tiene esta clase de amor divino nunca ha llegado a conocer a Dios de manera personal y experimental. Lo que sabe lo tiene en la cabeza, pero nunca lo ha colocado en su corazón”.

Lo que Dios es determina lo que nosotros debemos ser: “Como él es, así somos nosotros en este mundo” (1 Juan 4:17). El hecho de que los creyentes se amen unos a otros es evidencia de su comunión con Dios y de que son hijos de Dios, siendo también evidencia de que conocen a Dios. Su experiencia con Dios no es simplemente una crisis de un instante, sino que es una experiencia diaria en la cual lo van conociendo cada vez mejor. La verdadera teología (el estudio de Dios) no es un curso de doctrina árida y carente de aspecto práctico, sino que es una experiencia diaria que nos hace más semejantes a Cristo.

Una gran cantidad de material radioactivo fue robado de un hospital. Cuando el administrador del hospital notificó a la policía, dijo: “Por favor, adviértanle al ladrón que está acarreando consigo la muerte, y que no hay manera de esconder material radioactivo. ¡Mientras lo tenga con él, le estará afectando de manera desastrosa!”

Una persona que dice que conoce a Dios y que está en unión con él, debe verse afectada personalmente como resultado de esta relación. Un creyente debe convertirse en lo que Dios es, y “Dios es amor”. ¡Presentar otro tipo de argumento es demostrar que uno no conoce realmente a Dios!

Qué Hizo Dios: “Envió a Su Hijo” (1 Juan 4:9–11)

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Puesto que Dios es amor, debe comunicarse, y no tan sólo en palabras, sino en hechos. El amor verdadero nunca es estático ni inactivo. Dios revela de muchas maneras su amor hacia la humanidad. El ha preparado toda la creación para suplir las necesidades de los hombres. El hombre tenía un hogar perfecto sobre la tierra en el cual amar y servir a Dios hasta el momento en que el pecado puso la creación bajo esclavitud.

El amor de Dios se reveló en la manera en que trató a la nación de Israel. “No por ser vosotros más que todos los pueblos os ha querido Jehová y os ha escogido, pues vosotros erais el más insignificante de todos los pueblos; sino por cuanto Jehová os amó… os ha sacado Jehová con mano poderosa” (Deuteronomio 7:7–8).

La máxima expresión del amor de Dios está en la muerte de su Hijo. “Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8).

La palabra “mostró” (manifestó) significa sacar a la luz, hacer público. Es lo opuesto de “esconder, hacer secreto”. Bajo el Antiguo Pacto, Dios estaba escondido tras las sombras de los rituales y ceremonias (Hebreos 10:1), pero en Jesucristo “la vida fue manifestada” (1 Juan 1:2). “El que me ha visto a mí”, dijo Jesús, “ha visto al Padre” (Juan 14:9).

¿Por qué fue Jesucristo manifestado? “Y sabéis que él apareció [se manifestó] para quitar nuestros pecados, y no hay pecado en él” (1 Juan 3:5). “Para esto apareció [se manifestó] el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo” (1 Juan 3:8). ¿Dónde quitó Jesús nuestros pecados y deshizo (puso fuera de funcionamiento) las obras del diablo? ¡En la cruz! Dios manifestó su amor en la cruz cuando dio allí a su Hijo como sacrificio por nuestros pecados.

Este es el único lugar de la epístola donde a Jesús se lo denomina Hijo unigénito de Dios. El título se utiliza en el evangelio de Juan (1:14). Quiere decir único, ningún otro igual en su especie. El hecho de que Dios envió a su Hijo al mundo es evidencia de la deidad de Jesucristo. Los bebés no son enviados al mundo desde otro lugar, sino que nacen al mundo. Jesús, como el hombre perfecto, nació al mundo, pero como el Hijo eterno, fue enviado al mundo.

Pero no fue el amor del hombre hacia Dios lo que impulsó la venida de Cristo al mundo y su muerte en la cruz. Estas cosas fueron impulsadas por el amor de Dios para con el hombre. ¡La actitud del mundo hacia Dios es cualquier cosa, menos amor!

La muerte de Cristo en la cruz tiene dos propósitos: para que vivamos por él (1 Juan 4:9) y para que él sea la propiciación por nuestros pecados (1 Juan 4:10). Su muerte no fue un accidente, sino un decreto. El no murió como un débil mártir, sino como un poderoso conquistador.

Jesucristo murió para que nosotros vivamos por él (1 Juan 4:9), para él (2 Corintios 5:15) y con él (1 Tesalonicenses 5:9–10). La necesidad desesperada del pecador es tener vida, porque está “muerto en delitos y pecados” (Efesios 2:1). ¡Qué paradoja es que Cristo haya tenido que morir para que nosotros podamos vivir! Nunca podremos demostrar el misterio de su muerte, pero esto sí sabemos: El murió por nosotros (Gálatas 2:20).

La muerte de Cristo se describe como una “propiciación”. Juan ya ha utilizado esta palabra (1 Juan 2:2), así que no hay necesidad de volverla a estudiar en

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detalle. Debemos recordar que la propiciación no se refiere a algo que el hombre debe hacer para apaciguar a Dios o aplacar su enojo. La propiciación es algo que Dios hace para dar la posibilidad de que los hombres sean perdonados. “Dios es luz” y, en consecuencia, debe defender su ley santa. “Dios es amor” y, por eso, quiere perdonar y salvar a los pecadores. ¿Cómo puede Dios perdonar a los pecadores y, al mismo tiempo, ser consistente con su naturaleza santa? La respuesta es la cruz. Jesucristo cargó allí el castigo por el pecado y cumplió con las justas demandas de la santa ley. Pero Dios también reveló allí su amor, haciendo posible que los hombres sean salvos por la fe.

Es importante observar que el énfasis está en la muerte de Cristo, y no en su nacimiento. El hecho de que Jesús fue “hecho carne” (Juan 1:14) es indudablemente una evidencia de la gracia y el amor de Dios, pero el hecho de que se “hizo pecado” (2 Corintios 5:21) tiene su énfasis en lo que respecta a nosotros. El ejemplo de Cristo, las enseñanzas de Cristo y toda la vida terrenal de Cristo hallan en la cruz su verdadero significado y cumplimiento.

Por segunda vez se exhorta a los creyentes a “amarnos unos a otros” (1 Juan 4:11). Esta exhortación es un mandato que hay que obedecer (1 Juan 4:7) y que tiene su base en la naturaleza de Dios. “Dios es amor; nosotros conocemos a Dios; por lo tanto, debemos amarnos los unos a los otros”. Pero la exhortación a amarnos unos a otros es al mismo tiempo un privilegio y una responsabilidad: “Si Dios nos ha amado, debemos también nosotros amarnos unos a otros” (1 Juan 4:11). No somos salvos por amar a Cristo, sino que lo somos por creer en él (Juan 3:16). Pero, luego de darnos cuenta de lo que él hizo por nosotros en la cruz, el amor hacia él y el de unos para con otros debería ser nuestra respuesta normal.

Es importante que los creyentes progresen en la comprensión que tienen del amor de Dios. Es bueno amarse unos a otros como resultado de un sentido del deber, pero es mucho mejor el amor que brota del aprecio (más que de la obligación).

Tal vez esta sea una de las razones por las que Jesús estableció la cena del Señor, la reunión de adoración. Recordamos su muerte al partir el pan y participar de la copa. ¡Pocos son los hombres, si es que hay alguno, a los cuales les gustaría que se haga memoria de su muerte! De hecho, nosotros recordamos la vida de un ser querido y tratamos de olvidar la tristeza de su muerte. No sucede así con Cristo. El nos manda recordar su muerte: “¡Haced esto en memoria de mí!”

Deberíamos recordar la muerte de nuestro Señor en un sentido espiritual, y no meramente sentimental. Alguien definió el sentimiento como “una sensación sin responsabilidad”. Es fácil experimentar emociones solemnes durante una reunión en la iglesia y, no obstante, salir y vivir la misma vida derrotada. La experiencia espiritual verdadera abarca al hombre en un todo. La mente debe entender la verdad espiritual, el corazón debe amarla y apreciarla y la voluntad debe actuar en base a ella. Cuanto más profundicemos en el significado de la cruz, mayor será nuestro amor a Cristo y el interés práctico los unos para con los otros.

Hemos descubierto qué es Dios y qué ha hecho, pero un tercer hecho nos lleva aún más profundamente en el significado y las implicancias del amor cristiano.

Qué Está Haciendo Dios: “Dios Permanece en Nosotros” (1 Juan 4:12–16)

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En este momento sería bueno que repasáramos lo que Juan ha estado diciendo acerca de la verdad básica de que “Dios es amor”.

Esta verdad se nos revela en la Palabra, pero también se revela en la cruz donde Cristo murió por nosotros. “Dios es amor” no es simplemente una doctrina de la Biblia, sino que es una realidad eterna demostrada en el Calvario. Dios ha dicho algo para nosotros, y Dios ha hecho algo por nosotros.

Pero todo esto es a manera de preparativo para la tercera gran verdad: ¡Dios hace algo en nosotros! No somos simplemente estudiantes que leen un libro o espectadores que observan un acontecimiento profundamente conmovedor. ¡Somos participantes del gran drama del amor de Dios!

Con el fin de ahorrar dinero, una clase de arte dramático de una facultad adquirió solamente unos pocos guiones de una obra y los cortó por partes. El director le dio a cada personaje su parte en forma individual y ordenada para luego comenzar a ensayar la obra. Pero todo salía mal. El elenco bajó los brazos después de una hora de indicaciones imprecisas y secuencias cortadas.

En ese momento, el director hizo sentar a todos los actores en el escenario y dijo: —Miren, les voy a leer toda la obra, así que nadie diga una palabra.— Leyó en alta voz todo el guión y, cuando finalizó, uno de los actores dijo:

—¡Así que de eso se trata! Y cuando entendieron toda la historia, entonces pudieron unir las partes de

cada uno y tener un ensayo exitoso. Al leer 1 Juan 4:12–16, uno tiene deseos de decir, “¡Así que de eso se trata!”,

porque aquí descubrimos qué fue lo que Dios tuvo en mente cuando ideó su gran plan de salvación.

Para empezar, el deseo de Dios es vivir en nosotros. El no está satisfecho con decirnos simplemente que nos ama o aun mostrarnos que es así.

