gastronomía columna

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100 septiembre 2011 Gastronomía O Columna *Periodista y escritor. Finalista del premio Planeta Casamérica. En la actualidad dirige la revista Bacánika. T al vez sea porque vengo de una familia santandereana de esas en las que siempre se prepara de más porque no se sabe quién pueda lle- gar. De esas en las que toda- vía se añoran los tiempos en los que se comía seis veces al día. De esas HQ ODV TXH VL XQR QR UHSLWH VLJQLÀFD TXH QR le gustó. Una familia que mantiene, cultiva y promueve una estrecha relación entre el co- UD]yQ \ HO HVWyPDJR \ QR PH UHÀHUR DO FROHV terol, que es una palabra proscrita de nuestro diccionario privado, sino a esa costumbre de reemplazar las palabras cariñosas por platos sabrosos y abundantes. Y a esa manía de buscar motivos para celebrar. Por no decir “buscar motivos para comer”. Sí, tal vez sea esa carga genética la que me mueve hacia la gula, sin saber si es la tenta- ción la que se me cruza en el camino o yo el que la busco. Lo cierto es que no he resulta- do inferior al reto de una raza que condena las dietas, desconfía de los vegetarianos y maldice la comida rápida. Una raza en la que no hay gordos sino gente saludable y bien alimentada, y para la cual resulta de mala educación tasar las harinas, y de mal gusto hablar en la mesa de calorías. Convencido de que la curiosidad ha sido el motor de la humanidad, me he lanzado por el mundo con la brújula del apetito y me he PDQWHQLGR ÀHO D OD LGHD GH TXH OD JDVWURQRPtD habla tanto de la cultura de una nación como la arquitectura de sus pueblos, las novelas de sus escritores o el arte de sus museos. Adondequiera que vaya averiguo por los platos típicos, visito sus mercados y me siento ante las mesas de comederos típicos y populares. Adoro los mapas –y cuanto más arrugados y Por Fernando Quiroz* Alma de gordo más llenos de puntos y de notas más me gus- tan– pero soy capaz de desviarme de la ruta originalmente señalada cuando un aroma me lanza ese anzuelo que muerdo tan fácil. Evito a los que creen y profesan que se come simplemente por necesidad –y despre- cian el gozo enorme que hay en el acto de alimentarse– y rechazo a los contenidos: esos que confunden la moderación con los buenos modales, esos que serían incapaces de limpiar los restos de salsa con un trozo de pan que se empapa y se lleva a la boca con los dedos. Soy más de sal que de dulce –lo cual no VLJQLÀFD TXH UHQXQFLH SRU HMHPSOR D XQD GH esas milhojas legendarias de París o a un trozo de queso con bocadillo de Vélez– y me muevo por igual en la tierra y en el mar, mientras sigo indagando si es verdad la frase de marras: “Del mar el mero y de la tierra el cordero”. He probado y disfrutado las hormigas culo- nas de Santander y los chapulines tostados de Chapultepec, los chanquetes rebozados de la Cervecería Catalana y los huesos de marrano de Donde Rafa, la longaniza de Sutamarchán y un jamón de pata negra de cerdos criados en Jabugo, los locos que ven- den a la vuelta de la estación Mapocho en el centro de Santiago y la carne oreada que ofrecen en San Gil a la sombra de los árbo- les barbados de orillas del río Fonce. No pocas veces me ataca la nostalgia de esos platos disfrutados: a veces en medio de la noche. Y he llegado a planear viajes con la única intención de volverlos a probar. Mi mujer me dice que tengo alma de gordo. Algún día quiero escribir una novela que se llame así, tal cual: Alma de gordo. O quizás sean mis memorias: una suerte de confesión de tantos años dedicado a los excesos de la panza. Sin remedio pero sin remordimiento. “Adoro los mapas, pero soy capaz de desviarme de la ruta originalmente señalada cuando un aroma me lanza ese anzuelo que muerdo tan fácil”.

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Gastronomía Columna

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100 septiembre 2011

Gastronomía Columna

*Periodista y escritor. Finalista del premio Planeta Casamérica. En la actualidad dirige la revista Bacánika.

Tal vez sea porque vengo de una familia santandereana de esas en las que siempre se prepara de más porque no se sabe quién pueda lle-gar. De esas en las que toda-vía se añoran los tiempos en

los que se comía seis veces al día. De esas

le gustó. Una familia que mantiene, cultiva y promueve una estrecha relación entre el co-

terol, que es una palabra proscrita de nuestro diccionario privado, sino a esa costumbre de reemplazar las palabras cariñosas por platos sabrosos y abundantes. Y a esa manía de buscar motivos para celebrar. Por no decir “buscar motivos para comer”.

Sí, tal vez sea esa carga genética la que me mueve hacia la gula, sin saber si es la tenta-ción la que se me cruza en el camino o yo el que la busco. Lo cierto es que no he resulta-do inferior al reto de una raza que condena las dietas, desconfía de los vegetarianos y maldice la comida rápida. Una raza en la que no hay gordos sino gente saludable y bien alimentada, y para la cual resulta de mala educación tasar las harinas, y de mal gusto hablar en la mesa de calorías.

Convencido de que la curiosidad ha sido el motor de la humanidad, me he lanzado por el mundo con la brújula del apetito y me he

habla tanto de la cultura de una nación como la arquitectura de sus pueblos, las novelas de sus escritores o el arte de sus museos. Adondequiera que vaya averiguo por los platos típicos, visito sus mercados y me siento ante las mesas de comederos típicos y populares. Adoro los mapas –y cuanto más arrugados y

Por Fernando Quiroz*

Alma de gordomás llenos de puntos y de notas más me gus-tan– pero soy capaz de desviarme de la ruta originalmente señalada cuando un aroma me lanza ese anzuelo que muerdo tan fácil.

Evito a los que creen y profesan que se come simplemente por necesidad –y despre-cian el gozo enorme que hay en el acto de alimentarse– y rechazo a los contenidos: esos que confunden la moderación con los buenos modales, esos que serían incapaces de limpiar los restos de salsa con un trozo de pan que se empapa y se lleva a la boca con los dedos.

Soy más de sal que de dulce –lo cual no

esas milhojas legendarias de París o a un trozo de queso con bocadillo de Vélez– y me muevo por igual en la tierra y en el mar, mientras sigo indagando si es verdad la frase de marras: “Del mar el mero y de la tierra el cordero”.

He probado y disfrutado las hormigas culo-nas de Santander y los chapulines tostados de Chapultepec, los chanquetes rebozados de la Cervecería Catalana y los huesos de marrano de Donde Rafa, la longaniza de Sutamarchán y un jamón de pata negra de cerdos criados en Jabugo, los locos que ven-den a la vuelta de la estación Mapocho en el centro de Santiago y la carne oreada que ofrecen en San Gil a la sombra de los árbo-les barbados de orillas del río Fonce.

No pocas veces me ataca la nostalgia de esos platos disfrutados: a veces en medio de la noche. Y he llegado a planear viajes con la única intención de volverlos a probar.

Mi mujer me dice que tengo alma de gordo. Algún día quiero escribir una novela que se llame así, tal cual: Alma de gordo. O quizás sean mis memorias: una suerte de confesión de tantos años dedicado a los excesos de la panza. Sin remedio pero sin remordimiento.

“Adoro los mapas, pero soy capaz de desviarme de la ruta originalmente señalada cuando un aroma me lanza ese anzuelo que muerdo tan fácil”.