Es interesante hacer un estudio en la Biblia de los lugares de morada de Dios. En el principio, Dios tenía comunión con el hombre en forma personal y directa (Génesis 3:8), pero el pecado destruyó esa comunión. Fue necesario que Dios derramara sangre de animales para cubrir los pecados de Adán y Eva, de modo que pudieran volver a tener comunión con él.

Una de las palabras claves del libro de Génesis es caminó. Dios caminó con los hombres, y los hombres caminaron con Dios. Enoc (Génesis 5:22), Noé (Génesis 6:9) y Abraham caminaron con Dios (Génesis 17:1; 24:40).

Pero para la época de los eventos registrados en Éxodo, había tenido lugar un cambio: Dios simplemente no caminaba con los hombres, sino que vivía o moraba con ellos. El mandamiento de Dios a Israel fue: “Y harán un santuario para mí, y habitaré en medio de ellos” (Éxodo 25:8). El primero de esos santuarios fue el tabernáculo. Cuando Moisés lo dedicó, la gloria de Dios descendió y entró en la tienda (Éxodo 40:33–35).

Dios moraba en el campamento, pero no lo hacía en el cuerpo de los israelitas en forma individual.

Desafortunadamente, la nación pecó y la gloria de Dios partió (1 Samuel 4:21). Pero Dios utilizó a Samuel y a David para restaurar la nación, y Salomón le edificó a Dios un templo majestuoso. La gloria de Dios una vez más volvió a descender para morar en la tierra en el momento en que el templo fue dedicado (1 Reyes 8:1–11).

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Pero la historia volvió a repetirse. Israel desobedeció a Dios y fue llevado en cautiverio. El espléndido templo fue destruido. Ezequiel, uno de los profetas del cautiverio, vio que la gloria de Dios se iba de allí (Ezequiel 8:4; 9:3; 10:4; 11:22–23).

¿Volvió alguna vez la gloria? ¡Sí, en la persona del Hijo de Dios, Jesucristo! “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria)” (Juan 1:14). La gloria de Dios habitó en la tierra en el cuerpo de Jesucristo, ya que su cuerpo era el templo de Dios (Juan 2:18–22). Pero los hombres malvados clavaron su cuerpo en una cruz. Crucificaron “al Señor de gloria” (1 Corintios 2:8). Todo esto era parte del estremecedor plan de Dios, y Cristo resucitó de los muertos, regresó al cielo y envió a su Espíritu Santo para habitar entre los hombres.

Ahora la gloria de Dios vive en el cuerpo de los hijos de Dios. “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros?” (1 Corintios 6:19). La gloria de Dios partió del tabernáculo y del templo cuando Israel desobedeció a Dios, pero Jesús ha prometido que el Espíritu permanecerá en nosotros para siempre (Juan 14:16).

Con este trasfondo podemos entender mejor qué nos está diciendo 1 Juan 4:12–16. Dios es invisible (1 Timoteo 1:17), y ningún hombre lo puede ver en su esencia. Jesús es “la imagen del Dios invisible” (Colosenses 1:15). Jesús pudo revelarnos a Dios al tomar un cuerpo humano. Pero Jesús ya no está más aquí sobre la tierra. ¿Cómo, pues, se revela Dios al mundo?

Se revela a través de la vida de sus hijos. Los hombres no pueden ver a Dios, pero nos pueden ver a nosotros. Si permanecemos en Cristo, nos amaremos los unos a los otros y nuestro amor unos por otros revelará el amor de Dios a un mundo necesitado. El amor de Dios será experimentado en nosotros y luego se expresará a través de nosotros.

Esa pequeña e importante palabra permanecer (o morar) se utiliza cinco veces en 1 Juan 4:12–16. Se refiere a nuestra comunión personal con Jesucristo. Permanecer en Cristo significa continuar en unidad espiritual con él, de manera que ningún pecado se interponga entre nosotros. Puesto que somos “nacidos de Dios”, tenemos unión con Cristo, pero es sólo en la medida en que confiemos en él y obedezcamos sus mandamientos que tendremos comunión con él. De la manera en que un esposo y esposa fieles “permanecen en amor” aun estando a kilómetros de distancia, así permanece el creyente en el amor de Dios. Esta permanencia se hace posible por la morada del Espíritu Santo (1 Juan 4:13).

¡Imagínate lo maravilloso y privilegiado que es tener a Dios morando en ti! El israelita antiguotestamentario observaba maravillado el tabernáculo o el templo porque la presencia de Dios estaba en ese edificio. ¡Ningún hombre se atrevía a entrar en el lugar santísimo donde Dios estaba en el trono de su gloria! ¡Pero nosotros tenemos al Espíritu de Dios viviendo en nosotros! Nosotros permanecemos en este amor y experimentamos la permanencia de Dios en nosotros. “El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él” (Juan 14:23).

El amor de Dios es proclamado en la Palabra (“Dios es amor”) y demostrado en la cruz. Pero aquí tenemos algo más profundo: el amor de Dios es perfeccionado en el creyente. Aunque parezca algo fantástico, el amor de Dios no se perfeccionó en los ángeles, sino en los pecadores salvados por gracia. Ahora

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los creyentes somos los tabernáculos y templos en los que Dios habita. El revela su amor a través de nosotros.

El Dr. G. Campbell Morgan, famoso predicador británico, tuvo cinco hijos, todos los cuales se convirtieron en predicadores del evangelio. Un día, una persona que estaba de visita en su casa se atrevió a hacer una pregunta personal: —¿Cuál de los seis es el mejor predicador?

La respuesta conjunta de ellos fue: —¡Mamá! Desde luego, la Sra. de Campbell Morgan nunca había predicado un mensaje

formal en una iglesia, pero su vida era un sermón constante sobre el amor de Dios. La vida de un creyente que permanece en el amor de Dios es un testimonio poderoso para Dios ante el mundo. Los hombres no pueden ver a Dios, pero sí pueden ver que su amor nos induce a realizar hechos de ayuda y bondad.

En estos versículos se sugieren tres testigos diferentes: 1. El testimonio del creyente de que Jesucristo es el Hijo de Dios (1 Juan 4:15); 2. el testimonio del Espíritu en el creyente (1 Juan 4:13); y 3. el testimonio por medio del creyente de que Dios es amor y que envió a su Hijo a morir por nosotros (1 Juan 4:14).

Estos testigos no se pueden separar. El mundo no creerá que Dios ama a los pecadores hasta que vea ese amor en acción en la vida de los creyentes.

Una trabajadora del Ejército de Salvación encontró a una mujer abandonada sola en la calle y la invitó para que fuera a la capilla donde la ayudarían, pero la mujer no quiso moverse. La muchacha le aseguró que ellos la amaban y que querían ayudarla, que Dios la amaba y que Jesús había muerto por ella. Pero la mujer no se movió.

Como si hubiese sido divinamente impulsada, la joven del Ejército se inclinó y besó a la mujer en la mejilla, tomándola en sus brazos. La mujer comenzó a llorar y, tal como un niño, fue llevada a la capilla donde más tarde confió en Cristo.

—Tú me dijiste que Dios me amaba,— dijo ella luego, —pero no fue hasta el momento en que me mostraste que Dios me amaba que quise ser salva.

Jesús no sólo predicó el amor de Dios, sino que lo comprobó al entregar su vida en la cruz. El espera que sus seguidores hagan lo mismo. Si permanecemos en Cristo, permaneceremos en su amor. Si permanecemos en su amor, debemos compartir este amor con los demás. Siempre que compartimos este amor, estamos comprobándole a nuestro corazón de que permanecemos en Cristo. En otras palabras, no hay separación entre la vida interior y exterior del creyente.

El hecho de permanecer en el amor de Dios produce dos maravillosos beneficios espirituales en la vida de un creyente: 1. Crece en conocimiento, y 2. crece en fe (1 Juan 4:16). Cuanto más amamos a Dios, más entendemos el amor de Dios. Y cuanto más entendemos su amor, más fácil nos resulta confiar en él. Después de todo, cuando conoces a alguien íntimamente y lo amas sinceramente, no tienes ningún problema en colocar tu confianza en él.

Un hombre que estaba en una tienda observando tarjetas de saludo tenía problema para escoger una. La empleada le preguntó si lo podía ayudar, y él dijo:

“Bueno, cumplimos cuarenta años de casados, pero no puedo encontrar una tarjeta que diga lo que yo quiero expresar. Hace 40 años no habría tenido ningún problema para escoger una tarjeta, ya que en ese entonces pensaba que sabía qué era el amor. ¡Pero hoy nos amamos tanto más que antes que no puedo encontrar una tarjeta que exprese eso!”

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Esta es una relación creciente del creyente para con Dios. Llega a amar a Dios cada vez más a medida que permanece en Cristo y pasa tiempo en comunión con él. También crece en su amor hacia los otros creyentes, hacia los perdidos y aun hacia sus enemigos. A medida que comparte el amor del Padre hacia los demás, más experimenta en sí mismo ese mismo amor. Entiende cada vez más el amor del Padre.

“Dios es amor” no es, pues, una simple declaración bíblica profunda. Es la base de la relación del creyente con Dios y con los demás hombres. Puesto que Dios es amor, nosotros podemos amar. Su amor no es historia del pasado, sino una realidad del presente. “…Amémonos los unos a los otros” comienza como un mandamiento (1 Juan 4:7) y luego se convierte en un privilegio (1 Juan 4:11). Pero es más que un mandamiento o un privilegio. También es una vibrante consecuencia y evidencia de nuestra permanencia en Cristo (1 Juan 4:12). Amarnos unos a otros no es algo que simplemente debemos hacer, sino que es algo que queremos hacer.

Algunas aplicaciones prácticas surgen de esta verdad básica: En primer lugar, cuanto mejor conocemos a Dios, más fácil nos resultará vivir

la vida cristiana. El conocimiento bíblico sólo no es sustituto del hecho de experimentar el amor de Dios en forma personal. De hecho, si no tenemos cuidado, puede convertirse en un reemplazante peligroso.

Elena regresó a casa muy entusiasmada por todo lo que había aprendido en un retiro espiritual juvenil.

—Tuvimos unas reuniones maravillosas en cuanto a cómo tener devocionales personales,— le dijo a su hermana Julia. —He decidido tener mi devocional todos los días“

Una semana más tarde, mientras Julia estaba pasando la máquina lustradora, escuchó que Elena le gritaba: —¿No puedes hacer un poco menos de ruido? ¿No ves que estoy tratando de hacer mi devocional?— Y la explosión verbal fue seguida de un golpazo de la puerta.

Elena todavía tenía que aprender que el devocional personal no es un fin en sí mismo. Poco se está logrando con ello si no nos ayuda a amar a Dios y a los demás. La Biblia es una revelación del amor de Dios, y cuanto mejor entendamos este amor, más fácil debería resultarnos obedecer a Dios y amar a los demás.

Un segundo concepto es que nuestro testimonio verbal no tendrá eficacia para con los perdidos a menos que los amamos. El mensaje del evangelio es un mensaje de amor. Este amor fue al mismo tiempo declarado y demostrado por Jesucristo. La única manera de que podamos ganar eficazmente a otros es declarando el evangelio y demostrándolo en nuestra forma de vivir. Gran parte del “testificar” de nuestra tiempo es meramente la emisión de palabras saliendo de la boca. La gente necesita que se le muestre amor.

Una de las razones por las cuales Dios permite que el mundo odie a los creyentes es para que estos puedan retribuir con amor el odio de parte del mundo.

“Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo… Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos… y orad por los que os ultrajan y os persiguen” (Mateo 5:11, 44).

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—Pastor, la Biblia nos dice que amemos al prójimo, pero yo dudo que alguien pueda amar a mis vecinos [prójimos]— dijo la Sra. Barton al terminar la lección de la escuela dominical. —He tratado de ser amable con ellos, pero no da resultado.

—Quizá el hecho de “ser amable con ellos” no sea la respuesta verdadera— le explicó el pastor. —Usted sabe que es posible ser amable con la gente por motivos equivocados.

—¿Usted se refiere a que uno puede estar tratando de comprarlos? —Algo por el estilo. Pienso que sería mejor que usted y yo oráramos para que

Dios le dé un verdadero amor espiritual hacia sus vecinos [prójimos]. Si usted los ama de manera cristiana, entonces no podrá hacerles ningún daño— señaló el pastor.

Se requirieron algunas semanas para lograrlo, pero la Sra. Barton desarrolló amor hacia sus vecinos y también descubrió que ella misma estaba creciendo en su vida espiritual.

—Mis vecinos no han cambiado mucho— le contó ella al grupo de oración, —pero mi actitud hacia ellos realmente ha cambiado. Yo hacía cosas para tratar de ganar la aprobación de ellos, pero ahora las hago por causa de Jesús, ya que él murió por ellos, ¡y esto es lo que hace toda la diferencia!

En este párrafo de su carta, Juan nos ha llevado hasta el fundamento mismo del amor cristiano. Pero aún tiene más para enseñarnos. En la próxima sección trata acerca de nuestro amor personal hacia Dios y la forma en que Dios perfecciona ese amor en nosotros.

Estos dos aspectos del amor cristiano no se pueden separar el uno del otro: si amamos a Dios, nos amaremos unos a otros, y si nos amamos los unos a los otros, creceremos en nuestro amor hacia Dios.

Y ambas declaraciones son ciertas porque “Dios es amor”.

9

Amar, Honrar y Obedecer

1 Juan 4:17–5:5

La futura esposa estaba extremadamente nerviosa mientras ella y su novio hablaban con el pastor en cuanto a los planes para la boda.

—Me gustaría ver una copia de los votos matrimoniales— dijo el joven, y el pastor se los dio. Los leyó cuidadosamente, se los devolvió y dijo: —¡No sirven! ¡Aquí no hay nada escrito que diga que ella tiene que obedecerme!

Su novia sonrió, le tomó la mano y dijo: —Querido, la palabra obedecer no tiene que estar escrita en un libro. Ya está escrita con amor en mi corazón.

Esta es la verdad que se considera en esta porción de 1 Juan. Hasta este punto, el énfasis ha estado en el hecho de que los creyentes se amen unos a

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otros, pero ahora pasamos a un tema más profundo y más importante: el amor del creyente hacia el Padre. No podemos amar a nuestro prójimo o a nuestro hermano a menos que amemos a nuestro Padre celestial. Primero debemos amar a Dios de todo corazón y luego podremos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos.

La palabra clave de esta sección es perfeccionar. Dios quiere perfeccionar en nosotros su amor hacia nosotros y nuestro amor hacia él. La palabra perfeccionar lleva en sí la idea de madurez y plenitud. Un creyente no sólo tiene que crecer en gracia y conocimiento (2 Pedro 3:18), sino también en su amor para con el Padre. Esto lo hace en respuesta al amor del Padre para con él.

¿Cuánto nos ama Dios? Lo suficiente como para mandar a su Hijo a morir por nosotros (Juan 3:16). El ama a sus hijos de la misma manera que ama a Cristo (Juan 17:23). Y Jesús nos dice que el Padre quiere que sus hijos tengan el amor con el que él amó al Hijo (Juan 17:26).

En otras palabras, la vida cristiana tiene que ser una experiencia diaria de crecimiento en el amor de Dios. Involucra el hecho de que el creyente llega a conocer mucho más profundamente a su Padre celestial a medida que va creciendo en amor.

Es fácil fragmentar la vida cristiana preocupándose más en conceptos individuales, dejando de lado el cuadro total. Un grupo puede enfatizar la “santidad” e instar a los creyentes a conseguir la victoria sobre el pecado. Otros pueden promover el testimonio o la “separación del mundo”. Pero cada énfasis es, en realidad, el resultado de otra cosa: el crecimiento del creyente en su amor hacia el Padre. La gran necesidad universal dentro del pueblo de Dios es el amor cristiano maduro.

¿Cómo puede saber el creyente que su amor por el Padre está siendo perfeccionado? Este párrafo de 1 Juan sugiere cuatro evidencias.

Confianza (1 Juan 4:17–19)

Aquí se introducen dos palabras flamantes en el vocabulario de Juan: temor y castigo. ¡Y esto se les está escribiendo a los creyentes! ¿Es posible que los creyentes puedan vivir realmente en temor y castigo? Sí. Desafortunadamente, muchos creyentes profesantes experimentan día a día el temor y el castigo. Y la razón es que no están creciendo en el amor de Dios.

La palabra “confianza” puede significar libertad para hablar. No quiere decir desfachatez o descaro. Un creyente que experimenta el perfeccionamiento del amor crece en su confianza en Dios. Tiene un temor reverente de Dios y no miedo al castigo. Es un hijo que respeta al Padre, no un prisionero que tiembla frente a un juez.

En nuestro vocabulario español hemos adoptado la palabra griega fobia para referirnos al temor. En los libros de sicología se enumera toda clase de fobias. Por ejemplo, acrofobia, “temor a la altura” e hidrofobia, “miedo al agua”. Juan está escribiendo acerca de la crisisfobia, el “temor al juicio”. Juan ya ha mencionado esta solemne verdad en 1 Juan 2:28, y ahora vuelve a tratar otra vez el tema.

Si la gente tiene miedo, se debe a que algo del pasado le persigue, algo del presente le molesta o algo del futuro le amenaza. O quizá sea una combinación de estas tres cosas. Un creyente en Cristo Jesús no tiene que tener temor del

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pasado, del presente ni del futuro porque ha experimentado el amor de Dios, y este amor es perfeccionado en él día tras día.

“Está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio” (Hebreos 9:27). Pero un creyente no le teme al juicio futuro porque Cristo ha sufrido el juicio por él en la cruz. “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (Juan 5:24). “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (Romanos 8:1). El juicio para el creyente no es cosa del futuro, sino que pertenece al pasado. Sus pecados ya han sido juzgados en la cruz y nunca se volverán a colocar en su contra.

El secreto de nuestra confianza es que, “como él es, así somos nosotros en este mundo” (1 Juan 4:17). Sabemos que seremos semejantes a él cuando él regrese (1 Juan 3:1, 2), pero esa declaración se refiere primordialmente al cuerpo glorificado que recibirán los creyentes (Filipenses 3:20–21). Posicionalmente ahora mismo somos “como él es”. En nuestra condición de miembros del cuerpo de Cristo estamos tan íntimamente identificados con él, que nuestra posición en este mundo es semejante a su posición exaltada en el cielo.

Esto quiere decir que el Padre nos trata exactamente igual que a su amado Hijo. ¿Cómo, pues, podemos tener temor?

No tenemos que tener miedo del futuro, porque nuestros pecados fueron juzgados en Cristo cuando murió en la cruz. El Padre no puede volver a juzgar los pecados sin juzgar a su Hijo, porque “como él es, así somos nosotros en este mundo”.

No tenemos que temer el pasado, porque “él nos amó primero”. Nuestra relación con Dios fue desde el principio una relación de amor. No consistió en que nosotros le hayamos amado, sino que él nos amó a nosotros (1 Juan 4:10). “Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida” (Romanos 5:10). Si Dios nos amó cuando estábamos fuera de su familia, desobedeciéndole, ¡cuánto más nos amará ahora que somos sus hijos!

No hay necesidad de que temamos al presente, porque “el perfecto amor echa fuera el temor” (1 Juan 4:18). A medida que crecemos en el amor de Dios, dejamos de tener miedo a lo que él hará.

Desde luego, hay un “temor de Dios” correcto, pero esta no es la clase de temor que produce castigo. “Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!” (Romanos 8:15). “Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio” (2 Timoteo 1:7).

El temor es, en realidad, el principio del castigo. Nos atormentamos cuando contemplamos lo que yace por delante. Muchas personas sufren intensamente cuando piensan en tener que ir al dentista. Piensa en todo lo que debe sufrir una persona que no es salva al considerar el día del juicio. Pero, puesto que el creyente tiene confianza en el día del juicio, puede tener confianza al enfrentar la vida presente, ya que no hay ninguna situación actual que aun se compare con la terrible gravedad del día del juicio.

Dios quiere que sus hijos vivan en una atmósfera de amor y confianza, no de temor y castigo. No hay necesidad de que le temamos a la vida o a la muerte

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porque estamos siendo perfeccionados en el amor de Dios. “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada?… Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó. Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 8:35, 37–39).

¡Imagínate! ¡Ninguna cosa en toda la creación—presente o futura—puede interponerse entre nosotros y el amor de Dios!

El perfeccionamiento del amor de Dios en nuestra vida es generalmente una cuestión de varias etapas. Cuando estábamos perdidos, vivíamos en temor y no sabíamos nada del amor de Dios. Después de confiar en Cristo, encontramos en nuestro corazón una mezcla asombrosa de ambas cosas, temor y amor. Pero, a medida que fuimos creciendo en la comunión con el Padre, el temor se fue desvaneciendo gradualmente y el amor solo fue tomando el control de nuestro corazón. Un creyente inmaduro oscila entre el temor y el amor, mientras que un creyente maduro reposa en el amor de Dios.

La creciente confianza en la presencia de Dios es una de las primeras evidencias de que nuestro amor a Dios está madurando. Pero la confianza nunca está sola. Siempre conduce a otros resultados morales.

Sinceridad (1 Juan 4:20–21)

Aquí aparece por séptima vez: “¡Si alguno dice!” Hemos encontrado varias veces esta frase importante, y en cada oportunidad

vimos qué venía a continuación: una advertencia contra el fingimiento. El temor y el fingimiento generalmente van juntos. De hecho, nacieron juntos

cuando el primer hombre y la primera mujer pecaron. Tan pronto como Adán y Eva se sintieron culpables, intentaron esconderse de Dios y cubrir su desnudez. Pero ni los delantales ni las excusas los pudieron esconder del ojo escudriñador de Dios. Finalmente, Adán tuvo que admitir: “Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo” (Génesis 3:10).

Pero cuando nuestro corazón está confiado en Dios, no hay necesidad de simular ni delante de Dios ni ante las demás personas. Un creyente que no tiene confianza ante Dios tampoco tendrá confianza ante el pueblo de Dios. Parte del castigo que produce el temor es la preocupación constante que dice: “En realidad, ¿cuánto saben los demás acerca de mí?” Pero cuando tenemos confianza ante Dios, este temor desaparece y podemos enfrentarnos a Dios y a los hombres sin preocupación.

—¿Cuántos miembros tiene en su iglesia?— le preguntó un visitante al pastor. —Más o menos mil— respondió el pastor. —¡Sin duda es una gran cantidad de personas a las cuales tiene que

complacer!— exclamó el hombre. —Amigo mío, le aseguro que nunca he tratado de complacer a todos los

miembros de la iglesia. Ni siquiera a unos pocos— dijo el pastor sonriendo. —Mi objetivo es complacer a una Persona, el Señor Jesucristo. Si todo anda bien con él, entonces todo tiene que andar bien entre mi gente y yo.

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Un creyente inmaduro, el cual no está creciendo en su amor a Dios, tal vez piense que tiene que impresionar a los demás con su “espiritualidad”. ¡Este error lo convierte en un mentiroso! Está profesando algo que, en realidad, no está practicando. Está representando un papel en vez de vivir una vida.

Quizá el mejor ejemplo de este pecado se observe en la experiencia de Ananías y Safira (Hechos 5). Ellos vendieron una parcela de tierra y trajeron parte del dinero al Señor, pero dieron la impresión de que habían llevado todo el dinero. El pecado de esta pareja no estuvo en el hecho de quitarle dinero a Dios, ya que Pedro dejó claro que la donación del mismo dependía de lo que ellos quisieran dar (Hechos 5:4). El pecado fue la hipocresía. Estaban tratando de hacer que la gente pensara que eran más generosos y espirituales de lo que realmente eran.

La simulación es una de las actividades favoritas de los niños pequeños, pero indudablemente no es una señal de madurez en los adultos. Los adultos deben conocerse a sí mismos y ser ellos mismos para cumplir con los propósitos para los cuales Cristo los salvó. Sus vidas deben llevar la marca de la sinceridad.

La sinceridad espiritual trae paz y poder a la persona que la practica. No tiene que guardar un registro de las mentiras que ha dicho ni está utilizando su energía para encubrir las cosas. Puesto que vive en plena sinceridad con el Padre, puede vivir sinceramente con las demás personas. El amor y la verdad van unidos entre sí. Debido a que sabe que Dios le ama y acepta (aun con todas sus fallas), no trata de impresionar a los demás. El ama a Dios y, en consecuencia, ama a los demás creyentes.

Las calificaciones de Julián estaban muy por debajo de lo normal y, encima de todo eso, parecía que comenzaba a tener problemas de salud. Su nuevo compañero de cuarto estaba preocupado por él y, finalmente, lo persuadió para que hablara con el psicólogo estudiantil.

—No puedo descubrir qué es lo que me pasa— admitió Julián. —El año pasado me iba muy bien con los estudios, pero este año es como si fuese una batalla.

—¿Tienes algún problema con tu compañero de cuarto?— le preguntó el consejero.

Julián no respondió inmediatamente, y esto le dio una pista al consejero. —Julián, ¿te estás concentrando en el hecho de ser un buen alumno o estás

tratando de impresionar a tu compañero de cuarto con tus habilidades? —Sí, creo que eso es lo que me sucede— respondió Julián suspirando

aliviado. —Me he estado desgastando para aparentar algo y no me ha quedado suficiente energía como para vivir la vida.

La confianza en Dios y la sinceridad hacia los demás son dos señales de madurez que se pondrán de manifiesto cuando nuestro amor a Dios es perfeccionado.

Obediencia Gozosa (1 Juan 5:1–3)

¡No es simplemente obediencia, sino obediencia gozosa! “Sus mandamientos no son gravosos” (1 Juan 5:3).

Toda la creación, con excepción del hombre, obedece la voluntad de Dios. “El fuego y el granizo, la nieve y el vapor, el viento de tempestad que ejecuta su

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palabra” (Salmo 148:8). En el libro de Jonás se ve que el viento, las olas y aun el pez obedecieron los mandatos de Dios, pero el profeta persistía en su desobediencia. Inclusive una planta y un pequeño gusano hicieron lo que Dios les ordenó. Pero el profeta obstinadamente quería hacer las cosas como a él le parecía.

La desobediencia a la voluntad de Dios es una tragedia, pero así también lo es la obediencia forzada o de mala voluntad. Dios no quiere que le desobedezcamos, pero tampoco quiere que le obedezcamos por temor u obligación. Lo que Pablo escribió acerca del dar también se aplica al vivir: “No con tristeza, ni por necesidad, porque Dios ama al dador alegre” (2 Corintios 9:7).

¿Cuál es el secreto de la obediencia gozosa? Es el hecho de reconocer que la obediencia es una cuestión de familia. Estamos sirviendo a un Padre amoroso y ayudando a los hermanos y hermanas en Cristo. Hemos nacido de Dios, amamos a Dios y amamos a los hijos de Dios. Y demostramos este amor al guardar los mandamientos de Dios.

Una mujer fue a la oficina del editor de un periódico con la esperanza de venderle algunas de las poesías que ella había escrito.

—¿De qué tratan sus poemas?— preguntó el editor. —¡Son referentes al amor!— exclamó la poetiza. El editor se recostó en la silla y dijo: —Bueno, léame una poesía. ¡Sin duda el

mundo necesita mucho más amor! La poesía que le leyó estaba llena de lunas y sueños y otros sentimentalismos

empalagosos, y el editor ya no pudo soportarlo más. —Lo lamento— dijo él, —¡pero usted no tiene ni idea de qué es el amor! No es

ni luz de luna ni rosas. Es sentarse toda la noche junto a la cama de un enfermo o trabajar horas extras para que los niños puedan tener zapatos nuevos. El mundo no necesita esa clase de amor poético. Lo que le hace falta es el amor práctico que se manifiesta en acciones.

No demostramos nuestro amor a Dios por medio de palabras vacías, sino mediante obras hechas con buena voluntad. No somos esclavos obedeciendo a un amo, sino hijos que obedecen a un Padre. Y nuestro pecado es un asunto de familia.

Una de las pruebas del amor maduro es nuestra actitud personal hacia la Biblia, ya que es en ella donde encontramos revelada la voluntad de Dios para nuestra vida. Un hombre que no es salvo considera que la Biblia es un libro imposible de cumplir, fundamentalmente por el hecho de que no entiende su mensaje espiritual (1 Corintios 2:14). Un creyente inmaduro considera que las demandas de la Biblia son una carga. En cierto modo se parece a un niño pequeño que está aprendiendo a obedecer y pregunta: “¿Por qué tengo que hacer esto?” o “¿No sería mejor hacer aquello?”

Pero un creyente que experimenta el amor de Dios perfeccionado, disfruta de la Palabra de Dios y la ama verdaderamente. No lee la Biblia como un libro de texto, sino como una carta de amor.

El capítulo más largo de la Biblia es el Salmo 119, y su tema es la Palabra de Dios. Cada versículo, con la excepción de dos de ellos (Salmo 119:122, 132), menciona la Palabra de Dios de una manera u otra, hablando de “ley”, “preceptos”, “mandamientos”, etc. ¡Pero lo interesante es que el salmista ama la Palabra de

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Dios y disfruta al hablar de ella! “¡Oh, cuánto amo yo tu ley!” (Salmo 119:97). Se regocija en la ley (Salmo 119:14, 162) y se deleita en ella (Salmo 119:16, 24). Le sabe a miel (Salmo 119:103). De hecho, convierte la ley de Dios en una canción: “Cánticos fueron para mí tus estatutos en la casa donde fui extranjero” (Salmo 119:54).

Imagínate convirtiendo los estatutos en canciones. ¡Supongamos que una orquesta sinfónica presentara una noche las leyes de tránsito con música! La mayoría de nosotros no considera que las leyes sean una fuente de inspiración para un cántico de gozo, pero esta es la manera en que el salmista veía la ley de Dios. Amaba la ley porque amaba al Señor. Los mandamientos de Dios no le resultaban ni pesados ni gravosos. Tal como un hijo o hija amoroso obedece con alegría los mandamientos del padre, así el creyente con amor perfeccionado obedece alegremente los mandamientos de Dios.

En este momento podemos repasar y entender el significado práctico del “amor maduro” en nuestra vida diaria. A medida que madura nuestro amor hacia el Padre, entonces tenemos confianza y ya no tememos a su voluntad. También somos sinceros con los demás y perdemos el miedo a ser rechazados. Tenemos una actitud nueva hacia la Palabra de Dios: es la expresión del amor de Dios y disfrutamos al obedecerla. La confianza en Dios, la sinceridad para con los demás y la obediencia gozosa son las señales del amor perfeccionado y los ingredientes que componen una vida cristiana feliz.

También podemos ver la manera como el pecado arruina todo esto. Cuando desobedecemos a Dios, perdemos nuestra confianza en él. Si no confesamos inmediatamente el pecado y clamamos por el perdón (1 Juan 1:9), entonces debemos comenzar a aparentar para encubrir la falta. La desobediencia conduce al fingimiento, y ambas cosas alejan nuestro corazón de la Palabra de Dios. En vez de leer la Palabra con gozo para descubrir la voluntad del Padre, la ignoramos o quizá la leemos como una rutina.

La carga de la religión (el hombre tratando de agradar a Dios con su propia fuerza) es pesada (Mateo 23:4), pero el yugo que Cristo coloca sobre nosotros nos es para nada pesado (Mateo 11:28–30). El amor aliviana la carga. Jacob tuvo que trabajar durante siete años para ganar la mujer a la cual amaba, pero la Biblia nos dice que “le parecieron como pocos días, porque la amaba” (Génesis 29:20). El amor perfeccionado produce obediencia gozosa.

Victoria (1 Juan 5:4–5)

Nike era la diosa griega de la victoria, siendo también éste el nombre de un misil aéreo de los Estados Unidos. Ambos recibieron ese nombre por la palabra griega nike que sencillamente significa victoria. Pero, ¿qué tiene que ver la victoria con el amor maduro?

Los creyentes viven en un mundo real y se enfrentan con obstáculos tremendos. No es fácil obedecer a Dios. Es mucho más fácil dejarse llevar por el mundo, desobedecer a Dios y “hacer lo que a uno le parece”.

Pero los creyentes son “nacidos de Dios”. Esto significa que tienen la naturaleza divina en su interior y es imposible que esta naturaleza divina desobedezca a Dios. “Lo que es nacido de Dios vence al mundo” (1 Juan 5:4). Si

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la vieja naturaleza tiene el control de nuestra vida, entonces desobedecemos a Dios, pero si la nueva naturaleza está en control, entonces obedecemos a Dios. El mundo apela a la vieja naturaleza (1 Juan 2:15–17) y trata de hacer que los mandamientos de Dios parezcan pesados.

Nuestra victoria es resultado de la fe, y crecemos en la fe a medida que crecemos en amor. Cuanto más amamos a alguien, más fácil es confiar en esa persona. Cuanto más se perfecciona nuestro amor a Cristo, también se perfecciona más nuestra fe en él, ya que la fe y el amor maduran juntos.

La palabra vencer es uno de los términos favoritos de Juan. La utiliza en 1 Juan 2:13–14 con relación a vencer al diablo. La usa siete veces en Apocalipsis para describir a los creyentes y las bendiciones que estos reciben (Apocalipsis 2:7, 11, 17, 26; 3:5, 12, 21). No está describiendo a una clase especial de creyentes. Más bien, está utilizando la palabra vencedor como un nombre para el creyente verdadero. Somos vencedores porque hemos nacido de Dios.

Se cuenta que un soldado del ejército de Alejandro Magno no se estaba comportando valientemente en la batalla. Cuando tendría que haber estado avanzando, se mantuvo retrasado en la retaguardia.

El gran general se le acercó y le preguntó: —Soldado, ¿cómo te llamas? El hombre respondió: —Me llamo Alejandro, señor. El general lo miró directamente a los ojos y le dijo con firmeza: —¡Soldado, ve

y pelea o cámbiate el nombre! ¿Cómo nos llamamos nosotros? “Hijos de Dios, nacidos de Dios”. Alejandro

Magno quería que su nombre fuese un símbolo de valentía, y nuestro nombre lleva en sí la certeza de la victoria. Ser nacido de Dios significa participar de la victoria de Dios.

Esta es una victoria de la fe, ¿pero fe en qué cosa? ¡Fe en Jesucristo, el Hijo de Dios! La persona que vence al mundo es aquella que “cree que Jesús es el Hijo de Dios” (1 Juan 5:5). No es la fe en nosotros mismos la que nos da la victoria, sino la fe en Cristo. “En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Juan 16:33).

La identificación con la victoria en Cristo nos hace recordar las numerosas oportunidades en que leemos “como él es” en la carta de Juan. “Como él es, así somos nosotros en este mundo” (1 Juan 4:17). Debemos andar en la luz “como él está en luz” (1 Juan 1:7). Si decimos que permanecemos en Cristo, entonces debemos comportarnos como él lo hizo (1 Juan 2:6). Sus hijos tienen que ser en la tierra lo que él es en el cielo. Lo único que necesitamos hacer es reclamar esta maravillosa posición por fe, y luego actuar en base a ella.

Cuando Jesucristo murió, nosotros morimos con él. Pablo dijo: “Con Cristo estoy juntamente crucificado” (Gálatas 2:20). Cuando Cristo fue sepultado, nosotros fuimos sepultados con él. Y cuando resucitó, resucitamos junto con él. “Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva” (Romanos 6:4).

Cuando Cristo ascendió al cielo, nosotros ascendimos con él y ahora estamos sentados con él en los lugares celestiales (Efesios 2:6). Y cuando Cristo regrese, participaremos de su exaltación. “Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria” (Colosenses 3:4).

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Todos estos versículos describen nuestra posición espiritual en Cristo. Compartimos su victoria cuando reclamamos esta posición por la fe. Cuando Dios levantó a Jesús de los muertos, obró “sentándole a su diestra en los lugares celestiales, sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra… y sometió todas las cosas bajo sus pies” (Efesios 1:20–22). Esto significa que, posicionalmente, ¡todo hijo de Dios tiene el privilegio de sentarse muy por encima de todos sus enemigos!

El lugar donde se sienta un hombre determina el grado de autoridad que puede ejercer. El hombre que se sienta en el sillón del administrador general tiene una esfera de autoridad restringida, pero el que se sienta en el sillón del vicepresidente ejerce un control mayor. El hombre que se sienta detrás del escritorio que dice “Presidente” ejerce la máxima autoridad. Este es respetado y obedecido por el lugar donde se sienta, sin que importe el sector de la fábrica o de la oficina en que se encuentre en determinado momento. Su poder está determinado por su posición y no por su apariencia personal ni la forma como se sienta emocionalmente.

Así sucede con el hijo de Dios: su autoridad está determinada por su posición en Cristo. Cuando confió en Cristo, fue identificado con él por el Espíritu Santo y hecho miembro de su cuerpo (1 Corintios 12:12–13). Su antigua vida ha sido sepultada y ha resucitado a una nueva vida en gloria. ¡En Cristo, está sentado en el mismo trono del universo!

Un veterano de la Guerra Civil solía vagar de un lugar a otro, mendigando por una cama y un poco de comida, hablando siempre de su amigo, “el Sr. Lincoln”. No podía tener un trabajo fijo por causa de las heridas que tenía. Pero mientras podía seguir andando, continuaba hablando de su amado Presidente.

—Usted dice que conoció al Sr. Lincoln— le dijo mordazmente un día un escéptico que pasaba junto a él. —No estoy tan seguro de que sea cierto. ¡Demuéstrelo!

El anciano replicó: —Claro que lo puedo demostrar. De hecho, aquí tengo un trozo de papel que el mismo Sr. Lincoln firmó y me entregó.

El hombre sacó de su vieja billetera un trozo de papel bien doblado y se lo mostró al hombre.

—No soy muy bueno para leer— se disculpó, —pero sí sé que esa es la firma del Sr. Lincoln.

—Hombre, ¿sabe usted lo que tiene aquí?— le preguntó un espectador. —Tiene una generosa pensión federal autorizada por el Presidente Lincoln. ¡No tiene necesidad de vagar por allí como un pobre mendigo! ¡El Sr. Lincoln lo ha hecho rico!

Parafraseando lo que Juan escribió: “¡Creyentes, ustedes no tienen necesidad de andar por allí derrotados, porque Jesucristo los ha hecho vencedores! El ha derrotado a todo enemigo y ustedes participan de su victoria. Ahora, por fe, reclamen su victoria”.

Desde luego, la clave es la fe, pero esta siempre ha sido la clave de Dios para la victoria. Los grandes hombres y mujeres que se mencionan en Hebreos 11 ganaron sus victorias “por fe”. Simplemente creyeron en lo que Dios había dicho y actuaron en base a ello. Dios honró la fe de ellos y les dio la victoria. Fe no es simplemente decir aquello que Dios dice que es verdadero. La fe verdadera es

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actuar en base a lo que Dios dice por el hecho de que eso es la verdad. Alguien ha dicho que la fe no consiste tanto en creer a pesar de la evidencia, sino en obedecer a pesar de las consecuencias.

La fe victoriosa es el resultado del amor maduro. Cuanto mejor llegamos a conocer y amar a Jesucristo, más fácil resultará confiar en él para las necesidades y batallas de la vida. Es importante que ese amor en proceso de maduración se convierta en algo práctico y normal en nuestra vida diaria.

¿Cómo experimenta el creyente esta clase de amor y las bendiciones que surgen del mismo?

Para empezar, esta clase de amor se debe cultivar. ¡No es el resultado de una amistad accidental! Un estudio previo señalaba que el creyente se va deslizando por etapas hasta caer en el mundo:

1. Amistad con el mundo (Santiago 4:4), 2. Manchado por el mundo (Santiago 1:27), 3. Amando al mundo (1 Juan 2:15–17), 4. Conformado al mundo (Romanos 12:2). De manera similar, nuestra relación con Jesucristo crece por etapas: Debemos cultivar la amistad con Cristo. Abraham fue “el amigo de Dios”

(Santiago 2:23) porque se separó del mundo e hizo lo que Dios le dijo. Su vida no era perfecta, pero cuando pecaba, confesaba y regresaba inmediatamente a su andar con Dios.

Esta amistad comenzará a tener influencia en nuestra vida. A medida que leamos la Palabra y oremos, y tengamos comunión con el pueblo de Dios, las virtudes cristianas comenzarán a manifestarse en nosotros. Nuestros pensamientos serán más limpios, nuestra conversación más significativa y nuestros deseos más puros. Pero no seremos cambiados de manera repentina y completa. Será un proceso gradual.

Nuestra amistad con Cristo y el hecho de volvernos más semejantes a él nos conducirán a un amor a Cristo más profundo. A nivel humano, la amistad frecuentemente conduce al amor. A nivel divino, la amistad con Cristo debería conducir al amor. “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero” (1 Juan 4:19). La Palabra de Dios nos revela su amor, y el Espíritu Santo que mora en nosotros hace que este amor se nos torne cada vez más real. Más aún, este amor se desarrolla en nuestra vida con la obediencia diaria. El amor cristiano no es una emoción pasajera, sino que es una devoción permanente, un profundo deseo de agradar a Cristo y hacer su voluntad.

Cuanto más le conocemos, mejor le amamos, y cuanto mejor le amamos, más semejantes a él nos tornamos: “conformes a la imagen de su Hijo” (Romanos 8:29). Por supuesto que no seremos completamente conformados a Cristo hasta que le veamos (1 Juan 3:1–3), pero tenemos que comenzar el proceso ahora.

¡Qué manera de vivir tan emocionante! A medida que el amor de Dios es perfeccionado en nosotros, tenemos confianza en él y no vivimos con temor. Puesto que el temor es desechado, podemos ser sinceros y abiertos. No hay necesidad de simular. Y debido a que el temor se ha ido, nuestra obediencia a sus mandamientos surge del amor y no del terror. Descubrimos que sus mandamientos no son gravosos. Finalmente, el hecho de vivir en esta atmósfera

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de amor, sinceridad y obediencia gozosa nos capacita para enfrentar al mundo con fe victoriosa y vencer en lugar de ser vencidos.

El lugar para comenzar no es el de una experiencia dramática y osada, sino que es el lugar donde ocupamos tiempo para la oración tranquila y personal. Pedro quería entregar su vida por Jesús, pero cuando se le pidió que orara, se fue a dormir (Lucas 22:31–33, 39–46). Un creyente que comienza el día leyendo la Palabra, meditando en ella y adorando a Cristo en oración y alabanza, experimentará este amor perfeccionado.

Cuando esta vida comience, él lo sabrá, y los demás también. Su vida estará signada por la confianza, la sinceridad, la obediencia gozosa y la victoria.

10

¿Qué Sabes con Seguridad?

1 Juan 5:6–21

“Nada es seguro, sino sólo la muerte y los impuestos”. Benjamín Franklin escribió esas palabras en 1789. Desde luego, un hombre sabio como Franklin sabía que había muchas otras cosas que también eran ciertas. El creyente también sabe que hay muchas certidumbres. Los creyentes no tienen temor de decir, “¡Sabemos!”, en relación a las verdades espirituales. De hecho, las verbos saber y conocer (y sus derivados) aparecen 39 veces en la breve carta de Juan, de las cuales ocho están en este último capítulo.

El hombre tiene una profunda necesidad de certidumbre, y aun se entromete en el ocultismo en su esfuerzo por hallar algo que sea seguro. Un empresario que estaba almorzando con el pastor de su iglesia, le dijo: “¿Ve esas oficinas al otro lado de la calle? Allí se encuentran algunos de los hombres de negocios más influyentes de esta ciudad. Muchos de ellos acostumbraban venir aquí con regularidad para consultar a una adivinadora. Ella ya no está más aquí, pero hace unos pocos años se podían sumar millones de dólares dentro de esta habitación mientras los hombres esperaban para consultarla”.

La vida que es genuina está construida sobre las certezas divinas que se encuentran en Jesucristo. El mundo puede acusar al creyente de orgulloso y dogmático, pero esto no le quita poder decir: “¡Yo sé!” En estos versículos finales de la carta de Juan encontramos cinco certezas cristianas sobre las cuales podemos edificar nuestra vida con confianza.

Jesús Es Dios (1 Juan 5:6–10)

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En 1 Juan 5:1–5, el énfasis está colocado en el hecho de confiar en Jesucristo. Una persona que confía en Cristo ha nacido de Dios y puede vencer al mundo. Creer que Jesucristo es el Hijo de Dios es básico para la experiencia cristiana.

Pero, ¿cómo sabemos que Jesucristo es Dios? Algunos de sus contemporáneos lo llamaron mentiroso y engañador (Mateo 27:63). Otros han sugerido que fue un fanático religioso, un loco o quizá un patriota judío sincero, pero tristemente equivocado. Las personas a las que Juan les estaba escribiendo estaban expuestas a una enseñanza popular falsa de que Jesús era simplemente un hombre sobre el cual “el Cristo” había descendido cuando Jesús fue bautizado. En la cruz, “el Cristo” dejó a Jesús (“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”) y este murió como cualquier otro ser humano.

La epístola de Juan refuta esta falsa enseñanza. Presenta tres testigos infalibles para comprobar que Jesús es Dios.

Primer testigo—el Agua. Jesús vino “mediante agua y sangre”. El agua se refiere a su bautismo en el Jordán, cuando el Padre habló desde el cielo, diciendo: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:13–17). En el mismo momento, el Espíritu descendió en forma de paloma y reposó sobre él. Este fue el testimonio que dio el Padre en cuanto al Hijo en el comienzo del ministerio de Jesús.

Segundo testigo—la Sangre. Pero el Padre dio otro testimonio a medida que se fue acercando el momento de la muerte de Jesús. Habló en forma audible desde el cielo, diciendo: “Lo [mi nombre] he glorificado, y lo glorificaré otra vez” (Juan 12:28). Además, el Padre testificó con poder milagroso cuando Jesús estaba en la cruz: la oscuridad sobrenatural, el terremoto y la ruptura del velo del templo (Mateo 27:45, 50–53). No debe extrañarnos que el centurión haya exclamado: “Verdaderamente este era Hijo de Dios” (Mateo 27:54).

Jesús no recibió “el Cristo” en el bautismo ni lo perdió en la cruz. El Padre, en ambas ocasiones, dio testimonio de la deidad del Hijo.

Tercer testigo—el Espíritu. El Espíritu fue dado para dar testimonio de Cristo (Juan 15:26; 16:14). Podemos confiar en el testimonio del Espíritu porque “el Espíritu es la verdad”. Nosotros no estuvimos presentes en el bautismo de Cristo ni en su muerte, pero el Espíritu Santo sí estuvo. El Espíritu Santo es la única Persona actualmente activa en la tierra que estuvo presente cuando Cristo tuvo su ministerio aquí. El testimonio del Padre es historia pasada, pero el testimonio del Espíritu es experiencia presente. El primero es externo, el segundo es interno y ambos concuerdan.

¿Cómo testifica el Espíritu dentro del corazón del creyente? “Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios” (Romanos 8:15–16). Su testimonio es la confianza interior que tenemos de que pertenecemos a Cristo. No es una confianza que “fabricamos” nosotros mismos, sino una confianza que Dios nos da.

El Espíritu también nos da testimonio por medio de la Palabra. A medida que leemos la Palabra de Dios, él nos habla y nos enseña. Esto no sucede en el caso de un hombre que no es salvo (1 Corintios 2:14), sino únicamente en el creyente.

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Un creyente se siente “como en casa” con el pueblo de Dios porque el Espíritu mora en él. Esta es otra manera por medio de la cual el Espíritu da testimonio.

La ley requería dos o tres testigos para arreglar un asunto (Deuteronomio 19:15). El Padre dio testimonio en el bautismo y en la cruz, y en el día de hoy el Espíritu da testimonio dentro del creyente. El Espíritu, el agua y la sangre ponen fin a la cuestión: Jesús es Dios.

Nosotros recibimos el testimonio de los hombres, ¿por qué razón, pues, tenemos que rechazar el testimonio de Dios?

La gente dice a menudo: “¡Ojalá pudiera tener fe!” ¡Pero todo el mundo vive por fe! Las personas confían unas en otras a lo largo de todo el día. Confían en el médico y en el farmacéutico, confían en la cocinera del restaurante y aun confían en el conductor del vehículo que va por el otro carril de la autopista. Si podemos confiar en los hombres, ¿por qué no podemos confiar en Dios? ¡Y al no confiar en él, uno lo está convirtiendo en mentiroso!

Jesús es Dios: esta es la primera certeza cristiana, y es fundamental para todo lo demás.

Los Creyentes Tienen Vida Eterna (1 Juan 5:11–13)

La palabra clave en 1 Juan 5:6–10 es “testimonio”. Dios dio testimonio de su Hijo, pero también ha dado testimonio a sus hijos, o sea, a los creyentes individualmente. ¡Nosotros sabemos que tenemos vida eterna! No sólo tenemos el testimonio del Espíritu en el interior, sino también el testimonio de la Palabra de Dios. “Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna” (1 Juan 5:13).

La vida eterna es un regalo. No es algo que podamos ganar (Juan 10:27–29; Efesios 2:8–9). Pero este regalo es una Persona, Jesucristo. No sólo recibimos vida eterna de Cristo, sino en Cristo. “El que tiene al Hijo, tiene la vida” (1 Juan 5:12). No sólo “vida”, sino “la vida”—la vida “que es verdadera” (1 Timoteo 6:19—“vida eterna”).

Este regalo se recibe por la fe. Dios también ha dado testimonio en su Palabra, ofreciendo vida eterna a los que creen en Jesucristo. Millones de creyentes han comprobado que el testimonio de Dios es veraz. El hecho de no creer es hacer mentiroso a Dios. Y si Dios es mentiroso, entonces nada es seguro.

Dios quiere que sus hijos sepan que le pertenecen a él. Juan fue inspirado por el Espíritu para que escribiera el evangelio a fin de asegurarnos que “Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios” (Juan 20:31). El escribió esta epístola para que podamos estar seguros de que somos hijos de Dios (1 Juan 5:13).

En este momento, sería útil hacer un repaso de las características de los hijos de Dios:

• “Todo el que hace justicia es nacido de él” (1 Juan 2:29). • “Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado” (1 Juan 3:9). • “Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a

los hermanos” (1 Juan 3:14). • “Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel

que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios” (1 Juan 4:7). • “Porque todo lo que es nacido de Dios vence al mundo” (1 Juan 5:4).

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Si tú llevas estas “marcas de nacimiento”, entonces puedes decir con confianza que eres un hijo de Dios.

Cuando Sir James Simpson, el descubridor del cloroformo, estaba en su lecho de muerte, un amigo le preguntó: —Señor, ¿cuál es su teoría en cuanto a lo que le espera por delante?

Simpson respondió: —¡Teoría! ¡Yo no tengo ninguna teoría, sino una certeza! “Porque yo sé a quién he creído, y estoy seguro que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día”.

Dios Contesta las Oraciones (1 Juan 5:14–15)

Una cosa es saber que Jesús es Dios y que somos hijos de Dios, ¿pero qué sucede con las necesidades y los problemas de la vida diaria? Jesús ayudó a la gente mientras estuvo aquí en la tierra. ¿Los ayuda todavía? Los padres terrenales cuidan a sus hijos. ¿El Padre celestial les responde a sus hijos cuando claman a él?

Los creyentes tienen confianza en la oración al igual que están confiados mientras aguardan el juicio (1 Juan 2:28; 4:17). Tal como hemos visto, la palabra “confianza” significa libertad para hablar. Podemos acercarnos libremente al Padre y contarle cuáles son nuestras necesidades.

Por supuesto que debemos cumplir con algunas condiciones. En primer lugar, debemos tener un corazón que no nos condene (1 Juan 3:21–

22). El pecado que no ha sido confesado es un grave obstáculo para que la oración sea contestada (Salmo 66:18). Vale la pena observar que los problemas entre un esposo y esposa creyentes pueden obstaculizar sus oraciones (1 Pedro 3:1–7). Si hay algún problema entre nosotros y otro creyente, debemos arreglarlo (Mateo 5:23–25). Y las oraciones de un creyente no serán contestadas a menos que permanezca en Cristo, en amor y obediencia (Juan 15:7).

En segundo lugar, debemos orar en la voluntad de Dios. “Tu voluntad sea hecha” (Mateo 6:10). Robert Law escribió: “La oración es un poderoso instrumento, no para conseguir que la voluntad del hombre sea hecha en el cielo, sino para que la voluntad de Dios se haga en la tierra”. George Mueller, quien alimentó a miles de huérfanos con la comida provista en respuesta a sus oraciones, dijo: “La oración no consiste en vencer la renuencia de Dios. Es aferrarse a la disponibilidad de Dios”.

Hay ocasiones en que sólo podemos orar, diciendo: “No mi voluntad, sino la tuya”, porque sencillamente no sabemos cuál es la voluntad de Dios en cuanto a un asunto. Pero la mayoría de las veces podemos determinar la voluntad de Dios leyendo la Palabra, escuchando al Espíritu (Romanos 8:26–27) y aplicando el discernimiento sobre las circunstancias que nos rodean. La misma fe que tenemos al pedirle algo a Dios es, a menudo, una prueba de que él quiere darnos lo que pedimos (Hebreos 11:1).

Hay muchas promesas en la Biblia que podemos reclamar en oración. Dios ha prometido suplir nuestras necesidades (Filipenses 4:19), ¡no nuestra codicia! Si estamos obedeciendo su voluntad y realmente necesitamos algo, él lo suplirá a su manera y en su tiempo.

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“Pero, si la voluntad de Dios es que tenga algo, ¿para qué tengo que orar al respecto?” Porque la oración es la manera en que Dios quiere que sus hijos obtengan lo que necesitan. Dios no sólo ordena cuál será el final, sino que también ordena cuál es el medio para alcanzarlo, es decir, la oración. Y cuanto más lo piensas, más maravilloso se vuelve este proceso. La oración es, en realidad, el termómetro de la vida espiritual. Dios ha ordenado que me mantenga andando cerca de él si es que espero que él supla mis necesidades.

Juan no escribe: “Tendrán lo que pidan”, sino, “sabemos que tenemos las peticiones” (1 Juan 5:15). El verbo está en tiempo presente. Tal vez no veamos inmediatamente la respuesta a una oración, pero tenemos la confianza interior de que Dios nos ha respondido. Esta confianza, o fe, es “la convicción de lo que no se ve” (Hebreos 11:1). Es Dios que nos da testimonio de que ha escuchado y respondido.

La oración es al hombre espiritual lo que la respiración es al hombre físico. Si no oramos, “desmayamos” (Lucas 18:1). La oración no es sólo la expresión de los labios, sino también el deseo del corazón. “Orad sin cesar” (1 Tesalonicenses 5:17) no significa que un creyente esté siempre diciendo una oración audible. No somos escuchados por la cantidad de palabras que decimos (Mateo 6:7). No, “orad sin cesar” se refiere tanto a la actitud del corazón como a la expresión de los labios. Un creyente que tiene su corazón puesto en Dios y está tratando de glorificarle ora constantemente aun cuando no está consciente de que lo hace.

C.H. Spurgeon, el famoso predicador, estaba muy ocupado con un mensaje, pero no podía terminarlo. Se le hizo tarde, y su esposa le dijo: —¿Por qué no te vas a acostar? Te despertaré temprano y podrás terminar el mensaje en la mañana.

Spurgeon comenzó a dormitar, ¡y en su sueño comenzó a predicar el mensaje que le estaba dando tanto problema! Su esposa anotó lo que él decía y a la mañana siguiente le dio las notas a su esposo-predicador.

—¡Pero, eso es exactamente lo que quería decir!— exclamó el predicador sorprendido. El mensaje había estado en su corazón. Lo único que necesitaba era ser expresado. Así sucede con la oración. Si permanecemos en Cristo, Dios escucha cuáles son los deseos de nuestro corazón, ya sea que los expresemos o no.

Las páginas de la Biblia y de la historia están repletas de registros de oraciones contestadas. La oración no es una autohipnosis espiritual. Ni tampoco oramos porque nos hace sentir mejor. Oramos porque Dios nos ha ordenado que oremos y porque la oración es el medio que Dios ha diseñado para que el creyente reciba lo que Dios quiere darle. La oración mantiene al creyente dentro de la voluntad de Dios, y el hecho de vivir en la voluntad de Dios mantiene al creyente en el lugar de la bendición y el servicio. No somos mendigos. Somos hijos que se allegan a un Padre rico a quien le encanta darles a sus hijos lo que ellos necesitan.

Jesús dependía de la oración aunque era Dios en carne. Vivió en la tierra en dependencia del Padre, tal como nosotros debemos hacerlo. Se levantaba temprano en la mañana para orar (Marcos 1:35), aunque la noche anterior había estado levantado hasta tarde sanando a las multitudes. A veces pasaba toda la noche orando (Lucas 6:12). En el huerto de Getsemaní oró “con gran clamor y

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lágrimas” (Hebreos 5:7). Oró tres veces en la cruz. Si el Hijo de Dios, quien no tenía pecado, necesitaba orar, ¡cuánto más lo necesitamos nosotros!

Lo más importante en cuanto a la oración es la voluntad de Dios. Debemos tomar tiempo para asegurarnos de cuál es la voluntad de Dios en cuanto a un tema, escudriñando especialmente en la Biblia las promesas y principios que se aplican a nuestra situación. Una vez que sabemos cuál es la voluntad de Dios, podemos orar con confianza y luego esperar que él revele la respuesta.

Los Creyentes No Practican el Pecado (1 Juan 5:16–19)

“Sabemos que todo aquel que ha nacido de Dios, no practica el pecado” (1 Juan 5:18). “Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado” (1 Juan 3:9). Aquí no se tiene en vista los pecados ocasionales, sino los habituales, la práctica del pecado. Puesto que el creyente tiene una nueva naturaleza (“la simiente de Dios”, 1 Juan 3:9), entonces tiene nuevos deseos y apetitos, y no está interesado en pecar.

Un creyente enfrenta a tres enemigos, los cuales quieren inducirlo al pecado: el mundo, la carne y el diablo.

El mundo “está bajo el maligno” (1 Juan 5:19). Satanás, el dios de este siglo (2 Corintios 4:3–4) y el príncipe de este mundo (Juan 14:30). El es el espíritu que opera en los hijos de desobediencia (Efesios 2:2).

Satanás tiene muchas artimañas para inducir al creyente al pecado. Dice mentiras, tal como lo hizo con Eva (Génesis 3; 2 Corintios 11:1–3), y cuando los hombres creen en sus mentiras, se alejan de Dios y desobedecen a la verdad de Dios. O si no, Satanás puede aplicar sufrimiento físico, tal como lo hizo con Job y Pablo (2 Corintios 12:7–9). En el caso de David, Satanás utilizó el orgullo como arma e instó a David a censar al pueblo y así desafiar a Dios (1 Crónicas 21). Satanás es como una serpiente que engaña (Apocalipsis 12:9) y como un león que devora (1 Pedro 5:8–9). Es un enemigo terrible.

Luego tenemos el problema de la carne, la vieja naturaleza con la que nacemos y que aún está en nosotros. Es verdad, tenemos dentro de nosotros una nueva naturaleza (la simiente divina, 1 Juan 3:9), pero no siempre cedemos a la nueva naturaleza.

El mundo es nuestro tercer enemigo (1 Juan 2:15, 17). ¡Qué fácil es ceder ante los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida! La atmósfera que nos rodea hace que nos resulte difícil mantener la mente pura y el corazón fiel a Dios.

¿Cómo, pues, hace el creyente para no pecar? El versículo 18 del capítulo 5 de 1 Juan da la respuesta: Jesucristo protege al

creyente para que el enemigo no le ponga las manos encima. “Aquel [Cristo] que fue engendrado por Dios le guarda [al creyente], y el maligno no le toca”. Es verdad que el creyente debe conservarse en el amor de Dios (Judas 21), pero no puede depender de sí mismo para vencer a Satanás, sino que Cristo es el que lo hace.

La experiencia de Pedro con Satanás nos ayuda a entender esta verdad.

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Jesús dijo: “Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo; pero yo he rogado por ti, que tu fe no falte; y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos” (Lucas 22:31–32).

Para empezar, Satanás no puede tocar a ningún creyente sin que Dios le dé permiso. Satanás quería zarandear a todos los discípulos, y Jesús le dio permiso. Pero Jesús oró especialmente por Pedro, y su oración fue contestada. La fe de Pedro no falló, aunque sí perdió el coraje. Pedro fue restaurado y se convirtió en un ganador de almas poderoso y eficaz.

Podemos estar seguros de que, siempre que Satanás nos ataque, Dios le ha dado permiso. Y si Dios le dio permiso, entonces nos dará también el poder para vencer, porque Dios nunca permitirá que seamos probados más allá de nuestra fuerza (1 Corintios 10:13).

Una de las características del “joven espiritual” es su habilidad para vencer al maligno (1 Juan 2:13–14). ¿El secreto? “La palabra de Dios permanece en vosotros” (1 Juan 2:14). Parte de la armadura de Dios es la espada del Espíritu (Efesios 6:17), y esta espada vence a Satanás.

Cuando un creyente peca, puede confesar su pecado y ser perdonado (1 Juan 1:9). Pero un creyente no se atreve a jugar con el pecado, porque el pecado es infracción de la ley (1 Juan 3:4 donde “infracción de la ley” significa ilegalidad). Una persona que practica el pecado demuestra que pertenece a Satanás (1 Juan 3:7–10). Más aún, ¡Dios advierte que el pecado puede conducir a la muerte física!

“Toda injusticia es pecado”, pero algunos pecados son peores que otros. Dios aborrece todo pecado y así debería suceder con los creyentes, pero algunos pecados son castigados con la muerte. Juan nos cuenta (1 Juan 5:16–17) el caso de un hermano (un creyente) que perdió la vida por causa del pecado.

La Biblia menciona a personas que murieron por causa de su pecado. Nadab y Abiú, los dos hijos del sacerdote Aarón, murieron porque desobedecieron deliberadamente a Dios (Levítico 10:1–7). Coré y su familia se opusieron a Dios y murieron (Números 16). Acán fue apedreado porque desobedeció las órdenes de Josué que Dios le había dado en relación a Jericó (Josué 6–7). Un hombre llamado Uza tocó el arca y Dios lo mató (2 Samuel 6).

“¡Pero esos son ejemplos del Antiguo Testamento!”, puede argumentar alguna persona. “¡Juan les está escribiendo a los creyentes del Nuevo Testamento que viven bajo la gracia!”

Al que mucho se le da, mucho se le requiere. El creyente del día de hoy tiene una responsabilidad mucho mayor de obedecer a Dios de la que tenían los santos del Antiguo Testamento. Nosotros tenemos una Biblia completa, tenemos la revelación completa de la gracia de Dios y tenemos al Espíritu Santo viviendo dentro de nosotros, el cual nos ayuda a obedecer a Dios. Pero en el Nuevo Testamento hay casos de creyentes que perdieron la vida porque desobedecieron a Dios.

Ananías y Safira le mintieron a Dios en cuanto a su ofrenda, y ambos murieron (Hechos 5:1–11). Algunos creyentes de Corinto murieron por causa de su manera de proceder en la cena del Señor (1 Corintios 11:30). Y 1 Corintios 5:1–5 sugiere que una persona que había pecado habría muerto si no hubiese sido que se arrepintió y confesó el pecado (2 Corintios 2:6–8).

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Dios debe disciplinar al creyente si éste no juzga, confiesa y abandona el pecado. Este proceso se describe en Hebreos 12:1–13, el cual sugiere que una persona que no se sujeta al Padre no vivirá (Hebreos 12:9). En otras palabras, Dios en primer lugar “le da una paliza” a sus hijos rebeldes, y si estos no se someten a su voluntad, tal vez los saque de este mundo, no sea que la desobediencia de ellos pueda hacer descarriar a otros y traer mayor vergüenza a su nombre.

“El pecado de muerte” no es un pecado específico. Más bien, se refiere a una clase de pecado. Es la clase de pecado que conduce a la muerte. En el caso de Nadab y Abiú fue la presunción que tuvieron al ocupar el oficio del sacerdote y entrar en el lugar santísimo. En el caso de Acán fue la codicia. Ananías y Safira fueron culpables de hipocresía y aun de mentirle al Espíritu Santo.

Si un creyente ve que un hermano comete un pecado, debe orar por él (1 Juan 5:16), pidiendo que confiese el pecado y vuelva a la comunión con el Padre. Pero si al orar, no siente que está pidiendo dentro de la voluntad de Dios (como se instruye en 1 Juan 5:14–15), entonces no debe orar por el hermano. “Tú, pues, no ores por este pueblo, ni levantes por ellos clamor ni oración, ni me ruegues; porque no te oiré” (Jeremías 7:16).

Santiago 5:14–20 es, en cierto modo, un paralelo con 1 Juan 5:16–17. Santiago describe a un creyente que está enfermo, posiblemente por causa de su pecado. El envía a buscar a los ancianos, los cuales vienen y oran por él. La oración de fe lo sana y, si ha pecado, sus pecados le son perdonados. “La oración de fe” es la oración en la voluntad de Dios, tal como se describe en 1 Juan 5:14–15. Esto es “orar en el Espíritu Santo” (Judas 20).

Los creyentes no practican el pecado deliberadamente. Ellos tienen la naturaleza divina en su interior, Jesucristo los guarda y no quieren la disciplina de Dios.

La Vida Cristiana es la Vida Verdadera (1 Juan 5:20–21)

Jesucristo es el verdadero Dios. Nosotros conocemos a Aquel que es verdadero, y estamos en el verdadero. ¡Tenemos “lo que es verdadero”!

Una traducción del versículo 20 dice: “Sabemos que nuestra vida verdadera está en Aquel que es verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este es el verdadero Dios y esta es la vida verdadera y eterna”. Lo verdadero ha sido el tema a lo largo de toda la carta de Juan, y ahora esto se nos recuerda una vez más.

Es probable que Juan les haya estado escribiendo a los creyentes de la ciudad de Éfeso, una ciudad entregada a la adoración de los ídolos. El templo de Diana, una de las maravillas del mundo antiguo, estaba ubicado en Éfeso, y una de las principales ocupaciones de la gente de allí era la elaboración y venta de ídolos (Hechos 19:21–41). Rodeados por la idolatría, los creyentes se encontraban bajo una tremenda presión que buscaba que se conformaran al medio ambiente en que vivían.

Pero “sabemos que un ídolo nada es en el mundo, y que no hay más que un Dios” (1 Corintios 8:4). Es decir, “un ídolo no tiene existencia verdadera”. La tragedia de la idolatría es que una imagen muerta no puede hacerle ningún bien a la persona que la adora porque aquella no es genuina. Los escritores hebreos del

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Antiguo Testamento denominaban a los ídolos como “nada, cosas vanas, vapores, vacuidad”. Un ídolo es un sustituto sin vida e inútil que trata de reemplazar aquello que es verdadero.

Los salmos contienen tremendas acusaciones en contra de la idolatría (Salmo 115:1–8; 135:15–18). Un ídolo parece algo real para la visión humana—ojos, orejas, boca, nariz, manos, pies—pero no son sino imitaciones inútiles de lo verdadero. Los ojos son ciegos, los oídos son sordos, la boca no habla y las manos y los pies están paralizados. Pero la verdadera tragedia es que “semejantes a ellos son los que los hacen, y cualquiera que confía en ellos” (Salmo 115:8). ¡Nos volvemos semejantes a aquello que adoramos!

Este es el secreto de la vida que es genuina. Estamos en contacto con lo genuino porque hemos encontrado al Dios verdadero por medio de su Hijo Jesucristo. Nuestra comunión es con un Dios genuino. Tal como hemos visto, la palabra “genuino” significa lo original que se opone a una copia y lo auténtico que se opone a una imitación. Jesucristo es la Luz verdadera (Juan 1:9), y el verdadero Pan (Juan 6:32), y la Vid verdadera (Juan 15:1), y la Verdad en sí misma (Juan 14:6). El es el Original; todo lo demás es una copia. El es auténtico; todo lo demás es sólo una imitación.

Los creyentes viven en una atmósfera de realidad. La mayoría de las personas que no son salvas viven en una atmósfera de falsedad y fingimiento. A los creyentes se les ha dado discernimiento espiritual para diferenciar lo verdadero de lo falso, pero el que no es salvo no tiene este entendimiento. Los creyentes no escogen simplemente entre lo bueno y lo malo, sino que eligen entre lo verdadero y lo falso. Un ídolo representa aquello que es falso y vacío. Una persona que vive para los ídolos se volverá falsa y vacía.

Pocas personas en la actualidad se inclinan ante ídolos de madera o de metal. Sin embargo, otros ídolos atrapan la atención y los afectos. La codicia, por ejemplo, es idolatría (Colosenses 3:5). Un hombre puede adorar su chequera o billetera con tanto fervor como un pagano adora su horrible ídolo. “Al Señor tu Dios adorarás, y a él solo servirás” (Mateo 4:10). ¡Aquello a lo cual servimos es lo que adoramos! Nuestro dios es aquello que controla y dirige nuestra vida.

Esto explica la razón por la cual Dios nos advierte contra el pecado de idolatría. No es sólo una violación de su mandamiento (Éxodo 20:1–6), sino que es una manera sutil de que Satanás nos controle. Cuando las “cosas” ocupan el lugar de Dios en nuestra vida, entonces somos culpables de idolatría. Esto significa que estamos viviendo para lo irreal en vez de vivir para lo que es genuino.

Para un hombre del mundo, la vida cristiana es irreal y la vida mundana es la genuina. Esto se debe a que el hombre del mundo vive en base a lo que ve y siente (las cosas) y no por lo que Dios dice en su Palabra. Un ídolo es una cosa temporal; Jesucristo es el eterno Dios. “Pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas” (2 Corintios 4:18).

Al igual que Moisés, el creyente se sostiene “como viendo al Invisible” (Hebreos 11:27). La fe es “la convicción de lo que no se ve” (Hebreos 11:1). Noé nunca había visto un diluvio, pero por fe “vio” que sucedería e hizo lo que Dios le dijo que hiciera. Abraham “vio” por fe una ciudad y un país celestiales, y estuvo dispuesto a abandonar su propio hogar terrenal para seguir a Dios. Todos los grandes héroes de la fe que se nombran en Hebreos 11 lograron sus objetivos

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porque vieron al Invisible por la fe. En otras palabras, estaban en contacto con lo genuino.

El mundo se jacta de su brillante cultura, pero el creyente es el que anda en la luz genuina porque Dios es luz. El mundo habla acerca del amor, pero no sabe nada del amor genuino que experimenta un creyente porque “Dios es amor”. El mundo exhibe su sabiduría y conocimiento, pero un creyente vive en la verdad porque “el Espíritu es la verdad”. Dios es luz, amor y verdad, y estas cosas juntas constituyen la vida que es genuina.

“¡Pero no importa lo que un hombre crea, con tal que sea sincero!” Casi no hace falta rebatir esta popular excusa. ¿Tiene importancia lo que cree

el farmacéutico, el cirujano o el bioquímico? ¡Es tan importante que hace toda la diferencia!

Pobre Juan, ya pasó, El vaso le engañó,

Porque creyendo que era agua, Ácido bebió.

Un creyente se convierte “de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero” (1 Tesalonicenses 1:9). Los ídolos están muertos, pero Cristo es el Dios viviente. Los ídolos son falsos, pero Cristo es el Dios verdadero. ¡Este es el secreto de la vida que es genuina!

Así que la advertencia de Juan, “guardaos de los ídolos”, se puede parafrasear, diciendo: “¡Cuídense de las imitaciones y de lo artificial, y SEAN GENUINOS!”1

1 Cook, R. A. (1994). PREFACIO. En Genuinos en Cristo: Estudio Expositivo de la Primera Epístola de

Juan (pp. i–185). Sebring, FL: Editorial Bautista Independiente.